Historia del Mundo - John Morris Roberts

Historia del Mundo

John Morris Roberts

Prefacio

La primera edición de este libro apareció en 1976. Desde entonces ha habido diversas traducciones, cuyos textos en ocasiones tuvieron que distanciarse ligeramente de los originales en inglés a petición de sus editores. Me parece improbable que tenga tiempo de ofrecerle al público ninguna edición más. No obstante, dado que esta edición contiene una revisión considerable del texto, puede que sea útil ofrecer en un nuevo prefacio alguna explicación de lo que he intentado hacer, y de por qué me ha parecido necesario hacerlo. Por lo menos, siento la obligación de explicar si los sucesos de más de veinticinco años me han llevado a cambiar los objetivos y las perspectivas de las que partí al sentar las bases de este libro, a finales de los años sesenta.
Últimamente he oído decir, en referencia a la historia del mundo, que «todo cambió» —o algo, si no ya todo— el 11 de septiembre de 2001. Por motivos que explicaré brevemente más adelante, y debido a ciertas ideas que me han guiado desde el principio, creo que es una idea equívoca, falsa en casi todos los sentidos. Sin embargo, el primer motivo por el que parecía deseable elaborar una nueva edición es que la historia del mundo en más de una década ha atravesado y sigue atravesando el ejemplo más reciente de un fenómeno recurrente: un período de sucesos turbulentos y de cambios caleidoscópicos. Los inicios de este confuso y emocionante período ya figuraban en anteriores ediciones de este libro, pero los sucesos de finales de la década de 1990, por sí solos, hicieron necesario un replanteamiento, por si hubiera nuevos hechos y perspectivas que tomar en consideración.
Yo me temía que ello provocara un gran aumento de volumen en el texto, pero eso no ocurrió. Fue necesario cambiar muchos detalles, pero solo en la última parte del texto hubo que hacer grandes reajustes y recomposiciones. Por supuesto, también hubo que cambiar ciertos enfoques. En la última edición se habla algo más sobre los cambios más recientes en cuanto al papel de la mujer, de la preocupación por el medio ambiente, de nuevas instituciones y nuevos planteamientos, o de otros viejos cuestionados, y sobre los cambios en la base formal e informal del orden internacional (estos aspectos son más patentes en la historia reciente, y doy una interpretación más a fondo al respecto en mi obra Penguin History of the Twentieth Century, publicada en 1999). Pero ninguno de ellos supuso un cambio fundamental en mi punto de vista o mi visión general, y los trato básicamente en los mismos términos que he aplicado al resto desde el inicio.
Quizá mi preocupación principal haya sido, desde el principio, la de poder explicar y recordar al lector no especializado el peso del pasado histórico y la importancia que tiene aún hoy la inercia histórica en un mundo en el que, con demasiada frecuencia, se nos anima a pensar que podemos controlar y dirigir los acontecimientos. Las fuerzas históricas que han modelado el pensamiento y la conducta de los americanos, rusos, chinos, indios y árabes de hoy en día se establecieron siglos antes de que se inventaran ideas como el capitalismo o el comunismo. La historia lejana sigue presente en todos los aspectos de nuestras vidas, e incluso parte de lo que ocurrió en la prehistoria sigue ejerciendo quizá su influjo. Sin embargo, siempre ha existido tensión entre esas fuerzas y la capacidad intrínsecamente humana de provocar cambios. Hasta hace poco —a lo sumo unos siglos—, comparado con los cerca de seis mil años de civilización que componen la mayor parte del contenido de este libro, no se ha registrado una creciente concienciación del poder del ser humano como creador de cambios. Es más, el entusiasmo ante los adelantos técnicos parece ser universal. Aunque muy recientemente algunos hayan intentado templar ese entusiasmo con ciertas reservas, la idea de que la mayoría de los problemas pueden resolverse y se resolverán con la intervención humana sigue estando muy extendida.
Dado que, estando así las cosas, los fenómenos de inercia e innovación siguen operando en todos los frentes de la evolución histórica, sigo pensando —tal como expresé en la primera edición de este libro— que los acontecimientos siempre nos parecerán a la vez más y menos sorprendentes de lo esperado. No deberíamos olvidarlo a la hora de emitir valoraciones sobre el significado de los acontecimientos recientes o contemporáneos. Yo me inclino a pensar que estas valoraciones siempre se verán moduladas por el temperamento, y que nuestro optimismo o pesimismo innatos influirán en cualquier intento de predicción. Si pudiéramos analizar todas las aseveraciones realizadas en cuanto a futuros probables, veríamos que solo las más generales pueden basarse solamente en los hechos que aporta la historia. Soy consciente de que, desde la última edición de este libro, mi propia opinión ha variado; ahora tengo la impresión de que mis hijos probablemente no vivirán en un mundo tan agradable como el que yo he conocido, porque quizá sea necesario que el ser humano realice ajustes mucho mayores de lo que pensaba. Pero no aspiro a saberlo. Los historiadores nunca deberían dedicarse a profetizar.
 La mayor parte de lo anterior ya lo he desarrollado en otras ocasiones, y no es necesario que me extienda más. No obstante, quizá resulte útil a los nuevos lectores de este libro que repita algunos de los motivos que me han llevado a optar por el enfoque general reflejado en la estructura y el contenido de la obra. Desde el principio intenté determinar, dentro de lo posible, los elementos de influencia general que hubieran tenido el impacto más amplio y más profundo, y no solo compilar relatos de temas tradicionalmente importantes. Deseaba evitar los detalles y señalar, en cambio, los principales procesos históricos que han afectado a grandes poblaciones, dejando legados sustanciales para el futuro, y mostrar su dimensión relativa y su relación con otros procesos. No busqué escribir historias continuadas de todos los países importantes, ni de todos los campos de la actividad humana, ya que considero que el lugar ideal para los relatos exhaustivos de hechos del pasado es una enciclopedia.
He intentado poner de manifiesto el significado de estas grandes influencias, y eso supone una irregularidad cronológica y geográfica. Aunque, de todos modos, dedicaremos tiempo y esfuerzos a analizar y estudiar los fascinantes yacimientos de Yucatán, a reflexionar sobre las ruinas de Zimbabue o a hacer elucubraciones sobre las misteriosas estatuas de la isla de Pascua, por mucho interés intrínseco que pueda tener el conocimiento de las sociedades que crearon estas cosas, no dejan de ocupar un lugar marginal en la historia del mundo. La historia antigua de zonas enormes como el África negra o la América precolombina solo se toca de refilón en estas páginas, porque nada de lo que sucedió en esos lugares entre la Antigüedad y la llegada de los europeos influyó tanto en el mundo como las tradiciones culturales que mantuvieron vivo durante siglos el legado de Buda, los profetas judíos y la cristiandad, Platón o Confucio, por ejemplo, que extendieron su influencia sobre millones de personas y que, en muchos casos, siguen haciéndolo.
También he intentado no escribir más acerca de los temas sobre los que existe más material de referencia. En cualquier caso, no existe la mínima posibilidad de recopilar toda la bibliografía relevante sobre la historia del mundo. He intentado hacer hincapié en los asuntos que me parecían importantes, más que en aquellos de los que más sabemos. De este modo, Luis XIV, por importante que fuera en la historia de Francia y de Europa, merece menos atención que la Revolución china, por ejemplo. En la era actual más que nunca, es esencial intentar distinguir el grano de la paja, y no mencionar algo simplemente porque aparece todos los días en las «noticias».
Nos llegan constantemente interpretaciones nuevas del significado de los acontecimientos. Por ejemplo, en los últimos años se ha hablado mucho del choque de civilizaciones, dando por hecho que está en pleno desarrollo o a punto de llegar. Esta aseveración, evidentemente, se ha visto influida en gran medida por la reciente toma de conciencia sobre la particularidad y la excitabilidad del mundo islámico en las últimas décadas. En el texto he incluido mis propios motivos para rechazar esta visión, por lo menos tal como la presentan algunas voces poco cualificadas, por considerarla inadecuada y catastrofista. Pero no podemos dejar de reconocer que, en efecto, se están acumulando numerosos elementos de tensión en lo que se ha dado en llamar «Occidente» y en muchas sociedades islámicas. Sea consciente o inconscientemente, a veces incluso de forma accidental, en Occidente van apareciendo perturbadoras influencias que alteran y ponen trabas a otras tradiciones —el islam no es más que una de ellas—, y eso pasa desde hace siglos (la noción de «globalización» no debe vincularse únicamente a los últimos años). Este proceso empezó, por supuesto, con las actividades de los europeos, y por eso he dedicado un espacio considerable a la evolución de Europa y a su papel central en la historia del mundo desde 1945.
Sin duda este énfasis refleja los impulsos más básicos procedentes de mi propio legado histórico y mi formación cultural. No puedo evitar escribir desde el punto de vista de un varón británico, blanco y de clase media. Si eso se interpreta como un obstáculo demasiado insuperable, se pueden encontrar otros enfoques, pero el lector también deberá evaluarlos con la misma vara de medir antes de emitir su valoración. Espero, no obstante, que mis esfuerzos por caer en la cuenta de lo que podría darse por supuesto con demasiada facilidad hayan hecho posible llegar a lo que lord Acton, historiador inmensamente erudito, denominó una historia «diferente a la historia combinada de todos los países», pero que también refleje la variedad y la riqueza de las grandes tradiciones culturales que determinan su estructura.
 En prefacios anteriores he hecho mención de los muchos colegas y amigos que me han ayudado de diversos modos en fases precedentes. Siempre les estaré agradecido, pero, dado que ya los he mencionado antes, no repetiré aquí sus nombres. Sin embargo, debo añadir a ellos el del profesor Barry Cunliffe, que me fue de gran ayuda en esta edición, y a quien le brindo mi cálido agradecimiento. Sigo estando en deuda con las personas que han seguido escribiéndome a lo largo de los años, enviándome asesoramiento específico, sugerencias, críticas y ánimos, y que son demasiadas como para incluir aquí sus nombres. Pero ninguno de estos amigos y críticos tiene ninguna responsabilidad sobre lo que he decidido hacer con lo que me han dicho, y por tanto no debe culpárseles de nada de lo que yo haya escrito; la responsabilidad es únicamente mía.
 Por último, aunque sea algo personal, debo señalar que las últimas fases de mi trabajo de revisión se desarrollaron en los meses posteriores a septiembre de 2001, cuando los planes y calendarios se vieron alterados por unos problemas de salud repentinos e inesperados que requirieron frecuentes e incómodas estancias en el hospital. Resultará evidente que aquello ejerció una tensión considerable sobre otras personas aparte de mí. También será obvio que una de las más destacadas fue mi editor en Penguin, Simon Winder. En un momento muy difícil, siguió mostrando una gran paciencia conmigo y apoyándome como siempre. Me resulta difícil expresar mi aprecio y gratitud por su serenidad y solicitud, y le debo un reconocimiento especial.
De todas formas, por lo que respecta a aquellos mismos meses, más que a nadie tengo que dar las gracias a mi familia, por los cuidados que me dispensaron y el amor que me brindaron, traducido ello, en algunos casos, en viajes transoceánicos que mis hijos tuvieron que hacer para verme. Pero de mi familia debo destacar sobre todo a mi esposa, a quien ya he dedicado ediciones anteriores de este libro. Esta, más que ninguna otra, es para ella. Por los ánimos, los consejos, el sentido común y el buen gusto que siempre ha compartido conmigo, no puedo por menos que reconocer que los casi cuarenta años de entrega que nos ha brindado a mí y a nuestros hijos han sido lo que ha hecho posible mi carrera profesional. No hay nadie a quien le deba más, y espero que el hecho de dedicarle este libro le sirva de testimonio de mi absoluto reconocimiento.
Timwood, marzo de 2002

LIBRO I
Antes de la Historia

Contenido:
  1. Los cimientos
  2. El Homo Sapiens
  3. La posibilidad de la civilización

¿Cuándo comienza la Historia? Es tentador responder: «En el principio»; pero, como muchas respuestas obvias, ésta pronto resulta inútil. Como dijo en otro contexto un gran historiador suizo, la historia es la única materia en la que no se puede comenzar por el principio. Podemos seguir la cadena del origen del género humano hasta la aparición de los vertebrados, o incluso hasta las células fotosintéticas y otras estructuras elementales que se hallan en el comienzo de la vida. Podemos remontarnos más atrás aún, hasta las convulsiones casi inimaginables que formaron este planeta e incluso a los orígenes del universo. Pero eso no es «historia».
El sentido común acude en nuestra ayuda: la historia es la historia de la humanidad, de lo que ha hecho, sufrido o disfrutado. Todos sabemos que los perros y los gatos no tienen historia, mientras que el ser humano sí la tiene. Incluso cuando los historiadores escriben acerca de un proceso natural que escapa al control humano, como las oscilaciones del clima o la propagación de una enfermedad, lo hacen únicamente porque nos ayuda a entender por qué la gente ha vivido (y muerto) de una determinada manera y no de otra.
 Esto sugiere que lo único que hemos de hacer es identificar el momento en que los primeros seres humanos salieron de las sombras del pasado remoto. Pero no es tan sencillo. En primer lugar, debemos saber qué buscamos, aunque la mayoría de los intentos de definir la humanidad sobre la base de las características observables acaban por resultar arbitrarios y constreñidores, como han demostrado las largas polémicas acerca de los «hombres monos» y los «eslabones perdidos». Las pruebas fisiológicas nos ayudan a clasificar los datos, pero no determinan qué es o qué no es humano. Se trata de una cuestión de definición sobre la cual el desacuerdo es posible. Algunos han señalado que la excepcionalidad humana reside en el lenguaje, pero otros primates poseen órganos vocales semejantes a los nuestros; cuando con ellos se emiten ruidos que son señales, ¿en qué momento se convierten en lenguaje? Otra definición famosa es la que dice que el hombre es un fabricante de útiles, pero la observación ha suscitado dudas acerca de nuestra excepcionalidad también en este aspecto, mucho después de que el doctor Johnson se mofara de Boswell por mencionársela.
Lo que es excepcional de modo cierto y palpable en la especie humana no es la posesión de ciertas facultades o características físicas, sino lo que ha hecho con ellas. Eso, por supuesto, conforma su historia. La singularidad del género humano proviene de su nivel extraordinariamente intenso de actividad y creatividad, su capacidad acumulativa para generar el cambio. Todos los animales tienen formas de vida, algunas lo bastante complejas como para llamarlas «culturas». Solo la cultura humana es progresiva; ha sido construida de modo cada vez más notorio mediante la elección y la selección conscientes dentro de ella, además de mediante los accidentes y la presión natural, por la acumulación de un capital de experiencia y conocimientos que el ser humano ha aprovechado. La historia humana comenzó cuando la herencia de la genética y del comportamiento que hasta entonces había proporcionado la única manera de dominar el entorno, fue rota por primera vez por la elección consciente. Obviamente, el ser humano solo ha sido capaz de construir su historia dentro de unos límites. Estos límites son hoy ciertamente amplios, pero hubo un tiempo en el que eran tan exiguos que resulta imposible identificar el primer paso que sustrajo la evolución humana de la determinación de la naturaleza. Para describir un largo período de tiempo únicamente contamos con un relato borroso, confuso por el carácter fragmentario de las pruebas y porque no podemos saber a ciencia cierta qué buscamos exactamente.

1. Los cimientos
Las raíces de la historia se hallan en el pasado pre humano, un tiempo cuya extensión resulta difícil de calibrar, aunque es importante hacerlo. Si pensamos que un siglo de nuestro calendario es un minuto de un gran reloj que registra el paso del tiempo, los europeos blancos comenzaron a establecerse en América hace solo cinco minutos, y el cristianismo había nacido algo menos de quince minutos antes. Hace algo más de una hora, se asentó en el sur de Mesopotamia un pueblo que pronto creó la primera civilización que conocemos. Este hecho se encuentra ya mucho más allá del margen más extremo del registro escrito; según nuestro reloj, el ser humano también comenzó a poner por escrito los hechos sucedidos en el pasado hace mucho menos de una hora. Seis o siete horas más atrás en nuestra escala, y mucho más remotos, podemos distinguir a los primeros seres humanos reconocibles, de un tipo fisiológico moderno, ya establecidos en Europa occidental. Tras ellos, entre dos y tres semanas antes, aparecieron las primeras huellas de seres con algunas características semejantes a las humanas cuya contribución a la evolución posterior continúa siendo objeto de debate.
Es discutible hasta dónde es preciso seguir adentrándose en una oscuridad creciente para comprender los orígenes del ser humano, pero merece la pena considerar por un instante períodos aún mayores, simplemente por lo mucho que sucedió en ellos, pues, aunque no podamos decir nada muy preciso al respecto, determinaron los acontecimientos que siguieron. Esto es así porque el hombre llevó consigo hasta los tiempos históricos ciertas posibilidades y limitaciones que se consolidaron hace tiempo, en un pasado aún más remoto que el período mucho más breve —hace unos 4,5 millones de años— en el que se tiene constancia de que existían seres que podían reivindicar al menos ciertas cualidades humanas. Aunque no nos incumbe directamente, debemos tratar de comprender qué había en el bagaje de ventajas y desventajas que permitió al ser humano ser el único primate que surgió después de estos enormes lapsos temporales como hacedor del cambio. Prácticamente toda la formación física y gran parte de la psíquica que seguimos dando por supuestas estaban determinadas por entonces, fijadas en el sentido de que unas posibilidades fueron excluidas y otras no. El proceso decisivo es la evolución de seres con apariencia humana como una rama diferenciada entre los primates, pues es en esta bifurcación de la línea, por decirlo así, donde comenzamos a estar atentos para encontrar la estación en la que descendemos para abordar la historia. Es aquí donde podemos confiar en encontrar los primeros signos de esa repercusión decidida y consciente en el entorno que señala la primera etapa del logro humano.
La base del relato es la Tierra misma. Los cambios registrados en los fósiles de la flora y la fauna, en las formas geográficas y los estratos geológicos, narran un drama de magnitud épica que dura cientos de millones de años, durante los cuales la forma del mundo cambió hasta hacerse irreconocible en muchas ocasiones. Grandes fallas se abrieron y cerraron en su superficie, y los litorales se elevaron y descendieron; a veces, extensas zonas quedaban cubiertas por una vegetación desaparecida tiempo atrás. Muchas especies vegetales y animales surgieron y proliferaron. La mayoría se extinguieron. Pero estos acontecimientos «espectaculares» sucedieron con una lentitud poco menos que inimaginable. Algunos duraron millones de años, e incluso los más rápidos se prolongaron durante siglos. Los seres que vivían mientras tenían lugar no pudieron percibirlos más de lo que una mariposa del siglo XXI, en sus aproximadamente tres semanas de vida, siente el ritmo de las estaciones. Pero la Tierra fue tomando forma como una serie de hábitats que permitían sobrevivir a diferentes variedades. Mientras tanto, la evolución biológica avanzaba poco a poco, con una lentitud casi inconcebible.
El clima fue el primer gran regulador del cambio. Hace unos 40 millones de años —un momento suficientemente temprano para comenzar a afrontar nuestro relato—, una larga fase climática templada comenzó a llegar a su término. Había favorecido a los grandes reptiles, y en su transcurso, la Antártida se había separado de Australia. No había por entonces grandes bancos de hielo en ninguna parte del planeta. A medida que el mundo se enfriaba y las nuevas condiciones climáticas restringían su hábitat, los grandes reptiles desaparecieron (aunque algunos autores afirman que otros factores distintos del cambio medioambiental desempeñaron un papel decisivo). Sin embargo, las nuevas condiciones eran adecuadas para otras especies animales que ya existían, entre ellas algunos mamíferos cuyos minúsculos antepasados habían aparecido más o menos 200 millones de años antes. Ahora heredaron la Tierra, o una parte considerable de ella. Con muchas interrupciones en la secuencia y accidentes de selección en el camino, estas especies evolucionaron hasta convertirse en los mamíferos que ocupan hoy nuestro mundo, incluidos nosotros mismos.
Resumiendo grosso modo, las líneas principales de esta evolución estuvieron determinadas probablemente por ciclos astronómicos durante millones de años. A medida que la posición de la Tierra cambiaba en relación con el Sol, también cambiaba el clima. Aparece un modelo de oscilaciones fuertes y reiteradas de la temperatura. Los extremos resultantes, de enfriamiento climático por una parte y de aridez por otra, cercenaron algunas posibles líneas de desarrollo. A la inversa, en otras épocas, y en ciertos lugares, la presencia de unas condiciones suficientemente benignas permitió a ciertas especies prosperar y alentó su propagación a nuevos hábitats. La única subdivisión importante de este proceso de duración inmensa que nos concierne llegó en tiempos muy recientes (en términos prehistóricos), hace algo menos de 4 millones de años. Comenzó entonces un período de cambios climáticos que, a nuestro entender, fueron más rápidos y violentos que los observados en épocas anteriores. El término «rápido», debemos recordar una vez más, es relativo, pues estos cambios requirieron decenas de miles de años. Semejante ritmo de cambio, sin embargo, parece muy distinto de los millones de años de condiciones mucho más constantes que predominaban en el pasado.
Los estudiosos hablan desde hace tiempo de «períodos glaciales», de una duración comprendida entre 50.000 y 100.000 años cada uno, que cubrían extensas zonas del hemisferio septentrional (incluidas gran parte de Europa y América del Norte, hasta donde hoy se halla la ciudad de Nueva York) con grandes placas de hielo, a veces de dos kilómetros de grosor. Se han distinguido ya entre diecisiete y diecinueve (el número exacto es objeto de debate) de tales «glaciaciones» desde el comienzo de la primera, hace más de 3 millones de años. Vivimos en un período cálido que siguió a la más reciente, que terminó hace unos 10.000 años. Los datos que poseemos actualmente sobre estas glaciaciones y sus efectos en todos los océanos y continentes representan la columna vertebral de la cronología prehistórica. Con la escala externa que nos proporcionan los períodos glaciales podemos relacionar las claves que poseemos sobre la evolución de la humanidad.
Los períodos glaciales permiten entender con facilidad cómo el clima determinó la vida y su evolución en la época prehistórica, pero hacer hincapié en sus grandiosas repercusiones directas es engañoso. Es indudable que la lenta aparición del hielo fue decisiva y a menudo catastrófica para cuanto se encontraba en su camino. Muchos de nosotros seguimos viviendo en paisajes configurados por las erosiones y horadaciones que se produjeron hace miles de siglos. Las grandes inundaciones que seguían a la retirada de los hielos cuando estos se fundían también debieron de tener efectos locales catastróficos, destruyendo los hábitats de seres que se habían adaptado al desafío planteado por las condiciones árticas. Pero también crearon nuevas oportunidades. Después de cada glaciación, nuevas especies se propagaron a las zonas dejadas al descubierto por el deshielo. Pero, al margen de las regiones directamente afectadas, los efectos de las glaciaciones podrían haber sido más importantes si cabe para la historia global de la evolución. Tras el enfriamiento y el calentamiento, tenían lugar cambios en el entorno a miles de kilómetros de distancia del lugar donde se encontraba el hielo, y los resultados tuvieron su propia fuerza determinante. La aridificación y la expansión de los pastos, por ejemplo, modificaron las posibilidades de propagación que tenían las especies existentes. Algunas de estas especies forman parte de la historia evolutiva humana, y las etapas más importantes de esa evolución observadas ahora se han localizado en África, lejos de las placas de hielo.
El clima continúa siendo muy importante hoy en día, como puede comprobarse mediante la observación de las catástrofes causadas por las sequías. Pero tales efectos, aun cuando afectan a millones de personas, no son tan fundamentales como la lenta transformación de la geografía básica del mundo y la modificación en los suministros de alimentos que el clima causó en la época prehistórica. Hasta épocas muy recientes, el clima ha determinado dónde y cómo vivían los seres humanos. Hizo que la técnica fuera muy importante (y aún lo es); la posesión en aquellos tiempos de habilidades como la pesca o la capacidad de encender fuego podía significar el acceso a nuevos entornos para las afortunadas ramas de la familia humana que estaban en poder de tales destrezas, o que eran capaces de descubrirlas y aprenderlas. Diferentes posibilidades de recolectar alimentos en hábitats diferentes significaban posibilidades diferentes de una dieta variada y, finalmente, de avanzar de la recolección a la caza y, después, de la caza al cultivo. Pero mucho antes de los períodos glaciales, e incluso antes de la aparición de los seres a partir de los cuales evolucionarían los humanos, el clima preparaba el terreno para el género humano y configuraba de ese modo, mediante la selección, la herencia genética final del hombre.
Es útil volver la vista atrás una vez más antes de zambullirnos en las aguas todavía superficiales (aunque gradualmente más profundas) de las pruebas. Hace unos 55 millones de años, los mamíferos primitivos eran de dos clases principales. Una, semejantes a los roedores, permaneció en el suelo, y la otra se subió a los árboles. De este modo, la competencia de las dos familias por los recursos se atenuó, y los linajes de cada una de ellas sobrevivieron para poblar el mundo con los seres que hoy conocemos. El segundo grupo estaba formado por los prosimios. Nosotros somos uno de sus descendientes, pues ellos fueron los antepasados de los primeros primates.
Lo mejor es no dejarse impresionar demasiado por lo que se dice sobre nuestros «antepasados», salvo en el sentido más general. Entre los prosimios y nosotros median millones de generaciones y muchos callejones evolutivos sin salida. Es importante, sin embargo, el hecho de que nuestros antepasados más remotos identificables vivieran en los árboles, porque las especies genéticas que sobrevivieron en la fase siguiente de la evolución fueron las que estaban mejor adaptadas a las incertidumbres especiales y los desafíos accidentales del bosque. Aquel entorno primó la capacidad de aprender. Sobrevivieron aquellos cuya herencia genética pudo responder y adaptarse a los sorprendentes e inopinados peligros de la intensa sombra, las confusas pautas visuales, los asideros poco fiables. Las especies propensas a los accidentes en tales condiciones se extinguieron. Entre las que prosperaron (desde el punto de vista genético) había algunas especies provistas de largos apéndices que se transformarían en dedos y, finalmente, en el pulgar oponible, así como otros precursores de los simios ya embarcados en una evolución hacia la visión tridimensional y la disminución de la importancia del sentido del olfato.
Los prosimios eran unos animales pequeños. Todavía existen musarañas arborícolas que nos permiten hacernos una idea de su aspecto; estaban lejos de ser monos, y todavía más de ser humanos, pero durante millones de años portaron los rasgos que hicieron posible el género humano. Durante este tiempo, la geografía fue un factor muy importante en su evolución, imponiendo límites al contacto entre diferentes especies, a veces aislándolas efectivamente y aumentando de ese modo la diferenciación. Los cambios no sucederían rápidamente, sino que es probable que las fragmentaciones del entorno causadas por las alteraciones geográficas condujesen al aislamiento de zonas en las que, poco a poco, aparecieron los antepasados reconocibles de muchos mamíferos modernos. Entre ellos se cuentan los primeros monos comunes y los antropoides, cuyo origen no parece remontarse a más allá de unos 35 millones de años.
Los monos y los antropoides representan un gran avance evolutivo. Ambas familias tenían una destreza manipulativa muy superior a la de sus predecesores. Dentro de ellas comenzaron a evolucionar especies diferenciadas en cuanto al tamaño o las dotes acrobáticas. La evolución fisiológica y psicológica desdibuja tales asuntos. Al igual que el desarrollo de una visión mejor y estereoscópica, el incremento de la capacidad de manipulación parece suponer un aumento en la conciencia. Es posible que algunas de estas criaturas pudieran distinguir diferentes colores. El cerebro de los primeros primates era ya mucho más complejo que el de cualquiera de sus predecesores, y también más grande. En algún lugar, el cerebro de una o más de estas especies alcanzaba una gran complejidad y sus capacidades físicas, un grado de desarrollo suficiente como para que el animal cruzase la línea en la que el mundo como masa de sensaciones no diferenciadas se convertía, al menos en parte, de un mundo de objetos. Cuando quiera que esto sucediera, fue un paso decisivo hacia el dominio del mundo, en vez de reaccionar automáticamente ante él.
Hace entre 25 y 30 millones de años, cuando la desecación comenzó a reducir la superficie boscosa, la competencia por unos recursos forestales menguantes se intensificó. El desafío y la oportunidad medioambientales aparecieron en los lugares donde confluían los bosques y los pastos. Algunos primates carentes del poder necesario para conservar sus bosques originarios fueron capaces, gracias a alguna cualidad genética, de penetrar en las sabanas en busca de alimento y pudieron hacer frente al desafío y aprovechar las oportunidades. Quizá su postura y sus movimientos fueron ligeramente más parecidos a los del ser humano que, por ejemplo, a los del gorila o el chimpancé. La postura erguida y la capacidad de desplazarse fácilmente sobre dos extremidades hicieron posible transportar cargas, entre ellas los alimentos. Entonces fue posible explorar la peligrosa sabana abierta y retirar de ella sus recursos hasta una base doméstica más segura. La mayoría de los animales consumen su alimento en el mismo lugar donde lo encuentran, mientras que el ser humano no actúa así; ¿cuándo dejaron de hacerlo sus antepasados? La libertad de utilizar las extremidades superiores con fines distintos de la locomoción o la lucha también sugiere otras posibilidades. No sabemos cuál fue la primera «herramienta», pero se ha observado a otros primates distintos del ser humano coger los objetos que encuentran y esgrimirlos a modo de arma disuasoria, utilizarlos como armas o investigar y descubrir con su ayuda posibles fuentes de alimento.
El paso siguiente en el razonamiento es gigantesco, pues nos lleva a la primera visión de un miembro de la familia biológica a la que pertenecen tanto el ser humano como los grandes antropoides. Las pruebas son fragmentarias, pero indican que hace 15 o 16 millones de años una especie se había extendido con éxito por África, Europa y Asia. Es probable que fuera arborícola, y los ejemplares no eran muy grandes puesto que su peso debía de rondar los veinte kilos. Lamentablemente, la naturaleza de las pruebas la dejan aislada en el tiempo. No tenemos ningún conocimiento directo de sus antepasados o descendientes inmediatos, pero en el camino de la evolución de los primates había tenido lugar alguna bifurcación. Mientras una rama conducía a los grandes simios y chimpancés, la otra llevaba al ser humano. Los miembros de este linaje han recibido el nombre de «homínidos». Pero los primeros fósiles de homínido (encontrados en Kenia y Etiopía) solo datan de hace entre 4,5 y 5 millones de años, de tal modo que el registro no está claro durante más o menos 10 millones de años. En ese período, los grandes cambios geológicos y geográficos debieron de favorecer y frustrar muchas pautas evolutivas nuevas.
Los primeros fósiles homínidos que se conservan pertenecen a una especie que podría ser o no la antecesora de los pequeños homínidos que con el tiempo emergieron en una amplia zona del este y sudeste de África después de este enorme período de cambios. Pertenecen a la familia que ahora conocemos como «australopitecos». Los fósiles más antiguos que se han identificado con este género tienen más de 4 millones de años, pero es probable que el cráneo completo y el esqueleto casi completo más antiguos encontrados cerca de Johannesburgo en 1998 sean por lo menos medio millón de años más «jóvenes». Así, no estarían muy alejados (salvando generosos lapsos de tiempo y permitiéndonos la aproximación propia de la cronología prehistórica) de la fecha adjudicada a «Lucy», hasta ese momento el espécimen de Australopitecos más completo que se había encontrado (en Etiopía). Las pruebas de otras especies de australopitecos (o «australopitecinos», como también se les llama), encontradas en lugares tan distantes como Kenia y Transvaal, pueden datarse en diversos períodos en el transcurso de los 2 millones de años siguientes, y han tenido una repercusión extraordinaria en el pensamiento arqueológico. Desde 1970, gracias a los descubrimientos efectuados en relación con los australopitecos, se han añadido unos 3 millones de años al período en el que se desarrolla la búsqueda de los orígenes del hombre. Todavía están rodeados de gran incertidumbre y vivos debates, pero si la especie humana tiene un antepasado común, parece sumamente probable que perteneciera a una especie de este género. Pero es con el Australopitecos y con los que, a falta de un término mejor, debemos llamar sus «contemporáneos», con los que aparecen por vez primera en toda su complejidad las dificultades a la hora de distinguir entre monos, antropoides y otros seres dotados de algunas características humanas. En cierto modo, las preguntas suscitadas siguen siendo cada vez más difíciles de responder. No ha aparecido ninguna panorámica sencilla y única, y los descubrimientos continúan.
La mayoría de las pruebas disponibles corresponden al australopiteco, pero este llegó a ser contemporáneo de algunas especies de australopitecinos, seres distintos, más antropomorfos, a los que se ha dado el nombre genérico de Homo. El Homo estaba emparentado sin duda con el australopiteco, pero apareció por primera vez, claramente identificable como especie diferenciada, hace unos 2 millones de años en ciertos lugares de África; la antigüedad de unos restos atribuidos a una de sus especies, sin embargo, ha sido calculada mediante la radiactividad en aproximadamente 1,5 millones de años más. Para agravar la confusión, recientemente han aparecido cerca del lago Turkana, en el norte de Kenia, los restos de un homínido más grande. Con una estatura aproximada de 150 centímetros y un cerebro cuyo tamaño duplica al del chimpancé moderno, ha recibido el poco airoso nombre de «hombre 1470», por ser este el número asignado a sus restos en el catálogo del museo de Kenia donde se encuentran.
En un terreno en el que los especialistas discrepan y quizá continúen discutiendo acerca de unas pruebas tan fragmentarias como las que tenemos (todo lo que queda de hace más o menos 2 millones de años de vida de los homínidos podría extenderse sobre una mesa grande), lo mejor que pueden hacer los profanos es no dogmatizar. Es evidente, sin embargo, que podemos estar bastante seguros por lo que se refiere al grado en que algunas características observables posteriormente en el ser humano existían ya hace más de 2 millones de años. Sabemos, por ejemplo, que los australopitecos, aun siendo más pequeños que los humanos modernos, tenían los huesos de las extremidades inferiores y los pies de apariencia más humana que simiesca. Andaban erguidos y podían correr y transportar cargas durante largas distancias, mientras que los monos no podían. Sus manos mostraban un aplanamiento en las yemas de los dedos que es característico de los del ser humano. Se trata de etapas muy avanzadas en el camino del físico humano, aunque el origen real de nuestra especie se encuentre en otra rama del árbol de los homínidos.
Es a los primeros miembros del género Homo (a veces distinguidos con el nombre de Homo habilis) a quienes debemos nuestros primeros restos de utensilios. El uso de útiles no es privativo del ser humano, pero desde hace mucho tiempo se piensa que la fabricación de útiles es una característica humana. Se trata de un gran avance para conseguir el sustento a partir del entorno. Los útiles encontrados en Etiopía son los más antiguos de que disponemos (2,5 millones de años, aproximadamente), y consisten en piedras toscamente talladas desprendiendo lascas de los guijarros para formar una parte cortante. Los guijarros fueron transportados de manera deliberada y quizá selectiva hasta el lugar donde fueron preparados. La creación consciente de utensilios había comenzado. Simples hachas de guijarro del mismo tipo, pertenecientes a épocas posteriores, aparecen en todo el Viejo Mundo prehistórico; hace más o menos un millón de años, por ejemplo, se utilizaban en el valle del Jordán. En África comienza, pues, el flujo de lo que resultaría el mayor conjunto de pruebas acerca de la prehistoria del ser humano y sus precursores, que ha proporcionado la mayor parte de la información sobre el hombre prehistórico, su distribución y sus culturas. Un yacimiento situado en la garganta de Olduvai, en Tanzania, ha proporcionado los vestigios de la primera construcción identificada, un cortavientos de piedras cuya antigüedad se ha calculado en 1,9 millones de años, así como pruebas de que sus habitantes eran carnívoros, en forma de huesos aplastados para sacar el tuétano y los sesos y comerlos crudos.
Olduvai induce a formular una especulación tentadora. El transporte de piedras y carne al yacimiento se une a otras pruebas para indicar que los hijos de los homínidos primitivos no podían permanecer asidos fácilmente a su madre durante las largas expediciones en busca de comida, como hacen las crías de otros primates. Podría darse el caso de que este fuera el primer vestigio de la institución humana de la base doméstica. Entre los primates, el ser humano es el único que dispone de ellas: lugares donde permanecen las hembras y los niños mientras los machos buscan comida para llevársela. Este tipo de base también prefigura, si bien de forma un tanto difusa, la diferenciación sexual de los papeles económicos. Podría registrar incluso el logro ya alcanzado de cierto grado de previsión y planificación, por cuanto la comida no era devorada para satisfacer el apetito inmediato en el lugar donde se encontraba (como hacen la mayoría de los primates), sino que se reservaba para el consumo familiar en un lugar distinto. Si existía la caza, como actividad diferenciada del carroñeo, es otra cuestión, pero en Olduvai se consumía carne de grandes animales en épocas muy tempranas.
Sin embargo, unas pruebas tan fascinantes solo proporcionan islas minúsculas y aisladas de datos comprobados. No puede darse por supuesto que los yacimientos de África oriental fuesen necesariamente típicos de los que albergaron e hicieron posible el nacimiento del género humano; solo conocemos su existencia porque las condiciones reinantes en esos lugares han permitido la supervivencia y el posterior descubrimiento de restos de homínidos primitivos. Tampoco podemos estar seguros, aunque las pruebas puedan inducir a pensar lo contrario, de que ninguno de estos sea un antepasado directo del hombre; podría suceder que todos fueran únicamente precursores. Lo que puede decirse es que estos seres muestran una notable eficacia evolutiva del modo creativo que asociamos al ser humano, y sugieren la inutilidad de categorías como la de hombre mono (o mono hombre), así como también que pocos estudiosos estarían dispuestos ahora a afirmar categóricamente que no descendemos directamente del Homo habilis, la primera especie identificada con el uso de útiles.
También es fácil creer que la invención de la base doméstica hizo más fácil la supervivencia biológica, al hacer posibles unos breves períodos de descanso y recuperación de los peligros representados por las enfermedades y los accidentes, eludiendo de ese modo, por corto que fuera, el proceso de evolución mediante la selección física. Junto con sus otras ventajas, esto podría ayudar a explicar cómo ejemplares del género Homo pudieron dejar huellas de sí mismos en la mayor parte del mundo, con la excepción de América y Australasia, en el millón de años siguiente. Pero no sabemos con certeza si esto se debió a la propagación de una sola estirpe, o porque seres semejantes evolucionaron en diferentes lugares. La opinión más aceptada afirma, sin embargo, que la fabricación de utensilios fue llevada a Asia y la India (y quizá a Europa) por emigrantes originarios de África oriental. El asentamiento y la supervivencia de estos homínidos en tantos lugares distintos deben de demostrar una capacidad superior para lidiar con unas condiciones cambiantes, pero al final no sabemos cuál fue el secreto relativo al comportamiento que súbitamente (hablando una vez más en términos de tiempo histórico) liberó esa capacidad y les permitió propagarse por las masas terrestres de África y Asia. Ningún otro mamífero se estableció de modo tan amplio y con tal éxito antes de nuestra propia rama de la familia humana, que finalmente ocupó todo el planeta salvo la Antártida, un logro biológico excepcional.
El siguiente paso claro en la evolución humana es nada menos que una revolución en el físico. Después de una divergencia entre los homínidos y los seres más simiescos, que podría haber tenido lugar hace más de 4 millones de años, hubieron de transcurrir al menos 2 millones de años para que el cerebro de una familia de homínidos duplicase en tamaño al del australopiteco. Una de las etapas más importantes de este proceso y algunas de las más decisivas en la evolución del ser humano habían sido alcanzadas ya en una especie llamada Homo erectus, que existía de modo generalizado y próspero hace 250.000 años. Para entonces, existía ya desde hacía al menos 500.000 años y quizá más aún (el ejemplar más antiguo identificado hasta la fecha podría tener 1,5 millones de años). Es decir, la existencia de esta especie duró mucho más de lo que ha durado (hasta ahora) la del Homo sapiens, la rama de los homínidos a la que pertenecemos. Una vez más, muchos indicios apuntan a un origen africano y a una posterior difusión por Europa y Asia (donde el Homo erectus fue encontrado por vez primera). Además de los fósiles, hay un utensilio especial que ayuda a trazar el mapa de la distribución de la nueva especie, pues define tanto las zonas donde el Homo erectus se propagó como aquellas a donde no llegó. Se trata de la llamada «hacha de mano» de piedra, cuyo uso principal parece haber sido el desollamiento y descuartizamiento de animales de gran tamaño (su uso como hacha parece improbable, pero el nombre se ha consolidado). El éxito del Homo erectus como producto genético es indudable.
Cuando terminamos con el Homo erectus, no hay ninguna línea divisoria precisa (nunca la hay en la prehistoria humana, hecho muy fácil de olvidar o de pasar por alto), sino que nos hallamos ya ante un ser que ha añadido a la postura erguida de sus predecesores un cerebro del mismo orden de magnitud que el del hombre moderno. Aunque nuestros conocimientos acerca de la organización del cerebro son todavía escasos, existe, al observar el tamaño del cuerpo, una correlación aproximada entre el tamaño y la inteligencia. Es razonable, pues, atribuir una gran importancia a la selección de las estirpes con cerebros más grandes y considerar este aspecto como un enorme avance en la historia de la lenta acumulación de características humanas.
Un cerebro más grande significaba también un cráneo más grande y otros cambios. El aumento del tamaño prenatal requiere cambios en la pelvis de la hembra para permitir el nacimiento de unas crías con la cabeza más grande, y otra consecuencia era un período más prolongado de crecimiento después del nacimiento; la evolución fisiológica de la hembra no era suficiente para proporcionar un espacio prenatal hasta un momento cercano a la madurez física. Las crías humanas necesitan cuidados maternos hasta mucho después de su nacimiento. La prolongación de la infancia y la inmadurez, a su vez, suponen una prolongación de la dependencia; debe transcurrir mucho tiempo hasta que esos niños puedan recoger por sí solos su alimento. Es posible que con el nacimiento del Homo erectus comenzase la larga ampliación del período de inmadurez, cuya manifestación más reciente es el mantenimiento de los jóvenes por la sociedad durante los largos períodos de enseñanza superior.
El cambio biológico también significó que el cuidado y la crianza adquirieron poco a poco más importancia que las grandes camadas a la hora de asegurar la supervivencia de la especie. Esto, a su vez, implicó una nueva y más acusada diferenciación en los papeles de los sexos. Las hembras quedaban mucho más inmovilizadas por la maternidad, en una época en que las técnicas de recolección de alimentos parecen haber adquirido un grado mayor de complejidad y exigido una actuación cooperativa ardua y prolongada de los machos, quizá porque unos seres más grandes necesitaban más y mejores alimentos. También desde el punto de vista psicológico, el cambio debió de ser significativo. El nuevo énfasis en el individuo es concomitante con la prolongación de la infancia. Quizá se intensificó debido a una situación social en la que la importancia del aprendizaje y de la memoria era cada vez mayor y las habilidades, más complejas. Más o menos en este punto, la mecánica de los progresos comienza a escapársenos de las manos (si es que en realidad estuvo alguna vez en ellas). Nos hallamos cerca de la zona en que la programación genética de los homínidos es transgredida por el aprendizaje. Este es el comienzo del gran cambio desde la dotación física natural a la tradición y la cultura —y, finalmente, al control consciente— como selectores evolutivos, aunque es posible que nunca sepamos con precisión dónde tiene lugar este cambio.
Otro cambio fisiológico importante es la pérdida del estro por las hembras de homínido. No sabemos cuándo se produjo este cambio, pero, a partir del momento en que tuviera lugar, el ritmo sexual de las hembras de la especie presentó importantes diferencias con respecto al de otros animales. El ser humano es el único animal en el que el mecanismo del estro (la restricción del atractivo y de la receptividad de la hembra a períodos limitados en los que está en celo) ha desaparecido por completo. Es fácil entender la relación evolutiva entre este fenómeno y la prolongación de la infancia: si los homínidos hembras hubieran experimentado la alteración violenta de la rutina que el estro impone, sus crías habrían quedado expuestas periódicamente a un abandono que habría hecho imposible su supervivencia. Así pues, la selección de un linaje genético que prescindía del estro fue fundamental para la supervivencia de la especie; ese linaje debía de estar disponible, aunque el proceso en el que surgió podría haber durado un millón o 1,5 millones de años, porque no puede haberse llevado a cabo conscientemente.
Este cambio tiene indudablemente unas repercusiones radicales. El aumento del atractivo y de la receptividad de las hembras para los machos hace que la elección individual sea mucho más importante en el emparejamiento. La selección de pareja está menos determinada por el ritmo de la naturaleza; nos hallamos en el comienzo de un camino muy oscuro y largo que conduce indefectiblemente a la idea del amor sexual. Junto con la prolongada dependencia de las crías, las nuevas posibilidades de selección individual apuntan también hacia la futura unidad familiar estable y duradera compuesta por el padre, la madre y las crías, una institución exclusiva del género humano. Existen también opiniones respecto a que los tabúes del incesto (que son, en la práctica, poco menos que universales, por mucho que pueda variar la identificación precisa de las relaciones prohibidas) tuvieron su origen en el reconocimiento de los peligros que representaban los machos jóvenes, socialmente inmaduros pero sexualmente adultos, durante los prolongados períodos en que se hallaban en estrecha relación con unas hembras siempre potencialmente receptivas desde el punto de vista sexual.
En cuestiones sexuales, lo mejor es ser siempre prudentes. Las pruebas solo pueden hacernos avanzar un pequeño trecho. Además, corresponden a un arco temporal muy amplio; se han identificado ejemplos de Homo erectus activos desde hace al menos 1,5 millones de años, y han seguido apareciendo pruebas de su supervivencia durante más o menos un millón de años más. Este inmenso período habría dado tiempo para una considerable evolución física, psicológica y tecnológica. Las formas más antiguas de Homo erectus podrían no guardar grandes semejanzas con las últimas, algunas de las cuales han sido clasificadas por algunos científicos como formas arcaicas de la siguiente etapa evolutiva del linaje de los homínidos. Pero todas las reflexiones respaldan la hipótesis general según la cual los cambios observables en los homínidos, mientras el Homo erectus ocupa el centro de nuestro escenario, fueron especialmente importantes para definir los arcos dentro de los que evolucionaría la humanidad. Esta especie tenía la capacidad sin precedentes de manipular su entorno, por muy débil que pueda parecernos su arraigo en él. Además de las hachas de mano que hacen posible la observación de sus tradiciones culturales, formas tardías de Homo erectus dejaron las huellas más antiguas que han perdurado de viviendas construidas (cabañas, a veces de quince metros de longitud, construidas con ramas, con suelos de losas de piedra o pieles), las primeras maderas talladas, la primera lanza y el primer recipiente, un cuenco de madera. La creación a tal escala apunta con fuerza a un nuevo nivel de mentalidad, a una concepción del objeto formado antes del comienzo de la manufactura, y quizá a una idea de proceso. Algunas argumentaciones han ido mucho más lejos. En la repetición de formas sencillas, como triángulos, elipses y óvalos, en las ingentes cantidades de ejemplos de útiles de piedra, se ha distinguido un gran cuidado en producir formas regulares que no parece estar en proporción con ningún aumento de la eficiencia que podría haberse logrado. ¿Puede distinguirse en esto quizá el primer y minúsculo atisbo de sentido estético?

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El mayor avance técnico y cultural de la prehistoria tuvo lugar cuando algunas de estas criaturas aprendieron a dominar el fuego. Hasta tiempos recientes, las pruebas más antiguas de su uso habían sido encontradas en China, y databan probablemente de hace entre 300.000 y 500.000 años. Pero descubrimientos muy recientes en el Transvaal han proporcionado pruebas que han convencido a muchos estudiosos de que los homínidos de aquella zona utilizaban el fuego mucho antes. Sigue siendo perfectamente cierto que el Homo erectus nunca aprendió a encender fuego y que ni siquiera sus sucesores poseyeron esta técnica durante mucho tiempo. Que sabía cómo utilizarlo, por otra parte, es indiscutible. La importancia de este conocimiento lo atestigua el folclore de muchos pueblos posteriores; en casi todos ellos, una figura heroica o un animal mágico captura por vez primera el fuego. Hay implícita una transgresión del orden natural: en la leyenda griega, Prometeo roba el fuego a los dioses. Se trata solo de una hipótesis, pero quizá el primer fuego fue tomado de emanaciones de gas natural o de la actividad volcánica. Desde el punto de vista cultural, económico, social y tecnológico, el fuego fue un instrumento revolucionario, aunque debemos recordar de nuevo que una «revolución» prehistórica duraba milenios. El fuego trajo la posibilidad del calor y de la luz, y por tanto de una doble extensión del entorno del ser humano, hacia lo frío y hacia lo oscuro. Desde el punto de vista físico, una expresión evidente de esto fue la ocupación de cuevas. Ahora se podía expulsar de ellas a los animales y mantenerlos alejados mediante el fuego (y quizá se halle aquí el germen del uso del fuego para guiar a los grandes animales en la caza). La tecnología pudo avanzar: las lanzas podían endurecerse en las hogueras y resultó posible cocinar, con lo que sustancias indigeribles como las semillas se convirtieron en fuentes de alimento y plantas de sabor desagradable o amargo resultaron comestibles. Esto debió de estimular la atención hacia la variedad y disponibilidad de la vida vegetal; la ciencia de la botánica despertaba sin que nadie lo supiera.
 El fuego también debió de influir de modo más directo en la mentalidad. Fue otro de los factores que reforzaron la tendencia a la inhibición y la limitación conscientes, y por tanto su importancia evolutiva. El foco de la lumbre para cocinar como fuente de luz y calor tenía también el profundo poder psicológico que aún hoy conserva. Cuando oscurecía, alrededor de las hogueras se congregaba una comunidad que, casi con total certeza, ya era consciente de sí misma en cuanto una unidad pequeña y significativa en un marco caótico y hostil. El lenguaje —de cuyos orígenes nada sabemos todavía— debió de ser mejorado por un nuevo tipo de relaciones de grupo. El propio grupo debía de ser más complejo también en su estructura. En algún momento aparecieron portadores del fuego y especialistas en el fuego, seres de formidable y misteriosa importancia, pues de ellos dependía la vida y la muerte. Portaban y custodiaban el gran instrumento liberador, y la necesidad de custodiarlo debió de convertirlos a veces en amos. Pero la tendencia más profunda de este nuevo poder estaba orientada siempre hacia la liberación del ser humano primitivo. El fuego comenzó a quebrar la férrea rigidez de la noche y el día, e incluso la disciplina de las estaciones. De ese modo, llevó más allá la ruptura de los grandes ritmos naturales objetivos que ataban a los antepasados que no conocían el fuego. El comportamiento podía ser menos rutinario y automático. Había incluso una posibilidad perceptible de ocio como consecuencia directa del uso del fuego.
La caza de grandes animales fue el otro gran logro del Homo erectus. Sus orígenes deben de hallarse muy atrás, en el carroñeo que convirtió a los homínidos vegetarianos en omnívoros. El consumo de carne proporcionaba proteínas concentradas. Liberaba a los carnívoros del incesante mordisqueo propio de tantos seres vegetarianos, por lo que permitía economizar esfuerzos. Es uno de los primeros indicios de que la capacidad de limitación consciente está presente cuando se transportan a casa osos para compartirlos mañana en lugar de consumirlos hoy in situ. Al comienzo del registro arqueológico, había un elefante y quizá algunas jirafas y búfalos entre los animales cuya carne carroñeada se consumía en Olduvai, pero, durante mucho tiempo, en los desperdicios predominan claramente los huesos de animales más pequeños. Hace unos 300.000 años el panorama se modifica por completo.
Tal vez sea aquí donde podamos encontrar una pista de la manera en que el australopiteco y sus parientes fueron sustituidos por el más grande y eficaz Homo erectus. Un nuevo suministro de alimentos permite un mayor consumo, pero también impone nuevos entornos; es preciso seguir a la caza si el consumo de carne se generaliza. A medida que los homínidos se hacen más o menos parásitos de otras especies, emprenden nuevas exploraciones del territorio, y también crean nuevos asentamientos a medida que se descubren lugares especialmente preferidos por el mamut o el rinoceronte lanudo. Los conocimientos relacionados con tales hechos han de ser aprendidos y transmitidos; la técnica ha de ser enseñada y custodiada, pues las destrezas necesarias para atrapar, matar y descuartizar a los grandes animales de la Antigüedad eran enormes en relación con las precedentes. Es más, eran destrezas cooperativas; solo un número elevado de individuos podían llevar a cabo una operación tan compleja como dirigir —quizá mediante el fuego— la caza a un matadero favorable debido a las ciénagas en las que un animal pesado quedaba atascado, o debido a la existencia de un precipicio, miradores bien situados o plataformas seguras para los cazadores. Las armas disponibles para completar las trampas naturales eran escasas, y una vez muertas, las víctimas planteaban nuevos problemas. Valiéndose únicamente de madera, piedra y sílex, debían ser trozadas y trasladadas hasta la base doméstica. Una vez transportados a casa, los nuevos suministros de carne señalan otro paso hacia la obtención de tiempo libre a medida que el consumidor queda liberado durante un tiempo de la carga de la búsqueda incesante en su entorno de pequeñas, aunque siempre disponibles, cantidades de alimento.
Es difícil no pensar que nos hallamos ante una época de importancia decisiva. Considerado en el marco de millones de años de evolución, el ritmo del cambio, aun siendo todavía increíblemente lento desde el punto de vista de las sociedades posteriores, se acelera. Los pobladores no son seres humanos tal como los conocemos, pero están comenzando a ser criaturas semejantes al hombre; el mayor de los predadores comienza a agitarse en su cuna. También puede distinguirse débilmente algo parecido a una verdadera sociedad, no solo en las complejas iniciativas cooperativas de caza, sino también en lo que esto supone para la transmisión de conocimientos de una generación a otra. La cultura y la tradición están sustituyendo lentamente a la mutación genética y la selección natural como fuentes primarias del cambio entre los homínidos. Son los grupos dotados de mejores «recuerdos» de técnicas eficaces los que harán avanzar la evolución. La importancia de la experiencia era muy grande, pues de ella dependía el conocimiento de métodos que tenían probabilidades de triunfar, y no (como sucede de modo creciente en la sociedad moderna) del experimento y el análisis. Este hecho por sí solo debió de otorgar una nueva importancia a los hombres y las mujeres de edad avanzada. Sabían cómo se hacían las cosas y qué métodos funcionaban, y todo ello en una época en que la base doméstica y la caza de grandes animales hacían más fácil su mantenimiento por parte del grupo. No debían de ser muy viejos, ciertamente. Es improbable que muchos vivieran más de cuarenta años.
La selección también favoreció a los grupos cuyos miembros no solo tenían buena memoria, sino también la facultad de reflexionar sobre ella que otorgaba el lenguaje. Sabemos muy poco acerca de la prehistoria del lenguaje. Los tipos modernos de lenguaje solo pudieron aparecer mucho después de la desaparición del Homo erectus, pero algún tipo de comunicación debía de utilizarse en la caza de grandes animales, y todos los primates hacen señales dotadas de significado. Es posible que nunca sepamos cómo se comunicaban los primeros homínidos, pero una explicación verosímil es que comenzaron descomponiendo llamadas semejantes a las de otros animales en sonidos concretos susceptibles de ser reorganizados. Esto debió de ofrecer la posibilidad de emitir diferentes mensajes y podría ser la raíz remota de la gramática. Lo que es seguro es que una gran aceleración de la evolución debió de seguir a la aparición de grupos capaces de compartir experiencias, practicar y perfeccionar destrezas, y elaborar ideas por medio del lenguaje. Una vez más, no podemos separar un proceso de los demás; la mejora de la visión, el aumento de la capacidad física para hacer frente al mundo con un conjunto de objetos diferenciados y la multiplicación de artefactos mediante el uso de útiles tuvieron lugar simultáneamente durante los cientos de miles de años en los que el lenguaje fue evolucionando. Juntos contribuyeron a una ampliación creciente de la capacidad mental, hasta que un día fue posible la conceptualización y apareció el pensamiento abstracto.
Si bien es cierto que no puede afirmarse con seguridad nada de carácter muy general acerca del comportamiento de los homínidos anteriores al ser humano, menos aún es lo que puede ser muy preciso. Nos movemos en la niebla, percibiendo débilmente durante un momento unos seres, ora más, ora menos humanos y familiares. Sus mentes, podemos estar seguros de ello, son casi inconcebiblemente distintas de las nuestras como instrumentos para el registro del mundo exterior. Pero cuando consideramos la gama de atributos del Homo erectus, sus características más sorprendentes son las humanas, no las pre humanas. Físicamente, su cerebro es de una magnitud comparable a la nuestra. Fabrica utensilios (y lo hace en el marco de más de una tradición técnica), construye refugios, se apropia de cobijos naturales utilizando el fuego y sale de ellos para cazar y recoger su alimento. Esto lo hace en grupos, con una disciplina que puede ejecutar operaciones complejas; tiene, por tanto, cierta capacidad para intercambiar ideas a través del lenguaje. Las unidades biológicas básicas de estos grupos de caza prefiguran probablemente la familia nuclear humana, pues se basan en las instituciones de la base doméstica y de la diferenciación de las actividades en función del sexo. Podría haber incluso cierta complejidad de organización social, en la medida en que los portadores del fuego y los recolectores o los individuos mayores cuya memoria les convertía en bancos de datos de sus «sociedades» podían ser mantenidos por el trabajo de otros. También ha de haber alguna organización social que permita compartir el alimento conseguido mediante la cooperación. Nada de provecho puede añadirse a una exposición como esta con el objetivo de precisar en qué lugar exacto de la prehistoria se puede encontrar un punto o una línea divisoria donde tales cosas habían llegado a ser, pero la historia humana posterior es inimaginable sin ellas. Cuando una subespecie de Homo erectus, que tal vez poseía un cerebro ligeramente más grande y complejo que el de las demás, evolucionó hasta convertirse en Homo sapiens, lo hizo con unos logros y una herencia enormes ya seguros en su poder. Apenas importa si decidimos llamarla humana o no.

2. El Homo sapiens
La aparición del Homo sapiens es trascendental; he aquí, por fin, una humanidad reconocible, por muy tosca que sea su forma. Con todo, este paso evolutivo es otra abstracción. Es el comienzo de la obra principal al término del prólogo, pero de nada sirve preguntarse cuándo sucedió esto exactamente. Es un proceso, no un momento, y no un proceso que tenga lugar en todas partes a la misma velocidad. Lo único que tenemos para datarlo son unos cuantos restos físicos de humanos primitivos, de tipos reconociblemente modernos o estrechamente emparentados con los modernos. Algunos de ellos podían solapar en miles de años la continuidad de la vida de homínidos anteriores. Algunos podrían representar falsos comienzos y falsos finales, pues la evolución humana debió de seguir siendo sumamente selectiva. Aunque mucho más rápida que en épocas anteriores, esta evolución es todavía muy lenta; estamos hablando de algo que quizá tuvo lugar durante 200.000 años en los cuales no sabemos cuándo apareció nuestro primer «antepasado» (aunque el lugar fue casi con certeza África). Nunca es fácil formular las preguntas correctas; las líneas fisiológicas, técnicas y mentales en las que dejamos detrás al Homo erectus son cuestiones de definición, y durante decenas de miles de años, dicha especie y los primeros especímenes de Homo sapiens convivieron en la Tierra.
Los escasos fósiles encontrados de los primeros seres humanos han provocado una importante polémica. Dos famosos cráneos hallados en Europa parecen pertenecer al período comprendido entre dos períodos glaciales, hace 200.000 años, una época tan diferente de la nuestra desde el punto de vista climático que los elefantes pacían en un valle semitropical del Támesis y los antepasados de los leones merodeaban por lo que un día sería Yorkshire. El cráneo de Swanscombe, que recibe ese nombre por el lugar donde fue encontrado, indica que su dueño tenía un cerebro voluminoso (unos 1.300 cm3), pero en otros aspectos no se parecía mucho al ser humano moderno; si el «hombre de Swanscombe» era un Homo sapiens, representa una versión muy temprana. El otro cráneo, el del «hombre de Steinheim», es diferente en cuanto a la forma del Homo sapiens, pero su cerebro también era grande. Tal vez sea mejor considerarlos los precursores de los primeros prototipos de Homo sapiens, aunque eran seres que seguían viviendo (tal como indican sus útiles) de manera muy parecida al Homo erectus.
El siguiente período glacial hace caer el telón. Cuando se alza de nuevo, unos 130.000 años después, en el siguiente período cálido, aparecen de nuevo restos humanos. Ha habido una polémica considerable acerca de lo que indican, pero es indudable que se ha producido un gran salto adelante. En este punto entramos en un período en el que hay un registro bastante denso aunque quebrado. Su esclarecimiento puede comenzar en Europa. Seres a los que debemos llamar ya humanos vivían aquí hace poco más de 100.000 años. Hay cuevas en la región francesa de Dordoña que estuvieron ocupadas, aunque no regularmente, durante unos 50.000 años a partir de entonces. Las culturas de aquellas poblaciones sobrevivieron, por tanto, a un período de enorme cambio climático; las primeras huellas de ellos pertenecen a un período interglaciar cálido, y las últimas terminan a mediados del último período glacial. Se trata de una continuidad impresionante si se confronta con lo que debió de ser una extraordinaria variación en la población animal y en la vegetación en las proximidades de estos lugares; para perdurar tanto tiempo, tales culturas debían de tener muchos recursos y una gran capacidad de adaptación.
Pero, a pesar de su semejanza esencial con nosotros, las personas que crearon estas culturas siguen siendo distinguibles fisiológicamente del hombre moderno. El primer descubrimiento de sus restos tuvo lugar en Neandertal, Alemania (por eso los humanos de este tipo suelen recibir el nombre de «hombres de Neandertal»), y consistió en un cráneo de forma tan curiosa que, durante mucho tiempo, se pensó que pertenecía a un idiota moderno. El análisis científico todavía tiene mucho que explicar al respecto. Pero hoy en día se piensa que el Homo sapiens neandertalensis (que es como se clasifica al hombre de Neandertal) tiene su origen último en una temprana expansión desde África de formas avanzadas de Homo erectus, posiblemente hace 700.000 años. A través de las numerosas etapas genéticas que intervienen en el proceso, surgió una población de preneandertales, de la que, a su vez, evolucionó la forma extrema cuyos chocantes restos se encontraron en Europa (y, hasta la fecha, en ningún otro lugar). Este desarrollo especial ha sido interpretado por algunos como una subespecie de neandertal, quizá aislada por algún accidente de la glaciación. Han aparecido pruebas de la existencia de otros neandertales en lugares como Marruecos, el norte del Sahara, el monte Carmelo de Palestina y otros puntos de Oriente Próximo e Irán. También han sido localizados en Asia central y China, donde los ejemplares más antiguos pueden remontarse a algo así como 200 milenios. Evidentemente, fue durante mucho tiempo una especie de éxito.
Hace 80.000 años, los objetos fabricados por neandertales se habían difundido por toda Eurasia, aunque con diferencias de técnica y forma. Sin embargo, en diversos lugares se ha identificado tecnología de hace más de 100.000 años, asociada a otras formas de «humanos anatómicamente modernos», como denominan los estudios a otros seres evolucionados a partir de formas avanzadas de Homo erectus, que, por otra parte, alcanzó mayor difusión que la de los neandertales. Así pues, la unidad cultural primigenia se había fragmentado, y comenzaban a aparecer tradiciones culturales diferentes. Desde el comienzo hay una especie de provincianismo dentro de la humanidad.
 El hombre de Neandertal, como otras especies a las que los especialistas califican de anatómicamente modernas, andaba erguido y tenía un cerebro de gran tamaño. Aunque en otros aspectos era más primitivo que la subespecie a la que pertenecemos, Homo sapiens sapiens (como la conjetura acerca del primer cráneo sugiere), representa no obstante un gran avance evolutivo y muestra una nueva complejidad mental que todavía apenas puede captarse, y menos aún medirse. Un ejemplo llamativo es el uso de tecnología para adaptarse al entorno; sabemos por las pruebas de los raspadores que utilizaban para curtir pieles y cueros que los neandertales usaban vestidos (aunque ninguno ha perdurado; la antigüedad del cuerpo vestido más antiguo que se ha descubierto hasta la fecha, en Rusia, ha sido calculada en unos 35.000 años aproximadamente). Fue un avance importante en la manipulación del entorno, aunque no puede compararse con la excepcionalidad de la aparición del enterramiento formal en el período de Neandertal. El acto del enterramiento en sí mismo es trascendental para la arqueología; las tumbas son de enorme importancia debido a los objetos de la sociedad antigua que conservan. Pero las tumbas de neandertal proporcionan más que esto: también contienen las primeras pruebas de rituales o ceremonias.
En este sentido, es muy difícil controlar la especulación. Quizá algún antiguo totemismo explique el círculo de cuernos dentro del cual fue enterrado un niño de Neandertal cerca de Samarcanda. Las conjeturas son estimuladas asimismo por una visión fugaz de la comunidad primitiva del norte de Irak que salió un día a recoger los montones de flores y de hierbas silvestres que finalmente sirvieron de lecho y rodearon al compañero muerto al que se quería honrar de este modo. Algunos autores han señalado que el enterramiento realizado con todo cuidado podría reflejar una nueva preocupación por el individuo, que fue uno de los resultados de la mayor interdependencia del grupo en el renovado período glacial. Esto podría haber intensificado el sentimiento de pérdida cuando un miembro moría, y también podría señalar algo más. Se ha encontrado el esqueleto de un hombre de Neandertal que había perdido el brazo derecho antes de morir. Tenía que depender en gran medida de los demás, y era mantenido por el grupo a pesar de su impedimento.
Más arriesgada aún es la sugerencia de que el enterramiento ritualizado supone alguna visión de otra vida. Si esto fuera cierto, atestiguaría un enorme poder de abstracción en los homínidos, así como los orígenes de uno de los mitos más extraordinarios y duraderos: el que dice que la vida es una ilusión, que la realidad habita, invisible, en otra parte, que las cosas no son lo que parecen. Sin ir tan lejos, al menos es posible admitir que un cambio trascendental está en marcha. Al igual que los indicios de rituales con animales que las cuevas de neandertales también ofrecen aquí y allá, el enterramiento cuidadoso podría señalar un nuevo intento de dominar el entorno. El cerebro humano debía de ser capaz ya de discernir preguntas a las que deseaba responder y quizá de proporcionar respuestas en forma de rituales. Ligera, tímida, torpemente —por mucho que la describamos y por muy en mantillas que pudiera estar todavía—, la mente humana está en marcha; el más grande de todos los viajes de exploración ha comenzado.
El hombre de Neandertal también proporciona las primeras pruebas de otra gran institución, la guerra, que podría haberse practicado junto con el canibalismo, que estaba dirigido aparentemente a devorar el cerebro de las víctimas. La analogía con sociedades posteriores sugiere que aquí tenemos de nuevo el comienzo de cierta conceptualización acerca de un alma o espíritu; tales actos están dirigidos a veces a adquirir el poder mágico o espiritual de los vencidos. Sin embargo, cualquiera que sea la magnitud del paso evolutivo que los neandertales representan, al final fracasaron como subespecie. Tras un éxito prolongado y generalizado, no fueron al final los herederos de la Tierra. De hecho, los neandertales supervivientes fueron «vencidos» genéticamente por la estirpe de Homo sapiens, que al final fue la dominante, aunque nada sabemos sobre las razones que motivaron la derrota de los primeros. Tampoco podemos saber hasta qué punto, en su caso, esta fue mitigada por cierto grado de transmisión genética a través de la mezcla de razas.
El sucesor del hombre de Neandertal y de las formas humanas arcaicas entre las que apareció este, fue el Homo sapiens sapiens, a la que pertenecemos. Su éxito biológico fue tan excepcional que se extendió por toda Eurasia en los cien mil años aproximados que siguieron a su primera aparición en África (datada hace unos 135.000 años) y, posteriormente, por todo el mundo. Los miembros de esta especie tenían un parecido identificable con los seres humanos modernos, como un rostro más pequeño, un cráneo más ligero y extremidades más rectas que el hombre de Neandertal. Desde África se dirigieron al Mediterráneo oriental y Oriente Próximo, desde donde avanzaron hacia la parte de Extremo Oriente, y llegaron por fin a Australasia aproximadamente en el año 40000 a.C. Para entonces ya habían empezado a colonizar Europa, donde convivirían durante miles de años junto con los neandertales. En el año 15000 a.C. cruzaron un puente terrestre que salvaba lo que luego sería el estrecho de Bering para entrar en América.
De todas formas, todavía existen muchas lagunas en la explicación del tiempo y el patrón de difusión del Homo sapiens sapiens, de modo que los paleoantropólogos son cautos. No les gusta afirmar que los restos fósiles de más de unos 30.000 años de antigüedad son de Homo sapiens sapiens. No obstante, es evidente que, entre hace unos 50.000 años y el final del último período glacial, hacia el 9000 a.C., aparecen por fin abundantes pruebas de seres humanos de tipo moderno. Este período se llama normalmente «Paleolítico Superior». «Paleolítico» es un término que deriva de las palabras griegas que significan «piedras antiguas». Se corresponde, aproximadamente, con el término más familiar de «Edad de Piedra», pero, al igual que otras contribuciones a la caótica terminología de la prehistoria, hay dificultades cuando se emplean tales palabras sin una matización cuidadosa.
Es fácil distinguir entre «Paleolítico Superior» y «Paleolítico Inferior»; la división representa el hecho físico de que las capas superiores de los estratos geológicos son las más recientes y de que, por tanto, los fósiles y los objetos encontrados entre ellas son posteriores a los hallados en niveles inferiores. «Paleolítico Inferior» es, pues, un término que designa una época más antigua que el Superior. Casi todos los objetos del Paleolítico que han perdurado están hechos de piedra; ninguno es de metal, cuya aparición hace posible seguir la terminología empleada por el poeta romano Lucrecio al denominar «Edad del Bronce» y «Edad del Hierro» a las épocas que sucedieron a la Edad de Piedra.
Se trata, desde luego, de etiquetas culturales y tecnológicas; su gran mérito consiste en que dirigen la atención a las actividades del ser humano. En un momento determinado, los útiles y las armas se hacen de piedra, después de bronce y a continuación de hierro. No obstante, esta terminología también tiene sus desventajas. La más evidente es que, dentro de los inmensos lapsos de tiempo en los que los objetos de piedra proporcionan el mejor y más amplio conjunto de pruebas, nos hallamos en su mayor parte ante homínidos. Tenían, en grados variables, algunas características humanas, pero muchas herramientas de piedra no fueron obra de seres humanos. Asimismo, el hecho de que esta terminología tuviera su origen en la arqueología europea ha creado cada vez más dificultades a medida que se acumulaban cada vez más pruebas sobre el resto del mundo que realmente no encajaban. Una última desventaja es que desdibuja distinciones importantes dentro de los períodos incluso en Europa. El resultado ha sido su posterior mejora. Dentro de la Edad de Piedra, los estudiosos han distinguido (en este orden) el Paleolítico Inferior, Medio y Superior, y después el Mesolítico y el Neolítico (el último de los cuales desdibuja la división atribuida por los esquemas anteriores a la llegada de la metalurgia). El período que abarca hasta el final del último período glacial en Europa también recibe a veces el nombre de «Edad de la Piedra Antigua»; otra complicación, porque nos hallamos aquí ante otro principio de clasificación, simplemente el proporcionado por la cronología. El Homo sapiens sapiens aparece en Europa más o menos al comienzo del Paleolítico Superior y es allí donde se ha encontrado la mayor cantidad de restos de esqueletos. En estas pruebas concluyentes es en lo que se ha basado la distinción de la especie.
El clima de la prehistoria humana no fue constante; aunque normalmente era frío, hubo importantes fluctuaciones, entre las que probablemente figuró el intenso comienzo, hace unos 20.000 años, de las condiciones más frías en un millón de años. Tales variaciones climáticas ejercían todavía un gran poder determinante en la evolución de la sociedad. Fue quizá hace 30.000 años cuando hicieron posible que el ser humano llegase por vez primera a América, cruzando desde Asia por algún lugar de la región que hoy es el estrecho de Bering, por un enlace proporcionado por el hielo o, quizá, por la tierra que había quedado al descubierto debido a que los casquetes glaciares retenían gran parte del agua marina y, por tanto, el nivel del mar era muy inferior. Estos seres avanzaron hacia el sur durante miles de años siguiendo a la caza que les había atraído al último continente deshabitado. América fue poblada desde el principio por inmigrantes. Pero los casquetes glaciares también se retiraron, causando enormes transformaciones en las costas, las rutas y los suministros de alimentos. Todo sucedía como había ocurrido desde siempre, pero en esta ocasión con una diferencia decisiva. El ser humano estaba allí. Un nuevo orden de inteligencia estaba disponible para utilizar nuevos y crecientes recursos a fin de hacer frente al cambio del medio. Se había iniciado el paso a la historia, cuando la acción humana consciente para controlar el entorno será cada vez más eficaz.
Los investigadores se han esforzado por clasificar, para este período en Europa, culturas identificadas por sus utensilios. Hablar de paso a la historia podría parecer exagerado en vista de los recursos que poseían los primeros hombres, a juzgar por sus utensilios y sus armas. Pero estos dan idea ya de una inmensa gama de capacidades si los comparamos con los de sus predecesores. Las herramientas básicas del Homo sapiens eran de piedra, pero estaban hechas con fines mucho más precisos que los utensilios anteriores y se elaboraban de manera distinta, desprendiendo lascas de un núcleo cuidadosamente preparado. Su variedad y grado de elaboración son otro signo de la creciente aceleración de la evolución humana. También comenzaron a utilizarse nuevos materiales en el Paleolítico Superior, al añadirse el hueso y el asta a la madera y el sílex de los anteriores talleres de herramientas y armas. Estos materiales proporcionaron nuevas posibilidades de manufactura; la aguja de hueso supuso un gran avance para la confección, y la técnica de extraer lascas por presión permitió a algunos trabajadores especializados conseguir hojas de sílex tan finas y delicadas que no parecían útiles de trabajo. También hizo su aparición el primer material hecho por el hombre, una mezcla de arcilla y hueso triturado. Las armas en particular fueron mejoradas. A finales del Paleolítico Superior, se observa una tendencia a producir pequeños objetos de sílex de formas geométricas regulares que indican la fabricación de puntas de lanza más complejas. En la misma época tuvo lugar la invención y propagación del propulsor o lanzador de dardos, del arco y la flecha y del arpón provisto de lengüetas, utilizados primero para cazar mamíferos y después para capturar peces. Este último aspecto indica una extensión de la caza —y por tanto de los recursos— al agua. Mucho antes de que esto ocurriera, tal vez hace 600.000 años, los homínidos recogían moluscos para alimentarse, en China y sin duda en otros lugares. Al disponer de arpones, y quizá de utensilios más perecederos como redes y sedales, podían explotarse ahora nuevas y más ricas fuentes de alimento acuáticas (algunas creadas por los cambios de temperatura del último período glacial), y esto condujo a éxitos en la caza, posiblemente asociados al desarrollo de los bosques en las fases posglaciales, así como a un conocimiento de los movimientos del reno y de los bóvidos salvajes.
 La prueba más extraordinaria y misteriosa de cuantas han sobrevivido a los humanos del Paleolítico Superior es su arte. Es la primera de cuya existencia podemos estar seguros. Es posible que los humanos —o incluso los seres de apariencia humana— de épocas anteriores realizasen figuras arañando en el barro, que se pintarrajearan el cuerpo, que se movieran rítmicamente en la danza o que extendieran flores formando dibujos, pero nada sabemos de tales cosas, porque nada ha perdurado de ellas, si es que alguna vez sucedieron. Alguno de aquellos seres se tomó la molestia de acumular pequeñas cantidades de ocre rojo hace 40.000 o 60.000 años, pero no sabemos con qué fin lo hizo. Se ha señalado que dos muescas en una lápida de Neandertal son las manifestaciones artísticas más antiguas que se han conservado, pero las primeras pruebas abundantes y fehacientes aparecen en Europa hace unos 35.000 años. Después aumentan espectacularmente, hasta que nos hallamos en presencia de un arte consciente cuyos mayores logros técnicos y estéticos aparecen, sin previo aviso ni antecedentes, ya casi maduros. La situación continúa así durante miles de años, hasta que este arte desaparece. Del mismo modo que no tiene antepasados, tampoco deja descendientes, aunque parece haber empleado muchos de los procedimientos básicos de las artes visuales que hoy en día siguen vigentes.
Su aislamiento, tanto en el espacio como en el tiempo, nos hace sospechar que hay algo más por descubrir. En África abundan las cuevas con pinturas y grabados prehistóricos con una antigüedad que se remonta a hace 27.000 años y que continúa hasta finales del siglo XIX, y en Australia se realizaban pinturas rupestres hace al menos 20.000 años. El arte paleolítico no se limita, pues, a Europa, pero lo que se ha descubierto fuera de este continente ha sido estudiado hasta la fecha de modo mucho más intermitente. No sabemos todavía lo suficiente acerca de la datación de las pinturas rupestres en otras partes del mundo, ni tampoco sobre la excepcionalidad de las condiciones que condujeron a la conservación en Europa de objetos que podrían tener su paralelo en otros lugares. Tampoco sabemos qué puede haber desaparecido; existe un amplio campo de posibilidades de lo que podría haberse producido en gestos, sonidos o materiales perecederos que no pueden explorarse. No obstante, el arte de Europa occidental durante el Paleolítico Superior, una vez hechas todas las matizaciones pertinentes, posee un carácter admirable de proporciones colosales y sólidas.
La mayoría de estas muestras de arte primitivo se han encontrado en una zona relativamente reducida del sudoeste de Francia y el norte de España, y son de tres tipos principales: pequeñas figuras (normalmente femeninas) de piedra, hueso u ocasionalmente arcilla, objetos decorados (a menudo utensilios y armas) y pinturas en las paredes y techos de las cuevas. En las cuevas (y en la decoración de los objetos) se da un abrumador predominio de los temas animales. El significado de estos dibujos, sobre todo en las complejas secuencias de las pinturas rupestres, ha intrigado a los estudiosos. Es evidente que muchos de los animales tan concienzudamente observados eran fundamentales para una economía de caza. Asimismo, al menos en las cuevas de Francia, parece ahora sumamente probable que exista un orden consciente en las secuencias en que aparecen representados. Pero avanzar en este razonamiento es todavía muy difícil. Obviamente, el arte en el Paleolítico Superior ha de soportar gran parte de la carga que después asumirá la escritura, pero no está claro todavía cuál puede ser el significado de sus mensajes. Parece verosímil que las pinturas estuvieran relacionadas con la práctica religiosa o mágica; se ha demostrado de modo convincente que las pinturas rupestres de África están relacionadas con la magia y el chamanismo, y la elección de rincones en las cuevas tan aislados y difíciles como los que albergan las pinturas de Europa es en sí misma un firme indicio de que se realizaba algún rito especial cuando se pintaban o contemplaban. (Como es lógico, en estos rincones oscuros era necesario valerse de luz artificial.) Se han querido ver los orígenes de la religión en los enterramientos de Neandertal, y aparecen aún con más fuerza en los de pueblos del Paleolítico Superior, que a menudo son más complejos; aquí, en su arte, hay algo a cuyas inferencias resulta más difícil incluso resistirse. Quizá se trate de los primeros restos que se han conservado de una religión organizada.
El nacimiento, la madurez y la extinción de los primeros logros artísticos del hombre en Europa ocupan un período muy prolongado, del orden de 30.000 años. Hace unos 35.000 años aparecen los objetos decorados y coloreados, en muchos casos de hueso y marfil. Más adelante, unos 15 milenios después, llegamos al arte figurativo, y poco después a la cumbre del logro estético prehistórico: los grandes «santuarios» (así se los ha llamado) rupestres decorados con pinturas e incisiones, con sus cortejos de animales y sus misteriosas formas simbólicas repetidas. Esta fase de apogeo duró unos 5.000 años, un período asombrosamente prolongado para el mantenimiento de un estilo y un contenido tan constantes. Un período tan largo —casi tanto como la historia de la civilización en este planeta— ilustra la lentitud del cambio de la tradición en la Antigüedad y su impermeabilidad a las influencias exteriores. Es posible que esto sea también un indicio del aislamiento geográfico de las culturas prehistóricas. La última fase que se ha distinguido en este arte se remonta en la historia hasta el 9000 a.C.; en ella, el ciervo sustituye cada vez más a los demás animales como motivo pictórico (sin duda como reflejo de la desaparición del reno y del mamut con la retirada de los hielos) antes de que una eclosión final de útiles y armas profusamente decorados ponga fin al gran logro artístico de Europa. En la época siguiente no se produjo nada que se le acercara en magnitud o calidad; los mejores vestigios que han llegado hasta nosotros son unos cuantos guijarros decorados. Hubieron de transcurrir 6.000 años hasta la llegada del siguiente período de gran arte.
A pesar del esplendor de este arte, sabemos poco acerca de su ocaso. La luz nunca pasa de débil en el Paleolítico Superior y oscurece rápidamente, todo ello, obviamente, durante miles de años. No obstante, la impresión dejada por la violencia del contraste entre lo que había antes y lo que llegó después produce una conmoción. Una extinción tan relativamente súbita es un misterio. No disponemos de fechas exactas, ni siquiera de secuencias exactas; nada terminó de un año para otro. Solo hubo un declive gradual de la actividad artística durante un prolongado período que al final parece haber sido absoluto. Algunos estudiosos han culpado al clima. Quizá, afirman, todo el fenómeno del arte rupestre estaba vinculado a los intentos de influir en los desplazamientos o a la abundancia de las grandes manadas de animales de caza de las que dependía la subsistencia de los pueblos de cazadores. A medida que el último período glacial perdía fuerza y el reno se retiraba un poco todos los años, los seres humanos buscaron técnicas nuevas y mágicas para manipularlos, pero gradualmente, a medida que las capas de hielo se retiraban cada vez más, desaparecía un entorno al que habían logrado adaptarse. Y al mismo tiempo desaparecía la esperanza de influir en la naturaleza. El Homo sapiens no estaba indefenso; antes al contrario, podía adaptarse, y así lo hizo, a un nuevo desafío. Pero, durante algún tiempo, una de las consecuencias de la adaptación fue un empobrecimiento cultural, el abandono de su primer arte.
 Es fácil ver mucha fantasía en esta especulación, pero difícil contener la emoción que produce un logro tan asombroso. Se ha dicho que las grandes secuencias de cuevas son las «catedrales» del mundo del Paleolítico, y semejantes metáforas están justificadas si el nivel de logro y la magnitud de la obra emprendida se comparan con las pruebas de que disponemos de los triunfos anteriores del hombre. Con el primer gran arte, los homínidos quedan muy atrás y tenemos pruebas inequívocas del poder de la mente humana.
Muchos de los datos que conocemos sobre el Paleolítico Superior confirman la sensación de que los cambios genéticos decisivos están detrás y de que la evolución es ahora un fenómeno mental y social. La distribución de las principales divisiones raciales en el mundo, que se prolongó hasta los comienzos de la época moderna, se ha fijado ya ampliamente al final del Paleolítico Superior. Las divisiones geográficas y climáticas habían producido especializaciones en el Homo sapiens en lo referente a la pigmentación de la piel, las características capilares, la forma del cráneo y la estructura de los huesos de la cara. En los restos más antiguos de Homo sapiens que se han encontrado en China, pueden apreciarse las características mongoloides. Los principales grupos raciales están establecidos en el 10000 a.C., en términos generales, en las zonas que dominaron hasta el gran asentamiento de las razas caucasianas (que fue uno de los aspectos del ascenso de la civilización europea al dominio del mundo a partir del año 1500). El mundo se estaba llenando durante la Edad de la Piedra Antigua. El hombre penetró por fin en los continentes vírgenes. Pueblos mongoloides se extendieron por América y llegaron a Patagonia antes del 6000 a.C. Unos 20.000 años antes, los seres humanos se habían extendido por Australia, tras llegar al continente por una combinación de viajes marítimos en los que se desplazaban de isla en isla y de los puentes terrestres que desaparecieron tiempo después. El Homo sapiens ya era aventurero al final del último período glacial y, al parecer, solo la Antártida se resistió a su llegada y asentamiento (un logro para el que habría que esperar hasta el año 1895 de nuestra era).
El mundo del Paleolítico Superior seguía siendo un lugar muy vacío. Los cálculos indican que 20.000 seres humanos vivían en Francia en la época de Neandertal, y posiblemente 50.000 hace 20 milenios. Es probable que entonces hubiera en todo el mundo unos 10 millones de seres humanos. «Un desierto humano rebosante de caza», lo ha llamado un estudioso. Aquellos seres vivían de la caza y la recolección, y para alimentar a una familia era necesaria una gran extensión de tierra.
Por muy cuestionables que tales cifras pueden ser, si se admite que son de este orden de magnitud no es difícil entender que siguen significando un cambio cultural muy lento. Pero, por muy acelerado que pueda parecer el avance del hombre en la Edad de la Piedra Antigua y por mucho más versátil que se esté volviendo, todavía requiere miles de años transmitir sus enseñanzas a través de las barreras de la geografía y la división social. Al fin y al cabo, un hombre podía vivir toda su vida sin conocer jamás a ningún individuo perteneciente a otro grupo o tribu, y mucho menos a otra cultura. Las divisiones que ya existían entre los diferentes grupos de Homo sapiens abren una época histórica cuya tendencia se dirigía íntegramente hacia la distinción cultural, cuando no al aislamiento, de un grupo respecto de otro, y esta inclinación aumentó la variedad humana hasta que fue invertida por las fuerzas técnicas y políticas en tiempos muy recientes.
 En cuanto a los grupos en los que vivía el ser humano del Paleolítico Superior, es mucho lo que aún queda por saber. Lo que está claro es que eran más grandes que los de épocas anteriores y también más sedentarios. Los restos más antiguos de construcciones pertenecen a los cazadores del Paleolítico Superior que habitaban en lo que hoy son la República Checa, Eslovaquia y el sur de Rusia. Hacia el año 10000 a.C., en ciertas zonas de Francia, algunos conjuntos de construcciones parecen haber alojado a entre 400 y 600 personas, pero, a juzgar por el registro arqueológico, esto no era lo habitual. Así pues, es probable que existiera algo parecido a la tribu, aunque es prácticamente imposible hablar acerca de su organización y sus jerarquías. Lo único que está claro es que la especialización en función del sexo continuó en la Edad de la Piedra Antigua, a medida que la caza se volvía más compleja y sus destrezas, más exigentes, y que los asentamientos proporcionaban nuevas posibilidades de recolección de plantas por parte de las mujeres.
No obstante, por muy imprecisa que sea su imagen la Tierra al final de la Edad de la Piedra Antigua resulta familiar ante nuestros ojos en algunos aspectos importantes. Todavía debían tener lugar algunos cambios geológicos (el canal de la Mancha no hizo su aparición definitiva hasta más o menos el año 7000 a.C., por ejemplo), pero hemos vivido en un período de relativa estabilidad topográfica que ha conservado las principales formas del mundo de hacia el año 9000 a.C. Ese mundo era ya con firmeza el mundo del hombre. Gracias a la adquisición de sus propias habilidades para la fabricación de útiles, al uso de materiales naturales para construir refugios, a la domesticación del fuego, a la caza y al aprovechamiento de otros animales, los descendientes de los primates que bajaron de los árboles habían alcanzado hacía tiempo un grado importante de independencia de los ritmos de la naturaleza. Esto les había llevado a un nivel de organización social lo bastante elevado como para acometer importantes obras cooperativas. Sus necesidades habían provocado la diferenciación económica entre los sexos. La lucha con estos y otros problemas materiales había conducido a la transmisión de ideas a través del habla, a la invención de prácticas e ideas rituales que se hallan en las raíces de la religión y, finalmente, a un gran arte. Se ha llegado a afirmar que el ser humano del Paleolítico Superior tenía un calendario lunar. Los humanos que dejan la prehistoria son ya seres conceptualizadores, dotados de intelecto y de la facultad de objetivar y abstraer. Es muy difícil no creer que es esta nueva fuerza la que explica la capacidad del ser humano para dar el último y mayor paso en la prehistoria: la invención de la agricultura.

3. La posibilidad de la civilización
La presencia de la especie Homo sapiens sobre la Tierra es por lo menos veinte veces más antigua que la civilización que ha creado. El debilitamiento del último período glacial permitió culminar la larga marcha hacia la civilización y fue el preludio inmediato de la historia. En un lapso de 5.000 a 6.000 años tuvo lugar una sucesión de cambios trascendentales, el más importante de los cuales fue el aumento del suministro alimentario. Ningún otro acontecimiento aceleró de modo tan repentino el desarrollo humano ni tuvo unas consecuencias tan generalizadas hasta los cambios que se agrupan bajo el nombre de «revolución industrial», ocurridos en los últimos tres siglos. Un estudioso resumió estos cambios que señalan el final de la prehistoria con una expresión semejante, «revolución neolítica». He aquí otro pequeño embrollo de terminología engañosa en potencia, aunque se trata del último que debemos considerar en la prehistoria. Después del Paleolítico, los arqueólogos sitúan el Mesolítico y, a continuación, el Neolítico (algunos añaden un cuarto período, el Calcolítico, con el que designan una fase de la sociedad en la que se utilizan simultáneamente objetos de piedra y cobre). La distinción entre los dos primeros períodos solo es importante en realidad para los especialistas, pero todos estos términos describen hechos culturales; identifican secuencias de objetos que muestran un fondo cada vez mayor de recursos y capacidades. Solo el término «Neolítico» debe preocuparnos. Significa, en su sentido más estricto, una cultura en la que los útiles de piedra pulida o pulimentada sustituyen a los de piedra tallada (aunque a veces se añaden otros criterios). Podría parecer que esto no representa un cambio tan extraordinario como para justificar la fascinación que algunos prehistoriadores han mostrado por el Neolítico, y mucho menos para justificar que se hable de «revolución neolítica». De hecho, aunque la expresión se emplea todavía en algunas ocasiones, es insatisfactoria porque implica abarcar demasiadas ideas distintas. No obstante, fue un intento de precisar un cambio complejo e importante que tuvo lugar con muchas variaciones locales, y merece la pena tratar de evaluar su trascendencia general.
Incluso en el sentido tecnológico más estricto, la fase neolítica del desarrollo humano no comienza, ni florece ni termina en todas partes al mismo tiempo. En un lugar puede durar miles de años más que en otro, y sus comienzos no están separados de lo sucedido en épocas anteriores por una línea nítida, sino por una misteriosa zona de cambio cultural. Por otra parte, dentro de este período, no todas las sociedades poseen la misma gama de destrezas y recursos; unas descubren cómo hacer vasijas de cerámica, además de útiles de piedra pulimentada, mientras que otras avanzan domesticando animales y comienzan a cultivar cereales. La evolución lenta es la regla, y no todas las sociedades habían alcanzado el mismo nivel en la época en que aparece la escritura. No obstante, la cultura neolítica es la matriz de la que surge la civilización y proporciona las condiciones previas en las que se basa, que no se limitan en modo alguno a la producción de los útiles de piedra sumamente acabados de los que la fase toma su nombre.
Debemos matizar también el término «revolución» cuando hablemos de este cambio. Aunque dejamos atrás las lentas evoluciones del Pleistoceno y nos adentramos en una época de aceleración de la prehistoria, sigue sin haber divisiones nítidas, que, por otra parte, son bastante raras en la historia posterior; incluso cuando intentamos trazarlas, pocas sociedades rompen con su pasado. Lo que podemos ver es una transformación lenta pero radical de la organización y el comportamiento humanos en una superficie cada vez más extensa de la Tierra, compuesta por varios cambios decisivos que constituyen el último período de la prehistoria identificable como unidad, sea cual sea el nombre que le demos.
Al final del Paleolítico Superior, el ser humano existía físicamente de modo muy parecido a como lo conocemos. Como es natural, debía experimentar todavía algunos cambios en cuanto a estatura y peso, sobre todo en las zonas del planeta donde mejoró en estatura y esperanza de vida a medida que mejoraba la nutrición. En la Edad de la Piedra Antigua era improbable todavía que un hombre o una mujer cumpliesen cuarenta años, y si franqueaban esa barrera era probable que sus vidas fueran bastante miserables de acuerdo con nuestros criterios: envejecidos prematuramente, atormentados por la artritis, el reumatismo y los accidentes fortuitos que constituían las fracturas de huesos o las caries dentales. La evolución favorable de esta situación fue lenta. La forma del rostro humano también debió de seguir evolucionando a medida que se modificaba la dieta. (Parece ser que, hasta después del año 1066, la coincidencia de los arcos dentarios no fue sustituida entre los anglosajones por la prominencia del arco dentario superior sobre el inferior, que fue la consecuencia última de un incremento del almidón y los hidratos de carbono, avance de cierta importancia para la posterior aparición del inglés.)
La tipología física de los seres humanos variaba en los distintos continentes, pero no podemos dar por supuesto que también mudaban las capacidades. En todas las partes del mundo, el Homo sapiens sapiens mostraba una gran versatilidad para adaptar su herencia a las conmociones climáticas y geográficas de la fase terminal del último período glacial. En los comienzos de los asentamientos de cierto tamaño y permanencia, en la elaboración de tecnología y en el desarrollo del lenguaje, así como en los albores de la caracterización en el arte, se hallan algunos elementos rudimentarios de la mezcla que cristalizó finalmente como civilización. Pero era necesario mucho más que eso. Sobre todo, debía existir la posibilidad de algún tipo de excedente económico sobre las necesidades cotidianas.
Esto era difícilmente concebible salvo en algunas zonas especialmente favorables a la economía de caza y recolección, que sustentaba toda la vida humana, la única conocida por el ser humano hasta hace unos 10.000 años. Lo que hizo posible la civilización fue la invención de la agricultura.
 La importancia de este hecho fue tal que parece justificar una metáfora poderosa, y expresiones como «revolución agrícola» o «revolución de la recolección de alimentos» no suscitan dudas en cuanto a su significado. Estas expresiones destacan el hecho que explica por qué la época neolítica pudo proporcionar las circunstancias en las que pudieron aparecer las civilizaciones. Ni siquiera el conocimiento de la metalurgia, que se propagó en algunas sociedades durante las fases neolíticas, es tan fundamental. La agricultura revolucionó realmente las condiciones de la existencia humana y es el hecho principal que ha de tenerse en cuenta cuando se considera el significado del Neolítico, un significado resumido concisamente por un eminente arqueólogo como «un período entre el final de la forma de vida basada en la caza y el comienzo de una economía en la que se utilizaban plenamente los metales, durante el cual la práctica de la agricultura nació y se propagó por la mayor parte de Europa, Asia y el norte de África como una ola de avance lento».
Los elementos esenciales de la agricultura son el cultivo de plantas y la cría de animales. Pero cómo surgieron estas actividades y en qué lugares y fechas es más misterioso. Unos entornos debieron de ayudar más que otros; mientras unos individuos perseguían la caza a través de llanuras no cubiertas por los hielos en retirada, otros intensificaban las habilidades necesarias para aprovechar los nuevos y fértiles valles fluviales y los entrantes costeros ricos en plantas comestibles y peces. Lo mismo debió de ser cierto en el caso del cultivo y la ganadería. En términos generales, la situación del Viejo Mundo (África y Eurasia) era mejor en cuanto a animales domesticables que lo que después se llamó América. No es sorprendente, pues, que la agricultura naciese en más de un lugar y en formas diferentes. Es probable que el ejemplo más antiguo, basado en el cultivo de formas primitivas de mijo y arroz, tuviese lugar en Oriente Próximo, hacia el año 10000 a.C.
Aun con todo, durante miles de años, y hasta hace apenas un par de siglos, el incremento de las reservas de alimentos se obtenía con métodos ya conocidos, aunque de forma primitiva y rudimentaria, en la época prehistórica. Los terrenos se araban para sembrar mejor, la observación y selección de las cosechas fue modificando las especies vegetales, las plantas más habituales se trasladaban a ubicaciones nuevas, y se aplicaban a la agricultura métodos ya conocidos en aquellos tiempos, como cavar, drenar e irrigar. Todo ello hizo posible un crecimiento en la producción de alimentos que solo servía para sustentar a una raza humana en crecimiento lento y constante, hasta la llegada de los grandes cambios provocados por los fertilizantes químicos y la ciencia genética contemporánea.
 Debido a la evolución posterior, a los accidentes de las supervivencias históricas y a la dirección tomada por las iniciativas de los estudiosos, se sabe mucho más acerca de la primitiva agricultura en Oriente Próximo que sobre sus posibles precursores en Extremo Oriente. Es posible que el arroz ya se cultivase en el valle del Yangtzé en el 7000 a.C. A pesar de todo, existen razones fundadas para seguir considerando Oriente Próximo una zona decisiva. Tanto las condiciones previas que predisponían a ello como las pruebas indican que la región que después se llamaría «Creciente Fértil» tuvo una trascendencia especial, en un arco territorial que va desde Egipto hacia el norte, a través de Palestina, el Levante mediterráneo y Anatolia, hasta los territorios montañosos situados entre Irán y el sur del mar Caspio, abarcando los valles fluviales de Mesopotamia. Gran parte de estos territorios presentan hoy un aspecto muy diferente del paisaje exuberante de la misma zona cuando el clima alcanzó sus condiciones más favorables, hace unos 5.000 años. En aquella época crecían cebada silvestre (un cereal semejante al trigo) en el sur de Turquía, y escaña melliza (un trigo silvestre) en el valle del Jordán. Egipto disfrutó de lluvia suficiente para la caza de grandes animales hasta bien entrada la época histórica, y en los bosques de Siria había elefantes todavía en el año 1000 a.C.
 Toda la región es fértil hoy en día en comparación con el desierto con el que limita, pero en los tiempos prehistóricos era aún más favorecida. Las gramíneas, que son los antepasados de cultivos posteriores, han sido localizadas en estas tierras en épocas aún más remotas. Se han encontrado pruebas de la recolección —aunque no necesariamente del cultivo—, de gramíneas silvestres en Asia Menor hacia el año 9500 a.C. También allí, la forestación que siguió al término del último período glacial parece ser que estimuló perfectamente los intentos de ampliar el espacio vital mediante la roturación y la siembra cuando las zonas aptas para la caza y la recolección quedaron superpobladas. De esta región parece que llegaron a Europa, hacia el año 6000 a.C., los nuevos alimentos y las técnicas para plantarlos y cosecharlos. Como es lógico, dentro de la región los contactos eran relativamente más fáciles que fuera de ella; a los descubrimientos en el sudoeste de Irán de útiles laminados hechos de obsidiana procedente de Anatolia se les ha asignado una fecha tan temprana como el año 8000 a.C. La agricultura apareció después en América, aparentemente sin importar ninguna técnica del exterior.
 El salto desde la recolección de cereales silvestres hasta su siembra y cosecha parece ligeramente mayor que el que va de obligar a los animales a dirigirse hacia un lugar determinado para cazarlos a criarlos. La domesticación de animales fue casi tan trascendental como la aclimatación de plantas. Las primeras huellas de la cría de ovejas se encuentran en Irak, hacia el año 9000 a.C. Los antepasados de la vaca y del cerdo recorrieron en libertad esas zonas accidentadas y herbáceas durante miles de años, con la salvedad de los contactos ocasionales con sus cazadores. Es cierto que el cerdo podía encontrarse en todo el Viejo Mundo, pero la oveja y la cabra eran especialmente abundantes en Asia Menor y en una región que recorría gran parte de Asia. De su explotación sistemática se derivaría el control de su reproducción y otras innovaciones económicas y tecnológicas. El uso de las pieles y la lana abrió nuevas posibilidades; el ordeño de la leche inauguró la elaboración de productos lácteos. La utilización de animales como medio de transporte y como fuerza de tiro llegaría después, así como la cría de aves de corral.
 La historia de la humanidad ha rebasado ya con mucho el punto en que las repercusiones de tales cambios pueden captarse fácilmente. De pronto, con la llegada de la agricultura, se vislumbra el tejido material en el que habría de basarse toda la historia humana posterior, aunque sin aparecer todavía. Dio comienzo a la mayor transformación del entorno por el ser humano. En las sociedades de cazadores-recolectores, se necesitan miles de hectáreas para alimentar a una familia, mientras que en la sociedad agrícola primitiva es suficiente con unas diez hectáreas. En términos de crecimiento demográfico, se hizo posible una enorme aceleración. Un excedente alimentario asegurado o prácticamente asegurado significó también unos asentamientos más sólidos. Poblaciones más numerosas pudieron vivir en superficies más pequeñas y pudieron aparecer verdaderas aldeas. Los especialistas que no intervenían en la producción de alimentos pudieron ser tolerados y alimentados con mayor facilidad mientras ponían en práctica sus propias destrezas. Antes del año 9000 a.C. había una aldea (y quizá un santuario) en Jericó. Mil años después, el asentamiento había crecido hasta abarcar de tres a cuatro hectáreas con viviendas de adobe de sólidos muros.
 Ha de transcurrir mucho tiempo para que podamos distinguir gran parte de la organización social y del comportamiento de las comunidades. En esta época, de modo muy parecido a cualquier otra, las divisiones locales fueron decisivas. Físicamente, la humanidad era más uniforme que nunca, pero culturalmente se diversificaba a medida que hacía frente a diferentes problemas y se apropiaba de diferentes recursos. La adaptabilidad de las diferentes ramas del Homo sapiens a las condiciones que dejaban tras el final del último período glacial es muy llamativa, y produjo una mayor variedad de experiencias que las de épocas pasadas. Las comunidades humanas vivían en su mayor parte en tradiciones aisladas y asentadas, en las que la importancia de la rutina era abrumadora. Esto debió de dar una nueva estabilidad a las divisiones de cultura y raza que habían aparecido con tanta lentitud durante el Paleolítico. Debería transcurrir mucho menos tiempo en el futuro histórico que se avecinaba para que estas peculiaridades locales se desmoronasen bajo el impacto del crecimiento demográfico, de la mayor celeridad de las comunicaciones y de la llegada del comercio: un máximo de solo 10.000 años. Dentro de las nuevas comunidades agrícolas, es probable que las distinciones de papeles sociales se multiplicasen y que hubieran de aceptarse nuevas disciplinas colectivas. Para algunos individuos debía de haber más tiempo libre (aunque para otros plenamente involucrados en la producción de alimentos, es muy posible que el tiempo libre disminuyera). Es indudable que las distinciones sociales se acentuaron. Este hecho podría estar relacionado con la aparición de nuevas posibilidades a medida que el aumento de los excedentes disponibles permitía el trueque, lo cual condujo finalmente al comercio.
 Los excedentes también podrían haber fomentado el deporte más antiguo del ser humano después de la caza: la guerra. Las nuevas recompensas debieron de hacer más tentadoras las incursiones y la conquista. También es posible que tenga aquí sus orígenes un conflicto con un gran futuro, el que enfrentaba a nómadas y sedentarios. El poder político pudo tener su origen en la necesidad de organizar la protección de los cultivos y el ganado de los predadores humanos. Podemos especular incluso con que cabe buscar las tenues raíces de la idea de aristocracia en los éxitos (que debían de ser frecuentes) de los cazadores-recolectores, representantes de un orden social más antiguo, en la explotación de la vulnerabilidad de los sedentarios, atados a sus zonas de cultivo, mediante su esclavización. La caza sería durante mucho tiempo el deporte de los reyes y el dominio del mundo animal, un atributo de los primeros héroes, de cuyas hazañas tenemos constancia en la escultura y las leyendas. No obstante, aunque el mundo prehistórico real debía de ser caótico y brutal, merece la pena recordar que había un factor compensador: el mundo no estaba todavía muy lleno. La sustitución de los cazadores-recolectores por los agricultores no debió de ser un proceso violento. La abundancia de espacio y lo exiguo de las poblaciones de Europa en vísperas de la introducción de la agricultura podrían explicar la ausencia de pruebas arqueológicas de lucha. El aumento de la probabilidad de competencia debido al crecimiento de las poblaciones y de la presión sobre los nuevos recursos agrícolas fue lento.
A la larga, la metalurgia cambió las cosas tanto como lo había hecho la agricultura, pero lo hizo mucho más a largo plazo. De inmediato, significó una diferencia menos rápida y fundamental. Esto se debió probablemente a que los primeros yacimientos de minerales que se descubrieron eran escasos y estaban dispersos. El primer metal de cuyo uso tenemos constancia es el cobre, hecho que debilita un tanto el atractivo del viejo término «Edad del Bronce» para designar el comienzo de la cultura del uso de metales. Entre los años 7000 y 6000 a.C. se batía para darle forma sin calentarlo en Çatal Hüyük (Anatolia), aunque los primeros objetos de metal conocidos datan del 4000 a.C. y son fíbulas de cobre de aleación encontradas en Egipto. Una vez descubierta la técnica para mezclar cobre con estaño (que se utilizaba en Mesopotamia poco después del 3000 a.C.) con vistas a producir bronce, se dispuso de un metal que era relativamente fácil de moldear y que conservaba mucho mejor el filo. Podía servir de base para infinidad de cosas, y en él tuvo su origen la novísima importancia de las zonas con yacimientos de minerales. A su vez, esto dio un nuevo giro al comercio, a los mercados y a las rutas. Obviamente, siguieron nuevas complicaciones a la llegada del hierro, que apareció cuando ya algunas culturas se habían transformado indudablemente en civilizaciones. Su evidente valor militar salta a la vista, pero tuvo idéntica importancia cuando se transformó en herramientas agrícolas. Esto es mirar muy adelante en el futuro, pero hizo posible una enorme ampliación del espacio para vivir y del suelo para producir alimentos; por muy eficaz que fuera en la quema de los bosques y matorrales, el ser humano del Neolítico solo podía arañar en los suelos pesados con un pico de asta o de madera. Removerlos y cavarlos en profundidad solo comenzó a ser posible cuando la invención del arado (en Oriente Próximo hacia el año 3000 a.C.) indujo a aprovechar la potencia muscular de los animales para ayudar al ser humano y cuando el uso de utensilios de hierro se generalizó.
Ya está claro con qué rapidez —el término es legítimo en el marco de la prehistoria anterior, aunque requiriese miles de años en algunos lugares— la interpenetración y la interacción comenzaron a influir en el ritmo y la dirección del cambio. En cualquier caso, mucho antes de que estos procesos hubieran agotado sus efectos en algunas zonas, aparecieron las primeras civilizaciones. Los prehistoriadores solían polemizar en torno a si las innovaciones se difundieron desde una fuente única o aparecieron de modo espontáneo e independiente en diferentes lugares, pero la complejidad del contexto ha hecho que esto parezca una pérdida de tiempo y energía. Ambas concepciones parecen insostenibles si se presentan sin matizaciones. Decir que en un lugar, y solo en un lugar, existían todas las condiciones necesarias para la aparición de los nuevos fenómenos, y que después estos se difundieron sin más a otros lugares, es tan inverosímil como decir que, en circunstancias ampliamente diversas en cuanto a geografía, clima y herencia cultural, podían producirse exactamente los mismos inventos, por así decirlo, una y otra vez. En Oriente Próximo podemos observar una concentración de factores que hicieron que esta región fuera, en un momento decisivo, el centro infinitamente más evidente, activo e importante de los nuevos avances. Esto no significa que avances semejantes no pudieran haber ocurrido en otros lugares; la cerámica, por lo visto, fue producida por vez primera en Japón hacia el año 10000 a.C., y la agricultura surgió en América quizá en el 5000 a.C., totalmente aislada del Viejo Mundo.
El prólogo de la historia humana llega a su fin de manera desigual y desordenada; una vez más, no hay una línea divisoria nítida. Al término de la prehistoria y en vísperas de las primeras civilizaciones, podemos distinguir un mundo de sociedades humanas más diferenciadas que en ninguna otra época anterior y con más éxito que nunca en el dominio de diferentes entornos y en la supervivencia. Algunas continuarán existiendo hasta los tiempos históricos. Solo en los últimos cien años han desaparecido los ainus del norte de Japón, llevándose con ellos una vida que, según se dice, era muy parecida a la que vivían 15.000 años atrás. Los franceses y los ingleses que llegaron a América del Norte en el siglo XVI encontraron allí cazadores-recolectores que debían de vivir de modo muy parecido a como lo hacían sus antepasados 10.000 años antes. Platón y Aristóteles vivieron y murieron antes de que la prehistoria en América diese lugar a la aparición de la gran civilización maya del Yucatán, y para los esquimales y los aborígenes australianos, la prehistoria se prolongó hasta el siglo XIX.
 Con todo esto queremos decir que ninguna división aproximada de la cronología ayudará a desentrañar un modelo tan enmarañado de pueblos y culturas. Sin embargo, su característica más importante está suficientemente clara: hacia 6000 o 5000 a.C. existían, al menos en una zona del Viejo Mundo, todos los elementos constitutivos esenciales de la vida civilizada. Sus raíces más profundas se hallaban cientos de miles de años más atrás, en épocas dominadas por el ritmo lento de la evolución genética. Durante los tiempos del Paleolítico Superior, el ritmo del cambio se había multiplicado por un factor inmenso a medida que la cultura iba adquiriendo lentamente importancia, pero esto no fue nada en comparación con lo que vendría. La civilización trajo consigo intentos conscientes, de una magnitud ciertamente nueva, de controlar y organizar a los hombres y su entorno. Incorporó una base de recursos mentales y tecnológicos acumulados, y la respuesta de sus propias transformaciones aceleró aún más el proceso de cambio. Por delante queda un desarrollo más rápido en todos los campos, en el control técnico del medio, en la elaboración de pautas mentales, en el cambio de la organización social, en la acumulación de riqueza y en el crecimiento de la población.
Es importante situar correctamente nuestra perspectiva en este asunto. Desde algunos puntos de vista modernos, los siglos de la Edad Media europea parecen un largo sueño, aunque, obviamente, ningún medievalista lo admitiría. Pero el lector moderno a quien le impresionan la rapidez del cambio que le circunda y la relativa inmovilidad de la sociedad medieval debería reflexionar sobre el hecho de que el arte que se desarrolla desde el prerrománico del Aquisgrán de Carlomagno hasta el flamígero de la Francia del siglo XV cambió radicalmente en cinco o seis siglos; en un período de una duración diez veces superior, el primer arte conocido, el de la Europa del Paleolítico Superior, muestra, en comparación, un cambio estilístico insignificante. Más atrás, el ritmo es más lento aún, tal como indica la prolongada persistencia de tipos de útiles primitivos. Otros cambios fundamentales son más difíciles de comprender si cabe. De acuerdo con lo que sabemos, los últimos 12.000 años no registran nada nuevo en la fisiología humana comparable a las colosales transformaciones del Pleistoceno antiguo que han quedado registradas para nosotros en un puñado de restos de algunos de los experimentos de la naturaleza, pero estos necesitaron cientos de miles de años.
El contraste en el ritmo del cambio es el que existe entre la naturaleza y el ser humano como indicadores del cambio. El ser humano decide cada vez más por sí mismo, y, por tanto, incluso en la prehistoria la historia del cambio es cada vez más el relato de una adaptación consciente. Y así continuará el relato hasta los tiempos históricos, de modo más intenso si cabe. Por eso la parte más importante de la historia de la humanidad es la historia de la conciencia; cuando, hace mucho tiempo, rompió la lenta marcha genética, hizo posible todo lo demás. La naturaleza y la cultura están presentes desde el momento en que el ser humano es identificable por vez primera, y quizá nunca puedan ser desenmarañadas, pero la cultura y la tradición creadas por el hombre son cada vez más los determinantes del cambio.
Dos reflexiones deberían hacerse, no obstante, para equilibrar el hecho indiscutible de que el ser humano ejerce algún control sobre su destino. La primera es que el hombre no ha mostrado casi con certeza ninguna mejora en capacidades innatas desde el Paleolítico Superior. Su físico no ha cambiado fundamentalmente en unos 40.000 años, y sería una sorpresa que su capacidad mental sí lo hubiera hecho. Un lapso de tiempo breve podría ser apenas suficiente para cambios genéticos comparables a los de épocas anteriores. La rapidez con que la humanidad ha avanzado tanto desde los tiempos prehistóricos puede explicarse de manera bastante sencilla: cada vez son más numerosos los seres humanos que contribuyen con su talento al patrimonio común, lo que es más importante, los logros humanos son esencialmente acumulativos. Se basan en una herencia que también se acumula, podría decirse, según la regla del interés compuesto. Las sociedades primitivas tenían en el banco una ventaja heredada mucho menor. Esto hace que la magnitud de sus mayores pasos adelante sea tanto más asombroso.
Si esta reflexión es especulativa, la segunda no tiene por qué serlo: nuestra herencia genética no solo nos permite hacer el cambio consciente, realizar un tipo de evolución sin precedentes, sino que también nos controla y limita. Las irracionalidades del último siglo muestran lo exiguo de los límites de nuestra capacidad para el control consciente de nuestro destino. En tal medida, seguimos estando determinados, privados de libertad, formando parte de una naturaleza que produjo nuestras excepcionales cualidades ante todo a través de la selección evolutiva. Tampoco es fácil separar esta parte de nuestra herencia de la configuración emocional que hemos recibido de los procesos a través de los cuales ha evolucionado. Esa configuración se encuentra todavía en lo más profundo del corazón de toda nuestra vida estética y afectiva. El ser humano debe vivir con un dualismo innato. Hacerle frente ha sido el objetivo de la mayoría de las grandes filosofías y religiones y las mitologías de las que vivimos todavía, pero también son moldeadas por él. Cuando nos disponemos a pasar de la prehistoria a la historia, es importante no olvidar que su efecto determinante resulta todavía mucho más resistente al control que las fuerzas prehistóricas ciegas de la geografía y el clima que fueron superadas con tanta rapidez. No obstante, el ser humano al borde de la historia es ya el ser que conocemos: el hombre hacedor del cambio.



LIBRO II
Las primeras civilizaciones

Contenido:

Hace 10.000 años, la forma física del mundo era muy similar a la que tiene hoy. Los perfiles de los continentes eran, a grandes rasgos, los que conocemos, y las principales barreras y canales de comunicación naturales han sido constantes desde entonces. En comparación con la agitación de los cientos de milenios que precedieron al final del último período glacial, el clima ha sido también, desde esta época, estable; a partir de ahora, el historiador solo ha de tener en cuenta sus fluctuaciones a corto plazo. Ante el mundo se extendía una era (en la que aún vivimos) en que la mayor parte de los cambios iban a deberse al hombre.
La civilización es uno de los grandes factores que aceleran estos cambios. Según un historiador, esta comenzó al menos siete veces, con lo que quiso decir que cabe distinguir al menos siete ocasiones en las que una mezcla determinada de destrezas humanas y hechos naturales se unieron, haciendo posible un nuevo orden de vida basado en la explotación de la naturaleza. Aunque todos estos comienzos ocurrieron en un lapso de 3.000 años aproximadamente —apenas un momento, en comparación con la inmensa escala de la prehistoria—, no fueron simultáneos ni tuvieron idéntico éxito. Muy diferentes entre sí, algunos de ellos siguieron adelante hasta obtener logros duraderos, mientras que otros declinaron o desaparecieron, incluso después de florecimientos espectaculares. Pero todos ellos supusieron un aumento asombroso de la proporción y la escala de los cambios en comparación con cualquiera de los avances obtenidos en épocas anteriores.
Algunas de estas primeras civilizaciones siguen constituyendo auténticos cimientos de nuestro propio mundo. Otras, por el contrario, ejercen actualmente poca o ninguna influencia, salvo quizá en nuestras imaginaciones y emociones cuando contemplamos sus reliquias, que son lo único que nos queda de ellas. Sin embargo, todas juntas determinaron gran parte del mapa cultural del mundo hasta nuestros días gracias al poder de las tradiciones que se derivaron de ellas, aun cuando sus logros en cuanto a ideas, organización social o tecnología hayan caído hace tiempo en el olvido. La fundación de las primeras civilizaciones tuvo lugar aproximadamente entre el 3500 y el 500 a.C., y sirve para establecer la primera de las principales divisiones cronológicas de la historia universal.

1. Los inicios de la vida civilizada
Desde tiempo inmemorial existe en Jericó un manantial que alimenta lo que sigue siendo un importante oasis. Sin duda esto explica por qué allí ha vivido el ser humano casi continuamente durante cerca de 10.000 años. Los agricultores se agruparon en sus proximidades al final de la prehistoria; su población debía de ascender por aquel entonces a dos o tres mil personas. Antes del 6000 a.C., tenía grandes depósitos de agua, posiblemente para la irrigación, y una enorme torre de piedra que formaba parte de un complicado sistema de defensa que se mantuvo mucho tiempo en buen estado. Es evidente que sus habitantes pensaban que tenían algo que valía la pena defender: tenían propiedades.
Sin embargo, aunque Jericó era un lugar importante, no era el comienzo de una civilización; faltaban aún demasiados elementos. Merece la pena que nos detengamos un momento a considerar, al principio de la era de la civilización, qué es lo que buscamos. De modo similar al problema que nos encontramos al tratar de precisar en el tiempo la aparición de los primeros seres humanos, existe una zona oscura en la que sabemos que se produce el cambio, pero todavía se puede discrepar sobre el punto exacto en el que se cruzó la línea divisoria. En todo Oriente Próximo, en torno al 5000 a.C., las poblaciones agrícolas tenían los excedentes agrarios sobre los que podía levantarse eventualmente la civilización. Algunas de ellas han dejado testimonios de una práctica religiosa compleja y de una elaborada cerámica pintada, una de las formas de arte más extendidas en la era neolítica. En algún momento en torno al 6000 a.C., se construían edificaciones de ladrillo en Turquía, en Çatal Hüyük, un emplazamiento casi tan antiguo como Jericó. Pero, normalmente, entendemos por civilización algo más que rituales, arte o la presencia de cierta tecnología, y sin duda algo más que la mera aglomeración de seres humanos en el mismo lugar.
Definir la civilización es algo parecido a cuando se habla de «un hombre culto»; todo el mundo puede reconocerlo cuando lo ve, pero no todos los observadores reconocen a todos los hombres cultos como tales, ni hay un requisito formal (un título universitario, por ejemplo) que sea un indicador necesario o infalible. Las definiciones del diccionario tampoco sirven de ayuda para precisar qué es la «civilización». La del Oxford English Dictionary es indiscutible, pero tan cauta como inútil: «Un estado desarrollado o avanzado de la sociedad humana». Lo que nos deja sin saber aún hasta qué punto desarrollado o avanzado y en qué aspectos.
Hay quien dice que una sociedad civilizada es diferente de otra no civilizada porque tiene ciertos atributos, entre los que se han sugerido la escritura, las ciudades y las edificaciones monumentales. Pero es difícil llegar a un acuerdo, y parece más seguro no basarse en ninguna prueba de este tipo. Si, en cambio, examinamos ejemplos de lo que todo el mundo coincide en llamar civilizaciones, y no casos marginales y dudosos, entonces es evidente que lo que tienen en común es la complejidad. Todas han llegado a un nivel de elaboración que permite una variedad mucho mayor de actividad y de experiencia humanas que incluso una comunidad primitiva acomodada. «Civilización» es el nombre que damos a una interacción muy creativa entre seres humanos cuando se ha llegado a una masa crítica de potencial cultural y a cierto excedente de recursos. En la civilización, esto libera las capacidades humanas necesarias para un nivel verdaderamente nuevo de desarrollo, y en gran medida dicho desarrollo es autosostenible.
En algún momento del cuarto milenio a.C. se sitúa el punto de partida de la historia de las civilizaciones, y será útil establecer una cronología global aproximada para empezar. Comenzamos con la primera civilización reconocible en Mesopotamia. El siguiente ejemplo está en Egipto, donde se puede observar la existencia de civilización en una fecha algo posterior, quizá alrededor del 3100 a.C. Otro caso en Oriente Próximo es la civilización minoica de Creta, que aparece hacia el 2000 a.C., y a partir de esa época podemos olvidarnos de prioridades en esa parte del mundo, que ya se ha convertido en un entramado de civilizaciones que interactúan entre sí. Mientras tanto, hacia esa misma época, quizá en torno al 2500 a.C., ha aparecido otra civilización en la India que tiene, al menos en cierta medida, escritura. La primera civilización de China comienza más tarde, hacia la mitad del segundo milenio a.C. Más tarde aún llegan las civilizaciones mesoamericanas. Una vez sobrepasado aproximadamente el año 1500 a.C., sin embargo, solo este último ejemplo está lo suficientemente aislado como para que la interacción no constituya una parte importante de la explicación de lo que ocurre. A partir de entonces, no hay civilizaciones cuya aparición pueda explicarse sin el estímulo, el choque o el legado que les proporcionan las que la precedieron. Así pues, de momento este esquema preliminar es lo bastante completo para nuestros fines.
Es muy difícil hacer generalizaciones acerca de estas primeras civilizaciones (de cuya aparición y conformación nos ocuparemos en los siguientes capítulos). Desde luego, todas muestran un nivel bajo de logros tecnológicos, aun cuando sea asombrosamente alto en comparación con el de sus antecesores no civilizados. A este respecto, su forma y desarrollo estaban aún mucho más determinados por su entorno que los de nuestra civilización. Pero habían empezado a romper tímidamente las limitaciones de la geografía. La topografía del mundo ya era en gran parte como la actual; los continentes habían adquirido la forma que tienen ahora y las barreras y los canales de comunicación que proporcionaban iban a ser constantes, pero había una capacidad tecnológica creciente para explotarlos y trascenderlos. Los vientos y las corrientes marinas que orientaron las primeras navegaciones, ya en el segundo milenio a.C., el ser humano estaba aprendiendo a utilizarlos y a escapar de su fuerza determinante.
Esto sugiere, correctamente, que muy pronto las posibilidades del intercambio humano fueron sumamente considerables, lo que hace muy poco aconsejable dogmatizar sobre la aparición de la civilización en una forma normalizada en lugares diferentes. Se ha hablado de entornos favorables, los valles fluviales por ejemplo; obviamente, sus tierras ricas y fácilmente cultivables podían sostener poblaciones muy densas de agricultores en poblados que después crecerían para formar las primeras ciudades. Esto fue decisivo en Mesopotamia, Egipto, el valle del Indo y China. Pero también han surgido ciudades y civilizaciones lejos de los valles fluviales, en Mesoamérica, en la Creta minoica y, más tarde, en Grecia. Respecto a las dos últimas, existen muchas probabilidades de que hubiera una importante influencia del exterior, pero Egipto y el valle del Indo también estuvieron en contacto con Mesopotamia en los inicios de su evolución. La prueba de este contacto indujo a que, hace unos años, se planteara la idea de que deberíamos buscar una única fuente central de civilización de la que procedían todas las demás, concepto que ya no es muy popular, pues nos lleva a enfrentarnos no solo al incómodo caso del surgimiento de la civilización en un continente aislado como el americano, sino también a la enorme dificultad de elaborar el calendario de esa supuesta difusión precisamente cuando se está conociendo cada vez mejor la cronología más antigua gracias a la datación por radiocarbono.
La respuesta más satisfactoria parece ser que, probablemente, la civilización es siempre resultado de la conjunción de varios factores que predisponen a un área particular para levantar algo lo bastante denso como para ser reconocido posteriormente como civilización, pero que los diferentes entornos, las diferentes influencias del exterior y los diferentes legados culturales del pasado significan que los humanos no se movieron en todas las partes del mundo a la misma velocidad, ni siquiera hacia las mismas metas. La idea de un patrón constante de «evolución» social fue puesta en duda antes incluso que la idea de la «difusión» a partir de una fuente civilizadora común. Sin duda, era esencial un marco geográfico favorable; en las primeras civilizaciones, todo dependía de la existencia de un excedente agrícola. Pero hubo otro factor igual de importante: la capacidad de los habitantes del lugar para sacar partido de un entorno o enfrentarse a un reto, y aquí los contactos externos podrían ser tan importantes como la tradición. China parece a primera vista casi aislada del exterior, pero incluso allí existieron posibilidades de contacto. La forma en que las diferentes sociedades generan la masa crítica de elementos necesarios para crear una civilización sigue siendo, por tanto, muy difícil de precisar.
Es más fácil decir algo generalmente cierto sobre las características de las primeras civilizaciones que sobre la forma en que surgieron. Aquí tampoco hay afirmaciones absolutas y universales verosímiles. Han existido civilizaciones sin escritura, siendo como es indudable la utilidad de esta para conservar y utilizar la experiencia. También ha habido capacidades más mecánicas repartidas de forma desigual: los mesoamericanos realizaron importantes proyectos de construcción sin tener animales de tiro ni conocer la rueda, y los chinos lograron fundir el hierro casi 1.500 años antes que los europeos. Tampoco todas las civilizaciones siguieron los mismos modelos de crecimiento; es enorme la disparidad de su capacidad de resistencia, no digamos ya de su éxito.
Las primeras civilizaciones, como las posteriores, parecen tener como característica positiva común el hecho de que modifican la escala humana de las cosas. Aúnan el esfuerzo cooperativo de más hombres y mujeres que las sociedades anteriores y, por lo general, lo hacen reuniéndolos físicamente en aglomeraciones también mayores. La palabra «civilización» sugiere, a juzgar por su raíz latina, una conexión con la urbanización. Cierto es que sería muy audaz el historiador que estuviera dispuesto a trazar una línea precisa en el momento en que se produjo el paso de un modelo denso de poblados agrícolas agrupados en torno a un centro religioso o un mercado a la primera ciudad auténtica. Pero es perfectamente razonable decir que, más que cualquier otra institución, la ciudad ha proporcionado la masa crítica que da lugar a la civilización y ha fomentado la innovación mejor que cualquier otro entorno anterior. Dentro de la ciudad, los excedentes de riqueza producidos por la agricultura hicieron posibles otras cosas que caracterizan a la vida civilizada. Sirvieron para el mantenimiento de una clase sacerdotal que elaboró una compleja estructura religiosa, que condujo a la construcción de grandes edificios con funciones distintas a las meramente económicas y, finalmente, a la literatura. Así, se asignaron recursos mucho mayores que en épocas anteriores a algo distinto del consumo inmediato, y ello llevó a nuevas iniciativas y experiencias. La cultura así acumulada se convirtió gradualmente en un instrumento cada vez más efectivo para cambiar el mundo.
Hay un cambio que resulta evidente enseguida: en distintas partes del mundo, los seres humanos empezaron a diferenciarse entre sí cada vez más rápidamente. El hecho más obvio de las primeras civilizaciones es que son asombrosamente diferentes en cuanto a estilo, pero precisamente por ser tan obvio lo solemos pasar por alto. La llegada de la civilización inaugura una era de diferenciación cada vez más rápida de la vestimenta, de la arquitectura, de la tecnología, del comportamiento, de las formas sociales y del pensamiento. Sus raíces están evidentemente en la prehistoria, cuando ya existían seres humanos con estilos de vida diferentes, diferentes modelos de existencia, diferentes mentalidades, así como diferentes características físicas. Con el surgimiento de las primeras civilizaciones, esto se vuelve mucho más obvio, pero ya no es meramente producto del entorno natural, sino de la capacidad creativa de la propia civilización. Solo con la llegada del predominio de la tecnología occidental, en el siglo XX, ha empezado a disminuir esta variedad. Desde las primeras civilizaciones hasta nuestros días, siempre ha habido modelos de sociedad alternativos, incluso cuando apenas se conocían entre sí.
Gran parte de esta variedad es muy difícil de recuperar; en algunos casos, lo único que podemos hacer es ser conscientes de que está ahí. Al principio, son aún pocos los testimonios sobre la vida intelectual, salvo las instituciones que hemos podido recuperar, los símbolos que aparecen en el arte y las ideas que se expresan en la literatura. En ellos están los presupuestos que constituyen las grandes coordenadas en torno a las cuales se construye una visión del mundo, aun cuando las personas que sostienen esa visión no sepan que están ahí (con frecuencia, la historia es el descubrimiento de lo que el hombre no sabía de sí mismo). Muchos de ellos son irrecuperables, e incluso cuando podemos empezar a captar las formas que definieron el mundo de los hombres que vivieron en las civilizaciones antiguas, hay que hacer un constante esfuerzo de imaginación para evitar el peligro de caer en el anacronismo que nos rodea por todas partes. Ni siquiera la escritura revela mucho de la mentalidad de unas criaturas tan parecidas y tan distintas a la vez de nosotros.
Es en Oriente Próximo donde se hacen patentes por primera vez los estimulantes efectos que producen las diferentes culturas unas sobre otras, y sin duda ahí está gran parte de la historia de la aparición de las primeras civilizaciones. Un torbellino de idas y venidas de pueblos a lo largo de 3.000 o 4.000 años enriqueció y alteró la región donde comenzó nuestra historia. El Creciente Fértil iba a ser, durante la mayor parte de la era histórica, un gran crisol de culturas, una zona no solo de asentamiento sino también de tránsito, a través de la cual se vertió un flujo y reflujo de personas e ideas. Al final, todo esto produjo un fértil intercambio de instituciones, lenguas y creencias del que se deriva gran parte del pensamiento y de las costumbres del hombre de nuestros días.
No se puede explicar con exactitud por qué llegó tanta gente al Creciente Fértil, pero la hipótesis más generalizada es que tuvo su raíz en la superpoblación de las tierras de las que procedían los intrusos. La superpoblación es, a primera vista, una idea curiosa de aplicar a un mundo cuya población total, alrededor del 4000 a.C., se calcula que era de solo entre 80 y 90 millones de personas. En los siguientes 4.000 años aumentó en cerca del 50 por ciento hasta llegar a 130 millones, lo que supone un crecimiento anual casi imperceptible en comparación con el que consideramos normal ahora. Asimismo, ello es muestra tanto de la lentitud relativa con la que aumentó nuestra especie su capacidad para explotar el mundo natural como de en qué medida y con qué rapidez las nuevas posibilidades de civilización habían reforzado ya la propensión del hombre a multiplicarse y prosperar en comparación con la época prehistórica.
Este crecimiento era aún pequeño según criterios posteriores, porque siempre se basó en un margen muy frágil de recursos y es esta fragilidad la que justifica que se hable de superpoblación. La sequía o la desecación podían destruir de forma dramática y repentina la capacidad de una zona para alimentarse, y ello miles de años antes de que se pudieran traer con facilidad alimentos de otros lugares. El resultado inmediato debió de ser a menudo el hambre, pero a largo plazo hubo otros más importantes. Las perturbaciones consiguientes fueron los principales motores de la historia antigua; el cambio climático era aún un factor determinante, aunque de una forma mucho más local y específica. Las sequías, las tormentas catastróficas, incluso unas cuantas décadas de temperaturas marginalmente inferiores o superiores, podían obligar a los pueblos a emigrar y contribuir así a la llegada de la civilización al reunir a personas de diferentes tradiciones. En conflicto y cooperación aprendieron unos de otros, y aumentaron así el potencial total de sus sociedades.
Los pueblos que se convirtieron en los actores de la historia antigua en Oriente Próximo pertenecían todos a la familia humana de piel clara (a veces llamada «caucásica»), que es una de las tres principales clasificaciones étnicas tradicionales de la especie Homo sapiens (las otras dos son la negroide y la mongoloide). Las diferencias lingüísticas permiten una mayor distinción. Todos los pueblos del Creciente Fértil en la época de las primeras civilizaciones pueden clasificarse en las razas camitas que evolucionaron en África, al norte y el nordeste del Sahara; en los semitas de la península Arábiga; en los indoeuropeos que, desde el sur de Rusia, se habían propagado también en el 4000 a.C. a Europa e Irán, o en los verdaderos «caucásicos» de Georgia. Estos son los dramatis personae de la historia antigua de Oriente Próximo. Todos sus centros históricos están situados alrededor de la zona donde aparecen la agricultura y la civilización en fecha tan temprana; la riqueza de una zona tan bien colonizada debió de ejercer una gran atracción sobre los pueblos periféricos.
Hacia el 4000 a.C., la mayor parte del Creciente Fértil estaba quizá ocupado por caucásicos. Probablemente, por aquel entonces los pueblos semitas ya habían empezado a penetrar también en la región, y su presión aumentó de tal manera que, a mediados del tercer milenio a.C. (mucho después de la aparición de la civilización), estarán bien instalados en la Mesopotamia central, junto a los tramos intermedios del Tigris y el Éufrates. La interacción y rivalidad de los pueblos semitas con los caucásicos, que lograron mantenerse en las tierras altas que rodeaban Mesopotamia por el nordeste, es una cuestión con la que los investigadores se han encontrado continuamente en la historia más antigua de la región. Hacia el 2000 a.C., los pueblos cuyas lenguas forman parte de lo que se denomina «grupo indoeuropeo» habían entrado también en escena, y en dos direcciones. Los hititas penetraron en Anatolia desde Europa, mientras desde el este avanzaban a su vez los iranios. Entre el 2000 y el 1500 a.C., algunas ramas de ambos grupos lucharon y se mezclaron con los pueblos semitas y caucásicos en el mismo Creciente, mientras que los contactos de los camitas y los semitas subyacen en gran parte de la historia política del antiguo Egipto. Este resumen es, desde luego, muy impresionista, y su valor radica únicamente en que ayuda a indicar el dinamismo y los ritmos básicos de la historia del antiguo Oriente Próximo. Muchos de los detalles siguen siendo muy inciertos (como se verá), y poco puede decirse sobre lo que mantuvo esta fluidez. Sin embargo, sea cual fuera su causa, este movimiento de pueblos fue el fondo sobre el cual apareció y prosperó la primera civilización.

2. La antigua Mesopotamia
El lugar acerca del que hay mejores argumentos para considerarlo la cuna de la primera civilización es la parte meridional de Mesopotamia, una tierra de 1.100 kilómetros de longitud formada por los dos valles fluviales del Tigris y el Éufrates. Este extremo del Creciente Fértil estaba en el Neolítico densamente cubierto de poblados agrícolas. Algunos asentamientos se hallan en el extremo sur, donde los depósitos de siglos de drenaje de las tierras altas y las inundaciones anuales habían formado un suelo de gran riqueza. Siempre debió de ser mucho más fácil cultivar la tierra aquí que en otro lugar, dado que el suministro de agua podía ser continuo y sin riesgos, y eso porque, a pesar de que las lluvias eran insignificantes e irregulares, el lecho del río quedaba a menudo por encima del nivel de los llanos circundantes. Se ha calculado que, hacia el 2500 a.C., la producción de grano en el sur de Mesopotamia se podía comparar con la de los mejores campos de trigo canadienses de la actualidad. En fecha temprana existió la posibilidad de cosechar más de lo que se necesitaba para el consumo diario y obtener el excedente indispensable para la aparición de la vida urbana. Además, el vecino mar proporcionaba pesca.
El marco de la Mesopotamia meridional constituía un desafío, además de una oportunidad. El Tigris y el Éufrates podían cambiar sus lechos; de forma repentina y violenta, había que elevar las tierras pantanosas y bajas del delta por encima del nivel de las aguas con obras de encauzamiento y construir canales para el drenaje. Miles de años después, se podían ver aún en uso en Mesopotamia técnicas que probablemente fueron las primeras empleadas para hacer las plataformas de cañas y barro sobre las que se construyeron los primeros caseríos de la zona. Los terrenos de cultivo solían agruparse donde el suelo era más rico. Los canales de drenaje y de riego que necesitaban solo podían gestionarse adecuadamente si se hacían de forma colectiva. Sin duda, la organización social del saneamiento de los pantanos fue otra de las consecuencias. Sea como fuere, el logro aparentemente sin precedentes de convertir en campos de cultivo una zona pantanosa debió de provocar una nueva complejidad en la forma en que convivía la gente.
A medida que aumentaba la población de Mesopotamia, se fueron ocupando más tierras para cultivar alimentos. Antes o después, hombres de diferentes poblaciones se encontrarían cara a cara con el intento de otros hombres de sanear unos pantanos que antes los habían separado. Las diferentes necesidades de riego incluso podrían haberlos puesto en contacto antes de esto. Solo había una alternativa: combatir o cooperar. Cada una de ellas significaba una mayor organización colectiva y una nueva acumulación de poder. En algún punto de este camino, era lógico que la gente se agrupara en unidades mayores que las que había hasta entonces para la autoprotección o la gestión del entorno. Un resultado físico de ello es la ciudad, rodeada al principio de muros de barro para protegerse de las inundaciones y los enemigos, y elevada sobre las aguas en una plataforma. Era lógico que el lugar escogido fuera el santuario de la deidad local que respaldaba la autoridad de la comunidad. Esta autoridad la ejercía un sumo sacerdote que se convirtió en el gobernante de una pequeña teocracia que competía a su vez con otras.
Un proceso similar a este explica la diferencia entre la Mesopotamia meridional en el tercer y cuarto milenios a.C. y las demás zonas de cultura neolítica con las que, para entonces, ya llevaba tiempo en contacto. Hay multitud de testimonios, como la existencia de cerámica y altares característicos, de los vínculos que unían Mesopotamia y las culturas neolíticas de Anatolia, Asiria e Irán. Todas ellas tenían mucho en común, pero solo en una zona relativamente pequeña el modelo de vida de poblado que era común a gran parte de Oriente Próximo comenzó a desarrollarse rápidamente y se convirtió en algo distinto. Es en este contexto donde surgen el primer urbanismo real, el de Sumer, y la primera civilización observable.
Sumer es el nombre antiguo del sur de Mesopotamia, que entonces se extendía alrededor de 160 kilómetros menos al sur que actualmente. Sus habitantes no hablaban lenguas semitas, a diferencia de sus vecinos del sudoeste, y tampoco eran semitas sus vecinos septentrionales, los elamitas, que vivían al otro lado del Tigris. Los especialistas siguen divididos respecto a cuándo llegaron los sumerios —es decir, los que hablaban la lengua posteriormente llamada «sumeria»— a la zona; podrían llevar ahí desde aproximadamente el 4000 a.C. Pero dado que sabemos que la población del Sumer civilizado era una mezcla de razas, que quizá incluyera a los anteriores habitantes de la región, y tenía una cultura que unía elementos foráneos y locales, eso no importa mucho.
La civilización sumeria tenía raíces profundas. La gente compartía desde hacía tiempo una forma de vida no muy diferente de la de sus vecinos. Vivían en poblados y tenían unos cuantos centros de culto importantes que se ocupaban continuamente. Uno de ellos, en un lugar llamado Eridu, probablemente se originó alrededor del 5000 a.C. Creció regularmente hasta bien entrada la época histórica y, a mediados del cuarto milenio, había un templo que algunos creen que sirvió de modelo original para la arquitectura monumental mesopotámica, aunque nada queda de él salvo la plataforma sobre la que se erigió. Estos centros de culto empezaron atendiendo a los que vivían cerca de ellos. No había auténticas ciudades, sino lugares de devoción y peregrinaje. Puede que no tuvieran una población residente considerable, pero eran habitualmente los centros alrededor de los cuales cristalizaron más tarde las ciudades, lo que contribuye a explicar la estrecha relación entre religión y gobierno que hubo siempre en la antigua Mesopotamia. Mucho antes del 3000 a.C., algunos de estos lugares tenían templos realmente grandes; en Uruk (llamada Erech en la Biblia) había uno especialmente magnífico, con una decoración elaborada y unas impresionantes columnas de ladrillos de adobe, de casi dos metros y medio de diámetro.
La cerámica es uno de los testimonios más importantes que unen la Mesopotamia precivilizada a la época histórica, al proporcionar una de las primeras pruebas del avance de algo culturalmente importante y cualitativamente diferente del Neolítico. Las llamadas «cerámicas de Uruk» (el nombre procede del lugar donde fueron halladas) resultan en ocasiones mucho más insulsas y menos impactantes que las anteriores. En realidad, fueron producidas en serie siguiendo un modelo, hechas con torno. Lo que esto implica es, evidentemente, que cuando se realizaron ya existía una población de artesanos especializados, mantenida por una agricultura lo bastante rica como para producir un excedente que podía ser intercambiado por sus creaciones. Es este cambio con el que se puede dar por inaugurada la historia de la civilización sumeria.
La civilización sumeria dura unos mil trescientos años (del 3300 al 2000 a.C.), más o menos el mismo tiempo que nos separa de la época de Carlomagno. Al principio se produjo la invención de la escritura, posiblemente el único invento de importancia comparable a la de la agricultura antes de la era del vapor. La escritura había ido precedida de la invención de los sellos cilíndricos, sobre los que se grababan pequeños dibujos que se imprimían en la arcilla; puede que la cerámica degenerase, pero estos sellos constituyen uno de los grandes logros artísticos mesopotámicos. Las escrituras más antiguas tienen forma de pictogramas o dibujos simplificados (un paso hacia la comunicación no representativa), y aparecen sobre tablillas de arcilla que se cocían después de ser grabadas con una caña. Las más antiguas están en sumerio y son informes, listas de productos y recetas; su utilidad es económica y no pueden leerse como una prosa continua. La escritura de estos primeros cuadernos de notas y libros de contabilidad evolucionó lentamente hacia la cuneiforme, mediante la cual las impresiones se grababan sobre la arcilla con la sección en forma de cuña de una caña cortada. Esta escritura supone la ruptura total con la forma pictográfica. Los signos y los grupos de signos representan en esta etapa elementos fonéticos y posiblemente silábicos, y están compuestos todos ellos de combinaciones de la misma forma cuneiforme básica. Como forma de comunicación por signos, era más flexible que cualquier otra utilizada hasta entonces, y Sumer la adoptó poco después del 3000 a.C.
Se sabe bastante de la lengua sumeria. Algunas de sus palabras han sobrevivido hasta nuestros días; una de ellas es la forma original de la palabra alcohol, lo que es sugerente. Pero su mayor interés está en su aparición en formas escritas. La escritura debió de ser al mismo tiempo algo inquietante y estabilizador. Por una parte, ofrecía enormes y nuevas posibilidades de comunicación; por otra, estabilizaba la práctica porque permitía la consulta de anotaciones. Facilitó en gran medida las operaciones complejas de regar las tierras y recoger y almacenar las cosechas, fundamentales para una sociedad en crecimiento. La escritura contribuyó también a una explotación más eficiente de los recursos. Asimismo, fortaleció enormemente el gobierno y subrayó los lazos de este con las castas sacerdotales que al principio monopolizaron la escritura. Resulta interesante que uno de los primeros usos que se dio a los sellos parece estar relacionado con ello, dado que se utilizaban para certificar de algún modo la cantidad de productos que se entregaban en el templo. Quizá sirvieran al principio para dejar constancia de las operaciones de una economía de redistribución centralizada, en la que la gente llevaba su producción al templo, donde recibían a su vez los alimentos o los materiales que necesitaban.
Además de lo dicho, la invención de la escritura abre otra puerta del pasado al historiador, que no solo puede estudiar las anotaciones administrativas, sino que puede por fin hablar con cierta seguridad de mentalidades, ya que la escritura preserva la literatura. La historia más antigua del mundo es la Epopeya de Gilgamesh. Cierto es que su versión más completa solo se remonta al siglo VII a.C., pero la narración en sí aparece en la época sumeria y se sabe que fue escrita poco después del 2000 a.C.
Gilgamesh fue un personaje real, un gobernante de Uruk, que se convirtió asimismo en el primer héroe de la literatura universal, y aparece también en otros poemas. Es la primera persona cuyo nombre debe aparecer en este libro. Para el lector moderno, la parte más sorprendente de la epopeya es la que refiere la llegada de una gran inundación que borra de la Tierra la especie humana salvo una familia escogida, que sobrevive al construir un arca; de ella nace una nueva raza que poblará el mundo cuando se retiren las aguas. Esto no formaba parte de las versiones más antiguas de la epopeya, sino que era un poema distinto que contaba una historia que aparece bajo numerosas formas en Oriente Próximo, aunque resulta fácil entender su incorporación a la epopeya. La Baja Mesopotamia debió de sufrir siempre muchos problemas con las inundaciones, que fueron sin duda una gran lacra para el frágil sistema de irrigación del que dependía su prosperidad. Las inundaciones tenían, quizá, el carácter de un desastre general, y debieron de contribuir a fomentar el fatalismo pesimista que algunos especialistas consideran la clave de la religión sumeria.
Este sombrío estado de ánimo domina la epopeya. Gilgamesh hace grandes cosas en su incansable búsqueda de afirmación frente a las férreas leyes de los dioses que aseguran el fracaso humano, pero estos triunfan al final y Gilgamesh también ha de morir:

Probablemente, las ideas más importantes que mantuvieron viva la lengua sumeria fueron las religiosas. Ciudades como Ur y Uruk fueron semilleros de unas ideas que, tras su transmutación en otras religiones de Oriente Próximo durante el primer y el segundo milenios a.C., iban a influir, cuatro mil años después, en todo el mundo, aunque en formas diferentes y casi irreconocibles. Existe por ejemplo, en la Epopeya de Gilgamesh, una criatura ideal de la naturaleza, el hombre Enkidu; su caída o pérdida de la inocencia tiene carácter sexual, al ser seducido por una ramera, después de lo cual, pese a que el resultado para él es la civilización, pierde su feliz relación con el mundo natural. La literatura permite observar indicios como este en las mitologías de otras sociedades posteriores. En la literatura, la gente empieza a hacer explícitos los significados antes ocultos en oscuras reliquias de ofrendas sacrificiales, en figuras de arcilla y en las plantas de altares y templos. En el antiguo Sumer, estos indicios ya revelan una organización del discurso humano sobre lo sobrenatural mucho más compleja y elaborada que en cualquier otro lugar de la Antigüedad. Los templos, que habían sido el foco de las primeras ciudades, se fueron volviendo cada vez más grandes y espléndidos (en parte gracias a la tradición de construir nuevos templos en montículos que abarcaban a sus predecesores). Se ofrecían sacrificios en ellos para asegurar buenas cosechas. Posteriormente, sus cultos se volvieron más complejos y se construyeron templos de mayor magnificencia aún en lugares tan al norte como Assur, a casi quinientos kilómetros del Tigris, y sabemos de uno construido con cedros traídos de Líbano y cobre de Anatolia.
Ninguna otra sociedad antigua de la época concedía a la religión un lugar tan destacado ni desviaba tanto de sus recursos colectivos para mantenerla. Se ha sugerido que ello se debía a que ninguna otra sociedad antigua permitió que la gente se sintiera tan totalmente dependiente de la voluntad de los dioses. El paisaje de la Baja Mesopotamia de la Antigüedad era llano, monótono, de marismas, pantanos y agua. No había montañas para que los dioses moraran en ellas como los hombres, solo un cielo vacío, el implacable sol del estío, vientos violentos contra los que no había protección, el irresistible poder de la riada y los frustrantes ataques de la sequía. Los dioses moraban en estas fuerzas elementales o en los «lugares altos» que dominaban, solitarios, las llanuras, en las torres de ladrillo y zigurats que recuerdan la bíblica torre de Babel. No sorprende, pues, que los sumerios se consideraran un pueblo creado para trabajar para los dioses.
Hacia el 2250 a.C., había en Sumer un panteón de dioses que representaban más o menos los elementos y fuerzas naturales, y que iba a ser la columna vertebral de la religión mesopotámica. Este es el principio de la teología. Al principio, cada ciudad tenía su dios particular. Posiblemente ayudados por los cambios políticos en las relaciones de las ciudades, al final se organizaron en una especie de jerarquía que reflejaba y afectaba a las ideas de la gente sobre la sociedad humana. Los dioses de Mesopotamia, en el sistema desarrollado, se representan con forma humana. A cada uno de ellos se le adjudicaba una actividad o papel especial; había un dios del aire, otro del agua, otro del arado. Ishtar (como se la conoció más tarde bajo su nombre semítico) era la diosa del amor y de la procreación, pero también de la guerra. En la cúspide de la jerarquía había tres grandes dioses masculinos, cuyos papeles no son fáciles de desentrañar: Anu, Enlil y Enki. Anu era el padre de los dioses. Enlil era, al principio, el más importante; era el «Señor Aire», sin el cual nada podía hacerse. Enki, dios de la sabiduría y del agua dulce que significaba literalmente la vida para Sumer, era un maestro y dador de vida, que mantenía el orden configurado por Enlil.
Estos dioses exigían actos de propiciación y sumisión en un complejo ritual. A cambio de ello y de vivir una vida buena, concederían prosperidad y longevidad, pero nada más. En medio de las incertidumbres de la vida mesopotámica, era esencial el sentimiento de que existía un posible acceso a la protección. El hombre dependía de los dioses para obtener tranquilidad en un universo caprichoso. Los dioses —aunque ningún mesopotámico lo habría expresado así— eran la conceptualización de un intento elemental de controlar el entorno, de resistir a los repentinos desastres de las inundaciones y las tormentas de arena, de asegurar la continuidad del ciclo de las estaciones mediante la repetición de la gran fiesta de la primavera, en la que los dioses se desposaban de nuevo y se volvía a representar el acto de la creación. Después de eso, se aseguraba la existencia del mundo un año más.
Una de las grandes exigencias que posteriormente llegó a plantear el ser humano a la religión era que debía ayudarlo a enfrentarse al inevitable terror a la muerte. Por lo que sabemos, los sumerios y quienes heredaron sus ideas religiosas apenas pudieron obtener consuelo de sus creencias; al parecer, veían el mundo de la vida después de la muerte como un lugar triste y tenebroso. Era «la casa donde se sientan en la oscuridad, donde el polvo es su alimento y la arcilla su carne, se visten como pájaros con alas por vestido, sobre cerrojo y puerta yacen el polvo y el silencio». En estas creencias radica el origen de las ideas posteriores sobre Sheol, el infierno. Al menos un ritual suponía en la práctica el suicidio, ya que varios reyes y reinas sumerios de mediados del tercer milenio fueron acompañados hasta sus tumbas por sus ayudantes, que fueron enterrados con ellos, quizá tras tomar alguna bebida soporífera. Esto podría sugerir que los muertos iban a algún lugar donde llevar un gran séquito y magníficas joyas sería tan importante como en la Tierra.
La religión sumeria tenía importantes aspectos políticos. Toda la tierra pertenecía en última instancia a los dioses; el rey, probablemente un rey-sacerdote que en sus orígenes debió de ser un jefe-guerrero, no era más que su representante. No había ningún tribunal humano, desde luego, ante el que debiera rendir cuentas el rey. Esta condición también supuso el nacimiento de una clase sacerdotal, integrada por especialistas cuya importancia justificaba unos privilegios económicos que podían permitir que cultivaran destrezas y conocimientos especiales. En este aspecto, Sumer fue también la cuna de una tradición, la de los videntes, adivinos y sabios de Oriente, que asimismo tenían a su cargo el primer sistema organizado de educación, basado en la memorización y copia de la estructura cuneiforme.
Una de las consecuencias de la religión sumeria fue la primera representación real del ser humano en el arte. Hubo un centro religioso en particular, Mari, donde parece que existió una especie de afición a representar figuras humanas que realizaban actos rituales. A veces están agrupadas en procesiones; se crea así uno de los grandes temas del arte pictórico. Otros dos temas destacan también: la guerra y el mundo animal. Algunos han detectado un significado profundo en las primeras representaciones de los sumerios, viendo en ellas las cualidades psicológicas que hicieron posibles los asombrosos logros de su civilización, un impulso profundo hacia la preeminencia y el éxito. Esto es también especulación. Lo que podemos ver, asimismo por primera vez, en el arte sumerio es gran parte de una vida cotidiana que en las épocas más antiguas permaneció oculta para nosotros. Dados los amplios contactos que tenía Sumer y la semejanza básica de su estructura con la de otros pueblos vecinos, no exageramos si decimos que a través del arte sumerio podemos empezar a vislumbrar parte de la vida casi tal y como se vivió en una extensa zona del antiguo Oriente Próximo.
Sellos, estatuas y pinturas muestran un pueblo en muchas ocasiones vestido con una especie de falda de pieles — ¿de cabra o de oveja?—, un pliegue de la cual llevaban a veces las mujeres sobre el hombro. Los hombres van a menudo, aunque no siempre, totalmente afeitados. Los soldados visten la misma ropa y solo se les distingue porque llevan armas y a veces un gorro puntiagudo de cuero. Parece que el lujo consistía en disponer de tiempo para el ocio y en tener otras posesiones además de la ropa, sobre todo joyas, de las que han sobrevivido gran cantidad. Su finalidad parece ser con frecuencia indicar la posición social, y su presencia es síntoma de una sociedad de complejidad creciente. También se ha conservado una pintura que representa una fiesta en la que un grupo de hombres están sentados en unos sillones con copas en las manos, mientras escuchan a un músico. En esos momentos Sumer parece menos lejano.
El matrimonio sumerio tenía muchos elementos que serían familiares para las sociedades posteriores. Lo esencial era el consentimiento de la familia de la novia. Una vez fijados los términos a satisfacción de esta, el matrimonio creaba una nueva unidad familiar monógama que quedaba inscrita en un contrato sellado. El cabeza de familia era el marido patriarcal, que gobernaba tanto sobre su familia como sobre sus esclavos, siguiendo un modelo observable hasta hace muy poco en la mayor parte del mundo. Aunque hay matices interesantes. Los testimonios jurídicos y literarios sugieren que, incluso en las épocas más antiguas, las mujeres sumerias estaban menos oprimidas que las de muchas sociedades posteriores de Oriente Próximo. Las tradiciones semíticas y no semíticas pueden discrepar al respecto. Las historias sumerias sobre sus dioses sugieren una sociedad que era muy consciente del peligroso y siempre impresionante poder de la sexualidad femenina; los sumerios fueron el primer pueblo que escribió sobre la pasión.
No siempre es fácil relacionar estas cosas con las instituciones, pero las leyes sumerias dieron importantes derechos a las mujeres. Una mujer no era un mero bien mueble; incluso la esclava que fuera madre de los hijos de un hombre libre tenía derechos que la ley protegía. Las disposiciones sobre el divorcio daban a las mujeres, además de a los hombres, la posibilidad de separarse, y establecían que las esposas divorciadas recibieran un trato equitativo. Aunque el adulterio de una esposa estaba castigado con la muerte, mientras que el del marido no, esta diferencia ha de entenderse a la luz de la preocupación por la herencia y la propiedad. Hasta mucho después de la época sumeria no empezaron las leyes mesopotámicas a subrayar la importancia de la virginidad y a imponer el velo a las mujeres respetables, signos ambos de endurecimiento y de la asignación de un papel más restrictivo a la mujer.
Los sumerios mostraron también una gran capacidad inventiva para la técnica, y otros pueblos les deberían muchas innovaciones. Fueron ellos quienes pusieron los cimientos de las matemáticas, estableciendo la técnica de expresar el número mediante la posición además de mediante el signo (del mismo modo que nosotros, por ejemplo, podemos asignar a la cifra 1 el valor de una unidad, de una décima), y hallaron un método de dividir el círculo en seis segmentos iguales. Conocían también el sistema decimal, aunque no lo explotaron.
Al final de su historia como civilización independiente, los sumerios habían aprendido a vivir en grandes grupos; se dice que una sola ciudad tenía treinta y seis mil varones. Esto planteaba grandes exigencias a la capacidad de construcción, aunque eran mayores aún las que planteaban las grandes estructuras monumentales. A falta de piedra, los mesopotámicos meridionales habían construido primero con cañas cubiertas de barro, y luego con ladrillos de barro secados al sol. Al final del período sumerio, su tecnología del ladrillo era lo suficientemente avanzada como para posibilitar la construcción de edificios muy grandes con columnas y terrazas; el mayor de sus monumentos, el zigurat de Ur, tenía una plataforma superior de treinta metros de altura y una base de sesenta metros por cuarenta y cinco. El torno de alfarero más antiguo se halló en Ur; esta fue la primera forma en que el ser humano hizo uso del movimiento de rotación y en este instrumento se basó la producción a gran escala de la cerámica, lo que la convirtió en una ocupación masculina y no femenina, como lo fue la alfarería. Pronto, hacia el 3000 a.C., se utilizó la rueda para el transporte. Otro invento de los sumerios fue el vidrio, y había artesanos especializados que fundían el bronce a principios del tercer milenio a.C.
La innovación sumeria plantea nuevos interrogantes: ¿de dónde procedía la materia prima? No hay metales en la Mesopotamia meridional. Además, incluso en épocas anteriores, durante el Neolítico, la región tuvo que obtener de otro lugar el sílex y la obsidiana necesarios para construir los primeros aperos agrícolas. No cabe duda de que existió una gran red de contactos exteriores, sobre todo con el Mediterráneo oriental y con Siria, situados a gran distancia, pero también con Irán y Bahrein, en el golfo Pérsico. Antes del 2000 a.C., Mesopotamia obtenía productos —aunque posiblemente de forma indirecta— del valle del Indo. Junto con los testimonios que proporcionan los documentos (que revelan contactos con la India antes del 2000 a.C.), se obtiene la impresión de que había un sistema de comercio internacional vagamente emergente que iba creando importantes modelos de interdependencia. Cuando, a mediados del tercer milenio, se agotó el abastecimiento de estaño de Oriente Próximo, las armas de bronce mesopotámicas tuvieron que dar paso a las de cobre puro.
Toda la economía se sostenía con una agricultura que fue, desde fecha muy temprana, tan compleja como rica. Se cosechaban en abundancia cebada, trigo, mijo y sésamo; puede que la cebada fuera el cultivo principal, lo que explicaría sin duda los frecuentes indicios de la presencia de alcohol en la antigua Mesopotamia. En el blando suelo de los lechos de las inundaciones, no hacían falta herramientas de hierro para lograr un cultivo intensivo; las grandes contribuciones de la tecnología fueron la práctica de la irrigación y el crecimiento del gobierno, habilidades que fueron acumulándose con lentitud; el testimonio de la civilización sumeria nos lo han dejado mil quinientos años de historia.
Hasta ahora se ha hablado de esta enorme extensión de tiempo como si no hubiera ocurrido nada en ella, como si fuera un todo inmutable. Desde luego, no fue así. Sean cuales sean las reservas que haya que albergar sobre la lentitud del cambio en el mundo antiguo, y aunque ahora nos pueda parecer muy estático, fueron quince siglos de grandes cambios para los mesopotámicos; historia, en el auténtico sentido de la palabra. Los especialistas han recuperado mucho de esta historia, pero no es este el lugar de exponerla con detalle, especialmente cuando gran parte de ella sigue en discusión, gran parte permanece en tinieblas e incluso su datación es muchas veces solo aproximada. Lo único que nos hace falta aquí es relacionar el primer período de la civilización mesopotámica con sus sucesores y con lo que ocurría simultáneamente en otros lugares.
Cabe distinguir tres grandes fases en la historia de Sumer. La primera, que transcurrió entre el 3360 a.C. y el 2400 a.C., se ha llamado «período arcaico». Su contenido narrativo es una sucesión de guerras entre ciudades-estado, sus ascensiones y caídas. Las ciudades fortificadas y la aplicación de la rueda a la tecnología militar en torpes carros de cuatro ruedas son algunos testimonios de ello. Hacia mediados de esta fase, que duró novecientos años, comenzaron a establecerse con cierto éxito las dinastías locales. Al principio, parece que la sociedad sumeria tuvo alguna base representativa, incluso democrática, pero el aumento de la población condujo al surgimiento de reyes distintos de los primeros sacerdotes gobernantes, que probablemente fueron al principio señores de la guerra nombrados por las ciudades para dirigir sus fuerzas, y que posteriormente, una vez desaparecido el peligro que les empujó al poder, se negaron a renunciar a este. De ellos nacieron una serie de dinastías que combatieron entre sí hasta que la repentina aparición de una gran personalidad inició una nueva fase.
Sargón I fue un rey de la ciudad semítica de Acad que conquistó Mesopotamia en el 2334 a.C. y que inauguró la era de la supremacía acadia. Existe una cabeza esculpida que probablemente le representa; si es él, se trata de uno de los primeros retratos reales que existen. Sargón I fue el primer rey de un largo linaje de creadores de imperios; se cree que envió sus tropas hasta Egipto y Etiopía. Su gobierno no se basaba en la superioridad relativa de una ciudad-estado sobre otra, sino que creó un imperio unificado que integró las ciudades en un solo conjunto. Su pueblo fue uno de los que, durante miles de años, presionaron desde el exterior a las civilizaciones de los valles fluviales. Tomaron lo que quisieron de su cultura, pero se impusieron por la fuerza y legaron un nuevo estilo de arte sumerio caracterizado por el tema de la victoria real.
El imperio acadio no supuso el final de Sumer, sino su segundo período principal. Aunque en sí mismo fue una fase intermedia, tuvo importancia como expresión de un nuevo nivel de organización. En la época de Sargón, ya ha aparecido un auténtico Estado. La división entre la autoridad laica y la religiosa iniciada en el antiguo Sumer fue fundamental. Aunque lo sobrenatural seguía impregnando todos los aspectos de la vida cotidiana, se había consumado la separación de la autoridad laica y de la sacerdotal. Testimonio físico de ello es la aparición de palacios junto a los templos en las ciudades sumerias; la autoridad de los dioses respaldaba también a sus ocupantes.
Aunque sigue sin saberse cómo los notables de las primeras ciudades se convirtieron en reyes, probablemente la evolución del ejército profesional desempeñó un papel importante en ello. En algunos monumentos de Ur se puede ver una infantería disciplinada, que se mueve como una falange con los escudos superpuestos y las lanzas en ristre. En Acad se llega a algo similar al punto culminante del primer militarismo. Se decía que Sargón alimentaba a 5.400 soldados en su palacio. Este, sin duda, fue el final de un proceso que acumuló poder sobre poder, y la conquista proporcionó los recursos para mantener una fuerza de tal envergadura. Pero los principios podrían estar originalmente también en los desafíos y necesidades especiales de Mesopotamia. A medida que crecía la población, uno de los deberes principales del gobernante debió de ser movilizar la mano de obra suficiente para realizar grandes obras de riego y de control de las inundaciones. El poder para hacer estas obras podía también proporcionar soldados, y a medida que las armas se fueron haciendo más complejas y costosas, lo más probable es que el ejército se profesionalizara. Una de las causas del éxito acadio fue que este pueblo utilizaba una nueva arma, el arco compuesto, fabricado con tiras de madera y cuerno.
La hegemonía acadia fue relativamente breve. Transcurridos doscientos años, con el bisnieto de Sargón fue derrocada, aparentemente por unos pueblos de montaña, los guti, y comenzó el último período de Sumer, llamado «neosumerio» por los especialistas. Durante otros doscientos años aproximadamente, hasta el 2000 a.C., la hegemonía pasó de nuevo a manos de los sumerios nativos. Esta vez su centro fue Ur, y, aunque es difícil saber qué significaba en la práctica, el primer rey de la Tercera Dinastía de Ur que ejerció esta ascendencia se llamaba a sí mismo rey de Sumer y de Acad. El arte sumerio de este período muestra una nueva tendencia a exaltar el poder del príncipe; la tradición de los retratos populares del período arcaico casi desaparece. Se construyeron de nuevo templos, más grandes y mejores, y parece que los reyes trataron de reflejar su grandeza en los zigurats. Los documentos administrativos muestran que el legado acadio fue también fuerte; la cultura neosumeria tiene muchos rasgos semíticos, y la aspiración a extender la monarquía quizá sea reflejo de esta herencia. Las provincias que rindieron tributo a los últimos reyes de Ur se extendían desde Susa, en las fronteras de Elam, en el bajo Tigris, hasta Biblos, en la costa de Líbano.
Este fue el ocaso del primer pueblo que logró la civilización. Desde luego, no desapareció, pero su individualidad estaba a punto de fundirse en la historia general de Mesopotamia y de Oriente Próximo. Tras de sí dejaban su gran era creativa, que ha centrado nuestra atención sobre un área relativamente pequeña; los horizontes de la historia estaban a punto de ampliarse. Los enemigos abundaban en las fronteras. Hacia el 2000 a.C. llegaron los elamitas, y Ur cayó ante ellos. ¿Por qué? No lo sabemos. Había habido una hostilidad intermitente entre los pueblos durante mil años, y algunos han visto en ella el resultado de una lucha por el control de las rutas de Irán que pudiera garantizar el acceso a las tierras altas, donde había los minerales que necesitaba Mesopotamia. En cualquier caso, fue el final de Ur. Con él desapareció la característica tradición sumeria, fundida ya en los torbellinos de la corriente de un mundo donde había más de una civilización. A partir de ahora, solo sería visible de vez en cuando en las pautas que marcarían otros pueblos. Durante quince siglos aproximadamente, Sumer creó el subsuelo de la civilización en Mesopotamia, del mismo modo que sus antecesores precivilizados habían creado el subsuelo físico sobre el que aquel se alzó. Dejó la escritura, edificios monumentales, un concepto de justicia y legalidad, y las raíces de una gran tradición religiosa: un legado considerable y la semilla de muchas cosas más. La tradición mesopotámica tenía una larga vida ante sí, y en todas sus partes llevaba la marca de la herencia sumeria.
Mientras los sumerios construían su civilización, su influencia contribuía a introducir cambios en otros lugares. En todo el Creciente Fértil habían ido apareciendo nuevos reinos y pueblos, estimulados e instruidos por lo que veían en el sur y por el imperio de Ur, así como por sus propias necesidades. La difusión de las formas civilizadas ya era rápida, lo que hace muy difícil delimitar y clasificar con claridad los principales procesos que se sucedieron en estos siglos. Lo que es peor, Oriente Próximo fue durante largos períodos una gran confusión de pueblos, que se movían por razones que a menudo no entendemos. Los propios acadios habían sido uno de los pueblos que, procedentes originalmente de la gran reserva semítica de Arabia, terminaron en Mesopotamia. Los guti, que participaron en el derrocamiento de los acadios, eran caucásicos. De todos estos pueblos, el que más éxitos obtuvo fue el de los amorritas, de estirpe semítica, que se había extendido por todas partes y que se unió a los elamitas para derrotar a los ejércitos de Ur y destruir su supremacía. Se habían establecido en Asiria (o Alta Mesopotamia), en Damasco y en Babilonia, en una serie de reinos que llegaban incluso hasta las costas de Palestina. Se siguieron disputando la Mesopotamia meridional, el antiguo Sumer, con los elamitas. En Anatolia, sus vecinos eran los hititas, un pueblo indoeuropeo que cruzó los Balcanes en el tercer milenio. Y en las fronteras de esta enorme confusión existía otra antigua civilización, Egipto, y estaban los vigorosos pueblos indoeuropeos que habían ocupado Irán. El panorama refleja un caos; toda la región es un maremágnum de razas que penetran en ella desde todas partes, del que surgieron modelos difíciles de distinguir entre sí.
La aparición de un nuevo imperio en Mesopotamia de célebre nombre, Babilonia, marca un hito. Y, unido inseparablemente a él, otro nombre célebre: el de uno de sus reyes, Hammurabi. Hammurabi ocuparía un lugar seguro en la historia si no conociéramos de él más que su fama como legislador; su código es la plasmación más antigua del principio jurídico del ojo por ojo. También fue el primer gobernante que unificó toda Mesopotamia, y aunque el imperio fue efímero, la ciudad de Babilonia sería desde entonces el centro simbólico de los pueblos semitas del sur. Este imperio comenzó con el triunfo de una tribu amorrita sobre sus rivales en el confuso período que siguió al hundimiento de Ur. Hammurabi se convirtió en gobernante quizá en el 1792 a.C.; sus sucesores mantuvieron la unidad hasta aproximadamente el 1600 a.C., fecha en que los hititas destruyeron Babilonia, y Mesopotamia quedó una vez más dividida entre pueblos rivales que llegaban a ella desde todas partes.
En su momento de máximo esplendor, el primer imperio babilónico iba desde Sumer y el golfo Pérsico hasta Asiria en el norte, la parte septentrional de Mesopotamia. Hammurabi gobernó las ciudades de Nínive y Nimrud en el Tigris y la de Mari en el Éufrates, y controlaba ese río hasta su punto más próximo de Alepo. Con una superficie de unos 1.000 kilómetros de largo por aproximadamente 160 de ancho, era un gran Estado, el más grande, de hecho, aparecido en la región hasta entonces, ya que el imperio de Ur había tenido un carácter menos preciso, más tributario.
La estructura administrativa del imperio era compleja, y el código legislativo de Hammurabi es justamente famoso, aunque parte de su importancia la debe al azar. Al igual que probablemente se hacía con recopilaciones anteriores de sentencias y normas de las que solo han sobrevivido fragmentos, el código de Hammurabi estaba grabado en piedra y permanecía erigido en el patio de los templos para la consulta pública. Pero, con una mayor extensión y de una forma más ordenada que recopilaciones anteriores, este código reunía unos 282 artículos, que se ocupaban de forma exhaustiva de un amplio abanico de cuestiones: salarios, divorcio, honorarios médicos y muchos asuntos más. No era una legislación original, sino una exposición de las leyes vigentes, y hablar de un «código» podría ser engañoso si no se recuerda este aspecto. Hammurabi reunió normas ya existentes; no dictó esas leyes ex novo. Este cuerpo de leyes «consuetudinarias» proporcionó una de las mayores continuidades de la historia de Mesopotamia.
Parece que la familia, las tierras y el comercio eran las principales preocupaciones de esta recopilación de normas, que ofrece el retrato de una sociedad que va mucho más allá de la regulación basada en los lazos de parentesco, la comunidad local y el gobierno de los jefes del poblado. En la época de Hammurabi, el proceso judicial se había emancipado del templo y ejercían unos tribunales no sacerdotales, en los que se sentaban los notables de la ciudad y cuyas sentencias podían ser apeladas ante el propio rey. La estela de Hammurabi (la columna de piedra sobre la que se grabó su código) establecía claramente que su finalidad era asegurar la justicia haciendo pública la ley:

Que el hombre oprimido que tenga un pleito
venga a presencia de mi estatua
y leaatentamente mi estela inscrita.

desafortunadamente, parece que sus condenas se endurecieron en comparación con la práctica sumeria anterior, pero en otros aspectos, como en las leyes que afectan a la mujer, la tradición sumeria sobrevivió en Babilonia.
Las disposiciones del código de Hammurabi sobre la propiedad incluían leyes sobre la esclavitud. Babilonia, como todas las civilizaciones antiguas y muchas de la era moderna, dependía de la esclavitud. Muy posiblemente, el origen de esta sea la conquista; sin duda, la esclavitud era la suerte que esperaba probablemente a los perdedores de cualquiera de las guerras de la Antigüedad, así como a sus mujeres e hijos. Pero, en la época del primer imperio babilónico, ya existían mercados regulares de esclavos y había una estabilidad en el precio que indicaba un comercio bastante habitual. Los esclavos procedentes de ciertos distritos eran especialmente apreciados por sus cualidades. Aunque la propiedad del amo sobre el esclavo era prácticamente absoluta, algunos esclavos babilonios disfrutaban de una notable independencia, tomaban parte en negocios e incluso eran dueños a su vez de otros esclavos. Tenían derechos según la ley, si bien eran escasos.
Es difícil valorar lo que significaba en la práctica la esclavitud en un mundo que no comparte nuestro presupuesto de que la esclavitud carece de justificación. Las generalidades se disuelven a la luz de los testimonios sobre la diversidad de cosas que podían hacer los esclavos; si bien para la mayoría la vida era dura, probablemente lo era para todos en aquella época. Realmente, resulta difícil no sentir lástima por las vidas de los cautivos llevados como esclavos ante los reyes conquistadores que se pueden contemplar en decenas de monumentos conmemorativos, desde el «estandarte real» de Ur, de mediados del tercer milenio, hasta los relieves de piedra que relatan las conquistas asirias, de mil quinientos años después. El mundo antiguo basaba la civilización en la explotación del hombre por el hombre; que no se sintiera su gran crueldad solo significaba que no era concebible ninguna otra forma posible de vivir.
La civilización babilónica se convirtió en su momento en una leyenda de opulencia. La pervivencia de la asociación de una imagen determinada de la vida urbana —la mundana y perversa ciudad del placer y del consumo— con el nombre de Babilonia es un legado que indica la escala y la riqueza de su civilización, aunque se debe en su mayor parte a un período posterior. Sin embargo, queda lo suficiente como para ver la realidad que se oculta tras este mito, incluso del primer imperio babilónico. El gran palacio de Mari es un ejemplo notable: muros de doce metros de espesor rodeaban los patios, y unas trescientas habitaciones formaban un complejo que vertía sus aguas residuales en tuberías revestidas de betún y enterradas a nueve metros de profundidad. Ocupaba una superficie de unos 140 por unos 180 metros, y es el testimonio más notable de la autoridad de la que llegó a gozar el monarca. En este palacio también se han hallado grandes cantidades de tablillas de arcilla cuya escritura revela las actividades de las que se ocupaba el gobierno en aquel período.
Se han conservado muchas más tablillas del primer imperio babilónico que de sus antecesores o de sus sucesores más inmediatos, y se ha dicho que sus detalles nos permiten conocer mejor su civilización que la de algunos países europeos que existieron hace mil años. También aportan testimonios sobre la vida intelectual en Babilonia. Fue entonces cuando la Epopeya de Gilgamesh adoptó la forma en que la conocemos actualmente. Los babilonios dieron a la escritura cuneiforme una forma silábica, aumentando así enormemente su flexibilidad y utilidad. Su astrología impulsó la observación de la naturaleza y dejó otro mito, el de la sabiduría de los caldeos, nombre con el que a veces se denomina erróneamente a los babilonios. Con la esperanza de comprender sus destinos mediante el estudio de las estrellas, los babilonios crearon una ciencia, la astronomía, e hicieron una importante serie de observaciones que fueron otro legado de peso de su cultura. Después de siglos de observaciones desde sus inicios en Ur, hacia el año 1000 a.C. era posible predecir los eclipses lunares, y en dos o tres siglos más se había determinado con bastante exactitud la trayectoria del sol y de algunos planetas en relación con las posiciones de las estrellas, aparentemente inmóviles. Esta tradición científica se reflejó en las matemáticas, y crearon también una geometría algebraica de gran utilidad práctica.
La astronomía se inició en el templo, en la contemplación de los movimientos celestiales que anunciaban la llegada de las fiestas de la fertilidad y la siembra, y la religión babilónica se mantuvo próxima a la tradición sumeria. Al igual que las ciudades antiguas, Babilonia tenía un dios cívico, Marduk, que gradualmente fue ganando preponderancia entre sus rivales mesopotámicos, aunque fue un largo proceso. Hammurabi decía (lo que es significativo) que Anu y Enlil, los dioses sumerios, habían otorgado el liderazgo del panteón mesopotámico a Marduk, del mismo modo que le habían ordenado gobernar a todos los hombres para su bien. Las vicisitudes posteriores (a veces acompañadas por el secuestro de su estatua por los invasores) oscurecieron la posición de Marduk, pero después del siglo XII a.C. no volvió a ser cuestionado en general. Mientras, la tradición sumeria siguió viva hasta entrado el primer milenio a.C. en el uso del sumerio en la liturgia babilónica, en los nombres de los dioses y en los atributos de los que estos gozaban. La cosmogonía babilónica empezaba, como la de Sumer, con la creación del mundo de un erial acuoso (el nombre del dios significa «lodo») y con la fabricación final del ser humano como esclavo de los dioses. En una de sus versiones, los dioses hicieron a los hombres como si fueran ladrillos, a partir de moldes de arcilla. Era una representación del mundo acorde con la monarquía absoluta, en que los reyes ejercían un poder como el de los dioses sobre unos hombres que se afanaban penosamente en construir sus palacios y sostenían una jerarquía de funcionarios y grandes hombres que era reflejo de la jerarquía celeste.
El logro de Hammurabi no le sobrevivió mucho tiempo. Los acontecimientos en el norte de Mesopotamia señalaban la aparición de un nuevo poder aun antes de que Hammurabi creara su imperio. Hammurabi derribó un reino amorrita que se había establecido en Asiria al final de la hegemonía de Ur. Pero fue un éxito temporal. Siguieron casi mil años en los que Asiria iba a ser campo de batalla y recompensa, que eclipsaron finalmente a la Babilonia de la que estaba separada; el centro de gravedad de la historia mesopotámica se había desplazado definitivamente desde el antiguo Sumer hasta el norte. Los hititas, que se establecieron en Anatolia en el último cuarto del tercer milenio a.C., presionaron lentamente en los dos siglos siguientes; en este tiempo, adoptaron la escritura cuneiforme, que adaptaron a su propia lengua indoeuropea. Hacia el 1700 a.C., gobernaban las tierras situadas entre Siria y el mar Negro. Entonces, uno de sus reyes se dirigió hacia el sur contra una Babilonia ya debilitada y reducida a la antigua tierra de Acad. Su sucesor completó el avance; Babilonia cayó y fue saqueada, y la dinastía y los logros de Hammurabi llegaron a su fin. Pero, entonces, los hititas se retiraron y otros pueblos gobernaron y se disputaron Mesopotamia durante cuatro misteriosos siglos de los que poco sabemos, salvo que la separación de Asiria y Babilonia, que iba a ser tan importante en el siguiente milenio, se hizo definitiva.
En el 1162 a.C., la estatua de Marduk fue de nuevo retirada de Babilonia por los conquistadores elamitas. Para entonces, se había iniciado ya una era sumamente confusa y el foco de la historia universal se había desplazado desde Mesopotamia. La historia del imperio asirio aún continuó, pero sobre el fondo de una nueva oleada de migraciones en los siglos XII y XIII a.C. en las que otras civilizaciones intervinieron más directa y profundamente que los sucesores de los sumerios. Sin embargo, esos sucesores, que los conquistaron y desplazaron, construyeron sobre los cimientos de Sumer. Tanto en el aspecto técnico como en el intelectual, el jurídico y el teológico, Oriente Próximo, que en el 1000 a.C. fue absorbido por el torbellino de la política mundial —el término no era en aquella época demasiado drástico—, aún llevaba el sello de quienes construyeron la primera civilización. Su herencia se transmitiría, a su vez, en formas extrañamente transmutadas, a otros pueblos.

3. El antiguo Egipto
Mesopotamia no fue el único gran valle fluvial que alumbrara una civilización, pero el único ejemplo temprano que rivaliza con ella en antigüedad y duración es el de Egipto. Durante miles de años después de su desaparición, los vestigios físicos de la primera civilización del valle del Nilo fascinaron a la gente y dieron alas a su imaginación; incluso los griegos quedaron perplejos ante la leyenda de la sabiduría oculta de una tierra donde los dioses eran mitad humanos, mitad animales, y aún hoy hay quien pierde el tiempo tratando de discernir el significado sobrenatural de la disposición de las pirámides. El antiguo Egipto siempre ha sido nuestra mayor herencia visible de la Antigüedad.
La riqueza de sus restos arqueológicos es uno de los motivos por los que sabemos más de los egipcios que de gran parte de la historia mesopotámica. Por otro lado, existe también una importante diferencia entre ambas civilizaciones: la sumeria apareció primero, y la egipcia pudo beneficiarse de su experiencia y ejemplo. El significado exacto de esto ha dado origen a innumerables debates. Se han visto aportaciones mesopotámicas en el primer arte egipcio: en la presencia de sellos cilíndricos en los comienzos de la historia egipcia, en la semejanza de las técnicas constructivas de monumentos con ladrillos y en la deuda de los jeroglíficos, la escritura pictográfica de Egipto, con la antigua escritura sumeria. Que hubo importantes y fructíferos vínculos entre el antiguo Sumer y Egipto parece incuestionable, pero lo que probablemente nunca se sabrá es cómo y cuándo se produjo el primer encuentro de los pueblos del Nilo con Sumer. Al menos parece probable que, cuando se produjo, la influencia sumeria se transmitiera por medio de los pueblos del delta y del bajo Nilo. En cualquier caso, estas influencias actuaron en un entorno que siempre diferenció radicalmente la experiencia egipcia de la de cualquier otro centro de civilización: el que proporcionaba el propio Nilo, corazón de la prehistoria y de la historia de Egipto.
Egipto quedaba definido por el Nilo y los desiertos que lo flanqueaban; era el país que regaba el río, un oasis disperso y alargado. En la época prehistórica debió de ser también un gran pantano, de casi mil kilómetros de longitud y, salvo en el delta, de solo unos pocos kilómetros de ancho. Desde el principio, las inundaciones anuales del río fueron el mecanismo básico de la economía y fijaron el ritmo de la vida en sus riberas. La agricultura enraizó gradualmente en los lechos de lodo que se acumulaban año tras año, pero las primeras comunidades debieron de ser precarias y su entorno, semiacuático; gran parte de su vida ha quedado enterrada para siempre en los lechos de lodo del delta. Lo que queda de esta primera época son objetos fabricados y utilizados por los pueblos que vivieron en los bordes de las zonas de inundación o en las escasas áreas rocosas del interior del valle o de sus flancos. Antes del 4000 a.C., estos habitantes empezaron a sentir el impacto de un importante cambio climático; se acumuló la arena procedente de los desiertos y se produjo la desecación. Pertrechados con unas técnicas agrícolas elementales, los hombres pudieron bajar a trabajar los suelos del llano enriquecidos por las inundaciones.
Desde el principio, por tanto, el río fue el dador de vida para Egipto. Era más una deidad benévola cuya generosidad infinita se recibiría con agradecimiento, que la peligrosa y amenazadora fuente de inundaciones repentinas y catastróficas en medio de las cuales lucharon los hombres de Sumer para obtener tierras del lodazal. Era un entorno en el que la agricultura (aunque se estableció más tarde que en el Mediterráneo oriental o Anatolia) producía beneficios rápidos y abundantes, y que quizá hizo posible una «explosión» demográfica que liberó sus recursos humanos y naturales. Aunque, como muestran las señales de contactos en el cuarto milenio a.C., la influencia sumeria podría haber servido como factor de estímulo, no cabe decir que fuera decisiva; en el valle del Nilo siempre hubo un potencial para la civilización que quizá no necesitó ningún estímulo externo para desarrollarse. Al menos está claro que, cuando surgió finalmente la civilización egipcia, tuvo un carácter único que la diferencia de todo lo que podemos encontrar en otros lugares.
Las raíces más profundas de esta civilización deben estudiarse a partir de la arqueología y de la tradición posterior, que muestran la presencia de unos pueblos de lengua camita en el Alto Egipto (en el sur, es decir, Nilo arriba) en la época neolítica. Desde alrededor del 5000 a.C., estos pueblos cazaban, pescaban y recolectaban en el valle, y finalmente emprendieron su cultivo. Vivían en poblados agrupados en torno a centros comerciales y, al parecer, pertenecían a unos clanes que tenían animales como símbolo o tótem, que reproducían en su cerámica. Esta fue la base de la organización política que finalmente se estableció en Egipto, que empezó con el surgimiento de unos jefes de clanes que controlaban las regiones habitadas por sus seguidores.
Ya en sus comienzos, estos pueblos contaban con varios logros tecnológicos importantes, aunque no parece que fueran unos agricultores tan avanzados como los de otros lugares del antiguo Oriente Próximo. Sabían construir embarcaciones de papiro, trabajar materiales duros como el basalto y convertir el cobre en pequeños artículos para el uso cotidiano. Eran, por así decir, bastante competentes mucho antes del surgimiento de la escritura, había artesanos especializados y, a juzgar por sus joyas, existían diferencias muy marcadas de clase o posición social. Entonces, en algún momento alrededor del cuarto milenio, se produjo una intensificación de las influencias externas, aparentemente primero en el norte, en el delta. Los indicios de comercio y de contactos con otras regiones se multiplican, sobre todo con Mesopotamia, cuya influencia aparece en el arte de esta época. Mientras tanto, la caza y la agricultura ocasional dan paso a un cultivo más intenso. En el arte aparece el bajorrelieve, que será tan importante después en la tradición egipcia; los objetos de cobre son más abundantes. Todo parece surgir de pronto, al mismo tiempo, casi sin antecedentes, y a esta época pertenece la estructura política básica del futuro imperio.
En algún momento del cuarto milenio se unieron dos imperios, uno al norte y otro al sur, uno en el Bajo Egipto y otro en el Alto Egipto. Un dato de interés que lo diferencia de Sumer es la inexistencia de ciudades-estado. Egipto parece pasar directamente de la precivilización al gobierno de zonas extensas. Las primeras ciudades egipcias eran los mercados de los agricultores; las comunidades agrarias y los clanes se unieron en grupos que constituyeron la base de las posteriores provincias. Egipto sería una unidad política setecientos años antes de que lo lograra Mesopotamia, e, incluso después, su experiencia de la vida urbana iba a ser muy limitada.
De los reyes de los dos Egiptos sabemos poco hasta alrededor del 3200 a.C., pero podemos suponer que eran los triunfadores finales de siglos de luchas para consolidar el poder sobre grupos cada vez mayores de personas. Es hacia esa misma época cuando comienza a haber testimonios escritos, y dado que la escritura existe desde el mismo comienzo de la historia egipcia, podemos reconstruir un relato mucho más histórico del desarrollo de su civilización que en el caso de Sumer. En Egipto, la escritura se utilizó desde su aparición no solo como un instrumento administrativo y económico, sino también para registrar acontecimientos en monumentos y reliquias concebidos para que perduraran.
Hacia el 3200 a.C., los testimonios indican que un gran rey del Alto Egipto, Menes, conquistó el norte. Egipto se unificó, por tanto, en un enorme Estado de casi mil kilómetros de longitud, que seguía el río hasta Abu Simbel. Iba a ser incluso mayor y a extenderse más, aguas arriba del gran río que era su corazón, y también iba a sufrir rupturas periódicas, pero este es efectivamente el comienzo de una civilización que sobreviviría hasta la era clásica de Grecia y Roma. Durante casi tres mil años —mil más de lo que hasta ahora ha durado la cristiandad— Egipto fue una entidad histórica, y durante la mayor parte de este tiempo, fuente de maravillas y objeto de admiración. En un período tan largo ocurrieron muchas cosas, de las que no lo sabemos en modo alguno todo, pero son la estabilidad y la capacidad de conservación de la civilización egipcia lo que más nos sorprende de ella, no sus vicisitudes.
A grandes rasgos, la época de mayor esplendor de esa civilización tuvo lugar alrededor del 1000 a.C. Antes de esa fecha, cabe visualizar fácilmente la historia egipcia en cinco grandes etapas. Tres de ellas se denominan, respectivamente, Imperio Antiguo, Imperio Medio e Imperio Nuevo, separadas entre sí por otras dos denominadas Primer Período Intermedio y Segundo Período Intermedio. En términos muy generales, los tres «imperios» son períodos de éxito o al menos de gobierno consolidado, y las dos etapas intermedias son transiciones caracterizadas por la debilidad y la desorganización, debidas a causas externas e internas. Es como una especie de pastel dividido en capas, con tres pisos de sabores diferentes separados por dos de mermelada informe.
Esta no es en modo alguno la única forma de entender la historia egipcia, ni a todos los efectos la mejor. Muchos especialistas utilizan una forma alternativa de establecer la cronología del antiguo Egipto, en función de más de treinta dinastías de faraones, sistema que tiene la gran ventaja de estar relacionada con criterios objetivos; evita las discrepancias, perfectamente oportunas pero molestas, sobre si, por ejemplo, las primeras dinastías han de situarse en el «Imperio Antiguo» o distinguirse como un período «arcaico» diferente, o sobre la línea que hay que trazar al principio o al final del Período Intermedio. Sin embargo, un esquema en cinco partes, si a ellas unimos un preludio arcaico, es suficiente para entender la historia del Egipto antiguo. Las fechas y dinastías de cada período se exponen a continuación.

Dinastías
I - II Período dinástico temprano, 3000 - 2686 a.C.
III - VIII Imperio Antiguo, 2686 - 2150 a.C.
IX - XI Primer Período Intermedio, 2160 - 2055 a.C.
XII - XIV Imperio Medio, 2055-1650 a.C.
XV - XVII Segundo Período Intermedio, 1650-1550 a.C.
XVIII - XX Imperio Nuevo, 1550 - 1069 a.C.

Al igual que en la historia mesopotámica, también se produce una especie de ruptura cuando Egipto queda atrapado en medio de una gran serie de trastornos que se originan fuera de sus fronteras, a los que cabe razonablemente aplicar el manido término «crisis». Cierto es que la antigua tradición egipcia no llega realmente a su fin hasta varios siglos después, y algunos egipcios modernos insisten en la continuidad del sentido de la identidad entre los egipcios desde la época de los faraones. Sin embargo, el principio del primer milenio puede servir para fijar cómodamente el punto en que la historia se interrumpe, aunque solo sea porque a partir de entonces los grandes logros de los egipcios empezaron a quedar atrás.
Los grandes logros de Egipto fueron sobre todo obra del Estado monárquico y en él se centraron. La forma de Estado era en sí misma la expresión de la civilización egipcia. El primer foco fue Menfis, la capital del Imperio Antiguo, cuya construcción se inició en vida de Menes. Posteriormente, con el Imperio Nuevo, la capital estuvo normalmente en Tebas, aunque hubo también períodos de incertidumbre sobre su ubicación. Menfis y Tebas fueron grandes centros religiosos y complejos palaciegos; no progresaron realmente hacia un auténtico urbanismo. La ausencia de ciudades con anterioridad a esta época tuvo también importancia política. Los reyes egipcios no surgieron, a diferencia de los de Sumer, como los «grandes hombres» de la comunidad de una ciudad-estado que originariamente delegara en ellos la capacidad de obrar en su nombre. Tampoco fueron simplemente hombres que, como los demás, estuvieran sometidos a los dioses que gobernaban a todos los hombres, grandes o pequeños. La tensión entre palacio y templo no existía en Egipto, y cuando surgió, la monarquía egipcia no tuvo rival. Los faraones serían dioses, no sirvientes de los dioses.
No fue hasta el Imperio Nuevo cuando empezó a aplicarse el título de «faraón» a la persona del rey; anteriormente, el término se utilizaba para indicar la residencia del rey y de su corte. Sin embargo, los monarcas egipcios ya tenían desde mucho antes la autoridad que tanto iba a impresionar al mundo antiguo, y que se manifiesta en el tamaño con que son representados en los primeros monumentos. Esta autoridad la heredaron en definitiva de los reyes prehistóricos, que poseían un carácter sagrado especial por su poder para asegurar la prosperidad mediante el éxito en la agricultura. Tales poderes se atribuyen aún hoy a algunos reyes africanos hacedores de lluvia; en el antiguo Egipto, el centro era el Nilo. Se creía que los faraones controlaban la subida y la bajada de sus aguas; la propia vida, ni más ni menos, para las comunidades ribereñas. Los primeros rituales que conocemos de la monarquía egipcia se refieren a la fertilidad, al riego y al aprovechamiento de las tierras. Las primeras representaciones de Menes le muestran excavando un canal.
Con el Imperio Antiguo aparece la idea de que el rey es el señor absoluto de la tierra. Pronto se le venerará como descendiente de los dioses, los señores originales de la tierra, y se convierte en un dios, en Horus, hijo de Osiris, asumiendo los poderosos y terribles atributos del creador divino del orden. A sus enemigos se los representa colgados en filas como cadáveres de aves de caza, o arrodillados suplicando que, como a los enemigos menos afortunados, no se les rompa ritualmente el cráneo. La justicia es «lo que ama el faraón» y el mal, «lo que odia el faraón»; este es divinamente omnisciente, y no necesita código ni ley, pues es el guía. Más tarde, con el Imperio Nuevo, se representaba a los faraones con la estatua heroica de los grandes guerreros de otras culturas contemporáneas; se les muestra en sus carros, como poderosos hombres de la guerra, aplastando a sus enemigos y sacrificando con pulso firme animales de presa. Quizá pueda inferirse cierta secularización de este cambio, pero no sitúa a la monarquía egipcia fuera del ámbito de lo sagrado y terrible. «Es un dios cuyos tratos dan la vida, el padre y la madre de todos los hombres, único en sí mismo, sin igual», escribía uno de los altos funcionarios del faraón aún en el 1500 a.C.
Hasta el Imperio Medio, solo el faraón esperaba vivir después de la muerte. Egipto, más que ningún otro Estado de la Edad del Bronce, siempre hizo hincapié en la encarnación del dios en el rey, aun cuando las realidades de la vida en el Imperio Nuevo y la aparición del hierro cuestionaran cada vez más dicho concepto. Después, los desastres que asolaron Egipto a causa de los extranjeros harían imposible seguir creyendo que el faraón fuera el dios de todo el mundo.
02.jpgMucho antes del Imperio Nuevo, el Estado egipcio adquirió otra armazón institucional: una compleja e impresionante jerarquía de burócratas. En su cúspide estaban los visires, los gobernadores provinciales y los altos funcionarios, que procedían principalmente de la nobleza; algunos de los más importantes eran enterrados con una pompa que rivalizaba con la de los faraones. Las familias menos eminentes proporcionaban los miles de escribas necesarios para proveer de personal y atender una compleja administración dirigida por el jefe de los funcionarios. El carácter distintivo de esta burocracia puede percibirse en los textos literarios que enumeran las virtudes necesarias para ser un buen escriba: dedicación al estudio, autocontrol, prudencia, respeto a los superiores y consideración escrupulosa al carácter sagrado de los pesos, las medidas, los bienes raíces y las formas jurídicas. Los escribas recibían su formación en una escuela especial en Tebas, donde no solo se enseñaban la historia y la literatura tradicionales y el dominio de diversas formas de escritura, sino, al parecer, también agrimensura, arquitectura y contabilidad.
La burocracia dirigía un país en el que la mayor parte de sus habitantes eran campesinos. La vida de estos no podía ser del todo cómoda, ya que servían de mano de obra para las grandes obras públicas de la monarquía y proporcionaban los excedentes de los que podían subsistir la clase noble, la burocracia y un gran aparato religioso. Pero la tierra era rica y estaba cada vez mejor controlada por técnicas de riego establecidas en un período predinástico, que fueron probablemente una de las primeras manifestaciones de la capacidad inigualada de movilizar el esfuerzo colectivo, que sería una de las características del gobierno egipcio. Verduras, cebada y trigo eran los principales cultivos de los campos que recorrían los canales de riego, y la dieta que estos hacían posible era complementada por las aves de corral, el pescado y la caza (todo lo cual figura en abundancia en el arte egipcio). El ganado se empleaba para la tracción y el arado, al menos ya en el Imperio Antiguo. Con pocos cambios, esta agricultura siguió siendo la base de la vida en Egipto hasta la época moderna, y fue suficiente para convertirla en el granero de los romanos.
En el excedente de esta agricultura se basaba también la espectacular y notable forma egipcia de ostentación, un amplio conjunto de grandes obras públicas de piedra de antigüedad inigualable. En el antiguo Egipto, las casas y los edificios agrícolas se construían con los ladrillos de adobe que ya se utilizaban en tiempos predinásticos; no estaban concebidos para desafiar la eternidad. Los palacios, las tumbas y los monumentos conmemorativos de los faraones eran otro asunto; estaban construidos de piedra, de la que se disponía en abundancia en algunas zonas del valle del Nilo. Aunque se labraba cuidadosamente con herramientas, primero de cobre y después de bronce, y a menudo estaba adornada con primorosos grabados y pinturas, la tecnología aplicada para utilizar este material no era nada complicada. Los egipcios inventaron la columna de piedra, pero su gran logro en construcción no fue tanto arquitectónico y técnico como social y administrativo. Sus creaciones se basaban en una concentración sin precedentes y casi inigualable de mano de obra. Bajo la dirección de un escriba, se utilizaba a miles de esclavos y a veces regimientos enteros de soldados para tallar y manipular las enormes masas de las construcciones egipcias. Con la única y elemental ayuda de palancas y trineos —no existían manivelas, poleas ni aparejos de poleas—, y mediante la construcción de colosales rampas de tierra, se edificaron una sucesión de monumentos que aún nos sorprenden.
Los primeros fueron construidos durante la dinastía III; los más famosos son las pirámides de las tumbas de los reyes, de Saqqara, cerca de Menfis. Una de ellas, la «pirámide escalonada», fue la obra maestra del primer arquitecto cuyo nombre ha llegado hasta nosotros, Imhotep, canciller del rey. Su obra fue tan impresionante que posteriormente se le deificó —como dios de la medicina—, además de ser reverenciado como astrónomo, sacerdote y sabio. Se le atribuye el comienzo de la edificación en piedra, y no es difícil creer que la construcción de algo tan novedoso como dicha pirámide, de sesenta metros de altura, se considerara la manifestación de un poder divino. Tanto esta como las demás pirámides se alzaron en una civilización que hasta entonces vivía solo en casas de barro. Más o menos un siglo después, se emplearon bloques de piedra de quince toneladas cada uno para la construcción de la pirámide de Keops, y fue en esta época (durante la dinastía IV) cuando se terminaron las mayores pirámides de Guiza. La construcción de la pirámide de Keops duró veinte años; la leyenda de que trabajaron en ella 100.000 hombres se considera actualmente una exageración, pero debieron de necesitarse muchos miles, y las enormes cantidades de piedra (entre 5 y 6 millones de toneladas) se trajeron de lugares situados hasta a 800 kilómetros de distancia. Esta colosal construcción está perfectamente orientada, y sus lados, de 228,6 metros de largo, tienen una diferencia de menos de veinte centímetros, solo un 0,09 por ciento de diferencia. No resulta sorprendente que las pirámides figuraran más tarde entre las siete maravillas del mundo, ni que sean las únicas de esas maravillas que sobreviven. Eran el mayor testimonio del poder y de la confianza en sí mismo del Estado faraónico. Naturalmente, no fueron los únicos grandes monumentos de Egipto. Cada una de ellas era solo la construcción dominante de un gran complejo de edificaciones agrupadas en torno a la residencia del rey después de su muerte. En otros emplazamientos había grandes templos, palacios y las tumbas del valle de los Reyes.
Estas enormes obras públicas fueron, en sentido tanto real como figurado, lo más grande que dejaron los egipcios a la posteridad, y hacen menos sorprendente que después se considerara a los egipcios también unos grandes científicos; nadie creía que estos enormes monumentos no se basaran en las habilidades matemáticas y científicas más refinadas. Pero esta deducción no es válida, y de hecho no es cierta. Aunque los egipcios eran unos excelentes agrimensores, solo en tiempos recientes ha comenzado la ingeniería a requerir matemática más avanzada; y no hay duda de que esa técnica no fue necesaria para erigir las pirámides. Lo que sí era imprescindible era una notable competencia en la medición y la manipulación de ciertas fórmulas para calcular volúmenes y pesos, y hasta ahí llegaron las matemáticas egipcias, con independencia de lo que crean sus admiradores posteriores. Es sabido que los matemáticos modernos no tienen en mucha estima los logros teóricos de los egipcios, que, sin duda, no superaron a los babilonios en este arte. Los egipcios trabajaban con una numeración decimal que a primera vista parece moderna, pero, analizado en perspectiva, quizá su única contribución significativa a las matemáticas posteriores fuera la invención de las fracciones.
Sin duda, unas matemáticas primitivas explican en parte lo estéril de las empresas astronómicas de los egipcios, otro campo en el que la posteridad, paradójicamente, les atribuiría grandes logros. Cierto es que sus observaciones eran lo bastante exactas como para permitir la predicción de la crecida del Nilo y el ritual alineamiento de los edificios, pero su astronomía teórica carecía de valor. En este ámbito también les superaban con creces los babilonios. Las inscripciones en las que se registró la ciencia astronómica egipcia suscitarían siglos de respeto entre los astrólogos, pero su valor científico era escaso y su capacidad predictiva solo alcanzaba un plazo relativamente corto. La única obra sólida basada en la astronomía egipcia fue el calendario. Los egipcios fueron el primer pueblo que fijó el año solar de 365,25 días, que dividieron en doce meses, cada uno de ellos de tres «semanas» de diez días, con cinco días sobrantes al final del año; una disposición, cabe observar, que se recuperaría en 1793, cuando los revolucionarios franceses trataron de sustituir el calendario cristiano por uno más racional.
El calendario, aunque debía mucho a la observación de los astros, debió de reflejar también, en sus orígenes remotos, la observación del gran latido del corazón de la vida egipcia, las inundaciones del Nilo. Estas daban al agricultor egipcio un año de tres estaciones, cada una de ellas de unos cuatro meses de duración: una para la siembra, una de inundación y otra para la cosecha. Pero el infinito ciclo del Nilo también influyó en Egipto a niveles más profundos.
La estructura y solidez de la vida religiosa del antiguo Egipto influyeron enormemente en otros pueblos. Heródoto creía que los griegos habían adquirido los nombres de sus dioses de Egipto; estaba equivocado, pero es interesante que lo pensara. Más tarde, los emperadores romanos consideraron los cultos a los dioses egipcios una amenaza y fueron prohibidos con frecuencia, aunque finalmente tuvieron que ser tolerados, tan grande era su atractivo. Los conjuros y la charlatanería con sabor egipcio atraían aún a los europeos cultos del siglo XVIII; una expresión más divertida e inocente de la fascinación por el mito del antiguo Egipto puede verse todavía en los rituales de los shriners, hermandades secretas de respetables hombres de negocios norteamericanos que desfilan en las grandes ocasiones por las calles de sus pequeñas ciudades vestidos con fez y pantalones bombachos. De hecho, el vigor de la religión egipcia tuvo cierta continuidad y esta, al igual que otros aspectos de su civilización, sobrevivió mucho tiempo a las formas políticas que la sostuvieron y le dieron cobijo.
Sin embargo, aún hay algo a lo que es particularmente difícil enfrentarse. Palabras como vigor pueden ser malinterpretadas; la religión en el antiguo Egipto era mucho más un marco que lo impregnaba todo, tan dado por descontado como el sistema circulatorio del cuerpo humano, que una estructura independiente como la que posteriormente sería la Iglesia. Por supuesto, existían las figuras religiosas, sacerdotes asociados con lugares y cultos concretos, y ya en el antiguo Egipto algunos de esos sacerdotes tenían estatus social suficiente para asegurarse un entierro privilegiado. Pero sus templos eran almacenes y puntos de comercio además de lugares de culto, y muchos de los antiguos sacerdotes solían combinar sus obligaciones rituales con las de los escribanos, administradores y burócratas. No podían compararse con lo que posteriormente se asociaría al clero.
La religión no se consideraba conscientemente una fuerza viva y en crecimiento, sino que, por el contrario, era un aspecto de la realidad, una descripción de un cosmos inmutable. Pero esta también podría ser una forma equívoca de expresarlo. Un importante libro sobre la visión del mundo de los primeros mesopotámicos y egipcios lleva el sugerente título de Antes de la filosofía; hemos de recordar que muchos conceptos y distinciones que damos por supuestos al evaluar las mentalidades de otras épocas (e incluso al hablar de ellas) no existían para los hombres en cuyas mentes tratamos de penetrar. La frontera entre religión y magia, por ejemplo, le importaba muy poco al antiguo egipcio, aunque fuera consciente de que una y otra tenían su propia eficacia. Se ha dicho que la magia estuvo siempre presente como una especie de cáncer en la religión egipcia; aunque la imagen es demasiado interpretativa, expresa bien la intimidad del vínculo. Otra distinción de la que carecía el antiguo Egipto era la que la mayoría de nosotros hacemos automáticamente entre el nombre y la cosa. Para el antiguo egipcio, el nombre era la cosa; el objeto real que nosotros separamos de su designación era idéntico a esta. Igual podría ocurrir con otras imágenes. Los egipcios vivían en el simbolismo como peces en el agua, dándolo por supuesto, por lo que, para comprenderlos, hemos de abrirnos paso a través de los presupuestos de nuestra propia era, poco propensa a dar valor a los símbolos.
En la valoración del significado y la función de la religión en el antiguo Egipto interviene una visión completa del mundo. En principio, hay un abrumador testimonio de su importancia: durante casi todo el tiempo que duró su civilización, los antiguos egipcios mostraron una tendencia notablemente uniforme a buscar a través de la religión una forma de penetrar en la diversidad del flujo de la experiencia corriente, con el fin de llegar a un mundo inmutable más fácil de comprender por medio de la vida que vivían ahí los muertos. Quizá se detecte aquí también el latido del Nilo; todos los años, el río lo cubría todo para crearlo de nuevo, pero su ciclo era siempre recurrente, inmutable, la encarnación de un ritmo cósmico. El cambio supremo que amenazaba a la gente era la muerte, la máxima expresión de desintegración y flujo que era su experiencia común. La religión egipcia parece obsesionada desde sus inicios con ella: sus expresiones más conocidas son, después de todo, las momias y los ajuares funerarios de las cámaras mortuorias que se conservan en nuestros museos. En el Imperio Medio, llegó a creerse que todos los egipcios, no solo el rey, podían esperar una vida en otro mundo. Conforme a ello, a través del ritual y el símbolo, a través de la preparación de los argumentos que tendría que exponer ante sus jueces en el otro mundo, la gente podía prepararse para la otra vida con una razonable confianza en alcanzar el bienestar inmutable que ésta en principio ofrecía. La visión egipcia de la otra vida era, por tanto, diferente de la sombría versión de los mesopotámicos; la gente podía ser feliz en ella.
La lucha por asegurar este resultado a tanta gente durante tantos siglos confiere a la religión egipcia una cualidad heroica. Es la explicación, también, del cuidado obsesivo y primoroso que muestran en la preparación de las tumbas y la conducción de los muertos a su lugar de eterno descanso. Sus expresiones más conocidas son la construcción de las pirámides y la práctica de la momificación. En el Imperio Medio se tardaban setenta días en preparar los ritos funerarios y la momificación de un rey.
Parece ser que los egipcios creían que, después de la muerte, una persona podía esperar ser juzgada ante Osiris; si la sentencia era favorable, viviría en el reino de Osiris; si no lo era, se la abandonaría a merced de un monstruoso destructor, en parte cocodrilo, hipopótamo y león. Esto no significaba, sin embargo, que en vida los seres humanos solo tuvieran que aplacar a Osiris, ya que el enorme panteón egipcio tenía unos doscientos dioses y había varios cultos importantes. Muchos de ellos tenían su origen en deidades animales prehistóricas. Horus, el dios halcón, era también el dios de la dinastía, y probablemente llegó con los misteriosos invasores del cuarto milenio a.C. Estos animales sufrieron una lenta humanización, aunque incompleta; los artistas unieron sus cabezas de animales a cuerpos humanos. Estas criaturas totémicas adoptaban formas nuevas cuando los faraones buscaban, mediante la consolidación de sus cultos, alcanzar fines políticos. De esta forma, el culto de Horus se consolidó con el de Amón-Ra, el dios-sol, de quien procedía el faraón considerado su encarnación. Este era el culto oficial de la gran era de la construcción de las pirámides, y en modo alguno supuso el final de la historia.
Horus sufrió posteriormente otra transformación, para aparecer como el hijo de Osiris, figura central de un culto nacional, y de su consorte Isis. Esta diosa de la creación y del amor era probablemente la más antigua de todos; sus orígenes, como los de otras deidades egipcias, se remontan a la era predinástica, y es uno de los resultados de la evolución de la ubicua diosa-madre de la que sobreviven testimonios en todo el Oriente Próximo del Neolítico. Isis perduraría largo tiempo, y su imagen, con el Horus niño en brazos, sobrevivió en la iconografía cristiana de la Virgen María.
La religión egipcia es un tema sumamente complicado. Los cultos variaban de un lugar a otro, e incluso había variaciones ocasionales de tipo doctrinal y especulativo. La más famosa de ellas fue el intento de un faraón del siglo XIV de establecer el culto de Atón, otra manifestación del sol, en el que algunos han querido ver la primera religión monoteísta. Pero en todo ello se percibe un sentido recurrente de lucha por la síntesis, aun cuando a menudo esta sea la expresión del interés dinástico o político. Gran parte de la historia de la religión egipcia debe de ser, si pudiéramos descifrarla, la historia de los altibajos que sufrieron los cultos principales; en realidad, más política que religión.
No solo eran parte interesada los faraones. Las instituciones que mantenían estas creencias estaban en manos de una clase sacerdotal hereditaria, iniciada en unos rituales en cuyos santuarios interiores casi nunca penetraban los adoradores comunes. Las estatuas de culto situadas en el altar del templo rara vez eran vistas salvo por los sacerdotes. Con el paso del tiempo, estos llegaron a tener importantes intereses creados en la popularidad y buen estado de sus cultos.
Los dioses cobran gran importancia en el antiguo arte egipcio, pero este contiene muchos más temas. Se basaba en un naturalismo fundamental de la representación que, pese a las limitaciones de las convenciones de la expresión y del gesto, confiere a los dos milenios de arte clásico egipcio una hermosa simplicidad al principio y, más tarde, en un período más decadente, un encanto y una accesibilidad muy atractivos. Permitió la representación realista de escenas de la vida cotidiana en las que se muestran temas rurales de la agricultura, la pesca y la caza, a los artesanos trabajando en sus productos y a los escribas ejerciendo su oficio. Pero ni el contenido ni la técnica son en última instancia la característica más sorprendente del arte egipcio, sino su estilo duradero. Durante unos dos mil años, los artistas pudieron trabajar de forma satisfactoria dentro de la misma tradición clásica. Sus orígenes podrían deber algo a Sumer, y posteriormente se mostró capaz de tomar prestado de otras influencias extranjeras, pero la fuerza y solidez de la tradición central y nativa nunca decayeron. Debió de ser una de las características visuales más impresionantes de Egipto para un visitante de la Antigüedad; tal era su congruencia. Si exceptuamos las obras del Paleolítico Superior, de las que sabemos tan poco, es la tradición continua más larga y poderosa de toda la historia del arte.
No resultó trasladable. Quizá los griegos tomaron la columna del antiguo Egipto, donde tuvo sus orígenes en el manojo de cañas mezcladas con barro del que el estriado es una reminiscencia. Lo que es evidente, aparte de esto, es que, aunque los monumentos de Egipto fascinaron siempre a artistas y arquitectos de otras tierras, el resultado, aun cuando estos los explotaron con éxito para sus propios fines, fue siempre superficial y exótico. El estilo egipcio nunca arraigó en ningún otro lugar; surge de tiempo en tiempo a lo largo de las épocas como motivo de decoración y embellecimiento: esfinges y serpientes en muebles, un obelisco aquí, una película allá. El arte egipcio solo hizo una gran contribución integral al futuro: el establecimiento, para el trazado de las enormes figuras grabadas y pintadas en los muros de tumbas y templos, de los cánones clásicos de proporción del cuerpo humano. Estos cánones pasarían, a través de los griegos, al arte occidental, y artistas como Leonardo seguirían sintiéndose fascinados por ellos, aunque para entonces la contribución era ya teórica y no estilística.
Otro gran logro artístico que no quedó circunscrito a Egipto, aunque sí fue excepcionalmente importante allí, fue la caligrafía. Parece que los egipcios adoptaron deliberadamente el invento sumerio de representar los sonidos en lugar de las cosas, pero rechazaron la escritura cuneiforme e inventaron, en su lugar, la escritura jeroglífica. En vez de ordenar la misma forma básica de diferentes modos, que fue la técnica que había evolucionado en Mesopotamia, los egipcios escogieron deliberadamente pequeños dibujos casi naturalistas. Su escritura era mucho más decorativa que cuneiforme, pero también mucho más difícil de dominar. Los primeros jeroglíficos aparecen antes del 3000 a.C., y el último ejemplo conocido fue escrito en el 394. Casi cuatro mil años es una vida impresionantemente larga para una caligrafía. Pero aún pasarían otros catorce siglos y medio tras su desaparición hasta que los no iniciados pudieron leerla, hasta que un erudito francés descifrara las inscripciones de la «piedra Rosetta», llevadas a Francia tras su descubrimiento por un grupo de científicos que acompañaban al ejército francés en campaña por Egipto. Al parecer, ninguno de los autores clásicos de la Antigüedad que escribió sobre Egipto aprendió nunca a leer los jeroglíficos, pese al enorme interés que suscitaban. Pero ahora creemos que los jeroglíficos tuvieron importancia en el mundo y no solo en la historia egipcia, porque fueron un modelo para las escrituras semíticas del segundo milenio a.C., convirtiéndose así en un antepasado lejano del moderno alfabeto latino, difundido por todo el mundo en nuestra era.
En el mundo antiguo, la capacidad de leer los jeroglíficos era la clave de la posición que ocupaba la casta sacerdotal y, conforme a ello, un secreto profesional celosamente guardado. Los jeroglíficos se utilizaron desde la época predinástica para los testimonios históricos, y, ya en la dinastía I, la invención del papiro —tiras de médula de caña entretejidas y prensadas hasta formar una superficie homogénea— proporcionó un medio cómodo para su difusión. He aquí una auténtica contribución al progreso de la humanidad. El invento del papiro tuvo mucha más importancia para el mundo que el jeroglífico; más barato que la piel (de la que se fabricaba el pergamino) y más cómodo (aunque más perecedero) que las tablillas de arcilla o de pizarra, constituyó la base más utilizada para la correspondencia y los documentos en Oriente Próximo hasta bien entrada la era cristiana, cuando el papel llegó al mundo mediterráneo desde el Lejano Oriente (y hasta el papel tomó su nombre del papiro). Poco después de la aparición del papiro, los escribas comenzaron a unir sus hojas en un largo rollo; así inventaron los egipcios el libro, además del material en el que se pudo escribir por primera vez y una escritura predecesora de la nuestra. Esta podría ser nuestra mayor deuda con los egipcios, dado que una enorme parte de lo que conocemos de la Antigüedad nos llega a través del papiro.
Sin duda, la leyenda de la habilidad de quienes practicaban su religión y su magia y la espectacular plasmación de sus logros políticos en el arte y la arquitectura, explican en gran medida el continuo prestigio de Egipto. Pero, si se estudia comparativamente, su civilización no parece ni muy fértil ni muy sensible. La tecnología no es en modo alguno una prueba infalible —ni fácil de interpretar—, pero sugiere un pueblo lento para la adopción de nuevas destrezas, renuente a innovar una vez que dio el salto creativo hacia la civilización. La arquitectura en piedra es la única innovación destacada durante mucho tiempo tras la aparición de la escritura. Aunque el papiro y la rueda se conocían en la dinastía I, Egipto llevaba ya en contacto con Mesopotamia dos mil años cuando adoptó la noria de balancín, que en el otro valle fluvial se usaba desde hacía tiempo para regar las tierras.
Quizá el peso de la rutina era insuperable, dado el trasfondo de inmutable seguridad que proporcionaba el Nilo. Aunque el arte egipcio representaba a obreros organizados en equipos para la subdivisión de los procesos de fabricación hasta un punto que recuerda en algo a la fábrica moderna, muchas herramientas importantes no llegaron a Egipto hasta bastante después que a otros lugares. No hay un testimonio definitivo de la presencia del torno de alfarería antes del Imperio Antiguo; y pese a toda la destreza de la orfebrería y la calderería, la fabricación de bronce no aparece hasta bien entrado el segundo milenio a.C. y el torno hubo de esperar a la era helenística. El taladro de arco era casi la única herramienta de que disponían los artesanos egipcios para la multiplicación y transmisión de la energía.
Solo en la medicina muestran los egipcios una originalidad y unos logros indiscutibles que se remontan al menos hasta el Imperio Antiguo. Hacia el 1000 a.C., la preeminencia egipcia en este arte era internacional y justificadamente reconocida. Aunque la medicina egipcia nunca fue del todo separable de la magia (sobreviven gran número de prescripciones mágicas y de amuletos), tuvo un apreciable contenido de racionalidad y de pura observación empírica, y llegaba hasta el conocimiento de las técnicas contraceptivas. Su contribución indirecta a la historia posterior fue asimismo grande, con independencia de su eficiencia en la época; gran parte de nuestros conocimientos sobre los medicamentos y plantas que constituyen la materia médica los establecieron por vez primera los egipcios, y desde estos llegaron finalmente, a través de los griegos, hasta los científicos de la Europa medieval. Es digno de consideración que fueran los egipcios quienes iniciaran el uso de un remedio tan efectivo como el aceite de ricino. En este aspecto, Egipto superó con creces a Mesopotamia.
Lo que puede concluirse sobre la salud de los antiguos egipcios es otra cosa. No parecen haberse preocupado tanto por el abuso del alcohol como los mesopotámicos, pero no es fácil deducir nada de ello. Algunos especialistas han dicho que hubo una tasa excepcionalmente alta de mortalidad infantil y existen pruebas innegables de algunas enfermedades entre los adultos; sea cual sea la explicación, los numerosos cuerpos momificados que han llegado hasta nosotros no revelan ningún caso de cáncer, raquitismo o sífilis. Por otra parte, parece que, ya en el segundo milenio, estaba muy arraigada la debilitadora enfermedad llamada esquistosomiasis, transmitida por trematodos y tan extendida en el Egipto actual. Desde luego, nada de esto arroja mucha luz sobre la práctica médica en el antiguo Egipto. Los testimonios que tenemos de prescripciones y curas recomendadas sugieren que era un cajón de sastre, ni mejor ni peor que la mayor parte de los desplegados en otros grandes centros de civilización en cualquier época anterior a la actual (aunque, al parecer, daban suma importancia a la práctica de purgas y enemas). A los egipcios que practicaban la momificación se les atribuyó una considerable habilidad para la conservación, aunque injustificada. Curiosamente, los resultados de su arte fueron después considerados de valor terapéutico en sí mismos; el polvo de momia fue durante siglos una cura eficaz para muchos males en Europa. Es interesante que también poseyeran conocimientos y técnicas rudimentarias de anticoncepción. De todas formas, desconocemos si dichos métodos resultaron eficaces en el control de la natalidad y, por tanto, en la reducción del infanticidio.
La mayor parte de los egipcios eran agricultores, lo que trajo como consecuencia que Egipto permaneciera menos urbanizado que Mesopotamia. El panorama que de la vida egipcia ofrecen su literatura y su arte revela una población que vivía en el campo y que utilizaba pequeñas aldeas y templos como centros de servicios y no como morada. Egipto fue durante la mayor parte de la Antigüedad un país con un puñado de grandes centros de culto y administrativos como Tebas o Menfis, y donde el resto no eran más que poblados y mercados. La vida de los pobres era dura, aunque no siempre. La principal carga debió  ser las levas para el trabajo. Cuando el faraón no necesitaba mano de obra, los agricultores disponían de mucho tiempo libre en las épocas en que esperaban que la inundación del Nilo hiciera su trabajo por ellos. La base agrícola era lo bastante rica, también, para sostener una sociedad compleja y diversificada con una gran variedad de artesanos, de cuyas actividades sabemos más que de las de sus homólogos mesopotámicos gracias a los grabados en piedra y a las pinturas. La gran división de la sociedad egipcia era entre los cultos, que podían entrar al servicio del Estado, y el resto de la población. La esclavitud era importante, pero se cree que era menos fundamental que el estamento de los agricultores, que trabajaban a marchas forzadas.
La tradición de épocas posteriores subrayó la seducción y accesibilidad de las mujeres egipcias. Junto con otros testimonios, contribuye a ofrecer la impresión de una sociedad en la que la mujer era más independiente y disfrutaba de mayor categoría que en otras. Hay que conceder cierta credibilidad a un arte que representa a las mujeres de la corte vestidas con las hermosas y reveladoras ropas que tejían los egipcios, exquisitamente peinadas y enjoyadas, y llevando cuidadosamente aplicados los cosméticos a cuyo suministro prestó tanta atención el comercio egipcio. No debemos fiarnos demasiado de esto, pero nuestra impresión es que la forma en que se trataba a las mujeres de la clase dirigente egipcia era importante, y que tenían dignidad e independencia. Los faraones y sus consortes —y otras parejas nobles— a veces también son representados en una actitud íntima que no se halla en ningún otro arte del antiguo Oriente Próximo antes del primer milenio a.C., y que nos sugiere la existencia de una auténtica igualdad emocional; difícilmente puede ser un aspecto casual.
Las bellas y encantadoras mujeres que aparecen en muchas de las pinturas y esculturas egipcias podrían reflejar también cierta importancia política de su sexo, de la que carecía en otros lugares. El trono se heredaba teóricamente, y a menudo en la práctica, por línea materna. La heredera daba a su marido el derecho de sucesión; de ahí la gran expectación que suscitaba el matrimonio de las princesas. Muchos matrimonios reales eran entre hermano y hermana, sin que ello tuviera aparentemente efectos genéticos insatisfactorios. Algunos faraones se casaron con sus hijas, aunque quizá más para evitar que otra persona se casara con ellas que para asegurar la continuidad de la sangre divina. Esta posición debió de convertir a las mujeres de estirpe real en personajes influyentes por derecho propio. Algunas ejercieron un gran poder y hubo una que incluso ocupó el trono, dispuesta a aparecer ritualmente con barba y vestida con ropas masculinas, y tomando el título de faraón, aunque lo cierto es que no parece que esa innovación obtuviera una aprobación total.
Hay también muchas mujeres en el panteón egipcio, sobre todo en el culto de Isis, lo que es revelador. La literatura y el arte subrayan un respeto por la esposa y madre que se extiende más allá de los confines del círculo de la nobleza. Tanto las historias de amor como las escenas de la vida familiar revelan lo que se consideraba al menos un modelo ideal para el conjunto de la sociedad, que hace hincapié en un tierno erotismo, en la relajación y la informalidad, y en cierta cualidad emocional de hombres y mujeres. Algunas mujeres sabían leer y escribir, e incluso existe una palabra egipcia para designar a la escriba, pero no había, desde luego, muchas ocupaciones abiertas a la mujer salvo las de sacerdotisa o prostituta. Si eran ricas, sin embargo, podían tener propiedades y sus derechos jurídicos parecen en muchos aspectos haber sido similares a los de las mujeres de la tradición sumeria. No es fácil generalizar sobre un período tan largo como el de la civilización egipcia, pero los testimonios que tenemos del antiguo Egipto dan la impresión de una sociedad que ofrece un gran potencial para la expresión personal de la mujer que no se halla entre muchos pueblos posteriores hasta la época moderna.
Tan impresionantes son, retrospectivamente, la solidez y riqueza material de la civilización egipcia, tan aparentemente inmutables, que resulta aún más difícil que en el caso de Mesopotamia apreciar en su justo valor cuáles fueron sus relaciones con el mundo exterior o los altibajos de la autoridad dentro del valle del Nilo. Los períodos son muy extensos; solo el Imperio Antiguo, según el cálculo más a la baja, tiene una historia dos veces y media más larga que la de Estados Unidos, y muchas cosas ocurrieron en este tiempo. La dificultad estriba en saber con exactitud qué era lo que ocurría y cuál era su importancia. Durante casi mil años después de Menes, la historia de Egipto puede estudiarse prácticamente de forma aislada. Se la consideraría como una época de estabilidad en la que los faraones eran invulnerables. Pero ya en el Imperio Antiguo se detecta una descentralización de la autoridad; los funcionarios provinciales muestran una importancia e independencia crecientes. El faraón también tenía que llevar aún dos coronas y se le enterraba dos veces, una en el Alto Egipto y otra en el Bajo; esta división era todavía real. Las relaciones con sus vecinos no fueron destacables, aunque se organizaron una serie de expediciones contra los pueblos de Palestina hacia el final del Imperio Antiguo. En el Primer Período Intermedio, que llegó a continuación, se invirtieron los términos y fue Egipto el invadido, en lugar del invasor. Sin duda, la debilidad y la división contribuyeron a que los invasores asiáticos se establecieran en el valle del bajo Nilo; hay un extraño comentario acerca de que «los nacidos de alta cuna se llenan de lamentaciones, pero los pobres están jubilosos... hay miseria en toda la tierra... los extraños han entrado en Egipto». Aparecieron dinastías rivales cerca del actual El Cairo y el poder de Menfis se debilitó.
El siguiente gran período de la historia egipcia fue el Imperio Medio, inaugurado efectivamente por el poderoso Amenemhat I, que reunificó el reino desde su capital, Tebas. Durante cerca de un cuarto de milenio después del 2000 a.C., Egipto disfrutó de una fase de recuperación cuya fama podría deberse en gran parte a la impresión (que nos llega a través de los testimonios) de los horrores del Período Intermedio. En el Imperio Medio hubo un renovado impulso hacia el orden y la cohesión social. La condición divina del faraón cambia sutilmente; no solo es Dios, sino que se subraya que desciende de dioses y que será padre de dioses. El orden eterno continuará inmutable después de que los malos tiempos hicieran dudar a los hombres. Es seguro también que se produjeron una expansión y un crecimiento materiales. Se realizaron grandes obras de saneamiento en las marismas del Nilo. Nubla, al sur, entre la primera y la tercera cataratas, fue conquistada y sus minas de oro, explotadas plenamente. Se fundaron asentamientos egipcios aún más al sur, en lo que posteriormente sería el misterioso reino de Cush. El comercio dejó unas huellas más detalladas que antes y se explotaron de nuevo las minas de cobre del Sinaí. También se produjo un cambio teológico: hubo cierta consolidación política. Pero el Imperio Medio terminó con disturbios políticos y muchas dinastías.
El Segundo Período Intermedio, que duró aproximadamente doscientos años, estuvo marcado por otra incursión extranjera, mucho más peligrosa: la de los hicsos. Estos eran probablemente un pueblo semita, que aprovechó la ventaja militar del carro de guerra para establecerse en el delta del Nilo como señores supremos a quienes las dinastías tebanas rindieron tributo. No se sabe mucho de ellos. Al parecer, adoptaron las convenciones y métodos egipcios, e incluso mantuvieron al principio la burocracia existente, pero esto no llevó a la asimilación. En la dinastía XVIII, los egipcios expulsaron a los hicsos en una guerra de pueblos; este fue el inicio del Imperio Nuevo, cuyo primer gran éxito fue reforzar la victoria en los años que siguieron al 1570 a.C., persiguiendo a los hicsos hasta sus baluartes al sur de Canaán. Al final, los egipcios ocuparon gran parte de Siria y Palestina.
El Imperio Nuevo tuvo en su apogeo tanto éxito internacional y dejó monumentos conmemorativos tan magníficos que resulta difícil no pensar que la dominación de los hicsos tuvo un efecto catártico o revitalizador. Durante la dinastía XVIII se produjo casi un renacimiento de las artes, una transformación de las técnicas militares con la adopción de instrumentos asiáticos como el carro de guerra y, por encima de todo, una enorme consolidación de la autoridad real. Durante su vigencia, una mujer, Hatshepsut, ocupó por primera vez el trono en un reinado que destacó por la expansión del comercio egipcio, o eso muestra al menos su templo mortuorio. El siguiente siglo trajo más gloria imperial y militar, al extender su consorte y sucesor, Tutmosis III, los límites del imperio egipcio hasta el Éufrates. Los monumentos que muestran la llegada de tributos y esclavos o los matrimonios con princesas asiáticas dan testimonio de una preeminencia egipcia que en el interior del país fue paralela a una nueva riqueza decorativa en los templos y a la aparición de una escultura en altorrelieve que produjo bustos y estatuas generalmente consideradas la cumbre del arte egipcio. Las influencias extranjeras también alcanzaron al arte egipcio en esta época; procedían de Creta.
Hacia el final del Imperio Nuevo, los testimonios de los múltiples contactos con el extranjero comienzan a indicar algo más: el contexto del poder egipcio había cambiado ya de forma sustancial. La zona crucial fue la costa del Mediterráneo oriental, que incluso a Tutmosis III le había costado diecisiete años someter, teniendo que dejar sin conquistar un enorme imperio gobernado por los mitanos, que dominaban la Siria oriental y el norte de Mesopotamia. Sus sucesores cambiaron de táctica: una princesa mitana contrajo matrimonio con un faraón y, para proteger los intereses egipcios en esta zona, el Imperio Nuevo dependió de la amistad de su pueblo. Egipto estaba viéndose obligado a salir del aislamiento que lo había protegido durante tanto tiempo. Pero, en el norte, los mitanos sufrían a su vez la creciente presión de los hititas, uno de los pueblos más importantes de entre aquellos cuyas ambiciones y movimientos fueron disolviendo cada vez más el mundo de Oriente Próximo en la segunda mitad del segundo milenio a.C.
Conocemos muchas de las preocupaciones del Imperio Nuevo, incluso al inicio de este proceso, debido a que están registradas en una de las colecciones más antiguas de correspondencia diplomática, la de los reinos de Amenhotep III y IV (h. 1400-1362 a.C.). Con el primero de estos reyes, Egipto alcanzó la cumbre de su prestigio y prosperidad. Fue la mejor era de Tebas. Amenhotep fue finalmente enterrado en una tumba de esta localidad, la mayor construida hasta entonces para un rey, aunque de ella no nos quedan más que fragmentos de las enormes estatuas que los griegos llamaron posteriormente «los colosos de Memnón» (legendario héroe presuntamente etíope).
Amenhotep IV sucedió a su padre en 1379 a.C. Intentó una revolución religiosa, sustituyendo la antigua religión por el culto monoteísta al dios-sol Atón. Como muestra de su seriedad, cambió su nombre por el de Ajenatón y fundó una nueva ciudad en Amarna, casi quinientos kilómetros al norte de Tebas, cuyo templo, con su altar expuesto a los rayos solares, fue el centro de la nueva religión. Aunque no cabe duda de la seriedad del propósito de Ajenatón y de su piedad personal, su intento debió de estar abocado al fracaso desde el principio dado el conservadurismo religioso de Egipto, y puede que la persistencia del faraón tuviera motivos políticos y que tratara quizá de recuperar el poder usurpado por los sacerdotes de Amón-Ra. Sea cual sea la explicación, la oposición que Ajenatón provocó con su revolución religiosa contribuyó a paralizarle en otros frentes. Mientras tanto, la presión hitita producía claras señales de tensión en los territorios dependientes de Egipto; Ajenatón no pudo salvar a los mitanos, que perdieron todas sus tierras al oeste del Éufrates frente a los hititas en el 1372 a.C. y se enzarzaron en una guerra civil que presagió la desaparición de su reino, unos treinta años más tarde. La esfera de influencia egipcia se tambaleaba. Hubo otros motivos quizá, además de la indignación religiosa, que explican la exclusión posterior del nombre de Ajenatón de la lista oficial de reyes.
El sucesor de Ajenatón llevó el nombre quizá más famoso que ha llegado hasta nosotros del antiguo Egipto, un nombre por lo demás significativo. Amenhotep IV cambió su nombre por el de Ajenatón porque deseaba borrar el recuerdo del culto al antiguo dios Amón; su sucesor y sobrino cambió el suyo, Tutankaton, por el de Tutankamón para reflejar la restauración del antiguo culto a Amón y la derrota del intento de reforma religiosa. Quizá el magnífico enterramiento que recibió Tutankamón en el valle de los Reyes fuera una muestra de gratitud, ya que su reinado fue breve y, por otro lado, poco digno de reseñar.
Tras la muerte de Tutankamón, el Imperio Nuevo duró dos siglos más, pero impregnado de una atmósfera de declive continuo y acelerado, solo interrumpido ocasionalmente. De modo sintomático, la viuda de Tutankamón concertó su boda con un príncipe hitita, boda que finalmente no se celebró por el asesinato del novio. Los reyes posteriores se esforzaron por recuperar el terreno perdido y a veces lo consiguieron; oleadas de conquistadores avanzaron y retrocedieron en Palestina, y hubo un faraón que contrajo matrimonio con una princesa hitita, igual que sus antecesores se habían desposado con princesas de otros pueblos. Pero aparecían más enemigos nuevos; ni siquiera una alianza con los hititas servía ya de protección. El Egeo era un hervidero; sus islas «derramaban todos sus pueblos a la vez» y «ninguna tierra resistió ante ellos», dicen los anales egipcios. Estos «pueblos del mar» fueron finalmente derrotados, pero la lucha fue dura.
En algún momento de esa época se produjo un episodio de suma importancia para el futuro, cuya naturaleza exacta y cuya historicidad no pueden fijarse. Según sus textos religiosos, recopilados muchos siglos después, un pequeño pueblo semita, al que los egipcios llamaban «hebreos», dejó el delta y siguiendo a su jefe, Moisés, salió de Egipto en dirección a los desiertos del Sinaí. Desde aproximadamente el 1150 a.C., las señales de desorganización interna son también numerosas. Un rey, Ramsés III, murió a consecuencia de una conspiración en el harén; fue el último que consiguió cierto éxito en la contención de la creciente marea del desastre. Sabemos de huelgas y problemas económicos bajo sus sucesores, y está también el inquietante síntoma de los sacrilegios perpetrados durante una generación de saqueos de las tumbas reales de Tebas. El faraón perdió su poder frente a los sacerdotes y funcionarios, y el último de la dinastía XX, Ramsés XI, fue de hecho un prisionero en su propio palacio. La era del poder imperial de Egipto había terminado. También la de los hititas y la de otros imperios del final del segundo milenio. Desaparecía no solo el poder de Egipto, sino del mundo que fue el escenario de sus glorias.
Sin duda, es en los cambios que afectan a todo el mundo antiguo donde hay que buscar gran parte de la explicación del declive de Egipto, aunque es imposible resistirse a la sensación de que los últimos siglos del Imperio Nuevo sacan a la luz unos puntos débiles que ya estaban presentes en la civilización egipcia en sus comienzos. No son fáciles de discernir a primera vista; la espectacular herencia de los monumentos egipcios y de una historia que no se computa en siglos sino en milenios, hace titubear el sentido crítico y amortigua el escepticismo. Pero la cualidad creativa de la civilización egipcia parece, al final, fracasar extrañamente. Se concentran unos recursos colosales de mano de obra bajo la dirección de unos hombres que, según los criterios de cualquier época, debieron de ser funcionarios destacados, y el resultado es la creación de los mayores sepulcros que ha visto jamás el mundo. Se emplea una técnica de exquisita calidad, y sus obras maestras son ajuares funerarios. Una élite sumamente culta que utiliza un lenguaje complejo y sutil y un material de comodidad insuperable, los emplea copiosamente, pero carece de ideas filosóficas o religiosas que legar al mundo comparables a las de los griegos o los judíos. Es difícil no percibir una esterilidad última, una nada, en el corazón de este brillante tour de force.
En el otro platillo de la balanza ha de situarse la pura capacidad de resistencia de la antigua civilización egipcia; después de todo, funcionó durante un período muy largo, lo que es un dato espectacular. Aunque atravesó al menos dos fases de considerable declive, se recuperó de ellas aparentemente sin cambios. Sobrevivir en este ámbito es un gran logro material e histórico; lo que sigue sin estar claro es por qué se detuvo ahí. El poderío militar y económico de Egipto no supuso al final nada de importancia perenne para el mundo. Su civilización nunca se difundió con éxito al exterior. Quizá esto se deba a que su supervivencia debía mucho a su entorno. Si bien fue un éxito rotundo crear con tal rapidez unas instituciones que, con pocos cambios fundamentales, lograron durar tanto, esto lo podría haber conseguido probablemente cualquier civilización antigua que disfrutara de un grado similar de inmunidad frente a la intrusión. China iba a mostrar también una continuidad impresionante.
Es importante recordar una vez más que todo cambio social y cultural en la Antigüedad era lento e imperceptible. Acostumbrados al cambio, nos cuesta percibir la enorme inercia que impregnaba todo sistema social de éxito (es decir, un sistema social que permitía que el hombre dominara efectivamente su entorno físico y mental) en casi todas las épocas anteriores a la más reciente. En el mundo antiguo, las fuentes de innovación eran mucho más escasas y ocasionales que ahora. El ritmo de la historia fue rápido en el antiguo Egipto en comparación con los tiempos prehistóricos; pero parece glacialmente lento si reflexionamos sobre lo poco que cambió la vida cotidiana entre Menes y Tutmosis III, un período que duró más de mil quinientos años, comparable, por tanto, al que nos separa del final del imperio romano. Los cambios señalados solo podían proceder de un desastre natural repentino y abrumador (y el Nilo era una salvaguardia fiable) o de la invasión o la conquista (y Egipto permaneció mucho tiempo en los límites del campo de batalla de los pueblos de Oriente Próximo, afectado solo ocasionalmente por sus idas y venidas). La tecnología y las fuerzas económicas solo podían ejercer con gran lentitud las presiones en favor del cambio que a nosotros nos parecen normales. En cuanto a los estímulos intelectuales, apenas podían ser fuertes en una sociedad en que todo el aparato de la tradición cultural estaba encaminado a inculcar la rutina.
Al final, la especulación sobre la naturaleza de la historia egipcia tiende siempre a volver a la gran imagen natural del Nilo, omnipresente a los ojos egipcios, y tan destacada, quizá, que no podía verse como la influencia colosal y única que era, ya que no necesitaban tener en cuenta un contexto más amplio que su valle. Mientras al fondo rugen siglos de guerras incomprensibles (pero finalmente decisivas) en el Creciente Fértil, la historia del antiguo Egipto continúa durante miles de años, prácticamente como una función de las implacables y beneficiosas crecidas y retiradas de las aguas del Nilo. En sus riberas, un pueblo agradecido y pasivo recogía la riqueza que el río le regalaba, de la que podía apartar lo que estimaba necesario para la verdadera empresa de la vida: la preparación adecuada de la muerte.

4. Intrusos e invasores: la edad oscura del antiguo Oriente Próximo
Mesopotamia y Egipto son las piedras angulares de la historia escrita. Durante largo tiempo, estos dos primeros grandes centros de civilización dominan la cronología y pueden tratarse con comodidad de forma más o menos aislada. Pero es evidente que su historia no es toda la historia del antiguo Oriente Próximo, y no digamos ya del mundo antiguo. Poco después del 2000 a.C., los movimientos de otros pueblos ya estaban dividiendo este mundo en nuevos modelos; mil años más tarde, existían centros de civilización en otros lugares y nos encontramos bien adentrados en la era histórica.
Por desgracia para el historiador, no hay una unidad simple y evidente para esta historia ni siquiera en el Creciente Fértil, que durante largo tiempo continuó mostrando más creatividad y dinamismo que ninguna otra parte del mundo. Solo hay una confusión de cambios cuyo comienzo se remonta al segundo milenio y que prosiguen hasta que surge el primero de una nueva sucesión de imperios, en el siglo IX a.C. Resulta difícil incluso trazar el esquema de las violentas agitaciones políticas que jalonan esta confusión, no digamos ya explicarlo; por suerte, no hace falta desentrañar aquí sus detalles. La historia se aceleraba y la civilización proporcionaba al ser humano nuevas oportunidades. En lugar de sumergirnos en la avalancha de acontecimientos, vale la pena que tratemos de comprender algunas de las fuerzas de cambio que actuaban.

Un mundo que se complica
La más patente de estas fuerzas sigue siendo la de las grandes migraciones humanas. Su modelo básico no cambia mucho durante mil años aproximadamente después del 2000 a.C., ni tampoco los protagonistas étnicos. La dinámica fundamental es la que proporcionaba la presión de los pueblos indoeuropeos sobre el Creciente Fértil, tanto desde el este como desde el oeste. La variedad y el número de estos aumentan; no hace falta recordar aquí sus nombres, pero algunos de ellos nos llevan a los orígenes remotos de Grecia. Mientras tanto, los pueblos semitas se disputan con los indoeuropeos el valle de Mesopotamia; luchan con Egipto y con los misteriosos «Pueblos del Mar» por el Sinaí, Palestina y el Mediterráneo oriental. Otra rama indoeuropea se establece en Irán, donde surgirá finalmente el mayor de todos los imperios de la Antigüedad, el de Persia, que duró seis siglos. Otra rama empuja hacia la India. Estos movimientos explican gran parte de lo que subyace tras una pauta cambiante de imperios y reinos que se extienden a lo largo de los siglos. Aplicando criterios modernos, algunos de ellos duraron bastante; desde alrededor del 1600 a.C., los casitas, procedentes de Caucasia, gobernaron Babilonia durante cuatro siglos y medio, período comparable con el de toda la historia del imperio británico. Pero, si los comparamos con los criterios con que evaluamos a Egipto, estos gobiernos son criaturas efímeras, que nacen un día para desaparecer al siguiente.
Lo sorprendente sería sin duda que los imperios y reinos de la Antigüedad no hubieran sido finalmente frágiles, ya que actuaban también muchas otras fuerzas nuevas que multiplicaban los revolucionarios efectos de los desplazamientos de poblaciones. Una de ellas, que ha dejado profundos rastros, fue el perfeccionamiento de la técnica militar. La fortificación y, presumiblemente, el arte del asedio ya habían alcanzado un nivel bastante elevado en Mesopotamia hacia el 2000 a.C. Entre los pueblos indoeuropeos que roían los bordes de la civilización que estas técnicas protegían, algunos tenían orígenes nómadas recientes; quizá por ese motivo pudieron revolucionar la guerra en campaña, aunque siguieron desconociendo durante mucho tiempo el arte del asedio. La introducción del carro de guerra de dos ruedas y de la caballería transformó las operaciones en campo abierto. Los soldados de Sumer son representados en torpes carretas de cuatro ruedas tiradas por asnos, que probablemente no fueran más que un medio para transportar a los generales o para llevar a un jefe hasta la refriega, donde poder utilizar la lanza y el hacha. El auténtico carro es un vehículo de combate de dos ruedas tirado por caballos, en el que iban normalmente dos hombres, el conductor y otro que lo utilizaba como plataforma de armas arrojadizas, especialmente del arco compuesto fabricado con tiras de cuero. Los casitas fueron probablemente el primer pueblo que utilizó de esta forma el caballo, y sus gobernantes parecen tener un origen indoeuropeo. El acceso a los pastos altos del norte y el este del Creciente Fértil les abrió las puertas a las reservas de caballos de las tierras de los nómadas. En los valles fluviales, los caballos eran al principio escasos, preciadas posesiones de reyes o de grandes jefes, y los bárbaros disfrutaban por tanto de una gran superioridad militar y psicológica. Al final, sin embargo, el carro se utilizaba en los ejércitos de todos los grandes reinos de Oriente Próximo; era un arma demasiado valiosa para ser ignorada. Cuando los egipcios expulsaron a los hicsos, lo hicieron, entre otras cosas, empleando esta arma contra quienes les habían conquistado gracias a ella.
La guerra cambió también con la aparición de los jinetes. Un soldado de caballería propiamente dicho no solo se mueve a caballo, sino que combate a caballo; este arte tardó mucho en desarrollarse, dada la complejidad de manejar al mismo tiempo un caballo y un arco o una lanza. La equitación procedía de las tierras altas iraníes, donde puede que se practicara ya en el 2000 a.C., y se difundió a través de Oriente Próximo y del Egeo mucho antes del final del siguiente milenio. Más tarde, después del 1000 a.C., apareció el jinete con armadura, que cargaba contra el enemigo imponiéndose a los soldados de infantería por efecto del peso y del impulso de su caballo. Su aparición significó el principio de una larga era en la que la caballería pesada fue un arma clave, aunque no pudo explotarse en todo su valor hasta siglos después, cuando la invención del estribo dio al jinete el control real de su caballo.
En el segundo milenio a.C., los carros tenían algunas partes de hierro y pronto tuvieron llantas de este metal. Las ventajas militares del hierro son manifiestas, y no sorprende que su uso se difundiera con rapidez por Oriente Próximo y más lejos, pese a los intentos de limitarlo por parte de quienes lo poseían. Al principio, fueron los hititas. Tras su declive, el forjado del hierro se extendió con rapidez, no solo porque era un metal mejor para la fabricación de armas, sino porque el mineral de hierro, aunque escaso, era más abundante que el cobre o el estaño. El hierro supuso un gran estímulo para el cambio económico además del militar. En la agricultura, los pueblos que lo utilizaban podían cultivar suelos impenetrables a la madera o al sílex. Pero no se produjo una transferencia general y rápida al nuevo metal; el hierro era un complemento del bronce, del mismo modo que el bronce y el cobre lo habían sido de la piedra y del sílex en el juego de herramientas del hombre, y ello ocurrió en algunos lugares con más rapidez que en otros. Ya en el siglo XI a.C. se utilizaba el hierro para fabricar armas en Chipre (algunos han argumentado que allí también se producía acero), y desde esa isla su empleo se difundió al Egeo poco después del 1000 a.C. Esa fecha puede servir como división aproximada entre la Edad del Bronce y la del Hierro, pero no es más que un sostén útil para la memoria. Durante el período, la industria del hierro experimentó un rápido progreso en Irán, el Cáucaso, Siria y Palestina, desde donde se extendió a Mesopotamia. En la península Ibérica, la metalurgia del hierro fue introducida por poblaciones indoeuropeas. Aunque las herramientas de hierro fueron más numerosas a partir de entonces, hubo partes de lo que podríamos llamar el «mundo civilizado» que siguieron viviendo mucho tiempo en una cultura de la Edad del Bronce. Junto con el Neolítico en otros lugares, la Edad del Bronce pervivió hasta bien entrado el primer milenio a.C., y se desvaneció con gran lentitud. Después de todo, durante un largo período de tiempo hubo muy poco hierro disponible.
La demanda de metal contribuye a explicar otro cambio: el nuevo y cada vez más complejo comercio, tanto dentro de la región como a gran distancia, en una de esas complejas interacciones que parecen conferir cierta unidad al mundo antiguo justo antes de su ruptura al final del segundo milenio a.C. El estaño, por ejemplo, tenía que transportarse desde Mesopotamia y Afganistán, así como desde Anatolia, hasta lo que ahora llamaríamos «centros de fabricación». El cobre de Chipre era otro producto que conoció un amplio comercio, y la búsqueda de más minerales dio a Europa, pese a estar en los márgenes de la historia antigua, una nueva importancia. Para obtener cobre se perforaron pozos de extracción en lo que hoy es Serbia, a unos veinte metros de profundidad bajo tierra, incluso antes del 4000 a.C. Quizá no resulte sorprendente que algunos pueblos europeos llegaran a mostrar después un elevado nivel de aptitud a la hora de trabajar los metales, sobre todo en el batido de grandes láminas de bronce y en la forja de hierro (un material mucho más difícil de trabajar que el bronce hasta que se pudieron conseguir temperaturas lo bastante altas para fundirlo).
El comercio a gran distancia depende del transporte. Al principio, los productos se llevaban a lomos de asnos y burros; la domesticación de caballos a mediados del segundo milenio a.C. hizo posible las caravanas comerciales de Asia y de la península Arábiga, que posteriormente parecerían de inmemorial antigüedad y que abrieron un entorno hasta entonces casi impenetrable, el del desierto. Salvo entre los pueblos nómadas, probablemente la rueda no tuvo más que una importancia local para el transporte, dada la exigua calidad de los primeros caminos. Las primeras carretas eran arrastradas por bueyes o asnos; quizá estuvieran en uso en Mesopotamia alrededor del 3000 a.C., en Siria en torno al 2250 a.C., en Anatolia doscientos o trescientos años después, y en la Grecia continental hacia el 1500 a.C.
Probablemente, para acarrear grandes cantidades de productos, el transporte marítimo y fluvial era ya más barato y sencillo que el terrestre, lo que sería una constante de la vida económica hasta la invención de la locomotora de vapor. Mucho antes de que las caravanas empezaran a llevar hasta Mesopotamia y Egipto las gomas y resinas de las costas árabes del sur, las transportaban los barcos por el mar Rojo, y las mercancías iban y venían en navíos mercantes por el mar Egeo; es lógico, pues, que algunos de los progresos más importantes en el transporte se produjeran en la tecnología marítima.
Sabemos que los pueblos neolíticos podían hacer largos viajes por mar en canoas, y existen incluso algunos testimonios sobre la navegación en el séptimo milenio a.C. Los egipcios de la dinastía III añadieron una vela a los barcos de navegación marítima; el mástil central y la vela cuadrada fueron el principio de una navegación marítima que no dependía solo de la energía humana. Las mejoras del aparejo fueron llegando lentamente en los dos milenios siguientes. Se ha pensado que, durante este tiempo, se hizo alguna aproximación al aparejo de velas diversificadas, necesario para que los barcos navegaran en ángulo cerrado respecto al viento. No obstante, la mayor parte de los barcos de la Antigüedad tenían tan solo velas cuadradas. Debido a ello, la dirección de los vientos dominantes fue decisiva para fijar las pautas de la comunicación marítima. La única fuente de energía disponible, además del viento, era la humana; la invención del remo es antigua y proporcionó la fuerza motriz necesaria para realizar largas travesías por mar, además de para un manejo preciso. Es probable, sin embargo, que los remos se emplearan con más frecuencia en las guerras marítimas, y la vela en lo que, en fecha tan temprana, cabe llamar «navegación mercantil». En el siglo XIII a.C., navegaban por el Mediterráneo oriental barcos capaces de transportar más de doscientos lingotes de cobre, y unos cuantos siglos más tarde, algunos de estos barcos iban equipados con cubiertas estancas para facilitar el almacenamiento.
Incluso en épocas recientes se intercambiaban o hacían trueques de productos, y sin duda esto fue lo que significó el comercio durante la mayor parte de la Antigüedad. Pero la invención del dinero supuso un gran paso adelante. Al parecer, esto ocurrió en Mesopotamia, donde ya se daban valores de cómputo en medidas de grano o de plata antes del 2000 a.C. Los lingotes de cobre parecen haber sido tratados como unidades monetarias en todo el Mediterráneo a finales de la Edad del Bronce. El primer medio de intercambio sellado oficialmente que ha llegado a nuestros días procede de Capadocia, tiene forma de lingote de plata y pertenece a finales del tercer milenio a.C.; una auténtica moneda de metal. Aunque el dinero fue un invento importante y que habría de difundirse, hemos de esperar hasta el siglo VII a.C. para ver las primeras monedas. Los mecanismos monetarios refinados (y Mesopotamia tenía un sistema de crédito y letras de cambio en épocas muy tempranas) ayudarían a promover el comercio, pero no eran indispensables; los pueblos del mundo antiguo podían pasar sin él. Los fenicios, un pueblo comerciante de habilidad y perspicacia legendarias, no tuvieron moneda hasta el siglo VI a.C.; Egipto, con una economía centralizada de impresionante riqueza, no adoptó una moneda hasta dos siglos después, y la Europa celta, para todo su comercio de productos de metal, no acuñó moneda hasta dos siglos más tarde aún.
Mientras tanto, las personas intercambiaban productos sin dinero, aunque es difícil estar muy seguros de lo que esto significa. Aunque hubo un importante aumento del volumen de productos que se transportaban por el mundo hacia el 1000 a.C., no todo este tráfico podría calificarse de «comercio» según los parámetros actuales. Sabemos poco sobre la organización económica de aquellos tiempos. Toda función especializada —la fabricación de cerámica, por ejemplo— supone un mecanismo que por una parte distribuya sus productos y, por otra, asegure la subsistencia del especialista mediante la redistribución al mismo y a sus compañeros de los alimentos que necesitan para sobrevivir, y quizá de otros productos. Pero esto no exige un «comercio», ni siquiera en forma de trueque. Se ha observado que muchos pueblos de la época histórica realizaban esta distribución a través de sus jefes; estos hombres presidían un almacén común, eran en cierto modo «propietarios» de todo lo que poseía la comunidad, y de él extraían y repartían las partes necesarias para mantener el buen funcionamiento de la sociedad. Esto podría ser lo que subyacía tras su centralización de productos y provisiones en los templos sumerios; también explicaría la importancia del registro y sellado de los depósitos almacenados en ellos, y de ahí la primera asociación de escritura y contabilidad.
En cuanto al intercambio económico entre comunidades, generalizar con seguridad sobre sus primeras fases es aún más arriesgado. En la era histórica, podemos ver muchas actividades en desarrollo que suponen la transferencia de bienes, no todas ellas encaminadas al beneficio monetario. El pago de tributos, los regalos simbólicos o diplomáticos entre gobernantes y las ofrendas votivas eran algunas de sus formas. Hasta el siglo XIX, el imperio chino concebía su comercio exterior como un tributo del mundo exterior, y los faraones entendían de forma similar el comercio con el Egeo, a juzgar por las pinturas funerarias. En el mundo antiguo, estas transacciones podían incluir la transferencia de objetos normalizados como trípodes, vasijas de cierto peso o anillos de tamaño uniforme, que presentan por tanto, en época tan temprana, algunas de las características de la moneda. A veces estos objetos eran útiles; otras, eran meros símbolos. Lo único seguro es que el movimiento de bienes aumentó y que gran parte de este incremento adoptó finalmente la forma de intercambios lucrativos que ahora denominamos «comercio».
Las nuevas ciudades debieron de contribuir en cierta medida a ello. Sin duda, estas brotaron en todo el antiguo Oriente Próximo en parte gracias al crecimiento de la población, y son testimonio del éxito de la explotación de las posibilidades agrícolas, pero también de un creciente parasitismo. La tradición literaria de la alienación del hombre de campo en la ciudad aparece ya en el Antiguo Testamento. Pero la vida urbana también ofrecía una nueva intensidad de creatividad cultural, una nueva aceleración de la civilización.
Una señal de dicha aceleración es la difusión de la escritura. Hacia el año 2000 a.C., esta capacidad estaba circunscrita aún en gran medida a las civilizaciones de los valles fluviales y sus zonas de influencia. La escritura cuneiforme se había difundido por Mesopotamia y se empleaba para escribir en dos o tres lenguas; en Egipto, las inscripciones monumentales eran jeroglíficas y la escritura cotidiana se hacía sobre papiro en una forma simplificada llamada «hierática». Aproximadamente mil años después, el panorama había cambiado. Podían hallarse pueblos con escritura en todo Oriente Próximo, y también en Creta y Grecia. La escritura cuneiforme se había adaptado con gran éxito a más lenguas aún; hasta el gobierno egipcio la adoptó para su diplomacia. También se inventaron otras escrituras. Una, en Creta, nos acerca a la frontera de la modernidad, ya que revela, hacia el 1500 a.C., a un pueblo cuya lengua era el griego. Hacia el 800 a.C., con la adopción de un alfabeto semítico, el fenicio, existía ya el medio por el que se transmitiría la primera literatura occidental, y también, quizá, la primera manifestación de ella que ha llegado hasta nosotros: los poemas atribuidos a Homero.
Las cuestiones localizadas no se prestan a una cronología precisa; se trata de cambios que no se aprecian bien si la historia se circunscribe demasiado a unos países concretos. Pero los países y pueblos, aunque sometidos a fuerzas diversas, fueron volviéndose cada vez más distintos. La escritura fija la tradición; a su vez, la tradición expresa la conciencia de sí misma de una comunidad. Presumiblemente, las tribus y los pueblos siempre han percibido su identidad; esa conciencia se ve muy reforzada cuando los estados adoptan formas más continuas e institucionalizadas. La disolución de los imperios en unidades más viables es una historia conocida desde Sumer hasta la época moderna, pero hay zonas que surgen una y otra vez como núcleos duraderos de tradición. Incluso en el segundo milenio a.C., los estados se vuelven más sólidos y muestran una mayor capacidad de resistencia. Estaban aún lejos de alcanzar ese amplio y continuo control de sus pueblos cuyas posibilidades solo se han revelado en su plenitud en la época moderna. Pero, aun en los registros más antiguos, parece haber una tendencia irrefrenable hacia una mayor regularidad en el gobierno y una mayor institucionalización del poder. Los reyes se rodean de burocracias, y los recaudadores de impuestos buscan recursos para acometer empresas cada vez mayores. La ley se convierte en una idea aceptada generalmente; ahí donde penetra, se produce una limitación, aun cuando al principio solo fuera implícita, del poder del individuo y un aumento del que ostenta el legislador. Por encima de todo, el Estado se expresa a través de su poder militar; el problema de alimentar, equipar y administrar unos ejércitos profesionales permanentes se resuelve hacia el 1000 a.C.
Cuando el Estado se hace poderoso, la historia de las instituciones gubernamentales y sociales comienza a salirse de las categorías generales de las primeras civilizaciones. A pesar del nuevo cosmopolitismo, que permitió unas relaciones y una influencia recíproca más fructíferas y fáciles, las sociedades tomaron caminos muy diversos. En el ámbito del pensamiento, la expresión más llamativa de esa diversidad es la religión. Aunque algunos han creído ver en la era preclásica una tendencia hacia sistemas más simples y monoteístas, el hecho más evidente es la existencia de un enorme y variado panteón de deidades locales y especializadas, que en su mayoría coexistían pacíficamente, con solo algún indicio ocasional de que un dios estaba celoso de su distinción.
También hay un nuevo ámbito para la diferenciación en otras expresiones de la cultura. Antes de que comenzara la civilización, el arte ya se había establecido como una actividad autónoma no necesariamente vinculada a la religión o a la magia (pese a que a menudo siguieron estándolo). Ya se ha hablado de la primera literatura, y también empezamos a vislumbrar algo de otras manifestaciones culturales. Existe la posibilidad del juego; aparecen tableros de juego en Mesopotamia, Egipto y Creta. Quizá la gente ya hiciera apuestas. Reyes y nobles cazaban con pasión, y en sus palacios les entretenían músicos y bailarines. En cuanto a los deportes, el boxeo parece remontarse a la Creta de la Edad del Bronce, una isla donde se practicaba también un deporte único y probablemente ritual, el salto del toro.
En estos aspectos es más evidente que en otros que no debemos prestar mucha atención a la cronología, y mucho menos a fechas particulares, aun cuando podamos estar seguros de ellas. La noción de una civilización individual es cada vez menos útil en la zona de la que nos venimos ocupando; hay demasiada interrelación para que esa idea tenga el peso que puede poseer en Egipto y Sumer. En algún momento entre el 1500 y el 800 a.C., se produjeron grandes cambios que no hemos de permitir que se escapen a través de la red tejida para capturar la historia de las dos primeras grandes civilizaciones. En el Oriente Próximo y el Mediterráneo oriental de los siglos en torno al año 1000 a.C., confusos y turbulentos, estaba formándose un nuevo mundo diferente del de Sumer y del Imperio Antiguo egipcio.

