Estrategia de la aproximacion indirecta - Basil Liddell

Estrategia de la aproximacion indirecta

Basil Liddell


Sobre el libro
"La Estrategia de la Aproximación Indirecta", publicada por primera vez en 1941 y reeditada en varias oportunidades posteriores, la última de ellas revisada y ampliada en 1954, es un libro de teoría y de historia militar cuya mayor parte difícilmente resulte de interés para quien no es un profesional de las armas. La presente edición es, pues, un extracto de aquellas partes principales de la obra que pueden ser útiles a lectores con una amplia gama de inquietudes: desde políticos, pasando por planificadores hasta operadores comerciales y gerentes de empresas. Al igual que la conocida obra de Sun Tzu, la de Liddell Hart contiene una visión estratégica de aplicaciones múltiples.
El libro original consta de tres Partes. La primera - en 12 capítulos - está dedicada al estudio de una gran cantidad de guerras y campañas históricas y a las consecuencias que se desprenden de su estudio. La segunda parte - Capítulos 13 a 16 - cubre las operaciones de la Primera Guerra Mundial y, finalmente, la tercera parte abarca las operaciones de los primeros años de la Segunda Guerra Mundial.
El material que aquí se presenta proviene de los capítulos i, 10, n y 12 de la Primera Parte y contiene las apreciaciones de orden general que le pueden interesar al lector promedio. Al final del material hemos incluido, además, varios pensamientos-clave de la Tercera Parte que seguramente serán útiles a la reflexión y al análisis. Lo que nuestro material no contiene es el detalle del análisis de las guerras y de campañas históricas que el autor incluyó como prueba y documentación de sus ideas. Estimamos que ese material solo puede interesar a especialistas.
El énfasis en negritas es nuestro; el que se halla en cursiva es del autor.

Prefacio
Cuando, en el transcurso de una larga serie de campañas militares, percibí por primera vez la superioridad de la aproximación indirecta por sobre la directa, estaba simplemente buscando arrojar alguna luz sobre la estrategia. Sin embargo, al profundizar la reflexión, comencé a darme cuenta de que la aproximación indirecta tenía una aplicación mucho más amplia; que era una ley de la vida en todas las esferas; una verdad filosófica. Su concreción aparecía como la clave para obtener logros prácticos en el tratamiento de problemas en los cuales predomina el factor humano y en los que un conflicto de voluntades tiende a surgir de una preocupación por intereses subyacentes. En todos esos casos, el asalto de una nueva idea provoca una resistencia empecinada dificultando así la producción de un cambio de miras. La persuasión se obtiene de un modo más fácil y más rápido por la infiltración subrepticia de una nueva idea o por un argumento que hace girar el flanco de la oposición instintiva.
La aproximación indirecta es tan fundamental al ámbito de la política como lo es al ámbito del sexo. En el comercio, la sugerencia de que hay una ventaja que no se debe perder es por lejos más potente que cualquier insistencia directa a comprar.
Y en cualquier esfera de la vida ya es proverbial que la mejor manera de lograr que un superior acepte una nueva idea es persuadiéndolo de que ¡la idea es suya! Al igual que en la guerra, el objetivo es debilitar la resistencia antes de intentar quebrarla; y el mejor efecto se obtiene sacando a la otra parte de sus defensas.
Esta idea de la aproximación indirecta se relaciona de un modo estrecho con todos los problemas relativos a la influencia de una mente sobre la otra, lo cual es el factor más influyente en la historia humana. Sin embargo resulta difícil compatibilizarla con aquella otra lección según la cual las conclusiones verdaderas solo pueden ser alcanzadas, o aproximadas, persiguiendo a la verdad sin importar dónde ésta nos pueda llevar o qué efectos puede llegar a tener sobre los diversos intereses.
La Historia es testigo del papel vital que los "profetas" desempeñaron en el progreso humano, lo cual es prueba del valor práctico final de expresar sin reservas la verdad tal cual uno la percibe. Sin embargo, también se hace claro que la aceptación y la difusión de sus visiones siempre dependió de otra clase de personas: los "líderes" que tuvieron que ser estrategas filosóficos en la búsqueda de hallar el compromiso entre la verdad y la receptividad de los hombres a ella. Lo logrado por estas personas con frecuencia ha dependido tanto de sus propias limitaciones en percibir la verdad como de su sabiduría práctica en proclamarla.
Los profetas tienen que ser lapidados; ése es su destino y la prueba del cumplimiento de su misión. Pero un líder que termina lapidado solo demostrará que ha fallado en su función por una deficiencia de su sabiduría, o por confundir su función con la de un profeta.
Solo el tiempo puede determinar si el efecto de un sacrificio así redime el fracaso aparente del líder por el honor que le concede como hombre. Por lo menos, evitará la falta más común de los líderes de sacrificar la verdad a lo expeditivo sin una ventaja real a la causa. Porque quien habitualmente suprime la verdad por los intereses de la circunspección produce una deformidad desde el seno de su pensamiento.
¿Existe un camino práctico para combinar el progreso hacia la verdad con el progreso hacia su aceptación? Una solución posible al problema la sugiere la reflexión sobre los principios estratégicos que señalan la importancia de sostener consistentemente un objetivo y también de perseguirlo de un modo adaptado a las circunstancias.
La oposición a la verdad es inevitable, especialmente si toma la forma de una nueva idea, pero el grado de resistencia puede ser disminuido teniendo en cuenta no solamente el objetivo sino el método de aproximación.
Evite el ataque frontal a una posición largamente establecida. En lugar de ello, busque la forma de rodearlo por el flanco de moto tal que quede expuesto un lado más penetrable al impulso de la verdad. Pero, en toda esta clase de aproximación indirecta, tenga cuidado de no apartarse de la verdad porque no hay nada más fatal para su verdadero avance que caer en la mentira.
La advertencia de estas reflexiones puede hacerse aun más clara ilustrándola con la experiencia propia.
En retrospectiva, observando las etapas a través de las cuales muchas ideas nuevas terminaron siendo aceptadas, se puede ver que el proceso fue facilitado cuando las mismas pudieron ser presentadas, no como algo radicalmente nuevo, sino como el resurgimiento en términos modernos de un principio avalado por el tiempo o de una práctica que había sido olvidada.
Esto no requirió ningún engaño sino solo cuidado al trazar la conexión ya que "no hay nada nuevo bajo el sol". Un ejemplo notorio fue la manera en que la oposición a la mecanización resultó disminuida mostrando que el moderno vehículo blindado, el tanque de desplazamiento rápido, no era más que el heredero del jinete con armadura y, con ello, un modo natural de revitalizar el papel decisivo que la caballería había desempeñado en épocas pasadas.

