Gorilas en le niebla - Dian Fossey

Gorilas en le niebla

Dian Fossey

A la memoria de Digit, Uncle Bert, Macho y Kwel

Prólogo

Consagró su vida a los gorilas de montaña, y su dedicación le llevó a morir por ellos. Dian Fossey fue asesinada el 27 de diciembre de 1985 en el Parque Nacional de los Montes Virunga, en el mismo lugar donde había establecido su campamento veintiún años atrás, y por los mismos cazadores furtivos que ella había combatido con una determinación más propia de un héroe que de un simple mortal.

Cuando leímos Gorilas en la niebla para considerar su posible inclusión en nuestra Biblioteca Científica, nos cautivó desde las primeras páginas porque además de proporcionar una completa información sobre la vida y comportamiento de los gorilas es también un subyugante libro de aventuras, lleno de humor y sembrado de anécdotas. Nunca imaginamos que, por desgracia, acabaría convirtiéndose también en el testamento literario de una etóloga que estudió y amó profundamente a estos parientes tan próximos de nuestro linaje.

Pero el sacrificio de Dian Fossey no ha sido en vano. Su labor científica está siendo continuada por biólogos de todo el mundo, y las ayudas a la Fundación Digit se han ido incrementando. El resultado no puede ser más esperanzador: por primera vez desde hace muchas décadas, la población de gorilas de montaña va en aumento.

Nuestro ferviente deseo al publicar Gorilas en la niebla es que se generalice el sentimiento de que no sólo los gorilas, sino todos los seres vivos tienen derecho a ocupar un lugar en ese acogedor planeta que llamamos Tierra.
Los Editores

Agradecimientos

Muchos de nosotros tenemos sueños o ambiciones que esperamos satisfacer algún día. Por mi parte, puede que nunca hubiera conseguido ir a África a estudiar el gorila de montaña de no haber sido por la familia Henry, de Louisville (Kentucky), que me avaló el crédito que pedí para mi primer safari por África en 1963. En ese viaje me encontré con los gorilas de los volcanes Virunga en la entonces República Democrática del Congo, y con el Dr. Louis S. B. Leakey en la garganta de Olduvai, en Tanzania.

Tres años después, el Dr. Leakey me elegía para realizar un estudio de campo a largo plazo sobre el gorila de montaña. Desde ese día hasta su fallecimiento en 1972, fue un manantial inagotable de estímulo y optimismo.

Nunca olvidaré la última vez que lo vi, de pie en la terraza del aeropuerto de Nairobi, viéndome partir hacia Ruanda para encontrarme con los gorilas. Mientras sus blancos cabellos ondeaban al viento, agitaba alegremente en el aire sus muletas de aluminio. Rodaba ya el avión por la pista, y todavía era visible el resplandor metálico que producían las muletas del Dr. Leakey diciéndome adiós.

Su inquebrantable fe en que el proyecto de investigación sobre el gorila de montaña llegaría a ser tan fructuoso como el formidable estudio de la Dra. Jane Goodall sobre los chimpancés en libertad, movió a uno de sus amigos más próximos, Mr. Leighton A Wilkie, a proveer los fondos necesarios para emprender mi proyecto. Guardo una profunda deuda de gratitud con la Wilkie Brothers’ Foundation, no sólo por su apoyo inicial, sino también por su generosidad al financiar la renovación del programa después de que la primera fase concluyera con una rebelión, y por su continuada ayuda económica para la recopilación de datos en América.

El Comité de la National Geographic Society para la Investigación y la Exploración brindó su magnánimo apoyo al Centro de Investigación de Karisoke en 1968, prolongándose hasta la fecha sus generosas aportaciones. Esta institución no sólo ha hecho posible el primer estudio a largo plazo del gorila de montaña, sino que se ha desviado de su propia trayectoria para proporcionar asistencia técnica, material y equipo a mí y a numerosos estudiantes. Entre los miembros de la Sociedad que han prestado tan incansablemente su tiempo, esfuerzos y apoyo figuran: el Dr. Melvin M. Payne, presidente de la Junta de Fideicomisarios; Edwin W. Snider, secretario del Comité para la Investigación y la Exploración; Mary G. Smith, de Proyectos de Investigación Subvencionados; Robert E. Gilka, de Fotografía; Joanne M. Hess, directora de Audiovisuales; Ronald S. Altemus, también de Audiovisuales; W. Allan Royce, subdirector de Ilustración, y Andrew H. Brown, codirector de Redacción.

En años recientes, a medida que la investigación fue a más, la L.S.B. Leakey Foundation ofreció su generoso apoyo económico a proyectos específicos. Deseo manifestar mi más profundo agradecimiento a los muchos miembros de la fundación que han contribuido al estudio del gorila de montaña. Entre ellos figuran el difunto Allen O’Brien, fundador de la L.S.B. Leakey Foundation, y Mr. Jeffrey R. Short hijo, que nos ofreció, además de su amistad, consejos y ayuda económica. Hago extensible mi permanente gratitud a Mary Pechanec y Joan Travis, que asumieron las metas de la Fundación desde la desaparición del Dr. Leakey.

Qué no deberé al profesor Robert Hinde, de la Universidad de Cambridge, que con tanta paciencia y meticulosidad supervisó la realización de mi doctorado y de varios artículos científicos. El estímulo del Dr. Hinde significó mucho para mí, en particular durante el largo período en que la tesis distó bastante de ser una realidad. Por la excelente documentación gráfica y la profunda amistad que trabé con ellos, quisiera expresar mi agradecimiento a Robert M. Campbell, Allan Root, y Warren y Grenny Garst, todos ellos fotógrafos de excepción por respetar la personalidad de los gorilas por encima de todo deseo personal de obtener fotos y más fotos. Además, quiero dar las gracias a Joan y Allan Root por una camaradería que se inició en 1963 en Kabara, donde, gradas a su indulgencia, tuve el privilegio de verme por vez primera ante los gorilas de montaña. En años posteriores, ambos contribuyeron de manera decisiva a convertir mi sueño en realidad al compartir conmigo sus conocimientos sobre África.

Durante los dos primeros años de investigación pude contar con la cordial hospitalidad y calurosa amistad de Mr. Walter Raumgärtel, propietario del Travellers Rest Hotel de Kisoro, en Uganda. Él fue un pionero que se cuidó de los Virunga y los gorilas mucho antes de que la mayor parte del mundo empezara a preocuparse por su futuro.

Son muchas las personas en Ruanda que me han ofrecido lealtad y amistad durante las épocas de soledad y desamparo. Siempre recordaré a Mrs. Alyette DeMunck que me brindó su ayuda, sentido común y compañía cuando puse en marcha el Centro de Investigación de Karisoke. Asimismo, vaya mi agradecimiento a Mrs. Rosamond Carr, de Gisenyi, Ruanda, cuya simpática y efusiva personalidad fue tan bien recibida a lo largo de todo mi período de estudio. Quiero dar también las gracias a la Dra. Lolly Preciado, cuyo ilimitado entusiasmo, unido a su experiencia médica, tanto hicieron por Karisoke, a pesar de su agotador trabajo con los leprosos de Ruanda. Lolly, Mrs. DeMunck y Mrs. Carr son sólo tres entre las muchas personas que siempre estaban disponibles para lo que fuera, en unas tierras donde los lazos de amistad y la entrega de uno mismo parecen ser una forma de vida.

Además, han sido muchos los miembros de la Embajada norteamericana en Ruanda, con sede en Kigali, que dejaron sus ocupaciones para ayudarme o ayudar a los estudiantes de Karisoke a salvar los obstáculos, diríase que insuperables, que de vez en cuando surgían. Entre los muchos que echaron una mano a Karisoke quisiera dar las gracias a Mr. y a Mrs. Kramer, que tan desinteresadamente dedicaron su tiempo y esfuerzos a resolver los problemas que yo no podía atender desde lo alto de la montaña. Al embajador Frank Crigler y a su esposa les debo una buena parte de mi ánimo y la supervivencia de Karisoke, sobre todo en las épocas bajas. Nunca olvidaré su apoyo moral, constante y activo.

He de hacer extensiva mi gratitud a los innumerables estudiantes que han participado en la recopilación de datos a largo plazo, así como en el mantenimiento del centro durante mis ausencias. Citaré, entre otros, a T. Caro, R. Elliot, J. Fowler, A. Goodall, A. Harcourt, S. Perimeter, A. Pierce, I. Redmond, R. Rombach, C. Sholley, K. Stewart, A. Vedder, P. Veit, D. Watts, W. Weber y J. Yamagiwa.

Deseo prestar un especial homenaje a la memoria de una mujer joven cuyo anhelo de trabajar con los gorilas de montaña nunca fue satisfecho: Debbie Hamburger. Debbie trabajaba como ayudante de investigación arqueológica en otra región de África, y sus colaboradores africanos la llamaban Mwelu, que significa «toque de brillo y luz». Debbie murió de cáncer poco antes de su proyectado período de investigación en Karisoke. Sus cenizas fueron esparcidas por los senderos que podría haber recorrido en los Virunga. Su deseo de tener «un poco de tiempo» no le fue otorgado, pero sus palabras se han convertido es un símbolo para todos aquellos que han podido trabajar con los gorilas de Karisoke.

La larga investigación en la soledad de los montes Virunga habría sido imposible sin la ayuda de mi abnegado personal africano, buena parte del cual ha permanecido a mi lado desde que comenzó el estudio: Gwehandagaza, el porteador jefe, único vínculo de Karisoke con el mundo exterior, que recorría impávido dos veces por semana el largo sendero fangoso a la población de Ruhengeri, la más próxima, trayéndonos las provisiones y el correo; Nemeye y Rwelekana, dos infatigables rastreadores cuya habilidad permitía a los investigadores de Karisoke alcanzar con facilidad sus objetivos; y Kanyaragana y Basili, domésticos que contribuyeron considerablemente a hacer del campamento algo así como un oasis en medio de un «desierto húmedo».

Doy las gracias al Gobierno de Ruanda por su generosidad al permitirme establecer el Centro de Investigación en el Parque de los Volcanes. Me siento profundamente obligada con su presidente, el general-mayor Juvenal Habyarimana, cuyo interés y apoyo a la conservación de especies amenazadas ha sido irreductible y sincero. Me gustaría agradecer a los miembros del Ministerio de Asuntos Exteriores la autorización concedida a los estudiantes extranjeros de Karisoke. Además, hago extensible mi gratitud a la Oficina de Turismo y Parques Nacionales de este país por el privilegio de poder continuar la investigación sobre los gorilas de montaña. Paulin Nkubili, ex jefe de las brigadas de Ruhengeri, merece una medalla por su integridad, inflexibilidad e inconmovible y genuino esfuerzo en pro de la conservación de la fauna y la persecución de los cazadores furtivos que amenazan la inviolabilidad del sector ruandés de los volcanes Virunga. Las demostraciones de valor del Sr. Nkubili frente a ellos nunca serán olvidadas.

Otras muchas personas han contribuido y siguen contribuyendo a la supervivencia de los gorilas. Estoy profundamente agradecida a los centenares de personas interesadas que me han enviado donativos al Digit Fund.

El objetivo de esta sociedad anónima, exenta de impuestos, no lucrativa, creada en memoria del gorila asesinado Digit y atendida por voluntarios, es financiar las patrullas anti furtivos de los Virunga. Los donativos pueden ser remitidos a The Digit Fund, Karisoke Research Qmtre, c/o Rane Randolph, C.P.A., P.O. Box 25, Ithaca, Nueva York 14851. Todos los donantes reciben periódicamente un boletín informativo.

Quisiera agradecer encarecidamente los esfuerzos del Dr. Glenn Hausfater, que hizo posible mi estancia en la Universidad de Cornell en marzo de 1980, y que se ocupó con santa paciencia del «síndrome de abstinencia» que sufrí al volver a la civilización. Fue suya la idea de crear la Junta de Directores Científicos de Karisoke, comité pensado para dar continuidad a la investigación científica y asegurar el mantenimiento del Centro de Investigación durante el ínterin de mi estancia en Estados Unidos.

Esta obra pasó de su fase embrionaria a su publicación definitiva gracias a la inagotable paciencia y la constructiva capacidad de dirección de Anita McClellan, editora que fue más allá del cumplimiento del deber al tratar con una «espesa» autora. Anita se convirtió en fiel partidaria de los gorilas y comprendía por qué ciertos acontecimientos traumáticos en África ponían trabas a la primera fecha de publicación. Me siento muy en deuda con Anita. Además, quiero dar las gracias a Stacey Coil, de la Universidad de Cornell, que mecanografió en limpio los borradores de los capítulos y se sabe el texto casi de memoria, y a David Minard, el ilustrador, que ha logrado combinar el arte y el rigor en sus espléndidos dibujos.

Por último, quiero expresar mi más profunda gratitud a los gorilas de montaña por haber permitido que llegara a conocer su singular nobleza.
Dian Fossey

Prefacio

Gorilas en la niebla recoge algunos acontecimientos ocurridos durante los trece años que pasé con los gorilas de montaña en su hábitat natural, e incluye datos de quince años de trabajo de campo ininterrumpido. Los gorilas de montaña viven sólo en seis de los volcanes que forman la cadena de los Virunga, los extintos, y no frecuentan los dos que permanecen en actividad. La región habitada por los gorilas tiene unos cuarenta kilómetros de largo y un ancho variable de diez a veinte kilómetros. Dos tercios del área protegida quedan en el Zaire (otrora conocido como República Democrática del Congo) y forman el Parque Nacional de los Virunga; unas 12.000 hectáreas de territorio protegido pertenecen a Ruanda y constituyen el llamado Parque Nacional de los Volcanes. El resto del hábitat del gorila de montaña, un pequeño sector al noreste, cae en Uganda y recibe el nombre de Santuario de los Gorilas de Kigezi.

Mis investigaciones sobre este majestuoso y grave primate antropomorfo —amable aunque calumniado— dan una idea de los medios esencialmente armoniosos mediante los cuales los gorilas organizan y mantienen sus grupos familiares; además, permiten comprender algunas complejas pautas de comportamiento, de cuya existencia nunca se había sospechado.

En 1758, Carl von Linné, el primer estudioso serio de la clasificación de los seres vivos, reconoció oficialmente la estrecha relación entre el hombre y los monos. Creó el orden Primates para englobarlos a todos y subrayar su encumbrada posición en el reino animal. El hombre y los tres grandes monos antropomorfos —el orangután, el chimpancé y el gorila— son los únicos primates sin cola y, como la mayoría de los miembros de este orden, tienen cinco dedos en las manos y los pies, el primero de los cuales es oponible. Las características anatómicas compartidas por todos los primates son: dos mamas, órbitas oculares dirigidas hacia delante para permitir la visión binocular, y, por lo general, un total de treinta y dos dientes.

A causa del incompleto registro de antropomorfos fósiles, no existe acuerdo general acerca del origen de las dos familias, Póngidos (los antropomorfos) y Homínidos (el hombre), que se separaron hace ya millones de años. Ninguno de los tres grandes antropomorfos es un antecesor directo del hombre, pero comparten con él características físicas exclusivas. De ellos podemos aprender mucho sobre el comportamiento de nuestros antepasados evolutivos, y ello tiene gran importancia porque, a diferencia de los huesos, los dientes, o los utensilios, el comportamiento no se fosiliza.

Hace varios millones de años, las ramas evolutivas del chimpancé y del gorila ya se habían separado una de la otra —la del orangután ya se había separado antes—. Durante todo el siglo XIX reinó una considerable confusión a la hora de distinguir entre orangutanes, gorilas y chimpancés. El orangután fue el primero en hacerse acreedor de un género aparte, gracias a su remoto hábitat en Asia. Por fin, en 1847, y merced al estudio de un único cráneo procedente del Gabón, el gorila fue confirmado como género independiente del chimpancé.

Como en el orangután y el chimpancé, existen varias subespecies de gorila, con diferencias morfológicas relacionadas fundamentalmente con el hábitat en que viven. En África occidental —concretamente, en las selvas adyacentes al Golfo de Guinea— quedan de 9.000 a 10.000 gorilas de las tierras bajas (Gorilla gorilla gorilla) en libertad. Ésta es la subespecie que se ve más a menudo en cautividad o disecada en colecciones de museo A unos 1.500 km al este, en los volcanes Virunga del Zaire, Uganda y Ruanda, viven los últimos gorilas de montaña (Gorilla gorilla beringei), los sujetos de mi estudio de campo. Sólo quedan unos 240 gorilas de montaña en libertad. La tercera subespecie es la de los gorilas de las tierras bajas orientales (Gorilla gorilla graueri), que habita principalmente en el Zaire oriental. Apenas quedan unos 4.000graueri en libertad, y menos de dos docenas en cautividad.

Existen unas veintinueve diferencias morfológicas entre el gorila de montaña y el de las tierras bajas, casi todas ellas adaptaciones relacionadas con la altitud. El gorila de montaña, el más terrestre de los dos y el que vive a mayor altura dentro del área de distribución del gorila, tiene el pelo más largo, las ventanas de la nariz más dilatadas, una mayor circunferencia pectoral, la cresta sagital más pronunciada, los brazos más cortos, un paladar muy alargado, y las manos y los pies más cortos y anchos.

Hoy en día sólo viven unos 4.000 gorilas (incluidas las tres subespecies) en áreas calificadas como protegidas. Los partidarios del establecimiento de poblaciones de gorilas cautivos creen, por tanto, justificado intentar conservar estos grandes antropomorfos amenazados en zoológicos o instituciones similares. Pero, debido a los fuertes lazos sociales que existen en las familias de gorilas, la captura de un individuo joven puede implicar el asesinato de otros miembros de su grupo familiar, y, además, no todos los animales arrebatados a la naturaleza llegan vivos a su destino. Por otra parte, se han sacado tres veces más gorilas de su medio natural que nacimientos haya habido en cautividad, y las muertes de gorilas en confinamiento continúan superando en número a los alumbramientos. Así pues, no puedo estar de acuerdo con aquellos que abogan por salvar a los gorilas de la extinción mediante la captura de individuos libres.

La conservación de cualquier especie amenazada ha de comenzar con medidas rigurosas para proteger su hábitat natural, descargando todo el peso de la ley contra la invasión humana de los parques y demás refugios faunísticos. También deberían fomentarse sistemas de confinamiento que reemplacen las solitarias jaulas de hierro y cemento por recintos para grupos, más naturales, en vez de gastar energías en adquirir más especies exóticas para su exhibición.

Los gorilas cautivos habrían de disponer de árboles para trepar y de materiales como paja, ramas o bambú para construirse nidos. Se les debería distribuir el alimento en pequeñas raciones a lo largo del día, y convendría que los gorilas se vieran obligados a manipularlo para comérselo (por ejemplo, pelar los tedios) o incluso a buscar productos distribuidos aleatoriamente en varios puntos del recinto. Se les ha de proporcionar un acceso al aire libre —en contra de la opinión popular, los gorilas disfrutan muchísimo tomando el sol—. De capital importancia para el gorila recluso son los nichos oscuros donde poder ocultarse, si lo desea, no sólo de la gente, sino también de sus congéneres, como es costumbre de la especie en la naturaleza.

A quienes cargan con la pesada responsabilidad de cuidar gorilas cautivos, se les debería animar a intercambiar individuos no reproductores entre poblaciones, proceso inherente a la vida de los gorilas en libertad, que evita la endogamia y, además, estimula la reproducción. Una vez mejoradas las condiciones físicas en que son mantenidos los gorilas, debería buscarse un mayor éxito reproductivo del que ahora se da en un número exagerado de yermos cubículos para las colonias aisladas de gorilas cautivos.

El difunto Dr. Leakey se percató, casi proféticamente, de que el gorila de montaña, identificado y descrito en 1902, podía verse condenado a la extinción en el mismo siglo en que ha sido descubierto. Por esa razón, el Dr. Leakey quería impulsar un estudio de campo exhaustivo sobre esta subespecie, que sólo había sido estudiada en la naturaleza por George Schaller.

El plan del Dr. Leakey era, en verdad, una quimera. En los seis años y medio transcurridos entre el magnífico trabajo de Schaller y el comienzo del mío, la proporción de machos a hembras adultos en la zona de Kabara de los volcanes Virunga había disminuido de 1:2,5 a 1:1,2; caída que vino acompañada de una mengua de la población a la mitad. Más del 40% del hábitat protegido del gorila de montaña estaba en proceso de apropiación con fines agrícolas. La presión humana en los parques de los Virunga ha obligado a los grupos de gorilas a una mayor superposición de sus territorios, generando agresión entre ellos. Si el gorila de montaña ha de sobrevivir y propagarse, se han de acometer con urgencia muchas más medidas de conservación activa. Pero el interrogante subsiste: ¿no es ya demasiado tarde?

Entre todos los investigadores que han trabajado en África, me tengo por uno de los más afortunados al haber tenido el privilegio de estudiar al gorila de montaña. Espero haber hecho justicia a los recuerdos y observaciones acumulados en mis años de investigación del que considero el más grande de entre los grandes antropomorfos.

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Capítulo 1
En los prados montañosos de Can Akeley y George Schaller

Durante muchos años abrigué el deseo de ir a África, por su condición de continente virgen y su gran diversidad de fauna salvaje. Finalmente me di cuenta de que los sueños se hacen realidad por sí solos en muy raras ocasiones. Con el objeto de evitar más dilaciones, me embarqué en un préstamo bancario a tres años para poder financiar un safari de siete semanas de duración por aquellas zonas de África que más me atraían. Tras unos meses de espera dedicados a la planificación del itinerario, que discurría en su mayor parte a gran distancia de las rutas turísticas normales, alquilé un chófer por medio de una compañía de safaris de Nairobi y emprendí el vuelo a la tierra de mis sueños en septiembre de 1963

Los dos objetivos principales de este viaje a África consistían en visitar a los gorilas de montaña de los Montes Virunga, en el Congo, y encontrarme con Louis y Mary Leakey en la garganta de Olduvai, en Tanzania. Ambos deseos se hicieron realidad. Todavía hoy recuerdo intensamente el vivo interés del Dr. Leakey al enterarse de que me dirigía a la parte congoleña de los Montes Virunga para realizar una breve visita a los gorilas de Kabara, donde George Schaller había trabajado con anterioridad durante algunos años. Louis Leakey me habló con enorme entusiasmo del excelente trabajo de campo de Jane Goodall con los chimpancés en el Centro de Investigación del río Gombe, en Tanzania, por aquel entonces en su tercer año de existencia, y resaltó la importancia de los estudios de campo a largo plazo sobre primates. Creo que en aquel preciso momento arraigó en mí, si bien inconscientemente, la idea de que algún día volvería a África para estudiar los gorilas de montaña.

El Dr. Leakey me autorizó a recorrer algunas zonas de excavación nuevas de Olduvai, una de las cuales contenía un fósil de jirafa recién descubierto. Al bajar por una abrupta pendiente, vi hacerse añicos de pronto tanto mi júbilo de libertad bajo el cielo africano como mi tobillo derecho, pues caí en la zanja donde se hallaba el fósil de jirafa. El súbito dolor que experimenté al romperme el tobillo me produjo un vómito poco ceremonioso, que fue a parar sobre el valioso fósil. Como si ello no fuera humillación suficiente, hube de ser transportada ignominiosamente a cuestas fuera de la garganta por los disgustados miembros del equipo de Leakey. Con toda su amabilidad, Mary Leakey me sirvió un zumo fresco de limón, mientras contemplábamos cómo la hinchazón de mi tobillo pasaba por diversas tonalidades desde el azul al negro. Tanto ella como mi chófer pensaron que debía abandonar la idea de ir a los Montes Virunga. No se dieron cuenta de que lo único que consiguió el accidente fue reavivar en mí la determinación de alcanzar el principal objetivo de mi viaje a África: encontrarme con los gorilas.

Dos semanas después de la visita a los Leakey, y con la ayuda de un bastón tallado por un compasivo africano que encontramos en la carretera, yo, el chófer y una docena de porteadores que transportaban el equipo de acampada y la comida iniciábamos un arduo ascenso de cinco horas a los lejanos prados de Kabara.

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Dibujo de la cara de Peanuts, joven macho de dorso plateado emigrante del grupo 8. Así como cada ser humano tiene unas huellas dactilares específicas, cada gorila posee también unas huellas nasales —los pliegues lineales por encima de las ventanas de la nariz— características. Como la fotografía de primer plano es, por lo general, imposible con los gorilas no habituados, los observadores dibujan primero a grandes rasgos, con la ayuda de prismáticos, las huellas nasales de los individuos identificados en el campo. Paso a paso, a medida que la habituación progresa, el dibujo se va completando hasta permitir una identificación definitiva.

Dicho lugar se encuentra a 3.000 m de altitud, justo al lado del monte Mikeno, de 4.438 m, en el Parque de los Montes Virunga, en el Zaire. Unos tres años antes de mi visita, en 1960, Kabara había sido el lugar de estudio de George B. Schaller, eminente científico norteamericano. Él fue la primera persona que llevó a cabo un estudio de campo serio sobre los gorilas de montaña, acumulando un total de 458 horas de observación en la zona. Estos prados albergaban también la tumba de Carl Akeley, naturalista norteamericano que animó al gobierno belga a crear el Parque Nacional Alberto para la protección del gorila de montaña y su hábitat volcánico, de unos 400.000 años de antigüedad.

Desde 1890, las montañas fueron objeto de una discusión entre Bélgica (que representaba la parte del Zaire actual), Alemania (sector de Ruanda) y Gran Bretaña (lado de Uganda). Hasta 1910 no se fijaron finalmente los límites fronterizos. En 1925 se acotaron unos 490 km2 y se fundó el parque que recibió el nombre de Parque Nacional Alberto. Cari Akeley convenció al rey Alberto de Bélgica de la necesidad de ampliar el área protegida, que hacia 1929 incluía ya la mayor parte de los Montes Virunga. En 1967, el sector zaireño recibió el nombre de Parque Nacional de los Virunga, y el ruandés el de Parque Nacional de los Volcanes. El territorio de los gorilas virungueses situado en Uganda fue bautizado en 1930 con el nombre de Santuario de los Gorilas de Kigezi. Akeley murió en 1926, cuando visitaba de nuevo estos prados, y fue enterrado, según sus deseos, en el límite de la pradería. Consideraba que Kabara era uno de los lugares más tranquilos y encantadores del mundo.

En mi primer viaje a esta zona, en 1963, tuve la suerte de encontrarme con Joan y Alan Root, fotógrafos de Kenia que se hallaban acampados en los prados trabajando en un documental fotográfico sobre los gorilas de montaña. Tanto Joan como Alan perdonaron amablemente la intromisión de una turista norteamericana, coja y preguntona, y me dejaron acompañarlos en algunos de sus extraordinarios contactos con los gorilas de Kabara, relativamente poco acostumbrados a estas visitas. Las observaciones y fotografías que realicé durante esa breve estancia se debieron por entero a la generosidad de Joan y Alan, así como a la pericia de Sanwekwe, un guarda congoleño del parque. Sanwekwe había trabajado de niño para Cari Akeley, siguiendo la pista de los gorilas, y de adulto para George Schaller. Casi veinte años después se convirtió en mi amigo y ayudante.

Nunca olvidaré mi primer encuentro con los gorilas. El ruido precedió a la visión y el olor antecedió al ruido en forma de una abrumadora mezcla de olor humano y tufo almizclado. A continuación, el silencio quedó rasgado de pronto por una serie de ruidosos gritos seguidos de un rítmico rondó de golpes secos en el pecho, ejecutado por un macho de dorso plateado oculto tras lo que parecía un muro de vegetación impenetrable. Joan y Alan Root, situados a unos diez metros delante de mí, me indicaron con la mano que permaneciera inmóvil. Los tres nos quedamos como estatuas hasta que se desvaneció el eco de los gritos y los golpes en el pecho. Sólo entonces empezamos a arrastramos bajo la densa cubierta arbustiva hasta que pudimos distinguir a unos quince metros un grupo de primates negros, de semblante lampiño y cabeza peluda, que nos observaba con tanta atención como nosotros a ellos. Bajo la robusta frente, sus ojos vivaces nos observaban nerviosamente, como si intentaran adivinar nuestras intenciones. Me impresionó de inmediato la magnificencia física de sus enormes cuerpos, color negro azabache, que contrastaban con el verde del espeso follaje forestal.

La mayoría de hembras se habían refugiado con sus pequeños en la retaguardia del grupo, dejando la línea de frente para el jefe —el macho de dorso plateado— y varios machos más jóvenes que se mantenían erguidos, tensos y con los labios apretados. De vez en cuando, el macho dominante insistía en sus golpes en el pecho para intimidamos, produciendo un mido que retumbaba a través del bosque. Su exhibición desencadenaba otras similares, aunque de menor magnitud, en los gorilas agrupados en tomo a él. Alan instaló su cámara tomavistas y empezó a filmar. La tranquilidad de sus movimientos y el sonido de la cámara despertaron la curiosidad de otros miembros del grupo, que se subieron a los árboles para poder vemos mejor. Como si compitieran para llamar la atención, varios animales se entregaron a una serie de acciones tales como bostezos, alimentación simbólica, rotura de ramas y golpes en el pecho. Después de cada una de estas exhibiciones, los gorilas nos miraban con curiosidad, como tratando de averiguar el efecto causado. La impresión más fascinante de este primer encuentro con el más grande de los simios antropomorfos fue su personalidad, unida a la cautela de su comportamiento. Abandoné Kabara a regañadientes, pero con la absoluta certeza de que, de una forma u otra, volvería para aprender algo más sobre los gorilas de las neblinosas montañas.

* * * *

Mi reencuentro con Kabara, Sanwekwe y los gorilas fue consecuencia directa de una visita realizada por el Dr. Leakey a Louisville, en los EE.UU., donde yo proseguía mi trabajo como terapeuta profesional para poder devolver el ingente préstamo bancario empleado en mi primer safari. Louis Leakey, que me recordaba vagamente como la torpe turista de tres años atrás, se fijó en algunas fotografías y artículos que había publicado desde mi retomo de África. Tras una breve entrevista, sugirió que me convirtiera en la «chica de los gorilas» que él había estado buscando para llevar a cabo un estudio de campo a largo plazo. Finalizó la conversación afirmando que era absolutamente necesario operarme del apéndice antes de aventurarme en las remotas soledades del hábitat de los gorilas de montaña. En aquel momento habría accedido a casi todo, y arreglé con presteza los trámites para la apendicetomía.

Unas seis semanas más tarde, de vuelta del hospital y sin apéndice, encontré una carta del Dr. Leakey. Empezaba así: «En realidad, la extracción del apéndice no es una necesidad imperiosa. Es sólo la forma que tengo de probar la resolución de los aspirantes.» Éste fue mi primer contacto con su peculiar sentido del humor.

Transcurrieron ocho meses más antes de que el Dr. Leakey pudiera obtener fondos para emprender el estudio sobre los gorilas. Durante este tiempo acabé de pagar mi safari de 1963, y me aprendí casi de memoria los dos excelentes libros que George Schaller había publicado sobre sus estudios de campo llevados a cabo de 1959 a 1960 con los gorilas de montaña, así como una gramática elemental de swahili. Fue muy difícil abandonar mi trabajo de terapeuta, decir adiós a los niños que habían sido mis pacientes durante once años y despedirme de mis amigos de Kentucky y de mis tres perros. Éstos parecían darse cuenta de que se trataba de una separación definitiva. Los recuerdo todavía corriendo detrás de mi coche, cargado de equipaje, cuando partí hacia California para despedirme de mis padres. No hubo manera de poder explicar a perros, amigos y familia la necesidad que sentía de retomar a África para emprender un estudio a largo plazo sobre los gorilas.

A finales de 1966, Leighton Wilkie, la persona que financió el largo estudio de Jane Goodall sobre los chimpancés, habló con el Dr. Leakey de la posibilidad de iniciar una investigación del mismo tipo sobre los gorilas. Creía, al igual que Louis Leakey, que el estudio de los parientes vivos más próximos del hombre, los grandes antropomorfos, arrojaría alguna luz acerca del comportamiento de nuestros antecesores. Con su ayuda se resolvió la parte económica de mi proyecto.

Así, en diciembre de 1966 me hallé de nuevo ligada a África. Esta vez, mi único objetivo eran los gorilas. Por un increíble golpe de suerte, en el aeropuerto londinense de Heathrow me tropecé con Joan Root mientras esperaba un vuelo con destino a Nairobi. Joan se quedó de una pieza al enterarse de que prensaba ir en automóvil desde Nairobi hasta el Congo —unos 1.200 km— para conseguir el permiso del gobierno para trabajar en Kabara y, por último, realizar la investigación yo sola. Compartía la opinión de muchos de mis amigos de que una mujer sola y recién llegada de América no podía aspirar a salvar siquiera uno de estos «imposibles».

Una vez en Nairobi, Joan me acompañó en mis numerosas compras. Por su larga experiencia en safaris, su colaboración me supuso un ahorro considerable de tiempo y, sin lugar a dudas, de equivocaciones. Me ayudó en la elección del equipo de acampada —tiendas, lámparas, hornillos, equipo de dormir—. El Dr. Leakey adquirió, tras algunas peligrosas pruebas de conducción por las atestadas calles de Nairobi, un anticuado Land-Rover con techo de lona, que más tarde bauticé con el nombre de «Lily». No imaginaba yo entonces que, unos siete meses después, Lily iba a salvarme la vida.

Cuando por fin logré reunir todo el equipaje, Jane Goodall me invitó amablemente a visitar el Centro de Investigación del río Gombe durante dos días, para mostrarme sus métodos de organización del campamento, de recogida de datos y, también, para presentarme a sus encantadores chimpancés. Creo que no fui un huésped muy agradecido, debido a mi desesperado anhelo de llegar a Kabara y ver los gorilas de montaña.

Finalmente, Alan Root, aún sumido en dudas sobre mi cordura y la del Dr. Leakey, se ofreció a acompañarme en su Land-Rover durante el largo trayecto desde Kenia hasta el Congo. Sin Alan no sé si habría conseguido que Lily atravesara algunos de los escarpados caminos de cabras en que se convertían a veces las carreteras de África por aquel entonces. Ni tampoco habría superado muchas de las complejidades de la obtención de los permisos gubernamentales precisos para trabajar en Kabara, dentro del Parque de los Virunga.

La mañana del 6 de enero de 1967, Alan y yo, acompañados por algunos guardas del parque y por dos africanos deseosos de quedarse conmigo como personal del campamento, llegábamos al pequeño poblado de Kibumba, al pie del monte Mikeno. Allí, exactamente tal como había hecho unos tres años antes, escogimos varias docenas de porteadores para que llevaran los pertrechos de acampada a la remota pradería de Kabara. Ni el poblado de porteadores, ni los enormes y viejos árboles musgosos de la selva parecían haber cambiado durante mi ausencia. Ascendí alborozada los casi mil doscientos metros de desnivel entre Kibumba y Kabara, y allí instalé mi campamento, en el corazón de la región de los antiguos e inactivos volcanes. Me emocionó encontrar Kabara igual como la dejé, incluidos dos cuervos (Corvultur albicollis) deliciosamente traviesos. Se apropiaban de cualquier resto de comida que encontraban a la vista, y con el tiempo aprendieron a levantar el faldón de la tienda para coger los alimentos allí escondidos.

Alan sólo pudo permanecer en Kabara dos jornadas, pero durante ese tiempo trabajó las veinticuatro horas del día. En el campamento supervisó algunas de las más necesarias obras de acondicionamiento, tales como la construcción de una letrina protegida por muros hechos con sacos de patatas, el emplazamiento de los depósitos para el agua y la excavación de zanjas de desagüe alrededor de mi tienda. Para nuestro disgusto, no llegamos a ver gorilas durante dos días, aunque pudimos oír a dos grupos intercambiar alaridos desde lo alto de las laderas del monte Mikeno. Encontramos también huellas frescas de un grupo de gorilas en un collado bastante llano adyacente a la montaña. Presa de excitación, me adentré rápidamente por la senda abierta por los gallas a través del denso follaje herbáceo, con la certeza de que no tardaría en dar con ellos. A los cinco minutos de rastreo, me percaté de que Allan no me seguía. Perpleja, volví sobre mis pasos y lo esperé sentada pacientemente en el punto donde habíamos encontrado la pista.

Con una suprema delicadeza británica, Alan me dijo: «Dian, si quieres establecer contacto con los gorilas, debes seguir sus huellas en la dirección en que avanzan y no hada donde ya han estado.» Aquélla fue mi primera lección de rastreo, y nunca la he olvidado.

Al día siguiente, cuando partió Alan, tuve un momento de pánico al ver que desaparecía en el follaje colindante con el margen inferior de los prados de Kabara. Era mi último vínculo con la civilización que yo conocía, y, aparte de mí, la única persona angloparlante de la montaña. Me agarré al palo de la tienda, simplemente para no salir corriendo detrás de él.

Instantes después de la partida de Alan, uno de los dos africanos del campamento, con la intención de ayudarme, me dijo: ¿Unapenda maji moto?» Olvidando todas las palabras de swahili que había memorizado durante el último año, rompí a llorar y me deslicé precipitadamente en la tienda, tratando de huir de «amenazas» imaginarias. Al cabo de una hora, harto consciente de lo ridículo de mi proceder, pedí al congoleño que me repitiera la frase poco a poco. « ¿Quería agua caliente?» No especificó si era para el té o para el baño, pero fue la panacea precisa para superar mi mal momento. Acepté unos ocho litros de agua caliente, con muchos asantes (gracias), esperando que los africanos se dieran cuenta de que apreciaba profundamente su preocupación por mí.

La mañana siguiente la dediqué a la búsqueda de los gorilas, empresa en la que me empeñé con preferencia absoluta sobre la lista de tareas del campamento, como instalan- tendederos para secar la ropa, colocar los depósitos en lugares óptimos para la recogida del agua de lluvia y enseñar a mi personal el manejo de los hornillos y las lámparas de queroseno adquiridos en Nairobi. Cual aburrida ama de casa, relegué estos y otros quehaceres a las horas vespertinas. El día pertenecía por completo a los gorilas.

* * * *

En mi primera jomada completa en el campo, apenéis había andado algo más de diez minutos desde que salí del campamento cuando vi un gorila macho solitario, tomando el sol en un tronco horizontal que se proyectaba sobre un pequeño lago, situado en un rincón del praderío de Kabara. Antes incluso de que pudiera sacar los prismáticos del estuche, el animal saltó asustado del árbol y desapareció en la densa vegetación de la falda próxima de la montaña. Pasé todo el día intentando alcanzarlo, pero, a todas luces, mi habilidad trepadora no podía rivalizar con la de un gorila asustado. Por extraño que parezca, esta breve observación ha sido la única que he hecho de un gorila descansando en una zona tan despejada. Me llevó tiempo aprender que los gorilas procuran evitar tanto los prados abiertos como las masas de agua relativamente extensas, con toda probabilidad porque en dichas zonas tropiezan más a menudo con el hombre.

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Los gorilas no habituados a los observadores humanos huyen en silencio o recurren a acciones de intimidación, como el redoble de pecho, al descubrir a un observador. Esta exaltada hembra de Kabara, que había parido una cría dos semanas antes, trepó a un precario árbol para tamborearse el pecho al descubrir mi presencia.

Al segundo día se presentó un guarda del parque para servirme transitoriamente de rastreador hasta que llegara Sanwekwe, el extraordinario guía que había conocido anteriormente con Joan y Alan Root. El sustituto no tenía experiencia en rastreo, y la larga y agotadora jomada que empleé vagando con él de un lado a otro no nos deparó el más mínimo indicio de los gorilas. El tercer día tampoco dio nada de sí en lo que a gorilas se refiere, aunque, retrospectivamente, fue para morirse de risa. El guía y yo habíamos seguido durante varias horas un rastro que atravesaba el denso follaje herbáceo, cuando divisamos de repente un objeto negro del tamaño de un gorila, que parecía estar tomando el sol a unos treinta metros de distancia, en la vertiente opuesta de un profundo barranco. Saqué los prismáticos poco a poco de su funda y preparé el cuaderno de notas, la pluma y el cronómetro antes de encontrar un punto estratégico disimulado, desde el cual observar al animal, que parecía solearse a placer en la despejada ladera. Durante más de una hora, el objeto a estudiar permaneció inmóvil. El guía roncaba tranquilamente detrás de mí, mientras el cronómetro marcaba con su tic-tac el tiempo transcurrido. Aunque ya sabía que las observaciones de gorilas requieren paciencia, esta «premiére» parecía excesiva, pues al cabo de una hora mi cuaderno de notas seguía absolutamente en blanco. Por último, desperté al guía y le pedí que se quedara donde estaba mientras yo trepaba hasta una posición más próxima al animal. Nunca olvidaré la desilusión que me llevé al darme cuenta de que el «gorila» era en realidad un hilóquero, artiodáctilo parecido al jabalí. Al divisarme, el animal se adentró en la espesura y desapareció. Dos días después encontré su viejo cuerpo en el suelo del bosque, bajo una gran Hagenia. Al parecer había muerto por causas naturales.

Las sorpresas no se daban sólo durante el día. A la cuarta noche fui despertada por unas violentas sacudidas que me echaron del catre, y fui rodando al otro lado de la tienda metida aún en el saco de dormir. Todo se estremecía como si las furias contenidas en los volcanes extintos se hubieran desatado y se prepararan para una gran erupción. Al oír esos profundos y retumbantes sonidos, sentí más cólera que miedo al pensar que la investigación, apenas iniciada, iba a tener un brusco final. Pasó más o menos un minuto de sacudidas y estruendo antes de que percibiera ciertas claves sonoras y olfativas que me permitieron adivinar la causa de todo aquello: tres tembas (elefantes) habían descubierto que los postes de la tienda constituían excelentes rascadores para sus costados. Uno de ellos dejó una colosal y olorosa tarjeta de visita justamente al lado de la tienda. Estos tres individuos, y algunos otros, se iban a convertir en visitantes frecuentes del campamento, conmoviéndome siempre su curiosidad y osadía. No pude evitar que durante sus visitas destrozaran mi huerto, y tras su tercera incursión comprendí que debía renunciar a cultivar hortalizas.

Gracias a los encuentros diarios con elefantes, búfalos, hilóqueros y, por supuesto, gorilas, el tiempo pasado en el campo era muchísimo más apasionante que las horas consumidas en el campamento. Casi de inmediato me vi colapsada por el papeleo, situación que hasta el momento no he logrado superar. Había que mecanografiar cada noche las cuantiosas notas escritas durante la jomada acerca de todo tipo de temas, desde el tiempo atmosférico hasta las observaciones de plantas y animales, las actividades de los cazadores furtivos y, por supuesto, todos los detalles sobre mis contactos con los gorilas. Los 2 por 3 m de la tienda se convirtieron en una mezcla de dormitorio, oficina, baño y secadero de ropa, constantemente húmeda en el clima de la selva ecuatorial. En el interior de mi habitáculo, cajones de madera cubiertos con telas nativas de colores exóticos se convirtieron en escritorios, sillas, armarios y archivadores. Cocinaba y comía en la segunda habitación de la cabaña de los hombres, una pequeña construcción de madera. Mi equipo, que pasó a constar de tres personas con la llegada de Sanwekwe, preparaba su comida en una fogata en medio de su dormitorio. El humo constante que invadía toda la cabaña, y que a menudo me ahogaba y me haría saltar las lágrimas, no parecía incomodarles lo más mínimo.

La comida de los hombres de mi equipo consistía esencialmente en raciones descomunales de patatas, boniatos, alubias multicolores, maíz y, de vez en cuando, hortalizas frescas procedentes de Kibumba, su poblado, situado al pie de la montaña. Al principio me sentía incómoda por consumir una dieta mucho más variada que la suya; pero pronto se esfumaron mis escrúpulos, porque ellos se burlaban educadamente de la comida enlatada que constituía la base de mi régimen alimenticio. Una vez al mes, en Kisoro, un pequeño pueblo ugandés a dos horas en coche del pie del monte Mikeno, me abastecía de latas de salchichas y jamón, leche en polvo, margarina, carne en conserva, atún, picadillo de carne y diversas hortalizas, así como de cajas de tallarines, espaguetis, harina de avena y bolsas de golosinas. El pan, el queso y otros alimentos frescos se conservaban en buen estado sólo unas dos semanas. El mes, por tanto, quedaba dividido en dos partes: una de comilonas y otra de ayuno. Los huevos al menos eran abundantes, gracias a una prolífica gallina llamada Lucy. Sanwekwe me la regaló con su pareja, Dezi, pensando que los engordaría para acabar en la olla. Pero, en vez de eso, se convirtieron en mis primeros animales domésticos de África, y mi aprecio por ellos fue en aumento con el paso del tiempo.

En momentos de escasez me las arreglaba perfectamente sólo con patatas en puré, fritas, cocidas o hervidas. A decir verdad, tuve mucha suerte de que me gustaran las patatas. A veces, a final de mes se me agotaban los cigarrillos, al mismo tiempo que a Sanwekwe su tabaco de pipa, y eso sí que era un verdadero sacrificio para ambos. En tales ocasiones nos veíamos obligados a racionar nuestras menguadas reservas de tabaco: él lo hacía mezclando hojas secas con el tabaco que le quedaba; y yo, por mi parte, cada vez que tenía ganas de fumar daba sólo dos o tres chupadas a un cigarrillo que guardaba como oro en paño. Lo absurdo de estos «contratiempos» nos provocaba inevitables risas, sintiéndonos como dos escolares delincuentes.

Sanwekwe poseía un maravilloso sentido del humor, además de ser un incansable rastreador y una persona profundamente preocupada por los gorilas y otros animales de la selva. Me enseñó todo lo que yo necesitaba aprender sobre rastreo, y demostró ser un excelente compañero durante los muchos días de marcha a pie por aquel escarpado terreno, de ordinario bajo lluvias torrenciales. Gracias a la ayuda de Sanwekwe pude al fin encontrar tres grupos de gorilas en el área de estudio, unos cinco kilómetros cuadrados de las laderas del monte Mikeno.

Los gorilas forman grupos sociales considerablemente estables y cohesionados, cuya composición resulta alterada de vez en cuando por nacimiento, muertes y emigraciones o inmigraciones ocasionales de algunos individuos. El número de gorilas que componen cada grupo oscila entre dos y veinte animales, con una media de unos diez. Un grupo típico está formado por un macho adulto de dorso plateado, de unos quince años de edad y unos 140 kilos de peso —el doble que una hembra—, que es el jefe indiscutible; un macho de dorso negro, sexualmente inmaduro, de entre ocho y trece años y con unos 95 kilos de peso; tres o cuatro hembras sexualmente maduras, de unos ocho años de edad y 75 kilos más o menos, vinculadas en general de por vida al macho dominante; y, finalmente, de tres a seis individuos inmaduros, menores de ocho años. Entre estos últimos se pueden distinguir tres clases: jóvenes casi adultos —entre seis y ocho años—, con un peso aproximado de 65 kilos; jóvenes —entre tres y seis años—, con un peso de 45 kilos; y crías —desde el nacimiento hasta los tres años—, que pesan entre 0,75 y 11 kilos.

El prolongado período de convivencia de los jóvenes con sus padres, hermanos y demás parientes ofrece a los gorilas una organización familiar peculiar y segura, afirmada por estrechos vínculos de parentesco. Cuando los machos y las hembras se acercan a la madurez sexual, suelen dejar a sus grupos de nacimiento. La dispersión de los individuos en edad de copular es probablemente una pauta de comportamiento destinada a reducir los efectos de la consanguinidad, aunque parece ser que la migración de animales al alcanzar la madurez sexual es superior en grupos que no ofrecen ninguna probabilidad de reproducción.

Durante los primeros días de estudio en Kabara fue difícil establecer contacto con los gorilas, ya que éstos no estaban habituados a mi presencia, y por lo general huían al verme. Con frecuencia podía escoger entre dos tipos de contacto: a escondidas, de modo que los gorilas no se sabían observados, o al descubierto, cuando eran conscientes de mi presencia.

Los contactos a escondidas eran especialmente interesantes para comportamientos que de otra forma habrían sido inhibidos. La desventaja de este método radica en que no contribuye en absoluto al proceso de habituación. En cambio, los contactos al descubierto me ayudaban a ganar poco a poco la aceptación de los gorilas. Dicha aceptación se vio muy facilitada cuando aprendí que la imitación de algunas de sus actividades ordinarias, como rascarse, alimentarse, o emitir vocalizaciones de contento, relajaba más a los animales que si me limitaba simplemente a observarlos y tomar notas. También envolvía siempre los prismáticos con enredaderas para intentar disimular los cristales, una amenaza potencial para los asustadizos animales. Para ellos, al igual que ocurre a menudo en el hombre, la mirada fija y directa significa una amenaza.

Mi objetivo no era sólo acostumbrar a los gorilas a la criatura de pantalones vaqueros que se había introducido en su vida diaria, sino también conocer —y reconocer— a los distintos miembros de cada grupo, cada uno de los cuales poseía unas características y una idiosincrasia peculiares. Tal como había hecho George Schaller unos siete años y medio antes que yo, para identificarlos me basé principalmente en las características de la nariz. Los gorilas de cada grupo tienden a parecerse entre sí, sobre todo en las líneas maternas. De la misma manera que no existen dos personas con las mismas huellas dactilares, no hay dos gorilas que tengan las mismas «huellas nasales» —la forma de las ventanas de la nariz y de los conspicuos surcos de la piel que recubren el apéndice nasal—. Como al principio los gorilas no estaban acostumbrados a mi persona, tuve que usar prismáticos, pero incluso a distancia pude tomar apuntes rápidos de los caracteres nasales de los miembros más curiosos del grupo cuando me observaban a hurtadillas desde sus escondrijos en la densa vegetación. Estos apuntes me fueron de un valor inapreciable para ir identificándolos, pues desde luego no podía fotografiarlos de cerca. Además, habría necesitado tres manos para utilizar la cámara, los prismáticos y tomar notas.

Sin embargo, de vez en cuando me llevaba la cámara fotográfica, especialmente en días despejados. Es muy posible que una de las fotos más publicadas de gorilas en estado natural sea la que tomé en Kabara durante el segundo mes de estudio, cuando el grupo al que yo solía seguir empezaba a confiar en mí. En la foto aparece una hilera de dieciséis gorilas, posando a modo de otras tantas tías Matilde con un pórtico de fondo. El grupo estaba tomando el sol en su lugar de descanso diurno cuando entré en contacto con ellos; a mi llegada se retiraron, temerosos, y se escondieron tras el espeso follaje. Frustrada, pero resuelta a verlos mejor, decidí trepar a un árbol, tarea que no es precisamente una de mis principales habilidades. El árbol estaba resbaladizo y, a pesar de todos mis esfuerzos y resoplidos, apenas pude alcanzar algo más de un metro de altura. Estaba a punto de abandonar, con gran disgusto por mi parte, cuando llegó Sanwekwe en mi auxilio y le dio un fuerte empujón a mi prominente trasero. Me sentí tan inepta como un bebé dando sus primeros pasos, mientras a Sanwekwe le dio un ataque de risa —silenciosa, eso sí— tan intenso que se le saltaban las lágrimas. Por fin conseguí agarrarme a una rama y me icé a una altura considerable —unos seis metros—. Estaba totalmente convencida de que el ruido producido por los jadeos, las palabrotas y la rotura de ramas durante los primeros intentos de ascensión habría ahuyentado al grupo de gorilas. Por eso me quedé estupefacta al comprobar desde mi atalaya que todos los animales habían vuelto y se hallaban sentados frente a mí como si fueran espectadores de una comedia teatral de poca categoría. Lo único que faltaba para completar el cuadro eran unas cuantas bolsas de palomitas de maíz tamaño gorila. Éste fue el primer auditorio que tuve en mi vida y, sin lugar a dudas, el más inesperado.

Lo que me sucedió ese día es un magnífico ejemplo de cómo la gran curiosidad de los gorilas puede ser utilizada para entrar en contacto con ellos. En aquella ocasión, casi todos los miembros del grupo se pusieron al descubierto, olvidando ocultarse tras la pantalla de vegetación, pues se daban perfecta cuenta de que su observador estaba ocupado trepando a un árbol, actividad que podían comprender perfectamente.

La estimulación de la curiosidad de los gorilas es sólo uno de los aspectos del proceso de habituación que aprendí con el tiempo. Más tarde, también me di cuenta de que permanecer erguida —quieta o caminando— cuando me encontraba en su campo visual, aumentaba el recelo de estos primates. A raíz de este descubrimiento empecé a andar apoyándome en las manos. El hecho de andar a cuatro patas o permanecer sentada cuando estaba cerca de ellos, no sólo me situaba al nivel visual de los gorilas, sino que además les transmitía la impresión de que no iba a inmiscuirme en sus asuntos. También aprendí que si me iba escondiendo después de ser avistada, su curiosidad les empujaba inevitablemente a salir entre el espeso follaje o a subir a los árboles para no perderme de vista. Así pues, para facilitar mis observaciones etológicas decidí cambiar de técnica y, en vez de trepar a los árboles para ver a los gorilas, pasé a quedarme en tierra y que los gorilas se encaramaran para verme a mí.

Al principio tenía que esperar hasta media hora haciendo ver que comía hojas antes de que los venciera la curiosidad y subieran a los árboles circundantes. Una vez satisfechas sus ansias de fisgonear, se olvidaban de mi presencia y reanudaban sus actividades normales, que eran precisamente el objetivo de mi estudio.

Durante unos meses imité el redoble pectoral de los gorilas golpeándome los muslos con las manos, en estudiada imitación de su ritmo. Dicho sonido despertaba de inmediato su atención, sobre todo a distancias superiores a treinta metros. Me creía muy inteligente al hacer eso, y no me percataba de que, en realidad, estaba transmitiendo a los gorilas una información inadecuada. Los golpes en el pecho son una señal de excitación o alarma para los gorilas, con lo cual mi pretendido mensaje de apaciguamiento tenía en realidad un significado totalmente distinto. No volví a imitar este comportamiento, y ahora sólo lo uso cuando intento retener a algún grupo recién descubierto, cuya curiosidad al oír los golpes de pecho procedentes de un ser humano vence casi siempre al instinto de huida.

Cuando me aproximaba a un grupo para establecer contacto con él, intentaba escoger un lugar en el que hubiera algún árbol recio al que pudieran subir los gorilas. En muchas ocasiones, sin embargo, la fatiga me impedía cumplir planes tan razonados. Esto ocurría por ejemplo después de ascender durante varias horas por cuestas de cuarenta y cinco grados, de avanzar con dificultad a través de zonas pantanosas, de abrirme paso entre la vegetación con ayuda de un machete o de gatear un buen rato entre plantas espinosas. Mi nariz, muy prominente, era más vulnerable a los pinchazos que el resto del cuerpo, protegido con guantes fuertes, ropa interior larga, pantalones vaqueros resistentes, calcetines y botas altas. Al evocar África, la mayoría de las personas imagina unas llanuras secas, abrasadas bajo un sol implacable. Cuando yo pienso en África, en cambio, sólo me vienen a la mente imágenes de la lluviosa selva montana de los Virunga, fría y neblinosa, con una precipitación media anual de mil ochocientos treinta milímetros.

Las mañanas acostumbraban ser soleadas, pero pronto aprendí a no fiarme de las apariencias. Por tanto, llevaba siempre en la mochila ropa de lluvia, además de los pertrechos indispensables de todos los días: cámara fotográfica, objetivos, película, cuaderno de notas y el gran lujo de un termo con té caliente. El peso normal de esta mochila, entre cinco y ocho kilos, se hacía casi insoportable en trechos largos, cuando añadía a la carga un magnetófono Nagra, que con su micrófono direccional pesaba unos once kilos. Recuerdo vívidamente la tentación de abandonar el equipo durante ciertas jomadas de rastreo particularmente penosas. En esos manen- tos, la esperanza de encontrar a los gorilas era lo único que me mantenía con fuerzas para seguir adelante.

Los grupos de Kabara me enseñaron mucho sobre el comportamiento del gorila. Con ellos aprendí a no violentar bajo ningún concepto su capacidad natural de tolerancia. Todo observador es un intruso en los dominios de un animal salvaje, y no ha de olvidar que los derechos de éste imperan frente a los propios. Asimismo, ha de tener siempre presente que, en un animal, el recuerdo de un día de contacto con el hombre puede reflejarse perfectamente en su comportamiento del día siguiente.

* * * *

Mis planes con los gorilas de Kabara se vieron truncados el 9 de julio de 1967, cuando Sanwekwe y yo volvíamos por la tarde al campamento tras una de nuestras habituales jomadas empleadas en observar a los gorilas. El campamento estaba rodeado de soldados armados, quienes me informaron de que había estallado una rebelión en la provincia de Kivu, en la que yo me encontraba, y que debía ser «evacuada para mi propia seguridad».

A la mañana siguiente descendía de la montaña, «escoltada» por soldados y porteadores cargados con mi equipo de acampada, mis pertenencias personales y mis queridos Lucy y Dezi. Sobre nuestras cabezas revoloteaban los dos cuervos semi domésticos, diríase que tan confusos y perplejos como yo por la brusca pérdida de nuestro hogar. Al llegar al pie del monte Mikeno, después de tres horas de viaje, las aves me abandonaron para volver a. los prados y a la superficie vacía y desolada que había ocupado mi tienda durante seis meses y medio.

Pasé dos semanas encerrada en Rumangabo, un poblado en el que se encontraban a la vez las oficinas centrales del parque y un campamento militar. Mi situación, sumamente desagradable, se veía agravada porque desde mi habitación veía las encumbradas laderas del monte Mikeno, mientras me preguntaba una y otra vez si podría retomar con los gorilas de montaña.

Al final de la primera semana, ningún empleado de las oficinas del parque parecía querer o poder explicarme la causa de mi detención. Los temores del personal aumentaron notoriamente cuando los soldados del vecino campamento militar bloquearon los accesos a las oficinas. Por fragmentos dé conversaciones pude deducir que estaban construyendo barricadas para la protección de un general que pronto llegaría a Rumangabo procedente del asediado pueblo de Bukavu, donde se hallaba al frente de un alzamiento. En una «visita» al campamento militar me percaté, al leer un cable, de que se me reservaba para el general. Al ver que disminuían las posibilidades de liberación a cada hora transcurrida en cautividad, decidí escapar urdiendo una artimaña en tomo a la placa de matrícula de Lily.

Por aquel entonces, Lily era todavía keniata, y el cambio de matrícula de Kenia a Zaire costaba unos 400 dólares. Me las arreglé para convencer a los soldados de que todo mi dinero estaba guardado en Kisoro, Uganda, y que me harían un gran favor si íbamos allá y lo recogíamos, pues entonces yo ya podría registrar a Lily en el Zaire. La tentación de «confiscarme» una cantidad tal de dinero y de adquirir anticipadamente el vehículo fue demasiado fuerte piara los soldados. Convinieron en «escoltarme» hasta Uganda.

La noche anterior al viaje me las ingenié paira cargar subrepticiamente en Lily mis libretas de notas, el equipo fotográfico y a Lucy y Dezi. Había llevado conmigo a Kabara una pequeña pistola automática del 32 que, por supuesto, jamás había utilizado. Al llegar a Rumangabo se la había entregado a un amable guarda del parque para que la tuviera a buen recaudo. Ese buen hombre me ayudó durante mi detención, dándome a escondidas comida fresca y manteniéndome al corriente de la situación política. La víspera de mi partida hacia Uganda me devolvió sigilosamente el arma y me advirtió que la tuviera a mano durante el viaje, sobre todo en la frontera entre el Zaire y Uganda. Me explicó que Bunagana, el puesto fronterizo, estaba fuertemente custodiado por soldados zaireños que quizá no acogerían con agrado mi salida del país, aunque sólo fuera temporal. El problema logístico residía entonces en cómo tener una pistola a mano, aunque fuera pequeña, y al mismo tiempo apartada de la vista de la media docena de soldados que constituirían mi «escolta». Finalmente resolví arriesgarme y esconderla en el fondo de una caja de Kleenex medio vacía, que deposité discretamente en la guantera del cuadro de mandos. La falqué con tomillos oxidados y otras herramientas pequeñas del coche, con la esperanza de que permaneciera en su sitio cuando recorriéramos la accidentada carretera de pedruscos de lava sin pavimentar que nos llevaría hasta la frontera. ¡Lo único que me faltaba era que en uno de los baches fuera a parar sobre las rodillas del soldado sentado en el asiento contiguo al mío!

Reinaba la animación entre los soldados cuando iniciamos el viaje a la mañana siguiente, y fue en aumento a lo largo del camino como consecuencia de las numerosas paradas que efectuamos forzosamente en los 4 «bares» locales para beber pombe (la cerveza nativa). Y claro, no notaron la extraña fascinación que ejercía sobre mí la caja de Kleenex en cada bache.

Lo que ocurrió al llegar a la frontera coincidió punto por punto con las previsiones de mi amigo el guarda del parque: se entabló una interminable y atropellada batalla verbal. Los militares apostados en la frontera opinaban que yo podía recorrer andando los ocho kilómetros y pico que nos separaban de Kisoro, dejando el Land-Rover con ellos; los soldados de Rumangabo se negaban a caminar y no querían dejarme sola bajo ningún concepto. Las autorizaciones que permitían mi entrada «temporal» en Uganda, expedidas en tenues papeles en el campamento militar de Rumangabo, saltaban de mano en mano, de soldados bebidos a funcionarios de la aduana en igual estado etílico. Tras varias horas de acalorada discusión, durante las cuales permanecí en absoluto silencio, Lucy puso un huevo. Entonces me puse a desempeñar el papel de loca, saltando de un lado a otro, aplaudiendo y alabando con absoluta insensatez el gran talento de la gallina. Los soldados enmudecieron al instante y me miraban estupefactos. Por último, todos ellos, tanto militares como aduaneros, coincidieron en que era una perfecta bumbavu (idiota) y, por lo tanto, inofensiva. Y la barricada se abrió.

Doce años antes de que tuvieran lugar estos acontecimientos, una maravillosa persona, Walter Baumgärtel, había construido en Kisoro un delicioso «hogar lejos del hogar» para turistas y estudiosos de los gorilas. Su Travellers Rest Hotel fue un oasis para muchos científicos que me precedieron, entre ellos George Schaller. Conocí a Walter en mi primer safari, en 1963, y durante mis seis meses y medio de trabajo en 1967 pasó a ser uno de los amigos más amables y encantadores que he tenido en África. Volviendo ahora a mi relato, diez minutos después de atravesar la frontera ugandesa, desvié el coche hacia el camino de acceso al hotel de Walter y en cuanto llegué a él cogí las llaves del coche y atravesé a la carrera la puerta principal, donde se había apiñado de repente un grupo de boquiabiertos refugiados del Zaire. Seguí corriendo hasta meterme en la habitación más remota del hotel, y sumergiéndome en telarañas me escondí debajo de la cama, donde permanecí muerta de miedo hasta que se acalló el alboroto producido por la rápida actuación de Walter, que avisó a los militares ugandeses para que arrestaran a los soldados zaireños. Lo primero que hice al salir fue felicitar de forma muy efusiva a Lucy por su oportuna puesta.

Tras varios días de interrogatorios en Kisoro, donde llegó la noticia de que me matarían si intentaba retomar al Zaire, me dirigí en coche a Kigali, la capital de Ruanda, para ser sometida a más preguntas. Luego partí en avión hacia Nairobi para mi primera reunión en siete meses con el Dr. Leakey, aunque no se trataba precisamente del tipo de encuentro que habíamos previsto.

El Dr. Leakey me esperaba en el aeropuerto de la ciudad keniata con una sonrisa de oreja a oreja que daba a entender: «Qué, los engañaste, ¿no?» Tras una breve discusión, convinimos en que sería mejor regresar a los Virunga que trabajar con los gorilas de las tierras bajas en África Occidental o con los orangutanes de Asia. En Nairobi supe que había sido declarada desaparecida y dada por muerta por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, de modo que el Dr. Leakey y yo nos pusimos de m- mediato en contacto con la embajada. El encargado de negocios de la misma declaró, categóricamente, que no podía volver a Ruanda porque, según sus palabras textuales, «se concedería mi extradición inmediata a Zaire como prisionero evadido».

Éste era el tipo de reuniones que gustaban al Dr. Leakey. Él y los representantes de la embajada me pidieron que saliera de la habitación y cerrara la puerta. Durante casi una hora pudieron oírse sus voces retumbando por los pasillos del edificio. Al fin apareció Leakey con su entusiasmo habitual, y un vivo centelleo en sus ojos delataba que había asistido a un debate especialmente divertido en el que había tenido un éxito total.

Gracias de nuevo a la generosidad de Leighton Wilkie pude reunir en Nairobi el equipo básico para mi segunda oportunidad. A las dos semanas volaba hacia el sector ruandés de los Virunga. Quedaban todavía en el mundo gorilas que estudiar y montañas a las que subir. Me sentía como si hubiera vuelto a nacer.

Mi establecimiento en Ruanda fue bastante fácil gracias a la ayuda de una belga extraordinaria, Alyette DeMunck, nacida en la provincia de Kivu, en el Zaire, que poseía un conocimiento preciso del país y de sus tradiciones. Gracias a ella casi inmediatamente después de mi llegada pude empezar un censo de los gorilas que ocupaban el sector ruandés de los Virunga.

La búsqueda de un campamento tan idóneo como el de Kabara fue una aventura desafiante. Empecé explorando el volcán Karisimbi, de 4.506 m de altura, situado al sureste del monte Mikeno. Pero mi desilusión fue enorme al descubrir que las laderas del monte estaban atestadas de rebaños de vacas, de modo que tuve que subir hasta unos 3.500 m de altitud para encontrar una zona deshabitada en la que poder instalar la tienda de campaña, a media hora de la frontera con el Zaire. Habían transcurrido diecinueve semanas desde que viera por última vez un gorila, pero la suerte estaba de mi parte, pues encontré una pista fresca que me llevó a uno de los tres grupos que había estudiado en Kabara. El encuentro fue uno de los más maravillosos regalos de bienvenida que jamás haya recibido. Los gorilas me reconocieron y se mantuvieron cerca de mí, a unos quince metros de distancia. Pude comprobar que en mi ausencia se había producido un nuevo nacimiento.

Realicé una prospección de once días por gran parte del sector ruandés de Karisimbi. Los resultados de la prospección fueron descorazonadores: abundancia de rebaños y de cazadores furtivos por todo el parque y ausencia total de huellas de gorilas. Pero una mañana de un día resplandeciente, trepé a los desiertos prados alpinos del Karisimbi, hasta un lugar estratégico que me permitía ver toda la cadena de volcanes de los Virunga, de cuarenta kilómetros de longitud. Con ayuda de los prismáticos, divisé una prometedora zona en un terreno de suaves ondulaciones que constituía un paso natural entre los montes Karisimbi y Visoke. Mientras contemplaba, sentada en los elevados y ventosos prados, el paisaje en el que posteriormente se desarrollarían mis investigaciones, dos cuervos remontaron el vuelo desde el vasto océano verde de la selva. Graznando con insistencia, planearon para mendigar los restos de mi comida. Su relativa timidez me hizo pensar que probablemente no se trataba de la pareja de Kabara, pero su presencia en aquel momento y en dicho lugar me pareció de buen augurio.

Mientras escribo estas líneas, más de diez años después, diviso desde la ventana de mi despacho el mismo retazo de prado alpino que contemplé entonces. La alegría que experimenté al ver el corazón de los Virunga por primera vez desde aquellas distantes alturas es tan vivida como si hubiera ocurrido hace poco tiempo. He construido mi hogar entre los gorilas de montaña.

Capítulo 2
Un segundo comienzo: el Centro de Investigación de Karisoke, en Ruanda

Ruanda es uno de los países del mundo más densamente poblados. Con sólo 26.000 km2, aproximadamente un octavo de la extensión de Kenia, Ruanda alberga 4.700.000 personas, población que probablemente se habrá duplicado a finales de siglo. La llamada «pequeña Suiza de África» es, a la vez, uno de los cinco países más pobres del mundo; un 95% de su población se las arregla para sobrevivir en diminutas parcelas de una hectárea, las shambas. Con la construcción de terrazas se consigue aprovechar poco menos que todo el terreno apto para la agricultura. Empero, aun con estas rigurosas medidas de escalonamiento, la población vive por encima de la capacidad de mantenimiento que puede brindar el suelo. Cada año, 23.000 familias más necesitarán nuevas parcelas para cultivar alimentos y mantener el ganado.

En 1969 se destinaron 8.900 hectáreas del Parque Nacional de los Volcanes al cultivo del pelitre (Pyrethmm cinerarifolium), planta de la familia de las compuestas de la que se extrae un insecticida, y que se vende en los mercados europeos a cambio de divisas. El resto del parque consta de sólo 12.000 hectáreas, o sea un 0,5% del territorio ruandés. Así y todo, el Ministerio de Agricultura está considerando la posibilidad de dedicar otro 40% de lo que queda —unas 4.800 hectáreas— a programas de ganadería para apacentar una parte de las 680.000 cabezas de ganado vacuno existentes en el país —ganado que se mantiene a pesar de la fortísima presión demográfica—. No hay ninguna zona de transición entre los cultivos y el territorio de los gorilas. Las fértiles tierras contiguas al parque albergan a unos 300 habitantes por kilómetro cuadrado. La gente entra y sale tranquilamente del parque para recoger leña, poner trampas —práctica ilegal— a los antílopes, recolectar miel de las colmenas silvestres, apacentar ganado y sembrar patatas y tabaco.

La invasión de estos dominios puede hacer que el gorila de montaña se convierta en una de las siete especies raras de animales a la vez descubiertas y extintas dentro de este siglo.

Alyette DeMunck me ayudó a realizar los preparativos para emprender un segundo safari por los prometedores collados que yo había divisado desde los altos prados alpinos del monte Karisimbi. Con el Land-Rover «Lily» y la furgoneta Volkswagen de Alyette DeMunck cargados de material de acampada, pusimos rumbo al noreste bordeando las estribaciones del Karisimbi y del Visoke por pistas sin pavimentar, con baches descomunales, sembradas de cantos rodados y atravesadas por incontables rebaños de vacas y cabras. A las tres horas de camino, la pista se perdía en una zona intensamente cultivada, a unos 2.400 m de altitud, entre shambas y campos de pelitre. Contratamos varias docenas de porteadores para que cargaran con todos mis bártulos durante una subida de cinco horas hasta un collado situado a 3.000 m, cubierto por la densa selva montaña, adyacente al monte Visoke, eclipsado por la niebla a lo lejos.

Casi todos los porteadores eran bahutúes de raza bantú, los principales agricultores de la zona. Hace más de cuatro siglos, los batutsi —de raza camítica— bajaron del norte y sometieron a los bahutu, habitantes de la región que llegaría a ser conocida como Ruanda, circunstancia que hizo desarrollarse una especie de feudalismo a medida que los batutsi, propietarios del ganado, tomaban posesión de la tierra. Por aquel entonces, los bahutu tenían que pagar con bienes o servicios el derecho a servirse del ganado y de los pastos, con lo que, a la larga, se convirtieron en siervos de los reyes batutsi. Los dos pueblos siguieron enfrentados durante la mayor parte de los períodos coloniales alemán y belga, hasta 1959, año en que los bahutu consiguieron derrocar a sus amos batutsi. Ruanda se independizó de Bélgica en 1962, con los bahutu en el poder. La revolución y sus secuelas se prolongaron hasta 1973, y conllevaron el asesinato de miles de batutsi y el éxodo de muchos miles más. Al presente, pervive aún cierto odio entre ambas razas.

Buen número de los batutsi que permanecieron en Ruanda cuidaban ganado; y, ante la escasez de tierra, a mi llegada en 1967 apacentaban —ilegalmente— inmensos rebaños dentro de los límites del parque. Al cabo de trece años de investigación en aquellas tierras, llegué a conocer muy de cerca a una familia batutsi. Y aún me encontré con una tercera raza, los batwa, en especial dentro del Parque de los Volcanes, miembros de una tribu semi pigmea ubicada en el peldaño más bajo del sistema de castas ruandés. Son por tradición cazadores y pescadores furtivos, y recolectores de miel. Sus escandalosas actividades en el ámbito del parque iban a tener una fuerte repercusión en mi vida y en la de los gorilas que conocí.

Los descalzos porteadores bahutu se mostraban alegres mientras acomodaban diestramente la carga que Alyette DeMunck y yo repartíamos entre ellos. Acto seguido, y antes de coger el bastón, o fimbo, cada individuo arrancaba largas madejas de hierba para formar una almohadilla circular, compacta, con que acolchar su cabeza para la carga. Los bastones, como pronto descubrí, les servían para equilibrarse en los tramos resbaladizos por el barro; también resultaban muy útiles para buscar apoyo y hacer fuerza en los profundos cenagales donde se paseaban los elefantes. Por entonces no se encontraban botas en Ruanda, y el calzado de plástico que se podía adquirir en los mercados locales no servía de nada ante la succión de una senda fangosa, donde el barro llega a menudo hasta las rodillas.

Después de dejar el Land-Rover rodeado de aldeanos curiosos y vigilado por un guarda zamu, DeMunck y yo nos pusimos las últimas en la fila de porteadores, quienes, impacientes, habían empezado a abrirse paso a empujones entre la nube de chiquillos que se amontonaban a su alrededor. Las mujeres quedaron atrás, pues era de su diaria responsabilidad cuidar los campos, cortar y recoger leña, ir por agua y cuidar de los pequeños. Muchas de ellas estaban en avanzado estado de gestación, pero ello no les impedía cargar con los críos a la espalda, al tiempo que echaban una mirada al vacilante chiquitín próximo a sus pies.

Mientras la larga caravana de porteadores avanzaba por el angosto laberinto de sendas que atravesaban los campos de cultivo, hubo un animado intercambio de saludos entre nuestros hombres y las atareadas mujeres. Parecía haber gente por doquier, todo lo contrario de la subida a mi primer campamento desde la pequeña aldea congoleña de Kibumba, con aquel repentino zambullirse en la absoluta quietud reinante en el sombrío bosque debajo de Kabara. No obstante, unos y otros —los nativos de Kibumba y los de esta aldea ruandesa, Kinigi— eran curiosos y amigables. Hombres y mujeres iban envueltos en holgadas telas, no en las ropas europeas de desecho que luego se convertirían en su atuendo predilecto. Los niños, al igual que los adultos, iban descalzos, y no parecían darse cuenta de sus diversos grados de desnudez, que variaba desde ir sin nada hasta llevar unos andrajosos trozos de arpillera. Llovía a cántaros. Dentro de mi impermeable, sentí un estremecimiento viendo a aquellos chiquillos reír alegremente, al paso de nuestra caravana, sin que nadie, al parecer, se ocupara lo más mínimo de ellos.

Según avanzábamos entre los campos de pelitre recién sembrados, la espesa niebla nos ocultaba buena parte del deplorable clareo de la selva. Así y todo, a ambos lados de la senda podían verse los tocones quemados de viejas Hagenia, únicos vestigios de lo que otrora fue un magnífico bosque. Eché a faltar la alegre sensación de regocijo que siempre sentía al emprender la subida a Kabara. En aquella ocasión, la vía de ascenso parecía más bien un paseo por un lugar arrasado por las bombas.

Una media hora antes de abordar las primeras pendientes del Visoke, llegamos a una zona de bambúes que en otro tiempo también estuvo incluida en el parque, pero que ahora estaba condenada a la entresaca para dar cabida al pelitre y a la gente. Hoy día, en esa misma zona hay seis casetas de hojalata y un gran aparcamiento para comodidad de los turistas. Me congratula haber conocido esta región en 1967, pues ya nunca será lo que fue.

Una vez en el denso «bosque» de bambúes, sentí tibiamente el embrujo de la salvaje soledad al descubrir excrementos frescos de elefante, además de huellas de gorilas. Después de la zona de bambúes, la pista seguía por un fresco túnel horadado en la lava, de un metro y medio de ancho por unos diez de largo. Los desmoronados costados del túnel de lava llevaban la impronta de años de roces debidos al áspero pellejo de los elefantes, que utilizaban aquella galería natural como paso entre el bosque superior y el bosque de bambúes inferior. El firme suelo mostraba el leve y ondulado dibujo de las huellas de aquellos animales; en la húmeda atmósfera flotaba su olor. Diez años después, cuando la mayor parte de los elefantes del parque habían sido abatidos por los cazadores furtivos, los costados del túnel se cubrieron de una gruesa capa de musgo, borrándose para siempre las señales de una de las muchas especies animales que figuraban entre los habitantes originales de los volcanes Virunga.

El túnel venía a ser el pórtico de entrada al mundo de los gorilas. Servía de pasadizo entre la civilización y el silencioso mundo de la selva, pues en su extremo se abría a un panorama de laderas densamente forestadas, donde imponentes Hagenia tapizadas de musgo formaban una bóveda discontinua a los lados de la senda.

La Hagenia abyssinica es el árbol más común en los collados de los Virunga, y va haciéndose progresivamente menos abundante en las faldas superiores de la montaña, quizá porque las pendientes más empinadas no aguantan su pesada mole. Parece darse poca regeneración en las laderas situadas entre 2.600 y 3.300 m de altitud, si bien en las zonas subalpina y alpina han comenzado a crecer numerosos retoños. George Schaller describe de forma maravillosa la Hagenia; de ella dice que tiene «la apariencia de un anciano bondadoso y despeinado». El tronco, que puede alcanzar los dos metros y medio de diámetro, y las inmensas ramas, acolchadas como un sofá, prestan soporte a una profusa variedad de musgos, líquenes, helechos, orquídeas y otros epífitos. El árbol rara vez sobrepasa los 20 m, y en los collados del parque las copas de Hagenia cubren sólo un 50% de la región, de modo que puede crecer un rico sotobosque de vegetación herbácea. Los gorilas prefieren muchos de los epífitos de las ramas de Hagenia a las largas hojas pinnadas de los propios árboles o sus colgantes racimos de flores color lila. Uno de los alimentos preferidos de los gorilas es un helecho de hoja estrecha (Pleopeltis excavatus) que cuelga, suspendido de gruesas almohadillas de musgo, de las ramas inferiores de las Hagenia dispuestas en sentido casi horizontal. Los gorilas suelen acomodarse en un blando cojín de musgo, toman un grueso pedazo del mismo, se sientan con él en el regazo y se entregan, ociosos, a arrancar el helecho hoja por hoja. Muchos troncos viejos de Hagenia, parcialmente ahuecados, proporcionan abrigo a gran diversidad de animales, tales como damanes de los árboles (Dendrohyrax arboreus), ginetas (Genetta tigrina), mangostas (posiblemente Crossarchus obscurus), lirones (Graphiurus murinus) y ardillas (quizá Protoxerus stangeri).

Compartiendo los collados con la Hagenia se encuentra el hipérico de la especie Hypericum lanceofatum. Es un árbol más delicado que la Hagenia, con una distribución altitudinal más amplia; crece desde los límites del parque, a 2.600 m, hasta los 3.700 m aproximadamente, en la zona alpina, donde presenta un porte más achaparrado. En los collados, el Hypericum alcanza de 12 a 18 m de altura, pero los troncos y las ramas, relativamente delgados, no pueden con las pesadas almohadillas musgosas tan características del Hagenia. Entre el enrejado de pequeñas y agudas hojas lanceoladas y flores de céreos pétalos y brillante color amarillo, cuelgan los largos y delicados filamentos del liquen Usnea, emparentado con la «barba de capuchino. El árbol sirve también de hospedador al Loranthus luteo-aurantiacus, una planta parásita de flores rojas perteneciente a la familia del muérdago y muy apreciada por los gorilas como alimento. La elasticidad y delgadez de las ramas del Hypericum son posiblemente la causa de que sean utilizadas tan a menudo por los gorilas como material para el nido, ora recogidas en el suelo, ora —menos frecuentemente— en el propio árbol.

El tercer árbol en orden de abundancia que comparte zonas restringidas de los collados y las laderas inferiores del Visoke con la Hagenia y el Hypericum, es la Vemonia adolfi-friderici. La Vemonia puede alcanzar una altura de 7 a 9 m y, allí donde crece, su densa bóveda suele impedir el desarrollo de vegetación herbácea. El árbol tiene hojas anchas, de textura suave, ramas muy resistentes y pedúnculos de los que brotan yemas o racimitos de flores de blancos pétalos. A los gorilas les gusta el sabor a nuez de los brotes de Vemonia, y se sientan en el árbol o simplemente doblan la rama hasta el suelo para tirar de ellos uno por uno, igual que cualquiera de nosotros con un racimo de uvas. La madera del árbol también figura entre los alimentos predilectos del gorila, ya sea mojada, ya carcomida. Hay numerosas zonas de los Virunga en las que la Vemonia ha sido utilizada tan in extenso por los gorilas como alimento y para actividades de nidificación y juego, que en ellas sólo quedan tocones deshechos: ello da una idea de lo que en otro tiempo fue la población de gorilas.