Las primeras civilizaciones del egeo
La nueva interrelación de culturas introdujo muchos cambios en los pueblos que vivían en la zona de Oriente Próximo, pero la civilización de las islas del Egeo tenía sus raíces en el Neolítico, como en otros lugares. El primer objeto de metal hallado en Grecia —un abalorio de cobre— ha sido datado hacia el 4700 a.C., y pudieron haber entrado en juego estímulos europeos, además de los asiáticos. Creta es la mayor de las islas griegas. Varios siglos antes del 2000 a.C., un pueblo avanzado que vivía ahí desde el Neolítico estaba construyendo ciudades de un diseño regular. Pudieron haber tenido contactos con Anatolia que les espolearan para alcanzar logros excepcionales, pero las pruebas en tal sentido no son decisivas. También pudieron haber llegado a la civilización por sí mismos. En cualquier caso, durante cerca de mil años construyeron las casas y tumbas por las que se distingue su cultura y no modificaron mucho su estilo. Hacia el 2500 a.C., había pueblos y ciudades importantes en las costas, construidas de piedra y adobe; sus habitantes trabajaban el metal y fabricaban atractivos sellos y joyas. En esta etapa, los cretenses compartían gran parte de la cultura de la Grecia peninsular y de Asia Menor e intercambiaban productos con otras comunidades del Egeo. Luego se produjo un cambio. Unos quinientos años después, comenzaron a construir una serie de grandes palacios que son los monumentos de lo que llamamos «civilización minoica»; el mayor de ellos, el de Cnosos, fue erigido por primera vez hacia el 1900 a.C. En ningún otro lugar de las islas aparece nada tan impresionante, y ejerció una hegemonía cultural que abarcaba casi todo el Egeo.
El término «minoico» es curioso; procede del nombre de un rey, Minos, que, aunque famoso en la leyenda, quizá nunca existió. Mucho tiempo después, los griegos creían —o decían— que fue un gran rey de Creta que vivió en Cnosos, que parlamentaba con los dioses y que se casó con Pasífae, la hija de Apolo y Perseis. Esta engendró un monstruo, el Minotauro, que devoraba a los jóvenes y doncellas que le ofrecían como sacrificio y tributo desde Grecia. El Minotauro vivía en el corazón de un laberinto en el que finalmente logró penetrar el héroe Teseo, que mató al monstruo. Pese a que este es un tema rico y sugerente que ha apasionado a los estudiosos, que creen que puede arrojar luz sobre la civilización cretense, no hay ninguna prueba de la existencia del rey Minos. Puede que, como insinúa la leyenda, hubiera más de un rey con ese nombre, o que dicho nombre fuera en realidad un título que llevaron varios gobernantes cretenses. Minos es una de esas fascinantes figuras que, como el rey Arturo, permanecen más allá de las fronteras de la historia, en el ámbito de la mitología.
Así pues, «minoico» solo designa, sin más connotaciones, a la civilización de la Edad del Bronce de Creta, que duró unos seiscientos años, aunque su historia solo se conoce a grandes rasgos. Estos revelan a un pueblo que vivía en ciudades vinculadas con cierto grado de dependencia a una monarquía que reinaba en Cnosos. Durante tres o cuatro siglos, prosperaron intercambiando productos con Egipto y la Grecia continental, y subsistiendo de la agricultura nativa. Quizá esta explique el salto hacia delante de la civilización minoica. Creta parece que fue, como hoy, mejor zona para la producción de aceitunas y vinos, dos de los productos principales de la agricultura mediterránea posterior, que ninguna de las demás islas y que la Grecia continental. Parece probable, también, que tuviera un gran número de ovejas y que exportara lana. Fueran cuales fuesen sus formas precisas, el caso es que Creta experimentó un importante avance agrícola al final del Neolítico, que desembocó no solo en un mejor cultivo de cereales, sino, sobre todo, en el cultivo del olivo y de la vid, que podían plantarse donde no podía cultivarse el grano y cuyo descubrimiento cambió las posibilidades de la vida mediterránea. Una consecuencia inmediata fue el aumento de la población, que permitió muchos más avances por la disponibilidad de nuevos recursos humanos, pero que también planteó nuevas demandas, de organización y de gobierno, para la regulación de una agricultura más compleja y el manejo de su producción.
La civilización minoica vivió su apogeo hacia el 1600 a.C. Aproximadamente un siglo después, los palacios minoicos fueron destruidos. El misterio de este final es seductor. Más o menos al mismo tiempo, las principales ciudades de las islas del Egeo fueron también destruidas por el fuego. Ya había habido terremotos, y quizá fuera el resultado de uno de ellos. Estudios recientes señalan que hacia esas fechas hubo una gran erupción en la isla de Tera, que pudo ir acompañada de maremotos y terremotos en Creta, a un centenar de kilómetros de distancia, y seguida de una lluvia de cenizas que devastara los campos cretenses. Algunas personas han preferido creer que se produjo una rebelión contra los gobernantes que vivían en los palacios; otros han visto señales de una nueva invasión, o aventuran algún gran ataque desde el mar en busca de un gran botín y prisioneros, destruyendo para siempre el poder político con los daños que infligió y no dejando nuevos colonizadores. Ninguna de estas hipótesis puede corroborarse. Solo es posible hacer conjeturas sobre lo que ocurrió, y la visión que mejor encaja con la ausencia de pruebas es la de que hubo una catástrofe natural originada en Tera que destruyó la civilización minoica.
Independientemente de la causa, este no fue el final de las primeras civilizaciones en Creta, ya que Cnosos estuvo ocupada durante otro siglo aproximadamente por pueblos procedentes del interior. Sin embargo, aunque llegarían aún épocas bastante prósperas, la preponderancia de la civilización indígena de Creta terminó. Al parecer, durante un tiempo, Cnosos siguió prosperando. Luego, a principios del siglo XIV a.C., también fue destruida por el fuego. Ya había ocurrido antes, pero esta vez no fue reconstruida. Así termina la historia de la primera civilización cretense.
Por fortuna, las características más notables de la civilización cretense son más fáciles de entender que los detalles de su historia. Lo más evidente es su estrecha relación con el mar. Más de mil años después, la tradición griega decía que la Creta minoica fue una gran potencia naval que ejerció la hegemonía política en el Egeo merced a su flota. Los especialistas modernos tienden a reducir lo que consideran una concepción anacrónica a proporciones más verosímiles, y sin duda parece erróneo ver en esta tradición el tipo de poder político que posteriormente ejercieron con sus navíos estados como la Atenas del siglo V a.C. o la Gran Bretaña del siglo XIX. Puede que los minoicos tuvieran muchos barcos, pero no es probable que estuvieran especializados en una época tan temprana, y no cabe trazar en modo alguno, en plena Edad del Bronce, una línea que separe comercio, piratería y contrapiratería. Probablemente no existió en absoluto una «marina» permanente cretense, en un sentido estatal. Sin embargo, los minoicos se sentían lo bastante seguros de la protección que les daba el mar, lo que debió de suponer cierta confianza en su capacidad de dominar los accesos a los puertos naturales, en su mayoría situados en la costa norte, como para vivir en ciudades sin fortificar, construidas cerca de la costa en un terreno solo ligeramente elevado. Sería absurdo buscar a un Nelson cretense entre sus defensores, pero sí podemos ver a un Hawkins o a un Drake cretenses, que combinaban el comercio, la piratería y la protección de la base local.
Los minoicos, pues, explotaban el mar igual que otros pueblos explotaron sus entornos naturales. El resultado fue un intercambio de productos e ideas que muestra una vez más como la civilización puede acelerarse donde existe la posibilidad de interrelación. Los minoicos mantenían estrechas relaciones con Siria antes del 1550 a.C. y comerciaban, hacia el oeste, hasta Sicilia, quizá más lejos aún. Alguien llevó sus productos hasta las costas del Adriático. Aún más importante fue su penetración en Grecia. Puede que los minoicos fueran el cauce más importante a través del cual llegaron los productos y las ideas de las primeras civilizaciones a la Europa de la Edad del Bronce. Ciertos productos cretenses empezaron a aparecer en Egipto en el segundo milenio a.C., y este era un mercado importante; el arte del Imperio Nuevo muestra influencias cretenses. Incluso hubo, según creen algunos expertos, un egipcio que residió un tiempo en Cnosos, presumiblemente para velar por sus intereses, y se ha argumentado que los minoicos combatieron con los egipcios contra los hicsos. Se han encontrado vasijas y objetos de metal cretenses en varios lugares de Asia Menor; esto es lo que sobrevivió de aquella época, pero se ha afirmado que los minoicos suministraban al continente una amplia gama de productos, como madera, uvas, aceite, vasijas de metal e incluso opio. A cambio, se procuraban metal de Asia Menor, alabastro de Egipto y huevos de avestruz de Libia. Era un mundo comercial complejo.
Junto con la prosperidad agrícola, el comercio hizo posible una civilización de considerable solidez, capaz desde hacía tiempo de recuperarse de los desastres, como parece demostrar la reiterada reconstrucción del palacio de Cnosos. Los palacios son las reliquias más hermosas de la civilización minoica, pero las ciudades estaban asimismo bien construidas, y tenían un complejo sistema de tuberías de desagüe y alcantarillas, lo que era un logro técnico de un gran nivel; muy pronto, en la secuencia de palacios de Cnosos, las instalaciones sanitarias y de aseo alcanzan una escala que no se superó hasta la época romana. Otro logro cultural fue menos práctico, y más artístico que intelectual; parece que los minoicos adoptaron las matemáticas de Egipto y que las dejaron sin más, y su religión desapareció con ellos, aparentemente sin dejar nada a la posteridad, pero los minoicos hicieron una importante contribución artística a la civilización de la Grecia continental. El arte representó a la civilización minoica en su máximo esplendor, y sigue siendo su legado más espectacular. Su genio era pictórico y alcanzó su punto culminante en los frescos de los palacios, de una viveza y movimiento sorprendentes. He aquí un estilo realmente original, que influyó, a través del mar, en Egipto y Grecia. Aunque también otras artes palaciegas, sobre todo la elaboración de gemas y metales preciosos, crearían moda en otros lugares.
El arte minoico ofrece algún testimonio sobre el estilo de vida de los cretenses, porque a menudo es figurativo. Al parecer, iban ligeros de ropa, y a las mujeres se las representaba a menudo con el pecho desnudo; los hombres no llevaban barba. Hay flores y plantas en abundancia, lo que sugiere un pueblo que apreciaba profundamente los dones de la naturaleza; no tenemos la impresión de que los minoicos considerasen el mundo un lugar hostil. De su riqueza relativa —dados los niveles de la época antigua— dan cuenta las filas de enormes y bellas tinajas de aceite de sus palacios. Su preocupación por la comodidad y por lo que no cabe más que calificar de elegancia se ve claramente en los delfines y los lirios que decoran las habitaciones de una de sus reinas.
La arqueología también ha encontrado testimonios de un mundo religioso singularmente poco amenazador, aunque no podemos extraer demasiadas conclusiones, dado que carecemos de textos. Pese a que tenemos representaciones de los dioses y diosas cretenses, no es fácil estar seguros de quiénes son. Tampoco podemos comprender sus rituales, aparte de registrar el elevado número de altares de sacrificio y de hachas de dos filos, y el hecho de que, aparentemente, los cultos minoicos se centraban en una figura femenina (aunque sigue siendo un misterio cuál era su relación con otras deidades). Podría tratarse de la representación de la fertilidad del Neolítico que, como tal, aparecerá una y otra vez como encarnación de la sexualidad femenina: las posteriores Astarté y Afrodita. En Creta, esta diosa se representa vestida con una elegante falda y los pechos desnudos, de pie entre dos leones y sosteniendo unas serpientes. Es menos claro que hubiera también un dios masculino. Pero la aparición de astas de toro en muchos lugares y de frescos que representan a estos nobles animales es sugerente si se los vincula a la leyenda griega posterior (Zeus había seducido, en forma de toro, a la madre de Minos, Europa; la esposa de Minos, Pasífae, engendró de sus relaciones con un toro a un monstruo que nació mitad toro, mitad hombre: el Minotauro) y a los oscuros, pero evidentemente importantes, ritos del salto del toro. Lo sorprendente es que, sea como fuere, la religión cretense no parece tenebrosa; las pinturas de deportes y bailes, y los delicados frescos y cerámicas sugieren que no se trataba de un pueblo infeliz.
Desconocemos la organización política de esta sociedad. El palacio no era solo una residencia real, sino en cierto sentido un centro económico —un enorme almacén— que quizá se entendiera mejor como el vértice de una avanzada forma de intercambio basada en la redistribución por parte del gobernante. El palacio era asimismo un templo, pero no una fortaleza. En su madurez, fue el centro de una estructura muy organizada cuya inspiración podría haber sido asiática; como pueblo comerciante, los minoicos tenían acceso a la cultura de los imperios de Egipto y Mesopotamia. Una de las fuentes de lo que conocemos sobre los propósitos del gobierno minoico es una enorme colección de miles de tablillas que constituyen sus archivos administrativos, y que indican una rígida jerarquía y una administración sistematizada, aunque no cómo funcionaban en la práctica. Por efectivo que fuera el gobierno, lo único que muestran con certeza estos archivos es que aspiraba a una supervisión mucho más estrecha y compleja de lo que pudo concebir el mundo griego posterior. Si existe alguna analogía, nuevamente habrá que buscarla en los imperios asiáticos y en Egipto.
En la actualidad, las tablillas nos hablan solo de la última etapa de la civilización minoica, porque muchas de ellas no pueden interpretarse. La opinión mayoritaria de los especialistas concuerda actualmente con la expuesta hace unos años, en el sentido de que un gran número de las encontradas en Cnosos se empleaban para escribir en lengua griega y que datan de entre el 1450 y el 1375 a.C. Esto confirma la prueba arqueológica de la llegada por esas fechas de invasores del continente que sustituyeron a los gobernantes nativos. Las tablillas son sus documentos, y la escritura en la que están escritas se ha denominado «Lineal B». Los testimonios escritos anteriores se encuentran primero en jeroglífico, con algunos signos prestados de Egipto, y luego en otro tipo de escritura (sin descifrar aún), llamada «Lineal A» y utilizada quizá ya en el 1700 a.C. Los griegos adoptaron la práctica administrativa minoica existente y realizaron anotaciones, como las que ya se hacían, en su propia lengua. Por tanto, las tablillas anteriores probablemente contienen información muy parecida a la de las posteriores, aunque es sobre la Creta anterior a la llegada de los invasores de lengua griega que presidieron la última etapa y el misterioso final de la civilización minoica.
El éxito de la invasión desde el continente fue una señal de que las condiciones que habían hecho posible esta civilización se estaban desmoronando en los turbulentos tiempos del final de la Edad del Bronce. Durante mucho tiempo, Creta no tuvo rival que amenazara sus costas. Quizá los egipcios habían estado demasiado ocupados, y desde el norte no había habido en mucho tiempo amenaza posible. Pero, gradualmente, la segunda de estas condiciones había comenzado a cambiar; en el continente, se agitaban los mismos pueblos indoeuropeos que ya han aparecido en tantos lugares de esta historia. Algunos de ellos penetraron de nuevo en Creta tras el hundimiento definitivo de Cnosos; aparentemente, lograron establecerse como colonos, explotaron las tierras bajas y expulsaron a los minoicos y su cultura hecha añicos hacia solitarias y pequeñas poblaciones, donde se refugiaron y desaparecieron del escenario de la historia universal.
Irónicamente solo dos o tres siglos antes, la cultura cretense había ejercido una suerte de hegemonía en Grecia, y el recuerdo misterioso de Creta siempre permanecería en la mentalidad griega como el de una tierra perdida. A través de los aqueos, nombre que se suele dar a los primeros pueblos de habla griega, que bajaron hasta el Ática y el Peloponeso, donde fundaron pueblos y ciudades en los siglos XVIII y XVII a.C., se produjo una transfusión directa de la cultura minoica al continente. Los aqueos llegaron a una tierra que tenía desde hacía tiempo contactos con Asia, y cuyos habitantes ya habían aportado al futuro un símbolo duradero de la vida griega, la fortificación del lugar más alto de la ciudad o acrópolis. Los nuevos pueblos que llegaron apenas eran superiores culturalmente a los conquistados, y aunque introdujeron el caballo y el carro de guerra, eran unos bárbaros en comparación con los cretenses y carecían de arte propio. Más conocedores de la función de la violencia y de la guerra en la sociedad que los isleños (sin duda porque no gozaban de la protección del mar y vivían con una sensación de presión constante en sus lugares de procedencia), fortificaron sus ciudades y erigieron castillos. Su civilización tenía un estilo militar. A veces escogieron emplazamientos que serían posteriormente el centro de las ciudades-estado griegas, como Atenas y Pilos. No eran muy grandes, pues las mayores tenían como mucho unos pocos miles de habitantes. Una de las más importantes estaba en Micenas, que fue la que dio su nombre a la civilización que finalmente se difundió por la Grecia de la Edad del Bronce, a mediados del segundo milenio.
La civilización micénica dejó algunos vestigios espléndidos, ya que era muy rica en oro; debido a la gran influencia que recibió del arte minoico, es también una auténtica síntesis de las culturas griegas e indígenas del continente. Su base institucional parece tener sus raíces en las ideas patriarcales halladas entre muchos de los pueblos indoeuropeos, pero hay algo más. La aspiración burocrática revelada por las tablillas de Cnosos y por otras de Pilos, en el Peloponeso occidental, de alrededor del 1200 a.C., sugiere la existencia de corrientes de cambio que fluían desde la Creta conquistada hacia el continente. Cada ciudad importante tenía un rey. El de Micenas, que presidía una sociedad de terratenientes guerreros cuyos arrendatarios y esclavos eran los indígenas, pudo haber sido ya el jefe de alguna especie de federación de reinos. Algunos testimonios sugerentes hallados en los archivos diplomáticos hititas apuntan a la existencia de cierta unidad política en la Grecia micénica. Por debajo de los reyes, las tablillas de Pilos muestran una estrecha supervisión y control de la vida comunitaria, así como importantes distinciones entre funcionarios y, lo más fundamental, entre esclavos y hombres libres. Lo que no puede saberse es lo que significan en la práctica estas diferencias. Tampoco conocemos mucho de la vida económica que estaba en la raíz de la cultura micénica, más allá de su centralización en la familia real, como en Creta.
Sea cual fuera su base material, la cultura que tuvo su manifestación más espectacular en Micenas se había difundido por toda la Grecia continental y por muchas de las islas del Egeo hacia el 1400 a.C. Era unitaria, aunque existían marcadas diferencias entre los distintos dialectos griegos, que distinguirían a una región de otra hasta la era clásica. Micenas sustituyó la primacía comercial minoica en el Mediterráneo por la suya. Tenía enclaves comerciales en el Mediterráneo oriental y los reyes hititas la trataban como a una potencia. En ciertos lugares, las explotaciones de cerámica micénica sustituyeron a las minoicas, y hay incluso ejemplos de asentamientos minoicos seguidos de otros micénicos.
El imperio micénico, si se nos permite el término, llegó a su punto culminante durante los siglos XV y XIV a.C. Durante algún tiempo, la debilidad de Egipto y el derrumbamiento del poder hitita lo favorecieron; en ese período, un pequeño pueblo enriquecido por el comercio alcanzó una importancia desproporcionada mientras las grandes potencias desaparecían. Se establecieron colonias micénicas en las costas de Asia Menor; el comercio con otras ciudades asiáticas, sobre todo con Troya, prosperó. Pero, a partir del 1300 a.C. aproximadamente, empiezan a aparecer señales de decadencia. Parece que la guerra fue una de sus causas; los aqueos desempeñaron un papel importante en los ataques que sufrió Egipto a fines del siglo XIII a.C., y parece que una de sus grandes incursiones, que quedó inmortalizada como la guerra de Troya, tuvo lugar hacia el 1200 a.C. Una serie de levantamientos dinásticos en las propias ciudades micénicas constituyeron el turbulento fondo sobre el que se producían estos acontecimientos.
Estaba a punto de comenzar lo que cabe denominar la «edad oscura del Egeo», tan oscura como lo que ocurría en Oriente Próximo más o menos en la misma época. Cuando cayó Troya, ya habían empezado a producirse nuevas invasiones bárbaras procedentes de la Grecia continental. Justo al final del siglo XIII a.C., los grandes centros micénicos fueron destruidos, quizá por terremotos, y la Grecia antigua se dividió en centros desligados entre sí. Como entidad, la civilización micénica desapareció, y aunque no todos los centros micénicos fueron abandonados, su vida continuó a un nivel inferior. Los tesoros reales desaparecieron, no se reconstruyeron los palacios. En algunos lugares, los pueblos ya establecidos resistieron durante siglos; en otros, se convirtieron en siervos de los nuevos conquistadores, indoeuropeos del norte que llevaban migrando desde casi un siglo antes de la caída de Troya, o fueron expulsados por ellos. No parece probable que estos nuevos pueblos se asentaran siempre en las tierras que asolaban, pero acabaron con las estructuras políticas existentes y el futuro se construiría sobre sus tronos, y no sobre las instituciones micénicas. Un panorama de confusión se extiende a medida que se penetra en la edad oscura del Egeo; solo poco antes del 1000 a.C. hay algunas señales de que está surgiendo un nuevo modelo: el proyecto de la Grecia clásica.
Los relatos legendarios de este período atribuyen muchas cosas a un grupo de recién llegados: los dorios. Fuertes e intrépidos, se les recordaría como los descendientes de Hércules. Aunque es muy arriesgado inferir, de la presencia de dialectos griegos posteriores, la existencia de grupos identificables y compactos entre los primeros invasores, la tradición les convierte en los hablantes de una lengua, el dórico, que pervivió hasta la era clásica como el dialecto que les diferenciaba. En este caso, los especialistas creen que la tradición está justificada. En Esparta y Argos, se establecieron comunidades dorias que serían futuras ciudades-estado.
Sin embargo, otros pueblos contribuyeron también a forjar una nueva civilización en este período de oscuridad. Quienes más éxito tuvieron fueron identificados posteriormente como los hablantes del griego jónico, los jonios de la edad oscura. Procedentes del Ática (donde Atenas había sobrevivido o asimilado a los invasores que siguieron a los micénicos), arraigaron en las islas Cícladas y en Jonia, la actual costa turca del Egeo, donde, como inmigrantes y piratas, capturaron o fundaron ciudades (si no en las islas, casi siempre en la costa o cerca de ella), que fueron las futuras ciudades-estado de un pueblo marinero. A menudo los emplazamientos que escogieron ya habían estado ocupados por los micénicos; a veces —en Esmirna, por ejemplo— desplazaron a los colonos griegos anteriores.
Este panorama es confuso en el mejor de los casos y solo quedan testimonios fragmentarios de gran parte de él, aunque de este desorden resurgiría lentamente la unidad de civilización de que gozó la Edad del Bronce egea. Al principio, sin embargo, hubo siglos de desorganización y particularismo, un nuevo período de provincialismo en un mundo que otrora fue cosmopolita. El comercio decayó y los vínculos con Asia se debilitaron, sustituidos por las migraciones, que a veces tardaron siglos en dar lugar a nuevos modelos culturales, pero que finalmente sentaron las bases de un futuro mundo griego.
Tuvo lugar un revés colosal para la vida civilizada que debe recordarnos lo frágil que podía ser esta en la Antigüedad. Su señal más evidente fue una despoblación ocurrida entre el 1100 y el 1000 a.C., tan general y violenta que algunos especialistas han buscado su explicación en una catástrofe repentina: una epidemia quizá, o un cambio climático tal que redujo súbita y terriblemente la pequeña superficie cultivable de las laderas de los Balcanes y del Egeo. Sea cual fuera la causa, sus efectos se reflejan también en una decadencia de la elegancia y de la habilidad artística; desaparecieron el tallado de gemas, los frescos y la cerámica refinada. La continuidad cultural que permitió la época debió de ser en gran parte más mental que física, a través de las canciones, los mitos y las ideas religiosas.
Una pequeña parte de esta turbulenta época se refleja débil y remotamente en las epopeyas de los bardos que posteriormente tomaron forma escrita en la Ilíada y la Odisea. Estos poemas incluyen material transmitido oralmente durante generaciones y cuyos orígenes se sitúan en una tradición casi contemporánea de los hechos que narran, aunque más tarde fueran atribuidos a un solo poeta, Homero. Sin embargo, es mucho más arduo ponerse de acuerdo en qué es lo que reflejaba exactamente; recientemente, los expertos han llegado al consenso de que casi nada corresponde a la época micénica y muy poco a la época inmediatamente posterior. El episodio central de la Ilíada, el ataque contra Troya, no es lo que aquí importa, aunque el relato refleja probablemente un predominio real de la iniciativa aquea en la colonización de Asia Menor. Lo que sobrevive son algunos datos sobre la sociedad y las ideas, transmitidos incidentalmente en los poemas. Aunque Homero da la impresión de cierta preeminencia especial atribuida al rey micénico, esta información corresponde al Egeo posmicénico del siglo VIII, cuando comienza la recuperación tras la edad oscura, y revela una sociedad cuyos supuestos son los de los señores de la guerra bárbaros, no los de unos reyes que estaban al mando de unos ejércitos regulares o supervisaban burocracias, como los de Asia. Los reyes de Homero son los principales entre los principales nobles, jefes de grandes familias cuya autoridad reconocida estaba atemperada por el poder real de unos truculentos guerreros que son casi sus iguales, y que dependía por tanto de imponerse sobre ellos; sus vidas son turbulentas y duras. La atmósfera es individualista y anárquica; se parecen más a una banda de jefes vikingos que a los gobernantes que conmemoraban las tablillas micénicas. Con independencia de las reminiscencias de detalles que puedan sobrevivir de la época más temprana (cuya exactitud se ha visto a veces confirmada por las excavaciones), y por muchos reflejos de una sociedad posterior que eventualmente contengan, los poemas solo arrojan una luz irregular sobre una sociedad primitiva, aún en estado de confusión, que se iba asentando quizá, pero no tan avanzada como la micénica y que ni siquiera presagiaba remotamente lo que iba a ser Grecia.
La nueva civilización que al final surgiría de estos siglos de confusión debió mucho a la reanudación de las relaciones con el este. Fue muy importante que los helenos (el nombre por el que se distinguía a los invasores de Grecia de sus antecesores) se extendieran por las islas y hasta el continente asiático; proporcionaron muchos puntos de contacto entre dos mundos culturales. Pero no fueron ellos los únicos lazos entre Asia y Europa; los intermediarios de la historia universal, los grandes pueblos comerciantes, siempre llevaron consigo las semillas de la civilización.
Uno de los pueblos comerciantes, pueblo marinero, tuvo una larga y turbulenta historia, aunque no tan extensa como decía su leyenda; los fenicios afirmaban que habían llegado a Tiro hacia el 2700 a.C., a lo que podría concederse el mismo grado de verosimilitud que a las historias sobre la descendencia de los reyes dorios de Heracles. Sin embargo, sí es cierto que los fenicios ya estaban establecidos en la costa del moderno Líbano en el segundo milenio a.C., cuando los egipcios obtenían de ellos su madera de cedro. Los fenicios eran un pueblo semita. Como los árabes del mar Rojo, se hicieron marineros porque la geografía les urgió a buscar más hacia fuera que tierra adentro. Vivían en la estrecha franja costera que fue el cauce de comunicación histórico entre África y Asia. Tras ellos se extendía un llano interior, pobre en recursos agrícolas, cortado por las colinas que bajaban de las montañas hasta el mar, y que dificultaban la unidad de los asentamientos costeros. La experiencia de los fenicios tenía paralelismos con la de los estados griegos posteriores, que sintieron la tentación del mar en circunstancias similares, y en ambos casos el resultado no solo fue el comercio, sino también la colonización.
Débiles en su tierra —vivieron bajo el dominio sucesivo de los hebreos, los egipcios y los hititas—, no puede ser del todo una coincidencia el que los fenicios no surgieran de las sombras históricas hasta que finalizaron las grandes épocas de Egipto, Micenas y el imperio hitita. Ellos también prosperaron gracias al declive de otros. Fue después del 1000 a.C., cuando hacía tiempo que había desaparecido la gran era del comercio minoico, cuando las ciudades fenicias de Biblos, Tiro y Sidón vivieron su breve edad de oro. Su importancia en aquel entonces queda atestiguada por el relato bíblico de su intervención en la construcción del templo de Salomón: «Pues tú sabes —dice Salomón— que nosotros no tenemos taladores tan expertos como los sidonios», a los que pagó en consecuencia (1 Sam 5, 6). Este es quizá el testimonio de un contrato de obras único en grandeza y espectacularidad en toda la Antigüedad, y hay abundante material posterior que muestra la importancia continuada de la iniciativa fenicia. Muchos antiguos escritores subrayaron su fama como viajeros y colonizadores. Cuenta la leyenda que comerciaban con los salvajes de Cornualles; sin duda eran grandes navegantes de largas distancias. Sus tintes fueron durante largo tiempo famosos y se buscaban incluso en la época clásica. No cabe duda de que la necesidad comercial estimuló la inventiva de los fenicios; fue en Biblos (cuyo nombre tomarían los griegos para los libros) donde se inventó el alfabeto que posteriormente adoptaron los griegos. Esto significó un gran paso, que hizo posible la difusión de la escritura, pero no sobrevive ninguna pieza literaria fenicia notable, mientras que el arte de este pueblo suele reflejar su función de intermediarios, tomando prestado y copiando de modelos asiáticos y egipcios, quizá por exigencias del cliente. Gracias al comercio, este arte se difundió por todas las costas del Mediterráneo occidental.
El comercio, la preocupación principal de los fenicios, no exigía al principio establecerse en ultramar. Pero los fenicios llegaron a fundar un número creciente de colonias o centros comerciales, a veces donde habían comerciado los micénicos antes que ellos. Al final, había unos veinticinco de estos centros en todo el Mediterráneo, el primero de los cuales fue fundado en Kitión (la moderna Larnaca), Chipre, al final del siglo IX a.C. Puede que algunas colonias siguieran la actividad comercial que anteriormente ejercieron los fenicios en el lugar; puede que también reflejaran la época turbulenta que asoló las ciudades fenicias tras una breve fase de independencia, al principio del primer milenio. En el siglo VII, Sidón fue arrasada hasta sus cimientos, y las hijas del rey de Tiro fueron llevadas al harén de Asurbanipal, en Asiria. Fenicia quedó entonces reducida a sus otras colonias en el Mediterráneo y poco más. Pero su fundación pudo ser también reflejo de la inquietud fenicia ante la oleada de colonización griega que desde el oeste amenazaba el suministro de metales, especialmente del estaño británico y de la plata española. Esto podría explicar que los fenicios fundaran un siglo antes Cartago, que se convertiría en la sede de un poder mucho más formidable que el que jamás tuvieron Tiro y Sidón, y que siguió fundando sus propias colonias. Más hacia el oeste, al otro lado del estrecho de Gibraltar, los fenicios ya conocían Cádiz, adonde llegaron en busca de un comercio atlántico más al norte.
Los fenicios fueron uno de los agentes transmisores de civilización más importantes, pero eso, en cualquier caso, también lo habían sido otros: los micénicos por su difusión de una cultura y los helenos por su agitación del mundo étnico del Egeo. Los minoicos habían sido algo más, auténticos originadores, pues no solo tomaron prestados elementos de los grandes centros culturales establecidos, sino que los reelaboraron antes de difundirlos a su vez. Estos pueblos contribuyeron a dar forma a un mundo que cambiaba cada vez más rápidamente. Un importante efecto secundario, del que poco se ha hablado aún, fue la estimulación de la Europa continental. La búsqueda de minerales llevó lentamente a los exploradores cada vez más lejos, a las ignotas tierras bárbaras. Ya en el segundo milenio, se observan los primeros indicios de un futuro complicado; los abalorios hallados en Micenas se fabricaban en Gran Bretaña con ámbar del Báltico. El comercio actuó siempre con lentitud, acabando con el aislamiento, modificando las relaciones mutuas entre los pueblos e imponiendo nuevas formas al mundo. Pero es difícil relacionar esta historia con los movimientos del crisol étnico en el Egeo, y no digamos ya con la turbulenta historia del continente asiático desde el segundo milenio antes de nuestra era.

Oriente próximo en la era de la confusión
La «confusión» es una cuestión de perspectiva. Durante alrededor de ochocientos años desde el final de Cnosos, por ejemplo, la historia de Oriente Próximo es, en efecto, muy confusa si la analizamos desde el punto de vista de la historia universal. En esencia, lo que hubo fue una serie de conflictos sobre el control de una riqueza que crecía lentamente en la región agrícola mejor definida del mundo antiguo (los imperios que aparecieron y desaparecieron no pudieron encontrar, en las estepas y desiertos situados en las fronteras de Oriente Próximo, recursos que pudieran justificar su conquista), y es difícil encontrar un hilo de continuidad en esa historia. Los invasores llegaban y se marchaban con rapidez, algunos de ellos dejando tras de sí nuevas comunidades, mientras otros fundaban nuevos estados que sustituían a los que derrocaban. Esta situación apenas podían entenderla quienes no eran conscientes de estos hechos más que ocasionalmente y de forma repentina, cuando, por ejemplo, quemaban sus casas, violaban a sus esposas e hijas y se llevaban a sus hijos como esclavos; o, por decirlo con menos dramatismo, cuando descubrían que un nuevo gobernante iba a recaudar más impuestos. Tales acontecimientos debían de ser bastante preocupantes, por no emplear una palabra más enérgica. Por otra parte, seguramente, millones de personas vivieron en aquella época sin conocer un cambio más espectacular que la llegada un día a su aldea de la primera hoz o espada de hierro; cientos de comunidades vivieron dentro de un sistema de ideas e instituciones que permaneció inmutable durante muchas generaciones. Esta es una reserva importante que no hay que olvidar cuando hacemos hincapié en el dinamismo y la violencia de la historia de Oriente Próximo durante la transición de la Edad del Bronce a la del Hierro, una era a la que ya hemos aludido al tratar de los pueblos del Egeo.
En el continente, los pueblos errantes se movían en una zona donde había centros consolidados de gobierno y población, estructuras políticas poderosas y duraderas, y numerosas jerarquías de especialistas en administración, religión y aprendizaje. Esto explica en parte por qué la llegada de nuevos pueblos destruye menos que en el Egeo lo que ya se había logrado. Otra fuerza conservadora la constituía el largo contacto que muchos de los bárbaros mantenían ya con la civilización en esta región, lo que hizo que no desearan destruirla, sino disfrutar de sus ventajas. Estas dos fuerzas contribuyeron a largo plazo a difundir más la civilización y a fomentar el creciente cosmopolitismo de un Oriente Próximo grande y confuso, pero civilizado e interconectado.
La historia del Oriente Próximo civilizado comienza muy pronto, y se remonta a principios del segundo milenio a.C., con la llegada a Asia Menor de los hititas. Quizá estos pertenecían al mismo grupo de pueblos que los minoicos; en cualquier caso, vivieron en Anatolia más o menos al mismo tiempo que la civilización minoica se disponía a alcanzar sus mayores triunfos, y estaban lejos de ser unos bárbaros primitivos. Los hititas tenían un sistema jurídico propio y absorbieron gran parte de lo que Babilonia les pudo enseñar. Por otro lado, disfrutaron durante mucho tiempo del virtual monopolio del hierro en Asia, lo que no solo tuvo una gran importancia agrícola, sino que, junto con su dominio de la fortificación y del carro, les dio una superioridad militar que fue el azote de Egipto y Mesopotamia. El ataque que derribó el poderío de Babilonia hacia el 1590 a.C. equivalió a la señal de la altura máxima que alcanzaron las aguas de la inundación del primer «imperio» hitita. Después siguió un período de declive y oscuridad, hasta que, en la primera mitad del siglo XIV, hubo un renacimiento de su poder. Esta segunda era, aún más espléndida, fue testigo de una hegemonía hitita que se extendió, por un tiempo breve, desde las costas del Mediterráneo hasta el golfo Pérsico, dominando todo el Creciente Fértil salvo Egipto, y que desafió con éxito incluso a esa gran potencia militar mientras guerreaba casi sin cesar con los micénicos. Pero, al igual que otros imperios, se derrumbó un siglo después, y su final llegó alrededor del 1200 a.C.
La culminación y el hundimiento de este gran esfuerzo de organización al comienzo de la edad oscura de Grecia y el Egeo tienen dos características interesantes. La primera es que, por aquel entonces, los hititas ya no disfrutaban del monopolio del hierro; hacia el 1000 a.C., el hierro se utiliza en todo Oriente Próximo, y su difusión desempeñó sin duda cierto papel en la brusca modificación de la balanza de poder en perjuicio de los hititas. La otra característica interesante es una coincidencia del ritmo de las migraciones, ya que parece que los grandes difusores de la tecnología del hierro fueron los pueblos indoeuropeos que desde alrededor del 1200 a.C. sembraron el desorden a su paso. Se cree que la desaparición de Troya, que jamás se repuso de la destrucción aquea, tuvo una gran importancia estratégica a este respecto; al parecer, la ciudad desempeñaba hasta entonces un papel destacado en una alianza de potencias de Asia Menor que había mantenido a raya a los bárbaros del norte. Tras su caída, no apareció ningún otro foco de resistencia. Algunos expertos piensan que la proximidad en el tiempo de la caída del último imperio hitita y los ataques de los «pueblos del mar» que registran los archivos egipcios es demasiado acusada para no ser más que una coincidencia. En particular, los destructores del imperio hitita fueron un pueblo de Tracia, los frigios.
Los «Pueblos del Mar» solo eran un síntoma más de los grandes movimientos humanos de la época. Provistos de armas de hierro, emprendieron sus incursiones en las costas del Mediterráneo oriental, arrasando ciudades sirias y levantinas, desde comienzos del siglo XII a.C. Puede que algunos de ellos fueran «refugiados» procedentes de las ciudades micénicas que primero se marcharon al Dodecaneso y después a Chipre. Uno de estos grupos, el de los filisteos, se estableció en Canaán hacia el 1175 a.C.; de su nombre deriva el de Palestina. Pero las principales víctimas de los Pueblos del Mar fueron los egipcios. Al igual que los vikingos de los mares del norte dos mil años después, los invasores que llegaban del mar se lanzaron sobre el delta una y otra vez, sin dejarse intimidar por las ocasionales derrotas, y llegaron incluso a arrebatar el país al faraón. Egipto sufrió una gran presión. A principios del siglo XI a.C. se dividió, siendo disputado por dos reinos. Los Pueblos del Mar no eran tampoco los únicos enemigos de Egipto. Parece que en un momento determinado, una flota libia atacó el delta, aunque fue rechazada. En el sur, la frontera nubia no representaba aún un problema, pero alrededor del 1000 a.C. surgió un reino independiente en Sudán que posteriormente sería conflictivo. La marea de los pueblos bárbaros erosionaba las viejas estructuras de Oriente Próximo del mismo modo que desgastó la Grecia micénica.
Nos hemos adentrado lo suficiente en el torbellino de acontecimientos como para dejar de manifiesto que hemos penetrado en una era demasiado compleja y demasiado poco conocida que no nos permite elaborar una narración sencilla y directa. Afortunadamente, pronto aparecen dos rayos de sol en medio del caos. Uno es la renovación de un asunto antiguo, el de la continuidad de la tradición mesopotámica, a punto de entrar en su última fase. El otro es bastante nuevo, y comienza con un acontecimiento que no podemos fechar y que solo conocemos gracias a la tradición registrada siglos después, pero que probablemente ocurrió durante la época de pruebas que los Pueblos del Mar impusieron a Egipto. Con independencia del momento y la forma en que sucedió, la salida de Egipto del pueblo que los egipcios llamaban hebreo y que el mundo denominó después judío, marcó un momento decisivo en la historia universal.
Para muchas personas durante muchos siglos, la historia de la humanidad antes de la llegada del cristianismo fue la historia de los judíos y de lo que estos narraron a su vez acerca de la historia de otros pueblos. Ambas quedaron registradas en un conjunto de libros llamados Antiguo Testamento, que constituyen las escrituras sagradas del pueblo judío, y que posteriormente fueron difundidas por todo el mundo en numerosas lenguas gracias al impulso misionero cristiano y a la invención de la imprenta. Los judíos fueron el primer pueblo que llegó a una idea abstracta de Dios y que prohibió su representación en imágenes. Ningún pueblo ha tenido mayor repercusión histórica a partir de unos orígenes y unos recursos tan relativamente insignificantes, tan insignificantes, de hecho, que aún es difícil estar seguros de muchos de los aspectos referidos a ellos pese a los enormes esfuerzos realizados.
Los orígenes de los judíos se remontan a los pueblos semitas nómadas de Arabia, cuya tendencia prehistórica e histórica fue presionar frecuentemente hacia las tierras ricas del Creciente Fértil más próximas a sus lugares de origen. La primera etapa de su historia a la que la historia antigua debe prestar la debida atención es la era de los patriarcas, cuyas tradiciones figuran en los relatos bíblicos sobre Abraham, Isaac y Jacob. No parece que existan sólidos motivos para negar que los hombres que dieron origen a estas gigantescas y legendarias figuras existieran realmente. Si realmente fue así, debieron de vivir alrededor del 1800 a.C., y su historia forma parte de la confusión que siguió a la caída de Ur. La Biblia nos explica que Abraham fue desde Ur a Canaán, lo que es bastante verosímil y no contradice lo que sabemos de la dispersión de los amorritas y de otras tribus en los siguientes cuatrocientos años. De entre ellos, quienes serían recordados como los descendientes de Abraham fueron conocidos al final por el nombre de «hebreos», una palabra que significa «nómada» y que aparece por primera vez en textos egipcios de los siglos XIV o XIII a.C., mucho después de que se establecieran por primera vez en Canaán. Aunque no es del todo satisfactorio, es probablemente el mejor nombre que se puede dar a las tribus de las que nos ocupamos, y las identifica mejor que la palabra judíos, que, por todas las connotaciones que tradicionalmente se le han asociado durante siglos de uso popular, es mejor reservar (como hacen normalmente los expertos en la materia) para una era muy posterior a la de los patriarcas de esta religión monoteísta.
Es en Canaán donde aparece por primera vez el pueblo de Abraham en la Biblia. Los judíos son representados como un pueblo de pastores, organizado tribalmente, que se disputa pozos y pastos con vecinos y parientes, y que aún puede ser empujado a emigrar por las presiones de la sequía y el hambre. Se nos dice que un grupo bajó hasta Egipto, quizá a principios del siglo XVII a.C.; es el grupo que figura en la Biblia como la familia de Jacob. El desarrollo de la historia en el Antiguo Testamento nos muestra que José, hijo de Jacob, llegó a estar al servicio del faraón, dato del que cabría esperar encontrar algún rastro en los archivos egipcios. Algunos especialistas han sugerido que esto ocurrió durante la dominación de los hicsos, dado que solo un período de perturbación a gran escala podría explicar la improbable preeminencia de un extranjero en la burocracia egipcia. Puede que fuera así, pero no hay testimonios que lo confirmen o desmientan. Solo tenemos la tradición, al igual que solo es tradición toda la historia hebrea hasta alrededor del 1200 a.C. Esta tradición se manifiesta en el Antiguo Testamento, cuyos textos no adoptaron su forma actual hasta el siglo VII a.C., quizá ochocientos años después de la historia de José, aunque pueden distinguirse en ellos, y se han distinguido, elementos anteriores. Como testimonio, el Antiguo Testamento es a los orígenes judíos lo que Homero es a los de Grecia.
Nada de todo esto importaría mucho, y sin duda no interesaría a nadie salvo a los expertos, si no fuera por los acontecimientos que sucedieron entre mil y tres mil años después, cuando los destinos de todo el mundo estuvieron bajo la influencia de las civilizaciones cristiana e islámica, cuyas raíces están en la tradición religiosa de un pequeño pueblo semita, no fácilmente identificable, y al que, durante siglos, los gobernantes de los grandes imperios de Mesopotamia y Egipto apenas distinguieron de muchos otros nómadas similares. Y esto se debió a que los hebreos consiguieron llegar a una visión religiosa única.
Podemos ver en todo el mundo del antiguo Oriente Próximo la actuación de unas fuerzas que, probablemente, hicieron más atractivos los enfoques religiosos monoteístas. Es probable que el poder de las deidades locales quedara cuestionado en vista de los grandes trastornos y desastres que periódicamente barrieron la región después del primer imperio babilónico. Tanto las innovaciones religiosas de Ajenatón como la afirmación creciente del culto de Marduk parecen ser respuestas a este desafío. Pero solo los hebreos y quienes compartieron después sus creencias pudieron llevar el proceso a buen término, trascendiendo el politeísmo y el localismo para alcanzar un monoteísmo coherente y absoluto.
Es muy difícil establecer el orden en que se produjo este proceso, pero sus fases esenciales no se completaron antes del siglo VIII a.C. En la primera época en que cabe distinguir a la religión hebrea, ésta aún era probablemente politeísta, pero también monólatra; es decir, que al igual que otros pueblos semitas, las tribus que fueron las precursoras de los judíos creían que había muchos dioses, pero adoraban solo a uno, al suyo. La primera etapa de perfeccionamiento fue la idea de que el pueblo de Israel (como se llamaron los descendientes de Jacob) debía devoción exclusiva a Yahvé, la deidad tribal, un dios celoso que había hecho un pacto con su pueblo para llevarlo de nuevo a la tierra prometida, la Canaán adonde Yahvé ya había llevado a Abraham desde Ur, y que ha seguido siendo un foco de pasión hasta la actualidad. El pacto era una idea dominante: Israel tenía la seguridad de que, si hacía algo, ocurriría algo deseable en consecuencia, lo que suponía una gran diferencia respecto de la atmósfera religiosa de Mesopotamia o de Egipto.
Las exigencias de exclusividad de Yahvé dieron paso al monoteísmo, ya que, llegado el momento para ello, los israelitas no sentían respeto alguno por los otros dioses que podrían constituir un obstáculo para esta evolución. Pero esto no fue todo. La naturaleza de Yahvé fue pronto diferente a la de los demás dioses tribales. La característica más distintiva de su culto era que no había ninguna representación de su imagen. A veces se presenta, al igual que otros dioses, en una morada inmanente, como un templo construido por los hombres, o incluso en manifestaciones de la naturaleza, pero, a medida que la religión israelita evolucionó, pudo vérsele como una deidad trascendente:
El Señor está en su templo santo, el Señor tiene su trono en el cielo. (Salmo 11, 4) dice un salmo. Él lo había creado todo, pero existía con independencia de su creación; era un ser universal. Se preguntaba el salmista: ¿Adónde iré yo lejos de tu espíritu, adónde de tu rostro podré huir? (Salmo 139, 7)
El poder creativo de Yahvé era otro aspecto que diferenciaba a los hebreos de la tradición mesopotámica. Ambas religiones consideraban que el origen del género humano era un caos acuático. «La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo», dice contundentemente el libro del Génesis. Para los mesopotámicos, no hubo creación pura; siempre había existido algún tipo de materia, y los dioses solo la ordenaron. Pero para los hebreos era diferente: Yahvé ya había creado el propio caos. Yahvé fue para Israel lo que más tarde expresó el credo cristiano: «Creador del cielo y de la tierra, creador de todo lo visible y lo invisible»; era, por tanto, el supremo creador. Además, hizo al hombre a su imagen y semejanza, como un compañero, no como un esclavo; el hombre era la culminación y la revelación suprema de su poder creativo, una criatura capaz de distinguir el bien del mal, como el propio Yahvé. Finalmente, el hombre se movía en un mundo moral que establecía la propia naturaleza de Yahvé. Solo Él era justo; las leyes del hombre podían reflejar o no su voluntad, pero Él era el único autor de la rectitud y de la justicia, quien marcaba los parámetros de la conducta ejemplar.
Las implicaciones de las ideas fundadoras hebreas tardarían siglos en aclararse y milenios en mostrar todo su peso. Al principio, estaban envueltas en los presupuestos de una sociedad tribal que buscaba el favor de un dios en la guerra. Gran parte de ellos reflejaban la experiencia especial de un pueblo que vivía en el desierto. Más tarde, la tradición judía hizo un gran hincapié en sus orígenes en el éxodo de Egipto, una historia en la que destaca la gigantesca y misteriosa figura de Moisés. Lo que es evidente es que, cuando los hebreos llegaron a Canaán, ya eran conscientemente un pueblo, agrupado en torno al culto a Yahvé. El relato bíblico de su viaje por el Sinaí narra probablemente la época crucial en que se forjó esta conciencia nacional. Pero la tradición bíblica es, aquí también, lo único que tenemos para documentarnos, y no se recogió hasta mucho más tarde. Sin duda es verosímil que los hebreos debieran huir finalmente de una dura opresión en tierras extranjeras; una opresión que podría, por ejemplo, ser reflejo de las cargas que imponían unas enormes empresas de construcción. Moisés es un nombre egipcio, y es probable que existiera un original histórico del gran líder que domina la historia bíblica dirigiendo el éxodo y manteniendo unidos a los hebreos en el desierto. En el relato tradicional, fundó la ley tras traer los Diez Mandamientos de su encuentro con Yahvé, ocasión en que se renovó el pacto de Yahvé con su pueblo en el monte Sinaí, y que podría verse como el retorno formal a sus tradiciones de pueblo nómada cuyos cultos habían sido erosionados por la larga permanencia en el delta del Nilo. Por desgracia, sigue siendo imposible de definir el papel exacto que desempeñó este gran reformador religioso y líder nacional, y los propios Mandamientos no pueden fecharse de una forma fiable hasta mucho después de la época en que vivió Moisés.
De todas formas, aunque el relato bíblico no puede aceptarse en su literalidad, ha de tratarse con respeto, dado que es el único testimonio que tenemos de gran parte de la historia judía y contiene muchos elementos que pueden relacionarse con lo que se conoce o se infiere de otras fuentes. La arqueología no acude en ayuda de los historiadores hasta la llegada de los hebreos a Canaán. La historia de conquista que se narra en el Libro de Josué coincide con los testimonios de la destrucción de las ciudades cananeas en el siglo XIII a.C., y lo que sabemos de la cultura y la religión cananeas también coincide con el relato bíblico de las luchas de los hebreos contra los cultos locales y el politeísmo, que lo impregnaban todo. Palestina fue, a lo largo del siglo XII a.C., el escenario de las disputas entre dos tradiciones religiosas y dos pueblos, y esto, naturalmente, ilustra de nuevo el hundimiento del poder egipcio, dado que una región tan crucial no habría quedado a merced de unos pueblos semitas menores si el poder de la monarquía hubiera estado aún en vigor. Es probable que los hebreos consiguieran el apoyo de otras tribus nómadas, siendo la piedra de toque de la alianza la adhesión a Yahvé. Tras asentarse, y aunque las tribus luchaban entre sí, siguieron adorando a Yahvé, y esto constituyó durante un tiempo la única fuerza que las unía, pues las divisiones tribales formaron la única institución política de Israel.
Los hebreos asimilaban al mismo tiempo que destruían. Sin duda, en muchos aspectos estaban menos avanzados culturalmente que los cananeos, así que adoptaron su escritura. También tomaron prestada su práctica de la edificación, aunque sin llegar siempre al mismo nivel de vida urbana que sus antecesores. Jerusalén fue durante mucho tiempo un pequeño lugar lleno de suciedad y confusión, algo muy alejado del nivel que, mucho antes, había alcanzado la vida urbana de los minoicos. Pero en Israel estaban las semillas de gran parte de la historia futura del género humano.
La colonización de Palestina había sido esencialmente una operación militar, y la necesidad militar provocó la siguiente etapa de la consolidación de una nación. Parece que fue el desafío que plantearon los filisteos (oponentes obviamente mucho más formidables que los cananeos) lo que estimuló el surgimiento de la monarquía hebrea en algún momento hacia el 1000 a.C. Con ella aparece otra institución, la de la especial distinción de los profetas, ya que fue el profeta Samuel quien ungió (nombrando así de hecho) tanto a Saúl, el primer rey, como a su sucesor, David. Durante el reinado de Saúl, dice la Biblia, Israel no tenía armas de hierro, ya que los filisteos se cuidaron de no poner en peligro su supremacía permitiéndolas. Sin embargo, los judíos aprendieron a usar el hierro de sus enemigos; las palabras hebreas para cuchillo y casco tienen raíces filisteas.
Saúl obtuvo victorias, pero al final se suicidó y su obra fue completada por David. De todos los personajes del Antiguo Testamento, David es con diferencia el más verosímil, tanto por sus puntos fuertes como por sus flaquezas. Aunque no hay testimonios arqueológicos de su existencia, pervive aún como una de las grandes figuras de la literatura mundial y fue un modelo para los reyes durante doscientos años. El relato literario, aunque confuso, es irresistiblemente convincente, y habla de un héroe de corazón noble, pero con defectos y demasiado humano, que puso fin al peligro filisteo y reunificó el reino que se había dividido a la muerte de Saúl. Jerusalén se convirtió en la capital de Israel, y David se impuso después sobre los pueblos vecinos. Entre ellos estaban los fenicios, que le habían ayudado contra los filisteos, lo que supuso el final de Tiro como Estado independiente importante.
El hijo y sucesor de David, Salomón, fue el primer rey de Israel que alcanzó importancia internacional. Salomón incorporó carros de guerra a su ejército, lanzó expediciones contra los edomitas, se alió con Fenicia y creó una armada, con lo que logró conquistas y prosperidad.

Salomón dominaba todos los reinos, desde el río [Éufrates] hasta el país de los filisteos y hasta la frontera de Egipto [...] Judá e Israel vivieron en seguridad, cada cual bajo su parra y bajo su higuera, desde Dan hasta Beersheba, todos los días de Salomón. (1 Sam 4, 21-25)

Una vez más, esto parece la explotación de las posibilidades de que disponen los débiles cuando los grandes están en declive; el éxito de Israel bajo el reinado de Salomón es otra evidencia del eclipse de los imperios más antiguos, y se unió al éxito de otros pueblos ahora olvidados de Siria y el Mediterráneo oriental, que constituían el mundo político representado en las oscuras luchas de que da cuenta el Antiguo Testamento. La mayoría de ellos eran descendientes de la antigua expansión amorrita. Salomón era un rey de gran vigor y empuje, y los avances económicos y técnicos del período fueron también notables. Fue un gobernante empresario de primera fila. Se dice que las legendarias «minas del rey Salomón» reflejaban la actividad de la primera refinería de cobre de la que hay testimonio en Oriente Próximo, aunque no es una opinión unánime. Sin duda, la construcción del templo (siguiendo modelos fenicios) fue solo una de sus numerosas obras públicas, aunque quizá no la más importante. David había dado a Israel una capital, acrecentando así la tendencia a la centralización política. Había planificado la construcción de un templo, y cuando Salomón lo edificó, el culto a Yahvé tuvo una forma más espléndida que nunca y un lugar duradero.
Una religión tribal había logrado resistir los primeros riesgos de contaminarse con los ritos de la fertilidad y el politeísmo de los agricultores entre los que se habían establecido los hebreos en Canaán. Pero siempre hay una amenaza de reincidencia que pone en peligro el pacto. Con el éxito llegaron también otros peligros. Un reino significaba una corte, contactos con el extranjero y —en la época de Salomón— esposas extranjeras que traían el culto de sus propios dioses. La primera función de los profetas había sido denunciar los males que conllevaba apartarse de la ley prostituyéndose con los dioses de la fertilidad de los filisteos; el nuevo lujo les dio también un tema social.
Los profetas llevaron a su culminación la idea israelita de Dios. No solo eran adivinos, como los que ya se conocían en Oriente Próximo (aunque es probable que fuera esta la tradición que formaron los primeros dos grandes profetas, Samuel y Elías), sino predicadores, poetas, políticos y críticos morales. Su categoría dependía esencialmente de la convicción que pudieran generar en sí mismos y en los demás de que Dios hablaba a través de ellos. Pocos predicadores han tenido tanto éxito. Al final, Israel sería recordado no por las grandes hazañas de sus reyes, sino por las normas éticas que anunciaron sus profetas. Ellos dieron forma a los vínculos de la religión con la moralidad que dominarían no solo el judaísmo, sino también el cristianismo y el islam.
Los profetas hicieron evolucionar el culto a Yahvé hasta la adoración de un Dios universal, justo y misericordioso, severo a la hora de castigar el pecado, pero dispuesto a dar la bienvenida al pecador que se arrepentía. Este fue el clímax de la cultura religiosa en Oriente Próximo, un punto de inflexión después del cual pudo separarse la religión de la localidad y de la tribu. Los profetas también atacaron con acritud la injusticia social. Para ello, Amós, Isaías y Jeremías dejaron a un lado a la privilegiada casta sacerdotal, denunciando la burocracia religiosa directamente ante el pueblo. Anunciaron que todos los hombres eran iguales ante Dios, que los reyes no podían hacer sin más su voluntad; proclamaron un código moral que era una realidad dada, independiente de la autoridad humana. Así pues, la predicación de la adhesión a una ley moral que Israel creía que había sido dada por Dios, se convirtió también en una base para la crítica al poder político existente. Si la ley no estaba hecha por el hombre, no emanaba aparentemente de ese poder, y los profetas siempre podían recurrir a ella, así como a su inspiración divina, contra el rey o el sacerdote. No es demasiado decir que, si la esencia del liberalismo político radica en la creencia de que el poder ha de emplearse dentro de un marco ético independiente de él, su raíz primaria está en las enseñanzas de los profetas.
La mayoría de los profetas después de Samuel hablaron dentro de un contexto turbulento, que interpretaron como señales de retroceso y corrupción. Israel había prosperado en medio del declive de grandes potencias, en una época en la que los reinos aparecían y desaparecían con gran rapidez. Tras la muerte de Salomón hacia el 928 a.C., la historia hebrea tuvo altibajos, pero la tendencia general fue de decadencia. Ya había habido revueltas, y pronto el reino se dividió en dos: Israel se convirtió en un reino al norte, compuesto por diez tribus reunidas en torno a una capital en Samaria, mientras que, en el sur, las tribus de Benjamín y Judá siguieron conservando Jerusalén como capital del reino de Judá. Los asirios destruyeron Israel en el 722 a.C. y las diez tribus desaparecieron de la historia, al ser expulsadas en masa. Judá duró más. Era más compacta y se encontraba más alejada de la senda de los grandes estados; sobrevivió hasta el 587 a.C., cuando un ejército babilonio arrasó las murallas y el templo de Jerusalén. Los hebreos del reino de Judá sufrieron también expulsiones, y muchos de ellos fueron conducidos a Babilonia, donde vivieron la gran experiencia del exilio, un período tan importante y formativo que, tras él, podemos hablar con propiedad de «los judíos», herederos y transmisores de una tradición aún viva y fácilmente identificable. Una vez más, los grandes imperios establecieron su dominio en Mesopotamia y dieron a su civilización un último período de florecimiento. Las circunstancias que habían favorecido la aparición de un Estado judío habían desaparecido, pero, por suerte para los judíos, la religión de Judá aseguraba que esto no significara también la desaparición de su identidad nacional.
Desde la época de Hammurabi, los pueblos del valle de Mesopotamia habían sufrido la presión de los pueblos migratorios vecinos. Durante mucho tiempo, les habían amenazado los hititas por un lado y los mitanos por otro, aunque, ocasionalmente, otros pueblos dominaron también Asiria y Babilonia. Cuando, en su momento, los hititas cayeron también, la antigua Mesopotamia no fue sede de ninguna gran potencia militar hasta el siglo IX a.C., aunque esta frase oculta mucho. A principios del siglo XI, un rey asirio conquistó brevemente Siria y Babilonia, pero pronto fue barrido por la presión de un grupo de tribus semitas que los especialistas llaman «arameos», seguidores de la antigua tradición de expansión hacia las tierras fértiles desde el desierto. Los arameos, junto con un nuevo linaje de reyes casitas en Babilonia, fueron los inoportunos y susceptibles vecinos de los debilitados reyes de Asiria durante unos doscientos años; casi el mismo tiempo que lleva existiendo Estados Unidos. Aunque uno de estos pueblos semitas, los llamados «caldeos», que posteriormente dieron su nombre (de forma errónea) a Babilonia, no hay mucho que reseñar en esta historia, salvo nuevos testimonios de la fragilidad de las construcciones políticas del mundo antiguo.
Fue en el siglo IX a.C. cuando reapareció en Mesopotamia un poder estable capaz de imponerse a la turbulencia de los acontecimientos. Entonces, nos relata el Antiguo Testamento, los ejércitos asirios se lanzaron una vez más contra los reinos sirios y judíos. Tras encontrar resistencia y a veces la derrota, los asirios volvieron una y otra vez, y finalmente vencieron. Este fue el principio de una nueva fase, importante y desagradable, de la historia de Oriente Próximo. Se estaba creando un nuevo imperio asirio. En el siglo VIII a.C. iba hacia su apogeo, y Nínive, la capital, situada en el tramo superior del Tigris, y que había sustituido al antiguo centro de Assur, se convirtió en el foco de la historia mesopotámica, igual que lo había sido Babilonia en su día. El imperio asirio no fue unificado como otros grandes imperios; no convirtió a los reyes en sus vasallos y tributarios, sino que eliminó a los gobernantes nativos e instaló en su lugar a gobernadores asirios. A menudo eliminó también pueblos enteros. Una de sus técnicas características era la expulsión en masa; las diez tribus de Israel son sus víctimas más recordadas.
La expansión asiria se hizo merced a victorias reiteradas y aplastantes. Sus grandes triunfos se obtuvieron después del 729 a.C., cuando capturaron Babilonia. Poco después, los ejércitos asirios destruyeron Israel, invadieron Egipto (confinaron a sus reyes en el Alto Egipto) y se anexionaron el delta. Para entonces, Chipre se había rendido, y se habían conquistado Cilicia y Siria. Finalmente, en el 646 a.C., Asiria hizo su última conquista importante, parte del reino de Elam, cuyos reyes arrastraron el carro del conquistador asirio por las calles de Nínive. Las consecuencias fueron de enorme importancia para todo Oriente Próximo. Un sistema normalizado de gobierno y legislación comprendía toda la región, dentro de la cual se movían soldados conscriptos y poblaciones expulsadas, socavando su provincialismo. El arameo se difundió con amplitud como lengua común. La era asiria dio paso a un nuevo cosmopolitismo.
La gran potencia formativa de los asirios aparece conmemorada en monumentos de innegable grandiosidad. Sargón II (721-705 a.C.) construyó un gran palacio en Jorsabad, cerca de Nínive, que ocupaba cerca de 1,3 kilómetros cuadrados de superficie y estaba embellecido con alrededor de 1.500 metros de relieves esculpidos. Los beneficios de la conquista financiaron una corte rica y espléndida. Asurbanipal (668-626 a.C.) también dejó sus monumentos (que incluyen obeliscos llevados a Nínive desde Tebas), pero fue un hombre culto a quien le gustaban las antigüedades, y su mejor legado lo constituyen los restos de la gran colección de tablillas que reunió para su biblioteca. En ella acumuló copias de todo lo que pudo descubrir de los archivos y la literatura de la antigua Mesopotamia, y es a ella a la que debemos gran parte de nuestros conocimientos sobre la literatura mesopotámica, incluyendo la Epopeya de Gilgamesh en su edición más completa, traducida del sumerio. Así pues, tenemos acceso a las ideas que movieron esta civilización gracias a la literatura, así como a otras fuentes. La frecuente representación de los reyes asirios como cazadores podría ser una parte de la imagen del rey-guerrero, pero también podría formar parte de una identificación consciente del rey con los conquistadores legendarios de la naturaleza que habían sido los héroes de un remoto pasado sumerio.
Los relieves de piedra que conmemoran las grandes hazañas de los reyes asirios también repiten, monótonamente, otra historia, la que narra los saqueos, la esclavitud, los empalamientos, las torturas y la «solución final» de la expulsión en masa. El imperio asirio se fundó brutalmente sobre los cimientos de la conquista y la intimidación, y fue posible gracias a la creación del mejor ejército que había existido hasta entonces. Alimentado de la leva de todos los varones y pertrechado de armas de hierro, también tenía unas máquinas de asedio capaces de derribar murallas hasta entonces inexpugnables, e incluso jinetes revestidos con cotas de malla. Era una fuerza coordinada de todas las armas. Quizá también tenía un especial fervor religioso; el dios Assur aparece suspendido sobre los ejércitos cuando se dirigen a la batalla, y ante él informaban los reyes de sus victorias sobre los descreídos.
Sea cual sea la explicación fundamental del éxito asirio, este se desvaneció con rapidez. Posiblemente, el imperio sometió sus recursos humanos a un esfuerzo excesivo. El año siguiente a la muerte de Asurbanipal, el imperio empezó a desmoronarse, y la primera señal fue una revuelta en Babilonia. Los rebeldes tenían el apoyo de los caldeos, y también el de un nuevo gran vecino, el reino de los medos, el pueblo iranio ahora en cabeza. Su entrada en la escena de la historia como potencia destacada señala un cambio importante. Hasta entonces, los medos habían estado haciendo frente a otra oleada más de invasores bárbaros procedentes del norte, los escitas, que llegaron hasta Irán desde el Cáucaso (y, al mismo tiempo, hasta la costa del mar Negro en dirección a Europa). Los escitas eran soldados de caballería ligera, que combatían con el arco a lomos de sus caballos, y constituyeron la primera irrupción reseñable en Asia occidental de una nueva fuerza en la historia universal, la de los pueblos nómadas procedentes directamente de Asia central. Llevó tiempo llegar a un acuerdo con ellos en el siglo VII a.C. Al igual que otras grandes invasiones, también el avance escita empujó a otros pueblos, que huyeron hacia delante (el reino de Frigia fue invadido por uno de ellos). Todo este proceso duró más de un siglo, pero supuso una gran limpieza del escenario. La inestabilidad y fragmentación de la periferia del Creciente Fértil habían favorecido durante mucho tiempo a Asiria, pero dejaron de hacerlo cuando los escitas y los medos unieron sus fuerzas. Esta circunstancia desbancó a Asiria y dio de nuevo a los babilonios la independencia; Asiria desaparece de la historia con el saqueo de Nínive por los medos en el 612 a.C.
Pero esto no fue del todo el final de la tradición mesopotámica. La caída de Asiria dejó las puertas del Creciente Fértil abiertas a nuevos amos. El norte fue capturado por los medos, que presionaron por toda Anatolia hasta que los detuvieron en los límites de Lidia, y que al final empujaron a los escitas de regreso a Rusia. Un faraón egipcio intentó conquistar el sur y el Mediterráneo oriental, pero fue derrotado por un rey babilonio, Nabucodonosor, que dio a la civilización mesopotámica un corto período de grandeza y un último imperio babilónico que cautivó más que ningún otro la imaginación de la posteridad, y que se extendía desde Suez, el mar Rojo y Siria hasta el otro lado de la frontera de Mesopotamia y el antiguo reino de Elam (gobernado entonces por una dinastía irania menor, la de los aqueménidas). Nabucodonosor sería recordado, sobre todo, como el gran conquistador que destruyó Jerusalén en el 587 a.C., después de una rebelión judía, y el que condujo las tribus de Judá al cautiverio, utilizándolas, como utilizó a otros cautivos, para llevar a cabo el embellecimiento de su capital, cuyos «jardines colgantes» o terrazas se recordarían como una de las siete maravillas del mundo. Fue el mayor rey de su época, y quizá de todas las épocas anteriores.
La gloria del imperio llegó a su apogeo con el culto de Marduk, que ahora estaba en su cenit. En la gran fiesta anual del Año Nuevo, todos los dioses mesopotámicos —los ídolos y estatuas de los santuarios provinciales— bajaban por los ríos y canales para pedir consejo a Marduk en su templo y reconocer su supremacía. Llevados por un camino procesional de más de un kilómetro de longitud (se dice que era probablemente la calle más magnífica de la Antigüedad) o desembarcados del Éufrates, cerca del templo, eran conducidos ante la presencia de una estatua del dios que, según nos informa Heródoto dos siglos después, estaba hecha de dos toneladas y cuarto de oro. Seguramente exageraba, pero sin duda era magnífica. Entonces los dioses debatían y decidían los destinos de todo el mundo, cuyo centro era este templo, para otro año. La teología era, así pues, un reflejo de la realidad política. Cada nueva representación del acto de la creación era el aval de la autoridad eterna de Marduk, y este era a su vez el aval de la monarquía absoluta de Babilonia. En el monarca se delegaba la responsabilidad de asegurar el orden del mundo.
El culto de Marduk fue el último florecimiento de la tradición mesopotámica, que no tardaría en tocar a su fin. Durante el reinado del sucesor de Nabucodonosor, se perdieron cada vez más provincias; en el 539 a.C. se produjo la invasión de unos nuevos conquistadores procedentes del este, los persas, dirigidos por los aqueménidas. El paso de la pompa y el esplendor mundanos a la destrucción fue rápido. El Libro de Daniel lo resume en una espléndida escena final, el festín de Baltasar. «Aquella noche fue asesinado Baltasar el rey de los caldeos —leemos— y recibió el reino Darío el Medo» (Dn, 5, 30-31). Por desgracia, este relato no se escribió hasta trescientos años después, y las cosas no ocurrieron exactamente así. Baltasar no era hijo de Nabucodonosor ni su sucesor, como dice el Libro de Daniel, y el rey que tomó Babilonia se llamaba Ciro. Sin embargo, el énfasis de la tradición judía contiene una verdad dramática y psicológica. Si la historia de la Antigüedad tiene un punto de inflexión, es este. Una tradición mesopotámica independiente que se remonta a Sumer termina. Estamos al borde de un nuevo mundo. Un poeta judío lo resumió jubilosamente en el Libro de Isaías, donde Ciro aparece como un libertador de los judíos: Siéntate en silencio y entra en la tiniebla, hija de los caldeos, que ya no se te volverá a llamar señora de reinos. (Is 47, 5).

5. El nacimiento de la civilización en Asia oriental
Desde el principio de la Historia hasta la época más reciente, el centro gravitatorio de la historia universal ha oscilado entre el Atlántico e Irán. Aun con todo (también hasta épocas bien recientes), lo que ocurría allí poseía muy poca influencia directa en lo acontecido en el resto del mundo. La vida en los demás lugares permanecía en muchos casos impermeable a la influencia de sus civilizaciones, y hubo dos zonas especialmente infranqueables: India y China. Antes del 1000 a.C. aparecieron en dichos países distintas civilizaciones que, a pesar del contacto periférico, continuaron siendo independientes de Oriente Próximo. Sentarían las bases de unas tradiciones culturales espléndidas y duraderas, que sobrevivirían a las de Mesopotamia y Egipto, y cada una de ellas ejerció una amplia influencia en su entorno.

La antigua India
Incluso ahora, la antigua India sigue siendo visible y accesible para nosotros en un sentido muy directo. A principios del siglo XX, algunas comunidades indias vivían todavía como debieron de vivir todos nuestros antepasados primitivos, de la caza y de la recolección. Las carretas tiradas por bueyes y los tornos de alfarero de muchas aldeas de hoy son, aparentemente, muy semejantes a los que se utilizaban hace cuatro mil años. Las vidas de millones de personas, incluso las de algunos indios cristianos y musulmanes, siguen estando regidas por un sistema de castas cuyas características principales se fijaron hacia el 1000 a.C. Dioses y diosas cuyos cultos tienen su origen en la Edad de Piedra siguen siendo objeto de adoración en los santuarios de las aldeas.
En cierto modo, y a diferencia de cualquier otra civilización del pasado, la antigua India está aún entre nosotros. Aunque estos ejemplos del conservadurismo de la vida india son lugares comunes, el país donde se encuentran contiene también muchas otras cosas. Los cazadores-recolectores de principios del siglo XX eran contemporáneos de otros indios que viajaban en ferrocarril. La diversidad de la vida india es enorme, pero totalmente comprensible si se consideran el tamaño y la variedad de su entorno. Después de todo, el subcontinente indio tiene aproximadamente el mismo tamaño que Europa y está dividido en regiones claramente diferenciadas por su clima, su suelo y sus cultivos. Hay dos grandes valles fluviales, los sistemas del Indo y del Ganges en el norte; entre ellos se extienden el desierto y las áridas llanuras, y al sur están las tierras altas del Decán, cubiertas en su mayor parte de bosques. Cuando comienza la historia escrita, la complejidad racial de la India es también ya muy grande; los especialistas identifican seis grupos étnicos principales. Muchos otros llegarían posteriormente, y fijarían su residencia en el subcontinente indio y también en su sociedad. Eso dificulta la tarea de fijar el punto central.
Aun con todo, la historia de la India tiene unidad en su inmensa capacidad para absorber y transformar las fuerzas externas que actúan en ella, y eso nos proporciona un hilo conductor a través de la iluminación desigual e incierta que de sus primeros estadios nos facilitan la arqueología y unos textos que se transmitieron solo oralmente durante largo tiempo. Su base se encuentra en otro hecho: el gran aislamiento del mundo exterior con que la geografía dotó a la India. A pesar de su tamaño y variedad, hasta que comenzaron a explorarse los océanos en los siglos XVI y XVII, la India solo tuvo que enfrentarse ocasionalmente a incursiones de pueblos extranjeros, aunque a veces estas fueran irresistibles. Al norte y al noroeste, estaba protegida por algunas de las montañas más altas del mundo, y al este, por zonas de jungla. Los otros dos lados del gran triángulo del subcontinente se abrían a las enormes extensiones del océano Índico. Esta delimitación natural no solo encauzó y limitó la comunicación con el mundo exterior, sino que también dio a la India un clima propio. Gran parte de la India no está en el trópico y, sin embargo, su clima es tropical. Las montañas mantenían a raya los vientos helados de Asia central; las largas costas se abren a las nubes cargadas de lluvia que llegan en abundancia desde los mares, y a las que las cadenas montañosas del norte impiden el paso. El reloj climático es el monzón anual, que trae la lluvia durante los meses más calurosos del año y que sigue siendo el pilar central de la economía agrícola.
Aunque siempre ha estado protegida, en cierta medida, de las fuerzas externas antes de la época moderna, la frontera noroccidental de la India está más abierta que las demás al mundo exterior. Beluchistán y los pasos fronterizos fueron las zonas de encuentro más importantes entre la India y otros pueblos hasta el siglo XVII; en las épocas civilizadas, incluso los contactos de la India con China tuvieron lugar al principio por esta tortuosa ruta (aunque no es tan indirecta como la hacen parecer los habituales mapas basados en la proyección de Mercator). A veces, esta región noroccidental cayó directamente bajo el dominio extranjero, lo que es sugerente si consideramos las primeras civilizaciones indias; no sabemos mucho sobre la forma en que surgieron, pero sabemos que Sumer y Egipto fueron anteriores. Los testimonios mesopotámicos de Sargón I de Acad hablan de contactos con una región llamada «Meluhha» que los especialistas creen que era el valle del Indo, las llanuras de aluvión que forman la primera región natural que los viajeros se encuentran una vez que entran en la India. Fue allí, en aquel rico territorio densamente arbolado, donde aparecieron las primeras civilizaciones indias en la época en que, más al oeste, los grandes movimientos de los pueblos indoeuropeos estaban comenzando a actuar como las palancas de la historia. Pudo haber influido más de un estímulo.
Las pruebas también indican que la agricultura llegó más tarde a la India que a Oriente Próximo, y su aparición en el subcontinente también puede situarse en su esquina noroccidental. Hay pruebas arqueológicas de animales domesticados en Beluchistán ya en el 3700 a.C. Hacia el 3000 a.C., hay señales de vida sedentaria en las llanuras de aluvión y comienzan a aparecer paralelismos con otras culturas de los valles fluviales. Empiezan a encontrarse cerámica hecha con torno y herramientas de cobre. Todo parece indicar un aumento gradual en la intensidad de los asentamientos agrícolas hasta que aparece la auténtica civilización, como ocurrió en Egipto y Sumer. Pero existe la posibilidad de que hubiera una influencia mesopotámica directa y, asimismo, de que ya estuviera conformándose el futuro de la India con la llegada de nuevos pueblos desde el norte. Eso es lo que sugiere la compleja composición racial de la población de la India desde muy antiguo, aunque sería temerario asegurarlo.
Cuando se dispone por fin de pruebas irrefutables de vida civilizada, el cambio es sorprendente. Un experto lo califica de «explosión» cultural. Pudo haberse dado un avance tecnológico crucial, la invención del ladrillo cocido (frente al ladrillo de barro secado al sol de Mesopotamia), que hizo posible el control de las inundaciones en una llanura donde no había piedra natural. Sea cual fuera el proceso, el resultado fue una notable civilización que se extendía por 1.300.000 kilómetros cuadrados del valle del Indo, una región mayor que la sumeria o que la egipcia.
A esta civilización se la conoce como «civilización de Harappa» debido a que uno de sus grandes centros es la ciudad del mismo nombre, situada a orillas de un afluente del Indo. Hay otro emplazamiento parecido en Mohenjo-Daro, y se están descubriendo más. Todos ellos, revelan la existencia de seres humanos sumamente organizados y capaces de realizar obras colectivas cuidadosamente reguladas a una escala que iguala a las de Egipto y Mesopotamia. Había grandes graneros en las ciudades, y parece que hubo un sistema normalizado de pesos y medidas en una extensa zona. Es evidente que en el 2600 a.C. se estableció una cultura bien desarrollada que, con muy pocos cambios, duró unos 600 años, antes de desaparecer en el segundo milenio a.C.
Las dos ciudades que son sus mayores monumentos pudieron tener más de 30.000 habitantes cada una, lo que dice mucho de la agricultura que las sostenía. La región estaba entonces lejos de ser la zona árida en que se convirtió después. Mohenjo-Daro y Harappa tenían entre tres y cuatro kilómetros de circunferencia, y la uniformidad y complejidad de sus edificaciones indican un grado muy elevado de capacidad administrativa y organizativa. Cada una de ellas tenía una ciudadela y una zona residencial; las casas se alineaban en calles que formaban cuadrículas y estaban hechas de ladrillos de tamaño normalizado. Tanto los complejos y eficaces sistemas de alcantarillado como la disposición interna de las casas muestran una gran preocupación por el aseo y la limpieza; en algunas calles de Harappa, casi todas las casas tienen cuarto de baño. Quizá no sea extravagante ver en esto algunas de las primeras manifestaciones de lo que se ha convertido en una característica duradera de la religión india, los baños y abluciones rituales, que siguen siendo tan importantes para los hindúes.
Los habitantes de Mohenjo-Daro y Harappa comerciaban con lugares situados a grandes distancias y tenían una actividad económica de cierta complejidad. Un gran puerto, unido al mar por un canal de más de un kilómetro y medio de longitud en Lothal, a 650 kilómetros al sur de Mohenjo-Daro, sugiere la importancia de un comercio exterior que llegaba, a través del golfo Pérsico por el norte, hasta Mesopotamia. En las propias ciudades de la cultura de Harappa quedan pruebas de que los artesanos especializados obtenían sus materias primas en una extensa zona a donde posteriormente enviaban de nuevo los productos de su oficio. Esta civilización disponía de telas de algodón (las primeras de las que tenemos constancia) en abundancia suficiente como para envolver fardos de productos para exportar cuyo cordaje iba sellado con sellos que se han encontrado en Lothal, y que constituyen parte de los testimonios de que disponemos sobre la escritura de la civilización de Harappa. Algunas inscripciones en fragmentos de cerámica son lo único que los complementa, y nos proporcionan las primeras huellas de la escritura india. Los sellos, de los que sobreviven unos 2.500, nos dan algunos de los mejores indicios sobre las ideas de esta civilización; los pictogramas van de derecha a izquierda, aparecen a menudo figuras de animales y podrían representar las seis estaciones en las que se dividía el año. Muchas «palabras» de los sellos son ilegibles, pero es probable que formen parte de una lengua similar a las lenguas dravídicas que siguen utilizándose en el sur de la India.
Las ideas y técnicas del Indo se difundieron por todo Sind y el Punjab, así como por la costa occidental de Gujarat. Este proceso duró siglos, y el panorama que revela la arqueología es demasiado confuso para trazar un modelo constante. En las regiones a donde no llegó su influencia —el valle del Ganges, la otra gran zona rica en fértiles tierras de aluvión donde pudieron vivir grandes poblaciones, y el sudeste— estaban dándose procesos culturales diferentes, pero que no nos han dejado nada tan espectacular. Parte de la cultura de la India debe de proceder de otras fuentes; hay indicios de la influencia china en otros lugares. Pero es difícil estar seguros. El arroz, por ejemplo, comenzó a cultivarse en la India en el valle del Ganges; no sabemos de dónde procedía, aunque una posibilidad es China o el sudeste asiático, en cuyas costas se cultivaba desde alrededor del 3000 a.C. Dos mil años después, este producto crucial en la dieta india actual se utilizaba ya en casi toda la India septentrional.
No sabemos por qué las primeras civilizaciones indias comenzaron a declinar, aunque su desaparición puede fecharse aproximadamente. Las inundaciones catastróficas del Indo o las alteraciones incontrolables de su curso pudieron haber roto el delicado equilibrio de la agricultura en sus riberas. Puede que la tala destinada a obtener combustible para los hornos de ladrillos de los que dependía la construcción en la cultura de Harappa, destruyera los bosques. Pero quizá hubiera también otros agentes. En las calles de Mohenjo-Daro se han encontrado esqueletos, posiblemente de hombres asesinados en el mismo lugar donde se han hallado. La civilización de Harappa parece terminar en el valle del Indo hacia el 1750 a.C., lo que coincide, sorprendentemente, con la irrupción en la historia india de una de sus grandes fuerzas creativas, la llegada de los arios, aunque los expertos no son proclives a aceptar la idea de que los invasores destruyeran las ciudades del valle del Indo. Quizá los recién llegados entraran en una tierra ya devastada por la sobreexplotación y los desastres naturales.
En sentido estricto, «ario» es un término lingüístico, como «indoeuropeo». Sin embargo, se utiliza habitualmente para identificar a un grupo de los pueblos indoeuropeos cuyos movimientos constituyeron gran parte de la dinámica de la historia antigua en varias partes del Viejo Mundo después del 2000 a.C. Aproximadamente en la época en que otros pueblos indoeuropeos se dirigían hacia Irán, alrededor del 1750 a.C., una gran cantidad de arios empezaron a entrar en la India desde el Hindu Kush, señalando el principio de varios siglos en los que oleadas de estos inmigrantes penetraron con profundidad creciente en el valle del Indo y en el Punjab, hasta llegar finalmente al alto Ganges. Aunque los arios no expulsaron a los nativos, la civilización del valle del Indo se desmoronó. Sin duda, su llegada entrañó mucha violencia, ya que eran guerreros y nómadas, y tenían armas de bronce, carros y caballos. Pero, en cualquier caso, se establecieron, y hay abundantes indicios de que los nativos convivieron con ellos, manteniendo vivas sus propias creencias y prácticas. Hay muchas pruebas arqueológicas de la fusión de la cultura de Harappa con tradiciones posteriores. Pese a sus limitaciones, este es un ejemplo temprano de la asimilación de culturas que siempre caracterizaría a la sociedad india, y que finalmente constituiría la base de la notable capacidad asimilativa del hinduismo clásico.
Parece evidente que los arios no llevaron a la India una cultura tan avanzada como la de Harappa, lo que recuerda de alguna forma la historia de la llegada de los indoeuropeos al Egeo. La escritura, por ejemplo, desaparece, y no surge de nuevo hasta mediados del primer milenio a.C.; también hubo que reinventar las ciudades, y las nuevas carecían de la complejidad y del orden de sus antecesoras del valle del Indo. Por el contrario, parece que los arios renunciaron a sus hábitos de pastores y se adaptaron lentamente a la vida agrícola, extendiéndose hacia el este y hacia el sur desde sus primeras zonas de asentamiento en aldeas repartidas irregularmente. Este proceso tardó siglos en consumarse, y no culminó hasta la llegada del hierro y hasta que se colonizó el valle del Ganges; los aperos de hierro facilitaron el cultivo. Mientras tanto, junto con esta apertura física de las llanuras del norte, la cultura aria había hecho dos contribuciones decisivas a la historia india, a sus instituciones religiosas y a las sociales.
Los arios sentaron las bases de la religión que constituye el núcleo de la civilización india. Su religión se centraba en el concepto de sacrificio, a través del cual se repetía indefinidamente el proceso de creación que los dioses llevaron a término al principio de los tiempos. Agni, el dios del fuego, era muy importante, porque a través de las llamas los hombres podían llegar a los dioses. Los brahmanes, los sacerdotes que presidían estas ceremonias, tenían gran importancia y prestigio. En el panteón ario, dos de los dioses más importantes eran Varuna, dios del cielo nocturno y de los océanos, controlador del orden natural y encarnación de la justicia, e Indra, el dios supremo, que año tras año mataba a un dragón y liberaba así de nuevo las aguas celestiales que llegaban con el comienzo del monzón. Conocemos a estos dioses gracias al Rig Veda, una recopilación de más de un millar de himnos que se entonaban durante los sacrificios, reunida por primera vez hacia el 1000 a.C., pero sin duda acumulada durante siglos, y que constituye una de las fuentes más importantes para conocer la historia no solo de la religión india, sino también de la sociedad aria.
El Rig Veda parece un reflejo de la cultura aria que fue tomando forma en la India, no de la cultura aria anterior. Es, al igual que las obras de Homero, la forma escrita en la que cristalizó un corpus de tradición oral, aunque bastante diferente en el sentido de que es mucho menos difícil utilizarlo como fuente histórica, dado que su origen es más claro. Su carácter sagrado hizo que fuera esencial su memorización exacta, y aunque no se fijó por escrito hasta después del 1300, es casi seguro que permaneció fiel en gran parte a su forma original. Junto con los himnos védicos y obras en prosa posteriores, el Rig Veda es nuestra mejor fuente sobre la India aria, cuya arqueología no nos resulta de gran ayuda al ser los materiales de construcción empleados en sus poblaciones y templos menos duraderos que el ladrillo utilizado en las ciudades del valle del Indo.
El mundo que revela el Rig Veda, que es el de los bárbaros de la Edad del Bronce, recuerda también al de Homero. Algunos arqueólogos creen ahora que se pueden identificar en los himnos referencias a la destrucción de las ciudades de la civilización de Harappa. No se menciona el hierro, que aparentemente no llegó a la India hasta después del 1000 a.C. (hay controversias sobre cuánto tiempo después y procedente de dónde). El escenario de los himnos es una tierra que se extiende desde las orillas occidentales del Indo hasta el Ganges, habitada por arios y por nativos de piel oscura, que formaban sociedades cuyas unidades fundamentales eran la familia y la tribu, pero cuyo legado fue menos duradero que el modelo de organización social aria que surge finalmente y que llamamos «sistema de castas».
Es imposible hablar con seguridad de los comienzos y las repercusiones de un sistema tan vasto y complejo como el de las castas. Una vez que se fijaron por escrito las normas de las castas, estas parecieron una estructura resistente y sólida, incapaz de variación. Pero esto no ocurriría hasta que las castas tuvieron una existencia de cientos de años, período en el que el sistema siguió siendo flexible y evolucionó. Sus raíces parecen hallarse en el reconocimiento de las divisiones de clase fundamentales de una sociedad agraria asentada: una aristocracia de guerreros (chatrias), los sacerdotes o brahmanes y los campesinos y agricultores corrientes (vaishias). Estas son las primeras divisiones de la sociedad aria que pueden observarse, y no parecen haber sido exclusivas; era posible el movimiento entre ellas. La única barrera infranqueable al principio era, al parecer, la que existía entre arios y no arios; una de las palabras que empleaban los arios para designar a los habitantes nativos de la India era dasa, que finalmente se utilizó para los «esclavos». A las categorías ocupacionales pronto se añadió una cuarta de no arios que sin duda se basaba en el deseo de conservar la pureza racial. Estos eran los shudras o «impuros», que no podían estudiar ni escuchar los himnos védicos.
Esta estructura fue desarrollándose casi desde entonces. A medida que la sociedad fue volviéndose más compleja y se sucedían los movimientos dentro de la estructura tripartita original, fueron apareciendo nuevas divisiones y subdivisiones, proceso en el que los brahmanes, la clase superior, desempeñaron un papel decisivo. Se distinguió a los terratenientes y comerciantes de los agricultores; los primeros se llamaron vaishias, y los campesinos se convirtieron en shudras. Se codificaron el matrimonio y los tabúes alimentarios, y el proceso llevó gradualmente a la aparición del sistema de castas que conocemos en la actualidad. Un enorme número de castas y subcastas se insertaron poco a poco en el sistema, y sus obligaciones y exigencias se convirtieron finalmente en el regulador fundamental de la sociedad india, quizá el único significativo para las vidas de muchos indios. En la época moderna, había ya miles de jatis o castas locales cuyos integrantes solo podían casarse entre ellos y comer alimentos cocinados por miembros de la misma casta, y que obedecían sus normas. Por lo general, una casta limitaba también a quienes pertenecían a ella a la práctica de un oficio o profesión. Por este motivo (además de por los lazos tradicionales de tribu, familia y localidad, y por la distribución de la riqueza), la estructura del poder en la sociedad india ha guardado mucha más relación hasta la actualidad con las castas que con las instituciones políticas formales y la autoridad central.
Al principio, la sociedad tribal aria produjo reyes, que surgieron, sin duda, gracias a sus aptitudes militares. Gradualmente, algunos de ellos adquirieron una especie de sanción divina, aunque esto siempre dependía del buen equilibrio de relaciones con la casta de los brahmanes. Pero este no fue el único modelo político, pues no todos los arios aceptaron esta evolución. Hacia el 600 a.C., cuando comienzan por fin a discernirse algunos de los detalles de la historia política india a través de la maraña de leyendas y mitos, pueden distinguirse dos tipos de comunidades políticas: una no monárquica, que sobrevivía en el norte montañoso, y otra monárquica, establecida en el valle del Ganges. Esto era el reflejo de siglos de expansión constante de los arios hacia el este y el sur, durante los cuales parece que el asentamiento pacífico y los matrimonios mixtos desempeñaron un papel tan importante como la conquista. Poco a poco, durante esta época, el centro de gravedad de la India aria fue desplazándose desde el Punjab hasta el valle del Ganges, donde los pueblos que lo habitaban antes que los arios adoptaron la cultura aria.
A medida que salimos de la zona de penumbra de los reinos védicos, se hace más patente que estos establecieron algo parecido a una unidad cultural en el norte de la India. El valle del Ganges era, en el siglo VII a.C., el gran centro de población india. Quizá lo que lo hizo posible fuera el cultivo del arroz. Ahí comenzó una segunda edad de las ciudades indias, que al principio eran mercados y centros de fabricación, a juzgar por la forma en que agrupaban a artesanos especializados. Las grandes llanuras, junto con el desarrollo de los ejércitos a una escala mayor y su mejor equipamiento (sabemos del uso de elefantes), favorecieron la consolidación de unidades políticas mayores. Al final del siglo VII a.C., el norte de la India estaba organizado en dieciséis reinos, aunque sigue siendo difícil desentrañar, a partir de su mitología, cómo surgieron y cómo estaban relacionados entre sí. Sin embargo, la existencia de un sistema monetario y los comienzos de la escritura hacen probable que tuvieran gobiernos de solidez y regularidad crecientes.
Los procesos en virtud de los que surgieron aparecen tratados en algunas de las primeras fuentes literarias de la historia india, los Brahmanas, textos compuestos durante el período en el que la cultura aria llegó a dominar el valle del Ganges (h. 800-600 a.C.). Pero se pueden encontrar más datos y los grandes nombres que intervinieron en estos procesos en documentos posteriores, sobre todo en dos grandes epopeyas indias, el Ramayana y el Mahabharata. Los textos actuales son el resultado de una revisión constante realizada desde alrededor del 400 a.C. hasta el 400 de nuestra era, cuando fueron escritos por primera vez en la forma en que los conocemos, por lo que no es fácil su interpretación. En consecuencia, sigue siendo difícil comprender, por ejemplo, la realidad política y administrativa existente en el reino de Magadha, al sur del actual Bihar, que surgió finalmente como potencia dominante y que sería el núcleo de los primeros imperios históricos de la India. Por otra parte (y lo que posiblemente es más importante), es indudable que el valle del Ganges ya era lo que iba a seguir siendo, la sede del imperio, una vez asegurado su dominio cultural como centro de la civilización india, el futuro Indostán.
Los textos védicos posteriores y la riqueza general de la literatura aria hacen que olvidemos con demasiada facilidad la existencia de medio subcontinente. Los documentos escritos suelen limitar la historia india hasta ese momento (e incluso después) a la historia del norte. El estado de los estudios arqueológicos e históricos refleja también, y explica mejor, la concentración de la atención en el norte de la India; se sabe mucho más sobre esta zona en la Antigüedad que sobre el sur. Pero también hay otras razones mejores y menos accidentales que justifican este énfasis. Los testimonios arqueológicos muestran, por ejemplo, un claro y continuo desfase en este período inicial entre la zona del Indo y sus afluentes y el resto de la India (parte esta última a la que, cabría subrayar, daría nombre el río). La ilustración (si puede decirse así) llegó del norte. En el sur, cerca de la moderna Mysore, los asentamientos más o menos contemporáneos de la civilización de Harappa no muestran ningún rastro de metales, aunque sí pruebas de la existencia de ganado vacuno y de cabras domesticadas. El bronce y el cobre no comenzaron a aparecer hasta un tiempo después de la llegada de los arios al norte. Fuera del sistema del Indo, tampoco hay esculturas de metal contemporáneas ni sellos, y las figuras de terracota halladas son inferiores en número. En Cachemira y Bengala oriental hay testimonios fehacientes de culturas de la Edad de Piedra que tienen afinidades con las del sur de China, pero al menos es evidente que, fueran cuales fuesen las características locales de las culturas indias con las que estuvieron en contacto y dentro de los límites impuestos por la geografía, primero la civilización de Harappa y después la aria fueron dominantes. Ambas se fueron afirmando gradualmente hacia Bengala y el valle del Ganges, hasta la costa occidental en dirección a Gujarat, y en las tierras altas centrales del subcontinente. Este es el modelo de la edad oscura, y cuando llegamos a la época histórica no hay mucha más luz. La supervivencia de las lenguas dravídicas en el sur demuestra el persistente aislamiento de la región.
La topografía explica gran parte de este aislamiento. El Decán siempre ha estado cortado en el norte por montañas cubiertas de jungla, los montes Vindhya. El sur es también accidentado y montañoso en el interior, lo que no favorecía, como las llanuras abiertas del norte, la creación de grandes estados. Por el contrario, el sur de la India permaneció fragmentado, y algunos de sus habitantes seguían viviendo, gracias a su inaccesibilidad, de la caza y la recolección propias de una era tribal. Otros, por un accidente geográfico diferente, se volvieron hacia el mar, también en contraste con los imperios predominantemente agrarios del norte.
Millones de personas debieron de verse afectadas por los cambios hasta aquí descritos. Los cálculos sobre poblaciones antiguas son notoriamente poco fiables. De la India se ha dicho que tenía veinticinco millones de habitantes en el 400 a.C., lo que equivaldría aproximadamente a la cuarta parte de la población total del mundo de la época. La importancia de la historia antigua de la India radica, sin embargo, en la forma en que fijó unos modelos que siguen conformando las vidas de un número aún mayor de personas hoy en día, más que en su repercusión sobre grandes poblaciones en la Antigüedad. Esto es cierto sobre todo en el ámbito de la religión. El hinduismo clásico cristalizó en el primer milenio a.C. En esa misma época nació, también en la India, una gran religión mundial, el budismo, que llegaría a dominar amplias zonas de Asia. Lo que el hombre hace está determinado por lo que cree que puede hacer; por tanto, lo que constituye el pulso de la historia de la India es la creación de una cultura, no la de una nación ni de una economía, y para esta cultura la religión fue fundamental.
Las raíces más profundas de la síntesis religiosa y filosófica de la India son realmente muy profundas. Una de las grandes figuras populares del actual panteón hindú es Siva, cuyo culto aunó muchos cultos de fertilidad antiguos. Un sello hallado en Mohenjo-Daro muestra ya una figura que recuerda la de Siva, y en las ciudades de la cultura de Harappa se han encontrado también piedras como el lingam, el objeto de culto fálico que es el emblema de este dios, que se halla en los templos modernos. Por tanto, hay algunas pruebas que hacen suponer que la adoración de Siva podría ser el culto religioso más antiguo que sobrevive en el mundo. Aunque ha asimilado muchas características arias importantes, Siva es anterior a los arios y sobrevive en todo su poder polifacético, siendo aún objeto de veneración en el siglo XX. Tampoco es la única deidad del pasado remoto de la civilización del Indo que pudo sobrevivir. Otros sellos de la civilización de Harappa parecen sugerir un mundo religioso centrado en torno a una diosa-madre y a un toro, y el toro llega hasta nuestros días como el Nandi de incontables santuarios de pueblo en toda la India hindú (y con renovado brío en su última encarnación, como símbolo electoral del Partido del Congreso).
Visnú, otro foco de la devoción popular moderna hindú, es un dios mucho más ario. Visnú reunió a cientos de dioses y diosas locales que aún hoy se adoran para formar el panteón hindú, aunque su culto no es ni por asomo el único ni el mejor testimonio de la contribución aria al hinduismo. Con independencia de lo que sobrevivió de la civilización de Harappa (o incluso anterior), las principales tradiciones filosóficas y especulativas del hinduismo derivan de la religión védica. Esta es la herencia aria. Hasta hoy, el sánscrito es la lengua de la enseñanza religiosa; trasciende las divisiones étnicas, y los brahmanes lo utilizan tanto en el sur, donde se hablan lenguas dravídicas, como en el norte. Fue un gran elemento de cohesión cultural, al igual que la religión que transmitía. Los himnos védicos proporcionaron el núcleo de un sistema de pensamiento religioso más abstracto y filosófico que el animismo primitivo. Las ideas arias de infierno y paraíso, la Casa de Arcilla y el Mundo de los Padres, evolucionaron gradualmente hasta la creencia de que las acciones que se hacen en la vida determinaban el destino humano. Poco a poco fue surgiendo una estructura ideológica inmensa y global, una visión del mundo en la que todas las cosas estaban unidas en una enorme red ontológica. En este todo inmenso, las almas podían ir adoptando diferentes formas, y podían subir o bajar por la escala del ser, entre castas, por ejemplo, o incluso entre el mundo humano y el animal. La idea de la transmigración de vida en vida, cuyas formas se determinan por una conducta adecuada, iba unida a la idea de purga y renovación, a la fe en la liberación de lo transitorio, lo accidental y lo aparente, y a la creencia en la identidad final del alma y el ser absoluto en brahma, el principio creativo. El deber del creyente era la observación del dharma, concepto casi intraducible, pero que contiene algo de la idea occidental de una ley natural y algo de la idea de que los hombres han de mostrar respeto y obediencia a los deberes inherentes a su posición.
Este desarrollo llevó mucho tiempo. Los pasos a través de los que la tradición védica original comienza a transformarse en el hinduismo clásico son oscuros y complejos. En su origen se hallan los brahmanes, que controlaron durante mucho tiempo el pensamiento religioso gracias a su papel clave en los ritos de sacrificio de la religión védica. Parece que la clase brahmánica utilizó su autoridad religiosa para subrayar su aislamiento y sus privilegios. Matar a un brahmán se convirtió muy pronto en el crimen más grave, y ni siquiera los reyes podían competir con sus poderes. Pero parece que hubo enseguida un acuerdo con los dioses de un mundo más antiguo; hay quien sugiere que ello pudo deberse a la infiltración en la clase brahmánica de sacerdotes de cultos no arios que aseguraron así la supervivencia y posterior popularidad del culto de Siva.
Los Upanishads sagrados, textos que datan de alrededor del 700 a.C., señalan la siguiente evolución importante hacia una religión más filosófica. Son un cajón de sastre que contiene unas 250 jaculatorias, himnos, aforismos y reflexiones de santos que indican el significado interno de las verdades religiosas tradicionales. Hacen mucho menos hincapié en dioses y diosas personales que los textos anteriores, y también incluyen algunas de las primeras enseñanzas ascéticas que serían después una característica tan visible y sorprendente de la religión india, aun cuando solo las practicara una pequeña minoría. Los Upanishads cubren la necesidad que algunos sentían de buscar la satisfacción religiosa fuera de la estructura tradicional. Parece que se suscitaron dudas sobre el principio del sacrificio; al comienzo del período histórico empiezan a aparecer nuevos modelos de pensamiento, y en los últimos himnos del Rig Veda ya se expresa la incertidumbre sobre las creencias tradicionales. Conviene mencionar aquí estos cambios porque no pueden comprenderse separados del pasado ario y preario. El hinduismo clásico sería una síntesis de ideas como las que aparecen en los Upanishads (que apuntan a una concepción monoteísta del universo) con la tradición popular más politeísta que representaban los brahmanes.
La especulación abstracta y el ascetismo se vieron favorecidos a menudo por la existencia del monacato, un alejamiento de las preocupaciones materiales para practicar la devoción y la contemplación que aparece en la época védica. Algunos monjes optaron por la experiencia ascética y otros llevaron muy lejos la especulación, y tenemos constancia de sistemas intelectuales basados en un determinismo y un materialismo a ultranza. Un culto que tuvo mucho éxito y que no exigía creer en dioses y representaba una reacción contra el formalismo de la religión brahmánica fue el jainismo, creación de un maestro del siglo VI a.C. que, entre otras cosas, predicaba un respeto a la vida animal que hacía imposible la agricultura y la ganadería. Los jainistas tendieron a hacerse, pues, comerciantes, lo que ha tenido como consecuencia que, en la actualidad, la comunidad jainista sea una de las más ricas de la India. El más importante, con diferencia, de los sistemas innovadores fue el de las enseñanzas de Buda, «el iluminado» o «el consciente», como cabe traducir su nombre.
Se considera significativo que Buda, al igual que algunos otros innovadores religiosos, naciera en uno de los estados de la frontera septentrional de la llanura del Ganges donde no se consolidó el modelo ortodoxo y monárquico que surgió en otras regiones. Esto ocurrió a principios del siglo VI a.C. Siddhartha Gautama no era un brahmán, sino un príncipe de la clase de los guerreros que recibió una educación cómoda y señorial, y que, insatisfecho con su vida, abandonó su casa. Su primer recurso fue el ascetismo, pero después de practicarlo durante siete años, decidió que había tomado un camino erróneo, y comenzó a predicar y a enseñar. Sus reflexiones le indujeron a plantear una doctrina austera y ética, cuyo objetivo era la liberación del sufrimiento alcanzando estados superiores de conciencia, lo que no carecía de paralelismos con las enseñanzas de los Upanishads.
Una parte importante del budismo es el yoga, que se convirtió en uno de los denominados «Seis sistemas» de la filosofía hindú. La palabra tiene muchos significados, pero en este contexto se puede traducir aproximadamente como «método» o «técnica». Mediante el yoga, se trataba de llegar a la verdad a través de la meditación después de lograr un control completo y perfecto del cuerpo, control que revelaría la ilusión de la personalidad, que, como todo el resto del mundo creado, no es más que un fluir, el paso de los acontecimientos, no la identidad. Este sistema ya se había esbozado también en los Upanishads, y se convertiría en uno de los aspectos de la religión india que más sorprendieron a los visitantes procedentes de Europa. Buda enseñó a sus discípulos a disciplinar las necesidades de la carne y a despojarse de ellas de tal modo que ningún obstáculo impidiera que el alma alcanzara el estado de santidad del nirvana o autoaniquilación, la liberación del ciclo infinito de renacimiento y transmigración. Una doctrina, pues, que instaba a los hombres no a que hicieran algo, sino a que fueran algo para no ser cualquier cosa. La forma de lograrlo era seguir un camino de ocho vías de perfeccionamiento moral y espiritual. Todo esto equivale a una gran revolución ética y humanitaria.
Aparentemente, Buda tenía grandes dotes prácticas y de organización que, junto con su incuestionable calidad personal, le convirtieron enseguida en un maestro popular y de éxito. Eludió la religión brahmánica en lugar de oponerse a ella, y esto debió de suavizar su camino. La aparición de comunidades de monjes budistas confirió a su obra un marco institucional que le sobreviviría. Buda ofreció, asimismo, un papel a quienes no estaban satisfechos con la práctica tradicional, en especial a las mujeres y a los seguidores de las castas inferiores, ya que, a sus ojos, la casta era irrelevante. Por último, el budismo era arritualista, sencillo y ateo. No tardó en ser objeto de elaboración y, dicen algunos, de contaminación especulativa, y, al igual que todas las grandes religiones, asimiló gran parte de las creencias y prácticas preexistentes, aunque al hacerlo mantuvo una gran popularidad.
Pero el budismo no sustituyó a la religión brahmánica, y durante dos siglos aproximadamente estuvo confinado en una parte relativamente pequeña del valle del Ganges. Al final, aunque no fue hasta bien entrada la era cristiana, vencería el hinduismo, y el budismo disminuiría hasta convertirse en una creencia minoritaria en la India. Pero, en cambio, se convertiría en la religión más difundida en Asia y en una poderosa fuerza de la historia universal. Y fue la primera religión del mundo que se difundió más allá de la sociedad en la que nació, ya que la tradición de Israel, más antigua, tendría que esperar hasta la era cristiana para poder asumir un papel mundial.
En su India natal, el budismo sería importante hasta la llegada del islam. Las enseñanzas de Buda señalan, por tanto, una época reconocible en la historia de la India y justifican una interrupción en su exposición. En su época, una civilización india que aún pervive y aún es capaz de realizar enormes hazañas de asimilación estaba completa en lo esencial. Este es un hecho de enormes consecuencias que separaría a la India del resto del mundo.
Gran parte de los logros de las primeras civilizaciones de la India siguen siendo intangibles. Hay una famosa figura que representa a una bella bailarina de Mohenjo-Daro, pero la India antigua anterior a la época de Buda no produjo arte ni unos monumentos comparables a los de Mesopotamia, Egipto o la Creta minoica. Marginal en su tecnología, la India también llegó tarde —aunque no puede decirse con exactitud en qué medida en relación con las demás civilizaciones— a la escritura. Pero las dudas sobre gran parte de la historia antigua de la India no pueden oscurecer el hecho de que su sistema social y sus religiones han durado más que cualquier otra de las grandes creaciones de la mente humana. Incluso es temerario especular sobre la influencia que ejercieron a través de las actitudes que alentaron, difundidas a través de los siglos en formas puras o impuras. Lo único seguro es un dogmatismo negativo; un conjunto tan completo de visiones del mundo, unas instituciones tan despreocupadas por el individuo, una filosofía tan afirmativa de los ciclos implacables del ser, tan carente de una fácil atribución de la responsabilidad del bien y del mal, que tuvieron que dar lugar a una historia muy diferente de la de los seres humanos que vivieron en las grandes tradiciones semíticas. Y estas actitudes se formaron y asentaron en su mayor parte mil años antes de Cristo.

La antigua China
Lo más llamativo de la historia de China es su duración: China existe como nación, en la que se utiliza la lengua china, desde hace unos 2.500 años. Su gobierno como una entidad única viene considerándose normal desde hace tiempo, pese a los intervalos de división y confusión. La continua experiencia de China como civilización solo tiene rival en la del antiguo Egipto, y esta experiencia, tanto cultural como política, es la clave de la identidad histórica china. El ejemplo de la India demuestra hasta qué punto puede ser más importante la cultura que el gobierno, mientras que el caso de China, por su parte, viene a indicar lo mismo aunque de forma distinta; en China, la cultura permitió que el gobierno unificado resultara más fácil. De alguna manera, en una época muy antigua, se materializaron en el territorio chino ciertas instituciones y actitudes que habrían de perdurar porque se adecuaban a las circunstancias del país. Es más, algunas de ellas parecen haber trascendido incluso la revolución del siglo XX.
Debemos empezar por el territorio, que a primera vista no parece que favorezca la unidad. El escenario físico de la historia china tiene una extensión enorme. China es más grande que Estados Unidos y, en la actualidad, tiene cuatro veces la población estadounidense. La Gran Muralla, que protegía la frontera septentrional, estaba compuesta por entre 4.000 y 4.800 kilómetros de fortificaciones, y nunca se ha terminado de examinar. Desde Pekín hasta Hong Kong, más o menos al sur, hay 1.900 kilómetros en línea recta. Esta enorme extensión abarca muchos climas y muchas regiones, pero entre ellos destaca una distinción, la que separa el norte del sur. En verano, el norte es abrasador y árido, mientras que el sur es húmedo y suele sufrir inundaciones; el norte parece pelado y lleno de polvo en invierno, mientras que el sur está siempre verde. Y esto no es todo lo que supone tal distinción. Algunos de los principales asuntos desde los comienzos de la historia china son la propagación de la civilización mediante la migración, o la difusión, de norte a sur, la tendencia a la conquista y a la unificación política, que toma la misma dirección, y los continuos estímulos que la civilización del norte recibió del exterior, procedentes de Mongolia y Asia central.
Las principales divisiones internas de China están determinadas por montañas y ríos. Tres grandes ríos atraviesan el interior y recorren el país aproximadamente de oeste a este. De norte a sur, son el Huang o Amarillo, el Yangtsé y el Xi Jiang. Resulta sorprendente que un país tan grande y, por tanto, dividido, forme una unidad. Pero China está también aislada. Algunos estudiosos creen que el país es un mundo en sí mismo desde el comienzo del Pleistoceno. Gran parte de China es montañosa, y salvo en el extremo meridional y en el nordeste, sus fronteras se sitúan a través y a lo largo de grandes cadenas montañosas y mesetas. La cabecera del Yangtsé, como la del Mekong, está en los montes Kunlun, al norte del Tíbet. Estas fronteras montañosas son grandes elementos aislantes; el arco que forman solo se rompe por donde fluye el río Amarillo hacia el sur, hacia China, desde la Mongolia Interior, y es en las riberas de este río donde comienza la historia de la civilización en China.
Bordeando el desierto de Ordos, separado este por otra cadena montañosa de los desolados yermos del Gobi, el río Amarillo abre una especie de embudo en el norte de China, a través del cual han fluido hacia estas personas y tierras. Los sedimentos de loess del valle fluvial, fértiles y fáciles de trabajar, depositados por el viento del norte, son la base de la primera agricultura china. Hubo un tiempo en que esta región tenía una abundante riqueza de árboles y agua, pero en una de las transformaciones climáticas que subyacen tras tantos cambios sociales primitivos, la tierra se enfrió y se desecó. Para el conjunto de la prehistoria china, desde luego, el marco es mayor que el de un solo valle fluvial. El «hombre de Pekín» surge como el primer usuario del fuego hace unos 600.000 años, y hay restos de neandertales en las tres grandes cuencas fluviales. El rastro desde estos predecesores hasta las culturas apenas discernibles que les sucedieron al principio del Neolítico, nos lleva a una China ya dividida en dos zonas culturales, con un punto de contacto y de mezcla en el río Amarillo. Es imposible separar la maraña de interconexiones culturales ya detectable en esa época, pero el progreso hacia una cultura uniforme o unida no fue regular; incluso en los primeros tiempos históricos, se dice que «toda China... era un hervidero de supervivientes neolíticos». Sobre este fondo tan variado surgió la agricultura permanente; nómadas y sedentarios coexistirán en China hasta nuestros días. No mucho antes del 1000 a.C., en el norte aún se cazaban rinocerontes y elefantes.
Al igual que en otras partes del mundo, la llegada de la agricultura supuso una revolución. Se ha dicho que los pueblos que vivían en las zonas costeras semitropicales del sudeste de Asia y del sur de China talaban árboles para obtener campos de cultivo ya en el 10.000 a.C. Sin duda explotaron la vegetación para proveerse de fibras y alimento, pero este es un asunto sobre el que aún carecemos de muchos datos. Existen testimonios mucho mejores en el norte de China, donde el terreno situado justo por encima del nivel de las inundaciones del río Amarillo empieza a dar pruebas de la existencia de la agricultura a partir del 5800 a.C. aproximadamente. De forma parecida a lo que ocurrió al principio de la historia de Egipto, parece que esta agricultura agotaba la fertilidad del suelo; se desbrozaba la tierra, se utilizaba unos cuantos años y, después, se dejaba de nuevo en manos de la naturaleza, mientras los agricultores labraban en otra parte. Desde esta zona septentrional de China, la agricultura se difundió posteriormente tanto hacia el norte, a Manchuria, como hacia el sur. En ella aparecieron pronto culturas complejas que combinaban la agricultura con la talla del jade y de la madera, la utilización doméstica de gusanos de seda, la fabricación de vasijas ceremoniales dándoles formas que se convertirían en tradicionales, y quizá incluso el uso de palillos. En otras palabras, esta región era, ya en el Neolítico, la cuna de gran parte de lo que sería característico en la posterior tradición china en la época histórica.
Los autores de la Antigüedad reconocieron la importancia de este revolucionario cambio social, y las leyendas hablan de un inventor concreto de la agricultura, aunque poco puede inferirse con seguridad o claridad sobre la organización social de esta etapa. Quizá por eso los chinos tienden persistentemente a idealizarla. Mucho antes de que se generalizara la propiedad privada, se suponía que «todo lugar bajo el cielo es del soberano», lo que podría ser reflejo de la idea primitiva de que todas las tierras pertenecían a la comunidad. Los marxistas chinos han mantenido esta tradición, viendo en los testimonios arqueológicos una edad de oro del comunismo primitivo, que fue seguido de un declive hacia la esclavitud y la sociedad feudal. No es probable que este argumento convenza a los interesados en la cuestión de una forma u otra. Parece que se pisa un terreno más firme con la atribución a esta época de la aparición de una estructura de clanes y de tótems, con prohibiciones sobre el matrimonio dentro del clan. Esta forma de parentesco es casi la primera institución que puede constatarse que sobrevivió y fue importante en la época histórica. La cerámica también sugiere cierta nueva complejidad en las funciones sociales. Se fabricaban ya objetos delicados que no podían estar destinados al uso cotidiano; parece que, antes de llegar a la era histórica, estaba surgiendo una sociedad estratificada.
Un indicio material de la futura China que es ya evidente en este período es el uso generalizado del mijo, un grano bien adaptado a la agricultura a veces de secano del norte. El mijo fue el producto básico de la dieta china hasta hace unos mil años y sustentó a una sociedad que, en su momento, alcanzó la escritura, la grandeza en el arte de la fundición del bronce basada en una tecnología difícil y avanzada, los medios para fabricar una cerámica exquisita, mucho más delicada que la existente hasta entonces en cualquier otra parte del mundo, y, sobre todo, un sistema político y social ordenado que identifica el primer período principal de la historia china. Pero hay que recordar una vez más que la agricultura que hizo posible todo esto estuvo circunscrita durante mucho tiempo al norte de China y que en muchas partes de este inmenso país solo se adoptó el cultivo cuando ya había empezado la época histórica.
Es muy difícil reconstruir lo sucedido en los primeros tiempos, aunque puede esbozarse con cierta seguridad. Se acepta comúnmente que la historia de la civilización en China empieza con unos gobernantes procedentes de un pueblo llamado Shang, el primer nombre que cuenta con pruebas independientes que respaldan su existencia en la lista tradicional de dinastías que, durante mucho tiempo, fue la base de la cronología china. Desde finales del siglo VIII a.C. disponemos de fechas mejores, pero seguimos careciendo de una cronología para la historia antigua de China tan bien fundada como, por ejemplo, la de Egipto. Es mucho más seguro que, hacia el 1700 a.C. (y un siglo más o menos es un margen aceptable de aproximación), una tribu llamada Shang, que tenía la ventaja militar de disponer de carros de guerra, se impuso sobre sus vecinos en una extensión considerable del valle del río Amarillo. Finalmente, el dominio Shang sería ejercido sobre más de cien mil kilómetros cuadrados en el norte de Henan, una superficie algo menor que la que ocupa la Inglaterra moderna, aunque sus influencias culturales llegaron mucho más allá de su periferia, como muestran testimonios aparecidos en lugares tan lejanos como el sur de China, el Turquestán chino y la costa nororiental.
Los reyes Shang vivieron y murieron rodeados de cierto lujo; junto con ellos eran enterrados esclavos y víctimas de sacrificios humanos en tumbas profundas y lujosas, y en sus cortes había archiveros y escribas, ya que esta fue la primera cultura que tuvo una auténtica escritura al este de Mesopotamia. Este es uno de los motivos para distinguir la civilización Shang de la importancia dinástica de los Shang, ya que este pueblo ejerció una influencia cultural que se extendió sin duda mucho más allá de la zona que pudo dominar políticamente. Parece que el propio orden político de los dominios Shang dependía de la conjunción de dos factores: la posesión de tierras y el cumplimiento de las obligaciones para con el rey; los terratenientes militares, que fueron las figuras clave de esta época, eran los miembros más destacados de unos linajes aristocráticos de orígenes semimíticos. Pero el gobierno Shang fue lo bastante avanzado como para emplear escribas y tuvo una moneda normalizada. Una muestra de lo que pudo hacer en su mejor momento está en su capacidad para movilizar grandes cantidades de mano de obra para la construcción de fortificaciones y ciudades.
La China Shang sucumbió al final ante otra tribu procedente del oeste del valle, los Zhou. La fecha probable sería entre el 1150 y el 1120 a.C. Con los Zhou, se conservaron y perfeccionaron muchas de las estructuras gubernamentales y sociales ya elaboradas por los Shang, y heredadas de estos. Los ritos funerarios, las técnicas para trabajar el bronce y el arte decorativo sobrevivieron también en formas que apenas sufrieron alteración. La gran obra del período Zhou fue la consolidación y difusión de este legado, y cabe ver en ella la cristalización de las instituciones de una futura China imperial que duraría dos mil años.
Los Zhou se consideraban rodeados de pueblos bárbaros que estaban a la espera de los efectos benéficos de la pacificación Zhou (una idea, cabría señalar, que aún subyacería en la persistente negativa de las autoridades chinas, dos mil años después, a considerar las misiones diplomáticas de Europa como algo más que respetuosas portadoras de tributos). La supremacía Zhou se basaba de hecho en la guerra, pero de ella se derivaron grandes consecuencias culturales. Al igual que con los Shang, no hubo un auténtico Estado unitario, y el gobierno Zhou supuso más un cambio cuantitativo que cualitativo. Normalmente, el poder estaba en manos de un grupo de notables y vasallos, unos más dependientes de la dinastía que otros, que en las buenas épocas ofrecían al menos un reconocimiento formal de su supremacía y que compartían, de forma creciente, una cultura común. La China política (si es razonable emplear este término) se basaba en grandes haciendas con cohesión suficiente para poder sobrevivir largo tiempo, y en este proceso sus amos originales fueron convirtiéndose en gobernantes a quienes se podía llamar reyes, servidos por burocracias elementales.
El sistema Zhou se derrumbó a partir del 700 a.C. aproximadamente, cuando una incursión bárbara empujó a los Zhou desde su centro ancestral hasta otro nuevo situado más al este, en Henan. La dinastía no terminó hasta el 256 a.C., pero es significativo que al período que va del 403 al 221 a.C. se lo conozca como el de los «Reinos Combatientes». En él, la selección histórica mediante el conflicto cobró fuerza. El pez grande se comió al pequeño hasta que solo quedó uno, y todas las tierras de los chinos fueron gobernadas por primera vez por un solo y gran imperio, el Qin, que daría su nombre al país. De ello se hablará en otro lugar; aquí solo se trae a colación en cuanto que señala otra época de la historia china.
La lectura de estos hechos en los relatos históricos tradicionales chinos puede producir una ligera sensación de vaguedad, y quizá pueda perdonarse a los historiadores no especializados en estudios chinos si no pueden encontrar en todo este período, de unos 1.500 años, ningún hilo narrativo de utilidad en las luchas apenas discernibles entre reyes y otras figuras extraordinarias. Se les debería excusar; después de todo, los estudiosos no han proporcionado aún ninguno. Sin embargo, durante la mayor parte de esta época se desarrollaron dos procesos básicos que fueron muy importantes para el futuro y que confieren al período cierta unidad, aunque sus detalles son escurridizos. El primero fue una difusión continua de la cultura hacia el exterior desde la cuenca del río Amarillo.
Para empezar, la civilización china era un conjunto de pequeñas islas en medio de un océano de barbarie. Pero en el 500 a.C. era la posesión común de decenas, quizá cientos, de «estados» dispersos por el norte, y también había llegado hasta el valle del Yangtsé. Esta había sido durante mucho tiempo una región pantanosa llena de bosques muy diferente del norte, habitada por pueblos mucho más primitivos. La influencia Zhou —en parte gracias a la expansión militar— se irradió hasta esta zona, y contribuyó a producir la primera cultura y el primer Estado importantes en el valle del Yangtsé, la civilización Chu, que, aunque debía mucho a la Zhou, tenía numerosos rasgos lingüísticos, caligráficos, artísticos y religiosos propios. Al final del período de los Reinos Combatientes, llegamos a un momento en que el escenario de la historia china está a punto de ampliarse en gran medida.
El segundo de estos procesos fundamentales de las épocas Shang y Zhou fue el establecimiento de una serie de hitos institucionales que sobrevivirían hasta la época moderna. Entre ellos, cabe mencionar la división fundamental de la sociedad china entre una nobleza propietaria de tierras y el pueblo llano, integrado en su mayor parte por los campesinos que constituían la inmensa mayoría de la población, y que pagaron por todo lo que China produjo en el camino hacia la civilización y el poder del Estado. Muy poco sabemos de sus vidas, pues tenemos menos información aún sobre ellos que sobre las masas anónimas de trabajadores que constituyeron la base de cualquier otra civilización antigua. Hay una buena razón material para ello: la vida del campesino chino era una alternancia entre su cuchitril de barro en el invierno y el campamento donde residía durante los meses de verano para vigilar y cuidar sus campos. Ni del uno ni del otro han quedado muchos rastros. Por lo demás, vive sumergido en el anonimato de su comunidad (no pertenece a ningún clan), está atado a la tierra, y ocasionalmente es sacado de ella para cumplir con otros deberes y servir a su señor en la guerra o en la caza. Su condición miserable queda de manifiesto en la clasificación de la historiografía comunista china, que agrupa las civilizaciones Shang y Zhou bajo la denominación de «sociedad esclavista», que a su vez fue seguida de la «sociedad feudal».
Aunque la sociedad china alcanzaría una complejidad mucho mayor al final del período de los Reinos Combatientes, esta distinción entre el pueblo llano y la nobleza permanecería y tendría importantes consecuencias prácticas. La nobleza, por ejemplo, no estaba sometida a los castigos —como la mutilación— que se infligían a los plebeyos; esta costumbre sobrevivió en tiempos posteriores, en que la pequeña nobleza estaba exenta de los golpes que podían recibir los plebeyos (aunque, desde luego, podía sufrir otros castigos más apropiados e incluso espantosos por delitos graves). Los nobles disfrutaron también durante mucho tiempo del monopolio de la riqueza, reminiscencia de su primitivo monopolio de las armas de metal. Sin embargo, la distinción crucial no era esta, sino que se basaba en la especial condición religiosa de los nobles y en su monopolio de ciertas prácticas rituales. Solo los nobles podían participar en los cultos que constituían el núcleo del concepto chino de parentesco. Solo los nobles pertenecían a una familia, lo que significaba que solo ellos tenían antepasados. La veneración de los antepasados y el apaciguamiento de sus espíritus habían existido antes de los Shang, aunque parece que al principio se creía que no sobrevivían muchos antepasados en el mundo de los espíritus. Posiblemente, los únicos lo bastante afortunados para ello eran los espíritus de personas especialmente importantes; los que más probabilidades tenían eran, desde luego, los espíritus de los antepasados de los gobernantes, cuyo origen último, se decía, era divino.
La familia surgió como un perfeccionamiento jurídico y una subdivisión del clan, y el período Zhou fue el más importante para su clarificación. En esa época había alrededor de cien clanes, dentro de los cuales estaba prohibido el matrimonio. Se creía que cada uno estaba fundado por un héroe o un dios. Los jefes patriarcales de las familias y las casas del clan ejercían una autoridad especial sobre sus miembros, y podían realizar sus rituales e influir así sobre los espíritus para que, como intermediarios ante los poderes que controlaban el universo, actuaran en favor del clan. Estas prácticas llegaron a identificar a las personas con derecho a poseer tierras u ocupar cargos. El clan ofrecía en este aspecto una especie de democracia de oportunidades; cada uno de sus miembros podía ser nombrado para ocupar el puesto supremo en él, ya que todos estaban habilitados para ello merced a la virtud esencial de una ascendencia cuyos orígenes eran divinos. En este sentido, el rey solo era un primus inter pares, un patricio que destacaba entre todos los patricios.
La familia absorbió enormes cantidades de sentimiento religioso y de energía psíquica; sus rituales eran rigurosos y largos. El pueblo llano, por su parte, que no participaba en ellos, encontró una salida religiosa en el mantenimiento del culto a los dioses de la naturaleza. Estos siempre merecieron también cierta atención de la élite, y la adoración de montañas y ríos y el apaciguamiento de sus espíritus fueron un importante deber imperial desde muy temprano, aunque influirían menos en el desarrollo fundamental del pensamiento chino que ideas similares de otras religiones.
La religión tuvo considerables repercusiones sobre las formas políticas. La exigencia de obediencia a la familia gobernante se basaba en su superioridad religiosa. Gracias al mantenimiento del ritual, esta tenía acceso a la buena voluntad de unos poderes invisibles, cuyas intenciones podían conocerse a través de los oráculos, cuya interpretación permitía a su vez la ordenación de la vida agrícola de la comunidad, ya que regulaban asuntos tales como la época de la siembra o de la cosecha. Por tanto, muchas cosas dependían de la condición religiosa del rey, de suma importancia para el Estado. Esto quedó reflejado en el hecho de que el desplazamiento de los Shang por los Zhou fue religioso además de militar. Los Zhou introdujeron la idea de que existía un dios superior al dios ancestral de la dinastía, del que se derivaba el poder para gobernar, y que ahora, decían, había ordenado que dicho poder pasara a otras manos. Esto supuso la introducción de otra idea fundamental para el concepto chino de gobierno, que iría estrechamente unida a la noción de una historia cíclica marcada por las repetidas ascensiones y caídas de las dinastías y que, inevitablemente, provocó especulaciones sobre cuáles eran las señales por las que se reconocería al receptor del nuevo mandato divino. Una de ellas era la piedad filial, que llevaba implícito un principio conservador. Pero los escritores de la dinastía Zhou también introdujeron otra idea, traducida sin demasiada exactitud como «virtud», cuyo contenido fue sin duda flexible, ya que permitía el desacuerdo y la discusión.
En sus primeras formas, el «Estado» chino —y debe pensarse en largos períodos en los que coexistieron más de uno— parece poco más que una abstracción de la idea de la hacienda del gobernante y de la necesidad de mantener los rituales y sacrificios. Los testimonios no dan la impresión de que fuera una monarquía muy ajetreada. Aparte de las decisiones extraordinarias sobre la paz o la guerra, parece que el rey tenía poco más que hacer que cumplir con sus deberes religiosos, cazar y emprender proyectos de construcción en los complejos palaciegos que aparecen ya en la época Shang, aunque hay indicios de que los reyes Zhou también acometieron (utilizando como mano de obra a los prisioneros) una extensa colonización agrícola del territorio. Durante mucho tiempo, los primeros gobernantes chinos no tuvieron una burocracia digna de mención. Poco a poco, fue surgiendo una jerarquía de ministros que regulaba la vida de la corte, pero el rey era un terrateniente que necesitaba sobre todo administradores, supervisores y unos pocos escribas. Sin duda, gran parte de su tiempo lo dedicaba a recorrer sus tierras. El único otro aspecto de su actividad que requería el apoyo de expertos era el de la vida sobrenatural. Esto tendría muchas consecuencias, una de ellas la íntima relación entre el gobierno y la determinación del tiempo y del calendario, muy importantes ambos en las sociedades agrarias, que se basaron en la astronomía, y que, aunque llegó a sustentarse principalmente en la observación y el cálculo, tuvo sus orígenes más remotos en la magia y la religión.
En la época Shang, todas las grandes decisiones de Estado, y muchas de las de índole menor, se tomaban previa consulta a los oráculos. Esto se hacía grabando caracteres escritos en caparazones de tortuga o en paletillas de ciertos animales a los que luego se aplicaba un alfiler de bronce calentado que producía grietas en el reverso. Después se estudiaban la dirección y la longitud de estas grietas en relación con los caracteres y se interpretaba el oráculo en consecuencia. Esta práctica tiene enorme importancia para los historiadores, ya que los oráculos se conservaron, presumiblemente como archivos, y nos proporcionan testimonios sobre los orígenes de la lengua china, dado que los caracteres grabados en estos huesos (y en algunos bronces tempranos) son básicamente los del chino clásico. Los Shang tenían alrededor de cinco mil de estos caracteres, aunque no pueden leerse todos. Sin embargo, los principios de esta escritura muestran una congruencia única; mientras que otras civilizaciones renunciaron a la caracterización pictográfica en favor de un sistema fonético, el chino creció y evolucionó, pero permaneció básicamente dentro del marco pictográfico. Además, ya con los Shang, la estructura de la lengua era la del chino moderno: monosilábica y en función del orden de las palabras, y no de su inflexión, para transmitir significado. Los Shang, de hecho, ya utilizaban una forma de chino.
La escritura seguiría ocupando un puesto destacado en las artes chinas, y siempre ha conservado alguna huella del respeto religioso que se dio a los primeros caracteres. Hace solo unos años, se reprodujeron ampliamente muestras de la caligrafía de Mao Zedong durante su mandato, que se utilizaron para aumentar su prestigio. Esto refleja los siglos durante los que la escritura siguió siendo un privilegio de la élite celosamente guardado. Los lectores de los oráculos, los llamados shih, fueron los precursores de la posterior clase de los aristócratas eruditos, y eran expertos indispensables, poseedores de habilidades hieráticas y arcanas. Su monopolio pasaría en épocas posteriores a la clase, mucho más numerosa, de los aristócratas eruditos. La lengua fue, por tanto, la forma de comunicación de una élite relativamente pequeña que no solo tenía sus privilegios enraizados en su posesión, sino que también sentía interés por preservarla frente a la corrupción o la variación. La lengua tuvo una enorme importancia como fuerza unificadora y estabilizadora, ya que el chino escrito se convirtió en una lengua de gobierno y cultura que trascendió las divisiones en función del dialecto, la religión y la región. Su uso por la élite mantuvo unido al país.
Así pues, al final del período Zhou se habían fijado varios grandes factores determinantes de la futura historia de China. Ese final llegó después de crecientes indicios de cambios sociales que afectaron al funcionamiento de las principales instituciones, lo que no ha de sorprendernos; China fue durante mucho tiempo básicamente agraria, y a menudo los cambios se iniciaron por la presión de la población sobre los recursos. A ello responde el impacto producido por la introducción del hierro, probablemente en uso hacia el 500 a.C., a la que, al igual que en otros lugares, siguió un enorme crecimiento de la producción agrícola (y, por tanto, de la población). Las primeras herramientas que se han encontrado proceden del siglo V a.C.; las armas de hierro son posteriores. También se fabricaban ya entonces herramientas mediante la fundición, pues se han encontrado moldes de hierro para cuchillas de hoz que datan del siglo V o IV a.C. Por tanto, la técnica china para la manipulación del nuevo metal era avanzada desde sus primeras etapas. Ya fuera gracias al desarrollo de la fundición del bronce o mediante experimentos con hornos de cerámica que podían producir altas temperaturas, China alcanzó la fundición del hierro aproximadamente al mismo tiempo que el conocimiento de la forja. Carece de importancia cuál de ellas precedió a la otra; lo destacable es que en otros lugares no se dispuso de temperaturas lo suficientemente altas para la fundición hasta unos diecinueve siglos después.
Otro cambio importante producido al final del período Zhou fue un gran crecimiento de las ciudades. Solían estar situadas en llanuras próximas a ríos, pero es probable que las primeras adoptaran su forma y emplazamiento a partir del uso de los templos de los terratenientes como centros de administración de sus haciendas. Esto favoreció la aparición en las ciudades de otros templos, los de los dioses de la naturaleza populares, alrededor de los cuales se reunían las comunidades. Después, en el período Shang, comienza a percibirse una nueva escala de gobierno, y encontramos murallas de tierra apisonada, residencias especializadas para los aristócratas y la corte, y restos de grandes edificios. En Anyang, la capital Shang hacia el 1300 a.C., había fundiciones de metal y hornos de cerámica, además de palacios y un cementerio real. Al final de la época Zhou, la capital estaba rodeada de un rectángulo de murallas de tierra, cada una de las cuales medía casi tres kilómetros de longitud.
Había decenas de ciudades hacia el 500 a.C., y su difusión supone una sociedad cada vez más diversificada. Muchas de ellas tenían tres áreas bien definidas: un pequeño recinto donde vivía la aristocracia, otro mayor habitado por artesanos especializados y comerciantes, y los campos extramuros que alimentaban a la ciudad. Otro cambio importante fue la aparición de una clase de comerciantes. Puede que los terratenientes no la tuvieran muy en consideración, pero mucho antes del 1000 a.C. se utilizaba una moneda de concha de cauri que denota una nueva complejidad de la vida económica y la presencia de personas especializadas en el comercio. Sus viviendas y las de los artesanos se distinguían de las residencias de la nobleza en que estas estaban rodeadas de muros y murallas, pero las primeras también estaban dentro de la ciudad, lo que es señal de una necesidad creciente de defensa. En las calles comerciales de las ciudades del período de los Reinos Combatientes podían encontrarse tiendas que vendían joyas, objetos curiosos, comida y ropa, así como tabernas, casas de apuestas y burdeles.
El corazón de la sociedad china, sin embargo, seguía latiendo al lento compás del campo. Cuando el período Zhou llegaba a su fin, la clase privilegiada que dominaba el sistema agrario mostraba señales inequívocas de una creciente independencia de sus reyes. Los terratenientes tenían originalmente la responsabilidad de proveer de soldados al rey, y el desarrollo del arte de la guerra contribuyó a aumentar su independencia. Los nobles siempre habían tenido el monopolio de las armas, y esto ya era significativo cuando, en la época Shang, el armamento chino se limitaba en su mayor parte al arco y a la alabarda de bronce. Con el paso del tiempo, solo los nobles pudieron permitirse el lujo de tener las armas, las armaduras y los caballos, más costosos, que se empleaban cada vez más. El guerrero que utilizaba un carro como plataforma para tirar con el arco antes de descender, en la última fase de la batalla, para combatir a pie con armas de bronce, evolucionó en los últimos siglos de la era precristiana hasta convertirse en miembro de un equipo de dos o tres guerreros con armadura que se movían con una compañía de sesenta o setenta asistentes y soldados de apoyo, acompañados de un carro de combate que transportaba la pesada armadura y las nuevas armas que, como la ballesta y la espada larga de hierro, necesitaban en el campo de batalla. Los nobles seguían siendo las figuras clave en este sistema, al igual que en épocas anteriores.
A medida que los testimonios históricos son más claros, puede verse que la supremacía económica estaba basada en una ocupación de las tierras consuetudinaria que tenía gran fuerza y largo alcance. La propiedad sobre las haciendas —teóricamente concedida por el rey— se extendía no solo a la tierra, sino también a los carros, al ganado, a las herramientas y, sobre todo, a las personas; los trabajadores podían ser incluso objeto de venta, intercambio o herencia. Esta fue otro factor de la creciente independencia de la nobleza, pero también dio una nueva importancia a las distinciones dentro de la clase terrateniente. En principio, las haciendas eran propiedad de esta dentro de un sistema de círculos concéntricos que giraban alrededor de la hacienda del rey, en función de su proximidad al linaje real y, por tanto, en función del grado de cercanía de sus relaciones con el mundo espiritual. Hacia el 600 a.C., parece evidente que esto había llevado a que el rey dependiera de hecho de los grandes príncipes, pues aparecen una sucesión de protectores de la casa real; los reyes solo podían evitar las usurpaciones de estos poderosos nobles orientales en tanto en cuanto el éxito de cualquiera de ellos provocara inevitablemente los celos de los demás, y por el peso que aún tenía el prestigio religioso real para la pequeña nobleza. Sin embargo, el final del período Zhou, en el siglo III a.C., estuvo marcado en su conjunto por graves desórdenes y un creciente escepticismo acerca de los criterios por los que se reconocía el derecho de gobernar. El precio que tuvieron que pagar los príncipes que se disputaban China para su supervivencia fue la organización de unos gobiernos y de unas fuerzas armadas más eficaces que pudieran hacer frente a los retos del futuro, por lo que a menudo acogieron con agrado a los innovadores dispuestos a dejar de lado la tradición, tan arraigada en la idiosincrasia china.
En la profunda y prolongada crisis social y política de los últimos siglos de decadencia de la era Zhou y del período de los Reinos Combatientes (433-221 a.C.), se produjo una importante reflexión sobre los fundamentos del gobierno y de la ética. La era se haría famosa como la época de las «Cien escuelas», en la que los sabios viajaban de un lugar a otro y de un protector a otro exponiendo sus enseñanzas. Una señal de esta nueva tendencia fue la aparición de una escuela de escritores conocidos como los «legalistas», que propugnaban que el poder legislador sustituyera las prácticas rituales como principio de organización del Estado; debía haber una sola ley para todos, ordenada y aplicada enérgicamente por un solo gobernante. Su objetivo era la creación de un Estado rico y poderoso. A muchos de sus oponentes esto les parecía poco más que una cínica doctrina del poder, pero los legalistas cosecharon importantes éxitos en los siglos siguientes porque al menos a los reyes les gustaron sus ideas. El debate se prolongó durante mucho tiempo.
En el debate sobre la organización del Estado, los principales oponentes de los legalistas fueron los seguidores de un maestro que es el más famoso de todos los pensadores chinos: Confucio. Emplearemos por comodidad este nombre, aunque no es más que la versión latinizada de su nombre chino, Kung Fu-tzu, con la que le bautizaron los europeos en el siglo XVII, más de dos mil años después de su nacimiento, a mediados del siglo VI a.C. Confucio se convirtió en el filósofo más profundamente respetado en China. Lo que dijo —o lo que se dice que dijo— conformó el pensamiento de sus habitantes durante dos mil años y recibiría el cumplido del encarnizado ataque del primer Estado chino posconfucionista, la república marxista del siglo XX.
Confucio procedía de una familia de la pequeña nobleza shih, y durante algún tiempo fue ministro de Estado y supervisor de graneros. Al no poder encontrar un gobernante que pusiera en práctica sus recomendaciones para un gobierno justo, se dedicó a la meditación y a la enseñanza; su objetivo era presentar una versión purificada y más abstracta de la doctrina que, según creía, constituía el núcleo de las prácticas tradicionales, y recuperar así la integridad personal y el servicio desinteresado entre la clase gobernante. Fue un conservador reformista que trató de enseñar a sus alumnos las verdades esenciales de un sistema vulgarizado y oscurecido por la rutina. En algún momento del pasado, pensaba Confucio, hubo una edad mítica en la que cada cual conocía su lugar y cumplía con su obligación; la meta ética de Confucio era volver a ella. Confucio propugnaba el principio del orden, la atribución a todo de su lugar correcto en la gran totalidad de la experiencia, y su expresión práctica fue la enérgica predisposición confucianista a apoyar las instituciones que aseguraran el orden —la familia, la jerarquía, la antigüedad— y el debido cumplimiento de las numerosas y cuidadosamente clasificadas obligaciones entre los hombres.
Estas enseñanzas aspiraban a producir unos individuos que respetasen la cultura tradicional, subrayaran el valor de los buenos modales y de la conducta normal, y trataran de cumplir con sus obligaciones morales en la escrupulosa observancia de sus deberes. Tuvieron un éxito inmediato, en el sentido de que muchos discípulos de Confucio lograron la fama y triunfos materiales (aunque las enseñanzas de su maestro deploraban la búsqueda deliberada de estas metas, instando, en su lugar, a una modestia señorial). Pero también tuvieron éxito en un sentido mucho más básico, dado que las posteriores generaciones de funcionarios chinos se formarían en los preceptos de conducta y de gobierno que establecieron. «Documentos, conducta, lealtad y fidelidad», cuatro preceptos atribuidos a Confucio como orientación sobre el gobierno, contribuyeron a formar a unos funcionarios fiables, desinteresados y humanos durante cientos de años, aunque no siempre con igual éxito.
Los textos confucianistas serían tratados después con cierta reverencia religiosa. El nombre de Confucio confería un gran prestigio a todo lo que se le asociara. Se dice que Confucio reunió algunos de los textos conocidos posteriormente como los «Trece clásicos», una recopilación que no adoptó su forma definitiva hasta el siglo XIII. De forma muy similar al Antiguo Testamento, eran una colección ecléctica de antiguos poemas, crónicas, algunos documentos de Estado, máximas morales y una cosmogonía primitiva llamada I Ching (Libro de las mutaciones), que se utilizó durante siglos de una forma unificada y creativa para formar a generaciones de funcionarios y gobernantes chinos en los preceptos que se creía que había aprobado Confucio (el paralelismo con el uso de la Biblia, al menos en los países protestantes, es aquí también notable). La tradición de que los textos habían sido seleccionados por Confucio y de que contenían, por tanto, la doctrina que resumía sus enseñanzas, confirió un sello de autoridad a esta recopilación. De forma casi casual, estos textos también reforzaron aún más el uso del chino en el que estaban escritos como la lengua común de los intelectuales; la recopilación fue otro lazo que unía a un país enorme y diverso en una cultura común.
Es sorprendente que Confucio dijera tan poco acerca de lo sobrenatural. En el sentido corriente de la palabra, no era un maestro «religioso» (lo que probablemente explica por qué otros maestros tuvieron más éxito con las multitudes). Su preocupación esencial eran los deberes prácticos, énfasis que compartió con varios maestros chinos de los siglos V y IV a.C. El pensamiento chino parece menos preocupado por las angustiosas incertidumbres acerca de la realidad de lo verdadero, o por la posibilidad de la salvación personal, que otras tradiciones más atormentadas. Las lecciones del pasado, la sabiduría de épocas anteriores y el mantenimiento del buen orden tenían más importancia que el examen de enigmas teológicos o la búsqueda de la afirmación en brazos de los dioses de la oscuridad.
A pesar de su gran influencia, Confucio no fue el único creador de la tradición intelectual china. En parte, quizá no se pueda atribuir el tono de la vida intelectual china a ninguna enseñanza concreta, sino que comparte algunos elementos con otras filosofías orientales en su énfasis en la meditación y la reflexión más que en el método y la interrogación, con los que están más familiarizados los europeos. La configuración del conocimiento mediante el cuestionamiento sistemático de la mente sobre la naturaleza y el alcance de sus propias capacidades no sería una actividad característica de los filósofos chinos, aunque eso no significa que estos se inclinaran por el alejamiento del mundo y la fantasía, ya que el confucianismo fue eminentemente práctico. A diferencia de los maestros éticos del judaísmo, del cristianismo y del islam, los chinos tendieron siempre a centrarse en el aquí y el ahora, más en las cuestiones pragmáticas y seculares que en la teología y en la metafísica.
Puede decirse lo mismo de los sistemas que rivalizaron con el confucianismo y que se desarrollaron para satisfacer las necesidades chinas. Uno de ellos fue el constituido por las enseñanzas de Mo-tzu, un pensador del siglo V que predicó un credo activo de altruismo universal: los hombres debían amar a los extraños como a su propia familia. Algunos de sus seguidores subrayaron este aspecto de sus enseñanzas; otros, un fervor religioso que fomentaba el culto a los espíritus y que tuvo un mayor atractivo popular. Lao Tse, otro gran maestro (aunque su enorme fama oculta el hecho de que no sabemos prácticamente nada de él), es considerado el autor del texto que constituye el documento clave del sistema filosófico posteriormente llamado «taoísmo». El taoísmo competía de forma mucho más clara con el confucianismo, ya que propugnaba el incumplimiento categórico de gran parte de lo que sostenía aquel: el respeto al orden establecido, el decoro y la observancia escrupulosa de la tradición y de las ceremonias, por ejemplo. El taoísmo defendía la sumisión a un concepto que ya existía en el pensamiento chino y que Confucio conocía, el del Tao o «camino», el principio cósmico que recorre el universo y lo mantiene armónicamente ordenado. Los resultados prácticos del taoísmo eran el quietismo político y el desapego; un ideal que sus practicantes sostenían era que una aldea sabría que existían otras aldeas porque oiría a los gallos cantar por las mañanas, pero que no debía tener más interés por ellas ni comerciar con ellas, ni debía existir ningún orden político que las uniera. Esta idealización de la sencillez y la pobreza era justo lo contrario del imperio y la prosperidad que sostenía el confucianismo.
Todas las escuelas de filosofía china debían tener en cuenta las enseñanzas de Confucio, pues su prestigio e influencia eran increíbles.
Otro sabio, posterior en el tiempo, fue Mencio (adaptación latina de Mengtzu), que en el siglo IV a.C. enseñó a buscar el bienestar de la humanidad siguiendo las enseñanzas confucianistas. El seguimiento de un código moral basado en este principio aseguraría que pudiera actuar la naturaleza fundamentalmente benéfica del hombre, lo cual era más un desarrollo de las enseñanzas de Confucio que una desviación de estas. Pero todas las escuelas filosóficas chinas hubieron de tener en cuenta las enseñanzas confucianistas; tan grandes fueron su prestigio e influencia. Finalmente, junto con el budismo (que no había llegado aún a China al final del período de los Reinos Combatientes) y el taoísmo, el confucianismo fue considerado habitualmente como una de las «tres enseñanzas» que constituyen la base de la cultura china.
El efecto conjunto de estas ideas es imponderable pero enorme. Es difícil saber cuántas personas se vieron directamente afectadas por tales doctrinas, y, en el caso del confucianismo, su gran período de influencia se extendía aún en un futuro lejano en la época de la muerte de Confucio. Pero la importancia del confucianismo para las élites dirigentes de China iba a ser inmensa, pues fijó unas normas e ideales para los dirigentes y gobernantes chinos cuya erradicación resultaría imposible hasta nuestros días. Además, algunos de sus preceptos —la piedad filial, por ejemplo— se filtraron hasta la cultura popular a través de los cuentos y de los motivos tradicionales del arte. El confucianismo, pues, cimentó aún más una civilización en la que muchas de sus características más sobresalientes estaban ya arraigadas en el siglo III a.C. Sin duda, sus enseñanzas acentuaron una preocupación por el pasado entre los gobernantes chinos que le daría su tendencia característica a la historiografía china, y quizá tuvieran también un efecto perjudicial para la investigación científica. Hay datos que sugieren que, después del siglo V a.C., entró en decadencia una tradición de observación astronómica que había permitido la predicción de los eclipses lunares, y algunos estudiosos consideran que la influencia del confucianismo explica en parte este hecho.
Las grandes escuelas de ética de China son un notable ejemplo de la forma en que casi todas las categorías de su civilización difieren de las de la nuestra y, de hecho, de las de cualquier otra civilización que conocemos. Su carácter único no es solo un indicio de su relativo aislamiento, sino también de su vigor. Ambos se muestran en su arte, que constituye, de todo lo que queda en la actualidad de la antigua China, lo más inmediatamente atractivo y accesible. De la arquitectura de los períodos Shang y Zhou no ha perdurado mucho; la mayoría de sus edificios eran de madera, y las tumbas no revelan gran cosa. Las ciudades excavadas, por otra parte, muestran una enorme capacidad de construcción; los muros de una capital Zhou estaban hechos de tierra batida y tenían más de nueve metros de altura por doce de ancho.
Los objetos más pequeños son mucho más abundantes y reflejan una civilización que, ya en la época Shang, era capaz de realizar labores exquisitas, sobre todo en el ámbito de la cerámica, que no tiene parangón en el mundo antiguo y que se basa en una tradición que se remonta al Neolítico. Hay que destacar también, sin embargo, la gran serie de bronces que comenzó al principio de la época Shang, y que continuó ininterrumpidamente a partir de entonces. La técnica para fundir recipientes para sacrificios, ollas, vasijas de vino, armas y trípodes ya había llegado a su cúspide en el 1600 a.C. Y algunos expertos aseguran que el método de moldeo a la cera perdida, que hizo posibles nuevos triunfos, también se conocía en el período Shang. La fundición del bronce aparece de forma tan repentina y tiene un nivel tan alto, que durante mucho tiempo trató de explicarse como el resultado de la transmisión de la técnica desde el exterior. Pero no hay pruebas de ello, y el origen más probable de la metalurgia china es la evolución de técnicas locales en varios centros al final del Neolítico.
Ningún bronce chino llegó al mundo exterior en la Antigüedad, o al menos no se ha descubierto ninguna pieza en otros lugares que pueda fecharse antes de mediados del primer milenio a.C. Tampoco se han descubierto fuera de China muchas piezas pertenecientes a las primeras épocas, y que merecieron también la atención de los artistas chinos, como las piedras o el jade de asombrosa dureza, por ejemplo, sobre los que estos tallaron bellos e intrincados diseños. Aparte de lo que absorbió de sus vecinos bárbaros nómadas, parece que China no solo tuvo poco que aprender del exterior hasta bien entrada la era histórica, sino que no tenía ningún motivo para pensar que el mundo exterior —si es que lo conocía— quisiera aprender mucho de ella.

6. Los otros mundos de la Antigüedad
En nuestro relato no hemos mencionado hasta ahora algunas regiones extensas del mundo. Aunque África tiene prioridad en la historia de la evolución y difusión de la humanidad, y pese a que la aparición del hombre en América y en Australasia exige algún comentario, una vez que se han tratado estos remotos acontecimientos, los inicios de la historia centran la atención en otros lugares. Las cunas de las culturas creativas que dominan la historia de la civilización fueron Oriente Próximo y el Egeo, India y China.
En todas estas áreas puede verse una ruptura significativa del ritmo en el primer milenio a.C.; aunque no hay divisiones precisas, sí existe cierta sincronía aproximada que hace razonable dividir sus historias en esta época. Pero, para las grandes zonas de las que no se ha dicho nada aún, esta cronología no revelaría mucho.
Esto se debe, principalmente, a que ninguna de ellas había alcanzado niveles de civilización comparables a los ya logrados en el Mediterráneo y en Asia hacia el 1000 a.C. Para entonces se habían logrado cosas notables en Europa occidental y en América, pero, cuando se les da la debida importancia, sigue habiendo un vacío cualitativo entre la complejidad y los recursos de las sociedades que las produjeron y los de las antiguas civilizaciones que fundarían tradiciones duraderas. El interés por la historia antigua de estas zonas estriba más en la forma en que ilustran cómo se puede llegar a la civilización por caminos diversos y cómo desafíos ambientales distintos pueden exigir respuestas diferentes, que en lo que han dejado como herencia. En uno o dos casos, estos ejemplos pueden permitirnos reabrir las discusiones sobre qué constituye la «civilización», pero, para el período del que hemos hablado hasta ahora, la historia de África, de los pueblos del Pacífico, de América y de Europa occidental no es historia, sino aún prehistoria.
Poca o ninguna correspondencia hay entre sus ritmos y lo que estaba ocurriendo en Oriente Próximo o en Asia, aun cuando hubiera (como en el caso de África y Europa, pero no en América) contactos con estos lugares.
África es un buen lugar para comenzar, dado que ahí es donde se inició la historia humana. Los historiadores especializados en África, sensibles a cualquier menosprecio real o imaginario hacia su objeto de estudio, gustan de acentuar la importancia de este continente en la prehistoria. Como ya se ha visto en esta obra, tienen mucha razón; la mayor parte de las pruebas de la vida de los primeros homínidos son africanas. Sin embargo, en el Paleolítico Superior y en el Neolítico el foco se desplaza. Siguen ocurriendo muchas cosas en África, pero el período de mayor influencia creativa de este continente sobre el resto del mundo ha terminado.
No sabemos por qué disminuye la influencia de África, pero existen muchas posibilidades de que la fuerza principal fuera un cambio de clima. Hasta hace poco, digamos hacia el 3000 a.C., el Sahara tenía animales, como elefantes e hipopótamos, que ya han desaparecido de la región; lo que es más notable, allí vivían pueblos pastores que criaban ganado vacuno, ovejas y cabras. En aquella época, lo que ahora es un desierto surcado por áridas gargantas era una sabana fértil cruzada y regada por ríos que desembocaban en el Níger y por otro sistema de casi dos mil kilómetros de longitud que desembocaba en el lago Chad. Los pueblos que vivían en las montañas donde nacían estos ríos han dejado un testimonio de su vida en las pinturas y grabados rupestres, muy diferentes del arte de las cavernas de Europa, que representaba sobre todo la vida animal y solo ocasionalmente la humana. Estos testimonios sugieren también que el Sahara era entonces un punto de encuentro de los pueblos negroides y lo que algunos han llamado pueblos «caucasoides», antepasados quizá de los bereberes y los tuaregs actuales. Al parecer, uno de estos pueblos logró llegar hasta allí desde Trípoli, con caballos y carros, y quizá conquistó a los pueblos pastores. Lo hicieran o no, su presencia y la de los pueblos negroides del Sahara muestran que la vegetación de África fue una vez muy diferente de la de épocas posteriores; los caballos necesitan pastos. Pero, cuando llegamos a la época histórica, el Sahara ya se ha desecado, los asentamientos de un pueblo antaño próspero están abandonados y ya no hay animales.
Puede que sea el cambio climático en el resto de África lo que nos lleve de nuevo a Egipto como el principio de la historia africana, aunque Egipto ejerció escasa influencia creativa más allá de los límites del valle del Nilo. Pese a que mantuvo contactos con otras culturas, no es fácil profundizar en  ellos. Presumiblemente, los libios de los documentos egipcios eran como las personas que aparecen, con sus carros, representadas en las pinturas rupestres del Sahara, pero no lo sabemos con certeza. Cuando el historiador griego Heródoto escribió sobre África en el siglo V a.C., dedicó pocas palabras a lo que ocurría fuera de Egipto. Su África era una tierra definida por el Nilo, que él pensaba que se dirigía al sur, en paralelo al mar Rojo, y después giraba hacia el oeste, siguiendo las fronteras de Libia. Al sur del Nilo estaban, al este, los etíopes, y al oeste, una tierra de desiertos, deshabitada, de la que Heródoto no pudo obtener información, aunque las narraciones de los viajeros hablaban de un pueblo de enanos y hechiceros.
Dadas sus fuentes, esta era una composición bastante inteligente desde el punto de vista topográfico, pero Heródoto solo captó una tercera o una cuarta parte de la verdad étnica. Los etíopes, al igual que los antiguos habitantes del Alto Egipto, pertenecían a los pueblos camitas, que constituían uno de los tres grupos raciales de África al final de la Edad de Piedra que los antropólogos distinguieron más tarde. Los otros dos eran los antepasados de los modernos san (antes llamados despectivamente «bosquimanos»), que vivían aproximadamente en las regiones abiertas que iban desde el Sahara hasta El Cabo, y el grupo negroide, finalmente dominante en los bosques centrales y en el África occidental (las opiniones están divididas en cuanto al origen y las características de un cuarto grupo, el de los pigmeos). A juzgar por las herramientas de piedra, parece que las culturas asociadas con los pueblos camitas o protocamitas fueron las más avanzadas en África antes de la llegada de la agricultura.
Esta evolución fue, salvo en Egipto, lenta, y en África las culturas de cazadores y recolectores de la prehistoria han coexistido con la agricultura hasta la época moderna. El mismo crecimiento que se produjo en otras partes cuando comenzaron a producirse alimentos en cantidad, cambió pronto las pautas de población de África, primero al permitir los densos asentamientos del valle del Nilo que fueron el prólogo de la civilización egipcia, y después al aumentar la población negroide del sur del Sahara, que vivía en los pastizales situados entre el desierto y el bosque ecuatorial en el segundo y primer milenios a.C., lo que parece reflejar una difusión de la agricultura hacia el sur desde el norte. Este hecho también refleja el descubrimiento de cultivos nutritivos, como el mijo y el arroz de las sabanas mejor adaptados a las condiciones tropicales y a otros suelos que el trigo y la cebada que florecieron en el valle del Nilo. Las zonas forestales no pudieron explotarse hasta la llegada de otras plantas compatibles con ellas desde el Asia sudoriental y finalmente América, y nada de esto ocurrió antes del nacimiento de Cristo. Se estableció así una de las principales características de la historia africana: la divergencia de las direcciones culturales dentro del continente.
En la época del nacimiento de Cristo, el hierro ya había llegado a África y se producía la primera explotación de minerales africanos. Esto ocurrió en el primer Estado africano independiente, aparte de Egipto, del que tenemos noticia: el reino de Cush. Nilo arriba, en la región de Jartum, esta región había sido originalmente la zona fronteriza extrema de la actividad egipcia. Tras absorber Nubia, los egipcios situaron una guarnición en el principado sudanés que existía al sur de Nubia, pero hacia el 1000 a.C. este principado se convirtió en un reino independiente, profundamente marcado por la civilización egipcia.
Probablemente, sus habitantes eran camitas, y la capital estaba en Napata, justo al sur de la cuarta catarata. En el 730 a.C., Cush fue lo bastante poderosa para conquistar Egipto, donde gobernaron cinco de sus reyes como los faraones que la historia conoce como dinastía XXV o «etíope». Sin embargo, no pudieron detener el declive egipcio, y la dinastía cushita acabó cuando los asirios cayeron sobre Egipto.
Aunque la civilización egipcia continuó en el reino de Cush, un faraón de la siguiente dinastía lo invadió a principios del siglo VI a.C. Después, los cushitas también empezaron a presionar hacia el sur para ampliar sus fronteras, y, con ello, su reino sufrió dos cambios importantes. Por una parte, se hizo más negroide, y su lengua y su literatura reflejan un debilitamiento de las tendencias egipcias; por otra, amplió su territorio a costa de otros que contenían tanto mineral de hierro como el combustible necesario para fundirlo, técnica que aprendieron de los asirios. La nueva capital cushita en Meroe se convirtió en el centro metalúrgico de África. Las armas de hierro dieron a los cushitas las mismas ventajas sobre sus vecinos de las
que habían disfrutado antes los pueblos del norte frente a Egipto, y las herramientas de hierro ampliaron las tierras cultivables.
Sobre esta base transcurrirían unos trescientos años de prosperidad y civilización en Sudán, aunque con posterioridad a la época que estamos estudiando.
Es evidente que la historia de la humanidad en América es mucho más breve que en África y, de hecho, que en cualquier otra parte del mundo salvo en Australasia.
Hace aproximadamente 30.000 años, los pueblos mongoloides llegaron hasta América del Norte procedentes de Asia, y en los siguientes milenios fueron avanzando lentamente hacia el sur.
Se han encontrado huellas de la presencia de cavernícolas en los Andes peruanos hace 18.000 años.
América abarca climas y entornos muy diversos, por lo que no resulta muy sorprendente que los testimonios arqueológicos muestren que hubo casi igual diversidad de modelos de vida, basados en las diferentes oportunidades para la caza, la recolección de alimentos y la pesca. Lo más probable es que nunca se pueda descubrir lo que aprendieron unos de otros; lo que es indiscutible es que algunas de estas culturas llegaron a la invención de la agricultura con independencia del Viejo Mundo.
Sigue siendo posible discrepar acerca de cuándo tuvo lugar exactamente la invención de la agricultura en América porque, paradójicamente, se sabe mucho del
cultivo de plantas en una época en que la escala a la que se hacía impide llamarlo razonablemente «agricultura». Sin embargo, es un cambio que se produjo más tarde que en el Creciente Fértil. El maíz se comenzó a cultivar en México hacia el 5000 a.C., pero en el 2000 a.C. su técnica había mejorado en Mesoamérica hasta el punto de que ya se cultivaba algo parecido a la planta que hoy conocemos. Este es el tipo de cambio que hizo posible el establecimiento de grandes comunidades. Más al sur, la patata y la mandioca (otro tubérculo feculento) comenzaron a aparecer  también alrededor de esa época, y hay indicios de que poco después el maíz se había difundido desde México hacia el sur. En todas partes, sin embargo, el cambio es gradual; hablar de una «revolución agrícola» en América es incluso menos apropiado que en Oriente Próximo. De todas formas, tuvo una influencia realmente revolucionaria, no solo en el tiempo, sino también en el espacio, fuera de América. El boniato, originario de México y América Central, se extendió por el Pacífico y sirvió de sustento a las comunidades isleñas de campesinos varios siglos antes de que los galeones europeos de la era colonial lo llevaran a África, el océano Índico y Filipinas.
La agricultura, las aldeas, el tejido y la cerámica aparecen en América Central en el segundo milenio a.C., y hacia el final de este surgieron las primeras manifestaciones de la cultura que daría lugar a la primera civilización americana reconocida, la de los olmecas de la costa oriental mexicana. Al parecer, sus núcleos fueron centros ceremoniales importantes en los que construyeron grandes pirámides de tierra, donde se han encontrado esculturas colosales y figuras de jade finamente talladas. El estilo de estas obras es muy individual, y se concentra en figuras humanas y en otras parecidas al jaguar, a veces fusionándolas. Parece que durante varios siglos después del 800 a.C. fue dominante en toda América Central, llegando, en el sur, hasta lo que actualmente es El Salvador.
Pero la cultura olmeca mantiene su misterio, ya que apareció sin antecedentes ni aviso previo en una región pantanosa y boscosa, lo que hace difícil explicarlo en términos económicos. No sabemos por qué la civilización, que en otros lugares necesitó la abundancia relativa de los grandes valles fluviales, surgió en América de un suelo tan poco propicio.
La civilización olmeca dejó algo a la posteridad, ya que los dioses de los posteriores aztecas eran descendientes de las divinidades olmecas. Quizá también los primeros sistemas jeroglíficos de América Central tengan su origen en la época olmeca, aunque los primeros ejemplos de caracteres de estos sistemas se remontan a un siglo después, aproximadamente, de la desaparición de la cultura olmeca, hacia el 400 a.C. Tampoco sabemos por qué o cómo se produjo esta desaparición. Mucho más al sur, en Perú, una cultura llamada chavín por el nombre de un gran centro ceremonial también apareció y sobrevivió poco más que la civilización olmeca del norte; también logró un alto grado de habilidad en el tallado de piedras y se difundió con fuerza, solo para desaparecer misteriosamente.
Es muy difícil saber qué debemos pensar de estos primeros avances en dirección a la civilización. Fuera cual fuese su importancia para el futuro, surgieron, por los motivos que fueran, milenios después de la aparición de la civilización en otras partes del mundo. Cuando los españoles llegaron al Nuevo Mundo, casi dos mil años después de la desaparición de la cultura olmeca, aún encontrarían a la mayoría de sus habitantes trabajando con herramientas de piedra. También hallaron sociedades complejas (y restos de otras) que habían alcanzado un nivel prodigioso en la construcción y en la organización, nivel que sobrepasaba con mucho, por ejemplo, todo lo que África pudo ofrecer tras el declive del antiguo Egipto. Lo único evidente es que en estas cuestiones no hay secuencias inquebrantables.
La otra única zona donde también se alcanzó un asombroso nivel de éxito en la construcción con piedra fue Europa occidental, lo que ha llevado a algunos entusiastas a afirmar que esta región es otra cuna de las primeras «civilizaciones»,
casi como si sus habitantes fueran una especie de marginados que necesitaran una rehabilitación histórica. Ya se ha hablado de Europa como suministradora de metales a Oriente Próximo en la Antigüedad. Pero, aunque gran parte de lo que ahora encontramos interesante ocurrió aquí en la prehistoria, Europa no ofrece una historia antigua muy impresionante o sorprendente. En la historia del mundo, la Europa prehistórica apenas tiene más importancia que la meramente ilustrativa. Para las grandes civilizaciones como las que nacieron y murieron en los valles fluviales de Oriente Próximo, Europa fue en gran medida irrelevante. Aunque a veces recibió la huella del mundo exterior, solo contribuyó de forma marginal y ocasional al proceso del cambio histórico.
Cabría establecer un paralelismo con lo que fue África en una fecha posterior, interesante en sí misma, pero no por sus contribuciones positivas a la historia universal.
Habría de pasar mucho tiempo antes de que el hombre pudiera concebir siquiera que existía una unidad geográfica, por no decir cultural, correspondiente a la idea posterior de Europa. Para el mundo antiguo, las tierras del norte de donde procedían los bárbaros antes de su aparición en Tracia eran irrelevantes (y, en cualquier caso, la mayoría de los bárbaros probablemente llegaron de tierras situadas más al este). El interior noroccidental solo era importante porque proporcionaba ocasionalmente los productos que necesitaban Asia y el Egeo.
No hay mucho que decir de la Europa prehistórica, pero, para obtener una perspectiva correcta, debemos señalar algo más. Es preciso distinguir dos Europas. Una es la de las costas del Mediterráneo y sus pueblos, cuya frontera aproximada coincide con la línea que delimita el cultivo del olivo. Al sur de esta línea, surge con bastante rapidez una civilización urbana dotada de escritura, una vez iniciada la Edad del Hierro, y aparentemente por contacto directo con zonas más avanzadas. En el 800 a.C., las costas del Mediterráneo occidental ya estaban empezando a experimentar un contacto bastante continuo con Oriente. La Europa situada al norte y al oeste de esta línea es diferente. En esta región, nunca hubo escritura en la Antigüedad, sino que fue impuesta mucho más tarde por los conquistadores. Se resistió durante mucho tiempo a las influencias culturales del sur y del este —o al menos no tuvo ante ellas una actitud receptiva—, y durante dos mil años fue importante, no en sí misma, sino por su relación con otras regiones.
Con todo, su papel no fue del todo pasivo: los movimientos de sus pueblos, sus recursos naturales y sus destrezas influyeron marginalmente y de forma ocasional en los acontecimientos que ocurrían en otros lugares. Sin embargo, en el 1000 a.C. —por poner una fecha arbitraria—, e incluso al principio de la era cristiana, Europa tenía pocas cosas propias que ofrecer al mundo salvo sus minerales, y nada que represente un logro cultural de la escala alcanzada por Oriente Próximo, la India o China. La era de Europa estaba aún por venir; la suya sería la última gran civilización en aparecer.
La civilización no apareció más tarde en Europa que en otros continentes porque el medio natural del continente fuera desfavorable.
Europa abarca una zona desproporcionadamente grande de la tierra del mundo propicia para el cultivo. Sería sorprendente que esto no hubiera favorecido un desarrollo temprano de la agricultura, y eso es lo que muestran los testimonios arqueológicos. Pero la facilidad relativa de una agricultura sencilla en Europa pudo tener un efecto negativo sobre la evolución social; en los grandes valles fluviales, el
hombre tuvo que trabajar colectivamente para controlar el riego y explotar el suelo si quería sobrevivir, mientras que en gran parte de Europa una familia podía sobrevivir por sí sola. No es necesario caer en extravagantes especulaciones sobre los orígenes del individualismo occidental para reconocer que aquí hay algo muy distintivo y potencialmente muy importante.
Los expertos coinciden ahora en aceptar que tanto la agricultura como la manipulación del cobre (la forma más primitiva de metalurgia) entraron en Europa desde Anatolia y Oriente Próximo. Tesalónica y la parte norte de Grecia ya poseían comunidades campesinas poco después del 7000 a.C. En el 5000 a.C. existían comunidades similares mucho más al oeste; en el norte de Francia y Holanda, y poco después, también en las islas británicas. Las principales rutas de expansión fueron los Balcanes y sus valles fluviales, aunque al mismo tiempo la agricultura había llegado a las islas del Mediterráneo y por las costas del sur de Europa, incluso a Andalucía. En el 4000 a.C., el cobre ya se trabajaba en la zona de los Balcanes. Así pues, ya no parece probable que dicha técnica o la agricultura surgieran de forma espontánea en Europa, aunque no tardaron en adoptar las prácticas que llevaban consigo los inmigrantes recién llegados. No obstante, Europa tardaría miles de años en adquirir los cereales más extendidos en Oriente Próximo.
La mayoría de las regiones noroccidentales y occidentales de Europa estaban ocupadas, hacia el 3000 a.C., por unos pueblos, a veces denominados «mediterráneos occidentales», que durante el tercer milenio a.C. fueron sufriendo gradualmente la presión que ejercían los indoeuropeos desde el este. Hacia el 1800 a.C., parece que las culturas resultantes se habían fragmentado de forma lo bastante clara para nosotros como para identificar entre ellas a los antepasados de los celtas, el más importante de los pueblos europeos prehistóricos, una sociedad de guerreros, más que de comerciantes o exploradores, que conocía la rueda y la utilizaba para el transporte. Un grupo de celtas decididos llegó a las islas británicas y podrían considerarse los primeros navegantes marítimos del norte de Europa. Hay muchas discrepancias acerca de hasta dónde se remonta la influencia celta, pero no nos alejaremos mucho de la verdad si pensamos que, hacia el 1800 a.C., Europa estaba dividida en tres grupos de pueblos. Los antepasados de los celtas ocupaban entonces la mayor parte de lo que actualmente son Francia, Alemania, los Países Bajos y la Alta Austria. Al este estaban los futuros eslavos y al norte (en Escandinavia), las futuras tribus teutónicas. Fuera de Europa, ya en las regiones septentrionales de Escandinavia y Rusia, estaban los primitivos finlandeses, una raza no indoeuropea.
Salvo en los Balcanes y en Tracia, los movimientos de estos pueblos influyeron en los centros más antiguos de la civilización únicamente en la medida en que afectaron su acceso a los recursos, sobre todo minerales, de las regiones en las que se establecieron. A medida que crecía la demanda de las civilizaciones de Oriente Próximo, fue aumentando la importancia de Europa. El primer centro de metalurgia que se desarrolló en el continente estaba en los Balcanes, y a este le siguieron, en torno al 2000 a.C., otros situados en el sur de España, Grecia y el Egeo e Italia central. Al final de la Edad del Bronce, el trabajo del metal avanzó hasta alcanzar un nivel elevado incluso
en lugares donde se carecía de mineral. He aquí uno de los primeros ejemplos del surgimiento de áreas económicas cruciales basadas en la posesión de recursos especiales. El cobre y el estaño condicionaron la penetración oriental de Europa y también su navegación costera y fluvial, ya que estos productos eran necesarios y en Oriente Próximo solo existían en pequeñas cantidades. Europa fue el principal productor de materias primas del mundo metalúrgico de la Antigüedad, así como el principal fabricante. El trabajo del metal tenía un nivel elevado y producía bellos objetos mucho antes que en el Egeo, pero el hecho de que esta técnica, aun cuando fuera combinada con un mayor abastecimiento de metales tras el hundimiento de la demanda micénica, no estimulara a la cultura europea para llegar a una civilización plena y compleja, es posiblemente un argumento en contra de una admiración exagerada por los factores materiales en la historia.
La Europa de la Antigüedad desarrolló, naturalmente, otra actividad que ha dejado tras de sí restos impresionantes: los miles de monumentos megalíticos que se encuentran formando un amplio  arco que va desde Malta, Cerdeña y Córcega, recorre España y Bretaña, y llega hasta las islas británicas y Escandinavia. No son característicos solo de Europa, pero sí más abundantes, y parece que se erigieron antes —algunas de ellas en el quinto milenio a.C. — que en otros continentes. La palabra megalito procede del griego y significa «piedra grande», y muchas de las piedras utilizadas son, efectivamente, muy grandes.
Algunos de estos monumentos son tumbas, con paredes y techos formados por bloques de piedra; otros son piedras que se alzan solas o en grupos. Algunos forman dibujos a lo largo de varios kilómetros, y otros circundan pequeñas áreas a modo de arboledas. El monumento megalítico más impresionante y completo es el de Stonehenge, al sur de Inglaterra, cuya creación se calcula que precisó 900 años, hasta completarse en el 2100 a.C.
Es difícil adivinar o imaginar cómo eran originalmente estos lugares. Su moderna austeridad y su grandiosidad erosionada podrían inducir a error; los grandes monumentos no suelen ser tan austeros cuando se hallan en uso, y lo más probable es que las enormes piedras estuvieran pintarrajeadas en colores ocres y sangre, y que de ellas colgaran pieles y fetiches. En muchos casos quizá se parecieran más a tótems que a las formas solemnes que vemos hoy cerniéndose sobre nosotros. Salvo las tumbas, no es fácil saber para qué servían, aunque se ha dicho que algunas eran relojes gigantescos o enormes observatorios solares, alineados con la salida y la puesta del sol, la luna y las estrellas en los momentos clave del año astronómico. Estas obras se basaban en una cuidadosa observación, aun cuando carezcan del detalle y la precisión de lo que hacían los astrónomos de Babilonia y Egipto.
Los monumentos megalíticos requerían enormes concentraciones de mano de obra y denotan la existencia de una organización social desarrollada. En Stonehenge hay varios bloques que pesan unas cincuenta toneladas cada uno y que tuvieron que ser transportados casi treinta kilómetros hasta el lugar donde se erigieron. También existen alrededor de ochenta bloques de piedra de unas cinco toneladas traídos de las montañas de Gales, a unos 240 kilómetros de distancia.
Las personas que construyeron Stonehenge sin la ayuda de vehículos de ruedas, como las que construyeron las tumbas cuidadosamente alineadas de Irlanda, los alineamientos de piedras verticales de Bretaña o los dólmenes de Dinamarca, eran capaces, por tanto, de trabajar a una escala que se aproximaba a la del antiguo Egipto, aunque sin la elegancia de este y sin contar con ningún medio para dejar constancia de sus propósitos e intenciones salvo estas mismas grandes construcciones. Esta habilidad, unida al hecho de que los monumentos se distribuyen formando una larga cadena situada a corta distancia del mar, ha sugerido una posible explicación en las enseñanzas de los canteros procedentes del este, quizá de Creta, Micenas o las islas Cícladas, donde se conocía la técnica para tallar y manejar tales masas. Pero los recientes avances en la datación han eliminado una vez más una hipótesis verosímil: probablemente, Stonehenge se terminó de construir antes de la época micénica; las tumbas megalíticas de España y Bretaña son anteriores a las pirámides, y los misteriosos templos de Malta, con sus enormes bloques de piedra labrada, estaban allí antes del 3000 a.C. Del mismo modo, los monumentos no tienen por qué formar parte de un único proceso de distribución, ni siquiera en el noroeste. Podrían haber sido levantados de forma más o menos aislada y ser obra de cuatro o cinco culturas compuestas por sociedades relativamente pequeñas y sencillas que mantenían contacto entre sí, y los motivos y ocasiones de su construcción podrían haber sido muy diferentes. Al igual que su agricultura y su metalurgia, la ingeniería y la arquitectura de la Europa prehistórica surgen de forma independiente respecto del mundo exterior.
Pese a sus considerables logros, los europeos de la Antigüedad parecen extrañamente pasivos y poco resistentes cuando, finalmente, se constata su contacto regular con la civilización avanzada. Sus dudas e incertidumbres recuerdan en cierto modo las de otros pueblos primitivos que entran en contacto con sociedades avanzadas en fechas posteriores; los africanos del siglo XVIII, por ejemplo. Pero, en cualquier caso, el contacto regular no comenzó hasta poco antes de la era cristiana. Antes de esa fecha, parece que los pueblos europeos agotaron sus energías en la lucha cuerpo a cuerpo con un entorno que, pese a que era fácil de trabajar para satisfacer unas necesidades modestas, exigía la llegada del hierro para hacerlo plenamente explotable. Aunque mucho más avanzados que sus contemporáneos en América o en el África al sur del valle del Nilo, nunca llegaron a la etapa de urbanización. Sus mayores logros culturales fueron decorativos y mecánicos. Lo mejor fue su metalurgia, con la que los europeos de la Antigüedad atendieron a las necesidades de otras civilizaciones. Aparte de eso, solo proporcionarían las estirpes que recibirían más tarde la impronta de la civilización.
Solo un grupo de bárbaros occidentales realizó una contribución más positiva al futuro.
Al sur de la línea del olivar, un pueblo de la Edad del Hierro de la Italia central ya había entablado, en el siglo VIII a.C., contactos comerciales con los griegos que vivían más al sur en Italia y con Fenicia. Es la cultura de Villanova, así llamada por uno de los lugares donde se desarrolló. En los siguientes doscientos años, este pueblo adoptó los caracteres griegos para escribir su lengua.
Para entonces estaba organizado en ciudades-estado, y producía un arte de gran calidad. Eran los etruscos, una de cuyas ciudades-estado sería conocida un día como Roma.

7. El final del mundo antiguo
Los gobernantes de los pueblos mediterráneos y de Oriente Próximo apenas sabían nada de lo que estaba sucediendo en India y China ni de su importancia para el futuro. Puede que algunos de ellos, al escuchar a los comerciantes, tuvieran una percepción borrosa de los bárbaros de la Europa del norte y del noroeste. Pero nada sabían de lo que ocurría más allá del Sahara ni de la existencia de América. Sin embargo, su mundo iba a ampliarse con rapidez en el primer milenio a.C. y también —quizá de forma aún más evidente—, iba a integrarse más a medida que crecían en complejidad y eficiencia sus comunicaciones internas. Un mundo compuesto por un puñado de civilizaciones sumamente distintas y casi independientes entre sí daba paso a otro en el que regiones cada vez más extensas compartían los mismos logros de la civilización — la escritura, el gobierno, la tecnología, la religión organizada, la vida urbana— y, bajo su influencia, cambiaban a mayor velocidad con el incremento de las interacciones de las diferentes tradiciones. Es importante no pensar en ello en términos demasiado abstractos o grandiosos, pues este proceso no está recogido solo en el arte y en el pensamiento especulativo, sino también en gran parte de lo más prosaico, y aparece tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. En las piernas de las enormes estatuas de Abu Simbel, 1.125 kilómetros Nilo arriba, los mercenarios griegos del ejército egipcio del siglo VI a.C. grabaron inscripciones en las que dejaron constancia de su orgullo por llegar tan lejos, igual que, 2.500 años después, los regimientos ingleses inscribirían sus símbolos y sus nombres en las rocas del paso de Khyber.
No se puede trazar una línea cronológica clara en este mundo cada vez más complejo, pues, de existir, se ha atravesado ya varias veces antes de llegar a los inicios de la época clásica de Occidente.
La expansión militar y económica de los mesopotámicos y de sus sucesores, los movimientos de los indoeuropeos, la llegada del hierro y la difusión de la escritura,
mezclaron modelos en otros tiempos claramente diferenciados en Oriente Próximo, y ello mucho antes de la aparición de una civilización mediterránea que es la matriz de la nuestra. Sin embargo, en cierto sentido sí es patente que se había cruzado una frontera importante en algún momento a principios del primer milenio a.C.
Los mayores desplazamientos de pueblos en el antiguo Oriente Próximo habían terminado. Los modelos ahí establecidos al final de la Edad del Bronce serían aún modificados localmente por la colonización y la conquista, pero hasta mil años después no habría grandes llegadas y partidas de pueblos. Las estructuras políticas heredadas de la Antigüedad serían las palancas de la siguiente era de la historia universal en una zona que se extendía desde Gibraltar hasta el Indo. La civilización dentro de esta área se basaría cada vez más en la interacción, en los préstamos y en el cosmopolitismo.
El marco para ello lo proporcionaría el gran cambio político de mediados del primer milenio a.C., el surgimiento de una nueva potencia, Persia, y el hundimiento definitivo de las tradiciones egipcia y babilónica-asiria.
La historia de Egipto es la más fácil de resumir, ya que queda constancia de poco más que del declive. Se ha calificado a Egipto de «anacronismo de la Edad del Bronce en un mundo que se alejaba cada vez más de ella», y cierta incapacidad para cambiar o adaptarse parece explicar su suerte.
Sobrevivió a los primeros ataques de los pueblos que utilizaban el hierro y había vencido a los pueblos del mar al comienzo de la era de la agitación. Pero este fue el último gran logro del Imperio Nuevo; desde entonces, los síntomas son sin lugar a dudas los de una máquina que se va quedando sin cuerda. En el interior, reyes y sacerdotes se disputaban el poder, mientras la soberanía de Egipto más allá de sus fronteras declinaba hasta convertirse en una sombra de sí misma. A un período de dinastías rivales lo siguió brevemente una reunificación que, de nuevo, llevó a un ejército egipcio hasta Palestina, pero a finales del siglo VIII a.C. se había establecido una dinastía de los invasores cushitas que los asirios expulsaron del Bajo Egipto en el 667 a.C. Asurbanipal saqueó Tebas. Con el declive del poder asirio surgió de nuevo un período ilusorio de «independencia» egipcia. Esta vez, pueden verse pruebas de un nuevo mundo al que Egipto debería hacer más concesiones que las políticas, como el establecimiento de una escuela para intérpretes griegos y de un enclave comercial griego con privilegios especiales en Naucratis, en el delta. Después, una vez más, en el siglo VI a.C. Egipto fue derrotado, primero por las fuerzas de Nabucodonosor (588 a.C.) y, sesenta años después, por los persas (525 a.C.), convirtiéndose en provincia de un imperio que fijaría los límites de una nueva síntesis y que, durante siglos, se disputaría la supremacía mundial con las nuevas potencias que aparecerían en el Mediterráneo. No fue el final de la independencia egipcia, pero, desde el siglo IV a.C. hasta el XX, Egipto será gobernado por extranjeros o dinastías inmigrantes, dejando de existir como nación independiente. Los grandes períodos de recuperación egipcia muestran poca vitalidad innata y son señal, por el contrario, de una relajación temporal de las presiones a las que estaba sometida, presiones que al final siempre se reanudaron.

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La amenaza persa fue la última de ellas y tuvo consecuencias funestas.
Una vez más, el punto de partida es una migración. En la alta meseta que constituye el corazón del moderno Irán, había ya asentamientos en el 5000 a.C., pero la palabra Irán (que no aparece hasta alrededor del 600 d.C.) significa en su forma más antigua «tierra de los arios», y es en torno al 1000 a.C., con una irrupción de tribus arias del norte, cuando comienza la historia del imperio persa. En Irán, al igual que en la India, el impacto de los arios sería indeleble y fundó una tradición de larga duración. De entre sus tribus, dos fueron especialmente vigorosas y poderosas, y han sido recordadas por sus nombres bíblicos: los medos y los persas. Los medos se desplazaron hacia el oeste y hacia el noroeste hasta Media; su gran era llegó a principios del siglo VI a.C. después de derrotar a Asiria, su vecina. Los persas se dirigieron hacia el sur, hacia el golfo Pérsico, y se establecieron en Juzistán (junto al valle del Tigris y en el antiguo reino de Elam) y en Fars, la Persia de los antiguos.



LIBRO III
El Mediterráneo clásico

Contenido:

  1. Las raíces de un único mundo
  2. Los griegos
  3. La civilización griega
  4. El mundo helenístico
  5. Roma
  6. El legado de Roma
  7. Los judíos y la llegada del cristianismo
  8. La decadencia del Occidente clásico
  9. Los elementos de un futuro

Si se cuenta en años, hacia el 500 a.C. ha transcurrido ya más de la mitad de la historia de la civilización. Aún estamos más cerca de esa fecha de lo que los hombres que vivieron en dicha época lo estaban de sus primeros antecesores civilizados. En los aproximadamente tres mil años que les separan, la humanidad había recorrido un largo camino; por imperceptibles y lentos que fueran los cambios que se produjeron en la vida cotidiana en esos años, entre Sumer y la Persia aqueménida hay un enorme salto cualitativo. En el siglo VI a.C. ya había llegado a su fin un gran período de creación y aceleración. Desde el Mediterráneo occidental a las costas de China, se había establecido una diversidad de tradiciones culturales en las que habían arraigado civilizaciones distintas, algunas con la suficiente firmeza y profundidad para sobrevivir hasta nuestra era. Varias perduraron con pocos cambios, superficiales y temporales, durante cientos e incluso miles de años. Prácticamente aisladas, contribuyeron poco a la vida común de la humanidad fuera de sus propias regiones de influencia. En su mayor parte, incluso los principales centros de la civilización fueron indiferentes a lo que sucedía fuera de sus respectivos ámbitos durante al menos dos mil años después de la caída de Babilonia, salvo cuando sufrían una invasión. Solo una de las civilizaciones que ya se vislumbraba hacia el siglo VI a.C. mostró de hecho un gran potencial para expandirse más allá de su cuna, el Mediterráneo oriental. Y, aun siendo la más joven de todas, alcanzaría grandes éxitos y duraría más de mil años sin sufrir una ruptura en su tradición, lo cual es menos notable que el legado que dejó a la posteridad, ya que fue el semillero de casi todo lo que desempeñó un papel dinámico en la conformación del mundo que todavía habitamos.

1. Las raíces de un único mundo
La aparición de una nueva civilización en el Mediterráneo oriental debió mucho a las tradiciones que le precedieron en Oriente Próximo y el Egeo. Desde el principio nos enfrentamos a una amalgama en que se mezclan el habla griega, un alfabeto semítico, ideas cuyas raíces están en Egipto y Mesopotamia, y reminiscencias de Micenas. Incluso cuando esta civilización maduró, siguió mostrando la diversidad de sus orígenes; nunca sería un conjunto sencillo y monolítico, y al final fue ciertamente muy complejo. Siempre resultó difícil delimitar todo lo que lo integró y le dio unidad, pues se trataba de un racimo de culturas similares junto al Mediterráneo y el Egeo, con unas zonas fronterizas que se difuminaban en la lejanía hasta Asia, África, la Europa de los bárbaros y el sur de Rusia. Aun cuando sus límites con estos territorios eran claros, siempre hubo otras tradiciones que influyeron en la civilización mediterránea y que recibieron mucho de ella.
 Esta civilización también varió en el tiempo, mostrando una capacidad de evolución mayor que cualquiera de sus antecesoras. Pese a que estas habían sufrido importantes cambios políticos, sus instituciones permanecieron intactas en lo fundamental, mientras que la civilización mediterránea muestra una enorme variedad de formas y de experimentos políticos transitorios. En el terreno de la religión y la ideología, mientras que otras tradiciones tendieron a evolucionar sin cambios ni rupturas violentas, de forma que civilización y religión estaban prácticamente asociadas, la una viviendo y muriendo con la otra, la civilización mediterránea comenzó con el paganismo autóctono y terminó sucumbiendo ante una importación exótica, el cristianismo; un judaísmo completamente transformado que desembocó en la primera religión universal, lo que supuso un enorme cambio y transformó las posibilidades de influir en el futuro de esta civilización.
De todas las fuerzas que contribuyeron a la cristalización de esta cultura, la más importante fue el propio entorno, la cuenca del Mediterráneo, zona al mismo tiempo receptora y difusora hacia la que fluían con facilidad las corrientes procedentes de las tierras de las viejas civilizaciones, y desde cuyo centro estas fluían de nuevo hacia sus orígenes y hacia el norte, a las tierras bárbaras. Pese a su gran extensión y a contener una gran variedad de pueblos, la cuenca mediterránea tiene unas características generales muy definidas. La mayoría de sus costas son estrechas llanuras tras las cuales se alzan enseguida cadenas montañosas bastante escarpadas que las rodean, interrumpidas por escasos valles fluviales importantes. Los habitantes de las costas tendían a buscar a lo largo de estas y hacia fuera, al otro lado del mar, más que detrás de ellos, hacia el interior. Esto, combinado con un clima común, hizo de la difusión de ideas y técnicas dentro del Mediterráneo algo natural para unos pueblos emprendedores.
Los romanos llamaron con razón al Mediterráneo Mare Magnum, el Gran Mar. Era el hecho geográfico sobresaliente de su mundo, el centro de los mapas clásicos. Su superficie era una gran fuerza unificadora para quienes sabían cómo emplearla, y en el 500 a.C. la tecnología marítima estaba lo bastante avanzada como para permitir la navegación, salvo en invierno. Los vientos y las corrientes dominantes determinaron las rutas exactas de unos barcos cuya única fuerza era la que proporcionaban las velas o los remos, pero cualquier parte del Mediterráneo era accesible por mar desde cualquier otra. El resultado fue una civilización litoral, con unas cuantas lenguas cuyo uso se generalizó dentro de ella. Tenía centros de comercio especializados, ya que los intercambios de artículos eran fáciles por mar, pero la economía estaba firmemente basada en el cultivo del trigo, la cebada, el olivo y la vid, sobre todo para el consumo local. Los metales que esta economía necesitaba se podían importar cada vez más del exterior. Los desiertos del sur estaban lejos de la costa, y durante quizá miles de años el norte de África fue más rico de lo que lo es ahora, con una mayor abundancia de bosques y de agua, y era también más fértil. Por tanto, tendió a aparecer el mismo tipo de civilización en todo el Mediterráneo. La diferencia que conocemos actualmente entre África y Europa no existió hasta después del año 500 de nuestra era.
Los pueblos de esta civilización litoral orientados hacia el exterior crearon un nuevo mundo. Las civilizaciones de los grandes valles no habían colonizado, sino conquistado. Sus pueblos miraban hacia el interior, buscando la satisfacción de objetivos limitados bajo déspotas locales. Muchas sociedades posteriores, incluso dentro del mundo clásico, harían lo mismo. Pero hay un cambio apreciable de ritmo y de potencial desde el comienzo, y, finalmente, griegos y romanos sembraron cereales en Rusia, trabajaron el estaño de Cornualles, construyeron carreteras en los Balcanes y disfrutaron de las especias de la India y de la seda de China.
Sabemos muchas cosas sobre este mundo, en parte debido a que dejó un enorme legado arqueológico y monumental. Sin embargo, es mucho más importante la riqueza de su material escrito, con el que entramos plenamente en la era de la escritura. Entre otras cosas, nos legaron las primeras (y auténticas) obras de historia; por importantes que fueran los grandes registros populares de los judíos, las narraciones de un drama cósmico construidas en torno a la peregrinación de un pueblo en el curso del tiempo no constituyen una historia crítica. En cualquier caso, también estas nos llegan a través del mundo mediterráneo clásico. Sin el cristianismo, su influencia habría quedado limitada a Israel; a través del cristianismo, los mitos que presentaban y las posibilidades de significado que ofrecían se introducirían en un mundo que ya contaba con cuatrocientos años de lo que podemos reconocer como escritura crítica de la historia. Pero la obra de los historiadores antiguos, por importante que sea, es solo una ínfima parte del legado. Poco después del 500 a.C., nos encontramos en presencia de la primera gran literatura completa, que abarca desde el teatro a la epopeya, pasando por el himno lírico, la historia y el epigrama, aunque solo nos queda una pequeña parte de ella; por ejemplo, siete obras de entre las más de cien que escribió su mayor autor de tragedias. Sin embargo, esta herencia nos permite penetrar por primera vez en la mentalidad de una civilización.
Ni siquiera en el caso de Grecia, la fuente de tantas grandes obras literarias, y menos aún en el de otras partes más remotas del mundo clásico, el legado escrito es suficiente por sí mismo. Sin embargo, aunque la arqueología es indispensable, las fuentes literarias nos proporcionan más datos porque son más completas que cualesquiera otras del pasado lejano. Los testimonios que nos ofrecen están en su mayor parte en griego o en latín, las dos lenguas que sirven de moneda intelectual de la civilización mediterránea. La persistencia en las principales lenguas europeas de la actualidad, de tantas palabras procedentes de estas lenguas es en sí misma casi una prueba suficiente de la importancia de esta civilización para sus sucesores. Fue a través de los escritos en estas lenguas como los hombres posteriores se aproximaron a esta civilización y donde detectaron las cualidades que les hicieron hablar de lo que denominaron simplemente «el mundo clásico».
El término «clásico» es perfectamente adecuado, siempre que recordemos que quienes lo acuñaron eran herederos de las tradiciones que vieron en él y estaban, quizá, atrapados dentro de sus supuestos. Otras tradiciones y civilizaciones también tienen sus fases «clásicas». Lo que esto significa es que los hombres ven en alguna parte del pasado una edad que fija las normas para la posteridad. Muchos europeos posteriores quedarían hipnotizados por el poder y el encanto de la civilización clásica mediterránea. Algunos hombres que vivieron en ella también pensaban que ellos, su cultura y su época eran excepcionales, aunque no siempre por motivos convincentes para nosotros. Y, aun así, fue una civilización excepcional; vigorosa e incansable, proporcionó normas e ideas, así como tecnologías e instituciones, sobre las que se forjaría un gran futuro. En esencia, la unidad que vieron más tarde los admiradores de la herencia mediterránea fue una unidad mental.
De forma inevitable, habría mucho de falsificación anacrónica en algunos de los esfuerzos posteriores por estudiar y utilizar el ideal clásico, y también mucho de fantasía sobre una edad perdida. Pero incluso descartando esto, y después de que el pasado clásico sea sometido al escéptico examen de los especialistas, sigue quedando un gran residuo indisoluble de realización mental que lo sitúa de algún modo en nuestro lado de una frontera mental, mientras que los grandes imperios de Asia quedan al otro. Con independencia de las dificultades y las posibilidades de una mala interpretación, podemos reconocer y comprender la mentalidad de la época clásica de un modo que quizá no podamos aplicar a nada anterior. «Este —se ha dicho, y con razón— es un mundo cuyo aire podemos respirar.»
 El papel de los griegos en la creación de este mundo fue muy destacado, y con ellos habremos de empezar su historia. Los griegos contribuyeron más que ningún otro pueblo al dinamismo y al legado mítico e inspirador de este mundo. La búsqueda griega de la excelencia definió para los hombres que vivieron después dicha excelencia, y sigue siendo difícil exagerar sus logros, que constituyen el núcleo del proceso que creó la civilización mediterránea clásica.

2. Los griegos
En la segunda mitad del siglo VIII a.C., las nubes que habían ocultado el Egeo desde el final de la Edad del Bronce empiezan a despejarse y los procesos, y a veces los acontecimientos, se hacen algo más perceptibles. Hay incluso una fecha o dos, una de las cuales resulta importante para la toma de conciencia de una civilización: el 776 a.C., año en que, según historiadores griegos posteriores, se celebraron los primeros Juegos Olímpicos. Pocos siglos después, los griegos contarían a partir de este año como nosotros contamos a partir del nacimiento de Cristo.
Las personas que se reunieron para los primeros Juegos Olímpicos y para celebrar otras fiestas posteriores del mismo tipo reconocían que, haciéndolo, compartían una cultura. Su base era una lengua común: dorios, jonios y eolios hablaban el griego; es más, lo llevaban haciendo desde hacía mucho tiempo. Y la lengua iba a adquirir ahora la definición que le daría su escritura, un avance de enorme importancia que hizo posible, por ejemplo, que quedara constancia de la poesía oral tradicional en la obra atribuida a Homero. La primera inscripción que tenemos en caracteres griegos está hecha sobre una jarra de hacia el 750 a.C., y muestra lo mucho que la civilización egea le debía a Asia. La inscripción constituye una adaptación de la escritura fenicia; los griegos no tuvieron escritura hasta que sus comerciantes introdujeron este alfabeto, que al parecer se utilizó primero en el Peloponeso, Creta y Rodas; posiblemente, estas fueron las primeras regiones que se beneficiaron de la renovación de las relaciones con Asia después de la edad oscura. El proceso es misterioso y probablemente nunca pueda reconstruirse, pero, de algún modo, el catalizador que dio lugar a la civilización griega fue el contacto con Oriente.
¿Quiénes eran los grecohablantes que asistieron a las primeras Olimpiadas? Aunque es el nombre por el que se les sigue conociendo, a ellos y a sus descendientes, no se les llamaba griegos; este nombre se lo dieron varios siglos después los romanos. La palabra que ellos habrían empleado era la que nosotros transcribimos como «helenos». Utilizada primero para distinguir a los invasores de la península griega de sus primeros habitantes, se convirtió posteriormente en el nombre de todos los pueblos grecohablantes del Egeo. Estos fueron la nueva idea y el nuevo nombre que surgieron de la edad oscura, y tienen algo más que un significado verbal: expresaban la conciencia de una nueva entidad, una entidad que aún estaba surgiendo y cuyo significado exacto siempre sería incierto. Algunos grecohablantes llevaban en el siglo VIII a.C. mucho tiempo establecidos, y sus raíces se perdían en la confusión de las invasiones de la Edad del Bronce. Otros procedían de oleadas mucho más recientes. Ninguno llegó como griego, sino que fueron convirtiéndose en griegos por vivir ahí, en torno al Egeo. La lengua les identificaba y tejió nuevos lazos entre ellos, y, junto con una herencia común en materia de religión y mitos, fue el elemento constitutivo más importante del ser griego, siempre y sobre todo una cuestión de cultura común.
Pero los lazos culturales nunca fueron efectivos políticamente. No era probable que contribuyeran a la unidad debido al tamaño y a la forma del escenario de la historia griega, que no era lo que ahora llamamos Grecia, sino, por el contrario, todo el Egeo. La amplia difusión de las influencias minoicas y micénicas en los comienzos de la civilización lo había prefigurado, ya que era fácil viajar durante gran parte del año entre las numerosísimas islas y las costas que las rodeaban. La explicación de la aparición de la civilización griega podría radicar en gran medida en esta geografía. No cabe duda de que el pasado era también importante, pero la Creta minoica y micénica probablemente legó menos a Grecia de lo que la Inglaterra anglosajona legó a la posterior Gran Bretaña. El entorno fue un factor mucho más importante que la historia, al ofrecer una distribución especialmente densa de comunidades económicamente viables que utilizaban la misma lengua y que eran fácilmente accesibles, no solo entre sí, sino desde los centros de civilización más antiguos de Oriente Próximo. Al igual que los antiguos valles fluviales —pero por razones diferentes—, el Egeo era un lugar propicio y la civilización pudo aparecer allí.
Gran parte del Egeo fue colonizado por los griegos como consecuencia de las limitaciones y las oportunidades que estos encontraron en el continente, en el que solo lugares muy pequeños tenían la combinación de tierra y clima necesaria para ofrecer la oportunidad de una abundancia agrícola. En su mayor parte, el cultivo estaba limitado a las estrechas franjas de llanuras de aluvión, que debían de utilizarse como tierras de secano, enmarcadas por montañas rocosas o boscosas. Los minerales eran escasos; no había estaño, cobre ni hierro. Pocos valles llegaban directamente al mar, y la comunicación entre ellos solía ser difícil. Todo ello hizo que los habitantes del Ática y del Peloponeso se inclinaran por aventurarse en el mar, en cuya superficie era mucho más fácil el movimiento que en la tierra. Ninguno de ellos, después de todo, vivía a más de sesenta y cinco kilómetros de la costa.
La predisposición a la civilización se intensificó ya en el siglo X a.C. merced a un aumento de la población, que ejerció una mayor presión sobre la tierra disponible. En última instancia, esto culminó en una gran época de colonización, al final de la cual, en el siglo VI a.C., el mundo griego se extendía mucho más allá del Egeo, desde el mar Negro en el este a las islas Baleares, Francia y Sicilia en el oeste, y Libia al sur. Pero esto fue el resultado de siglos en los que habían actuado también otras fuerzas además de la presión de la población. Mientras Tracia era colonizada por agricultores en busca de tierras, otros griegos se establecieron en el Mediterráneo oriental o en el sur de Italia para comerciar, ya fuera por la riqueza que obtendrían o por el acceso que ofrecía a los metales que necesitaban y que no podían encontrarse en Grecia. Algunas ciudades griegas del mar Negro parecen estar situadas ahí por el comercio, y otras por su potencial agrícola. Pero tampoco fueron los comerciantes y los agricultores los únicos agentes que difundieron las formas de vida griegas y que propagaron en Grecia noticias del mundo exterior. Los testimonios históricos de otros países nos muestran un flujo de mercenarios griegos desde el siglo VI a.C., cuando combatieron para los egipcios contra los asirios. Todos estos acontecimientos tendrían importantes repercusiones sociales y políticas en su tierra natal.
Los griegos, a pesar de las muchas y violentas peleas que mantuvieran entre ellos, y a pesar de lo mucho que amaran las diferencias tradicionales y emocionales entre beocios, dorios o jonios, siempre fueron muy conscientes de que eran diferentes de otros pueblos, lo que podía tener importantes consecuencias en la práctica; los prisioneros de guerra griegos, por ejemplo, teóricamente no se convertían en esclavos, a diferencia de los «bárbaros». Esta palabra expresaba la conciencia de sí mismo del helenismo en su esencia, pero incluía más y excluía menos que en su significado moderno: los bárbaros eran el resto del mundo, aquellos que no hablaban un griego inteligible (por dialectal que fuera), sino que emitían una especie de ruido «bárbaro» que ningún griego podía entender. Las grandes fiestas religiosas del calendario griego, en las que se reunían gentes de muchas ciudades, eran ocasiones en las que solo se admitía a los grecohablantes.
La religión fue también fundamental para la identidad griega. El panteón griego es muy complejo, la amalgama de una masa de mitos creada por muchas comunidades en una extensa zona y en diferentes momentos, a menudo incoherente o incluso contradictoria, hasta que, posteriormente, mentes racionalizadoras la ordenaron. Algunos mitos eran importaciones, como el mito asiático de las edades de oro, plata, bronce y hierro. La superstición local y la creencia en tales leyendas fueron la base de la experiencia religiosa griega. No obstante, fue una experiencia religiosa muy diferente de la de otros pueblos por su extrema tendencia humanizadora. Los dioses y diosas griegos, pese a su posición y su poder sobrenatural, son notablemente humanos y expresan el carácter antropocéntrico de la civilización griega posterior. Aunque debieron mucho a Egipto y a Oriente, la mitología y el arte griegos presentan normalmente a sus dioses como hombres y mujeres mejores o peores, un mundo diferente de los monstruos de Asiria y Babilonia o de Siva, el de los múltiples brazos. Fuera quien fuese el responsable, fue una revolución religiosa; la contrapartida es que el hombre podía ser divino, lo que ya es evidente en Homero, quien hizo quizá lo mismo que otros para ordenar de esta forma el mundo sobrenatural griego y que no deja mucho espacio a los cultos populares. Homero presenta a los dioses tomando partido en la guerra de Troya tras adoptar posturas demasiado humanas, compitiendo entre sí: mientras Poseidón acosa al héroe de la Odisea, Atenea se pone de su lado. Un crítico griego posterior se quejaba de que Homero «atribuía a los dioses todo lo vergonzoso y censurable entre los hombres: el robo, el adulterio y el engaño». Era un mundo que funcionaba de forma muy parecida al mundo real.
Ya hemos mencionado la Ilíada y la Odisea por la luz que arrojan sobre la prehistoria; pero estas obras también contribuyeron a dar forma al futuro. A primera vista, son curiosas como objetos de veneración de un pueblo. La Ilíada relata un breve episodio de una legendaria guerra del pasado remoto; la Odisea se parece más a una novela, y narra los viajes de uno de los mayores personajes de toda la literatura, Ulises, que vuelve a su patria después de la misma guerra. Eso es, teóricamente, todo. Pero llegaron a convertirse en una especie de libros sagrados. Si, como parece razonable, se considera que el índice de supervivencia de las primeras copias ofrece un reflejo auténtico de la popularidad relativa de una obra, ambas fueron copiadas con más frecuencia que ningún otro texto de la literatura griega. Se ha empleado mucho tiempo y se ha vertido mucha tinta en discutir la forma en que fueron compuestas. Actualmente, parece que lo más probable es que adoptaran su forma actual en Jonia, poco antes del 700 a.C. Los griegos se referían sin reservas a su autor como «el poeta» (señal suficiente de la posición que ocupaba a sus ojos), pero algunos han encontrado argumentos para pensar que los dos poemas son obra de personas diferentes. Para nuestros fines, carece de importancia si fue un autor o fueron dos; lo esencial es que alguien tomó un material transmitido durante cuatro siglos por los bardos y lo reelaboró de tal forma que le dio estabilidad, y es en este sentido que estas obras constituyen la culminación de la era de la poesía heroica griega. Aunque probablemente se escribieron en el siglo VII a.C., no se aceptó ninguna versión normalizada de estos poemas hasta el VI a.C.; para entonces ya se consideraban el relato autorizado de la historia antigua griega, fuente de costumbres y modelos, y elemento básico de la educación literaria. Así, estas obras se convirtieron no solo en los primeros documentos de la conciencia griega, sino en la encarnación de los valores fundamentales de la civilización clásica. Posteriormente serían aún más: junto con la Biblia, son la fuente de la literatura occidental.
Por humanos que fueran los dioses de Homero, el mundo griego sentía también un profundo respeto por lo oculto y lo misterioso, lo que se reflejaba en representaciones como los augurios y los oráculos. Los santuarios de los oráculos de Apolo en Delfos o en Dídima, en Asia Menor, eran lugares de peregrinación y fuente de respetados, si bien enigmáticos, consejos. Había cultos rituales, «misterios» que volvían a representar los grandes procesos naturales de germinación y crecimiento en el paso de las estaciones. La religión popular no tiene mucha importancia en las fuentes literarias, pero nunca estuvo completamente separada de la religión «respetable». Es importante recordar este sustrato irracional, dado que los logros de la élite griega durante la época clásica tardía son muy impresionantes y se basan mucho en la racionalidad y la lógica; lo irracional estuvo siempre ahí, y en el primer período formativo, del que nos ocupamos en este capítulo, sí que tenía importancia.
El legado literario y la tradición comúnmente aceptada revelan también algo, si bien no muy preciso, de las instituciones sociales y (si la palabra es adecuada) políticas de la Grecia antigua. Homero nos muestra una sociedad de reyes y aristócratas, pero en su época esto ya era anacrónico. El título de rey perduró ocasionalmente, y en Esparta, donde siempre hubo dos reyes al mismo tiempo, tuvo una realidad poco definida que a veces fue efectiva. Pero, en época histórica, el poder había pasado de los monarcas a las aristocracias en casi todas las ciudades griegas. El areópago de Atenas es un ejemplo del tipo de organismo restringido que usurpó el poder del rey en muchos lugares. Estas élites gobernantes se basaban fundamentalmente en la posesión de la tierra; sus miembros eran los propietarios absolutos de los terrenos que proporcionaban no solo su sustento, sino los excedentes necesarios para adquirir las costosas armas y caballos que les convertían en jefes en la guerra. Homero representa a estos aristócratas comportándose con un notable grado de independencia respecto de sus reyes, lo que probablemente refleja la realidad de su propia época. Eran las únicas personas que contaban; las demás distinciones sociales tienen poca importancia en estos poemas. Tersites recibe un merecido castigo por infringir la línea crucial que separaba a los caballeros del resto de la sociedad.
Cierta preocupación de la aristocracia militar por el valor podría también explicar la autoconfianza y la independencia que exhiben continuamente en la vida pública griega. Aquiles, tal y como le presenta Homero, era un tipo tan quisquilloso y susceptible como un barón medieval. Aun hoy en día, lo que más les importa a muchos griegos es la posición que ocupa un hombre a los ojos de sus iguales, y su política ha reflejado a menudo este hecho. Y así sería durante la época clásica, cuando el individualismo hizo naufragar una y otra vez las oportunidades de acción conjunta. Los griegos nunca tendrían un imperio duradero, ya que este solo podía basarse en cierto grado de subordinación del bien menor al superior, o en cierta voluntad de aceptar la disciplina del servicio rutinario. Quizá esto no fuera malo, pero significó que, pese a la conciencia helénica, los griegos no pudieron unir ni siquiera su tierra natal en un solo Estado.
Por debajo de los aristócratas de las primeras ciudades estaba el resto de una sociedad aún no muy compleja. Los hombres libres trabajaban sus propias tierras y, en ocasiones, las de otros. La riqueza no cambió de manos con rapidez ni facilidad hasta que el dinero la volvió más disponible y en una forma más fácil de transferir que la tierra. Homero medía el valor en bueyes, y parece que el oro y la plata eran más elementos de un ritual de entrega de obsequios que un medio de intercambio. Estos fueron los antecedentes de la idea posterior, residuo de una visión aristocrática, de que el comercio y las labores domésticas eran algo degradante, y contribuyen a explicar por qué en Atenas (y quizá en otros lugares) el comercio estuvo tanto tiempo en manos de los metecos, residentes extranjeros que no gozaban de ningún privilegio cívico, pero que proporcionaban los servicios que los ciudadanos griegos no se prestaban a sí mismos.
La esclavitud, desde luego, se daba por supuesta, aunque muchas incertidumbres rodean a la institución, claramente susceptible de muchas interpretaciones diferentes. En la época arcaica, si esa es la que refleja Homero, la mayoría de los esclavos eran mujeres, las recompensas de la victoria militar, pero, más tarde, la matanza de los prisioneros varones dio paso a la esclavitud. No era habitual la esclavitud en plantaciones a gran escala como las de las colonias romanas o las europeas de la época moderna. Muchos griegos libres del siglo V a.C. tenían uno o dos esclavos, y se calcula que, en la época de mayor prosperidad de Atenas, aproximadamente uno de cada cuatro habitantes era esclavo. Podían ser liberados; un esclavo del siglo IV a.C. se convirtió en un banquero importante. También era habitual que fuesen bien tratados e incluso amados. Hubo uno famoso, Esopo. Pero no eran libres, y los griegos pensaban que depender absolutamente de la voluntad de otro era intolerable para un hombre libre, aunque apenas desarrollaron esta idea en una verdadera crítica de la esclavitud. Sería anacrónico sorprenderse por ello. Todo el mundo fuera de Grecia estaba organizado también sobre el supuesto de que la esclavitud continuaría. Fue la institución social dominante en casi todo el mundo hasta bien entrada la era cristiana, y aún pervive. Por tanto, apenas merece comentario el que los griegos la dieran por supuesto. No había tarea que los esclavos no desempeñaran para ellos, desde el trabajo agrícola hasta la enseñanza (la palabra pedagogo designaba al esclavo que acompañaba a un niño de buena cuna hasta la escuela). Un famoso filósofo griego trató posteriormente de justificar esta situación argumentando que había algunos seres humanos que estaban realmente predestinados a ser esclavos por naturaleza, dado que esta los había dotado solo de facultades que les hacían útiles para servir a individuos más ilustrados. Para unos oídos modernos esto no parece un argumento muy impresionante, pero en el contexto de la forma en que los griegos pensaban sobre la naturaleza y el hombre era algo más que la simple racionalización de un prejuicio.
Los esclavos quizá figuraron, y los residentes extranjeros seguro que lo hicieron, entre los muchos cauces mediante los cuales los griegos continuaron recibiendo la influencia de Oriente Próximo, mucho después de que la civilización resurgiera en el Egeo. Homero ya había mencionado a los demiourgoi, los artesanos extranjeros que debieron de llevar a las ciudades de los helenos no solo la capacidad técnica, sino también los motivos y estilos de otras tierras. Sabemos de artesanos griegos afincados en Babilonia en épocas posteriores, y hubo muchos ejemplos de soldados griegos que sirvieron como mercenarios a reyes extranjeros. Cuando los persas tomaron Egipto en el 525 a.C., había griegos combatiendo en ambos bandos. Algunos de ellos debieron de regresar al Egeo, llevando consigo nuevas ideas e impresiones. Mientras tanto, había una relación comercial y diplomática permanente entre las ciudades griegas de Asia y sus vecinos.
La multiplicidad de los intercambios cotidianos resultado de la iniciativa de los griegos hace muy difícil distinguir las contribuciones autóctonas de las extranjeras a la cultura de la Grecia arcaica. Un ámbito tentador es el arte, en que, del mismo modo que Micenas había reflejado modelos asiáticos, los motivos animales que decoran los bronces griegos o las posturas que adoptan diosas como Afrodita recuerdan al arte de Oriente Próximo. Más tarde, la arquitectura monumental y las estatuas griegas imitarían a las de Egipto, y las antigüedades egipcias dieron forma a los estilos de los objetos que fabricaron los artesanos griegos de Naucratis. Aunque el resultado final, el arte de madurez de la Grecia clásica, fue único, sus raíces se remontaban hasta la renovación de los lazos con Asia en el siglo VIII a.C. Lo que no se puede delimitar con tanta facilidad es la lenta irradiación posterior de un proceso de interacción cultural que en el siglo VI a.C. actuaba en ambos sentidos, ya que Grecia era para entonces tanto discípula como maestra. Lidia, por ejemplo, el reino del legendario Creso, el hombre más rico del mundo, fue helenizada por sus ciudades griegas tributarias; tomó de ellas su arte y, lo que probablemente es más importante, el alfabeto, adquirido indirectamente a través de Frigia. Así pues, Asia recibió de nuevo lo que había dado.
Mucho antes del 500 a.C., la civilización griega era ya tan compleja que es fácil perder el contacto con la realidad de cada momento. A tenor de los modelos de sus contemporáneos, la Grecia de entonces era una sociedad que cambiaba con rapidez, y algunos de esos cambios son más fáciles de percibir que otros. Parece que un acontecimiento importante ocurrido hacia el final del siglo VII a.C. fue una segunda y más importante oleada de colonizaciones, a menudo procedentes de las ciudades orientales griegas. Sus colonias fueron una respuesta a las dificultades agrícolas y a la presión demográfica en sus lugares de origen, y su fundación produjo un consiguiente aumento del comercio; las nuevas relaciones económicas, como el comercio con el mundo no griego, se volvieron más fáciles. Una de las evidencias de todo ello es el aumento de la circulación de la plata. Los lidios habían sido los primeros en acuñar auténticas monedas —discos metálicos de peso y cuño normalizados—, y en el siglo VI a.C. el dinero se empezó a utilizar de forma generalizada tanto en el comercio exterior como en el interior; solo Esparta se resistió a su introducción. La especialización se convirtió en una posible respuesta a la escasez de tierra en los lugares de origen. Atenas aseguró las importaciones de grano que necesitaba especializándose en la producción de grandes cantidades de cerámica y aceite, y Quíos exportaba aceite y vino. Algunas ciudades griegas se volvieron mucho más dependientes del grano extranjero, especialmente del procedente de Egipto o de las colonias griegas del mar Negro.
La expansión comercial significó no solo que la tierra dejaba de ser la única fuente importante de riqueza, sino también que había más hombres que podían comprar la tierra que tan importante era para la posición social. Esto inició una revolución tanto militar como política. El antiguo ideal griego de la guerra era el combate singular, una forma de luchar natural para una sociedad cuyos guerreros eran aristócratas que cabalgaban o eran llevados hasta el campo de batalla para enfrentarse a sus iguales mientras sus inferiores, peor armados, se peleaban a su alrededor. Los nuevos grupos de hombres ricos podían permitirse el lujo de disponer de las armaduras y las armas que proporcionaron un mejor instrumento militar: el regimiento de «hoplitas», la infantería armada que durante dos siglos sería la columna vertebral de los ejércitos griegos y les daría su superioridad, y que prevalecería gracias a su cohesión disciplinada, más que a sus hazañas individuales.
El hoplita vestía casco y coraza y llevaba un escudo. Su principal arma era la lanza; no la arrojaba, sino que la clavaba en la refriega que seguía a la carga de una formación ordenada de lanceros a cuyo peso se debía su efecto. Esta táctica podía funcionar solo en un terreno relativamente llano, pero este terreno solía ser el que se disputaba en las guerras griegas, ya que la agricultura de la que dependía una ciudad griega podía ser destruida por la captura de las pequeñas llanuras del valle donde se cultivaban la mayoría de sus cosechas. En este terreno, los hoplitas cargaban en masa, con el fin de aplastar con su impacto a los defensores. Los hoplitas basaban por completo su eficacia en su capacidad para actuar como una unidad disciplinada, que aumentaba al máximo el efecto de la carga y les permitía dominar en el consiguiente combate cuerpo a cuerpo, porque cada hoplita dependía, para la protección de su flanco derecho, del escudo de su vecino. Mantener una fila ordenada era, por tanto, esencial. Los espartanos eran admirados en particular por su pericia en la realización de las evoluciones preliminares que precedían a un encuentro de este tipo y por mantener la cohesión como grupo una vez que había comenzado la lucha.
La capacidad para actuar de forma colectiva era el núcleo de la nueva guerra. Aunque ahora intervenían más personas en las batallas, no era ya el número lo único que contaba, como iban a demostrar tres siglos de éxitos griegos contra los ejércitos asiáticos. La disciplina y la capacidad táctica empezaban a ser más importantes y suponían cierto tipo de instrucción regular, así como una ampliación del grupo social de los soldados. De este modo, aumentó el número de hombres que compartían el poder que daba el monopolio casi total de los medios de ejercer la fuerza.
El desarrollo de un ejército bien entrenado no fue la única innovación crucial de estos años. Fue entonces también cuando los griegos crearon la política; suya es la idea de dirigir los asuntos colectivos mediante la discusión de las posibles opciones en un lugar público. La magnitud de lo que hicieron perdura en el lenguaje que aún empleamos, ya que tanto el sustantivo política como el adjetivo político son términos que se derivan de la palabra griega que significaba «ciudad», polis. Este era el marco de la vida griega, y era mucho más que una mera aglomeración de personas que vivían en el mismo lugar por motivos económicos. Que era algo más lo demuestra otra expresión griega: los griegos no decían que Atenas hacía esto o Tebas hacía lo otro, sino «los atenienses» y «los tebanos». Por dividida que pudiera estar a menudo, la polis —también llamada «ciudad-estado»— era una comunidad, un organismo de hombres conscientes de unos intereses comunes y de unos objetivos también comunes.
Este acuerdo colectivo era la esencia de la ciudad-estado; quienes no estaban de acuerdo con las instituciones de la ciudad donde residían podían buscar alternativas en otra. Esto contribuyó a producir un alto grado de cohesión, pero también estrechez de miras; los griegos nunca lograron superar durante mucho tiempo la pasión por la autonomía (otra palabra griega) local, y una característica de la ciudad-estado era que miraba hacia fuera a la defensiva y con desconfianza. De forma gradual, la ciudad-estado fue adquiriendo sus dioses protectores, sus fiestas y sus dramas litúrgicos; todo lo que unía a los vivos con el pasado y los educaba en sus tradiciones y leyes. Así, llegó a ser un organismo que perduró en el tiempo, durante generaciones. Pero en su raíz estaba el ideal hoplita de la acción disciplinada y cooperativa en la que los hombres marchaban hombro con hombro junto a sus vecinos, dependiendo unos de otros para apoyar la causa común. En su primera etapa, el corpus ciudadano —quienes, por así decir, constituían la comunidad políticamente efectiva— estaba limitado a los hoplitas, es decir, aquellos que podían permitirse el lujo de pertenecer a las filas del ejército del que dependía la defensa de la ciudad-estado. Así, no resulta sorprendente que los reformadores griegos posteriores, preocupados por los resultados del extremismo político, miraran con esperanza a la clase hoplita cuando buscaban un cimiento estable y firme para la polis.
En los orígenes de las ciudades-estado hay también otras circunstancias: la geografía, la economía y el parentesco. Muchas de ellas se desarrollaron en lugares muy antiguos, colonizados en la época micénica; otras eran más recientes, pero el territorio de una ciudad-estado era casi siempre uno de los estrechos valles que podía proporcionar justo lo suficiente para su mantenimiento. Hubo algunas más afortunadas: Esparta estaba en un valle amplio. Otras tuvieron especiales desventajas: el suelo del Ática era pobre, por lo que Atenas tenía que alimentar a sus ciudadanos con grano importado. El dialecto intensificó la sensación de independencia latente en las montañas que separaban una ciudad de sus vecinas; en él se conservó un sentimiento de origen tribal común que perduraba en los grandes cultos públicos.
Al comienzo de la era histórica, estas fuerzas ya habían generado sentimientos intensos de tipo comunal e individual que hicieron prácticamente imposible que los griegos trascendieran la ciudad-estado; solo fueron capaces de formar un puñado de oscuras ligas y confederaciones que no tuvieron gran significación. Dentro de la ciudad, la participación de los ciudadanos en su vida era intensa, casi podríamos pensar que excesiva. Pero, debido a su escala, la ciudad-estado podía pasar perfectamente sin depender de complejas burocracias; el cuerpo ciudadano, mucho más pequeño que el conjunto de la población, siempre podía reunirse en un lugar de encuentro. Era imposible que una ciudad-estado pudiera o quisiera aspirar a tener una minuciosa regulación burocrática de los asuntos públicos, algo que probablemente habría excedido la capacidad de sus instituciones. A juzgar por los testimonios de Atenas, el caso del que más sabemos por todo aquello de lo que dejó constancia en sus monumentos, la distinción entre actos administrativos, judiciales y legislativos no era como la que ahora conocemos; al igual que en la Europa medieval, un acto ejecutivo podía aparecer como la decisión de un tribunal que interpretaba una ley establecida. Los tribunales de justicia no eran, formalmente, más que secciones de la asamblea de ciudadanos.
El tamaño de este órgano y la cualificación de sus miembros determinaban el carácter constitucional del Estado. De él dependían, más o menos, las autoridades encargadas del gobierno cotidiano, ya fueran magistrados o tribunales. No había nada parecido al moderno funcionariado civil permanente. Cierto es que sigue siendo arriesgado generalizar sobre estos asuntos; había más de 150 ciudades-estado, de muchas de ellas no sabemos nada y de la mayoría del resto, solo un poco. Obviamente, había diferencias importantes entre las formas en que dirigían sus asuntos; en el siglo IV a.C., Aristóteles reunió en una gran colección todas sus constituciones, y no tendría mucho sentido que un estudioso de la política efectuara esta recopilación a menos que fueran significativamente diferentes entre sí. Pero es difícil discernir el detalle de lo que ocurría incluso en los pocos casos de los que tenemos buena información.
Los orígenes de las formas políticas griegas están por lo general enterrados en leyendas tan fiables como la historia de Hengist y Horsa para el historiador de Inglaterra. Ni siquiera Homero sirve de gran ayuda sobre la ciudad-estado; apenas la menciona, porque su tema son las bandas de soldados. Pero, cuando empieza la era histórica, la ciudad-estado está ya ahí, gobernada por aristocracias. Ya se ha hablado de las fuerzas que determinaron las líneas maestras de su posterior evolución. La aparición de nuevas riquezas supone el surgimiento de nuevos hombres, y los nuevos hombres derrocaron a las élites existentes para lograr ser admitidos en la ciudadanía. Las aristocracias que habían suplantado a los reyes se convirtieron a su vez en objeto de rivalidad y ataques. Los nuevos hombres trataron de reemplazarlas con gobiernos menos respetuosos hacia los intereses tradicionales; el resultado fue una época de gobernantes que los griegos llamaron «tiranos». Muchos de ellos eran adinerados, pero su justificación fue su popularidad; eran hombres fuertes que apartaron a las aristocracias. La posterior connotación siniestra de la palabra tirano no existía entonces; muchos tiranos debieron de parecer más bien déspotas benevolentes. Los tiranos trajeron la paz después de las luchas sociales, probablemente intensificadas por una nueva crisis fruto de la presión sobre la tierra. La paz favoreció a su vez el crecimiento económico, al igual que las buenas relaciones de que gozaban los tiranos entre sí. El siglo VII a.C. fue su edad de oro. Pero la institución no sobrevivió mucho tiempo. Pocos tiranos duraron dos generaciones. En el siglo VI a.C., en casi todas partes se tendió al gobierno colectivo, y empezaron a surgir oligarquías, gobiernos constitucionales e incluso incipientes democracias.
Atenas fue un ejemplo notable de este proceso. Parece ser que, durante mucho tiempo, el Ática, aunque pobre, tuvo suficiente tierra para que Atenas escapara de las presiones sociales que en otros estados llevaron al movimiento de colonización. También en otros aspectos su economía reflejó pronto un especial vigor; en el siglo VIII a.C., su cerámica sugiere que Atenas era una especie de líder comercial y artístico. En el siglo VI a.C., sin embargo, Atenas también fue asolada por el conflicto entre ricos y pobres. Un legislador pronto legendario, Solón, prohibió la esclavización de los deudores a manos de los acreedores ricos (lo que tuvo el efecto de hacer que los hombres dependieran más de los esclavos como mercancías, dado que las deudas ya no garantizaban la mano de obra). Solón también alentó a los agricultores a que se especializaran. El aceite y el vino (y sus envases) se convirtieron en las principales exportaciones de Atenas, mientras que el grano se almacenaba para uso interno. Simultáneamente, una serie de reformas (también atribuidas a Solón) dieron a los nuevos ricos la igualdad con la antigua clase terrateniente y establecieron un nuevo consejo popular que prepararía los asuntos para la ekklesia, la asamblea general de todos los ciudadanos.
Estos cambios tardaron en calmar las divisiones en Atenas. La era de los tiranos no se clausuró hasta la expulsión del último en el 510 a.C. Entonces comenzaron a funcionar por fin unas instituciones cuyo paradójico resultado sería el gobierno más democrático de Grecia, aunque fue el gobierno de un Estado que tenía más esclavos que ningún otro. Todas las decisiones políticas se adoptaban en principio por votación de la mayoría de la ekklesia (que también elegía a los magistrados importantes y a los jefes militares). Una serie de ingeniosos acuerdos disponían la organización de los ciudadanos en unidades que impedirían el surgimiento de facciones que representaran a los habitantes de la ciudad frente a los agricultores o comerciantes. Fue el principio de una gran era, una era de prosperidad en la que Atenas fomentaría deliberadamente fiestas y cultos que trascenderían la ciudad y ofrecería algo a todos los griegos: una especie de intento de liderazgo.
Mucho se ha hablado del contraste entre Atenas y su gran rival, Esparta. A diferencia de Atenas, Esparta se enfrentó a las presiones que recibía no modificando sus instituciones, sino resistiéndose al cambio. Esparta representaba el enfoque más conservador del problema, y durante mucho tiempo lo resolvió mediante una rígida disciplina social en el interior y la conquista de sus vecinos, lo que le permitió satisfacer la demanda de tierra a expensas de otros. Una consecuencia casi inmediata fue la fosilización de la estructura social. Esparta estaba tan ligada a la tradición que se decía que su legendario legislador, Licurgo, había prohibido incluso que se anotaran sus leyes, inculcadas en las mentes de los espartanos con una formación rigurosa que recibían todos en su juventud, niños y niñas por igual.
Esparta no tuvo tiranos. Parece que su gobierno efectivo lo compartían un consejo de ancianos y cinco magistrados llamados «éforos», mientras que los dos reyes hereditarios tenían poderes militares especiales. Estos oligarcas respondían en última instancia de sus actos ante la asamblea de los espartanos (que, según Heródoto, a principios del siglo V a.C., tenía unos cinco mil miembros). Esparta era, por tanto, una gran aristocracia que tuvo su origen, según los escritores de la Antigüedad, en la clase hoplita. La sociedad siguió siendo agrícola; no se permitió la aparición de una clase de comerciantes, y cuando el resto de Grecia adoptó el uso de la moneda, alrededor del 600 a.C., Esparta quedó al margen y permitió solo una moneda de hierro para uso interno. Se cree que los espartanos no tuvieron plata ni oro hasta el siglo IV a.C. Esparta ni siquiera participó en el movimiento colonizador; solo en una ocasión emprendió una empresa de esta índole.
Esto produjo una especie de igualitarismo militarizado, admirado a menudo por puritanos posteriores, y una atmósfera que recuerda mucho, para bien y para mal, a las aspiraciones de los colegios privados ingleses más anticuados. Aunque el paso del tiempo y la postura de los reyes suavizaron algo su práctica, los espartanos no conocieron grandes distinciones de riqueza o comodidad. Hasta bien entrada la época clásica, evitaron vestirse de forma diferente y comían en comedores comunales. Sus condiciones de vida eran, en una palabra, «espartanas», y eran un reflejo de la idealización de las virtudes militares y de una disciplina estricta. Los detalles son a menudo sorprendentemente desagradables, además de curiosos. Las bodas, por ejemplo, eran ceremonias para las que se cortaban los cabellos de la novia y en las que esta iba vestida como un muchacho. Después de la ceremonia se producía una violación simulada, tras la cual los cónyuges no iban a vivir juntos, sino que el hombre seguía residiendo con sus compañeros en un dormitorio masculino y comiendo con ellos en comedores comunes. Resulta interesante que Esparta exportara niñeras a otros estados griegos (al lector se le ocurrirán paralelismos posteriores). No tuvo ningún logro artístico ni cultural destacable, y su política interna sigue constituyendo un misterio.
Posiblemente, la política espartana fuese simplificada o acallada por el problema más grave de Esparta: la división entre los ciudadanos y el resto de la población. El grueso de los habitantes del Estado espartano no eran ciudadanos. Algunos eran hombres libres, pero la mayoría eran ilotas, trabajadores parecidos a los siervos, ligados a la tierra, que compartían con los agricultores libres la labor de producir los alimentos que se consumían en los comedores comunales de los espartanos. Puede que la ilota fuese originalmente la población nativa esclavizada por los invasores dorios, pero, al igual que los siervos de épocas posteriores, estaban ligados a la tierra en lugar de pertenecer como bienes muebles a propietarios concretos. Sin duda, su número aumentó después con las conquistas, sobre todo tras la anexión en el siglo VIII a.C. de la llanura de Mesenia, que desapareció de la historia griega como Estado independiente durante más de trescientos años. El resultado fue que una nube se cernió sobre el triunfo de los espartanos: el temor a una revolución ilota, algo que observaron otros griegos, y que obstaculizó las relaciones de los espartanos con otros estados. Los espartanos temían cada vez más que, mientras su ejército estuviera fuera, su ausencia propiciara una rebelión en el interior, como consecuencia de la situación de esclavitud que soportaban los ilotas. Esparta estuvo siempre en guardia, y el temido enemigo estaba dentro.
Esparta y Atenas lucharían con consecuencias funestas en el siglo V a.C., lo que ha hecho que siempre se las considerara los dos polos del mundo político de la antigua Grecia. No eran, naturalmente, los únicos modelos existentes, y aquí está uno de los secretos del éxito griego, que inspiraría una profusión de experiencias políticas y de datos mucho mayor que nada de lo que se había visto en el mundo hasta entonces. Esta experiencia proporcionaría las primeras reflexiones sistemáticas sobre los grandes problemas de la ley, el deber y la obligación que han ocupado las mentes de la gente desde entonces, sobre todo en los términos que establecieron los griegos clásicos. En la época preclásica, la especulación sobre estos temas fue casi inexistente, lo que explica de sobra el peso de la costumbre y las limitaciones de la experiencia local.
La ciudad-estado fue la herencia y la experiencia común de los griegos, pero estos conocieron otros tipos de organización política a través de sus contactos comerciales y gracias a la naturaleza abierta de muchos de sus propios asentamientos. El mundo griego tenía regiones fronterizas proclives a los conflictos. En el oeste, al principio pareció que avanzaban en una expansión casi ilimitada, pero los dos siglos de asombroso avance llegaron a su fin hacia el 550 a.C., cuando el poder cartaginés y el etrusco impusieron un límite. Los primeros asentamientos —una vez más, en lugares a veces utilizados siglos antes por minoicos y micénicos— muestran que el comercio fue tan importante como la agricultura para su fundación. Las principales colonias griegas estaban en Sicilia y en el sur de Italia, una región que se llamó significativamente Magna Grecia en la época clásica posterior. La más rica de estas colonias era Siracusa, fundada por los corintios en el 733 a.C., y llegó a ser el estado griego dominante del oeste y el mejor puerto de Sicilia. Más allá de esta zona colonial, se establecieron asentamientos en Córcega y en el sur de Francia (en Massalia, la actual Marsella), mientras que otros griegos se marcharon a vivir entre los etruscos y latinos de la Italia central. Se han encontrado productos griegos incluso en Suecia, y el estilo griego aparece en fortificaciones bávaras del siglo VI. Es difícil precisar influencias menos palpables, pero un historiador romano creía que el ejemplo griego civilizó por primera vez a los bárbaros de lo que después sería Francia y les enseñó no solo a labrar sus campos, sino a cultivar la vid. Si es así, la posteridad tiene una gran deuda con el comercio griego.
La vigorosa expansión de los griegos provocó, al parecer, la envidia de los fenicios, e indujo a estos a fundar Cartago y a los cartagineses a tomar posiciones en el oeste de Sicilia. Finalmente, los cartagineses lograron acabar con el comercio griego en España, pero no pudieron expulsar a los colonos helenos de Sicilia, como tampoco pudieron hacerlo los etruscos de Italia. La batalla decisiva en la que los habitantes de Siracusa derrotaron a las fuerzas cartaginesas se produjo en el 480 a.C.
Esta fue una fecha de mayor importancia aún para las relaciones griegas con Asia, donde las ciudades helenas de Asia Menor ya habían entrado en conflicto en muchas ocasiones con sus vecinas y habían sido víctimas de los lidios hasta que llegaron a un acuerdo con su rey, Creso, de legendaria riqueza, a quien rindieron tributo. Antes de esto, Grecia ya influía en las modas lidias; algunos de los antecesores de Creso habían enviado ofrendas al santuario de Delfos. A partir de este momento, la helenización de Lidia avanzó aún más deprisa. Sin embargo, más al este surgió un oponente mucho más formidable: Persia.
La lucha de los griegos contra Persia supuso la culminación de la historia preclásica de Grecia y la inauguración de la era clásica. Debido a que los griegos dieron tanta importancia a su largo conflicto con los persas, es fácil perder de vista los numerosos lazos que unían a ambas culturas. Las flotas y, en menor grado, los ejércitos persas lanzados contra el Peloponeso tenían entre sus filas a miles de griegos, en su mayoría de Jonia. Ciro había empleado a canteros y escultores griegos, y Darío tuvo un médico griego. Probablemente, la guerra hizo tanto por crear como por alimentar el antagonismo, por muy profunda que fuera la repulsa emocional que proclamaban los griegos hacia un país que trataba a sus reyes como a dioses.
Los orígenes de las guerras médicas están en la gran expansión de la Persia de los aqueménidas. Hacia el 540 a.C., los persas derrotaron a Lidia (lo que fue el final de Creso, del que se dice que había provocado el ataque por una interpretación imprudente de las palabras del oráculo de Delfos, que pronosticó que, si hacía la guerra a Persia, destruiría un gran imperio, pero no dijo cuál). Esto hizo que griegos y persas se enfrentaran cara a cara; en otros lugares, la marea de la conquista persa continuó arrollándolo todo a su paso. Cuando los persas tomaron Egipto, perjudicaron los intereses comerciales griegos en ese país. Después, los persas pasaron a Europa y ocuparon las ciudades de la costa hasta Macedonia; luego cruzaron el Danubio, donde fueron derrotados, y se retiraron enseguida de Escitia. Hubo una especie de pausa. Más tarde, en la primera década del siglo V a.C., las ciudades griegas de Asia se levantaron contra la soberanía persa, alentadas quizá por el fracaso de Darío contra los escitas, y las ciudades del continente, o algunas de ellas, decidieron ayudarlas. Atenas y Eretria enviaron una flota a Jonia. En las operaciones posteriores, los griegos incendiaron Sardes, la antigua capital de Lidia y sede de la satrapía occidental del imperio persa. Pero finalmente la rebelión fracasó, dejando a las ciudades del continente frente a un oponente enfurecido.
Por lo general, las cosas no sucedían con mucha rapidez en el mundo antiguo, y preparar expediciones a gran escala costaba mucho tiempo. Sin embargo, al poco de aplastar la rebelión jonia, los persas enviaron una flota contra los griegos, que naufragó frente al monte Athos. En el segundo intento, en el 490 a.C., los persas saquearon Eretria, pero cayeron derrotados a manos de los atenienses en una batalla cuyo nombre es legendario: Maratón.
Aunque la de Maratón fue una victoria ateniense, el líder en la siguiente etapa de la guerra contra Persia fue Esparta, la más fuerte de las ciudades-estado en tierra. La Liga del Peloponeso, una alianza cuyos orígenes habían sido internos en el sentido de que su objetivo era asegurar el futuro de Esparta protegiéndola de la necesidad de enviar su ejército al extranjero, hizo que recayera sobre ella algo parecido al liderazgo nacional. Cuando los persas volvieron, diez años después, casi todos los estados griegos aceptaron esta situación, incluso Atenas, cuya flota reforzada la había convertido en la potencia dominante de la Liga en el mar.
Los griegos dijeron, y así lo creyeron, que cuando los persas volvieron (en el año 480 a.C., a través de Tracia) lo hicieron por millones; aun cuando, como ahora parece más probable, eran en realidad bastante menos de 100.000, seguía siendo una fuerza abrumadoramente desproporcionada para los defensores de Grecia. El ejército persa se movía con lentitud siguiendo la costa hacia el Peloponeso, flanqueado por una enorme flota. Pero los griegos tenían las importantes ventajas de su infantería pesada, mejor armada e instruida, de un terreno que anulaba la superioridad de la caballería persa, y de su moral.
La siguiente batalla decisiva fue marítima y siguió a otro episodio legendario, el sacrificio de Leónidas, rey de Esparta, y sus trescientos hombres en el paso de las Termópilas, tras lo cual hubo que abandonar el Ática a los persas. Los griegos se retiraron al istmo de Corinto, donde su flota se concentró en la bahía de Salamina, cerca de Atenas. El tiempo jugó en su favor. Era otoño y pronto llegaría un invierno que sorprendería desprevenidos a los persas, y los inviernos griegos son crudos. El rey persa perdió su ventaja numérica al decidir enfrentarse a la flota griega en las estrechas aguas de Salamina, donde su flota quedó desmantelada, y comenzó una larga retirada al Helesponto. Al año siguiente, el ejército que había dejado atrás fue derrotado en Platea y, ese mismo día, los griegos vencieron en otro gran combate marítimo, en Micala, en el otro extremo del Egeo. Este fue el final de las guerras médicas.
Fue un gran momento en la historia griega, quizá el más grande, y Esparta y Atenas se cubrieron de gloria. Tras él llegó la liberación de la Grecia asiática y se inauguró una era de enorme confianza para los griegos. Su impulso hacia el exterior seguiría hasta culminar en un imperio macedonio, siglo y medio más tarde. El sentido de la identidad griega estaba en su apogeo, y las personas que más adelante volvieron la mirada hacia estos días heroicos se preguntaron si no se habría perdido para siempre una gran oportunidad para unir Grecia como nación. Quizá fue también algo más, pues en el rechazo de Asia por parte de la libre Grecia se hallan los orígenes de una distinción a la que los europeos han aludido con frecuencia en tiempos más recientes, aunque en el siglo V solo existía en la mente de algunos griegos. Sin embargo, los mitos alimentan las realidades futuras, y siglos más tarde, otros hombres considerarían, anacrónicamente, que las batallas de Maratón y Salamina fueron la primera de muchas victorias de Europa frente a los bárbaros.

3. La civilización griega
La victoria sobre los persas inauguró la era más importante de la historia griega. Algunos han hablado de un «milagro griego», tan inmensos parecían los logros de la civilización clásica. Pero esos logros tenían como fondo una historia política tan amarga y envenenada que terminaron con la extinción de la institución que cobijó a la civilización griega, la ciudad-estado. Aunque es complicada en sus detalles, la historia puede resumirse fácilmente.
La guerra con Persia se prolongó aún durante treinta años después de las victorias griegas en Platea y Micala, pero como telón de fondo de algo más importante: la agudización de la rivalidad entre Atenas y Esparta. Una vez asegurada la supervivencia, los espartanos habían vuelto por fin a casa, donde los ilotas seguían siendo objeto de inquietud. Esta retirada dejó a Atenas como líder indiscutible de los estados que querían seguir presionando por liberar a otras ciudades del poder persa. Se formó una confederación, la Liga de Delos, que organizaría una flota común para combatir a los persas y cuyo mando se entregó a un ateniense. Con el paso del tiempo, los miembros dejaron de contribuir con barcos y empezaron a entregar dinero. Algunos se resistieron a pagar a medida que disminuía el peligro persa, y la intervención ateniense para asegurar el cumplimiento de los pagos aumentaba y se hacía más áspera. Naxos, por ejemplo, que trató de dejar la alianza, fue asediada hasta que volvió a ella. La Liga fue convirtiéndose poco a poco en un imperio ateniense, y señales de ello fueron el traslado de su cuartel general desde Delos hasta Atenas, el uso del dinero del tributo de los miembros para fines atenienses, la imposición de magistrados atenienses residentes a otros estados y la transferencia de importantes casos judiciales a los tribunales atenienses. Cuando se firmó la paz con Persia, en el 449 a.C., la Liga continuó existiendo, pese a la desaparición del motivo que la justificaba. En su momento culminante, más de 150 estados pagaban tributo a Atenas.
Esparta había acogido con satisfacción las primeras etapas de la transferencia de la responsabilidad a Atenas, satisfecha al ver que los demás estados asumían compromisos fuera de sus fronteras. Al igual que otros estados, Esparta solo se dio cuenta gradualmente de que la situación estaba cambiando. En esta toma de conciencia influyó en gran medida el hecho de que la hegemonía ateniense afectaba cada vez más a la política interna de los estados griegos. Estos se mostraban divididos a menudo en cuanto a la Liga; a los ciudadanos más ricos, que pagaban impuestos, les molestaba el pago del tributo, mientras que a los más pobres no, ya que no debían obtener dinero para pagarlo. Las intervenciones atenienses provocaban en ocasiones una rebelión interna, cuyo resultado fue muchas veces la imitación de sus instituciones. Atenas vivía, por su parte, entre luchas que la llevaban inexorablemente hacia la democracia. Hacia el 460 a.C., ya se había zanjado definitivamente la cuestión en la propia Atenas, por lo que el malestar ante su conducta diplomática tuvo pronto un tinte ideológico. Hubo otras circunstancias que también pudieron sumarse a la irritación contra Atenas: era un gran Estado comercial, y otra gran ciudad comercial, Corinto, se sentía amenazada. Los beocios, por su parte, sufrían asimismo directamente la agresión ateniense. Así, se fueron acumulando los motivos para formar una coalición contra Atenas, de la que Esparta asumió finalmente el liderazgo al unirse en la guerra contra Atenas iniciada en el 460. En los siguientes quince años se produjeron combates con resultados poco definitivos, y luego una paz insegura. En apenas quince años más, en el 431 a.C., comenzó la gran guerra interna que acabaría con la Grecia clásica: la guerra del Peloponeso.
La guerra duró, con interrupciones, veintisiete años, hasta el 404 a.C. En esencia fue una lucha de la tierra contra el mar. Por una parte estaba la liga espartana, con Beocia, Macedonia (un aliado poco fiable) y Corinto como apoyos más importantes de Esparta; tenían el Peloponeso y un cinturón de tierra que separaba Atenas del resto de Grecia. Los aliados de Atenas estaban esparcidos en torno a la costa del Egeo, en las ciudades jónicas y en las islas, la zona que había dominado desde la época de la Liga de Delos. La estrategia la impusieron los medios disponibles. El ejército de Esparta tuvo sin duda su mejor baza en la ocupación del territorio ateniense, y después en la imposición de la sumisión. Los atenienses no podían igualar a sus enemigos en tierra, pero tenían la mejor armada, creación, en gran medida, de un gran estadista y patriota ateniense, el demagogo Pericles. Este basó en la flota una estrategia consistente en abandonar el campo ateniense ante la invasión anual de los espartanos —en cualquier caso, nunca había podido alimentar a la población— y trasladar a los habitantes a la ciudad y su puerto, El Pireo, al que estaba unida la ciudad por dos murallas de unos ocho kilómetros de longitud, situadas la una de la otra a unos 180 metros. Ahí los atenienses podían resistir la guerra, sin ser perturbados por bombardeos ni asaltos, técnicas que estaban fuera del alcance de los ejércitos griegos. Su flota, que aún controlaba el mar, aseguraría la alimentación tanto en la guerra como en la paz, con grano importado, de forma que el asedio no fuera eficaz.
Las cosas no funcionaron tan bien debido a una plaga que asoló la ciudad y a la ausencia de liderazgo tras la muerte de Pericles en el 429 a.C., pero la esterilidad básica de los primeros diez años de guerra radica en este punto muerto estratégico, que trajo por fin la paz en el 421 a.C., aunque no fue duradera. Las frustraciones atenienses encontraron finalmente salida en un plan para llevar la guerra más lejos.
En la isla de Sicilia se encontraba la rica ciudad de Siracusa, la colonia más importante de Corinto y, a su vez, la mayor rival comercial de Atenas. Capturar Siracusa suponía infligir una profunda herida al enemigo, terminar con un proveedor de grano para el Peloponeso y obtener un botín inmenso. Con esta riqueza, Atenas podría construir y dirigir una flota aún mayor, y lograr así una supremacía definitiva e incuestionada en el mundo griego; quizá también el dominio de la ciudad fenicia de Cartago y la hegemonía en el Mediterráneo occidental. El resultado fue la desastrosa expedición a Sicilia del 415-413 a.C. Fue decisiva, pero como golpe de gracia a las ambiciones de Atenas, que perdió la mitad de su ejército y toda su flota, y comenzó a sufrir un período de disturbios políticos y de desunión interna. Finalmente, la derrota cristalizó una vez más en la alianza de los enemigos de Atenas.
Los espartanos buscaron y entonces obtuvieron la ayuda persa a cambio de un acuerdo secreto mediante el que las ciudades griegas del continente asiático serían de nuevo vasallas de Persia (como habían sido antes de las guerras médicas), lo que les permitió reunir la flota que pudiera ayudar a las ciudades sometidas a Atenas que querían librarse del control imperial de esta. La derrota militar y naval minó la moral de Atenas. En el 411 a.C., una revolución frustrada sustituyó brevemente el régimen democrático por una oligarquía. Después se produjeron más desastres, la captura de la flota ateniense y, finalmente, el asedio. Esta vez el hambre surtió efecto. En el 404 a.C., Atenas tuvo que rendirse.
La historia acaba formalmente ese año, ya que lo que aconteció a continuación estaba implícito en los daños materiales y morales que los estados más poderosos de Grecia se habían infligido entre sí en esos amargos años. Hubo una breve hegemonía espartana durante la que esta ciudad intentó impedir que los persas hicieran efectivo el pagaré de las ciudades asiáticas griegas, y que tuvieron que pagar tras una guerra que reavivó el poder naval de Atenas y la reconstrucción de las Largas Murallas. Al final, Esparta y Persia, que tenían un interés común en impedir un renacimiento del poder ateniense, firmaron la paz en el 387 a.C. El acuerdo incluía una garantía conjunta para todas las demás ciudades griegas salvo las de Asia. Irónicamente, los espartanos se convirtieron enseguida en objeto de odio, del mismo modo que años antes lo habían sido los atenienses. Tebas asumió el liderazgo de sus enemigos. En Leuctra, en el 371 a.C., y ante el asombro del resto de Grecia, el ejército espartano cayó derrotado. Esta derrota marcó una época psicológica y militar de una forma parecida a lo que ocurrió con la batalla de Jena en la historia prusiana, más de dos mil años después. Las consecuencias prácticas también lo hicieron patente: se creó una nueva confederación en el Peloponeso como contrapunto de Esparta ante sus propios ojos, y la fundación de una Mesenia resucitada en el 369 a.C. supuso otro duro golpe. La nueva confederación era una señal de que los días de la ciudad-estado estaban acabando. El siguiente medio siglo sería testigo de su práctica desaparición, pero, por el momento, basta con haber llegado al 369 a.C.

