Hijos de las estrellas - Maria Teresa Ruiz

Para Fernando y Camilo, mis compañeros de ruta.

Capítulo 1
¿Dónde estamos? ¿Cómo llegamos aquí?

Del mismo modo en que un niño pequeño explora el mundo que lo rodea tirando objetos al suelo para ver qué pasa, comiendo o al menos probando juguetes, llaves, gusanos, tierra o lo que encuentre a su alcance, la evolución de la humanidad ha sido impulsada por nuestra curiosidad y espíritu explorador. Estas actitudes nos han llevado adelante como especie exitosa, capaz de multiplicarse y ocupar todos los rincones del planeta Tierra. En esta historia hemos desarrollado la que ha sido nuestra mejor estrategia: descubrir algunos secretos de la naturaleza para usarlos en nuestro beneficio.
Tal vez lo que diferenció a nuestros ancestros de otros primates fue su sorprendente interés por hacerse preguntas «inútiles» para con su existencia inmediata: ¿qué son las estrellas?, ¿por qué se producen los eclipses?, ¿qué son los cometas?, todos objetos o fenómenos muy lejanos que no se pueden tocar, probar ni oler. Preguntas «inútiles» que permitieron que nuestros antepasados prehistóricos desarrollaran sus mentes hasta alcanzar una inteligencia superior. Las primeras respuestas surgieron a través de los mitos, historias que ilustraban «teorías» explicativas acerca del universo; luego vendría el desarrollo de la ciencia. Aún hoy la humanidad avanza adquiriendo nuevo conocimiento y se sigue formulando las mismas preguntas, que son tan relevantes.
La curiosidad y la necesidad de investigar son las que nos han impulsado a extender la búsqueda más allá de la Tierra, en una aventura de descubrimiento y exploración aún más emocionante y difícil que las emprendidas en su época por Cristóbal Colón, Marco Polo o Hernando de Magallanes. Ellos se encontraron con nuevas civilizaciones, pero a pesar de lo extraños que los nuevos seres pudieran parecer, eran semejantes; encontraron árboles, ríos y pájaros que eran similares a los que ya conocían. En cambio, el universo más allá de la Tierra es muy raro, allí pasan cosas que aquí, en nuestro planeta, no ocurren; existen hoyos negros, pulsares, grandes explosiones de supernovas. No podemos hacer comparaciones ni usar nuestra experiencia terrestre para emprender con éxito esta indagación del cosmos que llamamos astronomía.
Por ahora y con muy pocas excepciones, la exploración del universo más allá de la Tierra la hemos realizado con nuestra mente, inteligencia e imaginación, gracias a las cuales hemos extendido nuestros sentidos mediante la creación de instrumentos que nos permiten medir e interpretar la información. Los datos nos llegan en forma de radiación electromagnética a modo de rayos gama, rayos X, luz ultravioleta, luz visible, infrarrojo (luz invisible para el ojo humano y que emite, por ejemplo, un objeto caliente como nuestro cuerpo), ondas submilimétricas y hasta decamétricas. Cada uno de estos tipos de radiación se detecta con diversos instrumentos desde la superficie de la Tierra o, gracias a los satélites, en su espacio circundante.
De manera muy reciente, hemos recibido también noticias sobre nuestro universo que no vienen como radiación electromagnética, sino como ondas gravitacionales. La existencia de estas ondas fue predicha por Albert Einstein en 1916, pero a pesar de los múltiples esfuerzos realizados en varios laboratorios de distintos países por descubrirlas, no fueron detectadas hasta un siglo después. De hecho, el 11 de febrero de 2016 quienes habitamos en el hemisferio sur del planeta vimos irrumpir en nuestra rutina veraniega uno de los fenómenos más extraordinarios de los últimos tiempos: pegados a la pantalla del computador, recibimos la primera información del universo no como radiación electromagnética, sino como onda gravitacional. Esta fue detectada por el instrumento Advanced LIGO y nos informaba sobre la mutua atracción gravitacional y fusión final de dos agujeros negros. ¡Un acontecimiento que valió la pena celebrar!
Las ondas gravitacionales se producen cuando un objeto con masa (que según la teoría de la Relatividad General deforma el espacio a su alrededor) se mueve. La deformación del espacio se propaga por el universo (incluso en el vacío) a la velocidad de la luz (al igual que la radiación electromagnética). Esta deformación del espacio, dada la gran distancia entre nosotros y el lugar donde se produce el evento, es tan pequeña que, incluso contando con los instrumentos más sofisticados para detectar ondas gravitacionales, solo se puede observar si es producida por el movimiento de cuerpos muy masivos como los agujeros negros, las estrellas de neutrones o las enanas blancas.
Las ondas gravitacionales nos abren una nueva ventana para observar el universo, y no sabemos con qué sorpresas nos vamos a encontrar. Tenemos expectativas de poder conocer qué pasó con el universo en su primer millón de años de existencia después del Big-Bang, cuando era muy denso y caliente, totalmente opaco a la radiación electromagnética, pero transparente a las ondas gravitacionales, las cuales podían desplazarse sin ser absorbidas por la gran densidad de materia existente en esa etapa del cosmos.
Para emprender este viaje por nuestro universo es necesario dejar en casa herramientas tan importantes para la vida diaria como lo son el instinto y el sentido común; ambos los hemos desarrollado para sobrevivir en la Tierra, pero son inútiles explorando el espacio, que es extraño y está lleno de objetos que no nos son familiares y que sin embargo forman parte de nuestra historia y de nosotros mismos como seres humanos.
El conocimiento del universo —sus dimensiones, sus tiempos, la variedad de sus estructuras— ha progresado de forma muy acelerada en las últimas décadas, gracias a los nuevos y más poderosos instrumentos para observarlo.
Hasta hace relativamente poco tiempo, considerando la historia de la humanidad, se creía que las estrellas y todos los cuerpos en el cielo giraban en torno a la Tierra. La verdad es que si en una noche despejada, lejos de las luces de la ciudad, ojalá incluso sin luz de Luna, nos tendemos de espaldas, veremos miles de estrellas, la mayor parte de ellas concentradas en una banda luminosa que corresponde a nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Si tenemos la paciencia de permanecer observando el cielo por unas horas, veremos que las estrellas parecen girar en torno a nosotros, pero claro, ahora sabemos que esto es debido a la rotación de la Tierra sobre su eje, que completa un giro en veinticuatro horas, y no a que seamos el centro del universo.
Como humanidad hemos tenido que abandonar ese deseo ancestral de ponernos en el centro de todo y asumir la realidad de que no somos el centro de nada: habitamos un pequeño planeta, entre varios más que giran en torno a una estrella que bautizamos como Sol; es una estrella común y corriente, entre cien mil millones de estrellas que existen en la Vía Láctea, la mayoría de las cuales hoy sabemos tienen sistemas planetarios; y nuestra galaxia es, a su vez, una entre las más de cien mil millones de galaxias que llenan el universo. Un golpe tremendo a nuestra autoestima y a nuestras pretensiones de ser especiales. Sin embargo, al final de este viaje por el universo espero convencer al lector de que en realidad, al menos por ahora, podemos considerarnos muy especiales, aunque por razones distintas.

Capítulo 2
Prepararse para iniciar la exploración del universo

Tal como cuando salimos de excursión llevamos algunos elementos imprescindibles como agua, alimentos, linterna, saco de dormir, etcétera, para la exploración del cosmos los astrónomos necesitamos algunos aparatos que son fundamentales. Las herramientas más importantes tienen que ver con la luz —conocida por los científicos como radiación electromagnética—, es decir, con instrumentos que hemos construido para atrapar y estudiar la luz que nos llega desde los confines del universo.
La luz se mueve a velocidad constante, con un valor fijo de trescientos mil kilómetros por segundo (en el vacío). Esto hace que la luz que emiten los objetos más lejanos tarde mucho en llegar a nosotros y nos muestre el universo tal como era en su infancia hace miles de millones de años, cuando ese haz de luz recién inició su camino; mientras que la luz que viene desde objetos más cercanos se demora menos en llegar y nos muestra el universo como es hoy.
Aquí vale la pena notar que la luz del Sol, por ejemplo, tarda ocho minutos en recorrer los ciento cincuenta millones de kilómetros que separan a esa estrella de nosotros. Cuando vemos que el Sol se está poniendo, ya hace ocho minutos que está bajo el horizonte. Cuando leemos estas palabras impresas, la luz reflejada en el libro se toma un tiempo (muy breve, pero no cero) en llegar a los ojos. Y cuando la mente procesa esta información, esta ya está en el pasado: el presente es solo un momento imaginario entre el pasado y el futuro. Esta característica de la velocidad de la luz nos permite «ver» el pasado y así reconstruir la historia del universo.
La exploración del universo es entonces un viaje por el espacio-tiempo: cuando miramos a lo lejos vemos el pasado, y mientras más lejos, más atrás en el tiempo. No hay ninguna posibilidad de saber cómo es el universo en la actualidad, excepto por el espacio inmediatamente circundante en que las noticias que nos llegan son más o menos recientes, por lo cual las cosas no habrán cambiado demasiado. Muchas de las estrellas que vemos en el cielo pueden haber muerto y desaparecido hace millones de años, pero la noticia no nos ha llegado todavía. Hay un puñado de estrellas en nuestra galaxia que por las características de su luz podemos suponer que están cerca del fin de su vida. Pero eso podríamos corroborarlo en cualquier momento hoy, mañana o en ¡diez mil años!, lo cual es casi nada para los tiempos estelares; no para nosotros, claro está.
Entre los fenómenos que afectan a la luz podemos mencionar el Efecto Doppler, que nos es familiar en el caso de las ondas de sonido: cuando una ambulancia con su sirena sonando se acerca hacia nosotros, el sonido se percibe agudo, mientras que cuando la fuente sonora se aleja, se desplaza hacia registros más graves; algo así como iiiiiiiiiiiiiiiuuuuuuuuuu. Lo mismo ocurre con la luz: mientras más rápido se aleja una fuente luminosa del observador, la luz que emite se desplaza hacia el rojo; si la fuente se mueve acercándose, su luz se desplaza hacia el azul. Así, si una fuente luminosa como una estrella o toda una galaxia se aleja respecto de nosotros aquí en la Tierra, la veremos más roja de lo que es en realidad. Al revés, si la fuente luminosa se mueve acercándose a nosotros, su luz se verá más azul. Este efecto nos permite saber si las estrellas, las galaxias y todos los objetos en el universo se están alejando o acercando; en el caso de las galaxias, también nos permite determinar sus distancias, ya que la expansión del universo hace que las galaxias se alejen unas de otras. Es decir, mientras más lejos de nosotros esté una galaxia, más rápido se estará alejando y más al rojo se desplazará su luz.
Importante para la exploración del universo son los instrumentos que nos ayudan a «recolectar» la luz que viene de todos los rincones del cosmos, como los telescopios y antenas, que se construyen cada día más poderosos con el objetivo de estudiar la débil luz que proviene de los objetos más distantes y que permanecen invisibles a nuestros ojos. El ojo humano hace tiempo que quedó obsoleto como herramienta para «ver» el universo. Hoy existen detectores que son millones de veces más sensibles y que además pueden «observar» la radiación electromagnética (luz) en el infrarrojo, ultravioleta, rayos X, rayos gama y ondas de radio. Nuestros ojos sirven solo para mirar en luz visual, también llamada rango óptico, que es la luz donde nuestra estrella, el Sol, emite el máximo de su luminosidad. Esto es una adaptación evolutiva: los habitantes de otros sistemas planetarios, cuya estrella emita la mayor parte de su luz en rayos X, por ejemplo, seguramente tendrían otros «ojos» o detectores de rayos X para «ver» su mundo.
Relevantes son también los satélites astronómicos que observan el universo orbitando la Tierra y evitan, de esta manera, el efecto de la atmósfera terrestre, que absorbe la luz que nos llega, desde los rayos X hasta gran parte de las ondas submilimétricas y milimétricas. La atmósfera terrestre, de hecho, hace que las imágenes de los astros aparezcan algo borrosas, como fuera de foco, debido al movimiento de las masas de aire que debe atravesar un rayo de luz que nos llega desde el cosmos. En cambio, los satélites reciben la luz directamente, sin pasar por la atmósfera, y consiguen así imágenes muy nítidas, como las obtenidas con el Telescopio Espacial Hubble —que observa el universo desde su órbita, a seiscientos diez kilómetros de altura sobre la superficie terrestre, en luz ultravioleta y visual— o el Telescopio Espacial Spitzer —que hace lo mismo pero en infrarrojo. También existen los satélites capaces de observar los rayos gama y aquellos que captan los rayos X provenientes del universo.
En plena Guerra Fría, Estados Unidos desarrolló detectores de rayos gama. El interés residía en que estos podían detectar las posibles explosiones atómicas de países enemigos, ya que en esas instancias se liberan muchos rayos gama. Varias veces Estados Unidos estuvo en estado de alerta debido al descubrimiento de una emisión de luz de rayos gama. Por suerte, antes de que alguna tragedia sucediera, se descubrió que esos rayos no provenían de la Tierra, sino del espacio. Pasaron varias décadas antes de que los detectores se refinaran al punto de poder saber con exactitud de qué parte del cielo provenían esos rayos. En la actualidad, los telescopios son muy poderosos y entregan esa información casi inmediatamente después de su detección. Las evidencias observacionales indican que provienen de objetos muy lejanos en el universo, posiblemente producidos por la muerte de una estrella muy masiva cuyo corazón colapsó formando un agujero negro, momento en que las capas más externas son eyectadas en una megaexplosión de supernova.
Los telescopios más poderosos del mundo —muchos de los cuales están instalados en el norte de Chile, en Hawái (Estados Unidos) y en Canarias (España)— cuentan con una tecnología para compensar el efecto de la atmósfera y producir imágenes de gran nitidez, comparables, y en algunos casos mejores incluso, que las obtenidas por el Telescopio Espacial Hubble, que tiene un espejo más bien pequeño, de solo dos metros y medio de diámetro.
Se ha logrado compensar el efecto de la atmósfera mediante un rayo láser de sodio (color amarillo) especialmente diseñado que se lanza desde el telescopio. A noventa kilómetros sobre la superficie de la Tierra, el rayo láser se encuentra con una capa de gas de sodio que a esa altura rodea al planeta. Los átomos de sodio absorben la luz del láser y brillan como si fuera la imagen de una estrella. El láser se apunta a una zona en el cielo muy cercana al objeto que se quiere estudiar. Ambas imágenes —la producida por el láser y la del objeto de estudio— se ven deformadas por las mismas capas atmosféricas turbulentas, pero ya que sabemos cómo debe ser la imagen producida por el láser, podemos corregirla para que vuelva a su forma original. Así, podemos aplicar la misma corrección al objeto de estudio. Esto se hace unas veinte veces por segundo.
Es evidente que la atmósfera sigue estando allí, y absorbiendo mucha de la radiación que nos llega a la superficie terrestre. Por ejemplo, no podemos observar la luz ultravioleta ni en forma de rayos X. La atmósfera terrestre es totalmente opaca a esta radiación.