§. La historia como experiencia práctica
“Los tontos dicen que aprenden por experiencia. Yo prefiero aprovechar la experiencia de los demás ". Esta famosa frase, pronunciada por Bismarck pero que de ningún modo le pertenece en forma original, tiene un peso especial en cuestiones militares. Con frecuencia se ha subrayado que el soldado, a diferencia de quienes se dedican a otras profesiones, tiene solo escasas oportunidades para practicar su profesión. Más aún, hasta se podría argumentar que, en un sentido literal, la profesión de las armas no es una profesión en absoluto sino meramente un "empleo casual". Y, paradójicamente, dejó de ser una profesión cuando el "soldado de fortuna" fue suplantado por el "soldado profesional", cuando las tropas mercenarias empleadas y pagadas para el propósito de la guerra fueron reemplazadas por ejércitos permanentes a los que se les continuó pagando aun cuando no había guerra.
Este argumento lógico, aunque un tanto extremo, recuerda la excusa esgrimida con frecuencia en el pasado para pagarles a los oficiales una retribución inadecuada y también la de algunos de esos oficiales para justificar una tarea diaria inadecuada con el argumento de que la paga del oficial no era un salario por trabajo realizado sino un "anticipo" que se le abonaba por el beneficio de poder disponer de sus servicios en caso de guerra.
Si bien el argumento de que estrictamente hablando no hay una "profesión de armas" es insostenible en la mayoría de las fuerzas armadas actuales en lo que al trabajo se refiere, inevitablemente resulta reforzado por la práctica teniendo en cuenta la cada vez menor frecuencia de guerras. ¿Nos quedamos, pues, con la conclusión de que las fuerzas armadas están condenadas a ser más y más "amateurs" en el despectivo sentido popular de esta palabra tantas veces mal empleada y abusada? Porque, como es obvio, aun el mejor entrenamiento es más "teoría" que experiencia "práctica".
Pero el aforismo de Bismarck arroja una luz diferente y más alentadora sobre el problema. Nos ayuda a darnos cuenta de que existen dos formas de experiencia práctica: la directa y la indirecta. Y de las dos, la experiencia práctica indirecta puede llegar a ser más valiosa porque es infinitamente más amplia. Aun en la carrera más activa, especialmente en la del soldado, el rango de posibilidades para una experiencia directa es extremadamente limitado. En contraste a lo militar, la profesión médica ofrece una práctica incesante; y sin embargo los grandes logros de la medicina y la cirugía se han debido al investigador y no al médico general practicante.
La experiencia directa es inherentemente demasiado limitada para constituir un fundamento seguro, ya sea a la teoría o a la aplicación. En el mejor de los casos produce un ambiente que es valioso para consolidar y templar la estructura de nuestro pensamiento. El valor superior de la experiencia indirecta reside en su mayor variedad y extensión. "La Historia es experiencia universal"; no es la experiencia de algún otro sino la de muchos otros bajo múltiples condiciones diferentes.
Tenemos aquí la justificación racional para la historia militar, para su valor preponderantemente práctico en el entrenamiento y en el desarrollo mental de un soldado. Pero el beneficio, como en toda experiencia, depende de su amplitud; de cuanto se aproxima a la definición arriba citada y del método con el que se la ha estudiado.
Los soldados aceptan universalmente la verdad general de la tantas veces citada expresión de Napoleón en cuanto a que, en la guerra, "la moral es a lo físico como tres es a uno". La real proporción aritmética puede que carezca de valor ya que la moral tenderá a declinar si las armas son inadecuadas y hasta la voluntad más fuerte es de escasa utilidad dentro de un cuerpo muerto. Pero, si bien los factores morales y físicos son inseparables e indivisibles, la cita obtiene su valor inmortal porque expresa la idea del predominio de los factores morales en todas las decisiones militares. La cuestión de la guerra y de la batalla constantemente gira alrededor de ellos. Y constituyen los factores más constantes en la historia de la guerra, cambiando tan solo de modo gradual mientras que los factores físicos son fundamentalmente diferentes en casi todas las guerras y en todas las acciones militares.
La comprensión de ello afecta toda la cuestión del estudio de la historia militar a los fines prácticos. En las últimas escasas generaciones el método consistió en seleccionar una o dos campañas y estudiarlas de modo exhaustivo a fin de desarrollar tanto nuestras mentes como una teoría de la guerra. Pero los continuos cambios en los medios militares de una guerra a otra implican el grave peligro, e incluso la certeza, de que nuestra visión será estrecha y las lecciones serán falaces con este método. En la esfera física, el único factor constante es que los medios y las condiciones son invariablemente inconstantes.
En contraste, la naturaleza humana varía solo en pequeña medida ante el peligro. Algunos hombres, por su raza, por su entorno o por su entrenamiento pueden ser menos sensibles que otros; pero la diferencia es de grado y no fundamental. Mientras más localizada sea la situación y nuestro estudio, esa diferencia de grado se vuelve más desconcertante y menos calculable. Puede incluso impedir cualquier cálculo exacto de la resistencia que los hombres ofrecerán en cualquier situación dada, pero no invalida la apreciación que ofrecerán menos resistencia si son tomados por sorpresa que si lo son en estado de alerta; que resistirán menos si están cansados y hambrientos en lugar de frescos y bien alimentados. Mientras más amplio sea el relevamiento psicológico mejores fundamentos brida para hacer deducciones.
El predominio de lo psicológico sobre lo físico y su mayor constancia apuntan a la conclusión de que el fundamento de cualquier teoría de la guerra debería ser tan amplia como sea posible.
El estudio intensivo de una campaña, a menos que esté basado sobre un extenso conocimiento de toda la historia militar, tiene tantas posibilidades de conducirnos a errores como a las cumbres del logro militar. Pero, si se observa que cierto efecto parece seguir a determinada causa en una serie o más de casos, en diferentes épocas y bajo diversas condiciones, existe el fundamento para considerar esta causa como una parte integrante de cualquier teoría de la guerra.
La tesis expuesta en este libro es el producto de un examen "extensivo" como el mencionado. De hecho, podría ser descripto como el efecto compuesto de ciertas causas, conectadas a su vez con mi tarea como editor militar de la Enciclopedia Británica. Porque, si bien previamente me había sumergido en varios períodos de la historia militar siguiendo mi propia inclinación, esa tarea me obligó a un examen general, frecuentemente en contra de mi propias preferencias. Y un estudioso, incluso un turista si se quiere, tiene al menos una amplia perspectiva y puede, al menos, comprender la disposición general del terreno mientras que un minero solo conoce su propia veta. Durante este estudio, se fortaleció cada vez más una impresión concreta: la que señala que, a través de las eras históricas, los resultados decisivos en la guerra solo fueron obtenidos cuando la aproximación fue indirecta. En estrategia, el rodeo más largo puede llegar a ser el camino más corto para llegar a la meta.
Con cada vez mayor claridad emergió el hecho que una aproximación directa al objeto mental o al objetivo físico que alguien se propuso siguiendo la "línea de expectativa natural" del oponente, siempre tendió a producir - y por lo general produjo - resultados negativos. La razón ha sido vívidamente expresada en el dicho napoleónico en cuanto a que "la moral es a lo físico como tres es a uno". De manera científica esto se podría expresar diciendo que, mientras la fuerza de un país enemigo se halla externamente en sus números y sus recursos, éstos dependen fundamentalmente de la estabilidad, o del "equilibrio" del control, la moral y los abastecimientos.
El moverse a lo largo de la línea de expectativa natural consolida el equilibrio del oponente y, al cohesionar ese equilibrio, aumenta su poder de resistencia. En la guerra, al igual que en el deporte de la lucha, el intento de derribar al adversario sin debilitar su apoyo y su equilibrio solo puede conducir al agotamiento propio que aumentará de manera desproporcionada considerando la presión efectiva aplicada a ese adversario. Por ese método, la victoria solo puede ser posible gracias a un inmenso margen de fuerza superior de cierta clase y, aun así, dicha victoria tenderá a perder su carácter de decisiva. Por el contrario, un examen de la historia militar - no de un período sino de todo su transcurso - revela que en casi todas las campañas decisivas la dislocación del equilibrio psicológico y físico del enemigo fue el prolegómeno vital que condujo a su derrota.
Esta dislocación fue producida por una aproximación estratégica indirecta, intencional o fortuita. Según lo que nuestro análisis revela, puede tomar una variedad de formas. El análisis busca explorar en mayor profundidad los fundamentos psicológicos y, al hacerlo, halla una relación subyacente entre muchas operaciones estratégicas que constituyen ejemplos vitales de la "estrategia de la aproximación indirecta".
Para rastrear esta relación y determinar el carácter de las operaciones, no es necesario - y de hecho es irrelevante - tabular las fuerzas numéricas y los detalles de abastecimiento y transporte. Nuestra atención se centra simplemente en los efectos históricos de una serie coherente de casos y en los movimientos logísticos y psicológicos que condujeron a ellos.
Si efectos similares siguen a movimientos fundamentalmente similares, bajo condiciones que varían ampliamente en cuanto a su naturaleza, escala y fecha, entonces existe claramente una conexión subyacente de la cual podemos deducir por lógica una causa común. Y mientras más ampliamente varíen estas condiciones, más firme se vuelve la deducción.

