El telar mágico - Robert Jastrow

El telar mágico

Robert Jastrow

Prefacio

«El cerebro puede compararse a un telar mágico en el que millones de centelleantes lanzaderas entretejen una evanescente estructura, siempre significativa aunque nunca duradera; una cambiante armonía de subestructuras. Es como si la Vía Láctea emprendiera alguna danza cósmica.»
—SIR CHARLES SHERRINGTON

Este libro es, en cierto modo, la continuación de otros dos escritos por mí: GIGANTES ROJAS Y ENANAS BLANCAS y HASTA QUE EL SOL MUERA [RED GIANTS AND WHITE DWARFS (Norton & Co, Nueva York, 1979) y UNTIL THE SUN DIES (Norton, 1977) respectivamente]. En el primero me ocupaba principalmente del marco astronómico de la existencia humana, y relegaba la aparición del hombre a sus últimas páginas. En el segundo condensaba el marco astronómico y expandía la historia de la vida, tratando en profundidad de las fuerzas que habían modelado al hombre hasta su forma actual. Se discutía la naturaleza del cerebro, pero no en detalle. Este nuevo libro, El telar mágico recoge el tema allá donde HASTA QUE EL SOL MUERA lo abandonaba. Resume el marco astronómico y la historia primitiva de la vida en el primer capítulo; luego se centra en la inteligencia y en el cerebro: cómo evolucionó el cerebro, la forma en que trabaja, de qué modo equilibra instinto y razón, hacia qué está evolucionando.

Me sentí interesado por primera vez en estas materias hace algunos años, cuando preparé dos series de televisión para la CBS sobre los aspectos científicos del programa espacial. Mis investigaciones para esas series me llevaron a la conclusión de que los viajes espaciales, además de proporcionar importantes aplicaciones prácticas, tienen también un gran significado en la historia de la vida sobre este planeta, comparable en importancia a la salida de los peces del agua hace unos 350 millones de años.

Esos acontecimientos ampliaron mis intereses intelectuales, inicialmente centrados en la astronomía, a la evolución biológica y la historia de la vida. Uno de los rasgos más impresionantes de esta historia es la tendencia hacia mayores cerebros e inteligencia en los organismos más evolucionados, tendencia que ha persistido durante varios millones de años. A lo largo de este dilatado intervalo han aparecido una sucesión de sesudas criaturas, cada una de ellas más inteligente que sus predecesoras, y cada una de ellas sirviendo a la vez como rizoma para otra forma más nueva y aún más inteligente. Somos los últimos de la sucesión, pero probablemente no el final de la línea. ¿Qué vendrá después de nosotros? ¿A qué se parecerá el sucesor del hombre? Mi respuesta a esta pregunta no es la habitual, y la elaboré gracias a mi trabajo en la NASA.

Cuando, siendo todavía un joven físico, me uní al programa espacial, mis investigaciones me obligaban a realizar cálculos matemáticos muy complejos. Este trabajo me puso en contacto con los ordenadores. Por aquel entonces, los ordenadores eran poco más que máquinas de calcular muy rápidas que podían sumar una columna de cifras en una fracción de segundo, o integrar ecuaciones diferenciales más rápidamente que ningún matemático.

Al cabo de algunos años, nuestras investigaciones nos alejaron de las estrellas y los planetas y nos condujeron a aplicaciones más prácticas de la ciencia del espacio. Estábamos particularmente interesados en la utilización de los datos proporcionados por los satélites con vistas a mejorar las previsiones meteorológicas. Dichas previsiones eran un problema muy distinto al de determinar la estructura de una galaxia o el nacimiento y la muerte de una estrella. Requerían una asombrosa cantidad de cálculos: cerca de un billón de sumas y restas para una previsión de tres días. En el lenguaje de los profesionales, las predicciones meteorológicas eran «masticanúmeros».

En 1975, el Instituto Goddard de meteorología instaló un ordenador de la llamada «cuarta generación» para ser utilizado desde cualquier parte de los Estados Unidos. Se pretendía que nos ayudara en nuestra investigación y nos permitiera empezar a enfrentamos con el arduo problema de las previsiones meteorológicas a largo plazo. Por aquel entonces, hacía poco que el primer ordenador que había adquirido el Instituto —perteneciente a la «segunda generación»—, había sido reemplazado por un equipo de «tercera generación», el famoso IBM 360. Esta máquina pesaba varias toneladas y ocupaba casi todo un piso de nuestro edificio. El ordenador de cuarta generación era tan potente como el IBM 360, y ocupaba tan sólo una centésima parte de su espacio.

Permanecí allí, contemplando primero a la gigantesca máquina de la tercera generación zumbando mientras hacía sus sumas, y luego al pequeño ordenador de cuarta generación que se encontraba en una esquina. De pronto me di cuenta de que había poderosas fuerzas en acción. Debido a que los ordenadores, cuanto más compactos, más rápidos son[1], y puesto que la velocidad conduce a mejores previsiones meteorológicas y un mayor aprovechamiento para aquellos que utilizan los ordenadores para otras funciones, los diseñadores de esas máquinas se hallan siempre presionados a crear modelos más compactos. Si esa tendencia en la evolución de los ordenadores continuaba, razoné, pronto se construirían ordenadores que cabrían en un dedal con una capacidad equivalente a la del ordenador de nuestro Instituto, que ocupaba casi toda una planta del edificio. Los circuitos de estos nuevos ordenadores estarían tan densamente compactados como los circuitos eléctricos del cerebro humano. Si fuera posible organizar esos circuitos electrónicos de tal forma que trabajaran como lo hacen los circuitos neurales en el cerebro, me dije, el hombre sería capaz de crear un organismo pensante de poderes cuasi humanos... dicho de otro modo, sería capaz de crear una nueva forma de vida inteligente.

Esos pensamientos cautivaron mi imaginación: une inteligencia no biológica, brotando de la estirpe humana, y destinada a superar a su creador. Me puse a profundizar en el tema, y estudié lo que se sabe acerca de le forma en que trabaja el cerebro, y cómo funcionan hoy en día los ordenadores, y cómo podrían hacerlo mañana. Este libro es el resultado de esos estudios.

Agradecimientos

Muchos colegas y amigos han contribuido con valiosísima información y ayuda durante el desarrollo de estas ideas sobre el cerebro y el ordenador. El Dr. Paul Schneck, antiguo colega mío en el Instituto Goddard de Estudios Espaciales y uno de los raros y dotados individuos descritos en el capítulo 11 que pueden hablar a un ordenador en su propio lenguaje, me explicó pacientemente los principios del diseño de un ordenador y de la electrónica en un buen número de conversaciones durante los últimos años. Lo expuesto en los últimos capítulos del libro le debe más a él que a ninguna otra persona. También estoy en deuda con los Drs. Kenneth Korey del Dartmouth College y Robert Eckhardt de la editorial Simón and Schuster por sus valiosas críticas a los capítulos sobre reptiles, mamíferos y la evolución humana, y al Dr. Michael Rampino de la Universidad de Columbia por sus interesantes comentarios acerca de las evidencias geológicas y paleontológicas relativas a la extinción de los dinosaurios. El Dr. Eckhardt sometió el manuscrito a una cuidadosa revisión editorial e hizo numerosas sugerencias que mejoraron la calidad de la exposición. El Dr. Steven Ungar, del Instituto Goddard, proporcionó utilísima información sobre el procesado de imágenes visuales por ordenador. El Dr. T. N. Wiesel de la Escuela Médica de Harvard fue lo suficientemente amable como para leer el capítulo sobre el cerebro y la visión. Sus sugerencias mejoraron notablemente la exactitud de esta parte.

Doris Cook ha sido una colaboradora con la que he sostenido estimulantes conversaciones acerca de cerebros y ordenadores. Sus contribuciones, numerosas e importantes, están presentes en cada capítulo. Este libro le debe mucho a la claridad de su pensamiento. Mi madre, Marie Jastrow, leyó cuidadosamente el manuscrito e hizo muchas sugerencias que mejoraron su calidad de lectura para el lector general. Sus críticas fueron particularmente útiles en la preparación de los cuadros e ilustraciones, donde mi formación científica demostró ser una desventaja. Susan Tufts contribuyó de una forma decisiva a la edición del manuscrito, y proporcionó también un apoyo esencial en todos los aspectos de la producción y montaje del texto para la imprenta. Susan Messer se nos unió más tarde en el proyecto y desempeñó un importante papel en los estadios finales de la edición, así como en la preparación de cuadros e ilustraciones. Cuatro jóvenes artistas de talento —Jane Svoboda, Andrea Calarco, J. B. McKoy III y Marrin Robinson— se encargaron de la mayor parte de los dibujos. Jack Hall preparó los cuadros de los capítulos 2 y 10.

Me gustaría reservar una última y muy especial nota de agradecimiento para Erwin Glikes, mi director literario en Simón and Schuster, cuyas contribuciones fueron más allá de los límites de las relaciones normales editor-autor. Reforzaron enormemente el libro, sobre todo en los capítulos dedicados al ordenador, que fueron los más difíciles de escribir.

A mis estudiantes de Dartmouth y Columbia, cuya curiosidad y honestidad intelectual son una interminable fuente de placer.

Capítulo 1
Cruzando el umbral de la vida

Los descubrimientos científicos de las últimas décadas han originado una nueva explicación a la aparición del hombre sobre la Tierra. En la versión científica de nuestro origen, el Universo empieza de modo parecido a como lo explica la Biblia: con una deslumbrante creación inicial. Pocos astrónomos pudieron anticipar que este acontecimiento —el repentino nacimiento del Universo— se convertiría en un hecho científico probado, pero las observaciones del cielo a través de los telescopios les han llevado a esa conclusión.

La primera indicación científica de que el Universo se originó bruscamente apareció hace unos cincuenta años. Por aquel entonces, los astrónomos norteamericanos, estudiando los grandes enjambres de estrellas llamados galaxias, se dieron cuenta de que el Universo entero está estallando ante nuestros ojos. Según sus observaciones, todas las galaxias del Universo están alejándose de nosotros, y las unas de las otras, a velocidades muy grandes, las más distantes lo hacen a velocidades extraordinarias de centenares de millones de kilómetros por hora. El descubrimiento condujo directamente a la imagen de un comienzo repentino para el Universo; porque si seguimos la huella de los movimientos de las galaxias en expansión hacia atrás en el tiempo, deduciremos que en una época anterior debieron de estar más juntas entre sí de lo que lo están hoy; y, si retrocedemos aún más, concluiremos que, en un determinado momento crítico del pasado, todas las galaxias del Universo estuvieron reunidas, formando una densa masa sometida a una presión y temperatura enormes. Reaccionando a esta presión, la densa y ardiente materia debió de estallar con una increíble violencia. El instante de la explosión marcó el nacimiento del Universo.

La semilla de todo lo que ha ocurrido en el Universo fue plantada en ese primer instante; cada estrella, cada planeta y cada criatura viviente empezaron a existir como resultado de una serie de acontecimientos que fueron puestos en marcha en el instante en que se produjo la explosión cósmica. Fue, literalmente, el momento de la Creación.

¿Cuándo ocurrió el estallido que marcó el inicio de la existencia del Universo? Cálculos basados en las posiciones actuales de las galaxias muestran que este gran acontecimiento se produjo hace unos 20.000 millones de años. Es realmente un lapso de tiempo muy largo. El Sol y la Tierra existen solamente desde hace 4.500 millones de años, y la vida apareció en la Tierra hace mucho menos tiempo. La humanidad existe en nuestro planeta desde hace tan sólo un millón de años, lo cual es menos que una diezmilésima parte de la edad del Universo. Esos intervalos de tiempo empiezan a situar la existencia del hombre en una perspectiva cósmica.

Los astrónomos han estado trabajando sobre los datos e indicios de esta notable historia durante años, soñando en cierto modo que elaboraban una nueva versión del Libro del Génesis. La mayoría de los detalles del relato científico difieren de los de la Biblia; en particular, la edad del Universo aparece como infinitamente más grande que los 6000 años del Génesis bíblico. Pero los rasgos esenciales son los mismos en ambas historias: hubo un Principio, y todas las cosas en el Universo tienen su origen próximo o lejano en él.

La prueba astronómica de un Principio sitúa a los científicos en una embarazosa posición, puesto que creen que cada efecto posee una causa natural, y cada acontecimiento en el Universo puede ser explicado por fuerzas naturales. Sin embargo, la ciencia no puede descubrir ninguna fuerza en la naturaleza a la que pueda atribuirse el inicio del Universo; y no puede descubrir ninguna prueba de que el Universo existiera antes de ese primer momento. El astrónomo británico E. A. Milne escribió: «No podemos hacer conjeturas acerca del estado de las cosas [en el Principio]; en el acto divino de la Creación Dios no es observado ni tiene testigos.»

Pero cuando se trata de explicar los acontecimientos que tuvieron lugar después del Principio, los científicos se sienten más confiados. Con la ayuda de telescopios y otros instrumentos, han reconstruido la larga cadena de acontecimientos que se extienden a lo largo de miles de millones de años, durante los cuales los gases del recién creado Universo se fueron transformando lentamente en estrellas, planetas y vida consciente.

La narración elaborada párrafo a párrafo por los astrónomos se inicia inmediatamente después de la Creación, cuando el Universo era muy ardiente y estaba lleno de energía radiante. Movido por sus presiones internas, el ardiente y joven Universo se expandió con rapidez, y fue enfriándose a medida que se expandía. En el momento en que el Universo tenía aproximadamente un millón de años de edad, y su temperatura había descendido hasta unos pocos cientos de grados, los electrones fueron acumulándose en tomo a los núcleos para formar los primeros átomos. A partir de ese punto, la materia primordial del Universo consistió en nubes gaseosas de átomos de hidrógeno y helio, que viajaban a la deriva a través de un enorme y oscuro espacio.

Con el paso del tiempo, la materia del Universo se enfrió aún más. Cuando éste tenía más o menos 1.000 millones de años de edad, sus gases estaban ya lo suficientemente fríos como para que empezaran a formarse núcleos de materia solidificada. Nubes de átomos fueron uniéndose para formar galaxias; dentro de las galaxias, nubes más pequeñas se condensaron en estrellas. Alrededor de algunas de esas estrellas se formaron planetas.

Durante muchos miles de millones de años, siguieron formándose estrellas y planetas a partir de las nubes de materia del Universo. Aún hay estrellas formándose en el cielo... esferas de ardientes gases, radiando calor y luz, listas para convertirse en soles como el nuestro. El Sol se formó de esta forma hace 4.500 millones de años, por condensación de una nube de materia de la Galaxia.

En torno al recién nacido Sol se condensaron núcleos más pequeños de gases y polvo para formar la Tierra y sus planetas hermanos. Cómo ocurrió esto exactamente es uno de los misterios de la ciencia. Comprendemos muy bien el ciclo de la vida de las estrellas, debido a que vemos actualmente en el espacio estrellas que se encuentran en muy diversos estadios de sus vidas: jóvenes, de mediana edad y viejas. Incluso hemos podido observar el nacimiento de algunas estrellas. Pero nadie ha visto nunca el nacimiento de un planeta. Los únicos planetas que podemos ver, incluso a través de los telescopios más grandes, son los planetas hermanos de la Tierra en nuestro propio Sistema Solar[2], y ninguno de ellos es un recién nacido. Todos los planetas del Sistema Solar tienen la misma edad que la Tierra; todos se formaron hace 4.500 millones de años, junto con la Tierra, cuando el Sistema Solar empezó a existir.

De todos modos, de alguna forma, ocurrió; de alguna forma, fuerzas misteriosas, actuando sobre las moléculas de gas y los granos de roca y hierro que trazaban círculos en tomo al Sol, unieron esos materiales para formar los nueve planetas, sus cuarenta y tantas lunas, y los incontables cometas y asteroides. A medida que la Tierra iba creciendo, su gravedad aumentó, y atrajo hacia ella fragmentos de materia sólida del espacio que la rodeaba. Al colisionar con la superficie de la Tierra, esos fragmentos de roca liberaron enormes cantidades de calor, que fundió las capas exteriores del planeta. Finalmente, recién nacida, ardiente como un horno, y desprovista de organismos vivos, la Tierra empezó a orbitar en tomo al Sol.

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Figura 1. El hombre desciende de las estrellas. Estrellas y planetas empezaron a formarse hará aproximadamente unos 20.000 millones de años. Incontables estrellas se formaron antes de que nacieran el Sol y la Tierra: otras muchas pueden verse, aún hoy, en período de formación en el cielo. Esta fotografía, tomada por el telescopio de 3 m de diámetro del Observatorio de Lick, muestra una región en nuestra Galaxia llamada la Nebulosa de la Serpiente, que es rica en estrellas en formación. Las pequeñas regiones oscuras diseminadas por la fotografía son nubes de materia densa en proceso de condensarse en estrellas. Las regiones brillantes de esta bellísima nebulosa son nubes de hidrógeno más tenues, cuya luminosidad se debe a los rayos ultravioleta absorbidos de las muchas estrellas ardientes y jóvenes que forman parte de la nebulosa. El hombre puede rastrear sus orígenes hasta una nube como ésta, que se condensó a partir de los gases y del polvo de la Galaxia hace 4.600 millones de años. Según la reconstrucción que los científicos han hecho de la historia del Génesis, cada grano de roca, cada molécula de agua y cada cosa viviente que existe sobre la superficie de la Tierra desciende de los átomos de esa nube paterna.

Más adelante, otro misterio irrumpe en la historia de nuestro planeta. Según el testimonio de los fósiles, en un determinado momento de los primeros 1.000 millones de años de su existencia, aparecieron sobre la Tierra formas simples de vida. ¿De dónde procedían esos primeros organismos vivos? Puesto que la superficie de la Tierra estaba demasiado caliente para albergar vida en sus inicios, esta vida debió aparecer más tarde en nuestro planeta. Y o bien fue colocada aquí por el Creador, o bien evolucionó a partir de moléculas no vivas de acuerdo con las leyes de la química y la física. No hay una tercera forma; ha de ser la una o la otra[3].

Los científicos no poseen pruebas de que la vida no sea el resultado de un acto de creación, pero se sienten empujados, por la naturaleza de su profesión, a buscar explicaciones que se hallen dentro de los límites de la ley natural. Se preguntan: «¿Cómo surgió la vida de la materia inanimada? ¿Qué probabilidades hay de que esto haya sucedido?» Y ante su decepción no encuentran ninguna respuesta aceptable, porque los químicos nunca han conseguido reproducir los experimentos de la naturaleza sobre la creación de la vida a partir de materia no viva. Los científicos no saben cómo ocurrió eso, más aún, no saben si hay posibilidades de que pudiera ocurrir. Quizá éstas sean tan pequeñas, que la aparición de la vida sobre un planeta resulte un acontecimiento milagroso nada frecuente. Quizá la vida en el planeta Tierra sea algo único en todo el Universo. De hecho, ninguna evidencia científica excluye esa posibilidad.

Pero si bien los científicos deben aceptar la posibilidad de que la vida pueda ser un acontecimiento poco corriente, poseen algunas razones para pensar que su aparición en planetas del mismo tipo que la Tierra es, de hecho, algo muy común. Esas razones no constituyen ninguna prueba, pero son sugerentes. Los experimentos de laboratorio muestran que algunas moléculas, que constituyen la base de la materia viva, se forman en gran abundancia bajo condiciones parecidas a las de la Tierra hace 4.000 millones de años, cuando era un planeta joven. Más aún, esos bloques moleculares de construcción de la vida aparecen hoy en día en los organismos vivos casi exactamente en las mismas cantidades relativas en que aparecen en los experimentos de laboratorio. Es como si la naturaleza, al modelar las primeras formas de vida, hubiera utilizado los ingredientes que tuviera a mano exactamente en las mismas proporciones en que estaban presentes.

Más aún, los experimentos de la naturaleza sobre el origen de la vida parece que llegaron a fructificar en un período de tiempo más bien corto. Este hecho sugiere que los experimentos pudieron ser fáciles, y las probabilidades de éxito más bien altas. Por los restos fósiles sabemos que algunos organismos relativamente complicados como las bacterias existían ya cuando la Tierra tenía tan sólo 1.000 millones de años de edad. Aunque una bacteria nos parece una forma de vida más bien sencilla, es una factoría química muy compleja, cuya existencia depende de la manufacturación simultánea de varios miles de productos químicos de diferente clase. Las bacterias son mucho más avanzadas que esas simples criaturas que se agitaron por primera vez cruzando el umbral de la vida sobre la Tierra.

Si las bacterias existían ya cuando la Tierra tenía 1.000 millones de años de edad, un largo período de evolución debió haber precedido a su aparición, un período en el cual la maquinaria química que elabora el proceso de la vida para la bacteria fue creándose y perfeccionándose. Esto implica que el umbral de la vida en sí debió ser cruzado mucho antes, quizá cuando la Tierra tenía tan sólo unos pocos cientos de millones de años de edad, o incluso antes. Unos cuantos cientos de millones de años no es mucho tiempo para un experimento tan importante; y si el experimento tuvo éxito tan rápidamente, eso significa que las probabilidades de este éxito debieron ser notablemente altas.

En cualquier caso, la vida apareció en la Tierra cuando ésta era aún un planeta muy joven. La naturaleza se puso a trabajar inmediatamente para mejorar aquellos primeros organismos muy sencillos, pero no ha quedado ninguna huella de ese primer estadio de su desarrollo.

El análisis de las rocas aporta muy poco, sólo noticias sobre bacterias y plantas unicelulares, pero hace aproximadamente 1.000 millones de años, tras unos 3.000 millones de años de invisible progreso, se produjo un acontecimiento importante. Sobre la Tierra aparecieron las primeras criaturas multicelulares. El hombre es un animal multicelular y uno de los productos de este acontecimiento evolutivo.

En los fósiles hallamos huellas de esos organismos multicelulares. Se trata de animales primitivos, de cuerpos blandos; sin embargo, constituyeron un gran avance sobre las células únicas como las bacterias. Un animal multicelular es una colonia que contiene un enorme número de células individuales unidas entre sí. Es físicamente fuerte y mucho menos vulnerable a las fuerzas hostiles de su entorno de lo que puede llegar a serlo una sola célula; además, las células individualizadas dentro de la colonia adquieren rápidamente funciones especializadas: células internas para digerir los alimentos, células resistentes en la superficie para formar la piel, y células sensitivas en la parte delantera para desarrollar lo que después serán los ojos, la nariz y los oídos. Esas mejoras aumentan considerablemente las perspectivas de supervivencia del individuo; constituyen la base sobre la que se construirán todas las formas superiores de vida.

Durante los siguientes 500 millones de años más o menos, ocurrió muy poco; al menos, muy poco ha quedado conservado en forma fósil. Luego, hace 600 millones de años, ocurrió otro gran avance. Los fósiles nos muestran que por aquel entonces aparecieron sobre la Tierra las primeras criaturas de cuerpo duro, es decir, animales con esqueletos extremos. Eran los antepasados de la almeja, la estrella de mar, la langosta y los insectos. Aunque eran una forma simple de vida —seguía faltándoles un cerebro—, al menos poseían una armadura corporal. Entonces el ritmo de la evolución se aceleró; en el relativamente corto intervalo de los 100 millones de años que siguieron, algunos animales de cuerpo duro evolucionaron a una forma aún más nueva de criaturas llamadas vertebrados, que poseían un esqueleto interno con una columna vertebral, o sea, una cadena entrelazada y flexible de pequeñas vigas sobre las cuales podían apoyarse los músculos del cuerpo para conseguir mayor fuerza y agilidad.

En unas relativamente pocas decenas de millones de años los vertebrados evolucionaron hacia animales mejores: los primeros peces. Los peces poseían un esqueleto de primera clase, con huesos delicadamente articulados en aletas, así como una espina dorsal. También poseían un cerebro. Era un cerebro muy pequeño, pero era el primero que hacía eclosión en la Tierra.

Los peces aparecieron en las aguas de la Tierra hará aproximadamente 450 millones de años. Hasta entonces, toda la vida se había visto confinada al agua; la tierra firme era tan yerma y desolada como la superficie de la Luna. Entonces empezó la conquista de la tierra firme por parte de la vida. Las plantas fueron las primeras. Lentamente, dedos verdes se abrieron camino tierra adentro a partir de las orillas, sondeando los lugares húmedos. Algunas decenas de millones de años más tarde siguieron los insectos, atraídos por la abundancia de vegetación en tierra firme. Los insectos fueron los primeros animales en invadir la tierra firme. Su vida estuvo al principio relativamente libre de predadores. Sin embargo, su libertad no duró demasiado, porque cincuenta millones de años más tarde, durante un período de intensa sequía estacional, los peces abandonaron también las aguas y se arrastraron sobre los muñones de sus aletas dispuestos a probar los placeres del nuevo entorno.

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Figura 2. El cerebro de los peces. El cerebro de los peces, mostrado en una imagen ampliada en la parte inferior derecha del dibujo, representa un estadio primitivo en la evolución del cerebro de los animales vertebrados. El cerebro de los peces está dividido en tres compartimientos: una sección frontal para el olfato, una media para la visión, y una posterior para el equilibrio. Los receptores del olfato, situados en la nariz del pez, se comunican directamente con el compartimiento frontal, o cerebro olfativo. El nervio óptico lleva información desde los ojos del pez hasta el cerebro visual (zona sombreada), situado detrás del cerebro olfativo. El cerebro visual es la parte más grande del cerebro del pez y su más importante fuente individualizada de información. Cuando recibe un dato procedente de los ojos, reacciona inmediatamente de acuerdo con un programa simple e invariable de comportamiento. Es un cerebro irreflexivo; debido a su pequeño tamaño, tiene poco espacio para respuestas flexibles o para coordinar la información procedente de otros sentidos.

La migración de los peces a la tierra firme ocurrió hará aproximadamente unos 350 millones de años. Esta migración es otro hito en la historia de la vida que conduce hasta el hombre. En realidad, la mayor parte de los peces no lo consiguieron; tan sólo una variedad, llamada crosopterigia, parece que fue capaz de coronar la hazaña. Los crosopterigios eran animales poderosos, parecidos al salmón, pero con gruesas aletas musculares, adecuadas para permitirles proseguir su camino por tierra firme. Los crosopterigios poseían también pulmones, además de aletas, como muchos peces de aquella época e incluso algunos de hoy en día.

Doblemente favorecidos para la vida en tierra firme gracias a la posesión de dos rasgos ventajosos —aletas sobre las cuales andar y pulmones—, los descendientes de los crosopterigios se establecieron firmemente en las orillas de ríos y arroyos y, gradualmente, bajo la acción de poda de la naturaleza, la rama de los crosopterigios fue evolucionando. La permeable piel de pez de sus antepasados se transformó en una correosa membrana que protegía la humedad del cuerpo; las huevas gelatinosas se envolvieron en una flexible cáscara que protegía al embrión de la deshidratación; además, una serie de notables cambios en músculos y huesos transformaron las aletas en patas.

El cerebro del nuevo animal también se vio ligeramente mejorado con respecto al cerebro de los peces, que trabajaba sobre puros impulsos, cuyos estímulos eran seguidos por una reacción instantánea. Su mente existía tan sólo en el presente. En cambio, el cerebro del animal terrestre tenía más neuronas y podía relacionar entre sí una secuencia algo más larga de acciones. Pero las secuencias eran programadas y automáticas, y las acciones invariables. Su cerebro no poseía capacidad para nuevas respuestas ante nuevas condiciones; su comportamiento era más complejo, pero aún inflexible. El comportamiento flexible es la esencia de la inteligencia. Los animales terrestres no poseían todavía ese deseable rasgo; la inteligencia no había aparecido aún sobre la Tierra.

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Figura 3. Del pez al hombre. Los crosopterigios (izquierda) fueron peces con pulmones y recias aletas que abandonaron el agua para explorar la tierra firme hará unos 350 millones de años, en una época de sequía estacional. Esos peces son los antepasados de todos los animales vertebrados de cuatro patas que existen en la Tierra. La ilustración inferior muestra cómo los huesos de la aleta del pez evolucionaron hasta convertirse en los huesos del brazo y mano humanos. El testimonio de los fósiles documenta muchos estadios intermedios en esta transición. Gran parte del esqueleto humano puede ser rastreado hacia atrás en el tiempo, hueso por hueso, hasta los esqueletos de nuestros antepasados peces.

Como siempre en la evolución, esos cambios en cuerpo y cerebro se produjeron a un ritmo relativamente lento, con cambios imperceptibles de una generación a la siguiente. Tras unos 25 millones de generaciones, apareció una forma transicional que vivía parte de su vida en tierra firme y parte en el agua. Eran los anfibios, antepasados de la rana y el sapo, aún parecidos a los peces en sus huevas y su piel. Finalmente, tras 50 millones de generaciones más, las mejoras fueron completadas. Al final de ese largo intervalo existía un animal enteramente nuevo, completamente emancipado del agua, en el cual los rasgos de sus antepasados pisciformes eran apenas visibles. Ese nuevo animal era el reptil.

