El zoo humano - Desmond Morris

Agradecimiento

Al igual que su predecesor, El mono desnudo, este libro va destinado a un público general, y, por consiguiente, no se citan en su texto los nombres de personas que, con anterioridad, han desarrollado sus ideas sobre los temas tratados en el mismo. No obstante, durante la redacción de este volumen han sido consultados numerosos libros y documentos, y sería incorrecto presentarlos sin agradecer tan valiosa ayuda. En las últimas páginas, he incluido un apéndice en el que se relacionan, capítulo por capítulo, los temas tratados, con las más destacadas autoridades sobre los mismos.
Quisiera también expresar mi deuda y mi gratitud a los muchos colegas y amigos que me han ayudado con discusiones, correspondencia y de muchas otras maneras. Sus contribuciones han variado.
En algunos casos, han sido de ayuda directa en relación con un punto concreto del presente texto, pero, en otros, han ejercido su estímulo de un modo más indirecto, a menudo a lo largo de un período de varios años, influyendo sobre mi pensamiento general y ayudándome a clarificar mis ideas. Con un tema tan amplio como El zoo humano es imposible citarlos a todos ellos, pero cabe destacar particularmente los siguientes:

Doctor Anthony Ambrose Mr. Robert Ardrey
Mr. David Atteriborough Mr. Kenneth Bayes
Profesor Misha Black Doctor David Blest
Doctor N. G. Blurton-Jones Mr. James Bomford
Doctor John Bowlby Mr. Richard Carrington
Sir Hugh Casson Doctor Michael Chance
Doctor Richard Coss Doctor Christopher Evans
Profesor Robin Fox Profesor J. H. Fremlin
Mr. Oliver Graham-Jones Doctor Fae Hall
Profesor Harry Harlow Mrs. Mary Haynes
Profesor Heini Hediger Profesor Robert Hinde
Doctor Jan van Hooff Doctor Francis Huxley
Sir Julián Huxley Profesor Janey Ironside
Miss Devra Kleiman Doctor Adriaan Kortlandt
baronesa Jane van Lawick-Goodall Doctor Paul Leyhausen
Mrs. Caroline Loizos Profesor Konrad Lorenz
Doctor Malcolm Lyall-Watson Doctor Gilbert Manley
Doctor Isaac Marks Mr. Tom Maschler
Doctor L. Harrison Matthews Lady Medway
Mrs. Ramona Morris Doctor Martin Moynihan
Doctor John Napier Mrs. Caroline Nicolson
Mr. Philip Oakes Doctor Kenneth Oakley
Mr. Victor Pasmore Sir Roland Penrose
Sir Herbert Read Doctor Francés Reynolds
Doctor Vernon Reynolds Mrs. Claire Russell
Doctor W. M. S. Russell Profesor Arthur Smailes
Mr. Peter Shepheard Doctor John Sparks
Doctor Anthony Storr Mr. Frank Taylor
Doctor Lionel Tiger Profesor Niko Tinbergen
Doctor Nevil Tronchin-James Mr. Ronald Webster
Doctor Wolfgang Wickler Miss Pat Williams
Doctor G. M. Woddis Profesor John Yudkin.
Me apresuro a añadir que la inclusión de un nombre en esta lista no implica que la persona citada esté necesariamente de acuerdo con las opiniones que manifiesto en este libro.

Introducción

Cuando las presiones de la vida moderna se vuelven opresivas, el fatigado habitante de la ciudad suele hablar de su rebosante mundo como de una jungla de asfalto. Es ésta una forma colorista de describir el modo de vida en una comunidad urbana densamente poblada, pero es también sumamente inexacta, como puede confirmar cualquiera que haya estudiado una jungla verdadera.
En condiciones normales, en sus hábitats naturales, los animales salvajes no se mutilan a sí mismos, no se masturban, atacan a su prole, desarrollan úlceras de estómago, se hacen fetichistas, padecen obesidad, forman parejas homosexuales, ni cometen asesinatos. Todas estas cosas ocurren, no hace falta decirlo, entre los habitantes de las ciudades. ¿Revela, pues, esto, una diferencia básica entre la especie humana y otros animales? A primera vista, así parece. Pero esto es engañoso. También otros animales observan estos tipos de comportamiento en determinadas circunstancias, a saber, cuando se hallan confinados en condiciones antinaturales de cautividad. El animal encerrado en la jaula de un parque zoológico manifiesta todas estas anormalidades que tan familiares nos son por nuestros compañeros humanos. Evidentemente, entonces, la ciudad no es una jungla de asfalto, es un zoo humano.
La comparación que debemos hacer no es entre el habitante de la ciudad y el animal salvaje, sino entre el habitante de la ciudad y el animal cautivo. El moderno animal humano no vive ya en las condiciones naturales de su especie. Atrapado, no por un cazador al servicio de un zoo, sino por su propia inteligencia, se ha instalado en una vasta y agitada casa de fieras, donde, a causa de la tensión, se halla en constante peligro de enloquecer.
A pesar de las presiones, las ventajas son importantes. El mundo del zoo, como un padre gigantesco, protege a sus inquilinos: se suministran comida, bebida, albergue y cuidados médicos e higiénicos; los problemas básicos de supervivencia se hallan reducidos al mínimo. Hay tiempo libre en abundancia. El modo en que se emplea este tiempo en un zoo no humano varía, naturalmente, de una especie a otra. Unos animales reposan tranquilamente y dormitan al sol; otros encuentran cada vez más difícil aceptar una prolongada inactividad. Si es usted inquilino de un zoo humano, pertenece inevitablemente a esta segunda categoría. Hallándose en posesión de un cerebro esencialmente exploratorio e inventivo, no podrá reposar durante mucho tiempo. Se verá impulsado con creciente intensidad al desarrollo de actividades cada vez más complicadas. Investigará, organizará y creará, y, al final, se habrá hundido a mayor profundidad todavía, en un mundo de parque zoológico aún más cautivo. A cada nueva complejidad, se encontrará alejado un paso más de su estado tribal natural, el estado en que sus antepasados existieron durante un millón de años.
La historia del hombre moderno es la historia de su lucha para hacer frente a las consecuencias de este difícil progreso. El cuadro se vuelve confuso e induce, a la vez, a la confusión; en parte, a causa de su misma complejidad y, en parte, porque nos hallamos implicados en él en un papel dual, siendo espectadores y participantes al mismo tiempo. Tal vez pueda aclararse la escena si la contemplamos desde el punto de vista del zoólogo, y esto es lo que intentaré en las páginas que siguen. En la mayoría de los casos, he seleccionado ejemplos que serán familiares a los lectores occidentales. Esto no quiere decir, sin embargo, que me proponga referir mis conclusiones sólo a las culturas accidentales. Por el contrario, todo indica que los principios subyacentes se aplican por igual a los habitantes de ciudades de todo el mundo.
Si parezco estar diciendo: "Retroceded, camináis hacia el desastre", permítame asegurarle que no es así. En nuestro incansable progreso social, hemos liberado gloriosamente nuestros poderosos impulsos exploradores e inventivos. Constituyen una parte básica de nuestra herencia biológica. No hay en ellos nada artificial ni antinatural. Ellos nos suministran nuestra gran fuerza, así como nuestra gran debilidad. Lo que trato de mostrar es el creciente precio que tenemos que pagar por satisfacerlos, y los ingeniosos expedientes que ideamos para hacer frente a ese precio, por exorbitante que resulte. Los riesgos van aumentando continuamente, y el juego se hace cada vez más peligroso, las bajas más sobrecogedoras, y el paso más acelerado. Pero, pese a los azares, es el juego más excitante que el mundo ha presenciado jamás. Es absurdo sugerir que alguien debería tocar un silbato y tratar de detenerlo. No obstante, hay formas diferentes de jugarlo, y, si podemos comprender mejor la verdadera naturaleza de los jugadores, debería ser posible hacer el juego más remunerador aún, sin que, al mismo tiempo, se tornara más peligroso y, por fin, desastroso para toda la especie.

Capítulo 1
Tribus y supertribus

Imagine usted un pedazo de tierra de treinta y cinco kilómetros de longitud y otros tantos de anchura. Represénteselo agreste, habitado por animales grandes y pequeños. Figúrese ahora un grupo compacto de sesenta seres humanos acampando en medio de este territorio. Trate de verse a sí mismo allí, como miembro de esta minúscula tribu, con el paisaje, su paisaje, extendiéndose en torno más allá de cuanto puede abarcar su vista. Nadie ajeno a su tribu utiliza este vasto espacio. Constituye su ámbito doméstico exclusivo, su terreno de caza tribal. Periódicamente, los hombres de su grupo se ponen en marcha en busca de presas. Las mujeres recogen bayas y frutas. Los niños juegan ruidosamente en torno al campamento, imitando las técnicas de caza de sus padres. Si la tribu prospera y aumenta de tamaño, se desgajará de ella un grupo que se dispondrá a colonizar un nuevo territorio. Poco a poco, se irá extendiendo la especie.
Imagine un pedazo de tierra de treinta y cinco kilómetros de longitud y otros tantos de anchura.
Represénteselo civilizado, habitado por máquinas y edificios. Figúrese ahora un grupo compacto de seis millones de seres humanos acampando en medio de este territorio. Véase a sí mismo allí, con la complejidad de la gran ciudad extendiéndose a su alrededor, más allá de cuanto puede abarcar su vista.
Compare ahora estas dos imágenes. En la segunda escena hay cien mil individuos por cada uno de la primera escena. El espacio ha permanecido idéntico. Hablando en términos evolucionistas, este dramático cambio ha sido casi instantáneo; han bastado unos cuantos miles de años para que la escena uno se convierta en la escena dos. El animal humano parece haberse adaptado con brillantez a su extraordinaria nueva condición, pero no ha tenido tiempo para cambiar biológicamente, para evolucionar hasta una nueva especie genéticamente civilizada. Este proceso civilizador se ha realizado de modo exclusivo por el aprendizaje y el condicionamiento. Biológicamente, continúa siendo el sencillo animal tribal representado en la escena uno. Así vivió, no durante unos cuantos siglos, sino durante un millón de duros años. A lo largo de ese período cambió biológicamente. Evolucionó de modo espectacular. Las presiones de la supervivencia eran grandes y le moldearon.
Han sucedido tantas cosas en los últimos miles de años, los años urbanos, los agitados años del hombre civilizado, que se nos hace difícil comprender la idea de que esto no es más que una ínfima parte de la historia humana. Nos resulta tan familiar, que imaginamos vagamente haber llegado a ella de manera gradual y que, en consecuencia, nos hallamos plenamente equipados para enfrentarnos a todos los nuevos azares sociales. Si nos forzamos a considerar la cuestión con fría objetividad, nos vemos obligados a admitir que no es así. Es sólo nuestra increíble plasticidad, nuestra ingeniosa adaptabilidad, lo que hace que lo parezca. El sencillo cazador tribal está haciendo todo lo posible por llevar airosa y orgullosamente sus nuevos jaeces; pero son vestiduras complejas y embarazosas, y no deja de tropezar con ellas. Sin embargo, antes de examinar la forma en que tropieza y tan frecuentemente pierde el equilibrio, debemos, en primer lugar, ver cómo se las ha arreglado para confeccionar su fabulosa capa de civilización.
Debemos comenzar haciendo descender la temperatura hasta encontrarnos en plena Era glacial, hace unos veinte mil años. Nuestros primeros antepasados cazadores habían conseguido ya extenderse a lo largo de buena parte del Viejo Mundo y no habrían de tardar en emigrar desde el Asia oriental hasta el Nuevo Mundo. Haber conseguido una expansión semejante debe de haber significado que su sencilla vida cazadora era ya algo más que un simple modo de emular a sus rivales carnívoros. Pero esto no es sorprendente si se piensa que el cerebro de nuestros antepasados de la Edad del Hielo era ya tan grande y estaba tan desarrollado como los nuestros en la actualidad. Desde el punto de vista del esqueleto, hay poca diferencia entre ellos y nosotros. Físicamente hablando, el hombre moderno había entrado ya en escena.
De hecho, si con la ayuda de una máquina del tiempo fuera posible traer a nuestro hogar al hijo recién nacido de un cazador de la Edad del Hielo y criarlo como propio, es dudoso que nadie notara la superchería.
En Europa, el clima era hostil, pero nuestros antepasados luchaban bien contra él. Con la más sencilla de las tecnologías, eran capaces de matar grandes piezas de caza. Afortunadamente, nos han dejado un testimonio de su destreza cazadora, no sólo en los accidentales restos que podemos desenterrar en los suelos de sus cuevas, sino también en los impresionantes murales pintados en sus paredes. Los velludos mamuts, los lanosos rinocerontes, bisontes y renos allí retratados no permiten albergar ninguna duda respecto a la naturaleza de su clima. Al emerger hoy en día de la oscuridad de las cuevas y salir a la abrasada campiña, es difícil imaginarla habitada por estas criaturas de gruesas pieles. Acude vívidamente a la mente el contraste entre la temperatura de antaño y la actual.
Al tocar a su fin la última glaciación, el hielo empezó a retirarse hacia el Norte a un ritmo de cincuenta metros al año, y los animales de las zonas frías se movieron con él hacia el Norte. Frondosos bosques ocuparon el lugar de las frías tundras. La gran Edad del Hielo concluyó hace unos diez mil años, pregonando el advenimiento de una nueva época en el desarrollo humano.
El acaecimiento decisivo iba a tener lugar en el punto en que se unen África, Asia y Europa. Allí, en el confín oriental del Mediterráneo, se produjo una pequeña modificación en el comportamiento alimenticio humano que había de alterar todo el curso del progreso de la Humanidad. Era, ciertamente, trivial y simple en sí mismo, pero su impacto había de ser enorme. Hoy, no le damos la menor importancia: lo llamamos agricultura.
Antes, todas las tribus humanas habían llenado sus vientres de una de estas dos formas: los hombres habían cazado animales para comer, y las mujeres habían recogido plantas para comer. La dieta se equilibraba compartiendo los botines. Virtualmente, todos los miembros adultos activos de la tribu eran suministradores de alimentos. El almacenamiento de víveres era relativamente pequeño. Se limitaban a salir y conseguir lo que necesitaban, cuando lo necesitaban. Esto era menos azaroso de lo que parece, porque claro está, la población mundial de nuestra especie era entonces muy escasa, comparada con las masivas cifras de hoy. Sin embargo, aunque estos primitivos cazadores recolectores prosperaron muchísimo y se extendieron hasta cubrir una amplia zona del Globo, sus unidades tribales continuaron siendo pequeñas y simples. Durante los cientos de miles de años de evolución humana, los hombres habían ido adaptándose tanto física como mentalmente, tanto estructural como operativamente, a esta forma cazadora de vida. El nuevo paso que dieron, el paso hacia la agricultura y la producción de alimentos, les situó en un inesperado umbral y les arrojó con tanta rapidez a una forma desconocida de existencia social, que no tuvieron tiempo de desarrollar nuevas cualidades genéticamente controladas para ajustarse a ella. A partir de entonces, su adaptabilidad y su plasticidad operativa, su capacidad de aprender y acomodarse a nuevos y más complejos modos, iban a ser sometidas a una dura prueba. La urbanización y las complicaciones de la vida ciudadana sólo fueron un paso más adelante.
Por fortuna, el largo aprendizaje de la caza había desarrollado el ingenio y un sistema de ayuda mutua. Los hombres cazadores aún eran intuitivamente competitivos y autoafirmativos, cierto, como sus antepasados simios, pero su carácter competitivo se había visto forzosamente atemperado por una creciente necesidad básica de cooperar. Ésta había sido su única esperanza de éxito en su rivalidad con los asesinos profesionales del mundo carnívoro, establecidos hacía tiempo y provistos de afiladas garras, como los grandes felinos. Los hombres cazadores habían desarrollado su cooperatividad juntamente con su inteligencia y su naturaleza exploradora, y la combinación había demostrado ser eficaz y mortífera.
Aprendían con rapidez, tenían buena memoria y sabían reunir los elementos separados de su pasado aprendizaje para resolver nuevos problemas. Si esta cualidad les había sido útil en los primeros tiempos, cuando se hallaban dedicados a sus arduas cacerías, les era más esencial aún ahora, próximos al hogar, en el umbral de una nueva y mucho más compleja forma de vida social.
Las tierras situadas en el extremo oriental del Mediterráneo eran la morada natural de dos plantas vitales: el trigo y la cebada silvestres. En esta región había también cabras salvajes, carneros salvajes, reses salvajes y cerdos salvajes. Los cazadores-recolectores humanos que se establecieron en esta zona habían domesticado ya el perro, pero éste era utilizado fundamentalmente como compañero de caza y guardián, más que como fuente directa de alimento. La verdadera agricultura comenzó con el cultivo de las dos plantas, el trigo y la cebada. No tardó en ser seguido por la domesticación de cabras y ovejas primero, y, poco después, de reses vacunas y cerdos. Con toda probabilidad, los animales fueron atraídos primero por los cultivos, acudieron a comer y se quedaron luego para ser alimentados y comidos ellos mismos.
No es casualidad que las otras dos regiones de la Tierra que, más tarde, presenciaron el nacimiento de civilizaciones independientes (Asia meridional y América central) fueran también lugares donde los cazadores-recolectores encontraron plantas silvestres adecuadas para el cultivo: arroz en Asia y maíz en América.
Tan afortunados fueron estos cultivos de finales de la Edad de Piedra, que, hoy día, las plantas y animales que entonces fueron domesticados continúan siendo las más importantes fuentes de alimentos en todas las operaciones agrícolas a gran escala. Los grandes progresos modernamente conseguidos en el terreno de la agricultura y la ganadería han sido mecánicos más que biológicos. Pero fue lo que empezó como meros residuos de las primitivas labores agrícolas lo que había de ejercer el impacto en verdad decisivo en nuestra especie.
Retrospectivamente, es fácil de explicar. Antes de que comenzara la labranza de la tierra y la cría de ganado, todo el que quería comer debía aportar su participación en la búsqueda de alimento.
Virtualmente, toda la tribu se hallaba implicada. Pero cuando los cerebros con visión de futuro que habían ideado y planeado las maniobras cinegéticas volvieron su atención a los problemas de organizar el cultivo de cosechas, la irrigación de la tierra y la alimentación de animales cautivos, consiguieron dos cosas. Fue tal su éxito, que crearon por primera vez no sólo una provisión constante de alimentos, sino también un excedente alimenticio regular con el que se podía contar. La creación de este excedente fue la llave que había de abrir la puerta a la civilización. La tribu no sólo podía hacerse más numerosa, sino que podía liberar a algunos de sus miembros para que se dedicaran a otras tareas: no tareas ocasionales, supeditadas a las primordiales exigencias de la búsqueda de alimentos, sino actividades de plena dedicación que podían florecer y desarrollarse por derecho propio. Había nacido una Era de especialización.
De estos pequeños comienzos surgieron las grandes ciudades.
He dicho que es fácil de explicar, pero ello no significa que no sea difícil para nosotros, al volver la vista hacia atrás, seleccionar el factor vital que condujo al siguiente gran paso de la historia humana. No significa, naturalmente, que fuera un paso fácil de dar a la sazón. Cierto que el cazador-recolector humano era un animal magnífico, lleno de aptitudes y potencialidades latentes. El hecho de que nosotros estemos aquí hoy es prueba suficiente de ello. Pero había evolucionado como cazador tribal, no como paciente y sedentario granjero. Es también cierto que poseía una mente sagaz, capaz de planear una expedición de caza y de comprender los cambios de estación que se sucedían en su medio ambiente. Mas para obtener éxito en su actividad de granjero tenía que extender su sagacidad más allá de todo cuanto antes había experimentado. La táctica de la caza tuvo que convertirse en estrategia agropecuaria. Conseguido esto, tenía que aguzar aún más su inteligencia para enfrentarse a las nuevas complejidades sociales que habían de seguir a su recién lograda opulencia, mientras los pueblos se convertían en ciudades.
Es importante comprender esto cuando se habla de una "revolución urbana". El uso de esta expresión da la impresión de que las ciudades empezaron a surgir por todas partes en una súbita e impetuosa marcha hacia una nueva vida social. Pero no fue así. Los viejos modos fueron extinguiéndose lenta y dificultosamente. De hecho, subsisten en la actualidad en muchas partes del mundo. Numerosas culturas contemporáneas están todavía operando a niveles agropecuarios virtualmente neolíticos, y en ciertas regiones, tales como el desierto del Kalahari, el norte de Australia y el Ártico, podemos aún observar comunidades de cazadores-recolectores de puro estilo paleolítico.
Los primeros desenvolvimientos urbanos, las primeras ciudades, surgieron, no como una súbita erupción en la piel de la sociedad prehistórica, sino como unas cuantas manchas aisladas y diminutas.
Aparecieron en lugares del Asia sudoccidental como dramáticas excepciones a la regla general. Conforme a las medidas actuales, eran muy pequeñas, y el modelo se extendía lentamente, muy lentamente. Cada una de ellas se basaba en una organización acusadamente localizada, íntimamente relacionada con las tierras de labor circundantes y ligada a ellas.
Al principio, había un comercio y una mutua relación muy escasos entre un centro urbano y los otros. Éste había de ser el siguiente gran avance, y requería tiempo. La barrera psicológica que se oponía a semejante paso era, evidentemente, la pérdida del particularismo local. No era tanto el caso de "la tribu que perdió su cabeza", como la cabeza humana rehusando perder su tribu. La especie había evolucionado como un animal tribal, y la característica fundamental de una tribu es que opera sobre una base localizada e interpersonal. No iba a resultar fácil abandonar este básico modelo social, tan típico de la antigua condición humana. Pero eran las cosechas, tan eficientemente recogidas y transportadas, lo que estaba forzando la marcha. Al ir progresando la agricultura y a medida que la élite urbana, liberada de los trabajos de la producción, fue concentrando su atención en otros problemas más nuevos, resultó inevitable que emergiera finalmente una red urbana, una interconexión jerárquicamente organizada entre ciudades vecinas.
La más antigua ciudad conocida surgió en Jericó hace más de ocho mil años, pero la primera civilización plenamente urbana se desarrolló mucho más al Este, al otro lado del desierto de Siria, en Sumer. Allí, hace unos cinco mil o seis mil años, nació el primer imperio, y el prefijo "pre" fue eliminado de la palabra "prehistoria" con la invención de la escritura. Se desarrolló la coordinación entre ciudades, los dirigentes se convirtieron en administradores, adquirieron estabilidad las profesiones, progresaron el trabajo sobre metales y el transporte, los animales de carga (distintos de los destinados al consumo alimenticio) fueron domesticados y surgió la arquitectura monumental.
Para nuestros actuales niveles, las ciudades sumerias eran pequeñas, con poblaciones que oscilaban desde siete mil hasta no más de veinte mil habitantes. Sin embargo, el sencillo miembro de tribu había recorrido ya un largo camino. Se había convertido en un ciudadano, miembro de una supertribu, y la diferencia clave consistía en que en una supertribu ya no conocía personalmente a cada miembro de su comunidad. Era este cambio, este desplazamiento de la sociedad personal a la impersonal, lo que había de causar al animal humano sus más intensas angustias en los milenios siguientes. Como especie, no estábamos biológicamente equipados para enfrentarnos a una masa de desconocidos disfrazados de miembros de nuestra tribu. Era algo que teníamos que aprender a hacer, pero que no resultaba fácil. Como veremos más adelante, todavía nos estamos esforzando por conseguirlo en toda clase de secretas maneras... y algunas que no lo son tanto.
Como consecuencia de la artificialidad de la inflación de la vida social humana a escala supertribal, se hizo necesario introducir formas más elaboradas de controles para mantener unidas las dilatadas comunidades. Era preciso pagar en disciplina los enormes beneficios materiales de la vida supertribal. En la antigua civilización, que comenzó a desarrollarse en torno al Mediterráneo, en Egipto, Grecia, Roma y otros lugares, la administración y el Derecho se hicieron más opresivos y más complejos, juntamente con las tecnologías y artes en creciente florecimiento.
Fue un lento proceso. La magnificencia de los restos de estas civilizaciones, ante los que hoy día nos sentimos maravillados, tiende a hacernos pensar que abarcaban vastas poblaciones, pero no es así.
En cabezas por supertribu, el crecimiento fue gradual. En fecha tan avanzada como el año 600 a. de C., la ciudad más grande, Babilonia, no contenía más de ochenta mil personas. La Atenas clásica poseía una población ciudadana de veinte mil habitantes únicamente, y tan sólo la cuarta parte de ellos formaban parte de la verdadera élite urbana. La población total de toda la ciudad-Estado, incluyendo mercaderes extranjeros, esclavos y residentes rurales y urbanos, ha sido estimada en una cifra aproximada que oscila entre los setenta mil y los cien mil habitantes. Para situar esto en una perspectiva adecuada, téngase en cuenta que la cifra es ligeramente inferior a la de la población de las actuales ciudades universitarias, tales como Oxford y Cambridge. Naturalmente, las grandes metrópolis modernas no admiten comparación: existen en la actualidad más de cien ciudades que superan el millón de habitantes, sobrepasando los diez millones la mayor de ellas. La Atenas moderna contiene nada menos que 1.850.000 personas.
Si había de continuar creciendo en esplendor, los antiguos Estados urbanos no podían confiar por más tiempo en la producción local. Tenían que aumentar sus provisiones por uno de estos dos medios: el comercio o la conquista. Roma siguió ambos procedimientos, pero dio preferencia a la conquista y la llevó a cabo con tan devastadora eficiencia administrativa y militar que fue capaz de crear la ciudad más grande que el mundo había visto jamás, con una población que se acercaba al medio millón de habitantes, y erigiendo un modelo cuyos ecos habían de resonar a todo lo largo de las centurias siguientes. Estos ecos persisten hoy día, no sólo en el esfuerzo cerebral de los organizadores, manipuladores y talentos creadores, sino también en la élite urbana, cada vez más ociosa y ávida de emociones, cuyos miembros se han hecho tan numerosos que su humor puede agriarse fácilmente y deben ser mantenidos entretenidos a toda costa. En el sofisticado habitante ciudadano del Imperio Romano podemos ya ver hoy un prototipo del actual miembro de la supertribu.
Desarrollando nuestro relato urbano, hemos llegado, con la antigua Roma, a una fase en que la comunidad humana ha crecido de tal modo y alcanza una densidad tal que, zoológicamente hablando, hemos llegado ya a la condición moderna. Cierto que, durante las centurias siguientes, la trama fue espesándose, pero continuó siendo esencialmente la misma. Las muchedumbres se hicieron más densas, las élites se volvieron más selectas, las tecnologías adquirieron un carácter más técnico. Las frustraciones y tensiones de la vida ciudadana aumentaron en intensidad. Los choques supertribales se hicieron más sangrientos. Había demasiadas personas, lo cual significaba que había personas de sobra, personas que se podían dilapidar. A medida que las relaciones humanas, perdidas en la multitud, se hacían más impersonales, la inhumanidad del hombre hacia el hombre aumentaba hasta alcanzar proporciones horribles. Sin embargo, como he dicho antes, una relación impersonal no es una relación biológicamente humana, de modo que esto no resulta sorprendente. Lo sorprendente es que las desmesuradamente hinchadas supertribus hayan podido sobrevivir y, lo que es más, que hayan sobrevivido tan bien. No es esto algo que debamos aceptar simplemente porque nos hallamos en el siglo XX, es algo de lo que debemos maravillarnos. Es un asombroso testimonio de nuestra increíble habilidad, tenacidad y plasticidad como especie. ¿Cómo pudimos conseguirlo? Lo único que poseíamos, como animales, era un conjunto de características biológicas desarrolladas durante nuestro largo aprendizaje como cazadores. La respuesta debe de radicar en la naturaleza de estas características y en la forma en que hemos sabido explotarlas y manipularlas sin distorsionarlas con tanta intensidad como (superficialmente) parecemos haber hecho.
Debemos examinarlas con mayor atención.
Teniendo presente nuestro linaje simiesco, la organización social de las especies supervivientes de simios puede suministrarnos pistas reveladoras. La existencia de individuos poderosos y dominantes que gobiernan despóticamente al resto del grupo es un fenómeno muy extendido entre los primates superiores.
Los miembros más débiles del grupo aceptan sus papeles subordinados. No huyen a la maleza y se establecen por su cuenta. Hay fortaleza y seguridad en el número. Cuando este número se hace demasiado grande, entonces, desde luego, se desgaja un nuevo grupo que se separa del anterior, pero los simios individuales aislados son anormalidades. Los grupos se mueven de un modo compacto de un sitio a otro, y se mantienen unidos en todo momento. Esta fidelidad no es simplemente la consecuencia de una tiranía impuesta por parte de los dirigentes, los machos dominantes. Tal vez sean déspotas, pero desempeñan también otro papel, el de guardianes y protectores. Si existe una amenaza al grupo proveniente del exterior, tal como un ataque de un predador hambriento, son ellos quienes se muestran más activos en la defensa. En presencia de un desafío externo, los machos superiores deben unir sus fuerzas para hacerle frente, olvidadas sus querellas internas. Pero, en otras ocasiones, la cooperación activa dentro del grupo se halla reducida a su mínimo.
Volviendo a los animales humanos, podemos ver que este sistema básico -cooperación social de cara al exterior, competición social de cara al interior- nos es también aplicable a nosotros, aunque nuestros primitivos antepasados humanos se vieron obligados a desplazar un tanto la balanza. Su gigantesco esfuerzo por convertirse de comedores de frutos en cazadores requirió una cooperación interna mucho más grande y activa. El mundo externo, además de ofrecer pánicos ocasionales, presentaba ahora un casi constante desafío al cazador de emergencia. El resultado fue un desplazamiento básico hacia la ayuda mutua, hacia el compartimiento y la combinación de recursos. Esto no significa que el hombre primitivo empezara a moverse como una única entidad, como un banco de peces; la vida era demasiado compleja para eso. Subsistían la competición y la jefatura, contribuyendo a proporcionar ímpetu y a reducir la indecisión, pero la autoridad despótica fue severamente restringida. Se consiguió un delicado equilibrio que, como ya hemos visto, había de mostrarse muy eficaz, permitiendo a los primitivos cazadores humanos extenderse por la mayor parte de la superficie terrestre con la sola ayuda de un mínimo de tecnología.
¿Qué fue de este delicado equilibrio cuando las diminutas tribus se convirtieron en gigantescas supertribus? Con la pérdida del modelo tribal persona-a-persona, el péndulo competitivo-cooperativo empezó a oscilar peligrosamente de un lado a otro y no ha dejado de hacerlo, nocivamente, desde entonces. El que los miembros subordinados de las supertribus se convirtieran en multitudes impersonales ha sido la causa de que las oscilaciones más violentas del péndulo se hayan producido hacia el lado dominante, competitivo. Los superdesarrollados grupos urbanos fueron rápida y repetidamente presa de formas exageradas de tiranía, despotismo y dictadura. Las supertribus dieron nacimiento a súper jefes, los cuales ejercían poderes que hacían parecer positivamente benignos a los tiranos simios. Dieron nacimiento también a súper subordinados en forma de esclavos, que padecían una sumisión mucho más extrema de la que habrían conocido ni siquiera los más bajos y rastreros de los monos.
Para dominar a una supertribu de esta manera se necesitaba algo más que un único déspota. Aun con nuevas tecnologías destructivas -armas, mazmorras, torturas- para ayudarle a mantener coactivamente condiciones de total sojuzgamiento, precisaba también una masa de seguidores si había de conseguir mantener en un extremo el péndulo biológico. Esto era posible porque los seguidores, como los jefes, estaban aficionados por la impersonalidad de la condición super-tribal. Apaciguaban hasta cierto punto sus conciencias cooperativas mediante la creación de subgrupos, o pseudotribus, dentro del cuerpo principal de la supertribu. Cada individuo establecía relaciones personales del antiguo tipo biológico con un pequeño grupo de dimensiones tribales formado por compañeros sociales o profesionales. Dentro de ese grupo, podía satisfacer sus necesidades básicas de ayuda y coparticipación mutuas. Otros subgrupos -la clase de esclavos, por ejemplo- podían entonces ser considerados más confortablemente como extraños ajenos a su protección. Había nacido la "doble medida" social. La fuerza insidiosa de estas nuevas subdivisiones radicaba en el hecho de que hacían incluso posible que las relaciones personales se desarrollaran de una forma impersonal. Aunque un subordinado -un esclavo, un siervo o un criado- pudiera ser conocido personalmente por un amo, el hecho de que hubiera sido encuadrado en otra categoría social significaba que podía ser tratado tan mal como un miembro de la masa impersonal.
Es sólo una verdad parcial decir que el poder corrompe. La subyugación extrema puede corromper con idéntica eficacia. Cuando el péndulo biosocial oscila hacia la tiranía alejándose de la cooperación activa, queda corrompida la sociedad entera. Tal vez produzca grandes avances materiales. Tal vez desplace 4.883.000 toneladas de piedra para construir una pirámide, pero, dada su deformada estructura social, sus días están contados. Se puede dominar mucho a muchos y durante mucho tiempo, pero aun dentro de la sofocante atmósfera de una supertribu existe un límite. Si cuando se alcanza el límite el péndulo biosocial retrocede suavemente hacia su equilibrado punto medio, la sociedad puede darse por afortunada. Si, como es más probable, oscila violentamente de un lado a otro, correrá la sangre a una escala que nuestro primitivo antepasado cazador jamás hubiera imaginado.
El hecho de que el impulso cooperativo humano se reafirme tan intensa y repetidamente constituye el milagro de la supervivencia civilizada. Muchas fuerzas actúan contra él y, sin embargo, nunca deja de retornar a la superficie. Nos agrada considerar esto una victoria de los poderes del altruismo intelectual sobre las debilidades bestiales, como si la ética y la moralidad fuesen alguna especie de invención moderna. Si esto fuera realmente cierto, es dudoso que nos encontrásemos aquí para proclamarlo. Si no lleváramos en nosotros mismos el fundamental impulso biológico de cooperar con nuestros semejantes, jamás habríamos sobrevivido como especie. Si nuestros antepasados cazadores hubieran sido realmente crueles e insaciables tiranos cargados de "pecado original", la historia del éxito humano habría finalizado hace mucho tiempo. La doctrina del pecado original estriba en que las condiciones artificiales de la supertribu actúan sin cesar contra nuestro altruismo biológico, y éste necesita toda la ayuda que pueda encontrar.
Soy consciente de que existen autoridades que se manifestarán en rotundo desacuerdo con lo que acabo de decir. Consideran al hombre inclinado por naturaleza a ser débil, codicioso y malvado, necesitado de severos códigos impuestos para que sea fuerte, comedido y bueno. Pero cuando ridiculizan el concepto del "buen salvaje" lo que hacen es introducir confusión. Ponen de relieve que no había nada noble en la ignorancia o la superstición, y en ese aspecto tienen razón. Pero ésta es sólo una parte de la historia. La otra parte concierne a la conducta del cazador primitivo respecto a sus compañeros. Aquí, la situación debe de haber sido diferente. Compasión, bondad, ayuda mutua, un impulso fundamental para cooperar dentro de la tribu debió de ser la pauta a seguir para que los primitivos grupos de hombres sobrevivieran en su precario ambiente. Sólo cuando las tribus se expandieron hasta convertirse en supertribus impersonales, fue cuando la vieja pauta de conducta se vio sometida a fuerte presión y empezó a derrumbarse. Sólo entonces fue preciso imponer leyes y códigos de disciplina para rectificar el equilibrio. Si hubieran sido impuestos en un grado adecuado para hacer frente y resistir a las nuevas presiones, todo habría ido bien; pero en las civilizaciones primitivas los hombres eran bisoños en la tarea de conseguir este delicado equilibrio. Fracasaron repetidamente, y con resultados mortíferos. En la actualidad tenemos más experiencia, pero el sistema nunca ha sido perfeccionado, porque, a medida que las supertribus han continuado expandiéndose, el problema no ha dejado de replantearse.
Permítanme enfocarlo de otra manera. Se ha dicho con frecuencia que "la ley prohíbe a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer". De ahí se sigue que, si existen leyes contra el robo, el asesinato y el estupro, entonces es que el animal humano debe ser un estuprador homicida y rapaz. ¿Constituye esto realmente una adecuada descripción de la peculiaridad del hombre como especie biológica? No encaja en el cuadro zoológico de la emergente especie tribal. Por desgracia, no obstante, sí encaja en el marco supertribal.
El robo, quizás el más corriente de los delitos, constituye un buen ejemplo. Un miembro de una supertribu se halla sometido a una presión, sufriendo todas las tensiones y los esfuerzos de su artificiosa condición social. La mayoría de las personas de su supertribu le son desconocidas; no tiene con ellas ningún lazo personal ni tribal. El ladrón típico no está robando a uno de sus compañeros conocidos. No está infringiendo el viejo código biológico tribal. En su ánimo, él está simplemente situando a su víctima completamente fuera de su tribu. Para contrarrestar esto, es preciso que se imponga una ley supertribal. A este respecto, es de notar que a veces hablamos de "honor entre ladrones" y de "código del hampa". Esto pone de manifiesto el hecho de que consideramos a los delincuentes como pertenecientes a una pseudotribu distinta y separada dentro de la supertribu. Es interesante observar, de paso, cómo tratamos al delincuente: lo encerramos en una comunidad confinada, compuesta exclusivamente de delincuentes.
Como solución, a corto plazo da buenos resultados, pero, a largo plazo, el efecto es que fortalece su identidad pseudotribal en vez de debilitarla, y le ayuda, además, a ensanchar sus contactos sociales pseudotribales.
Reconsiderando la idea de que "la ley prohíbe a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer", podríamos darle una nueva formulación en el sentido de que "la ley sólo prohíbe a los hombres hacer lo que las condiciones artificiales de civilización les impulsan a hacer". De este modo, podemos considerar la ley como un instrumento equilibrador, tendente a contrarrestar las distorsiones de la existencia supertribal y que ayuda a mantener, en condiciones antinaturales, las formas de conducta social que son naturales a la especie humana.
Sin embargo, esto es una simplificación excesiva. Implica perfección en los jefes, los creadores de la ley. Tiranos y déspotas pueden, naturalmente, imponer leyes severas e irrazonables coartando a la población en un grado superior a lo que justifican las prevalentes condiciones supertribales. Una jefatura débil tal vez imponga un sistema de leyes que carezca de fuerza para mantener unido a un pueblo en expansión. En cualquiera de ambos casos se produce el desastre cultural o la decadencia.
Existe también otra clase de ley que tiene muy poco que ver con la argumentación que he estado exponiendo, salvo en cuanto que contribuye a mantener unida a la sociedad. Es una "ley aislante", una ley que ayuda a hacer a una cultura distinta de otra. Proporciona cohesión a una sociedad al conferirle una fisonomía exclusiva. Estas leyes sólo desempeñan un papel secundario en los tribunales. Afectan más bien a la religión y a las costumbres sociales. Su función consiste en intensificar la ilusión de que uno pertenece a una tribu unificada, más que a una supertribu desparramada y en trance de dispersión. Si se las critica porque parecen arbitrarias o carentes de sentido, la respuesta es siempre que son tradicionales y deben ser obedecidas sin discusión. Y está bien no discutirlas porque, en sí mismas, son arbitrarias y, con frecuencia, absurdas. Su valor radica en el hecho de que son compartidas por todos los miembros de la comunidad.
Cuando se debilitan, la unidad de la comunidad se debilita también un poco. Adoptan muchas formas: los complicados procedimientos de las ceremonias sociales..., matrimonios, entierros, conmemoraciones, desfiles, festividades, etc.; las intrincaciones de la etiqueta, el protocolo y los modales sociales; las complejidades del vestido, el uniforme, las condecoraciones, los adornos y las ostentaciones sociales.
Estos temas han sido estudiados detalladamente por etnólogos y antropólogos culturales, que se han sentido fascinados por su gran diversidad. La diversidad, la diferenciación de una cultura respecto a otra, ha sido, desde luego, la función misma de estas reglas de conducta. Pero, maravillándose ante su variedad, no debe uno pasar por alto sus similitudes fundamentales. Las costumbres y los vestidos pueden ser sorprendentemente distintos en detalle de una cultura a otra, pero poseen la misma función básica y las mismas formas básicas. Si empezamos a hacer una lista de todas las costumbres sociales de una cultura determinada, encontraremos equivalentes de casi todas ellas en casi todas las demás culturas. Sólo diferirán los detalles, y diferirán tan acusadamente que llegarán a veces a oscurecer el hecho de que se está en presencia de los mismos tipos sociales básicos.
Señalemos, por vía de ejemplo, que, en algunas culturas, las ceremonias del duelo implican el uso de vestidos negros; en otras, por el contrario, la ropa de luto es blanca. Además, si se amplía el campo de observación, es posible encontrar todavía otras culturas que utilizan el azul oscuro, o el gris, o el amarillo, o arpillera oscura natural. Habiéndose educado usted en una cultura en la que, desde su temprana infancia, uno de estos colores, por ejemplo el negro, ha estado siempre intensamente asociado con la muerte y el duelo, resultará inaudito pensar en llevar colores tales como el amarillo o el azul para dicho fin. Por consiguiente, su reacción inmediata al descubrir que estos colores se llevan como luto en otros lugares es observar cuan diferentes son de su propio vestido habitual. Esta es la trampa, tan cuidadosamente tendida por las exigencias de aislamiento cultural. La superficial observación de que los colores varían tan dramáticamente oscurece el hecho, más fundamental, de que todas estas culturas comparten la realización de una "manifestación" de duelo, y que en todas ellas esto implica llevar un vestido que sea acusadamente distinto del no destinado a ese fin.
Del mismo modo, cuando un inglés visita España por primera vez se sorprende al encontrar los espacios públicos de las ciudades y pueblos atestados de personas a la hora del atardecer, caminando todas de un lado a otro, al parecer sin rumbo. Su reacción inmediata no es que esto constituye el equivalente cultural de esas personas con sus más familiares cocktail partis, sino que se trata de alguna especie de extraña costumbre local. También aquí el modelo social básico es el mismo, pero los detalles difieren.
Podrían darse ejemplos similares hasta abarcar todas las formas de actividad comunitaria, siendo el principio que cuanto más social es la ocasión, más variables son los detalles y más extraña parece ser, a primera vista, la conducta de la cultura ajena. Es en las más grandes ocasiones sociales, tales como coronaciones, funerales oficiales, bailes, banquetes, conmemoraciones de independencia, grandes acontecimientos deportivos, desfiles militares, festivales y fiestas campestres (o sus equivalentes), donde las leyes aislantes desempeñan su papel más importante. Varían de un caso a otro en mil minúsculos detalles, a cada uno de los cuales se presta escrupulosa atención, como si las vidas mismas de los participantes dependieran de ello. En cierto sentido, efectivamente, sus vidas sociales dependen de ello, pues sólo con su conducta en los lugares públicos pueden fortalecer y mantener sus sentimientos de identidad social, de pertenecer a un grupo cultural, y cuanto más solemne es la ocasión, mayor es la ostentación.
Este es un hecho que los revolucionarios triunfantes pasan por alto o subestiman a veces. Al desembarazarse de la vieja estructura de poder que detestan, se ven obligados a eliminar con ella la mayoría de los antiguos ceremoniales. Aun cuando estos procedimientos rituales puedan no tener nada que ver directamente con el sistema de poder derrocado, lo recuerdan con demasiada intensidad y deben desaparecer. Se pueden poner en su lugar unas cuantas actuaciones apresuradamente improvisadas, pero es difícil inventar rituales de la noche a la mañana. (Un interesante aspecto del movimiento cristiano es que su temprano éxito dependió, en cierto grado, de haberse incorporado las viejas ceremonias paganas, convenientemente disfrazadas, para sus propias celebraciones festivas.)
Una vez terminadas la excitación y las agitaciones de la revolución, la eventual insatisfacción de muchos disgustados revolucionarios se debe, en una forma no manifiesta, a su sensación de pérdida de la pompa y los acontecimientos sociales. Los dirigentes revolucionarios harían bien en prever este problema.
No son las cadenas de identidad social lo que sus seguidores querrán romper, sino las cadenas de una determinada fisonomía social. Tan pronto como éstas queden destruidas, necesitarán otras nuevas y no tardarán en sentirse insatisfechos con una sensación abstracta de "libertad". Estas son las exigencias de las leyes aislantes.
Otros aspectos de la conducta social entran también en acción como fuerzas cohesivas. El idioma es una de ellas. Tendemos a considerar el idioma exclusivamente como un medio de comunicación, pero es algo más que eso. Si no lo fuera, todos estaríamos hablando la misma lengua. Volviendo la vista hacia atrás a través de la historia supertribal, resulta fácil ver cómo la función de anticomunicación del idioma ha sido casi tan importante como su función de comunicación. Ha erigido enormes barreras entre grupos con más eficacia que ninguna costumbre social. Ha identificado, con más eficacia que ninguna otra cosa, al individuo como miembro de una determinada supertribu y puesto obstáculos en el camino de su deserción hacia otro grupo.
Así como las supertribus han crecido y se han fundido unas con otras, también los idiomas locales se han fundido, o sumergido, y se está reduciendo el número total de ellos existente en el mundo. Pero a medida que esto sucede, se desarrolla una dirección de sentido inverso: los acentos y los dialectos se tornan más significativos socialmente: se inventan el argot, el caló, la gemianía. Así como los miembros de una nutrida supertribu intentan fortalecer sus homogeneidades tribales creando subgrupos, del mismo modo se desarrolla todo un espectro de "lenguas" dentro del idioma oficial. Así como el inglés y el alemán funcionan como distintivos de identidad y mecanismos aislantes entre un inglés y un alemán, así también un acento de clase alta inglesa aísla a su propietario de otro de clase baja, y la jerga de la química y de la psiquiatría aísla a los químicos de los psiquiatras. (Es triste que el mundo académico, que, en su función educativa, debería estar consagrado a la comunicación, haga uso de aislantes lenguajes pseudotribales tan extremados como la germanía de los delincuentes. La excusa es que lo exige la precisión de la expresión.
Esto es verdad hasta cierto punto, pero ese punto es rebasado frecuente y ostentosamente.)
Las palabras de argot o de slang pueden llegar a ser tan especializadas que es casi como si estuviera naciendo un nuevo idioma. Es típico de las expresiones de slang el que una vez que se difunden y se convierten en propiedad común son sustituidas por nuevos términos por el grupo que las originó. Si son adoptadas por toda la supertribu y penetran en el lenguaje oficial, entonces han perdido su función original. (Es dudoso que esté usted utilizando la misma expresión de slang para designar, por ejemplo, a una muchacha atractiva, un policía o un acto sexual, que el que emplearon sus padres cuando tenían su edad. Pero usted utiliza todavía las mismas palabras oficiales.) En casos extremos, un subgrupo adoptará un idioma enteramente extranjero. La Corte rusa, por ejemplo, hablaba en francés en un momento histórico dado. En Gran Bretaña se observan todavía restos de esta clase de conducta en los restaurante más caros, donde los menús suelen estar redactados en francés.
Las religiones han funcionado de modo muy semejante al idioma, fortaleciendo los lazos dentro de un grupo y debilitándolos entre grupos. Operan sobre la sencilla y única premisa de que existen poderosas fuerzas actuantes por encima y más allá de los miembros humanos ordinarios del grupo, y que estas fuerzas, estos súper jefes deben ser complacidos, apaciguados y obedecidos sin discusión. El hecho de que nunca sean accesibles para interrogarles les ayuda a conservar su posición.
Al principio, los poderes de los dioses eran limitados y sus esferas de influencia se hallaban divididas, pero, al ir creciendo las supertribus hasta proporciones cada vez más difíciles de manejar, se hicieron necesarias fuerzas cohesivas más grandes.
Además de la ley, la costumbre, el idioma y la religión, existe otra forma más violenta de fuerza cohesiva que ayuda a mantener unidos a los miembros de una supertribu, y es la guerra. Por decirlo cínicamente, podría afirmarse que nada ayuda tanto a un jefe como una buena guerra. Le da su única oportunidad de ser un tirano y de ser amado por ello al mismo tiempo. Puede introducir las más despiadadas formas de control y enviar a la muerte a miles de sus seguidores, y, sin embargo, ser saludado todavía como un gran protector. Nada estrecha más los lazos internos de un grupo que una amenaza proveniente del exterior.
El hecho de que las discordias internas desaparecen ante la existencia de un enemigo común no ha escapado a la atención de los gobernantes pasados y presentes. Si una supertribu grandemente desarrollada está empezando a rasgarse por las costuras, los descosidos pueden ser rápidamente remendados por la aparición de un poderoso y hostil ellos que nos convierte en un unido nosotros. Es difícil decir con cuánta frecuencia los dirigentes han urdido deliberadamente un choque entre grupos teniendo esto presente, pero, sea o no deliberadamente consciente, la reacción cohesiva se produce casi siempre.
Hace falta un dirigente extraordinariamente inepto para no conseguirla. Naturalmente, debe tener un enemigo que sea susceptible de ser pintado con colores suficientemente malvados; en caso contrario, es probable que tenga dificultades. Los terribles horrores de la guerra sólo se convierten en gloriosas batallas cuando la amenaza procedente del exterior es realmente seria, o puede lograrse que lo parezca.
A pesar de sus atractivos para un dirigente despiadado, la guerra tiene un inconveniente manifiesto; uno de los bandos está expuesto a una derrota absoluta, y podría ser el suyo. El miembro de la supertribu puede sentirse agradecido a este infortunado inconveniente.
Éstas son, pues, las fuerzas cohesivas que ejercen su influjo en las grandes sociedades urbanas.
Cada una de ellas ha desarrollado su propia y especializada clase de dirigente: el administrador, el juez, el político, el líder social, el alto dignatario eclesiástico, el general. En tiempos más sencillos, todos ellos se concentraban en una sola persona, un rey o emperador omnipotente capaz de habérselas con toda la escala del mando. Pero, con el transcurso del tiempo y la expansión de los grupos, la verdadera jefatura se ha desplazado de una esfera a otra, a cualquier estamento que, en un momento dado, contenga el individuo más excepcional.
En tiempos más recientes se ha hecho frecuente la práctica de permitir que la plebe participe en la elección de un nuevo dirigente. Este expediente político ha sido, en sí mismo, una valiosa fuerza cohesiva, proporcionando al miembro de la supertribu una sensación mayor de "pertenecer" a su grupo y de tener alguna influencia sobre él. Una vez elegido el nuevo dirigente, no tarda en ponerse de manifiesto que la influencia es menor de lo que se imaginaba, pero, en el momento de la elección misma, la comunidad se siente estremecida por una inestimable sensación de identidad social.
Como una ayuda a este proceso, se envían a participar en el gobierno del país dirigentes locales pseudotribales. En algunos países, esto se ha convertido en poco más que un acto ritual, ya que los representantes "locales" no son más que profesionales importados. Sin embargo, este tipo de distorsión es inevitable en una compleja comunidad como es una supertribu moderna.
El objetivo del gobierno mediante representantes elegidos es excelente y claro, aun cuando resulta difícil de llevar a la práctica. Se basa en un retorno parcial a la "política" del primitivo sistema tribal humano, donde cada miembro de la tribu (o, al menos, los machos adultos) tenía voz en el gobierno de la sociedad.
Cargaban el acento en el disfrute común de las cosas, sin preocuparse mucho de la rigurosa protección de la propiedad personal. La propiedad era tanto para dar como para guardar. Pero, como he dicho antes, las tribus eran pequeñas, y todos conocían a todos los demás. Tal vez estimaran las posesiones individuales, pero las puertas y las cerraduras eran cosa del futuro. Tan pronto como la tribu se hubo convertido en una supertribu impersonal, con desconocidos en medio de ella, la rigurosa protección de la propiedad se hizo necesaria y empezó a desempeñar un papel mucho más amplio en la vida social. Cualquier intento político por ignorar este hecho tropezaría con considerables dificultades. El comunismo moderno está comenzando a descubrirlo y ya ha empezado a ajustar consecuentemente su sistema.
Otro ajuste era también necesario en todos los casos en que el objetivo consistía en reinstaurar el viejo modelo tribal de la época cazadora de "gobierno del pueblo por el pueblo". Simplemente, las supertribus eran demasiado grandes, y los problemas de gobierno demasiado complejos, demasiado técnicos. La situación exigía un sistema de representación, y éste, a su vez, exigía una clase profesional de expertos. Hasta qué punto puede esto alejarse del "gobierno por el pueblo" ha quedado claramente ilustrado recientemente en Inglaterra, cuando se sugirió que los debates parlamentarios deberían ser televisados, para que, gracias a la ciencia moderna, el pueblo pudiera al fin desempeñar un papel más íntimo en los asuntos de Estado. Pero como esto habría desvirtuado la especializada y profesional atmósfera, la propuesta encontró una vigorosa oposición y fue rechazada. Otro tanto puede decirse del gobierno por el pueblo. Esto no es sorprendente, sin embargo. Gobernar una supertribu es como tratar de mantener en equilibrio a un elefante sobre una cuerda. Parece que lo mejor que un sistema político puede esperar, es utilizar los métodos derechistas para llevar a cabo los programas políticos de izquierda. (Esto es, en efecto, lo que se está haciendo actualmente, tanto en el Este como en el Oeste.) Es una maniobra difícil y requiere una gran astucia profesional y no poca refinada oratoria. Si los políticos modernos son con frecuencia objeto de sátira y mofa, es porque demasiadas personas comprenden demasiado a menudo el truco. Pero, dadas las dimensiones que alcanzan las actuales supertribus, no parece haber alternativa.
Las supertribus modernas han manifestado una gran tendencia a fragmentarse debido a que, en muchos aspectos, son muy difíciles de manejar socialmente. Ya he mencionado la forma en que pseudotribus especializadas cristalizan dentro del cuerpo principal, como grupos sociales, grupos de clase, grupos profesionales, grupos académicos, grupos deportivos, etc., restableciendo para el individuo urbano diversas formas de identidad tribal. Afortunadamente, estos grupos permanecen dentro de la comunidad principal, pero, con frecuencia, se producen fisuras más drásticas. Los imperios se escinden en países independientes, y los países, en sectores de gobierno autónomo. A pesar de la mejora de las comunicaciones, a pesar de objetivos y políticas comunes, las escisiones continúan. Bajo el efecto de la presión cohesiva de la guerra, se pueden forjar alianzas rápidamente, pero, en tiempo de paz, las separaciones y las divisiones están a la orden del día. El hecho de que grupos desgajados se esfuercen desesperadamente por forjar alguna especie de homogeneidad local, significa tan sólo que las fuerzas cohesivas de la supertribu a que pertenecían no eran lo bastante fuertes o excitantes para mantenerlos unidos.
El sueño de una pacífica supertribu universal está siendo frustrado una y otra vez. Parece como si sólo una amenaza procedente de otro planeta pudiera suministrar la necesaria fuerza cohesiva, y eso, sólo temporalmente. Queda por ver si, en el futuro, el ingenio del hombre introducirá en su existencia social algún nuevo factor que resuelva el problema. Por el momento, parece poco probable.
Recientemente, se han producido numerosos debates en torno a la forma en que los modernos medios de comunicación de masas, tales como la televisión, están "encogiendo" la superficie social del Globo. Se ha sugerido que el rumbo emprendido ayudará al movimiento hacia una comunidad internacional.
Por desgracia, esto es un mito, por la única razón de que la televisión, a diferencia de la comunicación social personal, es un sistema unilateral. Yo puedo escuchar y llegar a conocer a un locutor de televisión, pero él no puede escucharme ni llegarme a conocer. Cierto que yo puedo saber lo que está pensando y haciendo, y esto es, desde luego, una gran ventaja, pero no constituye un sustituto de las relaciones bilaterales de los auténticos contactos sociales.
Aun cuando en los próximos años se consiguieran nuevos y, por ahora, inimaginables progresos en las técnicas de comunicación de masas, continuarían viéndose dificultadas por las limitaciones biosociales de nuestra especie. No nos hallamos equipados, como las termitas, para convertirnos voluntariamente en miembros de una vasta comunidad. Somos, y, probablemente, continuaremos siendo, simples animales tribales.
Sin embargo, pese a esto, y pese a las espasmódicas fragmentaciones que constantemente se están produciendo en todo el Globo, debemos enfrentarnos al hecho de que la tendencia principal apunta a mantener los masivos niveles supertribales. Mientras en una parte del mundo se están produciendo escisiones, en otra se están desarrollando fusiones. Si la situación continúa hoy día siendo tan inestable como lo ha sido durante siglos, ¿por qué, entonces, persistir en ella? Si es tan peligrosa, ¿por qué la mantenemos?
Se trata de algo más que un simple juego internacional de poder. Existe una intrínseca propiedad biológica del animal humano que consigue una profunda satisfacción en ser arrojado al caos urbano de una supertribu. Esa cualidad es la insaciable curiosidad del hombre, su inventiva, su atletismo intelectual. El torbellino urbano parece acentuar más intensamente esta cualidad. Así como las aves marinas son reproductivamente excitadas concentrándose masivamente en densas comunidades procreadoras, así también el animal humano es intelectualmente excitado concentrándose masivamente en densas comunidades urbanas. Son las colonias procreadoras de ideas humanas. Éste es, el aspecto positivo del asunto. Pese a los muchos inconvenientes del sistema, mantiene éste en funcionamiento.
Hemos examinado algunos de esos inconvenientes en el plano social, pero existen también en el plano personal. Los individuos que viven en un gran complejo urbano padecen una diversidad de cargas y tensiones: ruido, aire viciado, falta de ejercicio, limitación de espacio, exceso de gente, exceso de estímulos y, paradójicamente, para algunos, soledad y aburrimiento.
Puede pensarse que el precio que está pagando el miembro de la supertribu es demasiado elevado; que sería preferible una vida tranquila, pacífica, contemplativa. También él lo piensa, desde luego, pero, al igual que con el ejercicio físico que siempre se está proponiendo realizar, raras veces hace nada al respecto. Lo más que hace es trasladarse a los suburbios. Allí puede crear una atmósfera pseudotribal, alejada de las tensiones de la gran ciudad, pero cuando llega la mañana del lunes vuelve a lanzarse de nuevo a la lucha. Podría alejarse, pero echaría de menos la excitación, la excitación del neocazador, disponiéndose a capturar la pieza más grande en los más grandes y mejores terrenos de caza que le ofrece su medio ambiente.
Sobre esta base, cabría esperar que cada una de las grandes ciudades fuese un hirviente núcleo de innovación e inventiva. Comparadas con un pueblo, así parece ser, en efecto, pero dista mucho de alcanzar sus límites exploratorios. Esto se debe a que existe un antagonismo fundamental entre las fuerzas cohesivas e inventivas de la sociedad. Las unas tienden a mantener inmóviles las cosas y son, por consiguiente, reiterativas y estáticas. Las otras impulsan los nuevos desarrollos y la inevitable repulsa de los viejos modelos. Así como hay un conflicto entre competición y cooperación, así también existe una lucha entre conformidad e innovación. Sólo en la ciudad es viable la innovación sostenida. Sólo la ciudad es lo suficientemente fuerte y segura en su gregaria conformidad para tolerar las fuerzas dislocadoras de la originalidad y la creatividad rebeldes. Las agudas espadas iconoclastas son meros alfilerazos en la carne del gigante, que le proporcionan una agradable sensación de cosquilleo, despertándole del sueño e incitándole a la acción.
Esta excitación exploradora, pues, con la ayuda de las fuerzas cohesivas que he descrito, es lo que mantiene a tantos habitantes de ciudades voluntariamente encerrados dentro de sus jaulas de zoo humano.
Las alegrías y los desafíos de la vida supertribal son tan grandes que, con un poco de ayuda, pueden superar a los enormes peligros e inconvenientes. Pero, ¿hasta qué punto son comparables los inconvenientes a los del zoo animal?
El huésped del zoo animal se encuentra en confinamiento solitario, o en un grupo social anormalmente distorsionado. Cerca de él, en otras jaulas, tal vez pueda ver u oír a otros animales, pero no establecer con ellos ningún contacto auténtico. Irónicamente, las condiciones supersociales de la vida urbana humana pueden actuar de forma muy semejante. Es bien conocida la soledad de la gran ciudad. Es fácil perderse en la gran multitud impersonal. Es fácil que las agrupaciones familiares naturales y las relaciones tribales personales se distorsionen, se quebranten o se fragmenten. En un pueblo, todos los vecinos son amigos personales o, en el peor de los casos, enemigos personales; nunca extraños. En la gran ciudad, muchas personas ni siquiera saben cómo se llaman sus vecinos.
Esta despersonalización ayuda a sostener a los rebeldes e innovadores, que, en una comunidad tribal más pequeña, se verían sometidos a fuerzas cohesivas mucho mayores. Serían aplastados por las exigencias de la acomodación. Pero, al mismo tiempo, la paradoja del aislamiento social de la rebosante ciudad puede causar gran tensión y desventura a muchos de los moradores del zoo humano.
Aparte del aislamiento personal, existe también la presión directa del apiñamiento físico. Cada clase de animal ha evolucionado para existir en una cierta dimensión de espacio vital. Tanto en el zoo animal como en el zoo humano este espacio se halla severamente restringido, y las consecuencias pueden ser graves. Consideramos la claustrofobia como una respuesta anormal. En su forma extrema lo es, pero en una forma más leve, menos claramente reconocida, es una situación que padecen todos los habitantes de ciudad. Se han hecho tímidos intentos para corregir esto. Se sitúan aparte secciones especiales de la ciudad como muestra de la voluntad de proveer espacios abiertos, pequeños trozos de "medio ambiente natural", llamados parques. Originariamente, los parques eran terrenos de caza en los que había ciervos y otros animales, donde los miembros ricos de la supertribu podían revivir sus ancestrales módulos de conducta cazadora; pero en los modernos parques ciudadanos sólo subsiste la vida vegetal.
En términos de dimensión de espacio, el parque ciudadano es ridículo. Tendría que abarcar miles de kilómetros cuadrados para proporcionar una extensión natural de espacio para la enorme población a que sirve. Lo mejor que puede decirse en su favor es que es mejor que nada.
La alternativa que se les ofrece a los buscadores urbanos de espacio es efectuar breves salidas al campo, y lo hacen con gran energía. En hilera interminable, tocándose unos a otros, los coches emprenden la marcha cada fin de semana, y tocándose unos a otros, en hilera interminable, regresan. Pero no importa, se han alejado, han recorrido una extensión más amplia, y, al hacerlo, han continuado la lucha contra la antinatural angostura espacial de la ciudad. Aunque las abarrotadas carreteras de la moderna supertribu hayan convertido esto en algo muy semejante a un ritual, todavía es preferible eso que renunciar. La situación es peor aún para los habitantes del zoo animal. Su versión del recorrido de coches en caravana, es el aún más estúpido pasear de un lado a otro del suelo de su jaula. Pero tampoco renuncian.
Deberíamos sentirnos agradecidos por poder hacer algo más que pasear de un lado a otro de nuestras habitaciones.
Habiendo reconstruido ya el curso de los acontecimientos que nos han conducido a nuestra actual condición social, podemos ahora empezar a examinar con más detalle las diversas formas en que nuestras reglas de conducta han conseguido acomodarse a la vida en el zoo humano, o, en algunos casos, cómo han fracasado desastrosamente en el intento de lograrlo.