§. Conclusiones del análisis
j-H 1 examen realizado cubre doce guerras que afectaron decisivamente la historia de Europa en tiempos antiguos y dieciocho guerras principales de la historia moderna - contando como una la lucha contra Napoleón que temporalmente se amortiguó en un lugar y estalló de nuevo en otra parte sin ninguna interrupción real. Estos treinta conflictos implicaron más de 280 campañas. En solo seis de ellas - las que culminaron en Isso, Gaugamela, Friedland, Wagram, Sadowa y Sedan - el resultado decisivo se obtuvo siguiendo una aproximación estratégica directa al ejército principal del enemigo.
En las primeras dos de ellas, el avance de Alejandro Magno estuvo preparado por una gran estrategia de aproximación indirecta que sacudió seriamente la serenidad del Imperio Persa y de sus adherentes mientras que el éxito en la prueba de todos los campos de batalla estuvo virtualmente asegurado por un instrumento táctico de gran superioridad cualitativa que fue aplicado con una técnica táctica de aproximación indirecta.
En los siguientes dos casos, Napoleón comenzó intentando una aproximación indirecta y recurrió al ataque directo, en parte debido a su impaciencia y en parte a que confió en la superioridad de su instrumento. Dicha superioridad estuvo basada sobre su uso masivo de la artillería contra un punto- clave y, tanto en Friedland como en Wagram, la decisión se tomó primariamente debido a este nuevo método táctico. Pero el precio pagado por estos éxitos, y su efecto final sobre la propia suerte de Napoleón, no alientan a recurrir a un método similarmente directo ni aun contando con una superioridad similar.
En cuanto a 1866 y 1870, vemos que - si bien ambas campañas fueron concebidas como aproximaciones directas - adquirieron, en cada caso, un carácter indirecto no intencional que fue reforzado por la superioridad táctica de los alemanes asegurada por el arma de retrocarga en 1866 y por una artillería superior en 1870. Estas seis campañas, una vez analizadas, proveen escasa justificación para la adopción complaciente de una estrategia directa por parte de cualquiera que merezca el título de general.
Sin embargo, a través de la historia, la aproximación directa ha sido la forma normal de estrategia y la excepción la constituye la aproximación indirecta deliberada. Es curioso, también, observar la frecuencia con que los generales han adoptado esta última, no como su estrategia inicial sino como un último recurso. Con todo, los condujo a una decisión allí en donde la aproximación directa los había conducido al fracaso y, por ello, los colocó en una posición debilitada para intentar lo indirecto. Un éxito decisivo obtenido bajo condiciones tan deterioradas adquiere así tanta mayor importancia.
Nuestro estudio revela un gran número de campañas en las cuales lo indirecto de la aproximación es tan manifiesto como lo decisivo de la cuestión en juego. Entre ellas se encuentran las campañas de Lisandro en el Egeo (405 AC);; Epaminondas en el Peloponeso (362 AC); Filipo en Beocia (338 AC) ; Alejandro en el Hydaspes; Casandro y Lisímaco en el Cercano Oriente (302 AC); Aníbal y su campaña de Trasimene en Etruria; las campañas africanas de Escipión en Utica y en Zama; la campaña española de César en Ilerda; y, en la historia moderna, las campañas de Preston, Dunbar y Worcester de Cromwell; la campaña alsaciana de Turenne en 1674-5; la campaña italiana de Eugene en 1701; la de Marlborough en Flandes (1708) y la de Vilars (1712); la campaña de Wolfe en el Quebec; la de Jourdan en Moselle-Meuse (1794); la campaña del Rin-Danubio del archiduque Carlos en 1796; las campañas italianas de Napoleón en 1796,1797, y 1800; sus campañas de Ulm y Austerlitz en 1805; y las campañas de Grant, Vicksburg y Sherman en Atlanta. Además de ello, el estudio arrojó numerosos casos ambiguos en los que no se pudo establecer tan claramente el carácter indirecto o sus consecuencias.
Esta alta proporción de campañas históricas decisivas cuyo significado aumenta por la relativa infrecuencia de la aproximación indirecta, obliga a la conclusión de que esta aproximación es la forma estratégica más promisoria y económica. ¿Podemos extraer deducciones aun más sólidas y definitivas de la historia? Sí. Con la excepción de Alejandro, los comandantes históricos consistentemente exitosos, al enfrentarse a enemigos ubicados en una posición fuerte - ya sea natural o materialmente fuerte - prácticamente nunca la atacaron en forma directa. Si, bajo la presión de las circunstancias, se arriesgaron reticentemente a un ataque directo, el resultado por lo general los llevó a manchar su foja de servicios con un fracaso.
Más allá de eso, la historia demuestra que, antes de resignarse a una aproximación directa, un Gran Capitán optará por la más riesgosa de las aproximaciones indirectas; incluso atravesando montañas, desiertos o pantanos, con solo una fracción de su fuerza, aún cortándose de sus comunicaciones. De hecho, optará por cualquier condición desfavorable antes de aceptar el riesgo del empate al que invita la aproximación directa. Los riesgos naturales, por más formidables que sean, son inherentemente menos peligrosos y menos inciertos que los riesgos del combate. Todas las condiciones son más calculables, todos los obstáculos son más superables, que aquellos constituidos por la resistencia humana. Mediante un cálculo racional y una buena preparación pueden ser superados casi de acuerdo con el cronograma. Mientras Napoleón fue capaz de cruzar los Alpes en 1800 "de acuerdo a lo planificado", el pequeño fuerte de Bard pudo interferir tan seriamente con el movimiento de su ejército como para poner en peligro a todo el plan.
Revirtiendo ahora la secuencia de nuestro estudio y dedicándonos a las batallas decisivas de la historia, hallamos que en casi todas el vencedor consiguió poner a su oponente en una desventaja psicológica antes de que el choque tuviese lugar. Los ejemplos son: Maratón, Salamina, Aegos-Potama, Mantinea, Queronea, Gaugamela (mediante la gran estrategia), el Hidaspes, Ipsos, Trasimene, Cannae, Metaurus, Zama, Tricameron, Taginae, Hastings, Preston, Dunbar, Worcester, Blenheim, Oudenarde, Denain, Quebec, Fleurus, Rivoli, Austerlitz, Jena, Vicksburg, Koeniggraetz y Sedan.
Combinando el análisis estratégico y el táctico, hallamos que la mayoría de los ejemplos cae en una de dos categorías. Ocurrieron, o bien merced a una estrategia de defensa elástica - retirada calculada - coronada por una ofensiva táctica, o bien merced a una estrategia ofensiva orientada a colocarse en una posición "molesta" para el oponente y coronada por una táctica defensiva - con un aguijón en la cola. Cualquiera de estas combinaciones constituye una aproximación indirecta y la base psicológica de ambas puede ser expresada por los términos de "señuelo" o "trampa". Incluso, en un sentido más profundo y más amplio que el sugerido por Clausewitz, hasta se puede decir que la defensiva es la más fuerte y la más económica forma de estrategia. Y esto es así porque la segunda combinación, si bien superficialmente y en cuanto a la logística constituye un movimiento ofensivo, su motivación subyacente es llevar al oponente a un avance "desequilibrado". La aproximación indirecta más efectiva es aquella que atrae o incita al oponente a dar un paso en falso de modo que, al igual que en el jiu-jitsu, su propio esfuerzo se convierte en la palanca de su derrota.
A lo largo de la historia, la aproximación indirecta por lo general ha consistido en un movimiento logístico militar dirigido contra un blanco económico - la fuente de suministros, ya sea del Estado o del ejército enemigo. En ocasiones, sin embargo, el movimiento fue solo psicológico en sus fines, como en algunas de las operaciones de Belisario. Sea cual fuere la forma, el efecto a lograr es la dislocación de la mente y de las disposiciones del adversario - este efecto es la verdadera medida de la aproximación indirecta.
Una deducción adicional de nuestro estudio, quizás no positiva pero al menos sugestiva, es que en una campaña contra más de un Estado o más de un ejército resulta más fructífero concentrarse primero sobre el participante más débil y no intentar el derribo del más fuerte en la esperanza que la derrota de éste automáticamente ocasione el colapso de los demás.
En las dos principales luchas del mundo antiguo - la derrota de Persia por Alejandro y la de Cartago por Escipión - ambas ocurrieron luego de que se cercenaran las raíces. Y esta gran estrategia de aproximación indirecta no solo dio nacimiento al Imperio Macedónico y al Imperio Romano, sino que creó al mayor de sus sucesores, el Imperio Británico. También sobre esta estrategia se fundamentó la fortuna y el poder imperial de Napoleón Bonaparte. Más tarde, sobre los mismos fundamentos se alzó la sólida estructura de los Estados Unidos.
El arte de la aproximación indirecta solo puede ser dominado y su alcance pleno solo puede ser apreciado a través del estudio y la reflexión acerca de toda la historia de la guerra. Pero al menos podemos cristalizar las lecciones resumiéndolas en dos simples máximas, una negativa y otra positiva.
La primera es que, en vista de la apabullante evidencia histórica, ningún general está justificado a lanzar sus tropas en un ataque directo contra un enemigo que se halla en una posición firme.
La segunda es que, en lugar de tratar de alterar el equilibrio del enemigo mediante el ataque propio, ese equilibrio debe ser alterado antes de que el ataque sea, o pueda ser, exitosamente llevado a cabo.
Lenin tuvo la visión de una verdad fundamental cuando manifestó que "la estrategia más sana es la de posponer las operaciones hasta que la desintegración moral del enemigo hace tanto posible como fácil la descarga del golpe mortal". Esto no es siempre practicable ni tampoco el método de propaganda de Lenin resulta siempre fructífero. Pero admite adaptaciones. "La estrategia más sana en cualquier campaña consiste en posponer la batalla y la táctica más sana es la de posponer el ataque hasta que la dislocación moral del enemigo vuelve practicable la aplicación del golpe decisivo."

§. Construcción
Habiendo sacado nuestras conclusiones del análisis histórico conviene ahora construir un nuevo edificio para el pensamiento estratégico sobre la base de fundamentos frescos.
En primer lugar, aclaremos qué es la estrategia.
En su monumental obra De la Guerra Clausewitz la definió como "el arte del empleo de los encuentros armados como medio para alcanzar el objetivo de la guerra. En otras palabras, la estrategia establece el plan de la guerra, delinea el curso propuesto para las diferentes campañas que componen la guerra y regula las batallas que se librarán en cada una de ellas."
Uno de los defectos de esta definición es que incursiona en la esfera de la política - vale decir: en la conducción superior de la guerra - que por necesidad debe ser responsabilidad del gobierno y no de los líderes militares que emplea como agentes en el control ejecutivo de las operaciones. Otro de sus defectos es que restringe el significado de "estrategia" a su pura utilización en batalla, favoreciendo así la idea de que la batalla es el único medio para lograr el fin estratégico. A partir de aquí, a los discípulos menos profundos de Clausewitz les resultó fácil confundir los medios con el fin y llegar a la conclusión de que, en la guerra, cualquier consideración debe estar subordinada al objetivo de librar una batalla decisiva.