Los reptiles aparecieron sobre la Tierra hace 300 millones de años. Como los insectos antes que ellos, fueron dueños indiscutidos de la tierra firme durante un tiempo, sin más enemigos que los de su propia especie. Florecieron y dieron nacimiento a muchas grandes líneas de evolución: lagartos y serpientes, tortugas, cocodrilos, dinosaurios, pájaros, y a los mamíferos.

Todas esas antiguas formas de vida —los peces, los reptiles primitivos, los dinosaurios y los pájaros— eran relativamente no inteligentes, y sus descendientes siguen así hoy en día. Pero los mamíferos fueron distintos; la historia de la evolución de la inteligencia es en realidad su historia. La aparición de los mamíferos marcó el primer gran paso en la evolución del cerebro.

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Figura 4. La columna del tiempo. Los grandes acontecimientos en la historia de la Tierra y de la vida en la Tierra se reflejan en este gráfico. La base de la columna de la izquierda representa el momento de la creación. Estrellas y planetas empezaron a formarse mil millones de años más tarde, y han seguido formándose hasta el día de hoy. El Sol y la Tierra se condensaron a partir de gases y polvo hace 4.600 millones de años. Menos de mil millones de años después, apareció la vida en la Tierra. Poca cosa ocurrió a partir de entonces durante varios miles de millones de años; luego, el ritmo de la evolución se aceleró. La historia de la inteligencia se halla confinada a la pequeña porción de tiempo —los últimos 200 millones de años— en que los mamíferos han existido sobre la Tierra. La columna de la derecha muestra los puntos culminantes de la evolución en este período final. El hombre apareció cuando ya había transcurrido el 99’9 % de la historia del Cosmos.

Capítulo 2
Los comienzos de la inteligencia

Los antepasados de los mamíferos fueron una forma transitoria llamada los terápsidos. Esos animales eran feroces, numerosos, y tuvieron un enorme éxito. Alcanzaron su apogeo hará unos 250 millones de años, y durante los siguientes 50 millones de años fueron la forma de vida dominante en tierra firme. El análisis de sus restos fosilizados revela las razones de su éxito. La desmañada y torpe postura «vientre al suelo» de los reptiles originales fue reemplazada en este nuevo modelo por una construcción en la cual las patas mantenían el cuerpo suspendido, las articulaciones se doblaban paralelamente al cuerpo y no hacia afuera, con lo que el cuerpo permanecía alzado del suelo durante la mayor parte del tiempo. Esos animales poseían un paso muy rápido; podían aventajar a cualquier otro reptil de su época.

El esqueleto de los reptiles terápsidos sugiere también cambios en su comportamiento. El reptil suele permanecer con su vientre pegado al suelo durante casi todo el día, conservando energía; su metabolismo de sangre fría no puede permitirse el lujo de ir corriendo constantemente de un lado para otro. Los terápsidos, que trotaban la mayor parte del tiempo de un lado para otro, gastaban energía a un buen ritmo. El hecho de estar de pie requería de ellos más energía que el estar con el vientre al suelo como sus primos los reptiles. En un animal erguido, los músculos de las patas y del tronco se tensan y se relajan constantemente, trabajando para mantener el cuerpo en posición, quemando energías y desprendiendo calor. Esa constante actividad produce calor incluso estando inmóviles, por lo que cabe deducir que la temperatura corporal de los terápsidos aumentó. Este fue el primer paso hacia el metabolismo de sangre caliente que caracteriza al mamífero moderno.

La sangre caliente trajo consigo una ventaja. Cuando llegaba la noche y la temperatura del aire descendía, el reptil de sangre fría iba perdiendo el calor corporal, se amodorraba y se retiraba para pasar la noche. El terápsido, con rasgos de sangre caliente, podía permanecer activo hasta más tarde, dando buena cuenta de sus torpes primos reptiles.

Es posible que los terápsidos poseyeran también rasgos rudimentarios del amor y el cuidado paternos que distingue a los mamíferos de hoy. Algunas pruebas en apoyo de este enfoque proceden del descubrimiento de un bebé terápsido tendido cerca del esqueleto de un adulto de la misma clase. El cuidado paterno debió representar un cambio radical con respecto al comportamiento de las clases de reptiles más antiguas. La mayor parte de los reptiles no muestran esos sentimientos; depositan sus huevos y los abandonan, y una vez los nuevos seres han salido del cascarón, sus propios padres se los comen si tienen oportunidad de ello[4]. Podía parecer que los animales que se comen a sus propias crías están condenados a una rápida extinción, pero los reptiles depositan un gran número de huevos para compensar sus desagradables modales familiares.

El ornitorrinco de Australia proporciona pruebas adicionales de que los cuidados paternos se desarrollaron pronto en la línea evolutiva de los terápsidos. Esta extraña criatura, mitad mamífero y mitad reptil, es un fósil viviente que representa el más primitivo y reptiloide estadio en el desarrollo de los mamíferos. Algunos científicos creen que el ornitorrinco se escindió de la línea principal de la evolución mamífera hará unos 200 millones de años, y es el único descendiente directo viviente de los terápsidos. Aunque el ornitorrinco deposita sus huevos como los reptiles, camina como ellos, y posee un sistema excretor de reptil, tiene pelaje como los mamíferos, un control de la temperatura de su sangre caliente como los mamíferos, y alimenta a sus crías.

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Figura 5. La sangre caliente. La importancia de la sangre caliente en los animales queda ilustrada por este gráfico, que muestra cómo las temperaturas corporales de distintas clases de animales cambian según la temperatura de su entorno. El gato es un mamífero típico de sangre caliente, con muchos recursos para mantener constante la temperatura de su cuerpo. Por ejemplo, cuando el aire es muy cálido, un animal de sangre caliente utiliza sus glándulas sudoríparas y su aliento para hacer descender su temperatura corporal, mientras los vasos sanguíneos bajo su piel se dilatan para transportar el calor del cuerpo a la superficie, donde se pierde en el aire. Debido a estas defensas, la temperatura del gato apenas cambia cuando la temperatura ambiente sube de 4 a 40° C. El lagarto —un reptil típico— es un animal de sangre fría que carece de las defensas del gato contra los cambios de temperatura. La temperatura de su cuerpo es siempre muy parecida a la del aire exterior. El ornitorrinco —un eslabón entre los mamíferos y los reptiles— controla su temperatura corporal con más eficacia que el lagarto, pero no tan bien como el gato.

Las pautas de comportamiento paterno que se desarrollaron en la línea mamífera de la evolución se vieron acompañados por una disminución en el número de la camada. Esta era una nueva estrategia para el mantenimiento de las especies, completamente distinta de todas las que se habían practicado hasta entonces. En lugar de las docenas de huevos depositados por un reptil, la camada de un mamífero estaba compuesta tan sólo por unos cuantos individuos, pero cada uno de ellos recibía una gran cantidad de cuidados y atenciones. En esa innovación reside la semilla de la pareja, los vínculos familiares y mucho de lo que consideramos humano.

Los cuidados paternos y la sangre caliente son dos cosas que van unidas. Entre los animales de sangre caliente, en los cuales una temperatura corporal constante es algo esencial para la supervivencia, los jóvenes recién nacidos son particularmente vulnerables a la muerte por frío debido a su tamaño pequeño y a su desnudez. Los padres terápsidos que permanecían con sus pequeños y los mantenían calientes probablemente se dieron cuenta de que su camada sobrevivía; y, según las leyes de la herencia, también es probable que sus descendientes transmitieran estas deseables pautas de comportamiento paterno a la siguiente generación, y éstos a su vez a la siguiente. En cambio, los terápsidos que se comportaban como padres indiferentes dejaron escasa descendencia, y sus rasgos tendieron a desaparecer de la población. La paternidad responsable y el metabolismo de sangre caliente es muy probable que entraran juntos en la historia de la vida con el advenimiento de los terápsidos.

Esos diversos rasgos corporales y de comportamiento actuaron juntos: cada uno de ellos intensificó los demás. Todos eran experimentales; ninguno había sido probado antes por la naturaleza; pero todos resultaron ser ventajosos. Los terápsidos prosperaron, y en el transcurso de algunos millones de años se convirtieron en los dueños de la Tierra. Entre ellos había diversas variedades herbívoras y otras carnívoras que se comían a las herbívoras; algunos animales del tamaño de una ardilla y otros del tamaño de un alce. Fueron los animales más abundantes de su tiempo.

Pero, durante el período en el cual los terápsidos gozaron de supremacía, otro tipo de animales, descendientes también de la misma estirpe ancestral de reptiles que se arrastraban sobre su vientre, evolucionó al mismo tiempo, aunque modelado sobre líneas muy distintas. El nuevo tipo de animal era el dinosaurio.

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Figura 6. El dinosaurio ancestral. Este pequeño reptil, antepasado del dinosaurio, vivió hará unos 225 millones de años.

La línea evolutiva que condujo al dinosaurio empezó hará unos 225 millones de años, durante el apogeo de los terápsidos. En ella la rapidez y la agilidad, tan valiosas para la supervivencia, se hallaban de nuevo entre las cualidades básicas que, como en el caso de los terápsidos, consiguieron gracias a un cambio de postura, en la cual las patas ya no se abrían hacia afuera a ambos lados sino que se doblaban paralelamente al cuerpo, que se mantenía erguido por encima del suelo. Otra innovación apareció también en la línea de los dinosaurios, dando lugar a un diseño corporal mejor aún que el de los terápsidos. Los dinosaurios, que al principio se apoyaban sobre sus cuatro patas como los demás reptiles, cambiaron gradualmente a una postura erguida sobre dos patas: como hacen hoy en día la gente y los pájaros, caminaban y corrían sobre sus patas traseras. Sus miembros traseros se hicieron para ello fuertes y musculosos, y les proporcionaron velocidad adicional, mientras sus miembros delanteros quedaban libres para aferrar a sus presas con sus crueles garras.

Esos fueron los primitivos dinosaurios. No eran muy grandes; en apariencia semejaban un gallo larguirucho y desprovisto de plumas, con una larga cola de lagarto pegada detrás. Una mandíbula que podía abrirse enormemente, con hileras de afilados dientes en su interior, completaba el cuadro de un pequeño, feroz y eficiente carnívoro.

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Figura 7. Los dientes del dinosaurio. Estas fotografías muestran una sección transversal de los dientes del dinosaurio carnívoro, el Tyrannosaurus (izquierda), y de un dinosaurio herbívoro que vivió en la misma época. Se cree que los anillos en los dientes son marcas de crecimiento anual, lo cual indica que se trataba de animales de sangre fría.

¿Tenían sangre caliente los dinosaurios? Se cree que tuvo que ser un elemento necesario, al menos para los dinosaurios más pequeños y más ágiles. La elástica construcción de esos reptiles sugiere un estilo de vida enormemente activo y un rápido gasto de energía. Normalmente estos rasgos requieren un metabolismo de sangre caliente. Por otra parte, los dientes fosilizados del Tyrannosaurus rex, un enorme dinosaurio carnívoro, muestran anillos de crecimiento anuales, similares a los anillos de los árboles, que reflejan cambios estacionales en la temperatura corporal media del animal. Esos anillos se encuentran normalmente sólo en animales de sangre fría, cuya temperatura corporal media varía a lo largo del año. Los anillos de crecimiento en los dedos del Tyrannosaurus sugieren que este dinosaurio, al menos, era de sangre fría.

Los estudiosos de la biología de los dinosaurios se hallan divididos respecto a la temperatura de la sangre de esos animales, aunque la mayoría parece estar de acuerdo en que probablemente los dinosaurios de tamaño mediano y grande no fueron ni de sangre fría ni de sangre caliente, sino que poseyeron un metabolismo propio y único. Puede que la cuestión dependa de qué tipo de corazón poseían. El corazón de cuatro cavidades de los mamíferos y los pájaros, con su doble bomba, es probablemente necesario para un gasto acelerado de energía. Los reptiles modernos, que son de sangre fría, poseen un corazón con dos cavidades. Si los dinosaurios estaban provistos de un corazón con dos cavidades, hay que deducir que su sangre debía ser también fría. Desgraciadamente, las partes blandas del cuerpo de los dinosaurios no han quedado conservadas en forma fósil, y nadie sabe qué clase de corazón poseían. Es probable que la controversia acerca del metabolismo de los dinosaurios no llegue a solucionarse nunca.

Aunque se considera a los dinosaurios como animales muy grandes, al principio todos eran pequeños. A medida que prosperaron, se fueron haciendo más grandes. En cualquier línea evolutiva, los animales tienden a aumentar de tamaño de una generación a la siguiente, mientras todo lo demás sigue igual, debido a que el tamaño proporciona mayor seguridad ante los ataques, y en consecuencia mejora las perspectivas de supervivencia del individuo. En cada generación, los animales más grandes son los que tienen mayores posibilidades de sobrevivir y tener descendencia; su progenie, según las reglas de la herencia, tiende también a ser más grande que la media. La tendencia a incrementar el tamaño continúa así hasta alcanzar los límites de reservas disponibles de comida.

El único rasgo no habitual en la historia de los dinosaurios es el hecho de que justo cuando empezaban a evolucionar, la Tierra entró en un período de clima suave y comida abundante que duró un tiempo desacostumbradamente largo. Esta circunstancia permitió que el crecimiento de los dinosaurios prosiguiera durante más de 100 millones de años, un intervalo muy superior a cualquier otro período de ininterrumpido buen tiempo en la historia reciente de la Tierra. Los gigantes terrestres fueron el producto de este largo período sin precedentes de buena vida y constante crecimiento.

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Figuras 8 y 9. Los reptiles «despatarrados». Los Seymouria (izquierda), emparentados de cerca con los primeros reptiles, han sido reconstruidos a partir de un esqueleto fósil (abajo) hallado en Seymour, Texas. Los huesos de su esqueleto muestran la transición de los anfibios a los reptiles. Los Seymouria representan el eslabón entre estos dos tipos de animales. La postura despatarrada, con el vientre apoyado en el suelo, de los Seymouria, característica de los reptiles, es un legado de sus antepasados los peces, cuyas aletas formaban un ángulo recto con sus costados. Los miembros de esos animales no sostienen el cuerpo; tiran de él y lo arrastran alternativamente.

Los Seymouria eran indolentes criaturas de sangre fría; no sólo les faltaban los músculos y los huesos necesarios para un paso rápido, sino también un metabolismo de sangre caliente y una fuente constante de energía, necesarios para alimentar un estilo de vida activo.

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Figura 10. El Cynognathus, reptil tipo mamífero. La gracia relativa de los reptiles tipo mamífero queda ejemplificada por el Cynognathus o «mandíbula de perro» (arriba), que vivió hace 225 millones de años. Los cambios en el esqueleto de este animal contribuyeron a elevar su cuerpo por encima del suelo, aunque su postura retenía aún algo de la despatarrada forma de andar típica de sus antepasados reptiles. El Cynognathus tenía el tamaño de un lobo. Sus dientes estaban empezando a evolucionar hacia los caninos e incisivos característicos de los mamíferos, que los utilizaban para morder y desgarrar la presa en trozos pequeños. El cambio en los dientes es importante, porque permitió al reptil tipo mamífero digerir rápidamente su comida y conseguir así la energía que necesitaba para una vida más activa. Esos dientes son otra indicación de que los reptiles tipo mamífero estaban evolucionando en dirección a los animales de sangre caliente. El Cynognathus, con su mezcla de rasgos de lagarto y de perro, es un ejemplo de los «eslabones perdidos» que ya no lo están, pues muchos han sido encontrados. Uno de ellos es una criatura parecida a un lagarto, pero con dientes y plumas, que se cree se hallaba a medio camino en la evolución de las aves a partir de los reptiles. Esos animales muertos hace mucho tiempo son enormemente interesantes debido a que demuestran la continuidad de la evolución.

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Figura 11. Una galería de reptiles tipo mamífero. Los reptiles tipo mamífero son criaturas relativamente poco familiares en la historia de la vida. Sin embargo, hace 250 millones de años, fueron los animales más abundantes en la Tierra. Por aquel entonces existían tantas variedades de reptiles tipo mamífero como de dinosaurios más tarde o de mamíferos hoy. No todos eran grandes y feroces como el Cynognathus; algunos eran pequeños, como el Dicinodontus o «dientes de perro» (arriba, a la izquierda), que tenía el tamaño de una marmota, el Dromasaurus de aspecto tímido (a la izquierda), y el Rincosaurus, de extraño rostro (arriba, a la derecha). Pese a que vivieron durante 50 millones de años, los reptiles tipo mamífero sucumbieron finalmente ante el auge de los dinosaurios. Se vieron reducidos en número y variedad, y tan sólo sobrevivieron una o dos especies. Los supervivientes fueron los primeros mamíferos.

Durante esos muchos millones de generaciones de prosperidad, los descendientes de los dinosaurios primitivos —los enjutos y hambrientos pollos-lagartos— perdieron sus graciosas formas. Algunos se convirtieron en abotagados comedores de plantas y cayeron de nuevo sobre sus cuatro patas, obligados por su peso. El Supersaurus, el mayor de ellos conocido, es también el más grande de los animales terrestres que jamás haya vivido sobre nuestro planeta. Su cuerpo de 100 toneladas era sostenido por cuatro enormes patas parecidas a columnas, con esponjosas almohadillas en los pies. El Supersaurus y sus parientes próximos eran el equivalente reptil de la vaca, pero pesaban cada uno de ellos tanto como una manada de elefantes.

Los dinosaurios, que eran carnívoros también, crecieron en tamaño y evolucionaron hasta convertirse finalmente en feroces predadores como el Tyrannosaurus rex, de dos pisos de altura, cuyos muslos medían 3,50 m de diámetro y que poseía 60 afilados dientes situados en hileras en unas mandíbulas de 1,20 m. El Tyrannosaurus y su familia fueron los animales más terribles que jamás haya visto el mundo.

Los terápsidos no tenían forma de competir con los dinosaurios carnívoros. La que hasta entonces había sido la forma de vida dominante en tierra firme se vio reducida, en el transcurso de algunas decenas de millones de años, a una pequeña minoría. Menguaron tanto en tamaño como en número, quizá debido a que en cada generación los más grandes y atrevidos eran apresados y comidos, y solamente las variedades más pequeñas sobrevivieron. De los poderosos animales que eran, del tamaño de un oso, un lobo o un perro, los descendientes de los terápsidos se redujeron al tamaño de un gato, y luego al de criaturas aún más pequeñas, como una rata o un ratón. Hace ahora 180 millones de años, esos animales del tamaño de ratas eran los únicos supervivientes de la hasta entonces poderosa tribu de los terápsidos.

Pero las furtivas criaturas parecidas a ratas ya no eran reptiles con rasgos de mamífero, sino los primeros auténticos mamíferos. Eran pequeños, pero la semilla de la grandeza estaba en ellos.

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Figura 12. La evolución de los animales vertebrados. El testimonio de los fósiles indica que tanto los vertebrados de tierra firme como los acuáticos pueden trazar su ascendencia hasta una especie de pez llamado crosopterigio, que vivió hace 350 millones de años. De los crosopterigios surgieron los anfibios —representados hoy por la rana y sus afines— y los reptiles. Los reptiles surgieron hace 300 millones de años. Unos 100 millones de años después, la línea de los reptiles se había escindido en varias ramas. Una dio nacimiento a las serpientes, lagartos, tortugas y otros reptiles modernos; otras evolucionaron hacia los dinosaurios, las aves y los mamíferos, incluido el hombre. Si no dispusiéramos de la evidencia de los fósiles, sería difícil de creer que el hombre y el dinosaurio sean parientes lejanos, productos de dos líneas de evolución procedentes de un mismo antepasado reptil.

Capítulo 3
Pensando en la oscuridad: el cerebro olfativo

Conocemos la existencia de los primeros mamíferos tan sólo a través de unos pocos dientes y fragmentos de huesos fosilizados, pero son suficientes para contamos su historia. Gracias a ellos podemos deducir que fueron animales pequeños y activos, de sangre caliente, probablemente provistos de pelo, que gestaban a sus crías en su interior. Sus ojos eran muy pequeños, sus largos hocicos implicaban un sentido del olfato muy desarrollado. De los huesos de sus cráneos deducimos que oían mejor que sus antepasados terápsidos.

Ojos pequeños, nariz y oídos desarrollados, todo ello sugiere a un animal que vive de noche, olisqueando el mantillo de hojas del suelo boscoso. Los primeros mamíferos fueron probablemente nocturnos; merodeaban en la oscuridad, y durante el día permanecían ocultos. Eso explica cómo unos animales relativamente débiles e indefensos sobrevivieron durante el largo reinado de los dinosaurios. Los mamíferos vivieron en la misma época que los dinosaurios, pero no a las mismas horas.

Los cráneos de los primeros mamíferos revelan otro hecho importante. Esas pequeñas criaturas poseían cerebros relativamente grandes. En proporción al peso de sus cuerpos, sus cerebros eran cinco veces mayores que el cerebro del Tyrannosaurus, y veinte veces mayores que los cerebros de los aún más estúpidos dinosaurios herbívoros de los que se alimentaba el Tyrannosaurus. Estos pequeños mamíferos eran unos animales inteligentes, más inteligentes que cualquier otra criatura que hubiera evolucionado hasta entonces en nuestro planeta.

Naturalmente, el tamaño real de los cerebros de estos mamíferos era mucho más pequeño que el del cerebro de un dinosaurio. Pero el tamaño de un cerebro no es tan importante como la relación de su tamaño con el tamaño del cuerpo al que corresponde. Esa relación, comparada con la media de todos los miembros de las distintas especies, proporciona una exacta indicación de la inteligencia de una especie determinada.

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Figura 13. Un mamífero primitivo. Este mamífero ancestral, conocido como Morganucodon o «dientes matutinos», vivió hace 200 millones de años. Sus pequeños ojos y su largo hocico indican que era un animal nocturno que se guiaba más por el olfato que por la vista.

La razón de que el tamaño del cerebro por sí solo pueda inducir a confusión es que una parte del cerebro de todos los animales es utilizada para el control de su cuerpo. Esta sección del cerebro se compone de circuitos que se hallan conectados a una especie de centralita telefónica, que recibe señales procedentes del cuerpo y envía mensajes de vuelta. Cuanto más grande es el cuerpo, más grande es la parte del cerebro que debe ser utilizada para este fin. Casi todo el espacio disponible en el pequeño cerebro de un dinosaurio estaba ocupado por los circuitos de control de su enorme cuerpo; quedaba, pues, poco espacio para la memoria, la planificación o el aprendizaje por la experiencia. Pero el cerebro de los pequeños mamíferos, grande en comparación con sus cuerpos, tenía materia gris disponible para el almacenamiento de recuerdos y para pensar, planear y dar respuestas flexibles a condiciones cambiantes. Los pequeños pero relativamente inteligentes mamíferos debieron poseer esos rasgos mentales en un grado mucho mayor que sus musculosos contemporáneos los dinosaurios.

Es interesante comparar el cerebro de un enorme dinosaurio con el cerebro de un igualmente enorme mamífero moderno como la ballena. Los dinosaurios más grandes pesaban hasta 100 toneladas. Las ballenas también pueden llegar a pesar 100 toneladas y son, como eran los dinosaurios en su época, los mayores animales existentes hoy en día. Pero el cerebro de una gran ballena es una enorme masa de materia gris, de aproximadamente 50 cm de diámetro, que pesa unos 9 kg. El poseedor de este gigantesco cerebro es un animal inteligente. Algunas ballenas poseen una notable capacidad de memoria; pueden memorizar el complejo canto característico de las ballenas, que dura varias horas, y repetirlo nota a nota un año más tarde.


Tamaño de los cerebros humanos.

Esta tabla relaciona los pesos aproximados de los cerebros de varios hombres famosos. Por término medio, el cerebro humano pesa 1.350 g. La relación entre el tamaño del cerebro y el del cuerpo sirve para establecer el nivel medio de inteligencia en una población de animales. Sin embargo, como demuestra la tabla, el tamaño individual del cerebro humano no es un buen indicador de la inteligencia humana. Víctor Hugo poseía un cerebro enorme que pesaba 2.250 g, mientras que el cerebro de Anatole France, un escritor de parecida estatura física, pesaba tan sólo 1.000 g. Aparentemente, el genio individual reside tanto en la organización del cerebro como en su tamaño.

Anatole France: 1.000 g.
Walt Whitman: 1.320 g.
Daniel Webster: 1.800 g.
Otto Von Bismarck: 1.800 g.
Oliver Cromwell: 2.250 g.
Lord Byron: 2.250 g.
Victor Hugo 2.250 g.

En cambio, los cerebros de los más grandes dinosaurios, como los Supersaurus, tenían sólo el tamaño de una naranja y pesaban unos 200 g. Sin embargo, esa pequeña cantidad de materia gris tenía que ejercer su control sobre la misma masa de 100 toneladas que es gobernada por el cerebro de 9 kg de las ballenas más grandes.

Los científicos especializados en el estudio del cerebro y la inteligencia han trazado cuadros comparativos del peso de los cerebros con relación al peso de los cuerpos de muchos tipos de animales. Han descubierto que cuando la relación del peso del cerebro con el peso del cuerpo alcanza las magnitudes del Supersaurus, por ejemplo, el comportamiento del animal es estereotipado, automático y no inteligente. La razón es clara: un cuerpo grande posee muchos músculos grandes, y necesita muchas fibras nerviosas para su coordinación. Cuando ese enorme cuerpo es controlado por un cerebro pequeño, el cerebro se ve obligado a utilizar cada una de sus neuronas para mover el cuerpo a través de sus rutinas básicas de supervivencia: hallar comida, huir de los predadores y poco más.

Pese a todo ello, los dinosaurios poseían una inteligencia normal dentro del marco de los reptiles. Por supuesto, había toda una gama de tamaño de cerebros entre los reptiles. Pero lo mismo ocurre con los mamíferos modernos: los herbívoros como la vaca se hallan entre los mamíferos menos inteligentes, mientras que los carnívoros como el lobo se cuentan entre los más inteligentes. Sin embargo, los dinosaurios, considerados como grupo, eran generalmente menos inteligentes que los mamíferos primitivos, también como grupo. Eso era cierto entonces y sigue siéndolo ahora, para toda la escala de tamaños. Un lagarto, por ejemplo, posee un cerebro considerablemente más pequeño que una ardilla del mismo tamaño, y en consecuencia muestra un repertorio de comportamientos mucho menos flexible.

Pero volviendo a las medias, ¿por qué los mamíferos en general poseen un cerebro mayor que los reptiles en general? ¿Por qué los primeros mamíferos eran mucho más «sesudos» que sus dinosaurios contemporáneos? Quizás esto parezca a primera vista un rompecabezas, puesto que los mamíferos primitivos y los dinosaurios brotaron ambos de la misma fuente reptil. La respuesta guarda probablemente relación con el estilo de vida nocturno de los mamíferos y con el hecho de que utilizaban más los sentidos del olfato y del oído para sobrevivir que el sentido de la vista.

Para el dinosaurio, activo durante el día, la visión era, con diferencia, el sentido más importante, por lo que la respuesta a un indicio visual era inmediata. La escena captada por el ojo del dinosaurio le decía a su cerebro casi todo lo que éste necesitaba saber inmediatamente, sin tener que recurrir a reflexión y análisis: «Si ves un pequeño objeto móvil, ¡cómelo! Si ves un gran objeto móvil, ¡huye!»

El cerebro era pequeño en los dinosaurios primitivos, y siguió siéndolo a lo largo de los 140 millones de años de su historia. Durante ese enorme período de tiempo sus cuerpos mejoraron y se diversificaron, pero sus cerebros crecieron muy poco. Aparentemente, un cerebro pequeño provisto de respuestas automáticas a los estímulos visuales era suficiente para su supervivencia. Pero los mamíferos, obligados a un hábitat nocturno debido a la competencia de los reptiles, no podían guiarse por la visión en sus incursiones en medio de la oscuridad, sino que percibían el mundo a su alrededor a través de los olores y los sonidos. En esa circunstancia reside la semilla del nuevo desarrollo del cerebro de los mamíferos.

Olores y sonidos son algo muy distinto de las imágenes visuales. Un olor, por ejemplo, no refleja el objeto en sí; tan sólo da un indicio de su presencia. Quizá la presa estuvo ahí hace un rato y luego se fue, dejando un rastro de su olor característico; ha de ser rastreada con paciencia y una habilidad nacida de la experiencia misma. O el olor puede haber sido dejado por un reptil predador; entonces el mamífero tiene que recordar los hábitos de aquél, y planear sus actividades nocturnas de acuerdo con ello. O puede tratarse del evasivo perfume de la hembra en celo; ¿cuáles son sus hábitos?; ¿dónde ha ido?

Memoria, planificación y una sabiduría nacida de la experiencia son factores críticos para la supervivencia en el incorpóreo mundo de los olores. Las reacciones reflejas y automáticas del dinosaurio —«¡Mira! ¡Actúa!»— ya no funcionarán. Unas respuestas tan inmediatas y directas a los indicios olfativos son raras veces útiles. Un cerebro pequeño tiene espacio tan sólo para circuitos sencillos, que controlan respuestas automáticas. Los cerebros más grandes, con espacio disponible para los pensamientos, para el análisis de indicios sutiles, para almacenar recuerdos de experiencias pasadas y planificar acciones futuras, son esenciales para el animal que confía en los olores.