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Estos acontecimientos serían trágicos en la historia de cualquier país. El paso de los días de gloria de las guerras médicas a la recuperación casi sin esfuerzo de Persia gracias a las divisiones griegas es un drama circular que siempre ha cautivado la imaginación. Otra razón por la que se les ha prestado un interés tan intenso es que fueron el tema de un libro inmortal, la Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, la primera obra de historia que es contemporánea de los hechos que narra y la primera escrita científicamente. Pero la explicación fundamental de por qué estos años nos fascinan cuando no lo hacen guerras más importantes es que sentimos que, en medio de esa confusión de batallas, intrigas, desastres y gloria, subsiste aún un rompecabezas misterioso e indescifrable: ¿se desperdiciaron oportunidades reales después de Micala, o este largo hundimiento no fue más que el desvanecimiento de una ilusión, de unas circunstancias que por un momento parecieron prometer más de lo que era posible en realidad?
Los años de la guerra muestran también otro aspecto sorprendente, pues fue en ese período cuando se alcanzaron los mayores logros en el ámbito de civilización que jamás vio el mundo. Los acontecimientos políticos y militares moldearon esos logros en determinadas direcciones y al final les impusieron límites, determinando lo que sucedería en el futuro. Por eso, el siglo más o menos de la historia de este pequeño país cuyas décadas centrales son las de la guerra, merece tanta atención como los imperios milenarios de la Antigüedad.
Antes que nada, hemos de recordar el territorio tan pequeño en el que se apoyó la civilización griega. Había muchos estados griegos, sin duda, y estaban esparcidos por buena parte del Egeo, pero, aun cuando se incluyeran Macedonia y Creta, la superficie terrestre de Grecia cabría cómodamente en Inglaterra, sin Gales ni Escocia; y de ella, solo era cultivable una quinta parte. La mayoría de estos estados eran diminutos y no tenían más de 20.000 habitantes como máximo; el mayor pudo haber tenido 300.000. Dentro de ellos, solo una pequeña élite tomaba parte en la vida cívica y disfrutaba de lo que ahora consideramos la civilización griega.
El otro aspecto que hay que tener claro desde el principio es la esencia de esa civilización. Los griegos estaban lejos de menospreciar la comodidad y los placeres de los sentidos. La herencia física que nos dejaron fijó los cánones de belleza de muchas artes durante dos mil años. Aun así, los griegos son recordados sobre todo como poetas y filósofos; son sus logros intelectuales los que hacen que merezcan nuestra atención. Esto es lo que se reconoce implícitamente en la idea de la Grecia clásica, un concepto posterior y no de los propios griegos. No cabe duda de que algunos griegos de los siglos V y IV a.C. se consideraban portadores de una cultura superior a ninguna otra, pero la fuerza del ideal clásico radica en que es una visión perteneciente a una época posterior, que volvió sus ojos hacia Grecia y encontró ahí un patrón con el que evaluarse a sí misma. Las generaciones posteriores vieron este patrón sobre todo en el siglo V a.C., en los años que siguieron a la victoria sobre los persas, pero hay cierta distorsión en ello. Hay también una tendencia proateniense en esta visión, ya que el siglo V a.C. fue el del apogeo cultural de ese Estado. Sin embargo, tiene sentido distinguir la Grecia clásica de lo que hubo antes, normalmente llamada «arcaica» o «preclásica». El siglo V a.C. tiene una unidad objetiva debido a que en él se produjeron un realce y un reforzamiento especiales de la civilización griega, aun cuando esa civilización estaba indeleblemente unida al pasado, siguió en el futuro y se difundió por todo el mundo griego.
La civilización griega estaba aún enraizada en modelos económicos relativamente sencillos que, en esencia, eran los de la época anterior. Ninguna gran revolución la había alterado desde la introducción del dinero, y, durante aproximadamente tres siglos, solo hubo cambios graduales o específicos en la dirección o en los materiales objeto del comercio griego. Se abrieron algunos mercados y otros se cerraron, pero eso fue todo; las cuestiones técnicas se hicieron algo más complejas a medida que pasaban los años. Y el comercio entre países y ciudades era el sector económico más avanzado. Por debajo de este nivel, la economía griega no era aún tan compleja como lo que ahora creeríamos. El trueque, por ejemplo, persistió en todos los intercambios cotidianos hasta bien entrada la era de la moneda, lo que también indica la existencia de unos mercados relativamente sencillos, a los que el consumidor hacía solo demandas limitadas. La escala de la manufactura era también pequeña. Se ha dicho que en la época de máximo apogeo de la mejor cerámica ateniense, no eran más de 150 los artesanos que la hacían y la pintaban. No estamos hablando de un mundo de fábricas; probablemente, la mayoría de los artesanos y comerciantes trabajaban por libre, con unos pocos empleados y esclavos. Incluso los grandes proyectos de construcción, como el embellecimiento de Atenas, revelan la subcontratación de pequeños grupos de obreros. La única excepción podría haberse dado en la minería; parece ser que en las minas de plata de Laureo, en el Ática, trabajaban miles de esclavos, aunque su régimen de gestión —las minas pertenecían al Estado y estaban en cierto modo subarrendadas— sigue siendo desconocido. El núcleo de la economía en casi todas partes era la agricultura de subsistencia. A pesar de la especialización de la demanda y de la producción en Atenas o Mileto (que tenía cierta fama como centro productor de prendas de lana), la comunidad típica dependía de la producción, debida a los pequeños agricultores, del grano, las aceitunas, las uvas y la madera necesarios para el mercado interior.
Los hombres que trabajaban en las pequeñas explotaciones agrícolas eran los griegos típicos. Algunos eran ricos y la mayoría eran probablemente pobres según los criterios modernos, pero, aun ahora, el clima mediterráneo hace más tolerable que en otros lugares una renta relativamente baja. Es probable que el comercio a cualquier escala, así como otros tipos de actividad empresarial, estuvieran principalmente en manos de los metecos. Estos podían disfrutar de una buena posición social y a menudo eran ricos, pero en Atenas, por ejemplo, no podían adquirir tierras sin autorización especial, aunque sí podían hacer el servicio militar (lo que nos da algo de información sobre su número, ya que al principio de la guerra del Peloponeso había unos tres mil que podían permitirse el lujo de tener las armas y el equipo necesarios para servir en la infantería hoplita). Los demás habitantes varones de la ciudad-estado que no eran ciudadanos eran hombres libres o esclavos.
Las mujeres también estaban excluidas de la ciudadanía, aunque es arriesgado generalizar más allá de este dato en cuanto a sus derechos jurídicos. En Atenas, por ejemplo, no podían heredar ni tener propiedades, lo que sí era posible en Esparta, ni podían realizar transacciones comerciales por un valor superior a una medida de grano. Bien es cierto que en Atenas existía el divorcio a petición de la esposa, pero parece que no fue una costumbre demasiado extendida, y lo más probable es que en la práctica fuera más difícil de obtener que en el caso del hombre, que al parecer podía deshacerse de sus esposas con bastante facilidad. Los testimonios escritos indican que las mujeres, salvo las esposas de los hombres ricos, vivían, en su mayor parte, una vida de esclavas. Las normas sociales que regían el comportamiento de todas las mujeres eran muy restrictivas; incluso las mujeres de las clases superiores permanecían recluidas en sus casas la mayor parte del tiempo. Si se aventuraban a salir, debían hacerlo acompañadas; ser vistas en un banquete ponía en duda su respetabilidad. Las animadoras y las cortesanas eran las únicas mujeres que podían tener una vida pública y disfrutar de cierta celebridad, lo que le estaba vedado a una mujer respetable. Es significativo que en la Grecia clásica se pensara que las niñas no merecían ser escolarizadas. Estas actitudes sugieren la atmósfera particular de la sociedad de la que procedían, una sociedad muy diferente de, por ejemplo, la Creta minoica, entre sus antecesoras, o de la Roma posterior.
En cuanto a la sexualidad, la literatura nos revela que el matrimonio y el parentesco podían producir en Grecia los mismos sentimientos profundos y la misma consideración mutua entre hombres y mujeres que en nuestras sociedades. Hay a este respecto un elemento que hoy en día es difícil evaluar con exactitud, el de la tolerancia e incluso la idealización de la homosexualidad masculina, regulada por las convenciones sociales. En muchas ciudades griegas, era aceptable que los jóvenes de las clases superiores mantuvieran relaciones amorosas con hombres mayores (es interesante observar que en la literatura griega hay muchos menos testimonios del amor homosexual entre hombres de la misma edad). No se pensaba que estas relaciones les impidieran contraer un matrimonio heterosexual más tarde. Aunque hay en ello una parte de moda, todas las sociedades pueden proporcionar ejemplos de relaciones homosexuales que satisfacen a muchos hombres en una etapa de sus vidas; las de los antiguos griegos han atraído una atención excesiva, quizá por la ausencia de las inhibiciones y el control que hacían inapropiada la expresión del afecto homosexual en otras sociedades y por el prestigio general que su civilización ha transmitido incluso a sus representaciones menores. En su origen, tal vez estuviera relacionada con las restricciones que segregaban y limitaban las vidas de las mujeres libres.
Tanto en asuntos sexuales como en todo lo demás, sabemos mucho más de la conducta de una élite que sobre la de la mayoría de los griegos. La ciudadanía, que debió de abarcar a menudo muchos estratos sociales diferentes en la práctica, es una categoría tan vasta que no permite generalizaciones. Incluso en la democrática Atenas, el tipo de hombre que emergía de la vida pública y del que, por tanto, leemos en los documentos, era generalmente un terrateniente; no era probable que fuera un hombre de negocios, y mucho menos un artesano. Los artesanos podían ser importantes como miembros de su grupo en la asamblea, pero difícilmente podían abrirse paso hasta el liderazgo. Los hombres de negocios quizá tuvieran en su contra la convicción, tan arraigada entre los griegos de la clase superior, de que el comercio y la industria no eran ocupaciones propias de un señor, que debía llevar una vida ideal de ocio cultivado, basado en las rentas que le proporcionaban sus tierras, opinión que se transmitiría, con importantes repercusiones, a la tradición europea.
La historia social, por tanto, se tiñe de política. La preocupación griega por la vida política —la vida de la polis— y el hecho de que la Grecia clásica esté claramente delimitada por dos épocas políticas distintas (la de las guerras médicas y la de un nuevo imperio, el macedonio), hacen más fácil apreciar la importancia de la historia política griega para la civilización. Pero reconstruirla es por completo imposible. Muchas parroquias inglesas, quizá la mayoría, tienen registros más ricos que los que podemos recuperar de la mayoría de las ciudades-estado de Grecia. Lo que revelan estos testimonios es gran parte de la historia de Atenas, mucho de la de algunos otros estados y casi nada de otros muchos estados, y un relato muy completo de las relaciones que mantenían entre sí. Juntos, estos datos nos proporcionan un panorama bastante claro del contexto político de la civilización griega clásica, pero tan solo incertidumbre sobre muchos de sus detalles.
Atenas domina peligrosamente este panorama. Existe el gran riesgo de inferir con demasiada rapidez, a partir de lo que conocemos de Atenas, lo que era característico. A menudo creemos que lo que conocemos mejor es lo más importante, y dado que algunas de las principales personalidades griegas del siglo V a.C. eran atenienses y que Atenas fue uno de los polos de la gran historia de la guerra del Peloponeso, los especialistas han prestado una atención enorme a su historia. Pero también sabemos que Atenas era —por mencionar solo dos características— grande y un centro comercial; por tanto, debió de ser muy atípica en algunos aspectos importantes.
La tentación de sobrevalorar la importancia cultural de Atenas es menos peligrosa. Después de todo, esta primacía fue reconocida en su época. Aunque muchas de las principales personalidades griegas no eran atenienses y muchos griegos rechazaron las pretensiones de superioridad de Atenas, los atenienses se sentían los líderes de Grecia. Solo algunos de ellos, los más escrupulosos, dudaron en emplear los impuestos de la Liga de Delos para embellecer su ciudad. Así se construyeron los edificios cuyas ruinas aún pueblan la Acrópolis, el Partenón y los propileos, pero, por supuesto, el dinero dedicado a ellos solo existió porque eran muchos los estados griegos que reconocían la supremacía de Atenas. Esta realidad es lo que testimonian las listas de impuestos. Cuando, en vísperas de la guerra del Peloponeso, Pericles les dijo a sus compatriotas que su Estado era un modelo para el resto de Grecia, había un elemento de propaganda en sus palabras, pero también había convicción.
Su realidad geográfica debió de proporcionar efectivamente, a priori, poderosos motivos para conferir a Atenas la importancia que se le da tradicionalmente. Su posición trae a la memoria la tradición de que desempeñó un papel, mal definido pero al parecer importante, en la colonización jónica del Egeo y de Asia Menor. El fácil acceso a esta región, junto con su escasez de recursos agrícolas, la convirtieron en una potencia comercial y marítima a principios del siglo VI a.C. Gracias a esto, Atenas era la más rica de las ciudades griegas; a finales de ese siglo, el descubrimiento de los yacimientos de plata de Laureo fue el golpe de fortuna que necesitaba para construir la flota de Salamina, que le dio su indiscutible dominio del Egeo. Ese dominio fue lo que, finalmente, le permitió recaudar los tributos que repusieron sus arcas en el siglo V a.C. Atenas alcanzó la cúspide de su poder y su riqueza justo antes de la guerra del Peloponeso, en los años en que la actividad creativa y la inspiración patriótica llegaron a su punto culminante. El orgullo por la extensión del imperio iba entonces unido a unos logros culturales de los que el pueblo disfrutaba realmente.
El comercio, la flota, la confianza ideológica y la democracia son temas tan inseparable y tradicionalmente interconectados en la historia de la Atenas del siglo V a.C. como en la de la Inglaterra de finales del siglo XIX, aunque en un sentido muy diferente. Era general el reconocimiento en la época de que una flota de navíos, cuya movilidad dependía en última instancia de doscientos remeros asalariados, era un instrumento tanto del poder imperial como del mantenimiento de la democracia. El descubrimiento de un filón metalífero en Maronea permitió la construcción de una poderosa flota para combatir contra los persas. En un Estado naval, los hoplitas eran menos importantes que en otros lugares, y no hacía falta ninguna armadura costosa para ser remero, al que se podía pagar con los impuestos de la Liga o con los beneficios de la victoria en la guerra, como, por ejemplo, los que se esperaban obtener de la expedición a Sicilia. El imperialismo era auténticamente popular entre los atenienses, los cuales esperaban compartir sus beneficios, aunque solo fuera de forma indirecta y colectiva, y no tener que soportar sus cargas. Este fue un aspecto de la democracia ateniense que recibió una gran atención por parte de sus críticos.
Los ataques contra la democracia ateniense comenzaron muy pronto y han continuado desde entonces, adoptando posturas en las que hay tanto errores de interpretación histórica como defensas excesivas e idealizadoras de las mismas instituciones. Los recelos de los asustados conservadores, que nunca habían visto nada semejante, eran comprensibles, ya que la democracia surgió en Atenas de forma inesperada y, al principio, inadvertida. Sus raíces están en los cambios constitucionales del siglo VI a.C., que sustituyeron el principio organizador del parentesco por el de la localidad; tanto en la teoría como en la ley, al menos, el vínculo local llegó a ser más importante que la familia a la que se pertenecía. Parece ser que este cambio fue general en Grecia, y dio a la democracia la base institucional local que ha tenido habitualmente desde entonces. Le siguieron otros cambios. A mediados del siglo V a.C., todos los varones adultos tenían derecho a participar en la asamblea y a través de ella, por tanto, en la elección de los principales cargos administrativos. Los poderes del areópago se fueron reduciendo paulatinamente; después del 462 a.C. solo era un tribunal de justicia con jurisdicción sobre ciertos delitos. Al mismo tiempo, los demás tribunales se hicieron más susceptibles a la influencia democrática mediante la institución de un salario para quienes ejercían de jurado. Dado que los tribunales se ocupaban asimismo de muchos asuntos administrativos, esto significaba una gran participación popular en la gestión cotidiana de la ciudad. Inmediatamente después de la guerra del Peloponeso, cuando los tiempos eran difíciles, también se ofrecía un salario por asistir a la propia asamblea. Finalmente, estaba la creencia ateniense en la elección por sorteo; su uso para la selección de magistrados perjudicaba el prestigio y el poder hereditarios.
En la raíz de la constitución ateniense están el recelo ante la especialización, la autoridad enquistada y la confianza, por otro lado, en el sentido común colectivo. De ahí derivaban, sin duda, la relativa falta de interés que mostraron los atenienses por el rigor en la jurisprudencia —los debates ante los tribunales atenienses se centraban mucho más en las cuestiones relativas al motivo, la posición y el fondo que en las jurídicas— y la importancia que daban a la oratoria. Los líderes políticos de Atenas eran de hecho las personas que podían influir con sus palabras en sus conciudadanos. No importa que les llamemos demagogos u oradores; fueron los primeros políticos que buscaron el poder mediante la persuasión.
Hacia el final del siglo V a.C., aunque ni siquiera entonces era en modo alguno habitual, algunos de estos hombres procedían de familias que no pertenecían a la clase gobernante tradicional. La importancia que seguían teniendo las antiguas familias políticas era, sin embargo, una importante restricción del sistema democrático. Temístocles a principios del siglo, y Pericles cuando comenzó la guerra, eran miembros de antiguas familias, y su nacimiento les cualificaba, aun a los ojos de los conservadores, para dirigir los asuntos públicos; las antiguas clases dirigentes, gracias a esta restricción práctica, encontraban más fácil aceptar la democracia. Hay cierto paralelismo en esto con la aceptación a regañadientes de la reforma whig por los aristócratas ingleses del siglo XIX; el gobierno en Atenas, al igual que en la Inglaterra victoriana, permaneció durante mucho tiempo en manos de los hombres cuyos antepasados tenían expectativas de gobernar el Estado en una época más aristocrática. Otra limitación era la que imponían las exigencias de tiempo y dinero para poder ejercer la política. Aunque los jurados y los miembros de la asamblea recibieran dinero a cambio de su trabajo, los honorarios por asistir eran exiguos; al parecer, su origen estaba también en la necesidad de garantizar un quórum, lo que indica que no le era fácil a la asamblea conseguir que asistieran la mayoría de los ciudadanos. Por otra parte, muchos de ellos debían de vivir demasiado lejos; se ha calculado que no más de una octava parte de los ciudadanos, aproximadamente, estaban presentes en las reuniones reglamentarias, de las que se celebraban cuarenta al año. Estos datos no suelen tenerse en cuenta ni al criticar ni al idealizar la democracia ateniense, y explican en parte su evidente moderación. Los impuestos tampoco eran elevados y había pocas leyes discriminatorias para los ricos, como las que asociaríamos actualmente con un Estado de derecho, y como las que Aristóteles dijo que serían el resultado inevitable del gobierno de los pobres.
Aun en su época de apogeo, la democracia ateniense se identificaba con la aventura y la iniciativa en el ámbito de la política exterior. El apoyo a las ciudades griegas de Asia en su alzamiento contra Persia tenía el respaldo popular. Más tarde, por razones comprensibles, esto dio a la política exterior un sesgo antiespartano. La lucha contra el areópago fue encabezada por Temístocles, el creador de la flota ateniense de Salamina, que había percibido un peligro potencial en Esparta desde que terminó la guerra contra los persas. Así pues, la responsabilidad de la guerra del Peloponeso y de la exacerbación causada por esta de las facciones y divisiones de todas las demás ciudades de Grecia, ocurrió a las puertas de la democracia. Esto no solo llevó el desastre a la propia Atenas, como señalan sus críticos, sino que exportó o al menos despertó en todas las ciudades griegas la amargura del conflicto social y de las facciones. La oligarquía fue restaurada dos veces en Atenas —lo que no contribuyó a mejorar las cosas— y, a finales del siglo, la fe en la democracia ateniense se había debilitado dolorosamente. Tucídides solo pudo escribir su historia hasta el 411 a.C., pero la termina mostrando recelo y desilusión hacia su ciudad natal —que le había desterrado—, y Platón imprimiría para siempre sobre los demócratas atenienses el estigma de la ejecución de Sócrates en el 399 a.C.
Si en la balanza se pusiera también la exclusión de las mujeres, los metecos y los esclavos por parte de la democracia ateniense, seguramente se inclinaría en su contra; a los ojos modernos, esta democracia parece al mismo tiempo estrecha de miras y desastrosamente ineficaz. Pero no hay que menospreciar la importancia que después obtuvo Atenas para la posteridad. Las comparaciones anacrónicas y anuladoras son demasiado fáciles; no se puede comparar a Atenas con unos ideales que aún se llevan a la práctica imperfectamente después de dos mil años, sino con sus contemporáneos. Pese a la supervivencia de la influencia de las familias principales y a la imposibilidad práctica de que ni siquiera la mayoría de sus miembros asistieran a las reuniones de la asamblea, había más atenienses participando en el autogobierno de su Estado que en cualquier otro. La democracia ateniense, más que ninguna otra institución, trajo la liberación del hombre de las ataduras políticas del parentesco, que es uno de los grandes logros griegos. Muchos hombres que en otros lugares no habrían podido ocupar ningún cargo público, pudieron experimentar en Atenas la educación política de tomar decisiones responsables, que constituye el núcleo de la cultura política. Hombres de medios modestos podían ayudar a dirigir las instituciones que alimentaban y protegían el gran logro civilizador de Atenas. Asistían a debates de una altura y profundidad tales que es imposible descartarlos como mera retórica; sin duda debieron sopesarlos con cuidado a veces. Del mismo modo que la compartimentación geográfica entre las antiguas comunidades griegas fomentó una experiencia diversa que culminó finalmente en la ruptura con el mundo de gobernantes de inspiración divina y en la comprensión de la idea de que los acuerdos políticos podían decidirse de forma consciente, el estímulo para la participación en los asuntos públicos actuó en la Atenas clásica sobre un número de hombres sin precedentes, y no solo en la asamblea, sino también en las reuniones diarias del Consejo Popular que preparaba los trabajos de aquella. Aun careciendo del derecho de todos los ciudadanos a ocupar un cargo público, la democracia ateniense seguiría siendo el mayor instrumento de educación política ideado hasta ese momento.
 En este contexto han de verse las equivocaciones, vanidades y juicios errados de los políticos atenienses. No dejamos de estimar los grandes logros de la cultura política occidental por la superficialidad y corrupción de gran parte de la democracia del siglo XX. Atenas podría ser juzgada, como cualquier sistema político, por sus mejores logros; bajo la dirección de Pericles, este sistema sobresalió y dejó atrás el mito de la responsabilidad individual sobre el propio destino político. Necesitamos mitos en la política y aún no hemos encontrado otro mejor.
Los atenienses, en cualquier caso, no habrían sentido el menor interés por muchas de las críticas modernas a su democracia. Sus defensores y detractores posteriores han caído en otro tipo de anacronismo, el de la interpretación errónea de las metas que los griegos pensaban que merecía la pena alcanzar. La democracia griega, por ejemplo, estaba lejos de estar dominada, como lo está la nuestra, por la mitología de la cooperación, y pagaba con alegría un precio mayor en destrucción que el que aceptaríamos hoy. Había una manifiesta competitividad en la vida griega, patente a partir de los poemas de Homero. Los griegos admiraban a los vencedores y pensaban que los hombres debían luchar para vencer. La liberación consiguiente de potencial humano fue colosal, pero también peligrosa. El ideal expresado en la tan manida palabra que traducimos inadecuadamente como «virtud» ilustra este extremo. Cuando los griegos la empleaban, se referían a personas que fueran capaces, fuertes, de pensamiento rápido, al tiempo que justas, de principios o virtuosas en el sentido moderno del término. El héroe de Homero, Ulises, se comporta a menudo como un pícaro, pero es valiente y listo, y triunfa; por tanto, es digno de admiración. Mostrar esta cualidad era bueno; no importaba que el coste social pudiera ser a veces alto. Al griego le importaban las apariencias: su cultura le enseñaba a evitar la vergüenza más que la culpa, y el temor a la vergüenza nunca se alejó del temor de la evidencia pública de la culpa. Aquí radica parte de la explicación del encarnizamiento de las facciones en la política griega; era un precio que se pagaba con gusto.
A fin de cuentas, la democracia ateniense debe respetarse sobre todo por lo que ha producido: una serie de triunfos culturales que constituyen hitos incluso en la historia de la civilización griega y que fueron hechos públicos. Mucha gente aplaudió y sostuvo el arte de Atenas; las tragedias pasaron la prueba, no de los ingresos en taquilla, sino la de unos jueces que interpretaban el gusto del público expresado con vigor. El escultor Fidias trabajó para embellecer la ciudad y no para un cliente en particular. Y cuando la democracia degeneró, parece que también disminuyó el impulso artístico, lo que fue una pérdida para toda Grecia.
Lo que convirtió a Grecia en la maestra de Europa (y, a través de ella, del mundo) es algo demasiado rico y variado como para generalizar al respecto, aun en un estudio extenso y especializado; es imposible resumirlo en una página o dos. Pero hay un tema sobresaliente: la creciente confianza en la indagación racional y consciente. Si civilización significa un avance hacia el control de la mente y del entorno por la razón, los griegos hicieron más por ella que cualquiera de sus antecesores. Inventaron la interrogación filosófica como parte de una de las grandes intuiciones de todos los tiempos, la de que puede encontrarse la explicación coherente y lógica de las cosas, que el mundo no depende en última instancia del capricho absurdo y arbitrario de dioses o demonios. Dicho así, naturalmente, no es una actitud que pudieran comprender ni comprendieran todos los griegos, ni siquiera la mayoría, sino que se abriría paso en un mundo impregnado de irracionalidad y superstición. Sin embargo, fue una idea revolucionaria y benéfica: buscaba la posibilidad de una sociedad en que esta actitud fuera general; hasta Platón, que pensaba que era imposible que la mayoría de la gente la compartiera, dio a los gobernantes de su Estado ideal la tarea de la reflexión racional como justificación tanto de sus privilegios como de la disciplina que se les imponía. El desafío griego al peso de la irracionalidad en la actividad social e intelectual moderó su fuerza como nunca antes había sucedido. Pese a la subsiguiente exageración y mitificación al respecto, el efecto liberador de este énfasis se sintió una y otra vez durante miles de años. Fue el mayor de los logros griegos.
Fue una revolución de tal magnitud en los modos de pensar en el Egeo que, actualmente, resulta difícil medir su propia escala. Tan notables son las obras de los intelectuales griegos y tanta importancia cobran que hace falta realizar cierto esfuerzo para penetrar a través de ellas y llegar a los valores del mundo del que surgieron. Lo facilita el hecho de que ninguna revolución de este tipo se completa nunca. Un vistazo a la otra cara de la moneda revela que la mayoría de los griegos continuaron viviendo enclaustrados en la irracionalidad tradicional y la superstición; incluso aquellos que estaban en condiciones de entender algo de las reflexiones que estaban abriendo nuevos mundos mentales rara vez aceptaron sus implicaciones. Se seguía mostrando respeto por las antiguas ortodoxias públicas; por ejemplo, en la Atenas del final del siglo V a.C., se consideraba impío negar la creencia en los dioses. Un filósofo pensaba que el sol era un disco al rojo vivo; el hecho de que fuera amigo de Pericles no le protegió, y tuvo que huir.
Fue en Atenas también donde la opinión pública sufrió una conmoción, la víspera de la expedición a Sicilia, por la misteriosa e inquietante mutilación de ciertas estatuas públicas, los «Hermae», o bustos de Hermes. Algunos atribuyeron los desastres posteriores a este sacrilegio. Sócrates, el filósofo ateniense que se convirtió, gracias a su discípulo Platón, en la figura arquetípica del intelectual y dejó como máxima la sentencia de que «una vida sin búsqueda no es digna de ser vivida», ofendió la sensibilidad religiosa de su Estado y fue condenado a morir por sus conciudadanos; también fue condenado por cuestionar la astronomía admitida. No parece que se celebraran juicios similares en otros lugares, pero suponen un contexto de superstición popular que debió de ser más típico de la comunidad griega que la presencia de un Sócrates.
A pesar de tan importantes residuos históricos, el pensamiento griego, más que el de ninguna otra civilización anterior, reflejó cambios de enfoque y de modas que surgieron de su propio dinamismo y que no siempre culminaron en una mayor capacidad para intentar comprender la naturaleza y la sociedad en lugar de rendirse ante ellas, sino que a veces llevaron a puntos muertos y callejones sin salida, a exóticas y extravagantes fantasías. El pensamiento griego no es monolítico, y no hemos de imaginarnos un bloque con una unidad que impregna todas sus partes, sino un continuo histórico que se extiende durante tres o cuatro siglos, en el que destacan diferentes elementos en momentos diferentes, y que es difícil evaluar.
Una razón de ello es que las categorías de pensamiento de los griegos —la forma, por así decir, en que dibujaron el mapa intelectual antes de comenzar a pensar en sus elementos individuales con algún detalle— no son las nuestras, aunque a menudo sean tan engañosas como ellas. Algunas de las que nosotros empleamos no existían para los griegos, y su conocimiento les llevó a trazar diferentes fronteras entre campos de investigación diferentes de las nuestras. En ocasiones esto es obvio y no ofrece dificultades; cuando un filósofo, por ejemplo, sitúa la gestión doméstica y de las tierras (economía) como parte de un estudio de lo que nosotros llamaríamos «política», no es probable que lo malinterpretemos. Pero en temas más abstractos, puede causar problemas.
Un ejemplo se halla en la ciencia griega. A nosotros, la ciencia nos parece una forma adecuada de acercarnos al entendimiento del universo físico, y sus técnicas son las del experimento y la observación empírica. Para los pensadores griegos, era igualmente posible aproximarse a la naturaleza del universo físico a través del pensamiento abstracto, a través de la metafísica, la lógica y las matemáticas. Se ha dicho que la racionalidad griega fue en realidad y en última instancia un obstáculo para el progreso científico porque la investigación partía de la deducción lógica y abstracta, y no de la observación de la naturaleza. De los grandes filósofos griegos, solo Aristóteles daba importancia a la recogida y clasificación de datos, y en su mayor parte solo lo hizo en sus estudios sociales y biológicos. Este es uno de los motivos para no separar la historia de la ciencia griega de la de su filosofía con demasiada violencia, pues constituyen un todo, el producto de muchísimas ciudades que se desarrolló durante aproximadamente cuatro siglos.
Los comienzos de la ciencia y la filosofía griegas constituyen una revolución en el pensamiento humano que ya se había producido cuando aparecieron los primeros pensadores griegos de los que tenemos información. Vivían en la ciudad jonia de Mileto, en los siglos VII y VI a.C., donde hubo una importante actividad intelectual, al igual que en otras ciudades jonias, hasta la extraordinaria era del pensamiento ateniense que inauguró Sócrates. Sin duda, el estímulo de un contexto asiático, como en tantos otros aspectos, fue importante como detonante; también pudo haber sido significativo que Mileto fuera un lugar rico; parece que los primeros pensadores eran hombres adinerados que tenían tiempo para reflexionar. Sin embargo, los comienzos en Jonia dieron paso en poco tiempo a una gama de actividades intelectuales que recorrió todo el mundo griego. Las colonias occidentales de la Magna Grecia y de Sicilia fueron cruciales en muchos acontecimientos de los siglos VI y V a.C., y posteriormente, en la época helenística, la primacía sería de Alejandría. Todo el mundo griego estaba implicado en el éxito de la mente griega y, dentro de él, no debería concederse una preponderancia excesiva a la gran era de la indagación ateniense.
 En el siglo VI a.C., Tales y Anaximandro emprendieron en Mileto una especulación consciente sobre la naturaleza del universo que demuestra que ya se había cruzado la frontera decisiva que separa al mito de la ciencia. Los egipcios habían llevado a cabo la manipulación práctica de la naturaleza y habían aprendido mucho de forma inductiva en este proceso, mientras que los babilonios habían realizado importantes mediciones. La escuela de Mileto hizo buen uso de esta información, y posiblemente adoptó también conceptos cosmológicos fundamentales de las civilizaciones antiguas; Tales sostenía que la Tierra tenía su origen en el agua. Pero los filósofos jonios superaron pronto su herencia y expusieron una visión general de la naturaleza del universo que sustituyó el mito por la explicación no personalizada, lo que es más impresionante que el hecho de que las respuestas específicas que dieron resultaran finalmente falsas. El análisis griego sobre la naturaleza de la materia es un ejemplo. Aunque se bosquejó una teoría del átomo que se anticipó dos mil años, esta fue rechazada en el siglo IV a.C. en favor de una visión basada en la de los primeros pensadores jonios de que toda materia estaba compuesta por cuatro «elementos» —aire, agua, tierra y fuego— combinados en diferentes proporciones en diferentes sustancias. Esta teoría dominó posteriormente en la ciencia occidental hasta el Renacimiento y tuvo una enorme importancia histórica por los límites que fijó y las posibilidades que abrió. Era también, por supuesto, errónea.
El temor a que la teoría de los elementos fuese errónea debe tenerse en cuenta como consideración secundaria en este momento. Lo importante de los jonios y de la escuela que fundaron era lo que se viene llamando, con razón, su «asombrosa» novedad. Apartaron a dioses y demonios de la comprensión de la naturaleza. También es cierto que el tiempo terminaría por arrollar parte de sus logros; en Atenas, al final del siglo V a.C., la condena por la blasfemia que constituían opiniones mucho menos osadas que las de los pensadores jonios de dos siglos antes era algo más que una alarma temporal ante la derrota y el peligro. Uno de estos pensadores jonios había dicho: «Si el buey pudiera pintar un cuadro, su dios sería como un buey»; pocos siglos después, la civilización mediterránea clásica había perdido gran parte de esta capacidad de percepción. Su aparición temprana es la señal más asombrosa del vigor de la civilización griega.
Estas ideas no solo fueron engullidas por la superstición popular. Otras tendencias filosóficas también desempeñaron su papel. Una de ellas coexistió con la tradición jonia durante mucho tiempo, y tendría una vida e influencia mucho mayores. En esencia, decía que la realidad era inmaterial; que, como Platón posteriormente manifestó en una de sus expresiones más persuasivas, en la vida solo experimentamos las imágenes de la forma y de las ideas puras, representaciones divinas de la auténtica realidad, que solo puede aprehenderse con el pensamiento, lo que no solo era objeto de la especulación sistemática, sino también de la intuición. Pese a su inmaterialidad, este tipo de pensamiento también tenía sus raíces en la ciencia griega, aunque no en las especulaciones de los jonios sobre la materia, sino en las actividades de los matemáticos.
Algunos de los mayores avances de los matemáticos griegos no se lograron hasta mucho después de la muerte de Platón, cuando se alcanzaría lo que constituye el mayor triunfo del pensamiento griego: el establecimiento de la mayor parte de la aritmética y de la geometría que sirvieron a la civilización occidental hasta el siglo XVII. Todos los escolares conocían el nombre de Pitágoras, que vivió en Crotona, al sur de Italia, a mediados del siglo VI a.C., y del que se podría decir que fundó la prueba deductiva. Por suerte o por desgracia, hizo algo más: Pitágoras descubrió la base matemática de los armónicos mediante el estudio de una cuerda en vibración y se interesó especialmente por la relación entre los números y la geometría. Su acercamiento a ellos fue en parte místico; Pitágoras, como muchos matemáticos, era un hombre de mentalidad religiosa, y se dice que celebró la conclusión satisfactoria de esta famosa prueba sacrificando un buey. Su escuela —había una «hermandad» pitagórica secreta— sostuvo después que la naturaleza última del universo era matemática y numérica. «Imaginaban que los principios de las matemáticas eran los principios de todas las cosas», dijo Aristóteles con cierta desaprobación, aunque su propio maestro, Platón, había estado muy influido por esta creencia y por el escepticismo de Parménides, un pitagórico de principios del siglo V a.C., acerca del mundo que conocen los sentidos. Los números parecían más atractivos que el mundo físico, ya que poseían tanto la perfección definida como la abstracción de la idea que representaba la realidad.
La influencia pitagórica en el pensamiento griego es un campo inmenso; por suerte, no hace falta resumirla. Lo que importa aquí son sus repercusiones últimas en una visión del universo que, al estar construida sobre principios matemáticos y deductivos y no sobre la observación, fijó la astronomía en líneas erróneas durante cerca de dos mil años. De ahí procede la idea de un universo compuesto por esferas sucesivas superpuestas sobre las que se movían el Sol, la Luna y los planetas, siguiendo una pauta fija y circular alrededor de la Tierra. Los griegos ya advirtieron que no parecía que esta fuera la forma en que se movía el cielo en la práctica. Pero —por decirlo en pocas palabras— salvaron las apariencias introduciendo cada vez más perfeccionamientos en el esquema básico al tiempo que se negaban a examinar los principios a partir de los cuales se dedujo este. Las elaboraciones definitivas no llegaron hasta el siglo II con la obra del famoso alejandrino Ptolomeo, cuyos esfuerzos alcanzaron un notable éxito; solo unos cuantos disidentes hicieron objeciones (lo que muestra que eran posibles otros resultados intelectuales en la ciencia griega). Pese a las insuficiencias del sistema de Ptolomeo, pudieron hacerse predicciones del movimiento de los planetas que aún servirían como guía para la navegación oceánica en la época de Colón, aun cuando se basaban en conceptos erróneos que hasta su época esterilizaron el pensamiento cosmológico.
Tanto la teoría de los cuatro elementos como el desarrollo de la astronomía griega ilustran el sesgo deductivo del pensamiento griego y su debilidad característica, su vivo deseo de establecer una teoría verosímil que explicara la gama más amplia de experiencias sin someterlas a la prueba del experimento. Todo ello afectó a la mayoría de las esferas del pensamiento que actualmente consideramos dentro del ámbito de la ciencia y de la filosofía. Sus frutos fueron, por una parte, una argumentación de un rigor y una agudeza sin precedentes, y, por otra, el escepticismo último sobre los datos sensoriales. Solo los médicos griegos, dirigidos por Hipócrates, en el siglo V a.C., sacaron provecho del empirismo.
En el caso de Platón —y, para bien o para mal, la discusión filosófica está más influida por él y por su discípulo Aristóteles que por ningún otro hombre—, este sesgo podría haberse visto reforzado por la mala opinión que tenía de las cosas que observaba. Ateniense y aristócrata de nacimiento, se apartó del mundo de los asuntos prácticos en el que había esperado participar, decepcionado por la política de la democracia ateniense y, en concreto, por cómo se había tratado a Sócrates, a quien se le había condenado a muerte. De Sócrates había aprendido Platón no solo su pitagorismo, sino un enfoque idealista de las cuestiones éticas y una técnica de investigación filosófica. Platón pensaba que se podía descubrir el Bien mediante la investigación y la intuición; era una realidad. Esta era la mayor de una serie de «ideas» —la Verdad, la Belleza, la Justicia eran otras— que no eran ideas en el sentido de que, en un momento determinado, habían cobrado forma en la mente de una persona (como cuando se dice «tengo una idea sobre esto»), sino que entendía como entidades reales, que gozaban de una existencia real en un mundo inmutable y eterno, del que estas ideas eran los elementos. Este mundo de realidad inmutable, pensaba Platón, estaba oculto para nosotros por los sentidos, que nos engañaban, pero era accesible al alma, que podía entenderlo mediante el uso de la razón.
Estas ideas tuvieron una importancia que va mucho más allá de la filosofía técnica. En ellas (como en las de Pitágoras) pueden hallarse, por ejemplo, rastros de una visión que más tarde sería familiar, la del puritanismo, de que el ser humano está irreconciliablemente dividido entre el alma, de origen divino, y el cuerpo, que la encarcela. Y el resultado ha de ser no la reconciliación, sino la victoria de la primera sobre el segundo. Esta idea pasaría al cristianismo con enormes repercusiones. De forma también inmediata, Platón tuvo una preocupación intensamente práctica, ya que creía que el orden bajo el que vivía el ser humano podía fomentar u obstaculizar el conocimiento de ese mundo ideal de universales y realidad. Platón expuso sus ideas en una serie de diálogos entre Sócrates y personas que acudían a dialogar con él, que fueron los primeros libros de texto del pensamiento filosófico. El que llamamos La República fue el primer libro en el que se exponía un proyecto de sociedad dirigida y planificada para alcanzar un objetivo ético. Describe un Estado autoritario (que recuerda a Esparta) en el que los matrimonios estarían regulados para producir los mejores resultados genéticos, la familia y la propiedad privada no existirían, la cultura y las artes estarían sometidas a censura y la educación, atentamente supervisada. La minoría que gobernara este Estado estaría constituida por aquellas personas con una talla intelectual y moral que les capacitara para estudiar, lo que les permitiría realizar la sociedad justa en la práctica mediante la comprensión del mundo de las ideas. Al igual que Sócrates, Platón sostenía que la sabiduría era la comprensión de la realidad y asumía que ver la verdad debería hacer imposible no actuar de acuerdo con ella. A diferencia de su maestro, sin embargo, creía que, para la mayoría de la gente, la educación y las leyes deberían imponer exactamente esa vida sin búsqueda que Sócrates pensaba que no valía la pena vivir.
La República y sus argumentos provocarían siglos de discusión e imitación, pero esto ocurrió con casi toda la obra de Platón. Como dijo un filósofo inglés del siglo XX, toda la filosofía posterior en Occidente fue prácticamente una serie de notas a pie de página a Platón. Pese a su aversión por lo que veía a su alrededor y los prejuicios que engendró en él, Platón anticipó casi todas las grandes cuestiones de la filosofía, ya fueran sobre moral, estética, la base del conocimiento o la naturaleza de las matemáticas, y expuso sus ideas en grandes obras cuya lectura siempre inspira una profunda reflexión y un gran placer.
La academia que fundó Platón puede considerarse en cierto modo la primera universidad del mundo. En ella estudió su discípulo Aristóteles, un pensador más completo y equilibrado, menos escéptico sobre las posibilidades de lo real y menos aventurado que su maestro. Aristóteles nunca rechazó del todo las enseñanzas de Platón, pero se alejó de ellas en aspectos fundamentales. Recogió y clasificó innumerables datos (con un interés especial por la biología), y no rechazó la experiencia sensorial como Platón. De hecho, Aristóteles buscó tanto el conocimiento firme como la felicidad en el mundo de la experiencia, negando el concepto de ideas universales y utilizando la inducción para ir de los hechos a las leyes generales. Aristóteles fue un pensador tan rico y estaba tan interesado en tantos aspectos de la experiencia que resulta tan difícil delimitar su influencia histórica como la de Platón. Su obra escrita proporcionó un marco para el estudio de la biología, la física, las matemáticas, la lógica, la crítica literaria, la estética, la psicología, la ética y la política durante dos mil años. Las formas de pensamiento y los enfoques que facilitó sobre estos temas fueron lo bastante elásticos e inclusivos como para contener en última instancia la filosofía cristiana. También fundó una ciencia de la lógica deductiva que no quedó superada hasta el final del siglo XIX. Es un logro inmenso, diferente, pero no menos importante que el de Platón.
El pensamiento político de Aristóteles estaba de acuerdo con el de Platón en un aspecto: la ciudad-estado era la mejor forma social concebible, aunque Aristóteles pensaba que hacía falta reformarla y purificarla para que funcionara adecuadamente. Pero, salvo en este aspecto, Aristóteles se alejó mucho de su maestro. Aristóteles creía que el funcionamiento apropiado de la polis sería el que diera a cada una de sus partes la función apropiada, y, para él, era en esencia una cuestión de comprensión lo que llevaba, en la mayoría de los estados existentes, a la felicidad. En la formulación de una respuesta, utilizó una idea griega que sus enseñanzas harían perdurar: la del justo medio, la idea de que la excelencia está en un equilibrio entre los extremos. Los datos empíricos parecían confirmarlo, y Aristóteles reunió, al parecer, mayor cantidad de estas pruebas de una forma sistemática que cualquiera de sus antecesores; otro invento griego se le había anticipado, sin embargo, en el énfasis sobre la importancia de los hechos sociales: la historia.
La invención de la historia fue otro gran logro griego. En la mayoría de los países, las crónicas o anales que pretenden simplemente dejar constancia de sucesiones de acontecimientos preceden a la historia. En Grecia no fue así. La historia escrita en griego surgió de la poesía y, de forma sorprendente, alcanzó su máximo nivel ya en sus primeras representaciones, en dos libros escritos por maestros que nunca fueron igualados por sus sucesores. Al primer historiador griego, Heródoto, se le ha llamado con razón «el padre de la historia». La palabra historie existía antes que él y significaba «investigación». Heródoto le dio un significado complementario: el de investigación de los acontecimientos en el tiempo, y al exponer los resultados escribió la primera obra de arte en prosa en una lengua europea que ha llegado hasta nuestros días. Su estímulo fue un deseo de entender un hecho casi contemporáneo, el gran combate con Persia. Heródoto acumuló información sobre las guerras médicas y sus antecedentes leyendo una enorme cantidad de las obras que estaban a su alcance, interrogando a las personas en sus viajes y anotando asiduamente todo lo que escuchaba y leía. Por primera vez, estas notas se convirtieron en objeto de algo más que una crónica. El resultado es su Historia, un notable informe sobre el imperio persa, que incorporaba mucha información sobre la historia griega anterior y una especie de estudio del mundo, seguido de un relato de las guerras médicas hasta Micala. Heródoto dedicó gran parte de su vida a viajar. Nacido, según la tradición, en la ciudad doria de Halicarnaso, en el sudoeste de Asia Menor, en el 484 a.C., llegó a Atenas, donde vivió unos años como meteco, y donde pudo haberse ganado la vida recitando en público su obra. Más tarde se dirigió a una nueva colonia situada en el sur de Italia, donde completó su obra y murió, poco después del 430 a.C. Por tanto, Heródoto conoció, en parte por experiencia, toda la extensión del mundo griego, y también viajó a Egipto y otros lugares. Así pues, su gran libro, un relato escrupulosamente basado en testimonios de testigos, está respaldado por una amplia experiencia, aun cuando Heródoto a veces tratara dichos testimonios con cierta credulidad.
Se reconoce generalmente que una de las superioridades de Tucídides, el gran sucesor de Heródoto, fue su enfoque más riguroso de los informes y su intento de controlarlos de forma crítica. El resultado es un logro intelectual más impresionante, aunque su austeridad da aún más relieve al encanto de la obra de Heródoto. El tema de Tucídides fue aún más contemporáneo: la guerra del Peloponeso. La elección reflejaba una profunda implicación personal y una nueva concepción. Tucídides era miembro de una destacada familia ateniense (sirvió como general hasta que cayó en desgracia por un supuesto error cometido en el mando) y deseaba descubrir las causas que habían llevado a su ciudad y a Grecia a la terrible crisis en que estaban sumidas. Compartía con Heródoto un motivo práctico, ya que pensaba (como harían la mayoría de los historiadores griegos posteriores) que lo que descubriera tendría un valor práctico, pero no solo quería describir, sino también explicar. El resultado es una de las piezas más notables de análisis histórico jamás escritas y la primera que trató de profundizar en los diferentes niveles de explicación. En este proceso, proporcionó un modelo de juicio objetivo para los historiadores futuros, ya que rara vez dejó que se manifestaran sus lealtades atenienses. El libro no se llegó a concluir —solo llega hasta el 411 a.C. —, pero el juicio global es conciso y sorprendente: «El aumento del poder de Atenas y del temor de Esparta fue, en mi opinión, la causa que las empujó a la guerra».
La invención de la historia es en sí misma testimonio del nuevo alcance intelectual de la literatura creada por los griegos, la primera completa que conoce la humanidad. La literatura judía casi la iguala en su carácter global, pero no contiene ni teatro ni historia crítica, no digamos ya los géneros más ligeros. No obstante, la literatura griega comparte con la Biblia una primacía que da forma a toda la escritura occidental posterior. Aparte de su contenido positivo, impuso los principales estilos literarios y los primeros argumentos para una crítica con la que juzgarlos.
Desde el principio, como muestra Homero, la literatura griega estuvo estrechamente vinculada con las creencias religiosas y con las enseñanzas morales. Hesíodo, un poeta que probablemente vivió a finales del siglo VIII a.C. y considerado generalmente el primer poeta griego de la era post épica, se ocupó conscientemente del problema de la justicia y de la naturaleza de los dioses, confirmando así la tradición según la cual la literatura era mucho más que un placer y estableciendo uno de los grandes temas de la literatura griega para los siguientes cuatro siglos. Los griegos consideraron casi siempre a los poetas unos maestros cuyas obras estaban impregnadas de insinuaciones místicas, de inspiración. Pero habría muchos poetas y muchos estilos de poesía en Grecia. El primero que cabría distinguir es el escrito en un tono personal, según el gusto de la sociedad aristocrática. Pero, del mismo modo que en la era de los tiranos el mecenazgo privado estaba concentrado, con el tiempo fue pasando lentamente al área colectiva y cívica. Los tiranos fomentaron deliberadamente las fiestas públicas que serían vehículos de las mayores muestras del arte literario griego, las tragedias. Los orígenes del arte dramático son religiosos, y sus elementos debieron de estar presentes en todas las civilizaciones. El ritual de la adoración es el primer teatro. Pero también ahí el logro griego consistió en llevar esto hacia una reflexión consciente sobre lo que estaba ocurriendo; se esperaba del público algo más que la resignación pasiva o el arrebato orgiástico. En este teatro surgió el impulso didáctico.
La primera forma del arte dramático griego fue el ditirambo, canto coral que se recitaba en las fiestas del dios Dionisos, junto con danzas y mímica. En el 535 a.C., nos cuentan, sufrió una innovación decisiva, cuando Tespis le añadió un actor cuyo parlamento era una especie de antífona para el coro. Se añadieron innovaciones y aumentó el número de los actores, y cien años después llegaron a su plenitud y madurez con el teatro de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Aunque solo han sobrevivido treinta y tres obras de estos autores (incluyendo una trilogía completa), sabemos que en el siglo V a.C. se representaron algo más de trescientas tragedias diferentes. En estas obras sigue percibiéndose el fondo religioso, aunque quizá no tanto en las palabras como en las diferentes ocasiones en las que se representaban. Las grandes tragedias se ponían a veces en escena en trilogías durante las fiestas cívicas a las que asistían ciudadanos que ya estaban familiarizados con las historias básicas (a menudo mitológicas) a las que iban a asistir, lo que también sugiere su efecto educativo. Probablemente, la mayoría de los griegos no vieron nunca una obra de Esquilo; sin duda un número infinitesimal en comparación con el de españoles modernos que han visto una obra de Lope de Vega. Sin embargo, quienes no estaban demasiado ocupados con el cuidado de sus tierras, o no vivían demasiado lejos de los lugares de las representaciones, proporcionaban una gran audiencia.
Un número de personas superior al de ninguna otra sociedad antigua pudo examinar y reflexionar sobre el contenido de su propio mundo moral y social. Lo que deseaban eran explicaciones emotivas de sus antiguos ritos, y esto es lo que los grandes dramaturgos les dieron en su mayor parte, aun cuando algunas obras fueron más allá y otras satirizaron incluso, en momentos favorables, las devociones sociales. Desde luego, no era un cuadro naturalista lo que ofrecían, sino la actuación de las leyes de un mundo heroico tradicional y sus atroces consecuencias en unos individuos atrapados en su funcionamiento. En la segunda mitad del siglo V a.C., Eurípides comenzó incluso a utilizar la forma habitual de la tragedia como vehículo para cuestionar ciertas convenciones sociales, inaugurando así una técnica que explotarían en el teatro occidental autores tan posteriores y diferentes como Gogol o Ibsen. El marco que proporcionaba el argumento, sin embargo, resultaba familiar, y en su esencia había un reconocimiento del peso de la ley inexorable y de la némesis. Cabría pensar en última instancia que la aceptación de este entorno es más testimonio del lado irracional que del racional de la mentalidad griega. Pero representaba una gran diferencia con respecto a la mentalidad con que la congregación de un templo oriental presenciaba, con temor o esperanza, la inmutable sucesión de rituales y sacrificios.
En el siglo V a.C., el ámbito del teatro se amplió también en otros aspectos. Esto sucedió cuando la comedia ática se desarrolló como forma independiente, y encontró en Aristófanes su primer gran manipulador de personas y hechos para diversión de otros. Sus componentes eran a menudo políticos, casi siempre sumamente tópicos, y con frecuencia insolentes. Su supervivencia y su éxito son el testimonio más sorprendente que tenemos de la tolerancia y la libertad de la sociedad ateniense. Cien años después, casi se había alcanzado el mundo moderno en la moda de representar obras sobre intrigas de esclavos y turbulentas historias de amor. No tienen el impacto de Sófocles, pero aún pueden divertir y siguen siendo casi un milagro, ya que no existía nada parecido doscientos años antes. La rapidez con que se desarrolló la literatura griega después de la época de la poesía épica y su perdurabilidad son testimonio de las capacidades de innovación y desarrollo mental griegos, fáciles de apreciar aún en nuestros días aunque no podamos explicarlas.
La literatura en las postrimerías de la época clásica tenía todavía por delante una larga e importante vida cuando desaparecieron las ciudades-estado. Tuvo un público creciente, ya que el griego se convertiría tanto en la lengua franca como en la lengua oficial de todo Oriente Próximo y gran parte del Mediterráneo, y aunque no alcanzaría de nuevo las cumbres de la tragedia ateniense, siguió proporcionando obras maestras. La sensación de declive en las artes plásticas es más evidente. Aquí, sobre todo en la arquitectura monumental y en el desnudo, Grecia había fijado también unas normas para el futuro. A partir de los primeros préstamos tomados de Asia, evolucionó una arquitectura completamente original, el estilo clásico, cuyos elementos siguen evocando deliberadamente incluso los constructores del siglo XX. En unos cientos de años se difundió por gran parte del mundo desde Sicilia hasta la India; en este arte también los griegos fueron exportadores culturales.
En un aspecto, la geología les fue favorable a los griegos, ya que Grecia tenía gran cantidad de piedra de alta calidad. Su durabilidad queda atestiguada por la magnificencia de los restos que vemos hoy. Pero existe una imagen equivocada: la pureza y austeridad con que la Atenas del siglo V a.C. se nos presenta en el Partenón ocultan la imagen real que tuvo para los ojos griegos. Hemos perdido las llamativas estatuas de dioses y diosas, la pintura y el color ocre, y la profusión de monumentos, altares y estelas que debieron de llenar la Acrópolis y oscurecer la sencillez de sus templos. La realidad de muchos grandes centros griegos, como el templo de Apolo, en Delfos, podría haber sido más parecida a, por ejemplo, la de la moderna Lourdes. La impresión que se obtiene al aproximarse a dicho templo de Apolo es un caos de pequeños y desordenados altares atestados de vendedores, puestos y baratijas (aunque debemos tener en cuenta la contribución de los descubrimientos fragmentarios de la arqueología a esta impresión).
Sin embargo, y hecha esta salvedad, la erosión del tiempo ha permitido que surgiera de su primitiva apariencia externa una belleza de formas casi inigualada. No es posible emitir un juicio, acerca de estas formas artísticas, independiente de unas normas de valoración que en último término derivan de esas mismas formas. Lo cierto es que, al crear un arte que ha atraído con tanta fuerza a la mente humana a lo largo de los siglos, los griegos demostraron una grandeza artística insuperable y una capacidad asombrosa para darle expresión.
La gran calidad artística está también presente en la escultura griega. Aquí también constituyó una ventaja la presencia de piedra de calidad, y fue importante la influencia en sus orígenes de los modelos orientales, a menudo egipcios. Al igual que en la cerámica, una vez absorbidos los modelos orientales, la escultura evolucionó hacia un mayor naturalismo. El tema por excelencia de los escultores griegos fue la figura humana, reproducida no ya como objeto conmemorativo o de culto, sino por sí misma. En este caso tampoco podemos estar seguros siempre de cuál fue la estatua acabada que vieron los griegos, pues a menudo estas figuras estaban doradas, pintadas o decoradas con marfil y piedras preciosas. Algunas obras de bronce sufrieron saqueos o fueron fundidas, por lo que el predominio de la piedra podría inducir a error. Sus restos, sin embargo, registran una clara evolución. Se comienza con estatuas de dioses y de hombres y mujeres jóvenes cuya identidad desconocemos casi siempre, presentados de forma ingenua y simétrica en poses no muy alejadas de las orientales. En las figuras clásicas del siglo V a.C., el naturalismo comienza a mostrarse en una distribución desigual del peso y en el abandono de la sencilla postura frontal, y a evolucionar hacia el estilo maduro y humanizado con que Praxíteles y el siglo IV a.C. tratan el cuerpo y, por primera vez, el desnudo femenino. El escultor Fidias consiguió resolver la manera de decorar los vértices bajos de los frontones con la innovación del tratamiento de las vestiduras. Los abundantes y sinuosos pliegues de los vestidos se pegan al cuerpo, pero no impiden llevar a cabo un profundo estudio anatómico de la figura.
Una gran cultura es algo más que un mero museo, y ninguna civilización puede reducirse a un catálogo. Pese a su carácter elitista, el éxito y la importancia de Grecia abarcan todos los aspectos de la vida; tanto la política de la ciudad-estado como una tragedia de Sófocles y una estatua de Fidias forman parte de ella. Las épocas posteriores captaron esto de forma intuitiva, ignorando afortunadamente la distinción consciente que los especialistas en historia marcaron entre unos y otros períodos y lugares. Fue un error fructífero, porque al final Grecia sería tan importante para el futuro por lo que se creyó que fue como por lo que fue realmente. El significado de la experiencia griega iba a representarse y reinterpretarse, y la antigua Grecia sería redescubierta y reconsiderada y, de maneras distintas, resucitada y reutilizada durante más de dos mil años. Pese a todas las formas en las que la realidad no estuvo a la altura de la idealización posterior, y pese a la fuerza de sus vínculos con el pasado, la civilización griega fue sencillamente hasta entonces la extensión más importante de la comprensión por la humanidad de su propio destino. En cuatro siglos, Grecia creó la filosofía, la política, la mayor parte de la aritmética y de la geometría, y las categorías del arte occidental. Sería suficiente, aun cuando sus errores no hubieran sido también tan fructíferos. Europa vive desde entonces de los intereses del capital que Grecia invirtió, y, a través de Europa, el resto del mundo.

4. El mundo helenístico
La historia de Grecia pierde interés rápidamente después del siglo V a.C. Es también menos importante. Aquello que conserva importancia es la historia de la civilización griega, cuya forma, paradójicamente, fue determinada por un reino situado al norte de Grecia que según algunos no era griego en absoluto: Macedonia. En la segunda mitad del siglo IV a.C. Macedonia creó el mayor imperio jamás visto, heredero tanto de Persia como de las ciudades-estado griegas. Macedonia organizó el mundo que llamamos «helenístico» por la preponderancia y la fuerza unificadora de su cultura, que era griega tanto en inspiración como en lengua. Pero Macedonia era un lugar bárbaro, que quizá llevaba siglos de retraso respecto a Atenas en cuanto a calidad de vida y cultura.
La historia comienza con el declive del poder persa. La recuperación de Persia en alianza con Esparta había ocultado debilidades internas importantes. De una de ellas queda constancia en un famoso libro, la Anábasis de Jenofonte, que narra la larga marcha de un ejército de mercenarios griegos que remontan el Tigris y cruzan las montañas hasta el mar Negro después del intento frustrado de un hermano del rey persa de derrocar a este. Con todo, no fue más que un episodio menor y subsidiario de la importante historia del declive persa, que se produjo a consecuencia de una crisis propia de división interna. A lo largo del siglo IV a.C., continuaron los problemas de ese imperio, del que se fueron desgajando una provincia tras otra (entre ellas Egipto, que obtuvo su independencia en el 404 a.C. y la mantuvo durante sesenta años). Hubo un importante alzamiento de los sátrapas occidentales que costó mucho tiempo sofocar, y aunque al final se restableció el gobierno imperial, el coste fue enorme. Pese a que el dominio persa se volvió a imponer, su debilidad se mostró a menudo.
Filipo II de Macedonia fue un gobernante tentado por las posibilidades de esta decadencia, en un Estado septentrional no muy bien considerado cuyo poder se basaba en una aristocracia militar. La sociedad macedonia era dura y rudimentaria, y sus gobernantes seguían pareciéndose a los jefes militares de la época de Homero; su poder dependía más de la ascendencia personal que de las instituciones. Se discutía si este Estado formaba parte del mundo de los helenos; algunos griegos pensaban que los macedonios eran unos bárbaros, aunque sus reyes afirmaran descender de linajes griegos (uno de los cuales procedía de Hércules), lo que en general se les reconocía. El propio Filipo ambicionaba ascender de posición social; quería que Macedonia fuera considerada griega. Cuando se convirtió en regente de Macedonia, en el 359 a.C., empezó una campaña de ampliación sistemática de territorios a expensas de otros estados griegos. Su argumento fundamental era un ejército que, al final de su reinado, era el mejor instruido y organizado de Grecia. La tradición militar macedonia se basaba en una caballería pesada, con armadura, que siguió siendo su principal arma. Filipo añadió a esta tradición las lecciones sobre infantería que había aprendido cuando vivió en Tebas, en su juventud. A partir de la táctica de los hoplitas desarrolló una nueva arma, la falange, formada por dieciséis soldados en fondo, armados con pica. Las picas eran de una longitud dos veces superior a la de las lanzas hoplitas e iban en una formación más abierta, de modo que las picas de los soldados de la segunda y la tercera filas asomaban entre los hombres de la primera, presentando así un despliegue de armas más denso para la carga. Otra ventaja de los macedonios era el dominio de las técnicas para el asedio, del que carecían otros ejércitos griegos; tenían catapultas que les permitían obligar a los defensores de la ciudad sitiada a buscar protección mientras ponían en juego baterías de arietes, torres móviles y terraplenes. Cosas semejantes solo se habían visto antes en los ejércitos de Asiria y sus sucesores asiáticos. Finalmente, Filipo llegó a gobernar un Estado bastante rico, cuyas riquezas aumentaron en gran medida una vez que adquirió las minas de oro del monte Pangeo, aunque gastó tanto que dejó unas deudas enormes.
Filipo empleó primero su poder para asegurar la unificación efectiva de la propia Macedonia. En pocos años, fue depuesto el rey niño del que era regente y Filipo fue elegido monarca. Entonces comenzó a mirar hacia el sur y el nordeste, regiones donde la expansión significaba tarde o temprano usurpar los intereses y la posición de Atenas. Los aliados de esta en Rodas, Cos, Quíos y Bizancio se pusieron bajo la protección de Macedonia. Otro más, Fócida, inició una guerra a la que lo había incitado Atenas, pero no logró proporcionar un apoyo efectivo. Aunque Demóstenes, el último gran propagandista de la democracia ateniense, logró ocupar un lugar en la historia (en la que es recordado por la palabra filípica) al advertir a sus conciudadanos de los peligros a los que se enfrentaban, no pudo salvarlos. Cuando finalmente concluyó una guerra entre otros estados y Macedonia (355-346 a.C.), Filipo había conquistado no solo Tesalia, sino que se había establecido en la Grecia central y controlaba el paso de las Termópilas.
La situación de Filipo favoreció los proyectos sobre Tracia, y esto supuso la reavivación del interés griego por Persia. Un autor ateniense propugnó una cruzada helénica para aprovechar la debilidad de Persia (en oposición a Demóstenes, que seguía denunciando al «bárbaro» macedonio), y una vez más se hicieron planes para liberar las ciudades asiáticas, idea lo bastante atractiva como para cosechar frutos en la creación de una reacia Liga de Corinto, integrada por los principales estados griegos salvo Esparta, en el 337 a.C. Su presidente y general era Filipo, y guardaba cierta semejanza con la Liga de Delos; la aparente independencia de sus miembros era engañosa, ya que en realidad eran satélites macedonios. Aunque supuso la culminación de la obra y del reinado de Filipo (que fue asesinado al año siguiente), solo había surgido después de que Macedonia derrotara a los atenienses y a los tebanos en el 338 a.C. Las condiciones de paz impuestas por Filipo no fueron duras, pero la Liga tuvo que acceder a ir a la guerra contra Persia bajo el liderazgo macedonio. Hubo otro intento más de independencia griega tras la muerte de Filipo, pero su hijo y sucesor Alejandro aplastó a los rebeldes griegos, igual que aplastó a otros insurrectos en otras partes de su reino. En el 335 a.C. Tebas fue arrasada hasta sus cimientos y sus habitantes, convertidos en esclavos.
La derrota de Tebas fue el auténtico final de cuatro siglos de historia griega en los que la civilización había sido creada y cobijada por la ciudad-estado, una de las formas políticas de mayor éxito que ha conocido el mundo. El futuro inmediato para Grecia fueron los gobernadores y las guarniciones de Macedonia. Ni por primera vez ni por última, el futuro parecía pertenecer a los batallones más numerosos, a las organizaciones más grandes. La Grecia continental fue a partir de esta época un lugar políticamente relegado. Al igual que su padre, Alejandro trató de reconciliarse con los griegos dándoles un grado considerable de autogobierno interno a cambio de su adhesión a su política exterior, aunque esto siempre dejó a algunos griegos, especialmente a los demócratas atenienses, insatisfechos. Cuando Alejandro murió, Atenas trató de organizar una vez más una coalición contra Macedonia cuyos resultados fueron desastrosos. Parte del precio de la derrota fue la sustitución de la democracia por la oligarquía en Atenas (322 a.C.); Demóstenes huyó a una isla frente a la costa, refugiándose en un templo de Poseidón, y se suicidó cuando los macedonios fueron en su busca. A partir de entonces, el Peloponeso quedó bajo el mando de un gobernador macedonio.
El reinado de Alejandro había comenzado, pues, con dificultades, pero, una vez superadas, el monarca pudo dedicar su atención a Persia. En el 334 a.C., Alejandro se dirigió a Asia al frente de un ejército cuya cuarta parte procedía de Grecia. Había en ello algo más que idealismo; una guerra agresiva podía ser también lo más prudente, ya que si el nuevo rey no quería que el magnífico ejército que dejó Filipo fuera una amenaza para él, tenía que pagarlo, y la conquista proporcionaría los fondos necesarios. Alejandro tenía veintidós años y ante él se extendía una breve carrera de conquistas tan brillante que convertiría su nombre en un mito con el paso del tiempo y proporcionaría un marco para la más amplia expansión de la cultura griega. Alejandro llevó las ciudades-estado a un mundo aún más amplio.

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La historia del éxito de Alejandro es fácil de resumir. La leyenda cuenta que, después de llegar a Asia Menor, Alejandro cortó el nudo gordiano y derrotó a los persas en la batalla de Isos. Después siguió una campaña por el sur a través de Siria, destruyó Tiro a su paso y llegó finalmente a Egipto, donde fundó la ciudad que aún lleva su nombre. En todas las batallas, Alejandro fue el mejor soldado y resultó varias veces herido en la refriega. Penetró en el desierto, interrogó al oráculo de Siwa y volvió a Asia para infligir una segunda y decisiva derrota a Darío III en el 331 a.C. Persépolis fue saqueada e incendiada, y Alejandro se proclamó sucesor del trono persa; Darío cayó asesinado por uno de sus sátrapas al año siguiente. Alejandro siguió adelante, persiguiendo a los iranios del nordeste hasta Afganistán (donde Kandahar, como muchas otras ciudades, conmemora su nombre) y penetrando unos 160 kilómetros más allá del Indo, en el Punjab. Luego regresó porque su ejército no deseaba ir más lejos; estaba cansado y, tras derrotar a un ejército con 200 elefantes, tal vez no estuviera dispuesto a enfrentarse a los 5.000 hombres que al parecer les esperaban en el valle del Ganges. Alejandro regresó a Babilonia, y allí murió en el 323 a.C., a los treinta y dos años, justo diez después de salir de Macedonia.
Tanto las conquistas de Alejandro como la organización de estas en un imperio llevan el sello del genio individual; la palabra no es demasiado exagerada, ya que un logro a esta escala es algo más que el fruto de la buena suerte, de una circunstancia histórica favorable o del determinismo ciego. Alejandro era un personaje creativo, aunque concentrado en sí mismo, obsesionado por conseguir la gloria, y algo visionario. Combinaba una gran inteligencia con un valor casi temerario; creía que su madre descendía del Aquiles de Homero y luchó por emular al héroe. Era ambicioso tanto para probarse ante los ojos de los hombres —o quizá a los de su enérgica y desagradable madre— como para conquistar nuevas tierras. La idea de la cruzada helénica contra Persia fue sin duda una realidad para él, pero Alejandro también era, pese a su admiración por la cultura griega, inculcada por su preceptor Aristóteles, demasiado egocéntrico para ser un misionero, y su cosmopolitismo se basaba en la apreciación de la realidad. Su imperio tenía que estar dirigido por persas además de por macedonios. El propio Alejandro se casó primero con una princesa bactriana y luego con una persa, y aceptó —de manera impropia, pensaron algunos de sus camaradas— el homenaje que rendía Oriente a los gobernantes que creían de origen divino. También se mostró en ocasiones temerario e impulsivo; fueron sus soldados quienes finalmente le obligaron a dar marcha atrás en el Indo, pues el soberano de Macedonia no tenía derecho a lanzarse a la batalla sin considerar lo que ocurriría con la monarquía si moría sin sucesor. Peor aún, mató a un amigo en una reyerta de borrachos, y pudo haber organizado el asesinato de su propio padre.
Alejandro vivió demasiado poco para asegurar la unidad de su imperio en el futuro o para demostrar a la posteridad que ni siquiera él podía mantenerlo unido mucho tiempo. Lo que hizo en este tiempo es sin duda impresionante. La fundación de veinticinco «ciudades» es en sí una hazaña, aun cuando algunas de ellas no fueran más que plazas fuertes maquilladas, pues fueron claves para las rutas terrestres asiáticas. La integración de Oriente y Occidente en su gobierno fue aún más difícil, pero Alejandro recorrió un largo camino en diez años. Desde luego, tenía poca elección; no había suficientes griegos y macedonios para conquistar y gobernar el enorme imperio. Desde el principio gobernó por medio de funcionarios persas en las regiones conquistadas y, a su regreso de la India, inició la reorganización del ejército en regimientos mixtos de macedonios y persas. Su adopción de la vestimenta persa y su intento de exigir la prosternación —una reverencia obligatoria como la que tantos europeos de épocas recientes encontraron degradante cuando la exigían los gobernantes chinos— a sus compatriotas además de a los persas, también suscitaron el antagonismo de sus seguidores, ya que revelaban su gusto por las costumbres orientales. Hubo conspiraciones y motines, si bien infructuosos, y sus represalias, relativamente benignas, sugieren que la situación no llegó a ser nunca muy peligrosa para Alejandro. A la crisis la siguió su gesto de integración cultural más espectacular cuando, tomando él mismo como esposa a la hija de Darío (además de su princesa bactriana, Roxana), ofició las bodas de 9.000 de sus soldados con mujeres orientales. Este fue el famoso «matrimonio de Oriente y Occidente», un acto de Estado más que de idealismo, ya que había que fortalecer la unión del nuevo imperio para que sobreviviera.
Es más difícil evaluar lo que el imperio significó realmente en la interacción cultural. Sin duda, la dispersión física de los griegos fue mayor, pero los resultados no aparecerían hasta después de la muerte de Alejandro, cuando el marco formal del imperio se hundió y, aun así, surgió de él la realidad cultural de un mundo helenístico. En verdad no sabemos mucho de la vida en el imperio de Alejandro, y es improbable, teniendo en cuenta su brevedad, las limitaciones del antiguo gobierno y la falta de voluntad para emprender un cambio fundamental, que para la mayoría de sus habitantes las cosas fueran en el 323 a.C. muy diferentes de como eran diez años antes.
El impacto de Alejandro se notó en Oriente. No reinó lo suficiente para afectar a la interacción de los griegos occidentales con Cartago, que fue la principal preocupación de finales del siglo IV a.C. en Occidente, y, en la propia Grecia, las cosas permanecieron tranquilas hasta su muerte. Fue en Asia donde Alejandro gobernó tierras que los griegos no habían dominado antes. En Persia se había proclamado heredero del Gran Rey, y los gobernantes de las satrapías septentrionales de Bitinia, Capadocia y Armenia le rindieron tributo.
Débil como debía de ser el cemento que mantenía unido al imperio alejandrino, este quedó sometido a unas tensiones insoportables cuando Alejandro murió sin dejar un heredero competente. Sus generales se enzarzaron en una lucha por todo lo que podían obtener y conservar, y el imperio empezó a disolverse aun antes del nacimiento del hijo póstumo que tuvo con Roxana. Esta ya había asesinado a su segunda esposa, por lo que, cuando ella y su hijo murieron en los conflictos, se desvaneció toda esperanza de descendencia directa. En unos cuarenta años de lucha, quedó patente que el imperio de Alejandro no se reconstruiría. En su lugar, surgió finalmente un grupo de grandes estados, todos ellos bajo el régimen de una monarquía hereditaria y fundados por soldados triunfantes, los diadocos o «sucesores».
Ptolomeo Soter, uno de los mejores generales de Alejandro, se hizo enseguida con el poder en Egipto a la muerte de su soberano, y hasta allí llevó el preciado trofeo del cuerpo de Alejandro. Los descendientes de Ptolomeo gobernarían la provincia durante cerca de trescientos años, hasta la muerte de Cleopatra, en el 30 a.C. El Egipto tolemaico fue el más duradero y rico de los estados sucesores. Del imperio asiático, los griegos perdieron los territorios indios y parte de Afganistán, que cedieron a un gobernante indio a cambio de su ayuda militar. El resto era, en el 300 a.C., un enorme reino de unos cuatro millones de kilómetros cuadrados, y de quizá treinta millones de súbditos, que se extendía desde Afganistán hasta Siria, donde estaba la capital, Antioquía. Este inmenso dominio estaba gobernado por los descendientes de Seleuco, otro general macedonio. Los ataques de los celtas procedentes del norte de Europa (que ya habían invadido la propia Macedonia) provocaron su ruptura parcial a principios del siglo III a.C., y parte de él formó a partir de entonces el reino de Pérgamo, gobernado por la dinastía de los atálidas, que empujaron a los celtas más hacia el interior de Asia Menor. Los seléucidas conservaron el resto, aunque en el 225 a.C. perderían Bactriana, donde los descendientes de los soldados de Alejandro crearon un importante reino griego. Macedonia, bajo otra dinastía, la de los antigónidas, luchó para conservar el control de los estados griegos contra la flota tolemaica en el Egeo y los seléucidas en Asia Menor. Una vez más, hacia el 265 a.C., Atenas apostó por la independencia y fracasó.
Estos hechos son complejos, pero no muy importantes para nuestros fines. Lo más importante fue que, durante unos sesenta años después del 280 a.C., los reinos helenísticos vivieron un precario equilibrio de poder, preocupados por los acontecimientos del Mediterráneo oriental y de Asia y, salvo los griegos y los macedonios, prestando poca atención a lo que ocurría más al oeste, lo que proporcionó un marco pacífico para la máxima extensión de la cultura griega; de ahí la importancia de estos estados. Es su contribución a la difusión y al crecimiento de una civilización lo que hace que merezcan nuestra atención, no la oscura política y las estériles luchas de los diadocos.
El griego era ya la lengua oficial de todo Oriente Próximo y, lo que aún es más importante, era la lengua de las ciudades, los focos del nuevo mundo. Con los seléucidas, la unión de la civilización helenística y de la oriental a la que había aspirado Alejandro comenzó a ser una realidad. Los seléucidas buscaron con urgencia inmigrantes griegos y fundaron nuevas ciudades donde pudieron proporcionar un marco sólido para su imperio y helenizar a la población local. Las ciudades eran la esencia del poder seléucida, ya que más allá de ellas se extendía un interior heterogéneo de tribus, satrapías persas y príncipes vasallos.
La administración seléucida se basaba aún fundamentalmente en las satrapías; los reyes seléucidas heredaron la teoría del absolutismo de los aqueménidas, al igual que su sistema de tributos. Pero no es seguro lo que esto significaba en la práctica, y parece que Oriente estuvo gobernado de forma menos estricta que Mesopotamia y Asia Menor, donde la influencia helenística era más fuerte y donde estaba la capital. El tamaño de las ciudades helenísticas superaba aquí con creces al de las antiguas emigraciones griegas; Alejandría, Antioquía y la nueva capital, Seleucia, cerca de Babilonia, alcanzaron rápidamente una población de entre 100.000 y 200.000 habitantes.
Esto reflejaba tanto un crecimiento económico como una política consciente. Las guerras de Alejandro y sus sucesores liberaron un enorme botín, gran parte del cual era en oro y plata, acumulado por el imperio persa, que estimuló la vida económica en todo Oriente Próximo, pero que también trajo los males de la inflación y la inestabilidad. Sin embargo, la tendencia global era hacia el aumento de la riqueza. No hubo grandes innovaciones, ni en la manufactura ni en la explotación de nuevos recursos naturales. La economía mediterránea siguió siendo en gran parte igual salvo en su escala, pero la civilización helenística era más rica que sus antecesoras y el crecimiento de la población fue una señal de ello.
Su riqueza sostuvo gobiernos de cierta magnificencia, que obtuvieron grandes ingresos y los gastaron de forma espectacular y a veces digna de elogio. Las ruinas de las ciudades helenísticas muestran la inversión que hicieron en dependencias características de la vida urbana griega; abundan los teatros y los gimnasios, en todos los cuales se celebraban juegos y fiestas. Probablemente, esto no afectó mucho a las poblaciones nativas del campo, que pagaban los impuestos, y algunas de ellas no aceptaron de buen grado lo que ahora se llamaría «occidentalización». Sin embargo, fue un logro sólido. A través de las ciudades, Oriente se helenizó de tal forma que duró hasta la llegada del islam, y pronto esta región produjo su propia literatura griega.
Aun cuando esta era una civilización de ciudades griegas, fue diferente en espíritu a la del pasado, como observaron con acritud algunos griegos. Los macedonios nunca habían conocido la vida de la ciudad-estado, y sus creaciones en Asia carecieron del vigor de estas; los seléucidas fundaron numerosas ciudades, pero mantuvieron la antigua administración autocrática y centralizada de las satrapías por encima de ese nivel. La burocracia tuvo un gran desarrollo y el autogobierno languideció. Irónicamente, además de tener que cargar con el peso del desastre del pasado, las ciudades de la propia Grecia, donde pervivía una vacilante tradición de independencia, fueron la parte del mundo helenístico que sufrió de hecho el declive económico y demográfico.
Aunque desapareció el nervio político, la cultura de la ciudad siguió sirviendo de gran sistema de transmisión para las ideas griegas. Grandes dotaciones proporcionaron a Alejandría y a Pérgamo las dos mayores bibliotecas de la Antigüedad. Ptolomeo I fundó también el Museo, una especie de instituto de estudios avanzados. En Pérgamo, un rey financió escuelas de profesores, y fue allí donde se perfeccionó el uso del pergamino (pergamene) cuando los tolomeos cortaron los suministros de papiro. En Atenas sobrevivieron la Academia y el Liceo, centros desde los que la tradición de actividad intelectual griega cobró nueva vida por todas partes. Gran parte de esta actividad fue académica en el sentido estricto de que, en esencia, no eran más que una glosa de los logros del pasado, pero tuvo también una elevada calidad, y solo ahora nos parece carente de peso por los gigantescos logros de los siglos V y IV a.C. Fue una tradición lo bastante sólida como para durar hasta la era cristiana, aunque gran parte de su contenido se ha perdido y es irrecuperable. Finalmente, el mundo del islam recibiría las enseñanzas de Platón y de Aristóteles a través de lo que transmitieron los eruditos helenísticos.
La ciencia fue la esfera en la que la civilización helenística conservó mejor la tradición griega, y aquí destacó sobre todo Alejandría, la mayor de todas las ciudades helenísticas. Euclides fue el mayor sistematizador de la geometría, a la que definió hasta el siglo XIX, y Arquímedes, famoso por sus logros prácticos en la construcción de máquinas bélicas en Sicilia, fue probablemente discípulo suyo. Otro alejandrino, Eratóstenes de Cirene, fue el primer hombre que midió el tamaño de la Tierra, y se dice que otro, Herón, inventó una máquina de vapor y empleó sin duda el vapor para transmitir energía. Es inconcebible que el estado de la metalurgia contemporánea hubiera permitido la aplicación general de este descubrimiento, lo que probablemente explica por qué no sabemos más de él, pero su significado posee una importancia general: los logros intelectuales de la Antigüedad (y de la civilización medieval europea más tarde) sobrepasaron a menudo los límites de las capacidades técnicas existentes, pero no se podía esperar que fueran más allá de ellas; un nuevo progreso tenía que esperar a disponer de mejores instrumentos. Otro griego de la época helenística, Aristarco de Samos, llegó a decir que la Tierra se mueve alrededor del Sol, aunque ni sus contemporáneos ni la posteridad hicieron caso de sus opiniones porque no se ajustaban a la física aristotélica, que decía lo contrario; la verdad o falsedad de ambos enfoques seguían sin poder probarse experimentalmente. Bien es cierto que, en hidrostática, Arquímedes hizo grandes progresos (e inventó además el cabrestante), pero el logro central de la tradición griega fue siempre matemático, no práctico, y en la época helenística alcanzó su apogeo con la teoría de las secciones cónicas y las elipses y con la fundación de la trigonometría.
Sin embargo, aunque estos descubrimientos científicos constituyeron un importante añadido a las herramientas en posesión de la humanidad, eran menos distintos de lo anterior que la moral y la filosofía política helenísticas. Es tentador buscar la razón de ello en el cambio político que supuso el paso de la ciudad-estado a unidades mayores. Atenas siguió siendo el principal centro de la filosofía de la época, y Aristóteles había confiado en revitalizar la ciudad-estado que, en las manos adecuadas, pensaba, aún podía ser el marco para la vida correcta. Con todo, esta confianza debió de desaparecer muy pronto en la triste etapa final de la ciudad-estado, después de la guerra del Peloponeso, debido al tamaño y a la poca personalidad de las nuevas monarquías, donde se había debilitado el antiguo impulso patriótico de las ciudades-estado. Se hicieron esfuerzos por encontrar otras vías para aprovechar la lealtad y la emoción públicas. Quizá debido a la necesidad de impresionar a los no griegos, acaso porque sintieron la atracción real del mundo que había más allá de la cultura griega, los nuevos monarcas se reforzaron cada vez más con los cultos orientales a la persona del gobernante, cuyos orígenes se remontaban al pasado mesopotámico y egipcio. Emplearon títulos extravagantes, que en su mayor parte eran quizá mera adulación; Soter, como se llamaba a Ptolomeo I, significa «salvador». Los seléucidas se permitieron ser adorados, pero los tolemaicos les superaron al adoptar la categoría divina y el prestigio de los faraones (y también sus prácticas, hasta el punto de casarse con sus hermanas). Mientras tanto, la base real de los estados helenísticos estaba formada por una burocracia sin restricciones marcadas por tradiciones de independencia civil —dado que los seléucidas habían fundado o refundado la mayor parte de las ciudades griegas en Asia, podían recobrar lo que habían dado— y por los ejércitos de mercenarios griegos y macedonios, que les liberaron de la dependencia de las tropas nativas. Por muy poderosas y aterradoras que fueran, había poco en estas estructuras que atrajera las lealtades y emociones de súbditos tan heterogéneos.
Probablemente, la erosión de las lealtades helenísticas había ido demasiado lejos incluso antes de Alejandro. El triunfo de la cultura griega fue engañoso. Siguió utilizándose la lengua, pero con un significado diferente. La religión griega, por ejemplo, una gran fuerza para la unidad entre los helenos, no se basaba en instituciones eclesiásticas, sino en el respeto a los dioses homéricos y a la conducta que ilustraban. Más allá de esto, estaban los cultos y misterios oficiales de la ciudad. Esto había empezado a cambiar con toda probabilidad ya en el siglo V a.C., cuando, bajo el impacto de la larga guerra, los dioses del Olimpo comenzaron a perder el respeto de que eran objeto, lo que se debió a más de una causa. El racionalismo de gran parte de la filosofía griega del siglo IV a.C. tuvo tanto que ver en ello como el surgimiento de nuevos temores. Con la era helenística se sintió otra influencia, la de un irracionalismo que lo impregnaba todo, la de la presión de la fortuna y el destino. La gente buscaba la tranquilidad en nuevos credos y religiones. La popularidad de la astrología fue un síntoma de ello.
Todo esto no llegó a su punto culminante hasta el siglo I a.C., «período —dice un experto— en que la marea de racionalismo, que en los cien años anteriores había crecido cada vez con más lentitud, ha agotado toda su fuerza y comienza a retirarse». Esto es quizá ir más lejos de lo necesario en este punto de la historia, pero hay algo en este cambio que sorprende desde sus comienzos. Inundado como estaba el mundo helenístico de misterios y locuras de todo tipo, desde el renacimiento del misticismo pitagórico hasta la construcción de altares a los filósofos muertos, la religión griega tradicional no resultó beneficiada. Su decadencia ya había ido demasiado lejos. El declive de Delfos, notable desde el siglo III a.C., no tuvo freno.
Este hundimiento de un marco religioso tradicional de valores fue el contexto del cambio filosófico. El estudio de la filosofía seguía teniendo fuerza en la propia Grecia, e, incluso allí, su desarrollo helenístico sugiere que los hombres volvían a caer de nuevo en preocupaciones personales, situándose al margen de unas sociedades en las que no podían influir, buscando refugio de los golpes del destino y de la tensión de la vida cotidiana. Es algo que suena familiar. Un ejemplo fue Epicuro, que buscó el bien en una experiencia esencialmente privada de placer, y que, contrariamente a las interpretaciones erróneas posteriores, no tenía nada que ver con la satisfacción inmoderada de los deseos. Para Epicuro, el placer era la tranquilidad del alma y la ausencia de dolor en el cuerpo; un concepto algo austero para el hombre moderno. Pero, sintomáticamente, su importancia fue considerable, porque revela un desplazamiento en la preocupación del hombre hacia lo privado y lo personal. Otra forma de esta reacción filosófica propugnaba los ideales de la renuncia y del desapego. La escuela de los cínicos expresaba su desdén por las conveniencias y buscaba la liberación de la dependencia del mundo material. Uno de ellos, el chipriota Zenón, que vivió en Atenas, comenzó a impartir una doctrina propia en un lugar público, la stoa poikile, que dio su nombre a sus discípulos, los estoicos. Esta escuela filosófica fue una de las más influyentes, porque sus enseñanzas eran fácilmente aplicables a la vida cotidiana. En esencia, los estoicos enseñaban que había que vivir una vida que se correspondiera con el orden racional que ellos percibían que recorría el universo. El hombre no podía controlar lo que le ocurría, decían, pero sí aceptar lo que le deparaba el destino, la sentencia de la voluntad divina en la que ellos creían. En consecuencia, los actos virtuosos no debían realizarse por sus consecuencias probables, que podían ser desgraciadas o frustradas, sino por sí mismos, por su valor intrínseco.
El estoicismo, que tendría un gran éxito en el mundo helenístico, contenía una doctrina que daba al individuo un nuevo motivo para la confianza ética en una época en la que ni la polis ni la religión tradicional griega conservaban su autoridad. El estoicismo también tenía el potencial de una larga vida porque se aplicaba a todos los hombres, que, según enseñaba, eran iguales; esta era la semilla de un universalismo ético que trascendió gradualmente la antigua distinción entre griegos y bárbaros, al igual que cualquier otra distinción entre hombres juiciosos. El estoicismo se dirigía a las personas corrientes e incluso condenó la esclavitud, en lo que constituía un paso sorprendente en un mundo erigido por mano de obra forzosa. Y sería una fecunda fuente para los pensadores durante dos mil años; su ética de disciplinado sentido común tendría pronto un gran éxito en Roma.
La filosofía mostró, por tanto, los mismos síntomas de eclecticismo y de cosmopolitismo que saltan a la vista en casi todos los demás aspectos de la cultura helenística. Quizá su expresión más evidente fue la adaptación de la escultura griega a las estatuas monumentales de Oriente, que produjo monstruos como el coloso de Rodas, de treinta metros de altura; pero, al final, el eclecticismo y el cosmopolitismo aparecieron en todas partes, tanto en las aspiraciones de los estoicos como en los exóticos cultos orientales que desplazaron a los dioses griegos. Fue el científico Eratóstenes quien dijo que consideraba a todos los hombres buenos sus conciudadanos, y esa observación expresaba el nuevo espíritu que alentó lo mejor del helenismo.
El marco político del mundo helenístico estaba destinado a cambiar finalmente, porque las fuentes del cambio arraigaron más allá de su entorno. Uno de los primeros augurios fue la aparición de una nueva amenaza en el este, el reino de Partia. A mediados del siglo III a.C., la debilidad que imponía la concentración de población y riqueza del reino seléucida en su mitad occidental estaba produciendo una preocupación excesiva por las relaciones con los demás estados helenísticos. El nordeste sufría la amenaza —como siempre— de los nómadas de las estepas, pero los gobernantes desatendieron este peligro, concentrados como estaban en la necesidad de obtener dinero y recursos para las disputas con el Egipto ptolemaico. La tentación para los sátrapas más remotos de convertirse en jefes militares fue muchas veces irresistible. Los especialistas discrepan en los detalles, pero una de las satrapías en la que esto sucedió fue la de Partia, una importante región situada al sudeste del mar Caspio y que iba a adquirir una importancia aún mayor con el paso de los siglos, por estar en la ruta de las caravanas que se dirigían a Asia central, la ruta de la seda, gracias a la cual entrarían en contacto el mundo clásico occidental y China.
¿Quiénes eran los partos? Originariamente eran los parnis, uno de esos pueblos nómadas indoeuropeos que surgieron en Asia central para crear y recrear una unidad política en las montañas de Irán y Mesopotamia. Se hicieron famosos por una capacidad militar característica: el lanzamiento de flechas por parte de sus jinetes. Sin embargo, no construyeron casi quinientos años de continuidad política solo sobre esta destreza. También heredaron la estructura administrativa que Alejandro dejó a los seléucidas, que, a su vez, aquel había adoptado de los persas. De hecho, en la mayoría de las cosas los partos eran más herederos que creadores; su gran dinastía utilizó el griego para sus documentos oficiales, y parece que no tuvieron ninguna legislación propia, sino que aceptaron enseguida la práctica vigente, ya fuera babilónica, persa o helenística.
Gran parte de los orígenes de la historia de este pueblo permanecen en la oscuridad. En el siglo III a.C. hubo un reino, cuyo centro sigue siendo desconocido, en Partia, pero no parece que los seléucidas reaccionaran con energía ante él. En el siglo II a.C., cuando la monarquía seléucida estaba mucho más ocupada en el frente occidental, dos hermanos, el menor de los cuales fue Mitrídates I, fundaron un imperio parto que, a la muerte del monarca, se extendía desde Bactriana (otro fragmento del legado seléucida que quedó finalmente separado de él casi al mismo tiempo que Partia) en el este hasta Babilonia en el oeste. Recordando deliberadamente a quienes le precedieron, Mitrídates se proclamaba en sus monedas el «gran rey». Su reino sufrió algunos reveses tras su muerte, pero su homónimo Mitrídates II recuperó el terreno perdido y fue aún más lejos. Los seléucidas estaban entonces confinados en Siria. En Mesopotamia, la frontera del imperio parto era el Éufrates, y los chinos entablaron relaciones diplomáticas con él. Las monedas de Mitrídates II llevaban inscrito el orgulloso título aqueménida de «Rey de Reyes», y es razonable inferir que la dinastía arsácida a la que Mitrídates pertenecía se vinculaba ahora deliberadamente al gran linaje persa. Pero el Estado parto parece mucho menos firme que el persa, y recuerda más a una agrupación feudal de nobles en torno a un jefe militar que a un Estado burocratizado.
En el Éufrates, Partia se enfrentaría finalmente a una nueva potencia surgida en Occidente. Más cerca de ellos que Partia y, por tanto, con menos justificación, incluso para los reinos helenísticos había pasado casi desapercibida la aparición de Roma, la nueva estrella del firmamento político de la que hablamos, de modo que siguieron su camino casi sin tener en cuenta lo que ocurría en el oeste. Los griegos occidentales, naturalmente, sabían más de ella, pero estuvieron mucho tiempo preocupados por la primera gran amenaza a la que se enfrentaban, Cartago, un misterioso Estado del que casi cabría decir que debía su existencia a la hostilidad hacia los griegos. Fundada por los fenicios hacia el 800 a.C., quizá ya entonces para contrarrestar la competencia comercial griega en las rutas del metal, Cartago había crecido hasta superar a Tiro y Sidón en riqueza y poder. Pero siguió siendo durante mucho tiempo una ciudad-estado que utilizaba la alianza y la conciliación en lugar de las conquistas y las guarniciones, y cuyos ciudadanos preferían el comercio y la agricultura a los combates. Por desgracia, la documentación de Cartago desapareció cuando, al final, la ciudad fue arrasada hasta sus cimientos, y sabemos poco de su historia.
Pero Cartago era sin duda un formidable competidor comercial para los griegos occidentales. En el 480 a.C., estos estaban confinados comercialmente a poco más que el valle del Rin, Italia y, sobre todo, Sicilia. Esta isla, y en concreto una de sus ciudades, Siracusa, eran la llave al Occidente griego. Siracusa protegió por primera vez a Sicilia de los cartagineses cuando los combatió y derrotó el mismo año de la batalla de Salamina. Durante la mayor parte del siglo V a.C., Cartago no molestó más a los griegos occidentales, y los habitantes de Siracusa pudieron volver a apoyar a las ciudades griegas de Italia contra los etruscos. Entonces, Siracusa se convirtió en el objetivo de la desafortunada expedición de Atenas a Sicilia (415413 a.C.) al ser el mayor de los estados griegos occidentales. Los cartagineses volvieron más adelante, pero Siracusa sobrevivió a la derrota para disfrutar poco después de su mayor período de poder, que ejerció no solo en la isla, sino en el sur de Italia y en el Adriático. Durante la mayor parte de este período estuvo en guerra con Cartago. Siracusa estaba pletórica de vigor; estuvo a punto de capturar Cartago, y otra expedición añadió Corcira (la actual Corfú) a sus posesiones en el Adriático. Pero, poco después del 300 a.C., era evidente que el poder cartaginés aumentaba mientras Siracusa tenía que enfrentarse a la amenaza romana en la Italia continental. Los sicilianos se enemistaron con un hombre que pudo haberles salvado, Pirro de Epiro, y a mediados del siglo los romanos eran los dueños de la tierra firme.
Había entonces tres actores principales en el escenario de Occidente, aunque el este helenístico parecía extrañamente desinteresado por lo que ocurría (si bien Pirro estaba al tanto). Quizá fuera una actitud miope, pero en aquel momento los romanos no se consideraban los conquistadores del mundo. Su entrada en las guerras púnicas, de las que saldrían victoriosos, fue motivada tanto por el temor como por la codicia. Luego se dirigieron hacia el este. Algunos griegos helenísticos comenzaron a darse cuenta, a finales del siglo, de lo que podía avecinarse. Una «nube en el oeste» fue una de las descripciones de la guerra entre Cartago y Roma, vista desde el este helenizado. Con independencia de su resultado, esta guerra iba a tener grandes repercusiones para todo el Mediterráneo. Sin embargo, el este demostraría que tenía fuerzas propias y capacidad de resistencia. Como dijo después un romano, Grecia tomaría cautivos a sus captores, helenizando todavía a más bárbaros.

5. Roma
A lo largo de todas las costas del Mediterráneo occidental, y en amplias regiones del oeste de Europa, de los Balcanes y de Asia Menor, pueden contemplarse aún los restos de una gran realización: el Imperio romano. En algunos lugares, sobre todo en la propia Roma, son muy abundantes. La explicación de por qué están ahí la ofrecen mil años de historia. Aun cuando dejáramos de evocar los logros de los romanos como con tanta frecuencia lo hacían nuestros antepasados, sintiéndose empequeñecidos ante ellos, aún podríamos estar perplejos, e incluso asombrados, por el hecho de que el hombre haya podido hacer tanto. Desde luego, cuanto más de cerca analizan los historiadores esos imponentes restos y más escrupulosamente tamizan los documentos que explican los ideales y las prácticas de Roma, más conscientes somos de que los romanos no fueron, después de todo, sobrehumanos. La grandeza que alcanzó a veces Roma parece más de oropel, y las virtudes que sus propagandistas proclamaron suenan a cháchara, como muchas consignas políticas actuales. Pero, después de todo, queda un asombroso y sólido núcleo de creatividad. Al final, Roma rehízo el marco de la civilización griega y, así, los romanos dieron forma a la primera civilización que abarcó todo Occidente, un logro del que ellos mismos fueron conscientes. Los romanos que evocaban el pasado cuando el imperio comenzó a tambalearse, se sentían tan romanos como aquellos que lo habían levantado. Y lo eran, aunque únicamente en el sentido de que creían en ese imperio. Pero ese era el sentido más importante. Pese a lo impresionante que fue en el terreno de lo material y a su ocasional vulgaridad, el núcleo de la explicación del logro romano fue una idea, la idea de la propia Roma, los valores que encarnó e impuso, la noción de lo que un día se llamaría romanitas.
Los romanos creían que esta idea tenía raíces profundas; decían que su ciudad había sido fundada por un tal Rómulo en el 753 a.C. No hay necesidad de tomárselo literalmente, pero la leyenda de la loba que amamantó a Rómulo y a su hermano gemelo, Remo, merece una pausa; es un buen símbolo de la deuda que tuvo Roma desde el principio con un pasado dominado por el pueblo etrusco, entre cuyos cultos existía una veneración especial por el lobo.
A pesar del rico legado arqueológico, con sus numerosas inscripciones, y del enorme esfuerzo que han hecho los especialistas para descifrar su significado, los etruscos siguen siendo un pueblo misterioso. Lo único que se ha delimitado con cierta seguridad es la naturaleza general de la cultura etrusca, pero no su historia ni su cronología. Diferentes expertos han discutido sobre el nacimiento de la civilización etrusca y han dado fechas que van desde el siglo X hasta el siglo VII a.C. Tampoco han podido ponerse de acuerdo sobre la procedencia de los etruscos; una hipótesis apunta a que era un pueblo que inmigró procedente de Asia inmediatamente después del final del imperio hitita, pero hay varias posibilidades más que tienen también sus defensores. Lo único evidente es que no fueron los primeros italianos; sean cuales sean el momento en que llegaron a la península y su procedencia, Italia ya era entonces un mosaico de pueblos.
Entre ellos, probablemente había aún en aquella época algunos pobladores autóctonos, a cuyos antepasados se habían unido los invasores indoeuropeos en el segundo milenio a.C. En los siguientes mil años, algunos de estos itálicos desarrollaron culturas avanzadas. Aproximadamente hacia el 1000 a.C. trabajaban el hierro. Es probable que los etruscos adoptaran esta técnica de los pueblos que les antecedieron, posiblemente de una cultura llamada de Villanova (por el yacimiento arqueológico situado cerca de la moderna Bolonia). Los etruscos elevaron el nivel de la metalurgia y explotaron con vigor los yacimientos de hierro de la isla de Elba, frente a la costa de Etruria. Con sus armas de hierro, parece ser que establecieron una hegemonía etrusca que, en su máximo apogeo, abarcó todo el centro de la península, desde el valle del Po hasta la Campania. Su organización sigue siendo desconocida, pero Etruria fue probablemente una federación flexible de ciudades gobernadas por reyes. Los etruscos conocían la escritura y utilizaban un alfabeto derivado del griego que pudieron haber adquirido de las ciudades de la Magna Grecia (aunque sus textos apenas pueden entenderse actualmente), y eran relativamente ricos.
En el siglo VI a.C., los etruscos estaban instalados en una importante cabeza de puente, en la ribera meridional del río Tíber. Este era el emplazamiento de Roma, una de las muchas pequeñas ciudades de los latinos, pueblo procedente de la Campania que llevaba tiempo establecido allí. Gracias a esta ciudad, parte del legado etrusco sobrevivió para confluir en la tradición europea, en la que finalmente se perdió. Hacia el final del siglo VI a.C., Roma se liberó del dominio etrusco en el curso de una rebelión de las ciudades latinas contra sus amos. Hasta entonces, la ciudad había estado gobernada por reyes, el último de los cuales, según dice la tradición posterior, fue expulsado en el 509 a.C. Cualquiera que sea la fecha exacta, este fue sin duda el momento en que el poder etrusco, sometido a grandes tensiones debido a la guerra con los griegos occidentales, cayó ante los latinos, que a partir de entonces siguieron su propio camino. Sin embargo, Roma conservaría gran parte de su pasado etrusco, a través del cual había tenido acceso por primera vez a la civilización griega, con la que siguió en contacto tanto por tierra como por mar. Roma era un nudo de importantes rutas terrestres y marítimas, situada suficientemente Tíber arriba como para tender un puente, pero no tanto como para no poder llegar a ella en barcos grandes. La fertilización por la influencia griega fue quizá su herencia más importante, pero Roma también siguió utilizando muchas instituciones etruscas. Una de ellas era la forma en que organizaba a su población en «centurias» para fines militares; otros ejemplos, más superficiales pero asombrosos, eran los combates de gladiadores, los triunfos cívicos y la lectura de augurios, en virtud de la que consultaban las entrañas de animales sacrificados para conocer el futuro.
La república duraría más de cuatrocientos cincuenta años, e incluso después sobrevivirían los nombres de sus instituciones. Los romanos siempre dieron mucha importancia a la continuidad y a su fiel adhesión (o censurable no adhesión) a las buenas y antiguas costumbres de la primera república. Había parte de realidad en estas reivindicaciones, tanta como, por ejemplo, en las reivindicaciones de continuidad del sistema parlamentario en Gran Bretaña o en las de la sabiduría de los padres de la patria que fundaron Estados Unidos al redactar una constitución que aún funciona con éxito. Pero, naturalmente, con el paso de los siglos se produjeron grandes cambios que erosionaron la continuidad institucional e ideológica. Los historiadores siguen sin ponerse de acuerdo sobre la forma de interpretarlos. Pero, a pesar de estos cambios, las instituciones de Roma hicieron posible un Mediterráneo romano y un imperio romano que se extendía mucho más allá de aquel, y que sería la cuna de Europa y del cristianismo. Así pues, Roma, al igual que Grecia (que llegó posteriormente a mucha gente solo a través de Roma), dio forma a gran parte del mundo moderno. No solo en un sentido físico seguimos viviendo entre sus ruinas.
En términos generales, los cambios de la época de la república fueron el síntoma y el resultado de dos procesos principales. Uno fue la decadencia; de forma gradual, las instituciones de la república dejaron de funcionar. No pudieron seguir conteniendo las realidades políticas y sociales y, al final, esto las destruyó, aun cuando sus nombres sobrevivieron. El otro fue la extensión del dominio romano, primero más allá de la ciudad y después más allá de Italia. Durante dos siglos aproximadamente, ambos procesos se dieron con bastante lentitud.
La política interior tenía sus raíces en unos mecanismos concebidos en principio para impedir la vuelta de la monarquía. La teoría constitucional se expresaba con concisión en la divisa que llevaron inscrita los monumentos y estandartes de Roma hasta bien entrada la época imperial, «SPQR», siglas de las palabras latinas «el Senado y el Pueblo Romano». En teoría, la soberanía siempre residía en última instancia en el pueblo, que actuaba a través de una complicada serie de asambleas a las que asistían personalmente todos los ciudadanos (aunque, desde luego, no todos los habitantes de Roma eran ciudadanos), de modo similar a como se hacía en muchas ciudades-estado griegas. Así pues la dirección general de los asuntos era responsabilidad del Senado, que dictaba las leyes y regulaba el trabajo de los magistrados elegidos. Así pues, la mayor parte de las cuestiones políticas importantes de la historia romana se expresaban habitualmente en forma de tensiones entre los dos polos del Senado y el pueblo.
Por sorprendente que pueda parecer, las luchas internas de los primeros tiempos de la república debieron de ser relativamente incruentas. Su secuencia es compleja y a veces misteriosa, pero el resultado general fue que dieron al conjunto del cuerpo ciudadano una mayor intervención en los asuntos de la república. El Senado, donde se concentraba la dirección política, representaba, hacia el año 300 a.C., a una clase gobernante que era una amalgama de los antiguos patricios de la época pre republicana con los más ricos de la plebe, como se denominaba al resto de los ciudadanos. Los miembros de este órgano constituían una oligarquía que se renovaba a sí misma, aunque por lo general se excluía a algunos en cada censo (que se realizaba una vez cada cinco años). Su núcleo era un grupo de familias nobles cuyos orígenes puede que fueran plebeyos, pero entre cuyos antepasados había hombres que habían ocupado el cargo de cónsul, la más elevada de las magistraturas.
A finales del siglo VI a.C., los últimos reyes habían sido sustituidos por dos cónsules. Nombrados para ocupar el cargo durante un año, gobernaban a través del Senado, del que eran sus miembros más importantes. Los cónsules debían ser hombres con experiencia y peso, ya que tenían que pasar previamente por al menos dos niveles inferiores de responsabilidad, como cuestores y como pretores, antes de poder ser cónsules. Los cuestores (de los que se elegían veinte al año) se convertían también automáticamente en miembros del Senado. Estos mecanismos daban a la élite gobernante romana una gran cohesión y competencia, ya que el ascenso al cargo máximo dependía de una selección de varios candidatos que habían sido probados e instruidos en sus funciones. Es indiscutible que esta constitución funcionó bien durante mucho tiempo. Roma nunca careció de hombres capaces. Pero encubría la tendencia natural de la oligarquía a descomponerse en facciones, ya que, con independencia de las victorias que obtuviera la plebe, el funcionamiento del sistema garantizaba que gobernaran los ricos y estos eran quienes se disputaban entre ellos el derecho a ocupar los cargos. Incluso en el colegio electoral que se suponía que representaba a todo el pueblo, la comitia centuriata, la organización daba una influencia desmesurada y desproporcionada a los ricos.
 «Plebe» es un término equívocamente simplista, puesto que representó diferentes realidades sociales en diferentes momentos. La conquista y la emancipación ampliaron poco a poco las fronteras de la ciudadanía, que incluso en sus primeras fases iban más allá de la ciudad y sus alrededores, a medida que se incorporaban otras ciudades a la república. En aquella época, el ciudadano típico era un campesino. La base de la sociedad romana fue siempre agrícola y rural. Es significativo que la palabra latina que significaba «dinero», pecunia, derive de la palabra que representaba un rebaño de ovejas o de ganado vacuno, y que la medida romana de la tierra fuera el iugerum, la extensión que podían arar en un día dos bueyes. La relación de la tierra con la sociedad a la que alimentaba cambió durante la república, pero su base fue siempre la población rural. El predominio que adquirió más tarde la imagen de la Roma imperial como una gran ciudad parásita, oculta esta realidad.
Los ciudadanos libres que componían el grueso de la población de la primera república eran campesinos, algunos mucho más pobres que otros. Jurídicamente, estaban agrupados en complicadas combinaciones cuyas raíces se hundían en el pasado etrusco. Estas distinciones carecían de relevancia económica, aunque habían tenido importancia constitucional a efectos electorales, y nos dicen menos de las realidades sociales de la Roma republicana que las distinciones que hacía el censo romano entre quienes podían disponer de las armas y la armadura necesarias para servir como soldados, aquellos cuya única contribución al Estado era tener hijos (los proletarii), y aquellos a quienes se contaba únicamente como cabezas porque no tenían propiedades ni familia. Por debajo de todos ellos, desde luego, estaban los esclavos.
Hubo una tendencia persistente, que se aceleró con rapidez en los siglos III y II a.C., por la que muchos de los plebeyos que habían conservado cierta independencia gracias a la posesión de tierras propias se hundieron en la pobreza. Mientras tanto, a medida que las conquistas reportaban nuevas riquezas, la nueva aristocracia acrecentaba su cuota relativa de tierras. Fue un proceso largo y, mientras se producía, aparecieron nuevas subdivisiones de interés social y peso político. Además, para añadir otro factor de complejidad, se desarrolló la práctica de conceder la ciudadanía a los aliados de Roma. La república fue testigo de un aumento gradual de la clase ciudadana, pero de una reducción real de la capacidad de esta para influir en los acontecimientos.
La disminución de la influencia de la clase ciudadana no se debió solo a que la riqueza llegó a tener gran importancia en la política romana. También fue fruto de que todo tenía que hacerse en Roma, aunque no había mecanismos de representación que pudieran reflejar efectivamente los deseos, ni siquiera los de los ciudadanos romanos que vivían en la superpoblada ciudad, y no digamos ya de los que estaban repartidos por toda Italia. Lo que tendía a ocurrir, por el contrario, era que la amenaza de negarse a realizar el servicio militar o la de marcharse de Roma y fundar una ciudad en otro lugar permitieron a la plebe limitar en cierto modo los poderes del Senado y de los magistrados. Además, después del 366 a.C., uno de los dos cónsules tenía que ser un plebeyo, y en el 287 a.C. las decisiones de la asamblea plebeya recibieron rango absoluto de ley. No obstante, la principal restricción que pesaba sobre los gobernantes tradicionales era la impuesta por los diez tribunos de la plebe elegidos por votación popular, que podían hacer leyes o vetarlas (un solo veto era suficiente) y que estaban día y noche a disposición de los ciudadanos que se sintieran injustamente tratados por un magistrado. Los tribunos tenían su máximo peso en épocas de gran sensibilidad social o de divisiones personales en el Senado, que obligaban a los políticos a cortejarles. En los comienzos de la república, y a menudo después, los tribunos, que eran miembros de la clase gobernante y a veces nobles, trabajaban casi siempre sin roces excesivos con los cónsules y con el resto del Senado. El talento y la experiencia administrativos de esta institución, y el realce de su prestigio debido a su liderazgo en la guerra y en las situaciones de emergencia, apenas sufrieron menoscabo hasta que se produjeron cambios sociales lo bastante graves como para amenazar con el hundimiento de la propia república.
Los mecanismos constitucionales de los comienzos de la república eran, por tanto, muy complicados, pero efectivos. Impidieron revoluciones violentas y permitieron cambios graduales. Pero no serían más importantes para nosotros que los de Tebas o Siracusa de no ser por que hicieron posible y presidieron la primera fase de expansión victoriosa del poder romano. La historia de las instituciones de la república es importante incluso para períodos posteriores debido a lo que significó la propia república. Casi todo el siglo V a.C. se empleó en dominar a los vecinos de Roma, duplicándose así el territorio de esta. A continuación, fueron sometidas las demás ciudades de la Liga Latina; cuando algunas se rebelaron a mediados del siglo IV a.C., se las obligó a volver en condiciones más duras. Fue en cierto modo algo parecido a la versión terrestre del imperio ateniense de cien años antes; la política romana era dejar que sus «aliados» se gobernaran a sí mismos, siempre y cuando suscribieran la política exterior de Roma y proporcionaran contingentes al ejército romano. Por otra parte, la política romana favorecía a los grupos dominantes establecidos en las demás comunidades italianas, y las familias aristocráticas romanas multiplicaron sus vínculos personales con ellos. Además, los habitantes de esas comunidades adquirían los derechos de ciudadanía si emigraban a Roma. Así, la hegemonía etrusca en la Italia central, la región más rica y más desarrollada de la península, fue sustituida por la romana.
El poder militar romano aumentó en la medida en que lo hizo el número de estados súbditos. El propio ejército de la república se basaba en el reclutamiento forzoso.

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Todos los ciudadanos varones que tenían propiedades estaban obligados a ingresar en el ejército si se les llamaba a filas, y el servicio era duro: dieciséis años para un soldado de infantería, y diez para la caballería. El ejército estaba organizado en legiones de cinco mil hombres que combatían al principio en sólidas falanges armadas con largas lanzas semejantes a picas. No solo sometió a los vecinos de Roma, sino que en el siglo IV a.C. también rechazó una serie de incursiones de los galos del norte, si bien estos llegaron en una ocasión a saquear Roma (390 a.C.). Las últimas guerras de este período de formación se produjeron al final del siglo IV a.C., cuando los romanos conquistaron a los pueblos samnitas de los Abruzos. Entonces, la república pudo aprovechar efectivamente los recursos humanos aliados de toda la Italia central.
Roma se encontró al fin cara a cara con las ciudades griegas occidentales, la más importante de las cuales, con diferencia, era Siracusa. A principios del siglo III a.C., los griegos pidieron la ayuda de un gran jefe militar de la Grecia continental, Pirro, rey de Epiro, que combatió contra los romanos y contra los cartagineses (280-275 a.C.), pero que solo logró las victorias costosas e inútiles a las que desde entonces se ha dado su nombre. Pirro no pudo destruir la amenaza que representaba Roma para los griegos occidentales. En unos años, estos quedaron atrapados, les gustara o no, en medio de las guerras entre Roma y Cartago, en las que todo el Mediterráneo occidental estaba en juego: las guerras púnicas.
Las guerras púnicas constituyen un duelo que duró más de un siglo. Su nombre procede de la traducción latina de la palabra fenicio y, por desgracia, solo tenemos la versión romana de lo ocurrido. Hubo tres estallidos del conflicto, pero los dos primeros solventaron la cuestión del predominio. En el primero (264-241 a.C.), los romanos comenzaron por primera vez una guerra naval a gran escala. Con su nueva flota, tomaron Sicilia y se establecieron en Cerdeña y Córcega. Siracusa abandonó una alianza anterior con Cartago, y la Sicilia occidental y Cerdeña se convirtieron en las primeras provincias romanas —un paso trascendental—, en el 227 a.C.
Este fue solo el primer asalto. Cuando declinaba el siglo III a.C., el resultado final era todavía incierto, y aún se discute qué parte, en esta delicada situación, fue la responsable del comienzo de la segunda guerra púnica (218-201 a.C.), la más importante de las tres, y que se desarrolló en un escenario inmenso, ya que, cuando se inició, los cartagineses estaban establecidos en España. Los romanos habían prometido dar su protección a algunas ciudades griegas de España, y el ataque y saqueo de una de ellas por el general cartaginés Aníbal dieron comienzo a la guerra. Esta es famosa por la gran marcha de Aníbal sobre Italia y por su paso a través de los Alpes con un ejército que incluía elefantes, que culminó en las aplastantes victorias cartaginesas del lago Trasimeno y Cannas (años 217 y 216 a.C.), donde cayó derrotado un ejército romano que duplicaba al de Aníbal. Entonces el dominio de Roma sobre Italia se tambaleó; algunos de sus aliados y vasallos comenzaron a sentir un nuevo respeto hacia el poder cartaginés. Casi todo el sur cambió de bando, aunque la Italia central permaneció leal a Roma. Sin más recursos que sus propios ejércitos, y con la enorme ventaja de que Aníbal carecía de los hombres necesarios para sitiar Roma, esta resistió y se salvó. Aníbal combatía en un medio rural cada vez más desolador y lejos de su base. Los romanos destruyeron sin piedad Capua, aliada rebelde, sin que Aníbal acudiera a ayudarla, y después emprendieron con audacia un ataque contra las posesiones de Cartago, especialmente las de España. En el 209 a.C., los romanos tomaron Cartago Nova (Cartagena). Después de desbaratar un intento del hermano menor de Aníbal de enviarle refuerzos en el 207 a.C., los romanos llevaron sus ofensivas a la misma África. Hasta allí tuvo que seguirles Aníbal, para encontrar finalmente la derrota en Zama, en el 202 a.C., año en que concluyó la guerra.
Esta batalla significó algo más que una guerra: decidió la suerte de todo el Mediterráneo occidental. Una vez que el valle del Po fue absorbido, a principios del siglo II a.C., Italia pasó a ser, con independencia de las formas, un solo Estado gobernado por Roma. La paz impuesta a Cartago fue humillante e inclemente. La venganza romana persiguió al propio Aníbal y le empujó hasta el exilio en la corte seléucida. Comoquiera que Siracusa se había aliado una vez más con Cartago durante la guerra, su osadía fue castigada con la pérdida de su independencia; fue el último Estado griego de la isla. Toda Sicilia era ahora romana, al igual que el sur de España, donde se creó otra provincia.
La expansión romana no se limitó al Mediterráneo occidental. Estos acontecimientos abrieron a los romanos las puertas del este. Al término de la segunda guerra púnica, resulta tentador imaginarse a Roma en una encrucijada: por un lado, estaba la alternativa de la moderación y del mantenimiento de la seguridad en Occidente, y, por otro, la de la expansión y el imperialismo en Oriente. Pero esto simplifica en demasía la realidad. Las cuestiones orientales y occidentales ya estaban demasiado enmarañadas como para sostener una antítesis tan simple. Ya en el 228 a.C., los romanos habían sido admitidos en los juegos ístmicos griegos; era un reconocimiento, si bien solo formal, de que para algunos griegos Roma era ya una potencia civilizada y parte del mundo helenístico. A través de Macedonia, ese mundo ya había participado directamente en las guerras de Italia, en las que Macedonia fue aliada de Cartago; Roma había optado, por tanto, por las ciudades griegas que se oponían a Macedonia, comenzando así a introducirse en la política griega. Cuando, en el 200 a.C., Atenas, Rodas y un rey de Pérgamo pidieron ayuda para luchar contra Macedonia y los seléucidas, los romanos ya estaban mentalmente preparados para emprender la aventura oriental. Sin embargo, no es probable que ninguno de ellos fuera consciente de que esto podía ser el comienzo de una serie de empresas de las que surgiría un mundo helenístico dominado por Roma.
Había otro cambio en las actitudes romanas que aún no se había completado, pero que empezaba a ser efectivo. Cuando se inició la guerra con Cartago, es probable que la mayoría de los romanos de las clases superiores la considerasen esencialmente defensiva. Algunos siguieron temiendo incluso al enemigo mutilado que quedó después de Zama. El llamamiento de Catón, a mediados del siglo siguiente —«Hay que destruir Cartago»—, sería famoso como expresión de una hostilidad implacable nacida del miedo. Sin embargo, las provincias conquistadas con la guerra habían empezado a despertar nuevas posibilidades en las mentes de los hombres y pronto ofrecieron otros motivos para su continuación. Los esclavos y el oro procedentes de Cerdeña, España y Sicilia abrieron enseguida los ojos de los romanos a lo que podían ser las recompensas del imperio. Estos países no recibían el mismo trato que la Italia continental; no eran aliados, sino fuentes de recursos que había que administrar y gravar con impuestos. Por otra parte, se desarrolló en la república la costumbre de que los generales repartieran parte del botín de la victoria entre sus tropas.
Los pormenores son complicados, pero las principales etapas de la expansión romana en Oriente en el siglo II a.C. son bastante evidentes. La conquista y reducción de Macedonia a provincia se lograron en una serie de guerras que finalizaron en el 148 a.C.; ni las falanges ni los generales de Macedonia eran ya lo que habían sido. Mientras tanto, las ciudades de Grecia también habían sido reducidas al vasallaje y obligadas a enviar rehenes a Roma. La intervención de un rey sirio provocó la primera entrada de fuerzas romanas en Asia Menor; después llegaron la desaparición del reino de Pérgamo, la hegemonía romana en el Egeo y el establecimiento de la nueva provincia en Asia en el 133 a.C. Por su parte, la conquista del resto de España salvo el noroeste, la creación de una confederación tributaria en Iliria y la organización en provincias del sur de Francia en el 121 a.C., hicieron que todas las costas que se extendían desde Gibraltar hasta Tesalia quedaran sometidas al dominio de Roma. Por último, en el 149 a.C., con el comienzo de la tercera y última guerra púnica, llegó la oportunidad largo tiempo esperada por los enemigos de Cartago. Tres años después, la ciudad de Cartago estaba destruida, se habían labrado los terrenos donde esta se asentaba y en su lugar existía una nueva provincia romana, África.
Así fue como la república devino imperio. Como todos los imperios, pero quizá de forma más evidente que en ningún otro anterior, su aparición se debió tanto al cambio como al propósito. El miedo, el idealismo y, finalmente, la codicia fueron los impulsos entremezclados que enviaron a las legiones cada vez más lejos. El poder militar fue la base última del imperio romano, y se mantuvo con la expansión. El número de hombres sería decisivo a la hora de derrotar la experiencia y la tenacidad cartaginesas, y el ejército romano era grande. Podía obtener sus efectivos de un contingente en expansión de hombres de primera clase procedentes de aliados y satélites, y el dominio de la república proporcionaba orden y un gobierno estable a los nuevos súbditos. Las unidades básicas del imperio eran las provincias, cada una de ellas bajo el mando de un gobernador con poderes consulares que ocupaba el cargo formalmente durante un año. Junto a él había un funcionario que se ocupaba de los impuestos.
El imperio tuvo inevitablemente consecuencias políticas en el interior. En primer lugar, hizo aún más difícil asegurar la participación popular —es decir, la participación de los ciudadanos pobres— en el gobierno. La guerra prolongada reforzó el poder cotidiano y la autoridad moral del Senado, y hay que decir que su actuación fue notable. Pero la expansión del territorio puso de manifiesto aún más defectos, ya evidentes en la extensión del dominio romano sobre Italia. Surgieron problemas graves y sin precedentes. Uno de ellos era el que planteaban las nuevas oportunidades que la guerra y el imperio daban a los generales y gobernadores de las provincias. Las fortunas que se amasaban, y se amasaban con rapidez, eran inmensas; hasta la época de los conquistadores españoles o de la Compañía de las Indias Orientales británicas, no hubo recompensas tan fáciles de obtener para quienes estaban en el lugar correcto en el momento adecuado. Gran parte de esto era legal; otra parte no era más que saqueo y robo. Es significativo que en el 149 a.C. se creó un tribunal especial para ocuparse de la extorsión ilegal por parte de funcionarios. Fuera cual fuese su naturaleza, el acceso a estas riquezas solo podía obtenerse a través de la participación en la política, ya que era el Senado el que elegía a los gobernadores de las nuevas provincias y el que nombraba a los recaudadores de impuestos que les acompañaban, de entre los miembros de la clase acomodada, pero plebeya, de equites o «caballeros».
Otro punto débil constitucional surgió porque el principio de elección anual de magistrados fue abandonándose en la práctica con cada vez mayor frecuencia. Las guerras y rebeliones en las provincias daban lugar a situaciones de emergencia que fácilmente superaban a los cónsules elegidos por su capacidad política, por lo que, inevitablemente, el poder consular cayó en manos de aquellos que podían hacer frente a las emergencias con eficacia, y que normalmente eran generales experimentados. Es un error pensar que los dirigentes de la república eran soldados profesionales en el sentido moderno del término; eran miembros de la clase gobernante que podían tener una carrera profesional de éxito como funcionarios, jueces, abogados, políticos e incluso sacerdotes. Una de las claves de la pericia administrativa de Roma era su aceptación del principio de no especialización en sus gobernantes. Sin embargo, un general que permaneciera años con su ejército se convertía en una especie de animal político diferente de los cónsules de la primera época de la república, que dirigían un ejército durante una campaña y regresaban después a Roma y a la política. Paradójicamente, era una debilidad que los gobernantes provinciales tuvieran un mandato anual. Ahí aparecía la tentación, la oportunidad de su vida. Si esta fue una de las vías por las que se introdujo la irresponsabilidad en la estructura administrativa, había entre los generales triunfantes que llevaban tiempo en el campo de batalla una tendencia paralela: trataban de obtener para sí la lealtad que los soldados debían a la república. Por último, existía incluso una especie de corrupción socializada, ya que todos los ciudadanos romanos se beneficiaban de un imperio que hacía posible su exención de todo impuesto directo, pues las provincias pagaban por ellos. La conciencia de estos males subyace en gran parte de las condenas moralizantes y de los discursos sobre la decadencia que surgieron en el siglo I a.C., cuando su impacto se dejó sentir de lleno.
Otro cambio que trajo el imperio fue una mayor difusión de la helenización. Aquí nos encontramos con dificultades de definición. En cierta medida, la cultura romana ya estaba helenizada antes de que la conquista se extendiera más allá de Italia. La adopción consciente por la república de la causa independentista de las ciudades griegas frente a Macedonia fue un síntoma de ello. Por otro lado, al margen de lo que ya poseía Roma, una gran parte solo pudo pertenecerle tras un contacto más directo con el mundo helenizado. En última instancia, para muchos griegos Roma era otra potencia bárbara, casi tan mala como Cartago. La leyenda de la muerte de Arquímedes, atravesado por la espada de un soldado romano que no sabía quién era mientras reflexionaba sobre algunos problemas geométricos trazados en la arena, es todo un símbolo.
Con el imperio, el contacto con el mundo helenizado se hizo directo y el flujo de la influencia helenística, múltiple y frecuente. La posteridad se maravillaría ante la pasión romana por los baños, una costumbre que aprendieron del Oriente helenizado. Las primeras obras de la literatura romana fueron traducciones de las obras de teatro griegas, y las primeras comedias en latín eran imitaciones de modelos griegos. El arte comenzó a llegar a Roma a través del robo y del saqueo, pero el estilo griego —sobre todo su arquitectura— ya era familiar en las ciudades occidentales. También hubo un trasvase de población. Uno de los millares de rehenes enviados a Roma desde las ciudades griegas a mediados del siglo II a.C. fue Polibio, que proporcionó a Roma su primera historia científica, en la tradición de Tucídides. Su historia sobre los años 220 a 146 a.C. era una exploración consciente de un fenómeno que, en su opinión, marcaba una nueva época: el triunfo de Roma al derrotar a Cartago y conquistar el mundo helenístico. Polibio fue el primer historiador que reconoció un complemento a la temprana labor civilizadora de Alejandro en la nueva unidad que Roma confirió al Mediterráneo. También admiraba el aire desinteresado que parecían dar los romanos al gobierno imperial; un recordatorio que oponer a la denuncia por los propios romanos de su debilidad al final de la época republicana.
El mayor triunfo de Roma radicó en que trajo la paz, y hubo una segunda gran era helenística en la que los hombres podían viajar sin obstáculos de un extremo a otro del Mediterráneo. Las cualidades esenciales de la estructura que la sostenía ya existían con la república, sobre todo en el cosmopolitismo alentado por la administración romana, que trató de no imponer un modelo uniforme de vida, limitándose a recaudar impuestos, mantener la paz y regular las disputas de los hombres con una ley común. Los grandes logros de la jurisprudencia romana estaban aún lejos, pero la primera república, hacia el 450 a.C., puso en marcha la definición de la ley romana con la consolidación de las Doce Tablas, que los pocos niños romanos que tenían la suerte de ir a la escuela debían aprender de memoria incluso cientos de años después. Sobre ellas se erigió finalmente un marco dentro del cual podrían sobrevivir muchas culturas para contribuir a una civilización común.
Es conveniente terminar con la historia de la difusión del dominio de la república romana hasta sus límites antes de estudiar hasta qué punto este éxito tuvo consecuencias funestas. La Galia Transalpina (el sur de Francia) era una provincia en el 121 a.C., pero, al igual que el norte de Italia, seguía sufriendo de vez en cuando incursiones de las tribus celtas. El valle del Po recibió la categoría de provincia, como la Galia Cisalpina, en el 89 a.C., y casi cuarenta años después, en el 51 a.C., se conquistó el resto de la Galia (aproximadamente el norte de Francia y Bélgica), con lo que se puso fin al peligro celta. Mientras tanto, se habían hecho más conquistas en el este. El último rey de Pérgamo había legado su reino a Roma en el 133 a.C. A ello le siguieron la adquisición de Cilicia, a principios del siglo I a.C., y después una serie de guerras con Mitrídates, rey del Ponto, un Estado del mar Negro. El resultado fue la reorganización de Oriente Próximo, quedando Roma en posesión de la franja costera que iba desde Egipto hasta el mar Negro, toda ella dividida en reinos y provincias dependientes de Roma (una de las cuales se llamaba «Asia»). Por último, Chipre fue anexionada en el 58 a.C.
El contrapunto del éxito continuo y aparentemente irresistible en el exterior fueron, irónicamente, las disputas crecientes en el interior, cuya clave era la restricción del acceso a los cargos públicos a los miembros de la clase gobernante. Las instituciones electorales y las convenciones políticas habían emprendido caminos divergentes debido a dos graves problemas a largo plazo. El primero era el gradual empobrecimiento de los campesinos italianos, que habían sido la figura típica de la primera república. Varias fueron sus causas, pero en su raíz estaba el alto coste de la segunda guerra púnica; no solo los soldados reclutados habían estado ausentes durante muchos años, en campañas militares casi continuas, sino que los daños físicos en el sur de Italia fueron tremendos. Mientras tanto, quienes tuvieron la suficiente suerte como para amasar una fortuna en la aventura imperial, la invirtieron en el único valor existente: la tierra. El efecto a largo plazo fue la concentración de la propiedad en grandes haciendas trabajadas generalmente por esclavos, cuyo precio se había abaratado por las guerras. No había sitio en ellas para el pequeño propietario, que tuvo que buscar su sustento en la ciudad y arreglárselas como pudiera; ciudadano romano en teoría y proletario en la práctica. Pero como ciudadano aún tenía un voto. Para quienes tenían riquezas y ambición política, se convirtió en alguien a quien comprar o intimidar. Dado que el camino hacia un cargo lucrativo pasaba por las elecciones populares, la política de la república fue reflejando cada vez más el poder del dinero. Esto tuvo a su vez repercusiones en toda Italia. Una vez que se puso precio a los votos, el proletariado urbano de Roma no recibió precisamente con agrado su continua devaluación merced a la extensión de los derechos cívicos a otros italianos, aunque los aliados de Roma tuvieran que soportar la carga del reclutamiento.
Otro problema fue un cambio en el ejército. Las legiones tenían más de cuatrocientos años de historia bajo la república y apenas cabe resumir su evolución en una fórmula sencilla, pero, si queremos una, quizá la mejor sea decir que el ejército fue haciéndose cada vez más profesional. Después de las guerras púnicas era imposible seguir dependiendo únicamente de soldados que combatieran durante el tiempo de que podían disponer cuando no labraban las tierras. El peso del reclutamiento siempre había sido gravoso, y se volvió impopular. Cuando las campañas se llevaban a los hombres cada vez más lejos un año tras otro, y cuando las guarniciones tenían que permanecer a veces decenios en las provincias conquistadas, incluso la fuente romana de hombres mostró señales de agotamiento. En el 107 a.C., un cambio formal registró lo que estaba ocurriendo: se abolió el requisito de la propiedad para realizar el servicio militar. Esta innovación fue obra de un cónsul llamado Mario, que resolvió así el problema del reclutamiento, ya que después de esto hubo por lo general suficientes voluntarios pobres que hicieron innecesario el reclutamiento forzoso. El servicio militar seguía estando limitado a los ciudadanos, pero había muchos; al final, sin embargo, el propio servicio conferiría la ciudadanía. Otra innovación de Mario fue dar a las legiones sus «águilas», los estandartes que fueron tan importantes para su espíritu de cuerpo, un símbolo que compartía las cualidades de un ídolo y las de un moderno distintivo de regimiento. Estos cambios convirtieron gradualmente al ejército en una nueva fuerza política, apropiada para un hombre como Mario, que era un general capaz y muy solicitado para servir en provincias. De hecho, el cónsul exigió un juramento personal de lealtad a uno de los ejércitos que tuvo bajo su mando.
La brecha cada vez mayor que separaba a ricos y pobres en la Italia central, a medida que los campesinos dejaban su lugar a grandes haciendas compradas (y abastecidas de esclavos) gracias a los botines del imperio, y las nuevas posibilidades que se abrían para los soldados políticos, resultaron finalmente fatales para la república. A finales del siglo II a.C., los hermanos Graco, tribunos de la plebe, trataron de resolver el problema social de la única forma posible en una economía agraria, a través de una reforma agrícola, así como reduciendo el poder del Senado y dando a los équites más funciones en el gobierno. Trataron, de hecho, de repartir la riqueza del imperio, pero sus intentos solo les condujeron a la muerte. Esto mismo señaló el principio del aumento de los litigios en política; en el último siglo de la república, las divisiones entre facciones alcanzaron su punto culminante porque los políticos sabían que sus vidas podían estar en juego. También fue el comienzo de lo que se viene denominando la «revolución romana», ya que se abandonaron las convenciones políticas republicanas cuando Tiberio Graco (el mayor de los hermanos), entonces cónsul, persuadió a la plebe para que derrocara al tribuno que había vetado su proyecto sobre la tierra, y anunció así que no aceptaría la burla tradicional de la voluntad popular mediante la prerrogativa del veto de los tribunos.
El caos final de la república se precipitó en el año 112 a.C. con una nueva guerra, desatada cuando un rey norteafricano mató a un gran número de comerciantes romanos. No mucho después, una oleada de invasores bárbaros del norte amenazó el poder de Roma en la Galia. La emergencia fue una oportunidad para el cónsul Mario, que se enfrentó con éxito a los enemigos de la república, pero a costa de otra innovación constitucional más, ya que fue elegido cónsul durante cinco años consecutivos. Fue, de hecho, el primero de una serie de jefes militares que dominarían el último siglo de la república, ya que a esta guerra siguieron rápidamente otras. La exigencia de que se extendiera la ciudadanía romana a los demás estados latinos e italianos aumentó hasta que, al final, estos aliados (socii) se rebelaron en la llamada, en cierto modo erróneamente, «guerra social» del 90 a.C.

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Solo se les consiguió pacificar con concesiones que convirtieron en papel mojado la idea de que la soberanía popular radicaba en última instancia en las asambleas populares romanas; la ciudadanía se extendió a la mayor parte de Italia. Entonces llegaron nuevas guerras en Asia, de las que surgió otro general con ambiciones políticas, Sila. Hubo una guerra civil, Mario murió después de ser elegido de nuevo cónsul, y Sila regresó a Roma en el 82 a.C. para iniciar una dictadura (votada por el Senado), en la que persiguió sin piedad a sus oponentes exponiendo públicamente sus nombres (lo que significaba que todo el que pudiera hacerlo tenía derecho a darles muerte), y que supuso un ataque a los poderes populares de la constitución y un intento de restauración de los poderes del Senado.
Un antiguo partidario y protegido de Sila fue el joven Pompeyo. Sila había impulsado su carrera dándole cargos que normalmente solo podían ocupar los cónsules, y en el 70 a.C. fue elegido también cónsul. Pompeyo partió hacia el este tres años después para eliminar a los piratas del Mediterráneo, y siguió adelante hasta conquistar inmensos territorios en Asia en las guerras contra el Ponto. La juventud de Pompeyo, su éxito y sus notables aptitudes hicieron temer que fuera un dictador en potencia. Pero las interrelaciones en la política romana eran complejas. Con el paso de los años, aumentaron los desórdenes en la capital y la corrupción en los círculos gobernantes. Se intensificó el temor a una dictadura, pero era el temor de una de las diversas facciones oligárquicas, y cada vez estaba menos claro dónde estaba el peligro. Por otra parte, había una amenaza a la que se tardó mucho tiempo en prestar atención.
En el 59 a.C., había sido elegido cónsul otro aristócrata, sobrino de la esposa de Mario, el joven Julio César. Durante un tiempo, César colaboró con Pompeyo. El consulado le llevó al mando del ejército de la Galia y a una sucesión de brillantes campañas en los siguientes siete años, que culminaron con su conquista total. Aunque seguía de cerca la política, estos años mantuvieron a César lejos de Roma, donde la violencia organizada, la corrupción y el asesinato desfiguraban la vida pública y desacreditaban al Senado. Y esos años hicieron de César un hombre inmensamente rico que contaba con un ejército leal, con soldados muy experimentados, seguros de sí mismos y que veían en él a un jefe que les daría dinero, promoción y la victoria en el futuro. César era también frío, paciente y despiadado. Cuentan de él que una vez, bromeando y jugando a los dados con algunos piratas que le capturaron, dijo que les crucificaría cuando estuviera libre. Los piratas se rieron, pero algún tiempo después César los crucificó.
Algunos senadores se alarmaron cuando este hombre extraordinario expresó su deseo de quedarse en la Galia al mando de su ejército y de la provincia conservando el mando hasta las elecciones consulares, pese a que su conquista había concluido. Sus oponentes trataron de hacerle volver y de acusarle de actos ilegales cometidos en sus funciones de cónsul. César dio entonces el paso que, aunque ni él ni nadie lo sabía, fue el principio del fin de la república: cruzó al frente de su ejército el Rubicón, la frontera de su provincia, iniciando una marcha que le llevó finalmente hasta Roma. Sucedió en enero del 49 a.C. Fue un acto de traición, aunque él afirmó que defendía a la república de sus enemigos.
En tal apuro, el Senado llamó a Pompeyo para que defendiera la república. Sin fuerzas en Italia, Pompeyo se retiró y cruzó el Adriático para reunir un ejército. Los cónsules y la mayor parte del Senado marcharon con él. La guerra civil era ya inevitable. César se dirigió rápidamente a España, donde derrotó a siete legiones leales a Pompeyo; después se mostró benigno con ellas para ganarse a todos los soldados posibles. Por despiadado y hasta cruel que pudiera ser, la benevolencia con sus oponentes políticos era una muestra de astucia y prudencia; no se proponía imitar a Sila, dijo César. Después fue tras Pompeyo y le alcanzó en Egipto, donde fue asesinado, y donde César permaneció el tiempo suficiente para participar en una guerra civil egipcia y convertirse, casi de forma casual, en amante de la legendaria Cleopatra. Luego volvió a Roma, para embarcarse casi de inmediato hacia África y derrotar allí a un ejército romano que se le oponía. Por último, regresó de nuevo a España y destruyó una fuerza reunida por los hijos de Pompeyo. Era el 45 a.C., cuatro años después de cruzar el Rubicón.
Esta brillantez no era solo una cuestión de ganar batallas. A pesar de que sus visitas recientes a Roma habían sido breves, César había organizado con cuidado su respaldo político y había llenado el Senado con sus partidarios. Las victorias le dieron grandes honores y un poder real, convirtiéndose en dictador vitalicio por votación, con lo que fue un monarca de hecho en todo salvo en el nombre. Utilizó su poder sin importarle mucho las susceptibilidades de los políticos y sin mostrar una inventiva que sugiriera que su gobierno habría tenido éxito a largo plazo, aunque impuso el orden en las calles romanas y dio pasos para poner fin al poder de los prestamistas en la política. El futuro de Europa debe mucho a una reforma de César en concreto: la introducción del calendario juliano. Al igual que gran parte de lo que creemos romano, procedía de la Alejandría helenística, donde un astrónomo sugirió a César que el año de 365 días, con un día más cada cuatro años, permitiría abandonar las complejidades del calendario romano tradicional. El nuevo comenzó el 1 de enero del 45 a.C.
Quince meses después del comienzo del nuevo calendario, el 15 de marzo del 44 a.C., César moría asesinado en el Senado, en la cúspide de su éxito. Los motivos de sus asesinos eran complejos. En la elección del momento influyó sin duda la noticia de que planeaba una gran campaña en el este contra los partos. Si César se reunía con su ejército, podía regresar de nuevo triunfante, más intocable que nunca. Se hablaba de monarquía; algunos pensaban en un despotismo helenístico. Los complejos motivos de sus enemigos adquirieron respetabilidad por la aversión que sentían algunos por la flagrante afrenta a la tradición republicana que suponía el despotismo de hecho de un solo hombre. Los actos menores de ofensa a la constitución enemistaron a otros y, al final, sus asesinos fueron una mezcla de soldados decepcionados, oligarcas interesados y conservadores ofendidos.
Los asesinos no tenían respuesta a los problemas que César no había tenido tiempo de resolver, y en los que sus antecesores habían fracasado tan estrepitosamente. Tampoco pudieron protegerse por mucho tiempo. Se proclamó la restauración de la república, pero se confirmaron los actos de César. Hubo una reacción de repugnancia contra los conspiradores, que pronto tuvieron que huir de la ciudad. Dos años después, ellos estaban muertos y Julio César fue proclamado dios. La república, a su vez, agonizaba. Herida de muerte mucho antes de que César cruzara el Rubicón, su constitución había perdido el alma por muchos intentos que se hicieran para restablecerla. Pero sus mitos, su ideología y sus formas sobrevivieron en una Italia romanizada. Los romanos no pudieron resignarse a volver la espalda a la herencia institucional y a admitir lo que habían hecho con ella. Cuando finalmente lo hicieron, ya habían dejado de parecerse en todo, salvo en el nombre, a los romanos de la república.

6. El legado de Roma
Si la contribución de Grecia a la civilización fue ante todo mental y espiritual, la de Roma fue estructural y práctica; su esencia era el propio imperio. Si bien ningún hombre encarna un imperio, ni siquiera el gran Alejandro Magno, la naturaleza y el gobierno del imperio romano fueron, hasta un grado asombroso, creación de un solo hombre de capacidad sobresaliente: Octaviano, sobrino nieto de Julio César, a quien este adoptó como heredero. Octaviano sería conocido posteriormente como César Augusto. Toda una era recibe su nombre de él, que legó así un adjetivo a la posteridad. A veces se tiene la sensación de que inventó casi todo lo que caracterizó a la Roma imperial, desde la nueva guardia pretoriana, que fue la primera fuerza militar con guarnición permanente en la capital, hasta los impuestos que gravaban a los solteros. Uno de los motivos de esta impresión (aunque solo uno) es que César Augusto fue un maestro de las relaciones públicas; es significativo que nos hayan llegado más representaciones de su efigie que de ningún otro emperador romano.
Aunque perteneciente a los César, Octaviano procedía de una rama más joven de la familia. De Julio (a quien sucedió a los dieciocho años) heredó las conexiones aristocráticas, una gran riqueza y el respaldo del ejército. Durante un tiempo colaboró con uno de los hombres de confianza de César, Marco Antonio, en una feroz serie de proscripciones dirigidas a destruir al grupo que había asesinado al gran dictador. Luego, la partida de Marco Antonio a conseguir victorias en Oriente, sus fracasos y su imprudente matrimonio con Cleopatra, que había sido amante de Julio César, brindaron nuevas oportunidades para Octaviano. Combatió en nombre de la república contra la amenaza de que Marco Antonio regresara como cónsul llevando la monarquía oriental en su equipaje. A la victoria de Actium (31 a.C.) le siguieron los legendarios suicidios de Marco Antonio y Cleopatra; la dinastía de los Ptolomeos llegó a su fin, y Egipto fue anexionado también como provincia romana.
La anexión de Egipto señaló el final de la guerra civil. Octaviano volvió para convertirse en cónsul. Tenía todas las cartas en la mano y, prudentemente, se abstuvo de jugarlas, dejando que sus oponentes reconocieran su fuerza. En el año 27 a.C. realizó lo que denominó una «restauración republicana», con el apoyo de un Senado a cuyos miembros republicanos, purgados y debilitados por la guerra civil y la proscripción, hizo aceptar su supremacía real gracias al cuidadoso respeto de las formas. Restableció así la realidad del poder de su tío abuelo tras una fachada de virtud republicana. Fue imperator solo como jefe de las tropas de las provincias fronterizas, aunque ahí era donde estaba el grueso de las legiones. Cuando los viejos soldados de sus ejércitos y de los de su tío abuelo regresaban para retirarse, los establecía debidamente en pequeñas propiedades, con lo que obtenía su agradecimiento. Su mandato como cónsul se prolongó un año tras otro, y en el 27 a.C. recibió el título honorífico de Augusto, nombre con el que es recordado. En Roma, sin embargo, se le llamaba formal y habitualmente por su apellido o bien princeps, «primer ciudadano». Con el paso de los años, el poder de Augusto creció aún más. El Senado le concedió el derecho a intervenir en las provincias gobernadas formalmente por dicho órgano (es decir, en aquellas donde no era necesario mantener un ejército acuartelado). Se le concedió la potestad tribunicia. Su especial posición se realzó y se formalizó con un nuevo reconocimiento de su estado o dignitas, como lo llamaban los romanos; tras su dimisión del cargo anterior en el 23 a.C., se sentó entre los dos cónsules, y sus asuntos tenían preferencia en la agenda del Senado. Por último, en el 12 a.C., se convirtió en pontifex maximus, jefe del culto oficial, como lo había sido su tío abuelo. Se mantuvieron las formas de la república, con sus elecciones populares y al Senado, pero Augusto decía a quién había que elegir.
La realidad política que se ocultaba tras la supremacía de Augusto era el ascenso al poder, dentro de la clase dominante, de los hombres que debían su posición a la familia de los César. Pero las nuevas élites no podían comportarse como las antiguas. El despotismo benévolo de Augusto regularizó la administración provincial y el ejército, poniéndolos en manos obedientes y asalariadas. La restauración consciente de la tradición y de las fiestas republicanas cumplió también su función. El gobierno de Augusto estaba fuertemente teñido de preocupación por el renacimiento moral; para algunos, las virtudes de la antigua Roma parecían revivir. Ovidio, poeta del placer y del amor, fue desterrado al mar Negro con la excusa de un escándalo sexual que afectó marginalmente a la familia imperial. Si a esta austeridad oficial se añaden la paz que caracterizó a la mayor parte del reinado y los grandes y visibles monumentos de los arquitectos e ingenieros romanos, la fama de la era de Augusto difícilmente sorprende. Tras su muerte, en el 14 d.C., Augusto fue deificado al igual que lo había sido Julio César.
 Augusto trató de que le sucediera un miembro de su familia. Aunque respetaba las formas republicanas (y estas perdurarían con notable tenacidad), Roma era una monarquía de hecho, de lo que dio buena prueba la sucesión de cinco miembros de la misma familia. Augusto solo tuvo una hija; su sucesor inmediato fue su yerno Tiberio, uno de los tres maridos de su hija, a quien adoptó. El último de sus descendientes en el trono fue Nerón, que murió en el año 68.
Los gobernantes del mundo clásico no tenían por lo general una vida fácil. Algunos emperadores romanos instalaron grandes espejos en las esquinas de los pasillos de sus palacios para impedir que les acecharan posibles asesinos. El propio Tiberio puede que no falleciera de muerte natural, destino que de hecho no tuvo ninguno de sus cuatro sucesores. Este dato es significativo y muestra la debilidad inherente del legado de Augusto. Aún había sitio para las puyas de un Senado que formalmente seguía nombrando al primer magistrado, y siempre cabían la intriga y las camarillas en torno a la corte y a la familia imperial. Pero el Senado nunca pudo esperar recuperar su autoridad, ya que la base última del poder era siempre militar. Si había confusión e indecisión en el centro, eran los soldados quienes decidían. Esto fue lo que ocurrió en la primera gran guerra civil que sacudió al imperio, en el año de los cuatro emperadores, el 69, de la que surgió Vespasiano, proclamado por las legiones de Oriente, nieto de un centurión y sin ninguna relación con la aristocracia. Vespasiano renovó sus equipos dirigentes, senatoriales y ecuestres, mejoró la disciplina militar y redujo los efectivos de la guardia pretoriana. Las grandes familias romanas habían perdido la primera magistratura.
Esta dinastía advenediza llegó a su fin cuando el hijo menor de Vespasiano fue asesinado en el año 96. Su sustituto fue un anciano senador, Nerva, que resolvió el problema de la sucesión frustrando los intentos de asegurar una continuidad dinástica natural. En su lugar, institucionalizó la práctica de la adopción a la que se había visto empujado Augusto. El resultado fue una sucesión de cuatro emperadores, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio, que dieron al imperio un siglo de buen gobierno que recibe el nombre (por el tercero de ellos) de «era de los Antoninos». Todos ellos procedían de familias con raíces en las provincias; fueron la prueba de hasta qué punto el imperio era una realidad cosmopolita, el marco del mundo post helenístico de Occidente, y no propiedad exclusiva de los nacidos en Italia. La adopción facilitó la elección de candidatos sobre los que podían estar de acuerdo el ejército, las provincias y el Senado, pero esta edad de oro llegó a su fin con el retorno al principio hereditario que conllevó la sucesión de Cómodo, hijo de Marco Aurelio. Cómodo murió asesinado en el año 192, al que le siguió un nuevo año 69 cuando, al siguiente, hubo de nuevo cuatro emperadores, cada uno de ellos aclamado por su propio ejército. Finalmente prevaleció el ejército de Iliria, que impuso a un general africano. Otros emperadores posteriores serían también propuestos por los soldados; iban a llegar malos tiempos.
Los emperadores gobernaban entonces un territorio mucho mayor que el que había gobernado Augusto. En el norte, Julio César había realizado incursiones de reconocimiento en Gran Bretaña y Germania, pero había dejado la Galia, con el canal de la Mancha y el Rin como fronteras. Augusto presionó hacia Germania, y también Danubio arriba, desde el sur. El Danubio se convirtió finalmente en la frontera del imperio, pero las incursiones al otro lado del Rin tuvieron menos éxito y la frontera no se estabilizó en el Elba, como había esperado Augusto. Por el contrario, la confianza de Roma sufrió un grave revés en el año 9, cuando las tribus teutónicas dirigidas por Arminio (a quien los alemanes consideraron posteriormente un héroe nacional) destruyeron tres legiones. Nunca se recuperaron el terreno ni las legiones, ya que su número se creía de tan mal agüero que jamás volvieron a figurar en las listas del ejército. Ocho de ellas siguieron estacionadas a lo largo del Rin, la parte de la frontera mejor guardada debido a los peligros que había tras ella.
En otras regiones, el dominio de Roma siguió avanzando. En el año 43, Claudio comenzó la conquista de Gran Bretaña, que alcanzó su límite extremo más duradero cuando, unos ochenta años después, se construyó la muralla de Adriano, que servía en el norte de verdadera frontera. En el 42, Mauritania se había convertido en provincia romana. En el este, Trajano conquistó Dacia, la posterior Rumanía, en el 105, pero esto ocurrió más de un siglo y medio después de que se iniciara en Asia una disputa que resultaría duradera.
 Roma se había enfrentado a Partia en el Éufrates, en las campañas realizadas por el ejército de Sila en el 92 a.C. No sucedió nada importante hasta treinta años después, cuando los ejércitos romanos comenzaron a avanzar hacia Armenia. Allí se superponían dos esferas de influencia, y Pompeyo tuvo que arbitrar en una ocasión entre los reyes armenio y parto en un conflicto de fronteras. Más tarde, en el 54 a.C., el político romano Craso inició la invasión de Partia por el Éufrates. En unas semanas, Craso perdió la vida y un ejército romano de 4.000 hombres quedó destruido. Fue uno de los peores desastres militares de la historia de Roma. Evidentemente, había un nuevo gran poder en Asia. Para entonces, el ejército parto tenía excelentes arqueros montados, así como una caballería pesada de calidad inigualada, los catafractos, jinetes que iban vestidos con una cota de malla, al igual que sus caballos, y que atacaban con una pesada lanza. La fama de sus grandes caballos provocó incluso la envidia de los lejanos chinos.
Tras estos hechos, la frontera oriental del Éufrates permanecería sin cambios durante un siglo, pero los partos no se granjearon la amistad de Roma al intervenir en la política de la guerra civil, hostigando a Siria y fomentando el descontento entre los judíos de Palestina. Marco Antonio, desacreditado y en peligro, tuvo que retirarse a Armenia, después de perder a 35.000 hombres en una desastrosa campaña contra ellos. Pero Partia sufría también divisiones internas, y en el 20 a.C. Augusto pudo conseguir la devolución de los estandartes romanos arrebatados a Craso y, lleno de gratitud, descartó toda necesidad de atacar Partia por motivos de honor. Pero la posibilidad de un nuevo conflicto persistió, debido tanto a la susceptibilidad con que ambas potencias consideraban a Armenia como a la inestabilidad de la política dinástica de Partia. El emperador Trajano conquistó la capital parta de Ctesifonte y siguió combatiendo hasta el golfo Pérsico, pero su sucesor Adriano, más prudente, se reconcilió con los partos devolviéndoles muchas de las conquistas de Trajano.
Los romanos alardeaban de que todos sus nuevos súbditos se beneficiaban de la extensión de la Pax Romana, la paz imperial que eliminaba la amenaza de incursiones bárbaras o de disputas internacionales. Aunque esta afirmación ha de matizarse con el reconocimiento de la violencia con que muchos súbditos se resistieron al dominio romano y del derramamiento de sangre que costó, hay algo de cierto en ella. Dentro de las fronteras había un orden y una paz sin precedentes. En algunos lugares, esto cambió para siempre las formas de poblamiento, a medida que se fundaban nuevas ciudades en Oriente o que los descendientes de los soldados de César se establecían en nuevas colonias militares en la Galia. A veces ello tuvo consecuencias de mayor alcance aún. La fijación permanente de la frontera del Rin afectó a la historia de Europa por su división de los pueblos germánicos. Mientras tanto, en todas partes, a medida que la situación se normalizaba, se producía una romanización gradual de los notables locales, a quienes se animaba a compartir una civilización común cuya difusión facilitaba la nueva rapidez de las comunicaciones gracias a las calzadas, cuyo principal fin era el desplazamiento de las legiones. Napoleón no pudo desplazar a sus mensajeros desde París a Roma más rápido de lo que lo hicieron los emperadores del siglo I.
El imperio ocupaba una enorme superficie y exigía la solución de problemas de gobierno a los que nunca se habían enfrentado los griegos ni habían resuelto los persas. Apareció una burocracia compleja, con un notable ámbito de competencia. Por citar solo un pequeño ejemplo, los expedientes de todos los oficiales con rango de centurión y superior (por así decir, de jefe de compañía para arriba) estaban centralizados en Roma. El cuerpo de funcionarios civiles provinciales era el armazón administrativo, que en más de un lugar dependía en la práctica del ejército, que hacía mucho más que combatir. A la burocracia se la controlaba con objetivos muy limitados. Estos eran sobre todo de índole fiscal; si recaudaba impuestos, Roma no deseaba interferir de otra forma en el funcionamiento de las costumbres locales. Roma era tolerante, y proporcionaría el marco dentro del cual el ejemplo de su civilización apartaría a los bárbaros de sus costumbres autóctonas. La reforma de los administradores había comenzado con Augusto. El Senado seguía nombrando muchos cargos con una periodicidad anual, pero los legati (delegados) del emperador que actuaban en su nombre en las provincias fronterizas, ejercían el cargo conforme a sus deseos. Todo apunta a que, con independencia de los medios con que se alcanzó, la administración logró una notable mejora durante el imperio, en comparación con la corrupción del último siglo de la república. Estaba mucho más centralizada e integrada que el sistema persa de satrapías.
La cooperación de los súbditos se obtenía mediante un señuelo. La república primero, y luego el imperio, se habían extendido concediendo la ciudadanía a un número cada vez mayor de súbditos de Roma. Era un privilegio importante; entre otras cosas, como nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles, conllevaba el derecho a apelar las sentencias de los tribunales locales ante el emperador, en Roma. De la concesión de la ciudadanía podía depender la obtención de las lealtades de los notables locales; con el paso de los siglos, un número creciente de no romanos fueron miembros del Senado y vivieron en Roma. Finalmente, en el año 212, se concedió la ciudadanía a todos los súbditos libres del imperio.
 Este último hecho es un destacado ejemplo de la capacidad de asimilación romana. El imperio y la civilización que este llevaba eran claramente cosmopolitas. El marco administrativo contenía una variedad asombrosa de contrastes y diversidades, conjugadas no por un despotismo imperial ejercido por una élite romana o una burocracia profesional, sino por un sistema constitucional que absorbió a las élites locales y las romanizó. Desde el siglo I, el propio Senado vio decrecer el número de miembros de ascendencia italiana. La tolerancia romana al respecto se difundió entre otros pueblos. El imperio no fue nunca una unidad racial cuyas jerarquías estuvieran vetadas a los no italianos. Solo uno de sus pueblos, el judío, tenía ideas muy fijas sobre el mantenimiento de su distinción dentro del imperio, y esa distinción se basaba en la religión.
La civilización helenística ya había logrado una notable mezcla de Oriente y Occidente; ahora Roma continuaba el proceso en un territorio más extenso aún. El elemento más evidente del nuevo cosmopolitismo era, de hecho, el griego, ya que los propios romanos se beneficiaron en gran medida de la herencia griega, aunque fue con los griegos de la era helenística con los que se sintieron más cómodos. Todos los romanos cultos eran bilingües, lo que da fe de la tradición en la que se inspiraban. El latín era la lengua oficial y siempre fue la del ejército; se hablaba en la mayor parte de Occidente y, a juzgar por los documentos militares, el nivel de alfabetización era elevado. El griego era la lengua franca en las provincias orientales, donde lo hablaban todos los funcionarios y comerciantes, y se empleaba en los tribunales si así lo deseaban los litigantes. Los romanos cultos aprendían a leer los clásicos griegos y de ellos sacaban sus modelos; la creación de una literatura que pudiera sostenerse en pie de igualdad con la más antigua fue la loable ambición de la mayoría de los escritores romanos. En el siglo I, cuando más se aproximaron a esta meta, la confluencia del logro cultural y el imperial sobresale en Virgilio, el renovador consciente de la tradición épica, que fue al mismo tiempo el poeta de la misión imperial.
Puede que esto explique en parte la peculiar atmósfera de la cultura romana. Quizá sea la evidencia y omnipresencia del legado griego lo que la priva en gran parte del aire de novedad. El peso de esta herencia estaba acentuado por la preocupación, estática y conservadora, de los pensadores romanos, cuya atención absorbían casi exclusivamente dos focos: el legado griego y las tradiciones morales y políticas de la república. Ambos perduraron, curiosa y, en cierto modo, artificialmente, en un entorno material en el que cada vez encajaban menos. La educación formal cambió poco en la práctica y en su contenido a lo largo de los siglos; por ejemplo, Tito Livio, el gran historiador romano, trató de nuevo de resucitar las virtudes republicanas en su historia, pero sin criticarlas ni reinterpretarlas. Aun cuando la civilización romana era irreversiblemente urbana, seguían celebrándose las virtudes (casi extintas) del campesino independiente, y los romanos ricos anhelaban (decían) abandonarlo todo por la vida sencilla del campo. La escultura romana solo repitió lo que los griegos ya habían hecho mejor, y las filosofías de Roma eran también griegas. El epicureísmo y el estoicismo ocupaban el centro del escenario; el neoplatonismo era innovador, pero procedía de Oriente, al igual que los misterios, religiones que finalmente proporcionaron a los hombres y a las mujeres de Roma lo que su cultura no podía darles.
Los romanos solo fueron grandes creadores en dos campos prácticos: en el derecho y en la ingeniería. Los logros de los juristas fueron relativamente tardíos; hasta los siglos II y III, los jurisconsultos no comenzaron a reunir los comentarios que constituirían un legado tan valioso para el futuro cuando los códices pasaron a la Europa medieval. En la ingeniería —y los romanos no la distinguían de la arquitectura—, la calidad de sus obras impresiona de inmediato. Fue una fuente de orgullo para los romanos y una de las pocas cosas en las que estaban seguros de que habían superado a los griegos. Se basaba en la mano de obra barata; en Roma eran los esclavos, y en las provincias, a menudo eran las legiones desocupadas de las guarniciones las que en tiempos de paz llevaron a cabo las grandes obras de ingeniería hidráulica y construyeron puentes y carreteras. Pero intervinieron más factores aparte de los materiales. Los romanos fueron en realidad los primeros al oeste del Indo en unir el arte en la planificación urbanística y la destreza administrativa, y su invención del hormigón y de la cúpula abovedada revolucionó las formas de los edificios. Por primera vez, los interiores de los edificios fueron algo más que una serie de superficies para la decoración. Los volúmenes y la iluminación se convirtieron en parte del objeto de la arquitectura; las basílicas cristianas posteriores fueron las primeras grandes manifestaciones de una nueva preocupación por los espacios interiores de los edificios.
El talento técnico romano dejó su huella en una zona que se extiende desde el mar Negro al este hasta la muralla de Adriano en el norte y las montañas del Atlas al sur. La capital, naturalmente, contenía algunas de las reliquias más espectaculares. Allí, el esplendor del imperio se expresaba en una riqueza de los acabados y de la decoración que no se alcanzó en ningún otro lugar. Cuando los revestimientos de mármol estaban intactos, y la pintura y las molduras de estuco rompían la monotonía de la masa de piedra desnuda, Roma debía de estimular la imaginación como antes lo hiciera Babilonia. Había en ello una ostentación que le confería también cierta vulgaridad, y en esto tampoco es difícil percibir la diferencia de calidad entre Roma y Grecia; la civilización romana exhibe una rudeza y un prosaísmo patentes hasta en sus mayores monumentos.
El materialismo romano no era, en parte, más que la expresión de las realidades sociales en las que se basaba el imperio; Roma, al igual que todo el mundo antiguo, se construyó sobre una gran división entre ricos y pobres, y en la capital esta división era un abismo que no se ocultaba, sino que se expresaba conscientemente. Los contrastes de riqueza eran flagrantes en la diferencia entre la suntuosidad de las casas de los nuevos ricos, que recibían las rentas del imperio y que recurrían a los servicios de quizá decenas de esclavos en la ciudad y de cientos en las haciendas que les mantenían, y los hormigueros donde vivía el proletariado romano. Los romanos no tenían ninguna dificultad en aceptar estas divisiones como parte del orden natural; a este respecto, pocas civilizaciones se han preocupado por ello antes que la nuestra, aunque menos aún las mostraron de forma tan patente como la Roma imperial. Por desgracia, aunque fáciles de reconocer, las realidades de la riqueza en Roma siguen estando curiosamente ocultas para los historiadores, y solo conocemos con cierto detalle las finanzas de un senador, Plinio el Joven.
El modelo romano se reflejaba en todas las grandes ciudades del imperio. Era fundamental para la civilización que Roma sostenía en todas partes. Las ciudades de provincias eran como islas de cultura grecorromana en medio del panorama rural propio de los pueblos dominados. Salvo por las diferencias climáticas, reflejaban un modelo de vida de notable uniformidad y mostraban las prioridades romanas. Cada ciudad tenía un foro, templos, un teatro y baños, ya fuera añadidos a las ciudades antiguas o construidos como parte del plan básico de las refundadas. Se adoptaron planos regulares en forma de cuadrícula. El gobierno de las ciudades estaba en manos de los jefes locales, los curiales o «padres de la ciudad», que al menos hasta la época de Trajano disfrutaron de una gran independencia en la dirección de los asuntos municipales, aunque posteriormente se les impuso una supervisión más estrecha. Algunas de estas ciudades, como Alejandría, Antioquía o Cartago (que los romanos refundaron), alcanzaron un gran tamaño. La mayor de todas era la propia Roma, que llegó a tener más de un millón de habitantes.
En esta civilización, la omnipresencia del anfiteatro es un recordatorio permanente de la brutalidad y tosquedad de que era capaz. Tan importante es no sacarlo de su contexto como no inferir demasiadas cosas sobre la «decadencia» a partir de las tan citadas obras de los supuestos reformadores morales. Una desventaja de la que ha sido víctima la reputación de la civilización romana, es que esta es una de las escasas épocas anteriores a la moderna de cuya mentalidad popular conocemos muchos aspectos a través de sus diversiones, ya que los combates de gladiadores y los espectáculos con animales salvajes eran sin duda la diversión de las masas, de un modo en que el teatro griego no lo era. En cualquier época, es difícil que la diversión popular sea edificante para los más sensibles, y los romanos institucionalizaron sus aspectos menos atractivos construyendo grandes centros para sus espectáculos y permitiendo que la industria de la diversión de masas se utilizara como instrumento político; la organización de juegos espectaculares era una de las formas en que un hombre rico podía hacer que su riqueza le asegurara el ascenso político. Sin embargo, si tenemos en cuenta que no podemos saber, por ejemplo, cómo se divertían las masas en Egipto o en Asiria, nos quedamos solo con el espectáculo de los gladiadores; una explotación de la crueldad como espectáculo a una escala sin precedentes, que no tuvo rival hasta la llegada del cine, ya en el siglo XX. Su existencia fue posible gracias a la urbanización de la cultura romana, que pudo aportar más audiencias multitudinarias que nunca. Las raíces últimas de los «juegos» eran etruscas, pero su desarrollo derivó de una nueva escala de urbanismo y de las exigencias de la política romana.
Otro aspecto de la brutalidad arraigada en la sociedad romana no tenía, desde luego, nada de único: la omnipresencia de la esclavitud. Al igual que en la sociedad griega, la esclavitud era tan variada que no cabe resumirla en una generalización. Muchos esclavos ganaban un salario, algunos compraban su libertad y todos tenían derechos reconocidos por ley. El crecimiento de las grandes haciendas agrícolas, es cierto, proporcionó ejemplos de una nueva intensificación de la esclavitud en el siglo I aproximadamente, pero sería difícil decir que la esclavitud romana fue peor que la de otras sociedades antiguas. Fueron muy atípicos quienes se cuestionaron la institución; los moralistas se resignaron a tener esclavos con la misma facilidad con que lo hicieron después los cristianos.
Gran parte de lo que conocemos sobre la mentalidad popular antes de la época moderna lo sabemos gracias a la religión. La religión era una parte muy evidente de la vida romana, pero esto puede resultar engañoso si pensamos en términos modernos. No tenía nada que ver con la salvación individual y no demasiado con la conducta individual; era, sobre todo, un asunto público. Era parte de la res publica, una serie de rituales cuyo mantenimiento era bueno para el Estado, y cuyo descuido podía merecer el castigo. No existía una casta sacerdotal separada de los demás hombres (si excluimos a uno o dos supervivientes arcaicos en los templos de unos cuantos cultos especiales), y las funciones sacerdotales eran tarea de los magistrados, que hallaban en el sacerdocio un medio útil de influencia social y política. Tampoco había un credo ni dogmas. Lo único que se exigía a los romanos eran las ceremonias y los rituales prescritos, que debían realizarse de la forma acostumbrada; para los proletarios, esto no significaba más que no debían trabajar en día de fiesta. Las autoridades civiles eran las responsables en todas partes de los ritos, así como del mantenimiento de los templos. Los cultos tenían una finalidad sobre todo práctica; Tito Livio habla de un cónsul que decía que los dioses «miran con benevolencia la práctica escrupulosa de los ritos religiosos que han llevado a nuestro país a su cúspide». Los hombres sentían genuinamente que la paz de Augusto era la pax deorum, una recompensa divina por respetar debidamente a los dioses que Augusto había reafirmado. De un modo algo más cínico, Cicerón había señalado que los dioses eran necesarios para evitar el caos en la sociedad. Esto, si bien diferente, era también una expresión del enfoque práctico de los romanos hacia la religión. No era hipócrita ni incrédulo; el recurso a los adivinos para la interpretación de augurios y la aceptación de las decisiones de los augures sobre actos importantes de la política, podrían demostrarlo por sí solos. Pero carecía de misterios y era prosaica en su interpretación de los cultos oficiales.
El contenido de los cultos oficiales era una mezcla de la mitología griega y de las fiestas y ritos derivados de las prácticas primitivas romanas, y, por tanto, estaban fuertemente marcados por las preocupaciones agrícolas. Una de las que sobrevivió para revestirse con los símbolos de otra religión fue la Saturnalia de diciembre, que seguimos celebrando como la Navidad. Pero la religión que practicaban los romanos iba mucho más allá de los ritos oficiales. Las características más sobresalientes del enfoque romano de la religión eran su eclecticismo y cosmopolitismo. En el imperio cabían todo tipo de creencias, siempre que no contravinieran el orden público o inhibieran la adhesión a las prácticas oficiales. En su mayoría, los campesinos de todo el imperio se aferraban a las supersticiones eternas de sus cultos locales ligados a la naturaleza, los habitantes urbanos adoptaban de vez en cuando una nueva moda, y los romanos más cultos profesaban cierta aceptación del panteón clásico de los dioses griegos y estaban al frente del pueblo en las prácticas oficiales. Cada clan y cada familia, por último, ofrecía sacrificios a su propio dios mediante rituales especiales y adecuados en los grandes momentos de la vida humana: el nacimiento, el matrimonio, la enfermedad y la muerte. Cada familia tenía su altar y cada esquina, su ídolo.
Con Augusto, hubo un intento deliberado de revitalizar las creencias antiguas, algo erosionadas por el estrechamiento de las relaciones con el Oriente helenístico, y sobre las que algunos escépticos se habían manifestado con ironía ya en el siglo II a.C. A partir de Augusto, los emperadores siempre desempeñaron el cargo de sumo sacerdote (pontifex maximus), uniendo así la primacía política y la religiosa en una misma persona, lo que inició la importancia creciente y la definición del propio culto imperial. Este culto se adecuaba bien al conservadurismo innato de los romanos, a su respeto por las costumbres de sus antepasados. El culto imperial vinculaba el respeto por los patronos tradicionales, el apaciguamiento o la invocación de las deidades familiares y la conmemoración de los grandes hombres y acontecimientos, con las ideas sobre el carácter divino del trono procedentes de Oriente, de Asia, donde se erigieron los primeros altares a Roma o al Senado, y donde pronto se reasignaron al emperador. El culto se difundió por todo el imperio, aunque hasta el siglo III la práctica no fue del todo respetable en la propia Roma, donde estaba muy arraigado el sentimiento republicano. Pero, aun allí, las tensiones del imperio habían favorecido ya un renacimiento de la piedad oficial que benefició al culto imperial.
La deificación de los gobernantes no fue lo único que llegó de Oriente. Hacia el siglo II, es prácticamente imposible distinguir la tradición religiosa romana pura de otras tradiciones dentro del imperio. El panteón romano, como el griego, quedó absorbido de forma casi indistinguible por una masa de creencias y cultos, de límites difuminados y fluidos, que fusionaba imperceptiblemente un ámbito de experiencia que iba desde la pura magia al monoteísmo filosófico popularizado por los filósofos estoicos. El mundo intelectual y religioso del imperio era omnívoro, crédulo y profundamente irracional. Es importante no dejarnos engañar al respecto por el visible sentido práctico de la mentalidad romana; los hombres prácticos son a menudo supersticiosos. Tampoco la herencia griega se entendió de una forma totalmente racional; el siglo I a.C. consideraba a sus filósofos unos hombres inspirados, unos santos cuyas enseñanzas místicas eran la parte de sus obras que se estudiaba con más afán, e incluso la civilización griega se había erigido siempre sobre una amplia base de superstición popular y de prácticas y cultos locales. Los dioses tribales llenaban todo el mundo romano.
Todo esto se reduce a un alto grado de crítica práctica de las antiguas costumbres romanas. Obviamente, ya no era suficiente para una civilización urbana, por superiores que fueran en número los campesinos sobre los que se basaba. Muchas de las fiestas tradicionales eran pastoriles o agrícolas en su origen, pero a veces se olvidaba hasta al dios invocado. Los habitantes de las ciudades necesitaban algo más que la piedad en un mundo cada vez más complejo. Los hombres se asían desesperadamente a todo lo que pudiera dar sentido al mundo y cierto grado de control sobre él, lo que benefició a las viejas supersticiones y a las nuevas modas. Prueba de ello es la atracción que ejercían los dioses egipcios, cuyos cultos inundaron todo el imperio a medida que su seguridad creciente facilitaba los viajes y los intercambios (que incluso fomentó un emperador libio, Septimio Severo). Un mundo civilizado de mayor complejidad y unidad que ningún otro anterior, albergaba al mismo tiempo una religiosidad creciente y una curiosidad casi sin límites. Se dice que uno de los últimos grandes maestros de la Antigüedad pagana, Apolonio de Tiana, vivió y estudió con los brahmanes de la India. Los hombres buscaban nuevos salvadores mucho antes de que apareciera uno en el siglo I.
Otro síntoma de la influencia oriental fue la popularización de los misterios, cultos que se basaban en la transmisión de virtudes y poderes especiales a los iniciados a través de ritos secretos. El culto de sacrificio a Mitra, un dios menor de la religión de Zoroastro, apoyado especialmente por los soldados, era uno de los más famosos. Casi todos los misterios reflejaban la impaciencia con las limitaciones del mundo material, un pesimismo extremo acerca de él y una preocupación por la muerte (y quizá una promesa de supervivencia después de ella). En esto radicaba su poder para proporcionar una satisfacción psicológica que ya no ofrecían los dioses antiguos y que nunca poseyó realmente el culto oficial. Arrastraban a las personas hacia ellos; tenían el atractivo que posteriormente llevaría a los hombres al cristianismo, que en su primera época se consideró a menudo, significativamente, otro misterio.
Que el dominio romano no satisfacía siempre a todos los súbditos fue cierto incluso en la propia Italia, cuando ya en el 73 a.C., en el desorden de la última etapa de la república, una gran rebelión de esclavos requirió tres años de campañas militares y fue castigada con la crucifixión de seis mil esclavos a lo largo de las calzadas que salían de Roma hacia el sur. En las provincias, la rebelión era endémica, siempre a punto de estallar por un gobierno especialmente duro o malo. Eso fueron la famosa rebelión de Boadicea en Gran Bretaña o el primer alzamiento de Panonia durante el reinado de Augusto. A veces, estos disturbios evocaban las tradiciones locales de independencia, como fue el caso de Alejandría, donde fueron frecuentes. En otro caso concreto, el de los judíos, tocaban fibras muy similares a las del nacionalismo posterior. El espectacular historial de desobediencia y resistencia de los judíos se remonta al período anterior al dominio romano, hasta el 170 a.C., cuando combatieron ferozmente las prácticas «occidentalizantes» de los reinos helenísticos, que prefiguraron políticas que más tarde adoptaría Roma. El culto imperial empeoró las cosas. Incluso los judíos a los que no les importaban los recaudadores de impuestos romanos y que pensaban que había que darle al César lo que era del César, se sentían obligados a no cometer la blasfemia de ofrecer sacrificios ante el altar del emperador. En el año 66 estalló una gran rebelión, y hubo otras con Trajano y Adriano. Las comunidades judías eran polvorines. Su susceptibilidad hace algo más comprensible que un procurador de Judea, hacia el año 30, no se sintiera muy inclinado a defender con firmeza y escrupulosidad los derechos de un acusado cuando los dirigentes judíos exigieron su muerte.
Los impuestos mantenían el imperio. Aunque no eran excesivos en épocas normales, cuando financiaban con bastante holgura la administración y la policía, eran una odiada carga, aumentada también, de vez en cuando, con exacciones en especie, requisas y reclutamientos forzosos. Durante mucho tiempo, fueron la base de una economía próspera y creciente. No se trataba solamente de adquisiciones imperiales tan afortunadas como las minas de oro de Dacia. El aumento de la circulación del comercio y el estímulo que proporcionaban los nuevos mercados de los grandes campamentos de las fronteras favorecieron también la aparición de nuevas industrias y proveedores. El enorme número de ánforas de vino halladas por los arqueólogos es solo un indicio de lo que debió de ser un vasto comercio —de productos alimenticios, textiles, especias— que ha dejado menos huellas. Pero la base económica del imperio fue siempre la agricultura. Esta no era rica según los cánones modernos, ya que sus técnicas eran primitivas; el agricultor romano no vio nunca un molino de viento, y los molinos de agua eran aún raros cuando el imperio sucumbió en Occidente. Pese a su idealización, la vida rural era dura y laboriosa. Por tanto, para ella era también esencial la Pax Romana: significaba que podían pagarse los impuestos con el pequeño excedente de producción, y que no se saquearían las tierras.
En última instancia, casi todo parece apuntar hacia el ejército, del que dependía la paz romana, aunque fue un instrumento que cambió en seis siglos tanto como el propio Estado romano. La sociedad y la cultura romanas fueron siempre militaristas, pese a que los instrumentos de ese militarismo cambiaron. Desde la época de Augusto, el ejército era una fuerza regular de servicio prolongado y que ya no dependía, ni siquiera formalmente, de la obligación de todos los ciudadanos de alistarse en él. El legionario común servía durante veinte años, cuatro de ellos en la reserva, y de forma creciente, a medida que transcurría el tiempo, procedía de las provincias. Por sorprendente que pueda parecer, dada la fama de la disciplina romana, parece que hubo suficientes voluntarios para que los aspirantes a reclutas recurrieran a las cartas de recomendación y al mecenazgo. Las veintiocho legiones que eran los efectivos normales tras la derrota en Germania se distribuían en las fronteras, con unos 160.000 hombres en total, y constituían el núcleo del ejército, que tenía casi el mismo número de hombres en la caballería, los cuerpos auxiliares y otras armas. Las legiones siguieron bajo el mando de los senadores (salvo en Egipto), y la cuestión fundamental de la política en la capital siguió siendo la vía de acceso a oportunidades como esta, ya que, como se vio cada vez más claro con el paso de los siglos, era en los campamentos de las legiones donde estaba el corazón del imperio, pese a que la guardia pretoriana se disputaba a veces su derecho a elegir un emperador. Pero los soldados hicieron solo parte de la historia del imperio. A largo plazo, el puñado de seguidores y discípulos del hombre que el procurador de Judea había entregado para la ejecución tuvieron casi el mismo impacto que ellos.

7. Los judíos y la llegada del cristianismo
Es probable que pocos lectores de este libro hayan oído hablar de Abgar, y mucho menos de su reino en el este de Siria, Osroenes; ambos fueron desconocidos para el autor de esta obra hasta bien avanzada su redacción. Pero este desconocido y oscuro monarca señala un hito, pues durante mucho tiempo se creyó que había sido el primer rey cristiano de la historia. En realidad, el relato de su conversión es una leyenda; al parecer, fue durante el reinado de su descendiente Abgar VIII (o IX, tan vaga es nuestra información) cuando Osroenes se hizo cristiano, al final del siglo II. Puede que la conversión no incluyera al propio rey, lo que no preocupó, sin embargo, a sus hagiógrafos, que inician con Abgar una larga y gran tradición que al final incorporaría casi toda la historia de la monarquía en Europa, desde donde se difundiría para influir en los gobernantes de otras partes del mundo.
Todos estos monarcas posteriores se comportarían de forma diferente porque se consideraban cristianos, pero, por importante que esto fuera, constituye solo una parte ínfima de la diferencia que el cristianismo introdujo en la historia. De hecho, hasta la llegada de la sociedad industrial, es el único fenómeno histórico de los que examinaremos cuyas repercusiones, poder creativo e impacto son comparables con los grandes factores determinantes de la prehistoria que han dado forma al mundo en que vivimos. El cristianismo creció dentro del mundo clásico del imperio romano, fusionándose al final con sus instituciones y difundiéndose a través de sus estructuras sociales y mentales hasta convertirse en el legado más importante que nos ha dejado esa civilización. Su influencia, a menudo disfrazada o amortiguada, impregna todos los grandes procesos creativos de los últimos mil quinientos años; casi por casualidad definió Europa. Somos quienes somos hoy en día porque unos cuantos judíos vieron cómo crucificaban a su maestro y líder y creyeron que resucitaría de entre los muertos.
El elemento judío del cristianismo es fundamental y fue probablemente su salvación (por decirlo en términos estrictamente humanos), ya que las posibilidades en contra de la supervivencia histórica —por no hablar de su éxito mundial— de una pequeña secta centrada en la figura de un santo del imperio oriental romano eran enormes. El judaísmo fue su matriz y su entorno protector durante mucho tiempo, así como la fuente de las ideas cristianas más fundamentales. A su vez, las ideas y mitos judíos se generalizarían a través del cristianismo hasta convertirse en fuerzas mundiales. En su centro estaba la visión judía de la historia como algo lleno de significado, ordenado providencialmente, un drama cósmico de la intención que un Dios único y omnipotente despliega para su pueblo elegido. A través de su pacto con ese pueblo, se podía encontrar la guía para actuar apropiadamente siempre y cuando se respetara su ley. La infracción de esa ley siempre había acarreado el castigo; había llegado a todo el pueblo en los desiertos del Sinaí y en las aguas de Babilonia. Este gran drama inspiró los escritos históricos hebreos en los que los judíos del imperio romano percibían la norma que daba significado a sus vidas.
Esa pauta mitológica tan importante estaba profundamente enraizada en la experiencia histórica judía, que, tras la gran época de Salomón, había sido amarga, y alimentaba una desconfianza permanente hacia el extranjero y una voluntad de hierro para sobrevivir. Pocas cosas son más destacables en la vida de este notable pueblo que el hecho mismo de la continuidad de su existencia. El exilio que comenzó en el 587 a.C., cuando los conquistadores babilonios se llevaron con ellos a muchos judíos tras la destrucción del templo, fue la última experiencia crucial de cuantas moldearon su identidad nacional antes de la época moderna, y cristalizó finalmente en la visión judía de la historia. Los exiliados escucharon a profetas como Ezequiel prometer la renovación del pacto; Judá había sido castigada por sus pecados con el exilio y la destrucción del templo, pero ahora Dios volvería de nuevo su rostro hacia ella, regresaría de nuevo a Jerusalén, la sacaría de Babilonia como había sacado a Israel de Ur y de Egipto, y se reconstruiría el templo. Puede que solo una minoría de los judíos del éxodo prestara atención a estas profecías, pero era una minoría numerosa que incluía a la élite religiosa y administrativa de Judá, a juzgar por la calidad de quienes —probablemente también una minoría—, cuando pudieron hacerlo, regresaron a Jerusalén, como un Resto salvador, según la profecía.
Antes del regreso a Jerusalén, la experiencia del exilio había transformado la vida judía y confirmado su visión de la historia. Los expertos están divididos respecto a si los acontecimientos más importantes tuvieron lugar entre los exiliados o entre los judíos que se quedaron en Judá para lamentar lo que había sucedido. De una forma u otra, sin embargo, la vida religiosa judía estaba profundamente agitada. El cambio más importante fue la implantación de la lectura de las Escrituras como acto central de la religión judía. Aunque el Antiguo Testamento no adoptaría su forma definitiva hasta tres o cuatro siglos después, los primeros cinco libros o Pentateuco, atribuidos tradicionalmente a Moisés, estaban básicamente terminados poco después del regreso del exilio. Al carecer del centro de culto en el templo, parece que los judíos comenzaron a celebrar reuniones semanales para escuchar la lectura y el comentario de estos textos sagrados, que contenían la promesa de un futuro y la orientación para lograrlo mediante el mantenimiento de la Ley, que ahora recibía nuevos detalles y mayor coherencia. Este fue uno de los lentos efectos del trabajo de los intérpretes y escribas que conciliarían y explicarían los libros sagrados. Al final, estas reuniones semanales darían paso tanto al establecimiento de la sinagoga como a una menor dependencia religiosa de la localidad y el ritual, por mucho que los judíos siguieran anhelando la restauración del templo. En última instancia, la religión judía podía practicarse siempre que los judíos se reunieran para leer las escrituras. Los judíos serían, pues, el primero de los «pueblos del Libro», a quienes seguirían los cristianos y musulmanes. Esto hizo posible una mayor abstracción y universalización de la idea de Dios.
Existían también las limitaciones. Aunque la religión judía podía separarse del culto en el templo, algunos profetas habían visto que solo se alcanzaría la redención y purificación que les aguardaban poniendo en práctica de forma aún más rígida lo que ahora se consideraba la ley de Moisés. Esdras volvió a sus preceptos desde Babilonia, y prácticas que habían sido en su origen de los nómadas se impusieron de forma rigurosa a un pueblo cada vez más urbanizado. La autosegregación de los judíos se hizo mucho más importante y evidente en las ciudades; se consideraba parte de la necesaria purificación que se divorciaran todos los judíos casados con una mujer gentil (y debía de haber muchos).
Esto ocurrió después de que Babilonia cayera ante Persia. En el 539 a.C., algunos judíos aprovecharon la oportunidad que se les ofreció y regresaron a Jerusalén. Se reconstruyó el templo a lo largo de los siguientes veinticinco años y Judá se convirtió, bajo la soberanía de Persia, en una especie de satrapía teocrática. En el siglo V, cuando Egipto se rebeló contra el dominio persa, esta zona tuvo un gran valor estratégico, donde el poder administrativo estaba en manos de la aristocracia sacerdotal, que articuló políticamente la nación judía hasta la época romana.
Tras el final del dominio persa, el período de los herederos de Alejandro trajo nuevos problemas. Después de ser gobernados por los Ptolomeos, los judíos pasaron finalmente a depender de los seléucidas. La conducta social y la ideología de las clases superiores recibieron la influencia de la helenización; esto acentuó las divisiones al exacerbar los contrastes de riqueza y las diferencias entre los habitantes de las ciudades y los del campo. También separó a las familias de los sacerdotes del pueblo, que se mantuvo firme en la tradición de la Ley y de los profetas que se explicaba en las sinagogas. Fue contra un rey de la Siria helenística, Antíoco, y contra la «occidentalización» cultural aprobada por los sacerdotes, pero con la oposición de unas masas que se sentían ofendidas por este tipo de procesos, por lo que estalló la gran rebelión de los macabeos (168-164 a.C.). Antíoco había tratado de ir demasiado deprisa; no satisfecho con la constante erosión del aislamiento judío por la civilización helenística y la acción del ejemplo, se había interferido en los ritos judíos y profanado el templo. Tras sofocar con dificultades la rebelión (la guerra de guerrillas se mantuvo durante mucho tiempo), los reyes seléucidas adoptaron una política más conciliadora, que tampoco satisfizo a muchos judíos. En el 142 a.C., los judíos aprovecharon una serie de circunstancias favorables y obtuvieron una independencia que duraría casi ochenta años. Después, en el 63 a.C., Pompeyo impuso el dominio romano y el último Estado judío independiente en Oriente Próximo desapareció durante casi dos mil años.
La independencia no fue una experiencia feliz. Una sucesión de reyes procedentes de la casta sacerdotal sumieron al país en el desorden a través de la innovación y la arbitrariedad. Los reyes y los sacerdotes que consintieron su política excitaron a la oposición, y para desafiar su autoridad surgió una nueva escuela de intérpretes, más austera, que se aferraba a la Ley en lugar de al culto como alma del judaísmo, dándole una interpretación nueva y minuciosamente rigurosa. Eran los fariseos, los representantes de una tendencia reformista que se manifestaría una y otra vez en el judaísmo como protesta frente al peligro de una progresiva helenización. Los fariseos aceptaban también el proselitismo entre los no judíos, y enseñaban la creencia en la resurrección de los muertos y en un Juicio Final divino; en su postura se mezclaban las aspiraciones nacionales y las universales, que ampliaron las repercusiones del monoteísmo judío.
La mayor parte de la actividad de los fariseos tuvo lugar en Judea, el pequeño resto de lo que en tiempos había sido el gran reino de David; en la época de Augusto vivían allí menos judíos que en el resto del imperio, ya que desde el siglo VII a.C. estos se habían extendido por todo el mundo civilizado. Los ejércitos de Egipto, de Alejandro y de los seléucidas tenían regimientos judíos; otros se habían establecido en el extranjero ejerciendo el comercio. Una de las mayores colonias judías estaba en Alejandría, donde se habían ido congregando más o menos desde el 300 a.C. Los judíos alejandrinos eran grecohablantes, y en Alejandría se tradujo por primera vez el Antiguo Testamento al griego. Cuando nació Jesús, había probablemente más judíos allí que en Jerusalén. En Roma vivían otros 50.000 aproximadamente. Estas aglomeraciones aumentaban las oportunidades de proselitismo y, por tanto, el peligro de fricciones entre comunidades.
El judaísmo ofrecía muchas cosas a un mundo en que los cultos tradicionales estaban en decadencia. La circuncisión y las prohibiciones alimentarias eran un obstáculo, pero para muchos prosélitos pesaban más los atractivos de un código de conducta sumamente minucioso, de una forma de religión que no dependía de templos, altares o sacerdotes para su práctica y, por encima de todo, de la seguridad de la salvación. Un profeta cuyas enseñanzas atribuyeron los compiladores del Antiguo Testamento a Isaías, pero que es casi con certeza del exilio, ya había anunciado un mensaje que traería la luz a los gentiles, y muchos de ellos habían respondido a esa luz mucho antes que los cristianos, que la fomentarían en un sentido especial. Los prosélitos podían identificarse con el pueblo elegido en la gran historia que inspiró los escritos históricos judíos, el único logro en este ámbito que cabe comparar con la invención griega de la historia como ciencia, y que daba significado a las tragedias del mundo. En su historia, los judíos descubrían una norma por la que se purificarían en el fuego para el día del Juicio Final. Una contribución fundamental del judaísmo al cristianismo sería su sentimiento de constituir un pueblo aparte, cuyas miras se dirigían a cosas que no eran de este mundo; los cristianos pasarían a la idea de la levadura en la masa, que trabajaba para redimir al mundo. Ambos mitos estaban profundamente arraigados en la experiencia histórica judía y en la realidad, notable pero sencilla, de la supervivencia de este pueblo.
Las grandes comunidades de judíos y sus prosélitos eran realidades sociales importantes para los gobernadores romanos, ya que destacaban no solo por su tamaño, sino por su separatismo tenaz. Los testimonios arqueológicos de sinagogas como edificios especiales y separados no aparecen hasta bien entrada la era cristiana, pero en las ciudades los barrios judíos se distinguían de otros, y estaban construidos en torno a sus sinagogas y a tribunales propios. Aunque el proselitismo estaba extendido e incluso algunos romanos se sintieron atraídos por las creencias judías, había también señales evidentes de aversión popular hacia los judíos en la propia Roma. Los disturbios eran frecuentes en Alejandría y se extendieron con facilidad a otras ciudades de Oriente Próximo. Esto hizo que las autoridades desconfiaran de ellos y, al menos en Roma, que las comunidades judías se dispersaran cuando las cosas se pusieron difíciles.
La propia Judea era considerada una zona especialmente delicada y peligrosa, a lo que había contribuido en gran medida el fermento religioso del último siglo y medio antes de nuestra era. En el 37 a.C., el Senado nombró rey de Judea a un judío, Herodes el Grande. Fue un monarca impopular, en parte por la aversión nacional hacia alguien nombrado por los romanos y deseoso —y con razón— de preservar la amistad de Roma, pero también por el estilo de vida helenístico de su corte (aunque Herodes se esmeró en mostrar lealtad a la religión judía) y por los gravosos impuestos que recaudaba, algunos de ellos para construir edificios grandiosos. Más allá de la legendaria matanza de los inocentes y del lugar que ocupa en la demonología cristiana, Herodes no habría tenido una buena prensa histórica. A su muerte, en el 4 a.C., su reino se dividió entre sus tres hijos, arreglo poco satisfactorio que se anuló en el año 6 de nuestra era, cuando Judea se convirtió en parte de la provincia romana de Siria, gobernada desde Cesarea. En el año 26 fue nombrado procurador, o gobernador, Poncio Pilatos, puesto incómodo y comprometido que ocuparía durante diez años.
El final del siglo I a.C. fue un mal momento en la historia de una provincia turbulenta, pues se estaba llegando a una especie de punto culminante de una agitación de casi dos siglos. Los judíos se llevaban mal con sus vecinos samaritanos y les contrariaba la llegada de sirios griegos, patente en las ciudades costeras. Detestaban a los romanos como los últimos de una larga sucesión de conquistadores y también por sus exigencias tributarias; los recaudadores de impuestos —los «publicanos» del Nuevo Testamento— eran impopulares no solo por lo que cobraban, sino porque se lo llevaban al extranjero. Pero, lo que era aún peor, los judíos también estaban muy divididos entre sí. Las grandes fiestas religiosas se teñían con frecuencia de sangre y disturbios. Los fariseos, por ejemplo, estaban profundamente distanciados de los saduceos, encarnación de los representantes de la aristocrática casta sacerdotal. Otras sectas rechazaban a ambos. Una de las más interesantes la conocemos desde hace apenas unos años, gracias al descubrimiento y la lectura de los Manuscritos del mar Muerto, en los que puede verse que prometían a sus adeptos muchas cosas que fueron también ofrecidas por el cristianismo primitivo, y que esperaban la última liberación que seguiría a la apostasía de Judea y sería anunciada por la llegada de un mesías. Los judíos atraídos por estas enseñanzas buscaban en las escrituras de los profetas las señales de todo esto. Otros buscaban un camino más directo; los zelotes, por ejemplo, creían que este camino era el movimiento nacionalista de resistencia.
En esta atmósfera turbulenta nació Jesús, hacia el año 6 a.C., en un mundo en el que miles de sus compatriotas esperaban la llegada de un mesías, un líder que les llevaría a una victoria militar o simbólica y que inauguraría la última y mayor era de Jerusalén. La constancia de los hechos de su vida se halla en los documentos incluidos tras su muerte en los Evangelios, afirmaciones y tradiciones que la Iglesia primitiva basaba en el testimonio de quienes conocieron a Jesús. Los Evangelios no son en sí una prueba satisfactoria, pero tampoco hay que exagerar sus insuficiencias. Se escribieron sin duda para demostrar la autoridad sobrenatural de Jesús y que los acontecimientos de su vida confirmaban las profecías que anunciaban desde hacía mucho la llegada del mesías. Este origen interesado y hagiográfico no exige el escepticismo en todos los hechos narrados; muchos tienen una credibilidad inherente por cuanto son lo que cabría esperar de un líder religioso judío de la época. No hace falta rechazarlos; se han empleado a menudo testimonios mucho más inadecuados sobre temas bastante más espinosos. No hay razón alguna para ser más puntilloso o riguroso en nuestros cánones a la hora de aceptar los primeros documentos cristianos que, por ejemplo, el testimonio de Homero acerca de Micenas. Sin embargo, es muy difícil encontrar en otros documentos pruebas que corroboren los hechos narrados en los Evangelios.
La imagen de Jesús que ofrecen los Evangelios es la de un hombre de familia modesta, aunque no mísera, que decía ser de linaje real. Sus oponentes habrían negado sin duda esta afirmación si no hubiera tenido algo de cierto. Galilea, donde creció Jesús, era una especie de región fronteriza para el judaísmo, donde este estaba más expuesto al contacto con los griegos sirios que tan a menudo irritaban las sensibilidades religiosas. En las proximidades predicaba un hombre llamado Juan, un profeta en torno al cual se congregaba la muchedumbre en los días previos a su detención y ejecución. Los investigadores creen ahora que Juan estaba relacionado con la comunidad de Qumrán que legó los Manuscritos del mar Muerto. Un evangelista nos cuenta que era primo de Jesús; es posible que fuera cierto, pero es menos importante que la coincidencia de todos los Evangelios en que Juan bautizó a Jesús, igual que bautizó a innumerables personas que acudían a él temiendo la cercanía del Juicio Final. También se dice que reconoció en Jesús a un maestro como él, y quizá algo más: « ¿Eres tú el que ha de venir, o buscamos a otro?».
Jesús sabía que era un santo; sus enseñanzas y los testimonios que de su santidad daban sus milagros pronto convencieron a la agitada multitud hasta Jerusalén. Su entrada triunfal en la ciudad se basaba en los sentimientos espontáneos del pueblo, que le siguió como había seguido a otros grandes maestros, esperando al mesías anunciado. El final fue una acusación de blasfemia ante el tribunal judío y una interpretación laxa de la ley romana por parte de un gobernador que quería evitar nuevos disturbios en una ciudad violenta. Jesús no era un ciudadano romano, y para tales personas la pena máxima era la crucifixión después de la flagelación. La inscripción de la cruz en la que fue clavado decía: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos», lo que dejaba claro que se había visto como un acto político, y para que no pasara desapercibido su significado, estaba escrita en latín, en griego y en hebreo. Esto ocurrió probablemente en el año 33, aunque también se han aventurado como fechas el 29 y el 30. Poco después de su muerte, los discípulos de Jesús creyeron que había resucitado de entre los muertos, que le habían visto y que había ascendido al cielo, así como que habían recibido de él un don divino en Pentecostés, que los sostendría a ellos y a sus seguidores hasta el Juicio Final. También creían que este se acercaba, y que Jesús volvería como juez, sentado a la derecha de Dios. Todo esto nos cuentan los Evangelios.
Si bien esto fue lo que los primeros cristianos vieron en Cristo (como se le llamaría después, del término griego que significa «el ungido»), también había en sus enseñanzas otros elementos susceptibles de una aplicación mucho más amplia. Las ideas que se atribuyen a Jesús sobre la devoción no iban más allá de las prácticas judías; lo único que indicó fueron los oficios en el templo, junto con la oración en privado. En este sentido tan real, Jesús vivió y murió como un judío. Sus enseñanzas morales, sin embargo, se centraban en el arrepentimiento y en la liberación del pecado, y en una liberación accesible a todos, no solo a los judíos. El castigo también desempeñaba un papel importante en las enseñanzas de Jesús (algo en lo que los fariseos coincidían con él) y, sorprendentemente, la mayor parte de las cosas más aterradoras que se dicen en el Nuevo Testamento se le atribuyen a él. El cumplimiento de la Ley era esencial. Pero no era suficiente; más allá de él estaban los deberes del arrepentimiento y la restitución por los errores cometidos, incluso el autosacrificio. La ley del amor era la guía que debía orientar la acción. Jesús rechazó de modo categórico el papel del líder político. Una de las interpretaciones que se dieron más tarde a una frase de terrible ambigüedad, «Mi reino no es de este mundo», fue la de la pasividad política.
Pero muchos esperaban un mesías que fuera un líder político. Otros buscaban un líder contra la religión judía oficial y, por tanto, eran un peligro en potencia para el orden aun cuando solo pretendieran una purificación y una reforma de carácter religioso. Inevitablemente, Jesús, de la casa de David, se convirtió en un hombre peligroso a los ojos de las autoridades. Uno de sus discípulos era Simón el Zelote, un compañero inquietante por haber pertenecido a una secta extremista. Muchas de las enseñanzas de Jesús fomentaban los sentimientos contra los saduceos y fariseos dominantes, y estos hicieron todo lo posible, a su vez, por resaltar cualquier implicación antirromana que pudiera inferirse de sus palabras.
Los hechos políticos constituyen el trasfondo en el que se produjo la muerte de Jesús y el desengaño del pueblo, aunque no explican la supervivencia de sus enseñanzas. Jesús había atraído no solo a los que estaban insatisfechos con la política, sino a los judíos que pensaban que la Ley ya no era una guía suficiente y a los no judíos que, aunque podían convertirse como prosélitos en ciudadanos de segunda clase de Israel, querían algo más que les asegurara la aprobación en el Juicio Final. Jesús había atraído también a los pobres y a los parias, muy numerosos en una sociedad que ofrecía enormes contrastes de riqueza y que no tenía piedad alguna con quienes se quedaban por el camino. Estos eran algunos de los atractivos e ideas que darían al final una cosecha tan asombrosa. Aunque fueron efectivos mientras Jesús vivió, parecieron fallecer con él. A su muerte, sus seguidores eran solo una pequeña secta judía entre muchas. Pero creían que había sucedido algo excepcional. Creían que Cristo había resucitado de entre los muertos, que le habían visto, y que les había ofrecido, a ellos y a quienes fueran salvados por su bautismo, el mismo triunfo sobre la muerte y una vida personal después del juicio de Dios. La generalización de este mensaje y su presentación ante el mundo civilizado se lograron medio siglo después de la muerte de Jesús.
La convicción de los discípulos les indujo a permanecer en Jerusalén, un centro de peregrinación importante para los judíos de todo Oriente Próximo y, por tanto, un semillero para una nueva doctrina. Dos de ellos, Pedro y Santiago, este último hermano de Jesús, eran los jefes del pequeño grupo que esperaba el inminente regreso del mesías, haciendo todo lo posible para prepararlo con la penitencia y el servicio a Dios en el templo. Permanecieron sin duda dentro del redil judío; probablemente solo les distinguía el rito del bautismo. Pero había otros judíos que les consideraban un peligro; sus contactos con los judíos grecohablantes de fuera de Judea les hacía cuestionarse la autoridad de los sacerdotes. El primer mártir, Esteban, que pertenecía a este grupo, fue linchado por una muchedumbre judía. Uno de los testigos de esta muerte fue un fariseo de Tarso, de la tribu de Benjamín, llamado Pablo. Puede que, como judío helenizado de la diáspora, fuera especialmente consciente de la necesidad de la ortodoxia. Estaba orgulloso de la suya. Pero tuvo la máxima influencia en la difusión del cristianismo después del propio Jesús.
De algún modo, Pablo cambió de opinión. De perseguidor de los seguidores de Cristo, se convirtió en uno de ellos; parece que se retiró a meditar y reflexionar en los desiertos del este de Palestina. Entonces, en el año 47 (o quizá antes; es muy difícil fechar la vida y los viajes de Pablo), comenzó una serie de viajes que le llevaron por todo el Mediterráneo oriental. En el 49, un concilio apostólico celebrado en Jerusalén tomó la trascendental decisión de enviarle como misionero entre los gentiles, que no tendrían que circuncidarse, el más importante acto de sumisión a la fe judía; no está claro quién tomó esta decisión, si él, el concilio o ambos de común acuerdo. Ya había pequeñas comunidades de judíos que seguían las nuevas enseñanzas en Asia Menor, adonde las habían llevado los peregrinos, y que ahora recibirían una gran consolidación merced a los esfuerzos de Pablo. Sus objetivos predilectos eran los prosélitos judíos, gentiles a quienes predicaría en griego y a quienes se les ofrecía ahora la total pertenencia a Israel a través de la nueva alianza. La doctrina que enseñaba Pablo era nueva: rechazaba la Ley (como nunca había hecho Jesús) y trataba de conciliar las ideas esencialmente judías que se encontraban en el centro de las enseñanzas de Jesús con el mundo conceptual de la lengua griega. Siguió haciendo hincapié en la inminencia de la llegada del fin de los tiempos, pero ofreció a todas las naciones, a través de Cristo, la oportunidad de comprender los misterios de la creación y, sobre todo, de la relación de las cosas visibles y las invisibles, del espíritu y la carne, y del triunfo del primero sobre la segunda. En este proceso, Jesús se fue convirtiendo cada vez más en un libertador humano que había vencido a la muerte y que era Él mismo Dios, lo que hacía añicos el molde del pensamiento judío dentro del cual había nacido la nueva fe. No había un lugar perdurable para esa idea dentro del judaísmo, y el cristianismo se vio obligado a salir del templo. El mundo intelectual de Grecia fue la primera de las moradas que encontraría a lo largo de los siglos. Sobre este cambio se construiría una estructura teórica colosal.
Los Hechos de los Apóstoles ofrecen numerosos testimonios del alboroto que estas enseñanzas pudieron causar, y también de la actitud intelectualmente tolerante de la administración romana cuando no estaba en juego el orden público. Pero a menudo sí lo estaba. En el año 59, los romanos tuvieron que rescatar a Pablo de los judíos en Jerusalén. Cuando fue juzgado al año siguiente, apeló al emperador y acudió a Roma, aparentemente con éxito. Desde entonces se pierde su rastro para la historia; puede que muriera en una persecución que lanzó Nerón en el 67.
El primer período de las misiones cristianas penetró en el mundo civilizado echando raíces en todas partes, empezando por las comunidades judías. Las «iglesias» que surgieron eran, administrativamente, independientes unas de otras, aunque se reconocía a la comunidad de Jerusalén una comprensible primacía, pues allí estaban quienes habían visto a Cristo resucitado y sus sucesores. Los únicos lazos, aparte del de la fe, que unían a las iglesias entre sí eran el institucional del bautismo, señal de aceptación en el nuevo Israel, y la práctica ritual de la eucaristía, representación de los ritos que ofició Jesús en la última cena con sus discípulos la víspera de su detención, y que sigue siendo el sacramento central de las iglesias cristianas en nuestros días.
Por tanto, los líderes locales de las iglesias ejercían una autoridad independiente en la práctica, aunque esto no abarcaba gran cosa. Después de todo, solo se decidían los asuntos de la comunidad cristiana local. Mientras tanto, los cristianos esperaban la «segunda venida». La influencia de Jerusalén había decaído después del año 70, cuando los romanos la saquearon y expulsaron a muchos de los cristianos de la ciudad; desde entonces, el cristianismo tuvo menos vigor dentro de Judea. A comienzos del siglo II, las comunidades de fuera de Palestina eran claramente más numerosas y más importantes, y ya había evolucionado una jerarquía de funcionarios que regulaban sus asuntos. Estos dieron lugar posteriormente a las tres órdenes de la Iglesia: obispos, presbíteros y diáconos. Sus funciones sacerdotales eran mínimas en este período; lo que importaba era su papel administrativo y de gobierno.
 La respuesta de las autoridades romanas al nacimiento de una nueva secta fue la previsible; su principio de gobierno era que, cuando no existía una causa concreta para inmiscuirse en los nuevos cultos, estos se toleraban salvo que suscitaran la falta de respeto o la desobediencia al imperio. Al principio existía el peligro de que los cristianos pudieran ser confundidos con otros judíos en la enérgica reacción romana ante los movimientos nacionalistas judíos que culminaron en varios enfrentamientos sangrientos, pero su indiferencia política y la anunciada hostilidad de los demás judíos les salvaron. La propia Galilea se había rebelado en el año 6 (quizá el recuerdo de esta insurrección influyó en la forma en que trató Pilatos el caso de un galileo entre cuyos discípulos había un zelote), pero el gran alzamiento judío del año 66 trazó una línea marcada y real entre cristianos y nacionalistas judíos. Esta insurrección fue la más importante de la historia del judaísmo bajo el imperio; en ella los extremistas lograron el dominio de Judea y tomaron Jerusalén. El historiador judío Flavio Josefo ha dejado constancia del atroz combate que siguió, del asalto final al templo, de los cuarteles generales de la resistencia y de su incendio tras la victoria romana. Antes de estos hechos, los desdichados habitantes se habían visto obligados a recurrir al canibalismo en su lucha por la supervivencia. La arqueología ha revelado recientemente en Masada, situada a escasa distancia de la ciudad, lo que podría haber sido el emplazamiento del último puesto de los judíos antes de que también cayera en manos de los romanos en el año 73.
El aplastamiento de la rebelión por los romanos no fue el final de la agitación judía, sino un punto de inflexión. Los extremistas nunca volvieron a disfrutar de tanto apoyo como entonces y debieron de quedar desacreditados. La Ley era ahora más que nunca el núcleo del judaísmo, ya que los estudiosos y maestros judíos (después de esta época se les llama cada vez con mayor frecuencia «rabinos») habían seguido desentrañando su significado en otros centros aparte de Jerusalén mientras se desarrollaba la rebelión. Su buena dirección pudo haber salvado a estos judíos de la dispersión. Los disturbios posteriores no fueron nunca tan importantes como la gran rebelión, aunque en el 117 los motines judíos en Cirenaica terminaron convirtiéndose en una guerra, y en el 132 el último «mesías», Simón Bar Kochba, impulsó otra rebelión en Judea, motivada por el proyecto romano de reconstruir Jerusalén como ciudad romana (asolada tras la invasión de Tito sesenta años antes, quien prohibió su reconstrucción) bajo el nombre de Aelia Capitolina. En el 130, Adriano había visitado las ruinas de Jerusalén y, al descubrir que aún eran objeto de veneración, decidió reconstruirla. Pero los judíos mantuvieron intacta su situación especial ante la ley. Les habían arrebatado Jerusalén (Adriano la convirtió en una colonia italiana, en la que los judíos podían entrar solo una vez al año), pero su religión obtuvo el privilegio de tener un funcionario especial, un patriarca, con soberanía sobre la ciudad, y los judíos estaban exentos de las obligaciones de la ley romana que pudieran entrar en conflicto con sus deberes religiosos. Este fue el final de una etapa de la historia judía. Durante los siguientes 1.800 años, esta historia sería la de las comunidades de la diáspora, hasta que se creó de nuevo un Estado nacional en Palestina, entre los escombros de otro imperio.
Aparte de los nacionalistas de Judea, los judíos de otros lugares del imperio se mantuvieron a salvo durante mucho tiempo a partir de los años turbulentos. Los cristianos no tuvieron tanta suerte, aunque las autoridades no distinguían muy bien su religión del judaísmo; después de todo, solo era una variante del monoteísmo judío que, presumiblemente, reivindicaba lo mismo. Fueron los judíos, no los romanos, quienes persiguieron primero a los cristianos, como la propia crucifixión de Jesús, el martirio de Esteban y las aventuras de Pablo habían mostrado. Y fue un rey judío, Herodes Agripa, quien, según el autor de los Hechos de los Apóstoles, persiguió por primera vez a la comunidad de Jerusalén. Algunos especialistas consideran verosímil incluso que fueran los judíos hostiles quienes acusaron a los cristianos ante Nerón, que buscaba unos cabezas de turco para culparlos del gran incendio que se desató en Roma en el año 64. Fuera cual fuese el origen de esta persecución, en la que, según la tradición popular cristiana, murieron Pedro y Pablo, y que estuvo aderezada con terribles y crueles escenas en el circo, parece que puso fin, durante mucho tiempo, a la atención oficial que los romanos prestaban a los cristianos. Estos no tomaron las armas contra los romanos en las rebeliones judías, lo que debió de suavizar las susceptibilidades oficiales hacia ellos.
Cuando aparecen en los testimonios administrativos como noticia reseñable para el gobierno es a principios del siglo II. Ello se debe a la manifiesta falta de respeto que mostraban por aquel entonces los cristianos al negarse a realizar sacrificios al emperador y a los dioses romanos. Era su distintivo. Los judíos tenían el derecho a negarse; estaban en posesión de un culto histórico que los romanos respetaron —como siempre habían hecho con estos cultos— cuando se apoderaron de Judea. Pero a los cristianos se les consideraba ya claramente diferenciados de los demás judíos y eran un fenómeno reciente. No obstante, la actitud romana era que, aunque el cristianismo no fuera legal, no debía ser sometido a una persecución general. Si, por otro lado, se denunciaban infracciones de la ley —y la negativa a hacer sacrificios podía serlo—, las autoridades debían imponer un castigo cuando las acusaciones fueran específicas y se demostraran fundadas ante el tribunal. Esto dio lugar a muchos martirios, ya que los cristianos rechazaron los bienintencionados intentos de los funcionarios romanos de persuadirles para que hicieran sacrificios o abjuraran de su dios, pero no hubo un intento sistemático de erradicar la secta.
La hostilidad de las autoridades era, en efecto, mucho menos peligrosa que la de los propios compatriotas de los cristianos. Durante el siglo II aparecen más testimonios de pogromos y de ataques populares contra los cristianos, a quienes las autoridades no protegían al seguir una religión ilegal. A veces pudieron servir de cabezas de turco aceptables para la administración o de pararrayos que distraían de otras corrientes peligrosas. Para la mentalidad popular de una época supersticiosa, era fácil atribuir a los cristianos las ofensas a los dioses que traían el hambre, las inundaciones, las plagas y otras catástrofes naturales. Para un mundo que carecía de otra forma de explicar estos desastres naturales, estas explicaciones eran las más convincentes. Se decía que los cristianos practicaban la magia negra, el incesto y hasta el canibalismo (una idea explicable, sin duda, por los relatos apócrifos sobre la eucaristía). Se reunían clandestinamente por la noche. De forma más concreta y pavorosa, aunque no podemos estar seguros de su escala, los cristianos amenazaban, con su control sobre los miembros de la comunidad, toda la estructura consuetudinaria que regulaba y definía las relaciones que debía haber entre padres e hijos, esposos y esposas, amos y esclavos. Proclamaban que Cristo no hacía distinciones entre esclavos y libres y que había venido a traer no la paz, sino una espada para dividir a familias y amigos. No es difícil, por tanto, entender los estallidos de violencia que se produjeron en las grandes ciudades de provincias, como el de Esmirna en el 165 o el de Lyon en el 177. Eran la vertiente popular de una intensificación de la oposición al cristianismo que tenía su aspecto intelectual en los primeros ataques contra el nuevo culto por parte de los escritores paganos.
La persecución no era el único peligro al que se enfrentaba la Iglesia primitiva, y posiblemente era el menos grave. Un riesgo mucho más serio era la posibilidad de que terminara por convertirse en otro culto más del tipo de los que había numerosos ejemplos en el imperio romano y que, al final, quedara sepultado como ellos en los laberintos mágicos de las religiones antiguas. En todo Oriente Próximo podían hallarse ejemplos de las religiones de «misterio» cuyo núcleo era la iniciación del creyente en el conocimiento oculto de una devoción centrada en un dios particular (la diosa egipcia Isis era popular, como el dios persa Mitra). Casi siempre se le daba al creyente la oportunidad de identificarse con la divinidad en una ceremonia que incluía un simulacro de muerte y resurrección, y en la que superaba así su condición de mortal. Estos cultos ofrecían, a través de sus impresionantes rituales, la paz y la liberación de lo temporal que muchos ansiaban, y eran muy populares.
El peligro real de que el cristianismo pudiera transformarse en otra «religión de misterio» lo demuestra la importancia que tuvieron los gnósticos en el siglo II. Su nombre procede de la palabra griega gnosis, que significa «conocimiento»; el conocimiento que reivindicaban los gnósticos cristianos era una tradición secreta y esotérica, no revelada a todos los cristianos sino tan solo a unos pocos (una versión decía que solo a los apóstoles y a la secta que descendía de ellos). Algunas de sus ideas procedían de fuentes zoroastristas, hindúes y budistas que subrayaban el conflicto entre materia y espíritu de una forma que distorsionaba la tradición judeocristiana; otras provenían de la astrología e incluso de la magia. Este dualismo, la atribución del bien y del mal a principios y entidades opuestas y la negación del carácter divino de la creación material, siempre fue una tentación. Los gnósticos odiaban este mundo, y en algunos de sus sistemas esto llevaba al pesimismo típico de los misterios; la salvación solo era posible mediante la adquisición del conocimiento arcano, secretos de un iniciado elegido. Algunos gnósticos veían incluso a Cristo no como el salvador que confirmó y renovó una alianza, sino como alguien que liberó a los hombres del error de Yahvé. Era un credo peligroso en cualquiera de sus formas, ya que cortaba de raíz la esperanza que constituía el núcleo de la revelación cristiana y volvía la espalda a la redención del aquí y el ahora del que los cristianos nunca podían desesperar del todo, ya que aceptaban la tradición judía de que Dios hizo el mundo y de que este era bueno.
En el siglo II, con sus comunidades repartidas por toda la diáspora y sus cimientos organizativos asentados con bastante firmeza, el cristianismo pareció llegar a una encrucijada en la que los dos caminos podían resultar mortales. Si volvía la espalda a las repercusiones de la obra de san Pablo y seguía siendo solo una herejía judía, sería reabsorbido finalmente, en el mejor de los casos, por la tradición judía; por otra parte, la huida de un judaísmo que lo rechazaba podía llevar a los cristianos al mundo helenístico de los misterios o a la desesperación de los gnósticos. Gracias a un puñado de hombres, el cristianismo escapó de ambos.
El logro de los Padres de la Iglesia que navegaron a través de estos peligros fue, pese a su contenido moral y devoto, sobre todo intelectual. El riesgo les estimuló. Ireneo, que sucedió al obispo mártir de Lyon en el 177, proporcionó el primer gran esbozo de la doctrina cristiana, un credo y una definición del canon espiritual. Todo esto separó al cristianismo del judaísmo. Pero Ireneo también escribió en el contexto del desafío de las creencias heréticas. En el 172, se había reunido el primer concilio para rechazar las doctrinas gnósticas y se revistió a la doctrina cristiana de respetabilidad intelectual por la necesidad de resistir a las presiones de los competidores. La herejía y la ortodoxia nacieron al mismo tiempo. Uno de los pilotos que condujo a la teología cristiana emergente a través de este período fue Clemente de Alejandría, de erudición prodigiosa, platónico cristiano (quizá nacido en Atenas), a través del cual los cristianos comprendieron el significado que podía tener la tradición helenística aparte de los misterios. En concreto, llevó a los cristianos al conocimiento de Platón y transmitió a su discípulo Orígenes, de sabiduría aún mayor, la idea de que la verdad de Dios era una verdad razonable, creencia que podía atraer a los hombres educados en la visión estoica de la realidad.
El impulso intelectual de los primeros Padres de la Iglesia y el atractivo social inherente del cristianismo permitieron que este aprovechara las enormes posibilidades de difusión y expansión que ofrecía la estructura del mundo clásico y, posteriormente, del romano. Sus maestros podían moverse con libertad y hablar y escribir entre ellos en griego. Tuvo la gran ventaja de surgir en una era religiosa; la inmensa credulidad del siglo II encubría unos anhelos profundos, que dan a entender que el mundo clásico estaba perdiendo ya su vigor; había que reponer el capital griego, y uno de los lugares donde se buscó fue en las nuevas religiones. La filosofía se había convertido en una búsqueda religiosa, y el racionalismo o el escepticismo atraían solo a una minoría muy pequeña. Pero este marco prometedor era también un desafío para la Iglesia; el cristianismo primitivo ha de verse siempre en un contexto de competidores florecientes. Nacer en una era religiosa fue una amenaza además de una ventaja. Hasta qué punto logró enfrentarse el cristianismo a la amenaza y aprovechar su oportunidad se vería en la crisis del siglo III, cuando el mundo clásico estaba a punto de derrumbarse y sobrevivió solo merced a una concesión colosal y, en última instancia, mortal.

8. La decadencia del Occidente clásico
A partir del año 200 fueron muchos los indicios de que los romanos comenzaban a mirar el pasado de una forma diferente. Las personas siempre habían hablado de edades de oro en otras épocas, cayendo en una nostalgia convencional y literaria. Pero el siglo III trajo algo nuevo para muchos habitantes del imperio romano: un sentido de decadencia consciente.
Los historiadores la califican de «crisis», pero lo cierto es que sus manifestaciones más evidentes se superaron. Los cambios que realizaron o aceptaron los romanos en el año 300 insuflaron nuevas fuerzas a gran parte de la civilización mediterránea clásica, e incluso puede que fueran decisivos para asegurar que, al final, transmitieran tanto de sí al futuro. Pero dichos cambios tuvieron un precio, ya que algunos fueron esencialmente destructivos para el espíritu de esa civilización. Los restauradores son muchas veces imitadores inconscientes. En algún momento de comienzos del siglo IV podemos sentir que la balanza se inclina hacia el lado contrario de la herencia mediterránea. Es más fácil sentirlo que ver cuál fue el momento crucial. Las señales son una súbita multiplicación de inquietantes innovaciones: se reconstruye la estructura administrativa del imperio sobre nuevos principios, se transforma su ideología, la religión de una secta judía antes desconocida se convierte en ortodoxia establecida y, desde el punto de vista material, se entregan grandes extensiones de territorio a colonos procedentes del exterior, a inmigrantes extranjeros. Un siglo después, la consecuencia de estos cambios resulta patente en la desintegración política y cultural.
 Los altibajos de la autoridad imperial tuvieron una enorme importancia en este proceso de desintegración. La civilización clásica había llegado, al final del siglo II, a tener los mismos límites que el imperio, y estaba dominada por el concepto de romanitas, el estilo romano de hacer las cosas. Por ello, los puntos débiles de la estructura de gobierno eran fundamentales para lo que no funcionaba. Hacía mucho que el cargo imperial ya no lo ocupaba, como había aparentado cuidadosamente Augusto, el representante del Senado y del pueblo; en realidad era un monarca despótico, cuyo dominio atemperaban solo consideraciones prácticas tales como el apaciguamiento de la guardia pretoriana de la que dependía. Las guerras civiles que siguieron a la llegada al poder del último e inepto emperador Antonino, en el 180, inauguraron una época terrible. Este desdichado hombre, Cómodo, fue estrangulado por un luchador por orden de su concubina y su chambelán en el 192, pero el asesinato no resolvió nada. De las guerras entre los cuatro «emperadores» que se sucedieron en los meses posteriores a su muerte surgió finalmente un africano, Septimio Severo, casado con una siria, que intentó que el cargo de emperador fuera de nuevo hereditario, tratando de vincular a su familia con la sucesión antonina y de resolver así un punto débil constitucional fundamental.
El énfasis que ponía Severo en la sucesión hereditaria suponía en realidad negar el hecho de su propio éxito. Severo, al igual que sus rivales, había sido el candidato de un ejército de provincias. Durante todo el siglo III, fueron los soldados quienes elegían realmente a los emperadores, y su poder estaba en la raíz de la tendencia del imperio a fragmentarse. Pero no se podía prescindir del ejército; de hecho, debido a la amenaza bárbara, entonces presente en varias fronteras al mismo tiempo, había sido necesario ampliarlo y mimarlo. Este era un dilema al que se enfrentarían los emperadores del siglo siguiente. El hijo de Severo, Caracalla, que comenzó prudentemente su reinado con cuantiosos sobornos a los soldados, murió finalmente asesinado por ellos.
En teoría, el Senado seguía nombrando al emperador, pero en la práctica tenía poco poder efectivo, salvo que podía comprometer su prestigio con uno de los candidatos en liza. No era una gran baza, pero aún tenía cierta importancia mientras el efecto moral del mantenimiento de las antiguas formas fuera aún significativo. Era inevitable, sin embargo, que los acuerdos intensificaran el antagonismo latente entre el Senado y el emperador. Severo dio más poder a los senadores procedentes de la clase ecuestre; Caracalla dedujo que una purga del Senado le favorecería y dio este paso más hacia el gobierno autocrático. Le sucedieron otros emperadores militares y pronto llegó el primero que no procedía del Senado, aunque pertenecía a la equites. Pero lo peor estaba por venir. En el 235, Maximino, un descomunal ex soldado de las legiones del Rin, se disputó el cargo con un octogenario de África que contaba con el apoyo del ejército africano y, en última instancia, del Senado. Muchos emperadores fueron asesinados por sus tropas; uno murió luchando contra su propio comandante en jefe (el vencedor cayó posteriormente asesinado por los godos después de ser traicionado por uno de sus oficiales). Fue un siglo terrible; en total, hubo veintidós emperadores, entre los que no se incluye a los que fueron solo pretendientes al trono ni a semiemperadores como Póstumo, que se mantuvo un tiempo como tal en la Galia, presagiando así una división posterior del imperio.
Si bien las reformas de Severo habían mejorado la situación durante un tiempo, la fragilidad de la posición de sus sucesores aceleró el declive en la administración. Caracalla fue el último emperador que trató de ampliar las fuentes de ingresos a través de los impuestos convirtiendo a todos los habitantes libres del imperio en ciudadanos romanos y, por tanto, obligándolos a pagar el impuesto sobre sucesiones, pero no intentó realizar ninguna reforma fiscal profunda. Quizá el declive era inevitable, dadas las emergencias a las que había que hacer frente y los escasos recursos disponibles. De forma irregular e improvisada, la rapacidad y la corrupción crecían a medida que quienes tenían poder o cargos las empleaban para protegerse, lo que era reflejo, a su vez, de otro problema: la debilidad económica que mostraba el imperio en el siglo III.
Poco se puede generalizar sin riesgo de equivocarse respecto a lo que esto significaba para el consumidor y el proveedor. Pese a su complejidad y organización en torno a una red de ciudades, la vida económica del imperio era preponderantemente agraria. Su base era la hacienda rural, la villa, pequeña o grande, que constituía tanto la unidad de producción básica como, en muchos lugares, la unidad social. Estas haciendas eran el medio de subsistencia de todos los que vivían de ellas (y eso significaba casi toda la población rural). Por tanto, es probable que la mayoría de la gente del campo se viera menos afectada por las oscilaciones a largo plazo de la economía que por las requisas y las subidas de impuestos como consecuencia del cese de la expansión del imperio; había que sostener a los ejércitos con una base más reducida. Por otra parte, en ocasiones la tierra quedaba devastada por la guerra. Pero los campesinos vivían en un nivel de subsistencia; siempre habían sido pobres y siguieron siéndolo, fueran esclavos o libres. Cuando las cosas empeoraron, algunos trataron de colocarse como siervos, lo que sugiere una economía en la que el dinero perdía terreno ante el pago en bienes y servicios. Probablemente, otra consecuencia más de una época turbulenta fue que los campesinos emigraran a las ciudades o se dedicaran al bandidaje; en todas partes, la población buscaba protección.
Las requisas y las subidas de los impuestos pudieron contribuir en algunos lugares a la despoblación — aunque el siglo IV ofrece más testimonios de ello que el siglo III—, y a este respecto fueron contraproducentes. En cualquier caso, probablemente no eran equitativos, ya que muchos ricos estaban exentos de impuestos, y los propietarios de las haciendas no debieron de sufrir mucho en épocas inflacionarias, salvo que fueran imprudentes. La continuidad de muchas de las grandes familias propietarias de haciendas en la Antigüedad no sugiere que los problemas del siglo III afectaran mucho a sus recursos.
La administración y el ejército fueron los que más sufrieron los efectos de los problemas económicos y, concretamente, el principal mal del siglo, la inflación, cuyos orígenes y alcance son complejos y objeto aún de controversia. En parte fue consecuencia de una depreciación oficial de la moneda que se vio agravada por la necesidad de pagar en oro a los bárbaros, a quienes de vez en cuando era mejor apaciguar por este medio. Sin embargo, las propias incursiones bárbaras contribuyeron a menudo a interrumpir el suministro, lo que perjudicaba de nuevo a las ciudades, donde los precios subían. Dado que la paga de los soldados era fija, su valor real disminuyó (lo que les volvió, desde luego, más sensibles hacia los generales que ofrecían sobornos sustanciosos). Aunque es difícil evaluar el impacto global, hay quien ha sugerido la posibilidad de que, a lo largo del siglo, el valor del dinero disminuyera aproximadamente hasta una quinta parte del que tenía al principio.
Los daños se hicieron patentes tanto en las ciudades como en la práctica fiscal del imperio. A partir del siglo III, muchas ciudades disminuyeron en tamaño y prosperidad; sus primeras sucesoras medievales fueron solo un pálido reflejo de la importancia que tuvieron antaño. Una de las causas fue el aumento de las exigencias de los recaudadores de impuestos imperiales. Desde comienzos del siglo IV, la depreciación de la moneda indujo a los funcionarios imperiales a recaudar impuestos en especie —que muchas veces podían utilizarse directamente para suministrar a las guarniciones locales, pero que también eran el medio para pagar a los funcionarios civiles—, lo que no solo hizo más impopular al gobierno, sino también a los curiales o funcionarios municipales que se ocupaban de recaudarlos. Alrededor del año 300, era frecuente que hubiera que obligarles a ocupar el cargo, señal cierta de que una dignidad antes deseada se había convertido en una ardua obligación. Por otro lado, algunas ciudades sufrieron daños físicos reales, especialmente las que se encontraban en las regiones fronterizas. De modo significativo, a medida que el siglo III llegaba a su fin, las ciudades del interior comenzaron a reconstruir (o a construir por primera vez) murallas para protegerse. Roma empezó a fortificarse de nuevo poco después del 270. Fue Aureliano el emperador que decidió proteger la capital de los ataques de los bárbaros germánicos construyendo una gran muralla.
El ejército crecía de forma regular. Si se quería mantener a raya a los bárbaros, había que pagarlo, alimentarlo y equiparlo. Si no se mantenía a raya a los bárbaros, habría que pagarles a estos. Y no solo había que luchar contra los bárbaros. Únicamente en África la frontera imperial era razonablemente segura frente a los vecinos de Roma (porque no había vecinos de relevancia). En Asia, las cosas estaban mucho peor. Desde la época de Sila, la guerra fría con Partia estallaba de vez en cuando en campañas a gran escala. Dos factores impedían que los romanos y los partos normalizaran realmente sus relaciones y firmaran la paz. Uno era la superposición de sus esferas de interés, algo de lo que Armenia, un reino que fue alternativamente un amortiguador y una pelota que se pasaban ambos imperios durante siglo y medio, era el máximo exponente. Pero los partos también estaban metidos en las turbulentas aguas de la agitación judía, otro asunto delicado para Roma. El otro factor que contribuía a la perturbación era la tentación que suponían para Roma los problemas dinásticos internos que sacudían una y otra vez a Partia.
Estos hechos culminaron en el siglo II en una guerra intensa por Armenia, cuyos detalles desconocemos en su mayor parte. Severo llegó a entrar finalmente en Mesopotamia, pero tuvo que retirarse; los valles mesopotámicos estaban demasiado lejos. Los romanos trataron de abarcar demasiado, y se enfrentaron al clásico problema de la expansión excesiva del imperialismo. Pero sus oponentes también estaban cansados y en declive. Los testimonios escritos de los partos son fragmentarios, pero dejan traslucir un agotamiento y una incompetencia creciente que acaban convirtiéndose en pasajes ininteligibles y en desdibujadas derivaciones de anteriores proyectos helenizados.
En el siglo III Partia desapareció, pero no así la amenaza del este para Roma. Se llegó a un punto culminante en la historia de la antigua región de la civilización persa. Hacia el 225, un rey llamado Ardashir (conocido después en Occidente como Artajerjes) mató al último rey de Partia y fue coronado en Ctesifonte. Artajerjes recrearía el imperio aqueménida de Persia bajo una nueva dinastía, la de los sasánidas, que sería el mayor antagonista de Roma durante más de cuatrocientos años. Hubo una gran continuidad; el imperio sasánida era zoroastrista, como lo había sido Partia, y recordaba la tradición aqueménida del mismo modo que Partia lo había hecho.
En pocos años, los persas invadieron Siria e inauguraron tres siglos de guerras con el imperio. En el siglo III, no transcurrió ni una década sin guerras. Los persas conquistaron Armenia y tomaron prisionero a un emperador (Valeriano). Después, fueron expulsados de Armenia y de Mesopotamia en el 297. Esto dio a los romanos una frontera en el Tigris, que no pudieron conservar para siempre. Tampoco pudieron los persas mantener sus conquistas. El resultado fue una lucha reñida y muy larga. En los siglos IV y V, se alcanzó una especie de equilibrio, que no comenzó a resquebrajarse hasta el siglo VI. Mientras tanto, aparecieron lazos comerciales. Aunque el comercio en la frontera estaba limitado oficialmente a tres ciudades concretas, llegó a haber importantes colonias de comerciantes persas en las grandes urbes del imperio. Además, Persia estableció rutas comerciales hasta la India y China que eran tan vitales para los exportadores romanos como para quienes deseaban seda, algodón y especias orientales. Pero estos lazos no compensaron otras fuerzas. Cuando no estaban en guerra, los dos imperios coexistían con una fría hostilidad; sus relaciones se complicaban debido a las comunidades y pueblos establecidos a ambos lados de la frontera, y siempre existía el peligro de que el equilibrio estratégico se viera roto por un cambio en uno de los reinos que hacían de tapón, como Armenia. La última serie de guerras abiertas se aplazó largo tiempo, pero llegó finalmente en el siglo VI.
Pero no vayamos tan lejos por ahora; para entonces, se habían producido enormes cambios en el imperio romano que aún no hemos explicado. El dinamismo deliberado de la monarquía sasánida fue solo una de las presiones que los fomentaron. Otra procedía de los bárbaros que vivían a lo largo de las fronteras del Danubio y del Rin. Los orígenes de los movimientos de población que los impulsaron en el siglo III y en épocas posteriores han de buscarse en una larga evolución y son menos importantes que el resultado. Estos pueblos presionaban cada vez más, actuaban en grandes grupos y, al final, se les permitió establecerse en territorio romano, donde primero se enrolaron como soldados para proteger el imperio de otros bárbaros y después, gradualmente, comenzaron a intervenir en la dirección de los asuntos del imperio.
En el 200, la integración de los bárbaros en el imperio pertenecía aún al futuro; lo único que era evidente entonces era que estaban surgiendo nuevas presiones. Los pueblos bárbaros más importantes eran los francos y los alamanes, en el Rin, y los godos en el bajo Danubio. A partir del 230 aproximadamente, el imperio trató de rechazarlos, pero el coste de la lucha en dos frentes era alto; sus enfrentamientos con los persas obligaron pronto a un emperador a hacer concesiones a los alamanes. Cuando sus sucesores inmediatos añadieron sus propias disputas a las cargas persas, los godos aprovecharon una situación prometedora e invadieron Mesia, provincia situada justo al sur del Danubio, matando de paso a un emperador, en el 251. Cinco años después, los francos cruzaron el Rin. Los alamanes les siguieron y llegaron hasta Milán. Los ejércitos godos invadieron Grecia y atacaron Asia y el Egeo desde el mar. En unos años, los diques europeos parecían ceder en todas partes a la vez.
No es fácil establecer la magnitud de estas incursiones. Quizá los bárbaros nunca pudieron reunir un ejército de más de 20.000 o 30.000 personas. Pero esto era demasiado en un solo lugar para el ejército imperial, cuya columna vertebral estaba formada por reclutas de las provincias ilirias; lo más apropiado sería decir que una sucesión de emperadores de procedencia iliria cambiaron el rumbo de los acontecimientos. Gran parte de lo que hicieron fue limitarse a combatir como buenos soldados e improvisar con inteligencia. Reconocían las prioridades: los principales peligros estaban en Europa y había que resolverlos en primer lugar. La alianza con Palmira contribuyó a ganar tiempo frente a Persia. Se redujeron las pérdidas; la Dacia del otro lado del Danubio fue abandonada en el 270. Se reorganizó el ejército para proporcionar reservas móviles efectivas en cada una de las zonas de mayor peligro. Todo esto fue obra de Aureliano, a quien el Senado llamaba significativamente «restaurador del imperio romano». Pero el coste fue alto. Si se quería que la obra de los emperadores ilirios sobreviviera, era preciso efectuar una reconstrucción más importante, y este fue el objetivo de Diocleciano. Soldado de bravura demostrada, trató de restaurar la tradición de Augusto, pero revolucionó el imperio.
Diocleciano tenía un don especial como administrador más que como soldado. Sin ser especialmente imaginativo, tenía una excelente comprensión de la organización y de los principios, amor por el orden y una gran capacidad para escoger y confiar en hombres en los que podía delegar. También era enérgico. La capital de Diocleciano estaba donde estuviera el séquito imperial, que se desplazaba por todo el imperio pasando un año aquí, un par de meses allá y, a veces, solo uno o dos días en el mismo sitio. El núcleo de las reformas aplicadas por esta corte fue la división del imperio, con el fin de librarlo tanto de los peligros de las luchas internas entre pretendientes de provincias remotas, como de la excesiva extensión de sus recursos administrativos y militares. En el 285, Diocleciano nombró a otro emperador, Maximiano, responsable del imperio al oeste de una línea que iba desde el Danubio hasta Dalmacia. A cada augustus le fue asignado un caesar como coadjutor que serían tanto sus ayudantes como sus sucesores, lo que permitiría un ordenado traspaso del poder. En realidad, la maquinaria de la sucesión solo funcionó una vez según las intenciones de Diocleciano, cuando este y Maximiano abdicaron, pero no hubo marcha atrás en la separación práctica de la administración en dos estructuras imperiales. A partir de entonces, todos los emperadores tuvieron que aceptar la división aun cuando teóricamente siguiera habiendo un solo imperio.
También surgió entonces explícitamente un nuevo concepto del cargo imperial. Ya no se empleaba el título de princeps; los emperadores eran obra del ejército, no del Senado, y se les trataba utilizando términos que recordaban a la monarquía semidivina de las cortes orientales. En la práctica, actuaban a través de una burocracia piramidal. Las «diócesis», responsables directamente ante los emperadores a través de sus «vicarios», agrupaban provincias mucho más pequeñas y en número cercano al doble de las antiguas. El monopolio del Senado sobre el poder gubernamental hacía tiempo que había desaparecido; el título de senador significaba ahora de hecho solo una distinción social (la pertenencia a la rica clase terrateniente) o la ocupación de un importante puesto en la burocracia. La clase ecuestre desapareció.
La institución militar de la tetrarquía era mucho mayor (y, por tanto, más cara) que la que creó originalmente Augusto. Se abandonó la movilidad teórica de las legiones, profundamente asentadas por entonces en guarniciones ocupadas desde hacía mucho tiempo. El ejército de las fronteras se dividía en unidades, algunas de las cuales permanecían en el mismo lugar, mientras otras proporcionaban nuevas fuerzas móviles más reducidas que las antiguas legiones. Se reintrodujo el reclutamiento. El ejército contaba con cerca de medio millón de hombres. Su dirección estaba completamente separada del gobierno civil de las provincias, con el que estuvo fusionada en otros tiempos.
No parece que los resultados de este sistema fueran exactamente los que preveía Diocleciano. Incluían un grado considerable de recuperación y estabilización militar, pero su coste fue enorme. Una población que probablemente había disminuido tenía que pagar a un ejército cuyo tamaño se había duplicado en un siglo. Los elevados impuestos no solo pusieron en peligro la lealtad de los súbditos del imperio y fomentaron la corrupción; también exigieron un férreo control de los mecanismos sociales para que no se erosionara la base impositiva. Hubo una gran presión administrativa contra la movilidad social; los campesinos, por ejemplo, fueron obligados a quedarse en el lugar en cuyo censo estaban inscritos. Otro ejemplo conocido (aunque, por lo que se ve, totalmente infructuoso) fue el intento de congelar los salarios y los precios en todo el imperio. Estos esfuerzos, al igual que los encaminados a recaudar más impuestos, significaban más funcionarios civiles, y, junto con el aumento del número de administradores, aumentaban también, como es lógico, los gastos del gobierno.
Al final, el mayor logro de Diocleciano fue probablemente la apertura del camino hacia un nuevo concepto del poder imperial. La aureola religiosa que este adquirió fue la respuesta a un problema real. De algún modo, bajo la presión continua de la usurpación y el fracaso, el imperio había dejado de ser aceptado de forma incondicional. Esto no solo se debía a la aversión que suscitaban los elevados impuestos o al temor que suscitaba el número cada vez mayor de policías secretos. Su base ideológica estaba erosionada y no podía concitar las lealtades. Había una crisis de civilización, además de una crisis de gobierno. La matriz espiritual del mundo clásico se estaba rompiendo; ni el Estado ni la civilización eran ya algo que se diera por supuesto, y necesitaban un nuevo carácter para que lo pudieran ser.
Una de las primeras respuestas a esta necesidad fue el énfasis puesto en la condición única del emperador y en su función sagrada. De modo consciente, Diocleciano actuaba como un salvador, una figura que, a semejanza de Júpiter, contenía el caos. Hay algo en ello afín a los pensadores del final del mundo clásico que veían la vida como una lucha perpetua entre el bien y el mal. Pero esta no era una visión griega ni romana, sino oriental. La aceptación de una nueva perspectiva de la relación del emperador con los dioses y, por tanto, de un nuevo concepto del culto oficial, era de mal agüero para la tradicional tolerancia práctica del mundo griego. Las decisiones sobre el culto podían decidir ahora la suerte del imperio.
Los cambios en las actitudes de los sucesivos emperadores romanos condicionarían en adelante la historia de las iglesias cristianas tanto para bien como para mal. Al final, el cristianismo sería el heredero de Roma. Muchas sectas religiosas han abandonado su posición de minorías perseguidas para convertirse en instituciones por derecho propio. Lo que diferencia a la Iglesia cristiana es que esto ocurrió dentro de la estructura global única del final del imperio romano, de forma que se unió y reforzó el cordón umbilical de la civilización clásica, hecho de enormes consecuencias no solo para sí misma, sino para Europa y, en última instancia, para el mundo.
A principios del siglo III, los misioneros ya habían llevado la fe a los pueblos no judíos de Asia Menor y el norte de África. Especialmente en el norte de África, el cristianismo tuvo sus primeros éxitos multitudinarios en las ciudades, y durante mucho tiempo continuó constituyendo un fenómeno predominantemente urbano. Pero seguía siendo minoritario. En todo el imperio, los antiguos dioses y las deidades locales seguían contando con la devoción de los campesinos. En el año 300, puede que los cristianos fueran solo alrededor de un 10 por ciento de la población del imperio. Pero ya había habido grandes señales del favor, e incluso de concesiones, por parte del poder. Un emperador había sido formalmente cristiano y otro había incluido a Jesucristo entre los dioses que se adoraban en su casa. Estos contactos con la corte ilustran la interrelación entre la cultura judía y la clásica, que constituye una parte importante de la historia del proceso por el que el cristianismo arraigó en el imperio. Quizá se inició gracias a Pablo de Tarso, el judío que podía hablar a los atenienses en términos que estos entendían. Más tarde, a principios del siglo II, san Justino, un griego de Palestina, había tratado de mostrar que el cristianismo debía mucho a la filosofía griega. Esto tenía un interés político; la identificación cultural con la tradición clásica contribuía a refutar la acusación de deslealtad hacia el imperio. Si un cristiano podía asociarse a la herencia ideológica del mundo helenístico, también podía ser un buen ciudadano, y el cristianismo racional de Justino (aunque fuera martirizado por ello hacia el 165) concebía una revelación de la razón divina en la que habían participado todos los grandes filósofos y profetas, entre ellos Platón, pero que solo era completa en Cristo. Otros seguirían líneas similares, sobre todo el erudito Clemente de Alejandría, que trató de integrar el saber pagano con el cristianismo, y Orígenes (aunque aún se debaten sus enseñanzas exactas debido a la desaparición de muchos de sus escritos). Un cristiano del norte de África, Tertuliano, había preguntado con desdén qué tenía que ver la Academia con la Iglesia; los Padres de la Iglesia le respondieron empleando deliberadamente el arsenal conceptual de la filosofía griega para reafirmar la fe que anclaba el cristianismo al racionalismo como Pablo no había hecho.
Cuando a esto se le suma su promesa de salvación después de la muerte y el hecho de que la vida cristiana podía vivirse de una forma útil y optimista, estos acontecimientos podrían hacernos suponer que los cristianos tenían, hacia el siglo III, confianza en el futuro. En realidad, los presagios favorables eran mucho menos llamativos que las persecuciones —tan destacadas en la historia de la Iglesia primitiva—, de las que hubo dos grandes estallidos. La de mediados de siglo fue expresión de la crisis espiritual institucional. El imperio no solo sufría tensiones económicas y derrotas militares, sino también los efectos de una dialéctica inherente al propio éxito de Roma: el cosmopolitismo que había sido tan consustancial al imperio era, inevitablemente, un disolvente de la romanitas, que era cada vez menos una realidad y más una consigna. Parece que el emperador Decio estaba convencido de que podía funcionar aún la antigua receta de la vuelta a la virtud y a los valores tradicionales romanos; esto suponía el renacimiento del culto a los dioses, cuya benevolencia se desplegaría entonces una vez más en favor del imperio. Los cristianos, al igual que otros, debían hacer sacrificios a la tradición romana, decía Decio, y muchos lo hicieron, a juzgar por los certificados emitidos para salvarles de la persecución; otros no lo hicieron, y murieron. Pocos años después, Valeriano reanudó la persecución por los mismos motivos, aunque sus procónsules se centraron en los líderes y en las propiedades de la Iglesia —sus edificios y libros— más que en la masa de creyentes. A partir de entonces, la persecución disminuyó, y la Iglesia reanudó su existencia en la sombra, justo por debajo del umbral de la tolerancia oficial.
La persecución, sin embargo, había demostrado que harían falta grandes esfuerzos y una determinación prolongada para erradicar a la nueva secta; puede que eso estuviera ya más allá de las capacidades del gobierno de Roma. La exclusividad y el aislamiento del cristianismo primitivo habían desaparecido. Los cristianos destacaban cada vez más en los asuntos locales de las provincias de Asia y África. Los obispos eran a menudo personalidades públicas con quienes las autoridades trataban asuntos; el desarrollo de tradiciones distintas dentro de la fe (las más importantes fueron las de las iglesias de Roma, Alejandría y Cartago) era una señal de hasta qué punto estaba arraigada en la sociedad local y podía expresar las necesidades del lugar.
Fuera del imperio también se habían producido señales de que el futuro podía deparar mejores tiempos para el cristianismo. Los gobernantes locales de los estados que vivían bajo la sombra de Persia no podían permitirse el lujo de descuidar cualquier fuente de apoyo local. El respeto por las opiniones religiosas más generalizadas era al menos prudente. En Siria, Cilicia y Capadocia, los cristianos habían tenido un gran éxito en su labor misionera, y en algunas ciudades formaban una élite social. La simple superstición contribuyó también a convencer a los reyes; el dios cristiano podía ser poderoso, y no podía perjudicarles el asegurarse contra su mala voluntad. Así pues, las perspectivas políticas y cívicas del cristianismo mejoraron.
Los cristianos observaron con cierta satisfacción que sus perseguidores no prosperaban; los godos asesinaron a Decio, y se dice que los persas desollaron vivo (y disecaron) a Valeriano. Pero Diocleciano no pareció extraer ninguna conclusión de esto, y en el 303 lanzó la última gran persecución romana. Al principio no fue dura. Los objetivos principales eran los funcionarios cristianos, el clero y los libros y edificios de la Iglesia. Se quemaron los libros, pero durante un tiempo no se impuso la pena de muerte por no ofrecer sacrificios. (Sin embargo, muchos cristianos los ofrecieron, el obispo de Roma entre ellos.) Constancio, el césar de Occidente, puso fin a la persecución a partir del 305, cuando Diocleciano abdicó, aunque su homólogo oriental (el sucesor de Diocleciano, Galerio) tenía ideas muy fijas al respecto, y ordenó un sacrificio general bajo pena de muerte. Esto hizo que la persecución se agudizara sobre todo en Egipto y en Asia, donde se mantuvo durante unos años. Pero, antes de esto, se produjeron los complejos movimientos políticos que llevaron al surgimiento del emperador Constantino el Grande.
El padre de Constantino era Constancio, que murió en Gran Bretaña en el 306, un año después de su toma de posesión como augusto. Constantino estaba allí, y aunque no era el césar de su padre, fue aclamado como emperador por el ejército en York. Siguió un período turbulento de casi dos décadas de duración. Sus intrincadas luchas demostraron el fracaso de las disposiciones de Diocleciano para la transmisión pacífica del imperio y no finalizaron hasta el 324, cuando Constantino lo reunificó bajo un solo gobernante.
Para entonces, ya se había ocupado con energía y eficacia de los problemas, aunque con más éxito como soldado que como administrador. A menudo con reclutas bárbaros, organizó un poderoso ejército, al margen de la guardia fronteriza, que fue estacionado en ciudades del interior del imperio, decisión estratégica que dio prueba de su utilidad en la capacidad de lucha que mostró el imperio en el este durante los dos siglos siguientes. Constantino también disolvió la guardia pretoriana y creó una nueva guardia de corps germánica. Volvió a instaurar una moneda de oro estable y preparó el camino para la abolición del pago de impuestos en especie y el restablecimiento de una economía monetaria. Sus reformas fiscales tuvieron resultados más desiguales, pero trató de reajustar la carga de los impuestos para que los ricos pagaran más. Nada de todo esto, sin embargo, sorprendió tanto a sus contemporáneos como su actitud ante el cristianismo.
Constantino dio cabida oficial a la Iglesia. Desempeñó, por tanto, un papel más importante para el futuro de esta que ningún otro seglar cristiano, por lo que recibiría el nombre de «decimotercer apóstol». Pero su relación personal con el cristianismo fue difícil. Se educó intelectualmente con la predisposición monoteísta de muchos de los hombres del ocaso de la era clásica, y al final fue sin duda un creyente convencido (entonces era habitual que los cristianos aplazaran el bautismo hasta encontrarse en el lecho de muerte). Pero abrazó la fe por miedo y esperanza, ya que el dios que adoraba era un dios de poder. Constantino adoraba al dios-sol, cuyo símbolo llevaba y cuyo culto ya estaba asociado oficialmente al del emperador. En el 312, en vísperas de una batalla, y a consecuencia de lo que creyó una visión, ordenó a sus soldados que pusieran en los escudos un monograma cristiano, en señal de respeto a su dios. Ganó la batalla y a partir de entonces, aunque siguió reconociendo públicamente el culto al sol, comenzó a ofrecer importantes favores a los cristianos y a su dios.
Una de las manifestaciones del nuevo entusiasmo del emperador por el cristianismo fue un edicto que fue promulgado al año siguiente por otro de los competidores por el imperio, tras llegar a un acuerdo con Constantino en Milán, y que devolvía a los cristianos sus propiedades y les concedía la tolerancia de que disfrutaban otras religiones. La justificación revela quizá los pensamientos del propio Constantino, así como su deseo de llegar a una fórmula intermedia satisfactoria con su homólogo, ya que explicaba sus disposiciones con la esperanza de «aplacar a toda divinidad que more en la sede celestial para que nos sea propicia a nosotros y a todos los que estén bajo nuestra autoridad». Constantino regaló a continuación importantes propiedades a las iglesias, favoreciendo, en concreto, a la de Roma. Además de dar importantes concesiones fiscales al clero, otorgó a la Iglesia el derecho a recibir legados sin límite. Aun así, durante años sus monedas siguieron honrando a los dioses paganos, especialmente al «Invicto Sol».
Constantino llegó gradualmente a considerarse investido de una función semi sacerdotal, lo que tuvo una enorme importancia en la evolución del poder imperial. Se creía responsable ante Dios del bienestar de la Iglesia, a la que proclamaba su adhesión de forma cada vez más pública e inequívoca. A partir del 320, el sol desapareció de sus monedas, y los soldados tenían que asistir a las procesiones de la Iglesia. Pero siempre fue cauto ante las susceptibilidades de sus súbditos paganos. Aunque más tarde despojó a los templos de su oro mientras construía espléndidas iglesias cristianas y fomentaba las conversiones con ascensos, no dejó de tolerar los antiguos cultos.
La obra de Constantino (como la de Diocleciano) desarrolló en parte factores latentes e implícitos en el pasado, como una extensión de precedentes anteriores. Esto fue cierto, por ejemplo, en sus intervenciones en los asuntos internos de la Iglesia. Ya en el 272, los cristianos de Antioquía habían apelado al emperador para que cesara a un obispo, y el propio Constantino trató, en el 316, de resolver una disputa en el norte de África nombrando a un obispo de Cartago en contra de la voluntad de una secta local conocida como los «donatistas». Constantino creía que el emperador debía a Dios algo más que la concesión de libertad a la Iglesia o incluso una donación. La idea que tenía de su función evolucionó hacia la que el emperador garantizaba, y, si era necesario, imponía la unidad que Dios exigía como precio para seguir concediendo sus favores. Cuando se volvió contra los donatistas, fue esta idea de su deber lo que les otorgó la infausta distinción de ser los primeros cismáticos perseguidos por un gobierno cristiano. Constantino fue el fundador del cesaropapismo, la creencia de que el gobernante laico posee una autoridad divina para dirimir las creencias religiosas, y, por tanto, de la idea de una religión oficial en Europa en los siguientes mil años.
El acto más importante de Constantino para la organización de la religión llegó inmediatamente después de declararse formalmente cristiano, en el 324 (declaración precedida de otra victoria sobre un rival imperial que, casualmente, había perseguido a los cristianos). Dicho acto fue la convocatoria del primer concilio ecuménico, el concilio de Nicea, que se reunió por primera vez en el 325, y al que asistieron casi trescientos obispos bajo la presidencia de Constantino. El concilio tenía ante sí la tarea de establecer la respuesta de la Iglesia ante una nueva herejía, el arrianismo, cuyo fundador, Arrio, enseñaba que el Hijo no compartía el carácter divino del Padre. Aunque técnicas e ideológicas, las delicadas cuestiones que esto suscitó provocaron una enorme controversia, y los oponentes de Arrio afirmaron que se trataba de un escándalo grave. Constantino trató de resolver la división y el concilio estableció un credo contrario a los arrianos, aunque en una segunda reunión readmitió a Arrio en la comunión después de las oportunas aclaraciones. El hecho de que esto no dejara satisfechos a todos los obispos (y de que en Nicea hubiera pocos obispos de Occidente) fue menos importante que el de que Constantino había presidido este momento crucial, proclamando así que el emperador gozaba de una autoridad y responsabilidad especiales. La Iglesia se vistió con la púrpura imperial.
El concilio tuvo también otras grandes repercusiones. Tras las sutilezas de los teólogos subyacía una gran cuestión tanto de práctica como de principio: en la nueva unidad ideológica que daba al imperio la institución oficial del cristianismo, ¿qué lugar ocuparían unas tradiciones cristianas divergentes que eran realidades sociales y políticas, además de litúrgicas y teológicas? Las iglesias de Siria y Egipto, por ejemplo, estaban fuertemente impregnadas de un legado de pensamientos y costumbres procedentes de la cultura helenística y de la religión popular de estas regiones. La importancia de estas consideraciones contribuye a explicar por qué el resultado práctico de la política eclesiástica de Constantino fue menor de lo que esperaba. El concilio no dio lugar a una fórmula apaciguadora que facilitara una reconciliación general en un espíritu de compromiso. La propia actitud de Constantino hacia los arrianos se relajó enseguida (al final, sería un obispo arriano quien le bautizara en el lecho de muerte), pero los oponentes de Arrio, encabezados por el formidable Atanasio, obispo de Alejandría, fueron implacables. La disputa seguía sin resolverse a la muerte de Arrio, a la que siguió no mucho después la del propio Constantino. Pero el arrianismo no prosperaría en Oriente. Por el contrario, los misioneros arrianos obtuvieron sus últimos éxitos entre las tribus germánicas del sudeste de Rusia, en cuyo seno el arrianismo sobreviviría hasta el siglo VII en Occidente. Pero no nos anticipemos a los hechos.
No merece la pena preguntarse hasta qué punto era al final inevitable la ascensión de la Iglesia. Sin duda —pese a la tradición cristiana del norte de África, que no daba importancia al Estado—, era difícil que algo tan decisivo e importante como el cristianismo permaneciera mucho tiempo sin obtener el reconocimiento del poder civil. Pero alguien tenía que empezar. Constantino fue el hombre que dio los pasos cruciales que vincularon la Iglesia al imperio durante todo el tiempo que duró este último. Sus resoluciones fueron históricamente decisivas. La Iglesia fue la que más ganó, ya que adquirió el carisma de Roma. El imperio pareció cambiar menos. Pero los hijos de Constantino fueron educados en el cristianismo, e incluso cuando la fragilidad de gran parte de la nueva institución resultó evidente poco después de su muerte en el 337, Constantino certificó una ruptura decisiva con la tradición de la Roma clásica. En última instancia, sin darse cuenta, Constantino fundó la Europa cristiana y, por tanto, el mundo moderno.
Una de sus decisiones de consecuencias ligeramente menos duraderas fue la fundación «por orden de Dios», según dijo, de una ciudad que rivalizaría con Roma, en el emplazamiento de la antigua colonia griega de Bizancio, a las puertas del mar Negro, inaugurada en el 330 con el nombre de Constantinopla. Aunque su corte siguió estando en Nicomedia y ningún emperador residiría allí permanentemente hasta cincuenta años después, Constantino estaba también en esto dando forma al futuro. Durante mil años, Constantinopla sería una capital cristiana, no contaminada por los ritos paganos. Después, durante otros quinientos años, sería una capital pagana y la ambición constante de los aspirantes a sucesores de sus tradiciones.
El imperio, tal y como lo dejó Constantino, era aún, a ojos de los romanos, equivalente a la civilización. Sus fronteras seguían en su mayor parte los accidentes naturales que delimitaban, más o menos, las demarcaciones de distintas regiones geográficas o históricas. La muralla de Adriano en Gran Bretaña era su límite septentrional, y en la Europa continental estas fronteras seguían el Rin y el Danubio. Las costas del mar Negro al norte de la desembocadura del Danubio habían quedado en manos de los bárbaros en el año 305, pero Asia Menor siguió perteneciendo al imperio, que se extendía hacia el este hasta la cambiante frontera con Persia. Más al sur, las costas del Mediterráneo oriental y de Palestina quedaban dentro de una frontera que llegaba al mar Rojo. El valle del bajo Nilo seguía en posesión del imperio, así como la costa del norte de África; las fronteras africanas eran el Atlas y el desierto.
Esta unidad era en gran medida, y pese a la gran labor de Constantino, una ilusión. Como habían demostrado los primeros experimentos con dos emperadores, el mundo de la civilización romana había crecido demasiado para una estructura política unificada, por deseable que fuera la conservación del mito de la unidad. La creciente diferenciación cultural entre un Oriente grecohablante y un Occidente latinohablante, la nueva importancia de Asia Menor, Siria y Egipto (donde había grandes comunidades cristianas) tras el establecimiento del cristianismo, y el estímulo continuo del contacto directo con Asia en el este, abundaban en lo mismo. Después del 364, las dos partes del antiguo imperio estuvieron gobernadas por el mismo hombre, una sola vez y por breve tiempo. Sus instituciones divergían cada vez más. En el este, el emperador era una figura teológica además de jurídica; la identidad de imperio y cristiandad, y la categoría del emperador como expresión de la intención divina, eran inequívocas. Occidente, por otra parte, había visto ya anunciada hacia el 400 la diferenciación de los papeles entre Iglesia y Estado que engendraría uno de los aspectos más creativos de la política europea. También había un contraste económico: Oriente estaba más poblado y aún podía recaudar cuantiosos ingresos, mientras que Occidente era, ya hacia el 300, incapaz de alimentarse sin África y las islas del Mediterráneo. Ahora nos parece evidente que iban a surgir dos civilizaciones distintas, pero pasaría mucho tiempo antes de que ninguno de los protagonistas pudiera verlo.
Pero lo cierto es que sucedió algo mucho más terrible antes del surgimiento de dos civilizaciones: la desaparición sin más del imperio occidental. Hacia el 500, cuando las fronteras del imperio oriental seguían siendo en gran parte las mismas que en la época de Constantino y sus sucesores defendían sus posesiones frente a los persas, un rey bárbaro había destronado al último emperador occidental y enviado su «insignia» a Constantinopla, exigiendo gobernar como representante del emperador oriental en Occidente.
Se trata de algo sorprendente: ¿qué se había hundido en realidad?; ¿qué se había debilitado o caído? Los escritores del siglo V lo lamentaban tanto que es fácil obtener la impresión, apoyada en episodios tan dramáticos como los saqueos de la propia Roma, de que se había desplomado toda la sociedad. No fue así. Se hundió el aparato del Estado cuando parte de sus funciones dejaron de ejercerse, mientras otra parte pasaba a otras manos. Era suficiente para explicar la alarma. Instituciones con mil años de historia cedían en medio siglo. Apenas sorprende, pues, que la gente se pregunte desde entonces por qué.
Una explicación es de carácter acumulativo: el aparato del Estado en Occidente se agarrotó gradualmente tras el período de recuperación del siglo IV, volviéndose demasiado grande para la base demográfica, fiscal y económica que lo sostenía. El principal propósito de recaudar fondos era pagar la maquinaria militar, pero se volvió cada vez más difícil reunir lo suficiente. No hubo más conquistas después de Dacia que aportaran nuevos tributos. Pronto, las medidas adoptadas para ingresar más impuestos llevaron tanto a los ricos como a los pobres a idear formas de eludirlos. El efecto fue que las haciendas agrícolas trataron de forma creciente de satisfacer sus propias necesidades y de convertirse en autosuficientes, en lugar de producir para el mercado. Paralelamente, se producía el derrumbe del gobierno urbano provocado por la caída del comercio y la retirada de los ricos al campo.
El resultado militar fue un ejército integrado por efectivos de inferior calidad porque no se podía pagar uno mejor. Incluso la reforma consistente en dividirlo en fuerzas móviles y de guarnición tenía sus defectos, ya que las primeras perdieron su espíritu de combate al estar acuarteladas en la residencia imperial y acostumbrarse a las atenciones y privilegios que acompañaban a los puestos en las ciudades, mientras los miembros de las segundas se establecían y se convertían en colonos, poco dispuestos a asumir riesgos que pudieran poner en peligro sus haciendas. A esto siguió, lógicamente, otro paso más en la interminable espiral de la decadencia. Un ejército más débil hizo que el imperio dependiera aún más de los mismos bárbaros a los que se suponía que debía mantener a raya. El hecho de que se les reclutara como mercenarios hizo necesarias políticas apaciguadoras y conciliadoras para conservar su amistad. Esto obligó a los romanos a hacer más concesiones a los bárbaros precisamente cuando la presión de los movimientos de la población germánica estaba alcanzando un nuevo punto culminante. Probablemente, la migración y la atractiva perspectiva de un trabajo a sueldo del imperio pesaron mucho más en la contribución de los bárbaros al hundimiento del imperio que el simple deseo de riquezas. Puede que la perspectiva del botín animara a parte de los invasores, pero difícilmente pudo derribar un imperio.

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A principios del siglo IV, los pueblos germánicos se extendían a lo largo de la frontera desde el Rin hasta el mar Negro, pero era en el sur donde en ese momento la concentración era mayor. Allí, al otro lado del Danubio, esperaban los godos, los ostrogodos y los visigodos. Algunos de ellos eran ya cristianos, aunque pertenecían al arrianismo. Junto con los vándalos, los burgundios y los lombardos, constituían un grupo germánico oriental. Al norte estaban los germanos occidentales (francos, alamanes, sajones, frisones y turingios), que entrarían en acción en la segunda fase de la invasión de los bárbaros de los siglos IV y V.
La crisis comenzó en el último cuarto del siglo IV. A partir del 370, los hunos, un terrible pueblo nómada de Asia central, aumentaron la presión que ejercían de forma creciente sobre otros bárbaros situados más al oeste. Los hunos invadieron el territorio ostrogodo, derrotaron a los alanos y después atacaron a los visigodos, cerca del Dniéster. Incapaces de contenerlos, los visigodos huyeron buscando refugio en el imperio. En el 376, se les permitió cruzar el Danubio y establecerse dentro de las fronteras. Esto significó un nuevo punto de inflexión. Las anteriores incursiones bárbaras habían sido rechazadas o absorbidas. Hasta entonces, el estilo romano había atraído a los gobernantes bárbaros, y sus seguidores se habían unido al ejército de Roma. Los visigodos, sin embargo, llegaron como un pueblo, de quizá 40.000 personas, que mantenía sus propias leyes y su religión, y que permaneció como una unidad compacta. El emperador Valente trató de desarmarlos; no lo consiguió y estalló una guerra. En la batalla de Adrianópolis, en el 378, el emperador murió y un ejército romano cayó derrotado ante la caballería visigoda. Los visigodos saquearon Tracia.
Estos hechos supusieron un hito en más de un aspecto. Tribus enteras comenzaron a enrolarse como federados —foederati, palabra que se empleó por primera vez en el 406— y entraron en territorio romano para luchar contra otros bárbaros bajo las órdenes de sus propios jefes. No se logró mantener un acuerdo temporal alcanzado con los visigodos. El imperio oriental era incapaz de proteger sus territorios europeos situados fuera de Constantinopla, aunque, cuando los ejércitos visigodos fueron hacia el norte, hacia Italia, casi en el siglo V, un general vándalo logró contenerlos por un tiempo. Para entonces, la defensa de Italia, el antiguo corazón del imperio, dependía totalmente de tropas auxiliares bárbaras, y pronto ni siquiera esto fue suficiente; Constantinopla pudo conservarse, pero en el 410 los godos saquearon Roma. Tras un frustrado movimiento hacia el sur, encaminado a saquear África igual que habían hecho con Italia, los visigodos se dirigieron de nuevo hacia el norte, cruzaron los Alpes hacia la Galia y, finalmente, se establecieron como un Estado godo dentro del imperio (el nuevo reino de Toulouse, en el 419), donde una aristocracia goda compartía su dominio con los antiguos terratenientes galo-romanos.
Es preciso tener en cuenta otro importante movimiento de población para explicar la recomposición, en el siglo V, del mapa racial y cultural europeo. A cambio de su establecimiento en Aquitania, el emperador occidental había obtenido de los visigodos la promesa de que le ayudarían a expulsar de Hispania a otros bárbaros, los más importantes de los cuales eran los vándalos. En el 406, la frontera del Rin, desprovista de soldados, que habían sido enviados a defender Italia frente a los visigodos, había cedido también, y los vándalos y los alanos habían entrado en la Galia. Desde allí se dirigieron hacia el sur, saqueando cuanto encontraron a su paso, y cruzaron los Pirineos para establecer un Estado vándalo en Hispania. Veinte años después, un gobernador romano disidente que quería su ayuda les tentó para que fueran a África. Los ataques visigodos les animaron a salir de España. Hacia el 439, los vándalos habían tomado Cartago, y el reino vándalo de África adquirió así una base naval. Los vándalos permanecieron en Cartago casi un siglo, y en el 455 cruzaron el mar para saquear también ellos Roma y legar su nombre a la historia como sinónimo de destrucción inconsciente. Sin embargo, pese a lo terrible que fue, tuvo menos importancia que la captura de África, golpe mortal para el antiguo imperio occidental, que había perdido gran parte de su base económica. Aunque los emperadores orientales harían aún grandes esfuerzos en Occidente, el dominio romano agonizaba allí. La dependencia de unos bárbaros para combatir a otros fue un obstáculo funesto, y el impacto acumulativo de las nuevas presiones hizo imposible la recuperación. La protección de Italia había significado ceder la Galia e Hispania a los vándalos; la invasión de África por parte de estos había supuesto para Roma la pérdida de las provincias suministradoras de grano.
El hundimiento del imperio de Occidente culminó en Europa en el tercer cuarto del siglo, tras el mayor ataque de los hunos. Estos nómadas habían seguido a las tribus germánicas hasta los Balcanes y Europa central después de desviarse previamente para saquear Anatolia y Siria. En el 440, los hunos estaban encabezados por Atila, con quien llegaron a su punto culminante de poder. Los cristianos le consideraban «el azote de Dios», una especie de castigo divino por la soberbia de los hombres. Según la leyenda, por donde pasaba el caballo de Atila no volvía a crecer la hierba. Desde Hungría, donde desemboca el gran corredor de la estepa asiática, se dirigió hacia el oeste por última vez con un enorme ejército de aliados y devastó la Galia, pero fue derrotado cerca de Troyes en el 451 por un ejército «romano» de visigodos dirigidos por un comandante de origen bárbaro. Este fue el final de la amenaza huna; Atila murió dos años después, aparentemente cuando proyectaba casarse con la hermana del emperador occidental y convertirse quizá en emperador. Al año siguiente, una gran rebelión de los súbditos de los hunos en Hungría acabó con su poder y, a partir de entonces, prácticamente desaparecieron. En Asia, su cuna, se estaban formando nuevas confederaciones de nómadas que desempeñarían un papel similar en el futuro, pero su historia puede esperar.
Los hunos habían dado poco menos que el golpe de gracia a Occidente; un emperador incluso envió al Papa a interceder ante Atila. El último emperador occidental fue derrocado por un jefe militar germánico, Odoacro, en el 476, y la soberanía pasó formalmente a manos de los emperadores orientales. Aunque Italia, al igual que el resto de las antiguas provincias occidentales, fue a partir de entonces un reino bárbaro, independiente en todo salvo en el nombre, los italianos siguieron considerando al emperador su soberano, pese a que residía en Constantinopla.
La estructura que había cedido finalmente bajo estos golpes guarda en sus últimas décadas cierta semejanza con el río Guadiana. Desaparecía constantemente, por lo que no es demasiado significativo escoger una fecha u otra como su final, y es improbable que el 476 les pareciera especialmente relevante a sus contemporáneos. Los reinos bárbaros eran solo una evolución lógica de la dependencia que tenía el ejército respecto de las tropas bárbaras y del establecimiento de los bárbaros como foederati dentro de las fronteras del imperio. En general, los propios bárbaros no deseaban nada más que dedicarse a saquear. Sin duda no planeaban sustituir la autoridad imperial por la suya. Parece que fue un godo quien dijo: «Espero pasar a la posteridad como el restaurador de Roma, ya que no me es posible ser su sustituto». Había otros peligros mayores y más fundamentales que la fanfarronada bárbara.
Social y económicamente, el siglo III se repitió en el V. Las ciudades se desintegraban y la población disminuía. La burocracia se hundió aún más en el desorden, al tratar los funcionarios de protegerse frente a la inflación cobrando por sus servicios. Aunque los ingresos se redujeron a medida que se perdían las provincias, la venta de cargos sostuvo hasta cierto punto los abultados gastos de la corte. Pero ya no había independencia de acción. De ser unos monarcas cuyo poder residía en sus ejércitos, los últimos emperadores de Occidente se convirtieron, tras pasar por una etapa en la que eran iguales en la negociación a los jefes militares bárbaros a quienes tenían que apaciguar, en sus marionetas, prisioneros en la última capital imperial, Rávena. En este sentido, sus contemporáneos habían tenido razón al ver el saqueo de Roma del 410 como el final de una era, ya que entonces se reveló que el imperio no podría seguir conservando el mismo corazón de la romanitas. Para entonces, habían aparecido muchas otras señales de lo que estaba ocurriendo. El último emperador de la familia de Constantino había tratado de restaurar, durante un breve reinado (361-363), los cultos paganos, lo que le granjeó fama (o, para los cristianos, infamia) histórica y, lo que es revelador, el título de «el Apóstata», pero no lo había conseguido. Creyó que el restablecimiento de los antiguos sacrificios aseguraría el retorno a la prosperidad, pero no tuvo tiempo para probarlo. Lo que ahora resulta quizá más sorprendente es el supuesto indiscutido de que la religión y la vida pública estaban inextricablemente entrelazadas, y el hecho de que contara con un apoyo generalizado; era un supuesto cuyos orígenes eran romanos, no cristianos. Juliano no amenazó la obra de Constantino, y Teodosio, el último gobernante de un imperio unido, prohibió finalmente la adoración pública de los antiguos dioses en el 380.
Es difícil saber qué significó en la práctica la proscripción de los antiguos dioses. En Egipto, parece que fue el último hito en el proceso de superación de la antigua civilización que llevaba en marcha cerca de ocho siglos. La victoria de las ideas griegas, que habían conseguido por primera vez los filósofos de Alejandría, la confirmó ahora el clero cristiano. Se hostigó como paganos a los sacerdotes de los antiguos cultos. El paganismo romano halló aún defensores explícitos en el siglo V, y solo a su término se expulsó a los maestros paganos de las universidades de Atenas y Constantinopla. Sin embargo, se había llegado a un gran punto de inflexión; desde el principio, ya existió la sociedad cerrada cristiana de la Edad Media, y las religiones dominantes seguirían otros derroteros.
Los emperadores cristianos pronto desarrollaron la persecución en una dirección particular que después se haría muy familiar, al privar a los judíos, el más fácil de identificar de los grupos ajenos a esa sociedad cerrada, de su igualdad jurídica con los demás ciudadanos. Se produjo con ello otro punto de inflexión. El judaísmo había sido durante mucho tiempo el único representante monoteísta en el pluralista mundo religioso de Roma, y ahora su derivado, el cristianismo, lo desahuciaba. El primer golpe, al que pronto siguieron otros, fue la prohibición de hacer proselitismo. En el 425, se abolió el patriarcado bajo el que los judíos habían gozado de autonomía administrativa. Cuando comenzaron los pogromos, los judíos empezaron a retirarse a territorio persa. Pero su alejamiento creciente del imperio debilitó a este, ya que pronto pudieron pedir ayuda a los enemigos de Roma. Los estados árabes judíos situados a lo largo de las rutas comerciales hacia Asia a través del mar Rojo también pudieron infligir daños a los intereses romanos en apoyo de sus correligionarios. El rigor ideológico tuvo un precio elevado.
El reinado de Teodosio es también importante en la historia cristiana por su disputa con san Ambrosio, obispo de Milán. En el 390, tras una insurrección en Tesalónica, Teodosio mató sin piedad a miles de sus habitantes. Ante el asombro de sus contemporáneos, pronto se vio al emperador haciendo penitencia por su acto en una iglesia de Milán. San Ambrosio le había negado la comunión. La superstición había ganado el primer asalto de lo que sería una larga batalla para la humanidad y la Ilustración. Otros hombres de poder serían amansados por la excomunión o su amenaza, pero esta fue la primera vez que se utilizó de esta forma el arma espiritual, y es significativo que ocurriera en la Iglesia occidental. San Ambrosio había alegado un deber para con su cargo superior al que debía al emperador. Es la inauguración de un gran tema de la historia de Europa occidental: la tensión entre los derechos espirituales y los seculares que una y otra vez plantearía el conflicto entre Iglesia y Estado.
Cuando san Ambrosio se negó a dar la comunión a Teodosio, llegaba a su fin un siglo glorioso para el cristianismo. Había sido una gran era de evangelización, en la que los misioneros habían llegado hasta Etiopía, una era brillante de teología y, sobre todo, la era de la institucionalización. Pero el cristianismo de esta época tiene muchos aspectos que ahora repelen. La institucionalización dio a los cristianos un poder que no dudaron en emplear. «Vemos las mismas estrellas, los mismos cielos están sobre todos nosotros —imploraba un pagano a san Ambrosio—, el mismo universo nos rodea. ¿Qué importa con qué método llega cada uno de nosotros a la verdad?» Pero Símaco preguntaba en vano. En Oriente y Occidente, el temperamento de las iglesias cristianas era intransigente y entusiasta; si había una distinción entre ambas, estaba entre la convicción de los griegos acerca de la autoridad casi ilimitada de un imperio cristianizado, que combinaba poder espiritual y laico, y la hostilidad susceptible y defensiva ante todo el mundo laico, Estado incluido, de una tradición latina que enseñaba a los cristianos a considerarse un vestigio de la salvación, arrojado a los mares del pecado y del paganismo en el Arca de Noé de la Iglesia. Pero para ser justos con los Padres de la Iglesia, o entender sus inquietudes y temores, el observador moderno ha de reconocer el irresistible poder de la superstición y del misterio en todo el mundo clásico tardío que el cristianismo reconocía y expresaba. Los demonios entre los que los cristianos recorrían sus caminos terrenales eran reales para ellos y para los paganos, y un Papa del siglo V consultó los augurios para saber qué hacer con los godos.
El poder de la superstición explica en parte la ferocidad con que se persiguieron la herejía y el cisma. El arrianismo no había acabado en Nicea; floreció entre los pueblos godos, y el cristianismo arriano fue predominante en gran parte de Italia, la Galia e Hispania. La Iglesia católica no fue perseguida en los reinos bárbaros arrianos, pero sí descuidada, y cuando todo dependía de la protección de los gobernantes y los grandes, dicho descuido podía ser peligroso. Otra amenaza era el cisma donatista en África, que había adoptado un contenido social y derivó en violentos conflictos en el campo y en la ciudad. También en África, la antigua amenaza del gnosticismo revivía en el maniqueísmo, que llegó a Occidente desde Persia; otra herejía, el pelagianismo, mostraba la disposición de algunos cristianos de la Europa latinizada a acoger una versión del cristianismo que subordinaba el misterio y los sacramentos a la meta de vivir bien.
Pocos hombres estuvieron mejor preparados en cuanto a temperamento o educación para discernir, analizar y combatir estos peligros que san Agustín, el más grande de los Padres de la Iglesia. Es relevante que procediera de África —es decir, de la provincia romana de ese nombre, que correspondía aproximadamente a Túnez y el este de Argelia—, donde nació en el 354. El cristianismo africano tenía más de un siglo de vida para entonces, pero era aún minoritario. La Iglesia africana tenía un temperamento especial y propio desde la época de Tertuliano, su gran fundador. Sus raíces no estaban en las ciudades helenizadas del este, sino que crecían en el suelo abonado por las religiones de Cartago y Numidia que subsistían entre los campesinos bereberes. Los dioses humanizados del Olimpo nunca habían encontrado cabida en África. Las tradiciones locales hablaban de dioses remotos que moraban en montañas y lugares elevados, a quienes se adoraba en rituales salvajes y extáticos (se cree que los cartagineses sacrificaban niños).
El temperamento intransigente y violento del cristianismo africano que se desarrolló en este contexto se reflejó plenamente en la propia personalidad de san Agustín. Este respondía a los mismos estímulos psicológicos y sentía la necesidad de enfrentarse a un mal que moraba en su interior. Tenía una respuesta popular a mano. El dualismo absoluto del maniqueísmo tuvo un gran atractivo en África, y Agustín fue maniqueo durante casi diez años. De forma característica, después reaccionó con gran violencia contra sus errores.
Antes de llegar a la edad adulta y al maniqueísmo, la educación de Agustín le había orientado hacia una carrera pública en el imperio occidental. Esa educación fue sobre todo latina (san Agustín probablemente solo hablaba esa lengua y sin duda encontraba difícil el griego) y muy selecta. Agustín era hábil en la retórica y, gracias a ella, obtuvo sus primeros triunfos, pero en cuanto a ideas, carecía de ellas. Agustín aprendió con la lectura; su primer gran paso adelante fue el descubrimiento de las obras de Cicerón, probablemente su primer contacto, aunque de segunda mano, con la tradición clásica ateniense.
La carrera mundana de Agustín terminó en Milán (adonde había ido a enseñar retórica), donde el propio san Ambrosio le bautizó como católico en el 387. En esa época, san Ambrosio ejercía una autoridad que rivalizaba con la del propio imperio en una de sus ciudades más importantes. La observación de Agustín de esta relación entre religión y poder secular le confirmó en sus opiniones, muy diferentes de las de los eclesiásticos griegos, que acogían con gusto la combinación de autoridad religiosa y laica en el emperador que había seguido a la institucionalización. Agustín regresó seguidamente a África, primero para vivir como monje en Hipona y, después, no sin reticencia, para convertirse en su obispo. En Hipona vivió hasta su muerte en el 430, desarrollando la postura del catolicismo contra los donatistas y convirtiéndose casi de paso, gracias a la vasta correspondencia que mantuvo y a una enorme producción literaria, en una personalidad destacada de la Iglesia occidental.
Durante su vida, Agustín fue conocido sobre todo por sus ataques contra los donatistas y los pelagianos. Los primeros planteaban en realidad una pregunta de índole política: ¿cuál de las dos iglesias rivales dominaría el África romana? Los segundos suscitaban cuestiones más amplias que quizá parezcan remotas en una era sin mentalidad teológica como la nuestra, pero de las que dependió gran parte de la futura historia europea. En esencia, los pelagianos predicaban una especie de estoicismo; eran parte de la tradición y del mundo clásico, por mucho que se revistieran con un lenguaje teológico cristiano. El peligro que esto presentaba —si es que era un peligro— era el de la pérdida del carácter distintivo del cristianismo y que la Iglesia se convirtiera sin más en el vehículo de una tendencia de la civilización clásica mediterránea, con las ventajas e inconvenientes que ello conllevaba. Agustín era inflexiblemente teológico y ajeno al mundo; para él, la única posibilidad de redención para la humanidad estaba en la gracia que Dios confería, y que ningún ser humano podía imponer con sus obras. Agustín merece ocupar un lugar en la historia del espíritu humano por haber expuesto de una forma más completa que cualquiera de sus antecesores las líneas del gran debate entre predestinación y libre albedrío, gracia y obras, creencia y motivación, que durante tanto tiempo recorrerían la historia europea. Casi de forma accidental, estableció con firmeza el cristianismo latino sobre la roca del poder único de la Iglesia para acceder a la fuente de la gracia a través de los sacramentos.
Salvo por los especialistas, los pormenores de la voluminosa obra de Agustín quedan hoy prácticamente ignorados. En cambio, Agustín goza ahora de cierta notoriedad como uno de los exponentes más contundentes e insistentes de la desconfianza hacia la carne, algo que marcaría especialmente y durante mucho tiempo las actitudes sexuales cristianas y, por ello, de toda la cultura occidental. Es, en extraña compañía —con Platón, por ejemplo—, uno de los padres fundadores del puritanismo. Pero su legado intelectual fue mucho más rico de lo que esto sugiere. En sus escritos pueden verse también los cimientos de gran parte de la política medieval, aunque en la medida en que no son aristotélicos ni legalistas, así como una visión de la historia que dominaría durante mucho tiempo a la sociedad cristiana en Occidente y la influiría de un modo tan importante como las palabras del propio Cristo.
El libro que ahora se conoce como La ciudad de Dios contiene los escritos de san Agustín que más repercusiones tendrían en el futuro. No se trata tanto de ideas o de doctrinas concretas —es difícil localizar su influencia precisa en los pensadores políticos medievales, quizá porque hay una gran ambigüedad en lo que dice— como de una actitud. En esta obra, san Agustín expuso una forma de ver la historia y el gobierno de los hombres que se volvió inseparable del pensamiento cristiano durante más de mil años. El subtítulo es Contra los paganos, lo que revela su objetivo: refutar la acusación reaccionaria y pagana de que los problemas que agobiaban al imperio eran culpa del cristianismo. Se inspiró para su redacción en el saqueo de Roma por los godos en el 410; su objetivo principal era demostrar que un cristiano podía comprender un acontecimiento tan terrible y que, de hecho, este solo podía entenderse a la luz de la religión cristiana, pero la descomunal obra recorre todo el pasado, desde la importancia de la castidad hasta la filosofía de Tales de Mileto, y explica las guerras civiles de Mario y de Sila con tanto cuidado como el significado de las promesas de Dios a David. Es imposible resumirla: «Quizá sea demasiado para algunos y demasiado poco para otros», dice irónicamente el autor en el último párrafo. Es una interpretación cristiana de toda una civilización y de cómo se formó. Su característica más notable es su propio juicio central: que todo el tejido terrenal de las cosas es prescindible, y que la cultura y las instituciones —incluso el propio gran imperio— no tienen ningún valor final, si esa es la voluntad de Dios.
Que esa fue la voluntad de Dios lo sugiere san Agustín con la imagen central de dos ciudades. Una es terrenal, fundada sobre la naturaleza inferior del hombre, imperfecta y construida con manos pecadoras, por gloriosa que sea su apariencia y por importante que pueda ser el papel que desempeñe de vez en cuando en el plan divino. A veces predomina su aspecto pecador y es evidente que los hombres han de huir de la ciudad terrenal, pero también Babilonia había desempeñado un papel en el plan divino. La otra ciudad era la ciudad celestial de Dios, la comunidad fundada sobre la seguridad de la promesa divina de la salvación, una meta hacia la que la humanidad podría efectuar una terrible peregrinación desde la ciudad terrenal, dirigida e inspirada por la Iglesia. En la Iglesia estaban tanto el símbolo de la ciudad de Dios como los medios para llegar a ella. La historia había cambiado con la aparición de la Iglesia; desde ese momento, la lucha entre el bien y el mal estaba clara en el mundo, y la salvación humana dependía de su defensa. Estos argumentos se oirían durante mucho tiempo en la época moderna.
En ocasiones las dos ciudades adoptan otras formas en la argumentación de san Agustín. A veces son dos grupos de hombres, el de quienes están condenados al castigo en el próximo mundo y el de quienes peregrinan hacia la gloria. A este nivel, las ciudades son divisiones del propio género humano, aquí y ahora, así como de todos los que, desde Adán, ya han sido juzgados. Pero Agustín no pensaba que la pertenencia a la Iglesia definiera explícitamente a un grupo y que el resto de la humanidad constituyera el otro. Quizá el poder de la visión de san Agustín fuera mayor por sus ambigüedades, que pueden dar pie a debates y sugerencias. El Estado no era solo terrenal y perverso; tenía su papel en el plan de Dios, y el gobierno, en su naturaleza, era un don divino. Posteriormente, se oirían muchos argumentos al respecto; se pediría que el Estado sirviera a la Iglesia protegiéndola de sus enemigos carnales y utilizando su poder para reforzar la pureza de la fe. Pero el mandato del cielo (como lo habría expresado quizá otra civilización) podía ser retirado y, cuando así ocurría, incluso un acontecimiento como el saqueo de Roma no era más que un hito en la actuación del juicio sobre el pecado. Al final, prevalecería la ciudad de Dios.
San Agustín escapa a una definición sencilla en su obra más importante, pero quizá escape a ella en todos los sentidos. Queda mucho por decir sobre él para el poco espacio de que disponemos aquí. Fue, por ejemplo, un obispo cuidadoso y consciente, un pastor amante de su rebaño; fue también un perseguidor a quien cabe otorgar la dudosa distinción de haber convencido al gobierno imperial para que empleara la fuerza contra los donatistas. Escribió un fascinante estudio espiritual que, aunque profundamente engañoso en cuanto a los datos biográficos de sus primeros años, sentó en la práctica las bases del género literario de la autobiografía romántica e introspectiva. Pudo ser un artista de la palabra —de la palabra latina, no de la griega (tuvo que pedir ayuda a san Jerónimo para traducir al griego) — y un erudito que obtuviera galardones, pero su arte nació de la pasión y no del oficio, y su latín es muchas veces pobre. Pese a todo, estaba empapado en el pasado clásico romano. Fue desde lo alto de su dominio de esta tradición desde donde miró con los ojos de la fe cristiana hacia un futuro turbio, incierto y, para otros, amenazador. El filósofo Leibniz le llamó «varón de veras grande y de estupendo talento». Representó dos culturas de una forma más completa, quizá, que ningún otro hombre de aquella época dividida, y quizá sea por eso por lo que, mil quinientos años después, siga pareciendo dominarlas.