El sendero que seguimos a continuación, entre las herbosas laderas a la derecha y el collado un poco más abajo, a la izquierda, estaba mejor definido de lo que había estado en la aldea, porque lo mantenían despejado los elefantes y los búfalos, además de la abundancia de agua de los innumerables arroyos que discurrían por la montaña.

La primera hora y media de ascensión fue la más dura; según aumentaba la altitud, la respiración —al menos en mi caso— se hacía un tanto dificultosa: se me abrió el cielo cuando los porteadores pidieron hacer un alto para descansar y fumar un cigarrillo. El lugar escogido fue un pequeño claro herboso donde los excrementos de elefante y búfalo se amontonaban junto a un riachuelo que fluía por el centro de la pradería. El aire era un elixir de pureza; el agua, de un estimulante frescor. La llovizna y la impenetrable niebla empezaban a dar paso a la promesa de un sol reconfortante. Por primera vez pude apreciar toda la inmensidad de la vegetación herbácea que cubría las fragosas laderas del Visoke por el flanco norte de nuestra senda. El terreno parecía muy apropiado para el gorila. Entonces se desató en mí un tremendo anhelo por descubrir lo que se extendía ante nosotros, al oeste, en lo más recóndito del corazón de los Virunga.

Muy aprensivos, los porteadores se mostraban ahora más silenciosos de lo que habían estado allá abajo, en su aldea Sin embargo, estaban dispuestos a continuar, aunque, por lo visto, sólo unos pocos se habían adentrado antes tanto por las montañas. Proseguimos la subida por una pendiente más suave durante más de una hora, hasta llegar a un amplio corredor pradeño, alfombrado con un denso tapiz de hierba. Repartidas por toda la pradería, cual poderosos centinelas, levantábanse imponentes Hagenia, barbadas por las largas y diáfanas hebras de los líquenes que nacen en sus ramas cargadas de orquídeas. Iluminada a contraluz por el sol, la escena cobraba una dimensión espectacular que ninguna cámara podría captar, ni mirada alguna dar crédito. Aún no he visto en todos los Virunga un lugar más impresionante ni más idóneo para la investigación del gorila.

A las cuatro y media en punto del 24 de septiembre de 1967, fundé, a 3.048 m de altitud, el centro de investigación de Karisoke: «Kari» por las cuatro primeras letras del monte Karisimbi, que dominaba el campamento por el sur, y «soke» por las cuatro últimas del monte Visoke, cuyas laderas se elevaban por el norte a 3.710 m, justo detrás nuestro.

Elegido el sitio, el siguiente paso fue la selección del personal del campamento entre los porteadores. Varios de ellos deseaban un trabajo permanente, así que en muy poco tiempo tuve lo que serían los orígenes de la plantilla de Karisoke ayudando a montar tiendas, hervir agua, recoger leña y desempaquetar el equipo y las provisiones necesarios. Instalamos mi tienda junto a un arroyo de rápido fluir. Unos cien metros más atrás, en el prado, arrimada a las laderas del Visoke, se levantó otra tienda para el recién designado personal africano.

Desde aquel día, nunca he tenido la más mínima dificultad en recordar la alegría que sentí al poder reanudar mi investigación sobre el gorila de montaña. Cómo iba a imaginar entonces que, plantando dos tiendas de campaña en la soledad de los Virunga, había sentado los antecedentes de lo que se convertiría en un centro de investigación de renombre internacional, utilizado a la larga por científicos de muchos países. Como pionera, hube de sobrellevar el aislamiento, pero he cosechado una inmensa satisfacción que mis sucesores nunca podrán disfrutar.

La barrera del lenguaje entre los ruandeses y yo fue un hecho palpable en los días que siguieron a la fundación de Karisoke. Alyette DeMunck, que tenía un dominio excelente de los idiomas, se despidió después de pasar unos días en el campamento. Yo sólo hablaba swahili, y los ruandeses sólo kinyaruanda. Así pues, buena parte de la comunicación se realizaba mediante gesticulación manual, señales hechas con la cabeza o muecas faciales. Los africanos tienen una gran facilidad para aprender idiomas, porque no suelen confiar en la muleta de los libros; por eso me fue más fácil enseñarles swahili que aprender kinyaruanda.

La mayoría de los porteadores ruandeses que contraté aquel día han seguido a mi lado cual leales y abnegados ayudantes. Unos se sentían a gusto en el bosque, de modo que los adiestré, como otrora hiciera Sanwekwe conmigo, en el arte del rastreo. Otros preferían quedarse en el campamento y aprendieron los principios básicos de la limpieza de tiendas, del lavado de ropa y platos y también a cocinar de manera muy rudimentaria. Los leñadores tenían que ser robustos y cumplir a rajatabla una regla de oro: no se talarían árboles en pie pertinentemente localizados, ni tampoco los caídos que fueran soporte de vida animal o vegetal. La naturaleza humana, por ser como es, se manifestó en una renovación más rápida de los leñadores que de los rastreadores o el personal doméstico.

* * * *

En 1967, el Parque de los Volcanes de Ruanda contaba sólo con una docena de guardas y con un conservador al que todo le daba igual. La mayoría de los hombres eran completamente ajenos al bosque y le tenían miedo, así que preferían quedarse en sus aldeas con la familia y los amigos. El parque estaba bajo la jurisdicción del Directeur des Eaux et Forêts (Director de Aguas y Bosques) del Ministerio de Agricultura. No existía un organismo central, como ahora ocurre, para la gestión del parque. Los recolectores de miel, apacentadores de vacas y cazadores furtivos —en muchos casos, amigos o parientes de los guardas— tenían paso franco para entrar y salir del parque cuando les viniera en gana. A excepción de un puñado de residentes europeos que de vez en cuando subían o acampaban por la noche en las montañas, el parque no merecía prácticamente el interés de nadie que no fuera sus ilegales invasores. A decir verdad, cuando llegué a Ruanda, numerosos europeos me advirtieron que vivían pocos gorilas, si es que alguno, en el lado ruandés de los Virunga, y que perdería el tiempo buscándolos. Yo me sentía inclinada a pensar de otra forma. Las principales presas de los cazadores furtivos en los Virunga son dos especies de antílope: el antílope jeroglífico (Tragelaphus scriptus) y el duiker bayo (Cephalophus nigrifrons). Estos elegantes animales son abatidos de forma directa con lanzas o flechas, o bien sufren una lenta agonía una vez apresados en trampas resorte con lazos ocultos de cáñamo o alambre, las cuales se disparan a la más mínima presión para atrapar la pata de cualquier animal.

Durante sus incursiones por el parque, cazadores furtivos y pastores viven en estructuras muy simples, las ikiboogas, construidas en torno a los grandes troncos huecos de viejas Hagenia.

Por regla general, los cazadores furtivos pasan varias jomadas en el bosque —depende de la suerte a la hora de cazar— y tienen por costumbre fumar hachís alrededor de las fogatas durante la noche.

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Los cazadores furtivos de los montes Virunga pasan la noche en ikiboogas, abrigos temporales habilitados en los troncos huecos de viejas Hagenia. En ellas, los cazadores ilegales ahúman carne de animales víctimas de los lazos o abatidos con flechas y lanzas.

Cuanto mayor sea la pieza ambicionada para el día siguiente, tanto mayor es la cantidad de hachís necesaria para alentar el valor de los cazadores. Cuando dejan las ikiboogas y emprenden la cacería, los hombres, de ordinario batwas, ocultan las pipas de hachís, los lazos de alambre de repuesto, la carne de antílope ahumada o la comida que hayan traído de la aldea en los profundos recovecos de los troncos de Hagenia. Los pastores también ocultan sus ibianzies (jarros de leche) en la densa vegetación, cerca de las ikiboogas. No costaba mucho aprender a buscar las ilegales pertenencias de los cazadores furtivos o los pastores para desanimar a semejantes invasores.

Si aspiran a una pieza pequeña, como un antílope, los cazadores furtivos suelen viajar solos o en bandas reducidas, acompañados a menudo de perros con cencerros de metal hechos a mano y sujetos al animal mediante collares de piel de antílope. Esos cencerros van rellenos con hojas mientras los cazadores andan a la busca de la pista del animal. Cuando los perros encuentran un rastro fresco, ya no hay necesidad de silencio, de modo que les quitan las hojas a los cencerros y siguen a los perros para que les conduzcan hasta la presa. Me es imposible recordar cuántas veces, rastreando gorilas en las altas laderas del Visoke, habré oído los gritos de los cazadores furtivos mezclados con los ladridos de sus perros y con el característico estrépito de los cencerros, en persecución de su presa, por lo común hasta la muerte. De tanto en tanto, las batidas se daban en los prados abiertos, 150 a 300 m más abajo. Hubo ocasiones en que aplaudí en silencio a la vista de un duiker o un antílope jeroglífico, próximo al agotamiento, que conseguía escapar a sus perseguidores cambiando inteligentemente de dirección de acá para allá, por los pequeños claros herbosos, hasta alcanzar la densa y protectora vegetación de las faldas del Visoke. Esas huidas dejaban a cazadores y pernos confundidos, corriendo en círculo por el prado mientras la presa descansaba en su refugio de zarzas y cardos. Me preguntaba si, cuando menos alguna vez, la presencia de dos tiendas, de mí misma y del reducido personal de Karisoke lograría desalentar las actividades de los cazadores furtivos. Durante los primeros días de la investigación, agitando lanzas o blandiendo arcos y flechas, saltaban incluso por encima de las clavijas de mi tienda tan alegremente como el antílope que ellos y sus perros perseguían por el prado del campamento.

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Las víctimas por antonomasia de los furtivos de los Virunga son los antílopes, que son abatidos con lanzas o flechas o atrapados en un lazo corredizo oculto en un pequeño hoyo debajo de una capa de tierra y hojas El lazo está unido a un bambú o a un arbolito doblados, que se disparan hacia arriba a la más mínima presión del animal que pasa por encima del lazo. Este duiker no tenía escapatoria. Como otros muchos, luchó por su vida tratando inútilmente de zafarse del lazo que le asía la pata, y murió antes de que pudiera ser rescatado. Los antílopes más grandes, como el antílope enjaezado, dejan a veces la pezuña en sus intentos de escapar de la fatídica presa de alambre. Con demasiada frecuencia, los gorilas caen en los lazos destinados a los antílopes.

En una ocasión, siguiendo con disimulo una de estas partidas, vi a un muchacho de unos diez años que, acurrucado detrás de un árbol, apuntaba con una flecha en dirección a un antílope jeroglífico que otros cazadores furtivos intentaban hacer salir de un espeso matorral en las laderas del Visoke. Conseguí echarle el guante —era hijo del principal cazador furtivo de los Virunga, Munyarukiko— y me lo llevé con armas y todo a mi tienda, con la esperanza de que su captura me permitiera concertar un parlamento con el padre y otros destacados cazadores. Tenía que hablar con ellos cara a cara sobre la urgencia de dejar al menos las faldas de la montaña libres de trampas y de persecuciones cinegéticas en atención a los gorilas que aún quedaban. El rehén disfrutó de dos días de estancia en el campamento. Hizo de suplicante mediador, junto con los ruandeses de mi personal, siendo al fin intercambiado por la promesa de Munyarukiko de que las laderas del Visoke serían consideradas sacrosantas frente a toda nueva cacería. Por un tiempo, que yo sepa, Munyarukiko cumplió su palabra. Sin embargo, en 1967, los collados, que albergaban grandes rebaños de elefantes, búfalos y antílopes, se convirtieron en terreno de caza de los furtivos, en particular porque los años de caza furtiva habían diezmado las presas en las zonas contiguas a los límites del parque. A medida que la caza se hacía más escasa en las cotas inferiores del Parque de los Volcanes, la lucha anti furtivos se convirtió en parte importante de la batalla diaria de Karisoke por la supervivencia de los gorilas y de otros animales que ocupaban los collados. Dar con una hilera de trampas y poder cortarlas antes de que hayan atrapado alguna víctima, es siempre gratificante. No lo es menos poder soltar un antílope indefenso a poco de haber sido laceado, y verlo alejarse a saltos de una muerte segura. Los flexibles postes necesarios para una trampa resorte son, por lo general, de bambú. Resultan fáciles de detectar en las zonas verdes, forestadas, de vegetación herbosa, pero dar con ellos en un bosque de bambúes es más complicado Las trampas solían estar tan bien camufladas que al cabo de varias horas de búsqueda por los densos laberintos de bambú, veía espejismos por doquier. Los rastreadores y yo encontrábamos muy cómico, aunque humillante, vernos a gatas o caminando por los espesos cañaverales en busca de trampas, y de repente sentir que te tiran de muñecas y tobillos desde abajo al caer inadvertidamente en los lazos ocultos bajo una ligera capa de tierra. Siempre volvíamos con lazos al campamento, que quemábamos o arrojábamos a la letrina como garantía de que no serían utilizados de nuevo. Por idéntica razón, cuando los descubríamos, cortábamos los postes que servían de anclaje a los lazos.

En las trampas-foso, de 2,5 a casi 4 m de profundidad, había un piso de afiladas estacas de bambú, donde quedaba ensartada cualquier inocente criatura que tuviera la desgracia de caer en ellas. Yo fui una de esas inocentes criaturas cierto día en que iba sola, abriéndome paso por un alto y cerrado ortigal con mi panga, herramienta cortante similar a un machete. Si en este instante iba renegando de hallarme sobre la capa de tierra, al siguiente me vi dos metros y medio por debajo de ella, sintiendo las descargas eléctricas de los incontables verduguillos de las ortigas que tapizaban el foso. Por suerte, era una trampa vieja, abandonada hacía tiempo, con las estacas podridas y caídas. Sentí pánico cuando al dirigir la mirada a lo alto, al radiante azul, me di cuenta de que era muy de mañana La gente del campamento no me buscaría hasta el anochecer, muchas horas después. Afortunadamente, la panga había caído conmigo, de manera que me puse a excavar una especie de peldaños para las manos y los pies en las desmenuzables paredes del foso, hasta que pude alcanzar las raíces de un matorral que crecían cerca de la boca. Ésa fue una de las contadísimas ocasiones de mi vida en que agradecí mi metro ochenta y tres centímetros de altura.

Entre los enmarañados zarzales era corriente encontrar lazos corredizos estranguladores. Podían ser accionados en el acto por la cabeza de un ramoneante antílope al llevar el hocico hacia los frutos y brotes tiernos que crecen en el espeso matorral. Las víctimas pilladas en tales trampas se estrangulaban poco a poco hasta morir; sus inútiles esfuerzos por librarse servían sólo para apretar aún más el asfixiante lazo.

Un tipo de emboscada cada vez más raro, probablemente a causa del reducido tamaño de los rebaños, consistía en una estacada de troncos junto a los rastros de búfalo, que conducía siempre a precipicios donde los cercados se angostaban hasta quedar reducidos a estrechos pasos abiertos en el borde del barranco. Similares a los construidos por los primitivos indios americanos, esos corrales en forma de embudo dejaban al búfalo sin escapatoria posible. Hombres y perros empujaban a los animales por detrás, mientras otros, con lanzas, esperaban abajo la caída de las víctimas. Siempre que los rastreadores y yo encontrábamos vestigios de esas emboscadas en la selva, los hombres traían a la memoria relatos de esas masacres que habían oído de boca de sus padres. Los ocasionales cementerios de búfalos situados al pie de los acantilados, contaban el resto.

Uno de nuestros visitantes descubrió por casualidad otra clase de trampas de las que, por fortuna, hasta ahora sólo hemos tropezado con unas pocas. Estaba el recién llegado gateando por la espesa vegetación, a punto de adelantar una mano para apoyarse, cuando, instintivamente, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Observando el punto exacto donde la mano habría ido a parar, vio un lazo de resorte de alambre, muy bien disimulado, cubierto en parte por inmundicia. Siguiendo con la mirada la línea ascendente del alambre, reparó en que estaba unido a tres enormes troncos de unos 60 cm de diámetro y un metro ochenta de largo, suspendidos a cosa de un metro de su cabeza. Al instante se dio cuenta de que la más ligera presión sobre el área circunscrita por el lazo de alambre hubiera dejado libres los troncos, aplastándolo mortalmente. Con extraordinaria presencia de ánimo, el estudiante salió con sumo cuidado de debajo de la emboscada y, una vez fuera e incorporado, hizo saltar el tenso alambre. Sin daños ni víctimas, los troncos rompieron contra el suelo con un sordo retumbo.

Sigo devanándome los sesos acerca del propósito específico de este modelo de trampa. Las que he podido ver no tenían la altura necesaria para atrapar un búfalo, y pesaban más de la cuenta para matar antílopes, capturados de ordinario mediante el mucho menos sofisticado método del lazo de alambre o cáñamo sujeto a postes. Yo diría que este tipo de emboscada estaba destinado al jabalí de río (Potamochoerus porcus), pieza que los miembros más jóvenes del personal africano de Karisoke recordaban como abundante en 1967, cuando empezaban a cultivarse tierras del parque.

Sin embargo, en mi época era evidente que las reservas de fauna, sobre todo a bajas altitudes, no estaban en consonancia con el número de animales que los cazadores furtivos extraían del parque. Por esta razón, sus incursiones de caza les llevaban montaña arriba, al bosque, y con más frecuencia al hábitat del gorila.

Aunque no eran, por regla general, las víctimas escogidas de las trampas, los gorilas también caían en ellas. La tremenda fuerza de un gorila le permite soltarse y escapar con el lazo de alambre apretado alrededor del tobillo o de la muñeca; pude observar a tres gorilas con uno de esos lazos atados en la muñeca. Habían aprendido a servirse de los pies para la preparación y sujeción de los alimentos; no obstante, se debilitaron sensiblemente antes de desaparecer del grupo. Nunca más los volvimos a ver.

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Uno de los lazos colocados por los cazadores furtivos atrapó a Lee, el primero de los hijos de Nunkie, cuando contaba tres años y diez meses de edad. Durante sesenta días, el alambre se fue hincando más y más en el tobillo de la joven, hasta que ésta sucumbió de gangrena y neumonía. Los cazadores furtivos son responsables de dos tercios de las muertes ocurridas entre los gorilas en esa zona.

Un cuarto caso bien documentado es el de una joven gorila de cuarenta y cuatro meses, que fue estudiada con continuidad desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte. Fue una jovencita animada, juguetona y encantadora hasta la mañana en que, sin saberlo, corrió alegremente hacia un lazo de alambre camuflado. El alambre la cogió por el tobillo y la retuvo prisionera junto al poste. Los restantes miembros del grupo se agitaban histéricos a su alrededor —corriendo, rompiendo ramas, golpeándose el pecho, gritando de impotencia sin saber qué hacer para soltarla—. Ese mismo día, presa de desesperación, pudo desprenderse del poste aunque con el alambre todavía en el tobillo. Durante sesenta agonizantes días, el alambre se fue clavando más y más en la carne de la demacrada jovencita, hasta que murió por fin de gangrena combinada con una neumonía. A lo largo de ese período, su debilitamiento fue en aumento. El grupo aflojaba el paso para que no se rezagara, pero la joven gorila estaba condenada desde un principio.

En otros dos casos de jóvenes laceados por la muñeca, parece ser que el jefe de dorso plateado consiguió liberarlos de inmediato, usando los caninos para deslizar el alambre por encima de sus manos cuando todavía estaban sujetos al poste de la trampa. Sin duda, ese gorila «dorsicano» era mucho más experto en trampas que el jefe del grupo de la anterior joven condenada. Otro individuo, una hembra adulta, posiblemente fue víctima de una trampa en su juventud, porque le faltaban varios dedos en ambas manos la primera vez que fue vista como adulto. Cuando con el tiempo dio a luz, me conmovió observar la destreza con que era capaz de cuidar del recién nacido a pesar de su tremenda inferioridad.

Algunos grupos de gorilas parecían más «entendidos en trampas» que otros, quizá por haber tenido más contacto con los estragos por ellas ocasionados. Un día vi a un grupo desviarse ex profeso de una fila bastante visible de postes de bambú arqueados, sujetos bajo tensión a letales lazos de alambre. Aunque la batería de trampas estaba recién instalada, una ya había atrapado un duiker, muerto al cabo de una inútil lucha por librarse del alambre. Los rastreadores, un huésped del campamento y yo misma nos distribuimos para derribar la docena aproximadamente de trampas aún cargadas, antes de que pudieran infligir más daño. Me preocupaba el efecto que tendría en los gorilas —que se dirigían hacia la vegetación mucho más densa de más abajo— el ruido que hacíamos al cortar los postes. Empero, daban la impresión de estar tranquilos, quizá porque nos habían visto y reconocido, y no nos relacionaban con los cazadores furtivos.

En el preciso momento en que habíamos terminado de abatir la totalidad de las trampas, nos llegó un espantoso aullido por el lado de los gorilas, a los que semiocultaba la alta vegetación del pie de la ladera. Horrorizados, corrimos hacia un poste que subía y bajaba, pues su víctima se debatía por el apretón del lazo. A pesar de la presencia del grupo, rompí involuntariamente una de mis reglas cardinales (permanecer en silencio estando cerca de ellos) y comencé a gritar «¡no, no, no!», convencida de que otro gorila había sido laceado. Cuando llegamos a la trampa, los animales, sobrecogidos por mi comportamiento —cómo no—, ya habían emprendido la huida. Qué indescriptible alivio sentimos al encontrar un duiker joven, y no un gorila, en indómita lucha con el lazo de alambre.

La larga experiencia nos dictaba la rutina a seguir para la liberación de antílopes laceados. El primer paso era tapar la cabeza del animal, por lo general con una chaqueta, pues esto sirve para apaciguar un tanto la violencia del desesperado denuedo del antílope. Acto seguido, se le inmovilizan las frágiles patas para impedir que la víctima se rompa los huesos o se rasgue los ligamentos y los músculos. La sujeción de las patas exige fuerza y agilidad, porque la exasperación de un animal aprisionado, luchando por su vida, parece darle una fuerza extraordinaria. Sólo entonces se puede retirar el lazo y comprobar si la víctima ha sufrido algún daño. Si el antílope parece capaz de apañárselas por su cuenta al ser liberado, se le destapa la cabeza.

A punto de iniciar la operación de desenlazar la pata de este valiente duiker, se me ocurrió mirar en la dirección que los gorilas habían tomado, y no pude contener la risa: los cuatro machos adolescentes del grupo estaban sentados en fila sobre una gruesa rama de Hagenia, a unos seis metros de distancia. Diríase que estaban totalmente fascinados con nuestras diligencias. La intensidad de su ensimismamiento prestaba cierto apoyo moral a nuestros esfuerzos. Más retrasado, se podía divisar el resto del grupo, asomando por encima de la vegetación y con la mirada clavada en nosotros. Con una «hinchada» como ésta, nada podía fallar. Bastante seguros, destapamos la cabeza del antílope liberado, se puso en pie y, de un salto, desapareció en la vegetación circundante. Los cuatro gorilas lo siguieron con los ojos brevemente, se golpearon el pecho y, dando por terminado el espectáculo, descendieron del árbol con toda tranquilidad. Una vez más, me maravilló la curiosidad que llegan a tener los gorilas.

* * * *

Nos llevó unos cuatro años despejar de ganado los collados entre los montes Visoke, Karisimbi y Mikeno, y reducir la actividad de los cazadores furtivos en dicha región. A la sazón, los gorilas pudieron abandonar las sobrepobladas laderas de las montañas y extender sus dominios por los collados. Sin embargo, cuando un grupo se trasladaba lejos del campamento y tropezaba con una fila de trampas o con cazadores furtivos en un terreno no familiar, había que acudir a lo que yo llamaba el arreo.

La drástica decisión de arrear un grupo de gorilas se tomaba sólo cuando estaban en zonas de peligro potencial, bien por cazadores furtivos, bien por trampas; y siempre lo hice con gran renuencia, porque ello entrañaba molestar deliberadamente al grupo e influir en su habitual pauta de movimientos.

La preparación del arreo consistía en repartir entre toda la gente del campamento, tanto personal de plantilla como estudiantes voluntarios, los cencerros de los cazadores furtivos que me había ido agenciando durante años de rapiñar en las ikiboogas. A continuación localizábamos el grupo amenazado, pero sin establecer contacto directo con él. Manteniéndonos ocultos y en silencio, formábamos un gran arco de aproximadamente unos cincuenta metros por detrás del grupo. Una vez cada cual en su sitio, lanzábamos lo que casi podía pasar por un verdadero ataque de cazadores furtivos, haciendo sonar los cencerros e imitando los gritos de caza de aquéllos. El fingido «ataque» se planeaba de modo que los gorilas pudieran ser arreados en una dirección segura, por lo general hacia las laderas del Visoke. No hacíamos un ruido continuado: primero sólo el suficiente para que los animales se pusieran en camino, y luego únicamente cuando se detenían demasiado tiempo durante su retirada o cuando estaban a punto de salir del cerco y regresar al punto de partida. Huyendo de aquellos invisibles «vaqueros», los gorilas dejaban a su paso defecaciones diarreicas y en el aire un abrumador olor a miedo. Si en el grupo había dos gorilas de dorso plateado, el macho dominante asumía el mando para marcar el rumbo y la velocidad de la marcha a las hembras y jóvenes que le seguían inmediatamente detrás. El segundo gorila de dorso plateado, ahora un subordinado, cuidaba la retaguardia cual fiel cancerbero —una defensa complementaria para los animales vulnerables del centro—. Por lo general, al cabo de aproximadamente un cuarto de hora de estampida, aminoraban el paso para descansar un rato. Una vez el grupo quedaba fuera de la zona de peligro y encarrilado de vuelta al terreno familiar, dejábamos a los animales en paz, sin intentar establecer contacto de nuevo con ellos durante esa jornada. Sólo en contadas ocasiones llegamos a utilizar esta técnica contundente, pero efectiva; la tengo, con mucho, como un mal menor, cuando pienso en lo que podría haber sucedido si, rodeado de cazadores furtivos o esperado por trampas, hubiera quedado el grupo a merced de sus propias defensas. Patrullando por los collados, enseguida me di cuenta de que los cazadores furtivos no se tomaban a la ligera que les destruyeran las trampas. Una forma de manifestar su disgusto era el sumu, vocablo africano que significa «veneno», pero que en la región central de África se utiliza para hacer referencia a la magia negra. A veces los cazadores furtivos cortaban dos ramas, formaban con ellas una cruz y la clavaban en el suelo junto a la senda que conducía a la fila de trampas. Este símbolo cristiano tenía por objeto transmitir una amenaza de muerte a quienquiera que pasara allende el punto donde estaba clavado. Varios hombres que trabajaban en el bosque en las patrullas anti furtivos sentían verdadero terror por dicho signo y se negaron a entrar en la zona protegida. Había conseguido quitarles yo de la cabeza otro tipo de aprensiones, pero el sumuejercía una influencia muy poderosa en la vida cotidiana de muchos ruandeses, sobre todo entre los que vivían en las regiones más remotas, cerca de la provincia Kivu del Zaire, donde lo practicaban los más prodigiosos umushitsi (médicos hechiceros).

El pombe (cerveza de plátano) cargado con una pócima era la forma más corriente de administrar el sumu, si bien había otros métodos. Según sus creencias, el entierro de una costilla de animal junto a la senda por la que la deseada víctima ha de pasar, es muy eficaz, aunque sobre el hueso enterrado no caiga más que la sombra de la persona. Un procedimiento sumu más costoso consiste en el sacrificio de una cabra o de una gallina a manos de un umushitsi de alto rango, mientras entona palabras mágicas y el nombre de la supuesta víctima. Estuviera donde estuviese, era opinión común que la víctima caería enferma al tiempo que la bestia inmolatoria fuera degollada. No sé de nadie que haya muerto a causa de esta práctica.

En uno u otro momento, todos los africanos que trabajaban en el campamento se vieron expuestos a la malignidad del sumu. Si daban en creer que habían sido envenenados, en general por algún elemento extraño añadido a su pombe, tenían el absoluto convencimiento de que nada ni nadie podía ya salvarles, como no fuera el poder de un experto umushitsi. Empezaban a preparar su propio funeral, vistiendo a diario sus mejores galas para estar a punto cuando llegara el hado; de esta forma, se aseguraban que las ropas serían enterradas con ellos y que no caerían en manos de cualquier persona. El antídoto dispensado por un umushitsi competente es increíblemente caro: el equivalente aproximado del salario de un mes. Al principio, cuando pedían dinero para el tratamiento, creía que era un pretexto. Sin embargo, cuando vi que algunos empezaban a consumirse materialmente delante de mis narices, hube de admitir que el sumu ejerce una influencia entre los africanos que desborda la capacidad de comprensión del extranjero. A la larga, acabé adaptándome a su fe en el poder de la magia negra. Pagaba los treinta jornales por los remedios, de venta exclusiva en la choza de un médico hechicero, y procuraba disimular el asombro que me producía ver a la gente volver al trabajo totalmente recuperada, vistiendo ropas de diario.

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Los gorilas macho adultos suelen ser abatidos por los cazadores furtivos para la práctica del sumu, término africano que hace referencia a la magia negra. Los furtivos cortan al animal las orejas, la lengua, los testículos y los dedos meñiques, y preparan con estas partes del cuerpo un brebaje que dota a quien lo bebe de la virilidad de un gorila de dorso plateado. En la actualidad, los cazadores furtivos también acostumbran capturar bebés gorila para venderlos a zoológicos del extranjero.

 

No todos los sumus estaban pensados para matar. Seregera, un viejo oriundo de la muy supersticiosa provincia de Kivu, en el Zaire, solicitó trabajar en el campamento como zamu (guarda). A mí se me antojó un tanto inquietante por su aspecto y por sus maneras; los tres miembros más jóvenes del personal del campamento acabaron intimidados por él. Uno de ellos, Kanyaragana, tuvo valor suficiente para presentarme pruebas de que Seregera estaba realizando práctica de sumu en el campamento. Una tarde, muerto de miedo por su osadía, hete aquí que se me presenta el ruandés en mi tienda y se saca del bolsillo un objeto que parecía una cabeza momificada y reducida, cubierta en parte de pelo. Un examen más detenido me reveló que la «cabeza» era una burda talla de madera pesada, que guardaba un lejano parecido con mi semblante de aguileña nariz. Me dijo que el cabello era mío, recogido de mi cepillo por Seregera durante varias semanas. Según Kanyaragana, una vez la cabeza estuviera cubierta por completo con cabello de su modelo, sería pulverizada por un médico hechicero y vertida en la comida y el té de la presunta víctima, en este caso yo. Después de esto, se suponía que quedaría totalmente sometida a los caprichos del recolector de cabello, siempre y cuando, claro está, no notara nada extraño en mi comida o mi té. Devolví aquella cosa a Kanyaragana para que pudiera reintegrarla en su sitio antes de que Seregera descubriera su ausencia, y en lo sucesivo procedí a limpiar puntualmente el cepillo para el pelo, hábito que he conservado durante muchos años, incluso una vez ya en América.

Ignoraba por aquel entonces que Seregera era además un cazador furtivo; y se convirtió en uno de los mayores cazadores de elefantes de los Virunga cuando se hizo con un rifle de caza, más o menos por la misma época en que Munyarukiko obtenía también uno.

Los cazadores furtivos eran usuarios del sumu, probablemente porque muchos de sus ingredientes procedían de los animales y de la vegetación del bosque. Con el valor tonificado por el hachís, mataban gorilas de dorso plateado para arrancarles las orejas, la lengua, los testículos y los meñiques. Con los trozos, y algunos potingues facilitados por un umushitsi, preparaban un brebaje que, por lo que se decía, dotaba al receptor de la virilidad y la fuerza del gorila descuartizado. Entre la gente más joven del campamento, algunos admitieron de mala gana que sus padres creían en el poder de la poción de gorilu dorsicano, si bien ellos se lo tomaban a broma. Por suerte, hoy en día la práctica parece estar en decadencia. A los gorilas, y en particular a los de dorso plateado, también se los mataba por el valor de su cráneo y de sus manos. Los horripilantes trofeos se vendían a los turistas o a los residentes europeos de las cercanas ciudades de Ruhengeri y Gisenyi por el equivalente de 20 dólares.

Esta moda pasó pronto; así y todo, alcanzó a cobrarse al menos una docena de gorilas.

Dada la brutalidad de los crímenes de los cazadores furtivos, me era mucho más fácil aceptar las invasiones de los pastores batutsi, aun teniendo en cuenta que sus vacas ocasionaban enormes daños en la vegetación del parque. La tradición del apacentamiento de vacas en los volcanes Virunga se remonta a no menos de cuatrocientos años, y los nombres de la mayor parte de los prados y montañas han sido transmitidos durante siglos por los pastores batutsi. Son los miembros varones de cada familia los encargados de apacentar los rebaños familiares, responsabilidad que comparten hasta tres generaciones. Mientras los mayores andan fuera, con las vacas, los más jóvenes permanecen en la ikibooga cuidando de ésta, de los temeros y de la sempiterna fogata del campamento. Las ibianzies, recipientes de madera ahuecada en los que se ordeña a las vacas y que ocultan en tomo a la ikibooga del bosque, pasan de padre a hijo. Incluso las vacas y las zonas concretas dedicadas al pastoreo en el interior del parque pasan de una generación a otra.

Los descendientes de cierta familia batutsi habían utilizado los prados que circundan Karisoke durante un sinnúmero de años antes de mi llegada; consideraban la zona como propia, aunque sabían que estaban ilegalmente en un santuario del parque. El jefe de esta familia concreta era un regio anciano de edad indefinida y de nombre Rutshema. Dos de sus hijos, Mutarutkwa y Ruvenga, y los hijos menores de éstos, le ayudaban en el cuidado y arreo de 300 cabezas de ganado vacuno, uno de los mayores rebaños dentro del parque.

Considerando que esa familia, uno de los numerosos clanes batutsi, llevaba años frecuentando los prados entre Visoke y Karisimbi, se me hacía muy difícil insistir en que tenían que sacar el ganado fuera de los límites del parque. El lector, no falto de razón, se preguntará: «Bueno, entonces, ¿por qué hacerlo?» Mi respuesta ahora, como lo fue hace quince años, es muy simple: no se puede poner en peligro los objetivos de conservación de un parque definido como tal.

A mi vez podría preguntar: «¿Se han creado los parques para proteger la fauna y la flora y para que se conserven intactos, o han de ser explotados por los invasores en beneficio propio?»

Durante varios años, pasé innumerables días sacrificando observaciones sobre los gorilas, por la necesidad de arrear vacas fuera del parque. Otra faena que exigía menos tiempo, aunque resultaba igual de antipática, era la de mezclar los rebaños de los distintos clanes batutsi. Esa maniobra creaba el caos entre los toros, al tiempo que, claro está, destruía las tan cuidadas líneas consanguíneas de los distintos clanes familiares. Tras varios años de lucha «Fossey versus vacas», los batutsi abandonaron definitivamente el parque, para apacentar sus rebaños en otros lugares. Aunque parezca mentira, Mutarutkwa, del clan de Rutshema, nunca me guardó el más mínimo rencor, y con el tiempo se convirtió en uno de mis mejores amigos, así como en jefe de las patrullas anti furtivos que establecí para expulsar a esa gente del parque.

Una forma de captar la inmensidad del problema del ganado en los Virunga era por aire. En 1968, una mañana temprano sobrevolé los dos volcanes activos del Zaire y los seis dormidos que comparten el Zaire, Ruanda y Uganda. Ese vuelo sólo puede ser calificado de experiencia etérea.

Fuimos primero al más oriental, al monte Muhavura, de 4.127 m, cuyo nombre significa «el guía, el que conoce el camino». Considerada como montaña sagrada donde sólo pueden reposar los espíritus bondadosos, Muhavura detenta la más dilatada historia oral y escrita de la invasión humana y ganadera. Alrededor de un tercio del Muhavura está en Uganda; allí se creó en 1930 el santuario de gorilas Gizelli. Inicialmente, la reserva abarcaba unos 46 km2, pero la presión agrícola la redujo a 23 km2 en 1950, y desde entonces se ha achicado aún más. Vi las altas y peladas laderas de la montaña escarchadas por el granizo, en fuerte contraste con los cultivos y las densas masas de bambú que orlaban su base. La montaña era mucho más inhóspita de lo que en principio me había imaginado, y ello por la extensión de las yermas superficies rocosas, tapizadas sólo de líquenes enanos.

Una franja herbosa y llana separaba el monte Muhavura del menos espectacular de todos los volcanes, el monte Gahinga, de 3.475 m de altitud. Gahinga significa «la montaña del cultivo», porque los collados circundantes han sido tradicionales lugares de paso para los campesinos ruandeses que iban a los herreros de Uganda en busca de azadas. Las laderas relativamente uniformes de la montaña están cubiertas de bambú y de bosques de Hypericum hasta la misma cima, que consiste en un cráter pantanoso de abruptos bordes. Gahinga parecía ofrecer más posibilidades para los gorilas que Muhavura, pero está limitado por el tamaño y la abundancia del bambú, alimento estacional donde los haya. Los prados entre Gahinga y Muhavura al este y Sabinio al suroeste me dieron la impresión de ser lo bastante estrechos como para que los gorilas se aventuraran a viajar de Gahinga a las montañas vecinas. El problema era que cuando esos corredores fueran utilizados por seres humanos, por lo general contrabandistas, los gorilas no se atreverían a salvar los claros entre las montañas.

A continuación dimos unas vueltas sobre la tercera montaña de la cadena, el monte Sabinio, de 3.645 m, cuyo nombre significa «padre de los dientes», alusión a las cinco talladas y desiguales crestas de su cumbre. El Sabinio, que pasa por ser la montaña más antigua de los Virunga, resultaba tan impresionante desde el aire como visto de perfil en tierra. Las cotas altas ofrecen una apariencia yerma y poco acogedora, si bien por debajo de la zona alpina crecen cerrados bosques de Hypericum, esparcidos entre los más diversos árboles a lo largo de crestas de abruptas vertientes, separados por quebradas con una profusa vegetación herbácea. La base del Sabinio está ribeteada por un amplio cinturón de bambú que, como en todas las montañas, linda directamente con las tierras de cultivo. Sus estrechas crestas limitan muchísimo los movimientos del antílope, y, por tanto, atraen a los tramperos dada la relativa facilidad con que tales piezas pueden ser atrapadas. Por esa misma razón, la montaña resultaba más problemática para los vaqueros que cualquier otra del grupo de los Virunga.

Un angostísimo corredor herboso separa el Sabinio de un pequeño volcán cubierto de bambú, el Muside, separado a su vez del monte Visoke por doce kilómetros de pequeñas eminencias revestidas también de bambú. En 1966, este cordal aún servía de pasillo entre los tres volcanes orientales que acabo de describir y los tres occidentales. Por consiguiente, las poblaciones de gorilas de las dos mitades del macizo de los Virunga todavía no estaban aisladas entre sí. Pero, ya entonces, el estrecho cordal sufría el lento ramoneo agrícola, que en poco tiempo se tradujo en la separación permanente de las dos regiones y de sus respectivos habitantes animales.

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Un macho adulto fotografiado cuando merodeaba con su grupo por los campos de cultivo situados en las laderas orientales del Visoke, limítrofes con el Parque de los Volcanes. En esta zona, la densidad de población es de 300 habitantes por km2. En 1969, el sector ruandés de los Virunga quedó reducido casi a la mitad cuando se destinaron 8.900 hectáreas del mismo para el cultivo del pelitre. A raíz de ello y durante varios años, hubo que arrear gorilas hacia las laderas del Visoke cada vez que éstos, confundidos, trataban de volver a los lugares donde otrora vagaran sus predecesores.

Una vez sobre el Visoke, de 3.711 m de altitud, el piloto hizo perder altura al avión, sobrevolando tan de cerca el campamento que el personal creyó realmente que íbamos a bajar a por una taza de té. Visoke significa «lugar donde los rebaños abrevan». El término no hace referencia al gran lago del cráter, sino a uno utilizado desde antiguo por el ganado como abrevadero, el lago Ngezi, pegado a la falda noreste de la montaña. Ésa fue la primera vez que vi la magnífica caldera de la cima, de unos 120 m, con sus escarpadas orillas de florida vegetación alpina. Hasta entonces, tampoco me había hecho cargo de la enorme superficie de la montaña, que aún mostraba pocas marcas de erosión. La vegetación herbácea cubre una gran parte de las laderas, lo que hace de ellas un hábitat poco menos que ideal para el gorila. Salvo por el flanco oriental, el resto de la montaña está circundado por una planicie que se prolonga hasta los montes Karisimbi y Mikeno. Ésta es la zona a la que me refiero al hablar del corazón, del núcleo de los volcanes Virunga. Seguramente se convertirá en el último baluarte de los gorilas de montaña.

Desde el aire se podía apreciar en su plenitud hasta qué punto el parque había sido invadido por la agricultura. Los vestigios de la antigua línea de árboles perennifolios que marcaba por el lado ruandés los límites originales —los de 1929— de los seis volcanes dormidos, permanecían en pie cual fatigados soldados en una plaza arrasada. Por encima de ellos, el devastado bosque se llagaba con el humo de las incendiadas Hagenia allí donde se desmontaban pequeñas parcelas de terreno para el cultivo del pelitre. El pillaje se extendía hasta los 2.700 m en el Visoke y hasta los 2.950 en el Karisimbi.

Los planes del Mercado Común con relación al pelitre han influido enormemente en la distribución tanto de los gorilas como del elefante y del búfalo, por efecto de la escisión de las 8.900 hectáreas del Parque Nacional de los Volcanes. En lo fundamental, el terreno secuestrado correspondía a bosques de bambú, aunque incluyó algo de bosque de Hagenia. En 1967, un año antes de mi vuelo, en la base del monte Visoke, establecí contacto con uno de los grupos de gorilas cuyo territorio estaba a punto de verse totalmente invadido por los cultivos. El grupo marginal, que pasó a ser conocido como grupo 6, tuvo que desplazarse Visoke arriba, donde su área de distribución lindaba y se superponía con la de los principales grupos en estudio. Mi primer encuentro con el grupo en cuestión tuvo lugar en un bosque de Hagenia intacto que con el tiempo se convertiría en terreno de acampada y aparcamiento para turistas. En 1971, seis años después del establecimiento de las shambas, los catorce animales aún andaban en busca de zonas no aradas entre los vastos campos de pelitre. El grupo 6 seguía esas minúsculas extensiones boscosas, ninguna de las cuales llegaba a quince metros de ancho, alimentándose de la vegetación autóctona. Haciendo caso omiso de los campos de guisantes, judías y patatas, los gorilas no se separaban de aquellas reliquias de bosque, y, como si buscaran el paradero de lo que otrora fueron sus dominios, llegaban a alejarse hasta trescientos metros de la montaña. En varias ocasiones, los aldeanos subieron al campamento y me pidieron que hiciera retroceder al grupo hacia las laderas del Visoke, tarea que realizábamos enseguida para que los gorilas no sufrieran daño alguno. Hubo ocasiones en que me crucé con el grupo 6 en la vertiente oriental del Visoke contigua a las shambas. Acostumbraba trabajar bien adentro del bosque, no podía hacerme a la idea de ver gorilas con el acompañamiento de las voces de los aldeanos, de los balidos y mugidos del ganado y de los cacareos de las gallinas. El grupo 6, sin embargo, parecía ignorar los ruidos de la civilización a escasos cincuenta metros por debajo de ellos, cuando esos mismos animales habrían huido casi siempre de inmediato si hubieran oído voces humanas en lo más profundo del bosque.

En 1975 se marcaron las nuevas fronteras entre el parque y las tierras de labor con retoños de eucalipto y de árboles perennifolios. Más adelante, en un fútil esfuerzo por hacer la frontera más impresionante, se adquirieron doce casetas de hojalata que se instalaron a intervalos de aproximadamente cinco kilómetros, bordeando todo el flanco ruandés del parque. Este plan podría haber sido eficaz si los guardas lo hubieran supervisado, pero, tal como fueron las cosas, las cabañas se utilizaron en contadísimas ocasiones: se deshicieron o las trasladaron al aparcamiento de la base del Visoke para uso de los turistas.

Por la época de mi vuelo, el bosque aún tenía que asistir a un nuevo asalto. Tres años después, dicen que con propósitos de «conservación», talaron y quemaron dentro del parque una franja de entre 12 y 15 m de ancho a lo largo de 4 km de la frontera entre el Zaire y Ruanda. La nueva frontera internacional se ajustaba al mapa sólo allí donde las curvas de nivel del terreno lo aconsejaban. La larga cicatriz a través de la selva montana parecía producto de un tomado.

Un auxiliar técnico europeo, entusiasta partidario del proyecto, creía de verdad que ni los cazadores furtivos ni la caza atravesarían la pelada divisoria entre Ruanda y el Zaire, por haber quedado ésta marcada definitivamente. Tuve la tentación de preguntarle adonde tenía que ir yo a solicitar los visados para los gorilas, elefantes, búfalos o antílopes deseosos de visitar a sus parientes del otro lado.

Luego sobrevolamos mi patio trasero, unos ocho kilómetros de collados entre el Visoke y los 4.436 m del monte Mikeno. Mikeno, uno de los dos Virunga más viejos, significa «pobre» y hace referencia a un lugar de inhospitalarias pendientes que rechaza toda ocupación humana. Para mí, ésa fue una parte muy nostálgica del reconocimiento aéreo: había pasado casi un año desde que dejé los prados de Kabara. Se me hizo difícil dominar la emoción cuando el avión pasó casi rozando los árboles del denso bosque, en dirección al pequeño claro herboso que teníamos enfrente. El maravilloso prado de mis recuerdos estaba ahora lleno de vacas, y la cabaña que anteriormente sirviera de abrigo a los guardas había sido demolida.

Dejando Kabara a nuestras espaldas, el avión remontó finalmente más de 1.200 m hacia los desolados y solitarios pináculos del monte Mikeno, donde las masas de roca viva titilaban cubiertas de granizo. Durante el ascenso, pese a intentar olvidar lo que había visto en Kabara, un pensamiento me atormentaba: si había pastores con vacas, seguro que los cazadores furtivos no andaban lejos. ¿Qué sería de los gorilas que había conocido allí? Mi abatimiento encontraba cierto alivio en los extraordinarios primeros planos que se nos ofrecían de los valles, cañones y baluartes de roca casi vertical de las alturas del Mikeno. Su desolación parecía hacerlos más formidables; casi sobrenaturales.

De mala gana, descendimos para volar más al oeste, hacia el Zaire, rumbo a los dos volcanes activos: el monte Nyiragongo (3.470 m), llamado así por el espíritu de una mujer, y el monte Nyamuragira (3.055 m), que significa «Jefe» o «Capataz». Mientras trabajé en Kabara, siempre vi en esos dos volubles volcanes las bulliciosas hermanas menores del Mikeno. Incluso desde el aire podían verse con gran claridad varias corrientes de lava negra, largas y digitiformes, que arrollaban kilómetros de denso bosque: eran el resultado de las erupciones menores de año anterior, erupciones que habían teñido el cielo nocturno de Kabara de un resplandeciente carmesí. Qué emocionante picar hacia los sulfúreos y un tanto satánicos cráteres de los embrionarios volcanes; aquellos volcanes que todavía vomitaban, abriéndose paso hacia la madurez, probablemente de la misma manera que los dormidos, ahora alojamiento de gorilas, durante el último millón de años. Retrocedimos hacia Ruanda para explorar el monte Karisimbi, de 4.056 m. Dice la tradición que las almas de los virtuosos habitarán hasta la eternidad en la cumbre del Karisimbi —nombre derivado del término nsimbi, que significa «concha blanca».

Ninguna otra palabra podría definir mejor a esta montaña, cuya cumbre está a menudo tapizada de granizo. El cono superior del Karisimbi está rodeado de vastos cinturones de pradería que llegan a los 3.660 m de altitud y albergan numerosas lagunas y cursos de agua. Como me esperaba, los prados estaban repletos de vacas, unas 3.000 cabezas en total, repartidas en incontables rebaños.

Cinco minutos después de dejar los prados de Karisimbi, dimos la vuelta y aterrizamos en la herbosa pista de Ruhengeri. Una vez los dos motores del avión acallaron sus ensordecedores rugidos, tuve la impresión de haber volado durante un millón de años en noventa minutos escasos.

Capítulo 3
Impresiones de campo en Karisoke

El conocimiento del destino de Kabara que tuve desde el aire hizo que mis proyectos de investigación en Karisoke me parecieran más urgentes que nunca. Sin embargo, ni siquiera la perspectiva de gorilas desconocidos a los que identificar y habituar conseguía disipar mi aprensión por la suerte de los de Kabara.

En Kabara había estudiado tres grupos, con un total de 50 individuos. Durante mi primer año en Karisoke, concentré mis observaciones principalmente en cuatro grupos —51 individuos en total—, que vivían en la zona de estudio, unos 25 km2 alrededor del campamento. Éstos, identificados por un número según el orden en que me tropecé con ellos, eran los grupos 4, 5, 8 y 9. Encontré también otros grupos marginales cuyo territorio lindaba o se superponía con el de los mencionados.

Procuraba distribuir las horas de observación por igual entre los cuatro grupos estudiados, por lo cual se podían dar lapsos de varios días entre contactos sucesivos con cualquiera de ellos. Mi habilidad para rastrear mejoró —a la fuerza—, porque las pistas eran más antiguas y largas que si hubiera seguido a cada grupo a diario, y los ruandeses que formaban mi equipo todavía no eran expertos rastreadores.

Pasaron sus buenos seis meses antes de que mis hombres se sintieran suficientemente seguros para ir al bosque y rastrear ellos solos. Aun entonces, saltaba a la vista que preferían no alejarse más de una hora del campamento, y se mostraban reacios a seguir pistas con más de dos o tres días de antigüedad por las distancias que suponían. Cuando la pista era vieja, salían dos rastreadores juntos en vez de uno. Desconocían todavía buena parte del terreno y albergaban un natural recelo ante posibles encuentros con fieras o cazadores furtivos.

Fue muchísimo más fácil enseñar a rastrear a los ruandeses que a los estudiantes que, con el tiempo, llegaron a Karisoke. Los sentidos de los indígenas, en particular la vista, eran más finos. Cuando entrenaba a alguien, durante un par de días yo iba siempre delante y le explicaba al aprendiz los factores que determinaban la ruta seguida. A veces me separaba adrede de la verdadera pista (ocasiones hubo en que no tan adrede) para ver cuánto tardaba el que venía detrás en darse cuenta del error. Otro ardid docente muy útil consistía en marcar a escondidas las huellas de mis nudillos en una zona fangosa, en dirección contraria a la que llevaban los gorilas que estábamos siguiendo. ¡Cuánto le habría gustado a Sanwekwe esta artimaña!

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Las huellas de los pies y nudillos de los gorilas son fáciles de reconocer en las pistas fangosas y dan una idea bastante aproximada de la edad del animal —en este caso, un macho de dorso plateado—. En zonas con vegetación cerrada, cabe seguir el rastro de los gorilas prestando atención a los restos de comida y a los excrementos depositados a su paso.

Los ingenuos aprendices descubrían mis huellas excitadísimos, y llenos de confianza se lanzaban a seguirlas, sólo para descubrir finalmente que no tenían ningún rastro de gorila delante. Este método se reveló como la mejor manera de enseñar a la gente a no andar a tontas y a locas en las pistas difíciles —como las que transcurrían por prados cespitosos o laderas rocosas, donde incluso la huella de una bota puede destruir un indicio vital—.

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Distribución de los principales tipos de vegetación que sirven de alimento a los gorilas en la zona estudiada junto al Centro de Investigación de Karisoke.

 

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Distribución de los grupos de gorilas que habitan en la zona estudiada.

Seguir el rastro de los gorilas en medio de una vegetación herbácea densa es cosa de niños. La mayor parte de la vegetación se curva en el sentido de la marcha del grupo y se pueden descubrir esporádicamente marcas de nudillos en terrenos o sendas lodosos; las cadenas de defecaciones proporcionan otros indicios sobre la dirección seguida por los primates. Los individuos de un grupo que se desplaza tranquilamente no viajan uno tras otro, de modo que puede haber casi tantos rastros como miembros tiene el grupo; en ese caso, intento siempre seguir la pista más central. Se presentan muchos callejones de salida dondequiera que los individuos se apartan de la ruta principal para perderse y comer por su cuenta. Aprendí, a la larga, que se podían identificar las pistas falsas por la presencia de dos capas de vegetación. La superior, curvada en la dirección en que marcha el grupo, y la inferior en la contraria, allí donde el animal abandona su camino para seguir al grupo.

En medio de una fronda alta y muy densa, cabía ahorrar mucho tiempo de tortuoso rastreo buscando, delante de la pista del grupo, signos de alteración en la masa vegetal o en las ramas de los árboles distantes donde los gorilas pudieran haber trepado para comer. Esta técnica era de particular utilidad en los collados, pues allí el rastro de un gorila podía quedar prácticamente borrado por el paso de un elefante o de una gran manada de búfalos. Señales en el suelo, con posibilidades de sobrevivir entre los cráteres en miniatura dejados por las pezuñas de los elefantes, son las típicas defecaciones tri-lobulares o los restos de comida, como las inconfundibles peladuras de cardo o los tronchos de apio. A menudo, la pista del gorila se confunde durante un breve trecho con la del búfalo, o entra y sale de ella. Cuando esto ocurre y los indicios visuales están ocultos por la vegetación, busco con la punta de los dedos las profundas huellas de las hendidas pezuñas del búfalo para comprobar si voy por mal camino. Como los gorilas buscan siempre vegetación fresca y no pisoteada para alimentarse, rara vez marchan por las pistas de los búfalos.

Por desgracia, lo contrario no es verdad. De claro natural bovino, el búfalo es muy dado a seguir pistas, sobre todo en medio de una vegetación tupida. Cuando se cruza con pistas de gorila, suele seguirlas como hacen tantas y tantas vacas al dirigirse al establo. En varias ocasiones, sin buscarlo, me encontré siguiendo gorilas que a su vez eran seguidos por búfalos. Por dos veces, los gorilas, fuera por irritación o quizá por divertirse, se giraron y cargaron en línea recta contra los búfalos, que dieron media vuelta precipitadamente y se lanzaron sin querer sobre mí. Mirando hacia atrás, las subsiguientes situaciones tenían todos los ingredientes cómicos de una película de «El Gordo y el Flaco». Tenía la opción de trepar a cualquier árbol a mi alcance o bien zambullirme la cabeza en la vegetación —harto a menudo ortigas— que bordeaba la pista de la manada que se me venía encima. Nunca se me ocurrió poner en duda la preferencia de paso de los búfalos. Ésta es una de las primeras reglas que hay que conocer cuando se trata con animales salvajes, y que algunos aprenden a muy alto precio.

El rastreo es un reto divertido, aunque hay ocasiones en que el rastreador llega a pensar que su presa de cuatro patas ha echado alas, tan imperceptibles son los rastros. Esto es particularmente cierto cuando se trata de seguir la pista de un gorila solitario de dorso plateado o las de más de una semana de antigüedad, o las que cruzan regiones relativamente peladas, como prados o coladas de lava, o bien las recorridas por ungulados que comparten los dominios de los gorilas.

Cierta mañana, siguiendo el rastro a un gorila solitario de dorso plateado, me metí reptando por un largo y húmedo túnel techado por un tronco caído de Hagenia y flanqueado de enmarañadas enredaderas. Sentí un gran alivio al divisar una abertura iluminada por la luz del día a unos cinco metros delante de mí; me arrastré hacia ella cual entusiasmado gusano mientras tiraba de mi mochila. Al alcanzar la salida, traté de asir lo que parecía la base de un arbolito para salir de los confines del lóbrego túnel. El pretendido soporte no sólo me sacó de allí, sino que me revolcó por las ortigas un buen trecho hasta que se me ocurrió soltar lo que, en realidad, era la pata izquierda de un sorprendidísimo búfalo. Las odoríferas señales de su justificado terror tardaron varios días en desaparecer de mis ropas y mis cabellos.

Un día, al seguir la pista de un gorila de dorso plateado, descubrí por casualidad que podía seguirla mucho mejor gateando que caminando. Me di cuenta de ello al buscar las trazas de su acre olor corporal, parecido al del sudor humano, que impregnaban la vegetación por donde había pasado unas veinticuatro horas antes. Hay dos tipos de glándulas sudoríparas en la piel de los gorilas. La región axilar de los machos adultos contiene de cuatro a siete capas de glándulas apocrinas responsables del «olor a miedo» que despiden los gorilas en determinadas circunstancias; en los machos de dorso plateado dicho olor es muy intenso, mientras que en las hembras es muy débil. Las palmas y las plantas de machos y hembras contienen glándulas apocrinas y muchísimas glándulas ecrinas, con una importante función lubricante. Ambos tipos de glándulas parecen ser adaptaciones evolutivas para comunicarse por medio del olfato, cuando se desplazan de un lugar a otro, sobre todo entre los gorilas macho adultos.

El olor más sobresaliente en una pista fresca de gorila proviene de los excrementos. Los gorilas sanos dejan ristras de defecaciones lobuladas, similares en textura y olor a las del caballo. Cuando van a paso lento, pueden depositar porciones de tres boñigos en cadena, unidos entre sí por cordones de vegetación fibrosa. Si los animales han estado comiendo fruta, sean moras (Rubus runssorensis) o frutos del Pygeum africanum, del tamaño de una ciruela, las semillas, o incluso el fruto entero, pueden aparecer intactos en los excrementos y proporcionar pistas sobre el lugar donde el grupo ha estado vagando. Se puede establecer la antigüedad de un excremento por el número de moscas que pululan en él, así como por el número de huevos puestos por aquéllas en la superficie. A los pocos minutos de la defecación ya han depositado incontables centenares de diminutos huevos blancos, que eclosionan transcurridas de ocho a doce horas, según el estado del tiempo. Siempre hay que contar con las condiciones meteorológicas al fijar la antigüedad de una pista. Los días cálidos y soleados hacen que rastros recientes, como excrementos o desperdicios vegetales, parezcan viejos al secarse a las pocas horas de exposición, mientras que la lluvia o una niebla espesa tienen exactamente el efecto opuesto.

Durante el período en que aprendía a seguir pistas, volvía al campamento con muestras frescas de excrementos y restos de vegetación, y observaba su proceso de envejecimiento en diferentes condiciones meteorológicas. La repetición de este sencillo experimento afinó en seguida mi habilidad para precisar con exactitud la antigüedad de las pistas. Para estimar mejor las distancias, planté unas estacas fuera de mi tienda, a distancias variables entre 15 y 75 m; así me familiarizaba con las medidas reales.

Los excrementos de las hembras en período de lactancia presentan a menudo una vaina blanquecina, debido posiblemente a su tendencia a comerse las heces de sus crías durante los primeros cuatro a seis meses de vida de éstas. Los excrementos diarreicos, con o sin vaina mucosa o manchas de sangre, cuando los deposita un solo individuo del grupo, suele significar que está enfermo. Si son muchos los animales del grupo que depositan excrementos diarreicos a lo largo de la pista, es síntoma de que andan inquietos por causa de otro grupo o, más probable, de los cazadores furtivos. Esta clase de defecaciones aparece siempre en pistas de huida, dejadas cuando el grupo se aparta a toda prisa, prácticamente en fila, de una amenaza potencial. Cuando seguía una pista de huida, el tiempo se me hacía angustiosamente largo ante el creciente temor por lo que podría estar aguardándome a su término.

De vez en cuando, diferentes grupos eran parasitados por el gusano Anoplocephala gorillae; la infección por este gusano no parecía estar correlacionada con ninguna pauta estacional o territorial. Abultados segmentos del acintado gusano, de unos 3 cm de largo, aparecen con mucha frecuencia en las heces depositadas en los nidos nocturnos, heces que, examinadas a primera hora de la mañana, diríase que están vivas, rebullentes de actividad.

Es un hecho comprobado que el gorila —no importa de qué sexo ni de qué edad— se come sus propios excrementos y, en menor medida, los de otros gorilas. Es muy probable que la coprofagia se dé al término de los prolongados períodos de reposo diario propios de la estación lluviosa, época en que se reduce el tiempo dedicado a viajar y a alimentarse. Cuando realizan esta actividad, los gorilas mueven un poco el trasero y recogen el excremento con una mano antes de que caiga al suelo. Luego le hincan el diente, y mientras lo mastican chasquean los labios con manifiesto deleite. El consumo de excrementos se da en muchos vertebrados —seres humanos incluidos— cuando padecen deficiencias nutritivas. En el caso de los gorilas, se cree que la coprofagia desempeña funciones dietéticas, porque permitiría que las vitaminas sintetizadas en el intestino grueso particular la vitamina B12— sean asimiladas en el delgado. Como dicha actividad es característica de los períodos de tiempo frío y húmedo, yo diría que esas «comidas» son algo así como los platos calientes instantáneos que algunos se preparan cuando están viendo la televisión.

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Un macho de dorso plateado bostezando, satisfecho, en su nido diurno de hojas de Lobelia. Los periodos de reposo, que suelen ocupar el 40% de la jornada de un gorila, se alargan en los escasos días soleados o durante las torrenciales tormentas de lluvia y granizo, cuando los animales buscan la protección de los árboles o de la espesa vegetación.

El tamaño de los excrementos varía mucho según el sexo y la edad: oscila entre los 8 cm de los machos mayores y los 1 a 2,5 cm de las crías. El análisis del contenido excremental de los nidos nocturnos permite determinar la composición de un grupo, y también es un medio fiable de saber si ha habido nacimientos o migraciones en los grupos en estudio. (La mayoría de los alumbramientos se producen durante la noche y los nidos nocturnos recogen casi la mitad de los excrementos depositados por un individuo en un período de 24 horas.

Los gorilas, que son animales diurnos, construyen todas las noches sus nidos en un emplazamiento distinto. El 98% de los nidos nocturnos de gorila están hechos de vegetación no comestible, pues los productos alimenticios, como cardos, ortigas y apio, no son buenos materiales de nidificación. Los nidos de los adultos son estructuras compactas, robustas, que a veces parecen bañeras ovales, frondosas, confeccionadas con plantas corpulentas como la lobelia (Lobelia giberroa) y el senecio (Senecio erici-rosenii). El trabajo de construcción se centra en el borde del nido, compuesto de múltiples tallos curvados, cuyos extremos foliosos están plegados alrededor y debajo del cuerpo del animal para formar un fondo central más «acolchado*. Hacen los nidos en los árboles y también en el suelo, siendo estos últimos los más frecuentes debido al gran peso de los gorilas adultos. Durante la estación de las lluvias, los lugares de nidificación predilectos son los huecos abrigados de los árboles, que los protegen de los elementos; en ese caso, los nidos pueden estar hechos de musgo o suelo blando.

Los niños de los individuos jóvenes suelen ser endebles amasijos de hojas hasta que la práctica les permite la construcción de un nido sólido, práctico. El animal más joven al que vi construir correctamente su propio nido nocturno y dormir en él, tenía dos años y tres meses de edad. Por lo común, los pequeños duermen en el nido de la madre hasta que ésta da a luz otra vez. .

Se observa cierto determinismo en la elección del emplazamiento del nido nocturno cuando los gorilas están en zonas contiguas a los límites del parque o cerca de las rutas frecuentadas por los cazadores furtivos. En estos casos tienden a elegir montículos o laderas despejadas que ofrezcan buenas atalayas desde donde dominar el terreno circundante; digamos, de paso, que manifiestan idéntica predilección cuando andan cerca otros grupos de gorilas. En la tría del lugar de descanso diurno demuestran menor selectividad, si bien en los días soleados las zonas con una buena exposición solar óptima son mucho más frecuentadas que las zonas de umbría, con densa vegetación.

Durante muchos, las laderas situadas inmediatamente detrás del campamento formaron parte del territorio de los grupos 4 y 5. En muchísimas ocasiones me encontré con que las hembras y los miembros más jóvenes del grupo construían los nidos nocturnos unos 30 m más arriba, en la ladera próxima al campamento, mientras los adultos de dorso plateado anidaban en la base de la montaña. Esta disposición hacía casi imposible que nadie se aproximara a los gorilas sin ser detectado. Cuando cualquiera de los dos grupos, el 4 o el 5, anidaba detrás del campamento, me acercaba con suma cautela nada más romper el día con la esperanza de poder observar los animales antes de que despertaran. No hubo manera, siempre acababa poco menos que pisando a algún centinela de dorso plateado oculto en la alta vegetación de la base de la ladera. Sería difícil decir quién de los dos se llevaba un susto mayor, pues el animal, tras tan rudo despertar, se ponía en pie de un salto y daba el grito de alarma antes de salir de estampía montaña arriba para «defender» a la familia, a la sazón totalmente despierta.

Los rastros de los nidos arbóreos perduran hasta cuatro años, mucho más que los construidos en la vegetación del suelo, que sobreviven unos cinco meses, según la ubicación o las condiciones meteorológicas. Los grupos de nidos nocturnos, construidos con robustas lobelias, proporcionan a menudo información interesante acerca de la frecuencia y duración del uso de ciertas zonas por parte de los gorilas. Las lobelias siguen creciendo en altura aun después de que sus cimeras coronas foliosas hayan sido partidas para algún nido. He calculado que esas plantas crecen de 5 a 8 cm por año. Una zona con círculos de tallos de lobelia, de unos 3 m de alto, indica que allí se edificaron nidos quizás unos 30 años antes.

Cabe cierta especulación en tomo a si los nidos nocturnos protegen de la intemperie o si son una actividad innata, reminiscencia de los antecesores arborícolas del gorila. Ambos puntos de vista son verosímiles. He observado numerosos gorilas de zoológico nacidos en cautividad que, al parecer de forma innata, disponen alrededor y debajo de su cuerpo objetos remotamente adecuados para formar un nido, de manera muy similar a como lo hacen los gorilas que viven en libertad. En una ocasión vi volar al cercado de un zoo un gran sombrero de señora, de paja, que de inmediato capturó un gorila hembra adulto. El animal lo deshizo a conciencia en pedazos para «construir» un ridículo nido en su derredor, al tiempo que defendía con firmeza su material de nidificación frente a los demás individuos de la jaula.

Por regla general, los grupos de gorilas pasan el 40% de su jornada en reposo, el 30% alimentándose y el restante 30% viajando o bien comiendo y viajando a la vez. En tomo a los 15 km2 de la zona de estudio del Centro de Investigación de Karisoke hay siete grandes zonas de vegetación, todas ellas atractivas para los gorilas en diferentes momentos del año según la estación y el estado del tiempo.

Los collados presentan un terreno relativamente llano, que se extiende entre los tres volcanes occidentales (los montes Visoke, Karisimbi y Mikeno), salpicado de colinas y crestas de no más de 30 m de altura. Esta zona alberga una rica variedad de enredaderas y vegetación herbácea, además de abundar mucho en ella las Hagenia y los Hypericum.

La zona de Vemonia se encuentra localizada en reducidos enclaves de los collados, así como en las laderas inferiores del Visoke. Tanto las flores como la corteza y la pulpa de estos árboles son uno de los alimentos predilectos de los gorilas. Los eligen con tanta frecuencia para actividades de juego y nidificación que se están volviendo cada vez más raros en ciertas zonas donde antes abundaban.

La zona de ortigas ocupa pequeñas localidades de los collados y las laderas inferiores del Visoke, pero el grueso de la misma se localiza en la base occidental del Visoke, en un denso cinturón de anchura variable entre 300 y 600 m.

La zona de bambúes es una región restringida, ubicada sobre todo a lo largo del límite oriental del parque. Esta zona es responsable de los movimientos estacionales del grupo 5. En el territorio del grupo 4 sólo crecen unas pocas masas de bambú; cuando éste empieza a brotar, el grupo abandona las laderas de la montaña y se dirige indefectiblemente a esas fuentes de alimento estacionales y localizadas.

La zona arbustiva se distribuye principalmente por las crestas de las laderas del Visoke y, en menor extensión, por los collados. La considero una zona aparte porque contiene una elevada densidad de codiciados árboles y arbustos frutales, como la zarzamora, el Pygeum, y otros cuya corteza es muy buscada por los gorilas.

Las lobelias gigantes aparecen entre los 3.500 y los 3.800 m en las laderas superiores del Visoke. Esta región es frecuentada por los gorilas durante los meses más secos, cuando la vegetación de la alta montaña retiene la humedad de las nieblas nocturnas. Por esta causa, sus árboles, arbustos y hierbas característicos son muy jugosos.

La zona afroalpina abarca la mayor parte de las cumbres montañosas; la cubierta vegetal está constituida principalmente por prados gramíneos o por líquenes. Es un territorio ralo, inhóspito, con poca vegetación del agrado de los gorilas.

Los gorilas viajan más de prisa por las zonas con recursos alimenticios limitados o cuando emprenden «salidas de reconocimiento» —es decir, incursiones por terrenos no familiares—. Tales correrías parecen ser el medio del que se vale un grupo o un macho solitario de dorso plateado para ampliar su territorio por los collados. La ampliación del territorio por dicha zona evita una dilatada superposición con los territorios de otros grupos, como era el caso en las laderas del Visoke a finales de los años sesenta. Con frecuencia, mientras seguía a los gorilas durante esas largas excursiones campo a través, me imaginaba a los machos de dorso plateado animando a los miembros del grupo, diciéndoles: «¡Venga, chicos, vamos a ver qué hay al otro lado de esa colina!» No era raro que acabaran en algún sitio totalmente inadecuado, y que se vieran obligados a ir de aquí para allá tras los pequeños oasis de vegetación alimenticia, antes de reemprender la búsqueda de un terreno satisfactorio. A veces, sus itinerarios eran tan erráticos que me parecía que andaban perdidos o muy desorientados —sobre todo los días brumosos, cuando las cumbres permanecían ocultas a la vista—.

La conquista de nuevos territorios es más fácil en los collados que en las laderas, porque los afables dominios de aquéllos ofrecen mayor diversidad y abundancia de vegetación comestible. Los gorilas consumen unas 58 especies vegetales, repartidas entre las siete zonas del área de estudio. Las hojas, brotes y tallos tiernos componen el 86% de su dieta; los frutos, apenas el 2%. También comen excrementos, tierra, cortezas, raíces, gusanos y caracoles, pero en cantidades muy inferiores a la verdura. Las plantas herbáceas de consumo más corriente son los cardos, las ortigas y el apio —que puede alcanzar 2,5 m de altura—. El grueso de la dieta del gorila lo constituye un escuálido Galium trepador, muy posiblemente porque, a diferencia de otra vegetación, crece en todos los niveles del bosque, desde el denso sotobosque hasta la punta de las ramas de los árboles, donde pueden alcanzarlo con mayor facilidad los jóvenes que los adultos.

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Una hembra adulta, erguida junto a un árbol, emplea los incisivos para roer la corteza, que cuando está en descomposición alberga larvas de insectos muy codiciadas por los gorilas.

Cabe la posibilidad de que los gorilas mejoren, involuntariamente, su hábitat en la alta vegetación herbácea tanto de los collados como de las laderas de la montaña. Las vacas y los búfalos, con sus duras y córneas pezuñas, rompen al pasar los tallos de las plantas; por el contrario, las manos y los pies de los gorilas, con sus almohadilladlas plantas presionan la vegetación herbácea contra el suelo y, por tanto, aceleran la regeneración al aumentar el número de renuevos que brotan de los nudos de los tallos semienterrados.

Marcando pequeñas parcelas de vegetación, unas atravesadas sólo por gorilas, otras frecuentadas sólo por bóvidos y unas terceras de uso común, comprobé que, en un período de seis semanas, las recorridas por los gorilas presentaban un crecimiento vegetal muchísimo más denso, en particular de ortigas y cardos.

Rara vez se observan entre los gorilas disputas por los recursos alimentarios, a no ser que el abastecimiento de los productos predilectos sea limitado, bien por escasez estacional, bien por estar concentrados en zonas reducidas. Valga como ejemplo de esto último el Pygeum, árbol frutal con el porte de un roble, de unos 20 m de alto, localizado exclusivamente en algunas crestas de la región. Por la relativa escasez de estos árboles y su breve período de fructificación —dos a tres meses escasos al año—, en las crestas que los sostienen se dan cita a un tiempo diferentes grupos de gorilas. Es un espectáculo impresionante ver a los corpulentos machos de dorso plateado trepar con cautela a las más altas ramas en busca de los delicados manjares. Por su rango, los dorsicanos tienen prioridad de recolección, mientras los animales inferiores aguardan su tumo abajo, esperando que los patriarcas desciendan. Después de coger con las manos y la boca toda la fruta que pueden, los gorilas se trasladan diestramente a algún sólido posadero para sentarse y disfrutar de su con frecuencia magro botín.

Otro de los alimentos escasos muy buscados es una planta parásita emparentada con el muérdago, el Loranthus luteo-aurantiacus. A altitudes por encima de los 3.000 m crece sobre árboles de largo tronco, como el Hypericum. Aquí, los animales jóvenes se defienden mejor en la recolección de los frondosos tallos floridos que los pesados adultos; éstos han de sentarse debajo de los árboles a la espera de que caigan las golosinas del Loranthus. Los jóvenes que cometen el error de bajar confiados al suelo del bosque para regalarse más cómodamente con su cosecha, pueden tener por seguro que sufrirán las molestias de los rateros adultos, los cuales no vacilarán en «intimidar» a los jovenzuelos para que suelten su botín. Otro bocado especial es un hongo parásito de los árboles, Ganoderma applanatum, que forma excrecencias con forma de visera adherida al tronco. Desprender del árbol esas excrecencias no es fácil, de modo que los animales más jóvenes tienen que pasar los brazos y las piernas alrededor del tronco en incómoda postura y contentarse con roer el manjar. Los animales mayores que consiguen arrancar el hongo se retiran con él a varias decenas de metros, protegiéndolo a capa y espada de los intentos de los individuos dominantes para arrebatárselo. La escasez de hongos y la afición de los gorilas a ellos es causa de numerosas disputas intragrupales, muchas de las cuales son zanjadas por el macho de dorso plateado quedándose con el objeto de la contienda.

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Joven gorila comiendo los pecíolos de una umbelífera parecida al apio, Peucedanum linderi. Como muchos otros alimentos de los gorilas, esta planta es muy suculenta; por eso rara vez se ve a los gorilas beber agua en la naturaleza.

También se producen peleas cuando se dan condiciones de apiñamiento en lugares en los que se concentra algún alimento apreciado. El caso más corriente sobreviene cuando todo un grupo trata de acceder a una limitada extensión de bambú, como las que se encuentran en los collados. Idéntica situación se produce en los meses de sequía, cuando los gorilas van a comer tierra a las cretas del Visoke, donde algunas zonas son especialmente ricas en calcio y potasio.

Durante muchos años, cierta cavernosa «excavación» contó con las preferencias del grupo 5. La cresta, asentamiento de buen número de árboles, había sido tan excavada por los gorilas que las raíces se convirtieron en nudosos y desguarnecidos soportes de las enormes cuevas creadas por el reiterado excavar de los animales.

Ya en esta región, el jefe del grupo 5 tomaba la iniciativa, como siempre, y los restantes miembros del grupo se limitaban a esperar fuera de la codiciada caverna. Era fantástico ver al enorme macho desaparecer mágicamente debajo de una telaraña -de raíces y sumirse en la oscuridad. Al salir, cubierto con las arenosas migajas de su banquete, se alejaba, cediendo la caverna al resto del grupo. Los subsiguientes chillidos y gruñidos reflejaban las condiciones de apiñamiento.

El grupo 4 optaba por la tierra de los deslizamientos arenosos. Año tras año, tales deslizamientos atraían también a las golondrinas como lugar para bañarse y anidar. Al igual que el grupo 5, el 4 se dirigía a esas zonas peladas durante la estación seca para excavar en el suelo con las manos e ingerir puñados de tierra. Aun después de horas y horas de observación en esos lugares, jamás vi que los gorilas intentaran apresar golondrinas adultas, ni polluelos, ni huevos.

Como lo fundamental de su dieta son los vegetales, la preparación del alimento exige destreza manual y oral, habilidades bien desarrolladas en los gorilas. Quizá por esta razón aún no se les ha visto que forjen objetos de su entorno como herramientas. En cambio, los chimpancés que viven en libertad son célebres por sus inteligentes adaptaciones de ramitas y hojas a modo de herramientas para la obtención de comida y agua.

Quizá no se ha visto a ningún gorila improvisar útiles para la obtención de alimentos porque los recursos de su hábitat satisfacen sus necesidades. Una vez, después de una sequía de cuatro meses, en 1969, las termitas asolaron por miríadas la zona de estudio.

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Los frutos —en especial los de la zarzamora (Rubus runssorensis) —, constituyen un 2% de la dieta de los gorilas en los Virunga. En la fotografía, un joven utilizando sus incisivos para arrancar cautelosamente las hojas de una espinosa rama de zarzamora.

Creí que los gorilas, al estilo del chimpancé, improvisarían ramitas para sacar las termitas de los tocones podridos. Sin embargo, las ignoraron olímpicamente y pasaron por delante de las zonas infestadas para alimentarse en la vegetación circundante.

En los días soleados y calurosos, cuando el contento del grupo está en su cénit, los períodos de reposo y alimentación suelen ir acompañados de un suave ronroneo parecido al regoldar del estómago, que yo llamo «vocalizaciones eructivas». Estas vocalizaciones suenan algo así como naum, naum, naum, y el animal que las emite manifiesta de este modo su bienestar. Esto desata una cadena de respuestas similares en los animales próximos, definiéndose así la localización e identificación de los individuos que participan en el intercambio. Estos sonidos son un medio de comunicación perfecto para los seres humanos a la hora de iniciar los contactos con grupos parcial o totalmente ocultos por la vegetación. Mediante su empleo, puedo informar a los animales de mi presencia y disipar cuantas aprensiones pudiera haber despertado el ruido de la vegetación. ¡Qué sensación tan extraordinaria poder sentarse en medio de un grupo de gorilas en reposo y participar en un satisfecho coro de eructantes vocalistas!

La vocalización eructiva es una forma muy corriente de comunicación intragrupal. En su versión larga expresa contento, pero en la forma ligeramente abreviada puede servir de suave llamada a la compostura para los jóvenes. Una vocalización disciplinaria más enérgica es el «gruñido»: una serie de sonidos ásperos, en staccato —que recuerdan a un cerdo comiendo en la pocilga—, muy usados por los machos de dorso plateado cuando ponen punto final a discusiones entre miembros de su grupo. Las hembras se dirigen en estos términos a otros adultos en caso de conflictos por la comida o cuando en las marchas sale a relucir el «que yo voy primero», y también a las crías, sobre todo durante las postreras etapas del destete. Los jóvenes se gruñen entre sí para quejarse durante los rudos juegos que practican con hermanos y compañeros.

La literatura popular describe gritos, ruidos o wraaghs como elementos fundamentales del vocabulario de los gorilas. A decir verdad, ésos fueron los sonidos más frecuentes que oí de los gorilas todavía no habituados, en la primera parte de mi estudio, toda vez que mi presencia era interpretada como una amenaza. Las voces de los gorilas siempre me han interesado; a ellas he dedicado muchos meses de grabaciones en el campo y posteriores análisis espectrográficos en la Universidad de Cambridge. Tanto más provechoso me resultó el trabajo en cuestión cuando las voces de alarma, de alta frecuencia, fueron dejando paso, poco a poco, a las voces intragrupales de costumbre: sonidos que utilicé para hacerme aceptar más por los gorilas.

A finales de 1972, cuando empezaron a trabajar estudiantes en Karisoke, una de las primeras lecciones que debían aprender era el arte de vocalizar eructos. Algunos de los recién llegados nunca consiguieron imitar bien el sonido. Hubo uno cuyos eructos sonaban igual que el balido de una cabra, pero, al cabo de varias semanas, hasta los gorilas se acostumbraron a su peculiar salutación.

* * * *

A veces los estudiantes, y yo misma, nos dábamos de narices con los gorilas por no habernos percatado de su proximidad. Tales encontronazos podían desatar cargas, sobre todo si se estaban produciendo luchéis entre grupos, si los animales marchaban por un territorio inseguro (como podía ser uno frecuentado por cazadores furtivos), o en el caso de un alumbramiento reciente.