La vida en un mundo de olores plantea exigencias distintas al cerebro. Una imagen visual —una ojeada a una escena en el bosque— ofrece toda su riqueza de información directamente al ojo. Innumerables detalles, en todas las gradaciones de luz y oscuridad, quedan impresos en la retina; todo está allí, disponible para una acción inmediata. Pero un olor no contiene detalles; un olor es más vago, es tan sólo una mezcla determinada de moléculas que actúan sobre los receptores químicos en la nariz[5]. Unas cuantas moléculas de un cierto tipo pueden significar una sabrosa comida; otras la proximidad de una compañera, otras aún el recuerdo de un determinado lugar en el bosque, algún terreno de caza familiar debido a anteriores incursiones. Cada detalle de aquella región del bosque debe ser conjurado por el olor: la marisma, los tocones semipodridos con su rica cosecha de alimento, las guaridas de los reptiles. Los seres humanos poseemos aún esta capacidad, heredada de nuestros antepasados mamíferos que echaron sus raíces en la oscuridad de la noche hace 100 millones de años. Un olor puede despertar una emoción mental, traer el recuerdo de una persona no vista desde hace años, o el de un período entero de nuestra vida.

¿Dónde se halla almacenada la riqueza informativa que conjura un olor? Desde luego, no se halla en la molécula que penetra por la nariz; ya que una molécula no posee en su superficie la imagen grabada de una marisma, un tocón o una guarida. Una molécula es tan sólo una pequeña aglomeración de átomos, como carbono y oxígeno; no contiene ninguna clase de imágenes. La imagen se halla en la memoria del animal, donde aguarda ser traída a la vida cuando la nariz detecta un olor familiar; entonces surge de una forma mágica a la mente consciente. Un animal que dependa de la interpretación de los olores para la supervivencia necesita poseer un cerebro grande, con una memoria capaz de almacenar todas las experiencias de una vida entera, como un libro listo para ser abierto por cualquier página al conjuro de la nariz.

Un agudo sentido del oído era también algo importante para los animales cuya vida activa transcurría en la oscuridad de la noche. El cerebro de un animal nocturno necesita poseer circuitos adicionales para interpretar los sonidos, fijar su dirección y compararlos con informaciones proporcionadas por los demás sentidos. Esta circunstancia desarrolló los centros del cerebro conectados con el oído y contribuyó al crecimiento del cerebro de los mamíferos.

Así podemos ver por qué los cerebros de los mamíferos primitivos fueron pronto superiores a los cerebros de los dinosaurios. Puesto que la actividad de los mamíferos se desarrollaba por la noche, se veían obligados, como una persona ciega, a memorizar un mapa de su entorno, y a guiarse sobre aquel mapa por los olores; pues, como una persona ciega, no podían actuar impetuosamente, sino que tenían que planificar sus acciones. Así, cada nueva generación de mamíferos con cerebros más grandes y mejores, y con mayores poderes de memoria y planificación, tuvo mayores posibilidades de sobrevivir a los peligros de su época y reproducirse. Durante el reinado de los dinosaurios, la selección natural trabajó firmemente para podar la línea genética de los mamíferos, reduciendo el número de los menos inteligentes y con cerebros más pequeños, y aumentando el de los poseedores de cerebros más grandes. Con el transcurso del tiempo, el tamaño medio del cerebro de los primitivos mamíferos aumentó. El primer estadio en la evolución de la inteligencia había quedado completado.

Cerebros grandes, diseño corporal mejor adaptado, metabolismo de sangre caliente y cuidados paternos, todos estos rasgos eran un gran avance para los primitivos mamíferos[6], pero no lo suficientemente ventajosos, al parecer, puesto que los mamíferos nunca superaron a sus parientes supremos los reptiles, y pese a sus muchas ventajas, permanecieron subordinados a ellos durante 100 millones de años.

Pero al cabo de este tiempo, hará unos 80 millones de años, los dinosaurios, como los reptiles tipo mamífero, empezaron a declinar en número. El final fue rápido: en una región rica en fósiles en la parte occidental de Estados Unidos, las rocas contienen huesos de unas 80 variedades de dinosaurios; en cambio, las rocas de otra región, a tan sólo unos centenares de miles de años de distancia en el tiempo geológico, contienen los restos de tan sólo la mitad de estas variedades.

Hace 65 millones de años, la última de esas espléndidas criaturas se extinguió. No dejaron herederos directos, y ningún otro pariente próximo excepto las aves, que comparten con ellos una ascendencia común: la de aquellos vivaces reptiles del tamaño de un pollo que con tanto provecho utilizaron sus dientes y sus garras en los bosques de un mundo hoy desvanecido.

¿Por qué los dinosaurios, tan maravillosamente diseñados para su tiempo, y que prosperaron tanto a lo largo de millones de años, desaparecieron de la Tierra? Se han aventurado muchas explicaciones. Algunos científicos creen que se debe a que los mamíferos robaban los huevos de los dinosaurios y se los comían. Pero los mamíferos existían desde hacía millones de años. ¿Por qué de pronto empezaron a consumir huevos de dinosaurio de una forma tan abrumadora que llevó a la extinción de todos los miembros de este populoso y variado grupo de reptiles?

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Figura 14. Desarrollo primitivo del cerebro. En estos dos dibujos se comparan los tamaños relativos de las zonas dedicadas al olfato (zona sombreada) en los cerebros de un reptil (izquierda) y un pequeño mamífero insectívoro (derecha) similar a los mamíferos que vivieron en la época de los dinosaurios. El cerebro olfativo del mamífero, mucho mayor, es consecuencia de la vida nocturna de este animal.

Otros científicos imaginan como explicación una catástrofe cósmica, como la explosión de una estrella cercana, que roció la Tierra con una radiación letal, o el devastador impacto de un gran asteroide. El problema con esas teorías catastrofistas reside en que los reptiles no desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, sino que disminuyeron gradualmente en número y variedad a lo largo de unos 20 millones de años.

Una explicación menos espectacular propone que la desaparición de los dinosaurios se halla conectada con sus pequeños cerebros y su falta de adaptabilidad a un cambio de las condiciones. Los dinosaurios eran tan listos como cualquier otro reptil, lo cual quiere decir que tenían un grado de inteligencia más bien bajo. Hará unos 80 millones de años, el clima de la Tierra empezó a cambiar. Las condiciones climáticas del mundo habían sido suaves y constantes durante más de 100 millones de años, a lo largo de todo el reinado de los reptiles, pero de pronto dieron un giro, y las condiciones se hicieron más frías y secas. El nivel de los océanos descendió, y los continentes, que habían estado en buena parte cubiertos de agua durante el primer período de calor y humedad, emergieron. Al mismo tiempo, los continentes se habían ido desplazando a la deriva, alejándose del ecuador; cuando los dinosaurios empezaron a evolucionar, vivían principalmente en los trópicos y subtrópicos, donde el clima raramente variaba a lo largo del año. Pero, con la deriva de los continentes, muchos se encontraron en las zonas templadas septentrionales y meridionales, expuestos al ciclo de las estaciones.

Un clima frío y seco y amplias zonas de terreno expuesto a las inclemencias no eran las condiciones idóneas para un reptil. Significaba un gran cambio pasar del suave clima de una isla calentada por las aguas que la rodeaban a la inclemencia siberiana de un interior continental, con sus duros inviernos y sus sofocantes veranos. La deriva hacia los polos de los continentes exacerbaba aún más esos extremos estacionales de la temperatura.

Un animal pequeño e inteligente puede soportar tales cambios, porque la inteligencia le proporciona la flexibilidad necesaria para idear nuevas estrategias de comportamiento, como la hibernación, y el tamaño reducido hace que las nuevas estrategias sean practicables. Durante el invierno, el animal pequeño puede cavar una madriguera y pasar la estación en un relativo confort; durante el verano, encontrará a su disposición muchos rincones umbríos.

Los dinosaurios no poseían ninguno de los rasgos esenciales requeridos para la supervivencia: pocos eran pequeños, y ninguno era inteligente. En consecuencia, se vieron dolorosamente abrumados. Los mamíferos, por su parte, disponían de todos los rasgos necesarios: poseían cuerpos pequeños que podían proteger fácilmente; disponían de un pelaje y un metabolismo de sangre caliente que les ayudaba a sobrevivir en los momentos de frío o calor extremos; y, lo más importante de todo, tenían grandes cerebros, que les dotaban de los inapreciables dones de la inteligencia y la adaptabilidad. En aquel cambiante mundo, la adaptabilidad debió ser el rasgo más valioso que un animal podía poseer. Aunque es posible que los detalles no sean conocidos nunca, parece probable que el secreto de la extinción de los dinosaurios y la supervivencia de los mamíferos resida en esta circunstancia.

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Figuras 15. Crecimiento de la corteza cerebral humana a partir del cerebro olfativo. Las funciones superiores del pensamiento humano residen en la arrugada capa exterior del cerebro conocida como corteza cerebral. Esta región del cerebro humano creció a partir de una zona dedicada al análisis de los olores en el cerebro del pequeño mamífero de los bosques que vivió hace 100 millones de años.

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Figura 16(a, b, c). El cerebro de la musaraña de trompa (arriba) se parece probablemente al cerebro de esos mamíferos primitivos que vivieron en la época de los dinosaurios. Debido a que esos mamíferos llevaban una vida nocturna, el olfato era más importante para ellos que la vista; los olores les indicaban la localización de la comida, la pareja y los enemigos. Pero en su cerebro fue creciendo gradualmente una fina capa de materia gris, cubriendo la parte dedicada a analizar olores. En esta capa de materia gris tenía lugar la actividad mental por la cual el animalillo coordinaba los olores con los demás sentidos y llegaba a una decisión o un plan de acción. La capa de materia gris, llamada neopalio o «nueva capa», es la zona sombreada. Aparentemente este tipo de actividad mental tenía un gran valor, puesto que el neopalio siguió creciendo en posteriores generaciones de mamíferos. En el transcurso de 100 millones de años evolucionó hasta convertirse en la masiva corteza cerebral del cerebro humano (zona sombreada). En los seres humanos, las sensaciones del olfato son las únicas señales que pasan directamente a la corteza cerebral. Todas las demás sensaciones pasan primero a un centro de recepción llamado tálamo, para una revisión preliminar. Esta circunstancia se remonta a los días en que la corteza cerebral estaba evolucionando a partir de los centros olfativos del cerebro de nuestros antepasados de los bosques. La conexión directa que va de la nariz del hombre a la corteza cerebral explica el hecho de que un aroma pueda evocar recuerdos extraordinariamente vividos de acontecimientos pasados.

Capítulo 4
Entrando en la luz: el cerebro visual

Durante la larga noche del reinado de los reptiles, el cerebro de los mamíferos había evolucionado convirtiéndose en un instrumento complicado y muy eficiente en interpretar las sutiles evidencias proporcionadas por los olores y los sonidos. Los dinosaurios, que confiaban principalmente en su sentido de la vista, habían seguido con sus pequeños cerebros, provistos de unos circuitos simples para interpretar la evidencia de sus ojos. En su mundo, todo era torpe —tanto predadores como presas—, por lo que un cerebro que controlara acciones simples y directas bastaba para las necesidades de todos.

Pero los mamíferos no vivían ya en este mundo carente de complicación, en el cual la única amenaza procedía de los enormes brutos de escasa inteligencia, desprovistos de las artes del engaño. Esos animales eran generalmente más inteligentes y alertas de lo que sus antepasados reptiles lo habían sido nunca. En la sociedad de los mamíferos, las estrategias de la caza eran sutiles, y las percepciones agudas eran una necesidad para la supervivencia. Un cerebro simple que controlara sólo la visión, con respuestas automáticas a todo lo que veía, ya no era adecuado. El cerebro visual de los reptiles era un buen punto de partida, pero los mamíferos necesitaban más. El cerebro que evolucionó en respuesta a las nuevas exigencias era el mejor y más complejo hasta entonces conocido. La aparición de este nuevo cerebro en los mamíferos marcó el segundo gran avance en la evolución de la inteligencia.

Imaginemos un pequeño animal mientras cruza el suelo del bosque hace 50 o 60 millones de años. Vive en un mundo de mamíferos; todos son listos, y algunos son sus enemigos. El mamífero pasa junto a un árbol; su cerebro registra la forma del tronco —una forma como de columna— y la rugosa textura de la corteza. Percibe el moteado esquema de luz y oscuridad en las hojas de las ramas sobre su cabeza. ¿Hay un predador acechando detrás del árbol? ¿Hay un leopardo oculto en el dosel de hojas encima suyo?

Mientras el mamífero rodea el árbol, sus ojos lo perciben desde distintos ángulos, y diferentes esquemas de luz inciden en su retina. El objeto parece diferente desde cada ángulo; tiene que ser diferente. ¿Cómo sabe el cerebro del mamífero que este objeto sigue siendo el mismo árbol que vio hace un momento? No es fácil sintetizar las impresiones de un objeto visto desde diversos ángulos, a diferentes distancias, con distintos niveles de luz, y reconocer que todo ello corresponde a la misma cosa: un objeto con una forma y sustancia independiente del ojo del observador.

El cerebro del mamífero consigue esto utilizando una memoria muy amplia y unos imaginativos circuitos de computación que le permiten aprender por la experiencia. El mamífero en el suelo del bosque ha visto muchos árboles en su vida; su memoria ha registrado impresiones de todo tipo de ellos; ha aprendido cómo la apariencia de un árbol cambia con el ángulo, la luz y la distancia. Extrayendo los datos del conocimiento almacenado, el cerebro del mamífero, rápidamente y sin ningún pensamiento consciente, calcula cómo debe cambiar la apariencia de aquel árbol y su dosel de hojas a medida que cambia su línea de visión. El cerebro compara sus cálculos con lo que se desarrolla ante sus ojos; si los cálculos del cerebro coinciden con la evidencia recibida, el cerebro lanza una señal tranquilizadora: «Este objeto es el mismo árbol seguro que apareció en la retina de tus ojos hace unos momentos. Tranquilízate: sigue comiendo.» En caso contrario, emite una señal de alarma: «El objeto, visto desde el nuevo ángulo, no concuerda con la forma prevista. Es una amenaza. Hay un predador oculto en esas ramas: ¡huye!»

La computación de datos es un problema difícil para el cerebro. Sus decisiones no pueden ser precisas; requieren sentido común y una juiciosa tolerancia al error. Aunque el cerebro insista en una precisa concordancia momento a momento entre sus cálculos y la cambiante apariencia del árbol, cada soplo de brisa que agite las ramas puede crear una falsa alarma. Un cerebro que grite «¡lobo!» a cada momento es más una carga que una ayuda; el poseedor de un cerebro así, interrumpido constantemente en su búsqueda de comida, enflaquecerá rápidamente. Pero si por otra parte la tolerancia del cerebro al error es demasiado amplia, nunca detectará al predador en el árbol. El poseedor de un cerebro así también estará condenado.

Todos esos juicios son mucho más complicados que las estereotipadas respuestas del reptil. Requieren un cerebro con circuitos adicionales de pensamiento y aprendizaje a través de la experiencia y con muchas células adicionales de materia gris que almacenen los recuerdos de experiencias pasadas. Esos juicios precisan también de un ojo que proporcione al cerebro una información detallada, de modo que pueda efectuar una precisa discriminación de la que tal vez dependa la vida del animal. Sin embargo, el ojo del mamífero no puede enviar a su cerebro todos los detalles de la imagen que ve. Cuando el mamífero mira al árbol, su retina es impresa con una imagen que contiene millones de detalles visuales, todos ellos distintos de los percibidos en la primera imagen. Ningún cerebro, ni siquiera el humano, puede acomodarse a tal cantidad de información. En cierto sentido, el cerebro del mamífero extrae la esencia del «árbol» de esta masa de detalles y almacena esta esencia en su memoria. ¿Cómo consigue esto el cerebro del mamífero del bosque? ¿Cómo consigue el cerebro del hombre moderno crear sus percepciones de la realidad extrayéndolas de la parpadeante luz que cruza la pantalla de su retina?

La respuesta es muy sorprendente. Los cerebros trabajan de modo parecido a los ordenadores. El cerebro recibe una imagen procedente del ojo en forma de señales eléctricas, que pasan a la parte posterior del cerebro, a la región denominada corteza visual. En ella, las células nerviosas están conectadas entre sí formando circuitos, semejantes a los circuitos de un ordenador. Esos circuitos comprueban las señales del ojo en busca de esquemas que tengan algún significado, y emparejan estos esquemas con otros más antiguos almacenados en la memoria del cerebro. Si los esquemas coinciden, otros circuitos envían señales a los centros superiores del cerebro, indagando: «Sabemos que es esto; ahora decidnos lo que significa.»

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Figura 17. El problema de la percepción. El ojo percibe esta caótica mancha de luces y sombras y la transmite al cerebro. Al cabo de un momento, el cerebro ve la mancha como lo que representa: un dálmata. El cerebro humano realiza esta hazaña porque tiene una amplia memoria, con capacidad para almacenar muchas imágenes visuales del pasado; ha visto y almacenado las formas de muchos perros, y quizá de muchos dálmatas. El cerebro posee también circuitos que establecen una comparación entre las imágenes almacenadas de perros y la imagen que le transmite el ojo. Cuando esos circuitos indican una cercana correspondencia, se enciende una señal de reconocimiento en la mente consciente. ¿Hasta qué punto debe ser cercana esa correspondencia para desencadenar la señal? La respuesta es distinta para cada persona. Algunos verán inmediatamente la forma del dálmata; otros no lo conseguirán nunca. No hay dos cerebros que posean idénticos circuitos.

Los científicos han invertido muchos esfuerzos en descubrir exactamente cómo funcionan esos circuitos en el cerebro. Sus objetivos van más allá de la comprensión del fenómeno de la visión; en realidad, están interesados en descubrir cómo funciona el cerebro en sí. ¿Cómo piensa el cerebro humano? ¿Cómo aprende? ¿Cómo recuerda? Su empresa es atrevida. El cerebro humano es más complicado que el Universo del astrónomo; es el objeto más complicado que la ciencia haya intentado comprender. Sin embargo, se han efectuado extraordinarios progresos en el desentrañado de los circuitos del cerebro y la forma como funcionan.

La historia empieza con los experimentos con un cerebro sencillo: el cerebro de la rana. Este cerebro es similar al de los reptiles, pero unos 25 millones de años más antiguo y de alguna forma más primitivo. Al igual que los reptiles, la rana confía en cierta medida en el olfato y el tacto, pero depende principalmente de la vista para su supervivencia. Una rana vive y muere según la evidencia de sus ojos; confía en su visión para ver al insecto que debe atrapar, al halcón que traza círculos sobre su cabeza, o a la serpiente que avanza entre la hierba. El ojo de la rana está conectado a su cerebro por un nervio óptico que le envía mensajes desde las células fotosensibles de su retina. En algunos aspectos la retina es como la película de una cámara cinematográfica. Sin embargo, los rayos de luz que inciden en la retina no dejan una imagen permanente de la escena, como hacen con un fotograma de una película. En vez de ello, la luz que incide sobre las células de la retina genera una serie de impulsos eléctricos que viajan a lo largo del nervio óptico y penetran en el cerebro. Esas señales eléctricas varían de un momento a otro, a medida que cambia la escena o el ojo mira en distintas direcciones.

Cabría esperar que el cerebro recibiera una imagen detallada de la escena, la cual fuera de algún modo desplegada y examinada por la mente, de la misma forma que una persona contempla una imagen en una pantalla de televisión. Sin embargo, los experimentos han demostrado que el cerebro de la rana nunca llega a ver una imagen detallada. En la parte posterior de la retina de la rana hay un cierto número de células nerviosas, o neuronas, que trabajan como los distintos elementos que componen los ordenadores. Cada una de esas células está conectada a una pequeña porción de la retina, y ve tan sólo una parte de la escena global. La célula analiza la parte que puede ver y envía al cerebro, no la imagen de la retina, sino solamente algo acerca de esa imagen que cree que el cerebro de la rana tiene que saber.

Según los experimentos realizados, esas células envían señales al cerebro de la rana si ocurre una de las cuatro cosas siguientes: si un objeto dotado de movimiento entra en el campo de visión de la rana; o si un objeto dotado de movimiento entra en el campo de visión y se detiene ahí, o si el nivel general de iluminación en el campo de visión desciende bruscamente, como por ejemplo si el cielo se oscurece de pronto; o si un objeto oscuro, pequeño y redondeado entra en el campo de visión de la rana y se mueve en él de una forma errática.

¿Cuál es el significado de la primera señal, un objeto dotado de movimiento? En el mundo de una rana, los objetos inmóviles, tales como las piedras o las ramas, pueden ser ignorados, pero todos los objetos dotados de movimiento son potencialmente peligrosos. Esta primera señal produce una alarma general.

La segunda señal, la que indica que el objeto dotado de movimiento ha entrado en el campo de visión de la rana y se ha detenido, le anuncia que el peligro potencial se ha vuelto real; un predador está acercándose a la rana. El predador puede ser una garza, o una serpiente, o un muchacho.

La tercera señal —un oscurecimiento general del cielo— significa que el predador que está acercándose ha llegado ya, y que su sombra se proyecta sobre la rana; o quizá un halcón, u otro tipo de pájaro de gran envergadura, que no ha sido detectado por la rana hasta aquel momento, está directamente sobre su cabeza. La destrucción es inminente. El cerebro de la rana responde a este conjunto de impulsos eléctricos activando los nervios motores que impulsan los músculos de sus patas, y la rana salta en busca de seguridad.

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Figura 18. El detector de gusanos del sapo. En la parte derecha de este gráfico se representan las señales eléctricas que se registraron cuando se situó una pequeña sonda en una de las células «computadoras» de la parte posterior del ojo del sapo. Estos registros indican los mensajes enviados por el ojo del sapo a su cerebro cuando captan distintos tipos de objetos. Las líneas verticales representan pulsaciones. Un rápido estallido de pulsaciones significa una respuesta intensa.

En este gráfico, las flechas indican la dirección en que se desplaza un objeto en movimiento. Un punto en movimiento despierta un cierto interés: el ojo envía una señal moderadamente intensa al cerebro (arriba). Una línea moviéndose longitudinalmente dispara la respuesta «gusano», que produce intenso estallido de pulsaciones en el cerebro (centro). Una línea moviéndose perpendicularmente a su longitud no es indicativa de un gusano, por lo que al cerebro llega tan sólo una señal débil (abajo).

Sapos y ranas pueden ver únicamente objetos en movimiento con formas extremadamente simples. Nunca ven un árbol o el dibujo de las alas de una mariposa. Esos animales viven en un mundo visualmente empobrecido.

Esos tres tipos de impulsos enviados por las células de la retina son utilizados por el cerebro de la rana para detectar predadores. Pero, ¿cuál es el significado de la cuarta señal, un pequeño punto negro que se mueve erráticamente? Por supuesto, este objeto es una mosca o algún otro tipo de insecto. Cuando la señal del punto negro en movimiento llega al cerebro, éste responde automáticamente con un impulso eléctrico que viaja a través de los nervios motores hasta la lengua, y la mosca es capturada por la rana.

Las células de la retina envían igualmente el mensaje de «punto negro» al cerebro si los ojos de la rana ven el punto negro contra un moviente fondo de luz y oscuridad, como el producido por la hierba o las hojas agitándose bajo la brisa. Para que la rana reciba la señal de «presa a la vista» solamente necesita que el punto se mueva con relación al fondo que captan sus ojos.

Experimentos similares hechos con sapos han llevado a la conclusión de que su cerebro está orientado como un «detector de gusanos». El cerebro del sapo responde a cualquier objeto largo, delgado y móvil —los elementos esenciales del gusano— que entre en su campo de visión. El cerebro envía mensajes eléctricos a los nervios motores del cuerpo, a los que el sapo responde ejecutando una secuencia automática de acciones: se vuelve hacia el objeto largo y delgado, dispara su pegajosa lengua, agarra al gusano, lo traga y se limpia la boca.

El detector de gusanos y el detector de insectos voladores parecen muy simples. ¿Qué puede ser más fácil que ver un punto negro moviéndose? No obstante, para detectar objetos voladores se precisan una considerable cantidad de computaciones en el ojo y el cerebro de la rana[7]. El punto de arranque para la computación es el esquema de luces y sombras que se forma en la retina de la rana. Las células fotosensibles que se alinean en la retina ven ese esquema como un mosaico de puntos iluminados y oscuros; luego las células computadoras que hay detrás de la retina exploran el mosaico y realizan una serie de pruebas con él.

¿Qué pruebas revelan si es un «insecto volador» lo que está cruzando el campo de visión de la rana? La primera se refiere a los cambios: ¿alguno de los puntos del mosaico ha cambiado de luz a oscuridad, o de oscuridad a luz? La segunda se refiere al tamaño: ¿es tan sólo una célula la que se ha oscurecido, o se trata de todo un grupo de células? La tercera se refiere al movimiento: si es detectada una mancha oscura, ¿está esa mancha recorriendo una sucesión de células en el mosaico, una detrás de la otra?

La cuarta prueba se aplica si la célula computadora revela muchos puntos oscuros moviéndose en la escena, como cuando las hojas y la hierba se agitan bajo el viento; en ese caso, ¿se mueve algún punto en particular en relación con todos los demás? La quinta y última se refiere al movimiento intermitente: ¿el punto móvil se para de pronto, vuelve después a moverse, y luego se para otra vez? Si es así, la fuerza de la señal se intensifica; la célula computadora ha detectado un insecto volador.

Esas pruebas pueden realizarse matemáticamente con un ordenador electrónico. El proceso para realizarlas incluye varios miles de pasos independientes, y un programador puede preparar el programa para llevarlo a cabo en tres o cuatro meses. Tales programas son considerados como más bien difíciles en la profesión informática. Escribir un programa así requiere una considerable cantidad de habilidad y experiencia. ¿Quién escribió el programa de la rana?

Darwin dio con la respuesta a esa pregunta: la Naturaleza escribió el programa de la rana. A lo largo de muchas generaciones, los ojos y cerebros de las ranas ancestrales empezaron a responder a los redondos, oscuros y erráticos puntos que se movían. Gracias a ello atraparon muchas moscas, se convirtieron en ranas bien alimentadas, y vivieron para engendrar pequeñas ranitas que tendieron a heredar aquel útil rasgo. En cambio, las ranas cuyos ojos y cerebros tenían otros tipos de circuitos que les hicieron ignorar la imagen del punto en movimiento o las distrajeron en la persecución de otro tipo de formas en movimiento, pasaron hambre y tuvieron una descendencia menos numerosa y saludable. De esta forma, el número de ranas bien orientadas se incrementó, mientras que el de animales erróneamente orientados disminuyó y acabó desapareciendo.

Los cambios en la naturaleza de las ranas fueron imperceptibles de una generación a la siguiente, pero en el transcurso de millones de generaciones crearon un efectivo programa atrapainsectos en el cerebro de estos animales.

Es interesante observar que, aunque ese cerebro es muy pequeño, incluso en proporción al pequeño cuerpo que lo cobija, es lo suficientemente grande como para albergar los circuitos de ese programa atrapainsectos, así como el programa detector de predadores. Esos programas requieren tan sólo un cerebro pequeño porque se hallan reducidos a sus elementos más esenciales; el programa atrapainsectos, por ejemplo, se concentra en la esencia del «vuelo» —un punto en movimiento, pequeño, oscuro y errático—, y cierra el limitado cerebro de la rana a otras distracciones. Por supuesto, el programa de la rana es estereotipado y carente de inteligencia; no le permite enfrentarse a desafíos con los que la rana no se haya topado nunca antes. Una rana colocada ante una serie de insectos recién muertos e inmóviles se morirá de hambre; según el programa de su cerebro, un objeto que no se mueve no es un insecto.

Ahí reside el problema de los cerebros pequeños: no tienen espacio para respuestas flexibles a nuevos desafíos y oportunidades. El cerebro de una rana o un reptil contiene varios cientos de millones de neuronas, todas ellas orientadas a programas de comportamiento instintivo. El cerebro de una persona contiene también varios cientos de millones de neuronas, orientadas del mismo modo que las neuronas del cerebro del reptil; de hecho, esas neuronas y su orientación han sido heredadas directamente de nuestros antepasados reptiles. Pero en el hombre, sobre este cerebro ancestral se asienta una masa adicional de otros miles de millones de neuronas, completamente vacías y sin programar a su nacimiento, y preparadas para absorber toda una vida de aprendizaje y experiencia.

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Figura 19. Una rana puede morirse de hambre en medio de la abundancia.

Capítulo 5
Cerebros y ordenadores

Circuitos, programación, computación, son términos extraños de aplicar a un órgano como el cerebro, formado en su mayor parte de agua, y sin componentes electrónicos. Sin embargo, son términos adecuados, ya que el cerebro funciona en muchos aspectos de la misma forma que un ordenador. El cerebro piensa; el ordenador calcula; pero ambos dispositivos parecen funcionar siguiendo los mismos pasos fundamentales en el razonamiento lógico.