¿Qué hace que algunos lugares sean más apropiados para instalar observatorios?
Cuando se realiza una gran inversión para construir un observatorio óptico (con telescopios), se busca un lugar que sea oscuro, es decir, que no esté contaminado por luces de ciudades cercanas (no es coincidencia que Hawái y Canarias sean islas); que tenga un registro histórico de muchas noches despejadas al año; que tenga una montaña adecuada donde el viento no sea demasiado intenso ni turbulento y que la altura donde se forman las nubes esté más abajo que la cumbre donde está el observatorio. Estas condiciones se cumplen particularmente bien en los tres sitios mencionados, además de otros como Namibia y San Pedro Mártir en Baja California, México. El Observatorio de Monte Palomar, en California, donde está el telescopio Hale, con un espejo de cinco metros de diámetro, fue el más grande y poderoso del mundo por décadas, pero perdió su liderazgo no por su tamaño o instrumentación, sino por las luces de las ciudades de Los Ángeles y Pasadena, que hicieron en la práctica imposible la observación astronómica. Hay que cuidar los cielos oscuros y combatir la contaminación lumínica, que algún día podría afectar a gran parte de los cielos del mundo, cerrando para siempre esas pequeñas ventanas al universo.
Como astrónoma chilena, con frecuencia me preguntan por qué el norte de Chile tiene tantos observatorios astronómicos. Una de las razones que explica el interés demostrado por países de todo el mundo en instalar observatorios en esta región es precisamente la baja contaminación lumínica, pero existen otros factores, como la posibilidad de observar el universo desde el hemisferio sur. Mientras la Tierra se desplaza en su órbita en torno al Sol, desde el hemisferio sur se observa una zona del cielo que no se logra ver desde el norte, hemisferio donde está la mayor parte de los países que históricamente han cultivado la ciencia y desarrollado instrumentos para explorar el cosmos. Mientras el cielo del hemisferio norte estaba bastante explorado, el cielo del Sur era prácticamente desconocido. Hoy, con la concentración de grandes observatorios construidos en el norte de Chile en las últimas décadas, el cielo del sur por fin empieza a ser familiar y conocido para los astrónomos del mundo.
Otra razón del interés por instalar observatorios en Chile es que el cielo del sur contiene algunos de los objetos astronómicos más interesantes para estudiar cómo es el centro de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, que pasa directamente sobre las cabezas de los habitantes de Santiago de Chile, con una declinación (que equivale a latitud en la Tierra) de menos treinta y tres grados. El centro de nuestra galaxia contiene una potente fuente de emisión de ondas de radio, cuyo origen era hasta hace poco desconocido. Ahora sabemos que en el centro de la Vía Láctea hay un agujero negro con una masa de tres millones de veces la masa del Sol, desde donde precisamente surge esa misteriosa emisión. En el cielo austral, entre menos sesenta y menos setenta grados, también encontramos dos galaxias satélites de la nuestra: la Nube Mayor de Magallanes y la Nube Menor de Magallanes, llamadas así porque a ojos de un observador inexperto pueden parecer nubes normales. Estas galaxias son las más cercanas a nosotros y en ellas podemos estudiar cómo se distribuyen las estrellas según su edad (poblaciones estelares), así como otros fenómenos astronómicos que son muy difíciles de ver en nuestra propia galaxia porque estamos inmersos en ella.
Otro punto importante es la prevalencia de una gran cantidad de noches con cielos despejados y una atmósfera estable (no turbulenta) que permite obtener imágenes muy nítidas. Estas condiciones se dan debido a una combinación de factores geográficos. Importante es la presencia de la cordillera de los Andes, que actúa como barrera para detener el aire húmedo y las nubes que vienen desde el Atlántico, y de la corriente fría de Humboldt, que se origina en la Antártica y que corre a lo largo de la costa chilena manteniendo el océano frío y promoviendo la formación de nubes a baja altura y sobre el mar, y no en el continente.
De manera más reciente, el altiplano de la región de Antofagasta se ha ido poblando de telescopios optimizados para detectar la luz en infrarrojo y de antenas para detectarla en ondas milimétricas y submilimétricas. En el área de la planicie de Chajnantor, al este de San Pedro de Atacama, a más de cinco mil metros de altura, donde la poca atmósfera que hay es muy seca, está el observatorio ALMA (Atacama Large Millimeter Array). Chajnantor es ideal para realizar observaciones milimétricas y submilimétricas debido a su baja humedad. En cambio, un sitio con una atmósfera húmeda (con vapor de agua) absorbería la luz en esas longitudes de onda que vienen del universo, impidiendo que esta sea detectada por las antenas en la Tierra: ese no sería un buen lugar desde donde realizar esas observaciones. A más de cinco mil metros de altura, el aire es muy sutil, atrapa muy poco el calor del Sol y la humedad es muy baja, las nubes que se forman son mayormente de hielo y no de vapor de agua, dándose así las condiciones ideales para la observación en frecuencias milimétricas y submilimétricas.
En 1979, mientras trabajaba en el Instituto Goddard (NASA) en la ciudad de Nueva York, realicé observaciones de los restos gaseosos de explosiones de supernovas en luz de ondas milimétricas, usando una antena que estaba ubicada en el techo del edificio de Astronomía de la Universidad de Columbia (Puppin Hall). Era el mes de febrero y la temperatura había descendido a dieciséis grados bajo cero. El cielo estaba cubierto, completamente gris, lo que significaba que había que dar por perdida esa noche, ya que ni la luz de la Luna llena podría atravesar esa gruesa capa de nubes. Así pensé, acostumbrada a trabajar con luz visual. Pero lo que ocurrió fue que con ese frío las nubes eran de hielo, no de vapor de agua, y por lo tanto eran absolutamente transparentes a las ondas milimétricas, ¡era como ver estrellas en una noche despejada!
El hecho de que Chile haya sido, por más de medio siglo, un buen anfitrión, dando facilidades para que los observatorios de distintos países del mundo se instalen y operen en su territorio, es también otra de las razones importantes que explican la gran cantidad de observatorios astronómicos instalados en el norte del país dada la gran relevancia de la cooperación internacional para el desarrollo de la ciencia.
La astronomía en Chile comenzó en 1849, con la llegada al país del subteniente de la Armada estadounidense James Gillis, quien arribó para realizar observaciones durante dos años. Gillis se hizo muy amigo de Andrés Bello, fundador y primer rector de la Universidad de Chile, quien lo apoyó durante su estadía y al final de su visita le compró sus instrumentos astronómicos, con los cuales fundó el Observatorio Astronómico Nacional de Chile. El observatorio de Gillis estaba en la cumbre del Cerro Santa Lucía, exactamente en el centro de Santiago. Qué distinta debía ser la ciudad en ese entonces: desde allí, hoy las luces y la contaminación apenas si dejan ver la luna llena y, tal vez, un par de estrellas.
Dando un paseo rápido por algunos de los observatorios internacionales que operan en Chile —que son los que conozco bien—, cabe destacar al primero que se instaló en las montañas al este de la ciudad de La Serena. Se trata del Observatorio Interamericano de Cerro Tololo (CTIO), que pertenece al Observatorio Óptico Nacional de Estados Unidos (National Optical Astronomy Observatory, NOAO). Tololo ha sido operado en Chile por la Asociación de Universidades Americanas para la Investigación Astronómica (Association of Universities for Research in Astronomy, AURA) durante más de cincuenta años. Su principal telescopio, de cuatro metros de diámetro, fue bautizado «Blanco» en honor al doctor Víctor Blanco, astrónomo estadounidense puertorriqueño y gran director del observatorio durante sus primeros años. Siento especial cariño por ese telescopio, ya que con él he realizado la mayor parte de mi trabajo. Hoy el telescopio Blanco, equipado con un nuevo instrumento llamado Dark Energy Camara (DECam), una cámara que tiene quinientos setenta megapixeles, explora temas en la frontera del conocimiento en Astrofísica, como la naturaleza de la energía oscura y el origen de las ondas gravitacionales.
En la cumbre de Cerro Tololo hay también otros telescopios más pequeños. Fue en Tololo, en una noche sin luna, cuando tenía unos veinte años de edad y realizaba mi práctica de verano de la carrera de Ingeniería Civil de la Universidad de Chile, donde sentí que la Vía Láctea me envolvía, supe que era parte de ella. En ese momento me enamoré de la astronomía y decidí que eso era lo que quería hacer por el resto de mi vida. Una buena decisión.
Muy cerca de Cerro Tololo, en la cumbre de Cerro Pachón, está el telescopio Gemini Sur, con un espejo de ocho metros de diámetro. Gemini Sur pertenece a un consorcio formado por Estados Unidos, Canadá, Argentina, Brasil y Chile, el cual opera dos telescopios iguales (con espejos de 8,1 metros de diámetro): uno en el hemisferio sur, en Cerro Pachón, y otro en el hemisferio norte, en la cumbre del Mauna Kea, que está en la isla grande de Hawái.
Hay otros dos telescopios en la cumbre de Cerro Pachón: el telescopio SOAR, de cuatro metros de diámetro, que pertenece a un consorcio formado por NOAO, Brasil y las universidades de Carolina del Norte y del Estado de Michigan, ambas en Estados Unidos. En esta misma cumbre comenzará a operar, en 2020, el telescopio LSST ( Large Sinoptic Survey Telescope), de 8,4 metros de diámetro, el cual tomará imágenes del cielo en forma permanente: cubrirá todo el cielo cada tres días, comenzando al cuarto día el mismo procedimiento de nuevo. Este telescopio abrirá una nueva dimensión para los descubrimientos astronómicos: la dimensión del tiempo. Como obtendrá fotos de la misma región del cielo cada tres días, se podrá detectar cualquier objeto que varíe su brillo o posición.
El LSST tendrá particular importancia en la detección de cuerpos menores del sistema solar, como cometas y asteroides. Se podrán así conocer sus órbitas y estar atentos si se determina que la trayectoria de alguno de ellos pudiera traerlo peligrosamente cerca de la Tierra.
Entre los cerca de cuarenta socios del LSST hay diversos países, instituciones y empresas. Entre estas últimas vale la pena destacar a Google, ya que será la responsable de subir todos los datos a internet, de manera que quienquiera pueda acceder a ellos desde cualquier parte del mundo. Esto es de suma relevancia, ya que permitirá que la astronomía no sea una ciencia acotada a los científicos que trabajan en países con recursos para construir observatorios modernos. Gracias al LSST y a Google, cualquier persona con buenas ideas tendrá a su disposición los datos para desarrollar su trabajo.
Uno de los desafíos de este telescopio será precisamente el manejo de la enorme cantidad de datos que producirá cada noche, aproximadamente unos veinte terabytes. Su almacenamiento, transmisión y análisis requieren de un desarrollo en el área de la computación, en particular en el manejo de grandes volúmenes de datos. Este tema mantiene a la comunidad astronómica ocupada y en preparación antes del inicio de operaciones.