No es de extrañar que semejantes circunstancias desataran estrategias altamente protectoras en el jefe del grupo. Una vez me vi embestida mientras trepaba por una abrupta colina, hundida en la alta vegetación, al encuentro del grupo 8, que imaginaba a varias horas de distancia. De repente, cual vidrio roto, el aire a mi alrededor se hizo añicos con los gritos de los cinco machos del grupo en su arrollador descenso entre la vegetación. Es muy difícil describir la embestida de un grupo de gorilas. Al igual que en otras cargas que había experimentado, los gritos eran ensordecedores; no podía localizar la fuente del ruido, sólo sabía que el grupo estaba embistiendo desde arriba, y de pronto la alta vegetación se abrió como si un tractor sin control se dirigiera en línea recta hacia mí.

Al reconocerme, el macho dominante del grupo frenó rápidamente hasta detenerse a un metro de distancia, lo que hizo que los cuatro machos que le seguían se amontonaran por un momento encima de él de una manera muy poco elegante. Entonces me dejé caer poco a poco al suelo, adoptando una actitud lo más sumisa posible. Tenían el pelo de la nuca erizado (pilo erección); los caninos, muy visibles; los ojos, por lo general de un delicado color pardo, centelleaban amarillos —más propios de un gato que de un gorila—; un abrumador olor a miedo impregnaba la atmósfera. Durante una buena media hora, los cinco machos persistieron en sus aullidos al más ligero movimiento por mi parte. Transcurridos esos treinta minutos, el grupo me permitió simular que comía mansamente vegetación y, a la postre, se perdieron de vista montaña arriba.

Sólo entonces pude levantarme e investigar la causa de los gritos humanos que había oído, procedentes de la base de la ladera, un centenar de metros más abajo. Allí, en una senda muy utilizada por las vacas en esa temprana etapa de mi trabajo, se había concentrado un grupo de pastores batutsi, atraídos por los chillidos de los gorilas desde diferentes partes del bosque contiguo donde apacentaban el ganado. Después supe que, dando por seguro que me harían picadillo, al verme sana y salva supusieron que estaba protegida por una clase especial de sumu contra la cólera de los gorilas, a quienes temían profundamente.

Cuando se hubieron marchado, continué —a distancia— en pos del grupo 8, y descubrí que había tenido el altercado con el 9 cuando intenté establecer contacto con él. Las señales en la pista indicaban que el grupo 9 también había tomado parte en la carga, pero que se detuvo antes de alcanzarme. Cuando descendía por esa ladera, descubrí un macho solitario de dorso plateado justo debajo de mí. Ahora se explicaba la carga del grupo 8. Al oír los sonidos de mi acercamiento entre la cerrada vegetación, los gorilas debieron creer que yo era el macho solitario cuya presencia ningún grupo habría tolerado.

Aunque sepas que las cargas de los gorilas son un simple acto defensivo y que no pretenden infligir daño físico, el instinto te mueve a huir, impulso que invita en el acto a la persecución. Estoy convencida del carácter intrínsecamente afable de los gorilas y creo que sus cargas son, en lo esencial, un farol, de modo que nunca vacilé en mantenerme firme. No obstante, dada la intensidad de sus gritos y la velocidad de sus embestidas, creo que la única manera de afrontar una de esas cargas es abrazarse con desespero a la vegetación de los alrededores. Sin ese apoyo, seguro que hubiera dado media vuelta y echado a correr.

Como todas las cargas, la culpa de ésta fue totalmente mía, por haber trepado por la abrupta pendiente para acercarme directamente a los animales desde abajo, sin haberme identificado primero. La reacción fue la misma cuando los estudiantes, también por casualidad, cometieron el mismo error. Censadores que se cruzaron con grupos de gorilas desconocidos fuera de la zona de estudio, tuvieron que volver varias veces a sus campamentos para cambiarse los calzoncillos a causa de la reacción refleja desatada por las cargas. La gente que se mantenía firme, por lo general no salía lastimada, a menos que fueran desconocidos; y aun así, sólo recibían una comedida manotada de algún animal desmandado. Los que corrían no lo pasaban tan bien.

Cierto estudiante muy competente cometió en una ocasión el mismo error que cometí yo al acercarme al grupo 8 por abajo. Subía entre una vegetación tupidísima por una zona frecuentada por cazadores furtivos, tirando ruidosos tajos a la vegetación con el panga, ignorante por completo de la proximidad del grupo. El incorrecto acercamiento provocó la embestida del macho dominante, que no podía ver quién se acercaba. Cuando el muchacho, instintivamente, dio media vuelta y echó a correr, el macho arremetió contra la figura que escapaba. Lo tumbó de un golpe, le arrancó la mochila y a punto estaba de hincarle los dientes en el brazo cuando lo reconoció como uno de los observadores habituales. Entonces retrocedió al momento con lo que yo llamaba una «expresión facial llena de disculpas», y se reunió con el resto del grupo sin echar una sola mirada hacia atrás.

Otro de los que salió corriendo ante la carga de un grupo desconocido, fue uno que siempre se había burlado de la necesidad de apaciguar los gorilas con vocalizaciones de presentación en el momento de abordarlos. Su proceder con los gorilas solía ser brusco, casi agresivo; incluso así consiguió pasar cerca de un año trabajando con animales habituados antes de que su buena suerte lo abandonara. Al frente de un numeroso grupo de alegres turistas, se aproximó directamente desde abajo a dos grupos que estaban enzarzados en una escaramuza, y, como era lógico suponer, en un abrir y cerrar de ojos tuvo encima un macho de dorso plateado, rodando los dos juntos unos diez metros; resultado: fractura de tres costillas y un profundo mordisco en la cara dorsal del cuello, mordisco que hubiera sido mortal de haber atravesado la vena yugular en la cara ventral. Este personaje sobrevivió para jactarse de haber «escapado por un pelo», pero sin reconocer su violación del protocolo básico de los gorilas.

En otra ocasión, un joven turista intentó agarrar una de las crías del grupo 5 para «abrazarlo», a pesar de los gritos iracundos de los demás gorilas. Antes de que llegara a poner las manos encima del pequeño gorila, la madre y el jefe del grupo cargaron defensivamente, haciendo que el muchacho diera media vuelta y echara a correr. Cayó al suelo y al instante los padres se le subieron encima, mordiéndole y destrozándole las ropas. Muchos meses después, en Ruhengeri, vi que todavía conservaba profundas señales del encuentro en brazos y piernas.

Las historias de cargas no hacen justicia a los gorilas. Si no fuera por la invasión humana de su territorio, los animales únicamente cargarían — téngase por seguro— para defender sus grupos familiares de las intrusiones de otros gorilas. Me preocupa muchísimo haber habituado a los gorilas a los seres humanos, y ésa es una de las razones por las que no los he habituado a los miembros de mi personal africano. En el pasado, los gorilas sólo han conocido africanos en su carácter de cazadores furtivos. El segundo que necesita el gorila para determinar si un africano es o no amigo, es un segundo que puede costarle la vida, a causa de una lanza, una flecha o una bala.

Cuán absurdo es que un centenar escaso de individuos, armados de arcos y flechas, lanzas o escopetas, se hayan permitido atormentar la fauna de los parques, último baluarte del gorila de montaña. La estrategia más eficaz ante los atentados de los invasores contra la fauna de los Virunga quizá sea la de una conservación activa.

* * * *

Conservación activa: una cuestión muy sencilla. El primer paso consiste en ofrecer incentivos personales a los africanos, según el principio de uno a uno, no sólo para que se sientan orgullosos de su parque, sino para que asuman personalmente parte de la responsabilidad de la protección de su patrimonio. Existiendo un acicate, la conservación activa se practica con un equipo muy elemental: botas para los guardas, ropa decente, chubasqueros, comida abundante y salarios adecuados. Así pertrechados, centenares de patrullas anti furtivos han partido de Karisoke rumbo al corazón de los Virunga para cortar trampas, confiscar armas a los invasores y sacar de los lazos a los animales recién atrapados. Este sistema en un santuario internacional, progresivamente recortado, lleno de cazadores furtivos, trampas, pastores, agricultores y recolectores de miel, necesita el complemento del peso de las leyes ruandesas y zaireñas contra los invasores, así como fuertes multas por la venta de los productos de la caza ilegal, ya se haga por la carne, la piel, los colmillos, o por beneficio económico. Por otra parte, no excluye ninguna otra medida de conservación a largo plazo.

La conservación teórica contrasta marcadamente con la anterior. Para un país empobrecido como Ruanda, resulta más atractivo un enfoque de tipo más abstracto que práctico. La conservación teórica trata de estimular el desarrollo turístico mejorando las carreteras que circunvalan las montañas del Parque de los Volcanes, renovando las oficinas del parque, el alojamiento de los visitantes y atrayendo a los gorilas a los límites del parque para que los turistas hagan su visita y los fotografíen. Este tipo de conservación cuenta con todos los parabienes del gobierno ruandés y de los funcionarios del parque, ansiosos —no deja de ser comprensible— de ver cómo el Parque de los Volcanes recibe el aplauso internacional y de justificar su existencia económica en un país necesitado de tierra. Estos esfuerzos han atraído un número creciente de visitantes. Sólo en 1980, los ingresos del parque por turismo fueron más del doble de los obtenidos en 1979.

Nadie parece darse cuenta de que las urgentes necesidades de los 200 gorilas de montaña que quedan, y de la restante fauna de los Virunga que ahora lucha día tras día por sobrevivir, no se satisfacen con los objetivos a largo plazo de la conservación teórica. Los gorilas y otros animales del parque no pueden esperar; basta una sola trampa, una sola bala para acabar con un gorila. Por esta razón, es urgente que los esfuerzos conservacionistas se concentren activamente en los peligros inminentes que existen dentro del parque. Al lado de estos esfuerzos, todo lo demás es pura teoría. Educar a la población local para que respete a los gorilas y trabajar para atraer turismo no ayuda a sobrevivir a los 242 gorilas que quedan en los Virunga para disfrute de las futuras generaciones de turistas. Los buenos objetivos a largo plazo de la conservación teórica ignoran inútilmente las desesperadas necesidades inmediatas.

Lejos de la mirada del público, la conservación activa prosigue en el Parque de los Volcanes con un puñado de gente abnegada que, sin descanso, trabaja tras los bastidores para proteger el parque y su fauna. Una persona excepcional, que arriesgó su puesto por aquello en que creía, es Paulin Nkubili. Como jefe de las brigadas ruandesas, impuso fuertes multas a los compradores y vendedores de piezas cazadas furtivamente en el parque. Con su actuación acabó, asimismo, con el mercado de trofeos y la consiguiente venta de cráneos y manos de gorila como recuerdos. Hay miembros del clan batutsi de Rutshema, gente que durante generaciones y pese a la prohibición apacentó sus vacas en el parque, que se convirtieron en activos conservacionistas, dirigiendo patrullas anti furtivos. Paulin Nkubili, el fiel personal del centro de investigación de Karisoke y las patrullas, todos están íntimamente comprometidos en una callada tarea sin otra recompensa que la conciencia de conocer sus logros. El futuro de los Virunga está en manos de gente así.

Capítulo 4
Las tres generaciones de una familia de gorilas: el grupo 5

Por ironías de la vida, fueron los cazadores furtivos quienes me presentaron el primer grupo del monte Visoke, el grupo 4. Dos batwa habían estado cazando duikers con arco y flechas y, al oír un griterío procedente de las laderas del Visoke, se acercaron al campamento para comunicarme el paradero de los gorilas.

Los seguí hasta el grupo y regresé al campamento muy contenta de haber establecido contacto con los gorilas un día después de instalado el campamento de Karisoke. Esa noche, mientras pasaba a máquina mis notas de campo, oí golpes en el pecho y vocalizaciones de gorila procedentes de las faldas del Visoke adyacentes a la parte posterior de mi tienda. Los sonidos provenían de un punto situado a cosa de un kilómetro y medio de donde había dejado al grupo 4 ese mismo día. Como los grupos de gorilas no suelen recorrer más de 350-400 m por día, concluí que éste debía ser el segundo grupo en estudio de Karisoke, el grupo 5.

A la mañana siguiente, subí al lugar de donde procedían las vocalizaciones de la noche anterior, topé con la pista de los gorilas y la rastreé hasta una cuesta con gruesos árboles, situada muy por encima del campamento de tiendas. Al verme, los animales desaparecieron como por ensalmo; todos, excepto un joven que se refugió en un árbol para ofrecerme un redoble de pecho y un llamativo balanceo entre las ramas, antes de, con un salto, dar contra la vegetación del suelo. Al instante lo bauticé como Icarus. Los restantes miembros del grupo, quince en total por lo que supe después, se retiraron unos seis metros más allá del lugar donde habían estado comiendo, y me echaban disimuladas miradas entre la densa vegetación. Pero el diablillo de Icarus volvió a trepar descaradamente a un árbol, no sé si para demostrar su talento de acróbata o para observar con detenimiento al primer ser humano que veía ronzar troncos de apio silvestre.

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A la media hora de relación con el grupo 5, me di cuenta de que había dos machos de dorso plateado que ocupaban posiciones defensivas en los flancos, rodeando a las hembras y los jóvenes. Los dos machos eran de fácil localización e identificación por sus inarmónicas vocalizaciones. El dominante, de más edad, emitía graves wraaghs de alarma y le puse el nombre de Beethoven; al dorsicano más joven, de voz más aguda, lo llamé Bartok. Después identifiqué otro joven dorsinegro casi adulto, y no pude resistirme a llamarle Brahms. Alcancé también a ver cuatro hembras transportando crías de diferentes edades. Uno de los adultos, una hembra, se sentó calmosamente debajo del árbol donde Icarus realizaba su animada exhibición, apretó contra su pecho a su pequeño con ademán protector y dejó traslucir cierta preocupación por las payasadas de Icarus. Tuve por seguro que era la madre del joven trapecista por su enorme parecido facial y por la periódica necesidad de aquél de acercarse a ella en busca de seguridad. Sin ninguna razón particular la llamé Effie, y a la cría de ojos claros que apretaba contra sí. Piper. Al cabo de casi una hora de observación, los gorilas empezaron a marcharse para ir a comer. Como una de mis normas básicas es no seguir nunca a un grupo decidido a ausentarse, también me retiré; Icarus aún se quedó un momento entre las ramas del árbol.

La habituación del grupo 5 fue sobre ruedas merced a la regularidad de mis contactos; pude acercarme hasta seis metros de los animales durante el primer año de trabajo en Karisoke. Beethoven se desentendía de los dos machos adultos, Bartok y Brahms, pues parecía confiar en ellos como perros guardianes para la protección de las hembras y los jóvenes del grupo. La hembra de más alto rango, Effie, junto con su hija Piper, de unos dos años, e Icarus, de cinco o seis, se mantenía en la más estrecha proximidad de Beethoven, quien se mostraba indulgente y de buen talante siempre que su hijo jugaba en tomo a su inmensa y plateada mole. La segunda hembra en el escalafón, Marchessa, parecía temer a Effie, aunque su hija, Pantsy, de un año y medio de edad, no dudaba en mezclarse con el clan de Effie para jugar con Piper e Icarus. Le puse el nombre de Pantsy por su estado de asmática crónica que afectaba a sus vocalizaciones. Muy a menudo, los ojos y la nariz de Pantsy goteaban muchísimo, pero nunca vi que Marchessa intentara limpiar la cara de la criatura.

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Cantsbee, a los tres meses de edad, mamando del pecho de su madre. Puck. El destete es el período más traumático de la vida de las crías, cuando, hacia los dos años y medio de edad, su madre recupera los ciclos sexuales regulares.

Dos de las cuatro hembras restantes del grupo nunca recibieron nombre; quizá fuera por su tendencia a permanecer ocultas en la densa vegetación. Las otras dos hembras, Liza e Idano, fueron los últimos individuos del grupo 5 en ser bautizados una vez perdieron su timidez y pude identificarlas con claridad.

Icarus intensificó los contactos con el grupo por su incansable curiosidad y osadía; éste ejecutaba a menudo arriesgadas exhibiciones en árboles de todos los tamaños, desde largos y delgados retoños hasta robustas y viejas Hagenia. Cierto día, mientras intentaba un número nuevo en una rama de árbol no muy sólida para aquel tipo de gracias, el pequeño duende orejudo fue a dar contra el suelo, involuntariamente, junto con la rama en que se había estado columpiando. Apenas apagado el ruido de las astillas, el aire se llenó con los gritos y rugidos indignados de Beethoven y Bartok. Los dos machos cargaron sobre mí con las hembras cerrando la marcha como si todos me consideraran responsable de la caída. Los animales se detuvieron a unos tres metros de mí al ver a Icarus, todavía intacto, trepar a otro árbol, insensible al furor que había suscitado. El travieso diablillo parecía un dechado de angélica inocencia, pero los dos machos de dorso plateado permanecían en tensión. En la atmósfera se palpaba su acre olor a miedo.

Solté mi frío y húmedo asidero de vegetación al que me había abrazado cuando, para mi consternación, la hermana de Icarus, Piper, trepó al arbolito roto que aquél acababa de desechar. La pequeña se lanzó a una anárquica serie de giros, piruetas, patadas y palmadas pectorales. Hacía gala de una presumida indiferencia, viendo la atención de todos, la mía y la de los gorilas, centrada en ella. Ningún funámbulo ha tenido jamás un público tan absorto. La mirada de los machos dorsicanos iba de aquí para allá, entre Piper y mi persona, como si esperaran que yo saltara hacia ella y tratara de asirla. Cuando nuestros ojos se encontraban, rugían en señal de desaprobación. De repente, Icarus rompió el nerviosismo que se estaba incubando entre los miembros del grupo. Trepó alegremente hasta el árbol de Piper y empezaron a jugar a perseguirse, juego que les llevó de vuelta al vigilante grupo. Entonces, los machos de dorso plateado descargaron toda la tensión acumulada golpeándose el pecho y corriendo a través de la alta vegetación, antes de ponerse al frente del grupo y alejarse montaña arriba.

En una pendiente, los gorilas siempre se sienten más seguros cuando se ven por encima de los humanos, o incluso de los gorilas próximos. Nunca me agradó llegar a un grupo directamente desde abajo, pero hubo veces en que la espesura de la vegetación me obligó a hacerlo. Recuerdo como si fuera ayer uno de esos contactos, mientras andaba a gatas hasta el grupo 5 con un pesado magnetófono a cuestas. A unos seis metros por debajo de los gorilas, que podía oír comiendo, vocalicé suavemente para hacerles saber mi presencia. Instalé el micrófono en un árbol próximo y estabilicé la grabadora en el suelo. Varios pequeños y jóvenes curiosos se subieron a los árboles para observar con atención el insólito instrumental. Al reconocerme, empezaron a jugar con gran estrépito entre los endebles retoños de Hagenia. Los sonidos que hacían al comer los adultos, todavía invisibles en lo alto de la ladera, cesaron en cuanto los temerarios jovenzuelos se lanzaron a acrobacias más ruidosas y frenéticas. Como era de esperar, los machos llevaron a las hembras, gritando todos como histéricos, a una carga de intimidación que los dejó a tres metros. A causa de la increíble intensidad de los gritos, la aguja del indicador del volumen de grabación se salió de madre y se colocó muy por encima del nivel de entrada conveniente. Intenté agacharme para ajustar el volumen, pero el más insignificante movimiento provocaba nuevas embestidas de los sobreexcitados animales. Olvidando totalmente el micrófono, susurré para mí: «¡De ésta no sales viva!» Cuando la cinta llegó al final, permanecí inmóvil, a la expectativa —no podía hacer otra cosa—, mirando ora a los inquietos dorsicanos que tenía justo delante, ora al frenético girar de la bobina en la grabadora que tenía a mis pies. Por fin, el grupo se perdió de vista y pude desconectar el aparato. Aquella noche, al escuchar la cinta en la cabaña, mis teatrales palabras, apretujadas entre dos vociferantes cargas, fueron toda una sorpresa y me hicieron prorrumpir en carcajadas; con tanto alboroto, las había borrado por completo de mi mente.

Meses después realicé un análisis espectrográfico de las vocalizaciones y descubrí que las diferencias individuales perceptibles al escuchar los wraaghs de los machos dominantes y otras llamadas, también aparecían en los fonogramas. Con lo cual, cabe afirmar que los gorilas se reconocen entre sí mediante las vocalizaciones emitidas incluso a grandes distancias.

En 1969, segundo año de investigación en Karisoke, aún no habíamos logrado despejar de vacas todos los collados, de modo que el grupo 5 permanecía tenazmente pegado a las laderas surorientales del Visoke, región de profundos barrancos enmarcados por abruptas crestas. A menudo se podía rastrear el grupo por el filo de la cresta y descubrir a los animales abajo, tomando baños de sol como tantos y tantos vagos de playa. En tales ocasiones, me mantenía oculta a fin de observar las relaciones entre los grupos sin interferir con mi presencia.

Cierto día soleado como pocos, me llegaron vocalizaciones eructivas de satisfacción procedentes del grupo 5, retirado en una de sus cuencas favoritas de rica vegetación herbácea. Gateé quedamente hasta el borde de la cresta adyacente, me escondí entre los arbustos y me dediqué a observar la pacífica familia con los prismáticos. El patriarca, Beethoven, se encontraba sentado tomando el sol, y parecía un enorme montículo plateado que doblaba en tamaño a las hembras apiñadas a su alrededor. Su peso debía de andar por los ciento cincuenta kilos, y su edad rondaría los cuarenta años. El plateado se prolongaba por los muslos, cuello y hombros, más agrisados que la casi blanca región cóncava de su dorso. Otros caracteres con dimorfismo sexual, aparte del plateado y el tamaño, eran los caninos y la cresta sagital, rasgos físicos nunca observados en las hembras.

Beethoven, moviendo poco a poco su enorme mole, se volvió sobre sus espaldas, echó una mirada complacida y se quedó contemplando caviloso al último de sus hijos, Puck, de seis meses. El pequeño se restregaba alegremente contra la barriga de su madre, Effie, que exhibía una desmesurada mueca de placer. Con cuidado. Beethoven cogió a Puck por el cuello, levantó a la eufórica cría sobre su cuerpo y se puso a espulgarlo sosegadamente. Puck poco menos que desaparecía de la vista bajo la inmensa mano, que por último lo devolvió a la barriga de Effie.

Valga esta observación de un macho de dorso plateado con su hijo como ejemplo de escenas similares que se repitieron a lo largo de los años que pasé con los gorilas. La extraordinaria dulzura del macho adulto con sus hijos desmiente toda la mitología kingkoniana.

Como jefe del grupo 5. Beethoven tenía preferencia absoluta de apareamiento con Effie. Marchessa. Liza e Idano, hembras que había adquirido tras varios años de interacciones con otros grupos, o heredado por muerte natural del anterior jefe del grupo 5. Beethoven toleraba la presencia de los machos subordinados, Bartok y Brahms, en el grupo No sería de extrañar que estuvieran emparentados con él, dado el sorprendente parecido facial. Sin embargo, al llegar a la madurez sexual, los dos dorsicanos más jóvenes no pudieron continuar en el grupo 5 porque no había posibilidades de apareamiento para ellos: Effie. Marchessa, Liza e Idano pertenecían a Beethoven. Así que Bartok y Brahms abandonaron el grupo 5 y se convirtieron en dorsicanos periféricos; estuvieron merodeando en un radio de doscientos cincuenta metros durante nueve meses para acabar como «dorsicanos solitarios», momento en que empezaron a trasladarse a mayores distancias en busca de unos territorios adecuados. En tales ocasiones, ambos entraban a menudo en contacto con otros grupos, pues intentaban hacerse con hembras para establecer su harén individual y, a la larga, su propio grupo.

En 1971, Bartok y Brahms habían elegido dos territorios disyuntos, contiguos al del grupo 5: Bartok, en las laderas orientales del Visoke, muy por encima del túnel de los elefantes; Brahms, en las colinas y en el collado entre los montes Visoke y Karisimbi.

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La sindactilia, unión membranosa de los dedos, es una anomalía indicadora de endogamia. Esta característica física fue observada en Marchessa y su progenie.

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Las hembras sexualmente inmaduras, como la de la fotografía, suelen mostrarse pasivas cuando son cubiertas por los machos de su grupo en igual condición sexual. Las hembras maduras, en cambio, casi siempre invitan a copular a uno o dos machos sexualmente maduros del grupo.

En los últimos cuatro años, los ruandeses llegaron a ser excelentes rastreadores, capaces de seguir las rutas de los principales grupos en estudio, así como las de los dorsicanos solitarios y los grupos marginales que ocasionalmente entraban en la zona de trabajo de Karisoke Una mañana, a primera hora, llegaron dos rastreadores muy excitados y me contaron que habían localizado la pista de un gorila solitario de dorso plateado justamente al sur del campamento; a continuación me condujeron a la Mlima Moja, o Primera Colina. Mientras examinábamos el nido nocturno del susodicho dorsicano, llegó hasta nosotros un griterío de terror procedente de la base de la colina, unos ciento veinte metros más abajo. Corrimos hacia la fuente del ruido, y en seguida vimos a Brahms que huía de un cazador furtivo, quien a su vez corría en dirección contraria enarbolando un arco y flechas por encima de la cabeza. Al alcanzar la senda inferior llegamos al punto de la trayectoria de huida de Brahms donde él y el cazador furtivo se habían cruzado. El rastro del gorila estaba marcado por hojas salpicadas de sangre y defecaciones diarreicas; el del cazador, por grandes zancadas de pies descalzos, pues salió pitando del escenario del encuentro. Instintivamente, ambos habían intentado defenderse: Brahms embistiendo, y el cazador furtivo disparando una flecha al pecho del animal.

Durante casi tres horas seguimos al macho herido, que parecía decidido a poner cuanta distancia fuera posible entre él y el lugar del ataque. De vez en cuando descansaba y dejaba a su paso un anillo circular de vegetación empapada de sangre. Hubiera dado por seguro que estaba herido de muerte a no ser por los intermitentes rugidos, redobles de pecho y ruidos de vegetación rota con que el enloquecido animal desahogaba sus indignadas reacciones de rabia y dolor.

Mucho más tarde, en ese mismo día, Brahms alcanzó las faldas inferiores del Karisimbi, donde no pudimos seguirle por temor a provocarle innecesariamente si nos descubría. A la mañana siguiente, los rastreadores advirtieron que su vacío nido nocturno tenía poca sangre, y que su rastro, que ganaba altura en dirección al monte Karisimbi, se alejaba de la zona de estudio de Karisoke.

Transcurrió otro año antes de que Brahms conquistara dos hembras de los grupos del Karisimbi. Con ellas tuvo luego dos hijos, y ése fue el comienzo de su propio grupo. Me pregunto si la experiencia de Brahms con el desconocido cazador furtivo no le predispuso a temer más los peligros que podían amenazar no sólo su seguridad, sino la de sus hembras e hijos.

Brahms y Bartok se separaron del grupo 5, que es de suponer era su grupo natal, en junio de 1971. Seis meses antes, en el curso de una escaramuza con el grupo 4, Beethoven se había hecho con una hembra nulípara —es decir, que todavía no había dado a luz a ningún hijo—, a la que dimos el nombre de Bravado. Las hembras nulíparas suelen ser «raptadas» por machos de dorso plateado solitarios o que poseen grupos reducidos, porque el rango de las hembras se corresponde con el orden en que son adquiridas. Por esta razón, me extrañó muchísimo encontrar a Bravado en el grupo 5, que ya tenía una jerarquía de dominio establecida entre las concubinas más viejas de Beethoven: Effie. Marchessa, Liza e Idano.

Durante los diez meses siguientes a su llegada al grupo 5, Bravado no pareció integrarse ni un solo momento en el grupo familiar; en octubre de 1971, pudo reanudar las relaciones con los miembros de su grupo natal en el transcurso de un encuentro de dos días entre los grupos 4 y 5. El encuentro tuvo lugar justo detrás del campamento, en una zona conocida con el nombre de Crestas de Contacto. Las dos crestas, separadas una de la otra por un pequeño barranco de unos treinta metros de ancho, marcaban por aquel entonces los límites de los territorios de ambos grupos. Uno y otro fueron a encontrarse en la región donde las crestas ofrecían a los dorsicanos de cada grupo la máxima visibilidad del otro, lo cual realzaba la magnitud de sus impresionantes despliegues.

Beethoven era un jefe de grupo bastante más ducho que Uncle Bert, el macho dorsicano del grupo 4. Daba la impresión de que casi perdonaba la vida al macho más joven, que continuamente se pavoneaba, rompía ramas y se tamboreaba el pecho en lo alto de su cresta. Las exhibiciones de Uncle Bert se acompañaban también de largos bocinazos, precursores por lo general del redoble de pecho. Los bocinazos, una vocalización emitida por los dorsicanos durante las luchas, pueden oírse a casi un kilómetro y medio a través del bosque.

El primer día del encuentro, Beethoven sólo respondió a unos cuantos bocinazos de Uncle Bert; las hembras adultas del grupo 5 tampoco parecieron mostrar más interés por las exhibiciones del joven dorsicano. Brava- do, sin embargo, se sintió atraída al instante hacia su antiguo grupo y cruzó el amplio barranco, seguida por los jóvenes Icarus y Piper del grupo 5. Una vez en el lado del grupo 4, se entregaron a locas cabriolas con varios de los animales más jóvenes por las pendientes que Uncle Bert dominaba desde arriba. Aunque habían pasado diez meses desde el último encuentro, saltaba a la vista que Bravado era recordada por su grupo de origen. Los jóvenes se apiñaron entusiasmados a su alrededor y la abrazaron antes de iniciar una prolongada sesión de juego.

Hacia la caída de la tarde, Uncle Bert decidió, imprudentemente, pasar al flanco beethoviano del barranco, acompañado por una desordenada procesión de miembros de su grupo, además de Bravado, Icarus y Piper. La temeraria iniciativa del novato dorsicano no admitía ignorancia por parte de Beethoven; éste lanzó una fulminante mirada sobre la tumultuaria línea del fondo del barranco y salió a su encuentro con paso majestuoso, dejando tras de sí a los miembros de su propio grupo. Los jefes se acercaron a un metro de distancia, cara a cara, adoptando una postura rígida, con la mirada desviada. Los animales de uno y otro grupo se iban quedando inmóviles y silenciosos a medida que se propagaba la tensión de los dorsicanos.

De repente, incapaz de aguantar más tirantez, Uncle Bert se incorporó sobre sus pies, se golpeó el pecho y sacudió estrepitosamente la vegetación que le separaba de Beethoven. Era lo que faltaba para hacer estallar al macho de más edad, que hasta entonces había sido un modelo de tolerancia. Rugiendo de indignación, Beethoven embistió a Uncle Bert. El joven dorsicano huyó montaña abajo, cubierto de ignominia, con el resto del grupo siguiéndole y gritando todos como histéricos. En vez de perseguirlo, Beethoven se limitó a quedarse donde estaba y mirar fija y desdeñosamente a los confundidos miembros del grupo 4. Uncle Bert se detuvo quince metros más abajo y, sintiéndose sin duda más seguro con la distancia, reanudó el despliegue con redobles de pecho, bocinazos y carreras por la vegetación. Con todo el desprecio del mundo, Beethoven se dio media vuelta y se dirigió contorneándose montaña arriba, hacia lo alto de la cresta donde le aguardaban los miembros de su familia. Por dos veces se detuvo y fingió comer hojas de cardo, arrancándolas con deliberada lentitud para no perder la oportunidad de examinar las acciones de Uncle Bert. Tras Beethoven fue su joven hija, Piper, pero Icarus y Bravado se habían quedado en el fondo de la cresta, mirando melancólicamente hacia el grupo 4.

Una vez más, Uncle Bert hizo la patochada de volver a la base de la cresta del grupo 5 en un esfuerzo por llevar a Bravado de vuelta a su grupo. Beethoven, colérico, cargó montaña abajo, haciendo con ello que el dorsicano más joven se retirara hacia su desasosegado grupo 4. Después de un prolongado plante, mirando de frente a Uncle Bert, giró sobre sus talones, empujando a Bravado e Icarus hacia lo alto de la cresta, y se perdió de vista. Según se alejaban para comer, hubo un intercambio de sonoras vocalizaciones eructivas entre el jefe y los miembros de su grupo, el 5. El grupo 4, tras un breve descanso, prosiguió en la misma dirección, pero a una cota más baja y en silencio.

Como el escenario ce la lucha estaba exactamente detrás del campamento, creí que oiría a los dos machos intercambiar bocinazos o redobles de pecho durante la noche. El ulterior silencio me hizo creer que los grupos se habían separado para volver al corazón de sus respectivos territorios. Así es que, al regresar a la mañana siguiente a los Crestas de Contacto, me sorprendió oír a Uncle Bert «calentándose» con redobles de pecho y bocinazos de lastimero tono para el segundo día de lucha. Llena de presentimientos por la falta de modales del joven dorsicano, subía por el barranco entre las dos crestas cuando me encontré a Brava- do, que conducía de nuevo a Icarus, Piper y a la joven hija de Marchessa, Pantsy, hacia la cresta del grupo 4. Fueron recibidos eufóricamente por los jóvenes de ese grupo y se inició otra despreocupada sesión de juego a base de lucha libre y volteretas.

Unos doce metros por encima de ellos, en lo alto de la cresta. Uncle Bert continuaba exhibiéndose con toda energía a base de carreras, redobles de pecho y bocinazos, aunque rara vez obtuvo una respuesta abierta de Beethoven. Apenas apagados los ecos de un despliegue, ya se levantaban los sonidos del siguiente. Pasaron casi dos horas antes de que Beethoven abandonara lentamente su posición de centinela y con paso tardo, pero silencioso, se dirigiera al grupo 4, seguido de sus hembras y crías. Uncle Bert dejó de vocalizar en el acto. Se pavoneó cresta arriba, cresta abajo, con movimientos tan afectados y exagerados que parecía como si tuviera las patas traseras sujetas al cuerpo con cuerdas, tales arcos describían antes de tocar el suelo. El olor que emanaba de ambos dorsicanos era cada vez más perceptible, incluso desde donde yo estaba sentada, a unos veinticinco metros. Beethoven subió despacio al encuentro de Uncle Bert, hasta que lo tuvo cara a cara, y acrecentó su tamaño mediante la adopción de posiciones de una jactancia extrema con el pelo de la cabeza erizado.

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El estrabismo es típico de otra línea materna del grupo 5, la de Effie y su progenie. Como la sindactilia, el estrabismo no parece estorbar el normal desarrollo de las actividades del animal afectado.

Al cabo de unos segundos, cual soldados mecánicos, los dos machos dieron media vuelta y se separaron, Beethoven contorneándose colina abajo y Uncle Bert hacia su callado grupo, al que se había unido Bravado. De repente, Beethoven se giró y corrió a meterse en medio de todos ellos sin lograrlo, pues el grupo entero avanzó hacia él, gritando excitadísimo. Como no quería renunciar a su propósito, embistió de nuevo contra el grupo en dirección a Bravado, quien se arrodilló sumisamente al verlo acercarse. La agarró por el pelo del cuello y arreó con ella fuera del grupo, que ahora se apiñaba detrás de Bravado. Al bajar de la cresta se cruzaron con los otros tres miembros del grupo 5; Beethoven, autoritario, les gruñó para que le siguieran. Ellos obedecieron con expresiones faciales de temor y los labios fruncidos. Cuando estuvieron todos a unos veinticinco metros por debajo del grupo 4, Uncle Bert rompió el silencio con un redoble de pecho y bocinazos. Al punto, Beethoven se detuvo y se giró para clavar la mirada, feroz y desafiante, en el macho joven antes de seguir conduciendo a su caprichosa familia hasta la base de la colina. Una vez abajo, los cuatro jóvenes se lanzaron a jugar a perseguirse para dar escape a la tensión. Beethoven se ocultó a la vista de Uncle Bert, sentándose entre la densa vegetación: una maniobra táctica de retaguardia.

Al cabo de unos minutos, Uncle Bert —siempre imprudente— bajó, contorneándose, seguido de los tres miembros más jóvenes de su grupo, que imitaban cómicamente su descocado pavoneo. Beethoven, oculto en la vegetación y conocedor del acercamiento de Uncle Bert, parecía reflexionar sobre una confrontación definitiva. Decidió no hacer caso y reemprendió el acarreo de sus fugitivos hacia el grupo 5, poniendo así punto final al encuentro. Al día siguiente, ambos grupos estaban tranquilos en sus respectivos territorios y, como es típico después de un encuentro entre grupos, el descanso y la comida predominaban sobre el desplazamiento.

Esta interacción concreta, una de las primeras que pude observar en su totalidad, fue un ejemplo impresionante de los extremos a que llegan los machos de dorso plateado para evitar enfrentamientos físicos. El más viejo del grupo 5, el veterano Beethoven, podría haber infligido fácilmente graves lesiones al novato jefe del grupo 4, Uncle Bert, de haberlo querido así. En vez de eso, empleando despliegues de intimidación paralelos, ritualizados, pudo evitarse el daño corporal.

Muchos años más tarde, después de miles de horas pasadas en el campo, estimé que los enfrentamientos entre distintas unidades sociales —machos solitarios o grupos— daban razón del 62% de todas las heridas observadas en gorilas macho y hembra. De 64 muestras de esqueleto recogidas en los seis volcanes Virunga, el 74% de los restos de machos de dorso plateado presentaban signos de heridas craneales cicatrizadas y el 80% habían perdido los caninos o los tenían rotos.

La capacidad de recuperación de los gorilas nunca dejó de asombrarme; valga como ejemplo de ello los dos cráneos de dorsicanos desconocidos que hayamos. Clavada en cada una de sus crestas supra orbitales, descubrí una punta de canino procedente del diente de otro gorila plateado. Las dos víctimas mordidas debían haber recibido sus heridas durante los años de formación, como lo ponía de manifiesto la extensión del tejido óseo desarrollado alrededor de la zona de penetración. Estos dos hallazgos patentizan vívidamente la enorme fuerza y poder de los machos de dorso plateado y obliga a reflexionar acerca de qué características evolutivas —físicas y de comportamiento— les han permitido actuar con tanto éxito como pacíficos ordenancistas en el seno de sus grupos familiares.

* * * *

En agosto de 1972, once meses después de los dos días del encuentro entre los grupos 4 y 5, Bravado dio a luz a su primer hijo, un macho encantador, llamado Curry. Era la sexta criatura nacida en el seno del grupo 5 desde 1967. Curry tenía por padre, como los otros recién nacidos, a Beethoven, único macho sexualmente maduro del grupo. Yo esperaba que el nacimiento de Curry, prueba tangible del vínculo de Bravado con el dorsicano dominante, mejoraría la posición de la nueva madre en el seno del grupo. Sin embargo, continuó recelando de las cuatro hembras de rango superior: Effie, Marchessa, Liza e Idano.

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Bajo la atenta mirada de su madre, Pantsy, y cerca de su padre, Icarus, Muraha, de cuatro meses de edad, titubea sobre sus extremidades al saludar a un miembro de su grupo familiar durante un período de reposo.

Bravado pasaba incluso más tiempo en la periferia del grupo, con lo que privaba a Curry de las oportunidades de relación social. Sólo cuando Curry cumplió nueve meses y se convirtió en una cría activa y bien dispuesta socialmente, Bravado permitió que los otros hijos de Beethoven cuidaran, abrazaran y jugaran con la más reciente alta del grupo. Creí que, por fin, terminaba el dilatado período de ostracismo social de Bravado.

Pero entonces ocurrió un imprevisto. En abril de 1973, cuando Curry tenía casi diez meses de edad, un rastreador encontró el descuartizado cuerpo de la cría, abandonado en una pista de huida después de una lucha entre el grupo 5 y un dorsicano. El examen del cadáver reveló diez heridas por mordedura, de diversa consideración. Un mordisco le había fracturado el fémur y un segundo desgarrado el intestino, causándole una peritonitis y la muerte instantánea. En el transcurso de la medición y toma de fotografías de los restos, observé que las uñas habían dejado unas incisiones rojizas en las palmas de ambas manos. Curry me puso, por vez primera, ante el infanticidio entre los gorilas del Visoke.

A la mañana siguiente de recuperar el cuerpo de Curry, la reconstrucción de los hechos demostró que el macho solitario embistió contra el grupo 5 durante el período de reposo diurno. El consecuente choque entre el grupo y el macho solitario debió ser de una violencia extraordinaria, como lo ponían de manifiesto los numerosos excrementos diarreicos y cuajarones de sangre a lo largo de la pista de huida. Curry fue abandonado a casi medio kilómetro del lugar de la lucha, pero el grupo 5 siguió corriendo durante cerca de un kilómetro y medio, y se detuvo para construir toscos nidos nocturnos. Cuando, por último, establecí contacto con ellos, vi que Beethoven, Effie, Marchessa e Idano presentaban graves mordeduras, quizá debidas al desconocido dorsicano.

Al poco tiempo de la muerte de Curry, el comportamiento de Bravado experimentó un cambio: se entregó a acciones lúdicas altamente sociales con los animales más jóvenes del grupo; aquella mirada inquieta de su época de madre responsable desapareció de su rostro en cuanto empezó a jugar como un joven. Me resultaba difícil comprender su conducta, sobre todo porque me sentía muy apenada por la inopinada muerte de Curry y, en mi interior, esperaba que Bravado mostrara alguna señal de pena. Aún tenía que aprender que casi todas las madres primerizas —es decir, las que dan a luz por primera vez— reaccionan igual que Bravado ante la pérdida de su hijo por infanticidio. Este tipo de comportamiento podría ser un método mediante el cual la hembra trata de reforzar sus vínculos sociales con los demás miembros del grupo, a raíz del trauma de que haya muerto su cría. También cabría una explicación en términos de un súbito retorno a la libertad de movimientos después de haberse visto impedida durante tantos meses por la constante necesidad de atender a su cría mientras comían y viajaban.

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Durante los períodos de reposo diurno, los componentes de cada grupo buscan la proximidad del jefe de dorso plateado —en este caso Beethoven, del grupo. El apiñamiento de los miembros del grupo se traduce en interacciones sociales más frecuentes que en los desplazamientos y los períodos de alimentación.

Dos meses después de la muerte de Curry, el grupo 5 se enzarzó en una refriega con un reducido grupo marginal supuestamente integrado por sólo dos individuos: un macho de dorso plateado y uno de dorso negro. Bravado, junto con la hija de Effie, Piper, a la sazón con casi ocho años de edad, emigraron del grupo 5 al nuevo grupo, que merodeaba por las laderas del monte Karisimbi, muy lejos de la zona en estudio. Por tal razón, después del mes de julio de 1973, nunca más volvieron a ser identificados. Me dolió perder el contacto con las dos hembras, porque las conocía desde su infancia y, también, por el hecho imponderable de que su destino futuro se borraba para siempre de los anales de Karisoke.

La emigración de las dos hembras y la partida de Bartok y Brahms redujo el grupo 5, de quince individuos que encontré al principio en 1967, a los diez de julio de 1973, incluyendo entre ellos los cuatro nacimientos viables habidos durante el mismo período. Al poco tiempo de la muerte de Curry, se produjo otro incidente —el fallecimiento de la tímida, ya mayor, Idano— que privó al grupo 5 de otra de sus hembras adultas. Idano había mostrado indicios claros de debilidad y empeoramiento poco antes de morir. Durante los últimos días de su enfermedad, Beethoven adaptaba la marcha del grupo para que pudieran seguirles el paso; y durmió cerca de ella la noche en que murió. La autopsia, practicada en la Universidad de Butare, reveló que padecía de enteritis crónica, peritonitis y pleuresía, pero el dictamen fue que había muerto de hepatitis bacteriana. La misma autopsia demostró que había tenido un aborto en fechas recientes, seguramente mientras intentaba mantenerse a la altura del grupo durante la traumática huida que siguió a la muerte de Curry.

De las tres hembras adultas que subsistían en el grupo 5 —Effie, Marchessa y Liza—, la dominante Effie parecía ser la madre más experta y uno de los gorilas más imperturbables que jamás he conocido. Su paciencia y tranquilidad, su fuerte instinto maternal y su extraordinaria intimidad con Beethoven, padre de su progenie, le permitieron criar a su prole con notable éxito. Con una justa mezcla de disciplina continuada y demostraciones de afecto, Effie proporcionó a sus hijos cariño y seguridad durante sus años de formación y una gran confianza en sí mismos, que conservaron hasta la madurez. Existía una relación muy especial entre Effie y sus tres hijos: Tuck, de cuarenta meses; Puck, de cincuenta y cinco; e Icarus, al que le calculábamos once años en 1973. Los cuatro parecían formar una estrecha trama, una unidad mini familiar dentro del grupo 5. Eran numerosas las similitudes de sus relaciones de comportamiento con otros miembros del grupo, así como de sus características físicas. Estructuralmente, excepto por las diferencias de tamaño, todos se parecían mucho a Effie por tener «impresiones nasales» casi idénticas, mechones de pelo canoso alrededor del cuello y estrabismo. Este defecto, típico del clan effiano, no parecía menoscabar la visión lo más mínimo.

El segundo clan del grupo 5, por ascendencia materna, estaba encabezado por Marchessa, hembra cuya edad estimé, la primera vez que la vi, en unos veinticinco años. En 1967, Marchessa, mayor que Effie pero sin su éxito reproductivo, tenía sólo una hija, Pantsy, que contaba unos diecisiete meses de edad. En enero de 1971, cuando Pantsy rondaba los cuatro años y medio, Marchessa dio a luz un macho larguirucho, que llamé Ziz. El clan de esta hembra tenía asimismo una tara física en forma de sindactilia, rasgo hereditario caracterizado por la unión de dos o más dedos, de las manos o de los pies. Los dedos de los pies de Marchessa y sus hijos estaban afectados en grado diverso. Este carácter, quizá debido a la endogamia, también fue observado en gorilas de otros grupos de los Virunga. Como el estrabismo, la sindactilia no parecía ser un impedimento para los animales, en ningún sentido.

Ziz era a todas luces el preferido, pero rara vez vi a Marchessa aplicar las imparciales tácticas maternas de Effie. A diferencia de los emprendedores hijos de esta última, Ziz se pegó, como quien dice, a las faldas de su madre y solía armar grandes escandaleras siempre que la perdía de vista por algún tiempo. Con tres años cumplidos, Ziz todavía mamaba regularmente y gimoteaba como un condenado si Marchessa trataba de impedírselo.

Liza era la tercera hembra adulta que quedaba en el grupo 5 a finales de 1973, y la de rango inferior. Su hija mayor, Nikki, tenía casi siete años cuando salió del grupo, allá por la época de la migración de Bravado y Piper. El traspaso de Nikki se llevó a cabo de noche, y se manifestó en la huida del grupo 5 a casi seis kilómetros del lugar de la lucha con aquel macho solitario. La repentina partida de Nikki dejó a Liza con sólo una cría, Quince, encantadora hembra de tres años. Ésta, a diferencia de su madre Liza, era aceptada sin problemas por los demás miembros del grupo, sobre todo cuando promovía sesiones de juego o de espulgamiento. Quince tenía una vocación materna fortísima; ya de joven, se le permitía abrazar, espulgar y cargar con los pequeños de Effie y Marchessa. Aunque sólo siete meses mayor que Ziz, Quince siempre se mostraba muy solícita con el hijo de Marchessa cuando éste tenía que separarse momentáneamente de su madre o no se le permitía mamar.

En la mayoría de los pequeños observados durante los años de investigación, el destete —muy traumático para ellos— se produjo en torno al año y medio o dos años de edad, momento en que la madre recupera, en general, el ciclo menstrual regular o queda de nuevo embarazada. Quizá fuera la prolongada lactancia de sus hijos lo que determinaba en Marchessa el distanciamiento de los embarazos. Considerando sólo los alumbramientos viables (aquellos en que el recién nacido sobrevivió), los períodos de lactancia de Marchessa duraban, en promedio, casi cuatro años y medio, mientras que los de Effie duraban unos tres años y medio.

Como es habitual en los clanes de ascendencia materna, a Marchessa, Ziz y Pantsy se les veía casi siempre juntos durante los períodos de reposo diurno, pero en la periferia del grupo. Todo lo contrario del clan effiano, que permanecía muy cerca de Beethoven o incluso de Liza.

Pantsy empezó a pasar menos tiempo con su madre al término del séptimo año y a raíz de sus primeras ovulaciones periódicas. En once gorilas hembra adolescentes la hinchazón perineal primaria se presentó entre los seis años y cinco meses y una edad estimada de ocho años y once meses, siendo la media de siete años y medio.

Durante dos a cinco días por mes y coincidiendo con la ovulación, Pantsy adquiría un gran atractivo para los miembros más jóvenes del grupo, Icarus en particular. No era nada raro ver a Pantsy abordar a Icarus, que en 1973 debía rondar los once años y, por tanto, era sexualmente inmaduro. Si las invitaciones a que la montara se producían cerca de Beethoven, padre de todos los jóvenes del grupo 5, el cabeza de familia solía separarlos corriéndolos, gruñendo o zurrándoles, para acabar montando él mismo a Pantsy. Por esta razón, Icarus, muy discreto, trataba de ignorar las insinuaciones de la joven cuando Beethoven andaba cerca, si bien le respondía presto en las demás ocasiones.

Como es típico de las hembras jóvenes, Pantsy era bastante coqueta a la hora de lucir sus recién adquiridas artes sexuales. En el grupo 5, como en la mayoría de grupos, la presencia de una hembra en celo, sea adolescente, sea una adulta apta para la reproducción, provoca muchísima actividad sexual sustitutiva entre los otros elementos del grupo; valgan como ejemplo los cubrimientos entre individuos del mismo sexo o entre animales de edades muy dispares. Los cubrimientos unisexuales son dos veces más frecuentes en los machos que en las hembras, mientras que los cubrimientos discordes en cuanto a edad se manifiestan muy a menudo en la monta de inmaduros por parte de machos adultos. Las dos únicas combinaciones no observadas fueron inmaduros montando a machos adultos o machos montando a sus propias madres.

Así que Pantsy alcanzó la madurez sexual, sus inclinaciones maternales, nunca tan notorias como las de Quince, más joven, encontraron una salida cuando, en agosto de 1974, Liza dio a luz a Pablo, una criatura con orejas de elfo, la primera que nacía en el grupo 5 desde hacía dos años. Pantsy, como es característico entre las hembras jóvenes que aún no han tenido descendencia propia, andaba particularmente fascinada con el bullicioso Pablo y no perdía ocasión de «secuestrarlo» para practicar como madre. Los métodos de Pantsy para transportar al lactante carecían de delicadeza; por suerte, Pablo casi nunca ponía reparos a que la joven se lo llevara de espaldas sobre su hombro o cabeza abajo entre los brazos. Liza siempre vigilaba con calmosa atención esas actividades antes de intervenir plácidamente para rescatar a su hijo.

Liza era una madre afable, responsable, que parecía disfrutar con las travesuras del pequeño «muñeco» que había traído al mundo. Para Pablo, las normas existían para quebrantarlas, los observadores humanos se acercaban a él para que los divirtiera, y los miembros del grupo familiar existían para su propia fruición. El jolgorio de Pablo fue como una plaga, pues su extrovertida personalidad, desarrollada sin trabas durante su primer año de vida, atrajo a su alrededor a muchos otros inmaduros.

El nacimiento de Pablo mejoró la posición de Liza en el grupo, como lo demostraba la creciente cantidad de tiempo que se le permitía pasar en la proximidad de Beethoven. La nueva situación benefició también a la hija de Liza, Quince, que tenía poco más de cuatro años cuando nació Pablo: Quince pasaba más tiempo que cualquier otro individuo espulgando a Beethoven, actividad que además reforzaba su posición social en el grupo y fortalecía los vínculos familiares con sus hermanastros y hermanastras.

Seis meses después del nacimiento de Pablo, Beethoven copuló con su hija Pantsy. Al cabo de siete meses, la personalidad de la joven, que entonces tenía ocho años y nueve meses de edad, sufrió un cambio radical. Disminuyeron mucho sus relaciones sociales con otros miembros del grupo y permanecía discretamente en la periferia del mismo, junto a su madre Marchessa. A los tres meses de la fecundación de Pantsy, Marchessa entró en celo y concibió también un hijo del jefe del grupo. Sin embargo, la criatura vivió sólo un día después de su nacimiento en diciembre de 1975. A pesar de la dilatada búsqueda por la zona del alumbramiento, no encontramos ni rastro del cuerpo.

El primer hijo de Pantsy, Banjo, nieto de Marchessa, nació en octubre de 1975. Todo el aspecto externo de la cría parecía saludable, pero gimoteaba más a menudo que la mayoría de los recién nacidos. La inexperiencia maternal de Pantsy se reflejaba en la torpe manera de tratar a su hijo. Diríase que estaba abatida y molesta por la responsabilidad que acababa de adquirir.

Banjo tenía tres meses de edad cuando Marchessa perdió a su recién nacido por causas desconocidas. Sólo entonces se la vio buscar la proximidad de Pantsy, que se benefició de la protección de su madre en los encuentros antagónicos con el clan de Effie. Las riñas eran cada vez más frecuentes, quizá porque Effie andaba embarazada de su quinto hijo con Beethoven. La hembra dominante adoptaba una actitud de desmedida intransigencia siempre que Marchessa y Pantsy intentaban usurparle el sitio para ganarse las atenciones de Beethoven.

La creciente tensión dentro del grupo se vio acrecentada con el resultado de un violento choque entre el grupo 5 y un desconocido grupo marginal en abril de 1976. Encontré el escenario de la lucha salpicado de sangre, mechones de pelo de dorsicano, charcos de excrementos diarreicos e innumerables arbolitos tronchados. Siguiendo una larguísima pista de huida, di con el grupo, y cuál no sería mi horror al ver la cabeza del húmero izquierdo de Beethoven, rodeada de ligamentos y haces musculares, asomar a través de la piel del codo. Que Icarus, por entonces de catorce años de edad, había ayudado a su padre durante el feroz encuentro, era evidente por las ocho profundas mordeduras que presentaba en los brazos y la cabeza.

Beethoven —a quien yo le calculaba unos cuarenta y siete años— dependía cada vez más de la ayuda de Icarus en las luchas con otros grupos o con machos solitarios. Como Icarus se iba acercando a la madurez sexual, buscaba otras unidades sociales, único medio de conquistar nuevas hembras jóvenes para él. En cambio, hacía ya tiempo que Beethoven había formado su harén y no estaba para enfrentamientos intergrupales. El equipo padre-hijo suponía un acuerdo muy a propósito porque respaldaba al anciano Beethoven y al mismo tiempo proporcionaba una valiosa experiencia al adolescente en el trato con los dorsicanos extraños. Beethoven conservaba su dominio sobre Icarus por sus fuertes vínculos parentales.

En el transcurso de las semanas que siguieron al violento choque, era digno de ver a Beethoven e Icarus con las cabezas juntas durante prolongados períodos de descanso diurno, intercambiando suaves vocalizaciones eructivas como si se consolaran mutuamente de sus respectivas heridas. El hijo sanaba más deprisa que el padre, e Icarus no tardó en cansarse de las largas sesiones de reposo que precisaba Beethoven. El joven dorsicano, en compañía de muchos miembros del grupo 5, solía trasladarse a varias decenas de metros de los nidos de día en busca de comida. Beethoven se quedaba solo, sentado, la cabeza ladeada, escuchando las vocalizaciones de su familia como el anciano que intenta oír un débil receptor de radio. Atento a sus obligaciones como jefe y juez del grupo, Beethoven se levantaba al cabo de diez o quince minutos de soledad para seguir, con paso lento y pesado, la pista del grupo. Por supuesto, si Icarus hubiera albergado la más mínima idea de hacerse con el poder por la fuerza, los seis meses del período de recuperación de su padre habrían sido el momento oportuno para ello.

Hubo ocasiones durante la convalecencia de Beethoven en que Icarus se dejó llevar de su nuevo prestigio, lanzándose a correr como un descosido en medio de las hembras del grupo. Pantsy era el blanco más frecuente de las provocaciones del joven cuando Beethoven se quedaba atrás, en el lugar de nidificación. Pantsy contaba con la ayuda de Marchessa en la protección de su vulnerable pequeño, Banjo, frente a las corridas y el comportamiento amenazante de Icarus, Effie y sus dos hijos, Puck y Tuck. Juntas, las dos hembras reducían con más eficacia la tensión dentro del grupo manteniéndose apartadas unos treinta metros de los restantes miembros del grupo, sobre todo de Icarus. Marchessa era la única del grupo 5 que no tenía lazos de sangre con Icarus, hermanastro de Pantsy. Cabe la posibilidad de que Pantsy fuera como un sustituto de Marchessa, a quien Icarus no podía atacar directamente por su larga relación con Beethoven.

Para cuando Banjo cumplía su sexto mes, Pantsy ya era una experta madre, que llevaba al pequeño en posición ventral (posición protectora), apretado contra el pecho, dada la frecuencia de los despliegues de Icarus. La mayoría de las crías son transportadas en posición ventral hasta los cuatro meses de edad, momento en que las madres las animan a subirse a sus espaldas. Por el hostigamiento que sufría Pantsy, se comprende que Banjo fuera llevado ventralmente, a menudo oculto a la vista Por eso, no me extrañó, cierto día, no alcanzar a ver a Banjo con claridad; Pantsy se hallaba oculta entre la densa vegetación, comiendo con Marchessa, a cierta distancia del grupo. Sin embargo, tres días después era palmario que Banjo había desaparecido. Pantsy volvió al despreocupado y salvaje comportamiento lúdico de su juventud, exactamente como hizo Bravado tres años antes a raíz de la muerte de Curry

Emprendimos todos una búsqueda intensiva del pequeño desaparecido, pero era como dar con una aguja en un pajar. Noche tras noche volvíamos al campamento con las manos vacías, aun después de haber cubierto el área de más de un kilómetro cuadrado donde el grupo merodeó siete días antes y después de haber sido notada la ausencia de Banjo. Sólo encontramos vestigios de riñas intestinas en forma de arbolitos rotos y excrementos diarreicos. Ninguna pista conducente al territorio del grupo 5 indicaba que se hubiera producido un encuentro con una segunda unidad social.

Empeñada en no dejar sin resolver el misterio de otro pequeño desaparecido, como en el caso del recién nacido de Marchessa, decidí recoger todos los excrementos depositados en los nidos nocturnos del grupo de la semana precedente. Banjo no podía haberse esfumado sin dejar rastro, y el único indicio pasado por alto en la infructuosa búsqueda eran los excrementos. Me estremecía la posible existencia de canibalismo entre los gorilas, aunque semejante comportamiento era un hecho confirmado en chimpancés que vivían en libertad. Por entonces llevaba nueve años trabajando con el grupo 5, de modo que no tenía dificultad en identificar al ocupante de un nido nocturno mediante el simple examen de los excrementos, la estructura del nido y su ubicación respecto de los circundantes.

Volvíamos al campamento con las mochilas llenas de excrementos, envueltos, etiquetados y fechados los de cada nido. Entonces comenzaba la tediosa faena de colar cada boñigo en el arroyo del campamento. Pasamos horas y días tamizando y buscando indicios que pudieran dar una respuesta a la desaparición de Banjo. Al cabo de una semana de lavar excrementos, empezamos a encontrar astillas de hueso y de diente que sabíamos, ciertamente, que procedían de los nidos nocturnos de Effie y de Puck, su hijo de ocho años. Por desgracia, la cantidad de astillas recuperada sólo daba razón de parte del esqueleto de un gorila pequeño. Se sumó a ello otra complicación: el hallazgo de pelo de cría únicamente en los excrementos de Effie, sin pequeños en aquel tiempo, y de Puck.

En un esfuerzo adicional por resolver el misterio de la desaparición de una cría aún dependiente de su madre, sin la cual no podía sobrevivir, recogimos todos los excrementos depositados en las pistas del grupo, en un período de siete días en tomo a la desaparición de Banjo. La nueva y pesada tamización aportó más fragmentos del cuerpo. Lamentablemente, los excrementos de las pistas no admitían una asignación tan indefectible como los de los nidos, pero los boñigos que proporcionaban fragmentos de esqueleto se parecían muchísimo a los excrementos de los nidos de Effie y Puck. Lavado todo el excremento, obtuvimos un total de 133 trozos de hueso y diente, lo que constituía algo así como un dedo pequeño frente al esqueleto completo de la cría. La minúscula muestra no brindaba una explicación significativa de adonde había ido a parar la mayor parte del cuerpo; por tanto, no cabía concluir tajantemente que Banjo había sido víctima del canibalismo. No descarto todavía esa posibilidad. La cantidad de restos de esqueleto recuperados en el equivalente a una semana de excrementos de nidos y pistas, presentaba un máximo en los dos días posteriores a la desaparición de Banjo. Esto es algo que tampoco me explico.

Durante todos estos años de investigación con gorilas en libertad, se han estudiado extensamente los excrementos en diferentes ocasiones. Un estudiante de Karisoke se pasó dieciséis meses analizando con el microscopio centenares de muestras de más de mil boñigos y no descubrió nada que se pareciera ni de lejos a un trozo de hueso o diente. Demasiada coincidencia que Banjo desapareciera y al mismo tiempo se detectaran fragmentos de hueso en los excrementos de dos miembros de su grupo. Si desaparece otro pequeño, habrá que realizar de inmediato el lavado de excrementos. Quizá se pueda dar entonces una respuesta satisfactoria a la cuestión de si existe o no canibalismo entre los gorilas.

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Poppy, de nueve meses de edad, quinto hijo de Effie, se golpea jubiloso el pecho mientras salta encima de la espalda de su madre.

A los tres días de la desaparición de Banjo, se alivió algo mi pesar por la pérdida del pequeño cuando Effie —se sabía que no podía tardar en parir, dada su enorme gordura y los prominentes pezones— dio a luz el primero de abril de 1976. El precioso pequeño, una hembra llamada Poppy, nacía cuarenta y siete meses después de su hermana Tuck, haciendo de Effie la única hembra con cuatro hijos vivos en el grupo. (Su hija mayor. Piper, había dejado el grupo tres años antes.)

A diferencia del pequeño y travieso Pablo, por entonces de veinte meses de edad, Poppy sólo podía ser calificada de bonita, con sus dulces ojazos pardo oscuros enmarcados por cejas largas y delicadas. La pequeña presentaba, en menor grado, el estrabismo característico de Effie y sus hijos.

La personalidad propia y desenvuelta de los hijos de Effie florecía a una edad temprana. Poseían un sentido de profunda curiosidad por los objetos naturales hallados sobre el terreno, y no digamos por los extraños, como objetivos fotográficos, termos y todos los cachivaches que llevaba conmigo al campo. Su interés por tales objetos facilitaba las observaciones de su comportamiento, porque los animales propendían más a permanecer en el campo de visión del observador en vez de ocultarse detrás de tupidas pantallas de vegetación. No era mi intención proporcionarles juguetes, pues esto habría condicionado fuertemente su comportamiento natural y las relaciones de unos con otros. Empero, en muchas ocasiones me vi desbordada por las codiciosas manos de los impacientes jovenzuelos, que no me daban tiempo material para guardar todas mis pertenencias.

En una reducida parcela de la zona de distribución del grupo 5, crecía un fruto duro, del tamaño de un pomelo, conocido como mtanga-tanga por la población indígena. Era muy apreciado por los elefantes, que iban como locos después de una comilona de mtanga-tanga, pero a los gorilas no se les había visto comer ese fruto. Los pequeños de Effie, sin embargo, se salían de su camino para trepar a los árboles de los que pendían esos frutos, y tirarlos al suelo con el propósito de jugar con ellos. Puck, cuando era sólo una cría, empleaba el fruto como objeto de exhibición, agarraba el troncho con los dientes y golpeaba el fruto contra su pecho. Esto producía un redoble pectoral profundo, retumbante que, probara lo que probara, no conseguía imitar. El fruto servía también a los jóvenes del grupo 5 como pelota de fútbol o de baloncesto, depende del tipo de juego iniciado.

Los períodos de reposo diurno del grupo 5 continuaron siendo largos mientras Beethoven se recuperaba de su herida en el brazo. Al parecer, Beethoven no conseguía dormir lo suficiente. Dormitaba profundamente durante varias horas al día, emitiendo profundos ronquidos con la boca abierta, agitando sus cortas patas como si estuviera soñando, y contrayendo los músculos faciales cada vez que oía sonidos extraños, como voces humanas distantes. Llegado el tercer mes de convalecencia, algunos de los animales más jóvenes, Puck en particular, andaban desasosegados por aquel aletargado tipo de vida del grupo.

Hasta cierto punto, Puck se encontraba a gusto en compañía de Effie y las dos hermanas más jóvenes, Tuck y Poppy, pero a menudo figuraba entre los primeros en hacer ostensible su fastidio durante las tediosas horas de reposo diurno. Exteriorizaba su mal humor dándose golpecitos con el índice en un brazo, o bostezando y buscando alrededor algo para entretenerse. Las zumbantes moscas eran uno de los pasatiempos. Absorto, se incorporaba, trataba de asir el insecto y, si era suficientemente rápido, lo atrapaba en la palma de la mano. Por ser estrábico como Effie y sus hermanos, sus ojos casi se cruzaban al intentar enfocar la mosca a varios centímetros de su cara. Acto seguido, estrujaba la víctima entre el pulgar y el índice para luego reducirla a pedacitos, y aún estudiaba detenidamente cada trozo antes de desecharlo. A más largo proceso de disección, más extática era su expresión facial, hasta colgarle el labio inferior de una manera más propia de un chimpancé que de un gorila. Una vez acabada la mosca, fruncía los labios en una mueca de disgusto, mientras buscaba alrededor nuevas fuentes de distracción.

En esos momentos, Puck recurría por lo general al contenido de mi mochila —cámara fotográfica, objetivos y prismáticos—, de todo lo cual se valía el inventivo jovencito para mirar con ellos o reflejar su imagen. Miraba por los prismáticos por el lado equivocado, pues ésa era la única forma de adaptarlos a su distancia interocular. Estoy segura de que miraba de verdad por ellos, que no se limitaba a imitar sin más el comportamiento humano, dadas sus reacciones. Movía rítmicamente los dedos de una mano delante de los prismáticos para luego bajar la lente, curioso, partiendo de la punta de los dedos, como si comprobara su unión con la mano. Su perplejidad ante la distorsión de los objetos circundantes era tan fascinante como cómica de ver.

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En una ocasión, con el fin de apartar la atención de Puck de mi cámara le ofrecí un número de la revista National Geographic; fue asombroso su interés por las fotografías en color de la misma.

Puck inventó el juego del almirante con un objetivo de 300 mm, girando como si estuviera en un barco terrestre cuando exploraba la lejana vegetación o a otros miembros del grupo, muchos de ellos picados por la curiosidad al ver tamaño ingenio manipulado por alguien de su propia especie. También jugaba al investigador, apuntando deliberadamente el objetivo de 300 mm hacia el suelo y concentrando su mirada en la vegetación observada a través de la lente.

Algunas piezas del equipo eran bastante caras, pero Puck lo manejaba todo con cuidado y lo protegía con sumo celo de las manos de otros miembros del grupo. De tanto en tanto, el grupo se iba a comer antes de que Puck hubiera acabado de investigar un objeto. En seguida dejé de aterrorizarme al ver unos valiosos prismáticos o un objetivo desaparecer entre la densa vegetación. Sin embargo, me sentía ridícula cuando tenía que andar a gatas en busca de algún objeto abandonado después de la partida del grupo.

Casi al término de la convalecencia de Beethoven, durante uno de los largos períodos de reposo diurno, se me brindó una oportunidad magnífica de fotografiar primeros planos de los animales descansando. No quería dejar la cámara a Puck, a pesar de sus insistentes tirones de la Nikon que colgaba de mi cuello. Transcurridos diez minutos, renunció de mal humor y se alejó unos pasos para construir su nido diurno. Acompañándose de movimientos más que exagerados, empezó a aplastar vegetación para el nido como si la tarea fuera un puro fastidio. Con un deliberado plop, se instaló en la descuidada estructura y estuvo dando vueltas y frunciendo el ceño durante casi una hora, mientras el resto del grupo descansaba tranquilamente. Con el ánimo de apaciguar al murriado jovenzuelo, rompí una de mis reglas —no ofrecer objetos extraños a los gorilas— y alargué a Puck un National Geographic. Me maravilló la destreza con que pasaba las páginas, y mostraba vehemente interés por las grandes fotografías a color de rostros. No dio ninguna indicación vocal de si le placía o no lo que veía, pero al menos no estaba aburrido.

Al cabo de media hora, dejó la revista y el grupo se levantó para comer. Inmediatamente, Puck se incorporó, vino hacia mí y me dio unas palmadas con ambas manos, como si hubiera estado planeando este castigo durante todo el período de reposo. Beethoven, que no estaba a la vista, emitió un gruñido sordo e inquietante ante los golpes de Puck contra mi traje de plástico para el agua. Al oír las vocalizaciones disciplinarias de su padre, el malhumorado joven se detuvo un momento y luego se irguió de nuevo para golpearme aún más fuerte con las manos. ¡Qué hizo! Beethoven corrió hacia nosotros, gruñendo de enojo, y se detuvo al lado de mi postrado cuerpo.

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Existe cierta competencia entre los clanes de línea materna por el privilegio de espulgar al jefe del grupo. Éste, sin embargo, rara vez espulga a otros, pues no tiene necesidad de reforzar su posición social.

Con la frente arrugada y los labios apretados, Beethoven echaba fuego por los ojos sobre Puck, que había buscado refugio al otro lado, quedando yo de por medio. El jefe del grupo 5, silencioso, mantuvo su rígida postura hasta que Puck, mansamente, se escurrió montaña abajo con expresión ofendida.

Restablecida la tranquilidad, Beethoven se abrió paso entre los espectadores del grupo, los reunió por ver si todo estaba bien y se los llevó para la comida de la tarde. Dejé pasar unos minutos antes de incorporarme cuando, al hacerlo, descubrí, para mi asombro, a Puck masturbándose frenéticamente. Tenía la cabeza doblada hacia atrás, los ojos cerrados y una expresión semi sonriente, mientras con el índice de la mano derecha se acariciaba la región genital. Durante un par de minutos, hubiérase dicho que Puck estaba obteniendo un gran placer con sus manipulaciones; luego se detuvo, se espulgó y siguió a los demás por la pista. Creyendo que la marcha de Puck era definitiva, empecé a rehacer la mochila y a recuperar los objetos hurtados. Pero, cuando menos lo esperaba, se me presentó otra vez corriendo. Se detuvo a mi lado, se levantó sobre sus pies como si quisiera darme una última y potente palmada, se lo pensó y entonces salió pitando para alcanzar al grupo.

Ese contacto lo tengo grabado en la mente. Es la única vez que he visto a un gorila en libertad masturbarse activamente. Que Puck había gozado de las consecuencias de su manipulación, era obvio; sin embargo, la masturbación parecía un medio insólito de autosatisfacción, desencadenada en este caso por la acción disciplinaria de Beethoven. Otro detalle significativo de ese contacto fue que Puck conservó su rencor hacia mí durante dos horas, tiempo que yo consideraba extraordinario. Me preguntaba cuánto tiempo los gorilas, que viven en una estructura de grupo, conservan su resentimiento hacia el vecino después de una riña o de un desacuerdo sin trascendencia.

* * * *

A diferencia de Puck, Quince, la apacible hija de Liza, de seis años de edad, parecía muy apenada por la grave herida del brazo de Beethoven. A la jovencita, la espulgadora más incansable del patriarca, nunca se la vio ni siquiera intentar espulgar a su padre en los seis meses de recuperación. En cambio, pasaba mucho tiempo sentada a su lado, contemplando ansiosamente su rostro como si tratara de consolar a Beethoven con su presencia.

Liza y sus hijos Quince y Pablo pasaban ahora mucho tiempo cerca de Beethoven, quizá por el fuerte atractivo de Quince para su padre, así como por la tolerancia de éste con su hijo menor, Pablo, que parecía tomar al sociable jefe del grupo por un cómodo, sólido y plateado arrimadero. Una vez recuperado, desapareció del semblante de Quince aquella mirada preocupada y pudo reanudar el diligente espulgado de la enorme mole de su padre. A menudo la veía sentada cerca de él, mirándole la cara más con adoración que como cachorro en espera de una caricia. Cuando volvía hacia ella su penetrante mirada, su cuerpo entero se estremecía. En una ocasión, después de un largo período de reposo diurno, Quince se presentó al lado de Beethoven después de haber estado jugando y espulgándose con otros miembros del grupo. Al sentarse la joven junto a su padre para escudriñarle el rostro, Beethoven emitió una larga serie de vocalizaciones eructivas con que anunciaba su intención de irse a comer. Respuestas similares se produjeron en otros miembros de la familia, elevándose un coro de voces isócronas dirigido por Quince y Beethoven: sonaba más como una jauría de sabuesos que como un grupo de gorilas.

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Pablo tenía la mala costumbre de birlarme maliciosamente las notas tomadas o los carretes de fotografías empleados al cabo de horas de observación.

Quince sabía orientar buena parte de su cariñoso y considerado temperamento hacia su hermano menor Pablo. La traviesa personalidad del pequeño necesitaba una vigilancia casi permanente tanto por parte de Quince como de Liza, que compartían la responsabilidad de recuperar al audaz pequeño del regazo, la cabeza o las espaldas de mí misma o de otros observadores que se habían incorporado al equipo de investigación.

Cierto día soleado, al término de un contacto excelente con el grupo 5, éste se alejó para comer. El pequeño Pablo, que entonces contaba unos dos años y medio de edad, terco como siempre, decidió no seguirlos. En vez de eso, se acomodó en mi regazo cual gato mal acostumbrado, sin mostrar voluntad alguna de moverse, ni siquiera cuando Liza volvió sobre sus pasos para gruñimos, autoritaria, a los dos. Confiando en que ella me viera tan indefensa como me sentía, eché el cuerpo hacia atrás para animarla a coger al cabeza dura de su hijo y que se fuera. Gruñendo con más fuerza, Liza empezó a tirar de uno de los brazos de Pablo. Éste, sin pensárselo dos veces, le devolvió los gruñidos y se aferró encarnizadamente a mi chaqueta con la mano libre, empeorando aún más la situación. Entonces ella se me acercó, y dirigiendo suaves gruñidos a Pablo le abrió a la fuerza los dedos para que soltara mi chaqueta y lo recogió en sus brazos de madre. Mientras Liza se alejaba con él a sus espaldas, Pablo se giró, mirándome con un mohín acusador hasta que se perdió de vista.

Pablo, como la mayoría de los gorilas jóvenes, era un impenitente ladrón de guantes. Un día me cogió uno antes de que pudiera ponerlo a buen recaudo y, como si se deleitara con su botín, se alejó hacia Beethoven haciendo cabriolas y agitándolo en el aire. Pablo arrojó con fuerza el guante a las rodillas de aquél, donde aterrizó con un seco plop. El viejo dorsicano se levantó de un salto y aullando de pánico dispersó a todo el mundo a su alrededor. Una vez vieron que no había señales de peligro, se acercaron de nuevo, pero por algún tiempo se quedaron mirando burlones a su jefe. Avergonzado, Beethoven volvió también a su nido de día, aparentando una total falta de interés por el solitario guante.

Los días que Pablo estaba insoportablemente travieso, solía sentirme como un pulpo, tratando de poner a salvo el contenido de mi mochila o las notas de campo. Una tarde, después de un fructífero contacto de tres horas, deposité en tierra mi cuaderno de notas, que contenía las observaciones de comportamiento del día. Estaba la mar de contenta preparando el equipo fotográfico para guardarlo cuando, de repente, Pablo se adelantó y me arrebató, jubiloso, el cuaderno. Empecé a gatear tras él, pero el muy pícaro corría en línea recta hacia Beethoven; allí se sentó y con mucho método fue arrancando página tras página todos mis datos cuidadosamente registrados. Tuve que sentarme, impotente, y verle masticar cada hoja hasta convertirla en pulpa, mientras su madre, Liza, y su padre, Beethoven, lo contemplaban con cierto escepticismo. Esperando poder recuperar algo al día siguiente, dediqué cierto tiempo a buscar entre los excrementos del nido nocturno de Pablo, pero, ¡ay de mí!, fue inútil. El mundo académico lo habría tildado de cochino ladrón de datos.

Pablo, prácticamente refractario a la disciplina, incitaba a otros jóvenes del grupo a molestar a Beethoven toqueteándolo. Tuck, veintisiete meses mayor que Pablo, era uno de sus compañeros de juego favoritos. Al ser ella la mayor, era quien aguantaba lo más recio de la indignada reacción de Beethoven cuando le despertaban de su profundo sueño el ruido y los golpes de aquellas pequeñas manos y pies contra su plateada mole. En tales ocasiones, Pablo, la imagen misma de la inocencia, pasaba inadvertido mientras Beethoven agarraba a Tuck por donde podía y le mordía suavemente un brazo o una pierna, gruñendo en señal de amonestación. El cabeza de turco de Tuck reaccionaba como un crío humano al recibir un tratamiento injusto: fruncía poco a poco la cara, y se ponía a llorar desconsoladamente. Si el llanto se prolongaba o arreciaba demasiado, Beethoven volvía la cabeza hacia ella y abría y cerraba la boca de golpe, produciendo un fuerte chasquido con los dientes que enviaba a Tuck a los brazos de Effie en busca de consuelo, tras lo cual seguía una sesión de autoespulgamiento que parecía ser la forma de resolver su conflicto interno, al estilo de las personas que se rascan la cabeza o la piel en situaciones peliagudas.

A mediados de 1976 Beethoven se había recuperado ya totalmente de sus graves heridas y empezó a comportarse con la misma malicia que un perrito al que acaban de quitarle la correa. Desarrolló una nueva táctica de acercamiento a mi persona: primero fingía indiferencia hasta situarse muy cerca, entonces se tamboreaba el pecho, golpeaba la vegetación encima de mí, aporreaba el suelo a mi vera, e incluso se revolcaba por tierra y daba patadas al aire, todo ello con la expresión del más redomado pícaro. Di la bienvenida a tan poco serio proceder después de aquellos largos meses de languidez. Antes de ese final feliz, había dudado algunas veces de sus posibilidades de supervivencia, sobre todo cuando la herida comenzó a destilar una copiosa cantidad de exudado maloliente que atraía nubes de insectos hacia él. Dada la localización de la herida en el codo, Beethoven no había podido limpiársela con la boca, lo que era, sin duda, una de las razones de que hubiera tardado tanto en curar. Desde luego, la vuelta del viejo macho a la salud fue otro ejemplo de la increíble capacidad de recuperación de los gorilas.

El patriarca andaba otra vez rodeado de sus hembras y pequeños y dejaba que Icarus —que entonces tenía catorce años y medio de edad— hiciera de guardián del grupo. Un día, cuando me acercaba a ellos para establecer contacto, al levantar la mirada hacia una alta y corpulenta Hagenia descubrí que Icarus me observaba tranquilamente cómo avanzaba a cuatro patas después de haber dejado atrás al rastreador, a unos veinte metros del grupo. Icarus parecía un panda gigante fuera de sitio, con su enorme cuerpo plateado tumbado boca abajo sobre una rama y sus dos minúsculas patas oscilando libres de aquí para allá como si estuviera en un columpio. Cuando llegué a la base del árbol, se deslizó cual rollizo bombero, me miró, afable, a la cara y empezó a construir un complicado nido diurno, tipo bañera, entre el grupo y yo. Hasta que no se durmiera, poco podía hacer aparte instalarme donde estaba, encantada, sin embargo, con su confianza. Una vez se hubo dormido, no pude menos que reparar en la vasta red de cicatrices y cortes en curación que zigzagueaban por su sólida cabeza, prueba visible de pasados encuentros con machos adultos de otros grupos.

Mientras contemplaba las antiguas heridas, el rastreador, que había quedado atrás, tropezó sin querer con una rama. El resultado fue apenas un leve chasquido, pero Icarus salió al instante de su sueño, miró fijamente en la dirección de donde vino el ruido, se levantó y, como gato que acecha al ratón, se dirigió a la fuente del crujido; me impresionó la vigilancia que ejercía aun estando al parecer dormido. Por suerte, Nemeye estaba tan alerta como Icarus, y al darse cuenta de que el gorila se acercaba, se retiró a toda prisa antes de que llegara a él.

Para entonces, iba para cuatro meses que Banjo había muerto. Me di cuenta de que Icarus había alcanzado la madurez sexual por la frecuencia de sus cópulas con Pantsy. Beethoven ya no manifestaba ningún interés sexual por ella, ni intentaba interferir en los apareamientos entre sus dos hijos. Marchessa había vuelto a encelarse y Beethoven estaba muy interesado por su periódica receptividad.