Capitulo 2
Status y súper status

En todo grupo organizado de mamíferos, cualquiera que sea el grado de cooperatividad que en él exista, se halla siempre presente una lucha por la dominación social. Mientras libra esta lucha, cada individuo adulto adquiere un determinado rango social que le da su posición, o status, en la jerarquía del grupo. La situación nunca permanece estable durante mucho tiempo, debido en gran parte a que todos cuantos participan en la lucha van envejeciendo. Cuando los que ocupan posiciones preeminentes llegan a la senilidad, ven disputada su autoridad y son derrocados por sus subordinados inmediatos. Se produce entonces una nueva lucha, al tiempo que todos ascienden un poco más en la escala social. En el otro extremo de la escala, los miembros más jóvenes del grupo están madurando rápidamente, manteniendo la presión desde abajo. Además, ciertos miembros del grupo pueden ser derribados de súbito por enfermedad o muerte accidental, dejando en la jerarquía huecos que es preciso llenar con rapidez.
La consecuencia general es una condición constante de tensión de status. En condiciones naturales, esta tensión es todavía tolerable, a causa de las limitadas dimensiones de las agrupaciones sociales. Si, no obstante, en el medio artificial de cautividad, el grupo se vuelve demasiado grande, o el espacio disponible demasiado pequeño, entonces la carrera por ascender de status se hace desenfrenada, las batallas rugen incontroladamente, y los jefes de las jaurías, manadas, colonias o tribus se ven sometidos a una fuerte tensión. Cuando esto sucede, los miembros más débiles del grupo son con frecuencia sacrificados, mientras los contenidos rituales de ostentación y contra ostentación degeneran en sangrienta violencia.
Existen otras repercusiones. Ha sido preciso pasar tanto tiempo ordenando las artificialmente complejas relaciones de status, que otros aspectos de la vida social, tales como los cuidados parentales, han sido grave y perjudicialmente olvidados.
Si la resolución de las disputas por la ascendencia social crea dificultades a los moderadamente apiñados inquilinos del zoo animal, evidentemente va a constituir un dilema aún mayor para las excesivamente desarrolladas supertribus del zoo humano. La característica esencial de la lucha por el status en la Naturaleza es que se basa en las relaciones personales de los individuos dentro del grupo social. Para el primitivo miembro de tribu humana, el problema era, por tanto, relativamente sencillo, pero cuando las tribus se convirtieron en supertribus y las relaciones adquirieron un carácter cada vez más impersonal, el problema del status se proyectó rápidamente en la pesadilla del súper status. Antes de explorar esta delicada zona de la vida urbana, será útil echar un breve vistazo a las leyes básicas que rigen la lucha por la ascendencia social. El mejor modo de hacerlo es contemplar el campo de batalla desde el punto de vista del animal dominante.
Si quiere usted gobernar su grupo y conseguir mantener su posición de poder, entonces hay diez reglas de oro que debe obedecer. Se aplican a todos los jefes y dirigentes, desde los babuinos hasta los modernos presidentes y primeros ministros. Los diez mandamientos de la dominación son los siguientes:
1. Debe usted hacer clara ostentación de las galas, actitudes y gestos de la dominación.
Para el babuino, esto significa una suave, bruñida y exuberante capa de pelo; una postura tranquila y sosegada cuando no está empeñado en disputas; un porte decidido y resuelto cuando está en actividad.
No debe haber signos exteriores de inquietud, indecisión o titubeo.
Con unas cuantas modificaciones superficiales, ello es válido también para el jefe humano. La exuberante capa de piel se convierte en la rica y refinada vestidura del gobernante, que se distingue dramáticamente sobre la de sus subordinados. Asume posturas exclusivas de su papel dominante. Cuando está descansando, puede reclinarse o sentarse, mientras que los demás deben permanecer en pie hasta que se les dé permiso para seguir su ejemplo. Esto es típico también del babuino dominante, que puede tenderse perezosamente, mientras sus inquietos subordinados se mantienen cerca de él en posturas más alertas. La situación cambia en cuanto el jefe se lanza a una acción agresiva y empieza a afirmarse a sí mismo. Entonces, ya se trate de un babuino o de un príncipe, debe elevarse a una posición más encumbrada que la de sus seguidores. Debe, literalmente, elevarse por encima de ellos, emparejando su status psicológico con su postura física. Para el jefe babuino, esto es fácil: un mono dominante es casi siempre mucho más corpulento que sus subordinados. No tiene más que erguirse, y el mayor tamaño de su cuerpo hace el resto.
La situación queda realzada al rebajarse y agacharse sus temerosos subordinados. El jefe humano puede necesitar ayudas artificiales. Puede amplificar su tamaño llevando grandes capas o altos tocados. Su estatura puede ser aumentada subiendo a un trono, un estrado, un animal o un vehículo de alguna clase, o siendo llevado en alto por sus seguidores. El acuclillamiento de los babuinos más débiles se estiliza de diversas maneras: los humanos subordinados rebajan su estatura inclinando la cabeza, haciendo una reverencia, arrodillándose, haciendo zalemas o prosternándose.
El ingenio de nuestra especie permite al jefe humano tener ambas cosas. Sentándose en un trono o en una plataforma elevada, puede disfrutar, al mismo tiempo, de la posición relajada del dominante pasivo y de la posición encumbrada del dominante activo, adjudicándose de este modo a sí mismo una postura de ostentación doblemente poderosa.
Las solemnes ostentaciones de jefatura que el animal humano comparte con el babuino subsisten, todavía hoy, en nosotros en distintas formas. Tienden a limitarse más que en otros tiempos a ocasiones especiales, pero cuando se producen son tan ostentosas como siempre. Ni siquiera los más doctos académicos son inmunes a las exigencias de pompa y esplendor en sus ceremonias más solemnes.
Allá donde los emperadores han dejado paso a presidentes y primeros ministros elegidos, las ostentaciones de ascendencia personal se han hecho, sin embargo, menos patentes. En la función de la jefatura ha habido un desplazamiento del énfasis. El jefe del nuevo estilo es un servidor del pueblo que, además, es dominante, más que un dominador del pueblo, que, además, le sirve. Pone de relieve su aceptación de esta situación llevando ropas relativamente modestas, pero esto es sólo un truco. Se trata de un fraude de pequeña entidad que puede permitirse para aparentar ser "uno más", pero que no debe llevarlo demasiado lejos, pues antes de que se dé cuenta habrá vuelto a convertirse realmente en uno más.
Así, pues, de otras maneras menos detonantemente personales, debe continuar manifestando la ostentación exterior de su dominación. Con todas las complejidades del moderno medio ambiente urbano a su disposición, esto no es difícil. La mengua de ostentación en sus vestiduras puede compensarse por la naturaleza refinada y exclusiva de los recintos en que gobierna y los edificios en que vive y trabaja. Puede conservar la ostentación en la forma en que viaja, con caravanas de automóviles, escoltas y aviones particulares. Puede seguir rodeándose de un nutrido grupo de "subordinados profesionales" -ayudas de cámara, secretarios, sirvientes, ayudantes personales, guardias de corps, cortesanos, etc.-, parte de cuyo trabajo consiste, tan sólo, en ser vistos mostrándose serviles hacia él, acrecentando con ello su imagen de superioridad social. Sus posturas, movimientos y gestos de dominación pueden ser conservados sin modificarlos. Porque las señales de poder que transmiten son básicas a la especie humana, aceptadas inconscientemente, y pueden, por tanto, eludir toda restricción. Sus movimientos y gestos son tranquilos y reposados, o firmes y decididos. (¿Cuándo ha visto usted correr a un presidente o un primer ministro, excepto cuando estaba haciendo ejercicio voluntariamente?) En la conversación, utiliza sus ojos como armas, lanzando una mirada fija en momentos en que sus subordinados estarían desviando cortésmente la vista, y volviendo la cabeza en momentos en que sus subordinados estarían mirando fijamente. No tiene movimientos nerviosos, crispaciones ni titubeos. Éstas son esencialmente las reacciones de sus subordinados. Si el jefe las realiza, es que algo falla gravemente en él en su papel de miembro dominante del grupo.
2. En momentos de rivalidad activa, debe usted amenazar agresivamente a sus subordinados.
Al menor indicio de desafío por parte de un babuino subordinado, el jefe del grupo responde en el acto con una impresionante ostentación de conducta amenazadora. Existe toda una gama de manifestaciones amenazadoras de posible utilización, que varían desde las motivadas por una gran cantidad de agresión mezclada con un poco de miedo, hasta las motivadas por una gran cantidad de miedo y sólo un poco de agresión. Estas últimas -las "asustadas amenazas" de individuos débiles pero hostil es nunca son manifestadas por un animal dominante, a menos que su jefatura se esté tambaleando. Cuando su posición es segura, sólo exhibe las ostentaciones de amenaza más agresivas. Puede sentirse tan seguro que lo único que necesite hacer es indicar que está a punto de amenazar, sin molestarse en llevarlo a cabo. Una simple sacudida de su maciza cabeza en dirección al levantisco subordinado puede ser suficiente para someter al individuo inferior. Estas acciones se denominan "movimientos de intención", y funcionan exactamente de la misma forma en la especie humana. Un poderoso jefe humano, irritado por las actividades de un subordinado, no necesita más que agitar su cabeza en dirección a este último y clavar en él su mirada para conseguir afirmar su dominio. Si tiene que levantar la voz o repetir una orden, su dominación es ligeramente menos segura, y, al recuperar por fin el control de la situación, tendrá que restablecer su status administrando una reprimenda o alguna especie de castigo simbólico.
El acto de levantar la voz, o de montar en cólera, no es más que un signo de debilidad en un jefe cuando se produce como reacción a una amenaza inmediata. Puede ser usado también, espontánea o deliberadamente, por un gobernante fuerte como medio general para consolidar su posición. Del mismo modo puede comportarse un babuino dominante, cargando de súbito contra sus subordinados y aterrorizándolos, recordándoles sus poderes. Esto le permite poner en claro unos cuantos puntos, y, después, puede imponer más fácilmente su voluntad con un simple movimiento de cabeza. Los jefes humanos actúan de esta manera de vez en cuando, promulgando severos edictos, practicando inspecciones relámpago o arengando al grupo con vigorosos discursos. Si es usted un jefe, es peligroso que permanezca silencioso, oculto o inadvertido durante demasiado tiempo. Si las condiciones naturales no incitan a una demostración de poder, es preciso inventar circunstancias que lo hagan. No basta tener poder, es preciso que se note. Ahí radica el valor de las manifestaciones espontáneas de amenaza.
3. En momentos de desafío físico, usted (o sus delegados) debe poder dominar por la fuerza a sus subordinados.
Si fracasa una manifestación de amenaza, entonces debe producirse un ataque físico. Si es usted un jefe babuino, éste es un paso peligroso por dos razones. En primer lugar, en una lucha física hasta el vencedor puede resultar dañado, y el perjuicio es mucho más grave para un animal dominante que para un subordinado. Le hace menos intimidante para un atacante posterior. En segundo lugar, se halla siempre superado en número por sus subordinados, y si éstos reciben un estímulo suficientemente fuerte pueden lanzarse en masa contra él y vencerle mediante un esfuerzo combinado. A estos dos hechos se debe el que la amenaza, y no el ataque real, sea el método preferido por los individuos dominantes.
Para superar este trance, el jefe humano acude al empleo de una clase especial de "supresores" tan especializados y expertos en su tarea, que sólo un levantamiento general de toda la población sería lo suficientemente fuerte para derrotarlos. En casos extremos, el déspota empleará una clase aun más especializada de supresores (como la Policía secreta), cuya misión es suprimir a los supresores ordinarios si por casualidad llegan a desmandarse. Mediante una inteligente manipulación y administración, es posible dirigir un sistema agresivo de este tipo de modo que sólo el jefe conozca bastante de lo que está sucediendo para poder controlarlo. Todos los demás se hallan en un estado de confusión, a menos que reciban órdenes desde arriba, y, de esta manera, el déspota moderno puede mantener las riendas y dominar efectivamente.
4. Si un desafío implica más maña que fuerza, debe usted poder mostrarse más inteligente que sus subordinados.
El jefe babuino debe ser astuto, rápido e inteligente, además de fuerte y agresivo. Evidentemente, esto es aún más importante para un jefe humano. En los casos en que existe un sistema de jefatura heredada, el individuo estúpido es rápidamente depuesto, o se convierte en un simple peón manejado a su antojo por los verdaderos jefes.
Hoy día, los problemas son tan complejos que el jefe se ve obligado a rodearse de especialistas intelectuales, pero, esto no obstante, necesita poseer una gran perspicacia y claridad mental. Es él quien debe tomar las decisiones finales, y tomarlas resuelta y firmemente, sin titubeos. Tan vital es esta cualidad en la jefatura, que es más importante adoptar sin vacilaciones una decisión firme, que adoptar la "correcta".
Muchos jefes poderosos han sobrevivido a decisiones equivocadas, adoptadas con fuerza y firmeza, pero pocos han sobrevivido a la vacilante indecisión. La regla de oro de la jefatura, que en una Era racional resulta desagradable de aceptar, consiste en que lo que de verdad importa es el modo en que se hace algo, más que lo mismo que se hace. Es una triste verdad que el jefe que hace cosas equivocadas del modo adecuado obtendrá, hasta cierto punto, mayor adhesión y disfrutará de más éxito que el que hace las cosas debidas de modo indebido. Como resultado de esto, el progreso de la civilización se ha visto una y otra vez afectado. ¡Cuán afortunada es la sociedad cuyo dirigente hace las cosas debidas y, al mismo tiempo, obedece las diez reglas de oro de la dominación; afortunada... y rara también! Parece haber una siniestra, y más que casual relación, entre la gran jefatura y las políticas aberrantes.
Parece como si una de las maldiciones de la inmensa complejidad de la condición supertribal fuera que resulta casi imposible tomar decisiones claras y rotundas, concernientes a cuestiones importantes, sobre una base racional. Los datos disponibles son tan complicados, tan diversos y, con frecuencia, tan contradictorios, que cualquier decisión racional y razonable no puede por menos de entrañar una excesiva vacilación. El gran jefe supertribal no puede permitirse el lujo de una reflexiva espera y de "ulterior examen de los hechos", tan típico del gran académico. La naturaleza biológica de su papel como animal dominante le obliga a tomar una decisión rápida o a perder prestigio.
El peligro es notorio: la situación favorece inevitablemente, como grandes jefes, a individuos más bien anormales, enardecidos por alguna especie de obsesivo fanatismo, que estarán dispuestos a cruzar a través de la masa de fenómenos conflictivos que presenta la condición supertribal. Éste es uno de los precios que debe pagar quien biológicamente es miembro de tribu por convertirse en artificial miembro de supertribu. La única solución es hallar un cerebro brillante, racional, equilibrado y reflexivo alojado en una atractiva, deslumbrante, auto afirmativa y policroma personalidad. ¿Contradictorio? Sí. ¿Imposible? Quizá; pero existe un destello de esperanza en el hecho de que la dimensión misma de la supertribu, causa principal del problema, ofrece también literalmente millones de candidatos potenciales.
5. Debe sofocar las querellas que surjan entre sus subordinados.
Si un jefe babuino presencia una reyerta, lo probable es que se apresure a ponerle fin, aun cuando no constituya en manera alguna una amenaza directa contra él. Esto le da otra oportunidad de manifestar su dominación y, al mismo tiempo, le ayuda a mantener el orden dentro del grupo. Las intromisiones de este tipo por parte del animal dominante se dirigen especialmente hacia los jóvenes pendencieros y contribuyen a inculcar en éstos la idea de la presencia entre ellos de un jefe poderoso.
El equivalente de esta conducta para el jefe humano es el control y la administración de las leyes de su grupo. Los gobernantes de las primitivas y más pequeñas supertribus se mostraban muy activos en este aspecto, pero en los tiempos modernos se ha ido produciendo una creciente delegación de estos deberes, a causa del cada vez mayor peso de otras cargas más directamente relacionadas con el status del jefe. Sin embargo, una comunidad pendenciera es una comunidad ineficaz, y es preciso conservar cierto grado de control e influencia.
6. Debe recompensar a sus subordinados inmediatos permitiéndoles disfrutar de los beneficios de sus altos rangos.
Los babuinos subdominantes, aunque son los peores rivales del jefe, le son también de gran ayuda en tiempos de amenazas procedentes del exterior del grupo. Además, si son objeto de una represión demasiado fuerte, pueden confabularse contra él y deponerle. Disfrutan, por tanto, de privilegios que los miembros más débiles del grupo no pueden compartir. Gozan de más libertad de acción y se les permite estar más cerca del animal dominante que los machos jóvenes.
Todo dirigente humano que no haya obedecido esta regla se ha encontrado pronto en dificultades.
Necesita más ayuda de sus subdominantes y se halla en mayor peligro de una "revuelta de palacio" que su equivalente babuino. Pueden suceder muchas más cosas a sus espaldas. El sistema de recompensar a los subdominantes requiere una gran habilidad. Un error en el género adecuado de recompensa puede dar demasiado poder a un serio rival. Lo malo es que un verdadero jefe no puede disfrutar de verdadera amistad. La verdadera amistad sólo puede ser plenamente expresada entre miembros situados en el mismo nivel, aproximadamente, de status. Puede existir, desde luego, una amistad parcial, en cualquier nivel, entre un dominante y un subordinado, pero siempre se ve afectada por la diferencia de rango. Por bien intencionados que puedan ser los implicados en una amistad de este tipo, inevitablemente se filtran en ella la condescendencia y la adulación, acabando por empañar la pureza de la relación. El jefe, situado en la misma cúspide de la pirámide social, carece permanentemente de amigos; y sus amigos parciales son quizá más parciales de lo que él quiere creer. Como he dicho, la concesión de favores requiere una mano experta.
7. Debe proteger de una persecución injusta a los miembros más débiles del grupo.
Las hembras preñadas tienden a arracimarse en torno al babuino macho dominante. Él hace frente a cualquier ataque contra estas hembras o contra las criaturas desvalidas con un ímpetu salvaje. Como defensor de los débiles, está asegurando la supervivencia de los futuros adultos del grupo.
Los dirigentes humanos han ido extendiendo su protección de los débiles hasta incluir también a los viejos, los enfermos y los inválidos. Se debe esto a que los gobernantes eficientes no sólo necesitan defender a los niños, que algún día aumentarán las filas de sus seguidores, sino también calmar las inquietudes de los adultos activos, todos los cuales se hallan amenazados por la senilidad final, la enfermedad súbita o la posible invalidez. En la mayoría de las personas, el impulso que conduce a prestar ayuda en semejantes casos es consecuencia de un desarrollo natural de su naturaleza biológicamente cooperadora. Mas para los gobernantes se trata también de hacer trabajar con mayor eficiencia a los súbditos, eliminando de sus mentes una pesada carga.
8. Debe tomar decisiones concernientes a las actividades sociales de su grupo.
Cuando el jefe babuino se mueve, todo el grupo se mueve. Cuando descansa, el grupo descansa.
Cuando come, el grupo come. El control directo de este tipo ha desaparecido, desde luego, para el jefe de una supertribu humana, pero puede, no obstante, desempeñar un papel vital para estimular otros rumbos más abstractos que toma su grupo. Puede fomentar las ciencias o poner el énfasis en el aspecto militar. Al igual que lo que ocurre con las demás reglas de oro de la jefatura, es para él importante poner ésta en práctica, aun cuando no parezca ser estrictamente necesaria. Aunque una sociedad esté navegando venturosamente con rumbo fijo y satisfactorio, es para él vital cambiar de algún modo ese rumbo, a fin de hacer sentir su impacto. No basta simplemente con alterarlo como reacción a algo que está marchando mal.
Debe, espontáneamente, por su propia voluntad, insistir en nuevas líneas de desarrollo, so pena de ser considerado débil e inoperante. Si no tiene preferencias y entusiasmos definidos, debe inventarlos. Si se ve que posee lo que parecen ser firmes convicciones sobre ciertas materias, será tomado más en serio en todas las materias. Muchos dirigentes modernos parecen pasar esto por alto, y sus "plataformas" políticas adolecen de una desesperante falta de originalidad. Si ganan la batalla por la jefatura, no es porque sus programas son más sugestivos que los de sus rivales, sino porque son menos insulsos.
9. Debe tranquilizar de vez en cuando a sus subordinados.
Si un babuino dominante quiere acercarse pacíficamente a un subordinado, tal vez encuentre dificultades para hacerlo, porque su proximidad es inevitablemente amenazadora. Puede superarlas mediante la realización de actos tranquilizadores. Éstos consisten en una aproximación suave, sin movimientos bruscos ni repentinos, acompañada de expresiones faciales (llamadas chasqueos de labios), que son típicas de los subordinados amigos. Esto le ayuda a calmar los temores del animal más débil, y el dominante puede acercarse.
Los jefes humanos, que son quizá característicamente ásperos y serios con sus subordinados inmediatos, adoptan con frecuencia una actitud de amistosa sumisión cuando entran en contacto personal con sus subordinados extremos. Presentan hacia ellos un aspecto de exagerada cortesía, sonriendo, saludando, estrechando manos interminablemente e, incluso, acariciando niños. Pero las sonrisas se esfuman tan pronto como se alejan y vuelven a sumergirse en su despiadado mundo de poder.
10. Debe tomar la iniciativa al repeler amenazas o ataques procedentes del exterior de su grupo. Es siempre el babuino dominante quien se halla a la vanguardia de la defensa contra un ataque procedente de un enemigo externo. Él desempeña el principal papel como protector del grupo. Para el babuino, el enemigo suele ser un miembro peligroso de otra especie, mas para el jefe humano adopta la forma de un grupo rival de su misma especie. En tales momentos, su jefatura se ve sometida a una dura prueba, pero, en cierto sentido, menos dura que en tiempos de paz. La amenaza externa, como he señalado en el capítulo anterior, produce un efecto cohesivo tan poderoso sobre los miembros del grupo amenazado, que la tarea del jefe resulta, en muchos aspectos, más fácil. Cuanto más osado y temerario sea, más fervientemente parece estar protegiendo al grupo, que, atrapado en la contienda emocional, nunca se atreve a discutir sus actos (como lo haría en tiempo de paz), por irracionales que éstos puedan ser. Arrastrado por la grotesca ola de entusiasmo que suscita la guerra, el jefe fuerte se eleva a una situación de notable preeminencia. Con la mayor facilidad, puede persuadir a los miembros de su grupo, profundamente condicionados como están a considerar la muerte de otro ser humano como el crimen más espantoso, para que cometan la misma acción como un acto de honor y heroísmo. No puede permitirse cometer una equivocación, pero, si así ocurre, la noticia de su yerro siempre puede ser silenciada como perniciosa para la moral nacional. Si se hiciera público, todavía puede ser atribuida a la mala suerte, más que a un torcido criterio. Teniendo esto en cuenta, no es extraño que, en tiempo de paz, los dirigentes tengan propensión a inventar, o, al menos, exagerar, amenazas de potencias extranjeras a las que pueden asignar el papel de enemigos potenciales. Un poco más de cohesión es de gran utilidad.
Éstas son, pues, las pautas del poder. Debo aclarar que no pretendo que la comparación babuino dominante-gobernante humano haya de entenderse en el sentido de que hemos evolucionado a partir de los babuinos, ni de que nuestro comportamiento de dominación ha evolucionado a partir del de ellos. Cierto que compartimos un antepasado común con los babuinos, remontándonos en nuestra historia evolucionista, pero no se trata de eso. De lo que se trata es que los babuinos, como nuestros primitivos antepasados humanos, se han trasladado desde la intrincada selva al mundo, más duro, del campo abierto, donde es necesario un más estricto control del grupo. Los monos que viven en los bosques tienen un sistema social más relajado; sus jefes se hallan sometidos a menos presiones. El babuino dominante tiene un papel más significativo que desempeñar, y por esta razón lo he seleccionado como ejemplo. El valor de la comparación babuino-humano radica en el modo en que revela la naturaleza básica de las pautas humanas de dominación. Los sorprendentes paralelismos que existen nos permiten contemplar bajo una nueva óptica el juego humano del poder y comprender lo que es: una pieza fundamental del comportamiento animal.
Pero dejemos a los babuinos con sus sencillas tareas y examinemos más detenidamente las complicaciones de la situación humana.
Es obvio que para el moderno dirigente humano existen dificultades para realizar con eficacia su cometido. El poder grotescamente hinchado que ostenta significa que sin cesar existe el peligro de que sólo un individuo con un ego tan hinchado sea capaz de llevar con éxito las riendas supertribales. Además, las inmensas presiones le empujarán a la iniciación de actos de violencia, respuesta natural a las tensiones del súper status. Por otra parte, la absurda complejidad de su tarea no puede por menos de absorberle en un grado tal, que queda inevitablemente alejado de los problemas ordinarios de sus seguidores. Un buen jefe tribal sabe exactamente qué está sucediendo en cada uno de los rincones de su grupo. Un jefe supertribal, irremediablemente aislado por su encumbrada posición de súper status, y totalmente preocupado por la maquinaria del poder, no tarda en desligarse del grupo.
Se ha dicho que para triunfar como dirigente en el mundo moderno, es necesario estar preparado para tomar decisiones importantes con un mínimo de información. Es ésta una forma aterradora de gobernar una supertribu, y, sin embargo, sucede continuamente. Existe demasiada información disponible para que la pueda asimilar un solo individuo, y también existe mucha más, escondida en el laberinto supertribal, que no puede ser utilizada jamás. Una solución racional es prescindir de la figura del jefe poderoso, relegarle al antiguo pasado tribal a que pertenecía, y remplazarle por una organización, servida por computadoras, de expertos especializados e interdependientes.
Desde luego, existe ya algo semejante a una organización de este tipo, y en Inglaterra cualquier funcionario le dirá sin vacilar que es la Administración lo que de verdad gobierna al país. Para respaldar su tesis, le informará de que cuando el Parlamento celebra sus sesiones su trabajo se ve gravemente obstaculizado; sólo durante los descansos parlamentarios pueden hacerse progresos importantes. Todo esto es muy lógico, pero, desgraciadamente, no es biológico, y da la casualidad de que el país que él pretende estar gobernando se halla compuesto de ejemplares biológicos, los miembros de la supertribu.
Cierto que una supertribu necesita un supercontrol, y si esto es demasiado para un solo hombre podría parecer razonable resolver el problema convirtiendo una figura de poder en una organización de poder. Sin embargo, esto no satisface las demandas biológicas de los súbditos. Tal vez sean éstos capaces de razonar supertribalmente, pero sus sentimientos continúan siendo tribales, y seguirán pidiendo un jefe real en la forma de un individuo solitario e identificable. Se trata de una pauta fundamental de su especie, y no es posible eludirla. Las instituciones y las computadoras pueden ser valiosos servidores de los amos, pero nunca pueden convertirse ellas mismas en amos (no obstante los relatos de ciencia ficción). Una organización difusa, una máquina sin rostro carece de las propiedades esenciales: no puede inspirar sentimientos y no puede ser depuesta. El solitario dominante humano se halla, por tanto, condenado a seguir en su puesto, comportándose públicamente como un jefe tribal, con ademanes seguros y abundancia de ornamentos, mientras que en privado se enzarza laboriosamente en las casi imposibles tareas del control supertribal.
A pesar de las pesadas cargas que implica actualmente la jefatura, y no obstante el descorazonador hecho de que un ambicioso miembro varón de una supertribu moderna tiene menos de una probabilidad entre un millón de convertirse en el individuo dominante de su grupo, no se ha producido una disminución perceptible en el deseo de lograr un status elevado. El ansia de ascender por la escala social es demasiado antigua y se halla demasiado profundamente enraizado para que pueda ser debilitado por una valoración racional de la nueva situación.
A todo lo largo y lo ancho de nuestras masivas comunidades, existen, pues, centenares de miles de posibles jefes frustrados, sin la menor esperanza de llegar a ostentar realmente el mando. ¿Qué es de su malograda escalada? ¿Adónde va a parar toda la energía? Pueden, desde luego, renunciar y abandonar la competición, pero ésta es una condición deprimente. El fallo de la solución del abandono estriba en que no abandona de verdad: continúa presente y manifiesto su desprecio sobre la afanosa carrera que le rodea.
Esta desventurada situación es evitada por la gran mayoría de los componentes de la supertribu mediante el sencillo expediente de competir por la jefatura dentro de subgrupos especializados de la supertribu. Esto es más fácil para unos que para otros. Una profesión u oficio competitivos suministran automáticamente su propia jerarquía social. Pero, aun en este caso, pueden ser demasiado grandes las dificultades que se oponen a la consecución de una verdadera jefatura. Esto da lugar a la invención, casi arbitraria, de nuevos subgrupos, en los que la competición puede resultar más remuneradora. Se establecen toda clase de cultos extraordinarios -desde la cría de canarios hasta la educación física-. En cada caso, la naturaleza que la actividad presenta al exterior carece relativamente de importancia. Lo que importa de verdad es que su desarrollo proporciona una nueva jerarquía social donde antes no existía ninguna. Dentro de ella se desenvuelve rápidamente toda una gama de reglas y procedimientos, se forman comités y -lo que es más importante- emergen jefes. Un campeón de cría de canarios o de gimnasia no tendría, con toda probabilidad, la menor oportunidad de saborear los excitantes frutos de la dominación si no fuera por su intervención en su especializado subgrupo.
De esta manera, el aspirante a jefe puede luchar contra el deprimente y pesado velo social que cae sobre él mientras pugna por encumbrarse en su masiva supertribu. La gran mayoría de todos los deportes, pasatiempos y "buenas obras" tienen como función básica no sus objetivos específicamente declarados, sino el objetivo, mucho más fundamental, de seguir al jefe y, si es posible, derrotarle. No obstante, esto es una descripción, no una crítica. De hecho, la situación sería mucho más grave si no existiese esta multitud de inofensivos subgrupos o pseudotribus. Canalizan gran parte del anhelo de ascenso social, que, de otra manera, podría causar considerables estragos.
He dicho que la naturaleza de estas actividades no tiene gran importancia, pero es curioso, no obstante, observar cuántos deportes y pasatiempos contienen un elemento de agresión ritualizada que rebasa con mucho el carácter de simple competición. Por poner un ejemplo, el acto de "despuntar" es, en su origen, un modelo típicamente agresivo de coordinación. Reaparece, convenientemente transformado, en toda una serie de pasatiempos, entre los que se cuentan los bolos, el billar, los dardos, el tenis de mesa, el croquet, el tiro con arco, el baloncesto, el cricket, el tenis, el fútbol, el hockey, el polo, la pesca submarina... Abunda en los juguetes infantiles. Con un disfraz ligeramente más acusado, justifica buena parte del atractivo de la afición a la fotografía: "disparamos" la cámara, "capturamos" en el celuloide, y nuestras cámaras = pistolas, rollos de película = balas, cámaras con lentes telescópicas = rifles y cámaras tomavistas = ametralladoras. Sin embargo, aunque estas ecuaciones simbólicas pueden ser útiles, no son en absoluto esenciales en la búsqueda de la "dominación de pasatiempo". El coleccionar cajas de cerillas servirá casi exactamente igual, supuesto, naturalmente, que pueda usted establecer contacto con rivales adecuados, similarmente preocupados, cuyas colecciones de cajas de cerillas puede usted entonces tratar de dominar.
La erección de subgrupos especialistas no es la única solución al dilema del súper status. También existen pseudotribus geográficamente localizadas. Cada pueblo, ciudad y provincia existente dentro de una supertribu desarrolla su propia jerarquía regional, suministrando nuevos sustitutos de la frustrada jefatura supertribal.
A una escala aun menor, cada individuo tiene su propio "círculo social" de relaciones personales. La lista de nombres no comerciales de su agenda proporciona una buena indicación de la extensión de esta clase de pseudotribu. Esto es particularmente importante porque, como en una verdadera tribu, todos sus miembros le son personalmente conocidos. A diferencia de una verdadera tribu, sin embargo, no todos los miembros se conocen entre sí. Los grupos sociales se superponen y entrecruzan unos con otros en compleja red. No obstante, para cada individuo, su pseudotribu social constituye una esfera más en la que puede afirmarse a sí mismo y expresar su jefatura.
Otro importante modelo supertribal que ha contribuido a escindir el grupo sin destruirlo ha sido el sistema de clases sociales. Desde los tiempos de las más antiguas civilizaciones, han existido básicamente en la misma forma: una clase superior o gobernante, una clase media que comprende a los mercaderes y especialistas, y una clase baja de campesinos y jornaleros. Al dilatarse los grupos han aparecido subdivisiones y han variado los detalles, pero el principio ha permanecido idéntico.
El reconocimiento de las distintas clases ha hecho posible que los miembros de las situadas por debajo de la más alta se esfuercen por alcanzar un status de dominación más realista en su particular nivel de clase. Pertenecer a una clase es mucho más que una simple cuestión de dinero. Un hombre situado en la cúspide de su clase social puede ganar más que un hombre situado en el fondo de la clase inmediatamente superior. Los beneficios derivados de ser dominante en su propio nivel pueden ser tales que no sienta el menor deseo de abandonar su tribu de clase. Superposiciones de este tipo indican cuan fuertemente tribales pueden llegar a ser las clases.
El sistema de las tribus de clase de fraccionar la supertribu ha sufrido, sin embargo, graves reveses en los años recientes. Al ir adquiriendo las supertribus proporciones aun mayores y hacerse cada vez más complejas las tecnologías, fue preciso elevar el nivel de educación de las masas para mantenerse a la altura de la situación. La educación, combinada con las mejoras en los medios de comunicación y, especialmente, las presiones de la publicidad masiva, condujo a un considerable resquebrajamiento de las barreras de clase. La satisfacción de "conocer su propio puesto" en la vida fue remplazada por las excitantes y cada vez más reales posibilidades de rebasar ese puesto. Ello no obstante, el viejo sistema de tribus de clase continuó luchando y todavía sigue haciéndolo. En la actualidad, podemos distinguir los signos exteriores de esta batalla en curso en la celeridad cada vez mayor de los ciclos de la moda. Nuevos estilos de vestidos, mobiliario, música y arte se remplazan unos a otros cada vez con mayor rapidez. Se ha sugerido frecuentemente que esto es consecuencia de presiones e intereses comerciales, pero sería igual de fácil -más fácil, en realidad- seguir vendiendo nuevas variaciones de los viejos temas que introducir temas nuevos. Sin embargo, existe una demanda continua de nuevos temas, debido a la rapidez con que los viejos se difunden por todo el sistema social. Cuanto más rápidamente alcancen los estratos inferiores, más pronto deben ser remplazados en la cumbre por algo nuevo y exclusivo. La Historia nunca ha presenciado una tan increíble y vertiginosa sucesión de estilos y gustos. El resultado, por supuesto, es una importante pérdida de la fisonomía pseudotribal suministrada por el viejo y rígido sistema de clases sociales.
En sustitución, hasta cierto punto, de esta pérdida, existe un nuevo sistema de fraccionamiento supertribal que se ha desarrollado recientemente. Están surgiendo las clases de edad. Se ha abierto un abismo, que va ensanchándose, entre lo que debemos llamar ahora una pseudotribu de jóvenes adultos y una pseudotribu de viejos adultos. La primera posee sus propias costumbres y su propio sistema de dominación, que van diferenciándose cada vez más de los de la segunda. El fenómeno, enteramente nuevo, de poderosos ídolos adolescentes y líderes estudiantiles se ha producido en una nueva e importante división pseudotribal. Los esporádicos intentos por parte de la pseudotribu de adultos viejos para cercar al nuevo grupo han obtenido un éxito muy limitado. La acumulación de honores propios de los adultos viejos sobre las cabezas de líderes adultos jóvenes, o la tolerante aceptación de los extremismos de las modas y estilos de los adultos jóvenes, no han logrado sino conducir a nuevos excesos de rebeldía. (Si, por ejemplo, el consumo de marihuana llega a ser legalizado y obtiene una amplia difusión, será necesario un sustitutivo inmediato, del mismo modo que el alcohol tuvo que ser sustituido por la marihuana.) Cuando estos excesos alcanzan un punto que los adultos viejos no pueden admitir, o que se niegan a imitar, entonces los adultos jóvenes pueden descansar tranquilos por algún tiempo. Haciendo ondear sus nuevas banderas pseudotribales, pueden disfrutar las satisfacciones de su nueva independencia pseudotribal y de su más manejable y reservado sistema de dominación.
La lección que se desprende de todo esto es que la vieja necesidad biológica de la especie humana de una precisa identidad tribal es una poderosa fuerza que no puede ser dominada. En cuanto es invisiblemente reparada con fisura supertribal, aparece otra. Autoridades bien intencionadas hablan alegremente de "esperanzas de una sociedad mundial". Ven con claridad la posibilidad técnica de un desarrollo tal, dadas las maravillas de la comunicación moderna, pero pasan obstinadamente por alto las dificultades biológicas.
¿Un punto de vista pesimista? No. Las perspectivas sólo continuarán siendo sombrías mientras siga sin llegarse a una armonía con las demandas biológicas de la especie. Teóricamente, no existe ninguna buena razón por la que pequeñas agrupaciones, satisfaciendo las exigencias de identidad tribal, no puedan interrelacionarse constructivamente dentro de supertribus florecientes que, a su vez, se relacionen recíproca y constructivamente entre sí para formar una masiva mega tribu mundial. Los fracasos habidos hasta la fecha se han debido, en buena parte, a los intentos de suprimir las diferencias existentes entre los diversos grupos, en vez de encauzarlos a mejorar la naturaleza de estas diferencias convirtiéndolas en formas más fructíferas y pacíficas de interacción social competitiva. Los intentos de convertir al mundo entero en una gran extensión de uniforme monotonía se hallan condenados al desastre. Esto se aplica a todos los niveles, desde el nacional hasta el puramente local. El sentido de identidad social presenta dura lucha cuando se ve amenazado. El hecho de que tenga que luchar por su existencia significa, en el mejor de los casos, un levantamiento social, y, en el peor, derramamiento de sangre. En un capítulo posterior, examinaremos esto con más atención, pero, por el momento, debemos volver a la cuestión del status social y considerarlo a nivel del individuo.
¿Dónde se encuentra exactamente este moderno buscador de status? Primero, tiene sus amigos y relaciones personales. Juntos, forman su pseudotribu social. Segundo, tiene su comunidad local, su pseudotribu regional. Tercero, tiene sus especializaciones: su profesión, oficio o empleo, y sus pasatiempos, aficiones o deportes. Estas componen sus pseudotribus especialistas. Cuarto, tiene los restos de una tribu de clase y una nueva tribu de edad.
Todos estos subgrupos juntos le proporcionan una probabilidad de lograr algún tipo de dominación y de satisfacer su necesidad básica de status mucho mayor que si fuera simplemente una minúscula unidad en una masa homogénea, una hormiga humana arrastrándose por un gigantesco hormiguero supertribal.
Hasta el momento, perfecto; pero existen inconvenientes.
En primer lugar, la dominación conseguida en un subgrupo limitado es también limitada. Puede ser real, pero es sólo una solución parcial. Resulta imposible ignorar el hecho de que existen en derredor cosas mayores. Ser un pez grande en un estanque pequeño no puede suprimir los sueños de un estanque más grande. En el pasado, esto no era problema, porque el rígido sistema de clases, implacablemente aplicado, mantenía a cada uno en su "lugar". Esto tal vez fuera muy ordenado, pero podía conducir con demasiada facilidad a un estancamiento supertribal. Individuos de poco talento conseguían medrar, pero muchos de los que poseían grandes cualidades quedaban postergados, desperdiciando sus energías en objetivos estrictamente limitados. Era posible que un genio potencial de la clase baja tuviera menos posibilidades de éxito que un completo imbécil de la clase alta.
La rígida estructura de clases tenía su valor como instrumento de escisión en grupos, pero era un sistema grotescamente despilfarrador, y no ha de sorprender que haya terminado sucumbiendo. Su fantasma continúa marchando, pero en la actualidad ha sido sustituido en gran parte por una meritocracia mucho más eficaz, en la que cada individuo es teóricamente capaz de hallar su nivel óptimo. Una vez allí, puede consolidar su identidad tribal por medio de las diversas agrupaciones pseudotribales.
Este sistema meritocrático presenta unas características excitantes, pero hay en él otro aspecto que considerar. La excitación va acompañada de tensión. Característica esencial de la meritocracia es que, aunque evita la pérdida de talentos, abre también una clara vía desde la zona más baja hasta la cúspide misma de la enorme comunidad supertribal. Si cualquier niño puede, por sus méritos personales, acabar convirtiéndose en el más grande de los dirigentes, entonces por cada uno que triunfe en el empeño habrá gran número de fracasos. Estos fracasos no pueden ya ser atribuidos a las fuerzas externas del perverso sistema de clases. Quienes los padecen deben atribuirlos a su verdadero origen, sus propios defectos personales.
Parece, por tanto, que toda supertribu de grandes dimensiones, vigorosa y progresiva, debe contener inevitablemente una elevada proporción de frustrados aspirantes a un status superior. La muda satisfacción de una sociedad rígida y estancada es sustituida por las febriles ansias e inquietudes de una sociedad móvil y en desarrollo. ¿Cómo reacciona ante esta situación el forcejeante aspirante a un status? La respuesta es que, si no puede llegar a la cumbre, hace cuanto puede para crear la ilusión de ser menos subordinado de lo que es. Para comprender esto, será de utilidad a este respecto echar un vistazo al mundo de los insectos.
Muchas clases de insectos son venenosos, y los animales mayores aprenden a no comerlos. A estos insectos les interesa mostrar una bandera de advertencia de alguna especie. La avispa típica, por ejemplo, ostenta en su cuerpo unas visibles franjas negras y amarillas. Esto es tan manifiesto que a un animal de presa le resulta fácil recordarlo. Después de unas experiencias infortunadas, aprende rápidamente a rehuir a los insectos que exhiben este dibujo. Otras especies venenosas de insectos, no relacionadas con ellas, pueden ostentar también un dibujo similar. Se convierten en miembros de lo que se ha denominado un "club de advertencia".
Para nosotros, lo que importa en el presente contexto es que algunas especies inofensivas de insectos se han aprovechado de este sistema desarrollando dibujos y colores similares a los de los miembros venenosos del "club de advertencia". Ciertas moscas inocuas, por ejemplo, ostentan en sus cuerpos franjas negras y amarillas que imitan el dibujo y el colorido de las avispas. Convirtiéndose en falsos miembros del "club de advertencia", obtienen los beneficios sin tener que poseer ningún auténtico veneno.
Los animales agresores no se atreven a atacarlos, aun cuando, en realidad, constituirían un sabroso alimento.
Podemos utilizar este ejemplo de los insectos como burda analogía para ayudarnos a comprender lo que le ha sucedido al aspirante humano a un status. Todo lo que tenemos que hacer es sustituir la posesión de veneno por la posesión de dominio. Los individuos verdaderamente dominantes manifiestan su status superior de muchas maneras visibles. Agitarán sus banderas de dominación bajo la forma de los vestidos que llevan, las casas en que viven, el modo en que viajan, hablan, se divierten y comen. Llevando las insignias sociales del "club de dominación", ponen inmediatamente en evidencia su status superior, tanto a sus subordinados como entre ellos mismos, de modo que no necesitan reafirmar constantemente su dominación de una forma más directa. Al igual que los insectos venenosos, no necesitan estar "picando" continuamente a sus enemigos; les basta con agitar la bandera que indica que podrían hacerlo si quisieran.
De ahí se sigue, lógicamente, que los subordinados inofensivos pueden unirse al "club de dominación" y disfrutar de sus beneficios con sólo exhibir las mismas banderas. Si, como las moscas negras y amarillas, pueden imitar a las avispas negras y amarillas, pueden, al menos, crear la ilusión de dominación.
El mimetismo de dominación se ha convertido, de hecho, en una considerable preocupación de los aspirantes supertribales a un status, y es importante examinarlo con más atención. Ante todo, es esencial trazar una clara distinción entre un símbolo de status y una mímica de dominación. Un símbolo de status es un signo exterior del verdadero nivel de dominación que uno ha alcanzado. Una mímica de dominación es un signo exterior del nivel de dominación que a uno le gustaría alcanzar, pero al que aún no ha llegado. En términos de objetos materiales, un símbolo de status es algo de que uno dispone; una mímica de dominación es algo de que uno no dispone por completo, pero que, sin embargo, puede adquirir. Por tanto, las mímicas de dominación implican con frecuencia importantes sacrificios en otras direcciones, mientras que esto no ocurre con los símbolos de status.
Es evidente que las sociedades primitivas, con sus estructuras de clase más rígidas, no dieron tanta extensión al mimetismo de dominación. Como ya he señalado, las gentes estaban mucho más satisfechas con "conocer su puesto". Pero el impulso ascensional es una fuerza poderosa, y siempre hubo excepciones, por rígida que fuese la estructura de clases. Los individuos dominantes, al ver su posición amenazada por la imitación, reaccionaron duramente. Introdujeron estrictas regulaciones, e incluso leyes, para reprimir el mimetismo.
Las diversas reglas sobre la indumentaria constituyen un buen ejemplo. En Inglaterra, la ley del Parlamento de Westminster de 1363 tenía como objeto principal regular el modo de vestir de las diferentes clases sociales, tan importante había llegado a ser esta cuestión. En la Alemania del Renacimiento, una mujer que vistiera ropas pertenecientes a una clase superior a la suya se exponía a tener que llevar en torno al cuello una pesada argolla de madera. En la India se dictaron estrictas reglas que relacionaban la forma en que uno plegaba su turbante con su casta particular. En la Inglaterra de Enrique VIII, no se permitía llevar sombreros de terciopelo ni cadenas de oro a ninguna mujer cuyo marido no pudiera mantener un caballo veloz para el servicio del rey. En América, en la Nueva Inglaterra de los primeros tiempos, se prohibía a una mujer llevar un chal de seda a menos que su marido poseyera bienes por valor de mil dólares. Los ejemplos son innumerables.
En la actualidad, con el derrumbamiento de la estructura de clases, estas leyes han sido muy restringidas. Se limitan ahora a unas cuantas categorías especiales, tales como medallas, títulos e insignias, cuyo uso todavía es ilegal, o, al menos, socialmente inaceptable, sin el apropiado status. En general, sin embargo, el individuo dominante está mucho menos protegido contra las prácticas de mimetismo de dominación de lo que lo estuvo en otro tiempo.
Ha reaccionado con ingenio y habilidad. Aceptando el hecho de que los individuos de status inferior están decididos a copiarle, ha respondido haciendo accesibles imitaciones baratas y producidas en masa de los objetos demostrativos de un status superior. El cebo es tentador y ha sido ávidamente tragado. Un ejemplo explicará cómo funciona la trampa.
La esposa de status elevado lleva un collar de diamantes. La de status bajo lleva un collar de cuentas. Los dos collares están bien hechos; las cuentas, aunque baratas, son alegres y atractivas, y no pretenden ser más que lo que son. Desgraciadamente, poseen un bajo valor de status, y la esposa de status inferior quiere algo más. No existe ninguna ley ni ningún edicto social que le impida llevar un collar de diamantes. Trabajando duramente, ahorrando hasta el último céntimo y, por fin, gastando más de lo que puede permitirse, tal vez llegue a poder adquirir un collar de diamantes pequeños, pero auténticos. Si da este paso, adornando su cuello con un remedo de dominación, empieza a convertirse en una amenaza para la esposa de status elevado. La diferencia existente entre sus respectivos status se vuelve difusa. Por consiguiente, el marido de status elevado lanza al mercado collares de grandes diamantes falsos. Son baratos y superficialmente tan atractivos que la esposa de bajo status abandona su lucha por los diamantes auténticos y se decide en su lugar por los falsos. La trampa ha funcionado. Se ha impedido el mimetismo de dominación.
Esto no se manifiesta en la superficie. La mujer de bajo status, al lucir su llamativo collar falso parece estar imitando a su rival dominante, pero esto es una ilusión. La cuestión radica en que el collar falso es demasiado bueno para ser verdadero, si se le considera con relación a la forma general de vida de la mujer que lo lleva. No engaña a nadie, y, por consiguiente, no sirve para elevar su status.
Resulta sorprendente que el truco dé tan buenos resultados y con tanta frecuencia, pero así es. Ha penetrado en muchas esferas de la vida y ello no ha dejado de producir repercusiones. Ha destruido gran parte del arte y la artesanía propios del bajo status. El arte popular ha sido remplazado por reproducciones baratas de los grandes maestros; la música popular ha sido sustituida por el disco de gramófono; la artesanía aldeana ha sido sustituida por imitaciones en plástico, fabricadas en masa, de artículos más costosos.
Se han formado rápidamente sociedades folklóricas para deplorar e invertir este rumbo, pero el daño ya está hecho. En el mejor de los casos, lo único que pueden conseguir es actuar como taxidermistas de la cultura popular. Una vez iniciada la carrera del status desde los estratos inferiores hasta los superiores de la sociedad, no había ya posibilidad de retroceso. Si, como he sugerido antes, la sociedad se rebela una y otra vez contra la triste uniformidad de esta "nueva monotonía", entonces lo hará dando nacimiento a nuevos modelos culturales, más que apuntalando los viejos y ya muertos.
Sin embargo, para el verdaderamente serio escalador de status no existe rebelión. Y los objetos de imitación le suministran una respuesta satisfactoria. Los ve como lo que son, un astuto medio para desviar sus afanes, una simple versión de fantasía del verdadero mimetismo de dominación. Para él, la mímica de dominación debe componerse de artículos auténticos, y tiene que ir siempre un paso más lejos de lo que puede permitirse al comprarlos, con el fin de dar la impresión de que es ligeramente más dominante socialmente de lo que en verdad es. Sólo entonces tiene una probabilidad de conseguir su objetivo.
Para mayor seguridad, tiende a concentrarse en zonas en las que no existen imitaciones baratas. Si puede costearse un automóvil pequeño, se compra uno de tamaño mediano; si puede costearse uno mediano, se compra uno grande; si puede costearse sólo uno grande, se compra, además, otro pequeño; si los automóviles grandes llegan a hacerse demasiado corrientes, compra un coche deportivo extranjero, pequeño pero muy caro; si se ponen de moda las luces traseras grandes, se compra el último modelo con unas más grandes aún, "para que la gente de atrás sepa que él está delante", como tan sucintamente lo expresan los anunciantes. Lo único que no hace es comprarse una fila de "Rolls-Royce" de cartón de tamaño natural y exhibirlos a la puerta de su garaje. En el mundo del fanático escalador de status no hay diamantes falsos.
Los automóviles constituyen un ejemplo importante por el carácter público que tienen, pero el ardiente luchador por el status no puede detenerse ahí. Debe extenderse a sí mismo y a su cuenta bancaria en todas direcciones, si ha de presentar una imagen convincente ante sus rivales de status superior.
Por desgracia, las extravagantes gafas del incansable buscador de status adquieren tanta importancia que aparentan ser más de lo que son. Después de todo, sólo son mímicas de dominación, no verdadera dominación. La verdadera dominación, el verdadero status social, está relacionado con la posesión de poder e influencia sobre los subordinados supertribales, no con la posesión de un segundo receptor de televisión en color. Naturalmente, si usted puede permitirse fácilmente un segundo receptor de televisión en color, entonces éste es un reflejo natural de su status y funciona como verdadero símbolo de status. Un segundo receptor de televisión en color, cuando usted sólo puede costearse el primero, es ya otra cuestión. Puede contribuir a producir en los miembros del nivel social superior al suyo la impresión de que está usted pronto para unirse a ellos, pero de ninguna manera garantiza que vaya a hacerlo. Todos sus rivales, en su mismo nivel, estarán instalando afanosamente su segundo receptor de televisión en color con la misma intención, pero es ley fundamental de la jerarquía que sólo unos pocos de su nivel podrán ascender al siguiente. Ellos, los afortunados, pueden justificadamente, colgar guirnaldas en torno a sus segundos receptores de televisión en color. Sus mímicas de dominación han surtido efecto. Todos los demás, los fracasados en la conquista de poder, deben quedarse rodeados del costoso amontonamiento de mímicas de dominación que, de súbito, se han revelado como lo que son: ilusiones de grandeza. La comprobación de que, aunque constituyen valiosas ayudas para lograr ascender por la escala de dominación, no lo garantizan realmente, es una píldora muy amarga de tragar.
Los daños causados por el exagerado empeño de mimetismo de dominación pueden ser enormes.
No sólo conduce a una situación de deprimente desilusión para los buscadores de status menos afortunados, sino que exige también grandes esfuerzos por parte de los miembros de la supertribu, hasta el punto de que no les queda mucho tiempo ni muchas energías para otras cosas.
El buscador macho de status que se entrega a un exceso de mimetismo de dominación es impulsado con frecuencia a descuidar a su familia. Esto fuerza a su cónyuge a asumir en el hogar el papel masculino parental. Semejante paso lleva consigo una atmósfera psicológicamente perniciosa para los niños, que pueden fácilmente torcer sus propias identidades sexuales cuando llegan a la madurez. Lo único que el niño verá es que su padre ha perdido su función directora dentro de la familia. El hecho de que la haya sacrificado para luchar por la dominación exterior, en la esfera, más amplia, de la supertribu, significará poco o nada en la mente del niño. Será sorprendente que llegue a madurar con un equilibrado estado de salud mental. Incluso el niño mayor, que comprende la carrera supertribal por el status y alardea de los logros de su padre en este terreno, los considerará muy pequeña compensación por la ausencia de una activa influencia paterna. Pese a su creciente status en el mundo exterior, el padre puede convertirse fácilmente en motivo de chanza familiar.
Esto es muy desconcertante para nuestro esforzado miembro de supertribu. Ha obedecido todas las reglas, pero algo ha marchado mal. Las exigencias que el súper status plantea en el zoo humano son realmente crueles. O fracasa y queda desilusionado, o triunfa y pierde el control de su familia. Peor aún, puede trabajar tan duramente que pierda el control de su familia y también fracase.
Esto nos lleva a considerar otra forma distinta y más violenta en que ciertos miembros de la supertribu pueden reaccionar ante las frustraciones de la lucha por la dominación. Los estudiosos de la conducta animal la denominan una redirección de la agresión. En el mejor de los casos es un fenómeno desagradable; en el peor, es literalmente letal. Puede observarse con claridad cuando se enfrentan dos animales rivales. Cada uno de ellos quiere atacar al otro, y cada uno de ellos teme hacerlo. Si la despertada agresión no puede encontrar una vía de escape contra el intimidante antagonista que la causó, entonces encontrará expresión en otra parte. Se busca una víctima propiciatoria, un individuo más pacífico y menos intimidante, y la ira reprimida es desfogada en esa dirección. No ha hecho nada para justificarlo. Su único delito era ser más débil y menos intimidante que el oponente primitivo.
En la carrera por el status, suele ocurrir que un subordinado no se atreve a expresar abiertamente su ira hacia un dominante. Se hallan en juego demasiadas cosas. Tiene que redirigirla hacia otra parte.
Puede incidir sobre sus desventurados hijos, su esposa o su perro. En otros tiempos, también sufrían los ijares de su caballo; hoy es la caja de cambios de su automóvil. Tal vez posea el lujo de subordinados propios a los que pueda fustigar con su lengua. Si tiene inhibiciones en todas estas direcciones, siempre queda una persona: él mismo. Puede provocarse úlceras a sí mismo.
En casos extremos, cuando todo parece desesperado, puede llevar al máximo su autoinfligida agresión: puede suicidarse. (Se conocen casos de animales de zoo que se han inferido graves mutilaciones a sí mismos, mordiéndose la carne hasta el mismo hueso, cuando no podían alcanzar a sus enemigos a través de los barrotes, pero el suicidio parece ser una actividad exclusivamente humana.) Se han expresado numerosas y muy diversas opiniones respecto a las verdaderas causas del suicidio, pero nadie niega que la agresión redirigida constituya un factor importante. Un investigador ha llegado hasta el punto de manifestar: "Nadie se mata a sí mismo, a menos que quiera también matar a otros, o a menos que desee que otra persona muera”. Esto quizás es desorbitar ligeramente la cuestión. El hombre que se suicida a causa del dolor de una enfermedad incurable, difícilmente encaja en esta categoría. Sería fantástico sugerir que desea matar al médico que no ha conseguido curarle. Lo que desea es liberarse del dolor. Pero la redirección de la agresión parece dar una explicación para un gran número de casos. He aquí algunos de los hechos que apoyan esta idea.
En las grandes ciudades existe una proporción de suicidios mayor que en las zonas rurales. En otras palabras, allá donde es más violenta la carrera por el status, más elevada es la proporción de suicidios. Se cometen más suicidios masculinos que femeninos, pero las hembras están acortando distancias rápidamente. En otras palabras, el sexo que más empeñado se halla en la carrera por el status ostenta el más alto nivel de suicidio, y ahora que las hembras van emancipándose cada vez más y uniéndose progresivamente a la carrera, están compartiendo tales peligros. Hay un nivel más elevado de suicidios durante las épocas de crisis económica. En otras palabras, cuando la carrera por el status encuentra dificultades en la cúspide, existe un incremento de agresión redirigida en la zona inferior de la jerarquía, con resultados desastrosos.
La proporción de suicidios es menor en tiempos de guerra. Las curvas de suicidios del presente siglo muestran dos grandes declives durante los períodos de las dos guerras mundiales. En otras palabras, ¿por qué matarse uno mismo, si puede matar a otra persona? Las inhibiciones existentes sobre el hecho de matar a las personas que dominan y frustran el suicidio potencial, son las que le fuerzan a redirigir su violencia. Tiene la opción de matar a una víctima propiciatoria menos intimidante, o a sí mismo. En tiempo de paz, las inhibiciones respecto al homicidio le hacen volverse con frecuencia contra sí mismo, pero en tiempo de guerra recibe la orden de matar, y el número de suicidios decrece.
Existe una estrecha relación entre suicidio y homicidio. Hasta cierto punto, son dos caras de la misma moneda. Los países con un elevado número de homicidios tienden a tener una baja proporción de suicidios, y viceversa. Es como si hubiera una determinada cantidad de intensa agresión a liberar, y si no adopta una forma adoptará la otra. La dirección que siga dependerá de las inhibiciones que existan en una determinada comunidad sobre la perpetración de homicidio. Si las inhibiciones son débiles, la proporción de suicidios disminuye. La situación es semejante a la existente en tiempo de guerra, ocasión en que las inhibiciones que frenan el homicidio eran activa y deliberadamente reducidas.
En conjunto, sin embargo, nuestras modernas supertribus tienen inhibiciones notablemente intensas en lo que se refiere a actos de homicidio. Para la mayoría de nosotros, que nunca hemos tenido que echar al aire la moneda homicidio-suicidio, es difícil apreciar el conflicto, aunque parece biológicamente más antinatural matarse uno mismo que matar a otra persona. A pesar de ello, las cifras siguen la dirección contraria. En Gran Bretaña, durante los últimos tiempos, las cifras anuales de suicidios han rondado la raya de los 5.000, mientras que los homicidios anuales (descubiertos) se han mantenido por debajo de los 200.
Y, lo que es más, si observamos estos homicidios encontramos algo inesperado. La mayoría de nosotros adquirimos nuestras ideas sobre el homicidio de los artículos periodísticos y las novelas policíacas, pero los periódicos y los novelistas tienden a centrar su atención en los homicidios que más pueden hacer subir las cifras de venta de publicaciones y libros. En realidad, la forma más común de homicidio es un vulgar y sórdido asunto familiar en el que la víctima es un pariente próximo. En Gran Bretaña hubo en 1967, 172 homicidios, 81 de los cuales eran de este tipo. Además, en 51 casos el homicida remató su acción suicidándose. Muchos de estos últimos casos pertenecen a la especie en que un hombre, impulsado a volver contra sí mismo su frustrada agresión, mata primero a sus seres queridos y, luego, se mata él.
Parece, a menudo, que no puede soportar el dejarles que sufran a consecuencia de los desastrosos actos que él realiza. Los estudiosos del homicidio han descubierto que un interesante cambio puede sobrevenir entonces en el homicida. Si no ejecuta su propósito, añadiendo rápidamente su cadáver a los demás, es probable que experimente un alivio tan enorme de la tensión que ya no desee matarse a sí mismo. La sociedad le dominó y le frustró hasta el punto en que estuvo presto a disponer de su propia vida, pero ahora la matanza de su familia consuma tan eficazmente su venganza sobre la sociedad que su depresión desaparece y se siente liberado. Esto le deja en una situación difícil. Está rodeado de cadáveres, con todas las señales de que ha cometido un homicidio múltiple, cuando, en realidad, aquello sólo fue parte de un desesperado suicidio. Tales son los extremos de pesadilla a que puede llegar la agresión redirigida.
Por fortuna, la mayoría de nosotros no llegamos a tales extremos. Lo único que experimentan nuestras familias es nuestra llegada a casa de mal humor. Muchos miembros de supertribus pueden encontrar una vía de escape contemplando cómo otras personas matan a "los malos" en la televisión o en el cine. Es significativo que en comunidades fuertemente subordinadas o reprimidas, las salas de cine locales exhiben una cantidad extraordinariamente elevada de películas de violencia. De hecho, puede afirmarse que las emociones de la violencia de ficción exhibida en las pantallas tienen un atractivo que es directamente proporcional al grado de frustración en la dominación que se experimenta en la vida real.
Dado que todas las grandes supertribus, por su mismo tamaño, implican una extensa frustración de dominación, está ampliamente difundido el predominio de la violencia de ficción. Para demostrarlo, basta comparar las ventas internacionales de libros especializados en relatos violentos con las de otros autores.
En una reciente estadística de las obras más vendidas de todos los tiempos en el género de ficción, el nombre de un autor especializado en violencias extremas aparecía siete veces entre los veinte primeros, con un total de treinta y cuatro millones de ejemplares vendidos. El cuadro es muy semejante en el mundo de la televisión. Un detallado análisis de los programas emitidos en la zona de Nueva York en 1954 reveló que hubo nada menos que 6.800 incidentes agresivos en una sola semana.
Es evidente que existe un poderoso impulso a contemplar a otras personas sometidas a las formas más extremas de dominación. Es cuestión ardientemente debatida la de si esto actúa como valiosa e inofensiva válvula de escape para la agresión reprimida. Al igual que ocurre con el mimetismo de dominación, la causa de la contemplación de la violencia es evidente, pero su valor es dudoso. La lectura o la contemplación de un acto de persecución no altera la situación real en que se desenvuelve la vida del lector o el espectador. Tal vez disfrute con la ficción mientras está absorto en ella, pero cuando ha terminado y emerge de nuevo a la fría luz de la realidad, sigue estando tan dominado como antes. Por tanto, el alivio de la tensión es sólo temporal, como cuando uno se rasca la picadura de un insecto. Lo que es más, rascarse una picadura es probable que aumente la inflamación. La repetición de lecturas o espectáculos violentos de ficción tiende a intensificar la preocupación por todo el fenómeno de la violencia.
Lo mejor que puede decirse en favor de esto es que, mientras se desarrollan, el público no está realizando actos de violencia.
El acto de redirigir la agresión ha sido denominado frecuentemente como el fenómeno de "... y el botones le dio una patada al gato". Esto implica que sólo los miembros inferiores de una jerarquía volverán contra un animal su ira reprimida. Desgraciadamente para los animales, esto no es cierto, y las sociedades protectoras de los mismos poseen cifras que lo demuestran. La crueldad hacia los animales ha constituido, desde las civilizaciones más antiguas hasta la actualidad, una importante válvula de escape para la agresión redirigida, no limitada, ciertamente, a los niveles más bajos de la jerarquía social. Es innegable que, desde las matanzas en los anfiteatros romanos, hasta el hostigamiento de osos en la Edad Media y las corridas de toros en los tiempos modernos, la composición de dolor y muerte a los animales ha ejercido una masiva atracción en los miembros de las comunidades supertribales. Verdad es que desde que nuestros primitivos antepasados practicaron la caza como método de supervivencia, el hombre ha causado siempre dolor y muerte a otras especies animales, pero en los tiempos prehistóricos los motivos eran diferentes. En sentido estricto, entonces no había crueldad, siendo la definición de la crueldad "deleitarse en el dolor ajeno".
En tiempos supertribales, hemos matado animales por cuatro razones: para obtener alimento, vestido y otros materiales; para exterminar plagas y parásitos; para fomentar el desarrollo científico, y para experimentar el placer de matar. Compartimos con nuestros primitivos antepasados cazadores la primera y la segunda de estas razones; la tercera y la cuarta son novedades de la condición supertribal. La que aquí nos interesa es la cuarta. Las otras pueden, naturalmente, contener elementos de crueldad, pero no es ésta su característica fundamental.
La historia de la crueldad deliberada hacia otras especies ha seguido un extraño rumbo. El cazador primitivo tenía cierto parentesco con los animales. Los respetaba. Y lo mismo hacían los primitivos pueblos labradores y ganaderos. Pero en el momento en que comenzaron a desarrollarse las poblaciones urbanas, grandes grupos de seres humanos dejaron de tener contacto directo con los animales, y se perdió el respeto. Al crecer las civilizaciones, fue aumentando también la arrogancia del hombre. Cerró los ojos al hecho de que él tenía la misma naturaleza que cualquier otra especie. Se abrió un gran abismo. Él tenía un alma, y los animales no. No eran más que bestias irracionales puestas sobre la Tierra para su servicio. Los animales comenzaron a verse en difíciles trances. No es preciso que entremos en detalles, pero hay que hacer notar que todavía a mediados del siglo XIX el papa Pío IX denegó la autorización para la apertura en Roma de un centro de protección de animales, sobre la base de que el hombre tenía deberes para con su semejante, pero no para con los animales. A finales del mismo siglo, un autor jesuita escribió: "Las bestias, por carecer de inteligencia y, por consiguiente, no siendo personas, no pueden tener derechos de ninguna clase... No tenemos, pues, deberes de caridad ni deberes de ningún otro tipo hacia los animales inferiores, como no los tenemos tampoco hacia los árboles y las piedras."
Muchos cristianos estaban comenzando a albergar dudas respecto a esta actitud, pero, hasta que la teoría de la evolución, de Darwin, empezó a ejercer su extraordinario influjo en el pensamiento humano, no volvieron a aproximarse los hombres y los animales. El retorno a la aceptación de la afinidad del hombre con los animales, que tan natural había sido para los primitivos cazadores, condujo a una segunda Era de respeto. Como consecuencia, nuestra actitud hacia la crueldad deliberada con los animales ha estado cambiando rápidamente durante los últimos cien años; pero, pese a la cada vez más intensa desaprobación, el fenómeno continúa, en gran medida, presente entre nosotros. Las manifestaciones públicas son raras, pero las brutalidades privadas persisten. Tal vez respetemos hoy a los animales, pero todavía son nuestros subordinados, y, como tales, son objetos altamente vulnerables para la descarga de la agresión redirigida.
Después de los animales, los niños son los subordinados más vulnerables y, a pesar de que en este terreno las inhibiciones son más intensas, se llevan sometidos también a una gran cantidad de violencia redirigida. La depravación con que animales, niños y otros subordinados desvalidos son objeto de persecución, constituye una medida del peso ejercido por las presiones de dominación sobre los perseguidores.
Incluso en la guerra, en la que se enaltece el acto de matar, puede verse funcionar este mecanismo. Los sargentos y otros suboficiales dominan frecuentemente a sus hombres con extrema crueldad, no sólo para imponer disciplina, sino también para suscitar odio, con la intención deliberada de que este odio se redirija en el combate contra el enemigo.
Volviendo la vista hacia atrás, podemos ver ahora los efectos producidos por la carga, artificialmente pesada, de la dominación ejercida desde arriba, que constituye una inevitable característica de la condición supertribal. Para el animal humano, que sólo hace unos cuantos miles de años era un simple cazador tribal, la anormalidad de la situación ha producido módulos de conducta que, para los niveles animales, son también anormales: la exagerada preocupación por el mimetismo de dominación, la excitación de contemplar actos de violencia, la crueldad deliberada hacia animales, niños y otros subordinados extremos, los actos de homicidio y, si todo lo demás fracasa, los actos de autocrueldad y autodestrucción. Nuestro miembro de supertribu, descuidando a su familia para ascender un peldaño más por la escala social, recreándose en las brutalidades de sus libros y sus películas, dando patadas a sus perros, pegando a sus hijos, persiguiendo a sus subordinados, torturando a sus víctimas, matando a sus enemigos, causándose a sí mismo enfermedades por exceso de tensión y volándose la tapa de los sesos, no es un espectáculo agradable. Ha alardeado con frecuencia de su carácter único en el mundo animal, y en este aspecto lo es.
Es verdad que otras especies se entregan también a intensas luchas por alcanzar un status y que el logro de una situación de dominio es, con frecuencia, un elemento que absorbe por completo el tiempo de sus vidas sociales. En sus hábitats naturales, sin embargo, los animales salvajes nunca llevan semejante conducta hasta los límites extremos observables en la moderna condición humana. Como he dicho antes, sólo en las reducidas moradas de las jaulas de zoo encontramos algo que se aproxime al estado humano. Si, en cautividad, es reunido un grupo de animales demasiado numeroso para la especie de que se trate y es instalado luego con demasiadas apreturas en el inadecuado medio ambiente de unas jaulas, es seguro que se producirán graves incidentes. Tendrán lugar persecuciones, mutilaciones y muertes. Aparecerán neurosis. Pero ni siquiera el director de zoo menos experto pensaría jamás en apiñar y amontonar un grupo de animales en el grado en que el hombre se ha apiñado y amontonado a sí mismo en sus modernas ciudades. Ese nivel de anormal agrupación, predeciría sin dudarlo el director, causaría una fragmentación y colapso completos del módulo social normal de la especie animal afectada. Se quedaría asombrado ante la insensatez de sugerir que debía intentar semejante instalación con, por ejemplo, sus monos, sus carnívoros o sus roedores. Sin embargo, la Humanidad hace voluntariamente esto consigo misma; lucha y se esfuerza bajo estas mismas condiciones y consigue sobrevivir. Conforme a todas las reglas, el zoo humano debería ser ya una vociferante casa de locos, en vías de desintegración hacia una completa confusión social. Los cínicos podrían argüir que éste es, en efecto, el caso, pero, evidentemente, no es así. La dirección iniciada hacia una mayor densidad de población, lejos de menguar, está creciendo constantemente en impulso. Las diversas clases de desórdenes de conducta que he descrito en este capítulo son sorprendentes, no tanto por su existencia como por su rareza en relación a las dimensiones de las poblaciones implicadas. Son extraordinariamente pocos los forcejeantes miembros de supertribu que sucumben a las formas extremas de acción que he examinado. Por cada desesperado buscador de status, homicida, suicida, perseguidor, destrozador de su hogar o incubador de úlceras, hay cientos de hombres y mujeres que, no sólo sobreviven, sino que prosperan bajo las extraordinarias condiciones de las multitudes supertribales. Esto, más que ninguna otra cosa, es un testimonio asombroso de la enorme tenacidad, elasticidad e ingenio de nuestra especie.