1. Relación con la política
El establecer la distinción entre estrategia y política no importaría demasiado si las dos funciones estuviesen normalmente combinadas en la misma persona como sucedió con Federico el Grande o con Napoleón. Pero, desde el momento en que los gobernantes militar-autócratas como ellos siempre fueron escasos, y hasta se extinguieron temporalmente en el Siglo XIX, el efecto ha sido insidiosamente perjudicial. Alentó a los soldados a afirmar la ridiculez de pretender que la política debía ponerse al servicio de la conducción de las operaciones militares y - especialmente en los países democráticos - impulsó al estadista a sobrepasar el indefinido límite de su esfera y a interferir en el desempeño de su empleado militar.
Moltke arribó a una definición más clara y más sabia al definir la estrategia como "la adaptación práctica de los medios puestos a disposición del general para el logro del objetivo perseguido". Esta definición fija la responsabilidad de un comandante militar frente al gobierno que lo emplea. Su responsabilidad consiste en aplicar lo más ventajosamente posible para el interés de la política superior la fuerza que se le ha puesto a disposición dentro del teatro de operaciones asignado. Si considera que la fuerza adjudicada es inadecuada para la tarea indicada, está justificado para señalarlo y, si su opinión no es tenida en cuenta, puede rehusar o renunciar al comando. Pero excederá su esfera legítima si intenta dictarle al gobierno qué magnitud de fuerza debe ser puesta a su disposición.
Por el otro lado, el gobierno que formula una política de guerra y que tiene que adaptarse a las condiciones que con frecuencia cambian a medida en que la guerra se desarrolla, legítimamente puede intervenir en la estrategia de una campaña, no solamente reemplazando a un comandante en quien ha perdido la confianza, sino modificando el objetivo de acuerdo con las necesidades de su política de guerra. Si bien no debería interferir con el comandante en el empleo de sus herramientas, debería indicarle claramente la naturaleza de su misión.
De este modo, la estrategia no necesariamente tiene el simple objetivo de aplastar el poder militar del enemigo. Cuando el gobierno considera que el enemigo posee la superioridad militar, ya sea en términos generales o en un teatro de operaciones en particular, le debe ser posible optar sabiamente por una estrategia de objetivos limitados. Puede desear esperar a que el equilibrio de fuerzas pueda ser cambiado por la intervención de aliados, o por la transferencia de fuerzas desde otro teatro de operaciones. Puede desear esperar o incluso limitar su esfuerzo militar permanentemente, mientras la acción económica o naval decide la cuestión. Puede calcular que la aniquilación del poder militar del enemigo está definitivamente más allá de su capacidad, o no justificar el esfuerzo, siendo que el objeto de su política de guerra puede ser asegurado ocupando territorio que luego es posible retener o usar como moneda de cambio al momento de negociar la paz.
La historia respalda una política como ésa más de lo que la opinión militar ha reconocido hasta ahora y es menos inherente a una política de debilidad de lo que sus partidarios han sugerido. Por cierto, está relacionada con la historia del Imperio Británico y en reiteradas oportunidades ha significado un salvavidas para los aliados de Gran Bretaña y un permanente beneficio para ella misma. Por más que haya sido empleada de modo inconsciente, existen razones para preguntarse si esta política militar "conservadora" no merece un puesto en la teoría de la conducción de la guerra.
La razón más usual para adoptar una estrategia de objetivos limitados es el de esperar a que se produzca un cambio en el equilibrio de fuerzas; un cambio con frecuencia buscado y logrado agotando la fuerza del enemigo, debilitándolo por aguijoneos en lugar de arriesgar grandes golpes.
La condición esencial de una estrategia como ésa es que el agotamiento del enemigo sea desproporcionadamente más grande que el propio. El objetivo puede ser buscado por medio del ataque a sus suministros, por medio de ataques locales que aniquilan o infligen una pérdida desproporcionada a partes de su fuerza, por medio de incitarlo a lanzarse a ataques de poco provecho, causando una excesivamente amplia distribución de su fuerza y, no en último término, agotando su energía moral y física.
Esta definición más precisa arroja luz sobre la cuestión, antes mencionada, de la independencia de un general para llevar adelante su propia estrategia dentro del teatro de operaciones.
Porque, si un gobierno se ha decidido por la política de una guerra "fabiana", el general que - aun dentro de su esfera estratégica - busque aplastar el poder militar del enemigo le producirá más daños que beneficios a la política de guerra del gobierno. Por lo general, una política de guerra con objetivos limitados impone una estrategia de objetivos limitados, y un objetivo decisivo debería ser adoptado con la aprobación del gobierno ya que solamente el gobierno puede decidir si "la vela no vale más que la misa".
Podemos así arribar a una definición más breve de la estrategia como "el arte de distribuir los medios militares para alcanzar los fines de la política". Porque la estrategia no se ocupa meramente del movimiento de los ejércitos - como con frecuencia se define su papel - sino con el efecto. Cuando la aplicación del instrumento militar se fusiona con el combate real, las disposiciones y el control de esa acción reciben el nombre de "tácticas". Sin embargo, las dos categorías, no obstante ser convenientes para la discusión, nunca pueden ser realmente divididas en compartimentos separados porque cada una de ellas no solo influencia a la otra sino que se funde con ella.
Así como la táctica es una estrategia en un plano inferior, del mismo modo la estrategia es la aplicación en un nivel inferior de la "gran estrategia". La expresión "gran estrategia", si bien es prácticamente un sinónimo de la política que gobierna la conducción de la guerra - como algo diferente de la política que formula su objetivo - sirve para subrayar el sentido de "política en ejecución". Porque el papel de la gran estrategia es el de coordinar y dirigir todos los recursos de una nación hacia la conquista del objetivo político definido por la política nacional.
La gran estrategia debería tanto calcular como desarrollar los recursos económicos y la mano de obra de la nación a fin de sostener los servicios combatientes. Del mismo modo deberá proceder con los recursos morales, puesto que promover el espíritu voluntario del pueblo es tan importante como el poseer las formas más concretas del poder. La gran estrategia debería, además, regular la distribución de poder entre los distintos servicios y entre estos servicios y la industria. El poder de combate es solamente uno de los instrumentos de la gran estrategia. La misma debe tener en cuenta y aplicar el poder de la presión financiera, la presión diplomática, la presión comercial y, no en último término, la presión ética para debilitar la voluntad del oponente. Una buena causa es tanto una espada como un escudo.
Por lo demás, mientras el horizonte de la estrategia está delimitado por la guerra, la gran estrategia tiene la vista puesta más allá de la guerra hacia la subsiguiente paz. No solo debe combinar los diferentes instrumentos sino regular su empleo evitando dañar un futuro estado de paz, seguro y próspero. El lamentable estado de la paz, para ambos bandos, que ha seguido a la mayoría de las guerras puede ser adjudicado al hecho que, a diferencia de la estrategia, el ámbito de la gran estrategia es en su mayor parte una terra incógnita que todavía espera ser explorada y comprendida.

2. Estrategia pura
Habiendo despejado el terreno, podemos construir nuestra concepción de la estrategia sobre su base original y verdadera que es la del "arte del general". Su éxito depende, en forma primera y principal, de un adecuado cálculo y coordinación de los fines y los medios. El fin debe ser proporcional a la totalidad de medios y los medios empleados en obtener cada fin intermedio que contribuye al último deben ser proporcionales al valor y a las necesidades de ese fin intermedio, ya sea que se trate de conquistar un objetivo o de cumplir con algún propósito coadyuvante. Un exceso puede ser tan desfavorable como un defecto. Un verdadero ajuste establecería una perfecta economía de fuerzas, en un sentido más profundo de este término militar tan frecuentemente distorsionado. Pero, por la naturaleza y la incertidumbre de la guerra - una incertidumbre agravada por su estudio poco científico - un verdadero ajuste se halla más allá del poder del genio militar y el éxito reside en la aproximación más cercana a la verdad.
Esta relatividad es inherente porque, por más lejos que nuestro conocimiento de la ciencia de la guerra pueda llegar, su aplicación siempre dependerá del arte. El arte no solo puede traer al fin más cerca de los medios sino que, al darle un valor más alto a los medios, permite extender el fin. Esto complica el cálculo porque ninguna persona puede calcular exactamente la capacidad del genio humano, o su estupidez, ni tampoco la incapacidad de la voluntad.

3. Elementos y condiciones
No obstante, en materia de estrategia el cálculo es más simple y una aproximación a la verdad resulta más posible que en materia de táctica. Porque en la guerra la principal magnitud incalculable es la voluntad humana que se manifiesta en resistencia la cual, a su vez, se encuentra en el ámbito de la táctica. La estrategia no tiene que vencer resistencias, excepto las de la naturaleza. Su propósito es el de disminuir la posibilidad de una resistencia buscando alcanzar este propósito mediante la explotación de los elementos del movimiento y la sorpresa.
El movimiento se encuentra en la esfera física y su cálculo depende de las condiciones de tiempo, topografía y capacidad de transporte. Por capacidad de transporte se entiende tanto los medios como la medida en que una fuerza puede ser movida y mantenida.
La sorpresa se encuentra en la esfera psicológica y depende de un cálculo - por lejos más difícil que el de la esfera física - de las múltiples condiciones, variables en cada caso, que pueden llegar a afectar la voluntad del oponente.
Si bien la estrategia puede apuntar más a explotar el movimiento que a explotar la sorpresa, o a la inversa, los dos elementos se influyen mutuamente. El movimiento genera sorpresa y la sorpresa le otorga ímpetu al movimiento.
Esto es así porque un movimiento acelerado que cambia su dirección inevitablemente conlleva un grado de sorpresa aun cuando esto no sea evidente, mientras que la sorpresa allana el camino al movimiento al perturbar las contramedidas y los contra-movimientos del enemigo.
En cuanto a la relación entre estrategia y táctica - si bien durante la ejecución la línea fronteriza entre ambos se hace ambigua con frecuencia y es difícil de decidir con exactitud dónde termina un movimiento estratégico y dónde comienza un movimiento táctico - en su concepción ambos elementos son diferentes. La estrategia no solo se detiene en la frontera sino que su propósito es la reducción de la lucha a las menores proporciones que sea posible lograr.

4. El objetivo de la estrategia
Lo anteriormente afirmado puede ser discutido por quienes conciben la destrucción de la fuerza armada del enemigo como el único objetivo aceptable de la guerra; es decir: por quienes sostienen que la única meta de la estrategia es la batalla y quienes están obsesionados por la expresión de Clausewitz en cuanto a que "la sangre es el precio de la victoria".
No obstante, si concediésemos este argumento y planteáramos la cuestión en el propio terreno de sus defensores, lo arriba mencionado seguiría siendo válido. Pues aun cuando el único objetivo fuese la batalla decisiva, todos deben reconocer que el objetivo de la estrategia es el de librar dicha batalla bajo las circunstancias más ventajosas. Y mientras más ventajosas sean las circunstancias, proporcionalmente menor será el combate.
La estrategia perfecta sería, pues, la que puede forzar una decisión sin ningún combate serio. Como podemos ver, la historia ofrece ejemplos en los que la estrategia, ayudada por condiciones favorables, produjo prácticamente esa clase de resultados - entre otros: la campaña de César en Ilerda, la campaña de Preston de Cromwell, y la campaña de Ulm de Napoleón. Ejemplos más recientes son el éxito de Moltke en rodear al ejército de MacMahon en Sedan, en 1870, y la forma en que Allenby, en 1918, rodeó a los turcos en las lomas de Samaría cerrando todas las vías de escape.
Mientras que éstos fueron casos en que se destruyó la fuerza armada del enemigo desarmándola por rendición, una "destrucción" así puede no ser esencial para llegar a la decisión y para alcanzar el objetivo de la guerra. En el caso de un Estado que no está buscando una conquista sino el mantenimiento de su seguridad, el objetivo está cumplido si se elimina la amenaza y el enemigo es inducido a abandonar su propósito. La derrota que sufrió Belisario en Sura dándole rienda suelta al deseo de sus tropas de librar una "victoria decisiva" después de que los persas ya habían abandonado su intento de invadir a Siria constituye el claro ejemplo de un esfuerzo y de un riesgo innecesarios.
Por contraste, la forma en que derrotó la mucho más peligrosa invasión persa posterior y eliminó a los persas de Siria, es quizás uno de los más notables ejemplos registrados de lograr una decisión en el sentido real, es decir: de alcanzar el objetivo nacional por pura estrategia. Porque en este caso la acción psicológica fue tan efectiva que el enemigo abandonó su propósito sin que se requiriese acción física alguna en absoluto. Si bien victorias sin sangre como ésas han sido excepcionales, su rareza debería aumentar su valor en lugar de disminuirlo porque indican potencialidades latentes para la estrategia y la gran estrategia. A pesar de la experiencia de numerosos siglos de guerra, apenas si hemos comenzado a explorar el campo de la guerra psicológica.
De su profundo estudio de la guerra, Clausewitz llegó a la conclusión que "toda acción militar está permeada por fuerzas inteligentes y sus efectos". Sin embargo, las naciones en guerra siempre se inclinaron, o fueron impulsadas, por sus pasiones a ignorar una conclusión como ésa. En lugar de aplicar inteligencia prefirieron optar por golpear sus cabezas contra la pared más cercana.
En circunstancias normales, le corresponde al gobierno - responsable por la gran estrategia de una guerra - decidir si la estrategia ha de hacer su contribución mediante el logro de una resolución militar o de otra clase. Y así como lo militar es tan solo uno de los medios para el fin de la gran estrategia - uno de los instrumentos en el maletín del cirujano - del mismo modo la batalla es tan solo uno de los medios para el fin de la estrategia. Si las condiciones son adecuadas, por lo general es el de efectos más rápidos; pero si las condiciones son desfavorables, el usarla es un disparate.
Supongamos que a un estratega se le ha conferido la tarea de buscar una definición militar. Su responsabilidad consiste en buscarla bajo las condiciones más favorables a fin de producir el resultado más ventajoso. Por consiguiente, su verdadero objetivo no es tanto buscar el combate sino una situación tan ventajosa que, si ésta no produce una decisión por sí misma, su prolongación en el combate seguramente la logrará. En otras palabras: el objetivo de la estrategia es la dislocación; su secuela puede ser tanto la disolución del enemigo como su disrupción en batalla. La disolución puede involucrar alguna medida parcial de combate, pero esto no tiene el carácter de una batalla.