Aunque no me percaté en su momento, ambas —madre e hija— habían quedado embarazadas, con unos días de diferencia, de dos machos distintos. Pantsy de su hermanastro Icarus y Marchessa del padre de aquélla. Beethoven. Después de la concepción. Marchessa permaneció en la periferia del grupo, en tanto que Pantsy pasaba más tiempo junto al clan de Effie. Pantsy mostraba prudencia siempre que se acercaba a Icarus y su recién ganada madrastra, emitiendo una suave vocalización eructiva y evitando el contacto corporal directo con Effie y sus hijos Puck, Tuck y Poppy.

En una ocasión, durante un largo período de reposo diurno, observé en su totalidad uno de los prolongados y deliberados acercamientos de Pantsy a Icarus, que descansaba en la inmediata vecindad de su madre y hermanas. Pantsy se tumbó junto al joven macho y, con el dorso de la mano derecha, le golpeaba la cabeza y las espaldas Icarus respondió alargando la suya para acariciarle suavemente el pelo del brazo, al tiempo que adoptaba una expresión facial interesada. A la postre, se incorporó y clavó su mirada en los ojos de Pantsy, la frente arrugada, interrogativa, la boca torcida en una sonrisa indescriptible. Temblando, atrajo la grupa de ella hacia él, y le cubrió el cuerpo en un estrecho abrazo. Intercambiaban largos suspiros y dulces y susurrantes vocalizaciones eructivas, ajenos, al parecer, a la presencia de Effie, de sus curiosos hermanos y de mi persona

Mientras se aproximaba el momento en que Marchessa y Pantsy parirían, el grupo aflojó el paso en los desplazamientos para amoldarlo a los mayores requerimientos nutricionales de las dos hembras Tres meses antes de dar a luz, Marchessa aparecía siempre cerrando la marcha del grupo y, por lo tanto, era el primer individuo con quien me cruzaba al establecer contacto con la familia. Si no estaba a la vista de los demás, se sentía amenazada por mi presencia y lanzaba gritos de alarma o se alzaba sobre los pies para tamborearse el pecho. El redoble pectoral de Marchessa no era una acción fácil de contrapesar. A cada pesado golpe de sus ahuecadas manos contra la región abdominal superior, veía quintillizos saliendo de su inmensa gordura. Cuando tenía la suerte de encontrarla descansando cerca del grupo, no podía dejar de pensar que si le atara una cuerda a una de sus patas y le diera un fuerte soplo, se elevaría y surcaría los aires como un enorme y negro globo de helio.

En el año 1976, un día de diciembre que llovía a mares, me encontré a Pantsy en la retaguardia del grupo. Me quedé espantada al ver que tenía todo el lado derecho de la cara malherido. El ojo, cerrado e hinchado, rezumaba una mucosidad espesa, lo mismo que las ventanas de la nariz. Deshicimos con cuidado todo el rastro, pero no vimos señales de que otro grupo o algún macho solitario se hubiera cruzado con el grupo 5. Sólo cabe concluir que Pantsy, una vez más, había sido víctima de una agresión intragrupal, perpetrada seguramente por Effie o por sus dos hijas mayores. Pantsy pasó los siguientes dos meses y medio sola en la periferia del grupo, encorvada, abrazada a su propio cuerpo, con el mentón clavado en el pecho.

A últimos de diciembre de 1976, mis dos principales preocupaciones eran la salud de Pantsy y el hinchado cuerpo de Marchessa. Estaba tan segura de que Pantsy iba a morir como de que Marchessa tendría mellizos. En la noche del 27 de febrero de 1977. Marchessa dio a luz a un delicado macho al que llamé Shinda, palabra africana que significa «superar». Tres noches después, Pantsy alumbraba una hembra de leonado pelo, a quien llamé Muraha, por el nuevo volcán que acababa de entrar en erupción en el Zaire. Marchessa se convertía en abuela por segunda vez.

El contraste entre los dos bebés, el tío Shinda y su sobrina Muraha, no podía ser más contundente. La primera vez que lo vi pegado como un renacuajo al vientre de su madre, el color de la piel visible de Shinda era rosado, con el pelo ralo, negro, corto y lustroso. El único rasgo físico que tenía en común con Muraha era el típico, protuberante, como embrionario morro porcino. Al término del primer mes, observé que Muraha fijaba la mirada a su alrededor y parecía capaz de centrar la vista en flores o incluso objetos en movimiento, habilidades no compartidas por su jovencísimo tío.

El casi simultáneo alumbramiento hizo de Marchessa y Pantsy un equipo defensivo fuerte, sobre todo cuando las respaldaban los respectivos padres de sus hijos, Beethoven e Icarus. Por vez primera, me sentí tranquila por su seguridad, pasara lo que pasara en el grupo. Me satisfizo asimismo notar la rápida vuelta de Pantsy a un magnífico estado de salud, a raíz del nacimiento de su criatura.

Los dos nacimientos desplazaron a Liza de la proximidad de Beethoven. Como Pablo rondaba los tres años de edad, cabe que Liza estuviera recuperando sus ciclos; no obstante. Beethoven la ignoraba y las otras madres no toleraban bien su turbulento hijo. Para Pablo. Muraha y Shinda representaban dos juguetes nuevos que tenía decidido investigar. Sus perturbadores acercamientos a ellos desataban tal algarabía de gruñidos que Icarus o Beethoven, o ambos, tenían que interponerse entre las hembras con gruñidos para poner orden.

Ya nadie trataba de «proteger» a Pablo de sus invitaciones a jugar conmigo o con otros observadores. Al contrario, creo que todo el grupo se había sentido encantado si lo hubiera metido en la mochila y traído al campamento hasta que se le pasara la edad de las travesuras.

Su capacidad para escabullirse, unida a los recios apretones y golpes de sus manos y pies, hacían de él un ingobernable perro faldero. Sus dientes, aunque pequeños, eran afiladas navajas que me atravesaban fácilmente los pantalones vaqueros y la ropa interior de abrigo. Siempre procuraba protegerme de sus juguetones mordiscos porque me obligaban a encogerme, reflejo que alarmaba a los animales que estaban cerca de mí. A la larga, descubrí que si a hurtadillas le daba un pellizco, abría de inmediato los dientes que me atenazaban. Entonces, el ofendido jovenzuelo retrocedía, se frotaba la zona pellizcada y me miraba inquisitivamente.

Antes de los tres años, Pablo ya andaba preocupado en exceso por las actividades sexuales de los demás animales del grupo. A menudo intentaba examinar el pene de los machos mayores, pero, por lo general, Beethoven, Icarus o Ziz lo despachaban a empellones. Muchas sesiones de juego con Poppy, veinte meses más joven, terminaban con Pablo cubriendo a la pequeña ventrodorsalmente. Tales juegos sexuales podían producir una erección en Pablo, que, con perpleja sonrisa, se recostaba y jugaba con el pene. Si no había más jóvenes alrededor para que Poppy siguiera jugando, ésta se sentaba a observar a Pablo con interés o, a veces, incluso le chupaba el pene.

Como Liza, Effie también pasaba menos tiempo junto a Beethoven a raíz de los partos de Marchessa y Pantsy. Al permanecer más tiempo en la periferia del grupo, la prudente Effie evitaba, para sí y para la pequeña Poppy, tener que aguantar disputas. Un día vimos que estaba comiendo la mar de satisfecha a unos seis metros del grupo; Poppy, a cosa de dos metros detrás de su madre, jugaba y se columpiaba ella sola en un Senecio. Había un observador a la vista de ambos animales, mirando a Effie comer, cuando, de repente, ésta se giró y clavó los ojos en Poppy, Siguiendo la alarmada mirada de Effie, el estudiante reparó en que la pequeña se había caído y que colgaba por el cuello de una estrecha horquilla del árbol. La criatura sólo podía agitar desmayadamente los brazos y las piernas mientras el collar empezaba a cortarle la entrada de oxígeno. Effie corrió de inmediato hacia su hija. Con gran esfuerzo, tiró de Poppy, tratando de liberarla de aquella posición potencialmente mortal. Su rostro presentaba una angustiada expresión de miedo, similar a la de una madre humana cuyo hijo está en peligro de muerte. En medio de su denuedo por soltar a la pequeña, Effie lanzó una acusatoria mirada al observador, si bien es posible que sólo quisiera ayuda, viniera de donde viniera, en un momento en que cada segundo contaba. El observador, con buen juicio, permaneció inmóvil, decisión difícil de tomar en tales circunstancias, aunque correcta, pues cualquier movimiento precipitado podría haber desatado una reacción histérica del grupo, colocando a Poppy en un peligro aún mayor. Por fin, Effie consiguió sacar a su hija de la horquilla del árbol. Cuando hubo recuperado el aliento, Poppy empezó a lloriquear; luego se pegó al pezón de su madre durante unos minutos, hasta que ésta se la llevó, en posición ventral, hacia el grupo, que no se enteró de todo el drama desarrollado a sus espaldas.

Esta singular observación brindó un ejemplo único de la fuerte inclinación maternal de las hembras de los gorilas. Un elemento asombroso del incidente fue que Effie, de espaldas a la pequeña, se percatara de la difícil situación de Poppy incluso antes que el espectador humano, de cara a ambos animales, se diera cuenta de que pasaba algo malo.

Después de nacer Shinda y Muraha, el grupo 5 se marchó lejos, al suroeste de su habitual zona de distribución. Por el camino se cruzaron con un reducido grupo marginal de dos gorilas de dorso plateado y uno dorsinegro. El indefectible choque dejó heridos a Beethoven, Icarus, Puck y Effie. Las lesiones de Effie eran mucho más graves que las infligidas a los otros animales y, con la salvedad de una profunda brecha en el brazo, estaban todas perfectamente localizadas en la parte posterior del cuello, la cabeza y los hombros, de modo que no podía limpiárselas convenientemente.

Al cabo de una semana, las mordeduras exudaban de mala manera; y de no ser por Tuck, la hija de Effie, de cinco años, habrían tardado en curar mucho más de lo que lo hicieron. Tuck se nombró atenta y casi demasiado entusiasta enfermera de Effie, apartando a cuantos interferían sus servicios. Hacía a un lado incluso las manos de aquella que, seguramente por malestar físico, sólo quería que la dejasen en paz. Tuck lamió y exploró, tenaz, las heridas hasta que todas hubieron sanado seis meses después de infligidas.

Durante ese corto período de tiempo, Tuck desarrolló una original salutación girando la cabeza, que sólo empleaba cuando se acercaba a Effie para una sesión de limpieza. Nunca pude entender qué trataba de comunicar. La joven iba hasta su madre y giraba la cabeza a tal velocidad que mis propios ojos apenas podían seguir los movimientos. Después de casi un minuto de giros, Tuck comenzaba a limpiar las heridas, atenta, dejándome mareada después de haber tratado de seguir cada movimiento de la cabeza, y a su madre con un semblante tan perplejo como el mío ante el extraño comportamiento de su hija —comportamiento que no se le observó nunca más una vez sanaron las heridas de Effie—.

El grupo 5, quizá porque procuraba evitar otro choque con el reducido grupo marginal, se trasladó aún más al suroeste de su propio territorio, adentrándose en un terreno que, por lo que yo sabía, no habían explorado con anterioridad. Al parecer desorientado, Beethoven condujo el grupo a la región de prados subalpinos, a casi 4.000 m, contigua al monte Karisimbi. Allí, los animales se pegaron a las exiguas franjas forestales de achaparrados Hypericum, rodeadas de extensas zonas abiertas de hierba y pantanos. Era una región predilecta de todos los cazadores furtivos, porque se podía abatir fácilmente la caza con lanza en las despejadas praderías, o atraparla con lazos en las angostas franjas forestales que separaban los prados.

La meseta estaba a varias horas de distancia —y de subida— del campamento, de modo que los cazadores furtivos podían recomponer las trampas más deprisa que nosotros cortarlas. Me parecía cuestión de días que algún miembro del grupo 5 cayera en un lazo de alambre. Así, mal que me pesara, hube de tomar finalmente la decisión de pedir a los rastreadores y a un simpático estudiante que condujeran al grupo hacia el territorio contiguo al monte Visoke.

El traslado se llevó a cabo felizmente. Beethoven, empujado por invisibles «cazadores furtivos», conducía a su familia al Visoke, e Icarus —por entonces todo un experto en relacionarse tanto con humanos como con otros gorilas— ocupaba posiciones defensivas en la retaguardia del grupo. A decir verdad, en 1977, a escasos diez años de cuando me crucé con él por primera vez, Icarus se había convertido no sólo en padre, sino —y más importante— en subjefe del grupo de su progenitor. Su seguridad en sí mismo a veces me preocupaba. Icarus, a diferencia de Brahms, que había abandonado el grupo nueve años antes y se había cruzado con cazadores furtivos como dorsicano solitario, parecía tenerse a sí mismo por invulnerable. El estudiante que supervisó el arreo del grupo desde los prados altos a su territorio habitual me contó que Icarus parecía ansioso por verse las caras con sus invisibles perseguidores y que, en determinado momento, los arbustos «estallaban» mientras el joven dorsicano permanecía oculto a la espera de sus hostigadores.

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El joven casi adulto Ziz consigue enredar a su anciano padre, Beethoven, en una ruda sesión de juego durante un periodo de reposo diurno. En dichos períodos, las interacciones sociales alcanzan su punto álgido.

Después del traslado, el grupo descansó en las laderas del Visoke varios días y aceptó observadores sin dificultad. Creí tenerlos «en casa», pero surgieron otros peligros. La temporada del bambú estaba al caer; los máximos estacionales se dan en junio y diciembre, cuando el bambú integra el 90% de la dieta del grupo 5. Sólo una quinta parte del territorio del grupo contiene bambú, y es precisamente la zona que linda con las tierras de labor escindidas del parque original.

No existe ninguna zona de transición entre el parque y los campos de pelitre, de manera que nada más fácil para los campesinos que montar trampas para antílope en el interior del parque a unos minutos de la puerta de su cabaña. El personal de Karisoke y yo siempre procurábamos patrullar la franja de bambú que se extiende por el límite oriental del Parque de los Volcanes, para destruir cuantas trampas se hubieran instalado desde la última estancia de los gorilas en aquella zona. Esta vez el grupo bajó antes de que pudiéramos dar una batida.

Mis temores por la seguridad del grupo se aquietaban un tanto recordando que Beethoven, posiblemente por sus numerosas experiencias pasadas con trampas, había conseguido en una ocasión liberar a Puck de un lazo de alambre inmediato a la zona del bambú. Sabía que Beethoven tenía «ojo clínico para las trampas», confianza confirmada en varias ocasiones en las que se le vio conducir el grupo esquivando las trampas montadas en medio de pistas muy usadas por duikers, pequeños antílopes (Tragelaphus scriptus) y gorilas.

Íbamos el rastreador Rwelekana y yo en pos del grupo 5, cuando oímos fuertes voces de campesinos procedentes de un punto de la frontera conocido como risco Jambo. Temiendo que les hubiera ocurrido algo malo a los animales, echamos a correr para alcanzarlos. Para mi consuelo, todo el grupo estaba sentado en el risco, mirando hacia abajo, curiosos, a los campesinos que habían estado escardando los campos de pelitre. Los gorilas no parecen temer a los seres humanos cerca de los límites del parque, porque es una zona donde ahora es frecuente hallar gente; en cambio, en el corazón del bosque, los sonidos humanos aterran a los animales. Asimismo, los campesinos mantienen una actitud de respeto hacia los gorilas; saben que nada de los campos de pelitre atrae a los animales salvajes.

El retomo periódico del grupo 5 a los límites del parque siempre llama la atención de los aldeanos. Se reúnen gritando«¡Ngagi! ¡Ngagi!»: «¡Gorila! ¡Gorila!» Ese día, el grupo, después de un breve vistazo, dejó el risco Jambo para continuar comiendo, y los campesinos siguieron escardando. Sin embargo, cuando subí al risco para ir tras el grupo, me llegó de la gente de abajo un nuevo estallido de gritos y voces. «¡Nyiramachabelli! ¡Nyiramachabelli!», gritaban, lo que significa: «La vieja que vive en el bosque sin un hombre.» Aunque mi nuevo nombre sonaba agradablemente lírico, he de admitir que no me gustaban sus connotaciones.

Durante varias semanas, los rastreadores y yo persistimos en la tarea de comprobar la existencia de trampas en la ruta cotidiana del grupo, hasta que creímos que la zona del bambú, de unos seis kilómetros cuadrados, era segura y que se podían reanudar las observaciones a tiempo pleno, dejando de lado la destrucción de trampas. Fue más o menos por entonces, una tarde del mes de julio de 1977, que el grupo decidió descansar de día en un pequeño calvero, como una taza de té, rodeado por la densa espesura del bosque de bambúes y no lejos del límite del parque. Los gorilas daban la impresión de no sentirse cómodos con aquella forzada proximidad. Al cabo de media hora de reposo, Ziz, de seis años y medio de edad, se levantó para irse a merodear por el bosque de bambúes contiguo. Al instante le siguieron su madre, Marchessa, su hermana, Pantsy, y los pequeños de esas hembras, montados sobre ellas en posición dorsal. Aunque molestos por tener que moverse otra vez, los demás componentes del grupo no tardaron un minuto en seguir la ruta del clan de Marchessa. Beethoven cerraba la marcha.

De repente, una vez que todos los animales hubieron desaparecido en la oscuridad de la bóveda de bambú, se desató una violenta algarada de gritos. Éstos alcanzaban una intensidad insoportable antes de que Beethoven emitiera una larga y áspera serie de gruñidos, coreados por los roncos gruñidos de los demás. El arranque duró casi tres minutos y reflejaba un estado de terror histérico muy similar al provocado por un encuentro inesperado con cazadores furtivos. Como los gorilas no manifestaban intención alguna de huir, decididamente no eran los cazadores furtivos la causa de su temor. Una trampa, ésa era la única explicación.

Gateé por el tupido bosque de bambúes, pero sólo pude vislumbrar un corro de formas negras delante de mí. Beethoven, emitiendo roncos gruñidos, se abría paso entre los gorilas congregados alrededor de un tenso poste de bambú arqueado. En un segundo, sus plateadas espaldas quedaron ocultas por los negros cuerpos del corro. Como yo estaba de rodillas en la única pista que podía ofrecer una vía de retirada al grupo, salí poco a poco del túnel de bambú en dirección a la luz del día. Pocos minutos después, Beethoven, seguido de Ziz y el resto del grupo, aparecía en el claro. Ignorándome por completo, los animales empezaron a confortarse mutuamente con vocalizaciones eructivas, al tiempo que retrocedían en línea recta hacia las laderas del Visoke, su habitual refugio después de momentos de tensión. Intenté seguirlos a una prudente distancia para ver quién podía llevar el temido lazo de alambre, pero me fue imposible ir a su paso.

Al día siguiente. Rwelekana y yo volvimos al lugar del alboroto. Después descubrimos un redondel de tierra revuelta, de unos seis metros de diámetro, rodeado de arbolitos y demás vegetación tronchados. La tierra estaba cubierta de excrementos diarreicos, grandes mechones de pelo de gorila y huellas de los pies descalzos de un hombre. Alguien se nos había adelantado. Los indicios mostraban bien a las claras los detalles del incidente del día anterior. Aquella misma mañana, el trampero había retirado precipitadamente el poste de bambú, el lazo y las estacas que lo aguantan hasta que el animal lo dispara al pasar. Además, el individuo trató de borrar de un modo chapucero el rastro de los gorilas alrededor de la trampa.

Arrastrándonos a gatas, Rwelekana y yo logramos detectar una débil pista humana que conducía a otra trampa de alambre, aún dispuesta, justamente debajo del lugar donde el grupo 5 anidara el día anterior. El arco curvado de bambú y el alambre que aquél sostenía tuvieron que ser vistos por el grupo desde el lugar de nidificación. Esto explica su nerviosismo, lo apiñado de los nidos y el repentino cambio de dirección. Seguimos gateando por la pista humana contigua al límite del parque y dimos con otras ocho trampas preparadas, lo cual nos dio la oportunidad de confiscar los lazos y de derribar a tajos los postes de bambú que los sustentaban. Las huellas conducían a los campos de pelitre adyacentes al parque, donde se perdían en la red de senderos que utilizaban los aldeanos. Era evidente que iba a ser imposible rastrear al cazador furtivo hasta la puerta de su casa, así que emprendimos la larga subida montaña arriba para localizar al grupo 5.

La víctima de la trampa había sido Ziz. El joven macho llevaba las pruebas: una fina y profunda herida en carne viva le rodeaba la muñeca como un brazalete, tenía rasguños aún frescos y rosados en las almohadillas palmares de la mano derecha y largos cortes que le corrían desde el bíceps hasta la muñeca. Reconstruyendo los acontecimientos del día anterior, en particular las acciones de Beethoven, llegué a la conclusión de que el viejo dorsicano consiguió sacar el alambre pasando los dientes entre aquél y el brazo de Ziz y tirando hacia abajo hasta que el ceñidor metálico dejó libre la mano de su hijo.

Ziz nunca hubiera podido soltarse solo; cuando el lazo le atrapó la muñeca tiró de ella hacia arriba, quedando demasiado alta para llegar a ella con sus propios dientes. Los grandes y rechonchos dedos de Beethoven habrían tenido dificultades para abrirse paso entre el apretado alambre y la carne de Ziz, de la misma forma que yo no lograría soltar de mi muñeca un lazo de alambre con los guantes puestos. Además, los gorilas adultos tienen cierta aversión a tocar objetos extraños con las manos. Seguramente, Beethoven sujetó el brazo de Ziz con una mano, deslizó los dientes por el brazo del joven (de ahí los largos cortes) e hizo palanca en el alambre que atenazaba la muñeca. Por último, debió tirar del alambre con los dientes, lo que habría producido los rasguños en la palma de Ziz.

Al cabo de una semana, Ziz ya no se preocupaba de su mano cuando caminaba o jugaba. El resto del verano transcurrió sin más incidentes en la zona del bambú. Por lo visto, los tramperos se dieron cuenta de que el grupo 5 tenía contactos diarios con observadores de Karisoke. Con las patrullas contra los cazadores furtivos, los invasores habrían perdido más de lo que podían ganar montando nuevas trampas.

* * * *

Muraha y Shinda tenían por aquel entonces casi seis meses de edad. El contraste observado entre ellos al nacer se había multiplicado considerablemente. Shinda continuaba siendo el renacuajo esmirriado y gritón que no se despegaba del regazo de su madre, y eso que Marchessa llevaba intentando hacerle subir a sus espaldas desde que tenía tres meses. En cambio, Pantsy no animó a Muraha a que montara dorsalmente hasta el término de su cuarto mes de vida.

Desde el día de su nacimiento. Muraha fue un velludo, sonriente y juguetón ovillo de vivacidad Pantsy, a diferencia de Marchessa, mostraba todos los indicios de disfrutar plenamente con su hija. Durante los períodos de reposo diurno, Pantsy, con una amplia sonrisa, solía columpiar a su cría por encima de su cabeza hasta que ambas, madre e hija, rompían a reír, un sonido muy parecido a la risita sofocada de las personas. El balanceo de Muraha cumplía un propósito funcional. El movimiento estimulaba la emisión de las heces amarillas y líquidas del pequeño, excreción normal en los lactantes, pues su principal alimentación es la leche materna. A Marchessa nunca la vimos columpiar a Shinda de la misma manera, lo que podía ser una explicación de por qué tenía el pelo abdominal profusamente teñido de amarillo rojizo por la época en que Shinda rondaba los cuatro meses de edad. Pantsy dejaba asimismo que Muraha jugara mucho tiempo a solas sobre su enorme corpachón, usando el abdomen de su madre como tobogán y sus miembros como «compañeros de lucha». Una sonrisa dentona, de conejo, expresaba a menudo el deleite del lactante con semejantes juegos.

A los tres meses, Muraha echaba los dientes y continuamente intentaba masticar tallos de planta. Sus vacilantes esfuerzos por hacerse con ellos recordaban a un borracho que ya ve doble intentando alcanzar una copa que se niega a quedarse quieta. A la misma edad, su tío Shinda se contentaba con mirar sin ver la vegetación que le rodeaba y cogiendo, con un esfuerzo considerable, trozos de plantas abandonados en el regazo de su madre.

Al cuarto mes. Muraha ya era capaz de alejarse a trompicones de su madre a distancias de tres metros, si bien la mayoría de las crías de los gorilas permanecen al alcance de la mano de su madre —unos dos metros, más o menos— hasta casi los seis meses de edad. Los brazos la aguantaban bastante bien, pero las piernas cedían con frecuencia, quedándole estiradas hacia atrás como dos fideos demasiado cocidos. La locomoción de todos los gorilas jóvenes tiene un desarrollo similar. Desde el día de su nacimiento, la cría ha de confiar en sus manos y brazos para agarrarse a la superficie ventral de la madre, sobre todo en situaciones de tensión tales como un desplazamiento rápido, cuando su progenitora no puede sujetarla. Las piernas, más cortas y con dedos aún insignificantes, apenas les sirven de asidero secundario a la mayor circunferencia materna en las proximidades de la región del estómago.

Cuando tenía cuatro meses, Muraha me dejó un día un recuerdo inolvidable. El grupo descansaba tranquilamente en las laderas del Visoke cuando establecí contacto con ellos. Me senté a unos dos metros y medio de Pantsy, que estaba al alcance de la mano de Icarus. Muraha, acomodada entre su padre y su madre, me miró no sólo con interés, sino con cierto cálculo, antes de volverse, vacilante, hacía mí. Pantsy e Icarus se incorporaron con una expresión burlona cuando se alejó de ellos. Muraha se acercaba más y más con las piernas extendidas sin gracia hacia atrás, mientras, torpe y desmañada, salvaba la enmarañada vegetación del sotobosque. La desproporcionada sonrisa de la pequeña se ensanchaba según venía hacia mis piernas, que debían parecerle, para sus treinta centímetros de altura, un formidable obstáculo montañoso azul tejano.

Una vez a mi lado, Muraha tocó delicadamente mis vaqueros con los dedos extendidos de la mano derecha y luego se los llevó a la nariz para olerlos. Icarus y Pantsy parecían extrañados por ese impulso explorador de su hija; yo, por mi parte, me encontraba aguantando la respiración, sin atreverme a mover un dedo Cuando Muraha se dispuso a trepar a mi regazo, Pantsy se levantó, bostezó y me miró con una expresión facial casi de pedir disculpas. Se vino despreocupadamente a mi lado, fingió interesarse por el trasero de Muraha oliéndolo y lamiéndolo, y cogió a la cría con suavidad para devolverla al nido. Me pareció un proceder muy diplomático.

Pero la cosa no terminó ahí. Una vez Pantsy e Icarus se reacomodaron, la «pasión por ver mundo» volvió a Muraha. Se separó de nuevo del lado de su madre y se acercó a trompicones, gateando, hasta mis piernas. Pantsy, que, como antes, parecía bastante avergonzada, vino a recogerla, desviando su mirada de la mía. Tras el consabido pretexto de examinar el culote de su cría, se la colocó debajo del brazo y se perdió lentamente de vista entre la tupida vegetación de los alrededores. La emoción de esa maravillosa prueba de confianza no ha disminuido todavía.

Pese a que de buena gana me permitió unos breves segundos de contacto con Muraha. Pantsy se mostraba cautelosa cuando los animales más jóvenes del grupo trataban de acercarse a la pequeña. Cuando contaba sólo catorce meses de edad. Poppy intentaba «hacer de madre» de las dos crías, como Quince y Pablo habían hecho con ella un año antes. Siendo no más que una criatura, Poppy era capaz de actuar taimadamente con mucho disimulo cuando se aproximaba a alguna de las crías: se acercaba a ella dando pasitos menudos, se sentaba a bostezar o espulgarse cuidadosamente, avanzaba de nuevo, y así iba acercándose poco a poco hasta echar mano del pequeño cuando éste no estaba en brazos de su madre. Shinda, todavía pegado al cuerpo de Marchessa, no resultaba tan atractivo para los jovenzuelos del grupo como Muraha. Esto podría atribuirse a las diferencias entre las crías, o a las imprevisibles reacciones de Marchessa.

Quince, cuyas inclinaciones maternales fueron las más fuertes que yo haya observado jamás en una hembra joven, parecía profundamente abatida cuando Marchessa o Pantsy se negaban a que sus crías fueran abrazadas, transportadas o espulgadas por ella. Quince tenía entonces siete años, de modo que sólo le faltaba un año para convertirse en adulta. Ella y su hermano de tres años, Pablo, compartían la expresión mohína del rostro, como de chimpancé. Cuando se les impedía el acceso a las dos crías, se iban con paso airado y el labio inferior colgando, expresión insólita entre los gorilas.

Para Pablo, los primeros meses de 1977 fueron terribles. No sólo estaba pasando el destete, sino que, además, recibía los coletazos de una creciente ola de rigor por parte de los restantes miembros del grupo. Debía preguntarse qué le estaba ocurriendo al mundo que tan propicio se le había mostrado hasta su tercer año de vida. Si hubiera sido un niño, me imagino que habría metido sus pertenencias favoritas en una bolsa y habría partido en busca de una nueva familia, una que le quisiera más.

Los mejores días de Pablo eran los dos o tres de cada mes en que su madre entraba en celo. En esos momentos. Liza abandonaba su posición marginal en la periferia del grupo y provocaba, coqueta, relaciones lúdicas con otros miembros del grupo. Cuando volvió a tener ciclos regulares al tercer año de edad de Pablo, sus pechos eran extraordinariamente desiguales. El izquierdo, el favorito de Pablo, estaba muy dilatado y glanduloso, mientras que el derecho colgaba vacío y liso. Pablo podía mamar más a su gusto en los días de celo de Liza, porque ésta andaba distraída por el mayor interés que despertaba en otros miembros del grupo. Beethoven, sin embargo, aún ignoraba sus invitaciones a copular.

Aunque Tuck se desvivía por apaciguar a Pablo, jugando o espulgándole cuando se irritaba, era evidente que Effie estaba a punto de perder la paciencia con él por su porfía en buscar gresca con Poppy. Cierto día, Pablo, con todo descaro, mordió ligeramente a Effie en un brazo cuando le gruñía por tirar de una pierna de Poppy. Si lo hubiera hecho con cualquier otro adulto del grupo, habría recibido una severa reprimenda, pero Effie continuó acariciando a Poppy sin más. Atrevido como él solo. Pablo se acercó de nuevo a Poppy y se sentó a prudente distancia para dirigir una mueca a Effie. Minutos después. Poppy, por impulso propio, se fue hacia él, pero empezó a gimotear cuando el juego cobró violencia. Al instante, Effie dio un gruñido y Pablo se retiró un poco. Una vez consolada por su madre, Poppy volvió a las andadas, con lo que se repitió la misma historia. Esta vez, sin embargo, Effie agarró a su hija, dio un mordisco simbólico a Pablo y regresó al nido con Poppy firmemente cogida debajo del brazo. Frustrado ante la injusticia de la vida, Pablo se sentó y meneó la cabeza durante casi un minuto, con la cara deformada por una mueca y los ojos casi cerrados. Por último se levantó, miró fijamente a Effie y a mí, y se fue lloriqueando en busca de su madre, Liza, que se encontraba alejada del grupo.

Poppy era la «niña bonita» del grupo 5. Había algo encantador y atrayente en ella. No podía hacer nada mal. A diferencia de Pablo, no sentía interés por objetos extraños, tales como cámaras o películas; se contentaba con lo que tenía en su entorno. Los nidos de pájaro abandonados ejercían en ella una especial fascinación; acostumbraba golpearlos contra su cuerpo o contra el suelo hasta dejarlos hechos trizas. También disfrutaba lo suyo destejiéndolos laboriosamente, brizna por brizna, con idéntico resultado.

De vez en cuando, a Poppy le gustaba posarse, melindrosa, en el regazo de los observadores, como si quisiera que la acariciaran. Por lo general, cuando nos «honraba» con su atención, recibíamos gruñidos o miradas amenazadoras de Beethoven, Effie y otros miembros del grupo. Las más de las veces, Beethoven dejaba su nido para acercarse a Poppy y empujarla suavemente lejos de nosotros con su maciza cabeza. Los más jóvenes del grupo, Puck, Tuck, Quince y Pablo, mostraban igual inquietud cuando Poppy andaba con observadores, y solían recuperarla para llevársela con ellos. Semejante vigilancia del grupo hacia Poppy contrastaba con su desinterés cuando el aventurero Pablo se relacionaba con seres humanos.

La tercera hija de Effie, Tuck, tuvo que renunciar a las atenciones de su madre a raíz del nacimiento de Poppy, pero casi nunca detecté señales de celos en la joven hembra. Sólo en contadas ocasiones, con Puck absorto en el espulgamiento de Effie, que a su vez hacía atentamente lo mismo con Poppy, se vio a Tuck adoptar una expresión facial taciturna, lo que yo llamaba semblante «¡ay de mí, la hermana intermedia!». La mayoría de las veces el afectuoso y buen carácter de Tuck superaba la tendencia a la tristeza. Cuando quería estar en contacto físico con su madre, se ovillaba en su regazo, sin importarle que los brazos de aquélla estuvieran monopolizados por Poppy. Y si ésta se hallaba jugando con otros animales, Tuck solía sacar partido de la situación yendo derechito a los brazos de Effie, con la cara fruncida como si pensara: «Al fin, toda mía.»

El temperamento serio y formal de Effie contribuía no sólo a afianzar el desarrollo de sus hijos, sino también al mantenimiento de su alto rango en el harén de Beethoven. En ocasión de un periodo de reposo diurno, un día lluvioso, Effie y Pantsy construyeron grandes nidos tipo bañera con espesas ramas de Hypericum y se instalaron todo lo cómodas que pudieron mientras duraba el aguacero. Beethoven se había preparado un nido descuidado y mal hecho en el que se aposentó, resignado, mientras la lluvia arreciaba. Transcurrida una media hora empezó a valorar la situación más cómoda de Effie y Pantsy. Se levantó de golpe, se acercó pavoneándose al lado de Effie, y clavó en ella una mirada acusadora. Effie cambió de posición y pretendió ignorarle. Con cierta expresión de disgusto, Beethoven se fue jactancioso hacia Pantsy, a unos veinte metros, y de nuevo adoptó una posición intimidadora afectada, echándose prácticamente encima de la joven madre y dejando poco lugar a dudas acerca de la naturaleza de sus pretensiones.

Yo estaba convencida de que Pantsy se escurriría por el lado izquierdo de su nido, obedeciendo al gesto conminatorio de Beethoven. Pero, en vez de eso, dejó muy claro que con ella no valían categorías, le miró cara a cara y le gruñó en tono áspero. Con cuanta dignidad pudo reunir, Beethoven se retiró presto, y con el semblante un tanto disgustado retrocedió de nuevo hacia el nido de Effie y se situó a su lado. Con suavidad, le puso la mano en el hombro y le dio un ligero empujón, pero Effie se limitó a estrechar su abrazo en torno a Poppy. Tuck, también en el nido, se apretó aún más contra su madre.

Beethoven, calado hasta los huesos, se las arregló para introducir en el atestado nido su enorme mole contra el trasero de Effie. Buena parte del cuerpo del viejo macho sobresalía por el borde, y parecía cualquier cosa menos cómodo; diríase que quería aceptar el compromiso que la tolerancia de Effie había permitido.

Como Effie y Marchessa tenían lactantes de menos de dos años de edad, que dependían totalmente de ellas, Liza era el único miembro del harén de Beethoven que tenía ciclos sexuales regulares; sin embargo, él seguía ignorándola después de casi un año de receptividad periódica. Sus crecientes exigencias de atención eran causa frecuente de disputas, pues se lanzaba salvajemente en medio del grupo, atropellando a los individuos próximos que no conseguían apartarse de su camino. El único animal con quien Liza copulaba con cierta asiduidad era Puck, que se abandonaba pasivo a las atenciones sexuales de la hembra. A medida que Quince se aproximaba a los ocho años, cuando sería clasificada como adulto, los períodos de celo de Liza tendían a coincidir con los de su hija. No obstante, a diferencia de su madre, a Quince la montaban de buena gana Ziz e Icarus, siempre que no anduviera obsesionada con su «prohijamiento» de los pequeños Shinda y Muraha.

En diciembre de 1977, nueve meses después del destete total de Pablo, Liza volvió a espulgar a Pablo y a darle de mamar, y parecía tener abundancia de leche. Tal comportamiento era típico de las hembras que estaban a punto de parir o que habían tenido alumbramientos inviables. Además, últimamente Liza pasaba buena parte del tiempo destinado a comer en los flancos del grupo, otro proceder característico de las hembras embarazadas. Llegué a pensar que quizás había tenido un aborto que ni los rastreadores ni yo habíamos conseguido descubrir en los lugares de nidificación del grupo. La reincorporación de Liza al grueso del grupo y sus solícitas atenciones hacia Pablo duraron seis meses. Entonces ocurrió lo imprevisto.

A raíz de una escaramuza, no observada, con el grupo marginal 6, que merodeaba por las laderas orientales del Visoke, Liza desapareció. Me parecía increíble que Liza fuera cedida al otro grupo y dejara atrás, en el grupo 5, a Quince, de ocho años de edad, y a Pablo, de cuatro. Por eso me asombró encontrarla cómodamente instalada en el grupo 6 como si siempre hubiera pertenecido a él.

Liza era la segunda hembra adulta, de la que teníamos noticia, que emigraba del grupo donde fue localizada por primera vez y donde había concebido hijos del jefe dorsicano. Las dos transferencias tenían en común que las hembras en cuestión estaban desperdiciando sus posibilidades de reproducción en sus respectivos grupos. Esto era evidente porque una y otra habían recuperado el ciclo regular tras la transición de sus hijos del estadio infantil al juvenil; y, sin embargo, las peticiones de cubrimiento a sus machos fueron ignoradas durante casi un año. Además, a los hijos de ambas, incluso con casi cuatro años de edad, se les había visto mamar de vez en cuando antes de ser abandonados por sus madres en el grupo natal. Cabe pensar que la dilatada lactancia es responsable de un retraimiento de la concepción, pues las hembras dieron a luz catorce meses después de su emigración a los nuevos grupos. Tales migraciones no sólo fueron ventajosas en cuanto a la reproducción para las dos hembras, sino que su rango mejoró. Cada una de ellas figuraba entre las primeras adquisiciones del grupo receptor, y, como ya dijimos, el orden de dominio en las hembras depende del orden de adquisición.

Para mi sorpresa, Pablo manifestó algunos síntomas de depresión tras la partida de Liza en julio de 1978. Pasaba mucho más tiempo cerca de Beethoven durante el día y anidaba con él de noche. También tenía a su hermana Quince para espulgarle y abrazarle, y a ella acudía en busca de atenciones casi maternales.

Quince se convirtió en hembra adulta el mismo mes que Liza emigraba. Su ternura y su preocupación por los demás, en particular por su padre, hermano y medios hermanos, continuaron como siempre, como cuando era sólo una cría. Me pareció que Quince estaba hecha para ser madre y que el destino de Icarus era ser padre de su primer hijo.

Pero también Quince se quedó muy abatida con la marcha de su madre. Pese a que a todas horas se la veía espulgar a Beethoven y a los jóvenes del grupo, buena parte de su vitalidad y espontaneidad se marchitó lenta e inexplicablemente.

Una mañana, tres meses después de la partida de Liza, encontramos varios depósitos de tejido sanguinolento en el nido nocturno de Quince. Como sólo tenía ocho años, me parecía demasiado joven para haber concebido un bebé o haber tenido un aborto, aunque no se podía descartar tal posibilidad. Según pasaban los días, era palmario que el estado físico de Quince empeoraba a ojos vistas; sin embargo, se la veía decidida a dedicar sus habituales atenciones maternales y de espulgamiento a los miembros de su familia.

A las dos semanas de los anormales depósitos en el nido de Quince, su debilitado cuerpo le obligaba a dedicar casi toda su energía a ir al paso del grupo, cosa que hacía arrastrándose, vacilante, sobre rodillas y muñecas, o codos, con evidente sufrimiento.

Beethoven era el único del grupo que se mostraba claramente preocupado por la joven hembra. Reducía la marcha del grupo y el ritmo de las comidas para que pudiera seguirlos, y la defendía de los cada vez mayores abusos de los otros gorilas. Cuanto más débil, más a menudo se convertía en blanco de embestidas, puntapiés y gruñidos, sobre todo de parte de los tres hijos de Effie. Quince hacía débiles y patéticos esfuerzos por defenderse, ya fuera gruñendo, dando una desmayada patada o mordiendo a los miembros de la familia que durante toda su vida había amparado.

Quizás existe una explicación plausible a eso que, para un ser humano, se presenta como un abuso injustificado y desgarrador. A causa de su debilidad, Quince ya no estaba en condiciones de reaccionar como un animal normal al comportamiento agresivo dirigido contra ella. Era incapaz de responder físicamente con las acciones de enérgica defensa o sumisión que trataban de desencadenar quienes la rodeaban. A mayor debilidad de Quince, más persistentes los esfuerzos de los demás, incapaces de provocar en ella las reacciones de costumbre. En mi opinión, no cabe hablar de «crueldad» en el tratamiento que Quince recibía, porque ambos, sus «atacantes» y ella, estaban actuando de forma anómala en las fases terminales de su enfermedad.

En el mes de octubre de 1978, veintidós días después de la hemorragia descubierta en su nido nocturno, moría la bondadosa Quince. Encontré su demacrado cuerpo todavía caliente debajo de un tronco en el lugar de nidificación nocturna del grupo 5. Los demás animales daban vueltas unos cincuenta metros más allá. Con toda la rapidez y sigilo posibles, los rastreadores sacaron su cuerpo de la fresca penumbra de la bóveda forestal que cubría su lugar de muerte. Enterré el cuerpo de la joven a unos treinta metros de mi cabaña de Karisoke, en el suelo de sus montañas.

* * * *

La muerte de Quince dejó a Pablo como único testimonio visible del paso de Liza por el grupo 5. Pablo, despreocupado patán, siguió como bufón del grupo aun después del fallecimiento de su hermana. Dormía con Beethoven durante la noche y se divertía jugando de día, sobre todo con su favorito de tumo, la pequeña Poppy, de dos años y medio de edad. Effie toleró la presencia de Pablo hasta el punto de que, en los días fríos y lluviosos, le permitía acurrucarse al lado de ella, junto con Tuck y Poppy. Ella y Tuck, de seis años y medio, lo espulgaban regularmente. Pablo, con sus cuatro años, parecía muy contento sin madre ni hermanos.

Quizá por su estrecha asociación con el clan de Effie, Pablo desarrolló el mismo temperamento curioso de aquéllos. Una vez, él y Tuck encontraron un duiker chiquitín solo, casi oculto en la densa vegetación. Pablo abrió al máximo la válvula de su curiosidad tirando de las patas y el pelo del cervatillo, fisgando en su cuerpo o llevándose su cabeza a la nariz para olerlo, mientras el duiker gimoteaba sin parar. Tuck, tan interesada por el animal como Pablo, se contentó con mirarlo fijamente, olerlo o pasar la mano por el tembloroso cuerpo. Tuck intentó que Pablo no molestara al pequeño antílope; le gruñó, le apartó las manos con brusquedad, pero todo fue inútil. Al cabo de una hora de pesquisas, Tuck y Pablo perdieron el interés por su hallazgo y, como habían arrancado la vegetación que ocultaba a la cría, la dejaron al descubierto. Mi esperanza era que su madre diera con ella antes de que los cazadores furtivos se aventuraran por allí.

En otras ocasiones vimos a los gorilas acechando en broma a los duikers, con más malicia que si de verdad hubieran intentado cazarlos. Casi todo lo que se moviera —desde un duiker hasta una rana— parecía servir de aliciente para una breve caza. Por extraño que parezca, las orugas y los camaleones no sufrían persecución: les asestaban un golpe o los empujaban cautelosamente.

Cuatro meses antes de morir Quince, en junio de 1978, por razones que no comprendí, Puck empezó a pasar cada vez más tiempo alejado de su madre Effie y sus hermanas Tuck y Poppy. Muy a menudo lo encontraba comiendo o caminando retrasado respecto al grupo, alejado de los demás.

En una ocasión me tropecé con el joven que holgazaneaba a unos veinte metros del grupo, en una zona plagada de retoños de Vemonia, por donde los animales no habían pasado en los últimos catorce meses como mínimo. El ralo sotobosque contenía poca vegetación del gusto de los gorilas, por ello me sorprendió ver a Puck detenerse de golpe para mirar concentradamente a lo alto de una moribunda Hagenia. Los primeros nueve metros del tronco estaban envueltos en una densa maraña de enredaderas y arbustos. El tramo medio del árbol ofrecía cierta apariencia de vida, y más allá de ese punto estaba rematado por ramas muertas y peladas.

Durante unos tres minutos, Puck continuó mirando como si estuviera calculando algo, y luego abordó resuelto la tupida red de lianas que partía de la base del árbol. A unos cinco metros del suelo, hizo una pausa para estudiar la ruta de subida hasta las ramas superiores muertas. Una vez allí, arrancó con las dos manos un gran trozo de corteza, poniendo al descubierto un enorme panal lleno de abejas. Puck descendió inmediatamente a cuatro patas por el tronco como un bombero. Ya en el suelo, se alejó prácticamente al galope tras el grupo. Yo corrí con igual celeridad en dirección contraria, pues en un santiamén la Hagenia empezó a rezumar salvajes, coléricas y zumbantes abejas que oscurecieron el cielo.

Después de dar un gran rodeo, alcancé de nuevo al grupo 5, sólo para descubrir a Puck comiendo entre ellos con toda tranquilidad, como si nada hubiera ocurrido. La observación fue de particular interés por la retención memorística que Puck había demostrado ante una colmena situada fuera de la vista de otros miembros del grupo, que, como él mismo, no habían estado en la zona en catorce meses. Puck era una inagotable fuente de sorpresas para mí.

El 14 de noviembre de 1978, ¡el joven «macho» Puck dio a luz! AI oír la noticia de boca de un incrédulo estudiante que regresaba de realizar una observación del grupo 5, exclamé: « ¡No puede ser!» («It can’t be!»). De ahí vino el nombre del primer hijo de Puck: Cantsbee.

Puck resultó ser una madre ejemplar e hizo de Effie la segunda abuela del grupo 5. Puck dio a su hijo el mismo tipo de seguridad que su madre le había dado. A finales de 1978. El clan de Effie mantenía una constante vecindad protectora entre sí: Effie, que había quedado embarazada de Beethoven poco después de nacer Cantsbee; Puck, de once años, con su bebé; Tuck, de seis años y medio; y Poppy, de dos años y ocho meses.

Tras un periodo de cierta calma, Effie abortó un feto de dos o tres meses. El suceso se produjo tras el acoso de un equipo de filmación francés que persiguió sin descanso al grupo 5 durante dos semanas. Hasta ese aborto, el promedio de tiempo transcurrido entre partos de Effie había sido de tres años y siete meses. Con esta interrupción forzada de su regularidad reproductiva, Effie no volvió a dar a luz hasta junio de 1980. La sexta y última cría de Effie recibió el nombre de Maggie; como todos sus hijos anteriores, lo era también de Beethoven.

Por la época en que Maggie se incorporaba a la prole de Effie, el clan de Marchessa parecía asimismo salir adelante bajo la jefatura del viejo Beethoven y su hijo Icarus. En agosto de 1980, Pantsy, la hija de Marchessa y Beethoven, de catorce años y medio de edad, criaba con éxito una nieta de aquélla, Muraha, y esperaba dar a luz en diciembre de 1980 a otro nieto, que bautizaríamos como Jozi, siendo Icarus el padre de los dos. Los otros dos hijos de Marchessa. Ziz, de nueve años y medio, y Shinda, de cuarenta y dos meses, habidos ambos con Beethoven, completaban la descendencia matrilineal de Marchessa.

Sin embargo, y al cabo de trece años, el clan de Marchessa continuaba subordinado al de Effie, a pesar de que Pantsy había fusionado las líneas consanguíneas con Icarus, hijo de Effie. Por primera vez, la estirpe matrilineal subordinada compartía el acervo genético con la dominante, merced a dicho apareamiento. Marchessa era el único miembro del grupo 5 que no compartía vínculos de sangre con Icarus

El 5 de agosto de 1980, un estudiante que observaba regularmente al grupo 5 encontró a la mayoría de sus miembros comiendo en las laderas del Visoke. Al cabo de media hora, se oyeron bocinazos y redobles en el pecho de Icarus en el collado, unos treinta metros más abajo El grupo se dirigió a la fuente del ruido, seguido por el estudiante. Descubrió a Icarus corriendo, tamboreándose el pecho y golpeando la vegetación que rodeaba la inmóvil figura de Marchessa, tendida bajo una Vemonia La vieja hembra estaba muerta o en estado comatoso y, por fortuna, ajena a lo que estaba ocurriendo.

Los miembros del grupo se congregaron alrededor para observar las acciones de Icarus. Todos los animales, con la excepción de Effie, examinaron brevemente el cuerpo de Marchessa. Al cabo de dos horas de despliegue, Icarus tiró de la desmayada figura fuera de la Vemonia y empezó a golpearla con ambas manos. El maltrato se prolongó tres horas más, sólo interrumpido de vez en cuando por Beethoven cuando el cuerpo de Marchessa era arrastrado. Marchessa, como la joven Quince veinte meses antes, estaba más allá de toda respuesta a las injurias que su cuerpo recibía. Los «ataques» de Icarus se tomaron más frenéticos. Además de golpearla, comenzó a saltar en el aire para aterrizar con todo su peso, ya de pie, ya de culo, en la masa inerte de Marchessa.

A la mañana siguiente, los miembros del grupo 5 permanecían todavía concentrados alrededor del cadáver. Por lo visto, Icarus la había arrastrado varios metros más durante la noche. El examen de los nidos nocturnos mostró que Shinda había anidado con su padre, Beethoven. Icarus continuaba empeñado en el maltrato corporal de Marchessa. Sólo cuando se tomaba un descanso, podía Shinda intentar, lastimosamente, mamar y gatear bajo el frío e insensible brazo de su madre. Otros jóvenes del grupo investigaron con cuidado el cadáver de Marchessa, metiendo los dedos o la lengua en su boca o en su ano. Poppy, la hija de Effie, de cincuenta y dos meses, se lanzó contra Marchessa y la empujó, golpeando y saltando también sobre el indefenso cadáver. Muraha espulgaba el cuerpo de su abuela cuando Icarus descansaba de sus ataques casi rituales. Todo apuntaba a una posible coacción instintiva para suscitar una respuesta en la difunta, miembro fundamental del grupo 5 durante mucho tiempo.

La autopsia de Marchessa, practicada en el hospital de Ruhengeri, demostró la presencia de numerosos quistes hidatídicos en el bazo que podrían —es una posibilidad— haber resultado mortales. Más importante aún, la autopsia reveló que no estaba encelada ni embarazada.

La humanización de la secuencia de acontecimientos que rodearon la muerte de Marchessa, aunque tentadora, es un grave error. Esa muerte cerraba probablemente las puertas de la reproducción a Beethoven, cuya única hembra, Effie, tenía una cría de dos meses, Maggie, en el momento de morir Marchessa. Effie no estaría en condiciones de concebir durante un mínimo de dos y medio a tres años. Cabría pensar que la no existencia de parentesco entre Marchessa e Icarus animó la histérica reacción de este último; esto no es sino pura especulación. En otros grupos de gorilas, cuando han muerto individuos por causas naturales, ni a los dorsicanos no emparentados, ni a los miembros del grupo con parentesco próximo se les ha visto atacar o maltratar los cuerpos de los fallecidos de la forma que Icarus lo hizo con Marchessa.

Al repasar la historia del grupo 5, me siento un tanto abrumada por todo un mosaico de recuerdos —divertidos, misteriosos, tristes, tiernos, amorosos—. Durante todos esos años, treinta y un individuos han contribuido al acervo genético del grupo 5 y a la estabilidad, a largo plazo, de su unidad familiar. De los quince miembros que encontré al principio, sólo cuatro sobreviven: Beethoven. Effie, Icarus y Pantsy.

Me siento muy afortunada por haber podido observar el crecimiento y el desarrollo de gorilas como Icarus. Pantsy y Puck desde los períodos de aprendizaje de su infancia hasta la madurez, a medida que iban obteniendo, a veces dolorosamente, la experiencia necesaria para convertirse a su vez en padres con éxito.

Más que ningún otro grupo de los cinco estudiados en Karisoke, los miembros del grupo 5 me han enseñado cómo los fuertes lazos de parentesco contribuyen a la cohesión de la unidad familiar en el transcurso del tiempo. El éxito de este grupo queda como ejemplo de comportamiento para la sociedad humana, una herencia que nos lega Beethoven.

Láminas

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El Monte Mikeno, visto desde un collado adyacente. Este monte forma parte de la cadena de los Virunga, que comprende dos volcanes activos y seis apagados, repartidos entre Zaire, Ruanda y Uganda. Los únicos gorilas de montaña qué quedan, viven en esos volcanes dormidos.

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Este retrato de una familia de gorilas fue tomado en una ladera del Monte Mikeno, donde Dian Fossey inició su estudio sobre los gorilas de montaña. Dieciséis miembros del grupo se amontonan alrededor de su regio jefe de dorso plateado, a la izquierda.

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Nido nocturno de gorila, con excrementos en su interior. Los nidos construidos en el suelo son los más frecuentes, sobre todo en los gorilas adultos, debido a su gran peso. Por el tamaño y aspecto de los excrementos es posible saber aproximadamente el sexo y la edad del gorila que ha dormido en el nido.

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Izquierda. Uncle Bert, macho de dorso plateado del grupo 4, como un Galium de una alta Hagenia mientras su hijo juega cerca de la base del árbol. Los jóvenes gorilas no necesitan tanto alimento como los mayores, de modo que a menudo pasan el tiempo jugando mientras sus mayores, que pueden llegar a pesar 180 kilos, están comiendo. Derecha.Pantsy descansado con su cría. Las crías de gorila pasan los primeros meses de vida en estrecho contacto con su madre: anidan con ella durante la noche y durante los traslados la madre los lleva en posición ventral.

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Geezer, un macho dorsinegro del grupo 8, vigila atento al observador a través de la densa vegetación de las brumosas laderas del monte Visoke, donde la precipitación media es de 1.575 mm anuales. La vegetación herbácea del sotobosque proporciona alimento abundante a los gorilas.

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Las Hagenia son los árboles más frecuentes en los collados de los Virunga; pueden alcanzar más de 20 m de altura. Sobre sus ramas crecen musgos, líquenes, helechos, orquídeas y otros vegetales que sirven de alimento a los gorilas.

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Cuando los adultos del grupo 5 tomaron confianza con Dian Fossey, aceptaron sin reservas su presencia y permitieron que se mezclara con ellos y con sus hijos.

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Puck, una hembra joven del grupo 5, da la bienvenida a la autora al comienzo de un contacto.

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Un amigo íntimo de la autora, el dorsicano del grupo 4, Digit, bostezando inofensivamente durante un período de descanso diurno.

Capítulo 5
Huérfanos unidos por la cautividad: Coco y Pucker

A los catorce meses de haber fundado el Centro de Investigación de Karisoke, la llegada de la temporada de vacaciones, a finales de 1968, me hizo temer seriamente no poder impedir el incremento de las actividades de los cazadores furtivos en el Parque de los Volcanes. Durante las vacaciones, la demanda de carne y trofeos cazados de manera ilegal crecía junto con los precios pagados por las matanzas en el mercado negro. Un cazador furtivo con suerte podía obtener unos ingresos sustanciales durante este período. En aquel tiempo, las únicas patrullas contra los cazadores furtivos en el Parque de los Volcanes eran las que yo organizaba por mi cuenta. Dichas patrullas estaban formadas por guardias del parque a los que yo pagaba los salarios y les proporcionaba alimentos y uniformes —peticiones que de buena gana satisfacía con la esperanza de reemplazar su conformismo por una motivación personal hacia su trabajo—.

Por esta razón, me encantó ver llegar al campamento, poco antes de Navidad y sin anunciarse, al conservador ruandés del parque acompañado de varios guardas. Su llegada indicaba que la administración del parque estaba dispuesta a aceptar la responsabilidad de la lucha contra los cazadores. Por tanto, sentí como un mazazo cuando el conservador me pidió que le ayudara a capturar un gorila pequeño de uno de los grupos en estudio. Me dejó aturdida. El conservador —confesó que nunca había entrado en el parque hasta mi llegada en septiembre de 1967— me dijo que unos funcionarios municipales de Colonia, Alemania, de visita por Ruanda, habían pedido un gorila de montaña para el zoo de aquella ciudad. A cambio, prometieron donar un Land-Rover y una cantidad no especificada de dinero para obras de conservación en el Parque de los Volcanes. El conservador hizo la petición con tanta naturalidad como si hubiera preguntado qué hora era.

Le expliqué largo y tendido por qué los funcionarios ruandeses no debían siquiera considerar tal propuesta. Hice hincapié en la fuerza de los lazos familiares del gorila y subrayé que habrían de matar a la mayoría de los miembros del grupo antes de que permitieran que uno de sus hijos fuera capturado. La perspectiva de una matanza no diría que impresionó al joven funcionario —encargado de volver con un gorila joven, cautivo— tanto como las posibles repercusiones internacionales que podrían producirse si intentaba seguir adelante con la captura. Pareció reflexionar detenidamente sobre estas cuestiones, y esto puso punto final, así lo creí, a la propuesta Mi ingenuidad me cegó ante el hecho básico de que la mayoría de los funcionarios consideraban a los gorilas como artículos de trueque utilizables siempre que fuera bien para objetivos materiales o políticos. Los cargos relacionados con la conservación estaban ocupados por personas no capacitadas, o insensibles a las complejidades de la protección de la fauna o del parque frente a los cazadores furtivos autóctonos o las delegaciones internacionales. En los tres países que comparten los Virunga, los gorilas nunca fueron una prioridad de la conservación.

Las vacaciones iban acompañadas de gran cantidad de antílopes, búfalos y elefantes sacrificados. Que yo supiera, sin embargo, ningún gorila se había visto afectado de manera directa por las repetidas intrusiones de los cazadores furtivos. En febrero de 1969, la investigación y la habituación de los grupos de estudio de Kariseke marchaban sobre ruedas. Incluso la invasión del parque por vacas y personas había disminuido considerablemente. Y así anclaban las cosas cuando el 4 de marzo me llega al campamento un amigo de la ciudad más cercana, Ruhengeri, para decirme que los cazadores furtivos habían capturado un gorila joven, unas seis semanas antes, y que ahora estaba preso en una pequeña jaula metálica en la oficina del conservador.

Al punto bajé de la montaña y me dirigí a las viejas y laberínticas construcciones cuarteladas que servían de oficina a los innumerables funcionarios vinculados con el parque en aquellos días. En la pequeña y descubierta plaza de la fachada posterior del desvencijado edificio había una serie de cobertizos, el mayor de los cuales servía ahora de garaje al nuevo Land-Rover del conservador. Escondido entre el vehículo y un montón de madera había una caja, como un ataúd, rodeada de un enjambre de gente riendo, niños sobre todo Una jaula metálica yacía cerca, abandonada. Apartando a los insolentes críos, descorrí poco a poco el cerrojo de la puerta de la caja para ver al cautivo, que se había retirado tan al fondo del oscuro interior como le fue posible. La cerré en seguida de un portazo; mientras tanto la gente se apiñaba alrededor riendo estrepitosamente ante una injusticia que no comprendían.

Llevé la caja al despacho del conservador, donde reinaba una relativa tranquilidad. Contra sus deseos, abrí la puerta del ataúd, esta vez para dejar salir a la cría. La pequeña bola de pelusa se precipitó hacia delante como un rayo. Y antes de que el conservador pudiera moverse, le había clavado los dientes en la pierna. A continuación corrió hacia las ventanas, donde la gente se había concentrado para aplaudir ruidosamente aquella acción. El asustado gorilita golpeaba los vidrios con tal fuerza que tuve por cierto que los haría pedazos. Arrojaba charcos de excrementos diarreicos al tiempo que corría de aquí para allá entre las ventanas, y por su estado de deshidratación, se detuvo a lamerlos. Con un cenicero lleno de agua, conseguí atraerlo a la caja.

Sin más preámbulos, y deseando por encima de todo llevarme a la cría al campamento en cuanto fuera posible, pregunté al conservador cómo había conseguido el gorila. Cada minuto que pasaba hablando, era quitarle un minuto de vida, eso si llegaba a sobrevivir. Sin ninguna vergüenza, el conservador admitió haber pedido al principal cazador furtivo del parque, Munyarukiko, que organizara una partida para capturarlo. Qué dinero enjugó qué manos en este asunto, no lo sé ahora, ni me preocupó entonces. Aquellos sujetos subieron al monte Karisimbi y eligieron al azar un grupo que tuviera un pequeño. Después supe que habían muerto diez gorilas de ese grupo en la cacería.

El animal fue atado con alambre de brazos y patas a una pértiga de bambú, y lo transportaron a una aldea próxima al límite del parque. Mantenido durante dos semanas en una jaula metálica especialmente construida, que los guardas tenían a punto, sin espacio para ponerse en pie o darse la vuelta, fue alimentado con maíz, plátanos y pan hasta ser traído a Ruhengeri. Allí lo trasladaron a la caja de madera en forma de ataúd y añadieron sopa a su menú porque estaban preocupados por su estado y no acertaron a hacer nada mejor.

Nunca entenderé cómo el huérfano se las arregló para sobrevivir en un rincón de la jaula con tan exigua dieta y con aquellas heridas, ahora infectadas, producidas por las ataduras de alambre. De algún modo había descubierto una razón para vivir dos semanas más en Ruhengeri, hasta que oí hablar de él. No deseando perder más tiempo en la oficina del conservador, le comuniqué que iba a llevarme al pequeño conmigo al campamento No puso ningún reparo a ello; parecía más que feliz cargándome la responsabilidad del destino del cautivo; o sea, su muerte casi segura.

Las necesidades más inmediatas del pequeño eran líquido, vitaminas y glucosa, si bien mi intención era ofrecerle cuanto antes vegetación natural. Por desgracia, para conseguir los medicamentos necesarios hube de ir a Ki- soro, Uganda, retrasando así otro día el viaje del gorila a las montañas y al campamento.

Lily (el Land-Rover) consiguió transportar la caja lejos del ruido de Ruhengeri, a la casa relativamente tranquila de una pareja de europeos que vivían bastante cerca de los límites del parque, a los pies del Visoke. Una vez allí, puse el gorila en el parque de los niños y lo cerré con clavos, en preparación de la caminata del día siguiente hasta el campamento. El traslado de un alojamiento al otro —motivo de tensión— conllevó un cortejo de gritos de la cría, gritos de rabia y temor, pues estaba pasando otra penosa experiencia. Una vez en el parque, le di unos trozos de ortiga y de Galium, que comió en seguida; luego, agotado, se sumió en un profundo sueño. Dormí junto al parque para confortarlo cuando gritaba en sueños.

Durante esa larga noche, tomé la firme decisión de que, si vivía, le devolvería la libertad, muy posiblemente en el seno del grupo 8, en vez de permitir que lo metieran en otra jaula en el zoo de Colonia. Calculaba que tendría entre tres y cuatro años de edad —lo bastante mayor para poder sobrevivir en la naturaleza bajo la protección de gorilas adultos—. Era una hembra y le puse el nombre de Coco en memoria de otra, ya vieja, del grupo 8 que había fallecido, hacía poco, de muerte natural.

A la mañana siguiente comenzaba la segunda etapa del viaje de la pequeña Coco. Los cuarenta minutos de conducción por la desigual carretera de lava, desde la casa de los europeos hasta la base del Visoke, fueron de agonía. La pequeña gritó de sufrimiento y miedo durante casi todo el traqueteante recorrido del camino. En la base de la montaña contraté ocho porteadores, que hicieron tumos para llevar el parque de niños hasta el campamento. Una vez hubimos subido la primera y abrupta pendiente, fuera del ruido de las shambas, y alcanzamos el otro extremo del túnel de roca, Coco manifestó un vivo interés por el familiar entorno boscoso. De vez en cuando emitía lastimeros quejidos como los que dejan oír los gorilas en la naturaleza cuando se ven separados de su madre. Me preguntaba si la cría recordaría la vida que había conocido antes de su captura. No podía hacer nada para consolarla, sólo vocalizaciones tranquilizadoras y periódicas paradas para echarle algo de vegetación en el parque durante las cinco horas de subida al campamento por la fangosa y resbaladiza pista de elefantes que hace las veces de sendero.

El personal de Karisoke había preparado la segunda habitación de mi cabaña para recibir a la cautiva. En una nota enviada al campamento por un porteador, pedí que clavaran tela metálica en las ventanas con el fin de proteger los vidrios, así como a Coco, y que instalaran también una puerta de alambre entre su habitación y la mía. Pedí, además, que cubrieran el suelo del cuarto con vegetales comestibles y vegetación apta para construir un nido, y que calzaran pimpollos de Vemonia entre el piso y el techo para que pudiera trepar. Para cuando Coco y yo arribamos al campamento, la habitación había quedado convertida en una copia en miniatura del hábitat de un gorila.

«¡Chumba tayari!» Los hombres me gritaban, excitados, que el cuarto ya estaba a punto, mientras la fila de porteadores se perfilaba en el prado del campamento. A fe que me quedé impresionada por la transformación que gracias a sus esfuerzos había sufrido la cabaña. En el interior colocaron dos cazuelas con agua y grandes piedras para que la deshidratada cautiva no pudiera beber demasiado de una vez. Luego, con muchos gritos y órdenes en kinyarwanda, los porteadores consiguieron hacer pasar el parque de niños por las puertas de la cabaña y depositarlo entre los árboles que a la sazón brotaban entre las tablas del suelo. De repente, me quedé a solas con la cría en medio de una deliciosa calma.

Con cautela levanté la tapa del parque sin saber bien qué reacción esperar. ¿Sería una cría tímida, agresiva o aletargada? Me emocioné cuando Coco abandonó de inmediato el parque de niños y avanzó, aturdida, por la vegetación, pasando la mano por hojas y tallos como si se asegurase de que eran reales. Por su estado de debilidad, hizo sólo un débil intento de pavonearse junto a mí para indicar que se proponía hacerse cargo de esta nueva situación. Entonces se puso en pie, me miró fijamente durante casi un minuto y luego, muy indecisa, gateó hasta mis rodillas. Sentí deseos de abrazarla, pero me abstuve de hacerlo por temor a comprometer el primer atisbo de confianza que había podido depositar en un ser humano.

Coco se instaló en mi regazo, tranquila, por unos minutos y al rato se dirigió a un largo banco debajo de las ventanas que dominaban las cercanas laderas del Visoke. Con grandes dificultades se subió a él y contempló las montañas. De pronto empezó a sollozar y derramar verdaderas lágrimas, algo que nunca vi hacer a un gorila, ni antes, ni después. Por último, cuando creció la oscuridad, se hizo un ovillo en un nido de vegetación que yo le había preparado y lloriqueó dulcemente hasta dormirse.

Tenía que ausentarme de la cabaña durante una hora más o menos, pero confiaba en encontrarla durmiendo todavía a mi regreso. Al abrir la puerta, en vez de eso me encontré con el caos más absoluto. La estera «a prueba de gorilas» que los hombres habían clavado sobre la despensa del campamento, con las provisiones almacenadas en estantes a lo largo de una de las paredes de la habitación de Coco, había sido arrancada. En medio de un maremágnum de latas y cajas abiertas, Coco, sentada, probaba con satisfacción azúcar, harina, jamón, arroz y tallarines. Mi momentánea consternación ante los estragos que había ocasionado dio en seguida paso al placer de ver que había tenido la curiosidad y la energía para crear semejante revoltijo.

Durante los dos días siguientes, Coco ingirió cantidades cada vez mayores de vegetación natural, Galium, cardos y ortigas, y —después de un choque de voluntades— aceptó una mezcla de leche con todos los medicamentos que yo consideraba esenciales para su salud. No obstante, seguía gritando con frecuencia, sobre todo cuando miraba por la ventana de su cuarto. Un día se oyeron las vocalizaciones del grupo 5 procedentes de las laderas contiguas al campamento, haciendo que Coco se excitara más que nunca. Y aunque de inmediato puse la radio a todo volumen para apagar los sonidos del grupo. Coco siguió mirando hacia las laderas durante la mayor parte del día, lloriqueando suavemente, sabiendo que sus propios congéneres andaban por allí cerca.

Al tercer día, la parcial satisfacción de la cría con su nuevo medio disminuyó bruscamente. El mismo tipo de transición se presentó en todos los gorilas recién capturados que conocí. Todos parecen tener mucho coraje y voluntad de sobrevivir, pero el trauma brutal de la captura, combinado con la negligencia física de los capturadores, es con frecuencia muy difícil de superar. La ayuda, por lo general, llega demasiado tarde. Coco dejó de comer por completo y sus excrementos rezumaban charcos de un líquido sanguinolento. Permanecía acurrucada en un montón de vegetación para anidar, temblando sin ningún control. Nada de lo que yo hada, incluida la reproducción sonora de registros en cinta de otros gorilas, conseguía sacudirla de ese letargo semi comatoso. La atiborré de antibióticos, pero no había indicios de respuesta a ninguna de las medicaciones y continuaba consumiéndose a un ritmo preocupante.

Al sexto día de permanencia en el campamento, la llevé a dormir conmigo para pasar lo que suponía sería su última noche de vida. Calor y seguridad era todo lo que yo podía darle. A las cinco de la madrugada, en vez de verme con un cadáver en los brazos, me encontré a Coco todavía con vida y a ambas tumbadas en una cama empapada de excrementos diarreicos. Como parecía algo más animada, abrigué la esperanza de que pudiera haber superado la crisis durante la noche. Después de suministrarle la medicación, la saqué afuera, a un gran recinto de alambre contiguo a su habitación, para que pudiera tomar el sol. La puerta entre el cuarto y la jaula estaba cerrada, de modo que pudimos limpiar hasta el último centímetro de su cuarto para ponerle arbolitos y vegetación fresca.

Mientras estábamos trabajando, oí de repente voces de porteadores que se acercaban. Salí corriendo y vi a seis hombres que llevaban lo que parecía un enorme barril de cerveza, suspendido entre dos largas pértigas aguantadas a hombros. El porteador de cabeza me entregó una nota de un amigo de Ruhengeri que había subido a ver a Coco cuando estuvo tan terriblemente enferma. «Han capturado otro gorila. Quieren que lo cuides, pero no saben cómo hacértelo llegar, así que he improvisado esto. Espero que todo vaya bien con el primero. Dudo que éste sobreviva.»

Cavilosa, pagué a los porteadores e hice que trajeran el barril al cuarto de Coco, dejando a ésta afuera, en el soleado parque de niños. Me parecía más que probable que, dos semanas antes, el conservador estuviera ansiando deshacerse de Coco por creerla prácticamente muerta No sería de extrañar que hubiera hecho capturar un segundo gorila para complacer al zoológico de Colonia. Mucho después supe que éste también había sido capturado en el monte Karisimbi, pero en un grupo distinto del de Coco. El de ahora provenía de un grupo de ocho animales y, como los del grupo de Coco, todos habían muerto al intentar defender al joven.

Retiré los clavos del barril. A diferencia de Coco, el recién llegado se negó a dejar el recipiente y permaneció acurrucado en lo más hondo. Aunque traje a Coco a la habitación para que sirviera de señuelo, el nuevo animal no reaccionó, de modo que los dejé solos y observé sus reacciones desde mi cuarto. Coco mostró gran curiosidad por él y miraba a hurtadillas dentro del barril, emitiendo suaves gruñidos siempre que el recién llegado se movía ligeramente. De vez en cuando, se tendían la mano uno a otro, que retiraban rápido cuando estaban a punto de tocarse.

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Pensaba a menudo que las Hagenia habían sido creadas especialmente para los gorilas, sobre todo cuando veía a Coco y Pucker jugar a perseguirse por las recias ramas cubiertas de musgo.

Sin embargo, el cautivo no manifestaba intención alguna de salir del barril. Por último, fui a la habitación, puse el barril de lado y lo vacié con suavidad sobre el piso cubierto de vegetación. Me horrorizó ver que la joven hembra, a la que eché de cuatro y medio a cinco años de edad, estaba mucho más demacrada de lo que Coco había estado. Rezumaba pus por las heridas, al parecer de panga, de la cabeza, muñecas y tobillos, y de profundos cortes donde, evidentemente, había estado atada con alambre. Por la amplitud de las infecciones y su desmedro, juzgué que había sido capturada más o menos al mismo tiempo que Coco, pero que debió pasar casi una semana más con sus capturadores.

Ante mi presencia, la nueva cautiva se retiraba lo más lejos posible y se acurrucaba en un rincón oscuro debajo de la mesa. Coco comenzó a pavonearse de aquí para allá delante de ella, una forma de locomoción muy típica de los gorilas durante los preámbulos. Me complació ver a Coco, a sólo unas horas de su gravísima enfermedad, mostrar un renovado interés por la vida, si bien dudé de que Pucker, que en inglés significa «fruncido» —nombre que se ganó por su malhumorada y abatida expresión facial—, llegara a manifestar en algún momento semejante vitalidad.

Traje apios frescos, cardos, Galium y una bandeja de moras silvestres recogidas por el personal del campamento. Pucker mostró una chispa de interés por los familiares alimentos, pero, quizá porque evocaban recuerdos del pasado, comenzó a emitir gritos lastimeros, quejumbrosos, exactamente igual que había hecho Coco en la misma situación. Como si se condoliera de la reacción del recién llegado. Coco lloriqueó y fundó los labios como respuesta y luego fue a escoger algunas moras maduras del montón. Dejé la habitación para observarlas por la puerta de alambre. Pucker se acercó poco a poco a la fruta para coger, vacilante, una mora. Hubo una breve disputa a gruñidos entre ambas mientras vivían su primera experiencia de «compartir». Acto seguido, agarraron cuantas moras les cupieron en las manos y se llevaron el botín a rincones opuestos del cuarto para comérselo, mientras proferían suaves gruñidos. Supe entonces que el competir entre ellas podía muy bien ser el secreto de su supervivencia.

Ese primer día de conocimiento mutuo fue una combinación de comportamiento levemente antagonista con una patética conciencia de la necesidad que tenía una de otra. Al final de la jomada, sin embargo, se apretaban en un único nido, proferían blandos gritos y se dormían en un estrecho abrazo.

Tres días pasaron antes de que lograra persuadir a Pucker de que aceptara la misma leche reforzada que le daba a Coco; y entonces lo conseguí sólo porque la pequeña estaba cayendo en el mismo peligroso estado de letargia en que había caído Coco a su llegada al campamento. Existían otras dos similitudes entre las dos cautivas: igual que Coco, Pucker aceptó de buena gana la vegetación natural y tomó gusto a los plátanos. Su afición a los plátanos, fruta que no crece silvestre en los volcanes Virunga, denotaba que habían sido mantenidas por los cazadores furtivos el tiempo suficiente para desarrollar cierta inclinación a la exótica fruta que les proporcionaban sus capturadores.

Durante la fase crítica de la enfermedad de Pucker, Coco multiplicó considerablemente su dependencia de mí para que la abrazara, la cogiera y jugara con ella. Si sus demandas de atención no eran satisfechas de inmediato, su gimoteo se tomaba ruidoso; cogía tales rabietas de mal genio que Pucker, desde su retirado nido en lo alto de un estante vacío, emitía vocalizaciones eructivas como si tratara de consolar a la joven cautiva. El estímulo constante de la presencia de Coco y su absoluta aceptación de mi persona dieron a Pucker el incentivo necesario para superar buena parte de su abatimiento. Recuperó poco a poco el interés por la comida, e incluso demostraba ánimo suficiente a la hora de defender su ración de exquisiteces gastronómicas cuando Coco trataba de quitárselas.

A decir verdad, fueron días difíciles. Para empeorar las cosas, el nuevo cocinero renunció cuando le pedí que me ayudara a preparar la receta y a esterilizar botellas. Me hizo saber, arrogante, en swahili, que «yo soy un cocinero para europeos, no para animales». Varios más en el campamento estuvieron a punto de marcharse por las continuas exigencias de alimentos frescos del bosque y la limpieza de los excrementos, aún más frescos, del cuarto. Mutarutkwa, que todavía apacentaba ilegalmente sus vacas en el parque a cierta distancia del campamento, fue de gran ayuda en aquella época.

Un día, un rastreador joven, Nemeye, y yo habíamos salido a lo que era nuestra cotidiana, y exigente en cuanto a tiempo, tarea de buscar las moras más grandes, jugosas y maduras —un producto escaso aun en plena temporada—, cuando nos cruzamos con Mutarutkwa. Después de observar nuestros inexpertos esfuerzos durante un rato, el mututsi dio un brinco de gacela y desapareció en el espeso matorral. Al cabo de media hora, tiempo en que Nemeye y yo apenas habíamos reunido una docena de moras, ya estaba de vuelta el espigado pastor tan silencioso como se había ido. Con una sonrisa tímida, extendió sus manos hacia nosotros. Cada una de ellas contenía grandes hojas de Lobelia llenas de las más lozanas y magníficas moras que jamás yo haya visto. Perpleja y agradecida, las acepté. Fueron sólo las primeras de las muchas que Mutarutkwa tuvo el placer de proporcionamos para los gorilas cautivos, ahorrando a los residentes del campamento horas y horas de búsqueda en el bosque.

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Agotadas por una mañana de juego extenuador, las dos huérfanas echan una cabezada al amparo de una Hagenia confortablemente tapizada de musgo, bajo el cálido sol.

Por suerte. Coco había cogido gusto a la taza de leche medicinal que le daba tres veces al día; y no sólo a la suya, sino también a la ración de Pucker. Ésta no acababa de entender el ansia de Coco por aquella pócima que ella —era notorio— encontraba asquerosa. De nuevo, la pugna resolvió el problema. A más empecinamiento de Coco por la taza de leche de Pucker, empujando y gruñendo, más enérgicos los esfuerzos de Pucker por defenderla. Finalmente, con muy malas caras. Pucker se bebía el reforzante antes de que Coco consiguiera llegar a él.

Agradecí en el alma la ayuda involuntaria de Coco porque, aun después de ocho días, a Pucker no le gustaba todavía que la tocara y ni siquiera se me acercaba, en franco contraste con el comportamiento inicial de Coco. Pucker, que debía ser un año mayor que Coco, se deprimió y encerró mucho más en sí misma con los cambios ocasionados por su captura. Y a pesar de mis constantes promesas tranquilizadoras de que no iba a sufrir más daños, permanecía muy temerosa, sobre todo cuando se oía o se observaba gente muy cerca del cuarto de las pequeñas o de la jaula exterior.

La primera vez que Pucker se me acercó fue con el pretexto de «proteger» a Coco, que iba a distraerse cada vez más con el rudo y turbulento juego de arrancar la estera de la pared y el techo. Coco había descubierto que la estera era desmenuzable y masticable, y que su empeño en tales actividades le permitía acceder a todo el techo de la cabaña. Costó varias semanas reforzarlo lo suficiente para poner coto a sus esfuerzos exploratorios y devolver mi media cabaña a su original condición libre de orines.

Cuando tenía que persuadir mañosamente a Coco de que abandonara las consabidas diabluras, Pucker intentaba que la pequeña se alejara de mí con carreras y gruñidos, sin omitir golpes y suaves mordiscos a mis piernas. Diríase que lo único que quería era participar en el juego, o quizá que la abrazara, aunque rechazaba de plano confiar en mí hasta tal medida. Este comportamiento celoso y un tanto «neurótico» me parecía conmovedor. Lo justificaban, sin duda, las terribles experiencias de su captura y posterior confinamiento en manos de sus apresadores. Con un gran sentimiento de culpabilidad, continué centrando mi atención en Coco, no sólo porque lo pedía, sino también en un esfuerzo por sacar a Pucker de su estado de introversión. Estaba convencida de que, a la larga, la pugna por llamar la atención iría tan bien como la desarrollada por la comida.

Una noche, casi dos semanas después de su llegada, Pucker se acercó sigilosamente a Coco y a mí cuando jugábamos en un banco de su cuarto. Pucker agarra a Coco por un brazo, intentando arrancar a la sonriente jovencita de mis rodillas. Cuando Coco se negó a moverse, Pucker, relamiéndose de inquietud, trató de quitar una de mis manos del cuerpo de aquélla. Con suavidad, empecé a acariciar a Pucker. Ésta retrocedió al instante, con el cuerpo envarado, temerosa, y apartó la cabeza. Al tocarme, como mínimo había hecho un tímido intento de acercamiento a un ser humano. Durante dos días persistió en esta actitud y me arañaba ligeramente las manos siempre que cogía a Coco. Intentaba aplicarle la medicación para curarle las heridas de las manos, muy infectadas, cuando la tenía cerca, pero casi siempre se escabullía y me retiraba su confianza durante el resto del día.