Unos doscientos kilómetros al norte de La Serena se encuentra el Observatorio de La Silla, operado por el Observatorio Europeo Austral (European Southern Observatory, ESO), que tiene como socios a Austria, Bélgica, Brasil, República Checa, Dinamarca, Finlandia, Francia, Alemania, Italia, Holanda, Polonia, Portugal, España, Suecia, Suiza y el Reino Unido. ESO llegó a Chile un poco después de que AURA instalara su observatorio en Cerro Tololo. En el observatorio La Silla hay varios telescopios: los principales son el de 3,6 metros y el NTT (New Technology Telescope), de 3,5 metros. Ambos están aún produciendo ciencia de frontera; en particular, el de 3,6 metros ha sido el telescopio más eficiente para detectar exoplanetas (planetas que se encuentran fuera del Sistema Solar, girando en torno a otras estrellas).
En una montaña frente a La Silla se encuentra el Observatorio Las Campanas, operado por la Institución Carnegie para la Ciencia. Por muchos años, Campanas solo tuvo un par de telescopios; el principal era el du Pont, de 2,5 metros. El du Pont se hizo famoso porque astrónomos de Carnegie realizaron con él observaciones que llevaron a establecer que las galaxias se agrupan formando estructuras parecidas a una telaraña, con grandes espacios vacíos —o aparentemente vacíos— entre ellas. La primera estructura que descubrieron estaba formada por muchas galaxias, todas a la misma distancia. Se la denominó «la gran muralla» y fue un misterio por un tiempo hasta que se pudo comprobar que no era más que una parte de la telaraña que es la estructura a gran escala del universo.
Más recientemente, dos nuevos telescopios se instalaron en Campanas. Se trata de los dos telescopios Magallanes, con espejos de 6,5 metros cada uno, que han sido bautizados como Baade y Clay. Estos modernos telescopios pertenecen a Carnegie, en sociedad con la Universidad de Arizona, la Universidad de Michigan, Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachussets (Massachussets Institute of Technology, MIT). Una de las grandes ventajas que tienen los telescopios Magallanes es su excelente instrumentación: tienen una gran variedad de aparatos para recibir y analizar la luz que viene de distintos tipos de objetos astronómicos. Cada instrumento está optimizado para realizar un cierto tipo de medición.
En el Cerro Las Campanas se construye el telescopio Magallanes Gigante (Giant Magellan Telescope, GMT), que comenzará a operar en 2022 y tendrá siete espejos de 8,4 metros de diámetro, dispuestos en una configuración que asemeja una flor y que en su conjunto es equivalente a un espejo de veinticuatro metros de diámetro. Este poderoso gigante contará con cuatro rayos láser para corregir las imágenes en el campo de visión del telescopio. Su misión será estudiar planetas extrasolares, cómo se formaron las primeras galaxias, de qué está hecha la materia oscura y la energía oscura y cuál es el destino del universo. El consorcio que construye el GMT está formado por Australia Ltd., Universidad Nacional de Australia (ANU), Institución Carnegie para la Ciencia, Universidad de Harvard, Instituto Coreano de Astronomía y Ciencias Espaciales, Fundación para la Investigación del Estado de Sao Paulo, Brasil (FAPESP), Institución Smithsonian, Universidad de Texas-Austin, Universidad de Texas A&M, Universidad de Arizona y Universidad de Chicago.
Siguiendo hacia el norte, antes de Antofagasta, en la costa a la altura de la localidad de Paposo, se encuentra el observatorio de Cerro Paranal, operado —al igual que La Silla— por ESO. En la cumbre de Paranal hay cuatro telescopios con espejos de 8,2 metros de diámetro, llamados VLT (Very Large Telescopes) y bautizados con nombres mapuche: Antu, Kueyen, Melipal y Yepun. En Paranal hay también cuatro telescopios más pequeños (de 1,8 metros de diámetro) que sirven para realizar interferometría, una técnica de observación que permite combinar la luz proveniente de un mismo objeto visto por varios telescopios a la vez, con lo que se obtienen imágenes de muy alta resolución espacial. Además, en Paranal hay otros dos telescopios optimizados para sacar imágenes de grandes áreas del cielo, uno en infrarrojo, el VISTAS (de 4,1 metros de diámetro), y otro en visual, el VST (de 2,6 metros de diámetro).
A veinte kilómetros del lugar donde están los telescopios VLT, en la cima del Cerro Armazones (altura de 3060 metros) —como parte del observatorio Paranal (ESO)—, se construye el telescopio más grande del mundo: el ELT, que tendrá un espejo de 39 metros de diámetro, formado por 798 segmentos hexagonales de 1,4 metros cada uno. Será una construcción de dimensiones colosales, más alto que el Arco del Triunfo en París, con desafíos de ingeniería y diseño que no son menores. Con este gigante se pretende estudiar en detalle las atmósferas de exoplanetas (planetas que giran en torno a otras estrellas) en busca de posibles signos de vida en ellos, y se espera avanzar en el conocimiento de la naturaleza de la materia oscura y de la energía oscura. Sin embargo, como con frecuencia ocurre, cuando se abre una nueva ventana al universo, a lo desconocido, lo más interesante resulta ser aquello que ni siquiera podemos imaginar. ¿Qué sorpresas nos deparará el ELT cuando abra sus ojos al universo en 2024? Ya veremos.
Al noreste de Paranal, hacia la cordillera de San Pedro de Atacama, se encuentra la meseta de Chajnantor, antes mencionada. En ese lugar tan seco no se encuentra vida e incluso cuesta respirar. Pero es hermoso y está rodeado de volcanes aún más altos, muchos de ellos con cumbres siempre nevadas. Hace algunos años, los astrónomos estadounidenses estaban buscando un lugar donde poner un gran instrumento que requería una atmósfera muy seca. El proyecto consistía en la instalación de muchas antenas para observar el universo en ondas más largas que las ópticas: ondas de radiofrecuencias. Como el vapor de agua absorbe este tipo de radiación, para detectarla no basta con tener noches despejadas: si la atmósfera contiene aunque sea algo de humedad, se trata de un cielo «nublado» para la luz en radiofrecuencias. Por lo tanto, antes de hacer esa gran inversión, era preciso realizar mediciones de vapor de agua en el lugar por un par de años.
Se dispusieron instrumentos en varios lugares del mundo; uno de ellos fue Chajnantor. Un día recibimos, en el Departamento de Astronomía de la Universidad de Chile, una llamada desde Estados Unidos de nuestros colegas encargados de las mediciones de humedad: necesitaban ayuda, porque el aparato que habían dejado en Chajnantor, que transmitía datos vía satélite, al parecer no estaba funcionando. Enviamos a un técnico, que encontró todo en orden, salvo que la humedad en el lugar era tan baja que el instrumento no alcanzaba a registrarla. Después de este episodio, se decidió que el mejor sitio para construir el nuevo gran observatorio era Chajnantor, donde ya hay varios otros proyectos operando o esperando hacerlo.
El primer instrumento que funcionó en Chajnantor fue el CBI (Cosmic Background Imager), que pertenece a CalTech (California Institute of Technology). Formado por trece antenas en una sola montura, el CBI ha producido la primera foto de nuestro universo que nos muestra una época muy anterior a la formación de las primeras estrellas y galaxias. Gracias a sus observaciones, se confirmó el hallazgo de que el universo se expande en forma acelerada; esto no se sabía, como tampoco se sabe aún por qué ocurre.
En Chajnantor también se encuentra APEX (Atacama Pathfinder Experiment), una antena de doce metros de diámetro operada por ESO en colaboración con el Instituto Max Planck de Radioastronomía de Alemania y el Observatorio Espacial de Onsala (OSO), de Suecia. Este instrumento se usa para estudiar regiones en donde se están formando nuevas estrellas sumergidas en nubes de polvo interestelar, opaco a la luz visible. Investigaciones similares realiza la antena ASTE (Atacama Submillimeter Telescope Experiment), operada por Japón en el mismo lugar.
El proyecto estadounidense mencionado antes, que partió realizando mediciones de vapor de agua en Chajnantor, hoy es un gran radio observatorio internacional llamado ALMA (Atacama Large Millimeter Array). Los socios de ALMA son Estados Unidos (NSF), Canadá (NRC), Europa (ESO), Japón (NAOJ), Taiwán (ASIAA) y Corea (KASI). El proyecto ALMA consistió en la instalación de cincuenta y cuatro antenas de doce metros de diámetro cada una, y más de doce antenas de siete metros de diámetro.
El 13 de marzo de 2013 tuvo lugar la ceremonia de inauguración del observatorio ALMA. Sus ojos se habían apenas abierto, con solo un puñado de antenas en funcionamiento, y ya nos hizo cambiar nuestros paradigmas sobre el universo. Un equipo de astrónomos de Japón mostró que, al contrario de lo que se pensaba, hubo una gran actividad de formación de estrellas muy temprano en la historia del universo. Desde su inauguración, más y más antenas han ido incorporándose a este gran interferómetro en que todas las antenas se coordinan y trabajan juntas observando el mismo objeto. Con todas sus antenas operativas, ALMA no para de asombrarnos con nuevos descubrimientos. Es un observatorio fantástico.
ALMA se suma, así, al conjunto de nuevos observatorios astronómicos multinacionales que operan o están en etapa de construcción en el mundo, financiados por un conjunto de países e instituciones como universidades, centros tecnológicos, empresas, etcétera. La búsqueda de nuevo conocimiento en la exploración del universo ha pasado a ser un esfuerzo global en que muchos países con culturas muy diferentes se ponen de acuerdo y trabajan en conjunto.
En las últimas décadas, no solo los instrumentos para observar el universo han evolucionado mucho gracias a los avances tecnológicos, sino que la forma de hacer investigación astronómica también ha cambiado. Hoy los equipos de investigadores que usan la información recogida por estos modernos y poderosos instrumentos son muy numerosos y multinacionales (suele ocurrir que es más fácil conversar y discutir con una colaboradora que está en España, que con el colega que está en la oficina de al lado), con miembros expertos en análisis de datos, otros en modelos y otros en otras disciplinas, todos ellos usando información que proviene de observaciones hechas con distintos instrumentos en la Tierra y en el espacio. El cambio de la forma de hacer investigación astronómica, desde aquella del astrónomo solitario realizando sus observaciones y posterior análisis hasta este modelo colaborativo, es consecuencia de internet y de todas las herramientas para comunicarnos y compartir datos digitales, algo impensado unos cuantos años atrás.
Luego de conocer algunos de los lugares desde donde se emprende la exploración del universo (es un recuento muy parcial ya que no se han mencionado varios otros observatorios terrestres poderosos, ni los satélites y observatorios espaciales, que aportan datos muy importantes), podemos continuar con nuestra exploración.