Capítulo 3
Sexo y Supersexo

Contenido:

  1. Sexo procreador
  2. Sexo de formación de pareja
  3. Sexo de mantenimiento de parejas
  4. Sexo fisiológico
  5. Sexo exploratorio
  6. Sexo recompensador por si mismo
  7. Sexo ocupacional
  8. Sexo tranquilizador
  9. Sexo comercial
  10. Sexo de status

Cuando usted se lleva un pedazo de alimento a la boca, ello no significa necesariamente que tenga hambre. Cuando usted toma un trago, ello no indica necesariamente que tenga sed. En el zoo humano, comer y beber han llegado a cumplir muchas funciones. Usted puede estar mordisqueando cacahuetes para matar el tiempo, o chupando caramelos para calmar sus nervios. Como un degustador de vino, puede usted paladear simplemente el sabor y escupir luego el líquido, o puede echarse al coleto diez pintas de cerveza para ganar una apuesta. En determinadas circunstancias, puede usted estar dispuesto a lo que sea con el fin de mantener su status social.
En ninguno de estos casos es la nutrición del cuerpo el verdadero valor de la actividad. Esta utilización multifuncional de pautas básicas de conducta no es desconocida en el mundo de los animales, pero, en el zoo humano, el ingenioso oportunismo del hombre extiende e intensifica el proceso. En teoría, esto debería redundar a favor de nuestra existencia supertribal. No obstante, pueden surgir inconvenientes si manejamos torpemente el proceso. Si comemos demasiado para apaciguar nuestros nervios, nuestro peso aumenta en exceso y nuestra salud se resiente; si bebemos demasiado de ciertos líquidos, perjudicamos a nuestro hígado o desarrollamos cálculos; si experimentamos demasiado desenfrenadamente con nuevos sabores, se nos produce una indigestión. Estas dificultades nacen porque no acertamos a separar la comida y la bebida no nutritivas de sus fundamentales funciones nutritivas. Nos rebelamos ante la antigua costumbre romana de hacerse cosquillas en la garganta con una pluma de ave para hacer que el estómago vomite el alimento innecesario, y la práctica de no tragar el líquido, que habitualmente realiza el degustador de vino, no es más que una excepción a la regla general. Sin embargo, con las debidas precauciones, podemos permitirnos, en una medida considerable, comidas y bebidas de carácter multifuncional, sin por ello causarnos ningún daño grave.
En lo que al comportamiento sexual se refiere, la situación es semejante, aunque mucho más complicada, y merece ser objeto de atención especial por nuestra parte. En este terreno se ha producido un fracaso aún mayor al tratar de separar las actividades sexuales no reproductoras de sus primarias funciones reproductoras. No obstante, esto no ha impedido al zoo humano convertir el sexo en un multifuncional supersexo, pese al hecho de que los resultados son a veces desastrosos para los animales humanos afectados. El oportunismo del hombre no conoce límites, y es inconcebible que una actividad tan básica y tan profundamente gratificadora haya escapado a la diversificación. De hecho, de todas nuestras actividades, se ha convertido, a pesar de los peligros, en la más funcionalmente elaborada, con nada menos que diez categorías importantes.
Para mayor claridad, será útil que examinemos una a una las diferentes funciones del comportamiento sexual. Es importante comprender desde el principio que, aunque estas funciones son separadas y distintas, y se entrecruzan a veces unas con otras, no son mutuamente excluyentes. Cualquier acto concreto de galanteo o copulación puede cumplir varias funciones al mismo tiempo.
Las diez categorías funcionales son las siguientes:

1. Sexo procreador
No cabe la menor duda de que ésta es la función básica del comportamiento sexual. A veces se ha afirmado que éste es el único papel natural y, por tanto, el único adecuado.
Una cuestión importante que conviene poner aquí de relieve es que cuando una población alcanza una excesiva densidad de individuos, el valor de la función procreadora del sexo se ve considerablemente reducido. Al final, acaba convirtiéndose en un fastidio. En vez de ser un mecanismo fundamental de supervivencia, se trueca en un mecanismo potencial de destrucción. Esto sucede ocasionalmente con especies tales como los lemings y ratones campestres, que, cuando las condiciones son excepcionalmente favorables, se reproducen hasta alcanzar una densidad tal que sus poblaciones hacen explosión caóticamente, con una enorme pérdida de vidas. Esto es también lo que le está sucediendo en la actualidad a la especie humana, y el animal humano tal vez tenga pronto que enfrentarse a la imposición de obtener una licencia de procreación antes de que se le permita engendrar nuevos seres.
No es ésta cuestión que pueda ser tratada superficialmente, y en los últimos años ha suscitado numerosos y agitados debates. Vale la pena contemplar ambos aspectos de la discusión, un ejercicio que ha ido haciéndose cada vez más raro, a medida que los protagonistas se han ido empujando mutuamente hacia posiciones progresivamente más extremas.
La cuestión básica es: ¿nos atrevemos a interferir el proceso procreador? O, como lo enfocaría el otro bando: ¿nos atrevemos a no interferirlo? Las controversias suelen desarrollarse en un plano filosófico, ético o religioso, pero, ¿cómo aparecen cuando las contemplamos biológicamente?
Si un grupo humano se opone a las técnicas eficaces destinadas a limitar la procreación, consigue dos ventajas. En primer lugar, engendrará más rápidamente que los grupos que emplean modernos medios anticoncepcionales. Al aumentar en número, puede esperar eliminar finalmente a los otros. En segundo lugar, garantizará que sus unidades sociales básicas -los grupos familiares- sean fuertes. Una pareja desposada no es sólo una unidad sexual; es también una unidad parental, y, cuanto más parentalmente ocupada esté mayor será su estabilidad.
Estos son argumentos fuertes, pero también lo son los contrarios. Los proponentes de una anticoncepción eficaz pueden poner de relieve que ya no se trata de que un grupo venza a otro. La superpoblación ha pasado a ser un problema de amplitud mundial y debe ser contemplada como tal. En este aspecto, somos una sola y vasta colonia de lemings, y, si la explosión sobreviene, nos afectará a todos.
Por lo que se refiere a la unidad familiar, puede argüirse que la anticoncepción no está creando una situación antinatural, sino, simplemente, creando de nuevo una situación natural. Antes de que existiesen los cuidados médicos, la higiene y otros medios de seguridad de la vida moderna, puede que la unidad familiar haya producido gran número de descendientes, pero también es cierto que una elevada proporción de ellos se perdían. Lo único que, aplicado moderadamente, hace el anticoncepcionismo es anticipar estas pérdidas a un momento anterior a la fertilización del óvulo humano.

2. Sexo de formación de pareja
El animal humano es básica y biológicamente una especie formadora de parejas. Cuando entre dos consortes en potencia se desarrolla una relación emocional, ésta es fomentada y estimulada por las actividades sexuales que comparten. La función formadora de pareja del comportamiento sexual es tan importante para nuestra especie que en ninguna parte, fuera de la fase emparejadora, las actividades sexuales alcanzan semejante intensidad.
Es esta función lo que causa tantos problemas cuando entra en contacto con las diversas formas no reproductoras del sexo. Aunque el sexo procreador consiga ser evitado y la fertilización no tenga lugar, puede, no obstante, comenzar a formarse automáticamente un lazo de pareja allá donde no se pretendía ninguno. A esto se debe el hecho de que cópulas casuales creen con frecuencia tantos problemas.
Si un copulador o copuladora sufrió durante la infancia algún daño en su mecanismo formador de pareja, de tal modo que sea incapaz de "enamorarse", o si existe una transitoria y deliberada supresión del impulso formador de pareja, entonces puede tener éxito una copulación casual y ser disfrutada sin ulteriores repercusiones. Pero se necesitan dos para copular, y la otra parte de este encuentro puede no ser tan afortunada. Si su mecanismo formador de pareja es más activo, puede empezar a formarse un lazo unilateral de pareja como resultado de la intensidad emocional de las acciones sexuales. La consecuencia inevitable de ello es que la sociedad queda plagada de "corazones destrozados" y "amantes abandonados" que, posteriormente, encuentran muy difícil formar un nuevo lazo de pareja con un nuevo compañero.
Sólo cuando el mecanismo de formación de pareja ha sido igualmente dañado o igualmente suprimido en ambos compañeros puede ser realizada una cópula humana casual sin excesivos riesgos.
Aun entonces, existe siempre el peligro de que la fuerza de la respuesta sexual de uno de los partícipes sea tan intensa, para él o para ella, que empiece a reparar el daño previamente causado al mecanismo de enlace o a retirar las inhibiciones que constriñen el impulso de unión.

3. Sexo de mantenimiento de pareja
Cuando se ha formado con éxito un vínculo de pareja, las actividades sexuales continúan funcionando para mantenerlo y reforzarlo. Aunque estas actividades puedan llegar a ser más refinadas y extensas, generalmente se vuelven menos intensas que las de la fase de formación de pareja, debido a que la función formadora de pareja ha dejado ya de actuar.
Esta distinción entre las funciones de formación y de mantenimiento de pareja de la actividad sexual queda claramente ilustrada siempre que los componentes de una pareja que lleva ya largo tiempo establecida se separan uno de otro durante cierto período de tiempo por causa de guerra, negocios o alguna otra exigencia externa. Cuando se reúnen, se produce un típico resurgimiento de intensa actividad sexual durante las primeras noches en que están juntos de nuevo, al paso que recorren un segundo proceso de formación de vínculo.
Existe una aparente contradicción que debe ser resuelta aquí. En algunas culturas, donde el proceso biológico natural de "enamorarse" se ve interferido por matrimonios convenidos o por propaganda antisexual, un par de jóvenes pueden encontrarse a sí mismos recién casados sin haberse producido siquiera los principios de formación de pareja, o con un acceso fuertemente inhibido hacia la actividad copuladora. En casos semejantes, tal vez informen que (si tienen suerte) su conducta sexual adquiere más intensidad en una fase posterior. Para ellos, la fase de mantenimiento de pareja parece, a primera vista, ser más intensa sexualmente que la fase de formación de pareja, invirtiendo aparentemente la correlación que he descrito. Pero no se trata de una verdadera contradicción; se trata, simplemente, de que la auténtica fase de formación de pareja ha sido artificialmente diferida.
No siempre son tan afortunadas estas parejas. Lo que en semejantes casos sucede con frecuencia es que la unidad familiar tiene que depender de presiones sociales externas para mantenerse unida, en vez de confiar en el proceso vinculador interno, más básico y seguro. Si uno de los miembros de un matrimonio permanece biológicamente "desvinculado" en este sentido, existe considerable peligro de que se forme súbitamente un poderoso vínculo o lazo extramarital. La verdadera capacidad de formar pareja yacerá ociosa, por así decirlo, y estará dispuesta a entrar prontamente en acción, causando estragos en el oficialmente reconocido "pseudo-vínculo".
Existe una diferente clase de peligro para los jóvenes que no consiguen basar su matrimonio en la formación de un verdadero vínculo de pareja. Este peligro no es provocado por una propaganda antisexual, sino más bien por un exceso de propaganda pro sexual, que puede conducirlos a suponer que la elevada intensidad de la fase de formación de pareja debe persistir aun después de que la pareja haya quedado plenamente formada. Cuando, inevitablemente, resulta no ser así, imaginan que algo ha marchado mal, cuando lo que en realidad ha ocurrido es, simplemente, que han alcanzado la fase sexual de mantenimiento de pareja. La importancia del sexo reproductivo puede ser exagerada o puede ser empequeñecida, y cualquiera de ambas conductas puede suscitar problemas.
Estas tres primeras categorías -sexo procreador, de formación de pareja y de mantenimiento de pareja- componen las funciones reproductoras primarias del comportamiento sexual humano. Antes de pasar al examen de las funciones no reproductoras, procede hacer un último comentario general. Individuos cuyo mecanismo de constitución de pareja ha sufrido algún deterioro, han encontrado conveniente, en ocasiones, afirmar que no existe en la especie humana nada semejante a un impulso biológico de apareamiento. El "amor romántico", como prefieren llamarlo, es considerado como una reciente y completamente artificial invención de la vida moderna. El hombre, alegan, es fundamentalmente promiscuo, como tantos de sus parientes simios. Los hechos, sin embargo, demuestran lo contrario. Es cierto que en muchas culturas las consideraciones económicas han conducido a una grosera perversión de la pauta de formación de pareja, pero, aun allí donde la interferencia de esta pauta con "pseudo-vínculos" oficialmente diseñados ha sido más rigurosamente reprimida, con penas crueles, siempre ha mostrado señales de reafirmarse. Desde tiempos antiguos, jóvenes amantes, conscientes de que la ley podía arrebatarles nada menos que la vida si eran capturados, se han visto, no obstante, impulsados a arrostrar el riesgo. Tal es el poder de este fundamental mecanismo biológico.

4. Sexo fisiológico
En el macho y la hembra humanos, adultos y sanos, existe una básica exigencia fisiológica de repetida consumación sexual. Sin esa consumación, se origina una tensión fisiológica, y, finalmente, el cuerpo exige un alivio de la misma. Cualquier acto sexual que implique un orgasmo proporciona este alivio al individuo orgásmico. Aun cuando una copulación deje de cumplir cualquiera de las otras nueve funciones del comportamiento sexual, puede, al menos, satisfacer esta básica necesidad fisiológica. Para un macho no apareado o, de cualquier otro modo, sexualmente fracasado, una visita a una prostituta puede cumplir esta función. Una solución más extendida, y a la que se entregan ambos sexos, es la masturbación.
Un reciente estudio realizado en América reveló que el 58 por ciento de hembras y el 92 por ciento de machos de aquella civilización se masturban, hasta llegar al orgasmo, en algún momento de sus vidas.
Debido a que este acto sexual no exige la presencia de un compañero y no puede, por tanto, conducir a la fertilización, se han realizado en diversas épocas intentos puritanos para extirparlo, habiendo surgido a su alrededor toda clase de extrañas supersticiones. La lista de desastres que, se decía, amenazaban al masturbador, incluían: desecación, esterilidad, extenuación, frigidez, paroxismo, palidez, histeria, vértigos, ictericia, deformación corporal, locura, insomnio, agotamiento, granos, dolor, muerte, cáncer, úlceras de estómago, cáncer genital, trastornos digestivos, jaquecas, apendicitis, fallos cardíacos, afecciones hepáticas, deficiencias hormonales y ceguera. Esta increíble colección de catástrofes produciría regocijo si no fuera por las incalculables aflicciones y temores que, año tras año y siglo tras siglo las espantosas admoniciones deben de haber producido. Por suerte, estas supersticiones, totalmente falsas, están comenzando al fin a perder terreno, y con ellas se está desvaneciendo una gran cantidad de innecesaria ansiedad.
Si no se obtiene ningún alivio sexual activo, entonces el propio cuerpo tiene que encargarse de la situación. Es probable que los célibes, tanto machos como hembras, experimenten orgasmos espontáneos mientras duermen. Ambos sexos experimentan sueños eróticos, que pueden ir acompañados de completas respuesta musculares orgásmicas y secreciones genitales en la hembra, y por "emisiones nocturnas" en el macho. Los orgasmos espontáneos parecen producirse incluso en los individuos más estrictamente abstemios y devotamente religiosos.
Desgraciadamente, sabemos demasiado poco acerca de los alivios sexuales espontáneos de los célibes rigurosos para poder formular ninguna afirmación válida respecto a la extensión o frecuencia de estos orgasmos. Sabemos, sin embargo, que individuos que han desarrollado una vida sexual activa y son luego reducidos a prisión, manifiestan frecuentemente un marcado aumento de sueños orgásmicos. En un estudio realizado sobre 208 reclusas, se averiguó que esto era cierto en más del 60 por ciento de los casos.
Sería, no obstante, erróneo dar la impresión de que el sueño orgásmico actúa solamente como medio compensador ayudando a mantener el rendimiento sexual cuando faltan otras vías de escape más activas. Hay en él algo más, desde luego, de lo que hay en la prostitución o la masturbación, que también cumplen otras funciones sexuales. Por ejemplo, algunos individuos manifiestan un incremento en la frecuencia de la ensoñación orgásmica en períodos en que están experimentando una periodicidad insólitamente elevada de copulación activa, sobre la base del principio hipersensibilizador de "cuanto más se tiene, más se quiere". Sin embargo, esto no invalida la evidencia de que el orgasmo espontáneo puede producirse, y de hecho se produce, como respuesta a la privación sexual. Significa, simplemente, que el fenómeno es más complejo. Pero aquí nos interesa tan sólo la función del comportamiento sexual consistente en el "alivio de la tensión fisiológica", y es claro que ésta debe ser incluida como una de las diez categorías funcionales básicas del comportamiento sexual humano. El sexo fisiológico puede ser observado también en otras especies animales, y vale la pena echar una ojeada a unos cuantos ejemplos. Como era de esperar, es más fácil encontrarlos en el zoo animal que en estado salvaje. Se ha visto masturbarse a muchos animales de zoo cuando se les mantenía en estado de aislamiento. Esto se observa más comúnmente en los monos cautivos. En los machos, el pene es estimulado a veces con la mano o con el pie, a veces con la boca y a veces con el extremo de la cola prensil. Los elefantes machos estimulan su pene con la trompa, y los elefantes hembras a las que se mantiene en grupo privadas de la presencia de un macho se estimulan mutuamente los genitales con las trompas. Se ha visto incluso al león macho, mantenido solo en una jaula, colocarse en posición invertida contra una pared y masturbarse con sus garras. Se ha observado a puercoespines machos caminando sobre tres patas y sosteniendo en sus genitales una garra delantera. Un delfín macho adquirió la costumbre de colocar su pene erecto en el potente chorro de agua que caía en su estanque. El sueño sexual parece tener lugar también en los animales, y en gatos domésticos se han observado erecciones de pene mientras dormían que conducían a una eyaculación completa.

5. Sexo exploratorio
Una de las más grandes cualidades del hombre es su inventiva. Con toda probabilidad, nuestros antepasados monos se hallaban ya dotados de un nivel razonablemente elevado de curiosidad; es ésta una característica de todo el grupo de los primates. Sin embargo, cuando nuestros primitivos antecesores humanos se dedicaron a la caza, tuvieron sin duda que desarrollar y fortalecer esta cualidad y amplificar su tendencia básica a explorar todos los detalles de su medio ambiente. Es claro que la exploración se convirtió en un fin en sí misma, conduciendo al hombre a nuevos pastos y nuevas realizaciones, siempre investigando, siempre formulando nuevas preguntas, nunca satisfecho con las viejas respuestas. Tan poderoso llegó a ser este impulso, que no tardó en extenderse a todas las demás zonas de comportamiento. Con la llegada de la condición supertribal, fueron explorados, en busca de posibles variaciones, hasta los más sencillos modos de comportamiento, como la locomoción. En vez de conformarnos con andar y correr, probamos a saltar, marchar, danzar, dar saltos con garrocha, nadar y bucear. La mitad de la recompensa estaba en la experimentación misma, en el descubrimiento de una nueva variación. (El practicarla una y otra vez, continuar el descubrimiento, era la segunda mitad de la recompensa, pero eso no nos interesa por el momento.)
En la esfera sexual, esta tendencia condujo a una amplia gama de variaciones sobre el tema sexual. Los compañeros sexuales comenzaron a experimentar nuevas formas de estímulo mutuo. Antiguos escritos de tipo sexual registran con detalle la gran diversidad de nuevos movimientos sexuales, presiones, sonidos, contactos, perfumes y posturas de copulación que constituían la materia de la experimentación erótica.
Aunque éste era un desarrollo inevitable, paralelo a similares exploraciones sensorias en otros campos, tales como el alimenticio, se produjeron en diversas civilizaciones repetidos intentos para suprimirlo. La razón oficial dada solía ser la que ya conocemos, es decir, que representaba un refinamiento del comportamiento sexual totalmente superfluo para el acto de procreación. No se tenía en cuenta el significado del desarrollo del comportamiento sexual exploratorio como ayuda para la consolidación del vínculo de pareja y el subsiguiente fortalecimiento de la unidad vital familiar. Esto resultaba infausto, por una razón particularmente importante. Como ya he mencionado, la intensidad erótica de la fase de formación de pareja decrece ligeramente una vez que el vínculo de pareja está plenamente realizado.
Teóricamente, si la unidad familiar permanece compacta y no se ve hostigada por fuerzas externas, todo debe marchar bien. Es un sistema de acomodación, porque, si la agotadora intensidad de los actos sexuales de la joven pareja durante la fase de formación se prolongara indefinidamente, su eficiencia podría resultar menoscabada en otras actividades. Pero los agobios y las tensiones de la condición supertribal tienden a hostigar a la unidad familiar. Las presiones externas son fuertes. La sustitución de la intensidad de la etapa de formación de pareja por la extensión exploratoria a posteriores actividades sexuales es la solución ideal, y, pese a su repetida represión, continúa practicándose en la actualidad.
Sólo existe un inconveniente. La excitación de explorar nuevas formas de estímulo sexual presta un buen servicio a la unidad familiar cuando se practica entre miembros de una pareja desposada. Pero puede adoptar otra forma. El anhelo de novedades puede satisfacerse no sólo explorando nuevos modos con un compañero familiar, sino también explorando un nuevo compañero con modos familiares, o, más aún, explorando un nuevo compañero con nuevos modos.
El desarrollo del sexo exploratorio emerge, por tanto, como una espada de doble filo. Debido a que nuestra civilización supertribal ha cargado con creciente intensidad el acento en los beneficios del comportamiento exploratorio -nuestro sistema educativo, nuestro saber, nuestras artes, ciencias y tecnologías dependen por completo de ello-, han sido similarmente fortalecidas las demás tendencias exploratorias en todos nuestros otros modos de comportamiento. En la esfera sexual, esto ha conducido con frecuencia a dificultades. La idea de una hembra apareada asistiendo a clases prácticas de técnica copulatoria, o de un macho apareado ejercitándose en un gimnasio sexual, es profundamente ofensiva para sus compañeros sexuales, ya que afecta a la inherente exclusividad del mecanismo de vinculación de la pareja. Los experimentos sexuales con sujeto distinto del compañero tienen, por tanto, que ser hechos privadamente y en secreto, y entra en escena el nuevo riesgo de la traición al vínculo de pareja. Como consecuencia de ello, el antiguo y fundamental núcleo social de nuestra especie -la unidad familiar- se ha resentido, pero ha conseguido, no obstante, sobrevivir. No surgirían estas dificultades si nosotros fuéramos una clase de especie diferente, si, como las tortugas, pusiéramos huevos en la arena y los dejásemos empollar solos. Mas, para nosotros, con nuestros pesados deberes parentales, los experimentos sexuales realizados fuera del vínculo de pareja entrañan dos peligros. No sólo provocan intensos celos sexuales, sino que estimulan también la formación accidental de nuevos vínculos de pareja, en detrimento, en último término, de la prole de las unidades familiares afectadas. Pueden haber dado resultado, de vez en cuando, complejas combinaciones sexuales y comunas, pero los éxitos absolutos parecen haber sido rarezas aisladas, limitadas a personalidades excepcionales e insólitas. Sólo el ejercicio del más implacable control intelectual por todas las partes implicadas permitirá que los experimentos sexuales de este tipo se desarrollen plácidamente.
Ni siquiera ha dado buenos resultados el extendido sistema de harén, considerado desde la perspectiva del éxito supertribal, y algunos investigadores lo han señalado acusadoramente como un importante factor de la decadencia social de las civilizaciones afectadas.
Al igual que las otras nueve categorías de comportamiento sexual, la función exploratoria es lo bastante fundamental para ser observada en otras especies animales. Dado que requiere un alto grado de inventiva, no es sorprendente que se halle principalmente limitada a los primates superiores. Los grandes monos, en particular, exhiben una considerable gama de experimentos sexuales cuando viven en condiciones de cautividad, entre los que figuran gran número de posturas copulatorias que no se dan en sus semejantes salvajes.

6. Sexo recompensador por si mismo
Es imposible establecer una lista completa de las funciones del sexo sin incluir una categoría basada en la idea de que existe algo semejante al "sexo por el sexo"; comportamiento sexual cuya realización contiene su propia recompensa, independientemente de ninguna otra consideración. Esta función se halla íntimamente relacionada con la anterior, pero son, sin embargo, distintas.
La relación existente entre el sexo exploratorio y el sexo recompensador por sí mismo es semejante a la que existe entre explorar y jugar un juego, o entre el juego desarrollado al azar y el juego organizado de los niños. Cuando los niños irrumpen en un nuevo terreno de juegos, suelen empezar a recorrerlo y a escudriñarlo, investigando sus posibilidades. Con el paso del tiempo, este comportamiento casi desordenado se resuelve en una planeada secuencia. Emerge una estructura lúdica, y emerge un "juego".
Un terreno determinado puede conducir a un juego de escalada, o a un juego de escondite, o a un juego de persecución y, una vez que el juego se ha desarrollado, puede ser repetido en ocasiones posteriores sin grandes variaciones. Si resulta ser un modelo recompensador, volverá a ser practicado una y otra vez, aun cuando no sea ya una novedad. El comportamiento errático inicial era excitante porque era un juego exploratorio; la posterior y repetida pauta es excitante como juego recompensador en sí mismo.
Es evidente el paralelismo con el sexo exploratorio y el sexo recompensador en sí mismo. Entre los componentes de una pareja tienen lugar numerosos incidentes copulatorios sumamente satisfactorios que no se hallan directamente dirigidos a la procreación, que superan con mucho las exigencias del mantenimiento de la pareja y que no implican la introducción de nuevos experimentos. Encajan, por consiguiente, en la presente categoría funcional. Representan el sexo recompensador en sí mismo, o, si usted lo prefiere, el puro erotismo. Son al copulador lo que la gastronomía es al comensal, o lo que la estética es al artista. Es incongruente cantar las alabanzas de exquisitas experiencias gastronómicas, o de sublimes experiencias estéticas, y condenar al mismo tiempo hermosas experiencias eróticas. Sin embargo, esto se ha hecho con frecuencia. Es cierto que el exceso puede a veces crear problemas, pero otro tanto puede afirmarse de las desmesuras en el terreno de la gastronomía o de la estética. Los casos extremos de atletismo sexual pueden resultar tan agotadores que quede poca energía para ninguna otra cosa, y el modo de vida se ve entonces afectado de desequilibrio, del mismo modo que la excesiva complacencia en la comida puede producir grave obesidad y pérdida de la salud física, y la obsesión con problemas estéticos puede conducir a un perjudicial desinterés para otros aspectos de la vida social. Las mismas reglas básicas son aplicables en cada caso.
La preocupación hacia la acción por la acción lleva aparejada la existencia de un cierto grado de tiempo y energía sobrantes. Esto, a su vez, implica que las necesidades fundamentales de la supervivencia están cubiertas. En los humanos, esto significa una sociedad urbana. En los animales significa la vida en un zoo, con el suministro de alimento y la eliminación de los enemigos; y es allí, lógicamente, donde encontramos los ejemplos de hipersexualidad animal.

7. Sexo ocupacional
Este es el sexo que opera como terapia ocupacional, o, si usted lo prefiere, como instrumento contra el aburrimiento. Se halla en íntima relación con la categoría anterior, pero también puede distinguirse perfectamente de ella. Existe una diferencia entre tener tiempo de sobra y aburrirse. El sexo recompensador en sí mismo puede tener lugar simplemente como una de las muchas formas de emplear constructivamente el tiempo sobrante disponible, sin que asome en el horizonte el más mínimo signo de un síndrome de aburrimiento. Su función es la búsqueda positiva de recompensas sensorias. El sexo ocupacional, por contraste, funciona como remedio terapéutico de la condición negativa producida por un medio ambiente monótono y estéril. El aburrimiento leve acarrea indiferencia y falta de dirección o de motivación. El aburrimiento intenso, en un medio desolado y vacío, produce un impacto diferente. Crea ansiedad y agitación, irritabilidad y, por fin, ira.
Experimentos realizados con investigadores que fueron colocados en cubículos de superficies lisas y monótonas, provistos de anteojos opacos y gruesos guantes que imposibilitaban pequeños movimientos de las manos dieron resultados sorprendentes. Con el paso de las horas, se volvieron cada vez más incapaces de descansar. Llegaron al extremo de inventar cualquier clase de trivial acción que pudieran realizar en sus limitadas circunstancias. Empezaron a silbar, a hablar consigo mismos, a marcar un ritmo con los pies, cualquier cosa que rompiese la monotonía, por absurda que fuese la actividad. Al cabo de varios días, padecían signos de grave tensión y encontraron tan insoportables las condiciones que no pudieron continuar.
El aburrimiento intenso, no es, por tanto, cuestión de estarse tendido sin hacer nada; es precisamente lo contrario. Se llega a un punto en el que servirá cualquier actividad, siempre que se logre alguna especie de comportamiento. La situación es demasiado amenazadora para disfrutar los placeres sensitivos típicos de las actividades recompensadoras en sí mismas; es cuestión, sobre todo, de hacer cesar el dolor de la total inactividad. La situación de infraactividad es perjudicial para el sistema nervioso, y el cerebro hace cuanto puede para protegerse a sí mismo.
En condiciones normales de aburrimiento -es decir, en un medio ambiente vacío, pero no tan deliberadamente vacío como el de los experimentos anteriormente citados-, el objeto más a mano para romper la monotonía es el propio cuerpo del sujeto. Si no hay ninguna otra cosa, siempre hay eso. Las uñas pueden ser mordidas, las narices hurgadas, y rascado el cuero cabelludo; y siempre puede ser provocado el cuerpo para que produzca una respuesta sexual. Puesto que el objetivo es producir el máximo total de estímulo, las actividades sexuales desarrolladas en esta situación se tornan frecuentemente brutales y dolorosas, y, a veces, conducen incluso a una grave mutilación o a una lesión física de los genitales. El dolor que causan es, en cierto sentido, una extraña parte de la terapia, más que un resultado accidental de ella. Típica de este fenómeno es la masturbación brutal y prolongada, comprendiendo quizás el desgarramiento de la piel o la inserción de objetos afilados en los tractos genitales.
Pueden observarse formas extremas de sexo ocupacional en prisioneros humanos que han sido separados coercitivamente de sus medios ambientes normales y estimulantes. No se trata de sexo fisiológico; una cantidad menos de deleitación bastaría para satisfacer las específicas exigencias fisiológicas.
El fenómeno puede observarse también en el caso de introvertidos patológicos. En este supuesto, puede surgir en medios que parezcan, superficialmente, adecuadamente estimulantes. Un examen más atento, sin embargo, revela pronto que, aunque los individuos afectados parezcan hallarse rodeados de estímulos excitantes, se encuentran separados de ellos por su anormal condición psicológica. Están muriendo psicológicamente de inanición en medio de la abundancia. Si, por alguna razón, se han vuelto intensamente antisociales y mentalmente aislados, incapaces de establecer contacto con el mundo que les rodea, pueden estar sufriendo una subestimulación tan intensa como la experimentada por los prisioneros físicos en sus celdas. Para los aislados extremos, sean físicos o mentales, los dolorosos excesos del sexo ocupacional se convierten en un mal menor que la total y moribunda inactividad.
Los animales de zoo, retenidos en jaulas estériles, manifiestan respuestas similares. Cuando se les aísla de sus parejas, pueden exhibir el sexo fisiológico. Libres de los apremios de encontrar comida y de evitar a los enemigos, y con tiempo de sobra en sus manos, pueden entregarse al sexo recompensador en sí mismo. Pero, llevados a situaciones de aburrimiento extremo, pueden recurrir a una drástica especie de sexo ocupacional. Algunos monos machos se convierten en obsesos masturbadores. Los machos ungulados encerrados con hembras, pero sin nada más que hacer, pueden, literalmente, atormentar a sus compañeras hasta la muerte, acosándolas y persiguiéndolas más allá de todo límite natural. Se han conocido monos que se comportaban de la misma manera. Un orangután macho que vivía en una jaula vacía, cuando se le suministró una hembra se apareó con ella y la abrazó con tan persistente ímpetu que la hembra perdió temporalmente el uso de sus brazos y tuvo que ser retirada. Los monos que han sido criados alejados de los de su especie suelen encontrar imposible acomodarse a la vida social cuando se les introduce, ya adultos, en un grupo de su propia especie. Como el ser humano mentalmente trastornado que "vive en su propio mundo", pueden acurrucarse en un rincón y continuar entregándose al solitario sexo ocupacional, sólo a unos pocos metros de distancia de un compañero receptivo. Esto es muy frecuente en los chimpancés de zoo, que suelen ser criados en situación de aislamiento como animalitos domésticos y son luego reunidos al llegar a la edad adulta. Una pareja, cuyos componentes habían tenido infancias anormales y que fueron encerrados como "matrimonio" en una jaula sin más compañeros, se entregaron repetidamente a un desmedido comportamiento sexual, aunque éste nunca estuvo dirigido hacia el otro.
Aunque compartían el encierro, ambos se hallaban mentalmente aislados. Sentados separados el uno del otro, se masturbaban regularmente de muy variadas formas. La hembra utilizaba ramitas o trozos de madera que arrancaba con los dientes de las paredes y se las insertaba en la vagina, realizando estas acciones mientras el macho estimulaba su pene en otro rincón.