5. La acción de la estrategia
¿Cómo se produce la dislocación estratégica? En la esfera física, o "logística", es el resultado de un movimiento que
a. altera las disposiciones del enemigo y, obligando a un repentino "cambio de frente", disloca la distribución y la organización de sus fuerzas;
b. separa sus fuerzas
c. pone en peligro sus suministros
d. amenaza la ruta o las rutas por las que podría retirarse en caso de necesidad y recuperarse en su base o en su tierra de origen.
Una dislocación puede ser producida por alguno de estos movimientos pero con mayor frecuencia es una consecuencia de varios de ellos.
La diferenciación realmente es difícil porque un movimiento dirigido a la retaguardia enemiga tiende a combinar los efectos. La influencia de cada uno de los factores mencionados varía y ha variado a lo largo de la historia de acuerdo con el tamaño de los ejércitos y la complejidad de su organización. Con ejércitos que "viven del terreno", tomando sus suministros localmente por pillaje o requisa, la línea de comunicación tiene una importancia descartable. Aun en una etapa superior de desarrollo militar, mientras más pequeña sea la fuerza, menos dependiente serán sus suministros de su línea de comunicaciones. Mientras mayor sea el ejército y mientras más compleja sea su organización, más inmediato y más serio es el efecto de una amenaza a su línea de comunicación.
Allí en donde los ejércitos no han tenido esta dependencia, la estrategia resultó perjudicada de modo correspondiente, y la cuestión táctica desempeñó un papel mayor. Sin embargo, perjudicados aun así, ciertos artistas estratégicos con frecuencia obtuvieron una ventaja decisiva antes de la batalla amenazando la línea de retirada del enemigo, el equilibrio de sus disposiciones o sus suministros locales. Por lo general y para ser efectiva, una amenaza como ésa tiene que ser aplicada a un punto más cerca - en tiempo y espacio - del ejército enemigo que una amenaza a sus comunicaciones. Con ello, a veces es difícil distinguir entre una maniobra estratégica y una táctica.
En la esfera psicológica, la dislocación es el resultado de la impresión en la mente del comandante de los efectos físicos que hemos listado. Esa impresión se acentúa muy fuertemente si su percepción de estar en desventaja es algo súbito y si siente que es incapaz de contrarrestar el movimiento del enemigo. De hecho, la dislocación psicológica proviene fundamentalmente de una sensación de estar atrapado. Esta es la razón por la cual con gran frecuencia ha sido consecuencia de un movimiento sobre la retaguardia del enemigo. Un ejército, al igual que un hombre, no puede defender realmente sus espaldas sin darse vuelta y utilizar sus armas en una nueva dirección.
El "darse vuelta" temporalmente desequilibra a un ejército del mismo modo en que lo hace con un hombre y, en el caso del ejército, el período de inestabilidad es inevitablemente mucho más largo. Consecuentemente, el cerebro es mucho más sensible a una amenaza a su espalda. Por contraste, el avanzar directamente hacia un oponente implica consolidar su equilibrio físico y psicológico y, al consolidarlo, aumenta su poder de resistencia. Porque, en el caso de un ejército, empuja al enemigo hacia atrás - hacia sus reservas, suministros y refuerzos - de modo tal que, mientras el frente original adelgaza, se agregan nuevos estratos a su parte posterior. Y, en el mejor de los casos, lo que produce es una tensión más que un "shock".
De este modo, el moverse alrededor de un enemigo desde su frente hacia su retaguardia tiene por objetivo no solamente evitar la resistencia sino un fin propio. En el sentido más profundo, toma la línea de menor resistencia. El equivalente en la esfera psicológica es la línea de menor expectativa, o línea menos esperada. Son dos caras de la misma moneda y el comprenderlo amplía nuestra concepción de la estrategia. Porque, si nos limitamos a tomar lo que obviamente aparece como la línea de menor resistencia, su propia obviedad se le hará evidente también al adversario y esa línea dejará de ser la de menor resistencia. Al estudiar el aspecto físico nunca debemos perder de vista el psicológico y solamente cuando los dos se combinan la estrategia se convierte en una verdadera aproximación indirecta calculada para dislocar el equilibrio del oponente. Podemos ver, pues, que el mero marchar directamente hacia el enemigo y hacia la retaguardia de su posición no constituye una aproximación estratégica indirecta. El arte de la estrategia no es tan simple. Una aproximación así puede comenzar siendo indirecta respecto del frente enemigo pero, por el mismo carácter directo de su progreso hacia su retaguardia, le puede permitir al adversario cambiar sus disposiciones de modo que en poco tiempo se convierte en una aproximación directa a su nuevo frente.
Debido al riesgo de que el enemigo consiga establecer ese cambio de frente, es frecuente y hasta generalmente necesario que el movimiento dislocador esté precedido por uno o varios movimientos que podríamos clasificar bajo el término de "distracción" en su sentido literal de "dis-tracción", es decir: de "traccionar" hasta separar en partes.
El propósito de esta "distracción" es privar al enemigo de su libertad de acción y debería operar tanto en la esfera física como en la psicológica. En la física, causando una dispersión de sus fuerzas o su derivación hacia fines inconvenientes de modo tal que terminen demasiado ampliamente distribuidas y demasiado comprometidas en otras partes como para interferir con el movimiento que uno mismo ha decidido. En la esfera psicológica el mismo efecto se obtiene engañando y especulando con los miedos del comando adversario. "Stonewall" Jackson comprendió esto al acuñar su axioma estratégico: "Desconcertar, engañar, sorprender". Porque desconcertar y engañar constituyen "distracción" mientras que
la sorpresa es la causa esencial de la "dislocación". Y es a través de la "distracción" de la mente del comandante que la "distracción" de sus fuerzas se produce después. La pérdida de su libertad de acción es una secuela de la pérdida de su libertad de concepción.
Una apreciación más profunda de cómo lo psicológico permea y domina la esfera física tiene un valor indirecto. Porque nos advierte de la falacia y la chatura de intentar el análisis y la teoría de la estrategia en términos matemáticos. El tratarla cuantitativamente, como si la cuestión fuese una mera superior concentración de fuerza en un lugar seleccionado es algo tan equivocado como tratarla en forma geométrica como una cuestión de líneas y de ángulos. Aun más alejado de la verdad - porque por regla general conduce a un camino sin salida - es la tendencia, especialmente característica de los modernos libros de texto, de tratar la guerra como principalmente una cuestión de obtener una fuerza superior. En su celebrada definición Foch la denominó "el arte de verter todos los recursos disponibles en un momento dado en un punto dado; el hacer uso de todas las tropas y, para hacerlo posible, de hacer que esas tropas se comuniquen de modo permanente entre sí en lugar de dividirlas y adjudicar a cada fracción alguna función fija e invariable. La segunda parte, habiéndose obtenido un resultado, es el arte de de disponer las tropas para converger sobre, y actuar en contra de, un nuevo objetivo único."
Hubiera sido más exacto y quizás más lúcido decir que un ejército debería estar distribuido de tal forma que cada una de sus partes pueda ayudar a la otra y combinarlas para producir el máximo de concentración posible en un lugar dado mientras el mínimo de fuerza necesaria es utilizada en otra parte para preparar el éxito de la concentración.
El concentrarlo todo es un ideal irrealizable. Y es peligroso hasta como hipérbole. Más allá de ello, el "mínimo necesario" puede llegar a constituir una proporción mucho mayor del total que el "máximo posible". Hasta se podría decir que mientras mayor sea la fuerza utilizada efectivamente para la distracción, mayor es la posibilidad que la concentración tendrá éxito en sus objetivos. Porque, de otra manera, puede llegar a golpear algo demasiado sólido como para poder romperlo. Un peso superior sobre el punto decisivo determinado no es suficiente a menos que ese punto no pueda ser reforzado a tiempo por el oponente. Raramente alcanza, a menos que ese punto no sea tan solo más débil numéricamente sino que, además, se lo haya debilitado moralmente. Napoleón sufrió algunos de sus mayores reveses porque descuidó esta garantía. Y la necesidad de distracción ha crecido con el poder dilatorio de las armas.