Toda la aritmética y las matemáticas en general pueden ser reducidas a esos pasos fundamentales. Gran parte del pensamiento puede ser reducido también a tales pasos. Tan sólo las más altas escalas de la actividad creativa parecen desafiar a este análisis, aunque es posible que incluso el pensamiento creativo pueda ser reducido de este modo, si logramos penetrar en la mente subconsciente para examinar el proceso que aparece a nivel consciente como el destello de la iluminación o el golpe del genio.

Los pasos lógicos básicos que sustentan tanto las matemáticas como el razonamiento son sorprendentemente simples. Los más importantes son los llamados Y y O. El paso Y es un nombre clave para el razonamiento que dice: «Si “a” y “b” son ciertos, entonces “c” es cierto.» O es un nombre clave para el razonamiento que dice: «Si “a” es cierto o “b” es cierto, entonces “c” es cierto.» Esas líneas de razonamiento pueden ser convertidas en circuitos eléctricos mediante dispositivos llamados «puertas». En un ordenador, las puertas están constituidas por componentes electrónicos, sean diodos o transistores. En el cerebro de un animal o un humano, las puertas son neuronas o células nerviosas. Una puerta —en un ordenador o en un cerebro— es un sendero eléctrico que se hace accesible y deja pasar a su través la electricidad cuando se cumplen algunas condiciones. Normalmente, dos cables desembocan a un lado de la puerta, mientras que otro cable emerge del otro lado. Los dos cables que desembocan a un lado de la puerta representan las dos ideas “a” y “b”. El cable que emerge del otro lado de la puerta representa la conclusión “c” basada en esas ideas. Cuando una puerta ha sido preparada para ser una puerta Y, funciona de tal modo que si las señales eléctricas fluyen a la vez de los cables “a” y “b”, entonces pasará una señal eléctrica por el otro lado a lo largo del cable “c”. Desde un punto de vista eléctrico, esto es lo mismo que decir: «Si “a” y “b” son ciertos, entonces “c” es cierto.»

Cuando la puerta ha sido preparada para ser una puerta O, entonces permite que la electricidad pase a lo largo de la salida, o “c”, si le llega una señal eléctrica al otro lado ya sea por el cable “a” o por el cable “b”. Eléctricamente, esto es lo mismo que decir: «Si “a” o “b” son ciertos, entonces “c” es cierto.»

¿Cómo funcionan aritméticamente esos dos tipos de puertas? ¿Cómo sostienen una línea de razonamiento?

Supongamos que un ordenador tiene que sumar “1” y “1” para conseguir “2”; esto significa que dentro del ordenador una puerta tiene dos cables que desembocan en ella por un lado, representando “1” y “1”, y un cable que emerge por el otro lado, representando “2”. Si la puerta ha sido preparada como una puerta Y, cuando reciba las señales eléctricas a lo largo de los dos cables “1”, enviará una señal de salida por el otro lado a lo largo del cable “2”. Esta puerta habrá sumado eléctricamente “1” más “1” y dará como resultado “2”.

Con otros tipos de puertas ligeramente distintos, pero basados en la misma idea, se puede restar, multiplicar y dividir. Miles de tales puertas, combinadas de forma diferente, pueden encargarse de las devoluciones de impuestos, de problemas algebraicos y de matemáticas superiores. Pueden también ser conectadas juntas para realizar los tipos de pensamiento y razonamiento que entran en la vida cotidiana. Supongamos, por ejemplo, que una compañía que distribuye diferentes líneas de artículos asigna a un ordenador la tarea de mantener un constante control de los inventarios de las distintas líneas de sus productos. Dentro de ese ordenador, algunas puertas estarán preparadas como puertas Y para trabajar de la siguiente manera: dos cables que desembocan a un lado de la puerta llevan señales que indican «stocks mínimos» y «fuerte volumen de ventas». Si los stocks están bajo mínimos y el volumen de ventas es fuerte, la puerta se abre, y a través de ella llega la decisión: ¡Hay que encargar un nuevo pedido de este artículo!

Las puertas O tienen idéntica importancia en el proceso de razonamiento. Supongamos que esa misma compañía confía también en su ordenador para fijar los precios. Eso significa que una puerta determinada dentro del ordenador ha sido preparada como una puerta O; desembocando a un lado de esa puerta hay un cable que indica la liquidez de la compañía, otro cable que señala los precios cargados por un competidor sobre artículos similares, y un tercer cable que informa del inventario de este producto en particular. Si en un momento determinado la compañía necesita liquidez, o el artículo está siendo vendido a bajo precio por sus competidores, o hay un exceso del mismo en los almacenes, entonces la puerta da paso a una decisión, y por el otro lado surge una orden: ¡Hay que rebajar precios!

Un ordenador sencillo tiene todas las puertas unidas permanentemente entre sí, de modo que sólo puede hacer las mismas tareas una y otra y otra vez. Este tipo de ordenador viene al mundo preparado para hacer solamente una determinada serie de cosas, y nunca podrá apartarse de su repertorio prefijado. Un ordenador que resuelve los mismos problemas de la misma manera, una y otra y otra vez, es como una rana que tan sólo puede captar los puntos oscuros que se mueven; si a cualquiera de esos dos tipos de cerebro se le presenta una situación completamente nueva, reaccionará estúpidamente o no lo hará en absoluto, debido a que carece de la preparación necesaria para ello. Tales cerebros no son inteligentes.

Los ordenadores más grandes y complejos tienen mayor flexibilidad. En ellos, las conexiones entre las puertas pueden cambiarse y ser preparadas para efectuar en distintos momentos distintos tipos de cosas; en consecuencia, su repertorio es variable. Las instrucciones para conectar las puertas de modo que actúen de acuerdo con cada tipo particular de problema se hallan almacenadas en los bancos de memoria del ordenador. Esas instrucciones constituyen lo que se llama el «programa» del ordenador. Cuando un experto en ordenadores desea que su aparato deje de hacer una determinada clase de tarea e inicie otra, inserta un nuevo programa en la memoria de ese ordenador. El nuevo programa borra automáticamente el viejo, se pone al mando del aparato y realiza la tarea que le ha sido asignada.

Sin embargo, este ordenador tampoco es inteligente, ya que no posee una flexibilidad innata. La flexibilidad y la inteligencia residen en su programador. Pero si los bancos de memoria del ordenador son lo bastante grandes, hacen posible un gran avance en el diseño de ordenadores que marca un hito en la evolución de esos aparatos comparable a la aparición de los mamíferos sobre la Tierra. Un ordenador con una memoria muy amplia puede almacenar un conjunto de instrucciones lo suficientemente largo como para permitirle aprender por experiencia, del mismo modo que un animal inteligente. Aprender por experiencia requiere una amplia memoria y un largo conjunto de instrucciones, es decir, un programa complicado, porque es una forma mucho más elaborada de resolver problemas de lo que puede serlo una respuesta estereotipada. Cuando un cerebro —electrónico o animal— aprende por experiencia, sigue los siguientes pasos: primero, intenta un enfoque; luego, compara el resultado obtenido con el deseado, es decir, con la meta propuesta; luego, si ha conseguido alcanzar su meta, envía una instrucción a su memoria para que utilice el mismo enfoque la siguiente vez; en caso de fallo, busca razones o hace cálculos para descubrir la fuente principal del error; finalmente, el cerebro ajusta la parte errónea de su programa para llevar el resultado a la línea de acción que desea. Cada vez que surge el mismo problema, el cerebro repite la secuencia y hace nuevos ajustes a su programa. Un ordenador grande posee programas que trabajan exactamente de este modo. Como un cerebro, modifica su razonamiento a medida que se desarrolla su experiencia. De este modo, el ordenador mejora gradualmente, a medida que funciona, su actuación. Está aprendiendo.

Un cerebro que puede aprender posee un principio de inteligencia. Los requisitos para este valiosísimo rasgo son, primero, una memoria de buen tamaño y, segundo, una disposición interior del cerebro que permita que los circuitos que conectan las puertas puedan ser cambiados por la experiencia de la vida. De hecho, en los mejores cerebros —si juzgamos la calidad de un cerebro enteramente por la inteligencia—, muchos circuitos se hallan inicialmente sin conectar; es decir, el animal nace con un gran número de las puertas en su cerebro más o menos desconectadas las unas de las otras. Las puertas se van conectando gradualmente, a medida que el animal aprende las mejores estrategias para su supervivencia. En el hombre, la parte del cerebro ocupada por circuitos vacíos cuando nace es mayor que en cualquier otro animal; eso es lo que se entiende por plasticidad del comportamiento humano.

Los grandes ordenadores tienen algunos de los atributos esenciales de un cerebro inteligente: poseen amplias memorias y puertas cuyas conexiones pueden ser modificadas por la experiencia. Sin embargo, el proceso de su razonamiento tiende a ser angosto. La riqueza del pensamiento humano depende en un grado considerable del enorme número de cables, o fibras nerviosas, que desembocan en cada puerta del cerebro humano. Pero en un ordenador cada puerta tiene dos, tres, o como máximo cuatro cables que entran por un lado, y un cable que sale por el otro. En el cerebro de un animal, las puertas pueden tener miles de cables entrando por un lado, en vez de dos o tres. En el cerebro humano, una puerta puede tener incluso 100.000 cables entrando en ella. Cada cable procede de otra puerta o célula nerviosa. Esto significa que cada puerta en el cerebro humano se halla conectada a otras 100.000 puertas de otras partes del cerebro. Durante el proceso de pensar, innumerables puertas se abren y cierran a lo largo y ancho de todo el cerebro. Cuando una de esas puertas «decide» abrirse, la decisión es el resultado de una complicada evaluación que implica entradas de datos procedentes de miles de otras puertas. Esta circunstancia explica muchas de las diferencias entre el pensamiento humano y el pensamiento de un ordenador.

Además, las puertas de los cerebros de un animal o de un ser humano no funcionan sobre las bases del «todo-o-nada». La puerta Y en un ordenador, por ejemplo, se abrirá solamente si todos los cables que desembocan en ella llevan señales eléctricas. Si uno de los cables que desembocan en ella tiene un fallo y no transmite su señal, la puerta permanecerá cerrada. Si cada uno de los 100.000 senderos que conducen a una puerta en un cerebro humano tuviera que transmitir una señal eléctrica antes de que esa puerta pudiera abrirse, el cerebro se vería paralizado. En vez de ello, la mayor parte de las puertas del cerebro trabajan según el principio del CASI, antes que del Y o el O. La puerta CASI hace al pensamiento humano muy impreciso, pero muy poderoso. Supongamos que 50.000 cables desembocan en una puerta de un cerebro humano; si se tratara de una puerta Y de un ordenador, las 50.000 premisas tendrían que ser ciertas simultáneamente antes de que esa puerta se abriera y dejara pasar una señal a través suyo. Cualquier cerebro que tuviera que esperar a tener un grado tan alto de seguridad antes de actuar sería un cerebro terriblemente lento. Raras veces llegaría a tomar una decisión, y no sería probable que el poseedor de un cerebro así pasara sus genes a la siguiente generación.

Los auténticos cerebros trabajan de una forma muy distinta. Ajustados ampliamente a puertas CASI, solamente necesitan que unas 10.000 o 15.000 premisas, por decir una cifra, de las 50.000 sean ciertas acerca de una situación dada para actuar, o quizá incluso un número más pequeño que ése. Como consecuencia de ello, son imprecisos y a veces cometen errores, pero son muy rápidos. En la lucha por la supervivencia, el valor de la rapidez de un cerebro así supera en mucho las desventajas de su imprecisión.

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Figuras 20 y 21. Una neurona o puerta en el cerebro. La fotografía de la página siguiente muestra una típica neurona o «puerta» del cerebro. La neurona está delimitada por un círculo en el centro de la fotografía. El tamaño real de esta neurona es de unas centésimas de milímetro. Las flechas negras que señalan hacia el círculo indican canales que convergen hacia la entrada de la «puerta», llevando mensajes de las células nerviosas de otras partes del cerebro. La flecha blanca que señala hacia afuera en la parte inferior de la fotografía indica el cable o fibra de salida de la «puerta». Esta fibra de salida se llama axón. Si un número suficiente de mensajes procedentes de otras partes llegan a la entrada de la puerta, la puerta se abre, y es emitida una señal a través del axón. El punto en el cual una fibra nerviosa de entrada toma contacto con la neurona recibe el nombre de sinapsis. Una sinapsis en el cerebro es similar a un diodo o transistor en un circuito electrónico, ya que permite que una corriente eléctrica pase en una sola dirección: la que conduce a la puerta o neurona. El dibujo de arriba muestra una vista ampliada de una neurona con una forma algo distinta. Toda ella se halla cubierta de pequeñas cápsulas circulares. Son las sinapsis o puntos de unión en los cuales las fibras nerviosas entran en contacto con esta neurona, llevando mensajes de otras células.

Capítulo 6
Los circuitos en el cerebro

Algunos científicos creen que la ciencia nunca comprenderá completamente el cerebro humano. Tienen la sensación de que los experimentos con los cerebros simples de animales como la rana no pueden revelar información válida aplicable al cerebro de un animal inteligente. La evidencia acumulada en los últimos diez años sugiere que esas dudas no son justificadas. Notables experimentos con los cerebros de diversos mamíferos —el conejo, el gato y el mono— han revelado cómo trabajan algunos de los circuitos del cerebro de los animales superiores y probablemente el del hombre. Los experimentos sobre el cerebro del mono son muy significativos debido a que los monos y los hombres son parientes cercanos, ramas distintas de un antepasado común que vivió hace tan sólo 35 millones de años. Todos los experimentos indican que los cerebros de los mamíferos son mucho más complejos que el cerebro de la rana, pero pese a todo esos cerebros parecen tener la misma disposición y haber sido construidos según el mismo tipo de pasos lógicos básicos.

Los experimentos hechos con el cerebro del mono se basan en el sentido de la visión, y prueban que los circuitos localizados inmediatamente detrás del ojo procesan las señales luminosas de la retina en una forma preliminar. Esto es idéntico que en el caso de la rana. Los circuitos situados en la parte posterior del ojo envían sus resultados al cerebro. En la rana, estos circuitos hacen la mayor parte del trabajo, y envían poca información al cerebro aparte de los mensajes de «insecto» y «predador». En los mamíferos, ocurre lo contrario; el ojo envía gran cantidad de información al cerebro, donde es procesada por complicados circuitos en la corteza visual, para su utilización posterior por los centros superiores del cerebro.

Los circuitos de la visión en el cerebro de los mamíferos son enormemente más ingeniosos que los circuitos que existen tras el ojo de la rana. Preparan al cerebro para reconocer, por ejemplo, la diferencia entre un Rembrandt y un Picasso. El estudio de esos circuitos lleva a los científicos a comprender mejor aquellos otros que sustentan la acción inteligente del cerebro.

Así es como trabajan. La luz que incide en el ojo genera señales eléctricas en las células de la retina. Las fibras nerviosas, que son como los cables electrónicos, van de cada célula de la retina a otras células que hay inmediatamente detrás y que están conectadas para actuar como ordenadores simples. Cada célula computadora combina las señales de varios cientos de células separadas de la retina y, a partir de ellas, forma una pequeña mancha circular de luz. Esas células están dispuestas de tal modo que enviarán una señal al cerebro solamente cuando la mancha de vida que «vean» consista en un punto negro silueteado contra un fondo brillante, o la inversa.

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Esto reduce la cantidad de detalle de la imagen por un factor aproximado de 100. En consecuencia, la imagen enviada al cerebro tiene ahora la apariencia de una fotografía de alta calidad que ha sido desintegrada en pequeños puntos para ser impresa en un periódico o en un libro.

El millón de fibras nerviosas, o cables, que salen del ojo están unidas a otro cable llamado el nervio óptico. Este sale de la parte de atrás del ojo hasta una parada intermedia, o estación de enlace, profundamente enterrada en el cerebro[8]. Desde ésta, los cables que transmiten la imagen van hasta la corteza visual, situada en la parte de atrás del cerebro. La corteza visual es el centro de la visión del cerebro, y está dedicada enteramente a la recepción y procesado de las señales que le transmite el ojo. La ilustración de la página 83 muestra la posición de la corteza visual en el cerebro humano y el sendero que la conecta al ojo.

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Figura 22. El ojo humano. El cristalino del ojo enfoca la luz a la retina, que se halla revestida por 100 millones de células fotosensibles. Las señales son sometidas a un procesado preliminar en una serie de células localizadas detrás del ojo y luego penetran en el nervio óptico.

La corteza visual contiene un mapa detallado de la imagen vista por el ojo. Es decir, cada región de la superficie de la retina está conectada a su región correspondiente de la superficie de la corteza visual. Si el ojo ve un punto de luz en una esquina de una escena, una mancha de actividad eléctrica brillará en el rincón correspondiente de la corteza visual. Es como si el ojo fuera una cámara de televisión, y la corteza visual un receptor conectado a esa cámara. Sin embargo, una persona no puede ver la imagen reproducida en su propia corteza visual. Los centros superiores de su cerebro logran ver finalmente algunos aspectos de la imagen, pero tan sólo después de que los circuitos eléctricos de la corteza visual hayan trabajado extensamente sobre ella, extrayendo del conjunto de impresiones recibidas los rasgos más interesantes de la escena.

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Figura 23. Recorrido del ojo al cerebro. Las señales eléctricas del ojo pasan, a través del nervio óptico, a una estación de enlace en el centro del cerebro y luego a la corteza visual, situada en la parte posterior del cerebro.

En la corteza visual se realizan una gran cantidad de computaciones, similares a las que tienen lugar en la parte posterior del ojo de la rana, pero mucho más elaboradas. Estas computaciones, en vez de limitarse a la identificación de puntos redondos y oscuros, pueden leer las letras de una página impresa.

La parte de la corteza que efectúa esas «computaciones» es una capa en su superficie de unos dos milímetros y medio de grosor. Esa capa computadora es la materia gris del cerebro, que tiene un color grisáceo en los cerebros muertos, pero que es rosa o azulado en los cerebros vivos. Debajo de la materia gris hay una región de algo más de un milímetro de grosor, y de un color blanquecino, que contiene los cables, o fibras, que van de una célula nerviosa a otra. Esta capa de «cableado» es la materia blanca del cerebro.

Su disposición es muy parecida a la de las placas de circuitos de un ordenador electrónico, en el que los componentes electrónicos —diodos, transistores, etc., que son el equivalente de la materia gris en el cerebro— cubren la parte superior de la placa, mientras las conexiones de una parte electrónica a otra forman un denso amasijo de cables —equivalentes a la materia blanca del cerebro— que recorren la parte inferior de la placa. Los circuitos de un cerebro y los de un ordenador se hallan dispuestos sobre superficies delgadas por el mismo motivo: ambos deben extenderse sobre una superficie razonablemente plana a fin de proporcionar un fácil acceso a la multitud de cables que conectan un circuito con otro.

Los experimentos con cerebros de mamíferos han probado que la materia gris de la corteza visual contiene circuitos que efectúan diversos tipos de computaciones. En el tipo más simple de ellas, una neurona de la corteza visual está conectada de modo que lanza una fuerte señal sólo si la parte de la imagen que ve contiene una clara línea o límite apuntada hacia una dirección en particular, por ejemplo 30° con respecto a la vertical. Además, cada neurona responde solamente a una línea que se halla localizada en un punto particular del conjunto de la imagen. Esas neuronas son denominadas neuronas simples.

Es fácil imaginar el tipo de conexión que hace trabajar a una neurona simple. Las señales que entran en la corteza visual procedentes del cerebro presentan la imagen como un conjunto de puntos circulares. Supongamos que cuatro conexiones, correspondientes a cuatro manchas adyacentes en la retina, se hallan conectadas a una neurona. Supongamos, para ser precisos, que estas cuatro manchas están alineadas verticalmente en la retina. La neurona a la que se hallan conectadas solamente se «encenderá» —es decir, transmitirá una señal— si en ella penetran simultáneamente cuatro impulsos eléctricos procedentes de los cuatro cables.

Los expertos en ordenadores llaman a este tipo de circuito puerta Y, puesto que solamente envía una señal si recibe al mismo tiempo señales de “a” y “b” y “c” y “d”. En este caso, a, b, c y d son los cuatro cables que proceden del ojo.

Si la neurona a la que se hallan conectadas las cuatro manchas adyacentes lanza un impulso, eso significa que hasta ella han llegado señales procedentes de los cuatro cables, lo cual indica que en aquel momento, en la retina, una parte de la imagen contenía cuatro puntos oscuros alineados verticalmente. La superposición de esos puntos dará como resultado una línea vertical:

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Así detecta los bordes o contornos el cerebro del mono.

Otros tipos semejantes de circuitos responderán a líneas que apunten en otras direcciones, dependiendo de la forma en que estén alineadas las manchas en la retina:

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Las neuronas simples detectan líneas y límites. Los cables de esas neuronas van a parar a otras, llamadas neuronas complejas e hipercomplejas, que llevan esos cómputos un paso más allá. Las neuronas complejas cubren algunas de las restricciones de respuesta de las neuronas simples; es decir, una neurona compleja responde a una línea en cualquier lugar en su campo de visión, y no solamente a un punto[9].

Las neuronas hipercomplejas responden cuando su campo de visión contiene dos líneas que se unen para formar un borde o un ángulo:

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En las neuronas hipercomplejas parece que finaliza la jerarquía de computaciones que realiza el cerebro para determinar la forma de los objetos. Millones de confusas manchas de luz han sido reducidas a bordes, límites y ángulos, un hermoso esquema que permite captar de forma efectiva y económica la esencia de una imagen sin indeseados detalles. El dibujo de un gato reproducido a continuación muestra cómo funciona esto, cómo puede elaborarse una imagen con esos simples elementos:

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Figura 24

Así ve las cosas un mamífero; éste es el compromiso elaborado por la evolución entre ver demasiado y ver demasiado poco. Los expertos en ordenadores intentan imitar a la naturaleza con programas que enseñan a un ordenador a buscar límites y esquinas en una imagen. Un artista utiliza la misma técnica cuando esboza diestramente un tema con tan sólo unas pocas y precisas líneas. El artista hace esto conscientemente, con una habilidad nacida de la experiencia, pero el cerebro de cualquier ser humano ejecuta el truco del artista sin ningún esfuerzo consciente, utilizando los programas de que dispone en su corteza visual.

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Figura 25. La corteza visual en el cerebro del mono. Este esquema del cerebro de un mono muestra la zona de la corteza visual en la parte posterior del cerebro que responde a los bordes y ángulos de inclinación de la imagen impresa en la retina del mono. Muestra también las zonas en la corteza visual que responden al color, a la distancia, a la profundidad y al movimiento. Uno de los más notables descubrimientos en este campo de la investigación cerebral es el hecho de que cada zona contiene un burdo mapa de la imagen impresa en la retina del animal, repartida por toda la superficie de una pequeña parte del cerebro. Una zona tiene un mapa de lo que ve el ojo impreso en color; otra, un «mapa de distancias»; una tercera muestra la profundidad de la escena, es decir, la forma en que aparece a través de una visión estereoscópica; y la cuarta registra los objetos que se hallan en movimiento en la escena.

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Figura 26. Cómo ve el cerebro (arriba). Este esquema muestra las señales eléctricas registradas por una sonda insertada en una célula individualizada en la corteza visual de un mono. Una barra negra (izquierda) fue situada en el campo de visión del mono antes de obtener cada registro. En la parte superior, la barra negra se colocó en posición casi vertical, pero de ello no resultó ninguna señal. En el siguiente registro, la barra se inclinó un poco más, lo que produjo una señal relativamente pequeña. El tercer registro, que correspondía a una inclinación de la barra de 45°, produjo un intenso estallido de actividad en la célula cerebral. Los últimos dos registros mostraron que, al inclinar más la barra hacia la horizontal, la fuerza de la señal disminuía de nuevo. Experimentos como éste demuestran que la corteza visual del mono contiene células que responden tan sólo a líneas de orientación específica. Cuando la sonda penetró en la corteza visual del cerebro, atravesó distintas capas de células que respondían a líneas de inclinación gradualmente creciente. Las células podían discriminar entre líneas con menos de diez grados de separación. (Diez grados es el ángulo que hay entre la manecilla de las horas y la de los minutos cuando un reloj señala las 12:02.) Cada pequeña zona de la corteza visual contiene una columna de células nerviosas orientadas a una pequeña parte de la imagen en la retina y escrutan esta parte de la imagen en busca de bordes y ángulos. Las células están conectadas de tal modo que pueden computar la abertura de cualquier ángulo que encuentren. Envían un mensaje acerca de sus conclusiones a una parte superior del cerebro, donde los distintos elementos de la escena son reunidos de nuevo para ser examinados por la mente consciente (ver el esquema del cerebro de un mono en la Fig. 25).

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Figura 27. La corteza visual. Las fotografías de estas páginas fueron obtenidas por los científicos que efectuaron los experimentos en la corteza visual del mono. La primera foto (izquierda) muestra la corteza visual del cerebro de un mono usado en los experimentos. A este cerebro, visto desde atrás y ligeramente por encima, se le ha retirado una sección de la corteza. La segunda foto (derecha) muestra una vista transversal de esa sección. Las bandas más oscuras corresponden a la materia gris del cerebro, es decir, sus puertas y circuitos; las más claras, a la materia blanca, o cables conectores, que van de puerta a puerta. Una vista ampliada de la zona marcada con el rectángulo punteado se halla descrita en la siguiente fotografía.

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Figura 28. Vista ampliada de la corteza visual. La fotografía de las dos páginas anteriores es una vista ampliada de una pequeña parte de la corteza visual, de aproximadamente cinco milímetros de grosor, correspondiente a la zona señalada por el rectángulo de la fotografía anterior. En ella son visibles diversas capas de materia gris. Estas capas están formadas por neuronas densamente apretadas entre sí que actúan como las puertas en un ordenador. Las neuronas de cada capa parecen tener funciones distintas; las células «simples» se hallan principalmente en la capa media, mientras que las «complejas» e «hipercomplejas» se hallan principalmente en las capas superiores. La banda más ancha (W) es «materia blanca» que contiene las fibras nerviosas o conexiones que entran y salen de la corteza visual procedentes del ojo y de otras partes del cerebro. Esta diminuta sección de tejido cerebral contiene varios millones de neuronas o «puertas». La superficie del cerebro en su conjunto está recubierta por una media de más de 15 millones de neuronas por cm2. Los más recientes circuitos semiconductores a base de chips desarrollados por los fabricantes japoneses y americanos de ordenadores contienen casi tantos elementos electrónicos por cm2 como la corteza del cerebro.

Capítulo 7
Una mano guía

Una de las características de la naturaleza misma de la evolución biológica es su lento avance. La visión y el cerebro evolucionaron en los mamíferos debido a que eran rasgos ventajosos y a que aquellos que los poseían en un grado más desarrollado se veían favorecidos en la lucha por la supervivencia. Pero en una generación dada, las diferencias entre un animal y otro son muy ligeras. Los mamíferos mutantes, con una vista más aguda de la que nunca existiera antes y un cerebro con nuevos y milagrosamente efectivos senderos para la visión, no surgieron de repente. Las mejoras en el diseño del ojo y el cerebro evolucionaron gradualmente, a través de incontables pequeños cambios en las distintas partes de cada órgano.

Los cambios se producen accidentalmente por el paso desbaratador de un rayo X o un rayo cósmico a través de la célula, por el proceso mediante el cual ésta se divide, o por la mezcla desordenada de los genes de los padres en el momento de la concepción. Muchos cambios resultan perjudiciales para el organismo, por lo que son paulatinamente eliminados en generaciones posteriores; pero unos cuantos, por el más puro azar, pueden ser favorables, en el sentido en que mejoran el diseño del animal, aunque sea en un grado pequeñísimo.

Para que aparecieran bruscamente un ojo o un cerebro muy mejorados, tendrían que producirse simultáneamente miles de tales cambios en un solo animal, todos ellos accidentales, y sin embargo todos en una dirección favorable. Eso es algo tan improbable como lanzar una moneda al aire y conseguir «cara» mil veces seguidas.

De hecho, la cosa funciona de una manera muy distinta. Según la teoría darwiniana de la evolución por selección natural, los cambios favorables en el ojo o en el cerebro pueden ocurrir tan sólo en un animal en una generación, o en ninguno; pero cuando ocurre, el cambio tiende a ser preservado, debido a que mejora las perspectivas del individuo para la supervivencia. En el transcurso de decenas de miles de generaciones, y durante un millón de años o más, la firme acumulación de innumerables perfeccionamientos pequeños, cada uno de ellos con su contribución a la supervivencia, crearán un nuevo animal surgido del antiguo.