9. Los elementos de un futuro
De las invasiones germánicas surgieron finalmente las primeras naciones de la Europa moderna, pero, cuando desapareció el imperio occidental, los pueblos bárbaros ocupaban regiones que no se asemejaban mucho a los estados posteriores. Los bárbaros se dividían claramente en cuatro grupos principales y diferenciados. Los más septentrionales, los sajones, los anglos y los jutos, se habían movido desde el siglo IV hacia la antigua provincia romana de Britania, mucho antes de que la isla fuera abandonada a sus habitantes cuando el último emperador, que fue proclamado allí por sus soldados, se marchó a la Galia en el 407. Gran Bretaña fue entonces objeto de disputas entre las sucesivas oleadas de invasores y los habitantes romano-británicos, hasta que, a comienzos del siglo VII, surgió un grupo de siete reinos anglosajones rodeados de un mundo celta compuesto por Irlanda, Gales y Escocia.
Si bien los primeros británicos vivían aún en comunidades que en algunos casos parece que sobrevivieron hasta el siglo X, y quizá hasta más tarde, la civilización romano-británica desapareció de forma más completa que sus equivalentes en otros lugares del imperio occidental. Se extinguió hasta la lengua, sustituida casi del todo por una lengua germánica. Quizá tengamos una visión fugaz de los últimos espasmos de la resistencia romano-británica en la leyenda del rey Arturo y sus caballeros, que podría ser una reminiscencia de las destrezas en el combate de la caballería del último ejército imperial, pero eso es todo. De la continuidad administrativa o espiritual entre esta provincia del imperio y los reinos bárbaros no queda casi ningún rastro. La herencia imperial de la futura Inglaterra fue puramente física, y está en las ruinas de ciudades y villas, en las ocasionales cruces cristianas o en grandes construcciones como la muralla de Adriano, que desconcertaría a los recién llegados hasta el punto de que creyeron que era obra de unos gigantes de poder sobrehumano. Algunos de estos restos, como el complejo de baños construido en las fuentes termales de Bath, desaparecieron de la vista durante cientos de años, hasta que los arqueólogos de los siglos XVIII y XIX los redescubrieron. Quedaron las calzadas, que a veces sirvieron durante siglos como rutas comerciales aun cuando su ingeniería había sucumbido ante el tiempo, el clima y el pillaje. Por último, estaban los inmigrantes naturales que habían llegado con los romanos y que se habían quedado: animales como los hurones, que con tanta frecuencia dan al niño del campo inglés su primer contacto con la emoción de la caza, o plantas como la mostaza que sazonaría el roast beef, convertido en un mito nacional menor unos mil años después. Sin embargo, apenas queda algún rastro del pensamiento dejado por los romanos. El cristianismo romano-británico, cualquiera que fuera, desapareció, y los guardianes de la fe se retiraron por un tiempo a las brumosas fortalezas de donde saldrían los monjes de la Iglesia celta. Sería otra Roma la que convertiría a la nación inglesa, no la del imperio. Pero, antes de eso, la tradición germánica sería la influencia formativa predominante, como no lo fue en ningún otro lugar dentro del antiguo territorio del imperio.
Al otro lado del canal de la Mancha, las cosas fueron muy diferentes. Sobrevivieron muchas cosas. Tras su devastación a manos de los vándalos, la Galia siguió estando a la sombra de los visigodos de Aquitania. Su participación en el rechazo de los hunos le dio una importancia mayor que nunca. Al nordeste de la Galia, sin embargo, vivían unas tribus germanas que los desplazarían: los francos. A diferencia de los visigodos, no eran arrianos, y, en parte debido a ello, el futuro iba a pertenecerles. Los francos tendrían más importancia en la formación de la futura Europa que ningún otro pueblo bárbaro.
Las tumbas de los primeros francos revelan una sociedad guerrera y jerárquica. Más dispuestos a asentarse que otros bárbaros, en el siglo IV los francos se establecieron en la actual Bélgica, entre el Escalda y el Mosa, donde se convertirían en foederati romanos. Algunos se dirigieron hacia la Galia, y de un grupo de estos, establecido en Tournay, surgió una dinastía que posteriormente se llamó merovingia, y cuyo tercer rey (si se le puede llamar así) fue Clodoveo. Suyo es el primer gran nombre en la historia del país conocido como Francia gracias a los pueblos que Clodoveo reunió.
Clodoveo se convirtió en el gobernante de los francos occidentales en el 481. Aunque formalmente era súbdito del emperador, pronto se volvió en contra de los últimos gobernadores romanos de la Galia y conquistó tierras más al oeste y hasta el Loira. Mientras, los francos orientales derrotaron a los alamanes, y cuando Clodoveo fue elegido también su rey, se formó un reino franco que cubría el valle del bajo Rin y el norte de Francia. Este fue el corazón del Estado franco que heredó la supremacía romana en el norte de Europa. Clodoveo contrajo matrimonio con una princesa de otra tribu germana, los burgundios, que se habían establecido en el valle del Rin y en la región que va hacia el sudeste hasta las modernas Ginebra y Besançon. La esposa de Clodoveo era católica, aunque su pueblo era arriano, y después del matrimonio (que tradicionalmente se cree que se celebró en el 496) y de una conversión en el campo de batalla que recuerda a la de Constantino, Clodoveo abrazó el catolicismo. Esto le proporcionó el apoyo de la Iglesia romana, el poder más importante que aún sobrevivía al imperio en las tierras bárbaras, en lo que entonces esta decidió considerar una guerra de religión contra los demás pueblos germánicos de la Galia. El catolicismo fue también el camino hacia la amistad con la población galorromana. Sin duda, la conversión fue un acto político, y también tuvo una enorme trascendencia. Una nueva Roma iba a gobernar la Galia.
Los burgundios fueron las primeras víctimas de Clodoveo, aunque no se les dominó del todo hasta después de la muerte de este, cuando se les dieron príncipes merovingios, aunque mantuvieron una estructura de Estado independiente. Después les tocó el turno a los visigodos, a quienes solo les dejaron los territorios del sudeste que tenían al norte de los Pirineos (posteriormente, el Languedoc, el Rosellón y la Provenza). Clodoveo fue entonces el sucesor de los romanos en toda la Galia, lo que reconoció el emperador nombrándole cónsul.
Clodoveo trasladó la capital franca a París. Allí se le dio sepultura, en la iglesia que mandó construir, convirtiéndose así en el primer rey franco que no fue enterrado como un bárbaro. Pero este no fue el comienzo de la historia ininterrumpida de París como capital; un reino germánico no era lo que después se consideraría un Estado, ni lo que un romano reconocería como tal. Era una herencia compuesta en parte de tierras y, en parte, de clanes familiares. El legado de Clodoveo se dividió entre sus hijos varones, y el reino franco no se reunificó hasta el 558. Un par de años después volvió a dividirse. Poco a poco, se estabilizó en tres regiones: una era Austrasia, con capital en Metz y su centro de gravedad al este del Rin; Neustria era su equivalente occidental, y tenía su capital en Soissons, y bajo el mismo gobernante, pero aparte, estaba el reino de Borgoña. Los gobernantes de estas regiones solían disputarse las tierras en las zonas fronterizas.
En esta estructura tripartita comienza a aparecer una nación franca que ya no es un conjunto de bandas de guerreros, sino de personas que pertenecen a un Estado reconocible, que hablan un latín vernáculo y que cuentan con una clase emergente de nobles terratenientes. De forma significativa, a partir de ahí surge también una interpretación cristiana del papel de los bárbaros en la historia, la Historia de los francos, cuyo autor es san Gregorio, obispo de Tours, miembro de la aristocracia galorromana. Otros pueblos bárbaros escribirían obras similares (quizá la más importante fue la que redactó para Inglaterra el venerable Beda) con el fin de tratar de conciliar las tradiciones en las que el paganismo tenía aún fuerza con el cristianismo y la herencia civilizada. Hay que decir que san Gregorio ofrecía un panorama pesimista de los francos tras la muerte de su héroe Clodoveo; pensaba que los gobernantes francos se habían comportado tan mal que su reino estaba condenado.
Los merovingios mantuvieron a los demás bárbaros fuera de la Galia y tomaron sus tierras al norte de los Alpes de los ostrogodos, cuyo rey más importante fue Teodorico, a quien el emperador le reconoció en el 497 el derecho a gobernar en Italia, donde combatió y venció a otros germanos. Teodorico estaba totalmente convencido de la autoridad de Roma; su padrino era un emperador y había vivido en Constantinopla hasta los dieciocho años. «Nuestra realeza es una imitación de la vuestra, una copia del único imperio sobre la Tierra», escribió en una ocasión al emperador en Constantinopla desde su capital, Rávena. En sus monedas figuraba la leyenda «Roma invicta», y cuando fue a Roma, Teodorico celebró juegos circenses al estilo antiguo. Técnicamente, sin embargo, era el único ostrogodo que era ciudadano romano, cuya autoridad aceptaba el Senado; sus compatriotas no eran más que los soldados mercenarios del imperio. Teodorico nombró a romanos para ocupar los cargos civiles. Uno de ellos, su amigo y consejero, Boecio el filósofo, fue posiblemente el cauce individual más importante por el que se transmitió el legado del mundo clásico a la Europa medieval.
Parece que Teodorico fue un gobernante juicioso y que mantuvo buenas relaciones con otros pueblos bárbaros (se casó con una hermana de Clodoveo) y disfrutó de una especie de primacía entre ellos. Pero no compartía la fe arriana de su pueblo, y, a largo plazo, la división religiosa se volvió contra el poder ostrogodo. A diferencia de los francos, y pese al ejemplo de su gobernante, no iban a aliarse con el pasado romano, y, tras la muerte de Teodorico, los generales del imperio oriental expulsaron a los ostrogodos de Italia y de la historia. Dejaron una Italia en ruinas, que pronto sería invadida por otro pueblo más bárbaro, el de los lombardos.
En el oeste, Clodoveo había dejado a los visigodos prácticamente confinados en España, de donde habían expulsado a su vez a los vándalos y donde ya se habían establecido otros pueblos germánicos. El territorio planteaba problemas muy especiales —como ha seguido planteándoselos a todos sus invasores y gobiernos—, y el reino visigodo de España no pudo resistir la romanización mucho más que la que habían experimentado sus fundadores en la Galia, donde se habían fusionado con la sociedad existente mucho menos que los francos. Los visigodos —y no eran tantos, alrededor de cien mil como máximo— hicieron piña en torno a sus líderes, que se dispersaron desde Castilla la Vieja por las provincias; después, fueron tantas sus disputas que el gobierno imperial pudo restablecerse durante más de medio siglo en el sur. Finalmente, los reyes visigodos se convirtieron al catolicismo, obteniendo así el apoyo de los obispos españoles. En el 587 comenzó la larga tradición de la monarquía católica en España.
Es difícil explicar el sentido de este movimiento de pueblos en Europa. Las generalizaciones son arriesgadas. En gran medida, se explica por su duración en el tiempo: los visigodos sufrieron tres siglos de evolución entre la creación del reino de Toulouse y el final de su supremacía en España, y muchas cosas cambiaron en un período tan largo. Aunque la vida económica y la tecnología apenas sufrieron alteraciones, las formas institucionales y las mentalidades experimentaron transformaciones radicales, aunque lentas, en todos los reinos bárbaros. En poco tiempo ya no resultó correcto creer que seguían siendo bárbaros (salvo, quizá, los lombardos). Las tribus germánicas constituían una minoría, a menudo aisladas en asentamientos extranjeros que dependían de rutinas largo tiempo consolidadas por el entorno concreto para poder vivir, y obligadas a una especie de entendimiento con los conquistados. El paso de sus invasiones debió de parecerse a veces, visto de cerca, a una inundación provocada por la marea, de la que, una vez que había pasado, a menudo solo quedaban pequeños charcos aislados de invasores aquí y allí, que sustituían a los amos romanos, pero que muchas veces vivían junto a ellos y con ellos. El matrimonio entre romanos y bárbaros no fue legal hasta el siglo VI, pero eso no dice mucho. En la Galia, los francos adoptaron el latín, añadiéndole palabras francas. En el siglo VII, la sociedad europea occidental ya tenía una atmósfera muy diferente de la del turbulento siglo V.
A pesar de todo, el pasado bárbaro dejó su impronta. En casi todos los reinos bárbaros, la sociedad estuvo modelada largo tiempo y de forma irreversible por las costumbres germánicas. Estas sancionaron una jerarquía que se reflejaba en el característico mecanismo germánico para garantizar el orden público: la enemistad heredada. Los hombres —y las mujeres, el ganado y todo tipo de propiedad— tenían, en el sentido más literal, un precio; los errores se resolvían involucrando a todo un clan o familia en el resultado si no se pagaba la indemnización habitual. Los reyes fueron dejando por escrito cada vez más y, por tanto, en cierto sentido, «publicando», cuáles eran estas costumbres. Tan pocas eran las personas que sabían leer, que instrumentos como la estela de Babilonia o los «tableros blancos» en los que se exponían los decretos de las ciudades-estado griegas hubieran carecido de sentido. Lo único que se podía hacer era que un escribano dejara constancia escrita de esas costumbres en un pergamino para futuras consultas. No obstante, en este mundo germánico están los orígenes de una jurisprudencia que un día cruzaría los océanos para llegar a nuevas culturas de raíces europeas. La primera institución que abrió el camino a este futuro fue la aceptación del poder real o colectivo para decidir aquello de lo que iba a quedar constancia escrita. Todos los reinos germánicos avanzaron hacia la consignación por escrito y la codificación de sus leyes.
Cuando las primeras formas de actuación del poder público no son religiosas ni sobrenaturales, suelen ser judiciales, por lo que apenas resulta sorprendente que, por ejemplo, el tribunal visigodo de Toulouse recurriera a los jurisconsultos romanos. Pero esta fue solo una de las expresiones del respeto que casi toda la aristocracia bárbara mostraba hacia la tradición y el estilo romanos. Teodorico se consideraba el representante del emperador; su problema no estaba en identificar su propio papel, sino en la necesidad de evitar irritar a sus seguidores, que considerarían una provocación cualquier exceso de romanización. Quizá Clodoveo tomó en cuenta consideraciones similares antes de su conversión, que constituyó un acto de identificación con el imperio, además de con la Iglesia. En el nivel inmediatamente inferior al que ocupaban estas figuras heroicas, tanto los nobles francos como los visigodos parecían complacerse en mostrarse como los herederos de Roma, escribiéndose en latín y protegiendo una literatura de entretenimiento. También existía un vínculo de interés con los romanos; los soldados visigodos a veces encontraban empleo sofocando las rebeliones campesinas que no solo amenazaban a los invasores, sino también a los terratenientes galorromanos. Pero, mientras subsistiera el arrianismo, habría un límite por parte de los bárbaros para la identificación con la romanitas. Al fin y al cabo, la Iglesia era el vestigio supremo del imperio al oeste de Constantinopla.
Los emperadores orientales no habían contemplado estos cambios con indiferencia. Pero los problemas que tenían en sus propios dominios les tenían atados de pies y manos y, en el siglo V, sus generales bárbaros también les dominaban. Observaron con recelo los últimos años de los emperadores títeres de Rávena, pero reconocieron a Odoacro, que destronó al último de ellos. Mantuvieron el derecho formal de gobernar sobre un solo imperio, oriental y occidental, sin cuestionarse realmente la independencia de Odoacro en Italia hasta que tuvieron un sustituto efectivo en Teodorico, a quien se le concedió el título de patricio. Mientras tanto, las guerras con Persia y la nueva presión de los eslavos en los Balcanes eran más que suficientes. Hasta la llegada del emperador Justiniano, en el 527, no pareció probable que se restableciera la realidad del gobierno imperial.
Visto retrospectivamente, Justiniano parece en cierta medida la imagen del fracaso. Pero se comportó como la gente pensaba que debía hacerlo un emperador, e hizo lo que la mayoría de las personas aún esperaban que un emperador fuerte hiciera algún día. Se vanagloriaba que el latín era su lengua materna; pese al enorme alcance de las relaciones exteriores del imperio, podía pensar todavía con cierta verosimilitud en reunificar y restaurar el antiguo imperio, aunque su centro tuviera que estar ahora en Constantinopla. Nosotros tenemos la desventaja de saber lo que ocurrió, pero Justiniano reinó durante un largo período de tiempo y sus contemporáneos se sintieron más asombrados por sus éxitos temporales; esperaban que fueran el anuncio de una auténtica restauración. Al fin y al cabo, nadie podía concebir realmente un mundo sin el imperio. Los reyes bárbaros de Occidente se sometían con gusto a Constantinopla y aceptaban los títulos que desde allí les llegaban; no pretendían hacerse con la púrpura. Justiniano buscó un poder autocrático, y sus contemporáneos pensaban que esa meta era comprensible y realista. Hay cierta grandeza en la idea que tenía de su propio papel; es una lástima que fuera un hombre tan poco atractivo.
Justiniano estuvo casi siempre en guerra, y a menudo salió victorioso. Incluso las costosas campañas contra Persia (y los pagos al rey persa) tuvieron éxito en el sentido de que no hicieron perder mucho terreno al imperio. Pero fueron un grave obstáculo para su estrategia; la liberación de sus recursos para una política de recuperación de Occidente, que había sido el objetivo de Justiniano al sellar el primer tratado de paz con los persas, siempre le fue esquiva. Sin embargo, su mejor general, Belisario, destruyó el África de los vándalos y recuperó ese territorio para el imperio (aunque costó diez años someterlo). Siguió la invasión de Italia, y comenzó una guerra que finalizó en el 554 con la expulsión definitiva de los ostrogodos de Roma y la unificación, una vez más, de toda Italia bajo el dominio imperial, aunque fuera una Italia devastada por los ejércitos imperiales como nunca lo había sido por los bárbaros. Fueron grandes logros, aunque mal consolidados. Les siguieron otros en el sur de España, donde los ejércitos imperiales explotaron las rivalidades entre los visigodos y establecieron de nuevo el gobierno imperial en Córdoba. Por otro lado, las flotas imperiales dominaban todo el Mediterráneo occidental; durante un siglo después de la muerte de Justiniano, los barcos de Bizancio circularon en paz.
Pero esta situación no duró. A finales del siglo, se había vuelto a perder la mayor parte de Italia, esta vez a manos de los lombardos, otro pueblo germánico que acabó definitivamente con el poder imperial en la península. En Europa oriental, por su parte, pese a una enérgica diplomacia de sobornos y a su ideología misionera, Justiniano nunca había logrado mantener a raya a los bárbaros. Quizá allí fuera imposible un éxito duradero. La presión que sufrían estos pueblos inmigrantes era demasiado grande y, además, podían ver grandes recompensas ante ellos; «los bárbaros —escribió un historiador del reinado—, después de haber probado una vez la riqueza romana, nunca olvidaron el camino que les conducía a ella». A la muerte de Justiniano, y a pesar de su costosa campaña de construcción de fortalezas, los antepasados de quienes serían los búlgaros se habían establecido en Tracia y una cuña de pueblos bárbaros separaba la Roma occidental de la oriental.
Los sucesores de Justiniano no pudieron mantener sus grandes conquistas ante la continua amenaza de Persia y el surgimiento de la presión eslava en los Balcanes y, en el siglo VII, de un nuevo rival, el islam. Iba a comenzar una época terrible. Pero, aun entonces, el legado de Justiniano actuaría a través de la tradición diplomática que fundó con el establecimiento de una red de influencias entre los pueblos bárbaros del otro lado de la frontera, oponiendo a unos contra otros, sobornando a un príncipe con tributos o con un título, o bien apadrinando en el bautizo a los hijos de otro. De no haber sido por los principados dependientes del Cáucaso que se convirtieron al cristianismo en la época de Justiniano, o por la alianza de este con los godos de Crimea (que duraría siete siglos), la supervivencia del imperio oriental habría sido casi imposible. También en este sentido el reinado de Justiniano fue el proyecto de la futura esfera de Bizancio.
Dentro del imperio, Justiniano dejó una huella indeleble. Cuando llegó al poder, la monarquía sufría el lastre de la persistencia de rivalidades entre partidos que podían recurrir al apoyo popular, pero que en el 532 desembocaron en una gran insurrección que permitió asestar un duro golpe a las facciones, y, aunque gran parte de la ciudad fue incendiada, esto supuso el final de las amenazas interiores a la autocracia de Justiniano, que a partir de entonces actuó con una firmeza y una claridad crecientes.
Sus monumentos fueron lujosos; el mayor de ellos es la basílica de Santa Sofía (532-537), pero, en todo el imperio, edificios públicos, iglesias, baños y nuevas ciudades marcaron el reinado y fueron señal de la riqueza inherente del imperio oriental. Las provincias más ricas y civilizadas estaban en Asia y Egipto; Alejandría, Antioquía y Beirut fueron sus grandes ciudades. Un monumento no material, sino institucional, fue la codificación de la legislación romana, por Justiniano. En cuatro colecciones se reunieron mil años de jurisprudencia romana, de tal modo que tuvo una profunda influencia a través de los siglos y contribuyó a dar forma a la idea moderna del Estado. Los esfuerzos de Justiniano por realizar una reforma administrativa y organizativa tuvieron mucho menos éxito. No era difícil diagnosticar las enfermedades peligrosas ya en el siglo III, pero, teniendo en cuenta los gastos y responsabilidades del imperio, era difícil encontrar remedios permanentes. Por ejemplo, se sabía que la venta de cargos era un mal, y como tal Justiniano la abolió, pero tuvo que tolerarla cuando volvió a aparecer.
La principal respuesta institucional al problema del imperio fue la progresiva reglamentación de la vida de sus ciudadanos, que en parte estaba en la tradición de regular la economía que Justiniano había heredado. Al igual que los campesinos estaban atados a la tierra, los artesanos pasaron a estar adscritos a sus sociedades y gremios por herencia; incluso la burocracia tendió a hacerse hereditaria. La rigidez resultante no facilitó precisamente la resolución de los problemas imperiales.
 Fue desafortunado que se desencadenaran una serie de catástrofes naturales excepcionalmente graves en el este a principios del siglo VI, que por sí solas serían suficientes para explicar las dificultades que tuvo Justiniano para dejar el imperio mejor de lo que lo encontró. Terremotos, hambrunas y plagas devastaron las ciudades y la propia capital, donde los hombres veían fantasmas en las calles. El mundo antiguo era un lugar crédulo, pero los relatos sobre la capacidad del emperador para quitarse la cabeza y volver a ponérsela después, o para desaparecer de la vista a voluntad, sugieren que, bajo estas tensiones, las mentalidades del imperio oriental ya estaban soltando amarras de la civilización clásica. Justiniano facilitaría la separación con su punto de vista y sus políticas en materia religiosa, otro resultado paradójico, ya que no era eso lo que pretendía. Después de sobrevivir durante ochocientos años, la Academia de Atenas fue abolida; Justiniano quería ser un emperador cristiano, no un gobernante de descreídos, y ordenó la destrucción de todas las estatuas paganas de la capital. Lo que es peor, aceleró la degradación de la situación civil de los judíos y la reducción de su libertad de culto. Las cosas ya habían llegado muy lejos para entonces. Hacía tiempo que se hacía la vista gorda ante los pogromos y que se destruían sinagogas; Justiniano dio un paso más alterando el calendario judío e interfiriendo en sus cultos. Incluso animó a los gobernantes bárbaros a que persiguieran a los judíos. Constantinopla tuvo un gueto mucho antes que las ciudades de Europa occidental.
Justiniano estaba más seguro si cabe de la legitimidad de hacer valer la autoridad imperial en los asuntos eclesiásticos, ya que (del mismo modo que Jacobo I de Inglaterra más tarde) era realmente aficionado a las controversias religiosas. A veces, las consecuencias fueron desgraciadas; tal actitud no hizo nada por renovar la lealtad al imperio de los nestorianos y de los monofisitas, herejes que se habían negado a aceptar las definiciones que sobre la relación precisa entre Dios Padre y Dios Hijo se establecieron en el 451 en el concilio de Calcedonia. Su teología importaba menos que el hecho de que sus principios simbólicos se identificaran cada vez más con importantes grupos lingüísticos y culturales. El imperio comenzó a crear focos de resistencia. El acoso a que se vieron sometidos los herejes intensificó el sentimiento separatista en algunas zonas de Egipto y Siria. En el primero, la Iglesia copta inició su propio camino en oposición a la ortodoxia a finales del siglo V, camino que siguieron los monofisitas, que fundaron una iglesia «jacobita». Ambas fueron fomentadas y apoyadas por los numerosos y entusiastas monjes de esos países. Algunas de estas sectas y comunidades tuvieron también importantes conexiones fuera del imperio, por lo que todo esto tuvo consecuencias para la política exterior. Los nestorianos hallaron refugio en Persia y, aunque no eran herejes, los judíos ejercieron especial influencia al otro lado de las fronteras; los judíos de Irak apoyaron los ataques persas contra el imperio, y los estados árabe-judíos del mar Rojo interfirieron las rutas comerciales hacia la India cuando se tomaron medidas hostiles contra los judíos en el imperio.
Las esperanzas de Justiniano de reunificar las iglesias occidental y oriental se verían frustradas pese a sus esfuerzos. Existía desde siempre una división potencial entre ambas debido a las diferentes matrices culturales en las que se había formado cada una de ellas. La Iglesia occidental nunca había aceptado la unión de la autoridad religiosa y la seglar, que fue el núcleo de la teoría política del imperio oriental; el imperio desaparecería igual que habían desaparecido otros (y la Biblia así lo decía), y sería la Iglesia la que prevalecería frente a las puertas del infierno. Ahora estas divergencias doctrinales cobraban mayor importancia, y las probabilidades de separación se hacían mayores debido al hundimiento de Occidente. Un Papa de Roma visitó a Justiniano, y el emperador habló de Roma como la «fuente del sacerdocio», pero, al final, las dos comunidades cristianas emprenderían su camino por separado y se enfrentarían después con violencia. La opinión del propio Justiniano en el sentido de que el emperador era la autoridad suprema, incluso en asuntos de doctrina, fue víctima de la intransigencia clerical de ambas partes.
De esto parece deducirse (aunque también por muchos otros de sus actos) que el auténtico logro de Justiniano no fue el que buscó y alcanzó temporalmente, el restablecimiento de la unidad imperial, sino otro bastante diferente: el allanamiento del camino hacia el desarrollo de una nueva civilización, la bizantina. Después de él, Bizancio fue una realidad, si bien no reconocida aún, que evolucionó separándose del mundo clásico hacia un estilo claramente relacionado con él, pero independiente, algo que facilitaron los sucesos contemporáneos tanto en la cultura occidental como en la oriental, centradas ahora, abrumadoramente, en las nuevas tendencias en la Iglesia. Con el tiempo, las divergencias religiosas de las iglesias de Oriente y Occidente se irían acentuando cada vez más.
Como ocurrió a menudo en la historia posterior, la Iglesia y sus dirigentes no reconocieron al principio ni dieron la bienvenida a la oportunidad que se presentaba en medio del desastre. Se identificaban con lo que se estaba hundiendo, lo cual era comprensible. El hundimiento del imperio era para ellos el hundimiento de la civilización; la Iglesia en Occidente era a menudo, salvo la autoridad municipal de las ciudades empobrecidas, la única superviviente institucional de la romanitas. Sus obispos eran hombres con experiencia en la administración, posiblemente con la misma preparación intelectual, como mínimo, que los notables locales, lo que les permitía resolver nuevos problemas. Una población semipagana les miraba con temor supersticioso y les atribuía un poder casi mágico. En muchos lugares, eran la última representación de la autoridad que quedó tras la marcha de los ejércitos imperiales y el derrumbamiento de la administración imperial, y eran hombres cultos en medio de una nueva clase gobernante inculta que ansiaba la seguridad de compartir la herencia clásica. Socialmente, a menudo procedían de familias importantes de provincias, lo que significaba que a veces eran grandes aristócratas y propietarios con recursos materiales para sostener su función espiritual. Naturalmente, se les confiaron nuevas tareas.
Y eso no fue todo. El final del mundo clásico también presenció el surgimiento de dos nuevas instituciones en la Iglesia occidental que servirían de salvavidas en los peligrosos rápidos que había entre una civilización que se había hundido y otra aún por nacer. La primera fue el monacato cristiano, fenómeno que apareció primero en Oriente. Hacia el 285, un copto, san Antonio, se retiró a vivir a una ermita en el desierto egipcio. Su ejemplo fue seguido por otros que meditaban, oraban y luchaban con los demonios o que mortificaban la carne con el ayuno y disciplinas más equívocas. Algunos se unieron en comunidades. En el siglo siguiente, esta nueva forma de espiritualidad se estableció en forma de comunidades en el Mediterráneo oriental y en Siria, desde donde la idea se difundió hacia Occidente, hasta la costa mediterránea francesa. En una sociedad que se derrumbaba como la de la Galia del siglo V, el ideal monástico de rendir culto y servir a Dios sin perturbaciones en la oración, dentro de la disciplina de una regla ascética, ejerció un enorme atractivo sobre muchos hombres y mujeres de intelecto y carácter. A través de él, podían asegurarse la salvación personal. Las comunidades atrajeron a muchos de buena familia que buscaban refugiarse de un mundo en pleno cambio. A su vez, críticos hostiles que añoraban el antiguo ideal romano de servicio al Estado les condenaron por eludir sus responsabilidades con la sociedad retirándose de ella. Tampoco fue siempre bien recibido por el clero algo que consideraba una deserción de algunos de los miembros más entusiastas de sus congregaciones. Pero muchos de los sacerdotes más importantes de la época fueron monjes, y la institución prosperó. Los terratenientes fundaron comunidades o donaron tierras a las existentes. Surgieron algunos escándalos, y sin duda hubo que llegar a muchos compromisos de principio en la resolución de conflictos con patronos y hombres poderosos.
Un monje italiano, del que poco sabemos salvo sus logros y que se creía que obraba milagros, encontraba escandaloso el estado monacal. Era san Benito, uno de los hombres más influyentes de la historia de la Iglesia. En el 529 fundó un monasterio en Montecassino, al sur de Italia, y lo dotó de una nueva regla que había recopilado tras examinar cuidadosamente todas las existentes y seleccionar entre ellas. Este documento, que tuvo una enorme trascendencia para el cristianismo occidental y, por tanto, para la civilización occidental, dirigía la atención del monje hacia la comunidad, cuyo abad tendría la autoridad absoluta. El propósito de la comunidad no era solo servir de semillero para el cultivo de la salvación de almas individuales, sino orar y vivir como un todo en el que cada monje aportaba su trabajo en el marco de una rutina ordenada de culto, oración y trabajo. Desde el individualismo del monacato tradicional, se forjó un nuevo instrumento humano que sería una de las armas del arsenal de la Iglesia.
San Benito no puso sus miras demasiado elevadas, y este fue uno de los secretos de su éxito; la Regla estaba al alcance de las capacidades del hombre corriente que amaba a Dios. Su éxito al juzgar la necesidad del hombre común quedó demostrado con su rápida difusión. Enseguida aparecieron monasterios benedictinos en todo Occidente, que se convirtieron en fuentes clave de misioneros y de enseñanza para la conversión de la Inglaterra y la Germania paganas. Al oeste, solo la Iglesia celta en su límite se aferró al modelo eremita, más antiguo, de la vida monacal.
Además de los monasterios benedictinos, el otro nuevo gran sostén de la Iglesia fue el papado. El prestigio de la sede de San Pedro y la legendaria tutela de los huesos del apóstol siempre dieron a Roma un lugar especial entre los obispados de la cristiandad. Era el único en Occidente que reivindicaba descender de uno de los apóstoles. Pero, en principio, tenía poco más que ofrecer; la Iglesia occidental era una rama joven, y las iglesias de Asia podían hacer valer sus vínculos más estrechos con la época de los apóstoles. Hacía falta algo más para que el papado comenzara su ascensión hacia la espléndida preeminencia que daría por supuesta el mundo medieval.
Para empezar, estaba la ciudad. Roma había sido durante siglos la capital del mundo, y para gran parte de él, eso había sido cierto. Sus obispos despachaban asuntos con el Senado y con el emperador, y la partida de la corte imperial solo hizo más evidente su importancia. La llegada a Italia de funcionarios extranjeros procedentes del imperio oriental hacia quienes los italianos sentían la misma antipatía que hacia los bárbaros, dirigió una nueva atención hacia el papado como foco de las lealtades italianas. Roma era, además, una sede rica, con un aparato de gobierno acorde con sus posesiones, y generaba una capacidad administrativa superior a todo lo que pudiera hallarse fuera de la propia administración imperial. Esta distinción brillaba con más claridad en tiempos turbulentos, cuando los bárbaros carecían de estas capacidades. La sede de Roma tenía los mejores archivos, que los apologistas papales explotaban ya en el siglo V. La postura papal, característicamente conservadora, de que no se estaban siguiendo nuevas rutas sino que se estaban defendiendo posiciones antiguas, ya estaba presente y era totalmente sincera; los papas no se consideraban conquistadores de un nuevo terreno ideológico o jurídico, sino unos hombres que trataban desesperadamente de mantener el pequeño punto de apoyo que ya había ganado la Iglesia.
Este era el marco en el que surgió el papado como una gran fuerza histórica. San León Magno fue, en el siglo V, el primer Papa bajo cuyo mandato fue claramente visible el nuevo poder del obispo de Roma. Un emperador declaró que las decisiones del Papa tenían rango de ley, y León Magno afirmó enérgicamente la doctrina de que los papas hablaban en nombre de san Pedro. Asumió el título de pontifex maximus que habían abandonado los emperadores. Se creía que su intervención, al visitar a Atila, había evitado el ataque de los hunos sobre Italia; los obispos de Occidente que hasta entonces se habían opuesto a la supremacía de Roma, se sintieron más proclives a aceptarla en un mundo revuelto por los bárbaros. Sin embargo, Roma seguía siendo parte de la Iglesia estatal de un imperio cuya religión Justiniano consideraba que estaba por encima de los intereses del emperador.
El Papa que reveló con mayor claridad el futuro papado medieval fue también el primer Papa que había sido monje. En san Gregorio Magno, cuyo papado duró desde el 590 hasta el 604, se unían así las dos grandes innovaciones institucionales de la Iglesia en sus comienzos. Gregorio era un hombre de Estado de gran perspicacia; aristócrata romano, leal al imperio y respetuoso con el emperador, fue, sin embargo, el primer Papa que aceptó plenamente la Europa bárbara en la que reinó; su pontificado revela por fin una ruptura total con el mundo clásico. Consideró deber suyo la primera gran campaña misionera, uno de cuyos objetivos fue la Inglaterra pagana, adonde envió a Agustín de Canterbury en el 596. Combatió la herejía arriana y acogió complacido la conversión de los visigodos al catolicismo. Tenía tanta relación con los reyes germanos como con el emperador, en cuyo nombre afirmaba actuar, pero fue también el oponente más valiente de los lombardos, contra quienes pidió la ayuda tanto del emperador como, lo que es más significativo, de los francos. Pero los lombardos también convirtieron al Papa, por necesidad, en un poder político. No solo le separaron del representante imperial en Rávena, sino que le obligaron a negociar con ellos cuando llegaron hasta las murallas de Roma. Al igual que otros obispos de Occidente que heredaron la autoridad civil, el Papa tenía que alimentar su ciudad y gobernarla. Poco a poco, los italianos llegaron a considerar al Papa el sucesor de Roma, además del de san Pedro.
En san Gregorio Magno se unieron la herencia clásica-romana y la cristiana; representó algo nuevo, aunque difícilmente él mismo lo hubiera visto así. El cristianismo había sido parte de la herencia clásica, pero ahora se apartaba de gran parte de ella y se volvía distinta. Es significativo que san Gregorio Magno no hablara griego, ni sintiera la necesidad de hacerlo. Ya habían aparecido señales de transformación en las relaciones de la Iglesia con los bárbaros. Con Gregorio, uno de los focos de esta historia era por fin Europa, y no la cuenca del Mediterráneo. Ya se habían sembrado en ella las semillas del futuro, aunque no de un futuro próximo; para la mayoría de los habitantes del mundo, la existencia de Europa durante los siguientes mil años aproximadamente fue casi irrelevante. Pero por fin puede discernirse una Europa, por muy distinta que fuera de la que llegaría a ser algún día.
También era decididamente diferente del pasado. La vida ordenada, culta y pausada de las provincias romanas había dado paso a una sociedad fragmentada que tenía, acampadas en ella, a una aristocracia de soldados y sus tribus, integradas a veces con los habitantes anteriores, y a veces no. Sus jefes se hacían llamar reyes y sin duda ya no eran solo jefes, al igual que sus seguidores, después de casi dos siglos de relación con lo que Roma había dejado, ya no eran solo bárbaros. Fue en el 550 cuando un rey bárbaro —un godo— se representó por primera vez en sus monedas engalanado con las insignias imperiales. A través de la huella que dejaron en su imaginación los restos de una cultura superior, a través de la eficacia de la idea de la propia Roma y, sobre todo, a través del trabajo consciente e inconsciente de la Iglesia, estos pueblos caminaban hacia la civilización, y su arte así lo atestigua.
Por lo que respecta a la cultura formal, los bárbaros no aportaron nada comparable con la Antigüedad. No hubo ninguna contribución bárbara al intelecto civilizado. Pero, en niveles menos formales, el tráfico cultural no se producía solo en una dirección. No debemos subestimar hasta qué punto el cristianismo, o al menos la Iglesia, seguía siendo una forma flexible. El cristianismo tuvo que discurrir en todas partes por los cauces existentes, y estos estaban formados por capas de paganismo: germánico sobre romano sobre celta. La conversión de un rey como Clodoveo no significó que su pueblo se adhiriera enseguida, ni siquiera formalmente, al cristianismo; algunos bárbaros siguieron siendo paganos durante generaciones, como muestran sus tumbas. Pero este conservadurismo ofreció oportunidades además de obstáculos. La Iglesia pudo utilizar la creencia en la magia popular, o la existencia de un lugar sagrado que podía asociar a un santo con dioses seculares del campo y del bosque. Los milagros, cuyo conocimiento se propagaba con asiduidad en las vidas de santos que se leían en voz alta a quienes peregrinaban a sus santuarios, eran los argumentos persuasivos de la época. La gente estaba acostumbrada a las intervenciones mágicas de los antiguos dioses celtas o a las manifestaciones del poder de Wotan (Odín). Para la mayoría de los hombres y mujeres, pues, al igual que durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el papel de la religión no era el de ofrecer una orientación moral o una penetración espiritual, sino propiciar las fuerzas invisibles. Solo en el caso de los sacrificios de sangre, el cristianismo trazó la línea que lo separaba sin ambigüedad del pasado pagano; gran parte de las restantes prácticas y reminiscencias paganas se cristianizaron sin más.
Se ha considerado a menudo que el proceso merced al que esto se produjo fue de declive, y sin duda hay argumentos razonables para respaldar esta opinión. En términos materiales, la Europa de los bárbaros era un lugar más pobre económicamente que el imperio de los Antoninos; en toda Europa, los turistas siguen contemplando con asombro los monumentos de los constructores de Roma, de la misma forma en que los debieron de contemplar nuestros antepasados bárbaros. Pero de esta confusión surgiría, en su momento, algo bastante nuevo e infinitamente más creativo que Roma. Quizá era imposible que sus contemporáneos vieran lo que estaba sucediendo en otros términos que los apocalípticos. Pero puede que algunos vieran un poco más allá, como sugieren las preocupaciones de san Gregorio.



LIBRO IV
La era de las tradiciones divergentes

Contenido:

  1. El islam y la reconstrucción de Oriente Próximo
  2. Los imperios árabes
  3. Bizancio y su esfera
  4. Los disputados legados de Oriente Próximo
  5. La formación de Europa
  6. India
  7. La China imperial
  8. Japón
  9. Mundos diferentes
  10. Europa: la primera revolución
  11. Nuevos límites, nuevos horizontes

Los «romanos» de la época de Justiniano sabían que eran muy diferentes de otros hombres, y se sentían orgullosos de serlo. Pertenecían a una civilización en particular y creían, al menos algunos de ellos, que era la mejor que cabía imaginar. Pero no eran los únicos que se hallaban en esa situación. Lo mismo podía decirse de los hombres que habitaban en otras regiones del planeta. Mucho antes del nacimiento de Cristo, la civilización estaba presente en todos los continentes a excepción de Australia, ahondando y acelerando las divisiones en el comportamiento humano que se iniciaron en los tiempos prehistóricos. La variedad cultural del género humano, incluso en los primeros tiempos históricos, era ya considerable, y cuando el mundo mediterráneo clásico se resquebrajó finalmente de manera irreparable —el año 500 nos puede servir como indicador aproximado—, el mundo estaba lleno de culturas diferenciadas.
La civilización no había llegado todavía a la mayor parte de la superficie del planeta, si bien la parte civilizada se circunscribía a un número relativamente reducido de zonas en cada una de las cuales existían tradiciones poderosas y diferenciadas, a menudo conscientes de su propia identidad y en gran medida independientes. Sus diferencias continuarían ahondándose durante más o menos otros mil años, hasta que, hacia 1500, la humanidad presentaba un grado de diversidad no superado probablemente por el de ninguna otra época pasada o futura. No había, sin embargo, una tradición cultural dominante.
Una de las consecuencias fue que las civilizaciones china, india, europea occidental e islámica vivieron sin entrar en contacto con las demás durante el tiempo suficiente para dejar huellas indelebles en la configuración de nuestro mundo. Las civilizaciones coexistieron y, paradójicamente, la explicación es, en parte, que todas eran muy semejantes en un aspecto. En términos generales, todas se basaban en la agricultura de subsistencia y todas tenían que recurrir al viento, los cursos fluviales y los músculos animales o humanos para encontrar sus principales fuentes de energía. Ninguna de ellas podía acumular un poder tan abrumador que permitiese cambiar a las demás. Asimismo, el peso de la tradición era enorme en todas partes; las rutinas incuestionables, aunque diferentes, por las que entonces se regía la vida de todo el género humano, parecerían hoy intolerables. Naturalmente, la variedad en el desarrollo cultural configuró la tecnología. Hubo de transcurrir mucho tiempo hasta que los europeos fueron capaces de realizar obras de ingeniería comparables a las de los romanos, aunque los chinos ya habían descubierto mucho antes cómo se imprimía con tipos móviles y conocían la pólvora. Sin embargo, la repercusión de tales ventajas o desventajas fue mínima, en gran parte porque el intercambio entre tradiciones era difícil salvo en un reducido número de zonas favorecidas. Pero el aislamiento de una civilización con respecto a otra nunca era absoluto; siempre había alguna interacción física y espiritual. Las barreras entre unas civilizaciones y otras se asemejaban más a membranas permeables que a muros impenetrables, aunque, en términos generales, los hombres de esos tiempos vivían satisfechos siguiendo pautas tradicionales, ignorantes de que otras personas vivían de manera distinta a unos cientos —o incluso unas decenas— de kilómetros de ellos.
Esta gran era de diversidad cultural abarca un lapso muy prolongado; debemos remontarnos al siglo III a.C., y las brechas en las defensas que las separaban de las demás no fueron irreparables hasta después de 1500. Antes de esa fecha, la mayoría de las civilizaciones se movían en gran medida siguiendo sus propios ritmos, y solo de forma ocasional mostraban los efectos de grandes alteraciones provenientes del exterior. Una de las alteraciones que afectaron a los hombres que habitaban desde España hasta Indonesia, y desde el río Níger hasta China, tuvo su origen en Oriente Próximo, la región que había albergado las tradiciones civilizadas más antiguas y un lugar lógico para empezar a examinar este mundo tan diverso.

1. El islam y la reconstrucción de Oriente Próximo
Con interrupciones relativamente breves, grandes imperios con base en Persia dominaron Occidente en el milenio que precedió al año 500. A veces las guerras pueden acercar a las civilizaciones, y en Oriente Próximo dos tradiciones culturales habían ejercido tal influencia la una en la otra que sus historias, aunque distintas, son inseparables. A través de Alejandro y sus sucesores, los aqueménidas habían transmitido a Roma las ideas y el estilo de una monarquía divina cuyas raíces se hallaban en la antigua Mesopotamia, y de Roma pasaron al imperio cristiano bizantino que combatió a los sasánidas y florecieron en él. Persia y Roma sentían fascinación la una por la otra, y finalmente se ayudaron a destruirse mutuamente; su antagonismo fue un factor fatídico para ambos imperios en un momento en que su atención y sus recursos era necesarios con urgencia en otros lugares. Al final, ambas sucumbieron.
El primer sasánida, Ardashir o Artajerjes, poseía un profundo sentido de la continuidad de la tradición persa. Evocaba deliberadamente recuerdos de los partos y del Gran Rey, y sus sucesores siguieron cultivándolos mediante la escultura y las inscripciones. Ardashir reivindicó la propiedad de todos los territorios que habían sido gobernados por Darío, emprendió la conquista de los oasis de Merv y Jiva, e invadió el Punjab; la conquista de Armenia requirió otros 150 años hasta verse confirmada, pero la mayor parte de este territorio quedó finalmente bajo la hegemonía persa. Esta fue la última reconstitución del antiguo imperio iranio que en el siglo VI llegó a dominar el Yemen.
La variedad geográfica y climática representó siempre una amenaza de desintegración para esta gran extensión de territorio, pero durante mucho tiempo los sasánidas resolvieron los problemas que planteaba su gobierno. Existía una tradición burocrática que se remontaba a Asiria y en la que podían inspirarse, así como una afirmación del carácter divino de la autoridad real. La historia política del imperio sasánida está dominada por la tensión entre estas fuerzas centralizadoras y los intereses de las grandes familias. La pauta resultante fue de períodos alternos de reyes sin capacidad de maniobra o incapaces de defender sus intereses. Había dos buenas pruebas de ello. Una era su capacidad para nombrar a sus propios hombres para ocupar los puestos importantes del Estado y para hacer frente a las aspiraciones de la nobleza en este sentido. La otra era el mantenimiento del control sobre la sucesión. Algunos reyes eran depuestos, y aunque la monarquía se transmitía formalmente por designación del soberano, esta fórmula era sustituida en ocasiones por un sistema semielectoral en el que los principales funcionarios del Estado, los soldados y los sacerdotes elegían a un miembro de la familia real.
Los dignatarios que cuestionaban el poder real y a menudo gobernaban en las satrapías, pertenecían a un reducido número de grandes familias que afirmaban ser descendientes de los arsácidas partos, los jefes supremos de ese pueblo. Estas personas disponían de grandes feudos para su mantenimiento, pero su peligrosa influencia era contrarrestada por otras dos fuerzas. Una era el ejército mercenario, cuyos oficiales pertenecían en gran medida a la nobleza menor, que de este modo recibía cierto apoyo frente a los más grandes. Su cuerpo de élite, la caballería real, fuertemente armada, dependía directamente del rey. La otra fuerza que actuaba para contrarrestar el poder de los dignatarios era la del sacerdocio.
La Persia sasánida era una unidad religiosa además de política. El zoroastrismo había sido restablecido formalmente por Ardashir, que concedió importantes privilegios a sus sacerdotes, los magi, que también encabezaron el poder político en su momento. Los sacerdotes confirmaban la naturaleza divina de la monarquía, tenían importantes obligaciones judiciales y llegaron a supervisar la recaudación de impuestos sobre la tierra, que era la base de las finanzas persas. Las doctrinas que enseñaban parecen haber experimentado una considerable divergencia del monoteísmo estricto atribuido a Zoroastro pero centrado en un creador, Ahura Mazda, cuyo representante en la Tierra era el rey. El fomento de la religión del Estado por los sasánidas estaba estrechamente vinculado a la afirmación de su propia autoridad.
La base ideológica del Estado persa adquirió más importancia si cabe cuando el imperio romano se convirtió al cristianismo. Las diferencias religiosas comenzaron a importar mucho más; la pérdida de apoyo de la religión llegó a considerarse un asunto político. Las guerras contra Roma convirtieron en traidor al cristianismo. Aunque al principio los cristianos habían sido tolerados en Persia, su persecución se volvió lógica y continuó hasta avanzado el siglo V. Pero no fueron los cristianos los únicos perseguidos. En el año 276, un maestro religioso persa llamado Manes fue ejecutado, mediante el método especialmente atroz de ser desollado vivo. Manes sería conocido después en Occidente por la forma latina de su nombre, Maniqueo, y las enseñanzas que se le atribuyen tendrían un gran futuro como herejía cristiana. El maniqueísmo mezclaba creencias judeocristianas con el misticismo persa, y consideraba todo el cosmos como un gran drama en el que las fuerzas de la luz y la oscuridad pugnaban por hacerse con el dominio. Las personas que comprendían esta verdad intentaban participar en la lucha practicando una austeridad que les abriese el camino a la perfección y la armonía con el drama cósmico de la salvación. El maniqueísmo distinguía nítidamente entre el bien y el mal, entre la naturaleza y Dios; su feroz dualismo atrajo a algunos cristianos, que veían en él una doctrina coherente con las enseñanzas de san Pablo. San Agustín fue maniqueo en su juventud, y en las herejías de la Europa medieval pueden detectarse vestigios maniqueos mucho tiempo después. Es posible que un dualismo a ultranza tenga siempre un poderoso atractivo para cierta clase de mentalidad. Sea como fuere, la distinción de ser perseguido tanto por una monarquía zoroastriana como por una monarquía cristiana precedió a la propagación de las ideas maniqueas por todas partes. Sus seguidores encontraron refugio en Asia central y China, donde parece ser que el maniqueísmo floreció en fechas tan tardías como el siglo XIII.
En cuanto a los cristianos ortodoxos de Persia, aunque un tratado de paz del siglo V estipulaba que debían gozar de tolerancia, el peligro de que pudieran ser desleales en las continuas guerras con Roma lo convirtió en papel mojado. Solo a finales del siglo, un rey persa promulgó un edicto de tolerancia, y en esta ocasión solo para conciliarse con los armenios. Sin embargo, esta medida no puso fin al problema; los cristianos no tardaron en sentirse molestos ante el vigoroso proselitismo de los entusiastas zoroastrianos. Nuevas garantías de los reyes persas en el sentido de que el cristianismo sería tolerado no parecen indicar que tuvieran mucho éxito, ni que pusieran mucho empeño en procurar que así fuera. Tal vez era una misión imposible teniendo en cuenta el contexto político; la excepción que confirma la regla son los nestorianos, que fueron tolerados por los sasánidas, pero solo porque eran perseguidos por los romanos. Por consiguiente, se pensaba que era probable que fueran políticamente de fiar.
Aunque la religión y el hecho de que el poder y la civilización sasánidas alcanzaran su apogeo durante el reinado de Cosroes I, en el siglo VI, ayudan a dar a la rivalidad de los imperios ciertas dimensiones de una competencia entre civilizaciones, las renovadas guerras de ese siglo no son muy interesantes. Los conflictos bélicos ofrecen, en su mayor parte, un relato anodino y bronco, aunque fueron el penúltimo asalto de la lucha entre Oriente y Occidente iniciada por los griegos y los persas mil años atrás. El clímax de esta pugna llegó a comienzos del siglo VII, en la que podríamos considerar la última guerra mundial de la Antigüedad. Sus devastaciones pudieron ser perfectamente el golpe mortífero para la decadente civilización urbana helenística de Oriente Próximo.
Cosroes II, el último gran sasánida, gobernaba a la sazón en Persia. Su gran oportunidad pareció llegar cuando una debilitada Bizancio —Italia había desaparecido ya y los eslavos y los ávaros llegaban masivamente a los Balcanes— perdió a un buen emperador, asesinado por unos amotinados. Cosroes tenía una deuda de gratitud con el fallecido Mauricio, ya que había recuperado el trono persa gracias a su ayuda. Aprovechó el crimen como excusa y juró venganza. Sus ejércitos invadieron el Levante mediterráneo, arrasando las ciudades de Siria. En el año 615 saquearon Jerusalén, llevándose la reliquia de la Vera Cruz, que era su tesoro más famoso. Los judíos, también debemos señalarlo, recibieron con agrado a los persas en muchos casos y aprovecharon la oportunidad para llevar a cabo vengativas matanzas de cristianos, tanto más gratificantes sin duda porque durante mucho tiempo la situación había sido la inversa. Al año siguiente, los ejércitos persas invadieron Egipto, y un año después sus vanguardias se detenían peligrosamente a poco más de un kilómetro de Constantinopla. Incluso se hicieron a la mar, invadieron Chipre y capturaron Rodas. El imperio de Darío parecía restablecido casi al mismo tiempo que, en el otro extremo del Mediterráneo, el imperio romano perdía sus últimas posesiones en España.
Este fue el momento más negro para Roma en su larga lucha con Persia, pero un salvador estaba cerca. En el año 610, el virrey imperial de Cartago, Heraclio, se había rebelado contra el sucesor de Mauricio y había puesto fin al reinado sangriento de aquel tirano dándole muerte. Recibió a su vez la corona imperial del patriarca. Los desastres de Asia no pudieron contenerse de inmediato, pero Heraclio resultaría uno de los más grandes emperadores soldado. Solo el poderío marítimo salvó a Constantinopla en el año 626, cuando el ejército persa no pudo ser transportado para apoyar un ataque contra la ciudad por parte de sus aliados ávaros. Al año siguiente, Heraclio irrumpió en Asiria y Mesopotamia, el antiguo y disputado centro de la estrategia de Oriente Próximo. El ejército persa se amotinó, Cosroes fue asesinado y su sucesor firmó la paz. La gran época del poder sasánida había terminado. La reliquia de la Vera Cruz —o de lo que se decía que era— fue restituida a Jerusalén. El largo duelo entre Persia y Roma había tocado a su fin, y el centro de la historia mundial se desplazó finalmente a otro conflicto.
Los sasánidas, al fin y al cabo, se hundieron porque tenían demasiados enemigos. El año 610 había traído un mal presagio: por primera vez una fuerza árabe derrotó a un ejército persa. Pero, durante siglos, los reyes persas se habían preocupado mucho más de los enemigos de sus fronteras septentrionales que de los del sur. Tuvieron que competir con los nómadas de Asia central que ya han dejado su huella en este relato, pero cuya historia es difícil de ver, ya sea en conjunto o de modo pormenorizado. No obstante, un hecho sobresaliente es obvio: durante casi quince siglos estos pueblos imprimieron a la historia universal un impulso que fue percibido de modo espasmódico y confuso, y cuyos resultados fueron desde las invasiones germánicas de Occidente hasta la revitalización del gobierno chino en Asia oriental.
El mejor punto de partida es la geografía. El nombre del lugar de donde procedían, «Asia central», no es muy acertado. El término es impreciso. «Asia sin salida al mar» podría ser una denominación más ajustada, pues lo que distingue a esta región de importancia capital es su lejanía del océano. En primer lugar, esta lejanía produjo un clima distintivo y árido, y en segundo lugar, aseguró hasta épocas recientes un aislamiento casi absoluto de presiones políticas externas, aunque el budismo, el cristianismo y el islam han demostrado que la región estaba abierta a influencias culturales exteriores. Una manera de imaginar la región es mediante una combinación de términos humanos y topográficos. Constituye la parte de Asia que es apta para los nómadas, y se extiende como un inmenso corredor de este a oeste por espacio de unos 6.500 kilómetros. Su linde septentrional es la masa forestal siberiana, mientras que la meridional está formada por desiertos, grandes macizos montañosos y las mesetas del Tíbet e Irán. La mayor parte de su superficie es de estepa herbácea, aunque el límite con el desierto fluctúa y se extiende hasta importantes oasis que siempre han sido una parte distintiva de su economía. Estos oasis albergaban a poblaciones cuya forma de vida suscitaba el antagonismo y la envidia de los nómadas, pero que también los complementaban. Los oasis eran más frecuentes y ricos en la región de los dos grandes ríos que los griegos llamaban Oxus y Yaxartes. En esa zona se erigieron ciudades que fueron famosas por sus riquezas y sus artes decorativas —Bujara, Samarcanda, Merv—, y las rutas comerciales que unían la remota China con Occidente pasaban por ellas.
Nadie sabe cuáles fueron los orígenes últimos de los pueblos de Asia central. Parecen distintivos en el momento de su entrada en la historia, pero más por su cultura que por su origen genético. En el primer milenio a.C. eran especialistas en el difícil arte de vivir en movimiento, siguiendo los pastos con sus rebaños y manadas, y dominando las destrezas especiales que estas actividades exigían. Es casi seguro que hasta tiempos modernos siguieron siendo analfabetos, y que vivían en un mundo espiritual de demonios y de magia excepto cuando se convertían a las religiones superiores. Eran jinetes consumados y especialmente expertos en el uso del arco compuesto, el arma del arquero a caballo, que adquiría mayor potencia debido a su construcción no de una sola pieza de madera, sino de listones de madera y cuerno. Podían realizar complejos tejidos, tallas y adornos, pero, desde luego, no edificaban, pues vivían en tiendas.
El primero de estos pueblos que debemos mencionar es el escita, aunque no resulta fácil decir con mucha precisión quiénes eran. Los arqueólogos han identificado a los escitas en muchas zonas de Asia y Rusia, y en lugares tan lejanos de allí como Hungría. Parecen tener una larga historia de intervención en los asuntos de Oriente Próximo. Se sabe que algunos de ellos hostigaban las fronteras de Asiria en el siglo VIII a.C. Posteriormente merecieron la atención de Heródoto, que tuvo mucho que decir sobre un pueblo que fascinaba a los griegos. Es posible que nunca fueran en realidad un solo pueblo, sino un grupo de tribus emparentadas. Algunas de ellas parece ser que se establecieron en el sur de Rusia durante el tiempo suficiente para entablar relaciones regulares con los griegos como agricultores, intercambiando cereales por los bellos objetos de oro producidos por los griegos de las costas del mar Negro que se han encontrado en las tumbas escitas. Pero también impresionaron sobremanera a los griegos como guerreros, pues combatían al modo característico de los nómadas asiáticos, utilizando arcos y flechas desde sus cabalgaduras, y replegándose cuando se enfrentaban a una fuerza superior. Hostigaron a los aqueménidas y a sus sucesores durante siglos, y poco antes del año 100 a.C. invadieron Partia.
Los escitas pueden servir de ejemplo de cómo estos pueblos se ponen en movimiento, pues respondían a impulsos muy lejanos. Se desplazaban porque otros pueblos los desplazaban. El equilibrio de la vida en Asia central siempre fue frágil; incluso un pequeño desplazamiento del poder o de los recursos podía privar a un pueblo de su espacio vital y obligarlo a efectuar largas caminatas en busca de un nuevo medio de sustento. Los nómadas no podían viajar deprisa con sus rebaños y manadas, pero, consideradas en el contexto de una larga inmunidad, sus irrupciones en tierras habitadas podían parecer espectacularmente repentinas. Asia central ha influido en la historia universal a través de periódicas convulsiones de gran magnitud, y no mediante incursiones y pillajes fronterizos más o menos continuos.
En el siglo III a.C., otro pueblo nómada estaba en el apogeo de su poder en Mongolia, los xiongnu, en quienes algunos reconocen la primera aparición en la escena histórica de los que después serían conocidos como «hunos». Durante siglos, ambos términos fueron sinónimos; todas las fuentes coinciden al menos en que eran oponentes sumamente desagradables, guerreros feroces, crueles y, por desgracia, expertos. Para defenderse de ellos, los emperadores chinos construyeron la Gran Muralla, una especie de póliza de seguros de más de 20.000 kilómetros. Sin embargo, gobiernos chinos posteriores comprobaron que no ofrecía protección suficiente, y sufrieron a manos de los hunos hasta que emprendieron una política ofensiva, penetrando en Asia hasta rodear a los xiongnu. Estos hechos condujeron a la ocupación china de la cuenca del Tarim hasta las estribaciones del Pamir, y a la construcción en su vertiente septentrional de una notable serie de obras fronterizas. Fue un temprano ejemplo de la generación de imperialismo por succión; las grandes potencias pueden verse impulsadas a actuar en zonas que no son objeto de preocupación alguna excepto como fuentes de problemas. Tanto si este avance chino fue la causa primordial como si no, los xiongnu atacaron a otros nómadas y comenzaron a avanzar hacia el oeste. Este avance les llevó hasta otro pueblo, los yuezhi, que a su vez expulsó a su paso a más escitas. Al final de la línea se encontraba el Estado griego postseléucida de Bactria, que desapareció hacia el año 140 a.C., y los escitas continuaron entonces hasta invadir Partia.
También irrumpieron en el sur de Rusia y llegaron a la India, pero esa parte de la historia puede por el momento esperar. La historia de los pueblos de Asia central hace que las personas no especializadas se pierdan rápidamente; los expertos mantienen grandes discrepancias, pero es evidente que no hubo ninguna convulsión importante comparable a la del siglo III a.C. durante otros cuatrocientos años. En ese momento, hacia el año 350, tuvo lugar la reaparición de los xiongnu en la historia, cuando los hunos comenzaron a invadir el imperio sasánida (donde se les llamaba «chionitas»). En el norte, los hunos llevaban siglos avanzando hacia el oeste desde el lago Baikal, empujados por rivales más poderosos del mismo modo que otros eran empujados por ellos. Algunos aparecieron al oeste del río Volga en el siglo siguiente; ya nos hemos encontrado con ellos cerca de Troyes en el año 451. Los que se encaminaron hacia el sur fueron un nuevo obstáculo para Persia en su lucha con Roma.
Solo nos queda por presentar otro pueblo importante procedente de Asia, los turcos. También en este caso, el primer impacto sobre el mundo exterior fue indirecto. Los últimos sucesores de los xiongnu en Mongolia habían sido una tribu llamada yuan-yuan. En el siglo VI, los supervivientes habían llegado por el oeste hasta Hungría, donde recibieron el nombre de «ávaros»; son de destacar por haber generado una revolución en la guerra a caballo en Europa merced a la introducción del estribo, que les había otorgado una ventaja importante. Pero estaban en Europa porque, hacia el año 550, habían sido desplazados de Mongolia por los turcos, un clan de herreros que habían sido sus esclavos. Entre ellos había tribus —jázaros, pechenegos, cumanos— que desempeñaron papeles importantes en la historia posterior de Oriente Próximo y Rusia. Los jázaros fueron aliados de Bizancio contra Persia, mientras que los ávaros eran aliados de los sasánidas. Lo que se llama «primer imperio turco» parece haber sido una conexión dinástica flexible de tales tribus que se extendían desde el río Tamir hasta el Oxus. Un jan turco envió emisarios a Bizancio en el año 568, más o menos nueve siglos antes de que otros turcos penetrasen triunfantes en Constantinopla. En el siglo VII, los turcos aceptaron la soberanía nominal de los emperadores chinos, pero, para entonces, un nuevo elemento se había introducido ya en la historia de Oriente Próximo, pues en el año 637 los ejércitos árabes se apoderaron de Mesopotamia.
Esta continuación de las hazañas de Heraclio anunció el final de una era en la historia de Persia. En el año 620, el dominio sasánida se extendía desde Cirenaica hasta más allá de Afganistán; treinta años después había dejado de existir. El imperio sasánida había desaparecido, y su último rey había sido asesinado por sus súbditos en el año 651. Desapareció algo más que una dinastía, pues el Estado zoroastriano claudicó ante una nueva religión, y no solo ante los ejércitos árabes; una religión en cuyo nombre los árabes continuarían obteniendo triunfos cada vez mayores.
El islam ha demostrado un poder de expansión y adaptación mayor que el de cualquier otra religión a excepción del cristianismo. Ha atraído a pueblos tan diferentes y tan distantes entre sí como los nigerianos y los indonesios; incluso en su territorio nuclear, las tierras de civilización arábiga situadas entre el Nilo y el Hindu Kush, abarca diferencias enormes en cuanto a cultura y clima. Sin embargo, ninguno de los restantes grandes factores configuradores de la historia universal se ha basado en menos recursos iniciales, a excepción quizá de la religión judía. Tal vez sea importante señalar que los orígenes nómadas de los judíos se basan en el mismo tipo de sociedad tribal, bárbara, ruda y atrasada, que nutrió a los primeros ejércitos del islam. La comparación resalta inevitablemente por otra razón, pues el judaísmo, el cristianismo y el islam son las grandes religiones monoteístas. Ninguno de sus adeptos podría haber predicho en los primeros momentos que llegarían a ser fuerzas históricas de ámbito universal, excepto quizá sus seguidores más obsesivos y fanáticos.
La historia del islam comienza con Mahoma, pero no con el nacimiento de este, pues la fecha en cuestión es una de las muchas cosas que se ignoran de él. Su primer biógrafo árabe no escribió hasta un siglo después de su muerte, e incluso su relato solo se ha conservado indirectamente. Lo que se sabe es que Mahoma nació en el Hiyaz hacia el año 570 de padres pobres, y pronto se quedó huérfano. Aparece como un individuo joven que predica el mensaje de que hay un solo Dios, de que es justo y de que juzgará a todos los hombres, que pueden asegurarse su salvación siguiendo su voluntad en la observancia religiosa y en el comportamiento personal y social. Sobre este dios ya se había predicado antes, pues era el dios de Abraham y de los profetas judíos, el último de los cuales había sido Jesús de Nazaret.
Mahoma pertenecía a un clan menor de una tribu beduina importante, los quraysh. Era una de tantas en la extensa península Arábiga, una región de aproximadamente 1.000 kilómetros de ancho y más de 1.500 de largo. Los habitantes de estas tierras estaban sometidos a condiciones físicas muy rigurosas; abrasado en su estación calurosa, el territorio de la mayor parte de Arabia era desierto o montaña rocosa. En la mayor parte de su superficie, incluso la supervivencia era una proeza. Pero junto a sus márgenes había pequeños puertos que albergaban una población árabe que practicaba la navegación ya en el segundo milenio a.C. Su actividad unía el valle del Indo con Mesopotamia y llevaba las especias y gomas de África oriental hasta Egipto a través del mar Rojo. No hay acuerdo acerca de los orígenes de estos pueblos y de los que vivían en el interior, pero la lengua y las genealogías tradicionales que se remontan a los patriarcas del Antiguo Testamento indican la existencia de vínculos con otros pueblos pastores semitas que también fueron los antepasados de los judíos, por muy controvertida que pueda resultar hoy en día esa conclusión para ciertas personas.
Arabia no ha sido siempre tan poco acogedora. En el período inmediatamente anterior y durante los primeros siglos de la era cristiana, albergaba un grupo de prósperos reinos. Estos sobrevivieron hasta, posiblemente, el siglo V; tanto la tradición árabe como la erudición moderna vinculan su desaparición con el hundimiento de los sistemas de regadío del sur de Arabia. Este hecho motivó migraciones desde el sur hacia el norte que crearon la Arabia de la época de Mahoma. Ninguno de los grandes imperios había penetrado sino brevemente en la península, y Arabia había experimentado escasas influencias de civilizaciones superiores. Declinó rápidamente hacia una sociedad tribal basada en el pastoreo nómada. Para regular sus asuntos, el patriarcado y el parentesco eran suficientes en tanto en cuanto los beduinos permaneciesen en el desierto.
A finales del siglo VI pueden detectarse nuevos cambios. En algunos oasis la población crecía. No había salida para ella, y esta situación fue llenando de tensiones la práctica social tradicional. La Meca, donde vivía el joven Mahoma, era uno de esos lugares. Era importante como oasis y como centro de peregrinación, pues hasta allí llegaba gente de toda Arabia para venerar una piedra meteórica negra, la Kaaba, que era importante en la religión árabe desde hacía siglos. Pero La Meca era también un destacado cruce de caminos de las rutas de caravanas entre el Yemen y los puertos del Mediterráneo. Por ellas llegaban extranjeros y extraños. Los árabes eran politeístas, y creían en dioses de la naturaleza, demonios y espíritus, pero, al intensificarse la interacción con el mundo exterior, aparecieron en la zona comunidades judías y cristianas; había cristianos árabes antes de haber musulmanes.
En La Meca, algunos quraysh comenzaron a practicar el comercio (otro de los escasos datos biográficos conocidos acerca de la juventud de Mahoma es que, cuando contaba algo más de veinte años, se casó con una rica viuda qurayshí que tenía dinero invertido en negocios de caravanas). Pero estos acontecimientos acrecentaron las tensiones sociales a medida que las lealtades incuestionadas de la estructura tribal cedían ante los valores comerciales. Las relaciones sociales de una sociedad pastoril daban por sentado que la sangre noble y la edad eran los elementos concomitantes aceptados de la riqueza, y esto había dejado de ser así. Estas fueron algunas de las presiones psicológicas que influyeron en la formación del atormentado joven Mahoma. Comenzó a reflexionar sobre los caminos de Dios para el hombre. Al final, articuló un sistema que resolvía con sentido práctico muchos de los conflictos que se planteaban en su atribulada sociedad y le dio un conjunto de creencias que continuarían vivas hasta nuestros días.
Las raíces del logro de Mahoma se hallaban en la observación del contraste entre los judíos y cristianos, que veneraban al dios conocido también por su propio pueblo con el nombre de Alá, y los árabes; los cristianos y los judíos tenían unas escrituras que les servían de sosiego y guía, y el pueblo de Mahoma carecía de ellas. Un día, mientras meditaba en una cueva de las proximidades de La Meca, oyó una voz que le reveló su cometido:

¡Predica en el nombre de tu Señor,
el que te ha creado!
Ha creado al hombre de un coágulo.

Durante veintidós años predicó, y el resultado fue uno de los grandes libros formadores de la humanidad, el Corán. Es indudable que su importancia histórica es enorme, y, al igual que la Biblia de Lutero o la llamada «Versión autorizada inglesa», es sobre todo de carácter lingüístico. El Corán cristalizó una lengua. Fue el documento decisivo de la cultura árabe, no solo por su contenido sino porque propagó la lengua árabe en forma escrita. Pero es mucho más; es el libro de un visionario, apasionado en su convicción de la inspiración divina, que transmite vívidamente el genio y el vigor espirituales de Mahoma. Aunque no fue recopilado durante su vida, fue anotado por su entorno tal y como era comunicado por él en una serie de revelaciones; Mahoma se consideraba un instrumento pasivo, un portavoz de Dios. La palabra islam significa «sumisión» o «sometimiento». Mahoma creía que debía transmitir el mensaje de Dios a los árabes del mismo modo que otros mensajeros habían llevado antes su palabra a otros pueblos. Pero Mahoma estaba seguro de que su posición era especial; aunque había habido profetas antes que él, cuyas revelaciones (aunque habían sido falsificadas) habían sido escuchadas por los judíos y los cristianos, él era el último profeta. A través de él, los musulmanes creerían, Dios pronunciaba su mensaje definitivo para la humanidad.
El mensaje exigía el servicio exclusivo para Alá. Según la tradición, Mahoma entró en cierta ocasión en el santuario de la Kaaba y golpeó con su báculo todas las imágenes de las otras deidades que sus seguidores debían destruir, salvando la de la Virgen y el Niño (conservó la propia). Su doctrina comenzaba con la predicación inflexible del monoteísmo en un centro religioso politeísta. Continuaba definiendo una serie de preceptos necesarios para la salvación y un código social y personal que a menudo entraba en conflicto con las ideas vigentes, por ejemplo en su atención al estatus del creyente individual, ya fuera hombre, mujer o niño. Es fácil entender que tales enseñanzas no siempre eran bien recibidas. Parecían otra influencia perturbadora y revolucionaria —tal como eran— que enfrentaba a sus conversos con los de su tribu, que veneraban a los antiguos dioses y sin duda iban al infierno por ello. También podía ser perjudicial para el negocio de la peregrinación (aunque al final le benefició, pues Mahoma insistió estrictamente en el valor de la peregrinación a un lugar tan sagrado). Finalmente, la doctrina de Mahoma antepuso la fe a la sangre como vínculo social; la base de la comunidad era la hermandad de los creyentes, no el grupo del parentesco.
No es sorprendente que los jefes de su tribu se volvieran contra Mahoma. Algunos de sus seguidores emigraron a Etiopía, un país monoteísta en el que ya había penetrado el cristianismo. Se aplicó el aislamiento a los recalcitrantes que se quedaron. Mahoma tuvo noticia de que el ambiente podía ser más receptivo en otro oasis situado unos cuatrocientos kilómetros hacia el norte, Yatrib. Precedido por dos centenares de seguidores, salió de La Meca y se encaminó a Yatrib en el año 622. Esta hégira o emigración marcó el comienzo del calendario musulmán, y Yatrib cambió de nombre para convertirse en la «ciudad del profeta», Medina.
Se trataba también de una zona agitada por el cambio económico y social. Sin embargo, a diferencia de La Meca, Medina no estaba dominada por una tribu poderosa, sino que era un foco de competencia para dos; además, había otros árabes que profesaban el judaísmo. Tales divisiones favorecieron el liderazgo de Mahoma. Las familias conversas dieron hospitalidad a los inmigrantes. Los dos grupos constituirían la futura élite del islam, los «compañeros del profeta». Los escritos de Mahoma muestran para ellos una nueva dirección en sus preocupaciones, la de organizar una comunidad. Del énfasis espiritual de sus revelaciones de La Meca pasó a enunciados prácticos y pormenorizados sobre la comida, la bebida, el matrimonio o la guerra. Se estaba formando el aroma característico del islam, una religión que era también una civilización y una comunidad.
Medina sirvió de base para poder someter primero La Meca y después las restantes tribus de Arabia. La idea mahometana de la umma, la hermandad de los creyentes, brindaba un principio unificador. Esta hermandad integraba a los árabes (y, al principio, a los judíos) en una sociedad que conservaba gran parte del marco tribal tradicional, haciendo hincapié en la estructura patriarcal en tanto en cuanto no entrase en conflicto con la nueva hermandad del islam, y conservando incluso la tradicional primacía de La Meca como lugar de peregrinación. Por lo demás, no está muy claro hasta dónde deseaba llegar Mahoma. Había hecho llegar propuestas a representantes de las tribus judías de Medina, pero estos se habían negado a aceptar sus pretensiones, por lo que fueron expulsadas y solo quedó una comunidad musulmana, aunque esto no tenía por qué suponer necesariamente un conflicto duradero con el judaísmo ni con su continuador, el cristianismo. Existían vínculos doctrinales en su monoteísmo y sus escrituras, si bien se creía que los cristianos incurrían en el politeísmo con la idea de la Trinidad. Sin embargo, Mahoma impuso la conversión de los infieles, y quienes lo desearan tenían ahí una justificación para el proselitismo.
Mahoma murió en el año 632. En ese momento, la comunidad que había creado corría un grave peligro de división y desintegración. Pero sobre ella se construirían dos imperios árabes, que dominaron sendos períodos históricos sucesivos desde dos centros de gravedad distintos. En ambos, la institución clave fue el califato, la herencia de la autoridad de Mahoma como jefe de una comunidad, como maestro y como soberano. Desde el principio no hubo en el islam tensión alguna entre la autoridad religiosa y la secular, no hubo dualismo Iglesia-Estado como el que configuró las políticas cristianas durante más de mil años. Se ha dicho atinadamente que Mahoma fue su propio Constantino, profeta y soberano en uno. Sus sucesores no profetizarían como él lo había hecho, pero disfrutaron durante mucho tiempo de su legado de unidad en el gobierno y la religión.

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Los primeros califas «patriarcales» fueron qurayshíes, la mayoría emparentados con el profeta, por vínculos de sangre o matrimoniales. Pronto fueron criticados por su riqueza y estatus, y se denunció su comportamiento tiránico y explotador. El último de ellos fue depuesto y asesinado en el año 661, tras una serie de guerras en las que los conservadores cuestionaban el deterioro que, a su entender, había sufrido el califato, que había pasado de cargo religioso a civil. El año 661 señaló el comienzo del califato omeya, la primera de las dos grandes divisiones cronológicas del imperio árabe, centrado en Siria, con la capital en Damasco. No terminó ahí la lucha dentro del mundo árabe, pues en el año 750 fue desplazado por el califato abasí. El nuevo califato fue más duradero. Pronto fue trasladado a un nuevo emplazamiento, Bagdad, y perduró casi dos siglos (hasta el 946) como potencia real, y hasta tiempos más recientes como régimen títere. Entre uno y otro, las dos dinastías dieron a los pueblos árabes tres siglos de supremacía en Oriente Próximo.
La primera y más obvia expresión de la hegemonía árabe fue una serie de conquistas en el primer siglo del islam, que modificaron el mapa mundial desde el estrecho de Gibraltar hasta el Indo. En realidad, habían comenzado inmediatamente después de la muerte del Profeta con la afirmación de la autoridad del primer califa. Abu Bakr emprendió la conquista para el islam de las indómitas tribus del sur y el este de Arabia. Pero esto condujo a una lucha que se extendió hasta Siria e Irak. En la superpoblada península Arábiga, sucedió algo análogo a los procesos en virtud de los cuales las consecuencias de las agitaciones de los bárbaros en Asia central creaban un efecto centrífugo; en esta ocasión, había un credo que le daba una dirección, además del simple amor al saqueo.
Una vez fuera de la península, la primera víctima del islam fue la Persia sasánida. El desafío llegó precisamente cuando Persia estaba sometida a tensiones a causa de los emperadores heraclianos, que habrían de sufrir asimismo este nuevo azote. En el año 633, los ejércitos árabes invadieron Siria e Irak. Tres años después las fuerzas bizantinas fueron expulsadas de Siria, y en el 638 Jerusalén cayó en poder del islam. Mesopotamia le fue arrebatada a los sasánidas en los dos años siguientes, y, más o menos al mismo tiempo, Egipto le fue conquistado al imperio. Se creó una flota árabe y comenzó la absorción del norte de África. Chipre fue invadida en los decenios del 630 y 640, y en años posteriores fue dividida entre los árabes y el imperio. A finales del siglo, los árabes tomaron también Cartago. Mientras tanto, después de la desaparición de los sasánidas, los árabes habían conquistado Jurasán en el año 655 y Kabul en el 664, y a comienzos del siglo VIII cruzaron el Hindu Kush para invadir Sind, que ocuparon entre los años 708 y 711. En este último año, un ejército árabe con aliados bereberes cruzó el estrecho de Gibraltar (que toma su nombre del jefe bereber, llamado Tariq: yabal al-Tariq, «montaña de Tariq») y avanzó por Europa, haciendo añicos finalmente el reino visigodo. Por último, en el 732, cien años después de la muerte del Profeta, el ejército musulmán, que había penetrado hasta el centro de Francia, desconcertado por las grandes distancias y la llegada del invierno, fue rechazado cerca de Poitiers. Los francos que se enfrentaron a ellos y dieron muerte a su jefe reivindicaron la victoria; en cualquier caso, fue la cota más alta de la conquista árabe, aunque en los años siguientes tuvieron lugar incursiones árabes en Francia, que llegaron hasta el curso superior del Ródano. Con independencia de las causas de su final (y posiblemente solo se trató de que los árabes no estaban muy interesados en la conquista de Europa, lejos de las tierras cálidas del litoral mediterráneo), la invasión islámica de Occidente sigue siendo un logro asombroso, aun cuando la visión de Gibbon de un Oxford enseñando el Corán nunca estuvo cerca de la realidad.
Los ejércitos árabes también fueron detenidos finalmente en Oriente, aunque a costa de dos asedios de Constantinopla y del confinamiento del imperio a los Balcanes y Anatolia. De Asia oriental se tienen noticias de la llegada de una fuerza árabe a China en los primeros años del siglo VIII; aunque sea discutible, este relato atestigua el prestigio de los conquistadores. Lo cierto es que la frontera del islam se estableció a lo largo del Cáucaso y del río Oxus después de una gran derrota árabe ante los jázaros en Azerbaiyán, y de una victoria sobre un ejército chino al mando de un general coreano a orillas del río Talas, en el Alto Pamir. En todos los frentes, en Europa occidental, Asia central, Anatolia y el Cáucaso, la marea de la conquista árabe llegó finalmente a su término a mediados del siglo VIII.
El impulso de la conquista árabe sufrió interrupciones. Se produjo una fluctuación en la agresividad árabe durante el período conflictivo inmediatamente anterior al establecimiento del califato omeya. Además hubo distintos enfrentamientos de musulmanes contra musulmanes en las últimas dos décadas del siglo VII. Aun con todo, durante mucho tiempo las circunstancias favorecieron a los árabes. Sus primeros grandes enemigos, Bizancio y Persia, tenían graves obligaciones en otros frentes y habían sido durante siglos feroces antagonistas mutuos. Después del hundimiento de Persia, Bizancio tuvo que enfrentarse todavía con enemigos en el oeste y el norte, rechazándolos con una mano mientras con la otra forcejeaba con los árabes. En ningún lugar hubieron de hacer frente los árabes a un oponente comparable al imperio bizantino cercano a China. Por ello llevaron sus conquistas hasta el límite de la posibilidad geográfica o el atractivo, y a veces su derrota demostraba que habían llegado al máximo de sus posibilidades. Sin embargo, incluso cuando se encontraron con oponentes formidables, los árabes seguían teniendo grandes ventajas militares. Sus ejércitos eran reclutados entre luchadores hambrientos a los que el desierto árabe había dejado escasas alternativas; el estímulo de la superpoblación les impulsaba. Su seguridad en la enseñanza del Profeta según la cual tras la muerte en la lucha contra el infiel vendría la ascensión al paraíso, suponía una inmensa ventaja moral. Se abrieron paso también hacia tierras cuyas poblaciones en muchos casos ya estaban descontentas con sus gobernantes; en Egipto, por ejemplo, los religiosos ortodoxos bizantinos habían creado minorías disidentes y desafectas. Pero cuando se suman todas estas influencias, el éxito árabe sigue siendo abrumador. La explicación fundamental debe residir en el movimiento de grandes masas de hombres por un ideal religioso. Los árabes creían que estaban cumpliendo la voluntad de Dios y creando con ello una nueva hermandad; generaron una excitación en ellos mismos como la de los revolucionarios de épocas posteriores. Y la conquista fue solo el comienzo de la historia de la influencia del islam sobre el mundo. En su extensión y su complejidad solo puede compararse a la del judaísmo o el cristianismo. Hubo una época en la que pareció que el islam iba a ser irresistible en todo el mundo. No fue así, pero una de las grandes civilizaciones se asentaría sobre sus conquistas y conversiones.

2. Los imperios árabes
En el año 661, el gobernador árabe de Siria, Muawiya, se constituyó en califa tras el éxito de la rebelión y el asesinato (aunque no por sus propias manos) del califa Alí, primo y yerno del Profeta. Estos hechos pusieron fin a un período de anarquía y división —con lo que, pensaban muchos musulmanes, Muawiya quedaba excusado de lo que había hecho—, y significaron asimismo la fundación del califato omeya.
Esta usurpación dio ascendente político entre los pueblos árabes a los aristócratas de los qurayshíes, el mismo pueblo al que se había opuesto Mahoma en La Meca. Muawiya estableció su capital en Damasco y después nombró príncipe heredero a su hijo, una innovación que introducía el principio dinástico. Este fue también el principio de un cisma en el seno del islam, pues un grupo disidente, los chiíes, afirmó a partir de ese momento que el derecho a interpretar el Corán quedaba limitado a los descendientes de Mahoma. El califa asesinado, afirmaban, había sido nombrado imán por designación divina para transmitir su cargo a sus descendientes, y era inmune al pecado y al error. Los califas omeyas, en consecuencia, tenían su propio partido de seguidores, llamados «suníes», que creían que la autoridad doctrinal cambiaba de manos con el califato. Junto con la creación de un ejército regular y un sistema de financiación mediante la recaudación de impuestos a los infieles, se dio así un paso decisivo para distanciarse de un mundo árabe integrado únicamente por tribus. El emplazamiento de la capital omeya también fue importante a la hora de cambiar el estilo de la cultura islámica, como lo fueron los gustos personales del primer califa. Siria era un Estado mediterráneo, pero Damasco estaba aproximadamente en el límite entre la tierra cultivada del Creciente Fértil y las extensiones baldías del desierto; su vida se nutría de dos mundos. Para los árabes que habitaban en el desierto, el primero debió de ser el más llamativo. Siria tenía un largo pasado helenístico, y tanto la esposa del califa como su médico eran cristianos. Mientras los bárbaros de Occidente miraban a Roma, los árabes estaban configurados por la herencia de Grecia.
El primer omeya reconquistó rápidamente Oriente de los disidentes que se resistían al nuevo régimen, y el movimiento chií fue empujado a la clandestinidad. A partir de estos hechos, transcurrió un siglo glorioso cuyo apogeo llegó con el sexto y el séptimo califas, entre los años 685 y 705. Lamentablemente, sabemos muy poco sobre la historia pormenorizada e institucional de la época omeya. La arqueología arroja a veces cierta luz sobre las tendencias generales y revela parte de la influencia de los árabes sobre sus vecinos. Documentos extranjeros y cronistas árabes registran hechos importantes. No obstante, la antigua historia árabe no produjo prácticamente ningún material de archivo si exceptuamos un documento ocasional citado por un autor árabe. Tampoco la religión islámica tuvo un centro burocrático de gobierno eclesiástico. El islam no tenía nada que se pareciese ni remotamente en cuanto al alcance a los registros del papado, por ejemplo, aunque la analogía entre los papas y los califas podría suscitar razonablemente expectativas semejantes. En vez de registros administrativos que arrojen luz sobre las continuidades, solo hay colecciones ocasionales que se han conservado casi por azar, como gran cantidad de papiros egipcios, acumulaciones especiales de documentos efectuadas por comunidades minoritarias como los judíos, y monedas e inscripciones. El enorme corpus de literatura árabe impresa o manuscrita ofrece más detalles, pero es mucho más difícil formular enunciados generales sobre el gobierno de los califatos con seguridad que, por ejemplo, enunciados semejantes sobre Bizancio.
Parece, no obstante, que las antiguas organizaciones de los califatos, heredadas de los califas ortodoxos, eran flexibles y sencillas, quizá demasiado flexibles, como demostró la derrota omeya. Su base era la conquista para exigir el pago de tributos, no con fines de asimilación, y el resultado fue una serie de compromisos con estructuras existentes. Desde el punto de vista administrativo y político, los primeros califas adoptaron las costumbres de gobernantes anteriores. Continuaron funcionando organizaciones bizantinas y sasánidas; el griego era la lengua de gobierno en Damasco, el persa en Ctesifonte, la antigua capital sasánida, hasta comienzos del siglo VIII. Institucionalmente, los árabes dejaban intactas en términos generales las sociedades que dominaban, con la salvedad de la recaudación de impuestos. Desde luego, esto no significa que continuasen exactamente igual que antes. En el noroeste de Persia, por ejemplo, la conquista árabe parece haber sido seguida por un declive del comercio y una reducción de la población, y resulta difícil no asociar estos hechos al hundimiento de un complejo sistema de drenaje y regadío mantenido con éxito en la época sasánida. En otros lugares, la conquista árabe tuvo repercusiones menos drásticas. No se generaba la enemistad de los conquistados obligándoles a aceptar el islam, sino que se les dejaba ocupar su puesto en una jerarquía presidida por los musulmanes árabes. Inmediatamente después estaban los neo musulmanes conversos de los pueblos tributarios, y a continuación los dhimmi o «personas protegidas», como eran llamados los monoteístas judíos y cristianos. En los puestos inferiores de la escala estaban los paganos no convertidos o los que no profesaban ninguna religión revelada. En los primeros tiempos, los árabes se mantenían apartados de la población autóctona y vivían como una casta militar en ciudades especiales, pagados por los tributos recaudados a nivel local y con la prohibición de comerciar o poseer tierras.
La segregación no podía mantenerse; del mismo modo que las costumbres de los beduinos traídas del desierto, fue erosionada por la vida en la guarnición. Gradualmente, los árabes comenzaron a poseer tierras y a practicar la agricultura, por lo que sus campamentos se convirtieron en nuevas ciudades cosmopolitas como Kufa o Basora, el gran centro del comercio con la India. Cada vez eran más los árabes que se mezclaban con los habitantes locales en una relación de dos direcciones, ya que las élites autóctonas experimentaban una arabización administrativa y lingüística. Los califas nombraban cada vez más a funcionarios de las provincias, y a mediados del siglo VIII el árabe era el idioma de la administración, prácticamente en todas partes. Junto con la acuñación de moneda con inscripciones en árabe, es la prueba fundamental del éxito de los omeyas en la construcción de los cimientos de una nueva civilización ecléctica. Estos cambios fueron más rápidos en Irak, donde fueron favorecidos por la prosperidad de un comercio renacido gracias a la paz árabe.
La afirmación de autoridad por los califas omeyas fue una de las fuentes de sus problemas. Los poderosos locales, sobre todo en la mitad oriental del imperio, percibían como una afrenta la injerencia en su independencia práctica. Mientras que muchos aristócratas de los antiguos territorios bizantinos emigraban a Constantinopla, las élites de Persia no podían hacerlo; no tenían adónde ir, y habían de quedarse irritados por su subordinación a los árabes que les dejaban gran parte de su autoridad local. Tampoco ayudaba el hecho de que los posteriores califas omeyas fueran hombres de deficiente calidad, que no imponían el respeto ganado por los grandes hombres de la dinastía. La civilización les debilitó. Cuando intentaron mitigar el tedio de la vida en las ciudades que gobernaban, se trasladaron al desierto, no para vivir de nuevo la vida de los beduinos, sino para disfrutar de sus nuevas ciudades y palacios, algunos de ellos remotos y lujosos, equipados como estaban con baños calientes y grandes recintos para la caza, y abastecidos con plantaciones y huertos de regadío.
Los omeyas crearon oportunidades para los descontentos, entre los cuales ocupaba un lugar destacado la shiía, el partido de los chiíes. Además de su atractivo político y religioso original, recurrieron de modo creciente a los agravios sociales existentes entre los no árabes convertidos al islam, especialmente en Irak. Desde el principio, el régimen omeya había trazado una distinción clara entre los musulmanes que eran por nacimiento miembros de una tribu árabe y aquellos que no lo eran. El número de la segunda clase creció rápidamente; los árabes no habían intentado convertir (y a veces incluso habían tratado de impedir la conversión en los primeros tiempos), pero el atractivo de un credo conquistador era reforzado poderosamente por el hecho de que la adhesión a él podía reportar exenciones fiscales. En torno a las guarniciones árabes, el islam se había propagado rápidamente entre las poblaciones no árabes que crecían para atender sus necesidades. También tuvo un gran éxito entre las élites locales que se ocupaban de la administración cotidiana. Muchos de estos neo musulmanes, los mawali, como les llamaban, también pasaron a ser finalmente soldados. Pero se sintieron gradualmente apartados y excluidos de la sociedad aristocrática de los árabes puros. El puritanismo y la ortodoxia de los chiíes, asimismo apartados de la misma sociedad por razones políticas y religiosas, constituían un gran atractivo para ellos.

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Los crecientes problemas en el este anunciaron el colapso de la autoridad omeya. En el año 749, un nuevo califa, Abul-Abbas, fue aclamado públicamente en la mezquita de Kufa, en Irak. Era el principio del fin de los omeyas. El pretendiente, un descendiente de un tío del Profeta, anunció su intención de restaurar el califato de acuerdo con las formas ortodoxas; para ello recurrió a un amplio espectro de la oposición, incluidos los chiíes. Su nombre completo era prometedor: significaba «derramador de sangre». En el año 750 derrotó y ejecutó al último califa omeya. Se celebró un banquete para los varones de la casa derrotada, y los invitados fueron asesinados antes del primer plato, que a continuación fue servido para los anfitriones. Esta «limpieza» señaló el comienzo de casi dos siglos durante los cuales el califato abasí dominó el mundo árabe, el primero de ellos el más glorioso.
El apoyo del que los abasíes disfrutaban en los dominios árabes orientales quedaba reflejado en el traslado de la capital a Irak, a la ciudad de Bagdad, hasta entonces una aldea cristiana a orillas del Tigris. El cambio tuvo muchas repercusiones. Las influencias helenísticas se debilitaron; el prestigio de Bizancio pareció menos incuestionable. La influencia persa adquirió un nuevo peso que sería muy importante desde el punto de vista político y cultural. La casta gobernante también experimentó un cambio, tan importante que algunos historiadores han afirmado que se trató de una revolución social. A partir de esta época eran árabes solo en el sentido de que hablaban la lengua árabe, pero ya no eran originarios de Arabia. En el marco que proporcionaba una religión y una lengua únicas, las élites que gobernaban el imperio abasí procedían de muchos pueblos de todo Oriente Próximo. Eran casi siempre musulmanes, pero a menudo eran conversos o hijos de familias conversas. El cosmopolitismo de Bagdad reflejaba el nuevo clima cultural. Una ciudad inmensa, que rivalizaba con Constantinopla, con una población del orden de medio millón de habitantes, era la antítesis absoluta de las formas de vida traídas del desierto por los primeros conquistadores árabes. Un gran imperio había llegado de nuevo a todo Oriente Próximo. Sin embargo, no rompía con el pasado desde el punto de vista ideológico, pues después de coquetear con otras posibilidades, los califas abasíes confirmaron la ortodoxia suní de sus predecesores. Este hecho no tardó en reflejarse en la decepción y la irritación de los chiíes que habían contribuido a elevarles al poder.
Los abasíes eran un grupo violento, y no asumían riesgos con su éxito. Sofocaron la oposición rápida y despiadadamente, y silenciaron a antiguos aliados que podían expresar su descontento. La hermandad del islam cedió gradualmente su lugar a la lealtad a la dinastía como base del imperio, cambio que reflejaba la antigua tradición persa. Sin embargo, se otorgaba gran importancia a la religión como pilar de la dinastía, y los abasíes perseguían a los inconformistas. La maquinaria del gobierno se hizo más compleja. En este punto, uno de los avances principales fue el cargo de visir (monopolizado por una familia hasta que el legendario califa Harun al-Rashid la derrocó). Toda la estructura se burocratizó algo más y los impuestos sobre las tierras permitían recaudar grandes sumas para mantener a una monarquía lujosa. No obstante, las diferencias entre unas provincias y otras siguieron siendo reales. Los gobiernos tendían a ser hereditarios, y, por ello, la autoridad central se veía obligada finalmente a estar a la defensiva. Los gobernadores ejercían un poder mayor en los nombramientos y en la gestión de los impuestos. No resulta fácil decir cuál era el poder real del califato, pues regulaba una serie no estructurada de provincias cuya dependencia real guardaba una relación muy estrecha con las circunstancias del momento. Pero de lo que no existe duda alguna es de la riqueza y prosperidad de los abasíes en sus épocas de apogeo, que se basaban no solo en sus grandes reservas de recursos humanos y en las grandes regiones donde la agricultura no sufrió alteración alguna durante la paz árabe, sino también en las condiciones favorables que creó para el comercio. Una gama más amplia de mercancías circulaban por una región más extensa que nunca. Esto permitió reactivar el comercio en las ciudades situadas junto a las rutas de caravanas que cruzaban los territorios árabes de este a oeste. Las riquezas del Bagdad de Harun al-Rashid reflejaban la prosperidad que transportaban.
La civilización islámica en los territorios árabes alcanzó su apogeo con los abasíes. Paradójicamente, una de las razones fue el traslado de su centro de gravedad desde Arabia y Levante. El islam proporcionó una organización política que, al mantener unida una zona inmensa, generó una cultura esencialmente sintética, que mezclaba, antes de su fusión, ideas helenísticas, cristianas, judías, zoroastrianas e hindúes. Con la dinastía abasí, la cultura árabe tenía un acceso más profundo a la tradición persa y un contacto más estrecho con la India que le reportaron un vigor renovado y nuevos elementos creativos.
Uno de los aspectos de la civilización abasí fue una gran era de traducciones al árabe, la nueva lengua franca de Oriente Próximo. Estudiosos cristianos y judíos permitieron el acceso de los lectores árabes a las obras de Platón, Aristóteles, Euclides y Galeno, importando de ese modo las categorías del pensamiento griego a la cultura árabe. La tolerancia del islam hacia sus tributarios hizo posible esta transmisión, en principio desde el momento en que Siria y Egipto fueron reconquistados, pero las traducciones más importantes se hicieron durante los reinados de los primeros abasíes. Hasta aquí es cuanto podemos afirmar con cierta seguridad. Decir cuál fue su significado es más difícil, naturalmente, pues aunque pudiera accederse a los textos de Platón, se trataba del Platón de la cultura helenística tardía, transmitido a través de interpretaciones de monjes cristianos y estudiosos sasánidas.
La cultura abasí era básicamente literaria; el islam árabe produjo bellos edificios, alfombras preciosas y cerámica exquisita, pero su gran medio fue la palabra, hablada y escrita. Incluso las grandes obras científicas árabes son en muchos casos enormes compendios en prosa. El volumen acumulado de esta literatura es inmenso, y gran parte de él no ha sido leído todavía por los estudiosos occidentales. Un gran número de sus manuscritos no han sido examinados siquiera. La perspectiva es prometedora; la ausencia de material de archivo en relación con los primeros tiempos del islam es contrarrestada por un inmenso corpus de literatura de todas las variedades y formas a excepción del teatro. No sabemos con certeza hasta qué profundidad penetró esta literatura en la sociedad islámica, aunque es evidente que las personas instruidas esperaban escribir versos y podían disfrutar críticamente de las actuaciones de cantantes y bardos. Las escuelas abundaban; el mundo islámico estaba probablemente muy alfabetizado en comparación, por ejemplo, con la Europa medieval. La enseñanza superior, de carácter más religioso por cuanto estaba institucionalizada en las mezquitas o en escuelas especiales de maestros religiosos, resulta más difícil de evaluar. No es fácil decir, pues, hasta qué punto se consideraba que las repercusiones potencialmente divisivas y estimulantes de las ideas tomadas de otras culturas estaban por debajo del nivel de los principales pensadores y científicos islámicos, pero a partir del siglo VIII estaban presentes en potencia muchas semillas de una cultura cuestionadora y autocrítica. No parece que llegasen a madurar.
Si se la juzga por sus hombres más grandes, la cultura árabe alcanzó su apogeo en Oriente en los siglos IX y X, y en España en los siglos XI y XII. Aunque la historia y la geografía árabes son impresionantes, sus mayores triunfos fueron de carácter científico y matemático; seguimos empleando los numerales «arábigos», que hicieron posible los cálculos escritos de manera mucho más sencilla que la numeración romana y que fueron creados por un aritmético árabe (aunque tenían origen indio). Esta función de transmisión de la cultura árabe fue siempre importante y característica, pero no debe oscurecer su originalidad. El nombre del más importante astrónomo islámico, Al-Juarizmi, indica unos orígenes zoroastrianos persas, y demuestra que la cultura árabe era una confluencia de fuentes. Sus tablas astronómicas, sin embargo, fueron un logro árabe, una expresión de la síntesis que fue posible gracias al imperio árabe.
La traducción de obras árabes al latín en la Baja Edad Media, y la enorme reputación de la que disfrutaban los pensadores árabes en Europa, dan fe de la calidad de esta cultura. De las obras de Al-Kindi, uno de los mayores filósofos árabes, se han conservado más en latín que en árabe, mientras que Dante hizo a Ibn Sina (Avicena en Europa) e Ibn Rusd (Averroes) el cumplido de situarles en el limbo (junto con Saladino, el héroe árabe de la época de las Cruzadas) cuando asignó a los grandes hombres su destino después de la muerte en su poema, La divina comedia, y fueron los únicos hombres de la época cristiana a los que trató de ese modo. Los médicos persas que dominaban los estudios médicos árabes escribieron obras que fueron durante siglos los libros de texto canónicos de la formación occidental. Las lenguas europeas están marcadas todavía por palabras árabes que indican la especial importancia del estudio del árabe en ciertas zonas: cero, cifra, almanaque, álgebra y alquimia son algunas de ellas. La conservación de un vocabulario técnico del comercio (tarifa, aduana, almacén) es otro recordatorio de la superioridad de la técnica comercial árabe; los mercaderes árabes enseñaron a los cristianos a llevar las cuentas.
Sorprendentemente, este tráfico cultural con Europa fue casi por entero unidireccional. Solo un texto latino, al parecer, fue traducido al árabe en la Edad Media, en una época en que los estudiosos árabes sentían un apasionado interés por los legados culturales de Grecia, Persia y la India. Un único fragmento de papel en el que están escritas unas cuantas palabras alemanas con sus equivalentes árabes, es la única prueba de interés por lenguas occidentales de fuera de la Península durante los ocho siglos de la España islámica. Para los árabes, la civilización de las frías tierras del norte era algo simple y poco refinado, como sin duda era el caso en realidad. Pero Bizancio les impresionaba.
Con los abasíes floreció también una tradición árabe de artes visuales fundada en la época omeya, pero su alcance fue inferior al de la ciencia islámica. El islam llegó a prohibir la representación de la forma o el rostro humanos; esta norma no se aplicó escrupulosamente, pero inhibió durante mucho tiempo la aparición de pinturas o esculturas naturalistas. Desde luego, no limitó a los arquitectos. Su arte alcanzó grandes cotas dentro de un estilo cuyos elementos esenciales habían aparecido a finales del siglo VII, y que era a la vez deudor del pasado y exclusivo del islam. La impresión que produjo en los árabes la arquitectura cristiana de Siria fue el catalizador; de ella aprendieron, pero intentaron superarla, pues estaban convencidos de que los creyentes debían disponer de lugares de culto mejores y más bellos que las iglesias de los cristianos. Además, un estilo arquitectónico distintivo podía servir a todas luces como fuerza separadora en el mundo no musulmán que rodeaba a los primeros conquistadores árabes de Egipto y Siria.
Los árabes tomaron la técnica romana y las ideas helenísticas del espacio interior, pero el resultado fue distintivo. El monumento arquitectónico más antiguo del islam es la Cúpula de la Roca, construida en Jerusalén en el año 691. Estilísticamente, es un hito en la historia de la arquitectura, la primera construcción islámica coronada por una cúpula. Parece ser que fue construida como monumento para conmemorar la victoria sobre las creencias judías y cristianas, pero a diferencia de las mezquitas para la congregación de los fieles, que serían las grandes edificaciones de los tres siglos siguientes, la Cúpula de la Roca era un santuario que glorificaba y albergaba uno de los lugares más sagrados de los judíos y los musulmanes por igual; la gente creía que, en la cumbre de la colina que cubría, Abraham había ofrecido a su hijo Isaac en sacrificio y que desde ella Mahoma había sido llevado al cielo.
Poco después se construyó la mezquita omeya de Damasco, la más grande de las mezquitas clásicas de una nueva tradición. Como sucedía a menudo en este nuevo mundo árabe, la mezquita encarnaba gran parte del pasado; una basílica cristiana (que a su vez había sustituido a un templo de Júpiter) se alzaba antes en su emplazamiento, y fue decorada con mosaicos bizantinos. Su novedad residía en que establecía un diseño derivado del modelo de culto iniciado por el Profeta en su casa de Medina; su elemento esencial era el mihrab, un nicho abierto en el muro del lugar de culto que indicaba la dirección de La Meca.
La arquitectura y la escultura, al igual que la literatura, continuaron floreciendo e inspirándose en elementos entresacados de tradiciones de todo Oriente Próximo y Asia. Los alfareros se afanaban por conseguir el estilo y el acabado de la porcelana china que llegaba hasta ellos por la ruta de la seda. Las artes escénicas se cultivaban menos, y parece que se inspiraban poco en otras tradiciones, ya fueran mediterráneas o indias. No había teatro árabe, aunque el narrador de cuentos, el poeta, el cantante y el danzante eran estimados. El arte musical árabe se conmemora en las lenguas europeas a través de los nombres que designan instrumentos como el laúd, la guitarra y el rabel; sus logros también se consideran entre los mayores de la cultura árabe, aunque continúan siendo menos accesibles a la sensibilidad occidental que los de las artes plásticas y visuales.
Muchos de los grandes nombres de esta civilización escribían y enseñaban cuando su marco político estaba ya en decadencia, incluso visiblemente en declive. Esto tuvo que ver en parte con el gradual desplazamiento de los árabes dentro de las élites del califato, pero los abasíes, a su vez, perdieron el control de su imperio, primero de las provincias periféricas y después del propio Irak. Alcanzaron muy pronto su punto culminante como fuerza internacional; en el 782, un ejército árabe apareció por última vez a las puertas de Constantinopla. Nunca volverían a llegar tan lejos. Harun al-Rashid podía ser tratado con respeto por Carlomagno, pero los primeros indicios de una tendencia, finalmente irresistible, a la fragmentación estaban presentes ya en su época.
En España, en el año 756, un príncipe omeya que no había aceptado el destino de su casa se había proclamado emir (gobernador) de Córdoba. Otros le siguieron en Marruecos y Túnez. Mientras tanto, Al-Ándalus no adquirió su propio califa hasta el siglo X (hasta entonces sus gobernantes seguían siendo emires), pero mucho antes ya era independiente de hecho. Esto no significaba que la España omeya careciera de problemas. El islam no había logrado conquistar toda la Península, y los francos recuperaron el nordeste en el siglo X. Para entonces había reinos cristianos en el norte de la península Ibérica, que siempre estaban dispuestos a ayudar a remover el tarro de la disidencia en la España árabe, en la que una política ciertamente tolerante hacia los cristianos no puso fin al peligro de rebelión.
Pero Al-Ándalus prosperó. Los omeyas desarrollaron su poderío marítimo y consideraron la posibilidad de expandirse no hacia al norte, a costa de los cristianos, sino hacia África, a costa de las potencias musulmanas, negociando mientras tanto incluso una alianza con Bizancio. La civilización islámica de España no alcanzó su mayor belleza y madurez hasta los siglos XI y XII, cuando el califato de Córdoba estaba en declive, una época dorada de creatividad que rivalizó con el Bagdad abasí. Este esplendor dejó grandes monumentos, así como una gran actividad docente y filosófica. Entre las setecientas mezquitas de la Córdoba del siglo X, figuraba una que todavía puede considerarse el edificio más bello del mundo. La España árabe tuvo una inmensa importancia para Europa, pues era una puerta hacia el saber y la ciencia de Oriente, pero también una puerta por la que pasaban bienes más materiales; a través de ella, la cristiandad recibió conocimientos de técnicas agrícolas y de regadío, naranjas, limones y azúcar. En cuanto a España, la impronta árabe fue muy profunda, como muchos estudiosos de la España cristiana posterior han señalado, y puede observarse todavía en la lengua, las costumbres y el arte.
Otra escisión importante en el mundo árabe tuvo lugar cuando los fatimíes de Túnez fundaron su propio califato y trasladaron su capital a El Cairo en el año 973. Los fatimíes eran chiíes y conservaron el gobierno de Egipto hasta que una nueva invasión árabe acabó con él en el siglo XII. Ejemplos menos llamativos podrían encontrarse en otros lugares de los dominios abasíes, a medida que los gobernadores locales comenzaron a darse el nombre de emir o sultán. La base de poder de los califas se estrechaba con creciente rapidez, y fueron incapaces de invertir la tendencia. Las guerras civiles entre los hijos de Harun condujeron a una pérdida de apoyo de los maestros y devotos religiosos. La corrupción burocrática y la malversación alejaron a las poblaciones sometidas. El recurso a la exacción de impuestos agrícolas como remedio para estos males solo contribuyó a crear nuevos ejemplos de opresión. El ejército estaba integrado cada vez más por mercenarios y esclavos extranjeros, e, incluso a la muerte del sucesor de Harun, era prácticamente turco. Así, los bárbaros se incorporaban a la estructura de los califatos, como había sucedido en el caso de los bárbaros occidentales en el imperio romano. Con el paso del tiempo, adoptaron un aspecto pretoriano y dominaron cada vez más a los califas. Durante todo este tiempo, la oposición popular fue aprovechada por los chiíes y otras sectas místicas. Mientras tanto, la antigua prosperidad económica se desvaneció. La riqueza de los mercaderes árabes no cristalizó en una vida urbana vigorosa como la de Occidente a finales del medievo.
El régimen abasí terminó efectivamente en el año 946, cuando un general persa y sus hombres depusieron a un califa e instalaron a otro. En teoría, el linaje de los abasíes continuó, pero, de hecho, el cambio fue revolucionario; la nueva dinastía buwayhí vivió a partir de entonces en Persia. El islam árabe se había fragmentado; la unidad de Oriente Próximo había tocado a su fin una vez más. Ningún imperio permaneció para resistir los siglos de invasiones que siguieron, aunque el último abasí no fue asesinado por los mongoles hasta el año 1258. Antes de esa fecha, la unidad islámica experimentó otra reactivación como respuesta a las Cruzadas, pero la gran época del imperio islámico había concluido.
La peculiar naturaleza del islam significaba que la autoridad religiosa no podía estar separada durante mucho tiempo de la supremacía política; por consiguiente, el califato hubo de ser transmitido finalmente a los turcos otomanos, momento a partir del cual estos se convirtieron en los artífices de la historia de Oriente Próximo. Los turcos llevaron la frontera del islam aún más lejos y, de nuevo, hasta el interior de Europa. Pero la obra de sus predecesores árabes era espléndidamente inmensa a pesar de su hundimiento final. Habían acabado con Oriente Próximo romano y la Persia sasánida, cercando a Bizancio en Anatolia. Al final, sin embargo, esto atrajo de nuevo a los europeos occidentales hacia el Levante. Los árabes también habían implantado de modo definitivo el islam desde Marruecos hasta Afganistán. Su llegada fue revolucionaria en muchos sentidos. Mantenían a la mujer, por ejemplo, en una posición inferior, pero le daban unos derechos sobre la propiedad que no estuvieron al alcance de las mujeres de muchos países de Europa hasta el siglo XIX. Incluso los esclavos tenían derechos, y dentro de la comunidad de los creyentes no había castas ni estatus heredado. Esta revolución hundía sus raíces en una religión que —como la de los judíos— no se diferenciaba de otras facetas de la vida, sino que las abarcaba todas; en el islam no hay ninguna palabra para expresar las distinciones entre lo sagrado y lo profano, lo espiritual y lo temporal, que nuestra propia tradición da por supuestas. La religión es la sociedad para los musulmanes, y la unidad que esto proporciona ha sobrevivido a siglos de división política. Era una unidad tanto de ley como de cierta actitud; el islam no es una religión de milagros (aunque reivindica algunos), sino de práctica y de creencia intelectual.
Además de tener grandes repercusiones intelectuales sobre la cristiandad, el islam también se propagó mucho más allá del mundo de hegemonía árabe, hasta Asia central en el siglo X, la India entre los siglos VIII y XI, y en el siglo XI más allá de Sudán, hasta Níger. Entre los siglos XII y XVI, nuevas partes de África se hicieron musulmanas, y el islam sigue siendo hoy la fe que presenta un crecimiento más rápido en ese continente. Gracias a la conversión de los mongoles en el siglo XIII, el islam llegaría también a China. En los siglos XV y XVI se propagó a través del océano Índico hasta Malasia e Indonesia. Misioneros, emigrantes y mercaderes lo llevaron con ellos, los árabes sobre todo, tanto si se desplazaban en caravanas hasta África como si navegaban en sus dhows desde el golfo Pérsico y el mar Rojo hasta el golfo de Bengala. Habría incluso una última y definitiva expansión de la fe en el sudeste de Europa en los siglos XVI y XVII. Fue un logro extraordinario para una idea a cuyo servicio no habían estado en un principio otros recursos que los de un puñado de tribus semitas. Pero, a pesar de sus majestuosos logros, ningún Estado árabe dio unidad al islam después del siglo X. Incluso la unidad árabe seguiría siendo solo un sueño, aunque un sueño acariciado todavía en nuestros días.

3. Bizancio y su esfera
En 1453, nueve siglos después de Justiniano, Constantinopla sucumbió ante un ejército infiel. «No ha habido ni habrá nunca un suceso más terrible», anotó un escriba griego. Fue un acontecimiento ciertamente extraordinario. Nadie estaba preparado en Occidente; todo el orbe cristiano se conmocionó. No era solo el fin de un Estado, sino el de la propia Roma. La línea directa que tenía su origen en la civilización mediterránea clásica se había quebrado finalmente. Aunque pocos vieron este hecho desde una perspectiva tan profunda como los apasionados de la literatura, que creyeron ver en ello un castigo merecido por el saqueo de Troya por los griegos, no dejaba de ser el final de una tradición bimilenaria. Y aun haciendo abstracción del mundo pagano de la cultura helenística y de la antigua Grecia, los mil años del imperio cristiano de Bizancio eran lo bastante impresionantes por sí solos para que su desaparición pareciera un terremoto.
Nos hallamos ante uno de esos temas en los que resulta útil conocer el final de la historia antes que el principio. Incluso en su ocaso, el prestigio y las tradiciones de Bizancio habían sido el asombro de los extranjeros, que percibían a través de ellos el peso de un pasado imperial. Al fin y al cabo, sus emperadores eran augusti y sus ciudadanos se daban el nombre de «romanos». Durante siglos, Santa Sofía había sido la mayor iglesia cristiana, y la religión ortodoxa que consagraba necesitó hacer aún menos concesiones al pluralismo religioso a medida que las provincias antes conflictivas eran engullidas por los musulmanes.
Aunque, en retrospectiva, es fácil ver la inevitabilidad del ocaso y la caída, no era así como veían el imperio de Oriente los hombres que en él vivían. Sabían, consciente o inconscientemente, que el imperio tenía una gran capacidad de evolución. Era un gran tour de force conservador que había sobrevivido a muchos extremos, y su estilo arcaico fue capaz de encubrir cambios importantes casi hasta el final.
En mil años tuvieron lugar grandes convulsiones tanto en Oriente como en Occidente; la historia afectó a Bizancio, modificando ciertos elementos de su herencia, reforzando otros y borrando algunos, de tal suerte que al final el imperio era muy diferente del de Justiniano, aunque nunca llegó a ser totalmente distinto de aquel. No existe una línea divisoria clara entre la Antigüedad y Bizancio. El centro de gravedad del imperio había comenzado a desplazarse hacia el este antes de Constantino, y cuando su ciudad se convirtió en la sede del imperio universal, fue la heredera de las pretensiones de Roma. Las funciones de los emperadores mostraban con especial nitidez cómo podían combinarse evolución y conservadurismo. La teoría según la cual el emperador era el soberano secular de todo el género humano, no se cuestionó formalmente hasta el año 800. Cuando ese año un soberano de Occidente fue aclamado como «emperador» en Roma, se cuestionó el carácter exclusivo de la púrpura imperial de Bizancio, al margen de lo que se pensase y dijese en Oriente acerca del estatus exacto del nuevo régimen. Pero Bizancio siguió conservando la fantasía del imperio universal; habría emperadores hasta el final, y el cargo tenía una grandeza impresionante. Sin embargo, aun cuando en teoría seguían siendo elegidos por el Senado, el ejército y el pueblo, su autoridad era absoluta. Aunque, en el caso de algún emperador en concreto, las circunstancias de su ascenso al trono podían determinar el alcance de su poder, y aunque a veces la sucesión dinástica se quebraba bajo las tensiones, era autócrata como ningún emperador de Occidente lo fue jamás. El respeto por el principio jurídico y por los intereses particulares de la burocracia podían en la práctica atenuar la voluntad del emperador, pero en teoría era siempre suprema.
Los jefes de los grandes departamentos del Estado solo debían responder ante él. Esta autoridad explica la intensidad con que la política de Bizancio tenía su centro en la corte imperial, pues era allí, y no a través de instituciones corporativas y representativas como las que se desarrollaron lentamente en Occidente, donde se podía influir en la autoridad.
La autocracia tenía una cara menos amable. La existencia de los curiosi, informadores de la policía secreta que pululaban por todo el imperio, no era gratuita. Pero la naturaleza del cargo imperial también imponía obligaciones al emperador. Coronado por el patriarca de Constantinopla, el emperador tenía la inmensa autoridad del representante de Dios en la Tierra, pero también sus responsabilidades. La línea divisoria entre lo laico y lo eclesiástico siempre era difusa en Oriente, donde no existía la oposición entre Iglesia y Estado como desafío permanente al poder sin límites que se conoció en Occidente. Pero en el orden de cosas de Bizancio había una presión permanente sobre el vicario de Dios para que obrase de modo apropiado, para que mostrase philanthropia, amor al género humano, en sus actos. La finalidad del poder autocrático era la conservación del género humano y de los conductos por los que extraía el agua de la vida: la ortodoxia y la Iglesia. Como era de esperar, la mayoría de los primeros emperadores cristianos fueron canonizados, del mismo modo que los emperadores paganos habían sido deificados. Otras tradiciones distintas de la cristiana también afectaban al cargo, como esto sugería. Los emperadores bizantinos recibirían las postraciones rituales de la tradición oriental, y las imágenes imperiales que miran al espectador desde los mosaicos muestran sus cabezas rodeadas por la aureola con la que eran representados los últimos emperadores precristianos, pues esto formaba parte del  culto al dios sol. (También pueden contemplarse en algunas representaciones de los soberanos sasánidas.) Aun así, el emperador justificaba su autoridad sobre todo como soberano cristiano.
El cargo imperial encarnaba, pues, gran parte de la herencia cristiana de Bizancio. Esa herencia también distinguía nítidamente al imperio de Oriente del imperio de Occidente en muchos otros niveles. En primer lugar, estaban las peculiaridades eclesiásticas de lo que llegaría a conocerse con el nombre de «Iglesia ortodoxa». Para el clero de Oriente, por ejemplo, el islam era en algunas ocasiones más una herejía que una religión pagana. Otras diferencias radicaban en la concepción ortodoxa de la relación entre el clero y la sociedad; la fusión de lo espiritual y lo laico era importante en muchos niveles por debajo del trono. Uno de los símbolos de esta unión era la conservación de un clero casado; el sacerdote ortodoxo, a pesar de su supuesta santidad, nunca se pareció al hombre apartado que su homólogo occidental y católico llegaría a ser. Este hecho indica el importante papel que desempeñó la Iglesia ortodoxa como fuerza aglutinadora en la sociedad hasta tiempos modernos. Sobre todo, no surgiría ninguna autoridad sacerdotal tan grande como la del papado. El centro de la autoridad era el emperador, cuyo cargo y responsabilidad sobresalían por encima de un episcopado de igual rango. Naturalmente, en lo que a regulación social se refería, esto no significaba que la Iglesia ortodoxa fuese más tolerante que la Iglesia del Occidente medieval. Los malos momentos siempre podían interpretarse como prueba de que el emperador no había cumplido con sus deberes cristianos, entre los que figuraba el hostigamiento de chivos expiatorios tan familiares como los judíos, los herejes y los homosexuales.
La diferenciación con respecto a Occidente era en parte fruto de la historia política, de la gradual atenuación del contacto tras la separación de los imperios, y en parte una cuestión relacionada con una diferenciación original de estilo. Las tradiciones católica y ortodoxa seguían trayectorias divergentes desde los primeros tiempos, aun cuando la divergencia solo fue escasa al principio. Desde muy pronto, la cristiandad latina quedó un tanto distanciada debido a las concesiones que los griegos hubieron de hacer a las prácticas propias de Siria y Egipto. Tales concesiones, sin embargo, también habían mantenido vivo cierto policentrismo dentro del cristianismo. Cuando Jerusalén, Antioquía y Alejandría, los otros tres grandes patriarcados de Oriente, cayeron en manos de los árabes, la polarización de Roma y Constantinopla se acentuó. Gradualmente, el orbe cristiano dejó de ser bilingüe; un Occidente latino llegó a enfrentarse a un Oriente griego. A comienzos del siglo VII, el latín dejó de ser finalmente la lengua oficial del ejército y de la justicia, los dos ámbitos en que había resistido durante más tiempo el avance del griego. El hecho de que la lengua de la burocracia fuese el griego habría de ser muy importante. Cuando la Iglesia oriental fracasó entre los musulmanes, inauguró un nuevo campo misionero y ganó mucho terreno entre los paganos del norte. El sudeste de Europa y Rusia deberán finalmente su evangelización a Constantinopla. Una de las muchas consecuencias fue que los pueblos eslavos acabarían adoptando de sus maestros no solo una lengua escrita basada en la griega, sino también muchas de sus ideas políticas más fundamentales. Y, dado que Occidente era católico, su relación con el mundo eslavo era a veces hostil, de tal modo que los pueblos eslavos llegaron a considerar con profundas reservas la mitad occidental de la cristiandad. Pero todo esto pertenece al futuro y nos lleva por el momento más lejos de lo necesario.
El carácter distintivo de la tradición cristiana oriental podría ilustrarse de muchas maneras. El monacato, por ejemplo, permaneció más apegado a sus formas originales en Oriente, y la importancia del hombre santo siempre ha sido mayor allí que en la Iglesia romana, más consciente desde el punto de vista jerárquico. Los griegos también parecen haber sido más amigos de las polémicas que los latinos; el contexto helenístico de la primitiva Iglesia siempre había favorecido la especulación, y las iglesias orientales estaban abiertas a las tendencias procedentes de Oriente, siempre sensibles a las presiones de muchas influencias tradicionales. Sin embargo, esto no impidió la imposición de soluciones dogmáticas a las disputas religiosas.
Algunas de estas controversias religiosas versaban sobre cuestiones que hoy parecen triviales o incluso carentes de sentido. Inevitablemente, para una época secular como la nuestra, incluso las más importantes resultan difíciles de entender simplemente porque nos falta la percepción del mundo espiritual que les servía de trasfondo. Es preciso hacer un esfuerzo para recordar que, detrás de las exquisitas definiciones y las disquisiciones lógicas de los Padres de la Iglesia, se encuentra una preocupación de mucha importancia: nada menos que la salvación del hombre de la condenación. Otro obstáculo para la comprensión proviene de un motivo diametralmente opuesto, cual es el que las diferencias teológicas en la cristiandad oriental proporcionaban a menudo símbolos y formas de debate para cuestiones relacionadas con la política y la sociedad, acerca de la relación entre los grupos nacionales y culturales y la autoridad, de modo muy parecido a como las sutilezas acerca de la teología secular del marxismo-leninismo ocultarían las diferencias prácticas entre los comunistas del siglo XX. Estas cuestiones son más importantes de lo que parece a primera vista, y muchas de ellas afectaron a la historia universal con la misma fuerza que los movimientos de los ejércitos e incluso de los pueblos. La lenta divergencia de las dos tradiciones cristianas más importantes tuvo una trascendencia inmensa; podría no haber tenido su origen en modo alguno en la división teológica, pero las disputas teológicas impulsaron a unas tradiciones divergentes a separarse aún más. Estos desacuerdos crearon unas circunstancias que hacen cada vez más difícil imaginar un curso alternativo de los acontecimientos.
Hay un episodio que nos ofrece un ejemplo excepcional: el debate sobre el monofisismo, una doctrina que dividió a los teólogos cristianos a partir de mediados del siglo V. La trascendencia de la cuestión teológica es confusa a primera vista para nuestra época posreligiosa. Su origen se hallaba en la afirmación de que la naturaleza de Cristo mientras estuvo en la Tierra era única; era totalmente divina, y no doble (es decir, divina y humana al mismo tiempo), como había enseñado en términos generales la Iglesia primitiva. Las exquisitas sutilezas de los largos debates que esta concepción provocó deben quedar para mejor ocasión, quizá para nuestro pesar. Basta con señalar únicamente la existencia de un importante marco no teológico para la profusión de aftartodocetitas, corrupticolitas y teopascititas (por citar solo algunas de las escuelas en litigio). Uno de los elementos presentes fue la lenta cristalización de tres iglesias monofisitas diferenciadas de la ortodoxa oriental y del catolicismo romano. Se trataba de la Iglesia copta de Egipto y Etiopía y de las iglesias armenia y jacobita siria, todas las cuales se convirtieron, en cierto sentido, en iglesias nacionales en sus respectivos países. En un intento de reconciliar a tales grupos y consolidar la unidad del imperio frente a la amenaza persa primero, y árabe después, los emperadores intervinieron en la disputa teológica; pero había otros factores distintos de la especial responsabilidad del cargo, puesta de manifiesto por primera vez al presidir Constantino el concilio de Nicea. El emperador Heraclio, por ejemplo, hizo cuanto estuvo en su mano a comienzos del siglo VII para producir una fórmula de compromiso que permitiese reconciliar a quienes polemizaban en torno al monofisismo. Esta actitud tomó la forma de una nueva definición teológica que no tardó en llamarse «monotelismo», y durante cierto tiempo pareció probable el acuerdo al respecto, aunque al final fue condenada como monofisismo con otro nombre.
Mientras tanto, el problema había distanciado aún más a Oriente y Occidente en la práctica. Aunque, irónicamente, el resultado teológico final fue un acuerdo alcanzado en el año 681, el monofisismo había dado lugar a un cisma de cuarenta años entre latinos y griegos ya a finales del siglo V. La herida cicatrizó, pero después vinieron los nuevos problemas durante el reinado de Heraclio. El imperio tuvo que abandonar Italia a su suerte cuando se vio amenazado por la invasión árabe, pero el Papa y el emperador estaban ahora deseosos de mostrar un frente común. Esto explica en parte el respaldo del Papa al monotelismo (sobre el cual Heraclio le había solicitado su opinión a fin de acallar los recelos teológicos del patriarca de Jerusalén). El papa Honorio, sucesor de san Gregorio Magno, apoyó a Heraclio, actitud que enfureció tanto a los antimonofisitas que, casi medio siglo después, logró la distinción (poco habitual entre los papas) de ser condenado por un concilio ecuménico en el que incluso los representantes de Occidente se adhirieron a la decisión. En un momento decisivo de peligro, Honorio había hecho mucho daño. Las simpatías de muchos eclesiásticos de Oriente a comienzos del siglo VII se habían alejado aún más de Roma debido a su imprudente actuación.
La herencia de Bizancio no solo era imperial y cristiana, sino que también estaba en deuda con Asia. No se trataba únicamente de los contactos directos con civilizaciones extranjeras simbolizados por la llegada de mercancías chinas a lo largo de la ruta de la seda, sino también de la compleja herencia cultural del Oriente helenístico. Naturalmente, Bizancio conservó el prejuicio que confundía el concepto de «bárbaros» con el de pueblos que no hablaban la lengua griega, y muchos de sus dirigentes intelectuales pensaban que se atenían a la tradición de Hellas. Sin embargo, la Hellas de la que hablaban estaba aislada desde hacía tiempo del resto del mundo, con la salvedad de los cauces del Oriente helenístico. Cuando estudiamos esta región, no es fácil discernir con certeza qué profundidad tenían las raíces griegas y hasta qué punto se nutría de fuentes asiáticas. Por ejemplo, parece ser que en Asia Menor la lengua griega era utilizada sobre todo por las pocas personas que habitaban en medios urbanos. Otro indicio procede de la burocracia imperial y de las familias más importantes, en las que descubrimos un número creciente de nombres asiáticos a medida que transcurren los siglos. Era inevitable que Asia tuviera un mayor peso después de las pérdidas de territorio que el imperio sufrió en los siglos V y VI, que lo obligaban a aferrarse cada vez más únicamente a una franja de la Europa continental en torno a la capital. Los árabes lo encerraron después en Asia Menor, limitado al norte por el Cáucaso y al sur por los montes Tauro. En los confines de este territorio se hallaba también una frontera siempre permeable a la cultura musulmana. Los habitantes de estas zonas vivían de modo natural en una especie de mundo de marcas fronterizas, pero en algunas ocasiones hay indicios de una influencia externa más profunda que esta sobre Bizancio. La más importante de las disputas eclesiásticas bizantinas, la relacionada con la iconoclasia, tuvo su parangón en una época casi contemporánea en el seno del islam.
Los rasgos más característicos de una herencia compleja se establecieron en los siglos VII y VIII: una tradición de gobierno autocrática, el mito romano, la custodia de la cristiandad oriental y el confinamiento práctico a Oriente. Para entonces había comenzado a surgir, a partir del imperio romano tardío, el Estado medieval que quedó esbozado con Justiniano. Pero sabemos poco de estos siglos decisivos. Algunos dicen que no es posible escribir una historia apropiada del Bizancio de esta época, habida cuenta de la pobreza de las fuentes y de la precariedad de la situación actual de los conocimientos arqueológicos. Al comienzo de este período convulso, los activos del imperio estaban muy claros. Tenía a su disposición una gran acumulación de habilidades diplomáticas y burocráticas, una tradición militar y un enorme prestigio. Cuando la magnitud de sus compromisos pudo reducirse, sus recursos tributarios potenciales eran considerables, al igual que sus reservas de mano de obra. Asia Menor era un vivero para el reclutamiento de soldados que aliviaba al imperio de Oriente de la necesidad de depender de los bárbaros germánicos, como había sucedido en Occidente. Poseía una tecnología bélica notable; el «fuego griego», que era su arma secreta, se utilizaba contra los navíos que pudieran atacar la capital. La situación de Constantinopla constituía asimismo un activo militar. Sus grandes murallas, construidas en el siglo V, dificultaban el ataque por tierra sin armas pesadas, a las que los bárbaros no tenían muchas posibilidades de acceder; en el mar, la flota podía impedir un desembarco.
A largo plazo, lo que resultó menos seguro fue la base social del imperio. Siempre sería difícil mantener al campesinado minifundista e impedir que los poderosos terratenientes de las provincias invadieran sus propiedades. Los tribunales de justicia no siempre protegían a los hombres humildes, que también estaban sometidos a la presión económica generada por la constante expansión de las propiedades eclesiásticas. Estas fuerzas no podían ser contrarrestadas fácilmente por la práctica imperial de conceder subvenciones a los minifundistas con la condición de que contribuyesen al servicio militar. Pero era un problema cuyas dimensiones solo quedarían de manifiesto con el paso de los siglos; las perspectivas a corto plazo dieron bastante en que pensar a los emperadores de los siglos VII y VIII.
Los recursos de los emperadores estaban al límite. En el año 600, el imperio comprendía todavía la costa del norte de África, Egipto, el Levante mediterráneo, Siria, Asia Menor, la lejana costa del mar Negro más allá de Trebisonda, la costa de Crimea y la comprendida entre Bizancio y la desembocadura del Danubio. En Europa estaban Tesalia, Macedonia y la costa del Adriático, una franja de territorio en el centro de Italia, enclaves en el extremo de la península y, por último, las islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña. Teniendo en cuenta los enemigos potenciales del imperio y la situación de sus recursos, se trataba de una pesadilla para un estratega. La historia de los dos siglos siguientes sería la narración del regreso una y otra vez de oleadas de invasores. Persas, ávaros, árabes, búlgaros y eslavos hostigaron el núcleo principal del imperio, mientras que en Occidente los territorios recuperados por los generales de Justiniano no tardaron en ser capturados de nuevo en su práctica totalidad por los árabes y los lombardos. Finalmente, Occidente también se reveló como un predador; el hecho de que el imperio de Oriente hubiese absorbido durante siglos gran parte de los golpes que de otro modo podrían haber tenido como destino a Occidente, no le salvó. El resultado de todo ello fue que el imperio de Oriente hubo de hacer frente a un estado de guerra permanente. En Europa significó combates hasta el pie de las murallas de Constantinopla, y en Asia dilatadas campañas para disputar las zonas fronterizas de Asia Menor.
Estos desafíos del mundo exterior se le presentaban a un Estado que, incluso a comienzos del siglo VII, solo tenía ya un control muy atenuado sobre su dominio y que dependía para gran parte de su poder de una penumbra de influencia, diplomacia, cristianismo y prestigio militar. Sus relaciones con sus vecinos podrían considerarse desde más de un punto de vista; lo que, desde un criterio más moderno, parece un chantaje pagado por todos los emperadores desde Justiniano hasta Basilio II a unos bárbaros que representaban una amenaza, era prodigalidad con los súbditos aliados y foederati según la tradición romana. Su diversidad de pueblos y religiones quedaba encubierta por la ideología oficial. Su helenización era a menudo superficial. La realidad se expresó a través de la buena disposición con que muchas comunidades cristianas de Siria recibieron a los árabes, de la misma manera que muchos habitantes de Anatolia recibirían a los turcos en fechas posteriores. Aquí, la persecución religiosa pagó las consecuencias. Por otra parte, Bizancio no era una gran potencia entre sus aliados. En los agitados siglos VII y VIII, la potencia amiga más importante era el janato de Jazaria, un Estado inmenso pero poco articulado fundado por nómadas, que en el año 600 dominaba los pueblos que habitaban en los valles de los ríos Don y Volga. De este modo ocuparon el Cáucaso, el estratégico puente terrestre por el que impidieron el paso de los persas y los árabes durante dos siglos. En sus momentos de máxima extensión, el Estado jázaro bordeaba la costa del mar Negro hasta el río Dniester, y hacia el norte comprendía los tramos superiores del Volga y del Don. Bizancio realizó grandes esfuerzos para mantener la buena voluntad de los jázaros, y parece ser que intentó, aunque sin éxito, convertirlos al cristianismo. Lo que sucedió realmente es un misterio, pero los jefes jázaros toleraron el cristianismo y otros cultos, y se convirtieron por lo visto al judaísmo hacia el año 740, posiblemente como consecuencia de la inmigración judía desde Persia después de la conquista árabe, y probablemente en un acto deliberado de diplomacia. En cuanto judíos, no era probable que quedasen absorbidos en la órbita espiritual y política del imperio cristiano, ni en la de los califas. Por el contrario, disfrutaron de relaciones diplomáticas y comerciales con unos y otros.
El primer gran héroe de la lucha bizantina por la supervivencia fue Heraclio, que se esforzó por contrarrestar las amenazas en Europa mediante alianzas y concesiones que le permitieran luchar vigorosamente contra los persas. Aunque la victoria llegó finalmente, los persas habían causado ya terribles perjuicios al imperio en el Levante mediterráneo y Asia Menor antes de su expulsión. Algunos estudiosos creen que fueron los verdaderos destructores del mundo helenístico de las grandes ciudades; la arqueología continúa llena de misterios en este aspecto, pero hay indicios de que, después de la victoria de Heraclio, ciudades que habían sido grandes estaban en ruinas, algunas quedaron reducidas a poco más que la acrópolis que constituía su núcleo y la población disminuyó radicalmente. Así pues, las invasiones árabes cayeron sobre una estructura que en gran parte estaba ya intensamente conmocionada, y las invasiones proseguirían durante dos siglos. Antes de la muerte de Heraclio, que tuvo lugar en el año 641, prácticamente todos sus logros militares habían sido anulados. Algunos de los emperadores de su linaje fueron hombres capaces, pero poco más pudieron hacer que luchar obstinadamente contra una marea que fluía con fuerza en su contra. En el año 643, Alejandría cayó en poder de los árabes, y este hecho señaló el final del dominio griego en Egipto. En el plazo de unos años, habían perdido el norte de África y Chipre. Armenia, aquel viejo campo de batalla, se perdió en la década siguiente, y el cenit del éxito árabe llegó finalmente con los cinco años de ataques contra Constantinopla (673-678); puede que fuera el «fuego griego» lo que salvó a la capital de la flota árabe. Antes de estos hechos, y a pesar de una visita personal del emperador a Italia, no se había efectuado progreso alguno en la recuperación de los territorios italianos y sicilianos conquistados por los árabes y los lombardos. Y así continuó el siglo, con la aparición de una nueva amenaza en su último cuarto, cuando los eslavos avanzaron hacia Macedonia y Tracia, y otra raza, los búlgaros, que un día también serían eslavizados, cruzó el Danubio.
El siglo VII terminó con una rebelión en el ejército y la sustitución de un emperador por otro. Todos los síntomas indicaban que el imperio de Oriente seguiría la misma suerte que el de Occidente, es decir, que el cargo imperial se convertiría en presa de los soldados. Una sucesión de emperadores terribles o incompetentes a comienzos del siglo VIII permitió que los búlgaros llegasen hasta las puertas de Constantinopla, y provocó finalmente un segundo asedio de la capital por parte de los árabes en el año 717. Fue un momento realmente decisivo, aunque no sería la última aparición árabe en el Bósforo. Ese mismo año había llegado al trono uno de los más grandes emperadores de Bizancio, el anatolio León III. El nuevo emperador era un funcionario provincial que había logrado resistir los ataques árabes en su territorio y que había llegado a la capital para defenderla y forzar la abdicación del emperador. A esto le siguió su propia elevación a la púrpura, que fue popular y mereció una acogida calurosa del clero. Este hecho señaló la fundación de la dinastía Isauria, que recibió este nombre por su lugar de origen; era un indicio de cómo las élites del imperio romano de Oriente se transformaban gradualmente en las de Bizancio, una monarquía oriental.
El siglo VIII señaló el comienzo de un período de recuperación, aunque con algunos reveses. León III expulsó a los árabes de Anatolia, y su hijo llevó de nuevo las fronteras hasta las de Siria, Mesopotamia y Armenia. A partir de esta época, las fronteras con el califato fueron más estables, aunque cada temporada bélica propiciaba incursiones y escaramuzas fronterizas. A partir de este logro —en parte atribuible, desde luego, al relativo declive del poderío árabe—, se abrió un nuevo período de progreso y expansión que se prolongó hasta comienzos del siglo XI. En Occidente poco podía hacerse. Se perdió Rávena y solo quedaron algunos puntos de apoyo en Italia y Sicilia. Pero en Oriente el imperio se extendió de nuevo a partir de la base de Tracia y Asia Menor, que constituía su núcleo. Se creó una cadena de «temas» o distritos administrativos a lo largo del borde de la península balcánica, pero, al margen de esto, el imperio no tuvo ningún punto de apoyo en esa región durante dos siglos. En el siglo X se recuperaron Chipre, Creta y Antioquía. Las fuerzas bizantinas cruzaron en determinado momento el Éufrates, la lucha por el norte de Siria y los montes Tauro continuó, y la situación en Georgia y Armenia mejoró.
En Europa oriental, la amenaza búlgara fue contenida finalmente tras alcanzar su punto culminante a comienzos del siglo X, cuando los búlgaros ya se habían convertido al cristianismo. Basilio II, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de Bulgaroctonos («matador de búlgaros»), acabó finalmente con su poderío en una gran batalla que tuvo lugar en el año 1014, tras la cual ordenó sacar los ojos a 15.000 prisioneros y enviarlos de regreso a su patria para que sirvieran de escarmiento a sus compatriotas. Se cuenta que el soberano búlgaro murió a causa de la impresión. Al cabo de unos años, Bulgaria era una provincia bizantina, aunque su asimilación nunca llegó a ser completa. Poco después tuvieron lugar las últimas conquistas de Bizancio, tras las cuales Armenia quedó bajo su dominio.
La historia global de estos siglos se caracteriza, pues, por el avance y la recuperación. Fue asimismo uno de los grandes períodos de la cultura bizantina. Desde el punto de vista político, se había registrado una mejora en los asuntos internos por cuanto, en términos generales, se respetó el principio dinástico entre los años 820 y 1025. La dinastía Isauria había terminado de mala manera con una emperatriz a la que le siguieron otra serie de breves reinados e irregulares sucesiones, hasta que Miguel II, fundador de la dinastía Frigia, sucedió a un emperador asesinado en el año 820. Su casa fue sustituida en el 867 por la dinastía Macedonia, bajo la cual Bizancio alcanzó la cima de su éxito. En los lugares donde había minorías se adoptó el mecanismo del co-emperador para conservar el principio dinástico.
Una de las causas principales de división y dificultades para el imperio en la primera parte de este período fue, como antes lo había sido a menudo, la religión. Este problema azotó al imperio y retrasó su recuperación, ya que, con gran frecuencia, se complicaba con cuestiones políticas y locales. El ejemplo más destacado fue una controversia que agrió los sentimientos durante más de un siglo: la campaña de los iconoclastas.
La representación de los santos, de la Virgen y del propio Dios se había convertido en uno de los grandes mecanismos del cristianismo ortodoxo para centrar la devoción y la doctrina. A finales de la Antigüedad, tales imágenes o iconos tuvieron también un lugar en Occidente, pero hasta nuestros días han seguido ocupando un lugar privilegiado en las iglesias ortodoxas, donde se exhiben en santuarios y sobre pantallas especiales para ser veneradas y contempladas por los fieles. Se trata de algo mucho más importante que meros adornos, pues su disposición transmite las enseñanzas de la Iglesia y, como ha afirmado una autoridad), proporciona «un punto de encuentro entre el cielo y la Tierra», donde, en medio de los iconos, los fieles pueden sentirse rodeados por toda la Iglesia invisible, por las personas fallecidas, los santos y los ángeles, y por el propio Cristo y su madre. No es extraño que algo que concentra la emoción religiosa de manera tan intensa condujese, en el terreno de la pintura o del mosaico, a algunos de los logros más importantes del arte bizantino (y, después, eslavo).
Los iconos ocupaban ya un lugar destacado en las iglesias orientales en el siglo VI. En los dos siglos siguientes fueron respetados, y en muchos lugares creció la devoción popular hacia ellos, pero después su uso fue cuestionado. Es interesante constatar que esto sucedió inmediatamente después de que el califato organizase una campaña contra el uso de imágenes en el islam, aunque de ello no puede deducirse que los iconoclastas tomasen sus ideas de los musulmanes. Sus detractores afirmaban que los iconos eran ídolos que pervertían el culto a Dios al sustituirlo por creaciones de los hombres. Exigían su destrucción o su retirada, y se pusieron manos a la obra con afán, haciendo acopio de cal, brochas y martillos.
León III favoreció a los iconoclastas. Aún nos queda mucho por saber acerca de la razón por la que la autoridad real se puso de su parte, pero León III actuó de este modo siguiendo los consejos de los obispos y de otros eclesiásticos, y es indudable que las invasiones árabes y las erupciones volcánicas se interpretaron como señales de la desaprobación divina. En consecuencia, en el año 730 se promulgó un edicto por el que se prohibía el uso de imágenes en el culto público, y quienes se negaron a cumplirlo fueron perseguidos; el cumplimiento fue siempre más estricto en Constantinopla que en las provincias. El movimiento alcanzó su apogeo durante el reinado de Constantino V, y fue ratificado por un concilio episcopal celebrado en el año 754. La persecución se volvió más encarnizada y hubo mártires, sobre todo entre los monjes, que solían defender los iconos con más vigor que el clero secular. Pero la iconoclasia dependió siempre del apoyo imperial, y en el siglo siguiente hubo altibajos. Con León IV e Irene, su viuda, la persecución se relajó y los «iconófilos» (partidarios de los iconos) recuperaron terreno, aunque a este período le siguió una nueva persecución. Los iconos no fueron restituidos finalmente hasta el año 843, el primer domingo de Cuaresma, día que sigue celebrándose como fiesta de la ortodoxia en la Iglesia oriental.
¿Cuál era el significado de este extraño episodio? Había una justificación práctica, por cuanto se decía que la conversión de los judíos y los musulmanes era más difícil debido al respeto de los cristianos por las imágenes, pero esta explicación no nos lleva demasiado lejos. Una vez más, una disputa religiosa no puede separarse de factores externos a la religión, pero la explicación última se halla probablemente en cierto sentido de la precaución religiosa, y teniendo en cuenta la pasión exhibida a menudo en las controversias teológicas en el imperio de Oriente, resulta fácil comprender hasta qué extremos de acritud llegó el debate. No se planteó ninguna cuestión relacionada con el arte o el mérito artístico; Bizancio no era así. Lo que estaba realmente en juego era la percepción de los reformadores de que los griegos estaban cayendo en la idolatría por el extremo al que había llegado su (relativamente reciente) devoción a los iconos, así como de que los desmanes árabes eran las primeras manifestaciones de la cólera de Dios; un rey piadoso, como en el Israel del Antiguo Testamento, podía salvar todavía al pueblo de las consecuencias del pecado destruyendo los ídolos. Esto era algo más fácil por cuanto el proceso se ajustaba a las mentalidades de una fe que se sentía acorralada. Una circunstancia digna de reseñarse es que la iconoclasia tenía especial aceptación en el ejército. Otro hecho también llamativo es que los iconos representaban a menudo a santos y hombres santos locales, que fueron sustituidos por los símbolos unificadores y simplificadores de la eucaristía y la cruz, y este hecho deja traslucir un nuevo carácter monolítico de la religión y la sociedad bizantinas a partir del siglo VIII. Finalmente, la iconoclasia era también en parte una respuesta airada a una marea que fluía desde hacía bastante tiempo en favor de los monjes, que otorgaban una importancia muy grande a los iconos en sus enseñanzas. Por tanto, además de ser una medida prudente para aplacar a un Dios enojado, la iconoclasia representaba una reacción de la autoridad centralizada, la del emperador y los obispos, contra las devociones locales, la independencia de las ciudades y de los monasterios, y los cultos a los hombres santos.
La iconoclasia era una ofensa para muchos fieles de la Iglesia occidental, pero mostró con mayor claridad que ningún otro factor la distancia que separaba a la Iglesia ortodoxa de la cristiandad latina. La Iglesia occidental también había avanzado; a medida que la cultura latina fue dominada por los pueblos germánicos, se separó en espíritu de las iglesias del Oriente griego. El sínodo iconoclasta de obispos había sido una afrenta para el papado, que ya había condenado a los partidarios de León. Roma veía con alarma las pretensiones del emperador de actuar en asuntos espirituales. Así pues, la iconoclasia ahondó las divisiones existentes entre las dos mitades de la cristiandad. La diferenciación cultural había ido ya muy lejos, un hecho nada sorprendente si pensamos que podían ser necesarios dos meses para viajar de Bizancio a Italia por mar, y que por tierra no tardó en interponerse una cuña de pueblos eslavos entre las dos lenguas.
El contacto entre Oriente y Occidente no podía extinguirse por completo a nivel oficial. Sin embargo, también en este aspecto la historia creó nuevas divisiones, especialmente cuando el Papa coronó «emperador» a un rey franco en el año 800. Esta ceremonia significó un desafío para la reivindicación de Bizancio de ser la heredera de Roma. Las distinciones dentro del mundo occidental no importaban mucho en Constantinopla; las autoridades bizantinas identificaron a un aspirante del reino franco y, a partir de ese momento, llamaron indiscriminadamente «francos» a todos los occidentales, costumbre que se extendería nada menos que hasta China. Los dos estados no cooperaron contra los árabes y se hirieron mutuamente sus susceptibilidades. La coronación de Roma, por ejemplo, podría haber sido en parte una respuesta a la asunción del título de emperador en Constantinopla por una mujer, Irene, una madre poco atractiva que había dejado ciego a su propio hijo. Pero el título de los francos solo fue reconocido durante un breve período en Bizancio, y los siguientes emperadores de Occidente tuvieron la consideración de simples reyes. Italia también dividía a los dos imperios cristianos, pues los territorios bizantinos que aún quedaban en la península llegaron a estar tan amenazados por los francos y los sajones como antes lo habían estado por los lombardos. En el siglo X la manipulación del papado por los emperadores sajones deterioró aún más la situación.
Es evidente que los dos mundos cristianos no podían perder el contacto por completo. Un emperador alemán del siglo X tuvo una novia bizantina, y el arte alemán de dicho siglo estuvo muy influido por motivos y técnicas bizantinos. Sin embargo, fue precisamente la diferencia entre los dos mundos culturales lo que hizo fructificar tales contactos, y con el paso de los siglos la diferencia devino cada vez más palpable. Las viejas familias aristocráticas de Bizancio fueron sustituidas gradualmente por otras procedentes de linajes anatolios y armenios. Sobre todo, estaban el esplendor y la complejidad excepcionales de la vida de la ciudad imperial, donde los mundos religioso y secular parecían interrelacionarse por completo. El calendario del año cristiano era inseparable del de la corte, y juntos fijaban los ritmos de un inmenso espectáculo teatral en el que los rituales de la Iglesia y el Estado exhibían ante su pueblo la majestad del imperio. Existía el arte secular, pero el que estaba constantemente a la vista de la gente era religioso en una proporción abrumadora. Ni aun en las peores épocas perdió su vigor, que expresaba la grandeza y la omnipresencia de Dios, cuyo vicario era el emperador. El ritualismo sostenía la rígida etiqueta de la corte, en torno a la cual proliferaron los típicos males de la intriga y la conspiración. La aparición pública del emperador cristiano podía ser como la de la divinidad en un culto mistérico, precedida por el descorrer de varios telones desde detrás de los cuales aparecía espectacularmente. Era la cima de una civilización pasmosa que enseñó a la mitad del mundo, durante más o menos medio milenio, cuál era el verdadero imperio. Cuando una misión de rusos paganos llegó a Bizancio en el siglo X para estudiar su versión de la religión cristiana, después de haber estudiado otras, solo pudieron informar de que lo que habían visto en Santa Sofía les había asombrado. «Dios mora allí entre los hombres», dijeron.
No es fácil decir qué sucedía en la base del imperio. Hay fuertes indicios de que la población decreció en los siglos VII y VIII, fenómeno que podría guardar relación con las consecuencias de la guerra y con la peste. Al mismo tiempo, la construcción de nuevas edificaciones en las ciudades provinciales era escasa, y la circulación de moneda disminuyó. Todos estos factores parecen indicar una recesión económica, al igual que una creciente injerencia del Estado. Los funcionarios imperiales trataban de asegurar la satisfacción de sus necesidades primarias llevando a cabo recaudaciones directas de productos, creando órganos especiales para alimentar a las ciudades y organizando burocráticamente a los artesanos y comerciantes en gremios y corporaciones. Solo una ciudad del imperio conservó su importancia económica durante todo este período, y no fue otra que la capital, donde el espectáculo de Bizancio se representaba con su máximo esplendor. El comercio no llegó a desaparecer por completo en el imperio, y hasta el siglo XII siguió existiendo un importante tránsito de mercancías de lujo de Asia a Occidente; su situación geográfica garantizaba por sí sola a Bizancio un gran papel comercial y el estímulo de las industrias artesanales que suministraban otros artículos de lujo a Occidente. Finalmente, durante todo el período hay pruebas de un crecimiento continuo del poder y la riqueza de los grandes terratenientes. Los campesinos estuvieron cada vez más vinculados a sus propiedades, y en los años posteriores del imperio tiene lugar algo semejante a la aparición de importantes unidades económicas de ámbito local basadas en los grandes latifundios.
La economía pudo costear el esplendor de la civilización bizantina en su momento de apogeo, así como el esfuerzo militar de recuperación con los emperadores del siglo IX. Dos siglos después, una coyuntura desfavorable puso a prueba una vez más la fortaleza del imperio e inauguró una larga época de declive. Comenzó con un nuevo estallido de problemas internos y personales. Dos emperatrices y varios emperadores de reinado efímero y deficiente gestión, debilitaron el control en el centro. Las rivalidades de dos grupos importantes pertenecientes a la clase dominante bizantina se salieron de su cauce; un partido aristocrático de la corte cuyas raíces se hallaban en las provincias, se vio envuelto en luchas con los funcionarios permanentes, la burocracia superior. Estos hechos también reflejaban en parte la lucha de una élite militar con una élite intelectual. Por desgracia, el resultado fue que el ejército y la marina fueron privados por los funcionarios civiles de los fondos que necesitaban, y de ese modo quedaron incapacitados para hacer frente a nuevos problemas.
En un extremo del imperio, nuevos problemas tenían su origen en los últimos inmigrantes bárbaros de Occidente, los normandos cristianos, que ahora se adentraban en el sur de Italia y Sicilia. En Asia Menor, las dificultades dimanaban de la presión turca. Ya en el siglo XI, se creó el sultanato turco de Rum dentro del territorio imperial (de ahí su nombre, pues Rum significaba «Roma»), donde el control abasí había pasado a manos de los jefes locales. Después de una aplastante derrota a manos de los turcos en Manzikert, en el año 1071, Asia Menor se perdió en su práctica totalidad, hecho que constituyó un golpe terrible para los recursos fiscales y humanos de Bizancio. Los califatos, con los que los emperadores habían aprendido a convivir, cedían su lugar a enemigos más feroces. Dentro del imperio tuvieron lugar una serie de rebeliones búlgaras en los siglos XI y XII, y en esa provincia alcanzaron una gran difusión los movimientos disidentes más poderosos de la ortodoxia medieval, la herejía bogomila, un movimiento popular basado en el odio al clero superior griego y sus costumbres bizantinizantes.
Una nueva dinastía, los Comneno, fortaleció de nuevo el imperio y logró mantener la situación durante otro siglo (1081-1185). Los Comneno expulsaron a los normandos de Grecia y rechazaron una nueva amenaza nómada procedente del sur de Rusia, los pechenegos, pero no pudieron doblegar a los búlgaros ni recuperar Asia Menor, y se vieron obligados a realizar importantes concesiones para hacer lo que hicieron. Algunas tuvieron por destinatarios a sus propios potentados y otras, a aliados que a su vez resultarían peligrosos.
En el caso de uno de los aliados de Bizancio, la república de Venecia, que había sido un satélite del imperio, las concesiones fueron especialmente inquietantes, pues por entonces toda su razón de ser era su engrandecimiento en el Mediterráneo oriental. Venecia fue la principal beneficiaria del comercio de Europa con Oriente, y desde muy pronto adquirió una posición especialmente ventajosa. A cambio de su ayuda contra los normandos en el siglo XI, los venecianos obtuvieron el derecho de comerciar libremente en todo el imperio; debían ser tratados como súbditos del emperador, no como extranjeros. El poderío naval de Venecia creció rápidamente y, a medida que la flota bizantina comenzaba a declinar, fue cada vez más dominante. Los venecianos destruyeron la flota egipcia en el año 1123, y a partir de ese hecho fueron incontrolables para quien había sido su soberano. Se libró una guerra contra Bizancio, pero Venecia obtuvo mejores resultados del apoyo al imperio contra los normandos y de las ganancias derivadas de las cruzadas. A estos éxitos les siguieron concesiones comerciales y conquistas territoriales, aunque las primeras fueron más importantes; podría decirse que Venecia floreció sobre el declive del imperio bizantino, que fue un huésped económico de inmenso potencial para el parásito del Adriático; al parecer, 10.000 venecianos vivían en Constantinopla a mediados del siglo XII, cifra que da una idea de la importancia que tenía el comercio en la ciudad. En el año 1204, las Cícladas, muchas otras islas del mar Egeo y gran parte de las costas del mar Negro pertenecían a los venecianos, y en los tres siglos siguientes cientos de comunidades fueron incorporadas a estas y venecianizadas. Había nacido el primer imperio comercial y marítimo desde la Atenas de la Antigüedad.
La aparición del desafío veneciano y la persistencia de los desafíos antiguos ya habrían sido preocupantes de por sí para los emperadores bizantinos si no hubieran debido enfrentarse también a nuevos problemas internos. En el siglo XII la rebelión fue un fenómeno más habitual, que resultó doblemente peligroso cuando Occidente comenzó a intervenir en Oriente con motivo del gran y complejo movimiento que ha pasado a la historia con el nombre de «cruzadas». La visión occidental de las cruzadas no tiene por qué entretenernos aquí; desde Bizancio, estas irrupciones desde Occidente parecían cada vez más nuevas invasiones bárbaras. En el siglo XII dejaron tras de sí cuatro estados cruzados en el antiguo Levante mediterráneo bizantino, como recordatorio de la existencia de otro rival en el campo de batalla en Oriente Próximo. Cuando las fuerzas musulmanas se reagruparon bajo Saladino, y cuando tuvo lugar un resurgimiento de la independencia búlgara a finales del siglo XII, la gran época de Bizancio terminó para siempre.
El golpe mortífero llegó en el año 1204, cuando Constantinopla fue tomada y saqueada, pero no por los paganos que la habían amenazado con tanta frecuencia, sino por los cristianos. Un ejército cristiano que se dirigía a Oriente para combatir al infiel en la cuarta cruzada se volvió contra el imperio impulsado por los venecianos. Las tropas aterrorizaron y saquearon la ciudad (fue entonces cuando los caballos de bronce del Hipódromo fueron trasladados hasta el lugar donde aún se encuentran: delante de la catedral de San Marcos, en Venecia), y entronizaron a una prostituta en la sede del patriarca en Santa Sofía. Oriente y Occidente no podían diferenciarse de modo más brutal; este hecho perviviría en la memoria ortodoxa como una infamia. Para los «francos», como los griegos les llamaban, Bizancio no formaba parte de su civilización, ni quizá tampoco de la cristiandad, pues de hecho existía un cisma desde hacía un siglo y medio. Aunque abandonaron Constantinopla y los emperadores fueron restituidos en el año 1261, los antiguos territorios bizantinos no quedarían libres de los francos hasta la llegada de unos nuevos conquistadores, los turcos otomanos. Mientras tanto, Bizancio se había quedado sin corazón, aunque la ciudad aún tardó dos siglos en morir. Los beneficiarios inmediatos fueron los venecianos y los genoveses, a cuya historia se añadían ahora la riqueza y el comercio de Bizancio.
El legado de Bizancio, o al menos gran parte de él, estaba por lo demás asegurado para el futuro, aunque tal vez no de la forma en que los romanos de Oriente se hubieran sentido seguros u orgullosos. Lo atestiguaba el arraigo del cristianismo ortodoxo entre los pueblos eslavos. Este hecho tendría enormes consecuencias, muchas de las cuales están aún entre nosotros. El Estado ruso y las restantes naciones eslavas modernas no se habrían incorporado a Europa ni serían reconocidas hoy como parte de ella si no se hubieran convertido previamente al cristianismo.
El relato de estos hechos continúa siendo confuso en gran medida, y lo que se sabe acerca de los eslavos antes de la época cristiana es aún más discutible. Aunque el mapa de los pueblos eslavos de nuestros días quedó establecido más o menos al mismo tiempo que el de Europa occidental, la geografía contribuye a la confusión. La Europa eslava abarca una zona donde las invasiones nómadas y la proximidad de Asia permiten que la situación continúe siendo muy fluida mucho después de la consolidación de la sociedad bárbara en Occidente. Gran parte del territorio de Europa central y sudoriental es muy montañoso, y los valles fluviales canalizaron la distribución de las estirpes. Por otro lado, la mayor parte del territorio de la Polonia y la Rusia europea modernas es una inmensa llanura. Aunque durante mucho tiempo estuvo cubierta de bosques, no ofrecía alojamientos naturales obvios ni barreras infranqueables para el asentamiento. En sus inmensos espacios, los derechos fueron objeto de disputa durante muchos siglos. Al término del proceso, a comienzos del siglo XIII, habían aparecido en Oriente varios pueblos eslavos que tendrían características históricas independientes. La pauta fijada de este modo ha perdurado hasta nuestros días.
También había nacido una civilización eslava característica, aunque no todos los eslavos pertenecían plenamente a ella, y al final los pueblos de Polonia y de las actuales República Checa y Eslovaquia quedarían culturalmente vinculados de modo más estrecho a Occidente que a Oriente. Las estructuras estatales del mundo eslavo aparecerían y desaparecerían, pero dos de ellas, las desarrolladas por las naciones polaca y rusa, resultaron especialmente firmes y capaces de progresar de forma organizada. Les costaría mucho sobrevivir, pues el mundo eslavo padeció a veces —sobre todo en los siglos XIII y XX— la presión tanto de Occidente como de Oriente. La agresividad occidental es otra de las razones que explican por qué los eslavos han conservado una fuerte identidad propia.
La historia de los eslavos se remonta al menos al año 2000 a.C., cuando este grupo étnico al parecer se estableció en los Cárpatos orientales. Durante dos mil años se extendieron lentamente, tanto hacia el oeste como hacia el este, pero sobre todo hacia el este, hasta llegar a la moderna Rusia. Desde el siglo V hasta el VII, los eslavos de grupos occidentales y orientales comenzaron a desplazarse hacia el sur, hasta llegar a los Balcanes. Es posible que la dirección que tomaron fuera un reflejo del poderío de los ávaros, el pueblo asiático que, después del flujo de las invasiones de los hunos, se interponía como una gran barrera a lo largo de los valles de los ríos Don, Dniéper y Dniester, controlando el sur de Rusia hasta el Danubio y siendo cortejado por la diplomacia bizantina.
Durante toda su historia, los eslavos han demostrado unas dotes extraordinarias para la supervivencia. Hostigados en Rusia por los escitas y los godos, y en Polonia por los ávaros y los hunos, mantuvieron no obstante sus territorios y los ampliaron; debían de ser unos agricultores tenaces. Sus primeras manifestaciones artísticas muestran una disposición a asimilar la cultura y las técnicas de otros pueblos; aprendieron de maestros a los que después sobrevivieron. Fue importante, pues, que en el siglo VII se interpusiera entre ellos y el dinámico poder del islam una barrera integrada por dos pueblos, los jázaros y los búlgaros. Estos pueblos fuertes también contribuyeron a encauzar el desplazamiento gradual de los eslavos a los Balcanes y el Egeo, que después ascenderían por la costa del Adriático y llegarían hasta Moravia y Europa central, Croacia, Eslovenia y Serbia. En el siglo X, los eslavos debían de ser dominantes en los Balcanes desde el punto de vista numérico.
El primer Estado eslavo que apareció fue Bulgaria, aunque los búlgaros no eran eslavos, sino que procedían de tribus dejadas atrás por los hunos. Algunos búlgaros se eslavizaron gradualmente a través de matrimonios mixtos y contactos con los eslavos; eran los búlgaros occidentales, que se habían establecido en el siglo VII en el Danubio. Los búlgaros cooperaron con los pueblos eslavos en una serie de grandes incursiones sobre Bizancio; en el año 559, penetraron en las defensas de Constantinopla y acamparon en los suburbios. Al igual que sus aliados, eran paganos. Bizancio aprovechó las diferencias existentes entre las tribus búlgaras, y el soberano de una de ellas fue bautizado en Constantinopla, ejerciendo el emperador Heraclio como padrino. Heraclio utilizó la alianza bizantina para expulsar a los ávaros de los territorios que después constituirían Bulgaria. Los búlgaros se diluyeron gradualmente en la sangre y la influencia eslavas. Cuando por fin aparece un Estado búlgaro en los últimos años del siglo, podemos considerar que era eslavo. Bizancio reconoció su independencia en el año 716; surgió así un organismo extraño en un territorio cuya pertenencia al imperio se daba por supuesta desde hacía mucho tiempo. Aunque se concertaron alianzas, este organismo fue para Bizancio una espina clavada, que contribuyó a frustrar sus intentos de recuperación en Occidente. A comienzos del siglo IX, los búlgaros dieron muerte a un emperador en el campo de batalla (e hicieron con el cráneo una copa para su rey); ningún emperador había muerto en campaña contra los bárbaros desde el año 378.
La conversión de los búlgaros al cristianismo fue un momento decisivo, aunque no significó el final del conflicto. Después de un breve período durante el cual —y este es un dato significativo— coqueteó con Roma y con la posibilidad de indisponerla con Constantinopla, otro príncipe búlgaro aceptó el bautismo en el año 865. Hubo oposición en el seno de su pueblo, pero a partir de esta época Bulgaria fue cristiana. Cualesquiera que fuesen las ventajas diplomáticas que los estadistas bizantinos esperaban obtener, el final del problema búlgaro quedaba muy lejos todavía. No obstante, fue un hito, un paso decisivo en un gran proceso: la cristianización de los pueblos eslavos. También fue un indicio de cómo se llevaría a cabo el proceso: de arriba abajo, a través de la conversión de sus gobernantes.
Era mucho lo que estaba en juego: la naturaleza de la futura civilización eslava. Dos grandes nombres dominan el comienzo de su configuración, los de los hermanos san Cirilo y san Metodio, sacerdotes a los que sigue honrando la confesión ortodoxa. Cirilo había participado con anterioridad en una misión en Jazaria, y su labor debe encuadrarse en el contexto general de la diplomacia ideológica de Bizancio; los misioneros ortodoxos no pueden distinguirse con claridad de los enviados diplomáticos bizantinos, y aquellos clérigos se habrían visto en un aprieto si hubieran tenido que reconocer tal distinción. Pero hicieron mucho más que convertir a un vecino peligroso. Cirilo continúa vivo en el nombre del alfabeto que él ideó. El alfabeto cirílico se difundió rápidamente entre los pueblos eslavos, llegó pronto a Rusia e hizo posible no solo la irradiación del cristianismo, sino también la cristalización de la cultura eslava. Aquella cultura estaba potencialmente abierta a otras influencias, pues Bizancio no era su único vecino, pero al final la más profunda que recibió fue la de la ortodoxia oriental.
Desde el punto de vista de Bizancio, le siguió una conversión más importante aún que la de los búlgaros, aunque no se prolongó más allá de un siglo. En el año 860, una expedición con doscientas embarcaciones asaltó Bizancio. Los ciudadanos quedaron aterrados. Entre temblores, escucharon en Santa Sofía a los predicadores del patriarca: «Ha llegado un pueblo del norte. ... Es un pueblo cruel y sin piedad, su voz es como el mar enfurecido. ... Una tribu cruel y salvaje ... que lo destruye todo, que no perdona nada». Podría haber sido la voz de un monje de Occidente invocando la protección divina frente a los siniestros barcos de los vikingos, y es comprensible, pues en esencia estos asaltantes eran vikingos. Pero los bizantinos les llamaban «rus» (o «rhos»), y el ataque señala los modestos comienzos del poderío militar de Rusia.
Pero poco era aún lo que había allí que pudiera llamarse Estado. Rusia estaba todavía en gestación. Sus orígenes se hallaban en una amalgama en la que la contribución eslava fue fundamental. Los eslavos orientales se habían dispersado a lo largo de los siglos por gran parte de los tramos superiores de los valles de los ríos que desembocan en el mar Negro. Esto se debía probablemente a su práctica agrícola, que se ajustaba a la primitiva técnica de roza e incendio, agotando el suelo en dos o tres años y trasladándose después a otro lugar. En el siglo VIII había suficientes eslavos como para que se detectasen indicios de un poblamiento relativamente denso, acaso de algo que pudiera considerarse vida urbana, en los montes cercanos a Kiev. Vivían en tribus cuya organización económica y social continúa sin conocerse con certeza, pero esta fue la base de la futura Rusia. No sabemos quiénes fueron sus gobernantes autóctonos, pero parece ser que vivían en los recintos cercados que fueron las primeras ciudades, obligando a pagar tributos a los habitantes del medio rural circundante.
Sobre estas tribus eslavas de las colinas de Kiev cayó el impacto de los escandinavos, que se convirtieron en sus caciques o los vendieron como esclavos en el sur. Estos escandinavos combinaban el comercio, la piratería y la colonización, estimulados por el ansia de poseer tierras. Contaban con importantes técnicas comerciales, grandes conocimientos sobre la navegación y la administración de sus barcos, un formidable poderío bélico y, al parecer, ninguna mujer. Como en el Humber y el Sena, utilizaron los ríos rusos, mucho más largos y profundos, para penetrar en el país que era su presa. Algunos continuaron, y así en el año 846 se tienen noticias de la presencia de los varegos, que era el nombre que recibían, en Bagdad. Una de sus muchas incursiones en el mar Negro fue la que tuvo por objetivo Constantinopla en el año 860. Hubieron de enfrentarse a los jázaros del este, y es posible que se establecieran primero en Kiev, uno de los distritos tributarios jázaros, pero la historia tradicional rusa comienza con su asentamiento en Novgorod, la Holmgardr de la saga nórdica. Allí, se decía, un príncipe llamado Rurik se había establecido con sus hermanos hacia el año 860. Al terminar el siglo, otro príncipe varego había conquistado Kiev y trasladado la capital de un nuevo Estado a esa ciudad.
La aparición de una nueva potencia causó consternación en Bizancio, pero lo impulsó a la acción. Como era de esperar, su respuesta a un nuevo problema diplomático se expresó en términos ideológicos; al parecer hubo un intento de convertir a algunos rus al cristianismo, y es posible que un soberano sucumbiese. Pero los varegos conservaron su paganismo nórdico —sus dioses eran Thor y Odín —, mientras que sus súbditos eslavos, con los que se mezclaban cada vez más, tenían sus propios dioses, posiblemente de orígenes indoeuropeos muy antiguos; en cualquier caso, estas deidades tendieron a fusionarse con el paso del tiempo. No tardaron en reanudarse las hostilidades con Bizancio. Oleg, un príncipe de comienzos del siglo X, atacó de nuevo Constantinopla mientras la flota estaba lejos de la ciudad. Se cuenta que llevó su flota a tierra y que la puso sobre ruedas para burlar el bloqueo de la entrada del Cuerno de Oro. Sin embargo, hiciera lo que hiciese, logró arrancar un tratado sumamente favorable de Bizancio en el año 911. Este hecho otorgó a los rusos unos privilegios comerciales inusualmente favorables y dejó bien sentada la enorme importancia del comercio en la vida del nuevo principado. Más o menos medio siglo después del legendario Rurik, era una realidad, una especie de federación fluvial con centro en Kiev que unía el Báltico con el mar Negro. Era pagano, pero cuando la civilización y el cristianismo llegaron a él, sería gracias al fácil acceso a Bizancio que el agua permitía al joven principado, que fue designado por primera vez Rus en el año 945. Su unidad era todavía muy precaria. Una estructura incoherente perdió aún más rigidez debido a la adopción por los vikingos del principio eslavo en virtud del cual la herencia se dividía. Los príncipes de Rus tendían a desplazarse como soberanos entre los distintos centros urbanos, de los cuales Kiev y Novgorod eran los más importantes. Sin embargo, la familia de Kiev llegó a ser la más importante.
En la primera mitad del siglo X, la relación entre Bizancio y el principado de Kiev maduraba lentamente. Por debajo del nivel de la política y del comercio, tenía lugar una reorientación más fundamental a medida que Kiev debilitaba sus vínculos con Escandinavia y miraba cada vez más hacia el sur. Parece ser que la presión varega disminuyó, y este hecho pudo tener algo que ver con el éxito de los escandinavos en Occidente, donde uno de sus soberanos, Rollón, había recibido en el año 911 el territorio que después se conocería con el nombre de ducado de Normandía. Pero habría de pasar mucho tiempo hasta que Kiev y Bizancio quedasen unidos por unos vínculos más estrechos. Uno de los obstáculos era la cautela de la diplomacia bizantina, que a comienzos del siglo X seguía tan preocupada por pescar en aguas revueltas mediante la negociación con las tribus salvajes de los pechenegos como por apaciguar a los rus, cuyos territorios hostigaban. Los pechenegos habían expulsado ya hacia el oeste a las tribus magiares que antes constituían una barrera entre los rus y los jázaros, y en esa zona podían esperarse más problemas. Tampoco las incursiones de los varegos tocaron a su fin, aunque se produjo una especie de punto de inflexión cuando la flota de los rus fue rechazada por el fuego griego en el año 941. Seguidamente, se firmó un tratado que reducía de manera significativa los privilegios comerciales concedidos treinta años atrás. Pero la reciprocidad de intereses surgía con mayor claridad a medida que Jazaria declinaba y los bizantinos comprendían que Kiev podía ser un valioso aliado contra Bulgaria. Los indicios de contactos se multiplicaron; los varegos aparecieron en la guardia real de Constantinopla y mercaderes rusos llegaron a dicha ciudad con mayor frecuencia. Se cree que algunos recibieron el bautismo.
El cristianismo, aunque a veces desdeñaba a los mercaderes, había llegado a menudo tras las mercancías del comerciante. En Kiev había una iglesia ya en el año 882, y es posible que estuviera allí para los mercaderes extranjeros. Pero no parece que este hecho tuviera consecuencia alguna. Hay pocos datos que prueben la existencia de un cristianismo ruso hasta mediados del siglo siguiente. Entonces, en el año 945, la viuda de un príncipe de Kiev asumió la regencia en nombre del sucesor, su hijo. Se trataba de Olga, y su hijo era Sviatoslav, el primer príncipe de Kiev que llevaba un nombre eslavo y no escandinavo. Años después, Olga efectuó una visita de Estado a Constantinopla. Es posible que recibiera en secreto el bautismo cristiano antes de este viaje, pero se convirtió pública y oficialmente en esta visita que aconteció en el año 957, en una ceremonia celebrada en Santa Sofía que contó con la asistencia del emperador en persona. Estos matices diplomáticos hacen que no sea fácil saber con certeza cómo ha de comprenderse este acontecimiento. Al fin y al cabo, Olga también había mandado traer de Occidente a un obispo para comprobar qué tenía que ofrecerle Roma. Por otra parte, no hubo ninguna secuela práctica inmediata. Sviatoslav, que reinó del año 962 al 972, resultó ser un pagano militante, como otros aristócratas militares vikingos de su época. Se aferró a los dioses del norte, y sus creencias se vieron confirmadas sin duda gracias al éxito cosechado al atacar los territorios de los jázaros. Sin embargo, los resultados fueron menos satisfactorios contra los búlgaros, y finalmente perdió la vida a manos de los pechenegos.
Fue un momento decisivo. Rusia existía pero era todavía vikinga, situada entre el cristianismo de Oriente y el de Occidente. El avance del islam había sido frenado en el período crucial por Jazaria, pero Rusia podría haber vuelto su mirada hacia el Occidente latino. Los eslavos de Polonia se habían convertido ya a Roma, y los obispados alemanes habían sido empujados hacia el este en las costas del Báltico y en Bohemia. La separación, y aun hostilidad, de las dos grandes iglesias cristianas era ya un hecho, y Rusia era una gran presa que esperaba a una de ellas.
En el año 980, una serie de luchas dinásticas concluyeron con la aparición victoriosa del príncipe que convirtió Rusia al cristianismo, Vladimiro. Es posible que fuera educado en el seno del cristianismo, pero al principio hizo alarde del paganismo ostentoso que convenía a un caudillo vikingo. Después comenzó a sondear otras religiones. Dice la leyenda que mandaba debatir los diferentes méritos de cada una en su presencia; los rusos cuentan que rechazó el islam porque prohibía las bebidas alcohólicas. Se envió una comisión para visitar las iglesias cristianas. Las búlgaras, informaron los enviados, olían. Las alemanas no tenían nada que ofrecer. Pero Constantinopla había conquistado sus corazones. Allí, dijeron con palabras tantas veces citadas después, «no sabíamos si estábamos en el cielo o en la Tierra, pues sobre la Tierra no hay tal visión ni belleza, y no sabemos cómo describirla; solo sabemos que Dios mora allí entre los hombres». La decisión se tomó en consecuencia. Hacia los años 986-988, Vladimiro aceptó el cristianismo ortodoxo para él y para su pueblo.
Fue un punto de inflexión para la historia y la cultura rusas, tal como los eclesiásticos ortodoxos reconocen desde aquel momento. «Entonces las tinieblas de la idolatría comenzaron a abandonarnos, y el alba de la ortodoxia despuntó», afirmaba un clérigo al ensalzar a Vladimiro medio siglo después. Pero, a pesar del celo mostrado por Vladimiro para imponer el bautismo a sus súbditos (mediante la fuerza física si era necesario), no fue solo el entusiasmo lo que influyó en él. En la elección intervinieron asimismo factores diplomáticos. Vladimiro había prestado ayuda militar al emperador, y ahora se le había prometido la mano de una princesa bizantina. Se trataba de un reconocimiento del prestigio de un príncipe de Kiev que no tenía precedentes. La hermana del emperador estaba disponible, ya que Bizancio necesitaba la alianza de Rus contra los búlgaros. Cuando los acontecimientos tomaron un cariz desfavorable, Vladimiro presionó ocupando posesiones bizantinas en Crimea. El matrimonio se celebró sin más tardanza. Kiev bien valía una misa nupcial para Bizancio, aunque la elección de Vladimiro fue decisiva por motivos mucho más allá de los diplomáticos. Dos siglos después, sus compatriotas lo reconocieron: Vladimiro fue canonizado. Había tomado la única decisión que, en mayor medida que ninguna otra, determinó el futuro de Rusia.
Es probable que la cultura del Rus de Kiev en el siglo X fuese más rica en muchos aspectos que la que la mayor parte de Europa podía ofrecer. Sus ciudades eran grandes centros comerciales, que canalizaban las mercancías hasta Oriente Próximo, donde las pieles y la cera de abeja rusas eran muy apreciadas. Este énfasis comercial refleja otra diferencia: en Europa occidental, la economía autosuficiente y de subsistencia de los señoríos se había impuesto como la institución que soportaba la tensión del hundimiento del mundo económico clásico. Sin los señoríos occidentales, Rusia tampoco habría conocido los nobles feudales occidentales. La aparición de la aristocracia territorial fue más tardía en Rusia que en la Europa católica; durante mucho tiempo, los nobles rusos seguirían siendo en gran medida compañeros y partidarios de un caudillo guerrero. Algunos de ellos se opusieron al cristianismo, y el paganismo perduró en el norte durante décadas. Al igual que en Bulgaria, la adopción del cristianismo fue un acto político de dimensiones tanto internas como externas, y aunque Kiev era la capital de un principado cristiano, no era todavía el centro de una nación cristiana. La monarquía tuvo que afirmarse frente a una alianza conservadora formada por la aristocracia y el paganismo. En los peldaños inferiores de la escala social, la nueva fe arraigaba gradualmente en las ciudades, al principio gracias a los sacerdotes búlgaros, que llevaban con ellos la liturgia de la Iglesia eslava del sur y el alfabeto cirílico, que creó el ruso como lengua literaria. Desde el punto de vista eclesiástico, la influencia de Bizancio fue fuerte, y el metropolitano de Kiev era nombrado habitualmente por el patriarca de Constantinopla.
Kiev alcanzó fama por el esplendor de sus iglesias; fue una gran época de edificación en un estilo que mostraba la influencia griega. Por desgracia se han conservado pocas, dado que eran de madera. Pero la fama de esta primacía artística refleja la riqueza de Kiev. Su apogeo llegó con Yaroslav el Sabio, momento en el que un visitante occidental pensó que rivalizaba con Constantinopla. Rusia estaba tan abierta al mundo exterior desde el punto de vista cultural como nunca lo había estado desde hacía siglos. Este hecho reflejaba en parte el prestigio militar y diplomático de Yaroslav, quien intercambiaba misiones diplomáticas con Roma mientras Novgorod recibía a los mercaderes de la Hansa alemana. Tras casarse con una princesa sueca, encontró esposos para las mujeres de su familia en reyes de Polonia, Francia y Noruega. Una familia real anglosajona acosada se refugió en su corte. Los vínculos con las cortes occidentales nunca volvieron a ser tan estrechos. En el terreno cultural, también se recogían los primeros frutos de la implantación bizantina en la cultura eslava. La base educativa y la creación jurídica reflejaban este hecho. De este reinado procede asimismo una de las primeras grandes obras literarias rusas, La crónica primaria, una interpretación de la historia rusa con fines políticos. De modo muy semejante a otras historias cristianas antiguas, este texto intentaba proporcionar un argumento cristiano e histórico para lo que los príncipes cristianos ya habían logrado, en este caso la unificación de Rusia bajo la égida de Kiev. Resaltaba la herencia eslava y ofrecía un relato de la historia rusa en términos cristianos.
El punto débil del Rus de Kiev radicaba en la persistencia de una regla sucesoria que garantizaba prácticamente la división y la disputa a la muerte del príncipe más distinguido. Aunque en el siglo XI hubo otro príncipe que logró afirmar su autoridad y contener a los enemigos extranjeros, la supremacía de Kiev declinó después de Yaroslav. Los principados del norte mostraron una mayor autonomía; Moscú y Novgorod fueron finalmente los dos más importantes, aunque en la segunda mitad del siglo XIII se fundó en Vladimir otro principado «grandioso» dispuesto a igualar al de Kiev. Este traslado del centro de gravedad de la historia de Rusia refleja en parte una nueva amenaza en el sur, en forma de presión de los pechenegos, que ahora alcanzaba su apogeo.
Fue un cambio trascendental. En estos estados del norte pueden distinguirse los comienzos de las tendencias futuras del gobierno y la sociedad de Rusia. Lentamente, las concesiones de los príncipes transformaron a los antiguos seguidores y amigos más cercanos de los reyes caudillos en una nobleza territorial. Incluso los campesinos sedentarios comenzaron a adquirir derechos de propiedad y herencia. Muchos de los que trabajaban la tierra eran esclavos, pero no existía la pirámide de obligaciones que constituía la sociedad territorial del Occidente medieval. Sin embargo, estos cambios se desplegaban en el seno de una cultura cuya dirección fundamental había sido establecida por el período de Kiev de la historia de Rusia.
Otra entidad nacional duradera que comenzó a cristalizar más o menos al mismo tiempo que Rusia fue Polonia. Sus orígenes se hallan en un grupo de tribus eslavas que aparecen al principio, en el siglo X, luchando contra la presión de los alemanes en el oeste. Así pues, podría haber sido la política la que dictase la elección del cristianismo como religión por el primer soberano de Polonia de cuya existencia se tiene constancia documental histórica, Mieszko I. La elección no fue, como en el caso de Rusia, la Iglesia ortodoxa oriental. Mieszko optó por Roma. Por consiguiente, Polonia quedaría vinculada durante toda su historia a Occidente, del mismo modo que Rusia lo estaría a Oriente. Esta conversión, en el año 966, inauguró medio siglo de rápida consolidación del nuevo Estado. Un sucesor vigoroso comenzó la creación de un sistema administrativo y extendió sus territorios hasta el Báltico en el norte, y a través de Silesia, Moravia y Cracovia en el oeste. Un emperador alemán reconoció su soberanía en el año 1000, y en 1025 fue coronado rey de Polonia con el nombre de Boleslao I. Los reveses políticos y las reacciones paganas dilapidaron gran parte de la obra de Boleslao, y llegarían tiempos muy difíciles, pero en lo sucesivo Polonia fue una realidad histórica. Por otra parte, tres de los motivos dominantes de su historia también habían hecho su aparición: la lucha contra la invasión alemana desde el oeste, la identificación con los intereses de la Iglesia romana y la rebeldía e independencia de los nobles con respecto a la corona. Los dos primeros factores explican en buena medida la desdichada historia de Polonia, plagada de sucesivas invasiones por parte de los pueblos limítrofes. En cuanto eslavos, custodiaban la explanada de la fortaleza del mundo eslavo; constituían un rompeolas contra las mareas de la inmigración teutónica. Como católicos, eran la avanzadilla de la cultura occidental en su enfrentamiento con el Oriente ortodoxo.
En estos siglos de confusión, otras ramas de los pueblos eslavos habían ascendido por el Adriático hasta Europa central. De ellos surgieron otras naciones poseedoras de importantes características. Los eslavos de Bohemia y Moravia fueron convertidos por Cirilo y Metodio en el siglo IX, pero los alemanes los volvieron a convertir después al cristianismo latino. El conflicto de credos también fue importante en Croacia y Serbia, donde se estableció otra rama que fundó estados separados de los linajes eslavos orientales, primero los ávaros, y después los alemanes y los magiares, cuyas invasiones a partir del siglo IX tuvieron una importancia especial a la hora de aislar a la ortodoxia de Europa central del apoyo bizantino.
A comienzos del siglo XII existía, pues, una Europa eslava. Es cierto que estaba dividida por la religión y en distintas zonas de asentamiento. Uno de los pueblos asentados en ella, los magiares, que habían cruzado los Cárpatos desde el sur de Rusia, no eran eslavos en absoluto. Toda la zona quedó sometida a una presión creciente desde el oeste, donde la política, el fervor de los cruzados y el ansia de tierras hacían que las incursiones hacia el este tuviesen un atractivo irresistible para los alemanes. La mayor potencia eslava, la Rusia de Kiev, no llegó a desarrollar todo su potencial, pues se vio obstaculizada por la fragmentación política que tuvo lugar después del siglo XI y acosada en el siglo siguiente por los cumanos. En el año 1200 había perdido el control de la ruta fluvial del mar Negro; Rusia se había retirado al norte y se estaba convirtiendo en Moscovia. A los eslavos les esperaban malos tiempos. Un huracán de catástrofes estaba a punto de abatirse sobre la Europa eslava. En el año 1204 los cruzados saquearon Constantinopla, y la potencia mundial que había sostenido la fe ortodoxa se eclipsó. Lo peor aún estaba por llegar. Treinta y seis años después, la ciudad cristiana de Kiev cayó en manos de un pueblo nómada terrible. Eran los mongoles.

4. Los disputados legados de Oriente Próximo
Bizancio no era la única tentación para los predadores que merodeaban por Oriente Próximo; de hecho, el imperio bizantino sobrevivió a sus atenciones durante mucho más tiempo que su antiguo enemigo, el califato abasí. El imperio árabe emprendió el camino del declive y la desintegración, y a partir del siglo X entramos en una época de confusión que convierte todo intento de exponer un breve resumen de lo sucedido en un ejercicio desesperante. No hubo un despegue económico sostenido, como pudiera parecer que prometían el florecimiento del comercio y la aparición de hombres adinerados ajenos a las jerarquías gobernantes y militares. Las voraces y arbitrarias expectativas del gobierno podrían ser la explicación fundamental. Al final, a pesar de todas las idas y venidas de gobernantes y asaltantes, nada alteró los cimientos de la sociedad islámica. Toda la zona comprendida entre el Mediterráneo oriental y el Hindu Kush quedó impregnada, por primera vez en la historia, de una sola cultura, que además sería duradera. En esa región, la herencia cristiana de Roma solo se mantuvo como fuerza cultural importante hasta el siglo XI, contenida más allá de los montes Tauro, en Asia Menor. A partir de ese momento, el cristianismo declinó en Oriente Próximo hasta quedar reducido al ámbito de las comunidades toleradas por el islam.
La estabilidad y el arraigo de las instituciones sociales y culturales islámicas tuvieron una importancia inmensa. Superaron con creces los puntos débiles —básicamente, de orden político y administrativo— de los estados semiautónomos que surgieron para ejercer el poder bajo la supremacía formal del califato en su período de decadencia. Sin embargo, no es necesario extenderse ahora en esas comunidades. Por muy interesantes que sean para los arabistas, en estas páginas debemos hacernos eco de su existencia, pero más como puntos de referencia prácticos que por méritos propios. La más importante y fuerte de aquellas entidades era gobernada por la dinastía fatimí, que controlaba Egipto, la mayor parte de Siria y del Mediterráneo oriental, y la costa del mar Rojo. Este territorio incluía los grandes santuarios de La Meca y Medina y, por consiguiente, el rentable e importante comercio de la peregrinación. En las fronteras de Anatolia y del norte de Siria, otra dinastía, los hamdaníes, se interponía entre los fatimíes y el imperio bizantino, mientras que el núcleo del califato, Irak y el oeste de Irán, junto con Azerbaiyán, era gobernado por los buwayhíes. Por último, las provincias nororientales de Jurasán, Sijistán y Transoxiana habían pasado a manos de los samaníes. La enumeración de estas cuatro agrupaciones de poder no agota en modo alguno las complejidades del agitado mundo árabe del siglo X, pero proporciona todo el contexto necesario por el momento para narrar el desarrollo del proceso por el cual aparecieron dos nuevos imperios dentro del islam, uno con base en Anatolia y otro en Persia.
El hilo conductor es un pueblo de Asia central que ya ha hecho su aparición en estas páginas: los turcos. Algunos de ellos habían sido acogidos por los sasánidas en sus últimos años a cambio de ayuda. En esos tiempos, el «imperio» turco, si puede aplicarse este término a su confederación tribal, se extendía por toda Asia; fue su primera gran época. Como en el caso de otros pueblos nómadas, su supremacía pronto se reveló efímera. Los turcos debían hacer frente al mismo tiempo a las divisiones intertribales y al resurgimiento del poderío chino, y la gran invasión árabe cayó sobre un pueblo dividido y desanimado. En el año 667, los árabes invadieron la Transoxiana, y en el siglo siguiente hicieron añicos los restos del imperio turco en Asia occidental. No fueron detenidos hasta el siglo VIII por los jázaros, otro pueblo turco. Antes de que llegara ese momento, la confederación turca oriental se había desmembrado.
A pesar de este desmoronamiento, lo que había sucedido era muy importante. Por vez primera, una especie de comunidad política nómada se había extendido por toda Asia y había perdurado más de un siglo. Las cuatro grandes civilizaciones de la época, China, India, Bizancio y Persia, se habían visto obligadas a entablar relaciones con los janes turcos, cuyos súbditos habían aprendido mucho de estos contactos. Entre otras cosas, habían adquirido el arte de la escritura; la primera inscripción turca que ha llegado hasta nuestros días data de comienzos del siglo VIII. Pero, a pesar de este avance, para conocer lo sucedido en largos períodos de la historia turca debemos recurrir a relatos y documentos de otros pueblos, pues ninguna autoridad turca parece remontarse más allá del siglo XV, y el registro arqueológico es esporádico.
Esta ausencia de pruebas documentales, unida a la fragmentación de las tribus turcas, contribuyen a mantener la oscuridad hasta el siglo X. Después tuvo lugar la caída de la dinastía Tang en China, un gran acontecimiento que ofreció importantes oportunidades a los turcos orientales y sinizados, en el preciso momento en que las señales de debilidad se multiplicaban en el mundo islámico. Uno de estos indicios fue la aparición de los estados sucesores de los abasíes. Los esclavos turcos («mamelucos») habían servido durante mucho tiempo en los ejércitos de los califatos, y ahora eran empleados como mercenarios por las dinastías que intentaban llenar su vacío de poder. Pero los pueblos turcos también estaban de nuevo en movimiento en el siglo X. A mediados de ese siglo, una nueva dinastía restableció el poder y la unidad en China; es posible que este hecho diese el impulso decisivo para otra de las largas operaciones de desplazamiento en virtud de las cuales los pueblos de Asia central se empujaban unos a otros hacia otras tierras. Cualquiera que fuese la causa, un pueblo llamado «turcos oghuz» se puso a la vanguardia de los que penetraron en los territorios del nordeste del antiguo califato, y creó en ellos sus nuevos estados. Uno de estos clanes eran los selyúcidas, notables porque ya eran musulmanes. En el año 960 habían sido convertidos por las asiduas campañas misioneras de los samaníes, cuando todavía estaban en la Transoxiana.
Muchos de los dirigentes de los nuevos regímenes turcos habían sido soldados esclavos de los árabes-persas; uno de tales grupos eran los gaznavíes, una dinastía que ejerció por poco tiempo un inmenso dominio que se extendía hasta la India (también fue este el primer régimen postabasí que nombró sultanes o jefes de Estado a sus generales). Pero este grupo fue desplazado, a su vez, por la llegada de nuevos invasores nómadas. Los ogusios llegaron en número suficiente para producir un cambio importante en la composición étnica de Irán, y también en su economía. En otro aspecto, su llegada significó también un cambio más profundo que los precedentes e inauguró una nueva fase de la historia islámica. Gracias a la actuación de los samaníes, algunos turcos oghuz eran ya musulmanes y respetaron lo que encontraron. Comenzó entonces la traducción al turco de las principales obras del saber árabe y persa, una labor que facilitó mucho el acceso de los pueblos turcos a la civilización árabe.
A comienzos del siglo XI los selyúcidas también cruzaron el río Oxus. Este hecho condujo a la creación de un segundo imperio turco, cuya vida se prolongó hasta el año 1194 y en Anatolia, hasta 1243. Después de expulsar a los gaznavíes del Irán oriental, los selyúcidas se enfrentaron a los buwayhíes y se apoderaron de Irak, convirtiéndose de ese modo en los primeros invasores de Asia central que penetraban más allá de la meseta iraní en los tiempos históricos. Tal vez porque eran suníes, parece ser que fueron bien recibidos desde el primer momento por muchos de los antiguos súbditos de los buwayhíes chiíes. Pero no se quedaron allí, sino que continuaron para alcanzar nuevas y mayores gestas. Después de ocupar Siria y Palestina, invadieron Asia Menor, donde infligieron a los bizantinos una de las derrotas más rotundas de su historia, en Manzikert, en el año 1071. Es significativo constatar que los selyúcidas dieron el nombre de «sultanato de Rum» al sultanato que crearon en la región, pues en lo sucesivo se consideraron a sí mismos herederos de los antiguos territorios romanos. El hecho de que el islam tuviera una avanzada dentro del antiguo imperio romano hizo estallar el fervor cruzado en Occidente, y abrió Asia Menor a la colonización de los turcos.
Así pues, los selyúcidas desempeñaron un papel histórico sobresaliente en muchos sentidos. No solo comenzaron la conversión de Asia Menor del cristianismo al islam, sino que provocaron las cruzadas y durante mucho tiempo también fueron los principales encargados de resistir. Esto les costó muy caro en otros frentes. A mediados del siglo XII, el poderío selyúcida menguaba ya en los territorios iraníes. No obstante, el imperio selyúcida duró lo suficiente para hacer posible la cristalización final, en todos los territorios nucleares islámicos, de una cultura común y de instituciones que en esta ocasión incluían a los pueblos turcos.
Se alcanzó cierta hegemonía selyúcida no tanto porque el gobierno innovase como porque reconocía la realidad social (y en el islam dicho adjetivo significaba «religiosa»). La esencia de la estructura selyúcida no era la actividad administrativa sino la tributaria. Era una especie de confederación de tribus y localidades, y su capacidad para hacer frente a la tensión a largo plazo no fue mayor que la de sus predecesores. El aparato central del imperio era su ejército y todo aquello que resultaba necesario para mantenerlo. A escala local gobernaban los notables de la ulema, los maestros y jefes religiosos del islam, que aportaron una consolidación de la autoridad y unos hábitos sociales que sobrevivirían a los califatos y se convertirían en el aglutinante de la sociedad islámica en todo Oriente Próximo. Controlaron la situación hasta la llegada del nacionalismo en el siglo XX. A pesar de las divisiones entre escuelas en el seno de la ulema, esta ofrecía en todos los niveles un sistema social y cultural común que garantizaba la lealtad de las masas a los nuevos regímenes que se reemplazaban unos a otros en la cumbre, y que podían tener orígenes extranjeros. Proporcionaba portavoces políticos que podían asegurar satisfacción a escala local y legitimar a los nuevos regímenes con su apoyo.
Esto produjo una de las diferencias más llamativas entre la sociedad islámica y la cristiana. Las élites religiosas eran el factor fundamental en la ulema; organizaban la comunidad sobre una base local y religiosa, de tal modo que la burocracia, en el sentido occidental del término, no era necesaria. En medio de las divisiones políticas del mundo islámico en la época de decadencia de los califatos, estas élites le dieron su unidad social. El modelo selyúcida se extendió por el mundo árabe, y fue mantenido por los imperios que les sucedieron. Otra institución básica era el uso de esclavos, algunos como administradores, pero la mayoría en el ejército. Aunque los selyúcidas concedieron algunos grandes feudos a cambio del servicio militar, fueron los esclavos, a menudo turcos, quienes suministraron la verdadera fuerza sobre la que se basaba el régimen: sus ejércitos. Finalmente, contaba asimismo con el mantenimiento, siempre que era posible, del señor local, persa o árabe.
Los años de declive del régimen selyúcida dejaron al descubierto los puntos débiles de esta estructura, cuya dirección dependía sobremanera de la disponibilidad de individuos capaces apoyados por lealtades tribales. Pero había pocos turcos, y no podían mantener las lealtades de sus súbditos si no tenían éxito. Cuando la primera oleada del asentamiento musulmán en Anatolia pasó, aquella región solo era turca superficialmente, y las ciudades musulmanas se alzaban en medio de un mundo rural diferenciado desde el punto de vista lingüístico; la lengua local no se arabizó, como sucedió más al sur, y el desplazamiento de la cultura griega de la zona se consiguió con gran lentitud. Más al este, los primeros territorios musulmanes que se perdieron cayeron en poder de paganos en el siglo XII; un soberano nómada (a quien en Occidente se suponía un rey cristiano, el preste Juan, en camino desde Asia central para ayudar a los cruzados) conquistó la Transoxiana a los selyúcidas.
El movimiento de las cruzadas fue en parte una respuesta al establecimiento del poder selyúcida. Los turcos, quizá debido a su tardía conversión al islam, eran menos tolerantes que los árabes. Comenzaron a causar dificultades a los peregrinos cristianos que viajaban a los lugares santos. Las otras causas que promovieron las cruzadas pertenecen más a la historia de Europa que a la historia islámica, por lo que nos ocuparemos de ellas en otro lugar, pero en el año 1100 el mundo islámico se sintió a la defensiva, si bien la amenaza de los francos no era todavía grave. Con todo, la reconquista de España había comenzado y los árabes ya habían perdido Sicilia. La primera cruzada (1096-1099) se vio favorecida por las divisiones musulmanas que permitieron a los invasores fundar cuatro estados latinos en el Mediterráneo oriental: el reino de Jerusalén y sus tres feudos, el condado de Edesa, el principado de Antioquía y el condado de Trípoli. Aunque no tendrían un gran futuro, a comienzos del siglo XII su presencia parecía un mal augurio para el islam. El éxito de los cruzados provocó la reacción musulmana, y un general selyúcida conquistó Mosul, que se convirtió en el centro desde el que se construyó un nuevo Estado en el norte de Mesopotamia y Siria. Reconquistó Edesa (1144), y su hijo comprendió las posibilidades de aprovechar el alejamiento de los cristianos de la población musulmana local debido al mal trato recibido. Fue un sobrino de este príncipe, Saladino, quien se hizo con el poder en Egipto en el año 1171, declarando el final del califato fatimí.
Saladino era kurdo. Llegó a ser considerado el héroe de la reconquista musulmana del Mediterráneo oriental, y sigue siendo una figura atractiva aun después de los denodados esfuerzos de estudiosos escépticos y poco románticos por menoscabar la imagen del noble ideal de la caballería sarracena. La fascinación que ejerció en las mentes de sus contemporáneos cristianos tenía sus raíces en paradojas que debían de tener una fuerza instructiva real. Es indudable que era un pagano, pero era bueno, un hombre de palabra y justo en sus tratos; era caballeroso, aunque pertenecía a un mundo que no conocía el ideal caballeresco. Todo esto desconcertó tanto a algunos franceses que se sintieron obligados a creer que, de hecho, había sido armado caballero por un cautivo cristiano, y que había recibido el bautismo en su lecho de muerte. En un nivel más mundano, el primer gran triunfo de Saladino fue la reconquista de Jerusalén (1187), que provocó una nueva cruzada, la tercera (1189-1192). Esta expedición obtuvo escasos resultados contra Saladino, aunque intensificó aún más la irritación de los musulmanes, que a partir de entonces comenzaron a mostrar una nueva acritud y una hostilidad ideológica sin precedentes hacia el cristianismo. A todo ello le siguió la persecución de los cristianos, y con ella comenzó el lento pero irreversible descenso de la antes numerosa población cristiana en los territorios musulmanes.

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Saladino fundó una dinastía, la de los sultanes ayubíes, que gobernaron el Mediterráneo oriental (a excepción de los enclaves de los cruzados), Egipto y la costa del mar Rojo. La dinastía perduró hasta que fue sustituida por gobernantes provenientes de sus propias guardias palaciegas, los mamelucos turcos, que acabarían con las demás conquistas de los cruzados en Palestina. El resurgimiento del califato que siguió en El Cairo (fue entregado a un miembro de la casa abasí) apenas tiene significación alguna en comparación con este hecho. Es de señalar, sin embargo, que en la medida en que el islam mantenía un poder hegemónico y un foco cultural, ambos se hallaban ahora en Egipto. Bagdad nunca se recuperó.
Los mamelucos anotarían un logro mayor en su haber en el siglo XIII. Fueron ellos quienes contuvieron finalmente la marea de una conquista mucho más amenazadora que la de los francos, que subía desde hacía ya más de medio siglo: la invasión de los mongoles. La historia de este pueblo hace inútiles las divisiones cronológicas y territoriales. En un lapso increíblemente breve, este pueblo nómada incorporó a su órbita a China, la India, Oriente Próximo y Europa, y dejó huellas indelebles a su paso. Pero su historia carece de un centro físico a excepción de las tiendas de fieltro del campamento de su soberano; irrumpieron como un huracán para aterrorizar a media docena de civilizaciones, mataron y destruyeron a una escala solo emulada en el siglo XX, y después desaparecieron prácticamente con la misma celeridad con que habían llegado. Exigen ser considerados únicamente los últimos y más terribles conquistadores nómadas.
La Mongolia del siglo XII es el momento y el lugar donde debemos remontarnos en busca de sus orígenes. En esa época, vivían en aquel territorio un grupo de pueblos que hablaban lenguas de la familia llamada «mongola», que desde hacía tiempo exigían la atención de los gobiernos chinos. Por lo general, China enfrentaba a unos con otros en interés de su propia seguridad. Eran bárbaros, no muy diferentes, en cuanto a nivel cultural, de otros de los que ya hemos hablado en estas páginas. Dos de estas tribus, los tártaros y los que con el paso del tiempo se conocerían con el nombre de mongoles, competían, y en términos generales los primeros se llevaban la mejor parte. Los tártaros impulsaron a un joven mongol a mostrar un encono y una autoafirmación extremos. La fecha de su nacimiento no se conoce con certeza, pero en el decenio de 1190 se convirtió en el jan de su pueblo. Unos años después era el soberano de las tribus mongolas, y fue reconocido como tal al serle concedido el título de Chinghis Jan. Por una corrupción árabe de su nombre, en Europa se le llamó Gengis Kan. Extendió su poder sobre otros pueblos de Asia central, y en el año 1215 derrotó (aunque no derrocó) al Estado Jin en el norte de China y Manchuria. Solo era el comienzo. En el momento de su muerte, en el año 1227, era el más grande conquistador que el mundo había conocido.
Gengis Kan parece distinto de todos los caudillos militares nómadas de épocas anteriores. Creía de verdad que tenía la misión de conquistar el mundo. La conquista, no el botín ni el asentamiento, era su objetivo, y todo lo que conquistaba era organizado de manera sistemática. Esto condujo a la creación de una estructura que merece el nombre de «imperio» más que la mayoría de las entidades políticas nómadas. Era supersticioso, tolerante con casi todas las religiones distintas de su paganismo, y, según un historiador persa, «solía tener en estima a bienamados y respetados sabios y eremitas de todas las tribus, pues consideraba que este proceder complacía a Dios». De hecho, parece ser que afirmaba que era el ejecutor de una misión divina. Este eclecticismo religioso era de la máxima importancia, al igual que el hecho de que tanto él como sus seguidores (excepto algunos turcos que se habían incorporado a ellos) no eran musulmanes, como lo eran los selyúcidas cuando llegaron a Oriente Próximo. Esta cuestión no solo era importante para los cristianos y los budistas —había nestorianos y budistas entre los mongoles—, sino que significaba que los mongoles no se identificaban con la religión mayoritaria en Oriente Próximo.
En el año 1218, Gengis Kan se dirigió hacia el oeste, dando comienzo a la era de las invasiones mongolas en la Transoxiana y el norte de Irán. Nunca actuaba de modo despreocupado, caprichoso o irreflexivo, pero es perfectamente posible que el ataque fuese provocado por la insensatez de un príncipe musulmán que había dado muerte a sus enviados. Desde allí, Gengis Kan avanzó en una incursión devastadora hasta Persia, giró después hacia el norte a través del Cáucaso y llegó al sur de Rusia, y regresó una vez realizado un periplo completo en torno al mar Caspio.
Todo esto sucedió en el año 1223. Bujara y Samarcanda fueron saqueadas, y se perpetraron matanzas de sus habitantes que pretendían aterrorizar a los de otras ciudades que pensasen oponer resistencia. La rendición era siempre la forma de actuar más segura con los mongoles, y varios pueblos menores sobrevivieron sin más consecuencias negativas que el pago de tributos y la llegada de un gobernador mongol. La Transoxiana nunca recuperó su lugar en la vida del Irán islámico después de estos hechos. La civilización cristiana había recibido un aviso de la capacidad mongola con la derrota de los georgianos en el año 1221 y con la de los príncipes rusos del sur dos años después. Pero estos hechos alarmantes solo fueron el preludio de lo que sucedería después.
Gengis Kan murió en Oriente en el año 1227, pero su hijo y sucesor regresó a Occidente tras culminar la conquista del norte de China. En 1236 sus ejércitos invadieron Rusia. Tomaron Kiev y se establecieron en el tramo inferior del río Volga, desde donde organizaron un sistema tributario para los principados rusos que no habían ocupado. Mientras tanto, hacían incursiones en la Europa católica. Los caballeros teutónicos, los polacos y los húngaros claudicaron ante ellos. Cracovia fue incendiada y Moravia, devastada. Una fuerza expedicionaria mongola llegó hasta Austria, mientras que los perseguidores del rey de Hungría le acosaron a través de Croacia y llegaron finalmente a Albania antes de que se les ordenase la retirada.
Los mongoles abandonaron Europa a causa de las disensiones surgidas entre sus dirigentes y al llegar la noticia de la muerte del jan. No fue elegido un nuevo jan hasta el año 1246. A la ceremonia asistieron un fraile franciscano (había viajado como emisario del Papa), un gran duque ruso, un sultán selyúcida, el hermano del sultán ayubí de Egipto, un enviado del califa abasí, un representante del rey de Armenia y dos pretendientes al trono de Georgia. La elección no resolvió los problemas planteados por las disensiones entre los mongoles, y el terreno no estuvo preparado para otro ataque mongol hasta la elección de un nuevo Gran Kan (una vez que la muerte de su predecesor puso fin a un breve reinado).
En esta ocasión, la fuerza de la agresión mongola cayó casi en exclusiva sobre el islam, hecho que provocó un optimismo injustificado entre los cristianos, que percibían también el auge de la influencia nestoriana en la corte mongola. La zona todavía sometida oficialmente al califato se hallaba sumida en un estado de desorden desde la campaña de Gengis Kan. Los selyúcidas de Rum habían sido derrotados en 1243 y no eran capaces de afirmar su autoridad. En este vacío, unas fuerzas mongolas relativamente reducidas y locales podían ser eficaces, y el imperio mongol se basó principalmente en vasallos de entre los numerosos gobernantes locales. La campaña fue confiada al hermano más joven del Gran Kan, y comenzó con la travesía del río Oxus el 1 de enero de 1256. Después de acabar en su camino con la conocida secta de los asesinos, avanzó hasta Bagdad, donde emplazó al califa a rendirse. La ciudad fue tomada al asalto y saqueada, y el último califa abasí fue asesinado (dada la existencia de supersticiones relacionadas con el derramamiento de su sangre, se cuenta que fue enrollado en una alfombra y pateado por caballos hasta la muerte). Fue un momento aciago en la historia del islam, pues los cristianos tomaron aliento en todas partes y previeron el derrocamiento de sus caudillos musulmanes. Cuando al año siguiente la ofensiva de los mongoles se dirigió contra Siria, los musulmanes fueron obligados a inclinarse ante la cruz en las calles de un Damasco rendido, y una mezquita fue reconvertida en iglesia cristiana. Los mamelucos de Egipto eran los siguientes en la lista de conquistas cuando murió el Gran Kan. El jefe militar mongol en Occidente apoyaba la sucesión de su hermano menor, Kubilai, que a la sazón se hallaba en la lejana China. Pero retiró a muchos de sus hombres a Azerbaiyán en espera de acontecimientos. Los mamelucos cayeron derrotados ante un ejército debilitado en la fuente de Goliat, cerca de Nazaret, el 3 de septiembre de 1260. El general mongol perdió la vida, la leyenda de la invencibilidad mongola saltó hecha añicos, y se llegó a un punto decisivo en la historia universal. La época de la conquista había terminado para los mongoles, y comenzaba la de la consolidación.
La unidad del imperio de Gengis Kan había tocado a su fin. Después de la guerra civil, el legado fue dividido entre los príncipes de su casa, bajo la supremacía teórica de su nieto Kubilai, jan de China, que sería el último Gran Kan. El janato ruso fue dividido en tres: el de la Horda de Oro se extendía desde el Danubio hasta el Cáucaso, y al este se hallaban el janato «cheibaní» en el norte (que tomó su nombre de su primer jan) y el de la Horda Blanca en el sur. El kanato de Persia incluía gran parte de Asia Menor, y se extendía por Irak e Irán hasta el río Oxus. Al otro lado estaba el janato de Turkestán. Las querellas entre estos estados dejaron libres a los mamelucos para reducir los enclaves de los cruzados y vengarse de los cristianos que se habían comprometido con los mongoles a través de la colaboración.
Si se examinan estos hechos de modo retrospectivo, no resulta ni mucho menos fácil comprender por qué los mongoles tuvieron tanto éxito durante tanto tiempo. En Occidente habían contado con la ventaja de que no existiera ninguna gran potencia, como Persia o el imperio romano de Oriente, que les hiciera frente, pero en Oriente derrotaron a China, que era sin lugar a dudas un gran Estado imperial. También ayudó el hecho de que se enfrentasen a unos enemigos divididos; los gobernantes cristianos albergaron la esperanza de utilizar el poderío mongol contra los musulmanes, e incluso unos contra otros, mientras que cualquier combinación de las civilizaciones de Occidente con China en contra de los mongoles era inconcebible habida cuenta del control que los mongoles ejercían sobre las comunicaciones entre Europa y el Lejano Oriente. Su tolerancia hacia la diversidad religiosa, salvo durante el período de odio implacable hacia el islam, también favoreció a los mongoles: quienes se sometían pacíficamente tenían poco que temer, mientras que los posibles resistentes podían contemplar las ruinas de Bujara o Kiev, o bien las pirámides de calaveras en los lugares donde antes se alzaban las ciudades persas; gran parte del éxito de los mongoles debió de ser fruto del mismo terror que derrotó a muchos de sus enemigos aun antes de entrar en combate. Pero, en última instancia, la simple pericia militar explicaba sus victorias. El soldado mongol era resistente, estaba bien preparado y era mandado por generales que aprovechaban todas las ventajas que un arma de caballería ligera podía ofrecerles. Su movimiento era fruto en parte del cuidado con que se llevaba a cabo la tarea de reconocimiento y espionaje antes de una campaña. La disciplina de su caballería y su dominio de las técnicas de la guerra de asedio (que, no obstante, los mongoles preferían evitar) les hacían mucho más temibles que una horda de filibusteros nómadas. Por otra parte, a medida que las conquistas continuaban, el ejército mongol reclutaba especialistas entre sus cautivos, y así, a mediados del siglo XIII había muchos turcos en sus filas.
Aunque las necesidades de su ejército eran sencillas, el imperio de Gengis Kan y, en grado un tanto menor, de sus sucesores era una realidad administrativa que abarcaba una extensa zona. Una de las primeras innovaciones de Gengis Kan fue la reducción de la lengua mongola a la escritura, utilizando la grafía turca. Esta tarea se encomendó a un cautivo. El régimen mongol siempre fue receptivo a los conocimientos a los que sus conquistas les permitían acceder. Los funcionarios chinos organizaban los territorios conquistados con fines tributarios; el mecanismo chino del papel moneda provocó un catastrófico hundimiento del comercio cuando fue introducido por los mongoles en la economía persa en el siglo XIII, pero no por este fracaso resulta menos asombroso el ejemplo de la utilización de técnicas ajenas.
En un imperio tan extenso, las comunicaciones eran fundamentales para el poder. Una red de postas a lo largo de los principales caminos atendía el rápido movimiento de mensajeros y agentes. Los caminos también favorecían el comercio, y a pesar de su crueldad con las ciudades que les oponían resistencia, los mongoles solían fomentar la reconstrucción y la reactivación del comercio, del que intentaban obtener ingresos mediante la fijación de impuestos. Asia conoció una especie de Pax mongolica. Las caravanas eran protegidas de los bandidos nómadas mediante la vigilancia de los mongoles, y los cazadores furtivos se transformaron en guardabosques; al ser los nómadas más poderosos, no iban a permitir que otros nómadas les quitasen la caza. El comercio por vía terrestre entre China y Europa era tan fácil en la época mongola como en cualquier otra. Marco Polo es el más célebre de los viajeros europeos que llegaron hasta el Lejano Oriente en el siglo XIII. En la época de sus viajes, los mongoles habían conquistado China, pero, antes de que él naciera, su padre y su tío habían emprendido viajes por Asia que se prolongarían durante varios años. Ambos eran mercaderes venecianos y tuvieron suficiente éxito para ponerse en camino de nuevo prácticamente en cuanto regresaron, llevándose con ellos al joven Marco. Por vía marítima, el comercio de China también estaba vinculado con Europa, a través del puerto de Ormuz, en el golfo Pérsico, pero eran las rutas terrestres hasta Crimea y Trebisonda las que transportaban la mayor parte de las sedas y especias rumbo a Occidente, y las que abastecieron al grueso del comercio bizantino en sus últimos siglos. Las rutas terrestres dependían de los janes, y es importante señalar que los mercaderes siempre fueron firmes partidarios del régimen mongol.
Los janes eran los representantes en la Tierra del único dios de los cielos, Tengri, cuya supremacía debía reconocerse, aunque esto no significaba que no se tolerase la práctica de otras religiones. Con todo ello significaba indudablemente que la diplomacia en el sentido occidental era inconcebible. Al igual que los emperadores chinos a quienes sustituirían, los janes se consideraban defensores de una monarquía universal; quienes se acercasen a ella habían de llegar como suplicantes. Los embajadores eran portadores de los tributos, no representantes de potencias de la misma categoría. Cuando, en 1246, emisarios enviados desde Roma transmitieron las protestas del papado por el trato que los mongoles infligían a la Europa cristiana y la recomendación de que se bautizasen, la respuesta del nuevo Gran Kan fue categórica: «Si no observáis la autoridad de Dios, y si ignoráis mi autoridad, os reconoceré como enemigos. Asimismo, os haré comprender». En cuanto al bautismo, el Papa recibió el mensaje de que acudiese él en persona a servir al jan. No fue un mensaje aislado, pues otro Papa recibió la misma respuesta del gobernador mongol de Persia un año después: «Si deseáis conservar vuestra tierra, debéis venir a nosotros en persona y, desde aquí, acudir a quien es el señor de la Tierra. Si no lo hacéis, no sabemos qué sucederá; solo Dios lo sabe».
Las influencias culturales que afectaron a los gobernantes mongoles y su círculo no fueron solo las chinas. Hay muchos datos que atestiguan la importancia del cristianismo nestoriano en la corte mongola, hecho que alentó las esperanzas europeas de un acercamiento a los janes. Uno de los visitantes occidentales más notables del jan, el franciscano Guillermo de Roebruck, fue informado inmediatamente después del día de Año Nuevo de 1254, por un monje armenio, de que el Gran Kan sería bautizado unos días después, pero nada de eso sucedió. Guillermo perseveró, sin embargo, hasta vencer en un debate celebrado en su presencia, defendiendo la fe cristiana contra los representantes musulmanes y budistas y erigiéndose en ganador. Este era, de hecho, el momento preciso en que el poderío mongol se preparaba para el doble asalto al poder mundial, contra la China Sung y contra los musulmanes, que fue contenido finalmente en Siria por los mamelucos en el año 1260.
Este revés no significó el final de los intentos de los mongoles de conquistar el Mediterráneo oriental. Pero ninguno tuvo éxito; las disputas internas entre ellos habían despejado el terreno para los mamelucos desde hacía mucho tiempo. Los cristianos lamentaron la muerte de Hulagu, el último jan que representaría una amenaza real para Oriente Próximo durante décadas. Después de él, una sucesión de iljanes o janes subordinados gobernaron en Persia, preocupados por las disputas con la Horda de Oro y la Horda Blanca. Persia se recuperó de las invasiones que había sufrido en ese mismo siglo. Los mongoles gobernaron a través de administradores reclutados en la zona y fueron tolerantes con los cristianos y los budistas, aunque al principio no con los musulmanes. Se advirtió un indicio de cambio en la posición relativa de los mongoles y los europeos cuando los iljanes insinuaron al papado que debían unirse en una alianza contra los mamelucos.
Cuando Kubilai Kan murió en China en el año 1294, desapareció con él uno de los escasos vínculos que aún quedaban para mantener unido el imperio mongol. Al año siguiente, un ilján llamado Ghazan protagonizó una trascendental ruptura con la tradición mongola al convertirse al islam. Desde entonces, los gobernantes de Persia han sido siempre musulmanes. Pero este hecho no surtió todos los efectos esperados, y el ilján murió joven, dejando muchos problemas sin resolver. Abrazar el islam había sido una jugada atrevida, pero no era suficiente. Había ofendido a muchos mongoles, y en última instancia los janes dependían de sus capitanes. No obstante, la contienda con los mamelucos no se abandonó. Aunque al final no tuvieron éxito, los ejércitos de Ghazan tomaron Alepo en el año 1299, y al año siguiente se oraba por él en la mezquita omeya de Damasco. Ghazan fue el último jan que intentó llevar a cabo el plan de conquista de Oriente Próximo que los mongoles habían emprendido medio siglo antes, pero se frustró finalmente cuando los mamelucos rechazaron a la última invasión mongola de Siria en 1303. El ilján murió al año siguiente.
Como había sucedido en China, en Persia pronto pareció que el dominio mongol solo había disfrutado de un breve interregno de consolidación antes de comenzar a desmoronarse. Ghazan fue el último ilján de talla. Fuera de sus territorios, sus sucesores pudieron ejercer escasa influencia; los mamelucos aterrorizaban a los antiguos aliados de los mongoles, los armenios cristianos, y Anatolia se la disputaban diferentes príncipes turcos. Poco cabía esperar de Europa, donde la ilusión del sueño de las cruzadas se había disipado. Mientras el Estado mongol se desmoronaba, un último destello del antiguo terror en Occidente se vislumbró con un conquistador que rivalizaba incluso con Gengis Kan.
En el año 1369, Tamerlán (Timur Lang, o Timur el Cojo), se convirtió en soberano de Samarcanda. Durante treinta años, la historia de los iljanes había sido una sucesión de conflictos civiles y disputas sucesorias; Persia fue conquistada por Tamerlán en el año 1379. Timur aspiraba a rivalizar con Gengis Kan. En lo que se refiere a la extensión de sus conquistas y a la ferocidad de su comportamiento, alcanzó su objetivo; es posible incluso que fuese un líder militar tan grande como su rival. No obstante, le faltaba la capacidad de estadista de sus predecesores. Estaba desprovisto de dotes creativas. Aunque asoló la India y saqueó Delhi (fue tan duro con sus correligionarios musulmanes como con los cristianos), vapuleó a los janes de la Horda de Oro, derrotó a mamelucos y turcos por igual e incorporó Mesopotamia y Persia a sus dominios, dejó muy poco tras de sí. Su papel histórico fue punto menos que insignificante, salvo en dos aspectos. Uno de sus logros negativos fue la extinción casi completa del cristianismo asiático en su forma nestoriana o jacobita. Este modo de proceder tenía escaso arraigo en la tradición mongola, pero por las venas de Timur corría tanta sangre turca como mongola, y desconocía por completo la vida nómada de Asia central, de donde procedía Gengis Kan, que siempre estuvo dispuesto a ser permisivo con el clero cristiano. Su único logro positivo fue temporal y no deliberado: prolongó la vida de Bizancio durante un breve lapso. Gracias a la gran derrota de un pueblo turco de Anatolia, los otomanos, en 1402, impidió durante algún tiempo que estos acabasen con el imperio de Oriente.
Esta era la dirección en la que la historia de Oriente Próximo había avanzado desde que los mongoles se habían mostrado incapaces de mantener su dominio sobre la Anatolia selyúcida. La espectacular extensión de las campañas mongolas —desde Albania hasta Java— hizo difícil percibir este hecho hasta la muerte de Tamerlán, pero después fue evidente. Antes de ese momento, los mongoles ya habían sido derrocados en China. El legado de Tamerlán también se desmoronó, y Mesopotamia se convirtió finalmente en el emirato de los llamados «turcos ovejas negras», mientras que sus sucesores mantuvieron durante algún tiempo Persia y la Transoxiana. A mediados del siglo XV, la Horda de Oro avanzaba rápidamente hacia su desintegración. Aunque todavía podía aterrorizar a Rusia, la amenaza mongola a Europa había dejado de existir hacía tiempo.
En el siglo XV, Bizancio exhalaba ya sus últimos suspiros. Desde hacía más de dos siglos, libraba una batalla por la supervivencia que estaba condenada al fracaso, y no solo contra sus poderosos vecinos islámicos. Occidente había sido el primero en reducir Bizancio a una pequeña parcela de territorio, y había saqueado su capital. Después de la herida mortal de 1204, solo era un pequeño Estado balcánico. Un rey búlgaro había aprovechado la oportunidad de aquel año para asegurar la independencia de su país, y este fue uno de los varios y efímeros estados sucesores que hicieron su aparición. Por otra parte, sobre las ruinas del dominio de Bizancio se había asentado un nuevo imperio marítimo de Europa occidental, el de Venecia, el usurpador al que primero hubo que sobornar para que participase. Durante ese período, asimismo, Venecia había mantenido una enconada rivalidad comercial y política que debía sostener con otra ciudad-estado italiana, Génova, que para el año 1400 había obtenido el control de la costa sur de Crimea y su abundante comercio en Rusia.
En el año 1261, los bizantinos recuperaron la posesión de su capital de manos de los francos. Para ello contaron con la ayuda de una potencia turca asentada en Anatolia, los osmanlíes. Dos factores podrían beneficiar todavía al imperio: la fase crucial de la agresión mongola había pasado (aunque es posible que esto no se supiera, pues los ataques mongoles continuaban abatiéndose sobre los pueblos que se interponían entre Bizancio y los asaltantes), y en Rusia existía una gran potencia ortodoxa que podía ser una fuente de ayuda y dinero. Pero también había nuevas amenazas que pesaban más que los factores positivos. La recuperación bizantina en Europa a finales del siglo XIII no tardó en ser cuestionada por un príncipe serbio con aspiraciones a hacerse con el imperio. Murió antes de que pudiera conquistar Constantinopla, pero dejó al imperio bizantino con poco más que los territorios que circundaban la capital y un fragmento de Tracia. Contra los serbios, el imperio recurrió una vez más a la ayuda de los osmanlíes. Asentados ya con firmeza en las costas asiáticas del Bósforo, los turcos establecieron una avanzada en Europa, en Gallípoli, en el año 1333.
Lo mejor que los últimos once emperadores, los Paleólogos, pudieron hacer en estas circunstancias fue cubrir la retirada. Perdieron lo que les quedaba de Asia Menor a manos de los osmanlíes en 1326, y allí era donde se encontraba el mayor peligro. En la parte oriental del mar Negro tenían un aliado en el imperio griego de Trebisonda, un gran Estado comercial que sobreviviría por escaso margen a Bizancio, pero de Europa poco podían esperar. Las ambiciones de los venecianos y los genoveses (quienes ya dominaban incluso el comercio de la propia capital) y del rey de Nápoles apenas daban respiro a Bizancio. Un emperador aceptó desesperadamente la primacía papal y la reunificación con la Iglesia romana, pero esta política apenas surtió otro efecto que ganarse la enemistad del clero, y su sucesor la abandonó. La religión seguía dividiendo a la cristiandad.
A medida que transcurría el siglo XIV, los bizantinos tenían una sensación cada vez más profunda de aislamiento. Se sentían abandonados a los infieles. El intento de utilizar mercenarios occidentales procedentes de Cataluña solo condujo a que estos atacasen la propia Constantinopla y fundasen otro Estado segregado, el ducado catalán de Atenas, en el año 1311. Las victorias ocasionales cuando una isla o una provincia eran recuperadas no compensaban la tendencia general de estos acontecimientos, ni tampoco el efecto debilitador de las guerras civiles ocasionales en el seno del imperio. Fieles a sus tradiciones, incluso en esta situación extrema, los griegos lograron infundir a algunas de estas luchas una dimensión teológica. Y, para colmo de males, la peste de 1347 acabó con un tercio de la población del imperio.
En 1400, cuando el emperador viajó a las cortes de Europa occidental para recabar ayuda (lo único que consiguió fue un poco de dinero), solo gobernaba Constantinopla, Tesalónica y Morea. Es importante señalar que en Occidente muchos le llamaban por entonces «emperador de los griegos», olvidando que seguía siendo el emperador titular de los romanos. Los turcos rodeaban la capital por todas partes y ya habían dirigido su primer ataque contra ella. En 1422 tuvo lugar un segundo ataque. Juan VIII efectuó un último intento de superar el obstáculo más importante para la cooperación con Occidente. En 1439 asistió al concilio ecuménico celebrado en Florencia, donde aceptó la primacía papal y la unión con Roma. La cristiandad occidental recibió la noticia con júbilo; las campanas repicaron en las parroquias. Pero el Oriente ortodoxo frunció el ceño. La fórmula del concilio chocaba directamente con su tradición; era demasiado lo que se interponía: la autoridad papal, la igualdad de los obispos, el ritual y la doctrina. El clero griego más influyente se había negado a asistir al concilio; los numerosos eclesiásticos que viajaron a Florencia firmaron la fórmula de la unidad excepto uno (significativamente, fue canonizado más tarde), pero muchos de ellos se retractaron al regresar a Bizancio. «Es mejor ver en la ciudad el poder del turbante turco que el de la tiara latina», dijo un dignatario bizantino. La sumisión al Papa era un acto de apostasía para la mayoría de los griegos, ya que suponía negar la Iglesia verdadera, cuya tradición había sido conservada por la ortodoxia. En Constantinopla se dio la espalda a los sacerdotes que habían aceptado el concilio; los emperadores cumplieron el acuerdo, pero transcurrieron trece años hasta que se atrevieron a proclamar la unión públicamente en Constantinopla. El único beneficio de la sumisión fue el apoyo del Papa a una última cruzada (que terminó en desastre en 1441). Al final, Occidente y Oriente no pudieron hacer causa común. El infiel todavía solo atacaba las defensas más exteriores de Occidente. Francia y Alemania estaban absortas en sus propios asuntos, y Génova y Venecia consideraban que tanto la conciliación con los turcos como la oposición a ellos podían reportarles beneficios. Incluso los rusos, hostigados por los tártaros, poco podían hacer por ayudar a Bizancio, al haber sido cortado el contacto directo con el imperio. La ciudad imperial, y poco más, quedó sola y dividida en su interior para enfrentarse al asalto definitivo de los otomanos.
¿Quiénes eran los osmanlíes o, como se les llamó en Europa, los otomanos? Eran uno de los pueblos turcos surgidos del desmoronamiento del sultanato de Rum. Cuando los selyúcidas llegaron a las tierras fronterizas situadas entre el disuelto califato abasí y el imperio bizantino, se encontraron con cierto número de señores de marcas musulmanes, pequeños príncipes llamados ghazis, a veces de raza turca, rebeldes, independientes e inevitables beneficiarios de la decadencia del poder supremo. Su existencia era precaria, y el imperio bizantino había absorbido a algunos de ellos en su recuperación del siglo X, pero su eliminación presentó dificultades. Muchos sobrevivieron a la época selyúcida y se beneficiaron de la destrucción de su régimen por los mongoles en una época en que Constantinopla estaba en manos de los latinos. Uno de estos ghazis era Osmán, un turco que podría haber sido oghuz. Pero su atractivo residía en su liderazgo y su iniciativa, y los hombres se unían a él. Sus cualidades se demuestran en la transformación de la palabra ghazi, que llegaría a significar «guerrero de la fe». Sus seguidores, fanáticos hombres de la frontera, parece que se distinguían por cierto élan espiritual. Algunos de ellos estaban influidos por una tradición mística concreta dentro del islam, aunque también desarrollaron instituciones propias sumamente características. Tenían una organización militar semejante en cierto modo a la de los gremios de mercaderes o las órdenes religiosas medievales, y se ha señalado que Occidente aprendió de los otomanos en estas cuestiones. Su situación en una curiosa zona fronteriza de culturas, mitad cristiana, mitad islámica, también debía de ser molesta. Cualquiera que fuese su origen último, su asombroso historial de conquistas rivaliza con el de los árabes y los mongoles. Al final, reunirían bajo un solo soberano las posesiones del antiguo imperio romano de Oriente y otros territorios.
El primer otomano que tomó el título de sultán gobernó a comienzos del siglo XIV, y fue Orján, hijo de Osmán. Durante su mandato comenzó la colonización de las tierras conquistadas que finalmente serían la base del poderío militar otomano. Al igual que su fundación de los jenízaros, el «nuevo ejército» de infantería que necesitaba para combatir en Europa, el cambio señaló una fase importante en la evolución del imperio otomano que lo distanciaba de las instituciones de un pueblo nómada de soldados de caballería por naturaleza. Otra señal de que la situación se calmaba fue la emisión por Orján de las primeras monedas otomanas. A su muerte, gobernaba el más fuerte de los estados post selyúcidas de Asia Menor, así como algunos territorios europeos. Orján era lo bastante importante como para que el emperador de Bizancio acudiese a él en tres ocasiones en busca de ayuda, y como para casarse con una de las hijas del emperador.
Sus dos sucesores no dejaron de progresar en los Balcanes, conquistando Serbia y Bulgaria. Derrotaron a otra «cruzada» enviada contra ellos en 1396 y prosiguieron hasta conquistar Grecia. En 1391 iniciaron su primer asedio de Constantinopla, que estuvo en sus manos durante seis años. Mientras tanto, Anatolia fue absorbida mediante la guerra y la diplomacia. Solo se produjo un revés importante, la derrota a manos de Tamerlán, que provocó una crisis sucesoria y estuvo a punto de disolver el imperio otomano. El avance se reanudó después, y el imperio veneciano también comenzó a sufrir. Pero, tanto para los bizantinos como para los turcos, la lucha tenía un carácter esencialmente religioso, y su finalidad era la posesión de la capital cristiana desde hacía un milenio, Constantinopla.
Constantinopla cayó en manos de los turcos en 1453, durante el reinado de Mehmet II, llamado el Conquistador, y el mundo occidental se estremeció. Fue una gran gesta bélica, aunque los recursos de Bizancio estuvieran agotados, y fue ante todo el triunfo de Mehmet, que había perseverado frente a todos los obstáculos. La era de la pólvora había comenzado hacía algún tiempo, y Mehmet encargó a un técnico húngaro la fabricación de un cañón gigantesco cuyo funcionamiento era tan engorroso que debía ser trasladado por cien bueyes y solo podía ser disparado siete veces al día (la ayuda del húngaro había sido rechazada por los cristianos, aunque los honorarios que solicitó solo representaban la cuarta parte de la suma que Mehmet le pagó después). Fue un fracaso. Mehmet obtuvo mejores resultados con métodos ortodoxos, impulsando implacablemente a sus soldados hacia adelante, mandando matarlos si se resistían a emprender el ataque. Finalmente, ordenó situar setenta embarcaciones detrás de la escuadra imperial que custodiaba el Cuerno de Oro.
El último ataque comenzó a principios de abril de 1453. Al cabo de casi dos meses, al atardecer del 28 de mayo, católicos romanos y ortodoxos por igual se congregaron en Santa Sofía, y la ficción de la reunificación religiosa hizo su última aparición pública. El emperador Constantino XI, octogésimo en la línea sucesoria desde su homónimo, el gran primer Constantino, tomó la comunión y después salió a morir dignamente, combatiendo. Poco después todo había acabado. Mehmet entró en la ciudad, se encaminó directamente a Santa Sofía y erigió en la basílica un trono triunfal. La iglesia que había sido el centro de la religión ortodoxa quedó convertida en mezquita.
La conquista de Constantinopla solo era un paso, por importante que fuese; el estandarte del éxito otomano alcanzaría mayores alturas. A la invasión de Serbia en 1459 le siguió casi de inmediato la conquista de Trebisonda. Por muy desagradable que fuera la ocupación para sus habitantes, solo merecería una nota a pie de página en la crónica de la conquista turca de no haber sido porque también representaba el final del helenismo. En este remoto punto de la costa sudoriental del mar Negro, en 1461 exhaló su último suspiro el mundo de las ciudades griegas que había sido posible gracias a la conquista de Alejandro Magno. Este hecho marcó una época de manera tan decisiva como la caída de Constantinopla, y un Papa humanista se lamentó diciendo que era «la segunda muerte de Homero y Platón». Desde Trebisonda, la conquista turca continuó. En el mismo año, los turcos ocuparon el Peloponeso, y dos años después tomaron Bosnia y Herzegovina. Albania y las islas Jónicas siguieron el mismo camino en el plazo de veinte años. En 1480 capturaron el puerto italiano de Otranto y lo conservaron durante casi un año. En 1517 fueron conquistados Siria y Egipto. La captura del resto del imperio veneciano requirió más tiempo, pero a principios del siglo XVI la caballería turca se hallaba cerca de Vicenza. En 1526 aniquilaron en Mohacs al ejército del rey húngaro, en una derrota que aún se recuerda como el día más funesto de la historia de Hungría. Tres años después, pusieron cerco a Viena por primera vez. En 1571 Chipre cayó en su poder, y casi un siglo después lo hizo Creta. En esta época se habían adentrado en Europa. Asediaron de nuevo Viena en el siglo XVII, y su segundo fracaso constituyó el punto culminante de la conquista turca. Aun así, todavía en 1715 conquistaron nuevos territorios en el Mediterráneo. Mientras tanto, habían tomado el Kurdistán de Persia, con el que apenas habían dejado de litigar desde la aparición de una nueva dinastía en este territorio en 1501, y habían enviado un ejército hasta un punto tan meridional como Adén.
El imperio otomano tuvo una importancia excepcional para Europa. Es una de las grandes diferencias que distinguen la historia de su mitad oriental de la de su mitad occidental. La supervivencia de la Iglesia y su tolerancia por el imperio otomano fueron hechos decisivos que permitieron la conservación de la herencia de Bizancio para sus súbditos eslavos. (De hecho, se puso fin a toda amenaza contra la supremacía del patriarca de Constantinopla, ya procediera de los católicos o de las iglesias ortodoxas nacionales de los Balcanes.) Fuera del antiguo imperio, solo quedaba un foco importante de la fe ortodoxa, y resultó crucial el que la Iglesia ortodoxa fuese ahora patrimonio de Rusia. El establecimiento del imperio otomano aisló durante algún tiempo a Europa de Oriente Próximo y del mar Negro, y, por consiguiente, también en gran medida de las rutas terrestres que la unían con Asia. Lo cierto era que los europeos solo podían culparse a sí mismos, pues nunca habían sido (ni serían) capaces de unirse realmente contra los turcos. Bizancio había sido abandonado a su suerte. « ¿Quién hará que los ingleses amen a los franceses? ¿Quién unirá a genoveses y aragoneses?», preguntó con desesperación un Papa del siglo XV; no mucho después, uno de sus sucesores sondeaba las posibilidades de recabar ayuda turca contra Francia. Pero el desafío había despertado otro tipo de respuesta, pues, ya antes de la caída de Constantinopla, los navíos portugueses habían puesto rumbo hacia el sur siguiendo las costas de África, en busca de una nueva ruta para el comercio de las especias de Oriente y, posiblemente, de un aliado africano para atacar a los turcos por su flanco meridional. Desde el siglo XIII se hablaba de encontrar una nueva ruta bordeando la barrera islámica, pero hacía tiempo que no se disponía de suficientes medios. Por una ironía de la historia, estaban a punto de hacerse realidad cuando el poderío otomano llegaba a su amenazador apogeo.
Tras las fronteras otomanas se había organizado una nueva política multirracial. Mehmet era un hombre de amplias, aunque inestables, simpatías, y a los turcos de épocas posteriores les resultó difícil entender su tolerancia hacia los infieles. Era un hombre capaz de dar muerte a un muchacho, ahijado del emperador, por haber rechazado sus insinuaciones sexuales, pero permitió que un grupo de cretenses que no estaban dispuestos a rendirse partieran en sus embarcaciones después de la caída de Constantinopla, porque su valor le había suscitado admiración. Al parecer, su deseo era reinar sobre una sociedad multirreligiosa. Llevó de nuevo griegos de Trebisonda a Constantinopla y nombró a un nuevo patriarca bajo cuya autoridad los griegos accedieron finalmente a una especie de autogobierno. La actitud de los turcos hacia los judíos y los cristianos fue, con todo, más benevolente que la de los cristianos españoles hacia los judíos y los musulmanes. Constantinopla siguió siendo una gran ciudad cosmopolita y, con una población de 700.000 habitantes en el año 1600, la más poblada de Europa con diferencia.
Así pues, los otomanos reconstruyeron una gran potencia en el Mediterráneo oriental. Mientras restablecían algo parecido al imperio bizantino, en Persia surgía otra potencia que también hacía recordar el pasado, en esta ocasión el imperio de los sasánidas. Entre 1501 y 1736, Persia fue gobernada por la dinastía safávida. Al igual que sus predecesores, los safávidas no eran persas. Desde la época de los sasánidas, los conquistadores se habían sucedido. Mientras tanto, las continuidades de la historia persa venían determinadas por la cultura y la religión. Persia estaba definida por la geografía, por su lengua y por el islam, no por el mantenimiento de dinastías nacionales. Los safávidas eran de origen turco, ghazis como los osmanlíes, y, al igual que estos, lograron distanciar a los posibles rivales. El primer soberano que dieron a Persia fue Ismaíl, descendiente del soberano tribal que en el siglo XIV había dado su nombre a la dinastía.

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Al principio, Ismaíl solo era el jefe más triunfante de un grupo de tribus turcas enfrentadas, bastante parecidas a las de territorios más occidentales, que aprovechaban oportunidades semejantes. La herencia de Tamerlán se estaba disolviendo desde mediados del siglo XV. Ismaíl derrotó en 1501 al pueblo conocido por el nombre de «turcos ovejas blancas», entró en Tabriz y se proclamó sha. En el plazo de veinte años había forjado un Estado perdurable, al tiempo que iniciaba una larga rivalidad con los otomanos. Esta rivalidad tenía una dimensión religiosa, pues los safávidas eran chiíes. Cuando en el siglo XVI el califato pasó a los otomanos, estos se convirtieron en dirigentes de los musulmanes suníes, para quienes los califas eran los intérpretes y custodios adecuados de la fe. Por consiguiente, los chiíes se volvieron automáticamente anti otomanos. De este modo, el establecimiento de la secta en Persia gracias a Ismaíl dio un nuevo carácter distintivo a la civilización persa, hecho que resultaría de gran importancia para su conservación.
Los sucesores inmediatos de Ismaíl hubieron de rechazar a los turcos en varias ocasiones antes de firmar, en 1555, una paz que dejó intacta a Persia y abrió La Meca y Medina a los peregrinos persas. También había problemas internos y luchas por el trono, pero en 1587 accedió a él uno de los soberanos persas más capaces, el sha Abbas el Grande. Durante su reinado, la dinastía safávida alcanzó su cenit. Abbas tuvo un gran éxito desde el punto de vista político y militar, pues derrotó a los uzbekos y a los turcos, y domeñó las antiguas lealtades tribales que habían debilitado a sus predecesores. Contó con importantes ventajas: los otomanos estaban ocupados en Occidente, el potencial de Rusia se hallaba anulado por los problemas internos y la India de los mogoles había pasado ya su mejor momento. Fue lo bastante inteligente para comprender que Europa podía ser una aliada contra los turcos. Pero una coyuntura favorable de las fuerzas internacionales no condujo a planes para conquistar el mundo. Los safávidas no siguieron el ejemplo de los sasánidas. Nunca emprendieron la ofensiva contra Turquía, salvo para recuperar territorios perdidos con anterioridad, ni se dirigieron hacia el norte a través del Cáucaso hasta Rusia, como tampoco fueron más allá de la Transoxiana.
La cultura persa disfrutó de un florecimiento espectacular durante el reinado del sha Abbas, que construyó una nueva capital en Isfahan, cuya belleza y lujo asombraban a los visitantes europeos. La literatura floreció. La única nota siniestra fue de índole religiosa. El sha insistió en abandonar la tolerancia religiosa que había caracterizado hasta entonces al régimen safávida e impuso la conversión a las ideas chiíes. Esta iniciativa no significó la imposición inmediata de un sistema intolerante, que llegaría más adelante, pero indicaba que la Persia safávida había dado un paso importante hacia el declive y la devolución del poder a los funcionarios religiosos.
Después de la muerte del sha Abbas, en 1629, los hechos dieron un rápido giro para peor. Su indigno sucesor hizo poco por evitarlo, pues prefirió retirarse al aislamiento del harén y sus placeres, mientras el esplendor tradicional de la herencia safávida ocultaba su desmoronamiento real. Los turcos tomaron Bagdad en 1638. En 1664 llegaron los primeros presagios de una nueva amenaza: las incursiones de los cosacos comenzaron a hostigar el Cáucaso, y llegó a Isfahan la primera misión rusa. Los habitantes de Europa occidental estaban familiarizados con Persia desde hacía mucho tiempo. En 1507, los portugueses se habían establecido en el puerto de Ormuz, donde Ismaíl les exigió el pago de tributos. En 1561, un mercader inglés llegó a Persia por tierra desde Rusia e inauguró el comercio anglopersa. A principios del siglo XVII, la conexión establecida por este comerciante se había consolidado, y el sha Abbas tenía ingleses a su servicio. Era el resultado de su fomento de las relaciones con Occidente, donde confiaba en encontrar apoyo contra los turcos.
La creciente presencia inglesa no fue bien recibida por los portugueses. Cuando la Compañía de las Indias Orientales inauguró sus actividades, atacaron a sus agentes, aunque en vano. Poco después, los ingleses y los persas unieron sus fuerzas para expulsar a los portugueses de Ormuz. En esta época, otros países europeos también comenzaban a estar interesados. En la segunda mitad del siglo XVII, los franceses, los holandeses y los españoles intentaron introducirse en el comercio con Persia. Los shas no dejaron pasar la oportunidad de enfrentar a unos extranjeros con otros.
A comienzos del siglo XVIII, Persia quedó súbitamente expuesta a una doble invasión. Los afganos se rebelaron y establecieron un Estado suní independiente; el antagonismo religioso había contribuido en gran medida a avivar su sedición. Los afganos estuvieron en guerra con el último sha safávida de 1719 a 1722, año en que este abdicó y un afgano, Mahmud, accedió al trono, poniendo fin al régimen suní en Persia. Sin embargo, el relato debe ir un poco más lejos, pues los rusos observaban con interés la evolución del declive safávida. El soberano ruso había enviado embajadas a Isfahan en 1708 y 1718. Después, en 1723, con el pretexto de intervenir en la sucesión, los rusos se apoderaron de Derbent y Bakú, y obtuvieron de los derrotados chiíes la promesa de mucho más. Los turcos decidieron no quedarse al margen y, después de capturar Tiflis, en 1724 acordaron con los rusos el desmembramiento de Persia. Lo que había sido un gran Estado parecía terminar en una pesadilla. En Isfahan se perpetró una matanza de posibles simpatizantes safávidas por orden de un sha que ya había enloquecido. No tardó mucho tiempo en producirse una última recuperación persa gracias al último gran conquistador asiático, Nadir Kali. No obstante, aunque este restableció el imperio persa, los días en que la meseta iraní era la base de una potencia que podía condicionar los acontecimientos que tenían lugar mucho más allá de sus fronteras, habían terminado hasta el siglo XX, y entonces la fuerza de Irán no vendría determinada por sus ejércitos.

5. La formación de Europa
En comparación con Bizancio o el califato, después de la caída del imperio romano la Europa situada al oeste del río Elba fue durante varios siglos un lugar atrasado, casi insignificante. Sus fronteras no tardaron en ser mucho más reducidas que las que habían delimitado los territorios de la cristiandad occidental. Sus habitantes se sentían un vestigio asediado, y en cierto modo esa era la realidad. El islam les había aislado de África y de Oriente Próximo, y las incursiones árabes atormentaban sus costas meridionales. A partir del siglo VIII, la violencia aparentemente inexplicable de los pueblos escandinavos a los que llamamos «vikingos» caía regularmente, una y otra vez, sobre las costas, los valles fluviales y las islas del norte. En el siglo IX, el frente oriental era hostigado por los magiares paganos. Europa se formó en un mundo hostil y bárbaro.
Los cimientos de una nueva civilización hubieron de ponerse en medio de la barbarie y el atraso, que solo un puñado de hombres estaba en condiciones de domesticar y cultivar. Europa fue durante mucho tiempo un importador cultural. Hubieron de pasar siglos hasta que su arquitectura pudo compararse con la del pasado clásico, la de Bizancio o la de los imperios asiáticos, y, cuando el resurgimiento fue posible, se inspiró en el estilo de la Italia bizantina y en el arco ojival de los árabes. Durante ese prolongado período, no hubo en Occidente ciencia ni escuela que pudieran equipararse con las de la España árabe o Asia. La cristiandad occidental tampoco pudo producir una unidad política efectiva ni una justificación teórica del poder como el imperio de Oriente y los califatos; durante siglos, aun los más grandes reyes europeos eran poco más que caudillos bárbaros a los que los hombres se aferraban en busca de protección y por miedo a algo peor.
De haber provenido del islam, ese algo bien podría haber sido mejor. En algunas ocasiones, ese resultado debió de parecer posible, pues los árabes se establecieron no solo en España, sino también en Sicilia, Córcega, Cerdeña y las islas Baleares; durante mucho tiempo, los europeos temieron que pudieran llegar mucho más lejos. Los árabes tenían más que ofrecer que los bárbaros escandinavos, pero al final los nórdicos dejaron algo más que una huella en los reinos creados por emigrantes anteriores. En cuanto a la cristiandad eslava y Bizancio, estaban culturalmente escindidos de la Europa católica y poco podían aportar, aunque fueron un amortiguador que salvó a Europa de recibir plenamente el impacto de los nómadas del este y del islam. Una Rusia musulmana habría significado una historia muy distinta para Occidente.
En términos generales, antes del año 1000 la cristiandad occidental significaba la mitad de la península Ibérica, todo el territorio de la moderna Francia y de la Alemania al oeste del río Elba, Bohemia, Austria, la península Itálica e Inglaterra. En los márgenes de esta zona se encontraban las bárbaras, pero cristianas, Irlanda y Escocia, y, al final de estos siglos, los reinos escandinavos. El término «Europa» comenzó a aplicarse a esta zona en el siglo X; hubo incluso un cronista español que llamó «europeos» a los vencedores del año 732. La zona que ocupaban carecía prácticamente de salida al mar; aunque el Atlántico era un mar abierto, apenas había lugares a donde ir en esa dirección una vez que Islandia fue colonizada por los noruegos, mientras que el Mediterráneo occidental, la vía hacia otras civilizaciones y su comercio, era un lago árabe. Solo un estrecho cauce de comunicación marítimo con un Bizancio cada vez más ajeno llevó a Europa cierto alivio para su existencia introvertida y limitada. La gente crecía acostumbrada a la privación más que a la oportunidad. Se apiñaba bajo el dominio de una clase guerrera cuya protección necesitaba.
De hecho, lo peor había acabado en el siglo X. Los magiares fueron contenidos, la supremacía de los árabes comenzaba a ser cuestionada en el mar, y los bárbaros del norte estaban en vías de convertirse al cristianismo. Sin embargo, a medida que la mágica fecha del año 1000 se acercaba, los hombres pensaban que el fin del mundo podía estar a la vuelta de la esquina, y ese año puede servir, de modo muy aproximado, como indicador de una época. No solo comenzaron a relajarse las presiones sobre Europa, sino que también se fortalecían ya las peculiaridades de una Europa posterior en expansión. Su estructura política y social básica se asentó, y su cultura cristiana tenía ya gran parte de su sabor peculiar. El siglo XI señalaría el comienzo de una época de revolución y aventura, cuyas materias primas habían sido proporcionadas por los siglos a los que a veces se llama «Edad Oscura». El mapa es un buen punto de partida para comprender cómo sucedió todo esto.
Antes del siglo XI, se habían iniciado tres grandes cambios que configurarían el mapa de Europa que conocemos. El primero era un distanciamiento cultural y psicológico del Mediterráneo, que había sido el núcleo de la civilización clásica. Entre los siglos V y VIII, el centro de la vida europea, en la medida en que pueda decirse que tal centro existía, se desplazó hasta el valle del Rin y sus afluentes. Al atacar las vías marítimas que conducían a Italia y mediante la distracción de Bizancio en los siglos VII y VIII, el islam también contribuyó a hacer retroceder a Occidente hasta este núcleo de una futura Europa. El segundo cambio fue más positivo: el gradual avance del cristianismo y su asentamiento en Oriente. Aunque distaba de haber concluido en el año 1000, las avanzadas de la civilización cristiana habían traspasado ampliamente las antiguas fronteras romanas en esa fecha. El tercer cambio fue la disminución de la presión de los bárbaros. Los magiares fueron contenidos en el siglo X, y los escandinavos, que finalmente proporcionarían gobernantes a Inglaterra, el norte de Francia, Sicilia y algunas islas del Egeo, llegaron a partir de la última oleada de la expansión escandinava, que estaba en su fase final a comienzos del siglo XI. Europa dejó de ser solo una presa para los demás. Es cierto que, todavía dos siglos después, cuando los mongoles la amenazaron, debía de resultar difícil percibir esta situación más favorable. No obstante, en el año 1000 Europa estaba dejando de ser totalmente maleable.
La cristiandad occidental puede clasificarse de acuerdo con tres grandes divisiones. En la zona central, construida alrededor del valle del Rin, surgirían la futura Francia y la futura Alemania. A continuación, había una civilización del litoral mediterráneo occidental que abarcaba al principio Cataluña, el Languedoc y la Provenza; con el tiempo, y al recuperarse Italia de los siglos de barbarie, esta zona se extendió más al este y al sur. Una tercera Europa estaba constituida por la periferia, un tanto variada, del oeste, el noroeste y el norte, donde se encontrarían los primeros estados cristianos del norte de España, que surgieron del período visigodo, Inglaterra, con sus vecinos celtas y semibárbaros independientes, Irlanda, Gales y Escocia, y, por último, los estados escandinavos. No debemos ser excesivamente categóricos en relación con este cuadro. Había zonas que podían asignarse a una u otra de estas tres regiones, como Aquitania, Gascuña y, a veces, Borgoña. No obstante, estas distinciones son lo bastante reales como para ser útiles. La experiencia histórica, así como el clima y la raza, hicieron que pudieran apreciarse diferencias significativas entre estas regiones, aunque, obviamente, la mayoría de sus habitantes no debían de saber en cuál de ellas vivían; sin duda les interesaban más las diferencias entre ellos y sus vecinos de la aldea cercana que las existentes entre su región y las vecinas. Vagamente conscientes de que formaban parte de la cristiandad, muy pocos de ellos debían de tener ni siquiera una noción aproximada de lo que había en las terribles tinieblas que se extendían más allá de esa idea reconfortante.
El origen del núcleo territorial del Occidente medieval fue la herencia de los francos. Había menos ciudades que en el sur, pero esto importaba poco; un asentamiento como París se veía menos afectado por el hundimiento del comercio que, por ejemplo, Milán. La vida estaba centrada en la tierra, y los aristócratas eran guerreros victoriosos convertidos en terratenientes. Partiendo de esta base, los francos comenzaron la colonización de Alemania, protegieron a la Iglesia y fortalecieron y transmitieron una tradición de monarquía cuyos orígenes se hallaban en los poderes mágicos de los gobernantes merovingios. Aun así, durante siglos las estructuras del Estado fueron frágiles, dependientes de reyes fuertes, pues el gobierno era una actividad personal.
Las costumbres e instituciones francas no ayudaban. Después de Clodoveo, aunque hubo continuidad dinástica, una sucesión de reyes empobrecidos y, por tanto, débiles condujeron a un incremento de la independencia de los aristócratas poseedores de tierras, que guerreaban entre sí; tenían la riqueza con la que se podía comprar el poder. Una familia originaria de Austrasia llegó a eclipsar al linaje real merovingio. De esa familia provenía Carlos Martel, el soldado que contuvo el avance de los árabes en Tours en el año 732 y que apoyó a san Bonifacio, el evangelizador de Alemania. Se trata de un doble hito importante que quedó en la historia de Europa (san Bonifacio afirmó que no podría haber tenido éxito sin el apoyo de Carlos) y que confirmó la alianza de la casa de Martel con la Iglesia. Su segundo hijo, Pipino el Breve, fue elegido rey por los nobles francos en el año 751. Tres años después, el Papa viajó a Francia y le ungió rey, como Samuel había ungido a Saúl y David.