8. Sexo tranquilizador
Así como el sistema nervioso no puede tolerar una acusada inactividad, así también se rebela contra las tensiones de la excesiva superactividad. El sexo tranquilizador es la otra cara de la moneda del sexo ocupacional. En vez de ser anti aburrimiento, es anti agitación. Cuando se enfrenta a una dosis excesiva de estímulos extraños, desconocidos o aterradores, el individuo busca una vía de escape en la realización de actos familiares y conocidos que sirven para calmar sus destrozados nervios. Cuando las tensiones de la vida son excesivas, la víctima puede tranquilizarse recurriendo a acciones que sabe habrán de traerle la satisfacción de una recompensa consumatoria. En su estado de tensión y sobreactividad, es incapaz de llevar nada a una conclusión. Se ve arrastrado de un lado a otro, sin poder resolver jamás problemas específicos a causa de las constantes interferencias y de la confusión de los obstruidos caminos.
Sus frustraciones crecen hasta que cualquier simple acto, por poca importancia que tenga respecto a las preocupaciones que le acucian, le proporcionará una agradable liberación, con sólo que pueda ser realizado sin obstrucción.
Acciones triviales, tales como fumar un cigarrillo, mascar chicle o tomar un trago, ayudan a sosegar al ansioso. El sexo tranquilizador opera de la misma forma. El soldado en la guerra, en espera del momento de entrar en combate, o el ejecutivo comercial en medio de una crisis, puede buscar una paz momentánea en los brazos de una hembra complaciente. La implicación personal, emotiva, puede hallarse reducida a un grado mínimo, y las acciones ser estereotipadas. En cierto modo, cuanto más automáticas sean, mejor, porque su cerebro se halla ya sumido en excesivas complicaciones y sólo busca simplicidad.
Esto es semejante a la actividad animal conocida como "actividad de desplazamiento". Cuando dos animales rivales se encuentran y entran en conflicto uno con otro, cada uno de ellos quiere atacar al otro, pero cada uno de ellos teme hacerlo. Su comportamiento se ve bloqueado, y en su frustrada situación puede que se aparten a un lado para realizar actos sencillos y sin importancia, tales como acicalarse, mordisquear comida u otros semejantes. Estas acciones de desplazamiento no resuelven, naturalmente, el conflicto original, pero proporcionan un momentáneo respiro a la tensa situación. Si da la casualidad de que hay una hembra cerca, puede que sea brevemente montada, y, como en los casos humanos, la acción suele ser estereotipada y simple.

9. Sexo comercial
Ya nos hemos referido a la prostitución, pero sólo desde el punto de vista del cliente. Para la prostituta, la función de la copulación es diferente. Puede que estén operando factores secundarios, pero primaria y preponderantemente es una honrada transacción comercial. Una especie de sexo comercial figura también como importante función en muchas situaciones matrimoniales en las que existe un vínculo de pareja unilateral: un asociado suministra al otro un servicio copulatorio a cambio de dinero y albergue. El suministrador que ha desarrollado un verdadero vínculo de pareja tiene, en correspondencia, que aceptar uno falso. La mujer (o el hombre) que se casa por dinero actúa, desde luego, como una prostituta. La única diferencia consiste en que mientras ella, o él, recibe un pago indirecto, la prostituta ordinaria tiene que operar sobre la base de pago por cada servicio prestado. Pero, ya esté el sistema organizado sobre contratos a largo o a corto plazo, la función del comportamiento sexual implicado es la misma.
Una forma más moderada de sexo-por-ganancia-material es ejecutada por las practicantes de striptease, compañeras profesionales de baile, reinas de belleza, bailarinas, modelos y muchas actrices.
Mediante remuneración, proporcionan representaciones ritualizadas de las fases primeras de la secuencia sexual, pero (en su personalidad oficial) se detienen antes de llegar a la copulación. En compensación del carácter incompleto de sus actuaciones sexuales, suelen exagerar y esmerar los preliminares que ofrecen.
Sus posturas y movimientos sexuales, su personalidad y anatomía sexuales, todo tiende a ser exaltado en un intento de compensar las estrictas limitaciones de los servicios sexuales que suministran.
El sexo comercial parece ser raro en otras especies, incluso en los zoos, pero en ciertos primates se ha observado una forma de "prostitución". Se ha visto a monas en cautividad ofrecerse sexualmente a un macho como medio de conseguir pedazos de comida esparcidos por el suelo; las acciones sexuales distraen al macho de la tarea de competir por el alimento.

10. Sexo de status
Con ésta, la última categoría funcional del comportamiento sexual, penetramos en un extraño mundo, lleno de inesperados desarrollos y ramificaciones. El sexo de status se infiltra en nuestras vidas, impregnándolas, de muchas formas subrepticias y ocultas. A causa de su complejidad, la he omitido en el capítulo anterior, a fin de poder examinarla aquí de un modo más completo. Antes de contemplarla en el animal humano, será útil que examinemos la forma que adopta en otras especies.
El sexo de status está referido a la dominación, no a la reproducción, y para comprender cómo se forja este vínculo debemos considerar los diferentes papeles de la hembra sexual y del macho sexual.
Aunque una plena expresión de la sexualidad implica la participación activa de ambos sexos, es, no obstante, cierto decir que para la hembra mamífera el papel sexual es esencialmente de sumisión, y para el macho es esencialmente de agresión. (No es ninguna casualidad de la jerga legal el que cuando un hombre "posee" sexualmente a una hembra reacia, se denomine su acción un "asalto" indecente.) Esto no se debe simplemente al hecho de que el macho sea físicamente más fuerte que la hembra. La relación forma parte integrante de la naturaleza del acto copulatorio. Es el mamífero macho quien tiene que montar a la hembra.
Es él quien tiene que penetrar e invadir el cuerpo de su compañera. Una hembra supersumisa y un macho superagresivo están, simplemente, exagerando sus papeles naturales, pero una hembra agresiva y un macho sumiso están invirtiendo completamente sus papeles.
La acción sexual de un mono hembra es "presentarse" al macho volviendo su trasero hacia él, levantándolo ostensiblemente y bajando la parte anterior del cuerpo. La acción sexual del mono macho es montar sobre la espalda de la hembra, introducir su pene y hacer movimientos pelvianos. Debido a que, en un encuentro sexual, la hembra se somete y el macho se impone, estas acciones han sido "tomadas" para su uso en situaciones primariamente no sexuales que requieren signos más generales de sumisión y agresividad. Si la "presentación" sexual de la hembra significa sumisión, entonces puede ser utilizada de esta forma en un encuentro puramente hostil. Una mona no sexual puede presentar su trasero a un macho como signo de que no es agresiva. Actúa como un gesto de apaciguamiento y funciona como una indicación de su status subordinado. En respuesta, el macho puede montarla y hacer unos cuantos y sumarios movimientos pelvianos, utilizando estas acciones puramente para manifestar su status dominante.
El sexo de status, utilizado de esta manera, constituye un valioso instrumento en las vidas sociales de los monos. Como ritual de subordinación y dominación, evita el derramamiento de sangre. Un macho se acerca agresivamente a una hembra, desafiando a la pelea. En vez de gritar o de intentar huir, lo que no conseguiría más que atizar el fuego de su agresión, la hembra "se presenta" a él sexualmente, el macho responde, y se separan, reafirmadas sus posiciones relativas de dominación.
Esto es sólo el principio. El valor del sexo de status es tal que se ha extendido hasta abarcar virtualmente todas las formas de encuentro agresivo dentro del grupo. Si un macho débil es amenazado por otro fuerte, puede protegerse a sí mismo comportándose como una pseudohembra. Señala su subordinación adoptando la postura sexual femenina, ofreciendo su trasero al macho dominante. Este último afirma su status dominante montando al macho débil, exactamente igual que si estuviera tratando con una hembra sumisa.
Idéntica interacción puede observarse entre dos hembras. Una hembra inferior, amenazada por una superior, se "presentará" a ella y será montada por ella. Incluso los monos jóvenes practican el mismo ritual, aun cuando no hayan alcanzado todavía la condición sexual adulta. Esto pone de relieve la extensión en que el sexo de status se ha divorciado de su original condición sexual. Las acciones realizadas son todavía acciones sexuales, pero no están ya sexualmente motivadas. Han sido impregnadas por la dominación.
El hecho de que las actividades sexuales estén siendo repetida y frecuentemente utilizadas en este contexto adicional explica la condición, aparentemente orgiástica, de algunas colonias de monos. Los visitantes de parques zoológicos salen a menudo con la idea de que los monos son insaciables atletas sexuales dispuestos, a la menor oportunidad, a aparearse con cualquiera, sea macho o hembra, adulto o joven. En cierto sentido, desde luego, esto es verdad. La observación es bastante exacta. En donde se yerra es en la interpretación. Sólo cuando se comprende la motivación no sexual del sexo de status, adquiere el cuadro su verdadero sentido.
Puede resultar útil presentar un ejemplo más próximo a nosotros. Casi todo el mundo conoce el amistoso y sumiso saludo de un gato doméstico, mientras frota el costado de su cuerpo contra una pierna humana, con la cola levantada y rígida y alzado el extremo posterior de su cuerpo. Esto lo hacen tanto los gatos como las gatas, y si, en respuesta, acariciamos sus lomos, podemos sentirles empujar hacia arriba los extremos posteriores de sus cuerpos bajo la presión de nuestras manos. La mayoría de las personas aceptan esto simplemente como un gesto felino de saludo y no se interrogan acerca de su origen ni de su significado. En realidad, constituye otro ejemplo del sexo de status. Se deriva del acto de presentación sexual del gato hembra hacia el macho, siendo su función originaria la exposición precopulatoria de la vulva. Pero, al igual que el acto de presentación propio del sexo de status de los monos, ha quedado ya emancipado de su papel puramente sexual y es realizado por cualquiera de ambos sexos para manifestar una condición sumisa y amistosa. A causa de su tamaño y de su fuerza, el dueño humano del gato es inevitable y permanentemente dominante por lo que a su animal doméstico se refiere. Si se vuelve a establecer contacto después de una larga ausencia, el gato siente la necesidad de hacer presente de nuevo su papel subordinado; de ahí la ceremonia de saludo que utiliza la manifestación de un sexo de status sumiso.
El comportamiento felino es acusadamente simple, pero, volviendo de nuevo a los monos, existen ciertas sorprendentes extensiones del sexo de status que deberíamos examinar antes de investigar la condición humana. Muchos monos hembras poseen trozos de piel turgente y desnuda de vivo color rojo en la región anal que son ostensiblemente mostradas al macho durante el acto de presentación sexual.
También son mostradas, naturalmente, cuando una hembra ofrece sumisamente su región trasera en encuentros de sexo de status. Se ha señalado recientemente que los machos de algunas especies han aplicado a sus nalgas mímicas propias de estas zonas rojas como medio de realzar sus manifestaciones de sumisión de sexo de status hacia individuos más dominantes. Para las hembras, las zonas rojas de sus nalgas sirven a una doble finalidad, pero en los machos su función se relaciona exclusivamente con el sexo de status.
Pasando ahora a la manifestación de sexo de status dominante, podemos apreciar una evolución similar. El acto dominante implica la erección del pene, y también esto se ha completado mediante la adición de llamativos colores. En cierto número de especies, los machos poseen penes de color rojo vivo, rodeados frecuentemente de un trozo de piel azul brillante sobre la región escrotal. Esto hace lo más visibles posible a los genitales masculinos, y a menudo puede verse a los machos, sentados con las piernas separadas, mostrando estos brillantes colores. De este modo, y sin necesidad de moverse siquiera, pueden poner de manifiesto su elevado status. En algunas especies de monos, los machos que se exhiben de esta forma se sientan en el límite exterior de su grupo, y, si se acerca otro grupo, el rojo pene se torna plenamente erecto y puede ser repetidamente alzado hasta golpear el estómago de su dueño. En el antiguo Egipto, se consideraba al babuino sagrado como la encarnación de la sexualidad masculina. No sólo era representado en las pinturas y esculturas egipcias en su postura de ostentación de sexo de status, sino que incluso era embalsamado y enterrado en esa misma postura, invirtiéndose setenta días en el procedimiento de embalsamiento y dos días en la ceremonia fúnebre. Evidentemente, la manifestación de sexo de status dominante de esta especie era captada perfectamente no sólo por los demás babuinos, sino también por los antiguos egipcios. Esto no era ningún accidente, como veremos en seguida.
Así como, en algunas especies, los machos han imitado las manifestaciones de sumisión de las hembras, desarrollando sus propias zonas rojas en las nalgas, así también las hembras, en algunos casos, han imitado las manifestaciones dominantes de los machos. Algunas monas de América del Sur han desarrollado un clítoris alargado, que se ha convertido virtualmente en un pseudopene. En ciertas especies, su aspecto es tan semejante al pene auténtico del macho que resulta difícil distinguir los sexos. Esto ha dado lugar a gran número de leyendas en las regiones donde estos animales viven en estado salvaje.
Como todos parecen ser machos, las poblaciones locales creen que son exclusivamente homosexuales (curiosamente, la hiena hembra ha desarrollado también un pseudopene similar, pero el mito que ha surgido en África es que esta especie es hermafrodita, teniendo cada individuo actividades sexuales masculinas y femeninas.)
En unas cuantas especies de monos, las hembras han desarrollado un pseudoescroto, además de un pseudopene. Hasta el momento, disponemos de escasa información sobre el modo en que estos falsos genitales masculinos son empleados en la selva. Sabemos que ciertos monos sudamericanos utilizan la erección del pene como una amenaza directa contra un subordinado. En el caso del pequeño mono ardilla, se ha convertido en la señal más importante de dominación del repertorio del animal. Es algo más que limitarse a estar sentado con las piernas abiertas. Cuando se propone amenazar, el macho superior de esta especie se acerca a un inferior y yergue su pene ante su rostro. El pseudopene de las monas, sin embargo, no parece ser eréctil; quizá basta exhibirlo tal como es en dirección a un mono inferior. Esta es, pues, la situación del sexo de status en nuestros parientes más próximos, los monos. Lo he expuesto con cierto detalle porque proporciona una útil perspectiva evolucionista sobre la que examinar los desarrollos del sexo de status en la especie humana. Facilita la comprensión de algunas de las extraordinarias distancias que el animal humano ha recorrido en esta dirección. Seguramente que, al leer los detalles del comportamiento de los monos, usted, como los antiguos egipcios, habrá notado ya ciertas similitudes con la condición humana. En los hombres, como en los monos, los comportamientos sexuales femeninos de sumisión y los comportamientos masculinos de dominación han llegado a representar la sumisión y la dominación, en contextos no sexuales.
El viejo gesto femenino de presentar las nalgas al macho sobrevive todavía como un acto denotativo de subordinación.
Los niños son obligados a menudo a adoptar esta postura para someterse al castigo. Asimismo, las nalgas son consideradas generalmente como la parte más "ridícula" del cuerpo humano, objeto de bromas y risas o de alfilerazos. Las desamparadas víctimas de la pornografía sadomasoquista -por no mencionar las películas de dibujos animados y los chistes gráficos- son con frecuencia atrapadas con las nalgas al aire.
Es en el terreno de los actos masculinos dominantes, sin embargo, donde la imaginación humana se ha desbocado. El arte y la literatura de la civilización han estado, desde sus tiempos más antiguos, sembrados de símbolos fálicos de todas clases. En tiempos recientes, éstos se han tornado sumamente crípticos y muy alejados de su fuente original, el pene humano erecto, pero aún es posible observar manifestaciones fálicas más directas y claras en las civilizaciones más primitivas que aún sobreviven. En las tribus de Nueva Guinea, por ejemplo, los machos hacen la guerra llevando largos tubos acoplados a sus penes. Estas extensiones, a menudo de más de un palmo de longitud, son mantenidas en posición vertical por cuerdas atadas al cuerpo. También en otras civilizaciones el pene es ornamentado y artificialmente alargado de varias maneras.
Evidentemente, si la erección del pene es utilizada como una manifestación amenazadora de la dominación del macho, la consecuencia es que cuanto más grande sea el pene mayor será la amenaza.
Las señales visuales que trasmiten la intensidad de la amenaza son de cuatro clases: al ponerse erecto el pene, altera su ángulo, cambia de blando a duro, aumenta de anchura y crece en longitud. Si todas estas cuatro cualidades pueden ser artificialmente exageradas, entonces el impacto de la exhibición quedará realzado al máximo. Hay un límite para lo que puede hacerse en el cuerpo humano (que es alcanzado, más o menos, por los miembros de las tribus de Nueva Guinea), pero semejante límite no existe cuando se trata de efigies humanas. En dibujos, pinturas y esculturas de la figura humana, la ostentación fálica puede ser magnificada a voluntad. En la vida real, la longitud media del pene erecto es de unos dieciséis centímetros, lo que equivale a menos de la décima parte de la estatura de un macho adulto. En las estatuas fálicas, la longitud del pene excede con frecuencia a la altura de la figura.
Exagerando aún más el falo, se omite por completo la representación de un cuerpo, y el dibujo o escultura muestra simplemente un enorme y vertical pene solitario. En numerosas partes del mundo se han encontrado antiguas esculturas de esta clase que, a menudo, se elevan varios pies en el aire. Gigantescas estatuas fálicas de casi sesenta metros de altura se guardaban en el templo de Venus en Hierápolis, pero aun éstas eran superadas en tamaño por otros antiguos falos que se dice alcanzaban la altura de cien metros, lo que equivale a setenta veces la longitud del órgano físico que representaban. Se dice que fueron recubiertas de oro puro.
De las claras representaciones de este tipo no hay más que un paso hasta el mundo del simbolismo fálico, donde casi cualquier objeto largo, rígido y erecto puede desempeñar un papel fálico. Por los estudios de los sueños realizados por los psicoanalistas sabemos cuán variados pueden ser estos símbolos. Pero no se hallan limitados a los sueños. Son deliberadamente utilizados por anunciantes, artistas y escritores.
Aparecen en películas, obras de teatro y en casi todas las formas de diversión. Aun cuando no sean conscientemente comprendidas, pueden producir su impacto a causa de la misma señal básica que transmiten. Lo abarcan todo, desde velas, plátanos, corbatas, mangos de escoba, anguilas, bastones, serpientes, zanahorias, flechas, mangueras de riego y cohetes, hasta obeliscos, árboles, ballenas, postes eléctricos, rascacielos, mástiles de banderas, cañones, chimeneas de fábrica, cohetes espaciales, faros y torres. Todos ellos poseen valor simbólico a causa de su forma general, pero en algunos casos se halla implicada una propiedad más específica. Los peces se han convertido en símbolos fálicos debido a su consistencia, además de su forma, y también a que se introducen en el agua; los elefantes, por sus trompas eréctiles; los rinocerontes, por sus cuernos; los pájaros, porque se alzan desafiando a la ley de la gravedad; las varitas mágicas, porque dan poderes especiales a los magos; las espadas, venablos y lanzas, porque penetran en el cuerpo; las botellas de champaña, porque eyaculan al ser descorchadas; las llaves, porque se insertan en los agujeros de las cerraduras; y los cigarros puros, porque son cigarrillos tumescentes. La lista es casi interminable, y el campo de acción para las imaginativas ecuaciones simbólicas, enorme.
Todas estas imágenes han sido usadas, y en muchos casos usadas frecuentemente, como objetos representativos de la masculinidad. El duro y dominante macho (o supuestamente duro y dominante macho) que masca su grueso cigarro y lo agita en dirección a la cara de su compañero, está realizando fundamentalmente la misma manifestación de sexo de status que el pequeño mono ardilla que separa las piernas y proyecta su pene erecto hacia la cara de un subordinado. Los tabúes sociales nos han obligado a emplear crípticos sustitutos de nuestras agresivas manifestaciones sexuales, pero, habida cuenta de lo que es la imaginación del hombre, esto no ha reducido el fenómeno; sólo lo ha diversificado y complicado.
Como ya he explicado en el capítulo referente al status y al súper status, tenemos buenas razones, en nuestra condición supertribal, para hacer grandes alardes con nuestros instrumentos de status, y esto es precisamente lo que hacemos en el caso del sexo de status.
Podemos encontrar ejemplos de diversas clases de perfeccionamientos en símbolos fálicos que se presentan casi constantemente a nuestra vista. El diseño de los automóviles deportivos ilustra bien esto.
Siempre han irradiado una audaz y agresiva masculinidad, y a ello les han ayudado considerablemente sus cualidades fálicas. Como el pene de un babuino, son largos, suaves y relucientes, se proyectan hacia delante con gran vigor, y muchos de ellos son de un vivo color rojo. Un hombre sentado en su automóvil deportivo descapotable es como una escultura fálica sumamente estilizada. Su cuerpo ha desaparecido, y todo lo que se ve es una pequeña cabeza y unas manos coronando un largo y reluciente pene. (Puede alegarse que la forma de los automóviles deportivos está controlada exclusivamente por las exigencias técnicas de darles una línea aerodinámica, pero la densidad actual de tráfico y los cada vez más estrictos límites de velocidad hacen absurda esta explicación.) Incluso los automóviles corrientes tienen cualidades fálicas, y esto puede explicar hasta cierto punto por qué los conductores masculinos se vuelven tan agresivos y ansiosos por adelantarse unos a otros, pese a los considerables riesgos y al hecho de que todos volverán a reunirse ante el siguiente semáforo, o, en el mejor de los casos, sólo habrán conseguido reducir en unos segundos la duración de su viaje. Otra ilustración proviene del mundo de la música popular, donde la guitarra ha sufrido recientemente un cambio de sexo. La guitarra antigua, con su curvado y entallado cuerpo, era simbólicamente femenina en esencia. Se la sostenía junto al pecho, y sus cuerdas eran amorosamente acariciadas. Pero los tiempos han cambiado, y su feminidad se ha desvanecido. Desde que grupos de "ídolos sexuales" masculinos se han dedicado a tocar guitarras eléctricas, los diseñadores de estos instrumentos se han esforzado por desarrollar sus masculinas cualidades fálicas. El cuerpo de la guitarra (ahora sus simbólicos testículos) se ha hecho más pequeño, menos entallado y más brillantemente coloreado, permitiendo que el mástil (su nuevo pene simbólico) se haga más largo. Los propios intérpretes han contribuido a esto llevando las guitarras cada vez más bajas, hasta hallarse ahora centradas en la región genital. También ha sido alterado el ángulo en que se las toca, siendo sostenido el mástil en una posición cada vez más erecta. Con la combinación de estas modificaciones, el moderno conjunto musical puede erguirse en el escenario y realizar los movimientos de masturbar sus gigantescos falos eléctricos, mientras dominan a sus rendidas "esclavas" del auditorio. (El cantante tiene que conformarse con acariciar un micrófono fálico.)
En contraste con estos "desarrollos" fálicos, existe un cierto número de casos en los que los símbolos fálicos han entrado en decadencia o sufrido un eclipse. Al ir siendo remplazadas las antiguas civilizaciones (que, como he dicho, eran mucho más directas en su uso del simbolismo fálico), sus patentes imágenes fueron a menudo veladas y deformadas.
Podrían presentarse muchos ejemplos. La hoguera, pongamos por caso, aunque conservando todavía en ciertas ocasiones una cualidad ritual casi mágica, ha perdido sus propiedades sexuales.
Originariamente, era encendida de un modo especial, frotando un palo "macho" contra un palo "hembra" en un acto de copulación simbólica, hasta que se engendraba una chispa y. la hoguera estallaba en llamas sexuales.
Muchos edificios solían mostrar falos esculpidos en sus paredes exteriores para protegerlos contra el "mal de ojo" y otros peligros imaginarios. Estos símbolos, al ser agresivos, amenazas de sexo de status dominante dirigidas contra el mundo exterior, protegían al edificio y a sus ocupantes. En ciertos países mediterráneos pueden verse todavía símbolos de esta clase, pero han adquirido un carácter menos abiertamente sexual. En la actualidad, suelen componerse de un par de cuernos de toro firmemente sujetos en la parte superior de una pared exterior o en la esquina de un tejado. Sin embargo, pese a estos expurgos y censuras, que han convertido el árbol del conocimiento sexual en el simple árbol del conocimiento y han sustituido la evidente verga por la menos evidente corbata, quedan todavía zonas en donde los agresivos símbolos fálicos conservan sus originales propiedades manifiestas. En el terreno de los insultos los encontramos todavía con mucha claridad.
Los insultos verbales adoptan con frecuencia una forma fálica. Casi todos los insultos realmente ofensivos que podemos utilizar para injuriar a alguien son palabras sexuales. Sus significados literales hacen relación a la copulación o a diversas partes de la anatomía genital, pero son empleados predominantemente en momentos de extrema virulencia. También esto es típico del sexo de status, y demuestra con toda claridad la forma en que en un contexto de dominación se hace uso del sexo.
Los insultos visuales siguen la misma dirección, siendo empleadas como gestos hostiles varias clases de acciones fálicas. El acto de sacar la lengua tuvo este origen, simbolizando la lengua el pene erecto. Gestos hostiles conocidos como "mano fálica" han existido en formas diversas durante, por lo menos, dos mil años. Uno de los más antiguos consiste en apuntar con el dedo medio (es decir, el segundo), rígido y completamente extendido, a la persona a quien se quiere manifestar desprecio. El resto del puño permanece cerrado. Simbólicamente, el dedo medio representa el pené, el pulgar y el primer dedo cerrados representan un testículo, y el tercero y el cuarto dedos, también doblados, representan el otro testículo. Este gesto era popular en los tiempos de Roma, cuando el dedo medio era conocido con el nombre de digitus impudicus, o digitus infamis. Se ha modificado a lo largo de los siglos, pero todavía puede observarse en muchas partes del mundo. A veces, se utiliza el dedo índice en vez del medio, probablemente porque es una postura ligeramente más cómoda. En ocasiones, se extienden el primero y segundo dedo juntos, poniendo de relieve el tamaño del pene simbólico. Hoy día, es usual que este tipo de mano fálica sea agitada hacia arriba en el aire una o más veces, en dirección a la persona insultada, simbolizando la acción de las sacudidas pelvianas. Los dos dedos extendidos pueden ser mantenidos juntos o separados, en forma de V.
Una interesante corrupción de esta última forma apareció en tiempos recientes como signo de victoria, que hizo algo más que limitarse a imitar la primera letra de la palabra "victoria". Sus propiedades fálicas también intervenían. Difería de la V insultante por la posición de la mano. En la V insultante la palma de la mano mira hacia la cara del que insulta; en la V victoriosa mira hacia la multitud de espectadores. Esto significa, en efecto, que el individuo dominante que ejecuta el signo de V victoriosa está haciendo realmente la V insultante, pero en nombre de ellos, no contra ellos. Lo que ven cuando miran a su jefe hacer el signo de la victoria, es la misma posición de la mano que verían si ellos estuviesen haciendo el signo insultante de la V. Mediante el sencillo expediente de hacer girar la mano, el insulto fálico se convierte en protección fálica. Como ya hemos observado, amenaza y protección son dos de los aspectos más vitales de la dominación. Si un individuo dominante realiza una amenaza en dirección a un miembro de su grupo, este último resulta insultado, pero si el dominante efectúa la misma amenaza desde el grupo hacia un enemigo, o hacia un enemigo imaginado, entonces sus subordinados le aclamarán por el papel protector que está desempeñando. Resulta pasmoso pensar que un jefe puede cambiar enteramente su imagen sólo con dar un giro de 180 grados a su mano, pero tales son los refinamientos de las modernas señales del sexo de status.
Otra antigua forma de "mano fálica", que también data, por lo menos, de dos mil años, es la llamada "higa". En ésta, todo el puño está cerrado, pero al dirigirse hacia la persona insultada el pulgar asoma entre la base de los dedos índice y medio. La punta del pulgar sobresale entonces ligeramente como la cabeza de un pené, apuntando al subordinado o enemigo. Este gesto se ha difundido por todo el mundo y es conocido en casi todas partes como "Hacer la higa". En nuestro idioma, la frase "no se me da una higa" significa que alguien no es ni siquiera digno de un insulto.
En amuletos antiguos y otros ornamentos se han encontrado numerosos ejemplos de estas manos fálicas. Eran llevados como protecciones contra el "mal de ojo". Algunas personas podrían, hay día considerar tales emblemas como indecentes u obscenos, pero no era ése el papel que desempeñaban.
Entonces eran usados como símbolos protectores de sexo de status. En contextos específicos se veía en el falo simbólico algo digno de ser aclamado e, incluso, adorado como guardián mágico presto a destruir, no a los miembros del grupo, sino a las amenazas procedentes de fuera de él. En las fiestas romanas llamadas Liberalias, un enorme falo era llevado en procesión sobre una suntuosa carroza hasta el centro de la plaza pública de la ciudad, donde, con gran ceremonia, las hembras, entre las que figuraban las matronas más respetables, colgaban guirnaldas a su alrededor para "expulsar de la tierra los maleficios". En la Edad Media, muchas iglesias tenían falos en sus paredes exteriores para protegerlas de influencias malignas, pero en casi todos los casos fueron destruidos como "depravados".
Hasta las plantas fueron utilizadas para prestar servicios fálicos. La mandrágora, una planta con raíces en forma de falo, fue muy empleada como amuleto protector. Se perfeccionaba su papel simbólico incrustando en ella granos de mijo o de cebada en la zona apropiada; se la volvía a enterrar durante veinte días para que germinaran los granos y, luego, se la desenterraba de nuevo y se le recortaban los vástagos para que pareciesen vello pubiano. Conservada de esta forma, se decía que era tan eficaz para dominar las fuerzas exteriores que duplicaría cada año el dinero de su propietario.
Se podría continuar y llenar todo un libro con ejemplos de simbolismo fálico, pero creo que los que he seleccionado bastan para mostrar cuan extendido y variado es este fenómeno. Hemos llegado a este tema destacando sólo uno de los elementos de la agresiva manifestación masculina del sexo de status, a saber, la erección del pene. Sin embargo, se ha producido también otro importante desarrollo que no debemos pasar por alto. El original y natural acto de copulación es para el macho, como ya he destacado, un acto fundamentalmente afirmativo y agresivo de penetración. En determinadas condiciones, puede, por tanto, funcionar como instrumento del sexo de status. Un macho puede copular con su hembra primariamente para reforzar su ego masculino, más que para lograr cualquiera de los otros nueve objetivos sexuales que he enumerado en este capítulo. En tales casos, puede hablar de hacer una "conquista", como si hubiera estado librando una batalla en vez de hacer el amor. Y cuando digo que habla de ello lo digo en un sentido literal, pues alardear ante otros machos constituye una parte importante de la victoria del sexo de status. Si guarda silencio acerca de ello, siempre puede alimentar privadamente a su ego, pero obtiene un refuerzo de status mucho mayor si se lo cuenta a sus amigos. Toda hembra que se entere de esto puede estar razonablemente segura de la clase de copulación en que ha intervenido. Los detalles de las copulaciones de formación de pareja son, por contraste, estrictamente privados.
El macho que utiliza a las hembras con finalidades de sexo de status está, de hecho, más interesado en lucirlas que en ninguna otra cosa. Puede incluso conformarse con hacer ostentación ante su grupo de sus hembras dependientes, sin molestarse en copular con ellas. Siempre que se vea con claridad que son sus subordinadas, esto será suficiente.
Los grandes harenes formados por los gobernantes de ciertas civilizaciones cumplían predominantemente una función de instrumento del sexo de status. No indicaban la existencia de múltiples nexos de pareja. Con frecuencia, emergía del grupo de hembras una esposa favorita con la que se desarrollaba una especie de vínculo de pareja, pero la misión del sexo de status dominaba toda la escena.
Había una sencilla ecuación: poder = número de hembras en el harén. A veces, había tantas que el gobernante carecía de tiempo y de energía para copular con todas ellas, pero, como símbolo de virilidad, intentaba engendrar una prole lo más numerosa posible. El supuesto señor de harén actual tiene que conformarse generalmente con una larga serie de hembras, dominándolas de una en una, en vez de congregarlas a todas a su alrededor simultáneamente. Tiene que apoyarse en su reputación verbal, más que en una masiva exhibición visual de poder sexual.
Es oportuno mencionar aquí la especial actitud que los practicantes del sexo de status heterosexual manifiestan hacia los machos homosexuales. Es una actitud de hostilidad y desprecio crecientes, motivada por la inconsciente comprensión de que "si no se unen al juego, no pueden ser derrotados". En otras palabras, la carencia en el macho homosexual de interés sexual hacia las hembras le proporciona una injusta ventaja en la batalla del sexo de status, pues, por muchas hembras que domine el experto heterosexual, el homosexual no quedará impresionado. Es necesario, entonces, derrotarle por el ridículo.
Dentro del mundo homosexual habrá, naturalmente, una competición de sexo de status tan vigorosa como la que tiene lugar en la esfera heterosexual, pero esto no mejora en absoluto la comprensión entre los dos grupos, ya que los objetos por los que se compite son muy diferentes en los dos casos.
Si el practicante moderno del sexo de status es incapaz de conseguir conquistas reales, puede todavía disponer de gran número de alternativas. Un macho ligeramente inseguro puede expresarse a sí mismo contando chistes sucios. Estos dan a entender que es agresivamente sexual, pero un obsesivo y persistente narrador de chistes obscenos empieza a despertar sospechas en sus compañeros, que descubren la existencia de un mecanismo compensador.
Los machos con un mayor problema de inferioridad pueden frecuentar el trato con prostitutas. Ya he mencionado otras funciones de esta actividad sexual, pero la del realce de status es quizá la más importante. La propiedad esencial de esta forma de sexo de status es que la hembra está siendo degradada. El macho, siempre que tenga una pequeña cantidad de dinero, puede exigir sumisión sexual. El hecho de que sabe que la mujer no recibe con agrado sus maniobras, pero que se somete a ellas de todos modos, no puede por menos de aumentar su sensación de poder sobre ella. Otra alternativa es la exhibición de striptease. La hembra, también por una pequeña suma de dinero, tiene que desnudarse delante de él, rebajándose a sí misma y elevando, por consiguiente, el status relativo de los machos espectadores.
Existe un cruel dibujo satírico sobre el tema del striptease, titulado simplemente "tripes-tease".
Muestra a una muchacha desnuda que, habiéndose despojado de toda su ropa y escuchando todavía gritos de "más", se practica una incisión en el vientre y, con una seductora sonrisa, comienza a sacarse los intestinos al compás de la música. Este brutal comentario revela que con el tema del striptease estamos entrando en el terreno de esa forma extrema de expresión de sexo de status que es el del sadismo. Es un hecho desagradable, pero evidente, que cuanto más intensa es la necesidad que el macho siente de realzar su ego, más desesperadas son las medidas que toma; cuanto más degradante y violento sea el acto, mayor será el realce que se consiga. Para la inmensa mayoría de los machos, estas medidas extremas son innecesarias. El grado de autoafirmación conseguido en la vida social es suficientemente recompensador. Pero bajo las fuertes presiones de status de la vida supertribal, donde tienen que ser tan escasos los dominantes y tan numerosos los subordinados reprimidos, los pensamientos sádicos tienden, no obstante, a proliferar. Para la mayoría de los hombres no pasan de ser pensamientos; las fantasías sádicas no ven jamás la luz del día. Algunos individuos van más allá, estudiando ávidamente los detalles de las flagelaciones, palizas y torturas de los libros, cuadros y películas sádicos. Unos cuantos asisten a exhibiciones pseudosádicas, y muy pocos se convierten en auténticos sádicos practicantes. Es cierto que muchos hombres pueden ser levemente brutales en la práctica del amor, y que algunos realizan con sus parejas rituales fingidamente sádicos, pero, por suerte, el sádico sanguinario es un fenómeno poco corriente.
Una de las formas más comunes de sadismo es la violación. Quizá se deba esto a que es tan exclusivamente un acto propio del macho que expresa la masculinidad agresiva mejor que otros tipos de actividad sádica. (Los machos pueden torturar a las hembras, y las hembras no pueden torturar a los machos. Los machos pueden violar hembras, pero las hembras no pueden violar machos.) Aparte de la total dominación y degradación de la hembra, una de las extrañas satisfacciones que la violación depara al sádico estriba en que las contorsiones y expresiones faciales de dolor que produce en la hembra son en cierto modo similares a las contorsiones y expresiones faciales de una hembra experimentando un intenso orgasmo. Además, si mata luego a su víctima, su estado inmediatamente fláccido y pasivo ofrece una horrenda mímica del colapso y la relajación posorgásmicos.
Un comportamiento alternativo para los machos menos violentos es lo que podría describirse como "violación visual". Denominado generalmente exhibicionismo, consiste esto en mostrar súbitamente los genitales a una o varias mujeres extrañas. No se realiza ningún intento por establecer contacto físico. La finalidad es producir vergüenza y confusión en las involuntarias espectadoras presentándoles la forma más básica de ostentación amenazadora de sexo de status. Volvemos aquí a la amenaza del pene del pequeño mono ardilla.
Quizá la forma más extrema de sadismo sea la tortura, la violación y el asesinato de una niña por parte de un macho adulto. Los sádicos de este tipo tienen que sufrir sentimientos de la más intensa inferioridad de status conocida del hombre. Para conseguir el realce de su ego, se ven obligados a elegir los individuos más débiles y desamparados de la sociedad e imponerles la forma más violenta de dominación que puedan realizar. Por fortuna, estas medidas extremas se toman en raras ocasiones.
Parecen ser más frecuentes de lo que en realidad son debido a la enorme publicidad que se da a tales casos, pero la verdad es que comprenden una ínfima fracción del conjunto total de "crímenes violentos". De todos modos, una supertribu en la que sólo existen unos cuantos individuos que se vean empujados a excesos de dominación de este tipo ha de constituir una sociedad que opera bajo inmensas presiones de status.
Una cuestión final sobre el sexo de status: resulta intrigante descubrir que ciertos individuos provistos de una manifiesta vasta ansia de poder padecían anormalidades sexuales físicas. La autopsia de Hitler, por ejemplo, reveló que sólo tenía un testículo. La autopsia de Napoleón puso de manifiesto las "atrofiadas proporciones" de sus genitales. Ambos tuvieron una vida sexual poco común, y no puede uno por menos de preguntarse cuánto habría cambiado el curso de la Historia europea si hubieran sido sexualmente normales. Al ser inferiores por su estructura sexual, fueron quizás empujados a formas más directas de expresión agresiva. Pero, por extrema que llegara a ser su dominación, nunca podía saciarse su ansia de súper status, porque, independientemente de lo que consiguieran, ello no podía darles jamás los genitales perfectos del macho dominante típico. Aquí se cierra el círculo del sexo de status. Primero, la condición sexual del macho dominante es tomada como una expresión de la agresión dominante. Luego, se vuelve tan importante en este papel que, si existe algún defecto en el equipo sexual, resulta necesario compensarlo cargando aún más el acento en la pura agresión.
Quizá, después de todo, haya algo que decir en favor del sexo de status (en sus formas más leves).
En sus variedades más ritualizadas y simbólicas, proporciona, al menos, válvulas de escape relativamente inofensivas para agresiones potencialmente perjudiciales en otro caso. Cuando un mono dominante monta a un subordinado, consigue afirmarse a sí mismo sin tener que recurrir a hincar sus dientes en el cuerpo del animal más débil. Intercambiar chistes verdes en un bar causa menos daños que sostener una reyerta. Hacer un gesto obsceno en dirección a alguien no le pone un ojo morado. El sexo de status ha evolucionado, de hecho, como un sustitutivo incruento de la violencia sanguinaria de la dominación y agresión directas. Es sólo en nuestras excesivamente desarrolladas supertribus donde la escala de status se alza hasta las nubes, y las opresiones derivadas del esfuerzo por mantener o mejorar una posición en la jerarquía social se han hecho tan inmensas que el sexo de status se ha desmandado y ha llegado a extremos tan cruentos como la pura agresión misma. Este es, sin embargo, otro de los precios que el miembro de una supertribu tiene que pagar por los grandes logros de su mundo supertribal y por las excitaciones de vivir en él.
Al examinar estas diez funciones básicas del comportamiento sexual, hemos visto claramente la forma en que, para el moderno animal urbano, el sexo se ha convertido en supersexo. Aunque comparte estas diez funciones con otros animales, ha llevado a la mayoría de ellas mucho más allá de lo que las demás especies lo han hecho jamás. Incluso en las civilizaciones más puritanas, el sexo ha desempeñado un importante papel, aunque sólo fuera porque se hallaba siempre presente en las mentes de las personas como algo que era necesario reprimir, probablemente, es exacto afirmar que nadie está tan totalmente obsesionado por el sexo como un puritano fanático.
Las influencias actuantes en el camino hacia el supersexo se han entremezclado unas con otras. El factor principal fue la evolución de un gran cerebro. Por una parte, esto condujo a una prolongada infancia, y esto, a su vez, significó una unidad familiar de larga duración. Había que forjar un vínculo de pareja y de mantenimiento. El sexo de formación de pareja y el sexo de mantenimiento de pareja fueron añadidos al primario sexo de procreación. Si no había a mano válvulas de escape sexuales activas, el ingenio del cerebro hizo posible la utilización de técnicas diversas para obtener un alivio a la tensión sexual psicológica.
El renovado anhelo de novedades del hombre, su viva curiosidad e inventiva, dio lugar a un desarrollo masivo del sexo exploratorio. Debido a su eficiencia, el cerebro organizó su vida de tal modo que el hombre tenía cada vez más tiempo libre y una sensibilidad progresivamente mayor para emplearlo. Pudo así florecer el sexo recompensador en sí mismo, el sexo por el sexo. Si había demasiado tiempo libre, pudo hacer su aparición el sexo ocupacional. Si, por contraste, la creciente carga de las presiones y tensiones supertribales se hacía demasiado pesada, siempre estaba el sexo tranquilizante. Las complejidades combinadas de la vida supertribal produjeron una creciente división del trabajo y las profesiones, y la actividad sexual se vio afectada también, en la forma de sexo comercial. Por fin, con los magnificados problemas de dominación y status de la enorme estructura supertribal, el sexo fue siendo progresivamente utilizado en contextos no sexuales, como un omnipresente sexo de status.
La mayor complicación sexual surgida ha sido la oposición entre las categorías primariamente reproductivas (sexo de procreación, de formación de pareja y de mantenimiento de pareja), por una parte, y las categorías primariamente no reproductivas por la otra. En los tiempos anteriores a la "píldora", cuando la anticoncepción era rara o ineficaz, el sexo procreador constituía un importante riesgo para el sexo exploratorio, el sexo recompensador en sí mismo y los demás. Aun en el llamado "paraíso pospíldora", que algunos han considerado precursor de una época de desenfrenada promiscuidad, el problema está lejos de ser resuelto, debido a la persistencia de las fundamentales propiedades de consolidación de pareja inherentes a los encuentros sexuales humanos. La extendida y despreocupada promiscuidad es un mito, y siempre lo será. Es un mito nacido exclusivamente de la creencia fundada en el deseo propio del sexo de status, pero nunca pasará de mero deseo. La oposición constituida por el fuerte impulso de formación de pareja existente en el hombre y derivada de sus cada vez mayores deberes parentales, continuará persistiendo, cualesquiera que sean los progresos técnicos que se realicen en el futuro en el campo de la anticoncepción. Esto no significa que tales progresos no hayan de producir su impacto en nuestras actividades sexuales. Por el contrario, alterarán profundamente nuestra conducta. La triple presión de la anticoncepción perfeccionada, la disminución de las enfermedades venéreas y el continuo aumento de la población humana conducirá a un dramático incremento de las formas no reproductivas de complacencia copulatoria. No puede haber duda de ello. Tampoco puede haber la menor duda de que esto intensificará el antagonismo entre estas formas de sexo y las exigencias del vínculo de pareja. Por desgracia, como consecuencia, los hijos sufrirán al mismo tiempo que sus sexualmente confundidos padres.
Sería todo más fácil si, como nuestros parientes simios, tuviéramos una carga parental más ligera y fuéramos más verdaderamente promiscuos. Entonces, podríamos extender e intensificar nuestras actividades sexuales con la misma facilidad con que ampliamos nuestro comportamiento en lo que a la limpieza, del cuerpo se refiere. Así como pasamos inocentemente horas enteras en el baño, con los masajistas, en los salones de belleza, peluquerías, baños turcos, piscinas, saunas o casas de baños orientales, del mismo modo podríamos permitirnos complicadas aventuras eróticas con cualquiera, en cualquier momento, sin que se produjeran las más mínimas repercusiones. Parece, de hecho, como si nuestra naturaleza animal básica haya de alzarse siempre como un obstáculo para impedir este desarrollo, o, al menos, lo contenga hasta el momento en que hayamos sufrido algún cambio genético radical.
La única esperanza es que, al ir aumentando en intensidad las encontradas exigencias del supersexo, aprendamos a practicar más diestramente el juego. Al fin y al cabo, es posible complacerse en la buena mesa sin engordar ni caer enfermo. Esto es más difícil de conseguir cuando se trata de la actividad sexual, y, para demostrarlo la sociedad está llena de amargos celos, destrozados corazones abandonados, familias deshechas y desgraciadas e hijos no deseados.
No es extraño que el supersexo haya llegado a constituir tan gran problema para el supermono humano. No es extraño que haya sido denigrado con tanta frecuencia. Es capaz de proporcionar al hombre sus más intensas recompensas físicas y emocionales. Cuando se tuerce, es capaz de causarle sus mayores desventuras. Tal como lo ha extendido, elaborado y manipulado, ha amplificado sus potencialidades, como recompensa y como castigo. Pero, por desgracia, no hay nada extraño en esto.
Encontramos la misma evolución en muchos sectores del comportamiento humano. Incluso en los cuidados médicos, por ejemplo, donde las recompensas son tan evidentes, existen también los castigos: pueden conducir fácilmente a un exceso de población que, a su vez, lleva a una proliferación de nuevas enfermedades de tensión. Pueden producir también una hipersensibilidad al dolor. Un indígena de Nueva Guinea puede arrancarse una lanza de su muslo con más aplomo que un miembro de supertribu al sacarse una astilla de un dedo. Pero esto no es razón para desear retroceder. Si nuestra desarrollada sensibilidad puede actuar en ambos sentidos, debemos asegurarnos de que su función se ejercite en el adecuado. El gran cambio radica en que los asuntos están ahora en nuestras manos, o, mejor, en nuestros cerebros. La cuerda tensa de la supervivencia que ha sido colocada, y en la que nuestra especie realiza sus atrevidos ejercicios, ha ido siendo levantada progresivamente a más altura. Los peligros se han hecho mayores, pero también la emoción. El único inconveniente es que cuando las tribus se convirtieron en supertribus alguien retiró nuestra red biológica de seguridad. A nosotros nos corresponde tomar las medidas que garanticen que no vayamos a morir estrellados. Hemos emprendido la evolución, y no se puede reprochar por ello a nadie más que a nosotros mismos. La fuerza de nuestras propiedades animales sigue todavía albergada dentro de nosotros, pero también nuestras debilidades animales. Cuanto mejor comprendamos éstas, así como los enormes desafíos a que se enfrentan en el antinatural mundo del zoo humano, mayores serán nuestras probabilidades de éxito.