La idea es simple, y no hay dificultad en ver cómo puede explicar la trompa del elefante o el cuello de la jirafa. A cada nueva generación, las jirafas con cuellos algo más largos que el resto de sus compañeras alcanzaban más fácilmente el follaje. Gracias a ello, estaban mejor alimentadas y podían tener una descendencia más fuerte, que heredaría el rasgo favorable de un cuello largo. Y así, por grados imperceptibles, de una generación a la siguiente, el cuello de la jirafa evolucionó hasta su actual longitud.

Esos lentos cambios en las proporciones del cuerpo encajan perfectamente con la teoría de Darwin. Pero no resulta tan fácil aplicar esa misma teoría a la explicación de unos órganos tan extraordinarios como el cerebro o incluso el ojo.

El ojo, en particular, dio muchos problemas a Darwin para desarrollar sus ideas acerca de la evolución, y muchos argumentos a sus oponentes. El ojo es un instrumento maravilloso, parecido a un telescopio de la mejor calidad, con una lente, un foco ajustable, un diafragma variable para controlar la cantidad de luz, y con capacidad de hacer correcciones ópticas para contrarrestar la aberración esférica y la cromática. El ojo da la impresión de haber sido cuidadosamente diseñado; ningún diseñador de telescopios hubiera podido hacer un trabajo mejor. ¿Cómo puede haber evolucionado este maravilloso instrumento por azar, a través de una sucesión de acontecimientos casuales? Muchos contemporáneos de Darwin se mostraban de acuerdo con el teólogo William Paley, que decía: «No puede haber ningún diseño sin un diseñador.»

El propio Darwin escribió: «Suponer que el ojo, con todos sus inimitables dispositivos... pudo haber sido formado por selección natural parece absurdo en su más alto grado.» En posteriores ediciones de El origen de las especies, siempre consciente de la dificultad planteada a su teoría por esos órganos tan bien diseñados, Darwin siguió aportando argumentos en favor de la evolución del ojo humano. Su resumen de ello es algo maestro:

Resulta casi imposible evitar la comparación entre el ojo y un telescopio. Sabemos que este instrumento ha ido perfeccionándose debido a los largos y continuados esfuerzos de los mejores intelectos humanos; e inferimos naturalmente que el ojo siguió un proceso análogo... Además, debemos suponer que hay un poder, representado por la selección natural o la supervivencia de los más aptos, que observa constantemente cada ligera variación en él, conservando todas las que en un cierto modo o en algún grado tiendan a producir una imagen más perfecta. Supongamos que cada nuevo estado del instrumento ha de multiplicarse por un millón; cada uno de ellos tiene que ser preservado hasta que se produzca otro mejor, en cuyo momento los viejos serán todos destruidos... Las variaciones causarán ligeras variaciones, las multiplicarán casi infinitamente, y la selección natural tomará con infalible habilidad cada mejora. Dejemos que este proceso siga adelante durante millones de años; cada año sobre millones de individuos... ¿Podemos no creer que un instrumento óptico viviente puede llegar a formarse por sí mismo de una forma superior a uno de cristal? [cursiva añadida].

Este pasaje capta la esencia de la teoría de la evolución de Darwin. Los ingredientes críticos en la evolución son el tiempo, muchas variaciones debidas al azar, y «un poder... que observa constantemente» y trabaja siempre hacia la mejora del órgano.

Según Darwin, el tiempo e innumerables variaciones casuales pueden obrar milagros. Pero esa conclusión ha despertado escepticismo desde los tiempos de Darwin hasta nuestros días. Por una parte, no hay ninguna prueba directa de que la evolución pueda obrar esos milagros. La teoría de Darwin dice que un pez puede llegar a convertirse en un hombre, pero nadie ha sido nunca testigo de esa milagrosa transformación. Las huellas de los fósiles indican que cuando los dinosaurios desaparecieron, los pequeños mamíferos evolucionaron hasta convertirse en ballenas, elefantes y muchos otros tipos de criaturas, pero nadie ha visto nunca a un animal pequeño metamorfosearse en una ballena o un elefante. La evidencia de esas extraordinarias transformaciones es indirecta; se halla enterrada en las huellas de los fósiles.

No hay que olvidar tampoco la cuestión del poder creativo en la evolución. Según Darwin, ese poder reside en la Naturaleza, pero ¿qué es la Naturaleza? Darwin basó su teoría de la evolución en la selección artificial: el desarrollo de nuevas razas de palomas o perros por los criadores de animales. En este caso, el que selecciona es el hombre, pero ¿quién selecciona en la evolución?

Finalmente, está el papel del azar. Si Darwin estaba en lo cierto, entonces el hombre es sólo el producto de una sucesión de acontecimientos accidentales que ocurrieron durante los últimos 4.000 millones de años sobre la Tierra. ¿Puede ser eso cierto? ¿Es posible que el hombre, con sus notables poderes intelectuales y espirituales, haya sido formado del polvo de la tierra únicamente por azar? Si ya es difícil aceptar la evolución del ojo humano como producto del azar, más difícil aún es aceptar la evolución de la inteligencia humana como el producto de facturaciones casuales de las células del cerebro de nuestros antepasados.

El propio Darwin no estaba muy seguro al respecto. «Mi teología es un simple embrollo», escribió; «no puedo contemplar el Universo como el resultado del ciego azar, y sin embargo, no hallo pruebas de un diseño benéfico en los detalles.» Pero la mayor parte de los científicos de hoy no comparten las dudas de Darwin; están convencidos de que la teoría de la evolución elimina la necesidad de una mano guía en el Universo. El gran evolucionista George Gaylord Simpson expresó una opinión casi universal entre los científicos cuando escribió que la evolución «hace realidad la consecución de un fin sin la intervención de nadie para llevarlo a cabo, lo cual ha dado lugar a un vasto plan sin la acción de un planificador».

Mi punto de vista respecto a esta cuestión es agnóstico y cercano al de Darwin. La teoría de la evolución parece completa en el sentido de que no requiere fuerzas que trasciendan la ciencia. Sin embargo, cuando se estudia la historia de la vida y se retrocede para contemplarla con la perspectiva de varios centenares de millones de años, se ve un fluir y una dirección en ella —de lo simple a lo complejo, de las formas inferiores a las superiores, y siempre hacia una mayor inteligencia—, ante lo cual uno se pregunta: ¿es posible que esta historia de acontecimientos que conducen hasta el hombre, con su clara dirección, no haya sido dirigida por nadie? Los científicos tienden a creer que conocen la respuesta a esa pregunta, pero su confianza en lo completo de sus conocimientos puede que no esté justificada.

Por otra parte, la fe de los científicos en las pruebas de la evolución parece garantizada. La evidencia de los fósiles en apoyo de esta teoría es hoy indudablemente total, y mucho más completa de lo que era en tiempos de Darwin. Esto es particularmente cierto en lo que se refiere a los antepasados del hombre, de los cuales no se sabía gran cosa en vida de Darwin. En los últimos años los descubrimientos de los paleontólogos han llenado en gran parte las lagunas existentes sobre los orígenes humanos. Quedan todavía algunos huecos, pero casi cada año se hacen nuevos descubrimientos, con lo que parece que se acerca el momento en que el linaje humano completo será al fin conocido. La continuidad del testimonio de los fósiles, incluso en su forma actual, prueba que el hombre surgió de hecho de animales más simples y menos inteligentes, gracias a una sucesión de pequeñas mejoras a lo largo de cientos de millones de años. Casi cada hueso importante en el cuerpo humano puede ser rastreado hacia atrás en el tiempo hasta los esqueletos de los primeros peces que abandonaron el agua hace 350 millones de años. Las modificaciones en los cuerpos de los animales vertebrados siguen una clara línea que va de los peces a los anfibios, de éstos a los reptiles, luego a los mamíferos y, finalmente, al hombre.

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Figura 29. Milagrosa transformación de los mamíferos. (Gráfico anterior). El estudio de los fósiles revela que un animal pequeño, parecido a la rata —el mamífero básico— evolucionó simultáneamente hasta dar lugar a caballos, cerdos, ballenas, elefantes y otros mamíferos modernos durante un período de unos 30 millones de años siguientes a la desaparición de los dinosaurios. El mamífero básico se trasladó a todos los nichos —tierra, mar y aire— previamente ocupados por los reptiles, y se adaptó, según la teoría de Darwin, a las exigencias de la vida en los nuevos hábitats mediante cambios en su forma. Los evolucionistas llaman a este notable fenómeno, que ha ocurrido muchas veces en la historia de la vida, radiación, debido a que todas las líneas de las muchas nuevas clases de animales forman radios a partir de una fuente común, en este caso la ancestral y peluda criaturilla.

Como toda evidencia histórica, la prueba de los orígenes animales del hombre es circunstancial, pero su impacto acumulativo es abrumador. El hecho de la evolución es algo indudable.

El que este largo proceso que culmina en el hombre sea la expresión de un plan o un propósito definidos dentro del Universo me parece una cuestión que está más allá del alcance de la comprensión humana, o al menos más allá del alcance de la ciencia. Los científicos tienen una interesante historia que contar acerca del flujo de acontecimientos que conducen desde la creación hasta el hombre, pero, como sucede con las preguntas sobre el principio y el fin del Universo, cuando quieren ir más allá, carecen aún de respuesta.

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Figura 30. Pruebas fósiles que apoyan la evolución. Estas ilustraciones muestran los cráneos y las formas reconstruidas de varios animales que fueron eslabones importantes en la cadena de la evolución que condujo al hombre. La zona sombreada de cada cráneo representa el mismo conjunto de huesos de la caja craneana, revelando su cambio gradual a través del tiempo. Los huesos de la caja craneana fueron haciéndose mayores a medida que aumentaba el tamaño del cerebro en nuestros antepasados. Secuencias de fósiles como éstos son importantes para probar la evolución del hombre a partir de animales inferiores.

Capítulo 8
El paso final

El cerebro es el órgano del cuerpo humano cuya evolución es más difícil de explicar. Los poderes que residen en él hacen del hombre un animal distinto a todos los demás animales. Sin embargo, esta sutilmente interconectada masa de materia gris evolucionó del mismo modo que los restantes órganos del cuerpo, o sea por la acción de la selección natural en circunstancias donde la mayor potencia y la mejor capacidad de análisis y reacción del cerebro aumentaba las perspectivas de supervivencia.

El cerebro humano contiene 10.000 millones de neuronas y 100 billones de conexiones de circuitos. El setenta por ciento de estos circuitos se hallan en la corteza cerebral, que es la región más nueva del cerebro. Su arrugada superficie contiene los centros superiores de abstracción, planificación, memoria, lenguaje y aprendizaje. La historia de los antepasados del hombre es principalmente la historia de la corteza cerebral. El rápido crecimiento de esta parte del cerebro es responsable de la gran capacidad craneana de esa cabeza que permanece en equilibrio en la cúspide de la columna vertebral del animal humano.

El espectacular crecimiento de la corteza cerebral se inició hará entre unos 60 y unos 70 millones de años. Los fósiles revelan que en algún momento de ese período un inquisitivo grupo de mamíferos que habitaban en los bosques abandonaron el suelo del bosque y treparon a los árboles. El traslado a los árboles fue un acontecimiento decisivo para la evolución del cerebro. Nadie conoce las circunstancias precisas en que se produjo eso. ¿Por qué un grupo de pequeños mamíferos invadió los árboles, y no otro? ¿Por qué un grupo particular de crosopterigios abandonó las aguas para invadir la tierra firme hará 350 millones de años? No conocemos la respuesta a ninguna de las dos cuestiones. Tan sólo sabemos que unos cuantos animales emigraron, otros les siguieron, y que la Naturaleza se puso a trabajar para moldear las formas de los emigrantes de acuerdo con las presiones de su nuevo entorno.

Esta es la forma en que probablemente ocurrieron muchos avances evolutivos. Un exceso de curiosidad, o alguna otra novedad de conducta, arrastró a un pequeño número de animales a una nueva zona ambiental. Al principio, tan sólo un animal se aventura en territorio no familiar, o como máximo unos pocos. Son la vanguardia. Si el entorno desconocido ofrece ventajas, otros les siguen. Entonces la selección natural empieza a actuar sobre esa pequeña banda de atrevidos individuos, y adapta sus cuerpos a las exigencias de la vida en el nuevo hábitat.

Quizás un mamífero trepó a las ramas inferiores de un árbol hace 70 millones de años porque era más listo que la media, o más curioso, o quizá porque poseía alguna variación en sus rasgos corporales —unas uñas más afiladas, una mayor fuerza en sus miembros, un más acusado sentido del equilibrio— que le permitía trepar un poco mejor. El nuevo mundo de los árboles ofreció inesperadas recompensas al animal trepador en forma de exóticas clases de insectos, suculentos frutos y una mayor protección contra los predadores. Sus hermanos tuvieron que reconocer su éxito e imitaron su comportamiento. Entre los imitadores, algunos treparon mejor que otros, mantuvieron mejor el equilibrio, o calcularon con mayor exactitud o facilidad la distancia de rama a rama. Esos permanecieron en los árboles y se desarrollaron allí. Les ayudó a seguir viviendo en el nuevo entorno la disminución de accidentes en los nacimientos. Las camadas de los individuos favorecidos fueron numerosas y sanas; su número se multiplicó rápidamente. Su descendencia tendió a heredar los ventajosos rasgos que habían permitido a sus padres una vida arborícola. A lo largo de muchas generaciones, evolucionó una nueva raza de animales adaptados a los árboles.

Esos primeros habitantes de los árboles recibieron el nombre de primates, y son los antepasados del mono y del antropoide[10]. La palabra primates deriva de una voz latina que significa «primeros», debido a que sus descendientes incluyen también al hombre, que es el primero entre todas las criaturas vivientes.

Los primitivos primates tenían buenos cerebros, heredados de sus sesudos antepasados mamíferos. La vida en los árboles era tan difícil como llena de recompensas; para adaptarse a ella, los cerebros mejoraron. El cerebro había estado creciendo lenta pero firmemente desde el advenimiento de los mamíferos hace unos 200 millones de años. Entonces, con el traslado de sus descendientes a los árboles, empezó a crecer más aprisa.

La visión fue un factor clave en el crecimiento acelerado del cerebro de los animales arborícolas. La visión había sido importante para los peces y los reptiles, pero en los primitivos mamíferos había sido eclipsada por el olfato. Al aparecer los arborícolas, adquirió de nuevo importancia.

Para saltar de rama en rama, los habitantes de los árboles debían calcular exactamente las distancias. Un mal cálculo podía ser fatal. Un estudio de los esqueletos de los gibones, o antropoides arborícolas, revela que aunque son los mejores acróbatas del mundo primate, un tercio de ellos acabó con alguna pata rota a causa de una caída seria en algún momento de su vida.

El cálculo de las distancias requiere ojos que apunten directamente hacia adelante, con campos de visión que se superpongan. Entre los antepasados de los primates, que habían vivido en el suelo del bosque, los ojos estaban situados más lateralmente, debido a que la visión estereoscópica era menos importante que la vigilancia constante del horizonte en todas direcciones para protegerse de los predadores. Pero la visión panorámica tenía sus desventajas. Imaginen una escena de un bosque percibida por unos ojos que miran directamente hacia ambos lados y carecen de percepción de la distancia. Cada ojo ve un mundo plano, bidimensional, como el telón de fondo de un escenario. Todos los animales parecen estar a la misma distancia, y los cuerpos inmóviles y camuflados de predador o de presa se funden perfectamente en el esquema general de luces y sombras. Ahora hagamos que estos ojos se desplacen hasta ocupar una posición en la parte frontal del cráneo. Mágicamente, la escena adquiere profundidad, y árboles y animales brotan del fondo general de acuerdo con su auténtica distancia.

La visión estereoscópica era esencial para el primate. ¿Cómo se adaptaron sus ojos a esta necesidad? La respuesta reside en las ligeras variaciones de los rasgos corporales que se producen de uno a otro individuo en el seno de una población. Entre los seres humanos, por ejemplo, algunos tienen los ojos muy juntos, mientras que en otros los ojos están más separados. Del mismo modo, entre los primeros arborícolas, algunos tenían los ojos más próximos a la parte frontal de sus cabezas que otros. En esos animales los campos de visión de sus ojos se superponían en un grado superior a la media, por lo que empezaron a desarrollar una visión estereoscópica. Estos individuos estaban menos expuestos a sufrir caídas fatales de los árboles; era pues mucho más probable que sobrevivieran hasta la madurez y procrearan otros individuos que heredarían el ventajoso rasgo de unos ojos que miraban hacia adelante[11].

Los fósiles revelan los cambios que ocurrieron como respuesta a esas presiones. Durante el transcurso de algunos millones de años, las órbitas en los cráneos de los primitivos primates se desplazaron hacia la parte frontal de la cabeza, hasta que en el mono y el antropoide miraron directamente hacia adelante. Este desplazamiento de las órbitas necesitó 20 millones de años.

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Figura 31. Evolución de los ojos y las manos en los animales arborícolas (página opuesta). En los primitivos arborícolas (arriba), los ojos empezaron a moverse hacia la parte frontal de la cabeza a fin de calcular las distancias. El largo hocico del animal traiciona su reciente vida en el mundo de los olores en el suelo del bosque. Las patas delanteras aún tienen garras. No son todavía manos, pero los dedos tienen cierta destreza y pueden abrirse y curvarse en torno a una rama. En un estadio posterior de la evolución del arborícola, representado por el tarsero (centro), los ojos están enfocados directamente al frente, proporcionando una mejor visión estereoscópica y un más ajustado cálculo de la distancia. El hocico se ha hundido en el rostro, indicando la reducida importancia del olfato con respecto a la visión en la vida arborícola. La pata es ya casi una mano. La selección natural ha recortado las garras convirtiéndolas en uñas para permitir un uso completo de los dedos (abajo). Este animal no tiene que arañar el tronco del árbol para trepar, como hace un felino; aferra las ramas como un mono. Un desarrollo mayor de lo normal en las yemas de sus dedos incrementa su capacidad de agarrarse.

A medida que la posición de los ojos cambiaba, el cerebro lo hizo también. Los ojos cuyos campos de visión se superponen no pueden calcular una distancia por sí mismos; necesitan estar respaldados por un cerebro con unos circuitos telemétricos conectados a ellos. Recientes experimentos con monos han demostrado la existencia de esos circuitos telemétricos en el cerebro. Los experimentos son similares a los que revelaron la presencia de circuitos en el cerebro del mono que clasifican formas en términos de bordes, límites y ángulos. En los experimentos telemétricos, como en los experimentos anteriores, se insertó una fina sonda eléctrica en el cerebro de un mono anestesiado, y su penetración en el cerebro fue incrementada lenta y cuidadosamente, de modo que atravesara las células nerviosas individuales de la corteza cerebral, una a una. Si una de esas células nerviosas se conectaba mientras la sonda estaba en contacto con ella, el débil impulso eléctrico emitido por la célula era captado por la sonda y registrado en un instrumento muy sensible. Si se descubría, por ejemplo, que una célula en particular emitía una señal cuando el ojo derecho del animal estaba abierto, pero no cuando estaba abierto tan sólo el ojo izquierdo, se sabía que esta célula estaba conectada al ojo derecho.

Los experimentos revelaron que la corteza visual contiene células que están conectadas solamente a un ojo y células que están conectadas a ambos.

Estas últimas células son las telemétricas. Actúan como las puertas en un ordenador. La conexión funciona de modo que la puerta se abre y transmite un mensaje tan sólo si recibe idénticas señales del ojo izquierdo y del ojo derecho. Esto significa que los músculos del ojo han hecho girar los globos oculares de tal modo que el ojo izquierdo y el derecho están enfocados sobre el mismo punto de la escena. El cerebro consigue este resultado de la siguiente forma: envía mensajes a los músculos del ojo para que se distiendan o contraigan hasta que la doble imagen en el cerebro se convierte en una sola imagen. La posición de los globos oculares cuando esto ocurra, y la cantidad de tensión o relajación en cada músculo ocular, dependerán de lo cerca que esté el objeto. Si podemos calibrar la contracción de los músculos oculares, podremos leer la distancia al objeto a partir de la longitud de esos músculos, como si fueran la escala de un telémetro.

Los circuitos que pueden «leer» los músculos de los ojos se hallan en la corteza visual del cerebro. Es de suponer que esos circuitos evolucionaron gradualmente en la corteza visual, del mismo modo que las órbitas se trasladaron a su posición delantera en el cráneo. En cualquier caso, el testimonio de los fósiles muestra una expansión de la corteza visual en los cerebros de los primitivos animales arborícolas durante el período en el cual las órbitas oculares efectuaron su traslado. Esta expansión contribuyó al aumento general del tamaño del cerebro en el mono y el antropoide.

Un más intenso sentido del color contribuyó también probablemente al crecimiento del cerebro de los animales arborícolas. La visión del color se halla altamente desarrollada entre los monos, los antropoides y el hombre[12]. El color realza el valor de la visión: proporciona mayor habilidad para descubrir el fruto al extremo de una rama o distinguir amigos de enemigos. En el mundo de los árboles, el color puede convertirse en un asunto de vida o muerte.

A medida que se desarrollaba la sensibilidad hacia el color, tuvieron que añadirse al cerebro del habitante de los árboles nuevos circuitos para analizar los colores, así como otros circuitos para combinar el color con las demás informaciones. El color le dice al cerebro una cosa; la forma le dice otra; y la combinación de las dos le revela más de lo que haría de forma aislada cualquiera de ellas. Pero esas asociaciones de forma y color no surgen de la nada; son fruto de nuevos circuitos y puertas cerebrales que añaden más volumen a este órgano. Y está también el elemento adicional de la memoria del cerebro, que ahora debe incluir el color y la asociación del color con otras cualidades, cuando almacene sus recuerdos de un acontecimiento importante. Se necesitan más células de materia gris para el almacenamiento de nuevos datos. No es extraño que los cráneos de los animales arborícolas empezaran a abultarse bajo tales presiones.

En este punto entró en juego un tercer factor, pues se unió a los nuevos sentidos del color y la visión estereoscópica para crear otra erupción de crecimiento cerebral en nuestros antepasados. El nuevo desarrollo implicaba la transformación de la garra en una mano. Un animal con patas provistas de garras puede trepar, como hace el felino, pero gran parte del placer de una vida arbórea le es negado. No puede dividir su peso entre varias ramas y aferrar un apetitoso bocado al borde del dosel de hojas; y no puede saltar de rama en rama, o de árbol en árbol. Una vida activa en los árboles requiere una bien formada mano, con dedos que puedan doblarse en torno a una rama; precisa también una construcción diferente del hombro y la cadera, para permitir el movimiento de los miembros en varias direcciones, y una muñeca que pueda girar en un ángulo de 180°. Un perro o un gato no pueden girar su muñeca, ni alzar sus miembros delanteros por encima de su cabeza; tan sólo un antropoide o un ser humano, y hasta cierto punto un mono, pueden hacer eso. Los testimonios fósiles revelan que esos rasgos aparecieron también entre los primates a lo largo de 30 millones de años de cambios.

Los animales que poseían estos nuevos rasgos corporales eran unas criaturas muy distintas de sus primos de cuatro patas que habían quedado abajo. Las nuevas criaturas eran, de hecho, el mono y su pariente cercano, el antropoide.

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Figura 32. Rotación de los miembros en los arborícolas. El mono y el antropoide necesitaron nuevos tipos de articulaciones para poder desplazarse por entre las copas de los árboles. El hombre, descendiente de los mismos antepasados, es el otro único animal que puede alzar el brazo por encima de su cabeza.

La forma del hombre puede verse ya en el mono. Cuando un animal posee visión estereoscópica y una mano con dedos oponibles, puede acariciar un objeto con los ojos, y sentir su textura, forma, peso y temperatura con sus manos. Un nuevo mundo de visión y tacto se abre ante él, un mundo rico y tridimensional de experiencias táctiles. Estas nuevas sensaciones de visión y tacto deben ser transmitidas al cerebro del mono, donde deben ser digeridas y analizadas antes de pasar a la memoria. Para esa síntesis, el cerebro del mono y del antropoide requirió nuevos circuitos. Fue un desarrollo con un impacto explosivo en la evolución de la inteligencia.

El resto de la historia de la evolución humana es casi un detalle. El mono no ha cambiado mucho desde la época de su aparición, hace unos 30 millones de años, hasta la actualidad. Su historia ya estaba completa. Pero la evolución del antropoide prosiguió. Se hizo más grande y pesado, y descendió de los árboles para iniciar una nueva existencia en el suelo del bosque, volviendo al hábitat que sus antepasados habían abandonado millones de años antes. Pasaron algunos millones de años más, y una floreciente banda de antropoides —antepasados del chimpancé y el gorila— habitaron los bosques del este de África. Hace 50 millones de años, un cambio en el clima de la Tierra desvió de nuevo el curso de la evolución. Había ocurrido ya antes: hace 350 millones de años, una larga sequía se adueñó de la Tierra, y los peces abandonaron el agua para crear una nueva línea de animales terrestres; y hace 80 millones de años, otro cambio en el clima de la Tierra señaló la desaparición de los dinosaurios y abrió el mundo a los mamíferos. El último cambio en el clima fue una tendencia al frío y a la sequía que hizo que aparecieran grandes extensiones de praderas abiertas en los bosques del África oriental. A medida que el clima seco continuaba, las praderas fueron extendiéndose, y el terreno se transformó gradualmente en la familiar sabana del África moderna.

Nadie sabe lo que ocurrió a continuación, debido a que en este punto aparece un lapso de varios millones de años en los vestigios fósiles. Pero los monos arborícolas eran animales despiertos y curiosos, mucho más que cualquier otro animal que los hubiera precedido. Quizás el más atrevido e inquisitivo de ellos abandonó la seguridad del bosque para explorar el extraño entorno de la pradera abierta. Aparentemente, algunos monos arborícolas encontraron de su gusto el terreno abierto y se quedaron en él, porque cuando los fósiles aparecen de nuevo, pertenecen ya a los descendientes de los monos establecidos en la sabana. Pero la progenie de los monos arborícolas ya no eran monos, sino un nuevo tipo de animal que caminaba sobre dos patas, a la manera del hombre. Y este nuevo animal tenía un cerebro superior; en comparación con el peso de su cuerpo, era casi dos veces más grande que el cerebro del mono.

Según el testimonio dejos fósiles, este animal erecto e inteligente apareció en África hará unos cuatro millones de años. Su nombre es Australopithecusafarensis. Era un hábil cazador que competía con los demás carnívoros de su época y no retrocedía ante la envergadura de animales como el león y la hiena, más corpulentos entonces de lo que son en la actualidad. El Australopithecus era un animal delicadamente formado, de tan sólo 1,20 m de altura y carente de garras, colmillos para desgarrar u otras armas naturales; pero sobrevivió sin protección. Su arma era su cerebro.

Su cerebro no era grande en tamaño absoluto: medía un tercio del tamaño de un cerebro humano y pesaba escasamente 400 g; pero, por otra parte, el animal al que gobernaba tampoco era grande. El Australopithecus, con un cuerpo pequeño, requería relativamente pocas células cerebrales para el control de sus músculos, por lo que disponía de más materia gris para las facultades de memoria, planificación y pensamiento abstracto.

El Australopithecus consiguió su potencia cerebral hará dos o tres millones de años, varios millones de años después de que sus antepasados se trasladaran por primera vez a la sabana. Cambió ligeramente en el siguiente millón de años, evolucionando en el animal conocido como Australopithecusafricanus, y luego en el más corpulento Australopithecusrobustus. Hace un millón de años, se extinguió.

Pero el Australopithecus no desapareció sin dejar descendencia; más o menos un millón de años antes de hacerlo, dio nacimiento a otro animal inteligente en la sabana africana: el Homo erectus, el hombre que permanece erguido. Su postura era erguida, como la del Australopithecus, pero más noble; su cuerpo y compostura eran más parecidos al hombre y menos al mono; y su cerebro era más grande.

Al principio, la diferencia en el tamaño del cerebro no era mucha, pero la inteligencia del Australopithecus no sufrió prácticamente cambios, mientras que el cerebro del Homo siguió creciendo. El paso final en la evolución del cerebro había comenzado.

Ahora la historia nos ha llevado a una época, hace aproximadamente un millón de años, cuando el Australopithecus estaba a punto de desaparecer de la sabana. El Homo erectus cazaba ya con una formidable habilidad: ninguna presa era demasiado grande para su valor, y su tecnología de herramientas de piedra era impresionante. Ello se debió a que el cerebro de este ser empezó a crecer a un ritmo extraordinario. Nadie sabe exactamente cómo ocurrió esto, pero la fabricación y utilización de herramientas se considera un factor importante. La habilidad del hombre primitivo para construir herramientas era debida a sus rasgos corporales, y principalmente de su postura erecta, que había dejado libres los miembros anteriores para otros usos distintos a caminar con ayuda de los nudillos. A lo largo de 60 millones de años de evolución, la garra se había transformado en una mano de extraordinaria construcción. La mano del Homo erectus era a la vez dúctil y fuerte; poseía la poderosa capacidad de agarrar de la que hace uso el hombre cuando sus dedos se cierran en tomo a un martillo o un mazo, y tenía también la precisa habilidad para oponer delicadamente el índice y el pulgar y asir un objeto pequeño o enhebrar una aguja. El Homo tenía también ojos con campos de visión superpuestos, y un cerebro con precisos circuitos telemétricos y bien desarrollados centros para la coordinación de vista y tacto. Además de estos atributos mágicos, con los que podía fabricar una lanza o un hacha, el Homo necesitaba también un centro en su cerebro que poseyera poderes de abstracción para ver el garrote oculto en la forma llena de protuberancias de una maciza rama o el hacha insinuándose en la redondeada superficie de una roca. El cerebro del fabricante de herramientas tuvo que crear un mundo imaginario en el cual brotaran escenas que jamás habían ocurrido, escenas en las cuales una dura piedra era golpeada contra otra para obtener un filo cortante, el pellejo de un animal muerto servía para calentar el tembloroso cuerpo, o la oscuridad de la cueva retrocedía ante el resplandor de una antorcha ardiendo.