6. Bases de la estrategia
Una verdad más profunda que Foch y otros discípulos de Clausewitz no comprendieron en su totalidad es que en la guerra todo problema y todo principio constituye una dualidad. Al igual que en una moneda, siempre hay dos caras. De allí que se necesita un compromiso bien calculado como medio de reconciliación. Ésta es la consecuencia inevitable del hecho que la guerra es un asunto entre dos partidos, por lo cual se impone que al momento de golpear también hay que estar en guardia. Su corolario es que, a fin de golpear con buen efecto, al enemigo se le tiene que hacer bajar la guardia. Una concentración efectiva solo puede ser obtenida cuando las fuerzas opuestas están dispersas y, por regla general, para lograr esto las fuerzas propias tienen que estar ampliamente distribuidas. Así, en virtud de una paradoja aparente, la verdadera concentración es el producto de la dispersión.
Una consecuencia adicional de la condición bi-partidaria es que,para asegurar el logro de un objetivo hay que tener objetivos alternativos. En esto reside el vital contraste con la doctrina simplista de Foch y sus compañeros - se trata del contraste de lo práctico frente a lo teórico. Porque, si el enemigo está seguro del punto que tengo en la mira, tendrá también la mejor posibilidad de construir su defensa y mellar mi arma. Si, por el contrario, tomo una línea de acción que amenaza varios objetivos alternativos, estaré distrayendo su mente y sus fuerzas. Por lo demás, ésta es la forma más económica de distracción porque permite mantener la mayor proporción de la fuerza disponible sobre la línea real de operaciones, reconciliando así la mayor concentración posible con la necesidad de dispersión.
La ausencia de una alternativa es algo contrario a la misma naturaleza de la guerra. Atenta contra la luz que Bourcet arrojó en el siglo XVIII mediante su más penetrante dicho: "cada plan de campaña debe tener varias ramas y debe estar tan bien pensado que una u otra de esas ramas debe poder conducir al éxito." Ésta fue la luz bajo la cual su heredero militar, el joven Napoleón Bonaparte, siguió tratando siempre de "faire son théme en deux façons"[1] . Setenta años más tarde Sherman reaprendería, por reflexión, la lección a través de la experiencia y acuñaría su famosa máxima acerca de "poner al enemigo sobre los cuernos de un dilema".
En toda cuestión en la que existe una fuerza opuesta que no puede ser regulada, hay que prever y construir cursos de acción alternativos. La ley que gobierna la supervivencia es la de la adaptabilidad, tanto en la guerra como en la vida, siendo que la guerra no es sino una forma concentrada de la lucha humana contra el entorno.
Para ser práctico, todo plan debe tener en cuenta el poder del enemigo para frustrarlo. La mejor chance de superar tal obstrucción es disponer de un plan que puede ser fácilmente variado de acuerdo con las circunstancias. Para mantener esa adaptabilidad, manteniendo no obstante la iniciativa, lo mejor es operar a lo largo de una línea que ofrece objetivos alternativos. De esta manera ponemos al oponente sobre los cuernos de un dilema que aporta mucho a asegurar que obtendremos al menos un objetivo - el que esté menos defendido - y puede hacernos posible conquistar uno después del otro. En el campo táctico, donde las disposiciones del enemigo probablemente estén basadas sobre la naturaleza del terreno, elegir entre objetivos que causen un dilema puede ser más difícil que en el campo estratégico en donde el enemigo tendrá que cubrir obvios centros industriales y ferroviarios. Pero se puede obtener una ventaja similar adaptando la línea de esfuerzo al grado de resistencia encontrado y explotando cualquier debilidad que se encuentre. Un plan, al igual que un árbol, tiene que tener ramas si es que ha de producir fruto. Un plan con un único objetivo puede terminar siendo tan sólo un poste estéril.

7. Cortando comunicaciones
Al planificar cualquier ataque a las comunicaciones del enemigo - ya sea maniobrando alrededor de sus flancos o por la penetración rápida de una brecha en su frente - surgirá la cuestión del punto de mira más efectivo; es decir: si ha de ser dirigido a la retaguardia inmediata de la fuerza opositora o más atrás. Cierta orientación puede obtenerse del análisis de las cargas de caballería realizadas en el pasado, especialmente durante las guerras más recientes desde que se comenzaron a emplear los ferrocarriles. Mientras que estas cargas de caballería tuvieron potencialidades más limitadas que el desplazamiento de modernas fuerzas mecanizadas, esta diferencia subraya más que empaña el significado de la evidencia que suministran. Haciendo los ajustes necesarios, se pueden extraer las conclusiones que siguen.
En general, mientras más cerca de la fuerza se produzca el corte,más inmediato será el efecto; mientras más cerca de la base ocurra mayor será el efecto. En cualquier caso, el efecto será mucho mayor y más rápidamente percibido si el corte se aplica a una fuerza en movimiento y en el transcurso de desarrollar una operación que a una fuerza estacionaria. Una consideración adicional es que un corte cerca de la retaguardia de la fuerza enemiga puede tener más efecto sobre la mente de la tropa enemiga mientras que un golpe mucho más atrás tiende a tener efecto sobre la mente del comandante enemigo.

8. El método de avance
Hasta el fin del S. XVIII la regla consistió en un avance físicamente concentrado, tanto estratégico (hacia el campo de batalla) como táctico (sobre el campo de batalla). Luego, Napoleón, explotando las ideas de Bourcet y el nuevo sistema de divisiones, introdujo el avance estratégico distribuido del ejército que se mueve por fracciones independientes. Pero el avance táctico continuó siendo, en general, concentrado.
Hacia el fin del S. XIX, con el desarrollo de las armas de fuego, el avance táctico se volvió disperso, esto es: en grupos para disminuir los efectos del fuego. Pero el avance estratégico volvió a hacerse concentrado, en parte por el crecimiento de las masas y en parte por una malinterpretación del método napoleónico.
Hoy debemos reconocer la necesidad de revitalizar el avance estratégico distribuido si es que ha de haber una posibilidad de revivir el arte y el efecto de la estrategia. Pero hay dos condiciones nuevas - el poder aéreo y el poder automotor - que parecen apuntar a un subsiguiente desarrollo hacia un avance estratégico disperso. Los riesgos inherentes a la nueva situación sugieren que las fuerzas en avance no solo deberían estar distribuidas lo más ampliamente que sea compatible con su acción combinada sino que, además, se encuentren lo más dispersas que permita su cohesión. Y el desarrollo de las comunicaciones inalámbricas es una oportuna ayuda a reconciliar la dispersión con el control.
En lugar de la idea simple de un golpe concentrado llevado a cabo por una fuerza concentrada, tenemos que elegir entre las siguientes variantes de acuerdo con las circunstancias: La posibilidad de reforzar la efectividad de una fuerza combatiente - excepto en situaciones de defensa protectora pura - reside en los métodos que apuntan a permear y dominar áreas en lugar de tratar de capturar líneas; en métodos que se concentran en el objetivo práctico de paralizar la acción enemiga en lugar de enfocarse en el objetivo teórico de la destrucción de su fuerza. La fluidez de la fuerza puede obtener éxitos allí en donde su concentración solo genera una rigidez impotente.