Capítulo 4
Grupos propios y grupos extraños

Pregunta: ¿Qué diferencia hay entre unos nativos negros que degüellan a un misionero blanco y una chusma blanca que lincha a un negro indefenso? Respuesta: Muy poca..., y, para la víctima, ninguna en absoluto. Cualesquiera que sean las razones, las excusas, los motivos, el mecanismo básico de comportamiento es el mismo. Ambos son casos de miembros del grupo propio atacando a miembros del grupo extraño.
Al abordar este tema, nos estamos introduciendo en un terreno en el que nos resulta difícil mantener nuestra objetividad. La razón es evidente: todos nosotros, cada uno de nosotros, somos miembros de algún particular grupo propio, y se nos hace difícil contemplar los problemas del conflicto entre grupos sin tomar partido, aun inconscientemente. Hasta que yo haya acabado de escribir y usted haya acabado de leer este capítulo, debemos procurar salirnos de nuestros grupos y contemplar los campos de batalla del animal humano con los imparciales ojos de un marciano. No va a resultar fácil, y debo dejar bien claro desde el principio que nada de lo que digo debe ser entendido en el sentido de que estoy favoreciendo a un grupo contra otro, o sugiriendo que un grupo es inevitablemente superior a otro.
Utilizando un rígido argumento evolucionista, podría sugerirse que, si dos grupos humanos chocan entre sí y uno extermina al otro, el vencedor es biológicamente más afortunado que el vencido. Pero si consideramos la especie como un todo, este argumento ya no resulta aplicable. Es un punto de vista mezquino. El punto de vista generoso consiste en que si se hubieran esforzado en vivir competitiva pero pacíficamente uno al lado del otro, la especie entera considerada como un todo habría resultado mucho más beneficiada.
Debemos procurar adoptar este punto de vista amplio. Si parece lógico y evidente, entonces tenemos que presentar una explicación algo menos fácil. No somos una especie que se reproduzca en cantidades masivas, como ciertas clases de peces, que producen miles de crías de una sola vez, la mayoría de las cuales se hallan condenadas a la destrucción, sobreviviendo sólo unas pocas. No somos engendradores de cantidad, sino de calidad; producimos pocos descendientes, y derrochamos sobre ellos más cuidados y atenciones y durante un periodo de tiempo más largo que ningún otro animal. Después de consagrarles casi dos décadas de energía parental, es, aparte de otras consideraciones, grotescamente ineficaz enviarles a que sean acuchillados, muertos a tiros, abrasados y bombardeados por los descendientes de otros hombres. Sin embargo, en poco más de un solo siglo (desde 1820 hasta 1945), nada menos que 59 millones de animales humanos resultaron muertos en choques entre grupos de una u otra clase. Esta es la difícil explicación que tenemos que hacer, si tan evidente es para el intelecto humano que sería mejor vivir pacíficamente. Al hablar de estas matanzas, decimos que los hombres se comportan "como animales", pero si pudiéramos encontrar un animal salvaje que mostrara señales de comportarse de esta manera, sería más exacto decir que actuaba como los hombres. El hecho es que no podemos dar con una criatura semejante. Nos enfrentamos aquí con otra de las dudosas propiedades que hacen del hombre moderno una especie única.
Biológicamente hablando, el hombre tiene la innata misión de defender tres cosas: él mismo, su familia y su tribu. Como primate formador de pareja, territorial y que vive en grupo, se ve fuertemente impulsado a ello. Si él, su familia o su tribu se hallan amenazados por la violencia, será perfectamente natural que responda con contra violencia. Mientras exista una probabilidad de repeler el ataque, es su deber biológico intentar hacerlo por todos los medios de que disponga. La situación es idéntica para muchos otros animales, pero, en condiciones naturales, la cantidad de violencia física real que tiene lugar es limitada. Por regla general, es poco más que una amenaza de violencia a la que se responde con una contra amenaza de contra violencia. Todas las especies más violentas parecen haberse exterminado a sí mismas. Una lección que no debemos pasar por alto.
Esto parece bastante sencillo, pero los últimos miles de años de la Historia humana han sobrecargado nuestra herencia evolutiva. Un hombre sigue siendo un hombre, y una familia es todavía una familia, pero una tribu ya no es una tribu. Es una supertribu. Si queremos llegar a comprender la barbarie de nuestros conflictos nacionales, idealistas y raciales, debemos examinar, una vez más, la naturaleza de esta condición supertribal. Hemos visto algunas de las tensiones que ha originado en su mismo interior, las agresiones de la batalla de status; debemos contemplar ahora la forma en que ha creado y amplificado las tensiones fuera de sí misma, entre un grupo y otro.
La historia es cada vez más penosa. El primer paso importante se dio cuando nos establecimos en moradas permanentes. Esto nos dio un objeto concreto que defender. Nuestros más próximos parientes, los monos y los chimpancés, viven típicamente en bandadas nómadas. Cada bandada se desenvuelve dentro de un radio de acción determinado, en cuyo ámbito se mueve sin cesar. Si dos grupos se encuentran y se amenazan mutuamente, el incidente se resuelve con facilidad. Simplemente, se alejan y continúan ocupándose de sus cosas. Una vez que el hombre primitivo se hizo más estrictamente territorial, hubo que reforzar el sistema de defensa. Pero en los tiempos primitivos había tanta tierra y tan pocos hombres, que quedaba sitio de sobra para todos. Incluso cuando las tribus adquirieron mayores dimensiones, las armas eran todavía toscas y primitivas. Los propios dirigentes estaban mucho más personalmente implicados en los conflictos. (Si los dirigentes actuales se vieran obligados a servir en las líneas de combate, se mostrarían mucho más cautos y "humanos" en el momento de tomar su decisión inicial. Quizá no sea demasiado cínico sugerir que éste es el motivo de que se hallen dispuestos a librar guerras "menores", pero les aterrorizan las guerras nucleares. El radio de acción de las armas nucleares les ha vuelto a situar accidentalmente en las líneas del frente. Tal vez, en lugar del desarme nuclear, lo que deberíamos estar exigiendo es la destrucción de los bunkers subterráneos de cemento que ya han construido para su propia protección.)
Tan pronto como el hombre granjero se convirtió en hombre urbano, se dio otro paso trascendental hacia un conflicto más feroz. La división del trabajo y la especialización que se desarrolló significó que toda una categoría de la población podía ser dedicada a las armas; había nacido el Ejército. Con el crecimiento de las supertribus urbanas, las cosas comenzaron a moverse más aceleradamente. El crecimiento social adquirió tal rapidez de su desarrollo en un terreno no coincidía con su progreso en otro. El más estable equilibrio de poder tribal fue sustituido por la grave inestabilidad de las desigualdades supertribales. A medida que las civilizaciones florecían y podían permitirse la expansión, se vieron frecuentemente enfrentadas, no a rivales iguales que les harían pensarse las cosas dos veces y entregarse a la amenaza ritualizada de regateo y comercio, sino a grupos más débiles y atrasados que podían ser invadidos y avasallados con facilidad. Hojeando las páginas de un atlas histórico, puede verse en seguida toda la historia de derroche e ineficacia, de construcción seguida de destrucción, sólo para ser seguida nuevamente de más construcción y más destrucción. Había, desde luego, ventajas incidentales, entrecruzamientos y relaciones que conducían a la acumulación y comunicación de conocimientos, a la difusión de nuevas ideas. Los arados pueden haber sido convertidos en espadas, pero el ímpetu para investigar la consecución de armas mejores condujo también a la producción de utensilios mejores. El coste, sin embargo, fue grande.
A medida que las supertribus iban engrandeciéndose, aumentaba la dificultad de gobernar a las extensas y rebosantes poblaciones, crecían las tensiones provocadas por el nacimiento y las frustraciones de la carrera de súper status se hacían más intensas. Aumentaba progresivamente el volumen de agresión reprimida en busca de una válvula de escape. El conflicto entre grupos la proporcionó a gran escala.
Para el dirigente moderno, pues, lanzarse a la guerra tiene muchas ventajas de las que el dirigente de la Edad de Piedra no podía disfrutar. En primer lugar, no tiene que arriesgarse a que le dejen el rostro ensangrentado. Además, a los hombres que envía a la muerte no los conoce personalmente: son especialistas, y el resto de la sociedad puede continuar su vida cotidiana. Los que, a causa de las presiones supertribales a que han estado sometidos, necesitan perturbaciones o peleas pueden llevar a cabo su combate sin dirigirlo contra la supertribu misma. Y tener un enemigo exterior, un villano, puede convertir en héroe a un dirigente, unir a su pueblo y hacerle olvidar a éste las rencillas internas que tantos quebraderos de cabeza le proporcionaban.
Sería ingenuo pensar que los dirigentes son tan sobrehumanos que no influyen sobre ellos estos factores. Sin embargo, el factor más importante continúa siendo el ansia de mantener o mejorar el status entre los dirigentes. El diferente progreso de las distintas supertribus a que me he referido antes es, indudablemente, el mayor problema. Si, por sus recursos naturales o por su habilidad, una supertribu sobrepasa a otra, lo más seguro es que se originen dificultades. El grupo avanzado se impondrá, de una u otra manera, al grupo retrasado, y el grupo retrasado manifestará su resentimiento de una manera u otra.
Un grupo avanzado es, por su misma naturaleza, expansivo, y, simplemente, no puede dejar las cosas tal como están y ocuparse de sus propios asuntos. Trata de influir sobre otros grupos, ya sea dominándolos o "ayudándolos". A menos que domine a sus rivales hasta el punto de que pierdan su personalidad y queden absorbidos en el cuerpo supertribal avanzado (lo que a menudo es geográficamente imposible), la situación se volverá inestable. Si la supertribu avanzada ayuda a otros grupos y los hace más fuertes, pero a su propia imagen, entonces llegará el día en que sean lo suficientemente fuertes para rebelarse y repeler a la supertribu con sus propias armas y sus propios métodos.
Mientras todo esto sucede, los dirigentes de otras supertribus poderosas y avanzadas estarán vigilando ansiosamente para cerciorarse de que estas expansiones no obtienen demasiado éxito. Si lo alcanzan, entonces empezará a decaer su status entre grupos.
Todo esto se realiza bajo una capa bastante transparente, pero, pese a ello, persistente, de ideología. Leyendo los documentos oficiales, uno nunca adivinaría que lo que de verdad estaba en juego era el orgullo y el status de los dirigentes. En apariencia, siempre es cuestión de ideales, principios morales, filosofías sociales o creencias religiosas. Mas para un soldado que se mira sus piernas mutiladas, o que se sujeta los intestinos con las manos, sólo significa una cosa: una vida destrozada. La razón por la que fue tan fácil llevarle a esa situación radicaba en que no sólo era un animal potencialmente agresivo, sino también intensamente cooperativo. Toda esa palabrería de defender los principios de su supertribu tocó su fibra sensible porque se convirtió en cuestión de ayudar a sus amigos. Bajo la tensión de la guerra, bajo la visible y directa amenaza procedente del grupo extraño, se fortalecieron enormemente los lazos entre él y sus compañeros de batalla. Mató, más por no dejarles desamparados que por ninguna otra razón. Las viejas lealtades tribales eran tan fuertes que, cuando llegó el momento final, no tenía opción.
Dadas las presiones de la supertribu, el hacinamiento a escala global de nuestra especie y las desigualdades de progreso de las diferentes supertribus, hay pocas esperanzas de que nuestros hijos crezcan para preguntarse a qué se debía la guerra. El animal humano se ha hecho demasiado grande para sus botas de primate. Su equipo biológico no es lo bastante fuerte para enfrentarse al medio ambiente, no biológico, que ha creado. Sólo un inmenso esfuerzo de contención intelectual podrá ya salvar la situación.
Ocasionalmente, se ve algún signo de esto acá y allá, pero no bien brota en un lado se extingue en otro. Y, lo que es más, nuestra especie posee tal elasticidad que siempre parecemos capaces de absorber los choques, de compensar la destrucción, de tal modo que ni siquiera nos vemos obligados a extraer enseñanzas de nuestras brutales lecciones. Las guerras más grandes y sangrientas que hayamos conocido no han tenido más efecto, a la larga, que producir una ligera depresión en la curva de crecimiento de la población mundial. Siempre hay un incremento de posguerra en el ritmo de nacimientos, y los huecos se llenan con rapidez. El gigante humano se regenera a sí mismo como un gusano mutilado y continúa deslizándose rápidamente.
¿Qué es lo que hace a un individuo humano ser uno de "ellos", a los que hay que destruir como una plaga de insectos, en vez de uno de "nosotros", que debe ser defendido como un hermano querido? ¿Qué es lo que le sitúa a él en un grupo extraño y nos mantiene a nosotros en el grupo propio? ¿Cómo "reconocerlos"? Es facilísimo, naturalmente, si pertenecen a una supertribu enteramente separada, con costumbres extrañas, aspecto extraño y extraño lenguaje. Todo en ellos es tan diferente de "nosotros" que basta con realizar la burda simplificación de que todos ellos son malvados bellacos. Las fuerzas cohesivas que ayudaron a mantener unido su grupo como una sociedad claramente definida y eficientemente organizada sirven también para situarlos aparte de nosotros y hacer que susciten terror por causa de su extranjería. Como el dragón shakesperiano, son "más frecuentemente temidos que vistos".
Estos grupos son los objetivos más evidentes de hostilidad de nuestro grupo. Pero, suponiendo que les hayamos atacado y derrotado, ¿qué ocurre luego? ¿Y si no nos atrevemos a atacarlos? Y si, por cualquier razón, nos hallamos por el momento en paz con otras supertribus, ¿qué sucede con la agresión existente en el interior de nuestro grupo propio? Podemos, si tenemos suerte, continuar en paz y seguir operando eficiente y constructivamente dentro de nuestro grupo. Las fuerzas cohesivas internas, incluso sin la ayuda de la amenaza proveniente de un grupo extraño, pueden ser lo bastante vigorosas para mantenernos unidos. Pero las presiones y tensiones de la supertribu continuarán actuando sobre nosotros, y si la batalla interna de dominación es librada con excesiva crueldad, con subordinados extremos que experimentaran demasiada represión o pobreza, entonces no tardarán en aparecer grietas. Si existen graves desigualdades entre los subgrupos que inevitablemente se desarrollan dentro de la supertribu, su competición, normalmente saludable, estallará en violencia. La agresión reprimida de subgrupo, si no puede combinarse con la agresión reprimida de otros subgrupos para atacar a un común enemigo extranjero, encontrará expresión en forma de tumultos, persecuciones y rebeliones.
Ejemplos de esto se pueden encontrar a todo lo largo de la Historia. Cuando el Imperio romano hubo conquistado el mundo (tal como entonces lo conocía), su paz interna fue destrozada por una serie de guerras y secesiones civiles. Lo mismo sucedió cuando España dejó de ser una potencia conquistadora, organizadora de expediciones coloniales. Por desgracia, existe una relación inversa entre las guerras externas y las disensiones internas. La implicación está clara: en ambos casos es la misma clase de energía agresiva frustrada que está buscando una válvula de escape. Sólo una estructura supertribal inteligentemente construida puede evitar las dos a la vez.
Era fácil reconocerles a "ellos" cuando pertenecían a una civilización enteramente distinta, pero, ¿cómo se consigue cuando "ellos" pertenecen a nuestra propia cultura? El lenguaje, las costumbres, el aspecto de los "ellos" internos no nos resultan foráneos ni desconocidos, por lo que es más difícil su rotulación y calificación. Pero no es imposible. Un subgrupo puede no parecer foráneo ni extraño a otro subgrupo, pero le parece diferente, y eso suele bastar.
Las diferentes clases, las diferentes ocupaciones, los diferentes grupos de edad, todos tienen sus propias características formas de hablar, vestir y comportarse. Cada subgrupo desarrolla su propio acento o su propia jerga. El estilo de las ropas también difiere notablemente, y cuando entre dos subgrupos estallan las hostilidades, o están a punto de estallar (una valiosa pista), los hábitos de vestido se tornan más agresiva y ostensiblemente distintivos. En algunos aspectos, empiezan a parecer uniformes. En el caso de una guerra civil, desde luego a gran escala, se convierten en uniformes, pero aun en disputas menores la aparición de artilugios pseudomilitares, tales como brazaletes, escarapelas e, incluso, penachos y emblemas, se convierte en una característica habitual. En las sociedades secretas agresivas, proliferan extraordinariamente. Estos y otros expedientes similares contribuyen a fortalecer con rapidez la identidad del subgrupo y, al mismo tiempo, facilitan que otros grupos existentes dentro de la supertribu reconozcan y clasifiquen a los individuos afectados como "ellos". Pero éstos son emblemas temporales. Los galones pueden ser arrancados cuando la agitación ha terminado. Quienes los portaban pueden volver a integrarse rápidamente con el núcleo de la población. Incluso las más violentas animosidades pueden apaciguarse y quedar relegadas al olvido. Existe, sin embargo, una situación completamente distinta cuando un subgrupo posee características distintivas físicas. Si exhibe, pongamos por caso, piel oscura o piel amarilla, pelo ensortijado u ojos oblicuos, entonces éstos son emblemas distintivos que no pueden ser arrancados, por muy pacíficos que sean sus dueños. Si se hallan en minoría dentro de una supertribu son automáticamente considerados como un subgrupo comportándose como un activo "ellos". Aunque sean en "ellos" pasivo, no parece haber diferencia. Incontables sesiones para alisar el cabello e incontables operaciones para eliminar los pliegues de los ojos no consiguen trasmitir el mensaje, el mensaje que dice: "No nos estamos situando aparte deliberada y agresivamente”. Quedan demasiadas e inequívocas pistas físicas.
Racionalmente, el resto de la supertribu sabe muy bien que estos "emblemas" físicos no han sido puestos deliberadamente, pero la respuesta no es racional. Es una reacción de grupo propio que brota de profundas raíces, y cuando la agresión reprimida busca un objetivo, allí están los portadores de emblemas, literalmente dispuesto a asumir el papel de víctima propiciatoria.
No tarda en establecerse un círculo vicioso. Si los portadores de emblemas son tratados, sin que medie culpa alguna por su parte, como un subgrupo hostil, pronto empezarán todos a comportarse como tal. Los sociólogos han denominado a esto una "profecía de autorrealización". Ilustraré lo que sucede utilizando un ejemplo imaginario. Las etapas son éstas:

  1. Mira a ese hombre de pelo verde que está pegando a un niño.
  2. Ese hombre de pelo verde es malvado.
  3. Todos los hombres de pelo verde son malvados.
  4. Los hombres de pelo verde atacarán a cualquiera.
  5. Ahí hay otro hombre de pelo verde; pégale antes de que te pegue él a ti. (El hombre de pelo verde, que no ha hecho nada para provocar la agresión, devuelve el golpe para defenderse.)
  6. Ahí tienes, eso lo demuestra: los hombres de pelo verde son malvados.
  7. Pega a todos los hombres de pelo verde.
Esta progresión de violencia, expresada de forma tan elemental, parece ridícula. Es, desde luego, ridícula, pero representa, no obstante, una manera real de pensar. Hasta la mente menos perspicaz puede distinguir los sofismas de las siete fases de ascendentes prejuicios de grupo que he numerado, pero esto no impide que se conviertan en realidad.
Después de que los hombres de pelo verde han sido golpeados sin motivo durante un espacio de tiempo suficiente, se convierten, como no podría menos de esperarse, en malvados. La profecía originariamente falsa se ha cumplido a sí misma y se ha convertido en una profecía verdadera.
Ésta es la sencilla historia de cómo el grupo extraño se convierte en una entidad odiada. La moraleja a extraer de ella es doble: no tengas pelo verde; pero, si lo tienes, procura que te conozcan personalmente los que no tienen pelo verde, para que se den cuenta de que no eres realmente malvado. La cuestión es que si el hombre que en un principio fue visto pegando a un niño no hubiera tenido rasgos característicos susceptibles de diferenciarle, habría sido juzgado como individuo, y no se habría producido ninguna perjudicial generalización. Sin embargo, una vez que el daño ha sido causado, la única esperanza posible de impedir una ulterior extensión de la hostilidad dentro del grupo propio debe fundarse en una relación y conocimiento personales de los otros individuos de pelo verde considerados como individuos. Si esto no sucede, entonces la hostilidad entre grupos se acentuará, y los individuos de pelo verde -incluso los que son excesivamente no violentos- sentirán la necesidad de unirse, incluso de vivir juntos, y de defenderse unos a otros. Una vez ocurrido esto, la violencia real está a la vuelta de la esquina. Habrá cada vez menos contactos entre los miembros de los dos grupos, y no tardarán en comportarse como si pertenecieran a dos tribus diferentes. Las personas de pelo verde empezarán pronto a proclamar que están orgullosas del color de sus cabellos, cuando, en realidad, no había tenido el más mínimo significado para ellas antes de que fuera singularizado como una señal especial.
La cualidad de la señal de pelo verde que la ha hecho tan potente es su visibilidad. Esto no tenía nada que ver con la verdadera personalidad. Era, simplemente, un rasgo accidental. Ningún grupo extraño se ha formado jamás, por ejemplo, de personas que pertenecen al grupo sanguíneo O, pese al hecho de que, como el color de la piel o la clase de pelo, es un factor inequívoco y genéticamente controlado. La razón es sencilla: es imposible decir quién pertenece al grupo con sólo mirarle. Por ello, si un hombre que se sabe pertenece al grupo O pega a un niño, es imposible extender el antagonismo existente contra él a otras personas del grupo O.
Esto parece de una evidencia meridiana, y, sin embargo, constituye la base entera de los odios entre grupos propios y extraños, a los que solemos denominar "intolerancia racial". A muchos les resulta difícil comprender que, en realidad, este fenómeno no tiene nada que ver con significativas diferencias raciales de personalidad, inteligencia o caracterización emocional (cuya existencia no se ha demostrado jamás), sino sólo con insignificantes y, en la actualidad, nimias diferencias de "emblemas" raciales superficiales. Un niño blanco o un niño amarillo, criados en una supertribu negra y a quienes se hayan dado las mismas oportunidades, saldrían adelante exactamente igual y se comportarían del mismo modo que los niños negros. Otro tanto puede afirmarse de la situación inversa. Si parece no ser así, entonces es tan sólo el resultado del hecho de que, probablemente, no existirían idénticas oportunidades. Para comprender esto, debemos, en primer lugar, examinar brevemente la forma en que surgieron las diferentes razas.
Hagamos constar, ante todo, que la palabra "raza" es poco afortunada. Ha sido mal empleada con demasiada frecuencia. Hablamos de la raza humana, de la raza blanca y de la raza británica, refiriéndonos, respectivamente, a la especie humana, a la subespecie blanca y a la supertribu británica. En zoología, una especie es una población de animales que se reproducen libremente entre ellos, pero que no pueden reproducirse, o no lo hacen, con otras poblaciones. Una especie tiende a escindirse en gran cantidad de discernibles subespecies, a la par que se extiende por un ámbito geográfico cada vez más amplio. Si estas subespecies son mezcladas artificialmente, continúan procreando libremente entre sí y pueden volver a fundirse en un solo tipo, pero esto no sucede normalmente. Las diferencias climáticas y de otra clase influyen en el color, la forma y el tamaño de las diferentes subespecies en sus diversas regiones naturales.
Un grupo que vive en una región fría, por ejemplo, puede hacerse más fuerte y pesado; otro que habite una región boscosa puede desarrollar una piel moteada que le camufle bajo la luz que se filtra entre las hojas.
Las diferencias físicas ayudan a adaptar las subespecies a su medio ambiente, de modo que cada una de ellas se desenvuelve mejor en su propia zona particular. No existe ninguna línea divisoria entre las subespecies allá donde las regiones limitan una con otra; van fundiéndose gradualmente una con otra. Si, con el paso del tiempo, van diferenciándose progresivamente entre sí, los contactos reproductivos pueden finalizar en las fronteras de su campo de acción, y surge una nítida línea divisoria. Si, más tarde, se extienden y superponen, ya no se mezclarán. Se habrán convertido en verdaderas especies.
La especie humana, al comenzar a extenderse por todo el Globo, empezó a formar subespecies distintivas, exactamente igual que cualquier otro animal. Tres de ellas, el grupo caucasoide (blanco), el grupo negroide (negro) y el grupo mongoloide (amarillo), han alcanzado un alto grado de desarrollo. Dos de ellas no son en la actualidad ni sombra de lo que fueron y existen sólo como grupos residuales. Son los australoides -los aborígenes australianos y sus allegados- y los capoides, los bosquimanos del África del Sur. Estas dos subespecies cubrieron en otro tiempo una extensión mucho mayor (los bosquimanos llegaron a poseer la mayor parte de África), pero, salvo en zonas reducidas, han sido posteriormente exterminados. Un reciente estudio de las dimensiones relativas de estas cinco subespecies estimaba su respectiva población mundial actual del modo siguiente:

Sobre la población mundial total, de más de tres mil millones de animales humanos, esto da el primer lugar a la subespecie blanca, con más del 55 por ciento; le sigue de cerca la subespecie amarilla, con el 37 por ciento, y, después, la, subespecie negroide, con el 7 por ciento. Los dos grupos restantes juntos no alcanzan un 0.50 por ciento del total.
Por supuesto, estas cifras son sólo aproximativas, pero dan una idea del cuadro general. No pueden ser exactas porque, como he explicado antes, la característica de una subespecie es que se mezcla con sus vecinas en los lugares donde confinan sus respectivas zonas. En el caso de la especie humana, ha surgido una complicación adicional como resultado de la incrementada eficacia de los medios de transporte. Ha habido una enorme cantidad de migraciones y desplazamientos por parte de poblaciones subespecíficas, de tal modo que en muchas regiones se han producido complejas mezclas y ha tenido lugar un ulterior proceso de fusión. Esto ha ocurrido a pesar de la formación de antagonismos entre grupos propios y grupos extraños y a los abundantes derramamientos de sangre, porque, naturalmente, las diferentes subespecies aún pueden reproducirse entre sí plena y eficientemente.
Si las diversas subespecies humanas hubieran permanecido geográficamente separadas durante un período más largo de tiempo, podrían muy bien haberse escindido en especies distintas, cada una de ellas físicamente adaptada a sus especiales condiciones climatológicas y ambientales. Ese era el rumbo que tomaban las cosas. Pero el control técnico, cada vez más eficaz, del hombre sobre su medio ambiente físico, aliado con su gran movilidad, ha hecho absurdo este rumbo evolucionista. Los climas fríos han sido dominados con toda clase de medios, desde las ropas y las hogueras de leña hasta la calefacción central; los climas cálidos han sido suavizados por la refrigeración y el aire acondicionado. El hecho, por ejemplo, de que un negro tenga más glándulas sudoríparas que un caucasoide está rápidamente dejando de tener un significado de adaptación.
Con el tiempo, es inevitable que las diferencias entre las subespecies, los "caracteres raciales", se mezclen completamente y desaparezcan por entero. Nuestros lejanos sucesores contemplarán maravillados las viejas fotografías de sus extraordinarios antepasados. Por desgracia, esto tardará mucho tiempo, debido al uso irracional de estos caracteres como emblemas de mutua hostilidad. La única esperanza de acelerar este apreciable y, en definitiva, inevitable proceso de fusión sería la obediencia internacional a una nueva ley que prohibiese la procreación con un miembro de la propia subespecie. Dado que esto es pura fantasía, la solución en que debemos confiar consiste en una forma crecientemente racional de abordar lo que hasta ahora ha sido un tema inmensamente emocional. La idea de que esta solución llegará con facilidad puede ser refutada con un breve estudio de los increíbles extremos de irracionalidad que han prevalecido en tantas ocasiones. Bastará con considerar un solo ejemplo: las repercusiones del tráfico de esclavos negros a América.
Entre los siglos XVI y XIX, fueron capturados en África y enviados como esclavos a América un total de casi quince millones de negros. No había nada nuevo en la esclavitud, pero la escala de la operación y el hecho de que fuera llevada a cabo por supertribus que profesaban la fe cristiana le daba un carácter de excepción. Requería una especial actitud mental, una actitud que sólo podía derivar de una reacción a las diferencias físicas existentes entre las subespecies afectadas. Sólo podía realizarse si los negros africanos eran considerados virtualmente como una nueva forma de animal doméstico.
No había empezado así. Los primeros viajeros que penetraron en África quedaron asombrados de la grandeza y la organización del imperio negro. Había grandes ciudades, sabiduría y enseñanza, una compleja administración y considerable riqueza. Aún hoy esto le resulta difícil de creer a mucha gente.
Quedan muy pocas pruebas de ello, y persiste con demasiada eficacia la imagen propagandística del negro desnudo, indolente y feroz. Se pasa por alto con demasiada facilidad el esplendor de los bronces de Benin.
Los primeros informes de la civilización negra han sido cómodamente ocultados y olvidados.
Echemos un solo vistazo a una antigua ciudad negra del África Occidental, tal como fue vista hace más de tres siglos y medio por un viajero holandés. Éste escribió así:
La ciudad parece ser muy grande; al llegar a ella se entra por una calle ancha..., siete u ocho veces más ancha que la calle Warmoes de Amsterdam... Se ven muchas calles a los lados, que también avanzan en línea recta... Las casas de la ciudad se alinean en buen orden, una junto a otra y a la misma altura, como las casas de Holanda... El palacio del rey es muy grande, con numerosos patios rodeados de galerías... Me interné tanto dentro del palacio, que atravesé más de cuatro de estos patios, y siempre que miraba aún veía puertas y más puertas que conducían a otros lugares...
Esto no se parece en nada a un poblado de toscas chozas de barro. Y tampoco podrían ser descritos los habitantes de estas antiguas civilizaciones del África Occidental como feroces salvajes con la lanza siempre en la mano. Ya a mediados del siglo XIV, un ilustrado visitante hacía notar la comodidad del viaje y la facilidad para encontrar alimento y buenos alojamientos para pasar la noche. Comentaba: "Hay una completa seguridad en su país. Ni el viajero ni el habitante tienen nada que temer de ladrones u hombres violentos."
Tras los primeros viajeros, los contactos posteriores se convirtieron rápidamente en explotación comercial. Mientras los "salvajes" eran atacados, saqueados, sojuzgados y exportados, su civilización se desmoronaba. Los restos de su destrozado mundo empezaron a encajar en la imagen de una raza bárbara y desorganizada. Los informes eran ya más frecuentes y no dejaban lugar a duda respecto a la inferioridad de la civilización negroide. Se pasó convenientemente por alto el hecho de que esta inferioridad se debía inicialmente a la brutalidad y la codicia blancas. En su lugar, la conciencia encontró más cómodo aceptar la idea de que la piel negra (y las otras inferioridades físicas) representaban signos exteriores de inferioridades mentales. Todo fue entonces simple cuestión de argüir que la civilización era inferior porque los negros eran mentalmente inferiores, y no por otra razón. Si esto era así, entonces la explotación no implicaba degradación, porque la raza estaba ya inherentemente degradada. Al propagarse la "prueba" de que los negros eran poco mejores que animales, la conciencia pudo descansar.
Aún no había hecho su aparición en escena la teoría darwiniana de la evolución. Había dos actitudes respecto a la existencia de humanos negroides: la monogenista y la poligenista. Los monogenistas sostenían que todos los tipos de hombres habían surgido de la misma fuente original, pero que los negros habían sufrido hacía tiempo una grave decadencia física y moral, por lo que la esclavitud era el destino adecuado para ellos. A mediados del siglo pasado, un americano explicó con toda claridad la posición:
El negro es una notable variedad, y en la actualidad estable, como las numerosas variedades de animales domésticos. El negro continuará siendo lo que es, a menos que su forma sea alterada en virtud del cruce de razas, la simple idea de lo cual resulta repugnante; su inteligencia es muy inferior a la de los caucasianos, y, en consecuencia, por todo lo que sabemos de él, es incapaz de gobernarse a sí mismo. Ha sido colocado bajo nuestra protección. La justificación de la esclavitud está contenida en la Escritura... Esta determina los deberes de amos y esclavos... Podemos, efectivamente, defender nuestras instituciones basándonos en la palabra de Dios.
Con estas palabras vituperaba a los primeros reformadores cristianos. ¿Cómo atreverse a ir contra la Biblia?
Esta manifestación, realizada varios siglos después del comienzo de la explotación, muestra con claridad cuan completamente había sido suprimido el primitivo conocimiento de la antigua civilización de los negros africanos. Si no hubiera sido suprimido, la mentira del "incapaz de gobernarse a sí mismo" habría quedado al descubierto, y todo el argumento, toda la justificación, se habría derrumbado.
Frente a los monogenistas estaban los poligenistas. Sostenían que cada "raza" había sido creada separadamente, cada una con sus propias peculiaridades, sus fortalezas y sus debilidades. Algunos poligenistas creían en la existencia de hasta quince especies diferentes de hombres en el mundo. Decían en favor del negro:
La doctrina poligenista asigna a las razas inferiores de la Humanidad un puesto más honorable que la doctrina opuesta. Ser inferior a otro hombre, ya sea en inteligencia, vigor o belleza, no es una condición humillante. Por el contrario, podría uno avergonzarse de haber sufrido una degradación moral o física si hubiera descendido en la escala de los seres y perdido categoría en la Creación.
También esto fue escrito a mediados del siglo XIX. Pese a la diferencia de actitud, la tesis poligenista acepta automáticamente la idea de las inferioridades raciales. En cualquiera de ambos casos, los negros salían perdiendo.
Aun después de que se les concediera a los esclavos su libertad oficial, las viejas actitudes continuaron persistiendo de una forma u otra. Si los negros no hubieran sido marcados con sus "emblemas" físicos de grupo extraño, habrían sido rápidamente asimilados en su nueva supertribu. Pero su aspecto los mantuvo aparte, y los viejos prejuicios pudieron subsistir.
La primitiva mentira -que su cultura había sido siempre inferior y que, por consiguiente, ellos eran inferiores- acechaba todavía en el fondo de nuestras mentes blancas. Condicionaba su comportamiento y continuaba agravando las relaciones. Ejercía su influjo aun en los hombres más inteligentes e ilustrados.
Seguía creando un resentimiento negro, un resentimiento que estaba ya respaldado por la libertad social oficial. El resultado era inevitable. Puesto que su inferioridad era sólo un mito, inventado mediante la deformación de la Historia, el negro americano dejó, lógicamente, en cuanto habían sido eliminadas las cadenas, de seguir comportándose como si fuese inferior. Empezó a rebelarse. Exigió, además de igualdad oficial, igualdad real.
Sus esfuerzos fueron acogidos con respuestas sorprendentemente irracionales y violentas. Las cadenas reales fueron sustituidas por otras invisibles. Se amontonaron sobre él segregaciones, discriminaciones y degradaciones sociales. Esto había sido anticipado ya por los primitivos reformadores, y, en cierto momento del siglo pasado, se sugirió seriamente que toda la población negra americana fuera "generosamente recompensada" por sus penalidades y devuelta a su África nativa. Pero la repatriación difícilmente les habría devuelto a su originaria condición civilizada. Aquello había quedado destruido hacía tiempo. No había retorno posible. El daño estaba hecho. Se quedaron e intentaron cobrarse lo que se les debía. Después de repetidas frustraciones, empezaron a perder la paciencia, y durante el último medio siglo sus revueltas no sólo han persistido, sino que han cobrado mayor vigor. Su número se ha elevado hasta cerca de los veinte millones de personas. Constituyen una fuerza con la que hay que contar, y los extremistas negros se han lanzado ahora a una política, no de simple igualdad, sino de dominación negra.
Parece inminente una segunda guerra civil americana.
Los americanos blancos reflexivos luchan desesperadamente para superar este prejuicio, pero los crueles adoctrinamientos de la infancia son difíciles de olvidar. Surge entonces una nueva clase de prejuicio, un insidioso prejuicio de super compensación. La culpabilidad produce un exceso de amistad y de asistencia que crea una relación tan falsa como aquella a la que sustituye. Sigue sin tratar a los negros como individuos. Persiste en considerarlos como miembros de un grupo extraño. El fallo fue claramente puesto de relieve por un actor negro americano que, siendo aplaudido con desmedido entusiasmo por un público de blancos, los increpó señalando que se sentirían en ridículo si él resultase ser un hombre blanco que se hubiera ennegrecido la cara.
Hasta que las subespecies humanas dejen de tratar a otras subespecies humanas como si sus diferencias físicas denotasen alguna especie de diferencia mental, y hasta que dejen de reaccionar ante el color de la piel como si éste fuese portado deliberadamente como emblema de un grupo extraño hostil, continuará habiendo estériles y absurdos derramamientos de sangre. No estoy afirmando que pueda haber una fraternidad mundial de hombres. Esto es un ingenuo y utópico sueño. El hombre es un animal tribal, y las grandes supertribus estarán siempre en competición unas con otras. En las sociedades bien organizadas, estas luchas adoptarán la forma de una saludable y estimulante competencia y los agresivos rituales del deporte y del tráfico comercial, ayudando a impedir que las comunidades se estanquen y se tornen repetitivas. La agresividad natural de los hombres no llegará a ser excesiva. Adoptará la aceptable forma de la autoafirmación. Sólo cuando las presiones sean demasiado fuertes, estallará en violencia.
En cualquiera de ambos niveles de agresión -el afirmativo o el violento-, los grupos propios y extraños ordinarios (no raciales) se enfrentarán mutuamente, cada uno en sus propias condiciones. Los individuos afectados no estarán allí por accidente. Pero la situación es completamente distinta para el individuo que, a causa del color de su piel, se encuentra a sí mismo accidental, permanente e inevitablemente atrapado dentro de un grupo determinado. No puede decidir ingresar en un grupo de subespecie ni abandonarlo. Sin embargo, es tratado igual que si se hubiera hecho miembro de un club o hubiese ingresado en un Ejército. La única esperanza para el futuro, como he dicho, estriba en que la mezcla a escala mundial de las subespecies originaria y geográficamente distintas, que se ha ido efectuando progresivamente, conduzca a una fusión cada vez mayor de características y se desvanezcan así las diferencias ostensiblemente visibles. Entretanto, la perpetua necesidad de grupos extraños en los que pueda desahogarse la agresión del grupo propio continuará confundiendo la cuestión y atribuirá injustificados papeles a subespecies ajenas. Nuestras emociones irracionales nos impiden hacer las debidas distinciones; sólo nos ayudará la imposición de nuestra inteligencia racional y lógica.
He elegido el ejemplo del dilema negro americano porque es particularmente apropiado en el momento presente. Por desgracia no hay en él nada insólito. La misma pauta de conducta se ha repetido en toda la extensión del Globo desde que el animal humano se hizo realmente móvil. Se han propagado extraordinarias irracionalidades incluso donde no había diferencias de subespecie que avivaran las llamas y las mantuvieran encendidas. Constantemente está produciéndose el error fundamental de dar por supuesto que un miembro de otro grupo debe poseer ciertos especiales rasgos característicos heredados, típicos de su grupo. Si lleva un uniforme diferente, habla un idioma distinto o practica una religión distinta, se da ilógicamente por supuesto que tiene también una personalidad biológicamente diferente. Se dice que los alemanes son laboriosos y obsesivamente metódicos; los italianos, acaloradamente emocionales; los americanos, expansivos y extrovertidos; los ingleses, envarados y retraídos; los chinos, astutos e inescrutables; los españoles, altivos y orgullosos; los suecos, blandos y pacíficos; los franceses, quisquillosos y discutidores, etc.
Aun como valoraciones superficiales de caracteres nacionales adquiridos, estas generalizaciones no pasan de ser toscas super simplificaciones, pero son llevadas mucho más lejos: son aceptadas por muchas personas como características innatas de los grupos extraños de que se trata. Se cree de verdad que, en cierto modo, las "razas" han llegado a diferenciarse, que se ha producido algún cambio genético; pero esto no es más que el ilógico pensamiento, basado puramente en los deseos, de la tendencia a la formación de grupos propios. Confucio lo expresó perfectamente, hace más de dos mil años, cuando dijo:
"Las naturalezas de los hombres son idénticas; son sus costumbres lo que los separan”. Pero las costumbres, que son meras tradiciones culturales, pueden ser cambiadas fácilmente, y el impulso de formación de grupos propios espera algo más permanente, más básico, que sitúe a "ellos" aparte de "nosotros". Como somos una especie ingeniosa, si no podemos encontrar tales diferencias no vacilamos en inventarlas. Con asombroso aplomo, pasamos alegremente por alto el hecho de que casi todas las naciones que he mencionado antes son complejas mezclas de una colección de agrupaciones primitivas, repetidamente cruzadas entre sí. Pero la lógica no tiene aquí nada que hacer.
Toda la especie humana tiene en común una amplia gama de módulos básicos de comportamiento.
Las similitudes fundamentales entre un hombre cualquiera y otro son enormes. Una de ellas, paradójicamente, es la tendencia a formar grupos propios distintos y a sentir que uno es muy diferente de los miembros de los otros grupos. Este sentimiento es tan fuerte que la idea que he expresado en este capítulo no goza de popularidad. La evidencia biológica, sin embargo, es abrumadora, y cuando antes sea tenida en cuenta más tolerantes podemos esperar llegar a ser en nuestras relaciones entre grupos.
Otra de nuestras características biológicas, como ya he destacado, es nuestra inventiva. Es inevitable que estemos probando constantemente nuevas formas de expresarnos a nosotros mismos, y que esas nuevas formas difieran de un grupo a otro y de una época a otra. Pero éstas son propiedades superficiales, que se ganan y se pierden con facilidad. Pueden aparecer y desaparecer en una generación, mientras que se necesitan cientos de miles de años para desarrollar una nueva especie como la nuestra y para construir sus características biológicas básicas. La civilización sólo tiene una antigüedad de diez mil años. Somos, fundamentalmente, los mismos animales que nuestros antepasados cazadores. Todos nosotros, absolutamente todos, independientemente de nuestra nacionalidad, hemos salido de ese tronco.
Todos poseemos las mismas propiedades genéticas básicas. Todos somos monos desnudos bajo la extraordinaria variedad de los vestidos que hemos adoptado. No está de más que recordemos esto cuando empezamos a practicar nuestros juegos de formación de grupos propios, y cuando, bajo las tremendas presiones de la vida supertribal, empiezan a escapar a nuestro control y nos encontramos a punto de derramar la sangre de personas que, por debajo de la superficie, son exactamente iguales a nosotros.
Una vez dicho esto, me queda, no obstante, una sensación de desasosiego. La razón no es difícil de hallar. Por una parte, he señalado que el impulso de formación de grupos propios es ilógico e irracional; por otra, he puesto de relieve que las condiciones existentes son tan propicias para una contienda entre grupos que nuestra única esperanza estriba en aplicar un control racional e inteligente. Podría alegarse que me estoy mostrando excesivamente optimista al propugnar el control racional de lo profundamente irracional. Quizá no es pedir demasiado que los procesos racionales sean incorporados como una ayuda para la resolución del problema, pero dadas las actuales evidencias, parece haber pocas esperanzas de que ellos solos sean suficientes para resolverlo. Basta observar al más intelectual de los manifestantes golpeando las cabezas de los policías con pancartas en las que se lee "poned fin a esta violencia", o escuchar a los políticos más brillantes defender la guerra "para asegurar la paz", para comprender que, en estas materias, el control racional posee una cualidad evasiva. Se necesita algo más. Debemos atacar de raíz las condiciones a que antes he aludido y que nos están empujando tan eficazmente a la violencia entre grupos.
Ya he examinado esas condiciones, pero será útil resumirlas brevemente. Son las siguientes:

  1. El desarrollo de territorios humanos fijos.
  2. El crecimiento de las tribus hasta que se conviertan en superpobladas supertribus.
  3. La invención de armas que matan a distancia.
  4. El alejamiento de los dirigentes de la primera línea de combate.
  5. La creación de una clase especializada cuyos miembros tienen por profesión matar.
  6. El desarrollo de desigualdades tecnológicas entre los grupos.
  7. El incremento de frustrada agresión de status dentro de los grupos.
  8. Las demandas de las rivalidades de status entre grupos de los dirigentes.
  9. La pérdida de la personalidad social dentro de las supertribus.
  10. La explotación del impulso cooperativo a ayudar a los amigos víctimas de un ataque.

La única condición que he omitido deliberadamente en esta lista es el desarrollo de ideologías diferentes. Como zoólogo que considera al hombre como animal, me resulta difícil en el contexto presente tomar en serio tales diferencias. Si se valora la situación entre grupos en términos de comportamiento real, más que de verbalizada teorización, las diferencias de ideología se tornan insignificantes comparadas con las condiciones más fundamentales. Son, simplemente, las excusas desesperadamente buscadas para suministrar altisonantes razones que justifiquen la destrucción de millares de vidas humanas.
Examinando la lista de los diez factores más realistas, es difícil ver por dónde puede uno empezar a buscar una mejora de la situación. Tomados en conjunto, parecen ofrecer una garantía absoluta de que el hombre seguirá siempre estando en guerra con el hombre.
Recordando que he descrito el estado actual como el de un zoo humano, quizá podamos extraer alguna enseñanza contemplando el interior de las jaulas de un zoo animal. Ya he señalado que los animales salvajes, situados en sus ambientes naturales, no matan habitualmente a grandes cantidades de seres de su propia clase; pero, ¿y los ejemplares enjaulados? ¿Hay matanzas en la jaula de los monos, linchamientos en la jaula de los leones, encarnizadas batallas en la jaula de las aves? La respuesta, con evidentes atenuaciones, es afirmativa. Las luchas de status entre miembros establecidos de grupos excesivamente poblados de animales de zoo son bastante malas, pero, como todo empleado de zoo sabe, la situación es peor aún cuando se intenta introducir recién llegados en un grupo de éstos. Existe gran peligro de que los forasteros sean masivamente atacados e incansablemente perseguidos. Son tratados como miembros invasores de un grupo extraño hostil. Poco pueden hacer para contener el asalto. Aunque se acurruquen discretamente en un rincón, en vez de pavonearse en medio de la jaula, son, no obstante, acosados y atacados.
Esto no sucede en todos los casos; en los lugares donde es más frecuente, las especies afectadas suelen ser las que padecen el más antinatural grado de penuria de espacio. Si los establecidos dueños de la jaula disponen de sitio más que suficiente, tal vez ataquen inicialmente a los recién llegados y los expulsen de los lugares preferidos, pero no continuarán persiguiéndolos con excesiva violencia. Por fin, se permite a los forasteros fijar su asentamiento en alguna otra parte del recinto. Si el espacio es demasiado pequeño, esta estabilización de las relaciones puede no llegar nunca a desarrollarse, e, inevitablemente, se produce derramamiento de sangre.
Esto se puede demostrar experimentalmente. Los gasterosteos son pequeños peces que en la época de cría ocupan territorios. El macho construye un nido en las plantas acuáticas y defiende la zona circundante contra otros machos de la especie. Solitario en este caso, un solo macho representa el "grupo propio", y cada uno de sus rivales poseedores de territorio representa un "grupo extraño". En condiciones naturales, en un río u otra corriente de agua, cada macho tiene espacio suficiente, de modo que los encuentros hostiles con rivales suelen reducirse a amenazas y contra amenazas. Las batallas prolongadas son raras. Si se estimula a dos machos para que construyan nidos, cada uno a un extremo de un tanque de acuario, entonces, como en la Naturaleza, se hacen frente y se amenazan mutuamente en una línea fronteriza situada, más o menos, en la mitad del tanque. No ocurre nada más. Sin embargo, si las plantas acuáticas en que han anidado han sido colocadas experimentalmente en pequeños tiestos movibles, el experimentador puede aproximar entre sí estos tiestos y reducir artificialmente las dimensiones de los territorios. Al ir siendo acercados los tiestos uno a otro, los dos propietarios de terreno intensifican sus manifestaciones de amenaza. Por fin, el sistema de amenazas y contra amenazas ritualizadas se derrumba, y estalla el combate. Los machos se muerden y desgarran incansable y mutuamente las aletas, olvidados sus deberes de construcción del nido y convertido súbitamente su mundo en un torbellino de violencia y crueldad. Sin embargo, en cuanto los tiestos en que están formados sus nidos vuelven a ser separados, retorna la paz y el campo de batalla se convierte de nuevo en escenario de ritualizadas e inofensivas manifestaciones de amenaza.
La lección es bastante clara: cuando las pequeñas tribus humanas del hombre primitivo se ampliaron hasta adquirir proporciones supertribales, estábamos, en efecto, realizando en nosotros mismos el experimento de los gasterosteos, y con muy semejante resultado. Si el zoo humano tiene que aprender del zoo animal, entonces ésta es la segunda condición a la que debemos prestar particular atención.
Contemplado con los ojos brutalmente objetivos de un ecólogo animal, el comportamiento de una especie superpoblada es un mecanismo autolimitador de adaptación. Se le podría describir como cruel para el individuo a fin de ser bueno para la especie. Cada tipo de animal tiene su propio y particular "techo" de población. Si el número de seres se eleva por encima de este nivel, interviene alguna especie de actividad letal, y el número vuelve a descender. Por un momento, vale la pena considerar a esta luz la violencia humana.
Tal vez parezca despiadado expresarlo de esta manera, pero es casi como si, desde el momento mismo en que comenzamos a convertirnos en especie superpoblada, hubiéramos estado buscando con frenesí un medio de corregir esta situación y reducir nuestro número a un nivel biológico más adecuado.
Éste no ha sido limitado procediendo simplemente a matanzas masivas bajo la forma de guerras, disturbios, revueltas y rebeliones. Nuestro ingenio no ha conocido límites. En el pasado, hemos introducido toda una galaxia de factores autolimitadores. Las sociedades primitivas, cuando comenzaron a experimentar el fenómeno de la superpoblación, emplearon prácticas tales como el infanticidio, el sacrificio humano, la mutilación, la caza de cabezas, el canibalismo y toda clase de complicados tabúes sexuales. Desde luego, éstos no eran sistemas deliberadamente planeados de control de la población, pero contribuyeron, no obstante, a controlar el desarrollo de la población. Sin embargo, no consiguieron frenar por completo el continuo incremento del número de humanos.
Con el avance de las tecnologías, la vida humana se vio más fuertemente protegida, y estas primitivas prácticas fueron siendo suprimidas. Al mismo tiempo, la enfermedad, la sequía y la inanición fueron sometidas a un intenso ataque. Cuando las poblaciones comenzaron a crecer, hicieron su aparición en escena nuevos expedientes autolimitadores. Al desvanecerse los viejos tabúes sexuales, emergieron nuevas y extrañas filosofías sexuales que producían el efecto de reducir la fecundidad del grupo; proliferaron neurosis y psicosis que dificultaban la procreación; se propagaron ciertas prácticas sexuales, tales como la anticoncepción, la masturbación, la cópula oral y anal, la homosexualidad, el fetichismo y la bestialidad, que proporcionaban la consumación sexual sin el riesgo de la fertilización. La esclavitud, el encarcelamiento, la castración y el celibato voluntario desempeñaron también su papel.
Además, poníamos fin a las vidas individuales mediante el aborto generalizado, el homicidio, la ejecución de criminales, asesinato, suicidio, duelo y la práctica deliberada de pasatiempos y deportes peligrosos y potencialmente letales.
Todas estas medidas han servido para eliminar de nuestras abarrotadas poblaciones grandes cantidades de seres humanos, ya sea impidiendo la fertilización, o practicando el exterminio. Reunidas de esta manera, constituyen una lista formidable. Sin embargo, en último término, han resultado ser, aun combinadas con la guerra masiva y la rebelión, desesperadamente ineficaces. La especie humana ha sobrevivido a todas ellas y ha persistido en reproducirse a un ritmo cada vez más elevado.
Durante años, se ha manifestado una obstinada resistencia a interpretar estas tendencias como indicaciones de que en nuestro nivel de población hay algo biológicamente defectuoso. Hemos rehusado, con pertinacia, tomarlas como señales de peligro que nos advierten que nos encaminamos a un gran desastre evolutivo. Se ha hecho todo lo posible para proscribir estas prácticas y para proteger el derecho a la procreación y a la vida de todos los individuos humanos. Entonces, como los grupos de animales humanos han crecido hasta proporciones cada vez más incontrolables, hemos aplicado nuestro ingenio a desarrollar tecnologías que ayuden a hacer soportables estas antinaturales condiciones sociales.
Con cada día que pasa (añadiendo otros 150.000 seres a la población mundial), la lucha se hace más difícil. Si persiste la actitud actual, no tardará en hacerse imposible. Acabará llegando algo que acarreará una reducción de nuestro nivel de población. Quizá sea una exaltada inestabilidad mental que conducirá a la temeraria utilización de armas de incontrolable potencia. Quizá sea la creciente polución química, o la rápida difusión de enfermedades con la intensidad de una plaga. Tenemos una alternativa: podemos dejar las cosas al azar, o podemos tratar de influir en la situación. Si seguimos la primera línea de conducta, entonces existe el peligro, muy real, de que, cuando un importante factor de control de la población irrumpa a través de nuestras defensas y comience a operar, sea como el derrumbamiento del dique de una presa que arrase toda nuestra civilización. Si adoptamos la segunda línea de conducta, tal vez podamos conjurar este desastre, pero, ¿cómo seleccionamos nuestro método de control? La idea de imponer por la fuerza cualquier medio dirigido a impedir la concepción o a suprimir la vida es inaceptable para nuestra naturaleza, fundamentalmente cooperativa. La única opción es estimular los controles voluntarios. Podríamos, desde luego, promover y presentar en forma atrayente deportes y pasatiempos cada vez más peligrosos. Podríamos popularizar el suicidio ("¿Por qué esperar a la enfermedad? Muérase ahora, ¡sin dolor!"), o quizá crear un nuevo y sofisticado culto al celibato ("el placer de la pureza"). Podrían utilizarse los servicios de agencias publicitarias para que difundieran en todo el mundo una persuasiva propaganda ensalzando las virtudes de la muerte instantánea.
Aunque adoptáramos medidas tan extraordinarias (y biológicamente destructivas), es dudoso que condujeran a un apreciable grado de control de la población. El método más generalmente defendido en la actualidad es la anticoncepción fomentada, con la medida adicional del aborto legalizado en el caso de embarazos no deseados. El argumento en favor de la anticoncepción, como he señalado en el capítulo anterior, consiste en que prevenir la vida es mejor que curarla. Si algo tiene que morir, es mejor que sean los óvulos y el esperma humanos, en vez de seres humanos dotados de pensamientos y sentimientos, amados y amantes, que se han convertido ya en parte integrantes e interdependientes de la sociedad. Si se aplica a los óvulos y esperma sobre los que se ha practicado la anticoncepción el argumento del derroche repugnante, puede señalarse que la naturaleza es ya extraordinariamente derrochadora, toda vez que la hembra humana es capaz de producir alrededor de cuatrocientos óvulos durante su vida, y el macho adulto literalmente millones de espermatozoides cada día.
Existen inconvenientes, sin embargo. Así como lo probable es que los deportes peligrosos eliminen selectivamente a los espíritus más intrépidos de la sociedad, y los suicidios a los más sensibles e imaginativos, así también la anticoncepción puede favorecer una tendencia contra los más inteligentes. En su actual fase de desarrollo, los medios anticoncepcionales requieren, si han de ser utilizados con eficiencia, un cierto nivel de inteligencia, reflexión y autocontrol. Todo el que esté por debajo de ese nivel será más propenso a concebir. Si su bajo nivel de inteligencia está de alguna manera gobernado por factores genéticos, esos factores serán transmitidos a su prole. Lenta, pero inexorablemente, estas cualidades genéticas se extenderán y aumentarán en la población considerada como un todo.
Para que la anticoncepción moderna funcione con eficiencia y sin parcialismos, es esencial que se realice un urgente progreso en el sentido de encontrar técnicas cada vez menos exigentes; técnicas que requieran el mínimo absoluto de cuidado y atención. Juntamente con ello, debe precederse a un intenso ataque a las actitudes sociales en relación con las prácticas anticoncepcionales. Sólo cuando haya 150.000 fertilizaciones diarias menos que las que hay en la actualidad, estaremos manteniendo la población humana en su ya excesivo nivel.
Además, aunque esto sea en sí mismo bastante difícil de conseguir, debemos añadir el problema de asegurar que el aumento de control sea adecuadamente extendido por el mundo, en vez de quedar concentrado en una o dos regiones cultas. Si los progresos anticoncepcionales se distribuyen geográficamente de forma desigual, conducirán de modo inevitable a la inestabilización de las ya tensas relaciones interregionales.
Es difícil ser optimista cuando se contemplan estos problemas, pero supongamos, por el momento, que son mágicamente resueltos y que la población mundial de animales humanos se mantiene en su nivel actual de tres mil millones, aproximadamente. Esto significa que, si tomamos toda la superficie sólida de la Tierra y la imaginamos poblada en todas partes por igual, nos encontramos ya a un nivel superior a quinientas veces la densidad del hombre primitivo. Aunque consiguiéramos detener el incremento y dispersar más espaciadamente a la población total por todo el Globo, no deberíamos, por ello, hacernos la ilusión de estar logrando nada remotamente semejante siquiera a la condición social en que se desenvolvieron nuestros primitivos antepasados. Seguiremos necesitando tremendos esfuerzos de autodisciplina si queremos impedir violentos conflictos y explosiones sociales. Pero, al menos, tendríamos una probabilidad. Si, por el contrario, permitimos irreflexivamente que continúe aumentando la cota de la población, pronto habremos perdido esa oportunidad.
Por si esto no bastara, debemos recordar también que el estar quinientas veces por encima de nuestro primitivo nivel natural es sólo una de las diez condiciones que contribuyen a nuestro actual estado bélico. Se trata de una terrible perspectiva, y el peligro de que destruyamos completamente la civilización se está haciendo día a día más real.
Es interesante contemplar qué sucederá si dejamos que las cosas sigan así. Estamos realizando tan grandes progresos en el desarrollo de técnicas cada vez más eficientes de guerra química y biológica, que las armas nucleares pueden quedar pronto anticuadas. Una vez que esto haya sucedido, estos artilugios nucleares adquirirán la respetabilidad de ser denominados armas convencionales y serán blandidos temerariamente entre las supertribus más importantes. (Con los sucesivos y continuos ingresos de más grupos en el club nuclear, la "línea caliente" se habrá convertido para entonces en una desesperadamente enmarañada "red caliente".) La nube radiactiva resultante que entonces rodeará la Tierra producirá la muerte a toda forma de vida en las zonas que reciban lluvias o nevadas. Sólo los bosquimanos africanos y otros pocos grupos remotos que habiten en los centros de las más áridas regiones desérticas tendrán una probabilidad de sobrevivir. Irónicamente, los bosquimanos han sido, hasta la fecha, los más dramáticamente frustrados de todos los grupos humanos, y aún siguen viviendo en la primitiva condición cazadora típica del hombre antiguo. Parece ser un caso de regreso al tablero de dibujo o un supremo ejemplo, como alguien predijo una vez, de los mansos heredando la Tierra.