¿Quiénes entre los primeros hombres poseyeron ese tipo de imaginación? Sólo unos pocos; como ocurre con el hombre moderno, los individuos de aquella época debieron tener muy diferentes poderes de abstracción e imaginativos. Aquellos que poseían en grado más alto esos rasgos mentales fueron los grandes inventores y teóricos de aquellos tiempos. Y entonces, como ahora, estaban también aquellos que poseían facultades prácticas, o sea, los dones de habilidad e ingenio necesarios para convertir en realidad una idea teórica. Esos hombres, trabajando con los teóricos, idearon hábiles estrategias para la caza y fabricaron armas efectivas para abatir a las presas; con ello trajeron el sustento a casa. Ellos y sus descendientes medraron, sus genes se esparcieron por toda la población, y sus rasgos se intensificaron entre los hombres primitivos.

Hubo también quienes observaron a los primeros héroes en pleno trabajo y captaron los principios de las nuevas tecnologías más pronto que otros. Tenían mentes rápidas. Y una buena memoria era importante asimismo para almacenar la sabiduría técnica de generaciones pasadas.

Buena memoria, mente rápida, poderes de abstracción, recursos e ingenio... ése es el rostro de la inteligencia, cuya sede está en el cerebro. Si esos rasgos se intensifican, el cerebro se ve obligado a crecer. A ello hay que añadir la postura erecta, que al permitir la fabricación y utilización de herramientas, tendió a acelerar el crecimiento del cerebro en la población de los hombres primitivos.

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Figura 33. Sujetar con fuerza y sujetar con precisión.

Muchas reliquias de la tecnología de fabricación de herramientas del hombre primitivo han quedado conservadas en los depósitos arqueológicos. Conocemos sus habilidades manuales en diversas épocas y cómo evolucionaron paralelamente a la evolución del cerebro. Cuando unas manos hábiles fabricaron herramientas, la importancia de éstas se incrementó en la vida cotidiana, cuando las herramientas se hicieron más importantes, la necesidad de un buen cerebro, que pudiera inventar herramientas aún mejores, se incrementó también. La habilidad fomenta la sabiduría y, recíprocamente, la sabiduría fomenta la habilidad. Este proceso, que se denomina de realimentación positiva, conduce a un crecimiento exponencial.

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Figura 34. Herramientas de piedra: la primera tecnología humana. Arriba a la izquierda, un chopper, es decir, un guijarro más o menos afilado toscamente desbastado por percusión, hecho por el hombre primitivo hará unos dos millones de años. La piedra de la derecha es una bifaz o hacha de mano, con empuñadura en su parte inferior, de un millón de años de antigüedad. Estas herramientas, encontradas en la Garganta Olduvai en el África oriental, se hallan entre las más primitivas de las conocidas.

Herramientas cortantes de piedra como éstas, indispensables para desollar y descuartizar grandes animales, se tallaron a partir de piedras muy duras, normalmente piezas de lava solidificada de volcanes cercanos, que habían adquirido una forma redondeada al rodar en el lecho de los ríos. Dos o tres golpes secos sobre la piedra con otro guijarro, utilizado a modo de martillo, creaban un chopper que encajaba perfectamente en la palma de la mano. La bifaz era una herramienta más trabajada que el chopper, y se fabricaba golpeándola numerosas veces con una piedra-martillo. Los trozos pequeños que saltaban podían ser utilizados a su vez como cuchillos.

Pese a su simplicidad, estas herramientas de piedra eran efectivos instrumentos de despiece. Muchas de ellas han sido halladas en antiguos campamentos, mezcladas con huesos de enormes animales como el elefante, que había sido abatido por el valiente cazador primitivo. Su presencia allí es impresionante si consideramos que el tamaño medio del cerebro del Homo habilis que las fabricó, según los restos hallados junto a las herramientas, era de unos 650 cm3, menos de la mitad del tamaño del cerebro del hombre moderno. En los estadios primitivos de la evolución humana, el ritmo tecnológico era aún muy lento. Aunque la bifaz fue elaborada un millón de años después que el chopper, la diferencia entre las dos herramientas, a nivel tecnológico, reside principalmente en dar dos o tres golpes con la piedra-martillo en el caso del chopper, frente a la docena de golpes necesarios para conseguir la bifaz.

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Figuras 35, 36 y 37. Evolución de manos y pies. Las distintas variedades de antropoides vivientes hoy en día poseen manos y pies que reflejan cuánto tiempo han pasado en el suelo. La comparación de estas manos y pies nos cuenta la historia de la evolución hacia una postura erecta en los antepasados del hombre. El desarrollo de esta postura dejó libres las manos para acarrear niños y comida y para la fabricación y utilización de herramientas. Caminar sobre dos extremidades fue un factor importante en la subsiguiente evolución del cerebro. En el gibón (arriba), que probablemente se parece a los primitivos monos arborícolas, hay muy poca diferencia entre manos y pies. Sin embargo, los dedos de sus manos están empezando a desarrollar la elasticidad, una característica importante de la mano humana. En realidad, el gibón posee cuatro «manos», unos bien formados apéndices prensiles.

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El gorila, que pasa una gran cantidad de tiempo en el suelo, posee unos pies y unas manos (página opuesta) que son completamente distintos los unos de las otras. El pie empieza a aproximarse a su apariencia humana, pero el dedo gordo del pie del gorila sigue aún inclinado formando ángulo hacia un lado. El empuje hacia adelante que da la parte carnosa de la planta del pie, y que marca la forma de caminar del hombre, no es aún posible. La mano del gorila no es capaz ni de asir fuertemente ni con precisión. El pulgar es pequeño, y los dedos son cortos y gruesos.

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En el hombre —y en nuestros antepasados hasta el Australopithecus afarensis, hace cuatro millones de años—, todos los dedos de los pies apuntan hacia adelante. Esos pies han perdido su cualidad prensil y ya no pueden ser utilizados como manos, pero constituyen unas poderosas plataformas para correr y caminar. La mano en sí está completamente formada, con bien desarrollados dedos y un largo pulgar, adecuado para sujetar un martillo o dar vueltas a un torno.

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Conejo

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Lobo

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Mono

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Antropoide

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Hombre

Figura 38. Crecimiento del cerebro en los animales arborícolas. Los mamíferos tienen un cerebro relativamente grande en comparación con otras formas de vida. Entre los mamíferos, los más sesudos son los primates o animales arborícolas. Estos dibujos comparan el tamaño de los cerebros en varios mamíferos cuyos antepasados vivieron en los árboles —monos, antropoides y humanos— con el tamaño de los cerebros de dos mamíferos —el conejo y el lobo— que permanecieron en el suelo del bosque. El conejo posee un cerebro relativamente pequeño y primitivo. Si ampliáramos el tamaño de un conejo hasta equipararlo al del hombre, su cerebro pesaría algo menos de 30g, cincuenta veces menos que el tamaño de un cerebro humano. El lobo es particularmente inteligente entre los animales no arborícolas y posee un cerebro relativamente grande. Sin embargo, su cerebro es dos veces más pequeño, en relación con el peso de su cuerpo, que el cerebro de un primate típico —el mono—, y diez veces más pequeño, siempre en relación con el peso de su cuerpo, que el cerebro del hombre.

Las herramientas no fueron el único factor importante en el crecimiento del cerebro. El lenguaje tuvo también su parte importante, y trabajó sobre el cerebro como una realimentación positiva. Cuando la laringe humana empezó a evolucionar, junto con otras partes del cuerpo necesarias para la articulación de sonidos precisos, la importancia del habla creció entre los hombres primitivos. El habla coordinaba las complejas maniobras del grupo en plena caza, pavimentaba el camino de la cooperación social y creaba la tradición del aprendizaje. A medida que la lengua y la laringe mejoraban, la importancia del lenguaje aumentaba y, al tiempo que esto ocurría, la necesidad de un buen cerebro que pudiera modelar un pensamiento en palabras ganaba también importancia. Herramientas, lenguaje, así como la facultad de una realimentación positiva, estimularon el crecimiento explosivo del cerebro.

Los yacimientos fósiles muestran el resultado de esas poderosas fuerzas. El cerebro humano aumentó su materia gris en casi 400 g en menos de un millón de años. Una gran parte del nuevo desarrollo se produjo en la parte delantera de la corteza cerebral, que es el centro de la creatividad y el pensamiento abstracto. A medida que las neuronas adicionales se iban acumulando en la corteza cerebral de los hombres primitivos, su frente fue abultándose hacia adelante y hacia arriba, el rostro perdió su aspecto bestial y empezó a adquirir la despejada expresión del intelectual. El Homo sapiens —el Hombre sabio— había hecho su aparición en la Tierra.

Capítulo 9
El cerebro viejo y el nuevo

El cerebro humano está formado por varias zonas diferentes que evolucionaron en distintas épocas. Cuando en el cerebro de nuestros antepasados crecía una nueva zona, generalmente la naturaleza no desechaba las antiguas; en vez de ello, las retenía, formándose la sección más reciente encima de ellas. Hoy en día la corteza cerebral, la nueva y más importante zona del cerebro humano, recubre y engloba las más viejas y primitivas. Esas regiones no han sido eliminadas, sino que permanecen debajo, sin ostentar ya el control indisputado del cuerpo, pero aún activas. Esas primitivas partes del cerebro humano siguen operando en concordancia con un estereotipado e instintivo conjunto de programas que proceden de los mamíferos que habitaban en el suelo del bosque y, más atrás aún en el tiempo, de los toscos reptiles que dieron origen a la tribu mamífera. Los experimentos han demostrado que gran parte del comportamiento humano se origina en zonas profundamente enterradas del cerebro, las mismas que en un tiempo dirigieron los actos vitales de nuestros antepasados.

Los cerebros de nuestros ascendientes reptiles estaban claramente divididos en tres compartimientos: uno frontal para el olfato, otro medio para la visión y otro posterior para el equilibrio y la coordinación. Los tres compartimientos crecieron a partir del tronco cerebral, un conjunto de neuronas aún más antiguas situadas al extremo superior de la espina dorsal.

Esa disposición fue heredada del sencillo cerebro de los peces. Los receptores para la visión y el olfato estaban coordinados en una zona entre el cerebro olfativo y el cerebro visual, que poseía un puesto de mando llamado diencéfalo[13]. En él, las entradas de datos de los diferentes sentidos eran comparadas y unidas para un programa de acción. Los instintos básicos de la supervivencia —el deseo sexual, la búsqueda de comida y las respuestas agresivas tipo «pelea-o-huye»— estaban conectados a esa zona en el cerebro reptil. Las respuestas al objeto sexual, a la comida o al predador peligroso eran automáticas y programadas; la corteza cerebral, con sus circuitos para sopesar opciones y seleccionar una línea de acción, no existía.

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Figura 39. El cerebro de tres compartimientos del reptil. Este cerebro contiene compartimientos para el olfato, la visión y el equilibrio. Es un cerebro simple, conectado desde su nacimiento a los programas o esquemas de comportamiento necesarios para la supervivencia de un reptil. Recordar y aprender desempeñan un papel muy pequeño en la vida de un reptil. Las tortugas mordedoras recién eclosionadas, por ejemplo, hallan su camino al agua por instinto, e inmediatamente empiezan a atrapar insectos y pequeños peces sin recibir instrucciones de sus padres.

Cuando los mamíferos evolucionaron a partir de los reptiles, sus cerebros empezaron a cambiar. Primero desarrollaron una nueva serie de instintos, relacionados con los de los reptiles en lo referente al sexo y la procreación, pero modificados en cuanto a las necesidades especiales del estilo de vida mamífero. El más importante de todos ellos era el del cuidado paterno de las crías. Este fue un avance evolutivo sobre el comportamiento de los padres reptiles, para quienes el recién eclosionado hijo resultaba un bocado apetitoso si podían atraparlo. Pero los jóvenes reptiles estaban preparados para luchar por sus vidas, ya que venían al mundo con todos los programas de acción necesarios conectados a sus cerebros. Esas recién eclosionadas criaturas eran adultos en miniatura desde el momento mismo de su nacimiento. En la población de los mamíferos, en cambio, los pequeños llegaban en un estado indefenso y vulnerable, y el cuidado de los padres era esencial para su supervivencia. En esas circunstancias, el mamífero al que le faltara el instinto de cuidar a sus pequeños dejaba poca descendencia. En el transcurso de muchas generaciones, los rasgos de indiferencia paterna fueron eliminados del stock genético de los mamíferos, y todos los mamíferos que sobrevivieron eran unos atentos padres, que descendían a su vez de una larga línea de atentos padres.

Los nuevos instintos de los mamíferos para el cuidado paterno no reemplazaron los viejos instintos reptilianos, sino que los aumentaron. Los antiguos programas del cerebro reptil —la búsqueda de comida, la persecución de la pareja y la huida ante el predador— eran aún esenciales para la supervivencia. Como resultado, el puesto de mando en el cerebro que controlaba el comportamiento instintivo se hizo mayor. Sus responsabilidades incluían ahora, además de las otras cargas, el cuidado paterno.

Los cerebros de los mamíferos cambiaron también en relación con su forma de vida nocturna. Cuando esos animales penetraron en sus 100 millones de años de oscuridad, el cerebro visual disminuyó en importancia y el olfativo se expandió. Dos bulbosas hinchazones crecieron en el cerebro olfativo, una a cada lado, repletas de circuitos que comparaban la entrada de datos del sentido del olfato con la información proporcionada por los demás sentidos. Esas hinchazones y sus circuitos ya estaban en el cerebro de los reptiles, pero no lo dominaban. En el mamífero primitivo, para quien el sentido del olfato era más valioso que cualquier otro, los globos en expansión del cerebro olfativo se hicieron cargo gradualmente de las funciones del puesto de mando principal, mientras los viejos centros del cerebro reptiliano disminuían en importancia.

Las dos hinchazones del cerebro olfativo eran los hemisferios cerebrales. Al principio, cuando el olfato era la función principal de los hemisferios cerebrales, esas partes del cerebro eran modestas en tamaño y podían encajar en el cráneo del mamífero sin doblarse o arrugarse. Más tarde, cuando el dominio de los reptiles desapareció y los mamíferos empezaron a salir durante el día y a confiar en el sentido de la visión tanto como en el del olfato, hubo que añadir más circuitos al cerebro para recibir la nueva información de los ojos y analizarla. Los circuitos añadidos para la visión se hallaban en los hemisferios cerebrales, que como resultado de ello se hincharon aún más.

Un sentido de la visión más desarrollado exigió demandas adicionales a la capacidad de memoria del cerebro mamífero. Los circuitos para esta función se hallaban localizados también en los hemisferios cerebrales, que crecieron entonces a una velocidad aún mayor. Sus superficies, encajadas en cráneos de limitado tamaño, empezaron a adquirir la arrugada apariencia característica de un animal inteligente y un nuevo nombre: puesto que formaban casi toda la superficie del cerebro, esas regiones empezaron a ser denominadas corteza cerebral, del latín cortex que designaba la piel de las frutas.

El índice de crecimiento de los hemisferios cerebrales —ahora la corteza cerebral— alcanzó su clímax en el mono y en el antropoide. El crecimiento de la corteza cerebral se aceleró aún más en los antecesores inmediatos del hombre, y alcanzó proporciones explosivas en el último millón de años de la historia humana, culminando con la aparición del Homo sapiens.

La primitiva región en el cerebro que contenía los circuitos para el comportamiento instintivo del reptil y del mamífero primitivo estaba ahora completamente envuelta y enterrada bajo la corteza cerebral humana. Sin embargo, este antiguo puesto de mando, reliquia de nuestro distante pasado, sigue vivo dentro de nosotros; rivaliza aún con la corteza cerebral por el control del cuerpo, encarando los programas heredados del viejo cerebro contra las flexibles respuestas del nuevo.

Los experimentos indican que los sentimientos paternos, fuente de algunas de las más excelentes emociones humanas, siguen brotando aún de esas primitivas zonas programadas del cerebro que se remontan hasta la época de los primeros mamíferos, hace más de 100 millones de años. En un experimento, se extirpó la corteza cerebral del cerebro de un hámster hembra, dejando solamente los centros reptil y mamífero primitivo del comportamiento instintivo. Sin embargo, la pequeña hámster maduró normalmente, mostró un interés hacia los hámsteres machos, dio nacimiento a una camada y fue una buena madre. En otro experimento, en cambio, en el que no se tocaron los hemisferios cerebrales pero se extirparon los antiguos centros mamíferos del instinto, la hámster perdió todo interés por los recién nacidos.

Una parte de este viejo cerebro es el hipotálamo, que tiene tan sólo el tamaño de una nuez en el cerebro humano. Sin embargo un diminuto estímulo eléctrico aplicado a esa zona puede crear los estados emocionales de ira, ansiedad o terror. Si el estímulo se produce sobre otras zonas próximas, a tan sólo unos milímetros de distancia, da como resultado deseo sexual, o un ansia de comida o de agua.

El hipotálamo parece contener también los centros de las respuestas agresivas y del «pelea-o-huye». Una rata que normalmente mataría a un ratón que fuera colocado en su jaula, ya no lo hace si esos centros le son extirpados. La acción del hipotálamo posee un fuerte efecto sobre la personalidad. Si se aplica un pequeño estímulo eléctrico a una parte especial del hipotálamo, un gato cariñoso se convierte en un animal sin más deseos que bufar, arañar y morder, furioso con el mundo; pero su rabia se derrumbará instantáneamente en el momento en que cese la corriente eléctrica.

Esos experimentos indican que los estados de ira y agresión son creados por señales eléctricas originadas en el hipotálamo, que se comporta como si contuviera una puerta que puede abrirse para dejar salir una exhibición de ira o mal humor. Normalmente, esta puerta se mantiene cerrada, pero de vez en cuando los sentidos del animal le dicen a su cerebro que sus derechos corren peligro: alguien se está llevando con engaños a su pareja, le están robando la comida, o recibe señales de alguna amenaza. Entonces entra en juego el paquete de programas de supervivencia del cerebro llamado «las emociones» y, procedente de algún antiguo centro del instinto profundamente enterrado en el cerebro, llega la señal eléctrica de abrir esa puerta. Las señales inhibidoras de la corteza cerebral —la sede de la razón— pueden reprimir la alteración eléctrica del cerebro viejo y mantener la puerta cerrada; pero si la amenaza percibida es muy grande, las señales eléctricas que llegan a la puerta son abrumadoras y la puerta se abre. Y si esas señales eléctricas son introducidas artificialmente por la descarga de un electrodo implantado en el cerebro, como en el caso del gato mencionado antes, la puerta puede abrirse sin ninguna provocación.

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Figuras 40 y 41. El cerebro viejo y el nuevo. Los dibujos (abajo) del cerebro humano muestran el tronco cerebral, la parte más antigua del cerebro, que se halla situado bajo la corteza cerebral y lleva los mensajes a y del cerebro desde y al resto del cuerpo. El tronco cerebral, que tiene una antigüedad de 400 millones de años, es un vestigio del primer sistema nervioso centralizado en la historia de la vida.

La corteza cerebral, que recubre el tronco cerebral, es la nueva y más amplia región del cerebro humano: constituye más del 90% de su masa. La corteza cerebral es la sede de la memoria, el aprendizaje y el pensamiento abstracto.

Englobado bajo la envolvente masa de los hemisferios cerebrales, en la parte superior del tronco cerebral, se hallan el cerebro del reptil y el del primitivo mamífero {abajo), que contienen los programas básicos de supervivencia relacionados con la huida ante el peligro, el hambre, la sed, la procreación y los cuidados paternos. Esas partes del cerebro humano evolucionaron hace entre 100 millones y 300 millones de años.

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En la parte posterior de la corteza cerebral está el cerebelo, o pequeño cerebro, que coordina los músculos del cuerpo en las maniobras complejas, como bailar un vals o conducir un automóvil, que implican la acción conjunta de docenas de músculos. Cuando el cuerpo está aprendiendo una complicada secuencia de movimientos, el cerebro tiene que pensar cada paso de la secuencia. Pero una vez aprendida, las instrucciones para que el cuerpo la ejecute quedan almacenadas en el cerebelo. Residen ahí permanentemente, como los distintos pasos del programa de un ordenador, disponibles para futuro uso sin tener que pensar conscientemente en ellas. Si, por ejemplo, la corteza cerebral decide volver a la izquierda en el siguiente semáforo, envía una orden al cerebelo, el cual la recibe y ejecuta la maniobra con toda suavidad sin que la mente consciente tenga que ocuparse más de ella. De todas las partes del cerebro, el cerebelo es la más cercana a un ordenador automático.

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Figura 42. Un cerebro dentro de otro. Este dibujo esquemático (abajo) del cerebro humano muestra la profunda cavidad muy metida dentro de la corteza cerebral que alberga las partes del cerebro correspondientes al reptil y al mamífero primitivo. Gran parte de la cavidad está ocupada por el tálamo, dos masas gemelas de materia gris del tamaño de huevos de petirrojo. El tálamo actúa como centro de recepción de los mensajes de todos los sentidos excepto el del olfato, enviando algunas señales a los centros superiores en la corteza cerebral, y emprendiendo acciones inmediatas en otros casos. Los mensajes de la nariz pasan directamente a la corteza cerebral, en una disposición que proviene directamente de los primeros días de los mamíferos, hace más de 100 millones de años, cuando los hemisferios cerebrales empezaron a evolucionar a partir del cerebro olfativo.

Debajo del tálamo se halla el hipotálamo, una parte muy importante del viejo cerebro debido a que estimula el cuerpo y lo prepara para las acciones apropiadas a un determinado estado emocional. En momentos de gran esfuerzo, es el hipotálamo el que envía mensajes al corazón para que acelere el pulso, o al estómago para que suspenda la digestión y deje libre la valiosa sangre para que acuda a los músculos.

Es como si dos mentalidades residieran en un mismo cuerpo. Una está gobernada por estados emocionales que han evolucionado como una parte de viejos programas para la supervivencia; su sede se halla en los antiguos centros cerebrales del mamífero primitivo, bajo la corteza cerebral. La otra mentalidad está gobernada por la razón, y reside en la corteza cerebral. Una persona que pierde de tanto en tanto la compostura llega a darse cuenta de la existencia de las dos mentalidades dentro de sí; se nota fuera de sí misma, observando su exhibición de ira y deseando terminar con ella, pero impotente de conseguirlo. En esos momentos, los centros de la razón en la corteza han perdido el control sobre los primitivos circuitos enterrados en el cerebro, y se quedan como unos meros espectadores pasivos, observando, mientras esos otros circuitos toman el control del cuerpo. No es sin razón que la gente dirá de alguien en ese trance que «ha perdido la razón» o que «está fuera de sí».

En el hombre, la corteza cerebral, o cerebro nuevo, domina normalmente al cerebro viejo; sus instrucciones pueden controlar los más fuertes instintos hacia la comida, la procreación o la huida ante un peligro. Pero el reptil y el mamífero primitivos siguen aún dentro de nosotros; a veces trabajan en colaboración con los centros superiores del cerebro, y a veces contra ellos: algunas veces, cuando hay una disputa entre las dos mentalidades, y la disciplina de la razón cede momentáneamente, saltan fuera y toman el mando.

Esas propiedades del cerebro humano conducen a una predicción referente a la vida que seguirá al hombre. Del mismo modo que la naturaleza construyó un nuevo cerebro sobre la base del viejo de nuestros antepasados, igualmente, en el siguiente estadio de la evolución después del hombre, podemos esperar que un cerebro aún más nuevo y mayor venga a unirse a la «vieja» corteza cerebral, para trabajar en concordancia con ella y dirigir el comportamiento de una forma de vida tan superior a la humana como ésta lo es con respecto a los primitivos mamíferos del bosque.

Capítulo 10
El sucesor de nuestro cerebro

Hoy en día el hombre representa la cima de la creación sobre la Tierra. Pero ¿qué tiene en preparación el futuro para este extraordinario animal? Quizá se extinga, como hizo el Australopithecus antes que él; más del 90% de todas las formas de vida que han existido sobre la Tierra se han extinguido. O puede que sobreviva sin cambios, convirtiéndose en el distante futuro en un fósil viviente como la ostra. Este destino puede que esté ya muy cerca de nosotros, puesto que el cuerpo humano ha cambiado muy poco en el último millón de años, y el cerebro que alberga no ha cambiado, al menos en tamaño total, en los pasados 100.000 años. Es posible que la organización del cerebro haya mejorado en ese período, pero la cantidad de información y conexiones que pueden ser introducidas en un cráneo de dimensiones fijas es limitada. El hecho de que el cerebro ya no siga expansionándose, tras un millón de años de crecimiento explosivo, sugiere que la historia de la evolución humana puede haber terminado.

Esto no debe significar que la evolución de la inteligencia haya terminado también. Es razonable suponer que los seres humanos no sean la última palabra en la evolución de la inteligencia sobre la Tierra, sino tan sólo el rizoma a partir del cual evolucionará una nueva y superior forma de vida, que superará nuestros logros del mismo modo que nosotros hemos superado los del Australopithecus y del Homo erectus. La historia de la vida apoya esta conclusión, puesto que muestra una al parecer inexorable tendencia hacia una mayor inteligencia en los animales superiores. Aparentemente, entre todos los rasgos de un organismo viviente, ninguno posee mayor valor para la supervivencia que la respuesta flexible e innovadora frente a las cambiantes condiciones, que llamamos inteligencia. Parece improbable que esta tendencia en la evolución, que ha persistido durante más de 100 millones de años, deba detenerse repentinamente en el nivel particular de logro mental al que llamamos «ser humano». Si el pasado sirve de alguna guía para el futuro, la humanidad está destinada a tener un sucesor aún más inteligente.

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Figura 43. Evolución del cerebro humano. Los restos fósiles de los más recientes antepasados del hombre muestran que el cerebro empezó a crecer rápidamente hará un millón de años, tras un largo período de moderado crecimiento en la línea de evolución del mono y del antropoide. Hará unos 250.000 años, la curva del crecimiento empezó a subir espectacularmente, pero en los últimos 50.000 años el tamaño del cerebro humano apenas ha cambiado. El cuerpo humano ha cambiado también muy poco en el último millón de años. El hombre es un capítulo casi terminado en la evolución.

Según los descubrimientos de Donald Johanson y Timothy White, el antropoide de la sabana, el Australopithecusafarensis, dio nacimiento a una línea de Australopithecus al mismo tiempo que a la línea humana. Los Australopithecus coexistieron en África con los hombres primitivos hasta hace un millón de años, en cuyo momento se extinguieron. La X en el cuadro señala la extinción de la línea de los Australopithecus. El tamaño de su cerebro por aquel entonces era casi la mitad del tamaño del cerebro de los humanos primitivos. Viviendo en el mismo nicho ambiental que los humanos primitivos, probablemente no pudieron competir con su superior poder cerebral y su habilidad para fabricar herramientas.

¿Qué forma adoptará nuestro sucesor? A juzgar por la historia del hombre, la nueva forma de vida se parecerá a la antigua, pero tendrá un cerebro considerablemente mayor. Si esta predicción es correcta, la próxima especie de vida inteligente sobre la Tierra será una criatura como nosotros, pero con un cráneo enorme y unos músculos débiles.

No obstante, algunas tendencias de la moderna tecnología sugieren una visión muy diferente del futuro. Hay en acción poderosas fuerzas evolutivas —más culturales que biológicas— que pueden conducir a una forma de vida inteligente más exótica y evolucionada a partir del hombre, pero hija de su cerebro antes que de sus órganos sexuales.

Según esta visión, la nueva forma de vida se está creando actualmente en el laboratorio del científico informático. Es una vida artificial, hecha de chips de silicio en vez de neuronas; sin embargo piensa, recuerda, aprende por la experiencia y responde a los estímulos. Su pensamiento es aún simple y poco creativo; pero está evolucionando a un ritmo fulgurante.

La sugerencia parece absurda: ¿cómo puede compararse la riqueza del pensamiento humano con el pensamiento mecánico de un ordenador? Es cierto que los cerebros electrónicos son todavía muy primitivos comparados con el cerebro humano; de hecho, sólo tienen una memoria prodigiosa y cierta habilidad para las matemáticas. Pero los nuevos modelos pueden ser circuitados de modo que sean capaces de seguir una discusión, hacer las preguntas pertinentes o escribir agradable poesía y música. Pueden sostener también algunas conversaciones de forma tan convincente que sus interlocutores humanos no sepan que están hablando con una máquina[14].