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El papado necesitaba un amigo poderoso. Las pretensiones del emperador de Constantinopla eran una ficción, y, en cualquier caso, desde el punto de vista romano había caído en la herejía, por haber hecho suya la iconoclasia. Conferir a Pipino el título de patricio, como hizo el papa Esteban, era en realidad una usurpación de la autoridad imperial, pero por aquellas fechas los lombardos aterrorizaban Roma. El papado recuperó el dividendo de su inversión casi de inmediato. Pipino derrotó a los lombardos y en el año 756 estableció los Estados Pontificios del futuro mediante la concesión de Rávena «a san Pedro». Este fue el comienzo de once siglos de poder temporal, la autoridad secular de la que el Papa disfrutó sobre sus dominios como cualquier otro gobernante. Se había creado un eje franco-romano del que surgieron la reforma de la Iglesia franca, nuevas colonizaciones y la conversión misionera en Alemania (donde se libraron guerras contra los sajones paganos), el rechazo de los árabes al otro lado de los Pirineos y la conquista de Septimania y Aquitania. Todos estos hechos significaron grandes beneficios para la Iglesia. No es de extrañar, pues, que el papa Adriano I dejase de fechar los documentos oficiales con el año de reinado del emperador de Bizancio, ni que acuñase monedas con su propio nombre. El papado disponía de una nueva base para la independencia. No obstante, la nueva magia de la unción tampoco beneficiaba en exclusiva a los reyes. Aunque podía sustituir o desdibujar misteriosamente a la antigua taumaturgia merovingia y elevar a los reyes por encima de los hombres corrientes al margen del poder que ya detentaba, el Papa obtuvo la sutil insinuación de autoridad en el poder de administrar el óleo sagrado.
Pipino, como todos los reyes francos, dividió su territorio al morir, pero la herencia franca se reunificó plenamente de nuevo en el año 771 con su hijo primogénito. Este no era otro que Carlomagno, que fue coronado emperador en el año 800. El más grande de los carolingios, nombre que recibiría después la dinastía, no tardó en adquirir el aura de la leyenda. Este hecho acrecienta las dificultades, siempre importantes en la historia medieval, para penetrar en la biografía de un hombre. Los actos de Carlomagno indican la continuidad de ciertos presupuestos. Es evidente que seguía siendo un rey-guerrero franco tradicional; conquistaba y su actividad era la guerra. El elemento más novedoso fue la seriedad con que tomó la santificación cristiana de su función. También se tomó en serio sus obligaciones en el patrocinio de la enseñanza y las artes; su deseo era magnificar la grandeza y el prestigio de su corte llenándola de pruebas del saber cristiano.
En el aspecto territorial, Carlomagno fue un gran conquistador que derrocó a los lombardos en Italia y se convirtió en su rey; las tierras lombardas también pasaron a formar parte de la herencia franca. Durante treinta años batalló en campañas en la Marca Sajona, y logró por la fuerza la conversión de los paganos sajones. La lucha contra los ávaros, los sorabos y los eslavos le llevó a Carintia y Bohemia, así como a un hecho que tal vez tenga la misma importancia, cual es la apertura de una vía siguiendo el curso del Danubio hasta Bizancio. Para dominar a los daneses se fundó la Marca Danesa al otro lado del Elba. Carlomagno penetró en España a comienzos del siglo IX e instituyó la Marca Hispánica, desde los Pirineos hasta el Ebro y la costa de Cataluña. Pero no se hizo a la mar; los visigodos habían sido la última potencia marítima de Europa occidental.
Carlomagno formó un reino más extenso que cualquier otro de Occidente desde el imperio romano. Los historiadores han discutido casi desde el principio acerca de cuál era la realidad de este reino y cuál fue el verdadero significado de la coronación de Carlomagno por el Papa el día de Navidad del año 800 y su aclamación como emperador. «Muy piadoso Augusto, coronado por Dios, el emperador grande y pacificador», decía la carta redactada para la ceremonia, aunque ya había un emperador al que todo el mundo reconocía como tal: vivía en Constantinopla. ¿Significaba la existencia de un segundo soberano con el título de emperador que había dos emperadores de una cristiandad dividida, como en la última época romana? Obviamente, era una afirmación de autoridad sobre muchos pueblos; mediante este título, Carlomagno señalaba que era algo más que el soberano de los francos. Tal vez sea Italia el factor más importante para explicarlo, pues para los italianos el vínculo con el pasado imperial podía ser un factor aglutinante más decisivo que en cualquier otro lugar. También intervino un elemento de gratitud —o interés personal— papal; León III acababa de ser reintegrado a su capital por los soldados de Carlomagno. Sin embargo, se cuenta que Carlomagno dijo que no habría entrado en San Pedro de haber sabido lo que el Papa pretendía hacer. Es posible que le desagradase la arrogación de autoridad implícita por parte del pontífice, y también que previese la irritación que la coronación causaría en Constantinopla. Debía de saber que para su propio pueblo, los francos, y para muchos de sus súbditos del norte era más comprensible como rey-guerrero germánico tradicional que como sucesor de los emperadores romanos, aunque no había pasado mucho tiempo cuando en su sello comenzó a exhibir la leyenda «Renovatio Romani Imperii» («renovación del imperio romano»), que suponía una nueva vinculación con un gran pasado.
Las relaciones de Carlomagno con Bizancio fueron turbulentas, aunque unos años después se reconoció la validez de su título en Occidente a cambio de la concesión a Bizancio de la soberanía sobre Venecia, Istria y Dalmacia. Con otro gran Estado, el califato abasí, Carlomagno mantuvo unas relaciones un tanto formales, pero no hostiles; se dice que Harun al-Rashid le regaló una copa en la que se había estampado un retrato de Cosroes I, el rey con el que el poderío y la civilización sasánidas alcanzaron su apogeo (quizá sea significativo el hecho de que conozcamos la existencia de estos contactos a través de fuentes francas; no parece que para los cronistas árabes tuviesen suficiente importancia para mencionarlos). Los omeyas de España eran diferentes; se les consideraba enemigos de un soberano cristiano porque su proximidad constituía una amenaza. Proteger la fe frente a los paganos formaba parte de una monarquía cristiana. No obstante, a pesar de su apoyo y protección, la Iglesia estaba firmemente subordinada a la autoridad de Carlomagno. Este presidía los sínodos francos, se pronunciaba sobre cuestiones dogmáticas con la misma autoridad con que lo había hecho Justiniano, y parece ser que albergaba la esperanza de una reforma conjunta de la Iglesia franca y la romana, imponiendo a ambas la regla de san Benito. En este esquema se halla la esencia de la idea europea posterior según la cual el rey cristiano es responsable no solo de la protección de la Iglesia, sino también de la calidad de la vida religiosa dentro de sus dominios. Carlomagno utilizó asimismo a la Iglesia como instrumento de gobierno, a través de los obispos.
Otras pruebas de la especial importancia de la religión para Carlomagno se encuentran en el tono de la vida de su corte de Aquisgrán. Se esforzó por embellecer su marco físico con arquitectura y tesoros decorativos. Naturalmente, había mucho que hacer. El retroceso de la vida económica y de la ilustración suponía que la corte carolingia era algo primitivo en comparación con Bizancio, y posiblemente incluso si se comparaba con las de algunos de los primeros reinos bárbaros, que en ciertos casos estaban abiertos a la influencia de un mundo más culto, como atestigua la aparición de motivos coptos en el arte bárbaro primitivo. Cuando los hombres de Carlomagno llevaron a Aquisgrán materiales e ideas de Rávena, el arte bizantino también penetró con mayor libertad en la tradición europea septentrional y los modelos clásicos siguieron influyendo en sus artistas. Pero lo más espectacular de la corte de Carlomagno provenía de sus eruditos y escribas. Era un centro intelectual que irradió el impulso de copiar textos en una nueva caligrafía refinada y reformada llamada «carolingia», que sería uno de los más grandes instrumentos de la cultura en Occidente. Carlomagno confiaba en utilizarla para suministrar una copia auténtica de la regla de san Benito a cada monasterio de su reino, pero la expresión fundamental del potencial de una nueva caligrafía se puso de manifiesto por primera vez al copiarse la Biblia. Esta iniciativa tenía un fin que trascendía lo simplemente religioso, pues el relato de las Escrituras habría de ser interpretado como una justificación del régimen carolingio. La historia judía del Antiguo Testamento estaba llena de ejemplos de reyes-guerreros piadosos y ungidos. La Biblia fue el texto principal de las bibliotecas monásticas que comenzaban a ser reunidas en los territorios francos.
La transcripción y difusión de textos continuaron durante un siglo después de recibir el impulso original en Aquisgrán, y constituyeron el núcleo de lo que estudiosos modernos han llamado «renacimiento carolingio». Esta expresión no tenía ninguna de las connotaciones paganas que adquirió al ser empleada siglos más tarde para designar la recuperación del saber que centró su atención en el pasado clásico, pues era rotundamente cristiano. Su único propósito era la formación del clero para elevar el nivel de la Iglesia franca y llevar la fe al este. Los hombres más destacados al principio de esta transmisión de los conocimientos sagrados no eran francos. En la escuela palatina de Aquisgrán, había varios irlandeses y anglosajones, y entre ellos la figura más sobresaliente era Alcuino, un clérigo de York, ciudad que era un gran centro del saber inglés. Su alumno más famoso fue el propio Carlomagno, pero tuvo otros y dirigió la biblioteca palatina. Además de escribir libros propios, fundó una escuela en Tours, ciudad de la que llegó a ser abad, y comenzó a exponer las doctrinas de Boecio y san Agustín a los hombres que regirían los destinos de la Iglesia franca en la generación siguiente.
La influencia de Alcuino es una de las pruebas más llamativas del desplazamiento del centro de gravedad cultural en Europa, desde el mundo clásico hacia el norte. Pero no solo había compatriotas suyos en las tareas de enseñar, copiar y fundar los nuevos monasterios que se extendieron hacia el este y el oeste de Francia; también había francos, visigodos, lombardos e italianos. Uno de estos, un laico llamado Einhard, escribió una biografía del emperador gracias a la que conocemos detalles humanos tan llamativos como que podía ser un parlanchín, que era un cazador avezado y que le apasionaba nadar y bañarse en las fuentes termales que explican su elección de Aquisgrán como residencia. Carlomagno se presenta también en las páginas de Einhard como un intelectual que hablaba tan bien el latín, se nos dice, como el franco, y que entendía el griego. Este dato resulta más creíble porque también se nos cuentan sus intentos de escribir, guardando libretas bajo la almohada para poder hacerlo en el lecho; «pero —dice Einhard—, aunque lo intentaba con denuedo, había empezado muy tarde».
A partir de esta crónica y de su obra podemos formarnos un cuadro de extraordinaria viveza en el que aparece una figura digna, majestuosa, que se esfuerza por hacer la transición de caudillo militar a soberano de un gran imperio cristiano, y que obtiene un notable éxito durante su vida en tal empeño. Es evidente que su presencia física era impresionante (es probable que fuese mucho más alto que la mayoría de su séquito), y los hombres veían en él la imagen de un alma regia, alegre, justa y magnánima, así como la del paladín heroico a quien los poetas y los juglares cantarían durante siglos. Su autoridad era un espectáculo más majestuoso que cualquier otro que se hubiera visto hasta entonces en las tierras bárbaras. Al comenzar su reinado, la corte era todavía peripatética; normalmente, se desplazaba de un lugar a otro a lo largo del año. Cuando Carlomagno murió, dejó un palacio y un tesoro permanentes en el lugar donde debía ser enterrado. Había sido capaz de reformar los pesos y las medidas, y había dado a Europa la división de la libra de plata en 240 peniques (denarii), que en las islas Británicas perduró durante once siglos, pero su poder también era muy personal. Este aspecto puede deducirse de sus intentos de impedir que sus nobles sustituyeran a los jefes tribales estableciéndose en posiciones hereditarias propias, y de la reiterada emisión de «capitulares» o instrucciones a sus servidores (señal de que sus deseos no eran cumplidos). En última instancia, incluso Carlomagno solo podía confiar en el gobierno personal, y esto significaba una monarquía basada en su propio dominio y en el producto de este, así como en los grandes hombres que estuvieran lo bastante cerca de él como para poder supervisarlos. Estos vasallos estaban vinculados al emperador por juramentos especialmente solemnes, pero incluso ellos comenzaron a darle problemas a medida que fue envejeciendo.
En cuanto a su legado territorial, Carlomagno pensaba en términos tradicionales francos. Hizo planes para dividirlo, y solo el accidente de la muerte prematura de sus hijos aseguró la transmisión indivisa del imperio al hijo más joven, Luis el Piadoso, en el año 814. Junto con el imperio se legaron el título imperial (que Carlomagno concedió a su hijo) y la alianza de la monarquía y el papado. Dos años después de su sucesión, el Papa coronó a Luis en una segunda ceremonia, y solo ello retrasó la división. Los sucesores de Carlomagno no tenían su autoridad ni su experiencia, ni quizá tampoco interés en controlar unas fuerzas centrípetas. Se forjaron lealtades regionales en torno a ciertos individuos, y una serie de divisiones culminaron finalmente en el reparto entre los tres nietos de Carlomagno, el Tratado de Verdún del año 843, que tuvo grandes consecuencias. En virtud de este acuerdo, el reino nuclear de los territorios francos con centro en la orilla occidental del valle del Rin, incluida la capital de Carlomagno, Aquisgrán, le correspondió a Lotario, el emperador reinante (por lo que se llamó Lotaringia), con el añadido del reino de Italia. Al norte de los Alpes, el acuerdo unió Provenza, Borgoña y Lorena, y los territorios situados entre el Escalda, el Mosa, el Saona y el Ródano. Al este se encontraba un segundo bloque de territorios de habla teutónica entre el Rin y las marcas germánicas, que correspondieron a Luis el Germánico. Finalmente, en el oeste, una franja de territorio que incluía Gascuña, Septimania, Aquitania y más o menos el equivalente al resto de la Francia moderna, fue para un medio hermano de los anteriores, Carlos el Calvo.
El Tratado de Verdún no tardó en generar problemas, pero fue decisivo en un sentido amplio e importante, pues sentó las bases de la distinción política entre Francia y Alemania, cuyas raíces se encuentran en el oeste y el este de la antigua Francia. Entre una y otra, el tratado creó una tercera unidad lingüística, étnica, geográfica y económica muy inferior. Lotaringia nació en parte porque había tres hijos a los que proveer de territorios. La futura historia franco-alemana se caracterizaría en buena medida por la manera de repartir este tercer territorio entre unos vecinos condenados a codiciarlo y, por consiguiente, propensos a distanciarse debido a la rivalidad mutua.
Ninguna casa real podía garantizar un flujo continuo de reyes capaces, como tampoco estos podían comprar para siempre la lealtad de sus partidarios entregando tierras. Gradualmente, y siguiendo los pasos de sus predecesores, el poder de los carolingios declinó. Los indicios de la ruptura se multiplicaron. Apareció un reino independiente de Borgoña y la gente comenzó a añorar la gran época de Carlomagno, síntoma significativo de decadencia y descontento. La historia de los francos occidentales y la de los francos orientales comenzaron a ser cada vez más divergentes. En la Francia occidental, los carolingios duraron algo más de un siglo después de Carlos el Calvo. Al término del reinado de este, Bretaña, Flandes y Aquitania eran independientes a efectos prácticos. La monarquía franca occidental comenzó, pues, el siglo X en una posición de debilidad, y además tuvo que hacer frente a los ataques de los vikingos. En el año 911, Carlos III, incapaz de expulsar a los escandinavos, concedió tierras en lo que después sería Normandía a su jefe, Rollón. Bautizado al año siguiente, Rollón se puso a trabajar para construir el ducado por el que rendía homenaje a los carolingios; sus compatriotas escandinavos continuaron llegando y estableciéndose en sus territorios hasta finales del siglo X, pero, de alguna manera, no tardaron en ser franceses en cuanto a la lengua y las leyes. Después de estos hechos, la unidad de los francos occidentales se desmoronó con mayor rapidez si cabe. De la confusión por la sucesión surgió un hijo de un conde de París que afianzó con perseverancia el poder de su familia en torno a un dominio en la Île-de-France. Este sería el núcleo de la posterior Francia. Cuando murió el último soberano carolingio de los francos occidentales, en el año 987, el hijo de este hombre, Hugo Capeto, fue elegido rey. Su familia reinaría durante casi cuatro siglos. Por lo demás, los francos occidentales estaban divididos en más o menos una docena de unidades territoriales, gobernadas por potentados y con diversos grados de poder e independencia. Entre los partidarios de la elección de Hugo figuraba el soberano de los francos orientales. Al otro lado del Rin, la reiterada división de su herencia no había tardado en resultar funesta para los carolingios. Cuando el último rey carolingio murió en el año 911, surgió una fragmentación política que caracterizaría a la historia de Alemania hasta el siglo XIX. La seguridad en sí mismos de los potentados locales se unió a unas lealtades tribales más fuertes que en el oeste para producir media docena de poderosos ducados. El soberano de uno de ellos, Conrado de Franconia, fue elegido rey por los otros duques, de manera un tanto sorprendente. Los duques querían un jefe fuerte para oponerse a los magiares. El cambio de dinastía hizo inevitable que se confiriera cierto estatus especial al nuevo soberano; en consecuencia, los obispos ungieron a Conrado en su coronación. Era el primer soberano de los francos orientales que recibía este trato. Pero Conrado no tuvo éxito contra los magiares; perdió y no pudo recuperar la Lotaringia, así que se esforzó, con el apoyo de la Iglesia, por exaltar su propia casa y su cargo. De forma casi automática, los duques agruparon en torno a sí a sus respectivos pueblos para salvaguardar su independencia. Los cuatro cuya distinción era más importante eran los sajones, los bávaros, los suabos y los franconios (nombre que recibieron finalmente los francos orientales). Las diferencias regionales y las pretensiones naturales y de sangre de los grandes nobles dejaron en Alemania, durante el reinado de Conrado, la impronta de su historia para los mil años siguientes: un tira y afloja entre la autoridad central y el poder local que, a la larga, no se resolvió en favor del centro como en otros países, aunque en el siglo X pareció que sucedía lo contrario durante algún tiempo. Conrado hubo de hacer frente a la rebelión ducal, pero nombró sucesor a uno de los rebeldes y los duques accedieron. En el año 919 fue elegido rey Enrique I el Pajarero, duque de Sajonia. Él y sus descendientes, «los emperadores sajones» u otonianos, reinaron sobre los francos orientales hasta el año 1024. Enrique I el Pajarero eludió la coronación eclesiástica. Tenía grandes propiedades familiares, las lealtades tribales de los sajones estaban de su parte y sometió a los potentados demostrando ser un buen soldado. Recuperó la Lotaringia de los francos occidentales, creó nuevas marcas en el Elba después de batallas victoriosas contra los sorabos, convirtió Dinamarca en un reino tributario y comenzó su conversión, y, finalmente, derrotó a los magiares. Su hijo, Otón I, recibió pues una herencia importante y supo hacer buen uso de ella. Para someter a los duques, continuó la obra de su padre. En el año 955 infligió a los magiares una derrota que puso fin para siempre al peligro que habían representado. Austria, la marca oriental de Carlomagno, fue recolonizada. Aunque hubo de hacer frente a cierta oposición, Otón hizo de la Iglesia alemana un instrumento leal; para los emperadores sajones era una ventaja el hecho de que en Alemania, a diferencia de en la Francia occidental, los eclesiásticos tendieran a ver con benevolencia a la monarquía por la protección que les brindaba frente a los laicos predadores. Se organizó una nueva provincia arzobispal, Magdeburgo, para dirigir los obispados fundados entre los eslavos. Se ha dicho que con Otón terminó el período de pura anarquía en Europa central, y es cierto que con él tenemos el primer atisbo de algo que podría llamarse Alemania. Pero la ambición de Otón no se detuvo ahí. En el año 936 Otón había sido coronado en Aquisgrán, la antigua capital de Carlomagno. No solo aceptó la ceremonia eclesiástica y la unción que su padre había evitado, sino que después celebró un banquete de coronación en el que los duques germánicos le sirvieron como vasallos. Se trataba del viejo estilo carolingio. Quince años después invadió Italia, se casó con la viuda de un aspirante a la corona italiana y la asumió. Sin embargo, el Papa le negó la coronación imperial. Diez años después, en el 962, Otón regresó a Italia respondiendo a la petición de ayuda del Papa, y en esta ocasión fue coronado por el pontífice. Mediante la coronación de Otón, se recuperó el ideal romano y carolingio del imperio. Las coronas germánica e italiana se unían de nuevo en lo que un día se llamaría Sacro Imperio Romano Germánico, que duraría casi mil años. Pero no era un imperio tan extenso como el de Carlomagno, ni Otón dominó a la Iglesia como aquel lo había hecho. A pesar de su fuerza (depuso a dos papas y nombró a otros dos), Otón fue un protector de la Iglesia que creía saber lo que era mejor para ella, pero no fue su gobernador. La estructura del imperio tampoco era muy sólida, pues se basaba en la manipulación política de los potentados locales en vez de en la administración. El imperio otoniano fue, no obstante, un logro extraordinario. El hijo de Otón, el futuro Otón II, se casó con una princesa bizantina. Tanto su reinado como el de Otón III se vieron agitados por la rebelión, pero lograron mantener la tradición establecida por Otón el Grande de ejercer el poder al sur de los Alpes. Otón III nombró Papa a un primo suyo (el primer alemán que ocupaba el solio de San Pedro), y después al primer pontífice francés. Roma pareció cautivarle, y se estableció en esta ciudad. Al igual que sus dos predecesores inmediatos, se llamó augustus, pero, además, sus sellos recuperaron la leyenda «Renovación del imperio romano», al que equiparaba con el imperio cristiano. Bizantino a medias por nacimiento, se consideraba un nuevo Constantino. Un díptico de unos evangelios pintado casi a finales del siglo X le representa en una pose majestuosa, coronado y sosteniendo un orbe en la mano, mientras recibe el homenaje de cuatro mujeres coronadas: Esclavonia (Europa eslava), Germania, Galia y Roma. Su idea de una Europa organizada como una jerarquía de reyes sometidos al emperador era oriental. En esta concepción había megalomanía, además de una convicción religiosa auténtica; la base real del poder de Otón era la monarquía germánica, no la Italia que le obsesionaba y retenía. No obstante, tras su muerte en el año 1002, fue llevado a Aquisgrán, como había ordenado, para ser enterrado junto a Carlomagno. Otón III no dejó herederos, pero el linaje sajón directo no se agotó; Enrique II, que fue elegido después de una lucha, era biznieto de Enrique I el Pajarero. Sin embargo, su coronación en Roma enmascaró la realidad; en el fondo, era un soberano germánico, no el emperador de Occidente. La inscripción de su sello decía «Renovación del reino de los francos», y su atención se centraba en la pacificación y conversión de la Germania oriental. Aunque efectuó tres expediciones a Italia, Enrique no se basó allí en el gobierno sino en la política, en el enfrentamiento de las distintas facciones entre sí. Con él comenzó a declinar el estilo bizantino del imperio otoniano. Así pues, el siglo XI comenzó con la idea de que el imperio occidental seguía siendo capaz de seducir a los monarcas, pero con la herencia carolingia partida en pedazos hacía mucho tiempo. Estos fragmentos fijaron las líneas de la historia europea en los siglos venideros. La idea de Alemania apenas existía, pero el país era una realidad política, aunque aún fuera incipiente. La curiosa estructura federal que surgiría a partir de la Edad Media alemana sería el último refugio de la idea imperial en Occidente, el Sacro Imperio Romano Germánico. Mientras tanto, en Francia también se trazaba la línea principal del futuro, aunque no se pudiera distinguir en aquella época. La Francia occidental se había disuelto en una docena de unidades principales sobre las que la soberanía de los Capetos fue débil durante mucho tiempo. Pero tenían de su parte un dominio real que ocupaba una posición central, que incluía París y la importante diócesis de Orleans, y la amistad de la Iglesia. Todo esto equivalía a ventajas en manos de reyes capaces, y en los tres siglos siguientes se sucederían los reyes capaces. El otro componente importante de la herencia carolingia era Italia, que se había ido diferenciando gradualmente cada vez más de los territorios situados al norte de los Alpes; desde el siglo VII, había evolucionado alejándose de la posibilidad de integrarse en la Europa septentrional y acercándose de nuevo al resurgimiento como parte de la Europa mediterránea. A mediados del siglo VIII, gran parte de Italia había sido sojuzgada por los lombardos. Este pueblo bárbaro se había establecido en la península y había adoptado una lengua itálica, pero siguió siendo una minoría agresiva, cuyas tensiones sociales requerían ser liberadas en frecuentes guerras de conquista, y había configurado el catolicismo que había adoptado según sus propias necesidades e instituciones. A pesar de la supervivencia teórica de las reclamaciones jurídicas de los emperadores de Oriente, la única potencia que pudo igualar su poderío en Italia hasta el siglo VIII fue el papado. Cuando los principados lombardos comenzaron a consolidarse bajo una monarquía vigorosa, esta presencia dejó de ser suficiente; de ahí la evolución de la diplomacia papal hacia la alianza con los carolingios. Una vez sometido el reino lombardo por Carlomagno, no hubo rival en la península para los Estados Papales, aunque, tras el declive del poder de los carolingios, los papas hubieron de enfrentarse al poder creciente de los potentados italianos y a la propia aristocracia romana. La Iglesia occidental estaba en su punto más bajo de cohesión y unidad, y el trato dispensado por los otonianos al papado mostraba el poco poder que este tenía. Un mapa italiano anárquico era otra de las consecuencias de esta situación. El norte era un revoltijo de pequeños estados feudales. Solo Venecia era muy próspera; durante dos siglos había avanzado por el Adriático, y su máximo gobernante acababa de asumir el título de duque. Es posible que Venecia pueda considerarse más una potencia levantina o adriática que mediterránea. En el sur existían ciudades-estado organizadas como repúblicas, en Gaeta, Amalfi y Nápoles, y en el centro de la península estaban los Estados Pontificios. Sobre todo el territorio se cernía la sombra de las incursiones islámicas hasta puntos tan septentrionales como Pisa, mientras que en Tarento y Bari aparecieron emiratos en el siglo IX. Estos no serían duraderos, pero los árabes completaron la conquista de Sicilia en el año 902 y mantuvieron su dominio durante un siglo y medio con profundas repercusiones. Los árabes también configuraron el destino de las otras costas del Mediterráneo occidental de Europa. No solo se habían establecido en España, sino que incluso tenían bases más o menos permanentes en Provenza (una de ellas era Saint-Tropez). Los habitantes de las costas europeas del Mediterráneo tenían forzosamente una relación compleja con los árabes, que para ellos aparecían tanto en el papel de filibusteros como en el de mercaderes; esta mezcla no era distinta de la que podía observarse en los descendientes de los vikingos, con la salvedad de que los árabes mostraban escasa tendencia a asentarse. El sur de Francia y Cataluña eran zonas donde los francos habían seguido la conquista goda, pero muchos factores las diferenciaban del norte franco. Las reminiscencias físicas del pasado romano abundaban en estas regiones, al igual que una agricultura mediterránea. Otra característica distintiva fue la aparición de una familia de lenguas romances en el sur, de las que el catalán y el provenzal fueron las más duraderas. En el año 1000, la Europa periférica del norte apenas incluía Escandinavia, si el criterio para la inclusión es el cristianismo. Los misioneros trabajaban desde hacía tiempo, pero los primeros monarcas cristianos no aparecieron en aquellas tierras hasta el siglo X, y hasta el siglo siguiente no fueron cristianos todos los reyes escandinavos. Mucho antes de ese momento, los escandinavos paganos habían cambiado la historia de las islas británicas y el margen septentrional de la cristiandad. Por razones que, como en el caso de muchos otros movimientos populares, no están en modo alguno claras, pero que posiblemente tienen su raíz en la superpoblación, los escandinavos comenzaron a salir de sus territorios de origen a partir del siglo VIII. Equipados con dos buenos instrumentos técnicos, una embarcación que podía cruzar los mares a remo y a vela y remontar ríos poco profundos, y un rechoncho carguero que podía albergar a familias numerosas, sus bienes y animales durante seis o siete días en el mar, surcaron los mares durante cuatro siglos y dejaron tras ellos una civilización que al final se extendía desde Groenlandia hasta Kiev. No todos buscaban lo mismo. Los noruegos que llegaron hasta Islandia, las islas Feroe, las Órcadas y más al oeste aún querían colonizar. Los suecos que penetraron en Rusia y que sobreviven en los documentos históricos con el nombre de varegos, estaban más ocupados en el comercio. Los daneses fueron los autores de la mayor parte de los actos de pillaje y piratería por los que son recordados los vikingos. En cualquier caso, todos los motivos de las migraciones escandinavas estaban interrelacionados. Ninguna rama de estos pueblos tenía el monopolio de ninguno de ellos. La colonización vikinga de islas remotas fue su logro más espectacular. Sustituyeron por completo a los pictos en las islas Órcadas y en las Shetland, y desde allí extendieron su dominio a las Feroe (antes deshabitadas salvo por algunos monjes irlandeses y sus ovejas) y a la isla de Man. En las costas, el poblamiento vikingo fue más duradero y profundo que en el interior de Escocia e Irlanda, donde la colonización comenzó en el siglo IX. Sin embargo, la lengua irlandesa registra su importancia mediante la adopción de palabras escandinavas en el comercio, y el mapa de Irlanda la señala mediante la situación de Dublín, fundada por los vikingos, que no tardó en convertirse en un importante centro comercial. La colonia más próspera fue Islandia. Los eremitas irlandeses se habían anticipado a los vikingos también en esta isla, y estos no llegaron a sus tierras en gran número hasta finales del siglo IX. En el año 930 podía haber unos 10.000 islandeses escandinavos, que vivían de la agricultura y la pesca, en parte para su propia subsistencia y en parte para producir mercancías con las que comerciar como pescado en salazón. Ese año se fundó el Estado islandés y se celebró la primera reunión del Althing, al que los románticos amantes de la historia antigua consideraron después el primer «Parlamento» europeo. Esta asamblea tenía más de consejo de los grandes hombres de la comunidad que de órgano representativo moderno y seguía la práctica noruega anterior, pero la continuidad del antecedente histórico de Islandia es extraordinaria en este aspecto. En el siglo X se fundaron colonias escandinavas en Groenlandia, donde los asentamientos perdurarían durante cinco siglos. Después desaparecieron, probablemente porque los colonos fueron expulsados por esquimales que se vieron obligados a desplazarse hacia el sur debido al avance de los hielos. Sobre los descubrimientos y los asentamientos en territorios más occidentales podemos decir mucho menos. Las sagas, los poemas heroicos de la Islandia medieval, nos hablan de la exploración de «Vinlandia», la tierra donde los escandinavos vieron cómo crecían las vides silvestres, y del nacimiento en ella de un niño (cuya madre regresó después a Islandia y partió de nuevo de la isla para llegar a Roma en peregrinación, antes de instalarse en un retiro altamente santificado en su tierra natal). Existen motivos razonablemente fundados para creer que un asentamiento descubierto en Terranova es escandinavo, pero, por el momento, no podemos ir mucho más allá en el descubrimiento de huellas de los predecesores de Colón. Para la tradición occidental, las actividades coloniales y mercantiles de los vikingos quedaron oscurecidas desde el principio por su terrible impacto como maleantes. Es cierto que tenían algunas costumbres muy desagradables, como la de descoyuntar tirando de brazos y piernas, pero esto era algo común a la mayoría de los bárbaros. Debemos admitir, por tanto, cierta exageración, sobre todo porque nuestras principales pruebas proceden de las plumas de eclesiásticos doblemente horrorizados, como cristianos y como víctimas, por los ataques contra iglesias y monasterios; naturalmente, como paganos, los vikingos no veían ninguna santidad especial en las concentraciones de metales preciosos y alimentos tan convenientemente dispuestos en tales lugares, y los consideraban objetivos especialmente atractivos. Tampoco fueron los vikingos los primeros que incendiaron monasterios en Irlanda. No obstante, sea cual sea la importancia que se otorgue a tales consideraciones, es indiscutible que el impacto vikingo en el norte y el oeste de la cristiandad fue muy grande y aterrador. Su primer ataque contra Inglaterra tuvo lugar en el año 793, y su víctima fue el monasterio de Lindisfarne; el ataque conmocionó al mundo eclesiástico (aunque el monasterio siguió existiendo durante ochenta años más). Las incursiones sobre Irlanda tuvieron lugar dos años después. En la primera mitad del siglo IX, los daneses iniciaron un hostigamiento de Frisia que continuó regularmente año tras año, saqueando las mismas ciudades una y otra vez. A continuación fue atacada la costa francesa; en el año 842, la ciudad de Nantes fue saqueada y se produjo una gran matanza. Unos años después, un cronista francés se lamentaba de que «el interminable torrente de vikingos nunca deja de crecer». Ciudades tan interiores como París, Limoges, Orleans, Tours y Angulema fueron atacadas. Los vikingos se habían convertido en piratas profesionales. España no tardó en sufrir sus correrías, y los árabes también fueron hostigados; en el año 844, los vikingos asaltaron Sevilla. En el 859 atacaron incluso Nimes y saquearon Pisa, aunque una flota árabe les causó grandes sufrimientos al regresar a sus tierras. En su momento de mayor gravedad, piensan algunos estudiosos, la invasión vikinga estuvo a punto de destruir la civilización de la Francia occidental; lo cierto es que la presencia histórica de los francos occidentales sería más perdurable que la de sus hermanos del este, y los vikingos ayudaron a configurar las diferencias entre la futura Francia y la futura Alemania. En el oeste, sus estragos impusieron nuevas responsabilidades a los potentados locales, mientras que el control central y real se desmoronaba, y la gente dirigía su mirada cada vez más hacia sus señores locales en busca de protección. Cuando Hugo Capeto llegó al trono, su posición era en gran medida la de primus inter pares en una sociedad evidentemente feudal. No todas las iniciativas de los gobernantes para conjurar la amenaza vikinga terminaron en fracaso. Es preciso admitir que Carlomagno y Luis el Piadoso no hubieron de hacer frente a unos ataques tan potentes y persistentes como sus sucesores, pero lograron defender los puertos vulnerables y las desembocaduras de los ríos con cierta eficacia. Los vikingos podían ser derrotados (y de hecho lo fueron) si se les llevaba a batallas campales en toda regla, y aunque hubo dramáticas excepciones, los principales centros del Occidente cristiano fueron defendidos con éxito en términos generales. Lo que no podían impedirse eran las reiteradas incursiones a pequeña escala sobre las costas. Cuando los vikingos aprendieron a evitar las batallas campales, la única manera de hacerles frente fue comprarlos, y Carlos el Calvo comenzó a pagarles tributos para que dejasen en paz a sus súbditos. Este fue el comienzo de lo que los ingleses llamaron Danegeld. Su isla se había convertido enseguida en un objetivo importante, donde los vikingos comenzaron a llegar no solo para realizar incursiones, sino también para establecerse. Un nutrido grupo de reinos habían surgido en la isla a partir de las invasiones germánicas; en el siglo VII, muchas de las personas de origen romano-británico vivían junto a las comunidades de los nuevos pobladores, mientras que otras habían sido rechazadas hasta las zonas más accidentadas de Gales y Escocia. El cristianismo continuó su difusión gracias a misioneros irlandeses que partían de la misión romana que había fundado Canterbury. Esta compitió con la Iglesia celta más antigua hasta el 664, una fecha crucial. Aquel año, un rey de Northumbria se pronunció a favor de adoptar la fecha de la Pascua fijada por la Iglesia romana, con ocasión de un sínodo de eclesiásticos celebrado en Whitby. Fue una elección simbólica, que determinó que la futura Inglaterra se adhiriese a las tradiciones romanas y no a las celtas. De vez en cuando, uno u otro de los reinos ingleses tenía fuerza suficiente para ejercer cierta influencia sobre los demás. Pero solo uno de ellos pudo resistir con éxito la oleada de ataques daneses que, a partir del año 851, condujeron a la ocupación de dos tercios del país. Este reino era Wessex, y dio a Inglaterra su primer héroe nacional que es al mismo tiempo una figura histórica, Alfredo el Grande. Cuando tenía cuatro años de edad, Alfredo había sido llevado a Roma por su padre y recibió honores consulares por parte del Papa. La monarquía de Wessex estuvo indisolublemente unida al cristianismo y a la Europa carolingia. Defendió la fe frente al paganismo en la misma medida en que defendió Inglaterra contra un pueblo extranjero. En el año 871, Alfredo infligió la primera derrota decisiva a un ejército danés en Inglaterra. Es importante señalar que, unos años después, el rey danés accedió no solo a retirarse de Wessex, sino también a aceptar la conversión al cristianismo. No cabía duda de que los daneses habían llegado a Inglaterra para quedarse (se habían establecido en el norte), pero también de que podía haber divisiones entre ellos. Alfredo no tardó en ser el jefe de todos los reyes ingleses que aún perduraban, y finalmente solo quedó él. Recuperó Londres, y cuando murió en el año 899, el período más grave de incursiones danesas había terminado y sus descendientes gobernarían un país unido. Incluso los pobladores del Danelaw, la zona caracterizada hasta nuestros días por los topónimos y las formas de hablar escandinavos como la correspondiente a la colonización danesa definida por Alfredo, aceptaron su dominio. Pero esto no fue todo. Alfredo también había fundado una serie de baluartes («burgos») como parte de un nuevo sistema de defensa nacional mediante la recaudación de tributos locales. Estos núcleos no solo ofrecieron a sus sucesores unas bases para proseguir la reducción del Danelaw, sino que también establecieron gran parte del modelo de urbanización medieval de los primeros tiempos en Inglaterra; sobre ellos se construyeron ciudades cuyos emplazamientos continúan habitados en nuestros días. Finalmente, con menguados recursos, Alfredo emprendió la lenta regeneración cultural e intelectual de su pueblo. Los estudiosos de su corte, como los de Carlomagno, actuaron mediante la copia y la traducción; se pretendía que los nobles y los clérigos anglosajones aprendiesen las enseñanzas de Beda y Boecio en su propia lengua. Las innovaciones de Alfredo constituyeron un creativo empeño gubernamental sin parangón en Europa, y señalaron el comienzo de una gran época para Inglaterra. Tomó forma la estructura de los condados rurales y se establecieron unos límites territoriales que perduraron hasta 1974. La Iglesia inglesa no tardó en experimentar un notable auge de la vida monástica, y los daneses fueron contenidos en un reino unido a lo largo de una época turbulenta que duró medio siglo. Solo cuando la capacidad falló en el linaje de Alfredo, la monarquía anglosajona tuvo problemas y se produjo una nueva ofensiva vikinga. Se pagaron cantidades colosales de Danegelds, hasta que un rey danés (en esta ocasión cristiano) derrocó al rey inglés y después murió, dejando a un joven hijo para que gobernara su conquista. Este no era otro que el célebre Canuto, durante cuyo reinado Inglaterra formó parte durante un breve período de un gran imperio danés (1006-1035). En el año 1066 tuvo lugar una última gran invasión noruega de Inglaterra, pero fue rechazada en la batalla de Stamford Bridge. En aquellas fechas, todas las monarquías escandinavas eran cristianas, y la cultura vikinga era absorbida en formas cristianas. Esta cultura dejó muchas pruebas de su individualidad y su fuerza tanto en el arte celta como en el producido en el continente. Sus instituciones perduran en Islandia y en otras islas. El legado escandinavo fue muy acentuado durante siglos en la lengua y las pautas sociales inglesas, en la aparición del ducado de Normandía y, sobre todo, en la literatura de las sagas. Sin embargo, cuando entraban en tierras colonizadas, los escandinavos se fusionaban gradualmente con el resto de la población. Cuando los descendientes de Rollón y sus seguidores emprendieron la conquista de Inglaterra en el siglo XI, eran en realidad franceses, y el canto guerrero que entonaron en Hastings hablaba de Carlomagno, el paladín franco. Conquistaron una Inglaterra donde los hombres del Danelaw eran ya ingleses. Asimismo, los vikingos perdieron su carácter distintivo como grupo étnico en el Rus de Kiev y Moscovia. Este valeroso pueblo vivió más atento al disfrute que la tierra y el mar les brindaban que a la trascendencia del futuro. Los únicos pueblos occidentales de comienzos del siglo XI que restan por mencionar debido al papel que desempeñarían en épocas futuras, son los de los estados cristianos del norte de España. La geografía, el clima y la división musulmana habían contribuido a la supervivencia del cristianismo en la península Ibérica, y habían definido en parte su extensión. En Asturias y Navarra, príncipes o caudillos cristianos seguían resistiendo a comienzos del siglo VIII. Ayudados por la fundación de la Marca Hispánica carolingia y por su posterior crecimiento con los nuevos condes de Barcelona, salieron adelante en la España islámica mientras esta se sumía en la guerra civil y el cisma religioso. En Asturias surgió un reino de León que ocupó un lugar junto al reino de Navarra. En el siglo X, sin embargo, fueron los cristianos quienes combatieron entre sí y los árabes quienes avanzaron contra ellos. El peor momento llegó al final del siglo, cuando un gran conquistador árabe, Almanzor, tomó Barcelona, León y, en el año 998, el santuario de Santiago de Compostela, donde se suponía que había sido enterrado el apóstol Santiago. El triunfo no fue duradero, pues, también en este caso, lo que se había hecho para fundar la Europa cristiana resultó imposible de erradicar. En unas décadas, la España cristiana se había unido, mientras la España islámica se sumía en la desunión. En la península Ibérica, como en otros lugares, la época de expansión que estos hechos inauguraron pertenece a otra era histórica, pero se basó en largos siglos de enfrentamientos con otra civilización. Para España sobre todo, el cristianismo fue el crisol de su realidad como nación. El ejemplo de la península Ibérica indica hasta qué punto la formación del mapa de Europa coincide con la del mapa de la Iglesia, pero insistir únicamente en las misiones coronadas con éxito y en los vínculos con monarcas poderosos puede inducir a error. La Europa cristiana y la vida cristiana de los primeros tiempos eran mucho más que esto. La Iglesia occidental ofrece uno de los grandes ejemplos de éxito de la historia, pero sus dirigentes entre el final del mundo antiguo y los siglos XI o XII se sintieron aislados y asediados durante mucho tiempo en un mundo pagano o semipagano. Cada vez más enfrentados con la ortodoxia oriental, y finalmente casi aislados de ella, no es de extrañar que la cristiandad occidental desarrollase una intransigencia agresiva casi como reflejo defensivo. Era otro signo de su inseguridad. Tampoco es cierto que las amenazas proviniesen únicamente de enemigos del exterior. Dentro de la cristiandad occidental, también la Iglesia se sintió acorralada y sitiada. Luchó en medio de poblaciones todavía semipaganas para mantener intactas sus enseñanzas y prácticas, al mismo tiempo que bautizaba cuanto podía de una cultura con la que tenía que convivir, sopesando con precisión las concesiones que podía hacer a la práctica o la tradición locales y distinguiéndolas de una renuncia total a los principios. Todo esto hubo de hacerlo con un clero en el que muchos de sus integrantes, quizá la mayoría, eran hombres sin ningún estudio, no mucha disciplina y dudosa espiritualidad. Tal vez no sea extraño que los dirigentes de la Iglesia pasasen por alto a veces la inmensa ventaja de la que disfrutaron al no tener que enfrentarse a ningún rival espiritual en Europa occidental una vez que el islam fue rechazado por Carlos Martel; solo tuvieron que competir con un paganismo residual y con la superstición, y la Iglesia sabía cómo desenvolverse en estos frentes. Mientras tanto, los grandes hombres de este mundo la rodeaban, unas veces dispuestos a colaborar, otras con esperanza, siempre como una amenaza potencial, y a menudo real, para la independencia de la Iglesia respecto de la sociedad por cuya salvación se había esforzado. Inevitablemente, gran parte de la historia resultante es la del papado. Se trata de la institución central y mejor documentada del cristianismo. Sus archivos son uno de los motivos por los que se le ha prestado tanta atención, hecho que debería mover a reflexión acerca de lo que se puede conocer sobre la religión en estos siglos. Aunque el poder papal tuvo altibajos alarmantes, la división del antiguo imperio significó que, si en algún lugar de Occidente había un defensor de los intereses de la religión, este no era otro que Roma, pues no tenía rival eclesiástico alguno. Después de Gregorio Magno, obviamente era inviable mantener la teoría de una sola Iglesia cristiana en un solo imperio, aun cuando el exarca imperial permaneciese en Rávena. El último emperador que fue a Roma lo hizo en el año 663, y el último Papa que viajó a Constantinopla lo hizo en el 710. Después tuvo lugar la controversia de los iconoclastas, que causó graves daños ideológicos. Cuando Rávena cayó ante el renovado avance de los lombardos, el papa Esteban partió con destino a la corte de Pipino, no a la de Bizancio. No había deseo alguno de romper con el imperio de Oriente, pero los ejércitos francos podían ofrecer una protección que ya no era posible recibir de Oriente; una protección necesaria asimismo porque los árabes amenazaban Italia desde el comienzo del siglo VIII, y porque la presencia de los potentados autóctonos italianos era cada vez más palpable en el reflujo de la hegemonía lombarda. Hubo momentos muy malos en los dos siglos y medio que siguieron a la coronación de Pipino. Roma parecía tener muy pocas cartas en sus manos, y a veces solo para cambiar un señor por otro. Su reivindicación de la primacía tenía que ver con el respeto debido a la custodia de los restos de san Pedro y al hecho de que la sede era indudablemente la única apostólica de Occidente; una cuestión de historia más que de poder práctico. Durante mucho tiempo, los papas apenas pudieron gobernar de modo efectivo ni siquiera dentro de los dominios temporales, pues no tenían ni fuerzas armadas apropiadas ni una administración civil. Como los grandes propietarios de Italia, estaban expuestos a los predadores y los chantajes. Carlomagno solo fue el primero, y quizá el más altruista, de una serie de emperadores que afirmaron con toda claridad ante el papado sus ideas sobre las posiciones respectivas del Papa y del emperador como guardianes de la Iglesia. Los otonianos fueron grandes hacedores y deshacedores de papas. Los sucesores de san Pedro no podían acoger con agrado los enfrentamientos, pues tenían mucho que perder. En el balance había otro factor, aunque sus repercusiones se pondrían de manifiesto lentamente. La concesión de territorios al papado por parte de Pipino constituiría en su momento el núcleo de un poderoso Estado territorial italiano. En la coronación de emperadores por el Papa había reivindicaciones veladas, quizá de la identificación de emperadores legítimos; es significativo que, con el paso del tiempo, los papas retiraran de la ceremonia de coronación imperial (como también de la de los reyes ingleses y franceses) el uso del crisma, la mezcla especialmente sagrada de aceite y bálsamo que se utilizaba para la ordenación de sacerdotes y la coronación de obispos, sustituyéndolo por simple aceite. De ese modo se expresaba una realidad oculta durante mucho tiempo, pero fácilmente comprensible para una época acostumbrada a los símbolos: el Papa confería la corona y el sello del reconocimiento de Dios al emperador. Es posible, por tanto, que lo hiciera condicionalmente. La coronación de Carlomagno por León, como la de Pipino por Esteban, pudo ser conveniente, pero contenía una potente semilla. Cuando, como sucedía a menudo, las debilidades personales y las disputas sucesorias perturbaban la tranquilidad de los reinos francos, Roma podía ganar terreno. Desde un punto de vista más inmediato y práctico, el apoyo de reyes poderosos era necesario para la reforma de las iglesias locales y para sostener la empresa misionera en Oriente. A pesar de los celos del clero local, la Iglesia franca experimentó grandes cambios; en el siglo X, lo que el Papa decía era muy importante al norte de los Alpes. De la entente del siglo VIII surgió gradualmente la idea de que correspondía al Papa decir cuál debía ser la política de la Iglesia, así como la de que los obispos de las iglesias locales no debían pervertirla. Se estaba forjando un gran instrumento de normalización. Fue entonces cuando, en un principio, Pipino utilizó su poder como rey franco para reforzar la Iglesia de sus compatriotas, y lo hizo siguiendo una pauta que le ponía en sintonía con Roma en cuestiones de ritual y disciplina, y le alejaba más de las influencias célticas. La balanza de las ventajas y las desventajas se inclinó durante mucho tiempo de un lado a otro, mientras los límites de los poderes efectivos de los papas sufrían altibajos. No deja de ser significativo que fuera después de una nueva subdivisión de la herencia carolingia por la que la corona de Italia se separaba de Lotaringia cuando Nicolás I logró imponer con más éxito las reivindicaciones papales. Un siglo antes, una célebre falsificación, la «donación de Constantino», pretendía demostrar que el emperador había entregado al obispo de Roma el antiguo dominio ejercido por el imperio en Italia; Nicolás se dirigía a los reyes y emperadores como si esta teoría fuese válida en todo Occidente. Se cuenta que les escribía «como si fuera el señor del mundo», recordándoles que podía nombrar y deponer a quien quisiera. Utilizó también la doctrina de la primacía papal contra el emperador de Oriente, en apoyo del patriarca de Constantinopla. Fue el momento culminante de una pretensión que el papado no pudo mantener en la práctica durante mucho tiempo, pues pronto fue evidente que la fuerza que se tuviera en Roma decidiría quién disfrutaría del poder imperial que el Papa afirmaba conferir. Resulta revelador que el sucesor de Nicolás fuera el primer pontífice que murió asesinado. No obstante, en el siglo IX se sentaron unos precedentes, aunque no pudieran seguirse todavía de modo coherente. La labor diaria de salvaguardar los intereses cristianos, sobre todo al producirse el derrumbamiento de la autoridad papal en el siglo X, cuando el trono se convirtió en presa de facciones italianas cuyas luchas eran salpicadas ocasionalmente por las intervenciones de los otonianos, solo podía estar en manos de los obispos de las iglesias locales, que debían respetar los poderes que encarnaban. Buscando la cooperación y la ayuda de los gobernantes seculares, a menudo llegaron hasta puestos en los que era prácticamente imposible distinguirles de los servidores reales. Estaban dominados por los gobernantes laicos del mismo modo que, a menudo, el párroco estaba dominado por el señor local, y tenían que compartir la recaudación eclesiástica en consecuencia. Esta humillante dependencia llevaría más adelante a algunas de las intervenciones papales más drásticas en las iglesias locales. Los obispos también hicieron muchas cosas positivas; en particular, alentaron a los misioneros. Esta actitud también tenía su lado político. En el siglo VIII, la regla de san Benito estaba arraigada en Inglaterra, y a este hecho le siguió un gran movimiento misionero anglosajón, cuyas figuras más destacadas fueron san Wilibrordo en Frisia y san Bonifacio en Alemania. Independientes en gran medida de los obispos francos orientales, los anglosajones afirmaron la supremacía de Roma; sus conversos tendían, pues, a mirar directamente al trono de san Pedro en busca de la autoridad religiosa. Muchos peregrinaron a Roma. Este énfasis papal desapareció en las etapas posteriores de la evangelización del este, o, mejor dicho, se hizo menos evidente debido a la labor directa de los emperadores germánicos y sus obispos. Las misiones se combinaron con la conquista y se organizaron nuevas diócesis como mecanismos gubernamentales. Otro gran movimiento creativo, el de la reforma del siglo X, debió algo al episcopado pero nada al papado. Fue un movimiento monástico que disfrutó del apoyo de algunos gobernantes. Su esencia era la renovación de los ideales monásticos; un grupo de nobles fundaron nuevos monasterios que pretendían recordar sus orígenes a un monacato degenerado. La mayoría de ellos estaban en los antiguos territorios centrales carolingios, desde Bélgica hasta Suiza, y entre Borgoña al oeste y Franconia al este, la zona de la que había irradiado el impulso reformador. Al término del siglo X, comenzó a obtener el apoyo de príncipes y emperadores. El patrocinio de estos condujo finalmente al temor de que los laicos se entrometiesen en los asuntos de la Iglesia, pero hizo posible recuperar el papado de una nulidad estrechamente italiana y dinástica. La más célebre de las nuevas fundaciones fue la abadía borgoñona de Cluny, fundada en el año 910. Durante casi dos siglos y medio, esta abadía fue el centro de la reforma de la Iglesia. Sus monjes siguieron una versión revisada de la regla benedictina y desarrollaron algo totalmente nuevo, una orden religiosa basada no solo en un estilo de vida uniforme, sino en una organización basada en una disciplina centralizada. Todos los monasterios benedictinos habían sido comunidades independientes, pero los nuevos monasterios cluniacenses estaban subordinados en su totalidad al abad de Cluny, que era el general de un ejército de (finalmente) miles de monjes que solo ingresaban en sus respectivos monasterios después de un período de formación en el monasterio matriz. En el apogeo de su poder, a mediados del siglo XII, más de trescientos monasterios extendidos por todo Occidente, incluso algunos en Palestina, buscaban orientación en Cluny, en cuya abadía se alzaba la iglesia más grande de la cristiandad occidental después de San Pedro de Roma. Incluso en sus primeros tiempos, sin embargo, el monacato cluniacense difundió nuevas prácticas e ideas en la Iglesia. Esto nos lleva más allá de cuestiones relacionadas con la estructura y el derecho eclesiásticos, aunque no es fácil hablar con certeza de todos los aspectos de la vida cristiana en la Alta Edad Media. La historia religiosa es especialmente propensa a la falsificación mediante documentos que a veces hacen muy difícil comprender las dimensiones espirituales más allá de la burocracia. Sin embargo, no dejan ninguna duda de que la Iglesia era indiscutida, única, y de que impregnaba toda la estructura de la sociedad. Tenía una especie de monopolio de la cultura. La herencia clásica había sido terriblemente dañada y reducida por las invasiones bárbaras y la espiritualidad intransigente del primer cristianismo («¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?», había preguntado Tertuliano), pero esta intransigencia había remitido. En el siglo X, lo que se había conservado del pasado clásico había sido preservado por eclesiásticos, sobre todo por los benedictinos y los copistas de las escuelas palatinas que transmitieron no solo la Biblia, sino también compilaciones latinas del saber griego. A través de su versión de Plinio y Boecio, una línea delgada conectó la Europa medieval con Aristóteles y Euclides. La alfabetización era prácticamente patrimonio exclusivo del clero. Los romanos habían podido anunciar sus leyes en tablones situados en lugares públicos, seguros de que había un número suficiente de personas capaces de leerlos, mientras que, muy avanzada ya la Edad Media, incluso los reyes eran analfabetos. El clero controlaba prácticamente todo el acceso a la escritura que existía. En un mundo sin universidades, solo una escuela cortesana o eclesiástica ofrecía la oportunidad de aprender letras más allá de lo que pudiera ofrecer, excepcionalmente, un tutor-clérigo individual. Las consecuencias de estas carencias sobre todas las artes y la actividad intelectual fueron profundas; la cultura no solo estaba emparentada con la religión, sino que solo se manifestaba en el marco de unos supuestos religiosos absolutos. La consigna «el arte por el arte» nunca podría haber tenido menos sentido que en la primera mitad de la Edad Media. La historia, la filosofía, la teología y la iluminación desempeñaban su papel en el sostenimiento de una cultura sacramental, aunque, por muy restringido que fuese, el legado que transmitieron, en tanto en cuanto no fuera judío, era clásico, es decir, basado en los cánones grecorromanos. Cuando se corre el peligro de sufrir vértigo en tales cimas de la generalización cultural, es saludable recordar que podemos saber muy poco directamente acerca de lo que debe considerarse, desde el punto de vista teológico y estadístico, como algo mucho más importante que este aspecto y, de hecho, como la actividad central de la Iglesia. Se trata de la labor diaria de exhortar, enseñar, casar, bautizar, confesar y orar, toda la vida religiosa del clero secular y de los laicos que tenían su centro en la administración de los principales sacramentos. La Iglesia hacía uso en estos siglos de unos poderes que, en muchos casos, los fieles no podían distinguir con claridad de los de la magia. Los utilizaba para inculcar la civilización a un mundo bárbaro. Su éxito fue ingente, aunque no disponemos apenas de información directa sobre este proceso a excepción de la referida a sus momentos más efectistas, cuando una conversión o un bautismo espectaculares revelan, por el mismo hecho de ser registrados, que nos hallamos en presencia de algo atípico. La realidad social y económica de la Iglesia nos resulta mucho más conocida. Los clérigos y las personas a su cargo eran numerosos, y la Iglesia controlaba gran parte de la riqueza de la sociedad. La Iglesia era un gran terrateniente. Los ingresos que respaldaban su labor procedían de sus tierras, y un monasterio o un cabildo catedralicio podían ser dueños de propiedades muy extensas. Las raíces de la Iglesia estaban firmemente hundidas en la economía del momento, hecho que, de entrada, suponía algo muy primitivo. Por difícil que resulte medirlo con exactitud, hay muchos síntomas de recesión económica en Occidente al término de la Antigüedad. No todo el mundo percibió el retroceso por igual. Los sectores económicos más desarrollados se hundieron casi por completo. El trueque sustituyó al dinero, y la economía monetaria resurgió con gran lentitud. Los merovingios comenzaron a acuñar plata, pero durante mucho tiempo no hubo en circulación muchas monedas, en particular, monedas de pequeñas denominaciones. Las especias desaparecieron de la dieta corriente; el vino se convirtió en un lujo caro, y la mayoría de la gente comía y bebía pan y gachas, cerveza y agua. Los escribas volvieron al pergamino, que podía obtenerse a escala local, en lugar del papiro, que resultaba difícil de conseguir; aunque esto resultaría una ventaja, pues las letras minúsculas eran posibles sobre pergamino, pero no sobre papiro, que requería grandes trazos poco económicos, refleja no obstante la existencia de dificultades en la antigua economía mediterránea. Aunque la recesión confirmaba a menudo la autosuficiencia de la propiedad en concreto, arruinaba a las ciudades. El universo del comercio también se desintegraba de vez en cuando debido a la guerra. Se mantenía el contacto con Bizancio y la lejana Asia, pero la actividad comercial del Mediterráneo occidental disminuyó en los siglos VII y VIII, cuando los árabes se apoderaron de la costa del norte de África. Más adelante, gracias de nuevo a los árabes, se recuperó en parte (uno de los indicios de esta recuperación fue un comercio activo de esclavos, muchos de los cuales procedían de Europa oriental, de los pueblos eslavos que, de este modo, dieron su nombre a toda una categoría de trabajo forzado). En el norte también había cierto intercambio con los escandinavos, que eran grandes comerciantes. Pero esto no importaba a la mayoría de los europeos, para quienes la vida se basaba totalmente en la agricultura. La subsistencia fue durante mucho tiempo casi lo único que podían esperar. El hecho de que fuera la principal preocupación de la economía medieval de los primeros tiempos, es una de las escasas generalizaciones seguras que se pueden hacer al respecto. El estiércol de los animales o la roturación de nuevas y más fértiles tierras eran las únicas fórmulas posibles para mejorar un rendimiento de las semillas y del trabajo que resulta irrisorio si se mide de acuerdo con baremos modernos. La situación solo pudo cambiarse mediante siglos de laboriosa agricultura. Los animales que vivían con los arrendatarios humanos azotados por el raquitismo y el escorbuto en un paisaje asolado por la pobreza, estaban desnutridos y tenían un tamaño menor de lo normal, aunque los campesinos más afortunados obtenían grasa del cerdo o, en el sur, del aceite. Solo con la introducción en el siglo X de plantas productoras de alimentos con mayor contenido proteínico, comenzó a mejorar la producción energética del suelo. Se produjeron algunas innovaciones tecnológicas, especialmente la difusión de molinos y la adopción de un arado mejor, pero cuando la producción se elevó, se debió en su mayor parte a que se incorporaban al cultivo nuevas tierras. Y había muchas que explotar. La mayor parte de Francia, Alemania e Inglaterra seguía cubierta de bosques y eriales. La recaída económica al final de la Antigüedad dejó tras de sí pocas zonas donde prosperasen las ciudades. La principal excepción fue Italia, donde siempre persistieron algunas relaciones comerciales con el mundo exterior. En otros lugares, las ciudades no comenzaron a experimentar de nuevo una expansión significativa hasta después del año 1100; incluso entonces, habría de pasar un largo período hasta que en Europa occidental hubiera una ciudad comparable a los grandes centros urbanos de las civilizaciones islámica y asiática clásicas. En Occidente, la regla prácticamente universal fue la propiedad agrícola autosuficiente. Estas unidades alimentaban y mantenían a una población probablemente más reducida que la del mundo antiguo en la misma zona, aunque es casi imposible establecer unas cifras ni siquiera aproximadas. En cualquier caso, solo disponemos de pruebas de un crecimiento demográfico muy lento hasta el siglo XI. La población de Europa occidental podía ser en aquellas fechas de unos 40 millones de habitantes, es decir, similar a la población actual de España. En este mundo, la posesión de tierras o el acceso a ellas eran el factor determinante supremo del orden social. De alguna manera, lenta pero lógicamente, los grandes hombres de la sociedad occidental, al mismo tiempo que seguían siendo los guerreros que siempre habían sido en las sociedades bárbaras, se convirtieron también en terratenientes. Junto con los dignatarios de la Iglesia y los reyes, constituían la clase dominante. De la posesión de tierras provenían no solo los ingresos en concepto de rentas y tributos, sino también la jurisdicción y el servicio del trabajo. Los terratenientes eran los señores, y su estatus hereditario comenzó gradualmente a tener más peso y sus destrezas y habilidades como guerreros comenzaron a ser menos destacadas (aunque en teoría persistieron durante mucho tiempo) como la condición que les hacía nobles. Las tierras de algunos de estos hombres les habían sido concedidas por un rey o gran príncipe. A cambio, se esperaba que devolviesen el favor acudiendo cuando aquel les requiriese para el servicio militar. Por otra parte, la administración hubo de ser descentralizada después de la época imperial; los reyes bárbaros carecían de los recursos burocráticos y culturales necesarios para gobernar directamente grandes zonas. Así pues, la concesión de bienes económicos explotables a cambio de obligaciones específicas era muy habitual, y esta idea es la que se halla en el centro de lo que historiadores posteriores, volviendo la vista hacia la Europa de la Edad Media, llamaron «feudalismo». Muchos tributarios se incorporaron a esta corriente. Tanto la costumbre romana como la germánica favorecían la elaboración de tal idea. También contribuyó el hecho de que en los tiempos posteriores del imperio, o en la época turbulenta de la Galia merovingia, se hubiese convertido en un fenómeno habitual el que los hombres se «encomendasen» a un gran señor en busca de protección; a cambio de esta, le ofrecían una lealtad especial y servicio. Fue este un uso que se adaptó fácilmente a las prácticas de la sociedad germánica. Con los carolingios comenzó la práctica de que los «vasallos» del rey le rindieran homenaje, es decir, reconocían con ceremonias características, a menudo públicas, sus responsabilidades especiales de servicio hacia él. Él era su señor y ellos, sus hombres. Las antiguas lealtades de la hermandad de sangre de los compañeros de armas del jefe bárbaro comenzaron a mezclarse con ideas de encomienda en un nuevo ideal moral de lealtad, fidelidad y obligación recíproca. Los vasallos producían después otros vasallos, y el hombre de un señor era señor de otro hombre. Una cadena de obligaciones y servicios personales podía extenderse en teoría del rey para abajo, pasando por sus grandes hombres y sus criados, hasta los grados inferiores de los hombres libres. Pero, naturalmente, podía generar exigencias complejas y conflictivas. Podía darse el caso de que un rey fuera vasallo de otro rey en lo relativo a algunas de sus tierras. Por debajo de los hombres libres estaban los esclavos, más numerosos quizá en la Europa meridional que en el norte, y que en todas partes mostraban una tendencia a evolucionar marginalmente hacia arriba en cuanto a estatus hasta alcanzar el de los siervos, los hombres no libres, por nacimiento vinculados al suelo de su señorío, aunque no del todo desprovistos de derechos. Algunos estudiosos de la historia medieval han planteado después la relación entre el señor y el hombre como si pudiera explicar toda la sociedad medieval. Esto nunca fue así. Aunque gran parte del territorio de Europa estaba dividido en feudos —los feuda, de los que procede la palabra feudalismo—, que eran unas propiedades que entrañaban una obligación hacia un señor, siempre hubo zonas importantes, especialmente en el sur de Europa, donde la «mezcla» de revestimiento germánico y fondo romano no funcionó de la misma manera. Gran parte de Italia, España y el sur de Francia no eran «feudales» en este sentido. Incluso en las tierras más «feudales» siempre hubo algunos propietarios —una clase importante de hombres, más numerosa en unos países que en otros— que no debían servicio alguno por sus tierras, sino que eran propiedad suya. En su mayor parte, sin embargo, las obligaciones contractuales basadas en la tierra fijaron el tono de la civilización medieval. Las corporaciones, al igual que los hombres, podían ser señores o vasallos; un arrendatario podía rendir homenaje al abad de un monasterio (o a la abadesa de un convento) por la heredad que utilizaba de sus propiedades, y un rey podía tener como vasallos a un cabildo catedralicio o a una comunidad de monjes. En el orden feudal, tenía cabida un alto grado de complejidad y ambigüedad. Pero el hecho fundamental de un intercambio de obligaciones entre el superior y el inferior caracterizaba a toda la estructura, y es el factor que mejor permite hacerla inteligible según los criterios modernos. El señor y el hombre estaban atados el uno al otro. «Siervos, obedeced a vuestros señores temporales con temor y temblor; señores, tratad a vuestros siervos de acuerdo con la justicia y la equidad», era el mandamiento de un clérigo francés que resumía de manera concisa un principio en un caso específico. Sobre esta racionalización se basaba una sociedad cada vez más compleja a la que, durante mucho tiempo, resultó capaz de interpretar y sostener. La obligación mutua justificaba asimismo la obtención de los medios necesarios para mantener al guerrero y construir su castillo. De este hecho nacieron las aristocracias de Europa. La función militar del sistema que les respaldaba siguió siendo muy importante durante mucho tiempo. Incluso cuando el servicio personal en el campo de batalla no era necesario, el de los combatientes del vasallo (y después el de su dinero para pagar a los combatientes) sí que lo era. Entre las destrezas militares, la más apreciada (porque era la más eficaz) era la de luchar a caballo pertrechado de armadura. El estribo se adoptó en los siglos VII y VIII, y a partir de esa época el jinete equipado con armadura tuvo un lugar destacado en el campo de batalla, hasta la llegada de armas que pudieran dominarle. De esta superioridad técnica surgió la clase de los caballeros profesionales, mantenidos por el señor ya fuera directamente o mediante la concesión de un señorío para alimentarles a ellos o a sus caballos. Fueron el origen de la aristocracia guerrera de la Edad Media y de los valores europeos de los siglos venideros. Sin embargo, durante mucho tiempo los límites de esta clase estuvieron mal definidos, y el movimiento de entrada y de salida fue poco habitual. La realidad política se oponía a menudo a la teoría. En la compleja tela de araña del vasallaje, podía darse el caso de que un rey ejerciera menos control sobre sus propios vasallos que el que estos ejercían sobre los suyos. El gran señor, ya fuera un potentado laico o un obispo local, debía tener siempre más peso o importancia en la vida de la gente corriente que el rey o el príncipe, lejanos y probablemente nunca vistos. En los siglos X y XI, se encuentran en todas partes ejemplos de reyes que sufrían a todas luces la presión de los grandes hombres. El país donde esta situación parecía presentar menos problemas era la Inglaterra anglosajona, cuya tradición monárquica era la más fuerte. Pero la presión no siempre era eficaz contra un rey incluso débil si este era astuto. Al fin y al cabo, tenía otros vasallos, y si era sensato no se oponía a todos ellos al mismo tiempo. Por otra parte, su cargo era único. La unción de la Iglesia confirmaba su autoridad sagrada y carismática. Los reyes eran personas aparte a juicio de la mayoría de los hombres, debido a la especial pompa y ceremonia que les rodeaba, y que desempeñaba un papel tan importante como el de la burocracia en nuestros días. Si, además, un rey disponía de la ventaja de poseer extensos dominios propios, tenía excelentes oportunidades de salir triunfante. No siempre en el sentido técnico y jurídico, aunque sí en el corriente, los reyes y los grandes potentados eran los únicos hombres que disfrutaban de una gran libertad en la sociedad medieval de los primeros siglos. Pero incluso la suya era una vida con estrecheces, limitada por la ausencia de muchas de las cosas que nosotros damos por supuestas. No había mucho que hacer, al fin y al cabo, excepto rezar, combatir, cazar y administrar la propiedad; no había profesiones a las que pudieran incorporarse los hombres, excepto la eclesiástica, y la posibilidad de innovación en el estilo o en el contenido de la vida diaria era escasa. Las opciones de las mujeres eran aún más restringidas, como lo eran las de los hombres a medida que se descendía por la escala social. La situación solo cambió con el gradual resurgir del comercio y de la vida urbana debido a la expansión económica. Obviamente, las líneas divisorias apenas tienen valor en estas cuestiones, pero lo cierto es que, hasta después del año 1100, no comienza una expansión económica importante, y solo entonces tenemos la sensación de dejar atrás una sociedad todavía semibárbara. 6. India Aunque acompañado de sabios y eruditos y asesorado por ellos, Alejandro Magno solo tenía una idea muy vaga de lo que encontraría en la India; parece que creía que el Indo era parte del Nilo y que más allá de ese río encontraría otra parte de Etiopía. Los griegos conocían desde hacía tiempo muchas cosas sobre el noroeste de la India, sede de la satrapía persa de Gandhara. Pero más allá de eso, todo era oscuridad. En lo que a geografía política se refiere, la oscuridad permanece, pues sigue siendo difícil averiguar las relaciones entre los estados del valle del Ganges y la naturaleza de estos en la época de la invasión de Alejandro. El reino de Magadha, situado en el bajo Indo y que ejerció una especie de hegemonía sobre el resto del valle, había sido la unidad política más importante del subcontinente durante al menos dos siglos, pero no se sabe mucho sobre sus instituciones ni sobre su historia. Las fuentes indias no dicen nada de la llegada de Alejandro a la India, y dado que el gran conquistador nunca pasó del Punjab, solo podemos leer en los relatos griegos de la época su irrupción en los pequeños reinos del noroeste y, en cambio, nada sobre el centro del poder indio. Con los seléucidas, llegó a Occidente información más fiable sobre lo que había más allá del Punjab. Estos nuevos conocimientos coinciden aproximadamente con el nacimiento de una nueva potencia india, el imperio maurya, y aquí comienza realmente la India de los documentos históricos. Uno de nuestros informantes es un embajador griego, Megástenes, enviado a la India por el rey seléucida hacia el 300 a.C., fragmentos de cuyos relatos sobre lo que vio se conservaron el tiempo suficiente para que escritores posteriores los citaran con profusión. Megástenes llegó hasta Bengala y Orissa, y dado que era respetado como diplomático y como erudito, conoció y entrevistó a numerosos indios. Algunos escritores posteriores pensaban que, como informador, era crédulo y poco de fiar, e hicieron hincapié en sus historias sobre hombres que vivían de olores y no de comida y bebida, sobre otros ciclópeos o cuyos pies eran tan grandes que los usaban para protegerse del sol, y sobre pigmeos y hombres sin boca. Estas historias eran absurdas, pero no carecían necesariamente de fundamento, ya que bien podrían representar solo el conocimiento, sumamente desarrollado, que tenían los indios arios sobre las diferencias físicas que les distinguían de sus vecinos o conocidos lejanos de Asia central o de las junglas de Birmania. Algunos de estos les debían de parecer muy extraños, y su comportamiento era, sin duda, muy raro a los ojos indios. Otros aspectos podrían reflejar vagamente las curiosas prácticas ascéticas de la religión india, que nunca han dejado de impresionar a los extranjeros y que normalmente mejoran en las narraciones. Estas historias no desacreditan necesariamente al narrador, pues no significan que las demás cosas que cuenta hayan de ser totalmente inciertas. Quizá tengan incluso un valor positivo si indican algo sobre la forma en que los informadores indios de Megástenes veían el mundo exterior. Megástenes habla de la India de un gran gobernante, Chandragupta, fundador de la dinastía maurya, y de quien se tienen algunos datos procedentes de otras fuentes. Los antiguos creían que se había inspirado para sus conquistas en haber visto en su juventud a Alejandro Magno durante su invasión de la India. Sea lo que fuere, Chandragupta usurpó el trono de Magadha en el 321 a.C., y sobre las ruinas de ese reino construyó un Estado que abarcó no solo los dos grandes valles del Indo y el Ganges, sino la mayor parte de Afganistán (arrebatada a los seléucidas) y de Beluchistán. Su capital estaba en Patna, donde Chandragupta vivía en un magnífico palacio de madera; la arqueología, pues, no puede aún ayudarnos mucho en este período de la historia india. De los relatos de Megástenes podría deducirse que Chandragupta ejerció una especie de presidencia monárquica, pero las fuentes indias parecen revelar un Estado burocrático, o al menos algo que aspiraba a serlo. Es difícil saber cómo era en la práctica, pues se había construido a partir de unidades políticas formadas en épocas anteriores, muchas de las cuales habían sido republicanas o populares en cuanto a su organización, y muchas de ellas estaban relacionadas con el emperador a través de grandes hombres que eran funcionarios de este; algunos de ellos, súbditos en teoría, debieron de ser con frecuencia muy independientes en la práctica. Megástenes también ofrece datos sobre los habitantes del imperio. Además de facilitar una larga lista de diferentes pueblos, distinguió dos tradiciones religiosas (una brahmánica y otra aparentemente budista), mencionó los hábitos alimentarios de los indios —cuyo alimento básico era el arroz— y su abstención de beber vino salvo con fines rituales, contó muchas cosas sobre la domesticación de elefantes y subrayó el hecho (sorprendente para los griegos) de que en la India no hubiera esclavos. Estaba equivocado, pero es excusable; aunque los indios no se compraban y vendían en esclavitud absoluta, había personas obligadas a trabajar para sus amos y que carecían de la posibilidad jurídica de emanciparse. Megástenes también informó de que el rey se divertía con la caza, que se practicaba desde plataformas elevadas o a lomos de elefante, de forma muy parecida a como aún se cazan los tigres hoy en día. Se dice que Chandragupta vivió sus últimos días retirado con los jainistas, y que realizó un ayuno ritual que le condujo a la muerte en un refugio cerca de Mysore. Su hijo y sucesor llevó hacia el sur la tendencia expansiva del imperio que ya había mostrado su padre. El poder maurya comenzó a penetrar en las densas selvas pluviales del este de Patna y a presionar hacia la costa oriental. Finalmente, con el tercer maurya, la conquista de Orissa dio al imperio el control de las rutas terrestres y marítimas hacia el sur, y el subcontinente adquirió una unidad política cuyo alcance no se logró igualar durante más de dos mil años. El conquistador que lo consiguió fue Asoka, el gobernante con el que por fin empieza a ser posible una historia documentada de la India. De la época de Asoka sobreviven numerosas inscripciones con decretos y órdenes a sus súbditos. El uso de este medio para propagar los mensajes oficiales y el estilo individual de las inscripciones sugieren una influencia persa y helenística, y no cabe duda de que la India de los mauryas estuvo en contacto con las civilizaciones de Occidente de forma más continua que nunca. En Kandahar, Asoka dejó inscripciones en griego y en arameo. Estos testimonios revelan un gobierno capaz de mucho más de lo que había esbozado Megástenes. Un consejo real gobernaba en una sociedad basada en castas. Había un ejército real y una burocracia; al igual que en otros lugares, la aparición de la escritura supuso un hito para el gobierno, además de para la cultura. Parece que también había un gran cuerpo de policía secreta o servicio de espionaje interno. Además de recaudar impuestos y mantener los servicios de comunicación y riego, esta maquinaria emprendió, con Asoka, la promoción de una ideología oficial. El propio Asoka se había convertido al budismo al principio de su reinado. A diferencia de la conversión de Constantino, la de Asoka no precedió, sino que siguió a una batalla cuyo coste en sufrimiento horrorizó al rey. Sea como fuere, el resultado de su conversión fue el abandono del modelo de conquista que había marcado la trayectoria de Asoka hasta entonces. Quizá por eso no sintió ninguna tentación de llevar la guerra fuera del subcontinente, limitación que, sin embargo, compartió con la mayoría de los gobernantes indios, que nunca aspiraron a gobernar a los bárbaros, y que no se hizo patente hasta que completó la conquista de la India. La filosofía budista de Asoka se expresa en las recomendaciones que hizo a sus súbditos en las inscripciones sobre roca y pilares fechadas a partir de esta parte de su reinado (aproximadamente después del 260 a.C.). Las consecuencias son muy importantes, pues suponen una nueva filosofía social completa. Los preceptos de Asoka reciben el nombre global de Dhamma, variante de una palabra sánscrita que significa «Ley Universal», y su novedad suscitó una enorme y anacrónica admiración entre los políticos indios del siglo XX por la modernidad de Asoka. Las ideas de Asoka son, sin embargo, sorprendentes. Asoka impuso el respeto a la dignidad de todos los hombres y, sobre todo, la tolerancia y la no violencia religiosas. Sus preceptos eran más generales que precisos y no constituían leyes, pero sus cuestiones centrales son inequívocas y trataban de ofrecer unos principios de actuación. Aunque la inclinación e ideología de Asoka le hacían proclive a aceptar semejantes ideas, estas sugieren no tanto un deseo de exponer las enseñanzas del budismo (lo que hizo Asoka por otros medios) cuanto un deseo de limar diferencias; son algo muy parecido a un instrumento de gobierno para un imperio enorme, heterogéneo y religiosamente dividido. Asoka trató de establecer algún foco para lograr cierta unidad política y social que abarcara toda la India, que se basara en los intereses de los hombres, además de en la fuerza y el espionaje. «Todos los hombres —dice una de sus inscripciones— son mis hijos.» Esto podría explicar también su orgullo por lo que cabría llamar sus «servicios sociales», que a veces adoptaron formas adaptadas al clima: «En las carreteras he plantado banianos —proclamó— que darán sombra a bestias y hombres». El valor de esta estratagema aparentemente sencilla habría sido enseguida patente para quienes trabajaban arduamente en las grandes llanuras indias o viajaban por ellas. Casi de paso, las mejoras también facilitaron el comercio, pero, al igual que los pozos que excavó y las casas de descanso que abrió cada quince kilómetros aproximadamente, los banianos eran una expresión de Dhamma. No obstante, parece que esta no tuvo éxito, a juzgar por lo que sabemos de las luchas entre sectas y del rencor de los sacerdotes. Asoka logró más avances en el fomento de la simple evangelización budista. Su reinado dio lugar a la primera gran expansión del budismo, que había prosperado, pero que hasta entonces estaba confinado en el nordeste de la India. Asoka envió misioneros a Birmania que lo propagaron; en Ceilán, otros lo difundieron con mejor fortuna aún, y desde entonces la isla fue predominantemente budista. Los enviados a Macedonia y Egipto, tal vez con un exceso de optimismo, tuvieron menos éxito, aunque las enseñanzas budistas dejaron huella en varias de las filosofías del mundo helenístico y algunos griegos se convirtieron. La vitalidad del budismo durante el reinado de Asoka podría explicar en parte las señales de reacción que se dieron en la religión brahmánica. Se ha sugerido que la nueva popularización de ciertos cultos que datan aproximadamente de esta época podría haber sido la respuesta brahmánica consciente al desafío. En los siglos III y II a.C. sobre todo, se dio una nueva importancia a los cultos de dos de los avatares más populares de Visnú: el proteiforme Krisna, cuya leyenda ofrece enormes posibilidades de identificación psicológica a los adoradores, y Rama, la encarnación del rey benévolo, buen esposo e hijo, un dios familiar. Fue también en el siglo II a.C. cuando comenzaron a adoptar su forma definitiva las dos grandes epopeyas indias, el Mahabharata y el Ramayana. La primera se amplió con un largo pasaje que ahora constituye la obra más famosa de la literatura india y su poema más importante, la Bhagavad Gita o «Canción del señor», que se convertiría en el testamento central del hinduismo, al tejer en torno a la figura de Visnú/Krisna la doctrina ética del deber en el cumplimiento de las obligaciones impuestas por la pertenencia a una clase (dharma) y la recomendación de que las obras de devoción, por meritorias que sean, a veces son menos eficaces que el amor de Krisna como medio para liberarse y alcanzar la felicidad eterna. Estos acontecimientos fueron importantes para el futuro del hinduismo, pero solo se desarrollaron del todo durante un período que va mucho más allá del hundimiento del imperio maurya, que comenzó poco después de la muerte de Asoka. Esta desaparición fue tan dramática e impresionante —y el imperio maurya había sido algo tan notable— que, aunque nos sentimos tentados de buscar alguna explicación especial, quizá esta sea solo de índole acumulativa. En todos los imperios antiguos, salvo el chino, las demandas a las que tenía que hacer frente el gobierno sobrepasaron finalmente los recursos técnicos de que este disponía para satisfacerlas, momento en que se producía el hundimiento. Los mauryas habían hecho grandes cosas: reclutaron mano de obra para explotar grandes superficies yermas, alimentando así a una población creciente y aumentando la base impositiva del imperio; emprendieron grandes obras de regadío que les sobrevivieron durante siglos, y el comercio prosperó también con la dinastía maurya, si se puede juzgar por la forma en que la cerámica del norte se difundió por toda la India en el siglo III a.C. Los mauryas tenían, además, un ejército enorme y una diplomacia que llegó hasta Epiro. Sin embargo, el coste fue elevado. El gobierno y el ejército eran parásitos de una economía agraria que no podía expandirse indefinidamente. Había un límite a lo que podía sostener. Por otro lado, aunque la burocracia parece en retrospectiva haber estado en principio centralizada, no pudo ser muy eficaz, por no decir perfecta. Sin un sistema de control y reclutamiento que la independizase de la sociedad, en un extremo cayó bajo el control de los favoritos del monarca de quienes dependían todos los demás, y, en el otro, en manos de las élites locales que sabían cómo hacerse con el poder y conservarlo. Hay, además, un punto débil político profundamente enraizado en la época anterior a la de los mauryas. La sociedad india ya se había dibujado en torno a la familia y el sistema de castas. Aquí, en las instituciones sociales, más que en una dinastía o en la idea abstracta de un Estado con continuidad (por no hablar de nación), estaba el foco de las lealtades indias. Cuando un imperio indio comenzaba a tambalearse bajo presiones económicas, externas o técnicas, carecía de un apoyo popular incondicional al que recurrir. Esta es una llamativa señal de la falta de éxito de los intentos de Asoka por proporcionar un tegumento ideológico a su imperio. Es más: las instituciones sociales de la India, y especialmente las castas, en sus formas complejas, imponían unos costes económicos. Al asignarse las funciones sociales de forma inalterable por nacimiento, se reprimían la aptitud económica y la ambición. La India tenía un sistema social que obstaculizaba por fuerza las posibilidades de crecimiento económico. Al asesinato del último maurya le siguió la llegada al poder de una dinastía del Ganges de origen brahmánico, con lo que la historia de la India durante quinientos años se caracterizó, una vez más, por la desunión política. Desde finales del siglo II a.C. disponemos de referencias en fuentes chinas, aunque no puede decirse que hayan facilitado más el acuerdo entre los especialistas sobre los hechos históricos; incluso la cronología sigue siendo en gran medida una conjetura. Solo destacan los procesos generales. El más importante de ellos es una nueva sucesión de invasiones de la India procedentes de las históricas rutas noroccidentales. Primero, llegaron los bactrianos, descendientes de los griegos que dejó el imperio de Alejandro en el alto Oxus, donde hacia el 239 a.C. habían formado un reino independiente situado entre la India y la Persia seléucida. Nuestros conocimientos de este misterioso reino proceden en su mayor parte de sus monedas y presentan grandes lagunas, pero se sabe que, cien años después, los bactrianos presionaban hacia el valle del Indo, como vanguardia de una corriente que fluiría durante cuatro siglos. Así pues, estaban en curso una compleja serie de movimientos, cuyos orígenes están profundamente arraigados en las sociedades nómadas de Asia. Entre quienes siguieron a los indogriegos de Bactria y se establecieron en diferentes épocas en el Punjab, estaban los partos y los escitas. Según la leyenda, un rey escita recibió al apóstol santo Tomás en esta corte. Desde las fronteras de China llegó un importante pueblo, que dejó tras de sí el recuerdo de otro gran imperio indio que se extendió desde Benarés, más allá de las montañas, hasta las rutas de caravanas de las estepas. Eran los kushanas. Los historiadores aún discrepan acerca de su relación con otros pueblos nómadas, pero dos aspectos parecen bastante claros. El primero es que ellos o sus gobernantes eran budistas entusiastas y que también protegían a algunas sectas hindúes. El segundo, que sus intereses políticos tenían como centro Asia central, donde murió en combate su rey más importante. El período kushana aportó, una vez más, fuertes influencias extranjeras a la cultura india, procedentes a menudo de Occidente, como muestra el sabor helenístico de su escultura, especialmente de sus Budas. Supone un hito también en otro aspecto, ya que la representación de Buda era una gran innovación en la época kushana. Los kushanas la llevaron muy lejos, y los modelos griegos fueron dando paso gradualmente a las formas de Buda que hoy nos son familiares, y que fueron expresión de una mayor complejidad de la religión budista. El budismo se fue popularizando y materializando; Buda se convirtió progresivamente en un dios. Pero este no fue más que uno de los numerosos cambios que se produjeron, pues se interrelacionaron el milenarismo, unas expresiones más emocionales de la religión y unos sistemas filosóficos más complejos. Distinguir la «ortodoxia» hindú o budista en esto es bastante artificial. Al final, los kushanas sucumbieron ante una potencia mayor. Artajerjes tomó Bactria y el valle de Kabul a principios del siglo III d.C. Poco después, otro rey sasánida tomó la capital kushana de Peshawar. Es fácil que estas frases impacienten al lector, que podrá preguntarse, con Voltaire, «¿y a mí qué me importa que un rey sustituya a otro en las riberas del Oxus y el Yaxartes?». Es como las guerras fratricidas de los reyes francos o de los reinos anglosajones de la Heptarquía, a una escala algo mayor. En realidad, es difícil ver la relevancia de estos altibajos, salvo como certificación de dos grandes constantes de la historia de la India: la importancia de la frontera noroccidental como conducto cultural y la capacidad de asimilación de la civilización hindú. Ninguno de los pueblos invasores pudo resistirse, al final, a esa capacidad de asimilación que siempre ha mostrado la India. Al cabo de poco tiempo, los nuevos gobernantes regían reinos hindúes (cuyas raíces se remontaban posiblemente más allá de la época maurya, hasta las unidades políticas de los siglos IV y V a.C.) y adoptaban las costumbres indias. Los invasores nunca penetraron muy al sur. Después del hundimiento maurya, el Decán permaneció durante mucho tiempo separado y bajo sus propios gobernantes dravídicos. Su diferenciación cultural persiste aún. Aunque la influencia aria fue más fuerte ahí después de la era maurya y el hinduismo y el budismo nunca desaparecieron, el sur no estuvo políticamente integrado de nuevo con el norte hasta la llegada del imperio británico. En este confuso período, no todos los contactos de la India con el exterior fueron violentos. El comercio con los romanos aumentó de forma tan perceptible que Plinio lo culpó (erróneamente) de vaciar de oro el imperio. Cierto es que tenemos poca información incuestionable salvo la llegada de embajadas de la India para negociar asuntos comerciales, pero la observación de Plinio sugiere que ya se había establecido una de las características del comercio de la India con Occidente: lo que los mercados mediterráneos buscaban eran artículos de lujo que solo podía proporcionar la India, y, salvo oro y plata, poco podían ofrecer a cambio. Esta pauta se mantuvo hasta el siglo XIX. También hay otras señales interesantes de contactos intercontinentales derivados del comercio. El mar es un factor de unión de las culturas de las comunidades comerciales; las palabras tamiles para designar ciertos productos aparecían en el griego, y los indios del sur llevaban comerciando con Egipto desde la época helenística. Más tarde, los comerciantes romanos vivieron en puertos del sur, donde los reyes tamiles tenían guardaespaldas romanos. Por último, es probable que, con independencia de cuál sea la verdad sobre el apóstol santo Tomás, el cristianismo llegara por primera vez a la India a través de sus puertos comerciales occidentales, posiblemente ya en el siglo I d.C. La unidad política no apareció de nuevo, ni siquiera en el norte, hasta transcurridos cientos de años. Un nuevo Estado en el valle del Ganges, el imperio gupta, fue entonces el heredero de cinco siglos de confusión. Su centro estaba en Patna, donde se estableció una dinastía de emperadores guptas. El primero de ellos, otro Chandragupta, comenzó a reinar en el 320, y cien años después el norte de la India estuvo, una vez más, unido durante un tiempo y libre de presiones e incursiones externas. No fue un imperio tan grande como el de Asoka, pero los guptas conservaron el suyo más tiempo. Durante dos siglos aproximadamente, el norte de la India disfrutó con ellos de una especie de era antonina, que después se recordaría con nostalgia y que constituye el período clásico de la India, aquel en el que el arte y la literatura dieron sus mayores frutos a la humanidad. La época gupta trajo la primera gran consolidación de un patrimonio artístico indio. De la Antigüedad, poco ha sobrevivido antes de la perfección de la piedra tallada de los mauryas. Las columnas que constituyen sus principales monumentos fueron la culminación de una tradición autóctona de construcción en piedra. Durante mucho tiempo, el tallado y la construcción en piedra siguieron mostrando huellas de estilos que evolucionaron en una era de construcción en madera, si bien las técnicas ya habían avanzado mucho antes de la llegada de la influencia griega, que durante un tiempo se creyó que fue el origen de la escultura en piedra de la India. Lo que los griegos aportaron fueron nuevos motivos artísticos y técnicas de Occidente. A juzgar por lo que se ha conservado, estas influencias se desplegaron sobre todo en la escultura budista hasta bien entrada la era cristiana. No obstante, antes del período gupta también se había establecido una rica tradición indígena de esculturas hindúes y, a partir de esta época, la vida artística de la India fue madura e independiente. En la era gupta comenzó la construcción del gran número de templos de piedra (a diferencia de las cuevas excavadas y decoradas) que constituyen las mayores glorias tanto del arte como de la arquitectura indias antes de la época musulmana. La civilización gupta fue también notable por sus logros literarios. De nuevo, las raíces son profundas. La normalización y sistematización de la gramática sánscrita justo antes de la época maurya abrieron las puertas a una literatura que pudo compartir la élite de todo el subcontinente. El sánscrito fue un vínculo que unió el norte con el sur, a pesar de sus diferencias culturales. Las grandes epopeyas adoptaron su forma clásica en sánscrito (aunque también existían traducciones a las lenguas locales), y en sánscrito escribió el mayor poeta indio, Kalidasa. Este fue también autor de obras dramáticas, y en la época gupta surgió desde un oscuro pasado el teatro indio, cuyas tradiciones han mantenido y asumido las películas populares indias del siglo XX. La época gupta fue también intelectualmente importante. En el siglo V los aritméticos indios inventaron el sistema decimal, y puede que un lego capte con más facilidad la importancia de este avance que la del resurgimiento filosófico indio del mismo período. Este resurgimiento no se limitó al pensamiento religioso, pero lo que puede deducirse a partir de él sobre actitudes generales o la dirección de la cultura parece muy discutible. En un texto literario como el Kamasutra, un observador occidental podría sentirse sorprendido por la importancia que se da en él al aprendizaje de técnicas cuya utilización, por estimulantes que puedan ser, no pudieron absorber, como mucho, más que una pequeña parte del interés y el tiempo de una reducida élite. Quizá sea más seguro verlo desde un punto de vista negativo: ni el énfasis en el dharma de la tradición brahmánica, ni los rigores ascéticos de algunos maestros indios, ni la abierta aceptación del placer sensual que sugieren muchos textos además del Kamasutra, tienen nada en común con el esforzado puritanismo militante que con tanta fuerza se manifiesta en las tradiciones cristiana e islámica. La civilización india se movía a ritmos muy diferentes de los que regían más al oeste; en ello radica, quizá, su fuerza más profunda y la explicación de su capacidad de resistencia frente a culturas ajenas. En el período gupta, la civilización india alcanzó su forma madura, clásica. La cronología derivada de la política es aquí un obstáculo; los acontecimientos importantes desbordan los límites de cualquier período arbitrario. Sin embargo, en la cultura gupta podemos percibir la presencia de una sociedad hindú totalmente evolucionada. Su expresión más sobresaliente era un sistema de castas que, para entonces, había llegado a revestir y complicar la división original de la sociedad védica en cuatro clases. Dentro de las castas, que los confinaban en grupos bien definidos para contraer matrimonio y, normalmente, ejercer sus ocupaciones, la mayoría de los indios vivían muy apegados a la tierra. Las ciudades eran, en su mayor parte, grandes mercados o grandes centros de peregrinación. La mayoría de los indios eran, como ahora, campesinos que vivían dentro del marco de los supuestos de una cultura religiosa ya fijada en su forma básica antes de los mauryas. Ya se han mencionado algunos de los cambios posteriores; otros siguieron desarrollándose más allá del período gupta, y hablaremos de ellos en su momento. De su vigor y potencia no puede haber duda; con siglos de elaboración por delante, ya se expresaban en la época gupta en una enorme evolución de tallas y esculturas que manifiestan el poder de la religión popular y que ocupan su puesto, junto con las stupas y los Budas de épocas anteriores, como una característica duradera del paisaje indio. Paradójicamente, la India, en gran medida debido a su arte religioso, es un país del que quizá tengamos más testimonios sobre la mentalidad de los hombres del pasado que sobre su vida material. Puede que sepamos poco sobre la forma precisa en que se aplicaba el sistema tributario gupta a los campesinos (aunque podemos adivinarlo), pero en la contemplación de la danza sin fin de dioses y demonios, o en la formación y disolución de formas de animales y símbolos, podemos sentir un mundo que sigue vivo y que se encuentra en los altares de las aldeas y en las irresistibles fuerzas de nuestra propia época. En la India, como en ninguna otra parte, existe la posibilidad de acceder a la vida de los innumerables millones de personas cuya historia ha de relatarse en libros como este, pero que, por su naturaleza inmaterial y lejana a nuestro mundo, normalmente se nos escapa. En el punto culminante de la civilización hindú, entre la época gupta y la llegada del islam, la fertilidad de la religión india —la tierra de la que se nutre la cultura india— apenas fue perturbada por los acontecimientos políticos. Un síntoma fue la aparición, hacia el año 600, de un importante culto nuevo que rápidamente se ganó un lugar que nunca perdería ya en la religión hindú: el de la diosa madre Devi. Algunos han visto en ella la expresión de un nuevo énfasis sexual que marcó tanto al hinduismo como al budismo. Su culto formaba parte de una efervescencia general de la vida religiosa, que duró al menos un par de siglos, ya que, en torno a la misma época, hay también un nuevo sentimentalismo popular asociado a los cultos de Siva y Visnú. Las fechas no son muy útiles aquí; tenemos que pensar en un proceso de cambio continuo que se produjo durante la totalidad de los siglos correspondientes a los primeros de la era cristiana, y cuyo resultado fue la transformación final de la antigua religión brahmánica en el hinduismo. De ahí surgió un abanico de prácticas y creencias que ofrecen algo para todas las necesidades. El sistema filosófico del vedanta (que subraya la irrealidad de lo fáctico y lo material y la conveniencia de lograr el desapego en un conocimiento auténtico de la realidad, Brahma) ocupaba un extremo del espectro, que en el otro iba hasta las supersticiones de las aldeas que adoraban a deidades locales asimiladas mucho tiempo antes a uno de los muchos cultos de Siva o Visnú. Así, la efervescencia religiosa encontró expresión, de forma antitética y simultánea, en el crecimiento de la adoración de imágenes y en el surgimiento de una nueva austeridad. El sacrificio de animales nunca cesó, y era uno de los aspectos que ahora respaldaba una nueva severidad de la práctica religiosa conservadora. Lo mismo cabe decir de una nueva rigidez de las actitudes hacia la mujer y de la intensificación de su subordinación, que tuvieron su expresión religiosa en el aumento de los matrimonios infantiles y en la práctica llamada sati, la autoinmolación de las viudas en las piras funerarias de sus maridos. La riqueza de la cultura india es tal que este embrutecimiento de la religión fue acompañado también por el desarrollo hasta su cumbre más elevada de la tradición filosófica del vedanta, la culminación de la tradición védica, y por el nuevo desarrollo del budismo mahayana, que afirmaba la divinidad de Buda. Las raíces de este se remontaban a las primeras desviaciones de las enseñanzas de Buda sobre la contemplación, la pureza y el desapego, que habían favorecido un enfoque religioso más ritualista y popular, y recalcado asimismo una nueva interpretación del papel de Buda. En lugar de entender a este solo como un maestro y un ejemplo, se le consideraba el mayor de los bodhisattvas, salvadores que, pese a gozar del derecho a la felicidad de la autoaniquilación, lo rechazaban para permanecer en el mundo y enseñar a los hombres el camino de la salvación. Transformarse en un bodhisattva fue convirtiéndose gradualmente en la meta de muchos budistas. Los esfuerzos de un concilio budista convocado por el gobernante kushana Kaniska se encaminaron, infructuosamente, a reintegrar en el budismo dos tendencias cada vez más divergentes. El budismo mahayana (palabra que significa «gran vehículo») se centraba en un Buda que era, efectivamente, un salvador divino a quien se podía adorar y seguir en la fe, una manifestación de un gran y único Buda celestial que comienza a parecerse en cierto modo al alma indiferenciada que subyace tras todas las cosas del hinduismo. Las disciplinas de austeridad y contemplación que había enseñado Gautama se fueron limitando cada vez más a una minoría de budistas ortodoxos, mientras los seguidores del mahayana ganaban conversos entre las multitudes. Una señal de esta tendencia fue la proliferación, en los siglos I y II, de estatuas y representaciones de Buda, práctica hasta entonces limitada por la prohibición de Buda de adorar ídolos. El budismo mahayana sustituyó finalmente a las primeras formas del budismo en la India, y se difundió también por todas las rutas comerciales de Asia central hasta China y Japón. La tradición más ortodoxa tuvo más éxito en el sudeste asiático y en Indonesia. El hinduismo y el budismo estaban, pues, marcados por cambios que ampliaron su atractivo. La religión hindú tuvo más éxito, aunque en ello entra en juego un factor regional: desde la época kushana, el centro del budismo indio había sido el noroeste, la región más expuesta a las devastaciones de los asaltantes hunos. El hinduismo se difundió en su mayor parte en el sur. Tanto el noroeste como el sur, naturalmente, eran zonas donde las corrientes culturales se mezclaban con toda facilidad con las procedentes del mundo mediterráneo clásico, en el primero por tierra y en el segundo por mar. Estos cambios producen una sensación de culminación y clímax, ya que maduraron muy poco antes de que el islam llegara al subcontinente, aunque con la suficiente antelación como para que hubiera cristalizado una visión filosófica que ha marcado a la India desde entonces y que ha mostrado una asombrosa invulnerabilidad ante otras ideologías. En su núcleo existía la idea de unos ciclos infinitos de creación y reabsorción en la divinidad, de un panorama del cosmos que predicaba una historia cíclica y no lineal. Es difícil saber en qué medida influyó en la forma en que los indios se han venido comportando hasta la actualidad, resulta casi imposible captarlo. Cabría esperar que llevara a la pasividad y al escepticismo sobre el valor de la acción práctica, pero esto es muy discutible. Pocos cristianos viven de forma lógica y totalmente coherente con sus creencias, y no hay motivos para pensar que los hindúes sean más congruentes. La actividad práctica del sacrificio y de la propiciación en los templos indios sigue sobreviviendo. No obstante, la dirección de toda una cultura podría estar determinada por el énfasis de sus modos distintivos de pensamiento, y es difícil no sentir que gran parte de la historia de la India ha sido determinada por una visión del mundo que subrayaba más los límites de la acción humana que su potencial. Para conocer los antecedentes del islam en la India hemos de retroceder al año 500 aproximadamente. A partir de esa época, el norte de la India se dividió una vez más, debido tanto a las tendencias centrífugas que afectaron a los primeros imperios como a la aparición de una misteriosa invasión de «hunas». ¿Eran tal vez los hunos? Sin duda se comportaron como ellos, destruyendo gran parte del noroeste y eliminando a muchas de las familias gobernantes consolidadas. Al otro lado de las montañas, en Afganistán, hirieron de muerte al budismo, que se había establecido con fuerza en aquella región. En el propio subcontinente, este período anárquico provocó daños mucho menos importantes. Aunque las llanuras del norte se habían fragmentado de nuevo en reinos combatientes, no parece que las ciudades indias sufrieran grandes perturbaciones, y la vida campesina suele recuperarse con rapidez de todo, salvo de los peores golpes. Por lo visto, la guerra india adquirió rápidamente unos límites convencionales importantes y efectivos para su potencial de destrucción. La situación en gran parte del norte en esta época se parece en cierto modo a la de algunos países europeos durante los períodos más anárquicos de la Edad Media, cuando las relaciones feudales mantenían más o menos la paz entre nobles potencialmente competitivos, pero no podían contener del todo unos estallidos de violencia que, en esencia, eran provocados por diferentes formas de tributo. Mientras tanto, el islam había llegado a la India. Primero lo hizo a través de los comerciantes árabes de las costas occidentales. Después, hacia el 712, los ejércitos árabes conquistaron Sind. No llegaron más lejos, poco a poco se establecieron y dejaron de molestar a los indios. Siguió un período de calma que duró hasta que, a principios del siglo XI, un gobernante gaznaví penetró en la India realizando una serie de ataques destructivos, que, pese a todo, tampoco produjeron cambios radicales. Durante otros dos siglos, la vida religiosa de la India se siguió moviendo a su propio ritmo. Los cambios más destacados fueron el declive del budismo y el surgimiento del tantrismo, una mezcla de prácticas semimágicas y supersticiosas que prometían el acceso a la santidad mediante hechizos y rituales, cuyos cultos consistían sobre todo en fiestas populares que se celebraban en templos que también prosperaron, sin duda ante la ausencia de un foco político fuerte en la época post gupta. Entonces, se produjo una nueva invasión procedente de Asia central. Los nuevos invasores eran musulmanes y procedían del complejo de pueblos turcos. El ataque de esos conquistadores islámicos fue diferente de los anteriores, ya que llegaron para quedarse, y no solo para realizar una incursión. Se establecieron primero en el Punjab, en el siglo XI, y después, a finales del siglo XII, lanzaron una segunda oleada de invasiones que culminaron, unas décadas más tarde, en el establecimiento de sultanes turcos en Delhi que gobernaban todo el valle del Ganges. Su imperio no fue monolítico, pues dentro de él sobrevivieron los reinos hindúes sobre una base tributaria, del mismo modo que los reinos cristianos sobrevivieron como reinos tributarios de los mongoles en Occidente. Los gobernantes musulmanes, quizá cuidadosos con sus intereses materiales, no siempre defendieron a sus correligionarios de los ulemas que trataban de hacer prosélitos y estaban deseosos de iniciar persecuciones (como muestra la destrucción de templos hindúes). El corazón del primer imperio musulmán en la India era el valle del Ganges. Los invasores penetraron con rapidez hasta Bengala y se establecieron más tarde en la costa occidental de la India y en la meseta del Decán. No fueron más al sur, donde la sociedad hindú sobrevivió sin grandes cambios. En cualquier caso, su dominio no duraría mucho, ni siquiera en el norte. En 1398, el ejército de Tamerlán (Timur Lang) saqueó Delhi después de una devastadora marcha de acercamiento que avanzó a mayor velocidad si cabe, según un cronista, por el deseo de los mongoles de escapar del hedor a putrefacción que desprendían las pilas de cadáveres que dejaban a su paso. En las turbulentas aguas posteriores a este desastre, generales y potentados locales nadaron para ponerse a salvo, y la India islámica quedó fragmentada de nuevo. Sin embargo, el islam se había establecido ya en el subcontinente, convirtiéndose en el mayor desafío al que se había enfrentado hasta entonces la capacidad de asimilación de la India, ya que su estilo activo, profético y de revelación era totalmente antitético tanto del hinduismo como del budismo (aunque el islam también sufriría cambios sutiles merced a ellos). Surgieron nuevos sultanes en Delhi, pero durante mucho tiempo no mostraron ninguna capacidad para restablecer el antiguo imperio islámico. Solo en el siglo XVI renació este gracias a un príncipe extranjero, Babur de Kabul. Descendía, por parte de padre, de Tamerlán o Timur Lang, y por parte de madre de Gengis Kan, lo que constituía una enorme ventaja, así como una fuente de inspiración para un joven educado en la adversidad. Babur descubrió muy pronto que tenía que luchar por su herencia, y pocos monarcas existieron que, como él, conquistaran una ciudad de la importancia de Samarcanda a la edad de catorce años (pese a que la volvió a perder casi de inmediato). Aun si se separan la leyenda y la anécdota, Babur sigue siendo, pese a su crueldad y duplicidad, una de las figuras más atractivas de entre los grandes gobernantes por su generosidad, audacia, valentía, inteligencia y sensibilidad. Dejó una notable autobiografía, escrita a partir de las notas que tomó durante toda su vida, y que sus descendientes atesorarían como fuente de inspiración y guía. En ella se muestra a un gobernante que no se consideraba culturalmente mongol, sino turco, en la tradición de los pueblos asentados desde hacía mucho tiempo en las antiguas provincias orientales del califato abasí. Su gusto y su cultura se formaron en el legado de los príncipes timuríes de Persia; su amor por la jardinería y por la poesía procedía de ese país, y encajó con facilidad en el marco de una India islámica cuyas culturas cortesanas ya estaban muy influidas por los modelos persas. Babur era un bibliófilo, otro rasgo timurí; se dice que, cuando tomó Lahore, acudió de inmediato a la biblioteca de su adversario derrotado para elegir los textos que enviaría como regalo a sus hijos. Entre otras obras, fue autor de un relato de cuarenta páginas sobre sus conquistas en el Indostán, en el que no solo anotó sus costumbres y su sistema de castas, sino también, con mayor minuciosidad, su fauna y su flora. Babur entró en la India llamado por los jefes afganos, pero tenía sus propias reivindicaciones sobre la herencia de la dinastía de los Timur en el Indostán. Así comenzó la India mogol. Mogol era la palabra persa para mongol, aunque Babur no se la aplicara a sí mismo. Originalmente, quienes le llamaron a raíz de su descontento y sus intrigas solo suscitaron en él la ambición de conquistar el Punjab, pero pronto fue arrastrado más lejos. En 1526 Babur tomó Delhi, después de que el sultán cayera en combate. Babur sometió rápidamente a quienes le habían invitado a entrar en la India, al tiempo que derrotaba a los príncipes hindúes infieles que habían aprovechado la oportunidad para renovar su independencia. El resultado fue un imperio que en 1530, el año de su muerte, se extendía desde Kabul hasta las fronteras de Bihar. Significativamente, el cuerpo de Babur fue llevado, como había ordenado él mismo, a Kabul, donde fue enterrado, en su jardín favorito y bajo el cielo, en el lugar que siempre consideró su hogar. El reinado del hijo de Babur, perturbado por su propia inestabilidad e incompetencia, así como por la presencia de hermanastros deseosos de aprovechar la tradición timurí que, como la franca, prescribía la división de la herencia real, mostró que la seguridad y la consolidación de los dominios de Babur no podían darse por supuestas. Durante cinco años de su reinado estuvo expulsado de Delhi, adonde regresó para morir en 1555. Su heredero, Akbar, nacido durante los afligidos vagabundeos de su padre (pero que gozó de las ventajas de un horóscopo muy propicio y de la ausencia de hermanos rivales), llegó, pues, al trono en su infancia. Aunque al principio solo heredó una pequeña parte de los dominios de su abuelo, a partir de ahí erigiría un imperio que recordaría al de Asoka, ganándose el respeto y el temor de los europeos, que le llamaron el Gran Mogol. Akbar tenía muchas cualidades como monarca. Era valiente hasta la temeridad —su defecto más evidente era su testarudez—, y de niño había disfrutado montando sus elefantes de guerra y había preferido la caza y la cetrería a las clases (una de cuyas consecuencias fue que, a diferencia de los demás descendientes de Babur, era casi analfabeto). Una vez, en singular combate, mató a un tigre con la espada, y estaba orgulloso de su excelente puntería con la pistola (Babur había introducido las armas de fuego en el ejército mogol). Pero era también, como sus antecesores, un admirador del saber y de todas las cosas bellas. Coleccionó libros y, durante su reinado, la arquitectura y la pintura mogoles alcanzaron la cúspide, llegando a mantener a sus expensas un departamento de pintores de corte. Por encima de todo, Akbar fue un hombre de Estado a la hora de enfrentarse a los problemas que planteaban las diferencias religiosas entre sus súbditos. Akbar reinó prácticamente durante medio siglo, hasta 1605, casi coincidiendo con el principio y el final del reinado de una contemporánea suya, la reina Isabel I de Inglaterra. Uno de los primeros actos que realizó al alcanzar la madurez fue desposarse con una princesa rajput que era, naturalmente, hindú. El matrimonio siempre desempeñó una función importante en la diplomacia y en la estrategia de Akbar, y esta dama (madre del siguiente emperador) era la hija del principal rey rajput y, por tanto, una baza notable. Sin embargo, cabe ver en su matrimonio algo más que política. Akbar ya había permitido que las mujeres hindúes de su harén practicaran los ritos de su religión dentro de él, algo que no tenía precedentes en un gobernante musulmán. Muy pronto abolió el impuesto especial para los no musulmanes; Akbar sería el emperador de todas las religiones, no un musulmán fanático. Incluso se interesó por escuchar a maestros cristianos: invitó a los portugueses que habían llegado a la costa occidental a que enviaran a su corte misioneros instruidos en su fe, y en 1580 llegaron a ella tres jesuitas que discutieron enérgicamente con los teólogos musulmanes ante el emperador y recibieron muchas señales del favor real, aunque vieron frustradas sus esperanzas, largo tiempo pospuestas, de que se convirtiera. En realidad, parece que Akbar era un hombre de sentimientos religiosos auténticos y de mente ecléctica; fue tan lejos como para tratar de instituir una nueva religión inventada por él, una especie de mezcla de zoroastrismo, islamismo e hinduismo, que tuvo poco éxito salvo entre los cortesanos prudentes, y que ofendió a algunos. Cualquiera que sea la interpretación de la tolerancia religiosa de Akbar, es evidente que el apaciguamiento de los no musulmanes aliviaría los problemas de gobierno en la India. El consejo que daba Babur en sus memorias de conciliar a los enemigos derrotados apuntaba también en esta dirección, ya que Akbar inició una carrera de conquistas y añadió a su imperio muchos nuevos territorios hindúes. Akbar reconstruyó la unidad del norte de la India desde Gujarat hasta Bengala, y emprendió la conquista del Decán. El imperio era gobernado mediante un sistema de administración que perduró en gran parte hasta entrada la era del imperio británico, aunque Akbar no fue tanto un innovador como un confirmador y consolidador de las instituciones que había heredado. La principal tarea de los funcionarios que gobernaban en nombre del emperador y al gusto de este, era la de proporcionar los soldados necesarios y recaudar los impuestos sobre las tierras. Estos se fijaron de nuevo, esta vez siguiendo un sistema válido para todo el imperio y más flexible, que diseñó un ministro de finanzas hindú y que parece que tuvo un éxito casi sin parangón para la época, al conseguir aumentar efectivamente la producción local, lo que a su vez incrementó el nivel de vida de los habitantes en el Indostán. Entre otras reformas destacables en intención, si bien no en sus efectos, figuraba la desaprobación del sati. Por encima de todo, Akbar estabilizó el régimen. Sus hijos le decepcionaron y luchó contra ellos, aunque, cuando murió, la dinastía estaba firmemente asentada. Hubo, sin embargo, revueltas, algunas de las cuales parece que fueron alentadas por la ira musulmana ante la aparente apostasía de Akbar. Incluso en la era «turca», la nitidez de la distinción religiosa entre musulmanes y no musulmanes se había suavizado en cierto modo a medida que los invasores se establecían en su nuevo país y adoptaban costumbres indias. Uno de los primeros indicios de asimilación fue la aparición de una nueva lengua, el urdu, la lengua del campo, que se convirtió en la lengua franca de gobernantes y gobernados, con una estructura hindú y un vocabulario persa y turco. Pronto hubo señales de que la capacidad omnívora del hinduismo podría incorporar quizá hasta el islam; en los siglos XIV y XV, una nueva devoción extendió, a través de himnos populares, un culto abstracto y casi monoteísta a un dios cuyo nombre podía ser Rama o Alá, pero que ofrecía amor, justicia y piedad a todos los hombres. Paralelamente, algunos musulmanes, antes incluso del reinado de Akbar, habían mostrado interés y respeto por las ideas hindúes. Hubo cierta asimilación de la práctica ritual hindú. Pronto fue evidente que los conversos al islam tendían a venerar las tumbas de los santos, que se convirtieron en centros de peregrinación que satisfacían la idea de un foco subordinado de devoción en una religión monoteísta y, por tanto, realizaban las funciones de las deidades menores y locales que siempre habían tenido un hueco en el hinduismo. Otro importante cambio ocurrido antes del final del reinado de Akbar fue la consolidación de las primeras relaciones directas de la India con la Europa atlántica. Puede que los lazos con la Europa mediterránea se hubieran facilitado ya algo más con la llegada del islam; desde el Mediterráneo oriental hasta Delhi, una religión común proporcionaba un contacto continuo, si bien distante. Los viajeros europeos habían llegado de vez en cuando a la India y los gobernantes de esta habían podido atraer en ocasiones a técnicos expertos para que trabajaran a su servicio, aunque fueron menos tras las conquistas otomanas. Pero lo que ahora estaba a punto de suceder iba a tener un alcance mucho mayor y cambiaría a la India para siempre. Los europeos que ahora llegaban serían seguidos por otros en número creciente, y no se marcharían. El proceso había comenzado con la llegada de un almirante portugués a Malabar, a finales del siglo XV. En unos años, sus compatriotas se habían instalado como comerciantes, comportándose a veces como piratas en Bombay y en la costa de Gujarat. Los intentos de desalojarles fracasaron en los turbulentos años que siguieron a la muerte de Babur, y en la segunda mitad del siglo, los portugueses se desplazaron en busca de nuevos puestos en el golfo de Bengala. Fueron la avanzadilla de los europeos en la India durante mucho tiempo. Sin embargo, podían suscitar la hostilidad de los buenos musulmanes porque llevaban consigo cuadros e imágenes de Cristo, su madre y los santos, que olían a idolatría. Los protestantes fueron menos irritantes para los sentimientos religiosos cuando llegaron. La era británica en la India estaba aún muy lejos, pero, con rara pulcritud histórica, el 31 de diciembre de 1600, el último día del siglo XVI, se fundó la primera Compañía Británica de las Indias Orientales. Tres años después, el primer emisario de la Compañía llegó a la corte de Akbar, en Agra; para entonces, Isabel I, que había dado a los comerciantes su carta de constitución, ya había muerto. Así pues, al final de los reinados de dos grandes gobernantes se produjo el primer contacto entre dos países cuyos destinos históricos iban a estar entrelazados durante mucho tiempo, con enormes repercusiones para ambos y para el mundo. En aquel momento, no podía verse ningún atisbo de ese futuro. Los ingleses consideraban entonces el comercio en la India menos interesante que con otras zonas de Asia. El contraste entre los dos reinos es también fascinante: el imperio de Akbar era uno de los más poderosos del mundo y su corte, una de las más suntuosas, y él y sus sucesores gobernaban una civilización más gloriosa y espectacular que ninguna de las que se habían conocido en la India desde la época de los guptas; por el contrario, el reino de Isabel I, apenas una gran potencia, incluso en términos europeos, estaba atenazado por las deudas y tenía menos habitantes que la moderna Calcuta. El sucesor de Akbar mostró desdén ante los regalos que le envió Jacobo I unos años después. Pero el futuro de la India, sin que nadie por entonces pudiera imaginarlo, estaba en manos de los súbditos de la reina. Los emperadores mogoles siguieron siendo descendientes directos de Babur, aunque no sin interrupciones, hasta mediados del siglo XIX. Después de Akbar, era tan grande el prestigio de la dinastía que descender de los mogoles se convirtió en una moda en la India. Solo nos ocuparemos aquí de los tres gobernantes que siguieron a Akbar, ya que fue con Yahangir y Sha Jahan cuando el imperio alcanzó su máxima extensión, en la primera mitad del siglo XVII, y con Aurangzeb cuando comenzó su declive, en la segunda mitad. El reinado de Yahangir no fue tan glorioso como el de su padre, pero el imperio sobrevivió a su crueldad y a su alcoholismo, una prueba considerable para su estructura administrativa. La tolerancia religiosa que estableció Akbar también sobrevivió intacta. Pese a todos sus defectos, Yahangir fue también un notable promotor de las artes, sobre todo de la pintura. Durante su reinado, se hace visible por primera vez el impacto de la cultura europea en Asia, a través de motivos artísticos basados en pinturas y grabados importados. Uno de estos motivos era el halo o nimbo con el que se representaba a los santos cristianos y, en Bizancio, a los emperadores. Después de Yahangir, todos los emperadores mogoles fueron representados con ese halo, lo cual indica el poderoso influjo de la cultura india. Sha Jahan comenzó la adquisición por partes de los sultanatos del Decán, aunque tuvo poco éxito en sus campañas en el noroeste y no logró expulsar a los persas de Kandahar. En la administración interna del imperio, se debilitó el principio de la tolerancia religiosa, aunque no lo suficiente como para situar a los hindúes en desventaja en el servicio al gobierno, y la administración siguió basándose en la pluralidad religiosa. Aunque el emperador decretó que se derribaran todos los templos hindúes de reciente construcción, protegió a poetas y músicos hindúes. En Agra, Sha Jahan mantuvo una rica y exquisita vida cortesana. Fue allí también donde construyó el más celebrado y conocido de todos los edificios islámicos, el Taj Mahal, una tumba para su esposa favorita y el único rival posible de la mezquita de Córdoba para obtener el título de edificio más bello del mundo. La esposa del emperador había muerto poco después de que este llegara al poder, y sus constructores trabajaron en la tumba durante más de veinte años. El Taj Mahal es la culminación del trabajo con arco y cúpula, que constituye uno de los legados islámicos más llamativos para el arte indio, y el mayor monumento del islam en la India. La desaparición de la escultura figurativa india tras las invasiones islámicas tuvo sus compensaciones. La corte de Sha Jahan llevó también a su culminación una gran tradición de pinturas en miniatura. Por debajo del nivel de la corte, el panorama que ofrece la India mogol es mucho menos atractivo. Los funcionarios locales tenían que recaudar cada vez más dinero para sostener no solo los gastos domésticos y las campañas de Sha Jahan, sino también a las élites sociales y militares que vivían esencialmente como parásitos de la economía productiva. Sin tener en cuenta las necesidades locales ni las catástrofes naturales, la maquinaria de rapiña para la recaudación de impuestos podía en ocasiones llevarse hasta la mitad de los ingresos del campesino. Prácticamente nada de esto se invertía de forma productiva. La huida de los campesinos de las tierras y el surgimiento del bandidaje rural son un claro síntoma del sufrimiento y de la resistencia que estas exacciones provocaban. Pero incluso las exigencias de Sha Jahan hicieron probablemente menos daño al imperio que el entusiasmo religioso de su tercer hijo, Aurangzeb, que apartó a tres hermanos y encarceló a su padre para convertirse en emperador en 1658. Aurangzeb combinó de forma desastrosa el poder absoluto, la desconfianza en sus subordinados y una religiosidad estricta. El hecho de que redujera los gastos de su corte no compensó demasiado el resultado final de su reinado. Las nuevas conquistas contrastaban con revueltas contra el dominio mogol que, al parecer, se debieron en gran parte al intento de Aurangzeb de prohibir la religión hindú y destruir sus templos, y a su restauración del impuesto especial para los no musulmanes. El ascenso de los funcionarios hindúes al servicio del Estado fue haciéndose cada vez menos probable; para alcanzar el éxito, había que convertirse. Un siglo de tolerancia religiosa acabó, y una de sus consecuencias fue la enajenación de las lealtades de muchos súbditos. Entre otros resultados, el distanciamiento de los hindúes contribuyó a hacer finalmente imposible la conquista del Decán, región de la que se ha dicho que fue la úlcera que llevó el imperio mogol a la ruina. Al igual que durante el reinado de Asoka, no se pudieron unir el norte y el sur de la India. Los mahrattas, los hombres de las montañas que eran el núcleo de la oposición hindú, se constituyeron en nación bajo un gobernante independiente en 1674 y se aliaron con los restos de los ejércitos musulmanes de los sultanes del Decán para resistir a los ejércitos mogoles en una larga guerra. De ella surgió una figura heroica que se ha convertido en una especie de paladín a los ojos de los nacionalistas hindúes modernos, Sivagi, que construyó, a base de fragmentos, una identidad política mahratta que pronto le permitió explotar al contribuyente con la misma dureza que los mogoles. Aurangzeb combatió sin cesar a los mahrattas hasta su muerte en 1707. Tras ella se produjo una grave crisis para el régimen, en la que sus tres hijos se disputaron la sucesión. El imperio comenzó a dividirse casi de inmediato mientras un heredero mucho más formidable que los hindúes o los príncipes locales esperaba entre bastidores: los europeos. La responsabilidad negativa del éxito final de los europeos en la India es quizá de Akbar, por no haber matado a la víbora en el huevo. Sha Jahan, por otra parte, destruyó la factoría portuguesa de Hooghly, aunque más tarde toleró a los cristianos en Agra. De forma sorprendente, parece que la política mogola nunca previó la construcción de una marina de guerra, un arma que los otomanos utilizaron de forma terrible contra los europeos del Mediterráneo. Una de las consecuencias se percibió ya durante el reinado de Aurangzeb, cuando los europeos pusieron en peligro la navegación costera e incluso las peregrinaciones a La Meca. En tierra, se había permitido que los europeos establecieran trampolines y cabezas de puente. Tras derrotar a un escuadrón portugués, los ingleses ganaron su primera concesión comercial en la costa occidental a principios del siglo XVII. Después, en 1639, en el golfo de Bengala, y con la autorización del gobernante local, fundaron en Madrás la primera colonia de la India británica, Fort St. George. Las lápidas de las tumbas de su pequeño cementerio aún recuerdan a los primeros ingleses que vivieron y murieron en la India, como harían otros muchos miles durante más de tres siglos. Los ingleses chocaron posteriormente con Aurangzeb, pero obtuvieron más factorías en Bombay y Calcuta antes del final del siglo. Sus barcos habían mantenido la supremacía comercial ganada a los portugueses, pero en 1700 surgió otro rival comercial europeo; en 1664 se fundaba una Compañía Francesa de las Indias Orientales que pronto estableció sus propias colonias en el subcontinente. Estaba a punto de comenzar un siglo de conflictos, pero no solo entre los recién llegados. Los europeos ya tenían que tomar difíciles decisiones políticas debido a las incertidumbres suscitadas cuando el poder mogol dejó de tener la fuerza que había tenido, y hubieron de entablar relaciones con sus oponentes además de con el emperador, como descubrieron los ingleses en Bombay, al ver impotentes como un escuadrón mahratta ocupaba una de las islas del puerto de Bombay y un almirante mogol, la contigua. En 1677 un funcionario envió una significativa advertencia a sus superiores de Londres: «Los tiempos exigen ahora que dirijan su comercio general con la espada en las manos». En 1700, los ingleses eran perfectamente conscientes de que había mucho en juego, como quedó demostrado un tiempo después. Con esta fecha entramos en la era en que la India está atrapada cada vez más en acontecimientos que no dependían de ella: la era de la historia mundial. Las cosas pequeñas lo muestran tan bien como las grandes: en el siglo XVI, los portugueses habían llevado con ellos pimientos, patatas y tabaco procedentes de América. La dieta y la agricultura indias ya estaban cambiando. Pronto los seguirían el maíz, la papaya y la piña. La historia de las civilizaciones y de los gobernantes indios puede interrumpirse una vez que se llega a esta nueva conexión con el mundo en general. Pero no fue la llegada de los europeos lo que puso fin al gran período del imperio mogol; ese hecho fue meramente coincidente, aunque tuvo su importancia el que los recién llegados estuvieran ahí para aprovechar sus ventajas. Ningún imperio indio había sido capaz de mantenerse durante mucho tiempo. La diversidad del subcontinente y el fracaso de sus gobernantes en encontrar vías para aprovechar la lealtad popular indígena son probablemente la principal explicación. La India seguía siendo un continente de élites gobernantes explotadoras y campesinos productores con los que los primeros se enriquecían. Los «estados», si es que se puede emplear este término, no eran más que máquinas para transferir recursos de los productores a los parásitos. Los medios por los que lo hicieron destruyeron el incentivo para ahorrar, para invertir de forma productiva. La India estaba a finales del siglo XVII preparada para recibir otra serie de conquistadores que aguardaban una señal para entrar ya en escena, pero representando aún poco más que papeles secundarios. No obstante, a largo plazo, la marea europea también se retiraría. A diferencia de los conquistadores anteriores, aunque los europeos iban a permanecer más tiempo, no serían absorbidos por la capacidad de asimilación de la India como sus predecesores. Se marcharían derrotados, pero no engullidos. Y, cuando se fueron, imprimirían una huella más profunda que ninguno de sus predecesores porque dejarían tras de sí auténticas estructuras de Estado. 7. La China imperial Una explicación de la sorprendente continuidad e independencia de la civilización china es evidente: China estaba lejos y era inaccesible a la influencia extranjera, distante de lo que fueron fuentes de perturbación para otras grandes civilizaciones. Los imperios llegaron y desaparecieron en ambos países, pero el dominio islámico marcó más a la India de lo que el surgimiento o la caída de ninguna dinastía marcaron a China. China estaba dotada también de una capacidad aún mayor para asimilar la influencia extranjera, probablemente debido a que la tradición de civilización se basaba en cimientos diferentes en ambos países. En la India, los grandes factores de estabilidad fueron la religión y un sistema de castas inseparable de esta. En China, lo fue la cultura de una élite administrativa que sobrevivió a dinastías e imperios y que mantuvo a China en la misma trayectoria. Una de las cosas que debemos a esta élite es el mantenimiento de archivos escritos desde épocas muy remotas. Gracias a ellos, los relatos históricos chinos proporcionan una documentación incomparable, llena de datos a menudo fiables, aunque su selección estuviera dominada por los supuestos de una minoría, cuyas preocupaciones reflejan. Los eruditos confucianistas que gestionaron los archivos históricos tenían un objetivo utilitario y didáctico: querían proporcionar un conjunto de ejemplos y datos que facilitaran el mantenimiento de las costumbres y los valores tradicionales. Sus historias subrayan la continuidad y el suave fluir de los acontecimientos. Dadas las necesidades de la administración en un país tan enorme, esto es perfectamente comprensible; la uniformidad y la regularidad eran sin duda convenientes. Pero estos archivos excluyen muchas cosas; sigue siendo muy difícil, aun en épocas históricas —y mucho más difícil que en el mundo mediterráneo clásico—, recuperar las preocupaciones y la vida de la inmensa mayoría. Por otra parte, la historia oficial puede ofrecer una impresión falsa tanto de la naturaleza inmutable de la administración china como de la penetración en la sociedad de los valores confucianistas. Durante mucho tiempo, los supuestos sobre los que se basaba la maquinaria administrativa china solo pudieron ser los de una minoría, aun cuando al final los compartieran muchos chinos, y los aceptaran, de forma irreflexiva e inconsciente, la mayoría. La cultura oficial china era extraordinariamente autosuficiente. Las influencias externas que actuaron sobre ella tuvieron poco efecto, lo que sigue siendo impresionante. La explicación fundamental es, aquí también, el aislamiento geográfico. China estaba mucho más lejos del Occidente clásico que los imperios maurya y gupta, y tenía poca relación con él, incluso indirectamente, aunque, hasta comienzos del siglo VII, Persia, Bizancio y el Mediterráneo dependían de la seda china y valoraban su porcelana. De igual forma, China siempre mantuvo unas relaciones complejas y estrechas con los pueblos de Asia central; pero, una vez unificada, durante muchos siglos no hubo en sus fronteras ningún gran Estado con el que mantener relaciones. Este aislamiento aumentaría, si cabe, a medida que el centro de gravedad de la civilización occidental se fue desplazando hacia el oeste y el norte y que el Mediterráneo iba quedando cada vez más separado del Asia oriental, primero por los herederos del legado helenístico (el último y más importante de los cuales fue la Persia sasánida) y después por el islam. La historia de China entre el final del período de los Reinos Combatientes y el comienzo del período Tang, en el 618, tiene una especie de columna vertebral en la aparición y desaparición de las dinastías. Se les pueden asignar fechas, pero su empleo introduce un elemento artificial, o al menos cierto peligro de ser excesivamente enfáticos, ya que una dinastía podía tardar decenios en convertir su poder en una realidad para todo el imperio, y aún más tiempo en perderlo. Con esta reserva, el cómputo dinástico puede sernos aún útil, al darnos las principales divisiones de la historia china hasta el siglo XX, denominadas según las dinastías que alcanzaron su momento culminante durante las mismas. Las tres primeras de las que hablaremos son la Qin, la Han y la Han Posterior. La dinastía Qin puso fin a la desunión del período de los Reinos Combatientes. Procedía de un Estado occidental que algunos consideraban aún bárbaro incluso en el siglo IV a.C. Sin embargo, los Qin prosperaron, quizá debido a la reorganización racial realizada por un ministro de mentalidad legalista hacia el 356 a.C., y quizá debido también al uso por sus soldados de una nueva espada larga de hierro. Tras apoderarse de Sichuan, los Qin reivindicaron el estatuto de reino en el 325 a.C. El momento culminante del éxito Qin llegó con la derrota de su último oponente, en el 221 a.C., y la unificación de China por primera vez en un solo imperio bajo la dinastía que dio al país su nombre en Occidente. Aunque el imperio Qin solo duraría quince años más, este fue un logro de enorme importancia, pues, desde este momento, cabe considerar a China como la sede de una única civilización, consciente de sí misma. Habían aparecido ya, tiempo atrás, señales de que se llegaría a este resultado. Teniendo en cuenta el potencial de sus culturas neolíticas, los estímulos de la difusión cultural y algunas migraciones del norte, los primeros brotes de civilización habían aparecido en varias regiones de China antes del 500 a.C. Al final del período de los Reinos Combatientes, algunos de ellos mostraban marcadas semejanzas que contrarrestaban sus diferencias. La unidad política alcanzada con la conquista Qin durante un siglo fue, en cierto sentido, la culminación lógica de una unificación cultural que ya llevaba tiempo produciéndose. Hay quien afirma que es posible ver cierto sentido de la nacionalidad china antes del 221 a.C.; de ser así, eso debió de hacer que la propia conquista fuera algo más fácil. Las innovaciones administrativas fundamentales de los Qin sobrevivirían al cambio de dinastías, producido en menos de veinte años con la llegada al poder de la dinastía Han, que gobernó durante doscientos años (206 a.C.-9 d.C.), y a la que seguiría, tras un breve intervalo, la dinastía Han Posterior, casi igual de creativa (25-220). Aunque tuvieron sus altibajos, los emperadores Han mostraron una fuerza sin precedentes. Su dominio se extendió sobre casi la totalidad de la China moderna, incluidos el sur de Manchuria y la provincia sudoriental de Yueh. La dinastía Han Posterior creó un imperio tan grande como el de sus contemporáneos romanos. Se enfrentaron a una antigua amenaza procedente de Mongolia y aprovecharon una gran oportunidad en el sur, y lo hicieron con habilidad, con la ayuda de la superioridad táctica que la ballesta les daba a sus ejércitos. Esta arma se inventó probablemente poco después del 200 a.C. y era más poderosa y precisa que los arcos de los bárbaros, que durante mucho tiempo carecieron de la capacidad de fundir los topes de bronce necesarios. La ballesta fue el último logro importante de la tecnología militar china antes de la llegada de la pólvora. Al comienzo de la era Han, vivían en Mongolia los xiongnu, a quienes ya conocemos como antepasados de los hunos. Los Qin habían tratado de proteger sus dominios en la frontera unificando diferentes obras arquitectónicas en una nueva Gran Muralla, que sería ampliada por las siguientes dinastías. Los emperadores Han las empujaron hacia el norte del desierto del Gobi y después lograron el control de las rutas de caravanas de Asia central, enviando sus ejércitos al oeste, hacia Kashgaria, en el siglo I a.C. Obtuvieron incluso el tributo de los kushanas, cuyo poder llegaba hasta el Pamir. Al sur, ocuparon las costas hasta el golfo de Tonkín; Annam aceptó su soberanía, e Indochina ha sido considerada por los gobernantes chinos parte de su esfera desde entonces. En el nordeste, penetraron en Corea. Todo esto fue obra de la dinastía Han Posterior, u «Oriental», cuya capital estaba en Loyang. Desde ahí, siguieron presionando hacia el Turquestán, y recaudaron tributos de los oasis de Asia central. Puede que, en el 97, un general llegase hasta el mar Caspio. Los tímidos encuentros diplomáticos con Roma en la época Han sugieren que la expansión dio a China un contacto mucho mayor con el resto del mundo. Antes del siglo XIX, estos contactos se producían principalmente por tierra, y aparte de la ruta de la seda, que la unía de forma regular con Oriente Próximo (las caravanas llevaban seda a Occidente desde alrededor del año 100 a.C.), China desarrolló también intercambios más complejos con sus vecinos nómadas. A veces, estos se realizaban en el marco ficticio de los tributos a los que se correspondía con regalos, y otras en el de monopolios oficiales que constituyeron los cimientos de las grandes familias de comerciantes. Los contactos con los nómadas podrían explicar una de las obras más asombrosas del arte chino, la gran colección de caballos de bronce hallada en las tumbas de Wu-Wei. Estas figuras no son más que una parte de las muchas y delicadas obras de los artistas que trabajaban el bronce, y evidentemente, rompen más con la tradición que las cerámicas Han, que mostraban un mayor respeto por las formas del pasado. A un nivel diferente, sin embargo, la cerámica Han ofrece algunas de las escasísimas explotaciones artísticas del tema de la vida cotidiana de la mayoría de los chinos, en forma de colecciones de figurillas de familias campesinas y sus animales. Una cultura brillante floreció en la China Han, centrada en una corte que disponía de palacios enormes y ricos, en su mayoría de madera; lamentablemente, ya que el resultado es que han desaparecido, al igual que el grueso de las colecciones Han de pinturas sobre seda. Gran parte de este capital cultural se disipó o resultó destruido durante los siglos IV y V, cuando los bárbaros regresaron a las fronteras. Incapaces finalmente de defender China de su propio potencial humano, los emperadores Han recurrieron a una política ya intentada en otros lugares, la de atraer dentro de la Gran Muralla a algunas de las tribus que presionaban desde el exterior y desplegarlas después en su defensa, lo que planteó problemas de relaciones entre los recién llegados y los nativos. Los emperadores Han no pudieron prolongar su imperio para siempre y, al cabo de cuatrocientos años, China se disolvió una vez más en una multitud de reinos. Algunos de ellos tuvieron dinastías bárbaras, pero en esta crisis se puede observar por primera vez la sorprendente capacidad de China para la asimilación cultural. La sociedad china absorbió gradualmente a los bárbaros, que perdieron su identidad y se convirtieron en otra clase más de chinos. El prestigio de que gozaba la civilización china entre los pueblos de Asia central era ya muy grande, y entre los incivilizados había cierta disposición a considerar a China el centro del mundo, una cumbre cultural, de un modo similar a como los pueblos germánicos de Occidente habían visto Roma. En el 500, un gobernante tártaro impuso a los chinos las costumbres y la vestimenta de su pueblo. La amenaza procedente de Asia central no había terminado; lejos de ello, en el siglo V apareció en Mongolia el primer imperio mongol. Sin embargo, cuando la dinastía Tang, septentrional, recibió el mandato del cielo en el 618, la unidad esencial de China ya no corría un peligro mayor que el que corrió en los dos o tres siglos anteriores. La desunión política y la invasión bárbara no habían dañado los cimientos de la civilización china, que entró en su período clásico con los Tang. Entre esos cimientos, los más profundos seguían basándose en el parentesco. Durante toda la época histórica, el clan conservó su importancia porque era el poder movilizado de muchas familias vinculadas entre sí que tenían en común instituciones de índole religiosa y a veces económica. La difusión y ramificación de la influencia de la familia fueron más fáciles aún debido a que China no tenía primogenitura; por lo general, la herencia paterna se dividía a la muerte del patriarca. Sobre el océano social en el que las familias eran los peces importantes, presidía un Leviatán: el Estado. En él y en la familia buscaban la autoridad los confucianistas; no había otras instituciones que las cuestionaran, ya que en China no existían entidades como la Iglesia o las comunas, que complicaron las cuestiones de derecho y gobierno de forma tan fructífera en Europa. Las características esenciales del Estado ya existían en la época Tang y durarían hasta el siglo XX; las actitudes que desarrollaron aún perduran. En su construcción, la obra de consolidación de los Han había sido especialmente importante, pero el puesto del emperador, portador del mandato del cielo, pudo darse por supuesto incluso en la época Qin. Las idas y venidas de las dinastías no pusieron en peligro su posición, ya que siempre pudieron atribuirse a la retirada del mandato celeste. La importancia litúrgica del emperador quedó incluso más realzada, si cabe, con la introducción, durante la dinastía Han, de un sacrificio que solo él podía hacer. Pero su posición también cambió en un sentido positivo. Poco a poco, un gobernante que era, en esencia, un gran potentado feudal, cuyo poder era la extensión de la familia o del señorío, fue sustituido por otro que presidía un Estado centralizado y burocrático. La centralización había comenzado mucho tiempo atrás. Ya en la época Zhou se hizo un gran esfuerzo para construir vías de transporte, para lo que hacía falta una gran aptitud para la organización y unos recursos humanos que solo podía desplegar un Estado potente. Algunos siglos antes, el primer emperador Qin logró unir las secciones existentes de la Gran Muralla convirtiéndola así en 2.250 kilómetros de barrera continua contra los bárbaros (según la leyenda, costó un millón de vidas, lo que revela también la forma en que se veía el imperio). Su dinastía prosiguió normalizando los pesos y las medidas e imponiendo cierto grado de desarme a sus súbditos al tiempo que creaba un ejército de quizá un millón de hombres. Los Han lograron imponer el monopolio de la acuñación de moneda y la normalizaron. Con esta dinastía se inició asimismo el ingreso en el cuerpo de funcionarios a través de un sistema de exámenes competitivos que, aunque desaparecería de nuevo y no se reanudaría hasta la época Tang, tuvo una importancia enorme. La expansión territorial exigía más administradores, y la burocracia resultante sobrevivió a muchos períodos de desunión (lo que da prueba de su vigor) y siguió siendo hasta el final una de las instituciones más sorprendentes y características de la China imperial. Probablemente, fue la clave de que China lograse salir de la era en que al hundimiento de las dinastías le siguió la aparición de pequeños estados locales que competían entre sí y que rompieron la unidad ya alcanzada. Unió a China con una ideología, además de con una administración. Los funcionarios se instruían y examinaban sobre los clásicos confucianistas; con los Han, el legalismo perdió finalmente su fuerza tras una enérgica lucha ideológica. Así pues, la capacidad de leer y escribir y la cultura política estaban unidas en China como en ningún otro lugar. Los Qin ofendieron profundamente a los intelectuales chinos. Aunque algunos de ellos recibieron sus favores y ofrecieron sus consejos a la dinastía, en el 213 a.C. se produjo un momento desagradable cuando el emperador se volvió en contra de los eruditos que habían criticado el carácter despótico y militarista de su régimen. Hubo una quema de libros y solo se salvaron las obras «útiles» sobre adivinación, medicina o agricultura; murieron más de cuatrocientos sabios. No está claro qué es lo que estaba realmente en juego; algunos historiadores han visto en este ataque una ofensiva dirigida contra las tendencias «feudales» que se oponían a la centralización Qin. De ser así, estuvo lejos de ser el final de la confusión de luchas culturales y políticas con la que China ha seguido desorientando a los observadores extranjeros aun en el siglo XX. Fuera cual fuese la causa de esta medida, los Han cambiaron de táctica y trataron de reconciliarse con los intelectuales. Esto llevó en primer lugar a la formalización de la doctrina confucianista en algo que se convirtió rápidamente en una ortodoxia. Los textos canónicos se establecieron poco después del 200 a.C. Cierto es que el confucianismo Han era sincrético, pues había absorbido mucho del legalismo, pero lo importante era que el confucianismo había sido la fuerza absorbente. Sus preceptos éticos siguieron dominando la filosofía en la que se formaron los futuros gobernantes de China. En el año 58 d.C., se ordenó realizar sacrificios a Confucio en todas las escuelas estatales. Finalmente, con los Tang se confirmaron los puestos administrativos para quienes se educaban en esta ortodoxia. Durante más de mil años, esta proporcionó a China unos gobernantes equipados con un conjunto de principios morales y una cultura literaria tenazmente aprendidos de memoria. Los exámenes a que se sometían estaban concebidos para que destacaran los candidatos que dominaban mejor la tradición moral que cabía discernir en los textos clásicos, así como para poner a prueba las aptitudes mecánicas y la capacidad de superación bajo presión. Este sistema creó una de las burocracias más eficaces e ideológicamente homogéneas del mundo, la cual, al mismo tiempo, ofrecía grandes recompensas a quienes lograban hacer suyos los valores de la ortodoxia confucianista. Al principio, la clase funcionarial se distinguía del resto de la sociedad solamente por su educación, que equivalía a la posesión de un título académico. La mayoría de los funcionarios procedían de la pequeña nobleza terrateniente, pero se les consideraba aparte. Su cargo, alcanzado tras superar la prueba de los exámenes, les hacía disfrutar de una categoría solo inferior a la de la familia imperial y de grandes privilegios materiales y sociales. Los deberes de los funcionarios eran más generales que específicos, pero tenían dos tareas anuales básicas: la realización de las listas del censo y las de los registros de tierras en los que se basaba el sistema tributario chino. Su otra gran tarea era judicial y de supervisión, ya que los asuntos locales estaban, en gran medida, en manos de los señores locales, que actuaban bajo la supervisión de unos doscientos magistrados de distrito procedentes de la clase funcionarial. Cada uno de ellos vivía en un complejo oficial, el yamen, rodeado de sus empleados, mensajeros y miembros del servicio doméstico. La pequeña nobleza realizaba una amplia gama de actividades semi gubernamentales y funcionariales, que eran tanto una obligación de la clase privilegiada como un seguro para gran parte de sus ingresos. La justicia, la educación y las obras públicas en el ámbito local formaban parte de sus funciones. La pequeña nobleza también organizaba a menudo fuerzas militares para hacer frente a las emergencias locales e incluso recaudaba impuestos, de los que podían deducir sus gastos. Todas estas disposiciones y la propia clase funcionarial eran vigiladas por un aparato estatal de control, que supervisaba e informaba de una burocracia mucho más grande que la del imperio romano y que, en su máxima plenitud, gobernó una extensión mucho mayor. La estructura de la China imperial tenía una enorme capacidad conservadora, pues las crisis solo amenazaban a la autoridad legal, y rara vez el orden social. La penetración en la práctica gubernamental de los ideales de la sociedad confucionista era casi completa gracias al sistema de exámenes. Además, aunque era muy duro para quien no tuviera asegurada cierta riqueza para mantenerse durante el largo período de estudios necesario para abordar los exámenes —solamente dominar la redacción en las formas literarias tradicionales llevaba años—, el principio de la competencia aseguraba que la continua búsqueda de talentos no se limitara a las familias de la pequeña nobleza más ricas y consolidadas. China era una meritocracia en la que el aprendizaje siempre proporcionó cierta movilidad social. De vez en cuando, había corrupción y ejemplos de compra de puestos, pero estas señales de declive solían aparecer hacia el final de un período dinástico. Durante la mayor parte del tiempo, los funcionarios imperiales mostraron una notable independencia respecto de su origen. No debían actuar a tenor de las obligaciones y conexiones con su familia, lo que caracterizó a la actuación de los funcionarios públicos procedentes de la pequeña nobleza inglesa del siglo XVIII. Los funcionarios eran los hombres del emperador; no se les permitía poseer tierras en la provincia donde ejercían sus labores, trabajar en sus provincias de origen ni tener familiares en la misma rama de la administración. No eran los representantes de una clase, sino una selección de esta, una élite reclutada de forma independiente, y que se renovaba y ascendía mediante la competencia. Hicieron realidad el Estado. La China imperial no fue, por tanto, un Estado aristocrático; el poder político no se transmitía por herencia dentro de un grupo de familias nobles, aunque pertenecer a alguna de ellas fuera importante socialmente. Solo en el pequeño círculo cerrado de la corte era posible el acceso a un puesto por herencia, y era más una cuestión de prestigio, títulos y posición que de poder. Para los consejeros imperiales que habían llegado a través de la escala jerárquica funcionarial a sus niveles más altos y se habían convertido en algo más que funcionarios, los únicos rivales de importancia eran los eunucos de la corte, a quienes los emperadores solían confiar una gran autoridad porque, por definición, no podían fundar familias. Así pues, los eunucos eran la única fuerza política que se escapaba a las limitaciones del mundo oficial. En el Estado chino fue escaso el sentido europeo de la distinción entre gobierno y sociedad. Funcionario, erudito y señor eran, generalmente, el mismo hombre, que combinaba muchos papeles que en Europa se dividían de forma creciente entre los especialistas de la administración y las autoridades informales de la sociedad. Los combinaba, además, en el marco de una ideología que fue fundamental para la sociedad, y de forma más patente que ninguna otra salvo quizá el islam. La conservación de los valores confucianos no era un asunto ligero ni se podía satisfacer solo de palabra, y la burocracia mantuvo esos valores ejerciendo una supremacía moral en cierto modo similar a la que el clero ejerció durante mucho tiempo en Occidente; además, en China no había Iglesia que rivalizara con el Estado. Las ideas que la inspiraron eran profundamente conservadoras; se consideraba que la principal función administrativa era el mantenimiento del orden establecido; el objetivo del gobierno chino era supervisar, conservar, consolidar y, ocasionalmente, innovar en asuntos prácticos realizando grandes obras públicas. Sus principales metas eran la regularidad y el mantenimiento de unas normas comunes en un imperio enorme y diverso, donde numerosos magistrados de distrito estaban separados del pueblo incluso por su lengua. La burocracia tuvo un éxito espectacular a la hora de lograr imponer profundamente sus objetivos conservadores, y su carácter distintivo sobrevivió intacto en medio de todas las crisis de las dinastías. Cierto es que, por debajo de la ortodoxia confucianista de los funcionarios y de la pequeña nobleza, había otros credos importantes. Incluso algunas personas situadas en lo más alto de la escala social eran taoístas o budistas. El budismo tendría un notable éxito después de la caída de la dinastía Han, cuando la desunión le dio una oportunidad única para penetrar en China. En su variante mahayana, supuso para China una amenaza mucho mayor que ninguna otra fuerza ideológica anterior al cristianismo, ya que, a diferencia del confucianismo, propugnaba el rechazo de los valores mundanos. Nunca se consiguió erradicarlo del todo, pese a la persecución de que fue objeto durante la dinastía Tang; en cualquier caso, los ataques en su contra se debieron más a motivos económicos que ideológicos. A diferencia de la persecución sistemática a la que el imperio romano sometió al cristianismo, el Estado chino estaba más interesado en el acopio de las propiedades materiales que en la corrección de la excentricidad religiosa individual. Bajo el más implacable de los emperadores perseguidores (que, según se dice, era taoísta), se disolvieron más de cuatrocientos monasterios, de los que se expulsó a más de un cuarto de millón de monjes y monjas. Sin embargo, pese a tales daños materiales para el budismo, el confucianismo había llegado a un acuerdo con él. Ninguna otra religión foránea influyó a los gobernantes chinos con tanta fuerza hasta la llegada del marxismo en el siglo XX; incluso hubo algunos emperadores budistas. El taoísmo se convirtió en un culto místico (proceso en el que tomó prestados elementos del budismo) que atraía tanto a quienes buscaban la inmortalidad personal como a quienes sentían la atracción de un movimiento quietista como una salida de la creciente complejidad de la vida china. Como tal, tendría una importancia duradera. Su reconocimiento de la subjetividad del pensamiento le da una apariencia de humildad que algunas personas de diferentes culturas con tradiciones intelectuales más agresivas encuentran atractiva todavía hoy. Estas ideas religiosas y filosóficas, por importantes que fueran, afectaron directamente a la vida de los campesinos solo un poco más que el confucianismo, salvo en sus formas rebajadas. Presos de las inseguridades de la guerra y del hambre, para los campesinos la salida estaba en la magia o en la superstición. Lo poco que podemos conocer de su vida sugiere que a menudo era insoportable, a veces terrible. Un síntoma significativo es la aparición, durante la dinastía Han, de las rebeliones campesinas, un fenómeno que se convirtió en motivo principal de la historia china, y que la puntúa casi tan rítmicamente como el paso de las dinastías. Oprimidos por funcionarios que actuaban, o bien en nombre de un gobierno imperial que necesitaba recaudar impuestos para sus campañas en el extranjero, o bien en su propio interés como especuladores de grano, los campesinos recurrieron a las sociedades secretas, otro motivo que se repite a menudo. Sus rebeliones adoptaron con frecuencia formas religiosas. La revolución china siempre ha estado recorrida por una corriente milenarista, maniquea, que estalló en muchas formas, pero que siempre propugnó un mundo dividido dualísticamente entre el bien y el mal, lo justo y lo perverso. A veces esto supuso una amenaza para el tejido social, pero los campesinos rara vez triunfaron por mucho tiempo. La sociedad china cambió con lentitud. Pese a algunas innovaciones culturales y administrativas importantes, las vidas de la mayoría de los chinos se vieron, durante siglos, poco alteradas en su estilo o apariencia. Las idas y venidas de las dinastías se atribuían al mandato celestial, y aunque fueron posibles algunos grandes logros intelectuales, la civilización china ya parecía autónoma, autosuficiente y estable hasta el punto de la inmovilidad. Ninguna innovación puso en peligro los fundamentos de una sociedad entretejida más estrechamente en una estructura administrativa particular que ninguna otra de Occidente. Esta estructura resultó bastante apta para contener los cambios que ocurrieron y para regularlos a fin de que no alterasen las formas tradicionales. Un cambio importante y visible fue el crecimiento continuo del comercio y de las ciudades, lo que facilitó la sustitución del reclutamiento forzoso de mano de obra por los impuestos. El gobierno pudo aprovechar estos nuevos recursos tanto para gobernar eficazmente zonas más extensas como para construir una serie de grandes monumentos. Tales recursos ya habían permitido a los Qin completar la Gran Muralla, que dinastías posteriores ampliarían aún más, reconstruyendo en ocasiones algunas de sus partes, y que sigue asombrando al observador y supera con mucho las murallas de Adriano y de Antonino. Por otra parte, justo antes de la llegada al poder de la dinastía Tang, en el otro extremo de esta época histórica, se completó un gran sistema de canales que unió el valle del Yangtsé con el valle del río Amarillo al norte y Hangzhou al sur. Millones de obreros trabajaron en estas obras y en otros grandes planes de regadío, comparables por su escala a las pirámides, y que superan a las grandes catedrales de la Europa medieval. Supusieron también grandes costes sociales, y hubo rebeliones contra el reclutamiento para las labores de construcción y custodia. Fueron un Estado con un gran potencial y una civilización que ya tenía a su favor logros impresionantes los que entraron en su período de madurez en el 618. Durante los siguientes mil años, al igual que durante los ochocientos anteriores, su desarrollo formal puede vincularse a las idas y venidas de las dinastías que proporcionan una estructura cronológica (Tang, 618-907; Song, 960-1126; de origen mongol, 1234-1368; Ming, 1368-1644; Manchú o Qing, 1644-1912). Muchos temas históricos recorren estas divisiones, uno de las cuales es la historia de la población. Durante el período Tang hubo un importante desplazamiento del centro de gravedad demográfico hacia el sur, y desde entonces la mayoría de los chinos vivirían en el valle del Yangtsé en lugar de en la antigua llanura del río Amarillo. La devastación de los bosques meridionales y la explotación de nuevas tierras para cultivar arroz les alimentaron, pero también se iniciaron otros cultivos. Juntos, todos estos factores hicieron posible un crecimiento global de la población que se aceleró con los mongoles y la dinastía Ming. Se ha calculado que una población de quizá ocho millones de personas en el siglo XIV aumentó más del doble en los siguientes doscientos años, por lo que en 1600 el imperio chino tenía unos 160 millones de súbditos; un número muy elevado dadas las poblaciones de otros lugares, pero que aún aumentaría más. El peso de esta realidad es inmenso. Aparte de la enorme importancia que da a China en la historia de la población mundial, sitúa en su justa perspectiva las grandes manifestaciones de la cultura china y del poder imperial, que se basaban en la enorme multitud de campesinos miserables totalmente desconocedores de estas cuestiones. En su mayor parte, estos campesinos estaban confinados en sus aldeas, y solo unos pocos podían huir de ellas o plantearse abandonarlas. La mayoría únicamente podía soñar con obtener la precaria aunque mayor seguridad de que disponían: la posesión de una pequeña parcela de tierra. Pero esto se fue volviendo cada vez más difícil a medida que aumentaba la población y, gradualmente, se ocupaba toda la tierra existente, que se cultivaba con creciente intensidad en parcelas cada vez más pequeñas. La única forma de salir de la trampa del hambre era la rebelión. Una vez alcanzado cierto grado de intensidad y de éxito, esta podía obtener el apoyo de la pequeña nobleza y de los funcionarios, ya fuera por prudencia o por comprensión. Cuando así sucedía, era probable que se aproximara el final de una dinastía, ya que los principios confucianistas enseñaban que, aunque la rebelión era un error si reinaba un auténtico monarca, el gobierno que provocaba la rebelión y no podía controlarla debía ser sustituido, ya que ello lo deslegitimaba de inmediato. Al final de este camino aguardaba el éxito de una revolución china en el siglo XX basada en el campesinado. Durante muchos siglos, las autoridades solo sintieron la presión de la población —un factor importante de la historia moderna de China— de formas indirectas y ocultas, como cuando, por ejemplo, el hambre empujaba a la gente a la rebelión. Desde el exterior llegaba una amenaza mucho más patente. En esencia, el problema era similar al que sufrió Roma: una frontera excesivamente larga al otro lado de la cual estaban los bárbaros. La influencia Tang sobre estos se debilitó cuando Asia central sucumbió ante el islam. Al igual que sus predecesores romanos, también los últimos emperadores Tang descubrieron que la dependencia de los soldados podía ser peligrosa. Durante el período Tang hubo cientos de rebeliones militares encabezadas por jefes militares locales, y el éxito de una rebelión, por breve que fuera, tenía un efecto multiplicador que tendía a perturbar la administración y dañar los planes de regadío de los que dependía la alimentación (y, por tanto, la paz interna). Un régimen al que Bizancio consideró un posible aliado, que había enviado ejércitos a combatir contra los árabes y que había recibido a embajadores de Harun al-Rashid, era una gran potencia mundial. Al final, sin embargo, en el siglo X, incapaz de vigilar con eficacia su frontera, la dinastía Tang cayó y China quedó inmersa de nuevo en el caos político. La dinastía Song que surgió de él tuvo que enfrentarse a una amenaza externa aún más grave, los mongoles; en su momento fueron absorbidos, después de que la dinastía bárbara que les había expulsado del norte de China hubiera sido engullida, a su vez, por los soldados de Gengis Kan. Durante todo este tiempo, la continuidad y la capacidad de recuperación de la burocracia y de las instituciones fundamentales de la sociedad mantuvieron viva a China. Después de cada cambio dinástico, los herederos del poder, aun cuando vinieran de fuera, recurrían a un número relativamente inferior de funcionarios (se calcula que en el siglo XVIII había de hecho menos de 30.000 funcionarios civiles y militares). Así pues, estos llevaron, al servicio de cada nuevo gobierno, los valores inmutables del sistema confucianista, reforzados, si bien reducidos, por el desastre. Solo un reducido número de asuntos especialmente cruciales eran del dominio exclusivo del gobierno imperial. Las enseñanzas de Confucio respaldaban esta distinción entre las esferas de acción y facilitaron el cambio de dinastías sin poner en peligro los valores fundamentales y la estructura de la sociedad. La nueva dinastía tendría que recurrir a los funcionarios para su administración y a la pequeña nobleza para la mayor parte de sus funcionarios, que, a su vez, solo podrían hacer algunas cosas de acuerdo con los señores. La recurrente desunión no impidió que los gobernantes, sabios y artesanos de China llevaran la civilización de este país a su cumbre en los mil años siguientes a la llegada de la dinastía Tang. Algunos han situado el período clásico ya en los siglos VII y VIII, con la propia dinastía Tang, mientras que otros lo ubican en la Song. Estos juicios dependen, por lo general, de la forma de arte que se considere, pero, aunque el logro artístico Song fue en cualquier caso la culminación de un desarrollo que comenzó con la dinastía Tang, entre esta y la Han se hace patente mucho más que una ruptura de estilo. Fue, de hecho, la última discontinuidad importante en el arte chino hasta el siglo XX. La cultura Tang refleja el estímulo de los contactos con el mundo exterior, pero especialmente con Asia central, próxima como nunca lo había estado bajo esta dinastía. La capital estaba entonces en Chang'an, en la provincia occidental de Shanxi. Su nombre significa «larga paz» y hasta esta ciudad, al final de la ruta de la seda, llegaban los persas, los árabes y los habitantes de Asia central, que la convirtieron en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo. Chang'an tenía iglesias nestorianas, templos zoroastrianos y mezquitas musulmanas, y fue probablemente la capital más espléndida y lujosa de su época, como atestiguan los objetos que quedan de ella. Muchos de ellos reflejan el reconocimiento chino de estilos distintos del propio —la imitación de la plata iraní, por ejemplo—, mientras que las figuras de cerámica que representan a jinetes y camellos cargados revelan la vida de Asia central que se arremolinaba en las calles de Chang'an, y conservan el sabor de un núcleo comercial. Muchas de estas figuras estaban terminadas con los nuevos vidriados polícromos que lograron los ceramistas Tang, cuyo estilo fue imitado en lugares tan lejanos como Japón y Mesopotamia. La presencia de la corte fue tan importante para el estímulo de estos artesanos como las visitas de los comerciantes del extranjero, y en las pinturas funerarias puede verse algo de la vida de la aristocracia cortesana: el ocio de los hombres en la caza, asistidos por criados de Asia central, y las mujeres, de expresión vacía, vestidas con lujosos trajes y, si son criadas, minuciosamente pertrechadas de abanicos, cajas de cosméticos, rascadores y otros accesorios de tocador. Las grandes señoras también preferían las modas de Asia central, que tomaban prestadas de sus sirvientes. La historia de las mujeres, sin embargo, es la de una de esas otras Chinas siempre ocultas por la inclinación de la documentación hacia la cultura oficial. Sabemos poco de ellas —incluso en la literatura, salvo en tristes poemillas e historias de amor—, pero, presumiblemente, debían de ser la mitad de la población, o quizá algo menos, ya que en las épocas difíciles las familias pobres dejaban morir a las niñas. Ese hecho, tal vez, caracteriza el puesto que ocupó la mujer en China hasta épocas muy recientes mejor incluso que la práctica, más familiar y sorprendente a primera vista, de vendar los pies, que produjo grotescas deformaciones y podía convertir a una dama de alta cuna en una inválida. Otra China más, casi excluida de los testimonios históricos debido a la naturaleza de la tradición consolidada, era la de los campesinos, que se hacían sombríamente visibles solo en la elaboración de los censos y al estallar rebeliones; después de las figuras de porcelana Han, hay poco en el arte chino que los muestre, y sin duda nada que iguale la representación ininterrumpida, y a menudo idealizada, de la vida del hombre común en los campos que muestran desde la iluminación europea medieval hasta el romanticismo, pasando por la literatura vernácula y los motivos campesinos de los primeros impresionistas. La cultura oficial también excluía a la décima parte, aproximadamente, de la población china que vivía en las ciudades, algunas de las cuales crecieron con el paso del tiempo para convertirse en las más grandes del mundo. Se dice que Chang'an, cuando era la capital Tang, tenía dos millones de habitantes. Ninguna ciudad europea del siglo XVIII fue tan grande como sus contemporáneas Cantón o Pekín, mayores aún que Chang'an. Estas enormes ciudades albergaban unas sociedades de complejidad creciente, cuyo desarrollo fomentó un nuevo mundo comercial; el primer papel moneda chino se emitió en el año 650. La prosperidad creó nuevas demandas, entre otras, la de una literatura que no se limitara a los modelos clásicos y que estuviera redactada en un estilo coloquial mucho menos exigente que el complejo chino clásico. La vida de la ciudad dio lugar, así, a una literatura alternativa a la cultura oficial, y, dado que fue escrita, constituye la primera parte de la China no oficial a la que tenemos cierto acceso. Esta demanda popular pudo satisfacerse gracias a dos inventos sumamente importantes: el del papel, en el siglo II a.C., y el de la imprenta, antes del año 700, derivada de las impresiones frotadas que se hacían con piedra en la dinastía Han. Durante la dinastía Tang se imprimía con bloques de madera, y los tipos móviles aparecieron en el siglo XI. Poco después, se publicaron en China un gran número de libros, mucho antes de que aparecieran en ningún otro país. En las ciudades también florecieron la poesía y la música populares, que abandonaron la tradición clásica. La cultura de Chang'an nunca se recuperó de los disturbios de la rebelión del año 756, solo dos años después de la fundación de la Academia Imperial de las Letras, unos novecientos años antes de que se creara una academia similar en Europa. Después de esto, comenzó el declive de la dinastía gobernante. La llegada de los Song produjo más cerámica; el primer período, septentrional, de la historia de la dinastía Song estuvo marcado por unas obras que siguieron la tradición coloreada y adornada, mientras que los artesanos de la dinastía Song meridional prefirieron los productos monocromáticos y sencillos, adscribiéndose, de modo significativo, a otra tradición: la de las formas que desarrollaron los grandes fundidores de bronce de la China primitiva. Pese a la belleza de su cerámica, sin embargo, la dinastía Song es más reseñable por algunas de las cumbres que alcanzó la pintura china, en la que el tema principal era el paisaje. Como período de desarrollo chino, no obstante, la era Song es más notable aún por la espectacular mejora de la economía. Esta mejora puede atribuirse en parte a la innovación tecnológica —la invención de la pólvora, de los tipos móviles y del codaste se remonta a la época Song—, pero también iba unida a la explotación de una tecnología de la que ya disponían desde hacía tiempo. La innovación tecnológica podría haber sido, de hecho, tanto un síntoma como una causa de la oleada de actividad económica que tuvo lugar entre los siglos X y XIII, que al parecer produjo un aumento real de los ingresos de la mayoría de los chinos, pese al continuo crecimiento de la población. Por una vez en el mundo premoderno, el crecimiento económico parece haber ido por delante, durante un largo período de tiempo, de las tendencias demográficas. Uno de los cambios que hicieron posible esto fue sin duda el descubrimiento y la adopción de una variedad de arroz que permitía recoger dos cosechas al año en una tierra bien regada, y una en las tierras montañosas que solo recibían agua en primavera. Las evidencias del crecimiento de la producción en un sector diferente de la economía llevaron a un especialista a calcular espectacularmente que, unos años después de la batalla de Hastings, China producía casi tanto hierro como toda Europa seis siglos después. La producción textil también registró un cambio espectacular, sobre todo gracias a la adopción de máquinas de hilar movidas por el agua, y se puede hablar de la «industrialización» Song como un fenómeno reconocible. No es fácil saber (los testimonios son aún controvertidos) por qué tuvo lugar este formidable estallido de crecimiento. Sin duda, la inversión pública —es decir, gubernamental— produjo una aportación real a la economía en materia de obras públicas, sobre todo en comunicaciones. También debieron de contribuir los períodos prolongados de ausencia de invasiones extranjeras y de desórdenes internos, aunque los segundos pudieron ser tanto causa como efecto del crecimiento económico. Sin embargo, es probable que la explicación principal sea la expansión de los mercados y el aumento de la economía monetaria debido en parte a los factores ya mencionados, pero que se basaba fundamentalmente en la gran expansión de la productividad agrícola. Mientras esta se mantuvo por delante del aumento de la población, todo fue bien. Se liberó capital disponible para utilizar más mano de obra y aprovechar la tecnología mediante la inversión en máquinas, y los ingresos reales aumentaron. Es difícil saber por qué, después de una regresión temporal y local al final de la era Song, y de la reanudación del crecimiento económico, este desarrollo intensivo, que hizo posible el aumento del consumo por parte de un mayor número de personas, llegó a su fin. No obstante, así fue, y no se reanudó. Por el contrario, los ingresos reales medios en China se mantuvieron estables durante unos cinco siglos, mientras la producción se limitaba a seguir el mismo ritmo que el crecimiento de la población. (Después de esa época, los ingresos comenzaron a disminuir, y siguieron haciéndolo hasta el punto de que, a principios del siglo XX, los campesinos chinos vivían con el agua al cuello, y cualquier ola podía ahogarlos.) Sin embargo, la recaída económica que se produjo después de la época Song no es el único factor que hay que tener en cuenta para explicar por qué China no siguió produciendo una sociedad dinámica y progresista. A pesar de la imprenta, la inmensa mayoría de la población siguió siendo analfabeta hasta el siglo XX. Las grandes ciudades de China, pese a su crecimiento y su vitalidad comercial, no produjeron ni la libertad ni las inmunidades que protegieron a los hombres y las ideas en Europa, ni la vida cultural e intelectual que al final revolucionó la civilización europea, ni un cuestionamiento efectivo del orden establecido. Incluso en el ámbito de la tecnología, en el que China alcanzó tanto y tan pronto, hay una similar y extraña laguna entre la fertilidad intelectual y el cambio revolucionario. Los chinos podían inventar (tenían una carretilla mucho más eficiente que otras civilizaciones), pero, una vez finalizada la época Zhou, fueron el uso de nuevas tierras y la introducción de nuevos cultivos más que el cambio técnico lo que aumentó la producción. Hay otros ejemplos del bajo índice de innovación aún más sorprendentes. Los navegantes chinos disponían ya de la brújula magnética en la época Song, pero, aunque se enviaron expediciones navales a Indonesia, el golfo Pérsico, Adén y África oriental en el siglo XV, su objetivo era impresionar en esos lugares con el poder de los Ming, no acumular información y experiencia para realizar otros viajes de exploración y descubrimiento. En el segundo milenio a.C., se habían fundido obras maestras en bronce, y los chinos supieron fundir el hierro mil quinientos años antes que los europeos, pero gran parte del potencial para la ingeniería de esta tradición metalúrgica quedó inexplorada, aun cuando la producción de hierro aumentó de forma muy notable. En China se quemaba lo que Marco Polo llamó «una especie de piedra negra» cuando llegó a aquel país; era carbón, pero no hubo ninguna máquina de vapor china. Esta lista podría alargarse mucho más. Quizá la explicación esté en el propio éxito de la civilización china en su búsqueda de un objetivo diferente: la garantía de continuidad y la prevención de cambios fundamentales. Ni la burocracia ni el sistema social favorecían la innovación. Además, el orgullo por la tradición confucianista y la confianza que generaron la gran riqueza y la lejanía, dificultaron el aprendizaje del exterior. Esto no se debió a que los chinos fueran intolerantes. Judíos, cristianos nestorianos, persas zoroastrianos y musulmanes árabes practicaron con libertad su religión durante mucho tiempo, y los últimos hicieron incluso algunas conversiones, creando una minoría islámica duradera. Los contactos con Occidente se multiplicaron también más tarde, bajo el dominio mongol. Pero lo que viene llamándose movimiento «neoconfucionista» ya manifestaba entonces una tendencia a la hostilidad defensiva, y la tolerancia formal nunca se había traducido en una gran receptividad en la cultura china. La invasión de los mongoles demostró que China seguía conservando su capacidad de seducción sobre sus conquistadores. A finales del siglo XIII, toda China había sido invadida por ellos —lo que debió de costar al país unos treinta millones de vidas, es decir, muy por encima de la cuarta parte de su población total en 1200—, pero el centro de gravedad del imperio mongol se había desplazado desde las estepas hasta Pekín, la capital de Kubilai Kan. Este nieto de Gengis Kan fue el último de los grandes janes y, después de su reinado, la China mongola puede considerarse china, y no mongola. Kubilai Kan optó por la vía dinástica en 1271, y la era mongola aparece en los testimonios como la de la dinastía Yunan. China cambió a los mongoles más de lo que estos cambiaron China, y el resultado fue la magnificencia de la que informó el maravillado Marco Polo. Kubilai Kan rompió con el viejo conservadurismo de las estepas, con la desconfianza hacia la civilización y sus obras, y sus seguidores sucumbieron lentamente ante la cultura china pese a su inicial suspicacia hacia los funcionarios eruditos. Eran, después de todo, una pequeña minoría de gobernantes en un océano de súbditos chinos, y necesitaban colaboradores para sobrevivir. Kubilai Kan vivió casi toda su vida en China, aunque su conocimiento de la lengua fue deficiente. Aun así, la relación entre los mongoles y los chinos fue durante mucho tiempo ambigua. A semejanza de los británicos del siglo XIX en la India, que crearon convenciones sociales para impedir ser asimilados por sus súbditos, los mongoles trataron de mantenerse aparte mediante la prohibición positiva. Se prohibió a los chinos aprender la lengua mongola y casarse con mongoles. No se les permitía llevar armas. En la medida de lo posible, se empleó a extranjeros, y no a chinos, en la administración, algo que se aplicó también en los janatos occidentales del imperio mongol; Marco Polo fue funcionario del Gran Kan durante tres años, un nestoriano presidió la oficina imperial de astronomía, y la administración de Yunan estaba en manos de los musulmanes de la Transoxiana. Además, durante algunos años se suspendió el sistema tradicional de exámenes. Parte de la persistente hostilidad china hacia los mongoles podría explicarse por estos hechos, especialmente en el sur. Cuando el dominio mongol en China desapareció, setenta años después de la muerte de Kubilai Kan, surgió entre la clase gobernante china un respeto aún más exagerado si cabe por la tradición y una renovada desconfianza hacia los extranjeros. El éxito a corto plazo de los mongoles fue muy impresionante, y se hizo patente sobre todo en el restablecimiento de la unidad de China y la realización de sus posibilidades como gran potencia militar y diplomática. La conquista del sur Song no fue fácil, pero, una vez lograda (en 1279), los recursos de Kubilai Kan se duplicaron con creces (incluían una importante flota) y los mongoles comenzaron a reconstruir la esfera de influencia china en Asia. Solo en Japón no tuvieron ningún éxito. En el sur, invadieron Vietnam (Hanoi fue capturada tres veces) y, tras la muerte de Kubilai Kan, Birmania fue ocupada durante un tiempo. Estas conquistas no serían, es cierto, duraderas, y su resultado se tradujo más en la recaudación de tributos que en una ocupación prolongada. Tampoco en Java el éxito fue total; los mongoles desembarcaron en 1292 y ocuparon la capital de la isla, aunque les fue imposible mantenerla. Además, se produjo un desarrollo del comercio marítimo con la India, Arabia y el golfo Pérsico que ya había comenzado con los Song. Dado que no logró sobrevivir, no puede considerarse que el régimen mongol tuviera un éxito total, pero eso no nos conduce muy lejos. Gran parte de sus aspectos positivos fructificaron en solo un siglo. El comercio extranjero floreció como nunca. Marco Polo dice que la generosidad del Gran Kan alimentaba a los pobres de Pekín, y esta era una ciudad grande. A los ojos modernos, es atractivo también el trato que daban los mongoles a la religión. Solo los musulmanes tenían prohibido predicar su doctrina, y los mongoles fomentaron activamente el taoísmo y el budismo, por ejemplo exonerando de impuestos a los monasterios budistas (lo que, como es lógico, supuso imposiciones mayores sobre otros, como ocurre siempre que el Estado apoya la religión; los campesinos pagaron la ilustración religiosa). En el siglo XIV, las catástrofes naturales, junto con las exacciones de los mongoles, produjeron una nueva oleada de rebeliones en el campo, síntoma expresivo del declive de una dinastía. Puede que la situación empeorase debido a las concesiones de los mongoles a la pequeña nobleza china. La adjudicación a los terratenientes de nuevos derechos sobre sus campesinos difícilmente pudo granjear el apoyo popular hacia el régimen. Comenzaron a aparecer sociedades secretas, y una de ellas, los Turbantes Rojos, atrajo el apoyo de la pequeña nobleza y de los funcionarios. Uno de sus líderes, un monje llamado Zhu Yuanzhang, capturó Nankín en 1356. Diez años después, expulsó a los mongoles de Pekín y comenzó la era Ming. No obstante, al igual que muchos otros líderes revolucionarios chinos, Zhu Yuanzhang se convirtió gradualmente en un defensor del orden tradicional. La dinastía que fundó, aunque presidió un gran florecimiento cultural y logró mantener la unidad política de China, que duraría desde la época mongola hasta el siglo XX, confirmó el conservadurismo y el aislamiento del país. A principios del siglo XV se terminaron las expediciones marítimas de grandes flotas. Un decreto imperial prohibió que los barcos chinos navegaran más allá de las aguas costeras, así como los viajes de los súbditos al extranjero. Los astilleros chinos perdieron pronto la capacidad de construir los grandes juncos que surcaban el océano; ni siquiera conservaron sus descripciones. Los grandes viajes del eunuco Zheng He, una especie de Vasco de Gama chino, cayeron prácticamente en el olvido. Al mismo tiempo, se persiguió a los comerciantes que habían prosperado con los mongoles. Al final, la dinastía Ming perdió su esplendor. Una sucesión de emperadores prácticamente confinados en sus palacios, mientras los favoritos y los príncipes imperiales se disputaban a su alrededor el disfrute de las haciendas imperiales, señalaron el declive. Salvo en Corea, donde los japoneses fueron derrotados a finales del siglo XVI, los Ming no pudieron mantener las zonas periféricas del imperio. Indochina desapareció de la esfera china, el Tíbet escapó más o menos al control chino, y en 1544 los mongoles quemaron los suburbios de Pekín. Durante la dinastía Ming, llegaron también los primeros europeos en busca de algo más que un viaje comercial o de descubrimiento. En 1557, los portugueses se establecieron en Macao. Tenían poco que ofrecer que China deseara, salvo plata, pero tras ellos llegaron los misioneros, a quienes la tolerancia oficial de la tradición confucianista les ofreció oportunidades que supieron aprovechar. Los misioneros portugueses llegaron a tener una gran influencia en la corte Ming, y a principios del siglo XVII los funcionarios chinos comenzaron a alarmarse y ordenaron a los portugueses que se retiraran a Macao. Para entonces, aparte de los juguetes y relojes mecánicos que los misioneros añadieron a las colecciones imperiales, sus conocimientos científicos y cosmográficos habían empezado a interesar a los intelectuales chinos. La corrección del calendario chino, que realizó un jesuita, tuvo una importancia enorme, ya que la autenticidad de los sacrificios que ordenaba el emperador dependía de la exactitud de la fecha. Los chinos aprendieron también de los jesuitas a fundir artillería pesada, otro arte útil. A principios del siglo XVII, los Ming necesitaban todas las ventajas militares que pudieran procurarse. Desde el norte les amenazaba un pueblo que vivía en Manchuria, provincia a la que dieron posteriormente su nombre, pero que no fueron conocidos como «manchúes» hasta después de que conquistaran China. Las puertas se les abrieron en la década de 1640, merced a una rebelión campesina y a un intento de usurpación del trono chino. Un general imperial pidió ayuda a los manchúes y estos cruzaron la Gran Muralla, pero para fundar su propia dinastía, la Qing, en 1644 (eliminando de paso el clan del general). Al igual que otros bárbaros y semibárbaros, los manchúes se sentían desde hacía tiempo fascinados por la civilización a la que amenazaban y ya estaban en cierto modo influidos por los chinos antes de su llegada. Conocían el sistema administrativo chino, que habían imitado en su capital, Mukden, y vieron que era posible cooperar con la pequeña nobleza confucianista cuando ampliaron su dominio sobre China. La incorporación de inspectores manchúes estimuló a la burocracia, que tuvo que efectuar pocos cambios salvo adaptarse a la práctica manchú de llevar coleta, introduciéndose así lo que después sorprendió a los europeos como una de las características más peculiares de la vida china. El coste de la conquista manchú fue elevado, pues perecieron unos veinticinco millones de personas, pero la recuperación fue rápida. El nuevo poder de China ya era espectacularmente evidente con el emperador Kangxi, que reinó desde 1662 hasta 1722, período que se corresponde aproximadamente con el reinado de Luis XIV de Francia, cuyos ejercicios de magnificencia y engrandecimiento adoptaron formas diferentes, pero mostraron curiosos paralelismos con el otro extremo del mundo. Kangxi era capaz de una violencia personal que el Rey Sol nunca se habría permitido (en una ocasión agredió a dos de sus hijos con una daga), pero, a pesar de las diferencias en los antecedentes históricos en los que se formaron, existe una semejanza en su estilo de gobierno. Los observadores jesuitas hablaron de la «nobleza de alma» de Kangxi, descripción que parece nacer de algo más que del deseo de halagar y justificarse por algo más que por su protección. El emperador era un trabajador incansable, vigilaba de cerca los detalles de los asuntos del gobierno (y su forma, ya que solía corregir cuidadosamente los defectos caligráficos de los memoriales que le presentaban) y, al igual que Luis XIV, descansaba dando rienda suelta a su pasión por la caza. De forma característica, aunque Kangxi tuvo el rasgo, inusual entre los emperadores chinos, de admirar las aptitudes europeas (protegió a los jesuitas por sus conocimientos científicos), los méritos de su reinado se asientan con firmeza en la tradición aceptada; Kangxi se identificaba con la China que perdura. Reconstruyó Pekín, destruida durante la invasión manchú, restaurando cuidadosamente el trabajo de los arquitectos y escultores Ming. Fue como si se hubiera levantado un Versalles gótico o como si se hubiera reconstruido Londres en estilo gótico flamígero después del gran incendio de 1666. Los principios de Kangxi eran confucianistas y disponía de obras clásicas traducidas al manchú. Trató de respetar las tradiciones antiguas y garantizó los derechos habituales a sus súbditos chinos; siguieron ascendiendo dentro del cuerpo de funcionarios pese a la apertura de este a los manchúes, y Kangxi nombró a generales y virreyes chinos. En cuanto a su vida personal, el emperador era, si no austero, al menos moderado. Disfrutaba de la animada vida del ejército, y en las campañas vivía con sencillez; en Pekín, se redujeron deliberadamente los placeres del palacio y el emperador descansaba de los asuntos de Estado en un harén de solo trescientas muchachas. Kangxi amplió el control imperial a Formosa, ocupó el Tíbet y dominó a los mongoles, convirtiéndolos en vasallos tranquilos. Esto supuso un punto de inflexión tan definitivo como pueda serlo algo en la historia, pues a partir de esta época los pueblos nómadas de Asia central comenzaron al menos a retirarse gradualmente ante el colonizador. Más al norte, en el valle del Amur, se abrió otro nuevo capítulo histórico cuando, en 1685, un ejército chino atacó un puesto ruso en Albazin. Las negociaciones dieron como resultado la retirada de los rusos y la destrucción de su fuerte. El Tratado de Nerchinsk, que estabilizó la situación, contenía entre sus cláusulas una que prescribía que los puestos fronterizos debían tener inscripciones no solo en ruso, manchú, chino y mongol, sino también en latín. La sugerencia partió de un jesuita francés que pertenecía a la delegación china y fue, al igual que el establecimiento de una línea fronteriza, un síntoma de las nuevas relaciones chinas con el mundo exterior, relaciones que evolucionaban con más rapidez, quizá, de lo que ningún chino era consciente. El tratado no saldó en absoluto las cuentas pendientes entre China y la única potencia europea con la que compartía un territorio fronterizo, pero tranquilizó la situación durante un tiempo. En otros lugares, la conquista manchú siguió avanzando; en el siglo XVIII, el Tíbet fue invadido de nuevo y se reimpuso el vasallaje a Corea, Indochina y Birmania en lo que fueron grandes hechos de armas. En el interior, la paz y la prosperidad marcaron los últimos años del éxito manchú. Fue una edad de plata de la alta civilización clásica que, a juicio de algunos estudiosos, alcanzó su cumbre al final del período Ming. Si fue así, aún pudo seguir produciendo mucha belleza y erudición durante la época manchú. Los grandes esfuerzos de compilación y crítica, iniciados e inspirados por el propio Kangxi, inauguraron un centenar de años de transcripción y publicación que no solo dieron como fruto prodigios como una enciclopedia de cinco mil volúmenes, sino también colecciones de ediciones clásicas a las que ahora se les daba forma canónica. Durante el reinado de Kangxi, los hornos imperiales comenzaron también un siglo de progreso técnico en el esmaltado que produjo unos vidriados exquisitos. Pero, por admirable que fuera y por mucho que se reparta el énfasis entre las diversas expresiones de las diferentes artes, la civilización de la China manchú era aún, al igual que la de sus antecesores, la de una élite. Aunque hubo al mismo tiempo una cultura popular de gran vigor, la civilización china que sorprendió a los europeos era tan propiedad de la clase gobernante china como siempre lo había sido, y una fusión de actividad artística, intelectual y oficial. Su conexión con el gobierno le dio un tono y un color distintivos. Seguía siendo profundamente conservadora, no solo en los asuntos sociales y políticos, sino incluso en cuanto a estética. El arte que generó se basaba en la desconfianza en la innovación y la originalidad; trataba de imitar y emular lo mejor, pero lo mejor siempre pertenecía al pasado. Las obras maestras tradicionales señalaban el camino. Tampoco se consideraba que el arte fuera una expresión autónoma de la actividad estética. Se aplicaban criterios morales para juzgar la obra artística, y estos criterios eran, como es lógico, expresiones de los valores confucianistas. Contención, disciplina, refinamiento y respeto a los grandes maestros eran las cualidades que admiraba el funcionario-intelectual, que, al mismo tiempo, era artista y mecenas. Con independencia de lo que las apariencias puedan sugerir a primera vista, el arte chino no estaba más encaminado a huir de la vida y los valores convencionales que el de cualquier otra cultura antes del siglo XIX europeo. Esto fue también paradójicamente evidente en su tradicional exaltación del aficionado y en la desaprobación que mostró hacia los profesionales. El hombre más apreciado era el funcionario o terrateniente que podía ejecutar, con seguridad y aparente falta de esfuerzo, obras de pintura, caligrafía o literatura. Los aficionados brillantes eran muy admirados, y en sus actividades el arte chino escapa de su anonimato; conocemos los nombres de muchos de estos artistas. Sus hermosas cerámicas y tejidos, por otra parte, son producto de comerciantes cuyos nombres se han perdido y que trabajaban a menudo bajo la dirección de los funcionarios. No se valoraba a los artesanos por su originalidad; se les animaba a desarrollar su talento no hacia la innovación, sino hacia la perfección técnica. La dirección central de grandes grupos de artesanos dentro de las dependencias del palacio imperial, solo imprimía sobre estas artes, con más firmeza si cabe, el sello del estilo tradicional. Hasta la brillante explosión de nuevas maestrías en los hornos imperiales durante el reinado de Kangxi, siguió expresándose dentro del marco de los cánones tradicionales de contención y simplicidad. La paradoja final china es la más obvia, y hacia el siglo XVIII se hace patente en toda su crudeza. Pese a sus tempranos avances tecnológicos, China nunca llegó a dominar la naturaleza de tal forma que le permitiera resistirse a la intervención occidental. La pólvora es el ejemplo más famoso; los chinos dispusieron de ella antes que nadie, pero no pudieron fabricar armas de fuego tan buenas como las de Europa, ni siquiera emplear con provecho las que les construyeron los artesanos europeos. Los navegantes chinos tenían desde hacía mucho tiempo la brújula marinera y un legado cartográfico que produjo el primer mapa con cuadrículas, pero fueron exploradores solo por breve tiempo. Ni atravesaron el Pacífico, como los melanesios, más primitivos, ni elaboraron mapas, como hicieron más tarde los europeos. Aproximadamente seiscientos años antes que en Europa, los chinos construían relojes mecánicos dotados del escape que constituye la clave para que una máquina cronometre, pero los jesuitas llevaron con ellos una tecnología relojera muy superior a la china cuando llegaron en el siglo XVI. La lista de triunfos intelectuales sin explotar podría ampliarse, con las importantes innovaciones chinas en el campo hidráulico por ejemplo, pero no es necesario. Lo principal es obvio: de algún modo, había una falta de interés por la utilización de los inventos enraizada en un sistema social confucianista que, a diferencia del europeo, no consideraba respetable la asociación entre los señores y los técnicos. El orgullo por una gran tradición cultural siguió dificultando en gran medida que se reconocieran sus insuficiencias, e hizo muy difícil el aprendizaje de los extranjeros (todos bárbaros, a los ojos de los chinos). Para empeorar la situación, la moral china prescribía el desdén hacia los soldados y las habilidades militares. Así, en un período en el que se multiplicaban las amenazas externas, China estaba peligrosamente paralizada en cuanto a sus posibilidades de respuesta. Ya con Kangxi se habían producido señales de los nuevos desafíos que iba a deparar el futuro. En su ancianidad, Kangxi tuvo que restablecer el poder manchú en el Tíbet, donde lo habían usurpado las tribus mongolas. En 1700, los rusos estaban instalados en Kamchatka, estaban ampliando su comercio por las rutas de caravanas y pronto empezaron a presionar sobre la región transcaspiana. Incluso la paz y la prosperidad tuvieron un precio, ya que propiciaron una aceleración del aumento de la población, y este fue otro problema, no resuelto por la falta de reconocimiento y quizá porque fuera insoluble, que afectaría a la estabilidad del orden autorizado por el mandato del cielo. En 1800 había más de trescientos, quizá incluso cuatrocientos millones, de chinos, y ya estaban apareciendo señales de lo que presagiaba este aumento de población. 8. Japón Hubo un tiempo en que a los ingleses les gustaba pensar que Japón era la Gran Bretaña del Pacífico. El paralelismo se desarrollaba en muchos aspectos, unos menos verosímiles que otros, pero había un indiscutible núcleo de realidad en cuanto a los datos geográficos: ambos países son reinos insulares, los destinos de cuyos pueblos el mar ha conformado profundamente. Ambos viven asimismo cerca de masas de tierra vecinas cuya influencia sobre ellos no pudo ser más que profunda. Cierto es que el estrecho de Tsushima, que separa Corea de Japón, mide cinco veces más que el estrecho de Dover, y que Japón pudo mantener un aislamiento respecto de la terra firma asiática mucho más completo que el que Inglaterra podía esperar de Europa. Sin embargo, el paralelismo puede llevarse bastante lejos, y su validez queda demostrada por la agitación que los japoneses siempre han mostrado ante el establecimiento de un poder fuerte en Corea, y que rivaliza con la que exhiben los británicos ante el peligro de que los Países Bajos puedan caer en manos hostiles. Antes de que Japón apareciera en sus propios registros históricos, en el siglo VIII, había territorios en poder de los japoneses en la península de Corea. En aquella época, Japón era un país dividido entre varios clanes, presididos por un emperador con una supremacía mal definida y unos antepasados que se remontaban a la diosa del sol. Los japoneses no ocupaban todo el territorio del Japón moderno, sino que vivían principalmente en las islas meridionales y centrales, donde el clima era más benigno y mejores las perspectivas agrícolas. En la prehistoria, la introducción del cultivo del arroz y el potencial pesquero de las aguas japonesas ya habían permitido que este país montañoso alimentara a una población desproporcionadamente numerosa, aunque la presión sobre la tierra iba a ser un tema recurrente de la historia japonesa. En el 645, una crisis política en el clan dominante produjo su caída y el surgimiento de uno nuevo, el Fujiwara, que presidiría una gran era de la civilización japonesa y dominaría a los emperadores. El cambio tuvo más importancia que la meramente política: también fue señal de un esfuerzo deliberado de reconducir la vida japonesa por la senda de la renovación y la reforma. La dirección solo podía buscarse en la orientación que ofrecía el más alto ejemplo de civilización y poder que conocían los japoneses, y posiblemente el mejor del mundo en aquella época, el de la China imperial, que era también un ejemplo de poder en expansión y amenazador. La relación continua y a menudo cambiante con China es otro de los motivos centrales de la historia japonesa. Ambos pueblos son de raza mongoloide, aunque la herencia étnica japonesa incluye también a algunos caucasoides cuya presencia es difícil de explicar (al comienzo de la era histórica, estos, los amos, vivían en su mayoría en el nordeste). Parece que, en la época prehistórica, Japón siguió la estela de la civilización del continente, pues, por ejemplo, no aparecen objetos de bronce en las islas hasta el siglo I a.C. aproximadamente. Estas innovaciones en el último milenio a.C. podrían deberse en parte a los inmigrantes que iban desplazando los chinos a medida que se dirigían hacia el sur en el continente. Sin embargo, las primeras referencias sobre Japón que se hallan en los testimonios chinos (en el siglo III) hablan aún de un país no muy afectado por los acontecimientos del continente, y la influencia china no fue muy marcada hasta los siglos que siguieron a la caída de la dinastía Han. Entonces, una enérgica intervención japonesa en Corea pareció abrir la vía a un contacto más estrecho, posteriormente fomentado por el movimiento de estudiantes budistas. Tanto el confucianismo como el budismo y la tecnología del hierro llegaron a Japón desde China. También hubo intentos de efectuar cambios administrativos siguiendo el estilo chino y, sobre todo, se introdujo la escritura china en Japón, cuyos caracteres se utilizaron para dar forma escrita a la lengua vernácula. Pero la atracción y la dependencia culturales no habían supuesto la sumisión política. La administración central japonesa ya estaba desarrollada tanto en su alcance como en su escala al comienzo del período de centralización, y en los siglos VII y VIII se realizaron importantes esfuerzos de reforma. No obstante, al final, Japón evolucionó no en la dirección de una monarquía centralizada, sino en lo que cabría calificar, aplicando una analogía occidental, de una anarquía feudal. Durante casi novecientos años, es difícil encontrar un hilo político que recorra la historia japonesa. Su continuidad social, en cambio, es mucho más evidente. Desde los comienzos de la época histórica, e incluso hasta la actualidad, las claves de la continuidad y la resistencia de la sociedad japonesa son la familia y la religión tradicional. El clan era una familia ampliada y la nación, la familia más amplia de todas. Con ese estilo patriarcal, el emperador presidía la familia nacional del mismo modo que el jefe de un clan presidía este o, incluso, que el pequeño agricultor presidía su familia. El núcleo de la vida familiar y del clan era la participación en los ritos tradicionales, la religión conocida como «sintoísmo», cuya esencia era la adoración, en los momentos adecuados, de ciertos dioses locales o personales. Cuando el budismo llegó a Japón, no tuvo ninguna dificultad para unirse a esta tradición. La coherencia institucional del antiguo Japón era menos marcada que su unidad social. Su núcleo era el emperador. Desde comienzos del siglo VIII, sin embargo, el poder de este se fue eclipsando gradualmente y, pese a algunos enérgicos y ocasionales esfuerzos individuales, así siguió hasta el siglo XIX. Este eclipse se debió en parte a las actividades de los supuestos reformistas del siglo VII, ya que uno de ellos fue el fundador del gran clan Fujiwara. En los siguientes cien años aproximadamente, su familia se vinculó estrechamente a la casa imperial mediante el matrimonio, y dado que era frecuente criar a los niños en la casa de la familia materna, el clan pudo ejercer una influencia crucial sobre los futuros emperadores durante su infancia. En el siglo IX, el jefe del clan Fujiwara se convirtió en regente del emperador —que era adulto—, y durante la mayor parte del período llamado «Heian» (794-1185; el nombre procede del de la capital, la actual Kyoto), ese clan controló de hecho el gobierno central a través de alianzas matrimoniales y del servicio en la corte, y sus jefes actuaron en nombre del emperador. El poder de los Fujiwara disimuló en parte el declive de la autoridad imperial, pero, en realidad, el clan imperial tendía a convertirse en uno más de los varios clanes que existían a la sombra de los Fujiwara, cada uno de los cuales gobernaba sus propias haciendas con mayor o menor independencia. El desplazamiento del emperador se hizo mucho más patente tras la desaparición del poder de los Fujiwara. Durante el período «Kamakura» (1185-1333), así llamado porque el poder pasó a un clan cuyas propiedades estaban en la región de tal nombre, la marginación de la corte imperial, que seguía en Heian, se volvió mucho más obvia. A principios de este período, apareció el primero de una serie de dictadores militares que ostentaban el título de shogún y que gobernaban en nombre del emperador, aunque en realidad gozaban de un elevado grado de independencia. El emperador vivía de los ingresos de sus propiedades y, mientras diera su consentimiento a las intenciones del shogún, contaba con el respaldo del poder militar; en caso contrario, se le anulaba. El ocaso del poder imperial fue tan diferente del que había ocurrido en China, el modelo de los reformistas del siglo VII, que no resulta fácil encontrar una explicación. Fue un proceso complejo, en el que se produjo una progresión constante a lo largo de los siglos, desde el ejercicio de una autoridad central usurpada en nombre del emperador hasta la práctica desaparición de toda autoridad central. No cabe duda de que influyeron de forma fundamental las lealtades de los clanes tradicionales de la sociedad japonesa y la propia topografía de Japón, que actuaba en contra de cualquier poder central, y cuyos remotos valles albergaban a grandes terratenientes. Pero otros países se han enfrentado con éxito a estos problemas; los gobiernos de la casa de Hannover de la Gran Bretaña del siglo XVIII sojuzgaron las tierras altas escocesas con expediciones de castigo y carreteras militares. Cabría ver una explicación más concreta en el modo en que las reformas agrarias del siglo VII, que eran la clave del cambio político, quedaron cercenadas en la práctica por los clanes que tenían influencia en la corte, algunos de los cuales exigían privilegios y exenciones, al igual que ciertas instituciones religiosas propietarias de tierras. El ejemplo más común de los abusos derivados de esta situación es la concesión de señoríos libres de impuestos a nobles que también eran funcionarios de la corte imperial, en pago por sus servicios. Ni siquiera los Fujiwara estaban dispuestos a poner fin a esta práctica. En un nivel inferior, los pequeños propietarios trataban de ponerse y de poner sus tierras bajo la protección de un clan poderoso para asegurarse la tenencia de la tierra a cambio de la renta y de la obligación de servir al clan. El resultado de esta situación fue doble: la creación, por una parte, de una sólida base para el poder de los terratenientes locales, mientras, por otra, se privaba a la estructura administrativa central del respaldo de los impuestos. Estos (en forma de una parte de las cosechas) no iban a parar a la administración imperial, sino a la persona a quien se había concedido un señorío. El funcionariado, a diferencia del chino, estaba firmemente reservado a la aristocracia, y al no cubrirse los puestos mediante la competencia, no pudo proporcionar un punto de apoyo estable a un grupo cuyos intereses pudieran oponerse a los de las familias nobles hereditarias. En las provincias, los puestos situados por debajo del nivel supremo solían estar en manos de los notables locales, y solo los nombramientos a los más altos cargos se reservaban a los funcionarios propiamente dichos. Nadie planificó esta situación ni planeó tampoco una transición gradual al régimen militar, cuyos orígenes están en la necesidad de hacer responsables de la defensa frente a los pueblos ainus, aún no sometidos, a algunas de las familias de los distritos fronterizos. Poco a poco, el prestigio de los clanes militares atrajo para sus jefes las lealtades de unos hombres que buscaban seguridad en una época turbulenta. Y, de hecho, existía la necesidad de tal seguridad. La disidencia en las provincias comenzó a expresarse en estallidos en el siglo X. En el siglo XI, ya se distinguía fácilmente una clase emergente de funcionarios feudales en las grandes haciendas, que disfrutaban del control real y del uso de las tierras de sus amos formales, y que percibían la lealtad a los clanes militares como un vínculo elemental de servicio y fidelidad. En esta situación, el clan Minamoto alcanzó una posición de dominio que volvió a crear el gobierno central a comienzos del período Kamakura. En cierto sentido, estas luchas internas por el poder eran un lujo que los japoneses podían permitirse porque vivían en un Estado-isla donde no sufrían, salvo muy ocasionalmente, la amenaza de un intruso extranjero. Entre otras cosas, esto significaba que no existía la necesidad de un ejército nacional que pudiera haber dominado a los clanes. Aunque estuvo cerca en 1945, Japón nunca ha sido invadido, lo que ha contribuido en gran medida a dar forma a la psicología nacional en el sentido de sentirse especialmente seguros. La consolidación del territorio nacional se alcanzó, en su mayor parte, en el siglo IX, cuando se dominó a los pueblos del norte, tras lo cual Japón rara vez se enfrentó a una seria amenaza externa para su integridad nacional, aunque sus relaciones con otros estados sufrieron numerosos cambios. En el siglo VII, los japoneses habían sido expulsados de Corea, y esta fue la última ocasión, durante muchos siglos, en que estuvieron instalados físicamente en ese país. Se inició una fase de subordinación cultural a China, unida a la incapacidad para resistirse a ella en el continente. Se enviaron embajadas japonesas a China en pro del comercio, de las buenas relaciones y del contacto cultural, la última en la primera mitad del siglo IX. En el 894 se nombró a otro enviado, y su negativa a cumplir su misión marca en cierto modo un hito, ya que alegó que China estaba demasiado agitada y distraída por sus problemas internos y que, en cualquier caso, no tenía nada que enseñar a los japoneses. Las relaciones oficiales no se reanudaron hasta el período Kamakura. Hubo tentativas de exploración en el siglo XIII, que no impidieron la expansión de un comercio irregular y privado con el continente, algunas de cuyas formas se parecían mucho a la piratería. Quizá fuera esto lo que provocó en gran medida los dos intentos de invasión mongola de 1274 y 1281. Ninguno tuvo éxito, el segundo después de sufrir dolorosas pérdidas debido a una tempestad —el kamikaze, o «viento divino», que adquirió a los ojos de los japoneses la misma consideración que a los de los ingleses las tempestades que destruyeron la Armada Invencible—, lo que tuvo una enorme importancia para reforzar la creencia de los japoneses en su invencibilidad y grandeza nacionales. Oficialmente, el motivo de los mongoles había sido la negativa japonesa a reconocer su derecho a heredar las pretensiones chinas al imperio y a recibir tributo de ellos. De hecho, este conflicto acabó una vez más con las relaciones, recién recuperadas, con China, que ya no se reanudaron hasta la llegada de la dinastía Ming. Para entonces, los japoneses habían consolidado su fama de piratas, y recorrían todos los mares asiáticos del mismo modo que Drake y sus compañeros surcaron los dominios marítimos de los españoles. Tenían el apoyo de muchos de los señores feudales del sur, y los shogunes apenas podían controlarlos aun cuando lo desearan (lo que ocurrió a menudo) por el bien de las buenas relaciones con los chinos, que han sido difíciles en varios momentos de la historia. El hundimiento del shogunato Kamakura en 1333 provocó un breve e infructuoso intento de restaurar el poder imperial, que terminó cuando se enfrentó a las realidades del poder militar de los clanes. En el período que siguió, ni los shogunes ni el emperador gozaron a menudo de un poder garantizado. Hasta finales del siglo XVI, la guerra civil fue casi continua. Pero estos problemas no impidieron la consolidación de un logro cultural japonés que sigue siendo, a través de los siglos, un espectáculo brillante y conmovedor, y que aún conforma la vida y las actitudes de los japoneses incluso en la era industrial. Este logro es, además, notable por su capacidad para tomar prestados y adoptar elementos de otras culturas sin sacrificar su propia integridad o naturaleza. Ni siquiera al comienzo de la era histórica, cuando el prestigio del arte Tang hace patente la naturaleza imitativa de lo que se hacía en Japón, hubo una mera aceptación pasiva de un estilo extranjero. Ya en el primero de los grandes períodos de alta cultura japonesa, en el siglo VIII, esto es evidente en la pintura y en una poesía que ya se escribía en japonés, aunque durante siglos se siguieron elaborando obras de arte o de enseñanza en chino, que gozó de una consideración parecida a la que tuvo el latín en Europa. En esta época, y aún más durante la culminación de la supremacía Fujiwara, el arte japonés, aparte de la arquitectura religiosa, era esencialmente un arte cortesano, que adoptó su forma merced al marco de la corte y al trabajo y disfrute de un círculo relativamente reducido de personas, y que, por sus materiales, temas y normas, estaba herméticamente impermeabilizado con respecto al mundo del Japón corriente. La gran mayoría de los japoneses nunca verían los productos de lo que actualmente puede decirse que constituyó la primera gran cumbre de la cultura japonesa. Los campesinos vestían ropas de cáñamo y algodón, y sus mujeres no tenían más posibilidades de tocar las finas sedas cuyas cuidadosas degradaciones de color establecían el gusto que mostraban las doce mangas concéntricas de una gran dama de la corte, que de explorar las complejidades psicológicas de la sutil novela de la señora Murasaki Romance de Genji, un estudio tan irresistible como el de Proust y casi igual de extenso. Este arte tenía las características que cabía esperar del arte de una élite aislada de la sociedad por vivir en las dependencias del palacio imperial; era bello, refinado, sutil, y a veces frágil, insustancial y frívolo. Pero ya había encontrado un lugar para hacer hincapié en unas características que serían tradicionales en Japón, como la sencillez, la disciplina, el buen gusto y el amor a la naturaleza. La cultura de la corte de Heian suscitó las críticas de los jefes de los clanes de las provincias, que veían en ella una influencia decadente y corruptora que minaba la independencia de los nobles de la corte y su lealtad hacia sus propios clanes. A partir del período Kamakura aparece, tanto en la literatura como en la pintura, un nuevo tema: el guerrero. Pero, con el paso de los siglos, la actitud hostil hacia las artes tradicionales se fue convirtiendo en respeto, y, durante los siglos turbulentos, el apoyo que demostraron los magnates militares fue una señal de que los cánones centrales de la cultura japonesa arraigaban, cada vez más protegida merced a un aislamiento e incluso una arrogancia cultural que el fracaso de las invasiones mongolas no hizo más que confirmar. Además, durante los siglos de guerras se añadió un nuevo elemento a esta cultura, el militar, derivado en parte de las críticas a los círculos cortesanos aparentemente decadentes, pero que se fusionó después con sus tradiciones. Este elemento se alimentó del ideal feudal de lealtad y servicio sacrificado, de los ideales militares de disciplina y austeridad, y de la estética que surgió de ellos. Una de sus expresiones características fue una ramificación del budismo, el zen. Gradualmente, se produjo una fusión del estilo de la alta nobleza con las virtudes austeras de los soldados o samuráis que impregnaría a la vida japonesa hasta la actualidad. El budismo también dejó una señal visible en el paisaje japonés, con sus templos y sus grandes estatuas de Buda. En conjunto, el período de anarquía fue el más creativo de todos los períodos de la cultura japonesa, ya que en él aparecieron las mejores pinturas paisajísticas, la culminación de la jardinería también paisajística y del arte del arreglo floral, así como el teatro no. Hubo áreas concretas en las que el desorden de estos siglos infligió a menudo daños sociales y económicos graves. Como ocurriría durante mucho tiempo, la mayoría de los japoneses eran campesinos, y un señor opresor, el bandidaje o el paso de un ejército de criados de un feudo rival podían causarles sufrimientos terribles. Sin embargo, al parecer, estos daños fueron insignificantes a escala nacional. En el siglo XVI, una gran explosión de la construcción de castillos da fe de la disponibilidad de importantes recursos; hubo una prolongada expansión de la circulación de monedas de cobre, y las exportaciones japonesas —especialmente las exquisitas muestras del trabajo de los fabricantes de espadas— comenzaron a aparecer en los mercados de China y del sudeste asiático. En 1600, Japón tenía una población de alrededor de dieciocho millones de habitantes. Tanto su crecimiento lento (había aumentado algo más del triple en cinco siglos) como su importante componente urbano se basaban en una mejora constante de la agricultura que había podido hacer frente a los costes de las guerras civiles y del desorden. La posición económica era desahogada. Tarde o temprano, iban a llegar los europeos para descubrir más aspectos de las misteriosas islas que producían objetos tan bellos. Los primeros fueron los portugueses, que viajaron en barcos chinos, probablemente en 1543, y a los que siguieron otros que llegaron en años posteriores en sus propios barcos. La situación era prometedora; Japón carecía prácticamente de un gobierno central que se ocupara de regular las relaciones con los extranjeros, y muchos de los potentados del sur estaban, a su vez, muy interesados en competir por el comercio extranjero. En 1570, uno de ellos abrió Nagasaki, por aquel entonces una pequeña villa, a los recién llegados. Este noble era un celoso cristiano y ya había construido allí una iglesia; en 1549 había llegado el primer misionero cristiano, san Francisco Javier. Casi cuarenta años después, se prohibió la entrada a los misioneros portugueses —tanto había cambiado la situación—, aunque la orden no entró en vigor de inmediato. Los portugueses llevaron a Japón, entre otras cosas, nuevos productos agrarios traídos de América, como el boniato, el maíz y la caña de azúcar. También llevaron mosquetes, que los japoneses aprendieron enseguida a fabricar. Esta nueva arma desempeñó un importante papel a la hora de asegurar el final de las guerras entre barones del Japón «feudal», como ocurrió con las de la Europa medieval, con el surgimiento de un poder predominante, el de un brillante dictador-soldado de origen humilde, Hideyoshi. Su sucesor fue uno de sus hombres de confianza y miembro de la familia Tokugawa, y en 1603 resucitó y adoptó el antiguo título de shogún; inauguró así el período de la historia japonesa conocido como la «gran paz», que duró hasta el cambio revolucionario de 1868, y que fue en sí un período inmensamente creativo en el que Japón cambió de forma significativa. Durante el shogunato Tokugawa, que duró dos siglos y medio, el emperador pasó a estar aún más en manos de la política japonesa, que le sostuvo con firmeza. La corte fue sustituida por el campamento; el shogunato se basaba en un mando supremo militar. Los propios shogunes pasaron de ser señores feudales de gran importancia a ser, en primer lugar, príncipes por herencia y, en segundo lugar, las cabezas de un sistema social estratificado sobre el que ejercían el poder en nombre del emperador. Este régimen se denominó bakufu, o «gobierno del campamento». El quid pro quo que proporcionó Ieyasu, el primer shogún Tokugawa, fue el orden y la seguridad del apoyo económico al emperador. La clave de esta estructura era el poder de la propia casa Tokugawa. Los orígenes de Ieyasu eran muy humildes, pero parece que a mediados del siglo XVII el clan controlaba casi la cuarta parte de los arrozales de Japón. Los señores feudales se convirtieron en vasallos de hecho de Tokugawa, vinculados al clan a través de diversos lazos. Se ha acuñado el término «feudalismo centralizado» para designar este sistema. No todos los señores o daimyos estaban relacionados con el shogún de la misma forma. Algunos dependían de él directamente y eran vasallos suyos merced a una adhesión familiar hereditaria a la familia Tokugawa. Otros estaban unidos a ella por vínculos matrimoniales, de protección o económicos. Unos terceros, menos de fiar, formaban una categoría externa integrada por las familias que solo se habían sometido después de mucho tiempo. En cualquier caso, todos eran cuidadosamente vigilados. Los señores vivían alternativamente en la corte del shogún o en sus fincas; cuando estaban en estas, sus familias vivían como rehenes en potencia del shogún en Edo, la actual Tokio, su capital. Por debajo de los señores, la sociedad estaba dividida de forma estricta y jurídica en clases hereditarias, y el objetivo principal del régimen fue el mantenimiento de esta estructura. Los nobles samuráis eran los señores y sus servidores, los gobernantes militares que dominaban la sociedad e imprimían a esta su carácter, como hicieron los burócratas de la pequeña nobleza en China. Seguían un ideal espartano, militar, simbolizado por las dos espadas que portaban, y que podían emplear contra los plebeyos culpables de faltar al respeto debido. El bushido, su credo, subrayaba por encima de todo la lealtad que un hombre debía a su señor. Los lazos que unían originalmente a los servidores a la tierra habían desaparecido casi del todo en el siglo XVII, por lo que estos vivían en las ciudades fortificadas de sus señores. Las demás clases eran la de los campesinos, la de los artesanos y la de los comerciantes, la más baja de la jerarquía social por su carácter no productivo; el carácter dinámico y audaz del comerciante que surgió en Europa era impensable en Japón, pese al vigor del comercio japonés. Como la meta de todo el sistema era la estabilidad, era obligatorio atender y cumplir los deberes correspondientes a la posición de cada uno. El propio Hideyoshi supervisó una gran búsqueda de espadas encaminada a requisarlas a todo el que no tuviera derecho a poseerlas, es decir, a los miembros de las clases inferiores. Con independencia de su equidad, esta medida debió de contribuir al mantenimiento del orden. Japón quería estabilidad, por lo que su sociedad comenzó a hacer hincapié en todo lo que pudiera garantizarla: el conocimiento del lugar que ocupaba cada uno, la disciplina, la regularidad, la ejecución escrupulosa del trabajo, la resistencia estoica. En su mejor expresión, este sigue siendo uno de los logros sociales más impresionantes de la humanidad. El sistema japonés tenía en común con el chino un defecto en particular: partía de la base de un fuerte aislamiento respecto de los estímulos externos para el cambio. Durante mucho tiempo, corrió el peligro de recaer en la anarquía interna; en el Japón del siglo XVII, eran numerosos los daimyos descontentos y los espadachines incansables. Una amenaza externa evidente eran los europeos, que ya habían introducido en Japón importaciones que tendrían repercusiones a largo plazo; las más obvias fueron las armas de fuego, cuyo poderoso impacto perturbador iba más allá del que lograban en sus víctimas, y el cristianismo. Este se había tolerado al principio e incluso había tenido una buena acogida, como algo que atraía a los comerciantes del exterior. A principios del siglo XVII, el porcentaje de cristianos en la población japonesa era más elevado que nunca, y se calcula que pronto superaron el medio millón. Sin embargo, esta feliz situación no duró. El cristianismo siempre ha tenido un gran potencial subversivo, y cuando los gobernantes japoneses así lo comprendieron, se desató una persecución salvaje que no solo costó la vida a miles de mártires japoneses, que a menudo sufrieron muertes crueles, sino que también casi puso fin al comercio con Europa. Los ingleses se marcharon y los españoles fueron expulsados en la década de 1620. Los portugueses, después de sufrir una medida similar, enviaron una temeraria embajada en 1640 para discutirla; casi todos sus miembros perecieron. Para entonces, ya se había prohibido a los japoneses que viajaran al extranjero y que regresaran a Japón si estaban fuera, y se prohibió asimismo la construcción de grandes barcos. Solo los holandeses, que prometieron no hacer proselitismo y estaban dispuestos a pisotear la cruz, mantuvieron desde entonces a Japón en contacto, bien que precario, con Europa; se les permitió instalar un puesto comercial en una pequeña isla del puerto de Nagasaki. Después de estos hechos, desaparecieron los peligros reales de que los extranjeros explotaran el descontento interno. Pero había otras dificultades. En las condiciones impuestas por la «gran paz», la capacidad militar disminuyó. Los sirvientes samuráis holgaban en las ciudades fortaleza de sus señores, su ociosidad apenas interrumpida por la participación en el desfile ceremonial, vestidos con armaduras obsoletas, que acompañaba la visita de un señor a Edo. Cuando los europeos volvieron, en el siglo XIX, con armas modernas, las fuerzas militares japonesas serían incapaces de igualarles técnicamente. Quizá fuera difícil prever la amenaza militar externa. Como difícil pudo ser prever otro resultado de la paz general en la que prosperó el comercio interno. La economía japonesa comenzó a depender cada vez más del dinero, lo que debilitó las antiguas relaciones e hizo surgir nuevas tensiones sociales. Los pagos en efectivo obligaron a los señores a vender la mayoría del arroz que obtenían de los impuestos, y que era vital para poder costearse sus visitas a la capital. Al mismo tiempo, el mercado devino nacional. Los comerciantes prosperaron; pronto algunos de ellos tuvieron dinero suficiente para prestar a sus gobernantes. Poco a poco, los militares comenzaron a depender de los banqueros. Además de sentir la escasez de dinero en efectivo, estos gobernantes se encontraban a veces en aprietos por su incapacidad para hacer frente al cambio económico y a sus repercusiones sociales. Por otra parte, al pagar a los servidores con dinero, se facilitaba el que estos pudieran transferir su lealtad a otro señor. Las ciudades también crecían, y en 1700 Osaka y Kioto tenían más de 300.000 habitantes, mientras que Edo podía tener 800.000. Este crecimiento produjo otros cambios. Las fluctuaciones de los precios en el mercado del arroz de las ciudades agudizaron la hostilidad hacia los adinerados comerciantes. En esta economía en proceso de cambio, nos encontramos con una de las grandes paradojas del Japón Tokugawa: mientras sus gobernantes mostraban poco a poco una incapacidad mayor para contener los nuevos desafíos a los estilos tradicionales, esos desafíos eran consecuencia de un hecho fundamental —el crecimiento económico— que, desde la perspectiva histórica, parece el motivo dominante de la época. Con los Tokugawa, Japón se desarrolló con rapidez. Entre 1600 y 1850, la producción agraria casi se duplicó, mientras que la población aumentó en menos de la mitad. Dado que el régimen era incapaz de aprovechar la nueva riqueza, esta permaneció en la sociedad en forma de ahorros que invertían quienes estaban atentos a las oportunidades, o contribuyó a elevar el nivel de vida de muchos japoneses. Siguen siendo controvertidas las explicaciones de lo que parece que fue un avance hacia un tipo de crecimiento económico autosuficiente que, fuera de Japón, solo apareció en Europa. Algunas son evidentes y ya se han mencionado aquí: las ventajas pasivas del mar que rodea a Japón, el cual mantuvo a raya a los invasores que, como los nómadas de las estepas, acosaban una y otra vez a los productores de riqueza en el continente asiático. La gran paz del shogunato puso fin a las guerras feudales y fue otro beneficio. Además, se introdujeron mejoras importantes en la agricultura como consecuencia de un cultivo más intensivo, de la inversión en obras de riego y de la explotación de los nuevos productos que los portugueses llevaron desde América. Pero, en este punto, la investigación ya concierne a efectos recíprocos: la mejora de la agricultura fue posible porque daba beneficios al productor, y daba beneficios gracias a determinadas condiciones sociales y políticas. La residencia obligatoria de los nobles y de sus familias en Edo no solo introdujo el arroz en el mercado (porque los nobles necesitaban dinero en efectivo), sino que también creó un nuevo y enorme mercado urbano en la capital que absorbió tanto mano de obra (porque daba empleo) como bienes que cada vez era más rentable producir. La especialización regional (en la manufactura textil, por ejemplo) se vio favorecida por las disparidades en la capacidad para cultivar alimentos; la mayor parte de la producción industrial y artesanal japonesa estaba, como en los primeros tiempos de la Europa industrial, en las zonas rurales. El gobierno también contribuyó; en los primeros años del shogunato hubo un desarrollo organizado del regadío, y se normalizaron las medidas y la moneda. Aun así, pese a sus aspiraciones a regular la sociedad, probablemente el gobierno del bakufu favoreció al final el crecimiento económico precisamente porque carecía de poder. Más que a una monarquía absoluta, recordaba a un sistema de equilibrio de poderes entre los grandes señores, capaz de mantenerse solamente en tanto en cuanto ningún invasor extranjero lo perturbara. Como consecuencia de ello, no pudo obstruir la vía al crecimiento económico y desviar recursos de los productores, que pudieron emplearlos con provecho. En realidad, los samuráis, que desde el punto de vista económico eran casi parasitarios, sufrieron una reducción real de su cuota de los ingresos nacionales mientras la de los productores aumentaba. Se ha insinuado que, en 1800, los ingresos per cápita y la esperanza de vida de los japoneses eran muy similares a los de sus contemporáneos británicos, dato relevante que hay que tener en cuenta al comparar ambas sociedades. Gran parte de esta realidad queda oculta tras otras características más superficiales, pero también más llamativas, de la era Tokugawa. Algunas de ellas fueron, naturalmente, importantes, pero en un grado diferente. La nueva prosperidad de las ciudades creó una clientela para los libros impresos y los grabados coloreados en madera que más tarde suscitarían la admiración de los artistas europeos. También proporcionó el público para el nuevo teatro kabuki. Pero pese a su brillantez, y por numerosos que fueran sus éxitos muchas veces, tal como estaba la situación en el nivel económico más profundo (si bien de forma involuntaria), no está claro que el sistema Tokugawa hubiera podido sobrevivir mucho más tiempo, aun sin la llegada de una nueva amenaza de Occidente en el siglo XIX. Hacia el final del período, aparecieron señales de desasosiego. Los intelectuales japoneses comenzaron a darse cuenta de que su aislamiento les había preservado de algún modo de Europa, pero también les había separado de Asia. Tenían razón. Japón ya se había forjado un destino histórico único, y eso supondría que habría de enfrentarse a Occidente de una forma distinta a como lo hicieron los súbditos de los manchúes o de los mogoles. 9. Mundos diferentes África y América avanzaron hacia la civilización a ritmos muy diferentes de los de otros lugares. Naturalmente, esto fue menos cierto en África que en América, que durante mucho tiempo, y salvo contactos fugaces, estuvo separada del resto del mundo por los océanos. Los africanos, por el contrario, vivían en un continente que en gran parte se islamizó gradualmente, y que durante mucho tiempo tuvo al menos encuentros periféricos, primero con los comerciantes árabes y después con los europeos. Estos contactos fueron adquiriendo una importancia creciente con el paso del tiempo, aunque no absorbieron a África en la corriente principal de la historia universal hasta finales del siglo XIX. El aislamiento, unido a una dependencia casi total de los testimonios arqueológicos, hace que buena parte de la historia de África y de América sea desconocida. La historia de África anterior a la llegada de los comerciantes y exploradores europeos tiene principalmente una dinámica interna que apenas podemos distinguir, pero cabe suponer que los movimientos de población desempeñaron un papel importante en ella. Hay muchas leyendas sobre la migración, y siempre hablan de movimientos que partieron del norte hacia el sur y el oeste. En cada caso, los estudiosos han de valorar la leyenda en su contexto y con la ayuda de las referencias que aparecen en los testimonios egipcios, de las narraciones de los viajeros y de los descubrimientos arqueológicos, pero la tendencia general es sorprendente, pues parece registrar una tendencia general al enriquecimiento y la elaboración de la cultura africana, primero en el norte, para aparecer en el sur mucho después. El reino de Cush, de cuyas relaciones con Egipto ya se ha hablado, puede ser un buen comienzo. En el siglo V a.C., los cushitas habían perdido el control de Egipto, retirándose, una vez más, a Meroe, su capital del sur, pero el futuro les deparaba aún siglos de una cultura floreciente. De Egipto probablemente se llevaron una escritura jeroglífica (que al parecer ya se ha descifrado). Sin duda, los cushitas difundieron sus conocimientos en el sur y en el oeste, en Sudán, donde posteriormente florecerían notables destrezas metalúrgicas entre los nubios y los sudaneses. En los últimos siglos antes de nuestra era, aparece la fundición del hierro al sur del Sahara, en Nigeria central, cuya importancia se reconocía al mantenerse como un secreto de reyes celosamente guardado, pero tan valioso que poco a poco viajó hacia el sur. Hacia el siglo XII, había penetrado en el sudeste, y para entonces los pigmeos y los pueblos san del sur (antes llamados «bosquimanos») eran los únicos africanos que aún vivían en la Edad de Piedra. La difusión de la fundición del hierro tuvo probablemente la máxima importancia para la agricultura, al hacer posible una nueva penetración en los bosques y la mejora del labrado de la tierra (que podría estar relacionada con la llegada de nuevos cultivos de Asia a comienzos de la era cristiana), dando así lugar a nuevos movimientos de población y al aumento de esta. La llegada de pastores y agricultores que puede observarse ya hacia el año 500 en gran parte del África oriental y sudoriental, en los actuales Zimbabue y Transvaal, acabó con las zonas de caza y recolección. Pero los africanos no incorporaron el arado. Posiblemente, la razón sea la ausencia, en la mayor parte del continente al sur de Egipto, de un animal lo bastante resistente a las enfermedades africanas para arrastrarlo. Sí hubo arado en Etiopía, donde se lograron criar animales, como indica el uso del caballo desde muy pronto. También se criaban caballos para montar en el sur del Sahara. Esto sugiere, una vez más, la importancia del factor limitador del entorno africano. La mayor parte de la historia del continente es el relato de su respuesta a las influencias del exterior: la fundición de hierro y la introducción de nuevos cultivos procedentes de Oriente Próximo, Asia, Indonesia y América, o las máquinas de vapor y los medicamentos que llegaron desde la Europa del siglo XIX, y que hicieron posible el dominio gradual de la naturaleza africana. Sin ellas, el África subsahariana parece casi inerte bajo las enormes presiones que sobre ella ejercen la geografía, el clima y las enfermedades. En su mayor parte (con algunas excepciones), siguió atada al nomadismo agrícola sin llegar a la agricultura intensiva; esto, que era una respuesta positiva a unas condiciones difíciles, no pudo sostener más que un crecimiento lento de la población. Tampoco llegó el África austral a la rueda, lo que hizo que quedara rezagada en cuanto a medios de transporte, molienda y alfarería. La historia fue distinta al norte del ecuador. Gran parte de la historia cushita aguarda, en el sentido más literal, ser descubierta, pues no se han excavado más que algunas de sus principales ciudades. Se sabe que, hacia el 300 d.C., Cush fue derrotado por los etíopes, que entonces no eran aún el pueblo único que serían después, con reyes que afirman descender de Salomón y, durante siglos, el único pueblo cristiano de África fuera de Egipto. Los coptos no lo convirtieron al cristianismo hasta comenzado el siglo IV; en aquel momento, estaban aún en contacto con el mundo del Mediterráneo clásico. Pero las invasiones islámicas de Egipto alzaron entre este y los etíopes una barrera que no se quebrantaría a lo largo de siglos, durante los cuales los etíopes lucharon por sobrevivir contra los paganos y los musulmanes, prácticamente aislados de Roma y de Bizancio. Como hablantes de la lengua amárica, los etíopes fueron la única nación africana no islámica que conocía la escritura. El único lugar de África, además de Etiopía, donde se estableció el cristianismo fue en el norte romano, donde había sido un culto vigoroso, si bien minoritario. La violencia de sus disensiones y la persecución de los donatistas como herejes explican probablemente su debilidad cuando las invasiones árabes lo enfrentaron al islam. Salvo en Egipto, el cristianismo se extinguió en el África de los estados árabes. El islam, por otra parte, tuvo —y sigue teniendo— un enorme éxito en África. Introducido por la invasión árabe, en el siglo XI se difundió al otro lado del Níger y por el África occidental. Por tanto, las fuentes árabes proporcionan los principales datos de que disponemos sobre las sociedades africanas que carecían de escritura, y que se extendían por Sudán y el Sahara, más allá de Cush. A menudo, eran comunidades de comerciantes que podrían considerarse razonablemente ciudades-estado; la más famosa era Tombuctú, empobrecida en la época en que llegaron finalmente los europeos, pero que en el siglo XV era lo bastante importante como para ser sede de lo que se ha descrito como una universidad islámica. La política y la economía siguen estando tan estrechamente vinculadas en África como en cualquier otra parte del mundo, por lo que no resulta sorprendente que los primeros reinos del África negra aparecieran y prosperaran en el extremo final de importantes rutas comerciales donde había riquezas que explotar. A los comerciantes les gustaba la estabilidad. Otro Estado africano, el primero del que hablaron los árabes, tenía un nombre que posteriormente adoptó una nación moderna, Ghana. Sus orígenes no se conocen con certeza, pero bien podrían proceder de la afirmación de supremacía, al final de la era precristiana, de un pueblo que tenía la ventaja de las armas de hierro y los caballos. En cualquier caso, la Ghana de la que hablan los cronistas y geógrafos árabes es ya un reino importante cuando aparece en los documentos en el siglo VIII. En su momento de máxima extensión, Ghana ocupaba una región de unos 800 kilómetros enmarcada al sur por los tramos superiores del Níger y del Senegal, y protegida al norte por el Sahara. Los árabes la llamaban «la tierra del oro»; oro que procedía del alto Senegal y de Ashanti, y que los comerciantes árabes llevaron hasta el Mediterráneo por rutas que atravesaban el Sahara o Egipto. Los productos más importantes, además del oro, con los que se comerciaba a través del Sahara, eran la sal y los esclavos. Ghana se hundió durante los siglos XII y XIII. Al ocaso de Ghana le siguió el predominio del reino de Mali, las riquezas de cuyo soberano causaron sensación cuando, en 1307, este hizo una peregrinación hasta La Meca, y cuya denominación dio nombre a otro Estado africano del siglo XX. A comienzos del siglo XIV, Mali era aún más grande que Ghana, pues abarcaba toda la cuenca del Senegal y se extendía unos 1.600 kilómetros tierra adentro desde la costa. Se dice que el soberano de Mali tenía diez mil caballos en sus establos. Este imperio desapareció en el siglo XVI, derrotado por los marroquíes. Le siguieron otros estados. Pese a todo, aunque en algunos casos los testimonios árabes hablan de cortes africanas en las que había hombres cultos, no hay documentos autóctonos que nos permitan estudiar estos pueblos. Sin duda, siguieron siendo paganos aunque sus gobernantes pertenecieran al mundo islámico. Puede que la disolución de Ghana se debiera en parte a la disidencia causada por las conversiones al islam. Los testimonios árabes dejan patente que el culto islámico estaba asociado con el gobernante en los estados sudaneses y saharianos, pero aún debía adecuarse a la práctica tradicional del pasado pagano, de un modo muy similar a como el cristianismo primitivo tuvo que aceptar en Europa un legado parecido. Tampoco se adaptaron siempre las costumbres sociales al islam; los escritores árabes expresan una consternada desaprobación por la desnudez pública de las muchachas de Mali. Más difícil aún resulta llegar al África que se extiende más al sur del Sahara. En las raíces de la historia que determinó su estructura en vísperas de su absorción por los acontecimientos mundiales, hubo una migración de pueblos negroides que hablaban lenguas del grupo llamado «bantú», término un tanto similar a «indoeuropeo» y que se refiere a determinadas características lingüísticas y no a cualidades genéticas. Lógicamente, la trayectoria detallada de este movimiento sigue siendo en gran medida desconocida, pero sus comienzos se sitúan en la Nigeria oriental, donde ya vivían hablantes bantúes. Desde ahí, estos pueblos llevaron su lengua y la agricultura hacia el sur, primero a la cuenca del Congo, desde donde, en torno al comienzo de la era cristiana, se difundió con rapidez por la mayor parte del África austral, fijando el patrón étnico del África moderna. Algunos pueblos que hablaban la lengua que los árabes llamaban «suajili» (de la palabra árabe que significa «de la costa») fundaron en las costas orientales de África ciudades vinculadas a misteriosos reinos del interior. Esto fue antes del siglo VIII, cuando los árabes empezaron a establecerse en estas ciudades y a convertirlas en puertos. Los árabes llamaron a la región «la tierra de los zanz» (de donde surgiría posteriormente el nombre de Zanzíbar) y decían que sus pueblos apreciaban más el hierro que el oro. Es probable que estos estados mantuvieran algún tipo de relaciones comerciales con Asia aun antes de la época árabe; es imposible saber quiénes eran los intermediarios, aunque quizá fueran indonesios como los que colonizaron Madagascar. Los africanos podían ofrecer oro y hierro a cambio de productos de lujo, y también iniciaron la implantación de nuevos cultivos procedentes de Asia, el clavo y el plátano entre ellos. Es difícil esbozar siquiera un panorama general del funcionamiento de los estados africanos. La forma de gobierno no era en modo alguno la monarquía, y parece que la única característica general era un sentimiento acerca de la importancia de los vínculos de parentesco. La organización debió de ser un reflejo de las necesidades de cada entorno concreto y de las posibilidades que ofrecían recursos concretos. Sin embargo, la monarquía se difundió ampliamente. De nuevo, las primeras señales aparecen en el norte, en Nigeria y Benin. Hacia el siglo XV existen reinos en la región de los Grandes Lagos orientales, y tenemos noticia del reino de Bakongo, en el bajo Congo. No hay muchos indicios de organización a esta escala, y los estados africanos no tendrían durante mucho tiempo una administración burocratizada ni ejércitos permanentes. Los poderes de los reyes debían de ser limitados, no solo por la costumbre y el respeto a la tradición, sino por la falta de recursos que vincularan la lealtad de los hombres más allá de los lazos que imponían el parentesco y el respeto. Esto explica sin duda la naturaleza transitoria y fugaz de muchos de estos «estados». Etiopía fue, en este sentido, un país africano atípico. Quedan algunas huellas notables de estos borrosos y oscuros reinos. Los restos de minas, carreteras, pinturas rupestres, canales y pozos muestran un elevado nivel de cultura en el interior del África oriental hacia el siglo XII, y son producto de una tecnología que los arqueólogos han llamado «azania». Fueron el logro de una cultura avanzada de la Edad de Hierro. La agricultura había aparecido en la región hacia el comienzo de la era cristiana y, sobre la base que proporcionó, se pudo explotar el oro, que durante mucho tiempo fue fácil de obtener en lo que es la actual Zimbabue. Al principio solo hacían falta técnicas sencillas; se podían extraer grandes cantidades poco más que escarbando en la superficie. Esto atrajo a los comerciantes —primero a los árabes y después a los portugueses—, pero también a otros africanos que emigraron. La búsqueda de oro se convirtió al final en subterránea, a medida que se iba agotando en los lugares más accesibles. Hubo, sin embargo, un suministro lo bastante rico como para sostener un «Estado» que duró cuatro siglos y que produjo el único edificio de piedra importante del África meridional. Existen restos de dicho Estado en cientos de lugares del moderno Zimbabue, pero el más famoso está en el enclave llamado precisamente así (que significa solo «casas de piedra»), que a partir de 1400 aproximadamente fue capital del reino, lugar de enterramiento de reyes y centro sagrado para el culto, y que siguió siéndolo hasta que otro pueblo africano lo saqueó hacia 1830. Los portugueses del siglo XVI ya habían hablado de una gran fortaleza de mampostería de piedra seca, pero hasta el siglo XIX no disponemos de testimonios de europeos sobre lo que conocemos de este lugar. A estos les asombró encontrar muros imponentes y torres de piedras cuidadosamente labradas y alineadas sin usar argamasa, pero con gran precisión. Había poca inclinación a creer que los africanos pudieran haber construido algo tan impresionante; hubo quien sugirió que había que atribuirlo a los fenicios, y unos cuantos románticos jugaron con la idea de que Zimbabue había sido edificada por los canteros de la reina de Saba. Hoy, recordando el mundo de otros pueblos de la Edad de Hierro en Europa y las civilizaciones de América, estas hipótesis no parecen necesarias. Las ruinas de Zimbabue pueden atribuirse razonablemente a los africanos del siglo XV. Aun cuando el África oriental había logrado grandes avances, sus pueblos no llegaron a la escritura por sí mismos; al igual que los primeros europeos, la adquirieron de otras civilizaciones. Quizá la explicación sea en parte la falta de necesidad de llevar un registro cuidadoso de las tierras o de las cosechas que podían almacenar. Fuera cual fuese el motivo, la ausencia de escritura fue un obstáculo para la adquisición y difusión de información y para la consolidación del gobierno, y supuso también un empobrecimiento cultural; África no tendría una tradición nativa de eruditos de la que pudieran surgir aptitudes científicas y filosóficas. Por otra parte, la capacidad artística del África negra es notable, como muestran el logro de Zimbabue o los bronces de Benin que cautivaron más tarde a los europeos. El islam llevaba actuando en África cerca de ochocientos años (y, antes de él, había existido la influencia de Egipto sobre sus vecinos) en la época en que los europeos llegaron a América, donde descubrieron civilizaciones que habían logrado mucho más que las de África y que, aparentemente, lo hicieron sin estímulos exteriores. Esto les ha parecido tan improbable a algunos que se ha dedicado mucho tiempo a investigar y debatir la posibilidad de que viajeros que atravesaron el Pacífico hace mucho tiempo implantaran en América los elementos de la civilización. Sin embargo, para la mayoría de los especialistas, las evidencias no son concluyentes. Si hubo tal contacto en épocas remotas, había cesado ya largo tiempo atrás. No hay huellas inequívocas de relación entre América y ningún otro continente entre la época en que los primeros americanos cruzaron el estrecho de Bering y los desembarcos de los vikingos. Después, no se produjo ninguno hasta la llegada de los españoles, a finales del siglo XV. En conclusión, hemos de suponer que América estuvo separada y aislada del resto del mundo en un grado aún mayor que África, y durante bastante más tiempo. Su aislamiento explica el hecho de que, incluso en el siglo XIX, sobrevivieran aún pueblos preagrarios en América del Norte. En las llanuras orientales del actual Estados Unidos, había «indios» (como les llamaron posteriormente los europeos) que practicaban la agricultura antes de la llegada de los europeos, pero más al oeste había otras comunidades que aún vivían de la caza y la recolección; seguirían haciéndolo aunque con importantes cambios técnicos, como los que impusieron primero el caballo y luego el metal, que llevaron los europeos, a los que después se sumaron las armas de fuego. Más al oeste aún, había en la costa occidental pueblos pescadores o que subsistían a orillas del mar, también con pautas fijadas desde tiempos inmemoriales. Lejos, al norte, un tour de force de especialización había permitido a los esquimales vivir con gran eficiencia en un medio casi intolerable; este modelo sobrevive en su esencia aún hoy. Pero, aunque las culturas indias de América del Norte constituyen respetables logros en cuanto a superación de los desafíos ambientales, no son civilización. Para hablar de los logros americanos en tanto civilización indígena es necesario ir más al sur del río Bravo, donde se encontraban una serie de grandes civilizaciones unidas por una dependencia común del cultivo de maíz y por la posesión de panteones de dioses naturales, pero notablemente diferentes en otros sentidos. En Mesoamérica, la cultura olmeca fue de suma importancia. Los calendarios, los jeroglíficos y la práctica de la edificación de grandes centros ceremoniales que distinguen a tantos lugares de la región en épocas posteriores, podrían proceder en última instancia de ellos; por otro lado, los dioses de Mesoamérica ya se conocían en la época olmeca. Entre los inicios de la civilización y el siglo IV de la era cristiana, los sucesores de los olmecas construyeron la primera gran ciudad americana, Teotihuacán, cerca de la actual Ciudad de México, que durante dos o tres siglos fue un importante centro comercial y, probablemente, tuvo una notable importancia religiosa, ya que contenía un enorme complejo de pirámides y grandes edificios públicos. Teotihuacán fue destruida de forma misteriosa alrededor del siglo VII, posiblemente por una de las oleadas de invasores que se desplazaron hacia el sur, hasta el valle del México central. Estos movimientos inauguraron una era de migraciones y guerras que duraría hasta la llegada de los españoles, y dieron lugar a varias sociedades regionales brillantes. Las sociedades mesoamericanas más notables fueron las formadas por las culturas mayas del Yucatán, Guatemala y el norte de Honduras. Su marco geográfico era extraordinario, a juzgar por su apariencia actual. Prácticamente todos los grandes centros mayas están situados en pleno bosque pluvial tropical, donde los animales, los insectos, el clima y las enfermedades exigen grandes esfuerzos para explotar sus recursos mediante la agricultura. Sin embargo, los mayas no solo alimentaron a poblaciones numerosas durante muchos siglos con técnicas agrícolas rudimentarias (no conocían el arado ni las herramientas metálicas, y durante mucho tiempo recurrieron al sistema rotatorio de la agricultura de roza, quemando la vegetación y cultivando la tierra solo dos o tres temporadas antes de reanudar el proceso en nuevos terrenos), sino que también erigieron construcciones de piedra comparables a las de Egipto. Muchos emplazamientos mayas siguen enterrados en la jungla, pero ya se han encontrado los suficientes como para reconstruir mínimamente la historia y la sociedad mayas, y en las últimas décadas ha podido comprobarse que ambas eran mucho más complejas de lo que se pensaba. Las primeras huellas de la cultura maya se remontan a los siglos III y IV a.C., y su período de apogeo se sitúa entre los siglos VI y IX d.C., época en que se produjeron las mejores muestras de su arquitectura, escultura y cerámica. Las ciudades mayas de esa época incluían grandes complejos ceremoniales, combinaciones de templos, pirámides, tumbas y patios rituales, a menudo cubiertos de escritura jeroglífica. La religión desempeñaba un papel importante en el gobierno de esta cultura, refrendando a los gobernantes dinásticos de las ciudades en ceremonias en las que el derramamiento de sangre y los sacrificios desempeñaban un papel destacado. La práctica religiosa maya consistía en la celebración de actos periódicos de intercesión y adoración en un ciclo calculado sobre la base de un calendario confeccionado a partir de la observación astronómica. Muchos especialistas afirman que este es el único logro maya que puede compararse con los edificios y, de hecho, constituyó una gran hazaña matemática. A través del calendario, se puede comprender lo suficiente del pensamiento maya como para que sea patente que los dirigentes religiosos de este pueblo tenían una idea del tiempo mucho más amplia que la de ninguna otra civilización de las que conocemos, y que calculaban una antigüedad de cientos de miles de años. Puede que incluso llegaran a la conclusión de que el tiempo no tiene comienzo. Los jeroglíficos esculpidos en la piedra y tres libros que han llegado hasta nuestros días nos ofrecen información sobre este calendario y han permitido establecer una cronología de las dinastías mayas. Los mayas del período clásico solían erigir monumentos fechados cada veinte años para dejar constancia del paso del tiempo, el último de los cuales data del año 928. Para entonces, la civilización maya había llegado a su apogeo. Pero, a pesar de la habilidad de sus constructores y de sus artesanos del jade y la obsidiana, los mayas tenían considerables limitaciones. Los constructores de los grandes templos no conocían el arco ni pudieron emplear carros, ya que los mayas nunca descubrieron la rueda, mientras que el mundo religioso en cuyas sombras vivían estaba poblado de dragones bicéfalos, jaguares y sonrientes calaveras. En lo que a organización política se refiere, la sociedad maya se había basado durante mucho tiempo en sistemas de alianzas que unían a las ciudades en dos aglomeraciones dinásticas cuya historia se narra en la escritura jeroglífica de los monumentos. En su época de máxima extensión, la ciudad maya más poblada pudo tener unos 40.000 habitantes, con una población rural dependiente mucho mayor que la de la América maya actual. La civilización maya era muy especializada. Al igual que la egipcia, requirió una enorme inversión de mano de obra en la construcción de edificaciones improductivas, pero los egipcios habían conseguido mucho más. Es posible que la civilización maya se sobrecargara desde muy pronto. Poco después de su inicio, un pueblo procedente del valle de México, probablemente tolteca, capturó Chichén Itzá, el mayor emplazamiento maya, y a partir de entonces comenzaron a abandonarse los centros de las junglas del sur. Los invasores introdujeron el metal, y también la práctica de sacrificar prisioneros de guerra. Sus dioses comienzan a aparecer en esculturas en los emplazamientos mayas. Aparentemente, tuvo lugar un desplazamiento del poder entre los mayas, que pasó de los sacerdotes a gobernantes laicos, y se produjo también una recesión cultural contemporánea caracterizada por una cerámica y una escultura más rudimentarias y por el deterioro de la calidad de los jeroglíficos. A finales del siglo XI, el orden político maya se había desmoronado, aunque, en los dos siglos siguientes, algunas ciudades volvieron tímidamente a la vida en un nivel inferior de existencia cultural y material. Chichén Itzá fue abandonado definitivamente en el siglo XIII, y el centro de la cultura maya se desplazó a otro lugar, que fue saqueado a su vez, posiblemente tras un levantamiento campesino hacia 1460. A partir de esa fecha, la historia maya se desvanece hasta nuestros días. En el siglo XVI, Yucatán pasó a manos de los españoles, aunque el último baluarte maya no cayó en su poder hasta 1699. Los españoles fueron, solo en el sentido más formal, los destructores de la civilización maya, que ya se había hundido internamente cuando llegaron. No es fácil encontrar una explicación, dada la escasa información de que disponemos, y resulta tentador recurrir a una metáfora: la civilización maya fue la respuesta a un enorme reto y pudo enfrentarse a él durante un tiempo, pero solo con una estructura política precaria, vulnerable a injerencias exteriores, y a costa de una especialización estricta y unos lastres que resultaban enormes en relación con los recursos de que disponían para mantenerlos. Ya antes de la invasión extranjera, a medida que se producía la fragmentación política, el sistema de regadío cuyos restos han descubierto los arqueólogos estaba cayendo en desuso y deteriorándose. Como en otras regiones de América, la cultura autóctona no dejó tras ella formas de vida, tecnologías dignas de mención, literatura ni instituciones religiosas importantes. Solo la lengua de los campesinos mayas sigue representando cierto vínculo con el pasado. Lo que los mayas dejaron fueron ruinas maravillosas, que durante mucho tiempo provocarían la perplejidad y suscitarían la fascinación de quienes, más tarde, tuvieron que intentar explicarlas. Mientras la sociedad maya vivía su decadencia definitiva, uno de los últimos pueblos que llegaron al valle de México alcanzó allí una hegemonía que sorprendió a los españoles más que nada de lo que encontraron más tarde en el Yucatán. Eran los aztecas, que habían entrado en el valle hacia el 1350, derrocando a los toltecas, que entonces ejercían la supremacía. Los aztecas se establecieron en dos poblados sobre tierras pantanosas, a orillas del lago Texcoco; uno de ellos se llamó Tenochtitlán, y sería la capital de un imperio azteca que, en menos de dos siglos, se expandió hasta abarcar todo el México central. Las expediciones aztecas llegaron muy al sur, hasta lo que fue después la república de Panamá, pero no mostraron ningún deseo de establecerse. Los aztecas eran guerreros y preferían un imperio basado en los tributos; su ejército les confirió la obediencia de unas treinta tribus o estados menores a los que dejaban más o menos en paz, siempre que pagaran los tributos. Los dioses de estos pueblos recibieron la atención de ser incluidos en el panteón azteca. El centro de la civilización azteca era Tenochtitlán, la capital que habían construido a partir del primer poblado, situada en el lago Texcoco, sobre un grupo de islas conectadas con las orillas del lago por calzadas elevadas, una de las cuales medía ocho kilómetros de largo y tenía una anchura que permitía el paso de ocho caballos a la vez. Los españoles dejaron descripciones entusiastas de esta ciudad; su magnificencia, decía una de ellas, superaba a la de Roma o Constantinopla. Probablemente, tenía unos 100.000 habitantes a principios del siglo XVI, y se mantenía gracias a lo que se recaudaba entre los pueblos sometidos. En comparación con las ciudades europeas, era un lugar asombroso, lleno de templos y dominado por enormes pirámides artificiales, aunque su magnificencia no parece muy original, ya que los aztecas explotaron las destrezas de sus súbditos. No se puede atribuir con seguridad ningún invento importante o innovación de la cultura mexicana al período postolteca. Los aztecas controlaron, desarrollaron y explotaron la civilización que habían encontrado. Cuando llegaron los españoles, a principios del siglo XVI, el imperio azteca estaba aún en fase de expansión. No todos sus súbditos estaban sometidos del todo, pero el dominio azteca se extendía de una costa a otra. Al frente de él estaba un gobernante semidivino aunque elegido, de linaje real, que dirigía una sociedad sumamente ordenada y centralizada que exigía a sus miembros que sirvieran obligatoriamente de mano de obra y en el ejército, pero que también les proporcionaba una subsistencia anual. Era una civilización que conocía la escritura pictográfica, sumamente capacitada para la agricultura y para trabajar el oro, pero que no sabía nada del arado, de la fundición del hierro ni de la rueda. Sus rituales más importantes —que escandalizaron profundamente a los españoles— incluían sacrificios humanos; en la consagración de la gran pirámide de Tenochtitlán murieron no menos de 20.000 personas. Estos holocaustos querían representar el drama cósmico que constituía el núcleo de la mitología azteca, según la cual los dioses habían tenido que sacrificarse para darle al sol la sangre que necesitaba para alimentarse. La religión azteca sorprendió a los europeos por sus detalles repugnantes —se arrancaban los corazones de las víctimas y se realizaban decapitaciones y desolladuras ceremoniales—, pero sus extravagantes y horribles aditamentos eran menos significativos que sus profundas implicaciones políticas y sociales. La importancia del sacrificio hacía necesario un flujo continuo de víctimas. Dado que estas eran por lo general prisioneros de guerra —y debido a que la muerte en el combate era también un camino al paraíso del sol para el guerrero—, un estado de paz en el imperio azteca habría sido desastroso desde el punto de vista religioso. De ahí que a los aztecas no les importara en realidad que el control sobre sus súbditos no fuera estricto ni que hubiera frecuentes revueltas. Las tribus sometidas podían tener sus propios gobernantes para poder lanzar expediciones de castigo contra ellas con la más mínima excusa. Esto aseguró que el imperio no pudiera ganarse la lealtad de sus súbditos, que recibieron con satisfacción el hundimiento azteca cuando se produjo. La religión también afectó de otras formas a la capacidad de respuesta ante la amenaza de los europeos, sobre todo el deseo de los aztecas de capturar prisioneros para el sacrificio más que de matar a sus enemigos en el combate, y su creencia en que un día su gran dios, Quetzalcóatl, de piel blanca y con barba, regresaría del este, adonde se había marchado después de enseñar las artes a su pueblo. En conjunto, pese a lo impresionante de su estética y a su colosal eficiencia social, la atmósfera de la civilización azteca era dura, brutal y poco atractiva. Pocas civilizaciones conocidas han llegado tan lejos en sus imposiciones a sus miembros. La azteca vivió siempre, al parecer, en un estado de tensión, y fue una civilización pesimista, en la que sus miembros eran incómodamente conscientes de que su desaparición era algo más que una posibilidad.

Al sur de México y del Yucatán hubo otras culturas con un grado de civilización bastante claro, pero ninguna fue tan notable como la más alejada, la civilización andina de Perú. Los pueblos mexicanos vivían aún en su mayor parte en la Edad de Piedra, mientras que los andinos habían llegado mucho más lejos. También habían creado un auténtico Estado. Si los mayas destacaron de entre las culturas americanas por el complejo cálculo de su calendario, los andinos iban muy por delante de los pueblos centroamericanos en cuanto a la complejidad de su gobierno. La imaginación de los españoles quedó aún más cautivada por Perú que por México, y la razón no fue solo su inmensa y evidente riqueza en metales preciosos, sino su sistema social, aparentemente justo, eficiente y de enorme complejidad. Algunos europeos descubrieron enseguida el atractivo de los relatos que hablaban de ella, pues exigía una subordinación casi total del individuo al colectivo.
La sociedad andina la gobernaban los incas. En el siglo XII, un pueblo procedente de Cuzco empezó a ampliar su control sobre los anteriores centros de civilización de Perú. Al igual que los aztecas, comenzaron como vecinos de otros pueblos que llevaban civilizados más tiempo que ellos; eran bárbaros que pronto dominaron las destrezas y los frutos de culturas superiores. A finales del siglo XV, los incas gobernaban una extensión que iba desde Ecuador hasta el Chile central, siendo las zonas costeras sus últimas conquistas, hazaña de gobierno inmensa, ya que para ello tuvieron que superar el obstáculo natural de los Andes. El Estado inca se mantenía unido gracias a una red de carreteras de unos 16.000 kilómetros de longitud que recorrían, en todas las condiciones atmosféricas, cadenas de corredores que llevaban mensajes, bien orales o en forma de quipus, un código de nudos en cuerdas de colores, mecanismo con el que se realizaban complejas anotaciones. Aunque carecía de escritura propiamente dicha, el imperio andino era sumamente totalitario en la organización de la vida de sus súbditos. Los incas se convirtieron en la casta gobernante del imperio y su jefe, en Sapa inca, «el único inca». La forma de gobierno era un despotismo basado en el control de la mano de obra. La población estaba organizada en unidades, la más pequeña de las cuales era la constituida por diez cabezas de familia. Estas unidades debían aportar tanto mano de obra como producción. Un control cuidadoso y estricto mantenía a la población en los lugares donde hacía falta; estaban prohibidos los traslados y los matrimonios fuera de la comunidad local. Toda la producción era propiedad del Estado; de esta forma, los agricultores alimentaban a los pastores y a los artesanos, y recibían a cambio productos textiles (la llama era el animal para todo de la cultura andina, y proporcionaba no solo lana, sino también un medio de transporte, leche y carne). El comercio no existía. La búsqueda y el procesamiento de metales preciosos y de cobre produjeron como resultado la exquisita ornamentación de Cuzco, que asombró a los españoles cuando llegaron a esta ciudad. Las tensiones dentro de este sistema no se dirimían solo por la fuerza, sino mediante el reasentamiento de poblaciones leales en las zonas desafectas y con un control estricto del sistema educativo, destinado a inculcar a los nobles de los pueblos conquistados las actitudes adecuadas.
Al igual que los aztecas, los incas organizaron y explotaron los logros culturales ya existentes que encontraron, aunque con menos brutalidad. Su meta era más la integración que la eliminación, y toleraron los cultos de los pueblos conquistados. Su dios era el sol. La ausencia de escritura hace difícil penetrar en la mentalidad de esta civilización, pero resulta destacable que, aunque de un modo diferente, los peruanos parecieran compartir la preocupación de los aztecas por la muerte. Los rasgos del clima, como en Egipto, favorecían su expresión en ritos de momificación; el aire seco de las alturas de los Andes era tan buen conservante como la arena del desierto. Más allá de esto, no es fácil saber qué divisiones entre los pueblos conquistados persistieron y se expresaron en la supervivencia de cultos tribales. Cuando surgió el reto procedente de Europa, se hizo patente que el dominio inca, pese a su notable éxito, no había eliminado el descontento entre sus súbditos.
Todas las civilizaciones americanas fueron, en aspectos importantes y evidentes, muy distintas de las de Asia y Europa. Que se sepa, no tuvieron una escritura completa, aunque los incas poseían herramientas burocráticas adecuadas para unas estructuras de gobierno complejas, y los mayas contaban con relatos históricos muy completos. Su tecnología, a pesar de ser importante, no estaba tan desarrollada como la que ya se conocía desde hacía tiempo en otros lugares. Aunque estas civilizaciones proporcionaron unas instituciones satisfactorias, la contribución de los indígenas americanos al futuro del mundo no se haría a través de ellas. En realidad, se había hecho ya antes, a través de los descubrimientos recónditos y no registrados de los agricultores primitivos que descubrieron cómo explotar el tomate, el maíz, la patata y la calabaza. Con ellos, habían realizado, sin darse cuenta, una enorme aportación a los recursos de la humanidad. Las brillantes civilizaciones construidas a partir de ahí en América, sin embargo, estaban destinadas finalmente a no ser más que bellas curiosidades en los márgenes de la historia universal, y no tuvieron descendencia.

10. Europa: la primera revolución
Pocos términos tienen connotaciones tan engañosas como «Edad Media». Esta expresión, de uso totalmente eurocéntrico, carente de significado en la historia de otras tradiciones, encarna la idea negativa según la cual el único interés que ofrecen ciertos siglos es su posición en el tiempo. Fueron señalados y caracterizados por primera vez por personas de los siglos XV y XVI que deseaban recuperar una Antigüedad clásica desaparecida desde hacía mucho tiempo. En aquel pasado remoto, pensaban, la gente había hecho y construido grandes cosas; imbuidas de una sensación de renacimiento y aceleración de la civilización, podían creer que en su propia época se estaban realizando una vez más grandes cosas. Pero entre esos dos períodos de creatividad solo veían un vacío —Medio Evo, Media Aetas, «Edad Media» en latín— definido únicamente por inscribirse entre otras edades, y en sí mismo anodino, sin interés, bárbaro. Fue entonces cuando inventaron la Edad Media.
Esto sucedía no mucho antes de que la gente pudiera ver que había algo más que un simple vacío en este período de unos mil años de historia europea. Uno de los métodos que les permitió disponer de una perspectiva fue la búsqueda de los orígenes de lo que conocían; en el siglo XVII, los ingleses hablaban del «yugo normando» presuntamente impuesto a sus antepasados, y los franceses del siglo XVIII idealizaban a su aristocracia atribuyendo sus orígenes a la conquista franca. Tales reflexiones, sin embargo, eran muy selectivas; en la medida en que se pensaba en la Edad Media como un todo, tales pensamientos solían estar dominados todavía, incluso hace doscientos años, por el desdén. Después, súbitamente, sobrevino un gran cambio. Los hombres y las mujeres empezaron a idealizar aquellos siglos perdidos con el mismo vigor con que sus antepasados los habían ignorado. Los europeos comenzaron a completar su imagen del pasado con novelas históricas de ambiente caballeresco y a llenar el medio rural de imitaciones de castillos de barones habitados por hilanderas y mercaderes. Pero, lo que es más importante, se dedicó un ingente esfuerzo de erudición a estudiar los documentos de aquellos tiempos. Estas iniciativas suponían una mejora, pero todavía quedaban obstáculos por comprender, algunos de los cuales aún permanecen. Se llegaron a idealizar la unidad de la civilización cristiana medieval y la aparente estabilidad de su vida, pero al actuar de ese modo se difuminó la extraordinaria variedad que existía en su seno. Así pues, sigue siendo muy difícil afirmar con seguridad que comprendemos la Edad Media europea, aunque una distinción rudimentaria en este gran lapso parece obvia: los siglos comprendidos entre el final de la Antigüedad y más o menos el año 1000 nos parecen hoy muy semejantes a una época fundacional. Ciertos grandes indicadores establecieron entonces las pautas del futuro, aunque el cambio fue lento y su resistencia, aún incierta. Después, en el siglo XI, puede percibirse un cambio de ritmo. Se aceleran y se vuelven perceptibles nuevos acontecimientos. Con el paso del tiempo, va siendo evidente que están preparando el terreno para algo totalmente distinto. Comienza en Europa una época de aventura y revolución que continuará hasta que la historia europea se fusione con la primera era de historia mundial.
Por todo ello, resulta difícil decir cuándo «termina» la Edad Media. En muchas regiones de Europa persistía aún con firmeza a finales del siglo XVIII, cuando al otro lado del Atlántico acababa de nacer el primer vástago independiente de Europa. Incluso en los nuevos Estados Unidos había muchas personas que, como millones de europeos, seguían aferrándose a una concepción sobrenatural de la vida y a ideas religiosas tradicionales sobre ella, de modo muy parecido a como los hombres y las mujeres medievales habían estado aferrados cinco siglos antes. Muchos europeos continuaron viviendo después una vida que, en sus dimensiones materiales, seguía siendo la de sus antepasados medievales. Pero, en aquel momento, la Edad Media había terminado hacía tiempo en algunos países en cualquier acepción importante. Las antiguas instituciones habían desaparecido o se desmoronaban, llevándose con ellas tradiciones incuestionables de autoridad. En muchos lugares se desarrollaba ya algo que podemos reconocer como la vida del mundo moderno. Al principio esto fue posible, después probable y, finalmente, inevitable en lo que ahora se pueden considerar la segunda fase de formación de Europa y la primera de sus épocas revolucionarias.