Capítulo 3
¿Desde dónde partimos la exploración?

Uno de los grandes avances de la astronomía de las últimas décadas ha sido descubrir nuestro lugar en el universo. Hoy sabemos que habitamos un planeta más bien pequeño que hemos llamado Tierra y que es parte de un conjunto de planetas que orbitan en torno al Sol. Este, a su vez, es una estrella bastante común y corriente: ni muy grande o masiva, ni muy pequeña, solo una más entre las cien mil millones de estrellas que forman nuestra galaxia, a la que hemos bautizado como Vía Láctea.
La Vía Láctea es una galaxia de tipo espiral, es decir se ve como un remolino. El Sol (con nosotros en la Tierra girando en torno a él) se encuentra en uno de sus brazos espirales: más o menos a mitad de camino entre el centro y el borde de la galaxia, a unos veintiocho mil años luz de distancia del centro. Un año luz corresponde a la distancia que recorre la luz en un año, esto es, 9,46 billones de kilómetros. Si mandamos un mensaje a un planeta que esté cerca del centro de la galaxia, demorará veintiocho mil años en llegarle, y veintiocho mil años más tarde, es decir, cincuenta y seis mil años después de que enviamos el mensaje, llegaría la respuesta. El Sol gira en torno al centro de la galaxia a ochocientos mil kilómetros por hora y da una vuelta completa a la Vía Láctea en doscientos treinta millones de años. Mientras el Sol, en su órbita alrededor del centro de la galaxia, no cambie bruscamente su velocidad, nunca nos daremos cuenta de la velocidad con que viajamos como pasajeros en nuestro sistema solar, tan alta que es casi imposible imaginársela. Sin embargo, en el universo estas velocidades son muy frecuentes, nada extraordinario.
Saliendo de la Vía Láctea, vemos que tenemos una vecina muy parecida a nosotros, una galaxia de tipo espiral conocida como Andrómeda. Si medimos la velocidad de Andrómeda, veremos que se está acercando a nosotros a ¡doscientos ochenta y ocho mil kilómetros por hora!, en curso de colisión con la Vía Láctea. Por suerte, Andrómeda está a una distancia de casi tres millones de años luz de nosotros, por lo que esto no ocurriría hasta unos siete mil quinientos millones de años más. Claro está que será un abrazo de proporciones. Para entonces, el Sol se habrá extinguido, ya que solo le queda combustible para brillar unos cinco mil millones de años más. Espero que nuestros herederos puedan disfrutar del espectáculo desde un exoplaneta, girando en torno a una estrella tranquila y acogedora para el desarrollo de la vida, que sea el nuevo hogar de la humanidad.
Además de Andrómeda, vemos aproximadamente cuarenta galaxias más pequeñas (enanas), algunas atrapadas por la fuerza de gravedad de Andrómeda o de la Vía Láctea, girando como un enjambre de abejas alrededor de ellas. Las más conocidas e importantes, por su cercanía a la Vía Láctea, son la Nube Menor de Magallanes y la Nube Mayor de Magallanes. En una noche oscura se las puede observar desde cualquier lugar del hemisferio sur de la Tierra: se ven, justamente, como nubes. ¡Cómo habrán desconcertado a los antiguos exploradores navegantes, muy conocedores del firmamento, estas «nubes fijas» que aparecían todas las noches, al igual que las estrellas que guiaban su camino! Los habitantes de Tierra del Fuego las pueden ver casi justo sobre sus cabezas.
Si nos alejamos un poco de nuestro «vecindario», que compartimos con Andrómeda, las Nubes de Magallanes y unas decenas de galaxias enanas, veremos que somos un grupo muy pequeño, y que como tal formamos parte de un grupo mucho mayor con miles de galaxias, muchas de ellas más grandes y masivas que la nuestra, llamado Cúmulo de Virgo: las grandes concentraciones de galaxias se llaman «cúmulos de galaxias», los cuales, a su vez, forman, con otros cúmulos, estructuras inmensas llamadas «supercúmulos», que dan forma entre sí a una telaraña cósmica que cubre todo el universo.
Así es que saliendo de nuestra galaxia podemos ver que el universo está lleno de galaxias de todo tipo, cientos de miles de millones de ellas, algunas parecidas a la Vía Láctea, otras no. En ese mar de galaxias, la nuestra es solo una más; no tiene nada de especial.
Entonces, desde aquí partimos: de un punto cualquiera del universo, sin nada particular que lo distinga de ningún otro.

Capítulo 4
¿Cuándo y cómo llegamos aquí?

Esta exploración no ocurre solamente en el espacio, sino también en el tiempo. Otro de los éxitos recientes de la astronomía ha sido poder reconstruir la historia de nuestro universo —nuestra propia historia—, revelándonos una epopeya más increíble y fascinante que ninguna otra que hayamos visto en la realidad o en la ficción. ¡Y pensar que nosotros somos parte de esta historia fantástica! Esto es una gran proeza, si consideramos que como humanos no estamos preparados para sobrevivir en un ambiente que sea distinto al de nuestro planeta. Solo motivados por nuestra curiosidad y armados de ingenio y creatividad, sin movernos de nuestro ambiente, después de muchas generaciones de evolución humana, hemos comenzado a desentrañar nuestra historia. Es un gran privilegio el vivir en este tiempo, somos la primera generación de nuestra especie que conoce su historia cósmica.
Lo que escribo en este libro es válido hoy, pero mañana mucho puede cambiar. El progreso de la ciencia se basa en la observación y en la teoría que la interpreta. Si mañana alguno de los paradigmas se derrumba por nuevas y mejores observaciones o teorías que los interpretan, por supuesto que la historia deberá cambiar. Así se construye la ciencia, poniéndola a prueba de manera permanente.
En la actualidad, distintos tipos de observaciones nos indican que nuestro universo tiene trece mil setecientos millones de años de edad. Todo habría comenzado en un evento fenomenal conocido como el Big-Bang. En este evento se creó el espacio y marca el origen del tiempo, por lo tanto, no sería válido preguntarse qué había antes, ya que no existía el tiempo. Tampoco es válido inquirir qué hay más allá del universo, ya que este ha contenido siempre todo el espacio, desde que tenía el tamaño de un granito de arena hasta lo que es hoy. ¡Qué terrible agresión a nuestro sentido común más básico! No hay que ni siquiera intentar comprender estos conceptos, que por otra parte matemáticamente sí tienen mucho sentido. Ya lo advertí: ¡nada de sentido común, por favor! No hay que dejarse vencer por este golpe a nuestra experiencia humana en la Tierra; hay que seguir adelante. La historia lo amerita y, ojo, este es solo el primer tropiezo en esta exploración del universo.

La historia como la conocemos hoy
La historia del universo se puede describir como una evolución desde lo muy básico y simple hacia estructuras cada vez más complejas. Hace trece mil setecientos millones de años, cuando surgió el universo, estaba formado por una sopa de electrones, neutrinos, quarks y otras partículas fundamentales. Casi inmediatamente después del Big-Bang aparecieron las cuatro fuerzas fundamentales del universo: la fuerza nuclear fuerte, que hace que los protones y neutrones en el núcleo de los átomos se mantengan unidos; la fuerza nuclear débil, responsable de la radioactividad de algunos elementos; la fuerza electromagnética, que tiene que ver con la electricidad; y la fuerza gravitacional, que hace que un cuerpo con masa atraiga a otro, como el Sol atrae a la Tierra y esta a nosotros, atrapándonos en su superficie. Estas fuerzas son muy simples; sin embargo, son las arquitectas universales. El universo es como es debido a que son estas, y no otras, las fuerzas que imperan en él.
Cuando aún no había transcurrido ni una millonésima de segundo desde el Big-Bang, se unieron tres quarks (partículas fundamentales) para formar los primeros protones y neutrones, y casi un minuto más tarde, gracias a que comenzaron a actuar las fuerzas nucleares, se formaron los primeros núcleos atómicos. En esos momentos el universo estaba muy caliente, con temperaturas que superaban los diez millones de grados. A estas temperaturas se producen reacciones nucleares que, en este caso, empezaron a transformar los núcleos de hidrógeno (protones) en núcleos de helio. Mientras tanto, el universo seguía su expansión y se iba enfriando. Pronto la temperatura bajó de diez millones de grados y las reacciones nucleares se detuvieron; para entonces, ya la cuarta parte de los núcleos de hidrógeno se había convertido en núcleos de helio. El hidrógeno de las moléculas de agua en nuestro cuerpo se formó en el Big-Bang, tiene trece mil setecientos millones de años de edad. Aunque parezca increíble, nosotros somos parte íntima de esta historia desde sus comienzos.
El hidrógeno y el helio son los dos elementos más simples que existen; sin embargo, su grado de complejidad es muchísimo mayor que el de las partículas fundamentales con que se inició el universo. El universo formado por núcleos de hidrógeno y helio se siguió expandiendo y enfriando hasta que, un millón de años más tarde, al alcanzar una temperatura de cerca de dos mil grados, la fuerza electromagnética entró en escena e hizo que los núcleos atómicos, que tienen una carga eléctrica positiva, atraparan a los electrones de carga eléctrica negativa, y formaran los primeros átomos de hidrógeno y helio. Hasta ese momento, el universo había estado oculto tras una nube de radiación, producida por la interacción entre los electrones, y entre estos y los núcleos atómicos. Todo lo que había sucedido en el universo hasta entonces quedó oculto por este manto radiante, como las nubes cubren el cielo en un día nublado en que sabemos que el Sol está donde siempre, pero no lo podemos ver. En este momento, un millón de años después del Big-Bang, por fin el universo se hizo transparente: los núcleos atómicos atraparon a los electrones. Todo lo que ocurrió a continuación lo podemos observar directamente.
Lo que pasó en ese millón de años después del Big-Bang solo lo inferimos usando teorías cuyas predicciones sí podemos observar, para validarlas o descartarlas. Un ejemplo de ello es la predicción realizada en 1964 por el físico Peter Higgs, quien junto a sus colaboradores postuló la existencia del bosón de Higgs, una partícula elemental que explica el origen de la masa de las partículas elementales.
La detección del bosón de Higgs por el Acelerador de Hadrones de CERN en 2013 dio validez a la teoría estándar de partículas, que incluye la existencia de un Big-Bang como el origen de todo. A Peter Higgs le otorgaron el Nobel de Física en 2013 por su predicción.
Estos primeros tiempos del universo siguen siendo una gran incógnita. En 1998 se descubrió que el universo se estaba expandiendo en forma acelerada, es decir, según pasa el tiempo se expande más y más rápido. Este descubrimiento, que le significó recibir el premio Nobel de Física en 2011 a los astrónomos Adam Riess, Brian P. Schmidt y Saul Perlmutter, dio origen al concepto de «energía oscura», que es algo que no se comporta como energía ni como materia, y que estaría empujando al universo a expandirse cada vez más aceleradamente. En estos momentos no hay claridad sobre qué sería esta energía oscura. Muchos trabajan hoy en busca de respuestas.
Pero hay una posibilidad aterradora, que podría derrumbar muchas de las teorías que hoy consideramos fundamentales en la física, como son la Relatividad General y la Mecánica Cuántica. Estas dos teorías han sido las herramientas fundamentales del avance de la ciencia en estos últimos siglos; no obstante, siempre se ha sabido que ambas no son compatibles. Einstein lo tenía muy claro y pasó sus últimos años de vida tratando de encontrar una teoría unificada que las incluyera a ambas. No lo logró y nadie ha podido hacerlo aún. Mientras, seguimos usando la Relatividad General y la Mecánica Cuántica, la primera con predicciones que se han podido comprobar una y otra vez, como la existencia de lentes gravitacionales, por ejemplo, y la segunda, más usada en el mundo micro, realizando predicciones que se han comprobado con una gran precisión.
Cuando se exploran los inicios del universo hay que usar ambas teorías y ¡sabemos que no son compatibles! Sin las herramientas adecuadas, no podemos encontrar respuestas. Una nueva teoría unificada que pudiera compatibilizar la Mecánica Cuántica y la Relatividad General tendría el potencial de derrumbar muchos paradigmas y dejar obsoleto no solo el contenido de este libro, sino parte importante del conocimiento científico actual. ¡Fascinante!
Unos quinientos millones de años después del Big-Bang, gracias a la influencia de la fuerza gravitacional, se formaron las primeras galaxias y en ellas, las primeras estrellas. Con la aparición de las primeras estrellas, el universo dio otro gran paso hacia grados mayores de complejidad: las estrellas comenzaron a «cocinar» en su corazón el hidrógeno y el helio, transformándolos mediante reacciones nucleares en elementos más complejos, como oxígeno, carbono, nitrógeno y casi todos los otros que conocemos. Hay una fracción de ellos, como el uranio o el oro, que se forman en las explosiones de supernovas y que, como veremos más adelante, marcan el fin de la vida de las estrellas masivas, aquellas cuya masa es ocho veces mayor a la del Sol.
En los últimos años ha surgido un debate sobre si pudo existir una primera generación de estrellas antes de que las galaxias se hubieran terminado de formar. Esta hipótesis surge debido a observaciones que apuntan a una relativamente alta abundancia de elementos que solo pueden fabricar las estrellas y que, sin embargo, están presentes muy temprano en la historia del universo. Gracias a los poderosos instrumentos modernos hoy podemos estudiar galaxias más y más lejanas, y en todas ellas se detecta la presencia de elementos fabricados por las estrellas. Esa primera generación de estrellas seguramente no se parecería en nada a las estrellas que conocemos, es posible que hayan sido miles de veces más masivas que el Sol y su vida, muy corta, pasando directamente del colapso gravitacional que las formaba a una megaexplosión tipo supernova que las destruyó, lanzando todos los elementos químicos que alcanzaron a fabricar en su efímera vida. Es una conjetura que, con mejores observaciones del universo más lejano, es decir, más joven, esperamos poder resolver.
Al morir una estrella, parte de su masa es expulsada, contaminando el material que la rodea, compuesto en su mayoría de hidrógeno y helio, con los elementos que ha fabricado durante su vida. La próxima generación de estrellas que se forme a partir de este material contendrá no solo hidrógeno y helio, sino todos los otros elementos que fabricó la estrella precedente antes de morir. La vida típica de una estrella tiene una duración que depende de su masa: si es muy grande durará muy poco, unos pocos millones de años; las menos masivas, como nuestro Sol, en cambio, duran unos diez mil millones de años; y las más pequeñas viven incluso más. Una estrella que tiene un décimo de la masa del Sol consume su combustible (hidrógeno) tan lentamente que puede tener una vida varias veces mayor que la edad del universo.
Hace unos cuatro mil quinientos millones de años nació el Sol; unos mil millones de años más tarde surgió la vida en la Tierra; y apenas un par de millones de años atrás, nuestros primeros ancestros. Estos son los pasos más recientes en la permanente evolución del universo hacia mayores grados de complejidad.