Capítulo 5
Grabación y malgrabacion

Viviendo en un zoo humano, tenemos mucho que aprender y mucho que recordar: pero, tal como funcionan las máquinas de aprendizaje biológico, nuestro cerebro es, con mucho, la mejor que existe. Con catorce mil millones de células intrincadamente relacionadas y en funcionamiento constante, somos capaces de asimilar y almacenar un número enorme de impresiones.
En su uso normal, la maquinaria funciona con toda suavidad, pero cuando algo extraordinario ocurre en el mundo exterior, conectamos un sistema especial de emergencia. Es entonces cuando, en nuestra condición supertribal, las cosas pueden descarriarse. Hay dos razones para ello. Por una parte, el zoo humano en que vivimos nos protege de ciertas experiencias. No matamos regularmente animales; comemos carne. No vemos cadáveres; están cubiertos por una manta o escondidos en el interior de una caja. Esto significa que, cuando la violencia hace irrupción a través de las barreras protectoras, su impacto sobre nuestro cerebro es mayor de lo acostumbrado. Por otra parte, las clases de violencia supertribal que irrumpen hasta nosotros son con frecuencia de tan extraordinaria magnitud que resultan dolorosamente impresionantes, y nuestro cerebro no siempre está equipado para hacerles frente. Es este tipo de aprendizaje de emergencia el que merece aquí algo más que una ojeada superficial.
Todo el que haya estado alguna vez implicado en un grave accidente de carretera comprenderá lo que quiero decir. Hasta el más mínimo detalle queda impreso como a fuego en la memoria y allí permanece toda la vida. Todos hemos tenido experiencia personales de este tipo. A la edad de siete años, por ejemplo, yo estuve a punto de ahogarme, y hoy día puedo recordar el incidente tan vívidamente como si hubiera ocurrido ayer. Como resultado de esta experiencia infantil, cumplí los treinta años antes de que pudiera obligarme a mí mismo a vencer mis irracionales temores a la natación. Como todos los niños, tuve muchas otras desagradables experiencias durante mi proceso de crecimiento, pero la gran mayoría de ellas pasaron sin dejar cicatrices duraderas.
Parece, pues, que en el curso de nuestras vidas encontramos dos clases distintas de experiencias.
En una de esas dos clases, la breve exposición a una situación produce un indeleble e inolvidable impacto; en la otra causa, sólo una leve y pronto olvidada impresión. Utilizando los términos un tanto libremente, podemos decir que la primera implica un aprendizaje traumático, y la segunda un aprendizaje normal. En el aprendizaje traumático, el efecto producido es completamente desproporcionado a la experiencia que lo causó. En el aprendizaje normal, la experiencia original tiene que ser repetida una y otra vez para que su influencia se mantenga viva. La falta de reforzamiento del aprendizaje ordinario conduce a un debilitamiento de la respuesta. En el aprendizaje traumático no sucede así.
Los intentos de modificar el aprendizaje traumático tropiezan con enormes dificultades y pueden empeorar las cosas con facilidad. En el aprendizaje normal no es así. El incidente de mi niñez constituye un ejemplo. Cuanto más se me mostraban los placeres de la natación, más intenso se hacía mi aborrecimiento a este deporte. Si el primitivo incidente no hubiera ejercido tan traumático efecto, yo habría respondido cada vez más de modo positivo, en lugar de más negativamente cada vez.
Los traumas no constituyen el tema principal de este capítulo, pero le proporcionan una introducción útil. Muestran con claridad que el animal humano es capaz de una clase un tanto especial de aprendizaje, una clase que es increíblemente rápida, difícil de modificar, extremadamente duradera y que no requiere ninguna práctica para mantenerlo perfecto. Es tentador desear que pudiéramos de esta manera, leer libros, recordando para siempre todo su contenido después de una sola y breve ojeada. Sin embargo, si todo nuestro aprendizaje funcionara de esta manera, perderíamos el sentido de los valores.
Todo tendría la misma importancia, y padeceríamos una grave falta de selectividad. El aprendizaje rápido e indeleble está reservado para los momentos más transcendentales de nuestra vida. Las experiencias traumáticas son sólo una cara de esta moneda. Ahora quiero darle la vuelta y examinar la otra cara, la cara que ha sido denominada "grabación".
Mientras los traumas están relacionados con experiencias dolorosas, negativas, la grabación es un proceso positivo. Cuando un animal experimenta el fenómeno de la grabación, desarrolla una unión positiva a algo. Al igual que las experiencias traumáticas, el proceso termina rápidamente, es casi irreversible y no necesita ningún reforzamiento ulterior. En los seres humanos sucede entre una madre y su hijo. Puede suceder también cuando el hijo crece y se enamora. Quedar unido a una madre, a un hijo o a un cónyuge, son tres de los más transcendentales aprendizajes que podemos experimentar en nuestra vida, y son éstos los que hemos elegido por la especial ayuda que proporciona el fenómeno de grabación. La palabra "amor" es, de hecho, la forma en que solemos describir los sentimientos emocionales que acompañan al proceso de grabación. Pero, antes de profundizar más en la situación humana, será útil echar un breve vistazo a alguna otra especie.
Muchas aves, cuando salen del cascarón, deben formar inmediatamente una unión con su madre y aprender a reconocerla. Pueden entonces seguirla a todas partes y mantenerse cerca de ella en busca de seguridad. Si los polluelos o los patitos recién nacidos no hacen esto, podrían fácilmente perderse y perecer. Son demasiado activos y móviles para que su madre pueda mantenerlos juntos y protegerlos sin la ayuda del fenómeno de grabación. El proceso puede desarrollarse en cuestión de minutos, literalmente. El primer gran objeto en movimiento que ven los polluelos o los patos se convierte automáticamente en "madre". Desde luego, en condiciones normales es realmente su madre, pero en situaciones experimentales puede ser casi cualquier cosa. Si sucede que el primer gran objeto en movimiento que ve el pollo de incubadora es un balón anaranjado del que se tira mediante una cuerda, seguirá a eso. El balón se convierte rápidamente en "madre". Tan poderoso es este proceso de grabación que si, al cabo de unos días, se da a elegir a los polluelos entre su adoptado balón y su verdadera madre (que ha sido anteriormente mantenida fuera de su vista), preferirán el balón. No puede presentarse prueba más extraordinaria del fenómeno de grabación que la vista de un grupo de polluelos experimentales arremolinándose ansiosamente en pos de un balón anaranjado e ignorando por completo a su auténtica madre, que se encuentra no lejos de ellos.
Sin experimentos de este tipo, podría argüirse que las aves jóvenes quedan unidas a su madre natural porque son recompensadas estando con ella. Permanecer cerca de ella significa encontrar calor, alimentos, agua, etc. Pero los balones anaranjados no conducen a tales recompensas, y, sin embargo, se convierten fácilmente en poderosas figuras maternales. La grabación, pues, no consiste en una simple cuestión de respuesta a recompensas, como en el aprendizaje ordinario. Es, simplemente, cuestión de exposición. Podríamos llamarla "aprendizaje de exposición". Además, a diferencia del aprendizaje normal, tiene un período crítico. Los polluelos y los patos son sensibles a la grabación sólo durante un breve período de días después de su nacimiento. A medida que el tiempo pasa, empiezan a asustarse de los objetos grandes en movimiento y, si no han sido ya objeto de grabación, ello les resulta difícil en lo sucesivo.
Al crecer, las aves jóvenes se vuelven independientes y dejan de seguir a la madre. Pero el impacto de la primitiva grabación no se ha desvanecido. Ésta no sólo les indicó quién era su madre, sino que también a qué especie pertenecía. Una vez llegadas al estado adulto, les ayuda a elegir un compañero sexual de su propia especie, en vez de tomarlo de otra especie extraña.
También esto tiene que ser demostrado con experimentos. Si jóvenes animales de una especie son criados por padres adoptivos de otra especie, entonces, cuando lleguen a la madurez, pueden tratar de emparejarse con miembros de la especie adoptiva, en vez de intentarlo con los de su propia especie. Esto no ocurre siempre, pero hay muchos ejemplos de ello. (Ignoramos todavía por qué ocurre en unos casos y no en otros.)
Entre los animales cautivos, esta susceptibilidad de fijarse en la especie inadecuada puede conducir a situaciones grotescas. Cuando las palomas criadas por tórtolas llegan a su madurez sexual, hacen caso omiso de las otras palomas y tratan de aparearse con tórtolas. Las tórtolas criadas por palomas tratan de aparearse con palomas. Un gallo de zoo, criado por sí mismo en el recinto de una tortuga gigante, se exhibía persistentemente a los aturdidos reptiles, negándose a tener nada que ver con gallinas recién llegadas.
He llamado a este fenómeno "malgrabación". Se produce con frecuencia en el mundo de las relaciones hombre-animal. Cuando ciertos animales, separados desde el nacimiento de los pertenecientes a su especie, son criados por seres humanos, pueden responder más tarde, no mordiendo la mano que los alimentó, sino copulando con ella. Esta reacción se ha observado a menudo en palomas. No es un descubrimiento nuevo. Ha sido conocido desde tiempos antiguos, cuando las damas romanas tenían pequeñas aves para divertirse de este modo. (Leda, al parecer, era más ambiciosa.) Los mamíferos domésticos se abrazan a veces e intentan copular con las piernas humanas, como saben por penosa experiencia algunos propietarios de perros. Los guardianes de zoo también tienen que mostrarse precavidos durante la época de celo. Deben estar preparados para resistir las solicitaciones de cualquier animal, desde un dromedario amoroso hasta un ciervo encelado, cuando miembros de estas especies han sido aislados y criados manualmente por el hombre. Yo mismo fui una vez el azorado recipiente de las insinuaciones sexuales de un gigantesco panda hembra. Ocurrió en Moscú, adonde yo había dispuesto que fuese llevada para ser emparejada con el único panda macho gigante existente fuera de China. Ella hacía caso omiso de sus insistentes atenciones sexuales, pero cuando yo pasé la mano por entre los barrotes y le acaricié el lomo, el animal respondió levantando la cola y dirigiéndome una postura de completa invitación sexual, estando el panda macho a sólo unos centímetros de distancia. La diferencia entre los dos animales consistía en que la hembra había sido aislada de otros pandas a edad mucho más temprana que el macho.
Él había madurado como panda de panda, pero ella era ahora un panda de hombre.
Puede parecer, a veces, que un animal "humanizado" es capaz de percibir las diferencias entre un macho humano y una hembra humana al dirigirles insinuaciones sexuales, pero esto puede ser ilusorio. Un pavo macho malgrabado, por ejemplo, intentaba aparear con los hombres, pero atacaba a las mujeres. La razón era curiosa. Los pavos machos agresivos se manifiestan dejando caer las alas y moviendo el moco.
A los ojos del pavo malgrabado, las faldas eran alas caídas, y los bolsos femeninos, mocos. Veía, por tanto, a las mujeres como machos rivales y las atacaba, reservando sus atenciones sexuales para los hombres.
Los zoos están llenos de animales que, con descaminada bondad humana, han sido esmeradamente cuidados y criados y devueltos luego a la compañía de sus semejantes. Pero, por lo que a los aislados mansos se refiere, los de su propia clase son extranjeros, miembros de alguna amedrentante, extraña y "otra" especie. En un zoo hay un chimpancé macho adulto que ha permanecido más de diez años enjaulado con una hembra. Se ha comprobado, mediante análisis médicos, que goza de perfecta salud sexual, y se sabe que la hembra ha procreado antes de haber sido puesta con él. Pero, como es un aislado criado por el hombre, la ignora por completo. Nunca se sienta con ella, ni la acaricia ni intenta montarla.
Para él, pertenece a otra especie. Los largos años de estar expuesto a ella no lo han cambiado.
Estos animales pueden volverse extremadamente agresivos hacia los de su propia especie, no porque los traten como rivales, sino porque los ven como enemigos extranjeros. Los acostumbrados rituales que, en circunstancias normales, sustituyen a los combates sangrientos, no tienen lugar. A una mangosta hembra, criada por el hombre y amansada, se le entregó un macho capturado en estado salvaje con la esperanza de que procrearían, pero ella le atacó en el momento mismo en que entró en la jaula. Por fin, parecieron llegar a un estado de desacuerdo mutuo ligeramente estable, pero el macho debió de encontrarse sometido a una tensión considerable, porque no tardaron en formársele úlceras y en morir. La hembra recuperó inmediatamente su amistoso modo de comportarse. Una tigresa criada por el hombre fue colocada en una jaula, por primera vez en su vida, junto a un tigre capturado en estado salvaje. Podía verle y olerle, pero no podían reunirse. Esto era lógico. Ella estaba tan "humanizada" que en cuanto detectó su presencia huyó al extremo opuesto de la jaula y se negó a moverse. Para una tigresa, esto constituía una reacción anormal, pero mucho más normal para un miembro de su especie adoptada (la humana) al encontrarse con un tigre. Fue más lejos: dejó de comer y continuó rehusando el alimento durante varios días, hasta que el macho fue sacado de allí. En su caso, pasaron varias semanas hasta que recuperó su normalmente amistoso y activo modo de ser, frotándose contra los barrotes para ser acariciada por los cuidadores.
A veces, las condiciones de crianza son tales que el animal desarrolla una personalidad sexual dual. Si es criado por humanos en presencia de otros miembros de su propia especie, puede, llegado al estado adulto, intentar aparearse tanto con humanos como con miembros de su especie. La malgrabación sólo es parcial, existiendo también cierto grado de grabación normal. Esto sería inverosímil en un grabador muy rápido, como un pato o un pollo, pero los mamíferos tienden a socializarse más lentamente. Hay tiempo para que se produzca una grabación dual. Detenidos estudios realizados con perros en América han demostrado esto con gran claridad. En los perros domésticos, la fase de socialización dura desde los veinte hasta los sesenta días de edad. Si los cachorros domésticos permanecen durante todo este período completamente aislados del hombre (siendo alimentados por control remoto), emergen, una vez finalizado aquél, como animales virtualmente salvajes. Si, no obstante, son criados en presencia simultánea de perros y hombres, se muestran amistosos hacia los dos.
Los monos criados en aislamiento total, tanto respecto de otros monos como de otras especies, incluido el hombre, encuentran casi imposible, en su vida posterior, adaptarse a ninguna clase de contacto social. Colocados con miembros sexualmente activos de su propia especie, no saben cómo responder. La mayor parte del tiempo se muestran aterrados ante cualquier contacto social y permanecen nerviosamente sentados en un rincón. Hasta tal punto carecen de grabación, que son virtualmente animales no sociales, aun cuando pertenecen a una especie altamente sociable. Si son criados con otros jóvenes animales de su misma especie, pero sin madres, no se produce este resultado, por lo que parece existir una clase de grabación de compañero, además de una grabación parental. Ambos procesos pueden desempeñar su papel para adscribir un animal a su especie.
El mundo del animal malgrabado es un lugar extraño y aterrador. La malgrabación crea un híbrido psicológico, realizando modos de conducta pertenecientes a su propia especie, pero dirigiéndolos hacia su especie adoptada. Sólo con enorme dificultad, y a veces ni siquiera así, puede readaptarse. Para algunas especies, las señales sexuales de los miembros de su misma especie son lo suficientemente fuertes, y las respuestas a ellas lo suficientemente instintivas, para permitirles sobrevivir a su anormal crianza, pero, en muchos otros casos, el poder de la grabación es tan intenso que supera a todo influjo.
Los amantes de los animales harían bien en recordar esto cuando se dedican a "domesticar" a jóvenes animales salvajes. Los empleados de parques zoológicos han estado largo tiempo desconcertados por las grandes dificultades que han encontrado para criar a muchos de sus animales. A veces, esto ha sido debido a la alimentación o alojamiento inadecuados, pero, con demasiada frecuencia, la causa ha sido la malgrabación producida antes de que los animales llegaran al zoo.
Pasando ahora a considerar el animal humano, el significado de la grabación está bastante claro.
Durante los primeros meses de su vida, el niño atraviesa una sensitiva fase de socialización en la que desarrolla una profunda y duradera adscripción a su especie y, especialmente, a su madre. Como en el caso de la grabación animal, esta adscripción o apego no depende por completo de las recompensas físicas obtenidas de la madre, tales como la alimentación y la limpieza. Se produce también aquí el aprendizaje de exposición, típico de la grabación. El niño no puede mantenerse cerca de la madre, siguiéndola como un polluelo, pero puede conseguir la misma finalidad mediante el empleo de la sonrisa.
La sonrisa es atractiva para la madre y la anima a quedarse con el niño y a jugar con él. Estos interludios juguetones y sonrientes ayudan a consolidar el vínculo entre el niño y su madre. Cada uno de ellos queda grabado en el otro, y se desarrolla una poderosa unión recíproca, un persistente lazo que es sumamente importante para la vida ulterior del niño. Criaturas que son bien alimentadas y van limpias, pero que se hallan privadas del "amor" de la grabación temprana, pueden padecer ansiedades que permanecen con ellos durante el resto de su vida. Huérfanos y niños que tienen que vivir en instituciones, donde la atención y los vínculos personales son inevitablemente limitados, se convierten, muy frecuentemente, en adultos ansiosos. Un fuerte vínculo cimentado durante el primer año de vida significará la capacidad de establecer fuertes lazos durante la vida adulta subsiguiente.
Una buena y temprana grabación le abre al niño una nutrida cuenta bancaria emocional. Si, posteriormente, los gastos son grandes, tendrá de sobra para ir sacando. Si, mientras crece, las cosas se tuercen en lo que se refiere a su cuidado parental (como, por ejemplo, separación parental, divorcio o muerte), su elasticidad dependerá de la cualidad de unión de aquel trascendental primer año. Naturalmente, perturbaciones posteriores cobrarán su parte, pero serán insignificantes comparadas con las de los primeros meses. Un niño de cinco años, evacuado de Londres durante la última guerra y separado de sus padres, cuando se le preguntó quién era, respondió: "No soy nada de nadie”. Evidentemente, el shock era perjudicial, pero el que, en tales casos, haya de causar o no un daño duradero, dependerá en gran medida de si está confirmando o contradiciendo experiencias anteriores. La contradicción causará un aturdimiento que puede ser rectificado, pero la confirmación tenderá a intensificar y fortalecer ansiedades anteriores.
Pasando a la siguiente gran fase de adscripción, llegamos al fenómeno sexual de formación de pareja. "Enamorarse a primera vista" puede no sucedernos a todos nosotros, pero dista mucho de ser un mito. El acto de enamorarse tiene todas las propiedades de un fenómeno de grabación. Existe un período sensible (el comienzo de la vida adulta) en el que es más probable que ocurra; es un proceso relativamente rápido; su efecto es duradero en relación al tiempo que tarda en realizarse; y puede persistir aun en la más manifiesta ausencia de recompensas.
En contra de esto podría alegarse que para muchos de nosotros los primeros lazos de pareja son inestables y efímeros. La respuesta es que durante los años de pubertad y de inmediata pospubertad la capacidad de formar un lazo de pareja serio tarda algún tiempo en madurar. Esta lenta maduración proporciona una fase de transición durante la cual podemos, por así decirlo, probar el agua antes de saltar a ella. Si no fuera así, todos quedaríamos completamente fijados en nuestro primer amor. En la sociedad moderna, la fase natural de transición ha sido artificialmente prolongada por la excesiva persistencia del lazo parental. Los padres tienden a retener a su prole en una época en que, biológicamente hablando, deberían estar liberándola. La razón es bastante clara: las complejas exigencias del zoo humano hacen imposible que un individuo de catorce o quince años sobreviva independientemente. Esta incapacidad comunica una cualidad infantil que impulsa a la madre y el padre a continuar respondiendo parentalmente, pese al hecho de que su descendencia está ya sexualmente madura. Esto, a su vez, prolonga muchos de los modos infantiles de la prole, de modo que se entrecruzan antinaturalmente con los nuevos modos adultos. Como resultado de esto surgen considerables tensiones, y se produce a menudo el choque entre el lazo padres-prole y la recién iniciada tendencia de los jóvenes a formar un nuevo lazo de pareja sexual.
No tienen los padres la culpa de que sus hijos no puedan valerse por sí solos en el mundo supertribal exterior; ni tampoco los hijos tienen la culpa de que no puedan evitar transmitir a sus padres señales infantiles de desvalimiento. La culpa es del antinatural medio ambiente urbano, que requiere más años de aprendizaje que los que suministra el ritmo de crecimiento biológico del animal humano joven.
A pesar de esta interferencia con el desarrollo de la nueva relación de lazo de pareja, la grabación sexual no tarda en abrirse paso a la superficie. El amor joven tal vez sea típicamente efímero, pero también puede ser muy intenso, tanto que, en numerosos casos, se producen fijaciones permanentes en "novios de infancia", prescindiendo de la impracticabilidad socioeconómica de las relaciones. Aunque, sometidos a presiones externas, estos tempranos lazos de pareja se desmoronen, pueden dejar su marca. Con frecuencia, parece como si la búsqueda posterior de un compañero sexual, en la fase adulta plenamente independiente, implicara una inconsciente pesquisa para redescubrir algunas de las características clave de la primera grabación sexual. El fracaso final en esta pesquisa puede muy bien constituir un factor oculto que ayude a socavar un matrimonio en otro caso afortunado.
Este fenómeno de confusión de lazo no está limitado a la situación de "novios de infancia". Puede ocurrir en cualquier momento, y es particularmente probable que atormente a segundos matrimonios, donde con tanta frecuencia se hacen silenciosas, y a veces no tan silenciosas, comparaciones con los anteriores cónyuges. Puede también desempeñar otro importante y perjudicial papel cuando el lazo padre-prole se confunde con el lazo de pareja sexual. Para comprender esto, es necesario considerar de nuevo el efecto en el niño del lazo padre-prole. Le indica al niño tres cosas:
1. Éste es mi padre particular, personal.
2. Ésta es la especie a que pertenezco.
3. Ésta es la especie con lo que más adelante me emparejaré algún día.
Las dos primeras instrucciones son claras e inequívocas; es la tercera la que puede ser mal interpretada. Si el primer lazo con el padre del sexo opuesto ha sido particularmente persistente, algunas de sus características individuales pueden también ser transferidas para influir en el posterior lazo sexual de la prole. En vez de entender el mensaje como "ésta es la especie con la que más adelante me emparejaré algún día", el niño lo lee como "éste es el tipo de persona con que me emparejaré más adelante algún día".
Una influencia limitadora de esta clase puede convertirse en un grave problema. La interferencia con el proceso de formación de vínculo de pareja, proveniente de una persistente imagen parental, puede conducir a una particular elección de compañero que, en todos los demás aspectos, sea inconveniente en grado sumo. A la inversa, un cónyuge, por otro lado perfectamente compatible, puede no conseguir una plena relación por carecer de ciertas características triviales, pero en este aspecto esenciales, del padre del otro cónyuge. ("Mi padre nunca haría eso." "Pero yo no soy tu padre.") Este embarazoso fenómeno de la confusión de lazo parece ser causado por los antinaturales niveles de aislamiento de la unidad familiar, que con tanta frecuencia se producen en el atestado mundo del zoo humano. El fenómeno de "extranjeros en nuestro medio" tiende a irrumpir en la atmósfera de participación tribal y mezcla social típica de las comunidades más pequeñas. Adoptando una postura defensiva, las familias se repliegan sobre sí mismas, encerrándose en ordenadas filas de jaulas dispuestas en terrazas o ligeramente separadas unas de otras por desgracia, no hay señales de que la situación vaya a mejorar; más bien lo contrario.
Dejando la cuestión de la confusión de lazo, tenemos que considerar ahora otra aberración, más extraña, de la grabación humana: nuestra versión de la malgrabación. Entramos aquí en el insólito mundo de lo que se ha denominado fetichismo sexual.
Para una minoría de individuos, la naturaleza de la primera experiencia sexual puede tener un efecto psicológicamente aberrante. En vez de quedar grabado con la imagen de un compañero determinado, este tipo de individuo queda sexualmente fijado sobre algún objeto inanimado que se hallara presente a la sazón. No está claro por qué tantos de nosotros escapamos a estas fijaciones reproductivamente anormales. Quizá ello dependa de la vivacidad o la violencia de ciertos aspectos de la ocasión de nuestro primer descubrimiento sexual importante. Como quiera que sea, el fenómeno es sorprendente.
A juzgar por los casos históricamente conocidos que se hallan a nuestro alcance, parece ser que la adscripción a un fetiche sexual se produce principalmente cuando la consumación sexual inicial tiene lugar espontáneamente, o cuando el individuo está solo. En muchos casos cabe remontarse desde ella hasta la primera eyaculación de un macho adulto joven, que a menudo se produce en ausencia de una hembra y sin los habituales preliminares de formación de pareja. Algún objeto característico que se halla presente en el momento de la eyaculación adquiere instantáneamente un poderoso y perdurable significado sexual. Es como si toda la fuerza grabadora de la formación de pareja se canalizara accidentalmente hacia un objeto inanimado, comunicándole, en un instante, un papel fundamental para el resto de la vida sexual de la persona.
Esta sorprendente forma de malgrabación no es tan rara como parece. La mayoría de nosotros desarrollamos un primario lazo de pareja con un miembro del sexo opuesto, en vez de con guantes de piel o botas de cuero, y nos encanta hacer públicos abiertamente nuestros lazos de pareja, con la confianza de que otros comprenderán y compartirán nuestros sentimientos; pero el fetichista, firmemente grabado con su extraño objeto sexual, tiende a mantener silencio sobre el objeto de su insólita adscripción. El objeto inanimado de su grabación sexual, que tan enorme significado tiene para él, no representaría nada para los demás, y, por miedo al ridículo, lo mantiene en secreto. No significa nada para la inmensa mayoría de las personas, los no fetichistas, y tampoco gran cosa para otros fetichistas, cada uno de los cuales tiene su propia especialidad particular. Los guantes de piel tiene tan poco significado para un fetichista de botas de cuero como para un no fetichista. El fetichista, por tanto, queda aislado por su propia y altamente especializada forma de grabación sexual.
En contra de esto, puede alegarse que hay ciertas clases de objetos que aparecen con extraordinaria frecuencia en el mundo fetichista. Los objetos de goma, por ejemplo, son frecuentes.
Quedará más claro el significado de esto si examinamos unos cuantos casos concretos de desarrollo fetichista.
Un muchacho de doce años estaba jugando con un abrigo de piel de zorra cuando experimentó su primera eyaculación. En la vida adulta, sólo podía conseguir satisfacción sexual en presencia de pieles. Era incapaz de copular con hembras en la forma ordinaria. Una muchacha experimentó su primer orgasmo cuando estaba agarrando un trozo de terciopelo negro mientras se masturbaba. Una vez adulta, el terciopelo se convirtió en un elemento esencial para su sexualidad. Toda su casa estaba decorada con él, y se casó únicamente para obtener más dinero y poder comprar más terciopelo. Un muchacho de catorce años tuvo su primera experiencia sexual con una chica que llevaba un vestido de seda. Más tarde, era incapaz de hacer el amor con una hembra desnuda. Sólo podía excitarse si ella llevaba un vestido de seda.
Otro joven se hallaba asomado a una ventana cuando se produjo su primera eyaculación. Dio la casualidad de que en aquel momento vio pasar por la calle una figura que caminaba apoyándose en muletas. Cuando se casó, sólo podía hacer el amor con su esposa si ella llevaba muletas a la cama. Un niño de nueve años estaba jugueteando con un guante suave contra su pene en el momento de su primera eyaculación. Ya adulto, se convirtió en fetichista de guantes, con una colección de varios cientos de ellos. Todas sus actividades sexuales iban dirigidas hacia esos guantes.
Existen muchos ejemplos de este tipo, que enlazan claramente el fetiche del adulto con su primera experiencia sexual. Otros objetos que suelen servir de fetiches son: zapatos, botas de montar, cuellos almidonados, corsés, medias, ropas interiores, cuero, goma, delantales, pañuelos, cabellos, pies y vestidos especiales, tales como uniformes de niñera. A veces, éstos llegan a convertirse en los elementos necesarios para una copulación afortunada (y de otro modo normal). A veces, sustituyen por completo al compañero sexual. La calidad del tejido parece ser una característica importante de la mayoría de ellos; con frecuencia, porque presiones y fricciones de diversas clases poseen gran importancia para causar en la vida de un individuo la primera excitación sexual. Si se halla presente alguna sustancia dotada de una cualidad táctil altamente característica, entonces hay una gran probabilidad de que se convierta en fetiche Sexual. Esto podría explicar, por ejemplo, la abundancia de fetiches de goma, cuero y seda.
Los fetiches de zapato, bota y pie son también comunes, y, probablemente, puede hallarse implicada en ello una presión contra el cuerpo. Se conoce el caso clásico de un chico de catorce años que estaba jugando con una muchacha de veinte calzada con zapatos de tacón alto. Él estaba tendido en el suelo, y ella se subió encima de él y le pisó. Cuando el pie de ella se posó sobre su pene, experimentó su primera eyaculación. De adulto, esto se convirtió en su única forma de actividad sexual. A lo largo de su vida, se las arregló para persuadir a más de cien mujeres para que le pisaran con zapatos de tacón alto.
Idealmente, su compañera sexual tenía que ser de un peso determinado y los zapatos de un determinado color. El encuentro original tenía que ser reproducido lo más exactamente posible para producir un máximo de reacción.
Este último caso muestra con claridad cómo puede desarrollarse el masoquismo. Otro joven, por ejemplo, tuvo su primera experiencia sexual espontáneamente, mientras luchaba con una chica mucho mayor. En su vida posterior, quedó fijado sobre mujeres pesadas y agresivas que estuviesen dispuestas a causarle daño durante los encuentros sexuales. No es difícil imaginar cómo pueden desarrollarse de forma similar ciertas clases de sadismo.
La adscripción a un fetiche sexual difiere en varios aspectos del proceso de condicionamiento ordinario. Al igual que la grabación (o las experiencias traumáticas que he mencionado al principio de este capítulo), es muy rápida, tiene un efecto duradero y es extremadamente difícil de suprimir. Aparece también en un período de sensibilidad. Del mismo modo que la malgrabación, fija al individuo sobre un objeto anormal, canalizando el comportamiento sexual en el sentido de apartarlo del objeto biológicamente normal, es decir, un miembro del sexo opuesto. No es tanto la adquisición positiva de significado sexual por parte de un objeto, como un guante de goma, lo que causa el daño; lo que crea el problema es la eliminación absoluta de todos los demás objetos sexuales. En los casos que he mencionado, la malgrabación es tan poderosa que "agota" todo el interés sexual disponible. Así como el polluelo experimental seguirá únicamente al balón anaranjado e ignorará por completo a su madre real, del mismo modo el fetichista de guante se apareará sólo con un guante, ignorando por completo a sus parejas potenciales. Es la exclusividad del proceso de grabación lo que provoca las dificultades cuando el mecanismo se pone en funcionamiento en la dirección errónea. Todos encontramos estimulantes diversos tejidos y presiones como accesorios de los encuentros sexuales. No hay nada extraño en responder a las sedas suaves y a los terciopelos. Pero si nos tornamos exclusivamente fijados en ellos, de modo que desarrollamos con ellos lo que equivale a un lazo de pareja (como el fetichista de zapatos que, cuando estaba a solas con unos zapatos femeninos, "enrojecía en su presencia como si estuviera con las propias muchachas"), entonces es que algo ha fallado totalmente en el mecanismo de grabación.
¿Por qué han de sufrir un pequeño, aunque considerable, número de animales humanos esta clase de malgrabación? No parece que esto les ocurra a otros animales en sus condiciones naturales de libertad.
En ellos, esto sólo tiene lugar cuando son capturados y criados por el hombre en condiciones sumamente artificiales, o cuando son mantenidos en recintos cerrados con especies extrañas, o cuando se llevan a cabo experimentos especiales. Aquí está, quizá, la clave. Como ya he puesto de relieve, en un zoo humano las condiciones sociales son sumamente artificiales para nuestra simple especie tribal. En muchas de nuestras supertribus, la conducta sexual se halla severamente reprimida en la etapa crítica de la pubertad.
Pero, aunque quede oculta y velada por toda clase de antinaturales inhibiciones, nada puede frenarla por completo. No tarda en abrirse paso bruscamente. Si, cuando esto ocurre, se hallan presentes ciertos objetos altamente característicos, entonces éstos pueden ejercer una impresión excesiva. Si el adolescente en trance de desarrollo se hubiera ido haciendo gradualmente más experto en cuestiones sexuales en una etapa más temprana, y si sus exploraciones iniciales hubieran sido más ricas y menos constreñidas por las artificialidades de la supertribu, quizás entonces la malgrabación hubiera podido ser evitada. Sería interesante saber cuántos de los fetichistas extremos fueron niños solitarios, sin hermanos, o, en su adolescencia, manifestaron timidez ante los contactos personales, o vivieron en el seno de una familia de normas de conducta muy estrictas. En este terreno, son precisas ulteriores investigaciones, pero sospecho que la proporción resultaría bastante elevada.
Una forma importante de malgrabación que no he mencionado aún es la homosexualidad. No lo he hecho hasta ahora porque constituye un fenómeno más complejo y porque la malgrabación es sólo una parte de la misma. El comportamiento homosexual puede surgir de una de cuatro maneras. Un primer lugar, puede producirse como un caso de malgrabación en forma muy semejante a la del fetichismo. Si la primera experiencia sexual de la vida de un individuo es poderosa y se produce como resultado de un encuentro íntimo con un miembro del mismo sexo, entonces puede desarrollarse rápidamente una fijación sobre ese sexo. Si dos muchachos adolescentes están luchando juntos o entregándose a alguna forma de juego sexual, y se produce la eyaculación, esto puede conducir a la malgrabación. Lo extraño es que los muchachos comparten frecuentemente experiencias tempranas de un tipo u otro, y, sin embargo, la mayoría sobreviven y llegan al estado adulto como heterosexuales. También en este punto necesitamos saber mucho más acerca de qué es lo que fija a unos pocos, pero no a la mayoría. Como en el caso de los fetichistas, probablemente tiene algo que ver con el grado de riqueza de la experiencia social del muchacho. Cuanto más restringido haya sido socialmente y más alejado de interacciones personales, más en blanco estará su lienzo sexual. La mayoría de los muchachos tienen, como si dijéramos, una pizarra sexual, en la que las cosas son ligeramente esbozadas, borradas y vueltas a dibujar. Pero el chico que mantiene su vida dirigida hacia dentro mantiene su lienzo sexual virginalmente blanco. Cuando, por fin, algo se dibuja en él, producirá un impacto mucho más dramático, y, probablemente, conservará la imagen durante toda su vida. Los muchachos revoltosos y extrovertidos pueden participar en actividades homosexuales, pero intervendrán en ellas simplemente como una experiencia y seguirán adelante, añadiendo cada vez más experiencias a medida que avanzan en sus exploraciones socializadoras.
Esto me lleva a otras causas de persistente comportamiento homosexual. Digo "persistente" porque, desde luego, en la gran mayoría de los miembros de ambos sexos tienen lugar, en algún momento de sus vidas, breves y fugaces actividades homosexuales como parte de exploraciones sexuales generales.
Para la mayoría de las personas, como para los muchachos revoltosos, son experiencias intrascendentes, que suelen hallarse limitadas a la niñez. Mas, para otras, los modos homosexuales persisten a todo lo largo de la vida, a menudo hasta el grado de una exclusión casi total, o total, de actividades heterosexuales. La malgrabación del tipo que he estado examinando no explica todos estos casos. Una segunda causa, muy simple, es que el sexo opuesto se comporta de forma excepcionalmente desagradable hacia un individuo determinado. Un muchacho aterrorizado por las muchachas puede muy bien llegar a considerar a los otros machos como compañeros sexuales más atractivos, pese al hecho de que, como parejas, son objetos sexualmente inadecuados. Una muchacha aterrorizada por los muchachos puede reaccionar de la misma manera, y volverse a otras muchachas como compañeras sexuales. Aterrorizar no es el único mecanismo, naturalmente: la traición y otras formas de castigo social o físico provenientes del sexo opuesto pueden actuar con la misma eficacia. (Aun cuando el sexo opuesto no sea directamente hostil, las presiones culturales que imponen poderosas restricciones a las actividades heterosexuales pueden conducir al mismo resultado.)
Una tercera influencia importante en la creación de un homosexual persistente viene constituida por una valoración infantil de los respectivos papeles de sus padres. Si un niño tiene un padre débil dominado por su madre, es muy probable que llegue a confundir e invertir los papeles masculino y femenino.
Esto, entonces, tiende a conducir a una elección del sexo inadecuado como pareja sexual en la vida ulterior.
La cuarta causa es más manifiesta. Si en el medio ambiente se da una ausencia total de miembros del sexo opuesto durante un largo período de tiempo, entonces los miembros del mismo sexo se convierten, a falta de aquellos, en la mejor cosa para los encuentros sexuales. Un macho aislado de esta forma de las hembras, o una hembra aislada de los machos, puede entregarse persistentemente a la homosexualidad sin que ninguno de los otros tres factores que he mencionado ejerza la menor influencia.
Un prisionero macho, por ejemplo, puede haber escapado a la malgrabación, puede sentir atracción hacia el sexo opuesto y puede haber tenido un padre que dominara a su madre en forma completamente masculina, y, sin embargo, puede todavía convertirse en un homosexual a largo plazo si se halla confinado en una comunidad carcelaria compuesta exclusivamente de machos, donde la cosa más parecida a un cuerpo femenino es otro cuerpo masculino. Si, en las prisiones, en los buques o en los cuarteles militares, la condición unisexual dura algunos años, el homosexual de ocasión puede, finalmente, quedar condicionado a las recompensas de sus impuestos modos sexuales y persistir en ellos aun después de haber retornado a un medio ambiente heterosexual.
De estas cuatro influencias que conducen a un persistente comportamiento homosexual, sólo la primera de ellas resulta adecuada al presente capítulo, pero era importante examinarlas todas aquí, a fin de explicar el papel parcial que la malgrabación desempeña en este particular fenómeno sexual.
El comportamiento homosexual en otros animales es, por lo general, de la variedad "a-falta-de cosa-mejor", y desaparece en presencia de miembros sexualmente activos del sexo opuesto. Existen, sin embargo, unos cuantos casos de animales persistentemente homosexuales, cuando se han llevado a cabo especiales experimentos sociales. Si los patos silvestres jóvenes, por ejemplo, son mantenidos en grupos exclusivamente masculinos de cinco o diez individuos durante los primeros 75 días de sus vidas, y durante ese tiempo no encuentran jamás a una hembra de su especie, se convierten en homosexuales permanentes. Al ser soltados, ya en su edad adulta, en un estanque, en presencia de machos y de hembras, ignoran por completo a las hembras y forman parejas homosexuales entre ellos mismos. Esta situación persiste durante muchos años, probablemente durante toda la vida de los patos homosexuales, y las hembras no pueden hacer nada para modificarla. Es sabido que las palomas mantenidas en parejas homosexuales copulan una con otra y pueden formar lazos complejos de pareja. Dos machos que quedaron sexualmente grabados uno en otro de esta manera, atravesaron juntos todo el ciclo de procreación, cooperando a la construcción de un nido, la incubación de huevos y el cuidado de las crías.
Naturalmente, los huevos fértiles tuvieron que ser suministrados del nido de una verdadera pareja, pero fueron rápidamente aceptados, reaccionando cada uno de los machos homosexuales como si hubieran sido puestos por su compañero. Si se hubiese introducido una hembra verdadera después de que el lazo de pareja hubiera lanzado a los dos machos a su ciclo pseudorreproductivo, es dudoso que hubiesen reparado en ella. Para ese momento, la homosexualidad se habría tornado persistente, al menos durante la duración de ese completo ciclo de cría.
En el animal humano, la malgrabación no se limita a la esfera de las relaciones sexuales. Puede también tener lugar en las relaciones paternofiliales. No existen pruebas suficientes por lo que se refiere a niños que hayan resultado grabados por padres de otra especie. Los famosos casos de los llamados "niños-lobo" (niños perdidos o abandonados que son amamantados y criados por lobas) no han sido nunca plenamente probados y deben permanecer por el momento en el terreno de la ficción. Sin embargo, si semejante cosa pudiese ocurrir, hay pocas dudas de que los niños-lobo quedarían plenamente malgrabados en sus padres adoptivos.
Por contraste, el proceso inverso tiene lugar casi todos los días. Cuando una cría de un animal es criada por un padre adoptivo humano, no es sólo el animal doméstico el que queda malgrabado. Con frecuencia, el padre adoptivo humano resulta también intensamente malgrabado y responde al joven animal como si fuera un niño humano. Se derrocha sobre él la misma clase de afecto emocional, y la misma clase de disgusto sobreviene si pasa algo malo.
Así como un pseudopadre, tal, por ejemplo, el balón anaranjado del pato, tiene ciertas cualidades clave que lo hacen apropiado para la malgrabación (es un objeto grande en movimiento), así también el pseudoinfante se hace más apropiado si posee ciertas cualidades típicas del infante humano. Los bebés humanos son desvalidos, suaves, cálidos, redondos, de cara inexpresiva y ojos grandes, y lloran. Cuantas más propiedades de éstas posea un animal joven, más probable es que estimule el establecimiento de un lazo padre-prole con un padre adoptivo humano malgrabado. Muchos pequeños mamíferos tienen casi todas estas propiedades, y le es sumamente fácil a un ser humano quedar, en cuestión de minutos, malgrabado con ellos. Un cervatillo suave, cálido y de grandes ojos llamando con sus balidos a su madre, o un desvalido y redondo cachorrillo gimiendo por la ausencia de su perra madre, proyecta una poderosa imagen infantil que pocas hembras humanas pueden resistir. Dado que algunas de las propiedades infantiles de tales animales son más fuertes aún que las de un auténtico niño humano, los exagerados estímulos del pseudoinfante pueden, con frecuencia, volverse más poderosos que los naturales, y la malgrabación se hace intensa.
Los pseudoinfantes animales tienen un gran inconveniente: crecen con excesiva rapidez. Aun los de desarrollo más lento se convierten en adultos activos en sólo una fracción del tiempo que tarda en madurar un infante humano real, Cuando esto sucede suelen tornarse difíciles de manejar y pierden su atractivo. Pero el animal humano es una especie ingeniosa y ha tomado medidas para hacer frente a esta desafortunada evolución. Mediante la cría selectiva a lo largo de un período de varios siglos, ha conseguido hacer más infantiles a sus animales domésticos, de tal modo que los perros y los gatos adultos, por ejemplo, son versiones un tanto juveniles de sus equivalentes salvajes. Se mantienen más juguetones y menos independientes, y siguen desempeñando su papel de sustitutos de niños.
Con algunas razas de perros (los perros falderos o perros "de juguete"), este proceso ha sido llevado al límite. No sólo se comportan de forma más juvenil, sino que también parecen más juveniles por su aspecto. Toda su anatomía ha sido alterada para que se ajusten más exactamente, aun cuando sean adultos, a la imagen de un bebé humano. De esta manera, pueden actuar como un satisfactorio pseudoinfante no sólo durante los primeros meses de su vida, sino durante diez años o más, lapso de tiempo que empieza a asemejarse al de la infancia humana. Y, lo que es más, en este aspecto aventajan al niño verdadero, porque se mantienen infantiles a todo lo largo del período.
El pequinés constituye un buen ejemplo. El antepasado salvaje del pequinés (como de todos los perros domésticos) es el lobo, una criatura que puede pesar hasta setenta kilogramos, o más. El peso medio de un humano europeo adulto viene a ser el mismo, unos setenta kilos. El peso de un recién nacido humano viene a oscilar, aproximadamente, entre dos y cinco kilos, siendo el promedio ligeramente superior a los tres kilos. Así, pues, para convertir al lobo en un buen pseudoinfante, ha sido reducido hasta la quinceava parte de su peso natural original. El pequinés es un triunfo de este proceso, ya que, en la actualidad, pesa entre los tres y los cinco kilos y medio, con un promedio de unos cuatro kilos y medio.
Hasta el momento, excelente. Se asemeja al bebé en el peso, e incluso de adulto tiene la más importante de las propiedades del pseudoinfante: es un objeto pequeño. Pero se necesitan otras mejoras. Las patas de un perro típico son demasiado largas con relación a su cuerpo. Su proporción recuerda más al adulto humano que al pernicorto bebé. Así, pues, ¡fuera las patas! Mediante una cría selectiva, es posible producir razas con patas más cortas cada vez, hasta que sólo puedan andar torpemente. Esto no sólo corrige las proporciones, sino que, además, hace a los animales más torpes y desvalidos. Valiosos rasgos infantiles éstos también. Pero todavía falta algo. El perro es bastante cálido al tacto, pero no lo suficientemente suave. El pelo de su tipo salvaje natural es demasiado corto, rígido y áspero. Así, pues, ¡fuera el pelo! Una selectiva crianza consigue producir largo, suave, flotante y sedoso pelo, creando la esencial sensación de supersuavidad infantil.
Ulteriores modificaciones son necesarias en la forma salvaje natural del perro. Se ha hecho más rechoncho, de ojos más grandes y de cola más corta. Basta mirar a un pequinés para ver que estos cambios han sido impuestos. Sus orejas sobresalían y eran demasiado puntiagudas. Haciéndolas más grandes y colgantes y cubiertas de largo pelo, era posible convertirlas en un razonable parecido con el peinado de un infante. La voz del lobo salvaje es demasiado profunda, pero la reducción del tamaño de su cuerpo ha dado buena cuenta de eso, produciendo un tono más agudo e infantil. Por fin, está la cara. La cara de un perro salvaje es demasiado puntiaguda, y aquí también se necesita un poco de cirugía plástica genética. No importa que deforme las mandíbulas, dificultando la alimentación; es preciso llevarla a cabo. Y por eso el pequinés tiene su cara aplastada e infantil. También esto proporciona una ventaja adicional, porque le hace más desvalido y dependiente de su pseudopadre, que le proporciona alimentos convenientemente preparados, otra esencial actividad parental. Y ahí está nuestro pseudoinfante pequinés, más suave, más redondo, más desvalido, de ojos más grandes y cara más lisa, listo para establecer un poderoso lazo malgrabado en cualquier susceptible humano adulto que por casualidad pase cerca de él. Y da resultado. Da tan buen resultado que no sólo reciben cuidados maternales, sino que también viven con humanos, viajan con ellos, tienen sus propios médicos (veterinarios) y muchos de ellos son enterrados en sepulturas como las humanas e incluso reciben dinero en testamentos, como la verdadera descendencia humana.
Como he dicho antes al tratar otros temas, esto es una descripción, no una crítica. Resulta difícil comprender por qué tantas personas critican semejantes actividades, cuando, evidentemente, dan cumplimiento a una necesidad básica que, con frecuencia, no puede ser satisfecha de manera normal. Aún resulta más difícil comprender por qué algunas personas pueden aceptar esta clase de grabación, pero no otras clases. Muchos humanos consideran repulsiva la malgrabación sexual, por ejemplo, y se sublevan ante la idea de un hombre haciendo el amor con un fetiche, o copulando con otro macho, y, sin embargo, aceptan alegremente la malgrabación parental, en la que un adulto humano acaricia a un perrillo faldero o alimenta con biberón a un pequeño mono. Pero, ¿por qué hacen distinción? Biológicamente hablando, no existe virtualmente ninguna diferencia entre las dos actividades. Ambas implican la existencia de malgrabación, y ambas son aberraciones de las relaciones humanas normales. Pero aunque, en sentido biológico, ambas deben ser clasificadas como anormalidades, ninguna de ellas causa ningún daño a los espectadores, a los individuos situados fuera de las relaciones. Podemos pensar que, para el fetichista o para el amante de los animales que carece de hijos, sería más satisfactorio si pudieran gozar de las recompensas de una vida familiar completa, pero eso es cosa suya, no nuestra, y no tenemos motivos para manifestar hostilidad a ninguno de ellos.
Debemos hacer frente al hecho de que, viviendo en un zoo humano, tenemos que sufrir inevitablemente muchas relaciones anormales. Nos hallamos irremediablemente expuestos a formas insólitas de insólitos estímulos. Nuestros sistemas nerviosos no están equipados para enfrentarnos a esto, y nuestro modos de respuesta serán a veces equivocados. Al igual que los animales de zoo, o los experimentales, podemos encontrarnos a nosotros mismos fijados con lazos extraños y, a veces, perjudiciales, o podemos vernos afectados de una grave confusión de lazo. Puede sucedemos a cualquiera de nosotros, en cualquier momento. Es, simplemente, otro de los riesgos de existir como inquilino de un zoo humano. Todos somos víctimas potenciales, y la reacción más apropiada, cuando lo observamos en otro, es, más que la fría intolerancia, la simpatía.