La Iglesia
La Iglesia constituye un buen punto de partida para el relato de la primera época revolucionaria de Europa. Los cristianos entienden por «Iglesia», como institución terrenal, todo el cuerpo de los fieles, tanto laicos como clérigos. En este sentido, durante la Edad Media la Iglesia llegó a identificarse con la sociedad europea. En el año 1500, solo algunos judíos, viajeros y esclavos se diferenciaban del ingente conjunto de personas que (al menos formalmente) compartían las creencias cristianas. Europa era cristiana. El paganismo explícito había desaparecido del mapa desde España hasta Polonia. Fue un gran cambio cualitativo, además de cuantitativo. Las creencias religiosas de los cristianos eran el origen más profundo de una civilización entera que había madurado durante siglos y que aún no estaba amenazada seriamente por la división ni por mitologías alternativas. El cristianismo definió el propósito de Europa y dio a su vida un objetivo trascendente, permitiendo a los europeos adquirir por primera vez conciencia de sí mismos como miembros de una sociedad determinada.
Es probable que los no cristianos de nuestros días piensen en algo más al hablar de «la Iglesia». La gente emplea el término para describir las instituciones eclesiásticas, las estructuras formales y las organizaciones que mantienen viva la fe y la disciplina del creyente. En este sentido, la Iglesia había recorrido un largo trecho ya en el año 1500. Con todas las salvedades y ambigüedades que la rodeaban, sus éxitos fueron enormes; sus fracasos también debieron de ser grandes, pero dentro de la Iglesia había muchos hombres que insistían en el poder (y el deber) de la Iglesia para enmendarlos. La Iglesia romana, que había sido un remanso de la vida eclesiástica en la Antigüedad tardía, era, mucho antes de la caída de Constantinopla, la poseedora y el centro de un poder y una influencia sin precedentes. No solo había adquirido nueva independencia e importancia, sino que también había otorgado un nuevo carácter a la vida cristiana desde el siglo XI. El cristianismo se volvió después más disciplinado y agresivo. También más rígido; muchas prácticas doctrinales y litúrgicas dominantes hasta el siglo XX tienen menos de mil años; es decir, se instauran cuando más de la mitad de la época cristiana había transcurrido ya.
Los cambios más importantes tuvieron lugar entre 1000 y 1250, y constituyeron una revolución. Sus comienzos se hallan en el movimiento cluniacense. Cuatro de los ocho primeros abades de Cluny fueron canonizados posteriormente; siete de ellos eran hombres excepcionales. Aconsejaban a los papas, actuaban como legados suyos y servían a los emperadores como embajadores. Eran hombres de cultura, a menudo de linaje noble, pertenecientes a las más grandes familias de Borgoña y de los francos occidentales (hecho que contribuyó a ampliar la influencia de Cluny), y apoyaron con decisión la reforma moral y espiritual de la Iglesia. León IX, el Papa con el que se inicia realmente la reforma papal, promovió con entusiasmo las ideas cluniacenses. Apenas residió en Roma, solo seis meses de sus cinco años de pontificado, durante el cual se trasladó de sínodo en sínodo por Francia y Alemania. Una de las primeras consecuencias fue una mayor normalización de la práctica en el seno de la Iglesia, que comenzó a ofrecer un aspecto más homogéneo.
Otro resultado fue la fundación de una segunda gran orden monástica, la cisterciense (que toma su nombre de su primer monasterio, en Cîteaux), por monjes descontentos con Cluny y deseosos de retornar al rigor original de la regla benedictina, en particular mediante la reanudación del trabajo manual. Un monje cisterciense, san Bernardo, sería el máximo líder y predicador de la reforma cristiana y de la cruzada en el siglo XII, y su orden ejerció una influencia generalizada tanto sobre la disciplina monástica como sobre la arquitectura eclesiástica.
El éxito de la reforma se manifestó también en el fervor y la exaltación moral del movimiento cruzado, que a menudo era una manifestación popular auténtica de la religión. Pero las nuevas costumbres también suscitaron oposición, en parte entre el propio clero. Los obispos no siempre recibían de buen grado la intromisión papal en sus asuntos, y el clero parroquial no siempre veía la necesidad de cambiar unas prácticas heredadas que sus feligreses aceptaban (el matrimonio del clero, por ejemplo). La oposición más espectacular a la reforma eclesiástica se manifestó en la gran disputa que ha pasado a la historia con el nombre de «lucha de las investiduras». Es posible que se haya prestado a esta controversia una atención ligeramente desproporcionada y, añadirán algunos, engañosa. Los episodios centrales no se prolongaron más allá de medio siglo, y la cuestión no estaba en modo alguno nítidamente definida. La misma distinción entre Iglesia y Estado, implícita en algunos aspectos de la disputa, era impensable aún para el hombre medieval en cualquier sentido moderno del término. Las prácticas específicas de índole administrativa y jurídica que estaban en discusión, fueron pronto objeto de acuerdo en términos generales, y muchos clérigos sentían más lealtad hacia sus gobernantes laicos que hacia el Papa de Roma. Asimismo, gran parte de lo que estaba en juego era de carácter muy material. Lo que estaba en litigio era la distribución del poder y de la riqueza en el seno de las clases dominantes que nutrían de personal tanto al gobierno real como al eclesiástico en Alemania e Italia, los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico. Con todo, otros países se vieron afectados por disputas semejantes —los franceses a finales del siglo XI y los ingleses a comienzos del XII— porque estaba en juego un principio teórico trascendente que no se resolvió por sí solo: ¿cuál era la relación adecuada entre la autoridad laica y la clerical?
La batalla más visible de la lucha de las investiduras se dirimió tras la elección del papa Gregorio VII en el año 1073. Hildebrando (nombre de Gregorio antes de su elección) distaba mucho de ser atractivo como persona, pero fue un Papa de gran valor personal y moral. Había sido consejero de León IX, y durante toda su vida luchó por la independencia y el predominio del papado en la cristiandad occidental. Era italiano, pero no romano, y tal vez esto explique por qué antes de ser Papa desempeñó un papel tan destacado en el traslado de la elección papal al colegio cardenalicio y en la exclusión de ella de la nobleza laica romana. Cuando la reforma se convirtió en un asunto relacionado con la política y el derecho en vez de con la moral y las costumbres (como sucedió en sus doce años de pontificado), es probable que Hildebrando provocase el conflicto en vez de evitarlo. Era amante de la acción resuelta sin reparar demasiado en las probables consecuencias.
Es posible que el conflicto fuese ya inevitable. En el núcleo de la reforma se hallaba el ideal de una Iglesia independiente. León y sus seguidores pensaban que solo podía desempeñar su labor si estaba libre de injerencias laicas. La Iglesia debía distanciarse del Estado y el clero debía vivir de forma distinta a los laicos; debía ser una sociedad diferenciada en el seno de la cristiandad. A partir de este ideal surgieron los ataques contra la simonía (la compra de los ascensos), la campaña contra el matrimonio de los sacerdotes y una lucha encarnizada contra el ejercicio, hasta entonces indiscutible, de la injerencia laica en los nombramientos y ascensos. Este último aspecto dio su nombre a la larga disputa en relación con la «investidura» laica: ¿a quién correspondía legítimamente designar a la persona que debía ocupar un obispado vacante, al soberano temporal o a la Iglesia? Ese derecho se simbolizaba mediante el acto de dar el anillo y el báculo al nuevo obispo cuando era investido.
Otras cuestiones más mundanas también podían suscitar problemas. Es posible que los emperadores estuviesen condenados a entrar antes o después en conflicto con el papado, una vez que este dejó de necesitarlos para hacer frente a otros enemigos, pues habían heredado del pasado grandes aunque dudosas reivindicaciones de autoridad que difícilmente podían abandonar sin luchar. En Alemania, la tradición carolingia había subordinado la Iglesia a una protección real que se confundía fácilmente con dominación. Por otra parte, en Italia el imperio tenía aliados, clientes e intereses que defender. Desde el siglo X, tanto el control práctico del papado por los emperadores como su autoridad formal habían declinado. La nueva fórmula para elegir a los papas dejaba al emperador con un derecho de veto teórico y nada más. La relación de trabajo también se había deteriorado por cuanto algunos papas habían comenzado ya a pisar un terreno resbaladizo al buscar apoyo entre los vasallos del emperador.
El temperamento de Gregorio VII no aportaba elemento moderador alguno en esta situación delicada. Una vez elegido Papa, ocupó su trono sin esperar la sanción imperial, limitándose a informar del hecho al emperador. Dos años después promulgó un decreto sobre la investidura laica. Curiosamente, no se ha conservado el texto auténtico, aunque se conoce su contenido general: Gregorio prohibía a los laicos investir a los clérigos con un cargo episcopal o de otra índole y excomulgaba a algunos consejeros clericales del emperador por considerarles culpables de simonía. Para acabar de arreglarlo, Gregorio llamó a Enrique IV a Roma para que compareciera ante él y se defendiera de las acusaciones de mala conducta.
Enrique respondió al principio a través de la propia Iglesia: hizo que un sínodo alemán declarase depuesto a Gregorio. Esta iniciativa le valió la excomunión, que no habría sido tan importante de no haber tenido poderosos enemigos en Alemania que por entonces contaban con el apoyo del Papa. Enrique tuvo que ceder. Para evitar el juicio ante los obispos alemanes presididos por Gregorio (que ya se había puesto en camino hacia Alemania), Enrique, en un acto de humillación, fue a Canosa, donde esperó descalzo en la nieve hasta que Gregorio aceptó su penitencia. Pero Gregorio no había vencido realmente. Los hechos de Canosa no causaron gran revuelo en la época. La posición del Papa era demasiado extrema, pues iba más allá del derecho canónico para reivindicar una doctrina revolucionaria, según la cual los reyes no eran sino funcionarios que podían ser eliminados cuando el pontífice los considerara incapaces o indignos. Esta posición era casi inconcebiblemente subversiva para unos hombres cuyos horizontes morales estaban dominados por la idea del carácter sagrado de los juramentos de lealtad, y prefiguraba reivindicaciones posteriores de la monarquía papal, pero estaba condenada a ser inaceptable para cualquier rey.
La cuestión de las investiduras se prolongó durante los cincuenta años siguientes. Gregorio perdió la simpatía que se había granjeado mediante la intimidación de Enrique, y hasta el año 1122 no hubo otro emperador que accediera a firmar un concordato que se consideró una victoria papal, aunque disfrazada por la vía diplomática. Pese a todo, Gregorio había sido un auténtico pionero, que había diferenciado a los clérigos y los laicos como nunca se había hecho antes y había formulado unas reivindicaciones sin precedentes en favor de la distinción y la superioridad del poder papal. Se volvería a hablar de ellas en los dos siglos siguientes. Urbano II utilizó la primera cruzada para convertirse en el líder diplomático de los monarcas laicos de Europa, que miraban hacia Roma, no hacia el imperio. Urbano fortaleció también la maquinaria administrativa de la Iglesia; durante su pontificado apareció la curia, una burocracia romana que se correspondía con las administraciones de las casas reales de los monarcas ingleses y franceses. A través de la curia, se fortaleció asimismo el poder papal sobre la Iglesia. En el año 1123, una fecha histórica, se celebró el primer concilio ecuménico en Occidente, y sus decretos se promulgaron en nombre del Papa. Y durante todo el tiempo, la jurisprudencia y la jurisdicción papales se extendían; un número cada vez mayor de disputas jurídicas pasaban de los tribunales eclesiásticos locales a los jueces papales, ya residieran en Roma o celebrasen sus vistas en otras localidades.
El prestigio, el dogma, la habilidad política, la presión administrativa, la práctica judicial y el control de un número cada vez mayor de beneficios respaldaban la nueva supremacía del papado en la Iglesia. En el año 1100, se había realizado el trabajo de base para la aparición de una auténtica monarquía papal. A medida que la lucha de las investiduras remitía, los príncipes seculares estaban cada vez más bien dispuestos hacia Roma y parecía que el papado no había perdido terreno. Hubo una disputa espectacular en Inglaterra por la cuestión del privilegio y la inmunidad del clero con respecto a las leyes sobre la tierra, que sería un problema en el futuro; inmediatamente, condujo al asesinato (y posterior canonización) del arzobispo de Canterbury, Thomas Becket. Pero, en general, las grandes inmunidades jurídicas del clero no fueron puestas en entredicho.
Durante el pontificado de Inocencio III, las pretensiones papales de autoridad monárquica alcanzaron una nueva altura teórica. Es cierto que Inocencio no llegó tan lejos como Gregorio, pues no reivindicó la plenitud absoluta del poder temporal en toda la cristiandad occidental, pero afirmó que el papado había trasladado por su autoridad el imperio de los griegos a los francos. No obstante, el poder papal se utilizaba a menudo todavía en apoyo de las ideas reformadoras, lo cual indica que aún quedaba mucho por hacer. El celibato eclesiástico se generalizó. Entre las nuevas prácticas figuraba la confesión individual frecuente, un poderoso instrumento de control en una sociedad de mentalidad religiosa y atormentada por la ansiedad. Entre las innovaciones doctrinales, a partir del siglo XIII se impuso la teoría de la transustanciación.
El bautismo definitivo de Europa en el período central de la Edad Media fue un gran espectáculo. La reforma monástica y la autoridad papal se aliaron con el esfuerzo intelectual y el despliegue de nuevas riquezas en la arquitectura para convertir este período en el siguiente momento de apogeo de la historia cristiana después de la época de los santos padres. Fue un logro cuya obra fundamental se hallaba, quizá, en los avances intelectuales y espirituales, pero que se hizo más visible en la piedra. Lo que hoy llamamos «arquitectura gótica» fue la creación de este período. Produjo el paisaje europeo que, hasta la llegada del ferrocarril, estuvo dominado o puntuado por la torre o el capitel de una iglesia elevándose sobre una pequeña ciudad. Hasta el siglo XII, los principales edificios de la Iglesia solían ser de carácter monástico; después, comenzó la construcción de la asombrosa serie de catedrales, que siguen siendo una de las grandes glorias del arte europeo de todos los tiempos y que, junto con los castillos, constituyen la arquitectura fundamental de la Edad Media. Al parecer, estas cuantiosas inversiones generaban un gran entusiasmo popular, aunque es difícil penetrar en las actitudes mentales en que se inspiraban. Para intentar comprender su importancia, podría buscarse una analogía en el entusiasmo por la exploración del espacio en el siglo XX, pero esta comparación omite la dimensión sobrenatural de estas grandes construcciones. Eran a la vez ofrendas a Dios y parte esencial de la instrumentalización de la evangelización y la educación sobre la Tierra. Por sus inmensas naves se movían las procesiones de reliquias y las multitudes de peregrinos que habían llegado para verlas. Sus vidrieras estaban llenas de imágenes del relato bíblico, que era el núcleo de la cultura europea; sus fachadas estaban cubiertas de representaciones didácticas del destino que esperaba a los justos y a los injustos. Tampoco es posible evaluar plenamente la repercusión de estas grandes iglesias en la imaginación de los europeos del medievo sin recordar el inmenso contraste que su esplendor suponía respecto a la dura realidad de la vida cotidiana.
El poder y la penetración de la cristiandad organizada se vieron reforzados más aún por las nuevas órdenes religiosas. Destacaron especialmente dos: los franciscanos mendicantes y los dominicos. Los franciscanos eran verdaderos revolucionarios; su fundador, san Francisco de Asís, dejó a su familia para llevar una vida de pobreza entre los enfermos, los necesitados y los leprosos. Los seguidores que pronto se congregaron a su alrededor adoptaron con entusiasmo una vida orientada hacia la imitación de la pobreza y la humildad de Cristo. Al principio, no había organización formal alguna, y Francisco nunca fue sacerdote, pero Inocencio III, aprovechando hábilmente la oportunidad de auspiciar este movimiento divisivo en potencia, les pidió que eligieran un superior. A través de este, la nueva hermandad debía y mantenía una rigurosa obediencia a la Santa Sede. Los franciscanos podían ofrecer un contrapeso a la autoridad episcopal local porque estaba permitido predicar sin la licencia del obispo de la diócesis. Las órdenes monásticas más antiguas vieron en ello un peligro y se opusieron a los franciscanos, pero, a pesar de las disputas internas acerca de su organización, los frailes prosperaron. Al final adquirieron una estructura administrativa, pero siempre fueron los evangelistas de los pobres y del ámbito misionero.
La orden dominica fue fundada para promover un fin más limitado. Su fundador fue un sacerdote castellano que se marchó al Languedoc a predicar a los herejes, los albigenses. A partir de sus compañeros creció una nueva orden predicadora; cuando Domingo murió en el año 1221, sus diecisiete seguidores se habían transformado en más de quinientos frailes. Al igual que los franciscanos, eran mendicantes que habían hecho voto de pobreza y, también como ellos, se lanzaron a la labor misionera. Pero su repercusión fue básicamente intelectual, y se convirtieron en una gran fuerza dentro de una nueva institución de gran importancia que comenzaba a tomar forma: las primeras universidades occidentales. Los dominicos también llegaron a proporcionar buena parte del personal de la Inquisición, una organización concebida para combatir la herejía que apareció a comienzos del siglo XIII. A partir del siglo IV, el clero había instado a la persecución de los herejes, pero la primera condena papal no se produjo hasta el año 1184. Solo durante el pontificado de Inocencio III, la persecución llegó a ser un deber de los reyes católicos. Es cierto que los albigenses no eran católicos, pero existe alguna duda acerca de que deban considerarse realmente incluso herejes cristianos. Sus creencias reflejan doctrinas maniqueas. Eran dualistas, y algunos de estos rechazaban toda creación material por considerarla maligna. Se consideraba que las ideas religiosas heterodoxas suponían una aberración o que, al menos, no se ajustaban a las prácticas sociales y morales. Parece ser que Inocencio III decidió perseguir a los albigenses después del asesinato de un legado papal en el Languedoc, y en el año 1209 se organizó una cruzada contra ellos. La iniciativa atrajo a muchos laicos (especialmente del norte de Francia) debido a la oportunidad que ofrecía de apropiarse rápidamente de las tierras y los hogares de los albigenses, pero también señaló una gran innovación: la unión del Estado y la Iglesia en la cristiandad occidental para sofocar por la fuerza la disidencia que pudiera poner en peligro a uno de los dos poderes. Fue durante mucho tiempo un mecanismo eficaz, aunque nunca por completo.
Al juzgar la teoría y la práctica de la intolerancia medieval, debe recordarse que el peligro en el que la sociedad creía estar inmersa debido a la herejía era terrible: el tormento eterno. Pero la persecución no impidió la aparición de nuevas herejías una y otra vez en los tres siglos siguientes, porque expresaban necesidades reales. La herejía era, en cierto sentido, puesta en evidencia de un vacío en el núcleo del éxito que la Iglesia había alcanzado de modo tan espectacular. Los herejes eran una prueba viva de descontento con el resultado de una batalla larga y a menudo heroica. Otras voces críticas también se harían oír en su momento por métodos distintos. La teoría monárquica papal provocó una contradoctrina; los pensadores afirmarían que la Iglesia tenía una esfera de actividad definida que no se extendía hasta mezclarse en los asuntos seculares. Este auge de la religión mística fue también otro fenómeno que siempre tendió a deslizarse fuera de la estructura eclesiástica. En movimientos como el de los Hermanos de la Vida Común, que seguían las enseñanzas del místico Tomás de Kempis, los laicos crearon prácticas religiosas y formas de devoción que a menudo escapaban al control del clero.
Los movimientos religiosos místicos expresaban la gran paradoja de la Iglesia medieval, que se había elevado hasta un pináculo de poder y riqueza. Hacía uso de las tierras, los diezmos y los tributos papales al servicio de una jerarquía suntuosa cuya grandeza terrena reflejaba la gloria de Dios y cuyas exuberantes catedrales, grandes iglesias monásticas, espléndidas liturgias, fundaciones y bibliotecas eruditas encarnaban la devoción y los sacrificios de los fieles. Pero lo importante de esta enorme concentración de poder y grandeza era predicar una fe en cuyo núcleo se encontraba la glorificación de la pobreza, la humildad y la superioridad de las cosas que no eran de este mundo.
La mundanidad de la Iglesia suscitó crecientes críticas. La identificación de la defensa de la fe con el triunfo de una institución había otorgado a la Iglesia un rostro cada vez más burocrático y legalista. La cuestión había surgido ya en los tiempos de san Bernardo; incluso entonces había demasiados juristas eclesiásticos, se decía. A mediados del siglo XIII, el legalismo era flagrante. El propio papado no tardó en ser criticado. A la muerte de Inocencio III, la Iglesia del consuelo y de los sacramentos había quedado minimizada ya tras el rostro granítico de la centralización. Las reivindicaciones de la religión se confundían con la firmeza de una monarquía eclesiástica que exigía ser liberada de cualquier tipo de limitación. Ya era difícil mantener el gobierno de la Iglesia en manos de hombres de talla espiritual; Marta apartaba a María, porque se necesitaban dotes administrativas y jurídicas para dirigir una maquinaria que generaba cada vez más sus propios fines. Una autoridad mayor que la del Papa, afirmaban algunos, residía en el concilio ecuménico.
En el año 1294, un ermitaño de reconocida piedad fue elegido Papa. Las esperanzas que este hecho suscitó no tardaron en quedar hechas añicos. Celestino V se vio obligado a dimitir al cabo de unas semanas, aparentemente incapaz de imponer sus deseos reformadores a la curia. Su sucesor fue Bonifacio VIII, del que se ha dicho que fue el último Papa medieval porque encarnaba todas las pretensiones del papado en sus aspectos más políticos y arrogantes. Bonifacio era jurista de formación, y por temperamento distaba mucho de ser un hombre espiritual. Mantuvo disputas con los reyes de Inglaterra y Francia, y en el jubileo del año 1300 mandó portar dos espadas delante de él para simbolizar su posesión del poder temporal además del espiritual. Dos años después, afirmó que la creencia en la soberanía del Papa sobre todo ser humano era necesaria para la salvación.
Durante su pontificado, la larga batalla con los reyes llegó a un punto crítico. Casi cien años antes, Inglaterra había sido puesta en interdicto por el Papa; esta espantosa sentencia prohibía la administración de cualquier sacramento mientras el rey no mostrase su arrepentimiento y su deseo de reconciliación. Los hombres y las mujeres no podían bautizar a sus hijos ni recibir la absolución por sus pecados, y en una época de fe se trataba de privaciones espantosas. El rey Juan se había visto obligado a ceder. Un siglo después, las cosas habían cambiado. Muchos obispos y su clero estaban distanciados de Roma, lo cual había socavado también su autoridad. Podían simpatizar con un incipiente sentimiento nacional de oposición al papado, cuyas pretensiones alcanzaron su apogeo durante el pontificado de Bonifacio. Cuando los reyes de Francia e Inglaterra rechazaron la autoridad del Papa, encontraron eclesiásticos que les apoyaron. También contaron con nobles italianos rencorosos que lucharan por ellos. En 1303, algunos (a sueldo de Francia) persiguieron al viejo Papa hasta su ciudad natal y lo capturaron, según se dijo, con una atroz humillación física. Sus conciudadanos liberaron a Bonifacio y este no murió privado de libertad (como Celestino, que había sido encarcelado), aunque lo cierto es que falleció, sin duda por la conmoción, unas semanas después.
Este fue solo el comienzo de una época desfavorable para el papado y, dirían algunos, para la Iglesia. Durante más de cuatro siglos, la Iglesia hubo de enfrentarse a reiteradas y crecientes oleadas de hostilidad que, aunque a menudo se superaron heroicamente, terminaron cuestionando la propia cristiandad. Tanto es así que, al final del papado de Bonifacio, las reivindicaciones jurídicas que había formulado estaban prácticamente fuera de lugar; nadie se movió para vengarle. El fracaso espiritual distraía cada vez más la atención; a partir de este momento, el papado fue condenado más por interponerse en el camino de la reforma que por pedir demasiado a los reyes. Durante mucho tiempo, sin embargo, la crítica tuvo importantes limitaciones. La idea de una crítica autónoma y justificada en sí misma era impensable en la Edad Media; el clero era criticado por sus fallos en su tarea religiosa tradicional.
En el año 1309, un Papa francés trasladó la curia papal a Aviñón, ciudad que pertenecía al rey de Nápoles pero que estaba eclipsada por el poderío de los reyes franceses en cuyas tierras se alzaba. Durante la residencia papal en Aviñón, que se prolongó hasta 1377, hubo también un predominio de cardenales franceses. Los ingleses y los alemanes no tardaron en creer que los papas se habían convertido en un instrumento de los reyes franceses y tomaron medidas contra la independencia de la Iglesia en sus respectivos territorios. Los electores imperiales afirmaron que su voto no requería aprobación ni confirmación del Papa y que el poder imperial solo provenía de Dios.
En Aviñón, los papas vivían en un inmenso palacio, cuya construcción fue un símbolo de su decisión de permanecer lejos de Roma, y cuyo lujo era una muestra de terrenalidad creciente. Lamentablemente, el siglo XIV fue una época de desastre económico; se pedía a una población muy reducida que sufragase un papado cada vez más costoso y, según algunos, extravagante. La centralización continuó generando corrupción —el uso indebido de los derechos papales para conceder puestos vacantes fue un ejemplo obvio— y las acusaciones de simonía y pluralismo tenían cada vez mayor verosimilitud. El comportamiento personal del clero superior discrepaba de forma cada vez más evidente de los ideales apostólicos. Se produjo una crisis incluso entre los franciscanos, al insistir algunos hermanos, los «espirituales», en que se tomaban en serio la regla de pobreza de su fundador, mientras que sus colegas más relajados se negaban a abandonar la riqueza que había acumulado su orden. Las cuestiones teológicas se enredaron con esta disputa. Pronto hubo franciscanos que predicaban que Aviñón era Babilonia, la ramera escarlata del Apocalipsis, y que el derrocamiento del papado estaba al alcance de la mano, mientras que un Papa, afirmando que el propio Cristo había respetado la propiedad, condenó el ideal de la pobreza apostólica y dirigió la Inquisición contra los «espirituales». Fueron quemados por sus predicaciones, pero no antes de conseguir adeptos.
El exilio en Aviñón alimentó un anticlericalismo y un antipapismo populares, diferentes de los de los reyes exasperados contra los sacerdotes que no estaban dispuestos a aceptar su jurisdicción. Muchos clérigos pensaban que las ricas abadías y los obispos mundanos eran señal de una Iglesia que se había secularizado. Esta fue la ironía que mancilló el legado de Gregorio VII. El tono de las críticas se elevó finalmente hasta el punto de que el papado regresó a Roma en 1377, solo para enfrentarse al mayor escándalo de la historia de la Iglesia, un «Gran Cisma». Los monarcas seculares empeñados en disponer de iglesias casi nacionales en sus propios reinos, y un colegio cardenalicio formado por una veintena de integrantes, manipulando el papado con el fin de mantener sus propios ingresos y posiciones, propiciaron al unísono la elección de dos papas, el segundo solo por los cardenales franceses. Durante treinta años, el Papa de Roma y el de Aviñón reclamaron simultáneamente la jefatura de la Iglesia. Ocho años después, había un tercer contendiente. A medida que el cisma continuaba, las críticas dirigidas contra el papado eran más virulentas. El insulto preferido contra los pretendientes del patrimonio de san Pedro fue el de «anticristo». La situación se complicó asimismo debido a la intervención de rivalidades seculares. En términos generales, el Papa de Aviñón contaba como aliados con Francia, Escocia, Aragón y Milán, mientras que el de Roma era apoyado por Inglaterra, los emperadores alemanes, Nápoles y Flandes.
Hubo un momento en que el cisma pareció augurar una renovación y reforma. El instrumento al que los reformadores recurrieron fue un concilio ecuménico o general de la Iglesia; regresar a los tiempos de los apóstoles y de los santos padres como medio para poner orden en la casa papal parecía tener sentido para muchos católicos. Por desgracia para ellos, no salió bien. Se celebraron cuatro concilios. El primero, reunido en Pisa en el año 1409, emprendió el camino con audacia, proclamando la deposición de ambos papas y eligiendo a otro. Ello significó que había tres pretendientes al solio de san Pedro; por otra parte, cuando el nuevo pontífice falleció al cabo de unos meses, se eligió a otro de cuya elección se dijo que estaba mancillada por la simonía (era el primer Juan XXIII, que ya no es reconocido como Papa). El siguiente concilio (Constanza, 1414-1418) destituyó a Juan (aunque era él quien lo había convocado), obligó a abdicar a uno de sus competidores y después depuso al tercer pretendiente. Por fin podía partirse de cero; el cisma se había superado. En 1417 se eligió un nuevo Papa, Martín V. Fue un éxito, pero algunos esperaban más, pues buscaban la reforma y el concilio se había alejado de ella al dedicar su tiempo a la herejía, y el apoyo a la reforma disminuyó una vez restaurada la unidad del papado. Después de que otro concilio (Siena, 1423-1424) hubiese sido disuelto por Martín V por instar a la reforma («era peligroso que el supremo pontífice fuese convocado para dar explicaciones», afirmó), el último se reunió en Basilea (1431-1449), pero fue ineficaz mucho antes de su disolución. El movimiento conciliar no había logrado la reforma deseada y el poder papal había sido restablecido. A partir de este momento, el principio según el cual existía una fuente de autoridad conciliar alternativa dentro de la Iglesia se consideró siempre con sospecha en Roma. Al cabo de unos años se declaró herejía apelar ante un concilio general las decisiones del Papa.
La Iglesia no había estado a la altura de la crisis que se cernía sobre ella. El papado había mantenido su superioridad, pero su victoria solo era parcial; los gobernantes seculares habían recogido los beneficios de los sentimientos antipapales en forma de nuevas libertades para las iglesias nacionales. En cuanto a la autoridad moral de Roma, era evidente que no había sido restablecida, y una de las consecuencias sería un movimiento más perjudicial para la reforma tres cuartos de siglo después. El papado comenzó a tener una apariencia cada vez más italiana, y así continuaría. En los dos siglos siguientes habría algunos papas sombríos, pero esto hizo menos daño a la Iglesia que la transformación paulatina de su sede en un Estado italiano más.
La herejía, siempre seductora, había estallado en una llamarada de fervor reformista durante el período conciliar. Dos hombres relevantes, Wycliffe y Hus, actuaron como núcleo de los descontentos a los que el cisma había dado origen. Fueron ante todo reformadores, aunque Wycliff era profesor y pensador más que un hombre de acción. Juan Hus, de origen bohemio, se convirtió en el líder de un movimiento que entrañaba cuestiones nacionales además de eclesiásticas; ejerció una gran influencia como predicador en Praga. Fue condenado por el Concilio de Constanza por sus ideas heréticas sobre la predestinación y la propiedad, y murió en la hoguera en 1415. El gran impulso dado por Wycliff y Hus decayó a medida que sus críticas eran rebatidas, pero habían tocado el nervio del antipapismo nacional que resultaría tan destructivo para la unidad de la Iglesia occidental. Los católicos y los husitas se disputaban todavía Bohemia en encarnizadas guerras civiles veinte años después de la muerte de Hus. Mientras tanto, el papado hacía concesiones en su diplomacia con las monarquías laicas del siglo XV.
El fervor religioso del siglo XV pareció superar cada vez más al aparato central de la Iglesia. Este fervor se manifestó en un flujo continuo de escritos místicos y en nuevas formas de religión popular. Una nueva obsesión por la agonía de la pasión se reflejaba en el arte; nuevas devociones hacia santos, la manía de la flagelación o los estallidos de danzas frenéticas indican una agudización de la excitabilidad. Un ejemplo notable del atractivo y el poder de un predicador popular puede verse en Savonarola, un dominico cuyo inmenso éxito le convirtió durante algún tiempo en dictador moral de Florencia en el decenio de 1490. Pero el favor religioso escapaba a menudo a las estructuras formales y eclesiásticas. En los siglos XIV y XV, gran parte del énfasis de la religión popular era de carácter individual y piadoso. Otra impresión de la insuficiencia tanto de la visión como de la maquinaria dentro de las jerarquías se encuentra también en el descuido de la labor misionera fuera de Europa.
En general, el siglo XV deja la sensación de retirada, de reflujo tras un gran esfuerzo de casi dos siglos. Pero dejar de lado la Iglesia medieval con esa impresión fundamental en nuestra mente sería arriesgarse a un grave malentendido acerca de una sociedad cuyas diferencias con respecto a la nuestra venían determinadas por la religión más que por ningún otro factor. Europa era todavía la cristiandad, y lo seguiría siendo de manera aún más consciente después de 1453. Dentro de sus fronteras, casi toda la vida estaba determinada por la religión. La Iglesia era para la mayoría de los hombres y de las mujeres el único registrador y autentificador de los grandes momentos de su existencia: su matrimonio, el nacimiento y el bautismo de sus hijos, su muerte. Muchos de ellos se entregaban plenamente a la Iglesia; una proporción de la población muy superior a la de nuestros días adoptaba el monacato, pero, aunque pudieran pensar en retirarse al claustro huyendo de una cotidianidad hostil, lo que dejaban atrás no era un mundo secular como el nuestro, totalmente diferenciado de la Iglesia e indiferente hacia ella. La enseñanza, la caridad, la administración, la justicia y enormes segmentos de la vida económica se inscribían en el ámbito y la regulación de la religión. Incluso cuando los hombres atacaban a los clérigos, lo hacían en nombre de las normas que la propia Iglesia les había enseñado. El mito religioso no solo era el origen más profundo de una civilización, sino que seguía siendo la vida de toda la gente. Definía el fin humano y lo hacía en términos de un bien trascendente. Fuera de la Iglesia, la comunidad de todos los creyentes, solo estaba el paganismo. El diablo —concebido de una forma sumamente material— acechaba a quienes se desviaban del camino de la gracia. Si había algunos obispos e incluso papas entre los descarriados, tanto peor para ellos. La flaqueza humana no podía poner en peligro la concepción religiosa de la vida. La justicia de Dios se mostraría y Él separaría las ovejas de las cabras el día de la ira, en el que todas las cosas terminarían.

Principados y potencias
La mayoría de la gente de nuestros días está acostumbrada a la idea de Estado. Se acepta generalmente que la superficie terrestre está dividida en organizaciones impersonales que funcionan a través de unas autoridades escogidas de acuerdo con métodos especiales, y que tales organizaciones representan la autoridad pública definitiva para una zona determinada. A menudo se piensa que los estados representan de alguna manera pueblos o naciones. Pero tanto si esto es cierto como si no, los estados son los componentes básicos a partir de los cuales la mayoría de nosotros construiríamos una relación política del mundo moderno.
Nada de esto debía de ser inteligible para un europeo en el año 1000; cinco siglos después, gran parte de ello podría haberlo sido, dependiendo de quién fuese el europeo. El proceso en virtud del cual apareció el Estado moderno, aunque distaba mucho de haber culminado en el año 1500, es uno de los indicadores que delimitan la Edad Moderna de la historia. Las realidades habían aparecido primero, antes que los principios y las ideas. A partir del siglo XIII, muchos gobernantes, normalmente reyes, pudieron incrementar su poder por diversas razones sobre aquellos a quienes gobernaban. Esto se debió a menudo a que solían mantener grandes ejércitos y armarlos con las armas más eficaces. El cañón de hierro se inventó a comienzos del siglo XIV; después le siguió el bronce, y en el siglo siguiente se disponía de grandes armas de hierro fundido. Con su aparición, los grandes hombres dejaron de tener la posibilidad de burlarse de sus gobernantes desde las murallas de los castillos. Asimismo, las ballestas de acero otorgaron una gran ventaja a quienes podían costeárselas. En el año 1500, muchos gobernantes estaban ya en camino de ejercer el monopolio del uso de la fuerza armada dentro de sus territorios. También mantenían más disputas acerca de las fronteras que compartían, y estos litigios expresaban algo más que una simple mejora de las técnicas de vigilancia; señalaban un cambio en el énfasis dentro del gobierno, desde la reivindicación de controlar a unas personas que mantenían una relación determinada con el gobernante a la de controlar a las personas que vivían en cierta zona. La dependencia territorial sustituía a la dependencia personal.
En las aglomeraciones territoriales, el poder real se ejercía cada vez más de manera directa a través de funcionarios a los que, al igual que las armas, había que pagar. Una monarquía que funcionaba a través de vasallos conocidos por el rey, que realizaban gran parte de su trabajo para él a cambio de sus favores y que le apoyaban en el campo cuando sus necesidades iban más allá de las que sus propias posesiones podían suministrar, cedió su lugar a otra en la que el gobierno real estaba en manos de empleados, pagados mediante impuestos (cada vez más en dinero en efectivo, no en especie), cuya recaudación era una de sus tareas más importantes. El pergamino de las cartas y de los archivos comenzó a ceder su puesto en el siglo XVI a las primeras gotas de lo que, con el paso del tiempo, sería la inundación del moderno papel burocrático.
Este esbozo desdibuja por completo aquel cambio de inmensa importancia y complejidad. Estaba relacionado con todas las facetas de la vida, con la religión, las sanciones y la autoridad que esta encarnaba, con la economía, los recursos que ofrecía y las posibilidades sociales que abría o cerraba, con las ideas y la presión que ejercían sobre unas instituciones todavía maleables. Pero el resultado es indudable. De alguna manera, Europa comenzaba en el año 1500 a organizarse de manera distinta a la Europa de los carolingios y los otonianos. Aunque para la mayoría de los europeos los vínculos personales y locales seguirían siendo durante siglos los más importantes con diferencia, la sociedad se institucionalizaba de manera distinta a la época en que incluso las lealtades tribales seguían contando. La relación entre el señor y el vasallo que, con el trasfondo de las imprecisas reivindicaciones del Papa y del emperador, parecía agotar durante tanto tiempo el pensamiento político, cedió su lugar a una idea del poder principesco sobre todos los habitantes de un dominio que, en afirmaciones extremas (como la de Enrique VIII de Inglaterra, que afirmaba que un príncipe no conocía ningún ser superior salvo Dios) era realmente nuevo.
Necesariamente, los cambios en el pensamiento político no tuvieron lugar en todas partes de la misma manera ni al mismo ritmo. En 1800, Francia e Inglaterra llevaban siglos unificadas de una manera en que Alemania e Italia no lo estaban todavía. Pero, allí donde sucedió, el centro del proceso fue normalmente el constante engrandecimiento de las familias reales. Los reyes disfrutaban de grandes ventajas. Si llevaban sus asuntos con cuidado tenían una base de poder más sólida en sus dominios, normalmente grandes (y a veces muy grandes), que la que los nobles habían tenido en sus propiedades más pequeñas. El cargo regio estaba rodeado de un aura misteriosa, que se reflejaba en las solemnes circunstancias de las coronaciones y unciones. Las cortes y las leyes reales parecían prometer una justicia más dependiente y menos costosa que la que podía obtenerse de los señores feudales locales. Los reyes podían apelar, por tanto, no solo a los recursos de la estructura feudal a cuya cabeza —o cerca de ella— estaban, sino también a otras fuerzas exteriores. Una de estas fuerzas que lentamente manifestó una importancia creciente fue el sentido de pertenencia a una nación.
La idea de nación es otro concepto que se da por supuesto en nuestros días, pero debemos tener cuidado para no antedatarla. Ningún Estado medieval era nacional en el sentido actual. No obstante, en el año 1500 los súbditos de los reyes de Inglaterra y Francia podían pensar que eran diferentes de los extraños que no eran sus consúbditos, e incluso considerar a las personas que vivían en la aldea vecina como prácticamente extranjeras. Dos siglos antes, este tipo de distinción se realizaba entre quienes habían nacido dentro y quienes habían nacido fuera del reino, y el sentido de comunidad de la persona autóctona se reforzaba constantemente. Un síntoma fue la aparición de la creencia en los santos patronos nacionales. Aunque las iglesias habían sido consagradas a él en tiempos de los reyes anglosajones, no fue hasta el siglo XIV cuando la cruz roja de san Jorge sobre fondo blanco se convirtió en una especie de uniforme para los soldados ingleses, cuando el santo fue reconocido como protector oficial de Inglaterra (su gesta contra el dragón le fue atribuida en el siglo XII, y podría deberse a que se mezcló su figura con la del legendario héroe griego Perseo). Otros síntomas fueron la redacción de historias nacionales (ya presagiadas por las historias de la edad oscura de los pueblos germánicos) y el descubrimiento de héroes nacionales. En el siglo XII, un galés inventó más o menos la figura mitológica de Arturo, mientras que un cronista irlandés del mismo período construyó un mito no histórico del rey Brian Boru y de su defensa de la Irlanda cristiana contra los vikingos. Pero, sobre todo, había más literatura en lengua vernácula. Primero el español y el italiano, y después el francés y el inglés, comenzaron a romper la barrera situada en torno a la creatividad literaria por el latín. Los antepasados de estas lenguas son reconocibles en cantares de gesta del siglo XII como el Cantar de Roldán, que transformó una derrota de Carlomagno a manos de los habitantes de los Pirineos en la gloriosa resistencia de su retaguardia contra los árabes, o el Poema del Mío Cid, la epopeya de un héroe. Con el siglo XIV llegaron Dante, Langland y Chaucer, que escribieron en lenguas que podemos leer con escasa dificultad.
No debemos exagerar la repercusión inmediata del creciente sentimiento de nación. Durante siglos, la familia, la comunidad local, la religión o el comercio continuaron siendo todavía el centro de la mayoría de las lealtades de la gente. Unas instituciones nacionales como las que podían ver crecer a su alrededor debieron de hacer poco por romper este conservadurismo; en pocos lugares fue algo más que un asunto de los jueces del rey y los recaudadores de impuestos del rey, e incluso en Inglaterra, en algunos aspectos el más nacional de los estados de finales del medievo, mucha gente podría no haberlo visto nunca. Las parroquias rurales y las pequeñas ciudades de la Edad Media, por otra parte, eran verdaderas comunidades, y en épocas normales ofrecían lo bastante que pensar acerca de las responsabilidades sociales. Es realmente necesaria una palabra distinta de nacionalismo para indicar las visiones ocasionales y efímeras de una comunidad del reino que pudiera afectar de vez en cuando a un hombre medieval, o incluso la irritación que pudiera estallar de improviso en una revuelta contra la presencia de extranjeros, ya fueran trabajadores o mercaderes. (El antisemitismo medieval, por supuesto, tenía distintos orígenes.) Pero tales indicios de sentimientos nacionales revelaban ocasionalmente la lenta consolidación del apoyo a nuevos estados en Europa occidental.
Los primeros estados de Europa occidental que abarcaron superficies parecidas a sus sucesores modernos fueron Inglaterra y Francia. Unos millares de normandos habían llegado a la Inglaterra anglosajona desde Francia después de la invasión del año 1066 para formar una nueva clase dominante. Su jefe, Guillermo el Conquistador, les dio tierras, pero conservó más para sí mismo (las posesiones reales eran más extensas que las de sus predecesores anglosajones) y afirmó un señorío definitivo sobre el resto; sería el señor de la tierra y de todos los hombres, tuvieran lo que tuviesen directa o indirectamente de él. También heredó el prestigio y la maquinaria de la antigua monarquía inglesa, un hecho importante pues le elevó decisivamente por encima de sus guerreros, también normandos. Los más grandes entre estos se convirtieron en los condes y los barones de Guillermo, y los menores en caballeros, que al principio gobernaron Inglaterra desde castillos de madera y tierra que se extendieron por todo el país.
Habían conquistado una de las sociedades más civilizadas de Europa, que con los reyes anglonormandos mostró también un vigor poco habitual. Unos años después de la conquista, el gobierno inglés llevó a cabo uno de los actos administrativos más extraordinarios de la Edad Media, la compilación del Domesday Book, un voluminoso estudio de Inglaterra con fines reales. Los datos se tomaron de los jurados de cada condado y distrito, y su minuciosidad impresionó profundamente al cronista anglosajón que anotó amargamente («es vergonzoso anotarlo, pero a él no le pareció vergonzoso hacerlo») que ningún buey, vaca o cerdo escapaba a la atención de los hombres de Guillermo. En el siglo siguiente tuvo lugar un rápido, incluso espectacular, desarrollo de la fuerza judicial de la corona. Aunque las minorías de edad y los reyes débiles conducían de vez en cuando a concesiones reales a los potentados, la integridad básica de la monarquía no fue puesta en peligro. La historia constitucional de Inglaterra es durante cinco siglos la historia de la autoridad de la corona. Esto se debió en gran medida al hecho de que Inglaterra estaba separada por mar de posibles enemigos, excepto por el norte; era difícil que los extranjeros se inmiscuyeran en su política interna, y los normandos seguirían siendo sus últimos invasores de éxito.
Durante mucho tiempo, sin embargo, los reyes anglonormandos fueron algo más que monarcas de un Estado insular. Fueron los herederos de una compleja herencia de posesiones y dependencias feudales que, en su punto más lejano, se extendía hasta el sudoeste de Francia. Al igual que sus seguidores, seguían hablando francés normando. La pérdida de la mayor parte de su herencia «angevina» (de Anjou) a comienzos del siglo XII, fue decisiva para Francia además de para Inglaterra. Las disputas entre una y otra avivaron en ambos territorios el sentimiento de pertenencia a una nación.
Los Capetos habían retenido tenazmente la corona francesa. Desde el siglo X hasta el siglo XIV, sus reyes se sucedieron unos a otros en una secuencia hereditaria sin solución de continuidad. Añadieron a su dominio tierras que constituyeron la base de su poder real. Las tierras de los Capetos también eran ricas. Estaban situadas en el núcleo de la Francia moderna, la zona cerealista situada en torno a París que recibe el nombre de Île-de-France, que durante mucho tiempo fue la única parte del país que llevó el antiguo nombre de Francia, conmemorando de ese modo el hecho de que era un fragmento del antiguo reino de los francos. Los dominios de los primeros Capetos se distinguían así de los otros territorios carolingios occidentales, como Borgoña; en el año 1300, sus vigorosos sucesores habían extendido la antigua «Francia» hasta incluir Bourges, Tours, Gisors y Amiens. En esa fecha, los reyes franceses también habían incorporado Normandía y otras dependencias feudales de los reyes de Inglaterra.
Los grandes feudos y principados feudales que en el siglo XIV (y en épocas posteriores) existían en lo que hoy es Francia hacen que sea incorrecto pensar que el reino de los Capetos era una unidad monolítica. Sin embargo, era una especie de unidad, aunque gran parte de ella se basaba en el vínculo personal. Durante el siglo XIV, esa unidad se vio reforzada por una larga lucha con Inglaterra, que se recuerda con el engañoso nombre de la guerra de los Cien Años. De hecho, entre el año 1337 y 1453 los ingleses y los franceses solo estuvieron en guerra esporádicamente. Una lucha sostenida era difícil de mantener; era demasiado cara. Formalmente, sin embargo, lo que estaba en juego era el mantenimiento por parte de los reyes de Inglaterra de reclamaciones territoriales y feudales en el lado francés del canal de la Mancha; en 1350, Eduardo III había acuartelado sus ejércitos con los de Francia. Por consiguiente, siempre era probable que hubiese motivos engañosos para comenzar la lucha de nuevo, y las oportunidades que ofrecía a los nobles ingleses de obtener botines y dinero por rescates hicieron que la guerra pareciera una inversión viable para muchos de ellos.
A Inglaterra, estas luchas le proporcionaron nuevos elementos para la naciente mitología de la nación (principalmente por las grandes victorias de Crécy y Agincourt) y generaron una desconfianza duradera hacia los franceses. Asimismo, la guerra de los Cien Años fue importante para la monarquía francesa porque contribuyó a poner freno a la fragmentación feudal y derribó un tanto las barreras existentes entre picardos y gascones, normandos y franceses. A largo plazo, la mitología nacional francesa también salió beneficiada; su mayor hito fue el episodio y el ejemplo de Juana de Arco, cuya asombrosa trayectoria acompañó el cambio de equilibrio en la larga lucha contra los ingleses, aunque pocos franceses conocieron su existencia en aquella época. Los dos resultados a largo plazo de la guerra que tuvieron mayor importancia fueron que Crécy condujo poco después a la conquista de Calais por los ingleses y que Inglaterra fue la perdedora a largo plazo. Calais permanecería en poder de los ingleses durante dos siglos y abriría al comercio inglés el camino hacia Flandes, donde un grupo de ciudades fabriles estaban listas para absorber las exportaciones inglesas de lana y, después, de tejidos. La derrota definitiva de Inglaterra significó que su conexión territorial con Francia llegó prácticamente a su fin en el año 1500 (aunque en el siglo XVIII Jorge III poseía todavía el título de «rey de Francia»). Una vez más, Inglaterra se convirtió prácticamente en una isla. A partir de 1453, los reyes franceses pudieron avanzar en la consolidación de su Estado sin verse perturbados por las oscuras reivindicaciones de los reyes de Inglaterra que habían provocado las guerras. Pudieron ponerse a trabajar a sus anchas para imponer su soberanía a los potentados rebeldes. En ambos países, la guerra fortaleció a largo plazo a la monarquía.
El avance hacia una futura consolidación nacional también podía verse en España, donde a finales del siglo XV se alcanzó un grado de unidad que fue sustentado mitológicamente por la Reconquista. Desde el principio, la larga lucha contra el islam dio a la nación española un sabor muy especial debido a su íntima relación con la fe y el fervor cristianos; la Reconquista fue una cruzada que unió a hombres de diferentes orígenes. Toledo se había convertido de nuevo en una capital cristiana a mediados del siglo XII. Cien años después, Sevilla pertenecía al rey de Castilla y la Corona de Aragón gobernaba la gran ciudad árabe de Valencia. En 1340, cuando fue derrotada la última gran ofensiva árabe, el éxito planteó la amenaza de anarquía cuando los turbulentos nobles de Castilla lucharon por hacerse valer. La monarquía se alió con los burgueses de las ciudades. La instauración de un régimen personal más fuerte siguió a la unión de las coronas de Aragón y Castilla merced al matrimonio en 1479 de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, los Reyes Católicos. Esta unificación facilitó la expulsión definitiva de los musulmanes y la creación final de una nación, aunque los dos reinos permanecieron formal y jurídicamente separados durante mucho tiempo. Solo Portugal en la península Ibérica permaneció fuera del marco de la nueva España, y se aferró a una independencia a menudo amenazada por su poderoso vecino.
En Italia y Alemania se encuentran escasos indicios de los respectivos mapas de las futuras naciones. Potencialmente, las reclamaciones de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico fueron una base importante y amplia del poder político. Pero, a partir del año 1300, habían perdido prácticamente todo el respeto especial que se debía a su título. El último alemán que marchó sobre Roma y obligó a que le coronaran emperador lo hizo en 1328, y constituyó un intento fallido. Una de las razones fue la larga disputa mantenida en el siglo XIII entre emperadores rivales, y otra fue la incapacidad de los emperadores para consolidar la autoridad monárquica en sus diversos dominios.
En Alemania, los dominios de las sucesivas familias imperiales solían estar dispersos y desunidos. La elección imperial estaba en manos de los grandes potentados. Una vez elegidos, los emperadores no tenían una capital especial que sirviese como centro de una incipiente nación alemana. Las circunstancias políticas les impulsaron cada vez más a delegar todo el poder que poseían. Las ciudades importantes empezaron a ejercer los poderes imperiales dentro de sus territorios. En 1356, un documento aceptado provisionalmente como un hito en la historia constitucional alemana (aunque solo registraba un hecho comprobado), la Bula de Oro, nombró a siete príncipes electores que asumieron el ejercicio de casi todos los derechos imperiales en sus propias tierras. Su jurisdicción, por ejemplo, fue absoluta a partir de entonces; ningún recurso contra las decisiones de sus tribunales llegaron al emperador.
Una familia austríaca, la casa de Habsburgo o de Austria, subió finalmente al trono imperial. El primer Habsburgo en ser emperador fue elegido en 1273, pero durante mucho tiempo fue un ejemplo aislado. Con el tiempo, su apellido sería inolvidable, pues la grandeza de los Habsburgo proporcionaría emperadores casi sin solución de continuidad desde la subida al trono de Maximiliano I, que fue coronado emperador en 1493 e inauguró la gran época de su casa, hasta el final del imperio en 1806. E incluso después de esa fecha mantuvieron su influencia durante un siglo más como gobernantes de un gran estado. Los Habsburgo comenzaron con una ventaja importante; para ser príncipes alemanes, eran ricos. Pero sus recursos más importantes solo estuvieron disponibles después de un matrimonio que al final les permitió heredar el ducado de Borgoña, el más próspero de los estados europeos del siglo XV y que incluía gran parte de los Países Bajos. Otras herencias y matrimonios añadirían Hungría y Bohemia a sus posesiones. Por primera vez desde el siglo XIII, parecía posible que una unidad política sólida pudiera imponerse en Alemania y Europa central; el interés de la familia Habsburgo por unir los territorios dinásticos diseminados tenía ahora un posible instrumento en la dignidad imperial.
Para entonces, el imperio había dejado de importar prácticamente al sur de los Alpes. La lucha para conservarlo se había complicado hacía tiempo con la política italiana: los contendientes de los feudos que atormentaban las ciudades italianas se llamaban a sí mismos güelfos y gibelinos mucho después de que esos nombres hubieran dejado de significar, como lo habían hecho en otros tiempos, fidelidad al Papa o al emperador, respectivamente. A partir del siglo XIV no hubo dominio imperial alguno en Italia, y los emperadores difícilmente viajaban a la península, excepto para ser entronizados con la corona lombarda. La autoridad imperial era delegada en «vicarios» que convirtieron sus unidades vicarias en entidades tan independientes en la práctica como los electorados de Alemania. Estos gobernantes y sus vicariados recibían títulos, algunos de los cuales perduraron hasta el siglo XIX; el ducado de Milán fue uno de los primeros. Pero otros estados italianos tenían orígenes diferentes. Además del sur normando (el llamado «Reino de las dos Sicilias»), estaban las repúblicas, de las cuales Venecia, Génova y Florencia eran las más importantes.
Las ciudades-república representaban el resultado de dos grandes tendencias a menudo entrelazadas en la antigua historia de Italia, el movimiento «comunal» y el auge de la riqueza comercial. En los siglos X y XI, en gran parte del norte de Italia, las asambleas generales de los ciudadanos se habían transformado en gobiernos efectivos en muchas ciudades. A veces estas asambleas se llamaban a sí mismas parliamenta o, cabría decir, asambleas ciudadanas, y representaban a las oligarquías municipales que se aprovecharon del resurgimiento del comercio que comenzó a percibirse a partir del año 1100. En el siglo XII, las ciudades lombardas se alinearon contra el emperador y le derrotaron. A partir de aquel momento, gobernaron sus propios asuntos internos.
Empezaba una edad de oro para Italia, que duraría hasta el siglo XIV. El mayor beneficiario del resurgimiento del comercio a partir del año 1100 fue Venecia, cuya contribución a esa reactivación resultó importante. Aunque dependía formalmente de Bizancio, Venecia se veía favorecida desde hacía tiempo por el distanciamiento respecto de los problemas de la Europa interior que le permitía su situación geográfica en un grupo de islas situadas en una laguna de aguas poco profundas. La gente ya acudía a ella huyendo de los lombardos. Además de ofrecer seguridad, la geografía también imponía un destino; Venecia, como sus ciudadanos gustarían de recordar después, estaba casada con el mar, y una gran fiesta de la república conmemoraba este hecho desde hacía tiempo mediante el acto simbólico de arrojar un anillo a las aguas del Adriático. Los ciudadanos venecianos tenían prohibido adquirir propiedades en el continente, y concentraban sus energías en el imperio comercial de ultramar. Venecia se convirtió en la primera ciudad de Europa occidental que vivió del comercio. También fue la más próspera saqueadora del imperio de Oriente, y libró y ganó una larga lucha con Génova por la supremacía comercial en dicha zona. Pero había suficiente para todos: Génova, Pisa y los puertos catalanes prosperaron con el resurgimiento del comercio mediterráneo con Oriente.
Gran parte del mapa político de la Europa moderna estaba trazado ya en el año 1500. Portugal, España, Francia e Inglaterra eran reconocibles en su forma moderna, aunque en Italia y Alemania, donde la lengua vernácula definía la idea de nación, no había correspondencia entre la nación y el Estado. Por otra parte, esa institución estaba lejos de disfrutar de la firmeza que después adquirió. Los reyes de Francia no eran reyes de Normandía, sino duques. Los diferentes títulos simbolizaban diferentes poderes jurídicos y prácticos en diversas provincias. Había muchas de tales supervivencias complejas; los vestigios constitucionales impregnaban la idea de la soberanía monárquica, y podían proporcionar excusas para la rebelión. Una explicación del éxito de Enrique VII, el primero de los Tudor, fue que, mediante acertados matrimonios, extrajo gran parte del veneno que quedaba en la enconada lucha de las grandes familias que habían complicado a la corona inglesa en la guerra de las Dos Rosas del siglo XV, pero aún llegarían otras rebeliones feudales.
Había aparecido una limitación al poder monárquico que tenía un aspecto claramente moderno. En los siglos XIV y XV, pueden encontrarse los primeros ejemplos de los organismos representativos de carácter parlamentario que son tan característicos del Estado moderno. El más famoso de ellos, el Parlamento inglés, era el más maduro en el año 1500. Sus orígenes son complejos y han sido objeto de grandes debates. Una de sus raíces es la tradición germánica, que imponía a un gobernante la obligación de dejarse aconsejar por sus grandes hombres y de actuar siguiendo tales recomendaciones. La Iglesia también era un temprano exponente de la idea representativa, de la que hacía uso, entre otras cosas, para obtener impuestos para el papado. Era también un mecanismo que unía a las ciudades con los monarcas; en el siglo XII, los representantes de las ciudades italianas eran convocados a la Dieta del imperio. Al terminar el siglo XIII, la mayoría de los países habían conocido ejemplos de convocatorias de representantes con plenos poderes para asistir a asambleas organizadas por los príncipes a fin de encontrar nuevas fórmulas de recaudación de impuestos.
Este era el meollo del asunto. El nuevo (y más costoso) Estado debía obtener nuevos recursos. Una vez convocados, los príncipes descubrieron que los órganos representativos tenían otras ventajas. Permitían escuchar las voces de gente distinta de los potentados. Proporcionaban información de ámbito local y tenían un valor propagandístico. En algunos se planteó incluso la idea de que la recaudación de impuestos requería el consentimiento y de que alguien distinto de la nobleza tenía interés y, por consiguiente, debía tener voz en la administración del reino. Fueron pasos decisivos para una futura democracia.

Trabajo y vida
A partir del año 1000, aproximadamente, otro cambio fundamental se puso en marcha en Europa: comenzó a ser más rica. En consecuencia, fueron más los hombres que empezaron a adquirir lentamente una libertad de elección prácticamente desconocida en épocas anteriores; la sociedad se volvió más variada y compleja. A pesar de su lentitud, fue una revolución; la riqueza comenzó a crecer por fin con mayor rapidez que la población. Esta mejora no fue evidente en modo alguno en todas partes ni en la misma medida, y estuvo empañada por un grave retroceso en el siglo XIV. Sin embargo, el cambio fue decisivo y lanzó a Europa a una carrera de crecimiento económico que perduraría hasta nuestros días.
Un índice rudimentario pero en modo alguno engañoso es el crecimiento demográfico. Solo podemos realizar estimaciones aproximadas, pero estas se basan en datos más fiables que los disponibles para cualquier período anterior. Es improbable que los errores que contienen distorsionen en gran medida la tendencia general. Los datos indican que una Europa de unos 40 millones de personas en el año 1000 creció hasta los 60 millones en los dos siglos siguientes. Parece ser que, posteriormente, el crecimiento se aceleró todavía más, hasta alcanzar un punto máximo de aproximadamente 73 millones de habitantes hacia el año 1300, después del cual existen indudables pruebas de declive. Se intuye que la población total descendió hasta unos 50 millones en 1360, y no comenzó a aumentar hasta los albores del siglo XV. Después comenzó a crecer de nuevo, y el incremento global no se ha interrumpido.
Naturalmente, la tasa de crecimiento variaba incluso de una aldea a otra. Los territorios del Mediterráneo y de los Balcanes no lograron duplicar su población en cinco siglos, y en 1450 habían vuelto a descender hasta niveles solo ligeramente superiores a los del año 1000. Lo mismo parece ser cierto en el caso de Rusia, Polonia y Hungría. Sin embargo, Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia triplicaron probablemente su población antes del año 1300, y tras sufrir graves retrocesos en los cien años siguientes, seguían duplicando la población del año 1000. Dentro de cada país también podían existir contrastes entre zonas muy cercanas entre sí, pero el efecto global es indiscutible; la población creció en términos generales como en ninguna época anterior, aunque de modo desigual, con un aumento mayor en el norte y el oeste que en el Mediterráneo, los Balcanes y Europa oriental.
La explicación del crecimiento demográfico reside en el suministro alimentario y, por consiguiente, en la agricultura, que durante mucho tiempo fue la única fuente importante de nueva riqueza. Para obtener más alimentos, era necesario cultivar más tierras y aumentar su productividad. De este modo comenzó el aumento de la producción de alimentos, que ha continuado desde entonces. Europa tenía grandes ventajas naturales (que ha conservado) en sus temperaturas moderadas y sus precipitaciones favorables, y estos factores, unidos al relieve físico, cuya característica predominante es una extensa llanura septentrional, le han dado siempre una gran superficie de tierra agrícola potencialmente productiva. Grandes extensiones de territorio que aún eran salvajes y estaban cubiertas de bosques en el año 1000, comenzaron a cultivarse en los siglos siguientes.
La tierra no faltaba en la Europa medieval, y una población creciente proporcionaba la mano de obra necesaria para roturarla y labrarla. Aunque lentamente, el paisaje cambió. Los grandes bosques se reducían gradualmente a medida que las aldeas ampliaban sus campos de cultivo. En algunos lugares, los terratenientes y los gobernantes fundaban deliberadamente nuevas colonias. La construcción de un monasterio en un punto remoto —como muchos se construyeron— era a menudo el nacimiento de un nuevo núcleo de cultivo o ganadería en un desierto casi vacío de maleza y árboles. Algunas tierras nuevas se ganaban al mar o a las zonas pantanosas. En el este, muchas fueron confiscadas como consecuencia de la colonización del primer Drang nach Osten alemán. La colonización en los territorios orientales fue fomentada de modo tan deliberado como lo sería después en la Inglaterra isabelina, durante la primera época de la colonización de América del Norte.
La irrupción en nuevas tierras se frenó hacia el año 1300. Se advertían incluso señales de un exceso de población. El primer gran aumento de la tierra de labor y de pastoreo había terminado, y había tenido lugar un imprescindible incremento de la productividad. Algunos afirman que, en algunos lugares, se llegó a duplicar la producción. Este aumento fue en parte el resultado del lento incremento de los cultivos, la consecuencia de la alternancia de barbecho y siembra, del lento enriquecimiento del suelo, pero también se habían introducido nuevos cultivos. Aunque el de cereales seguía siendo la principal actividad de los agricultores del norte de Europa, la aparición de diversos tipos de legumbres en grandes cantidades a partir del siglo X supuso la devolución de una cantidad superior de nitrógeno al suelo. En el siglo XIII, aparecen los primeros manuales de práctica agraria y la primera contabilidad agrícola, una innovación monástica. El cultivo más especializado conllevó la tendencia a emplear peones asalariados en vez de siervos que realizaban un trabajo obligatorio. En el año 1300, es probable que la mayoría de los siervos domésticos de Inglaterra fuesen reclutados y pagados como mano de obra libre, y probablemente también un tercio de los campesinos. Los vínculos de servidumbre se relajaban, y una economía monetaria se propagaba lentamente por el medio rural.
Algunos campesinos se beneficiaron de la incipiente economía fiscal, pero el aumento de la riqueza iba a parar normalmente al terrateniente, que se llevaba la mayor parte de los beneficios. La mayoría de los campesinos seguían llevando unas vidas pobres y fatigosas, comiendo pan de mala calidad y diversas gachas de cereales, sazonadas con hortalizas y solo ocasionalmente con pescado o carne. Los cálculos sugieren que consumían alrededor de dos mil calorías diarias (cifra que coincide aproximadamente con la calculada para la ingestión diaria media de un ciudadano sudanés en 2004), y esta dieta debía sostenerlos para el intenso trabajo. Si cultivaban trigo no comían la harina, sino que la vendían a las personas de mejor posición económica, y guardaban la cebada o el centeno para alimentarse. Tenían poco margen para la mejora personal. Aun cuando el control jurídico de su señor a través del trabajo vinculado se hizo menos firme, dicho amo conservaba el monopolio práctico de los molinos y las carretas, que los campesinos necesitaban para trabajar la tierra. Los «aranceles» o impuestos por protección se recaudaban sin distinguir entre propietarios de alodios y arrendatarios, y apenas podía oponerse resistencia.
El aumento de los cultivos comerciales con destino a unos mercados cada vez más numerosos transformó gradualmente el señorío autosuficiente en una unidad que producía para la venta. Sus mercados se encontraban en las ciudades, que crecieron sin cesar entre los años 1100 y 1300; la población urbana aumentó con mayor rapidez que la rural. Se trata de un fenómeno complejo. La nueva vida urbana era en parte un resurgimiento paralelo al del comercio, y en parte un reflejo del crecimiento demográfico. Decidir qué fue primero es evocar el problema del huevo y la gallina. Algunas nuevas ciudades crecieron en torno a un castillo o un monasterio. En algunos casos, esto condujo a la fundación de un mercado. Muchas nuevas ciudades, especialmente en Alemania, se establecían deliberadamente como colonias. En conjunto, las ciudades antiguas crecieron —París debía de tener unos 80.000 habitantes en 1340, y Venecia, Florencia y Génova eran probablemente comparables—, pero pocas eran tan grandes. En la Alemania del siglo XIV, solo había quince ciudades de más de 10.000 habitantes, y Londres, con unos 35.000, era por aquel entonces la ciudad inglesa más poblada con diferencia. De las grandes ciudades medievales, solo las del sur habían sido centros romanos importantes. Las nuevas ciudades tendían a estar vinculadas claramente a las posibilidades económicas. Eran mercados, o se alzaban en grandes rutas comerciales como los ríos Mosa y Rin, o se agrupaban en una zona de producción especializada como Flandes, donde, ya a finales del siglo XII, Ypres, Arras y Gante eran célebres por la manufactura de tejidos, o Toscana, también una región productora de paños. El vino era una de las principales mercancías agrícolas que ocupaba un lugar preponderante en el comercio internacional, hecho que respaldó el desarrollo temprano de Burdeos. Los puertos se convertían a menudo en centros metropolitanos de las regiones marítimas, como en el caso de Génova y Brujas.
La reactivación comercial fue más visible en Italia, donde el comercio con el mundo exterior fue reanudado, sobre todo, por Venecia. En aquel gran centro comercial, las actividades bancarias se separaron por vez primera del cambio de moneda. A mediados del siglo XII, cualquiera que fuese la situación política del momento, los europeos disfrutaban de un comercio continuo no solo con Bizancio, sino también con el Mediterráneo árabe. Más allá de esos límites, un mundo más amplio también se veía afectado. A comienzos del siglo XIV, el oro transahariano procedente de Mali palió la escasez de ese metal en lingotes en Europa. En aquella época, los mercaderes italianos actuaban desde hacía tiempo en Asia central y China. Vendían esclavos procedentes de Alemania y Europa central a los árabes de África y del Mediterráneo oriental. Compraban paños flamencos e ingleses y los llevaban a Constantinopla y el mar Negro. En el siglo XIII se realizó el primer viaje por mar de Italia a Brujas, trayecto para el que hasta entonces se habían utilizado el Rin, el Ródano y las rutas terrestres. Se construyeron carreteras a través de los pasos alpinos. El comercio alimentaba al comercio, y las ferias del norte de Europa atraían a otros mercaderes del nordeste. Las ciudades alemanas de la Hansa, la liga que controlaba el Báltico, ofrecían una nueva salida para los tejidos de Occidente y las especias de Oriente. No obstante, el coste del transporte terrestre siempre era alto; enviar mercancía de Cracovia a Venecia por tierra cuadriplicaba el precio.
La geografía económica de Europa se revolucionó a través del comercio. En Flandes y los Países Bajos, el resurgimiento económico no tardó en generar una población lo bastante numerosa como para estimular la innovación agrícola. Las ciudades que pudieron escapar a los monopolios paralizadores de los primeros centros fabriles, disfrutaron con mayor rapidez de la nueva prosperidad. Uno de los resultados visibles fue una gran oleada de edificación. No fueron solo las casas y las sedes de los gremios de unas ciudades que estrenaban prosperidad, sino que la actividad constructora dejó también un glorioso legado en las iglesias de Europa, no solo las grandes catedrales, sino la multitud de magníficas iglesias.
La construcción fue una expresión fundamental de la tecnología medieval. La arquitectura de una catedral planteaba problemas de ingeniería tan complejos como los de un acueducto romano; en su resolución, el ingeniero se destacó de los artesanos medievales. La tecnología medieval no era científica en el sentido moderno, pero alcanzó grandes cotas mediante la acumulación de experiencia y de reflexión sobre ella. Posiblemente, su logro más importante fue el aprovechamiento de otras formas de energía para suplir el trabajo de los músculos y, por consiguiente, para desplegar la energía muscular de manera más eficaz y productiva. Así, el torno, la polea y el plano inclinado facilitaron el traslado de cargas pesadas, aunque el cambio fue más evidente en la agricultura, en la que las herramientas metálicas habían comenzado a generalizarse a partir del siglo X. El arado de hierro había permitido labrar los suelos más duros de los valles; como era necesaria una pareja de bueyes para tirar de él, el paso siguiente fue la adopción de un yugo más eficaz y, con él, una tracción más eficiente. El balancín y la collera para el caballo también hicieron posible transportar cargas más pesadas. No hubo muchas innovaciones, pero fueron suficientes para permitir un considerable aumento del control de los agricultores sobre la tierra. También impusieron nuevas exigencias. El uso de caballos suponía la necesidad de cultivar más grano para alimentarlos, y esto condujo a nuevas rotaciones de cultivos.
Otra innovación fue la propagación de la molienda; tanto los molinos de viento como los de agua, conocidos primero en Asia, se habían difundido por Europa ya en el año 1000. En los siglos siguientes se destinaron cada vez a más usos. El viento sustituyó a menudo a la fuerza muscular para moler alimentos, como ya había hecho en la evolución de unas embarcaciones mejores. Cuando era posible, el agua se utilizaba para suministrar energía para otras actividades industriales. Hacía funcionar los martillos tanto para abatanar como para forjar (aquí la invención del cigüeñal fue de la máxima importancia), un elemento esencial en la gran expansión de la industria metalúrgica europea en el siglo XV, estrechamente relacionada, además, con el aumento de la demanda para una innovación tecnológica de un siglo atrás, la artillería. Los mazos movidos por agua se utilizaban también para la fabricación de papel. La invención de la imprenta dio pronto a esta industria una importancia que podría haber superado incluso a la de la nueva metalurgia de Alemania y Flandes. La imprenta y el papel también tenían su propio potencial revolucionario, porque los libros permitieron la difusión de técnicas con mayor rapidez y facilidad. Algunas innovaciones fueron tomadas simplemente de otras culturas; así, la rueca llegó a la Europa medieval desde la India (aunque la aplicación de un pedal para impulsarla con el pie parece que fue un invento europeo del siglo XVI).
Con independencia de las matizaciones que sea necesario efectuar, es evidente (aunque solo sea a partir de los hechos que siguieron) que en 1500 se disponía de una tecnología que ya se expresaba en una cuantiosa inversión de capital. Hacía más fácil que en cualquier época precedente la acumulación de nuevos capitales para las empresas de manufactura. La disponibilidad de este capital debió de ser mayor, por otra parte, a medida que los nuevos mecanismos facilitaban las actividades. Los italianos de la Edad Media inventaron gran parte de la contabilidad moderna, así como nuevos instrumentos de crédito para la financiación del comercio internacional. La letra de cambio aparece en el siglo XIII, y con ella y con los primeros banqueros auténticos nos hallamos al borde del capitalismo moderno. La responsabilidad limitada aparece en Florencia en 1408. Pero, aunque semejante cambio con respecto al pasado era implícitamente colosal, es fácil exagerarlo si no recordamos su escala. A pesar de la magnificencia de sus palacios, las mercancías transportadas en un año por las embarcaciones de la Venecia medieval podrían haberse cargado cómodamente en un solo buque moderno de grandes dimensiones.
A pesar de los avances, los cambios económicos también fueron precarios. Durante siglos, la vida económica fue frágil, y siempre estuvo al borde del hundimiento. La agricultura medieval, a pesar de los progresos realizados, padecía una ineficiencia atroz. Maltrataba la tierra y la agotaba. Se le restituía poco de forma deliberada a excepción de estiércol. A medida que resultó más difícil encontrar nuevas tierras, las propiedades familiares se volvieron más pequeñas; es probable que la mayoría de las familias europeas cultivasen menos de tres hectáreas alrededor del año 1300. Solo en un número reducido de lugares (el valle del Po era uno de ellos) se efectuaron grandes inversiones en regadíos colectivos o en mejoras. Sobre todo, la agricultura era vulnerable a la meteorología; dos malas cosechas seguidas a comienzos del siglo XIV redujeron la población de Ypres en un 10 por ciento. La hambruna a escala local casi nunca podía compensarse mediante importaciones. Los caminos se habían deteriorado desde la época romana, las carretas eran rudimentarias y, en su mayor parte, las mercancías debían transportarse a lomos de caballos o mulas. El transporte por vía marítima o fluvial era más barato y rápido, pero casi nunca podía satisfacer las necesidades. El comercio también podía tener sus dificultades políticas; la invasión otomana causó una recesión gradual en el comercio con Oriente en el siglo XV. La demanda era todavía lo bastante reducida como para que un cambio muy pequeño determinase el destino de las ciudades; así, la producción de tejidos en Florencia e Ypres se redujo en dos tercios en el siglo XIV.
Es muy difícil generalizar, pero hay un aspecto sobre el que no existe duda alguna: en el siglo XIV tuvo lugar un retroceso grande y acumulativo. Se registró un súbito aumento de la mortalidad, que no se produjo en todas partes al mismo tiempo, pero que fue notable en muchos lugares tras una serie de malas cosechas hacia el año 1320. El fenómeno se inició con un lento descenso de la población, que súbitamente se convirtió en una catástrofe con la aparición de enfermedades epidémicas a las que a menudo se denomina con el nombre de una de ellas, la «peste negra» de 1348-1350, que fue el brote más mortífero pero que sin duda ocultó muchas otras enfermedades mortales que azotaron Europa al mismo tiempo y en fechas posteriores. Los europeos también morían de tifus, gripe y viruela, enfermedades que contribuyeron a una gran catástrofe demográfica. En algunas zonas llegó a morir la mitad o un tercio de la población; se ha calculado que, en Europa en conjunto, el total de víctimas mortales ascendió a la cuarta parte de la población. Una investigación papal situó la cifra en más de 40 millones. Toulouse era una ciudad de 30.000 habitantes en 1335, y un siglo después solo vivían en ella 8.000 personas; 1.400 murieron en tres días en Aviñón.
No había un modelo universal, pero toda Europa se estremeció bajo estos golpes. En casos extremos, estalló una especie de locura colectiva. Los pogromos de judíos eran una expresión corriente de la búsqueda de chivos expiatorios o de los culpables de propagar la peste; la ejecución en la hoguera de brujas y herejes fue otra. La psique europea llevó una cicatriz durante el resto de la Edad Media, que vivió obsesionada por las imágenes de la muerte y la condenación en la pintura, la escultura y la literatura. La fragilidad del orden establecido ilustraba la precariedad del equilibrio entre alimentos y población. Cuando las enfermedades mataban a un número suficiente de personas, la producción agrícola podía hundirse, y entonces los habitantes de las ciudades podían morir de hambre si no lo habían hecho ya de peste. Es probable que un período de estancamiento de la productividad se hubiese alcanzado ya hacia el año 1300. Tanto las técnicas disponibles como las nuevas tierras fácilmente accesibles para el cultivo habían llegado a un límite, y algunos estudiosos han encontrado indicios de que la presión demográfica seguía de cerca los pasos de los recursos ya en esa fecha. De todo esto se derivó el enorme retroceso del siglo XIV y, después, la lenta recuperación en el XV.
No es sorprendente que una época de convulsiones y catástrofes tan colosales estuviese marcada por violentos movimientos sociales. En los siglos XIV y XV, tuvieron lugar en toda Europa levantamientos campesinos. La jacquerie francesa del año 1358, que ocasionó más de 30.000 muertes, y la revuelta de los campesinos ingleses en 1381, que durante algún tiempo tuvieron la ciudad de Londres en su poder, fueron especialmente notables. Las raíces de la rebelión se hallaban en el aumento de las exigencias de los terratenientes, espoleados por la necesidad, y en las nuevas demandas de los recaudadores de impuestos reales. Unidas al hambre, la peste y la guerra, hicieron intolerable una existencia siempre miserable. «Hemos sido hechos hombres a semejanza de Cristo, pero nos tratáis como a bestias salvajes», era la queja de los campesinos ingleses que se rebelaron en 1381. No deja de ser significativo que apelasen a las normas cristianas de su civilización.
Una catástrofe demográfica de tal magnitud hizo que, paradójicamente, mejorasen las cosas para algunos pobres. Un resultado obvio e inmediato fue la grave escasez de mano de obra; la reserva de subempleados permanentes se había agotado brutalmente. La consecuencia fue el aumento de los salarios reales. Una vez absorbido el impacto inmediato de las catástrofes del siglo XIV, es posible que el nivel de vida de los pobres mejorase ligeramente, pues el precio de los cereales tendió a bajar. La tendencia de la economía, incluso en el medio rural, a avanzar hacia una base monetaria se aceleró merced a la escasez de mano de obra. En el siglo XVI, la mano de obra sierva y el estatus servil habían perdido mucho terreno en Europa occidental, especialmente en Inglaterra. Este hecho debilitó la estructura señorial, y las relaciones feudales se agruparon a su alrededor. Asimismo, los terratenientes hubieron de enfrentarse súbitamente a la caída de sus ingresos en concepto de rentas. En los dos siglos anteriores, los hábitos de consumo de las personas de posición económica más desahogada se habían encarecido, y luego los dueños de propiedades dejaron súbitamente de acumular más prosperidad. Algunos terratenientes se adaptaron. Pudieron, por ejemplo, pasar del cultivo, que requería mucha mano de obra, a la cría de ovejas, que requería poca. En España, existía todavía la posibilidad de tomarlas y vivir directamente de ellas. Las propiedades de los musulmanes eran la recompensa del soldado de la Reconquista. En otros lugares, muchos terratenientes se limitaron a dejar que las tierras más pobres pasasen a ser eriales.
Es muy difícil precisar las consecuencias, pero no cabe duda de que iban a estimular cambios sociales nuevos y más rápidos. La sociedad medieval cambió espectacularmente, y a veces de manera dispar, entre los siglos X y XVI. Incluso al final de aquella época, sin embargo, dicha transformación parecía todavía casi inimaginablemente remota. La obsesión por el estatus y la jerarquía es una muestra de esta afirmación. El hombre europeo medieval se definía por su estatus jurídico. En vez de ser un átomo social individual, por así decirlo, era el punto en el que convergían varias coordenadas. Algunas de ellas venían determinadas por el nacimiento, cuya expresión más evidente era la idea de nobleza. La sociedad noble, que seguiría siendo una realidad en algunos lugares hasta el siglo XX, estaba presente ya en sus elementos esenciales en el siglo XIII. Gradualmente, los guerreros se habían transformado en terratenientes. A partir de ese momento, el linaje adquirió importancia porque había herencias por las que litigar. Un indicio de ello fue el auge de las ciencias de la heráldica y la genealogía, que han disfrutado de una vida próspera hasta nuestros días. El primer duque inglés fue nombrado en 1337, como expresión de la tendencia a encontrar fórmulas para destacar a los mayores potentados de entre sus pares. Las cuestiones simbólicas relativas a la preeminencia fueron objeto de un intenso interés; estaba en juego el rango. De aquí nació el horror al menosprecio, a la pérdida de estatus que podía producirse para una mujer como consecuencia de un matrimonio desigual o, para un hombre, de la contaminación por una ocupación baja. Durante siglos, se daría por supuesto que solo las armas, la Iglesia o la administración de las propiedades eran ámbitos de trabajo aptos para los nobles en la Europa septentrional. El comercio, sobre todo, les estaba vedado, salvo a través de agentes. Incluso cuando, siglos después, esta barrera desapareció, la hostilidad hacia el comercio minorista fue lo último que abandonaron quienes se preocupaban por estas cosas. Cuando un rey francés del siglo XVI llamó a su pariente portugués «el rey tendero», se mostró al mismo tiempo grosero y ocurrente, y sin duda sus cortesanos supieron apreciar la sorna del comentario.
Los valores de la nobleza eran, en el fondo, militares. A través de su perfeccionamiento gradual, surgieron lentamente las ideas de honor, lealtad y sacrificio desinteresado que resultarían válidas como modelo durante siglos para los niños y las niñas de buena cuna. El ideal de la caballería articuló estos valores y suavizó la severidad de los códigos militares. Fue bendecido por la Iglesia, que proporcionó ceremonias religiosas para acompañar la concesión del título de caballero y la aceptación de los deberes cristianos por parte de estos. La figura heroica que llegó a encarnar dicha idea sobre todas las demás fue el mitológico rey inglés Arturo, cuyo culto se propagó a muchos territorios, y que perduraría en el ideal del caballero y en el comportamiento caballeresco, aunque con matizaciones en la práctica.
Naturalmente, este ideal nunca funcionó como debería haberlo hecho. Las presiones de la guerra y, de modo más fundamental, la economía, actuaron siempre para fragmentar y confundir las obligaciones sociales. La creciente irrealidad de los conceptos feudales de señor y vasallo fue uno de los factores que favorecieron el desarrollo del poder del rey. La llegada de una economía monetaria posibilitó nuevos avances, el servicio tenía que pagarse en metálico cada vez en un mayor número de casos, y las rentas llegaron a ser más importantes que los servicios que las habían acompañado. Algunas fuentes de ingresos feudales permanecieron fijas, de modo que los cambios registrados en los precios reales las hicieron inútiles. Los juristas desarrollaron mecanismos que permitían la realización de nuevos objetivos dentro de una estructura «feudal» cada vez más irreal y carcomida.
La nobleza medieval había estado abierta durante mucho tiempo a la incorporación de nuevos integrantes, pero, normalmente, esta actitud fue cada vez menos cierta a medida que pasaba el tiempo. En algunos lugares se intentó realmente cerrar para siempre una casta dominante. Pero la sociedad europea generaba en todo momento nuevos tipos de riqueza e incluso de poder que no podían encontrar un lugar en las antiguas jerarquías y las desafiaban. El ejemplo más obvio fue la aparición de ricos mercaderes. A menudo estas personas compraban tierras; no solo era la inversión económica suprema en un mundo en el que había pocas, sino que estas adquisiciones también podían preparar el terreno para un cambio de estatus para el que la posesión de tierras era una necesidad legal o social. En Italia, los mercaderes llegaron a convertirse incluso en la nobleza de las ciudades comerciales y fabriles. En todas partes, sin embargo, plantearon un desafío simbólico a un mundo que, de entrada, no tenía un lugar teórico para ellos. Pronto desarrollaron sus propias formas sociales, gremios, ocupaciones, corporaciones y distintas especialidades profesionales, que dieron nuevas definiciones a su función social.
El auge de la clase comerciante se produjo prácticamente en función del crecimiento de las ciudades; es decir, los comerciantes estuvieron indisolublemente unidos al elemento más dinámico de la civilización europea medieval. Sin darse cuenta de ello, al menos al principio, las ciudades guardaban dentro de sus murallas gran parte de la historia futura de Europa. Aunque su independencia presentaba grandes variaciones de hecho y de derecho, el movimiento comunal italiano tuvo paralelos en otros países. Las ciudades del este de Alemania eran especialmente independientes, lo cual ayuda a explicar la aparición en ellas de la poderosa Liga Hanseática, que integraba a casi cien ciudades libres. Las ciudades flamencas también tendían a disfrutar de un alto grado de libertad, mientras que el de las ciudades francesas e inglesas solía ser menor. Sin embargo, los señores de todos los países buscaban el apoyo de las ciudades contra los reyes, mientras que los reyes buscaban el apoyo de los habitantes de las ciudades y su riqueza contra unos súbditos excesivamente poderosos. Los monarcas otorgaron cartas y privilegios a las ciudades. Las murallas que rodeaban la ciudad medieval eran el símbolo y la garantía de su inmunidad. El mandato de los terratenientes no era válido en ellas, y a veces su implicación antifeudal fue incluso más explícita; los siervos de la gleba, por ejemplo, podían adquirir su libertad en algunas ciudades si vivían en ellas durante un año y un día. «El aire de la ciudad contribuye a hacer libre», decía un proverbio alemán. Las comunas y, dentro de ellas, los gremios eran asociaciones de hombres libres durante mucho tiempo aislados en un mundo no libre. El burgués, es decir, el habitante de un burgo, era un hombre que se valía por sí mismo en un universo de dependencia. Con el intercambio y la compraventa se lograron satisfacer las necesidades.
Gran parte de estos aspectos de la historia de la aparición de la burguesía continúan siendo oscuros porque es en su mayor parte la historia de hombres oscuros. Los comerciantes adinerados que se convirtieron en las figuras típicamente dominantes de la nueva vida urbana y lucharon por sus privilegios corporativos son perfectamente visibles, pero sus predecesores más humildes no suelen serlo. En épocas anteriores, un comerciante podía ser poco más que el buhonero que comerciaba con objetos exóticos y de lujo que el estamento europeo medieval no podía proporcionarse por sí mismo. El intercambio comercial ordinario durante mucho tiempo apenas necesitó de intermediarios; los artesanos vendían sus productos y los agricultores, sus cultivos. Sin embargo, de alguna manera surgieron en las ciudades hombres que comerciaban entre estas y el campo, y sus sucesores serían hombres que utilizarían capital para ordenar de antemano toda la actividad productiva para el mercado.
En el florecimiento de la vida urbana está enterrado también mucho de lo que hace que la historia de Europa sea diferente de la de otros continentes. Ni en el mundo de la Antigüedad (excepto, quizá, la Grecia clásica) ni en Asia o América, la vida urbana desarrolló el poder político y social que llegaría a manifestar en Europa. Una de las razones de esta singularidad era la ausencia de imperios destructivamente parásitos de conquista que minasen la voluntad de mejora; la duradera fragmentación política de Europa hizo que los gobernantes tuviesen buen cuidado de no matar la gallina de los huevos de oro que necesitaban para competir con sus rivales. Un gran saqueo de una ciudad era un acontecimiento notable en la Edad Media europea, mientras que constituía el acompañamiento inevitable y recurrente de la guerra en gran parte de Asia. Pero también debió de ser importante el hecho de que, a pesar de su obsesión por el estatus, en Europa no había un sistema de castas como en la India, ni una homogeneidad ideológica embotadora tan intensa como la de China. Aun en los casos en que eran ricos, los habitantes de ciudades de otras culturas parecían haber consentido su propia inferioridad. El comerciante, el artesano, el jurista y el doctor tenían su papel en Europa, sin embargo, por lo que desde muy pronto fueron algo más que simples apéndices de la sociedad poseedora de tierras. Su sociedad no estaba cerrada al cambio y el progreso; ofrecía caminos para la mejora personal distintos de los del guerrero o el favorito de la corte. Los habitantes de las ciudades eran iguales y libres, aunque unos fuesen más iguales que otros.
No debería sorprendernos el hecho de que la libertad práctica, jurídica y personal fuese mucho mayor para los hombres que para las mujeres, aunque aún había personas de ambos sexos que estaban en el fondo de la sociedad privadas legalmente de libertad. Las mujeres sufrían, en comparación con los hombres, importantes desventajas legales y sociales, como había sucedido en todas las civilizaciones que habían existido. Sus derechos a la herencia a menudo estaban restringidos; podían heredar un feudo, por ejemplo, pero no podían disfrutar del señorío privado, y debían designar a unos hombres para que desempeñasen las obligaciones que ello implicaba. En todas las clases por debajo de la más alta, las mujeres debían realizar muchos trabajos rutinarios; en rigor de verdad, hasta el siglo pasado la mujer campesina europea trabajaba en la tierra del mismo modo que las campesinas lo hacen hoy en África y Asia.
En el sometimiento de la mujer había elementos teóricos, a los que la Iglesia hizo una gran contribución. En parte se trataba de su postura tradicionalmente hostil hacia la sexualidad. Su doctrina nunca había podido encontrar justificación alguna al sexo, excepto el vínculo con la reproducción de la especie. Al considerar a la mujer el origen de la caída del hombre y una tentación permanente a la concupiscencia (no olvidemos que se considera a Eva la culpable del pecado original), la Iglesia apoyaba decididamente la dominación de la sociedad por el hombre. Para explicar este miedo de la sociedad medieval a la mujer, August Mackay hace una especie de ecuación: útero = madre = procreación = fornicación = irracionalidad = peligro. Esta asociación de ideas prejuiciosas de la Iglesia llevaron a considerar que la mujer carecía de alma. Pero otras sociedades han hecho más para recluir y oprimir a la mujer que la cristiandad, y la Iglesia al menos ofrecía a la mujer la única alternativa respetable a la domesticidad disponible hasta la época moderna; la historia de las religiosas está salpicada de eminentes mujeres en el campo del saber, la espiritualidad y las dotes administrativas. La posición de al menos una minoría conocida de mujeres también fue mejorada ligeramente por la idealización de la mujer en los códigos de conducta caballerescos de los siglos XIII y XIV cuya manifestación literaria más conocida la encontramos en el Quijote y en otros libros de caballerías.
Pero tales ideas pudieron influir en muy pocos. Entre ellas mismas, las mujeres de la Europa medieval eran más iguales antes de la muerte que las ricas y las pobres en el Asia actual, pero también lo eran los hombres. Parece ser que las mujeres vivían menos tiempo que los hombres, y los frecuentes confinamientos y una mortalidad elevada explican sin duda este aspecto. La obstetricia medieval seguía arraigada, como otras ramas de la medicina, en Aristóteles y Galeno; no se disponía de nada mejor. Pero los hombres también morían jóvenes. Tomás de Aquino solo vivió cuarenta y siete años, y hoy no se piensa que la filosofía fuese una actividad físicamente agotadora. Esta era más o menos la edad que un hombre de veinte años en una ciudad medieval podía esperar alcanzar en circunstancias normales; tenía suerte de haber llegado ya hasta esa edad y de haber escapado del atroz número de víctimas de la mortalidad infantil (principalmente la de los bebés durante el parto) que imponía una vida media de unos treinta y tres años y una tasa de mortalidad que aproximadamente con objetividad duplicaba la de los países industriales modernos.
Esto nos recuerda una última novedad en la enorme variedad de la Edad Media, que nos dejó el medio para medir un poco más las dimensiones de la vida humana. De estos siglos provienen las primeras colecciones de datos sobre los cuales pueden efectuarse estimaciones razonadas. Cuando en el año 1087 los funcionarios de Guillermo el Conquistador cabalgaron por Inglaterra para interrogar a sus habitantes y anotar su estructura y riqueza en el Domesday Book, estaban señalando sin saberlo el camino hacia una nueva era. Otras colecciones de datos, normalmente con fines tributarios, seguirían en los siglos posteriores. Algunas han llegado hasta nuestros días, junto con las primeras relaciones que reducen la agricultura y los negocios a cantidades. Gracias a ellas, los historiadores pueden hablar de la sociedad medieval tardía con algo más de seguridad que sobre cualquier otra época anterior.

11. Nuevos límites, nuevos horizontes
Hasta tiempos muy recientes, en Oriente Próximo se empleaba para designar a los europeos el término «francos», que se había utilizado por vez primera en Bizancio para denominar a los cristianos de Occidente. La palabra se impuso en otros lugares, y mil años después continuaba usándose en diversas distorsiones y distintas pronunciaciones incorrectas desde el golfo Pérsico hasta China. Este hecho es algo más que una simple curiosidad histórica, pues nos sirve de útil recordatorio de que los no europeos captaron desde el principio la unidad, no la diversidad, de los pueblos occidentales, y de que durante mucho tiempo pensaron que era uno solo.

Europa se asoma al exterior
Las raíces de la idea de la unidad europea pueden observarse incluso en los remotos comienzos del largo y victorioso asalto de Europa sobre el mundo, cuando comenzó a percibirse finalmente la relajación de la presión sobre sus tierras fronterizas del este y sus costas septentrionales. Hacia el año 1000, los bárbaros fueron contenidos, comenzando poco después su cristianización. En un breve lapso de tiempo, Polonia, Hungría, Dinamarca y Noruega serían gobernados por reyes cristianos. Es cierto que aún quedaba por llegar una última gran amenaza, la invasión de los mongoles, pero en aquellas fechas esto era inimaginable. También en el siglo XI había comenzado ya el retroceso del islam. La amenaza islámica para los europeos del sur disminuyó debido al declive en el que había caído el poderoso califato abasí en los siglos VIII y IX.
La lucha contra el islam continuaría enérgicamente hasta el siglo XV. Su unidad y su fervor venían dados por la religión, la fuente más profunda de la conciencia de la propia identidad europea. El cristianismo unía a los hombres en una gran empresa moral y espiritual. Pero esto solo era una cara de la moneda. También ofrecía una licencia para los apetitos predadores de la clase militar que dominaba la sociedad laica. Podían saquear a los paganos con la conciencia tranquila. Los normandos estuvieron a la vanguardia, tomando el sur de Italia y la Sicilia de los árabes, una labor que había culminado efectivamente en el año 1100. (De paso, se apropiaron también de las últimas posesiones bizantinas en Occidente.) La otra gran lucha que se desarrollaba en Europa contra el islam era la epopeya española, la Reconquista, cuyo momento culminante tuvo lugar en 1492, cuando Granada, la última capital musulmana de España, sucumbió ante los ejércitos de los Reyes Católicos.
Los españoles habían considerado siempre la Reconquista como una causa religiosa, y, como tal, desde su comienzo en el siglo XI había atraído a guerreros de toda Europa. La Reconquista se había beneficiado del mismo resurgir religioso y de la misma aceleración del vigor en Occidente que se expresaron en una serie de grandes empresas en Palestina y Siria. Las cruzadas, como después se llamarían, se prolongaron durante más de dos siglos, y aunque no alcanzaron su objetivo de liberar los Santos Lugares del dominio islámico, dejarían profundas huellas no solo en el Levante mediterráneo, sino también en la sociedad y la psicología europeas. Lo más característico era la autorización por parte del Papa de «indulgencias» para los cruzados, que acortarían su tiempo en el purgatorio y podrían convertirse en mártires si morían durante las cruzadas. Las cuatro primeras cruzadas fueron las más importantes. La primera, que también fue la que obtuvo más éxito, se organizó en el año 1096. En el plazo de tres años, los cruzados reconquistaron Jerusalén, donde celebraron el triunfo del evangelio de la paz con una espantosa matanza de prisioneros, incluidos mujeres y niños. La segunda cruzada (1147-1149), en cambio, comenzó con una matanza (de judíos en Renania), pero después, aunque la presencia de un emperador y un rey de Francia le confirió más importancia que a su predecesora, fue un desastre. Fracasó en su intento de recuperar Edesa, la ciudad cuya pérdida había sido en gran medida la causa de su organización, y contribuyó sobremanera a desacreditar a san Bernardo, su más ferviente defensor (aunque tuvo un producto secundario de cierta importancia cuando una flota inglesa capturó Lisboa, que estaba en manos árabes, y puso la ciudad en manos del rey de Portugal). Después, en el año 1187, Saladino reconquistó Jerusalén para el islam. La tercera cruzada (1189-1192) fue la más espectacular desde el punto de vista social. Un emperador alemán (que murió ahogado en su transcurso) y los reyes de Inglaterra y Francia participaron en las operaciones. Pero hubo desavenencias entre ellos, y los cruzados no lograron recuperar Jerusalén. Ningún gran monarca respondió al llamamiento de Inocencio III para poner en marcha la siguiente cruzada, aunque muchos potentados deseosos de poseer tierras se hicieron eco de la convocatoria. Los venecianos financiaron la expedición, que partió en el año 1202. La marcha fue desviada de inmediato por la injerencia en los problemas dinásticos de Bizancio, en los que estaban interesados los venecianos, que ayudaron a reconquistar Constantinopla para un emperador depuesto. A la conquista le siguió el terrible saqueo de la ciudad en el año 1204, hecho que señaló el fin de la cuarta cruzada, cuyo monumento fue la institución del «imperio latino» en Constantinopla, cuya vida solo sería de medio siglo.
En el siglo XIII se organizaron varias cruzadas más, pero aunque contribuyeron a posponer un poco más los peligros a los que se enfrentaba Bizancio, las cruzadas a Tierra Santa habían muerto como fuerza independiente. Su impulso religioso podía mover todavía a los hombres, pero las cuatro primeras cruzadas habían mostrado con harta frecuencia el rostro desagradable de la codicia. Fueron los primeros ejemplos de imperialismo europeo en ultramar, tanto en su mezcla característica de objetivos nobles e innobles como en su frustrado colonialismo poblador. Mientras, en España y en las marcas paganas de Alemania, los europeos hacían avanzar una frontera de asentamiento, en Siria y Palestina intentaban trasplantar las instituciones occidentales a un escenario remoto y exótico, además de apoderarse de tierras y mercancías que ya no eran fácilmente accesibles en Occidente. Actuaron de este modo con la conciencia tranquila porque sus oponentes eran infieles que se habían instalado mediante la conquista en los santuarios más sagrados de la cristiandad. «Los cristianos tienen razón, los paganos están equivocados», decía el Cantar de Roldán, y estas palabras resumen probablemente con la debida suficiencia la respuesta del cruzado medio a cualquier reparo relacionado con lo que estaba haciendo.
Los efímeros éxitos de la primera cruzada habían debido mucho a una fase transitoria de debilidad y anarquía en el mundo islámico, y los débiles transplantes de los estados francos y del imperio latino de Constantinopla no tardaron en desmoronarse. Pero también hubo resultados importantes y permanentes. Como hemos señalado, las cruzadas habían agravado más si cabe la división de la cristiandad occidental con respecto a la oriental; los primeros guerreros que saquearon Constantinopla habían sido cruzados. En segundo lugar, los cruzados habían agravado e intensificado el sentimiento de separación ideológica insalvable entre el islam y el cristianismo. Las cruzadas habían expresado y habían contribuido a forjar el carácter especial del cristianismo occidental, dándole un tono militante y una agresividad que harían más potente su labor misionera en el futuro, cuando también tuviera de su lado la superioridad tecnológica, pero también más implacable. En este hecho se hallan las razones de una mentalidad que, una vez secularizada, impulsaría la cultura de conquista mundial de la Edad Moderna. Apenas había terminado la Reconquista cuando los españoles dirigían su mirada hacia América en busca del campo de batalla de una nueva cruzada.
Aun así, Europa no fue impermeable a la influencia islámica. En estas luchas importó e inventó nuevos hábitos e instituciones. Siempre que se encontraban con el islam, ya fuera en las tierras de las cruzadas, Sicilia o España, los habitantes de Europa occidental descubrían cosas que admirar. A veces buscaban lujos que no había en sus propias tierras: tejidos de seda, el uso de perfumes y nuevos platos. Un hábito adquirido por algunos cruzados fue el de tomar baños con mayor frecuencia. Puede que esta costumbre fuese inoportuna, pues añadió la mancha de la infidelidad religiosa a un hábito ya desaconsejado en Europa debido a la asociación de las casas de baño con la licencia sexual. La limpieza no había alcanzado todavía su posterior asociación casi automática con la devoción.
Una institución que materializaba el cristianismo militante de la Alta Edad Media era la orden militar de caballería. En ella se unían los soldados que profesaban votos como miembros de una orden religiosa y de una disciplina aceptada para luchar por la fe. Algunas de estas órdenes llegaron a ser muy ricas y a poseer legados en muchos países. Los caballeros de San Juan de Jerusalén (que todavía existen) estuvieron durante siglos a la vanguardia del combate contra el islam. Los caballeros templarios alcanzaron tal grado de poder y prosperidad que fueron destruidos por un rey francés temeroso de ellos, y las órdenes militares españolas de Calatrava y Santiago estuvieron en primera línea de la Reconquista.
Otra orden militar actuaba en el norte, los caballeros teutónicos, monjes guerreros que fueron la punta de lanza de la penetración germánica en las tierras bálticas y eslavas. También en estas tierras, el fervor misionero se unió a la codicia y el estímulo de la pobreza para cambiar el mapa y la cultura de toda una región. El impulso colonizador que fracasó en Oriente Próximo conoció un éxito duradero más al norte. La expansión alemana hacia el este fue un enorme movimiento popular, una marea de hombres y mujeres que durante siglos talaron bosques, erigieron casas de labranza y aldeas, fundaron ciudades, construyeron fortalezas para protegerlas y monasterios e iglesias para servirlos. Cuando las cruzadas terminaron y la casi milagrosa salvación de los mongoles había recordado a Europa que aún podía estar en peligro, este movimiento continuó a ritmo constante. En las marcas prusiana y polaca, los soldados, entre los cuales destacaban los caballeros teutónicos, ofrecían su escudo y sus armas a costa de los pueblos autóctonos. Este fue el comienzo de un conflicto cultural entre eslavos y teutones que perduró hasta el siglo XX. La última vez que Occidente se lanzó a la lucha por las tierras eslavas fue en 1941; muchos alemanes vieron en la Operación Barbarroja (nombre que recibió el ataque de Hitler sobre Rusia, en memoria de un emperador medieval) otra etapa de una secular misión civilizadora en Oriente. En el siglo XIII, un príncipe ruso, Alexander Nevski, gran duque de Novgorod, rechazó a los caballeros teutónicos (como una magnífica película recordó cuidadosamente a los rusos en 1937) en un momento en que también debía oponerse a los tártaros en otro frente.
Aunque la gran expansión del este alemán entre los años 1100 y 1400 trazó un nuevo mapa económico, cultural y racial, también levantó otra barrera para la unión de las dos tradiciones cristianas. La supremacía papal en Occidente hacía que el catolicismo del período medieval tardío fuese más inflexible y más inaceptable que nunca para los ortodoxos. A partir del siglo XII, Rusia se separó cada vez más de Europa occidental, debido a sus propias tradiciones y a su peculiar experiencia histórica. La captura de Kiev por los mongoles en el año 1240 fue para la cristiandad oriental un golpe tan grave como el saqueo de Constantinopla en 1204. La conquista quebrantó también a los príncipes de Moscovia. Con Bizancio en plena decadencia y los alemanes y los suecos a sus espaldas, durante siglos hubieron de pagar tributo a los mongoles y a sus sucesores bárbaros de la Horda de Oro. Esta larga dominación por un pueblo nómada fue otra experiencia histórica que escindió a Rusia de Occidente.
La dominación tártara tuvo sus mayores repercusiones en los principados rusos meridionales, la zona donde los ejércitos mongoles habían actuado. Apareció un nuevo equilibrio dentro de Rusia; Novgorod y Moscú adquirieron nueva importancia tras el eclipsamiento de Kiev, aunque ambos pagaban tributo a los tártaros en forma de plata, soldados y mano de obra. Sus emisarios, como otros príncipes rusos, tenían que acudir a la capital tártara de Sarai, a orillas del Volga, para concertar acuerdos distintos con sus conquistadores. Fue el período de mayor dislocación y confusión en las pautas sucesorias de los estados rusos. La política tártara, y la lucha por la supervivencia favorecían a los más déspotas. De ese modo, la futura tradición política de Rusia era configurada ahora por la experiencia tártara como antes lo había sido por la herencia de las ideas imperiales de Bizancio. Moscú surgió gradualmente como núcleo de una nueva tendencia centralizadora. El proceso puede percibirse en época tan temprana como el reinado del hijo de Alexander Nevski, que fue príncipe de Moscovia. Sus sucesores contaron con el apoyo de los tártaros, que les consideraron eficaces recaudadores de impuestos. La Iglesia no ofreció resistencia alguna, y la archidiócesis metropolitana se trasladó de Vladimir a Moscú en el siglo XIV.
Mientras tanto, un nuevo desafío para la fe ortodoxa había surgido en Occidente. Nació un Estado católico romano, pero eslavo a medias, que ocuparía Kiev durante tres siglos. Era el ducado medieval de Lituania, constituido en 1386 merced a una unión por matrimonio que incorporó el reino de Polonia y abarcaba gran parte de los actuales territorios de Polonia, Prusia, Ucrania y Moldavia. Por fortuna para los rusos, los lituanos también lucharon contra los alemanes, y fueron ellos quienes hicieron añicos a las tropas de los caballeros teutónicos en Tannenberg en 1410. Hostigada por los alemanes y los lituanos en su flanco occidental, Moscovia logró sobrevivir aprovechando las divisiones existentes en el seno de la Horda de Oro.
La caída de Constantinopla supuso un gran cambio para Rusia; la ortodoxia oriental tuvo que encontrar ahora su centro allí, y no en Bizancio. Los eclesiásticos rusos no tardaron en percibir que en unos acontecimientos tan atroces había un fin complejo. Bizancio había traicionado su herencia, creían, buscando el compromiso religioso en el Concilio de Florencia. «Constantinopla ha caído porque ha abandonado la verdadera fe ortodoxa... Solo existe una Iglesia verdadera sobre la Tierra, la Iglesia de Rusia», escribió el metropolitano de Moscú. Unas décadas después, a comienzos del siglo XVI, un monje pudo escribir al soberano de Moscovia en un tono muy diferente: «Dos Romas han caído, pero la tercera permanece y no existirá una cuarta. Vos sois el único soberano cristiano del mundo, señor de todos los cristianos fieles».
El final de Bizancio llegó cuando otros cambios históricos hacían posible y probable la aparición de Rusia de la confusión y de la dominación tártara. La Horda de Oro estaba desgarrada por la disensión en el siglo XV. Al mismo tiempo, el Estado lituano comenzaba a desmoronarse. Estos hechos ofrecían oportunidades, y un gobernante capaz de aprovecharlas subió al trono de Moscovia en el año 1462. Iván el Grande (Iván III) dio a Rusia algo parecido a la definición y la realidad conquistadas por Inglaterra y Francia a partir del siglo XII. Algunos autores han visto en Iván el primer soberano nacional de Rusia. La consolidación territorial fue el cimiento de su obra. Cuando Moscovia absorbió las repúblicas de Pskov y Novgorod, su autoridad se extendía, al menos en teoría, hasta los Urales. Las oligarquías que las habían gobernado fueron deportadas y sustituidas por hombres que obtenían tierras de Iván a cambio de servicio. Los mercaderes alemanes de la Hansa que habían dominado el comercio de estas repúblicas también fueron expulsados. Los tártaros efectuaron otro ataque sobre Moscú en 1481, pero fueron rechazados, y dos invasiones de Lituania dieron a Iván gran parte de la Rusia Blanca y de la Pequeña Rusia en 1503. Su sucesor tomó Smolensk en 1514.
Iván el Grande fue el primer soberano ruso que adoptó el título de zar. Este término era una evocación consciente de un pasado imperial, una reivindicación de la herencia de los césares, palabra de la que provenía dicho término. En 1472, Iván se casó con una sobrina del último emperador griego. Se le llamó «autócrata por la gracia de Dios», y durante su reinado se adoptó el águila bicéfala que formaría parte de la insignia de los soberanos rusos hasta 1917. Todo esto otorgó un nuevo colorido bizantino a la monarquía y la historia rusas, que se diferenció aún más de la de Europa occidental. En el año 1500, los habitantes de Europa occidental reconocían ya un tipo distintivo de monarquía en Rusia; se reconocía que Basilio, el sucesor de Iván, ejercía un poder despótico sobre sus súbditos mayor que el de cualquier soberano cristiano sobre los suyos.
Gran parte del futuro de Europa parece perceptible ya en el año 1500. Un gran proceso de definición y realización llevaba en marcha varios siglos. Los límites terrestres de Europa se habían colmado ya; en el este, el avance era impedido por la consolidación de la Rusia cristiana, y en los Balcanes por el imperio otomano del islam. La primera oleada, a modo de cruzada, de expansión ultramarina se había agotado prácticamente hacia el año 1250. Con el comienzo de la amenaza otomana en el siglo XV, Europa se veía obligada a estar de nuevo a la defensiva en el Mediterráneo oriental y los Balcanes. Los desdichados estados que tenían territorios desprotegidos en Oriente, como Venecia, tenían que reforzar al máximo su vigilancia sobre ellos. Mientras tanto, otros atisbaban con ojos nuevos sus horizontes oceánicos. Estaba a punto de abrirse una nueva fase de las relaciones de Europa occidental con el resto del mundo.
En el año 1400, aún parecía sensato considerar Jerusalén como el centro del mundo. Aunque los vikingos habían cruzado el Atlántico, los hombres podían pensar todavía en un mundo que, aun siendo esférico, estaba formado por tres continentes, Europa, Asia y África, alrededor de las costas de un mar bordeado de tierra, el Mediterráneo. Estaba a punto de producirse una enorme revolución que se llevaría para siempre tales ideas, y el camino que conducía a ella surcaba los océanos, porque el avance estaba bloqueado en los demás lugares. Los primeros contactos directos de Europa con Oriente se habían efectuado por vía terrestre más que marítima. Las rutas de caravanas de Asia central fueron su principal cauce, y por ellas llegaron a Occidente mercancías que después se embarcaban en puertos del mar Negro o del Mediterráneo oriental. En otros lugares, los barcos rara vez se arriesgaron hasta el siglo XV a pasar del sur de Marruecos. A partir de entonces, comienza a advertirse una oleada creciente de iniciativas marítimas, con las que comenzó la era de la verdadera historia universal.
Una explicación del auge de la iniciativa marítima era la adquisición de nuevos instrumentos y conocimientos. Para la navegación oceánica, se necesitaban embarcaciones diferentes y nuevas técnicas de navegación de largo recorrido, que comenzaron a ser accesibles a partir del siglo XIV, haciendo posible de ese modo la gran empresa de exploración que ha hecho que algunos autores llamen al siglo XV «la era del reconocimiento». En el diseño de las embarcaciones se introdujeron dos cambios decisivos. El primero fue específico, la adopción del timón de codaste; aunque no sabemos con exactitud cuándo tuvo lugar esta innovación, algunos barcos ya estaban provistos de este tipo de timón en el año 1300. El segundo cambio fue un proceso más gradual y complejo de mejora de los aparejos. Este avance vino acompañado del aumento de las dimensiones de las embarcaciones. Un comercio marítimo más complejo estimuló sin duda tales avances. En el año 1500, el rechoncho kogge medieval del norte de Europa, de aparejo de cruz con vela y mástil únicos, se había transformado en una embarcación con hasta tres mástiles y velas mixtas. El palo mayor llevaba todavía el aparejo de cruz, pero más de una vela; el palo de mesana tenía una gran vela latina inspirada en la tradición mediterránea, y el palo de trinquete podía llevar más velas de aparejo de cruz, pero también los foques de proa y popa atados a un bauprés. Junto con la popa de velas latinas, estas velas de proa permitían a los navíos una maniobrabilidad muy superior; podían gobernarse ajustándose mucho más al viento.
Una vez asimiladas estas innovaciones, el diseño de las embarcaciones permanecería inalterado en esencia (aunque perfeccionado) hasta la llegada de la propulsión de vapor. Aunque le hubieran podido parecer pequeñas y claustrofóbicas, las embarcaciones de Colón habrían sido máquinas perfectamente comprensibles para un capitán de clíper del siglo XIX. Y puesto que portaban cañones, aunque minúsculos en comparación con los del futuro, también habrían resultado comprensibles para Nelson.
En el año 1500, también habían tenido lugar ya algunos avances decisivos en el campo de la navegación. Los vikingos habían sido los primeros en enseñar cómo se efectuaba una travesía oceánica. Tenían mejores barcos y conocimientos de navegación que los de cualquier época anterior en Occidente. Utilizando la estrella polar y el sol, cuya altura sobre el horizonte en latitudes septentrionales al mediodía había sido calculada en tablas por un astrónomo irlandés del siglo X, habían cruzado el Atlántico siguiendo un paralelo. Después, en el siglo XIII, existen pruebas de dos grandes innovaciones. En aquella época, la brújula llegó a ser utilizada habitualmente en el Mediterráneo (ya existía en China, pero no es seguro que fuera transmitida desde Asia a Occidente), y en 1270 aparece la primera referencia a una carta náutica, utilizada en una embarcación que participaba en una expedición de las cruzadas. En los dos siglos siguientes, se produjo el nacimiento de la geografía y la exploración modernas. Espoleados por la idea de presas comerciales, por el fervor misionero y por las posibilidades diplomáticas, algunos príncipes comenzaron a subvencionar la investigación. En el siglo XIII llegaron a emplear a sus propios cartógrafos e hidrógrafos. El más destacado de estos príncipes fue el hermano del rey de Portugal, Enrique el Navegante, nombre por el que pasaría a la posteridad (aunque fuera inapropiado, pues él nunca navegó).
Los portugueses tenían un largo litoral atlántico. Estaban rodeados por España y prácticamente excluidos del comercio en el Mediterráneo, a causa de la experiencia y la fuerza armada con que los italianos lo custodiaban. Parece prácticamente inevitable que estuviesen destinados a surcar el Atlántico, y ya habían comenzado a familiarizarse con las aguas del norte cuando el príncipe Enrique empezó a equipar y organizar una serie de expediciones marítimas. Su iniciativa fue decisiva. Debido a diversos motivos, orientó a sus compatriotas hacia el sur. Se sabía que el oro y la pimienta se encontraban en el Sahara; quizá los portugueses pudieran descubrir dónde. Quizá, también, existía la posibilidad de encontrar en esas tierras un aliado para atacar a los turcos por el flanco, el legendario Preste Juan. Era seguro que existían conversos, gloria y tierras que ganar para la cruz. Enrique, a pesar de todo lo que hizo para lanzar Europa a una gran expansión que transformó el planeta y creó un solo mundo, era un hombre medieval de pies a cabeza. Recabó cautelosamente la autoridad y la aprobación papales para sus expediciones. Había participado en una cruzada en el norte de África, llevando consigo un fragmento de la Vera Cruz. Este fue el comienzo de una época de descubrimientos, y su centro fue una investigación sistemática y subvencionada por las autoridades, pero enraizada en el mundo de la caballería y de las cruzadas que había configurado el pensamiento de Enrique, que es un ejemplo notable de un hombre que hizo mucho más de lo que sabía.
Los portugueses pusieron rumbo al sur sin vacilar. Comenzaron avanzando pegados a la costa africana, pero los más audaces llegaron a Madeira y comenzaron a establecerse en las islas ya en la década de 1420. En 1434, uno de sus capitanes rebasó el cabo Bojador, que constituía un importante obstáculo psicológico cuya superación fue el primer gran triunfo de Enrique; diez años después, bordearon el cabo Verde y se establecieron en las Azores. Para entonces habían perfeccionado la carabela, una embarcación que utilizó nuevos aparejos para hacer frente a los vientos de proa y a las corrientes contrarias en el viaje de vuelta saliendo directamente al Atlántico y trazando una larga trayectoria semicircular de regreso. En 1445 llegaron a Senegal, y construyeron su primer fuerte poco después. Enrique murió en 1460, pero en ese momento sus compatriotas ya estaban dispuestos a seguir hacia el sur. En 1473 cruzaron el ecuador y en 1487 llegaron al cabo de Buena Esperanza. Ante sus proas se extendía el océano Índico, por el que los árabes navegaban desde hacía mucho tiempo, y era posible contratar pilotos. Al otro lado del mar se encontraban fuentes más ricas aún de especias. En 1498, Vasco de Gama fondeó por fin en aguas de la India.
Mientras Vasco de Gama surcaba el océano Índico, otro marinero, el genovés Cristóbal Colón, había cruzado el Atlántico en busca de Asia, confiando en que, según la geografía de Ptolomeo, no tardaría en llegar a esas tierras. Pero, aunque fracasó en ese intento, descubrió América para los Reyes Católicos de España. El nombre de «Indias Occidentales» que los mapas modernos anglosajones continúan aplicando a las Antillas conmemora su creencia de que había logrado el descubrimiento de islas situadas frente a las costas de Asia gracias a su asombrosa empresa, tan diferente del cauteloso, aunque magnífico, avance de los portugueses hacia Oriente alrededor de África. A diferencia de ellos, aunque sin ser consciente de su logro, había descubierto en realidad todo un continente, aunque incluso en el segundo viaje, efectuado en 1493 con un equipo mucho mejor, solo exploró sus islas. Los portugueses habían llegado a un continente conocido por una nueva ruta. Pronto (aunque hasta el día de su muerte Colón se negó a admitirlo, incluso después de dos viajes más y de su experiencia en el continente propiamente dicho) comenzó a ser notorio que lo que había descubierto podría no ser en absoluto Asia. En 1494 se aplicó por vez primera el histórico nombre de «Nuevo Mundo» a lo que se había encontrado en el hemisferio occidental. (Sin embargo, hasta 1726 no se comprobaría que Asia y América no estaban unidas en la región del estrecho de Bering.)
Las dos emprendedoras naciones atlánticas intentaron llegar a acuerdos sobre sus respectivos intereses en un mundo de horizontes cada vez más amplios. El primer tratado europeo sobre el comercio fuera de las aguas europeas fue firmado por Portugal y España en 1479, y a continuación procedieron a delimitar las respectivas esferas de influencia. El Papa efectuó una adjudicación temporal, basada en una división del mundo entre los dos países a lo largo de una línea situada a cien leguas al oeste de las Azores, pero este arbitraje fue superado por el Tratado de Tordesillas, firmado en 1494, que dio a Portugal todas las tierras situadas al este del meridiano que discurría 370 leguas al este de las islas de Cabo Verde, y a España las situadas al oeste de dicha línea. En el año 1500, una escuadra portuguesa en camino hacia el océano Índico se extravió en el Atlántico en su intento de evitar los vientos adversos, y para su sorpresa avistó una tierra situada al oeste de la línea fijada en el tratado que no era África, sino Brasil. A partir de ese momento, Portugal tuvo también un destino atlántico además del asiático. Aunque el esfuerzo portugués seguía centrándose principalmente en el este, un italiano al servicio de Portugal, Américo Vespucio, se aventuró poco después hacia el sur hasta una distancia suficiente para mostrar que no se trataba únicamente de islas, sino que todo un nuevo continente se hallaba entre Europa y Asia por la ruta occidental. No mucho después de que fuese bautizado con su nombre, América, el nombre del continente meridional se extendió después hacia el norte.
En 1522, treinta años después del avistamiento de las Bahamas por Colón, una embarcación al servicio de España realizó el primer viaje alrededor del planeta. Su comandante fue un portugués, Magallanes, que llegó hasta Filipinas, donde perdió la vida, después de descubrir y navegar por el estrecho que hoy lleva su nombre. Con este viaje y su demostración de que todos los grandes océanos estaban interrelacionados, puede darse por concluido el prólogo de la era europea. Un solo siglo de descubrimientos y exploración había cambiado la forma del mundo y el curso de la historia. A partir de este momento, las naciones que tenían acceso al Atlántico dispondrían de unas oportunidades que se les negaban a las potencias sin salida al mar de Europa central y del Mediterráneo. Las naciones más beneficiadas eran, en primer lugar, España y Portugal, pero a ellas se unirían, hasta superarlas, Francia, Holanda y, sobre todo, Inglaterra, con una serie de puertos naturales incomparablemente situados en el centro de un hemisferio recién ampliado, todos ellos fácilmente accesibles desde sus territorios interiores poco alejados de la costa, y a escasa distancia de todas las grandes rutas marítimas europeas de los dos siglos siguientes.
La empresa causante de estos cambios solo había sido posible debido a un creciente sustrato de conocimientos marítimos y geográficos. La nueva y característica figura de este movimiento era el explorador y navegante profesional. Muchos de los primeros fueron, al igual que el propio Colón, italianos. Los nuevos conocimientos no solo subyacían a la concepción de estos viajes y su triunfal realización técnica, sino que también permitieron a los europeos entender de una manera nueva su relación con el mundo. Para resumir, Jerusalén dejó de ser el centro del mundo; los mapas que comenzaron a trazarse muestran a pesar de su tosquedad, la estructura básica del mundo real.
En el año 1400, un florentino había traído de Constantinopla un ejemplar de la Geografía de Ptolomeo. La visión del mundo que contenía había permanecido prácticamente olvidada durante mil años. En el siglo II d.C., el mundo de Ptolomeo incluía ya las islas Canarias, Islandia y Ceilán, que aparecían reflejadas en sus mapas, junto con el error de que el océano Índico estaba totalmente rodeado de tierra. La traducción de su texto, aun pudiendo inducir a errores, y la multiplicación de las copias, primero manuscritas y después impresas (se hicieron seis ediciones entre 1477, año de su primera impresión, y 1500) fueron un gran estímulo para mejorar la realización de mapas. El atlas —una colección de mapas grabados e impresos, encuadernados en forma de libro— se inventó en el siglo XVI, por lo que ahora podían comprar o consultar una representación de su mundo más europeos que nunca. Con la mejora de las proyecciones, la navegación también se simplificó. En este aspecto, la gran figura fue un holandés, Gerhard Kremer, que es recordado con el nombre de Mercator. Fue el primero que imprimió en un mapa del mundo la palabra América, e inventó la proyección que continúa siendo la más familiar, un mapa del mundo concebido como si fuera un cilindro desenrollado con Europa en el centro. De este modo se resolvía el problema de ofrecer una superficie plana sobre la cual leer sin distorsiones la dirección y los rumbos, aunque planteaba problemas en el cálculo de las distancias. Los griegos del siglo IV a.C. sabían que el mundo era una esfera, y la realización de esferas terrestres y celestes fue otra rama importante de la revolución geográfica (Mercator confeccionó su primera esfera en 1541).
Lo más sorprendente de esta progresión es su naturaleza acumulativa y sistemática. La expansión europea en la fase siguiente de la historia universal sería consciente y dirigida como nunca lo había sido. Los europeos deseaban tierras y oro desde antiguo; la codicia que se hallaba en el centro de la empresa no era nueva. Tampoco lo era el fervor religioso que a veces les inspiraba, y que a veces encubría los orígenes de su actuación incluso a los propios actores. El elemento nuevo era una creciente seguridad derivada del conocimiento y del éxito. Los europeos se encontraban en el año 1500 en el comienzo de una era en la que su energía y seguridad en sí mismos crecerían aparentemente sin límites. El mundo no vino a ellos, sino que ellos salieron a tomarlo.
La magnitud de semejante ruptura con el pasado no se comprendió de inmediato. En el Mediterráneo y los Balcanes, los europeos aún se sentían amenazados y a la defensiva. La navegación y el arte de navegar tenían un largo camino que recorrer; hasta el siglo XVIII, por ejemplo, no se dispondría de un método para medir el tiempo que ofreciese una precisión suficiente para una navegación exacta. Pero se estaba abriendo el camino a nuevas relaciones entre Europa y el resto del mundo, y entre los propios países europeos. Al descubrimiento le seguiría la conquista. Comenzaba una revolución mundial. Se disolvía un equilibrio que había durado mil años. En los dos siglos siguientes, miles de embarcaciones zarparían año tras año, día tras día, de Lisboa, Sevilla, Londres, Bristol, Nantes, Amberes y muchos otros puertos de Europa, en busca de comercio y beneficios en otros continentes. Navegarían hasta Calicut, Cantón, Nagasaki. Con el paso del tiempo, se unirían a ellas embarcaciones procedentes de lugares donde los europeos se habían establecido en ultramar: de Boston y Filadelfia, Batavia (Yakarta) y Macao. Durante todo este tiempo, ningún dhow árabe llegó a Europa; el primer junco chino remontó el Támesis en 1848. Hasta 1867, un navío japonés no cruzó el Pacífico para fondear en San Francisco, mucho después de que los europeos hubieran establecido las grandes rutas marítimas.

El espíritu europeo
En el año 1500, Europa es claramente reconocible como el centro de una nueva civilización que no tardaría mucho en extenderse también a otras tierras. Su núcleo seguía siendo la religión. Las implicaciones institucionales de este hecho se han mencionado ya en estas páginas; la Iglesia era una gran fuerza de regulación social y de gobierno, cualesquiera que fuesen las vicisitudes que su institución central hubiera sufrido. Pero también era la custodia de la cultura y la maestra de todos los hombres, el vehículo y recipiente de la propia civilización.
Desde el siglo XIII, el peso de la labor de registrar, enseñar y estudiar, que durante tanto tiempo había recaído en los monjes, era compartido por los frailes y, lo que es más importante, por una nueva institución, en la que los frailes desempeñaban a veces un papel importante: la universidad. Bolonia, París y Oxford fueron las primeras universidades. En el año 1400 había 53 más. Eran nuevos mecanismos para concentrar y dirigir la actividad intelectual y para la enseñanza. Una consecuencia de su fundación fue la reactivación de la formación del clero. Ya a mediados del siglo XIV, la mitad de los obispos ingleses habían seguido estudios universitarios. Pero no fue esta la única razón de la creación de las universidades. El emperador Federico II fundó la Universidad de Nápoles para suministrar administradores a su reino del sur de Italia, y cuando en 1264 Walter de Merton, obispo y servidor real inglés, fundó el primer colegio universitario de Oxford, entre sus fines figuraba el de proporcionar futuros sirvientes a la corona.
La importancia de las universidades para el futuro de Europa, sin embargo, fue mucho mayor, aunque no pudiera preverse y en un aspecto resultase incalculable. Su existencia garantizaba que, cuando los laicos llegasen a ser instruidos en número importante, también serían formados por una institución sometida al control de la Iglesia y teñida de religión. Por otra parte, las universidades serían una gran fuerza unificadora y cosmopolita. Sus clases se impartían en latín, la lengua de la Iglesia y la lengua franca de los hombres cultos hasta ese siglo. Su antiguo predominio se conmemora todavía en los vestigios del latín de las ceremonias universitarias y en los nombres de los títulos.
El derecho, la medicina, la teología y la filosofía se beneficiaron de la nueva institución. La filosofía había desaparecido prácticamente para convertirse en teología a comienzos del período medieval. Solo una figura importante sobresale, Juan Escoto Erígena, un pensador y erudito irlandés del siglo IX. Más adelante, cuando la traducción directa del griego y del latín comenzó en el siglo XII, los estudiosos europeos pudieron leer por sí mismos las obras de la filosofía clásica. Los textos llegaron a través de fuentes islámicas. Cuando las obras de Aristóteles e Hipócrates se vertieron al latín, al principio fueron recibidas con sospecha. Esta situación perduró hasta bien entrado el siglo XIII, pero, gradualmente, se puso en marcha una búsqueda de reconciliación entre las explicaciones clásica y cristiana del mundo, y entonces se hizo evidente, sobre todo gracias a la obra de dos dominicos, Alberto Magno y su alumno Tomás de Aquino, que la reconciliación y la síntesis eran efectivamente posibles. De este modo, se recuperó y cristianizó la herencia clásica en Europa occidental. En vez de ofrecer un enfoque contrapuesto y crítico de la cultura teocéntrica del cristianismo, se incorporó a él. El mundo clásico comenzó a verse como precursor del cristianismo. Durante siglos, el hombre acudiría a la religión o a los clásicos en busca de autoridad en asuntos intelectuales. De los segundos, fue Aristóteles quien disfrutó de un excepcional prestigio. Aunque no podía hacerle santo, la Iglesia le trató al menos como una especie de profeta.
La evidencia inmediata fue el extraordinario logro sistemático y racionalista de la escolástica medieval, nombre que recibe el empeño intelectual de penetrar en el significado de la doctrina cristiana. Su fuerza residía en su alcance global, que se exhibió con la máxima brillantez en la Summa Theologica de Tomás de Aquino, obra que ha sido considerada indistintamente su coronación y una síntesis precaria. La obra intentaba explicar todos los fenómenos. Su punto débil residía en que no se prestaba a la observación y la experimentación. El cristianismo dio a la mente medieval una formación poderosa en el pensamiento lógico, pero solo algunos hombres, aislados y atípicos, podían entrever la posibilidad de superar la autoridad para llegar a un método verdaderamente experimental.
No obstante, dentro de la cultura cristiana, pueden verse los primeros indicios de liberación del mundo cerrado de los primeros tiempos de la Edad Media. Paradójicamente, la cristiandad se los cedió al islam, aunque durante mucho tiempo hubo una sospecha y un temor profundos en las actitudes de la gente corriente hacia la civilización árabe. La ignorancia también estaba presente (antes del año 1100, ha señalado un medievalista, no existen pruebas de que ningún habitante de la Europa septentrional hubiese oído nunca el nombre de Mahoma). La traducción latina del Corán no fue accesible hasta el año 1143. Unas relaciones fáciles y tolerantes entre los fieles y los infieles (ambas partes pensaban en los mismos términos) solo eran posibles en un número reducido de lugares. En Sicilia y, sobre todo, en España, las dos culturas pudieron coincidir. En España tuvo lugar la gran labor de traducción de los siglos XII y XIII. El emperador Federico II era considerado con la más profunda de las sospechas, porque, aunque perseguía a los herejes, era sabido que recibía a judíos y sarracenos en su corte de Palermo. Toledo, la antigua capital visigoda, fue otro centro de especial importancia. En estos lugares, los escribas copiaron una y otra vez los textos latinos de las obras que gozarían de mayor aceptación en los seis siglos siguientes. Las obras de Euclides comenzaron a ser copiadas, recopiadas y después impresas, hasta que al final su éxito solo pudo ser superado por la Biblia —al menos hasta el siglo XII—, y se convirtieron en los cimientos de las matemáticas que se enseñaron en Europa occidental hasta el siglo XIX. De este modo, el mundo helenístico comenzó a nutrir de nuevo el pensamiento de Occidente.
En términos generales, la transmisión islámica de la Antigüedad comenzó con la astrología, la astronomía y las matemáticas, materias estrechamente vinculadas entre sí. La astronomía de Ptolomeo llegó a Occidente por este camino, y mereció la consideración de base satisfactoria para la cosmología y la navegación hasta el siglo XVI. De hecho, la cartografía islámica fue más avanzada que la europea durante la mayor parte de la Edad Media, y los navegantes árabes utilizaron el imán para la navegación mucho antes que sus homólogos europeos (aunque fueron estos quienes llevaron a cabo los grandes descubrimientos oceánicos). El astrolabio era un invento griego, pero su uso se difundió en Occidente gracias a los escritos árabes. Cuando Chaucer escribió su tratado acerca del uso de este instrumento, tomó como modelo una obra árabe anterior. La llegada a través de fuentes árabes de una nueva numeración y de los números decimales (una y otros de origen indio) fue quizá la invención más importante; la utilidad de los decimales para simplificar el cálculo puede comprobarse fácilmente intentando escribir cantidades con números romanos.
Entre las ciencias de la observación distintas de la astronomía, la más importante que llegó a Occidente desde el islam fue la medicina. Además de proporcionar el acceso a las obras médicas de Aristóteles, Hipócrates y Galeno (la traducción directa del griego no comenzó hasta después del año 1100), las fuentes y los maestros árabes también llevaron a la práctica europea un enorme cuerpo de conocimientos terapéuticos, anatómicos y farmacológicos acumulados por los médicos árabes. El prestigio del saber y de la ciencia árabe facilitó la aceptación de ideas más sutilmente peligrosas y subversivas; la filosofía y la teología árabes también comenzaron a ser estudiadas en Occidente. Al final, incluso el arte europeo parece haber recibido la influencia del islam, pues se afirma que la invención de la perspectiva, que habría de transformar la pintura, llegó de la España árabe del siglo XIII. Europa ofreció poco a cambio, a excepción de la tecnología de la artillería.
Durante la Edad Media, Europa no debió tanto a ninguna otra civilización como al islam. A pesar de su interés espectacular y exótico, los viajes de un Marco Polo o las andanzas misioneras de los frailes en Europa central contribuyeron poco a cambiar Occidente. La cantidad de mercancías intercambiadas con otras partes del mundo seguía siendo muy pequeña, incluso en el año 1500. Técnicamente, Europa solo debía con certeza al Lejano Oriente el arte de fabricar la seda (que ya había llegado a ella desde el imperio de Oriente) y el papel, que, aunque se elaboraba en China en el siglo II, no llegó a Europa hasta el XIII, y entonces haría su aparición también a través de la España árabe. Tampoco llegaron a Europa ideas procedentes del Asia más cercana, a menos que, al igual que las matemáticas indias, hubieran experimentado un perfeccionamiento en el crisol árabe. Dada la permeabilidad de la cultura islámica, parece menos probable que esta situación obedeciese al hecho de que, en algún sentido, el islam aislara Europa de Oriente al imponer una barrera entre ambos, que al hecho de que China y la India no podían dejar sentir su impacto en lugares tan remotos. Al fin y al cabo, apenas lo habían hecho en la Antigüedad precristiana, cuando las comunicaciones no eran más difíciles que en la Edad Media.
La reintegración de lo clásico y lo cristiano, aunque se manifestaba en obras como la de Tomás de Aquino, era una respuesta, con diez siglos de retraso, a la sarcástica pregunta de Tertuliano sobre qué tenía que ver Atenas con Jerusalén. En una de las obras de arte supremas de la Edad Media —algunos dirían que la suprema—, la Divina comedia de Dante, se vería ya la importancia de la nueva vinculación del mundo de la cristiandad con su predecesor. Dante describe su viaje a través del infierno, el purgatorio y el paraíso, el universo de la verdad cristiana. Pero su guía no es un cristiano, sino un pagano, el poeta clásico Virgilio, que se convierte en un profeta que se sitúa al lado de los del Antiguo Testamento. Aunque la idea de un vínculo con la Antigüedad nunca había desaparecido del todo (como habían demostrado los intentos de algunos cronistas entusiastas por vincular a los francos o los británicos con los descendientes de Trajano), en la actitud de Dante hay algo que marca una época. Es su aceptación del mundo clásico por parte de la cristiandad, y esto, a pesar de la saturación escolástica de su entorno, fue decisivo para hacer posible un cambio que se ha considerado habitualmente más radical, la gran recuperación de las letras humanísticas que tuvo lugar en los siglos XV y XVI. Dicha recuperación estuvo dominada durante mucho tiempo por el latín; hasta 1497 no apareció publicada la primera gramática griega.
Una figura central de ese momento de la historia de la cultura fue Erasmo de Rotterdam, durante algún tiempo monje y después, como máximo exponente de los estudios clásicos de su época, representante de la mayoría de los grandes humanistas. Pero Erasmo seguía viendo a sus clásicos como la entrada al estudio supremo de la escritura, y su libro más importante fue una edición del Nuevo Testamento en griego. Las consecuencias de la impresión de un buen texto de la Biblia serían de hecho revolucionarias, pero Erasmo no tenía intención alguna de subvertir el orden religioso, a pesar del vigor y el ingenio con que se había burlado y mofado de unos eclesiásticos engreídos, y a pesar de la provocación a un pensamiento independiente que sus libros y cartas ofrecían. Sus raíces se hallaban en la piedad de un movimiento místico del siglo XV en los Países Bajos llamado devotio moderna, no en la Antigüedad pagana.
Algunos de los hombres que comenzaron a cultivar el estudio de los autores clásicos y a invocar explícitamente ideales clásicos paganos inventaron el concepto de «Edad Media» para subrayar su sentido de la novedad. De ellos se diría a su vez que eran hombres de un «renacer» de una tradición perdida, un «renacimiento» de la Antigüedad clásica. Sin embargo, se habían ido formando en la cultura que los grandes cambios habidos en la civilización cristiana a partir del siglo XII habían hecho posible. Hablar del Renacimiento puede ser útil si tenemos presentes las limitaciones del contexto en el que empleamos el término, pero falsea la historia si lo tomamos en el sentido de una transformación de la cultura que señala una ruptura radical con la civilización cristiana medieval. El Renacimiento es y fue un mito útil, una de esas ideas que ayudan a los hombres a dominar sus actitudes y, por consiguiente, a actuar de modo más eficaz. Fuera lo que fuese el Renacimiento, no existe una línea divisoria nítida en la historia europea que lo separe de la Edad Media, por mucho que deseemos definirla.
Lo que puede advertirse prácticamente en todas partes es, sin embargo, un cambio de énfasis, que se manifiesta especialmente en la relación de la época con el pasado. Los artistas del siglo XIII, al igual que los del XVI, representaban a los grandes personajes de la Antigüedad con el atuendo de su propia época. En cierto momento, Alejandro Magno parece un rey medieval. Más adelante, el César de Shakespeare no viste toga, sino jubón y calzas. Quiere decirse con ello, que no existe un sentido histórico real en ninguna de estas descripciones del pasado, ninguna conciencia de las inmensas diferencias entre los hombres y las cosas del pasado y los del presente. Por el contrario, la historia se consideraba en el mejor de los casos una escuela de ejemplos. La diferencia entre las dos actitudes es que, según la visión medieval, la Antigüedad también podía escudriñarse en busca de un plan divino, pruebas de cuya existencia las enseñanzas de la Iglesia reivindicaron de modo triunfal una vez más. Este era el legado de san Agustín y el que Dante había aceptado. Sin embargo, en 1500 se percibía algo más en el pasado, igualmente ahistórico, pero, pensaban los hombres, más útil para su época y momento. Algunos veían una inspiración clásica, posiblemente incluso pagana, distinta de la cristiana, y uno de los resultados fue una nueva atención a las obras clásicas.
La idea del Renacimiento está vinculada especialmente con la innovación en el ámbito de las artes. La Europa medieval había conocido muchas innovaciones, y sus tierras parecen más vigorosas y creativas que cualquiera de los otros grandes centros de la tradición civilizada a partir del siglo XII. En la música, el teatro y la poesía, se crearon nuevas formas y nuevos estilos que nos emocionan todavía. En el siglo XV, sin embargo, ya es evidente que no pueden limitarse en modo alguno al servicio de Dios. El arte adquiere autonomía. La consumación final de este cambio fue la expresión estética principal del Renacimiento, que superó con creces a sus innovaciones estilísticas, por muy revolucionarias que estas fuesen. Es la señal más evidente de que la síntesis cristiana y el monopolio eclesiástico de la cultura se quebraban. La lenta divergencia de las mitologías clásica y cristiana fue una de las expresiones de esa ruptura; otras fueron la aparición de la poesía amorosa, romance y provenzal (que debió mucho a la influencia árabe), el desarrollo del estilo gótico en construcciones laicas como las grandes sedes de los gremios de las nuevas ciudades, o el auge de la literatura en lenguas vernáculas para los laicos instruidos.
No es fácil datar estos cambios, porque la aceptación no siguió rápidamente a la innovación. En la literatura existía una restricción física especialmente fuerte sobre lo que podía hacerse debido a la persistente escasez de textos. Hasta bien entrado el siglo XVI, no se imprimió y publicó la primera edición de las obras completas de Chaucer. Para entonces, es indudable que estaba en marcha una revolución en el pensamiento, de la que formaban parte todas las tendencias mencionadas hasta el momento, pero que era mucho más que la suma de ellas y lo debe casi todo a la llegada del libro impreso. Incluso un texto en lengua vernácula como los Cuentos de Canterbury no pudo llegar a un público amplio hasta que la imprenta permitió la existencia de un gran número de ejemplares. Cuando esto sucedió, la repercusión de los libros se amplió enormemente. Esto es cierto en el caso de toda clase de libros: poesía, historia, filosofía, tecnología y, sobre todo, la propia Biblia. La consecuencia fue el cambio más profundo en la difusión del conocimiento y de las ideas desde la invención de la escritura; fue la mayor revolución cultural de estos siglos.
La nueva técnica no debió nada al estímulo de China, donde ya se practicaba de forma distinta, salvo de modo muy indirecto, a través de la disponibilidad de papel. A partir del siglo XIV, en Europa se utilizaron trapos para fabricar papel de buena calidad, y este fue uno de los elementos que contribuyeron a la revolución de la imprenta. Otros fueron el principio de la imprenta misma (la impresión de imágenes en tejidos se había practicado en la Italia del siglo XII), el uso de metal fundido en vez de madera para los tipos (ya utilizado para fabricar las planchas de naipes, calendarios e imágenes religiosas), la disponibilidad de tinta de base oleosa y, sobre todo, el uso del tipo metálico móvil. Fue esta última invención la que resultó decisiva. Aunque los detalles no se conocen con certeza, y si bien a comienzos del siglo XV se realizaban en Haarlem (Países Bajos) experimentos con letras de madera, no parece que existan razones fundadas para no atribuir el mérito al hombre cuyo nombre se ha asociado tradicionalmente con él, Johannes Gutenberg, el pulidor de diamantes de Maguncia. Hacia 1450, Gutenberg y sus colegas reunieron los elementos de la imprenta moderna, y en 1455 se publicó el que se coincide en catalogar como primer libro auténtico impreso en Europa, la Biblia de Gutenberg.
La carrera profesional de Gutenberg era por aquellas fechas un fracaso; un elemento profético de una nueva época del comercio aparece en el hecho de que, probablemente, estaba infracapitalizado. La acumulación de equipos y tipos era un negocio costoso, y un colega que le había prestado dinero le llevó ante los tribunales para reclamar sus deudas. La sentencia fue contraria a Gutenberg, que perdió su imprenta, por lo que la Biblia, cuando se publicó, no era propiedad suya. (Afortunadamente, la historia no terminó ahí; Gutenberg fue ennoblecido al final por el arzobispo de Maguncia, en reconocimiento de su obra.) Pero lo cierto es que puso en marcha una revolución. Se ha calculado que, hacia el año 1500, ya se habían publicado unas 35.000 ediciones distintas de libros («incunables», se los llamó entonces). Esto significa probablemente entre 15 y 20 millones de ejemplares; es posible que en esa fecha hubiese ya menos ejemplares de libros manuscritos en todo el mundo. En el siglo siguiente había entre 150.000 y 200.000 ediciones distintas, y quizá un número diez veces superior de ejemplares. Este cambio cuantitativo se unió a otro de carácter cualitativo; la cultura fruto de la llegada de la imprenta con tipos móviles era tan diferente de cualquier otra de épocas anteriores como lo es de la cultura que da por supuesta la existencia de la radio y la televisión. La edad moderna fue la edad de la imprenta.
Es interesante, aunque natural, que el primer libro impreso en Europa fuese la Biblia, el texto sagrado que constituía el centro de la civilización medieval. Mediante el proceso de impresión, su conocimiento se difundiría como en ninguna otra época anterior y con unos resultados incalculables. En el año 1450, debía de ser muy poco frecuente que un párroco tuviera en su poder una Biblia, o incluso que disfrutara de un fácil acceso a ella. Un siglo después, comenzaba a ser probable que tuviese un ejemplar, y en 1650 habría sido un hecho extraordinario el no tenerla. La primera Biblia alemana se imprimió en 1466, y las traducciones italiana y francesa aparecieron antes de terminar el siglo. En la difusión de los textos sagrados —de los cuales la Biblia solo era el más importante—, laicos piadosos y eclesiásticos por igual invirtieron grandes cantidades de recursos durante cincuenta o sesenta años; las imprentas se instalaron incluso en los monasterios. Mientras tanto, las gramáticas, las historias y, sobre todo, los autores clásicos que ahora eran editados por los humanistas, también se publicaban en número creciente. Otra innovación procedente de Italia fue la introducción de unos tipos más sencillos y claros inspirados en la caligrafía de los estudiosos florentinos, que eran a su vez una copia de la minúscula carolingia.
Las repercusiones no pudieron contenerse. La dominación de la conciencia europea por los medios impresos sería el resultado. Con cierta clarividencia, el Papa sugirió a los obispos en 1501 que el control de la imprenta podría ser la clave para conservar la pureza de la fe. Pero había algo más que una amenaza específica a la doctrina, por importante que esta fuera. La naturaleza del libro también comenzó a cambiar. Lo que había sido una rara obra de arte, cuyos conocimientos misteriosos solo eran accesibles a unos pocos, se convirtió en un instrumento y un artefacto para la mayoría. La imprenta proporcionó nuevos cauces de comunicación a los gobiernos y un nuevo medio a los artistas (la difusión del estilo pictórico y arquitectónico fue mucho más rápida y generalizada en el siglo XVI que en épocas anteriores debido a la creciente disponibilidad de las estampas grabadas), y dio un nuevo impulso a la difusión de la tecnología. Estimularía una inmensa demanda de alfabetización y, por tanto, de enseñanza. Ningún otro cambio señala con tal claridad el final de una época y el comienzo de otra.
Es muy difícil afirmar con exactitud cómo afectaron tales cambios al papel de Europa en la época que se inauguraba de la historia universal. En el año 1500, había mucho que ofrecer para dar seguridad a los escasos europeos que probablemente se pusieran a reflexionar sobre todas estas cosas. Las raíces de su civilización se hallaban en una religión que les enseñaba que eran una gente que viajaba en el tiempo, con la vista en un futuro que resultaba un poco más comprensible y quizá un poco menos aterrador gracias a la contemplación de los peligros que se habían sorteado y a la conciencia de un fin común. En consecuencia, Europa sería la primera civilización consciente del tiempo no como una presión interminable (aunque quizá cíclica), sino como un cambio permanente en cierta dirección, como progreso. El pueblo elegido de la Biblia, al fin y al cabo, se dirigía a alguna parte; no era simplemente un pueblo al que le sucedían cosas inexplicables que debían soportarse pasivamente. De la simple aceptación del cambio, no pasó mucho tiempo hasta que brotase la voluntad de vivir en el cambio, que sería la peculiaridad del hombre moderno. Secularizadas y lejos de sus orígenes, tales ideas podían ser muy importantes; el avance de la ciencia no tardó en ofrecer un ejemplo. También en otro sentido, la herencia cristiana fue decisiva para que, después de la caída de Bizancio, los europeos creyeran que solo ellos la poseían (o en realidad solos, pues entre la gente corriente no se tenía mucha idea de qué podía ser el cristianismo eslavo, nestoriano o copto). Era una idea alentadora para unos hombres que estaban en el umbral de siglos de desarrollo del poder, de descubrimientos y de conquistas. Ni siquiera con el peligro de los otomanos, Europa en el año 1500 no solo era la fortaleza asediada de la Edad Oscura, sino un baluarte del que los hombres comenzaban a salir para contraatacar. Jerusalén había sido abandonada al infiel. Bizancio había caído. ¿Dónde debía estar el nuevo centro del mundo?
Los hombres de la Edad Oscura que perseveraron un tanto en la adversidad y construyeron un mundo cristiano a partir de los escombros del pasado y del talento de los bárbaros lograron, por consiguiente, infinitamente más de lo que podían saber. Pero el desarrollo de tales implicaciones requería tiempo; en el año 1500 había todavía poco que indicase que el futuro pertenecería a los europeos. Contactos como los que mantuvieron con otros pueblos no demostraban en modo alguno la clara superioridad de su proceder. Los portugueses podían manipular a los negros del África occidental para sus propios fines y despojarles de su oro y sus esclavos, pero en Persia o en la India estaban en presencia de grandes imperios cuyo espectáculo a menudo les deslumbraba. Los europeos del año 1500 no eran, en este y en muchos otros aspectos, hombres modernos. No podemos entenderlos sin esfuerzo, ni siquiera cuando hablaban latín, pues su latín tenía connotaciones y asociaciones que estamos condenados a pasar por alto. No era solo la lengua de los hombres instruidos, sino también la de la religión.
En la penumbra del amanecer de la era de la modernidad, el peso de esa religión sigue siendo la pista más certera para conocer la realidad de la primera civilización de Europa. La religión fue una de las reafirmaciones más impresionantes de la estabilidad de una cultura que en este libro se ha examinado casi en su totalidad desde una perspectiva importante, aunque básicamente anacrónica, la del cambio. Salvo en el más corto plazo, el cambio no era algo de lo que la mayoría de los europeos fuesen conscientes en el siglo XV. Para todos los hombres, el factor determinante más profundo de sus vidas continuaba siendo el lento, pero siempre repetido, paso de las estaciones, un ritmo que fijaba claramente la pauta de trabajo y ocio, pobreza y prosperidad, salud y enfermedad, de las rutinas del hogar, el taller y el estudio. Los jueces y los profesores universitarios de algunos países continúan trabajando de acuerdo con un año dividido inicialmente por la necesidad de plantar la cosecha. A este ritmo se imponían los de la religión, cuando la cosecha se había plantado la Iglesia la bendecía y el calendario del año cristiano ofrecía la agenda más detallada para regular la vida de los hombres y mujeres. Parte de ella era muy antigua, incluso precristiana. Existía desde hacía siglos, y difícilmente podía concebirse de otro modo. Regulaba incluso los días de muchas personas, ya que cada tres horas los religiosos eran llamados al culto y la oración en miles de monasterios y conventos por la campana de su monasterio. Cuando podía oírse fuera de los muros, los laicos también fijaban la pauta de su día de acuerdo con ella. Antes de que hubiera llamativos relojes de pared, solo la campana de la iglesia parroquial, catedral o monasterio completaban al sol o a la combustión de una vela como registro del paso del tiempo, y esto lo hacía anunciando la hora de otro acto de culto, y así sucesivamente marcando la inevitable rutina.
Aun siendo verdaderamente revolucionarios, como algunos cambios lo fueron, incluso los más obvios de ellos —el crecimiento de una ciudad, el comienzo de la peste, el desplazamiento de una familia noble por otra, la construcción de una catedral o el derrumbamiento de un castillo—, tenían lugar en un marco extraordinariamente inalterado. Las formas de los campos cultivados por los campesinos ingleses en el año 1500 eran en muchos casos todavía las visitadas por los hombres que los anotaron en el Domesday Book, más de cuatro siglos antes. Y cuando los hombres fueron a visitar a las monjas de Lacock para cerrar su monasterio en la década de 1530, descubrieron, para su asombro, que aquellas damas aristocráticas seguían hablando entre ellas el francés-normando que se empleaba habitualmente en las familias nobles tres siglos atrás.
No debe olvidarse nunca una inercia de proporciones tan inmensas, que resulta más impresionante y poderosa si cabe debido a las efímeras vidas de la mayoría de los hombres y mujeres de la Edad Media. Solo en el humus más profundo de esta sociedad se encontraba un futuro. Quizá, la clave de esa relación del futuro con el pasado pueda situarse en el fundamental dualismo cristiano de esta vida y del mundo venidero, lo terrenal y lo celestial. Esta concepción resultaría un agente irritante de gran valor, secularizado al final como un nuevo instrumento crítico, el contraste entre lo que es y lo que podría ser, entre lo ideal y lo real. En ella, el cristianismo segregó una esencia que sería utilizada en su contra, pues al final haría posible la postura crítica independiente, una ruptura absoluta con el mundo que Aquino y Erasmo habían conocido. Sin embargo, la idea de una crítica autónoma nacería de modo muy gradual; puede encontrarse en muchos presagios entre 1300 y 1700, pero solo estos indicarían que, una vez más, las líneas divisorias nítidas entre lo medieval y lo moderno son una cuestión de comodidad expositiva, no de realidad histórica.


LIBRO V
La formación de la era europea

Contenido:

  1. Un nuevo tipo de sociedad: los inicios de la Europa moderna
  2. La autoridad y sus retos
  3. El nuevo mundo de las grandes potencias
  4. El asalto de Europa al mundo
  5. La nueva forma de la historia mundial
  6. Viejas y nuevas ideas

Alrededor de 1500 existían numerosos indicios de que estaba comenzando una nueva era en la historia mundial. Algunos ya se han mencionado: los descubrimientos en las Américas y los primeros pasos de la aventura europea en Asia son dos de ellos. Al principio, estos indicios reflejan la naturaleza dual de una nueva era que, cada vez más, lo es de una historia verdaderamente mundial, una era cuya trama está dominada por el asombroso éxito de una civilización entre muchas, la de Europa. Son dos aspectos del mismo proceso: existe una interconexión cada vez más continua y orgánica entre los sucesos de todos los países, y, en gran parte, ello se explica por los esfuerzos de los europeos. Con el tiempo, estos se convirtieron en los dueños del planeta y usaron su dominio —en ocasiones sin saberlo— para convertir el mundo en uno. Debido a ello, a lo largo de los últimos dos o tres siglos, la historia mundial ha tenido una mayor identidad y unidad temática.
En un pasaje célebre, el historiador inglés Thomas B. Macaulay hablaba de pieles rojas que se arrancaban la cabellera entre ellos a orillas de los Grandes Lagos para que un rey europeo pudiese arrebatar a un vecino una provincia que codiciaba. Esta es una faceta sorprendente de la historia en la que ahora debemos adentrarnos —el surgimiento de luchas de un mundo contra otro en unas guerras cada vez mayores—, pero la política, la formación de imperios y la expansión militar no eran más que una pequeña parte de lo que sucedía. La integración económica del planeta era otra parte del proceso, y más importante aún era la difusión de planteamientos e ideas comunes. El resultado sería, en una de nuestras expresiones acuñadas, «un solo mundo» o algo similar. La era de las civilizaciones independientes o casi independientes había tocado a su fin.
Dada la inmensa diversidad de nuestro mundo, en un primer momento esto puede parecer una exageración absolutamente engañosa. Las diferencias nacionales, culturales y raciales no dejaron de generar e inspirar conflictos espantosos. La historia de los siglos que han seguido al año 1500 puede escribirse (y a menudo está escrita) básicamente como una serie de guerras y luchas cruentas, y es obvio que las personas que viven en países distintos no piensan de forma parecida a como lo hacían sus antecesores siglos atrás. Sin embargo, eran mucho más parecidas que sus antecesores de, pongamos, el siglo X, y lo muestran de cientos de maneras, que van desde las formas de vestir hasta las maneras en que se ganan la vida u organizan sus sociedades. Los orígenes, el alcance y los límites de este cambio configuran gran parte de la historia que narramos. Esta historia es producto de algo que todavía está en curso en muchos lugares, y que en ocasiones denominamos «modernización». Durante siglos, ha consistido en la erosión de las diferencias entre culturas, y es la expresión más profunda y fundamental de la creciente integración de la historia mundial. Otra manera de describir este proceso es decir que el mundo se ha europeizado, puesto que la modernización es, por encima de todo, una cuestión de ideas y técnicas en su origen europeas. El hecho de si «modernización» es lo mismo que «europeización» (o, como se dice a menudo, «occidentalización») no se abordará en esta obra; a veces, tan solo es una cuestión de preferencias léxicas. Lo que es obvio es que, cronológicamente, fue con la modernización de Europa que se inició la unificación del mundo. Un profundo cambio en Europa fue el punto de partida de la historia moderna.

1. Un nuevo tipo de sociedad: los inicios de la Europa moderna
«Historia moderna» es un término bien conocido, pero no siempre significa lo mismo. Hubo un tiempo en que la historia moderna era lo que había sucedido desde la historia «antigua», cuyo objeto era la historia de los fenicios, griegos y romanos. Este es un sentido que se usaba, por ejemplo, en mi época para definir una carrera en Oxford centrada en la Edad Media. Más tarde pasó a distinguirse también de la historia «medieval». Actualmente se precisa aún más, ya que los historiadores han comenzado a hacer distinciones dentro de ella, y en ocasiones hablan de un período «moderno inicial». Con ello, en realidad están centrando nuestra atención en un proceso, dado que aplican el término a la era en que surgió un nuevo mundo atlántico, distinguiéndose de una cristiandad de la Edad Media dominada por la tradición, agraria, supersticiosa y confinada en Occidente, lo cual tuvo lugar en diferentes momentos en los distintos países. En Inglaterra sucedió muy rápidamente, en España el paso aún no se había completado hacia 1800, mientras que en gran parte de Europa oriental el proceso apenas se había iniciado un siglo más tarde. Sin embargo, la realidad del proceso es obvia, pese a la forma tan irregular en que se manifestó. También lo es su importancia, dado que sentó los cimientos de una hegemonía europea en el mundo.
Un punto de partida útil para reflexionar sobre sus implicaciones es comenzar con la simple y evidente verdad de que, durante la mayor parte de la historia del hombre, la vida de la mayoría de las personas ha sido cruel y ha estado profundamente determinada por el hecho de que tenían pocas o ninguna elección en cuanto a la manera en que podían conseguir cobijo y alimentos suficientes para sí mismos y para sus familias. La posibilidad de que las cosas fuesen distintas no ha sido concebible hasta épocas recientes para una minoría de la población del mundo, y ha llegado a ser una realidad para un número sustancial de personas únicamente con ciertos cambios en la economía de la Europa de los inicios de la era moderna, en su mayor parte al oeste del Elba. La Europa medieval, al igual que la mayor parte del mundo en aquella época, todavía consistía en sociedades en las que los excedentes de producción que superaban las necesidades de consumo se obtenían básicamente de aquellos que los producían —los campesinos— por parte de instituciones sociales o jurídicas, y no a través de operaciones en el mercado. Cuando podemos reconocer la existencia de una Europa «moderna», esto ha cambiado; la extracción y movilización de estos excedentes se han convertido en una de las tareas de una entidad destacada, a menudo etiquetada como «capitalismo», la cual opera básicamente a través de transacciones comerciales en unos mercados de creciente complejidad.
Podemos seguir algunos de estos cambios de un modo que no era posible en el caso de los anteriores, porque contamos por primera vez con datos cuantificados, abundantes y continuos. En un sentido importante, los datos históricos son mucho más informativos en los últimos cuatro o cinco siglos; son sumamente más estadísticos. Con ello, los cálculos se ven facilitados. La fuente del nuevo material estadístico era a menudo el gobierno. Por muchos motivos, los gobiernos querían saber cada vez más acerca de los recursos o los posibles recursos que tenían a su disposición. Además, los registros privados, sobre todo acerca de negocios, también nos ofrecen más datos numéricos a partir de 1500. La multiplicación de las copias, cuando el papel y la impresión se generalizan, significa que la posibilidad de su conservación se incrementa enormemente. Aparecieron las técnicas comerciales, que requerían la publicación de los datos en impresos cotejados; los movimientos de barcos o los boletines de precios, por ejemplo. Por otra parte, a medida que los historiadores han perfeccionado sus técnicas, también han podido enfrentarse a fuentes más escasas o fragmentarias con unos resultados mucho mejores que los que eran posibles unos años atrás.
Todo ello ha proporcionado más conocimientos sobre el alcance y la forma del cambio en la Europa moderna inicial, si bien hay que ir con tiento para no exagerar ni el grado de precisión que dichos materiales permiten ni lo que se puede extraer de ellos. Durante mucho tiempo, la recopilación de materiales estadísticos de calidad ha resultado muy difícil. Incluso preguntas bastante elementales como, por ejemplo, quién vivía en un determinado lugar, no se han podido responder con precisión hasta fechas recientes. Uno de los grandes objetivos de los monarcas reformadores del siglo XVIII era simplemente elaborar relaciones exactas de las tierras que albergaban sus estados, mediciones catastrales, como las llamaban, o incluso averiguar cuántos súbditos tenían. En Gran Bretaña no se inició el primer censo hasta 1801, casi ocho siglos después del Domesday Book. Francia no contó con el primer censo oficial hasta 1876, y el imperio ruso no tuvo el único de que dispuso hasta 1897. En realidad, esta aparición tan tardía no debe sorprendernos. Un censo o un recuento requieren un aparato administrativo complejo y fiable. Y pueden suscitar una fuerte oposición (ya que, cuando un gobierno recaba nuevos datos, a menudo ello implica nuevos impuestos). Tales dificultades se ven enormemente incrementadas cuando la población es analfabeta, como era el caso de la población europea durante gran parte de la historia moderna.
Por otro lado, los materiales estadísticos nuevos pueden generar el mismo número de problemas históricos que son capaces de resolver. Pueden revelar una inmensa diversidad de fenómenos contemporáneos, que a menudo dificulta las generalizaciones. Ahora es mucho más difícil decir algo sobre el campesinado francés del siglo XVIII, ya que las investigaciones han puesto de relieve la diversidad que oculta este simple término y que tal vez no existía un campesinado francés, sino varios tipos distintos. Por último, las estadísticas también pueden ilustrar hechos sin arrojar luz alguna sobre sus causas. No obstante, a partir de 1500 estamos cada vez más en una época de mediciones, y el efecto global de ello es que resulta más fácil formular declaraciones defendibles sobre lo que pasaba entonces que hacerlo respecto a períodos anteriores o acerca de otros lugares.
La historia demográfica es el ejemplo más obvio. A finales del siglo XV, la población europea se encontraba al borde de iniciar el crecimiento que se ha mantenido desde entonces. A partir de 1500 podemos distinguir, a grandes rasgos, dos fases. Hasta aproximadamente mediados del siglo XVIII, el incremento de la población fue relativamente lento y estable (a excepción de algunas importantes interrupciones locales y temporales); ello corresponde aproximadamente a los «inicios» de la Europa moderna y ha sido uno de los factores que la han caracterizado. En la segunda fase, se produjeron un incremento muy acelerado y grandes cambios. Ahora solo nos interesa la primera fase, porque reguló la manera en que se modeló la Europa moderna. Los datos y tendencias generales dentro de esta fase son bastante claros. Pese a que se basan en gran medida en cálculos, las cifras tienen una base mucho más sólida que en épocas anteriores, en parte porque, desde los inicios del siglo XVII en adelante, hubo un interés casi continuo por los problemas de la población. Ello contribuyó a la fundación de la ciencia de la estadística (en aquellos tiempos denominada «aritmética política») a finales del siglo XVII, sobre todo en Inglaterra. Dio lugar a trabajos notables, si bien no eran más que una diminuta isla de método relativamente riguroso en un mar de conjeturas y deducciones. Con todo, la imagen global es clara: en 1500 Europa tenía unos 80 millones de habitantes, dos siglos más tarde no llegaba a los 150 millones, y en 1800 tenía poco menos de 200 millones. Antes de 1750, Europa había crecido de manera más o menos constante, a un ritmo que casi mantenía su proporción dentro de la población mundial en cerca de una quinta parte hasta 1700 aproximadamente, pero en 1800 ya contaba con casi una cuarta parte de los habitantes de todo el mundo.
Por lo tanto, durante mucho tiempo no hubo unas diferencias tan llamativas como las que aparecieron más tarde entre el índice de crecimiento de Europa y el del resto del planeta. Parece razonable concluir que esto significa que, también en otros sentidos, las poblaciones europea y no europea eran menos distintas de lo que empezaron a serlo a partir de 1800. Por ejemplo, la edad habitual de fallecimiento de los europeos siguió siendo baja. Antes de 1800, siempre era por término medio una edad mucho más temprana que en la actualidad; la gente moría joven. Al nacer, un campesino francés del siglo XVIII tenía una esperanza de vida de unos veintidós años y, aproximadamente, una posibilidad entre cuatro de sobrevivir a la infancia. En esa época, las probabilidades eran más o menos las mismas que las de un campesino indio de 1950 o que las de un romano de la Roma imperial. Comparativamente, pocas personas pasaban de los cuarenta, y como estaban peor alimentados que nosotros, debían de parecer mucho mayores a esta edad, y seguramente eran más bajos y tenían un aspecto menos sano. Al igual que en la Edad Media, las mujeres aún tendían a morir antes que los hombres. Eso significa que muchos hombres se casaban dos o incluso tres veces, y no como hoy en día, debido al divorcio, sino porque se quedaban viudos antes. La pareja media europea tenía una vida de casados bastante breve. Al oeste de una línea trazada más o menos desde el Báltico hasta el Adriático, el período conyugal era más corto que al este de dicha línea, porque los que vivían tendían a casarse por primera vez con más de veinte años, y durante mucho tiempo esta fue una costumbre que marcó pautas distintas en la población del este y del oeste. En general, sin embargo, si los europeos eran acomodados se podían permitir una familia bastante extensa, y si eran pobres tenían una familia más reducida. Hay pruebas deductivas claras de que, en el siglo XVII, en ciertos lugares ya existía alguna forma de limitación familiar, y de que para lograr dicha limitación se usaban métodos distintos del aborto y del infanticidio. Aun así, se necesitan más datos culturales y económicos para explicar este misterioso tema. Se trata de uno de los ámbitos en los que una sociedad mayoritariamente analfabeta es casi impenetrable históricamente. Podemos decir muy poco con certeza acerca del control de la natalidad en aquella época, y menos aún sobre sus implicaciones —si las había— en cuanto a las maneras en que, en los inicios de la Europa moderna, las personas pensaban sobre sí mismas y sobre el control que tenían sobre sus vidas.
Globalmente, la demografía también reflejaba un predominio económico constante de la agricultura. Durante mucho tiempo, esta produjo tan solo un poco más de alimentos que los que se necesitaban, y solamente podía alimentar a una población que creciese despacio. En 1500, Europa todavía era un continente básicamente rural, de pueblos donde la gente vivía a un nivel de subsistencia bastante bajo. Según nuestros baremos, parecería bastante vacía. La población de Inglaterra, que era densa en relación con su superficie y en comparación con el resto del continente, en 1800 no era más que una sexta parte de la actual; en Europa oriental, había extensas zonas despobladas para las que los gobernantes buscaban ávidamente pobladores, fomentando la inmigración de numerosas maneras. Pese a todo, muchos pueblos y ciudades lograron crecer en número y en tamaño, y una o dos de ellas de forma espectacularmente más rápida que la población global. Ámsterdam alcanzó un total de unos 200.000 habitantes en el siglo XVIII; la población de París probablemente se duplicó entre 1500 y 1700, creciendo hasta alcanzar casi el medio millón de habitantes, y Londres superó a París al pasar de unos 120.000 habitantes a casi 700.000 en esos dos mismos siglos. Por supuesto, en la población mucho más reducida de Inglaterra eso significó un paso mucho más grande hacia una vida urbana. Un significativo vocablo nuevo entró en uso en inglés: suburbs, «suburbios». En cambio, no es fácil generalizar sobre las poblaciones medianas y pequeñas. La mayoría eran bastante reducidas, de menos de 20.000 habitantes en 1700, pero las nueve ciudades europeas de más de 100.000 habitantes en 1500 se habían convertido por lo menos en una docena dos siglos más tarde. Con todo, el predominio de Europa en la urbanización no fue tan marcado en esos siglos como lo sería más tarde, y todavía existían muchas ciudades grandes en otros continentes. México, por ejemplo, superaba a todas las ciudades europeas del siglo XVI con sus 300.000 habitantes.
La urbanización y el crecimiento de la población no se extendían de manera uniforme. En aquella época, Francia seguía siendo el país más grande de Europa; en 1700 tenía cerca de 21 millones de habitantes, mientras que Inglaterra y Gales contaban con solo unos 6 millones. Pero no es fácil hacer comparaciones, porque los cálculos son mucho menos fiables en unas zonas que en otras, ya que los cambios en las fronteras a menudo hacen que sea difícil saber qué hay tras un mismo nombre en distintas épocas. Algunos países vivieron sin duda épocas de estancamiento o incluso retrocesos en el crecimiento de la población causados por una serie de desastres en el siglo XVII. España, Italia y Alemania sufrieron graves brotes epidémicos en la década de 1630, y se registraron otros focos locales, como la Gran Plaga de Londres de 1665. El hambre fue otro freno esporádico para el crecimiento; en Alemania se mencionan casos de canibalismo a mediados del siglo XVII. La escasez de alimentos y la menor resistencia que esta comportaba causaban rápidamente desastres cuando coincidían con la alteración de la economía que podía derivar de una mala cosecha. Cuando todo ello se veía acentuado por las guerras, que se sucedían constantemente en la Europa central, el resultado podía ser catastrófico. El hambre y las enfermedades que seguían a los ejércitos en los carruajes y con el equipamiento podían dejar despoblada fácilmente una zona reducida. En parte, ello era un reflejo de hasta qué punto la vida económica todavía estaba localizada; por otra parte, una población en concreto podía escapar indemne, incluso estando en una zona en guerra, si escapaba a un sitio o a un saqueo, mientras que, a solo unos kilómetros de distancia, otra era devastada. La situación siempre fue precaria hasta que el crecimiento de la población empezó a ser superado por los incrementos en la productividad.
En esto, como en muchos otros aspectos, diferentes países tienen historias distintas. Al parecer, a mediados del siglo XV se estaba produciendo una nueva expansión de la agricultura. Uno de los indicios fue la recuperación de tierras que habían quedado abandonadas con la despoblación del siglo XIV, si bien antes de 1550, aproximadamente, esta recuperación había avanzado poco, salvo en algunos lugares. Estuvo limitada a ellos durante mucho tiempo, pese a que ya se habían logrado mejoras importantes en las técnicas que elevaron la productividad de la tierra, básicamente con la aplicación de mano de obra, es decir, con el cultivo intensivo. Allí donde su impacto no se dejó sentir, el pasado medieval persistió durante mucho tiempo en el campo. Incluso la llegada del dinero tardó en irrumpir en algunas comunidades casi autosuficientes. En la Europa oriental, la servidumbre se extendió mientras en el resto del continente desaparecía. No obstante, considerando la Europa de 1800 en conjunto y algunos países avanzados en particular, la agricultura fue uno de los dos sectores económicos en los que el progreso resultó más notable (el comercio era el segundo). Globalmente, había sido capaz de mantener un crecimiento de la población continuado, al principio lento, pero progresivamente más rápido.
La agricultura era transformada lentamente por la creciente orientación hacia los mercados y por las innovaciones técnicas. Ambas estaban interconectadas. Una población numerosa en la zona significaba un mercado y, por tanto, un incentivo. Ya en el siglo XV, los habitantes de los Países Bajos eran líderes en las técnicas del cultivo intensivo. También fue en Flandes donde un mejor drenaje dio lugar a unos pastos mejores y a una población de animales mayor. Otra zona donde la población urbana fue relativamente importante es el valle del Po. A través del norte de Italia, se introdujeron nuevos cultivos en Europa, procedentes de Asia. El arroz, por ejemplo, una importante aportación a la despensa europea, apareció en los valles de los ríos Arno y Po en el siglo XV. Pero no todos los productos tuvieron un éxito instantáneo. La patata, que llegó a Europa desde América, tardó unos dos siglos en convertirse en un artículo de consumo habitual en Inglaterra, Alemania y Francia, a pesar de su valor nutritivo evidente y de un abundante folclore promocional que insistía en sus cualidades como afrodisíaco y en su utilidad en el tratamiento de las verrugas.
Desde los Países Bajos, las mejoras agrícolas se extendieron en el siglo XVI hacia el este de Inglaterra, donde poco a poco se fueron perfeccionando. Un siglo después, Londres se convirtió en un puerto exportador de cereales, y, en lo sucesivo, los europeos del continente viajaron a Inglaterra para aprender técnicas agrícolas. El siglo XVIII también trajo una mejora en la cría y la alimentación de los animales. Tales progresos permitieron mayores rendimientos en las cosechas y más calidad en el ganado, algo que empezó a darse por sentado, mientras que antes era inimaginable. El aspecto del campo y de sus habitantes se transformó. La agricultura proporcionó la primera muestra de lo que se podía hacer con una ciencia aún rudimentaria —mediante la experimentación, la observación, el registro y una nueva experimentación— para incrementar el control humano sobre el entorno más rápidamente que mediante la selección impuesta por la costumbre. Las mejoras favorecieron la reorganización de la tierra en explotaciones mayores, la reducción del número de minifundistas excepto en las tierras que les favorecían de manera especial, la contratación de mano de obra y la inversión de grandes capitales en edificios, drenaje y maquinaria. Sin embargo, no hay que exagerar la velocidad del cambio. Uno de los índices de evolución en Inglaterra era el ritmo de la enclosure, la consolidación del uso privado de campos abiertos y tierras comunales del pueblo tradicional. Hasta finales del siglo XVIII e inicios del XIX, las leyes del Parlamento que autorizaban este uso no empezaron a ser frecuentes y numerosas. La integración completa de la agricultura con la economía de mercado y la consideración de la tierra como un simple bien inmueble equiparable a cualquier otro, tendrían que esperar hasta el siglo XIX incluso en Inglaterra, líder en agricultura mundial hasta la explotación de tierras de cultivo al otro lado del océano. No obstante, en el siglo XVIII ya se empezaba a abrir este camino.
Finalmente, una mayor productividad agrícola eliminó las carestías recurrentes que durante tanto tiempo habían mantenido su capacidad para destruir el progreso económico. Quizá el último momento en que la población europea parece haber sufrido a causa de los recursos, hasta el punto de presagiarse otra gran calamidad como la del siglo XIV, se dio a finales del siglo XVI. En la siguiente época de penuria, en las décadas centrales del siglo siguiente, Inglaterra y los Países Bajos escaparon a lo peor. A partir de entonces, el hambre y la escasez de alimentos se convirtieron en una plaga local y nacional en toda Europa, capaz aún de causar estragos demográficos a gran escala, si bien cediendo ante la creciente disponibilidad de cereales. Se ha dicho que las malas cosechas convirtieron a Francia en «un gran hospital» en los años 1708-1709, pero ello fue en tiempo de guerra. Unos años más tarde, en ese mismo siglo, algunos países mediterráneos dependían de los cereales de las tierras bálticas para disponer de harina. Es cierto que tendría que pasar mucho tiempo antes de que las importaciones fuesen un recurso garantizado; a menudo no llegaban lo bastante rápido, sobre todo cuando se precisaba un transporte terrestre. Algunas zonas de Francia y Alemania sufrieron carestías incluso en el siglo XIX, pese a que un siglo antes la población francesa había crecido más rápidamente que la producción, de modo que el nivel de vida de buena parte de la población gala en realidad bajó. En cambio, en el caso del campesino rural inglés, una parte de ese siglo se recordaría más tarde como una edad de oro, con pan de trigo en abundancia e incluso carne en la mesa.
A finales del siglo XVI, una de las respuestas a la presión confusamente percibida de una población en expansión sobre unos recursos que crecían lentamente fue promover la inmigración. Hacia 1800, los europeos habían aportado mucho a la colonización de las tierras de ultramar. En 1751, un norteamericano reconocía que su continente albergaba un millón de personas de origen británico; los cálculos modernos indican que unos 250.000 emigrantes británicos se fueron al Nuevo Mundo en el siglo XVII, y 1,5 millones lo hicieron en la centuria siguiente. En Norteamérica también había alemanes (unos 200.000), y algunos franceses en Canadá. Parece razonable suponer que, hacia 1800, cerca de dos millones de europeos se habían trasladado a América, al norte del río Bravo. Al sur del mismo había unos 100.000 españoles y portugueses.
El temor a no tener bastante de que comer en casa ayudó a iniciar estas grandes migraciones y refleja la preeminencia constante de la agricultura en el pensamiento sobre la vida económica. En la estructura y la escala de todos los grandes sectores de la economía europea, hubo importantes cambios durante tres siglos, pero en torno a 1800 (al igual que en 1500) el sector agrícola aún predominaba incluso en Francia e Inglaterra, los dos países occidentales más grandes donde el comercio y las manufacturas habían progresado sustancialmente. Además, la población dedicada a la industria de forma totalmente independiente de la agricultura no constituía en ningún país más que una minúscula parte de la población total. Los cerveceros, tejedores y tintoreros dependían de ella, mientras que muchos de los campesinos y horticultores también hilaban, tejían o comerciaban con artículos en el mercado. Aparte de la agricultura, solo en el sector comercial podemos observar un cambio generalizado. En este ámbito, se aprecia una aceleración visible del ritmo a partir de la segunda mitad del siglo XV. Europa estaba recuperando parte del vigor comercial que había mostrado en el siglo XIII en escala, técnica y dirección. Nuevamente, existe una conexión con el crecimiento de los pueblos y las ciudades. Ambos necesitaban y proporcionaban un medio de vida para los especialistas. Las grandes ferias y mercados de la Edad Media se mantenían, al igual que las leyes medievales sobre la usura y las prácticas restrictivas de los gremios. No obstante, antes de 1800 surgió un mundo comercial completamente nuevo.
Este mundo ya era discernible en el siglo XVI, cuando se inició la prolongada expansión del comercio por el mundo; una expansión que iba a proseguir, de manera casi ininterrumpida salvo brevemente por la guerra, hasta 1930, y que continuaría más adelante, tras otra guerra mundial. Empezó con el traslado del centro de gravedad económico desde la Europa meridional hacia la del noroeste, del Mediterráneo al Atlántico, lo cual ya se ha señalado. Los trastornos políticos y las guerras, como la que arruinó a Italia a principios del siglo XVI, contribuyeron a este cambio, favorecido asimismo por conflictos breves pero cruciales, como la persecución de los judíos llevada a cabo por los portugueses, que provocó la partida de muchos de ellos, llevándose sus dotes para el comercio a los Países Bajos, aproximadamente en la misma época. El gran triunfo comercial del siglo XVI radicó en Amberes, pese a que fracasó al cabo de unas décadas debido a los desastres políticos y económicos. Un siglo más tarde la superaron Ámsterdam y Londres. En ambos casos, un comercio activo basado en un territorio bien poblado proporcionaba beneficios para una diversificación en industria manufacturera, servicios y banca. En la banca, la vieja supremacía de las ciudades italianas medievales pasó primero a Flandes y a los banqueros alemanes del siglo XVI, y posteriormente a Holanda y Londres. El Banco de Ámsterdam e incluso el Banco de Inglaterra, fundados tardíamente, en 1694, pronto se erigieron en potencias económicas internacionales. A su alrededor se agruparon otros bancos y casas mercantiles que realizaban operaciones de crédito y finanzas. Los tipos de interés cayeron y el uso de la letra de cambio, un invento medieval, experimentó una fuerte expansión, convirtiéndose en el principal instrumento financiero para el comercio internacional.
Ello supuso el comienzo del aumento del uso del papel en lugar de los lingotes de oro y plata. En el siglo XVIII, apareció el primer papel moneda y se inventó el cheque. Las sociedades anónimas generaron otra forma de seguridad negociable, sus propias acciones. La cotización de estas en diversos cafés de Londres en el siglo XVII fue absorbida al fundarse la Bolsa de Londres. En torno a 1800, existían instituciones parecidas en muchos otros países. En Londres, París y Ámsterdam proliferaron nuevos planteamientos para la movilización del capital y su utilización. En aquel momento, las loterías y tontinas se pusieron de moda, al igual que algunos booms inversores que fracasaron estrepitosamente, el más célebre de los cuales fue la gran «burbuja inglesa del mar del Sur». Pero, al mismo tiempo, el mundo se volvía más comercial, se iba habituando a la idea de invertir dinero para hacer dinero, y se iba dotando del aparato del capitalismo moderno.
De la mayor atención que se prestaba a las cuestiones comerciales en las negociaciones diplomáticas a partir de finales del siglo XVII y del hecho de que los países estaban dispuestos a luchar por ellas, pronto se derivó un efecto: en 1652, Inglaterra y los Países Bajos entraron en guerra debido al comercio, iniciando una larga era durante la cual los franceses y los españoles lucharon repetidas veces por conflictos en que las cuestiones comerciales no solo intervenían, sino que a menudo eran de suma importancia.
Los gobiernos cuidaban de sus comerciantes entrando en guerra para defender sus intereses, e incluso intervenían de otros modos en el funcionamiento de la economía comercial. En ocasiones, el propio gobierno actuaba como empresario y patrón. Se ha comentado que, en un momento dado del siglo XVI, el arsenal de Venecia fue la empresa manufacturera más grande del mundo. También podían ofrecer privilegios, como un monopolio a una empresa legalmente constituida. Ello facilitaba la obtención de capital, ya que ofrecía más seguridad en la recuperación del mismo. Al final, se llegó a pensar que las empresas legalmente constituidas tal vez no fuesen la mejor manera de asegurarse un beneficio económico y cayeron en desgracia (si bien disfrutaron de un breve resurgimiento a finales del siglo XIX). Sin embargo, tales actividades involucraban estrechamente al gobierno, de modo que las preocupaciones de los hombres de negocios llegaron a condicionar la política y el derecho.
Ocasionalmente, la interacción entre el desarrollo comercial y la sociedad parece arrojar luz sobre unos cambios con unas implicaciones realmente profundas. Un ejemplo de ello es el financiero inglés del siglo XVII que ofreció por primera vez al público un seguro de vida. Por aquel entonces, ya había comenzado la práctica de vender rentas vitalicias por la vida de las personas. La innovación residía en la aplicación a su actividad de la ciencia actuarial y de las estadísticas de la «aritmética política», de reciente aparición. Ahora se podía realizar un cálculo razonable en lugar de una suposición sobre un tema hasta entonces cargado de una incertidumbre y una irracionalidad abrumadoras: la muerte. Con creciente sutileza, se ofrecía protección (por un precio) contra un abanico de desastres cada vez más amplio. Además, ello también proporcionaría otro mecanismo fundamental para la movilización de riqueza en grandes cantidades para ulteriores inversiones. Pero el momento en que se descubrió el seguro de vida, al comienzo de lo que en ocasiones se ha denominado la «era de la razón», también sugiere que las dimensiones del cambio económico a veces son de gran alcance. Era una pequeña fuente y señal de una próxima secularización del universo.
El avance estructural más decisivo en el comercio europeo fue la súbita importancia que adquirió el comercio de ultramar desde la segunda mitad del siglo XVII en adelante. Ello formó parte del paso de la actividad económica desde el Mediterráneo a la Europa del norte, ya observable antes de 1500, que por primera vez hizo visible los rasgos de una futura economía mundial. Hasta alrededor de 1580, no obstante, estos eran definidos básicamente por los pueblos ibéricos, que no solo dominaban el comercio con América del Sur y el Caribe, sino que a partir de 1564 impulsaron también viajes regulares de «galeones de Manila» entre Acapulco y las Filipinas. De este modo, China entró en contacto comercial con los europeos desde más al este, incluso cuando los portugueses se establecieron allí desde el oeste. El comercio mundial empezaba a eclipsar el viejo comercio mediterráneo. Hacia finales del siglo XVII, cuando el comercio cerrado de España y Portugal con sus colonias transatlánticas todavía era importante, el comercio marítimo estaba dominado por los holandeses y por unos rivales cada vez más poderosos, los ingleses. El éxito de los holandeses se debía a su abastecimiento de arenques salados a los mercados europeos y a la posesión de una nave de carga particularmente eficiente, el fly-boat (llamado «filibote» por los españoles). Con estas naves, los holandeses dominaron por primera vez el comercio en el Báltico, y desde allí avanzaron para convertirse en los transportistas de Europa. A pesar de que fueron desplazados por los ingleses a finales del siglo XVII, mantuvieron una extensa red de colonias y de puestos comerciales, sobre todo en el Lejano Oriente, donde superaron a los portugueses. En cambio, la base de la supremacía inglesa era el Atlántico. El pescado también abundaba allí. Los ingleses capturaban el nutritivo bacalao en los bancos de Terranova, lo secaban y lo salaban en la costa, y más tarde lo vendían en los países mediterráneos, donde había una gran demanda de pescado debido a la práctica de la abstinencia los viernes. El bacalao todavía se encuentra en las mesas de Portugal y del sur de España una vez que se deja atrás la costa, más turística. Paulatinamente, los holandeses y los ingleses ampliaron y diversificaron su actividad comercial transportista y pasaron a ser también distribuidores. Francia tampoco quedó excluida de la carrera; su comercio por mar se duplicó durante la primera mitad del siglo XVII.
Las poblaciones en crecimiento y la relativa seguridad de un transporte adecuado (por mar siempre ha sido más barato que por tierra) conformaron poco a poco un comercio internacional de cereales. La propia construcción de barcos impulsó la circulación de artículos como la brea, el lino o la madera, materias primas primero del comercio báltico y, más tarde, importantes para la economía de Norteamérica. Estaba en juego mucho más que el consumo europeo. Todo ello tuvo lugar en el marco de la formación de los imperios coloniales. Hacia el siglo XVIII, ya estamos en presencia de una economía oceánica y de una comunidad mercantil internacional que realiza negocios —y que lucha y conspira por ellos— en todo el mundo.
En esta economía desempeñaron un papel cada vez más destacado los esclavos. La mayoría eran africanos negros; los primeros que fueron llevados a Europa se vendieron en Lisboa en 1444. En la propia Europa, la esclavitud casi había desaparecido (aunque los europeos aún eran capturados y vendidos como esclavos por los árabes y los turcos). En adelante, experimentaría una gran expansión en otros continentes. En dos o tres años, los portugueses vendieron más de mil esclavos negros, y pronto fundaron una factoría permanente para su comercio en África occidental. Estas cifras muestran el precoz descubrimiento de la rentabilidad del nuevo tráfico, pero no reflejan la escala de lo que vendría más adelante. Lo que ya era evidente era la brutalidad del negocio (los portugueses observaron que la captura de niños suponía normalmente el apresamiento dócil de los padres) y la complicidad de los africanos en el mismo. Cuando la búsqueda de esclavos pasó a efectuarse más al interior, fue fácil contar con potentados, que reunían a los esclavos y los vendían en grandes grupos.
Durante mucho tiempo, Europa y los asentamientos portugueses y españoles de las islas atlánticas se llevaron a casi todos los esclavos procedentes de África occidental. Más tarde hubo un cambio; a partir de mediados del siglo XVI, los esclavos africanos eran embarcados en el Atlántico con destino a Brasil, las islas caribeñas y América del Norte. Fue así como el comercio entró en un largo período de gran crecimiento, cuyas consecuencias demográficas, económicas y políticas aún persisten hoy en día. Los esclavos africanos no fueron en absoluto los únicos importantes en la historia moderna, como tampoco los europeos fueron los únicos traficantes de esclavos. Sin embargo, la esclavitud negra, basada en la venta de africanos por parte de otros africanos a portugueses, ingleses, holandeses y franceses, y en su posterior venta a otros europeos de las Américas, es un fenómeno cuyas repercusiones fueron mucho más profundas que la esclavización de europeos por parte de otomanos, o de africanos por parte de árabes. Las cifras de personas esclavizadas también parecen más fáciles de determinar, aunque solo sea de manera aproximada. Gran parte del trabajo que hizo posible y viable la existencia de las colonias americanas fue realizado por esclavos negros, aunque, por razones climáticas, la población esclava no estuvo distribuida uniformemente entre ellas. La gran mayoría de los esclavos siempre trabajaron en la agricultura o el servicio doméstico. No era habitual encontrar artesanos negros o, más tarde, trabajadores negros en las fábricas.
La trata de esclavos también fue muy importante desde el punto de vista comercial. Ocasionalmente, se consiguieron unos beneficios enormes, hecho que en parte explica las bodegas repletas e insalubres de los barcos en que eran confinados los cargamentos humanos. El índice de mortalidad por viaje raramente era inferior al 10 por ciento, y a veces era aún más terrible. El supuesto valor del comercio lo convertía en un premio importante y disputado, si bien su rendimiento en capital se ha exagerado notablemente. Durante dos siglos, provocó conflictos diplomáticos e incluso guerras cuando un país tras otro intentaba introducirse en el negocio o monopolizarlo. Ello da testimonio de la importancia de este comercio a los ojos de los gobernantes, tanto si estaba justificado económicamente como si no.
Durante un tiempo se afirmó que los beneficios del comercio con esclavos habían proporcionado el capital para la industrialización de Europa, pero hoy en día ello no parece verosímil. La industrialización fue un proceso lento. Antes de 1800, pese a que existen ejemplos de concentración industrial en varios países europeos, el crecimiento de las industrias manufactureras y de la extracción todavía era básicamente una cuestión de multiplicación de la producción artesanal a pequeña escala y de su elaboración técnica; no consistía, pues, en unos métodos e instituciones radicalmente nuevos. Europa contaba hacia 1500 con una enorme reserva de riqueza en forma de un gran número de artesanos especializados, acostumbrados a investigar sobre nuevos procesos y a explorar nuevas técnicas. Dos siglos de artillería habían llevado la minería y la metalurgia a un punto álgido, y los instrumentos científicos y los relojes mecánicos daban fe de una amplia difusión de la técnica en la elaboración de artículos de precisión. Mejoras como estas conformaron la pauta inicial de la era industrial y pronto comenzaron a invertir la relación tradicional con Asia. Durante siglos, la artesanía oriental había deslumbrado a los europeos por su pericia y por la calidad de su trabajo. Los tejidos y la cerámica asiática gozaban de una superioridad que ha pervivido en nuestro vocabulario cotidiano: porcelana china, muselina, percal o shantung son todavía hoy palabras habituales. En los siglos XIV y XV, la supremacía en algunas formas de artesanía se había trasladado a Europa, en particular en materia de técnicas mecánicas y de ingeniería. Los potentados asiáticos empezaron a buscar a europeos que pudiesen enseñarles a fabricar armas de fuego eficientes; incluso coleccionaban juguetes mecánicos corrientes en las ferias de Europa. Esta inversión de los roles se basó en la acumulación en Europa de técnicas relacionadas con actividades tradicionales y su extensión a otros ámbitos. Ello sucedía normalmente en las ciudades; los artesanos solían viajar de una población a otra, según la demanda. Tanto que es fácil verlo. Lo que resulta más difícil distinguir es qué había en la mente de los europeos que estimulaba a los artesanos a avanzar y despertaba también el interés de sus superiores, hasta el punto de que la moda de la ingeniería mecánica fuese un aspecto tan importante de la época del Renacimiento como la obra de sus arquitectos y orfebres. Al fin y al cabo, esto no sucedió en ningún otro lugar.
Las primeras zonas industriales se formaron por aumento, no solo en torno a los centros de las manufacturas europeas ya establecidas (como los textiles o la cerveza) y estrechamente vinculadas a la agricultura, sino también en el campo. Esta tendencia prosiguió durante mucho tiempo. Las antiguas actividades comerciales crearon concentraciones de industria de apoyo. Amberes había sido el gran puerto de entrada de las telas inglesas; debido a ello, en la ciudad aparecieron talleres de acabado y teñido para reelaborar los artículos que entraban por el puerto. Mientras, en la campiña inglesa los comerciantes de lana marcaron la pauta inicial del crecimiento industrial al «colocar» a los campesinos hiladores y tejedores las materias primas que necesitaban. La presencia de minerales fue otro factor localizador. La minería y la metalurgia eran las principales actividades industriales independientes de la agricultura, y estaban muy dispersas. Pero las industrias podían estancarse o incluso hundirse. Al parecer, es lo que sucedió en Italia. Su preeminencia industrial medieval desapareció en el siglo XVI, mientras que la de los Países Bajos flamencos y la de Alemania occidental y meridional —el antiguo corazón carolingio— pervivieron otra centuria, hasta que fue evidente que Inglaterra, los Países Bajos holandeses y Suecia eran los nuevos líderes en estas manufacturas. En el siglo XVIII, las industrias de extracción rusas se incorporaron a la lista de las existentes en países industriales. Para entonces, otros factores empezaban a entrar en juego; la ciencia organizada era impulsada a implicarse en las técnicas industriales, y la política del Estado modelaba la industria tanto consciente como inconscientemente.
Obviamente, la imagen a largo plazo de la expansión y el crecimiento globales requiere una gran definición. Pudieron darse unas fluctuaciones extremas incluso en el siglo XIX, cuando una mala cosecha podía comportar una gran demanda de fondos en los bancos y una reducción de la demanda de bienes manufacturados de la suficiente envergadura como para ser calificada de «depresión». Ello reflejaba el creciente desarrollo e integración de la economía, pero podía causar nuevas formas de tensión. Poco después de 1500, por ejemplo, se empezó a notar que los precios subían a un ritmo nunca antes visto. Localmente esta tendencia fue muy aguda, hasta duplicarse los precios en un año. Pese a que nada parecido a esta proporción se mantenía en ningún lugar durante cierto tiempo, parece que el efecto general fue que, en Europa, los precios se multiplicaron por cuatro en un siglo. Dada la inflación del siglo XX, ello no resulta sorprendente, pero entonces era algo nuevo, y tuvo grandes y graves repercusiones. Algunos propietarios se beneficiaron y otros salieron perjudicados. Hubo propietarios de tierras que reaccionaron subiendo las rentas e incrementando al máximo los rendimientos de sus derechos feudales. Otros tuvieron que vender. En este sentido, la inflación propició la movilidad social, como sucede a menudo. Entre los pobres, los efectos por lo general eran duros, ya que el precio del producto agrícola se disparó, mientras que los sueldos en metálico no subieron en la misma proporción. Por lo tanto, los sueldos reales cayeron. En ocasiones, factores locales empeoraban la situación. En Inglaterra, por ejemplo, el elevado precio de la lana tentó a los propietarios de tierras a cercar las tierras comunales, retirándolas así del uso común, para poner ovejas en ellas. Los miserables campesinos que pastoreaban morían de hambre y, tal como lo expresaba un célebre comentario de la época, «las ovejas se comieron a los hombres». En el segundo tercio de ese siglo, en todas partes hubo rebeliones populares y disturbios constantes, lo cual revela lo incomprensible y la gravedad de lo que ocurría. Siempre eran las capas extremas de la sociedad las que notaban con más intensidad el aguijón de la inflación; a los pobres les trajo el hambre, mientras que los reyes debían privarse porque debían gastar más que ninguna otra persona.
Los historiadores han hecho correr mucha tinta para explicar esta subida de precios a lo largo de todo el siglo, y aún no se sienten satisfechos con la explicación propuesta por observadores contemporáneos, según la cual la principal causa fue la entrada de oro y plata en lingotes a partir de la apertura de las minas del Nuevo Mundo por los españoles. Ya había inflación antes de que el oro y la plata americanos empezasen a llegar en cantidades significativas, pese a que el oro posteriormente agravó la situación. Probablemente, la presión fundamental derivó en todo momento de una población que crecía pese a que los grandes progresos en la productividad solo llegarían en el futuro. El alza de los precios se mantuvo hasta inicios del siglo XVII. Entonces empezó a mostrar señales incluso de declive, hasta que llegó una nueva subida, ahora más lenta, hacia 1700.
En la actualidad, no necesitamos que nos recuerden que el cambio social puede seguir muy de cerca al cambio económico. Creemos poco en la inmutabilidad de las formas e instituciones sociales. Hace trescientos años, muchos hombres y mujeres creían que estos cambios eran prácticamente obra de Dios, y pese a que los cambios sociales se producían como consecuencia de la inflación (y cabe señalar que por muchas otras razones), quedaban disimulados y enmascarados por la persistencia de las formas antiguas. Superficial y nominalmente, gran parte de la sociedad europea se mantuvo invariable entre 1500 y 1800, aproximadamente, pero las realidades económicas subyacentes habían cambiado sensiblemente. Las apariencias engañaban.
La vida rural ya había empezado a revelarlo en algunos países antes de 1500. A medida que la agricultura se fue convirtiendo en un negocio (si bien no fue en absoluto solo debido a ello), la sociedad rural tradicional tuvo que cambiar. Normalmente, las formas se conservaron, y los resultados podían ser más o menos incongruentes. La categoría de señor feudal todavía existía en Francia en la década de 1780, pero en esa época era más un mecanismo económico que una realidad social. El seigneur podía no ver nunca a sus arrendatarios, no ser de sangre noble y no obtener nada de su título salvo unas sumas de dinero que representaban su derecho sobre el trabajo, el tiempo y el rendimiento de sus arrendatarios. Ello reflejaba en parte una alianza entre los gobernantes y los nobles para beneficiarse del nuevo mercado de grano y madera ante la población creciente de la Europa occidental y meridional. Ataban los campesinos a la tierra y les exigían unos servicios en trabajo cada vez más elevados. En Rusia, la servidumbre se convirtió en la base misma de la sociedad.
En cambio, en Inglaterra, incluso el «feudalismo» comercializado que existía en Francia había desaparecido mucho antes de 1800, y el estatus de noble no confería ningún privilegio jurídico aparte de los derechos de los lores a ser convocados en un Parlamento (su otro distintivo legal era que, al igual que la mayoría de los demás súbditos del rey Jorge III, no podían votar en la elección de un miembro del Parlamento). La nobleza inglesa era muy reducida; incluso después de ser reforzada con los lores escoceses, a finales del siglo XVIII la Cámara de los Lores contaba con menos de doscientos miembros hereditarios, cuyo estatus social solo podía ser transmitido a un solo sucesor. En Gran Bretaña no había una clase extensa de hombres y mujeres nobles, que gozasen de amplios privilegios jurídicos que los separasen del resto de la población, tal como existía casi universalmente en toda Europa. En Francia, en vísperas de la revolución había quizá un cuarto de millón de nobles. Todos ellos tenían destacados derechos jurídicos y formales. El orden legal equivalente en Inglaterra podría haberse reunido cómodamente en el vestíbulo de una facultad de Oxford y tenía unos derechos proporcionalmente menos destacados.
En cambio, la riqueza y la influencia social de los terratenientes ingleses eran inmensas. Bajo los lores se extendía la clase poco definida de los gentlemen ingleses, vinculados en las altas esferas con las familias de los lores y difuminándose en las esferas bajas entre las filas de los granjeros y comerciantes prósperos, que eran básicamente respetables pero no «de cuna noble». Su permeabilidad fue de sumo valor para fomentar la cohesión y la movilidad sociales. El estatus de gentleman se podía conseguir con riquezas, distinción profesional o por méritos personales. En esencia, era una cuestión de un código de comportamiento compartido, que aún reflejaba el concepto aristocrático de honor, pero ahora civilizado por la eliminación de su exclusivismo, sus goticismos y sus bases jurídicas. En los siglos XVII y XVIII, la noción de gentleman pasó a ser una de las influencias culturales formativas de la historia inglesa.
De hecho, las jerarquías gobernantes eran distintas de un país a otro. Se observan contrastes en toda Europa, pero no se sacaría nada en claro de ello. No obstante, hacia 1700, en muchos países se aprecia una tendencia general hacia el cambio social que hizo mella en las viejas formas. En los países más avanzados introdujo nuevas ideas sobre lo que constituía el estatus y cómo debía reconocerse. Si bien no fue completo, hubo un paso de los vínculos personales a unas relaciones de mercado como una manera de definir los derechos y las expectativas de las personas, así como un paso de una visión corporativa de la sociedad a otra individualista. Ello se apreciaba en particular en las Provincias Unidas, la república que surgió en los Países Bajos holandeses durante esa época. En efecto, estaba gobernada por comerciantes, sobre todo por los de Ámsterdam, el centro de Holanda, su provincia más rica. Allí, la nobleza rural nunca había tenido la relevancia de los oligarcas mercantiles y urbanos.
Hacia 1789, los cambios sociales no habían llegado en ningún país tan lejos como en Gran Bretaña y en las Provincias Unidas. En otras zonas, el cuestionamiento del estatus tradicional apenas había comenzado. Fígaro, el valet-héroe de una comedia francesa del siglo XVIII de gran éxito, negaba que su aristocrático señor hubiese hecho nada para merecer sus privilegios, aparte de tomarse la molestia de nacer. En su época, esta fue considerada una idea peligrosa y subversiva, pero no causó alarma. Europa todavía estaba impregnada de las nociones de la aristocracia (y seguiría así durante un tiempo, incluso después de 1800). Los grados de exclusividad variaban, pero la distinción entre noble y no noble seguía siendo crucial. Pese a que los alarmados aristócratas les acusaron de ello, en ningún país el rey se alió con los plebeyos contra ellos, ni siquiera como último recurso. Los reyes también eran aristócratas. Era su oficio, dijo uno de ellos. Solo la llegada de una gran revolución en Francia cambió las cosas sensiblemente, pero fuera de este país no hubo cambios antes de finales de la centuria. Al comenzar el siglo XIX, parecía que la mayoría de los europeos aún respetaban la sangre noble. Lo que había cambiado es que, por entonces, había menos personas que pensasen de forma automática que esa distinción debía reflejarse en las leyes.
Justo cuando hubo quien creyó que describir la sociedad en términos de órdenes, con derechos y obligaciones jurídicamente específicos, había dejado de expresar la realidad, algunos de ellos empezaron a dudar de que la religión respaldase a una jerarquía social en particular. Durante mucho tiempo, aún se pudo creer que
El hombre rico en su castillo,
el hombre pobre en su verja,
Dios los hizo, elevados y humildes,
y ordenó su hacienda.

2. La autoridad y sus retos
En 1800, muchos europeos todavía tenían ideas sobre la organización social y política que habrían sido comprensibles y apropiadas cuatrocientos años antes. La «Edad Media» no tuvo un final súbito en este sentido, al igual que en muchos otros. Algunas ideas sobre la sociedad y el gobierno que pueden describirse razonablemente como «medievales» sobrevivieron como fuerzas eficientes en una extensa zona, y a lo largo de los siglos se fueron encajando cada vez más hechos sociales en ellas. En términos generales, lo que se ha descrito como una organización «corporativa» de la sociedad —la agrupación de hombres en entidades con unos privilegios jurídicos que protegían a sus miembros y definían su estatus— seguía siendo la norma en la Europa continental del siglo XVIII. En gran parte de sus zonas central y oriental, como hemos señalado, la servidumbre se hizo cada vez más rígida y se fue expandiendo. En el ámbito de las instituciones políticas, muchas continuidades eran evidentes. El Sacro Imperio Romano Germánico todavía existía en 1800 tal y como era en 1500, y lo mismo puede decirse del poder temporal del Papa. En Francia, el rey aún era descendiente de los Capetos (pese a que no procedía de la misma rama de la familia que en 1500 y a que, en realidad, estaba en el exilio). Incluso en Inglaterra, en una fecha tan avanzada como 1820, el paladín del rey entró a caballo en Westminster, vestido con una armadura entera, con ocasión del banquete de coronación del rey Jorge IV para defender el título del monarca contra todos los asistentes. En la mayoría de los países todavía se daba por sentado que el Estado era una entidad confesional, que la religión y la sociedad estaban entrelazadas, y que la autoridad de la Iglesia estaba establecida por la ley. Pese a que estas ideas habían sido muy debatidas y a que en algunos países habían sufrido graves reveses, en esta y en otras muchas cuestiones el peso de la historia era aún enorme en 1800, y solo diez años antes aún era mayor.
Todo esto está bien reconocido, pero la tendencia general en Europa durante los tres siglos transcurridos entre 1500 y 1800 fue disolver o, por lo menos, debilitar los viejos lazos políticos y sociales característicos del gobierno medieval. En cambio, el poder y la autoridad habían tendido a avanzar hacia la concentración central que proporcionaba el Estado, y a alejarse de los pactos «feudales» de dependencia personal. (En realidad, la propia invención de la idea «feudal» como término técnico del derecho es obra del siglo XVII, y sugiere la necesidad de aquella época de definir algo cuya realidad se estaba desvaneciendo.) En este período, también la idea de la cristiandad, pese a que todavía era importante en el aspecto emocional, o incluso de forma subconsciente, perdió efectivamente cualquier realidad política. La autoridad papal había empezado a sufrir en manos de la opinión nacional en la época del cisma, y la de los sacros emperadores romanos había tenido poca importancia desde el siglo XIV. Tampoco surgió ningún principio unificador nuevo que integrase Europa. Un ejemplo al respecto era la amenaza de los otomanos. Los príncipes cristianos expuestos a los ataques otomanos podían acudir a sus hermanos cristianos en busca de ayuda, y los papas podían usar la retórica de las cruzadas, pero la realidad, tal como los turcos la conocían bien, era que los estados cristianos actuaban según sus propios intereses y, si era necesario, se aliaban con los infieles. Fue la era de la Realpolitik, de la subordinación consciente de los principios y del honor a los cálculos inteligentes de los intereses del Estado. Es curioso que, los europeos en una época en que coincidían cada vez más en que les separaban unas diferencias culturales crecientes (hay que admitir que estaban en lo cierto) respecto a otras civilizaciones, prestaran poca atención a las instituciones (y no hicieron nada para crear otras) que daban cuenta de su unidad esencial. Solo de vez en cuando un visionario postulaba la construcción de algo que trascendiese al Estado. Pero tal vez la explicación radica simplemente en una nueva conciencia de su superioridad cultural. Europa entraba en una época de expansión triunfal y no necesitaba instituciones compartidas para convencerse de ello. En cambio, la autoridad de los estados y, por ende, el poder de sus gobiernos crecieron en aquellos siglos. Con todo, es importante no dejarse engañar por las formas. A pesar de todos los argumentos sobre quién debía ejercerlo, y pese al gran volumen de textos políticos que sugerían todo tipo de limitaciones al mismo, la tendencia general era la de aceptar la idea de la soberanía legislativa. Es decir, los europeos opinaban que, con tal de que la autoridad del Estado estuviese en las manos adecuadas, no debería haber restricciones a su poder para elaborar leyes.
Incluso dada esta condición, se trata de una enorme ruptura con el pensamiento del pasado. Para un europeo medieval, la idea de que pudiesen no existir derechos y normas por encima de la interferencia humana, inmunidades jurídicas y libertades establecidas que no podían ser cambiadas por legisladores posteriores, leyes fundamentales que siempre serían respetadas, o leyes de Dios que nunca podían ser contravenidas por las del hombre, habría sido una blasfemia social y jurídica, además de teológica. Los legisladores ingleses del siglo XVII deliberaban, sin ponerse de acuerdo, sobre cuáles podrían ser las leyes fundamentales del territorio, pero todos pensaban que estas leyes debían existir. Una centuria después, los legisladores más avanzados de Francia estaban haciendo lo mismo. Sin embargo, al final, en ambos países (y, en mayor o menor medida, en la mayoría de los restantes) se impuso la aceptación de la idea de que un poder legislador soberano y sin limitaciones legales fuese el rasgo característico del Estado. No obstante, ello llevaría mucho tiempo. En gran parte de la historia de la primigenia Europa moderna, la formación del Estado soberano moderno quedó oscurecida por el hecho de que la forma de gobierno que prevalecía ampliamente era la monarquía. Las luchas por el poder entre los gobernantes conforman buena parte de la historia europea de aquellos siglos, y a veces resulta difícil distinguir exactamente qué es lo que está en juego. Al fin y al cabo, las reivindicaciones de los príncipes gobernantes se podían rebatir a partir de dos premisas distintas: había una resistencia basada en el principio de que no estaría bien que ningún gobierno tuviese poderes como los que los monarcas reclamaban (y esto podría denominarse la defensa de la libertad medieval o conservadora), y había una resistencia basada en el principio de que tales poderes realmente podían existir, pero se estaban concentrando en unas manos equivocadas (lo cual podría denominarse la defensa de la libertad moderna o liberal). En la práctica, ambas reivindicaciones a menudo están inextricablemente unidas, pero la propia confusión es un indicio significativo del cambio de ideas.
Dejando de lado el principio jurídico, el reforzamiento del Estado se manifestaba en la capacidad creciente de los monarcas de actuar según su voluntad. Un indicador es el declive casi universal, en los siglos XVI y XVII, de las instituciones representativas que habían surgido en muchos países a finales de la Edad Media. Hacia 1789, la mayor parte de Europa occidental (si no la central y la oriental) estaba gobernada por monarcas poco limitados por cuerpos representativos; la principal excepción era Gran Bretaña. En el siglo XVI, los reyes empezaron a gozar de poderes que les hubiesen parecido considerables a los barones y a los burgueses medievales. En ocasiones, el fenómeno se describe como el surgimiento de la monarquía absoluta. Si no exageramos las posibilidades que tenía el monarca de conseguir que se cumpliesen sus deseos (ya que podían existir muchos controles prácticos a su poder, que eran tan restrictivos como las inmunidades medievales o una asamblea representativa), el término es aceptable. En todas partes, o casi, la fuerza relativa de los gobernantes frente a sus rivales aumentó mucho desde el siglo XVI en adelante. Nuevos recursos financieros les proporcionaron unos ejércitos permanentes y una artillería que podían usar contra grandes nobles, los cuales no se los podían permitir. En ocasiones, la monarquía pudo aliarse con la lenta formación de un sentimiento de nacionalidad al imponer orden sobre los muy poderosos. En muchos países, a finales del siglo XV se percibía una nueva predisposición a aceptar el gobierno del rey si este iba a garantizar el orden y la paz. Prácticamente en cada caso se daban razones especiales, pero en casi todas partes los monarcas se alzaron por encima del nivel de la nobleza más alta y apoyaron sus nuevas pretensiones de respeto y autoridad con cánones e impuestos. El reparto obligatorio de poder con los principales súbditos, cuyo estatus les daba derechos de facto, y a veces de iure, a ciertos cargos, dejó de tener tanto peso para los reyes. En Inglaterra, el Consejo Privado bajo los Tudor a veces fue más una meritocracia que una asamblea de potentados.
En el siglo XVI y comienzos del XVII, ello supuso la aparición de lo que algunos han llamado un «Estado del Renacimiento». Es un término más bien ampuloso para referirse a burocracias abultadas, ocupadas por empleados reales y guiadas por aspiraciones a la centralización, pero explícito si recordamos la antítesis que implica: el reino medieval, cuyas funciones gubernamentales a menudo se delegaban en gran medida en personas o corporaciones con vínculos feudales (entre las cuales la Iglesia era la principal). Por supuesto, ninguno de estos modelos de organización política existió históricamente en una forma pura. Siempre hubo funcionarios reales, «hombres nuevos» con un origen oscuro, y los gobiernos actuales aún delegan ciertas tareas en organismos no gubernamentales. No hubo una transición súbita al «Estado» moderno, sino que el proceso duró siglos y con frecuencia utilizó formas antiguas. En Inglaterra, los Tudor se apropiaron de la institución existente del juez de paz real para unir a los patricios locales a la estructura del gobierno del rey. Esta fue otra etapa en el largo proceso de socavar la autoridad señorial, que en el resto de Europa todavía tenía siglos de vida por delante. Sin embargo, incluso en Inglaterra, los nobles debían ser tratados con cuidado si el rey no quería suscitar su antagonismo. En la vida del hombre de Estado del siglo XVI, la rebelión no era algo excepcional, sino un hecho constante. Al final, las tropas reales podían prevalecer, pero ningún monarca quería verse obligado a depender del uso de la fuerza. Tal como decía un célebre lema, la artillería era el último argumento de los reyes. La historia de la agitación de la nobleza francesa hasta mediados del siglo XVII, de los intereses locales contrarios en Inglaterra durante el mismo período, o de los intentos de los Habsburgo de unificar sus territorios a costa de los potentados locales, es un reflejo de ello. El Reino Unido vivió su última rebelión feudal en 1745; en otros países todavía estaba por llegar.
Tampoco los tributos, debido al peligro de rebelión y a la incompetencia de la maquinaria administrativa para recabarlos, podían suponer una presión excesiva, si bien había que pagar a los funcionarios y a los ejércitos. Un procedimiento era permitir que los funcionarios cobrasen una cuota o un impuesto como emolumento a aquellos que necesitasen sus servicios. Por razones obvias, esta no era una solución completa. Por tanto, el gobernante debía recaudar sumas más elevadas. También se podía actuar explotando los dominios reales. Pero todos los monarcas, tarde o temprano, volvían a aplicar nuevos impuestos, lo cual constituía un problema que pocos lograron resolver. Existían problemas técnicos que no pudieron solucionarse hasta el siglo XIX o incluso más tarde, pero durante tres siglos se aplicaría una imaginación de lo más fértil a la hora de inventar nuevos impuestos. En general, el recaudador de impuestos solo podía gravar el consumo (a través de impuestos indirectos, como los de las aduanas y arbitrios, los tributos sobre las ventas, o mediante la exigencia de licencias y autorizaciones para comerciar, que debían pagarse) y los bienes inmuebles. Normalmente, ello era una carga mucho más onerosa para los más pobres que para los ricos, ya que los primeros gastaban una parte mayor de sus reducidos ingresos disponibles en productos de primera necesidad. Tampoco fue nunca fácil impedir que un propietario aplicase sus cargas impositivas al hombre que estaba en la base de la pirámide de la propiedad. También el sistema inmunitario estaba particularmente entorpecido por la idea medieval que pervivía de la inmunidad jurídica. En 1500, se aceptaba de forma general que había zonas, personas y esferas de acción que estaban especialmente protegidas de la injerencia por parte del poder de los gobernantes. En épocas pasadas, podían ser defendidas por una concesión real irrevocable, como eran los privilegios de muchas ciudades, por un pacto contractual, como se dice que era la Carta Magna inglesa, por una costumbre inmemorial o por derecho divino. El ejemplo supremo era la Iglesia. Sus propiedades normalmente no estaban sujetas a tributos laicos, tenía jurisdicción en sus tribunales en cuestiones inaccesibles a la justicia real, y controlaba importantes instituciones sociales y económicas (el matrimonio, por ejemplo). Pero una provincia, una profesión o una familia también podían gozar de inmunidades, normalmente frente a la jurisdicción y la tributación reales. Tampoco era uniforme la situación de los reyes. Incluso el rey de Francia solo era duque en Bretaña, y eso suponía una diferencia en cuando a lo que tenía derecho a hacer allí. Estos hechos eran las realidades con las que el «Estado del Renacimiento» tenía que convivir. No podía hacer nada salvo aceptar su pervivencia, aunque el futuro estuviese en los burócratas del rey y sus archivos.
A principios del siglo XVI, una gran crisis sacudió a la cristiandad de Europa occidental. Destruyó para siempre la antigua unidad medieval de la fe y aceleró la consolidación del poder real. Lo que, de forma simplificada, se llama «Reforma protestante», comenzó como una discusión entre otras sobre la autoridad religiosa, como un cuestionamiento de las reivindicaciones del Papa, cuya estructura formal y teórica había sobrevivido con éxito a muchos desafíos. En este sentido, fue un fenómeno completamente medieval. Pero intervinieron otros factores, y este no explica por sí solo la significación política de la Reforma. Dado que también hizo detonar una revolución cultural, no hay motivo para poner en duda su consideración tradicional de punto de partida de la historia moderna.
No había nada nuevo en la reivindicación de una reforma eclesiástica. La idea de que el papado y la curia no servían necesariamente a los intereses de todos los cristianos ya estaba muy fundamentada en 1500. Algunos críticos habían ido más allá de esta disensión doctrinal. La profunda e incómoda agitación de la fe del siglo XV había expresado una búsqueda de nuevas respuestas a preguntas espirituales y, además, una voluntad de buscarlas fuera de los límites marcados por la autoridad eclesiástica. La herejía nunca había sido aniquilada, solo reprimida, y el anticlericalismo popular era un fenómeno antiguo y extendido. Llevaba mucho tiempo reclamando un clero más evangélico. En el siglo XV, también había aparecido otra corriente en la vida religiosa, tal vez más profundamente subversiva que una herejía, porque, a diferencia de esta, contenía fuerzas que, con el paso del tiempo, podrían cortar de raíz la propia actitud religiosa tradicional. Se trataba del movimiento intelectual erudito, humanístico, racional y escéptico, el cual, a falta de un término mejor, podemos llamar «erasmismo», por la persona que encarnó sus ideales más claramente a ojos de sus contemporáneos, y que fue el primer holandés que desempeñó un papel destacado en la historia de Europa. Erasmo fue profundamente leal a su fe; se consideraba un cristiano, y ello significaba, indiscutiblemente, que se encontraba dentro de la Iglesia. Pero acerca de aquella Iglesia él tenía un ideal que plasmaba una visión conducente a una posible reforma. Él aspiraba a una devoción más sencilla y a una actividad pastoral más pura. No desafió la autoridad de la Iglesia ni del papado, pero, de una manera más sutil, se enfrentó a la autoridad desde sus principios, ya que su obra erudita contenía unas implicaciones profundamente subversivas. Igualmente crítico era el tono de la correspondencia que mantuvo con sus colegas a lo largo y ancho de toda Europa. Estos aprendieron de él a esclarecer su lógica y, por tanto, las enseñanzas de la fe a partir del embalsamamiento escolástico de la filosofía aristotélica. En su traducción del Nuevo Testamento al griego proporcionó una base firme para discutir sobre la doctrina, en un momento en que se estaba extendiendo el conocimiento del griego. Erasmo fue, asimismo, quien puso de manifiesto la falsedad de algunos textos a partir de los cuales se habían construido extrañas estructuras dogmáticas.
Pese a ello, ni él ni quienes compartían sus opiniones atacaron directamente la autoridad religiosa, ni tampoco convirtieron ciertos temas eclesiásticos en cuestiones universales. Eran buenos católicos. El humanismo, al igual que la herejía, descontento con el comportamiento del clero y con la codicia de los príncipes, flotaba en el ambiente a principios del siglo XVI, esperando —igual que muchas otras cosas habían esperado— al hombre y la ocasión que lo convertirían en una revolución religiosa. Ningún otro término es adecuado para describir lo que vino después del acto involuntario de un monje alemán. Se llamaba Martín Lutero, y en 1517 desencadenó unas sinergias que iban a fragmentar la unidad cristiana, intacta en Occidente desde la desaparición de los arrianos.
A diferencia de Erasmo, el hombre internacional, Lutero vivió toda su vida, a excepción de algunas breves ausencias, en una pequeña población alemana a orillas del Elba, Wittenberg, un lugar remoto. Era un monje agustino muy versado en teología, de espíritu algo atormentado y que ya había llegado a la conclusión de que debía predicar las Escrituras bajo una nueva luz, para presentar a Dios como un ser que perdona, no como uno que castiga. Esto no tenía por qué convertirle en un revolucionario; la ortodoxia de sus opiniones no se puso en tela de juicio hasta que discutió con el papado. Lutero había viajado a Roma y no le había gustado lo que había visto allí, ya que la ciudad papal parecía un lugar mundano y sus gobernantes eclesiásticos no eran lo que deberían ser. Esto no le predispuso a actuar con cordialidad ante un dominico itinerante que recorría Sajonia vendiendo indulgencias, unos certificados papales cuyo poseedor, gracias a haber pagado una suma (que se destinaba a la construcción de la nueva y magnífica basílica de San Pedro, que por entonces se estaba levantando en Roma), tenía la seguridad de que ciertos castigos que debían serle impuestos por pecar le serían perdonados en el otro mundo. A través de los campesinos que habían escuchado los sermones de este hombre y comprado sus indulgencias, Lutero tuvo noticia de lo que este monje estaba predicando. Ciertas investigaciones han revelado que lo que escucharon aquellos campesinos no era solamente engañoso, sino incluso escandaloso; la crudeza de la transacción incitada por el religioso muestra una de las caras más desagradables del catolicismo medieval. Ello enfureció a Lutero, que estaba casi obsesionado con la abrumadora gravedad de la transformación que era necesaria en la vida de un hombre para que pudiese estar seguro de su redención. Formuló sus protestas contra esta y otras prácticas papales en una serie de noventa y cinco tesis en que exponía sus opiniones positivas. Siguiendo la tradición del debate erudito, las redactó en latín y las colgó en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg el 21 de octubre de 1517. También envió sus tesis al arzobispo de Maguncia, el primado de Alemania, quien las trasladó a Roma junto con la petición de que, mediante su orden, se prohibiese a Lutero predicar sobre este tema. Para entonces, las tesis se habían traducido al alemán y la nueva tecnología de la información había transformado la situación; estaban impresas y ya circulaban por toda Alemania. De este modo, Lutero consiguió iniciar el debate que deseaba. Solo la protección de Federico de Sajonia, que gobernaba el Estado donde vivía Lutero y que se negó a entregarle, evitó que su vida corriese peligro. El tiempo transcurrido en acallar el germen de la herejía fue fatal. La orden monástica de Lutero le abandonó, pero su universidad no lo hizo. Muy pronto, el papado se vio confrontado a un movimiento nacional alemán de reivindicación contra Roma, apoyado e instigado por el súbito descubrimiento por parte de Lutero de que era un genio literario de una fluidez y productividad sorprendentes, el primero que explotó las enormes posibilidades del panfleto impreso, y por la ambición de los nobles locales.
Dos años más tarde, Lutero era tildado de husita. Para entonces, la Reforma ya se había mezclado con la política alemana. En la Edad Media, los futuros reformadores habían acudido a los gobernantes laicos en busca de ayuda. Ello no significaba necesariamente salir del regazo de la fe; un gran religioso español, el cardenal Cisneros, había intentado que los Reyes Católicos se interesasen por los problemas a que se enfrentaba la Iglesia en España. Los gobernantes no debían proteger a los herejes; su deber era dar apoyo a la fe verdadera. Sin embargo, un llamamiento a la autoridad laica siempre podía abrir el camino a cambios que tal vez irían más allá de lo que sus autores pretendían, y al parecer este fue el caso de Lutero. Sus argumentos rápidamente le llevaron más allá del deseo inicial y de los motivos de la reforma en la práctica, para pasar a cuestionar primero la autoridad del Papa y, más adelante, la doctrina. El núcleo de sus protestas iniciales no era teológico. No obstante, Lutero pasó a rechazar la transustanciación (sustituyéndola por un planteamiento de la eucaristía aún más difícil de comprender) y a predicar que los hombres y las mujeres estaban justificados —es decir, eran separados para la salvación— no solo por el hecho de observar los sacramentos («obras», tal como los llamaba), sino por la fe. Sin duda, era una postura sumamente individualista. Atacaba de raíz las enseñanzas tradicionales, según las cuales no había salvación posible fuera de la Iglesia. (No obstante, cabe señalar que Erasmo, ante esta opinión, no condenó a Lutero; además, era bien sabido que, en su opinión, Lutero había aportado muchas ideas válidas.) En 1520, Lutero fue excomulgado. Ante un público perplejo, quemó la bula de su excomunión en la misma hoguera que los libros de derecho canónico. Continuó predicando y escribiendo. Fue convocado a dar explicaciones ante la Dieta imperial, pero él se negó a retractarse de sus ideas. Alemania parecía estar al borde de una guerra civil. Después de abandonar la Dieta con un salvoconducto, desapareció, secuestrado por su propia seguridad por un príncipe adepto a sus tesis. En 1521, el emperador Carlos V lo puso bajo el Bando Imperial; Lutero se había convertido en un proscrito.
Las doctrinas de Lutero, que él extendió a la condena de la confesión y de la absolución y al celibato del clero, ya atraían a muchos alemanes. Sus seguidores las difundieron predicando y distribuyendo su traducción al alemán del Nuevo Testamento. El luteranismo también era un hecho político. Los príncipes alemanes, que lo incorporaron en sus relaciones ya de por sí complicadas con el emperador y su escasa autoridad sobre ellos, lo ratificaron. De todo ello se derivaron guerras y entró en uso la palabra protestante. Hacia 1555, Alemania ya estaba irremisiblemente dividida en estados católicos y protestantes. Ello fue reconocido, y en la Dieta de Augsburgo se acordó que la religión que prevalecería en cada Estado sería la de su gobernante; era la primera vez que en Europa se institucionalizaba el pluralismo religioso. Fue una concesión curiosa, al proceder de un emperador que se veía a sí mismo como el defensor universal del catolicismo. No obstante, ello era necesario si quería conservar la lealtad de los príncipes alemanes. Ahora, tanto en la Alemania católica como en la protestante, la religión miraba, como nunca antes, hacia la autoridad política, para sostenerla en un mundo de credos que competían entre ellos.
Pero la Reforma no fue un fenómeno sencillo; para entonces, ya habían surgido otras variantes del protestantismo a partir de la fermentación evangélica. Algunas explotaban la agitación social. Lutero pronto tuvo que distinguir entre sus propias enseñanzas y las opiniones de campesinos que usaban su nombre para justificar su rebelión contra sus señores. Un grupo radical fue el de los anabaptistas, perseguidos tanto por los gobernantes católicos como por los protestantes. En Munster, en 1534, la introducción por sus líderes del comunismo en la propiedad y de la poligamia confirmó los temores de sus oponentes y suscitó una cruenta represión contra ellos. Pero, de todas las otras formas de protestantismo, solo el calvinismo puede mencionarse en una perspectiva tan general como la de esta obra. Sería la aportación más importante de Suiza a la Reforma, pese a que fue creada por un francés, Juan Calvino. Fue un teólogo que formuló sus doctrinas esenciales en su juventud: la absoluta depravación del hombre después de la caída de Adán y la imposibilidad de la salvación excepto para aquellos pocos, «los elegidos», predestinados por Dios a la salvación. Mientras que Lutero, el monje agustino, hablaba con la voz de Pablo, Calvino recordaba al tono de san Agustín. No resulta fácil comprender el éxito de su fe pesimista, pero es testimonio de su eficacia la historia no solo de Ginebra, sino también de Francia, Inglaterra, Escocia, los Países Bajos holandeses y la América del Norte británica. El paso crucial era la convicción de los fieles sobre los elegidos. Como las muestras de esta eran la adhesión a los mandamientos de Dios y la participación en los sacramentos, conseguir esta convicción era menos difícil de lo que podría parecer.
En la época de Calvino, Ginebra no era un lugar para acomodadizos. Había elaborado la constitución de un Estado teocrático que ofrecía el marco para un ejercicio de autogobierno considerable. La blasfemia y la brujería se castigaban con la pena de muerte, pero esto no hubiese resultado sorprendente a los contemporáneos. También el adulterio era un crimen en la mayoría de los países de Europa, y estaba castigado por tribunales eclesiásticos. Pero la Ginebra de Calvino se tomó esta ofensa mucho más en serio, imponiéndole la pena de muerte. Las mujeres adúlteras eran ahogadas y los hombres, decapitados (en apariencia, una inversión de la práctica penal habitual de una sociedad europea dominada por los hombres, en que las mujeres, consideradas seres más débiles moral e intelectualmente, normalmente recibían unos castigos más leves que los hombres). También eran severos los castigos reservados a los culpables de herejía.
Después de hacerlo en Ginebra, donde se formaban los pastores, esta nueva secta arraigó en Francia, donde ganó conversos entre la nobleza, y en 1561 ya contaba con más de dos mil congregaciones. En los Países Bajos, Inglaterra, Escocia y, al final, Alemania, supuso un desafío para el luteranismo. También se expandió hasta Polonia, Bohemia y Hungría. La fuerza inicial del calvinismo superó la del luteranismo, que, salvo en Escandinavia, nunca arraigó con fuerza más allá de las tierras alemanas que lo adoptaron en un primer momento.
La diversidad de la Reforma protestante se resiste todavía hoy a la síntesis y la simplificación. En sus orígenes, fue compleja y estuvo muy arraigada; se debió en buena parte a las circunstancias, y fue diversa, rica y de gran alcance en sus efectos y expresiones. Si se toma el término protestantismo como un indicador fiable de la identidad fundamental que subyacía al desorden de sus muchas expresiones, esta identidad debe encontrarse en su influencia y sus efectos. Fue un factor de alteración. En Europa y las Américas, creó nuevas culturas eclesiásticas basadas en el estudio de la Biblia y en la predicación, a los que dio una importancia que a veces superaba la de los sacramentos. Iba a modelar las vidas de millones de personas, al habituarlas a un nuevo e intenso examen de la conducta privada y de la conciencia (y así, irónicamente, logró algo que los católicos romanos perseguían desde hacía mucho tiempo), y creó de nuevo el clero no célibe. En el aspecto negativo, menospreció o, por lo menos, cuestionó todas las instituciones eclesiásticas existentes, y creó fuerzas políticas nuevas en forma de iglesias que los príncipes ahora podían manipular para sus propios fines, a menudo contra los papas, a quienes consideraban simples príncipes, como ellos mismos. Con razón, el protestantismo pasaría a ser visto, tanto por sus partidarios como por sus detractores, como una de las fuerzas que iban a determinar la forma de la Europa moderna y, por tanto, del mundo.
No obstante, ni el luteranismo ni el protestantismo provocaron el primer rechazo de la autoridad papal por parte de un Estado-nación. En Inglaterra se produjo un único cambio religioso, casi por accidente. A finales del siglo XV, se había establecido una nueva dinastía surgida en Gales, los Tudor, y el segundo rey de este linaje, Enrique VIII, entró en pugna con el papado por su deseo de disolver el primero de sus seis matrimonios a fin de volver a casarse y tener un heredero, una preocupación comprensible. Ello condujo a una disputa y a una de las afirmaciones más notables de la autoridad laica de todo el siglo XVI; también tuvo una enorme significación para el futuro de Inglaterra. Con el apoyo del Parlamento, que aprobaba obedientemente la legislación necesaria, Enrique VIII se autoproclamó jefe de la Iglesia anglicana. Doctrinalmente, no concibió ninguna ruptura con el pasado; al fin y al cabo, había sido nombrado «defensor de la fe» por el Papa debido a una refutación de Lutero por la pluma real (su descendiente aún conservó ese título). Pero la declaración de la supremacía real abrió el camino a una Iglesia inglesa independiente de Roma. Pronto surgieron intereses creados en ella, debido a la disolución de monasterios y algunas otras fundaciones eclesiásticas, y a la venta de propiedades a compradores que pertenecían a la aristocracia y a la alta burguesía. Eclesiásticos que simpatizaban con las nuevas doctrinas trataron de acercar la Iglesia anglicana significativamente hacia la continental. En lo sucesivo, las ideas protestantes prevalecieron. Las reacciones populares fueron diversas. Algunos consideraban el cambio como la satisfacción de las viejas tradiciones nacionales de disconformidad con Roma; otros presentían innovaciones. A partir de un debate confuso y de una política turbia, surgió una obra maestra de la literatura, el Libro de la oración común, y hubo algunos mártires, tanto católicos como protestantes. Bajo el cuarto gobernante Tudor, la injustamente llamada e infeliz María la Sanguinaria, quizá la reina más cruel de Inglaterra, se produjo un retroceso hacia la autoridad papal (y se llevó a la hoguera a algunos herejes protestantes). Pese a ello, para entonces la cuestión religiosa ya se había mezclado por completo con intereses nacionales y con la política exterior, ya que los estados de Europa se estaban apartando cada vez más por motivos religiosos.
Esto no fue, sin embargo, lo único destacable de la Reforma inglesa, la cual, al igual que la alemana, supuso un hito en la evolución de la conciencia nacional. Se había llevado a cabo por medio de una ley del Parlamento, y en este acuerdo religioso había una pregunta constitucional implícita: ¿existía algún límite a la autoridad legislativa? Con el acceso al trono de la hermanastra de María, Isabel I, el péndulo osciló, si bien durante mucho tiempo no estuvo claro hasta qué punto. Isabel insistió en que ella debía conservar básicamente la posición de su padre, y el Parlamento legisló en este sentido. La Iglesia de Inglaterra, o la Iglesia anglicana, como la denominaremos en adelante, afirmaba ser católica en su doctrina, pero se fundamentaba en la supremacía real. Y, lo que era más importante, como esta supremacía estaba reconocida por una ley del Parlamento, al cabo de poco tiempo Inglaterra entraría en guerra con el rey católico de España, bien conocido por su determinación de cortar de raíz cualquier herejía en las tierras que él subyugaba. De este modo, otra causa nacional pasó a identificarse con el protestantismo.
La Reforma ayudó al Parlamento inglés a sobrevivir cuando otros organismos representativos medievales estaban pasando a manos del poder monárquico, de modo que esta no fue, con mucho, toda la historia. Un reino unido desde la época de los anglosajones y sin asambleas provinciales que pudiesen rivalizar con él, hacía que al Parlamento le resultase mucho más fácil centrarse en la política nacional que a cualquier otra institución de los demás países. Ello también fue propiciado por la despreocupación de los reyes. Enrique VIII había desperdiciado una gran oportunidad de lograr una base sólida para la monarquía absoluta cuando liquidó rápidamente gran parte de sus propiedades —aproximadamente una quinta parte de las tierras de todo el reino—, que dominó brevemente a consecuencia de las disoluciones. No obstante, sopesando debidamente tales imponderables, el hecho de que Enrique VIII decidiese buscar apoyo para hacer cumplir su voluntad en el cuerpo representativo nacional creando una Iglesia nacional, todavía hoy parece una de las decisiones más cruciales de la historia del Parlamento.
Los mártires católicos murieron bajo el reinado de Isabel porque fueron considerados traidores, no porque fueran herejes (Inglaterra estaba mucho menos dividida por la religión que Alemania y Francia). La Francia del siglo XVI estaba atormentada y dividida entre intereses católicos y calvinistas. En esencia, ambos eran un grupo de clanes nobles que lucharon por el poder en las guerras de religión, entre las cuales se han distinguido nueve entre los años 1562 y 1598. En ocasiones, sus luchas dejaron a la monarquía francesa en una posición muy débil: la nobleza de Francia casi llegó a ganar la batalla contra el Estado centralizador. Pero, al final, sus divisiones beneficiaron a la corona, que pudo utilizar una facción contra otra. La desafortunada población francesa tuvo que soportar la parte más dura de los desórdenes y la devastación, hasta que en 1589 llegó al trono (tras el asesinato de su predecesor) un miembro de una joven rama de la familia real, Enrique, rey del pequeño Estado de Navarra, que se convirtió en Enrique IV de Francia e inauguró el linaje de los Borbones, cuyos descendientes todavía reclaman el trono francés. Era protestante, pero aceptó el catolicismo como condición para su acceso al trono, reconociendo que esta era la religión a la que la mayoría de los franceses seguirían fieles, una tensión que persistía en la identidad nacional. Se concedió a los protestantes unas garantías especiales que les ofrecían un Estado dentro del Estado; serían dueños de ciudades fortificadas no sujetas al dominio del rey. Esta forma sumamente anticuada de solución aseguraba la protección de su religión creando nuevas inmunidades. Enrique y sus sucesores podían dedicarse a las tareas de restablecer la autoridad de un trono que se encontraba muy debilitado por los asesinatos y las intrigas. Pero la nobleza francesa no estaba en absoluto dominada.
Antes de esto, el antagonismo religioso había sido inflamado aún más por la reafirmación interna de la Iglesia romana, que recordamos como la Contrarreforma. Su principal expresión formal fue el Concilio de Trento, un concilio general convocado en 1543 que se reunió en tres sesiones a lo largo de los trece años siguientes. Estuvo dominado por los obispos de Italia y España, lo cual ayudó a darle forma, ya que la Reforma fue poco crítica con la Iglesia de Italia y no lo fue en absoluto con la de España. Las decisiones del concilio pasaron a ser la piedra de toque de la ortodoxia, en cuanto a disciplina y doctrina, hasta el siglo XIX, sentando unos valores morales que los gobernantes católicos adoptarían. Se dio más autoridad a los obispos, y las parroquias adquirieron una nueva importancia. El concilio también respondió, por implicación, a la vieja cuestión del liderazgo de la Europa católica; a partir de ese momento, recayó indiscutiblemente en el Papa. Sin embargo, al igual que la Reforma, la Contrarreforma fue más allá de las formas y los principios con una nueva intensidad piadosa, rejuveneciendo el fervor no solo en el clero, sino también entre los laicos. Además de hacer obligatoria la asistencia a la misa semanal, de regular el bautismo y el matrimonio de forma más estricta, y de poner fin a la venta de indulgencias por los «perdonadores» (la práctica que había hecho detonar el movimiento luterano), también pretendía redimir las zonas rurales, inmersas en la superstición tradicional y en una ignorancia tan profunda que los misioneros que intentaban penetrar en ella en Italia se referían a la población como «nuestros indios», señalando una necesidad tan grande del Evangelio como la había en el pagano Nuevo Mundo.
Con todo, entre los fieles del siglo XV alimentados por la Contrarreforma ya eran evidentes una espiritualidad y un fervor espontáneo. Una de las expresiones más potentes de esta nueva tendencia, y también una institución que iba a ser longeva, fue creada por un español, el soldado Ignacio de Loyola. Por una curiosa ironía, había estudiado en la misma facultad de París que Calvino, a principios de la década de 1530, pero no consta que llegaran a conocerse. En 1534, él y algunos compañeros hicieron sus votos; pretendían dedicarse a la labor misionera, y mientras se preparaban para ella, Loyola ideó una norma para una nueva orden religiosa. En 1540, esta fue reconocida por el Papa y se denominó Compañía de Jesús. Los jesuitas, como pronto empezaron a ser llamados, iban a desempeñar un papel importante en la historia de la Iglesia, similar al de los antiguos benedictinos o los franciscanos del siglo XIII. A su fundador, un soldado, le gustaba imaginarla como la milicia de la Iglesia, completamente disciplinada y subordinada a la autoridad papal a través de su general, que vivía en Roma. Transformaron la educación católica y estuvieron al frente de las expediciones misioneras a cualquier rincón del mundo. En Europa, su eminencia intelectual y su habilidad política les elevaron a los puestos más altos en las cortes de los reyes.
No obstante, pese a que reportó nuevos instrumentos de apoyo a la autoridad papal, la Contrarreforma (al igual que la Reforma) también podía reforzar la autoridad de gobernantes laicos sobre sus súbditos. La nueva dependencia de la religión respecto a la autoridad papal —es decir, sobre una fuerza organizada— extendió aún más el alcance del aparato político. Ello fue particularmente visible en los reinos hispánicos. Allí existieron dos fuerzas paralelas que crearon una monarquía intachablemente católica mucho antes del Concilio de Trento. La Reconquista, terminada muy poco tiempo antes, había sido una cruzada, y el propio título de los Reyes Católicos proclamaba la identificación de un proceso político con una lucha ideológica. En segundo lugar, la monarquía española hizo frente al problema de tener que absorber de pronto a un gran número de súbditos no cristianos, tanto musulmanes como judíos. Estos eran temidos como una potencial amenaza para la seguridad en una sociedad multirracial. Contra ellos se desplegó un nuevo instrumento, la Inquisición, pero no como su predecesora, bajo el control del clero, sino bajo el de la corona. La Inquisición española, creada por una bula papal en 1478, empezó a operar en Castilla en 1480. El Papa pronto sintió recelos; en Cataluña, tanto la autoridad laica como la eclesiástica se resistieron, pero en vano. En 1516, cuando Carlos I, el primer gobernante que ocupó a la vez los tronos de Aragón y Castilla, fue nombrado rey, la Inquisición era la única institución de los dominios españoles que, a partir de un consejo real, ejercía la autoridad en todos ellos: en América, en Sicilia y Cerdeña, y también en Aragón y Castilla. Su consecuencia más sorprendente fue lo que posteriormente se ha denominado «limpieza étnica», la expulsión de los judíos y una severa regulación de los moriscos (los musulmanes convertidos).
Ello dio a España una unidad religiosa inquebrantable frente a unos pocos luteranos, de los que la Inquisición se ocupó fácilmente. Al final, el precio que España pagó fue muy alto. No obstante, con Carlos I, católico ferviente, España aspiraba, tanto en el ámbito de la religión como en el de la vida laica, a un nuevo tipo de monarquía absolutista centralizada, el Estado renacentista por excelencia y, por cierto, el primer organismo administrativo de la historia que tuvo que tomar decisiones sobre hechos sucedidos en todo el mundo. Los vestigios del constitucionalismo formal existentes en la Península apenas afectaron a este Estado. España era un modelo para los estados de la Contrarreforma de todo el mundo; un modelo que se impondría en gran parte de Europa por la fuerza o mediante el ejemplo en el siglo que siguió al año 1558, cuando Carlos murió después de su retiro, dedicado sobre todo a su devoción en un remoto monasterio de Extremadura.
De todos los monarcas europeos que se identificaron con la causa de la Contrarreforma como extirpadores de la herejía, ninguno fue más decidido e intolerante que el hijo y sucesor de Carlos I, Felipe II, viudo de María Tudor. Había heredado la mitad del imperio de su padre: España, las Indias, Sicilia y los Países Bajos españoles. (En 1581 se anexionó Portugal, que perteneció a España hasta 1640.) Los resultados de su política de purificación religiosa en España han tenido interpretaciones diversas. Lo que no se discute es el efecto en los Países Bajos españoles, donde provocaron el surgimiento del primer Estado del mundo que escaparía al viejo dominio de la monarquía y de la nobleza terrateniente.
Lo que algunos llaman la «revuelta de los Países Bajos» y los holandeses, la «guerra de los Ocho Años», fue, al igual que muchos otros incidentes que darían lugar a países, objeto de numerosos mitos, algunos de ellos intencionados. Sin embargo, incluso esto puede haber sido menos engañoso que la suposición de que, como al final surgió un tipo de sociedad muy moderna, fue una revuelta muy «moderna», dominada por una lucha apasionada por la tolerancia religiosa y la independencia nacional. Esta idea no es en absoluto cierta. Los problemas de los Países Bajos surgieron en un marco muy medieval, el legado de la antigua Burgundia de las tierras del Estado más rico de Europa del norte, el ducado que había pasado a los Habsburgo por matrimonio. Los Países Bajos españoles, diecisiete provincias de características muy distintas, formaban parte de ellas. Las provincias meridionales, donde muchos de sus habitantes hablaban francés, contenían la parte más urbanizada de Europa y el gran centro comercial flamenco de Amberes. Desde hacía mucho estaban agitadas, y en cierto momento de finales del siglo XV, pareció que intentaban convertirse en ciudades-Estado independientes. Las provincias septentrionales eran más agrícolas y marítimas. Sus habitantes mostraban un peculiar y tenaz sentimiento por su tierra, tal vez porque en realidad la habían estado ganando al mar, construyendo pólders, desde el siglo XII.
Al norte y al sur se constituirían más tarde los Países Bajos y Bélgica, pero esto era inconcebible en 1554. Tampoco era imaginable una división religiosa entre ambos. Pese a que la mayoría católica del sur creció un poco cuando muchos protestantes emigraron al norte, las dos creencias estaban mezcladas a ambos lados de la futura frontera. La Europa de principios del siglo XVI era mucho más tolerante a las divisiones religiosas de lo que lo sería después de que actuase la Contrarreforma.
La determinación de Felipe de aplicar los decretos del Concilio de Trento explica en parte lo que sucedería, pero los orígenes del problema se remontaban a mucho más atrás. Cuando los españoles se esforzaron por modernizar las relaciones del gobierno central y las comunidades locales (lo cual significaba explotar una creciente prosperidad con un sistema tributario más eficaz), lo hicieron con unos métodos más modernos y, quizá, con menos tacto que el que habían mostrado los borgoñones. Los mensajeros españoles del rey entraron en conflicto primero con la nobleza de las provincias del sur, las cuales, al ser tan enojadizas y susceptibles como otras aristocracias de la época en la defensa de sus «libertades» simbólicas —es decir, de sus privilegios e inmunidades—, se sintieron amenazadas por un monarca más remoto que el gran Carlos I, quien, según creían, les comprendía (hablaba su idioma), aunque Felipe fuese hijo de Carlos. Afirmaban que el comandante de los españoles, el duque de Alba, violaba los privilegios locales al interferir con las jurisdicciones locales en su persecución contra los herejes. Pese a que eran católicos, tenían intereses en la prosperidad de las ciudades flamencas, donde el protestantismo había arraigado, y temían que fuesen sometidas a la Inquisición española. Además, estaban tan preocupados como los demás nobles de la época por la presión de la inflación.
La resistencia al gobierno español comenzó con unas formas absolutamente medievales, en los estados de Brabante, y, durante unos años, la brutalidad del ejército español y el liderazgo de uno de ellos, Guillermo de Orange, unieron a los nobles contra su gobernante legítimo. Al igual que su contemporánea Isabel Tudor, Guillermo (apodado el Silencioso, supuestamente por no permitirse mostrar su ira al conocer la determinación de su gobernante de llamar al orden a sus súbditos herejes) sabía mostrar simpatía por las causas populares. Pese a todo, siempre hubo una escisión en potencia entre los nobles y los ciudadanos calvinistas, que tenían más que perder. Una táctica política mejor de los gobernantes españoles y las victorias de los ejércitos españoles fueron al final suficientes para obligarlos a ceder. Los nobles estuvieron de acuerdo, y así, sin saberlo, los ejércitos españoles definieron la moderna Bélgica. La lucha solo continuó en las provincias del norte (pese a estar todavía bajo la dirección política de Guillermo el Silencioso, hasta su muerte en 1584).
Los holandeses (como ya podemos llamarlos) se jugaban mucho y, a diferencia de sus correligionarios del sur, no soportaban la carga del ambiguo descontento de la nobleza. No obstante, estaban divididos, y las provincias no conseguían llegar fácilmente a acuerdos. Por otra parte, podían usar el lema de la libertad religiosa y una mayor tolerancia para ocultar sus divisiones. También se beneficiaron de una gran migración hacia el norte de capital y talentos flamencos. Sus enemigos estaban en dificultades; el ejército español era formidable, pero no conseguía dominar fácilmente a un enemigo que se retiraba tras las murallas de las ciudades y que las rodeaba con agua, abriendo diques e inundando el campo. Los holandeses, casi casualmente, concentraron sus mayores esfuerzos en el mar, donde podían causar un gran daño a los españoles en unas condiciones más equilibradas. Las comunicaciones españolas con los Países Bajos fueron más difíciles cuando la ruta del mar del Norte fue hostilizada por los rebeldes. Resultaba caro mantener un gran ejército en Bélgica por la larga vía que llegaba desde Italia, y aún más caro cuando había que vencer a otros enemigos. Pronto se dio este caso. La Contrarreforma había infundido en la política internacional un nuevo elemento ideológico. Junto con su interés por mantener un equilibrio de poderes en el continente y evitar un éxito completo de los españoles, esto llevó a los ingleses a una lucha primero diplomática y, luego, militar y naval con España, en la que tuvieron como aliados a los holandeses.
Casi de forma fortuita y casual, la guerra creó una nueva sociedad sorprendente, una federación flexible de siete pequeñas repúblicas con un débil gobierno central, llamada las Provincias Unidas. Pronto sus ciudadanos descubrieron un pasado nacional olvidado (como los africanos descolonizados lo descubrirían en el siglo XX) y celebraron las virtudes de unas tribus germánicas escasamente discernibles en algunos relatos romanos sobre rebeliones; se aprecian vestigios de este entusiasmo en las pinturas encargadas por potentados de Ámsterdam, en las que se plasman ataques a campamentos romanos (ello fue en la época que recordamos por la obra de Rembrandt). Así pues, la peculiaridad de un nuevo país creada conscientemente es ahora más interesante que esta propaganda histórica. Una vez asegurada su supervivencia, las Provincias Unidas gozaron de tolerancia religiosa, una gran libertad cívica e independencia provincial; los holandeses no concedieron al calvinismo tener ventaja en el gobierno.
Generaciones posteriores pensaron que veían una asociación similar de libertad religiosa y cívica en la Inglaterra isabelina, pero era un anacronismo, si bien comprensible dada la manera en que las instituciones inglesas evolucionarían a lo largo del siglo siguiente. Paradójicamente, una parte de ello fue un enorme refuerzo de la autoridad legislativa del Estado, que llevó la limitación de privilegios tan lejos que, a finales del siglo XVII, a los demás europeos les provocaba extrañeza. Durante mucho tiempo, ello no debió de parecer un resultado probable. Isabel dio unos espectáculos reales sin precedentes. Cuando los mitos de la belleza y la juventud se desvanecían, ya había adquirido la majestad de aquellos que sobreviven a sus primeros consejeros. En 1603, llevaba cuarenta y cinco años reinando y era el centro de un culto nacional alimentado por su propio instinto Tudor para fusionar los intereses de la dinastía con el patriotismo, mediante poetas de genio, estrategias mundanas como unos viajes frecuentes (que reducían sus gastos, ya que se alojaba con su nobleza), los cuales la hacían visible al pueblo, y por su sorprendente habilidad en sus parlamentos. Tampoco persiguió en nombre de la religión; no quería, tal como dijo, crear «ventanas hacia el alma de los hombres». No es de extrañar que el día del acceso al trono de la «Good Queen Bess» se convirtiera en un festival de oposición patriótica al gobierno bajo sus sucesores. Desafortunadamente, no tuvo hijos a quienes legar el atractivo que aportó a la monarquía, y dejó un Estado endeudado. Como todos los demás gobernantes de su época, nunca tuvo unos ingresos suficientes. La herencia de sus deudas no ayudó al primer rey de la casa escocesa de los Estuardo que le sucedió, Jacobo I. Los defectos de los varones de esta dinastía son difíciles de describir con moderación. Los Estuardo dieron a Inglaterra cuatro reyes nefastos seguidos. Con todo, Jacobo no fue tan insensato como su hijo ni tan falto de principios como sus nietos y biznietos. Probablemente, lo que más envenenó la política en su reinado fue su falta de tacto y de modos, más que otros defectos más graves.
En defensa de los Estuardo, hay que admitir que no fue la única monarquía conflictiva. En el siglo XVII, hubo una crisis de autoridad más o menos contemporánea en varios países, curiosamente paralela a una crisis económica que afectó a toda Europa. Tal vez las dos estuvieran relacionadas, pero no es fácil estar seguro de cuál fue la naturaleza de esta relación. También es interesante que estas luchas civiles coincidiesen con la última fase de un período de guerras religiosas que había sido iniciado por la Contrarreforma. Como mínimo, podemos suponer que en muchos lugares, sobre todo en las islas británicas, Francia y España, la crisis en la vida política normal se debió en parte a la necesidad de los gobiernos obligados a tomar parte en ellas.
En Inglaterra, la crisis alcanzó un punto crítico en la guerra civil, el regicidio y el establecimiento de la única república de la historia de Inglaterra. Los historiadores todavía discuten sobre cuál fue el meollo de la disputa y sobre el punto en que no pudieron dar marcha atrás en lo que se convirtió en un conflicto armado entre Carlos I y su Parlamento. Un momento crucial fue cuando se encontró en guerra con un grupo de sus súbditos (ya que era rey de Escocia, además de Inglaterra) y tuvo que acudir al Parlamento para que le ayudase en 1640. Sin una nueva tributación, Inglaterra no podía ser defendida. Para entonces, algunos de sus miembros ya estaban convencidos de que existía una trama real para derrocar a la Iglesia mediante una ley establecida desde dentro y para reintroducir el poder de Roma. El Parlamento hostigó a los servidores del rey (enviando a los dos más destacados al patíbulo). En 1642, Carlos decidió que la fuerza era la única salida, y por ello empezó la guerra civil, en la que fue derrotado. El Parlamento estaba intranquilo, al igual que muchos ingleses, ya que si se abandonaba la antigua constitución del rey, los lores y los comunes, ¿dónde iba a terminar todo? Pero Carlos desperdició su ventaja al instigar una invasión extranjera en su ayuda (esta vez los escoceses iban a luchar por él). Aquellos que dominaban el Parlamento ya habían tenido bastante, y Carlos fue juzgado y ejecutado, a ojos de sus contemporáneos, un final asombroso. Su hijo se marchó al exilio.
En Inglaterra, se produjo un interregno durante el cual la figura dominante, hasta su muerte en 1658, fue una de las más destacadas entre los ingleses, Oliver Cromwell. Era un caballero rural que destacó en los consejos parlamentarios por su genio como soldado. Ello le dio un gran poder —ya que siempre que su ejército estuviese de su lado, podía prescindir de los políticos—, pero también le impuso limitaciones, ya que no podía arriesgarse a perder el apoyo de su ejército. El resultado fue una república inglesa sorprendentemente fértil en nuevos proyectos constitucionales, dado que Cromwell intentaba encontrar una manera de gobernar a través del Parlamento sin entregar Inglaterra a un protestantismo intolerante. Ello fue la Commonwealth.
La intolerancia de algunos parlamentarios fue la expresión de una tensión de múltiples facetas en el protestantismo inglés (y americano) que se ha dado en llamar «puritanismo». Hasta el reinado de la reina Isabel, fue una fuerza creciente pero poco definida de la vida inglesa. En un principio, sus portavoces solo buscaban una interpretación particularmente estricta y austera de la doctrina y de las ceremonias religiosas. La mayoría de los primeros puritanos eran anglicanos, pero algunos estaban impacientes porque la Iglesia conservaba el pasado católico; a medida que pasaba el tiempo, el nombre se fue aplicando cada vez más a esta segunda tendencia. Ya en el siglo XVII, el epíteto puritano también denotaba, además de una rígida doctrina y una desaprobación del ritual, la reforma de las maneras en un sentido fuertemente calvinista. En la época de la república, muchos de los que habían estado en el bando del Parlamento durante la guerra civil parecían desear utilizar su victoria para imponer por ley el puritanismo, tanto el doctrinal como el moral, no solo a los anglicanos conservadores y realistas, sino también a minorías religiosas discrepantes —los congregacionalistas, baptistas y unitaristas— que habían encontrado su voz bajo la Commonwealth. No había nada política o religiosamente democrático en el puritanismo. Aquellos que estaban entre los elegidos podían elegir libremente a sus propios mayores y actuar como una comunidad autorregulada, pero, fuera del círculo de los autodesignados «círculo de los salvados», parecían (y eran) una oligarquía que afirmaba conocer la voluntad de Dios para los demás y, por ello, aún era más inaceptable. Fueron unas pocas minorías atípicas, y no el establishment protestante predominante, las que generaron las ideas democráticas e igualitarias que tanto contribuyeron al gran debate de los años de la república.
La publicación de más de veinte mil libros y panfletos (palabra que entró en uso en inglés en la década de 1650) sobre cuestiones políticas y religiosas, habría hecho por sí sola de los años de la guerra civil y la Commonwealth una gran época en la educación política inglesa. Desafortunadamente, una vez fallecido Cromwell, la quiebra institucional de la república fue evidente. Los ingleses no llegaban a un acuerdo, en un número suficiente, para apoyar una constitución. Pero resultó que la mayoría de ellos aceptaron el viejo recurso de la monarquía. Así, la Commonwealth acabó con la restauración de los Estuardo en 1660. De hecho, Inglaterra vio el regreso de su rey bajo unas condiciones tácitas; como último recurso, Carlos II volvió a instancias del Parlamento, y creía que iba a defender a la Iglesia anglicana. El catolicismo de la Contrarreforma asustaba tanto a los ingleses como el puritanismo revolucionario. La lucha entre rey y Parlamento no había terminado, pero en Inglaterra no habría una monarquía absoluta. En lo sucesivo, la corona estaría a la defensiva.
Los historiadores han debatido largamente sobre lo que expresaba la denominada «Revolución inglesa». Sin duda, la religión desempeñó un papel destacado en ella. Se dio una oportunidad al protestantismo extremo de ejercer una influencia en la vida nacional que nunca volvería a tener; eso le valió una profunda antipatía de los anglicanos y convirtió a la Inglaterra política en anticlerical durante siglos. No sin motivo, un historiador inglés clásico de este conflicto ha hablado de la «Revolución puritana». No obstante, la religión no agota el significado de estos años, como tampoco lo hace la disputa constitucional. Otros han buscado una lucha de clases en la guerra civil. No cabe duda de los motivos interesados de muchos de estos, pero no encaja en ningún modelo general claro. También hay quien ha visto una lucha entre una «corte» hinchada, un nexo gubernamental de burócratas, cortesanos y políticos, todos ellos vinculados al sistema por su dependencia económica del mismo, y el «campo», los notables locales que pagaban por esto. Pero, con frecuencia, las poblaciones estaban divididas; una de las tragedias de la guerra civil fue que incluso las familias podían estar divididas por esta. Es más fácil hablar claramente sobre los resultados de la Revolución inglesa que sobre sus orígenes o su significado.
La mayoría de los países continentales quedaron horrorizados por el juicio y la ejecución de Carlos I, pero tenían sus propios conflictos sangrientos. Un período de afianzamiento consciente del poder real en Francia por parte del cardenal Richelieu, no solo redujo los privilegios de los hugonotes (tal como eran denominados los calvinistas franceses), sino que también estableció a funcionarios reales en las provincias como representantes directos del poder real; eran los intendants. La reforma administrativa no hizo sino agravar el sufrimiento casi constante del pueblo francés en las décadas de 1630 y 1640. En la economía aún casi esencialmente agrícola de Francia, las medidas de Richelieu iban a castigar sobre todo a los más pobres. En unos años, los impuestos que pagaban los campesinos se duplicaron y casi se triplicaron. El resultado fue un estallido de revueltas populares, reprimidas sin piedad. Además, algunas zonas de Francia fueron devastadas por las campañas en la última fase de la gran lucha por Alemania y la Europa central llamada «guerra de los Treinta Años», la fase en que esta se convirtió en un conflicto entre los Borbones y los Habsburgo. Lorena, Borgoña y buena parte de la Francia oriental quedaron reducidas a ruinas, y algunas zonas perdieron entre una cuarta y una tercera parte de la población. La noticia de que la monarquía francesa iba a imponer nuevos tributos (según algunos) inconstitucionales, finalmente hizo estallar la crisis política en tiempos de los sucesores de Richelieu. El papel de defensor de la constitución tradicional fue asumido por intereses especiales, sobre todo por el Parlement de París, la corporación de juristas que lo constituía, y que podía abogar ante el primer tribunal del reino. En 1648, provocaron una insurrección en París (pronto llamada la Fronda). Se llegó a un acuerdo, seguido, tras un intervalo de inestabilidad, por una segunda Fronda, esta mucho más peligrosa y dirigida por nobles. Pese a que el Parlement de París no mantuvo durante mucho tiempo un frente unido con ellos, estos hombres se sirvieron de los sentimientos anticlericales de la nobleza provincial, tal como mostraron las rebeliones regionales. Pese a todo, la corona sobrevivió (y con ella los intendants). En 1660, la monarquía francesa se mantenía en esencia intacta.
También en España los tributos provocaron agitación. Un intento por parte de un ministro de superar el provincianismo inherente a la estructura formalmente federal del Estado español, dio lugar a una revuelta en Portugal (que había sido absorbida por España con la promesa de Felipe II de que se respetarían sus libertades), entre los vascos y en Cataluña. En esta última zona, se tardaron doce años en sofocar la rebelión. En 1647, también hubo una revuelta en el reino español de Nápoles.
En todos estos ejemplos de turbulencias cívicas, la petición de dinero provocó resistencias. Por lo tanto, en el plano económico, el Estado del Renacimiento no fue, ni mucho menos, un éxito. En el siglo XVII, la aparición de grandes ejércitos en la mayoría de los estados no marcó solamente una revolución militar. La guerra era una gran devoradora de impuestos. Aun así, las cargas tributarias impuestas a los franceses parecen mucho mayores que las soportadas por los ingleses. ¿Por qué, entonces, la monarquía francesa parece que quedó menos resentida por la «crisis»? Por otra parte, Inglaterra vivió una guerra civil y el derrocamiento (durante un tiempo) de su monarquía sin la devastación que comporta una invasión extranjera. Y sus motines esporádicos por los precios no pueden compararse con los espantosos derramamientos de sangre que seguían a los levantamientos del campesinado en la Francia del siglo XVII. También en Inglaterra hubo un desafío específico a la autoridad a partir de la disensión religiosa. En España este ni siquiera existió, y en Francia fue reprimido mucho antes. En realidad, los hugonotes fueron un interés creado; pero en la monarquía vieron a su protector, de modo que se aliaron con ella en las Frondas. El regionalismo fue importante en España, lo fue menos en Francia, donde proporcionó un apoyo a los intereses conservadores amenazados por la innovación gubernamental, y parece que desempeñó un papel muy discreto en Inglaterra. El año 1660, cuando el joven Luis XIV asumió plenos poderes en Francia y Carlos II volvió a Inglaterra, fue en realidad un punto de inflexión. Francia no volvería a ser ingobernable hasta 1789, y durante el medio siglo siguiente iba a mostrar un poder militar y diplomático sorprendente. En Inglaterra no iba a producirse ninguna otra guerra civil, pese a las turbulencias constitucionales y a la deposición de otro rey. A partir de 1660 hubo un ejército inglés permanente, y la última rebelión ocurrida en el país, impulsada por un pretendiente inadecuado y unos miles de campesinos engañados, en 1685, no supuso una amenaza para el Estado. Visto en perspectiva, ello hace aún más sorprendente que los hombres fuesen tan reticentes a admitir la realidad de la soberanía. Los ingleses promulgaron solemnemente una serie de leyes en defensa de la libertad individual, la Bill of Rights («Declaración de derechos»), pero incluso en 1689 era difícil sostener que lo que había hecho un rey en el Parlamento, otro podía revertirlo. En Francia había consenso general en que el poder del rey era absoluto, si bien los juristas continuaban afirmando que había ciertas cosas que no podía hacer legalmente.
Por lo menos un pensador, el mayor de los filósofos políticos ingleses, Thomas Hobbes, demostró en sus obras, sobre todo en Leviatán, de 1651, que discernía hacia dónde avanzaba la sociedad. Hobbes argumentó que las desventajas e incertezas de no coincidir en que alguien debía tener la última palabra al decidir qué era la ley, superaban claramente al peligro de que tal poder pudiese ser utilizado de forma tiránica. Los problemas de su época le impresionaron profundamente, y comprendió la necesidad de saber con certeza dónde debía encontrarse la autoridad. A pesar de que no eran continuos, siempre había el riesgo de que estallasen desórdenes; tal como Hobbes lo formuló (a grandes rasgos), no es preciso vivir constantemente bajo un aguacero para afirmar que está lloviendo. El reconocimiento de que el poder legislativo —la soberanía— descansaba, sin limitación alguna, en el Estado y no en otra entidad, y de que no podía restringirse con llamadas a la inmunidad, a la costumbre, a la ley divina y a nada más sin correr el peligro de caer en la anarquía, fue la aportación de Hobbes a la teoría política, si bien no se le manifestó agradecimiento por ello, y habría que esperar al siglo XIX para que llegase el reconocimiento debido. La gente a menudo actuaba como si aceptase sus opiniones, pero fue condenado casi universalmente.
En realidad, la Inglaterra constitucional fue uno de los primeros estados que operaron según los principios de Hobbes. A principios del siglo XVIII, los ingleses (los escoceses no estaban tan seguros de ello, aunque se incorporaron al Parlamento de Westminster al aprobarse la Ley de Unión en 1707) aceptaron en principio, y a veces mostraron en la práctica, que no podían existir límites, salvo de carácter práctico, al alcance potencial de la ley. Esta conclusión sería debatida explícitamente hasta la época victoriana, pero estaba implícita cuando, en 1688, Inglaterra por fin rechazó al descendiente directo del linaje masculino de los Estuardo, expulsó del trono a Jacobo II y sentó en él a su hija y a su consorte con sus propias condiciones. En aquel momento, uno de los índices del fortalecimiento del Parlamento había sido el crecimiento, durante un siglo o más, de la necesidad de que la corona dirigiese el Parlamento; con la creación de una monarquía contractual, Inglaterra rompió por fin con su Antiguo Régimen y empezó a funcionar como un Estado constitucional. Efectivamente, el poder centralizado era compartido; su principal componente estaba en la Cámara de los Comunes, que representaba los intereses sociales dominantes, las de las clases terratenientes. El rey aún conservaba importantes poderes propios, pero pronto fue evidente que sus asesores debían contar con la confianza de la Cámara de los Comunes. El poder legislativo, la corona en el Parlamento, podía hacerlo todo de acuerdo con la ley. Una inmunidad como la que protegía los privilegios en los países continentales no existía, y tampoco había ninguna persona que pudiese rivalizar con el Parlamento. La respuesta inglesa al peligro planteado por tal concentración de autoridad fue asegurar, si era necesario mediante una revolución, que la autoridad únicamente actuaría de acuerdo con los deseos de los elementos más importantes de la sociedad.
El año 1688 dio a Inglaterra un rey holandés, el marido de la reina María, Guillermo III, para quien el mayor interés de la «Revolución Gloriosa» de aquel año fue que Inglaterra pudiese ser movilizada contra Francia, que ahora amenazaba la independencia de las Provincias Unidas. Allí había en juego unos intereses demasiado complejos para que las guerras anglo-francesas que siguieron se interpreten meramente en términos constitucionales o ideológicos. Además, la presencia del Sacro Imperio Romano Germánico, de España y de diversos príncipes alemanes en las coaliciones que pasaron a ser anti-francesas en el cuarto de siglo siguiente, sin duda haría que no tuviese sentido ningún contraste claro de principios políticos entre ambos bandos. No obstante, algunos contemporáneos tuvieron la impresión acertada de que había un elemento ideológico oculto detrás de esta lucha. Inglaterra y Holanda eran sociedades más abiertas que la Francia de Luis XIV. Permitían y protegían la práctica de diferentes religiones. No censuraban la prensa, sino que dejaban que estuviese regulada por las leyes que protegían a las personas y al Estado contra la difamación. Estaban gobernados por oligarquías que representaban a los poseedores reales del poder social y económico. Francia estaba en el polo opuesto.
Bajo Luis XIV, el gobierno absoluto alcanzó su clímax en Francia. No es fácil precisar sus ambiciones en categorías familiares; para él, las grandezas personal, dinástica y nacional apenas eran discernibles. Tal vez por esto se convirtió en un modelo para todos los príncipes europeos. La política quedó reducida efectivamente a la administración; los consejos reales, junto con los agentes del rey en las provincias, los intendants y los comandantes militares, tomaron debida nota de datos sociales como la existencia de una nobleza y de las inmunidades locales, pero el reinado causó estragos en la independencia real de las fuerzas políticas, tan poderosas hasta ese momento en Francia. Fue la época de implantación del poder del rey en todo el país, y más adelante se vio como un tiempo revolucionario. En la segunda mitad del siglo, el marco que Richelieu había forjado se llenó por fin de una realidad administrativa. Luis XIV dominó a los aristócratas ofreciéndoles la corte más glamurosa de Europa. Su propio sentido de la jerarquía social le impulsaba a agasajarlos con honores y pensiones, pero nunca olvidó las Frondas y controló a la nobleza como lo había hecho Richelieu. Los familiares de Luis fueron excluidos de su consejo, formado por ministros no extraídos de la nobleza, en quienes podía confiar plenamente. Los parlements estaban restringidos a su función judicial, y la independencia de la Iglesia francesa respecto a la autoridad de Roma se afianzó, aunque solo para mantenerla más sujeta bajo el ala del «Rey Más Cristiano» (como indicaban algunos de los títulos de Luis XIV). En cuanto a los hugonotes, el rey estaba decidido, a cualquier precio, a no ser un gobernante de herejes. Los que no se exiliaron fueron sometidos a una implacable persecución para lograr que se convirtiesen.
La coincidencia con una gran época de logros culturales hace que a los franceses todavía les resulte difícil reconocer la cara severa del reinado de Luis XIV. Gobernó a una sociedad jerárquica, corporativa y teocrática, que, pese a estar al día en cuanto a métodos, buscaba sus objetivos en el pasado. Luis incluso aspiró a convertirse en sacro emperador romano. Se negó a dejar que se diese sepultura cristiana en Francia al filósofo Descartes, el defensor de la religión, debido a lo peligroso de sus ideas. Sin embargo, durante mucho tiempo, su tipo de gobierno parece que fue lo que querían la mayoría de los franceses. El proceso del gobierno efectivo podía ser brutal, como bien sabían los hugonotes que eran obligados a convertirse por tener soldados alojados entre ellos, y también los campesinos reticentes a pagar impuestos, que recibían la visita de una tropa de caballería durante quizá un mes. Sin embargo, la vida acaso era mejor que unas décadas antes, pese a que fueron unos años excepcionalmente duros. El reinado fue el final de una época de desorden, no el principio de ella. En general, Francia estuvo libre de invasiones y hubo una caída en los rendimientos esperados de las inversiones en tierras, que duró hasta bien entrado el siglo XVIII. Eran realidades sólidas para sustentar la fachada resplandeciente de una época que más tarde se denominaría el Grand Siècle.
La postura europea de Luis XIV se ganó en gran medida por los éxitos en las guerras (aunque al final del reinado sufrió graves derrotas), pero no eran solo sus ejércitos y la diplomacia lo que contaba. Elevó el prestigio francés a un máximo que iba a perdurar debido al modelo de monarquía que presentaba; era el monarca absoluto perfecto. El marco físico de los logros ludovicanos fue el nuevo y enorme palacio de Versalles. Pocos edificios y pocas de las vidas vividas en ellos han sido tan imitados y reproducidos. En el siglo XVIII, Europa estaría tan repleta de reproducciones en miniatura de la corte francesa, creadas penosamente a expensas de sus súbditos por los futuros «grands monarques» en las décadas de estabilidad y continuidad que, casi en todas partes, siguieron a los trastornos de las grandes guerras del reinado de Luis XIV.
Entre 1715 y 1740, no hubo importantes tensiones internacionales que provocasen cambios internos en los estados; tampoco hubo grandes divisiones ideológicas como las del siglo XVII, ni un desarrollo económico y social rápido, con sus tensiones inherentes. No es de sorprender, por tanto, que los gobiernos cambiasen poco y que, en todas partes, la sociedad pareciese calmarse después de aproximadamente un siglo turbulento. Aparte de Gran Bretaña, las Provincias Unidas, los cantones de Suiza y las repúblicas ya fósiles de Italia, la monarquía absoluta era la forma de Estado dominante. Y siguió siéndolo durante gran parte del siglo XVIII, en ocasiones con un estilo que pasó a denominarse «despotismo ilustrado»; un término ambiguo, que nunca ha tenido un significado claro, como sucede en la actualidad con los términos «derecha» e «izquierda». Lo que ello indica es que, desde aproximadamente 1750, el deseo de llevar a cabo reformas llevó a algunos gobernantes a realizar innovaciones que parecían estar influenciadas por el pensamiento avanzado de la época. No obstante, tales innovaciones, cuando se hacían efectivas, eran impuestas por la maquinaria del poder monárquico absoluto. Si bien en ocasiones eran humanitarias, las políticas de los «déspotas ilustrados» no eran necesariamente liberales en el plano político. Por otra parte, normalmente eran modernas en el sentido de que socavaban la autoridad social y religiosa tradicional, pasaban por alto las nociones aceptadas de jerarquía social o derechos jurídicos, y ayudaban a concentrar el poder legislativo en el Estado y afianzaban su autoridad no cuestionada sobre sus súbditos, los cuales eran tratados cada vez más como un conjunto de individuos y menos como miembros de una jerarquía de corporaciones.
No es de extrañar que casi resulte imposible encontrar un ejemplo en que la práctica se ajuste perfectamente a esta descripción general, al igual que hoy en día es imposible encontrar una definición de un Estado «democrático» o, en la década de 1930, de un Estado «fascista» que encajen en todos los ejemplos. Entre los países mediterráneos y meridionales, por ejemplo Nápoles, España, Portugal y ciertos Estados italianos (a veces incluso los Estados Pontificios), había ministros que aspiraban a una reforma económica. A algunos de ellos los impulsaba la novedad, mientras que otros —Portugal y España— se volvieron hacia el despotismo ilustrado con el objeto de recuperar el estatus perdido como grandes potencias. Algunos usurparon los poderes de la Iglesia, y casi todos servían a gobernantes que formaban parte del círculo de la familia Borbón. La implicación de uno de los estados más pequeños, Parma, en una disputa con el papado, desembocó en un ataque general en todos estos países contra el brazo derecho del papado de la Contrarreforma, la Compañía de Jesús. En 1773, el Papa se vio obligado por ellos a disolver la Compañía, una gran derrota simbólica, tan importante por su demostración de la fuerza de los principios avanzados anticlericales incluso en la Europa católica, como por sus efectos prácticos.
Entre estos estados, solo España tenía pretensiones a un estatus de gran potencia, y estaba en declive. Por otro lado, de los despotismos ilustrados del este, tres de cada cuatro sin duda las tenían. El caso distinto fue Polonia, un reino arruinado pero en expansión donde la reforma en la línea «ilustrada» encalló en las rocas de la constitución; allí la Ilustración arraigó, pero no así el despotismo para hacerla efectiva. Tuvieron más éxito Prusia, el imperio de los Habsburgo y Rusia, que lograron sustentar una fachada ilustrada mientras reforzaban el Estado. Nuevamente, la clave para el cambio se halla en la guerra, mucho más onerosa que la construcción de la réplica más lujosa de Versalles. En Rusia, la modernización del Estado se remontaba a los primeros años del siglo, cuando Pedro el Grande procuró garantizar su futuro como una gran potencia mediante cambios técnicos e institucionales. En la segunda mitad del siglo, la emperatriz Catalina II recogió muchos beneficios de ello. También dio al régimen una fina capa de barniz de ideas novedosas al anunciar profusamente su patrocinio de las letras y del humanitarismo. Todo fue muy superficial, y el orden tradicional de la sociedad se mantuvo intacto. En Rusia dominaba un despotismo conservador cuya política consistía en gran medida en las luchas entre las facciones y las familias nobles. Tampoco en Prusia la Ilustración cambió mucho las cosas; allí había una tradición bien consolidada de una administración económica eficiente y centralizada, que encarnaba gran parte de aquello a lo que los reformistas aspiraban en otros países. Prusia ya gozaba de tolerancia religiosa, y la monarquía Hohenzollern gobernaba una sociedad sumamente tradicional que apenas cambió durante el siglo XVIII. El rey de Prusia fue obligado a reconocer —y lo hizo por voluntad propia— que su poder descansaba en el consentimiento de sus nobles, y se ocupó de preservar sus privilegios jurídicos y sociales. Federico II estaba convencido de que, en el ejército, había que dar el rango de oficial solo a los nobles, y al final de su reinado había más siervos en territorio prusiano que los que había al comienzo.
La competencia con Prusia fue un estímulo decisivo para la reforma de los dominios de los Habsburgo. Hubo grandes obstáculos en el camino, pues los territorios de la dinastía eran muy diversos, en nacionalidades, lenguas e instituciones. El emperador era rey de Hungría, duque de Milán y archiduque de Austria, por mencionar solo algunos de sus numerosos títulos. La centralización y una mayor uniformidad administrativa eran esenciales si este imperio multicolor quería tener el peso deseado en los asuntos europeos. Sin embargo, había otro problema: al igual que los estados de los Borbones, pero a diferencia de Rusia o Prusia, el imperio de los Habsburgo era mayoritariamente católico romano. En todo el territorio, el poder de la Iglesia estaba profundamente arraigado. Las tierras de los Habsburgo incluían la mayoría de aquellas donde más había cuajado la Contrarreforma, salvo las que pertenecían a España. La Iglesia también poseía grandes propiedades; en todas partes estaba protegida por la tradición, la ley canónica y la política papal, y contaba con el monopolio de la educación. Finalmente, durante estos siglos, los Habsburgo proporcionaron, casi sin interrupción, los sucesivos ocupantes del trono del Sacro Imperio Romano Germánico. Por consiguiente, tenían unas responsabilidades especiales en Alemania.
Este panorama, previsiblemente, iba a dar a la modernización de los dominios de los Habsburgo un tono «ilustrado». En todas partes, las reformas prácticas parecían chocar con el poder social de la Iglesia, muy afianzado. La propia emperatriz María Teresa no sentía simpatía alguna por la reforma que había tenido tales implicaciones, pero sus consejeros pudieron mostrarle un argumento muy persuasivo a favor de esta cuando, a partir de la década de 1740, fue evidente que la monarquía de los Habsburgo tendría que luchar con Prusia por la supremacía. Una vez tomado el camino de la reforma fiscal y, por consiguiente, administrativa, ello finalmente tenía que conducir a un conflicto entre la Iglesia y el Estado. La situación llegó a su clímax durante el reinado del hijo y sucesor de María Teresa, José II, un hombre que no compartía la devoción de su madre y que, supuestamente, tenía unas opiniones avanzadas. Sus reformas consistieron especialmente en medidas de secularización. Los monasterios perdieron sus propiedades, se interfirió en los nombramientos religiosos, se suprimió el derecho de asilo y la educación fue arrebatada de las manos del clero. Como tuvo tal alcance, la reforma despertó una fuerte oposición, pero ello fue menos importante que el hecho de que, hacia 1790, José II se había enemistado hasta el punto de desafiar abiertamente a los nobles de Brabante, Hungría y Bohemia. Las poderosas instituciones locales —estados y dietas— a través de las cuales estas tierras podían oponerse a sus políticas, paralizaron al gobierno en muchas de las posesiones de José II al final de su reinado.
Las diferencias en las circunstancias en que se aplicaron, en las ideas preconcebidas que los gobernaban, en el éxito que lograron y en la medida en que encarnaron o no las ideas «ilustradas», todo ello indica cuán engañosa es la idea de que existiese, en cualquier lugar, un despotismo ilustrado «típico» que sirviese de modelo. El gobierno de Francia, claramente afectado por las políticas y las aspiraciones de reforma, no hace más que confirmarlo. Paradójicamente, los obstáculos al cambio se habían intensificado tras la muerte de Luis XIV. Bajo su sucesor (cuyo reinado comenzó en minoría de edad bajo una regencia), la influencia real de los privilegiados había crecido, y en los parlements fue surgiendo una tendencia a criticar las leyes que infringían los intereses especiales y los privilegios históricos. Había una nueva y creciente resistencia al hecho de que la corona no estuviese constreñida por alguna restricción en su soberanía legislativa. A medida que avanzaba el siglo, el papel internacional de Francia imponía unas cargas cada vez más pesadas sobre sus finanzas, y la cuestión de la reforma tendió a plasmarse en el problema de conseguir nuevos ingresos tributarios (un ejercicio que iba a encontrar resistencias). Contra esta roca chocaron la mayoría de las propuestas de reforma dentro de la monarquía francesa.
Paradójicamente, aunque en 1789 Francia era el país más asociado a la articulación y difusión de las ideas críticas y avanzadas, también era uno de los países donde parecía más difícil ponerlas en práctica. Pero esta era una cuestión de ámbito europeo en las monarquías tradicionales de finales del siglo XVIII. Allí donde se habían intentado la reforma y la modernización, los riesgos de los intereses históricos creados y la estructura social tradicional suponían un obstáculo en el camino. En última instancia, era improbable que el absolutismo monárquico pudiese resolver este problema en ningún lugar. No podía cuestionar la autoridad histórica muy estrictamente porque él mismo se sustentaba en ella. En el siglo XVIII, la soberanía legislativa no restringida aún parecía poner en duda muchos factores. Si se infringían los derechos históricos, ¿no se infringiría también la propiedad? Eso parecía lejano, pese a que la clase gobernante más exitosa de Europa, la inglesa, simulaba aceptar que nada escapase a la esfera de la competencia legislativa, que nada estuviese fuera del alcance de la reforma, sin temer que una idea tan revolucionaria probablemente pudiese volverse contra ella.
No obstante, con esta importante salvedad, el despotismo ilustrado también encarna el tema ya expuesto de que, en el centro del complejo relato de la evolución política en muchos países y a lo largo de tres siglos, la continuidad se basó en el aumento del poder del Estado. Los éxitos esporádicos de aquellos que intentaban retrasar el reloj casi siempre resultaron ser temporales. Es cierto que incluso los reformistas más decididos y los estadistas más capacitados tuvieron que trabajar con una maquinaria del Estado que a un burócrata moderno le parecería de una insuficiencia lamentable. Aunque el Estado del siglo XVIII pudiese movilizar unos recursos mucho mayores que sus antecesores, debía hacerlo sin ninguna innovación revolucionaria de la técnica. Cuando el siglo XVIII tocaba a su fin, las comunicaciones dependían por completo, al igual que tres siglos antes, del viento y los músculos; el «telégrafo» que entró en uso en la década de 1790 no era más que un código de señales accionado por cuerdas. Los ejércitos se movían solo un poco más rápido que trescientos años antes, y, si bien sus armas habían mejorado, el cambio no había sido sustancial. En ningún país existía una fuerza policial como las que operan hoy en día, y el impuesto sobre la renta era cosa del futuro. Los cambios en el poder del Estado, que ya eran observables, se produjeron debido a transformaciones en las ideas y al paso a unas instituciones bien conocidas de mayor eficiencia, no debido al uso de la tecnología. Antes de 1789, en ningún Estado importante se podía ni siquiera presuponer que todos sus súbditos entendían el idioma del gobierno, y ninguno, excepto tal vez Gran Bretaña y las Provincias Unidas, logró identificarse con sus súbditos de modo que el gobierno se preocupase más por defenderlos contra los extranjeros que contra sí mismo. En ningún país al este del Atlántico el poder soberano se parecía al de un Estado-nación moderno.