Capítulo 5
Biografía de una estrella

Ya que, por lo visto, las estrellas son claves para nuestra existencia, es importante ver con algo de detalle cómo se forman, cómo pasan su vida y cómo mueren.
Una estrella se forma cuando una nube de gas, compuesta principalmente de hidrógeno, helio y polvo interestelar, se desploma por su propio peso, es decir, cuando colapsa. El polvo interestelar está compuesto por partículas pequeñísimas, parecidas a las que contaminan el aire que respiramos: grafito, silicatos y otros minerales mezclados con hielo. Este colapso de una nube de gas y polvo para formar una estrella ocurre cuando en esa nube existe una región que es algo más densa, es decir, hay un «grumo» que tiene más masa, por lo que ejerce una atracción gravitacional sobre el material que lo rodea y aumenta así su tamaño y densidad. Con el tiempo, este proceso lleva a que más y más material sea atraído hacia la zona más densa hasta que esta se desploma sobre sí misma por su propio peso.
Pero ¿qué detiene el colapso? En el corazón de esta estrella en formación, la temperatura y la densidad del material que allí se encuentra aumentan hasta alcanzar valores tales que se dan las condiciones para que se enciendan las reacciones nucleares. Esto ocurre cuando la temperatura supera los diez millones de grados. Las reacciones nucleares generan una enorme cantidad de energía en el corazón de la estrella, transformándose en una gran «bomba atómica» que podría hacerla explotar, pero la fuerza de gravedad que ha hecho colapsar la nube para formar esa estrella se opone. La fuerza que quiere hacer explotar la estrella es contrarrestada por la fuerza de gravedad que impulsa su colapso y se alcanza un equilibrio. Nace así una estrella.
La teoría que predecía cómo se forman las estrellas postulaba que para que el grumo en la nebulosa que colapsa pueda formar una estrella, debe deshacerse de parte de su energía de rotación, que llamamos momento angular. Cuando algo está girando muy rápidamente, tiende a salir disparado hacia afuera, oponiéndose así al colapso. En el caso de la formación de una estrella, la energía de rotación se concentra en un disco que rota en torno a la estrella, que gracias a ello puede seguir colapsando hasta encender las reacciones nucleares en su interior. Posteriormente, los planetas se forman en este disco en torno a la estrella madre. Esta predicción teórica, basada en una mejor comprensión del proceso de formación estelar, ha sido confirmada por observaciones de estrellas cercanas, en las que se ha detectado la presencia de uno o más planetas que las orbitan. Hoy la evidencia indica que este es el caso de muchas estrellas.
Una de las fotos más impresionantes que ha producido el telescopio ALMA es la de un disco de escombros y gas en torno a una estrella recién formada. Lo emocionante de esa imagen es que se ve exactamente como los modelos de formación estelar que predecían su existencia: hay ilustraciones hechas por artistas basadas en esos modelos que se ven idénticas a los datos observados: en el disco de escombros se pueden ver surcos oscuros que indican que algo barrió el material que estaba allí, que no sería otra cosa que un planeta, cuya formación posiblemente partió con un escombro más grande y masivo que fue atrayendo a los menos masivos que lo rodeaban, creciendo en tamaño y masa hasta que ya no quedaron más escombros en esa órbita en torno a la estrella.
Aunque con los instrumentos de que disponemos en la actualidad no es posible, en la gran mayoría de los casos, ver el planeta directamente, sí podemos observar el rastro de su caminar en torno a su estrella. Con técnicas muy sofisticadas y usando telescopios muy poderosos se ha logrado obtener alguna información sobre la presencia de ciertos elementos en las atmósferas de un puñado de exoplanetas gigantes.
Con ALMA también se han podido observar los discos que se forman en torno a una estrella, incluso antes de que haya encendido las reacciones nucleares en su corazón, en la etapa que se llama «protoestrella», es decir, una estrella en gestación. Hoy podemos estudiar cómo evolucionan estos discos hasta formar planetas y podemos intentar imaginar cómo fue nuestro propio sistema solar en su infancia.
Entonces, junto con el nacimiento de una nueva estrella, se forma un sistema de planetas que giran en torno a ella. Hace unas décadas, cuando se debatía si era posible que existieran sistemas planetarios girando en torno a otras estrellas, muchos pensaban que era muy poco probable; de nuevo, esa suerte de obsesión de ser únicos. Hoy, sin embargo, conocemos la existencia de miles de exoplanetas que giran en torno a otras estrellas. Los sistemas planetarios descubiertos, en general, son muy distintos a nuestro sistema solar: frecuentemente vemos planetas gaseosos gigantes, como Júpiter o más masivos, girando en una órbita tan cercana a la estrella (mucho más cercana que la de Mercurio en torno al Sol) que no puede ser estable; terminarán por ser tragados por la estrella o destruidos por la radiación de esta. Estos exoplanetas, llamados «Júpiters calientes», son mucho más comunes de lo que se habría pensado.
Planetas pequeños, como la Tierra, en órbitas alejadas de la estrella son mucho más difíciles de detectar, ya que los dos principales métodos para buscar exoplanetas tienen que ver con el efecto que ejerce este sobre la estrella. Por ejemplo, el método de «tránsitos» consiste en detectar el momento preciso en el que el planeta pasa por la línea de visión entre la estrella y nosotros, eclipsando parte de su luz: el brillo de la estrella disminuye durante el tiempo del tránsito del planeta. Si observamos que esto ocurre periódicamente, podemos asegurar que allí hay un planeta orbitando y calcular su masa y tamaño. Es un mecanismo relativamente simple cuando se trata de planetas grandes como Júpiter y muy difícil cuando se trata de planetas pequeños como la Tierra, ya que el efecto en la luz de la estrella es poco notorio.
En febrero de 2017 nos vimos sorprendidos por el anuncio de la NASA de que se habrían descubierto siete exoplanetas girando en torno a una estrella pequeña y fría, que tiene aproximadamente un 10 % de la masa del Sol. Todos estos nuevos exoplanetas tienen órbitas que están más cerca de su estrella que la órbita de Mercurio. A pesar de su cercanía, tres de ellos podrían contener agua en estado líquido ya que la estrella es más fría que el Sol. Los siete exoplanetas son de tamaño y consistencia similares a los de la Tierra. Este descubrimiento se realizó con un telescopio instalado en el Observatorio La Silla llamado Trappist, diseñado para monitorear la variación periódica de la luminosidad de un conjunto de estrellas; en este caso, los planetas fueron descubiertos por el método de tránsitos, ya descrito anteriormente. Pronto se podrá intentar observar la composición de sus superficies y atmósferas para ver si la vida como la conocemos pudiera prosperar allí. El gran problema es su pequeña estrella, ya que estas se caracterizan por lanzar grandes ráfagas de plasma ionizado, millones de veces más intensas que las que nos lanza nuestro Sol, y lo hacen con bastante frecuencia. Esto sería incompatible con la existencia de vida.
El otro método indirecto de detectar exoplanetas consiste en medir el bamboleo de la estrella debido a la atracción gravitacional del planeta sobre ella, que por el efecto Doppler (descrito anteriormente) hace que la luz de la estrella se desplace hacia el rojo y hacia el azul. Este efecto es, como en el caso anterior, mucho más notorio si se trata de un planeta grande y masivo.
Por último, también se han encontrado exoplanetas mediante fotografías directas captadas con instrumentos especiales que logran anular la luz de la estrella en torno a la cual giran, y que de otra manera impediría ver un planeta que es mucho menos luminoso ya que solo refleja la luz de su estrella.
Un instrumento que ha sido extraordinariamente exitoso para encontrar y confirmar exoplanetas es el satélite Kepler de la NASA, lanzado en 2009. Su misión es buscar exoplanetas mediante el método de tránsito, monitoreando la luminosidad de más de cien mil estrellas en busca de pequeñas variaciones que puedan indicar la presencia de uno o más planetas orbitando alguna de esas miles de estrellas. Hasta mediados de 2016 Kepler había confirmado 2317 exoplanetas, y sigue trabajando.
Lo que se considera el premio mayor en la búsqueda de exoplanetas es encontrar un planeta que muestre señales de albergar vida. Hay toda una relativamente nueva área de estudios llamada «astrobiología» que se dedica a estudiar qué formas de vida, por ahora totalmente desconocidas, podrían existir en los exoplanetas y cómo podríamos detectarlas.
Cuando en una investigación científica no sabemos nada sobre un tema, partimos por lo que sí conocemos. Buscamos vida como la de la Tierra (con adaptaciones) en un planeta con condiciones similares de temperatura y una atmósfera que permita la existencia de agua líquida en su superficie. El agua en la Tierra ha demostrado ser fundamental para el surgimiento de la vida. Incluso en lugares tan inhóspitos como en géiseres de aguas a cien grados Celsius existen formas de vida alimentándose de compuestos que serían letales para la mayor parte de los seres vivos. Lo mismo ocurre en las chimeneas volcánicas en el fondo marino, a miles de metros de profundidad, donde no llega ni un rayo de luz: pese al ambiente tóxico, florecen distintas formas de vida.
Lo que ambos ejemplos nos indican es que el agua es clave. Por estas razones, buscamos vida en planetas que estén en la «zona habitable», es decir, que estén en una órbita suficientemente lejos de su estrella para no estar por completo calcinados —como el planeta Mercurio—, ni demasiado lejos —como Júpiter y los otros planetas gigantes del Sistema Solar—, ya que a esa distancia del Sol el agua en ellos está en forma de hielo. En el Sistema Solar hay tres planetas en la «zona habitable»: Venus, la Tierra y Marte, pero solo en la Tierra las condiciones necesarias para la presencia de agua líquida se han preservado durante suficiente tiempo como para que la vida evolucione hasta la existencia de seres con conciencia.
¿Estaremos solos en el universo? En nuestra galaxia, la Vía Láctea, hay cien mil millones de estrellas, y en el universo, más de cien mil millones de galaxias. Es obvio que tienen que existir muchos planetas en los cuales las condiciones estén dadas para albergar la vida. Hoy también sabemos que la vida surge, a pesar de todo, en los lugares más inhóspitos de nuestro planeta. La única condición que parece necesaria es la existencia de agua en estado líquido. A diferencia de lo que se creía hace cuatro décadas, hoy se piensa que es muy probable que haya vida en otros sistemas planetarios. En algunos será muy primitiva, como las bacterias, y en otros estará más avanzada que la nuestra. Es solo cuestión de tiempo para que se produzca el encuentro que un día marcará para siempre la historia de la humanidad.