Capítulo 6
La lucha de estimulo

Cuando un hombre está llegando a la edad del retiro, suele soñar con sentarse plácidamente al sol.
Descansando y "tomándoselo con calma", confía en prolongar una agradable vejez. Si consigue realizar su sueño de tenderse al sol, una cosa es segura: no alargará su vida, la acortará. La razón es sencilla; habrá renunciado a la lucha de estímulo. En el zoo humano, esto es algo en lo que todos estamos empeñados durante nuestras vidas, y, si lo abandonamos, o la emprendemos mal, nos encontramos en graves dificultades.
El objetivo de la lucha es obtener del medio ambiente el óptimo grado de estímulo. Esto no significa el máximo. Es posible estar superestimulado, así como subestimulado. El óptimo (o feliz término medio) se halla situado en algún punto entre estos dos extremos. Es como ajustar el volumen de música que emite un receptor de radio: demasiado bajo, no produce impacto; demasiado alto, resulta molesto. El nivel ideal se encuentra en algún punto intermedio, y la consecución de ese nivel en relación a toda nuestra existencia es lo que constituye el objetivo de la lucha de estímulo.
Para el miembro de una supertribu, esto no es fácil. Es como si se hallara rodeado de centenares de "radios" de conducta, unas cuchicheando y otras resonando estentóreamente.
Si, en situaciones extremas, están todas cuchicheando, repitiendo monótonamente una y otra vez los mismos sonidos, experimentará un intenso aburrimiento. Si están todas resonando estentóreamente, sufrirá una grave tensión.
Nuestro primitivo antepasado tribal no consideraba esto un problema tan difícil. Las exigencias de la supervivencia le mantenían ocupado. Todo su tiempo y energía lo absorbía la tarea de continuar con vida, encontrar alimento y agua, defender su territorio, evitar a sus enemigos, criar y enseñar a sus hijos y construir y conservar su refugio. Aunque los tiempos eran excepcionalmente malos, los desafíos eran al menos relativamente directos. Jamás pudo haber estado sometido a las intrincadas y complejas frustraciones y conflictos tan típicos de la existencia supertribal. Ni tampoco es probable que sufriera excesivamente del aburrimiento derivado de una acusada subestimulación, que, paradójicamente, la vida supertribal puede también imponer. Las formas avanzadas de la lucha de estímulo son, por consiguiente, una especialidad del animal urbano. No las encontramos entre los animales salvajes ni entre los hombres "salvajes" en sus medios naturales. Las hallamos, sin embargo, en los hombres urbanos y en una especie particular de animal urbano: el habitante de zoo.
Al igual que el zoo humano, el zoo animal proporciona a sus ocupantes la seguridad de agua y alimentos regularmente suministrados, protección de los elementos y libertad de los predadores naturales.
Cuida de su higiene y de su salud. Puede, también, en ciertos casos, someterles a grave tensión. En esta condición altamente artificial, los animales de zoo se ven obligados a cambiar la lucha por la supervivencia por la lucha de estímulo. Cuando del mundo que los rodea llega un impulso demasiado pequeño, tienen que inventar formas para aumentarlo. Ocasionalmente, cuando es excesivo (como en el pánico de un animal recién capturado), tienen que intentar amortiguarlo.
El problema es más grave para unas especie que para otras. Desde este punto de vista, hay dos clases básicas de animales: los especialistas y los oportunistas. Los especialistas son los que han desarrollado un recurso supremo de supervivencia, del que dependen para su existencia misma y que domina sus vidas. Tales criaturas son los osos hormigueros, los koalas, los pandas gigantes, las serpientes y las águilas. Mientras los osos hormigueros tengan sus hormigas, los koalas sus hojas de eucaliptos, los pandas sus tallos de bambú, y las serpientes y las águilas sus presas, pueden estar tranquilos. Han perfeccionado sus especializaciones alimenticias hasta un grado tal que, siempre que sus particulares exigencias se hallen satisfechas, pueden aceptar una clase de vida perezosa y carente de todo otro estímulo. Las águilas, por ejemplo, pueden permanecer en una pequeña jaula durante más de cuarenta años sin llegar siquiera a morderse las garras, siempre, naturalmente, que puedan hundirlas todos los días en un conejo recién matado.
Los oportunistas no son tan afortunados. Son las especies -tales como perros y lobos, mapaches y coatíes, monos y chimpancés- que no han desarrollado ningún recurso único y especializado de supervivencia. Son los sabelotodo e imaginativos, siempre en busca de cualquier pequeña ventaja que pueda ofrecer el medio en que se desenvuelven. En la selva, nunca cesan de explorar y escudriñar. Todas las cosas son examinadas por si pueden añadir otra cuerda más al arco de la supervivencia. No pueden descansar durante mucho tiempo, y la evolución ha asegurado que no lo hagan. Han desarrollado sistemas nerviosos que aborrecen la inactividad, que les mantienen sin cesar en acción. De todas las especies, el hombre es el oportunista supremo. Como las otras, es intensamente exploratorio. Como ellas, tiene, formando parte integrante biológicamente de él, la necesidad de una alta intensidad de estímulo procedente de su medio ambiente.
En un zoo (o en una ciudad) es, evidentemente, donde estas especies oportunistas sufren más por la artificialidad de la situación. Aunque se les suministren dietas bien equilibradas y estén perfectamente abrigados y protegidos, se volverán aburridos e inquietos y, por fin, neuróticos. Cuando más hemos llegado a comprender la naturaleza de la conducta natural de tales animales, más evidente se ha hecho, por ejemplo, que los monos de zoo son poco más que deformadas caricaturas de sus congéneres salvajes.
Pero los animales oportunistas no renuncian con facilidad. Reaccionan a la situación desagradable con notable ingenio. Eso hacen también los habitantes del zoo humano. Si comparamos las reacciones del zoo animal con las que observamos en el zoo humano, nos será más fácil advertir el sorprendente paralelismo que existe entre estos dos medios altamente artificiales.
La lucha de estímulo opera sobre seis principios básicos, y nos será de utilidad considerarlos uno por uno, examinando en cada caso primero el zoo animal y, luego, el zoo humano. Los principios son los siguientes:
1. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta creando problemas innecesarios que pueda luego resolver.
Todos hemos oído hablar de recursos para ahorrar trabajo pero este principio se refiere a recursos para derrochar trabajo. El luchador de estímulo se impone deliberadamente trabajo a sí mismo complicando modos de actuación que, de otra manera, podrían ser realizados con más sencillez, o que no necesitarían ser realizados en absoluto.
En su jaula del zoo, se puede ver a un gato salvaje arrojando al aire un pájaro o un ratón muertos y saltar tras ellos y apresarlos. Al arrojar su presa, el gato puede devolverle el movimiento y, por consiguiente, "la vida", dándose a sí mismo la oportunidad de "matar". Del mismo modo, se puede ver a una mangosta cautiva "matando" un trozo de carne.
Las observaciones de este tipo se extienden también a los animales domésticos. Un perro mimado y bien alimentado echará a los pies de su amo una pelota o un palo y esperará pacientemente a que el objeto sea arrojado. Una vez que el objeto se esté moviendo a través de aire o sobre el suelo, se convierte en "presa" y puede ser perseguido, capturado, "matado" y devuelto de nuevo para repetir la actuación. El perro doméstico puede no estar hambriento de alimento, pero está hambriento de estímulo. Un mapache enjaulado también, a su manera, es ingenioso. Si no hay ningún alimento que buscar en un río cercano, el animal lo buscará de todas maneras, aunque no haya ningún río. Lleva su comida a su plato de agua, la deja caer en él, la pierde y, luego, la busca. Cuando la encuentra, la agita en el líquido antes de comerla. A veces, incluso la destruye en el proceso, convirtiéndose los trozos de pan en unas mezquinas gachas. Pero no importa; la frustrada necesidad de búsqueda de alimento ha quedado satisfecha. Esto, dicho sea de paso, es el origen del viejo mito de que los mapaches lavan su comida.
Existe un gran roedor, que parece un conejillo de Indias con zancos, llamado agutí. En estado de libertad, pela ciertas legumbres antes de comerlas. Las sostiene con las patas delanteras y las monda con los dientes, como podríamos pelar nosotros una naranja. Sólo cuando ha quitado por completo la piel del objeto empieza a comerlo. En estado de cautividad, este impulso de pelar se resiste a quedar frustrado. Si se le da a un agutí una manzana o una patata perfectamente limpia, el animal la pela, no obstante, minuciosamente y, después de comerla, devora también las peladuras. Incluso intenta "pelar" un pedazo de pan.
Volviendo al zoo humano, el cuadro es sorprendentemente similar. Cuando nacemos en una supertribu moderna, somos lanzados a un mundo en el que la inteligencia humana ha resuelto ya la mayoría de los problemas básicos de supervivencia. Al igual que los animales de zoo, encontramos que nuestro medio ambiente emana seguridad. La mayoría de nosotros tenemos que realizar cierta cantidad de trabajo, pero, gracias a los progresos técnicos, queda tiempo de sobra para participar en la lucha de estímulo. No nos hallamos ya totalmente absorbidos por los problemas de encontrar comida o albergue, de criar a nuestros hijos, defender nuestros territorios o evitar a nuestros enemigos. Si, en contra de esto, arguye usted que nunca deja de trabajar, entonces debe formularse a sí mismo una pregunta clave:
¿Podría trabajar menos y, sin embargo, sobrevivir? La respuesta, en muchos casos, tendría que ser "sí".
Trabajar es el equivalente del moderno miembro de supertribu del cazar para obtener comida, y, al igual que los inquilinos del zoo animal, con frecuencia desarrolla la actividad de un modo mucho más complicado de lo que es estrictamente necesario. Se crea problemas a sí mismo.
Sólo esos sectores de la supertribu que sufren lo que llamaríamos graves penalidades están trabajando totalmente para su supervivencia. También ellos, sin embargo, se verán obligados a dedicarse a la lucha de estímulo cuando tengan un momento libre por la siguiente razón especial: El primitivo cazador tribal tal vez no fuera un "trabajador de supervivencia", pero sus tareas eran variadas y absorbentes. El infortunado miembro de supertribu subordinado, que es un "trabajador de supervivencia", no lo pasa tan bien. Gracias a la división del trabajo y a la industrialización, se ve obligado a desarrollar un trabajo intensamente monótono -la misma rutina día tras día y año tras año-, a despecho del gran cerebro albergado en el interior de su cráneo. Cuando dispone de unos momentos para él solo, necesita dedicarse a la lucha de estímulo tanto como cualquier otro habitante de nuestro mundo moderno, pues el problema del estímulo guarda relación tanto con la variedad como con la suma, tanto con la cualidad como con la cantidad.
Para los demás, como he dicho, gran parte de la actividad es trabajo por el trabajo, y, si es lo bastante excitante, el luchador -un hombre de negocios, por ejemplo- puede considerar que ha acumulado tantos puntos durante su día de trabajo que, en su tiempo libre, puede permitirse descansar y dedicarse a las más apacibles actividades. Podría dormitar junto al fuego de la chimenea con una bebida sedante, o cenar en un restaurante tranquilo. Si baila durante la cena, vale la pena observar cómo lo hace. La cuestión es que nuestro trabajador de supervivencia también puede salir a bailar por la noche. A primera vista, parece haber aquí una contradicción, pero un examen más atento revela que hay un mundo de diferencia entre las dos clases de baile. Los grandes hombres de negocios no practican un esforzado y competitivo baile de salón, ni la turbulenta y abandonada danza popular. Su lento arrastrar de pies sobre la pista de night-club (cuyas pequeñas dimensiones han sido ajustadas a la medida de sus demandas de bajo estímulo) dista mucho de ser competitivo o turbulento. El torpe trabajador es probable que se convierta en un diestro bailarín; el diestro y sagaz hombre de negocios es probable que sea un torpe bailarín. En ambos casos, el individuo consigue un equilibrio que es, desde luego, el objetivo de la lucha de estímulo.
Al simplificar el ejemplo para ilustrar más claramente la cuestión, he dado pie a que la diferencia entre los dos tipos parezca en gran manera una distinción de clase, y no es así. Hay muchísimos hombres de negocios que han de someterse a tareas de oficina casi tan monótonas como llenar cajas en una fábrica.
También ellos tendrán que buscar en su tiempo libre formas más estimulantes de diversión. Igualmente, hay muchos trabajadores no cualificados cuyas tareas son abundantes y variadas. El jornalero afortunado se asemeja más por la noche al boyante hombre de negocios que descansa sosegadamente con una conversación tranquila y una copa en la mano.
Otro interesante fenómeno lo constituye la subestimulada ama de casa. Rodeada de sus modernos artilugios que le ahorran trabajo físico, tiene que inventar, para ocupar su tiempo, procedimientos de derrochar trabajo. Esto no es tan fútil como parece. Puede, al menos, elegir sus actividades: ahí radica toda la ventaja de la vida supertribal. En la vida tribal primitiva no había elección. La supervivencia formulaba sus propios requerimientos. Tenías que hacer esto, y esto, y esto, o morir. Ahora puedes hacer eso, o aquello, o lo de más allá, lo que quieras, siempre que comprendas que tienes que hacer algo, o infringir las reglas de oro de la lucha de estímulo. Y por eso el ama de casa, mientras su lavadora gira automáticamente en la cocina, debe ocuparse en alguna otra cosa. Las posibilidades son infinitas, y el juego puede ser sumamente atractivo. También puede descarriarse. De vez en cuando, al jugador subestimulado le parece de súbito que la actividad compensadora que tan incansablemente está desarrollando carece en realidad de sentido.
¿De qué sirve cambiar de sitio los muebles, o coleccionar sellos, o presentar al perro a otra exposición canina? ¿Qué demuestra eso? ¿Qué se consigue? Los sustitutivos de la verdadera actividad de supervivencia continúan siendo sustitutivos, se los mire como se los mire. La desilusión puede fácilmente hacer su entrada en escena, y es preciso hacerla frente.
Existen varias soluciones. Una de ellas es un tanto drástica. Consiste en una variación de la lucha de estímulo llamada supervivencia tentadora. El adolescente desilusionado, en vez de arrojar una pelota en el campo de deportes, puede arrojarla contra un escaparate. El ama de casa desilusionada, en vez de acariciar al perro, puede acariciar al lechero. El hombre de negocios desilusionado, en vez de desnudar el motor de su automóvil, puede desnudar a su secretaria. Las ramificaciones de esta maniobra son dramáticas. El individuo no está en ningún momento implicado en la verdadera lucha de supervivencia por su vida social. Durante estas fases, se produce una característica pérdida de interés en variar la distribución de los muebles y en coleccionar sellos. Una vez que el caos ha terminado, las viejas actividades sustitutivas vuelven súbitamente a parecer más atractivas.
Una variante menos drástica es la supervivencia tentadora mediante delegación. Una forma de ello consiste en interferirse en las vidas emotivas de otras personas y crear para ellas la clase de caos que, en otro caso, tendría que atravesar uno mismo. Este es el principio del chismorreo malicioso: es muy popular porque tiene muchos menos riesgos que la acción directa. Lo peor que puede ocurrir es que uno pierda algunos de sus amigos. Si se realiza con la suficiente habilidad, puede suceder lo contrario: pueden volverse sustancialmente más amistosos. Si las maquinaciones han conseguido destrozar sus vidas, pueden tener mayor necesidad de amistad que nunca. Así, siempre que uno no sea sorprendido, esta variante puede presentar un doble provecho: la emoción de contemplar su drama de supervivencia, y el subsiguiente aumento de su amistad.
Una segunda forma de supervivencia tentadora mediante delegación es menos perjudicial. Consiste en identificarse uno mismo con el drama de supervivencia de los personajes de ficción de libros, películas cinematográficas, obras teatrales y televisión. Esto es más popular aún, y ha surgido una industria gigantesca para hacer frente a las enormes demandas que origina. No sólo es inofensivo y sin riesgos, sino que además tiene la característica de ser notablemente barato. El juego directo de la supervivencia tentadora puede acabar costando muchos miles, pero esta variante, por unos pocos chelines nada más, puede permitir al luchador de estímulo entregarse a la seducción, el estupro, el adulterio, la inanición, el asesinato y el pillaje, sin necesidad siquiera de abandonar la comodidad de su sillón.
2. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta superreaccionando a un estímulo normal.
Este es el principio de complacencia de la lucha de estímulo. En vez de plantear un problema al que tenga que encontrar una solución, como en el caso anterior, puede usted seguir reaccionando a un estímulo ya existente, aunque haya dejado de excitarle en su papel original. Se ha convertido, simplemente, en un recurso ocupacional.
En los zoos en que se permite al público dar de comer a los animales, ciertas especies aburridas que no tienen otra cosa que hacer continuarán comiendo hasta engordar en exceso. Habrán comido ya la dieta completa que se les suministra por el zoo y no tendrán hambre, pero mordisquear es mejor que no hacer nada. Engordan cada vez más, o se ponen enfermos, o ambas cosas a la vez. Las cabras comen montañas de cartones de helados, papeles, casi cualquier cosa que se les ofrezca. Los avestruces consumen incluso afilados objetos de metal. Un caso clásico es el de un elefante hembra. Fue observada atentamente durante un día en el zoo, y en ese tiempo (además de su normal y nutritivamente adecuada dieta de zoo) devoró los siguientes objetos que le fueron ofrecidos por el público: 1.706 cacahuetes, 1.330 caramelos, 1.089 trozos de pan, 811 galletas, 198 gajos de naranja, 17 manzanas, 16 pedazos de papel, 7 helados, una hamburguesa, un cordón de zapatos y un guante de cuero blanco de señora. Se conocen casos de osos de parque zoológico que han muerto asfixiados a causa de la enorme presión del alimento en sus estómagos. Tales son los sacrificios realizados a la lucha de estímulo.
Uno de los ejemplos más extraños de este fenómeno se refiere a un gran gorila macho que, regularmente, comía, regurgitaba y volvía a comer su alimento, realizando su propia versión de un banquete romano. Este proceso fue llevado más lejos aún por un melurso, al que se vio frecuentemente regurgitar su comida más de cien veces, -volviéndola a ingerir de nuevo con los gorgoteantes y succionantes sonidos típicos de su especie.
Si las posibilidades de entregarse a una conducta de alimentación son limitadas y no hay otra cosa que hacer, un animal puede siempre lavarse excesivamente, prolongando la actuación hasta mucho después de que sus plumas o su piel estén perfectamente limpias y acicaladas. También esto puede suscitar problemas. Recuerdo una cacatúa de cresta sulfurosa a la que sólo le quedaba una pluma, una larga y amarilla pluma en su cresta, estando el resto de su cuerpo tan desnudo como el de un polluelo. Éste era un caso extremo, pero no aislado. Los mamíferos pueden rascarse y lamerse zonas de la piel hasta que se desarrollan úlceras que establecen su propio círculo vicioso de irritación y rascado.
Son bien conocidas las desagradables formas que este principio adopta para el luchador humano de estímulo. En la infancia, existe el ejemplo del prolongado chuparse el dedo pulgar, que es consecuencia de demasiado escasos contacto e interacción con la madre. Al hacernos mayores, podemos dedicarnos a la comida como recurso ocupacional, mordisqueando distraídamente chocolates y galletas para pasar el tiempo, y, en consecuencia, engordando más y más, al igual que los osos de zoo. O podemos acicalarnos hasta extremos que nos originen dificultades, como la cacatúa. Para nosotros, esto probablemente adoptará la forma de morder las uñas o rascar las patillas. Beber: si las bebidas son abundantes y dulces se puede llegar a la obesidad; si espaciadas y alcohólicas, al hábito y, posiblemente, a padecer afecciones hepáticas. Fumar, puede ser otro recurso para matar el tiempo, y también esto tiene sus peligros.
Evidentemente, existen peligros si se emprende violentamente la lucha de estímulo. El inconveniente de estos pasatiempos es que son tan limitados que hacen imposible el desarrollo. Lo único que se puede hacer con ellos es repetirlos una y otra vez, estirarlos. Para ser de verdad eficaces, hay que entregarse a ellos durante largos períodos de tiempo, lo cual causa perjuicios. Inofensivos en el curso ordinario de las cosas, como pasatiempos triviales, se tornan perjudiciales cuando se cultivan con exceso.
3. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta inventando nuevas actividades.
Éste es el principio de creatividad. Si las actividades habituales son demasiado monótonas, el animal inteligente de zoo debe inventar otras nuevas. Los chimpancés cautivos, por ejemplo, se las ingeniarán para introducir novedades en su medio ambiente explorando las posibilidades de nuevas formas de locomoción, rodando sobre sí mismos, arrastrando las patas y realizando una gran variedad de ejercicios gimnásticos. Si pueden encontrar un trozo de cuerda, la pasarán por el techo de su jaula, colgándose de ambos extremos con los dientes o las manos, y girarán en el aire, suspendidos como acróbatas circenses.
Muchos animales de zoo utilizan a los visitantes para mitigar el aburrimiento. Si no hacen caso a las personas que pasan junto a sus jaulas, se hallan expuestos a que tampoco se les haga caso a ellos, pero, si las estimulan de alguna manera, entonces los visitantes los estimularán a su vez. Es sorprendente lo que puede uno obligar a hacer a los visitantes del zoo, cuando se es un ingenioso animal de zoo. Si uno es un chimpancé o un orangután y escupe sobre ellos, gritarán y se arremolinarán. Eso ayuda a pasar el día. Si uno es un elefante, puede lanzarles escupitajos con el extremo de la trompa. Si es una morsa, puede salpicar agua sobre ellos con sus aletas. Si es un loro o una cotorra, puede atraerlos con sus plumas desordenadas para que se las arreglen y picotearles entonces los dedos.
Un león macho perfeccionó de forma notable su manipulación del público. Su método habitual de micción (como los gatos) consistía en proyectar un chorro de orina horizontalmente y hacia atrás contra un objeto vertical, depositando sobre él su aroma personal. Cuando hacía esto contra uno de los barrotes de la parte delantera de su jaula, advertía que las salpicaduras alcanzaban a sus visitantes y originaba una interesante reacción. Se echaban hacia atrás de un salto, gritando. Con el paso del tiempo, no sólo mejoró su puntería, sino que añadió también un nuevo truco. Después de la primera rociada, cuando la fila delantera de sus visitantes se había retirado, la segunda fila ocupaba rápidamente su lugar para ver mejor.
En vez de soltar su orina en un solo chorro, guardaba parte de ella para una segunda rociada, y de esta manera conseguía excitar también a la nueva primera fila.
Pedir alimento (cosa distinta de mordisquear alimento) es una medida menos drástica, pero igualmente recompensadora, y es practicada por una amplia diversidad de especies. Todo lo que se necesita es inventar alguna acción o postura peculiar que llame la atención de los transeúntes y les haga creer que está uno hambriento. Los monos y los chimpancés consideran que una mano extendida es adecuada, pero los osos han demostrado ser más imaginativos. Cada uno tiene su propia especialidad: uno se alzará sobre sus patas traseras y agitará una garra; otro se sentará en una postura curvada, abrazándose las garras traseras con las patas delanteras; otro se levantará y enganchará una de sus garras delanteras en la mandíbula inferior de su boca abierta; otro se erguirá y hará movimientos de llamada con la cabeza. Es sorprendente lo fácil que resulta, si se es un oso inteligente, amaestrar a los visitantes de zoo para que reaccionen a estas exhibiciones. Lo malo es que para mantener el interés de los visitantes tiene uno que recompensarlos comiendo los objetos que le tiran a uno. Si no lo hace, no tardarán en alejarse, y se habrá perdido el excitante estímulo de la interacción social que uno ha inventado. Ya hemos observado el resultado de esto: es precisamente cambiar al menos satisfactorio "principio de complacencia", y se vuelve uno gordo y enfermo.
El dato esencial de esta gimnasia y estas rutinas mendicantes de zoo consiste en que no se encuentran en la naturaleza las pautas motrices implicadas. Son invenciones conectadas con las condiciones especiales de cautividad.
En el zoo humano, este principio de creatividad es llevado a extremos impresionantes. Ya he señalado que puede surgir la desilusión cuando las actividades sustitutivas de la lucha de estímulo empiezan a parecer absurdas y carentes de sentido, a menudo porque su alcance es más bien limitado.
Para evitar estas limitaciones, los hombres han buscado formas de expresión cada vez más complejas, formas que se tornan tan absorbentes que llevan al individuo a planos de experiencia tan elevados que las recompensas son infinitas. Pasamos aquí del terreno de las banalidades ocupacionales a los excitantes mundos de las bellas artes, la filosofía y las ciencias puras. Éstas poseen el gran valor de que no sólo combaten eficazmente el subestímulo, sino que, al mismo tiempo, hacen el máximo uso de la más espectacular propiedad física del hombre: su gigantesco cerebro.
Debido a la gran importancia que estas actividades han adquirido en nuestras civilizaciones, tendemos a olvidar que, en cierto sentido, no son más que recursos de la lucha de estímulo. Como el escondite o el ajedrez, ayudan a pasar el tiempo entre la cuna y la tumba a aquellos que son lo bastante afortunados para no estar totalmente inmersos en la lucha por la simple supervivencia. Digo afortunados, porque, como he mencionado anteriormente, la gran ventaja de la condición supertribal es que somos relativamente libres de elegir las formas que adoptan nuestras actividades, y, cuando el cerebro humano puede idear ocupaciones tan bellas como éstas, debemos considerarnos afortunados de figurar entre los luchadores de estímulo, en vez de entre los luchadores por la supervivencia. Éste es el hombre para quien el inventor pone en juego todas sus facultades. Cuando estudiamos los progresos de la ciencia, leemos poesía, escuchamos sinfonías, presenciamos ballets o contemplamos cuadros, no podemos por menos de maravillarnos ante los extremos a que la Humanidad ha llevado la lucha de estímulo y ante la increíble sensibilidad con que ha sido abordada.
4. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta realizando respuestas normales a estímulos subnormales.
Este es el principio de desbordamiento. Si el impulso interno de realizar alguna actividad se hace demasiado grande, puede "desbordarse" en ausencia de los objetos externos que normalmente lo provocan.
Objetos que en el estado salvaje nunca suscitarían una reacción, son objeto de plena atención en el hosco ambiente del zoo. En los monos, esto puede adoptar la forma de coprofagia: si no hay ningún alimento que masticar, entonces servirán las heces. Si no hay territorio que recorrer, servirán los interminables paseos por la jaula. El animal camina incesantemente de un lado a otro, hasta que sus rítmicos y estériles pasos trazan un camino. También en este caso, es mejor que nada.
A falta de un compañero adecuado, un animal de zoo puede intentar, virtualmente, copular con cualquier cosa que esté a su alcance. Una hiena solitaria, por ejemplo, se las arregló para aparearse con el plato circular de su comida, poniéndolo de canto y haciéndolo rodar de un lado a otro bajo su cuerpo, de modo que oprimía rítmicamente su pene. Un mapache que vivía solo solía utilizar su lecho como compañero. Pudo vérsele formar un compacto montón de paja, apretarlo contra su cuerpo y, luego, hacer movimientos pelvianos en él. A veces, cuando un animal es mantenido con otro de una especie diferente, el compañero extraño puede ser utilizado como sustituto. Un puercoespín macho de cola velluda que vivía con un puercoespín de árbol, intentaba una y otra vez montar a éste. Las dos especies no están estrechamente relacionadas, y la disposición de las espinas es muy diferente, con el resultado de que resultaba extremadamente doloroso para el frustrado macho. En otra jaula, un pequeño mono-ardilla convivía con un gran roedor de forma de canguro llamado springhaas, que era unas diez veces más grande que él. Con gran intrepidez, el diminuto mono solía saltar sobre el lomo del roedor dormido e intentaba copular. El resultado de sus desesperadas frustraciones fue reseñado en la Prensa local, pero con una interpretación completamente errónea. Se le presentaba como dedicándose a un divertido juego "cabalgando en la espalda del gran animal, como un peludo y pequeño jockey".
Los ejemplos sexuales suscitan ciertas reminiscencias de fetichismo, pero no deben confundirse con él. En el caso de "actividades desbordadas", tan pronto como el estímulo natural es introducido en el medio ambiente, el animal vuelve a la normalidad. En los ejemplos que he mencionado, los machos volvieron inmediatamente sus atenciones a las hembras de su propia especie cuando éstas estuvieron a su alcance. No estaban "atrapados" en sus sustitutos de hembras, como los verdaderos fetichistas que he examinado en el capítulo anterior.
Una insólita actividad desbordada mutua se produjo cuando un melurso hembra y un pequeño mono douroucouli fueron alojados juntos. En estado natural, este mono se hace una cómoda madriguera en el interior de un árbol hueco, donde duerme durante el día. El melurso hembra, si hubiera parido en estado de libertad, habría llevado a su prole sobre el cuerpo durante un considerable período de tiempo. En el zoo, el mono carecía de un lecho cálido y acogedor, y el melurso no tenía prole. El problema fue resuelto para los dos mediante el sencillo expediente de que el mono durmiera firmemente abrazado sobre el cuerpo del melurso.
El funcionamiento de este cuarto principio de la lucha de estímulo no es tanto un caso de cualquier puerto en un temporal, como de cualquier puerto cuando el temporal calme, y, pese a los muchos vientos que soplan sobre el zoo humano, el animal humano se encuentra con frecuencia en esta situación. Las actuaciones emocionales del miembro de supertribu están siendo constantemente bloqueadas por una u otra razón. En medio de la abundancia material hay mucha privación de conducta. Entonces, como los animales de zoo, es impulsado a responder a estímulos subnormales, por inferiores que éstos puedan ser.
En la esfera sexual, el hombre está mucho mejor equipado que la mayoría de las especies para resolver el problema de ausencia de compañero por medio de la masturbación. Pese a ello, de vez en cuando se lleva a cabo la zoofilia, o el acto de copulación realizado entre un ser humano y alguna otra especie animal. Es raro, pero menos de lo que imagina la mayoría de la gente. Un reciente estudio americano reveló que en aquel país, entre muchachos criados en granjas, alrededor de un 17 por ciento experimentan orgasmo a consecuencia de "contactos animales", al menos una vez durante su vida. Hay muchos más que se entregan a formas más mitigadas de interacción sexual con animales de granja, y en ciertos distritos se ha calculado la cifra total hasta en un 65 por ciento de los chicos campesinos. Los animales favorecidos suelen ser terneros, asnos y ovejas, y, en ocasiones, algunas de las aves más grandes, tales como gansos, patos y gallinas.
Las actividades zoofílicas son mucho más raras entre las hembras humanas. De cerca de seis mil mujeres americanas, sólo veinticinco habían experimentado orgasmo como consecuencia de estímulo provocado por otra especie animal, generalmente un perro.
Para la mayoría de las personas estas actividades parecen grotescas y repulsivas. El hecho de que se produzcan revela hasta qué extraordinarios extremos llegan los luchadores de estímulo para evitar la inactividad. No puede pasar inadvertido el paralelismo con el mundo del zoo.
Oirás formas de conducta sexual, tales como ciertos casos de homosexualidad del tipo "mejor que nada", entran también dentro de esta categoría. En ausencia de estímulo normal, el objeto subnormal se torna adecuado. Los hombres próximos a morirse de hambre masticarán madera y otros objetos carentes de valor nutritivo, antes que estarse sin masticar nada. Los individuos agresivos, sin enemigos a los que atacar, aplastarán violentamente objetos inanimados o mutilarán sus propios cuerpos.
5. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta amplificando artificialmente estímulos seleccionados.
Este principio concierne a la creación de "estímulos supernormales". Opera sobre la sencilla premisa de que, si los estímulos normales naturales producen respuestas normales, los estímulos supernormales deben acarrear respuestas supernormales. Esta idea se ha difundido extraordinariamente en el zoo humano, pero es rara en el zoo animal. Los investigadores de la conducta animal han ideado gran número de estímulos supernormales para animales experimentales, pero la producción accidental del fenómeno se limita a sólo unos ejemplos, uno de los cuales describiré con detalle.
Proviene de mi propia investigación. Durante algún tiempo, yo había estado guardando una variada colección de pájaros en una gran pajarera situada sobre el techo de un departamento de investigación. En cierta ocasión, se vieron molestados por las visitas nocturnas de una lechuza rapaz que intentaba atacarlos a través del alambre de la pajarera. Mi deseo de investigar el problema me llevó a hacer cierto número de observaciones nocturnas. La lechuza no acudió nunca mientras yo estaba allí, y, de hecho, no volví a oírla más, pero, aunque no saqué nada en limpio en aquel aspecto, lo que vi fue que dentro de la pajarera tenía lugar un comportamiento muy extraño.
Entre los pájaros, había algunas palomas y unos pequeños pinzones llamados gorriones de Java.
Estos pinzones suelen dormir juntos, apretados uno contra otro en una rama. Para mi sorpresa, los pinzones de la pajarera se ignoraban entre sí, favoreciendo en su lugar a las palomas como compañeros de descanso. Cada paloma tenía un pequeño pinzón apretado contra su rollizo cuerpo. Los pajaritos se acomodaban para pasar la noche, y las palomas, aunque algo sorprendidas al principio por sus extraños compañeros, estaban demasiado soñolientas para oponerse y, por fin, también ellas adoptaron esta disposición para dormir.
Yo me encontraba completamente desconcertado ante este peculiar modo de conducirse. Las dos especies no habían sido criadas juntas, así que no podía tratarse de una malgrabación. Los pinzones ni siquiera se habían criado en cautividad. De acuerdo con todas las reglas, deberían haber dormido con otros miembros de su propia especie. Había otro problema. ¿Por qué, entre todas las especies existentes en la pajarera, elegían para dormir a las palomas?
Volviendo a mi vigilancia durante las noches siguientes, pude observar una conducta aún más curiosa. Antes de irse a dormir, los pequeños pinzones arreglaban a menudo las plumas de sus palomas, acción ésta también que, en circunstancias normales, sólo aplicarían a uno de los suyos. Más extraño aún: empezaban a saltar sobre las espaldas de sus enormes compañeros. Un pinzón saltaba al lomo de su paloma y, luego, al otro lado; repetía el salto, y así sucesivamente. Presencié lo más extraño de todo cuando vi a uno de los pequeños pájaros empujar hacia arriba el cuerpo de su paloma e introducirse entre las grandes patas de ella. La soñolienta paloma se irguió sobre sus patas y miró a la forcejeante forma por debajo de su redondeado pecho. Una vez en posición, el pinzón se acurrucó, y la paloma se echó sobre él.
Allí quedaron, con el rosado pico del pinzón emergiendo por debajo de la pechuga de la paloma.
Yo tenía que encontrar una explicación para esta extraña relación. No había nada raro en las palomas, excepto, quizá, su extraordinaria tolerancia. Eran los pinzones los que requerían un atento estudio. Descubrí que, a la hora de dormir, hacían una señal especial que indicaba a los demás miembros de su especie que estaban dispuestos a acostarse. Cuando se hallaban en actividad, se mantenían a distancia unos de otros, pero cuando llegaba la hora de dormir, un pinzón, presumiblemente el más soñoliento, ahuecaba sus plumas y se acurrucaba en su percha. Ésta era la señal para los otros miembros de su grupo de que podían unirse a él sin ser rechazados. Se acercaba un segundo pinzón y se acurrucaba junto al primero, ahuecando sus plumas al hacerlo; luego un tercero, un cuarto, y así sucesivamente, hasta que quedaba formada una fila de pájaros dormidos. Los últimos en llegar solían saltar sobre las alineadas espaldas y se introducían en el centro, en una posición más cálida y favorable. Aquí estaban todas las pistas que yo necesitaba.
La acción combinada de ahuecar las plumas y acurrucarse hacía que los pinzones parecieran más grandes y más esféricos que cuando estaban moviéndose activamente. Esta era la señal clave, que significaba "ven a dormir conmigo". Una paloma dormida era aún más grande y esférica y, por consiguiente, no podía por menos de enviar una versión mucho más potente de la misma señal. Además, a diferencia de las otras especies contenidas en la pajarera, las palomas tenían el mismo color grisáceo que los pequeños pinzones. Como eran tan grandes, redondeadas y grises, emitían una señal supernormal a los pinzones, que los pequeños pájaros no podían resistir. Estando de modo innato programados para esta combinación de tamaño, forma y color, los pinzones respondían automáticamente a las palomas como estímulos supernormales para echarse a dormir, prefiriéndolas a los miembros de su propia especie. El inconveniente era que las palomas no formaban filas. Un pinzón acurrucado al lado de una de ellas se encontraba a sí mismo al extremo de una "fila", saltaba sobre el lomo de la paloma, no conseguía encontrar el centro de la "fila" y saltaba al otro lado. La paloma era tan grande que debía de parecerle como toda una fila de pinzones, así que el pajarito volvía a intentarlo, pero de nuevo sin éxito. Con gran persistencia, el pinzón intentaba por fin, abrirse paso desde detrás de la paloma, y acababa por encontrar una cómoda posición en el "centro de la fila", entre las grandes patas del ave.
Como he dicho antes, éste es uno de los pocos casos conocidos de un estímulo supernormal no humano producido sin que se esté desarrollando un experimento deliberado. Otros casos más conocidos han implicado siempre al uso de algún objeto experimental artificial. Los cogedores de ostras, por ejemplo, son pájaros que anidan en el suelo. Si uno de sus huevos rueda fuera del nido, es devuelto a su sitio con un movimiento especial del pico. Si se colocan huevos artificiales cerca del nido, los pájaros los cogerán también. Si se les ofrecen huevos falsos de diferentes tamaños, siempre prefieren el mayor. De hecho, intentarán coger huevos que tengan muchas veces el tamaño de sus verdaderos huevos. No pueden por menos de reaccionar a un estímulo supernormal.
Las crías de gaviota, cuando piden alimento a sus padres, picotean una brillante mancha roja que está situada cerca de la extremidad del pico del ave adulta. Los padres responden a este picoteo regurgitando pescado para su hijos. La mancha roja es la señal vital. Se ha descubierto que las crías picotearían incluso modelos en cartón de las cabezas de sus padres. Mediante una serie de pruebas, se descubrió que los demás detalles de la cabeza adulta carecían de significado. Las crías picoteaban la mancha roja sólo en atención a ella. Además, si se les ofrecía un palo con tres manchas rojas pintadas en él, picoteaban más a eso que a una reproducción completa y realista de sus padres. También en este caso, el palo con las tres manchas rojas era un estímulo supernormal.
Hay otros ejemplos, pero bastan los mencionados. Evidentemente, es posible mejorar la Naturaleza, lo que a algunos les parece desagradable. Pero la razón es sencilla: cada animal es un complejo sistema de compromisos. Las encontradas demandas de supervivencia lo mueven en direcciones diferentes. Si, por ejemplo, tiene colores demasiado vivos, será detectado por sus predadores. Si sus colores son excesivamente sombríos, será incapaz de atraer a un compañero, etc. Sólo cuando las presiones de la supervivencia son artificialmente reducidas, se aflojará este sistema de compromisos. Los animales domesticados, por ejemplo, están protegidos por el hombre y ya no tienen por qué temer a sus predadores. Sus apagados colores pueden ser sustituidos sin riesgo por blancos purísimos, abigarradas policromías y otros vividos dibujos. Pero si fueran soltados de nuevo en su medio ambiente natural, serían tan visibles que caerían rápidamente presa de sus enemigos naturales.
Al igual que sus animales domesticados, también el hombre supertribal puede permitirse ignorar las restricciones de supervivencia de los estímulos naturales. Puede manipular los estímulos, exagerarlos y deformarlos a placer. Incrementando artificialmente su intensidad -creando estímulos supernormales-, puede dar un realce enorme a su correspondiente respuesta. En su mundo supertribal, es como un cogedor de ostras rodeado de huevos gigantescos.
En todas partes a donde vuelva uno la vista, encontrará pruebas de alguna clase de estimulación supernormal. Nos gustan los colores de las flores, y por ello las producimos más grandes y relucientes. Nos gusta el ritmo de la locomoción humana, y por esta razón desarrollamos la gimnasia. Nos gusta el sabor de la comida, y, en consecuencia la hacemos más sazonada y más sabrosa. Nos gustan ciertos aromas, y por ello fabricamos perfumes fuertes. Nos gusta dormir en una superficie cómoda, así que construimos camas supernormales, con muelles y colchones.
Podemos empezar examinando nuestro aspecto, nuestros vestidos y nuestros cosméticos. Muchos trajes masculinos incluyen el almohadillado de los hombros. En la pubertad, existe una marcada diferencia entre el ritmo de crecimiento de los hombros de los machos y los de las hembras, siendo los de los muchachos más anchos que los de las muchachas. Esto es un signo natural y biológico de masculinidad adulta. Almohadillar los hombros añade una cualidad supernormal a esta masculinidad, y no es sorprendente que la modalidad más exagerada tenga lugar en la más masculina de todas las esferas, la militar, en la que se añaden rígidas charreteras para aumentar el efecto. Una elevación de la altura del cuerpo es también una característica adulta, especialmente en los machos, y muchos trajes agresivos se hallan coronados por alguna forma de sombrero alto, creando la impresión de estatura supernormal. No dudaríamos en llevar también zancos, si no fuesen tan incómodos.
Si los machos quieren parecer supernormalmente jóvenes, pueden llevar tupés para cubrir sus cabezas calvas, dientes postizos para llenar sus envejecidas bocas y corsés para contener sus abultados vientres. Se sabe de jóvenes ejecutivos que, deseando parecer supernormalmente viejos, se han teñido de gris sus juveniles cabellos.
La hembra adolescente de nuestra especie experimenta un engrosamiento de los pechos y un ensanchamiento de las caderas que la señalan como una adulta sexual en desarrollo. Puede reforzar sus señales sexuales exagerando estas características. Puede erguir, almohadillar, ahusar o inflar sus pechos de muchas maneras. Apretándose la cintura, puede hacer resaltar la anchura de sus caderas. Puede también almohadillar sus nalgas y sus caderas, tendencia que encontró su desarrollo más supernormal en los períodos de polisones y crinolinas.
Otro cambio de crecimiento que acompaña a la maduración de la hembra es el alargamiento de las piernas en relación al resto del cuerpo. Las piernas largas pueden, por tanto, llegar a equipararse a sexualidad, y las piernas excepcionalmente largas se convierten en sexualmente atractivas. Por supuesto, no pueden convertirse en estímulos supernormales, toda vez que son objetos naturales (aunque los tacones altos ayudarán un poco), pero un alargamiento artificial puede tener lugar en dibujos y cuadros eróticos de hembras. Las medidas de dibujos de "modelos" muestran que las muchachas son habitualmente representadas con piernas artificialmente largas, a veces casi una vez y media más largas que las piernas de las mujeres en que se basan. La reciente moda de faldas muy cortas debe su atractivo sexual no simplemente a la exhibición de carne desnuda, sino también a la impresión de piernas más largas que da cuando se compara con las modas anteriores de faldas más largas.
Puede encontrarse un brillante muestrario de estímulos supernormales en el mundo de los cosméticos femeninos. Una piel clara e impoluta es sexualmente atractiva. Su suavidad puede ser acentuada con polvos y cremas. En épocas en que era importante demostrar que una hembra no tenía que trabajar al sol, sus cosméticos la ayudaron creando una blancura supernormal para su piel visible. Cuando las condiciones cambiaron y se hizo importante para ella revelar que podía permitirse el lujo de tenderse al sol, el bronceamiento de la piel se convirtió en un bien estimable. Una vez más, sus cosméticos estaban allí para proporcionarle un tonalidad morena supernormal. En otros períodos, en el pasado, era importante que hiciera ostentación de buena salud, y se añadía el supernormal rubor del colorete. Otra característica de su piel, es que es menos vellosa que la del macho adulto. También aquí se puede conseguir un efecto supernormal mediante formas diversas de depilación, afeitado o cortando los pequeños pelos de las piernas, o arrancándolos dolorosamente de la cara Las cejas del macho tienden a ser más espesas que las de la hembra, de modo que también en este aspecto se puede obtener una feminidad supernormal mediante la depilación. Añádase a todo esto su supernormal maquillaje de ojos, lápiz de labios, laca de uñas, perfume y, ocasionalmente, incluso rouge para pezones, y resulta fácil comprender con cuánta intensidad aplicamos el principio supernormal de la lucha de estímulo.
En un capítulo anterior hemos observado ya hasta qué extremos ha llegado el pene masculino para convertirse en un símbolo fálico supernormal. En el vestido ordinario no le ha ido tan bien, excepto un breve momento de esplendor durante la época del adminículo escrotal. En la actualidad apenas si nos queda el supernormal mechón de vello pubiano de la escarcela que llevan los montañeses de Escocia sobre la faldilla.
El extraño mundo de los afrodisíacos está enteramente consagrado al tema de los estímulos sexuales supernormales. Durante muchos siglos y en muchas civilizaciones, los machos humanos han intentado, al ir envejeciendo, reforzar por medio de ayudas artificiales sus cada vez más débiles respuestas sexuales. Un diccionario de afrodisíacos enumera más de novecientos de ellos, incluyendo porciones tan deliciosas como agua de ángel, joroba de camello, excrementos de cocodrilo, esperma de ciervo, lenguas de ganso, sopa de liebre, grasa de león, cuellos de caracoles y genitales de cisne. Sin duda, muchas de estas ayudas resultaron eficaces, no por sus propiedades químicas, sino por los exorbitantes precios pagados por ellas. En el mundo oriental, el cuerno de rinoceronte pulverizado ha sido tan estimado como estímulo sexual supernormal que ciertas especies de rinocerontes han llegado casi a extinguirse. No todos los afrodisíacos eran ingeridos por vía oral. Algunos eran frotados, otros fumados, olidos o llevados sobre el cuerpo. Todo, desde los baños aromáticos hasta el rapé perfumado, parece haber sido utilizado en la frenética búsqueda de una estimulación más fuerte y más violenta.
La farmacopea moderna está orientada menos sexualmente, pero se halla llena de estímulos supernormales de muchas clases. Hay píldoras somníferas para producir un sueño supernormal, píldoras vigorizantes para producir una viveza supernormal, laxantes para producir defecación supernormal, artículos de tocador para producir una limpieza corporal supernormal y pasta de dientes para producir una sonrisa supernormal. Gracias al ingenio del hombre, no existe apenas ninguna actividad natural a la que no se pueda proporcionar alguna forma de realce artificial.
El mundo de la publicidad comercial es una hirviente masa de estímulos supernormales, cada uno de los cuales intenta superar a los otros. Con empresas competidoras que ofrecen en venta productos casi idénticos, la lucha del estímulo supernormal se ha convertido en un negocio de importancia. Cada producto tiene que ser presentado de forma más estimulante que sus rivales. Esto requiere una atención infinita a las sutilezas de forma, composición, estética y color.
Una característica esencial del estímulo supernormal es que no necesita implicar una exageración de todos los elementos del estímulo natural en que se basa. El cogedor de ostras respondía a un huevo artificial que era supernormal sólo en un aspecto, el de su tamaño. En forma, color y tacto, era similar a un huevo normal. El experimento con las crías de gaviota representó un paso más. En él, las vitales manchas rojas fueron exageradas, y, además, las otras características de la figura del padre, las carentes de importancia, fueron eliminadas. Estaba teniendo lugar, por tanto, un doble proceso: magnificación de los estímulos esenciales y, al mismo tiempo, eliminación de los no esenciales. En el experimento, esto se hacía, simplemente, para demostrar que las manchas rojas bastaban por sí solas para provocar la reacción.
Sin embargo, este paso debió de ayudar también a concentrar más atención en las manchas rojas, eliminando detalles sin importancia. Este proceso dual ha sido empleado con gran eficacia en muchos estímulos supernormales humanos. Puede expresarse como un principio adicional y subsidiario de la lucha de estímulo.
Declara este principio que, cuando estímulos seleccionados son magnificados artificialmente hasta convertirse en estímulos supernormales, el efecto puede ser reforzado reduciendo otros estímulos no seleccionados o poco importantes. Creando simultáneamente de esta forma estímulos subnormales, los estímulos supernormales aparecen relativamente más fuertes. Este es el principio de extremismo de estímulo.
Cuando deseamos entretenernos con libros, obras de teatro, películas o canciones, automáticamente nos sometemos a este procedimiento. Constituye la esencia misma del proceso que llamamos dramatización. Las acciones cotidianas, realizadas tal como tienen lugar en la vida real, no serían suficientemente excitantes. Tienen que ser exageradas. La actuación del principio de extremismo de estímulo asegura que el detalle sin importancia sea suprimido, y realzado el detalle importante. Aun en las escuelas más realistas de interpretación, o incluso en la literatura no de ficción y en la cinematográfica documental, continúa funcionando el proceso negativo. Se prescinde de todo cuanto sea secundario, produciendo así una forma indirecta de exageración. En las representaciones más estilizadas, como la ópera y el melodrama, las formas directas de exageración cobran más realce, y es notable ver hasta qué punto las voces, los vestidos, los gestos, las acciones y el argumento, aun alejándose de la realidad, pueden causar todavía un poderoso impacto en el cerebro humano. Si esto parece extraño, vale la pena recordar el caso de los pájaros experimentales. Las crías de gaviota estaban preparadas para responder a un sucedáneo de sus padres que consistía en algo tan distante de una gaviota adulta como un palo con tres manchitas rojas. Nuestras reacciones a los altamente estilizados rituales de una ópera no son más extrañas.
Los juguetes infantiles ilustran vívidamente el mismo principio. La cara de una muñeca de trapo, por ejemplo, presenta realzados ciertos rasgos importantes, mientras que otros están omitidos. Los ojos se convierten en enormes manchas negras, mientras que las cejas desaparecen. La boca es mostrada en una amplia sonrisa, mientras que la nariz queda reducida a dos puntitos. Entrar en una tienda de juguetes es entrar en un mundo de contrastantes estímulos supernormales y subnormales. Sólo los juguetes para niños mayores son menos contrastados y más realistas.
Otro tanto puede decirse de los propios dibujos de los niños. En las representaciones del cuerpo humano, los rasgos que son importantes para ellos aparecen ampliados; los que carecen de importancia son minimizados u omitidos. Generalmente, la cabeza, los ojos y la boca son desproporcionadamente destacados. Éstas son las partes del cuerpo que tienen más significado para un niño, porque forman la zona de comunicación y expresión visual. Los oídos externos de nuestra especie son inexpresivos y comparativamente carentes de importancia, por lo que, con frecuencia, se prescinde por completo de ellos.
Un extremismo visual de este tipo se manifiesta también en las artes de los pueblos primitivos. El tamaño de las cabezas, los ojos y las bocas es generalmente supernormal en relación a las dimensiones del cuerpo, y, al igual que en los dibujos infantiles, otros rasgos son reducidos. Sin embargo, los estímulos seleccionados para ser realzados varían de un caso a otro. Si se representa una figura corriendo, entonces sus piernas aparecen supernormalmente largas. Si una figura está simplemente de pie, sin hacer nada con los brazos ni con las piernas, entonces éstos pueden convertirse en meros muñones o desaparecer por completo. Si una estatuilla prehistórica está destinada a representar la fertilidad, sus características reproductivas pueden quedar supernormalizadas, con exclusión de todo lo demás. Una figura así puede presentar un enorme vientre preñado, abultadas nalgas, anchas caderas y grandes pechos, pero no tener piernas, brazos, cuello ni cabeza.
Este tipo de manipulaciones gráficas del modelo ha sido calificado a menudo como de creación de horrorosas deformidades, como si la belleza de la forma humana estuviera siendo sometida de alguna manera a insulto y agravio maliciosos. La ironía de esto radica en que si tales críticos examinaran sus propios adornos corporales, encontrarían que su aspecto no era exactamente "el previsto por la Naturaleza". Al igual que los niños y los artistas primitivos, están, sin duda, cargados de "deformantes" elementos supernormales y subnormales.
La fascinación del extremismo de estímulo en las artes estriba en el hecho de que estas exageraciones varían de un caso a otro y de uno a otro lugar, y en el modo en que las modificaciones desarrollan nuevas formas de armonía y equilibrio. En el mundo moderno, las películas de dibujos animados se han convertido en importantes proveedores de este tipo de exageración visual, y una forma especializada de la misma se puede encontrar en el arte de la caricatura. El caricaturista experto elige los rasgos naturalmente exagerados del rostro de su víctima y supernormaliza estas exageraciones ya existentes. Al mismo tiempo, reduce los rasgos de menor relieve. Destacar una nariz grande, por ejemplo, puede conducir a duplicar sus dimensiones, o incluso a triplicarlas, sin, por ello, hacer irreconocible el rostro. De hecho, lo hace aún más reconocible. La cuestión es que todos identificamos los rostros individuales comparándolos mentalmente con un idealizado y "típico" rostro humano. Si un rostro determinado tiene ciertos rasgos que son más acusados o más débiles, más grandes o más pequeños, más largos o más cortos, más oscuros o más claros, que nuestro rostro "típico", éstos son los detalles que recordamos. Para dibujar una caricatura afortunada, el artista tiene que saber intuitivamente qué rasgos hemos seleccionado de esta manera, y debe entonces supernormalizar los puntos fuertes y subnormalizar los débiles. El proceso es fundamentalmente el mismo que el empleado en los dibujos de los niños y los pueblos primitivos, excepto que al caricaturista le interesan principalmente las diferencias individuales.
Las artes visuales se han visto imbuidas, a lo largo de gran parte de su historia, por este artificio del extremismo de estímulo. En casi todas las formas primitivas de arte abundan las modificaciones supernormales y subnormales. Con el transcurso de los siglos, sin embargo, el realismo fue dominando gradualmente el arte europeo. El pintor y el escultor tuvieron que asumir la tarea de plasmar el mundo externo con tanta exactitud como fuera posible. Hasta el pasado siglo, en que la ciencia (con el desarrollo de la fotografía) realizó este cometido, no pudieron los artistas retornar a una manipulación más libre de tu tema. Al principio, reaccionaron con lentitud, y, aunque las cadenas fueron rotas en el siglo XIX, no quedaron totalmente desprendidas hasta el siglo XX. Durante los últimos sesenta años, se ha producido una oleada tras otra de rebelión, al paso que el extremismo de estímulo se ha ido reafirmando a sí mismo con creciente intensidad. Una vez más, la regla es: realzar elementos seleccionados y eliminar los demás.
Cuando las pinturas del rostro humano empezaron a ser manipuladas de esta manera por los artistas modernos, se levantó un verdadero clamor. Los cuadros eran despreciados como decadentes locuras, como si reflejasen alguna nueva enfermedad de la vida del siglo XX, en vez de un retorno al objetivo más fundamental del arte de desarrollar la lucha de estímulo. Las exageraciones melodramáticas de la conducta humana en producciones teatrales, ballets y óperas, y las extremas magnificaciones de las emociones humanas expresadas en poemas y canciones, eran aceptadas sin objeción, pero en las artes visuales se tardó algún tiempo en acomodarse a similares extremismos de estímulo. Cuando comenzaron a aparecer pinturas totalmente abstractas, fueron atacadas como faltas de sentido por personas que estaban perfectamente dispuestas a disfrutar con la total abstracción de cualquier actuación musical. Pero a la música no se le ha colocado nunca la camisa de fuerza estética de reproducir sonidos naturales.
He definido el estímulo supernormal como una exageración artificial de un estímulo natural, pero el concepto puede ser aplicado también a un estímulo inventado. Expondré dos casos. Los sonrosados labios de una bella muchacha son, sin disputa, un estímulo perfectamente natural y biológico. Si ella los realza pintándolos de un rosa más vivo, está, evidentemente, convirtiéndolos en un estímulo supernormal. La situación es sencilla, y ésta es la clase de ejemplo que he estado examinando hasta ahora. Pero, ¿qué decir de la contemplación de un reluciente automóvil nuevo? También éste puede ser muy estimulante, pero se trata de un estímulo enteramente artificial e inventado. No existe ningún modelo biológico, natural, con el que podamos compararlo para averiguar si ha salido supernormalizado. Y, sin embargo, al pasear la vista por varios automóviles, podemos fácilmente elegir algunos que parecen poseer la cualidad de ser supernormales. Son más grandes y más impresionantes que la mayoría de los demás. De hecho, los fabricantes de automóviles están tan interesados como los fabricantes de lápices de labios en producir estímulos supernormales. La situación es más fluida, porque no existe ninguna línea de base biológica y natural sobre la que actuar; pero el proceso es esencialmente el mismo. Una vez que ha sido inventado un nuevo estímulo, desarrolla su propia línea de base. En cualquier momento de la historia del automóvil sería posible realizar un boceto del automóvil típico, común y, por tanto, "normal" del período. Sería también posible elaborar un boceto del más destacado automóvil de lujo del período que, en aquel momento, era el vehículo supernormal. La única diferencia entre este ejemplo y el del lápiz de labios radica en que la "línea de base normal" del automóvil cambia con el progreso técnico, mientras que los labios sonrosados naturales siguen siendo los mismos.
La aplicación del principio supernormal se halla, por tanto, ampliamente extendida e irrumpe, en una forma u otra, en casi todas nuestras empresas. Liberados de las demandas de la pura supervivencia, exprimimos hasta la última gota de estímulo de cualquier cosa sobre la que podamos poner las manos o la vista. El resultado es que a veces quedamos indigestados de estímulos. El inconveniente de hacer más poderosos los estímulos estriba en que corremos el riesgo de quedar extenuados por la fuerza de nuestra respuesta. Nos fatigamos. Empezamos a estar de acuerdo con el comentario shakesperiano de que dorar el oro refinado, pintar el lirio, verter perfume sobre la violeta... es ridículo y derrochador en exceso.
Pero, al mismo tiempo, nos vemos obligados a admitir, con Wilde, que "nada tiene tanto éxito como el exceso". ¿Qué hacemos entonces? La respuesta es que ponemos en práctica otro principio subsidiario más de la lucha de estímulo.
Este principio afirma que, como los estímulos supernormales no son tan poderosos y nuestra respuesta a ellos puede quedar agotada, debemos variar de vez en cuando los elementos que son seleccionados para su magnificación. En otras palabras, apuramos las posibilidades. Cuando se produce un cambio de este tipo, el efecto suele ser dramático, porque queda invertida toda una tendencia. Ello no impide, sin embargo, que se persista en un aspecto determinado de la lucha de estímulo; simplemente, desplaza los puntos en que se carga el supernormal énfasis. En ninguna parte queda ello más claramente ilustrado que en el mundo de la moda de los vestidos y los adornos corporales.
En los vestidos femeninos, en que la manifestación sexual tiene la máxima importancia, esto ha dado lugar a lo que los expertos denominan ley del desplazamiento de zonas erógenas. Técnicamente, una zona erógena es una determinada superficie del cuerpo que está particularmente bien provista de terminaciones nerviosas que emiten una respuesta al tacto, cuya directa estimulación está despertando sexualmente. Las principales superficies son la región genital, los senos, la boca, los lóbulos de las orejas, las nalgas y los muslos. A veces, se añaden a la lista el cuello, los sobacos y el ombligo. Las modas femeninas no guardan, naturalmente, relación con la estimulación táctil, sino con la exposición (u ocultamiento) visual de estas zonas sensibles. En casos extremos, todas estas zonas pueden ser mostradas a la vez, o, como en los vestidos de las mujeres árabes, pueden ser ocultadas todas. Sin embargo, en la inmensa mayoría de las comunidades supertribales, algunas son expuestas y otras simultáneamente ocultadas. Alternativamente, algunas pueden ser puestas de manifiesto, aunque cubiertas, mientras otras quedan relegadas.
La ley del desplazamiento de zonas erógenas se refiere a la forma en que la concentración en una región deja paso, a medida que pasa el tiempo y cambian las modas, a la concentración en otra región. Si la hembra moderna realza una zona durante demasiado tiempo, la atracción se desvanece, precisándose entonces un nuevo estímulo supernormal para volver a despertar el interés.
En tiempos recientes, las dos zonas principales, los senos y la pelvis, han permanecido en su mayor parte ocultas, pero han sido realzadas de diversas formas. Una de ellas consiste en almohadillar o apretar el vestido para exagerar las formas de estas regiones. La otra, en aproximarlas lo más posible a las zonas de carne descubierta. Cuando esta exposición llega a la región del pecho, con vestidos excepcionalmente escotados, se aleja generalmente de la región pelviana, haciéndose más largos los vestidos. Cuando la zona de interés se desplaza y las faldas se hacen más cortas, el escote se eleva. En las ocasiones en que se han generalizado los diafragmas desnudos, dejando al descubierto el ombligo, las otras zonas han sólido estar bien tapadas, a menudo hasta el punto de que las piernas han quedado ocultas bajo alguna clase de pantalones.
El gran problema para los diseñadores de la moda estriba en que sus estímulos supernormales están relacionados con características biológicas básicas. Como sólo hay unas cuantas zonas vitales, esto crea una estricta limitación y obliga a los diseñadores a una serie de ciclos peligrosamente repetitivos. Sólo con gran ingenio puede vencerse esta dificultad. Pero siempre queda la región de la cabeza para manipular con ella. Los lóbulos de las orejas pueden ser puestos de relieve por medio de pendientes; los cuellos, con collares; el rostro, con maquillaje. También aquí se aplica la ley del desplazamiento de zonas erógenas, y es de notar que cuando el maquillaje se hace particularmente intenso y llamativo, los labios suelen aparecer más pálidos y menos realzados.
Los ciclos de la moda masculina siguen un rumbo un tanto diferente. En los últimos tiempos, el macho ha estado más interesado en manifestar su status que sus características sexuales. Un status elevado significa posibilidad de ocio, y los vestidos más característicos del ocio son las ropas deportivas.
Los estudiosos de la historia de la moda han descubierto el hecho revelador de que prácticamente todos los hombres llevan hoy lo que puede ser clasificado como "ex ropa de deporte". Puede demostrarse que hasta nuestro traje más ceremonioso tiene este origen.
El sistema funciona de la siguiente manera. En cualquier momento concreto de la historia reciente ha habido siempre un traje altamente funcional indicado para la práctica del deporte característico del alto status del momento. Llevar ese traje indica que uno puede disponer del tiempo y el dinero necesarios para la práctica de ese deporte. Esta manifestación de status puede ser supernormalizada llevando el traje como indumento corriente, aun cuando no se esté practicando el deporte en cuestión, magnificando así, al extenderla, dicha manifestación. Las señales que emanan de la ropa deportiva dicen: "Yo tengo mucho tiempo libre”. Y esto mismo pueden decir casi igual de bien respecto de un hombre no deportista que no puede permitirse el lujo de participar en el deporte. Al cabo de algún tiempo, cuando han llegado a ser completamente aceptados como ropa cotidiana, estos trajes pierden su impacto. Se hace preciso entonces echar mano de otro deporte para tomar su insólito atuendo.
En el siglo XVIII, los caballeros rurales ingleses exhibían su status dedicándose a la caza.
Adoptaron para la ocasión una ostensible manera de vestir, llevando una chaqueta larga recortada por delante, lo que daba a ésta el aspecto de tener colas por la parte de atrás. Abandonaron los grandes y aleteantes sombreros y empezaron a llevar rígidos sombreros de copa, como prototípicos cascos de batalla. Una vez que este atuendo quedó plenamente establecido como traje de deporte de elevado status, comenzó a extenderse. Al principio, fueron los dandys (los petimetres de la época) quienes empezaron a usar un modificado traje de caza como indumento diario. Esto fue considerado el colmo del atrevimiento, cuando no completamente escandaloso. Pero, poco a poco, se difundió la moda (los jóvenes petimetres fueron envejeciendo), y a mediados del siglo XIX el traje de sombrero de copa y faldones se había convertido en atuendo diario normal.
Habiendo llegado a ser tan aceptado y tradicional, la indumentaria de sombrero de copa y faldones tuvo que ser sustituido por algo nuevo por los miembros más audaces de la sociedad, que deseaban hacer ostentación de sus señales supernormales de ocio. Otros deportes de status elevado disponibles para este fin eran la caza, la pesca y el golf. Los bombines se convirtieron en sombreros hongos, y las chaquetas de caza en americanas a cuadros. Los blandos sombreros deportivos dieron paso a los sombreros flexibles.
En el transcurso del presente siglo, la americana ha sido aceptada como traje serio de uso diario, perdiendo colorido en el proceso. El "traje de mañana", o frac, ha sido desplazado un paso más hacia la etiqueta, estando reservado ahora para ocasiones especiales, tales como bodas. Sobrevive también como traje de noche, pero la americana ha llegado ya a su altura y lo ha despojado de sus faldones para crear el smoking.
Una vez que el traje de americana hubo perdido su osadía, tuvo que ser sustituido, a su vez, por algo más manifiestamente deportivo. La caza podía haber pasado de moda, pero la equitación en general conservaba un alto valor de status, de modo que la situación se repitió. Esta vez fue la chaqueta de montar la que no tardó en ser conocida como "chaqueta deportiva". Irónicamente, sólo adquirió este nombre cuando perdió su verdadera función deportiva. Se convirtió en el atuendo despreocupado para uso cotidiano, y en la actualidad mantiene esta posición. Sin embargo, ya se está introduciendo en el ceremonioso mundo de los gerentes de empresa. Entre los más osados, ha invadido incluso ese sanctasanctórum que es la fiesta de noche, en forma de un smoking con dibujos.
Al difundirse en la vida cotidiana la chaqueta deportiva, se propagó con ella el suéter de cuello de polo. El polo era otro deporte de status elevado, y llevar el suéter de cuello redondo típico de este juego confería automáticamente un alto status a su afortunado portador. Pero esta característica prenda ha perdido ya su gallardo encanto. Una versión en seda de él fue recientemente llevada por primera vez con una chaqueta de smoking. Instantáneamente, las tiendas fueron asaltadas por jóvenes machos que demandaban este último ataque deportivo a la etiqueta. Tal vez haya perdido su impacto como atuendo ordinario, pero como indumento de noche aún podía llamar la atención, y, por consiguiente, su radio de acción se extendió. Durante los últimos cincuenta años han surgido otros rumbos similares. Chaquetas marineras deportivas con botones dorados han sido llevadas por hombres que jamás han abandonado la tierra firme. Trajes de esquiar han sido llevados por hombres (y mujeres) que jamás han visto la nevada cumbre de una montaña. Mientras un deporte determinado sea exclusivo y costoso, le serán tomadas sus señales de vestimenta. Durante el presente siglo, los deportes de lujo han sido sustituidos hasta cierto punto por la costumbre de acudir a las playas de climas cálidos. Esto empezó a ponerse de moda en la Riviera francesa. Los visitantes empezaron copiando los suéteres y las camisas de los pescadores locales.
Podían demostrar que habían disfrutado de estas costosas vacaciones de nuevo status llevando en sus lugares habituales de residencia versiones modificadas de estas camisas y suéteres. Inmediatamente, hizo su irrupción en el mercado una nueva gama de esta clase de prendas. En América, se puso de moda que los machos adinerados y de status elevado poseyeran un rancho en el campo, donde vestían modificadas prendas de cowboy. Al instante, muchos habitantes de la ciudad que no tenían ningún rancho se paseaban a grandes zancadas con su modificado (más aún) traje de cowboy. Podría alegarse que lo habían tomado directamente de las películas del Oeste, pero esto es poco probable. Habría sido un disfraz. Sin embargo, una vez que los machos de status elevado, reales, contemporáneos, lo llevan cuando se toman sus vacaciones, entonces todo está bien y una nueva moda se pone en boga.
Nada de esto, puede pensarse, explica los extraños vestidos del adolescente macho que lleva chalinas, cabellos largos, collares, bufandas de colores, pulseras, zapatos de hebilla, pantalones acampanados y camisas con puños de encajes.
¿Qué clase de deporte está él modificando? No hay nada misterioso en la adolescente con minifalda. Lo único que ella ha hecho, aparte de desplazar a sus muslos su zona erógena, es arrancar una hoja del libro de modas del macho y tomar un vestido deportivo para uso diario. La falda de tenis de los años treinta y la falda de esquiar de los años cuarenta eran ya auténticas minifaldas. Sólo faltaba que algún atrevido diseñador las modificara para adaptarlas al uso diario. Pero, ¿qué diablos está haciendo el extravagante joven macho? La respuesta parece ser que, con el reciente establecimiento de una "subcultura de juventud", se hacía necesario desarrollar una vestimenta completamente nueva, una que debiera lo menos posible a las variaciones de la aborrecida "subcultura adulta". El status en la "subcultura de juventud" tiene menos que ver con el dinero y mucho más con el atractivo sexual y con la virilidad. Esto ha significado que los machos jóvenes han empezado a vestirse de forma más semejante a la de las hembras, no porque sean afeminados (una burla frecuente en el grupo más viejo), sino porque están más preocupados por las manifestaciones de atracción sexual. En los últimos tiempos, éstas han estado atribuidas casi exclusivamente a las hembras, pero ahora afectan a los dos sexos. Constituye, de hecho, un retorno a una anterior condición (de antes del siglo XVIII) de la vestimenta masculina, y no deberíamos sorprendernos demasiado si en cualquier momento hace su reaparición el sostén escrotal. Quizá veamos también el retorno del cuidadoso maquillaje masculino. Es difícil decir cuánto durará esta fase, porque será gradualmente copiada por los machos de más edad, que se están sintiendo ya disgustados por las abiertas ostentaciones sexuales de sus menores. Volviendo a una ostentación de pavo real, los jóvenes machos de la "subcultura de juventud" han golpeado donde más duele. El macho humano tiene su máxima potencia sexual entre los dieciséis y diecisiete años de edad. Abandonando el traje de status de ocio y sustituyéndolo por el traje de status de sexo, han elegido el arma ideal. Sin embargo, como he dicho antes, los jóvenes dandys acaban envejeciendo. Será interesante ver qué sucede dentro de veinte años, cuando los "Beatles" estén calvos y haya surgido una nueva subcultura de juventud.
Casi todo lo que llevamos hoy es, pues, el resultado del principio de la lucha de estímulo de agotar las posibilidades para producir el efecto de súbita novedad. Lo que es atrevido hoy, se convierte mañana en ordinario y al día siguiente en rancio, y olvidamos rápidamente su procedencia. ¿Cuántos hombres, al ponerse sus trajes de etiqueta y calarse sus sombreros de copa, se dan cuenta de que están vistiendo el traje de un noble cazador del siglo XVIII? ¿Cuántos hombres de negocios vestidos con americanas de severos tonos se dan cuenta de que están siguiendo la forma de vestir de los deportistas de principios del siglo XIX? ¿Cuántos jóvenes con chaquetas deportivas piensan en sí mismos como jinetes? ¿Cuántos jóvenes que llevan camisas de cuello abierto y flojos suéteres de punto se imaginan a sí mismos como pescadores del Mediterráneo? ¿Y cuántas jovencitas con minifalda piensan en ellas mismas como jugadores de tenis o patinadoras sobre hielo?
El shock se extingue rápidamente. El nuevo estilo es absorbido sin tardanza, y entonces se necesita otro que ocupe su lugar y suministre un nuevo estímulo. De una cosa podemos estar siempre seguros: cualquiera que hoy sea la más atrevida innovación en el mundo de la moda, mañana se convertirá en respetabilidad y sé fosilizará luego rápidamente en pomposa etiqueta, mientras surgen nuevas rebeliones para sustituirla.
Sólo mediante este constante proceso giratorio pueden los extremos de la moda, los estímulos supernormales de diseño, mantener su impacto masivo. La necesidad sea, tal vez, la madre de la invención, pero allá donde están implicados los estímulos supernormales de la moda es también cierto afirmar que la novedad es la madre de la necesidad.
Hemos estado considerando hasta ahora los cinco principios de la lucha de estímulo que guardan relación con el aumento de la intensidad de conducta del individuo. En ocasiones, se hace necesaria la dirección inversa. Cuando esto sucede, entra en acción el sexto y último principio.
6. Si el estímulo es demasiado fuerte, puede reducirse la intensidad de conducta amortiguando la capacidad de respuesta a las sensaciones provenientes del exterior.
Éste es el principio de contención. Algunos animales de zoo encuentran intimidante y tenso su confinamiento, especialmente cuando son recién llegados, trasladados a una nueva jaula o alojados con compañeros hostiles o inadecuados. En su agitada condición, pueden padecer una anormal superestimulación. Cuando esto sucede y no pueden huir u ocultarse, deben interrumpir de alguna manera el flujo de estímulos exteriores. Pueden hacerlo acurrucándose, simplemente, en un rincón y cerrando los ojos. Esto, al menos, elimina los estímulos visuales. Dormir durante un excesivo lapso de tiempo (procedimiento utilizado también por inválidos, tanto animales como humanos) se presenta, asimismo, como una forma más extrema de contención. Pero no pueden estar acurrucados y dormir continuamente.
Cuando se hallan en actividad, pueden, hasta cierto punto, aliviar sus tensiones realizando "estereotipos". Son éstos pequeños tics, repetitivos actos de crisparse, saltar, oscilar, mecerse o girar que, al habérseles hecho tan familiares por la repetición constante, producen también un efecto de alivio. La cuestión es que para el animal superestimulado el medio ambiente es tan extraño y aterrador que cualquier acción, por absurda que sea, ejercerá un efecto calmante, siempre que le sea familiar. Es como encontrar en una fiesta a un viejo amigo entre una multitud de desconocidos. Estos estereotipos pueden verse por todo el zoo. Los enormes elefantes se balancean rítmicamente a un lado y a otro; los jóvenes chimpancés hacen rodar su cuerpo; la ardilla da saltos en círculo, como un motorista del muro de la muerte; el tigre frota su nariz a derecha e izquierda contra los barrotes, hasta que se pone en carne viva y sangrando.
No es accidental que algunas de estas clases de superestimulación tengan lugar de cuando en cuando en animales intensamente aburridos, pues la tensión producida por una acusada subestimulación es en algunos aspectos básicamente la misma que la tensión de la superestimulación. Ambos extremos son desagradables, y ello provoca una respuesta estereotipada, mientras el animal trata desesperadamente de regresar al feliz medio de la estimulación moderada, que es el objetivo de la lucha de estímulo.
Si el inquilino del zoo humano se halla sometido a una intensa superestimulación, también él acude al principio de contención. Cuando muchos estímulos diferentes ejercen su acción en conflicto unos con otros, la situación se torna insoportable.
Si podemos huir y ocultarnos, todo va bien, pero nuestros complejos compromisos con la vida supertribal suelen impedirlo. Podemos cerrar los ojos y taparnos los oídos, pero se necesita algo más que vendas y tapones auriculares.
En último extremo, recurrimos a ayudas artificiales. Tomamos tranquilizantes, píldoras somníferas (a veces tantas que terminamos definitivamente), dosis excesivas de alcohol, y una gran variedad de drogas. Esta es una variante de la lucha de estímulo que denominamos sueño químico. Para comprender el porqué, examinemos más detenidamente el sueño natural.
El gran valor del proceso de sueño nocturno normal es que nos permite clasificar y archivar el caos del día anterior. Imagínese una oficina sobrecargada de trabajo, con montañas de documentos, papeles y notas vertiéndose en ella a todo lo largo del día. Las mesas están abarrotadas. Los empleados no pueden trabajar al ritmo con que llega la información y el material. No hay tiempo bastante para archivarlo ordenadamente antes de que termine la tarde. Se van a casa dejando la oficina sumida en el caos. A la mañana siguiente, habrá otra gran afluencia, y la situación escapará rápidamente a todo control. Si nosotros estamos superestimulados durante el día, recibiendo nuestro cerebro una masa de nueva información, gran parte de la cual se encuentra en conflicto con el resto, nos iremos a la cama en un estado muy semejante al en que fue dejada la caótica oficina al término de la jornada laboral. Pero nosotros somos más afortunados que los sobrecargados empleados. Durante la noche, alguien entra en la oficina existente dentro de nuestro cráneo y lo clasifica todo, lo archiva ordenadamente y deja limpia la oficina, lista para recibir la avalancha del día siguiente. En el cerebro del animal humano, este proceso es lo que llamamos soñar. Podemos obtener descanso físico durmiendo, pero poco más del que podríamos obtener yaciendo despiertos toda la noche. Sin embargo, en estado de vigilia no podemos soñar adecuadamente. Por tanto, la función primaria del acto de dormir, más que descansar nuestros fatigados miembros, es soñar.
Dormimos para soñar, y soñamos durante la mayor parte de la noche. La nueva información es clasificada y archivada, y nos despertamos con un cerebro refrescado, listo para comenzar el siguiente día.
Si la vida durante el día se hace demasiado frenética, si nos hallamos demasiado intensamente superestimulados, el mecanismo normal del sueño se ve sometido a una prueba demasiado dura. Esto conduce a una dedicación a los narcóticos y al peligroso desarrollo del sueño químico. En los estupores y trances de los estados químicamente inducidos, esperamos vagamente que las drogas creen una mímica del estado onírico.
Pero, aunque pueden ser eficaces para ayudar a interrumpir el caótico flujo procedente del mundo exterior, no suelen ser de utilidad en la función positiva del sueño de clasificar y archivar. Cuando se disipan, el alivio negativo temporal se desvanece, y el problema positivo subsiste igual que antes. El procedimiento se halla, por tanto, condenado a ser decepcionante, con la adición del posible inconveniente del hábito químico.
Otra variación consiste en la práctica de lo que podríamos denominar sueño de meditación, en el que el estado onírico se consigue por medio de ciertas disciplinas, el yoga u otras semejantes. Las condiciones de alejamiento y contención semejantes al trance producidas por el yoga, el vudú, hipnotismo y ciertas prácticas mágicas y religiosas tienen algunas características en común. Implican generalmente una sostenida repetición rítmica, ya sea verbal o física, y son seguidas por una condición de apartamiento de la normal estimulación exterior. De esta forma, pueden ayudar a reducir el flujo masivo, y de ordinario internamente conflictivo, que está siendo sufrido por el individuo superestimulado. Son, por consiguiente, similares a las diversas formas de sueño químico, pero disponemos hasta el momento de escasa información sobre la forma en que, además, pueden suministrar beneficios positivos de la clase que disfrutamos cuando soñamos normalmente.
Si el animal humano no consigue escapar de un prolongado estado de superestimulación, está expuesto a caer enfermo, física o mentalmente. Las enfermedades de agotamiento o las crisis nerviosas pueden, para los más afortunados, suministrar su propio remedio. El enfermo se ve obligado, por su incapacidad, a interrumpir el masivo flujo. Su lecho se convierte en su escondrijo animal.
Los individuos que saben son particularmente propensos a la superestimulación suelen desarrollar una señal de alarma precoz. Una antigua lesión puede cobrar nueva actividad, las amígdalas pueden hincharse, puede empezar a doler un diente enfermo, o producirse una erupción cutánea, puede reaparecer un pequeño tic nervioso o reproducirse una jaqueca. Muchos individuos tiene una pequeña debilidad de este tipo, lo que, en realidad, es más un viejo amigo que un viejo enemigo, porque les avisa de que se están excediendo y de que sería mejor que redujeran la marcha si quieren evitar algo peor. Si, como a menudo sucede, se les persuade para "curarse" su debilidad particular, no deben temer perder la ventaja que les concede la alarma precoz; con toda probabilidad, otro síntoma no tardará en ocupar su lugar. En el mundo médico, esto se conoce a veces con el nombre de "síndrome desplazante".
Es fácil comprender cómo el moderno miembro de supertribu puede llegar a padecer este sobrecargado estado. Como especie, nos volvimos en un principio intensamente activos y exploratorios en relación con nuestras demandas de supervivencia. El difícil papel que nuestros antepasados cazadores tuvieron que desempeñar hacía hincapié en ello. Ahora, con el medio ambiente ampliamente sujeto a control, llevamos todavía sobre nosotros nuestro antiguo sistema de gran actividad y gran curiosidad.
Aunque hemos llegado a un estadio en el que fácilmente podríamos permitirnos tendernos a descansar con más frecuencia y más prolongadamente, no podemos hacerlo. En lugar de ello, nos vemos obligados a desarrollar la lucha de estímulo. Puesto que esto es algo nuevo para nosotros, aún no tenemos mucha experiencia en ello, y estamos constantemente llegando demasiado lejos o quedándonos demasiado cortos. Entonces, tan pronto como sentimos que nos estamos volviendo superestimulados y superactivos o subestimulados y subactivos, nos desviamos de un doloroso extremo al otro y nos dedicamos a la realización de acciones que tienden a devolvernos al feliz término medio de estimulación óptima y actividad óptica. Los que lo consiguen mantienen un firme rumbo central; los demás permanecen oscilando desde uno hasta otro extremo.
Nos sirve hasta cierto punto de ayuda un lento proceso de acomodación. El campesino, que lleva una vida silenciosa y tranquila, desarrolla una tolerancia hacia este nivel de actividad. Si un ajetreado hombre de ciudad fuera súbitamente arrojado en medio de esa paz y quietud, no tardaría en encontrarlo insoportablemente aburrido. Si el campesino fuera arrojado en el torbellino de la caótica vida ciudadana, no tardaría en encontrarlo excesivamente excitante. Si habita uno en la ciudad, es bueno pasar un tranquilo fin de semana en el campo como desestimulante, y si uno es campesino es beneficioso pasar un día en la ciudad como estimulante. Esto obedece a los principios equilibradores de la lucha de estímulo; pero si dura más tiempo, el equilibrio se pierde.
Resulta interesante el hecho de que manifestamos mucha menos simpatía hacia el hombre que no consigue acomodarse a un bajo nivel de actividad que hacia el que no consigue habituarse a un nivel elevado. Un hombre aburrido e indiferente nos enoja más que otro fatigado y sobrecargado de actividad.
Ninguno de los dos logra librar con eficacia la lucha de estímulo. Los dos se hallan expuestos a volverse irritables y malhumorados, pero nos sentimos mucho más propensos a perdonar al hombre sobrecargado de trabajo. La razón de ello estriba en que empujar el nivel demasiado hacia arriba es una de las cosas que mantienen el progreso de nuestras civilizaciones. Son los individuos intensamente exploratorios los que se convertirán en los grandes innovadores y cambiarán la faz del mundo en que vivimos. Los que desarrollan la lucha de estímulo en una forma más equilibrada y eficaz serán también exploratorios, desde luego, pero tenderán a proporcionar variaciones sobre viejos temas, más que temas enteramente nuevos. Serán también individuos más felices, mejor acomodados.
Tal vez recuerden que al principio dije que los riesgos del juego son elevados. Lo que tenemos que ganar o perder es nuestra felicidad, y, en casos extremos, nuestro juicio. Según esto, los innovadores superexploratorios deben ser comparativamente desgraciados e, incluso, mostrar cierta tendencia a padecer enfermedades mentales. Teniendo presente el objetivo de la lucha de estímulo, debemos predecir que, pese a sus mayores logros, estos hombres y estas mujeres no pueden por menos, con frecuencia, de llevar una vida desasosegada e insatisfecha. La Historia tiende a confirmar la realidad de esto. Nuestra deuda hacia ellos se paga bajo la forma de la especial tolerancia que manifestamos hacia su conducta a menudo caprichosa e irritable. Nosotros reconocemos intuitivamente que esto es un resultado inevitable de la forma desequilibrada en que ellos desarrollan la lucha de estímulo. Sin embargo, como veremos en el capítulo siguiente, no siempre somos tan comprensivos.