* * * *

Llegó por fin el día en que Coco estuvo bastante recuperada para permitirle moverse libremente por las arboledas y calveros de los alrededores del campamento Pucker aún no había sanado lo suficiente de sus heridas, y dudaba de mi control sobre ella. En nuestra primera aventura fuera de la cabaña, tuve que llevar a Coco a las espaldas, pues parecía amilanada por la enorme extensión de espacio abierto que la rodeaba. Ni siquiera cuando nos sentamos en un gigantesco tronco de Hagenia cargado de Galium y otras suculentas para gorilas, se animó a dejar mi regazo.

Esa reintroducción de treinta minutos a la «naturaleza» no nos llevó a más de cincuenta metros de la cabaña. Pucker, que había salido a la jaula exterior para vemos marchar, empezó a gimotear suavemente. Según nos alejábamos, los gemidos se convirtieron en ruidosos sollozos rematados por chillidos y alaridos. Tuve que volver mucho antes de lo previsto, aunque Coco parecía ignorar los gritos de Pucker. El berrinche amainó con mi obediente retomo, pero, cosa muy típica de Pucker, nuestra reaparición mereció total indiferencia al tiempo que fingía un inusitado interés por la comida. Este comportamiento podía resultar cómico por su similitud con el de los niños mimados; estaba convencida de que era el reflejo de una profunda sensación de desamparo.

Salí con Coco a solas varios días más, siempre con el acompañamiento de gritos y alaridos de Pucker desde la cabaña. Coco se acostumbró en seguida a los alrededores del campamento; ambiente, por cierto, no muy propio de un gorila, integrado fundamentalmente por prados abiertos, regañonas gallinas y mi siempre paciente y juguetón perro, Cindy. A Coco le encantaba correr detrás de las gallinas y agarrarlas por las plumas de la cola en cuanto se descuidaban. También le entusiasmaba montar a cuestas de Cindy, y perseguirla dando vueltas y más vueltas hasta que se desplomaban, mareadas, en un agotado amasijo de pelo negro y leonado.

Una mañana en que ya tenía decidido sacar a las dos pequeñas fuera, se presentaron, sin previo aviso, los guardas del parque. Coco y Pucker estaban en el patio exterior cuando llegaron los guardas metiendo mucho ruido y armados de lanzas y escopetas. Aterradas, las crías volaron hacia su habitación, treparon al estante más alto y allí permanecieron abrazadas todo el resto del día. Los guardas pidieron que les devolviera de inmediato los gorilas para enviarlos al zoo de Colonia. Al cabo de una hora conseguí desembarazarme de los intrusos, al convencerles de que los gorilas aún no estaban en condiciones de partir —la verdad, al menos en el caso de Pucker—. Pasaron dos días antes de que, valiéndome de todos los mimos posibles, pudiera sacar a las pequeñas de la habitación.

Al fin estaban bastante recuperadas para divertirse a sus anchas, en la libertad relativamente ilimitada de su hábitat natural, con Cindy como segura y complaciente mascota. El sempiterno bueno humor de Cindy y su carácter juguetón conquistaron la confianza plena de Coco y Pucker. Eso es algo que me dejó muy impresionada, porque, sin duda alguna, los cazadores furtivos habían empleado perros durante la captura de los gorilas. La capacidad de las pequeñas para aceptar a una persona y a un perro después de la brutal aventura vivida, me pareció extraordinaria. Quizás una razón de que las cautivas aceptaran tan pronto a Cindy fue que ésta, que no había visto a otro perro en los dos años largos desde su llegada al campamento, había olvidado cómo ladrar. Ello, sumado a su docilidad, reducía aún más el parecido entre mi perro y aquellos otros con los que a buen seguro las pequeñas se habían tropezado.

Cuando estuvieron curadas del todo para poder jugar, Cindy pasó una temporada «de perros» capeando su alegría. La pellizcaban, la mordían con suavidad, le daban golpes, se montaban encima de ella, la empujaban, le arrancaban pelos del morro, la olían, mamaban de ella, la perseguían y casi la despedazaban durante las salvajes sesiones de juego al aire libre. Hubo veces que me pregunté si Cindy se veía como gorila o como perro. Para ella, la diferencia más palmaria debía hacérsele dolorosamente patente cuando Coco y Pucker se encaramaban a los árboles, dejándola en el suelo, agarrada con firmeza al tronco con toda su inadecuada impedimenta corporal.

El rato pasado al aire libre con los gorilas y Cindy constituía el momento culminante de los días en que el estado del tiempo permitía tales excursiones fuera de la cabaña. Las cautivas nunca superaron la aprensión a los extensos prados que circundan el campamento, pero no quedaba más remedio que atravesar esas zonas descubiertas para llegar a los montículos boscosos que tantas posibilidades ofrecían para jugar y trepar, además de variedad de alimentos. Había docenas de esas arboledas bastante accesibles desde el campamento; pues bien, tanto para ir como para volver tenía que llevar casi siempre a Coco en brazos, mientras Pucker insistía en ir a cuestas o en pegarse a una de mis piernas. El peso combinado de ambas, una vez estuvieron completamente recuperadas, sumaba unos cincuenta kilos, inquieta carga que, desde mi punto de vista, convertía el trayecto de los prados en una angustiosa caminata.

Intenté animar a Coco a que se valiera de sus propias patas, pero era como intentar enseñar a un elefante a volar. Si se quedaba atrás, por lo general empezaba a gritar, emitiendo una serie de quejumbrosos y apagados hu-hu-hu que poco a poco iban in crescendo hasta convertirse en aullante rabieta; lo cual me obligaba a volver sobre mis pasos para cogerla. Pucker era mucho más independiente y, como sospechaba, no tenía un control absoluto sobre ella.

Desde el primer día que salió de la cabaña, Pucker se quedaba a menudo mirando fijamente las laderas de la montaña con una expresión de nostalgia que parecía teñida de disimulo. Era como si se diera perfecta cuenta de que los gorilas no frecuentan los prados, sino que permanecen en la densa vegetación de las laderas o en el bosque. El conflicto interno de Pucker afloró un día en que se oyó una ruidosa algarabía procedente del grupo 5, allá en lo alto, en las laderas que dominan el campamento. Y, por supuesto, no tenía una radio a mano para ahogar las vocalizaciones.

Sin titubeos, Pucker arrancó a correr montaña arriba en dirección al sonido. Coco la siguió de buena gana. Para cuando las alcancé, ya habían empezado a subir la ladera; como turistas, escogieron el camino más visible, en este caso una senda de elefantes muy frecuentada. Coco, que había conseguido ponerse en cabeza, se detuvo ante la primera huella de elefante, inmensa, llena de agua; a punto estaba de volverse cuando Pucker, al ver que me acercaba sigilosamente por detrás, le dio un fuerte empujón que la envió de cabeza a la fangosa charca. Eso era cuanto Coco necesitaba para salir a escape hacia mí. Poco podía hacer ya Pucker sino seguirla.

Aun sin oír la algarabía del grupo 5, Pucker persistió en el empeño de llevarse a Coco hacia la falda de la montaña. Por suerte, a ésta podía sobornarla fácilmente con plátanos para que volviera a mí; siempre llevaba una buena provisión de ellos en los bolsillos.

Un día, mientras paseábamos por una zona nueva, Pucker salió corriendo, de rebato, hacia un grupo de Hagenia en el lindero del bosque que conduce a la montaña. Coco saltó de mis brazos en rápida persecución —lo cual se salía de la norma—. Pensé que huían hacia la montaña, y ya estaba sacando a toda prisa los plátanos cuando las vi detenerse debajo de uno de los árboles más grandes. Escudriñaban en el árbol como niños que miran por la chimenea la víspera de Navidad. Nunca las había visto tan fascinadas con un árbol, ni pude averiguar qué las atraía con tanta fuerza. Acto seguido, empezaron a trepar, frenéticas, por el enorme tronco, dejándome, si cabe, más perpleja. Se detuvieron a unos nueve metros del suelo, se intercambiaron unos gruñidos y se lanzaron a morder, con avidez, una gran ménsula de hongos. Ya antes me había percatado de esas masas, a modo de anaqueles, que sobresalen de los troncos de Hagenia y recuerdan mucho a un champiñón superdesarrollado y solidificado. No abundan en el bosque, son más bien raras, y hasta que me hice con Coco y Pucker nunca había observado a los gorilas interesarse por ellas. Por mucho que se esforzaron, ni la una ni la otra consiguieron arrancar el hongo de su lugar, de modo que hubieron de contentarse con morderlo a trozos. Media hora después sólo quedaban vestigios. Bajaron de mala gana, y mientras caminábamos se volvían anhelantes a mirar el árbol con aroma a hongo. Huelga decirlo, al día siguiente pedí a todo el mundo en el campamento que fuera a buscar hongos de esa especie al bosque.

Otro alimento raro que suscitaba riñas entre Coco y Pucker era el parásito Loranthus luteo-aurantiacus. Por fortuna para los gorilas, el personal del campamento sabía dónde encontrar sobrada provisión de este manjar.

Aunque por mis investigaciones con los gorilas sabía que a menudo sacaban larvas y gusanos de la parte interior hueca y muerta de los tallos, me asombró ver que las dos cautivas pasaban por alto exquisiteces como, por ejemplo, las moras, para buscar gusanos y orugas. Con frecuencia, parecían saber con exactitud dónde desprender la corteza de los troncos vivos o muertos para hallar larvas en abundancia. Mientras lamían un fragmento de corteza hasta dejarlo limpio, ronroneando de satisfacción por el festín, ya arrancaban otro en busca de fuentes proteínicas más recónditas. En cuanto descubrían un gusano, lo cortaban de inmediato por la mitad —espectáculo bastante repugnante— y masticaban, entusiasmadas, cada uno de los trozos, aunque no siempre los ingerían. Al ver que Coco y Pucker ansiaban estos alimentos, incorporé una hamburguesa cocida a su dieta, que se comían antes que cualquiera de sus apreciados frutos y hojas.

La libertad de las dos jóvenes se hacía extensible a la seguridad de su cuarto, donde tres veces al día se introducían todos los alimentos naturales de un gorila, además de los medicamentos acostumbrados.

Por regla general, la pareja se levantaba por propia iniciativa a las siete de la mañana; y no paraban mientes en hacerme saber que estaban despiertas, golpeando con gran estrépito la puerta de alambre que había entre nuestros cuartos. Después de un intercambio de abrazos a tres bandas, deseándonos los buenos días, les servía sus respectivas leches medicamentosas en sendas tazas independientes, sujetas a la tapa del parque de niños. Luego arrojaba alimentos como plátanos y moras silvestres al patio exterior para vernos libres de las pequeñas mientras fregábamos el piso, los estantes del cuarto y retirábamos cuantos fragmentos de vegetación y demás residuos hubieran quedado del día anterior. Durante ese rato, otros miembros del personal recogían plantas frescas con fines nutritivos y de nidificación; así es que cuando la puerta de paso se abría de nuevo, los gorilas podían volver a un «bosque fresco», aunque, eso sí, con cierto olor a desinfectante. Si el cielo estaba encapotado o hacía frío, pasaban una hora comiendo tranquilamente y luego se construían el nido con la vegetación nueva. Si estaba soleado, pedían que las sacara al aire libre, donde podían desatar la energía reprimida, luchando, persiguiéndose y trepando a los árboles.

Entre las doce y media y la una del mediodía las traía de vuelta a la cabaña para repetir la rutina de primera hora de la mañana: medicación, comida favorita y vegetación fresca. Las actividades de la tarde las dictaba asimismo el estado del tiempo, aunque las muy canallas preferían descansar durante esa parte del día. A las cuatro de la tarde sustituía la vegetación vieja por otra nueva, con pilas de frondosos arbolitos de Vemonia para mí, más tarde para ellas, como material de nidificación nocturna. El programa de las cinco era prácticamente idéntico, con la salvedad de que a las jóvenes se las dejaba tranquilas durante una hora para comer. Durante ese rato, sus canturreos de satisfacción y vocalizaciones eructivas casi apagaban el ruido que procedía de mi máquina de escribir en la habitación contigua, lo que prestaba un aire de serenidad y regocijo al ya muy próximo ocaso del día.

Una vez habíamos comido, las cuatro. Cindy incluida, hacíamos temblar la estructura de la cabaña persiguiéndonos, retozando y luchando en el mini bosque de su cuarto. Recuerdo aquellas horas entre las más felices que haya conocido en el campamento, porque Pucker, un tanto inhibida durante el día cuando había más gente alrededor de la cabaña, se tomaba exuberante y bulliciosa mientras estábamos las cuatro juntas, a solas.

En esos períodos de esparcimiento, aprendí muchas cosas sobre el comportamiento de los gorilas que no había advertido antes en los animales en libertad, por no estar todavía éstos habituados por completo a mi presencia. Hacerse cosquillas la una a la otra provocaba risas estrepitosas y prolongaba además las sesiones de juego. A modo de prueba, intenté primero hacer cosquillas a Coco, y como la respuesta fue muy favorable, lo intenté también con Pucker. Al cabo de unas semanas cambié de método; pasé de las «cosquillitas» suaves a las más atormentadoras cosquillas que hacen los padres y los abuelos cuando hurgan, con un dedo incordiante, el ombligo de un chiquillo.

Más adelante tuve ocasión de cosquillear —de igual manera— a gorilas jóvenes que vivían en libertad, y obtuve la misma respuesta regocijada que dieron Coco y Pucker. Esto lo hacía muy de vez en cuando, pues el observador no debe interferir en el comportamiento de los sujetos salvajes.

Cuando me parecía que estaban cansadas de tan agotadoras sesiones, partía los extremos frondosos de las ramas de Vemonia para colocarlas sobre lechos frescos de musgo en el anaquel más alto Esta operación marcaba el momento en que las pequeñas debían irse al nido nocturno Transcurridas unas siete semanas. Coco y Pucker eran capaces de construir sus propios nidos y elegían las ramas más pobladas como material de construcción. Ése era exactamente el tipo de comportamiento independiente que estaba esperando, condición indispensable para poder ser devueltas al estado salvaje. En la quietud de la noche, a menudo me entristecía pensar en la inevitable separación, y, sin embargo, me emocionaba imaginarlas como miembros del grupo 8, libres, pasando el resto de sus vidas en los bosques donde nacieron.

De improviso nos llegó otra inesperada visita en la persona del conservador que Coco había mordido siete semanas atrás en Ruhengeri, con toda la razón del mundo. El comportamiento de las dos jóvenes a su llegada resumía a la perfección mis propios sentimientos. Coco se escondió; Pucker fue a la puerta que separa mi cuarto del suyo y la cenó de golpe, acto que encontré bastante divertido.

El conservador había hecho la larga excursión hasta el campamento para ordenar el envío inmediato de las crías al zoológico de Colonia. Por segunda vez, insistí en que no estaban en condiciones de viajar. Mientras pedía, desesperada, más tiempo, llegó de la habitación vecina ruido de risitas juguetonas, de cañeras y luchas. Las maldije en silencio por escoger momento tan inoportuno para jugar, si bien, por otra parte, era una buena señal que jugaran a pesar de la presencia del conservador. Cuanto más suplicaba retenerlas, más porfiaba él en llevárselas. Argüía que el zoológico le estaba presionando para que enviara los animales, enfermos o no. Lo que no me dijo es que el zoológico le pagaba un viaje a Alemania, al parecer en calidad de «acompañante» de los gorilas Allí iba a ser condecorado por las autoridades municipales y el zoológico. Para una persona que nunca había salido de su país, las perspectivas no podían ser más estimulantes.

Al término de una tortuosa y controvertida conversación, el conservador me aseguró, tajante, que si no soltaba ya a Coco y Pucker, enviaría a Munyarukiko y otros cazadores furtivos a capturar dos gorilas más. Me dejó desarmada. Ese mismo día envié un telegrama a los funcionarios del zoológico de Colonia, en el que les decía que podrían disponer de las dos cautivas en cuanto creyera que estaban suficientemente bien para realizar el largo viaje

El envío de ese telegrama con el que evitaba una nueva carnicería fue uno de los mayores compromisos que contraje durante mis años de investigación con los gorilas. En aquel tiempo había pocas disposiciones legales en lo que se refiere a exportación o importación de especies amenazadas Las intenciones del conservador de capturar más gorilas no me dejaban más salida que renunciar a Coco y Pucker. Una vez se hubo ido, fui al cuarto de las pequeñas y recibí su entusiasta bienvenida. Me sentí como una traidora cuando las estrechaba contra mí.

Los días se sucedieron como de costumbre para Coco y Pucker. Su animado comportamiento recordaba el de dos ruidosas chiquillas en un campamento de verano, cuando el tiempo no parece tener fin Para mí, buena parte de la alegría de verlas convertirse en alegres y casi normales gorilas jóvenes, se esfumó. Me deprimía saber que su permanencia en el bosque sería tan efímera y su futuro tan poco prometedor, sobre todo porque nada podía hacer para conjurar su destino. Escribí al director del zoológico de Colonia y le supliqué que me permitiera reintegrar a los gorilas en un «grupo adoptivo»; pero recibí una contundente negativa como respuesta.

Varias semanas después de la visita del conservador, reaparecieron los guardas del parque en demanda de los gorilas, esta vez en plan muy agresivo, blandiendo herrumbrosos rifles ante mí, las jovencitas y el personal ruandés del campamento. Para entonces. Coco y Pucker aceptaban sin reservas a la gente del campamento, si bien se mostraban tímidas y aterrorizadas ante desconocidos de raza negra. Por esta razón, me sorprendió muchísimo que los gorilas intentaran «atacar» a los guardas, gritando y mordiendo violentamente el alambre que los separaba de sus potenciales capturadores. Su proceder fue la señal que necesitaba para decir a los guardas que la acogida iba a ser más que calurosa cuando entraran en el cuarto, y que, por supuesto, no contaran con mi ayuda. Nada en el mundo, ni siquiera la ira del conservador, habría movido a aquellos hombres a entrar en el parque de los amenazantes gorilas, así que a los pocos minutos se marcharon. Después supe que fueron al conservador con el cuento de que las jóvenes estaban todavía demasiado enfermas para viajar.

A los pocos días se presentó el conservador en el campamento, acompañado de los guardas; traía una cajita, a modo de ataúd, pensada y recién construida para el transporte aéreo de las cautivas desde Kagali (Ruanda) al aeropuerto internacional de Bruselas. De allí volarían a Colonia. La única abertura de la caja era una puertecita de treinta centímetros. Ni tan siquiera habían pensado en la ventilación. Y. por si fuera poco, el conservador tuvo la desfachatez de pedirme que le pagara el contenedor. Finalmente se fue, contento, con el equivalente a treinta dólares en el bolsillo. Mi única satisfacción —muy débil, eso sí— era que había aplazado varias semanas la terrible separación con el pretexto de rehacer la caja por completo.

Robert Campbell, fotógrafo del National Geographic, llegó por esa época para realizar un extenso reportaje fotográfico sobre los gorilas salvajes, que incluiría también a Coco y Pucker. Con la ayuda de Bob, el personal del campamento y yo logramos reconstruir el cajón. Después de ampliarlo, de ensanchar la puerta de entrada y de taladrar docenas de grandes orificios de ventilación, colocamos el armatoste en el cuarto de los gorilas para que se fueran acostumbrando a él: servía para suministrarles los alimentos especiales y el preparado lácteo. Días después, las jovencitas inventaban un juego de persecución a su alrededor. Coco resultó ser la más inteligente de las dos; descubrió que con un cambio rápido en el sentido de la persecución pillaba, inevitablemente, a Pucker con la guardia bajada, produciéndose un divertido choque frontal. Otra de las jugarretas de Coco consistía en subirse a la caja en plena persecución, dejando a Pucker correr como una loca hasta que se daba cuenta de que Coco había desaparecido. Por más que disfrutaran con su nuevo y descomunal juguete, yo veía en él un recuerdo continuo de nuestra inminente separación y un anticipo de todos los contratiempos que les aguardaban. Cuando llegó el día de la temida partida. Bob Campbell se prestó a acompañar a las pequeñas hasta el pequeño aeropuerto de Ruhengeri, desde donde volarían a Kageli, abandonando así África para siempre jamás. Todos los preparativos del viaje habían concluido. Se libraron páginas y páginas con las instrucciones para su cuidado entre Ruhengeri y Colonia. A los lados del cajón se sujetaron latas que contenían el preparado lácteo medicinal y se empaquetó una selección fresca de vegetación del bosque, algo que no volverían a probar en su vida. Por último, puse dos grandes hongos en el interior del cajón. Cuando las confiadas jovencitas corrieron a agarrarlos, la puerta se cerró Los porteadores que debían bajar la caja, llegaron segundos después. Eso fue cuanto pude resistir. Salí fuera de la cabaña y corrí por los prados, escenario de nuestros incontables paseos, corrí bosque adentro hasta no poder más. No hay palabras para describir el dolor de perderlas, ni siquiera ahora, al cabo de más de diez años.

Durante varios años, un miembro del personal del zoológico de Colonia me tuvo al tanto, periódicamente, del estado de Coco y Pucker mediante boletines y fotografías. Éstas mostraban muy a las claras que las cautivas toleraban mal el ambiente enjaulado. Mientras escribo este libro, me llega la noticia de que Coco y Pucker murieron en 1978, con un mes de diferencia, en el zoológico de Colonia.

Capítulo 6
Visitantes animales en el Centro de Investigación de Karisoke

Los primeros años de investigación en Karisoke fueron como los seis meses iniciales en Kabara, muy gratificantes, porque pude concentrarme en la diaria observación de los gorilas con pocas interrupciones del mundo exterior. Dediqué incontables días a rastrear y observar —por lo general, mediante prismáticos— a los tímidos y todavía no habituados gorilas. Pasaba los atardeceres sentada en el catre, mecanografiando las anotaciones del día, en una mesa improvisada con un cajón de embalaje. Lo normal es que estuviera rodeada de ropa chorreante, tendida en cuerdas a lo largo de la tienda, tan cerca del calor de la silbante lámpara de queroseno como la prudencia me permitía.

Tenía a la lámpara por un genio amigo, sobre todo cuando salía al exterior, a la noche negra, fría como el acero. Producía cierto pavor y respeto ver en ella la única manchita de luz, aparte quizá las ocasionales fogatas de los cazadores furtivos, de todo el macizo montañoso de los Virunga. Cuando contemplaba la inmensa extensión de tierras montañosas, escarpadas y deshabitadas que se abría a mi alrededor, aquella riqueza de soledad primigenia, me sentía una de las personas más afortunadas del mundo.

Era imposible sentirse sola. Los ruidos nocturnos de los elefantes y búfalos que acudían a beber al cercano arroyo del campamento, unidos a los chirriantes coros de los damanes, me rodeaban como parte de la tranquilidad de la noche. Fueron tiempos mágicos.

Unos doscientos metros separaban mi tienda de la de los tres ayudantes ruandeses, que recogían agua y leña y que, con el tiempo, convertí en rastreadores de gorilas. A raíz de la muerte natural de Lucy y Dezi, las gallinas de Kabara, el personal me ofreció una pareja de repuesto, Walter y Wilma, que compartieron mi tienda durante varios meses. Walter no era un gallo cualquiera. Todas las mañanas, como un perro, me seguía por el campo a decenas de metros del campamento. Por la tarde salía corriendo a mi encuentro con quiquiriquíes de salutación. De noche dormía en la caja de mi máquina de escribir, y no movía una pluma mientras mis dedos corrían de acá para allá por el teclado.

Al cabo de un año y medio, la tienda empezó a hacer agua por las costuras Algunos amigos europeos de las poblaciones ruandesas de Ruhengeri y Gisenyi decidieron construirme una cabaña pequeña de una habitación con ventanas y un hogar de petróleo. La idea me inquietó al principio, pues representaba una permanencia, en un tiempo en que aún conservaba las cicatrices de mi éxodo de Kabara, en el ¿aire. A pesar de mi falta de fe, la primera cabaña de Karisoke fue una realidad en sólo tres semanas de esfuerzo mancomunado por parte de todos. Una cadena prácticamente continua de porteadores subió retoños de eucalipto de las aldeas que había más abajo, rectos como una regla, para levantar el armazón. Se trajeron chapas de hojalata de Ruhengeri para los exteriores, y las esteras ruandesas de paja tejidas a mano sirvieron para aislar la superficie interior de las paredes, el techo y el suelo. Del arroyo del campamento —comente de seis palmos de profundidad que surca los prados— se sacaron piedras, grava y arena con que construir una montura sólida al práctico hogar de petróleo. Los primeros miembros del personal y yo pasamos horas y horas alisando y puliendo tablones para construir mesas y estanterías. Luego hicimos cortinas con la tela propia de aquella localidad, de luminosos colores, para dar el toque final a la primera casa de verdad que tenía desde que salí de América. En años sucesivos se construyeron otras ocho cabañas, a cual más perfeccionada. Ninguna, sin embargo, llegó a significar tanto para mí como aquella primera y sencilla construcción.

La cabaña transmitía una nueva sensación de seguridad. Me convencí, finalmente, de que podía dar la bienvenida a un perrito que necesitara un hogar, y puse el nombre de Cindy a una hembra medio bóxer de dos meses y medio, por su costumbre de andar con el morro metido en las cenizas del hogar. En un santiamén se convirtió en parte integrante de la vida del campamento (tiempo después ofrecería su amistad a Coco y Pucker, los gorilas huérfanos); y se desarrolló en seguida un gran afecto entre ella y el personal. Nunca le faltó atención humana mientras estuve ausente con los gorilas; la perrita pasaba las horas jugando con Walter, el gallo que se creía perro, una guasona pareja de cuervos. Charles e Yvonne, e incluso con los elefantes y búfalos que se acercaban al arroyo del campamento al anochecer. En las noches de luna se despertaba la golfilla que había en Cindy cuando oía a los elefantes bramar y trompetear en tomo a la charca. Si salíamos de la cabaña, arrancaba siempre hacia la manada de elefantes más próxima, unos quince a veinte animales, para corretear, juguetona, entre sus patas. Nunca olvidaré el espectáculo de la diminuta cachorrita, ladrando y corriendo a los pies de los elefantes cual pesada mosca, evitando a todo trance verse convertida en una tortilla tamaño elefante.

Una tarde, cuando Cindy tenía unos nueve meses, de regreso al campamento sólo salió a recibirme Walter con sus quiquiriquíes. No encontré ni a Cindy ni a ninguno de los hombres. Transcurrieron varias horas hasta que volvieron, abatidos, con la noticia de que Cindy había sido robada, no muy lejos del campamento, por los pastores de vacas o por los cazadores furtivos. Seguimos sus huellas por una senda fangosa hasta que se confundieron con las de seis a diez hombres, descalzos, para luego desaparecer por completo. No hacía falta ser un avezado rastreador para ver que habían encontrado a la perrita y se la habían llevado.

Aunque con la duda de si eran cazadores furtivos o pastores los responsables del secuestro de Cindy, decidí que podía desquitarme robando algunas vacas que pacían ilegalmente en los prados próximos al campamento y reteniéndolas como rescate para exigir la devolución del animal. Con no pocas dificultades, conseguimos conducir varias docenas de vacas batutsi hasta el campamento: allí emprendimos la construcción de un corral alrededor de cinco enormes Hagenia. Mientras los hombres cortaban arbolitos con que cubrir los espacios entre los árboles, aproveché mi anterior experiencia como terapeuta ocupacional para tejer un nudoso parapeto de red, usando cuantos trozos de cuerda encontré a mano en el campamento. A media noche, la risible estructura estaba terminada y se juzgó bastante resistente para guardar siete vacas y un buey, todo lo que quedaba de nuestro inicial rebaño cautivo Empujamos las ocho grupas al endeble corral, clavamos una hojalata en la entrada y reavivamos las fogatas en tomo a la estacada; así, cansados, empezábamos una larga noche de vigilia.

Bajo el cielo estrellado, toda la escena parecía una estrafalaria película del oeste. Las vacas mugían en los confines del corral iluminado por las hogueras, sus indignados bramidos se unían a los bufidos curiosos de los búfalos y elefantes que pasaban camino del arroyo. La habitual tranquilidad de la noche quedaba también rota por los gritos de mis hombres, a quienes había pedido que anunciaran a voces por el bosque circundante, en kinyarwanda, que mataría una vaca por cada día que Cindy estuviera ausente. Entre mensaje y mensaje dormitaba a ratos, soñando de vez en cuando que laceaba elefantes a lomos de un búfalo o que intentaba encerrar elefantes en una estacada de cuerda A punto estaba de rayar el alba cuando Mutarutkwa —que suyas eran las vacas capturadas— salió de los prados del bosque que rodea el campamento para transmitirnos un mensaje relacionado con el paradero de Cindy. Durante la noche. Mutarutkwa había emprendido investigaciones para dar con los verdaderos culpables y descubrió que los cazadores furtivos, dirigidos por Munyarukiko, se habían llevado a Cindy a una ikibooga en las laderas superiores del monte Karisimbi.

Esa misma mañana «armé» al personal del campamento y a Mutarutkwa con buscapiés y máscaras para la operación rescate de Cindy. Al estilo de la infantería de marina, los cuatro hombres cargaron contra lo ikibooga, arrojaron los buscapiés a la fogata y, en medio de la confusión, recuperaron a Cindy al tiempo que los cazadores furtivos huían del escenario de la acción Sus salvadores me contaron después que era cualquier cosa menos una cautiva triste La habían encontrado muy feliz, acomodada en medio de todos los perros de Munyarukiko, royendo alegremente los huesos de las piezas muertas por los cazadores furtivos. Con Cindy de nuevo en el campamento, devolví de buen grado las vacas a Mutarutkwa, dando las gracias a que el giro de los acontecimientos no me hubiera obligado a echarme atrás en mi fanfarronada.

Nueve meses después, los cazadores furtivos, capitaneados por Munyarukiko, volvieron a robar a Cindy. Esta vez se la llevaron directamente a la aldea batwa próxima al límite del parque, a los pies del monte Karisimbi, donde la ataron junto con los perros de caza. El grave padre de Mutarutkwa, Rutshema, la rescató y me la devolvió, e hizo amargas observaciones acerca de los modales de ladrón de los cazadores furtivos batwa. Con los años, acabé debiéndole muchas cosas a esta familia batutsi. Mutarutkwa se incorporaría más adelante a mi personal, y dirigiría las patrullas contra los cazadores furtivos en los dominios del parque de los Virunga.

Al año de la llegada de Cindy y poco después de la partida de Coco y Pucker hacia el zoológico de Colonia, conseguí un nuevo compañero para el campamento. En una gasolinera de la ribereña ciudad de Gisenyi se me acercó, cauteloso, a la puerta de mi vehículo, un individuo de sospechosa mirada con una cestita en la mano. Me pidió el equivalente a treinta dólares por el contenido. Durante un rato fingí que no me interesaba; luego, al abrir por casualidad la cesta, descubrí en su interior un pequeño cercopiteco, una diadema azul (Cercopithecus mitisstuhlmanni) de unos dos años de edad, acurrucado tímidamente en el fondo y más muerto que vivo. Agarré de inmediato la cesta, puse en marcha el vehículo y amenacé al cazador furtivo con la prisión si capturaba algún otro animal del parque, donde estaban protegidos por la ley. Mientras el tipo huía, reparé en un par de inmensos ojos pardos que, turbados, me observaban. Así empezó un asunto amoroso que iba a durar once años.

Sólo me faltaba eso, un mono cercopiteco azul (Cercopithecus mitis) viviendo en un medio que no era el suyo. Hay cercopitecos azules en los bosques de bambúes al pie de los Virunga, hasta los 2.700 m, pero no a los 3.000 m de altitud de Karisoke. La cautiva, llamada Kima, término africano que significa «mono», fue trasladada al campamento al día siguiente; a partir de entonces, la vida en él nunca volvió a ser lo que había sido —hecho que cualquiera que haya visitado o trabajado en Karisoke confirmará en seguida—.

Kima aprendió pronto a robar las frutas y hortalizas traídas con la ayuda de porteadores desde el mercado público de Ruhengeri, sin olvidar los brotes de bambú cuidadosamente seleccionados, procedentes de altitudes inferiores del parque, donde viven otros representantes de su especie. Al cabo de un mes, también había desarrollado una decidida afición por los alimentos humanos, como judías cocidas, carne, patatas fritas y queso. Su carta de postres se ampliaba para incluir pegamento, píldoras, película fotográfica, pintura y queroseno.

Las simiescas e innatas tendencias destructivas de Kima se mitigaron un tanto al aceptar finalmente «bebés», que hice primero con calcetines viejos. Luego le proporcioné muñecos de felpa. Un koala con su grande y lustrosa nariz-botón y unos ojos oscuros muy parecidos a los suyos, era su favorito.

A falta de otros de su propia especie, Kima pasaba horas y horas espulgando y cargando con sus «bebés» por el campamento. Como no creo en los animales confinados, a Kima se le ofreció libertad de casa y de bosque, aunque nunca se apartaba mucho del campamento. Mi cabaña se convirtió en paradigma de pulcritud, pues cualquier cosa que dejara descuidada, téngase por seguro que acabaría en lo alto de una Hagenia o sería desmenuzada en trocitos.

Cada tarde, cuando regresaba al campamento después de observar a los gorilas, Kima. Cindy, Walter y Wilma componían un insólito comité de bienvenida. En las noches frías. Rima se quedaba en mi cabaña, por lo general en una jaula de alambre con una puerta de doble sentido que le permitía salir. Qué sensación tan deliciosa y agradable mecanografiar las notas de campo junto al hogar crepitante, de noche, perro y mono amodorrados a un lado y, afuera, las voces de los búhos, damanes, antílopes y elefantes.

Dos años después de llegar Kima, pasé siete meses en la Universidad de Cambridge. En mi ausencia, perdió un ojo por accidente. Superó ese trauma, pero sucumbió nueve años más tarde, en 1980, mientras yo enseñaba en la Universidad de Cornell. Ni el campamento ni mi vida volverán a ser lo que fueron sin su cariñosa, aunque endiablada, personalidad.

En agosto de 1980, cuando volví a Karisoke tras una ausencia de cinco meses, encontré a Cindy, por entonces con casi doce años y medio a sus espaldas, a punto de morir. Aunque me reconoció al instante, de tan desmayada sólo pudo cojear y menear débilmente la cola en señal de bienvenida. Juntas fuimos al montículo próximo a mi cabaña, donde Kima había sido enterrada, y Cindy apoyó la cabeza en una placa de madera con el nombre de aquélla grabado. Entonces tomé la decisión de traer a Cindy a América, donde ha llegado a «habituarse» a la civilización y ha recuperado la salud. Al presente, acostumbrada a los aviones y a los automóviles, sus únicos motivos de perplejidad son los gatos, que no conocía con anterioridad, y los escandalosos ladridos de los perros de la vecindad. Durante su vida en África, sólo había oído ladrar, muy de tarde en tarde, a los perros de los cazadores furtivos cuando andaban cerca del campamento y, por consiguiente, nunca adquirió el hábito de ladrar. Aun ahora que tiene relaciones con otros canes, Cindy no ladra.

* * * *

Con el paso de los años, el campamento acogió a otros animales, visitantes del bosque circundante. Una noche clara, allá por 1977, mientras miraba por la ventana de la cabaña, pensé que mis ojos padecían alguna grave enfermedad: veía un ratón gigante (Cricetomys gambianus) comiéndose el maíz de las gallinas. El cuerpo de Rufus, como lo llamé, medía unos cincuenta centímetros, y la cola otros tantos. Me pregunté de dónde podía haber venido, pues, aunque esos ratones son frecuentes en las aldeas, me parecía una larga excursión para sólo unos granos de maíz sobrantes. Varias semanas después, a Rufus se le unió Rebecca, luego vinieron Rhoda, Batrat y Robin. Pronto todas las cabañas tuvieron su propia familia de ratones que se reproducían a una velocidad preocupante hasta que me vi obligada a cortarles las fuentes de alimento que los habían atraído hasta nosotros.

A finales de 1979, el campamento se había convertido en una macilenta ciudad de nueve cabañas, separadas por prados pequeños, y casi ocultas a la vista por sotos naturales de vegetación herbácea, que crecía con profusión al abrigo de las grandes Hagenia e Hypericum. Pasear entre las cabañas era garantía segura de ver un número creciente de duikers, antílopes enjaezados y búfalos. Los antílopes y los búfalos empezaron a buscar la proximidad del campamento como refugio contra los cazadores furtivos.

Nunca hubiera imaginado que los tímidos ungulados llegarían a acostumbrarse a la presencia de seres humanos. Constituyen mucho más el objetivo de los cazadores que los gorilas, y Karisoke parecía ser su último refugio —un refugio no pensado para eso—.

Al primer duiker huésped lo llamé Primus, por la chispeante y deliciosa cerveza local. Cuando llegó por vez primera al campamento con la cola blanca, vivaracha, los ojos pardos, como piedras preciosas, y el morro negro, húmedo, tembloroso. Primus contaba unos ocho meses de edad. Las yemas de sus cuernos estaban cubiertas de graciosos mechones de pelo negro; luego crecieron hasta convertirse en dos delicadas espigas afiladas como agujas. Durante los primeros meses, Primus no se relacionó nunca con ningún otro duiker, lo que me hizo pensar que debía ser huérfana.

Además, hubiera dicho que tenía problemas de identidad y que no sabía si era duiker, gallina o perro. A menudo seguía a las gallinas por el campamento porque constituían un plumado sistema de alarma al cloquear ante cualquier hipotética amenaza.

Primus solía pasar los días fríos y encapotados ovillada alrededor del hogar central, al aire libre, del campamento, algo que ningún otro duiker ha hecho jamás. En los días soleados y radiantes, participaba en los juegos habituales de los duikers: darse cabezazos, el escondite y frenéticas persecuciones que a menudo terminaban en cubrimiento entre individuos. También perseguía, en broma, a las gallinas o a Cindy, que a su vez era acosada por la malévola Kima. Hacía mucho que mi perra había sido adiestrada para que comprendiera que a los duikers no hay que perseguirlos, de manera que su perplejidad era mayúscula cuando Primus la cogía por detrás en plan guasón. En muchas ocasiones, mientras Walter, Wilma y otras gallinas escarbaban, ociosas, en el camino principal entre las cabañas, aparecía Cindy a la carrera con Primus pisándole los talones y, por si fuera poco, Kima detrás de ellos. ¡Qué barullo de plumas, pelos y chillidos provocaban esos incidentes!

Con el tiempo, Primus comenzó a perseguir a las personas del campamento; por lo visto, disfrutaba de lo lindo acosando a los domésticos cuando llevaban una carga de platos o de ropa sucia en equilibrio sobre la cabeza. Como a Primus nunca la habían perseguido seres humanos, se mostraba cauta pero poco temerosa ante desconocidos. Esto es lo que debería ser un parque de fauna.

Primus brindó muchas alegrías, y algunas sorpresas, a los huéspedes del campamento, sobre todo a varios africanos. Un día estaba enseñando el cementerio de gorilas víctimas de los cazadores furtivos a un grupo de destacados ruandeses, soldados armados incluidos. El murmullo de nuestra conversación atrajo a Primus, que salió de la densa vegetación y cruzó despreocupada entre los visitantes, camino de los prados. Todo el mundo se quedó parado. Mientras observaban al duiker pacer delicadamente, abrigué la esperanza de que algún día los cazadores furtivos quedarían como cosa del pasado y los animales del parque podrían depositar su confianza en todos los seres humanos.

En otra ocasión, uno de los cazadores furtivos más hoscos que he conocido, retenido por un tiempo en el campamento, estaba siendo escoltado por el camino principal, cuando vio a Primus dormitar debajo de un árbol al borde del camino. El asombro de aquel cazador al ver un duiker tendido tan tranquilo a sólo unos pasos de donde él estaba fue, en cierto sentido, cómico. Y también conmovedor, pues al individuo en cuestión le produjo una profunda satisfacción íntima que el antílope —un animal en que antes sólo había visto a una presa— demostrara semejante confianza en él.

El antílope enjaezado era mucho más retraído que el duiker; de hecho, sólo se le veía a primera hora de la mañana o al atardecer, cuando pacía en torno al campamento. La mayor familia residente de antílopes enjaezados llegó a contar con siete animales dirigidos por un macho enorme, de avanzada edad. De pelambre negro canoso, visto a distancia con luz débil, parecía un búfalo, tal era su formidable tamaño. Es de resaltar que tanto él como su anciana pareja habían conseguido burlar las trampas, cazadores y perros que pululaban por toda su zona de distribución.

Descubrí que los machos viejos de antílope enjaezado llevan, por lo común, una existencia solitaria, con la salvedad de una circunstancial relación con duikers. Pudimos observarlo en el campamento y en muchos otros, puntos del bosque. El duiker hace de centinela al desplazarse delante del antílope enjaezado, y lanza penetrantes llamadas, como silbidos, en cuanto atisba un peligro potencial. ¿Significa ello que sus sentidos son más penetrantes? Me parece más probable que se haya llegado a tan satisfactorio acuerdo para facilitar al antílope enjaezado, mucho mayor, más tiempo de pacedura del que una vigilancia constante y en solitario le habría permitido.

Uno de los episodios más memorables con los antílopes enjaezados de los alrededores del campamento trajo a mi memoria las palabras de Jody en The Yearling: «Pa, hoy me entiendo un poco.» Como de costumbre, al levantarme miré por las ventanas de la cabaña y me encontré con una escena más propia de una película de Walt Disney que de la vida real. Todas las gallinas, capitaneadas por Walter, avanzaban de puntillas, con el paso desgarbado, hacia un macho joven de antílope enjaezado. Las cabezas de los plumíferos subían y bajaban como yo-yos suspendidos de sus filiformes cuellos. El curioso antílope se dirigía hacia ellas con pasitos menudos, moviendo la cola a ritmo de metrónomo y estremeciendo el morro. Acto seguido, todas las gallinas establecieron contacto pico-morro con aquél, satisfaciendo así ambas especies su franco interés por la otra. Justo entonces apareció Cindy, ajena a todo, al trote por el camino, y se quedó petrificada, con una pata erguida en el aire, ante el insólito espectáculo que se desarrollaba ante ella. Su presencia fue demasiado para el joven antílope, que huyó con un ladrido, el blanco estandarte de la cola sostenido en alto.

Como los antílopes, los búfalos que rondaban por el campamento eran claramente identificables por los rasgos de su personalidad y las diferencias físicas. Había un macho solitario que parecía estar en la flor de la vida y que llamaba la atención por dos razones: su hocico moteado de rosa y su sociable afición por las personas; de modo que se ganó el nombre de Ferdinand. Se presentó personalmente una tarde, casi al anochecer. Dos hombres y yo estábamos terminando algunas obras de carpintería en la parte delantera de la cabaña, turbando la calma del crepúsculo con el ruido del martillo y la sierra. Al sentir una débil sensación de temblor debajo de mis pies, me giré y me esperaba el increíble espectáculo de un corpulento toro trotando hacia nosotros. Uno de los hombres corrió a la casa de inmediato, el otro se quedó afuera conmigo observando a Ferdinand. Tras detenerse a unos cinco metros de distancia, el toro nos miró con desenfadada curiosidad, sin el más mínimo atisbo de antipatía o temor. Era como si quisiera entretenerse. Mi ayudante y yo reemprendimos nuestra tarea, y Ferdinand se quedó observando otros cinco minutos: luego, tan tranquilo, se dio media vuelta y, sin echar una sola mirada hacia atrás, se fue a comer. Desde entonces, me he cruzado varias veces con él en los alrededores de Karisoke, sobre todo a primera hora de la mañana, y continúa reaccionando pacíficamente cuando ve pasar personas ante él por el sendero del campamento. Como el duiker y el antílope enjaezado, este búfalo es otra prueba de la confianza del bosque.

Tuvimos un segundo toro, un animal viejo acompañado al principio por una hembra de edad, con una presencia tan impresionante como podía serlo la personalidad de Ferdinand Desde la grupa hasta la cruz, su cuerpo estaba rayado como un mapa de carreteras, con incontables heridas cicatrizadas, posibles testimonios de encuentros con cazadores furtivos, trampas u otros búfalos. Su pesada testuz debió tener en otro tiempo un tamaño dos veces mayor, pero se había ido desconchando inexorablemente con el paso de los años. Los vestigios de los cuernos hablaban por sí mismos de decenios de luchas; hoy eran apenas dos protuberancias raídas y destrozadas.

Bauticé al viejo toro con el nombre de Mzee, que significa «el que es viejo», en swahili. Era un espectáculo imponente ver a Mzee seguir a su vieja hembra, que, hasta su desaparición, diríase que hizo de perro guardián cuando la vista del anciano macho empezó a fallar. Durante su segundo año en los alrededores de Karisoke, Mzee, cuando oía mi voz a primera hora de la mañana, venía hacia mí, paciendo lentamente, como si buscara compañía; con el tiempo incluso me permitió rascarle la marchita grupa Una mañana temprano, el leñador encontró el cuerpo del viejo búfalo tendido en un hoyo herboso cercano al arroyo del campamento, bajo las encumbradas siluetas de los montes Karisimbi y Mikeno. No puedo imaginar lugar más adecuado para el descanso final de Mzee. La serenidad de los alrededores armonizaba con la dignidad del carácter del toro. Aunque había vivido a la sombra de los cazadores furtivos, consiguió desafiarlos hasta la muerte.

Diez años antes de la muerte natural de Mzee, cuando no existían patrullas regulares dirigidas desde Karisoke, varios búfalos en edad viril hallaron un espantoso final a manos de los cazadores furtivos, muy cerca del campamento. La primera muerte se produjo durante la segunda estación de vacaciones desde mi instalación en Ruanda y antes de que me diera cuenta de la devastación que suponían las vacaciones para los animales del parque. Cometí el error de abandonar el campamento durante varias semanas coincidiendo con la Navidad de 1968; cuando regresé me encontré al personal encerrado en mi cabaña en consideración a su propia seguridad. Allí cerca descubrí los restos de dos perros, propiedad de los cazadores furtivos, estrellados contra la orilla del arroyo. Las entrañas de un búfalo conducían a una colina próxima, donde los cazadores furtivos habían despellejado el cadáver antes de llevárselo. Según la gente del campamento, los perros sacaron al búfalo del bosque y lo persiguieron por los prados hasta el arroyo, delante de mi cabaña El toro, defendiendo su vida, logró cornear a dos perros; no obstante, perdió la batalla ante las lanzas que le arrojaban los calzadores furtivos, dirigidos por Munyarukiko. Ésa fue la última vez que dejé el campamento sin protección durante la época de vacaciones.

El segundo asesinado sobrevino varios meses después, cuando el personal del campamento informó que se oían bramidos de dolor de una «vaca», no muy abajo de Karisoke. Llevando una pistola conmigo, seguí a los hombres a la fuente del ruido; allí encontramos un búfalo adulto inmovilizado en el tronco ahorquillado de una vieja Hagenia. Los cazadores furtivos también habían oído los quejumbrosos lamentos del animal atrapado y le habían cortado las dos patas traseras con las pangas. Hallaron a la pobre bestia, desesperada, intentando mantenerse en pie sobre los dos muñones en medio de un charco de sangre y excrementos. Con todo, el toro consiguió sacudir la cabeza enérgicamente y bufar ante nuestra aproximación. Tener que matar un ejemplar de tanto coraje, un animal que podía luchar con semejante valor hasta el último segundo de su existencia, fue difícil. A continuación regresé al campamento con el convencimiento de que acabábamos de perder una de las criaturas más magníficas de los volcanes Virunga.

A principios de 1978, había organizado eficaces patrullas semanales contra los cazadores furtivos, capaces de recorrer millas y millas, y de acampar en tiendas de vivac —o incluso bajo los árboles, de ser necesario—, en su infatigable empeño por limpiar de cazadores furtivos los dominios del parque. Esos excelentes ruandeses, bajo la guía de Mutarutkwa, trajeron otros muchos huéspedes animales a Karisoke para su recuperación —animales como duikers, antílopes enjaezados y damanes que habían quedado abandonados a su fatal destino en las trampas de los cazadores furtivos—.

En 1978, las autoridades del parque zaireño me autorizaron a traer un gorila, de unos cuatro a cinco años de edad, al campamento para su posible recuperación. Aquel macho joven había caído en un lazo de alambre para antílopes unos cuatro meses antes; su demacrado y deshidratado cuerpo había sido invadido por la gangrena a partir de los despojos de su mutilada y supurante pata. Cuando lo recibí, el joven estaba condenado; sin embargo, no puedo dejar de admirar al conservador zaireño por haber hecho todo lo que sabía por la víctima, así como por su confianza en poder reintegrarlo a la naturaleza en vez de venderlo a un zoológico europeo.

Todo lo que hice años antes por Coco y Pucker lo repetí con el nuevo cautivo, que fue instalado de inmediato en una cabaña provista de moras y vegetación fresca. El joven gorila reaccionó milagrosamente a los alimentos familiares, intentando comer y caminar Incluso fue capaz de emitir vocalizaciones eructivas de satisfacción al reconocer los sonidos, los olores, la vegetación, el ambiente característico del bosque. Durante seis días luchó con denuedo contra la neumonía, la deshidratación, la postración nerviosa y la septicemia, pero al final murió. Aunque sería ridículo decir que murió en paz, al menos tuvo una fugaz posibilidad de volver a las montañas que le vieron nacer, en vez de morir en el piso de cemento de una jaula con barrotes de hierro, solo, sin cariño, sin nadie que lo cuidara. Si hubiera vivido, le habría llamado Hodari, palabra swahili que significa «valiente». La autopsia reveló que los pulmones del gorila eran sólo dos lóbulos blanco-grisáceos, sin poros. El equipo médico del hospital de Ruhengeri se preguntaba cómo había podido sobrevivir tanto tiempo.

Los capturadores del joven gorila habían sido localizados cerca del límite del parque, bajo las laderas sur del monte Mikeno; por tanto, pedí a las patrullas que concentraran sus esfuerzos en esa zona y que buscaran señales del grupo al que pertenecía el animal. Nunca se halló nada. Pero encontraron muchos cazadores furtivos y filas de trampas en el collado que une el monte Karisimbi con el Mikeno; rara era la vez que las patrullas regresaban al campamento sin un buen número de lazos de alambre o varias de sus víctimas.

Una tarde, algunos meses después de la muerte del joven gorila, los africanos volvieron al campamento transportando un animal negro. Me precipité hacia ellos, creyendo que habían encontrado otro gorila caído en una trampa Sólo cuando estuvieron cerca de la cabaña pude ver que la víctima más reciente de los cazadores furtivos tenía la cola larga, con un débil meneo, las orejas vigilantes, muy afiladas, y unos ojos de un increíble color esmeralda. La perra, de mediana edad, había caído esa misma mañana en una trampa de alambre para antílopes, y se debatía desesperadamente en el lazo cuando la patrulla tropezó con ella. El maldito alambre había segado la carne hasta el hueso y ya empezaba a abrirse camino en aquél, cuando los hombres la liberaron y la trajeron con cuidado al campamento. Con su ayuda, vendé la terrible herida. Me fijé en que la otra pata presentaba dos estrechas fajas de pelo blanco a varios centímetros de la garra, lo que indicaba que ya antes se había recuperado de otras lesiones de trampa.

Durante tres meses soportó con paciencia los diarios lavados y cambios de vendaje. Por un tiempo temí que fuera necesario amputarle la parte inferior de la pata. Aunque me había cruzado con muchos perros de cazadores furtivos en el transcurso de los años, éste era el primero que aceptaba de buen grado la novedad de una persona blanca. Su amabilidad, confianza y absoluta calma al verse dentro de una cabaña entre los sonidos de la radio, de la máquina de escribir, de las silbantes lámparas de queroseno, me convenció de que, como a Cindy, muy posiblemente la habían robado a europeos. Se amoldó con facilidad a la vida del campamento, pero no podía dejarla suelta por los numerosos antílopes —en particular Primus— que también consideraban el campamento como su casa. La caza estaba en la sangre de la perra y nada pude hacer para reprimir su tendencia a perseguir antílopes, a Kima o a las gallinas. Kima en seguida aprendió que la última en incorporarse al campamento estaba controlada por una cuerda, y se deleitaba brincando en el techo de hojalata de mi cabaña para fastidiar a la perra cuando estaba afuera.

Una vez restablecida, se me planteó el dilema de qué hacer con el animal. Mientras me debatía en un mar de dudas, a mediados de 1979 llegó a Karisoke un equipo de televisión de la ABC para filmar a los gorilas. Su presencia fue un gran placer. Me encontraba muy cansada y di la bienvenida a la llegada de nueve caras nuevas del mundo exterior. Entre ellos estaba Earl Holliman, actor que había estado relacionado durante mucho tiempo con organizaciones norteamericanas preocupadas por el cuidado humano de animales domésticos, en particular Actors and Others forAnimals. Al escuchar la historia de la perra, Earl le puso el nombre de Poacher. Una noche me preguntó: «¿Crees que a Poacher le gustaría vivir en Studio City, en California?» En aquel momento, poco me faltó para creer en milagros. Una semana después, Poacher viajaba en un reactor rumbo a Hollywood, donde fue recogida por un veterinario para una revisión médica completa. Sigue viviendo allí con Earl como estrella de televisión por derecho propio y percibe cuantiosas sumas de dinero por sus intervenciones en la pantalla, dinero que se destina en favor de los animales.

Capítulo 7
Disgregación natural de dos familias: los grupos 8 y 9

Durante los dos primeros meses de investigación en Karisoke, mis contactos diarios con los gorilas se distribuyeron bastante equitativamente entre el grupo 4 —que deambulaba por las laderas del sudoeste y oeste del Visoke bajo el liderazgo de un macho de dorso plateado al que llamé Whinny— y el grupo 5 —dirigido por Beethoven, en las vertientes del sudoeste de la montaña—. Los dos grupos sumaban veintinueve animales, si bien la mitad de ellos no habían sido identificados a satisfacción, por lo cual no podía sino especular sobre el grado de parentesco entre los individuos de más edad. Mis conjeturas se basaban en la frecuencia de las asociaciones de intimidad frente a la de las reacciones agresivas, antagonistas. Las semejanzas físicas, como impresiones nasales, color del pelo y existencia de sindactilia o estrabismo, eran extraordinariamente importantes para determinar los lazos de parentesco en un grupo. El carácter cohesivo de los grupos de gorilas proporciona, por fortuna, gran fiabilidad en lo que se refiere a la ascendencia paterna de la progenie. Dediqué los primeros días a tratar de aclarar la composición de los dos grupos principales y a buscar indicios que revelaran las conexiones genéticas entre los individuos que los integraban.

Mientras tanto, por vez primera desde mi llegada entró un tercer grupo en la zona de estudio, al que catalogué con el número 8. (El 6 era un grupo marginal; el 7 fue un error, un fallo de identificación de miembros del grupo 5 en una ocasión en que estaban comiendo aparte.) La primera observación del grupo 8 la hice con prismáticos a una distancia de ciento cincuenta metros, en las laderas del Visoke. Aun a esa distancia pude distinguir un viejo macho de dorso plateado, otro dorsicano más joven, un apuesto macho dorsinegro en la flor de la vida, dos machos jóvenes y, cerrando la marcha, una hembra vieja, chocha. Ignorantes de mi presencia, andaban muy despacio y comían por los ortigales de las laderas del Visoke; luego cruzaron una ancha senda de vacas que conducía al bosque. Mientras observaba al grupo, no pude menos que admirar la manera en que todos los animales se paraban de cuando en cuando para permitir que la anciana hembra les alcanzara.

Al día siguiente rastreé al grupo 8 por el collado al oeste del Visoke y establecí contacto con ellos a una distancia de veinte metros. Me brindaron la recepción más tranquila que haya recibido nunca de un grupo no habituado. El primer individuo en percatarse de mi presencia fue el gorila de dorso plateado más joven, que se contoneó hasta una roca y me miró con los labios apretados antes de alejarse para comer. Lo llamé Pugnacious, Pug para abreviar.

Le siguió el increíblemente atractivo dorsinegro, que arrancó una hoja para sostenerla entre los labios durante unos segundos y escupirla, habitual actividad sustitutiva conocida como alimentación simbólica, e indicadora de una leve intranquilidad.

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Después de golpear algunas plantas, el magnífico macho se contoneó hasta perderse de vista en la densa vegetación, diríase que satisfechísimo de sí mismo. Lo llamé Samson. A continuación, los dos machos jóvenes se escabulleron y, traviesos, se giraron sobre sus espaldas para mirarme. Andando el tiempo recibieron los nombres de Geezer y Peanuts, respectivamente. Cuando la vieja hembra apareció, me dirigió una mirada breve, cargada de la más absoluta indiferencia; luego se sentó junto a Peanuts y le metió su maculado trasero casi en las narices para que la espulgara. La llamé Coco, por su pelo color chocolate, algo claro; en su memoria, la primera cautiva recuperada en Karisoke recibiría ese nombre seis meses después.

Por último apareció el viejo macho de dorso plateado. En todos mis años de investigación, no me he vuelto a cruzar con otro tan majestuoso y que impusiera tanto respeto. El plateado del pelo se extendía desde el borde de los pómulos al cuello y los hombros, envolvía la espalda y el vientre, y descendía por los lados de ambos muslos. Con escasos elementos de comparación como no fuera los gorilas de zoológico, estimé su edad en unos cincuenta años, posiblemente más. La nobleza de su carácter me impulsó a buscarle nombre de inmediato. En swahili, «rafiki» significa «amigo». Como la amistad implica respeto y confianza mutuos, el regio dorsicano recibió el nombre de Rafiki.

Geezer y Pug se parecían mucho entre sí, a causa de su perfil ligeramente hocicudo, distinto del de los otros tres machos o del de Coco. Los rasgos físicos, unidos a la afinidad de los dos machos, apuntaban a una progenitura común. Dada su edad, su madre debió de ser una hembra vieja del grupo 8 que probablemente murió antes de mi llegada a la zona de estudio. También por razones de estrecho parecido físico y de relación, Coco fue considerada madre de Samson y Peanuts; su padre era, sin duda alguna, Rafiki.

Coco y Rafiki compartían de ordinario el mismo nido: parecían un honorable matrimonio de ancianos que no necesita palabras para afirmar el respeto del uno por el otro. La serena presencia de Coco entre los machos del grupo 8 desencadenaba a menudo el espulgo mutuo, actividad social y práctica que suponía una minuciosa separación del pelo —realizada con los labios o con los dedos de la mano— en busca de ectoparásitos, escamas epidérmicas y restos de vegetación, como cadillos. Por lo general, una vez comenzaba Coco, la mayor parte de los miembros del grupo 8 se le unían; en pocos minutos, podía formarse una cadena de gorilas, todos entregados a un atento espulgo.

 

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Samson, a la derecha, «pide excusas» a su padre, Rafiki, por haberse mostrado pendenciero con él. Samson ha adoptado una postura de sumisión típica, con el cuerpo agachado, el trasero al aire y la mirada apartada de su oponente.

La respuesta desencadenada en los miembros de este grupo por la presencia de un ser humano era esporádica y tenía más de fanfarronería, atrevimiento y curiosidad que de agresión o miedo. Este atípico grupo, sin ningún joven que proteger, pareció aceptar o fiarse de mi presencia desde el principio y «disfrutar» con la variación en la rutina diaria que yo les ofrecía. Samson en particular reaccionaba más que los otros, pero, a juzgar por las apariencias, más bien por un sentido de autocomplacencia. Peanuts intentaba imitar las acciones de Samson, y ambos recordaban a un par de coristas cuando se erguían derechos para darse casi al unísono unos redobles de pecho, seguidos puntualmente de varios golpes con la pata derecha. Cuando acababan el repertorio, se quedaban de pie y me miraban como si calibraran el efecto de su desafío. Samson también gustaba del ruido que hacía al romper ramas, y su ingente mole le garantizaba un sonoro estrépito. Una vez se subió a un alto arbolito muerto que quedaba justo encima de mi cabeza. Como un leñador, previó la dirección en que caería el tronco. Después de varios saltos y bamboleos enérgicos, consiguió que el árbol cayera exactamente al lado de mi cuerpo antes de salir corriendo con una sonrisa de pagado de sí mismo.

* * * *

A menudo me pregunto cuál ha sido mi experiencia más gratificante con los gorilas. La respuesta es difícil, porque cada hora pasada con ellos brinda su propia recompensa y satisfacción. Pero la primera vez que tuve la sensación de haber franqueado una barrera intangible entre el hombre y el mono fue con el grupo 8, unos diez meses después del inicio de mi investigación en Karisoke. Peanuts, el macho más joven del grupo, estaba comiendo a unos cinco metros, cuando de repente se giró y me miró fijamente. La expresión de sus ojos era insondable. Embelesada, le devolví la mirada —una mirada que parecía aunar elementos de examen y de aceptación—. Peanuts puso punto final a ese momento inolvidable con un profundo suspiro y continuó comiendo. Eufórica, regresé al campamento y envié un telegrama al Dr. Leakey: «POR FIN HE SIDO ACEPTADA POR UN GORILA.»[1]

Dos años después de nuestro intercambio de miradas, Peanuts se convirtió en el primer gorila que me tocaba. El día había comenzado como de ordinario, si es que algún día de trabajo en Karisoke podía ser calificado de ordinario. Me sentía especialmente inclinada a hacer de ese día algo excepcional, porque a la mañana siguiente partía hacia Inglaterra por un período de siete meses para trabajar en mi doctorado. Bob Campbell y yo salimos a establecer contacto con el grupo 8 en las laderas occidentales del Visoke. Los descubrimos comiendo en un barranco poco profundo, cubierto de densa vegetación herbosa. A lo largo de la cuesta que conducía al barranco crecían enormes Hagenia, que siempre habían servido de excelentes miradores para escudriñar el terreno circundante. Bob y yo acabábamos de sentamos en una cómoda Hagenia tapizada de musgo cuando Peanuts, con su expresión de «quiero que me entretengan», se alejó del grupo y se escurrió, fisgón, hasta nosotros. Bajé lentamente del árbol y simulé masticar vegetación para darle todas las seguridades de que mis intenciones eran de lo más pacíficas.

Los brillantes ojos de Peanuts me miraban por entre una celosía de vegetación, mientras emprendía un acercamiento contoneante y jactancioso. Pronto lo tuve sentado a mi lado, observando cómo «me alimentaba», como si ésa fuera mi forma de entretenerle. Cuando me dio la impresión de que se aburría con lo de comer, me rasqué la cabeza, y casi de inmediato él empezó a rascarse la suya. Como parecía totalmente tranquilo, me eché de espaldas en la vegetación, extendí poco a poco la mano, la palma hacia arriba, y la dejé sobre las hojas. Después de mirarla con detenimiento, Peanuts se levantó y extendió su mano para rozar mis dedos con los suyos por un instante. Conmovido por su propia osadía, dio rienda suelta a su excitación con un rápido redoble de pecho antes de reincorporarse al grupo. Desde ese día, el lugar pasó a ser conocido como Fasi Ya Mkoni, «El sitio de las manos». Ese contacto figura entre los más memorables de mi vida entre los gorilas.

La habituación del grupo 8 progresó más deprisa que la de otros grupos, por la estabilidad del indulgente temperamento de Rafiki y el hecho importante de que el grupo no tuviera pequeños que proteger; así, no había necesidad de recurrir a un comportamiento con un fuerte componente defensivo. La «niña» del grupo era Coco, que recibía la solícita atención de todos los demás. Coco daba la impresión de ser aún más vieja que Rafiki; tenía el rostro surcado de profundas arrugas, la cabeza y el trasero calvos, el hocico encanecido y los brazos débiles, sin pelo. Le faltaban también varios dientes, lo que la obligaba a mascar la comida con las encías. A menudo se sentaba, encorvada, con un brazo cruzado sobre el pecho, mientras con el otro se daba palmaditas en lo alto de la cabeza, en lo que, al parecer, era un movimiento involuntario. Sentada en esa posición, los ojos exudando mucosidad y el labio inferior colgándole hacia abajo, Coco ofrecía un aspecto lamentable. Sospecho que tenía los sentidos del oído y la vista bastante embotados por la edad.

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Rafiki, el majestuoso jefe dorsicano del grupo 8, contaba unos cincuenta años de edad cuando lo conocí en 1967; presentaba un plateado perfecto por el cuello, los hombros y la espalda, que descendía hasta los flancos de ambos muslos.

Las extraordinarias manifestaciones de afecto entre Coco, Rafiki, Samson y Peanuts podían ser calificadas de conmovedoras, aunque no tenga ello nada de sorprendente si se piensa en los años que posiblemente llevaban juntos. Un día conseguí mantenerme oculta de la vista del grupo, que comía en una extensa ladera despejada, a unos cuarenta metros de mí. Estaban muy dispersos; Rafiki se hallaba arriba, subiendo la cuesta, y Coco había ido a parar bastante más abajo al ir comiendo a lo largo de una errática trayectoria que la condujo lejos del resto del grupo. De repente, Rafiki dejó de comer, se detuvo como si escuchara alguna cosa, y emitió una aguda vocalización de carácter interrogativo. Coco la oyó, no cabe duda, pues cesó de vagabundear y tomó la dirección de donde procedía el sonido. Rafiki, que no podía verla, se sentó y miró cuesta abajo como si la esperara. Los demás miembros del grupo siguieron su ejemplo. Coco empezó a subir poco a poco, parando de vez en cuando para fijar su paradero antes de zigzaguear de nuevo en dirección a los pacientes machos. Una vez tuvo a Rafiki a la vista, la vieja hembra se dirigió en línea recta hacia él, intercambiando suaves vocalizaciones eructivas de salutación hasta llegar a su lado. Se miraron directamente a la cara y se abrazaron. Ella colocó el brazo sobre la espalda de él y Rafiki hizo lo propio sobre la de ella; así prosiguieron la subida, murmurando cual ufanos conspiradores. Los tres machos jóvenes siguieron a la pareja, comiendo por el camino, mientras el dorsicano joven, Pugnacious, los observaba desde más lejos, a prudente distancia. También él se perdió luego de vista en lo alto de la montaña. No permití que el grupo 8 supiera de mi presencia ese día, porque pensé que entrometerme con un contacto abierto habría sido inoportuno.

Trabajar en las laderas occidentales del Visoke me brindaba con frecuencia la posibilidad de establecer contacto con los grupos 4 y 8 en el mismo día, en una zona de algo más de cinco kilómetros cuadrados. Los contactos alternos con los grupos 4 y 8 me proporcionaban información casi diaria de su situación y de sus rutas respectivas. Por eso, un día de diciembre de 1967, quedé perpleja al oír una serie de gritos, wraaghs y redobles de pecho procedentes de un grupo desconocido, ubicado más o menos en el punto medio de los ocho kilómetros del collado que une el monte Visoke con el Mikeno, región que, por lo que sabíamos, sólo frecuentaba el grupo 8.

Y comenzó la búsqueda del «grupo fantasma» que, cuando finalmente fue hallado, quedó catalogado con el número 9. El macho dominante de dorso plateado, de veinticinco a treinta años de edad, recibió el nombre » de Gerónimo. Era un macho muy conspicuo, con una llamarada triangular de pelo rojo en medio del abultado caballete de la frente; un exuberante pelambre negroazulado enmarcaba sus prominentes músculos pectorales que parecían cables de acero. El macho auxiliar de Gerónimo, de unos once años de edad, tenía el lomo negro y lo nombré Gabriel porque, por lo general, era el primero en advertir mi presencia e informar al grupo con redobles de pecho y vocalizaciones. El grado de parecido físico entre los dos machos adultos indicaba que posiblemente tenían un progenitor común. Había una hembra joven, adulta, muy fácil de identificar a causa de una reciente herida de trampa que le había dejado la mano derecha inútil. Esa mano, con los dedos hinchados, rosados, colgaba inerte de la muñeca; a menudo se veía a la joven mecerla. Al cabo de dos semanas, se había vuelto una experta en preparar la comida sirviéndose del brazo y el pie derechos para afianzar los tallos y de la boca o la mano izquierda para tareas más complejas, como pelar o desechar las partes no deseables de una planta.

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Una de las normas fundamentales que me impuse durante mis observaciones era la de no tocar nunca a un gorila. Pero de vez en cuando me saltaba la regla, una vez supe lo mucho que les gustaba que les hicieran cosquillas.

Podía subir o bajar de los árboles, aferrándose con el brazo derecho a las ramas y los troncos en vez de hacerlo con la mano lesionada. A los dos meses de verla por vez primera, desapareció del grupo y la di por muerta. La hembra dominante entre las cuatro del harén de Gerónimo recibió el nombre de Maidenform, por sus largos y colgantes pechos. Cada una de las cuatro hembras adultas del grupo 9 tenía, al menos, una criatura que aún dependía de ellas, lo que mostraba el éxito reproductivo de Gerónimo.

La incorporación del grupo 9 a la zona de estudio daba un total de cuarenta y ocho individuos en cuatro grupos distintos, una población que a principios de 1968 presentaba una relación machos a hembras adultos y adultos a inmaduros de 1:1,1.

Por esa época, Coco, la vieja hembra del grupo 8, ya no podía ser considerada apta para la reproducción. Es muy probable que Peanuts, al que echábamos casi seis años de edad, fuera su último hijo. El grupo 8, por tanto, no tenía hembras reproductoras; por ello, Rafiki, el viejo pero todavía potente dorsicano que mandaba el grupo, buscaba encontrarse con el grupo 4, que contaba con cuatro hembras que habían alcanzado recientemente la madurez sexual o poco les faltaba. La frecuencia de los enfrentamientos entre distintas unidades sociales aumenta cuando las zonas de distribución se superponen, o cuando existe una relación desproporcionada de machos a hembras, como era el caso en las laderas occidentales del Visoke durante los primeros años de mi estudio. No pasó mucho tiempo sin que los grupos 4 y 8 tuvieran una pelea, instigada por Rafiki después de seguir al grupo 4 durante varios días.

Los dos grupos se encontraron primero en una zona de crestas separadas por profundos barrancos, en el límite de la zona de distribución del grupo 8, en las laderas suroccidentales del Visoke. Mientras subía hacia los animales, con un fondo de ruidosas vocalizaciones, iba mirando al frente cuando observé en una cresta lo que parecía ser un número aéreo de cinco dorsicanos voladores: tres del grupo 4 y Rafiki y Pug del grupo 8 saltaban de árbol en árbol, cargaban paralelamente unos contra otros, se tamboreaban el pecho y rompían ramas con gran estrépito y ruido de astillas. Sus fornidos y musculosos cuerpos pasaban, con las sombras, del blanco a tonos grises apagados, en vivido contraste con el fondo verde del bosque. Tan enzarzados estaban en la lucha que no parecieron darse cuenta de mi presencia.

Con la esperanza de pasar inadvertida, gateé hasta una Hagenia próxima, donde encontré a la vieja Coco acurrucada resignadamente contra el tronco del árbol, dándose golpecitos con una mano en lo alto de la cabeza, la otra cruzada en el pecho. Me miró tranquila y lanzó un gran suspiro, como si expresara una sufrida tolerancia ante el tumulto que se desarrollaba a su alrededor. De vez en cuando, Peanuts bajaba a toda prisa a su lado para asegurarse de que seguía allí. Después de breves abrazos, volvía a reunirse con el segundo macho adulto joven del grupo 8, Geezer, y reanudaba los redobles pectorales dirigidos a los tres dorsicanos del grupo 4.

Hubo más excitación que agresión en este primer choque entre los grupos 4 y 8. Mientras contemplaba la prudencia del despliegue paralelo de los dos gorilas de dorso plateado dominantes — Rafiki del grupo 8 y Whinny del grupo 4— tuve la impresión de que ambos sabían de sobra lo que se hacían y eran, por tanto, capaces de evitar un combate abierto por el respeto mutuo que se habían ganado en numerosos encuentros previos. Avanzada la tarde, los dos grupos se separaron, aunque siguieron intercambiando bocinazos y redobles de pecho durante horas, comunicación que parecía hacerse más tensa a medida que aumentaba la distancia entre las dos unidades familiares.

Dos meses después, en febrero de 1968, Rafiki abandonaba sus intentos de enfrentarse con cualquiera de los dos grupos, el 4 o el 9, que por entonces también deambulaban por las laderas del Visoke. La vieja Coco se había debilitado mucho y, dada su dificultad para ir al paso del grupo, Rafiki adaptó el ritmo de los desplazamientos y de la comida a sus necesidades. El 23 de febrero, al establecer contacto con el grupo 8, no encontré señales ni de Coco, ni de Rafiki. Sólo los cuatro machos —Pug, Geezer, Samson y Peanuts— jugando, tan libres de preocupaciones como niños en una colonia de verano. Desandando el rastro del grupo, descubrí que Coco y Rafiki habían anidado juntos, en nidos contiguos, las dos últimas noches; luego perdí completamente la pista. Dos días después, Rafiki volvió al grupo 8 solo. Nunca hallamos el cuerpo de Coco.

La desaparición y supuesta muerte de la vieja hembra conllevó una falta de cohesión entre los cinco machos. Las disputas intestinas subieron de tono y se reanudaron las refriegas con los grupos 4 y 9, cuyas zonas de distribución se superponían con la suya.

El primer encuentro del grupo 8 con el 9 aconteció unos días después de la desaparición de Coco, varias crestas más allá de donde la había visto por última vez. El rastreador y yo alcanzamos el grupo 9 en una zona inesperadamente próxima; mi ayudante tuvo el tiempo justo de meterse a toda prisa debajo de una enorme Hagenia para que los gorilas no advirtieran nuestra presencia. Gracias a la alta vegetación, trepé al mismo árbol con el fin de tener mejor perspectiva del grupo. Al cabo de unos momentos se oyó un fuerte ruido de arbustos rotos procedente de la parte baja. Oculta en la densa maraña de enredaderas del árbol, me sorprendió ver a Rafiki dirigirse con su banda de solteros hacia el grupo 9, sin los habituales bocinazos y redobles de pecho que anuncian un encuentro entre grupos. El único indicio claro de excitación era el abrumador olor a dorsicano, procedente en su mayor parte de Rafiki. Casi de inmediato, Samson y Peanuts se mezclaron con tres adultos jóvenes del grupo 9. Rafiki preparó tranquilamente un nido diurno justo debajo de mí, en una cavidad de la Hagenia, sin percatarse de mi presencia o de la del rastreador. En otro tiempo había creído que el sentido del olfato del gorila era superior al del ser humano: ahora tenía una prueba de lo contrario.

Transcurridos casi treinta minutos de quietud, rompí sin querer una rama que resonó como un tiro en el silencio del período de reposo. Rafiki abandonó el nido con un salto y miró hacia arriba, entre las tupidas e intrincadas faldas del árbol. Tras un pausado pavoneo alrededor del tronco fue a colocarse con gran ceremonia a un metro por debajo de mí. Me miró, acusador, a la cara y al mismo tiempo se mordía nerviosamente los labios, una señal de tensión. Intentando actuar con toda la candidez posible, con la única preocupación de los calambres de mis piernas, miré al cielo, bostecé y me rasqué; mientras tanto, el viejo macho se entregaba a una exhibición de enfado en la base del árbol, sin saber que tenía al rastreador acurrucado y oculto a escasos palmos de él.

Aunque atraídos por la indulgencia de Rafiki con un ser humano, los miembros del grupo 9 terminaron por irse a comer, no sin antes haber contribuido con sus redobles de pecho y vocalizaciones de alarma a tan inesperado encuentro. Rafiki los siguió de inmediato; sin embargo, estoy totalmente convencida de que disfrutó con su papel de intermediario entre un humano habituado a los gorilas y un grupo de gorilas no habituado a los humanos

* * * *

Las laderas noroccidentales del Visoke presentaban varias cuestas con árboles de la especie Pygeurv africanum compartidos por los grupos 8 y 9. Los frutos de este árbol, muy apreciados por los gorilas, son una fuente de disputas y aumentan la probabilidad de choques entre las distintas unidades sociales. Los grupos 8 y 9 se encontraban a menudo en las crestas, y sostenían prolongadas peleas por su interés en hacerse con los frutos.

Rafiki, más dominante y con más experiencia que Gerónimo, fijaba por regla general las pretensiones del grupo 8 por los árboles mejor provistos de las partes superiores, y Gerónimo atacaba los árboles de las inferiores. Era un espectáculo asombroso ver aquellos dorsicanos de ciento cincuenta kilos trepar por las delgadas ramas de los árboles, a veinte metros del suelo, para recoger con la boca y las manos cuantos frutos podían, antes de bajar y sentarse cerca del tronco a disfrutar de su cosecha.

En una ocasión. Peanuts y Geezer, aburridos ya del largo tiempo dedicado a comer, corrieron montaña abajo hacia varios jóvenes inmaduros del grupo 9 con ánimo de jugar. Los dos machos del grupo 8 no vieron que Gerónimo cerraba la marcha de su grupo. Emitiendo violentos gruñidos, éste los embistió de inmediato montaña arriba. Los dos jóvenes echaron el freno, se incorporaron sobre sus pies y se abrazaron con una expresión de terror en el rostro. Luego se volvieron a toda prisa, corriendo hacia los suyos mientras gritaban llenos de miedo. Gerónimo los persiguió hasta lo alto de la cresta, donde se cruzó con Rafiki, que bajaba a la carrera para defender a Peanuts y Geezer. La prudencia se impuso cuando Gerónimo giró sobre sus talones y condujo a su grupo lejos de los solteros.

La ausencia de Coco, unida a las frecuentes interacciones con otros grupos, aumentó el desasosiego en el grupo 8, sólo de machos. A la larga, Pug y Geezer abandonaron su grupo natal para irse juntos a las laderas septentrionales del Visoke, a una zona no muy retirada de la del grupo 8. Su partida dejó a Rafiki solo con la presunta progenie de él y Coco: Samson y Peanuts. No obstante, las riñas entre Rafiki y su hijo mayor continuaron durante casi un año. Las fricciones se producían más a menudo cuando los tres machos se encontraban con otros grupos y la excitación de Samson iba más allá de los límites tolerados por Rafiki. Al viejo macho le costaba poco templar a Samson; corría o se pavoneaba en dirección a su hijo sexualmente maduro, y éste adoptaba al punto una típica postura de sumisión, inclinándose sobre los brazos, la mirada desviada de su padre y el trasero levantado. Rafiki sólo tenía que mantener su afectada postura durante unos segundos, erizado el pelo de la cabeza, la mirada clavada en Samson, para restablecer, al menos por un tiempo, la armonía en el seno del grupo.

Tres años y medio después de la muerte de Coco, Rafiki se hizo con dos hembras del grupo 4, Macho y Maisie, durante una violenta pelea con este grupo en junio de 1971. Durante el enfrentamiento, el ojo derecho de Peanuts quedó inútil a causa de un mordisco de Uncle Bert, el joven macho de dorso plateado que había heredado la jefatura del grupo 4 tres años antes, a raíz de la muerte de su padre Whinny.

Con la adquisición de dos hembras nuevas, Rafiki pareció recuperar el vigor. Defendía a capa y espada su harén frente a Samson, lo que provocaba más fricciones entre padre e hijo. Estaba clarísimo que Samson desperdiciaba sus posibilidades reproductoras al permanecer en su grupo natal. Por tanto, tuvo que dejarlo como hicieran Pugnacious y Geezer casi un año antes. Samson se convirtió en un dorsicano periférico, es decir, en un macho de dorso plateado que marcha durante un tiempo a unos cien o doscientos metros del grupo natal, hasta que se aleja para adquirir sus propias hembras raptándolas de otros grupos y establecer su territorio. Ambas fases, la periférica y la solitaria, son, por regla general, etapas necesarias para todo macho sexualmente maduro, a menos que encuentre posibilidades reproductoras en su grupo natal. La partida de Samson dejó a Rafiki con Maisie y Macho, las dos hembras jóvenes arrebatadas al grupo 4, y con el joven Peanuts.

Samson regresó inesperadamente de su lejana zona de distribución y se las arregló para alejar a Maisie de Rafiki, en septiembre de 1971. Cuatro meses después, Maisie y Samson fueron vistos con un gorila recién nacido. En junio de 1973, Rafiki demostró su propia virilidad cuando su única hembra, Macho, dio a luz a una chiquitina, llamada Thor.