Nubes fecundas
Las estrellas nacen formando parte de una numerosa familia, que en algunos casos puede llegar a tener decenas de miles de estrellas, algunas muy grandes y masivas, otras mucho más pequeñas, como nuestro Sol. La materia prima para formar estrellas es el gas y el polvo interestelar, que forman nubes llamadas nebulosas. Estas nebulosas son verdaderas maternidades cósmicas donde podemos encontrar estrellas en proceso de formación aún arropadas en sus capullos de gas y polvo, mientras otras ya iluminan el universo con su luz apenas estrenada.
Las nebulosas son uno de los objetos astronómicos más hermosos; con sus formas y colores son un desafío para la imaginación de cualquier artista. Esos colores y formas, sin embargo, han sido pintados y esculpidos por las propias estrellas que en ellas se originan. Al iluminar las estrellas, las nebulosas delatan la presencia de hidrógeno en el gas con colores rojos; el azul indica que la luz se refleja en los granos de polvo de la nebulosa; las manchas y filamentos oscuros indican la presencia de polvo interestelar, que absorbe la luz de la nebulosa. El brillo de las nebulosas se debe a la presencia de estrellas en su interior, por lo que, dependiendo de cuántas estrellas haya y de qué tipo, las nebulosas se verán distintas.
La región de formación estelar más cercana a nosotros es la Nebulosa de Orión. En ella se han originado y se están originando aún cientos de estrellas. Esta nebulosa puede ser vista con un par de binoculares dirigidos hacia las estrellas que forman la espada de Orión. A pesar de su cercanía, Orión está a unos mil quinientos años luz de nosotros, lo que puede ser poco en escala astronómica, pero de todos modos significa que la luz que hoy vemos de Orión salió desde allí en la época de la caída del Imperio romano.
Después de que se enciendan las reacciones nucleares en el corazón de una estrella, lo que sigue depende de la masa que tenga esa estrella. De hecho, una nube que colapsa y que tiene una masa menor a siete centésimas de la masa del Sol (equivalente a unas setenta veces la masa de Júpiter) no alcanzará nunca la temperatura de diez millones de grados en su interior como para poder encender las reacciones nucleares, y por lo tanto nunca llegará a ser una estrella. Estos objetos han sido llamados «enanas café» o «superplanetas».

Una estrella me hizo señas
Por muchos años se predijo la existencia de las enanas café. No existía nada en la teoría que impidiera que se formaran objetos con masas menores que la masa mínima para ser estrella; sin embargo, nadie había visto nunca una enana café. Se suponía que debían ser poco luminosas y mostrar en su superficie la presencia de litio, un elemento que se destruye con temperaturas altas, por lo que no sobrevive en estrellas normales con reacciones nucleares. En el caso de una enana café, sin reacciones nucleares, se esperaba que se conservara. También se predecía que las enanas café debían ser muy rojas, reflejo de su baja temperatura (el color azul de una estrella, por otra parte, indica que es muy caliente).
El primer indicio de la existencia de las enanas café data de 1995, cuando Nakajima y sus colaboradores encontraron GL229B, un objeto muy débil orbitando una estrella brillante. Su observación se veía dificultada por la proximidad a la estrella brillante, pero los datos que se recabaron mostraban un objeto muy frío que tendría una masa típica de una enana café. Este extraordinario descubrimiento todavía dejaba algunas dudas, puesto que era parte de un sistema binario —junto a GL229B orbita una compañera cercana—, lo que puede modificar el aspecto de una estrella. En casos extremos, una de las estrellas puede despojar a la otra de gran parte de su masa, dejándola como una enana café a pesar de haber nacido con suficiente masa como para ser estrella. Tampoco se podía asegurar que las enanas café se pudieran formar como objetos independientes, tal como se forma una estrella.
Poco tiempo después, la noche del 15 de marzo de 1997, cuando estaba observando con el telescopio de 3,6 metros del Observatorio La Silla (ESO), apunté a un objeto que había llamado ESO508-128. En mi mano tenía una larga lista de objetos que había seleccionado como posibles candidatos a ser los restos de estrellas muertas, que era el tema que me interesaba. La ESO508-128 fue la primera que observé, al comienzo de la noche. Tras una espera llena de curiosidad, que duró treinta minutos, el telescopio me mostró el espectro de mi objeto, es decir, la distribución de la energía que emite, que en la práctica es como la huella digital de cada estrella, ya que nos permite saber quién es, qué temperatura tiene, cuál es su masa, etcétera.
Después de muchos años realizando este tipo de trabajo, mi ojo estaba ya muy entrenado para distinguir la «huella digital» de los distintos tipos de estrellas. Por eso, cuando vi el espectro de la ESO508-128, supe de inmediato que algo no calzaba. Pensé que había hecho algo mal en el procedimiento de la observación y lo intenté de nuevo con mucho cuidado. Media hora más tarde apareció una vez más una «huella digital» desconocida, que nunca antes había visto.
¡Qué raro! Miré el espectro con más cuidado y mi corazón comenzó a latir cada vez más fuerte. Fue una experiencia de un par de minutos: cuando encontré la marca de la existencia de litio y luego comprobé que su espectro era muy pero muy rojo, me di cuenta de que tenía entre mis manos una de las primeras enanas café viajando libre por el universo. Fue un momento increíble. A diferencia de muchos otros grupos de astrónomos, yo no la estaba buscando, sino que fue ella la que me hizo señas para que la descubriera. Rápidamente le cambié su aburrido nombre de catálogo y la bauticé Kelu, que significa rojo en lengua mapuche.
Hace un tiempo me llegó un mensaje desde el Observatorio de Mauna-Kea, en Hawái, donde una colega, Sandy Leggett, acababa de observar a Kelu usando una nueva tecnología con rayos láser. Había descubierto que mi querida Kelu, en realidad, son dos enanas café, cada una girando en torno a la otra. Poco después del descubrimiento de Kelu, distintos grupos revelaron la existencia de muchas otras enanas café. Hoy se conocen miles, muchas como Kelu desplazándose libremente por la galaxia, otras orbitando una estrella al igual que GL229B, como si fueran planetas gigantes o súper planetas.

Las pequeñas serán gigantes… y luego enanas
¿Cómo es la vida de las estrellas poco masivas, de las cuales nuestro Sol es una típica representante? El Sol es una esfera de gas compuesta mayoritariamente de hidrógeno y helio, además de pequeñas cantidades de todos los otros elementos que conocemos. El hidrógeno y el helio fueron fabricados poco después del Big-Bang, mientras que todo el resto de los elementos fueron «cocinados» en el corazón de generaciones de estrellas que al morir dejaron su herencia química para que un día, hace cuatro mil quinientos millones de años atrás, se formara el Sol y con él, los planetas del Sistema Solar, incluyendo la Tierra, herederos de una larga estirpe estelar.
El Sol es ciento nueve veces más grande que la Tierra y tiene una masa trescientas mil veces mayor que la de ella. La temperatura en la superficie del Sol es de cinco mil ochocientos grados, mientras que en su corazón sube a quince millones de grados. En el interior del Sol, debido a su alta temperatura, se producen reacciones nucleares que generan una gran cantidad de energía, lo que ha mantenido al Sol brillando desde su nacimiento.
Por mucho tiempo, la fuente de energía de las estrellas fue un misterio, hasta que, en el siglo pasado, a fines de los años veinte, el astrónomo británico Arthur Eddington se hizo la siguiente pregunta: ¿cuál será la fuente de energía del Sol? Este es un buen ejemplo de esas preguntas inútiles que han sido claves en la historia de la humanidad. Cuando Eddington investigaba, en los años treinta, ya se sabía que la edad de la Tierra era de cuatro mil quinientos millones de años, por lo que el Sol debía haber brillado al menos por esa cantidad de tiempo. Eddington consideró para su respuesta todas las fuentes energéticas conocidas entonces, como la energía química, la potencial y otras, pero ninguna daba para hacer brillar al Sol por tanto tiempo. Finalmente, resumió su trabajo en una publicación donde, como conclusión, dice que la única fuente de energía que podría funcionar es la transformación de masa en energía, que es exactamente lo que ocurre en una reacción nuclear. La energía nuclear aún no se conocía, pero Albert Einstein en 1905, como parte de la Teoría de la Relatividad Especial, ya había escrito la famosa ecuación E=mc2, que dice exactamente eso: la energía es igual a la masa multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado.
Apenas un par de años después de que se publicara el trabajo de Eddington, un físico de la Universidad de Cornell (Estados Unidos), Hans Bethe, descubrió la energía nuclear, describiendo la primera reacción nuclear, que resultó ser precisamente la que tiene lugar al interior de estrellas como el Sol. Hoy se conocen cientos de reacciones nucleares y la energía nuclear forma parte de nuestra civilización —con usos que van desde la propia generación de energía en reactores nucleares hasta la medicina o la agricultura, por ejemplo—. Y todo gracias a una pregunta motivada por la curiosidad.
Una de las principales reacciones nucleares que ocurren dentro del Sol es la llamada «cadena protón-protón». Un protón es el núcleo de un átomo de hidrógeno, que es el elemento más simple y abundante en el universo, creado un minuto después del Big-Bang. Dadas las condiciones de altas temperaturas y densidades existentes en el centro de una estrella, los núcleos de hidrógeno, también llamados protones, chocan para formar elementos más complejos, como los núcleos de helio. En el Sol las reacciones nucleares liberan una gran cantidad de energía: en un segundo, cuatro millones de toneladas de su masa se transforman en energía.
El combustible que se «quema» y permite que el Sol brille son los núcleos de hidrógeno. Se estima que una estrella con la masa del Sol se demora unos diez mil millones de años en transformar todo el hidrógeno de su corazón en helio, es decir, el Sol, con sus cuatro mil quinientos millones de años de edad, ya ha consumido más o menos la mitad de su combustible. Cuando el Sol era una estrella joven y su reserva de combustible (el hidrógeno) estaba aún intacta, era una estrella más fría de lo que es hoy; en la medida en que se ha ido consumiendo el combustible, el Sol se ha ido calentando, de tal forma que en aproximadamente unos novecientos millones de años más toda el agua de la Tierra se habrá evaporado y estará en la atmósfera, produciendo un efecto invernadero extremo. Las temperaturas en la superficie de la Tierra serán incompatibles con la vida, como los 460 grados que hoy predominan en el planeta Venus. Tenemos aún tiempo para adaptarnos o bien buscar una nueva casa. Si somos capaces de cambiar nuestro estilo de vida y desarrollar lentamente adaptaciones evolutivas a la nueva realidad, posiblemente por un tiempo (un par de miles de millones de años) el planeta Marte podría albergar a la humanidad, ya que al estar más lejos del Sol tendría una temperatura más agradable.
En unos cinco mil millones de años, cuando se le acabe el combustible al Sol, es decir, cuando su corazón esté formado solo por núcleos inertes de helio, comenzará a colapsar de nuevo, ya que no habrá ninguna fuerza que se oponga al desplome por su propio peso. Al suceder esto, la temperatura en su interior se incrementará hasta alcanzar cien millones de grados. A esta temperatura se enciende una nueva reacción nuclear que transforma el helio en carbono y produce mucha más energía que la combustión del hidrógeno. No solo se detendrá el colapso, sino que el Sol se inflará, aumentando su tamaño de tal forma que la Tierra y los otros planetas cercanos al Sol (Mercurio y Venus) quedarán incluidos dentro de él. El Sol será ahora una estrella «gigante roja».
Cuando eso suceda, la Tierra ya no será habitable, y si parte de la humanidad estuviera para entonces en el planeta Marte, enfrentaría un desafío aún mayor que el de moverse de la Tierra a Marte. Habría que buscar otro planeta habitable: alguno cuya estrella fuera más joven y presentara condiciones adecuadas para la vida. El desafío parece ridículamente difícil, pero tenemos varios miles de millones de años para lograrlo.
En el corazón del Sol la transformación de helio en carbono demorará unos mil millones de años, por lo que en unos seis mil millones de años ya no tendrá combustible para brillar. De nuevo, la fuerza de gravedad impulsará el colapso, pero como el Sol es una estrella pequeña, la temperatura nunca alcanzará los seiscientos millones de grados necesarios para iniciar la combustión nuclear del carbono. ¡No habrá una fuente de energía que detenga el colapso!
El Sol seguirá contrayéndose hasta alcanzar el tamaño de la Tierra. Para entonces su densidad será inmensa, tanto que una cucharadita de té del material del Sol en esa etapa pesará ¡cinco toneladas! A esas densidades hay otro mecanismo que detendrá el colapso: es el «principio de exclusión de Pauli» (debido al físico teórico Wolfgang Pauli), que establece que los electrones se oponen a compartir una misma órbita, ejerciendo así una fuerza contraria al colapso. A este estado de la materia en que las densidades son tan grandes se le conoce como «materia degenerada»; y a las estrellas hechas de esta materia, «estrellas degeneradas».
Lo que quedará al final de la vida del Sol será una roca muy densa con más o menos la mitad de la masa que tiene hoy el Sol, condensada en un objeto del tamaño de la Tierra. Estas estrellas de materia degenerada son conocidas también como «enanas blancas» y están compuestas mayormente de carbono a muy alta presión, por lo cual se dice que son verdaderos diamantes gigantes.
Las enanas blancas son difíciles de ver debido a que, por su pequeño tamaño, son poco luminosas. Sin embargo, su masa es similar a la de muchas estrellas que, como el Sol, brillan en el cielo nocturno. El estudio de las enanas blancas nos permite reconstruir la historia de la formación estelar en la Vía Láctea. Es un poco como hacer paleontología astronómica, solo que en este caso no tenemos huesos para reconstruir la historia sino los restos, hechos de materia degenerada, de quienes un día fueron estrellas.
En las últimas etapas de la vida de una estrella como el Sol, esta se deshace de sus capas más externas en una especie de «danza de los siete velos», que al final nos revela su corazón al desnudo: al comienzo muy caliente y denso, y luego enfriándose hasta desaparecer de la vista de cualquier observador.
Las capas expulsadas por la estrella moribunda forman figuras muy hermosas. A estas nubes en torno a su estrella desnuda se las llama «nebulosas planetarias», aunque nada tengan que ver con los planetas; solo que, antiguamente, estos objetos, vistos a través de telescopios primitivos y más bien pequeños, se veían como objetos extendidos similares a un planeta, y no puntuales, como se vería una estrella.
Los colores de las nebulosas planetarias reflejan las distintas condiciones físicas y abundancias químicas. El tamaño típico de una nebulosa planetaria es de un par de meses luz, es decir, que la luz se demora un par de meses en viajar de un extremo a otro de ella. El material que forma una nebulosa planetaria ha sido contaminado por los elementos producidos en las reacciones nucleares que ocurrieron durante la vida de la estrella, en particular, para estrellas como el Sol, de carbono, nitrógeno y oxígeno. Este material se juntará con más gas y polvo interestelar para dar origen a una nueva generación de estrellas, que comenzarán sus vidas con una composición distinta. Es por esto que decimos que el Sol no es una estrella de primera generación: cuando se formó, ya tenía todos los elementos que conocemos y que están presentes en todo el Sistema Solar, los cuales debieron ser «cocinados» en el corazón de generaciones de estrellas que murieron antes de que se formara la nuestra.
Para que la vida surja en el universo, las estrellas como el Sol deben pasar por estas etapas finales, devolviendo al medio interestelar parte del material del cual se formaron —principalmente hidrógeno y helio— transformado en elementos más complejos, esenciales para la vida. Gracias a los radiotelescopios, como ALMA, que observan la radiación proveniente de moléculas, se ha constatado la presencia de complejas moléculas orgánicas, similares a las que forman las bases de la vida. Estas moléculas están en diversos lugares del universo, principalmente en la cercanía de estrellas moribundas, las cuales en esta etapa dejan escapar las capas más externas de sus atmósferas, llevándose el legado de compuestos químicos formados por la estrella durante toda su vida.
Lo dicho vale para las estrellas con masas menores a unas diez veces la masa del Sol. Las estrellas más masivas tienen un final diferente y bastante más espectacular.