Capítulo 7
El adulto infantil

En muchos aspectos, el juego de los niños es similar a la lucha de estímulo de los adultos. Al ocuparse los padres del niño de sus problemas de supervivencia, a éste le queda una gran cantidad de energía sobrante. Sus actividades lúdicas le ayudan a quemar esta energía. Existe, sin embargo, una diferencia. Ya hemos visto que hay varias formas de desarrollar la lucha de estímulo adulta, una de las cuales es la invención de nuevos modos de conducta. En el juego, este elemento es mucho más fuerte.
Para el niño que se encuentra en período de crecimiento, cada acción que realiza constituye, virtualmente, una nueva invención. Su ingenuidad ante el medio ambiente le fuerza, con más o menos intensidad, a sumergirse en un continuado proceso de innovación. Todo es nuevo. Cada lance del juego es un viaje de descubrimiento: descubrimiento de sí mismo, de sus posibilidades y capacidades, y del mundo que le rodea. El desarrollo de la inventiva puede no ser la finalidad específica del juego, pero es, sin embargo, su característica predominante y su bien más estimable.
Las exploraciones e invenciones de la infancia suelen ser triviales y efímeras. En sí mismas, significan muy poco. Pero si puede impedirse que los procesos que implican -el sentido de extrañeza y de curiosidad, el impulso de buscar, hallar y poner a prueba- se desvanezcan con la edad, de modo que continúen dominando la adulta lucha de estímulo, prevaleciendo sobre alternativas menos recompensadoras, entonces se ha ganado una importante batalla: la batalla de la creatividad.
Muchas personas se han devanado los sesos en torno al secreto de la creatividad. Yo sostengo que, básicamente, no es más que la prolongación a la vida adulta de estas vitales cualidades infantiles. El niño formula nuevas preguntas; el adulto contesta a preguntas viejas; el adulto infantil encuentra respuestas a preguntas nuevas. El niño es inventivo; el adulto, productivo; el adulto infantil es inventivamente productivo. El niño explora su medio ambiente; el adulto, lo organiza; el adulto infantil organiza sus exploraciones y, poniéndolas en orden, las vigoriza. Él crea.
Vale la pena examinar este fenómeno con más detenimiento. Si se coloca un joven chimpancé, o, un niño, en una habitación con un único y conocido juguete, jugará con él durante algún tiempo, y luego perderá el interés. Si, por ejemplo, se le ofrecen cinco juguetes en lugar de uno, jugará primero aquí, luego allá, moviéndose de uno a otro. Para cuando vuelva al primero, el juguete original le parecerá "nuevo" otra vez y merecedor de un poco más de atención. Si, por contraste, se le ofrece un juguete nuevo y desconocido, éste atraerá inmediatamente su atención y producirá una poderosa reacción.
Esta respuesta de "juguete nuevo" es la primera característica esencial de la creatividad, pero sólo constituye una fase del proceso. El intenso impulso exploratorio de nuestra especie nos lleva a investigar el nuevo juguete y a probarlo en todas las formas que podamos imaginar. Una vez que hemos terminado nuestras exploraciones, el juguete desconocido se habrá convertido en conocido y familiar. Al llegar a este punto, nuestra inventiva entrará en acción para utilizar el juguete nuevo, o lo que hayamos aprendido de él, a fin de plantear y resolver nuevos problemas. Si, combinando nuestras experiencias de los diferentes juguetes, podemos extraer de ellos más de lo que teníamos al principio, entonces hemos sido creativos.
Si se coloca un joven chimpancé es una habitación con una silla ordinaria, por ejemplo, empieza investigando el objeto, golpeándolo, mordiéndolo, olfateándolo y encaramándose sobre él. Al cabo de un rato, estas actividades casuales dejan paso a un modo más estructurado de actividad. Puede, pongamos por caso, empezar a saltar sobre la silla, utilizándola como instrumento gimnástico. Ha "inventado" una mesa de volteo y "creado" una nueva actividad gimnástica. Ya antes había aprendido a saltar sobre las cosas, pero no de esta manera. Combinando sus experiencias pasadas con la investigación del nuevo juguete, crea la nueva acción del volteo rítmico. Si, más tarde, se le ofrecen aparatos más complicados, volverá a construir sobre estas experiencias, incorporando los nuevos elementos.
Este proceso evolutivo parece muy sencillo y claro, pero no siempre cumple su primitiva promesa.
De niños, todos atravesamos estos procesos de exploración, invención y creación, pero el nivel final de creatividad al que nos elevamos como adultos varía dramáticamente de un individuo a otro. En el peor de los casos, si las demandas del medio ambiente son demasiado apremiantes, nos restringimos a actividades limitadas que conocemos bien. No nos arriesgamos a nuevos experimentos. No hay tiempo ni energía sobrantes. Si el medio ambiente parece demasiado amenazador, preferimos la seguridad a la lamentación: nos quedamos en la seguridad de las rutinas probadas, garantizadas y familiares. La situación ambiental tiene que cambiar de una u otra forma antes de que nos arriesguemos a ser más exploratorios. La exploración implica incertidumbre, y la incertidumbre es intimidante. Sólo dos cosas nos ayudarán a vencer estos temores. Son opuestas entre sí: una es el desastre, y la otra la incrementada seguridad. Una rata hembra, por ejemplo, con una prole numerosa que criar, está sometida a una intensa presión. Trabaja incesantemente para mantener alimentada, limpia y protegida a su prole. Tendrá poco tiempo para explorar.
Si el desastre sobreviene -si su madriguera resulta inundada o destruida-, al pánico la obligará a la exploración. Si, por el contrario, su descendencia ha sido bien criada y ella ha acumulado muchas provisiones de alimento, la presión disminuye, y, desde una posición de mayor seguridad, puede consagrar más tiempo y energías a explorar su medio ambiente.
Existen, pues, dos clases básicas de exploración: la exploración de pánico y la exploración de seguridad. Otro tanto sucede para el animal humano. Durante el caótico cataclismo de una guerra, una comunidad humana puede verse impulsada a la inventiva para superar los desastres a que se enfrenta.
Alternativamente, una próspera y floreciente comunidad puede ser altamente exploratoria, lanzándose desde su fuerte posición de incrementada seguridad. Es la comunidad que sólo se las arregla para ir capturando la que manifestará escasa o nula tendencia a explorar.
Volviendo la vista hacia atrás en la historia de nuestra especie, es fácil ver cómo estos dos tipos de exploración han ayudado al progreso humano a recorrer su camino. Cuando nuestros primitivos antepasados abandonaron las comodidades de una existencia en la selva dedicada a recoger los frutos que caían de los árboles y salieron al campo abierto, se encontraron en graves dificultades. Las demandas extremas del nuevo medio ambiente les obligaban a ser exploratorios o a morir. Sólo cuando evolucionaron hasta ser eficientes y cooperativos cazadores disminuyó un poco la presión. Se encontraron de nuevo en la fase de "ir tirando". El resultado fue que esta condición duró larguísimo tiempo, miles y miles de años; los avances de la tecnología se produjeron a un ritmo increíblemente lento, y para sencillas mejoras en cosas tales como herramientas y armas, por ejemplo, se necesitaron cientos de años para avanzar un pequeño paso.
Por fin, cuando la primitiva agricultura emergió lentamente y el medio quedó más sometido al control de nuestros antepasados, la situación mejoró. En donde esto tuvo lugar con especial éxito, se desarrolló la urbanización y se atravesó el umbral de una nueva y dramáticamente incrementada seguridad social. Con ello, se produjo un auge de la otra clase de exploración, la exploración de seguridad. Ésta, a su vez, condujo a desarrollos progresivamente más notables, a más seguridad y a más exploración.
Por desgracia, esto no era todo. El acceso del hombre a la civilización sería una historia mucho más feliz si no hubiera habido nada más. Pero, infortunadamente, los acontecimientos discurrían con demasiada rapidez, y, como hemos visto a lo largo de este libro, el péndulo del éxito y el desastre empezó a oscilar violentamente a un lado y a otro. Como pusimos en marcha mucho más de lo que biológicamente estábamos equipados para hacerle frente, nuestros magníficos progresos y complejidades sociales fueron, con frecuencia, tanto objeto de abuso como de uso. Nuestra incapacidad para tratar racionalmente con el súper status y el superpoder que nuestra condición supertribal proyectaba sobre nosotros, nos condujo a desastres más súbitos y desafiantes de lo que habíamos conocido jamás. En cuanto una supertribu había llegado a una fase de gran prosperidad, con la exploración de seguridad actuando a pleno rendimiento y floreciendo maravillosas y nuevas formas de creatividad, algo se torcía. Invasores, tiranos y agresores destrozaban la delicada maquinaria de las complicadas y nuevas estructuras sociales, y la exploración de pánico volvía en mayor escala. Por cada nuevo invento constructivo había otro destructivo, y el péndulo se movía de un lado a otro, de un lado a otro, durante diez mil años, y sigue moviéndose todavía en la actualidad. Es el horror de las armas atómicas lo que nos ha dado la gloria de la energía atómica, y es la gloria de la investigación biológica lo que aún puede darnos el horror de la guerra biológica.
Entre estos dos extremos, todavía hay millones de personas que desarrollan las sencillas vidas de los primitivos agricultores, labrando la tierra en forma muy semejante a la de nuestros antepasados. En unas cuantas zonas sobreviven primitivos cazadores. Como han permanecido en la fase de "ir tirando", son típicamente no exploratorios. Al igual que los grandes monos supervivientes -los chimpancés, los gorilas y los orangutanes-, tienen el suficiente potencial de inventiva y exploración, pero no sale a la luz en grado apreciable. Experimentos realizados con chimpancés en cautividad han revelado lo rápidamente que pueden ser estimulados a desarrollar su potencial exploratorio: pueden manejar máquinas, pintar cuadros y resolver toda clase de rompecabezas experimentales; pero en estado salvaje ni siquiera aprenden a construir toscos refugios para protegerse de la lluvia. Para ellos, y para las comunidades humanas más sencillas, la existencia del ir tirando -no demasiado difícil y no demasiado fácil- ha embotado sus impulsos exploratorios. Para el resto de nosotros, un extremo sigue al otro, y constantemente estamos explorando, bien por exceso de pánico, bien por exceso de seguridad.
Existen entre nosotros quienes, de vez en cuando, vuelven la vista hacia atrás y miran con envidia la "vida sencilla" de las comunidades primitivas y empiezan a desear no haber abandonado jamás nuestro primigenio Bosque del Edén. En algunos casos, se han llevado a cabo serios intentos para convertir en realidad estos pensamientos. Por mucho que simpaticemos con tales proyectos, debe comprenderse que están llenos de dificultades. La inherente artificialidad de intentadas comunidades pseudoprimitivas, tales como las que han aparecido en Norteamérica y en otras partes, es ya un punto flaco inicial. Después de todo, están compuestas por individuos que han probado las excitaciones de la vida supertribal, así como sus horrores. Han estado condicionados a todo lo largo de sus vidas a un alto nivel de actividad mental. En cierto sentido, han perdido su inocencia social, y la pérdida de la inocencia es un proceso irreversible.
Al principio, puede que todo vaya bien para los neoprimitivos, pero esto es engañoso. Lo que sucede es que el retorno al modo de vida sencillo implica un tremendo desafío al ex inquilino del zoo humano. Su nuevo papel puede ser sencillo en teoría, pero en la práctica está lleno de fascinantes y nuevos problemas. El establecimiento de una comunidad pseudoprimitiva por un grupo de ex habitantes de ciudad se convierte, de hecho, en un importante acto exploratorio. Esto, más que el retorno oficial a la pura sencillez, es lo que hace tan atractivo y satisfactorio al proyecto, como puede testimoniar cualquier boyscout.
Pero, ¿qué sucede una vez que el desafío inicial ha sido enfrentado y vencido? Ya se trate de un grupo remoto, rural o habitante de una cueva, o de un grupo pseudoprimitivo establecido en un callejón aislado dentro de la propia ciudad, la respuesta es la misma. Surge la desilusión, al paso que la monotonía empieza a asaltar el cerebro, que ha sido irreversiblemente educado para el superior nivel supertribal.
O el grupo se deshace, o se pone en acción. Si la nueva actividad da buenos resultados, entonces la comunidad no tardará en encontrarse a sí misma, organizándose y expansionándose. Antes de que transcurra mucho tiempo, estará de nuevo en la carrera de ratas supertribal.
En el siglo XX, resulta bastante difícil subsistir como auténtica comunidad primitiva, al igual que los esquimales o los aborígenes, por no decir nada de un pseudoprimitiva. Incluso los tradicionalmente resistentes gitanos europeos están sucumbiendo gradualmente a la inexorable extensión de la condición de zoo humano.
Para los que desean resolver sus problemas por medio de un retorno a la vida sencilla, la tragedia estriba en que, aun cuando se esfuercen por volver sus altamente activados cerebros a su estado primitivo, tales individuos serían aún muy vulnerables en sus pequeñas comunidades rebeldes. Al zoo humano le resultaría difícil dejarlos en paz. O serían explotados como atracción turística, como lo son en la actualidad tantos de los auténticos primitivos, o se convertirían en un elemento irritante y serían atacados y dispersados. No es posible escapar del monstruo supertribal, y bien podemos sacar el mejor partido de ello.
Si, como parece, estamos condenados a una compleja existencia social, entonces lo mejor es procurar hacer uso de ella, en vez de dejar que ella haga uso de nosotros. Si tenemos que estar obligados a desarrollar la lucha de estímulo, lo importante es seleccionar el método más recompensador de hacerlo.
Como ya he indicado, la mejor manera es dar prioridad al principio exploratorio, inventivo, no inadvertidamente, como los marginados, que se encuentran demasiado pronto a sí mismos en un callejón sin salida exploratorio, sino deliberadamente, acoplando nuestra inventiva al curso de nuestra existencia supertribal.
Dado el hecho de que cada miembro de supertribu es libre de elegir su forma de desarrollar la lucha de estímulo, queda por preguntar por qué no selecciona con más frecuencia la solución inventiva. Con el enorme potencial exploratorio de su cerebro que yace ocioso, y con su experiencia de juego inventivo infantil tras de sí, debería, en teoría, favorecer esta solución con preferencia a todas las demás. En cualquier próspera ciudad supertribal, todos los ciudadanos deberían ser "inventores" potenciales. ¿Por qué, entonces, tan pocos de ellos se dedican a la creatividad activa, mientras los demás se conforman con disfrutar de segunda mano sus invenciones, contemplándolas en la televisión, o con practicar juegos y deportes sencillos con posibilidades de inventiva estrictamente limitadas? Todos parecen encontrarse en el medio ambiente necesario para convertirse en adultos infantiles. La supertribu, como un gigantesco padre, los protege y cuida de ellos; por consiguiente, ¿por qué no desarrollan todos una mejor y más grande curiosidad infantil? Parte de la respuesta es que los niños están subordinados a los adultos. Inevitablemente, los animales dominantes intentan controlar la conducta de sus subordinados. Por mucho que los adultos amen a sus hijos, no pueden por menos de ver en ellos una creciente amenaza a su dominación. Saben que, con la senilidad final, tendrán que dejarles paso, pero hacen todo lo que pueden por retrasar el día. Existe, por tanto, una fuerte tendencia a sofocar la inventiva de los miembros de la comunidad más jóvenes que uno mismo. En contra de ella actúa la apreciación del valor de sus "ojos nuevos" y de su nueva creatividad, pero es una lucha penosa. Cuando la nueva generación ha madurado hasta un punto en que sus miembros podrían ser adultos infantiles impetuosamente inventivos, se hallan ya agobiados por un pasado sentido de conformismo. Luchando contra ello tan enérgicamente como pueden, se ven, a su vez, enfrentados a la amenaza de otra generación más joven que surge bajo ellos, y el proceso represivo se repite. Sólo aquellos raros individuos que, desde este punto de vista, experimentan una infancia insólita, podrán alcanzar en la vida adulta un nivel de gran creatividad. ¿Cómo de insólita tiene que ser una infancia así? O tiene que ser tan represiva que el niño se rebele contra las tradiciones de sus mayores (muchos de nuestros más grandes talentos creadores fueron supuestos delincuentes infantiles), o tiene que ser tan poco represiva que la pesada mano del conformismo se apoye sólo levemente sobre su hombro. Si un niño es castigado con dureza por su inventiva (que, después de todo, es esencialmente rebelde por naturaleza), puede pasarse el resto de su vida compensando el tiempo perdido. Si un niño es grandemente recompensado por su inventiva, entonces puede no perderla nunca, por grandes que sean las presiones que haya de soportar en los años futuros. Ambos tipos pueden causar un gran impacto en la sociedad adulta, pero el segundo se hallará, probablemente, menos afectado de obsesivas limitaciones en sus actos creadores.
Naturalmente, la inmensa mayoría de los niños recibirán una mezcla más equilibrada de castigo y recompensa por su inventiva, y emergerán a la vida adulta con una personalidad a la vez moderadamente creativa y moderadamente conformista. Se convertirán en adultos. Tenderán a leer los periódicos, más que a ser protagonistas de las noticias que salen en ellos. Su actitud respecto a los adultos infantiles será ambivalente; por una parte, los aplaudirán por suministrar las necesarias fuentes de novedad, mas por otra los envidiarán. El talento creador se encontrará, por tanto, alternativamente ensalzado y condenado por la sociedad en una forma desconcertante, y permanecerá en constante duda acerca de su aceptación por el resto de la comunidad.
La educación moderna ha dado grandes pasos para estimular la inventiva, pero aún tiene un largo camino por recorrer antes de que pueda desembarazarse por completo del impulso represivo de la creatividad. Es inevitable que los estudiantes brillantes sean vistos como una amenaza por los académicos maduros, y se necesita un gran autodominio en los profesores para vencer esta tendencia. El sistema está planeado para hacerlo fácil, pero su naturaleza, en cuanto machos dominantes, no. Dadas las circunstancias, es extraordinario que logren controlarse a sí mismos tan bien como lo hacen. A este respecto, existe una diferencia entre el nivel escolar y el nivel universitario. En la mayoría de las escuelas, la dominación del maestro sobre sus alumnos es expresada intensa y directamente, tanto en el aspecto social como en el intelectual. El maestro utiliza su mayor experiencia para vencer la mayor inventiva de sus alumnos. Su cerebro se ha vuelto, probablemente, más anquilosado y rígido que el de ellos, pero enmascara esta debilidad impartiendo grandes cantidades de hechos "indiscutibles". No hay argumentación, sólo instrucción. (La situación está mejorando, y existen, desde luego, excepciones, pero esto aún tiene validez como regla general.)
En el nivel universitario, la escena cambia. Hay muchos más hechos que transmitir, pero no son tan "indiscutibles". Se espera del estudiante que los someta a discusión y los valore, y, eventualmente, que invente nuevas ideas propias. Pero en ambos estadios, la escuela y la Universidad, hay algo más bajo la superficie, algo que tiene poco que ver con el estímulo de expansión intelectual, pero mucho con la enseñanza de identidad supertribal. Para comprender esto, debemos examinar lo que sucedía en sociedades tribales más sencillas.
En muchas civilizaciones, los niños han sido sometidos, al llegar a la pubertad, a impresionantes ceremonias de iniciación. Son apartados de sus padres y mantenidos en grupos. Luego, son obligados a sufrir severas pruebas, que, a menudo, implican tortura o mutilación. Se practican operaciones sobre sus genitales, o sus cuerpos pueden ser marcados con cicatrices, quemados, azotados o mordidos por hormigas. Al mismo tiempo, se les instruye en los secretos de la tribu. Cuando los rituales han terminado, son aceptados como miembros adultos de la sociedad.
Antes de ver cómo se relaciona esto con los rituales de la educación moderna, es importante preguntar qué valor tienen estas actividades aparentemente perjudiciales. En primer lugar, aíslan al niño de sus padres. Antes de eso, siempre podía acudir a ellos en busca de consuelo cuando sufría algún padecimiento. Ahora, por primera vez, el niño tiene que soportar el dolor y el miedo en una situación en que no es posible solicitar la ayuda de los padres. (Las ceremonias de iniciación suelen ser realizadas en estricta intimidad por los ancianos de la tribu, quedando excluidos los restantes miembros de la misma.) Esto sirve para destruir el sentido de dependencia del niño respecto de sus padres y desplazar su fidelidad desde el hogar familiar hasta la comunidad tribal considerada como un todo. El hecho de que, al mismo tiempo, se le permita compartir los secretos tribales de los adultos fortalece el proceso, dando contenido a su nueva identidad tribal. En segundo lugar, la violencia de la experiencia emocional que acompaña a su instrucción contribuye a grabar a fuego en su cerebro los detalles de las enseñanzas tribales. Así como nos resulta imposible olvidar los pormenores de una experiencia traumática, como un accidente de automóvil, del mismo modo el iniciado tribal recordará hasta el día mismo de su muerte los secretos que le fueron comunicados en tan aterradora ocasión. La iniciación es, en cierto sentido, una deliberada enseñanza traumática. En tercer lugar, manifiesta con plena claridad al subadulto que, aunque está ingresando en las filas de sus mayores, lo está haciendo en el papel de un subordinado. El intenso poder que ejercitaron sobre él será también vívidamente recordado.
Las escuelas y Universidades modernas no pinchan con hormigas a sus estudiantes, pero, en muchos aspectos, el sistema educativo actual presenta sorprendentes similitudes con los primitivos procedimientos tribales de iniciación. En primer lugar, los niños son apartados de sus padres y puestos en manos de ancianos supertribales -los profesores-, que los instruyen en los "secretos" de la supertribu. En muchas culturas aún se les hace llevar un uniforme distinto con el fin de situarles aparte y de reforzar su nueva fidelidad. Puede estimulárseles también a entregarse a ciertos rituales, tales como canciones escolares. Las severas pruebas de la ceremonia de iniciación tribal ya no dejan cicatrices físicas (las cicatrices de los duelos alemanes nunca alcanzaron gran difusión). Pero las pruebas físicas de un tipo menos perverso han persistido casi en todas partes hasta fecha muy reciente, al menos en el nivel escolar, en forma de palmetazos en las nalgas. Como las mutilaciones genitales de las ceremonias tribales, esta forma de castigo ha tenido siempre cierto sabor sexual, y no puede ser disociada del fenómeno de sexo de status.
A falta de una forma más violenta de prueba procedente de los profesores, los alumnos más antiguos asumen con frecuencia el papel de "ancianos tribales" y administran sus propias torturas a los "nuevos". Estas torturas varían de un lugar a otro. En una escuela, por ejemplo, se les introducen a los recién llegados manojos de hierbas dentro de sus ropas. En otra, se les hace inclinarse sobre una piedra grande y se les azota. En otra, se les obliga a correr por un largo pasillo entre dos filas formadas por alumnos veteranos, que les dan patadas mientras pasan. En otra aún, se les coge por los brazos y las piernas y se les golpea contra el suelo tantas veces como años tienen. Alternativamente, el día en que un nuevo alumno lleva su primer uniforme escolar, puede recibir en la carne un pinchazo por cada prenda nueva que lleva, que le es infligido por cada alumno veterano. En casos raros, la prueba a que se les somete es mucho más complicada y puede casi aproximarse a una ceremonia de iniciación tribal a gran escala. Incluso hoy día, de cuando en cuando se producen muertes a consecuencia de estas actividades.
A diferencia de lo que ocurría en la primitiva situación tribal, no hay nada que impida a un muchacho torturado quejarse a sus padres, pero esto difícilmente sucede, porque acarrearía oprobio sobre el muchacho en cuestión. Muchos padres ni siquiera tienen la menor idea de las pruebas a que son sometidos sus hijos. La antigua práctica de separar a un niño de su hogar familiar ha empezado ya a producir su extraña magia.
Aunque estos extraoficiales ritos de iniciación han persistido acá y allá, el castigo oficial de bastonazos suministrados por los profesores ha entrado ya en decadencia, debido a la presión de la opinión pública y a la revisión de ideas de ciertos profesores. Pero si la prueba oficial por medios físicos está desapareciendo, siempre queda la alternativa de la prueba mental. Virtualmente, a todo lo largo del sistema educativo moderno existe en la actualidad una poderosa e impresionante forma de ceremonia de iniciación supertribal que se denomina con el revelador nombre de "exámenes". Éstos se desarrollan bajo la pesada atmósfera de un solemne ritual, con los alumnos imposibilitados de toda ayuda externa. Tienen que sufrir solos. En todos los demás momentos de sus vidas, pueden hacer uso de libros de consulta, o de estudios sobre puntos oscuros, cuando aplican su inteligencia a un problema, pero no durante los rituales privados de los temidos exámenes.
La prueba se intensifica más aún estableciendo un estricto límite de tiempo y acumulando todos los diferentes exámenes en el corto espacio de unos días o unas semanas. El efecto conjunto de estas medidas es el de crear una considerable cantidad de tormento mental, que recuerda de nuevo las ceremonias de iniciación, más primitivas, de las simples tribus.
Cuando, a nivel universitario, los exámenes finales han terminado, los estudiantes que han "superado la prueba" quedan cualificados como miembros de la sección adulta de la supertribu. Visten complicadas y ostentosas túnicas y toman parte en un nuevo ritual, llamado ceremonia de graduación, en presencia de los ancianos académicos que llevan túnicas aún más dramáticas e impresionantes.
La fase de estudiante universitario suele durar tres años, muy largo tiempo por lo que a las ceremonias de iniciación se refiere. Para algunos es demasiado tiempo. La falta de asistencia parental y del confortante medio ambiente social del hogar, juntamente con las grandes demandas de la prueba de examen, constituye con frecuencia un peso demasiado grande para el joven iniciado. En las universidades británicas, el veinte por ciento, aproximadamente, de los estudiantes se someten a tratamiento psiquiátrico en algún momento de sus tres años de estudio. Para algunos, la situación se vuelve insoportable, y los suicidios son insólitamente frecuentes, hasta el punto de que la proporción en la universidad es de tres a seis veces más elevada que el promedio nacional para el mismo grupo de edad. En las universidades de Oxford y Cambridge, la proporción de suicidios es de siete a diez veces más elevada.
Evidentemente, las pruebas educativas que he estado describiendo tienen poco que ver con el estímulo y la expansión de la práctica infantil de juegos, la inventiva y la creatividad. Al igual que las primitivas ceremonias de iniciación tribal, guardan relación más bien, con la enseñanza de identidad supertribal. Como tales, desempeñan un importante papel cohesivo, pero el desarrollo del intelecto creador es cosa completamente distinta.
Una de las excusas formuladas en favor de las pruebas rituales de la educación moderna, es que constituyen el único medio de asegurar que los estudiantes absorban la enorme masa de hechos conocidos. Es cierto que hoy día se necesitan conocimientos detallados y destreza de especialista antes de que un adulto pueda empezar siquiera a ser satisfactoriamente inventivo. Asimismo, las ceremonias de examen impiden el fraude. Podría alegarse, además, que los estudiantes deberían ser sometidos deliberadamente a un estado de tensión con el fin de calibrar su resistencia. Los desafíos de la vida adulta son también fuertes, y, si un estudiante se derrumba bajo la tensión de las pruebas educativas, entonces, probablemente, es que tampoco estaba equipado para resistir las presiones post educacionales. Estos argumentos son plausibles, y, sin embargo, uno siente todavía, bajo la pesada bota de los procedimientos rituales educativos, el aplastamiento de los potenciales creadores. No cabe duda de que el sistema actual constituye un considerable progreso sobre anteriores métodos educativos, y que, para los que sobreviven a las pruebas, existe una gran cantidad de alimento exploratorio a su alcance. En la actualidad, en nuestras supertribus hay más adultos infantiles que nunca. Pese a ello, sin embargo, en muchas esferas existe todavía una opresiva atmósfera de resistencia emocional a ideas radicalmente nuevas e inventivas. Los individuos dominantes estimulan una inventiva de segundo grado en forma de nuevas variaciones sobre viejos temas, pero presentan resistencia a la inventiva de primer grado que conduce a temas enteramente nuevos.
Considérese, por vía de ejemplo, lo asombroso de nuestro proceder al insistir en tratar de mejorar algo tan primitivo como el motor utilizado en nuestros actuales automóviles. Existen grandes probabilidades de que para el siglo XXI se haya quedado tan anticuado como lo es hoy el carro y el caballo. Que sea sólo una gran probabilidad y no una certeza absoluta se debe al hecho de que, hasta el momento, todos los mejores cerebros de la profesión se hallan enteramente absorbidos por los secundarios problemas inventivos de cómo lograr nimias mejoras en el funcionamiento y rendimiento de la maquinaria existente, en vez de investigar algo realmente nuevo.
Esta tendencia a la miopía en la conducta exploratoria adulta, da una medida de la inseguridad de una sociedad pacífica. Quizás, a medida que avanzamos en la era atómica, alcancemos tales cumbres de seguridad supertribal, o caigamos en tan profundos abismos de pánico supertribal, que nos volvamos cada vez más exploratorios, inventivos y creadores.
No será una lucha fácil, sin embargo, y recientes sucesos en todo el mundo lo demuestran. Los mejorados sistemas educativos se han mostrado tan eficaces, que muchos no están ya dispuestos a aceptar sin discusión la autoridad de sus mayores. La comunidad no estaba preparada para ello, y ha sido cogida por sorpresa.
Al pedir mayor ingenio e inventiva, no se calculó la magnitud de la respuesta que había de producirse, y ésta escapó rápidamente a todo control. Parecía no comprenderse que se estaba estimulando algo que tenía ya un fuerte respaldo biológico. Se consideraba, erróneamente, el ingenio y el sentido de responsabilidad creadora como propiedades ajenas al cerebro humano, cuando, en realidad, estaban allí ocultas todo el tiempo, esperando sólo una oportunidad para hacer irrupción en el exterior.
Los ya anticuados sistemas educacionales habían hecho todo lo posible para reprimir estas propiedades, exigiendo una obediencia mucho más estricta a las reglas establecidas de los mayores.
Habían impuesto rigurosamente el aprendizaje mecánico de rígidos dogmas. La inventiva había sido forzada a librar sus propias batallas, emergiendo a la superficie sólo en individuos aislados y excepcionales.
Sin embargo, cuando conseguía hacer su aparición, su valor para la sociedad era indiscutible, y esto acabó conduciendo, por fin, al actual movimiento por parte de la organización del sistema para estimularlo activamente. Abordando la cuestión de un modo racional, vieron en la inventiva y en la creatividad inmensas ayudas para el progreso social. Al mismo tiempo, el impulso, profundamente arraigado, de estas autoridades supertribales de mantener su control sobre el orden social aún persistía, haciéndolas oponerse a la misma dirección que ahora estaban defendiendo oficialmente. Se atrincheraron aún con más firmeza, moldeando a la sociedad para darle una forma que resistiese a las nuevas olas de inventiva que ellas mismas habían desatado. Era inevitable una colisión.
Al crecer la tendencia a la experimentación, la respuesta inicial de las autoridades fue de tolerante regocijo. Contemplando cautelosamente los ataques cada vez más osados de las generaciones jóvenes a las tradiciones aceptadas de las artes, la literatura, la música, las diversiones y las costumbres sociales, se mantuvieron a distancia. No obstante, esta tolerancia se desvaneció cuando esta tendencia se extendió a terrenos más amenazadores.
La solución estriba en proporcionar un medio social capaz de absorber tanta inventiva y novedad como pretende estimular. Como las supertribus están aumentando continuamente de tamaño y el zoo humano se está volviendo cada vez más angosto y abarrotado, esto requiere una planificación más cuidadosa e imaginativa. Sobre todo, exige una consideración de las demandas biológicas de la especie humana por parte de administradores y planificadores de ciudades mucho mayor de la que se ha manifestado en un reciente pasado.
Cuanto más atentamente se examina la situación, más alarmante aparece ésta. Reformadores y organizadores bienintencionados trabajan para conseguir lo que consideran mejores condiciones de vida, sin poner ni por un momento en duda el valor de lo que están haciendo. Después de todo, ¿quién puede negar el valor de suministrar más casas, más pisos, más automóviles, más hospitales, más escuelas y más alimentos? Si existe, tal vez, cierto grado de monotonía y uniformidad en todas estas comodidades, se trata de algo que no puede evitarse. La población humana está creciendo con tanta rapidez que no hay tiempo ni espacio suficientes para hacerlo mejor. El inconveniente es que mientras, por una parte, todas estas nuevas escuelas están saturadas de alumnos, plenamente dispuesta la inventiva para modificar las cosas, los otros nuevos progresos están conspirando para hacer cada vez más imposibles las innovaciones sorprendentes. En su monotonía altamente organizada y en continua expansión, estos progresos favorecen incuestionablemente la generalizada aceptación de las más triviales soluciones a la lucha de estímulo. Si no tenemos cuidado, el zoo humano se irá convirtiendo cada vez más en algo parecido a una casa de fieras victoriana, con pequeñas jaulas de agitados paseantes cautivos.
Algunos escritores de ciencia ficción adoptan una postura pesimista. Cuando describen el futuro, lo representan como una existencia en la que los individuos humanos se hallan sometidos a un sofocante grado de uniformidad, como si los nuevos progresos hubieran llevado casi a un punto muerto las ulteriores invenciones. Todo el mundo lleva trajes de tonos tristes, y predomina la automación. Si tienen lugar nuevas invenciones, sólo sirven para apretar más aún la trampa en torno al cerebro humano.
Podría alegarse que esta imagen tan sólo refleja la pobreza de imaginación de los escritores, pero hay algo más que eso. Hasta cierto punto, se limitan a exagerar la tendencia que ya pueden detectar en las condiciones actuales. Están respondiendo al incansable crecimiento de lo que se ha denominado la "prisión del planificador". Lo malo es que a medida que los nuevos progresos en medicina, higiene, alojamiento y producción de alimentos permiten amontonar con eficacia cada vez más gente en un espacio dado, los elementos creadores de la sociedad se preocupan de problemas de cantidad, más que de calidad. Se da preferencia a aquellos inventos que permiten nuevos incrementos de la reiterada mediocridad. La eficiente homogeneidad goza de preferencia sobre la estimulante heterogeneidad.
Como señalaba un planificador rebelde, un sendero recto entre dos edificios puede ser la solución más eficaz (y barata), pero eso no significa que sea el mejor sendero por lo que se refiere a satisfacer las necesidades humanas. El animal humano necesita un territorio espacial en que vivir que posea características distintivas, sorpresas, singularidades visuales, puntos de referencia y peculiaridades arquitectónicas. Sin todo esto, puede tener escaso significado. Una forma geométrica y limpiamente simétrica tal vez sea útil para sostener un techado, o para facilitar la prefabricación de unidades de alojamiento producidas en masa, pero cuando se aplica al nivel del paisaje va contra la naturaleza del animal humano. ¿Por qué, si no, resulta tan ameno pasear por un serpenteante camino rural? ¿Por qué, sino, los niños prefieren jugar entre los montones de escombros de edificios abandonados, en vez de hacerlo en sus inmaculados, desnudos y geométricamente dispuestos campos de recreo?
La actual tendencia arquitectónica hacia la austera sencillez de diseño puede fácilmente llegar a desbocarse y ser utilizada como excusa de la falta de imaginación. Las manifestaciones estéticas mínimas sólo son excitantes como contraste con otras manifestaciones más complejas. Cuando llegan a dominar la escena, los resultados pueden ser extremadamente perjudiciales. La arquitectura moderna ha estado siguiendo esta dirección durante algún tiempo, fuertemente estimulada por los planificadores del zoo humano. Enormes bloques de apartamentos, todo iguales, han proliferado en muchas ciudades como respuesta a las demandas de alojamiento de las poblaciones supertribales, en continuo aumento. La excusa ha sido la eliminación de los suburbios, pero, con demasiada frecuencia, el resultado ha sido la creación de los supersuburbios del inmediato futuro. En cierto sentido, son peores que nada, ya que dan una falsa impresión de progreso, originan complacencia y satisfacción por la obra realizada y disminuyen la posibilidad de un auténtico progreso.
Los más adelantados zoos animales han ido desembarazándose de sus viejas residencias de monos. Los directores de zoo vieron lo que les estaba sucediendo a los residentes, y comprendieron que poner más baldosas higiénicas en las paredes y mejorar el desagüe no constituía una auténtica solución.
Los directores de los zoos humanos, enfrentados con poblaciones que se multiplican a velocidad vertiginosa, no han sido tan perspicaces. El resultado de sus experimentos en uniformidad de gran densidad está siendo apreciado ahora en los tribunales juveniles y en las salas de consulta de los psiquíatras. En algunos casos se ha recomendado incluso que los aspirantes a inquilinos de los pisos altos deberían ser sometidos a examen psiquiátrico antes de fijar en ellos su residencia, con el fin de asegurar que, en opinión del psiquiatra, podrán soportar la tensión derivada de su nueva forma de vida.
Este hecho debería constituir por sí solo un aviso suficiente para los planificadores, revelándoles claramente la enormidad de la locura que están cometiendo, pero hasta el momento hay pocos indicios de que estén escuchando tales avisos. Cuando se les hace notar las deficiencias e inconvenientes de sus realizaciones, replican que no tienen alternativa; hay cada vez más personas, y es preciso proporcionarles vivienda. Pero hay que encontrar alternativas de alguna manera. Hay que reexaminar toda la naturaleza de los complejos ciudadanos. Es preciso devolver a los fatigados moradores urbanos del zoo humano el sentimiento de identidad social de "comunidad pueblerina". Un auténtico pueblo, visto desde el aire, parece una excrecencia orgánica, no una pieza geométrica, cuestión ésta que la mayoría de los planificadores parecen ignorar deliberadamente. No aprecian las demandas básicas de la conducta territorial humana. Las casas y las calles no son primariamente para ser miradas, sino para moverse en ellas. Mientras recorremos nuestro espacio territorial, el medio ambiente arquitectónico debe producir su impacto segundo a segundo y minuto a minuto, cambiando sutilmente la perspectiva a cada nueva línea de visión. Cuando volvemos una esquina o abrimos una puerta, lo último que queremos es vernos frente a una configuración espacial que reproduzca monótonamente la que acabamos de dejar. Con demasiada frecuencia, sin embargo, esto es precisamente lo que sucede; el diseñador arquitectónico se ha asomado a su tablero de dibujo como el piloto de un bombardeo avista un objetivo, en vez de intentar proyectarse a sí mismo como un pequeño objeto móvil que circula en el interior del medio.
Estos problemas de reiterativas monotonía y uniformidad informan, desde luego, casi todos los aspectos de la vida moderna. Con la creciente complejidad del medio en que el zoo humano se desenvuelve, los peligros de una intensificada regimentación social aumentan día a día. Mientras los organizadores se esfuerzan en encontrar la conducta humana en un marco cada vez más rígido, otras tendencias actúan en dirección opuesta. Como hemos visto, la progresivamente mejorada educación de los jóvenes y la creciente opulencia de sus mayores contribuyen a suscitar una demanda cada vez mayor de estímulo, aventura, excitación y experimentación. Si el mundo moderno no consigue permitir estas tendencias, entonces el miembro de supertribu del mañana tendrá que luchar violentamente para cambiar ese mundo. Tendrán el tiempo, los conocimientos y la energía necesarios para hacerlo, y lo conseguirán. Si el medio no les permite innovaciones creadoras, lo destruirán para poder empezar de nuevo. Éste es uno de los mayores dilemas a que se enfrenta nuestra sociedad. Resolverlo es nuestra formidable tarea para el futuro.
Por desgracia, tendemos a olvidar que somos animales con ciertas específicas debilidades y ciertas específicas fuerzas. Nos consideramos a nosotros mismos como hojas en blanco en las que puede escribirse cualquier cosa. No es así. Entramos en el mundo con un conjunto de instrucciones básicas, y las ignoramos o las desobedecemos a nuestro propio riesgo. Los políticos, los administradores y los demás dirigentes supertribales son buenos matemáticos sociales, pero esto no basta; en lo que promete ser el aún más atestado mundo del futuro, deben convertirse también en buenos biólogos, porque en algún lugar de toda esa masa de alambres, cables, plásticos, cemento, ladrillos, metal y vidrio que ellos controlan, existe un animal, un animal humano, un primitivo cazador tribal, disfrazado de civilizado ciudadano supertribal, que se esfuerza desesperadamente en adaptar sus viejas cualidades heredadas a su extraordinariamente nueva situación. Si se le da una oportunidad aún puede lograr convertirse este zoo humano en un magnífico parque de atracciones. Si no, puede transformarse en una gigantesca casa de locos, como una de las horriblemente abarrotadas casas de fieras del siglo pasado.
Pasa nosotros, los miembros de supertribu del siglo XX, será interesante ver qué sucede. Para nuestros hijos, sin embargo, será algo más que meramente interesante. Para cuando ellos asuman el mando de la situación, la especie humana estará, sin duda, enfrentándose a problemas de tal magnitud, que será una cuestión de vida o muerte.


Bibliografía

Es imposible citar todas y cada una de las numerosas obras que han sido de utilidad para escribir El zoo humano. Por consiguiente, sólo he incluido las que han sido importantes para suministrar información sobre un punto concreto o revisten particular interés para su ulterior lectura. A continuación, se relacionan, capítulo por capítulo, los temas que se tratan en los mismos, seguidos de los nombres de los autores que han escrito sobre ellos.

Capítulo 1: Tribus y supertribus

Capítulo 2: Status y superstatus

Capítulo 3: Sexo y supersexo

Capítulo 4: Grupos propios y grupos extraños

Capítulo 5: Grabación y malgrabación

Capítulo 6: La lucha de estímulo

Capitulo 7: El adulto infantil