9. Gran estrategia
Este libro se ocupa de la estrategia más que de la gran estrategia o política de guerra. Para tratar adecuadamente este tema más amplio se requeriría no solo un volumen más grueso sino un tomo por separado ya que, si bien la gran estrategia debería controlar a la estrategia, sus principios con frecuencia son contrarios a los que se imponen en el campo estratégico. Por esa misma razón, sin embargo, conviene incluir aquí algunas indicaciones acerca de las conclusiones más profundas que se desprenden del estudio de la gran estrategia.
Mientras que la estrategia se ocupa del problema de "ganar la guerra", la gran estrategia tiene que adoptar una visión a más largo plazo ya que su problema consiste en ganar la paz. El orden del razonamiento no es una cuestión de no "poner el carro delante de los caballos" sino de tener en claro hacia dónde se dirigen tanto el carro como los caballos.
El objeto de la guerra es conseguir una mejor paz, aunque más no sea desde el propio punto de vista. Por ello es esencial conducir la guerra considerando constantemente la paz que se desea lograr. Ésta es la verdad subyacente a la definición de Clausewitz de la guerra como "continuación de la política por otros medios". La prolongación de esa política a través de la guerra hacia la paz subsiguiente tiene que ser siempre tenida en cuenta. Un Estado que gasta sus fuerzas hasta el punto de quedar exhausto, lleva a la quiebra su propia política y su propio futuro. Quien se concentra exclusivamente en la victoria, sin ninguna consideración por sus consecuencias posteriores, puede quedar demasiado agotado para beneficiarse de la paz, siendo que es casi seguro que la misma será una mala paz contaminada con el germen de una próxima guerra. Ésta es una lección comprobada por abundante experiencia.
Los riesgos se hacen aun mayores en toda guerra que es llevada a cabo por una coalición. En dichos casos una victoria demasiado completa inevitablemente complica el problema de lograr un acuerdo de paz justo y sabio. Cuando no existe el contrapeso de una fuerza opuesta que controle los apetitos de los vencedores, no hay control sobre el conflicto de opiniones e intereses entre los miembros de la alianza. Luego, las divergencias pueden llegar a ser tan agudas como para convertir la camaradería generada por el peligro común en una hostilidad por insatisfacción mutua - con lo que el aliado de una guerra se convierte en el enemigo de la siguiente.
Todo lo cual plantea una cuestión adicional y más amplia. La fricción que por lo común se desarrolla en todo sistema de alianzas - especialmente cuando no existe una fuerza equilibradora - ha sido uno de los factores que ha impulsado los numerosos intentos registrados por la historia de hallar una solución a través de la fusión. Pero la misma historia nos enseña que esto, en la práctica, no significa más que el dominio por parte de uno de los elementos constituyentes. Y, si bien existe una tendencia natural a que los grupos pequeños se fusionen en otros más grandes, el resultado habitual de forzar el paso es la confusión en los planes orientados a establecer esa unidad política abarcadora.
Aparte de ello y por más lamentable que le parezca al idealista, la experiencia histórica ofrece poco sustento a la creencia que el verdadero progreso y la libertad que lo hace posible resida en la unificación. Allí en donde la unificación consiguió establecer la unidad de ideas, el resultado por regla general ha sido una uniformidad que paralizó el desarrollo de ideas nuevas. Y allí en donde la unificación solamente produjo una unidad artificial o impuesta, su fastidio condujo de la discordia a la disolución. La vitalidad surge de la diversidad - la cual promueve un progreso real siempre y cuando exista una armonía nacida del reconocimiento que la supresión de las diferencias produciría una situación peor que la emergente de su aceptación.
Otra conclusión que se desprende del estudio de la gran estrategia (la política nacional de la guerra) al ponerla sobre el trasfondo de la historia es la necesidad práctica de adaptar la teoría general de la estrategia a la política fundamental de una nación. Entre un Estado "adquisitivo" y otro "conservador" existe una diferencia esencial de fines que debe reflejarse consecuentemente en una diferencia apropiada de métodos. A la luz de esta diferencia, queda claro que la teoría pura de la estrategia, tal como ha sido delineada más arriba, se condice mejor con un Estado primariamente orientado hacia la conquista. Esa teoría debe ser modificada si ha de servir al verdadero propósito de una nación que se encuentra conforme con sus límites territoriales y se halla preocupada principalmente en mantener su seguridad y su estilo de vida. El Estado "adquisitivo", inherentemente insatisfecho, necesita obtener la victoria a fin de lograr su objetivo y, por lo tanto, debe asumir más riesgos en el intento. El Estado "conservador" puede lograr este objetivo meramente induciendo al agresor a frenar su intento de conquista - convenciéndolo de que "el premio no vale la pena". Su victoria, en un sentido real, la consigue arruinando la apuesta que la parte contraria hace por la victoria.
Más todavía: si intentara ir más allá de esto podría perjudicarse extenuándose tanto que se volvería incapaz de resistir a sus enemigos o a los efectos internos de un exceso de esfuerzo. El auto-agotamiento ha matado a más Estados que cualquier asalto proveniente del exterior.
Sopesando estos factores de la cuestión se puede ver que el problema de un Estado "conservador" consiste en hallar el tipo de estrategia apto para garantizar su objetivo más limitado en una guerra que conserve sus fuerzas en el más alto grado - de modo tal que tanto su presente como su futuro queden asegurados. A primera vista parecería ser que una defensa pura constituiría el método más económico; pero esto implicaría una defensa estática y la experiencia histórica nos advierte que éste es un método demasiado endeble como para confiar en él. La economía de fuerzas y un efecto disuasivo se combinan mejor mediante el método defensivo-ofensivo, basado sobre una alta movilidad que conlleva el poder de una respuesta rápida.
El Imperio Romano de Oriente presenta el caso de una estrategia "conservadora" así como base de una política de guerra; un hecho que explica mucho su largo período de existencia sin rivales. Otro ejemplo, más instintivo que razonado, lo ofrece la estrategia basada sobre el poder marítimo de Inglaterra practicada en sus guerras del S. XVI hasta el S.XIX. El valor de esta estrategia quedó demostrado por la forma en que el poder de Inglaterra se mantuvo proporcional a su expansión mientras sus rivales fueron sucumbiendo por el agotamiento bélico el que, a su vez, es rastreable en esos rivales hasta el exagerado deseo de una satisfacción inmediata a través de una victoria directa.
Una larga serie de mutuamente agotadoras y devastadoras guerras - por sobre todo la de los Treinta Años - llevó a los estadistas del S. XVIII a darse cuenta de la necesidad de limitar tanto sus ambiciones como sus pasiones en el mejor interés de sus propósitos de guerra. Por un lado, esta conciencia tendió a producir una tácita limitación de lo bélico y a evitar los excesos que podían dañar las perspectivas de una postguerra. Por el otro lado, los indujo a estar más dispuestos a negociar una paz si, y cuando, una victoria terminaba apareciendo como de dudosa consecución. Sus ambiciones y sus pasiones con frecuencia los habían llevado demasiado lejos de modo tal que el retorno de la paz encontró a sus países más debilitados que fortalecidos y por ello es que aprendieron a detenerse antes llegar al agotamiento nacional. Y los acuerdos de paz más satisfactorios, incluso para el bando más fuerte, demostraron ser aquellos que se lograron mediante una negociación y no por una cuestión militar decisiva.
Esta educación gradual en las limitaciones inherentes a la guerra se hallaba todavía en desarrollo cuando fue interrumpida por la Revolución Francesa que colocó en el poder a hombres que eran novatos en materia de habilidades de estadista. El Directorio y su sucesor, Napoleón, persiguieron la visión de una paz duradera a través de guerras y más guerras durante veinte años. La empresa nunca llegó a alcanzar su objetivo y solo produjo agotamientos hasta llegar al colapso final.
La bancarrota del Imperio Napoleónico renovó una lección que muchas veces había sido enseñada antes. El efecto, sin embargo, terminó siendo oscurecido por la niebla vespertina del mito napoleónico. La lección terminó siendo olvidada para el momento en que se repitió en la guerra de 1914/18.
Si bien la guerra es contraria a la razón desde el momento en que significa decidir cuestiones por la fuerza cuando la discusión fracasa en producir una solución acordada, la conducción de la guerra tiene que estar controlada por la razón si es que ha de alcanzar su objetivo. Y esto es así porque:
1. Si bien la lucha es un acto físico, su dirección es un proceso mental. Mientras mejor sea la estrategia, más fácil será obtener la superioridad y menor será el costo de lograrlo.
2. A la inversa, mientras más fuerza se pierda mayor será el riesgo de que la escalada de la guerra se vuelva adversa y se tenga menos fuerza para aprovechar la paz aun en el caso de obtener la victoria.
3. Mientras más brutales sean los métodos propios, más amargura producirán en el adversario con el resultado natural de solidificar la resistencia que se trata de vencer. Por consiguiente, mientras más similares sean las fuerzas que se oponen, más sabio será evitar las violencias extremas que tienden a consolidar las tropas del enemigo y a cohesionarlas detrás de sus líderes.
4. Estas consideraciones se extienden: mientras más visible
sea el intento de querer imponer una paz enteramente decidida por uno mismo, más sólido será el obstáculo que el enemigo impondrá para evitarla.
5. Por lo demás, una vez logrado el objetivo militar, mientras más se le exija al bando derrotado, mayores problemas surgirán y mayores excusas se ofrecerán para impulsar el intento de revertir los acuerdos obtenidos a través de la guerra.
La fuerza es un círculo vicioso, o más bien una espiral — a menos que su aplicación se halle controlada por el más cuidadoso y razonado de los cálculos. Por ello es que la guerra que comienza negando a la razón, termina reivindicándola a lo largo de todas las fases de la lucha.
El instinto de combate es necesario para el éxito en el campo de batalla, si bien hasta un combatiente que mantiene la sangre fría tiene ventaja sobre el impulsivo que siempre tiene que ser mantenido a riendas cortas. El estadista que le entrega su mente a ese instinto pierde la cabeza propia; no está capacitado para hacerse cargo del destino de su nación.
La victoria en su verdadero sentido implica que el estado de paz y del propio pueblo se vuelve mejor después de la guerra que antes de ella. La victoria en este sentido solo puede ser posible, o bien con un resultado rápido, o bien con un esfuerzo prolongado pero proporcional a los recursos nacionales. El fin debe ser ajustado a los medios. Si no existe la expectativa de una victoria así, el estadista sabio no perderá ninguna oportunidad para negociar la paz. La paz por empate, basada en el reconocimiento de cada bando de la fuerza del oponente, es al menos preferible a la paz por mutuo agotamiento y con frecuencia ha demostrado ser un mejor fundamento para una paz duradera.
Es mejor correr los riesgos DE la guerra a fin de preservar la paz que correr los riesgos del agotamiento EN la guerra a fin de alcanzar con la victoria una conclusión que va en contra de la costumbre pero que está avalada por la experiencia. El perseverar en la guerra solo se justifica si hay una buena chance de arribar a un buen final, con una perspectiva de paz que compense la suma de miserias humanas ocurridas durante la lucha. Realmente: profundizando el estudio de las experiencias pasadas, se llega a la conclusión que las naciones con frecuencia han llegado a estar más cerca de sus objetivos aprovechando una calma en la lucha para discutir un acuerdo que forzando la guerra en busca de una "victoria".
La historia también revela que, en muchos casos, la paz se hubiera obtenido si los estadistas de las naciones combatientes hubiesen demostrado tener una mejor comprensión de los elementos psicológicos en sus "sondeos" de paz. Por lo común, su actitud ha sido demasiado similar a la que se observa en las típicas rencillas domésticas: cada parte tiene temor a aparecer como cediendo, con el resultado de que, cuando cualquiera de ellos muestra alguna inclinación hacia la conciliación, ésta se expresa usualmente en un lenguaje demasiado rígido mientras la parte contraria se muestra demasiado lenta en responder, en parte por orgullo y obstinación y en parte por la tendencia a interpretar ese gesto como un signo de debilidad cuando podría ser un signo del retorno al sentido común.
De este modo, el momento oportuno pasa y el conflicto continúa produciendo sus daños a ambas partes. Es muy raro que la continuación sirva para algún buen propósito cuando las dos partes están condenadas a vivir bajo el mismo techo. Esto es válido aun más para la guerra moderna en Europa que para el conflicto doméstico, desde el momento en que la industrialización de las naciones ha convertido sus destinos en inseparables. Al perseguir el "espejismo de la victoria" es responsabilidad de los estadistas no perder nunca de vista el proyecto de la postguerra.
Allí en donde las dos partes se hallan en una excesiva igualdad de condiciones como para que exista una razonable probabilidad de lograr una victoria temprana por parte de cualquiera de ellas, el estadista sabio será aquél que pueda aprender algo de la psicología de la estrategia. Un principio elemental de la estrategia es que, si encontramos al oponente en una posición fuerte de la cual solo se lo puede sacar con un gran costo de fuerza, debemos dejarle abierta una línea de retirada como la forma más rápida de aflojar su resistencia. Del mismo modo debería ser también un principio de la política, especialmente en una guerra, el proveerle al oponente una escalera por la que pueda bajar.
Puede surgir la duda en cuanto a que estas conclusiones basadas en la historia de las guerras entre Estados supuestamente civilizados también se aplican a las condiciones inherentes al tipo de guerra puramente depredadora que está resurgiendo y que fue librada por los asaltantes bárbaros del Imperio Romano o la guerra, parcialmente religiosa y parcialmente predatoria, librada por los fanáticos seguidores de Mahoma.
En guerras como ésas, cualquier paz negociada tiende a tener en sí misma un valor incluso menor que el normal (ya que la historia demuestra que los Estados rara vez son leales entre ellos a menos que, y en la medida en que, sus promesas parezcan coincidir con sus intereses). Pero mientras menos respeto tenga una nación por las obligaciones morales, más tenderá a respetar la fuerza física, es decir: el poder disuasorio de una fuerza demasiado grande como para ser desafiada con impunidad. De la misma manera la observación de la actitud cotidiana de los asaltantes y los ladrones revela que éstos dudan de asaltar a cualquiera que los equipare en fuerza y se muestran mucho más refractarios a intentarlo que el hombre pacífico a enfrentar un atracador más grande que él mismo.
Es una tontería imaginar que los tipos agresivos, sean individuos o naciones, pueden ser sobornados - o bien "apaciguados" - desde el momento en que el soborno estimula la demanda de más sobornos. Pero pueden ser contenidos. Su propia fe en la fuerza los hace más susceptibles al efecto disuasivo de una formidable fuerza opositora. Una gran fuerza contraria constituye un control adecuado, excepto contra el fanatismo puro carente del impulso de la codicia.
Mientras que es difícil llegar a una verdadera paz con los tipos depredadores, es más fácil inducirlos a aceptar un estado de tregua; lo cual a su vez es, por lejos, menos agotador que el intento de aplastarlos siendo que esto último, como en todos los tipos humanos, les insufla el coraje de la desesperación.
La experiencia histórica ofrece amplias pruebas de que el ocaso de los Estados civilizados tiende a provenir, no de los asaltos directos de enemigos externos, sino de una decadencia interna combinada con las consecuencias del agotamiento en la guerra. Un estado de continua tensión agota. Con mucha frecuencia ha llevado, tanto a naciones como a individuos, a cometer suicidio por la incapacidad de soportarlo. Pero una tregua es mejor que llegar al agotamiento por perseguir el espejismo de la victoria. Más aun: una tregua en las hostilidades concretas permite la recuperación y el desarrollo de la fuerza propia mientras la necesidad de una buena vigilancia ayuda a mantener a la nación en estado de alerta.
Con todo, las naciones pacíficas tienden a asumir riesgos innecesarios porque, una vez lanzadas, se hallan más inclinadas a llegar a extremos que las naciones depredadoras. Estas últimas, al hacer de la guerra un medio de adquisición, se hallan por lo general más dispuestas a abandonarla cuando se encuentran con un enemigo demasiado fuerte como para ser vencido con facilidad. Es el combatiente renuente, impulsado por la emoción y no por el cálculo, el que tiende a impulsar el combate hasta su amargo final. Con ello él también frecuentemente destruye su propio objetivo aun cuando no produzca su propia derrota. Es que el espíritu de barbarie solo puede ser debilitado durante un cese de hostilidades; la guerra lo fortalece echándole combustible al fuego.