La breve vida de las estrellas grandes
Las estrellas diez veces más masivas que el Sol comienzan su vida en forma similar a lo antes descrito para las estrellas pequeñas. Para brillar, queman como combustible los núcleos de hidrógeno, convirtiéndolos en helio, que luego se transforma en carbono. La gran diferencia radica en que todas estas reacciones ocurren mucho más rápido que en el caso de las estrellas pequeñas. Mientras más masiva sea la estrella, más corta será su vida.
Otra diferencia entre estrellas grandes y pequeñas es que las primeras, al llegar a la etapa en que su corazón está hecho de carbono y ya no hay más helio que quemar, vuelven a colapsar, esta vez debido a su gran masa: la fuerza del colapso vence a la presión de los «electrones degenerados», capaz de detener el colapso de estrellas más pequeñas; el corazón de carbono alcanza temperaturas del orden de los seiscientos millones de grados y se inicia así su combustión nuclear. Nuevamente se genera una gran cantidad de energía que logra detener el colapso y hace que la estrella brille aún más que antes.
Esta rutina estelar de colapsar cuando se le acaba un cierto combustible, aumentando su temperatura y encendiendo una nueva reacción nuclear, se repite muchas veces en las estrellas masivas. De esa manera, forman elementos cada vez más complejos, compuestos por más protones y neutrones en su núcleo. El primer lugar donde se acaba un cierto combustible es siempre el centro de la estrella, donde la temperatura es mayor y las reacciones nucleares son más eficientes. Por eso, la estrella desarrolla una estructura parecida a una cebolla, con muchas capas, cada una con una distinta reacción nuclear activa, con una distinta composición.
En el caso de las estrellas masivas, el comienzo del fin llega al formarse en su corazón los primeros núcleos de hierro. Cuando el corazón de la estrella esté compuesto solo por este elemento, se iniciará indefectiblemente el colapso. Esto ocurre debido a que la estructura del núcleo de hierro es muy especial, de tal forma que, a diferencia de los elementos más livianos, su combustión nuclear no produce energía, y para transformarlo en otro elemento más pesado habría que entregarle energía; se enfría así el corazón de la estrella y ya no hay nada que detenga el colapso.
La estrella que vivió por cientos de millones de años sufre una catástrofe y, en un segundo, su corazón colapsa y sus capas más externas salen disparadas con una gran energía hacia el medio interestelar en una explosión conocida como supernova. En la explosión misma se forman todos los restantes elementos que conocemos y que son más complejos que el hierro, incluyendo los isótopos radiactivos de uranio, cesio, cromo y otros. Cuando se produce una explosión de supernova, la luminosidad de una estrella aumenta miles de millones de veces; por eso podemos ver una supernova anunciando la muerte de una estrella incluso cuando ocurre en una galaxia muy lejana.
En tanto, las capas externas de estas estrellas gigantes contaminan el medio interestelar con elementos aún más complejos que los fabricados por estrellas como el Sol. En la explosión de supernova, el corazón de la estrella colapsa. ¿Hasta dónde? Bueno, eso depende. En el caso de las estrellas no tan masivas, de entre diez y veinte veces la masa del Sol, llegan a formar un corazón de hierro que alcanza una y hasta dos veces la masa del Sol. El colapso, finalmente, se detiene por un efecto parecido a la presión que ejercen los electrones en la materia degenerada. En este caso, los neutrones oponen resistencia a la presión ejercida por el colapso cuando llegan al punto en que no hay espacio entre ellos, están uno pegado al otro. La densidad aquí es tremenda. Si en el caso de una enana blanca una cucharadita de té podía pesar cinco toneladas, aquí pesaría ¡quinientos millones de toneladas! Se trataría de un objeto de más o menos el doble que la masa del Sol, que sin embargo tiene el tamaño de una montaña, digamos una esfera de unos diez kilómetros. A estos objetos se los llama «estrellas de neutrones». Como ejemplo, una moneda pequeña, hecha del mismo material que una estrella de neutrones, pesaría varias veces lo que pesa el monte Everest (si pudiéramos sacarlo y ponerlo en una balanza).
Al producirse el colapso de una estrella masiva, pasa a convertirse en una estrella de neutrones y comienza a rotar cada vez más rápido. El Sol, por ejemplo, rota sobre su eje en un período de más o menos un mes, mientras que las estrellas de neutrones lo hacen en segundos e incluso menos. Este efecto es similar a lo que ocurre con una persona en patines que gira sobre sí misma con los brazos abiertos; si los acerca al cuerpo, reduciendo así su tamaño, gira mucho más rápido.
Las estrellas de neutrones son tan pequeñas que no resulta posible verlas. Sin embargo, debido a su rápida rotación se pudo descubrir (en frecuencias de radio) pulsos producidos cerca del polo magnético de la estrella de neutrones, el cual, como un verdadero faro, pasa frente a nuestra línea de visión una o más veces por segundo. En el polo magnético de la estrella se juntan las líneas del campo magnético, que también aumenta su intensidad con el colapso y puede llegar a ser unas mil millones de veces mayor que el campo magnético del Sol. Las partículas que rodean a la estrella son atrapadas por el campo magnético y producen una gran luminosidad en las regiones polares (un efecto similar a las auroras que se aprecian en las regiones polares de la Tierra). Desde la Tierra detectamos las estrellas de neutrones cuando sus intensas «auroras» cruzan varias veces por segundo (debido a la rápida rotación en torno a su eje) la línea de la visual que nos une a ellas.
La existencia de estrellas de neutrones se había discutido teóricamente desde los años 30, pero no fueron descubiertas sino hasta 1967 por Jocelyn Bell, una estudiante de doctorado de veinticuatro años, en la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Ella trabajaba en su tesis de doctorado usando unas antenas, desechadas por los militares después de la segunda guerra mundial. Cuando Jocelyn detectó una señal que variaba muy rápido, perfectamente espaciada en el tiempo, pensó que podía tratarse de una señal producida por seres inteligentes. Pasó un tiempo antes de que Jocelyn y su profesor guía, Antony Hewish, descubrieran la verdadera naturaleza de estos objetos. Mientras tanto, ya habían detectado varios de estos objetos que emitían pulsos de energía; preliminarmente los bautizaron como Little Green Men (hombrecitos verdes). Luego de entender su naturaleza, recibieron su nombre definitivo: pulsares.
En 1968 se descubrió un pulsar en el centro de la Nebulosa del Cangrejo, la cual es el remanente gaseoso de la supernova que explotó en el año 1054 y que quedó registrada en dibujos rupestres realizados por los nativos de Norteamérica, así como por los astrónomos de China. En ambos casos, se reporta que el brillo era casi como el de la luna llena y que esta luminosidad se mantuvo por unos días para luego declinar. En el presente, la Nebulosa del Cangrejo solo se puede observar con telescopios y nos muestra una estructura filamentosa que se expande. Hoy también sabemos que en su centro existe un pulsar, única evidencia de su corazón colapsado.
Se han encontrado varios restos gaseosos de supernovas que albergan un pulsar en su centro; se confirma así la teoría que predijo la existencia de una estrella de neutrones como resultado del colapso del corazón de una estrella masiva.
La próxima supernova en nuestra galaxia podría ser Eta Carina, una estrella muy masiva que parece estar pronta a explotar en cualquier momento. Desgraciadamente, desde el punto de vista de las escalas de tiempo de las estrellas, esto podría ocurrir hoy o en diez mil años. Cuando explote será casi tan brillante como la luna llena, la veremos por varios meses antes de que desaparezca de nuestra simple vista y tengamos que seguir su evolución con telescopios.