3. El nuevo mundo de las grandes potencias
Entre las instituciones que tomaron su forma básica en los siglos XV y XVI, y todavía están entre nosotros, se encuentran las de la diplomacia permanente. Los gobernantes se enviaban largos mensajes unos a otros y negociaban, pero siempre había distintas maneras de hacerlo y de entender lo que sucedía. Los chinos, por ejemplo, utilizaban la ficción de que su emperador era el gobernante del mundo, y todas las embajadas que le llegaban tenían, por tanto, el carácter de peticiones o de tributos por parte de sus súbditos. Los reyes medievales se enviaban heraldos, en torno a los cuales se habían creado unos ceremoniales especiales y a quienes protegían unas normas específicas, o bien misiones esporádicas de embajadores. A partir de 1500, poco a poco entró en práctica el uso, en tiempos de paz, del mecanismo estándar que aún empleamos: un embajador permanente a través del cual se gestionan todas las cuestiones corrientes, por lo menos inicialmente, y en quien recae la tarea de mantener a sus propios gobernantes informados sobre el país donde está acreditado.
Los embajadores venecianos fueron los primeros ejemplos notables. No es extraño que una república que dependía tanto del comercio y del mantenimiento de unas relaciones regulares, diese los primeros ejemplos de diplomáticos profesionales. A ello siguieron más cambios. Gradualmente, los riesgos para la vida de los primeros emisarios quedaron olvidados cuando se confirió a los diplomáticos un estatus especial protegido por privilegios e inmunidades. La naturaleza de los tratados y de otras formas diplomáticas fue cada vez más precisa y normativizada, y los procedimientos se estandarizaron. Todos estos cambios llegaron poco a poco, cuando se creía que eran útiles. Es cierto que, en esencia, el diplomático profesional en el sentido moderno aún no había aparecido en 1800; por entonces, los embajadores normalmente eran nobles que podían permitirse el desempeñar un papel representativo, no eran funcionarios retribuidos. Sin embargo, ya comenzaba la profesionalización de la diplomacia. Ello es otro indicio de que, a partir de 1500, un nuevo mundo de relaciones entre poderes soberanos estaba sustituyendo los lazos feudales entre personas y la difusa supremacía del Papa y del emperador.
La característica más sorprendente de este nuevo sistema es la expresión que daba a la idea de que el mundo está dividido en estados soberanos. Esta noción tardó mucho en surgir. Sin duda, los europeos del siglo XVI no veían el continente como una serie de zonas independientes, cada una regida por su propio gobernante y perteneciente solo a este. Aún menos se creía que sus componentes tuviesen, salvo en unos pocos casos, algún tipo de unidad que pudiese llamarse «nacional». Que ello fuese así no se debía solo a la supervivencia de «reliquias» de prácticas pasadas como el Sacro Imperio Romano Germánico. También se debía a que el principio prevaleciente en la Europa moderna primigenia era el dinasticismo.
En los siglos XVI y XVII, las unidades políticas de Europa no eran tanto estados como propiedades inmuebles. Eran cúmulos de propiedades amasadas a lo largo de períodos prolongados o cortos mediante la agresividad, los enlaces matrimoniales y la herencia, es decir, por el mismo proceso y las mismas fuerzas por los cuales pudiera formarse cualquier finca familiar privada. Los resultados eran observables en unos mapas cuyas fronteras cambiaban continuamente cuando esta o aquella parte de una herencia pasaba de un gobernante a otro. Los habitantes no tenían mucho más que decir sobre el asunto que un campesino que viviese en una explotación que fuera vendida. El dinasticismo explica la monótona preocupación por las negociaciones y por la firma de tratados, con las posibles consecuencias de matrimonios y la esmerada creación y examen de las líneas de sucesión.
Además de los intereses dinásticos, los gobernantes también discutían y luchaban por la religión y, cada vez más, por el comercio o las riquezas. Algunos de ellos adquirieron posesiones en ultramar, lo cual se convirtió en un factor de mayor complejidad. De vez en cuando, se podía recurrir a los viejos principios de la superioridad feudal. También había siempre fuerzas en acción que modelaban mapas, y que funcionaban al margen de estos principios, como la colonización de nuevas tierras o el despertar de un sentimiento nacional. Sin embargo, por lo general, la mayoría de los gobernantes de los siglos XVI y XVII se consideraban a sí mismos guardianes de unos derechos e intereses heredados que, a su vez, debían transmitir. En esto, actuaban como se esperaba; imitaban las actitudes de otros hombres y otras familias de sus sociedades. No solo en la Edad Media estaban fascinados por los linajes, ya que los siglos XVI y XVII fueron la época álgida de la genealogía.
En 1500, el mapa dinástico de Europa estaba a punto de sufrir una importante transformación. Durante los dos siglos siguientes, dos grandes familias iban a disputarse gran parte de Europa, tal como en aquel momento ya se disputaban Italia. Eran la casa de los Habsburgo y la casa que gobernaba Francia, primero los Valois y más tarde, tras el ascenso al trono de Enrique IV en 1589, los Borbones. La primera sería predominantemente austríaca, y el centro de la segunda siempre sería Francia. Ambas exportaron gobernantes y consortes de gobernantes a muchos otros países. El núcleo de su disputa a principios del siglo XVI fue la herencia borgoñona. En aquel momento, cada una de ellas estaba lejos de desempeñar un papel más importante en Europa. En realidad, por aquel entonces no se distinguían mucho en cuanto a poder —aunque sí en antigüedad— de otras dinastías, como los Tudor de Gales, por ejemplo, cuyo primer rey, Enrique VII, había accedido al trono de Inglaterra en 1485.
Únicamente en Inglaterra, Francia y, tal vez, en España y Portugal, podía discernirse cierta cohesión y un sentimiento nacional real que sustentase la unidad política. Inglaterra, una potencia relativamente poco importante, era un ejemplo bien desarrollado. Al ser una isla, al margen de las invasiones y, a partir de 1492, libre de apéndices continentales, aparte del puerto marítimo de Calais (que no perdió hasta 1558), su gobierno fue centralizado, algo poco habitual. Los Tudor, deseosos de consolidar la unidad del reino tras un largo período de desorden denominado la «guerra de las Dos Rosas», vincularon deliberadamente el interés nacional con el de la dinastía. Naturalmente, Shakespeare utiliza la lengua del patriotismo (y, cabe señalar, habla poco acerca de las diferencias religiosas). También Francia había avanzado un poco en el camino de la cohesión nacional. No obstante, la casa de los Valois-Borbón tenía problemas más graves que los Tudor debido a la continua supervivencia de inmunidades y enclaves privilegiados dentro de sus territorios, sobre los cuales sus monarcas no ejercían una plena soberanía como reyes de Francia. Una parte de sus súbditos ni siquiera hablaban francés. Con todo, Francia ya estaba plenamente en vías de convertirse en un Estado nacional.
También lo estaba España, si bien sus dos coronas no se unieron hasta que el nieto de los Reyes Católicos, Carlos de Habsburgo, accedió al trono junto a su madre demente en 1516 como Carlos I. Todavía tuvo que distinguir cuidadosamente entre los derechos de Castilla y los de Aragón, pero la nacionalidad de España se volvió más evidente durante su reinado porque, pese a que al principio fue popular, Carlos difuminó la identidad nacional de España dentro de un imperio Habsburgo más grande y, de hecho, sacrificó los intereses de España a los objetivos y los triunfos dinásticos. El gran acontecimiento diplomático de la primera mitad de siglo fue su elección en 1519 como Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Sucedió a su abuelo Maximiliano, que se había propuesto elegirle, y unos hábiles matrimonios contraídos en el pasado ya le habían convertido para entonces en el gobernante del imperio más extenso que el mundo hubiese visto, para el cual el título imperial aportaba una corona muy adecuada. De su madre heredó los reinos españoles y, con ellos, los intereses aragoneses en Sicilia y las tierras recién descubiertas en América por Castilla. De su padre, el hijo de Maximiliano, recibió los Países Bajos, que habían formado parte del ducado de Borgoña, y de su abuelo, las tierras de los Habsburgo de Austria y el Tirol, con el Franco-Condado, Alsacia y algunos derechos en Italia. Esta fue la mayor acumulación dinástica de su época, y las coronas de Bohemia y Hungría estaban en manos del hermano de Carlos, Fernando, quien debía sucederle como emperador. La preeminencia de los Habsburgo fue el hecho central de la política europea durante la mayor parte del siglo XVI. Sus pretensiones reales y no reales se muestran claramente en la lista de los títulos de Carlos en el momento en que ascendió al trono imperial: «Rey de los romanos; emperador electo; Semper Augustus; rey de España, Sicilia, Jerusalén, las islas Baleares, las islas Canarias, las Indias y el continente del otro lado del Atlántico; archiduque de Austria; duque de Borgoña, Brabante, Estiria, Corintia, Carniola, Luxemburgo, Limburgo, Atenas y Patrás; conde de Habsburgo, Flandes y el Tirol; conde palatino de Borgoña, Hainault, Pfirt y Rosellón; landgrave de Alsacia; conde de Suabia; señor de Asia y África».
No está claro lo que representa este conglomerado, pero no es una nacionalidad. Por motivos prácticos, se dividió en dos grandes bloques: la herencia española, rica gracias a las posesiones en los Países Bajos e irrigada por un flujo creciente de oro procedente de las Américas, y las viejas tierras de los Habsburgo, que requerían un papel activo en Alemania a fin de mantener la preeminencia de la familia en este país. Sin embargo, desde el trono imperial, Carlos veía mucho más que esto. Es muy revelador el hecho de que le gustara llamarse a sí mismo «abanderado de Dios», y luchó como un antiguo paladín cristiano contra los turcos en África y por todo el Mediterráneo. Se consideraba un emperador medieval, más que un gobernante entre muchos; era la cabeza de la cristiandad y responsable solo ante Dios de su cargo. Seguramente, creía tener más derecho a ser llamado «defensor de la fe» que su rival Tudor, Enrique VIII, otro aspirante al trono imperial. Alemania, España y los intereses dinásticos de los Habsburgo fueron sacrificados en cierta medida ante la visión de Carlos de su misión. Pero aquello que pretendía era imposible. Gobernar tal imperio era un sueño que escapaba a la capacidad de cualquier hombre, dadas las tensiones generadas por la Reforma y el aparato poco adecuado de las comunicaciones y la administración del siglo XVI. Además, Carlos se esforzó por gobernar personalmente, viajando sin cesar en busca de su inalcanzable objetivo, y de este modo quizá se aseguraba de que ninguna parte de su imperio (excepto los Países Bajos) se sintiese identificada con su casa. Su aspiración revela la manera en que pervivía el mundo medieval, y también su anacronismo.
Por supuesto, el Sacro Imperio Romano Germánico era distinto de las posesiones de la familia Habsburgo. Ello también encarnaba el pasado medieval, pero en su forma más carcomida e irreal. Buena parte de Alemania era un caos supuestamente unido bajo el emperador y sus máximos representantes, la Dieta imperial. Desde la Bula de Oro, los siete electores eran prácticamente soberanos en sus territorios. También había un centenar de príncipes y más de cincuenta ciudades imperiales, todas independientes. Cerca de trescientos pequeños estados más y vasallos imperiales completaban el panorama, que es lo que quedaba del primigenio imperio medieval. A principios del siglo XVI, un intento de reformar esta confusión y de dar a Alemania una cierta unidad fracasó, lo cual favoreció a los príncipes y las ciudades menos importantes. El resultado fueron algunas instituciones administrativas nuevas. La elección de Carlos como emperador en 1519 no fue en absoluto una conclusión inevitable. La gente temía, con razón, que en los inmensos dominios de los Habsburgo los intereses alemanes quedasen invalidados o fuesen negligidos. Fueron necesarios grandes sobornos entre los electores para poder prevalecer por encima del rey de Francia (el único candidato y rival serio, ya que nadie creía que Enrique VIII, aunque compitiese, pudiera pagar lo suficiente). A partir de entonces, los intereses de la dinastía Habsburgo fueron el único principio unificador que actuó en el Sacro Imperio Romano Germánico hasta su abolición en 1806.
Italia, una de las unidades geográficas más sorprendentes de Europa, también estaba fragmentada en estados independientes, la mayoría de ellos gobernados por déspotas principescos, y algunos eran dominios de poderes externos. El Papa era un monarca temporal en los estados de la Iglesia. Un rey de la casa de Aragón gobernaba Nápoles. Sicilia pertenecía a sus parientes españoles. Venecia, Génova y Lucca eran repúblicas. Milán era un gran ducado del valle del Po en manos de la familia Sforza. Teóricamente, Florencia era una república, pero, a partir de 1509, en realidad fue una monarquía en manos de los Médicis, antes un linaje de banqueros. En el norte de Italia, los duques de Saboya gobernaban el Piamonte, al otro lado de los Alpes, desde sus tierras ancestrales. Las divisiones de la península hacían de ella una presa atractiva, y la maraña de relaciones familiares daba a los gobernantes franceses y españoles una excusa para intervenir en sus asuntos. Durante la primera mitad del siglo XVI, el principal tema de la historia de la diplomacia europea fue la rivalidad entre los Habsburgo y los Borbones, sobre todo en Italia.
Las guerras entre los Habsburgo y los Valois en Italia, que comenzaron en 1494 con una invasión francesa que recordaba a las aventuras e incursiones medievales (iniciada como una cruzada), duraron hasta 1559. En total hubo seis de las denominadas «guerras italianas», y fueron más importantes de lo que pueda parecer en un principio. Constituyen un período específico en la evolución del sistema de estados europeos. La victoria de Carlos V y la derrota de Francisco I en la elección imperial sacaron a la luz, aún más claramente, la competición dinástica. Para Carlos, como gobernante del imperio, supuso una distracción fatal respecto al problema luterano en Alemania, y para Carlos, como rey de España, marcó el inicio de una pérdida funesta del poder de su país. Para los franceses supusieron empobrecimiento e invasión, y para sus reyes, al final, frustración, ya que España mantuvo su dominio sobre Italia. Asimismo, a los habitantes de este país las guerras les acarrearon numerosos desastres. Por primera vez desde la época de las invasiones bárbaras, Roma fue saqueada (en 1527, por un ejército imperial amotinado) y la hegemonía española acabó finalmente con los grandes días de las repúblicas-ciudades. Al mismo tiempo, las costas de Italia fueron asaltadas, de común acuerdo, por barcos franceses y turcos; la falsedad de la unidad cristiana fue puesta de relieve por una alianza formal entre el rey de Francia y el sultán.
Quizá fueron buenos años solo para los otomanos. Venecia, sola frente a los turcos, contemplaba cómo su imperio del Mediterráneo oriental empezaba a desmoronarse. España, cautivada por el espejismo del dominio sobre Italia y las ilusiones engendradas por el caudal aparentemente sin fin de tesoros de las Américas, había abandonado sus conquistas anteriores en Marruecos. Tanto Carlos V como su hijo fueron derrotados en las aventuras africanas, mientras que la derrota de los turcos en Lepanto en 1571 tan solo fue un éxito momentáneo. Tres años más tarde, estos arrebataron Túnez a los españoles. La lucha con los otomanos y el apoyo a la causa de los Habsburgo en Italia supusieron un gasto excesivo incluso para la riqueza de España. En sus últimos años, Carlos V estaba paralizado por las deudas.
Abdicó en 1556, justo tras la firma de la Paz de Augsburgo, en respuesta a las disputas religiosas en Alemania, para ser sucedido como emperador por su hermano, que asumió la herencia austríaca, y como rey de España por su hijo, Felipe II, nacido y formado en España. Carlos había nacido en los Países Bajos, y la ceremonia que puso fin al reinado del gran emperador se celebró allí, en la Sala del Toisón de Oro; derramó lágrimas al abandonar la asamblea, reclinándose sobre el hombro de un joven noble, Guillermo de Orange. La división de la herencia de los Habsburgo señala el momento decisivo en los asuntos europeos durante la década de 1550.
A continuación, llegó el período más negro de la historia de Europa durante siglos. Salvo por una breve pausa al principio, los gobernantes europeos y sus pueblos se entregaron en el siglo XVII a una orgía de odio, intolerancia, masacres, tortura y brutalidad sin paralelos hasta el siglo XX. Los hechos dominantes en este período fueron la preeminencia militar de España, el conflicto ideológico abierto por la Contrarreforma, la parálisis de Alemania y, durante un largo período, de Francia (debido a las luchas internas por la religión), la aparición de nuevos centros de poder en Inglaterra, los Países Bajos holandeses y Suecia, y los primeros presagios de los conflictos de ultramar en los dos siglos siguientes. Hasta el final de este período, se observó que el poder de España había menguado y que Francia había heredado su ascendente continental.
El mejor punto de partida es la rebelión holandesa. Al igual que la Guerra Civil española de 1936-1939 (pero durante mucho más tiempo), mezcló a los extranjeros en una confusión de disputas ideológicas, políticas, estratégicas y económicas. Francia no podía estar tranquila mientras los ejércitos españoles la podían invadir desde España, Italia y Flandes. La implicación de Inglaterra se produjo de otras maneras. Pese a que era protestante, solo era eso, protestante, y Felipe II intentó evitar una ruptura absoluta con Isabel I. Durante mucho tiempo, no estuvo dispuesto a sacrificar la oportunidad de hacer valer los intereses ingleses que había obtenido de su matrimonio con María Tudor, y al principio pensó que los conservaría casándose con otra reina inglesa. Además, durante cierto tiempo tuvo que dedicarse a las campañas contra los otomanos. No obstante, los sentimientos nacionales y religiosos estaban inflamados en Inglaterra por la respuesta española ante la piratería inglesa a expensas del imperio español. Las relaciones angloespañolas se deterioraron rápidamente en las décadas de 1570 y 1580. Isabel ayudó abierta y encubiertamente a los holandeses, a quienes no quería ver declinar, pero lo hizo sin entusiasmo; al ser una monarca, no le gustaban los rebeldes. Al final, provista de la aprobación papal para la deposición de Isabel, la reina hereje, España organizó un gran proyecto de invasión en 1588. «Dios sopló y fueron dispersados», se lee en la inscripción de una medalla conmemorativa inglesa; el mal tiempo terminó la tarea de la planificación española y de la marina y la artillería inglesas (pese a que, en realidad, ningún barco fue hundido por el fuego enemigo) para llevar la Armada al desastre. La guerra con España continuó mucho después de que sus restos derrotados hubiesen vuelto penosamente a los puertos españoles, pero el peligro real había pasado. Además, de forma casi casual, había nacido una tradición naval inglesa de enorme importancia.
Jacobo I se esforzó notablemente por evitar una reactivación del conflicto una vez que se firmó la paz, y lo consiguió, pese a los prejuicios antiespañoles de sus súbditos. Inglaterra no se vio envuelta en el conflicto continental cuando la rebelión holandesa que estalló tras la Tregua de los Doce Años se convirtió en un conflicto mucho mayor, la guerra de los Treinta Años. Su origen estuvo en el intento de los Habsburgo de reconstruir la autoridad imperial en Alemania vinculándola con el triunfo de la Contrarreforma. Ello puso en cuestión la Paz de Augsburgo y la supervivencia de una Alemania plural en materia de religión. Se percibió también como un intento de reforzar una casa de Habsburgo demasiado ambiciosa. Nuevamente, las contracorrientes confundían la pauta del conflicto ideológico. Al igual que los Habsburgo y los Valois se habían disputado Italia en el siglo XVI, los Habsburgo y los Borbones se disputaron Alemania en la centuria siguiente. Los intereses dinásticos motivaron la entrada de Francia en el conflicto, en contra de los Habsburgo católicos. Bajo el liderazgo de un cardenal, la «hija mayor de la Iglesia», como Francia se denominaba, se alió con los calvinistas holandeses y con los luteranos daneses y suecos para asegurar los derechos de los príncipes alemanes. Mientras, los desafortunados habitantes de gran parte de Europa central a menudo tenían que soportar los caprichos y las rapiñas de los señores de la guerra, prácticamente independientes. El cardenal Richelieu tiene más derecho que nadie a reclamarse el creador de una política exterior consistente en provocar problemas al otro lado del Rin, la cual iba a ser muy útil a Francia durante todo un siglo. Y, por si alguien todavía lo dudaba, con él se impuso claramente la era de la Realpolitik y de la raison d'État, de la simple afirmación sin escrúpulos de los intereses del Estado soberano.

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La Paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los Treinta Años en 1648, fue en varios sentidos el registro de un cambio. Pero aún mostraba vestigios del pasado que se desvanecía. Esto la convierte en un buen punto panorámico. Fue el final de la era de las guerras religiosas en Europa; por última vez, los hombres de Estado europeos tuvieron como una de sus mayores preocupaciones la resolución general del futuro religioso de sus pueblos. También marcó el final de la supremacía militar española y del sueño de reconstruir el imperio de Carlos V, y cerró una época en la historia de los Habsburgo. En Alemania había surgido una nueva fuerza en el electorado de Brandeburgo, con el cual competirían más adelante los Habsburgo, pero la frustración de los objetivos de esta casa en Alemania fue obra de extranjeros, de Francia y Suecia. Aquí estaba la auténtica señal del futuro: empezaba un período de predominio francés en Europa al oeste del Elba. Desde una perspectiva aún más amplia, abrió una etapa durante la cual las cuestiones subyacentes de la diplomacia europea serían el equilibrio del poder en Europa, tanto en el este como en el oeste, el destino del imperio otomano y el reparto del poder global.
Sin embargo, un siglo y medio después de Colón, cuando España, Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda ya tenían importantes imperios ultramarinos, aparentemente estas cuestiones no tenían interés para los autores de la paz de 1648. Inglaterra ni siquiera estaba representada en ninguno de los centros de negociación; apenas se había implicado en los hechos una vez que hubo terminado la primera fase de la guerra. Preocupada por sus luchas internas y en conflicto con sus vecinos escoceses, su política exterior estaba dirigida hacia fines más extraeuropeos que europeos, pese a que fueron estos objetivos los que la llevaron a luchar contra los holandeses (1652-1654). Aunque Cromwell pronto restableció la paz, al convencer a los holandeses de que en el mundo había espacio para que las dos potencias pudiesen comerciar, las diplomacias inglesa y holandesa ya mostraban más claramente que la de otros países la influencia de los intereses comerciales y coloniales.
La preponderancia francesa en el continente estaba fundada en sólidas ventajas naturales. Francia era el Estado más populoso de Europa occidental, y en este simple hecho se basó el poder militar francés hasta el siglo XIX; siempre sería necesario reunir grandes fuerzas internacionales para contenerlo. Además, por muy pobres que parezcan sus habitantes a los ojos modernos, Francia fue capaz de sustentar un enorme florecimiento del poder y el prestigio bajo Luis XIV. Su reinado empezó formalmente en 1643, aunque en realidad fue en 1661, cuando, a los veintidós años, anunció su intención de dirigir sus propios asuntos. Su ascenso al poder supremo fue un hecho crucial en la historia internacional y también en la de Francia. Fue el exponente más consumado del ejercicio de la dignidad real que nunca haya existido. Su política exterior solo puede distinguirse por conveniencia de otros aspectos de su reinado. La construcción de Versalles, por ejemplo, no fue solo la satisfacción de un capricho personal, sino un ejercicio de creación de un prestigio esencial para su diplomacia. De manera similar, aunque puedan separarse, sus políticas exterior e interior estaban estrechamente relacionadas entre ellas y con su ideología. Luis XIV quería reforzar la estratégica frontera noroccidental de Francia, pero además despreciaba a los holandeses (pese a que les comprase millones de bulbos de tulipán al año para Versalles) por ser comerciantes, los desaprobaba por ser republicanos y los detestaba por ser protestantes. En él vivía el espíritu de la Contrarreforma militante. Y eso no era todo. Era un hombre legalista —los reyes tenían que serlo—, y se sentía más cómodo cuando había una base jurídica suficiente para dar respetabilidad a lo que hacía. Este es el complejo trasfondo de una política exterior de expansión. Si bien al final le costó muy cara al país, llevó a Francia a una preeminencia gracias a la cual iba a avanzar libremente durante medio siglo XVIII y creó una leyenda que los franceses aún recuerdan con nostalgia.
El deseo de Luis XIV de una frontera más reforzada significó conflictos con España, que aún poseía los Países Bajos holandeses y el Franco-Condado. La derrota de España dio paso a la guerra con los holandeses. Estos resistieron, pero la guerra terminó en 1678 con una paz normalmente considerada como el punto álgido de la gestión de Luis XIV en materia de asuntos exteriores. A continuación, el rey se volvería hacia Alemania. Además de buscar conquistas territoriales, aspiraba a la corona imperial, y para conseguirla estaba dispuesto a aliarse con los turcos. En 1688 hubo un punto de inflexión, cuando Guillermo de Orange, estatúder de Holanda, llevó a su esposa, María Estuardo, a Inglaterra para que sustituyese a su padre en el trono inglés. A partir de aquel momento, Luis tuvo un nuevo y persistente enemigo al otro lado del canal de la Mancha, en lugar de los amables reyes Estuardo. El holandés Guillermo pudo desplegar los recursos del poderoso país protestante y, por primera vez desde la época de Cromwell, Inglaterra envió un ejército al continente para dar apoyo a una liga de estados europeos (incluso el Papa participó en ella en secreto) contra Luis XIV. La guerra de la Gran Alianza (también conocida como «guerra de la Liga de Augsburgo») unió a España y Austria, así como a los estados protestantes de Europa, para poner freno a la desmesurada ambición del rey francés. La paz que puso fin al conflicto fue la primera en que este tuvo que hacer concesiones.
En 1700, Carlos II de España murió sin heredero. Fue una situación que Europa llevaba tiempo esperando, ya que era una persona enfermiza y mentalmente débil. Se habían realizado ingentes preparativos diplomáticos para su fallecimiento, dados el grave peligro y las oportunidades que su muerte suponía. Estaba en juego una enorme herencia dinástica. Toda una maraña de derechos al trono derivados de alianzas matrimoniales del pasado significaron que el emperador Habsburgo y Luis XIV (que había transmitido sus derechos en esta cuestión a su nieto) tendrían que dirimir la cuestión. Pero muchos estaban interesados en ella. Los ingleses querían saber qué sucedería con el comercio de la América española y los holandeses, cuál sería el destino de los Países Bajos españoles. La perspectiva de una herencia indivisa transmitida a los Borbones o a los Habsburgo asustaba a todo el mundo. El fantasma del imperio de Carlos V volvió a surgir. Por ello se habían suscrito tratados de partición. Pero el testamento de Carlos dejaba toda la herencia española al nieto de Luis; este la aceptó, dejando de lado los acuerdos que había contraído. También ofendió a los ingleses al reconocer al pretendiente Estuardo exiliado como Jacobo III de Inglaterra. Muy pronto se formó una Gran Alianza entre el emperador, las Provincias Unidas e Inglaterra, y comenzó la guerra de Sucesión española, un conflicto de doce años de duración que finalmente obligó a Luis XIV a asumir la derrota. Por los tratados firmados en 1713 y 1714 (la Paz de Utrecht), las coronas de España y Francia fueron declaradas inhábiles para siempre para ser unidas. El primer rey Borbón de España ocupó su lugar en el trono español, y aunque tomó con él las Indias, renunció a los Países Bajos, que pasaron al emperador como compensación y para proporcionar un espacio de defensa a los holandeses frente a ulteriores agresiones francesas. Austria también se benefició de Italia. Francia hizo concesiones en ultramar a Gran Bretaña (como sucedió tras la unión de Inglaterra con Escocia en 1707). El pretendiente Estuardo fue expulsado de Francia y Luis reconoció al sucesor protestante de Inglaterra.
Estos importantes hechos aseguraron la práctica estabilización de la Europa continental occidental hasta la Revolución francesa, ocurrida setenta y cinco años más tarde. No gustaron a todo el mundo (el emperador se negó a admitir el final de su derecho al trono de España), pero, en gran medida, las principales definiciones de Europa occidental al norte de los Alpes se han mantenido tal como eran en 1714. Por supuesto, Bélgica no existía, pero los Países Bajos austríacos ocupaban buena parte de lo que ahora es aquel país, y las Provincias Unidas correspondían a los modernos Países Bajos. Francia conservaría el Franco-Condado y, excepto entre 1871 y 1918, Alsacia y Lorena, que Luis XIV había conseguido. A partir de 1714, España y Portugal quedaron separadas por sus fronteras actuales. Todavía contaban con grandes imperios coloniales, pero no volvieron a ser capaces de desplegar su fuerza potencial para superar su condición de potencias de segundo rango. En Occidente, Gran Bretaña era ahora la gran potencia. Desde 1707, Inglaterra ya no tuvo que preocuparse por la vieja amenaza de los escoceses, pero, mediante un vínculo personal, se asoció nuevamente con el continente, porque a partir de 1714 sus monarcas también eran electores de Hannover. Al sur de los Alpes, la agitación tardó mucho en calmarse. Una Italia todavía desunida sufrió cerca de tres décadas de inseguridad, con algunos representantes menores de las casas reales europeas pasando de un Estado a otro en un intento de atar cabos sueltos y hacerse con las sobras de la época de la rivalidad dinástica. A partir de 1748, solo quedó una dinastía autóctona importante en la península, la de Saboya, que gobernaba el Piamonte, en la vertiente sur de los Alpes, y la isla de Cerdeña. Por su parte, es cierto que desde el siglo XV los Estados Pontificios podían considerarse una monarquía italiana, aunque solo ocasionalmente fuese dinástica, y las repúblicas de Venecia, Génova y Lucca, todas en declive, también sostenían el desgastado estandarte de la independencia italiana. En otros estados se instalaron gobernantes extranjeros.
De este modo, la geografía política occidental quedó fijada durante mucho tiempo. Directamente, ello debió mucho a la necesidad sentida por todos los hombres de Estado de evitar, hasta que fuese posible, otro conflicto como el que se acababa de cerrar. Por primera vez, un tratado de 1713 declaraba que el propósito de los firmantes era asegurar la paz mediante un equilibrio del poder. Este objetivo práctico fue una importante innovación en el pensamiento político. Había buenos motivos para ser realistas; las guerras eran más caras que nunca, e incluso Gran Bretaña y Francia, los únicos países que en el siglo XVIII fueron capaces de luchar contra otras grandes potencias sin aportaciones económicas exteriores, habían quedado debilitadas. Pero el final de la guerra de Sucesión española aportó también una solución efectiva para ciertos problemas reales. Se iniciaba una nueva era. A excepción de Italia, gran parte del mapa político del siglo XX ya era visible en Europa occidental. El dinastismo empezaba a quedar relegado a un segundo plano como principio de la política exterior. Había comenzado la era de la política nacional, por lo menos para algunos príncipes que se daban cuenta de que ya no podían separar los intereses de su casa de los de su país.
Al este del Rin (y más aún al este del Elba), todo era distinto. Allí ya se habían producido grandes cambios, y tendrían lugar muchos más antes de 1800. Pero sus orígenes deben buscarse muy atrás en el tiempo, a comienzos del siglo XVI. En aquella época, las fronteras de Europa oriental estaban custodiadas por la Austria de los Habsburgo y por un extenso reino polaco-lituano gobernado por los Jaguellón, que se había constituido mediante matrimonios en el siglo XIV. Compartían con el imperio marítimo de Venecia el peso de la resistencia frente al poder otomano, el factor crucial de la política de Europa oriental en aquel momento.
La expresión «cuestión oriental» aún no se había inventado; de haber existido, se habría referido al problema de defender Europa contra el islam. Los turcos no dejaron de lograr victorias y conquistas hasta el siglo XVIII, pese a que entonces ya habían hecho su último gran esfuerzo. Sin embargo, durante más de dos siglos tras la captura de Constantinopla, habían marcado la pauta en la diplomacia y la estrategia en Europa oriental. A aquella captura le siguió más de un siglo de guerras navales y de expansión turca, en las que Venecia fue quien se llevó la peor parte. Seguía siendo rica en comparación con otros estados italianos, pero sufrió un relativo declive, primero en su poder militar y más tarde en el comercial. El primero, que condujo al segundo, fue resultado de una larga batalla perdida contra los turcos, quienes en 1479 capturaron las islas Jónicas e impusieron un tributo anual sobre el comercio en el mar Negro. Aunque Venecia se apoderó de Chipre dos años después y la convirtió en una importante base, la perdió a su vez en 1571. Hacia 1600, pese a seguir siendo un Estado rico (gracias a sus manufacturas), Venecia dejó de ser una potencia mercantil del nivel de las Provincias Unidas o incluso de Inglaterra. Primero Amberes, y más tarde Ámsterdam, la eclipsaron. Los éxitos turcos quedaron interrumpidos a principios del siglo XVII, pero prosiguieron. En 1669, los venecianos tuvieron que reconocer que habían perdido Creta. Mientras, en 1664, Hungría pasó a ser la última conquista turca de un reino europeo, si bien los ucranianos pronto reconocieron el protectorado turco y los polacos tuvieron que renunciar a Podolia. En 1683, los turcos impusieron un segundo asedio a Viena (el primero tuvo lugar un siglo y medio antes), y sobre Europa parecía que pesaba el peor peligro de los dos últimos siglos. En realidad, no era así. Sería la última vez que Viena fuera asediada, puesto que los días de esplendor del poder otomano.
En efecto, el proyecto que había empezado con la conquista de Hungría fue el último esfuerzo de una potencia aquejada por problemas desde hacía tiempo. Su ejército ya no estaba al día en cuanto a la tecnología militar del momento; no contaba con artillería de campo, que se había convertido en el arma decisiva de los campos de batalla del siglo XVII. En el mar, los turcos se aferraban a las tácticas de las viejas galeras —embestir y abordar—, cada vez menos efectivas contra la técnica de los países atlánticos de usar el barco como una batería flotante de artillería (desafortunadamente para ellos, los venecianos también eran conservadores). En cualquier caso, el poder turco fue sometido a una tensión excesiva y sucumbió. No había amenazado al protestantismo en Alemania, Hungría y Transilvania, pero estaba atrapado en Asia (donde la conquista de Irak a Persia en 1639 puso casi todo el mundo árabe-islámico bajo dominio otomano) y también en Europa y África, y la tensión era excesiva para que su estructura pudiese permitirse relajarse con gobernantes no aptos o incompetentes. Un gran visir enderezó la situación a mediados de siglo para hacer posibles las últimas ofensivas. Pero había defectos que no pudo corregir, ya que eran inherentes a la propia naturaleza del imperio.
El imperio otomano, consistente en una ocupación militar orientada más al saqueo que a la unidad política, estaba dirigido a una continua expansión y a apropiarse de recursos en forma de impuestos y mano de obra. Además, dependía peligrosamente de unos súbditos cuya lealtad no podía conseguir. Los otomanos, por lo general, respetaban las costumbres y las instituciones de las comunidades no musulmanas, las cuales eran gobernadas bajo el sistema del millet, a través de sus propias autoridades. Los griegos ortodoxos, los armenios y los judíos eran las comunidades más importantes, y cada una tenía sus propios acuerdos; los cristianos griegos, por ejemplo, debían pagar un impuesto especial por cada individuo y, en última instancia, eran gobernados por el patriarca de Constantinopla. En niveles inferiores, tales acuerdos se alcanzaban, como mejor parecía, con los dirigentes de comunidades locales para dar apoyo al aparato de saqueo. Al final, ello dio lugar a la presencia de súbditos muy poderosos, como los pachás, acomodados en sus nidos en medio de la incoherencia y la ineficacia. Ello no daba a los súbditos del sultán una sensación de identificación con su gobierno, sino que más bien les alejaba del mismo.
No obstante, el año 1683, pese a ser una fecha muy simbólica por ser la última vez que Europa se mantuvo a la defensiva frente al islam antes de pasar al ataque, fue un momento menos peligroso de lo que parecía. Después de que la ola del poder turco perdiese impulso casi sin interrupción hasta 1918, nuevamente quedó confinado al hinterland de Constantinopla y al antiguo núcleo otomano, Anatolia. La liberación de Viena por el rey de Polonia, Juan Sobieski, fue seguida por la de Hungría, tras un siglo y medio de dominio otomano. El destronamiento de un sultán ineficiente en 1687 y su encierro en una jaula no sirvieron para remediar la flaqueza de los tucos. En 1699, Hungría entró a formar parte formalmente de los dominios de los Habsburgo, después del primer tratado de paz firmado por los otomanos como potencia derrotada. En el siglo siguiente, Transilvania, Bucovina y buena parte de las costas del mar Negro se liberarían del control otomano. Hacia 1800, los rusos habían establecido una protección especial sobre sus súbditos cristianos contra los otomanos, y ya habían intentado incitar una rebelión entre ellos. También fue en el siglo XVIII cuando el dominio otomano se debilitó en África y en Asia; hacia finales del siglo, aunque se preservasen las formas, el califato otomano era similar al de los abasíes durante su declive. Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Siria, Mesopotamia y Arabia eran, en grados distintos, independientes o semiindependientes.
No fueron los guardianes tradicionales de Europa oriental, la antigua gran comunidad polaco-lituana y los Habsburgo, quienes heredaron el legado del imperio otomano, ni tampoco fueron ellos quienes infligieron los golpes más duros a un imperio otomano tambaleante. Los polacos se estaban acercando al final de su historia como país independiente. La unión personal de Lituania y Polonia se había convertido demasiado tarde en una unión real de ambos países. En 1572, cuando el último rey del linaje Jaguellón murió sin descendencia, el trono pasó a ser electivo no solo teóricamente, sino también en la práctica. Un territorio amplísimo estaba a disposición de cualquiera. Su sucesor fue un francés, y, durante el siglo siguiente, el país estuvo sometido a una intensa y continua presión por parte de los turcos, los rusos y los suecos. Polonia únicamente prosperó contra dichos enemigos cuando estos estaban ocupados en otra parte. Los suecos penetraron en sus territorios septentrionales durante la guerra de los Treinta Años, y la última costa polaca les fue devuelta en 1660. Las divisiones internas también se habían agravado. La Contrarreforma trajo la persecución religiosa de los polacos protestantes, y en Ucrania se produjeron levantamientos de los cosacos y continuos alzamientos de los siervos.
La elección como rey del heroico Juan Sobieski sería la última que no fue resultado de maquinaciones por parte de gobernantes extranjeros. Había logrado importantes victorias y consiguió imponerse sobre la curiosa y descentralizada constitución de Polonia. Los reyes elegidos tenían muy poco poder real para compensar el de los terratenientes. No poseían un ejército estable y solo podían contar con sus propias tropas personales cuando alguna facción entre la nobleza o los potentados recurría a la práctica de la rebelión armada («confederación») para satisfacer sus deseos. En la Dieta, el órgano parlamentario central del reino, la norma de la unanimidad obstaculizaba cualquier reforma. Con todo, tal reforma era muy necesaria si aquella Polonia poco definida geográficamente, dividida religiosamente y gobernada por una nobleza rural demasiado egoísta quería sobrevivir. El país era una comunidad medieval dentro de un mundo que se modernizaba.
Juan Sobieski no podía hacer nada por cambiarlo. La estructura social de Polonia era sólidamente resistente a la reforma. La nobleza o la alta burguesía eran, efectivamente, clientes de unas pocas familias notables extraordinariamente ricas. Uno de los clanes, los Radziwill, poseía fincas de la superficie de media Irlanda, y contaba con una corte que eclipsaba la de Varsovia; las fincas de los Potocki cubrían 17.000 kilómetros cuadrados (aproximadamente la mitad de la superficie de la república de Holanda). Los propietarios más pequeños no podían resistir ante los grandes. Sus fincas representaban menos de una décima parte de Polonia en 1700. El millón, aproximadamente, de personas que legalmente constituían la «nación» polaca, eran en su mayor parte pobres y, por lo tanto, estaban dominadas por los grandes potentados, reticentes a ceder su poder para formar una confederación o para manipular la Dieta. En la base de la pirámide estaba el campesinado, uno de los más miserables de Europa, que en 1700 luchaba sin cesar contra los tributos feudales que les exigían, y sobre cuya vida los señores rurales tenían derecho a decidir. Las ciudades no tenían poder. Tan solo la mitad de su población era acomodada, y habían sido asoladas por las guerras del siglo XVII. Prusia y Rusia también descansaban sobre atrasadas estructuras agrarias y feudales, pero sobrevivieron. Polonia fue el único de los tres estados orientales que se hundió por completo. El principio de elección bloqueó la aparición de unos Tudor o unos Borbones polacos que pudiesen identificar su propio instinto dinástico de autoengradecimiento con el del país. Polonia entró en el siglo XVIII con un rey extranjero, el elector de Sajonia, que fue elegido para suceder a Juan Sobieski en 1697, fue depuesto por los suecos y, luego, devuelto al trono por los rusos.
Rusia era la futura gran potencia del este. Su identidad nacional apenas era discernible en 1500, y doscientos años más tarde su potencial solo estaba empezando a ser intuido por la mayoría de los hombres de Estado del oeste, aunque los polacos y los suecos ya eran conscientes del mismo. Ahora resulta difícil comprender lo rápido y sorprendente que fue el surgimiento como gran potencia del que habría de convertirse en uno de los estados más poderosos del mundo. Al principio de la era europea, cuando Iván el Grande solo había esbozado el proyecto de la futura Rusia, tal progreso era inconcebible, y siguió siéndolo durante mucho tiempo. El primer hombre que llevó formalmente el título de «zar» fue su nieto Iván IV, coronado en 1547, y la concesión de dicho título en su coronación significaba que el gran príncipe de Moscú se había convertido en un emperador gobernante de numerosos pueblos. A pesar de poseer una energía tremenda, que le valió el sobrenombre de «el Terrible», no desempeñó un papel significativo en los asuntos europeos. Rusia era tan poco conocida, incluso en el siglo siguiente, que un rey francés podía escribir al zar sin saber que el príncipe al que se dirigía había muerto diez años antes. La forma de la futura Rusia se definió lentamente, y de manera casi inadvertida en Occidente. Incluso después de Iván el Grande, Rusia seguía estando poco definida territorialmente y desprotegida. Los turcos habían presionado hacia el sudeste de Europa. Entre ellos y Moscú estaba Ucrania, la tierra de los cosacos, pueblos que defendían encarnizadamente su independencia. Mientras no tuvieron enemigos poderosos, les resultó fácil hacerlo. Al este de Rusia, los Urales constituían una frontera teórica, aunque poco real. A los gobernantes de Rusia siempre les ha resultado difícil sentirse aislados en medio de un espacio hostil. Casi instintivamente, han buscado fronteras naturales en sus extremos o una muralla protectora de estados clientes.
Los primeros pasos debían ser la consolidación de las conquistas de Iván el Grande, que constituyeron el corazón de Rusia. A continuación, vino la penetración en las tierras desiertas del norte. Cuando Iván el Terrible accedió al trono, Rusia tenía una pequeña costa báltica y un vasto territorio que se extendía hasta el mar Blanco, escasamente habitado por algunos pueblos primitivos muy diseminados, pero que constituía una ruta hacia el oeste. En 1584 se fundó el puerto de Arcángel. Iván no podía hacer mucho en el frente báltico, pero tuvo el acierto de atacar a los tártaros cuando estos incendiaron de nuevo Moscú en 1571, matando supuestamente a 150.000 personas fruto del incendio. Los expulsó de Kazán y Astracán y se hizo con el control de todo el curso del Volga, llevando el poder moscovita hasta el Caspio.
La otra gran ofensiva que empezó durante su reinado fue hacia el otro lado de los Urales, en dirección a Siberia, y no sería tanto una conquista como una colonización. Aún hoy en día, la mayor parte del territorio de Rusia se halla en Asia, y, durante casi dos siglos, una potencia mundial fue gobernada por los zares y sus sucesores. Los primeros pasos hacia este resultado fueron una irónica anticipación de lo que iba a ser una constante en la enorme frontera siberiana en épocas posteriores; parece que los primeros pobladores rusos que cruzaron los Urales eran refugiados políticos de Nóvgorod, y entre los que les siguieron había otros que escapaban de la servidumbre (en Siberia no había siervos) y cosacos agraviados. Hacia 1600, había asentamientos rusos incluso a más de 900 kilómetros de los Urales, supervisados estrictamente por una burocracia competente para garantizar al Estado tributos en forma de pieles. Los ríos fueron un factor clave en esta región, más importantes incluso que los de la frontera con América. Al cabo de cincuenta años, un hombre podía viajar con sus bienes por río con solo tres porteadores desde Tobolsk, a unos 450 kilómetros al este de los Urales, hasta el puerto de Ojotsk, a cerca de 5.000 kilómetros de distancia. Y solo había unos 600 kilómetros por mar desde Sajalin, la más septentrional de las grandes islas de la cadena que constituye Japón, un paso por mar de la distancia aproximada entre Land's End —el punto extremo del sudoeste de Inglaterra— y Amberes. Hacia 1700, había unos 200.000 colonos al este de los Urales; se había podido firmar el Tratado de Nerchinsk con los chinos, y se dice que algunos rusos hablaban de la conquista de China.
El movimiento hacia el este no se vio muy afectado por los trastornos y los peligros de la «era de los disturbios» que siguió a la muerte de Iván, si bien en el oeste hubo momentos en que se perdió la salida al Báltico e incluso Moscú y Nóvgorod fueron ocupadas por lituanos o polacos. Rusia aún no era una verdadera potencia europea en el siglo XVII. La fuerza emergente de Suecia se había lanzado contra ella, y hasta la gran guerra de 1654-1667 los zares no pudieron recuperar Smolensk y la Pequeña Rusia, aunque las perdieron de nuevo (solo brevemente) hasta 1812. En este momento, los mapas y tratados empiezan a definir Rusia por el oeste de un modo que empezaba a ser real. Hacia 1700, había incorporado su primera plaza fuerte en el mar Negro, Azov, mientras que su frontera sudoeste se hallaba en la orilla oeste del Dniéper en gran parte de su curso, abrazando la gran ciudad histórica de Kiev y a los cosacos que vivían en la orilla oriental. Estos habían acudido al zar pidiendo protección contra los polacos, y se les concedió un gobierno especial semiautónomo, que se mantuvo hasta la época soviética. La mayoría de las posesiones ganadas lo habían sido a costa de Polonia, durante mucho tiempo dedicada a repeler a los turcos y a los suecos. Pero los ejércitos rusos se unieron a los polacos contra los otomanos en 1687, algo que constituyó también un momento histórico: el inicio de la clásica «cuestión oriental» que iba a dar problemas a los gobernantes hasta 1918, cuando se dieron cuenta de que el problema de decidir qué límite debía ponerse a la invasión rusa del imperio otomano en Europa se había desvanecido con la desaparición de los imperios.
La formación de Rusia fue básicamente un acto político. La monarquía era su centro y motor; el país no tenía una unidad racial que pudiese predestinar su existencia ni una difusa definición geográfica capaz de imponer una forma. Estaba unida por la fe ortodoxa, pero había otros eslavos que también eran ortodoxos. El incremento del dominio y del poder personal de los zares fue la clave para la creación de la nación. Iván el Terrible fue un reformador administrativo. Bajo su mandato apareció el germen de una nobleza que debía prestar servicios militares a cambio de sus tierras, el desarrollo de un sistema usado por los príncipes de Moscú para conseguir levas a fin de luchar contra los tártaros. Posibilitó la formación de un ejército que hizo que el rey de Polonia advirtiese a la reina de Inglaterra, Isabel I, de que, si los rusos conseguían los conocimientos técnicos de los occidentales, serían invencibles. El peligro era remoto, pero previsible.

De vez en cuando había retrocesos, aunque la supervivencia del Estado, vista en perspectiva, no parece haber estado en peligro. El último zar de la dinastía Ruríkida murió en 1598. La usurpación y las disputas por el trono entre familias nobles y los intervencionistas polacos prosiguieron hasta 1613, cuando emergió el primer zar de un nuevo linaje, Miguel Romanov. Pese a que fue un gobernante débil que vivió a la sombra de su dominante padre, fundó una dinastía que iba a gobernar Rusia durante trescientos años, hasta que el Estado zarista se derrumbó. Sus sucesores inmediatos combatieron a los nobles rivales y humillaron a los más destacados, los boyardos, que habían intentado recuperar un poder refrenado por Iván el Terrible. Más allá de sus filas, el único rival interno en potencia era la Iglesia. En el siglo XVII quedó debilitada por un cisma, y en 1667 se dio un gran paso en la historia de Rusia cuando el patriarca fue marginado tras una disputa con el zar. En Rusia no habría Querella de las Investiduras. A partir de este momento, la Iglesia de Rusia estuvo estructural y jurídicamente subordinada a un funcionario laico. Entre los creyentes, a menudo surgirían críticas doctrinales y morales espontáneas a la ortodoxia del momento; ese fue el punto de partida del prolongado y culturalmente importante movimiento de disensión religiosa clandestina llamado raskol, que con el paso del tiempo pasaría a alimentar la oposición política. Pero Rusia nunca vivió el conflicto entre Iglesia y Estado que constituyó una fuerza tan creativa en Europa occidental, como tampoco conocería el estímulo de la Reforma.
El resultado fue la evolución final de la duradera forma de gobierno rusa, la autocracia zarista. Se caracterizó por la personificación en el gobernante de una autoridad semi-sacrosanta no limitada por unos controles jurídicos claros, por un énfasis en el servicio que todos los súbditos le debían, por la vinculación de la posesión de la tierra a esta idea, por la noción de que todas las instituciones del Estado salvo la Iglesia derivaban de él y no tenían una entidad propia, por la falta de distinción entre los poderes y el desarrollo de una burocracia ingente, y por la importancia crucial de las necesidades militares. Estas cualidades, tal como el historiador que elaboró la lista señalaba, no estaban todas presentes desde el principio, ni tampoco fueron todas ellas operativas y obvias en la misma medida y en todo momento. Aun así, distinguen claramente el zarismo de la monarquía existente en la cristiandad occidental allí donde, desde la Edad Media, ciudades-Estado del reino, gremios y muchos otros organismos habían establecido los privilegios y libertades sobre los que se edificaría posteriormente el constitucionalismo. En la vieja Moscú, el funcionario de más alto rango tenía un título que significaba «esclavo» o «servidor» en una época en que, en la vecina Polonia-Lituania, el funcionario de nivel más bajo era designado «ciudadano». Incluso Luis XIV, a pesar de que creía en el derecho divino y aspiraba a una autoridad sin igual, siempre concibió el poder como algo restringido explícitamente por derechos, por la religión y por la ley ordenada por Dios. Aunque sus súbditos sabían que era un monarca absoluto, estaban seguros de que no era un déspota. Asimismo, en Inglaterra se estaba desarrollando una monarquía aún más diferente desde un primer momento, bajo control del Parlamento.
Por muy divergentes que fuesen las prácticas monárquicas inglesa y francesa, ambas aceptaban unas limitaciones teóricas y prácticas inconcebibles en el zarismo. Llevaban el sello de una tradición occidental que Rusia nunca había conocido, y, durante toda su existencia, en Occidente la autocracia rusa sería sinónimo de despotismo. Pero era adecuado para Rusia. Además, las actitudes que subyacían a este sistema parecen ajustarse en cierta medida aún a Rusia. Los sociólogos del siglo XVIII sugerían que los países extensos y llanos propiciaban el despotismo. Esto es una simplificación, pero en un país tan grande como Rusia, que abarca tantas regiones naturales y tantos pueblos distintos, siempre ha habido tendencias centrífugas latentes. Hasta la actualidad, los hechos han reflejado esta diversidad. Rusia siempre ha tenido que ser mantenida unida por una intensa fuerza centrípeta para evitar que las divergencias de su interior fuesen explotadas por los enemigos de las fronteras.
La marginación de los boyardos dejó a la familia gobernante aislada en su preeminencia. La nobleza rusa pasó poco a poco a ser dependiente del Estado debido a que la nobleza derivaba del servicio, el cual en el siglo XVII era a menudo recompensado con tierras y, posteriormente, con la concesión de siervos. Toda la tierra pasó a ser poseída con la condición de servir a la autocracia, como se definía en una «Tabla de rangos» en 1722. Efectivamente, esta tabla amalgamaba todas las categorías de la nobleza en una sola clase. Las obligaciones que imponía a los nobles eran muy amplias, y a menudo cubrían toda la vida de un hombre, si bien en el siglo XVIII se redujeron progresivamente y, finalmente, fueron suprimidas por completo. Sin embargo, el servicio seguía siendo el camino hacia un ennoblecimiento automático, y los nobles rusos nunca lograron tanta independencia respecto a sus monarcas como los nobles de otros países. Les fueron concedidos nuevos privilegios, pero no surgió una casta cerrada, sino que la nobleza creció enormemente con las nuevas ascensiones y por un incremento natural. Algunos de sus miembros eran muy pobres, porque en Rusia no había primogenitura ni fideicomiso, de modo que una propiedad podía quedar muy dividida al cabo de tres o cuatro generaciones. Hacia finales del siglo XVIII, la mayoría de los nobles tenían menos de un centenar de siervos.
De todos los gobernantes de la Rusia imperial, el que hizo un uso más memorable de la autocracia y modeló más profundamente su carácter fue Pedro el Grande. Accedió al trono a los diez años y, cuando murió, algunos de los cambios introducidos en Rusia nunca podrían erradicarse por completo. En cierto modo, se parecía a hombres fuertes del siglo XX que han luchado implacablemente por llevar sociedades tradicionales a la modernidad, pero antes que nada era un monarca de su época, que centraba su atención en las victorias en la guerra —durante todo su reinado, Rusia tuvo paz durante solo un año—, y aceptó que el camino hacia este objetivo pasaba por la occidentalización y la modernización. Su ambición de conseguir una costa báltica rusa constituyó la fuerza motriz que impulsó las reformas que darían paso a ellas. El hecho de que sintiese simpatía por tal camino puede tener que ver con su niñez, ya que creció en el barrio «alemán» de Moscú, donde vivían los comerciantes extranjeros y sus comitivas. Una célebre peregrinación que realizó por Europa occidental en 1697-1698, demuestra que su interés por la tecnología era real. Probablemente, su mente no distinguía el impulso por modernizar a sus compatriotas del interés por liberarles del miedo a sus vecinos. Fuera cual fuese el equilibrio exacto de sus motivos, sus reformas han constituido desde entonces una cierta piedra de toque ideológica. Generación tras generación, los rusos iban a mirar atrás con asombro y a ponderar lo que él había hecho y su significado para Rusia. Tal como uno de ellos escribió en el siglo XIX, «Pedro el Grande solo encontró una página en blanco... escribió en ella las palabras Europa y Occidente».
Sus conquistas territoriales son más fáciles de evaluar. Pese a que envió expediciones a Kamchatka y a los oasis de Bujara y dejó de pagar a los tártaros un tributo que era exigido a sus predecesores, su mayor ambición fue alcanzar el mar hacia el oeste. Construyó una flota en el mar Negro y se anexionó Azov, aunque tuvo que abandonarlo más adelante debido a que otras cuestiones reclamaban su atención, sobre todo los polacos y los suecos. Las guerras con Suecia por la salida al Báltico fueron una lucha a muerte. La Gran Guerra del Norte, tal como sus contemporáneos llamaron a la última, comenzó en 1700 y duró hasta 1721. El mundo reconoció que algo definitivo había sucedido cuando en 1709 el ejército del rey sueco, el mejor del mundo, fue destruido lejos de sus tierras, en Poltava, en medio de Ucrania, donde su líder había intentado encontrar aliados entre los cosacos. El resto del reinado de Pedro incidió en este punto, y tras la paz Rusia se estableció firmemente en la cosa báltica, en Livonia, Estonia y en el istmo de Carelia. Habían terminado los días de Suecia como gran potencia; fue la primera víctima de una nueva fuerza.
Unos años antes, el Almanach Royale francés incluía por primera vez a los Romanov en una lista de las familias que reinaban en Europa. La victoria había dado paso a nuevos contactos con Occidente, y Pedro ya había previsto la paz al empezar a construir en 1703, en el territorio apresado a los suecos, San Petersburgo, la nueva y bella ciudad que sería la capital de Rusia durante dos siglos. Así, el centro de gravedad cultural y político pasó del aislamiento de Moscú al extremo de Rusia más cercano a las sociedades desarrolladas de Occidente. En adelante, la occidentalización de Rusia podría avanzar más fácilmente. Fue una ruptura deliberada con el pasado.
Por supuesto, ni siquiera Moscú había estado nunca completamente aislada de Europa. Un Papa había ayudado a concertar el matrimonio de Iván el Grande, con la esperanza de que se volviese hacia la Iglesia de Occidente. Siempre se habían mantenido relaciones con los vecinos polacos, católicos romanos, y los mercaderes ingleses se habían abierto paso hasta Moscú bajo el reinado de Isabel I, donde hasta la actualidad son recordados en el Kremlin por la presencia de magníficas colecciones de obras de orfebres ingleses. El comercio prosiguió, y de vez en cuando también llegaban a Rusia expertos extranjeros de Occidente. En el siglo XVII, se establecieron las primeras embajadas permanentes de monarcas europeos. Pero siempre había una respuesta vacilante y desconfiada por parte de los rusos; en épocas posteriores, se hicieron esfuerzos por segregar a los residentes extranjeros.
Pedro abandonó esta tradición. Quería expertos —carpinteros de navío, armeros, maestros, funcionarios y soldados— y les concedió los privilegios correspondientes. En la administración rompió con la vieja costumbre de la herencia familiar de los cargos e intentó crear una burocracia seleccionada por méritos. Fundó escuelas donde se enseñaban conocimientos técnicos y creó una Academia de las Ciencias, introduciendo así la idea de la ciencia en Rusia, donde hasta entonces toda la enseñanza había sido religiosa. Como muchos otros grandes reformistas, también dedicó esfuerzos enormes a lo que podrían parecer superficialidades. Se ordenó a los cortesanos que vistiesen prendas europeas, se eliminaron las viejas barbas largas e instó a las mujeres a aparecer en público vestidas al estilo alemán. Estos shocks psicológicos eran indispensables en un país tan atrasado. Pedro se encontraba prácticamente sin aliados en sus propósitos, y al final algunos de sus logros tuvieron que dejarse de lado. Se basaban en su poder autocrático y en poco más. La vieja Duma de los boyardos fue abolida y reemplazada por un nuevo Senado de miembros designados. Pedro empezó a disolver los lazos entre la propiedad de la tierra y el poder del Estado, entre la soberanía y la propiedad, y lanzó a Rusia por la senda de una nueva identidad como imperio multiétnico. Aquellos que se resistieron fueron aplastados implacablemente, pero a Pedro le resultó menos fácil deshacerse del temperamento conservador; contaba tan solo con un aparato administrativo y con unas comunicaciones que parecerían inconcebiblemente inadecuadas para cualquier gobierno moderno.
La señal más sorprendente de su exitosa modernización fue el nuevo poder militar de Rusia. Otro indicio fue la práctica reducción de la Iglesia a un ministerio del Estado. Es más difícil valorar aspectos menos tangibles. La gran mayoría de los rusos no se vieron afectados por las reformas educativas de Pedro, las cuales, obviamente, solo afectaron a los técnicos y a un número reducido de personas de las clases altas. El resultado fue una alta nobleza más occidentalizada, concentrada en San Petersburgo. Hacia 1800, sus miembros en general hablaban francés, y en ocasiones estaban en contacto con las corrientes de pensamiento que surgían en el oeste de Europa. Sin embargo, con frecuencia eran mal vistos por la burguesía provincial y constituían un reducto cultural en un país atrasado. Durante mucho tiempo, el grueso de la nobleza no tuvo acceso a las nuevas escuelas y academias. En niveles inferiores de la escala social, las masas rusas seguían siendo analfabetas; aquellos que aprendían a leer lo hacían normalmente a un nivel rudimentario, y era gracias a las enseñanzas del sacerdote del pueblo, el cual a menudo solo distaba una generación del analfabetismo. La Rusia alfabetizada no llegó hasta el siglo XX.
También la estructura social tendía cada vez más a distinguir a Rusia. Sería el último país de Europa que aboliría la servidumbre; entre los países cristianos, solo Etiopía, Brasil y Estados Unidos mantuvieron la esclavitud durante más tiempo. El siglo XVIII vio que esta institución se debilitaba casi en todas partes, mientras que en Rusia se extendía. Ello se debió en gran parte a que la mano de obra siempre era más escasa que la tierra; significativamente, el valor de una propiedad en Rusia se solía valorar por el número de «almas» —es decir, de siervos— vinculadas a ella, no por su extensión. El número de siervos había empezado a aumentar en el siglo XVII, cuando los zares consideraron prudente gratificar a los nobles concediéndoles tierras, algunas de las cuales ya tenían campesinos libres instalados en ellas. Las deudas los ataron a sus señores, y muchos de ellos pasaron a ser siervos del Estado obligados a pagar con su trabajo. Mientras, la ley imponía mayores restricciones a los siervos y vinculaba cada vez más la estructura del Estado a la economía. Los poderes jurídicos para recapturar y retener a los siervos se incrementaron paulatinamente, y los señores tuvieron un interés especial en usar tales poderes cuando Pedro les hizo responsables de recabar un impuesto sobre las personas y de reclutar jóvenes para el servicio militar. Con ello, en Rusia, la economía y la administración quedaron asociadas de forma más estrecha que en ningún otro país occidental. Los aristócratas de Rusia tendieron a convertirse en funcionarios hereditarios, llevando a cabo tareas para el zar.
Formalmente, hacia finales del siglo XVIII había pocas cosas que un señor no pudiese hacer a sus siervos, salvo infligirles la muerte. Si no eran obligados a llevar a cabo servicios en forma de tareas duras, se les imponían tributos monetarios de forma casi arbitraria. Había un alto índice de deserción; los siervos escapaban a Siberia, o bien embarcaban como voluntarios en las galeras. En 1800, cerca de la mitad de la población rusa estaba atada a sus señores, y buena parte de la otra mitad debía casi los mismos servicios a la corona, y siempre corría el peligro de ser concedida a los nobles por esta.
A medida que se anexionaban nuevas tierras, también sus poblaciones pasaban a estar bajo servidumbre, incluso si no la habían conocido antes. El resultado fue una enorme inercia y una gran esclerosis de la sociedad. Hacia finales del siglo, el mayor problema de Rusia durante los cien años siguientes ya se había planteado: qué hacer con una población tan enorme cuando las exigencias económicas y políticas hacían que la servidumbre fuese cada vez más intolerable, si bien su magnitud ofrecía unos problemas colosales para la reforma. Era como un hombre montado en un elefante; es perfecto mientras todo va bien, pero cuando surgen problemas se quiere bajar.
El trabajo servil se había convertido en la columna vertebral de la economía. Excepto en la famosa zona de la «tierra negra», que no empezó a explorarse hasta el siglo XVIII, en Rusia el suelo no es rico y, además, los métodos de cultivo eran rudimentarios incluso en las mejores tierras agrícolas. Al parecer, la producción nunca creció al mismo ritmo que la población hasta el siglo XX, si bien las hambrunas y las epidemias restablecían el equilibrio de forma natural. La población casi se duplicó en el siglo XVIII; unos siete millones de los treinta y seis que alcanzó, aproximadamente, al final del mismo, fueron incorporados junto con nuevos territorios, y el resto fue acumulado por el crecimiento natural. Era un ritmo de crecimiento más rápido que el de cualquier otro país europeo. De esta población, solo una persona de cada veinticinco, como mucho, vivía en ciudades.
Con todo, la economía rusa hizo unos progresos sorprendentes durante ese siglo, y fue la única que utilizó siervos para industrializarse. Podría pensarse que este fue uno de los éxitos inequívocos de Pedro; pese a que la industrialización se inició bajo los dos primeros Romanov, fue él quien la impulsó como un movimiento guiado. Es cierto que los efectos no fueron visibles enseguida. El nivel de partida de Rusia era muy bajo, y ninguna economía europea del siglo XVIII podía lograr un crecimiento rápido. Aunque la producción de grano aumentó y la exportación de cereales rusos (más tarde serían un producto básico para el comercio exterior) comenzó en el siglo XVIII, ello se consiguió con el viejo método de cultivar más tierra y, tal vez, con una apropiación más eficiente de los excedentes por parte de los señores y de los recaudadores de impuestos. El consumo de los campesinos bajó. Esta sería la tendencia durante la mayor parte de la era imperial, y a veces la carga fue aplastante; se calcula que, bajo Pedro el Grande, los impuestos se llevaban el 60 por ciento de la cosecha de un campesino. No había técnicas para aumentar la productividad, y la creciente rigidez del sistema resultaba cada vez más opresiva. Incluso en la segunda mitad del siglo XIX, el campesino ruso medio dedicaba el poco tiempo que le quedaba para él después de trabajar para su señor, recorriendo la serie de parcelas de tierra diseminadas que constituían su propiedad. A menudo no tenía arado, y la cosecha tenía que crecer en los surcos poco profundos que el campesino conseguía abrir.
Pese a todo, esta base agrícola sustentó de algún modo tanto el esfuerzo militar que convirtió a Rusia en una gran potencia como la primera fase de su industrialización. Hacia 1800, Rusia producía más hierro en lingotes y exportaba más mineral de hierro que ningún otro país del mundo. Pedro, más que nadie, era responsable de ello. Comprendió la importancia de los recursos minerales de Rusia y creó el aparato administrativo que debía ocuparse de ellos. Inició exploraciones e importó mineros para explotarlos. A modo de incentivo, introdujo la pena de muerte para los propietarios rurales que ocultasen yacimientos de minerales en sus fincas o que intentasen evitar su uso. Se desarrollaron las comunicaciones a fin de permitir el acceso a estos recursos, y poco a poco el centro de la industria rusa se desplazó hacia los Urales. Los ríos fueron un factor clave. Solo unos pocos años después de la muerte de Pedro, el Báltico ya estaba unido con el Caspio por vías fluviales.
Proliferaron las manufacturas en torno a los centros mineros y también la industria de la madera, que aseguró a Rusia un balance comercial favorable durante todo el siglo. Las menos de cien fábricas existentes durante el reinado de Pedro se convirtieron en más de tres mil hacia 1800. A partir de 1754, cuando se abolieron las barreras aduaneras internas, Rusia era la zona de libre comercio más grande del mundo. En este sentido, y al conceder mano de obra servil o monopolios, el Estado siguió modelando la economía rusa. La industria rusa no surgió de la libre empresa, sino de la regulación, y así tenía que ser, ya que la industrialización iba a contracorriente del hecho social ruso. Tal vez no había barreras aduaneras internas, pero tampoco existía un comercio interno a gran distancia. En 1800, la mayoría de los rusos vivían como en 1700, en comunidades locales autosuficientes que dependían de sus artesanos para una reducida gama de manufacturas y que apenas se habían incorporado a una economía monetaria. Tales «fábricas», donde las había, al parecer eran poco más que aglomeraciones de artesanos. En zonas inmensas, el servicio como mano de otra, y no la renta, era la base de la tenencia de tierra. El comercio exterior aún estaba principalmente en manos de comerciantes extranjeros. Además, si bien las concesiones del Estado para explotar sus recursos y la asignación de siervos estimulaban a los propietarios de minas, la necesidad de tales incentivos muestra que en Rusia no existían los estímulos para un crecimiento sostenido que funcionaban en otros países.
En cualquier caso, después de Pedro hubo un notable declive en cuanto a innovación del Estado. Aquel impulso no podía mantenerse. No había suficientes personas con formación para que la burocracia pudiese soportar la presión una vez que arrancó esta fuerza motriz. Pedro no había designado a un sucesor (torturó a su hijo hasta causarle la muerte). Los que le siguieron se enfrentaron a la amenaza renovada de hostilidades por parte de las grandes familias nobles, pero carecían de su fuerza de carácter y del terror que él inspiraba. Su linaje quedó interrumpido en 1730, con la muerte del nieto de Pedro. No obstante, las disputas entre las facciones podían ser explotadas por los monarcas, y su sustitución por su sobrina Ana supuso una cierta recuperación para la corona. Fue colocada en el trono por los nobles que habían dominado a su antecesor, pero muy pronto los sometió. Simbólicamente, la corte volvió a Moscú, adonde (para regocijo de los conservadores) se había trasladado tras la muerte de Pedro. Ana recurrió a ministros de origen extranjero en busca de ayuda, lo cual dio buenos resultados hasta su muerte, en 1740. Su sucesor, un sobrino-nieto menor de edad, al cabo de un año fue depuesto (y encarcelado hasta que fue asesinado más de veinte años más tarde) en favor de Isabel, hija de Pedro el Grande, que contó con el apoyo de los regimientos de la Guardia y de los rusos contrarios a los extranjeros de la corte. La sucedió en 1762 un sobrino que reinó apenas seis meses antes de ser obligado a abdicar. La amante del poderoso súbdito que posteriormente asesinó al zar depuesto era la nueva zarina y viuda de la víctima, una princesa alemana que se convertiría en Catalina II, llamada, al igual que Pedro, la Grande.
El esplendor del que Catalina posteriormente se rodearía ocultaba ciertos hechos y engañó a muchos de sus contemporáneos. Entre los sucesos que casi encubrió está el sangriento y turbio camino por el cual accedió al trono. Tal vez sea cierto, sin embargo, que podría haber sido ella la víctima, en lugar de su marido, si no hubiese actuado primero. En cualquier caso, las circunstancias de su acceso y las de su predecesor muestran la debilitación que había sufrido la autocracia desde Pedro. La primera parte de su reinado fue una actuación delicada; existían poderosos intereses para explotar sus errores y, pese a su identificación con el nuevo país (había renunciado a su religión luterana para hacerse ortodoxa), era una extranjera. «Moriré o reinaré», dijo en una ocasión, y realmente reinó, con grandes resultados.
Aunque el período de Catalina fue más espectacular que el de Pedro el Grande, su fuerza innovadora resultó mucho menor. También ella fundó escuelas y patrocinó las artes y las ciencias. La diferencia era que a Pedro le preocupaban los efectos prácticos, mientras que Catalina prefirió asociar el prestigio de los pensadores ilustrados con su corte y su legislación. A menudo, las formas tenían un aspecto innovador, mientras que la realidad era reaccionaria. Los observadores cercanos no caían en el engaño de la retórica legislativa; la realidad se puso de manifiesto con el exilio del joven Radishev, que se había atrevido a criticar el régimen y fue considerado el primer intelectual disidente ruso. Estos impulsos reformadores que Catalina mostraba se fueron debilitando a medida que pasaba el tiempo y la monarca prestaba más atención a los asuntos exteriores.
Su gran prudencia se puso de manifiesto en su negativa a forzar los poderes y privilegios de la nobleza. Era la zarina de los señores rurales, les dio más poder sobre la administración local de justicia y quitó a sus siervos el derecho a demandar a sus señores. Durante los treinta y cuatro años de reinado de Catalina, el gobierno solo actuó veinte veces para refrenar a los señores que abusaban de sus poderes sobre los siervos. Y lo que es más significativo: la obligación de servir fue abolida en 1762, y más tarde se dio una carta de derechos a la nobleza que sellaba medio siglo de retroceso respecto a las políticas de Pedro en su favor. La aristocracia estuvo exenta de tributación personal, de castigos corporales y del deber de dar alojamiento a los militares; solo la podían juzgar (y privarla de su rango) sus iguales, y recibió el derecho exclusivo de abrir fábricas y minas. En cierto sentido, el propietario de tierras fue vinculado a la autocracia.
A la larga, ello fue perjudicial. Bajo el reinado de Catalina, Rusia empezó a ceñir cada vez más estrechamente el corsé de su estructura social en un momento en que otros países empezaban a liberarse del mismo. Ello haría que Rusia fuese menos apta para aceptar los retos y cambios de los cincuenta años siguientes. Un indicio de agitación fue la magnitud de la rebelión de los siervos. Había comenzado en el siglo XVII, pero la crisis más preocupante y peligrosa se produjo en 1773, la rebelión de Pugachev, el peor de una serie de levantamientos regionales que salpicaron la historia agraria rusa antes del siglo XIX. Más tarde, unas medidas policiales mejores significaron que las revueltas fuesen locales y refrenables, pero estas prosiguieron durante casi toda la era imperial. Su recurrencia no resulta sorprendente, dado que la carga de servicios en trabajo que se acumulaba sobre el campesinado aumentó sensiblemente en la zona de la Tierra Negra durante el reinado de Catalina. Pronto surgieron críticas entre la clase letrada, y la condición de los campesinos fue uno de sus temas favoritos, constituyendo una demostración temprana de una paradoja evidente en muchos países en desarrollo durante los dos siglos siguientes. Empezaba a evidenciarse que la modernización era más que una cuestión de tecnología; si se adoptaban ideas occidentales, sus efectos no se podían controlar. Comenzaron a aparecer las primeras críticas a la ortodoxia y a la autocracia. Finalmente, la necesidad de preservar un sistema social anquilosado casi detendría los cambios que Rusia necesitaba para mantener la posición conseguida gracias a un liderazgo valeroso y sin escrúpulos, y a un poderío militar casi inagotable.
En 1796, cuando murió Catalina, esta posición era realmente impresionante. La base más sólida de su prestigio eran sus ejércitos y su diplomacia. Catalina había dado a Rusia siete millones de súbditos más. Ella misma decía que había sido bien tratada por Rusia, a la que había llegado como «una pobre niña con tres o cuatro vestidos», pero había pagado sus deudas con ella dándole Azov, Crimea y Ucrania. Esto iba en la línea de sus antecesores. Incluso cuando la monarquía era débil, el impulso del reinado de Pedro hacía avanzar la política exterior de Rusia hacia dos líneas ofensivas tradicionales: Polonia y Turquía. Fue de gran ayuda que los probables oponentes de Rusia se encontraran bajo crecientes dificultades durante gran parte del siglo XVIII. Una vez que Suecia fue apartada de la competición, solo Prusia y el imperio de los Habsburgo podían suponer un contrapeso, pero, como ambos a menudo estaban en conflicto con otros países, Rusia normalmente podía seguir su camino tanto hacia una Polonia debilitada como hacia un imperio otomano que se derrumbaba.
En 1701, el elector de Brandeburgo, con el consentimiento del emperador, fue coronado rey; su reino, Prusia, iba a durar hasta 1918. La dinastía Hohenzollern había proporcionado un linaje continuo de electores desde 1415, agrandando gradualmente sus dominios ancestrales, y Prusia, que entonces era un ducado, fue unida a Brandeburgo en el siglo XVI, después de que un rey polaco expulsase a los caballeros teutones que la gobernaban. La tolerancia religiosa había sido la política de los Hohenzollern desde que un elector se convirtiera al calvinismo en 1613, mientras que sus súbditos seguían siendo luteranos. Uno de los problemas a los que se enfrentaron los Hohenzollern fue la extensión y la diversidad de sus tierras, que iban desde el este de Prusia hasta la orilla oeste del Rin. Los suecos proporcionaron población para estos territorios diseminados en la segunda mitad del siglo XVII, si bien sufrió reveses incluso el «gran elector», Federico Guillermo, el creador de un ejército prusiano permanente y artífice de las victorias contra los suecos, que fueron la base de la tradición militar más duradera de la historia moderna. Las armas y la diplomacia continuaron haciendo avanzar a su sucesor hacia la corona real que ambicionaba, y a participar en la Gran Alianza contra Luis XIV. Debido a este simple hecho, Prusia era claramente una potencia. Ello le exigía un elevado precio, pero una gestión adecuada había reconstruido el mejor ejército de Europa y uno de los tesoros más nutridos del continente hacia 1740, cuando Federico II subió al trono.
Se le conocería como «el Grande» debido al uso que hizo de ellos, en gran parte a costa de los Habsburgo y del reino de Polonia, pero también a expensas de su propio pueblo, sometido a fuertes tributos y expuesto a las invasiones extranjeras. Es difícil decir si era más o menos atractivo que su brutal padre (al que odiaba). Sin duda, era astuto y vengativo, y carecía por completo de escrúpulos. Pero también era muy lúcido y culto, tocaba y componía música para flauta, y le gustaba conversar con personas inteligentes. Era como su padre en cuanto a su absoluta dedicación a los intereses de su dinastía, a la que veía como la extensión de sus territorios y la magnificación de su prestigio.
Federico renunció a posesiones que eran demasiado remotas para poder incorporarlas verdaderamente al Estado, pero dotó a Prusia de territorios más valiosos. La oportunidad de conquistar Silesia llegó cuando el emperador murió en 1740, dejando una hija cuya sucesión había querido asegurar, pero cuyas perspectivas eran inciertas. Era María Teresa. Fue la adversaria más implacable de Federico hasta su muerte, en 1780, y su intensa aversión personal por él fue absolutamente correspondida. Una guerra general europea «por la sucesión austríaca» puso Silesia en manos de Prusia, que no la perdería en guerras posteriores. En los últimos años de su reinado, Federico formó una liga de príncipes alemanes para frustrar los intentos del hijo y sucesor de María Teresa, José II, de negociar la adquisición de Baviera como recompensa por la herencia de los Habsburgo.
Este episodio tiene más peso en la historia europea en conjunto de lo que podría esperarse de la lucha por una provincia, por muy rica que sea, y del liderazgo de los príncipes de Alemania. A primera vista, nos recuerda lo vivas que estaban aún en el siglo XVIII las preocupaciones dinásticas del pasado, pero también es, algo más importante, el inicio de un tema con un siglo de vida, y de grandes consecuencias para Europa. Federico inició una disputa entre los Habsburgo y los Hohenzollern por el control de Alemania que no se resolvería hasta 1866. Esta fecha se aparta mucho del período que nos interesa, pero este contexto da perspectiva a la llamada de los Hohenzollern al sentimiento patriótico alemán contra el emperador, cuyos principales intereses no eran alemanes. Habría etapas de buenas relaciones, pero en la larga lucha que comenzó en 1740, el gran impedimento de Austria siempre sería que era más y, a la vez, menos que un Estado puramente alemán.
Las desventajas de la ampliación de sus intereses se hicieron muy evidentes durante el reinado de María Teresa. Los Países Bajos austríacos eran una molestia administrativa más que una ventaja estratégica. Sin embargo, fue en el este donde surgieron las mayores distracciones respecto a los problemas alemanes, y en la segunda mitad del siglo fueron cada vez más apremiantes e hicieron cada vez más patente la probabilidad de una larga y constante confrontación con Rusia por el destino del imperio otomano. Durante cerca de treinta años, se había dejado que las relaciones ruso-turcas cayesen en un sopor salvo por esporádicas interrupciones de poca importancia debidas a la construcción de un fuerte o las incursiones de los tártaros de Crimea, uno de los pueblos surgidos en un fragmento de la Horda de Oro, y que por entonces estaban bajo soberanía turca. En ese momento, entre 1768 y 1774, Catalina libró la guerra que más éxito le reportaría. Un tratado de paz con los otomanos, firmado en un oscuro pueblo búlgaro llamado Kutchuk Kainarji, fue uno de los más importantes de todo el siglo. Los turcos renunciaron a su soberanía sobre los tártaros de Crimea (una importante pérdida tanto material, por sus soldados, como moral, porque era el primer pueblo islámico cuyo control el imperio otomano cedía), y Rusia se apoderó del territorio entre los ríos Bug y Dniéper, junto con una indemnización y el derecho a navegar libremente por el mar Negro y por sus estrechos. En cierto modo, la condición que comportaba más oportunidades para el futuro fue el derecho a ocuparse, junto con los turcos, de los intereses de «la iglesia que debía reconstruirse en Constantinopla y de aquellos que la servían». Ello significaba que el gobierno ruso era reconocido como garante y protector de los nuevos derechos otorgados a los súbditos griegos —es decir, cristianos— del sultán. Supondría un cheque en blanco para Rusia a la hora de inmiscuirse en los asuntos de los turcos.
Ello fue un principio, no un final. En 1783, Catalina se anexionó Crimea. Otra guerra con los turcos llevó la frontera rusa hasta el curso del Dniéster. La próxima frontera probable era el río Prut, que se une al Danubio a unos 160 kilómetros de distancia del mar Negro. La posibilidad de que Rusia se instalase en la desembocadura del Danubio sería una pesadilla para Austria, pero el peligro que surgió en el este antes de que esto sucediese fue que Rusia se apoderó de Polonia. Al eclipsarse Suecia, Rusia tuvo expedito el camino hacia Varsovia. Dejó que sus intereses quedasen asegurados mediante un sumiso rey polaco. Las facciones de los potentados y sus disputas obstruyeron el avance de la reforma, y, sin ella, la independencia de Polonia sería una ficción, porque era imposible ejercer una resistencia efectiva ante Rusia. Cuando por un tiempo pareció que había una leve posibilidad de reformas, estas fueron atajadas con una hábil explotación por parte de los rusos de las divisiones religiosas, a fin de crear confederaciones que rápidamente condujeron a Polonia hacia una guerra civil.
La última fase de la historia independiente de Polonia se había iniciado cuando los turcos declararon la guerra a Rusia en 1768 con la excusa de que deseaban defender las libertades de Polonia. Cuatro años después, en 1772, se produjo la primera «partición» de Polonia, en que Rusia, Prusia y Austria se repartieron cerca de un tercio del territorio de Polonia y la mitad de sus habitantes. El viejo sistema internacional que había preservado a Polonia, si bien algo artificialmente, había desaparecido. Después de otras dos particiones, Rusia había salido ganando en el mapa al absorber unos 450.000 kilómetros cuadrados de territorio (aunque en el siglo siguiente se vería claramente que una población de polacos disidentes no era, en absoluto, una conquista que celebrar), y Prusia también se benefició del botín al incorporar más súbditos eslavos que alemanes. La transformación de Europa oriental a partir de 1500 había terminado y la escena ya estaba preparada para el siglo XIX, cuando no quedaría ningún botín que distrajese a Austria y Rusia del problema de la sucesión otomana. Mientras, la Polonia independiente desapareció durante un siglo y cuarto.
Catalina afirmaba justamente que había hecho mucho por Rusia, pero en realidad solo había desplegado una fuerza ya evidente. En la década de 1730, un ejército ruso ya había llegado hasta el Neckar, y en 1760 otro alcanzó Berlín. En la década de 1770, había una flota rusa en el Mediterráneo. Unos años más tarde, un ejército ruso acampaba en Suiza, y veinte años después otro entraba en París. La paradoja existente en el corazón de estas muestras de fuerza era que este poder militar estaba basado en una estructura social y económica obsoleta. Tal vez era inherente a lo que Pedro había hecho. El Estado ruso descansaba sobre una sociedad con la cual era fundamentalmente incompatible; los críticos rusos posteriores darían mucha importancia a esta cuestión. Por supuesto, ello no significa que fuese posible atrasar el reloj. El imperio otomano había desaparecido para siempre como un serio competidor por el poder, mientras que el surgimiento de Prusia anunciaba una nueva era, como había pasado con Rusia. El peso internacional futuro de las Provincias Unidas y de Suecia era inimaginable en 1500, pero también su importancia había aumentado y desaparecido hacia 1800; aún eran países importantes, pero de segunda fila. Francia sería una potencia de primera línea en una era de Estado-nación, como lo había sido en tiempos de la rivalidad dinástica del siglo XVI; en realidad, su poder era relativamente mayor, y el cenit de su predominio en Europa occidental todavía estaba por llegar. No obstante, se enfrentaba también a un nuevo rival, un rival que ya la había vencido. A partir del pequeño reino inglés de 1500, encerrado en una isla frente a las costas de Europa y bajo una dinastía arribista, había surgido la potencia mundial de Gran Bretaña.
Fue una transformación casi tan sorprendente y repentina como la de Rusia. Trascendió las viejas categorías de la diplomacia europea de forma igualmente radical. De lo que algunos historiadores han llamado el «archipiélago atlántico» de islas y reinos, gobernados intermitentemente en distintas medidas y alcance por monarcas Tudor y Estuardo, había nacido una nueva potencia oceánica. Además de su reciente unidad, gozaba de unas ventajas institucionales y económicas únicas al desplegar su influencia en todo el mundo. En trescientos años, las grandes zonas de Europa en conflicto y en pugna se habían trasladado de los viejos campos de batalla de Italia, el Rin y los Países Bajos, pasando de ellos a Alemania central y oriental, el valle del Danubio, Polonia, los Cárpatos y el Báltico, y también —y este fue el mayor cambio— atravesaron los océanos. Sin duda, había comenzado una nueva era, marcada no solo por la reforma de Europa del este, sino por las guerras de Luis XIV, las primeras guerras mundiales de la era moderna, de ámbito imperial y oceánico.

4. El asalto de Europa al mundo
A partir de 1500, hubo un sorprendente cambio en la historia del mundo, un cambio prácticamente sin precedentes. Nunca antes una cultura se había extendido por todo el planeta. Incluso en la prehistoria, parece que la corriente cultural tendía hacia la diferenciación. Pero esto había empezado a cambiar. Hacia finales del siglo XVIII, la esencia de lo que estaba sucediendo ya era evidente. Para entonces, los países europeos, entre ellos Rusia, ya se habían adjudicado más de la mitad de la superficie terrestre del mundo. En realidad, controlaban (o decían que controlaban) aproximadamente un tercio del mismo. Nunca antes, aquellos que compartían una civilización en particular habían conseguido adquirir para su propio uso un territorio tan extenso. Además, las consecuencias habían comenzado a ser patentes en unos cambios irreversibles. Los europeos ya habían trasplantado especies animales y vegetales para iniciar lo que sería la mayor remodelación de la ecología que ha tenido lugar. Hacia el hemisferio occidental enviaron poblaciones, las cuales, ya en 1800, constituyeron nuevos centros de civilización, dotados de instituciones europeas de gobierno, religión y enseñanza. Había surgido una nueva nación de las antiguas posesiones en América del Norte, mientras que, en el sur, España había destruido dos civilizaciones maduras para implantar la suya. En el este todo era muy distinto, pero igualmente impresionante. Una vez cruzado el cabo de Buena Esperanza (donde vivían unos 20.000 holandeses), un inglés que viajase en un buque de la East Indiaman en 1800 no desembarcaría en comunidades coloniales europeas como las de América a menos que se desviase de su rumbo hasta un lugar tan lejano como Australia, que justo entonces empezaba a recibir sus colonos. Pero en África oriental, Persia, la India e Indonesia hubiera encontrado europeos que iban hasta allí para comerciar y más tarde, a corto o largo plazo, pensaban volver a casa para disfrutar de los beneficios. Se podían encontrar incluso en Cantón o, en número menor, en el cerrado reino insular de Japón. Solo el interior de África, todavía protegido por las enfermedades y el clima, parecía impenetrable.
La notable transformación así iniciada (y que iría mucho más allá) fue casi enteramente un proceso en un solo sentido. Fueron los europeos los que salieron al mundo, no este el que fue hacia ellos. Pocos no europeos, aparte de los turcos, entraron en Europa a no ser como importaciones exóticas o como esclavos. Sin embargo, ni los árabes ni los chinos eran navegantes inexpertos. Habían realizado viajes oceánicos y conocían la brújula; por su parte, los pueblos de las islas del Pacífico habían hecho largas travesías por mar en sus misteriosas expediciones. No obstante, los barcos que rodearon el cabo de Hornos o la punta de África para alcanzar los puertos atlánticos, eran europeos y volvían a su puerto de origen, no eran asiáticos.
Ello constituyó una gran transformación de las relaciones mundiales, y fue obra de europeos. Estuvo sustentada por capa tras capa de exploración, iniciativa, superioridad técnica y patrocinio de los gobiernos. La tendencia ya parecía irreversible a finales del siglo XVIII y, en cierto sentido, así sería, aunque el gobierno europeo directo iba a disolverse más rápidamente de lo que se había construido. Ninguna civilización había prosperado tanto y tan rápidamente, sin trabas en su expansión, salvo las debidas a contratiempos temporales y ocasionales.
Una de las ventajas con que contaban los europeos fueron los poderosos motivos que tenían para triunfar. El principal impulso que hubo detrás de la era de las exploraciones fue el deseo de establecer contactos más fluidos y directos con el Lejano Oriente, el origen de los productos más deseados en Europa, en un momento en que esa zona no deseaba prácticamente nada de lo que Europa pudiese proporcionarle a cambio. Cuando Vasco de Gama mostró lo que había llevado para obsequiar a un rey, los habitantes de Calicut se rieron de él. No tenía nada que ofrecer comparable a lo que los comerciantes árabes ya habían llevado a la India desde otras zonas de Asia. En realidad, fue la legendaria superioridad de la civilización de Oriente lo que incitó a los europeos a intentar llegar allí de forma más regular y segura, no el viaje puntual de un Marco Polo. Casualmente, China, la India y Japón se encontraban en lo que podría ser un punto álgido cultural en los siglos XVI y XVII. El bloqueo por tierra de Europa del este por parte de los turcos los hizo aún más atractivos para los europeos de lo que lo habían sido antes. Se podían lograr enormes ganancias y estaba justificado invertir grandes esfuerzos.
La expectativa de una recompensa es una buena receta para una moral alta, pero también lo es la expectativa del éxito. Hacia 1500, ya se había hecho lo suficiente en el ámbito de la exploración y de las nuevas iniciativas para lanzarse a ellas con seguridad; intervenía un factor acumulativo: con cada viaje se obtenían conocimientos y la certeza de que se podía hacer más. A medida que pasaba el tiempo, también habría beneficios para financiar una expansión futura. Y también estaba la ventaja psicológica de la cristiandad. Poco tiempo después de la fundación de asentamientos, estos encontraron una vía de acción en las iniciativas misioneras, que siempre estuvieron presentes como un hecho cultural, asegurando a los europeos una superioridad respecto a los pueblos con los que empezaron a estar en contacto por primera vez. A lo largo de los cuatro siglos siguientes, ello tendría a menudo unos efectos desastrosos. Los europeos, seguros de que poseían la religión verdadera, estaban impacientes y menospreciaban los valores y los logros de los pueblos y las civilizaciones en los que irrumpían. El resultado fue siempre incómodo y a menudo brutal. También es cierto que el celo religioso podía desvanecerse fácilmente en unos motivos menos admisibles. Tal como el mayor historiador español de las conquistas de América lo expresó cuando describía por qué él y sus compañeros habían ido a las Indias: «Pensaban servir a Dios y a Su Majestad, llevar la luz a aquellos que se encontraban en las tinieblas y enriquecerse, como todos los hombres lo desean».
La avaricia pronto desembocó en abusos de poder, el dominio y la explotación por la fuerza. Al final, ello dio lugar a grandes crímenes, pese a que a menudo eran cometidos inconscientemente. A veces ello comportaba la destrucción de sociedades enteras, pero este fue solo el peor aspecto de una predisposición a dominar que estaba presente desde el comienzo de la iniciativa europea. Los primeros aventureros que llegaron a las costas de la India, pronto empezaron a abordar a comerciantes asiáticos, a torturar y masacrar a sus tripulaciones y pasajeros, saqueando sus cargamentos y prendiendo fuego a los barcos expoliados. Normalmente, al final los europeos podían obtener lo que deseaban gracias a su superioridad técnica, que exageraba el poder de su reducido número y que, durante unos siglos, decantó el equilibrio hacia las grandes aglomeraciones históricas de población.
El siguiente capitán portugués después de Vasco de Gama que fue a Oriente nos ofrece un símbolo elocuente de todo ello: bombardeó Calicut. Un poco más tarde, cuando en 1517 los portugueses llegaron a Cantón, dispararon una salva en señal de amistad y respeto, pero el ruido de sus armas horrorizó a los chinos (que al principio les llamaban folangki, una remota corrupción de francos). Estas armas eran mucho más poderosas que las que China había tenido nunca. Desde hacía mucho tiempo, en Asia había armas, y los chinos habían descubierto la pólvora siglos antes que Europa, pero la tecnología de la artillería no había avanzado. En el siglo XV, la artesanía y la metalurgia europeas habían dado grandes pasos, creando armas mejores que las de cualquier otro lugar del mundo. Llegarían unos progresos aún más profundos, de modo que la ventaja comparativa de los europeos iba a aumentar hasta nuestros días. Nuevamente, este progreso había tenido y tendría paralelos en otros campos, sobre todo debido a los avances en la construcción de barcos y en su manejo, que ya se han comentado. Al sumarse, estas ventajas dieron lugar a la notable arma con la que Europa se abrió al mundo, el barco de vela dotado de cañones. De nuevo, la evolución no había tocado techo ni mucho menos en 1517, pero los portugueses ya habían podido repeler las flotas organizadas por los turcos y expulsarlos del océano Índico. (Los turcos tuvieron más éxito en el mar Rojo, en cuyas aguas, más estrechas, la galera impulsada con remos, que se enfrentaba a sus enemigos para aferrarlos y abordarlos, conservaba su utilidad. Sin embargo, incluso allí los portugueses pudieron penetrar hasta el istmo de Suez.) Los juncos de guerra chinos no eran mucho mejores que la galera con remos. El abandono de los remos usados para la propulsión y la colocación en los costados de un gran número de armas multiplicaban enormemente el valor de la escasa mano de obra europea.
         Esta ventaja era evidente para sus contemporáneos. Ya en 1481, el Papa prohibió la venta de armas a los africanos. En el siglo XVII, los holandeses se esforzaron por conservar los secretos de la fundición de armas y por evitar que llegasen a manos de los asiáticos. Pese a todo, pasaron a ellos. En el siglo XV ya había armeros turcos en la India, y antes de que llegasen a China, los portugueses habían proporcionado cañones a los persas y les enseñaban a producirlos para que hostigasen a los turcos. En el siglo XVII, sus conocimientos sobre la fabricación de cañones y sobre artillería eran uno de los alicientes que hicieron que los jesuitas gozasen del favor de las autoridades chinas.
No obstante, incluso cuando, como temían los holandeses, los conocimientos sobre la fabricación de cañones penetraron en las sociedades orientales, ello no contrarrestó la ventaja europea. La artillería china siguió siendo inferior, pese a la ayuda de los jesuitas. La disparidad tecnológica entre Europa y el mundo no era solamente cuestión de conocimientos. Una de las ventajas con que contaba Europa a principios de su era no fueron solo los nuevos conocimientos, sino una actitud hacia estos distinta a la de otras culturas. Había una voluntad de aplicarlos a los problemas prácticos, un instinto tecnológico para lo útil. Aquí está el origen de otra característica psicológica de los europeos: su creciente confianza en su capacidad para cambiar las cosas. Aquí radicaba, tal vez, la diferencia más fundamental de todas entre ellos y el resto del mundo. Europa estaba abierta al futuro y a sus posibilidades de una manera en que no lo estaban otras culturas. Sobre esta confianza descansaba una ventaja psicológica de la mayor importancia. Ya en 1500, algunos europeos habían visto el futuro, y funcionó.
África y Asia fueron los primeros objetivos contra los cuales se desplegaron las ventajas de los europeos. En estos continentes, los portugueses disfrutaron de la preeminencia durante más de un siglo. Ocuparon un lugar tan destacado y tuvieron tal éxito en abrir rutas hacia el este, que su rey adoptó el título (confirmado por el Papa) de «señor de las conquistas, la navegación y el comercio de la India, Etiopía, Arabia y Persia», que indica claramente tanto el alcance como la dirección hacia el este de la iniciativa portuguesa (si bien es algo engañosa en su referencia a Etiopía, con la cual los contactos de los portugueses fueron escasos). La penetración en África fue solo posible en una estrecha y azarosa franja. Los portugueses sugirieron que Dios había creado adrede una barrera en torno al interior de África con sus misteriosas y nocivas enfermedades (que iban a mantener alejados a los europeos hasta finales del siglo XIX). Incluso los asentamientos costeros de África occidental eran insalubres, y solo podían tolerarse por su importancia para el comercio de esclavos y para la infraestructura del comercio de largo alcance. Los asentamientos de África oriental no eran tan insalubres, pero, asimismo, tenían interés no como escalas para adentrarse en el interior, sino porque formaban parte de una red comercial creada por los árabes, a quienes los portugueses hostigaron deliberadamente a fin de hacer subir los precios de las especias que se enviaban por el mar Rojo y Oriente Próximo hacia los mercaderes venecianos del Mediterráneo oriental. Los sucesores de los portugueses no iban a penetrar en el interior de África, como ellos habían hecho, y la historia de este continente durante dos siglos más iba a moverse básicamente a su propio ritmo en las espesuras de sus selvas y las vastedades de sus sabanas, mientras que sus habitantes solo entrarían en contacto, corrosivo y ocasionalmente estimulante, con los europeos en los confines de su territorio. También es cierto, sin embargo, que el inicio de la era europea en Asia mostraba que ninguna de las potencias en cuestión estaba interesada en principio en el dominio o la colonización de grandes territorios. El período que llega hasta mediados del siglo XVIII estuvo marcado por la proliferación de puestos comerciales, concesiones en instalaciones portuarias, fuertes defensivos y bases en la costa, ya que estos, por sí mismos, aseguraban lo que el imperialismo inicial buscaba en Asia, un comercio seguro y rentable.
Los portugueses dominaron este comercio en el siglo XVI. Su poder armamentístico barrió todo lo que encontraron a su paso, y rápidamente construyeron una cadena de bases y puestos comerciales. Doce años después de que Vasco de Gama llegase a Calicut, los portugueses habían creado su principal asentamiento comercial en el océano Índico, Goa, a unos quinientos kilómetros más al norte, en la costa occidental india. Se convertiría en un centro misionero y también comercial; una vez implantado, el imperio portugués fomentó activamente la difusión de la fe, tarea en la que los franciscanos desempeñaron un papel importante. En 1513, los primeros barcos portugueses llegaron a las Molucas, las legendarias islas de las especias, y empezó la incorporación de Indonesia, del sudeste asiático y de islas tan lejanas como Timor en el horizonte de Europa. Cuatro años más tarde, los primeros barcos portugueses llegaron a China y abrieron el comercio directo europeo por mar con aquel imperio. Diez años después se les permitió usar Macao, y en 1557 obtuvieron un asentamiento permanente allí. Cuando Carlos V renunció en favor de ellos a los derechos que España reclamaba a raíz de la exploración de las Molucas, conservando solo las Filipinas en el Lejano Oriente y renunciando a todos los intereses en la zona del océano Índico, los portugueses quedaron en posesión de un monopolio del imperio oriental durante los cincuenta años siguientes.
Era un monopolio comercial, pero no solo para comerciar con Europa; había una tarea importante que hacer como transportistas entre países asiáticos. Las alfombras persas llegaron a la India, el clavo de las Molucas a China, el cobre y la plata de Japón entraban en China, las telas de la India en Siam, etc., y todo ello en barcos europeos. Los portugueses y sus sucesores encontraron en ello una rentable fuente de ingresos para compensar parte de los costes del equilibrio desfavorable para Europa en el comercio con Asia, cuyos habitantes deseaban pocas cosas de Europa, salvo la plata. Por mar, la única competencia sustancial era la de los árabes, que fueron controlados con eficiencia por escuadras portuguesas que operaban desde bases de África oriental, desde Socotora, en la boca del mar Rojo, donde se habían establecido en 1507, desde Ormuz, en la costa norte de la entrada al golfo Pérsico, y desde Goa. A partir de estos lugares, los portugueses expandieron su comercio para actuar finalmente en el mar Rojo, llegando hasta Massawa y, por el norte, hasta el extremo del golfo Pérsico, donde establecieron una factoría en Basora. También obtuvieron privilegios en Birmania y Siam, y en la década de 1540 fueron los primeros europeos que desembarcaron en Japón. Esta red se sustentaba en una diplomacia de acuerdos con gobernantes locales y en la superioridad del poder armamentístico de los portugueses en el mar. Aunque hubieran pretendido hacerlo, no habrían podido extender su poder en tierra porque no tenían suficientes hombres, de modo que un imperio comercial no solo tenía sentido económico, sino que es todo cuanto podía crearse con los medios disponibles.
La supremacía de Portugal en el océano Índico ocultaba unas carencias fundamentales: una falta de mano de obra y una base financiera precaria. Duró solo hasta finales del siglo, cuando fue reemplazada por la de los holandeses, quienes llevaron la técnica y las instituciones del imperio comercial a su punto álgido. Los holandeses fueron los imperialistas del comercio por excelencia, si bien al final también se establecieron para crear cultivos en Indonesia. Su oportunidad se presentó cuando Portugal fue unido a España en 1580. Este cambio proporcionó un estímulo a los marineros holandeses, que por entonces estaban excluidos de un comercio de reexportación rentable con bienes orientales desde Lisboa hacia el norte de Europa, y que había estado principalmente en sus manos. El trasfondo de la guerra de los Ocho Años con España fue un aliciente más para que los holandeses decidiesen entrar en zonas donde podrían obtener beneficios a expensas de los pueblos ibéricos. Al igual que los portugueses, constituían una población pequeña, de apenas dos millones de habitantes, y su supervivencia dependía de un territorio reducido. Por lo tanto, la riqueza comercial era de vital importancia para ellos. Sus puntos fuertes radicaban en sus reservas de marineros, sus barcos, su riqueza y la experiencia acumulada por su dominio de la pesca y del transporte en aguas del norte; además, su pericia comercial facilitaba la movilización de recursos para nuevas iniciativas. Los holandeses se vieron favorecidos también por la recuperación simultánea de los árabes, que recobraron plazas de África oriental al norte de Zanzíbar en el momento en que los portugueses flaqueaban a consecuencia de su unión con España.
Así pues, las primeras décadas del siglo XVII presenciaron la caída de buena parte del imperio portugués en Oriente y su sustitución por los holandeses. Durante un tiempo, los holandeses también se establecieron en Pernambuco, la región productora de azúcar de Brasil, si bien no pudieron conservarla. El principal objetivo de los holandeses eran las Molucas. Un breve período de viajes (sesenta y cinco en siete años, algunos por el estrecho de Magallanes y otros rodeando África) terminaron en 1602, a iniciativa del Estado General, el gobierno de las Provincias Unidas, donde tenía su sede la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la entidad que iba a ser el instrumento decisivo para la supremacía comercial holandesa en Oriente. Al igual que los portugueses antes que ellos, los miembros de la empresa trabajaban mediante la diplomacia con los gobernantes nativos a fin de excluir a competidores, y mediante un sistema de factorías comerciales. Hasta qué punto los holandeses podían ser molestos para los rivales quedó demostrado en 1623, cuando diez ingleses fueron asesinados en la isla de Amboina; este episodio puso fin a todo intento de los ingleses de intervenir directamente en el comercio de las especias. Amboina había sido una de las primeras bases portuguesas que fueron capturadas en un rápido ataque contra los intereses de este país, pero no fue hasta 1609, año en que se envió un gobernador general residente a Oriente, cuando se pudo comenzar la reducción de los principales fuertes portugueses. El momento culminante de estas operaciones fue la fundación de la sede central holandesa en Yakarta (a la que se dio el nombre de Batavia), en Java, donde iba a permanecer hasta el final del dominio colonial holandés. Se convirtió en el centro de una zona de colonización, donde los plantadores holandeses podían contar con el respaldo de la compañía, la cual ofrecía un control implacable de la mano de obra. La historia inicial de las colonias holandesas es un período oscuro a causa de las insurrecciones, las deportaciones, la esclavización y el exterminio. El comercio marítimo local —y el de los juncos chinos— fue destruido deliberadamente a fin de concentrar todas las fuentes de beneficios en manos de los holandeses.
El comercio de especias hacia Europa era el centro de atención de los holandeses, y fue un gran premio. Durante buena parte del siglo, constituyó más de dos tercios del valor de las cargas enviadas a Ámsterdam. Pero los holandeses también empezaron a sustituir a los portugueses en el valioso comercio con el Lejano Oriente. No lograron expulsarles de Macao aunque enviaron expediciones contra esta plaza, pero sí consiguieron instalarse en Formosa, desde donde establecieron una línea comercial indirecta con la China continental. En 1638, los portugueses fueron desalojados de Japón, y los holandeses les reemplazaron. Durante las dos décadas siguientes, los primeros también fueron sustituidos por los segundos en Ceilán. Por otro lado, en su exitosa negociación de un monopolio del comercio hacia Siam, se les adelantó otra potencia, Francia. La vinculación de este país con la zona se inició por accidente en 1660, cuando las circunstancias llevaron a tres misioneros franceses a la capital de Siam. Gracias a que fundaron un centro misionero y a la presencia de un consejero griego en la corte de Siam, en 1685 hubo una misión diplomática y militar francesa. Con todo, estos inicios prometedores terminaron en una guerra civil y en un fracaso, y Siam se mantuvo fuera de la esfera de la influencia europea durante otros dos siglos.
Por lo tanto, a principios del siglo XVIII existía una supremacía holandesa en el océano Índico y en Indonesia, así como unos intereses holandeses importantes en los mares de China. En notable medida, ello reproducía el anterior modelo portugués, si bien sobrevivieron plazas lusas, como Goa y Macao. El corazón del poder holandés era el estrecho de Malaca, desde donde se propagaba a través de Malasia e Indonesia hasta Formosa y las rutas comerciales con China y Japón, y hacia el sudeste, hasta las cruciales Molucas. En aquel momento, en esta zona había un comercio interno tan considerable que empezaba a autofinanciarse con oro y plata en lingotes procedentes de Japón y China, que proporcionaban su flujo de moneda en lugar del oro y la plata de Europa, como sucedía anteriormente. Más al oeste, los holandeses también se establecieron en Calicut, en Ceilán y en el cabo de Buena Esperanza, y crearon factorías en Persia. Aunque Batavia era una ciudad grande y los holandeses dirigían plantaciones para obtener los productos que necesitaban, todavía se trataba de un imperio comercial litoral o insular, no de un imperio con dominios en el interior del continente. En última instancia, se sustentaba en el poder naval, e iba a sucumbir —aunque no a desaparecer— cuando el poder naval holandés fue superado.
Ello empezó a suceder claramente en las últimas décadas del siglo XVII. El insospechado rival por la supremacía en el océano Índico era Inglaterra. En un primer momento, los ingleses pretendían introducirse en el comercio de especias. Bajo el mandato de Jacobo I, había existido una Compañía de las Indias Orientales, pero sus agentes fueron vapuleados por entrometerse, primero cuando intentaban cooperar con los holandeses y, más tarde, cuando lucharon contra ellos. El resultado fue que, hacia 1700, los ingleses habían puesto punto final a sus asuntos al este del estrecho de Malaca. Al igual que los holandeses en 1580, se enfrentaban a la necesidad de cambiar el rumbo, y lo hicieron. El desenlace fue el acontecimiento más trascendental de la historia británica entre la Reforma protestante y el inicio de la industrialización: el comienzo de la supremacía en la India.
En este país, los principales rivales de los ingleses no eran los holandeses ni los portugueses, sino los franceses. Lo que estaba en juego no salió a la luz durante mucho tiempo. El auge del poder británico en la India fue muy gradual. Tras la fundación de Fort Saint George en Madrás y la adquisición de Bombay a los portugueses como parte de la dote de la esposa de Carlos II, la penetración inglesa en la India no avanzó hasta finales del siglo. Desde sus primeros asentamientos (Bombay fue el único territorio sobre el que tuvieron plena soberanía), los ingleses llevaron a cabo un comercio con café y textiles, menos glamuroso que el de las especias holandés, pero su actividad fue creciendo en valor e importancia. Este comercio cambió sus costumbres nacionales y, con ello, la sociedad, tal como muestra la apertura de cafés en Londres. Pronto se empezaron a enviar barcos desde la India hacia China en busca de té; hacia 1700, los ingleses habían incorporado una nueva bebida nacional, y un poeta pronto iba a conmemorar lo que denominó «tazas que alegran pero no embriagan».
Tal como puso de relieve la derrota de las fuerzas de la Compañía de las Indias Orientales inglesa en 1689, el dominio militar de la India no iba a resultar fácil. Además, no era necesario para la prosperidad. Por ello, la empresa no estaba dispuesta a luchar si podía evitarlo. Pese a que, a finales del siglo, tuvo lugar una adquisición crucial cuando la empresa fue autorizada a ocupar Fort William, plaza que había construido en Calcuta, los directores que había en 1700 rechazaron la idea de incorporar más territorios o de establecer colonias en la India por considerarla poco realista. Sin embargo, todas las ideas preconcebidas iban a cambiar con la caída del imperio mogol tras la muerte de Aurangzeb en 1707. Las consecuencias afloraron poco a poco, pero su efecto global fue que la India se disolvió en una serie de estados autónomos sin ningún poder que descollase.
Antes de 1707, el imperio mogol ya se había visto alterado por los mahrattas. Las tendencias centrífugas del imperio siempre favorecieron a los nawabs, los gobernadores provinciales, y el poder estaba dividido de forma cada vez más clara entre ellos y los mahrattas. Los sijs constituyeron un tercer foco de poder. En un primer momento, en el siglo XVI, aparecieron como una secta hindú que se volvió contra los mogoles, pero también fueron apartados del hinduismo ortodoxo para convertirse prácticamente en una tercera religión, junto con el hinduismo y el islam. Los sijs formaban una hermandad militar, no tenían castas y eran muy capaces de cuidar de sus propios intereses en épocas de desunión. Con el tiempo surgió un imperio sij en el noroeste de la India, que iba a resistir hasta 1849. Mientras, en el siglo XVIII hubo indicios de una creciente polarización entre hindúes y musulmanes. Los hindúes se retiraron más hacia sus propias comunidades, endureciendo las prácticas rituales que les distinguían públicamente. Los musulmanes les imitaron. En medio de este creciente desbarajuste, presidido por una administración mogol militar y civil que era conservadora y no progresista, se produjo también una invasión persa en la década de 1730, con la consiguiente pérdida de territorios.
En esta situación, hubo grandes tentaciones de intervención extranjera. Retrospectivamente, parece destacable que tanto los ingleses como los franceses tardaran tanto en aprovecharse de ello. En la década de 1740, la Compañía de las Indias Orientales todavía era menos rica y poderosa que los holandeses. Este retraso da testimonio de la importancia que todavía se daba al comercio como principal objetivo. Cuando empezaron a intervenir, en gran medida impulsados por la hostilidad hacia los franceses y por el temor a lo que estos pudiesen hacer, los británicos contaban con varias ventajas. La posesión de una plaza en Calcuta les situaba a las puertas de la zona de la India que era potencialmente el premio más importante: Bengala y el tramo inferior del valle del Ganges. Gracias al poder naval británico, se habían asegurado las comunicaciones por mar con Europa, y en Londres los ministros escuchaban a los comerciantes de la India oriental de un modo en que los comerciantes franceses no eran escuchados en Versalles. Los franceses eran la competencia más peligrosa en potencia, pero su gobierno se distraía a menudo con sus compromisos continentales. Por último, los británicos carecían de afán misionero; ello era cierto en el sentido estricto de que el interés protestante por las misiones de Asia se despertó más tarde que el católico y también, en un plano más general, en el de que Gran Bretaña no deseaba interferir en las costumbres o instituciones nativas, sino solo —más o menos como los mogoles— proporcionar una estructura neutral de poder dentro de la cual los hindúes pudiesen vivir su vida tal como deseasen, mientras el comercio con la compañía prosperase en paz.
El camino hacia un futuro imperial pasaba por la política india. El apoyo a los príncipes hindúes rivales fue la primera forma —si bien indirecta— de conflicto entre los franceses y los británicos. En 1744, ello desembocó por primera vez en una lucha armada entre fuerzas de estos dos países en Carnatic, en la región costera del sudeste. La India se había visto arrastrada irremisiblemente hacia el conflicto mundial entre las potencias británica y francesa. La guerra de los Siete Años (1756-1763) fue decisiva. En realidad, antes de su inicio, no había habido un cese de los combates en la India, pese a que, oficialmente, Francia y Gran Bretaña estaban en paz desde 1748. La causa francesa había prosperado bajo un brillante gobernador de Carnatic, Dupleix, quien causó una gran alarma entre los británicos por su ampliación del poder francés sobre los príncipes nativos mediante la fuerza y la diplomacia. Pero fue reclamado en Francia, y la compañía francesa de la India no disfrutó del apoyo incondicional que necesitaba por parte del gobierno metropolitano para erigirse en la nueva máxima potencia. Cuando en 1756 volvió a estallar la guerra, el nawab de Bengala atacó Calcuta y se apoderó de ella. El trato infligido a los prisioneros ingleses, muchos de los cuales fueron ahogados en el «Agujero Negro», que pronto fue legendario, no hizo sino aumentar la ofensa. El ejército de la Compañía de las Indias Orientales, dirigido por un empleado, Robert Clive, recuperó el control de la ciudad, se apoderó del puesto francés de Chandernagore y más tarde, el 22 de junio de 1757, ganó una batalla contra los ejércitos del nawab, más numerosos, en Plassey, situada a unos 160 kilómetros de Calcuta remontando el río Hooghly.
No fue una batalla muy sangrienta (el ejército del nawab fue sobornado), pero sí decisiva para la historia mundial. Permitió a los británicos controlar Bengala y sus rentas, en las que se basó la destrucción de las fuerzas francesas en Carnatic; ello dio paso a otras adquisiciones, las cuales condujeron inexorablemente a un futuro monopolio británico de la India. Nadie lo planeó. Es cierto que el gobierno británico había empezado a comprender lo que estaba en juego de inmediato en términos de una amenaza al comercio y que envió un batallón de tropas regulares para que ayudase a la compañía; esta acción es doblemente reveladora, porque señala que existía un cierto interés nacional y por la escala tan reducida de esta acción militar. Un pequeño número de tropas europeas con artillería de campaña europea podría haber sido decisivo. El destino de la India dio un giro debido a unos pocos soldados de la compañía europeos o formados en Europa, y por la habilidad diplomática y la perspicacia de sus agentes en el lugar. Sobre esta exigua base y sobre la necesidad de un gobierno en una India que se desintegraba, se levantó el Raj británico, el imperio británico en la India.
En 1764, la Compañía de las Indias Orientales se convirtió en el gobernante formal de Bengala. Esta no era en absoluto la intención de los directores de la compañía, los cuales no pretendían gobernar, sino comerciar. Sin embargo, si Bengala podía permitirse su propio gobierno, entonces se podía asumir la carga. Para entonces ya solo quedaban unas pocas bases francesas diseminadas; la paz de 1763 permitió la presencia de cinco plazas comerciales con la condición de que no estuviesen fortificadas. En 1769, la Compañía Francesa de las Indias se disolvió, y poco después los británicos tomaron Ceilán a los holandeses, con lo cual quedaba un panorama despejado para un ejemplo único de imperialismo.
El camino sería largo y, durante mucho tiempo, se siguió con reticencias, pero la Compañía de las Indias Orientales se vio obligada gradualmente a extender su propia égida gubernamental debido a sus problemas de ingresos y a causa del desorden reinante en las administraciones nativas de los territorios contiguos. La ocultación de la misión comercial básica de la compañía no benefició al negocio. También dio a sus empleados mayores oportunidades de enriquecerse. Ello atrajo el interés de los políticos británicos, que por primera vez asumieron parte de los poderes de los directores de la empresa y, luego, la pusieron bajo el firme control de la corona, estableciendo en 1784 un sistema de «control dual» en la India, que iba a perdurar hasta 1858. La misma ley contenía provisiones contra ulteriores interferencias en los asuntos de los nativos. El gobierno británico deseaba tanto como la compañía evitar el verse arrastrado a asumir el papel de poder imperial en la India. Pero eso es lo que sucedió en el medio siglo siguiente, cuando se efectuaron más adquisiciones. Se había abierto el camino que, con el paso del tiempo, conduciría al despotismo ilustrado del Raj del siglo XIX. La India era muy distinta de cualquier otro dominio territorial adquirido hasta entonces por un Estado europeo, en el sentido de que había que incorporar al imperio cientos de millones de súbditos sin que se previese ninguna conversión o asimilación, a excepción de la realizada por unos pocos visionarios, y en un momento muy avanzado. El carácter de la estructura imperial británica se vería profundamente transformado por este hecho, de modo que finalmente habría una estrategia y una diplomacia británicas, unas pautas de comercio exterior e incluso unas previsiones.
Salvo las de la India e Indonesia, en aquellos siglos ninguna adquisición territorial en Oriente podía compararse con las inmensas apropiaciones de tierra por parte de los europeos en las Américas. El desembarco de Colón fue seguido por una exploración bastante rápida y completa de las principales islas de las Indias Occidentales. Pronto fue obvio que la conquista de tierras americanas era atractivamente fácil en comparación con las luchas necesarias para arrebatar el norte de África a los magrebíes, que habían seguido inmediatamente a la caída de Granada y al final de la Reconquista de España. La colonización avanzó con rapidez, sobre todo en La Española y en Cuba. La piedra inaugural de la primera catedral de las Américas se colocó en 1523; tal como la construcción de ciudades intentaba mostrar, los españoles habían llegado para quedarse. La primera universidad fue fundada en 1538 (en la misma ciudad, Santo Domingo), y la primera imprenta se montó en México al año siguiente.
Como agricultores, los colonizadores españoles buscaban tierra, y como especuladores, oro. No tenían competencia y, de hecho, a excepción de Brasil, la historia de la ocupación de América Central y del Sur fue patrimonio español hasta finales del siglo XVI. Los primeros españoles de las islas fueron por lo general nobles castellanos pobres, duros y ambiciosos. Cuando pasaron al continente, empezaron a buscar botines, si bien también hablaban del mensaje de la cruz y de la mayor gloria de la corona de Castilla. La primera penetración en el continente tuvo lugar en Venezuela en 1499. Más tarde, en 1513, Balboa cruzó el istmo de Panamá, y los europeos vieron por primera vez el Pacífico. La expedición levantó casas y sembró cultivos; había empezado la era de los conquistadores. Uno de ellos, cuyas aventuras despertaron la imaginación de la posteridad, fue Hernán Cortés. A finales de 1518, partió de Cuba con un centenar de seguidores. Hizo caso omiso de la autoridad de su gobernador y, posteriormente, justificó sus actos con los bienes expropiados que aportó a la corona. Después de desembarcar en la costa de Veracruz en febrero de 1519, quemó sus barcos para asegurarse de que sus hombres no pudieran regresar e inició una marcha hacia el altiplano central de México, que iba a ser escenario de uno de los acontecimientos más espectaculares de toda la historia del imperialismo. Cuando llegaron a la ciudad de México, quedaron asombrados por la civilización que allí existía. Además de su riqueza en oro y piedras preciosas, estaba situada en una tierra adecuada para el tipo de cultivo extensivo que practicaban los castellanos en su país.
Aunque los seguidores de Cortés eran pocos y su conquista del imperio azteca que dominaba el altiplano central fue heroica, tuvieron grandes ventajas y mucha suerte. Los pueblos sobre los que avanzaban eran tecnológicamente primitivos y fácilmente impresionables por la pólvora, el acero y los caballos que los conquistadores llevaban con ellos. La resistencia azteca fue impedida por la inquietante idea de que Cortés podía ser una encarnación de su dios, cuyo retorno a su tierra esperaban se produjese algún día. Además, los aztecas eran muy vulnerables a las enfermedades foráneas. Por su parte, eran una raza explotadora y cruel; sus súbditos indios recibieron a los nuevos conquistadores como si fuesen libertadores o, por lo menos, como un cambio de señores. Así pues, aunque las circunstancias estuvieron a favor de los españoles, su dureza, valentía y crueldad fueron factores decisivos.
En 1531, Pizarro se lanzó a una conquista similar de Perú. Fue un logro incluso más notable que la conquista de México y, si cabe, desplegó de forma aún más horrible el expolio y la crueldad de los conquistadores. La colonización del nuevo imperio comenzó en la década de 1540, y casi enseguida se produjo uno de los descubrimientos más importantes de minerales de los tiempos históricos: una montaña de plata en Potosí, que sería la principal fuente de plata en lingotes de Europa durante los tres siglos siguientes.
Hacia 1700, el imperio español de las Américas cubría formalmente una extensa zona desde el moderno Nuevo México hasta el Río de la Plata. A través de Panamá y Acapulco, estaba unido por mar con la colonia española de las Filipinas. Sin embargo, esta enorme extensión sobre el mapa era engañosa. Las tierras de California, Texas y Nuevo México, al norte del río Bravo, estaban muy poco pobladas; en la mayoría de los casos, la ocupación consistía en unos pocos fuertes y puestos comerciales, y en un mayor número de misiones. Tampoco al sur existía nada como lo que es el actual Chile, bien poblada. Las zonas más importantes y más densamente pobladas eran tres: Nueva España (como se llamaba México), que pronto se convirtió en la parte más desarrollada de la América hispana; Perú, que era importante por sus minas y estaba intensamente poblado, y algunas de las islas caribeñas más grandes, habitadas desde hacía mucho tiempo. Las tierras menos adecuadas para la colonización fueron ignoradas durante siglos por la administración.
Las Indias eran gobernadas por virreyes en México y Lima, como reinos hermanos de Castilla y Aragón, que dependían de la corona de Castilla. Contaban con un consejo real propio a través del cual el rey ejercía una autoridad directa. En teoría, ello imponía un alto grado de centralización, pero, en la práctica, la geografía y la topografía dejaban sin sentido tal pretensión. Era imposible controlar estrechamente Nueva España o Perú desde España con las comunicaciones existentes.

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Los virreyes y los capitanes generales que estaban al frente disfrutaban de una notable independencia en su gestión cotidiana. Pero las colonias podían ser dirigidas desde Madrid para su ventaja fiscal, y, de hecho, la española y la portuguesa fueron las únicas potencias colonizadoras del hemisferio occidental durante más de un siglo que lograron que sus posesiones en América no solo saliesen a cuenta, sino que proporcionasen beneficios netos para la metrópoli. Ello se debió en gran parte al flujo de metales preciosos. A partir de 1540, la plata fluyó a raudales por el Atlántico, para ser derrochada, desafortunadamente para España, en las guerras de Carlos I y Felipe II. Hacia 1650, habían llegado a Europa 16.000 toneladas de plata, por no mencionar las 180 toneladas de objetos de oro.
Es difícil determinar si España obtuvo otros beneficios económicos. Compartió con otras potencias colonizadoras de la época la idea de que solo podía existir un volumen limitado de comercio; de ello se deducía que el comercio con sus colonias debía estar reservado a ella mediante normativas y por la fuerza de las armas. Además, adoptó otro tópico de la incipiente teoría económica colonial: la noción de que no había que permitir que las colonias desarrollasen industrias que pudieran reducir las oportunidades existentes para la metrópoli en sus mercados. Por desgracia, España tuvo menos éxito que otros países a la hora de sacar ventaja de ello. Pese a que evitó el desarrollo de la industria, a excepción del procesamiento de productos agrícolas, la minería y la artesanía de América, a las autoridades españolas les costaba cada vez más mantener al margen a los comerciantes extranjeros («intrusos», como les denominaban) de sus territorios. Los hacendados españoles pronto quisieron lo que la España metropolitana no podía proporcionarles, esclavos sobre todo. Aparte de la minería, la economía de las islas y de Nueva España se basaba en la agricultura. Las islas pronto pasaron a depender del esclavismo. En las colonias del continente, el gobierno español, poco dispuesto a permitir la esclavización de las poblaciones conquistadas, ideó otros mecanismos para asegurar la mano de obra. El primero, iniciado en las islas y extendido a México, era una especie de sistema feudal: ciertos españoles recibieron una «encomienda», un grupo de pueblos a los que él ofrecía protección a cambio de una parte de su trabajo. El efecto general no siempre era discernible de la servidumbre o incluso del esclavismo, que pronto pasó a significar una presencia de esclavos negros africanos.
La existencia desde el principio de grandes poblaciones nativas disponibles como mano de obra fue tan decisiva como el carácter del poder ocupante para distinguir el colonialismo de América Central y del Sur del colonialismo del norte. Los siglos de ocupación musulmana habían acostumbrado a los españoles y a los portugueses a la idea de vivir en una sociedad multirracial. En América Latina, pronto surgió una población mestiza. En Brasil, territorio que los portugueses habían arrebatado finalmente a los holandeses tras treinta años de lucha, la mezcla de poblaciones era notable, tanto con los pueblos indígenas como con la población negra de esclavos, que habían empezado a ser enviados allí en el siglo XVI para que trabajasen en las plantaciones de azúcar. Tampoco en África mostraron los portugueses ninguna preocupación por el cruce de razas, y esta ausencia de barreras según el color de la piel se ha considerado un rasgo paliativo del imperialismo portugués.
Sin embargo, pese a que la aparición de sociedades racialmente mixtas en regiones inmensas fue uno de los legados duraderos de los imperios español y portugués, estas sociedades estaban estratificadas en función de criterios raciales. Las clases dominantes siempre eran las de origen ibérico y los criollos, personas de sangre europea nacidas en las colonias. A medida que pasaba el tiempo, los segundos empezaron a observar que los primeros, los llamados «peninsulares», les excluían de los cargos clave y se mostraban hostiles con ellos. A partir de los criollos, existía toda una gama de gradaciones de sangre que llegaba hasta los más pobres y oprimidos, los indios puros y los esclavos negros. Aunque las lenguas indias sobrevivieron, a menudo gracias a los esfuerzos de los misioneros españoles, las lenguas dominantes en el continente pasaron a ser, obviamente, las de los conquistadores. Ello fue el principal rasgo de influencia formativo para la unificación cultural del continente, si bien hubo otro de importancia comparable, el catolicismo. La Iglesia desempeñó un papel crucial en la formación de la América hispana (y portuguesa). Desde los primeros años de la conquista, tomaron la iniciativa misioneros de las órdenes regulares —en particular franciscanos—, pero durante tres siglos sus sucesores modelaron la civilización de los americanos nativos. Sacaron a los indios de sus tribus y poblados, les enseñaron la religión cristiana y latín (los primeros frailes no les enseñaban español para protegerles de la corrupción de los colonizadores), les vestían y les enviaban a difundir la fe entre sus compatriotas. Los puestos misioneros de las fronteras determinaron la forma de países que no se constituirían como tales hasta siglos más tarde. Encontraron poca resistencia. Los mexicanos, por ejemplo, abrazaron con entusiasmo el culto de la Santísima Virgen, asimilándola con una diosa nativa, Tonantzin.
Para bien o para mal, la Iglesia se consideró a sí misma desde el principio la protectora de los súbditos indios de la corona de Castilla. Los efectos posteriores de este hecho no se dejarían sentir hasta que el paso de los siglos provocase importantes cambios en el centro de gravedad dentro de la comunidad católica, si bien mucho antes ya tuvieron numerosas implicaciones evidentes. En 1511, un dominico pronunció en Santo Domingo el primer sermón en que se denunciaba la manera en que los españoles trataban a sus súbditos. Desde un principio, la monarquía proclamó su moral y su misión cristianas en el Nuevo Mundo. Se aprobaron leyes para proteger a los indios y se buscó consejo entre el clero sobre sus derechos y sobre lo que podía hacerse para garantizarlos. En 1550, se produjo un suceso extraordinario cuando el gobierno real impulsó una investigación teológica y filosófica mediante un debate acerca de los principios a partir de los cuales se debía gobernar a los pueblos del Nuevo Mundo. Pero América estaba muy lejos, y la aplicación de las leyes era difícil. Además, resultaba aún más difícil proteger a la población nativa en un momento en que una reducción catastrófica de su número estaba generando una falta de mano de obra. Los primeros colonizadores llevaron la viruela al Caribe (su lugar de origen, al parecer, fue África) y uno de los hombres de Cortés la transmitió al continente. Probablemente, esta fue la principal causa del desastre demográfico ocurrido durante el primer siglo del imperio español en América.
Mientras, la Iglesia trabajaba casi constantemente para convertir a los nativos (dos franciscanos bautizaron a 15.000 indios en un solo día en Xochimilco), y más adelante para darles la protección de la misión y de la parroquia. Otros clérigos no dejaron de presentar protestas ante la corona. Es preciso mencionar el nombre de uno de ellos, el dominicano fray Bartolomé de las Casas. Había llegado como colonizador, pero se convirtió en el primer sacerdote ordenado en las Américas. Más adelante, en calidad de teólogo y obispo, dedicó su vida a intentar influir en el gobierno de Carlos I, pero fue en vano. Incluso llegó a negar la absolución en el rito de la extremaunción a aquellos cuya confesión acerca del trato que habían dado a los indios no le hubiese satisfecho, y discutió con sus adversarios a partir de una base filosófica absolutamente medieval. Al igual que Aristóteles, creía que algunos hombres eran realmente esclavos «por naturaleza» (él mismo tenía esclavos negros) pero negaba que los indios fuesen de esta índole. Pasó a la memoria histórica, anacrónicamente, como uno de los primeros críticos del colonialismo, en gran medida por el uso que hizo de sus escritos doscientos años más tarde un defensor de la Ilustración.
Durante siglos, la predicación y los rituales de la Iglesia fueron el único acceso a la cultura europea para los campesinos amerindios, a quienes algunos rasgos del catolicismo les resultaban simpáticos y comprensibles. Solo unos pocos tuvieron acceso a una educación europea. México no tuvo ningún obispo nativo hasta el siglo XVII, y la educación, salvo para el sacerdocio, en el caso de los campesinos no iba mucho más allá del catecismo. Pese a toda la tarea devota de gran parte de su clero, en realidad la Iglesia procuraba seguir siendo una institución importada, colonial. Irónicamente, incluso los intentos de los sacerdotes de proteger a los nativos cristianos tenían el efecto de aislarlos (por ejemplo, al no enseñarles español) de las vías de integración con los poseedores del poder en sus sociedades.
Tal vez fuera inevitable. El monopolio católico en la América española y portuguesa iba a significar un alto grado de identificación de la Iglesia con la estructura política; era un refuerzo importante para un aparato administrativo escasamente extendido, y no fue solamente el afán de convertir lo que hizo de los españoles unos catequistas entusiastas. Pronto se implantó la Inquisición en Nueva España, y fue la Iglesia de la Contrarreforma la que modeló el catolicismo americano al sur del río Bravo. Ello tuvo importantes consecuencias mucho más tarde. Pese a que algunos religiosos iban a desempeñar un papel destacado en los movimientos revolucionarios y por la independencia en América del Sur, y pese a que en el siglo XVIII los jesuitas iban a suscitar la ira de los colonizadores portugueses y del gobierno de Brasil con sus esfuerzos por proteger a los nativos, a la Iglesia, como organización, nunca le resultó fácil adoptar una postura progresista. A muy largo plazo, ello significó que, en la política de la América Latina independiente, el liberalismo se asociaría al anticlericalismo, como sucedía en la Europa católica. Todo ello creaba un fuerte contraste con la sociedad pluralista en materia de religión que estaba arraigando en aquel tiempo en la América del Norte británica.
A pesar del espectacular flujo de lingotes de plata y oro procedente de las colonias continentales, fueron las islas del Caribe las que tuvieron una mayor importancia económica para Europa durante los inicios del período moderno. Esta importancia radicaba en su producción agrícola, sobre todo en el azúcar, introducido por los árabes en Europa, en Sicilia y en España, y más tarde llevado por los europeos primero a Madeira y las Canarias, y más tarde al Nuevo Mundo. Tanto las islas del Caribe como Brasil fueron transformados económicamente por este producto. En tiempos medievales, los alimentos se endulzaban con miel; hacia 1700, en cambio, el azúcar, que todavía era caro, constituía un producto básico en Europa. Junto con el tabaco, las maderas nobles y el café, fue el principal producto de las islas y el motivo central del incipiente comercio de esclavos africanos. Juntas, estas exportaciones dieron a los plantadores una gran importancia en los asuntos de sus metrópolis.
La historia de la agricultura caribeña a gran escala empezó con los colonizadores españoles, que pronto se pusieron a cultivar frutas (traídas de Europa) y a criar ganado. Cuando introdujeron el arroz y el azúcar, durante mucho tiempo la producción quedó frenada por la falta de mano de obra, ya que las poblaciones nativas de las islas sucumbían a los malos tratos por parte de los europeos y a sus enfermedades. La siguiente fase económica se caracterizó por la aparición de industrias parásitas: la piratería y el contrabando. La ocupación española de las islas caribeñas mayores —las Grandes Antillas— dejó cientos de islas menores desiertas, la mayoría en la franja atlántica. Estas llamaron la atención de los capitanes ingleses, franceses y holandeses, ya que les resultaban útiles como bases desde donde asaltar a los barcos españoles que volvían a la península procedentes de Nueva España, y para el comercio de contrabando con los colonos españoles que deseaban sus bienes. También aparecieron colonizadores europeos en la costa de Venezuela, donde encontraban la sal necesaria para conservar la carne. Allí donde se establecieron colonizadores, en el siglo XVII llegaron las empresas gubernamentales en forma de concesiones reales inglesas y de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales.
Para entonces, los ingleses ya llevaban décadas buscando lugares adecuados para lo que los contemporáneos llamaban «plantations» —es decir, colonias— en el Nuevo Mundo. Primero lo intentaron en la América del Norte continental. Más tarde, en la década de 1620, fundaron con éxito sus dos primeras colonias de las Indias Occidentales, en Saint Christopher (en las islas de Barlovento) y en las Barbados. Ambas prosperaron; hacia 1630, Saint Christopher tenía unos 3.000 habitantes y las Barbados, unos 2.000. Este éxito se basó en el tabaco, la droga que, junto con la sífilis (que se cree que llegó a Europa, a Cádiz, en 1493) y el automóvil barato, algunos consideran la venganza del Nuevo Mundo por ser violado por el Viejo Mundo. Estas colonias dedicadas al tabaco pronto adquirieron una gran importancia para Inglaterra, no solo por los ingresos aduaneros que suponían, sino también porque el nuevo crecimiento de la población en el Caribe estimulaba la demanda de exportaciones y ofrecía nuevas oportunidades para piratear contra el comercio del imperio español. A los ingleses pronto se les unieron los franceses en este lucrativo negocio; los segundos ocuparon parte de las islas de Barlovento y los ingleses, el resto de las islas. Hacia 1640 había unos 7.000 franceses y más de 50.000 ingleses en las Indias Occidentales.
A partir de ese momento, el flujo de la emigración inglesa hacia el Nuevo Mundo se desvió hacia América del Norte, y las Indias Occidentales no volverían a alcanzar cifras tan altas de población blanca. Ello se debió en parte a que el azúcar pasó a ser, junto con el tabaco, un producto de primera necesidad. El tabaco se puede producir de forma rentable en pequeñas cantidades; por ello había favorecido la proliferación de minifundios y la formación de una numerosa población blanca inmigrante. En cambio, el azúcar solo era rentable si se cultivaba en grandes parcelas; favorecía los latifundios, cultivados por numerosas personas, y estas tenían que ser esclavos negros, dado el declive de la población local en el siglo XVI. Los holandeses aportaron los esclavos y aspiraban al tipo de monopolio comercial general del hemisferio occidental que estaban consiguiendo en el Lejano Oriente, operando desde una base en la desembocadura del río Hudson, Nueva Ámsterdam. Este fue el inicio de un gran cambio demográfico en el Caribe. En 1643, las Barbados tenían 37.000 habitantes blancos y solo 6.000 esclavos africanos negros. Hacia 1660, los segundos ascendían a 50.000.
Con la aparición del azúcar, las colonias francesas de Guadalupe y Martinica adquirieron una nueva importancia y, a su vez, necesitaron esclavos. Se estaba produciendo un complejo proceso de crecimiento. El ingente y creciente mercado caribeño de esclavos y de bienes europeos importados se sumó a lo que ya ofrecía un imperio español cada vez más incapaz de defender su monopolio económico. Ello determinó la función de las Indias Occidentales en las relaciones entre las potencias en el siglo siguiente. Desde hacía mucho tiempo eran presa del desorden, ya que el Caribe era una zona donde las fronteras coloniales entraban en contacto, el control era escaso y había grandes premios que adjudicarse (en una ocasión, un capitán holandés capturó la gran flota que transportaba el tesoro de todo un año desde las Indias hacia España). No es de sorprender que se convirtiese en el clásico y, realmente, legendario campo de acción de los piratas, cuyo auge tuvo lugar en el último cuarto del siglo XVII. Cada vez más, las grandes potencias luchaban por sus intereses hasta que llegaban a acuerdos aceptables, pero ello podía llevar mucho tiempo. Mientras, durante el siglo XVIII las Indias Occidentales y Brasil fueron un gran mercado de esclavos y sostuvieron gran parte de este comercio. A medida que el tiempo pasaba, empezó a intervenir otra economía, además de las de Europa, África y Nueva España: la de una nueva América del Norte.
Durante largos años, según la perspectiva de la teoría colonial clásica, la colonización de América del Norte ocupó un pobre segundo lugar en cuanto a atractivo después de América Latina o el Caribe. Allí no se descubrieron metales preciosos, y pese a que el norte ofrecía pieles, parecía que allí no había mucho que interesase a los europeos. Pero no había otro lugar a donde ir dado el monopolio que ejercía España en el sur, y muchos grandes países lo intentaron. La expansión española al norte del río Bravo no presenta interés, dado que apenas fue una ocupación, sino que más bien se trató de un ejercicio misionero. En cambio, la ubicación de la Florida española era estratégica, puesto que daba protección a las comunicaciones españolas con Europa en la zona norte del Caribe. Fue un asentamiento en la costa atlántica que atrajo a otros europeos. Incluso hubo brevemente una Nueva Suecia, que se estableció junto a los Nuevos Países Bajos, la Nueva Inglaterra y la Nueva Francia.
Los motivos para establecerse en América del Norte eran a menudo los mismos que se daban en otros lugares, si bien la noción de cruzada y el afán misionero de la mentalidad propia de la Reconquista apenas existían en el norte. Durante buena parte del siglo XVI, los ingleses, que fueron quienes más exploraron el potencial de América del Norte, pensaban que podía haber minas similares a las de las Indias españolas. Otros creían que la presión de la población hacía deseable la emigración, y los conocimientos cada vez más amplios revelaban extensos territorios en zonas de clima templado donde, a diferencia de México, la población nativa era escasa. También supuso un aliciente constante el deseo de encontrar un paso hacia Asia en el noroeste.
Hacia 1600, estas iniciativas habían dado lugar a grandes exploraciones, pero tan solo a una colonia (que fracasó) al norte de Florida, en Roanoke, Virginia. Los ingleses eran demasiado débiles, y los franceses estaban demasiado desperdigados para conseguir más. Con el siglo XVII llegaron iniciativas más enérgicas, mejor organizadas y financiadas, el descubrimiento de la posibilidad de cultivar importantes productos básicos en el interior, una serie de cambios políticos en Inglaterra que favorecieron la emigración y la transformación de dicho país en una gran potencia naval. Entre todos ellos, estos hechos desembocaron en una transformación revolucionaria del litoral atlántico. Las tierras vírgenes de 1600, habitadas por unos pocos indios, cien años más tarde eran un importante centro de civilización. En muchos lugares, los colonos se habían adentrado hasta puntos tan alejados de la costa como la barrera montañosa de los Allegheny. Mientras, los franceses habían creado una línea de factorías a lo largo del valle del San Lorenzo y en los Grandes Lagos. En este enorme ángulo recto de asentamientos vivían medio millón de personas, principalmente de origen británico y francés.
España reclamaba toda América del Norte, pero los británicos se oponían a esta demanda desde hacía tiempo sobre la base de que «una prescripción adquisitiva sin una posesión continuada no sirve de nada». Las expediciones isabelinas habían explorado gran parte de la costa y dieron el nombre de Virginia, en honor a su reina, a todo el territorio al norte de los 30º de latitud. En 1606, Jacobo I otorgó una cédula a una compañía de Virginia para que fundase colonias. Formalmente, esto fue solo el principio. La gestión de la compañía pronto requirió una revisión de su estructura y hubo numerosas iniciativas sin éxito, pero en 1607 ya existía el primer asentamiento británico en América que iba a pervivir, en Jamestown, en la moderna Virginia. Sobrevivió a duras penas a las dificultades iniciales, pero hacia 1620 sus «días de hambre» ya quedaban muy atrás y empezaba a prosperar. En 1608, un año después de la fundación de Jamestown, el explorador francés Samuel de Champlain construyó un pequeño fuerte en Quebec. En el futuro inmediato, la colonia francesa viviría de forma tan precaria que la comida tenía que llegarle desde Francia, pero fue el principio de la colonización de Canadá. Finalmente, en 1609, los holandeses enviaron un explorador inglés, Henry Hudson, para que encontrase un paso hacia Asia por el nordeste. Fracasó en su intento, dio media vuelta y cruzó el Atlántico para buscar un paso por el noroeste. En lugar de dicho paso, descubrió el río que lleva su nombre y, al hacerlo, fundó un dominio holandés. Unos años más tarde, había asentamientos holandeses a lo largo del río, en Manhattan y en Long Island.
Los ingleses fueron los pioneros y continuaron siéndolo. Prosperaron gracias a dos nuevos factores. Uno fue la técnica —de la que fueron los primeros y más exitosos exponentes— de trasladar comunidades enteras: hombres, mujeres y niños. Fundaron colonias agrícolas que trabajaban la tierra con sus manos y que pronto fueron independientes de la madre patria para su subsistencia. El segundo fue el descubrimiento del tabaco, que se convirtió en un producto de uso habitual primero en Virginia y más tarde en Maryland, una colonia creada en 1634. Más al norte, la existencia de tierras adecuadas para el cultivo al modo europeo aseguró la supervivencia de las colonias; aunque inicialmente el principal interés de la zona parecía ser la perspectiva del comercio de pieles y la pesca, pronto hubo un pequeño excedente de cereales para la exportación. Ello fue un atractivo aliciente para los ingleses ávidos de tierras, que vivían en un país considerado superpoblado a comienzos del siglo XVII. En la década de 1630, alrededor de 20.000 personas se trasladaron a «Nueva Inglaterra».
Otro rasgo distintivo de las colonias de Nueva Inglaterra era su asociación con la disidencia religiosa y el protestantismo calvinista. Sin la Reforma no hubiesen sido lo que fueron. Si bien en los asentamientos se daban los motivos económicos habituales, el liderazgo entre las personas emigradas a Massachusetts en la década de 1630 por parte de hombres asociados con el ala puritana del protestantismo inglés, dio sus frutos en un grupo de colonias, cuyas constituciones variaban desde una oligarquía teocrática hasta la democracia. Si bien en ocasiones estaban liderados por miembros de la aristocracia inglesa, abandonaron más rápidamente que las colonias del sur sus reparos en cuanto a desviarse de las prácticas sociales y políticas inglesas, y su inconformismo religioso contribuyó a provocar estos cambios tanto como las condiciones en que tuvieron que sobrevivir. Durante la agitación constitucional inglesa de mediados de siglo, hubo momentos en que incluso pareció que las colonias de Nueva Inglaterra podrían escapar al control de la corona, pero ello no sucedió.
Después de que los asentamientos holandeses de lo que posteriormente sería el estado de Nueva York fuesen absorbidos por los ingleses, el litoral de América del Norte en 1700, desde Florida hasta el río Kennebec, quedó organizado en doce colonias (en 1732 apareció la decimotercera, Georgia), en las que vivían unos 400.000 blancos y, tal vez, una décima parte de esta cifra de esclavos negros. Más al norte había territorios aún en disputa y, a continuación, tierras indiscutiblemente francesas. En estas, los colonos establecidos eran mucho más escasos que en los asentamientos ingleses. En total, quizá había 15.000 franceses en América del Norte, y no contaron con una inmigración tan numerosa como las colonias inglesas. Muchos de ellos eran cazadores o tramperos, misioneros y exploradores, diseminados a lo largo del San Lorenzo, en la región de los Grandes Lagos e incluso más allá. Nueva Francia tenía una extensión inmensa en el mapa, pero, fuera del valle del San Lorenzo y de Quebec, solo había unos pocos fuertes importantes estratégica y comercialmente y algunos puestos comerciales. No obstante, la densidad de población no era la única diferencia entre las zonas coloniales inglesa y francesa. Nueva Francia era supervisada estrechamente desde la madre patria. A partir de 1663, se había abandonado la estructura de compañía para adoptar un control directo del rey, y Canadá era regida por un gobernador francés con el asesoramiento del intendant, tal como las provincias francesas eran gobernadas en Francia. No había libertad religiosa; en Canadá, la Iglesia era un monopolio y tenía carácter misionero. Su historia está repleta de ejemplos gloriosos de valentía y de martirios, y también de una intransigencia implacable. Las explotaciones de la zona colonizada estaban agrupadas en seigneuries, una entidad que sirvió para descentralizar la responsabilidad administrativa. Así pues, las formas sociales reproducían mucho más las del Viejo Mundo que en las colonias inglesas, hasta el punto de que se creó una nobleza con títulos canadienses.
Las colonias inglesas eran muy diversas. Al estar diseminadas por casi toda la costa atlántica, presentaban una gran variedad de climas, economías y suelos. Sus orígenes reflejan un amplio abanico de motivos y métodos de fundación. No tardaron en ser un poco mixtas étnicamente, ya que a partir de 1688 empezaron a llegar emigrantes escoceses, irlandeses, alemanes, hugonotes y suizos en número considerable, si bien, durante mucho tiempo, el predominio de la lengua inglesa y el número relativamente reducido de inmigrantes de habla no inglesa permitieron que se conservara una cultura eminentemente anglosajona. Había diversidad religiosa e, incluso en 1700, una gran dosis de tolerancia religiosa, pese a que algunas de las colonias tenían una estrecha vinculación con denominaciones religiosas específicas. Todo ello hizo aumentar la dificultad para que se considerasen a sí mismas una sociedad. No contaban con un centro americano; la corona y la metrópoli eran el centro de la vida colectiva de las colonias, al igual que la cultura inglesa seguía siendo su base. Con todo, ya era evidente que las colonias de la América del Norte británica ofrecían oportunidades para un progreso que no era posible ni en la sociedad de Canadá, regulada de forma más estricta y opresiva, ni en los países de Europa.
Hacia 1700, algunas colonias ya mostraban una tendencia a tomarse cualquier libertad que tuviesen al alcance respecto al control por parte del rey. Es tentador mirar muy atrás para buscar muestras del espíritu de independencia que más tarde desempeñaría un papel tan importante en la tradición popular. De hecho, sería erróneo interpretar la historia de Estados Unidos en estos términos. Los Pilgrim Fathers («Padres Peregrinos») que desembarcaron en el cabo Cod en 1620, no fueron redescubiertos o situados en su destacada posición dentro de la mitología nacional hasta finales del siglo XVIII. Sin embargo, es cierto que querían crear una «Nueva» Inglaterra. Lo que sí puede apreciarse mucho antes que la idea de la independencia es la aparición de hechos que, en el futuro, harían más fácil pensar en términos de independencia y unidad. Uno fue la lenta consolidación de una tradición representativa durante el primer siglo de las colonias. Pese a su diversidad inicial, a principios del siglo XVIII cada colonia empezó a actuar a través de algún tipo de asamblea representativa que hablaba por sus habitantes ante un gobernador real nombrado en Londres. Algunos de estos asentamientos necesitaron cooperar con otros contra los indios en los primeros tiempos, y durante las guerras con los franceses esta cooperación fue aún más importante. Cuando los franceses perdieron a sus aliados hurones contra los colonos británicos, ayudó a crear un sentido de interés común entre las diferentes colonias (y también incitó a los ingleses a unir a sus filas a los iroqueses, los enemigos tradicionales de los hurones). También de la diversidad económica emergió una pauta de interrelación económica. Las colonias centrales y meridionales cultivaban productos de plantación, como arroz, tabaco, índigo y madera, mientras que Nueva Inglaterra construía barcos, refinaba y destilaba melazas y alcoholes de cereales, cultivaba maíz y pescaba. Había una sensación cada vez más clara, y la idea lógica, de que tal vez los americanos podrían ocuparse mejor de sus asuntos en su propio interés —incluido el de las colonias de las Indias Occidentales— que por el interés de la patria. El crecimiento económico también hacía cambiar las actitudes. En conjunto, las colonias continentales del norte de Nueva Inglaterra eran infravaloradas por la metrópoli, que incluso les tenía aversión. Compitieron en la construcción de barcos e, ilegalmente, en el comercio en el Caribe; a diferencia de las colonias dedicadas al cultivo, no producían nada que la patria desease. Además, estaban repletas de disidentes religiosos.
Durante el siglo XVIII, la América británica hizo grandes progresos en riquezas y civilización. La población colonial global había continuado creciendo y, hacia mitad de siglo, ya rebasaba el millón de personas. En la década de 1760, ya se apuntaba que las colonias continentales serían mucho más valiosas para Gran Bretaña de lo que lo habían sido las Indias Occidentales. En 1763, Filadelfia ya podía rivalizar con muchas ciudades europeas en elegancia y cultura. Aquel mismo año desapareció una gran incertidumbre, dado que Canadá había sido conquistado y, según el tratado de paz firmado ese año, sería británica. Esto cambió la opinión de muchos americanos respecto al valor de la protección proporcionada por el gobierno imperial, y también sobre la cuestión de una ulterior expansión hacia el oeste. A medida que los colonos agrícolas iban ocupando la llanura costera, se abrieron paso por la barrera montañosa y se extendieron por los valles de los ríos que había detrás, llegando al curso alto del Ohio y al noroeste. Con ello, había desaparecido el peligro de entrar en conflicto con los franceses, pero esta no fue la única consideración a la que se enfrentó el gobierno británico al ocuparse de este movimiento a partir de 1763. También había que tomar en consideración los derechos y las reacciones probables de los indios.
Oponerse a ellos conllevaría exponerse a un peligro, pero si se querían evitar las guerras con los indios refrenando a los colonos, entonces la frontera tendría que ser protegida por tropas británicas con el mismo objetivo. El resultado fue la decisión del gobierno de Londres de imponer una política territorial occidental, la cual iba a limitar la expansión, subir los impuestos en las colonias para sufragar los costes de las fuerzas defensivas e implantar un sistema comercial más severo, dejando de pasar por alto las infracciones cometidas contra él. Desafortunadamente, ello alcanzó un punto crítico en los últimos años, cuando las viejas ideas sobre la economía de las posesiones coloniales y su relación con la patria eran aceptadas sin reparos por los artífices de la política colonial.
Para entonces habían pasado dos siglos y medio desde que empezaron a fundarse los asentamientos europeos en el Nuevo Mundo. El efecto global de la expansión por las Américas en la historia europea ya había sido inmenso, pero no resulta nada fácil definirlo. Es evidente que, hacia el siglo XVIII, todas las potencias coloniales habían podido extraer algún beneficio económico de sus colonias, pese a que lo hiciesen de distintos modos. El flujo de plata hacia España era el más obvio y, por supuesto, tuvo implicaciones para la economía europea en su conjunto e incluso para Asia. Las crecientes poblaciones coloniales también ayudaron a estimular las exportaciones y las manufacturas europeas. En este sentido, las colonias inglesas fueron de la mayor importancia y marcaron el camino de un flujo creciente de personas procedentes de Europa, el cual iba a culminar en la última de las grandes migraciones humanas a este continente en el siglo XIX y comienzos del XX. También debe asociarse a la expansión colonial el enorme auge de la navegación y la construcción de barcos en Europa. Ya fuese para el transporte de esclavos, para el comercio de contrabando, para la importación y exportación legales entre la metrópoli y las colonias, o bien para la pesca, a fin de abastecer a los nuevos mercados consumidores, de esta actividad se beneficiaron tanto los constructores de barcos como los armadores y los capitanes. Se produjo un efecto gradual e incalculable. Por todo ello, es muy difícil sintetizar el efecto global que tuvo la posesión de las colonias americanas en las potencias imperialistas al comienzo de la era del imperialismo.
En cambio, podemos hablar con más confianza de la importancia cultural y política primordial que tuvo este hecho a largo plazo; el hemisferio occidental sería culturalmente europeo. Los españoles, portugueses e ingleses podían ser muy diferentes, pero presentaban versiones idénticas del mismo hecho. Todos introdujeron una variante de la civilización europea. Políticamente, ello iba a significar que, desde la Tierra del Fuego hasta la bahía de Hudson, dos continentes estarían a la larga organizados según los principios jurídicos y administrativos europeos, incluso cuando dejasen de depender de la potencia colonial. El hemisferio también sería cristiano; cuando el hinduismo o el islam finalmente hicieron su aparición allí, fue en forma de unas minorías reducidas, no como rivales de una cultura básicamente cristiana.
Más específicamente, dentro de estas generalidades tendría una gran importancia política la creciente diferenciación entre las Américas, la del Norte y la del Sur. Antes era cierto que, en términos culturales, la vida nativa de América del Norte no mostraba unos logros tan impresionantes como las civilizaciones de América Central y del Sur. Pero el colonialismo fue también un factor diferenciador. No está fuera de lugar plantear paralelismos con la Antigüedad. Las colonias de las ciudades de la antigua Grecia fueron fundadas por los estados metropolitanos como comunidades básicamente independientes, de manera similar a los asentamientos ingleses del litoral de América del Norte. Una vez fundadas, tendieron a evolucionar hacia una tímida identidad propia. El imperio español acometió el despliegue de un modelo regular de instituciones esencialmente metropolitanas e imperiales, más o menos como lo habían hecho las provincias de la Roma imperial. Tardó mucho tiempo en quedar patente que las formas básicas ya conferidas a la evolución de la América del Norte británica iban a modelar el núcleo de una futura potencia mundial. Por lo tanto, esta evolución iba a cincelar no solo la historia de América, sino la de todo el mundo. Antes de que el futuro de América del Norte quedase establecido en sus grandes directrices, debían operar dos grandes factores transformadores; los distintos entornos se revelaron cuando el continente septentrional se pobló con el movimiento hacia el oeste y por un flujo mucho mayor de inmigración no anglosajona. Sin embargo, estas fuerzas actuaron dentro y alrededor de unos moldes creados por el legado inglés, los cuales dejarían su marca en el futuro de Estados Unidos, tal como Bizancio dejó su sello en Rusia. Los países no se desprenden de sus orígenes, sino que aprenden a verlos de otro modo. A veces son los extranjeros quienes lo perciben más claramente. Por ejemplo, fue un estadista alemán quien, hacia finales del siglo XIX, observó que el rasgo internacional más importante era que Gran Bretaña y Estados Unidos hablaran el mismo idioma.

5. La nueva forma de la historia mundial
En 1776, en América comenzó la primera de una serie de rebeliones coloniales, las cuales iban a tardar varias décadas en resolverse. Además de marcar una época en la historia del continente americano, estos levantamientos proporcionan una útil perspectiva desde la que estudiar globalmente la primera fase de la hegemonía europea. También en otras partes del mundo se impuso un cierto cambio de ritmo debido a factores como la eliminación de la fuerte competencia francesa para los británicos en la India y la apertura de Australasia, el último continente descubierto y habitable, a la colonización. A finales del siglo XVIII, existe la sensación de que se cierra una era y se inicia otra. Es un buen momento para valorar la diferencia que supusieron los tres siglos anteriores en la historia del planeta.
Durante estos siglos, la conquista y la ocupación absolutas fueron la principal forma de hegemonía europea. Proporcionaron una riqueza que Europa podía usar para incrementar aún más su relativa superioridad respecto a otras civilizaciones y crearon estructuras políticas que difundieron otras formas de influencia europea. Fueron obra de unos pocos estados europeos, que eran las primeras potencias mundiales por el alcance geográfico de sus intereses, aunque no lo fueran por su fuerza: los países atlánticos, a los que la era de los descubrimientos había dado oportunidades y destinos históricos distintos a los de otros estados europeos.
Los primeros que aprovecharon estas oportunidades fueron España y Portugal, las dos únicas grandes potencias coloniales del siglo XVI. En 1763, hacía ya tiempo que habían dejado atrás su cenit, cuando se firmó la Paz de París, que puso fin a la guerra de los Siete Años. Dicho tratado fue un indicio fiel de que un nuevo orden mundial ya había reemplazado al dominado por España y Portugal. Reflejó el ascenso de Gran Bretaña en la rivalidad con Francia en ultramar, lo cual fue una preocupación para la segunda durante casi tres cuartos de siglo. El duelo no había terminado, y los franceses todavía podían tener esperanzas de que recuperarían el terreno perdido. Pese a ello, Gran Bretaña era la gran potencia imperial del futuro. Estos dos países habían eclipsado a los holandeses, cuyo imperio fue levantado, como el suyo, en el siglo XVII, en la era del declive del poder portugués y español. No obstante, España, Portugal y las Provincias Unidas aún conservaban importantes territorios coloniales y habían dejado huellas duraderas en el mapa mundial.
En el siglo XVIII, estos países se habían diferenciado por su historia oceánica tanto de los estados sin salida al mar de Europa central como de los del Mediterráneo, tan importantes en siglos anteriores. Sus especiales intereses coloniales y en el comercio ultramarino habían dado a sus diplomáticos nuevas causas y lugares por los que competir. La mayoría de los demás estados habían tardado más en reconocer lo importantes que podían ser las cuestiones de fuera de Europa, lo cual también había sucedido en ocasiones a algunos de estos cinco países. España había guerreado denodadamente (primero por los Habsburgo en Italia, después contra los otomanos y, por último, por la supremacía europea en la guerra de los Treinta Años), hasta el punto de derrochar los tesoros de las Indias en esta empresa. En su largo duelo con los británicos, los franceses siempre tuvieron más tendencia que sus rivales a desviar sus recursos hacia fines continentales. De hecho, al principio apenas se podía imaginar que las cuestiones extraeuropeas pudieran estar intrínsecamente asociadas a los intereses europeos en materia de diplomacia. Una vez que los españoles y los portugueses demarcaron sus intereses para su propia satisfacción, los demás países europeos no tuvieron de qué preocuparse. El destino de un asentamiento de hugonotes franceses en Florida, o bien el no prestar atención a la vaga reclamación de los españoles que estaba implícita en los viajes por el río Roanoke, apenas ocuparon lugar en los pensamientos de los diplomáticos europeos, y aún menos influyó en sus negociaciones. Esta situación empezó a cambiar cuando los piratas y aventureros ingleses consentidos por Isabel I empezaron a causar daños reales a las flotas y colonias españolas. A ellos pronto se unieron los holandeses, y a partir de aquel momento se hizo evidente uno de los grandes temas de la diplomacia del siglo siguiente. Tal como lo formuló un ministro francés durante el reinado de Luis XIV, «el comercio es la causa de combates perpetuos, en la guerra y en la paz, entre las naciones de Europa». Las cosas habían cambiado mucho en doscientos años.
Por supuesto, a los gobernantes siempre les habían interesado la riqueza y las oportunidades de incrementarla. Durante mucho tiempo, Venecia había defendido su comercio por medios diplomáticos, y los ingleses a menudo habían salvaguardado sus exportaciones de tejidos a Flandes mediante tratados. En general, se consideraba que solo había unos beneficios determinados que repartir y que, por lo tanto, cuando un país ganaba algo, era a expensas de otros. Pero pasó mucho tiempo antes de que la diplomacia tuviese que tomar en consideración la búsqueda de riquezas fuera de Europa. Incluso hubo un intento de segregar estos temas; en 1559, los franceses y los españoles acordaron que aquello que sus capitanes se hiciesen unos a otros «más allá de la línea» (lo cual significaba en esa época al oeste de las Azores y al sur del trópico de Cáncer), no debería tomarse como un motivo de hostilidad entre estos dos estados de Europa.
El paso a una nueva serie de premisas diplomáticas, si se puede definir de este modo, comenzó con conflictos por el comercio con el imperio español. El pensamiento de la época daba por sentado que, en las relaciones coloniales, los intereses de la potencia metropolitana siempre eran preeminentes. En la medida en que estos intereses eran económicos, se suponía que las colonias debían producir —ya fuese explotando sus recursos minerales y naturales, o por su balanza comercial con la madre patria— un beneficio neto para esta última y que, si era posible, debían ser autosuficientes, mientras sus bases comerciales le daban el dominio de ciertas zonas de tráfico internacional. Hacia 1600, ya era evidente que la reclamación de derechos sería zanjada por el poder marítimo, y desde la derrota de la Armada Invencible, el poder marítimo español había dejado de suscitar el respeto que antes imponía. Básicamente, Felipe II estaba atrapado en un dilema: la dispersión de sus esfuerzos e intereses entre Europa —donde la lucha contra los Valois e Isabel I de Inglaterra, la rebelión de los holandeses y la Contrarreforma reclamaban recursos— y las Indias, donde la seguridad podía depender solo del poder marítimo y de la satisfacción eficaz de las necesidades de los colonizadores. La opción era intentar conservar el imperio, pero usarlo para sufragar las políticas europeas. Ello suponía infravalorar las dificultades de controlar unas posesiones tan ingentes mediante la burocracia y las comunicaciones del siglo XVI. Sin embargo, un enorme y complicado sistema de navegación regular en convoy, la concentración del comercio colonial en unos pocos puertos autorizados y la protección de las escuadras por una guardia costera fueron los sistemas con que los españoles intentaron conservar la riqueza de las Indias para sí mismos.
Los holandeses fueron los primeros en mostrar claramente que estaban preparados para luchar por una parte de este botín, de modo que, antes que nada, obligaron a los diplomáticos a desviar su atención y su habilidad hacia el control de problemas del exterior de Europa. Para los holandeses, el predominio en el comercio excedía otras consideraciones. Lo que harían por conseguirlo quedó claro desde principios del siglo XVII en las Indias Occidentales, el Caribe y Brasil, donde emplearon grandes flotas contra la defensa hispano-portuguesa del principal productor de azúcar del mundo. Esto causó su único fracaso grave, ya que en 1654 los portugueses lograron desalojar a las guarniciones holandesas y recuperar el control, sin volver a ser desafiados.
Esta búsqueda de riquezas comerciales abrió una brecha en los deseos de la mayoría de los protestantes de los gobiernos ingleses del siglo XVII. En el siglo anterior, Inglaterra había sido un aliado de los rebeldes holandeses, y a Cromwell nada le hubiese gustado más que el liderazgo de una alianza protestante contra la España católica. Pero, en lugar de esto, se encontró luchando en las tres guerras angloholandesas. La primera (1652-1654) fue esencialmente una guerra comercial. Lo que estaba en juego era la decisión inglesa de imponer que las importaciones hacia Inglaterra fuesen transportadas en barcos ingleses o en barcos del país que producía los artículos. Era un intento deliberado de fomentar el transporte marítimo inglés y de situarlo en condiciones de estar a la altura de los holandeses.
Ello fue un golpe al corazón de la prosperidad holandesa; atacó su actividad transportista en Europa y, en particular, el transporte de productos bálticos. La Commonwealth tenía una buena marina y venció. La segunda guerra tuvo lugar en 1665, cuando los ingleses provocaron de nuevo a los holandeses al apoderarse de Nueva Ámsterdam. En esta guerra, los holandeses tuvieron a los franceses y a los daneses como aliados, y también contaron con lo mejor de ellos en el mar. Al firmarse la paz pudieron conseguir una reducción de las restricciones inglesas a las importaciones, aunque devolvieron Nueva Ámsterdam a los ingleses a cambio de un islote de Barbados en Surinam. Esto se decidió en el Tratado de Breda (1667), el primer acuerdo de paz europeo unilateral que hablaba tanto de la regulación de las cuestiones extraeuropeas como de las europeas. En virtud del mismo, Francia cedió las islas de las Indias Occidentales a Inglaterra y recibió a cambio el reconocimiento de su posesión del territorio de Acadia, desierto y poco atractivo, pero estratégicamente importante. Los ingleses habían hecho lo correcto; las nuevas incorporaciones caribeñas siguieron bajo la Commonwealth, siguiendo una tradición establecida cuando Jamaica fue capturada a España. Era la primera vez que Inglaterra adquiría territorios transoceánicos por conquista.
Las políticas de Cromwell se han considerado un giro decisivo hacia una política deliberadamente imperial. Pero puede que se atribuya un mérito excesivo a su visión. El regreso de los Estuardo conservó intacto gran parte del «sistema de navegación» para la protección de los transportes y del comercio colonial, además de mantener Jamaica y continuar reconociendo la nueva importancia de las Indias Occidentales. Carlos II concedió una cédula real a una nueva compañía, a la que se dio el nombre de la bahía de Hudson, para competir con el comercio de pieles que Francia llevaba a cabo en el norte y el oeste. Él y su sucesor, el en ciertos sentidos incompetente Jacobo II, por lo menos mantuvieron (pese a algunos reveses) la fuerza naval inglesa para que Guillermo de Orange pudiese disponer de ella en sus guerras con Luis XIV.
Resultaría tedioso enumerar con detalle los cambios del siglo siguiente, durante el cual el nuevo énfasis imperial, primero de la diplomacia inglesa y después de la británica, alcanzó la madurez. Una breve tercera guerra angloholandesa (que prácticamente no tuvo consecuencias importantes) en realidad no pertenece a esta época, que está dominada por la dilatada rivalidad entre Inglaterra y Francia. La guerra de la Liga Augsburgo (o la guerra del Rey Guillermo, tal como la denominan en América) supuso fuertes luchas coloniales, pero no dio lugar a grandes cambios. La guerra de Sucesión española fue muy distinta. Fue una conflagración mundial, la primera de la era moderna, y estaban en juego el destino del imperio español y también el poder de Francia. A su fin, los británicos no solo arrebataron Acadia (a partir de entonces, Nueva Escocia) y otras posesiones en el hemisferio occidental a los franceses, sino también el derecho a proporcionar esclavos a las colonias españolas y a enviar un barco al año con mercancías para comerciar con ellos.
A partir de ese momento, para la política exterior británica las cuestiones de ultramar constituyeron un aspecto de mucha más envergadura. Las consideraciones europeas importaban menos, pese al cambio de dinastía en 1714, cuando el elector de Hannover pasó a ser el primer rey de la casa Hannover en Gran Bretaña. Aunque hubo momentos delicados, la política británica siguió siendo muy coherente, inclinándose siempre hacia los objetivos de favorecer, sostener y ampliar el comercio nacional. A menudo, la mejor manera de lograrlo era procurando mantener una paz general, unas veces mediante la presión diplomática (como cuando convencieron a los Habsburgo de que retiraran un plan para que una empresa de Ostende comerciase con Asia) y otras luchando para conservar privilegios o ventajas estratégicas.
La importancia de la guerra se percibió cada vez más claramente. La primera vez que dos potencias europeas fueron a la guerra por una cuestión puramente no europea fue en 1739, cuando el gobierno británico inició hostilidades con España básicamente por el derecho de España a inspeccionar en el Caribe los navíos ingleses, o, tal como podrían haberlo expresado los españoles, por las gestiones que realizaban para proteger su imperio frente a los abusos de los privilegios para el comercio otorgados en 1713. El conflicto se recordó como la «guerra de la Oreja de Jenkins» (el órgano conservado en escabeche que su propietario mostró ante la Cámara de los Comunes, cuyo agudo patriotismo se enardeció y se sintió ultrajado al tener noticia de la supuesta mutilación causada por un guardacostas español). El conflicto pronto se mezcló con la guerra de Sucesión austríaca, con lo cual se convirtió en una lucha anglo-francesa. La paz de 1748 no supuso un cambio sustancial para las posiciones territoriales respectivas de los dos rivales, pero tampoco puso fin a las luchas en América del Norte, donde los franceses parecían estar a punto de aislar para siempre las colonias británicas del oeste americano con una línea de fuertes. El gobierno británico envió por primera vez contingentes regulares a América a fin de enfrentarse a este peligro, pero sin resultados; no fue hasta la guerra de los Siete Años cuando un ministro británico comprendió que la posibilidad de una solución final a este largo duelo existía gracias al compromiso de Francia con su aliada Austria en Europa. Una vez que los recursos británicos se distribuyeron en consecuencia, las victorias arrolladoras en América del Norte y la India dieron paso a otras en el Caribe, algunas a expensas de España. Las fuerzas británicas incluso se apoderaron de las Filipinas. Fue una guerra mundial.
En realidad, la paz de 1763 no dejó a Francia y España tan mutiladas como muchos ingleses hubiesen deseado, pero prácticamente eliminó a Francia de la competición en América del Norte y en la India. Cuando fue una cuestión de conservar o bien Canadá o bien Guadalupe, una isla productora de azúcar, una consideración a favor de quedarse con Canadá fue que los plantadores caribeños, que ya estaban bajo bandera británica, temían una competencia fruto de una producción mayor de azúcar dentro del imperio. El resultado fue un nuevo e inmenso imperio británico. En 1763, toda la mitad este de América del Norte y la costa del Golfo, hasta la desembocadura del Mississippi, eran británicas. La eliminación del Canadá francés había anulado la amenaza —o, desde el punto de vista francés, la esperanza— de un imperio galo en el valle del Mississippi, que abarcase desde el río San Lorenzo hasta Nueva Orleans, ciudad fundada por los grandes exploradores franceses del siglo XVII. Frente a la costa del continente, las Bahamas eran el enlace septentrional de una cadena de islas que iba desde las Pequeñas Antillas hasta Tobago, y todas ellas encerraban el mar Caribe. En su interior, Jamaica, Honduras y la costa de Belice eran británicas. En la paz de 1713, los británicos habían conseguido un derecho limitado a comerciar con esclavos con el imperio español, atribución que pronto llevaron mucho más allá de los límites fijados. En África había solo unos pocos emplazamientos británicos en Costa del Oro, pero eran la base de un ingente comercio de esclavos africanos. En Asia, el gobierno directo de Bengala estaba a punto de ofrecer un punto de partida a la fase territorial de la expansión británica en la India.
La supremacía imperial británica se basaba en su dominio en el mar. Sus orígenes más remotos podían encontrarse en los barcos construidos por Enrique VIII, que eran unos de los mayores navíos de guerra de la época (el Harry Grâce à Dieu llevaba 186 cañones), pero este inicio tan temprano no tuvo continuidad bajo el reinado de Isabel I. Sus capitanes, que contaban con escasa financiación de la corona y de inversores comerciales, crearon una tradición bélica y también unos barcos mejores con los beneficios de las operaciones contra España. Nuevamente, con los primeros reyes Estuardo declinaron el interés y los esfuerzos. La administración real no podía permitirse construir barcos (de hecho, pagar los nuevos fue una de las causas de los impuestos reales que enfurecieron al Parlamento). Irónicamente, fue bajo la Commonwealth cuando surgió un interés verdadero y sostenido por el poder naval que constituyó la base de la Marina Real del futuro. Para entonces, ya se había comprendido claramente la asociación entre la superioridad holandesa en la marina mercante y su poder naval, y el resultado fue el Acta de Navegación, que provocó la primera guerra angloholandesa. Una fuerte marina mercante ofreció la cantera de marineros para los barcos de guerra y el flujo comercial cuya tributación en las aduanas iba a financiar el mantenimiento de los barcos de guerra especializados. Pero una marina mercante fuerte solo se podía construir transportando las mercancías de otros países; de ahí la importancia de competir, si era necesario con armas de fuego, y de irrumpir en zonas reservadas, como el comercio de España con América.
Entre los siglos XV y XIX, las máquinas que se desarrollaron para luchar en esta competición experimentaron una constante mejora y especialización, pero no unos cambios revolucionarios. Una vez que se hubo adoptado el aparejo cuadrado y que se hubieron instalado los cañones en los costados de los barcos, la forma esencial de estos ya estaba determinada, si bien el diseño individual podía marcar diferencias en cuanto a dar superioridad en navegación; Francia normalmente construyó barcos mejores que Gran Bretaña durante el duelo entre los dos países en el siglo XVIII. Dos siglos antes, y por influencia inglesa, los barcos ganaron longitud en proporción a su manga. La altura relativa del castillo de popa y de la popa sobre el puente se redujo durante este período. Las armas de bronce alcanzaron un alto nivel de desarrollo ya a principios del siglo XVII; a partir de entonces, las armas evolucionaron con mejoras del diseño y de la precisión y potencia del proyectil. Hubo dos innovaciones significativas en el siglo XVIII: la carronada, un cañón de hierro de corto alcance pero de gran calibre y balas pesadas que incrementaba enormemente la potencia de los barcos, incluso de los pequeños, y un mecanismo de disparo que incorporaba una llave de pedernal, la cual posibilitaba un control más preciso de las armas.
La especialización de la función y del diseño entre navíos de guerra y barcos mercantes ya estaba aceptada a mediados del siglo XVII, aunque la línea divisoria aún era algo difusa debido a la existencia de barcos más antiguos y por la práctica de la piratería. Era una manera de conseguir poder naval de manera barata. En tiempos de guerra, los gobiernos autorizaban a los capitanes privados o a sus tripulaciones a apropiarse de una parte de la carga del enemigo, logrando así un beneficio con las presas que capturaban. Era una forma de piratería regulada, y los corsarios ingleses, holandeses y franceses operaron en distintas épocas y con gran éxito contra los comerciantes de los demás países. La primera gran guerra por la piratería fue la que entablaron los franceses bajo el reinado del rey Guillermo, sin conseguir los resultados deseados, contra los ingleses y holandeses.
Otras innovaciones del siglo XVII fueron de carácter táctico y administrativo. Se formalizó la señalización, y la Marina Real inglesa elaboró las primeras Instrucciones para el combate. Adquirió importancia el reclutamiento; en Inglaterra apareció la obligatoriedad (los franceses impusieron el servicio militar obligatorio en las provincias marítimas). De esta manera se formaba la tripulación de las grandes flotas, y se hizo evidente que, en igualdad de condiciones, y teniendo en cuenta los daños limitados que se podían causar, incluso con armas pesadas, al final el número de efectivos solía ser decisivo.
Desde el período inicial de desarrollo en el siglo XVII, surgió una supremacía naval que iba a durar más de dos siglos y a sustentar una pax britannica de ámbito mundial. La competencia de los holandeses decayó cuando la república se desplomó bajo el peso de la defensa de su independencia en tierra contra los franceses. El rival marítimo importante de los ingleses era Francia, y en esto puede verse que, a finales del reinado del rey Guillermo, se había rebasado un punto decisivo. Para entonces, los franceses ya habían solucionado el dilema de ser grandes en tierra o en el mar, inclinándose por la primera opción. A partir de ese momento, la promesa de una supremacía naval francesa no iba a resurgir, pese a que los constructores y capitanes franceses aún iban a lograr victorias con su habilidad y coraje. Los ingleses no tenían tantas distracciones respecto a su poder oceánico; solo debían conservar sus aliados continentales, con lo que no necesitaban mantener grandes ejércitos. Pero en ello influyó algo más que una simple concentración de recursos. La estrategia marítima británica también evolucionó de una manera muy distinta a la de otras potencias navales. Aquí, la pérdida de interés por la marina en la Francia de Luis XIV fue relevante, ya que se produjo después de que los ingleses infligieran una estrepitosa derrota en una rápida acción en 1692, la cual desacreditó a los almirantes franceses. Fue la primera de numerosas victorias que revelaron una comprensión de la realidad estratégica de que el poder naval era en última instancia una cuestión de dominar la superficie del mar de manera que los barcos aliados pudiesen moverse con seguridad por ella y que los barcos enemigos no pudiesen hacerlo. La clave para este objetivo deseable era la neutralización de la flota del enemigo. Mientras esta estuviese en el mar, habría peligro. Así pues, la derrota inicial de la flota del enemigo en la batalla se convirtió en el objetivo supremo de los comandantes de la marina británica durante todo un siglo, a lo largo del cual la Marina Real desplegó un dominio casi ininterrumpido de los mares y una formidable tradición ofensiva.
La estrategia naval alimentó las iniciativas imperiales tanto indirecta como directamente, porque hizo cada vez más necesaria la adquisición de bases desde las cuales las escuadras pudiesen operar. Ello fue particularmente importante para la construcción del imperio británico. A finales del siglo XVIII, este imperio también iba a sufrir la pérdida de gran parte de su territorio colonizado, y ello pondría aún más de relieve el hecho de que, fuera del Nuevo Mundo, y todavía en 1800, la hegemonía de Europa era una cuestión de asentamientos comerciales, plantaciones y bases isleñas, y del control del transporte por mar, y no de una ocupación de grandes territorios.
En menos de tres siglos con esta forma de imperialismo, aunque limitada, se revolucionó la economía mundial. Antes de 1500, había cientos de economías más o menos independientes y autosuficientes, algunas de ellas unidas por el comercio. América y África eran casi desconocidas para Europa, y Australasia lo era por completo; la comunicación dentro de estos territorios era escasa en proporción a su enorme extensión, y había un reducido flujo de productos comerciales desde Asia hasta Europa. En torno a 1800, había aparecido una red mundial de intercambios. Incluso Japón formaba parte de ella, y el África central, aunque seguía siendo misteriosa y desconocida, intervenía en ella por medio del esclavismo y de los árabes. Los dos primeros antecedentes, ambos sorprendentes, fueron el desvío del comercio de Asia con Europa hacia rutas marítimas dominadas por los portugueses y el flujo de oro y plata desde América hacia Europa. Sin estas corrientes, sobre todo la de plata, seguramente no habría podido existir un comercio con Asia, puesto que allí no se valoraba prácticamente nada de lo que se producía en Europa. Quizá en esto radicó la mayor importancia del oro y la plata de las Américas, cuyo flujo alcanzó su punto álgido a finales del siglo XVI y en las primeras décadas del XVIII.
Aunque la nueva abundancia de metales preciosos fue el primer efecto económico y el más evidente de la nueva interacción de Europa con Asia y América, fue menos importante que el incremento general del comercio, del cual formaban parte los esclavos procedentes de África que se enviaban al Caribe y a Brasil. Los barcos esclavistas normalmente hacían el viaje de regreso desde las Américas cargados con los productos coloniales, que se fueron convirtiendo en artículos de primera necesidad en Europa. En el Viejo Continente, primero Ámsterdam y después Londres superaron a Amberes como puertos comerciales, en gran medida debido al enorme crecimiento del comercio de reexportación de artículos coloniales que eran transportados por barcos holandeses e ingleses. En torno a estos flujos comerciales centrales proliferaron numerosas ramas que, a su vez, dieron lugar a especializaciones y a otras ramificaciones. La construcción de barcos, los textiles y, más tarde, servicios financieros como los seguros, prosperaron a la vez, compartiendo las consecuencias de una enorme expansión en el volumen del transporte. En la segunda mitad del siglo XVIII, el comercio oriental constituía una cuarta parte del volumen total del comercio exterior holandés, y, durante ese siglo, se triplicó el número de barcos enviados desde Londres por la Compañía de las Indias Orientales. Además, estos barcos fueron mejorados en diseño, transportaban cargas mayores y eran tripulados por menos hombres que los de épocas anteriores.
Las consecuencias materiales de la nueva vinculación de Europa con el mundo son mucho más fáciles de medir que las consecuencias de otra índole. La dieta europea seguía siendo una de las más variadas del planeta, y ello ya era así a comienzos de la era moderna. Tan solo la llegada de tabaco, café, té y azúcar provocó un cambio en los gustos, las costumbres y la administración doméstica. La patata iba a cambiar las vidas de muchos países al dar sustento a poblaciones más numerosas que las anteriores. Y la farmacopea europea fue ampliada con numerosos medicamentos, procedentes sobre todo de Asia.
Más allá de los efectos materiales, es difícil avanzar. La interacción de los nuevos conocimientos sobre el mundo con la mentalidad europea es particularmente difícil de concretar. La mentalidad cambiaba, tal como lo atestigua el gran incremento del número de libros sobre los descubrimientos y los viajes hacia Oriente y hacia Occidente ya en el siglo XVI. Se puede afirmar que los estudios orientales se fundaron como una ciencia en el siglo XVII, si bien los europeos no empezaron a mostrar el impacto del conocimiento de la antropología de otros pueblos hasta finales de dicho siglo. Estos progresos se vieron intensificados en el despliegue de sus efectos por el hecho de que tuvieron lugar en una época en que existía la imprenta, y ello hace que la novedad del interés por el mundo de fuera de Europa resulte difícil de evaluar. Sin embargo, hacia principios del siglo XVIII había indicios de un importante impacto intelectual a un nivel profundo. Las descripciones idílicas de salvajes que vivían una vida moral sin la ayuda del cristianismo, hicieron reflexionar. El filósofo inglés John Locke utilizó pruebas de otros continentes para demostrar que los humanos no compartían ninguna idea innata revelada por Dios. En particular, una imagen idealizada y sentimentalizada de China ofrecía ejemplos para especular sobre la relatividad de las instituciones sociales, mientras que la penetración de la literatura china (impulsada notablemente por los estudios de los jesuitas) revelaba una cronología cuya extensión dejaba en nada los cálculos tradicionales de la fecha del diluvio descrito en la Biblia como el segundo inicio de la humanidad.
A medida que sus productos fueron más accesibles, China también hizo que, en el siglo XVIII, en Europa se pusiesen de moda los estilos orientales en los muebles, la porcelana y la vestimenta. Como influencia artística e intelectual, esta moda ha sido más evidente que la perspectiva más profunda aportada a la observación de la vida europea por el conocimiento de diferentes civilizaciones con distintos valores en todo el mundo. Pero así como las comparaciones pueden haber tenido aspectos inquietantes, al revelar que tal vez Europa tenía menos motivos de orgullo por su actitud hacia otras religiones que China, había otros, sugeridos por proezas como las de los conquistadores, que alimentaban la idea de los europeos de su superioridad.

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El impacto de Europa en el mundo tampoco es más fácil de sintetizar en unas simples fórmulas que el del mundo en Europa, pero, por lo menos en algunas de sus manifestaciones, es más espectacularmente obvio. Es un hecho pésimo que casi en ningún lugar del mundo la mayoría de las personas de países no europeos se puede decir que se beneficiasen materialmente de la primera fase de la expansión europea; lejos de ello, muchos sufrieron terriblemente. Sin embargo, no fue siempre algo de lo que haya que acusar a los europeos, a menos que se desee culparles por estar allí. En una época sin conocimientos sobre las enfermedades infecciosas salvo los más elementales, el impacto devastador de la viruela o de otras enfermedades llevadas de Europa a América no se podía prever, pero fue desastroso. Se calcula que la población de México se redujo en tres cuartas partes en el siglo XVI, y que la de algunas islas caribeñas fue exterminada.
Por otra parte, hechos como la explotación implacable de aquellos que sobrevivieron, cuya mano de obra tenía un gran valor tras este desastre demográfico, son una cuestión muy distinta. Aquí se expresa el leitmotiv del sometimiento y de la dominación que aparece en casi cada ejemplo del impacto inicial de Europa en el resto del mundo. Distintos entornos coloniales y distintas tradiciones europeas presentan pequeñas gradaciones de opresión y explotación. No todas las sociedades coloniales se basaban en los mismos extremos de brutalidad y horror, pero todas están manchadas. La riqueza de las Provincias Unidas y su magnífica civilización del siglo XVII se alimentaban de unas raíces que, por lo menos en las islas de las especias y en Indonesia, crecían en un suelo ensangrentado. Mucho antes de que la expansión por América del Norte llegase al oeste de los Allegheny, las breves buenas relaciones de los primeros colonos ingleses de Virginia con los «pieles rojas» se habían agriado, y empezaron el exterminio y el desahucio. Aunque las poblaciones de la América española habían estado protegidas en cierta medida por el Estado de los peores abusos del sistema de las encomiendas, en su mayor parte quedaron reducidas a la esclavitud, mientras se emprendían determinadas acciones (por los más altos motivos) para destruir su cultura. En África meridional, el destino de los hotentotes, y en Australia el de los aborígenes, reiterarían la lección de que la cultura europea podía devastar a todos aquellos a quienes tocaba, excepto si contaban con la protección de civilizaciones antiguas y avanzadas, como las de la India o China. Incluso en estos grandes países se causarían grandes daños, y no podrían resistir a los europeos si estos decidían llevar fuerzas suficientes. Con todo, fueron las colonias creadas las que mostraron más claramente la pauta del dominio.
Durante un largo período, la prosperidad de muchas colonias dependió del comercio de esclavos africanos, cuya importancia económica ya se ha comentado. Desde el siglo XVIII, ha obsesionado a críticos que han visto en este comercio el ejemplo más brutal de la inhumanidad del hombre hacia el hombre, ya fuese del blanco hacia el negro, del europeo hacia el no europeo o del capitalista hacia el trabajador. Ha dominado por completo la historiografía de la expansión de Europa y de la civilización de América, ya que fue un factor destacado en ambas. Debido a su trascendencia en la configuración de buena parte del Nuevo Mundo, ha desviado la atención —lo cual es mucho menos útil— de otras formas de esclavitud de otros tiempos, o incluso destinos diferentes de la esclavitud, como el exterminio, deliberado o no, que se impuso a otros pueblos.
Los mercados de las colonias del Nuevo Mundo dominaron la dirección del comercio de esclavos hasta su abolición, en el siglo XIX. Primero en las islas del Caribe, y más tarde en el continente americano, al norte y al sur, los traficantes de esclavos encontraron sus clientes más fiables. Los portugueses, que al principio habían dominado este comercio, pronto fueron apartados del Caribe por los holandeses, y más tarde por los «lobos de mar» de Isabel I. Pero los capitanes portugueses pasaron a llevar esclavos a Brasil a lo largo del siglo XVI. A comienzos del siglo siguiente, los holandeses fundaron su Compañía de las Indias Occidentales para asegurar un abastecimiento regular de esclavos a dicha zona, pero hacia 1700 su dominio les había sido arrebatado por traficantes franceses e ingleses que habían fundado puestos en la «costa de los esclavos» de África. Juntos, sus esfuerzos enviaron a entre nueve y diez millones de esclavos negros al hemisferio occidental, un 80 por ciento de ellos después de 1700. El siglo XVIII conoció la mayor prosperidad en este comercio. En aquella centuria se embarcaron unos seis millones de esclavos. Puertos europeos como Bristol y Nantes vivieron una nueva era de riqueza comercial gracias a la esclavitud. Se ocuparon nuevas tierras cuando la mano de obra negra hizo posible trabajarlas. La producción a mayor escala de nuevos cultivos supuso, a su vez, grandes cambios para la demanda, las manufacturas y los patrones de comercio europeos. Racialmente, también perviven los resultados.
Lo que ha desaparecido y nunca podrá medirse es la miseria humana que existió, no tan solo en la dureza física (un negro solo vivía unos pocos años en una plantación de las Indias Occidentales aunque sobreviviese a las horribles condiciones del viaje), sino también en las tragedias psicológicas y emocionales de esta enorme migración. Los historiadores aún debaten si la esclavitud «civilizó» a los negros de las Américas al ponerles en contacto, quisieran o no, con civilizaciones más avanzadas, o si les hizo retroceder a una dependencia casi infantil. La cuestión parece tan insoluble como incalculable es el grado de crueldad empleado. Por un lado, hay pruebas de los grilletes y del poste para azotar, y, por otro, la reflexión de que estos también eran habituales en la vida en Europa y que, a priori, el propio interés debía haber llevado a los plantadores a cuidar de sus inversiones. Sin embargo, las rebeliones eran frecuentes excepto en Brasil, hecho que también debe ser considerado. Seguramente, el debate no tendrá fin.
Aún resulta más difícil calcular los daños prácticamente no registrados en África, ya que las pruebas están aún más sujetas a conjeturas. La pérdida demográfica evidente (según apuntan algunos) pudo verse equilibrada por la introducción en África de nuevos productos alimenticios procedentes de América. Es posible que estas consecuencias de un contacto con Europa determinado por la búsqueda de esclavos, en realidad diesen lugar a un incremento de la población, pero tal hipótesis apenas puede ratificarse habida cuenta de los efectos tampoco mesurables de las enfermedades importadas.
Cabe destacar el hecho de que, durante mucho tiempo, el comercio de esclavos africanos no despertase recelos como los que habían mostrado algunos eclesiásticos españoles en defensa de los indios americanos, y los argumentos que algunos cristianos esgrimían ante cualquier restricción de este tráfico aún conservan cierta fascinación espantosa. Los sentimientos de responsabilidad y culpa no empezaron a ser compartidos ampliamente hasta el siglo XVIII, básicamente en Francia e Inglaterra. Una expresión de los mismos fue el uso por parte de los británicos de una posesión adquirida en 1787, Sierra Leona; fue adoptada por los filántropos como refugio para esclavos africanos liberados en Inglaterra. En el siglo siguiente, al existir una coyuntura política y económica favorable, la corriente de los sentimientos comunes educados por un pensamiento humanitario destruiría la trata de esclavos y, en el mundo europeo, la esclavitud. Pero aquí entraríamos en una temática diferente. En el despliegue del poder de Europa por el mundo, la esclavitud fue un destacado factor social y económico. También se convertiría en un factor mítico, que simbolizaría en su momento álgido el triunfo de la fuerza y de la codicia sobre la humanidad. Tristemente, también fue la única expresión excepcional de un dominio general por la fuerza de sociedades avanzadas sobre sociedades más débiles.
Algunos europeos lo reconocían y, pese a ello, opinaban que cualquier mal causado era superado por lo que ellos ofrecían al resto del mundo, sobre todo por difundir el cristianismo. Una bula del papa Pablo III, el pontífice que convocó el Concilio de Trento, proclamaba que «los indios verdaderamente son hombres y... no solo son capaces de comprender la fe católica, sino que, según nuestras informaciones, tienen un deseo extremo de recibirla». Tal optimismo no era meramente una expresión del espíritu de la Contrarreforma, dado que el impulso misionero ya existía desde el inicio de las conquistas españolas y portuguesas. La labor misionera de los jesuitas comenzó en Goa en 1542, y desde allí se expandió por todo el océano Índico y el sudeste de Asia, llegando hasta Japón. Al igual que otras potencias católicas, los franceses también concedieron importancia a la obra misionera, incluso en zonas donde Francia no intervenía económica o políticamente. No obstante, en los siglos XVI y XVII se dio un nuevo impulso a las iniciativas misioneras, el cual puede considerarse un efecto reforzador de la Contrarreforma. Por lo menos formalmente, la cristiandad romana acogió a más conversos y mayores extensiones territoriales en el siglo XVI que en cualquier época anterior. Es más difícil evaluar lo que esto significó realmente, pero la escasa protección que los nativos americanos recibieron la proporcionó la Iglesia católica, cuyos teólogos mantenían viva —aunque débilmente en ciertas épocas— la única noción de confianza hacia los pueblos subyugados que existió en la teoría imperial primigenia.
El protestantismo se quedó muy atrás en cuanto a su preocupación por los nativos de las colonias, y también en la labor misionera. Los holandeses apenas hicieron nada, y los colonos angloamericanos no solo no convirtieron, sino que incluso esclavizaron a algunos de sus vecinos nativos (los cuáqueros de Pensilvania fueron una loable excepción). Los orígenes de los grandes movimientos misioneros anglosajones de ultramar no se detectan hasta finales del siglo XVII. Además, incluso en la aportación del Evangelio al mundo, cuando se produjo, hubo una trágica ambigüedad. También fue una exportación europea con un enorme potencial corrosivo, que desafiaba y socavaba las estructuras e ideas tradicionales, amenazando la autoridad social y jurídica, y las instituciones morales, la familia y las pautas del matrimonio. Los misioneros, a menudo sin quererlo, se convirtieron en instrumentos del proceso de dominio y subyugación paralelo a la historia de las relaciones de Europa con el resto del mundo.
Tal vez no hubo nada que los europeos llevasen con ellos que al final no se convirtiese en una amenaza, o por lo menos en un arma de doble filo. Las plantas comestibles que los portugueses llevaron de América a África en el siglo XVI —la mandioca, el boniato o el maíz— tal vez mejoraron la dieta africana, pero (se ha afirmado) pudieron provocar un crecimiento de la población que desembocó en una alteración social y en trastornos. Por otra parte, las plantas llevadas a las Américas fundaron nuevas industrias que originaron una demanda de esclavos; el café y el azúcar fueron artículos de este tipo. Más al norte, los colonos británicos que cultivaban trigo no necesitaban esclavos, pero intensificaron la demanda de tierras e incrementaron la presión que empujaba a los colonos a las tierras de caza ancestrales de los indios, los cuales fueron apartados cruelmente de su camino.
Las vidas de generaciones futuras —cuando se empezaron a hacer estos trasplantes— iban a ser modeladas por estos, y en este punto es útil adoptar una perspectiva más amplia en lugar de limitarnos a 1800. Con el paso del tiempo, el trigo iba a convertir el hemisferio occidental en el granero de las ciudades de Europa; en el siglo XX, incluso Rusia y algunos países de Asia recurrían a él. En el siglo XVI, los españoles ya habían implantado una industria vinícola floreciente en Madeira y en América. Cuando los plátanos hubieron llegado a Jamaica, el café a Java y el té a Ceilán, se habían sentado las bases para la política del futuro. Además, todos estos cambios se vieron complicados en el siglo XIX por variaciones en la demanda, ya que la industrialización aumentó la necesidad de viejos productos básicos, como el algodón (en 1760, Inglaterra importó más de 1.100 toneladas de algodón en rama, y en 1837 la cifra era de 163.000 toneladas), y en ocasiones creó otros; una consecuencia de ello fue que el caucho se trasplantó con éxito de América del Sur a la península malaya e Indochina, un cambio de una gran significación estratégica para el futuro.
El alcance de tales implicaciones para el futuro en los primeros siglos de hegemonía europea se pone claramente de relieve más adelante. En este punto, solo es importante señalar otra característica —repetida a menudo— de este modelo: su carácter casual, no planificado. Fue la amalgama de numerosas decisiones individuales, tomadas, comparativamente, por unos pocos hombres. Incluso sus más inocentes innovaciones podían tener unas consecuencias explosivas. Merece la pena subrayar que la importación de dos docenas de conejos, en 1859, es lo que provocó la devastación de gran parte de la Australia rural, causada por millones de ellos al cabo de unas décadas. De manera similar, pero a una escala menor, las Bermudas sufrieron una plaga de sapos ingleses.
No obstante, las importaciones conscientes de animales fueron aún más importantes (la primera respuesta a la plaga de los conejos en Australia fue mandar a buscar armiños y comadrejas inglesas; una respuesta mejor llegaría más adelante con la mixomatosis). Casi todas las especies de animales domesticados europeos se habían extendido a las Américas en 1800. Los más importantes eran el ganado vacuno y los caballos. Ambos iban a revolucionar la vida en las Grandes Llanuras indias. Más tarde, tras la llegada de los barcos refrigeradores, los europeos convirtieron América del Sur en un gran exportador de carne; Australasia también lo sería tras la introducción de la oveja, que los ingleses habían importado a su vez inicialmente de España. Y, por supuesto, los europeos también llevaron su dotación genética humana. Al igual que los británicos en América, durante mucho tiempo los holandeses no fomentaron la mezcla de razas. En cambio, en América Latina, Goa y la África portuguesa los efectos fueron profundos. También lo fueron en la América del Norte británica, pero de una manera distinta y negativa; allí, los matrimonios mixtos entre razas no fueron significativos, y la coincidencia casi exacta del color y del estatus jurídicamente servil dio como herencia para el futuro un enorme legado de problemas políticos, económicos, sociales y culturales.
La creación de amplias poblaciones coloniales modeló el mapa futuro, pero también supuso problemas de gobierno. Las colonias británicas casi siempre tuvieron alguna forma de institución representativa que reflejaba la tradición y la práctica parlamentarias, mientras que Francia, Portugal y España siguieron un sistema institucional estrictamente autoritario y monárquico. Ninguno de ellos preveía ningún tipo de independencia para sus colonias, ni la necesidad de salvaguardar sus intereses contra los de la madre patria, tanto si estos se consideraban fundamentales como complementarios. Al final, esto iba a causar problemas, y hacia 1763, por lo menos en las colonias británicas de América del Norte había indicios de que la situación podía ser por el estilo de las luchas inglesas del siglo XVII entre la corona y el Parlamento. Además, en sus luchas con otros países, incluso cuando sus gobiernos no estaban formalmente en guerra con ellos, los colonos siempre mostraron un agudo sentido de sus propios intereses. Cuando los holandeses y los ingleses se aliaron formalmente contra Francia, sus navegantes y comerciantes continuaron luchando entre ellos «más allá de la línea».
Sin embargo, los problemas del gobierno imperial del siglo XVIII fueron en gran medida una cuestión del hemisferio occidental. Allí es donde habían ido los colonos. En otras partes del mundo, en 1800, incluso en la India, el comercio aún se valoraba más que las posesiones, y muchas zonas importantes todavía tenían que sentir el pleno impacto de Europa. En una fecha tan tardía como 1789, la Compañía de las Indias Orientales británica enviaba solo veintiún barcos al año a Cantón; a los holandeses se les permitía enviar dos navíos al año a Japón. En esa época, Asia central solo era accesible por las largas rutas terrestres usadas en tiempos de Gengis Kan, y los rusos aún estaban lejos de ejercer una influencia efectiva en el hinterland. África estaba protegida por el clima y las enfermedades. Los descubrimientos y las exploraciones aún debían completar el mapa del continente antes de que la hegemonía europea fuese una realidad.
En el Pacífico y en los «mares del Sur», las cosas iban más rápido. El viaje de Dampier, un hombre de Somerset, en 1699, inició la integración de Australasia, un continente desconocido, dentro de la geografía conocida, pese a que esta integración duró todo un siglo. Al norte, la existencia del estrecho de Bering había sido confirmada en 1730. Los viajes de Bougainville y Cook, en las décadas de 1760 y 1770, añadieron Tahití, Samoa, la Australia oriental, Hawai y Nueva Zelanda al último Nuevo Mundo que quedaba por conocer. Cook incluso se adentró en el círculo polar antártico. En 1788, el primer cargamento de presidiarios, con 717 hombres, desembarcó en Nueva Gales del Sur. Los jueces británicos reclamaban un nuevo mundo penal para equilibrar la balanza del viejo, ya que las colonias americanas habían dejado de ser un destino al que enviar a los indeseables ingleses, y casualmente encontraron otro país nuevo. Y, lo que fue más importante, unos años después llegaron las primeras ovejas, con lo que se fundó la industria que debía asegurar el futuro del país. Junto con animales, aventureros y haraganes, también el Evangelio llegó al Pacífico Sur. En 1797 llegaban a Tahití los primeros misioneros. Con ellos, debe reconocerse por fin la difusión de la bendición de la civilización europea, por lo menos en forma embrionaria, a todos los rincones del mundo habitable.

6. Viejas y nuevas ideas
La esencia de la civilización que Europa estaba exportando al resto del mundo residía en las ideas. Los límites que estas imponían y las posibilidades que ofrecían moldearon la manera en que esta civilización actuaba, su estilo y el modo en que se veía a sí misma. Y, lo que es más, pese a que el siglo XX les ha causado grandes daños, las principales ideas bosquejadas por los europeos entre 1500 y 1800 aún proporcionan la mayoría de los puntos de referencia por los que nos guiamos en nuestro camino. En aquella época se dio a la cultura europea unos fundamentos laicos; también fue entonces cuando se implantó la noción del desarrollo histórico como un movimiento hacia una cumbre en la que los europeos creían que se hallaban. Por último, fue en ese momento cuando se consolidó la confianza en que el conocimiento científico usado de acuerdo con unos criterios utilitarios haría posible un progreso ilimitado. En suma, la civilización de la Edad Media concluyó por fin en la mente de los pensadores.
Pese a todo esto, las cosas raramente suceden de manera limpia y tajante en la historia, y pocos europeos eran conscientes de este cambio hacia 1800. En dos siglos se habían producido pocos movimientos en la manera en que la mayoría de las personas pensaban y se comportaban. Aquel año, las instituciones tradicionales de la monarquía, la sociedad de estatus hereditario y la religión todavía mantenían su dominio sobre millones de personas. Solo cien años antes, no había habido ningún matrimonio civil en toda Europa, y aún no se celebraban en gran parte de ella. Apenas veinte años antes de 1800, el último hereje había ardido en la hoguera en Polonia, e, incluso en Inglaterra, un monarca del siglo XVIII creía, al igual que los reyes medievales, que podía curar la escrófula con su simple contacto. En realidad, en algunos sentidos el siglo XVII supuso una regresión. Tanto en Europa como en América del Norte hubo una oleada de caza de brujas, la cual fue mucho más extensa que las de la Edad Media (Carlomagno condenó a muerte a personas que habían quemado a brujas, y la ley canónica prohibía creer en los vuelos nocturnos y en otras supuestas actividades de las brujas). Pero tampoco este fue el final de la superstición. La última hechicera inglesa fue acosada hasta la muerte por sus vecinos mucho después de 1700, y un suizo protestante fue ejecutado legalmente por sus compatriotas por brujería en 1782. El culto napolitano de san Genaro todavía conservaba importancia política en la era de la Revolución francesa, porque se creía que el hecho de que la sangre del santo se licuase o no indicaba la conformidad o disconformidad divina con la actuación del gobierno. La criminología era aún bárbara. Algunos crímenes se consideraban tan atroces como para merecer un castigo de una crudeza excepcional; el asesino de Enrique IV de Francia y la persona que intentó matar a Luis XV sufrieron unos tormentos terribles por ser considerados parricidas. El segundo murió a causa de esta tortura en 1757, solo unos pocos años antes de la publicación de la petición más influyente que nunca se ha escrito de una reforma penal. La pátina de modernidad del siglo XVIII puede engañarnos fácilmente; en sociedades que producen un arte de un refinamiento exquisito y que dan ejemplos notables de caballerosidad y honor, las diversiones populares se basan en el placer de presenciar luchas de perros contra un oso, peleas de gallos o decapitaciones de ocas.
La cultura popular es a menudo la que muestra más claramente el peso del pasado, pero, hasta casi el final de estos tres siglos, gran parte del aparato formal e institucional que sostenía el pasado también se conservaba intacto en gran parte de Europa. A los ojos actuales, el ejemplo más sorprendente sería la primacía de que aún gozaba la religión organizada en el siglo XVIII en casi toda Europa. En todos los países, tanto los católicos y protestantes como los ortodoxos, incluso los reformadores eclesiásticos daban por sentado que la religión debía estar respaldada y protegida por la ley y por el aparato coercitivo del Estado. Solo unos pocos pensadores avanzados ponían en duda este hecho. En gran parte de Europa, todavía no se toleraban posturas distintas de las establecidas por la Iglesia. El juramento de coronación que pronunciaba el rey francés le imponía la obligación de erradicar la herejía, y hasta 1787 los franceses no católicos no obtuvieron el reconocimiento de su estatus civil y, por tanto, el derecho a legitimar a sus hijos contrayendo matrimonio legal. En los países católicos, la censura, si bien distaba mucho de ser efectiva, todavía se esforzaba por evitar la difusión de textos contrarios a las creencias cristianas y a la autoridad de la Iglesia. Pese a que el espíritu de la Contrarreforma había decaído y los jesuitas habían sido disueltos, el índice de libros prohibidos y la Inquisición que lo había elaborado persistían. En todas partes, las universidades estaban en manos de los eclesiásticos; incluso en Inglaterra, Oxford y Cambridge cerraban sus puertas a los disidentes inconformistas y a los católicos. Además, la religión determinaba en gran medida el contenido de sus enseñanzas y definía qué estudios impartían.
Es cierto que el tejido institucional de la sociedad también mostraba el comienzo de la innovación. Una de las razones por las cuales las universidades perdieron importancia durante estos siglos es que dejaron de monopolizar la vida intelectual de Europa. A partir de mediados del siglo XVII, en muchos países y bajo los patrocinios más elevados, aparecieron academias y sociedades científicas, como la Royal Society de Londres, constituida en 1662, o la Académie des Sciences de París, fundada cuatro años después. En el siglo XVIII, este tipo de asociaciones se multiplicaron rápidamente. Llegaron a las poblaciones pequeñas, donde eran fundadas con unos objetivos especiales y más limitados, como el fomento de la agricultura. Se observaba un gran movimiento de socialización voluntaria; fue más visible en Inglaterra y en Francia, pero fueron pocos los países de Europa occidental donde no apareció. Los clubs y sociedades de todo tipo son una característica de una época que no se contentaba con agotar su potencial en las instituciones sociales del pasado, y en ocasiones llamaron la atención del gobierno. Algunas de ellas no tenían la pretensión de tener como único fin las actividades literarias, científicas o agrícolas, sino que daban lugar a reuniones o puntos de encuentro en que las ideas generales se debatían, se discutían o, simplemente, eran objeto de charlas. De esta manera, propiciaron la circulación de ideas nuevas. Entre estas asociaciones, la más notable fue la hermandad internacional de francmasones. Fue introducida desde Inglaterra en la Europa continental en la década de 1720, y al cabo de medio siglo ya estaba ampliamente extendida; para 1789, ya había quizá más de un cuarto de millón de masones. Más tarde serían objeto de calumnias; se propagó el mito de que, desde hacía tiempo, tenían objetivos revolucionarios y subversivos. Ello no es cierto de la entidad en su conjunto, pese a que pudo serlo respecto a ciertos masones en particular, pero es fácil creer que, en la medida en que las logias masónicas, al igual que otras reuniones, ayudaban a hacer públicas y a debatir las ideas nuevas, contribuyeron a romper el hielo de la tradición y la convención.
Por supuesto, la creciente circulación de ideas e información no reposaba básicamente en estas reuniones, sino en la difusión de textos escritos gracias a la imprenta. Una de las transformaciones cruciales de Europa a partir de 1500 fue que empezó a estar más alfabetizada; hay quien ha sintetizado este cambio como el paso de una cultura centrada en la imagen a otra basada en la palabra. Leer y escribir (sobre todo leer), aunque no eran algo universalmente difundido, eran capacidades extendidas y, en algunos lugares, frecuentes. Habían dejado de ser el privilegio y el conocimiento arcano de una reducida élite, y también habían dejado de ser algo misterioso por estar íntima y especialmente ligados a los ritos religiosos.
Al valorar este cambio, podemos salir un poco del reino de los imponderables y entrar en el de los datos mensurables, el cual muestra que, de algún modo, y pese a las grandes lagunas de analfabetismo que subsistían en 1800, Europa ya era una sociedad alfabetizada, lo cual no se podía decir en 1500. Obviamente, ello no es una afirmación muy útil por sí sola. Había niveles de capacidad muy distintos tanto en lectura como en escritura. Sin embargo, y dejando de lado cómo los definamos, en 1800, en Europa y sus dominios probablemente vivían la mayor parte de las personas alfabetizadas de todo el mundo. Ello fue un cambio histórico crucial. Para entonces, Europa ya estaba bien instalada en la era del predominio de la imprenta, que con el tiempo desbancó, para la mayoría de las personas con estudios, a la palabra hablada y a la imagen como medio principal para la instrucción y la dirección, y que duró hasta el siglo XX, cuando se restauró la supremacía oral y visual debido a la radio, el cine y la televisión.
Las fuentes para valorar la alfabetización no son de calidad hasta mediados del siglo XIX —cuando, al parecer, aproximadamente la mitad de los europeos aún no sabían leer ni escribir—, pero todas ellas sugieren que la mejora a partir de 1500 fue acumulativa pero irregular. Había diferencias importantes entre países, en un mismo país en períodos distintos, entre la ciudad y el campo, entre sexos y entre oficios. Todo ello sigue siendo cierto, aunque en un grado mucho menor, y simplifica enormemente el problema de realizar afirmaciones generales; hasta tiempos recientes, solo es posible efectuar afirmaciones muy vagas. Pero los hechos específicos revelan ciertas tendencias.
Los primeros indicios del esfuerzo educativo que sustentó el aumento de la alfabetización pueden apreciarse antes de la invención de la imprenta. Parecen formar parte del resurgimiento y fortalecimiento de la vida urbana entre los siglos XII y XIII, cuya importancia ya se ha señalado. Algunas de las pruebas más antiguas de nombramientos de maestros de escuela y de provisión de plazas proceden de ciudades italianas que entonces conformaban la vanguardia de la civilización europea. En ellas pronto apareció una nueva noción, la de que la alfabetización era una cualificación esencial para ciertos tipos de oficios. Encontramos, por ejemplo, disposiciones por las que se indica que los jueces deben saber leer, un hecho con implicaciones interesantes para la historia de épocas anteriores.
Hacia el siglo XVII, el primigenio liderazgo de las ciudades italianas había dado paso al de Inglaterra y los Países Bajos (para la época, ambos países tenían un alto nivel de urbanización). Se cree que estos fueron los países europeos con los niveles más altos de alfabetización alrededor de 1700; la transferencia del liderazgo a ellos ilustra la manera en que la historia de la creciente alfabetización es un proceso geográficamente irregular. No obstante, el francés sería el idioma internacional de las publicaciones en el siglo XVIII, y el grueso del público que lo sustentaba seguramente se encontraba en Francia. Ello no resultaría sorprendente si los niveles de alfabetización fuesen más altos en Inglaterra y en las Provincias Unidas, pero el número de personas alfabetizadas pudo ser perfectamente más elevado en Francia, donde la población total era mucho mayor.
Probablemente, en la tendencia global hacia la alfabetización hay que otorgar un lugar preponderante a la difusión de la imprenta. En el siglo XVII existía un corpus de publicaciones verdaderamente populares, representadas por los cuentos de hadas, historias de amor verdadero y no correspondido, almanaques, libros de astrología y hagiografías. La existencia de este material es una prueba de que había una demanda. Además, la imprenta había añadido un nuevo interés al hecho de saber leer, ya que, anteriormente, la consulta de manuscritos debía de ser difícil y requerir mucho tiempo, debido a su relativa inaccesibilidad. En cambio, ahora los conocimientos técnicos se podían difundir con la imprenta rápidamente, y ello significaba que los especialistas tenían interés en leer a fin de mantener su capacidad para su oficio.
Otra fuerza que impulsó la alfabetización fue la Reforma protestante. Casi todos los reformadores insistían en la importancia de enseñar a leer a los creyentes; no es una coincidencia que, en el siglo XIX, tanto Alemania como Escandinavia registrasen unos niveles más altos de alfabetización que muchos países católicos. La Reforma hizo que fuese importante leer la Biblia, y esta rápidamente circuló impresa en las lenguas vernáculas, que de este modo se reforzaron y se disciplinaron gracias a la difusión y a la estandarización que supuso la imprenta. La bibliolatría, pese a sus manifestaciones más obviamente desafortunadas, fue un gran impulso para la Ilustración. Constituyó un estímulo para leer y, a la vez, un foco de actividad intelectual. En Inglaterra y Alemania, su importancia en la formación de una cultura común no es una exageración, y en cada país dio lugar a una traducción de la Biblia que era una obra maestra.
Tal como muestra el caso de los reformadores, la autoridad a menudo estaba a favor de una mayor alfabetización, pero esta característica no se limitaba a los países protestantes. En particular, los legisladores de las monarquías innovadoras del siglo XVIII procuraron con frecuencia fomentar la educación, lo cual significaba en gran medida la educación primaria. Austria y Prusia fueron casos destacables en este sentido. Al otro lado del Atlántico, desde el principio la tradición puritana había impuesto en las comunidades de Nueva Inglaterra la obligación de proporcionar escolarización. En otros países, la educación dependía de la actuación informal y no reglada de la iniciativa privada y de la beneficencia (como en Inglaterra), o bien de la Iglesia. A partir del siglo XVI, empieza la época álgida de ciertas órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza (como en Francia).
Una importante consecuencia, promotora y concomitante de la mayor alfabetización, fue el incremento de la prensa periódica. A partir de los periódicos de gran formato y de los boletines informativos publicados esporádicamente, hacia el siglo XVIII evolucionaron los periódicos de publicación regular, que satisfacían diversas necesidades. Los periódicos surgieron en la Alemania del siglo XVII, en Londres apareció un diario en 1702, y hacia mediados de siglo ya existía una importante prensa provincial y se imprimían millones de periódicos todos los años. En Inglaterra empezaron a aparecer revistas y periódicos semanales en la primera mitad del siglo XVIII, y el más importante de ellos, el Spectator, se convirtió en un modelo para el periodismo por su esfuerzo deliberado por modelar el gusto y el comportamiento. Era algo nuevo. Solo en las Provincias Unidas tuvo el periodismo tanto éxito como en Inglaterra. Probablemente, ello se debió a que todos los demás países europeos contaban con censuras de diversos niveles de eficacia, y con distintos niveles de alfabetización. Los periódicos científicos y literarios crecieron en número rápidamente, pero los reportajes y los artículos de opinión sobre política no menudeaban. Incluso en la Francia del siglo XVIII, era normal que los autores de artículos que contenían ideas avanzadas los difundiesen solo en forma manuscrita; en este baluarte del pensamiento crítico aún había censura, si bien era arbitraria e impredecible y, a medida que avanzaba el siglo, su actuación fue menos efectiva.
Tal vez fuera una conciencia cada vez mayor del potencial subversivo del periodismo fácilmente accesible lo que condujo a un cambio en las actitudes oficiales hacia la educación. Hasta el siglo XVIII, no existió la percepción de que la educación y la alfabetización pudiesen ser peligrosas y de que no debían extenderse. Pese a que la censura formal siempre había sido un reconocimiento de los peligros potenciales planteados por la alfabetización, había una tendencia a considerar esta cuestión en términos predominantemente religiosos. Uno de los deberes de la Inquisición era mantener la eficacia del índice de libros prohibidos. Retrospectivamente, podría parecer que las mayores oportunidades que la alfabetización y la imprenta daban a la crítica y al cuestionamiento de la autoridad en general, eran un efecto más importante que su subversión de la religión. Pero esta no fue su única importancia. La difusión de los conocimientos técnicos también aceleró otros tipos de cambio social. La industrialización seguramente no hubiese sido posible sin una mayor alfabetización, y una parte de lo que se ha denominado la «revolución científica» del siglo XVII debe atribuirse al simple efecto acumulativo de la información, que circulaba de forma más rápida y extensa.
Las fuentes fundamentales de esta «revolución» se hallan, sin embargo, a mayor profundidad, en unas actitudes intelectuales evolucionadas. Su núcleo era una visión transformada de la relación del hombre con la naturaleza. A partir de un mundo natural observado con un temor reverencial como una prueba de los caminos inescrutables de Dios, un mayor número de personas dieron el gran paso hacia una búsqueda consciente de medios para lograr su manipulación. Pese a que la obra de los científicos medievales no había sido, en absoluto, tan primitiva y poco creativa como antes se solía creer, es cierto que presentaba dos limitaciones críticas. Una de ellas era que ofrecía muy pocos conocimientos que tuviesen un uso práctico, y ello inhibía la atención hacia ellos. La segunda era su fragilidad teórica; debía ser superada a nivel conceptual y a nivel técnico. Pese a su beneficiosa fecundación con ideas procedentes del mundo árabe y al válido énfasis que se daba a la definición y a la diagnosis en algunas de sus ramas, la ciencia medieval descansaba en supuestos no probados, en parte porque no se aprovechaban los medios para probarlos, y en parte porque no existía un deseo de demostrarlos. Por ejemplo, la afirmación dogmática de la teoría según la cual los cuatro elementos (fuego, aire, tierra y agua) eran los constituyentes de todas las cosas, no fue refutada con experimentos. Aunque el trabajo experimental se mantuvo dentro de las tradiciones hermética y alquímica, y con Paracelso pasó a dirigirse a fines distintos de la búsqueda de oro, todavía estaba guiado por nociones míticas e intuitivas.
En general, ello no cambió hasta el siglo XVII. El Renacimiento tuvo sus manifestaciones científicas, pero normalmente estas encontraban expresión en estudios descriptivos (un ejemplo notable fue la anatomía humana de Vesalio, de 1543) y en la solución de problemas prácticos de las artes (como los de la perspectiva) y los oficios mecánicos. Una rama de esta obra descriptiva y clasificatoria fue particularmente impresionante, la orientada a esclarecer los nuevos conocimientos geográficos revelados por los descubridores y cosmógrafos. En geografía, según dijo un médico francés de principios del siglo XVI, «y en lo que respecta a la astronomía, Platón, Aristóteles y los antiguos filósofos hicieron progresos, y Ptolomeo incorporó muchos más. No obstante, si uno de ellos volviese hoy en día, encontraría la geografía tan cambiada que no la reconocería». Este fue uno de los estímulos para un nuevo enfoque intelectual del mundo de la naturaleza.
Este estímulo no actuó con rapidez. Es cierto que, ya en 1600, a una minúscula minoría de hombres con formación no les hubiese resultado fácil aceptar la imagen convencional del mundo basada en la gran síntesis medieval de Aristóteles y la Biblia. Algunos de ellos percibían una incómoda pérdida de coherencia, una súbita falta de orientación y una incertidumbre alarmante. Pero, para la mayoría que se planteaba la cuestión, la vieja imagen aún parecía verdad, con todo el universo centrado en la Tierra y la vida de la Tierra, en el hombre, su único habitante racional. El mayor logro intelectual del siglo siguiente fue hacer que a una persona educada le resultase imposible pensar de este modo. Ello tuvo tal importancia que se ha considerado el cambio esencial en el paso del mundo medieval al moderno.
A principios del siglo XVII, en la ciencia ya se percibe claramente algo nuevo. Los cambios que se manifestaron en aquella época implicaban que se había cruzado una barrera intelectual, y el carácter de la civilización se había alterado para siempre. En Europa surgió una nueva actitud, profundamente utilitaria, que incitaba al hombre a dedicar tiempo, energías y recursos a dominar la naturaleza mediante la experimentación sistemática. Cuando una época posterior miró atrás en busca de sus precursores en esta actitud, se dieron cuenta de que la figura más destacada había sido Francis Bacon, el que fuese lord canciller de Inglaterra, y que algunos admiradores posteriores creyeron que era el autor de las obras de Shakespeare, un hombre de una enorme energía intelectual y con numerosos rasgos personales desagradables. Al parecer, sus obras tuvieron poco o ningún efecto en sus contemporáneos, pero llamaron la atención de la posteridad por lo que parecía un rechazo profético de la autoridad del pasado. Bacon abogaba por un estudio de la naturaleza basado en la observación y la inducción, y dirigido a aprovecharla para fines humanos. «El verdadero y legítimo fin de las ciencias —escribió— es que la vida humana se vea enriquecida por nuevos descubrimientos y nuevas fuerzas.» Mediante ellos podía conseguirse una «restitución y fortalecimiento [en gran parte] del hombre hacia la soberanía y el poder... que tuvo en el primer estadio de la creación». Era una idea realmente ambiciosa —nada menos que la redención de la humanidad de las consecuencias de la caída de Adán—, pero Bacon estaba convencido de que ello era posible si la investigación científica se organizaba de forma efectiva; en esto también fue una figura profética, precursora de sociedades e instituciones científicas posteriores.
Más tarde, la modernidad de Bacon fue exagerada y otros hombres, sobre todo sus contemporáneos Kepler y Galileo, hicieron numerosas aportaciones sustanciales para el progreso de la ciencia. Tampoco sus sucesores se adhirieron tan fielmente como él hubiera deseado a un programa de descubrimientos prácticos de «nuevas artes, creaciones y productos para la mejora de la vida del hombre» (es decir, a una ciencia dominada por la tecnología). Sin embargo, adquirió merecidamente parte del estatus de una figura mitológica porque llegó al centro del problema al defender la observación y la experimentación en lugar de la deducción a partir de principios a priori. Se dice, con razón, que incluso alcanzó el martirio científico, ya que se resfrió mientras llenaba un ave con nieve un día gélido de marzo para observar los efectos de la refrigeración en la carne. Cuarenta años más tarde, sus ideas centrales eran comunes en el discurso científico. «La gestión de esta gran máquina del mundo —dijo un científico inglés en la década de 1660— solo pueden explicarla los filósofos experimentales y mecánicos.» Estas son ideas que Bacon hubiese comprendido y aprobado, y que son básicas para el mundo en el que todavía habitamos. A partir del siglo XVII, una característica constante de los científicos ha sido que responden preguntas por medio de la experimentación, y durante mucho tiempo ello ha conducido a nuevos intentos de comprender lo que esos experimentos revelaban elaborando sistemas.
Al comienzo, esto llevó a una concentración en los fenómenos físicos que se podían observar y medir mejor con las técnicas disponibles. La innovación tecnológica había surgido a partir de la lenta acumulación de destrezas por parte de los trabajadores europeos durante siglos; ahora, estas habilidades podían orientarse hacia la solución de problemas que, a su vez, permitirían la resolución de otros enigmas intelectuales. La invención de los logaritmos y del cálculo fue una parte de una instrumentación que, entre otros componentes, tenía la creación de mejores relojes e instrumentos ópticos. Cuando el arte de los relojeros dio un gran paso adelante con la introducción en el siglo XVII del péndulo como dispositivo de control, ello facilitó a su vez la medición del tiempo con instrumentos de precisión y, por tanto, la astronomía. Con el telescopio llegaron nuevas oportunidades de escrutar los cielos. Harvey descubrió la circulación de la sangre a consecuencia de una investigación teórica por experimentación, pero la manera en que se producía la circulación no fue comprensible hasta que el microscopio hizo posible ver los diminutos vasos por los que fluye la sangre. La observación telescópica y microscópica no solo fue crucial para los descubrimientos de la revolución científica, sino que además hizo visible para los profanos algo de lo que estaba implícito en una nueva visión del mundo.
Lo que no se consiguió durante mucho tiempo fue establecer la línea de demarcación entre el científico y el filósofo que hoy reconocemos. No obstante, había surgido un nuevo mundo de científicos, una verdadera comunidad científica y, además, internacional. En este punto es preciso volver a la imprenta. La rápida difusión de los nuevos conocimientos era de gran importancia. La publicación de libros científicos no era su única forma; las Philosophical Transactions de la Royal Society se publicaban, al igual que, de forma creciente, las memorias y las actas de otras entidades científicas. Por otra parte, los científicos mantenían una voluminosa correspondencia privada, y gran parte del material que registraron en ella ha proporcionado algunas de las pruebas más valiosas sobre la manera en que se produjo realmente la revolución científica. Parte de esta correspondencia se publicó, y era más inteligible y leída por más personas que los intercambios entre los principales científicos actuales.
Una de las características más destacables de la revolución científica a los ojos modernos es que en ella desempeñaron un papel fundamental los aficionados y los entusiastas a tiempo parcial. Se ha sugerido que uno de los hechos más importantes que explican por qué la ciencia progresó en Europa mientras el estancamiento se imponía incluso en los notables logros técnicos de China, fue la asociación que se dio en Europa de este progreso con el prestigio social del aficionado y del gentleman. Las listas de miembros de las sociedades científicas que empezaron a proliferar hacia mediados de siglo estaban llenas de aficionados acomodados que, ni con un esfuerzo de imaginación, podrían considerarse científicos profesionales, pero que aportaron a estas asociaciones el indefinible pero relevante peso de su posición y respetabilidad, tanto si se ensuciaban las manos con los trabajos experimentales como si no.
Hacia 1700, la especialización entre las grandes ramas de la ciencia ya existía, aunque no era tan importante como llegaría a serlo después. En aquellos tiempos, la ciencia tampoco exigía una dedicación exhaustiva: los científicos podían hacer grandes aportaciones a sus estudios mientras escribían libros de teología o desempeñaban tareas administrativas. Ello señala una parte de las limitaciones de la revolución del siglo XVII; esta tampoco podía trascender los límites de las técnicas disponibles, los cuales, si bien permitían grandes progresos en algunos campos, tendían a refrenar la atención dedicada a otros. La química, por ejemplo, alcanzó un progreso relativamente pequeño (aunque eran pocos quienes todavía aceptaban el esquema aristotélico de los cuatro elementos que aún dominaba las ideas sobre los constituyentes de la materia en 1600), mientras que la física y la cosmología progresaron rápidamente y alcanzaron una especie de meseta de consolidación que dio paso a un avance menos espectacular, pero constante, hasta bien entrado el siglo XIX, cuando los nuevos enfoques teóricos lo impulsaron.
En conjunto, el progreso científico del siglo XVII fue ingente. En primer lugar, reemplazó una teoría del universo que consideraba los fenómenos como la acción directa y a menudo imprevisible del poder divino por una concepción de los mismos como un mecanismo, en que el cambio surgía regularmente de la acción uniforme y universal de las leyes del movimiento. Ello todavía era bastante compatible con el hecho de creer en Dios. Su majestad no se mostraba en una intervención directa y diaria, sino en su creación de una gran máquina; en la analogía más popular, Dios era el gran relojero. Ni el típico estudiante de ciencias ni la visión científica del mundo del siglo XVII eran antirreligiosos o antiteocéntricos. Pese a que, indudablemente, era importante que los nuevos enfoques de la astronomía, al desplazar al hombre del centro del universo, cuestionaran implícitamente su singularidad (en 1686 apareció un libro en que se afirmaba que podía haber más de un mundo habitado), esto no es lo que preocupaba a los hombres que impulsaron la revolución cosmológica. Para ellos, solo era un accidente el que la autoridad de la Iglesia aceptase la teoría de que el Sol giraba alrededor de la Tierra. Las nuevas ideas que ellos presentaban, simplemente recalcaban la grandeza y lo misterioso de los caminos de Dios. Dieron por sentada la posibilidad de cristianizar los nuevos conocimientos, tal como Aristóteles había sido cristianizado en la Edad Media.
Mucho antes de que el filósofo alemán Kant acuñase la expresión «revolución copernicana» a finales del siglo XVIII, la lista de creadores de una nueva cosmología se consideraba encabezada por Copérnico, un eclesiástico polaco cuyo libro Sobre las revoluciones de las esferas celestes fue publicado en 1543. Aquel mismo año apareció la gran obra de Vesalio sobre anatomía (y, curiosamente, la primera edición de las obras de Arquímedes). Más que un científico, Copérnico fue un humanista renacentista, lo cual no debe sorprendernos, teniendo en cuenta la época en que vivió. En parte por razones filosóficas y estéticas, se le ocurrió la idea de un universo de planetas que giraban alrededor del Sol, y explicó su movimiento como un sistema de ciclos y epiciclos. Fue, por así decirlo, una intuición brillante, dado que no tenía medios para comprobar su hipótesis y el sentido común indicaba lo contrario.
Los primeros datos verdaderamente científicos que apoyaban el heliocentrismo los proporcionó un hombre que no los aceptaba, el danés Tycho Brahe. Además de poseer el sorprendente distintivo de una nariz artificial, Brahe empezó a registrar los movimientos de los planetas, primero con instrumentos rudimentarios y, más tarde —gracias a un rey generoso—, desde el observatorio mejor equipado de su época. El resultado fue la primera colección sistemática de datos creados dentro de la órbita de la tradición occidental desde la era de Alejandría. Johannes Kepler, el primer gran científico protestante, que fue invitado por Brahe a ayudarle, llegó a realizar unas observaciones aún más esmeradas y dio un segundo gran paso teórico. Demostró que los movimientos de los planetas podían explicarse como movimientos regulares si sus cursos seguían elipses a velocidades irregulares. Ello rompió con el esquema de Ptolomeo, dentro del cual la cosmología había estado cada vez más encorsetada, y ofreció la base de la explicación planetaria hasta el siglo XX. Luego llegó Galileo Galilei, que pronto utilizó el telescopio, un instrumento al parecer descubierto hacia 1600, seguramente por casualidad. Galileo, un académico, era profesor en Padua de dos asignaturas típicamente asociadas a la ciencia primigenia: física e ingeniería militar. Su uso del telescopio hizo finalmente añicos el esquema aristotélico. La astronomía copernicana empezaba a ser visible, y en los dos siglos siguientes se iban a aplicar a las estrellas lo que ya se sabía acerca de la naturaleza de los planetas.
Sin embargo, la principal obra de Galileo no pertenece al ámbito de la observación sino al de la teoría, y contribuyó a vincular la teoría a la práctica técnica. Primero describió la física que hizo posible un universo copernicano al formular un tratamiento matemático del movimiento de los cuerpos. Con sus trabajos, la mecánica abandonó el mundo del saber de los artesanos y entró en el de la ciencia. Y, lo que es más, Galileo llegó a sus conclusiones a partir de la experimentación sistemática. En ella radicaban las que Galileo denominó «dos nuevas ciencias», la estática y la dinámica. El resultado publicado fue el libro en el que se ha apreciado la primera declaración de la revolución en el pensamiento científico, el Diálogo de los sistemas máximos (el de Ptolomeo y el de Copérnico), de 1632. Menos notable que su contenido, pero también interesante, fue el hecho de que no estaba escrito en latín, sino en lengua vernácula italiana, y que estaba dedicado al Papa. Sin duda, Galileo era un buen católico. Pese a ello, el libro provocó un gran alboroto, y con motivo, ya que significaba el fin de la visión cristiano-aristotélica del mundo, el gran triunfo cultural de la Iglesia medieval. Galileo fue sometido a un juicio, en el que fue condenado y se retractó, pero ello no hizo disminuir el efecto de su obra. A partir de entonces, los enfoques copernicanos y heliocéntricos pasaron a dominar el pensamiento científico.
El año en que Galileo murió, nació Isaac Newton. Fue un logro suyo el proporcionar la explicación física del universo copernicano. Verificó que las mismas leyes mecánicas explicaban lo que habían dicho Kepler y Galileo, reuniendo finalmente los conocimientos terrestres y los celestes. Utilizó una nueva matemática, el «método de fluxiones» o, en la terminología posterior, el cálculo infinitesimal. Newton no lo inventó, solo lo aplicó a fenómenos físicos. Aportó una manera de calcular la posición de los cuerpos en movimiento. Sus conclusiones fueron incluidas en una discusión sobre los movimientos de los planetas contenida en un libro que iba a convertirse en la obra científica más importante e influyente desde la de Euclides. Los Principios, tal como se abrevia (Principios matemáticos de la filosofía natural), demostraban que la gravedad sostenía el universo físico. Las consecuencias culturales generales de este descubrimiento fueron comparables a las repercusiones que tuvo en el seno de la ciencia. No tenemos un baremo para medirlas, pero tal vez incluso fueron mayores. Que una sola ley, descubierta mediante la observación y el cálculo, pudiese explicar tanto, era una revelación asombrosa de hasta dónde podía llegar el pensamiento científico. Alexander Pope ha sido citado en exceso, pero su epigrama sigue siendo la mejor síntesis del impacto que tuvo la obra de Newton en la mente europea:

La naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche;
dijo Dios: «Que sea Newton», y todo se hizo luz.



LIBRO VI
La gran aceleración

Contenido:

  1. Cambio a largo plazo
  2. Cambio político en una era de revolución
  3. Cambio político: una nueva Europa
  4. Cambio político: el mundo anglosajón
  5. La hegemonía mundial europea
  6. Imperialismo europeo y dominio imperial
  7. La respuesta de Asia a la europeización del mundo

A mediados del siglo XVIII, la mayoría de las personas del mundo (y probablemente la mayoría de los europeos) aún podían creer que la historia iba a continuar siendo básicamente como siempre había sido. En todas partes, el peso del pasado era enorme, y a menudo inamovible; ya se han comentado algunos de los intentos realizados en Europa por librarse de él, pero fuera de Europa ni siquiera se consideraba esta posibilidad. Aunque en muchas zonas del mundo las vidas de algunas personas ya habían empezado a verse revolucionadas por el contacto con los europeos, la mayoría de las poblaciones no se veían afectadas y quedaban al margen de esta contaminación de las formas tradicionales.
No obstante, en el siglo XVIII la conciencia del cambio histórico ya se estaba extendiendo entre los pensadores europeos. A lo largo del siguiente siglo y medio, los cambios iban a sucederse con rapidez en todas partes, y a partir de entonces sería muy difícil, si no imposible, no advertirlos. Hacia 1900, ya era obvio que en Europa y en el mundo europeo colonizado el cambio había cortado de forma irreversible con gran parte del pasado tradicional. Empezaba a generalizarse una visión de la historia fundamentalmente progresiva. Aunque no dejó de cuestionarse el mito del progreso, este fue dando una significación cada vez mayor a los acontecimientos.
Igualmente importantes eran los impulsos de Europa del norte y de los países del Atlántico, que se irradiaban hacia el exterior para transformar tanto las relaciones de Europa con el resto del mundo como, en el caso de muchos de sus pueblos, los propios cimientos de sus vidas, por mucho que algunas personas lo lamentasen y se opusiesen al cambio. Hacia finales del siglo XIX (pese a que esta fecha no es más que un hito aproximado y práctico), el mundo hasta entonces regulado por la tradición había emprendido un nuevo rumbo. Ahora su destino sería el de continuar y acelerar la transformación, y el segundo verbo era tan importante como el primero. Un hombre nacido en 1800 que hubiese vivido el lapso de tiempo indicado en los Salmos de tres veintenas más diez —setenta años—, habría visto un mundo más transformado lo largo de una sola vida de lo que había cambiado durante todo el milenio anterior. La historia estaba ganando velocidad.
La consolidación de la hegemonía europea en el mundo no solo era fundamental para estos cambios, sino que constituía uno de sus principales motores. Hacia 1900, la civilización europea había demostrado ser la más rica en cuestiones materiales que nunca hubiese existido. Tal vez no había consenso en qué es lo que era más importante de ella, pero pocos europeos podían negar que había generado riqueza a una escala nunca vista y que había dominado el resto del planeta mediante el poder y la influencia de un modo que ninguna civilización anterior lo había hecho. Los europeos (o sus descendientes) dominaban el mundo. Buena parte de su dominio era político, se trataba de un gobierno directo. Grandes territorios del planeta habían sido ocupados por poblaciones europeas. En cuanto a los países no europeos, todavía formal y políticamente independientes de Europa, en la práctica la mayoría de ellos tenían que someterse a los deseos de los europeos y aceptar la interferencia europea en sus asuntos. Pocos pueblos indígenas podían resistirse, y si lo hacían, Europa ganaba su victoria más sutil de todas, ya que una resistencia victoriosa requería la adopción de prácticas europeas y, por tanto, era una europeización con una forma distinta.