El grupo 8 seguía teniendo una singular composición; lo formaban Rafiki, su joven pareja Macho, su hijo Peanuts de once años y una hija recién nacida, Thor. Contento por lo visto con su pequeña familia, Rafiki ya no trataba de encontrarse con otros grupos. Cuando Thor contaba unos seis meses de edad, vi a Rafiki en una postrera lucha con el grupo 4. Noté que los bocinazos y redobles de pecho del regio y anciano dorsicano carecían de resonancia y fuerza; sin embargo, su aspecto físico parecía tan imponente como siempre. Es posible que fuera evitando a otros grupos, porque se daba cuenta de las limitaciones físicas que conllevaba la edad.

* * * *

En noviembre de 1971, cinco meses después de que Rafiki arrancara a Macho del grupo 4, los rastreadores y yo emprendimos una búsqueda intensiva del grupo 9, al que no habíamos visto desde hacía siete meses. Por fin aparecieron en el collado entre el Visoke y el Mikeno, prácticamente en el mismo sitio donde fueron detectados por vez primera cuatro años antes. En lugar de los trece robustos individuos que esperaba encontrar, sólo quedaban cinco. El otrora poderoso cuerpo de Gerónimo estaba enflaquecido, su antes musculoso pecho, hundido, y el pelo negro-azulado, entrecano y deslustrado. Tenía la mano derecha deformada y contraída, quizá de resultas de una trampa, y se le veían más heridas por la espalda y los muslos. No lo habría reconocido jamás de no ser por la marchita estela de pelo rojo en el centro de la frente y la presencia de Maidenform, una de las cuatro hembras que había tenido anteriormente en el grupo 9. Intenté no dejarme ver, pero al cabo de una hora el enfermo macho sabía que andaba cerca un ser humano. Con una expresión facial preocupada y haciendo un tremendo esfuerzo físico, intentó ponerse en pie para explorar los alrededores. El olor a miedo, tan intenso, alarmó a sus dos hembras y a los pequeños, que se apiñaron junto a él, prontos a huir. Tuve que revelar mi presencia, y el asunto quedó zanjado cuando Gerónimo pareció reconocerme; el grupo continuó comiendo hacia el monte Mikeno, más al oeste, en el collado.

Ésta fue la última vez que vi a Gerónimo, si bien Maidenform y otras hembras fueron localizadas más adelante en dos grupos distintos que merodeaban por las laderas noroccidentales del Visoke y el collado a su oeste. Aunque nunca sabré si fueron los cazadores furtivos o causas naturales los responsables de la desaparición definitiva de Gerónimo, me inclino a pensar lo segundo. Con los años, sus excrementos fueron cada vez más mucosos, plagados a menudo de Anoplocephala cestoda, y desde luego no ofrecía buen aspecto la última vez que fue visto. Su muerte, claro está, supuso el fin del grupo 9 como unidad social independiente, porque ningún grupo familiar de gorilas puede perdurar sin un jefe dorsicano.

Al no estar el grupo 9 por las laderas noroccidentales del Visoke, la probabilidad de escaramuzas entre los grupos 4 y 8 disminuyó de forma considerable, pues el espacio adicional reducía la superposición entre los dos grupos. Rafiki, por su parte, se contentaba con dejar transcurrir lentamente los días con su menguado grupo 8, de singular composición; sin embargo,

Peanuts a veces se alejaba solo a un kilómetro de distancia o poco más, como si buscara encontrarse con otros grupos.

El medio social de la pequeña Thor, ahora de once meses de edad, era todo lo contrario del de los sociables jóvenes del grupo 5 y sus muchísimas relaciones de camaradería La falta de compañeros de juego privaba a Thor de preciosas oportunidades de aprendizaje. Su habilidad motora llevaba tres meses de retraso respecto de la mayoría de los gorilas de once meses criados bajo el estímulo de la relación con otros de su misma edad. Thor contaba con su madre. Macho, para el juego táctil, y con la vegetación de los alrededores para jugar sola También su peso era cuatro kilos inferior a la media, y rara vez se la veía a más de tres metros de Macho, a una edad en que otras crías solían jugar fuera de la vista de sus madres. Además de la falta de incentivos sociales, puede que Thor fuera menos atrevida por ser su madre primeriza y carecer de experiencia previa en el tratamiento de los hijos.

Mi querido Rafiki, amigo mío durante siete años, no pudo ser testigo del desarrollo de su última hija más allá del undécimo mes. En abril de 1974, el regio monarca de la montaña moría de neumonía y pleuresía; dejaba a Macho, Thor y Peanuts como únicos vestigios del grupo 8. Unos seis días antes de su muerte, Rafiki se movía y comía muy poco, y durante todo ese tiempo, Macho y Peanuts se buscaron el sustento alrededor del viejo y debilitado dorsicano, en un radio de treinta a sesenta metros.

Recibí la noticia de la muerte de Rafiki en Kigali (Ruanda), cuando regresaba de Cambridge (Inglaterra). Un estudiante, en viaje de vuelta a Inglaterra, llamó a la puerta de mi hotel; llevaba una enorme bolsa de plástico que destilaba un líquido con olor a putrefacción Sin preámbulos, el estudiante me espetó: «Es la piel de Rafiki, quisiera llevármela a casa.» La cruel declaración fue un golpe de una fuerza demoledora. Esta horrible violación de la majestad, la fuerza y la dignidad de Rafiki me pareció una falta de respeto intolerable. Le confisqué rápidamente el trofeo, asqueada por la petición.

Peanuts, el joven dorsicano hijo de Rafiki, que entonces contaba doce años de edad, fue visto marchando con Macho y Thor Cuatro semanas después ocurrió lo inevitable. Con el fallecimiento del anciano jefe y con sólo el inexperto Peanuts «al mando» de Macho —una hembra adulta sin fuertes lazos de grupo—, Uncle Bert condujo al grupo 4 a lo que habían sido los dominios del grupo 8. Veintisiete días después de la muerte de Rafiki, moría Thor —de sólo once meses— en el curso de un violento choque entre los dos grupos. Uncle Bert mordió mortalmente a la pequeña en el cráneo y la ingle, típicas heridas infanticidas que causan la muerte instantánea. Macho cargó con el cuerpo de Thor todo el resto del día, para abandonarlo a unos diez metros de su nido nocturno. A los once días del infanticidio, vimos a Macho copular con el inmaduro Peanuts. Cinco meses después, Uncle Bert se la arrebataba al joven macho en una nueva y violenta pelea.

Sucediéronse diecinueve meses de aprendizaje para Peanuts, durante los cuales trató, sin éxito, de conquistar hembras de otros grupos. Como todos los dorsicanos jóvenes sin posibilidades reproductoras en su grupo natal, necesitó este período de deambulación en solitario a fin de adquirir experiencia para hacerse con otros individuos con los que fundar su propio grupo, y de desarrollar el imprescindible arte del mando cara a mantener el nuevo grupo unido frente a la intrusión de otros machos de dorso plateado más duchos Me daba pena ver a Peanuts errar por el bosque, solitario, pues podía recordarlo fácilmente como alegre jovenzuelo, viviendo en el seno de su pequeño grupo familiar.

En noviembre de 1975, Peanuts fue visto viajando con un animal más joven, al que llamé Beetsme, por la incertidumbre en cuanto a sexo y antecedentes. Beetsme demostró una insólita condescendencia con los observadores y, como había sido adquirida en las laderas noroccidentales donde antes anduviera el grupo 9, supuse que el animal era uno de los hijos de Gerónimo que había madurado a una edad estimada de unos diez años. Durante dos meses, Beetsme y Peanuts vagaron juntos, hasta que Uncle Bert intervino de nuevo y se llevó a Beetsme al grupo 4.

Probablemente para evitar más encuentros con Uncle Bert. Peanuts se trasladó a las laderas norte del Visoke, fuera de la zona de estudio. Transcurrió un año entero con sólo alguna que otra observación o rastro que confirmara que Peanuts aún viajaba en solitario. Para entonces, en marzo de 1977, se le vio con otros cinco adultos, tres de ellos muy parecidos a las hembras de Gerónimo. Con unos quince años de edad, Peanuts era sexualmente maduro, pero su vitalidad había menguado de manera notable. El joven no llegó a recuperarse del todo del mordisco recibido durante la refriega de junio de 1971, cuando su padre, Rafiki, logró arrancar a Macho y Maisie del grupo 4. El lado derecho de la cara de Peanuts seguía hinchado, y el ojo correspondiente exudaba en abundancia. Me parecía imposible que consiguiera retener las hembras que había conquistado. La verdad es que el grupo 8 pasó a la historia con la muerte del noble Rafiki, lo mismo que el 9 había tocado a su fin con la desaparición y presunta muerte de Gerónimo.

Capítulo 8
Visitantes humanos en el Centro de Investigación de Karisoke

Durante los años en que dispuse de cuatro grupos de estudio importantes cerca de Karisoke, estaba muy contenta de pasar varios meses sin ver a nadie más que al personal del campamento, Kima, Cindy y los gorilas. Después de varios años, y debido a la publicidad dada al centro de investigación, nuestra paz se vio turbada por extraños que llegaban sin previos anuncio ni invitación. Uno de los días había vuelto temprano a casa y me hallaba pasando a máquina las observaciones del día referidas al grupo 5, cuando un sonoro martilleo hizo estremecer la cabaña desde sus cimientos. Al abrir la puerta, vi apoyado en el marco de la puerta a un norteamericano bastante atractivo, con barba y cabello largo, y vestido con pantalones vaqueros muy ajustados —una indumentaria no precisamente ideal para ir por la montaña—.

El extranjero dijo:

—He venido a ver a los gorilas.

Su exigente tono desencadenó mi sentido de hostilidad y, agitando las manos en el aire hacia el collado, al sur del campamento, le contesté:

—Ve a buscarlos.

—Me quedaré aquí e iré con usted la próxima vez que salga a ver a los gorilas, sea cuando sea —replicó.

—Tendrá que esperar mucho tiempo —le respondí. Tras lo cual cerré tranquilamente la puerta. El extranjero se retiró lentamente hasta donde se hallaba su porteador, a unos veinte metros de mi cabaña, y ambos se instalaron a comer pan y sardinas.

Rápidamente me reuní con el personal del campamento para planificar el primero de numerosos juegos de rastreo encaminados a libramos de los intrusos. Veinte minutos más tarde, dos de los hombres y yo salíamos, en apariencia a escondidas, del campamento en busca de los gorilas. Tal como habíamos esperado, el norteamericano recogió con gran rapidez su mochila, la arrojó a su porteador y nos siguió sigilosamente. Asegurándonos de ir dejando grandes huellas, avanzamos durante unos treinta minutos, tras lo cual me escondí en la vegetación cerca de la pista principal. Varios minutos después, apareció el norteamericano gateando, seguido por el sobrecargado porteador, e intentando seguir el ritmo del personal del campamento. Mis hombres lograron conducir a los intrusos a lo largo de un camino de tres o cuatro horas, penetrando y saliendo de algunos de los barrancos más difíciles de la zona de estudio. Volví al campamento sintiéndome sólo algo culpable de haber engañado al exigente extranjero.

La irrupción de turistas, periodistas y fotógrafos no invitados en el campamento era totalmente inesperada. Como el Centro de Investigación está situado en un parque público, muchos intrusos consideraban las cabañas del campamento de propiedad pública. A veces llegaban a forzar las puertas y ventanas de las cabañas, y, además, el personal ruandés me pedía permiso para realizar pequeñas tareas para los extranjeros que intentaban convertir el centro de estudio en un centro turístico en miniatura, durante la estación alta. Una estudiante que hacía sus necesidades en una letrina junto a su cabaña, descubrió al levantar la vista a un turista inmortalizando el momento con una cámara con teleobjetivo. Ciertas personas merecían hospitalidad, pero siempre que se sentaban precedentes parecía propagarse como el fuego la noticia de que Karisoke estaba abierto a todos los visitantes, llegando todavía más extranjeros de sopetón.

Un día, a última hora de la tarde, apareció un gran grupo de turistas que pedía alojamiento y mis servicios como su guía personal para ver a los gorilas. El asistente del campamento declaró que yo estaba en Zaire, mientras que simultáneamente el leñador insistía en que estaba en Uganda. Presintiendo algún engaño, los extranjeros instalaron obstinadamente sus tiendas a unos sesenta metros de mi cabaña. Durante tres días y tres noches estuve cercada en mi aposento, del que sólo salí por razones de higiene y para los contactos diarios con los primates. Para escabullirme tenía que pedir prestada la ropa del leñador, cubrirme con un gorro negro de punto y llevar un ligero brazado de leña, hasta quedar fuera del campo visual del campamento.

Uno de los más inolvidables intrusos de Karisoke apareció en el verano de 1971, y tomó el camino de mi cabaña antes de que el personal pudiera detenerlo. Estaba enfrascada en mis mapas, cuando de repente oí una voz claramente británica que chillaba: «Hola, ¿hay alguien en casa?» Sin dar ningún tipo de credibilidad a lo que había oído, salí, y no pude menos que mirar estupefacta a la persona que, vestida con traje oscuro de lana, camisa blanca, corbata con el nudo flojo, calzada con zapatos de ciudad, y llevando una cartera, avanzaba hacia la puerta, mientras lo miraba todo como un viajero de metro que se ha apeado equivocadamente en una estación cualquiera. Tras una afectada conversación, me enteré de que era un periodista independiente de uno de los más famosos periódicos de escándalo londinenses, y que estaba decidido a entrevistarme. En vez de ello, apacigüé al reportero con té, galletas y dos artículos escritos por mí en el National Geographic sobre gorilas, y regresé a mi cabaña a trabajar. Mientras él «entrevistaba» fuera a los artículos, se oyó un gran escándalo de gritos y golpes en el pecho procedentes del grupo 4, ocasionados por una pelea con un macho de dorso plateado en las laderas del Visoke, justo detrás del campamento.

Al negarme a ser entrevistada, el periodista se fue y no pensé más en él hasta que, unas seis semanas después, recibí un ejemplar de aquel periodicucho. En primera plana figuraba una fotografía mía, acompañada de un increíble informe relativo a la investigación sobre los gorilas y a los peligros que había corrido el periodista para lograr esta historia. El exageradísimo artículo describía su valerosa y solitaria ascensión a través de la selva, llena de leones, tigres y hienas, extraordinaria combinación de animales en cualquier lugar que no sea un zoo Relataba cómo, al llegar, había encontrado mi cabaña rodeada por gorilas y cómo yo les hice salir de la selva y acudir al campamento. El falso artículo acababa: «...y los indígenas la llaman Nyiramachabelli», es decir, «la anciana que vive en la selva sin ningún hombre».

Los equipos de televisión constituían sólo algunas de las interrupciones de foráneos a la investigación realizada en Karisoke. La mayor parte de éstos dieron tanto como recibieron, y cuando se iban, normalmente se les echaba en falta. Esto ocurrió sobre todo con el equipo de diez personas de la ABC, entre los cuales se encontraban Earl Holliman y el grupo «Wild Kingdom», Warren y Genny Garst. Gracias a su generosidad, Karisoke dispuso de un generador, una nevera y muchos otros regalos valiosos, como comida, ropa y material. Todos estos grupos nos ofrecieron también su amistad y expresaron su preocupación por el futuro de los gorilas de montaña. Otros equipos de televisión llegaban al campamento con programas inmutables en su cerebro, incapaces de pensar en algo más que no fuera en los objetivos de sus cámaras o en su propia comodidad. Esta gente dejaba en los residentes del campamento una sensación amarga. Además de los fotógrafos profesionales poco considerados, se presentaban turistas no invitados que insistían en ver a los gorilas habituados de los grupos de estudio del Centro de Investigación de Karisoke. La mayoría de ellos intentaban eludir tanto el campamento como a Nyiramachabelli. Normalmente estos turistas llegaban en grupos grandes e indisciplinados, y sobornaban a los guías ruandeses del parque para que los condujeran a ver a los gorilas, aunque yo tenía un acuerdo con la administración del Parque de los Volcanes, según el cual los turistas no molestarían a los animales objeto de investigación.

Como la zona de acción del grupo 5 estaba próxima al límite oriental del parque, y a la pista principal utilizada por los porteadores para llegar a Karisoke, dicho grupo sufrió principalmente la mayor parte de invasiones de turistas, en especial durante las vacaciones de verano y los fines de semana a lo largo de todo el año. Esta situación se mantuvo igual incluso después de disponer de otros grupos de gorilas semi habituados específicamente a las visitas turísticas.

Muchas veces en que los estudiantes o yo salíamos para establecer contacto con el grupo 5, encontrábamos sólo el rastro de su huida, lleno de excrementos diarreicos producidos mientras intentaban alejarse de las masas de gente que iban en su persecución. Los guías del parque pronto aprendieron a rehuirme, pero no tenían manías en apartar a empujones a los estudiantes de Karisoke. En diversas ocasiones los amenazaron con disparar al aire para asustar a los gorilas si los investigadores no permitían que los turistas vieran a los animales sometidos a estudio.

De la misma manera que los grupos 4. 8 y 9, y el recientemente formado (la familia de Nunkie), tenían que establecer una rigurosa vigilancia frente a los cazadores furtivos en las zonas más remotas de los Virunga, se forzó al grupo 5 a defenderse de los intrusos. Icarus y Beethoven aprendieron pronto que podrían dispersarlos simulando un ataque, aunque los rifles de los guías les apuntaran directamente; estos dos machos de dorso plateado lo único que pretendían era defender a su familia de un público exigente y cada vez más nutrido.

Turistas y equipos de rodaje sin invitación, en su avidez por obtener tomas fotográficas, llegaban a representar una amenaza para los gorilas casi tan grande como la de los cazadores furtivos. Un equipo de filmación francés, del cual ya he hablado anteriormente, persiguió diaria e implacablemente al grupo 5 durante seis semanas. Esta conmoción ocasionó un aborto de Effie. El grupo 5 se trasladó entonces desde su territorio habitual, situado en una zona no frecuentada por los cazadores furtivos, al interior del parque, donde los turistas raramente se aventuraban, pero allí abundaban las trampas de los cazadores. El equipo francés retomó triunfante a París para jactarse de un aplaudido documental televisual, y dejó que el grupo 5 se recuperara lentamente de la invasión gala y que el personal de Karisoke lo condujera fuera de la zona de trampas.

Dos años después de la fundación del Centro de Investigación de Karisoke, y mientras cuidaba de Coco y Pucker, tuve que admitir a regañadientes que yo era sólo una persona. Si quería que se cumplieran los objetivos, tanto de investigación como de conservación, del Centro de Investigación de Karisoke tenía que contar con la colaboración de estudiantes. El Dr. Louis Leakey, intentando, como siempre, ayudarme, me envió un norteamericano de veinte años, quien al parecer deseaba llevar a cabo un trabajo de campo en África. Tras las tres horas de ascenso al campamento, se desplomó a mis pies. Entre fuertes jadeos, susurró: «No conseguiré hacerlo.» En el corazón de la selva se había dado cuenta, de inmediato, de que no podría enfrentarse con la soledad unida al ejercicio físico impuesto por lo escarpado del terreno. Al oírlo, el corazón me dio un vuelco, pero entonces reparé en lo excepcional que era este joven al reconocer inmediatamente que la investigación de los gorilas no estaba hecha para él.

No había aprendido todavía que los síntomas manifestados por las personas que llegaban a Karisoke y se veían incapaces de adaptarse al trabajo en el campamento o a los estudios de censos eran tremendamente parecidos a los de algunos astronautas que se someten a entrenamientos de aislamiento para misiones espaciales. El malestar incluye a veces sudores, temblores involuntarios, fiebres de corta duración, pérdida del apetito y depresión grave, además de largos ataques de llanto. Denominé esta situación «melancolía del astronauta», enfermedad totalmente real. Cuando percibí lo seriamente que afectaba a algunos individuos, jamás intenté animarlos a quedarse en el campamento y a proseguir su trabajo de campo.

La segunda persona que llegó a Karisoke fue Bob Campbell, el fotógrafo del National Geographic que documentó tan concienzudamente los últimos días de Coco y Pucker en Karisoke. Durante un período de casi tres años, y de forma intermitente, Bob constituyó una considerable ayuda para seguir de cerca las evoluciones de los cuatro grupos en estudio principales y ocuparse de las patrullas contra los cazadores furtivos, la construcción de cabañas, la formación del nuevo personal ruandés y la reparación de los hornillos y las lámparas de queroseno. ¡Era siempre tan descorazonador regresar al campamento al atardecer, tras un agotador día lluvioso transcurrido escalando y tornando páginas de notas, para encontrarme con que la lámpara de la cabaña no funcionaba por culpa de un manguito o de una aguja rota, o por cualquier otra causa misteriosa que requería desmontarla totalmente en sus distintas partes, como muelles, anillos o arandelas! Bob Campbell fue una de las pocas personas que vinieron a Karisoke con la paciencia precisa para enseñar al personal del campamento —no familiarizado con las lámparas de queroseno— cómo mantener el «genio de la selva» en funcionamiento, en un momento en que dichas lámparas o sus recambios no podían adquirirse en Ruanda. Como uno de mis principios más inamovibles era, y continúa siendo, que las notas deben pasarse a máquina y analizarse por la tarde del mismo día en que han sido tomadas, el perfecto funcionamiento de las lámparas de queroseno se convirtió para mí en una verdadera obsesión. Los hornillos de queroseno eran también muy caprichosos, pero ocupaban el segundo lugar de mi lista de cosas impertinentes, simplemente porque el pasar las notas a máquina era más importante que llenar un estómago vacío. El estómago puede esperar, pero las impresiones diarias de contactos con los gorilas pierden precisión si no se transcriben de inmediato.

Al extenderse la investigación sobre los grupos de Karisoke en estudio, empecé a sentir más curiosidad acerca de los grupos marginales que ocupan otros territorios, así como sobre el número de gorilas residentes en los Montes Virunga. Cuando George Schaller finalizó su excelente estudio de campo en septiembre de 1960, sus estimaciones de la población total de gorilas de montaña eran de 400 a 500. Por desgracia, la situación política del momento impidió que Schaller realizara un recuento exacto de la población de los gorilas en la parte ruandesa de los volcanes. Gracias a los seis meses transcurridos en Kabara en 1967, había podido correlacionar tres grupos de estudio de esa zona con otros tres que había estudiado con anterioridad Schaller durante seis años y medio. Establecí la comparación basándome en algunas similitudes de la composición de los grupos, en fotografías de ciertos individuos excepcionales y, sobre todo, en los límites del campo de acción de los grupos.

El cambio más evidente experimentado por los tres grupos en el intervalo entre la estancia de Schaller y la mía en Kabara, fue la disminución del número de gorilas de veinte a doce individuos. Lo cual representa una pérdida de doce animales, por lo menos, ya que se sabía que cuatro de ellos habían nacido tras el período de estudio de Schaller. Otra diferencia notable consistía en la variación de la relación entre adultos y casi adultos, desde 1,2:1 a 2:1. Además, se había producido una reducción considerable de diez, ocho y tres kilómetros cuadrados respectivamente en los territorios de cada uno de los grupos.

Estos aspectos fueron esenciales para obtener un censo actualizado de los gorilas restantes en los Virunga. La apropiación de tierras había aumentado, por lo que creí necesario saber con exactitud dónde se concentraban las poblaciones de gorilas para promover proyectos de conservación a largo plazo en dichas zonas.

En 1969, con la ayuda de Alyette DeMunch y de Bob Campbell, inicié un trabajo de censos, contando realmente los gorilas y evaluando los territorios de los grupos de los Virunga. Las personas encargadas de los censos vivían en campamentos de vivac, con toda la comida y ropa de recambio que necesitaban, material que transportábamos en las mochilas. Dos porteadores llevaban las pequeñas tiendas, una máquina de escribir portátil, una lamparita y un hornillo, unos cuantos potes, recipientes de agua y sacos de dormir. La duración de cada campamento provisional dependía tanto de la proximidad de agua como de la frecuencia de señales de gorilas descubiertas a una distancia razonable de cuatro horas a pie desde el campamento. Finalmente, con la ayuda de estudiantes, reclutados normalmente por correo, amplié el arduo trabajo, prolongándolo durante casi un año. Recorrer todas y cada una de las seis montañas de los Virunga, desde los collados a las cumbres, explorando cada hondonada, barranco y ladera, supuso una verdadera oportunidad de poner a prueba nuestra resistencia física. Si se tratara de una tarea más fácil, posiblemente ya se habría intentado tras las bases iniciales establecidas por Schaller. En lo que a mí respecta, las exploraciones a través de los volcanes constituyeron una de mis más memorables experiencias de la selva: el acicate de la búsqueda, la emoción de encontrar un nuevo grupo de gorilas, la impresionante belleza de las montañas revelada virtualmente en cada una de las curvas de las pistas, así como el placer de construir un «hogar» con sólo una tienda y la benevolencia de la naturaleza.

Mucho antes de contratar a estudiantes europeos y americanos para realizar el trabajo, enseñé a algunos ruandeses a seguir la pista de los gorilas y a familiarizarse con los quehaceres menos complicados, como buscar agua y leña, necesarios para el mantenimiento de los campamentos de vivac. En las expediciones diarias por la selva fue necesario tomar nota de las señales de los gorilas, tales como restos de alimentos, de nidos y de excrementos. Todos estos indicios se registraban en un mapa topográfico para ver la frecuencia con que los gorilas utilizaban una zona en el transcurso del tiempo.

Más tarde, en Karisoke, las personas encargadas de los censos se familiarizaron con la relación existente entre el tamaño de los excrementos y la edad y el sexo de un individuo, aunque existía cierto grado de inexactitud inevitable cuando se intentaban diferenciar las edades y los sexos de los animales inmaduros. Siempre que se encontraba un rastro fresco de gorilas (de menos de cuatro días), debía establecerse un contacto con el grupo, o al menos realizar recuento de sus nidos de noche. Prefería que los encargados de los censos confirmaran la edad y el sexo de estos tímidos gorilas al menos mediante cinco recuentos consecutivos de los dormideros de cada grupo. Esta técnica, aunque muy pesada, era absolutamente necesaria para determinar la presencia de crías, muchas veces escondidas durante los contactos con grupos no habituados, así como la de machos periféricos, los cuales construyen sus nidos a unos cientos de metros de distancia del núcleo principal.

Contactado un grupo, las observaciones con prismáticos posibilitaban tomar apuntes de las impresiones nasales de los individuos más atrevidos. Estos simples esquemas de las ventanas de la nariz y de la forma de las arrugas permitían la distinción de los individuos de un grupo y otro, en especial en asociaciones de tamaño parecido. Las anotaciones gráficas eran complementadas con descripciones del comportamiento y vocalizaciones, rasgos que ayudaban a identificar a los miembros de los distintos grupos.

En el verano de 1970, el Dr. Leakey envió a Karisoke a otro estudiante para continuar el recuento iniciado un año antes por DeMunck, Bob Campbell y yo. Durante dos semanas se le puso al corriente de los principales grupos de gorilas en estudio, se le enseñó algo de swahili y se le familiarizó con las costumbres diarias del campamento. Cuando parecía preparado para el trabajo, Bob y yo, junto con algunos porteadores ruandeses, iniciamos una expedición con él hasta las laderas septentrionales del Visoke, para fundar el primer campamento de censos dirigido por un estudiante. Escogí un lugar denominado Ngezi, que en kinyarwanda quiere decir «lugar donde beben los rebaños», donde abundaban los gorilas.

Escogimos un delicioso enclave para instalar la tienda, cerca de un lago pequeño, que todas las noches era frecuentado por enormes manadas de elefantes y búfalos. Bob, el estudiante y yo pasamos tres días explorando los terrenos adyacentes. No encontramos rastros frescos de gorilas, pero localizamos numerosas huellas de dormideros de una semana de antigüedad.

Convencidos de que el trabajo sería muy positivo, Bob y yo volvimos a Karisoke para dedicamos a los cuatro principales grupos en estudio. Durante las semanas siguientes, un desfile continuo de porteadores de Ngezi me trajo informes preocupantes referentes a las actividades del joven, muchas de las cuales no estaban relacionadas con los censos. No tuve otro remedio que enviarlo de vuelta a América.

En los once años siguientes llegaron a Karisoke unas veintiuna personas para realizar los censos, las cuales, tras un período de formación, fueron destinadas a diversos enclaves en los Virunga. La mayor parte de dichos estudiantes no se amoldaron a las duras exigencias del trabajo. Muchos de ellos volvieron a su lugar de origen después de un breve período de tiempo. Inconscientemente, había confiado en que cualquiera que se dedicara a los censos sentiría el mismo entusiasmo que yo sobre el prodigio de las montañas y el privilegio de ver a los gorilas. Jamás supuse que las agotadoras marchas por las pistas fangosas, las noches transcurridas en húmedos sacos de dormir, los mojados pantalones y las empapadas botas que debíamos ponemos al levantamos y las rancias galletas que nos servían de alimento no constituyeran para todo el mundo una especie de paraíso.

La mayoría de las personas encargadas de los censos, así como la mayor parte de los ayudantes científicos eventuales del Centro de Investigación de Karisoke, se escogían mediante solicitudes por correo, acompañadas de excelentes referencias académicas. Como apenas abandonaba el campamento durante los días iniciales del estudio y pasaba muy breves períodos en América o Inglaterra, era poco frecuente que efectuara personalmente la selección. No obstante, y siempre que podía, entrevistaba a los solicitantes.

Pronto nos dimos cuenta de que era muy difícil prever la actuación de incluso los individuos más prometedores en las condiciones de aislamiento de la selva. Por descontado, todos los candidatos creían que una experiencia previa de acampada y montañismo en América o Europa, unida a un sincero interés por el estudio de los gorilas, les capacitaba para el trabajo de campo en los Virunga. Aunque yo hacía hincapié en las incomodidades y el aislamiento social a que se verían sujetos, la combinación de su entusiasmo y de mi optimismo acerca de las actitudes de los recién llegados me condujo a diversas situaciones desagradables con algunas de las personas llegadas a Karisoke. Otra fuente de dificultades en nuestras relaciones fue mi inclinación a concebir el centro de Karisoke como un conjunto funcional, mientras que, incomprensiblemente, muchos de los estudiantes sólo tenían en consideración sus propios intereses. Los conflictos que tuve con los investigadores se debían casi siempre a la necesidad de continuar con las patrullas contra los cazadores furtivos, en especial cuando se descubrían trampas en la zona en estudio; o a la construcción de más cabañas y el mantenimiento de las ya existentes, así como del material, lámparas, hornillos y máquinas de escribir; o al siempre absorbente trabajo de no retrasarse en las notas dianas de campo para los registros a largo plazo de Karisoke. Por otro lado, en casi todas las estaciones de campo, es normal que estallen disputas cuando personas procedentes de medios totalmente distintos se ven obligadas a convivir en un ambiente reducido. Los conflictos surgidos en Karisoke han sido posiblemente más graves que en otros centros de investigación a causa de las inclemencias del tiempo, de la gran altitud, de la dieta alimenticia y —para muchos estudiantes— del aislamiento social.

La selección de los temas de estudio apenas comportaba problemas; había mucho que aprender sobre el comportamiento de los gorilas y la ecología de los Virunga. Algunos estudiantes no tenían un interés especial por determinado tema, aparte la investigación en general, y se les permitía escoger uno de los proyectos de una lista, que comprendía comportamiento de dominio, desarrollo de las crías, actividades de mantenimiento (alimentación, espulgo, nidificación, cuidado maternal), vocalizaciones, escaramuzas entre grupos, modos de establecer el rango social, parasitología y botánica. La National Geographic Society continuó manteniendo con gran generosidad el Centro de Investigación de Karisoke, a mí y al personal africano; los estudiantes de doctorado solían estar subvencionados por sus universidades o por organismos con los que habían acordado una financiación privada antes de su llegada a Karisoke. La L.S.B. Leakey Foundation ayudó a subvenir cualquier tipo de necesidades especiales respecto al material y apoyó económicamente proyectos de investigación a corto plazo. . Tanto la National Geographic Society como la Leakey Foundation mantuvieron a los ayudantes de investigación general, aunque yo no era partidaria de pedir dinero para los billetes de avión o para sueldos. Yo nunca había estado a sueldo y pensaba que la investigación tenía sus propias recompensas.

A principios de 1975 llegó a Karisoke un distraído profesor para realizar un proyecto de estudio botánico exhaustivo. Todos sus gastos de viaje, su material y sus provisiones fueron pagados gracias a una beca que obtuve. Dicha subvención estipulaba que el material nuevo se quedara en Karisoke tras la marcha del botánico y que se preparara un informe completo de sus conclusiones en un tiempo razonable a su vuelta a los Estados Unidos. Lamentablemente, no se cumplió ninguna de esas dos condiciones. A los ocho días de su llegada, el botánico incendió involuntariamente su cabaña al colgar las finas láminas para secar las plantas sobre la estufa de leña.

Todo el material nuevo, los muebles, mi irremplazable biblioteca sobre botánica, otros libros excepcionales y la nueva radio de onda corta de Karisoke fueron destruidos por el fuego. El personal del campamento y yo combatimos las llamas durante horas, acarreando cubos de agua desde Camp Creek, a unos veinticinco metros de distancia. Al final del día apenas quedaba algo de la cabaña y de su valioso contenido; sólo un revoltijo apestoso, carbonizado y empapado. Tanto los africanos como yo sufrimos graves inhalaciones de humo y otros daños. Acabábamos de desplomamos junto a las ruinas humeantes cuando apareció el botánico, después de haber pasado el día en el campo. Con una serie de palabrotas expresó su enfado por la interrupción temporal de su estudio. Para mí y para el personal ruandés, éste fue el primero de los muchos desastres que iban a abatir el campamento que habíamos construido juntos en la soledad de las montañas.

Una estudiante que había dejado su ropa a secar encima de la chimenea provocó el incendio de la segunda cabaña. Durante algunas semanas después del accidente, esta responsable persona se dedicó concienzudamente a reconstruir la cabaña. Sus esfuerzos me ayudaron a recuperar un poco de confianza en la gente que venía a trabajar con los gorilas.

Otro de los estudiantes no tenía sentido de la orientación, ni tan siquiera con la ayuda de una brújula y de marcas en las pistas. Los rastreadores y yo tuvimos que aceptar su modo de ser, aunque perdimos muchas horas organizando y realizando partidas de búsqueda. A pesar de la reglamentación de Karisoke, en la cual se indicaba que la llegada de todo el personal al campamento fuera como máximo a las cinco y media (excepto en circunstancias especiales y en compañía de un rastreador), pronto aprendimos a buscar al estudiante en los sitios más inesperados, muchas veces en una dirección totalmente opuesta a donde le había dejado el guía, y siempre de noche. Pero esta persona tímida y algo solitaria llegó a compenetrarse perfectamente no sólo con los gorilas, sino también con los traviesos Kima y Cindy. Durante los diez meses de su estancia realizamos juntos algunos contactos de campo y me alegró comprobar que anteponía las necesidades de los gorilas a las suyas. Nunca forzó a los animales más allá de los límites de su tolerancia, práctica que no seguían todos los estudiantes.

Los conflictos referentes a los derechos de los gorilas me ocasionaron algunos problemas con varios estudiantes interesados en obtener datos de observaciones para sus doctorados. Uno de ellos adquirió la costumbre de defecar cuando se hallaba en medio del grupo 5, sin darse cuenta, al parecer, de las graves consecuencias que podían tener tales acciones antihigiénicas sobre los miembros del grupo. Cuando le critiqué su comportamiento, me contestó, muy enfadado, que las observaciones no podían interrumpirse ni tan siquiera por los imperativos de la naturaleza.

Un estudiante de veinte años demostró ser una persona muy idónea para los censos, y finalmente realizó sus estudios de doctorado desde el campamento. A causa de su dedicación inicial, lo dejé a cargo de Karisoke durante una breve estancia en la Universidad de Cambridge. En mi ausencia demostró sus aptitudes para el mantenimiento tanto de la investigación en el campo como del registro de datos en el campamento. Durante casi un año y medio alternó los períodos de Karisoke con visitas a su universidad en Inglaterra. Pero un día, posiblemente a causa de su mayor auto- confianza y experiencia en el campo, cometió la casi fatal equivocación de intentar ahuyentar a una hembra de búfalo que se hallaba en una pista situada a un metro y medio por encima de él. El estudiante lanzó un bufido para intentar asustarla, pero en lugar de ello fue embestido por ella, enfadada con toda la razón. Cargó contra él, lo arrolló y lo corneó varias veces.

Aunque casi herido de muerte, el estudiante se las arregló como pudo para volver a mi cabaña, donde se desmayó, debido a la cantidad de sangre que había perdido. Tuve entonces una buena razón para agradecer mi formación hospitalaria, mientras me ocupaba de la conmoción, de las graves y profundas heridas y de los múltiples desgarrones. En pleno delirio, el estudiante acertó a decir. «Fui un condenado y maldito estúpido.» Lo cuidé sin descanso durante cuatro días, hasta que estuvo en condiciones de ir a Inglaterra para que lo operaran.

Hubo algunos estudiantes que llegaron a sentirse en los Virunga como en casa, igual que yo, y que también anteponían los animales del bosque a sus propios intereses. Un día del verano de 1976, me encontraba conduciendo hacia la base del Visoke tras dejar a cuatro personas que se habían encargado de los censos cerca de la base del monte Mikeno, en Zaire. No quedaba ningún estudiante en Karisoke y me preocupaba al pensar cómo nos las arreglaríamos los africanos y yo para continuar estudiando los cuatro grupos principales de gorilas, así como los marginales, y mantener las patrullas contra los cazadores furtivos. En un recodo de la pista paré el coche para ofrecerme a llevar a un autostopista muy cargado. Tim White, un norteamericano que viajaba solo alrededor del mundo, resultó ser justamente la persona que cualquiera desearía para ayudante de campo. Tim quería pasar un día en las montañas; se quedó diez meses en Karisoke. Arregló cabañas y material, siguió a los grupos en estudio, a los marginales, a los de censos y, tras algunas frenéticas lecciones, pasó sus notas de campo todas las noches. Su serenidad fue una bendición no sólo para mí sino también para los empleados ruandeses y algunos de los estudiantes que con el tiempo instruyó.

Aunque al principio Tim era un pacifista convencido, pronto se dio cuenta de que la matanza ilegal de animales y la presencia de cazadores furtivos en el parque no podía tolerarse en Karisoke. Rápidamente conté con su ayuda en las patrullas contra los cazadores furtivos. Cuando llegaron al campamento nuevos estudiantes, Tim decidió continuar sus viajes. Acabó pasando cerca de seis años en África, y durante dieciséis meses trabajó voluntariamente en un hospital de misiones en Liberia. Pienso que cualquiera que conozca a Tim White ha de quedar enormemente impresionado por su entrañable bondad y desinterés. Karisoke siempre lo recordará por la profunda entrega que nos dispensó cuando lo necesitábamos.

Cuando Ric Elliot solicitó desde Inglaterra poder trabajar en el campamento, su parquedad en el uso de las palabras yo y mien sus cartas daba la impresión de tratarse de una persona interesada en contribuir a los objetivos de Karisoke más que alguien que precisara aquella experiencia para sus propios fines. Los diez meses que Ric pasó en el campamento demostraron que era así. Aunque la formación de Ric y la de Tim eran distintas, los abuelos de uno y otro habían sido carpinteros, y ambos disfrutaron mucho construyendo y ocupándose del mantenimiento de las cabañas y del material. Ric estaba especialmente interesado en veterinaria y nos fue muy útil para realizar autopsias de gorilas y estudios de parasitología. Su partida dejó un vacío en el personal del campamento y en mí.

Año y medio después de la marcha de Ric, Ian Redmond, también inglés, reemprendió ávidamente el proyecto de parasitología en el punto en que su predecesor lo había dejado. Ian disfrutaba con fruición el tiempo que pasaba encorvado sobre el microscopio en busca de nuevas especies de nematodos y cestodos parásitos de los gorilas. Era un enamorado de su trabajo, y su entusiasmo disipó incluso la perplejidad inicial de los africanos, que, como yo, estaban impresionados por la dedicación de Ian y los cientos de botellas, bandejas y bolsas de plástico para muestras que acumuló gracias a su trabajo. La curiosidad de Ian abarcaba todos los animales del bosque, desde los elefantes a las ranas. Karisoke empezó pronto a parecer un museo de historia natural, ya que coleccionó y clasificó con gran esmero huesos y otras partes de mamíferos, aves e insectos muertos. Me las arreglaba para entrar, lo menos posible, en la cabaña de Ian, ya que nunca estaba segura de lo que podría encontrar en su olorosa colección.

Los africanos apreciaban profundamente a Ian Redmond. Su forma preferida de finalizar la jomada consistía en sentarse alrededor de la chimenea para compartir con ellos la cena a base de maíz, judías y patatas, o cualquier hortaliza que tuviera. Ningún europeo se ha encontrado nunca tan a gusto en la selva como Ian. Jamás protestó por colaborar en las patrullas contra los cazadores furtivos o realizar recuentos de primates. Podía andar fácilmente unos dieciséis kilómetros a diario siguiendo la pista de los gorilas o de los cazadores furtivos y, cuando se alejaba del campamento, muchas veces pasaba la noche confortablemente acurrucado bajo una enorme Hagenia,con un colchón de musgo y un poncho como sábana. Su entusiasmo era tan contagioso, que los africanos que lo acompañaban en dichas excursiones nunca se quejaban. Normalmente llevaba pantalón corto incluso en zonas de vegetación llena de pinchos. Yo consideraba esta manía como un misterio, porque Ian no era una persona presumida. Un día de frío glacial, cuando se disponía a salir alegremente vestido con pantalón corto y jersey, le pregunté qué intentaba demostrar. Me contestó lentamente, como si le diera algo de vergüenza: «Dian, si llevas pantalón corto en el campo, te das más cuenta del medio ambiente que te rodea. Puedes notar la diferencia entre la vegetación suave de los collados, las plantas húmedas de los prados o el frío de la zona alpina.» Pronunció estas palabras con titubeos, intentando expresar sus sentimientos, súbitamente tímido, como si hubiera revelado demasiado de lo más profundo de su sensibilidad por todo lo que la naturaleza podía ofrecer.

Para Ian no había grupo de gorilas, por alejado del campamento que estuviera, que no pudiera ser estudiado, ni tampoco trampas demasiado distantes para que se mantuvieran intactas. Poco tiempo antes de que Ian tuviera que volver con su familia a Inglaterra, un rastreador nos habló de un grupo marginal que había encontrado al otro lado del Visoke. Sin ningún tipo de dudas, Ian y el rastreador abandonaron el campamento a primera hora del día siguiente para intentar identificar a los individuos y realizar varios contajes de los nidos nocturnos. El terreno de dicha vertiente de la montaña está formado por numerosas crestas frecuentadas por los cazadores furtivos para instalar sus trampas. El grupo marginal visto por Ian había huido del sector montañoso para trasladarse a la zona contigua del collado.

La expedición fue anormalmente larga. Ian y el rastreador se encontraban siguiendo con suma paciencia las huellas de los gorilas, cuando se toparon con tres trampas para duikers recién instaladas. Mientras estaban rompiendo de forma totalmente mecánica los postes de bambú y confiscando los cepos, pudieron oír el ruido producido por una tala de árboles a sólo unos cincuenta metros de distancia. Ian y el rastreador se escondieron detrás de un montículo pequeño a esperar que los tramperos se fueran para poder destrozar las trampas. Cuando cesaron los ruidos, Ian estaba a punto de levantarse para ver hacia dónde se habían ido los cazadores furtivos cuando, de repente, vio aparecer tres puntas de lanza a muy pocos metros de distancia. Resulta irónico, pero los cazadores furtivos habían decidido pasar justamente por el mismo montículo que habían utilizado de escondite Ian y el rastreador.

Ian se levantó lentamente para que los cazadores comprobaran que iba completamente desarmado. Pero la inesperada proximidad de un bazungu (europeo) puso nerviosos a los ladrones. Dos de ellos se escaparon, asustados por el encuentro. El tercero, mirando fijamente a Ian, dejó caer supanga y con ambas manos lo lanceó dirigiendo el arma a su corazón, Ian, instintivamente, se tapó el pecho con el brazo izquierdo y se agachó. Su muñeca recibió toda la fuerza de la lanzada y, sin lugar a dudas, le salvó la vida. Cuando se percató de lo que había hecho, el cazador «puso pies en polvorosa», según palabras de Ian.

La herida de la muñeca era grave, pero después de vendársela, el estudiante y el rastreador fueron a cortar las otras trampas. Sólo entonces Ian estuvo dispuesto a regresar al campamento y dirigirse después al hospital de Ruhengen para que le curaran. Aparentemente, la muñeca se curó, pero nunca volvió a estar igual que antes.

Tim White, Ric Elliot y Ian Redmond destacan entre los estudiantes que trabajaron en el campamento como las tres personas que prestaron su ayuda a Karisoke, no para su promoción personal, sino con el fin de hacer todo lo posible para ayudar a los gorilas y favorecer la conservación activa en los volcanes Virunga. No soy la única que los recuerdo como seres excepcionales, sino que el personal africano también se acuerda de ellos, y los consideran entre los mejores amigos que nunca han tenido.

Huelga decir que el campamento no podría haber existido sin la lealtad de los ayudantes africanos, que llegaron a creer que este remoto puesto, el Centro de Investigación de Karisoke, podía fomentar la doble finalidad de conservación e investigación. Llegamos a compartir un mismo objetivo, al trabajar juntos para el futuro de la fauna de los Virunga. La esencia de nuestro trabajo era tan sencilla y directa como lo fue nuestro comienzo, con sólo dos tiendas, en 1967. Nuestros objetivos se ampliaron gracias a la ayuda de africanos de distinta condición, gente como Paulin Nkubili, Mutarutkwa y muchos otros zaireños y ruandeses que se alistaron en las patrullas contra los cazadores furtivos. Estos hombres, al igual que Tim, Ric e Ian, creían que no era menester anunciar a los cuatro vientos sus esfuerzos para dicha conservación ni ser aplaudidos por ello, la única satisfacción provenía simplemente de lo que hacían. Al igual que la selva será siempre mi verdadero hogar, estos hombres serán siempre mis verdaderos amigos. Ellos aprendieron de mí como yo aprendí de ellos. Todos juntos convertimos en realidad el sueño del Centro de Investigación de Karisoke.

Nuestras mayores celebraciones de campamento ocurrían en los días navideños, cuando lo decorábamos todo con árboles llenos de velas encendidas, guirnaldas hechas con papel de estaño, palomitas de maíz y otros adornos caseros. Bajo el «gran» árbol de mi cabaña había montones de regalos envueltos que yo había comprado en diversos viajes al extranjero para el personal y sus familias. Aparecían en Karisoke por lo menos cincuenta ruandeses y zaireños para celebrar la Navidad, acompañados de sus mujeres y sus hijos, vestidos con sus mejores ropas. Pasábamos el día comiendo, bebiendo y cantando villancicos en kinyarwanda, francés e inglés, acompañados a veces por los lloros de los numerosos bebés, poco acostumbrados a tal alboroto.

Durante la tercera navidad en Karisoke, el personal del campamento me pidió de improviso que tomara asiento, cuando estaba ocupada en distribuir refrescos a los niños. Mukera, el jefe de los leñadores, hábil tambor y bailarín, arrastró un gran tambor africano, guardado en una de las esquinas de la sala de estar de la cabaña. Inició la primera de las entradas de canto y danza que iban a convertirse en parte importante de nuestras fiestas de Navidad durante los años siguientes. Cada hombre había compuesto su propia canción y sus danzas originales, en las cuales describía los sucesos ocurridos durante el año pasado. Mientras cada hombre cantaba, bailaba y tocaba al tambor su composición en mi honor, me sentía completamente abrumada por sus creaciones. A partir de aquel año, grabé sus cantos y danzas, que trituraban literalmente el serrín del suelo. Estas cintas constituyen uno de mis más preciados recuerdos de Ruanda y Karisoke.

Capítulo 9
Cambio de jefe en el grupo 4

Por muy feliz que a menudo pudiera ser la vida en el campamento, los regalos que deparaba la selva eran, sin duda, los más significativos, sobre todo después de haber ganado la confianza de los gorilas. El primer día de investigación en Karisoke tuvo un comienzo muy propicio, pues dos cazadores furtivos batwas me hablaron de un grupo de gorilas de las laderas del Visoke, cuyas vocalizaciones habían oído mientras cazaban duikers en los prados situados al oeste del campamento. Los dos hombres me llevaron hasta él, y lo denominé grupo 4.

Durante unos cuarenta y cinco minutos, los gorilas no se percataron de mi presencia, ya que me ocultaba en el lado opuesto de un barranco, a unos treinta metros de distancia. Con ayuda de los prismáticos, pude distinguir tres animales muy característicos. El viejo macho de dorso plateado fue el primero en verme, mientras los escudriñaba escondida detrás de un árbol. Con un grito de alarma, retrocedió hasta su grupo, a veces dando incluso saltos mortales sobre la fuerte pendiente para ir más rápido. Bauticé al anciano jefe como Whinny (relincho), por sus forzadas y chirriantes vocalizaciones parecidas a las de los caballos. Jamás había oído semejante grito en un gorila, aunque George Schaller lo había percibido en una ocasión. Más tarde me di cuenta de que el sonido era atípico y que, en el caso de Whinny, era producido por una degeneración avanzada del pulmón.

Al jefe le seguía una curiosa bola de felpa a la que con el tiempo llamé Digit (dedo), porque tenía torcido el dedo medio, posiblemente por una rotura anterior. Su gran parecido facial y su fuerte dependencia del macho dominante del grupo 4 me hicieron pensar en que Digit era hijo de Whinny. No se asociaba con ninguna de las cuatro hembras adultas del grupo y parecía que su madre había muerto antes de que yo conociera al grupo, en septiembre de 1967.

 

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En nuestro primer encuentro, Digit, de una edad aproximada de cinco años, daba la impresión de querer dar una segunda mirada al origen de la alarma, pero, obedientemente, atendió a la llamada de peligro de Whinny y huyó tras él. Entonces, todos los animales desaparecieron de mi vista, excepto una hembra adulta, que mantenía una posición de retaguardia. Con aspecto de haberse tragado un sorbo de vinagre, me miraba airadamente con los labios apretados y una postura rígida e insolente, que normalmente sólo adoptan los machos adultos. Por su expresión facial, no pude evitar pensar en ella como si de una cabra vieja se tratara, y de ahí su nombre: Old Goat.

Además de Whinny existían otros dos machos de dorso plateado en el grupo 4. Al más joven lo llamé Uncle Bert, debido a su considerable parecido con un tío mío (consideré el epíteto como un cumplido hacia mi tío, pero él jamás me lo perdonó). El tercer macho de dorso plateado recibió el nombre de Amok (loco), debido a la inestabilidad de su carácter y a sus desconcertantes y frecuentes despliegues de gritos y corridas, comportamiento aberrante, producido posiblemente por una enfermedad crónica. Las huellas de Amok, que normalmente se encontraban justamente al lado de las del grupo 4, o hasta unos noventa metros de distancia, se hallaban siempre salpicadas de excrementos diarreicos, cubiertos de mucosidades y salpicados de sangre.

Amok, de unos veinticinco años de edad, parecía demasiado viejo para ser hijo de Whinny, por lo que llegué a la conclusión de que el irritable macho de dorso plateado era medio hermano de éste, y que en otros tiempos había compartido un progenitor común. Uncle Bert, de una edad aproximada de quince años, se parecía mucho a Whinny y era perfectamente tolerado por el macho dominante; esto sugería que eran padre e hijo.

Durante los primeros meses de observación del grupo 4, la salud de Whinny empezó a quebrantarse. Old Goat, que no tenía ninguna cría cuando establecí mi primer contacto con el grupo, asumió un papel cada vez mayor en los asuntos de mando. Su físico masculino y su manera de comportarse eran muy raros. Era Old Goat, y no el joven Uncle Bert, la que actuaba preferentemente de guardián del grupo 4 cuando Whinny quedaba rezagado.

A causa del comportamiento de la hembra, siempre intentaba mantenerme oculta en los contactos con el grupo 4, para no molestar a las restantes hembras del grupo: cuatro jóvenes nulíparas, dos mayores multíparas —es decir, que ya habían tenido hijos—, y una cría. Con el tiempo fui dándoles nombre a todas; las hembras jóvenes, entre seis y ocho años, recibieron los nombres de Bravado, Maisie, Petula y Macho; las dos más adultas, Flossie y Mrs. X; y la cría, Papoose. Los nombres de los gorilas se ajustaban a sus personalidades. Papoose era una adorable y encantadora gorila hembra jovencita, cuya madre desapareció poco tiempo después de iniciarse el estudio. Mrs. X fue siempre difícil de identificar a causa de su timidez durante los primeros meses. Una de las hembras jóvenes tenía unos ojos grandes y obsesionantes muy poco corrientes; su nombre, Macho, es una palabra swahili que quiere decir «ojos».

A mediados de noviembre de 1967 encontré al grupo de catorce gorilas en la vertiente opuesta de un ancho barranco. Me instalé tras la densa maleza y vi a Old Goat y a otra hembra adulta, Flossie, desplazándose juntas con lentitud a unos treinta metros por debajo del resto de la familia. Rossie arrastraba con dificultad su gran corpulencia por la cuesta, arrancando Galium distraídamente, mientras dejaba ver una cría recién nacida, lustrosa y de cabeza negra, que se retorcía en su brazo izquierdo. La piel rosada de las palmas de las manos y las plantas de los pies contrastaba notablemente con el brillo bituminoso del pelo de la parte posterior de la cabeza, mientras buscaba el pezón de Rossie sin la ayuda de su nueva madre.

Mientras Old Goat ascendía torpemente por la cuesta, Rossie subía todavía más arriba, andando a cuatro patas, con su cría agarrada a la parte baja del pecho. Al llegar al lugar donde descansaba su compañera, Old Goat se sentó apoyándose en la pendiente, con su parte ventral dirigida hacia mí. Aflojó su brazo izquierdo y dejó a la vista un recién nacido, del que colgaban unos diez centímetros de cordón umbilical. El bebé tenía las manos muy dobladas sobre sus muñecas y los pies colgantes y fláccidos. Old Goat miró a su hijo con atención, casi con curiosidad, antes de acariciarlo con la nariz y atraerlo hacia sí.

Mientras la madre descansaba, la cabeza de la cría colgaba a un lado como si estuviera unida al cuerpo por una cinta de goma. En el mismo instante en que Old Goat se levantó para trasladarse hacia el resto del grupo, la cría tensó, casi en un espasmo, todo su cuerpo, enderezó la cabeza y automáticamente se agarró a los pelos del vientre de la madre con sus larguiruchos dedos. Mientras Old Goat trepaba, pude darme cuenta de que caminaba con paso delicado, gracias al cual ayudaba con la parte interior de los muslos a que su hijo no se cayera; este comportamiento constituye una forma típica de locomoción de las madres experimentadas, lo cual indicaba que esta hembra ya había parido antes, aunque no tenía ningún tipo de relación próxima con los dos inmaduros del grupo 4, Digit y Papoose, ni era suficientemente vieja como para ser la madre de ninguna de las hembras jóvenes, ya adultas. Mientras la contemplaba al reunirse con sus compañeros, que descansaban en dicho momento, bauticé a su hijo Tiger (tigre), convencida de que cualquier descendiente de Old Goat haría honor a ese nombre. Al mismo tiempo, al recién nacido de Rossie lo llamé Simba, palabra swahili que significa «león».

* * * *

Tiger y Simba fueron los primeros de los 42 gorilas que nacerían entre los 96 miembros de los cinco grupos en estudio de Karisoke durante los años siguientes. Al igual que la mayoría de dichos recién nacidos, las crías de Rossie y de Old Goat mostraban características físicas y de comportamiento típicas.

El color de la piel del cuerpo de un gorila recién nacido es, por lo general, gris rosado, y puede tener zonas de color rosa más intenso en las orejas, palmas de las manos o plantas de los pies. El color del pelo del cuerpo oscila entre el castaño y el negro y escasea bastante, excepto en la parte dorsal. El pelo de la cabeza es a menudo negro azabache, corto y liso; la cara es arrugada y con la región nasal muy prominente, de modo que recuerda vagamente el hocico de un cerdo. Las orejas son también prominentes, al igual que la nariz, pero los ojos suelen permanecer entornados o cerrados durante su primer día de vida. Las piernas son finas y larguiruchas, y los dedos están muy doblados, excepto cuando se agarran al pelo abdominal de la madre. Las extremidades pueden tener un movimiento espasmódico involuntario, en especial cuando buscan el pezón. Pero, aparentemente, la mayor parte del tiempo las crías de gorila duermen.

Durante el primer mes de vida, las mamadas duran apenas unos cincuenta segundos. En dicho período, mientras succionan, la cabeza, por lo general, se ve agitada por movimientos de búsqueda o de hurgamiento en el vientre de la madre. En el primer año no se observa una preferencia marcada por uno u otro pecho. Pero conforme crecen, las crías emplean casi el doble de tiempo en el pecho izquierdo que en el derecho. El recién nacido es transportado siempre en posición ventral cuando la madre se desplaza. Cuando ésta se sienta, lo mece contra su pecho o lo deja en el regazo. Estimé el peso de los recién nacidos en cerca de un kilo y medio, fracción infinitesimal del de un adulto.

El grupo 4 se trasladó más lentamente de lo habitual, descansando durante períodos más largos, comportamiento típico después de que se produzcan alumbramientos. Esto me alegró, porque Whinny tenía grandes dificultades en seguir a su grupo, aunque éste ya había aminorado con anterioridad el paso para ayudarlo. Cuando Tiger y Simba cumplieron dos meses, Whinny sufría largos y agobiantes accesos de tos, que oscilaban entre lastimosos jadeos y discordantes gruñidos. Tras estos accesos, el viejo macho se quedaba temblando, con los ojos cerrados y la boca fruncida por una expresión de dolor. Sólo Old Goat, alerta como siempre, se sentaba junto a él y lo contemplaba a menudo con gran preocupación, aunque Whinny parecía no enterarse de lo que pasaba a su alrededor.

Un día encontré a Whinny durmiendo solo, completamente insensible a los ruidos que tanto el porteador como yo habíamos provocado en la vegetación mientras seguíamos la pista del grupo 4. Me senté a unos cinco metros de distancia, observando durante casi dos horas al macho de dorso plateado mientras dormitaba. Descansaba sobre su estómago, posición poco normal, con la cabeza hacia abajo para facilitar su trabajosa respiración. Al despertarse, arrancó, aletargado, unas pocas hojas de cardos antes de seguir con gran debilidad la pista del grupo 4, que conducía hacia la zona alpina, región de gran altitud que pronto le estaría vedada por su mala salud.

En mayo de 1968, Whinny no tenía fuerzas para continuar con su grupo, que entonces recorría las laderas de la montaña. El viejo macho se quedó solo en el collado adyacente al monte Visoke, en el cual, según las observaciones realizadas, nunca había vivido el grupo 4. Vagaba en círculos cada vez más reducidos, comía poco y dedicaba la mayor parte del tiempo a descansar. Durante el último mes de su vida, apenas se desplazaba más de quince metros al día, zigzagueando del abrigo de un árbol al de otro, y dejando tras de sí enormes cantidades de excrementos diarreicos. Los rastreadores y yo establecimos diariamente contactos ocultos con Whinny para proteger los últimos días del moribundo macho de dorso plateado contra los cazadores furtivos que pudieran encontrarlo en su camino. Nunca se percató de nuestra presencia ni dio señales de oír ninguno de los distantes gritos de ira de sus compañeros, ocasionados por las refriegas cada vez más frecuentes del grupo 4.

El 3 de mayo de 1968 fue hallado el delgado cuerpo de Whinny en su cama, catorce ramas dispuestas cuidadosamente a su alrededor. Fue la segunda muerte acaecida en los grupos en estudio de Karisoke. Los hombres y yo atamos su cuerpo a una camilla de troncos para bajarlo por la montaña hasta Ruhengeri, con el fin de practicarle la autopsia. Por el examen de los órganos supimos que Whinny padecía de peritonitis, pleuresía y neumonía avanzadas. Más adelante, el análisis del esqueleto demostró la existencia de gran cantidad de agujeros pequeños en el lado derecho del cráneo, lo que indicaba una infección muy extendida, posiblemente meningitis.

Tras la muerte de Whinny, Old Goat tomó el mando; determinaba la dirección y velocidad de movimiento del grupo 4 en sus desplazamientos, resolvía las disputas internas, e incluso se golpeaba el pecho o me dirigía acciones intimidantes cuando intentaba establecer contactos abiertos. Al principio, Old Goat era apoyada sólo de vez en cuando por Uncle Bert, que tenía unos cinco años menos que ella, y que aparentemente estaba poco seguro de las responsabilidades que había heredado al morir Whinny. El afable gorila joven dorsicano se interesaba más en jugar con los miembros más jóvenes del grupo, a los cuales atraía mucho.

En una ocasión, estando escondida, vi a Digit, que tendría entonces unos cinco años y medio, echarse en las rodillas de Uncle Bert, como un cachorro necesitado de cariño. Éste, sentado perezosamente al sol, se había dado cuenta del acercamiento de Digit y, arrancando con gran rapidez un puñado de siemprevivas (Helichiysum) blancas, las movía de acá para allá sobre el rostro de Digit como si intentara hacerle cosquillas. Esto provocó fuertes risas y una amplia sonrisa por parte del pequeño Digit, que rodó sobre el cuerpo de Uncle Bert, abrazándose a sí mismo con éxtasis, antes de escapar corriendo a buscar compañeros de juego más a su medida. Me alegré al comprobar que el pequeño Digit había sufrido sólo un breve período de abatimiento tras la ausencia de Whinny, pues pronto estableció estrechas relaciones con otros miembros de su grupo, en particular con las cuatro hembras jóvenes, que seguramente eran sus hermanastras.

El juego, junto con el comportamiento sexual, es una de las primeras actividades que quedan inhibidas por la presencia de un observador hasta que los gorilas están suficientemente habituados. Esto ocurre sobre todo con el comportamiento lúdico de las crías, por la extrema protección que les dispensan sus progenitores durante los dos primeros años de vida. Pero, cuando yo los conocí, Digit y sus hermanastras eran adultos jóvenes, por lo que apenas se les vigilaba en sus juegos. La libertad de éstos dependía en gran manera del tipo de contacto que yo entablaba con el grupo. Durante los contactos encubiertos, cuando el grupo 4 no sabía que los observaba, Digit y sus jóvenes hermanastras se enfrascaban en largas sesiones de lucha y de persecuciones a distancias de hasta diecisiete metros de los nidos diurnos de los adultos. La constante repetición de sus acciones parecía casi deliberada, simplemente para provocar una respuesta de sus compañeros. Uno a uno se iban agotando y a continuación se situaban junto a los miembros más viejos del grupo para descansar un rato. Durante los contactos al descubierto, en que los miembros del grupo sabían que estaba presente, gran parte del comportamiento lúdico de los inmaturos consistía en reacciones de respuesta, como golpes en el pecho o en el follaje, o pavoneos. Cada uno de los individuos parecía empeñado en superar al otro en sus acciones para llamar la atención. Su excitación era muy contagiosa, y muchos días me hubiera gustado unirme a ellos en sus aventuras, no pudiendo hacerlo hasta que perdieran el recelo por mi presencia.

Un día, el grupo 4 estaba cruzando una alta ladera herbácea con varias hileras de Senecio gigante, altos centinelas con un solo pie de la zona alpina. Guiados por Uncle Bert, los cinco jóvenes iniciaron alegremente un juego parecido al de las cuatro esquinas, utilizando a los senecios como postes. Corriendo de un árbol a otro, cada uno de los animales abría sus brazos para cogerse al tronco y daba un rápido giro antes de repetir la misma maniobra con el árbol siguiente de la línea. Los gorilas, al ir desparramándose por la colina, parecían plantas rodantes, y sus travesuras acabaron en una gran y multitudinaria confusión de robustos cuerpos y de ramas rotas. Una y otra vez, Uncle Bert condujo juguetonamente a la pandilla de nuevo arriba de la pendiente para volver a girar sobre los restos de árboles astillados.

La primera indicación que tuve de que el joven gorila de dorso plateado tenía idea de la otra cara, más seria, de la vida, fue inmediatamente después de la muerte de Whinny, un día en que Amok intentó volver al grupo 4 tras varios meses de merodear cerca de él. Arriba, en las vertientes del Visoke, se oyó una violenta algarabía de gritos y rugidos. Mientras trepaba en la dirección de donde procedían distinguí a Uncle Bert corriendo rápidamente hacia los miembros de su grupo, antes de que todos huyeran lejos de mi vista.

Habían dejado una gran zona de vegetación pisoteada y salpicada de sangre, donde, debajo de un árbol, Amok permanecía sentado, inmóvil y con los brazos caídos con la cabeza descansando sobre su pecho. Unos minutos después, Amok alargó la mano para coger unos cuantos Galium, con la cara deformada por una terrible expresión de dolor. Lentamente empezó a lamer el dedo índice de la mano derecha, pasándoselo repetidamente de la clavícula a la boca. Sólo cuando dejó caer el brazo pude ver que tenía todo el pecho cubierto de sangre, procedente de un profundo mordisco, de unos nueve centímetros de longitud, localizado en la base del cuello. Durante el resto de la tarde, Amok se dedicó alternativamente a descansar o a limpiar cuidadosamente su herida. Al acercarse el crepúsculo, construyó laboriosamente su nido para pasar la noche. Desde ese día en adelante, y durante los seis años siguientes, no se volvió a ver jamás al enfermo macho de dorso plateado mezclarse con los miembros del grupo 4.

* * * *

Dos semanas después de este encuentro, el grupo 4 tuvo su primera escaramuza con el grupo 8 de Rafiki, que por aquel entonces estaba formado sólo por machos. Uncle Bert no tenía ningún tipo de posibilidades frente a la banda de solteros y demostró su inexperiencia realizando nerviosas carreras entre los miembros del grupo 8. El aprendiz de jefe no era todavía diestro en las tácticas más sutiles de evitación —como los despliegues de pavoneo o de golpes en el pecho— y tuvo mucha suerte en salir de la situación con heridas de poca importancia. El grupo 4, con su inexperto cabecilla y cuatro hembras adultas y jóvenes, todos a punto de alcanzar la madurez sexual, iba a convertirse en blanco frecuente de las refriegas entre distintos grupos, en particular con el 8, formado sólo por machos.

La tercera de las hembras adultas más viejas del grupo 4, Mrs. X, dio a luz al último descendiente de Whinny, precisamente el mismo mes en que se produjo la muerte del viejo macho de dorso plateado. Al mismo tiempo, Flossie perdió a su hijo de siete meses por causas desconocidas. Para perpetuar el nombre de Simba, se lo adjudiqué a la cría hembra de Mrs. X. Diez meses después, Flossie tuvo el primer hijo de Uncle Bert.

Al igual que las madres humanas, las hembras de los gorilas muestran gran variabilidad en el tratamiento de sus crías. El contraste era especialmente notable entre Old Goat y Flossie. Flossie era muy despreocupada en el trato, espulgo y sustento de sus dos hijos, mientras que Old Goat era una madre ejemplar.

Cuando Simba, la primera cría de Flossie, desapareció, Tiger, de siete meses de edad, era un bulto saludable y resuelto en constante movimiento, cuya característica más notable era el pelo de su cabeza, largo, ondulado y de color castaño rojizo, que formaba rizos despeinados alrededor de su cara, colgando en bucles por debajo del cuello. Su rara melena llameante podía divisarse desde largas distancias, en fuerte contraste con el cabello negro azabache de Old Goat. Como es típico para su edad, Tiger tenía en el trasero un mechón blanco que le formaba como un ligero esbozo de rabo, sus ojos se estaban convirtiendo en la característica predominante del rostro, y pesaba unos cinco kilos. Normalmente se le observaba en el radio de acción de los brazos de Old Goat, y había empezado a desplazarse con regularidad sobre su espalda más que en los brazos. Sus tentativas de moverse con independencia eran todavía torpes y anárquicas. Como la mayoría de las crías de gorila de unos siete meses de edad, su sustento principal provenía de la leche materna. Sabía arrancar las plantas, pero todavía no había adquirido la técnica preparatoria de deshojar las ramas o de apelmazar las plantas trepadoras. La destreza de Tiger en estas actividades aumentó gracias a la observación constante de cómo se alimentaban los animales mayores que le rodeaban. Asimismo, al igual que las otras crías de gorila, Tiger no intentó jamás arrebatar la comida de los otros individuos, aunque su madre quitaba a menudo de su alcance excrementos u objetos no comestibles, como flores de brillante colorido. Él, como todos los gorilas de su edad que viven en libertad, obtuvo sus primeros pedacitos de comida de los restos de vegetación o de corteza caídos en el regazo de su madre. En octubre de 1969, cuando la segunda cría de Flossie tenía casi siete meses, la hembra más joven, Maisie, de una edad estimada en nueve años y medio, empezó a demostrar un interés cada vez mayor por aquella cría. Maisie se dedicaba a espulgar con frecuencia a la otra madre, para conseguir así el acceso a su hijito y poder también espulgarlo o abrazarlo. Flossie, cuyo parecido con Maisie era muy grande, se mostraba en extremo tolerante con ella; esto me hizo sospechar que entre ellas existía un parentesco próximo La madre nunca se opuso a que la hembra más joven se llevara a su hijo durante todos los períodos de descanso diurno para satisfacer sus inclinaciones maternales. Esta actitud se denomina, a menudo, «comportamiento de tía», término que implica una simple relación de afinidad. Permite a las crías acostumbrarse a otros adultos que no sean sus propias madres y facilita que las hembras nulíparas —que nunca han parido— adquieran experiencia maternal.

Uncle Bert reaccionaba de forma excesivamente protectora hacia su primer hijo, y con frecuencia intentaba separar a Maisie de Flossie, pasando a la carrera o golpeando a la joven hembra mientras adoptaba una postura bípeda. Sin yo saberlo, Maisie había sido también fecundada por Uncle Bert, pero aquélla defendía a Flossie mediante gruñidos o con mordiscos simulados al joven macho, que tenía todavía mucho que aprender sobre la forma de tratar a sus hembras. Maisie dio a luz después de casi un mes de gran interés por la segunda cría de Flossie. El parto fue aparentemente difícil, porque durante su transcurso Maisie construyó cuatro nidos nocturnos, separados algunos metros. En cada nido, así como en el trayecto entre ellos, había una cantidad anormal de sangre. Su cría nació muerta, y encontramos el feto intacto en el último nido. Al día siguiente, Maisie no mostraba ningún síntoma de debilitamiento, pero hasta tres años después no tuvo un nuevo alumbramiento.

Como la mayoría de los partos, el de Maisie fue nocturno. Normalmente los grupos de gorilas no se mueven durante la noche, y no es probable que los miembros de otro grupo se inmiscuyan durante el nacimiento. Las madres experimentadas paren, por lo general, en un solo nido nocturno, que suele quedar empapado de sangre y, a veces, de pequeños fragmentos de placenta. Las primerizas o las que tienen crías inviables, como ocurrió con Maisie, pueden construir hasta cinco nidos nocturnos sucesivos cercanos al centro del grupo.

Las gorilas que viven en libertad tienen una cría viable y comen siempre la mayor parte de la placenta, si no toda, pero la dejan intacta si las crías nacen muertas. Posiblemente, el comerse la placenta y después las heces de sus hijos, representa para las parturientas ciertas ventajas dietéticas o incluso antibióticas. El hecho de que las que están cautivas, es decir, viven en ambientes artificiales, por lo general sólo lamen la placenta o raras veces se la comen y de que no se ha observado, que yo sepa, que devoren las heces de sus crías, apoya esta idea.

Maisie fue de las primeras hembras en mostrar que los intervalos entre partos son más largos en las primíparas que en las multíparas. Esto se debe a la tendencia mostrada por las hembras más jóvenes a cambiar de macho antes de elegir a uno, al cual permanecerán unidas, por lo general durante toda su vida. Tales cambios hacen que las hembras más jóvenes tripliquen sus posibilidades de perder las crías por infanticidio con respecto a las hembras que se quedan en un grupo durante sus años fecundos. Además, las hembras que se han trasladado tienen que atravesar un período de formación de vínculos con su nuevo compañero, en cierta forma parecido a un período de cortejo, sobre todo si el macho ya tiene un harén o si está en camino de conseguir más hembras.

* * * *

En el tiempo del parto inviable de Maisie, Tiger tenía dos años y había desarrollado su propia personalidad, peculiar y simpática. A diferencia de la mayoría de crías, que a su edad pasan un 60% del tiempo fuera del alcance de los brazos de sus madres —a una distancia de unos dos metros y medio—, Tiger se deleitaba con la indulgente compañía de Old Goat. Sus semejantes más próximos de edad del grupo 4 eran: Simba, hija de Mrs. X, de dieciocho meses de edad: Papoose, de cuatro años y medio; y Digit, que en 1969 tendría unos siete años. A veces, cuando Tiger jugaba con cualquiera de los tres inmaduros, interrumpía inmediatamente sus juegos si Old Goat se alejaba para comer. Con una expresión de gran consternación, seguía sólo por el olfato las huellas de su madre a través de un laberinto de rastros de otros individuos para que lo acariciara y lo abrazara, aunque hubieran estado separados sólo media hora.

Tiger empezó a construirse nidos a mediados de 1970, cuando contaba dos años y medio, más tarde de lo habitual. Normalmente, a la edad de dieciocho meses, ya se les puede observar con cierta frecuencia aplastando pequeños tallos o intentando colocar remitas a su alrededor durante los períodos de descanso diurno. A los tres años, esta actividad requería unos cinco minutos, a causa de las constantes interrupciones ocasionadas por sus juegos con la vegetación. (La cría más joven observada que construía y dormía siempre en su propio nido tenía dos años y cinco meses, y su madre presentaba un estado de gestación muy avanzado.) Normalmente, los jóvenes continuaban construyendo pequeños nidos nocturnos unidos a los de sus madres durante un año después de la llegada de sus hermanos más pequeños. En dicho momento, independientemente de la edad en que habían empezado sus primeros intentos, tenían la suficiente práctica en la construcción de nidos para fabricar sus propias yacijas cerca de las de sus madres.

Las primeras intentonas que Tiger realizó para construirse un nido dejaban mucho que desear. Una tarde, cuando los adultos del grupo 4 se habían instalado confortablemente en sus yacijas vegetales, Tiger empezó, muy seguro de sí mismo, a doblar uno a uno los largos tallos de vegetación hacia su regazo. Colocado a cuatro patas, intentaba empujar los elásticos tallos debajo de su cuerpo, echándose rápidamente encima. La vegetación de Senecio, poco servicial, se tensaba de forma natural hasta la posición erecta; su pequeño cuerpo no podía controlar todos los tallos que había logrado romper. Tiger repitió el proceso cuatro veces hasta que la confianza en sí mismo dio paso a una frustración total. Empezó a arrojar los tallos que quedaban a su alrededor, tras lo cual se dedicó a saltar y a describir rápidos círculos, para desplomarse sobre su espalda, con los brazos y patas abiertos, en un último y absurdo esfuerzo de mantener en su lugar la indisciplinada vegetación. Unos segundos más tarde, con una mueca idiota, palmeó su cuerpo y las hojas mutiladas esparcidas, y agitó sus pies en el aire como si estuviera yendo en bicicleta. Entonces se levantó de un salto y miró con curiosidad a su alrededor. Con el labio inferior extendido, Tiger lo chasqueó una y otra vez como si se tratara de una gruesa cinta de goma, corriendo después hacia su madre, Old Goat, para instalarse en su pulido nido.

En agosto de 1970, cuando Tiger tenía casi tres años, se inició un período de doce meses de incrementos y pérdidas en el número de individuos del grupo 4, con tres nacimientos, tres muertes y tres emigraciones. Flossie perdió su primer hijo de Uncle Bert a los siete meses, por causas desconocidas. Por la edad de la madre y por sus costumbres maternales algo relajadas, pensé que la cría había tenido un accidente mortal. Unos veintisiete meses antes había perdido otro hijo de siete meses, también por causas desconocidas. Aquella desaparición y supuesta muerte se produjo en el momento en que Uncle Bert asumió el liderazgo del grupo 4, tras la muerte natural de su padre, Whinny. Puesto que las pérdidas infantiles pueden estar muy relacionadas con nuevos vínculos de parejas entre machos y hembras sexualmente maduras, pensé que el primer hijo de Flossie bien podría haber sido víctima de infanticidio.

Además, en agosto de 1970 la hembra primípara Petula trajo al mundo a su primer hijo, una hembra llamada Augustus, más que por su sexo, por el mes en que nació. La recién nacida era el tercer descendiente de Uncle Bert, pero el único superviviente. Tras el nacimiento de Augustus. Uncle Bert se quedó con tres hembras mayores (Old Goat, Rossie y Mrs. X) y tres hembras jóvenes sin hijos (Bravado, Maisie y Macho). Bravado fue la primera en irse. En enero de 1971, durante una escaramuza que no observamos, emigró al grupo 5. Este traspaso me sorprendió mucho, porque la hembra nulípara se introducía en un grupo ya establecido, con una jerarquía de hembras muy definida Bravado, como ejemplar joven que se unía al harén de Beethoven, compuesto por cuatro hembras mayores, no tenía posibilidades de mejorar su status ni el de cualquier hijo que tuviera de Beethoven.

El cuarto descendiente de Uncle Bert lo trajo al mundo Old Goat en abril de 1971, pero no sobrevivió y deduje que había nacido muerto. Varios días antes del nacimiento, Old Goat y Tiger, que entonces contaba tres años y cinco meses de edad, empezaron a desplazarse por el collado situado al oeste del Visoke, por delante del grupo y a distancias de hasta ochocientos metros. Uncle Bert, acompañado por los demás individuos, siguieron pacientemente a madre e hijo hasta una zona muy poco utilizada en dicho momento debido a las interferencias humanas. Old Goat parió lejos de las laderas del Visoke. Su parto se prolongó durante tres días y tres noches consecutivas, marcados por abundantes cantidades de sangre y tejidos que empapaban los nidos y las largas pistas de conexión entre uno u otro Tras el nacimiento, tuve sólo una visión momentánea de Old Goat arrastrando el cuerpo de la cría. Momentos después se produjo un violento y estridente altercado, y todo el grupo se retiró huyendo un kilómetro y medio hacia las vertientes del Visoke.

Durante casi una semana, el personal del campamento, Bob Campbell y yo buscamos el diminuto cadáver, pero todo fue en vano. Tras la pérdida de su hijo, los fuertes vínculos existentes entre Tiger y Old Goat se hicieron incluso más fuertes. Tiger volvió a un comportamiento casi infantil. Old Goat le dejaba mamar la leche destinada a su hijo muerto, así como desplazarse subido a su espalda, aunque pesaba unos veinte kilos, dedicándose además a espulgarlo intensamente durante largos períodos. Su imperiosa necesidad de estar cerca de Tiger, incluso mientras comía o durante sus desplazamientos, produjeron el aislamiento de la hembra de las relaciones con otros miembros del grupo 4, la mayoría de los cuales estaban ocupados con las nuevas modificaciones surgidas en el grupo.

Un día, después del parto infructuoso de Old Goat, mientras el grupo 4 volvía hacia las laderas del Visoke, más seguras, se toparon con el enfermizo Amok, que desde su altercado con Uncle Bert, ocurrido casi tres años antes, vagaba solo principalmente por la parte occidental del collado. Cuando el grupo 4 retomaba a la montaña, la vieja Mrs. X, posiblemente incapaz de seguir al grupo, fue vista con Amok. La asociación, que sólo duró dos meses, tenía un aspecto extraño pero compatible, porque los dos animales estaban enfermos, comían poco y se desplazaban con lentitud.

Tras el abandono de Mrs. X, su hija Simba, de treinta y siete meses, cambió repentinamente, y de ser una cría feliz, amistosa y sociable se convirtió en otra, lastimosa, introvertida y enfermiza. Pasaba los días y las noches acurrucada junto a Uncle Bert, rechazaba todas las solicitudes de juego, y empezó a comer sus propios excrementos. El joven macho, que iniciaba entonces su cuarto año como jefe del grupo 4, respondió perfectamente al desamparo de Simba. Como si fuera una madre, la espulgaba, compartía su nido con ella y la protegía escrupulosamente del resto de gorilas jóvenes, que lo único que querían era jugar con la desalentada cría.