Una atracción imparable
¿Qué pasa con las estrellas más masivas que desarrollan un núcleo de hierro de más de dos o tres veces la masa del Sol? El corazón colapsa, pero debido a su gran masa ni siquiera la presión de los neutrones es suficiente para detenerlo: la contracción prosigue y transforma el corazón de la estrella en un hoyo negro (Black Hole). Un hoyo negro se define como un objeto con una gravedad tan intensa que atrae todo lo que se le acerca, incluso la luz; de ahí su nombre. Una forma de ver un hoyo negro es por la luz que emite la materia que cae atraída por este, la cual se calienta a altas temperaturas justo antes de ser tragada. Como un grito de auxilio, emite una gran cantidad de energía en forma de rayos X. Otra forma de «ver» un hoyo negro es por la atracción gravitacional que ejerce sobre estrellas y nebulosas gaseosas; en ocasiones, se observan esos objetos girando en torno a un punto donde no hay nada visible. El cálculo de la masa del hoyo negro en torno al cual gira una estrella, por ejemplo, es muy simple: con física muy elemental se obtiene la fuerza (masa que atrae) necesaria para que la estrella gire en torno al hoyo negro sin salir disparada por la fuerza centrífuga. Se trata de una fuerza similar a la que tenemos que ejercer para sostener una cuerda con un peso en su extremo (como una boleadora) para que, al hacerla girar, no salga disparada.
Se conocen numerosos hoyos negros que posiblemente se formaron como producto de la muerte de estrellas masivas; cuando aún brillaban como tales, tenían masas veinte o más veces mayores que la del Sol. No hay ninguna razón para que no existan hoyos negros de todas las masas; el problema está en cómo detectarlos. Por otra parte, no se pueden detectar hoyos negros que no tengan estrellas suficientemente cercanas como para poder tragárselas y que así estas emitan rayos X o bien que giren a su alrededor. De modo que posiblemente haya muchos más hoyos negros de los que se han logrado encontrar.
La física predice que un hoyo negro tiene un tamaño infinitamente pequeño: toda su masa está concentrada en un punto llamado «singularidad». ¡Ya advertí que el universo es raro! Pero hay una distancia al centro del hoyo negro más allá de la cual ya no podemos ver la materia y la energía que caen al agujero, y esta distancia se llama «horizonte de eventos». Si la Tierra colapsara hasta formar un hoyo negro, su horizonte de eventos o tamaño sería de solo ¡dos centímetros!

Capítulo 6
La llegada

Unos nueve mil millones de años después del Big-Bang muchas generaciones de estrellas ya habían nacido y vivido, cocinando en sus corazones todos los elementos que permiten que la vida pueda surgir. Fue en ese tiempo de la historia del universo cuando una nube de gas y polvo se desplomó por su propio peso, evento que marcó el nacimiento de nuestro Sol y los planetas que lo rodean. La Tierra se ubicó bien, ni tan cerca del Sol como para quemarse ni tan lejos como para congelarse. Casi desde el comienzo tuvo todo lo necesario para albergar vida sobre su superficie: agua y energía. Pero tuvieron que pasar todavía unos mil millones de años para que eso sucediera.
También es una suerte que el Sol haya tenido una existencia tranquila durante el suficiente tiempo para que la vida en la Tierra pudiera evolucionar y adaptarse. Un estudio que incluyó miles de estrellas similares al Sol mostró que la mayoría de ellas tiene frecuentes ráfagas estelares, es decir, emisiones de plasma miles de veces más potentes que las del Sol, lo que haría imposible cualquier tipo de vida.
No obstante, cuando se formó el Sistema Solar, el universo alcanzó de hecho la madurez suficiente como para permitir la vida. Por el momento conocemos solo la vida en la Tierra, pero la lógica indica que no puede ser una excepción. Es muy posible que haya planetas en los que la vida sea muy primitiva, como las bacterias, o más avanzada, como nosotros, o incluso mucho más. Se puede decir que la vida —al igual que la formación de los primeros átomos y las primeras estrellas— no es más que una etapa en la evolución del universo y nosotros, hasta donde sabemos, somos la expresión más compleja de este proceso. Pero ¿cuántos hermanos del cosmos, habitantes de innumerables planetas, podrían estar participando en esta misma aventura? ¿Se cruzarán nuestros pasos algún día? ¡Qué ganas de vivir un millón de años para saberlo! Claro que incluso ese tiempo puede ser insuficiente.
La Tierra ya celebró cuatro mil quinientos millones de años de edad. En ella, la vida, en su forma más simple, irrumpió hace unos tres mil quinientos millones de años. Aún es un misterio cómo se pasó de la materia inanimada a la animada. Aunque al comienzo fue una existencia muy elemental, el salto en complejidad entre una molécula cualquiera y la vida más primitiva es extraordinario. Con el tiempo, la vida evolucionó intentando distintas formas, quedándose con las exitosas y desechando las que no se sustentaban, todo esto durante tres mil quinientos millones de años.
Al final, hace uno o dos millones de años (casi nada en esta larga historia), aparecieron nuestros primeros ancestros, que evolucionaron con rapidez, desarrollando las habilidades mentales necesarias para llegar a transformarse en lo que hoy somos, seres con conciencia, capaces de reconstruir una historia e imaginar el futuro, habitantes de la vanguardia del universo que evoluciona, inaugurando a cada paso un nuevo tiempo y conquistando así un nuevo espacio para la humanidad.
La vida con conciencia, es decir, nuestra propia existencia, es el último salto en complejidad que ha dado el universo, por lo que sabemos. Esto sí nos hace muy especiales. Claro que la evolución no se detiene. Habrá nuevos grados de complejidad que estarán por venir o quizás ¡ya están aquí y no nos hemos dado cuenta!
Después de conocer esta historia, no se puede evitar mirar nuestra propia existencia y nuestro cuerpo con admiración. Pensar que los átomos de hidrógeno en mis lágrimas los fabricó el Big-Bang y que los átomos de calcio en mis huesos, el oxígeno en mi sangre y todos los elementos que forman parte de mí, todos fueron fabricados por las estrellas. ¡Somos sus hijos, hijos de las estrellas!

Imágenes

Vía Láctea
La Vía Láctea, nuestra galaxia, contiene 100 mil millones de estrellas y tiene forma de remolino. ESO / Brunier

VLT
El telescopio VLT de la ESO en Paranal apunta su rayo láser al centro de la Vía Láctea.

Gemini Norte
Telescopio Gemini Norte en Mauna Kea, Hawai (USA). © Gemini Observatory

TECAN
Telescopio Gran TECAN en Observatorio La Palma, Canarias (España). © R. Rebolo

Observatorio Interamericano de Cerro Tololo
El Observatorio Interamericano de Cerro Tololo (NSF/AURA/NOAO) fue el primer observatorio internacional que se instaló en territorio chileno. Su telescopio más grande, llamado Víctor Blanco, de 4 metros de diámetro.

Gemini Sur
Telescopio Gemini Sur, de ocho metros de diámetro (NSF/AURA/Gemini), en Cerro Pachón. En la distancia se ven los telescopios de Observatorio Tololo. © Gemini Observatory

La Silla
Panorama del Observatorio La Silla (Observatorio Europeo Austral). El telesco
pio de 3,6 metros se distingue sobre el fondo de estrellas con su cúpula blanca. © ESO/JFS

observatorio Las Campanas
Observatorio Las Campanas (Carnegie Institute for Science). A la izquierda se alcanza a ver la cúpula blanca del telescopio Du Pont de 2,5 metros de diámetro; a la derecha se ven los dos telescopios Magallanes (Baade y Clay) de 6,5 metros.

Paranal
Observatorio Paranal (ESO). Los cuatro telescopios VLT con espejos de ocho metros de diámetro cada uno se preparan para una noche de observación.

ALMA
Antenas de ALMA en Chajnantor, la rotación de la Tierra muestra los caminos que trazan las estrellas. © ESO / B. Tafreshi (twanight.org)

ALMA
Las antenas de ALMA desplegadas en la llanura de Chajnantor, a 5000 metros de altura. Al fondo se ve el volcán Licancabur. © Clem & AdriBacri-Normier (wingsforscience.com) / ESO

NGC 1232
La galaxia NGC 1232 es de tipo espiral. Si pudiéramos observar a la Vía Láctea desde fuera, se vería muy parecida a NGC 1232 y el Sol se encontraría a mitad de camino entre su centro y el borde. © ESO

choque galaxias
Ilustración de cómo se vería desde la Tierra el choque entre la Vía Láctea y la galaxia Andrómeda.

NGC 5426 y NGC 5427
Las galaxias NGC 5426 y NGC 5427 se preparan para un abrazo que las hará bailar juntas por cientos de millones de años hasta terminar completamente fusionadas en una sola galaxia que estará compuesta por las estrellas de ambas. © ESO

galaxias Abell 1689
Cumulo de galaxias Abell 1689. Contiene miles de galaxias de todos tipos y tamaños. © NASA/HST

universo a gran escala
Simulación computacional de la apariencia del universo a gran escala. La materia se concentra en súper-cúmulos de galaxias que forman una estructura similar a una telaraña. © ESO

Choque de partículas
Choque de partículas en el Acelerador de Hadrones del CERN. © CERN/Lucas Taylor

Messier 78
Messier 78, una nebulosa de reflexión en Orión. El color azul revela que la luz de las estrellas en la nebulosa se refleja en ella como si estuviera formada por millones de pequeños espejos. © ESO / Igor Chekalin

NGC 602
NGC 602, una nebulosa en la galaxia Nube Menor de Magallanes, donde se están formando nuevas estrellas. © NASA, ESA and the Hubble Heritage Team (STScI/AURA) – ESA / Hubble Collaboration

Nebulosa de Orión
Nebulosa de Orión, cientos de estrellas están naciendo en esta maternidad cósmica. © ESO / Igor Chekalin

formación estelar
Región de formación estelar Rho Ophiuchi fotografiada en luz infrarroja. © NASA / JPL-Caltech / WISE Team

Nebulosa NGC 2359
Nebulosa NGC 2359 también llamada el «Casco de Thor». © NASA / JPL-Caltech / WISE Team

NGC 2024
NGC 2024, llamada también «Nebulosa de la Llama». © ESO

NGC 4755
NGC 4755, cúmulo de estrellas también conocido como «Cofre de Joyas» por tener estrellas de diversos colores. © ESO

HL Tauri
Imagen del disco en que se están formando planetas alrededor de la estrella en formación HL Tauri. Tomada con ALMA. © ALMA (ESO / NAOJ / NRAO)

Ilustración de un planeta transitando
Ilustración de un planeta transitando frente al disco de su estrella. © ESO / L. Calcada

Nebulosa planetaria de la Hélice
Nebulosa planetaria de la Hélice tomada con el telescopio MPG / ESO 2.2 m. Son los restos de una estrella como el Sol, cuyo corazón, al quedarse sin combustible, colapsa mientras las capas externas se expanden. © ESO

Nebulosa Planetaria NGC 2440
Nebulosa Planetaria NGC 2440 observada con el telescopio espacial Hubble (HST). © NASA, ESA and K. Noll (STScI)

Nebulosa planetaria NGC 6593
Nebulosa planetaria NGC 6593, llamada también «Ojo de gato», observada con el telescopio espacial Hubble (HST). © NASA, ESA, HEIC and The Hubble Heritage Team (STScI / AURA)

V838, estrella supergigante roja
V838, estrella supergigante roja que está en sus últimas etapas de vida. El material que la envuelve está contaminado con moléculas orgánicas fabricadas por la estrella. © HST

Ilustración de un hoyo negro
Ilustración de un hoyo negro rodeado de material que está cayendo hacia él. © ESO / L. Calcada

Supernova del Cangrejo
Supernova del Cangrejo. Esta estrella explotó en el año 1054 y fue observada por habitantes del hemisferio norte, quienes reportaron la aparición de un objeto «nuevo» en el cielo con un brillo casi tan intenso como el de la Luna. Hoy solo se ve con telescopios poderosos. © ESO

Eta Carina
Eta Carina, una estrella muy masiva que está lista para explotar como supernova. Cuando lo haga se podrá ver desde el hemisferio sur y será tan brillante como lo fue la supernova del Cangrejo. © NASA, ESA, and J. Hester (Arizona State University)