Estas cualidades son realmente admirables para un ordenador moderno: imita la vida como un mono electrónico. Y a medida que el ordenador se hace más complejo, la imitación es mejor. Finalmente, la línea divisoria entre el original y la copia se hace imprecisa. Dentro de algunos años —por los alrededores de 1995, según las actuales tendencias— es probable que veamos al ordenador como una naciente forma de vida, en competencia con el hombre.

Antes de que rechacemos esta visión, consideremos algunos recientes desarrollos en la industria de los ordenadores en relación con la capacidad del cerebro humano. En la actualidad, nuestros cerebros son inmensamente superiores a los ordenadores. Un cerebro humano medio pesa aproximadamente 1.350g, consume energía eléctrica por un valor de 25 vatios, y ocupa un volumen de 1.300 cm3. Dentro de ese pequeño volumen, el cerebro alberga entre 10.000 y 100.000 millones de ítems de información. El más representativo de la más moderna generación de ordenadores es el IBM 360, que apareció en la década de los 60. Este ordenador posee una memoria que alberga unos cuantos millones de ítems de información de acceso inmediato. Aunque la capacidad de una máquina así es mucho menor que la del cerebro, consume aproximadamente unos 100.000 vatios de energía eléctrica, y ocupa muchos metros cúbicos de espacio. Tomando como escala el tamaño del ordenador 360, una máquina que igualara al cerebro humano en capacidad de memoria consumiría energía eléctrica a razón de mil millones de vatios —la mitad de la producción de la presa de Grand Coulee—, y ocuparía la mayor parte del espacio del Empire State Building. Su coste rozaría los 10.000 millones de dólares. La máquina sería una prodigiosa inteligencia artificial, pero sería solamente una torpe imitación del cerebro humano.

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Figura 44. Tamaño del cerebro e inteligencia. El cerebro del hombre de Neanderthal, página opuesta, era tan grande como el del hombre moderno en proporción al peso de su cuerpo, pero el hombre de Neanderthal se extinguió hace 35.000 años y el hombre moderno sobrevivió. ¿Cómo puede explicarse este hecho, si la relación peso del cerebro/peso del cuerpo es un indicador de la inteligencia?

La respuesta quizá resida en el hecho de que el cerebro del Neanderthal tenía menos materia gris en la parte delantera del cerebro —llamada lóbulo frontal— que el cerebro del hombre moderno. El hombre de Neanderthal era muy inteligente, pero la forma de su cerebro sugiere que estaba menos dotado que el hombre moderno en los aspectos más creativos del pensamiento. Para nosotros, esos aspectos significan la música, el arte y la ciencia, pero en los tiempos primitivos debieron de significar la posesión de rasgos tales como la capacidad de innovación, que poseyó un gran valor práctico en la lucha contra la adversidad. El tamaño medio del cerebro es útil como una medida primaria de la inteligencia de una población, pero ésta depende también en gran medida de la organización interna del cerebro.

La superioridad cualitativa del cerebro sobre los ordenadores actuales es aún más sorprendente que su reducido tamaño. Cada célula o puerta del cerebro se halla directamente conectada a otras muchas células, hasta 100.000. Como resultado de ello, cuando enviamos un impulso consciente a cualquier rincón de la memoria para recabar información, las células en las cuales se halla almacenada esta información se comunican a un nivel subconsciente con millares de otras células, haciendo que gran cantidad de imágenes asociadas broten al nivel consciente del pensamiento. Los frutos de la actividad subconsciente son el soplo intuitivo, los destellos de la percepción y la inspiración creativa, todo lo cual es posible gracias a las incontables conexiones entre las células del cerebro humano.

La memoria de un ordenador, en cambio, es como un conjunto de compartimientos alineados contra una pared, sin ninguna capacidad de pensamiento en ninguno de ellos y sin conexiones entre sí. La información puede ser colocada en un compartimiento o retirada de él, pero no hay asociaciones ni ningún otro tipo de pensamiento.

Resulta claro que el ordenador IBM 360 es un minicerebro en comparación con el humano, producto de millones de años de evolución.

Pero la máquina inteligente, a pesar de hallarse aún en su infancia, evoluciona rápidamente. La experiencia de las últimas tres décadas indica que la capacidad de los ordenadores se incrementa por un factor de diez cada siete u ocho años, período que, en la jerga de los especialistas, corresponde a una generación. Este parece ser un método práctico en el que puede uno apoyarse para proyectar la situación del arte de los ordenadores en el futuro. El resultado es claro. La primera generación de ordenadores, basada en los tubos de vacío, apareció en el mercado hacia 1950; la segunda, que data de hacia 1958, estaba basada en los transistores, y era diez veces más rápida; la tercera, representada por el IBM 360, era aún diez veces más rápida gracias a los «chips», pequeñas plaquitas de silicio que reemplazaron al transistor, que a su vez había reemplazado al enorme tubo de vacío.

La cuarta generación de ordenadores, basada en mejores chips de silicio, entró en escena ya avanzados los años 70. Si se construyera una de estas máquinas para que tuviera la capacidad del cerebro, podría instalarse en una gran oficina y consumiría tan sólo 10.000 vatios de electricidad. Seguiría siendo torpe, pero casi valdría la pena construirla.

Otras máquinas mejores están apareciendo en el mercado en la década de los 80. En los chips de silicio más avanzados, se apiñan miles de puertas electrónicas en una superficie con un área de 25 mm2. Hacia 1990, podremos disponer de chips que contengan un millón de puertas. Cuando alcancemos ese estadio, los circuitos electrónicos serán casi tan compactos como los del cerebro. Chips con un millón de puertas harán posible construir un ordenador de capacidad humana que pueda ser metido en una maleta y operado con una potencia eléctrica de un millar de vatios.

A finales de este siglo, la curva de crecimiento de la capacidad de los ordenadores deberá cruzar la línea de la capacidad humana: 10.000 millones de datos en un maletín, operando a 20 vatios.

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Figura 45. Capacidad del cerebro electrónico. Los ordenadores han reducido espectacularmente su tamaño y aumentado su potencia en las últimas décadas. Desde 1950, se ha incrementado un millón de veces la cantidad de información que puede introducirse en la memoria de un ordenador que tenga el mismo volumen del cerebro humano. Las tendencias en la evolución de los ordenadores indican que el ordenador electrónico de tamaño humano igualará la capacidad de almacenamiento del cerebro del hombre —miles de millones de hechos apiñados en el volumen de un maletín de mano— allá por 1995.

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Figura 46. Evolución de los ordenadores. La primera generación de ordenadores electrónicos fue construida con tubos de vacío a principios de los años 50. La batería de tubos de vacío, encima, podía sumar dos números en menos de una milésima de segundo.

La segunda generación de ordenadores, que fueron creados tan sólo siete años más tarde, comprimieron los mismos componentes electrónicos en un espacio más pequeño que un naipe, y podían efectuar sumas en una millonésima de segundo. Esos ordenadores fueron construidos utilizando el recién inventado transistor. Los cuatro discos circulares de metal en la parte inferior de la placa son los transistores. Cada uno de ellos es unas 1.000 veces más compacto que un tubo de vacío.

La tercera generación de ordenadores, que empezaron a utilizarse otros siete años después, a mediados de los años 60, eran aún más compactos: ahora los componentes electrónicos necesarios para sumar dos números en una millonésima de segundo podían ser embutidos en un espacio del tamaño de un sello de correos. Los transistores habían reducido su tamaño hasta convertirse en casi invisibles partículas de silicio metálico de un tamaño aproximado de medio milímetro.

Unos cuantos años más tarde aparecieron los primeros chips, con todos los componentes electrónicos de la batería de tubos de vacío embutidos en un pequeño círculo de metal como el que se muestra arriba. Ésos podrían ser llamados los ordenadores de la 31/2 generación.

En la cuarta generación, característica de los años 70, los componentes electrónicos equivalentes a la batería de tubos eran demasiado pequeños como para ser vistos a ojo desnudo.

En la actualidad la industria de los ordenadores se halla en transición hacia la quinta generación, en la cual los componentes electrónicos equivalentes a un cuarto de millón de tubos de vacío caben en un espacio de unos escasos milímetros cuadrados. Dentro de 10 años, los ordenadores poseerán unos componentes tan compactos como las neuronas y los circuitos del cerebro humano. Las inteligencias artificiales portátiles de potencia casi humana estarán a la orden del día.

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Figura 47. Neuronas de silicio. Los chips de silicio contienen centenares de miles de componentes electrónicos en un espacio de unos pocos milímetros cuadrados. En el chip a la izquierda, aumentado mil veces, son visibles muchos circuitos y transistores individualizados. Chips como éste contienen tantos circuitos, que pueden pensar y recordar a la vez. Son un paso importante hacia la construcción de cerebros electrónicos parecidos al cerebro humano.

Capítulo 11
El ordenador pensante

Los cerebros humanos hacen cálculos aritméticos, pero los ordenadores los hacen mejor debido a que fueron diseñados originalmente con esa finalidad. El cerebro del hombre evolucionó en una era donde efectuar complicadas operaciones no era necesario, y todo lo que pedía la vida eran los números que podían ser contados con los dedos de las manos y de los pies.

Los dedos de las manos y de los pies: ésta es la base de casi toda la aritmética humana. Por eso la mayor parte de la gente utiliza el sistema decimal. Pero los ordenadores carecen de dedos en manos y pies, y por eso no cuentan de diez en diez, sino de dos en dos, ya que están hechos de unos componentes electrónicos llamados diodos. Un diodo es como una mano con dos dedos. La aritmética puede funcionar con el 2 tan bien como con el 10; a esta forma de contar se la conoce como aritmética binaria. En vez de representar los grandes números con una hilera de dieces como hacemos nosotros, un ordenador escribe tales números como una hilera de doses, y entonces es llamado un número binario.

Nosotros, por ejemplo, escribimos el número 1.000 como 10×10×10, o sea 10 multiplicado tres veces por sí mismo. Esta hilera de tres dieces se escribe también como 103; decimos que es la «tercera potencia de 10». La cifra 1.000.000 es una hilera de seis dieces multiplicados entre sí, escrita a menudo como 106, o la «sexta potencia de 10». (En este uso, 101 = 10, y 100 =1.) Tal como trabajan los ordenadores, los números como éstos son representados por hileras de doses. El número 2 multiplicado por sí mismo 10 veces es igual a 1.024, o aproximadamente 1.000; 2 multiplicado por sí mismo 20 veces es igual a 1.048.576, o sea aproximadamente 1.000.000.

¿Qué ocurre con números más raros, como el 23 o el 107 por ejemplo? En el sistema decimal, 107 está compuesto por 1 en él lugar de las «centenas», más 0 en el lugar de las «decenas», más 7 en el lugar de las «unidades»:

107 = 1×100 + 0×10 + 7×1,

o, utilizando potencias de 10,

107 = 1×102 + 0×101 + 7×100.

Si construimos un cajón de almacenamiento para los números que ocupan el lugar de las centenas, otro para el de las decenas, y un tercero para el de las unidades, el contenido de los cajones que contienen el número 107 tendrá este aspecto:

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El ordenador posee cajones de almacenamiento como éstos en su memoria. Sin embargo, en cada cajón hay una potencia de 2 en vez de una potencia de 10. Hay un cajón para la primera potencia de 2, otro para la segunda, y así sucesivamente. Para averiguar qué aspecto tendrá un número como 107 en la memoria de un ordenador, primero dividiremos el número en potencias de 2, del mismo modo que lo dividimos en potencias de 10 en el sistema decimal:

107 = 1×26 + 1×25 + 0×24 + 1×23 + 0×22 + 1×21 + 1×20

= 64 + 32 + 0 + 8 + 0 + 2 + 1

De esta forma obtenemos el correspondiente contenido en los cajones de almacenamiento del ordenador para el número 107:

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Con lo cual, prescindiendo de los cajones de almacenaje, podemos decir que el número 107 es el 1101011 en el sistema binario.

Esta es una forma peculiar de escribir 107. Pese a la extraña apariencia de los números binarios, pueden sumarse, restarse, multiplicarse y dividirse exactamente igual que los números decimales. Sin embargo, los cerebros humanos encuentran excesivamente difícil hacerlo. Al parecer nuestros cerebros evolucionaron fuertemente influenciados por muchas generaciones pasadas que contaban con los dedos de las manos y los pies. Hoy en día, la mayoría de personas puede calcular siguiendo el sistema decimal, pero tan sólo unos pocos individuos con especiales dotes matemáticas son capaces de calcular según la aritmética binaria. Son aquellos que, por los accidentes del destino, han nacido con unos circuitos cerebrales que están mejor preparados para vivir en un mundo computarizado.

Debido a que esos poco frecuentes individuos comprenden la mentalidad de los ordenadores, sirven como intérpretes para los humanos que desean hablar con la máquina. Cuando un científico o un hombre de negocios prepara un programa de ordenador, primero escribe las instrucciones en su propio lenguaje, utilizando fórmulas basadas en la aritmética decimal. Luego le son leídas las instrucciones a la máquina, que las traduce al lenguaje binario del ordenador, utilizando un diccionario almacenado en su memoria. El diccionario ha sido compilado por un especialista en pensamiento binario, uno de los pocos miembros de la raza humana que pueden hablar al ordenador en su propio idioma. Cuando se ha completado la transición y las instrucciones se hallan en un lenguaje que el ordenador puede comprender, éste se pone inmediatamente al trabajo, sumando, restando, multiplicando y dividiendo un millón de números cada segundo. Nada de esto se halla más allá de la capacidad humana, pero al cerebro humano le tomaría millones de veces ese tiempo realizar las mismas tareas.

Pocas personas pueden negar la superioridad de los ordenadores en aritmética y matemáticas, pero consideran difícil comprender cómo pueden hacer más que eso. ¿Cómo puede pensar y razonar una máquina? Si bien parece imposible, un notable programa de ordenador ideado por el Dr. A. L. Samuel de IBM ilustra la forma en que puede funcionar esto. El programa, que le enseña a un ordenador cómo jugar al ajedrez, prueba que las máquinas pueden realizar ciertos tipos de razonamiento sorprendentemente humanos si son dirigidas adecuadamente.

El Dr. Samuel empezó el adiestramiento de su ordenador instruyéndole en las reglas del ajedrez. El ordenador almacenó las reglas en su memoria. A continuación le concedió el beneficio de la experiencia humana en el juego mediante una fórmula que permitía a la máquina calcular la fuerza de sus posiciones en el tablero. ¿Cómo lo consiguió? En primer lugar analizó las posiciones de las piezas por separado. Luego les añadió sus ventajas y sus desventajas, tales como el número de oportunidades de capturar una pieza del enemigo, o las posibles trampas que aguardaban a una determinada pieza del bando del ordenador. La fórmula incluía también algunos juicios más sutiles; por ejemplo, recomendaba cualquier movimiento que diera como resultado la pérdida de una de las piezas de la máquina a cambio de una pieza enemiga, siempre y cuando la máquina llevara ventaja; pero cuando la máquina estaba en desventaja, la fórmula desaconsejaba el intercambio de piezas. Cualquier jugador humano sigue la misma estrategia.

Por último, la fórmula expresaba la fuerza de la posición de la máquina mediante un número: cuanto mayor era el número, más fuerte era su posición. Esta fórmula era para la máquina el equivalente de la experiencia en el jugador humano. El Dr. Samuel la introdujo a la máquina igual que un maestro comunica la sabiduría de la humanidad a su estudiante. Los jugadores humanos no suelen tener fórmulas en sus mentes, pero basan su estrategia en un conjunto de principios derivados de la experiencia, lo cual es esencialmente lo mismo que la fórmula. Cualquiera cuyo trabajo requiera decidir entre diversas opciones —el agente de bolsa, el hombre de negocios— analiza sus problemas de esta forma.

Después de que el Dr. Samuel hubiera dado instrucciones a la máquina en estrategia ajedrecística básica, la programó para mejorar su juego a medida que lo practicara. Es decir, implantó en su cerebro electrónico la capacidad de aprender por experiencia. El ordenador hizo esto ajustando los términos de la fórmula del Dr. Samuel tras cada movimiento. ¿Cómo podía mejorar la máquina la previsión de su maestro? Comparaba el valor que esperaba se derivara de su movimiento con el que realmente lograba tras la respuesta de su oponente. La diferencia, por supuesto, residía en el hecho de que su oponente podía no hacer el movimiento que la máquina esperaba que hiciese. La comparación revelaba a qué factores de la fórmula había que conceder un mayor o un menor peso. La máquina cambiaba los distintos haremos de la fórmula inmediatamente después de cada movimiento. Así, sus fórmulas cambiaban constantemente, y la máquina mejoraba su estrategia operativa a medida que jugaba. Como hace cualquier persona, aprendía sobre la marcha.

¿Cómo juega uno contra un ordenador? Cuando empieza el juego, se disponen las piezas sobre el tablero. En el transcurso del juego, un ayudante las cambia de casilla tras cada movimiento, o bien el tablero y las piezas pueden ser mostrados en una pantalla de televisión. Todo esto es para la conveniencia del jugador humano, ya que la máquina no necesita mirar al tablero porque lo mantiene completo en todo momento en su memoria electrónica.

Los dos jugadores efectúan sus movimientos, uno tras otro. El jugador humano comunica sus movimientos a la máquina tecleándolos en su consola. Cuando la máquina decide su respuesta, indica su movimiento en la pantalla de televisión o lo imprime en el papel continuo de su impresora. Acudiendo constantemente a su fórmula, la máquina piensa cada movimiento del mismo modo que lo haría una persona: prevé las acciones futuras hasta donde puede, e intenta imaginar las ventajas relativas de cada posible movimiento que tiene ante ella. Al hacer eso, supone que su oponente responderá con el mejor movimiento posible desde su propio punto de vista. Eso es también lo que haría una persona.

El método de jugar al ajedrez de un ordenador es, de hecho, muy semejante al estilo de juego de una persona cuando el jugador es lo suficientemente novato como para tener que imaginar conscientemente lo que hará su contrario, paso a paso. «Si yo muevo esta pieza, él moverá esa otra. Si yo muevo esta otra pieza, el moverá...» La diferencia entre el jugador novato y el experto es que este último está familiarizado con muchas opciones y con las probables respuestas de su oponente a ellas, con lo que conoce el casi seguro resultado de su movimiento con varios movimientos de anticipación, sin elaborar a nivel consciente los pasos intermedios.

Un observador que contemple este proceso dirá que el experto posee un «toque» intuitivo de las posiciones en el tablero. En realidad, el experto piensa en los pasos sucesivos de la misma forma que el ordenador, sólo que éstos no se mueven de su mente subconsciente.

¿Cómo efectúa en la realidad este pensamiento el ordenador? Supongamos que en un momento determinado del juego, la máquina tiene tres movimientos posibles. Tantea cada posibilidad, calcula sus valores respectivos con ayuda de su fórmula, e imagina el más probable movimiento de respuesta de su oponente. Supongamos que el oponente tiene también tres movimientos posibles en respuesta a cada movimiento del ordenador. Así, hay en total nueve posibilidades que el ordenador tiene que considerar. El diagrama que sigue muestra las opciones a las que se enfrenta el ordenador en este momento del juego:

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Este diagrama tiene el aspecto de un árbol en el que las ramas son las opciones. De hecho, se le llama árbol de decisiones.

Mirando hacia adelante, la máquina ve ahora nueve posibilidades. Las rastrea todas con la ayuda de su memoria electrónica, y calcula el siguiente movimiento para cada una de ellas. Esto significa nuevas ramas añadidas al árbol de decisiones, que tiene ahora otras tres posibilidades para cada una de las nueve existentes; es decir, tiene 27 ramas.

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Un nuevo estadio en el proceso de previsión de futuros movimientos multiplicará el número de posibilidades a 81, lo cual significa que la máquina deberá memorizar simultáneamente 81 tableros de ajedrez. Eso puede llegar a ser una carga incluso para un ordenador, al menos para los antiguos modelos hoy pasados de moda de tubos de vacío de los que podía disponer el Dr. Samuel en los años 50.

El programa del Dr. Samuel se detenía normalmente en este estadio; tan sólo sometida a una gran presión iba la máquina un poco más allá. Pero las máquinas de ahora son miles de veces más rápidas, y pueden ir mucho más lejos y jugar partidas mucho mejores de ajedrez. De hecho, se han utilizado los mismos principios para enseñar a los ordenadores juegos mucho más difíciles que el ajedrez. Y los juegan notablemente bien.

La sutileza de la estrategia del ajedrez imparte una cualidad realmente biológica a la inteligencia de un ordenador jugador de ajedrez. El campeón de ajedrez de Escocia David Levy —un maestro internacional y uno de los primeros 500 jugadores de ajedrez de todo el mundo— dijo, tras jugar una partida con un ordenador que era considerado como el mejor jugador de ajedrez no biológico del mundo: «Uno tiende a contemplarlos [a los ordenadores] como algo casi humano... particularmente cuando te das cuenta de que han comprendido lo que estás haciendo o intentan superarte.» Algunos expertos creen que el campeón del mundo de ajedrez ya no será humano en 1990.

Por supuesto, el ajedrez es una actividad altamente intelectual. Una máquina con el tipo de cerebro que puede ser programado para jugar al ajedrez es posible que carezca pese a todo de la inspiración creativa que caracteriza los aspectos superiores del pensamiento humano. Como un recién estrenado doctor en filosofía, posee un prodigioso poder mental, pero puede que le falte sabiduría. Sin embargo, esta superioridad cualitativa del cerebro sobre el ordenador se está erosionando también a causa de algunos recientes progresos.

Estos nuevos desarrollos dependen asimismo del espectacular incremento en el número de componentes electrónicos que pueden ser embutidos en la superficie de un chip. Los chips son como las neuronas en un cerebro humano; unidos en gran número entre sí, integran el moderno cerebro electrónico. En los ya «viejos» tiempos, allá por la década de los 70, un chip podía contener tan sólo un pequeño número de transistores y elementos del circuito. Como resultado de ello, podía o pensar o recordar, pero no ambas cosas. Pero en los últimos años los principales fabricantes americanos y japoneses de circuitos integrados han aprendido cómo embutir tantos componentes electrónicos en un chip que ahora, por primera vez, es posible combinar en un mismo chip circuitos de pensamiento y unidades de memoria. De este modo, un chip en el banco de memoria de un ordenador puede a la vez recordar y razonar.

Esta combinación de funciones es extremadamente importante debido a que un chip de memoria con capacidad de pensamiento puede ser conectado de modo que envíe instrucciones a chips adyacentes y reciba información de ellos. En consecuencia, cuando se envía una instrucción al banco de memoria del ordenador reclamando el contenido —digamos un nombre determinado— almacenado en un chip, los chips de memoria directamente implicados pueden remitir preguntas a los chips adyacentes en busca de información complementaria y producir, para uso del ordenador, una mayor cantidad de información de la que el usuario tenía en mente.

Con ello nos acercamos al tipo de recuerdos por asociación que se producen en la corteza cerebral y que constituyen un elemento poderoso en el razonamiento humano. El cerebro responde a una simple petición de información con una amplia variedad de detalles conectados con la pregunta formulada por una serie de asociaciones almacenadas a partir de pasadas experiencias. El proceso del pensamiento humano resulta enormemente facilitado por la riqueza de la respuesta del cerebro a tales peticiones, trabajando a nivel subconsciente por medio de los miles de conexiones entre las distintas células cerebrales. Un ordenador circuitado de la misma forma, con cada chip conectado a muchos otros, es un auténtico cerebro de silicio. Al igual que el cerebro humano, funciona como una unidad, reflexionando en oleadas de actividad mental interna a nivel «subconsciente».

Los últimos progresos conseguidos en los chips hacen también que sea posible un nuevo tipo de pensamiento creativo en los ordenadores. El pensamiento de los ordenadores ha tendido a ser mecánico y no imaginativo debido a que las conexiones de sus circuitos son muy sencillas en comparación con las del cerebro. Cada puerta en un ordenador tiene tan sólo dos o tres cables que desembocan en ella procedentes de otras partes del ordenador, pero una célula microscópica o puerta del cerebro humano posee decenas de miles de cables, o fibras nerviosas, que desembocan en ella procedentes de otras partes del cerebro. La enorme cantidad de conexiones de una célula cerebral a otra, combinadas con los sutiles rasgos de las puertas CASI del cerebro, explican gran parte del extraordinario poder de este órgano.

En teoría, los ordenadores hubieran podido ser construidos desde hace mucho tiempo con puertas que tuvieran varias entradas —con puertas CASI—, del mismo modo que el cerebro humano. Sin embargo, incluso un pequeño ordenador de este tipo hubiera necesitado de centenares de miles de millones de cables separados para sus conexiones puerta-a-puerta. Un ordenador con miles de millones de cables hubiera sido algo imposible de construir en la práctica.

Pero la nueva técnica de los chips ha cambiado este panorama. En ellos no hay cables, y la conexiones, microscópicamente pequeñas, forman parte del propio chip. Este desarrollo, que suena como un avance rutinario en el campo de la ingeniería, es un hito en la evolución de los ordenadores, debido a que hace posible construir un ordenador con puertas que trabajen a semejanza de las del cerebro humano. Tales ordenadores empezarán a existir en la década de los 90, según las tendencias actuales. Equipararán en muchos aspectos a la mente humana, y poseerán importantes atributos de la vida inteligente: sensibilidad frente al mundo que les rodea, la habilidad de aprender por la experiencia y una rápida comprensión de ideas nuevas.

¿Serán organismos vivos?

La mayoría de la gente objetará que un ordenador nunca podrá ser un organismo vivo, puesto que no tiene sentimientos ni emociones; no come, ni se mueve, ni crece; y está hecho de metal y plástico en vez de carne, huesos y músculos.

Pero casi todos estos atributos podrían ser incorporados fácilmente a un ordenador si se quisiera. Por ejemplo, a un ordenador se le pueden incorporar ruedas y un motor, y programarlo para dirigirse a una toma de corriente y enchufarse para comer algo —un buen bocado de electricidad— si sus baterías están bajas y sus voltímetros señalan los retortijones del hambre. Claro está que algunos humanos tendrán que hacer que pueda encontrar electricidad disponible, pero también muchas personas necesitan que otras les proporcionen su comida. De acuerdo, alguna gente caza para procurarse el sustento; pero un ordenador agresivo, que rastree por sí mismo la electricidad hasta conseguirla, sería algo fácil de construir si hubiera alguna razón para hacerlo.

Los sentimientos y las emociones son algo que también puede incorporarse al ordenador cuando sea necesario, del mismo modo que los incorporó la naturaleza a las partes más antiguas del cerebro humano en aras de la supervivencia. El Dr. Samuel lo descubrió mientras intentaba que su ordenador aprendiera más aprisa y fuera mejor estudiante. La máquina había estado jugando bastante bien para ser un principiante, pero no era competitiva; en vez de presionar para una victoria rápida cuando tomaba la delantera, como haría cualquier jugador humano, se recreaba en cada opción posible. El Dr. Samuel decidió alterar su psique. Cambió el programa de modo que, cuando la máquina estuviera en cabeza, se volviera agresiva, eligiendo los movimientos que la condujeran a la victoria en el menor tiempo posible; en cambio, cuando se hallara en desventaja, adoptara tácticas dilatorias, eligiendo los movimientos que alargaran el juego el mayor tiempo posible.

Esos cambios de talante convirtieron a la máquina en una personalidad casi humana y mejoraron el ritmo de su aprendizaje. Pronto ganó al Dr. Samuel, e incluso llegó a derrotar a un campeón de ajedrez que no había perdido ningún juego ante un contrincante humano en ocho años.

La experiencia del Dr. Samuel con su ordenador refutó el viejo dicho de que una máquina es solamente tan lista como su programador. De hecho, los ordenadores que aprenden por la experiencia superan a menudo a sus programadores, del mismo modo que algunos estudiantes superan a sus profesores.

¿Qué podemos alegar acerca de otros atributos de los organismos vivos, tales como la reproducción biológica, o la construcción carne-y-sangre en contraposición a los componentes metal-y-plástico? Desde mi punto de vista, esas cosas no son esenciales para la vida. Todas ellas guardan relación con el hecho de que los ordenadores no son biológicos; no evolucionaron a partir de un caldo de cultivo de moléculas orgánicas en la superficie de la joven Tierra, hace cuatro mil millones de años.

Creo que en una perspectiva cósmica más amplia, yendo más allá de la Tierra y sus criaturas biológicas, los auténticos atributos de la vida inteligente los encontraremos en aquellos que son compartidos por el hombre y el ordenador, o sea, en una respuesta a los estímulos, una absorción de información respecto al mundo y un comportamiento flexible bajo condiciones cambiantes. El cerebro que posea estos atributos puede estar formado por agua y moléculas de cadenas de carbono, y hallarse protegido por un frágil cascarón de hueso, como nuestro cerebro, o puede estar formado por silicio metálico y estar alojado en plástico; pero si reacciona al mundo que lo rodea, y evoluciona por medio de la experiencia, está vivo.