En mayo de 1971, la anciana Mrs. X retomó al grupo, acompañada por Amok. Éste se quedó a unos cien metros del grupo y empezó a intercambiar golpes en el pecho y rugidos con Uncle Bert, que se prolongaron durante casi todo un día. Amok no hizo ningún intento de seguir al grupo 4 para recuperar a Mrs. X, sino que volvió al collado. Durante los tres años siguientes, fue observado intermitentemente, cada vez más débil y siempre solo. Cuando al fin desapareció, deduje que había muerto, aunque nunca encontramos su cuerpo en el amplio collado por el que había vagado durante sus últimos años.

Tras la vuelta de Mrs. X al grupo 4, Simba volvió a ser la misma criatura juguetona de antes, y no mostró ninguna secuela psicológica del período de dos meses en que fue privada de su madre. Simba había sido casi destetada del todo en el momento de la separación, por lo cual deduje que la principal causa de su desaliento era la falta de contacto corporal con su madre más que la imposibilidad de mamar.

Cuando Mrs. X retomó al grupo 4, saltaba a la vista que estaba muy enferma. Veintitrés días después desapareció. Buscamos exhaustivamente su cuerpo, pero fue en vano. A causa de su larga enfermedad, la di por muerta.

En realidad, los esqueletos de muchos de los gorilas desaparecidos y dados por muertos durante nuestras investigaciones en los Virunga nunca se han encontrado a pesar de la frecuencia con que muchísimos investigadores y rastreadores han recorrido toda la zona de estudio. Esto es comprensible si se considera la inmensidad de la selva, la capacidad regeneradora de la vegetación y la naturaleza escarpada de los Virunga. Además, los animales moribundos intentan a menudo esconderse en los troncos vacíos de las Hagenia, con lo cual complican la difícil búsqueda de sus cuerpos.

Al desaparecer su madre, Simba volvió a meterse en su concha, y sólo reaccionaba ante Uncle Bert, que reasumió de inmediato su papel de atento guardián. A pesar de las persistentes sesiones de espulgo del macho de dorso plateado, la huérfana, de tres años y dos meses, sufría al parecer la falta de cuidados maternales. Su pelo perdió brillo, su mechón de la zona anal, antes blanco, estaba muy sucio, y los ojos y la nariz goteaban con frecuencia. El signo externo más patente de la carencia de afecto maternal en Simba fue el aspecto picado y casi carcomido de sus pies. Sin su madre, Simba no tenía la posibilidad de viajar a cuestas. Ni Uncle Bert, ni otros dos machos de dorso plateado de otros grupos que tomaron a su cargo a sendos animales huérfanos de tres y cuatro años de edad, fueron nunca vistos transportándolos a cuestas, ni tan siquiera durante períodos de desplazamientos rápidos. En aquellos momentos, cuando Simba se retrasaba del grupo, sólo su hermanastro Digit la esperaba para ayudarla; y los dos iban juntos a reunirse con sus compañeros.

Un año después de la muerte de su madre, Simba empezó a construir sus propios nidos, apilando burdamente las hojas en pequeños montículos y sin ningún tipo de intención de darles una distribución circular. Su técnica se parecía a la de los gorilas de dos años, a pesar de que ya tenía más de cuatro años, y sus obras no ofrecían ningún tipo de protección contra el frío ni la humedad de la montaña. Casi siempre acudía junto a Uncle Bert por la noche, si las temperaturas eran muy bajas. Durante todo un año, el joven macho le prodigó ininterrumpidamente sus esmerados cuidados. Esta atención desmesurada aumentó la confianza de Simba en sí misma hasta el punto de convertirla en una hembra joven bastante mimada. Si tenía la más mínima trifulca en sus juegos con Augustus, Tiger o Papoose, Simba sólo tenía que lanzar un chillido para que Uncle Bert se presentara en seguida para meter en cintura con gruñidos o falsos mordiscos a los perplejos compañeros de juego de su protegida.

Los primeros y tímidos intentos de juego de Simba fueron suavemente estimulados por Papoose, de siete años de edad, tres más que ella. La huérfana, sin embargo, dudaba en unirse a sus juegos. Disimulaba acercándose al lugar del juego hasta unos tres metros, donde se sentaba y empezaba a espulgarse con constancia. Esta actividad le permitía contemplar de cerca a los otros animales sin verse obligada a participar.

Uncle Bert utilizó una vez una artimaña parecida con los seres humanos cuando Simba ya tenía la suficiente confianza en sí misma para mostrar curiosidad hacia nosotros cuando la observábamos. Tratando de intervenir entre su protegida y los seres humanos, el macho bostezó —como si intentara demostrar su desinterés—, fingió que comía y echó a andar hacia nosotros antes de lanzar un sonoro e intencionado rugido que provocó la retirada repentina de Simba. Uncle Bert volvió entonces al grupo, tras nuestra también obediente retirada.

* * * *

Sin lugar a dudas, el joven líder había realizado grandes progresos en cuanto a aceptar responsabilidades para mantener la cohesión del grupo 4 y la protección de sus miembros Sin embargo, su madurez no parecía tan clara cuando, en junio de 1971 —el mismo mes de la muerte de la madre de Simba—, las dos restantes hembras jóvenes adultas, Maisie y Macho, emigraron hacia el grupo 8 de Rafiki durante una violenta pelea. En aquel momento me pareció que Uncle Bert había perdido a dos competentes candidatas reproductoras, y no tomé en consideración que el grupo 8, que estaba formado entonces por Rafiki, Samson, Geezer y Peanuts, había ganado dos hembras fértiles muy necesarias. Además, dicho traspaso acrecentó el rango social de Macho y Maisie, ya que la jerarquía femenina del grupo 4 había estado dominada por Old Goat y Flossie.

Durante un período de cuatro años de observaciones, el grupo 4 sobrevivió a muchos cambios profundos. Perdió a su jefe Whinny por causas naturales. Los lazos de sangre permitieron que el hijo mayor de Whinny, Uncle Bert, mantuviera unido al grupo con la ayuda de la hembra más dominante, Old Goat. No fue un milagro que el grupo 4 pudiera sobrevivir como una unidad social íntegra; simplemente constituyó una demostración palpable del papel que desempeñan los lazos de sangre en las sociedades de gorilas. Las hembras jóvenes sexualmente maduras del grupo 4 fueron raptadas por machos adultos de otro grupo, y, tras este altercado, Uncle Bert adquirió más experiencia sobre cómo controlar a su grupo. Y, por último, el macho de dorso negro Digit empezó a iniciarse en las responsabilidades del liderazgo, tal como lo había hecho Uncle Bert con anterioridad. En junio de 1971, el futuro del grupo 4 parecía asegurado.

Capítulo 10
Aumento de la estabilidad: grupo 4

Con las emigraciones, en 1971, de Bravado, Maisie y Macho, Digit perdió a tres hermanastras, sus compañeras de juego durante su transición de joven a macho inmaduro de dorso negro. Tenía casi nueve años de edad, y era demasiado viejo para jugar con Augustus, de un año, Simba, de tres años y cuatro meses, Tiger, de tres años y nueve meses, o Papoose, de cinco años; y no lo suficientemente mayor para relacionarse estrechamente con las hembras grandes del grupo, Old Goat, Flossie y Petula. Quizá por estas razones, Digit se sintió más atraído por los humanos que otros gorilas jóvenes de los grupos en estudio que disponían de hermanos y compañeros de la misma edad.

Tenía la sensación de que Digit esperaba ansiosamente los contactos cotidianos con los observadores de Karisoke para entretenerse. Con el tiempo demostró que podía diferenciar entre varones y hembras, atacando y golpeando en broma a los hombres y comportándose casi con timidez frente a las mujeres. Siempre era el primer miembro del grupo 4 que se acercaba a ver quién había llegado. Parecía encantarle que llevara gente extraña, entonces me ignoraba por completo y se dedicaba a investigar a los nuevos visitantes, oliéndolos o tocando ligeramente su ropa y sus cabellos. Cuando estaba sola, muchas veces me invitaba a jugar echándose de espaldas, agitando sus rechonchas patas en el aire y mirándome con una sonrisa como si dijera: « ¿Cómo puedes resistirte a mis encantos?» Me temo que en aquellos momentos se desvanecía mi objetividad científica.

Al igual que a Puck, del grupo 5, a Digit le fascinaban los termos, libretas, guantes y material fotográfico. Siempre examinaba, olía y manipulaba todo cuidadosamente, y a veces devolvía incluso los objetos a sus propietarios. Esta devolución no se debía a ningún tipo de reconocimiento de propiedad, sino sólo al disgusto que le ocasionaba el montón de bártulos humanos a su alrededor.

Cierto día, llevé al grupo 4 un espejito de mano y lo instalé en la vegetación, donde Digit pudiera verlo. Se acercó muy decidido, se apoyó en sus brazos y olfateó el vidrio sin tocarlo. Cuando el joven de dorso negro vio su imagen reflejada, con los labios fruncidos, la cabeza erguida y una mueca burlona bailándole en la cara, dio un largo suspiro. Continuó tranquilamente con la mirada fija en su reflejo y alargó la mano tras del cristal para «tocar» el cuerpo de la figura situada delante de él. Al no notar nada se quedó quieto, se contempló durante cinco minutos, suspiró de nuevo y se fue. Muchas veces me ha dejado perpleja la aceptación y el aparente placer de Digit al contemplar atentamente su imagen. Sería arriesgado por mi parte creer que se reconocía. Quizá la ausencia de indicios reconocibles con el olfato le dio la pista de la ausencia de gorilas.

El Departamento de Turismo ruandés, intentando atraer visitantes al Parque de los Volcanes, me pidió la fotografía de un gorila para un cartel publicitario. Ya que me hallaba en su país en calidad de huésped, accedí a la solicitud, de la misma manera que varios años antes había proporcionado a correos de Ruanda algunas imágenes para que sirvieran de modelo para la primera serie de sellos ruandeses dedicada a los gorilas del Parque de los Volcanes Seleccioné para la oficina turística una diapositiva de mi adorable Digit. Muy pronto grandes carteles a todo color de Digit, comiendo las hojas de una rama, llenaron Ruanda —hoteles, bancos, la oficina del Parque, el aeropuerto de Kigali— y las agencias de viajes del mundo entero. El texto del cartel, traducido a distintas lenguas, decía: « ¡Ven a Ruanda a verme!» Experimenté sentimientos contradictorios al contemplar por vez primera los carteles pegados por todo el país. Hasta aquel momento, Digit había sido un perfecto «desconocido»; era, simplemente, un macho joven que iba creciendo en su grupo natal. De repente, su cara lo invadía todo. No podía menos que pensar que nuestra intimidad estaba a punto de ser asaltada. Evidentemente, no quería que el público viniera en tropel a ver el grupo 4, especialmente en un momento en que prometía convertiste, al fin, en una unidad familiar segura y completa.

En agosto de 1971, Flossie dio a luz a Cleo, engendrada por Uncle Bert, exactamente un año después de la desaparición de su primera cría. Cleo vio el mundo por vez primera a unos cientos de metros de distancia del lugar en que Flossie alumbró a Simba en 1967, cría que desapareció a los siete meses de edad. La zona, denominada Birth Gully, ofrece una visibilidad máxima sobre el terreno circundante Como la loma se levanta en el centro de un amplio barranco de abrupta pendiente, su acceso es muy difícil, al menos para los seres humanos.

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Titus, de dos semanas de vida, es llevado en una posición protegida pegado al pecho de su madre, Flossie. Las crías pueden viajar en esa posición hasta los cuatro meses, edad a la que empiezan a montar sobre la espalda de su madre.

Flossie demostró por vez primera gran diligencia maternal con Cleo, el segundo hijo superviviente de Uncle Bert, de los cinco que había engendrado. Relacioné las nuevas atenciones de Flossie hacia su hijo con la mayor estabilización del grupo 4 bajo el liderazgo, cada vez más eficaz, de Uncle Bert, así como al aumento de la protección y ayuda que éste dispensaba a las crías de su manada. Aunque el joven macho, en proceso de maduración, iba adquiriendo experiencia en el gobierno interno del grupo, tenían que transcurrir varios años y muchas escaramuzas antes de que empezara a demostrar cierta habilidad durante las refriegas con otras unidades sociales.

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A los gorilas habituados a los observadores humanos les gustaba jugar con ellos. Pero este proceder interfería a veces en la observación de su comportamiento normal.

En octubre de 1971, el grupo 4 se topó con el 5 en el extremo suroriental de su territorio. En el curso del encuentro, que duró dos días, Bravado, que se había trasladado unos diez meses antes al grupo 5, fue reconocido por sus antiguos compañeros. Todos ellos, aparte las crías, la reconocieron al instante. Digit y Papoose jugaron con gran entusiasmo con Bravado y también con Icarus, Pantsy y Piper, el grupo 5. Su camaradería me dio alguna idea acerca de cómo los individuos de los grupos vecinos de gorilas se conocen durante sus años de formación, mucho antes de alcanzar la madurez sexual.

Por desgracia, las reacciones de Uncle Bert contra Beethoven eran muy impetuosas. El joven macho de espalda plateada, ayudado a menudo por Digit, dirigía numerosos y frenéticos despliegues hacia su contrincante. Sin preocuparse de mantener a los miembros de su grupo a una distancia prudencial de Beethoven, cargaba con gran excitación justo en medio de su propia familia. Esto provocó la huida de hembras y jóvenes, y puso en peligro la seguridad de sus crías: Augustus, de cinco meses, y Cleo, de dos. Cada vez que Beethoven atacaba, Augustus, a espaldas de su madre, aplastaba aterrorizada su cuerpo contra el de Petula, se cogía con fuerza y lanzaba fuertes gritos mientras los miembros del grupo se retiraban en desorden. Cleo, trasportado ventralmente por Flossie, dormía durante la mayor parte de la refriega. Old Goat, con una expresión muy severa, conducía finalmente a los jóvenes y hembras lejos de la pelea. La tarde del segundo día del encuentro, Beethoven sacó con firmeza a Bravado del grupo 4 y la recuperó para el 5. Uncle Bert, en un pueril intento de decir la última palabra, tras la salida de su contrincante empezó a pavonear, seguido de Tiger, Simba y Papoose, que imitaban divertidos el exagerado contoneo del joven líder.

Durante estos dos días me maravillaron, en gran manera, las diferencias de comportamiento de ambos machos. En otro tiempo, muchos años antes de mi entrada en escena, el mismo Beethoven debía haber sido tan torpe en el gobierno de los miembros del grupo 5 como lo fue Uncle Bert en aquel encuentro. La edad, unida a la experiencia, habían conferido a Beethoven la costumbre y la capacidad de controlar la situación sin necesidad de una agresión abierta e inútil. Estaba convencida de que sólo el tiempo permitiría a Uncle Bert enfrentarse con otros grupos de gorilas o con un macho solitario con tanta eficacia como Beethoven. Pero por aquel entonces el jefe del grupo 4 tenía mucho que aprender, al igual que los machos secundarios de ambos grupos: Digit, del 4, e Icarus, del 5.

Digit, aunque era todavía un macho de dorso negro, o sexualmente inmaduro, había empezado a asumir responsabilidades lo mejor que podía. En calidad de segundo macho, por orden de edades, del grupo 4, había respaldado a Uncle Bert durante el encuentro con el grupo 5, a pesar de que se apreciaba con claridad que se sentía intimidado por Beethoven y, al mismo tiempo, muy excitado por la oportunidad de reanudar sus vínculos con Bravado. Aunque no pude determinar si había sido Digit u Old Goat quien había empezado a buscar la compañía del otro, de repente se hizo evidente que la hembra adulta toleraba muy bien la proximidad de Digit cerca de la zona límite del grupo. Esta situación representaba un gran beneficio para todos los miembros de aquella unidad social. Old Goat tenía con quien compartir las obligaciones de defensa del grupo; Digit adquiría un papel en su grupo natal; y Uncle Bert tenía dos «guardianes» en vez de uno para alcanzar la seguridad familiar.

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Durante los primeros meses de vida de las crías, la mayor parte de los juegos se desarrollan en contacto corporal con su madre o muy cerca de ella. En la foto, Cleo, de seis meses, tira del pelo de la cabeza de Flossie; su expresión facial denota un humor desbordante.

Las nuevas responsabilidades de Digit quedaron muy patentes cuando su grupo empezó a ocupar, a principios de 1972, los collados con mucha frecuencia. La utilización de la nueva zona representaba una forma de alejarse de los territorios superpuestos compartidos con los grupos 8 y 9, y además les proporcionaba gran variedad y abundancia de árboles y otro tipo de vegetación. A diferencia de las laderas de las montañas, los collados, de superficie relativamente llana, limitaban la visibilidad de la zona circundante durante los desplazamientos y períodos de descanso del grupo 4; por esta causa Digit y Old Goat reforzaron su alianza para la protección y defensa del grupo.

Digit, al ayudar a Uncle Bert durante las refriegas con otras sociedades de gorilas corría el riesgo de ser herido por machos más experimentados y viejos, en especial por los del grupo 8. En marzo de 1972, tras una escaramuza con este grupo de la que no fuimos testigos, Digit recibió varios mordiscos importantes en la cara y el cuello. Durante más de cuatro años, la profunda herida del cuello supuró un líquido pestilente. La localización de la lesión impedía que el gorila pudiera limpiársela con la lengua. Lo único que Digit podía hacer era sacar el exudado con el dedo índice y después lamerlo, lo cual explicaba, sin lugar a dudas, la cronicidad de la infección.

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Flossie lanza unos gruñidos suaves —vocalización disciplinaria— a unos jovenzuelos que quieren jugar con su hija Cleo, de seis meses.

Durante más de cuatro años, todo su cuerpo desprendía un olor acre; además, el macho expelía con frecuencia grandes cantidades de gas, y tenía abundantes náuseas. Junto a la apatía y decaimiento que empezaban a embargarle, adoptó un aspecto jorobado y anguloso, como si estuviera siempre a punto de sentarse.

Digit sólo recuperaba su estado de actividad normal los dos o tres días de cada mes en que Papoose, de siete años de edad, estaba en celo. Uncle Bert no se interfirió jamás en las cópulas del joven macho y la hembra sexualmente inmadura, pero cuando Old Goat volvió a tener estros, a mediados de 1972, no toleraba la proximidad de Digit. En esos períodos, podía verse al joven macho solo, en la periferia del grupo, balanceándose de un lado a otro, en lo que parecía ser un acto de masturbación, aunque nunca pudo comprobarse.

Durante varias de las escaramuzas del grupo 4 con el 8, en que la separación entre ambos era inferior a treinta metros, Papoose y Simba abanderaban su grupo durante breves períodos para jugar con gran entusiasmo con Peanuts y Macho, con gran preocupación de Digit. Uncle Bert y Rafiki demostraron total indiferencia por los movimientos de las dos hembras jóvenes. Lo atribuí a la inmadurez sexual de Papoose y Simba, y a la edad avanzada de Rafiki, cuyo interés sobre nuevas hembras había disminuido.

A medida que avanzaba la madurez sexual de Digit disminuía el atractivo que sentía por los observadores humanos, debido a su papel de centinela del grupo y de potencial reproductor. Este comportamiento despejó mis temores de que Digit se volviera demasiado antropófilo. Justamente en aquel tiempo, el joven gorila adquiriría popularidad mundial gracias al cartel del Departamento de Turismo.

* * * *

Tiger, al igual que Digit, desempeñaba también un papel en el aumento de cohesión del grupo 4. A sus cinco años, el joven gorila se hallaba rodeado por compañeros de su edad, una madre amantísima y un jefe de grupo muy protector. Individuo contento y equilibrado, su entusiasmo por la vida era casi contagioso para los demás animales de su grupo. A menudo expresaba su bienestar con una «mueca» facial característica. Como si se tratara de una persona que intentara hacer un globo con un chicle, contorsionaba la boca, que se ensanchaba de manera casi increíble, arrugaba la nariz y entornaba, o incluso cerraba, los ojos. A diferencia de Digit, Tiger raras veces buscaba la compañía de los observadores. Sólo cuando su energía, aparentemente infinita, agotaba a sus compañeros, agradecía imperturbable la presencia del hombre. Siempre más interesado por la acción que movido por la curiosidad, le encantaba un juego en que ambos participantes, el observador y él, tiraban de uno de los extremos de un palo hasta conseguir arrebatárselo, y disfrutaba claramente de la sensación de toma y daca, sobre todo cuando lo soltábamos y causábamos la caída de Tiger sobre su espalda; entonces se reía de buena gana antes de volver a repetir la operación.

La compañera favorita de juego de Tiger era Papoose, de siete años y medio, que comenzaba a entrar en las desazones de la adolescencia. Sus juegos rudos con Tiger no eran precisamente un signo de feminidad; pero el pequeño Simba despertaba ya sus instintos maternales. Las interacciones sexuales de la joven hembra con Digit empezaban a adquirir preferencia sobre todo lo demás. Papoose buscaba también la compañía de Petula, la hembra de rango inferior del grupo 4. Su parecido físico y la fuerte unión entre ellas hacían pensar en que muy posiblemente eran hermanastras. Petula me recordaba mucho a Liza, del grupo 5; las dos ocupaban el último puesto del escalafón femenino, su proximidad no era muy bien tolerada por las hembras mayores de sus respectivos grupos, y ambas tenían crías muy revoltosas. Petula mostraba un comportamiento maternal contradictorio. Muchas veces, después de haber reñido con Flossie u Old Goat, descargaba su enojo sobre su hija Augustus. Siempre que su madre le gruñía o le propinaba falsos mordiscos sin razón aparente, Augustus arrugaba la cara en una mueca expresiva y empezaba a lloriquear. Cuando aumentaba la intensidad de sus quejidos, Petula volvía a castigar a su hija. Durante su primer año, Augustus ideó un repertorio poco corriente de juegos solitarios en los árboles, probablemente a causa de los irregulares cuidados de su madre y del rechazo de sus compañeros de mayor edad. Sus acrobacias en su selvático gimnasio casi devastaron bosquecillos de jóvenes Vemonia. De los gorilas que yo observaba, era el único que utilizaba con frecuencia las copas de los árboles para localizar a otros animales, en particular a Petula, cuando se hallaban ocultos tras el alto follaje.

Cuando tenía dieciocho meses, Augustus descubrió que dando palmadas podía producir un sonido peculiar. Continuó aplaudiendo hasta los cinco años. No he observado jamás este comportamiento en ningún otro gorila libre, aunque no es raro entre los que viven en cautividad. A juzgar por las expresiones de sobresalto de los animales del grupo 4, el ruido producido al batir palmas era también nuevo para ellos. Augustus a veces casi se excedía en esta actividad. Podía sentarse y aplaudir sin parar durante un minuto, con una sonrisa bastante estúpida de satisfacción. (Algunos ejemplares jóvenes libres dan a menudo palmadas con las plantas de los pies, pero eso es debido posiblemente a razones táctiles más que auditivas.)

Cleo, a los seis meses de edad, se había convertido en una cría curiosa, que pasaba los largos períodos de descanso diarios gateando en el radio de acción de su madre, Flossie. En ese tiempo, Cleo sufrió una grave herida en el ojo por causas desconocidas. La lesión supuró durante casi dos años, hasta que finalmente cicatrizó. No parecía molestarle, y nunca se observó a Flossie curándosela.

Repitiendo las pautas seguidas con sus dos hijos anteriores, Flossie volvió a despreocuparse bastante de sus obligaciones maternales. Quedé, por tanto, muy sorprendida un día en que se abalanzó al lado de Cleo y arrojó dos trozos recientes de excrementos de Petula lejos del alcance de la cría. Me pregunté si la actuación de Flossie se debía a su instinto maternal o si constituía una manifestación de dominio sobre Petula, la hembra de rango inferior.

Cleo fue el último gorila nacido en el grupo 4 durante un período de tres años. A finales de 1973, las tres hembras adultas empezaban a regularizar sus estros y solicitaban la cópula a Uncle Bert. El joven jefe demostraba gran interés por Old Goat, deferencia frente a Rossie, y práctica indiferencia por Petula. Desde que iniciaba su lenta aproximación, Old Goat tardaba casi catorce minutos en llegar, con gran decisión, al lado de Uncle Bert para que la cubriera. Sus cópulas con ella eran más intensas y largas que las realizadas con Rossie o Petula. Uncle Bert montaba a Rossie con más entusiasmo cuando su período de fertilidad coincidía o se superponía con el de Petula. Ésta solía mostrar más coquetería que aquélla al ofrecerse a Uncle Bert, pero éste normalmente la espulgaba en lugar de cubrirla. De hecho, Augustus tenía ya tres años y cuatro meses cuando Uncle Bert volvió a copular con Petula, y aun así de forma ocasional.

Ocurre a menudo que cuando una hembra adulta se hace receptiva, se producen en su grupo muchísimos juegos sexuales sustitutivos. Rossie se dedicaba normalmente a montar al joven Tiger, super impasible a este proceder, y Petula era aceptada favorablemente siempre que escogiera a Flossie o a Old Goat para montarlas. La única que no fue jamás observada solicitando a otras hembras fue Old Goat. Tiger tenía seis años cuando su madre regularizó sus estros, en 1973. Demostraba gran interés por las actividades sexuales de Old Goat, pero nunca intentó entrometerse cuando Uncle Bert copulaba con ella. A esa edad Tiger empezó a exteriorizar cierto interés en montar a Simba o a Papoose, pero sólo si Digit, entonces de unos once años de edad, no se hallaba cerca.

Cuando Simba estaba a punto de cumplir los seis años, Digit empezó a montarla, y también a Papoose, sin que Uncle Bert se interfiriera, siempre que una de las tres hembras adultas estuviera receptiva en esos días. La edad y la diferencia de tamaño entre ellos hacían que las montas fueran bastante grotescas. El afable aspecto de Simba constituía un cómico contraste con la seria expresión facial de Digit, con los labios fruncidos.

* * * *

En enero de 1974, Uncle Bert empezó a seguir al grupo 8. En aquel momento, la sociedad del viejo Rafiki estaba formada por Peanuts, Macho, su hija Thor, de siete meses, engendrada por el líder, y Maisie, que se había unido al grupo 8 a mediados de 1971. La experiencia había convertido a Uncle Bert en un buen estratega, y consiguió recuperar a Maisie. Durante las primeras semanas después de su vuelta al grupo 4, Uncle Bert persiguió y golpeó a la joven hembra. Cuando un gorila hembra entra en una sociedad nueva, se convierte generalmente en blanco de nerviosos despliegues por parte del jefe, para reforzar su dominio sobre ella. El caso de Maisie era algo distinto porque aquél era su grupo natal, y conocía a todos los miembros menos a Cleo, de dos años y medio, nacido después de su marcha en 1971. Fue Cleo, especialmente, el que no aceptó con agrado la vuelta de Maisie, y a menudo le expresaba su antagonismo mediante gruñidos o infantiles cargas simuladas. Por otro lado, Augustus sólo tenía once meses cuando Maisie emigró, y se había convertido en una cría de tres años y cinco meses que buscaba siempre a la recién llegada con gran interés para espulgarse y jugar.

Maisie se quedó sólo cinco meses en el grupo 4. No logró integrarse, como se desprendía de los muchísimos gruñidos que le dirigían y de la gran distancia que mantenía con las hembras adultas del grupo: Old Goat. Flossie y Petula. En junio de 1974, Maisie inició una serie de traslados entre su grupo natal, el 8 y el macho solitario de dorso plateado, Samson, anteriormente del grupo 8, con el cual acabó instalándose.

Tras la muerte de Rafiki, en abril de 1974, Uncle Bert pasaba cada vez más tiempo cerca o en el interior del territorio del grupo 8. Un mes más tarde, los tres miembros restantes del grupo —Peanuts con Macho, que le hacía de guía, y el hijo de ésta, Thor, transportado ventralmente— tuvieron un violento altercado con el grupo 4. Uncle Bert mató a Thor. Tal como ocurre en la mayoría de los casos de infanticidio, éste se produjo también tras la muerte del líder del grupo de la cría, después de lo cual la madre se pasó al grupo del infanticida. Al matar a Thor, Uncle Bert eliminó una cría engendrada por un macho enemigo, ganó una hembra, Macho, para su propio grupo, y acortó el tiempo de espera para poder fecundarla. Este caso fue distinto de la mayor parte de los incidentes en que ocurren infanticidios, porque Uncle Bert no se llevó a Macho en los cinco meses siguientes al asesinato de Thor.

Había dos factores probables que explicaban el retraso de Uncle Bert en recuperar a Macho. Peanuts, el hijo de Rafiki, que contaban entonces unos doce años, no era todavía sexualmente maduro y, por tanto, no constituía un rival reproductor. Además, en la parte meridional de su territorio, el grupo 4 estaba sufriendo muchas escaramuzas con dos machos adultos solitarios, Samson y Nunkie, más viejo, que habíamos encontrado por vez primera en la zona en estudio dos años antes. Uncle Bert no podía rivalizar con Nunkie y probablemente hubiera perdido a Macho frente a éste o a Samson, si la hubiera alejado de Peanuts en el momento del infanticidio. Un mes después del asesinato de Thor, ocurrió algo totalmente inesperado.

Petula y Papoose emigraron del grupo 4 para unirse a Nunkie, con lo cual originaron la formación de un nuevo grupo del Visoke. Papoose abandonó con toda probabilidad el grupo a causa de su larga y estrecha asociación con Petula, supuestamente su hermanastra, y porque carecía de oportunidades reproductoras inmediatas.

La emigración de Petula fue bastante sorprendente. Esta hembra de bajo rango había abandonado, igual que Liza, del grupo 5, a su cría de cuatro años, dejándola junto a su joven padre. Petula, como aquella hembra, mejoró de categoría al escapar del escalafón de las hembras ya establecido de su grupo. El parecido más importante entre las dos gorilas adultas era que habían estado criando a sus hijos, de cuatro años de edad, más tiempo que el acostumbrado, y la lactancia prolongada inhibe o pospone la concepción. Ni Petula ni Liza podían conseguir cópulas intensas con sus machos reproductores.

Era muy difícil comparar las adaptaciones etológicas de los dos ejemplares juveniles huérfanos de madre del grupo 4, Simba y Augustus. Ésta presentaba dos ventajas sobre la primera: tenía un año más de edad al perder a su madre, y su padre, Uncle Bert, estaba en el grupo. Augustus, a diferencia de Simba, nunca se mostró reservada, aunque distanció sus juegos con los otros jovenzuelos. Tras la marcha de su madre, se la veía cerca de Uncle Bert durante las comidas de la jomada y los períodos diurnos de descanso, construyendo sus toscos nidos de noche cerca de los del macho.

Uncle Bert jamás mimó a Augustus, cosa que había hecho con Simba, y maduró mucho más rápidamente que si su madre se hubiera quedado en el grupo. Protegía mucho a Cleo y espulgaba a los demás individuos del grupo 4, excepto a Flossie. En ausencia de Petula, de bajo rango, Augustus pasaba más tiempo con su padre y así reforzaba sus vínculos con el grupo.

En agosto de 1974, exactamente a los tres años del nacimiento de su hija Cleo, Flossie alumbró una cría macho, Titus. El intervalo medio entre nacimientos, registrado durante los años de investigación de trece hembras, era de 39,1 meses. Si se consideran sólo los nacimientos viables (aquellos en que sobrevivían los dos bebés consecutivos), el intervalo medio para diez hembras era de 46.8 meses. El intervalo de partos de Flossie es el más corto registrado hasta ahora entre dos nacimientos viables. El nacimiento de Titus fue una sorpresa total. Aunque se había observado a Flossie copulando con Uncle Bert ocho meses y medio antes, no parecía embarazada ni había reducido significativamente el número de solicitudes de cópula con Uncle Bert u otras hembras.

Durante el embarazo se produce a menudo un tipo de comportamiento asociado a los estros, especialmente en los últimos períodos; en Flossie se vio incluso el día antes del parto. Casi todas las hembras observadas con regularidad antes del alumbramiento montaban a machos adultos de su grupo, tanto dominantes como subordinados, así como a otras hembras. Los gorilas objeto de este comportamiento por parte de las hembras preñadas tenían un papel normalmente pasivo. Sin embargo, las hembras no embarazadas que eran montadas respondían de forma activa a la atención, con vocalizaciones copulativas o empujones. Cuando más dominante era la hembra que iniciaba este comportamiento, mayor era la probabilidad de que la receptora respondiera. Sospecho que este proceder ayuda a fortalecer los vínculos sociales de las hembras fecundas dentro del grupo antes del parto.

Titus fue la segunda cría de Flossie que no murió durante su infancia, y, al igual que sus otros hijos, tenía, de recién nacido, un aspecto subdesarrollado y larguirucho. Además, presentaba graves dificultades respiratorias. Con la boca medio abierta, inhalaba aire en inspiraciones ruidosas y jadeantes, acompañadas por movimientos, a modo de estornudos, de la cabeza. Los agudos problemas respiratorios de la cría duraron casi ocho meses. Me preocupaba cada vez más la aparente indiferencia de Flossie respecto a Titus, en especial en sus desplazamientos, cuando la cabeza de la cría colgaba sobre el brazo de la madre, utilizado como casualmente para agarrarlo a su vientre.

Flossie había envejecido considerablemente durante los tres años transcurridos entre los dos partos. Parecía haberse agotado durante la feliz crianza de Cleo, y que sólo podía ofrecer a Titus los cuidados básicos de la atención materna. O bien ignoraba a su hijo, o lo descorazonaba, gruñéndole y mordisqueándole siempre que intentaba jugar encima de ella.

Flossie espulgaba muy someramente a Titus. Éste apenas intentaba menearse, patalear o golpear, protestas de las crías observadas con frecuencia en estos casos. A diferencia de la mayoría de ellas, que normalmente son espulgadas primero por su madre para acabar haciéndolo por sí mismas, a Titus le encantaban los cuidados de ella. Pero no era diferente de otras crías a la hora de mamar, actividad iniciada siempre por el hijo y terminada por la madre. Flossie era más autoritaria con Titus de lo que había sido con Cleo. Su intolerancia era probablemente la razón principal de que el hijo se conformara con acabar rápidamente las mamadas, para así evitar la irritabilidad de su madre.

Cuando el parto de Flossie, habían pasado treinta y ocho meses desde el alumbramiento inviable de Old Goat; por tanto, su embarazo se había retrasado mucho. Aparentemente tenía ciclos regulares, reflejados en sus constantes ofrecimientos mensuales a Uncle Bert. Aparte de una enfermedad de seis semanas, en septiembre de 1973, Old Goat parecía disfrutar de excelente salud y estaba atenta y cariñosa con Tiger, como siempre.

Un maravilloso día cálido de octubre de 1974 en que me encontraba feliz disfrutando del sol y la paz en medio del grupo 4, Old Goat se echó, con expresión absorta, sobre un costado, cerca de mí, para contemplar los juegos de Tiger, que entonces tenía siete años. Regocijado, el pequeño gorila cogía puñados de vegetación para aplastarlos contra el suelo, su cabeza y el costado de Old Goat, con una expresión facial de arrebato. Conforme observaba a los dos individuos me maravillaba de nuevo la cohesión de los vínculos familiares de los gorilas.

Al día siguiente descubrí que el grupo 4 había tenido un violento encuentro con Peanuts y Samson. Durante el altercado, Samson arrebató a Maisie de Peanuts y Uncle Bert a Macho, dejando solo a este joven de dorso plateado. La refriega, aunque no observada, debió ser cruenta, a tenor de la amplia superficie que quedó salpicada de sangre, llena de mechones de pelo del macho de dorso plateado e impregnada de un fuerte olor. El grupo 4 huyó desde el lugar de la escaramuza a unos seis kilómetros de distancia, a los lejanos collados y las vertientes orientales al sur del Visoke. Peanuts les persiguió a lo largo de todo el camino, intentando recuperar a Macho. Durante un mes entero estuvo entre uno y diez metros de distancia del grupo, originando muchísimas escaramuzas de diversa gravedad. Se habían acabado para el grupo 4 los meses de tranquilidad.

 

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Augustus es el único gorila salvaje al que se ha visto batir palmas, actividad que practicó durante todo su cuarto año de vida.

Se acabó también Old Goat. Después de asegurarnos de que no estaba con Samson, y de que no había habido otros grupos marginales en la zona, el personal del campamento y yo iniciamos la concienzuda búsqueda de su cuerpo. Transcurrió todo un mes sin encontrar el más mínimo resto en los extensos collados, de dos kilómetros cuadrados y medio, por la que discurría la ruta de huida del grupo desde el lugar del choque. A finales de noviembre, una de las personas encargadas de la búsqueda de Old Goat tuvo que subir a un árbol para huir de una manada de búfalos. Al notar un olor pútrido a muerte, miró hacia abajo y divisó el cuerpo en descomposición de la hembra, dentro de un agujero de una enorme Hagenia, prácticamente oculto por enredaderas.

Su cuerpo estaba en tal estado de putrefacción que tuve que tomar muestras de sus órganos allí mismo para su posterior estudio histológico. Descuartizar el cuerpo de la noble hembra fue un trabajo asqueroso e indescriptible[2]. Pasaron varios meses antes de que pudiera superar el sentimiento de vacío experimentado al contactar con el grupo 4 sin la presencia de Old Goat, su hembra de carácter indomable.

Me sorprendió mucho que Tiger no se mostrara afectado tras la muerte de su madre, y atribuí esta falta de angustia a la presión ejercida por la presencia del macho solitario Peanuts, que se prolongó durante un mes. Digit y Tiger juntos lo mantenían a distancia del grupo. Cuando se pavoneaban y contoneaban delante del joven macho de dorso plateado, me recordaban a dos niños pequeños jugando a soldados. Digit, que ya contaba doce años de edad, no podía todavía emitir los bocinazos de los machos maduros de dorso plateado, pero a menudo, antes de golpearse el pecho, colocaba sus labios como si esperara que saliera el sonido. Jamás ocurrió. Tiger, de siete años, imitaba todas las posturas exageradas, los pavoneos y los falsos ataques de Digit en el primer encuentro en que fue observado enfrentándose directamente con un macho de dorso plateado. Uncle Bert se daba cuenta de las maniobras defensivas de los tres machos. Interponiéndose entre Peanuts y Macho, estaba bastante ocupado en copular con su nueva hembra.

A finales de noviembre de 1974, Peanuts, desanimado, cansado y herido, renunció finalmente y se dirigió a las laderas septentrionales del Visoke, lugar que ya había ocupado con anterioridad. Tras su marcha, Digit parecía un joven de dorso plateado sin ninguna ilusión. Abandonó su posición normal a retaguardia del grupo 4 para instalarse, taciturno, durante largos períodos, escudriñando hacia la dirección en que había sido encontrado el cuerpo de Old Goat. Ni la presencia de observadores humanos ni la intensa actividad sexual del líder con Macho pudieron despertar su interés. Su ensimismamiento recordaba al de Samson tras la muerte de Coco, la vieja hembra del grupo 8. Todavía podían verse los efectos de la herida del cuello, infligida treinta y dos meses antes. El tamaño del cuerpo parecía no estar correlacionado con el de la cabeza, lo cual le confería un aspecto desgarbado y desproporcionado. El profundo abatimiento del joven macho y su patético aspecto representaban un cambio total del alegre y curioso joven Digit que yo había conocido.

El retomo de Macho al grupo 4 supuso algunos cambios espaciales poco corrientes. Simba y Augustus, huérfanos de madre, procuraban acercarse a la hembra más vieja dominante, Flossie, para su seguridad, aunque ella los ignoraba por completo. Flossie, con su hijo Titus, de tres meses de edad, colgando de su vientre, importunaba a Macho cuando Uncle Bert no estaba presente. Muy pronto pareció que Simba. Augustus y Cleo copiaban el comportamiento antagónico de Flossie, haciendo muy difícil el primer mes de Macho en el grupo. La agresividad de Flossie fue idéntica al comportamiento que había mostrado hacia la misma hembra en 1969, cuando estaba alcanzando la madurez sexual. Creo que esto podía deberse a la falta de parentesco entre ellas.

Aunque Flossie se convirtió en la hembra dominante del grupo 4 tras la muerte de Old Goat, cuando Uncle Bert consiguió a la hembra Macho, sexualmente receptiva, aquélla fue condenada al ostracismo. Titus tenía entonces sólo cuatro meses, por lo que debían pasar al menos dos años y medio hasta que la pareja, adquirida y no heredada por Uncle Bert, volviera a presentar un estro. La vieja hembra desvió su antipatía hacia la cría, castigándola por la menor falta. Uncle Bert parecía no darse cuenta del comportamiento de Flossie. El líder del grupo, habitualmente sosegado, pasaba gran parte del tiempo copulando con Macho o jugueteando divertido con Tiger, Simba, Augustus y Cleo. Sus sesiones de cosquilleos y luchas eran interrumpidas periódicamente mientras el jefe, con expresión bondadosa, abrazaba y espulgaba a los jóvenes.

Cuando Uncle Bert dejó embarazada a Macho, la ignoró por completo. Flossie y las tres hembras jóvenes del grupo 4 reemprendieron su hostigamiento en presencia de él, obligándola a retirarse a la periferia del grupo, a menudo cerca de Digit. Macho daba la impresión de querer estar junto a su nuevo cónyuge, pero sentía gran recelo cuando los otros miembros del grupo se hallaban próximos. Al acercarse caminaba muchas veces como si pisara huevos.

Kweli nació en julio de 1975. Era el segundo hijo de Macho y el séptimo de Uncle Bert. Esta prueba palpable de su relación con Uncle Bert afirmó el carácter de Macho. Incluso Flossie intercambiaba alegres vocalizaciones con la nueva madre y compartía con paciencia la proximidad de Uncle Bert con Macho.

Un día, cuando Kweli tenía unos tres meses, Macho, sin razón aparente, se lanzó gruñendo hacia Tiger, de ocho años de edad, que huyó con grandes gritos de alarma. Inmediatamente, Uncle Bert cargó contra Macho, que se agachó con gran sumisión, mientras él la vigilaba y emitía violentas vocalizaciones. Uncle Bert, amenazante, intentó por tres veces apoderarse de Kweli, estrechado en los brazos de Macho, hasta que la hembra, intimidada, se fue gateando con lentitud. Me pregunté si Macho se acordaría del asesinato de Thor, su primer hijo y el último de Rafiki, ejecutado por Uncle Bert el año anterior. No he sabido nunca de un macho de dorso plateado que matara a su propio hijo; esta estrategia no puede representarle ningún tipo de ventaja reproductora.

Cuando Kweli tenía cinco meses, los jovenzuelos empezaron a unirse contra Macho, que llevaba todavía ventralmente a su hijo. La empujaron hasta el límite del grupo, a la vista de un impasible Uncle Bert. Era angustioso contemplar cómo la joven madre se convertía en una introvertida víctima propiciatoria. Compartiendo la periferia del grupo con Digit, Macho adquirió un tic nervioso. Giraba la cabeza con rapidez, miraba durante un momento a Uncle Bert, e instantáneamente bajaba los ojos y se mordía los labios. Sus expresiones indicaban un vivo recelo, aunque el líder parecía ignorarla. Cuando Macho mostraba dicho comportamiento, Kweli, excepcional cría de cinco meses, despabilada y muy coordinada, se encogía y miraba angustiada a su madre, con unos ojos tan grandes y penetrantes como los de ella.

Transcurrió un año sin intervenciones externas en el grupo 4. En enero de 1976 se produjo un violento altercado con Peanuts. Tras casi trece meses de viajar solo, el joven macho de dorso plateado se había unido a un gorila adulto desconocido en las laderas septentrionales del Visoke. Uncle Bert logró arrebatar a Peanuts a este individuo, de una edad aproximada de diez años, el cual, a diferencia de su comportamiento previo respecto a Macho, no hizo ningún tipo de esfuerzo para recuperar a su socio.

Mi perplejidad acerca de la identidad y el sexo del emigrante era enorme. El animal, al que llamé Beetsme, tenía un aspecto desaliñado y desnutrido, características que se dan a menudo en los gorilas procedentes de las laderas septentrionales del Visoke, las cuales se hallan junto a collados de vegetación relativamente escasa. Mostraba también cierta habituación, por lo que podría tratarse de una cría del grupo 9 de Gerónimo. Aunque físicamente parecía un macho de dorso negro, Uncle Bert lo montaba con gran entusiasmo y pasaba gran parte del tiempo espulgando y abrazando a Titus, de diecisiete meses de edad, el cual estaba encantado con estas insólitas atenciones a su persona.

Con el tiempo, en nuestras anotaciones de Karisoke asignamos a Beetsme el sexo masculino; era el primer macho, y hasta el momento el único, aceptado en un grupo de gorilas ya establecido. No podía entender por qué Uncle Bert había recurrido a la violencia para obtener otro macho cuando, en aquel momento, la proporción de machos a hembras era 1:1. Quizás, al alejar a Beetsme de Peanuts, estaba reduciendo la fuerza de éste, disminuyendo así las oportunidades del joven macho de dorso plateado de formar su propio grupo. Esta especulación podría implicar erróneamente cierto grado de premeditación por parte de Uncle Bert. Pero, probablemente, dicha estrategia es sólo un mecanismo evolutivo para la perpetuación genética, al igual que el infanticidio.

Al cabo de un mes, se vio claramente que Beetsme era un agitador nato. Daba la impresión de que la vida era una gran vacación estival interrumpida por ocasionales descansos. Sus rudos juegos con Tiger, a base de luchas y persecuciones, junto con sus desenfrenadas insinuaciones sexuales había Simba y Cleo ocasionaban gran malestar en el grupo, y exigían castigos por parte de Uncle Bert. Tiger, por vez primera en su vida, disponía de un macho de edad parecida con quien jugar y, por tanto, abandonó las tareas de guardia que compartía con Digit tras la muerte de Old Goat. El comportamiento tumultuoso del nuevo gorila joven dio a Macho una segunda oportunidad para entremezclarse con los miembros del grupo, sin tener que recurrir a sus corteses métodos anteriores.

Cuando Macho recuperó la seguridad se produjo una profunda transformación en la personalidad de Kweli. El gorilita, que entonces contaba un año de edad, rebosaba vitalidad, viviendo alegremente día tras día, como si no pudiera dar abasto con todo lo que la vida le ofrecía.

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Cuando Digit alcanzó la madurez sexual se quedó en el grupo 4, en el que había nacido, porque allí tenía posibilidades reproductivas. En 1974, al morir Old Goat, la vieja hembra dominante que compartía las funciones de centinela del grupo con Digit, el rostro del joven macho de espalda plateada adquirió una expresión atormentada.

Muy pronto, el desarrollo físico y social de Kweli superó el de Titus, un año mayor que él.

Las observaciones sobre las diferencias cada vez mayores de desarrollo entre las dos crías me llevaron a creer que Titus había nacido prematuramente y que todavía intentaba ponerse al día a pesar de que estaba ya en su segundo año de vida. Las atenciones de espulgo y de juego prodigadas por Beetsme al pequeño gorila contribuyeron muy posiblemente, de forma artificial pero efectiva, a realzar su posición en el grupo 4. Este comportamiento estimuló el desarrollo social de Titus y le permitió mezclarse con sus compañeros más libremente de lo que lo hubiese hecho sin el concurso de Beetsme.

Cuando tenía casi tres años, Titus descubrió que golpeando rápidamente con ambas manos la barbilla relajada podía producir un ruido rítmico entre los dientes superiores e inferiores. Este sonido era insólito entre los gorilas, al igual que el producido por Augustus, al batir palmas, siete años antes. Quizás algunos gorilas, al carecer de oportunidades para tener encuentros sociales normales, tienden a adquirir modelos atípicos de comportamiento, sustitutivos del estímulo social. La costumbre de mecerse del joven Digit puede deberse a la misma causa, así como al comportamiento idiosincrásico de muchos gorilas en cautividad.

Tras la emigración de su madre del grupo 4. Augustus apenas volvió a batir palmas; pero cuando Titus empezó con sus peculiares golpes en la barbilla, reemprendió su actividad. Los dos juntos formaban como una pequeña banda. Algunos días soleados y tranquilos, sus palmas y percusiones provocaban alegres piruetas rotatorias en Simba, Cleo y el pequeño Kweli. Tras varios meses de atenta observación de la proeza de Titus, Kweli empezó a palmearse la barbilla si no tenía compañeros de juego.

Cuando Flossie volvió a solicitar la cópula de Uncle Bert, su hijo tenía dos años. Aunque el líder del grupo 4 carecía de cónyuges receptivos, ignoró a la vieja hembra. En aquel tiempo —agosto de 1976—, Simba, de ocho años y ocho meses de edad, tenía estros mensuales regulares. Pero Uncle Bert no demostró ningún tipo de interés sexual por su protegida. Las solicitudes de la joven hembra para ser montada se dirigían a Digit, que entonces contaba con catorce años y estaba alcanzando la madurez sexual. Digit respondió con gran entusiasmo a las coquetas invitaciones de Simba, con lo cual demostró otra vez interés por la vida.

Las menstruaciones de Simba afectaron a casi todos los componentes del grupo 4, sobre todo a Beetsme, que empezó a montar a Cleo, Augustus y Titus. Ni a este macho ni a Tiger se les permitió montar a Simba en sus días fecundos. En dichos períodos. Digit protegía firmemente sus potenciales derechos de reproducción con la joven hembra, permaneciendo a su lado e impidiendo que Tiger o Beetsme se le acercaran. Los dos machos jóvenes fingían a menudo interés en Simba armando jaleo delante de ella, pero miraban subrepticiamente los movimientos de Digit. Cleo, que hacia finales de 1976 tenía cinco años y medio, se mostraba muy curiosa por el cambio de situación de su compañera de juegos, Simba; contemplaba con gran excitación, desde la barrera, las actuaciones caprichosas de los otros y a veces intentaba llamar la atención de Tiger y Beetsme.

Durante los días receptivos de Simba, la vieja Flossie podía solicitar la cópula de Uncle Bert, muy poco entusiasmado por el tema, o incluso de Macho, que, junto con su hijo Kweli, estaba entonces muy integrada en el grupo 4. El único miembro del grupo que no parecía afectado por la inminente madurez de Simba era Kweli, de dieciocho meses de edad. Éste se había convertido en un jovenzuelo anormalmente independiente, cuyas acciones desencadenaban patentes respuestas cariñosas de su padre.

Un día, cuando Simba era el centro de atención, Kweli se retiró para comer con Uncle Bert, que se detuvo para orinar. Kweli, fascinado, juntó inmediatamente sus manos a modo de cuenco bajo el ininterrumpido chorro, para recoger la orina. Uncle Bert, con una cómica expresión irritada, se volvió agitando la mano frente a su joven hijo, como si se tratara de una mosca Kweli se retiró a regañadientes apenas un metro, se sentó muy enfadado y miró fija y atentamente a su padre. Uncle Bert se volvió entonces para coger dos trozos de sus excrementos antes de que llegaran al suelo y se sentó, comiéndoselos con gran placer. Esto le pareció mucho más interesante al joven Kweli que los frenéticos comportamientos sexuales que se desarrollaban muy cerca de allí. (La coprofagia permite la absorción de nutrientes de que carecen los vegetales.)

Los días en que Simba no era receptiva, Digit ocupaba el extremo del grupo 4, manteniendo su posición de centinela. Tiger y Beetsme se encontraban normalmente en el lado opuesto del grupo, triturando la vegetación de la selva en juegos extremadamente violentos de persecuciones y luchas.

Un horrible día, frío y lluvioso, tuve que resistir la tentación de ir al lado de Digit, que estaba acurrucado bajo el aguacero y a unos diez metros de distancia de los otros animales. Hacía ya muchos meses que no mostraba ningún tipo de interés por los observadores, y no quise romper su independencia, cada vez mayor. Abandonándolo a su soledad, me instalé a varios metros del grupo, conjunto de formas encorvadas apenas visibles por la espesa niebla. Después de algunos minutos, noté que un brazo rodeaba mis hombros, levanté la vista y topé con los cálidos ojos castaños claros de Digit. Estaba de pie, me miraba pensativo, me dio unas palmaditas en la cabeza y se echó a mi lado. Puse la cabeza en su regazo, posición que me daba calor así como un lugar ventajoso desde el cual observar su herida del cuello, infligida cuatro años antes. La lesión ya no supuraba, pero había dejado una profunda cicatriz rodeada por numerosas marcas que se extendían en todas direcciones a lo largo del cuello.

Saqué lentamente la cámara fotográfica para hacer una fotografía de la cicatriz. Estaba demasiado cerca para poder enfocar bien. Al cabo de una media hora la lluvia aminoró y, sin previo aviso, Digit echó la cabeza hacia atrás y abrió su boca en un gran bostezo. Disparé rápidamente. La fotografía muestra a mi bondadoso Digit como un King Kong, ya que su enorme bostezo deja al descubierto los grandes caninos.

Poco tiempo después, los caninos de Digit fueron vistos en una situación totalmente distinta. En diciembre de 1976, un rastreador, Nemeye, y yo pasamos cinco horas en balde bajo un chaparrón, buscando el grupo 4 en la región occidental, del collado, entonces parte intrínseca de su territorio. Como el campamento estaba a varias horas de distancia, dimos la búsqueda por acabada y regresamos por un ancho y despejado camino, que unos ocho años antes era conocido como la Pista del Ganado.

Nemeye avanzaba a unos tres metros de distancia por delante de mí cuando, gracias a una elevación momentánea de la cortina de niebla, pude ver por un momento las espaldas encorvadas de los distintos miembros del grupo 4 apiñados bajo la lluvia, cerca de la base de las vertientes del Visoke, a unos cuarenta metros a la izquierda de nuestra pista. Tras deliberar los pros y los contras de realizar un contacto tan tarde y con un tiempo tan horrible, decidí volver al campamento. Cuando estaba a punto de alcanzar a Nemeye, Digit salió por nuestra derecha de la espesa vegetación, topándose casi frente a frente y de forma totalmente inesperada con el rastreador. Ambos, horrorizados, se quedaron inmóviles. Digit, en posición bípeda, lanzó dos gritos terroríficos, y quedaron al descubierto todos sus caninos al tiempo que despedía un nauseabundo olor producido por el miedo. El joven de dorso plateado parecía dudar entre huir o atacar. Todavía no me había visto. Corriendo, me coloqué delante de Nemeye. Digit, al reconocerme, se puso a cuatro patas y volvió al grupo, que, conducido por Uncle Bert, coma hacia las seguras pendientes del Visoke. Al cesar de golpe las vocalizaciones de Digit, el grupo se detuvo, nervioso, para averiguar la causa de la alarma. El desafortunado incidente reveló de forma gráfica el valor de un centinela periférico para la seguridad de un grupo de gorilas.

* * * *

Digit y Uncle Bert había formado, en el transcurso de años, un equipo de defensa y cooperación, confiando plenamente en su ayuda mutua tanto en los conflictos internos como en los encuentros con otros grupos. No constituía precisamente una relación estrecha, como la que había tenido el jefe con Tiger, pero era muy armoniosa, a causa del interés de ambos en la cohesión del grupo familiar.

La confianza mutua de los dos animales era más palpable cuando su grupo ocupaba los collados, nunca libres por completo de cazadores furtivos. Un día, a principios de 1977, estaba a punto de contactar con el grupo 4 en la parte más occidental de las vertientes del Visoke, cuando oí unos prolongados wraaghs de alarma producidos por Uncle Bert. Llena de pavor, corrí hacia el lugar de procedencia de las vocalizaciones y encontré al grupo entregado pacíficamente a su descanso diurno. Uncle Bert era el único que, sentado muy erguido, se mostraba inquieto y alerta como si estuviera de guardia.

Transcurrieron unos cinco minutos, y el macho de dorso plateado continuaba sentado y rígido, con una expresión facial de miedo. De repente, una pareja de cuervos, que habían estado graznando por allá cerca, sobrevolaron el grupo y se lanzaron directamente a la cabeza de Uncle Bert. Éste se encogió de inmediato, acobardado, emitió otro intenso wraagh y se cubrió la cabeza con las manos. Durante casi una hora, y a intervalos regulares, los cueros continuaron gastando pesadas bromas al majestuoso macho de dorso plateado, ante la total indiferencia de los demás miembros de su grupo. Yo estaba muy violenta por mi noble amigo. Al marcharse los cuervos, Uncle Bert, convertido de nuevo en el digno líder del grupo 4, se llevó a su familia para comer. Pensando que los gorilas se habían ido, me levanté lentamente para fijar su dirección para el contacto del día siguiente. De repente, oí un ruido a mi lado, en el follaje, y al mirar vi la maravillosa y confiada cara de Macho, que, de pie, me contemplaba. Había dejado el grupo para venir a verme. Al percibir la dulzura, la tranquilidad y la confianza reflejadas en sus ojos, me abrumó la extraordinaria profundidad de nuestra compenetración. La intensidad de su gesto no se extinguirá jamás.

Capítulo 11
La plaga de los cazadores furtivos se ceba en el grupo 4

En enero de 1977, Uncle Bert era ya un líder autoritario, respetado por todos los miembros de su familia. Esta transformación del joven e inexperto gorila de dorso plateado requirió casi ocho años. A lo largo de una serie de refriegas con otros grupos y machos adultos solitarios, había ido aprendiendo a zanjar las disputas intestinas y a adquirir mayor responsabilidad respecto a sus hijos y a los de Whinny, su padre muerto. Hacia el décimo año de estudio en Karisoke, el grupo 4 estaba formado por once miembros. Se habían producido ocho muertes, cinco emigraciones de hembras jóvenes, seis nacimientos y dos inmigraciones, primero una hembra y después un macho.

La inmigración del macho de dorso negro Beetsme, de unos diez años de edad, me produjo gran asombro. Los miembros del grupo 4 no lo toleraban demasiado, excepto los inmaduros, en especial Tiger, de ocho años, hijo de la anterior hembra dominante y del antiguo líder. Antes de la llegada de Beetsme, Tiger y Digit, que era ya un macho maduro de dorso plateado, hacían de centinelas del grupo 4, ocupando posiciones de defensa en la periferia del grupo para vigilar las injerencias humanas o de otros gorilas en busca de escaramuzas. Beetsme no demostró nunca interés por las responsabilidades de protección. No le unían lazos de sangre con ninguno de los componentes del grupo y no contribuía en absoluto a su cohesión o defensa.

Macho, la hembra adulta que había abandonado el grupo 4 para volver al cabo de un tiempo, constituía ahora parte integral de él. Su hijo Kweli, de dieciocho meses a principios de 1977, era muy apreciado por su padre. Uncle Bert, siendo una de las crías más despiertas que jamás haya visto. Como en el caso de Poppy, del grupo 5, Kweli era aceptado por todos los miembros de su sociedad para actividades de espulgo o de juego.

Una mañana cálida y radiante llegué hasta el grupo, que estaba tomando el sol en un prado pequeño, en un collado rodeado de montañas. Al oírme, Uncle Bert se incorporó bruscamente. Pero, tras reconocerme, emitió un suave sonido de saludo y volvió a echarse bajo el fuerte sol, con una expresión de sumo contento y felicidad. Macho dio una vuelta, me observó con sus grandes ojos, de mirada suave y confiada, y se acostó junto a su compañero. El alegre Kweli era demasiado juguetón para permanecer quieto al lado de sus padres. Arrastrándose como una oruga, se acercó apoyado sobre sus codos, con el mechón blanco a modo de cola dirigido hacia arriba. Al cabo de pocos segundos tenía sus ojos frente a los míos y sus bigotes cosquilleándome la cara, mientras procedía a olerme el pelo. Tiró de mi ropa y de mi mochila con curiosidad, y, levantando encantado sus talones, rodó hacia atrás chocando contra Uncle Bert. El ágil gorilita dio a continuación un salto mortal, cayó sobre Macho y efectuó una breve mamada. Madre e hijo se abrazaron suavemente con juguetonas risitas y una perezosa sonrisa de felicidad.

Tiger, que estaba en el límite del grupo ocupado en juegos violentos con Beetsme, se reunió con la familia, agrupada alrededor de Uncle Bert, como siempre. Los lazos existentes entre ambos machos eran más fuertes que los de cualquier otro miembro de la sociedad; había entre ellos un profundo vínculo social. Los dos presuntos hermanastros se enfrascaban a menudo en largas sesiones de juego y espulgo. Pero aquel día de enero era demasiado caluroso para realizar actividades intensas. Tras un somero intercambio de cosquillas y cuidados, se acostaron, felices, y se durmieron. Para entonces, toda la familia excepto Digit, en su posición habitual de vigía, roncaba plácidamente en un círculo pequeño. En aquel momento no podía imaginar mejor lugar del mundo donde estar que en medio del grupo 4, disfrutando del sol y de la tranquilidad con los gorilas.

Al cabo de una media hora de sopor, me pareció oír un silbido procedente de la cima de la colina más próxima. Uncle Bert, que dormía profundamente con la mandíbula colgando sobre la clavícula, se incorporó de inmediato y fijó su mirada en la dirección del sonido. Sus ojos, orejas y nariz parecían tan sensibles como antenas receptoras. Mantuvo el cuerpo erguido durante unos cinco minutos. Digit, que descansaba en la ladera por encima del grupo, empezó a subir lentamente hacia el lugar de procedencia del ruido. Tiger, serio y alerta, abandonó a Uncle Bert para seguir a Digit. Durante una hora hubo un silencio total. Uncle Bert se distendió, pero se llevó a su grupo a comer en la dirección opuesta al sonido.

La seguridad de los movimientos del grupo me convenció de iniciar la larga caminata del vuelta al campamento. A unos veinte minutos de distancia del lugar del contacto, vi a un cazador furtivo atravesando a la carrera un amplio prado despejado, con la lanza, el arco y las flechas por encima de su cabeza. Como un antílope, se deslizaba literalmente a través de la pradera, para penetrar en la densa selva, donde le esperaban otros cazadores furtivos y sus perros. Arranqué a correr todo lo rápido que pude. Una vez en el bosque, me oculté e imité sus silbidos para atraerlos hacia mí. Pero al ver a «Nyiramachabelli», huyeron corriendo.

Al volver al campamento tras una persecución infructuosa, pedí a Ian Redmond y al excelente rastreador Rwelekana que retomaran la pista de los cazadores furtivos allá donde yo la había dejado. Mientras tanto retomé al grupo 4 para asegurarme de que estaba a salvo. Al recorrer en dirección contraria la pista dejada por los cazadores furtivos, comprobé que habían emitido el silbido que se oyó mientras me hallaba con los gorilas. Habían estado controlando una serie de trampas recién instaladas, que acababa en la cumbre de la colina, justo encima del lugar de descanso diurno del grupo 4. A mi llegada al prado unas horas antes, acababan de matar a un duiker con sus lanzas y se hallaban enfrascados en descuartizar al animal. Esto explicaba el comportamiento poco usual del cazador furtivo, al atravesar un terreno completamente despejado en un intento, por cierto conseguido, de alejarme del antílope muerto. Tras comprobar que los gorilas se encontraban bien, rompí las trampas de los cazadores y retomé al campamento. Al cabo de un rato, llegaron Ian y Rwelekana con los restos de seis duikers y las lanzas, arcos, flechas y pipas para hachís confiscadas a los cazadores furtivos.

Los meses de verano de 1977 fueron casi idílicos para el grupo 4, que se dedicaba a recorrer pacíficamente la región occidental del collado, sin ningún tipo de perturbaciones de cazadores o de otras sociedades de gorilas.

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Página siguiente. Durante el año que siguió a su transferencia al grupo 4, Macho fue la hembra de más bajo rango, y contagiaba su mirada aprensiva a su hijo Kweli, que cuando se tomó la foto contaba ocho meses de edad.

Empleaban sus días, felices y armoniosos, en tomar el sol, jugar y comer. Entre agosto y septiembre, una de las vehementes cópulas de Digit dejó embarazada a Simba.

La joven hembra interrumpió de golpe sus solicitudes de cópula, se aisló bastante de los otros gorilas, y pasaba más tiempo comiendo, comportamiento típico de una hembra preñada. Digit, entonces, volvió a su posición de guardián, con dedicación exclusiva, alejándose a veces hasta unos treinta metros del grupo.

Durante todo el año, Ian Redmond, el personal del campamento y yo aumentamos los controles contra los cazadores furtivos en los collados, así como los períodos de contacto con el grupo 4, sobre todo desde que éste se había retirado de las seguras faldas del Visoke.

El 8 de diciembre de 1977, al acercarme a ellos, encontré primero a Digit, sentado solo a cierta distancia de los demás, en posición encorvada y con un aspecto de profundo abatimiento. Me vi obligada a dedicarle parte de mi tiempo intercambiando con él vocalizaciones eructivas. Desde que dejó embarazada a Simba, el joven macho de dorso plateado volvía a parecer otra vez un animal sin ilusión por nada. Me decidí a tomarle unas fotografías, a pesar de su apariencia taciturna y de que estaba a la sombra. Al cabo de un rato, Digit empezó a comer. Al dejarme, adquirió por un momento su traviesa expresión y sacudió ruidosamente el follaje, su forma habitual de decirme adiós.

Cuando me dispuse a entrar en contacto con el grupo 4, encontré a Uncle Bert, como un gran Buda negro, rodeado por sus dos compañeras, Macho y Flossie, y sus juguetones hijos. Augustus, justo al lado del líder, daba palmas, divertida, con las plantas de los pies. Kweli, más cerca de donde estaba yo, se tambaleaba de un lado a otro como un marinero borracho, apoyado en sus patas superiores, con los ojos entornados y una sonrisa torcida. Sólo faltaba Digit para que el pacífico ambiente de solidaridad del grupo 4 fuera perfecto.

* * * *

Se acercaba la época de vacaciones, y con ella la amenaza anual de intrusiones en el parque. El terror que sentía al pensar en este momento del año había disminuido algo, porque nuestras patrullas actuaban con bastante eficacia, confiscando las armas de los cazadores furtivos y destruyendo las trampas. Sin embargo, la escasez de personal y de fondos nos limitaba a cubrir cada vez sólo parte de los extensos collados. Por tanto, organizamos patrullas en las distintas regiones, alternándolas de forma regular.

El 1 de enero de 1978, Nemeye volvió muy tarde al campamento y manifestó que no había podido encontrar al grupo 4. Sus pistas se confundían con otras muchas de búfalos, elefantes, cazadores furtivos y perros. Nos comunicó también la terrible noticia de que había encontrado muchísima sangre a lo largo de las huellas, además de excrementos diarreicos de gorila.

Conociendo la existencia de cazadores furtivos y perros, Nemeye había demostrado ser muy valiente al seguir al grupo 4 a lo largo de su ruta de huida, de unos tres kilómetros, hacia las laderas del Visoke.

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Dian Fossey tomó esta foto de Digit el 8 de diciembre de 1977, sin tener idea de que sería la última. Digit se encontraba haciendo de centinela a cierta distancia de su grupo.

Al día siguiente, cuatro de los nuestros —Ian Redmond, acompañado por Nemeye, y yo misma con Kanyaragana, el asistente— abandonamos el campamento al amanecer para iniciar la búsqueda del más mínimo indicio que pudiéramos hallar en los amplios collados.

Ian encontró el cuerpo mutilado de Digit en un rincón de una zona de vegetación aplastada y empapada de sangre. Las manos y la cabeza del gorila habían sido cortadas con un machete, y su cuerpo presentaba múltiples heridas de lanza, Ian y Nemeye acudieron de inmediato a buscamos, a mí y a Kanyaragana, que patrullábamos en otra zona. Querían comunicarnos la noticia antes de que descubriera por mí misma el cuerpo de Digit.

Hay momentos en que no se pueden aceptar los hechos por miedo a destrozarse. Mientras escuchaba las noticias de Ian, discurrió por mi mente toda la vida de Digit, desde mi primer encuentro con él hacía diez años, pequeña bola juguetona de negra pelusa. Desde entonces viví en una parte aislada de mi ser.

Digit, centinela principal de su grupo, fue abatido en acto de servicio por los cazadores furtivos, el 31 de diciembre de 1977. Aquel día. Digit recibió cinco heridas mortales de lanza y se enfrentó con seis cazadores y sus perros para que su familia, entre ellos su compañera Simba y su futuro hijo, se retiraran a las seguras laderas del Visoke. La última batalla de Digit fue solitaria y valerosa. Antes de morir, durante su heroica lucha logró matar a uno de los perros de los cazadores furtivos. He intentado no pensar en la angustia, el dolor y todo el sufrimiento de Digit al ver cómo se comportaban los hombres con él.

Los porteadores trasladaron el cuerpo de Digit al campamento, donde fue enterrado a varias decenas de metros delante de mi cabaña. Al sepultar su cuerpo no enterramos su recuerdo. Aquella tarde, Ian Redmond y yo nos debatíamos ante dos opciones: enterrar a Digit y no difundir la matanza o hacer pública su muerte con el fin de obtener más apoyo para la conservación activa del Parque de los Volcanes, mediante patrullas regulares y frecuentes que lo libraran de intrusos.

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Digit no vivió para ver a su único descendiente. El día de Noche Vieja de 1977, fue asesinado por los cazadores furtivos. Este joven macho dio la vida para que su grupo familiar pudiera sobrevivir, para la perpetuación de su especie.

Ian, relativamente nuevo en estas lides, sostenía puntos de vista optimistas sobre todo lo que podríamos ganar si difundíamos la muerte de Digit. Pensaba que una protesta pública contra el inútil sacrificio presionaría a los funcionarios del gobierno de Ruanda para encarcelar a los cazadores furtivos durante mucho tiempo. Creía también que el incidente podía producir un mayor grado de cooperación entre Ruanda y Zaire, para que las partes contiguas de los Virunga marcharan como un todo.

Yo no compartía el optimismo de Ian. Cuando Digit murió, yo llevaba once años trabajando en los Virunga. Había conocido tan sólo unos pocos guardas o funcionarios del parque que no hubieran sucumbido a la inercia y al malestar de sus pobres y superpoblados países. Sin lugar a dudas, uno de los principales inconvenientes de los Virunga es que pertenecen a tres países, todos ellos con problemas mucho más urgentes que la protección de la fauna salvaje. Coincidía con Ian en que una airada protesta pública podría suponer para Ruanda la entrada de grandes aportaciones de dinero, no canalizadas, para la conservación, pero se destinaría muy poco a la formación de patrullas efectivas contra los cazadores furtivos. Después de las capturas de Coco y de Pucker, se habían obtenido tanto aportaciones económicas como un Land-Rover nuevo para los funcionarios ruandeses destacados en el parque en dicho momento; pero ni el dinero ni el vehículo se destinaron a los intereses de la zona. Había llegado a convencerme de que para conseguir objetivos a largo plazo, la ayuda económica debe correr pareja necesariamente con la correspondiente motivación. Lo que más miedo me daba era que el mundo respondiera apostólicamente al lema «salvemos a los gorilas» cuando informáramos de la muerte de Digit. ¿Íbamos a convertir a este gorila en una víctima propiciatoria que nos permitiría obtener sustanciosas ayudas económicas? Estos eran mis puntos de vista, esgrimidos en la discusión que mantuvimos Ian y yo, para tratar de dilucidar los pros y los contras de difundir la muerte de Digit.

La oscuridad de la noche se transformaba en la bruma gris del amanecer cuando me di cuenta de que, al igual que Ian, no deseaba que Digit hubiera muerto en vano. Decidí crear un Fondo Digit para apoyar la conservación activa de los gorilas, cuyo dinero se utilizaría sólo para ampliar las patrullas contra los cazadores de a pie en el interior del parque. Esto representaría la contratación, formación, equipamiento y remuneración de los africanos interesados en trabajar durante largas y aburridas horas destrozando trampas y confiscando las armas de los cazadores, tales como lanzas, arcos y flechas. Hubiera preferido emplear a guardas del parque para dicho trabajo. Es esencial cooperar con el gobierno, sobre todo cuando se es huésped de un país extranjero. Los guardas tienen el derecho legal para capturar a los cazadores furtivos, y yo no. y además podrían utilizar sus ingresos extraordinarios para aumentar sus sueldos mensuales, de unos sesenta dólares. Sin embargo, ellos trabajan para el conservador del Parque de los Volcanes, el cual a su vez está al servicio del director de los parques nacionales de Ruanda y vive en Kigali. Los guardas reciben indefectiblemente sus salarios, tanto si van al parque como si no acuden a él; por tanto, este aspecto de motivación nunca había sido suficiente. Durante muchos años, volví a Ruanda, después de breves viajes a América, cargada con cajas de botas, uniformes, mochilas y tiendas para los guardas. Intenté innumerables veces animar a los hombres a participar de forma activa en las patrullas contra los cazadores furtivos dirigidas desde Karisoke, en el corazón del parque. Desde luego, los uniformes y botas fueron recibidos con impaciencia, así como la paga extra y la comida del campamento, pero sus breves esfuerzos eran insignificantes. Lo único que querían era volver lo antes posible a sus pueblos y a los bares locales de pombe, donde la mayoría de ellos vendían las botas a ruandeses más ricos para comprar más bebida. Mi proceder, totalmente ingenuo, se acabó cuando me di cuenta de que los cazadores furtivos habituales del parque mantienen muy buenas relaciones con los guardas, a los que pagan con regularidad, en francos o en carne, para obtener el permiso de caza en el parque. Aprendí también que los hombres que, en teoría, habían capturado los guardas durante sus estancias en Karisoke, eran, en realidad, amigos o parientes que siempre se las ingeniaban para «escapar» cuando eran escoltados a la prisión. Cometí la equivocación de pagar una cantidad extra por cada cazador furtivo atrapado en vez de un salario fijo por cada día de trabajo. No repetí jamás este error cuando más tarde contraté para la tarea a gente independiente del parque, las únicas personas a las que podía motivar personalmente para trabajar con honradez y eficacia. Fue asimismo pueril ofrecer una recompensa por cada trampa que me trajeran, ya que lo único que conseguía era que las fabricaran ellos mismos y simularan que las habían encontrado.

Durante varios días, Ian, el personal del campamento y yo recorrimos la pista de los cazadores furtivos de uno a otro extremo, desde el lugar de la muerte de Digit, y mantuvimos breves contactos con el grupo 4 —recluido en las laderas del Visoke— mientras reflexionábamos acerca de qué camino emprender. Descubrimos que Digit no había sido asesinado para obtener su cabeza y las manos como trofeo, tal como habíamos pensado en un principio. Seis cazadores furtivos habían estado colocando las hileras de trampas hasta que, de forma imprevista, se toparon con el grupo 4, al final de la fila. El cuerpo de Digit yacía sólo a veinticinco metros de distancia del último cepo y a unos ochenta metros de la zona de nidos de día de su familia, en su puesto de centinela.

Por las expediciones realizadas a lo largo de la pista de los cazadores furtivos supimos que éstos se habían dedicado a matar antílopes y a instalar trampas durante los dos días anteriores a su encuentro con el grupo 4 Entonces huyeron hacia Kidengezi, el poblado del famoso cazador furtivo Munyarukiko, contiguo a las laderas orientales del Karisimbi. Los cazadores furtivos, tras haberle abatido, decidieron llevarse la cabeza y las manos de Digit, porque estas partes eran antes muy bien pagadas por los europeos. Sentimos habernos equivocado al pensar, en un primer momento, que Digit había sido asesinado con la única idea de conseguir los trofeos. Hay que decir a la opinión pública la verdad: Digit no fue asesinado intencionadamente por los cazadores de trofeos; dio su vida para salvar a su familia, que, por desgracia, estaba en un lugar inoportuno y en un mal momento, el día de Noche Vieja. Si la muerte de Digit demostraba ser económicamente interesante para el régimen del parque, yo me preguntaba hasta cuándo podría sobrevivir el grupo 4: ¿un mes?, ¿seis meses?, ¿un año? Despertaba todas las mañanas pensando quién sería el siguiente.

Al final, Ian y yo decidimos divulgar el asesinato de Digit. Unos días más tarde, los telespectadores norteamericanos pudieron oír a Walter Cronkite anunciar la muerte de Digit en el programa «CBS Evening News». Invitamos al conservador ruandés del parque al campamento para ver el cuerpo de Digit antes de que fuera enterrado. Llegó con Paulin Nkubili. El jefe de las brigadas quedó francamente horrorizado al contemplar el cuerpo mutilado y prometió hacer todo lo posible para coger cualquier cazador furtivo conocido que sus hombres pudieran encontrar en Ruhengeri. En todas partes la conservación activa reclama la pronta aplicación de las leyes.

Seis días después del asesinato de Digit, estaba escribiendo a máquina en mi cabaña cuando oí gritar al leñador: «¡Bawindagi! ¡Bawindagi!» (« ¡Cazador furtivo! ¡Cazador furtivo!»). Los dos trabajadores ruandeses del campamento se lanzaron de inmediato en persecución de un desconocido que se había colado en el campamento intentando matar a uno de los muchos antílopes que disfrutaban de la seguridad que les ofrecía Karisoke. Tras una larga carrera, lograron cogerlo y lo trajeron hasta mi cabaña. Iba vestido con una camisa amarilla, sucia y salpicada de sangre seca. Llevaba un arco y cinco flechas también manchadas de sangre. Gracias al interrogatorio supimos que se trataba, sin lugar a dudas, de la sangre de Digit.

El jefe de las brigadas subió de nuevo al campamento con efectivos armados para vigilar debidamente al cazador furtivo, que fue posteriormente procesado, condenado y sentenciado a prisión en Ruhengeri. Mientras tanto, Nkubili lo interrogó en Karisoke, y obtuvo los nombres de los otros cinco cazadores responsables del asesinato. En el plazo de una semana fueron capturados dos de ellos. Los tres cazadores furtivos restantes —Munyarukiko, Sebahutu y Gashabizi— se escaparon, escondiéndose en la selva.

Volví a iniciar los contactos con el grupo 4, pero durante muchísimas semanas me encontraba incapaz de aceptar la realidad de la muerte de Digit, mirando hacia la zona periférica del grupo, en busca del valeroso joven de dorso plateado. Los gorilas me dejaron acercarme como antes, privilegio que pensaba no merecer más. Tiger y Beetsme intentaron sustituir a Digit en el puesto de centinela del grupo 4. Pero los dos machos se distraían con frecuencia con sus rudos y alocados juegos, y dejaban a Uncle Bert toda la responsabilidad de la seguridad del grupo Poco después de su huida a las laderas del Visoke, el grupo fue acosado por tentativas de choque por parte de Nunkie. Uncle Bert volvió con su familia a los collados para alejarse de la perseverancia del viejo macho de dorso plateado, que daba toda la impresión de intentar apoderarse de Simba. Se dirigieron al lugar de la muerte de Digit, dando vueltas alrededor de la zona durante vanos días como si estuvieran buscando al joven macho, cuya muerte, por supuesto, no presenciaron. Su actuación me produjo gran asombro. Durante los diez años de investigación, los gorilas habían evitado, por norma general, volver al cabo de poco tiempo a los lugares en que hubieran encontrado rebaños de ganado, trampas o cazadores.

* * * *

A causa de las terribles condiciones que habían soportado los animales, me mostraba reacia a pensar en la posibilidad de someterlos al proceso tan doloroso de obligarlos a retomar a las laderas del Visoke, relativamente seguras, alejándolos de la amenaza de trampas y cazadores furtivos de los collados. Mi indecisión se disipó cuando vi una herida reciente de cepo en la muñeca derecha de Tiger.

El día en que procedimos a llevárnoslos de la zona fue tan terrorífico para el grupo 4 como repugnante para mí. Me volvía loca pensando que los gorilas no podían saber de ninguna de las maneras que sus invisibles perseguidores no les infligirían daño alguno, que su camino de huida había sido despejado de trampas y que se les estaba llevando a propósito a su zona favorita del Visoke, libre en aquel momento del grupo de Nunkie. Esto fue lo único que nos hizo soportar, al personal del campamento y a mí, los gritos de terror de los gorilas mientras los conducíamos a las montañas, guiados por Uncle Bert, y con Tiger y Beetsme en los flancos.

Veinticuatro horas más tarde, el grupo 4 no mostraba ningún efecto patente del tormento experimentado. En cualquier caso, parecía más tranquilos de lo que había estado desde hacía mucho tiempo, aunque, lógicamente, la causa de esta tranquilidad debía ser el cansancio.