§. La esencia concentrada de la estrategia
Partiendo de los hechos históricos y de la experiencia, este breve capítulo es un intento de resumir unas pocas verdades que parecen ser tan universales que podrían merecer la categoría de axiomas. Constituyen guías prácticas y no principios abstractos. Napoleón, al darnos sus máximas, percibió que solamente lo práctico es útil. Pero la tendencia moderna ha sido la de buscar principios posibles de ser expresados en una sola palabra pero que luego necesitan miles de palabras para ser explicados. Aun así, estos "principios" son tan abstractos que significan cosas diferentes para diferentes personas y, en cuanto a su posible valor, dependen del propio concepto que el individuo tiene sobre la guerra. Mientras más se interna uno en la búsqueda de estas abstracciones omnipotentes, más se parecen a un espejismo, inalcanzable e inútil excepto como ejercicio intelectual.
Los principios de la guerra - y no meramente un principio - pueden ser condensados en una sola palabra: "concentración".
Pero, en honor a la verdad, esto tiene que ser ampliado como "la concentración de la fuerza contra la debilidad". Y, para tener algún valor real, hay que explicar que la concentración de la fuerza contra la debilidad depende de la dispersión de la fuerza del oponente la cual, a su vez, se produce por la distribución de la fuerza propia que ofrece la apariencia y el efecto parcial de una dispersión. Mi dispersión, la dispersión de él, mi concentración - tal es la secuencia y cada una de ellas es una secuela. La verdadera concentración es el resultado de una dispersión calculada.
Tenemos aquí un principio fundamental cuya comprensión puede evitar un error fundamental (y el más común de todos): el de otorgarle al oponente libertad y tiempo para concentrarse y enfrentar nuestra propia concentración. No obstante, el formular el principio no es de gran ayuda práctica para su ejecución.
Los axiomas mencionados más arriba (expresados aquí como máximas) no pueden ser condensados en una sola palabra; pero pueden ser puestos en suficientemente pocas palabras como para resultar prácticos. Son ocho en total, de los cuales seis son positivos y dos negativos. Se aplican tanto a la estrategia como a la táctica a menos que se indique lo contrario.

1. Máximas positivas
1. Ajuste su fin a sus medios. Al determinar su objetivo, haga prevalecer una visión clara y un frío cálculo. Es una tontería "morder más de lo que se puede masticar" y la sabiduría militar comienza por el sentido de lo que es posible. Aprenda a enfrentar los hechos manteniendo la fe: siempre habrá mucha necesidad de fe - la fe puede lograr lo imposible cuando la acción comienza. La confianza es como la corriente en una batería; evite agotarla en esfuerzos inútiles y recuerde que la propia y continua confianza de usted mismo no servirá de nada si las celdas de su batería - los hombres de los cuales usted depende - se han agotado.
2. Mantenga siempre su fin en mente al tiempo que adapta su plan a las circunstancias. Sea consciente de que hay varias maneras de alcanzar un fin pero asegúrese de que cada objetivo esté relacionado con ese fin. Y al considerar posibles objetivos, sopese la ventaja de conquistarlos comparándola con el servicio que su conquista le brindará al fin. El deambular por caminos laterales es malo; pero el meterse en un callejón sin salida es mucho peor.
3. Elija la línea o el curso de acción menos esperado. Trate de ponerse en los zapatos del enemigo y piense en el curso de acción que éste considerará o preverá como el menos
4. Explote la línea de menor resistencia - siempre que pueda conducirlo a cualquier objetivo favorable al fin subyacente que se haya fijado. (En táctica esta máxima se aplica al uso de las reservas de las que disponga y en estrategia a la explotación de cualquier éxito táctico).
5. Tome una línea de acción que ofrezca objetivos alternativos. Haciéndolo así pondrá a su oponente sobre los cuernos de un dilema, lo cual ayudará mucho a asegurarle a usted la chance de conquistar al menos un objetivo - el que menos cuide el oponente - y puede darle la oportunidad de lograr un objetivo tras otro. Los objetivos alternativos le permitirán mantener la oportunidad de ganar un objetivo. A menos que el enemigo sea incuestionablemente débil, un objetivo singular implica la certeza de que usted no podrá conquistarlo si su oponente ya no tiene dudas acerca de lo que usted intenta lograr. No hay error más común que el de confundir una sola línea de operaciones , lo cual es usualmente algo sabio, con un único objetivo , lo cual usualmente es algo insubstancial. (Si bien esta máxima se aplica principalmente a la estrategia, debería ser aplicada en lo posible a la táctica. De hecho, forma la base para las tácticas de infiltración).
6. Asegúrese de que tanto el plan como sus disposiciones son flexibles - adaptables a las circunstancias. Su plan debería prever y proveer para el siguiente paso; ya sea después del éxito, del fracaso, o de un éxito parcial - que es el caso más común en una guerra. Las disposiciones (o las formaciones) que decida deberían ser tales que permitan este aprovechamiento o adaptación en el menor

2. Máximas negativas
7. No lance su fuerza al asalto mientras su oponente está en guardia; es decir: mientras está preparado para enfrentarlo o evadirlo. La experiencia histórica demuestra que, excepto contra un oponente muy inferior, el ataque efectivo no es posible hasta no haber paralizado el poder de resistencia o evasión del enemigo. Por lo tanto, ningún comandante debería lanzar un verdadero ataque contra un enemigo que se encuentra en posición hasta que no esté seguro de que una parálisis como la mencionada se ha producido. Esta parálisis se produce por la desorganización y su equivalente moral, la desmoralización del enemigo.
8. No renueve un ataque a lo largo de la misma línea (o en la misma forma) después de que otro anterior ha fracasado. Un simple refuerzo no es cambio suficiente porque es probable que el enemigo también se ha fortalecido en el ínterin. Incluso, lo más probable es que el éxito en rechazarlo a usted lo haya fortalecido moralmente.
La verdad esencial que subyace a estas máximas es que, para obtener éxito, existen dos problemas mayores que deben ser resueltos: la dislocación y la explotación.
La primera precede y la segunda sigue al ataque en sí siendo que este ataque es un acto simple en comparación. No se puede golpear al enemigo sin haber creado la oportunidad para hacerlo y no se puede convertir el efecto en decisivo sin explotar la segunda oportunidad que se presenta antes de que pueda recuperarse.
La importancia de estos dos problemas nunca fue adecuadamente reconocida y esto explica bastante bien la usual incertidumbre en la guerra. El adiestramiento de los ejércitos está principalmente dedicado a desarrollar la eficiencia en la detallada ejecución del ataque. Esta concentración sobre la técnica táctica en ejercicios en tiempo de paz tiende a oscurecer el elemento psicológico. Promueve un culto a la coherencia en lugar de impulsar la sorpresa. Cría comandantes tan preocupados por no hacer nada mal, por proceder "según el manual", que se olvidan de la necesidad de hacer que el enemigo haga algo mal. El resultado es que sus planes no dan resultado. En la guerra, las relaciones que con más frecuencia cambian son las que se deben a errores forzados.
En ocasiones un comandante ha evitado lo obvio y ha hallado en lo inesperado la clave para una decisión exitosa - excepto cuando la fortuna no le fue favorable. Lo cierto es que la suerte nunca puede quedar divorciada de la guerra desde el momento en que la guerra es parte de la vida. Por ello, lo inesperado no puede garantizar el éxito. Pero garantiza la mejor probabilidad de éxito.

§. Pensamientos complementarios
Notas:
[1] Construir el tema en dos versiones