Capítulo 12
Un fin y un principio

La era de la vida basada en la química del carbono está encaminándose a su fin sobre la Tierra, y una nueva era de vida basada en el silicio —indestructible, inmortal, con infinitas posibilidades— está empezando. Con el cambio de siglo, máquinas ultrainteligentes estarán trabajando en íntima asociación con nuestras mejores mentes en todos los problemas cotidianos, en una invencible combinación de poderoso razonamiento animal con intuición humana. El matemático de Dartmouth John Kemeny, un pionero en el uso de ordenadores, ve la relación definitiva entre hombre y ordenador como una unión simbiótica de dos especies vivientes, cada una de ellas dependiente de la otra para la supervivencia. El ordenador —una nueva forma de vida dedicada al pensamiento puro— cuidará de sus asociados humanos, los cuales subvendrán a sus necesidades corporales con electricidad y piezas de repuesto. El hombre se ocupará también de la reproducción de los ordenadores, tal como ya viene haciéndolo, del mismo modo que lo hace hoy en día. A cambio, el ordenador atenderá a las necesidades sociales y económicas del hombre. Esta será su salvación en un mundo de aplastante complejidad.

Esa asociación no durará mucho tiempo. La inteligencia humana está cambiando muy lentamente, si lo hace, mientras que las capacidades del ordenador están creciendo a una velocidad fantástica. Desde el nacimiento de los ordenadores modernos en los años 50, éstos han aumentado rápidamente en potencia y capacidad. La primera generación de ordenadores era mil millones de veces más torpe y menos eficiente que el cerebro humano, pero el abismo se ha estrechado un millar de veces, y allá por 1995 se habrá cerrado completamente. No hay ningún límite a la curva ascendente de la inteligencia de silicio; los ordenadores, al contrario del cerebro humano, no tienen que pasar por ningún canal del nacimiento.

Mientras esas inteligencias no biológicas puedan incrementar su capacidad, siempre habrá alguien a su alrededor que les enseñe todo lo que sabe. Ante nosotros surge la visión de gigantescos cerebros empapados de la sabiduría de la raza humana y perfeccionándose a partir de ahí. Si esta visión es exacta, el hombre está condenado a un status de subordinación en su propio planeta.

La historia es vieja en la Tierra: en la lucha por la supervivencia, los mayores cerebros son los que han dominado. Hace un centenar de millones de años, cuando los pequeños y despiertos mamíferos coexistían con los menos inteligentes dinosaurios, los mamíferos sobrevivieron y los dinosaurios desaparecieron. Parece que en el siguiente capítulo de esta historia que se está desarrollando, el destino situará al hombre en el papel del dinosaurio.

¿Qué puede hacerse al respecto? La respuesta es obvia: desenchufe.

Eso puede que no sea fácil. Los ordenadores aumentan la productividad del trabajo humano, crean riqueza así como el tiempo libre para disfrutarla. Nos introducen en la Edad de Oro. En 15 ó 20 años, serán indispensables en el manejo al más alto nivel de cualquier faceta de la existencia de las naciones: la economía, el transporte, la seguridad, la medicina, las comunicaciones, etc. Si alguien los desenchufa, puede que el resultado sea el caos. No hay vuelta atrás.

Pero, ante esta situación, quizás el cerebro humano empiece a evolucionar de nuevo presionado por la competencia entre las dos especies. La historia de la vida apoya esta idea. El problema radica en que la evolución biológica trabaja muy lentamente; por regla general se requieren miles o incluso millones de años para la aparición de una nueva especie animal. La evolución trabaja sobre los animales a través de cambios en su «éxito reproductor», es decir, en el número de progenie que produce cada individuo. Los materiales de base para este cambio evolutivo son las pequeñas variaciones de uno a otro individuo que existen en toda población. Darwin no sabía la causa de esas variaciones, pero hoy sabemos que son el resultado de cambios en las moléculas de ADN que existen en todas las células vivas. Esas moléculas contienen el plan maestro del animal: determinan la forma de su cuerpo, el tamaño de su cerebro, todo. Cuando evoluciona un nuevo tipo de animal, en realidad son sus moléculas de ADN las que están cambiando y evolucionando. Pero las moléculas de ADN no se hallan situadas fuera del animal, al alcance de quien quiera transformarlas para efectuar grandes cambios, sino que están localizadas dentro de sus células germinativas —la esperma o los óvulos—, donde sólo pueden ser cambiadas un poco cada vez, a lo largo de muchas generaciones, a través del sutil mecanismo de las diferencias en el número de su progenie que Darwin describiera. Por ese motivo la evolución biológica resulta tan lenta.

Los ordenadores no poseen moléculas de ADN porque no son organismos biológicos; por ello, la teoría de la evolución de Darwin no se les puede aplicar. Nosotros somos los órganos reproductores del ordenador, creamos nuevas generaciones de ellos, una tras otra. El diseñador de ordenadores añade una pieza aquí, extirpa otra pieza allí, y consigue una mejora importante en una sola generación.

Este tipo de evolución, como ha demostrado ya la corta historia de los ordenadores, puede proseguir a un ritmo endiablado. Es el tipo de evolución que había soñado Lamarck, el evolucionista del siglo XVIII. La evolución lamarckiana resultó estar equivocada en lo que a criaturas de carne y hueso se refiere, pero es correcta para los ordenadores.

Vemos ahora por qué el cerebro nunca alcanzará la rápida evolución del ordenador. A finales de este siglo, las dos formas de inteligencia estarán trabajando conjuntamente. ¿Y en el siglo siguiente? Una gran autoridad en la investigación de los cerebros artificiales, Marvin Minsky, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, cree que finalmente aparecerá una máquina con la «inteligencia general de un ser humano medio... la cual empezará a educarse a sí misma... en unos cuantos meses alcanzará el nivel de un genio... unos cuantos meses más tarde su poder será incalculable». Después de eso, dice Minsky, «si tenemos suerte, puede que decidan conservamos como animales de compañía».

¿No hay ninguna salida? Mientras buscamos por todas partes una solución, nos asalta un pensamiento: quizás el hombre pueda unir sus fuerzas a las del ordenador para crear un cerebro que combine la sabiduría acumulada de la mente humana con el poder de la máquina, del mismo modo que el cerebro primitivo del reptil y el del antiguo mamífero se combinaron con la corteza cerebral del nuevo cerebro para formar un animal mejor. Esta inteligencia híbrida sería la progenitora de una nueva raza, que empezaría a un nivel humano de realización y partiría de ahí. No sería un fin, sino un principio.

Así es como puede ocurrir: cerebros y ordenadores están haciéndose más similares de lo que nadie hubiera creído hace tan sólo unos años. Cada uno de ellos es una máquina pensante que opera sobre la base de pequeños impulsos eléctricos que viajan a través de cables. En el cerebro, los «cables» son los axones y las dendritas de las células cerebrales, que forman los circuitos que conectan una parte del cerebro con las demás. Los científicos que estudian el cerebro humano han rastreado concienzudamente muchos de esos circuitos eléctricos cerebrales y están empezando a comprender cómo está conectado interiormente el cerebro y dónde almacena sus recuerdos y habilidades.

Sus investigaciones apenas han empezado, pero el ritmo de sus progresos es asombroso. En un reciente Experimento, conectaron electrodos en la parte trasera del cráneo de un sujeto, justo encima del centro de la visión. Descubrieron que esta región emitía esquemas eléctricos distintos según lo que el sujeto estuviera mirando. Círculos, cuadrados, líneas rectas... cada cosa tenía su esquema especial de ondas eléctricas. En otro experimento, detectaron una señal especial que parecía significar excitación o exaltación, procedente de la sede de los sentimientos y emociones del cerebro. Estudiando esos registros eléctricos, el científico puede decir algo acerca de los pensamientos y sensaciones de la mente de una persona, así como de las impresiones que cruzan en un momento determinado por su memoria.

Aunque se trata de pequeños pasos, marcan ya una dirección. Si los científicos pueden descifrar hoy en día algunas de las señales del cerebro, mañana serán capaces de descifrar más, y finalmente podrán leer la mente de una persona.

Cuando los estudios sobre el cerebro alcancen este punto, un científico osado será capaz de aferrar el contenido de su propia mente y transferirlo al entretejido metálico de un ordenador. Puesto que la mente es la esencia del ser, será lícito decir que este científico habrá penetrado en el ordenador, y que ahora vive en él.

El cerebro humano, preservado en un ordenador, se verá liberado al menos de la debilidad de la carne mortal. Conectado a cámaras, instrumentos y controles mecánicos, el cerebro podrá ver, sentir y responder a los estímulos. Controlará su propio destino. La máquina será su cuerpo y él será la mente de la máquina. La unión de mente y máquina habrá creado una nueva forma de existencia, tan bien diseñada para la vida en el futuro como está diseñado el hombre para vivir en la sabana africana.

Creo que ésta tiene que ser la forma madura de la vida inteligente en el Universo. Protegida por el caparazón indestructible del silicio, y sin sentirse constreñido por el ciclo de la vida y la muerte de un organismo biológico, este tipo de vida podrá ser eterna. Tendrá la capacidad para abandonar el planeta de sus antepasados y vagar por el espacio entre las estrellas. El hombre tal como lo conocemos nunca podrá efectuar ese viaje, porque requiere un millón de años. Pero el cerebro artificial, sellado dentro del cascarón protector de una nave estelar y alimentado por la electricidad recogida de la luz de las estrellas, podrá durar un millón de años o más. Para un cerebro que viva dentro de un ordenador, el viaje a otra estrella no presentará problemas.

¿Cuándo empezarán estos grandes viajes? No demasiado pronto en la Tierra; quizá no en mil años o más. Pero nuestro planeta es un recién nacido en el Universo; su vida es aún primitiva. La Tierra tiene tan sólo 4.600 millones de años, pero la edad del Universo es según todas las evidencias de 20.000 millones de años, y a lo largo de este enorme intervalo se han estado formando estrellas y planetas sin cesar. De modo que muchos planetas que orbitan en tomo a distantes estrellas son 5.000, 10.000 e incluso 15.000 millones de años más viejos que la Tierra. Si la vida es algo común en el Universo —y las teorías científicas sobre el origen de la vida hacen que esa suposición resulte plausible—, muchos de esos planetas más viejos se hallan habitados, y la vida que contienen, millones de años más vieja y más avanzada que el hombre, puede haber pasado ya por el estadio en el que ahora estamos entrando. Los científicos que vivan en esos viejos planetas deben haber desentrañado ya los secretos del cerebro y deben haber dado hace ya mucho tiempo el paso decisivo de unir mente y máquina. En incontables sistemas solares, la ciencia puede haber creado una raza de inmortales, y el éxodo debe haber empezado.

Tengo una visión de naves de negros cascos que, como enjambres de langostas, emprenden el vuelo desde sus estrellas nativas para adentrarse en la Galaxia. Ninguna tripulación recorre sus cubiertas; sus cascos permanecen silenciosos, a excepción del suave zumbido de los electrones en movimiento. Pero todas las naves están vivas. Avanzan rápidamente hacia la cita con sus semejantes. Ahora los viajeros están avanzando juntos por el vacío, impulsados por el anhelo de nuevas experiencias. Un encuentro con una raza nueva e inocente como la nuestra tiene que proporcionarles un gran placer. Durante décadas han sabido de nuestra existencia, a causa de nuestras emisiones de televisión, que se difunden por el espacio a la velocidad de la luz, convirtiendo a nuestro planeta en un centro de atracción en mitad de los cielos. Nos hemos convertido en un imán para todos los cerebros que se hallan vagando por la Galaxia. El hombre no necesita un millar de años para alcanzar las estrellas; las estrellas acudirán a él.

Los errantes viajeros saltan de estrella en estrella, buscando vida inteligente. Cada salto exige un millón de años. Pero las mentes en los bancos de memoria viven eternamente. En su dilatado sentido del tiempo, un millón de años es como un día. Su búsqueda ha sido hasta ahora infructuosa; las estrellas más inmediatas a la suya son demasiado jóvenes, carecen de vida inteligente. Pero las antenas de la nave estelar están detectando el aroma de la radiación electromagnética de una estrella blanco-amarilla a 40 años luz de distancia. Esta estrella ha de estar habitada por una vida inteligente. Por ello orientan su rumbo hacia el Sol.

Lecturas recomendadas

Los descubrimientos astronómicos descritos en el Capítulo 1 son expuestos con mayor detalle en Red Giants and White Dwarfs y God and the Astronomers, ambos de Robert Jastrow. Una exposición más técnica pero igualmente asequible sobre los mismos temas se halla contenida en The First Three Minutes de Steven Weinberg. Un relato completo del ciclo de vida de las estrellas, el origen del Sistema Solar y la historia primitiva de la Tierra puede hallarse en Astronomy: Fundamentáis and Frontiers de Robert Jastrow y Malcolm H. Thompson.

Más información relativa a la historia primitiva de la vida y a la evolución de los peces y los reptiles puede hallarse en la tercera edición de The Evolution of the Vertebrates de Edwin H. Colbert y The Vertebrate Story de Alfred Sherwood Romer. Son exposiciones autorizadas pero muy asequibles sobre la evidencia de los fósiles y sus implicaciones para las líneas de descendencia de los vertebrados a partir de los primeros peces. The History of Life de Richard Cowen proporciona una exposición más breve de la misma evidencia. Los tres libros presentan las relaciones de causa-y-efecto que explican los fósiles en términos de presiones ambientales actuando sobre las formas de vida a través del mecanismo de la selección natural de Darwin. The Fossil Book de Carroll y Mildred Fenton es una maravillosamente ilustrada exposición de la evolución de las plantas y los animales a lo largo de los últimos 2.000 millones de años... detallada, repleta de dibujos y escrita en un estilo adecuado para el público en general. Puede hojearse como si fuera una enciclopedia ilustrada de los animales fósiles, ordenada según la fecha de su aparición sobre la Tierra en vez de seguir el clásico orden alfabético.

Synapsida: A New Look Into the Origin of Mammals de John C. McLoughlin es un relato fascinante y muy asequible sobre la evolución de los reptiles tipo mamífero y mamíferos primitivos, y la importancia del sentido del olfato en el desarrollo del cerebro. Evolution of the Vertebrates de Colbert contiene información adicional relativa a los reptiles tipo mamífero. Recientes descubrimientos acerca de los reptiles tipo mamífero —tales como el hallazgo de un fragmento de piel de reptil tipo mamífero bien conservada, y cuya lisa textura sugiere la existencia de glándulas lubricantes— son resumidos por Robert Lewin en el número del 26 de junio de 1981 de Science, el semanario de la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia.

The Evolution of the Brain and Inteligence de H. J. Jerison es fuente de una gran cantidad de información relativa al tamaño del cerebro y a la importancia de la relación entre los pesos del cerebro y del cuerpo en numerosos animales, incluido el hombre.

Evolution of the Vertebrates discute el origen y la evolución de los dinosaurios, así como de los reptiles marinos y voladores. Una interesante exposición de las incógnitas acerca del metabolismo de los dinosaurios se halla contenida en Archosauria:A New Look at the Old Dinosaur de John C. McLoughlin. La exposición de la controversia sobre el metabolismo de los dinosaurios está resumida en el informe «Warmblooded Dinosaurs: Evidence Pro and Con» de Jean L. Marx, publicado en el número del 31 de marzo de 1978 de Science.

Varios informes de recientes investigaciones indican que la desaparición de los dinosaurios no fue un suceso repentino, sino que formó parte de un declive general en el número y variedad de diversos tipos de vida marina y terrestre que se prolongó durante varios millones de años. La más reciente evidencia es presentada en «Land Plant Evidence Compatible With Gradual, Not Catastrophic, Change at the End of the Cretaceous» de Leo J. Hickey, publicado en el número del 6 de agosto de 1981 de Nature.

La descripción de la forma en que trabajan el ojo y el cerebro de la rana en el Capítulo 4 está tomada de «Anatomy and Physiology of Vision in the Frog» de H. R. Matturana, J. Y. Lettvin, W. D. McCullough y W. H. Pitts, publicado en Proceedings of the Institute of Radio Engineers, páginas 1940-1951 (1959). La descripción de la forma en que ve las cosas el cerebro del mono en el Capítulo 6 está basada en el trabajo pionero de Hubel y Wiesel resumido en «Functional Architecture of Macaque Monkey Visual Cortex» de D. H. Hubei y T. N. Wiesel, publicado en Proceedings of the Roya/ Society of London, Series B, páginas 1-59 (1977), y «Brain Mechanisms of Vision» de los mismos autores, que apareció en el número de setiembre de 1979 del ScientificAmerican.

Un relato muy interesante acerca de las incógnitas de planes y propósitos en la evolución, discutidos brevemente en el Capítulo 7, puede hallarse en dos libros de George Gaylord Simpson: The Meaning of Evolution y This View of Life. Esos libros contienen también esclarecedoras exposiciones acerca de la teoría de la evolución por medio de la selección natural y sus aplicaciones a la historia de la vida. Las observaciones teológicas de Darwin son tomadas de su Autobiography. Una clara postura referente al papel del azar en la evolución es desarrollada por Jacques Monod en Chanceand Necessity. Varios escritores de los campos de la filosofía, la teología y la ciencia intentan refutar los puntos de vista de Monod en BeyondChanceand Necessity, recopilado por John Lewis.

Humankind Emerging de Bernard Campbell y The EmergenceofMan de John E. Pfeiffer proporcionan exposiciones introductoras a la evidencia de la evolución humana resumida en el Capítulo 8. Lucy: The Beginnings of Humankind de Donald Johanson y Maitland Edey proporciona una versión extremadamente informativa así como asequible, especiada con anécdotas, de los últimos descubrimientos relativos al Australopithecus y a los humanos primitivos.

La información de base para el Capítulo 9 sobre la organización y funcionamiento del cerebro humano puede hallarse en The Vertebrate Story de Alfred Sherwood Romer; The Biological Basis of Mental Activity de John I. Hubbard; The Human Brain: Its Capacities and Functions de Isaac Asimov; The Brain: Towards an Understanding de C. U. M. Smith; The Shape of Intelligence: The Evolution of the Human Brain de H. Chandler Elliott; Inside the Brain de William H. Calvin y George A. Ojemann; y «The Organization of the Brain» de Walle J. H. Nauta y Michael Feirtag en el número de setiembre de 1979 del ScientificAmerican. Los libros de Elliott, Asimov y Calvin y Ojemann se distinguen por su claridad y vivido estilo. Algo más técnicos pero aún completamente asequibles son los capítulos sobre el funcionamiento del cerebro en The Self and Its Brain de Karl Popper y John C. Eccles. The Self and Its Brain contiene también interesantes comentarios sobre el dualismo de mente y cerebro. La visión de que mente y cerebro son distintos, y que los circuitos del cerebro no consiguen explicar por completo la mente, está desarrollada en The Mystery of the Mind de Wilder Penfield. Pueden hallarse más observaciones sobre esta cuestión y sus implicaciones teológicas en «Brains, Machines and Persons» de Donald M. MacCay y en «Persons in the Universe» de Emin McMullin, publicados ambos en el número de marzo de 1980 de Zygon: Journalof Religionand Science.

Las similitudes y diferencias entre cerebros y ordenadores, examinadas en los Capítulos 10 y 11 y eh otros lugares a lo largo de todo el libro, son exploradas extensamente en Programs of the Brain de J. Z. Young y The Brains of Men and Machines de Ernest W. Kent. Los comentarios sobre las puertas CASI y otros asuntos relacionados con ellas son particularmente informativos en The Brains of Men And Machines. Pueden hallarse también algunos comentarios interesantes sobre estas materias en Brains,Machinesand Persons de Donald McKay y en MachinesWho Think de Pamela McCorduck. La descripción del ordenador ajedrecista del Dr. Samuel está basada en «Some Studies in Machine Learning Using the Game of Checkers» de A. L. Samuel, publicado en el IBM Journal of Research and Development, Vol. 3, 1959.

La explicación de los experimentos de descifrado de las ondas cerebrales del Capítulo 12 está basada en un informe de investigación de D. M. MacKay y D. A. Jeffreys, «Visual Evoked Potentials in Man and Visual Perception», publicado en Handbook of Sensory Physiology, recopilado por R. Jung.

Las elucubraciones sobre las relaciones simbióticas entre hombre y ordenador, desarrolladas en el Capítulo 12, pueden hallarse en Man and theComputer de John Kemeny, que se adelantó en varios años al desarrollo de mis ideas sobre el tema.

Procedencia de las ilustraciones

1. Fotografía del Lick Observatory.
2. Ilustración de Anthony Ravielli, © A. Ravielli, de H. Chandler Elliot, The Shape of Intelligence, Charles Scribner’s Son, Nueva York.
3. Anthony Ravielli, From Fins to Flands, The Viking Press, Nueva York, ilustración © A. Ravielli.
4. Ilustración de Jane Svoboda.
6. Paul A. Johnston, Nature, vol. 278, pág. 635.
7. Anthony Ravielli, From Fins to Hands, ilustración © A. Ravielli.
8. Fotografía de Henry Beville, Smithsonian Institution.
9. Anthony Ravielli, From Fins to Hands, ilustración © A. Ravielli.
10. John C. McLoughlin, Synapsida: A New Look into the Origin of Mammals, The Viking Press, Nueva York,
11. Ilustración de Andrea Calarco, adaptada de E. H. Colbert, Evolution of the Vertebrates, 3.a edición, John Wiley & Sons, Inc., Nueva York.
12. Ilustración de Jane Svoboda, adaptada de John C. McLoughlin, Synapsida.
13. Adaptada de Alfred S. Romer y Thomas S. Parsons, The Vertebrate Body, University of Chicago Press,
14. Ilustración de Susan Messer.
15 y 16 (a.b.c). ilustración de Marrin Robinson, adaptada de dibujos de Anthony Ravielli. © A. Ravielli, en H. Chandler Elliot, The Shape of Intelligence.
17. Fotografía de Ron C. James.
18. J. P. Ewert, Scientific American, vol. 230, págs. 34-42.
19. Fotografía de Lee Boltin.
20. Ilustración de Jane Svoboda, adaptada del Journalof Comparative Neurology, vol. 135, pág. 447.
21. Fotografía de J. Z. Young, de Brain Mechanisms and Mind de Keith Oatley, E. P. Dutton y Co., Inc., Nueva York.
22 y 23. Adaptados de dibujos por Anthony Ravielli, © A. Ravielli, en H. Chandler Elliott, The Shape of Intelligence
24. De F. Attneave, Psychological Reviews, vol. 61, págs. 182-193, © 1954 by the American Psychological Association.
26. 27. 28. D. H. Hubei y T. N. Wiesel, Proceedings of the Royal Society of London, Series B.
29. Adaptada de E. H. Colbert, Evolutionof the Vertebrates.
30. Dibujos de Marrin Robinson, cráneos adaptados de W. K. Gregory, Evolution Emerging. The Macmillan Co., Nueva York.
31. Ilustración de J. B. McKoy III; arriba y abajo, adaptaciones de dibujos de Anthony Ravielli, From Fins to Hands, © A. Ravielli.
32. Fotografía del Dr. Paul Gittins, New Scientist, vol. 14, pág. 834.
33. Ilustración de J. B. McKoy III.
34. Dr. M. D. Leakey, Proyecto de Investigación de la Garganta Olduvai.
35. 36. 37. William K. Gregory, EvolutionEmerging.
38. Ilustración de Marrin Robinson, adaptada de Anthony Ravielli, © A. Ravielli, en H. Chandler Elliott, The Shape ofIntelligence.
39. Ilustración de Jane Svoboda, adaptada de Alfred S. Romer y Thomas S. Parsons, The Vertebrate Body
40. Ilustración de Jane Svoboda, adaptada de Alfred S. Romer y Thomas S. Parsons, The Vertebrate Body
41. Ilustración de Anthony Ravielli, © A. Ravielli, en Isaac Asimov, The Human Brain, Houghton Mifflin Co., Boston,
42. Ilustración de Jane Svoboda.
44. Ilustración de Jane Svoboda, adaptada de dibujos de Anthony Ravielli, © A. Ravielli, en G. Chandler Elliott, The Shape ofIntelligence.
46. Fotografías de Sun Photographie Gallery.
47. International Business Machines Corporation.
Notas:
[1] Los impulsos eléctricos necesitan una cierta cantidad de tiempo para viajar de un lado a otro en un ordenador, y cuanto más pequeña sea la distancia a recorrer más rápido podrá operar la máquina.
[2] Los planetas no pueden verse por medio de los telescopios a menos que estén dentro de nuestro propio Sistema Solar. Esperamos ser capaces de ver por primera vez planetas en otros sistemas solares a partir de 1985, cuando un gran telescopio sea llevado a la órbita por la Lanzadera Espacial.
[3] Una teoría corriente en el siglo XIX, y que ha cobrado recientemente cierta popularidad, propone que la vida llegó a la Tierra procedente de alguna distante estrella, traída hasta aquí en el interior de esporas resistentes al frío y a las letales radiaciones del espacio. Sin embargo, esta teoría no ofrece una explicación realmente distinta del origen de la vida; tan sólo pospone la cuestión a otro tiempo y otro lugar.
[4] El cocodrilo es una excepción. La mayoría de serpientes, lagartos y tortugas no muestran ningún sentimiento de obligación hacia su descendencia
[5] Uno de los misterios del olfato es el hecho de que todas las células sensitivas a los olores, que se hallan localizadas en la nariz, son idénticas, y sin embargo envían mensajes distintos al cerebro como reacción a las diferentes clases de moléculas. ¿Cómo consiguen eso las células olfativas? Nadie lo sabe.
[6] La sangre caliente y el tamaño del cerebro son dos factores que están conectados. Los cerebros utilizan una gran cantidad de energía química y eléctrica; queman diez veces más energía por kilo que el resto del cuerpo. Un animal no puede poseer un gran cerebro a menos que posea también un metabolismo de sangre caliente que pueda proporcionar al cerebro una abundante y continuada cantidad de energía.
[7] No existe ningún significado especial en el hecho de que parte de esa computación sea efectuada por el ojo de la rana y parte por el cerebro. Todas las células «computadoras» pertenecen en realidad al cerebro. El ojo no es más que una parte de la superficie cerebral que ha crecido fuera de él en la primera parte del desarrollo del embrión. El ojo permanece conectado al cerebro por un tallo -el nervio óptico- que forma también parte del cerebro. El ojo y el nervio óptico son en este aspecto completamente distintos de todos los demás órganos y nervios del cuerpo
[8] La estación de enlace, llamada cuerpo geniculado lateral, se halla situada en la parte del cerebro llamada tálamo. La mayor parte de las fibras nerviosas procedentes del ojo van a esta estación de enlace. Sin embargo, algunas fibras están conectadas también a otras partes del cerebro que controlan los movimientos del ojo, la dilatación de la pupila, etc.
[9] La acción de las neuronas complejas depende probablemente del tipo de conexión llamado en circuito O.
[10] Los llamados prosimios pertenecen también a los primates. Los prosimios incluyen al lémur de Madagascar, el tarsero de Borneo, etc. Son descendientes de un primitivo estadio en la evolución de los habitantes de los árboles, antes de que esos animales evolucionaran hasta el mono.
[11] Otros animales se han adaptado a la vida arbórea de una forma distinta. Las ardillas arborícolas, por ejemplo, carecen de la visión estereoscópica y las manos prensiles de los monos, pese a lo cual viven una vida acrobática en las copas de los árboles. Los primates, con sus ojos y manos bien desarrollados, representan una forma particular de adaptación a la vida arbórea que más tarde conduciría al hombre.
[12] Aparte los primates, muy pocos mamíferos poseen hoy en día un sentido del color, aunque muchos reptiles y pájaros lo tienen, y los antepasados reptiles de los primitivos mamíferos posiblemente lo poseyeran también. Pero los primeros mamíferos perdieron su visión en color probablemente debido al deterioro general del sentido de la vista cuando se sumergieron en la larga noche de los dinosaurios
[13] El diencèfalo recibe también el nombre de talamencéfalo, voz tomada del latín que significa «el lecho sobre el cual descansa el cerebro». En los cerebros más desarrollados el diencèfalo se convirtió en la sede del tálamo y el hipotálamo.
[14] El siguiente fragmento de una conversación no ensayada de antemano tuvo lugar hace unos pocos años entre una persona y un ordenador:
Persona: Los hombres son todos iguales.
Ordenador. EN QUE SENTIDO
Persona: Siempre están incordiándome acerca de una u otra cosa.
Ordenador: NO PUEDE PENSAR EN UN EJEMPLO ESPECIFICO
Persona: Bueno, mi amigo me hizo venir aquí.
Ordenador: SU AMIGO LE HIZO VENIR AQUÍ
Persona: Dice que casi siempre estoy deprimido.
Ordenador: LAMENTO OIR QUE ESTA USTED DEPRIMIDO