El grupo 4 permaneció feliz durante casi seis meses en las laderas del Visoke o cerca de ellas, sin toparse con otras familias de gorilas ni con cazadores furtivos. Simba, preñada del primero y único hijo de Digit, mostraba cada vez más indicios de su estado. Los inmaduros del grupo se sentían muy atraídos por la joven hembra, pero ella seguía prefiriendo pasar la mayor parte del tiempo sola, comiendo vorazmente. Dejó que Beetsme la montara vanas veces; Flossie, también en los últimos estadios del embarazo, solicitaba a menudo cópulas a Uncle Bert. El gorila que Flossie llevaba en el vientre iba a ser su quinto hijo nacido en el grupo desde el inicio del estudio de Karisoke, de los cuales sólo vivían dos. Asimismo, sería el séptimo hijo de Uncle Bert, cuatro de los cuales habían sobrevivido. Flossie mostraban más signos físicos externos de su inminente alumbramiento que Simba. Ambas tenían un comportamiento arisco, no sólo entre sí, sino también, y en especial, contra Macho. La madre de Kweli, que contaba entonces dos años y medio de edad, no presentaba ninguna señal de nuevos estros y, como antes, ocupaba la zona marginal del grupo para evitar enfrentamientos con Flossie y Simba.

Otro signo seguro del estado de Flossie, muy típico de las hembras que van a dar a luz, era el mucho tiempo que dedicaba a espulgar a su joven hijo Titus, de tres años y medio de edad El joven macho disfrutó de los cuidados maternales totalmente insólitos, igual que su hermana mayor Cleo había recibido la misma atención de Flossie antes de nacimiento de Titus. Kweli, que estaba pasando por el período más intensivo de destete, vio, por tanto, reducidas sus sesiones de juego. Esta tensión, acompañada de la disminución de sus juegos con Titus, lo convirtieron en una cría quejica y llorona, a pesar de recibir, como siempre, el cariño constante y amantísimo de Macho.

Tres meses y siete días después del asesinato de Digit, una parte diminuta de él llegó al mundo cuando Simba alumbró a Mwelu, palabra africana que significa «chispa de resplandor y de luz». La herencia de Digit fue una extraordinaria gorilita hembra con largas y onduladas pestañas alrededor de unos ojos muy brillantes. La madre demostró gran intransigencia en la protección de su cría, ya que, al igual que la mayoría de los gorilas recién nacidos, Mwelu despertó gran curiosidad entre los miembros más jóvenes del grupo.

A lo largo de todo el período de estudio, Simba fue la segunda hembra de la familia que parió sin el apoyo de su compañero. Por ironías de la vida, la misma Simba había sido la primera en nacer tras la muerte de su padre. Cuando cría, había dependido sólo de su anciana madre, Mrs. X, y cuando quedó totalmente huérfana, de Uncle Bert, entonces el nuevo líder del grupo 4. Siempre que cualquier otro gorila de su familia demostraba un excesivo entusiasmo por el recién nacido, Uncle Bert volvía a representar su papel de protector de Simba así como de la diminuta Mwelu. Ésta tenía ya cuarenta y cinco días cuando Flossie trajo al mundo a una cría hembra, a la que llamé Frito.

Cuando ésta ya tenía un mes de edad, a mediados de julio de 1978, Uncle Bert llevó a su grupo desde las laderas del Visoke a los collados, donde no se habían visto durante meses indicios de cazadores furtivos, a causa del aumento de vigilancia. Durante una semana, los adultos del grupo 4 disfrutaron felices del sol, mientras los jóvenes daban rienda suelta a su ilimitada energía, subiendo a las enormes Hagenia y persiguiéndose unos a otros. Todos se beneficiaban de la exuberante y diversa vegetación de los collados. Desde el retomo a su tierna favorita, disfrutaban de la vida al máximo.

El 24 de julio de 1978, por la mañana, uno de los cuatro estudiantes instalados entonces en Karisoke llamó a mi puerta. Me sorprendió verlo, porque acababa de irse del campamento hacía sólo una hora, para contactar con el grupo 4. Al ver su cara comprendí que había ocurrido otra desgracia.

Más que preguntar, afirmé:

—Furtivos.

—Han disparado un tiro al corazón a Uncle Bert y lo han decapitado —contestó el estudiante.

Aquella mañana, el estudiante demostró ser muy intrépido. A pesar de ir solo, había estado buscando al grupo 4 por los alrededores del cuerpo de Uncle Bert, todavía caliente, y estaba dispuesto a volver al lugar de la matanza para acompañar a los miembros del campamento. Los hombres pasaron varias horas clasificando un laberinto de huellas de huida, que desde el cadáver de Uncle Bert se dirigían a las laderas del Visoke. Allí se encontraron con un grupo marginal no habituado, de trece animales, que se enfrentaban con gran excitación a los diez individuos restantes del grupo 4, valientemente protegidos por Tiger, de diez años y medio. Aquéllos, al ver a los observadores humanos, huyeron, dejando a la familia de Uncle Bert agrupada alrededor de Tiger, su nuevo líder. Como único hijo superviviente de Whinny, que probablemente fue el fundador del grupo 4, y de la hembra dominante del grupo, Old Goat, Tiger había sido preparado durante su corta vida para el papel de sucesor en la jefatura del grupo 4. Debido al gran parecido del joven macho con Uncle Bert, con el que asimismo compartía fuertes vínculos sociales, pensé que con mucha probabilidad la nueva posición de Tiger se habría visto favorecida por la existencia de fuertes lazos de parentesco con el posible primer líder del grupo, Whinny.

Kweli fue hallado gimoteando lastimeramente y Macho había desaparecido. Supuse que el grupo marginal había logrado llevársela con ellos. Aquella noche, Tiger durmió con su medio primo, Kweli, de tres años de edad, que nunca lo había hecho solo. El comportamiento protector de Tiger constituía una copia exacta del de Uncle Bert, que, siete años antes y en calidad de nuevo jefe del grupo, se había ocupado con gran dedicación de su hermanastra Simba, cuando ésta se quedó huérfana.

Volvió todo el horror y la conmoción por el asesinato de Digit. Quedaban por esclarecer detalles todavía más abominables sobre la última matanza. Dos porteadores y yo seguimos las huellas de los cazadores furtivos desde el lugar en que se hallaba el cuerpo de Uncle Bert, y encontramos un fuego todavía con brasas, donde los cazadores furtivos habían pasado la noche, a sólo dos horas del lugar de descanso del grupo 4, el 23 de julio. La pista de los cazadores furtivos, tanto la de acceso como la de retirada del grupo 4, llevaba directamente a Kidengezi, poblado de Munyarukiko. Por las huellas descubrimos también que la llegada del estudiante había sorprendido a los cazadores furtivos, por lo que no pudieron continuar descuartizando el cuerpo de Uncle Bert; por eso, las manos del macho de dorso plateado estaban intactas. A diferencia de la matanza, lenta y agonizante, de Digit con lanzas, flechas y perros, a Uncle Bert lo habían matado de una simple bala que le atravesó el corazón. Probablemente no tuvo más que un breve momento de terror antes de morir.

Uncle Bert fue abatido muy cerca de los nidos de noche de su grupo, al comienzo de lo que podría haber sido otro día soleado de actividades y felicidad compartida entre sus compañeros y las crías. Los cazadores furtivos me dieron, sin pretenderlo, un pequeño resquicio de consuelo al dejarme saber que Uncle Bert no había soportado el mismo sufrimiento que Digit. Mostrándonos con descaro la amenaza de su nuevo poder, las armas de fuego, dejaron intacto el único agujero de la bala situado sobre el corazón del gorila. Habían utilizado cuchillos y pangas para abrir el lado derecho del pecho del noble gorila y extraer la bala, prueba que podría utilizarse en contra de ellos. Trasladamos el cuerpo de Uncle Bert al campamento, para entercado cerca de Digit.

Me fui a Ruhengeri para informar a Paulin Nkubili de la nueva tropelía. El jefe de las brigadas organizó en seguida un comando para efectuar una redada en el poblado de Munyarukiko, y me invitó a ir con ellos. Contando con el factor sorpresa a su favor, el comando podría rodear el poblado aquella noche, penetrando luego rápidamente en él para registrar las pequeñas chozas. En una hora confiscaron gran número de lanzas, arcos, flechas y pipas para hachís. Y lo más importante, en una de las chozas los soldados encontraron bajo la cama al tercer cazador furtivo más famoso de los Virunga, Gashabizi. Más adelante se demostró que había estado implicado en la muerte de Digit así como en la de Uncle Bert. Aunque Munyarukiko había escapado de nuevo, la captura de aquél fue la recompensa del trabajo realizado en aquella larga noche. Finalmente fue juzgado y condenado a diez años de prisión en Ruhengeri.

A la mañana siguiente, Nkubili realizó otra redada por sorpresa en un poblado pequeño donde vivía Sebahutu, otro traidor cazador furtivo, con sus siete mujeres y muchos hijos. Repitiendo los pasos de la noche anterior, los soldados rodearon las chozas y luego las registraron una por una. Los resultados fueron horriblemente fructíferos. En el centro del recinto cercado se fueron acumulando montones de lanzas, arcos, flechas y pipas para hachís. Más tarde se descubrieron, bajo un jergón de paja, las ropas de Sebahutu empapadas y sanguinolentas, así como varios cuchillos y pangas pegajosos de sangre.

El hallazgo de estas pruebas acusadoras impulsaron a las esposas de Sebahutu a proferir fuertes lamentos en que proclamaban la inocencia de su marido. En aquel preciso instante, un hombre con un jersey de color rojo vivo salió corriendo desde detrás del cerco y atravesó el poblado al descubierto. Los comandos lo atraparon y lo llevaron hasta el grupo de chozas para interrogarlo. Sebahutu, el cazador que, según supimos después, había disparado contra Uncle Bert, fue detenido. Más adelante, un tribunal lo consideró culpable y fue llevado a la prisión de Ruhengeri. El único que quedaba libre era Munyarukiko.

Cuando estaba a punto de subir al campamento, me encontré a un porteador que me esperaba con una nota en la base del Visoke. Se había encontrado el cuerpo de Macho a unos cincuenta metros del lugar en que habían matado a Uncle Bert. Macho había sido también alcanzada por una única bala que, tras atravesar las costillas y la columna vertebral, salió de nuevo del cuerpo. Al igual que en el caso de Uncle Bert, los cazadores habían recuperado la bala.

Aturdida e incrédula, volví hacia Ruhengeri mientras recordaba el día en que Macho se me había acercado para mirarme con aquellos ojos grandes y confiados, y en la ternura que había prodigado siempre a Kweli. ¿Cómo podría sobrevivir este gorila de tres años sin madre ni padre?

Nkubili reaccionó con terrible ira al enterarse de otra matanza. Organizó de inmediato una tercera patrulla y ordenó que le llevaran a todos los cazadores furtivos sospechosos para interrogarlos. Al día siguiente llenamos la furgoneta VW con soldados armados y un inspector de policía y los conduje a un poblado pequeño contiguo al Parque de los Volcanes. Aparqué fuera del alcance de la vista de sus habitantes y los soldados salieron del coche en tropel. Avanzaron con los rifles sobre sus cabezas y moviéndose como si se tratara de un desembarco de soldados de infantería de marina, hasta que rodearon la plaza del mercado, con varios centenares de personas dentro. Aquélla fue la primera de cinco redadas por sorpresa realizadas ese día en poblados próximos al parque. Dieron como resultado la captura de catorce rastreadores, que fueron internados en la prisión de Ruhengeri en espera del juicio.

Mientras volvía a la base del monte Visoke, vi al conservador ruandés del parque andando solo por la carretera y me ofrecí a llevarlo a su oficina. Durante el corto trayecto, se dirigió en rinyarwanda, con brusquedad y rapidez, al personal del campamento, sentado en la parte trasera de la camioneta, mientras me ignoraba por completo. Cuando se apeó, los hombres me tradujeron su conversación. La razón principal de su cólera era, según me explicaron, el apresamiento de unos cazadores furtivos ruandeses muy conocidos. El conservador había manifestado que iba a exigir la inmediata liberación de esos hombres porque Uncle Bert y Macho habían sido abatidos en la parte zaireña del Parque de los Virunga. Por tanto, creía que sus muertes debían ser una responsabilidad de Zaire y no de Ruanda.

Todos recordábamos perfectamente que a Digit también lo habían matado en Zaire, muy cerca de la zona de las últimas matanzas, y que, según se había demostrado, todos los cazadores furtivos relacionados con su muerte eran ruandeses. Desde el momento en que ni los cazadores ni los gorilas llevaban visados, me asombraba que el conservador pudiera echar la culpa a los zaireños, que se aventuraban rarísimas veces cerca de la frontera ruandesa donde se habían producido las matanzas.

Mientras conducía por la abrupta carretera de roca volcánica de vuelta a la base del Visoke, los hombres continuaban traduciéndome el resto de los comentarios del conservador. Les había dicho que acababa de regresar de una estancia de tres días en Gisenyi, adonde había ido para recoger a un gorila joven recién capturado. Al no encontrar a la víctima, tuvo que volver a las oficinas del parque, aproximadamente a mitad de camino entre Ruhengeri y la base de las montañas.

Al iniciar la pista del largo y sombrío ascenso a Karisoke, no hacía más que recordar las capturas de Coco y Pucker, utilizadas como artículos de trueque entre Alemania y Ruanda unos nueve años antes. Estaba cada vez más desconcertada sobre los motivos que habrían producido la brusca marcha del conservador a Gisenyi para recoger un gorila joven el mismo día en que habían matado a Uncle Bert y a Macho. Pedí a varios ayudantes ruandeses de confianza que realizaran una investigación encubierta para dilucidar la relación existente entre este viaje y las últimas muertes. Ellos sabían cómo recoger información de forma discreta de la gente de los poblados y otras personas conocedoras de las actividades de los cazadores furtivos.

Dos días después de la matanza de Uncle Bert y Macho, llegó a Kigali un equipo proteccionista europeo acompañado por un periodista. Su visita, preparada desde hacía tiempo, produjo gran expectación en los funcionarios del parque, que iban a recibir ayuda financiera, equipo y materiales del consorcio de grupos de conservación de los gorilas, formados tras la matanza de Digit, divulgada a los cuatro vientos. El director del parque, sus ayudantes y un asistente belga fueron a recibir a los proteccionistas al aeropuerto de Kigali. Se les informó inmediatamente de las últimas matanzas de gorilas. El periodista pudo enviar por teléfono a Londres su artículo fechado en Kigali.

El equipo pasó dos días más en Kigali antes de dirigirse a Ruhengeri, donde los conocí mientras organizaba registros legales en los poblados, en busca de cazadores furtivos. Llena de barro, hambrienta y exhausta, estaba más deprimida de lo que había estado nunca en los once años de investigación. La camioneta con chófer de los europeos se detuvo al lado de mi furgoneta. El periodista saltó con gran agilidad, magnetófono en mano, con la pretensión de efectuar una entrevista sobre el terreno de los acontecimientos de los últimos días. Pasó por mi mente, en un instante, la larga deliberación que sostuve con Ian Redmond y la noche siguiente a la muerte de Digit, hacía seis meses y medio. Ya que el asesinato de Digit había demostrado ser tan provechoso para los funcionarios ruandeses del parque, ¿existiría alguna posible relación entre la primera tragedia y las últimas y oportunas matanzas? Me negué a la petición del periodista de permitirle subir a Karisoke para fotografiar los cuerpos de los gorilas o sus tumbas, porque no quería fomentar más publicidad. Hasta el momento parecía haber tenido sólo efectos desastrosos sobre los animales de los grupos en estudio.

Veinticuatro horas después, al cabo de cinco días de la matanza de Uncle Bert y Macho, la misión proteccionista europea abandonó Ruanda. Más tarde leí en un artículo de un periódico proteccionista británico que el grupo había estado sumamente satisfecho de la oportunidad de su visita, de la ayuda financiera que habían prestado y prometido al Parque de los Volcanes, y de la gran atención dispensada a los artículos del periodista por el público interesado en el tema.

Incluso ahora, cuatro años después, la mayor parte de la gente piensa que se mata a los gorilas por sus cabezas, práctica que Paulin Nkubili desterró dos años antes de que acabaran salvajemente con Digit y Uncle Bert. El que los gorilas mueran para defender a los miembros de su familia no tiene, en muchos medios, tanto interés periodístico como la historia errónea de las mutilaciones sangrientas para obtener trofeos.

Seis días después de la matanza se descubrió la razón de los incesantes gimoteos de Kweli. El animal había sido herido de bala en la parte superior del hombro derecho, en el mismo momento en que mataron a sus padres. La bala había astillado la clavícula de Kweli antes de salir a través de la musculatura de la región escapular. Encontraba muy extraño que, siendo Sebahutu y Munyarukiko excelentes tiradores, hubieran fallado al disparar a matar al joven Kweli, si ésta había sido la verdadera razón de enfrentarse con el grupo 4 en aquella fatídica mañana de julio.

Los ayudantes ruandeses, varios estudiantes y yo misma, utilizando los mismos procedimientos de recorrer las huellas en sentido opuesto, que había tenido tanto éxito para despejar ciertas incógnitas tras la muerte de Digit, desenmarañamos la secuencia de sucesos implicados en las últimas matanzas. Kweli había sido la primera víctima. Sebahutu le disparó desde un árbol poco después de que el grupo hubiera abandonado sus nidos nocturnos para desparramarse y comer según su habitual costumbre matutina. Macho fue alcanzada mientras corría desde donde comía en un vano esfuerzo de proteger a su hijo. Uncle Bert iba a [a cabeza del grupo, que se retiraba hacia las laderas del Visoke, cuando-los gritos de Kweli y Macho le hicieron volver y cargar de frente contra los cazadores furtivos para defender a su compañera y a su hijo. El macho de dorso plateado tenía que estar en posición bípeda para que la bala fatal le alcanzara como lo hizo. Su corazón quedó destrozado, y murió antes de alcanzar el suelo. Sólo la intervención de sus padres hizo posible que el joven pudiera huir con el grupo 4. Uncle Bert y Macho podrían haber escapado a la muerte si no hubieran intentado por instinto proteger a su hijo. Dieron sus vidas para que Kweli siguiera vivo.

Varios días después de haberme enterado de la existencia de la herida de bala de Kweli, regresaron al campamento los hombres a los que había pedido que recogieran información de la gente de los poblados adyacentes al parque. Llevaban en sus bolsillos notas escritas a mano de lugares, fechas, momentos, nombres de personas y listas de sucesos relacionados posiblemente con las matanzas. Supuse, gracias a mis informantes, que dos africanos, ambos extranjeros y, según los del lugar, congoleños o zaireños, habían visitado al conservador el día anterior a la muerte de Uncle Bert y Macho. Pasaron juntos varias horas, y al marcharse los extranjeros, el conservador informó por vez primera a sus empleados que iba a ir a Gisenyi para recoger un gorila joven recién capturado, y les pidió que recompusieran un cercado próximo a su oficina para la estancia temporal del gorila joven.

Hasta aquel momento —once días después de las matanzas— no comprendí todas las implicaciones de la conversación del conservador con mi equipo, en la parte trasera de mi furgoneta, el día en que me ofrecí a llevarlo a su vuelta de Gisenyi. Daba toda la impresión de que Kweli era el objeto de su captura, pero ni él ni los cazadores habían previsto el celo con que los gorilas defenderían a su propia especie. No obstante, se dieron cuenta de que si la captura del gorila se producía fuera de la zona de estudio no tendría difusión y, por tanto, no conseguirían ayuda monetaria de los países extranjeros para la conservación de los gorilas. Además, para proteger la parte ruandesa del sector de los Virunga en que se mueven los animales en estudio, las capturas de gorilas debían realizarse sólo en la parte zaireña. Durante varios años, el grupo 4 y el 5 pasaban de un país a otro, pero el grupo 4 era el único que se encontraba en Zaire en el momento en que llegó el equipo proteccionista europeo.

* * * *

El nuevo huérfano Kweli, que perdió a su madre, Macho, y a su padre, Uncle Bert, y además llevaba una herida de bala, acudía sólo a Tiger para que le limpiara la herida, abrazarlo y compartir su calor en los nidos nocturnos. Tiger, con expresión preocupada, permanecía cerca del joven de tres años y respondía a sus lloros con reconfortantes vocalizaciones eructivas. Como nuevo líder del grupo 4, regulaba las horas de comer y los desplazamientos de los animales, aunque Kweli se quedara atrás. En agosto de 1978, el desánimo era en apariencia la peor amenaza para la supervivencia de Kweli.

Beetsme, que no compartía ningún lazo de sangre con el grupo, representaba un peligro considerable para la menguada solidaridad de sus componentes. El inmigrante, unos dos años mayor que Tiger, al encontrarse de macho más viejo en un grupo guiado por un animal más joven, manifestó enseguida un desenfrenado deseo de dominación. A pesar de su inmadurez sexual, Beetsme se aprovechó de su edad y corpulencia para dedicarse a atormentar con severidad a la vieja Flossie, sólo tres días después de la muerte de Uncle Bert. La que más despertaba su agresividad era Frito, la última hija de Uncle Bert. Si la mataba, Beetsme destruiría a un descendiente de un competidor, y Flossie volvería a ser fértil.

Ni su madre ni Tiger tuvieron la más mínima posibilidad contra el macho. Veintidós días después de la matanza de Uncle Bert, Beetsme mató a Frito, de cincuenta días de edad, a pesar de los constantes esfuerzos de Digit y de los otros miembros del grupo 4 para defender a madre e hijo.

Flossie trasladó el cuerpo de Frito durante dos días, hasta que fue obligada a abandonarlo en defensa propia durante otro ataque de Beetsme. El diminuto cuerpo fue enterrado al lado del de su padre, en el cementerio situado delante de mi cabaña. La muerte de Frito era una nueva prueba, aunque indirecta, de la devastación provocada por los cazadores furtivos al matar al jefe de un grupo de gorilas.

A los dos días de la muerte de Frito, Flossie fue observada solicitando cópulas a Beetsme, aunque no por razones sexuales ni reproductoras, ya que la hembra no había recuperado sus ciclos y Beetsme era todavía sexualmente inmaduro. Sin lugar a dudas, estas invitaciones eran medidas conciliadoras destinadas a reducir los castigos físicos que el macho continuaba infligiéndole. Mientras contemplaba la destrucción provocada por Beetsme de todo lo que había logrado crear y defender Uncle Bert durante los últimos diez años, no podía menos que sentir profunda antipatía por aquel macho.

Flossie tuvo la oportunidad de emigrar del grupo 4 una semana después de la muerte de su hijo, durante un violento choque con el grupo de Nunkie. Se trasladó acompañada de su hija Cleo, de siete años, y de Augustus, la hija de Petula, de ocho años de edad. Su hijo Titus, de cuatro años, se quedó en el grupo 4. Aunque estas emigraciones representaron una nueva fragmentación de la sociedad familiar, me alegré de que Flossie se fuera. No creo que hubiera podido soportar durante mucho más tiempo los abusos físicos de Beetsme.

Flossie y Cleo se quedaron sólo diecinueve días con Nunkie, y después se trasladaron a un pequeño grupo marginal de cuatro animales, en la primera oportunidad que tuvieron de emigrar. Como en aquel grupo había sólo una gorila hembra, Flossie tenía la oportunidad de ocupar un escalafón más alto que en el grupo ya establecido de Nunkie, con cuatro hembras. Por desgracia, el segundo traslado de Flossie y Cleo representó una especie de despedida, ya que el grupo que escogieron frecuentaba muy raras veces la zona de estudio de Karisoke. Esta unidad social, conocida como grupo de Suza, se desplazaba normalmente más allá de la otra orilla del río de este nombre, en las distantes laderas del Karisimbi. No obstante, durante los meses siguientes realizamos considerables esfuerzos para seguir los pasos del grupo de Suza. Observamos con gran alegría que, once meses después de su llegada, Flossie tenía una cría recién nacida, hija seguramente de John Philip, el macho dominante del grupo. Unos cuarenta meses después, Flossie se convirtió en abuela por vez primera, cuando Cleo dio a luz en diciembre de 1981.

Augustus no acompañó a Flossie y Cleo porque su madre, Petula, al haber sido la primera hembra conseguida por Nunkie cuatro años antes, ocupaba el rango más alto del escalafón de las hembras. Augustus, al quedarse en el grupo de Nunkie, podría compartir probablemente la situación de su madre y de su hermanastra. Lee, de tres años de edad, engendrada por el líder del grupo.

El abandono de Flossie de lo que quedaba del grupo 4 —Beetsme, Tiger, Titus, Kweli, Simba y su hija Mwelu— redujo considerablemente la agresividad interna, aunque a veces Beetsme atacaba con carreras o golpes a Titus. Tiger protegía fuertemente a Titus. Tenía la ligera esperanza de que la cría de Simba, de cuatro meses de edad, único descendiente de Digit, pudiera sobrevivir.

Me encontraba cada vez más preocupada por Kweli, que sólo unos meses antes era la cría más viva y juguetona del grupo 4. El aletargamiento y la depresión de este gorila, de tres años de edad, iba en aumento día tras día, a pesar de los intentos de Tiger de hacer de padre y madre del huérfano.

Tres meses después de su herida de bala y de la pérdida de sus padres, le abandonaron las fuerzas que le quedaban para sobrevivir. El día de su muerte fue encontrado por la mañana, apenas respirando, en el nido nocturno que había compartido con Tiger. El gorilita sólo podía lanzar suaves gritos y gemidos mientras el grupo se alejaba con lentitud para comer. Los gorilas volvieron a su lado varias veces durante todo el día, respondiendo a sus voces de angustia, consolándolo con vocalizaciones eructivas o con suaves contactos. Una de las veces, Beetsme intentó incluso levantar a Kweli para que se sentara, como si pretendiera que el pequeño moribundo se levantara y fuera con ellos. Todos los animales parecían deseosos de ayudarlo, pero no pudieron hacer nada. Después de pasar el período de descanso cerca del pobre gorila, cada uno de los miembros del grupo se acercó a mirarla fijamente durante varios segundos antes de alejarse en silencio para comer. Era como si los gorilas supieran que la vida de Kweli estaba a punto de extinguirse.

A última hora de la tarde trasladamos al campamento el cuerpo del joven Kweli, fallida víctima de la captura planeada por los cazadores furtivos, para enterrarlo entre su madre y su padre, Macho y Uncle Bert. Todo lo que quedaba del grupo 4 en aquel momento eran Simba, su hija Mwelu, de seis meses, y tres machos, Titus, Tiger y Beetsme. Éste podía considerarse con dificultad miembro integrante de la unidad social por sus continuos abusos contra los otros individuos en sus vanos esfuerzos de establecer su dominio, en especial sobre el indómito Tiger.

En diciembre de 1978, cuatro meses después de la matanza, Simba siguió el ejemplo de Flossie aprovechando la primera oportunidad para irse al grupo de Nunkie. Con gran pesar por mi parte, Nunkie, durante una refriega, mató a Mwelu, el único descendiente de Digit. Se extinguió la chispa de claridad y de luz.

La disgregación del grupo 4 dejó a los machos jóvenes vagando sin descanso por las laderas del Visoke durante las seis semanas siguientes a la pérdida de Simba. Tiger ayudó a mantener la cohesión cuidando a Titus como una madre y suavizando el carácter pendenciero de Beetsme. Gracias a la influencia de Tiger y a la inmadurez de los tres machos, permanecieron juntos. En enero de 1979 se unieron a Peanuts, gorila de mayor edad que estaba todavía solo. El grupo, formado únicamente por machos, abandonó las laderas del Visoke y marchó, guiado por el joven de dorso plateado, hacia los collados, por vez primera desde las muertes ocurridas en el grupo 4, seis meses antes.

Peanuts, con los nuevos refuerzos de los tres gorilas, aumentó la extensión de sus desplazamientos y ganó a dos machos adultos procedentes de grupos marginales durante escaramuzas no observadas, ocurridas en la zona noroccidental de los collados. Los dos jóvenes extranjeros, llamado Ahab y Patrie (este último se pensó al principio que era hembra), ofrecieron nuevas posibilidades de juego para los miembros restantes del grupo 4. La posibilidad de que éstos pudieran formar un nuevo grupo bajo el liderazgo de Peanuts era una idea alentadora. Un aspecto todavía más consolador en aquel momento fue la noticia de que los gorilas de los Virunga tenían más posibilidades de supervivencia: había muerto Munyarukiko, el infame cazador furtivo.

* * * *

La época de vacaciones de 1979 transcurrió tranquila para los gorilas en estudio o los marginales instalados cerca de Karisoke y en zonas próximas. Las aportaciones económicas del Fondo Digit se habían utilizado para pagar la ampliación de las patrullas, dirigidas desde Karisoke durante unos dieciocho meses. Este fondo y las donaciones de la Humane Society of America hicieron posible que mis hombres dispusieran, al fin, de botas de agua, impermeables, tiendas de vivac ligeras, ropa de abrigo y guantes. Después de haber pasado la jornada en el campo, destrozando trampas o confiscando las armas de los cazadores furtivos, podían volver al campamento para comer y dormir confortablemente.

Siempre que los hombres mostraban cierta aprensión por patrullar a más de cuatro o cinco horas de distancia del campamento —ya que la lejanía aumentaba las posibilidades de encontrarse con intrusos armados con rifles—, Ian Redmond o yo misma los acompañábamos, para infundirles confianza. A la voluntad de trabajar en condiciones difíciles se unía su intrépida honradez y el convencimiento de tener intereses personales en la protección de la vida silvestre de los Virunga. No obstante, estos hombres no eran guardas del parque desde un punto de vista legal, sino personas encargadas de hacer cumplir la política de conservación del Centro de Investigación de Karisoke.

Después de tres días de trabajo, la patrulla de seis hombres volvía todas las semanas a sus poblados con la paga en sus bolsillos. Dejaban las botas y las ropas empapadas en el campamento para que las lavaran y secaran con vistas al trabajo de la semana siguiente. Esto, además de asegurar la duración del equipo, evitaba cualquier riesgo posible de pérdidas de material mientras los hombres no estaban en la montaña.

Durante el primer año y medio de funcionamiento de estas patrullas del Fondo Digit, se destruyeron casi cuatro mil trampas dispuestas por los cazadores furtivos. Los costos de comida y sueldo diarios ascendían a seis dólares por hombre.

Mientras las patrullas de conservación activa de Karisoke rompían trampas y confiscaban las armas de los cazadores furtivos en el corazón de los Virunga, existían otras organizaciones proteccionistas que intentaban también salvar a los gorilas de montaña. Estos grupos habían conseguido importantes contribuciones públicas en respuesta a las noticias de las matanzas de Digit, Uncle Bert y Macho Trabajando fuera del Parque de los Volcanes o cerca de sus límites, fomentaron la expansión del turismo, la adquisición de vehículos y equipos nuevos para el personal del parque, y programas educativos para aumentar los conocimientos y el interés de los ruandeses por los gorilas. Estas actividades fueron muy celebradas por los funcionarios ruandeses, ya que mejoraban la imagen del Parque de los Volcanes. A pesar de mi consternación por la suma de dinero destinada a actividades proteccionistas no activas, me complacía que los funcionarios ruandeses estuvieran contentos y que nos dieran libertad para continuar en Karisoke, con nuestras patrullas de conservación activa.

* * * *

El primero de enero de 1980, llamaron fuertemente a la puerta de mi cabaña. Abrí y vi a uno de mis porteadores de víveres con un abultado cesto de patatas sobre la cabeza. Estaba a punto de decirle que no había pedido patatas, cuando exclamó, nervioso: «¡Iicongagi!» («¡Es un gorila!»). Me dio un vuelco el corazón. Dejamos el canasto en una gran habitación, muy poco utilizada. Lo abrí con cuidado. Una hembra patéticamente débil, de unos tres años, la edad de Kweli, salió fuera.

Se la habían quitado a unos cazadores furtivos zaireños que intentaban venderla, el día de año nuevo, a un médico francés de Ruhengeri por el equivalente a mil dólares. Gracias a la habilidad del Dr. Vimont se recuperó a la prisionera de los cazadores furtivos, y los encarcelaron. De nuevo, la aplicación de las leyes es esencial para la conservación activa. No supe jamás cuántos individuos del grupo habían matado para capturar a la cría. Lo único que pude descubrir es que la habían tenido durante unas seis semanas en un almacén de patatas, húmedo y oscuro, próximo a los límites del parque, bajo el monte Karisimbi, alimentándola con pan y productos locales. Al igual que todos los gorilas víctimas de capturas, presentaba avanzado estado de deshidratación y grave congestión pulmonar. Aterrorizada por la presencia humana, la cría, al verme, se escondió inmediatamente bajo la cama. Durante los dos días siguientes, siempre que entraba alguien en la habitación, se refugiaba en el mismo sitio. Le llevamos vegetación tierna para que se alimentara y materiales para la construcción del nido. Estuve muy contenta cuando al final empezó a comer y a utilizar los nidos que yo le construía para pasar la noche.

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Bonne Année, una joven gorila capturada por los cazadores furtivos y rescatada por nosotros. Finalmente. Bonne Année fue introducida en el grupo de gorilas de Peanuts.

Al cabo de seis semanas de cuidados, Bonne Année estaba suficientemente en forma para jugar en los prados de alrededor del campamento. Se necesitaron otras seis semanas para que la cría recuperara su destreza en trepar a los árboles y las técnicas de preparación de los alimentos, como pelar los tallos de apio, limpiar los cardos y apelmazar los Galium. Era un placer observar la transformación de la enfermiza prisionera en una activa gorila joven. Cindy fue muy útil en la recuperación de Bonne Année, cuidando de la cría exactamente igual como lo había hecho con Coco y Pucker once años antes. La perra, aunque bastante vieja, atendía a la cría acunándola o dándole calor cuando quería descansar. Participaba también en sus juegos de peleas poco violentas o persecuciones durante los dos meses de convalecencia de la cría.

Habíamos informado al director ruandés del parque, en Kigali, de la llegada de Bonne Année así como de mi intención de introducirla en un grupo libre, una vez se recuperara del trauma de la captura y del encierro. Estaba encantada porque mi decisión había sido aceptada. La aplicación de la legislación, tanto en Ruanda como fuera, había evolucionado mucho desde 1969, cuando Coco y Pucker fueron explotados como artículos de cambio entre Ruanda y Alemania.

Creía que el grupo 4, heterogéneo, reciente y el único sin lazos fuertes de sangre y sin crías, sería el que ofrecería mayores posibilidades de supervivencia a Bonne Année. El principal inconveniente de esta opción era la manía de Peanuts de conducir a sus cinco congéneres a los collados, en el oeste del Visoke, donde todavía se encontraban cazadores furtivos y trampas. ¿Liberaríamos a Bonne Année sólo para que volviera a caer de nuevo en manos de los cazadores furtivos?

En marzo, Bonne Année estaba totalmente restablecida. No podía aplazarse más el tiempo de su liberación. Primero fue necesario desacostumbrarla de las facilidades de Karisoke, como la comida, el calor de la cabaña y la constante atención y oportunidades de juego dispensadas por Cindy y por los visitantes. Para conseguirlo, se montó un campamento de vivac, consistente en una tienda pequeña y sacos de dormir, en el territorio del grupo 4, lejos de Karisoke. Allí, durante cuatro días y cuatro noches, Bonne Année aprendió a vivir sin tantas comodidades, ayudada de un amable estudiante, John Fowler, y de un africano.

El día de la presunta reintroducción de Bonne Année empezó con mal pie. No sólo estaba diluviando, sino que, además, el grupo 4 se había trasladado a gran distancia del campamento de vivac y se había enzarzado en una violenta escaramuza con un grupo marginal no identificado. Eran muy pocas las probabilidades de que aceptaran a Bonne Année en aquel momento, por su estado de gran excitación. Mientras volvíamos al campamento provisional decidimos de mala gana intentar introducir a la cría en el grupo 5 al día siguiente. Éste podría ofrecer a Bonne Année un territorio relativamente libre de cazadores furtivos, aunque sus fuertes lazos de sangre tal vez impedirían la aceptación de una cría no perteneciente a su reserva genética.

Mis mayores recelos acerca de la introducción de Bonne Année en el grupo 5 se referían a la hembra dominante, Effie, que era la que más tenía que perder si entraban en el grupo otros linajes. Sin que yo lo supiera, le faltaban tres meses para parir (su sexto hijo nacido en el grupo durante los años de estudio). Me preocupaba también el comportamiento provocativo de Tuck, la hija de Effie, que empezaba a mostrar ciclos regulares, siendo montada por Icarus con frecuencia. Un tercer factor de fortalecimiento de los lazos de sangre en el grupo 5 fue la concepción del segundo hijo que Icarus tuvo de Pantsy, ocurrida durante el mismo mes en que intentamos dejar en libertad a Bonne Année. En dicho momento, a principios de la primavera de 1980, no tenía todavía demasiadas pruebas de la gran protección que dispensan los machos de dorso plateado para conservar la integridad de su estirpe, aparte de las aportadas por incidentes ocurridos durante reyertas con otros machos maduros externos al grupo. Por esta razón, no consideré a Icarus una amenaza potencial para Bonne Année.

Mis dudas iban en aumento mientras John y yo llevábamos a la cría hacia el grupo 5. Me asombraba que mis sentimientos no la afectaran, muy feliz a cuestas de John durante la larga expedición matutina Al llegar al grupo, arracimado bajo un cielo cubierto en su período diurno de descanso, sobre las laderas meridionales del Visoke, nos alegra observar que no había otros grupos o machos solitarios cerca. Quizá este segundo intento de reintroducción tuviera alguna posibilidad de éxito, después de todo.

Decidí buscar un árbol cerca del grupo. Subida a él. Bonne Année tendría la posibilidad de quedarse con nosotros si le daba miedo alejarse o de volver si no era aceptada. Subimos los tres a un alto Hypericum ligeramente inclinado, a unos quince metros del grupo Pasaron cinco minutos antes de que Beethoven, tras una doble mirada sobresaltada, lanzase un corto grito de alarma. Observó a Bonne Année con curiosidad, como si intentara saber si era un componente de su grupo. La cría le devolvió la mirada como si hubiera conocido al viejo macho de toda la vida. Era difícil creer que Beethoven era el primer gorila que veía en tres meses.

Las vocalizaciones de Beethoven alertaron de nuestra presencia a los demás miembros del grupo. Inmediatamente, Tuck abandonó el grupo y avanzó pavoneándose hasta la base del árbol, con los labios apretados y golpeando nerviosa la vegetación durante su aproximación Su madre, Effie, la seguía con paso también envarado y con una expresión nada agradable.

Los seres humanos dejaron de existir para Bonne Année. La cría abandonó con lentitud los brazos de John y bajó del árbol para reunirse con los suyos. Cuando pasó a mi lado, intenté cogerla, casi con el mismo gesto instintivo con que una madre intenta alejar a su hijo del peligro. Pero entonces, dándome perfecta cuenta de que no debía interferirme en la decisión de la pequeña, retiré el brazo. Bonne Année bajó hasta donde estaba Tuck. Las dos gorilas se abrazaron con cuidado, y John y yo sonreímos, libres ya de todos nuestros temores y dudas anteriores sobre la aceptación de la cría prisionera en el grupo 5. Fue la última sonrisa del día.

Ocurrió todo lo que nos habíamos temido. Effie empezó a pavonearse frente a Tuck, y las dos hembras se enzarzaron en una pelea para apoderarse de la cría, tirando de sus extremidades, arrancándosela a la otra y mordiéndola. Bonne Année lanzaba alaridos de dolor y de miedo. Después de diez minutos, no pude soportarlo más. Mis intenciones de comportarme como una observadora científica objetiva se desvanecieron. Bajé del árbol para rescatar a la cría, mientras vociferaba: «¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!» Se la pasé a John, que estaba entonces subido al árbol, más arriba. Effie y Tuck, tras un momento de temor por mi injerencia, volvieron al pie de nuestro refugio mirándonos de forma amenazadora, como si tuvieran la intención de subir al Hypericum y recuperar a Bonne Année.

Entonces, con gran sorpresa por nuestra parte, la cría dejó de nuevo la protección de los brazos de John y volvió con Tuck y Effie, sin que yo realizara el más mínimo movimiento para persuadirla Bonne Année estaba totalmente decidida a convertirse en un gorila libre.

Tuck y Effie reiniciaron al instante su juego de tortura, como perro y gato. Los gritos de la cría empezaron de nuevo. Era un verdadero tormento contemplar la brutalidad de las dos hembras del grupo 5 y oír los gritos de la cría. El ruido provocó el ataque de Beethoven, rugiendo, hacia la base del árbol, y la subsiguiente huida de Effie y Tuck. Bonne Année, conmocionada, se lanzó hacia el viejo macho, que la olisqueó con cierto interés, pero no abrió sus brazos para cogerla o abrazarla pese a los patéticos intentos de la cría. Entonces empezó a llover con intensidad, y Beethoven dio la espalda a la pequeña apretándose contra ella para protegerse del agua en una densa mata de vegetación Bonne Année se acurrucó, empapada y tiritando, contra su enorme dorso plateado.

Cuando la lluvia cedió un poco, acudieron otros miembros del grupo a investigar y oler a la pequeña extranjera. La presencia de animales jóvenes parecía darle confianza. Se instaló entre ellos, sentándose y empezando a comer con tranquilidad. Prácticamente la habíamos perdido de vista, cuando los gorilas se amontonaron a su alrededor, e iniciaron despliegues de pavoneos y golpes en el pecho como si intentaran obtener algún tipo de respuesta por parte de la cría. De repente, Icarus penetró en medio de ellos, con los labios apretados, y los dispersó con amenazantes contoneos. Realizó una carrera directamente contra Bonne Année y, cogiéndola por un brazo, la arrastró a través de la vegetación. Effie y Tuck se lanzaron corriendo hacia el joven macho, para un ataque combinado contra la cría, golpeándola cada vez que intentaba levantarse Sus abusos eran mucho más exagerados que antes, debido a la actuación de Icarus. Éste arrebató con gran crueldad a Bonne Année de las hembras y se retiró a unos cinco metros arrastrándola con los dientes. La cría chillaba aterrorizada. El ruido provocó la carga de Beethoven y de otros individuos contra Icarus, que dejó caer bruscamente a la cría y salió corriendo.

Mi gratitud por la intervención de Beethoven fue efímera Después de un minuto, el viejo macho abandonó el campo y se fue a comer solo más abajo de la ladera Daba la impresión de que las limitaciones físicas debidas a su avanzada edad le impedían castigar a Icarus. Beethoven parecía encontrarse también al final de su período reproductivo, y sus dos hembras restantes, Marchessa y Effie, no volverían a ser receptivas con toda probabilidad hasta al cabo de tres o cuatro años, por lo menos. Icarus era, por tanto, el responsable de las generaciones futuras del grupo 5, la progenie de Beethoven.

Al irse el viejo macho, Icarus retomó e infligió torturas todavía más intensas a Bonne Année. A John y a mí nos daba la impresión de que pretendían alargar su sufrimiento lo más posible, sólo para divertirse Al final, la pequeña abandonó sus débiles intentos de defenderse. Se tumbó y permaneció inmóvil y silenciosa, en un signo de derrota total.

Por última vez, Icarus se golpeó el pecho, la agarró, la arrastró violentamente pendiente abajo y la lanzó a un lado antes de finalizar su despliegue con una carrera y más golpes en el pecho De forma totalmente milagrosa, Bonne Année se las arregló como pudo para arrastrarse hasta el pie de nuestro árbol, pero no tenía suficientes fuerzas para subir. Tardé casi demasiado en ir en su auxilio, estupefacta como estaba por la xenófoba brutalidad manifestada por el grupo 5. No obstante, pude recuperarla y la entregué a John, justo antes de que Icarus y Tuck volvieran al pie del árbol para miramos con agresividad. John la escondió bajo su impermeable, y yo lo único que podía hacer era rezar para que la pequeña no lanzara vocalizaciones de disgusto por su encierro. Estaba bastante segura de que si Icarus oía sus gritos subiría al árbol y nos la quitaría por la fuerza.

Cuatro de los animales más jóvenes del grupo 5 se hallaban ya alrededor del árbol, preparados a subirse a él para localizar a Bonne Année. Cuando Icarus no miraba, me dedicaba a pellizcarlos, darles pataditas o empujarlos cuando pasaban por mi lado. Perplejos por mi raro comportamiento, se retiraban, aunque demostrando todavía interés por la recién llegada. Por suerte, nuestra protegida no se movía ni gritaba. Icarus dispersó a los jovenzuelos y empezó a subir al árbol. No olvidaré jamás la sensación del cálido aliento del joven macho de dorso plateado, perforando mis húmedas botas, con la cabeza a escasos centímetros de mis pies. Lo único que le impidió continuar la búsqueda de Bonne Année era que John y yo estábamos por encima de él, y que éramos dos.

Icarus y Tuck mantuvieron una vigilancia hostil al pie del árbol durante toda una hora, ladrando o gruñendo con aspereza al más mínimo movimiento de John o mío. El macho tenía el pelo de la cabeza erizado y emitía un fuerte olor, reflejo de su tensión. Los dos animales abrieron la boca varias veces, dejando al descubierto todos sus dientes mientras sacudían rápidamente la cabeza de un lado al otro. Tenía la impresión de que querían atacar, pero que carecían del suficiente coraje para arriesgarse a subir al tronco con los dos seres humanos que había encima de ellos. No recuerdo haberme sentido nunca tan desamparada.

Icarus daba rienda suelta a su tensión mediante cargas violentas pendiente abajo, golpes en el pecho y destrozos de la vegetación. Con gran consternación por nuestra parte, volvía siempre a su posición de vigilancia. Al cabo de casi una hora, el resto del grupo 5 se marchó para comer. Icarus y Tuck los siguieron, pero pronto volvieron pavoneándose, para miramos con sospecha. Cuando los dos gorilas se perdieron de vista, ocultos en el follaje a unos nueve metros de distancia pendiente abajo, John pudo bajar sin peligro del árbol y correr ladera arriba con la silenciosa cría bajo su impermeable. Al cabo de cinco minutos fui tras él, esperando a cada momento que me saltaran encima. Por la noche, John me confesó que había tenido la misma sensación. No nos tranquilizamos del todo hasta que estuvimos a más de media hora de distancia del grupo. El irracional comportamiento de Tuck, y sobre todo de Icarus, había roto todos los vínculos ordinarios de armonía y comunicación. Era imposible saber si las consecuencias de la aparente xenofobia de Icarus fueron tan imprevistas para él como lo habían sido para nosotros.

Una vez en el campamento, secamos a Bonne Année y la pusimos a dormir en su cesto con una caja de fruta al lado. Sus heridas no eran graves y parecía contenta de estar otra vez en su ambiente familiar.

Veinte días después, cuando las heridas ocasionadas en su primer encuentro con el grupo 5 se habían curado, Bonne Année fue introducida con éxito en el grupo 4. La ausencia de fuertes vínculos familiares en dicha sociedad hizo posible que la cría fuera admitida en seguida en aquel heterogéneo grupo, formado por dos adultos jóvenes de un grupo marginal, los tres machos del antiguo grupo 4, Beetsme, Tiger y Titus, y el joven líder de dorso plateado, Peanuts, que entonces contaba unos dieciocho años de edad. Una hora después de conocer a su familia adoptiva, Bonne Année estaba ya jugando con Titus, de cinco años y medio. Por fin se había convertido en un gorila hembra de montaña.

Bonne Année constituyó parte integral del grupo 4 de Peanuts durante un año, y era protegida y abrazada por todos sus miembros. En mayo de 1981 cayó víctima de una neumonía, después de un largo período de fuertes lluvias y granizo.

La muerte de Bonne Année plantea la pregunta de si se actuó bien dejándola en libertad. Mi respuesta continúa siendo afirmativa. Podía argumentarse que ya que hay sólo unos doscientos cuarenta gorilas libres, quizá Bonne Année podría haber sido protegida en un zoo. Este tipo de razonamiento apoyaría la idea de la cautividad de la cría simplemente para su exhibición, por la rareza de su especie. Ningún gorila de montaña ha sobrevivido en un zoo; por tanto, aun suponiendo que se hubiera adaptado a las nuevas condiciones, jamás podría contribuir a la perpetuación de su especie. En la naturaleza, rodeada de otros gorilas, tuvo esa oportunidad Bonne Année, por los menos, murió libre.

Recuerdo perfectamente las fotografías de Coco y Pucker durante los años de su encierro en el Zoo de Colonia, imágenes que revelaban su depresión a pesar de que se tenían la una a la otra para consolarse y hacerse compañía. No me hubiera gustado de ninguna de las maneras que Bonne Année hubiera sufrido el choque de la cautividad como los dos gorilas hembras, sólo para tener unos cuantos años más de existencia estéril. El pequeño gorila hembra demostró, con su afortunada reincorporación a un grupo libre de gorilas, donde vivió feliz durante un año, que es posible devolver a estos primates cautivos a su hábitat natural, siempre que exista una sociedad de gorilas receptivos. Creo que los beneficios —especialmente la perpetuación de la especie— superan a los riesgos. La causa de la muerte de Bonne Année fueron las pésimas condiciones climáticas, a pesar de que siempre se había considerado a los cazadores furtivos como su mayor peligro.

Tiger, de trece años y medio de edad, al no tener oportunidades para reproducirse, emigró del grupo de Peanuts el 4 de febrero de 1981, poco después de la muerte de Bonne Année. Se había unido al grupo un tercer individuo, de unos ocho años de edad, pero parecía tratarse de un macho. Nacido con la posibilidad de heredar el liderazgo del grupo 4 tal como le había ocurrido a su hermanastro Uncle Bert, tras la muerte de su padre Whinny, en vez de ello Tiger se había convertido en miembro de un grupo de otro macho de dorso plateado, que además no contaba con ninguna hembra.

¡De qué forma tan brutal una sola baja había despojado a Tiger de su patrimonio, modificando totalmente su vida! En el momento de escribir estas líneas, ha pasado casi dos años vagando solo por las laderas del Visoke y adquiriendo experiencia en las escaramuzas con otros grupos, sobre todo con el de Nunkie, líder mucho mayor que él y muy autoritario. Es posible que Tiger tenga que ampliar su búsqueda de compañeras por otras montañas de los Virunga Dondequiera que vaya en busca de la perpetuación de su especie, mi ferviente deseo es que consiga formar y conducir una familia de gorilas, tal como lo han hecho antes que él otros machos solitarios de dorso plateado.

Capítulo 12
Atisbo de esperanza por la formación de una nueva familia: el grupo de Nunkie

Un nuevo e importante personaje apareció en la zona de estudio de Karisoke por vez primera en noviembre de 1972. Se trataba de un macho entrecano y solitario de dorso plateado y de una edad aproximada entre treinta y cinco y cuarenta años, que ocupaba una parte de la zona meridional del grupo 5, situada en las colinas que separan el Visoke del Karisimbi; le llamé Nunkie. Sus huellas indicaban que había venido del monte Karisimbi, la región de los Virunga más invadida por los nativos. Este animal, bastante gritón, no parecía habituado, y el esquema de sus impresiones nasales no coincidía con los bosquejos o fotografías de ninguno de los machos de dorso plateado identificados con anterioridad. Nunkie desconfiaba por completo de los humanos. No podía menos que preguntarme por las razones de que este viejo macho estuviera solo.

No parecía muy probable que Nunkie hubiera sido el líder de un grupo ya establecido diezmado por los cazadores furtivos, ya que el carácter protector de los machos de dorso plateado les mueve a dar la vida en defensa de los miembros de su familia. Intenté establecer un paralelismo comparándolo con otros machos de dorso plateado de su edad, pertenecientes a las sociedades en estudio. Amok, el gorila del grupo 4 que había terminado por ir solo durante casi seis años, era probablemente incapaz de formar una familia a causa de su naturaleza enfermiza. Pero el único defecto físico aparente de Nunkie era la presencia de una especie de membrana interdigital en los cuatro dedos del pie derecho, por lo que sólo quedaba libre el dedo gordo, y otra membrana de este tipo entre los dos dedos centrales del pie izquierdo, características indicativas de consanguinidad.

No podía comparar al entonces misterioso macho con Peanuts, que al principio pertenecía al grupo 8 y que era un macho joven de dorso plateado incapaz de adquirir y retener hembras. Nunkie demostró muy pronto ser implacable en la búsqueda de gorilas del sexo opuesto para formar su propio harén, durante las escaramuzas con otros grupos. Su comportamiento indicaba que había sido el jefe de un grupo, aunque los observadores de Karisoke no pudimos averiguar nunca qué había sido de él. Al final, llegué a la conclusión de que el pasado de Nunkie debía haber sido similar al de Rafiki, el anciano líder del grupo 4. Quizá el nuevo gorila, al igual que éste, había perdido a los machos de su grupo, que habrían emigrado por la falta de oportunidades para reproducirse; tal vez sus hembras habían muerto por causas naturales, como las del grupo 8.

Durante los dos años siguientes a su llegada a la zona de estudio de Karisoke, Nunkie parecía un fantasma errante, y se dedicaba a promover escaramuzas y a intentar apoderarse de las hembras de los grupos 4 y 5, así como de varios grupos marginales. Durante este período, además de familiarizarse con los individuos de las distintas familias, iba conociendo el terreno del monte Visoke y las zonas contiguas. A diferencia del resto de machos adultos solitarios de la zona de estudio, Nunkie no tenía un territorio fijo, condición necesaria para formar su propia sociedad.

Nunkie precisaba encontrar un lugar que no perteneciera a los grupos 4, 5, 8 y 9, ya establecidos en el Visoke. Se trasladaba al azar, hasta que empezó a pasar gran parte de su tiempo en la zona alta de las laderas del Visoke. No se trata precisamente de un terreno ideal; la región próxima a la zona alpina carece de la exuberancia y variedad de vegetación de que disfruta la parte de los collados o las laderas de menor altitud del Visoke. No obstante, apenas la ocupaban otros grupos, y Nunkie se retiró a ella en junio de 1974, tras la conquista de sus primeras dos hembras, Petula y Papoose, del grupo 4, que se quedaron con él para siempre.

Las transferencias de las hembras fueron complicadas y comportaron múltiples refriegas. Petula, una vez fuera de su familia, abandonó a Nunkie dedicándose a vagabundear sola durante cuarenta y ocho horas, en busca de su grupo y de su primera hija, Augustus, de tres años y diez meses de edad. Pero, antes de llegar, se unió al solitario Samson, hijo de Rafiki, que anteriormente había formado parte del grupo 8. Nunkie, acompañado por Papoose, siguió a Petula y, en vez de recuperarla, perdió a Papoose frente a Samson, que se había convertido en un poderoso rival. Las dos hembras se quedaron con el macho más joven durante sólo tres semanas, para después retomar con Nunkie Supongo que la elección de este macho, desaliñado y más viejo, se debió a que tenía más experiencia como jefe de grupo y que, por tanto, podía ofrecerles más protección y seguridad que Samson.

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Petula había ocupado el último puesto en el escalafón de las hembras del grupo 4. Como el grado de dominio de las hembras depende normalmente del orden de adquisición, ocupó el lugar predominante de las hembras que con el tiempo engrosarían el grupo de Nunkie, y así ha permanecido hasta el momento.

Cuando Petula estaba en el grupo 4. Uncle Bert no mantenía relaciones sexuales con ella, a pesar de que hacía ya cuarenta y seis meses que había tenido a su hija Augustus, que en aquel entonces todavía mamaba de vez en cuando. Fue una de las dos hembras que vieron inhibida su capacidad de concebir debido muy posiblemente a la prolongación de la lactancia.

A los once meses de vivir con Nunkie, Petula alumbró al primer hijo de éste nacido en el Visoke. Era hembra y la llamé Lee, en recuerdo de un gran amigo, el fotógrafo naturalista Lee Lyon, al que mató un elefante en Ruanda, por el mismo tiempo en que se produjo el nacimiento. En mayo de 1976, diez meses después de que Lee llegara al mundo, Papoose tuvo un macho, engendrado también por Nunkie, al que puse el nombre de N’Gee, por la National Geographic Society. Papoose, de nueve años y medio, es la madre más joven observada durante todo el período de estudio. La media estimada de edades de primer alumbramiento, en nueve hembras, ha sido de diez años.

Al igual que Thor, la cría de Macho y Rafiki, Lee fue al principio la única cría de su grupo. A pesar de carecer de compañeros de juego, desarrolló actividades motoras normales durante los diez meses anteriores al nacimiento de N’Gee. Lee demostró el mismo tipo de originalidad en juegos solitarios que Augustus, su hermanastra del grupo 4. A la edad aproximada de un año, empezó a darse palmadas en la barbilla, que producían un ruido poco común, al chocar los molares superiores e inferiores, de forma parecida a la actividad de batir palmas de Augustus. (Titus, del grupo 4, cuando tenía casi tres años, empezó a darse golpecitos en la barbilla, siendo la primera vez que se observaba este comportamiento.) Ni en el grupo 4 ni en el de Nunkie hubo otros jóvenes que adoptaran estas prácticas para llamar la atención. El desarrollo de esta poco común actividad por parte de Lee nos sugiere, de nuevo, que la ausencia de hermanos o amigos puede estimular la invención de formas originales de entretenimiento.

Durante casi todo un año —período de formación de vínculos entre Nunkie y sus primeras dos hembras— el macho de dorso plateado no intentó conquistar más compañeras. Pero, un mes después del nacimiento de Lee, consiguió una hembra inmadura de un grupo marginal. Ésta se quedó con él diecisiete meses y después se trasladó a otra pequeña unidad social Cuando Papoose quedó preñada, Nunkie reinició las escaramuzas con otros grupos. Un mes antes del nacimiento de N’Gee se hizo con dos hembras adultas. Una permaneció con él sólo diez meses. La otra, Fuddle, provenía del grupo 6, al igual que una tercera, Pandora, que se unió al cada vez más nutrido harén de Nunkie en agosto de 1976, cuatro meses después que aquélla. Debido a las semejanzas de sus impresiones nasales y a su compenetración, pensé que estas hembras eran hermanas o hermanastras.

Pandora era la gorila más parecida a Old Goat, del grupo 4, que he visto en mi vida. Su valentía y su gran sentido de la responsabilidad, ayudando a Nunkie en sus refriegas con otros grupos, eran dos características de su carácter que hicieron que la apreciara en seguida. Las manos eran su peculiaridad física más significativa. La derecha terminaba en un muñón, y tenía sólo un dedo, el pulgar. La izquierda, en forma de garra, presentaba los dedos atrofiados y retorcidos. Tenía cicatrices en los dorsos de ambas manos, lo cual indicaba que muy posiblemente estas deformaciones se debían a heridas antiguas más que a defectos de nacimiento. Pandora había caído, sin ninguna duda, en una trampa de cazadores furtivos, y era uno de los gorilas afortunados que, al fin, pudo escapar con vida.

Se tomaba más tiempo para comer que los otros gorilas. Teniendo en cuenta sus defectos físicos, demostraba gran habilidad para arrancar, pelar y apelmazar la vegetación. Realizaba sus actividades diarias con gran pericia y destreza, desarrolladas a lo largo de años, en los que había aprendido a sustituir los dedos que le faltaban por los de los pies y por la boca.

Los intervalos entre la conquista de Fuddle y Pandora y los nacimientos de sus primeras crías fueron de veintiséis y veintisiete meses, respectivamente. Por razones desconocidas, estos lapsos entre adquisición y nacimiento fueron mucho más largos que los de Petula y Papoose, de once y veintiún meses respectivamente. Por último, en junio de 1978, Fuddle trajo al mundo un macho. Bilbo, el tercer hijo de Nunkie, y Pandora alumbró al cuarto en diciembre de 1978. Éste lo llamamos Sanduku, palabra swahili que significa «caja», por el objeto confiado a la Pandora de la mitología griega. Me había preguntado a menudo hasta qué punto las deformaciones de sus manos menguarían su aptitud maternal. Me alegró mucho observar que Pandora era una madre competente y consciente. Durante los primeros meses de vida Sanduku tenía que agarrarse sin ayuda del estómago de la hembra con más frecuencia que el resto de crías, pero no mostraba ninguna señal de dejadez. Pandora se las apañó para espulgarlo con la mano izquierda, mientras lo mecía en su brazo derecho.

Bilbo y Sanduku representaron dos hermanastros más para Lee, y dos compañeros de juego. En marzo de 1979, Lee y N’Gee se habían convertido en unos jovenzuelos despiertos y socialmente activos, ambos muy consentidos por Nunkie, quizá por ser los primeros que había engendrado.

En agosto de 1978, Nunkie ganó para su grupo a la anciana Flossie, a su hija Cleo, de siete años, y a Augustus, la hija de ocho años de Petula, provenientes del diezmado grupo 4, guiado en aquel entonces por un gorila muy joven. Tiger. Flossie y Cleo emigraron muy pronto al grupo de Suza la pequeña sociedad marginal que ofrecía a las hembras mayores oportunidades de mejorar su situación que la de Nunkie, compuesta ya por cuatro hembras. Augustus se quedó con su madre. Dos años más tarde, en agosto de 1980, tuvo un hijo, Ginseng, el séptimo de Nunkie desde 1972. Me parecía imposible que la pequeña cría que batía palmas, y que ahora ya tenía diez años, se hubiera convertido en madre.

La última hembra del grupo 4, Simba, se trasladó al de Nunkie en diciembre de 1978, durante un violento choque que le costó la vida a su hija Mwelu, el único descendiente de Digit; después de esta emigración, el grupo 4 se quedó sólo con tres machos jóvenes. Simba, a los dos años y ocho meses de su llegada, dio a luz por segunda vez, en agosto de 1981, a Jenny, el sexto hijo vivo de Nunkie.

Conforme aumentaba esta unidad familiar, se expansionaba también su territorio. A principios de 1979, después de la matanza del grupo 4. Nunkie empezó a utilizar gran parte del antiguo territorio de Uncle Bert, tanto en las laderas del Visoke como en la región occidental de los collados.

La mañana del 3 de marzo de 1979, el mismo estudiante que había encontrado decapitado el cuerpo de Uncle Bert salió del campamento para establecer contacto con el grupo de Nunkie, que se desplazaba entonces por los collados situados a unos ochocientos metros de distancia del lugar en que murieron Uncle Bert y Macho.

Pero regresó al campamento mucho antes de lo que esperábamos. Nos contó que había abandonado al grupo de Nunkie, enfrascado en realizar histéricos despliegues alrededor de Lee, que tenía el pie izquierdo atrapado en el lazo de alambre de una trampa. El estado frenético del grupo hacía imposible acercarse para sacárselo.

Utilizando las mismas pistas que nos llevaron al lugar de la matanza del grupo 4, y con el mismo miedo en el cuerpo, los miembros del campamento y yo seguimos al estudiante hasta la escena de la nueva intromisión de los cazadores furtivos. El grupo de Nunkie, Lee incluida, había huido, dejando tras ellos una gran superficie de árboles rotos y vegetación pisoteada alrededor del poste de la trampa, que, con gran disgusto por nuestra parte, no mostraba ninguna señal del lazo que habían utilizado los cazadores furtivos para atrapar a Lee.

Pasaron varios días hasta que pudimos ver el alambre, clavándose cada vez más en los tejidos y el hueso del tobillo de la hembra de tres años y diez meses de edad. Aunque tanto Lee como su madre, Petula, espulgaban con frecuencia la herida, nunca se les vio, ni tampoco a Nunkie, intentar sacar el fuerte alambre. Los gorilas adultos son enemigos de tocar objetos extraños. Aunque no fuera ésta la razón, parece poco probable que los padres de Lee pudieran comprender el peligro de muerte que representaba el alambre para su hijo. Nunkie lo único que podía hacer era ajustar la norma de los desplazamientos y comidas del grupo a las cada vez peores condiciones físicas de su hija. La herida se gangrenó, cogió una neumonía y sufrió una dolorosa y persistente agonía de tres meses de duración. El 9 de mayo de 1979, Lee, con quince kilos de peso, la mitad de lo que sería normal a su edad, se convirtió en la séptima víctima de los cazadores furtivos en los doce años de estudio.

Siete meses más tarde, el segundo hijo de Nunkie, N’Gee, compañero constante de Lee durante sus efímeras vidas, desapareció. Encontramos restos de trampas que indicaban que el grupo se había topado con cazadores furtivos, perros y trampas en la región occidental del collado, muy cerca del lugar en que Lee había caído en el cepo. La pérdida del pequeño N’Gee, de tres años y siete meses de edad, fue el estímulo necesario para enviar a Nunkie y a su familia, de diez componentes, de vuelta a la seguridad de las laderas del Visoke; allá pasaron la mayor parte de los tres años siguientes, ampliando su territorio.

Como era de esperar, la vuelta de Nunkie a las laderas del Visoke, en 1979, provocó una especie de efecto de dominó sobre otros grupos de gorilas incapaces también de aventurarse con tranquilidad en la invadida zona del collado. El grupo menos afectado por la presencia humana en la parte occidental de dicha zona era el 5, cuya parte de territorio correspondiente a los collados se hallaba al sur y al sureste de las laderas del Visoke. Aquí se encuentra la zona más concentrada de bambúes, de casi cinco kilómetros de longitud, a lo largo del límite oriental del parque. El grupo 5, relativamente a salvo en esta zona, continuó compartiendo su estancia entre las laderas y la parte exterior a ella, excepto durante los meses en que brotaba el bambú, época que aprovecharon para quedarse en la parte baja del Visoke, deleitándose con estas cañas y con otras plantas parecidas, muy apreciadas por los gorilas.

No obstante, la superficie del Visoke puede sólo mantener a unos cuantos animales Al llegar la familia de Nunkie, el consiguiente ajuste entre los territorios de uno y otro grupo produjo mayor superposición de aquéllos por toda la montaña. La situación volvió a ser muy parecida a la existente a mi llegada, en 1967, cuando los grupos de gorilas se hallaban apiñados en las laderas del Visoke debido a las grandes injerencias humanas en los collados.

Como Nunkie tenía ahora la responsabilidad de una gran familia, buscó un territorio con mayor variedad y calidad de vegetación que la que ofrecían las zonas más altas del Visoke. Empezó por aprovechar toda la montaña, a diversas altitudes, hasta acercarse a la parte herbácea del territorio del grupo 5, cuando éste se hallaba en la zona de bambúes, e incluso frecuentar la zona de estas cañas, en el límite inferior de las pendientes nororientales del Visoke, región que nunca le habíamos visto aprovechar. Los movimientos de Nunkie afectaron a otros cinco grupos, por lo menos, sobre todo marginales. Aunque, por supuesto, se incrementaron los encuentros entre las distintas unidades sociales a causa de los extensos desplazamientos de Nunkie, la mayoría de ellos eran más excitantes que violentos, muy probablemente porque el tamaño del grupo excluía la necesidad de adquirir más hembras.

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En diciembre de 1982, la familia de Nunkie constaba ya de dieciséis m dividuos. Había obtenido cuatro hembras del grupo 4: Petula, Papoose Simba y Augustus, las cuales le habían dado siete hijos. Los dos primeros Lee y N'Gee, hijos de Petula y Papoose, respectivamente, perecieron víctimas de los cazadores furtivos en 1979. Un mes después de morir Lee. Pe tula tuvo una hija, llamada Darby, y tres años y seis meses después un macho, de nombre Hodari. Al cabo de cinco meses de la muerte de N’Gee Papoose trajo al mundo una hembra, a quien puse el nombre de Shangaza. De las otras dos hembras procedentes del grupo 4. Simba y Augustus Nunkie tuvo a Jenny y Ginseng, ambas consideradas hembras, y nacidas en el período de un año, entre los meses de agosto de 1980 y el de 1981. La progenie engendrada por Nunkie en estas cuatro hembras, cuatro nietos y un biznieto, representaba la perpetuación del linaje de Whinny, el macho fallecido del grupo 4.

Nunkie obtuvo también dos hembras del grupo marginal 6, Fuddle y Pandora. Con ellas había tenido cuatro hijos hasta marzo de 1982: Bilbo y Mwingu con Fuddle, y Sanduku y Kazi con Pandora. Estos cuatro descendientes, que se cree que son todos machos, constituyen la contribución de Nunkie a la prolongación del linaje del grupo 6.

A la séptima hembra adulta adquirida por Nunkie la llamamos Umushitsi, palabra local que significa «hechicera*: dedujimos que procedía de otro grupo marginal del Visoke y que se había cambiado durante una escaramuza encubierta, hacia principios de 1981. En mayo de 1982, Umushitsi tuvo el duodécimo hijo de Nunkie. Madre e hijo desaparecieron, por circunstancias desconocidas, del grupo de Nunkie poco después.

La formación y subsiguiente expansión de un grupo nuevo de gorilas por Nunkie es un importante éxito histórico. Ilustra muy bien muchos de los requerimientos que permiten a un macho de dorso plateado crear, mantener y aumentar su grupo familiar, peculiar estructura cohesiva de los gorilas, favorecida por fuertes vínculos de sangre. La inmigración de un gorila a un grupo o la emigración de él, depende, en gran manera, de los beneficios que comportará esta acción tanto para la familia como para el individuo que se traslada.

Hemos visto cómo se desintegraron los grupos 8 y 9 por las muertes naturales de sus jefes, Rafiki y Gerónimo. Ninguna unidad social de gorilas puede existir sin su fuerza unificadora, el líder de dorso plateado. En el caso del grupo 8, mientras vivió la vieja cónyuge de Rafiki, Coco, la célula familiar permaneció unida durante un breve período, pero no como grupo reproductor. La muerte de esta hembra dejó un grupo de cinco machos. Rafiki, tres machos al borde de la madurez sexual (Pugnacious, Samson y Geezer) y el hijo más pequeño de Coco y Rafiki. Peanuts. Los tres machos de mayor edad, siguiendo una estrategia reproductora básica, emigraron y se dedicaron a viajar solos para conseguir hembras. Peanuts se quedó con su padre, que inició más tarde la reconstrucción del grupo 8, consiguiendo hembras de otras unidades sociales. Si Rafiki hubiera vivido diez años más, su hija Thor podría ahora ser casi fértil, a los nueve años de edad. Esta hembra se hubiera quedado, con toda probabilidad, en su grupo natal, el 8, cruzándose con el tiempo con su hermanastro Peanuts, en vez de convertirse en una víctima del infanticidio tras la muerte de Rafiki.

Beethoven, el jefe de dorso plateado del grupo 5, ha disfrutado de una larga y productiva vida. Su hijo Icarus se ha quedado en su grupo natal porque ha tenido oportunidades para reproducirse con sus hermanas y hermanastras. Cuando escrito estas líneas, Beethoven, que quizá ya no sea fértil, ha engendrado, al menos, diecinueve hijos, perpetuando sus genes tanto dentro del grupo 5, entre las hijas que quedan de él, como fuera, gracias a las que emigraron. El viejo líder está pasando a segundo plano respecto a su hijo de dorso plateado, que, tras la muerte de su progenitor, buscará seguramente hembras en otros grupos para la expansión genética del suyo, favoreciendo así la exogamia.

El grupo 4, sociedad con todas las posibilidades y promesas del 5, se desintegró después de la matanza, por los cazadores furtivos, de su noble líder, Uncle Bert, joven gorila de dorso plateado que antes de morir en la flor de la vida sólo pudo engendrar ocho hijos, de los cuales solamente han sobrevivido tres. Augustus y Cleo han tenido a dos de sus nietos en dos grupos distintos. Si no hubiera sido por la aniquilación efectuada de Uncle Bert y de su valiente ayudante, el macho de dorso plateado Digit, por los cazadores furtivos, las generaciones futuras de los gorilas de montaña perpetuarían los linajes de Uncle Bert y Digit. La única descendiente del joven macho, Mwelu, fue víctima de infanticidio, al ser asesinada por Nunkie durante la refriega ocurrida cuando Simba se trasladó al grupo de Nunkie. En realidad, la verdadera causa del fallecimiento de la hembra de ocho meses fue la intromisión de los cazadores furtivos en el supuesto santuario de los Virunga, el último baluarte de los gorilas de montaña.

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Las transferencias entre los distintos grupos, o incluso el infanticidio, constituyen probablemente estrategias evolutivas que permiten la diseminación de la variabilidad genética de la pequeña población restante. Estas técnicas fueron las que hicieron posible la formación del grupo de Nunkie. ¿Qué será de él? ¿Qué ocurrirá en el próximo decenio con las hembras que ha obtenido y protegido este macho durante los últimos diez años? ¿Correrán ellas o sus crías la suerte de los dos primeros hijos de Nunkie, Lee y N'Gee, víctimas de la intromisión humana en su refugio montañoso delimitado por el hombre mismo?

El 32% de la región protegida de los Virunga se halla en Ruanda, que presenta un crecimiento anual de la población del 3,8%. La población del gorila de montaña, al menos según el estudio de George Schaller de 1960, ha ido disminuyendo a un ritmo del 3% anual a causa de las actividades de caza furtiva dentro de los Virunga y por la apropiación de terrenos del hábitat del gorila. Asimismo, desde la época de Schaller se han recortado unas 1.640 hectáreas del Parque de los Volcanes; esto representa una reducción de casi la mitad del sector ruandés y de una quinta parte del total de superficie protegida, recorte del terreno que, por sí solo, puede explicar una disminución de la población de gorilas del 60% durante los últimos veinte años y pico. Las 12.150 hectáreas restantes del Parque de los Volcanes ocupan sólo el 0,5% del territorio ruandés. Este país, con 5.000.000 de habitantes, es el de mayor densidad de población de toda África al sur del Sahara. Un 95% de la gente vive, en malas condiciones, de pequeños campos de 1 hectárea, y la zona limítrofe al Parque de los Volcanes aloja a 780 habitantes. Anualmente, 23.000 familias ruandesas precisan de nuevos terrenos de cultivo. Aunque se dedicara toda la superficie protegida a la agricultura, se solventaría sólo el problema de una cuarta parte del incremento de población producido en un año en Ruanda. Desde luego, esto representaría la aniquilación total del gorila de montaña y de otros animales que intentan sobrevivir allí, así como la destrucción de la selva, elemento fundamental para la vida de las personas y de la fauna del país. La perspectiva real de esta destrucción es tan terrible como el hecho de que anualmente se destruyen unas 180.400 hectáreas de selva del planeta, a un ritmo de 19,9 hectáreas por minuto.

Los extranjeros no pueden esperar que el ruandés medio, que vive junto al límite del Parque de los Volcanes y cultiva pelitre para obtener el equivalente a unos nueve centavos de dólar por kilo, mire hacia las cumbres, aprecie su majestuosa belleza y muestre preocupación por una especie animal amenazada que vive en esas brumosas montañas. Como un europeo que desamparado en medio de un desierto viera un espejismo, los ruandeses ven hileras e hileras de patatas, judías, maíz y tabaco en lugar de las enormes Hagenia. Sienten rencor, muy justificado, de que se les niegue el acceso al parque para poder convertir su visión en realidad.

Los conceptos proteccionistas norteamericanos y europeos, sobre todo en lo que a fauna se refiere, no son importantes para los agricultores africanos que viven ya por encima de las posibilidades productivas de sus tierras. Debe educarse a la población local para que comprenda la absoluta necesidad de conservar las montañas como zona de captación de las aguas. Los agricultores han de saber no lo que piensan los extranjeros sobre los gorilas, sino que el 10% de toda la lluvia que cae sobre Ruanda es captada por los Virunga, y liberada lentamente para regar las plantaciones de las zonas bajas. La subsistencia de cada una de las familias agricultoras depende de la supervivencia del Parque de los Volcanes. Si esta zona vital de captación se destinara a la agricultura, se acabarían prácticamente los cultivos actuales y futuros. Si la importancia del ecosistema para las vidas de la población fuera un objetivo local prioritario, lo cual no es el caso actual, la selva tendría una posibilidad de supervivencia, así como los animales que alberga y las personas que de ella dependen. Ruanda, país que puede obtener grandes ventajas de una conservación activa de sus recursos, podría servir perfectamente de ejemplo para Zaire y Uganda, y conseguir así una cooperación más extensa en la salvaguarda del futuro de los Virunga, compartidos por los tres países.

Debería asimismo existir una política internacional coordinada para la aplicación estricta de la ley contra cualquier tipo de interferencia humana en el Parque de los Volcanes de Ruanda, el parque de los Virunga del Zaire y el Santuario de los Gorilas de Kigezi, en Uganda. La norma, y no la excepción, debería ser el encierro prolongado de los intrusos que sean culpables, tal como ha sostenido y ejecutado con gran valentía Paulin Nkubili. Al actuar con imparcialidad en los dominios del parque, tanto hacia los intrusos africanos como europeos, el jefe de las brigadas da un ejemplo digno de seguir por los otros —ruandeses, zaireños y ugandeses— y quizás incluso susceptible de ampliar.

El estudio del gorila de montaña, realizado en el Centro de Investigación de Karisoke desde 1967 hasta 1983, abarca un cortísimo periodo de tiempo. Hace siglos, quince años constituían sólo un momento efímero en la duración de la vida de una especie. Pero hoy día se estima que los próximos veinte años verán la extinción de veinte especies de animales. La humanidad debe decidir ahora si el gorila de montaña va a ser uno de ellos; habrá sido una especie descubierta y extinguida en el mismo siglo. El destino de los gorilas está en las manos de los que comparten su herencia comunitaria, las tierras de África, la casa del gorila de montaña.

Epílogo

Los conservacionistas, economistas, sociólogos y periodistas tienden a enfocar los complejos problemas de los países del Tercer Mundo de una manera cada vez más realista en comparación con los teóricos de otros tiempos. Este cambio de orientación se está abriendo paso en África, donde, hasta hace poco, las políticas de conservación existentes, totalmente anacrónicas, poco menos que ignoraban la complejidad de la burocracia de cada país, las necesidades básicas de la población humana y la corrupción, en mayor o menor grado, de los funcionarios locales. Este desconocimiento de la situación real ha traído consigo una política efímera e ineficaz, que limita las iniciativas y la toma de conciencia de la población, por citar dos de los aspectos más relacionados con el futuro de la fauna y la flora. Los encomiables intentos de los extranjeros por demostrar que la fauna y la flora constituyen un valioso legado pasan por alto la realidad de que la mayoría del pueblo, empobrecido y pasivo, considera la naturaleza como un obstáculo para mejorar su nivel de vida, sólo tolerado si aporta beneficios económicos prácticos, como colmillos, carne o pieles.

Por otro lado, la promoción del turismo, debidamente organizado, podría ser rentable, y así se conseguiría que el interés de la mayoría imperara sobre las ganancias conseguidas por unos pocos explotando las especies silvestres. La única manera de conseguir tales objetivos en África —continente con tribalismo, nepotismo y regímenes clasistas característicos— consiste en ganar para esta causa a personas firmes e independientes, capaces de anteponer los intereses de los animales a los suyos propios.

Sin lugar a dudas, la mayoría de las especies amenazadas —los 242 gorilas de montaña que quedan en África, los 1.000 pandas gigantes de China o los 187 osos pardos de América, por sólo citar tres ejemplos— viven en precario.

Las posibilidades de supervivencia de estas especies no mejoran mucho mediante el turismo, y desde luego podrían tomarse medidas mucho más oportunas. La conservación activa incluye patrullas frecuentes para destruir las armas y demás equipos de los cazadores furtivos, la estricta y puntual imposición de la ley, el censo de los animales en las regiones donde éstos viven habitualmente, y una fuerte protección de su hábitat. Tales actividades no proporcionan beneficios económicos a nadie, pero brindan a los animales cuyo número está disminuyendo una oportunidad de supervivencia.

Los métodos de conservación activa deben complementarse con proyectos a más largo plazo. Sin embargo, los duros esfuerzos diarios de conservación deben preceder a la conservación teórica. En el caso del gorila de montaña, esto significa destruir las trampas y encarcelar a los cazadores furtivos; en el caso de los pandas gigantes, la investigación minuciosa de sus recursos alimenticios; en el caso de los osos grises, la imposición estricta de castigos a los cazadores furtivos y la vigilancia rigurosa de la zona teóricamente protegida en la que viven.

Quisiera manifestar mi profundo agradecimiento a las intrépidas personas de Ruanda y Zaire que me han ayudado en las tareas de conservación del gorila de montaña. Por Digit, Uncle Bert, Macho, Lee, N’Gee y tantos otros gorilas, lamento profundamente llegar demasiado tarde para cambiar las costumbres quijotescas de muchos europeos y africanos que desean un mañana mejor para el gorila de montaña y que todavía deben aprender que, si no se llevan a cabo las tareas básicas de conservación, Beethoven, Icarus, Nunkie y su prole se quedarán para siempre en la niebla del pasado.


Notas:
[1] Nueve años después de la muerte del Dr. Leakey, en 1972, supe que había llevado el telegrama en el bolsillo meses y meses, incluso durante un ciclo de conferencias por Norteamérica Me contaron que lo leía orgulloso, como cuando me habló a mí del extraordinario éxito de Jane Goodall con los chimpancés.
[2] Expertos en medicina diagnosticaron, a posteriori, que la causa de la muerte había sido hepatitis vírica Asimismo dictaminaron que Old Goat no estaba preñada en el momento de su muerte.