1. Cambio a largo plazo
En 1798, el clérigo inglés Thomas Malthus publicó el Ensayo sobre el principio de la población, que iba a convertirse en el libro más influyente que se ha escrito sobre este tema. Describía lo que parecían ser las leyes del crecimiento de la población, pero la importancia de su libro trascendió esta labor científica aparentemente limitada. Su impacto sobre la teoría económica y sobre la ciencia biológica, por ejemplo, sería tan primordial como la contribución que hizo a los estudios demográficos. Sin embargo, aquí estas consecuencias trascendentales importan menos que el estatus de la obra como indicador de un cambio en el pensamiento sobre la población. En líneas generales, a lo largo de aproximadamente dos siglos, los estadistas y economistas europeos coincidieron en que una población que crecía era un indicio de prosperidad. Se pensaba que los reyes debían procurar hacer incrementar el número de sus súbditos, y no solamente porque ello supondría más contribuyentes y más soldados, sino también porque una población mayor aceleraba la vida económica y, a la vez, era un indicador de esta activación. Obviamente, una población mayor mostraba que la economía ofrecía sustento a más personas. Esta opinión era secundada, en esencia, por nada menos que una autoridad como el propio Adam Smith, cuya obra La riqueza de las naciones, un libro de una enorme influencia, había sostenido en una fecha tan temprana como 1776 que un incremento de la población era una buena prueba de prosperidad económica.
Malthus echó un jarro de agua helada sobre esta opinión. Independientemente de cómo se juzgasen las consecuencias para la sociedad en su conjunto, concluyó que una población en alza significaba tarde o temprano un desastre y sufrimientos para la mayoría de sus miembros, los pobres. En una célebre demostración, argumentó que el producto del planeta tiene unos límites finitos, marcados por la cantidad de tierra disponible para producir alimentos. Ello, a su vez, fijaba un límite a la población. Sin embargo, a corto plazo la población siempre tendía a crecer. A medida que aumentaba, hacía retroceder progresivamente un margen de subsistencia cada vez más estrecho, y cuando este margen se agotaba, llegaban las hambrunas. Entonces la población se reducía hasta que podía ser mantenida con los alimentos disponibles. Solo era posible poner freno a este mecanismo si los hombres y las mujeres dejaban de tener hijos (y la prudencia, cuando consideraban las consecuencias, podía ayudarles fomentando los matrimonios tardíos), o mediante horrores como el control que imponían las enfermedades o la guerra.
Se podría decir mucho más sobre la complejidad y el refinamiento de esta tesis tan pesimista. Suscitó incontables argumentos y contraargumentos, y tanto si es verdadera como si es falsa, una teoría que atrae tanto la atención debe de ser muy reveladora sobre su época. De algún modo, el crecimiento de la población había empezado a preocupar a la gente, de modo que incluso una prosa tan poco atractiva como la de Malthus tuvo un gran éxito. Existía una conciencia sobre el aumento de la población que antes no había, y ello se debía a que este crecimiento era por entonces más rápido que nunca. En el siglo XIX, pese a lo que había dicho Malthus, la población de algunas zonas del mundo aumentó con rapidez, alcanzando unos niveles hasta entonces inconcebibles.
Para medir este cambio, es mejor tener cierta perspectiva. No hay nada que ganar y mucho que perder si nos preocupamos por las fechas precisas y las tendencias globales que se prolongan hasta bien entrado el siglo XX. Si incluimos a Rusia (cuya población hasta tiempos muy recientes se ha calculado a partir de datos estadísticos muy escasos), la población europea, de unos 190 millones en 1800, pasó a unos 420 millones un siglo más tarde. Puesto que el resto del mundo, al parecer, creció más lentamente, esto representó un aumento de una quinta a una cuarta parte en cuanto a la proporción europea de la población total del mundo; durante una breve etapa, su desventaja numérica en comparación con los grandes centros asiáticos de población fue reducida (mientras continuaba disfrutando de su superioridad técnica y psicológica). Además, al mismo tiempo Europa experimentaba una enorme emigración entre su población. En la década de 1830, la emigración europea al otro lado del Atlántico superó por primera vez la cifra de 100.000 personas al año, mientras que en 1913 la cifra era de más de un millón y medio. Tomando una perspectiva aún más amplia, entre 1840 y 1930, tal vez 50 millones de personas abandonaron Europa por mar, la mayoría para ir al hemisferio occidental. Todas estas personas y sus descendientes deberían sumarse al total para comprender hasta qué punto era acelerado el crecimiento de la población europea en aquellos años.
Este crecimiento no se repartía homogéneamente dentro de Europa, lo cual supuso diferencias sustanciales en cuanto a la posición de las grandes potencias. Su fuerza normalmente se calculaba en términos de efectivos militares, y fue un cambio crucial el que, en 1871, Alemania reemplazase a Francia como la mayor masa de población existente bajo un gobierno al oeste de Rusia. Otra manera de plantearse estos cambios sería comparar las respectivas proporciones de población europea que poseían las principales potencias militares en distintas fechas. Por ejemplo, entre 1800 y 1900, el porcentaje de Rusia aumentó del 21 al 24 por ciento del total, el de Alemania pasó del 13 al 14 por ciento, mientras que el de Francia bajó del 15 al 10 por ciento y el de Austria un poco menos, del 15 al 12 por ciento. No obstante, pocos incrementos fueron tan espectaculares como el del Reino Unido, que pasó de unos 8 millones de habitantes cuando Malthus escribió su obra a 22 millones en 1850 (alcanzaría los 36 millones hacia 1914).
Sin embargo, la población creció en todas partes, aunque a ritmos distintos y en diferentes momentos. Las zonas agrarias más pobres de Europa oriental, por ejemplo, no experimentaron sus índices de crecimiento más altos hasta las décadas de 1920 y 1930. Ello se debió a que el mecanismo básico para el incremento de población en aquel período, que dio lugar a cambios en todas partes, fue una reducción de la mortalidad. A lo largo de la historia, nunca ha habido una caída tan espectacular del índice de mortalidad como en los últimos cien años, y esta se dio primero en los países avanzados de Europa en el siglo XIX. En líneas generales, antes de 1850, la mayoría de los países europeos tenían unos índices de natalidad que superaban por poco los de mortalidad, y ambos eran aproximadamente los mismos en todos los países. Es decir, mostraban el poco impacto que se había ejercido en aquellas fechas sobre los condicionantes fundamentales de la vida humana en una sociedad aún eminentemente rural. A partir de 1880, esto cambió rápidamente. El índice de mortalidad en los países europeos avanzados bajó de forma continua, desde aproximadamente del 35 por 1.000 habitantes al año hasta alrededor del 28 hacia 1900. Y unos cincuenta años más tarde sería de unos 18. Los países menos avanzados aún mantenían índices del 38 por 1.000 entre 1850 y 1900, y del 32 hacia 1950. Ello provocó una marcada desigualdad entre dos Europas, en la más rica de las cuales la esperanza de vida era mucho más alta. Como, en gran medida, los países europeos avanzados se encontraban en el oeste (dejando de lado España, un país pobre con una mortalidad alta), ello supuso una nueva intensificación de las viejas divisiones entre este y oeste, una nueva acentuación de la frontera imaginaria que iba desde el Báltico hasta el Adriático.
Además de esta mortalidad más baja, contribuyeron a ello otros factores. Los matrimonios más tempranos y un aumento del índice de natalidad ya se habían reflejado en la primera fase de la expansión, cuando las oportunidades económicas crecieron, pero ahora pasaba a importar todavía más, ya que, desde el siglo XIX en adelante, los hijos de matrimonios anteriores tenían más posibilidades de sobrevivir gracias a una mayor preocupación humanitaria, a unos alimentos más baratos, al progreso médico y de la ingeniería, y a unas prestaciones mejores en materia de salud pública. Entre ellas, la ciencia médica y la prestación de servicios médicos fueron los últimos en incidir en la tendencia de la población. Los médicos no empezaron a luchar denodadamente contra las grandes enfermedades mortales hasta 1870. Estas eran las enfermedades que mataban a los niños: difteria, escarlatina, tos ferina y la fiebre tifoidea. Así pues, la mortalidad infantil se redujo drásticamente y la esperanza de vida tras el nacimiento aumentó enormemente. Pero, antes que esto, los reformadores sociales y los ingenieros ya habían hecho mucho para reducir la incidencia de estas y otras enfermedades (aunque no su mortalidad) al construir mejores drenajes y planificar mejores servicios de limpieza para las ciudades en expansión. El cólera fue eliminado en países industriales hacia 1900, aunque había devastado Londres y París en las décadas de 1830 y 1840. Ningún país europeo sufrió un brote importante de una plaga a partir de 1899. A medida que estos cambios afectaban cada vez a más países, en todas partes su tendencia general era la de elevar la edad de defunción, lo cual tuvo a la larga unos resultados espectaculares. Hacia el segundo cuarto del siglo XX, en América del Norte, el Reino Unido, Escandinavia y la Europa industrial, los hombres y las mujeres tenían una esperanza de vida del doble o el triple de años que sus antepasados medievales, lo cual tuvo enormes consecuencias.
Al igual que el incremento de población acelerado se anunció por primera vez en los países que económicamente eran los más avanzados, también lo hizo la ralentización del crecimiento, que fue la siguiente tendencia demográfica discernible. Ello se debió a un descenso del número de nacimientos, pese a que durante mucho tiempo quedó ocultado, porque la caída del índice de mortalidad era aún más rápida. En todas las sociedades, ello se manifestó en primer lugar entre los más acomodados; incluso hoy en día sigue siendo una buena norma general el que la fecundidad varía inversamente a los ingresos (a pesar de célebres excepciones entre las acaudaladas dinastías políticas americanas). En algunas sociedades (y más en la Europa occidental que en la oriental) ello respondía a que el matrimonio tendía a posponerse, para que las mujeres estuviesen casadas durante menos tiempo de su vida fértil; en otras, era porque las parejas preferían tener menos hijos (y podían hacerlo con confianza gracias a algunas técnicas anticonceptivas eficientes). Seguramente, en algunos países europeos se conocían tales técnicas; al menos, es seguro que el siglo XIX aportó mejoras (algunas posibilitadas por progresos científicos y técnicos en la fabricación de los útiles necesarios) y cierta publicidad que extendió el conocimiento de las mismas. Nuevamente, un cambio social presenta una enorme ramificación de influencias, porque es difícil no asociar la difusión de estos conocimientos con, por ejemplo, una mayor alfabetización y con unas expectativas mejores. Pese a que la gente empezaba a ser más rica que sus antepasados, estaba ajustando constantemente su concepto de lo que era una vida soportable y, por tanto, una familia de tamaño tolerable. El hecho de si hacían sus cálculos posponiendo la fecha de matrimonio (como acostumbraban los campesinos franceses e irlandeses) o adoptando técnicas anticonceptivas (como al parecer hicieron las clases medias inglesas y francesas), lo determinaban otros factores culturales.
Los cambios en la manera en que hombres y mujeres morían y vivían en sus familias transformaron las estructuras de la sociedad. Por un lado, los países occidentales de los siglos XIX y XX tenían más jóvenes y, durante un tiempo, también los tuvieron en una proporción mayor que nunca antes. Es difícil no atribuir gran parte del carácter sociable, el optimismo y el vigor del siglo XIX a este hecho. Por otra parte, las sociedades avanzadas gradualmente tuvieron una proporción más alta que nunca antes de miembros que vivían hasta una edad avanzada. Ello forzó cada vez más los mecanismos sociales que en siglos anteriores habían sostenido a las personas mayores y a los incapacitados para trabajar. El problema se agravó al intensificarse la competencia por los puestos de trabajo industriales. Hacia 1914, en casi todos los países europeos o de América del Norte se buscaban maneras de afrontar los problemas de la pobreza y la dependencia, pese a que hubo grandes diferencias en la escala y los resultados de los esfuerzos realizados por solucionarlos.
Estas tendencias no empezarían a mostrarse en Europa oriental hasta después de 1918, cuando su pauta general ya estaba bien establecida en los países occidentales avanzados. Los índices de mortalidad siguieron bajando más rápidamente que los de natalidad, incluso en los países avanzados, de modo que, hasta el presente, la población de Europa y del mundo europeo ha continuado creciendo. Este es uno de los temas más importantes de la historia de esta era, y está asociado a casi todos los demás. Sus consecuencias materiales pueden verse en una urbanización sin precedentes y en la expansión de enormes mercados consumidores para la industria manufacturera. Las consecuencias sociales fueron desde los conflictos y el malestar hasta el cambio de instituciones para afrontarlos. Hubo repercusiones internacionales cuando los estadistas tomaron en consideración las cifras de población para decidir qué riesgos podían (y tenían que) asumir, o cuando la gente se sintió cada vez más asustada por las consecuencias de la superpoblación. En el Reino Unido del siglo XIX, la preocupación por la perspectiva de tener demasiados pobres y desempleados llevó a fomentar la emigración, lo cual, a su vez, incidió en el pensamiento y los sentimientos de las personas hacia el imperio. Más tarde, los alemanes se opondrían a la emigración por temor a perder potencial militar, mientras que los franceses y los belgas encabezaban la concesión de asignaciones por hijos por el mismo motivo.
Algunas de estas medidas sugieren, acertadamente, que las sombrías profecías de Malthus tendieron a olvidarse a medida que los años pasaban y al ver que los desastres temidos no se producían. El siglo XIX aún trajo calamidades demográficas a Europa: Irlanda y Rusia sufrieron terribles hambrunas, y en muchos otros lugares se dieron condiciones similares, pero los desastres eran menos frecuentes. A medida que el hambre y la escasez eran erradicadas de los países avanzados, ello a su vez ayudó a que las enfermedades causasen menos daños demográficos. Mientras, la Europa al norte de los Balcanes disfrutaba de dos largos períodos de paz prácticamente ininterrumpidos desde 1815 hasta 1848 y desde 1871 hasta 1914; la guerra, otro de los factores de control de Malthus, ya no parecía tanto un azote. Finalmente, su diagnóstico pareció quedar refutado cuando un crecimiento de la población vino acompañado de un nivel de vida más alto y parecían detectarse subidas en la edad media de fallecimiento. Los pesimistas solo podían replicar (razonablemente) que no se había dado una respuesta a Malthus. Lo que había sucedido es que ahora había más comida disponible de lo que se había temido. De ello no se deducía que las existencias fuesen ilimitadas.
En realidad, se estaba produciendo otro de aquellos escasos grandes cambios históricos que han transformado verdaderamente las condiciones básicas de la vida humana. Puede denominarse, con toda razón, una revolución en la producción de alimentos. Sus inicios ya se han descrito. En el siglo XVIII, la agricultura europea ya era capaz de obtener cerca de dos veces y media más la producción de las semillas que era normal en la Edad Media. Ahora se estaba logrando una mejora agrícola aún mayor. La producción se incrementaría hasta niveles más espectaculares. Se ha calculado que, a partir de alrededor de 1800 la productividad agrícola de Europa creció a un ritmo de cerca del 1 por ciento al año, dejando muy atrás los progresos anteriores. Y lo que es más importante: a medida que pasaba el tiempo, la industria y el comercio europeos permitirían la explotación de las enormes reservas de otras zonas del mundo. Ambos cambios eran facetas distintas de un mismo proceso: la inversión creciente en capacidad productiva, que hacia 1870 convirtió claramente a Europa y a América del Norte en la mayor concentración de riqueza sobre la faz de la Tierra. La agricultura fue fundamental en este proceso. Se ha hablado de una «revolución agrícola», y siempre que no se piense que esta implica un cambio rápido, este término es aceptable. Un vocablo menos contundente no describiría el enorme aumento de la producción mundial logrado entre 1750 y 1870 (que más adelante se superó). Pero fue un proceso de una gran complejidad, en el que intervenían muchas fuentes distintas y que estaba asociado a los demás sectores de la economía de maneras indispensables. Fue solo uno de los aspectos de un cambio económico mundial que, al final, abarcó no solamente la Europa continental, sino también América y Australasia.
Una vez formuladas estas importantes generalizaciones, es posible particularizar. Hacia 1750, Inglaterra tenía la mejor agricultura del mundo. Se practicaban las técnicas más avanzadas, y la integración de la agricultura con una economía de mercado comercial había alcanzado su máxima expresión en este país, que mantendría su liderazgo durante aproximadamente otro siglo. Los agricultores europeos iban allí para observar los métodos, comprar ganado y maquinaria, y pedir asesoramiento. Mientras, el granjero inglés, que gozaba de paz en su país (el hecho de que no hubiese operaciones militares continuas a gran escala en suelo británico a partir de 1650 fue una ventaja literalmente incalculable para la economía) y de una población creciente que adquiría su producto, generaba beneficios que le proporcionaban capital para ulteriores mejoras. A corto plazo, su voluntad de invertir de este modo fue una respuesta optimista a las buenas perspectivas comerciales, pero también dice algo del carácter de la sociedad inglesa. En Inglaterra, los beneficios de una agricultura mejor recaían en los individuos que eran propietarios de su tierra o que la trabajaban como arrendatarios en unas condiciones definidas por la realidad del mercado. La agricultura inglesa formó parte de una economía de mercado capitalista en la que la tierra, incluso en el siglo XVIII, era tratada prácticamente como un artículo de consumo como cualquier otro. Las limitaciones a su uso familiar en los países europeos habían ido desapareciendo cada vez más rápido desde la incautación de propiedades eclesiásticas por parte de Enrique VIII. A partir de 1750, la última gran fase de esta incautación llegó con la avalancha de la Enclosure Act (la ley de cercamiento de tierras) a finales de ese siglo (coincidiendo significativamente con unos precios altos del grano), la cual movilizó, para beneficio privado del campesino inglés, derechos tradicionales a los pastos, a la leña o a otras ventajas económicas. Uno de los contrastes más sorprendentes entre la agricultura inglesa y la europea a principios del siglo XIX era que el campesino tradicional casi había desaparecido en Inglaterra. El país contaba con jornaleros y pequeños propietarios, pero las enormes poblaciones rurales europeas de individuos con algún derecho —aunque fuese minúsculo— que los vinculara al suelo por medio de usos comunales y una masa de propiedades muy pequeñas, no existían.
Dentro del marco proporcionado por la prosperidad y las instituciones sociales inglesas, el progreso técnico era constante. Durante mucho tiempo, buena parte de este proceso se dio al azar. Los primeros criadores de animales mejorados consiguieron sus progresos no por sus conocimientos de química, ciencia que estaba en sus albores, ni de genética, que aún no existía, sino porque acompañaban sus intuiciones con una práctica prolongada. Con todo, los resultados eran notables. El aspecto del ganado que poblaba el paisaje cambió; las flacuchas ovejas medievales cuya espalda, vista en sección, se asemejaba a los arcos góticos de los monasterios que las criaban, dieron paso a los animales rollizos, de espalda recta y aire satisfecho que hoy conocemos. «Simetría bien cubierta» era el lema del granjero del siglo XVIII. El aspecto de las granjas también cambió cuando el drenaje y los cercados mejoraron, y cuando los grandes campos abiertos medievales con sus estrechas fajas de tierra, cada una cultivada por un campesino distinto, dieron paso a campos cercados cultivados en rotación que convirtieron la campiña inglesa en un enorme mosaico. En algunos de estos campos ya se trabajaba con maquinaria hacia 1750. Se reflexionó mucho sobre su uso y mejora en el siglo XVIII, pero no parece que la maquinaria contribuyese notablemente a incrementar la producción hasta después de 1800, cuando hubo cada vez más campos grandes disponibles y las máquinas fueron más productivas en relación con sus costes. No pasó mucho tiempo hasta que las máquinas de vapor empezaron a impulsar las trilladoras. Con su aparición en los campos ingleses, se abría el camino que finalmente conduciría a una sustitución casi completa de la fuerza muscular por las máquinas en la granja del siglo XX.
Estas mejoras y cambios se extendieron, mutatis mutandis y tras un período de tiempo, a la Europa continental. Excepto en comparación con los siglos anteriores de casi inmovilidad, el progreso no siempre fue rápido. En Calabria o Andalucía, tal vez fue imperceptible durante un siglo. No obstante, la Europa rural se transformó, y los cambios llegaron por muchas vías. La lucha contra la rigidez del abastecimiento de alimentos al final dio resultados, pero fue el producto de cientos de victorias particulares sobre rotaciones de cosechas fijas, planes fiscales desfasados, niveles bajos de cultivo y ganadería, y una ignorancia absoluta. Se consiguió un ganado mejor, un mayor control de las plagas en las plantas y de las enfermedades de los animales, y la introducción de especies completamente nuevas, entre otras cosas. Unos cambios de un alcance tan amplio a menudo también tenían que vencer reticencias sociales y políticas. Los franceses abolieron formalmente la servidumbre en 1789, lo cual probablemente no tuvo mucha incidencia, dado que en esa época ya quedaban pocos siervos en Francia. La abolición del «sistema feudal» ese mismo año fue un acontecimiento mucho más importante. Lo que se denotaba con este término impreciso era la destrucción de una masa de usos y derechos tradicionales y jurídicos que obstaculizaban la explotación de la tierra por los individuos como una inversión igual a cualquier otra. Casi enseguida, muchos de los campesinos que creían estar a favor de esto descubrieron que, en la práctica, no lo deseaban. Distinguían entre aspectos distintos: les gustó que se aboliesen los derechos habituales que pagaban al señor de la finca, pero no recibieron bien la pérdida de los derechos de siempre a la tierra común. En conjunto, el cambio fue aún más confuso y difícil de ponderar por el hecho de que tuvo lugar al mismo tiempo que una gran redistribución de la propiedad. Mucha de la tierra que antes pertenecía a la Iglesia fue vendida en unos pocos años a particulares. El consiguiente incremento del número de personas que tenían tierra en propiedad de manera absoluta y el aumento del tamaño medio de las propiedades, según el ejemplo inglés, deberían haber desembocado en un período de progreso agrícola en Francia, pero no fue así. Hubo un progreso muy lento y una escasa consolidación de la propiedad según el modelo inglés.
Ello sugiere, acertadamente, que las generalizaciones sobre el ritmo y la uniformidad de lo que sucedía deben ser cautas y matizadas. Pese al entusiasmo que los alemanes mostraban por las exposiciones itinerantes de maquinaria agrícola en la década de 1840, el suyo era un país enorme, uno sobre los cuales (junto con Francia) un gran historiador económico comentó que, «hablando en términos generales, no puede registrarse ninguna mejora general y verdadera en la vida campesina antes de la era del ferrocarril». No obstante, el desmantelamiento de las instituciones medievales que se interponían en el camino del progreso agrícola prosiguió de manera constante antes del ferrocarril y preparó el terreno para el cambio. En algunos lugares, este se vio acelerado por la llegada durante el período napoleónico de ejércitos franceses de ocupación, que introdujeron la ley francesa, y más tarde por otras fuerzas, de modo que, hacia 1850, los campesinos atados al suelo y a los trabajos obligatorios habían desaparecido en casi toda Europa. Por supuesto, ello no significó que las actitudes del Antiguo Régimen no persistiesen cuando sus instituciones ya habían desaparecido. Para bien o para mal, al parecer los terratenientes prusianos, húngaros y polacos mantuvieron buena parte de su autoridad más o menos patriarcal en sus fincas incluso cuando su base jurídica había desaparecido, y lo hicieron hasta la reciente fecha de 1914. Eso era importante para asegurar una continuidad de los valores aristocráticos conservadores de una forma mucho más intensa y concentrada en aquellas zonas que en Europa occidental. La aristocracia terrateniente o junkers a menudo aceptó las implicaciones del mercado al planificar la gestión de sus fincas, pero no en sus relaciones con sus arrendatarios.
La resistencia más prolongada al cambio en las formas jurídicas tradicionales en la agricultura se produjo en Rusia. Allí, la servidumbre se mantuvo hasta su abolición en 1861. Este acto no puso totalmente y de inmediato la agricultura rusa bajo la gestión de los principios individualistas de la economía de mercado, pero con él se cerraba una era de la historia europea. Desde los Urales hasta La Coruña, en el marco de la ley ya no sobrevivía ningún trabajo sustancial de la tierra sobre la base de la servidumbre, y los campesinos tampoco estaban ligados a unos señores a quienes no pudieran abandonar. Era el fin de un sistema que había sido trasladado de la Antigüedad a la cristiandad occidental en la era de las invasiones bárbaras y que había constituido la base de la civilización europea durante siglos. A partir de 1861, el proletariado rural europeo de todos los países trabajó por un salario o por comida y cama. El modelo que se había empezado a extender en Inglaterra y Francia con la crisis agrícola del siglo XIV, había pasado a ser universal.
Formalmente, el uso medieval del trabajo servil duró más tiempo en algunos de los países americanos que formaban parte del mundo europeo. El trabajo obligatorio en su forma menos cualificada, la esclavitud, fue legal en algunos de los estados de Estados Unidos hasta el final de una gran guerra civil en 1865, cuando su abolición (si bien había sido promulgada por el gobierno vencedor dos años antes) se hizo efectiva en toda la república. La guerra que lo había hecho posible fue en cierta medida un paréntesis en el desarrollo ya rápido del país, que ahora proseguiría y pasaría a ser de vital significación para Europa. Incluso antes de la guerra, el cultivo de algodón, la labor agrícola que había sido el centro de los debates sobre la esclavitud, ya había mostrado que el Nuevo Mundo podía complementar la agricultura europea a una escala que podría llegar a ser casi indispensable. Después de la guerra, quedó abierto el camino al abastecimiento de Europa, y no solo con productos como el algodón, que allí no se podía producir fácilmente, sino también con alimentos. Estados Unidos —además de Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Argentina y Uruguay— pronto demostró que podía proporcionar alimentos a unos precios mucho más bajos que los de la propia Europa. Dos cosas lo hicieron posible. Una fue la inmensa extensión de estas nuevas tierras, que ahora se añadían a los propios recursos de Europa. Las llanuras americanas, las enormes extensiones de pastos en las pampas de América del Sur y las regiones templadas de Australasia proporcionaron enormes territorios para producir cereales y criar ganado. La segunda fue una revolución en el transporte que hizo que estos territorios fueran explotables por primera vez. Los ferrocarriles y los barcos de vapor entraron en funcionamiento en un número creciente a partir de la década de 1860. Pronto hicieron bajar los costes del transporte, y lo hicieron rápidamente, porque el descenso de los precios estimulaba una demanda creciente. De este modo se generaron beneficios mayores, que posibilitaron más inversiones de capital en los territorios y las praderas del Nuevo Mundo. Este mismo fenómeno también se daba en Europa, aunque a una escala menor. A partir de la década de 1870, los granjeros alemanes y de Europa del este empezaron a ver que tenían un competidor en los cereales de Rusia, que empezaron a llegar a las ciudades en expansión a un precio más bajo cuando se construyeron ferrocarriles en Polonia y en Rusia occidental, y cuando los barcos de vapor pudieron traerlos desde los puertos del mar Negro. Hacia 1900, el contexto en el que trabajaban los agricultores europeos, tanto si lo sabían como si no, era todo el mundo; el precio del guano de Chile o de los corderos de Nueva Zelanda podía determinar lo que sucedía en sus mercados locales.
La historia de la expansión agrícola trasciende los límites incluso de una síntesis como esta. Tras crear la civilización y, más tarde, poner un límite a su progreso durante mil años, la agricultura se convirtió de pronto en su propulsor. En el lapso de aproximadamente un siglo, demostró que podía alimentar a más personas que nunca antes. La demanda de las ciudades que crecían, la llegada de los ferrocarriles y la disponibilidad de capital apuntan a su inseparable interrelación con otras facetas de una economía transoceánica creciente entre 1750 y 1870. Pese a su primacía cronológica y a su enorme importancia como generador de capital inversor, la historia de la agricultura en este período solo por razones de conveniencia debe separarse de la historia del crecimiento global registrado de la manera más obvia y espectacular por la aparición de una sociedad completamente nueva, basada en la industrialización a gran escala.
Este es otro tema colosal. Ni siquiera es fácil comprender su magnitud. Generó el cambio más sorprendente en la historia de Europa desde las invasiones bárbaras, pero se ha considerado incluso más importante, el mayor cambio en la historia humana desde la llegada de la agricultura, del hierro o de la rueda. En un período de tiempo bastante breve —alrededor de un siglo y medio—, las sociedades de campesinos y artesanos se convirtieron en sociedades de operarios de máquinas y contables. Paradójicamente, el cambio puso fin a la antigua primacía de la agricultura, de la que había surgido. Fue uno de los hechos cruciales que hizo pasar la experiencia humana de la diferenciación generada por milenios de evolución cultural a las experiencias comunes, que, una vez más, tenderían hacia la convergencia cultural.
Ni siquiera definirla resulta en absoluto fácil, si bien los procesos que se hallan en su base son obvios a nuestro alrededor. Uno es la sustitución de la fuerza humana o animal por máquinas impulsadas por fuerzas de otras fuentes, cada vez más de origen mineral; otro es la organización de la producción en unidades mucho más grandes, y un tercero es la creciente especialización de las manufacturas. Pero todos estos factores tienen implicaciones y ramificaciones que nos llevan rápidamente más allá de sí mismos. Pese a que la industrialización plasmó incontables decisiones conscientes de innumerables empresarios y clientes, también parece una fuerza ciega que barre la vida social con una fuerza transformadora, uno de los «agentes sin sentido» que un filósofo identificó en una ocasión como la mitad de la historia del cambio revolucionario. La industrialización implicó nuevos tipos de ciudades, la necesidad de nuevas escuelas y nuevas formas de enseñanza superior, y, muy pronto, nuevas pautas de existencia diaria y de vida en común.
Los factores originales que posibilitaron tal cambio se remontan hasta más allá de los inicios de la era moderna. El capital para la inversión se había ido acumulando lentamente a lo largo de muchos siglos de innovación agrícola y comercial. Los conocimientos también habían aumentado. Los canales iban a constituir la primera red de comunicación para el transporte al por mayor una vez que la industrialización estuvo encarrilada, y a partir del siglo XVIII empezaron a construirse en Europa como nunca antes (por supuesto, en China todo fue muy distinto). No obstante, los hombres de Carlomagno ya sabían construirlos. Incluso las innovaciones técnicas más llamativas tenían sus raíces en un pasado remoto. Los hombres de la «revolución industrial» (tal como un francés de inicios del siglo XIX denominó el gran trastorno de aquella época) podían contar con innumerables artesanos de tiempos preindustriales que, lentamente, habían ido acumulando su pericia y experiencia para el futuro. Los renanos del siglo XIV, por ejemplo, aprendieron a hacer hierro forjado. Hacia 1600, la extensión gradual de los altos hornos había empezado a borrar los límites antes establecidos para el uso del hierro por su alto coste, y en el siglo XVIII llegaron los inventos que hicieron posible usar carbón en lugar de madera como combustible para algunos procesos. El hierro barato, incluso en lo que, según los baremos posteriores, serían cantidades pequeñas, permitió experimentar con nuevas maneras de usarlo; a ello seguirían otros cambios. La nueva demanda significó que las zonas donde el mineral se encontraba fácilmente ganaron importancia. Cuando las nuevas técnicas de fundición permitieron el uso de mineral en lugar de combustible vegetal, la ubicación de las reservas de carbón y hierro empezó a modelar la posterior geografía industrial de Europa y de América del Norte. En el hemisferio norte se hallan gran parte de las reservas de carbón conocidas del mundo, en un gran cinturón que va desde la cuenca del Don hasta Pensilvania y Virginia Occidental, pasando por Silesia, el Ruhr, la Lorena, el norte de Inglaterra y Gales.
Un metal y un combustible mejores hicieron una aportación decisiva a la industrialización inicial con la invención de una nueva fuente de energía, la máquina de vapor. De nuevo, sus raíces son muy profundas. Que la fuerza del vapor se podía utilizar para producir movimiento ya se sabía en la Alejandría helenística. Aunque, como algunos creen, hubiese existido la tecnología para desarrollar este conocimiento, la vida económica de aquella época no hacía que mereciese la pena esforzarse para hacerlo. El siglo XVIII trajo una serie de refinamientos a la tecnología tan importantes que pueden considerarse cambios fundamentales, y eso pasó cuando hubo dinero para invertir en ellos. El resultado fue una fuente de energía pronto reconocida como de importancia revolucionaria. Las nuevas máquinas de vapor no eran solo el producto del carbón y del hierro, sino que también los consumían, directamente como combustible y como materiales usados en su propia construcción. Indirectamente, estimularon la producción al hacer posible otros procesos que comportaban una mayor demanda de ellos. El más obvio y espectacular fue la construcción de ferrocarriles. Requería grandes cantidades de hierro primero, y más adelante de acero para los raíles y el material rodante. Pero también hizo posible el transporte de bienes a un coste muy inferior. Lo que los nuevos trenes transportaban podía ser perfectamente carbón o mineral, permitiendo así que estos materiales se usasen a un bajo precio lejos de donde se encontraban y se extraían fácilmente. Se formaron nuevas áreas industriales cerca de las líneas de ferrocarril, y los trenes podían transportar las mercancías desde estas zonas hasta mercados distantes.
El ferrocarril no fue el único cambio que el vapor introdujo en el transporte y las comunicaciones. El primer buque de vapor se hizo a la mar en 1809. Hacia 1870, pese a que aún había muchos barcos de vela y los astilleros todavía construían barcos de guerra propulsados por la fuerza del viento, ya eran habituales las líneas oceánicas regulares de «vapores». Su efecto económico fue espectacular. El coste real del transporte oceánico en 1900 era una séptima parte del que había sido cien años antes. La reducción de costes, de tiempo invertido en el recorrido y de espacio que generaban los barcos de vapor y los ferrocarriles dio un giro a las ideas convencionales acerca de lo que era posible. Desde la domesticación del caballo y la invención de la rueda, las personas y mercancías se habían trasladado a velocidades que variaban en función de las vías locales existentes, pero, probablemente, solo dentro de los límites de no más de ocho kilómetros por hora en cualquier distancia considerable. Los viajes más rápidos eran posibles en barco, sobre todo con el paso de los siglos, dado que los buques fueron objeto de notables modificaciones. Pero todas estas lentas mejoras quedaron empequeñecidas cuando, a lo largo de una vida, el hombre pudo ser testimonio de la diferencia entre viajar a lomos de un caballo y en un tren que podía circular a 60 a 80 km/h durante lapsos de tiempo prolongados.
Actualmente, hemos perdido una de las imágenes industriales más agradables, la alta columna de vapor saliendo de la chimenea de una locomotora a toda velocidad, que se mantenía suspendida durante unos segundos, sobre el fondo de un paisaje verde antes de desaparecer. Esta imagen sorprendía enormemente a quienes la veían por primera vez, al igual que lo hacían, aunque menos agradablemente, otros aspectos visuales de la transformación industrial. Uno de los más aterradores fue la ciudad industrial ennegrecida, dominada por una fábrica con chimeneas humeantes, tal como la ciudad preindustrial lo había estado por la aguja de la iglesia o la catedral. En realidad, la fábrica resultó tan nueva y dramática que, a menudo, se ha olvidado que fue una expresión poco habitual de las primeras etapas de la industrialización, no una expresión típica. Incluso a mediados del siglo XIX, la mayoría de los obreros industriales ingleses trabajaban en empresas manufactureras con menos de cincuenta empleados. Durante mucho tiempo, las grandes aglomeraciones de trabajadores solo se dieron en el sector textil. Las enormes fábricas textiles de algodón del Lancashire, que fueron las primeras en dar a la zona un carácter visual y urbano distinto del de las ciudades manufactureras anteriores, resultaban sorprendentes porque eran únicas. No obstante, para 1850 ya era evidente que, en cada vez más procesos manufactureros, se tendía hacia la centralización bajo un solo techo —ahora más atractivo por el abaratamiento del transporte—, hacia la especialización de la función, al uso de maquinaria más potente y a la imposición de una fuerte disciplina de trabajo.
A mediados del siglo XIX, cuando los cambios fueron más sorprendentes, solo se había creado una sociedad industrial madura en un país, Gran Bretaña. Detrás de ello había una preparación prolongada e inconsciente. La paz nacional y unos gobiernos menos codiciosos que los del continente habían generado confianza para invertir. La agricultura ofrecía nuevos excedentes por primera vez en Inglaterra. Los recursos minerales estaban fácilmente al alcance para explotar el nuevo aparato tecnológico generado por dos o tres generaciones de inventos destacados. Un comercio ultramarino en expansión reportaba más beneficios para invertir, y la maquinaria básica de las finanzas y la banca ya existía antes de que la industrialización necesitase recurrir a ella. La sociedad parecía haberse preparado psicológicamente para el cambio; los observadores detectaban una sensibilidad excepcional hacia las oportunidades pecuniarias y comerciales en la Inglaterra del siglo XVIII. Por último, una población creciente empezaba a ofrecer mano de obra y también una demanda mayor de artículos manufacturados. Todas estas fuerzas confluyeron, y el resultado fue un crecimiento industrial continuado y sin precedentes, que por primera vez se vio como algo totalmente nuevo e irreversible en el segundo cuarto del siglo XIX. Hacia 1870, Alemania, Francia, Suiza, Bélgica y Estados Unidos se habían unido a Gran Bretaña al mostrar una capacidad de crecimiento económico autosostenido, pero esta última seguía siendo la primera entre ellos por la escala de su maquinaria industrial y por su primacía histórica. Los habitantes de la «fábrica del mundo», como a los británicos les gustaba considerarse, se enorgullecían de encabezar las cifras que demostraban cuánta riqueza y poder había generado la industrialización. En 1850, el Reino Unido poseía la mitad de los barcos transoceánicos y la mitad de las vías de ferrocarril del mundo. Sobre esos raíles, los trenes circulaban con precisión y regularidad, e incluso a una velocidad que no habría aumentado mucho cien años más tarde. Estaban regulados por unos timetables («tablas de horarios») que eran los primeros ejemplos de su clase (y que dieron pie al primer uso de la palabra inglesa), y para su regulación se empleaba el telégrafo eléctrico. En ellos viajaban hombres y mujeres que unos pocos años antes solo lo habían podido hacer en diligencias o carretas. En 1851, el año en que una gran exposición internacional de Londres anunciaba su nueva supremacía, Gran Bretaña produjo 2,5 millones de toneladas de hierro. Puede que no parezca mucho, pero era cinco veces más que la cantidad fundida en Estados Unidos y diez veces más que en Alemania. En aquel momento, las máquinas de vapor británicas producían más de 1,2 millones de caballos de vapor, más de la mitad de la cifra de toda Europa en conjunto.
Hacia 1870, ya había empezado a distinguirse un cambio en las posiciones relativas. Gran Bretaña seguía siendo pionera en muchos sentidos, pero de forma menos rotunda, e iba a perder su ventaja. Aún producía más caballos de vapor que ningún otro país europeo, pero Estados Unidos (que ya producía más que Gran Bretaña en 1850) la aventajaba y Alemania se le acercaba rápidamente. En la década de 1850, tanto Alemania como Francia ya habían realizado la importante transición llevada a cabo en Gran Bretaña, de fundir la mayor parte de su hierro con carbón vegetal a hacerlo con combustibles minerales. La superioridad británica en la fabricación de hierro se mantenía y su producción de hierro en lingotes seguía creciendo, pero por entonces era de solo tres veces y media la de Estados Unidos y cuatro veces mayor que la de Alemania. Todavía era una superioridad enorme; la era de la hegemonía industrial británica no se había terminado.
Los países industriales, de los cuales Gran Bretaña era el más destacado, eran entidades exiguas en comparación con lo que serían. Entre ellos, solo Gran Bretaña y Bélgica tenían una gran mayoría de su población viviendo en barrios urbanos a mediados del siglo XIX. El censo de 1851 mostraba que la agricultura todavía era el sector que ocupaba más mano de obra entre las industrias británicas (solo el servicio doméstico rivalizaba con ella). Sin embargo, en estos países, el número cada vez mayor de personas empleadas en las industrias manufactureras, el crecimiento de las nuevas concentraciones de riqueza económica y una nueva escala de la urbanización, hicieron patente el proceso de cambio que iba avanzando.
El cambio modificó la vida de regiones enteras cuando los trabajadores afluyeron a raudales a ellas. Se construyeron fábricas textiles y se levantaron chimeneas, transformando incluso el aspecto físico de lugares como el West Riding de Yorkshire, el Ruhr y Silesia, mientras las nuevas ciudades se multiplicaban. Crecieron a un ritmo espectacular en el siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, cuando la aparición de grandes centros que se convertirían en los núcleos de lo que una época posterior denominaría «conurbaciones», fue especialmente notable. Por primera vez, algunas ciudades europeas dejaron de depender de la inmigración rural para su crecimiento. Existen dificultades para calcular los índices de urbanización, en gran parte porque las zonas urbanas estaban definidas de manera distinta en función del país, pero ello no oscurece las líneas principales de lo que estaba sucediendo. En 1800, Londres, París y Berlín tenían, respectivamente, unos 900.000, 600.000 y 170.000 habitantes. En 1900, las cifras correspondientes eran de cerca de 4,7 millones, 3,6 millones y 2,7 millones. También en aquel año, Glasgow, Moscú, San Petersburgo y Viena tenían más de un millón de habitantes cada una. Eran las ciudades gigantes. Tras ellas venían otras dieciséis ciudades europeas con más de 500.000 habitantes, una cifra solo superada por Londres y París en 1800. Estas grandes ciudades y otras más pequeñas, que también eran enormemente más grandes que las anteriores, a las que eclipsaron, todavía atraían a emigrantes del campo en gran número, sobre todo en Gran Bretaña y Alemania. Esto reflejaba la tendencia a que la urbanización fuese notable en los relativamente pocos países donde la industrialización avanzó primero, porque fueron la riqueza y el empleo generado por la industria lo que empezó a atraer trabajadores a ellas. De las 23 ciudades de más de medio millón de habitantes en 1900, 13 pertenecían a cuatro países: el Reino Unido (6), Alemania (3), Francia (3) y Bélgica (1).
La opinión sobre las ciudades ha sufrido numerosos cambios. Cuando el siglo XVIII terminaba, estaba en pleno apogeo una especie de descubrimiento sentimental de la vida rural. Ello coincidió con la primera fase de la industrialización, y el siglo XIX se inició con una oleada de comentarios estéticos y morales sobre la aversión por una vida urbana que realmente iba a revelar un nuevo rostro, a menudo desagradable. Esta urbanización no se consideraba bienvenida; incluso el cambio poco saludable era visto por muchas personas como un tributo a la fuerza revolucionaria de los acontecimientos. Los conservadores desconfiaban de las ciudades y las temían. Mucho después de que los gobiernos europeos hubiesen demostrado la facilidad con que podían controlar el malestar urbano, las ciudades eran miradas con recelo como probables nidos de la revolución. Ello no es de extrañar, ya que las condiciones que se daban en muchos de los centros metropolitanos a menudo eran duras y terribles para los pobres. El East End de Londres ofrecía unas muestras terribles de pobreza, suciedad, enfermedades y privaciones a cualquiera que entrase en sus zonas depauperadas. Un joven hombre de negocios alemán, Friedrich Engels, escribió en 1844 uno de los libros más influyentes del siglo, La situación de la clase obrera en Inglaterra, donde exponía las terribles condiciones en que vivían los pobres de Manchester, y muchos otros escritores ingleses abordaron temas similares. En Francia, el fenómeno de las «clases peligrosas» (como eran llamados los parisienses pobres) preocupó a los gobiernos de la primera mitad del siglo, y la miseria impulsó una serie de brotes revolucionarios entre 1789 y 1871. Sin duda, no era infundado el temor a que las ciudades, en pleno crecimiento, pudiesen generar resentimiento y odio hacia los dirigentes y los beneficiarios de la sociedad, y a que ello fuese una fuerza potencialmente revolucionaria.
También era razonable predicar que la ciudad contribuía a la subversión ideológica. Era la gran destructora de los modelos tradicionales de comportamiento en la Europa del siglo XIX y un crisol de nuevas formas sociales y de nuevas ideas, una enorme y anónima selva dentro de la cual los hombres y las mujeres escapaban fácilmente al escrutinio del cura, el terrateniente y los vecinos, que habían sido los reguladores sociales de las comunidades rurales. En esto (y ello fue especialmente válido cuando la alfabetización se extendió a las capas bajas), las nuevas ideas incidieron en los planteamientos que durante mucho tiempo no se habían cuestionado. Los europeos de clase alta del siglo XIX se vieron particularmente sorprendidos por la aparente tendencia de la vida urbana al ateísmo y a la infidelidad, y una de las respuestas habituales fue construir más iglesias. Se percibía que había mucho más en juego que la verdad religiosa y la doctrina sensata (sobre las cuales las propias clases altas durante mucho tiempo habían tolerado cómodamente el desacuerdo). La religión era el gran sustento de la moral y la base del orden social establecido. Un escritor revolucionario, Karl Marx, comentó con desdén que la religión era «el opio del pueblo»; las clases que poseían bienes seguramente no lo hubiesen formulado con estas palabras, pero reconocían la importancia de la religión como aglutinante social. En los países católicos y también en los protestantes, uno de los resultados fue una serie prolongada de intentos de encontrar la manera de recuperar las ciudades para el cristianismo. El esfuerzo partía de una premisa falsa, dado que presuponía que las iglesias alguna vez habían tenido una implantación en las zonas urbanas, que desde hacía mucho tiempo habían ahogado las estructuras parroquiales tradicionales y las instituciones religiosas de los viejos pueblos y ciudades en sus corazones. Pero aquel esfuerzo tuvo expresiones muy diversas, desde la construcción de nuevas iglesias en los suburbios industriales hasta la creación de misiones que aunaban la evangelización con los servicios sociales y que enseñaban a los eclesiásticos la realidad de la vida urbana moderna. Hacia finales de siglo, las personas de mentalidad religiosa por lo menos eran conscientes del reto a que se enfrentaban, aunque sus predecesores no lo hubiesen percibido. Un gran evangelista inglés usó en el título de uno de sus libros palabras calculadas con precisión para recalcar el paralelismo con la labor misionera en tierras paganas de ultramar: Darkest England («La Inglaterra más oscura»). Su respuesta iba a erigirse en un nuevo instrumento de propaganda religiosa, ideado para atraer específicamente a un nuevo tipo de población y para combatir concretamente los males de la sociedad urbana, el Ejército de Salvación.
Aquí, nuevamente, la revolución provocada por la industrialización tenía un impacto que iba mucho más allá de la vida material. Es un problema inmensamente complicado distinguir cómo surgió la civilización moderna, la primera, por lo que sabemos, que carecía de una estructura formal de creencia religiosa en su base. Tal vez no podemos separar el papel de la ciudad en la disgregación de la observancia religiosa tradicional de, por ejemplo, el papel de la ciencia y la filosofía en la corrupción de la fe en las personas con formación. No obstante, un nuevo futuro era ya visible en la población industrial europea de 1870, en gran parte alfabetizada, alienada de la autoridad tradicional, de mentalidad laica y que empezaba a ser consciente de sí misma como una entidad. Esta era una base distinta para la civilización de todas cuantas hemos visto.
No obstante, aunque legítimamente, nos estamos anticipando, dado que esto sugiere nuevamente cuán rápido y profundo fue el impacto de la industrialización en todas las facetas de la vida. Incluso el ritmo de la vida cambió. En el conjunto de toda la historia anterior, el comportamiento económico de la mayor parte de la humanidad había estado regulado fundamentalmente por los ritmos de la naturaleza. En una economía agrícola o pastoril, imponían un modelo anual que era dictado por el tipo de trabajo que debía realizarse y por el que se podía llevar a cabo. Dentro de este marco fijado por las estaciones, actuaban las categorías subordinadas de la luz y la oscuridad, del buen tiempo y el mal tiempo. Los arrendatarios vivían en gran intimidad con sus herramientas, sus animales y los campos en los que se ganaban el pan. Incluso los escasos habitantes de las ciudades vivían, básicamente, vidas modeladas por las fuerzas de la naturaleza. En Gran Bretaña y en Francia, una mala cosecha aún podía arruinar toda la economía mucho después de 1850. Sin embargo, para entonces ya había muchas personas cuyas vidas seguían un ritmo marcado por pautas muy distintas. Sobre todo eran fijadas por los medios de producción y su demanda, y por la necesidad de tener las máquinas empleadas económicamente, por lo barato o lo caro de la inversión de capital y por la disponibilidad de mano de obra. El símbolo de esto fue la fábrica, donde la maquinaria marcaba una pauta de trabajo en la que una distribución del tiempo precisa era esencial. Los hombres empezaron a pensar de una manera completamente nueva sobre el tiempo a consecuencia de su trabajo industrial.
Además de imponer nuevos ritmos, el industrialismo también vinculó de maneras nuevas al trabajador con el trabajo. Es difícil, pero importante, evitar sentimentalizar el pasado al valorarlo. A primera vista, el desencanto de los trabajadores de la fábrica con su rutina monótona, su exclusión de una implicación personal y su trasfondo del sentido de trabajar en beneficio de otra persona, justifica la retórica que ha inspirado, ya sea en forma de añoranza por el mundo del artesano que ha desaparecido o de análisis de lo que se ha identificado como la alienación del trabajador respecto del producto. Pero la vida del campesino medieval también era monótona, y se pasaba gran parte de ella trabajando en beneficio de otra persona. Tampoco una rutina férrea es necesariamente menos dura por el hecho de que esté marcada por la puesta y la salida del sol en lugar de por un capataz, o más agradablemente variada por la sequía y la tormenta que por las recesiones o las expansiones comerciales. Con todo, las nuevas disciplinas implicaron una transformación revolucionaria en las maneras en que muchos hombres y mujeres se ganaban la vida, pese a que podamos evaluar los resultados en comparación con lo que sucedía antes.
Encontramos un ejemplo claro en lo que pronto se manifestó como uno de los males persistentes del incipiente industrialismo, su abuso del trabajo infantil. Una generación de ingleses, moralmente fortalecidos por la abolición del esclavismo y por la exaltación que la acompañó, también fue intensamente consciente de la importancia de la formación religiosa —y, por tanto, de algo que podía interponerse entre ellos y los jóvenes—, y una generación dispuesta a ser sentimental respecto a los niños de una manera en que no lo habían sido las generaciones anteriores. Todo ello ayudó a crear una conciencia acerca de este problema (primero en el Reino Unido), que tal vez desvió la atención del hecho de que la explotación brutal de los niños en las fábricas tan solo era una parte de la transformación total de los modelos de empleo. En el uso de mano de obra infantil en sí no había nada nuevo. Durante siglos, en Europa los niños habían hecho de porqueros, ahuyentadores de pájaros, espigadores, chicas para todo, barrenderos, prostitutas y, de vez en cuando, esclavos (y siguen haciendo estas tareas en la mayoría de las sociedades no europeas). La terrible imagen del grupo de niños desprotegidos de la gran novela de Victor Hugo Los miserables (1862) es un reflejo de su vida en una sociedad preindustrial. La diferencia marcada por el industrialismo fue que su explotación estaba regularizada y que se le dio una nueva dureza por las formas institucionales de la fábrica. Mientras que el trabajo infantil en una sociedad agrícola forzosamente debía diferenciarse por completo del trabajo de los adultos por su menor fuerza, en el control de las máquinas había toda una gama de actividades en las que el trabajo infantil competía directamente con el de los adultos. En un mercado laboral normalmente excedentario, ello significaba que había presiones irresistibles sobre los padres para que enviasen a los hijos a la fábrica a fin de que contribuyesen a los ingresos familiares lo antes posible, a veces a los cinco o seis años. Las consecuencias a menudo no solo eran terribles para las víctimas, sino también revolucionarias en el sentido de que la relación de los niños con la sociedad y la estructura de la familia quedaron arruinadas. Esta fue una de las «situaciones sin sentido» de la historia, una de las más terribles.
Los problemas creados por tales fuerzas fueron demasiado acuciantes como para no atraer la atención, y pronto se empezaron a aplacar los males más evidentes del industrialismo. Hacia 1850, las leyes de Inglaterra ya habían empezado a intervenir para proteger, por ejemplo, a las mujeres y los niños en las minas y las fábricas; en todos los milenios de la historia de economías basadas en la agricultura, en aquella fecha todavía había sido imposible erradicar el esclavismo, ni siquiera en el mundo atlántico. Dada la escala sin precedentes y la velocidad de la transformación social, no se debería culpar sin reservas a la primigenia Europa industrial por no actuar con mayor celeridad para poner remedio a unos males que, solo a grandes rasgos, podían intuirse vagamente. Incluso en las primeras fases del industrialismo inglés, cuando tal vez el coste social fue más elevado, era difícil desprenderse de la creencia de que la liberación de la economía de interferencias sociales era esencial para la enorme generación de nuevas riquezas que se estaba produciendo.
Es cierto que resulta casi imposible encontrar teóricos de la economía y publicistas de inicios del período industrial que defendiesen una no interferencia absoluta en la economía. Sin embargo, hubo una amplia corriente de apoyo que abogaba por la idea de que sería muy beneficioso si se dejase operar a la economía de mercado sin la ayuda o los impedimentos de los políticos y los funcionarios. Una de las fuerzas que actuaba en este sentido era la noción resumida a menudo en una expresión hecha célebre por un grupo de franceses: el laissez-faire. En líneas generales, los economistas posteriores a Adam Smith habían afirmado con un grado de consenso cada vez mayor que la producción de riquezas se vería acelerada, y que con ello aumentaría el bienestar general, si el uso de los recursos económicos seguía la demanda «natural» del mercado. Otra tendencia reforzadora fue el individualismo, encarnado en la suposición de que los individuos conocían mejor sus propios asuntos y en la creciente organización de la sociedad en torno a los derechos e intereses de los individuos.
Estos fueron los orígenes de la prolongada asociación entre industrialismo y liberalismo; los conservadores los deploraban, porque echaban de menos un orden agrícola y jerárquico de obligaciones y deberes mutuos, unas ideas establecidas y unos valores religiosos. No obstante, los liberales que dieron la bienvenida a la nueva era no adoptaron su actitud, en absoluto, simplemente por unas causas negativas y egoístas. El credo de «Manchester», tal como lo llamaban debido a la importancia simbólica de la ciudad para el desarrollo industrial y comercial inglés, era para sus líderes mucho más que una cuestión de simple autoenriquecimiento. Una intensa batalla política que preocupó a los ingleses durante años a principios del siglo XIX, lo hizo patente. Su foco era una campaña en pro de la revocación de las llamadas «Corn Laws», o «leyes de los cereales», un sistema tarifario inicialmente impuesto para dar protección a los agricultores ingleses frente a las importaciones de cereales del extranjero a precios más bajos. Los «revocadores», cuyo líder ideológico y político era un hombre de negocios no muy próspero, Richard Cobden, afirmaban que era mucho lo que estaba en juego. Para empezar, la retención de los derechos sobre los cereales demostraba la fuerza de los intereses agrícolas sobre la maquinaria legislativa, la clase dirigente tradicional, a la que no se debía permitir hacerse con un monopolio del poder. Enfrentadas a ellos estaban las fuerzas dinámicas del futuro, que aspiraban a liberar la economía nacional de estas distorsiones en interés de grupos particulares. La réplica de los antirrevocadores fue que: los fabricantes eran un interés particular, que solo quería importaciones de alimentos baratos a fin de poder pagar sueldos más bajos; pero si deseaban ayudar a los pobres, ¿acaso no podían mejorar las condiciones bajo las que empleaban a mujeres y niños en las fábricas? En esto, la crueldad del proceso de producción mostraba una desalmada indiferencia hacia las obligaciones de privilegios que nunca hubiesen sido tolerados en una Inglaterra rural. A esto, los revocadores respondían que unos alimentos baratos significarían mercancías más baratas para la exportación. Y en esto, para alguien como Cobden, había la posibilidad de mucho más que beneficios. Una expansión del libre comercio por todo el mundo, ilimitada por la interferencia de gobiernos mercantilistas, conduciría a un progreso internacional, tanto material como espiritual, opinaba. El comercio unía a los pueblos, intercambiaba y multiplicaba las ventajas de la civilización, y aumentaba el poder en cada país de sus fuerzas progresistas. En una ocasión, Cobden incluso suscribió la idea de que el comercio libre era la expresión de la voluntad divina (aunque en esto no llegaría a extremos tales como el cónsul británico de Cantón, quien había proclamado que «Jesucristo es el libre comercio, y el libre comercio es Jesucristo»).
En Gran Bretaña, había mucho más a favor del tema del libre comercio (cuyo punto central era el debate sobre la ley de cereales) de lo que puede reflejar un breve resumen. Cuanto más se analiza, más se hace evidente que el industrialismo implicaba ideologías creativas y positivas, las cuales suponían un reto intelectual, social y político respecto al pasado. Por esta razón, no debería ser objeto de juicios morales simples, pese a que tanto los conservadores como los liberales de aquel tiempo opinaban lo contrario. Una misma persona podía oponerse a unas leyes que protegían al trabajador contra unos horarios demasiado prolongados pese a ser un empresario modelo, que apoyaba activamente la reforma educativa y política y rechazaba la corrupción de los intereses públicos por privilegios de nacimiento. Su oponente podía luchar por evitar que los niños trabajasen en las fábricas y actuar como un terrateniente modelo, como un patriarca benévolo con sus arrendatarios, mientras se resistía férreamente a la ampliación del sufragio a quienes no formaban parte de la Iglesia establecida o a cualquier reducción de la influencia política de los terratenientes. Todo era muy confuso. En la cuestión específica de las leyes de los cereales, el resultado también fue paradójico, ya que un primer ministro conservador fue finalmente convencido por los argumentos de los revocadores. Cuando tuvo la oportunidad de hacerlo sin mostrarse demasiado claramente incoherente, convenció al Parlamento de hacer el cambio en 1846. En su partido había hombres que nunca se lo perdonaron, y este intenso clímax en la carrera política de sir Robert Peel —por la cual sería venerado por sus oponentes liberales una vez que estuvo sano y salvo fuera del camino— se produjo poco antes de que fuese apartado del poder por sus propios partidarios.
Solamente en Inglaterra esta cuestión se discutió de manera tan explícita y se zanjó de forma tan rotunda. Paradójicamente, en otros países, pronto consiguieron sus objetivos. Hasta mediados de siglo, un período de expansión y prosperidad, sobre todo para la economía británica, el libre comercio no consiguió un apoyo considerable fuera del Reino Unido, cuya prosperidad era considerada por los creyentes una prueba de lo acertado de sus opiniones e incluso calmó a sus adversarios; el libre comercio se convirtió en un dogma político británico, intocable hasta bien entrado el siglo XX. El prestigio del liderazgo económico británico también ayudó a darle una breve popularidad en los demás países. En realidad, la prosperidad de la época se debía tanto a otras influencias como a este triunfo ideológico, pero esta creencia se sumó al optimismo de los liberales en materia de economía. Su credo era la culminación de la visión progresista del potencial humano, cuyas raíces crecían en las ideas de la Ilustración.
Hoy en día, las sólidas razones para este optimismo pueden verse pasadas por alto fácilmente. Al valorar el impacto de la industrialización trabajamos con el impedimento de no tener ante nosotros la miseria del pasado que dejó atrás. Pese a la pobreza de los barrios bajos (y en aquel momento lo peor ya había pasado), las personas que vivían en las grandes ciudades de 1900 consumían más y vivían más tiempo que sus antecesores. Por supuesto, ello no significa que viviesen tolerablemente bien, según los valores posteriores, o que estuviesen satisfechos. Pero con frecuencia, y probablemente en su mayor parte, estaban mejor desde el punto de vista material que sus predecesores o que la mayoría de sus contemporáneos del mundo no europeo. Por muy sorprendente que parezca, formaban parte de la minoría privilegiada de la humanidad. Sus vidas más longevas eran la mejor prueba de ello.

2. Cambio político en una era de revolución
En el siglo XVIII, la palabra revolución pasó a tener un nuevo significado. Tradicionalmente, había denotado tan solo un cambio en la composición del gobierno, y no necesariamente violento (una de las razones por las que la «Revolución Gloriosa» inglesa de 1688 se consideraba gloriosa era que no había sido violenta, según aprendieron a creer los ingleses). Los hombres podían hablar de una «revolución» que sucediese en una corte en concreto cuando un ministro sustituía a otro. A partir de 1789, esto cambió. Se empezó a considerar aquel año como el inicio de un nuevo tipo de revolución, una ruptura real con el pasado, tal vez caracterizada por la violencia, pero también por ilimitadas posibilidades de cambio radical, social, político y económico, y se pasó a pensar, también, que este nuevo fenómeno podía trascender las fronteras nacionales y tener implicaciones universales y generales. Incluso quienes estaban totalmente en desacuerdo con la conveniencia de una revolución, no podían sino admitir que este nuevo tipo de revolución era un fenómeno de la política de su época.
Sería engañoso intentar agrupar todos los cambios políticos de este período bajo el título de «revolución» concebida en tales términos. Pero sí puede ser útil hablar de una «época de revolución» por dos razones. Una es que, en el período aproximado de un siglo, hubo muchos más trastornos políticos de los que se habían producido hasta entonces que pudiesen denominarse «revoluciones» en este sentido extremo, pese a que muchas de ellas fracasaron y otras dieron paso a unos resultados muy distintos de los que la gente esperaba de ellos. En segundo lugar, si damos a este término un poco más de elasticidad, y dejamos que incluya ejemplos de cambios políticos enormemente acelerados y fundamentales, que sin duda van más allá de la sustitución de un grupo de gobernantes por otro, entonces en esos años hubo muchos menos cambios políticos radicales que fuesen claramente revolucionarios en sus efectos. El primero y más obvio fue la disolución del primer imperio británico, cuyo episodio central pasó a ser conocido como la «guerra de la Independencia estadounidense».
En 1763, el poder imperial en América del Norte estaba en su cumbre. Canadá había sido arrebatado a los franceses, y el viejo temor a un cordón de fuertes franceses en el valle del Mississippi que encerrase las trece colonias se había desvanecido. Esto podría echar por tierra cualquier motivo para futuros recelos; sin embargo, algunos profetas ya habían sugerido, incluso antes de la derrota francesa, que su eliminación tal vez no fortalecería, sino que debilitaría el control británico en América del Norte. Al fin y al cabo, el número de colonos en las colonias británicas ya era superior al de los súbditos de numerosos estados soberanos de Europa. Muchos no eran de ascendencia inglesa ni anglófonos nativos, y tenían unos intereses económicos no necesariamente coherentes con los del poder imperial. No obstante, el control del gobierno británico sobre ellos tenía que ir disminuyendo, simplemente debido a la enorme distancia que separaba Londres de las colonias. Una vez que hubo desaparecido la amenaza de los franceses (y de los indios a quienes los franceses habían vuelto contra ellos), tal vez los lazos del imperio deberían aflojarse aún más.
Pronto surgieron dificultades. ¿Cómo se organizaría el Oeste? ¿Qué relación habría con las colonias existentes? ¿Cómo serían tratados los nuevos súbditos canadienses de la corona? Estos problemas revistieron cierta urgencia tras la rebelión india del valle del Ohio en 1763 en respuesta a la presión de los colonos, que consideraban el Oeste un territorio propio donde establecerse y comerciar. El gobierno imperial proclamó de inmediato que las tierras al oeste de los montes Allegheny estaban cerradas a la colonización. En un primer momento, esto ofendió a muchos colonos que esperaban explotar estas regiones, y también se sintieron indignados cuando los administradores británicos negociaron tratados con los indios y cerraron pactos para crear una frontera vigilada militarmente para proteger a los colonos de los indios y viceversa.
Pasaron diez años durante los cuales el potencial latente para la independencia americana maduró y alcanzó un punto crítico. Las protestas por los agravios se convirtieron primero en resistencia y más tarde en rebelión. Una y otra vez, los políticos coloniales usaron la provocadora legislación inglesa para radicalizar la política americana, haciendo que los colonos creyesen que la libertad práctica de que ya gozaban estaba en peligro. Desde el principio hasta el fin, el proceso estuvo marcado por las iniciativas británicas. Paradójicamente, en aquella época Gran Bretaña estuvo gobernada por una serie de ministros ansiosos de llevar a cabo reformas en las cuestiones coloniales; sus excelentes intenciones ayudaron a destruir un statu quo que hasta entonces había funcionado bien. Con ello dieron uno de los primeros ejemplos de lo que sería un fenómeno frecuente en las décadas siguientes, la incitación de los intereses creados a la rebelión a causa de reformas bienintencionadas pero políticamente imprudentes.
Una de las premisas que se comprendían claramente en Londres era que los americanos debían pagar una proporción de impuestos adecuada que contribuyese a su defensa y al bien común del imperio. Hubo dos intentos distintos de asegurar esta tributación. El primero, en 1764-1765, revistió la forma de imponer tasas al azúcar importado a las colonias y de una ley que debía recaudar fondos de los timbres fiscales empleados en diversos tipos de documentos legales. Lo importante de estas leyes no era la cantidad que proponían recaudar, ni siquiera la novedad de gravar las transacciones internas de las colonias (lo cual se discutió ampliamente), sino el hecho de que, tal como lo veían los políticos ingleses y los contribuyentes americanos, eran leyes propias de una legislación unilateral por parte del Parlamento imperial. La manera habitual en que se gestionaban los asuntos de las colonias y en que se recaudaban ingresos se había discutido en sus propias asambleas. Lo que ahora se cuestionaba era algo que anteriormente apenas se había formulado como una pregunta: si la indudable soberanía legislativa del Parlamento del Reino Unido también se extendía a sus colonias. Pronto se produjeron motines, acuerdos de no importación y airadas protestas. Los desafortunados funcionarios que vendían los timbres lo pasaron mal. Representantes de las nueve colonias asistieron con ánimo amenazador a un congreso sobre la ley de timbres. La ley fue retirada.
Entonces el gobierno de Londres tomó otro camino. Su segunda iniciativa fiscal impuso derechos externos a la pintura, el papel, el cristal y el té. Como no eran impuestos internos y el gobierno imperial siempre había regulado el comercio, parecían más prometedores, pero esto solo fue una ilusión. Para entonces, los políticos radicales ya estaban advirtiendo a los americanos de que no debería imponérseles ningún tributo por parte de una legislatura en la que no estaban representados. Tal como Jorge III lo comprendió, el poder que estaba siendo atacado no era el de la corona, sino el del Parlamento. Hubo más motines y boicots, así como una de las primeras refriegas, tan frecuentes en la historia de la descolonización, cuando a partir de la muerte de seguramente cinco amotinados en 1770 se creó el mito de la «matanza de Boston».
Nuevamente, el gobierno británico se retractó. Se retiraron tres de las tasas, pero se mantuvo la del té. Desafortunadamente, en este momento el problema se les había escapado de las manos; trascendía la tributación, como comprendió el gobierno británico. Ahora se trataba de si el Parlamento imperial podía elaborar leyes ejecutables en las colonias o no. Tal como Jorge III lo formuló posteriormente: «No debemos dominarles ni tampoco dejarles totalmente a su merced». La cuestión se centralizó en un lugar, pese a que se manifestaba en todas las colonias. Hacia 1773, después de que los radicales destruyesen un cargamento de té (el llamado «motín del té» de Boston), la cuestión crucial para el gobierno británico fue: ¿era posible gobernar Massachusetts?
El Reino Unido no volvió a retroceder; Jorge III, sus ministros y la mayor parte de la Cámara de los Comunes coincidieron en esto. Se aprobaron numerosas leyes coercitivas para meter a Boston en cintura. En este momento, los radicales de Nueva Inglaterra fueron escuchados aún con más simpatía en las otras colonias porque una medida humana y sensible que aseguraba el futuro de Canadá, la Ley de Quebec de 1774, suscitó reacciones distintas. A algunos les disgustaba la posición privilegiada que daba al catolicismo (se pretendía que el cambio de gobernantes dejase a los canadienses franceses la máxima libertad en cuanto a costumbres), mientras que otros veían su ampliación de las fronteras de Canadá hacia el sur, hasta el Ohio, como otro obstáculo para la expansión hacia el oeste. En septiembre del mismo año, un congreso continental de delegados de las colonias reunido en Filadelfia cortó las relaciones comerciales con el Reino Unido y solicitó la revocación de gran parte de la legislación existente, incluida la Ley de Quebec. Para entonces, probablemente ya era inevitable que se recurriese a la fuerza. Los políticos radicales de las colonias habían puesto de manifiesto el sentimiento de independencia que ya experimentaban muchos norteamericanos. Pero era inconcebible que algún gobierno imperial del siglo XVIII lo comprendiese. De hecho, el gobierno británico era bastante reticente a actuar según sus convicciones y a depender solo de la fuerza hasta que el desorden y la intimidación de los habitantes de las colonias respetuosos con las leyes y moderados hubiesen llegado ya demasiado lejos. Al mismo tiempo, puso de relieve que no estaba dispuesto a ceder en los principios de la soberanía.
Se hizo acopio de armas en Massachusetts. En abril de 1775, un destacamento de soldados británicos enviado a Lexington para apoderarse de ellas combatió en la primera acción de la revolución americana. Pero esto no fue más que una parte del principio. Los sentimientos de los líderes de los colonos tardaron otro año en endurecerse, hasta llegar a la convicción de que solo la independencia completa de Gran Bretaña lograría desencadenar una resistencia efectiva. El resultado fue la Declaración de Independencia de julio de 1776, y el debate se trasladó al campo de batalla.
Los británicos perdieron la guerra debido a las dificultades impuestas por la geografía, porque el mando americano consiguió evitar unas fuerzas superiores el tiempo suficiente para conservar un ejército que pudiese imponerles su voluntad en Saratoga, en 1777, porque los franceses entraron en la guerra poco después para vencer tras la derrota sufrida en 1763, y porque España también entró en el conflicto, inclinando la balanza del poder naval. Los británicos tuvieron otra desventaja: no se atrevieron a librar el tipo de guerra que podía darles la victoria militar atemorizando a la población americana y animando así a aquellos que deseaban permanecer bajo la bandera británica a cortar los suministros y la libertad de movimientos de que disfrutaba el ejército del general Washington. No podían hacerlo porque su objetivo primordial debía ser mantener abierto el camino a una paz reconciliadora con los colonos que deseasen volver a aceptar el dominio británico. En estas circunstancias, la coalición borbónica fue funesta. La decisión militar se produjo en 1781, cuando un ejército británico se encontró atrapado en Yorktown, entre los americanos en tierra y una escuadra francesa en el mar. Solo participaron unos siete mil hombres, pero su rendición fue la peor humillación nunca sufrida por las armas británicas y el fin de una época de dominio imperial. Las negociaciones de paz comenzaron pronto, y dos años más tarde, en París, se firmaba un tratado por el cual Gran Bretaña reconocía la independencia de los Estados Unidos de América, cuyo territorio, tal como habían admitido los negociadores británicos, se extendería hasta el Mississippi. Esta fue una decisión crucial a la hora de dar forma a un nuevo país. Para los franceses, que se planteaban recuperar el valle del Mississippi, fue una decepción. Al parecer, los rebeldes solo se repartirían el continente septentrional con España y Gran Bretaña.
Pese a todos los cabos sueltos que había que atar y a las disputas fronterizas, que se alargarían durante décadas, la aparición de un nuevo Estado con un gran potencial de recursos en el hemisferio occidental fue sin duda un cambio revolucionario desde todos los puntos de vista. Al principio, los observadores extranjeros con frecuencia no lo consideraron como tal, pero ello se debía a que los puntos débiles del nuevo país en aquel momento eran más evidentes que su potencial. De hecho, no estaba nada claro que fuese un país, ya que las colonias estaban divididas y muchos esperaban que empezasen a luchar entre ellas y se impusiese la desunión. Su gran e incalculable ventaja fue su ubicación tan lejana. Podían resolver sus problemas casi sin ninguna intervención extranjera, una ventaja crucial para lo que iba a suceder.
La victoria en la guerra vino seguida de unos seis años críticos durante los cuales una serie de políticos americanos tomaron decisiones que iban a modelar buena parte de la historia futura del mundo. Como ocurre en todas las guerras civiles y guerras de independencia, se habían creado nuevas divisiones que acentuaban las debilidades políticas. Entre ellas, las que dividían a unionistas y rebeldes, pese a su crudeza, tal vez fueron las menos importantes. Ese problema fue resuelto brutalmente por la emigración de los vencidos; cerca de ochenta mil unionistas abandonaron las colonias rebeldes por toda una serie de motivos, que iban desde la intimidación y el terror hasta la simple lealtad a la corona. Otras divisiones parecía que iban a causar más problemas en el futuro; los intereses de clase y económicos separaban a agricultores, comerciantes y propietarios de plantaciones. Había diferencias importantes entre los nuevos estados que habían sustituido a las anteriores colonias y entre regiones o secciones de un país que se desarrollaba rápidamente. Una de ellas, la impuesta por la importancia económica del esclavismo negro para los estados del Sur, iba a tardar décadas en resolverse. Por otra parte, los americanos también contaban con grandes ventajas cuando empezaron a construir su país. Se enfrentaban al futuro sin el inconveniente de una enorme población analfabeta y atrasada como la que entorpecía la evolución hacia un sistema democrático en muchos otros países. Contaban con un vasto territorio y grandes recursos económicos, incluso en las zonas ocupadas. Por último, tenían la civilización europea en la que inspirarse, sujeta o no a las modificaciones que su legado pudiese sufrir en su traslado a un continente virgen o casi virgen.
La guerra contra los británicos había impuesto una cierta disciplina. Algunos artículos de la Confederación habían sido acordados por las anteriores colonias y entraron en vigor en 1781. En ellos aparecía el nombre del nuevo país, los Estados Unidos de América. La paz propició una sensación cada vez mayor de que estos acuerdos eran insatisfactorios. Dos aspectos eran motivo de preocupación: uno era el de los disturbios que surgían fundamentalmente del desacuerdo sobre lo que la revolución debería haber significado en las cuestiones nacionales. A muchos estadounidenses, el gobierno central les parecía demasiado débil para afrontar el descontento y los desórdenes. El segundo surgió de una depresión económica de posguerra, que afectó en particular al comercio externo y se relacionaba con problemas monetarios derivados de la independencia de los diferentes estados. Para abordar estos problemas, el gobierno central tampoco parecía disponer de recursos. Fue acusado de negligir los intereses económicos estadounidenses en sus relaciones con los demás países. Tanto si ello era cierto como si no, esta era la opinión generalizada. El resultado fue una reunión de delegados de los estados en una convención constitucional en Filadelfia celebrada en 1787. Tras cuatro meses de trabajo, firmaron un proyecto de constitución, que posteriormente fue sometido a los estados para su ratificación. Una vez que lo hubieron ratificado nueve estados, la constitución entró en vigor en el verano de 1788. En abril de 1789, George Washington, ex comandante de las fuerzas norteamericanas en la guerra contra los británicos, pronunció el juramento del cargo como primer presidente de la nueva república, inaugurando así una serie de presidencias que han continuado ininterrumpidamente hasta la actualidad.
Se ha hablado mucho de la necesidad de instituciones y principios sencillos, de intención clara; sin embargo, doscientos años más tarde, aquella nueva constitución continuaría revelando su potencial para el desarrollo. Pese a la voluntad de sus borradores de proporcionar un documento que se resistiese sin ambigüedades a la reinterpretación, no lo consiguieron (afortunadamente). La Constitución de Estados Unidos iba a demostrar ser capaz de cubrir toda una época histórica, que convirtió un conjunto de sociedades agrícolas dispersas en un gigante y en una potencia industrial de alcance mundial. En parte, ello se debió a la inclusión de enmiendas deliberadas, pero en gran medida fue el resultado de la interpretación en constante evolución de las doctrinas que incorporaba. También hubo muchos aspectos que no se modificaron. A pesar de que en muchos casos son formales, estos rasgos de la constitución son muy importantes. Además de estos, también había principios fundamentales que persistieron, aunque su significado se debatió ampliamente.

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Por empezar con el hecho más obvio: la constitución era republicana, lo cual no era en absoluto algo normal en el siglo XVIII y no debe darse por sentado. Algunos norteamericanos creían que el republicanismo era tan importante e inseguro que incluso desaprobaban la constitución porque la consideraban (en particular la elección de un presidente como jefe del ejecutivo) «desviada hacia la monarquía», tal como lo expresó uno de ellos. A los europeos que tenían una educación clásica, las antiguas repúblicas les resultaban tan familiares por su tendencia a decaer y a dividirse como por su moral legendariamente admirable. La historia de las repúblicas italianas también era poco prometedora, y mucho menos edificante que la de Atenas o la de Roma. En la Europa del siglo XVIII, las repúblicas eran poco numerosas y, aparentemente, poco prósperas. Parecían persistir solo en estados pequeños, si bien se admitía que la lejanía de Estados Unidos podía proteger las formas republicanas que en otros lugares garantizarían la caída de un Estado grande. Con todo, los observadores no eran optimistas respecto al nuevo país. Por ello, los éxitos posteriores de Estados Unidos serían de incalculable importancia para cambiar la opinión sobre el republicanismo. Muy pronto, su capacidad para sobrevivir, su tosquedad y un liberalismo erróneamente considerado como inseparable de ella, atrajeron la atención de los críticos de los gobiernos tradicionales en todo el mundo civilizado. Los defensores europeos del cambio político pronto empezaron a buscar en Estados Unidos su inspiración; muy pronto, también, la influencia del ejemplo republicano se extendería de norte a sur del continente americano.
La segunda característica de la nueva constitución, de importancia fundamental, era que sus raíces se hundían básicamente en la experiencia política británica. Esto es aplicable no solo a la legislación británica, cuyos principios basados en la ley consuetudinaria pasaron a la jurisprudencia del nuevo Estado, sino también del propio acuerdo de gobierno. Todos los «padres fundadores» se habían formado en el sistema colonial británico, en el que unas asambleas electas debatían sobre el interés público con gobernadores monárquicos. Instituyeron una legislatura bicameral (pese a que excluyeron todo elemento hereditario en su composición) según el modelo inglés, para que actuase como contrapeso del presidente. De este modo, siguieron la teoría constitucional inglesa al poner un monarca —si bien era electo— al frente de la maquinaria ejecutiva del gobierno. Aunque, en un sentido distinto, los británicos tenían una monarquía electa, en realidad la constitución británica del siglo XVIII no funcionaba así, pero fue una buena aproximación a su perfil. De hecho, los «padres fundadores» tomaron la mejor constitución que conocían, la purgaron de sus corrupciones (tal como ellos las veían) y le añadieron modificaciones apropiadas para la situación social y política americana. Lo que no hicieron fue emular el modelo alternativo de gobierno existente en la Europa contemporánea —el absolutismo monárquico—, ni siquiera en su forma ilustrada. Los norteamericanos elaboraron una constitución para hombres libres porque creían que los británicos vivían bajo tal constitución. Creían que esta había fallado solo porque la habían corrompido, que habían realizado un uso impropio de ella para privar a los norteamericanos de los derechos que deberían haber ejercido bajo dicha constitución. Debido a esto, en el futuro los mismos principios de gobierno (aunque con unas formas mucho más evolucionadas) se propagarían y serían adoptados en zonas que no compartían ninguna de las premisas culturales del mundo anglosajón en el que descansaban.
Una de las maneras en que Estados Unidos difería radicalmente de la mayoría de los demás estados y divergía conscientemente del modelo constitucional británico, era en su adopción del modelo federalista. Ello fue fundamental, puesto que solo unas grandes concesiones a la independencia de los diferentes estados hacían posible que la nueva unión llegase a ser una realidad. Las antiguas colonias no tenían ningún deseo de crear un nuevo gobierno central que las amenazase como creían que lo había hecho el gobierno del rey Jorge. La estructura federal ofrecía la respuesta al problema de la diversidad (e pluribus unum). También dictó gran parte de la forma y del contenido de la política norteamericana durante los ochenta años siguientes. Todas las cuestiones de tema económico, social o ideológico serían dirigidas hacia los canales de un debate continuado sobre cuáles eran las relaciones adecuadas entre el gobierno central y los estados. Fue un debate que al final estuvo a dos pasos de destruir la Unión. El federalismo también favorecería un gran reajuste dentro de la constitución, el surgimiento del Tribunal Supremo como instrumento de revisión judicial. Fuera de la Unión, el siglo XIX revelaría el atractivo del federalismo para muchos otros países, impresionados por lo que parecían haber logrado los norteamericanos. Los europeos liberales verían el federalismo como un mecanismo crucial para reconciliar la unidad con la libertad, y los gobiernos británicos encontrarían en él una opción excelente para afrontar los problemas coloniales.
Por último, en cualquier resumen, por breve que sea, de la significación histórica de la constitución de Estados Unidos, debe prestarse atención a sus palabras iniciales, «Nosotros, el Pueblo» (aunque pueda parecer que se han incluido casi casualmente). En varios de los estados de 1789, los pactos políticos no eran en absoluto democráticos, pero el principio de la soberanía popular fue enunciado claramente desde el comienzo. Pese a cualquier forma de mitología de una época histórica particular que pueda ocultarlo, para los norteamericanos la voluntad popular iba a ser el tribunal de apelación definitivo en política. Ello constituía una diferencia fundamental respecto a la práctica constitucional británica, y en parte se debía a la manera en que los colonos del siglo XVII se habían dotado de constituciones. No obstante, el constitucionalismo británico era prescriptivo. La soberanía del rey en el Parlamento no existía porque el pueblo lo hubiese decidido en alguna ocasión, sino porque era algo que no se cuestionaba. Tal como el gran historiador constitucionalista inglés Maitland lo expresó en una ocasión, los ingleses habían tomado la autoridad de la corona como sustituto de la teoría acerca del Estado. La nueva constitución rompía con esto y con todas las demás teorías prescriptivas (aunque no con el pensamiento político británico, ya que Locke había dicho en la década de 1680 que los gobiernos basaban su poder en la confianza; que el pueblo podía derrocar a los gobiernos que abusasen de esta confianza y, por esta razón, entre otras, algunos ingleses habían justificado la Revolución Gloriosa).
La adopción por parte de los norteamericanos de una teoría política según la cual todos los gobiernos obtienen sus justos poderes del consentimiento de los gobernados (tal como se formulaba en la Declaración de Independencia), marcó una época. Aun así, no resolvió de inmediato los problemas de autoridad política. Muchos norteamericanos temían lo que una democracia pudiese hacer y procuraron restringir el elemento popular dentro del sistema político desde el principio. Otro problema lo plantearon los derechos fundamentales expuestos en las primeras diez enmiendas a la constitución a finales de 1789. Supuestamente, estas estaban mucho más abiertas a otras enmiendas en manos de la soberanía popular que otras partes de la constitución. Ello fue un importante motivo de desacuerdo en el futuro; a los estadounidenses siempre les ha resultado fácil estar algo confusos (sobre todo en cuestiones de los demás países, pero a veces, incluso en el suyo) sobre si los principios democráticos consisten en seguir los deseos de la mayoría o en defender ciertos derechos fundamentales. No obstante, la adopción de facto del modelo democrático en 1787 fue inmensamente importante y justifica que la constitución sea considerada un hito en la historia mundial. Durante generaciones, el nuevo Estados Unidos sería el centro de las aspiraciones de los hombres de todo el planeta que deseaban ser libres, la «última y mejor esperanza del mundo», como dijo un estadounidense en una ocasión. Incluso hoy en día, cuando Estados Unidos parece conservador e introvertido, el ideal democrático del que durante tanto tiempo fue un guardián ejemplar conserva su poder en muchos países, y las instituciones que originó siguen activas.
En Europa, París era el centro de la discusión social y política. A esta ciudad volvieron algunos de los soldados franceses que habían ayudado al nacimiento de la joven república estadounidense. No debe sorprender, pues, que si bien la mayoría de los países europeos respondieron en cierta medida a la revolución transatlántica, los franceses estuvieran especialmente atentos a ella. El ejemplo norteamericano y las esperanzas que hizo nacer fueron una contribución, si bien subsidiaria, a la ingente liberación de fuerzas que aún hoy, al cabo de doscientos años y muchos alzamientos posteriores, se llama «Revolución francesa». Desafortunadamente, este término excesivamente familiar y simple interpone obstáculos en el camino de la comprensión. Políticos y pensadores han propuesto muchas interpretaciones distintas sobre cuál fue la esencia de la revolución, han discrepado en cuanto a su duración y sus resultados, e incluso sobre el momento en que comenzó. De hecho, coinciden en pocos puntos, salvo en que lo que sucedió en 1789 fue muy importante. En un breve período cambió todo el concepto de «revolución», aunque en él había más aspectos que miraban hacia el pasado que hacia el futuro. Fue una fuerte ebullición en el seno de la sociedad francesa cuyo contenido era una confusa mezcla de elementos conservadores e innovadores, como los de la Inglaterra de la década de 1640, y de conciencia e inconsciencia en cuanto a su dirección y sus propósitos.
Esta confusión fue el síntoma de grandes dislocaciones y desajustes en la vida material y en el gobierno de Francia. Era la mayor de las potencias europeas y sus gobernantes no podían ni deseaban ceder en su posición internacional. La primera manera en que la revolución norteamericana la afectó fue proporcionándole una oportunidad de venganza. Yorktown fue la represalia por la derrota a manos de los británicos en la guerra de los Siete Años, y privarles de las Trece Colonias fue una cierta compensación por la pérdida francesa de la India y Canadá. Con todo, el exitoso esfuerzo tuvo un precio elevado. La segunda gran consecuencia fue que, al no obtener un beneficio considerable aparte de la humillación de un rival, Francia acumuló otra capa a la ya enorme deuda acumulada por sus esfuerzos realizados desde la década de 1630 por forjar y mantener una supremacía europea.
Una serie de ministros llevaron a cabo intentos de liquidar esta deuda y de liberar a la monarquía de la carga sofocante que imponía (a partir de 1783 se percibió claramente que la independencia real de Francia en asuntos exteriores retrocedía rápidamente debido a ello) bajo el mandato de Luis XVI, el joven rey, algo obtuso pero de principios y bienintencionado, que accedió al trono en 1774. Pero ninguno de ellos logró ni siquiera detener el aumento de la deuda y, aún menos, reducirla. Y, lo que era peor, sus efectos solo anunciaban la realidad del fracaso. El déficit podía medirse y las cifras podían publicarse, lo cual no hubiese sido posible bajo Luis XIV. Si en la década de 1780 había un espectro que acechaba a Francia, no era el de la revolución, sino el del estado de quiebra. Toda la estructura social y política de Francia obstaculizaba la opción de explotar a los más acomodados, la única manera segura de salir del atolladero económico. Desde los días del propio Luis XIV, había sido imposible recaudar los tributos a los acaudalados sin recurrir a la fuerza, dado que las costumbres jurídicas y sociales de Francia, y la masa de privilegios, inmunidades especiales y derechos prescriptivos que poseían, cerraban este camino. La paradoja del gobierno europeo del siglo XVIII tuvo su máxima expresión en Francia: una monarquía teóricamente absoluta no podía infringir la masa de libertades y derechos que conformaban la constitución esencialmente medieval del país sin amenazar sus propios cimientos. La propia monarquía se basaba en la prescripción.
Cada vez más franceses creían que Francia necesitaba reformar su estructura gubernamental y constitucional si quería solucionar sus dificultades. Pero había quienes iban más allá. En la incapacidad del gobierno para repartir equitativamente las cargas fiscales entre las clases vieron el ejemplo extremo de toda una serie de abusos que debían reformarse. El asunto se fue exagerando cada vez más en términos de polaridades: de razón y superstición, de libertad y esclavismo, de humanitarismo y avaricia. Por encima de todo, tendía a concentrarse en la cuestión simbólica de los privilegios jurídicos. La clase que concentró la ira que se estaba generando fue la nobleza, un cuerpo enormemente diverso y muy amplio (al parecer, en la Francia de 1789 había entre 200.000 y 250.000 varones nobles), sobre el cual es imposible formular generalizaciones culturales, económicas o sociales, pero cuyos miembros compartían un estatus jurídico que, en cierta medida, les confería privilegios por ley.
Mientras la lógica de la necesidad económica empujaba cada vez más a los gobiernos de Francia hacia el conflicto con los privilegiados, los consejeros reales —que normalmente eran nobles— y también el propio rey mostraron una falta de inclinación natural a proceder de otro modo que no fuera el pacto. Cuando en 1788 una serie de fracasos armaron de valor al gobierno para aceptar que el conflicto era inevitable, este aún procuró confinarlo a los canales marcados por ley y, como los ingleses en 1640, buscó en las instituciones históricas los medios para hacerlo. Al no tener a mano al Parlamento, sacó del desván del constitucionalismo francés lo más parecido a un cuerpo representativo nacional que Francia nunca había tenido, los Estados Generales. Este cuerpo de representantes de la nobleza, el clero y los comunes no se había reunido desde 1614. Se esperaba que revistiera la suficiente autoridad moral como para lograr arrancar un pacto a los más privilegiados económicamente para que pagasen unos impuestos más elevados. Fue un paso intachablemente constitucional, pero como solución tuvo la desventaja de que surgieron grandes expectativas, mientras que lo que los Estados Generales podían hacer legalmente era oscuro. Se dio más de una respuesta. Algunos ya decían que los Estados Generales podían legislar para el país, aunque se cuestionasen los privilegios históricos y los indudablemente jurídicos.
Esta crisis política sumamente complicada alcanzó un punto álgido al final de un período en que Francia también estaba sometida a otras tensiones. Una era el crecimiento de la población. Desde el segundo cuarto de siglo, esta había crecido a un ritmo que posteriormente se consideraría lento, pero que, de hecho, era lo bastante rápido como para superar el incremento de la producción de alimentos. Ello causó una inflación continua de los precios de los alimentos, que afectaba particularmente a los pobres, la gran mayoría de los cuales eran agricultores con poca tierra o sin ella. Al coincidir las exigencias del gobierno —que durante mucho tiempo aplazó la crisis financiera con préstamos o subiendo los impuestos directos e indirectos que gravaban de forma especial a los pobres— y los esfuerzos de los terratenientes por protegerse a sí mismos en tiempos de inflación manteniendo los salarios bajos y subiendo los arrendamientos y los derechos, la vida de los pobres fue cada vez más difícil y miserable a medida que avanzaba el siglo. A este empobrecimiento general deben añadirse los problemas especiales que, de vez en cuando, se abatían sobre regiones o clases en particular, los cuales, casualmente, se intensificaron en la segunda mitad de la década de 1780. Malas cosechas, enfermedades del ganado y una recesión que afectó gravemente a las zonas donde las familias de los campesinos producían textiles como complemento de sus ingresos, todo ello determinó la precaria salud de la economía en la década de 1780. El efecto global fue que las elecciones a los Estados Generales de 1789 se celebraron en un ambiente muy crispado y resentido. Millones de franceses buscaban desesperadamente una salida a sus problemas, estaban ansiosos por encontrar un cabeza de turco, y tenían ideas exageradas y poco realistas sobre lo que el rey, en quien confiaban, podía hacer por ellos.
Así pues, una interacción compleja entre la impotencia del gobierno, la injusticia social, las dificultades económicas y las aspiraciones de reforma desembocaron en la Revolución francesa. No obstante, antes de que esta complejidad se pierda de vista en las posteriores batallas políticas y los eslóganes simplificadores que estas generaron, es importante subrayar que casi nadie preveía ni deseaba este resultado. En Francia había una gran injusticia social, pero no más que aquella con que muchos otros estados del siglo XVIII consideraban posible vivir. Había una mezcla de defensores expectantes y esperanzados de reformas particulares, que iban desde la abolición de la censura hasta la prohibición de la literatura inmoral e irreligiosa, pero nadie dudaba de que el rey podría hacer realidad fácilmente estos cambios una vez que fuese informado de los deseos y necesidades de su pueblo. Lo que no existía era un partido revolucionario confrontado claramente a un partido reaccionario.
Los partidos no surgieron hasta que se reunieron los Estados Generales. Esta es una de las razones por las que el día en que lo hicieron, el 5 de mayo de 1789 (una semana después de la investidura de George Washington), es una fecha clave en la historia mundial, porque inició una era en la que estar a favor o en contra de la revolución pasó a ser la cuestión política central en la mayoría de los países del continente, e incluso tiñó las políticas sumamente distintas de Gran Bretaña y Estados Unidos. Lo que sucedió en Francia se tendría en cuenta en los demás países. En el nivel más básico, ello se debió a que era la mayor potencia europea; los Estados Generales no iban a paralizarla (como muchos diplomáticos extranjeros esperaban) o a liberarla de sus dificultades para actuar de nuevo como una fuerza hegemónica. Francia era, además, la vanguardia cultural de Europa. Lo que sus escritores y políticos decían y hacían era inmediatamente accesible a la gente de otros países debido a la universalidad de la lengua francesa, y se le prestaba una atención respetuosa porque había la costumbre de buscar en París los referentes intelectuales.
En el verano de 1789, los Estados Generales se convirtieron en una asamblea nacional que reclamaba soberanía. Rompieron con la idea de que representaban las grandes divisiones medievales de la sociedad, y la mayoría de sus miembros afirmaron representar a todos los franceses sin distinción. Pudieron dar este paso revolucionario porque la agitación que reinaba en el país asustaba al gobierno y a los diputados de la asamblea contrarios al cambio. La rebelión rural y los disturbios en París alarmaron a los ministros, los cuales ya ni siquiera estaban seguros de poder confiar en el ejército. Ello condujo primeramente a que la monarquía abandonase a las clases privilegiadas, y más tarde a que concediese, con reticencias e inquietud, muchas de las reclamaciones de los políticos que encabezaban la nueva Asamblea Nacional. Al mismo tiempo, estas concesiones crearon una división bastante definida entre quienes estaban a favor y quienes estaban en contra de la revolución; en palabras que darían la vuelta al mundo, pronto fueron llamados «izquierda» y «derecha» (por los lugares donde se sentaban en la Asamblea Nacional).
La principal tarea que este cuerpo emprendió fue la redacción de una constitución, pero al mismo tiempo transformó toda la estructura institucional de Francia. Hacia el año 1791, cuando se disolvió, había nacionalizado las tierras de la Iglesia, abolido lo que denominó «el sistema feudal», puesto fin a la censura, creado un sistema de gobierno representativo centralizado, anulado las viejas divisiones provinciales y locales (sustituyéndolas por los «departamentos» en los que todavía viven los franceses), instituido la igualdad ante la ley y separado el poder ejecutivo del legislativo. Estas son solo las acciones más destacables realizadas por uno de los cuerpos parlamentarios más notables que nunca han existido. Sus fracasos tienden a enmascarar estos enormes logros, pero no se debería permitir que ello sucediese. En términos generales, se eliminaron las trabas jurídicas e institucionales para la modernización de Francia. A partir de ese momento, la soberanía popular, la centralización administrativa y la igualdad individual ante la ley fueron los ejes hacia los que siempre avanzó la vida institucional.
A muchos franceses no les gustaban todos estos cambios, y a algunos no les gustaba ninguno. En 1791, el rey había dado muestras claras de sus propios recelos: la buena voluntad que le había apoyado en los inicios de la revolución había desaparecido y era sospechoso de ser antirrevolucionario. Algunos nobles se disgustaron lo bastante con el curso de los acontecimientos como para emigrar; les precedieron dos hermanos del rey, lo cual no favoreció las perspectivas de la realeza. Y, lo que fue más importante, muchos franceses se volvieron contra la revolución cuando, debido a la política papal, se cuestionó la resolución de los asuntos de la Iglesia por parte de la Asamblea Nacional. Esta cuestión afectó profundamente a muchos súbditos, entre ellos a los eclesiásticos, pero el Papa lo rechazó y ello suscitó el cuestionamiento definitivo de la autoridad de la Iglesia. Los católicos franceses tenían que decidir qué autoridad era suprema para ellos, la del Papa o la de la constitución, y esto provocó la división más importante que envenenaría la política revolucionaria.
A comienzos de 1792, el primer ministro británico expresó su confianza en la posibilidad de que hubiera quince años de paz por delante. En abril, Francia fue a la guerra con Austria, y poco tiempo después combatía también con Prusia. La cuestión era complicada, pero muchos franceses creían que las potencias extranjeras deseaban intervenir para poner punto final a la revolución y retrasar el reloj hasta 1788. En verano, como la situación no mejoraba y la escasez y las sospechas iban en aumento en Francia, el rey quedó desacreditado. En París, una insurrección derrocó la monarquía y, a continuación, se convocó una nueva asamblea para que elaborase una nueva constitución, esta vez republicana. Este cuerpo, que se recuerda como la Convención, fue el centro del gobierno francés hasta 1796. Pese a la guerra civil, a la guerra exterior y a las crisis económica e ideológica, logró la supervivencia de la revolución. Políticamente, la mayoría de sus miembros no eran mucho más avanzados en sus ideas que sus predecesores. Creían en el individuo y en la inviolabilidad de la propiedad (establecieron la pena de muerte para cualquier persona que propusiese una ley para introducir el comunismo agrario), y que los pobres siempre iban a existir, aunque a algunos de ellos les permitieron en parte tener voz en ciertas cuestiones al defender el sufragio directo universal masculino. Lo que les distinguió de sus antecesores fue que estaban dispuestos a llegar más allá que las anteriores asambleas francesas a la hora de resolver emergencias (sobre todo cuando estaban asustadas por la posibilidad de una derrota); también se reunían en una capital que, durante mucho tiempo, estuvo manipulada por políticos más extremos que los empujaban a tomar medidas más radicales de lo que realmente querían y a usar un lenguaje muy democrático. Por consiguiente, asustaron mucho más a Europa de lo que lo habían hecho sus predecesores.
Su ruptura simbólica con el pasado se produjo cuando la Convención votó a favor de la ejecución del rey, en enero de 1793. Hasta aquel momento, el asesinato judicial de reyes se había considerado una aberración inglesa; ahora los ingleses estaban tan impresionados como el resto de Europa. En ese momento, también ellos entraron en guerra con Francia, porque temían el resultado estratégico y comercial del triunfo francés contra los Austrias en los Países Bajos. Sin embargo, aquel conflicto parecía cada vez más una lucha ideológica, y, para ganarla, el gobierno francés se mostró cada vez más sanguinario en su propio país. Un nuevo instrumento para la ejecución humana, la guillotina (un producto característico de la Ilustración prerrevolucionaria, que combinaba la eficiencia técnica con la benevolencia en la muerte segura y rápida que causaba a las víctimas), se convirtió en el símbolo del Terror, nombre que pronto se dio a un período durante el cual la Convención procuró intimidar a sus enemigos dentro del país para asegurar la continuidad de la revolución. Pero en este simbolismo había mucho engaño. Parte del Terror solo era retórico, las palabras pronunciadas por los políticos que intentaban mantener alta la moral y asustar a sus adversarios. En la práctica, a menudo reflejó una mezcla de patriotismo, necesidad práctica, idealismo confuso, interés personal y sed de venganza, mientras se saldaban cuentas pendientes en nombre de la república. Por supuesto, murieron muchas personas —algo más de 35.000— y muchas otras emigraron para evitar el peligro, pero la guillotina solo mató a una pequeña parte de víctimas; la mayoría murieron en las provincias, a menudo en condiciones de guerra civil y, en ocasiones, con armas en las manos. En aproximadamente dieciocho meses, los franceses, a quienes los contemporáneos consideraban monstruos, mataron a tantos compatriotas como personas murieron en diez días de luchas en las calles y ante pelotones de fusilamiento en París en 1871. Para dar otro ejemplo comparativo igualmente revelador, el número de los que murieron durante aquel año y medio fue aproximadamente el doble de los soldados británicos que murieron el primer día de la batalla del Somme, en 1916. Este derramamiento de sangre suscitó divisiones aún más profundas entre los franceses, pero no hay que exagerar su alcance. Tal vez todos los nobles habían perdido algo con la revolución, pero solo una minoría de ellos se vieron obligados a emigrar. Probablemente, el clero sufrió más, comparativamente, que la nobleza, y muchos sacerdotes huyeron al extranjero. Sin embargo, fueron menos los que huyeron de Francia durante la revolución que los que huyeron de las colonias americanas a partir de 1783. Fue mucho mayor la proporción de norteamericanos que se sintieron demasiado intimidados o indignados con su revolución como para vivir en Estados Unidos tras la independencia que la proporción de franceses que no pudieron vivir en Francia después del Terror.
La Convención logró victorias y sofocó la insurrección dentro del país. Hacia 1797, solo Gran Bretaña no había firmado la paz con Francia, el Terror había quedado atrás y la república era gobernada por algo mucho más parecido a un régimen parlamentario, bajo la constitución cuya aprobación cerró la era de la Convención en 1796. La revolución estaba más afianzada que nunca, pero no lo parecía. En el extranjero, los realistas intentaban conseguir aliados con los que volver y también intrigaban con los desafectos del país. Con todo, un retorno al viejo orden era una perspectiva que pocos franceses habrían recibido bien. Por otra parte, estaban quienes argumentaban que había que llevar más allá la lógica de la democracia, que aún había grandes divisiones entre ricos y pobres, las cuales eran tan ofensivas como lo habían sido las viejas distinciones entre los privilegiados y los no privilegiados ante la ley, y que los radicales parisienses deberían tener más voz y voto en las cuestiones. Esto era casi tan alarmante como el temor a una restauración para aquellos que se habían beneficiado de la revolución o, simplemente, querían evitar más derramamientos de sangre. Así, presionado por la derecha y por la izquierda, el Directorio (como se denominaba el nuevo régimen) en parte estaba en una buena posición, si bien se creó enemigos que consideraban inaceptable la via media (un poco en zigzag) que seguía. Al final, el Directorio fue destruido desde dentro cuando un grupo de políticos conspiró con los militares para llevar a cabo un golpe de Estado, que instituyó un nuevo régimen en 1799.
En aquel momento, diez años después de la reunión de los Estados Generales, para la mayoría de los observadores era evidente por lo menos que Francia había roto para siempre con el pasado medieval. Según la ley, esto sucedió muy rápidamente. Casi todas las grandes reformas que sustentaban este cambio fueron legisladas, al menos en principio, en 1789. La abolición formal del feudalismo, de los privilegios jurídicos y del absolutismo teocrático, y la organización de la sociedad a partir de cimientos individualistas y laicos, fueron la base de los «principios del 89», más tarde destilados en la Declaración de los Derechos Humanos y de los Ciudadanos que constituía el prólogo de la Constitución de 1791. La igualdad ante la ley y la protección jurídica de los derechos individuales, la separación de Iglesia y Estado y la tolerancia religiosa fueron sus expresiones. El hecho de que la autoridad derivase de la soberanía popular actuando a través de una Asamblea Nacional unificada, ante cuyas leyes no podía prevalecer ningún privilegio de localidad o grupo, era la base de la jurisprudencia que los sustentaba. Demostró que era capaz de capear tormentas financieras mucho peores que las que el viejo monarca no había logrado dominar (la quiebra nacional y la caída de la moneda entre ellas) y que podía llevar a cabo unos cambios administrativos que el despotismo ilustrado solo había soñado. Otros europeos contemplaban horrorizados, o por lo menos sorprendidos, como este poderoso aparato legislativo era empleado para derrocar y reconstruir instituciones en todos los ámbitos de la vida francesa. La soberanía legislativa fue un gran instrumento de reforma, como los déspotas ilustrados bien sabían. Se puso fin a la tortura judicial, y también a la nobleza titular, a la desigualdad jurídica y a los antiguos gremios corporativos de trabajadores franceses. Un incipiente sindicalismo fue cortado de raíz por la legislación que prohibía la asociación de trabajadores o empleados con fines económicos. Vistos en retrospectiva, los indicios de la sociedad de mercado parecen bastante claros. Incluso la vieja moneda basada en unidades de proporciones carolingias de 1 : 20 : 12 (livres, sous y deniers) dio paso al sistema decimal de francs y centimes, del mismo modo que el viejo caos de los pesos y medidas antiguos fueron sustituidos (en teoría) por el sistema métrico, que más tarde pasaría a ser casi universal.
Unos cambios de tal alcance tenían que provocar divisiones, sobre todo porque las formas de pensar cambian más lentamente que las leyes. Los campesinos que habían dado la bienvenida alegremente a la abolición de los derechos feudales, estuvieron mucho menos contentos con la desaparición de los usos comunales de que habían gozado, y que también formaban parte del orden «feudal». Tal conservadurismo es especialmente difícil de interpretar en cuestiones religiosas, pero fue muy importante. La vasija sagrada conservada en Reims, con la que los reyes de Francia habían sido ungidos desde la Edad Media, fue destruida públicamente por las autoridades durante el Terror; un altar a la Razón sustituyó el altar cristiano en la catedral de Notre-Dame, y muchos sacerdotes sufrieron una feroz persecución personal. Sin duda, la Francia que hizo todo esto no era cristiana en el sentido tradicional, y la mayoría de las personas no lloraron por la desaparición de la monarquía teocrática. No obstante, el trato dado a la Iglesia suscitó la oposición popular a la revolución de un modo que nada más lo había hecho; los cultos a casi divinidades como la Razón y el Ser Supremo, que los revolucionarios fomentaron, fueron un fracaso, y muchos franceses (tal vez la mayoría de las francesas) darían la bienvenida a la restauración oficial de la Iglesia católica en la vida francesa cuando finalmente llegó. Para entonces, las acciones espontáneas de los fieles ya la habían restaurado de facto en las parroquias.
Las divisiones surgidas a causa del cambio revolucionario en Francia ya no podían confinarse dentro de sus límites, como tampoco podían confinarse los principios de 1789. Al comienzo, estos habían despertado una gran admiración y pocas condenas explícitas o desconfianza en otros países, aunque esto pronto cambió, en particular cuando los gobiernos franceses empezaron a exportar sus modelos mediante la propaganda y la guerra. En Francia, el cambio pronto generó necesariamente un debate sobre lo que debería suceder en los demás países. Dicho debate tenía que reflejar la terminología y las circunstancias en las cuales surgió. De esta manera, Francia dio su política a Europa, y este es el segundo gran hecho sobre la década revolucionaria. Fue entonces cuando empezó la política de la Europa moderna, y desde entonces hemos venido utilizando los términos «derecha» e «izquierda». Los liberales y los conservadores (aunque pasaría aproximadamente una década hasta que se usasen estos términos) adquirieron existencia política cuando la Revolución francesa proporcionó lo que parecía una piedra de toque o un papel de tornasol para las posturas políticas. A un lado estaban el republicanismo, el sufragio amplio, los derechos individuales y la libertad de palabra y de prensa; en el otro, el orden, la disciplina y el hincapié en los deberes más que en los derechos, la función social de la jerarquía y una voluntad de templar las fuerzas del mercado con la moralidad.
Algunos franceses siempre habían creído que la revolución tuvo un significado universal. En el lenguaje del pensamiento ilustrado, defendían la aceptación por parte de otros países de las recetas que ellos empleaban para resolver los problemas franceses. Ello no es del todo arrogante. Las sociedades de la Europa preindustrial y tradicional todavía tenían muchos rasgos en común; todas podían aprender algo de Francia. De este modo, las fuerzas que contribuían a la influencia francesa se vieron reforzadas por una propaganda consciente y por un esfuerzo misionero. Esta fue otra vía por la cual los hechos de Francia entraron en la historia universal.
Que la revolución tuvo una significación universal sin precedentes no era una idea exclusiva de sus admiradores y partidarios. También surgía de las raíces del conservadurismo europeo como una fuerza auto-consciente. Es cierto que, bastante antes de 1789, muchos de los elementos constituyentes del pensamiento conservador moderno radicaban en fenómenos como la irritación por las medidas de reforma del despotismo ilustrado, el resentimiento clerical ante el prestigio y el efecto de las ideas «avanzadas», así como la reacción emocional contra todo lo conscientemente racional, elementos que estaban en el corazón del romanticismo. Estas fuerzas predominaban particularmente en Alemania, pero fue en Inglaterra donde apareció la primera y, en muchos sentidos, la mayor formulación de las posturas conservadoras y antirrevolucionarias. Eso fue en Reflexiones sobre la revolución en Francia, publicado en 1790 por Edmund Burke. Tal como puede deducirse fácilmente de su anterior papel como defensor de los colonos americanos, este libro distaba mucho de ser una defensa mecánica de los privilegios. En él, su postura conservadora se liberó de la defensa legalista de las instituciones y se expresó en una teoría de la sociedad como la creación de algo más que la voluntad, la razón y la encarnación de la moralidad. En cambio, la revolución era condenada como la expresión de la arrogancia del intelecto, del racionalismo árido y del orgullo, el más mortal de todos los pecados.
La nueva polarización que la revolución instaló en la política europea fomentó también el nuevo concepto de la propia revolución, y ello iba a tener grandes consecuencias. La vieja idea de que una revolución política era simplemente una ruptura circunstancial dentro de una continuidad esencial, fue sustituida por otra que la consideraba un trastorno radical y amplio que no dejaba intacta ninguna institución y que era en principio ilimitado, tendiendo, tal vez, incluso a la subversión de instituciones tan básicas como la familia y la propiedad. En función de si las personas se sentían animadas o consternadas por esta perspectiva, simpatizaban con la revolución o la lamentaban, siempre que se producía como una manifestación de un fenómeno universal. En el siglo XIX, se llegó a hablar de la revolución como una fuerza universal y eternamente presente. Esta idea fue la expresión extrema de una forma ideológica de la política que no ha desaparecido en absoluto. Todavía hay quien, en términos generales, piensa que todo movimiento de insurrección y subversivo en principio debería aprobarse o condenarse independientemente de las circunstancias particulares de cada caso. Esta mitología ha generado mucha miseria, pero, primero Europa y más tarde el mundo que Europa había transformado, tuvieron que vivir con quienes respondían emocionalmente a ella, exactamente igual que las generaciones anteriores habían tenido que vivir con las locuras de las divisiones religiosas. Desafortunadamente, su supervivencia es testimonio todavía del impacto de la Revolución francesa.
Se pueden elegir muchas fechas como el «inicio» de la Revolución francesa, pero una concreta para su «final» no tendría sentido. El año 1799, sin embargo, fue un hito importante en su curso. El golpe de Estado que derribó al Directorio dio el poder a un hombre que pronto inauguraría una dictadura que iba a durar hasta 1814 e iba a trastornar por completo el orden europeo. Era Napoleón Bonaparte, un ex general de la república, por entonces primer cónsul del nuevo régimen y, pronto, primer emperador de Francia. Al igual que la mayoría de las figuras destacadas de su época, aún era joven cuando accedió al poder. Como militar, había dado muestras de ser excepcionalmente brillante e implacable. Sus victorias, unidas a un sagaz sentido político y una predisposición a actuar de una manera insubordinada, le granjearon una reputación esplendorosa; en muchos sentidos, era el perfecto ejemplo del «aventurero» del siglo XVIII. En 1799 gozaba de gran prestigio personal y popularidad. Nadie, salvo los políticos derrotados, lo lamentó mucho cuando los apartó a un lado y asumió el poder. Se justificó inmediatamente derrotando a los Austrias (que se habían unido de nuevo en una guerra contra Francia) y logrando una paz victoriosa para Francia (como ya había hecho en una ocasión). Esto anuló la amenaza a la revolución; nadie dudaba de la fidelidad de Bonaparte a sus principios, y el hecho de que los consolidase fue su logro más positivo.
Aunque Napoleón (tal como pasó a llamarse oficialmente a partir de 1804, cuando proclamó su imperio) restableció la monarquía en Francia, ello no fue en ningún sentido una restauración. De hecho, pronto ofendió a la familia Borbón exiliada manifestándole que cualquier reconciliación sería inconcebible. Buscó la aprobación popular para el imperio con un plebiscito y la consiguió. Era una monarquía por la que los franceses habían votado; descansaba sobre la soberanía popular, es decir, la revolución. Dio por sentada la consolidación de la revolución que el Consulado había iniciado. Todas las grandes reformas institucionales de la década de 1790 fueron confirmadas o, por lo menos, mantenidas intactas; no se alteró la venta de tierras que siguió a la confiscación de las propiedades de la Iglesia, ni se recuperaron las viejas corporaciones, ni se cuestionó el principio de igualdad ante la ley. Algunas medidas incluso fueron ampliadas, sobre todo cuando se asignó un jefe administrativo a cada departamento, el prefecto, que, en cuanto al poder que tenía, era similar a los emisarios de emergencia del Terror (muchos ex revolucionarios pasaron a ser prefectos). Esta mayor centralización de la estructura administrativa también la hubiesen aprobado los déspotas ilustrados. Es cierto que, en el funcionamiento propio del gobierno, en la práctica los principios de la revolución se infringían a menudo. Como todos sus predecesores en el poder desde 1793, Napoleón controló la prensa con una censura punitiva, encarceló a personas sin juicio y, en general, ignoró por completo los derechos humanos en lo que se refería a libertades civiles. Los cuerpos representativos existieron bajo el Consulado y el imperio, pero no se les prestaba mucha atención. Con todo, al parecer es lo que los franceses querían, ya que habían deseado el hábil reconocimiento de Napoleón en, por ejemplo, un concordato con el Papa que reconcilió a los católicos con el régimen al dar un reconocimiento formal a lo que le había sucedido a la Iglesia en Francia.
En general, ello significó una gran consolidación de la revolución, garantizada además en el interior por un gobierno firme y, en el exterior, por la fuerza militar y diplomática. Con el paso del tiempo, ambos serían erosionados por los enormes esfuerzos militares de Napoleón. Durante un tiempo, estos dieron a Francia el dominio sobre Europa; sus ejércitos se abrieron paso hasta Moscú en el este y hasta Portugal en el oeste, y guarnecieron la costa atlántica y septentrional desde La Coruña hasta Stettin. Sin embargo, el coste de todo ello fue demasiado alto. Ni siquiera la cruel explotación de los países ocupados fue suficiente para que Francia soportase indefinidamente esta hegemonía contra la coalición de todos los demás países europeos que la arrogante imposición del poder de Napoleón había formado en su contra. Cuando invadió Rusia en 1812 y el mayor ejército que nunca dirigió sucumbió por completo a las nieves del invierno, quedó condenado a menos que sus enemigos luchasen entre ellos, pero esta vez no lo hicieron. El propio Napoleón culpó a los británicos, que habían estado en guerra con él (y, antes de él, con la revolución), con tan solo una breve pausa, desde 1792. En esto hay algo de verdad: la guerra anglofrancesa fue la última y la más importante a lo largo de un siglo de rivalidad, así como un conflicto de una monarquía constitucional contra una dictadura militar. Fue la Marina Real en Aboukir en 1798 y en Trafalgar en 1805 lo que confinó a Napoleón en Europa, el dinero británico el que financió a los aliados cuando estaban a punto para avanzar, y un ejército británico en la península Ibérica el que mantuvo vivo allí, desde 1809 en adelante, un frente que agotó los recursos franceses y dio esperanzas a otros europeos.
A comienzos de 1814, Napoleón ya solo podía defender Francia. Aunque lo hizo de la forma más brillante, no había recursos disponibles para luchar contra los ejércitos rusos, prusianos y austríacos en el este, y contra una invasión británica en el sudoeste. Al final, sus generales y ministros pudieron dejarle a un lado y firmar una paz sin protestas populares, aunque ello significara el regreso de los Borbones. Pese a todo, en aquellas fechas ya no podía implicar el retorno a nada significativo de los años anteriores a 1789. El Concordato se mantuvo y el sistema departamental y la igualdad ante la ley también fueron conservados, al igual que un sistema representativo. En realidad, la revolución había pasado a formar parte del orden establecido en Francia. Napoleón había ofrecido el tiempo, la paz social y las instituciones para que ello fuese posible. De la revolución no sobrevivió nada, salvo lo que él había confirmado.
Ello le convierte en una figura muy distinta de un monarca de cuño tradicional, incluso del más modernizador (de hecho, a menudo fue conservador en sus políticas y receló de la innovación). Al final fue un déspota demócrata, cuya autoridad emanaba del pueblo, tanto en el sentido formal de los plebiscitos como en el sentido más general de que había necesitado (y conseguido) su buena voluntad para mantener a sus ejércitos en el campo de batalla. Por todo ello, es más próximo en estilo a los gobernantes del siglo XX que a Luis XIV. No obstante, compartió con el monarca el mérito de llevar el poder internacional francés a unas cotas sin precedentes, y debido a ello ambos conservaron la admiración de sus compatriotas. Aun así, encontramos nuevamente una doble diferencia importante: Napoleón no solo dominó Europa como Luis XIV nunca lo hizo, sino que, tras el triunfo de la revolución, su hegemonía representaba más que la simple supremacía nacional, si bien no habría que sentimentalizar este hecho. El Napoleón que supuestamente era un libertador y un gran europeo, fue una creación de las leyendas posteriores. El impacto más evidente que tuvo en Europa entre 1800 y 1814 fue el derramamiento de sangre y los trastornos que extendió a todos los rincones, a menudo como consecuencia de su megalomanía y vanidad personal. Pero también hubo importantes efectos secundarios, algunos intencionados y otros no. Todos ellos contribuyeron a la mayor difusión e implantación de los principios de la Revolución francesa.
Su expresión más obvia fue en el mapa. El rompecabezas del sistema de estados europeos de 1789 había soportado algunas revisiones revolucionarias ya antes de que Napoleón accediese al poder, cuando los ejércitos franceses que estaban en Italia, Suiza y las Provincias Unidas crearon nuevas repúblicas satélite.

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Pero estas resultaron ser incapaces de sobrevivir una vez que se les retiró el apoyo francés, y hasta que se restableció la hegemonía francesa bajo el Consulado no apareció una nueva organización que tuviera consecuencias duraderas en ciertas zonas de Europa.
La más importante de ellas se dio en Alemania occidental, cuya estructura política se vio revolucionada y cuyas bases medievales fueron liquidadas. Los territorios alemanes de la orilla izquierda del Rin quedaron anexionados a Francia durante los años que van de 1801 a 1814, y esto inició un período de destrucción de las políticas alemanas históricas. Más allá del río, Francia proporcionó el plan de una reorganización que secularizó los estados eclesiásticos, abolió casi todas las ciudades libres, dio más territorios a Prusia, Hannover, Baviera y Baden para compensarlos por las pérdidas en otras zonas, y abolió la antigua nobleza imperial independiente. El efecto práctico fue reducir la influencia católica y de los Habsburgo en Alemania, al tiempo que reforzaba la de sus estados principescos más grandes (en particular Prusia). La constitución del Sacro Imperio Romano Germánico también fue revisada para tomar en consideración estos cambios. En su nueva forma solo duró hasta 1806, cuando otra derrota de los Austrias supuso nuevos cambios en Alemania y su abolición. Así llegó a su fin la estructura institucional que, aunque de forma muy inadecuada, había dado a Alemania la coherencia política que había tenido desde la época otomana. Se fundó una Confederación del Rin, que supuso una tercera fuerza que equilibraría las de Prusia y Austria. Así se afirmaron triunfalmente los intereses nacionales de Francia en una gran obra de destrucción. Richelieu y Luis XIV habrían disfrutado al ver una frontera francesa en el Rin y, al otro lado, una Alemania dividida en intereses que probablemente se frenarían unos a otros. Pero todo ello tenía otra faceta; al fin y al cabo, la vieja estructura había sido un estorbo para la consolidación alemana. Ninguna reorganización futura iba a considerar su recuperación. Cuando, finalmente, los aliados consiguieron afianzar la Europa posnapoleónica, también crearon una confederación alemana, pero distinta de la de Napoleón. Prusia y Austria formaban parte de ella, en la medida en que sus territorios eran alemanes, pero no había vuelta atrás en el hecho de la consolidación. Más de trescientas unidades políticas con diferentes principios de organización en 1789, quedaron reducidas a treinta y ocho estados en 1815.
La reorganización fue menos dramática en Italia y sus efectos, menos revolucionarios. El sistema napoleónico proporcionó en el norte y el sur de la península dos grandes unidades nominalmente independientes, mientras que una gran parte de la misma (incluidos los Estados Pontificios) fue incorporada formalmente a Francia y organizada en departamentos. Nada de todo esto sobrevivió en 1815, pero tampoco hubo una restauración completa del régimen anterior. En particular, las antiguas repúblicas de Génova y Venecia permanecieron en los nichos donde los ejércitos del Directorio las habían confinado. Fueron absorbidas por estados más grandes: Génova por Cerdeña, y Venecia por Austria. En otras zonas de Europa, en la cumbre del poder napoleónico, Francia se había anexionado y gobernaba directamente un bloque enorme de territorios, cuyas costas iban desde los Pirineos hasta Dinamarca en el norte, y, casi sin interrupción, desde Cataluña hasta la frontera entre Roma y Nápoles en el sur. Se mantenía separado de ella un amplio territorio de lo que se convertiría en Yugoslavia. Varios estados satélite y vasallos con grados diversos de independencia real, algunos de ellos gobernados por miembros de la propia familia de Napoleón, se dividían entre ellos el resto de Italia, Suiza y la Alemania al oeste del Elba. Al este, aislado, estaba otro satélite, el Gran Ducado de Varsovia, creado a partir de un territorio que antes pertenecía a Rusia.
En la mayoría de estos países, unas prácticas e instituciones administrativas similares ofrecían un gran volumen de experiencia compartida. Por supuesto, era una experiencia basada en instituciones e ideas que encarnaban los principios de la revolución. Pocas veces cruzaron el Elba, salvo en el breve experimento polaco, de modo que la Revolución francesa pasó a ser otra de esas grandes influencias modeladoras que, de vez en cuando, han ayudado a diferenciar la Europa del este de la del oeste. Dentro del imperio francés, los alemanes, italianos, ilirios, belgas y holandeses eran gobernados todos ellos según los códigos jurídicos napoleónicos. El cumplimiento de estos fue resultado de la iniciativa e insistencia del propio Napoleón, pero la labor la realizaron esencialmente legisladores revolucionarios que, en la década de 1790, nunca fueron capaces de elaborar los nuevos códigos que muchos franceses habían deseado en 1789. Con los códigos surgieron conceptos sobre la familia, la propiedad, el poder individual y público y otros que de este modo se extendieron de forma general por Europa. En ocasiones reemplazaron, y a veces complementaron, un caos de leyes locales, consuetudinarias, romanas y eclesiásticas. De manera similar, el sistema departamental del imperio impuso una práctica administrativa común, el servicio en los ejércitos franceses exigió una disciplina común y una reglamentación militar, y los pesos y medidas franceses, basados en el sistema decimal, reemplazaron muchos de los locales. Estas innovaciones ejercieron una influencia más allá de los límites reales de los dominios franceses, proporcionando modelos e inspiración a los modernizadores de otros países. Los modelos fueron asimilados con mayor facilidad por el hecho de que funcionarios y técnicos franceses trabajaban en muchos de los países satélite, mientras que numerosas nacionalidades, además de la francesa, estaban representadas en la administración napoleónica.
Estos cambios tardaron un tiempo en producir todo su efecto, pero este fue profundo y revolucionario. No fue, en absoluto, necesariamente liberal. Aunque los derechos humanos seguían formalmente a la tricolor de los ejércitos franceses, también lo hacían la policía secreta, intendentes y oficiales de aduanas de Napoleón. La reacción y la resistencia que provocó el impacto de Napoleón constituyeron una revolución más sutil. Al difundir los principios revolucionarios, a menudo los franceses estaban haciendo algo que les resultaría contraproducente. La soberanía popular radicaba en el centro de la revolución, y es un ideal estrechamente asociado al nacionalismo. Los principios franceses decían que los pueblos debían gobernarse a sí mismos, y que la unidad adecuada donde debían hacerlo era la nación. Los revolucionarios habían proclamado que su propia república era «una e indivisible» por esta misma razón. Algunos de sus admiradores extranjeros aplicaron esta noción a sus propios países. Era evidente que los alemanes e italianos no vivían en estados nacionales, y tal vez deberían hacerlo. Pero esta solo era una cara de la moneda. La Europa francesa era gobernada en beneficio de Francia, con lo cual se negaban los derechos nacionales de los demás europeos. Estos veían que su agricultura y su comercio eran sacrificados en aras de la política económica francesa, y observaban que tenían que servir en los ejércitos franceses, o bien recibir de manos de Napoleón a gobernantes y virreyes franceses (o colaboracionistas). Cuando incluso quienes habían dado la bienvenida a los principios de la revolución percibieron estos hechos como agravios, no es de extrañar que aquellos que no los habían recibido bien desde el principio también empezasen a pensar en términos de resistencia nacional. En Europa, el nacionalismo recibió un fuerte estímulo en la era napoleónica, aunque los gobiernos recelaban del mismo y se sentían incómodos cuando lo utilizaban. Los alemanes empezaron a considerarse más como westfalianos y bávaros, y los italianos empezaron a verse más como romanos o milaneses porque discernían un interés común contra Francia. En España y Rusia, la identificación de una resistencia patriótica con la resistencia a la revolución fue prácticamente completa.
Al final, pese a que tanto la dinastía que Napoleón deseaba fundar como el imperio que creó resultaron ser efímeros, su labor fue de una gran importancia. Liberó reservas de energía en otros países, tal como la revolución las había liberado en Francia, y a partir de entonces ya no fue posible volver a controlarlas. Confirió al legado de la revolución su máximo efecto, y este fue su mayor logro, tanto si era deseado como si no.
Su abdicación incondicional en 1814 no fue, sin embargo, el final de este episodio. Justo un año después, el emperador volvió a Francia desde Elba, donde había vivido en un exilio retribuido, y el restaurado régimen borbónico se desmoronó con suma facilidad. No obstante, los aliados decidieron derrocarlo en parte por lo mucho que en el pasado les había aterrorizado. El intento de Napoleón de anticiparse a la suma de fuerzas arrolladoras enviadas contra él encontró su fin en Waterloo, el 18 de junio de 1815, cuando la amenaza del resurgimiento del imperio francés fue destruida por los ejércitos anglobelga y prusiano. Esta vez, los vencedores lo enviaron a Santa Elena, a miles de millas de distancia, en el Atlántico Sur, donde murió en 1821. El sobresalto que les había provocado les dio fuerza y determinación para sellar una paz que evitaría el peligro de que se repitiese la guerra casi continua que, durante un cuarto de siglo, Europa había sufrido a raíz de la revolución. De este modo, Napoleón siguió modelando el mapa de Europa, no solo con los cambios que había realizado en ella, sino también por el temor que Francia había inspirado bajo su liderazgo.

3. Cambio político: una nueva Europa
Fuera lo que fuese lo que los hombres de Estado conservadores esperaban en 1815, acababa de comenzar una era incómoda y turbulenta. Ello se puede ver fácilmente en la manera en que cambió el mapa de Europa a lo largo de los seis años siguientes. Hacia 1871, cuando una Alemania recién unida ocupó su lugar entre las grandes potencias, la mayor parte de Europa al oeste de una línea que iba desde el Adriático hasta el Báltico estaba organizada en estados que afirmaban estar basados en el principio de la nacionalidad, aunque algunas minorías aún lo negaban. Incluso al este de dicha línea había estados que ya se identificaban con naciones. En 1914, el triunfo del nacionalismo llegaría aún más lejos, y la mayor parte de los Balcanes también se organizaría como estados-nación.
El nacionalismo, un aspecto de un nuevo tipo de política, tenía unos orígenes que se remontaban muy atrás en el tiempo, a los ejemplos ofrecidos por Gran Bretaña y otros estados menores de Europa en tiempos anteriores. No obstante, sus principales triunfos llegarían a partir de 1815, como parte del surgimiento de una nueva política. Su esencia consistía en la aceptación de un nuevo marco de pensamiento que reconocía la existencia de un interés público mayor que el de los gobernantes individuales o las jerarquías privilegiadas. También se daba por sentado que la pugna por definir y proteger este interés era legítima. Se creía que tal pugna requería palestras e instituciones especiales; las viejas formas jurídicas o cortesanas ya no parecían suficientes para resolver las cuestiones políticas.
El marco institucional para esta transformación de la vida pública tardó más en surgir en algunos países que en otros. Ni siquiera en los más avanzados puede identificarse con un único conjunto de prácticas. Con todo, siempre tendió a estar fuertemente asociado al reconocimiento y la promoción de ciertos principios. El nacionalismo constituía uno de ellos, y era de los que más iban contra los viejos principios, el del dinastismo, por ejemplo. A medida que avanzaba el siglo XIX, era cada vez más un tópico del discurso político europeo, en el sentido de que los intereses de las naciones reconocidas como «históricas» deberían ser protegidos e impulsados por los gobiernos. Por supuesto, eso era totalmente incompatible con el implacable y prolongado desacuerdo sobre qué naciones eran históricas, cómo deberían definirse sus intereses y hasta qué punto se podía y se debía darles peso en las decisiones de los hombres de Estado.
Además del nacionalismo, había otros principios en juego. Términos como «democracia» y «liberalismo» no ayudan mucho a definirlos, aunque deben usarse a falta de otros mejores y porque los contemporáneos los utilizaban. En la mayoría de los países había una tendencia general a aceptar las instituciones representativas como una manera de asociar (aunque solo fuese formalmente) a cada vez más personas con el gobierno. Liberales y demócratas casi siempre reivindicaban que se diese el voto a más personas, así como una representación electoral mejor. Cada vez más, el individuo era la base de la organización política y social en los países económicamente avanzados. La pertenencia de las personas a unidades comunales, religiosas, ocupacionales y familiares pasó a contar mucho menos que sus derechos individuales. Pese a que esto condujo en cierto modo a una mayor libertad, a veces también supuso menos. En el siglo XIX, el Estado pasó a ser mucho más poderoso jurídicamente en relación con sus súbditos que nunca antes, y poco a poco, a medida que su aparato ganaba en eficiencia, llegó a ser capaz de ejercer una coerción sobre ellos cada vez más intensa.
La Revolución francesa había tenido una importancia enorme a la hora de iniciar estos cambios, pero su influencia continua como ejemplo y como fuente de mitología era igualmente destacable. Pese a todas las esperanzas y temores por el hecho de que la revolución hubiese finalizado en 1815, su pleno impacto en toda Europa todavía estaba por llegar. En muchos países, las instituciones ya eliminadas en Francia invitaban a la crítica y la demolición. Y eran aún más vulnerables porque ya estaban actuando otras fuerzas de cambio económico, que dieron nuevas oportunidades a las ideas y tradiciones revolucionarias. Existía la sensación muy generalizada de que, para bien o para mal, Europa se enfrentaba a una revolución en potencia. Ello animó a los partidarios y a los futuros destructores del orden existente a radicalizar las cuestiones políticas y a situarlas en el marco de los principios de 1789: nacionalismo y liberalismo. En general, estas ideas dominaron la historia de Europa hasta aproximadamente 1870 y proporcionaron la dinámica de su política. No consiguieron todos los partidarios que deseaban. Su realización en la práctica planteó muchos requisitos, que a menudo se obstaculizaban y frustraban mutuamente, y tuvieron también muchos opositores. Aun así, siguen siendo una guía muy útil en la rica y turbulenta historia de la Europa del siglo XIX, convertida ya en un laboratorio político, cuyos experimentos, estallidos y descubrimientos estaban cambiando la historia del resto del mundo.
Estas influencias ya se pudieron ver actuar en las negociaciones que condujeron al acta fundacional del orden internacional del siglo XIX, el Tratado de Viena de 1815, que cerró la era de las guerras napoleónicas. Su propósito principal era evitar que se repitiesen. Los artífices del tratado pretendían satisfacer a Francia y evitar la revolución, usando como materiales el principio de legitimidad, que era el núcleo ideológico de la Europa conservadora, y ciertos acuerdos territoriales prácticos contra futuras agresiones por parte de Francia.

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Así, Prusia recibió amplios territorios en el Rin, surgió un nuevo Estado al norte bajo un rey holandés, que gobernaba Bélgica y Holanda, el reino de Cerdeña fue concedido a Génova, y Austria no solo recuperó sus posesiones anteriores en Italia, sino que también conservó Venecia y obtuvo carta blanca para mantener en orden a los demás estados italianos. En muchos de estos casos, la legitimidad cedió ante la conveniencia; las zonas expoliadas durante los años de agitación no fueron recompensadas. Pero las potencias hablaban igualmente de legitimidad, y (una vez que se completaron las redistribuciones) lo hicieron con éxito. Durante casi cuarenta años, el acuerdo de Viena constituyó el marco dentro del cual los conflictos se resolvían sin guerra. La mayoría de los regímenes instaurados en 1815 aún estaban ahí al cabo de cuarenta años, aunque algunos se hubiesen debilitado un poco.
Ello se debió en gran parte al temor saludable a la revolución. En todos los principales estados continentales, la era de la restauración (tal como se ha denominado a los años posteriores a 1815) fue una gran etapa tanto para los policías como para los conspiradores. Las sociedades secretas proliferaron, sin amedrentarse a pesar de los frecuentes fracasos. Sin embargo, este resultado mostraba que no había ninguna amenaza subversiva que no pudiese ser dominada fácilmente. Las tropas austríacas se enfrentaron a intentos de golpe de Estado en el Piamonte y en Nápoles; los soldados franceses restablecieron el poder de un rey español reaccionario que se veía entorpecido por una constitución liberal, y el imperio ruso sobrevivió a una conspiración militar y a una rebelión polaca. El predominio austríaco en Alemania no se vio amenazado, y, retrospectivamente, es difícil discernir ningún peligro real para cualquier parte de la monarquía de los Habsburgo antes de 1848. Las potencias rusa y austríaca, la primera en reserva y la segunda como la principal fuerza en Europa central e Italia desde 1815 hasta 1848, eran los dos pilares sobre los que descansaba el sistema de Viena.
Habitualmente se ha supuesto, de forma errónea, que el liberalismo y el nacionalismo eran inseparables. Esto iba a resultar ser terriblemente falso en épocas posteriores, pero en la medida en que pocas personas pretendían cambiar Europa mediante la revolución antes de 1848, básicamente es cierto que querían hacerlo promoviendo los principios políticos de la Revolución francesa —gobierno representativo, soberanía popular, libertad del individuo y de prensa— y los de la nacionalidad. Muchos los confundieron; la figura más famosa y admirada de cuantos lo hicieron fue Mazzini, un joven italiano. Al defender una unidad italiana que la mayoría de sus compatriotas no querían, y al conspirar sin éxito para hacerla realidad, se convirtió en una fuente de inspiración y un modelo para los demás nacionalistas y demócratas de todos los continentes durante más de un siglo, y en uno de los primeros ídolos del radicalismo de salón. Sin embargo, la era de las ideas que él representaba aún no había llegado.
Al oeste del Rin, donde el mandato de la Santa Alianza (el nombre dado al grupo de tres potencias conservadoras, Rusia, Austria y Prusia) no regía, la historia fue distinta; allí, el legitimismo no iba a durar mucho. La propia restauración de la dinastía Borbón en 1814 había sido un compromiso con el principio de legitimidad. Luis XVIII se suponía que había reinado como cualquier otro rey de Francia desde la muerte de su predecesor, Luis XVII, en una prisión de París en 1795. En realidad, como todo el mundo sabía aunque los legitimistas intentaron ocultarlo, volvió en el tren de equipajes de los ejércitos aliados que habían derrotado a Napoleón, y lo hizo bajo unas condiciones aceptables para las élites políticas y militares del período de Napoleón y, supuestamente, tolerables para la gran mayoría de los franceses. El régimen restaurado fue regulado por una «carta» que creaba una monarquía constitucional, si bien con un sufragio limitado. Se garantizaron los derechos de los individuos, y la distribución de tierras derivada de las confiscaciones y ventas revolucionarias no se cuestionó. No habría una vuelta atrás a 1789.
No obstante, había cierta incertidumbre sobre el futuro. Las luchas entre la derecha y la izquierda empezaron con disputas sobre la propia carta — ¿era un contrato entre el rey y el pueblo, o una simple emanación de la benevolencia real que, por tanto, podía ser retirada tan fácilmente como había sido otorgada?—, y continuaron con una serie de temas que planteaban cuestiones de principio (o se creía que lo hacían) sobre el terreno ganado para la libertad y las clases poseedoras en la revolución.
Lo que estaba en juego implícitamente era lo que la revolución había conseguido. Una manera de describirlo sería decir que aquellos que habían luchado por ser reconocidos y tener voz para gobernar Francia bajo el Antiguo Régimen, habían ganado; el peso político de los «notables», tal como en ocasiones eran llamados, estaba asegurado, y ellos, tanto si procedían de la vieja nobleza de Francia como si habían sido beneficiados por la revolución, lacayos de Napoleón o simples terratenientes y hombres de negocios de relieve, eran ahora los gobernantes reales de Francia. Otro cambio había sido la formación de la nación llevada a cabo por las instituciones francesas; ahora, ninguna persona o corporación podía afirmar estar fuera de la esfera operativa del gobierno nacional de Francia. Por último, pero no menos importante, la revolución había cambiado el pensamiento político. Entre otras cosas, los términos en que los asuntos públicos franceses se discutirían y se debatirían se habían transformado. Tanto si la línea se trazaba entre derecha e izquierda como si era entre conservadores y liberales, ahora la batalla política se centraría en esta línea, no en el privilegio de asesorar a un monarca por derecho divino. Precisamente esto es lo que no comprendió el último rey del linaje directo de los Borbones, Carlos X. Intentó, de forma insensata, liberarse de las limitaciones constitucionales que le ataban, con lo que prácticamente fue un golpe de Estado. París se levantó contra él en la revolución de julio de 1830; los políticos liberales pronto encabezaron la rebelión y, para disgusto de los republicanos, se aseguraron de que otro rey reemplazase a Carlos.
Luis Felipe era la cabeza de la rama joven de la casa real francesa, la familia de Orleans, pero para muchos conservadores era la revolución personificada. Su padre había votado a favor de la ejecución de Luis XVI (y poco después también él subió al patíbulo), mientras que el nuevo rey había luchado como oficial en los ejércitos republicanos. Incluso había sido miembro del notorio Club Jacobino, ampliamente considerado un movimiento conspirativo profundamente arraigado, y sin duda había sido un vivero de los líderes más destacados de la revolución. Para los liberales, Luis Felipe resultaba atractivo básicamente por las mismas razones; concilió la revolución con la estabilidad que ofrecía la monarquía, aunque el ala izquierda quedó decepcionada. El régimen que iba a presidir durante dieciocho años fue intachablemente constitucional y preservó las libertades políticas esenciales, pero protegió los intereses de las clases acomodadas. Reprimió enérgicamente los desórdenes urbanos (que la pobreza originó en gran número en la década de 1830), lo cual le hizo impopular entre la izquierda. Un destacado político dijo a sus compatriotas que se enriqueciesen, una recomendación que fue ridiculizada y mal comprendida, aunque lo que intentaba decirles era que la manera de conseguir votos era a través de la cualificación que proporcionaban unos ingresos elevados (en 1830, en comparación con los ingleses, solo un tercio de los franceses podían votar a sus representantes nacionales, mientras que la población de Francia era aproximadamente el doble que la de Inglaterra). No obstante, en teoría, la Monarquía de Julio descansó en la soberanía popular, el principio revolucionario de 1789.
Esto le dio una posición internacional especial en una Europa dividida por la ideología. En la década de 1830, había diferencias marcadamente obvias entre una Europa de estados constitucionales —Inglaterra, Francia, España y Portugal— y la de los estados legitimistas y dinásticos del este, con sus satélites italiano y alemán. A los gobiernos conservadores no les gustó la revolución de julio. Se asustaron cuando los belgas se rebelaron contra su rey holandés en 1830, pero no pudieron darle apoyo, porque los británicos y los franceses defendieron a los belgas, y Rusia combatió una rebelión polaca en su territorio. Hasta 1839 no se afianzó la creación de una Bélgica independiente, y este fue, hasta 1848, el único cambio importante en el sistema de estados creado por el acuerdo de Viena, aunque la agitación interna en España y Portugal tuvo consecuencias que alteraron la diplomacia europea.
En el sudeste de Europa, el ritmo del cambio se aceleraba. Allí se iniciaba una nueva era revolucionaria, en el mismo momento en que, en Europa occidental, esta alcanzaba su cenit. En 1804, un acomodado tratante de cerdos serbio había encabezado una rebelión de sus compatriotas contra la poco disciplinada guarnición turca de Belgrado. En aquel momento, el régimen otomano estuvo dispuesto a consentir sus acciones a fin de refrenar a sus propios soldados rebeldes y aplacar a los campesinos cristianos que iniciaron la matanza de musulmanes urbanos. Pero el coste final para el imperio fue la creación de un principado serbio autónomo en 1817. Para entonces, los turcos también habían cedido Besarabia a Rusia, y habían sido obligados a reconocer que su dominio en gran parte de Grecia y Albania era poco más que formal, ya que el poder real estaba en manos de los pachás locales.
Aunque entonces apenas era visible, este fue el inicio de la «cuestión oriental» del siglo XIX: ¿quién o qué iba a heredar los fragmentos del imperio otomano, que ya se derrumbaba? En Europa, esta pregunta preocupó a las potencias durante más de un siglo; en los Balcanes y en lo que eran las provincias asiáticas del imperio, las guerras por la sucesión otomana aún prosiguen hoy en día. Las cuestiones raciales, religiosas, ideológicas y diplomáticas estuvieron mezcladas desde el principio. Los territorios otomanos estaban habitados por pueblos y comunidades esparcidos por amplias zonas según unas pautas que desobedecían toda lógica, y el pacto de Viena no los incluía entre los que estaban cubiertos por las garantías de las grandes potencias. Cuando empezó lo que se describió como una «revolución» de los «griegos» (es decir, súbditos cristianos ortodoxos del sultán, muchos de los cuales eran bandidos y piratas) contra el dominio otomano en 1821, Rusia abandonó sus principios conservadores y defendió a los rebeldes. La religión y el viejo impulso de los objetivos estratégicos rusos hacia el sudeste de Europa hicieron imposible que la Santa Alianza ofreciese su apoyo al gobernante islámico como lo había hecho con otros gobernantes, y al final los rusos fueron a la guerra contra el sultán. El nuevo reino de Grecia que surgió en 1832, con unas fronteras marcadas por extranjeros, iba a dar ideas a otros pueblos balcánicos, y era evidente que la cuestión oriental del siglo XIX iba a verse complicada por las reivindicaciones nacionalistas, lo cual no había sucedido en el siglo XVIII. Las perspectivas no eran buenas, ya que en un principio la revuelta griega había incitado a matanzas de griegos por parte de los turcos en Constantinopla y Esmirna, que serían seguidas por matanzas de turcos por los griegos en el Peloponeso. Los problemas de los dos siglos siguientes en los Balcanes estuvieron envenenados de raíz por ejemplos de lo que posteriormente se llamaría «limpieza étnica».
En 1848 llegó una nueva explosión revolucionaria. Brevemente, pareció que todo el pacto de 1815 estaba en peligro. La década de 1840 había sido un período de dificultades económicas, escasez de alimentos y miseria en muchos lugares, sobre todo en Irlanda, donde en 1846 hubo una gran hambruna, y más tarde, en la Europa central y Francia, en 1847, donde una depresión económica llevó el hambre a las ciudades. El desempleo crecía. Esto engendró violencia, que dio un nuevo giro a los movimientos radicales de toda Europa. Una alteración inspiraba otra; el ejemplo era contagioso y debilitaba la capacidad del sistema de seguridad internacional para enfrentarse a otros levantamientos. El comienzo simbólico se produjo en febrero en París, donde Luis Felipe abdicó después de descubrir que las clases medias no darían más apoyo a su oposición constante a la ampliación del sufragio. Hacia mediados de aquel año, el gobierno había sido eliminado o, como mucho, estaba a la defensiva en todas las grandes capitales europeas excepto en Londres y San Petersburgo. Cuando en Francia se instituyó la república después de la Revolución de febrero, todos los revolucionarios y exiliados políticos de Europa cobraron ánimos. Los sueños de conspiración alimentados durante treinta años parecían factibles. La Grande Nation volvería a avanzar y los ejércitos de la Gran Revolución podrían marchar de nuevo para difundir sus principios. Sin embargo, lo que sucedió fue algo muy distinto. Francia hizo una genuflexión en dirección a la martirizada Polonia, el centro clásico de las simpatías liberales, pero las únicas operaciones militares que llevó a cabo fueron la defensa del Papa, una causa intachablemente conservadora.
Esto fue sintomático. Los revolucionarios de 1848 se vieron provocados por situaciones muy distintas, tenían objetivos diferentes, y seguían caminos divergentes y confusos. En gran parte de Italia y Europa central, se rebelaron contra gobiernos que consideraban opresores porque no eran liberales. Allí, la gran reivindicación simbólica fue la promulgación de constituciones, para garantizar las libertades esenciales. Cuando la revolución estalló en la propia Viena, el canciller Metternich, artífice del orden conservador de 1815, huyó al exilio. Una revolución que triunfara en Viena significaba la parálisis y, por tanto, la dislocación de toda Europa central. Los alemanes eran libres de hacer sus revoluciones sin temor a una intervención de Austria en apoyo del Antiguo Régimen en los estados más pequeños. También eran libres otros pueblos de los dominios austríacos: los italianos (dirigidos por un ambicioso pero aprensivo rey conservador de Cerdeña) se volvieron contra los ejércitos austríacos en Lombardía y Venecia; los húngaros se rebelaron en Budapest, y los checos en Praga. Esto complicó sumamente las cosas. Muchos de estos revolucionarios querían la independencia nacional, no un constitucionalismo, pese a que durante un tiempo el constitucionalismo pareció ser el camino hacia la independencia porque atacaba la autocracia dinástica.
Si los liberales conseguían instalar gobiernos constitucionales en todas las capitales de Europa central e Italia, de ello se desprendía que aparecerían naciones hasta entonces desprovistas de una estructura de Estado propia o, por lo menos, que no la habían tenido durante mucho tiempo. Si los eslavos lograban su propia liberación nacional, entonces, a ciertos estados que antes se consideraban alemanes se les retirarían extensiones enormes de territorio, sobre todo a Polonia y Bohemia. Pasó un tiempo hasta que esta idea fue asimilada. Los liberales alemanes se tropezaron de pronto con este problema en 1848, y rápidamente extrajeron sus conclusiones: eligieron el nacionalismo. (Cien años más tarde, los italianos aún estaban confrontados a su versión del dilema en el sur del Tirol.) Las revoluciones alemanas de 1848 fracasaron, básicamente porque los liberales alemanes decidieron que el nacionalismo alemán requería la preservación de las tierras alemanas del este. Por consiguiente, necesitaban una Prusia fuerte y debían aceptar sus condiciones para el futuro de Alemania. También había otros indicios de que la corriente había cambiado ya antes de finales de 1848. El ejército austríaco había dominado a los italianos. En París, un levantamiento que pretendía dar a la revolución un impulso hacia la democracia, fue aplastado con gran derramamiento de sangre en junio. Después de todo, la república sería conservadora. En 1849 llegó el final. Los austríacos derrotaron al ejército sardo, que era el único escudo de las revoluciones italianas, y los monarcas de toda la península empezaron a retractarse de las concesiones constitucionales realizadas mientras el poder austríaco estaba ausente. Los gobernantes alemanes hicieron lo mismo, guiados por Prusia. Los croatas y los húngaros mantuvieron la presión sobre los Habsburgo, pero entonces llegó el ejército ruso en ayuda de sus aliados.
Los liberales consideraron 1848 como una «primavera de las naciones». Si realmente lo fue, sus retoños no vivieron mucho antes de marchitarse. Hacia finales de 1849, la estructura formal de Europa volvía a ser prácticamente como en 1847, pese a los importantes cambios introducidos en algunos países. Sin duda, el nacionalismo había sido una gran causa popular en 1848, pero no fue lo bastante fuerte para sustentar a los gobiernos revolucionarios, como tampoco fue una fuerza claramente ilustrada. Su fracaso muestra que la acusación de que los hombres de Estado de 1815 habían «eludido» el darle la atención debida es falsa. De 1848 no surgió ninguna nación nueva porque ninguna estaba preparada para ello. La razón básica es que, pese a que las nacionalidades podían existir, en la mayor parte de Europa el nacionalismo aún era una abstracción para las masas. Solo a relativamente pocas personas con estudios, o por lo menos con cierta formación, les importaba el tema. Allí donde las diferencias nacionales también simbolizaban cuestiones sociales, a veces hubo una acción efectiva por parte de personas que sentían que tenían una identidad definida por la lengua, la tradición o la religión, pero no condujo a la formación de nuevas naciones. En 1847, los campesinos rutenos de Galitzia asesinaron alegremente a sus terratenientes polacos cuando la administración de los Habsburgo se lo permitió. Después de contentarse con lo hecho, siguieron fieles a los Habsburgo en 1848.
No obstante, en 1848 hubo algunos levantamientos genuinamente populares. En Italia fueron frecuentes las rebeliones de ciudadanos, más que de campesinos; de hecho, los campesinos lombardos dieron la bienvenida al ejército austríaco cuando volvió, porque no veían ninguna ventaja en una revolución dirigida por los aristócratas que eran sus terratenientes. En algunas zonas de Alemania, buena parte de las estructuras tradicionales de la sociedad rural terrateniente permanecieron intactas, y los campesinos se comportaron como sus predecesores lo habían hecho en Francia en 1789: quemaron las casas de sus señores no solamente por odios personales, sino para destruir los detestados y temidos registros de rentas, derechos y servicios en trabajo. Estos brotes de violencia asustaron a los liberales de las ciudades tanto como los disturbios de París por la desesperación y el desempleo de los «Días de Junio» atemorizaron a las clases medias de Francia. Allí, como desde 1789 el campesinado era conservador (en términos generales), el gobierno tenía asegurado el apoyo de las provincias al aplastar a los parisienses pobres que habían dado al radicalismo aquel éxito fugaz. Pero el conservadurismo también puede encontrarse en el seno de los movimientos revolucionarios. La agitación de la clase trabajadora alemana alarmó a los sectores acomodados, pero fue porque los líderes de los trabajadores alemanes hablaban de «socialismo», cuando en realidad aspiraban a un retorno al pasado. Tenían en mente el mundo seguro de los gremios y los aprendices, y temían las fábricas con maquinaria, los barcos de vapor del Rin, que dejaron a los barqueros sin trabajo, y el acceso no restringido a los oficios; en suma, los indicios muy evidentes del inicio de la sociedad de mercado. Casi siempre, la falta de atractivo del liberalismo entre las masas se puso de manifiesto en 1848 con la revolución popular.
En conjunto, la importancia social de 1848 es tan compleja y escapa tanto a las generalizaciones fáciles como su contenido político. Probablemente, fue en las zonas rurales de Europa oriental y central donde las revoluciones más cambiaron la sociedad. Allí, los principios liberales y el temor a una rebelión popular estuvieron estrechamente asociados para imponer el cambio a los terratenientes. En los lugares de fuera de Rusia donde el trabajo campesino obligatorio y las ataduras al suelo sobrevivían, fueron abolidos a consecuencia de 1848. Aquel año llevó la revolución social rural, iniciada sesenta años antes en Francia, a su conclusión en Europa central y en gran parte de la oriental. Ahora, el camino estaba abierto hacia la reconstrucción de la vida agrícola en Alemania y en el valle del Danubio con un enfoque individualista y de mercado. Aunque muchas de sus prácticas y formas de pensar iban a persistir, la sociedad feudal estaba llegando a su fin en toda Europa. Sin embargo, los componentes políticos de los principios revolucionarios franceses tendrían que esperar antes de que llegaran a expresarse.
En el caso del nacionalismo, no iba a tardar mucho. Una disputa por la influencia de Rusia en Oriente Próximo en 1854 puso fin a la larga paz entre las grandes potencias, que había durado desde 1815. La guerra de Crimea, en la que franceses e ingleses lucharon como aliados del sultán otomano contra los rusos, fue en muchos sentidos una guerra notable. Los combates se produjeron en el Báltico, en el sur de Rusia y en Crimea, siendo este último escenario el que más llamó la atención. Allí, los aliados se propusieron capturar Sebastopol, la base naval que era la clave para el poder ruso en el mar Negro. Algunos de los resultados fueron sorprendentes. El ejército británico luchó valerosamente, como lo hicieron sus adversarios y aliados, pero se distinguió en particular por la inadecuación de sus planes administrativos. El escándalo que estos provocaron originó una importante oleada de reformas radicales dentro del país. Casualmente, la guerra también ayudó a dar prestigio a una nueva profesión femenina, la enfermería, ya que el colapso de los servicios médicos británicos fue particularmente alarmante. La labor de Florence Nightingale marcó el inicio de la primera gran extensión de las oportunidades ocupacionales para las mujeres respetables desde la creación de las comunidades religiosas femeninas en la Alta Edad Media. La dirección de la guerra también es destacable en otro sentido como indicio de modernidad; fue la primera guerra entre grandes potencias en la que se utilizaron los barcos de vapor y el ferrocarril, y llevó el telégrafo de cable eléctrico a Estambul.
Algunos de estos hechos fueron portentosos. Sin embargo, a corto plazo tuvieron menos relieve que los cambios provocados por la guerra en las relaciones internacionales. Rusia fue derrotada, y el poder de que había disfrutado durante mucho tiempo para intimidar a los turcos quedó mermado. Se dio un paso adelante en la formación de otra nación cristiana, Rumanía, que finalmente fue creada en 1862. Una vez más, el nacionalismo triunfaba en tierras que habían sido otomanas. Sin embargo, el efecto crucial de la guerra fue la desaparición de la Santa Alianza. La vieja rivalidad del siglo XVIII entre Austria y Rusia por el futuro de la herencia otomana en los Balcanes, había vuelto a estallar cuando Austria advirtió a Rusia de que no ocupase los principados del Danubio (tal como se denominaba la futura Rumanía) durante la guerra, y luego los ocupó la propia Austria. Eso fue cinco años después de que Rusia hubiese intervenido para restablecer el poder de los Habsburgo aplastando la revolución en Hungría. Fue el final de la amistad entre las dos potencias. La próxima ocasión en que Austria se enfrentase a una amenaza tendría que hacerlo sin tener de su parte al policía ruso de la Europa conservadora.
En 1856, cuando se firmó la paz, probablemente pocas personas imaginaban lo rápido que llegaría ese momento. A lo largo de diez años, Austria perdió en dos guerras breves su hegemonía en Italia y en Alemania, y estos países quedaron unidos en nuevos estados nacionales. Sin duda, el nacionalismo había triunfado, y a costa de los Habsburgo, tal como habían profetizado los entusiastas en 1848, pero de una manera totalmente inesperada. No la revolución, sino la ambición de dos estados monárquicos tradicionalmente expansivos, Cerdeña y Prusia, los había impulsado a mejorar su posición a costa de Austria, que en aquel momento se encontraba completamente aislada. Esta no solo había sacrificado la alianza rusa, sino que, a partir de 1852, Francia fue gobernada por un emperador que volvía a llevar el nombre de Napoleón (era sobrino del primer Napoleón). Había sido elegido presidente de la Segunda República, cuya constitución derogó con un golpe de Estado. El propio nombre de Napoleón resultaba aterrador. Sugería un programa de reconstrucción nacional, o de revolución. Napoleón III (el segundo fue una ficción jurídica; era hijo de Napoleón I, que no había gobernado) permitió la destrucción del pacto antifrancés de 1815 y, por tanto, del predominio austríaco que lo respaldaba en Italia y Alemania. Utilizaba las expresiones del nacionalismo con menos inhibición que la mayoría de los gobernantes, y parece que creía en él. Con las armas y la diplomacia promovió la labor de dos grandes técnicos diplomáticos, Cavour y Bismarck, primeros ministros, respectivamente, de Cerdeña y Prusia.
En 1859, Cerdeña y Francia lucharon contra Austria; tras una breve guerra, los austríacos solo conservaron Venecia en Italia. Cavour empezó entonces a trabajar para incorporar otros estados italianos a Cerdeña. Una parte del precio pagado por ello fue que la Saboya perteneciente a Cerdeña fue entregada a Francia. Cavour murió en 1861, y todavía sigue el debate sobre cuál fue el alcance real de sus propósitos, pero, para 1871, sus sucesores habían logrado una Italia unida bajo el que era rey de Cerdeña, que de este modo se veía recompensado por la pérdida de Saboya, el ducado ancestral de su linaje. Aquel mismo año, Alemania también fue unificada. Bismarck había empezado uniendo nuevamente el sentimiento liberal alemán a la causa de Prusia en una guerra corta pero cruel contra Dinamarca en 1864. Dos años más tarde, Prusia derrotaba a Austria en una campaña relámpago en Bohemia, finalizando así el duelo Hohenzollern-Habsburgo por la supremacía en Alemania iniciado en 1740 por Federico II. La guerra que lo hizo realidad fue más bien la ratificación de un hecho consumado en lugar de su consecución, puesto que desde 1848 Austria había quedado muy debilitada en las cuestiones alemanas. Aquel año, los liberales germanos habían ofrecido una corona alemana no al emperador, sino al rey de Prusia. No obstante, algunos estados habían buscado en Viena liderazgo y patrocinio, y ahora se encontraban solos ante las intimidaciones de Prusia. El imperio de los Habsburgo pasó a ser completamente danubiano, y su política exterior se centró en el sudeste de Europa y los Balcanes. Se había retirado de los Países Bajos en 1815, Venecia se la habían arrebatado los prusianos para entregarla a los italianos en 1866, y ahora dejaba que Alemania siguiese también su propio camino. Inmediatamente después de la paz, los húngaros aprovecharon la oportunidad para infligir otra derrota a la ya humillada monarquía, consiguiendo una autonomía casi completa para la mitad del reino de los Habsburgo, constituido por las tierras de la corona húngara. Así pues, en 1867 el imperio se convirtió en la monarquía dual, o austro-húngara, dividida en dos mitades unidas por poco más que la propia dinastía y por el vínculo de una política exterior común.
La unificación alemana requirió otro paso. Gradualmente, Francia había ido comprendiendo que el afianzamiento del poder de Prusia más allá del Rin no le interesaba. En lugar de a una Alemania en disputa, ahora se enfrentaba a una Alemania dominada por una potencia militar importante. La era de Richelieu se había desvanecido desapercibidamente. Bismarck hizo uso de esta nueva conciencia, junto con la debilidad de Napoleón III dentro de Francia y su aislamiento internacional, para conseguir que Francia, de forma insensata, declarase la guerra en 1870. La victoria en esta guerra coronó el nuevo edificio de la nacionalidad alemana, ya que Prusia encabezaba la «defensa» de Alemania contra Francia, cuando todavía había alemanes vivos que recordaban lo que los ejércitos franceses habían hecho en Alemania bajo el mando de otro Napoleón. El ejército prusiano destruyó el Segundo Imperio francés (sería el último régimen monárquico de este país) y creó el imperio alemán, el Segundo Reich, como se llamó, para distinguirlo del imperio medieval. En la práctica, era una dominación prusiana encubierta con formas federales, pero, como Estado nacional alemán, satisfacía a muchos liberales alemanes. Fue fundado, con cierta teatralidad y debidamente, en 1871, cuando el rey de Prusia aceptó la corona de la Alemania unida (que su antecesor se había negado a aceptar de los liberales alemanes en 1848) de los demás príncipes en el palacio de Luis XIV, en Versalles.
Así pues, en cincuenta años se había producido una revolución en las cuestiones internacionales que tendría grandes consecuencias para la historia europea y también para la historia mundial. Alemania había desbancado a Francia como la potencia terrestre dominante en Europa, al igual que Francia había sustituido a España en el siglo XVII. Este hecho iba a eclipsar las relaciones internacionales de Europa hasta que estas dejaron de estar determinadas por fuerzas originadas en su interior. En el sentido literal y estricto, debía poco a la política revolucionaria. Los revolucionarios conscientes del siglo XIX no habían logrado nada comparable a la obra de Cavour, Bismarck y, en parte sin quererlo, Napoleón III. Esto es muy curioso, dadas las esperanzas revolucionarias que se albergaban en este período y los temores que esta suscitaba. La revolución no había conseguido mucho, salvo en los márgenes de Europa, y ya en sus inicios había dado muestras de flaqueza. Hasta 1848 se habían producido numerosas revoluciones, por no mencionar los complots, conspiraciones y pronunciamientos que no justifican este término. A partir de 1848 habría muy pocas. Tuvo lugar otra revolución polaca en 1863, pero fue el único brote digno de mención en las tierras de las grandes potencias hasta 1871.
Este declive en el impulso revolucionario es comprensible. Al parecer, las revoluciones no habían dado grandes resultados fuera de Francia, y en este país habían traído la desilusión y una dictadura. Algunos de sus objetivos se estaban consiguiendo por otras vías. Cavour y sus seguidores habían creado una Italia unida, después de todo, para disgusto de Mazzini, ya que no era un país que los revolucionarios pudiesen aprobar, y Bismarck había hecho lo que muchos de los liberales alemanes de 1848 habían deseado, al crear una Alemania que era indiscutiblemente una gran potencia. Otros objetivos se estaban alcanzando mediante el progreso económico. Pese a todos los horrores de la pobreza que contenía, la Europa del siglo XIX se estaba enriqueciendo y estaba dando a cada vez más pueblos una parte mayor de su riqueza. En ello ayudaron incluso algunos factores a corto plazo. Tras el año 1848, pronto se produjeron los grandes descubrimientos de oro en California, que generaron un flujo de este metal que estimuló la economía mundial en las décadas de 1850 y 1860. En eses años aumentó la confianza y cayó el desempleo, lo cual propició la paz social.
Una razón de más peso por la que las revoluciones fueron menos frecuentes tal vez fuese que por entonces era más difícil llevarlas a cabo. A los gobiernos les resultaba más fácil enfrentarse a ellas, en gran parte por razones técnicas. El siglo XIX creó fuerzas de policía modernas. Unas mejores comunicaciones por tren y el telégrafo dieron un nuevo poder al gobierno central para enfrentarse a los levantamientos lejanos. Y, por encima de todo, los ejércitos tenían una creciente superioridad técnica ante la rebelión. Ya en 1795, el gobierno francés mostró que, en cuanto tuviese el control de las fuerzas armadas regulares y estuviese preparado para usarlas, podía dominar París. Durante la larga paz que reinó entre 1815 y 1848, muchos ejércitos europeos se fueron convirtiendo en instrumentos de seguridad que podían dirigirse contra las propias poblaciones, en lugar de ser medios de combate internacional, dirigidos contra enemigos extranjeros. En realidad, la deserción de importantes sectores de las fuerzas armadas fue lo que hizo posible las revoluciones que triunfaron en París en 1830 y 1848. Una vez que el gobierno dispuso de estas fuerzas, revoluciones como la de los «Días de Junio» de 1848 (que un observador calificó de la mayor guerra de esclavos de la historia) solo podían terminar con la derrota de los rebeldes. De hecho, a partir de aquel año no prosperó ninguna revolución popular en ninguno de los grandes países europeos contra un gobierno cuyo control de las fuerzas armadas no se viese afectado por una derrota en la guerra o por una subversión, y que estuviese decidido a usar su poder.
Ello quedó demostrado de forma patente y sangrienta en 1871, cuando un París rebelde fue nuevamente aplastado por el gobierno francés en poco más de una semana, con un número de víctimas tan elevado como el que se cobró la época del Terror de 1793-1794. Un régimen popular, que atrajo hacia sí un amplio espectro de radicales y reformistas, se impuso en la capital bajo la denominación de «Comuna» de París, nombre evocador de las tradiciones de independencia municipal que se remontaban a la Edad Media y, lo que es más importante, a 1793, cuando la Comuna (o ayuntamiento) de París fue el centro del fervor revolucionario. La Comuna de 1871 pudo acceder al poder porque, tras la derrota a manos de los alemanes, el gobierno no consiguió arrebatar a la capital las armas con las que esta había soportado un asedio, y porque la misma derrota había inflamado a muchos parisienses contra el gobierno, por creer que este les había abandonado. Durante su breve vida (hubo unas semanas de tranquilidad mientras el gobierno preparaba la réplica), la Comuna hizo muy poco, pero generó un gran volumen de retórica de izquierdas, de modo que pronto fue considerada la personificación de la revolución social. Esto aumentó la crudeza de los esfuerzos por suprimirla, que se llevaron a cabo cuando el gobierno hubo reunido nuevas fuerzas con prisioneros que volvían de la guerra para reconquistar París, convertida en el escenario de una breve pero sangrienta lucha en las calles. Nuevamente, las fuerzas armadas regulares superaron a los trabajadores y tenderos que se apresuraban a defender las barricadas improvisadas.
Si algo podría haber puesto fin al mito revolucionario, tanto por su capacidad de aterrar como por su poder para inspirar, fue el terrible fracaso de la Comuna de París. Pero no lo hizo, sino que lo reforzó. Los conservadores consideraron que era una gran ventaja el disponer del ejemplo de la Comuna para recordar los peligros que estaban al acecho, siempre a punto de estallar bajo la superficie de la sociedad. Los revolucionarios contaron con un nuevo episodio de heroísmo y martirio que añadir a una sucesión apostólica de revolucionarios que ya iba desde 1789 hasta 1848. Pero la Comuna también reavivó la mitología revolucionaria gracias a un nuevo factor cuya importancia ya había sorprendido tanto a la derecha como a la izquierda. Era el socialismo.
Esta palabra (como otra de su familia, socialista) había pasado a abarcar muchos conceptos distintos, y lo hizo casi desde el principio. El uso de ambas palabras se generalizó en Francia hacia 1830, donde se usaba para describir teorías y personas opuestas a una sociedad regida por los principios de mercado y a una economía gestionada en términos del laissez-faire («liberalismo económico»), los principales beneficiarios de la cual, según opinaban ellos, eran los ricos. El igualitarismo económico y social es fundamental en el concepto socialista. La mayoría de los socialistas lograron coincidir en esto. Normalmente, creían que en una sociedad ideal no habría unas clases que oprimiesen a otras gracias a las ventajas dadas a una de ellas por la posesión de riqueza. Todos los socialistas también coincidían en que no había nada sagrado en la propiedad, cuyos derechos incentivaban la injusticia. Algunos de ellos, que pretendían su completa abolición, eran denominados «comunistas». «La propiedad es un robo» fue un eslogan de gran éxito.
Estas ideas podían resultar aterradoras, pero no eran del todo nuevas. Las ideas igualitarias han fascinado al hombre a lo largo de toda la historia, y los gobernantes cristianos de Europa habían conseguido reconciliar, sin muchas dificultades, los pactos sociales basados en fuertes contrastes de riqueza con la práctica de una religión cuyos principales himnos alababan a Dios por saciar al hambriento con cosas buenas y despojar al rico de todos sus bienes. Lo que sucedió a principios del siglo XIX fue que estas ideas de pronto parecían ser más peligrosas, asociadas al concepto de una revolución de nuevo cuño y más extendidas. También había una necesidad de ideas nuevas debido a otros avances. Uno fue que el éxito de la reforma política liberal parecía mostrar que la igualdad jurídica no era suficiente si la dependencia respecto de los poderosos económicamente la privaba de contenido, o si se la desnaturalizaba con la pobreza y la ignorancia concomitante. Otro fue que, ya en el siglo XVIII, algunos pensadores consideraban que las grandes diferencias de riqueza eran una irracionalidad en un mundo que podía y debía (según creían) ser regulado para producir el mayor bien para el mayor número de personas posible. Durante la Revolución francesa, algunos pensadores y agitadores ya presionaron con reivindicaciones en las que generaciones posteriores verían ideas socialistas. Sin embargo, las ideas igualitarias no pasaron a ser socialistas en un sentido moderno hasta que empezaron a confrontarse con los problemas de la nueva época de cambio económico y social y, por encima de todo, con los que planteaba la industrialización.
Con frecuencia, esto requería una gran perspicacia, ya que los cambios causaron impacto de forma muy lenta fuera de Gran Bretaña y Bélgica, el primer país continental que se industrializó en igual medida. No obstante, quizá porque el contraste que ofrecían con la sociedad tradicional era tan crudo, se percibieron incluso los incipientes indicios de concentración en las finanzas capitalistas y en la fabricación. Una de las primeras personas que comprendió sus grandes implicaciones potenciales para la organización social fue un noble francés, Claude Saint-Simon. Su contribución seminal al pensamiento socialista fue tomar en consideración el impacto de los progresos tecnológicos y científicos en la sociedad. Saint-Simon opinaba que estos no solo hacían que la organización de la economía fuese imperativa, sino que implicaban (en realidad exigían) la sustitución de las clases gobernantes tradicionales, aristocráticas y rurales en su actitud, por élites que representasen las nuevas fuerzas económicas e intelectuales. Estas ideas influenciaron a muchos pensadores (la mayoría franceses), que en la década de 1830 abogaban por un mayor igualitarismo. Parecían mostrar que, tanto por motivos racionales como éticos, este cambio era deseable. Sus doctrinas tuvieron el impacto suficiente y sus consideraciones se debatieron lo bastante como para aterrorizar a las clases propietarias francesas en 1848, las cuales creyeron ver en los «Días de Junio» una revolución «socialista». En su mayor parte, los socialistas se identificaron con la tradición de la Revolución francesa, imaginando la realización de sus ideales como su siguiente fase, de modo que la confusión es comprensible.
En 1848, en esta coyuntura, apareció un panfleto que es el documento más importante de la historia del socialismo. Se conoce como El manifiesto comunista (aunque este no es el título con el que se publicó). En gran parte fue obra de un joven alemán, judío de nacimiento (como él mismo se presentaba), Karl Marx, y con él llegamos al punto en que la prehistoria del socialismo puede diferenciarse de su historia. Marx proclamó una ruptura definitiva con lo que denominó el «socialismo utópico» de sus predecesores. Los socialistas utópicos atacaron el capitalismo industrial porque pensaban que era injusto. Para Marx, esta no era la cuestión. Él opinaba que no se podía esperar nada de los argumentos encaminados a convencer a la gente de que el cambio era moralmente deseable. Todo dependía de la manera en que avanzase la historia, hacia la inevitable creación de una nueva clase trabajadora por la sociedad industrial, los asalariados desarraigados de las nuevas ciudades industriales, a los que denominaba «proletariado industrial». Según Marx, esta clase estaba abocada a actuar de manera revolucionaria. La historia incidía en ella en el sentido de generar una capacidad y una mentalidad revolucionarias. La enfrentaría a unas condiciones ante las que la revolución sería la única salida lógica, y esta revolución tenía el éxito asegurado por esas mismas condiciones. Lo que importaba no era que el capitalismo fuese moralmente perverso, sino que ya estaba desfasado y, por tanto, históricamente condenado. Marx afirmó que cada sociedad tenía un sistema particular de derechos de propiedad y de relaciones de clase, y que estos modelaban en consecuencia sus acuerdos políticos particulares. La política tenía que expresar las fuerzas económicas, y estas cambiarían a medida que la organización particular de la sociedad se transformase bajo la influencia del progreso económico; por tanto, más pronto o más tarde (al parecer, Marx creía que pronto), la revolución liquidaría la sociedad capitalista y sus formas, al igual que esta sociedad antes había anulado la sociedad feudal.
Marx propuso muchas otras ideas, pero su mensaje fue sorprendente y alentador, y le dio el dominio del movimiento socialista internacional que surgió a lo largo de los veinte años siguientes. La certeza de que la historia estaba de su lado fue un gran tónico para los revolucionarios. Aprendieron con gratitud que la causa hacia la cual eran impulsados por motivos que iban desde una sensación de injusticia hasta el acicate de la envidia, estaba destinada a triunfar. Ello fue esencialmente una fe religiosa. Pese a todas sus posibilidades intelectuales como instrumento analítico, el marxismo se convirtió, por encima de todo, en una mitología popular, fundamentada en una visión de la historia según la cual los hombres están empujados por la necesidad, porque sus instituciones están determinadas por la evolución de los métodos de producción, y en la creencia de que la clase trabajadora es el pueblo elegido, cuyo peregrinaje por un mundo perverso puede terminar en la fundación triunfal de una sociedad justa, en la que dejaría de actuar la férrea ley de la necesidad. Así pues, los revolucionarios sociales podían sentirse seguros de los argumentos científicamente irrefutables del progreso inevitable hacia el milenio socialista, mientras se aferraban a un activismo revolucionario que parecía ser innecesario. Al parecer, el propio Marx siguió sus lecciones de forma más cautelosa, aplicándolas solo a los cambios generales y radicales de la historia ante los cuales los individuos no pueden resistirse, y no a su despliegue detallado. Tal vez no deba sorprender que, al igual que muchos maestros, Marx no reconoció a todos sus discípulos. Más tarde declararía que él no era marxista.
Esta nueva religión fue una inspiración para la organización de la clase trabajadora. En algunos países ya existían los sindicatos y las cooperativas; la primera organización internacional de obreros apareció en 1863. Aunque en ella había muchas personas que no suscribían las ideas de Marx (los anarquistas, entre otros), su influencia fue crucial en su seno (era el secretario). Su nombre asustaba a los conservadores, algunos de los cuales le culparon de la Comuna de París. Fuera cual fuese su justificación, su intuición era correcta. Lo que sucedió en los años siguientes a 1848 fue que el socialismo absorbió la tradición revolucionaria de los liberales, y la creencia en el papel histórico de una clase trabajadora industrial que apenas era visible fuera de Inglaterra (y aún menos predominante en la mayoría de los países) se sumó a la tradición según la cual, en términos generales, la revolución no podía ser algo incorrecto. Las formas de pensar sobre política desarrolladas durante la Revolución francesa fueron trasladadas, pues, a sociedades para las cuales serían cada vez más inadecuadas. Lo fácil que podía ser esta transición quedó de manifiesto por la manera en que Marx sustituyó el drama y la exaltación mítica de la Comuna de París por el socialismo. En un influyente panfleto, la incorporó a sus propias teorías, aunque en realidad fue producto de numerosas fuerzas complejas y divergentes y se expresó muy poco a la manera del igualitarismo, y aún menos del socialismo «científico». Además, surgió en una ciudad que, pese a ser enorme, no poseía los grandes centros fabriles donde él predijo que maduraría la revolución proletaria. En cambio, estos permanecieron obstinadamente inactivos. De hecho, la Comuna fue el último y mayor ejemplo del radicalismo parisiense revolucionario y tradicional. Fue un gran fracaso (y el socialismo también lo sufrió, debido a las medidas represivas que provocó), pero Marx la situó en el centro de la mitología socialista.
Salvo en sus dominios polacos, Rusia parecía inmune a los disturbios que agitaban a las demás grandes potencias continentales. La Revolución francesa había sido otra de aquellas experiencias que, como el feudalismo, el Renacimiento o la Reforma, modelaron de forma decisiva Europa occidental y dejaron a Rusia de lado. Aunque Alejandro I, el zar bajo cuyo reinado Rusia sufrió la invasión de 1812, había permitido las ideas liberales e incluso se había planteado la posibilidad de promulgar una constitución, nada de ello se materializó. La liberalización formal de las instituciones rusas no empezó hasta la década de 1860, y ni siquiera entonces su origen fue el contagio revolucionario. Es cierto que el liberalismo y las ideologías revolucionarias dejaron huella en Rusia antes de esto. El reinado de Alejandro fue un poco como abrir una caja de Pandora de ideas, y él ya expulsó a un pequeño grupo de críticos con el régimen que encontraron sus modelos en Europa occidental. Algunos de los oficiales rusos que fueron allí con los ejércitos que persiguieron a Napoleón hasta París, actuaron impulsados por lo que vieron y oyeron, que les llevó a hacer comparaciones desfavorables con su patria. Este fue el inicio de la oposición política rusa, y, en una autocracia, la oposición tenía que significar conspiración. Algunos de ellos tomaron parte en la organización de sociedades secretas que intentaron dar un golpe de Estado en medio de la incertidumbre causada por la muerte de Alejandro en 1825; este episodio fue denominado el movimiento «decembrista». Pronto fue sofocado, pero no antes de dar un gran sobresalto a Nicolás I, un zar que intervino de forma decisiva y negativa en el destino histórico de Rusia en un momento crucial, al volverse contra el liberalismo político con gran crueldad e intentar aplastarlo. En parte debido a la inmovilidad que impuso, el reinado de Nicolás influyó más en el destino de Rusia que ningún otro desde el de Pedro el Grande. Era un ferviente partidario de la autocracia y reafirmó la tradición rusa de la burocracia autoritaria, el control de la vida cultural y la acción de una policía secreta, justo cuando las otras grandes fuerzas conservadoras empezaban a avanzar —aunque con reticencias— en dirección contraria. Por supuesto, había mucho que añadir a los legados históricos que diferenciaban la autocracia de Rusia de las monarquías europeas occidentales. Pero también había grandes retos que afrontar, y el reinado de Nicolás fue una respuesta a ellos, así como un simple despliegue de los viejos métodos del despotismo por parte de un hombre decidido a utilizarlos.
La diversidad étnica, lingüística y geográfica del imperio había empezado a plantear problemas que superaban con mucho la capacidad de la tradición moscovita para abordarlos. La población se había más que duplicado en los cuarenta años que siguieron a 1770. Sin embargo, esta sociedad que se iba diversificando continuó siendo enormemente atrasada. Las escasas ciudades apenas eran una pequeña parte de las grandes extensiones rurales donde se encontraban, y a menudo parecían insustanciales y temporales, siendo más bien unos enormes campamentos temporales que unos centros de civilización estables. La mayor expansión se había producido hacia el sur y el sudeste. Por ello, había que incorporar nuevas élites a la estructura imperial, y reforzar los lazos religiosos entre los ortodoxos era una de las maneras más fáciles de hacerlo. Como el conflicto con Napoleón había puesto en entredicho el antiguo prestigio de los franceses y las ideas escépticas de la Ilustración asociadas a ese país, ahora se dio un nuevo énfasis a la religión en la creación de una nueva base ideológica para el imperio ruso bajo el zar Nicolás. La «nacionalidad oficial», como se denominó, fue eslavófila y religiosa en cuanto a doctrina y burocrática en su forma, y procuró dar a Rusia una unidad ideológica perdida desde que había rebasado su centro histórico de Moscú.
La importancia de la ideología oficial desde ese momento fue una de las grandes diferencias entre Rusia y Europa occidental. Hasta la última década del siglo XX, los gobiernos rusos no iban a abandonar nunca su fe en la ideología como fuerza unificadora. Sin embargo, eso no significó que la vida diaria a mediados de siglo, tanto para las clases civilizadas como para las masas atrasadas, fuese muy distinta a la de otras zonas de Europa central y oriental. Con todo, los intelectuales rusos discutían sobre si Rusia era o no un país europeo, y ello no es sorprendente, ya que las raíces de Rusia eran distintas a las de los países más occidentales. Y, lo que es más, con Nicolás se dio un giro decisivo; desde el inicio de su reinado, las posibilidades de cambio que por fin se percibían en otros estados dinásticos en la primera mitad del siglo XIX, en Rusia simplemente no se dejaba que apareciesen. Era la tierra por excelencia de la censura y la policía. A la larga, ello iba a excluir algunas posibilidades de modernización (si bien otros obstáculos enraizados en la sociedad rusa parecen igualmente importantes), pero a corto plazo tuvo un gran éxito. Rusia pasó todo el siglo XIX sin ninguna revolución. Las rebeliones de la Polonia rusa de 1830-1831 y 1863-1864 fueron cruelmente reprimidas, y con más facilidad aún, porque polacos y rusos mantenían tradiciones de hostilidad mutua.
La otra cara de la moneda era la violencia casi continua y los desórdenes de una sociedad rural salvaje y primitiva, y una tendencia creciente a conspirar, cada vez más violenta, que quizá incapacitaba a Rusia aún más para una política normal y las premisas compartidas que esta requería. Los críticos hostiles describían el reinado del zar Nicolás como una era de hielo, una zona apestada y una prisión, pero no fue la última vez en la historia de Rusia en que la conservación de un despotismo duro e inflexible en el interior no era incompatible con un papel internacional fuerte. Ello era posible por la enorme superioridad militar de Rusia. Cuando los ejércitos luchaban con armas antiguas y no se distinguían unos de otros por el tipo de armamento que usaban, el número de efectivos era decisivo. En la fuerza militar rusa es donde descansaba el sistema de seguridad internacional antirrevolucionario, como se evidenció en el año 1849. Pero la política exterior rusa también tuvo otros éxitos. Se mantuvo una presión constante sobre los janatos de Asia central y sobre China. La orilla izquierda del río Amur pasó a ser rusa, y en 1860 se fundó Vladivostok. Se obtuvieron grandes concesiones de Persia, y durante el siglo XIX Rusia absorbió Georgia y parte de Armenia. Durante un tiempo, se hizo incluso un esfuerzo tenaz por continuar la expansión rusa en América del Norte, donde se fundaron fuertes en Alaska y asentamientos en el norte de California hasta la década de 1840.
No obstante, el mayor esfuerzo en política exterior que hizo Rusia se dirigió al sudoeste, hacia el imperio otomano. Las guerras de 1806-1812 y 1828 llevaron la frontera rusa desde Besarabia hasta el Prut y la desembocadura del Danubio. Para entonces, ya era evidente que la partición del imperio otomano en Europa sería tan crucial para la diplomacia del siglo XIX como la partición de Polonia lo había sido en el siglo XVIII, pero había una diferencia importante: esta vez estaban implicados intereses de más potencias, y el factor del sentimiento nacional entre los pueblos súbditos del imperio otomano haría que fuese mucho más difícil llegar a una salida pactada. Mientras esto sucedía, el imperio otomano sobrevivió mucho más tiempo de lo que cabía esperar, y la cuestión oriental seguía preocupando a los hombres de Estado.
Algunos de estos factores que añadían una mayor complejidad condujeron a la guerra de Crimea, que comenzó como una ocupación rusa de algunas provincias otomanas en el bajo Danubio. En lo tocante a los asuntos internos rusos, la guerra era más importante que para cualquier otro país. Puso de relieve que el coloso militar de la restauración de 1815 ya no gozaba de una superioridad incuestionable. Había sido derrotado en su propio territorio y obligado a aceptar una paz que implicaba la renuncia al futuro previsible de sus objetivos tradicionales en la zona del mar Negro. Afortunadamente, a mitad de la guerra el zar Nicolás I murió. Eso simplificaba los problemas a su sucesor; la derrota significaba que debía producirse el cambio. Una cierta modernización de las instituciones rusas era inevitable si Rusia quería volver a generar un poder proporcional a su vasto potencial, que había llegado a ser irrealizable dentro del marco tradicional. Cuando estalló la guerra de Crimea, aún no había un ferrocarril ruso al sur de Moscú. La contribución rusa a la producción industrial europea, antes importante, apenas había crecido desde 1800, y en aquel entonces era superada con mucho por otros países. Su agricultura seguía siendo una de las menos productivas del mundo, pese a que su población mostraba un crecimiento sostenido, incrementando la presión sobre los recursos. Fue en estas circunstancias cuando Rusia sufrió por fin el cambio radical. Pese a que resultó menos dramático que muchos otros trastornos acaecidos en el resto de Europa, de hecho fue mucho más una revolución que otros procesos a los que se ha dado este nombre, ya que lo que se cortó de raíz fue la institución que se hallaba en la base misma de la vida rusa, la servidumbre.
La extensión de esta había sido la principal característica de la historia social de Rusia desde el siglo XVII. Incluso Nicolás había admitido que la servidumbre era el mal central de la sociedad rusa. Su reinado había estado marcado por insurrecciones de los siervos cada vez más frecuentes, por ataques a los terratenientes, incendios de cosechas y mutilación de ganado. La negativa a pagar tributos fue casi la última forma alarmante de resistencia popular. Sin embargo, a la persona que montaba sobre el elefante le resultaba increíblemente difícil bajarse de él. La inmensa mayoría de los rusos eran siervos. No podían ser transformados de la noche a la mañana, por un simple fiat legislativo, en campesinos asalariados o en pequeños propietarios. Y el Estado tampoco podía aceptar la carga administrativa que de pronto recaería en él si los servicios realizados bajo el sistema señorial debían ser retirados y no había nada en su lugar. Nicolás I no se había atrevido a llevar a cabo el cambio, pero Alejandro II lo hizo. Tras años estudiando las pruebas y las posibles ventajas y desventajas de diferentes formas de abolición, el zar emitió en 1861 el edicto que marcó una época en la historia rusa y le valió el título de «zar liberador». La única carta que podía jugar el gobierno ruso era la autoridad incuestionable del autócrata, y ahora se hizo un buen uso de ella.
El edicto dio a los siervos la libertad personal y puso fin al trabajo servil. También les concedió parcelas de tierra. Pero había que pagar estas tierras con unas cuotas de redención, cuyo propósito era hacer que el cambio resultase aceptable para los propietarios. Para asegurar los reembolsos y contrarrestar los peligros de introducir súbitamente un mercado de trabajo libre, los campesinos permanecieron sujetos en un grado considerable a la autoridad de sus comunidades, que asumieron la tarea de distribuir las parcelas entre las unidades familiares.
No pasaría mucho tiempo hasta que se empezase a hablar de los defectos de esta solución. Sin embargo, son muchos los puntos a su favor y, visto retrospectivamente, parece un éxito rotundo. Al cabo de pocos años, Estados Unidos emanciparía a sus esclavos negros. Eran muchos menos en número que los siervos rusos, y vivían en un país con muchas más oportunidades económicas; con todo, el efecto de lanzarlos al mercado laboral, expuestos a la teoría pura del laissez-faire del liberalismo económico, iba a exacerbar un problema cuyas últimas consecuencias Estados Unidos aún estaría combatiendo un siglo más tarde. En Rusia, la mayor medida de ingeniería social de la historia escrita hasta la actualidad fue aplicada sin un trastorno comparable y abrió el camino a la modernización para la que podía llegar a ser una de las potencias más fuertes de la Tierra. Fue el primer paso indispensable para lograr que el campesino mirase más allá del Estado a la hora de buscar empleo industrial.
De forma más inmediata, la liberación inició una era de reformas; a estas siguieron otras medidas que, hacia 1870, dieron a Rusia un sistema representativo de gobierno local y un poder judicial reformado. Cuando en 1871 los rusos aprovecharon la guerra franco-prusiana para denunciar algunas restricciones impuestas a su libertad en el mar Negro en 1856, su acción casi supuso una advertencia simbólica a Europa. Después de abordar su mayor problema y de empezar a modernizar sus instituciones, Rusia volvía a anunciar que, al fin y al cabo, debía ser dueña en su propia casa. La reanudación de las políticas de expansión más coherentes y más practicadas de la historia moderna solo era cuestión de tiempo.

4. Cambio político: el mundo anglosajón
Hacia finales del siglo XIX, el Reino Unido había creado una subunidad identificable dentro del ámbito de la civilización europea, con un destino histórico divergente del de la Europa continental. Los componentes de este mundo anglosajón incluían comunidades británicas crecientes en Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica (el primero y el último encerraban también importantes elementos nacionales), y en su centro había dos grandes países atlánticos, uno de ellos la mayor potencia mundial del siglo XIX y el otro, la del siglo siguiente. Hubo tantas personas a las que les resultaba ventajoso señalar lo diferentes que eran, que es fácil pasar por alto cuánto tenían en común el Reino Unido y el joven Estados Unidos durante gran parte del siglo XIX. Pese a que uno de ellos era una monarquía y el otro, una república, ambos países escaparon primero a la corriente absolutista y más tarde a la revolucionaria de la Europa continental. Por supuesto, la política anglosajona cambió de forma tan radical como la de tantos otros países en el siglo XIX, pero no fue transformada por las mismas fuerzas políticas que en los estados continentales ni del mismo modo.
Su similitud surgió en parte porque, pese a todas las diferencias, los dos países compartían más de lo que normalmente admitían. Un aspecto de sus curiosas relaciones fue que los norteamericanos, sin percibir ninguna paradoja, podían llamar a Inglaterra la «madre patria». La herencia de la cultura y la lengua inglesas fue durante mucho tiempo de suma importancia en Estados Unidos. La inmigración de otros estados europeos no llegó a ser multitudinaria hasta la segunda mitad del siglo XIX. Pese a que, a mediados de siglo, muchos norteamericanos —tal vez la mayoría— ya tenían sangre de otros países europeos en sus venas, el tono de la sociedad era marcado desde hacía tiempo por la ascendencia británica. Hasta 1837 no hubo un presidente que no tuviese un apellido inglés, escocés o irlandés (el siguiente no llegaría hasta 1901, y solo ha habido cinco hasta la actualidad).
Al igual que en tiempos mucho más recientes, los problemas poscoloniales dieron lugar a unas relaciones emocionales a veces violentas y siempre complejas entre Estados Unidos y el Reino Unido. Pero también fueron mucho más que esto. Estaban estrechamente vinculadas con las relaciones económicas. Lejos de menguar (como se había temido) tras la independencia, el comercio entre los dos países había proseguido viento en popa. Para los capitalistas ingleses, Estados Unidos era un lugar atractivo para las inversiones incluso tras reiteradas y desafortunadas experiencias con los vínculos de unos estados morosos. Se invirtieron grandes cantidades de dinero británico en los ferrocarriles, en la banca y en seguros norteamericanos. Mientras, las élites dirigentes de ambos países se fascinaban y, a la vez, se repelían mutuamente. Algunos ingleses realizaban mordaces comentarios sobre la vulgaridad y la crudeza de la vida estadounidense; en cambio, a otros les entusiasmaba su energía, optimismo y oportunismo. A los norteamericanos les costaba aceptar la monarquía y los títulos hereditarios, pero algunos trataban de desvelar los fascinantes misterios de la cultura y la sociedad inglesas no por ello con menos afán.
Más sorprendente que las enormes diferencias entre ellos era lo que el Reino Unido y Estados Unidos tenían en común cuando eran estudiados desde el punto de vista de la Europa continental. Por encima de todo, ambos eran capaces de combinar unas políticas liberales y democráticas con un progreso espectacular en cuanto a riqueza y poder. Y lo hacían en unas circunstancias muy distintas, pero por lo menos una de ellas era común a los dos, el hecho del aislamiento: Gran Bretaña tenía el canal de la Mancha entre ella y Europa, y Estados Unidos tenía el océano Atlántico. Durante mucho tiempo, la lejanía física ocultó a los europeos la fuerza potencial de la joven república y las enormes oportunidades que se le presentaban en el Oeste, cuya explotación iba a ser el mayor logro del nacionalismo estadounidense. En la paz de 1783, los británicos habían defendido los intereses fronterizos de los americanos de un modo que, inevitablemente, inició un período de expansión para Estados Unidos. Lo que no estaba claro era hasta dónde podía llevar ni qué otros poderes podían intervenir en él. En parte, fue un problema de ignorancia geográfica. Nadie sabía a ciencia cierta qué podía contener la mitad occidental del continente. Durante décadas, los enormes espacios que se encontraban al otro lado de las cadenas montañosas del este ofrecieron un territorio suficiente para la expansión. En 1800, Estados Unidos aún era psicológica y físicamente un país limitado al litoral atlántico y el valle del Ohio.
Al principio, sus fronteras políticas estaban poco definidas e imponían relaciones con Francia, España y el Reino Unido. Sin embargo, si se conseguía hallar una solución a las disputas fronterizas, entonces se alcanzaría un aislamiento práctico, ya que los únicos intereses que podían mezclar a los estadounidenses en los asuntos de otros países eran, por un lado, el comercio y la protección de los súbditos que estaban en el extranjero, y, por otro, la intervención extranjera en los asuntos de Estados Unidos. Al poco tiempo, pareció que la Revolución francesa podía proporcionar una oportunidad a esta última y ello provocó un conflicto, pero básicamente eran las fronteras y el comercio lo que preocupaba a la diplomacia de la joven república. No obstante, también surgieron poderosas y frecuentes fuerzas potencialmente divisorias en la política interior.
La aspiración estadounidense a no intervenir en el mundo exterior ya era manifiesta en 1793, cuando la agitación de la guerra revolucionaria francesa desembocó en una declaración de neutralidad que hizo que los ciudadanos americanos pudiesen ser procesados en tribunales estadounidenses si tomaban parte en la guerra anglo-francesa. La predisposición de la política norteamericana ya expresada de este modo recibió su formulación clásica en 1796. Durante el discurso de despedida de Washington a sus «amigos y compatriotas» pronunciado al finalizar su segundo mandato como presidente, decidió comentar los objetivos y métodos que una política exterior republicana exitosa debía incorporar, con unas expresiones que tuvieron una profunda influencia en los hombres de Estado estadounidenses posteriores y en la psicología nacional. Visto en retrospectiva, lo que resulta especialmente sorprendente de las ideas de Washington es su tono predominantemente negativo y pasivo. «La regla de conducta que más hemos de procurar seguir respecto a las naciones extranjeras debe reducirse a extender nuestras relaciones comerciales, retrayéndonos todo lo posible de las combinaciones políticas.» «Europa tiene intereses particulares que no nos conciernen en manera alguna o que nos afectan muy poco... Nuestra situación geográfica nos aconseja y nos permite seguir un rumbo diferente ... Nuestra política debe consistir en retraernos de alianzas permanentes con cualquier parte del mundo extranjero.» Washington también advirtió a sus compatriotas sobre supuestos de permanente o especial hostilidad o amistad con cualquier otro país. En todo ello no había ningún indicio del destino futuro de Estados Unidos como una potencia mundial. (Washington ni siquiera se planteó unas relaciones que no fuesen con Europa; el futuro papel de Estados Unidos en el Pacífico y en Asia era inconcebible en 1796.)
En general, un enfoque pragmático, caso por caso, de las relaciones exteriores de la joven república fue la política que siguieron los sucesores de Washington en la presidencia. Hubo solo una guerra con otra gran potencia, la guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña de 1812. Además de fomentar el sentimiento nacionalista en la joven república, el conflicto propició la aparición del «Tío Sam» como la caricatura que simbolizaba el país y la composición de «Barras y estrellas», que se convirtió en el himno nacional. Y, lo que es más importante, marcó un importante hito en el desarrollo de las relaciones entre los dos países. Oficialmente, la interferencia británica en el comercio durante la lucha contra el bloqueo de Napoleón había provocado la declaración de guerra de Estados Unidos, pero habían sido más importantes las esperanzas de algunos americanos de que a ella siguiera la conquista de Canadá. No fue así, y el fracaso de la expansión militar fue crucial para determinar que la negociación futura de los problemas fronterizos con los británicos debería resolverse mediante negociaciones pacíficas. Pese a que la guerra había provocado nuevamente cierta anglofobia en Estados Unidos, el conflicto (que fue humillante para ambos bandos) despejó el ambiente. En las futuras disputas se dio por sentado tácitamente que ni el gobierno estadounidense ni el británico deseaban plantearse la guerra salvo en el caso de una provocación extrema. En este acuerdo, la frontera septentrional de Estados Unidos en el oeste se fijó en las «Stony Mountains», como se llamaban entonces las montañas Rocosas; en 1845 la frontera fue trasladada más al oeste, hasta el mar, y la de Maine, también en litigio, quedó fijada por un acuerdo.
El mayor cambio en la definición territorial estadounidense fue introducido por la compra de Luisiana. Aproximadamente, «Luisiana» era la zona entre el Mississippi y las Rocosas. En 1803 pertenecía, aunque solo teóricamente, a los franceses, ya que los españoles se la habían cedido en 1800. Este cambio había provocado los intereses norteamericanos. Si la Francia napoleónica imaginaba un resurgimiento del imperio francés en América, Nueva Orleans, que controlaba la desembocadura del río por el cual circulaba un volumen considerable del comercio norteamericano, era de vital importancia. Para comprar la libertad de navegación por el Mississippi, Estados Unidos inició una negociación que terminó con la adquisición de una zona mayor que el territorio total de la república. En un mapa moderno, incluiría Luisiana, Arkansas, Iowa, Nebraska, las dos Dakotas, Minnesota al oeste del Mississippi, la mayor parte de Kansas, Oklahoma, Montana, Wyoming y una gran parte de Colorado. El precio fue de 11.250.000 dólares.
Fue la mayor venta de tierra de todos los tiempos, y sus consecuencias fueron por tanto enormes. La transacción cambió la historia interior norteamericana. La apertura de la ruta hacia el Oeste más allá del Mississippi iba a conducir a un cambio en el equilibrio demográfico y político de trascendencia revolucionaria para la política de la joven república. Este cambio ya se apreciaba en la segunda década del siglo, cuando la población que vivía al oeste de los montes Allegheny se había más que duplicado. Cuando la compra fue rematada con la adquisición de las Floridas a España en 1819, Estados Unidos tuvo plena soberanía sobre el territorio limitado por las costas del Atlántico y del Golfo desde Maine hasta el río Sabine, los ríos Red y Arkansas, la Divisoria Continental y la línea del paralelo 49 acordada con los británicos.
Estados Unidos ya era el país más importante de América. Aunque todavía quedaban algunas posesiones coloniales europeas allí, requeriría un gran esfuerzo rebatir este hecho, como los británicos descubrieron en la guerra. No obstante, la alarma por una posible intervención europea en América Latina, junto con la actividad rusa en el Pacífico noroccidental, condujo a la formulación explícita por parte de Estados Unidos de la determinación de la república de llevar la batuta en el hemisferio occidental. Fue la «doctrina Monroe», enunciada en 1823, la cual afirmaba que no podía plantearse ninguna futura colonización europea del hemisferio occidental, y que Estados Unidos consideraría hostil cualquier intervención de las potencias europeas en sus asuntos. Como la doctrina Monroe favorecía a los intereses británicos, fue mantenida fácilmente. Contaba con el respaldo de la Marina Real, y no era concebible que ninguna potencia europea pudiese lanzar una operación en América si el poder naval británico podía intervenir para rechazarla.
Hoy en día, la doctrina Monroe aún sigue siendo la base de la diplomacia en el continente americano. Una de sus consecuencias es que otros países americanos no podrían recurrir al apoyo de Europa para defender su propia independencia contra Estados Unidos. La principal víctima de ello antes de 1860 fue México. Los colonos norteamericanos que vivían dentro de sus fronteras se rebelaron y fundaron una república texana independiente, que posteriormente fue anexionada por Estados Unidos. En la guerra que siguió, México salió perjudicado. La paz de 1848 le privó, en consecuencia, de lo que más adelante se convertiría en Utah, Nevada, California y buena parte de Arizona, una incorporación de territorio que, junto con la compra de una pequeña parte del resto de México en 1853, redondeó el territorio continental del Estados Unidos moderno.
En los setenta años posteriores a la Paz de París, la república se expandió, pues, por conquista, compra y mediante acuerdos, hasta ocupar medio continente. Los menos de 4 millones de personas de 1790 se habían convertido en casi 24 millones en 1850. La mayoría de ellas todavía vivían al este del Mississippi, es cierto, y las únicas ciudades con más de 100.000 habitantes era los tres grandes puertos atlánticos de Boston, Nueva York y Filadelfia. Sin embargo, el centro de gravedad del país se estaba trasladando al Oeste. Durante mucho tiempo, las élites política, comercial y cultural de la Costa Este continuarían predominando en la sociedad norteamericana. Pero, a partir del momento en que el valle del Ohio fue colonizado, habían empezado a existir intereses en el Oeste. El discurso de despedida de Washington ya había reconocido su importancia. Cada vez más, durante los setenta años siguientes el Oeste fue un factor decisivo para la política, hasta que se produjo la mayor crisis de la historia de Estados Unidos, una crisis que marcó su destino como potencia mundial.
La expansión, tanto territorial como económica, había marcado la historia estadounidense tan profundamente como el carácter democrático de sus instituciones políticas. Su influencia en estas instituciones también fue muy grande y, a veces, manifiesta. En ocasiones se transformaron. El esclavismo es un ejemplo destacado. Cuando Washington inició su presidencia, había algo menos de 700.000 esclavos negros dentro del territorio de la Unión. Era una cifra elevada, pero los artífices de la constitución apenas les prestaron atención, excepto cuando en ello se mezclaban cuestiones de equilibrio político entre los diferentes estados. Al final, se decidió que un esclavo debía contar como tres quintas partes de un hombre libre a la hora de decidir cuántos representantes debía tener cada estado.
A lo largo del medio siglo siguiente, tres factores revolucionaron esta situación. El primero fue la enorme extensión del esclavismo. Fue propiciada por un rápido incremento del consumo de algodón en todo el mundo (sobre todo en las fábricas de Inglaterra). Ello hizo que se duplicasen las cosechas en Estados Unidos en la década de 1820 y que se volviesen a duplicar en la década siguiente. Hacia 1860, el algodón suponía dos tercios del valor de las exportaciones totales del país. Este enorme incremento se consiguió en gran medida cultivando nuevas tierras, y esas nuevas plantaciones requerían más mano de obra. Hacia 1820 ya había un millón y medio de esclavos, y hacia 1860 unos cuatro millones. En los estados del Sur, el esclavismo se había convertido en la base del sistema económico. Debido a ello, la sociedad del Sur pasó a ser más distintiva. Siempre había sido consciente de lo mucho que se diferenciaba de los estados del Norte, más mercantiles y urbanos, pero a partir de entonces su «peculiar institución», tal como se denominaba el esclavismo, pasó a ser considerada por los sureños como el núcleo esencial de una civilización particular. En 1860, muchos sureños se consideraban una nación, con una forma de vida que idealizaban y que creían amenazada por la interferencia tiránica del exterior. La expresión y símbolo de esta interferencia era, a su parecer, la creciente hostilidad del Congreso hacia el esclavismo.
Que el esclavismo se convirtiese en una cuestión política fue el segundo factor que cambió su función en la vida estadounidense. Formaba parte de una evolución general de la política norteamericana evidente en muchos otros sentidos. La política inicial de la república había reflejado lo que pasaron a llamarse intereses «sectoriales», y el propio «Discurso de despedida» de Washington centró la atención en ellos. A grandes rasgos, dieron lugar a unos partidos políticos que reflejaban, por un lado, intereses mercantiles y empresariales, que tendían a buscar un gobierno federal fuerte y una legislación proteccionista, y, por otro, los intereses agrarios y de los consumidores, que tendían a afirmar los derechos de los diferentes estados y a defender las políticas de dinero barato. En esta etapa, el esclavismo aún no era una cuestión política, si bien los políticos a veces hablaban de él como un mal que debía sucumbir (aunque nadie sabía cómo) con el paso del tiempo.
Esta quietud fue cambiando gradualmente, en parte debido a las tendencias inherentes de las instituciones estadounidenses, y en parte debido al cambio social. La interpretación judicial puso un fuerte énfasis nacional y federal en la constitución. Al tiempo que la legislación congresual había adquirido una nueva fuerza potencial, los legisladores eran cada vez más los representantes de la democracia norteamericana. Desde siempre, la presidencia de Andrew Jackson se ha considerado especialmente importante en este sentido. La creciente democratización de la política reflejaba otros cambios. Estados Unidos no se vería alterado por un proletariado urbano de personas expulsadas del campo, porque en el Oeste, desde hacía tiempo, existía la posibilidad de hacer realidad el sueño de la independencia. El ideal social del pequeño propietario independiente podía continuar siendo central dentro de la tradición estadounidense. La apertura de las tierras del Oeste con la compra de Luisiana fue tan importante para revolucionar la distribución de riqueza y de población que modeló la política norteamericana tanto como el crecimiento comercial e industrial del Norte.
Por encima de todo, la apertura del Oeste transformó la cuestión del esclavismo. Gran parte de la sociedad estadounidense entró en disputa en cuanto a las condiciones en las que los nuevos territorios debían incorporarse a la Unión. Como había que determinar primero la organización de la compra de Luisiana y después el territorio tomado a México, estaba a punto de plantearse la pregunta incendiaria: ¿se iba a permitir el esclavismo en los nuevos territorios? En el Norte había surgido un fuerte movimiento antiesclavista, que situó el tema del esclavismo en el centro de la política estadounidense y lo mantuvo allí hasta que eclipsó a todas las demás cuestiones. Su campaña para poner fin al comercio de esclavos y por su eventual emancipación era resultado más o menos de las mismas fuerzas que habían generado demandas similares en otros países hacia finales del siglo XVIII. Pero el movimiento estadounidense era sumamente distinto. En primer lugar, estaba confrontado con un crecimiento del esclavismo en un momento en que este estaba desapareciendo en todas las zonas del mundo europeizado, de modo que en Estados Unidos la tendencia universal parecía estar por lo menos paralizada, si no invertida. En segundo lugar, en él intervenían toda una serie de cuestiones constitucionales, debido a las discusiones sobre hasta qué punto se podía interferir en la propiedad privada en estados concretos, donde las leyes locales la defendían, o incluso en territorios que aún no eran estados. Además, los políticos antiesclavistas formularon una pregunta que radicaba en el centro de la constitución y, de hecho, de la vida política de todos los países europeos, también: ¿quién tendría la última palabra? El pueblo era soberano, esto era evidente. Pero ¿el «pueblo» era la mayoría de sus representantes en el Congreso o las poblaciones de los estados que actuaban a través de sus legislaturas estatales y afirmaban la indefectibilidad de sus derechos contra el Congreso? De este modo, a mediados de siglo el esclavismo se mezcló con casi todas las cuestiones abordadas por la política estadounidense.
Los grandes temas fueron contenidos mientras el equilibrio de poder entre los estados del Sur y del Norte se mantuvo igual. Aunque el Norte tenía cierta preponderancia en número de población, la igualdad crucial en el Senado se mantuvo (en esta cámara cada estado tenía dos senadores, independientemente de su población o su tamaño). Hasta 1819, se admitieron nuevos estados en la Unión según un sistema de alternancia: en uno había esclavos, en otro no. La serie constó de once de cada. A continuación llegó la primera crisis, por la admisión del estado de Missouri. En los días anteriores a la compra de Luisiana, las leyes francesa y española permitían el esclavismo en aquel territorio, y sus colonos esperaban continuar así. Se indignaron, al igual que los representantes de los estados del Sur, cuando un congresista del Norte propuso restricciones al esclavismo en la constitución del nuevo estado. Hubo una fuerte conmoción y debates sobre las ventajas sectoriales. Incluso se habló de una secesión de la Unión, debido a la intensidad de los sentimientos de los sureños. Sin embargo, la cuestión moral seguía sin ser planteada. Aún era posible alcanzar una respuesta política a una cuestión política mediante el «Compromiso de Missouri», que admitía Missouri como estado esclavista, pero equilibrándolo admitiendo Maine al mismo tiempo, y prohibiendo nuevas extensiones del esclavismo en el territorio de Estados Unidos al norte del paralelo 36º 30'. Ello confirmó la doctrina de que el Congreso tenía derecho a excluir el esclavismo de los nuevos territorios si decidía hacerlo, pero no había ninguna razón para creer que la cuestión volviese a plantearse durante mucho tiempo. De hecho, fue así hasta que hubo transcurrido una generación. Sin embargo, algunos ya habían previsto el futuro; Thomas Jefferson, ex presidente y la persona que había redactado el borrador de la Declaración de Independencia, escribió que él «lo consideró inmediatamente el toque de difuntos de la Unión», y otro (futuro) presidente escribió en su diario que la cuestión de Missouri era «un simple preámbulo —la portada— de un gran volumen trágico».
Sin embargo, la tragedia no alcanzó su punto álgido hasta al cabo de cuarenta años. En parte, ello se debió a que los norteamericanos tenían muchas otras cosas en que pensar —sobre todo, en la expansión territorial—, y en parte porque no se dio el caso de que se incorporasen territorios adecuados para el cultivo del algodón y de que, por tanto, requiriesen mano de obra esclava, hasta la década de 1840. No obstante, pronto empezaron a intervenir fuerzas que agitaron la opinión pública y que surtirían efecto cuando el público estuviese listo para escuchar. En 1831 se fundó un periódico en Boston para defender la emancipación incondicional de los esclavos negros. Fue el inicio de la campaña «abolicionista», con una propaganda cada vez más envenenada, presión electoral sobre los políticos del Norte, asistencia a esclavos huidos y oposición a la devolución a sus propietarios cuando eran capturados, ni siquiera cuando los tribunales de justicia dictaminaban que debían ser devueltos. Sobre el trasfondo que constituían los abolicionistas, en la década de 1840 estalló una lucha por las condiciones en que el territorio ganado a México debía asimilarse. Terminó en 1850 con un nuevo acuerdo, si bien no fue duradero. A partir de ese momento, la política estuvo sometida a tensiones por unos sentimientos cada vez más fuertes de persecución y victimización entre los líderes sureños y por una arrogancia creciente por su parte en la defensa de la forma de vida propia de sus estados. Las lealtades a los partidos nacionales ya se veían afectadas por la cuestión de la esclavitud. Los demócratas se declararon a favor del carácter irreversible del pacto de 1850.
En la década siguiente empezó el camino hacia el desastre. La necesidad de organizar Kansas rompió la tregua iniciada con el acuerdo de 1850 y ocasionó el primer derramamiento de sangre cuando los abolicionistas intentaron intimidar al estado de Kansas, proesclavista, para que aceptase sus planteamientos. Surgió un partido republicano en protesta por la propuesta de que la gente que vivía en el territorio debía decidir si en Kansas debía haber esclavos o no; Kansas estaba al norte del paralelo 36º 30'. Pero los abolicionistas también montaban en cólera cuando la ley daba apoyo a los propietarios de esclavos, tal como hizo en una conocida decisión del Tribunal Supremo en 1857 (en el «caso Dred Scott»), que ordenaba la devolución de un esclavo a su amo. Por otra parte, en el Sur estas protestas eran consideradas incitaciones al descontento entre los negros y como una voluntad de usar el sistema electoral contra las libertades del Sur (postura que, por supuesto, estaba justificada, porque los abolicionistas, por lo menos, no eran personas que deseasen llegar a un acuerdo, aunque no conseguían el respaldo del Partido Republicano). El candidato presidencial republicano en las elecciones de 1860 hizo campaña a partir de un programa que, en lo que respectaba al esclavismo, preveía solo su exclusión en todos los territorios que fuesen incorporados a la Unión en el futuro.
Esto fue excesivo para algunos sureños. Pese a que los demócratas estaban divididos, el país votó en términos estrictamente sectoriales en 1860. El candidato republicano, Abraham Lincoln, que sería el más eminente de los presidentes estadounidenses, fue elegido por los estados del Norte y por dos estados de la costa del Pacífico. Fue el final de la línea para muchos sureños. Carolina del Sur se escindió formalmente de la Unión en protesta contra la elección. En febrero de 1861 se le unieron otros seis estados, y los Estados Confederados de América, creados por ellos, tuvieron un gobierno provisional y un presidente electo un mes antes de que Lincoln fuese investido en Washington.
Cada bando acusaba al otro de tener propósitos y comportamientos revolucionarios. Es muy difícil no coincidir con los dos bandos. El centro de la postura norteña, tal como Lincoln lo veía, era que la democracia debía prevalecer, una declaración sin duda con unas implicaciones revolucionarias ilimitadas. Al final, lo que el Norte consiguió realmente fue una revolución social en el Sur. Por otro lado, lo que el Sur afirmaba en 1861 (y tres estados importantes se unieron a la Confederación después de que se oyesen los primeros disparos) era que tenía el mismo derecho a organizar su vida, tal como lo tenían, por ejemplo, los polacos o los italianos en Europa. Es desafortunado, aunque generalmente cierto, que la coincidencia de las reivindicaciones nacionalistas con las instituciones liberales raramente es exacta —ni siquiera aproximada— y nunca completa, pero la defensa del esclavismo también era la defensa de la autodeterminación. Al mismo tiempo, a pesar de que estaban en juego estas grandes cuestiones de principio, se presentaban en términos concretos, personales y locales, lo cual hacía muy difícil establecer claramente las líneas reales en que la república se dividía en la gran crisis de su historia e identidad. Estas líneas atravesaban familias, ciudades y pueblos, religiones y, a veces, grupos de distintos colores. Esta es la mayor tragedia de las guerras civiles.
Una vez comenzada, la guerra posee un potencial revolucionario por sí misma. Gran parte del impacto particular de lo que un bando llamaba «la rebelión» y el otro bando «la guerra entre los estados» se debió a las necesidades de la lucha. Las fuerzas de la Unión tardaron cuatro años en derrotar a las de la Confederación, y durante este tiempo se había producido un importante cambio en los objetivos de Lincoln. Al principio de la guerra, había hablado solo de restablecer el orden debido de los asuntos; dijo a la población que en los estados del Sur estaban sucediendo cosas «demasiado poderosas para ser reprimidas por el curso ordinario del procedimiento judicial» y que requerirían operaciones militares. Esta postura se fue ampliando hasta la reiteración constante de la idea de que el propósito fundamental de la guerra era preservar la Unión. El objetivo de Lincoln en la lucha era volver a unir los estados que la integraban. Durante mucho tiempo, ello significó no satisfacer a aquellos que pretendían abolir el esclavismo mediante la guerra. Pero al final lo convencieron. En 1862, en una carta pública aún pudo decir: «Si pudiese salvar a la Unión sin liberar a ningún esclavo, lo haría; y si pudiese salvarla liberando a algunos y dejando a otros, también lo haría»; pero lo hizo en un momento en que ya había decidido que debía proclamar la emancipación de los esclavos en los estados rebeldes. La decisión se hizo efectiva el día de Año Nuevo de 1863. Así, finalmente se hizo realidad la pesadilla de los políticos del Sur, aunque solo fue debido a la guerra que estos habían incitado. Ello transformó el carácter de la lucha, si bien no fue patente de inmediato. En 1865 se dio el paso final, con una enmienda a la constitución que prohibía el esclavismo en todo el territorio de Estados Unidos. Para entonces la Confederación ya estaba derrotada; Lincoln había sido asesinado, y la causa que él había sintetizado imperecederamente como «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» estaba segura.
Tras la victoria militar, esta causa difícilmente podía sonar inequívocamente como una frase noble o cierta para todos los norteamericanos, pero su triunfo tuvo una gran importancia no solo para Norteamérica, sino también para la humanidad. Fue el único suceso político del siglo cuyas implicaciones tuvieron un alcance similar, por ejemplo, a las de la revolución industrial. La guerra decidió el futuro del continente. Una gran potencia podía continuar dominando las Américas y explotando los recursos del territorio conocido más rico y sin explotar que estaba a disposición del hombre. En el futuro, este hecho determinaría el resultado de dos guerras mundiales y, por ende, la historia del mundo. Los ejércitos de la Unión también decidieron que el sistema que iba a prevalecer en la política norteamericana sería el democrático. Tal vez ello no fuera siempre cierto en el sentido de las palabras de Lincoln, pero las instituciones políticas que en principio proveyeron el gobierno de la mayoría, en lo sucesivo estuvieron libres de unos desafíos directos. Ello tendría el efecto adicional de unir estrechamente democracia y bienestar material en las mentes de los estadounidenses. En Estados Unidos, el capitalismo industrial tendría una gran reserva de compromiso ideológico a la que recurrir cuando se enfrentase a críticas posteriores.
Hubo asimismo otras consecuencias interiores. La más obvia fue el surgimiento de un nuevo problema racial. En cierto sentido, mientras existió el esclavismo no surgieron problemas de ese tipo. El estatus servil era la barrera que separaba a la inmensa mayoría de los negros (siempre había habido algunos negros libres) de los blancos, y ello estaba garantizado por unas sanciones jurídicas. La emancipación destruyó el marco de inferioridad legal y lo sustituyó por el marco, o el mito, de la igualdad democrática en un momento en que muy pocos estadounidenses estaban preparados para enfrentarse a esta realidad social. De pronto, millones de negros del Sur eran libres. La gran mayoría de ellos no tenían ninguna formación, ni tampoco preparación para el trabajo salvo en el campo, y prácticamente carecían de líderes de su raza. Durante un breve tiempo, en los estados del Sur los negros buscaron el apoyo de los ejércitos ocupantes de la Unión. Pero, cuando les fue retirado este apoyo, los negros desaparecieron de las legislaturas y de los cargos públicos de los estados del Sur, a los que por poco tiempo habían aspirado. En algunos lugares también desaparecieron de las cabinas electorales. La incapacidad jurídica fue sustituida por la coerción social y física, que en ocasiones era más dura de lo que lo había sido el antiguo régimen esclavista. El esclavo por lo menos tenía valor para su amo, por ser una inversión de capital. Se le protegía como otra propiedad, y normalmente se le ofrecía un mínimo de seguridad y una cierta manutención. En cambio, la competencia en un mercado de trabajo libre, en un momento en que la economía de extensas zonas del Sur estaba en ruinas y en que los blancos debían luchar para sobrevivir, fue desastrosa para los negros. Hacia finales del siglo, la población blanca, muy resentida por su derrota y por la emancipación, alentó una subordinación social de los negros y les sometió a graves privaciones económicas. Ello iba a provocar una emigración hacia el Norte y nuevos problemas sociales en el siglo XX.
Otra consecuencia de la guerra fue que Estados Unidos conservó un sistema bipartidista. Los republicanos y los demócratas han continuado repartiéndose la presidencia hasta la actualidad, viéndose pocas veces amenazados por un tercer partido. Antes de 1861, nada indicaba que esto sería ni siquiera probable. Habían surgido y desaparecido muchos partidos, lo cual era un reflejo de distintos movimientos de la sociedad norteamericana. Pero la guerra iba a llevar al Partido Demócrata a sellar un compromiso con la causa sureña, lo cual al principio fue una gran desventaja, porque les impuso el estigma de la deslealtad (no hubo ningún presidente demócrata hasta 1885). Al mismo tiempo, ofreció a los republicanos la lealtad de los estados del Norte y las esperanzas de los radicales, que les consideraban los salvadores de la Unión y de la democracia, y los liberadores de los esclavos. Antes de que se pusiese de manifiesto lo inadecuado de estos estereotipos, los partidos estaban tan profundamente arraigados en algunos estados que su predominio en ellos, y por supuesto su supervivencia, eran incuestionables. La política estadounidense del siglo XX avanzaría mediante la transformación interna de los dos grandes partidos, que durante mucho tiempo reflejaron sus orígenes primitivos.
De momento, en 1865 los republicanos pudieron hacer las cosas a su manera. Tal vez habrían podido encontrar un modo de reconciliar el Sur si Lincoln hubiese vivido, pero lo cierto es que el impacto de sus políticas sobre un Sur vencido y devastado hizo que los años de la «Reconstrucción» fuesen amargos. Muchos republicanos se esforzaron honestamente por usar el poder que tenían para asegurar los derechos democráticos a los negros. De este modo garantizaban la hegemonía futura de los demócratas en el Sur. Con todo, no actuaron tan mal. Pronto la tendencia económica les ayudó, ya que se reanudó la gran expansión económica interrumpida brevemente por la guerra.
Dicha expansión se había mantenido durante setenta años y ya era prodigiosa. Su manifestación más sorprendente había sido territorial, y pronto pasaría a ser económica. La fase del progreso de Estados Unidos hasta el punto de que sus ciudadanos tendrían los ingresos per cápita más altos del mundo estaba comenzando en la década de 1870. En medio de la euforia por este enorme florecimiento de la confianza y de las expectativas, todos los problemas políticos parecían estar resueltos. Bajo las administraciones republicanas, Estados Unidos se volvió, no por última vez, hacia el factor de seguridad de que la tarea del país no era el debate político, sino los negocios. En gran parte, el Sur no se vio beneficiado por la nueva prosperidad y se rezagó aún más respecto al Norte. No tuvo influencia política hasta que apareció una cuestión capaz de darles el apoyo de los demócratas en otros ámbitos.Mientras, el Norte y el Oeste podían mirar hacia atrás con la confianza de que los asombrosos cambios de los últimos setenta años les prometían unos tiempos futuros aún mejores. Los extranjeros también lo observaban. Esta era la razón por la que aumentaba el número de emigrantes (dos millones y medio solo en la década de 1850). Engrosaron una población que había pasado de algo más de cinco millones y cuarto en 1800 a casi cuarenta millones en 1870. Cerca de la mitad de ellos ya vivían al oeste de los Allegheny y la gran mayoría, en zonas rurales. La construcción de ferrocarriles estaba abriendo las Grandes Llanuras a una colonización y a una explotación que en realidad todavía no habían empezado. En 1869 se colocó el «remache de oro», que marcaba la finalización del primer enlace transcontinental por ferrocarril. En el nuevo Oeste, Estados Unidos conocería su mayor expansión agrícola. Gracias a la escasez de mano de obra experimentada en los años de la guerra, las máquinas ya se usaban de forma generalizada, apuntando una nueva escala en la producción agrícola, el camino a una nueva fase de la revolución agrícola mundial que convertiría a América de Norte en el granero de Europa (y, en el futuro, también de Asia). Al final de la guerra, había un cuarto de millón de segadoras mecánicas en funcionamiento. También en el terreno industrial estaban por llegar unos años muy favorables. Estados Unidos aún no era una potencia industrial comparable a Gran Bretaña (en 1870 aún había menos de dos millones de empleados en la industria), pero ya se había realizado el trabajo de base. Con un mercado interior grande y cada vez más acomodado, las perspectivas para la industria norteamericana eran brillantes.
Situados en la cima de su era de mayor confianza y éxito, los norteamericanos no fueron hipócritas al olvidar a los perdedores. Comprensiblemente, les resultó fácil hacerlo, en el sentido de que el sistema estadounidense funcionaba bien. Los negros y los blancos pobres del Sur se unieron a los indios, que habían sido los perdedores durante dos siglos y medio, como fracasados olvidados. Probablemente, en comparación con ellos, los nuevos pobres de las ciudades en expansión del Norte no deberían ser considerados perdedores. Por lo menos estaban bien alimentados, seguramente mejor que los pobres de Andalucía o de Nápoles. Su voluntad de irse a Estados Unidos mostraba que este país ya era un imán de gran potencia. Y este poder no era solo material. Además de la «basura miserable», estaban las «masas hacinadas que anhelaban respirar tranquilas». En 1870, Estados Unidos aún era una inspiración política para los radicales políticos de todo el mundo, aunque su práctica y sus formas políticas tenían quizá más impacto en Gran Bretaña —donde la gente asociaba (aprobándolo o censurándolo) la democracia con la «americanización» de la política británica— que en la Europa continental.
Estas influencias y conexiones transatlánticas eran aspectos de las curiosas e irregulares pero tenaces relaciones entre los dos países anglosajones. Ambos experimentaron un cambio revolucionario, aunque de maneras completamente distintas. Los logros de Gran Bretaña a inicios del siglo XIX tal vez fueron aún más notables que la transformación de Estados Unidos. En un momento de una turbulencia social sin precedentes y potencialmente perturbadora, que en un breve período convirtió al país en la primera sociedad industrial y urbanizada de los tiempos modernos, Gran Bretaña consiguió mantener una sorprendente continuidad constitucional y política. Al mismo tiempo, actuó como potencia mundial y europea de un modo que Estados Unidos nunca lo había hecho, y dirigió un gran imperio. En este marco, inició la democratización de sus instituciones mientras conservaba la mayoría de sus puntales de libertad individual.
Socialmente, el Reino Unido era mucho menos democrático que Estados Unidos en 1870 (si dejamos de lado a los negros como un caso especial). La jerarquía social (conferida por nacimiento y por las tierras cuando era posible; y, cuando no, el dinero a menudo servía) estratificaba el Reino Unido. Los observadores quedaban sorprendidos por la seguridad que mostraban las clases dirigentes inglesas en que ellas debían gobernar. No había un Oeste norteamericano para compensar la profunda oleada de deferencias con la brisa de la democracia fronteriza. Canadá y Australia atraían a emigrantes agitados, pero, al hacerlo, eliminaban la posibilidad de que estos cambiasen el tono de la sociedad inglesa. Por otro lado, la democracia política se desarrolló más rápido que la social, aunque el sufragio universal masculino, que existía desde hacía mucho tiempo en Estados Unidos, no sería introducido hasta 1918. La democratización de la política inglesa ya había rebasado el punto de no retorno en 1870.
Este gran cambio se había producido en unas pocas décadas. Pese a que contaba con instituciones profundamente libertarias —igualdad ante la ley, libertad personal y un sistema representativo—, la constitución inglesa de 1800 no descansaba sobre unos principios democráticos. Su base era la representación de ciertos derechos individuales e históricos y la soberanía de la corona en el Parlamento. Los accidentes del pasado generaron a partir de estos elementos un electorado amplio según los estándares europeos de aquella época, pero en 1832 la palabra democrático aún era peyorativa, y con su uso pocas veces se indicaba un objetivo deseable. Para la mayoría de los ingleses, democracia denotaba la Revolución francesa y despotismo militar. Sin embargo, los principales pasos hacia la democracia en la historia política inglesa del siglo se dieron ese año 1832, con la aprobación de una Ley de Reforma que en sí no era democrática, pero que era deseada por muchas de las personas que pretendían que actuase como barrera a la democracia. Supuso una gran revisión del sistema representativo y eliminó ciertas anomalías (como las pequeñas circunscripciones electorales, que en la práctica eran controladas por los patronos) para crear unas circunscripciones parlamentarias que reflejasen mejor (aunque no a la perfección) las necesidades de un país de ciudades industriales en expansión y, por encima de todo, para cambiar y hacer más ordenado el sufragio. Antes se basaba en una mezcla de distintos principios en distintos lugares; en adelante, las principales categorías de personas a las que se daba el voto serían titulares (freeholders) de zonas rurales y propietarios (householders) que tenían en propiedad o pagaban una renta por una casa de clase media en las ciudades. El elector modelo era el hombre con una propiedad en el campo, aunque las condiciones concretas del voto aún mantenían algunas rarezas. El resultado inmediato fue un electorado de unas 650.000 personas y una Cámara de los Comunes que no parecía muy distinta de su predecesora. No obstante, como seguía estando dominada por la aristocracia, marcó el inicio de casi un siglo durante el cual la política británica iba a democratizarse por completo, porque, una vez que la constitución fue modificada en este sentido, entonces podría volverse a modificar, y la Cámara de los Comunes reivindicó cada vez más el derecho a decir qué había que hacer. En el año 1867, otra ley dio lugar a un electorado de unos 2 millones de personas, y en 1872 surgió la decisión de que el voto debía ser secreto; un gran paso.
Este proceso no pudo finalizarse antes del siglo XX, pero pronto introdujo otros cambios en la naturaleza de la política inglesa. Lentamente y de forma un poco reticente, la clase política tradicional empezó a tener en cuenta la necesidad de organizar unos partidos que fuesen algo más que organizaciones familiares o camarillas personales de miembros del Parlamento. Ello fue mucho más evidente tras el surgimiento de un electorado realmente grande en 1867. Sin embargo, mucho antes ya se comprendió la implicación: había una opinión pública que cortejar, la cual era mayor que la vieja clase terrateniente. Todos los grandes líderes parlamentarios ingleses del siglo XIX eran hombres cuyo éxito procedía de su habilidad para atraer no solo la atención de la Cámara de los Comunes, sino la de importantes sectores de la sociedad exteriores a la misma. El primer ejemplo, y seguramente el más significativo, fue sir Robert Peel, el creador del conservadurismo inglés. Al aceptar el juicio de la opinión pública, dio al conservadurismo una flexibilidad que siempre le salvó de la intransigencia a la que tendía la derecha en muchos países de Europa.
La gran lucha política por la revocación de la Ley de los Cereales lo demostró. No se trataba solo de política económica, sino también de quién debía gobernar el país, y en cierto modo fue una lucha complementaria a la que se centró en la reforma del Parlamento antes de 1832. A mediados de la década de 1830, los conservadores habían sido impulsados por Peel a aceptar las consecuencias de 1832, y en 1846 consiguió que estos hicieran lo mismo en relación con la Ley de los Cereales, de carácter protector, cuya desaparición demostró que la sociedad terrateniente ya no tenía la última palabra. Su partido, el baluarte de los gentlemen agrarios que consideraban los intereses agrícolas como el símbolo de Inglaterra y a sí mismos como los paladines de los intereses agrícolas, se volvieron contra Peel con ánimo vengativo y, al poco tiempo, le marginaron. Tenían razón al percibir que la tendencia global de su política se había dirigido hacia el triunfo de los principios del mercado libre, que ellos asociaban con los fabricantes de la clase media. Su decisión dividió al partido y lo condenó a la parálisis durante veinte años, pero en realidad Peel les había librado de un íncubo. Salvó al partido cuando lo volvió a unir para competir por una voluntad del electorado no limitada por el compromiso con la defensa de solo uno entre diversos intereses económicos.
La reorientación de las políticas arancelarias y fiscales británicas hacia el libre comercio era una faceta, aunque en cierto modo la más espectacular, de una alineación general de la política británica hacia la reforma y la liberalización en el tercio central del siglo. Mientras, se inició la reforma del gobierno local (significativamente en las ciudades, no en el campo, donde los intereses de los terratenientes aún dominaban), se introdujo una nueva Ley de Pobres, se aprobaron leyes relativas a las fábricas y las minas, y empezaron a ser controladas de forma efectiva con inspecciones; se reconstruyó el sistema judicial, se eliminaron las discapacitaciones de los protestantes inconformistas, los católicos y los judíos; se puso fin al monopolio eclesiástico del derecho matrimonial, que se remontaba a tiempos anglosajones; se creó un sistema postal que se convirtió en el modelo que otros países imitarían, y se comenzó a abordar la escandalosa negligencia respecto a la educación pública. Todo ello vino acompañado de un crecimiento sin precedentes de la riqueza, cuyo símbolo fue la organización en 1851 de una Gran Exposición Universal en Londres, bajo los auspicios de la propia reina y la dirección de su consorte. Si los británicos tendían a ser presuntuosos, como parece que lo fueron en las décadas centrales del reinado de la reina Victoria, puede decirse que tenían motivos para serlo. Sus instituciones y su economía nunca habían parecido más sanas.
Pero no todo el mundo estaba contento. Había quien protestaba por haber perdido privilegios económicos; de hecho, el Reino Unido seguía mostrando disparidades de riqueza y de pobreza tan grandes como cualquier otro país. Había más motivos para temer una centralización progresiva. La soberanía legislativa parlamentaria hizo que la burocracia invadiese progresivamente ámbitos que antes habían sido inmunes en la práctica a la intervención del gobierno. En el siglo XIX, Inglaterra estaba muy lejos de concentrar el poder en su aparato estatal hasta el grado que ahora es habitual en todos los países. No obstante, a algunas personas les preocupaba que su país pudiese seguir el camino de Francia, un Estado cuya administración altamente centralizada se tomaba como explicación suficiente del fracaso a la hora de lograr la libertad que había acompañado el éxito de Francia al establecer la igualdad. Al compensar esta tendencia, las reformas victorianas del gobierno local fueron cruciales, porque, si bien algunas de ellas no llegaron hasta las dos últimas décadas del siglo, lo empujaron más hacia la democracia.
Algunos extranjeros estaban admirados. La mayoría se preguntaban cómo, pese a las horribles condiciones de sus ciudades industriales, el Reino Unido había podido navegar entre los rápidos de un malestar popular que habría resultado funesto para un gobierno de orden en otros estados. Gran Bretaña había emprendido deliberadamente una reconstrucción ingente de sus instituciones en un momento en que los peligros de la revolución eran muy evidentes en todas partes, y había salido ilesa, con un poder y una riqueza incrementados y los principios del liberalismo arraigados de forma aún más patente en su política. Los estadistas e historiadores británicos se enorgullecían al reiterar que la esencia de la vida del país era la libertad, y usaban una expresión famosa: «Ampliar de precedente a precedente». Parecía que los ingleses lo creían fervientemente, pero ello no dio pie a licencias. El campo no disfrutaba de las ventajas de la lejanía geográfica y de la tierra casi ilimitada de que se gozaba en Estados Unidos, e incluso este país había librado una de las guerras más sangrientas de la historia humana para reprimir la revolución. ¿Cómo lo había conseguido, pues, Gran Bretaña?
Esta era una gran pregunta, aunque a veces algún historiador todavía comenta, sin pensar en sus implicaciones, que existen ciertas condiciones que hacen probable la revolución, y que la sociedad británica al parecer las cumplía. Más bien se trata de que no es necesario admitir estas proposiciones. Tal vez nunca hubo una amenaza potencialmente revolucionaria en esta sociedad que evolucionaba rápidamente. Muchos de los cambios básicos que la Revolución francesa introdujo en Europa ya existían en Gran Bretaña desde hacía siglos. Las instituciones fundamentales, por muy oxidadas y trufadas de concreciones históricas que estuviesen, ofrecían grandes posibilidades. Incluso en tiempos anteriores a la reforma, la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores no eran instituciones corporativas cerradas como las que existían en muchos estados europeos. Ya antes de 1832, habían mostrado su capacidad de satisfacer las nuevas necesidades, aunque de forma lenta y tardía. La primera Ley de Fábricas (hay que admitir que no fue muy efectiva) ya se aprobó en 1801. A partir de 1832, hubo buenas razones para pensar que, si se presionaba lo bastante al Parlamento desde fuera, llevaría a cabo cualquier reforma que fuese necesaria. No había ninguna restricción jurídica a su poder para hacerlo. Incluso los oprimidos y los airados lo comprendían. Hubo numerosos brotes de violencia desesperada y muchos revolucionarios en activo en las décadas de 1830 y 1840 (una época especialmente dura para los pobres), pero es sorprendente que el movimiento popular más importante de la época, el amplio abanico de movimientos de protesta reunidos en lo que se llamó «cartismo», reclamase en la Carta del Pueblo —que era su programa— medidas que hiciesen al Parlamento más sensible a las necesidades populares, no su abolición.
Con todo, no es probable que se hubiera recurrido al Parlamento para introducir reformas a menos que hubiesen intervenido otros factores. En esto tal vez sea significativo que todas las grandes reformas de la Inglaterra victoriana interesaban tanto a las clases medias como a las masas, con la posible excepción de la legislación industrial. La clase media inglesa consiguió en un momento temprano una porción de poder político que sus homólogas continentales no tenían y que, por lo tanto, utilizaron para conseguir un cambio; no estuvo tentada de aliarse con la revolución, el recurso de los hombres desesperados a los que se les cierran los demás caminos. En cualquier caso, no parece que las masas inglesas fuesen muy revolucionarias. Sea como sea, el hecho de que no actuasen de un modo revolucionario ha causado una gran aflicción entre los historiadores de izquierda posteriores. Se ha debatido ampliamente si ello fue porque su sufrimiento era demasiado intenso, porque no fue suficiente o, simplemente, porque había demasiadas diferencias entre distintos grupos de la clase obrera. Pero sí merece la pena señalar, como lo hacían los visitantes de la época, que las pautas de comportamiento tradicionales inglesas eran muy persistentes. Durante mucho tiempo, sería un país con unos hábitos de deferencia hacia las clases sociales superiores que necesariamente sorprendían a los extranjeros, en particular a los estadounidenses. Además, había organizaciones de la clase obrera que ofrecían alternativas a la revolución. A menudo eran «victorianas», por el admirable énfasis que ponían en la autosuficiencia, la cautela, la prudencia y la sobriedad. De todos los elementos que conformaban el gran movimiento laborista inglés, solo el partido político que lleva este nombre no existía aún antes de 1840; los demás ya estaban maduros en la década de 1860. Las «mutualidades» de seguros contra las desgracias, las asociaciones cooperativas y, por encima de todo, los sindicatos, ofrecían canales eficaces para la participación personal en el movimiento de la clase obrera, si bien al principio solo lentamente y para unos pocos. Esta temprana madurez iba a acentuar la paradoja del socialismo inglés, su posterior dependencia de un movimiento sindical muy conservador y antirrevolucionario, y que durante un largo período fue el mayor del mundo.
Una vez superada la década de 1840, las tendencias económicas tal vez ayudaron a aquietar el descontento. De cualquier modo, los dirigentes de la clase obrera a menudo lo decían, casi lamentándolo. Por lo menos pensaban que la mejora obraba en contra de un peligro revolucionario en Inglaterra. Cuando en la década de 1850 la economía internacional se recuperó, llegaron buenos tiempos para las ciudades industriales de un país que era la fábrica del mundo y también su comerciante, su banquero y asegurador. Cuando el número de empleos y los salarios subieron, el apoyo que los cartistas habían reunido se desmoronó y pronto no fueron más que una reminiscencia.
Los símbolos de la forma invariada que contenía tantos cambios eran las instituciones centrales del reino: el Parlamento y la corona. Cuando el palacio de Westminster fue incendiado y se construyó uno nuevo, se eligió un diseño que imitaba el estilo medieval para recalcar la antigüedad del que pasaría a llamarse «la madre de los parlamentos».

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Los cambios violentos de gran parte de la era revolucionaria de la historia británica continuaron siendo ocultados por los hábitos de la costumbre y la tradición. Por encima de todo, la monarquía siguió. Ya en 1837, cuando la reina Victoria ascendió al trono, solo estaba por detrás del papado en cuanto a antigüedad entre las instituciones políticas de Europa. Sin embargo, en realidad había cambiado mucho. Había caído a un nivel muy bajo en cuanto a la estima del público a causa del sucesor de Jorge III, el peor de los reyes ingleses, aunque no fue mucho peor que su heredero. Victoria y su marido convirtieron la monarquía en algo incuestionable, excepto para unos pocos republicanos. En parte, se hizo pese a las reticencias de la propia reina, que no fingía que le gustaba la neutralidad política adecuada a un monarca constitucional cuando la corona se hubo retirado de la batalla política. Con todo, se considera que fue durante su reinado cuando tuvo lugar esta retirada. La reina también adaptó la monarquía; por primera vez desde la época del joven Jorge III, la expresión «la Familia Real» fue una realidad y pudo considerarse como tal. Esta es una de las muchas maneras en que su marido alemán, el príncipe Alberto, la ayudó, aunque no obtuvo el reconocimiento de un público inglés desagradecido.
Solo en Irlanda parece que siempre le faltó al pueblo inglés su capacidad para el cambio imaginativo. Se habían enfrentado a un peligro revolucionario real y habían sofocado una rebelión en 1798. En las décadas de 1850 y 1860 la situación se calmó. El motivo fue en gran medida un desastre horrible que se abatió sobre Irlanda a mediados de la década de 1840, cuando al perderse toda la cosecha de patatas se extendieron el hambre, las enfermedades y, con ellas, una brutal solución maltusiana a la sobrepoblación del país. Por el momento, la reivindicación de que se revocase el Acta de Unión, la ley que la había unido a Gran Bretaña en 1801, fue acallada; la hostilidad de su población predominantemente católica hacia una Iglesia protestante forastera e impuesta se desvaneció y no hubo disturbios graves entre una población campesina que no sentía ninguna lealtad hacia los terratenientes ingleses, que estaban ausentes (ni hacia los propietarios irlandeses residentes, igualmente avariciosos y más numerosos) y que explotaban tanto a los arrendatarios como a los trabajadores. Con todo, persistieron ciertos problemas, y el gobierno liberal que accedió al poder se enfrentó a algunos de ellos; la única consecuencia significativa pareció ser el surgimiento de un nuevo movimiento nacionalista irlandés, basado en el campesinado católico y partidario de un «gobierno nacional». Las discusiones sobre lo que esto podría —o debía— significar iban a obsesionar a la política británica, derribarían sus combinaciones y desbaratarían intentos de resolver la cuestión irlandesa durante otro siglo. A corto plazo, ello instigó dos movimientos revolucionarios irlandeses, al norte y al sur, y contribuyó a hundir el liberalismo inglés. Así, después de mil años, Irlanda empezaba de nuevo a dejar una huella visible en la historia mundial, aunque, por supuesto, ya había dejado otra menos visible aquel mismo siglo, con la emigración de tantos de sus habitantes a Estados Unidos.

5. La hegemonía mundial europea
Hacia 1900, los pueblos de Europa y las gentes de ascendencia europea que vivían fuera del continente dominaban el mundo. Lo hacían de muchas maneras, algunas explícitas y otras implícitas, pero los calificativos importan menos que el hecho general. En su mayor parte, el mundo respondía a las iniciativas europeas y bailaba cada vez más a su son. Era un hecho único en la historia del mundo. Por primera vez, una civilización se imponía como líder en todo el planeta. Una consecuencia menor es que el resto de este libro estará cada vez más centrado en una sola historia global. De hecho, en 1914 ya se había alcanzado el primer clímax de lo que ahora se denomina «globalización».

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Es importante no pensar solamente en el dominio formal directo de gran parte de la superficie del mundo por parte de estados europeos (algunas personas preferirían el término occidental, pero es una precisión innecesaria —las Américas y las antípodas están dominadas por una cultura de origen europeo, no asiático ni africano— y puede conducir a errores, debido al uso reciente de este término en un sentido estrictamente político). Hay una hegemonía económica y cultural que debe tomarse en consideración, y la ascendencia europea a menudo se ha expresado en términos de influencia y también en forma de un control manifiesto. La distinción importante se da entre las fuerzas europeas, que son agresivas, modeladoras y manipuladoras, y las culturas y pueblos indígenas objeto de estas fuerzas, que pocas veces son capaces de resistirse a ellas con eficacia. Las cosas no fueron siempre en perjuicio de los no europeos, pero casi siempre tendían a ser los más débiles los que tenían que adaptarse al mundo de los europeos. En ocasiones lo hicieron de buen grado, cuando sucumbieron a las atractivas expectativas que despertaban las enseñanzas y el ejemplo europeos.
Una manera de imaginar el mundo de los europeos de 1900 es como una sucesión de círculos concéntricos. El círculo central era la vieja Europa, que había aumentado en riqueza y en población durante tres siglos gracias a un creciente dominio primero de sus propios recursos, y más tarde de los del mundo. Los europeos se fueron distinguiendo cada vez más de los demás seres humanos por el hecho de apropiarse y consumir una parte cada vez mayor de los bienes del mundo, y por la energía y habilidad que mostraban al manipular su entorno. Su civilización ya era rica en el siglo XIX, y con el paso del tiempo su riqueza fue en aumento. La industrialización había confirmado su capacidad de autoalimentación para acceder a los recursos y crear otros nuevos. Además, el poder generado por la nueva riqueza hizo posible la apropiación de bienes de otras partes del mundo. Durante mucho tiempo, los beneficios del caucho del Congo, la teca birmana o el petróleo persa no se iban a reinvertir en estos países. Los europeos y norteamericanos pobres se beneficiaban de los precios baratos de las materias primas, y la caída de los índices de mortalidad iban asociados a una civilización industrial capaz de proporcionar a sus pueblos una vida más rica. Incluso los campesinos europeos podían comprar ropa y herramientas baratas mientras sus contemporáneos de África y la India todavía vivían en la Edad de Piedra.
Esta riqueza fue compartida por el segundo círculo de hegemonía europea, el de las culturas europeas trasplantadas a otros continentes. Estados Unidos es el mejor ejemplo, y Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y los países de América del Sur completan la lista. No todos ellos se encontraban en pie de igualdad frente al Viejo Mundo, pero, junto con la propia Europa, eran lo que en ocasiones se ha llamado el «mundo occidental», una expresión poco útil, ya que están diseminados por todo el planeta. Sin embargo, pretende expresar un hecho importante: la similitud de las ideas e instituciones de las que surgieron. Por supuesto, estas no son el único elemento que influyó en ellas. Todas tenían unas fronteras distintivas, se enfrentaban a unos retos ambientales concretos y a unas circunstancias históricas únicas. Pero lo que tenían en común era las formas de abordar estos retos: instituciones que las diferentes fronteras podían modelar de maneras distintas. Formalmente, todas eran cristianas —nadie colonizó nuevas tierras en nombre del ateísmo hasta el siglo XX—, todas gestionaban sus asuntos mediante sistemas jurídicos europeos, y todas tenían acceso a las grandes culturas de Europa con las que compartían sus idiomas.
En 1900, este mundo a veces era denominado el «mundo civilizado». Se llamaba así solo porque era un mundo de pautas compartidas; por lo general, las confiadas personas que utilizaban esta expresión no se daban cuenta de que en el mundo había muchas más cosas que merecían el nombre de «civilización». Cuando la buscaban, tendían a ver solo pueblos salvajes, atrasados e ignorantes, o a unas pocas personas que deseaban unirse a los civilizados. Esta es una razón por la cual los europeos tuvieron tanto éxito; lo que se tomaban como demostraciones de superioridad inherente a las ideas y los valores europeos armaba de valor a los hombres para iniciar nuevos asaltos al mundo, propiciaba nuevas incomprensiones del mismo. Los valores progresistas del siglo XVIII ofrecieron nuevos argumentos acerca de su superioridad para reforzar los que se desprendían inicialmente de la religión. Hacia 1800, los europeos habían perdido gran parte del respeto que en otro tiempo mostraban por otras civilizaciones. Su propia práctica social parecía claramente superior a las barbaridades ininteligibles que encontraban en todas partes. La defensa de los derechos individuales, la libertad de prensa, el sufragio universal y la protección de las mujeres y los niños (e incluso los animales) de la explotación, fueron ideales perseguidos hasta nuestros días en otras tierras por parte de europeos y americanos, a menudo sin ser conscientes del hecho de que podían ser inadecuados. Los filántropos y progresistas mantuvieron su confianza en que los valores de la civilización europea debían universalizarse, al igual que su medicina y su higiene, aunque deplorasen otras manifestaciones de la superioridad europea. También la ciencia parece que a menudo apuntaba en la misma dirección: erradicar la superstición y aportar las ventajas de una explotación racional de los recursos, proporcionar una educación formal y suprimir las costumbres sociales atrasadas. Existía la idea casi universal de que los valores de la civilización europea eran mejores que los indígenas (obviamente, a menudo lo eran), y se tendía a pasar por alto cualquier efecto perjudicial que pudiesen tener.
Por fortuna —se creía— para los pueblos de algunas de las tierras sobre las que «aún se cernía una densa oscuridad» (tal como lo expresaba un himno victoriano), hacia 1900 a menudo eran gobernadas directamente por europeos o por descendientes de europeos; los pueblos sometidos formaban el tercero de los círculos concéntricos a través de los cuales la civilización europea se propagaba. En muchas colonias, los administradores ilustrados trabajaron duro para llevar los avances del ferrocarril, la educación occidental, los hospitales y la ley y el orden a pueblos cuyas instituciones claramente habían fracasado (se tomaba como prueba de su inadecuación el hecho de que no hubiesen conseguido hacer frente al reto y la competencia de una civilización superior). Incluso cuando las instituciones nativas eran protegidas y preservadas, se hacía desde una posición que presuponía la superioridad de la cultura de la potencia colonial.
Hoy en día la conciencia de tal superioridad no es admirada ni admisible, aunque se mantenga en secreto. No obstante, en un sentido logró un objetivo que incluso los críticos más escrupulosos del colonialismo aceptan como positivo, aun cuando sospechan de los motivos que lo impulsaron. Se trata de la abolición del esclavismo en el mundo europeo y del despliegue de la fuerza y la diplomacia para combatirlo incluso en países que los europeos no controlaban. Los pasos cruciales se dieron en 1807 y 1834, cuando el Parlamento británico abolió primero el comercio de esclavos y, más tarde, la propia esclavitud dentro del imperio británico. Esta acción por parte de la mayor potencia naval, imperial y comercial fue decisiva. Pronto otros países europeos introdujeron medidas similares, y el esclavismo desapareció en Estados Unidos en 1865. El final del proceso puede considerarse que fue la emancipación de los esclavos en Brasil en 1888, fecha en que los gobiernos coloniales y la Marina Real estaban ejerciendo una fuerte presión sobre las operaciones de los tratantes de esclavos árabes en el continente africano y en el océano Índico. Muchas fuerzas intelectuales, religiosas, económicas y políticas intervinieron en este gran logro, y el debate sobre su significación concreta aún continúa. Tal vez merece la pena señalar que, aunque la abolición no llegó hasta después de trescientos años y de un comercio de esclavos a gran escala, la civilización europea es la única que ha erradicado el esclavismo por iniciativa propia. Aunque en el siglo XX el esclavismo volvió brevemente a Europa, no podía sostenerse si no era por la fuerza, y tampoco se admitía abiertamente que fuese esclavismo. Seguramente no servía de mucho consuelo para sus ocupantes, pero los campos de concentración del siglo XX eran dirigidos por hombres que tuvieron que pagar el tributo de la hipocresía, ya fuese negando su existencia o disfrazando sus esclavos como personas sujetas a reeducación o a un castigo judicial.
Más allá de este círculo exterior de territorios gobernados directamente, se extendía el resto del mundo. Sus pueblos también fueron modelados por Europa. A veces, sus valores e instituciones fueron corroídos por el contacto con ella —es el caso de los imperios chino y otomano—, y ello podía conducir a una interferencia política europea indirecta, así como al debilitamiento de la autoridad tradicional. En ocasiones, eran estimulados por estos contactos y los explotaban; Japón es el único ejemplo de un país importante que lo hizo con buenos resultados. Lo que resultaba casi imposible era evitar el contacto con Europa. La simple gran energía y movilidad del comerciante europeo lo impedía. De hecho, las zonas no gobernadas directamente por europeos son las que permiten comprender mejor la supremacía europea. Los valores europeos eran transmitidos por medio de dos factores poderosos: las aspiraciones y la envidia. La lejanía geográfica era prácticamente la única seguridad (aunque incluso el Tíbet fue invadido por los británicos en 1904). Etiopía es virtualmente el único ejemplo de independencia lograda; sobrevivió a las invasiones británica e italiana en el siglo XIX, pero, por supuesto, contaba con la importante ventaja moral de afirmar que había sido un país cristiano, aunque no fuese occidental, y solo de forma intermitente, durante unos catorce siglos.
Fuera quien fuese quien abría la puerta, era probable que toda una civilización intentase entrar, pero uno de los agentes más importantes que habían llevado la civilización europea al resto del mundo siempre había sido la cristiandad, debido a su interés prácticamente ilimitado por todas las facetas del comportamiento humano. La extensión territorial de las iglesias organizadas y el incremento del número de sus adeptos oficiales en el siglo XIX convirtieron ese siglo en la época de mayor expansión de la cristiandad desde los tiempos apostólicos. En gran parte, fue resultado de una nueva oleada de actividad misionera. Los católicos fundaron nuevas órdenes, y en los países protestantes aparecieron nuevas sociedades de apoyo a las misiones de ultramar. Sin embargo, el efecto paradójico fue la intensificación del carácter europeo de lo que supuestamente era un credo para todos los tipos y todas las condiciones de hombres. En la mayoría de los países receptores, desde hacía tiempo la cristiandad era considerada un aspecto más de la civilización europea, no un mensaje espiritual que pudiera usar un idioma local. Un ejemplo interesante aunque trivial fue la preocupación que a menudo mostraban los misioneros por la forma de vestir. Mientras que los jesuitas en la China del siglo XVII habían adoptado discretamente la vestimenta de sus anfitriones, sus sucesores del siglo XIX trabajaron con gran afán por vestir a los bantúes y a los habitantes de las islas Salomón con ropas europeas, a menudo de una inadecuación absoluta. Esta es una de las maneras en que los misioneros cristianos difundieron algo más que un mensaje religioso. Con frecuencia también llevaron importantes ventajas materiales y técnicas: alimentos en épocas de hambre, técnicas agrícolas, hospitales y escuelas, algunos de los cuales podían alterar las sociedades que los recibían. Mediante ellos introdujeron los planteamientos de una civilización progresista.
La confianza ideológica de los europeos, tanto de los misioneros como de los no misioneros, podía basarse en última instancia en la certeza de que no podían ser mantenidos alejados, ni siquiera de los países que no estaban colonizados. Parecía que no había ningún lugar en el mundo donde los europeos no pudiesen imponerse, si lo deseaban, por la fuerza física. El desarrollo de las armas en el siglo XIX dio a los europeos una ventaja relativa aún mayor que la que habían disfrutado cuando la primera andanada portuguesa fue disparada en Calicut. Incluso cuando otros pueblos tuvieron acceso a artefactos avanzados, raramente podían utilizarlos de forma efectiva. En la batalla de Omdurmán, Sudán, en 1898, un regimiento británico abrió fuego sobre sus adversarios a una distancia de 1.800 metros con el fusil reglamentario del ejército inglés de la época. Poco después, obuses con metralla y ametralladoras despedazaron al ejército mahdista, que no pudo llegar hasta las líneas británicas. Al finalizar la batalla habían muerto 10.000 hombres, frente a las 48 bajas entre los soldados británicos y egipcios. Con todo, no se trataba simplemente de que, tal como lo expresó un inglés posteriormente,

Pase lo que pase, nosotros tenemos
la ametralladora Maxim y ellos no,

ya que el califa también tenía esas armas en su arsenal de Omdurmán. También disponía de un aparato de telégrafo para comunicarse con sus efectivos y de minas eléctricas para hacer explotar las lanchas cañoneras británicas en el Nilo. Pero nada de todo esto se utilizaba correctamente. Para que las culturas no europeas pudiesen usar el instrumental europeo contra ellos, debía producirse una transformación no solo técnica, sino también mental.
Hubo otro aspecto, más benévolo y menos desagradable, en el que la civilización europea se basó en la fuerza. Se debía a la pax britannica, que a lo largo de todo el siglo XIX se alzó en el camino de los países europeos que luchaban entre ellos por el dominio del mundo no europeo. En el siglo XIX, no habría una repetición de las guerras coloniales de los siglos XVII y XVIII, aunque en aquel momento se estaba produciendo la mayor extensión del dominio colonial directo de los tiempos modernos. Comerciantes de todos los países podían viajar sin estorbos ni obstáculos por la superficie de los mares. La supremacía naval británica era una condición previa para la expansión informal de la civilización europea.
Por encima de todo, garantizaba el marco internacional del comercio, cuyo centro en 1900 era Europa. Desde el siglo XVII en adelante, los viejos intercambios periféricos por parte de unos pocos comerciantes y capitanes emprendedores habían sido sustituidos gradualmente por relaciones integradas de interdependencia, basadas en una amplia distinción del papel entre países industriales y no industriales. Los segundos solían ser productores primarios que satisfacían las necesidades de poblaciones cada vez más urbanizadas del primer grupo. Pero esta distinción simple debe matizarse. Algunos países a menudo no encajan en ella. Estados Unidos, por ejemplo, en 1914 era un gran productor primario y la principal potencia industrial del mundo, con una producción tan grande como la de Gran Bretaña, Francia y Alemania juntas. Esta distinción tampoco permite discernir exactamente entre países de cultura europea y no europea. Japón y Rusia se estaban industrializando más rápidamente que China o la India en 1914, pero Rusia, pese a ser europea, cristiana e imperialista, sin duda no podía ser considerado un país desarrollado, y la mayoría de los japoneses (como la mayoría de los rusos) eran campesinos. Tampoco en la Europa balcánica había una economía desarrollada. Todo cuanto puede afirmarse es que, en 1914, existía un núcleo de países avanzados con unas estructuras sociales y económicas muy distintas de las de la sociedad tradicional, y estos eran el núcleo de un grupo de países atlánticos que se estaban convirtiendo en los principales productores y consumidores del mundo.
La economía mundial pasó a tener su centro en Londres, donde radicaban los servicios financieros que sostenían el flujo del comercio mundial. Un enorme volumen de negocios mundiales se tramitaba por medio de la letra de cambio en libras esterlinas; a su vez, esta se basaba en el patrón oro internacional, que mantenía la confianza al asegurar que las principales monedas mantenían unas relaciones bastante estables entre ellas. Los principales países tenían monedas de oro, y se podía viajar por todo el mundo con una bolsa de soberanos de oro, monedas de cinco dólares, francos de oro o cualquier otro medio reconocido de intercambio, sin suscitar ninguna duda sobre su aceptabilidad.
En otro sentido, Londres también era el centro de la economía mundial, ya que, aunque hacia 1914 el producto interior bruto del Reino Unido fue superado en aspectos importantes por el de Estados Unidos y Alemania, era el primero de los países comerciantes. El grueso del comercio mundial por barco y por tierra estaba en manos británicas. Era el principal país importador y exportador, y el único que enviaba una proporción mayor de sus productos manufacturados a países no europeos que a países del continente. Gran Bretaña era asimismo el mayor exportador de capital y obtenía unos ingresos muy elevados de sus inversiones exteriores, sobre todo en Estados Unidos y América del Sur. Su papel especial imponía un sistema aproximadamente triangular de intercambios internacionales. Los británicos compraban artículos, manufacturados o no, de Europa y los pagaban con sus propias manufacturas, en metálico y con productos agrícolas de otros países. Al resto del mundo exportaban manufacturas, capital y servicios, tomando a cambio alimentos, materias primas y dinero. Este complejo sistema ilustra que las relaciones europeas con el resto del mundo no consistían simplemente en un intercambio de manufacturas por materias primas. Y, por supuesto, siempre estaba el ejemplo único de Estados Unidos, poco activo en exportaciones, pero que gradualmente fue dominando una parte creciente de su mercado interior de artículos manufacturados, y que aún era importador de capital.
En 1914, la mayoría de los economistas británicos creían que la prosperidad de que gozaba este sistema y el incremento de riqueza que la hacía posible demostraban que la doctrina del libre comercio era acertada. La prosperidad de su propio país había aumentado más rápidamente con el auge de estas ideas. Adam Smith había predicho que la prosperidad continuaría si se abandonaba un sistema imperial cerrado que reservaba el comercio para la madre patria, y en el caso de Estados Unidos así había sido, ya que, tras unos años de paz después de 1783, el comercio angloamericano había experimentado una gran expansión. Hacia 1800, la mayoría de las exportaciones británicas ya salían de Europa, aunque todavía tenía que llegar el mayor período de expansión del comercio en la India y el Oriente asiático. La política imperial británica iba menos dirigida a la adquisición de nuevas colonias —que podían comportar problemas— que a la entrada en zonas cerradas al comercio, ya que era allí donde se suponía que se conseguiría una mayor prosperidad. Un ejemplo flagrante fue la guerra del Opio de 1839-1842. El resultado fue la apertura de cinco puertos chinos al comercio europeo y la cesión de facto de Hong Kong a Gran Bretaña como base para el ejercicio de una jurisdicción inseparable de la gestión del comercio.
A mediados del siglo XIX, durante un par de décadas hubo una amplia circulación de ideas sobre el libre comercio, cuando había más gobiernos que parecían estar dispuestos a actuar según ellas de lo que había habido nunca antes o habría después. En esta fase se abolieron las barreras arancelarias, y las ventajas comparativas de los británicos —el primero entre los países comerciantes y fabricantes— continuaron. Sin embargo, esta era quedó atrás en las décadas de 1870 y 1880. El inicio de una recesión mundial en la actividad económica y la bajada de los precios hicieron que hacia 1900 Gran Bretaña volviese a ser el único país importante sin aranceles ni protección, e, incluso en este país, cuestionar los viejos dogmas del libre comercio empezaba a sonar como si la competencia de Alemania fuese cada vez más fuerte y alarmante.
Con todo, visto desde cierta perspectiva, el mundo económico de 1914 parece que gozaba de una libertad económica y una confianza sorprendentes. Una prolongada paz europea proporcionó la base sobre la que las conexiones comerciales podían madurar, y la estabilidad de las monedas aseguró una gran flexibilidad a un sistema de precios mundial. En ninguna parte del mundo existía un control del cambio monetario, y Rusia y China ya estaban completamente integradas en este mercado, como otros países. Las tarifas del transporte y de los seguros se iban abaratando paulatinamente, el precio de los alimentos había entrado en un prolongado declive, y los sueldos mostraban un ascenso a largo plazo. Los tipos de interés y los impuestos eran bajos. Parecía como si se pudiese alcanzar un paraíso capitalista.
A medida que este sistema había crecido para incorporar a Asia y a África, también empezó a contribuir decisivamente a una difusión de ideas y técnicas inicialmente europeas, pero que pronto se aclimataron a otras tierras. Las sociedades anónimas, los bancos y las bolsas financieras y de productos se extendieron por todo el mundo por intrusión e imitación. Empezaron a desplazar las estructuras de comercio tradicionales. La construcción de muelles y ferrocarriles —la infraestructura del comercio mundial—, junto con los inicios del empleo industrial, en algunos lugares empezaron a convertir a los campesinos en un proletariado industrial. En ocasiones, los efectos en las economías locales podían ser nocivos. El cultivo del índigo en la India, por ejemplo, casi se colapsó cuando por Alemania y Gran Bretaña empezaron a circular las tinturas sintéticas. La historia económica del sudeste asiático y su importancia estratégica fueron transformadas con la introducción por parte de los británicos del árbol del caucho (lo cual, al mismo tiempo, también iba a arruinar la industria del caucho brasileña). El aislamiento, al principio solo perturbado por exploradores, misioneros y militares, fue destruido con la llegada del telégrafo y del ferrocarril. En el siglo XX, el automóvil incrementaría este efecto. También se transformaron las relaciones más profundas. El canal abierto en Suez en 1869 no solo modeló el comercio y la estrategia británicos, sino que también dio una nueva importancia al Mediterráneo, pero ahora no como centro de una civilización especial, sino como ruta comercial.
La integración económica y el cambio institucional eran inseparables de la contaminación cultural. Los instrumentos formales de la religión misionera, las instituciones educativas y la política del gobierno fueron solo una pequeña parte de este proceso. Por ejemplo, las lenguas europeas que se usaban oficialmente introdujeron conceptos europeos y abrieron a las élites formadas de los países no europeos la herencia no solo de la civilización cristiana, sino también de la cultura europea laica e «ilustrada». Los misioneros difundían algo más que el dogma o los servicios médicos y educativos. También provocaban críticas al propio régimen colonial, debido a la laguna existente entre sus resultados y las pretensiones de la cultura que imponía.
Desde la perspectiva del siglo XX, gran parte de lo que es más duradero e importante del impacto de Europa en el mundo puede hallarse en efectos no intencionados y tan ambiguos como estos. Por encima de todo, estaba el simple impulso de imitar, ya fuese expresado absurdamente con la adopción de la vestimenta europea o, lo que era mucho más importante, en la conclusión, extraída por muchos que pretendían resistirse a la hegemonía europea, de que hacerlo era necesario para adoptar las formas europeas. Casi en todas partes, los radicales y los reformistas defendieron la europeización. Las ideas de 1776, 1789 y 1848 todavía están vigentes en Asia y África, y el mundo aún debate su futuro en términos europeos.
Esta consecuencia extraordinaria a menudo no se toma en consideración. Y en su desarrollo, el año 1900 tan solo es un punto panorámico, no el fin de la historia. Los japoneses son un pueblo dotado, que ha heredado unas tradiciones artísticas exquisitas; sin embargo, no solo han adoptado el industrialismo occidental (lo cual es comprensible), sino también las expresiones artísticas y la forma de vestir occidentales en detrimento de las suyas. Actualmente, los japoneses consideran el whisky y el burdeos productos de moda, y los chinos oficialmente veneran a Marx, un filósofo alemán que articuló un sistema de pensamiento enraizado en el idealismo alemán del siglo XIX y en los hechos sociales y económicos ingleses, que raramente habló de Asia a no ser con desdén, y que nunca fue más al este de Prusia. Ello sugiere otro hecho curioso: el balance de la influencia cultural está claramente inclinado a un lado. El mundo devolvió a Europa algunas modas ocasionales, pero no ideas ni instituciones de un efecto comparable al de las que Europa dio al mundo. Las enseñanzas de Marx han sido durante mucho tiempo una fuerza en la Asia del siglo XX, mientras que el último no europeo cuyas palabras tuvieron una autoridad comparable en Europa fue Jesucristo.
Una transmisión física de la cultura se llevó a cabo con la emigración de europeos a otros continentes. Fuera de Estados Unidos, los dos grupos más grandes de comunidades europeas ultramarinas estaban (y todavía están) en América del Sur y en las antiguas colonias británicas de asentamientos blancos que, aunque formalmente estuvieron sujetas al dominio directo británico durante gran parte del siglo XIX, en realidad constituían híbridos; no eran países del todo independientes, si bien tampoco colonias. Ambos grupos fueron alimentados durante el siglo XIX, como en el caso de Estados Unidos, por la gran diáspora de europeos, cuyo número justifica un nombre que se ha dado a esta etapa de demografía europea: la «gran recolonización». Antes de 1800, había poca emigración europea, excepto de las islas británicas. A partir de esa fecha, aproximadamente sesenta millones de europeos cruzaron el océano, y esta marea empezó a notarse con fuerza en la década de 1830. En el siglo XIX, la mayoría se dirigían a América del Norte, y más tarde a América Latina (en particular a Argentina y Brasil), Australia y Sudáfrica. Al mismo tiempo, también se producía una emigración europea encubierta dentro del imperio ruso, que ocupó una sexta parte de la superficie de la Tierra y que contaba con un extenso territorio al que atraer inmigrantes, Siberia. El cenit de la emigración europea transatlántica tuvo lugar en realidad en vísperas de la Primera Guerra Mundial, en 1913, cuando más de un millón y medio de personas abandonaron Europa. Un tercio de ellos eran italianos, casi 400.000 eran británicos y 200.000, españoles. Cincuenta años antes, los italianos solo figuraban en número reducido, mientras que los alemanes y escandinavos eran mucho más numerosos. Durante todo ese tiempo, las islas británicas aportaron un flujo constante: entre 1880 y 1910, ocho millones y medio de británicos abandonaron su país (la cifra de italianos para este período fue de seis millones).
El grueso de los emigrantes británicos se trasladaron a Estados Unidos (algo más de un 65 por ciento, entre 1815 y 1900), pero un gran número de ellos se dirigieron a las colonias autogobernadas. Esta proporción cambió a partir de 1900, y hacia 1914 la mayoría de los emigrantes británicos se dirigían a estas últimas. Los italianos y españoles emigraban en gran número a América del Sur, y los primeros también a Estados Unidos. Este país siguió siendo el mayor de los receptores de todas las demás nacionalidades; entre 1820 y 1950, Estados Unidos se benefició de la llegada de más de 33 millones de europeos.
Las explicaciones a esta sorprendente evolución demográfica no hay que buscarlas muy lejos. La política a veces contribuyó a este flujo, como sucedió después de 1848. En Europa, la población creciente siempre había ejercido cierta presión sobre las posibilidades económicas, como lo muestra el descubrimiento del fenómeno del «desempleo». También en las últimas décadas del siglo XIX, cuando la emigración crecía más rápidamente, los agricultores europeos sentían la presión de la competencia transatlántica. Por encima de todo importaba que, por primera vez en la historia de la humanidad, había oportunidades evidentes en otras tierras, donde se necesitaba mano de obra en un momento en que, de pronto, había medios más fáciles y económicos para trasladarse. El barco de vapor y el ferrocarril cambiaron enormemente la historia demográfica, y ambos empezaron a dejar sentir sus efectos más claramente a partir de 1880. Permitieron una movilidad local mucho más elevada, de modo que las migraciones y los movimientos temporales de mano de obra en el interior de los continentes pasaron a ser mucho más fáciles. Gran Bretaña exportaba campesinos irlandeses, mineros y trabajadores siderúrgicos galeses y granjeros ingleses. A finales del siglo XIX, acogió un flujo de comunidades judías procedentes de Europa oriental que, durante mucho tiempo, iba a ser un elemento distintivo de la sociedad británica. A la migración estacional de mano de obra, que siempre había caracterizado a zonas fronterizas, como la Francia meridional, ahora se añadían movimientos a más largo plazo, como los polacos que llegaron a Francia para trabajar en las minas de carbón, o los camareros y heladeros italianos que pasaron a formar parte del folclore británico. Cuando los cambios políticos hicieron que la costa del norte de África también fuese accesible, esta se vio alterada por la migración de corto alcance procedente de Europa; italianos, españoles y franceses se sentían atraídos por establecerse o comerciar en las ciudades costeras, creando así una nueva sociedad con intereses distintos a los de las sociedades de donde procedían los emigrantes, y también a los de las sociedades nativas junto a las que se habían establecido.
La facilidad para viajar no solo agilizó las migraciones europeas. Los asentamientos chinos y japoneses en las costas del Pacífico de América del Norte ya eran importantes hacia 1900. Los emigrantes chinos también se trasladaron al sudeste asiático y los japoneses, a América Latina. Este espectáculo asustó a los australianos, que deseaban preservar una «Australia blanca» limitando la inmigración mediante criterios raciales. El imperio británico proporcionó un marco inmenso, dentro del cual las comunidades indias se extendieron por todo el mundo. Aun así, estos movimientos, pese a ser importantes, estaban subordinados al fenómeno principal del siglo XIX, el último gran Völkerwanderung de los pueblos europeos, tan decisivo para el futuro como lo habían sido las invasiones bárbaras.
En «América Latina» (este término fue inventado a mediados del siglo XIX), que atraía principalmente a italianos y españoles, los europeos del sur encontraban más elementos que les resultaban familiares. Allí existía el marco de una vida cultural y social definido por el catolicismo; había lenguas y costumbres sociales latinas. El contexto político y jurídico también reflejaba el pasado imperial, algunas de cuyas instituciones aún persistían tras una era de agitación política a inicios del siglo XIX, que prácticamente puso fin al dominio colonial español y portugués en el continente. Ello sucedió porque en Europa los acontecimientos habían conducido a una crisis en la que las debilidades de los viejos imperios habían resultado funestas.
Y no fue por falta de esfuerzo, al menos por parte de los españoles. A diferencia de los británicos del norte, el gobierno metropolitano había intentado anular las reformas del siglo XVIII. Cuando los Borbones sustituyeron al último Habsburgo en el trono español en 1701, se inició una nueva era de desarrollo imperial, si bien tardó décadas en hacerse evidente. Cuando llegaron los cambios, primero implicaron una reorganización y, más tarde, una reforma «ilustrada». Los dos virreinatos de 1700 se convirtieron en cuatro, y aparecieron dos en Nueva Granada (Panamá y la zona que ocupan Ecuador, Colombia y Venezuela) y Río de la Plata, que iban desde la desembocadura del río hasta la frontera con Perú. Esta racionalización estructural vino seguida de relajaciones en el sistema comercial cerrado, al principio concedidas a regañadientes y, más adelante, promovidas deliberadamente a fin de lograr una mayor prosperidad. Estas estimulaban la economía de las colonias y de las zonas de España (sobre todo el litoral mediterráneo) que se beneficiaron con el final del monopolio del comercio colonial, hasta entonces confinado al puerto de Sevilla.
No obstante, estas iniciativas saludables fueron acompañadas de unas graves debilidades que no compensaron. Una serie de insurrecciones revelaron puntos débiles profundamente arraigados en el imperio español. En Paraguay (1721-1735), Colombia (1781) y, en particular, Perú (1780), surgieron amenazas reales al gobierno colonial, que solo podían ser contenidas con grandes esfuerzos militares. Entre otras cosas, requerían levas de milicias coloniales, un arma de doble filo, ya que proporcionaban a los criollos una formación militar que podía volverlos contra los españoles. La división más profunda en la sociedad colonial española era la existente entre los indígenas y los colonos de ascendencia española; sin embargo, la escisión entre criollos y peninsulares iba a tener una mayor importancia política inmediata. Se había incrementado con el paso del tiempo. Los criollos, resentidos por haber sido excluidos de los altos cargos, observaron el éxito que habían tenido los colonos británicos de América del Norte al zafarse del dominio imperial. También la Revolución francesa sugería al principio más posibilidades que peligros.
Mientras se producían estos hechos, el gobierno español estaba en dificultades por otros motivos. En 1790, una disputa con Gran Bretaña supuso finalmente la cesión en la vieja reivindicación española de una soberanía en todas las Américas, cuando admitió que el derecho a prohibir el comercio o la colonización de América del Norte solo era aplicable en una zona de unos cincuenta kilómetros alrededor de una colonia española. Luego vinieron las guerras, primero con Francia, más tarde con Gran Bretaña (en dos ocasiones) y, finalmente, otra vez con Francia, durante la invasión napoleónica. Estas guerras no solo costaron a España la pérdida de Santo Domingo, Trinidad y Luisiana, sino también la caída del rey, obligado por Napoleón a abdicar en 1808. El fin del poder marítimo español ya había tenido lugar en Trafalgar. En este estado de desorden y debilidad, cuando finalmente España fue engullida por la invasión francesa, los criollos decidieron liberarse, y en 1810 comenzaron las guerras de independencia, con alzamientos en Nueva Granada, Río de la Plata y Nueva España. Al principio, los criollos no lograron sus objetivos, y en México se dieron cuenta de que tenían una guerra racial entre manos cuando los indígenas aprovecharon la oportunidad para volverse contra los blancos. Con todo, el gobierno español no fue capaz de convencerles ni tampoco de reunir las fuerzas suficientes para aplastar otras oleadas de rebelión. El poder marítimo británico garantizaba que ninguna potencia europea pudiese intervenir en ayuda de los españoles, con lo cual en la práctica aplicó la doctrina Monroe. Así pues, de los fragmentos del antiguo imperio español surgieron una serie de repúblicas, la mayoría de ellas gobernadas por militares.
En el Brasil portugués, la historia había avanzado de forma distinta, ya que si bien una invasión francesa de Portugal en 1807 había provocado un nuevo rumbo, fue distinto del tomado por el imperio español. El propio príncipe regente de Portugal se había trasladado de Lisboa a Río de Janeiro, que de este modo se convirtió en la capital del imperio portugués. Pese a que volvió a Portugal como rey en 1820, dejó atrás a su hijo, que lideró la resistencia a un intento del gobierno portugués de reafirmar su control de Brasil y, relativamente con pocos problemas, en 1822 se convirtió en emperador de un Brasil independiente.
Una rápida mirada al mapa de la América del Sur de la época revela la más obvia de numerosas diferencias sustanciales entre las revoluciones de América del Norte y América del Sur: de las guerras de independencia no surgieron unos Estados Unidos de América del Sur. A pesar de que el gran héroe y líder de la independencia, Simón Bolívar, tenía grandes esperanzas en un congreso de los nuevos estados celebrado en Panamá en 1826, este no dio frutos. No es difícil comprender por qué. Pese a la diversidad de las trece colonias británicas y a las dificultades a las que se enfrentaban, después de su victoria disfrutaron de unas comunicaciones relativamente fáciles por mar y tuvieron pocos obstáculos insuperables en tierra. También poseían cierta experiencia en cooperación así como cierto grado de dirección de sus propios asuntos, incluso cuando estaban bajo el dominio imperial. No es de extrañar que las repúblicas del sur no consiguiesen una unidad continental, pese a la ventaja de contar con el trasfondo común del dominio español que la mayoría de ellas habían compartido.
Los nuevos estados de América Latina no podían recurrir a ninguna tradición de autogobierno cuando se enfrentaban a sus numerosos problemas, ya que las administraciones coloniales habían sido absolutistas y no habían creado instituciones representativas.
La ausencia de factores unificadores tal vez no fuese desventajosa, ya que los latinoamericanos de principios del siglo XIX no se enfrentaban a ningún peligro ni oportunidad que hiciese deseable la unidad. Del mundo exterior les protegían no solo Estados Unidos, sino también Gran Bretaña. En el interior, los problemas de la evolución poscolonial eran mucho más graves de lo previsto, y era probable que resultase más efectivo abordarlos creando una unidad artificial. De hecho, al igual que en África un siglo y medio más tarde, uno de los legados del dominio imperial fue que la geografía y las comunidades no siempre se ajustaban a las unidades políticas, las cuales correspondían a las viejas divisiones administrativas. Los inmensos estados escasamente poblados que surgieron de las guerras de independencia corrían constantemente el peligro de desintegrarse en unidades pequeñas, dado que a las minorías urbanas que habían guiado el movimiento por la independencia les resultaba imposible controlar a sus seguidores Algunos se dividieron. También surgieron problemas raciales; las desigualdades sociales a que dieron lugar no fueron eliminadas por la independencia. No todos los países las experimentaron del mismo modo. . En Argentina, por ejemplo, la relativamente pequeña población indígena fue prácticamente exterminada por el ejército. Este país fue elogiado a finales del siglo XIX por su gran parecido con Europa por el predominio de la raza europea en su población. En el otro extremo, Brasil contaba con una población mayoritariamente negra, y en el momento de la independencia gran parte de ella aún era esclava Allí era habitual el mestizaje, y el resultado fue una mezcla étnica que tal vez ha sido la que ha resultado menos problemática en todo el mundo actual. Por último, una parte importante del legado colonial en América del Sur fueron una serie de relaciones económicas con el mundo exterior que se tardaría en cambiar Más adelante, conducirían a denuncias de la «dependencia» económica del continente. Pero el legado presentaba también otra faceta: gran parte de la riqueza del continente nunca hubiese existido de no ser por el colonialismo. Cada uno de los productos de plantación generado en Brasil había sido llevado allí por los europeos del otro lado del Atlántico: el azúcar, el café, el chocolate, la ganadería y el trigo.

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Para los principios políticos que pretendían aplicar, los líderes de las repúblicas se fijaron principalmente en la Revolución francesa, pero estas eran ideas avanzadas para estados cuyas pequeñas élites ni siquiera compartían una base sobre prácticas aceptadas. Apenas eran capaces de generar un marco de tolerancia mutua. Y, lo que era peor, los principios revolucionarios pronto suscitaron la entrada de la Iglesia en política, un hecho que quizá a largo plazo era inevitable, dado su enorme poder como terrateniente y su influencia popular, pero que resultó desafortunado al añadir el anticlericalismo a las desgracias del continente. En estas circunstancias, no resulta sorprendente que, durante gran parte del siglo, cada república comprobase que sus asuntos tendían a caer en manos de caudillos, aventureros militares y sus camarillas, que controlaban unas fuerzas armadas suficientes para darles poder hasta que llegaban unos rivales más poderosos.
Las contracorrientes de la guerra civil y de las guerras entre los nuevos estados —algunas muy sangrientas— generaron en 1900 un mapa muy similar al actual. México, la más septentrional de las antiguas colonias españolas, había perdido grandes extensiones en el norte, que pasaron a Estados Unidos. Habían aparecido cuatro repúblicas en el centro del continente y dos estados insulares, la República Dominicana y Haití. Cuba estaba a punto de conseguir la independencia. Al sur estaban los diez estados de América del Sur. Todos estos países eran republicanos. Brasil había abandonado su monarquía en 1889. Si bien todos habían sufrido graves desórdenes cívicos, presentaban grados muy distintos de estabilidad y legitimidad constitucional. En México, un indígena accedió al cargo de presidente en la década de 1850, lo cual tuvo grandes repercusiones, pero en los demás países persistían las divisiones sociales entre indios, mestizos y la población de sangre europea (que aumentó en número cuando la inmigración se incrementó a partir de 1870). Los países de América Latina tenían una población de unos 19 millones de habitantes en 1800. Un siglo más tarde, la población era de 63 millones.
Ello indica un cierto aumento de la riqueza. La mayoría de los países latinoamericanos poseían importantes recursos naturales en una forma u otra. En ocasiones lucharon por ellos, ya que tales bazas pasaron a ser incluso más valiosas a medida que Europa y Estados Unidos se iban industrializando. Argentina tenía espacio y algunos de los mejores pastos del mundo; la invención de barcos refrigeradores en la década de 1880 la convirtió en la despensa de carne de Inglaterra, y más tarde en su productor de cereales. A finales del siglo XIX era el país más rico de América Latina. Chile tenía nitratos (tomados de Bolivia y Perú en la «guerra del Pacífico» de 1879-1883), y Venezuela contaba con petróleo. Ambos ganaron en importancia durante el siglo XX. México también tenía petróleo, y Brasil poseía prácticamente de todo (salvo petróleo), sobre todo café y azúcar. La lista podría continuarse, pero solo confirmaría que la creciente riqueza de América Latina procedía de los productos primarios. El capital para explotarlos procedía de Europa y de Estados Unidos, y ello originó nuevos lazos entre estos países europeos de ultramar y la propia Europa.
Sin embargo, el incremento de riqueza estaba asociado a dos inconvenientes relacionados. Uno era que ello no ayudaba en absoluto a reducir las diferencias de riqueza que existían en estos países. De hecho, tal vez las aumentaban. Por consiguiente, las tensiones sociales, y también las raciales, siguieron durante mucho tiempo sin resolverse. Una élite aparentemente europeizada llevaba una vida totalmente distinta de la de las masas indígenas y mestizas, lo cual se vio acentuado por la dependencia de América Latina del capital extranjero. Como es natural, los inversores extranjeros buscaban seguridad. Obviamente, no siempre la tuvieron, pero tendían a dar apoyo a las autoridades sociales y políticas, que de este modo incrementaban aún más su propia riqueza. Solo tendrían que pasar unos años del siglo XX para que las condiciones resultantes de esta situación desembocasen en una revolución social en México.
La irritación y la decepción de los inversores extranjeros que no podían recuperar el dinero que se les debía, a veces desencadenaron conflictos diplomáticos e incluso intervenciones armadas. Al fin y al cabo, la recaudación de deudas no se consideraba un resurgimiento del colonialismo, y los gobiernos europeos enviaron mensajes categóricos y los apoyaron mediante la fuerza en varias ocasiones a lo largo del siglo. Cuando en 1902 Gran Bretaña, Alemania e Italia impusieron un bloqueo naval a Venezuela para recaudar el dinero que se debía a sus súbditos por los perjuicios que habían padecido a causa de las alteraciones revolucionarias, su acción provocó que Estados Unidos fuese más allá de lo que marcaba la doctrina Monroe.
Desde la fundación de la república de Texas en adelante, las relaciones de Estados Unidos con sus vecinos no fueron fáciles, como tampoco lo son en la actualidad. Intervenían demasiados factores que complicaban la situación. La doctrina Monroe expresaba el interés básico de Estados Unidos por mantener un hemisferio desvinculado de Europa, y el primer Congreso Panamericano fue otro paso en esta dirección, cuando Estados Unidos lo organizó en 1889. Pero ello no podía evitar el surgimiento de vínculos económicos con Europa, del mismo modo que la revolución tampoco podía eliminar los existentes entre Estados Unidos y Gran Bretaña (además, los norteamericanos se contaban entre los inversores en los países de América del Sur y pronto hicieron sus propias peticiones especiales a su gobierno). Asimismo, a medida que se avanzaba hacia el final del siglo, resultaba cada vez más evidente que la situación estratégica que constituía el trasfondo de la doctrina Monroe había cambiado. Los barcos de vapor y el aumento del interés de los norteamericanos por el Lejano Oriente y el Pacífico hacían que Estados Unidos fuese más sensible en particular a los cambios en América Central y en el Caribe, donde cada vez era más probable que se construyese un canal ístmico.
El resultado fue una mayor contundencia e incluso arrogancia en la política de Estados Unidos hacia sus vecinos en los inicios del siglo XX. Cuando, tras una breve guerra con España, Estados Unidos dio la independencia a Cuba (y se quedó con Puerto Rico, que antes era española), se incorporaron unas restricciones especiales a la nueva constitución cubana para garantizar que seguiría siendo un Estado satélite. El territorio del canal de Panamá se consiguió gracias a la intervención de Colombia. La cuestión de la deuda venezolana vino seguida de una afirmación aún más notable de la fuerza de América (un «corolario» de la doctrina Monroe). Fue el anuncio (al que casi inmediatamente se dio expresión práctica en Cuba y en la República Dominicana) de que Estados Unidos ejercería un derecho de intervención en los asuntos de cualquier Estado del hemisferio occidental cuyos asuntos internos estuviesen en tal grado de desorden que pudiesen originar una intervención europea. Más tarde, en 1912, un presidente estadounidense envió marines a Nicaragua por este motivo, y otro ocupó el puerto mexicano de Veracruz en 1914 con el objeto de coaccionar al gobierno mexicano. En 1915, en virtud de un tratado, se creó un protectorado en Tahití, el cual iba a durar cuarenta años.
Este no fue el final de una infeliz historia de relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos, aunque por el momento es suficiente. En todo caso, su importancia solo es sintomática de la postura ambigua de los estados de América Latina en relación con Europa. Estaban enraizados en su cultura, atados a ella por su economía, y, sin embargo, políticamente se veían obligados a evitar mezclarse con ella. Obviamente, eso no significaba que, en lo que a los europeos se refería, estuviesen del lado del hombre blanco en la gran distinción, cada vez más marcada, entre aquellos que estaban dentro de lo aceptable para la civilización europea y los que estaban fuera. Cuando los europeos pensaban en los «latinoamericanos», tenían en mente a los de ascendencia europea, urbanos, alfabetizados, la minoría privilegiada, no las masas indígenas y negras.
El desmoronamiento del imperio español tan poco tiempo después de la deserción de las trece colonias hizo que muchas personas esperasen que las otras colonias del imperio británico pronto escaparían también al dominio de Londres. En cierto modo fue así, pero no como habían imaginado. A finales del siglo XIX, la revista británica Punch publicó un chiste patriótico en que el león británico dirigía una mirada aprobadora a una hilera de cachorros de león armados y uniformados, que representaban las colonias de ultramar. Es sintomático que estuvieran vestidos de soldados, ya que los contingentes de voluntarios que se enviaban desde otras zonas del imperio a luchar por los británicos en la guerra que estaban librando en Sudáfrica eran de la mayor importancia. Un siglo antes, nadie podría haber imaginado que la madre patria podría disponer de un solo soldado colonial. El año 1783 había marcado profundamente la conciencia de los hombres de Estado británicos. Pensaban que las colonias habían aprendido que eran un asunto delicado, que costaban dinero, reportaban pocas ventajas, comprometían al país metropolitano en conflictos inútiles con otras potencias y con pueblos nativos, y que al final terminaban rebelándose y mordiendo la mano que las alimentaba. La desconfianza hacia los asuntos coloniales fruto de estas ideas preconcebidas ayudó a orientar los intereses imperiales británicos hacia las posibilidades del comercio asiático a finales del siglo XVIII. Parecía que en el Lejano Oriente no habría complicaciones causadas por colonos europeos, y en los mares orientales no se necesitaban fuerzas onerosas que no pudiesen ser reunidas fácilmente por la Marina Real.
En términos generales, esta sería la actitud que prevalecería en los círculos oficiales británicos durante todo el siglo XIX. Les condujo a abordar los complicados asuntos de cada colonia con métodos que primaban, por encima de todo, la economía y el evitar los problemas. En los inmensos territorios de Canadá y Australia esto llevó, tumultuosamente, a una eventual unificación de las diferentes colonias en estructuras federales con responsabilidad por su propio gobierno. En 1867 se creó el Dominio del Canadá, y en 1901 le siguió la Commonwealth de Australia. En cada caso, la unión había estado precedida por la concesión de un «gobierno responsable» a las colonias originales, y en cada caso habían surgido unas dificultades especiales. En Canadá, la mayor de todas ellas fue la existencia de una comunidad francocanadiense en la provincia de Quebec, y en Australia, el choque de intereses entre colonos y convictos (el último envío de estos llegó en 1867). Ambos eran asimismo países enormes y poco poblados, que solo gradualmente podían ser unidos para generar un sentido de nacionalidad. En cada caso el proceso fue lento. Hasta 1885 no se colocó la última traviesa de la línea transcontinental del Canadian Pacific Railway, y en Australia los ferrocarriles transcontinentales se retrasaron enormemente debido a la adopción de distintos anchos de vía en los diversos estados. Al final, el nacionalismo fue asistido por el surgimiento de una conciencia de posibles amenazas externas —la fuerza económica de Estados Unidos y la inmigración asiática— y, por supuesto, por las disputas con los británicos.
Nueva Zelanda también consiguió un gobierno responsable, pero menos descentralizado, ya que el país es mucho más pequeño. Los europeos llegaron a estas islas a partir de 1790 y encontraron un pueblo nativo, los maoríes, con una cultura avanzada y compleja, que los visitantes empezaron a corromper. A continuación llegaron los misioneros, que hicieron lo posible por mantener a raya a los colonos y los comerciantes. Cuando pareció probable que un empresario francés crease unos intereses franceses, el gobierno británico, por fin y a regañadientes, dio paso a la presión ejercida por los misioneros, y algunos de los colonos proclamaron la soberanía británica en 1840. En 1856, se dio un gobierno responsable a la colonia, y solamente las guerras con los maoríes aplazaron la retirada de los soldados británicos hasta 1870. Poco tiempo después, las viejas provincias perdieron los poderes legislativos que les quedaban. En los últimos años del siglo, los gobiernos de Nueva Zelanda mostraron una notable independencia y vigor en la aplicación de políticas de asistencia social avanzadas, y alcanzaron un autogobierno pleno en 1907.
Esto sucedió un año después de la Conferencia Colonial de Londres que había decidido que el nombre de «Dominio» debería usarse en el futuro para todas las posesiones territoriales autogobernadas, lo cual significaba, en efecto, las colonias de pobladores blancos. Quedaba una a la que no se había dado este estatus antes de 1914, la Unión de África del Sur, que fue creada en 1910. Este fue el final de un largo e infeliz capítulo, el más infeliz de la historia del imperio británico, y que concluyó solo para iniciar otro en la historia de África, que al cabo de unas pocas décadas parecía aún más desolada.
En Sudáfrica no se establecieron colonos británicos hasta después de 1814, cuando, por razones estratégicas, Gran Bretaña conservó la antigua colonia holandesa del cabo de Buena Esperanza. Se llamó «Colonia de El Cabo», y pronto afluyeron a ella miles de colonos británicos, los cuales, pese a ser superados en número por los holandeses, tenían el respaldo del gobierno británico para introducir ideas y leyes británicas. Se inició así un período en que se fueron reduciendo los privilegios de los bóers, tal como eran llamados los agricultores holandeses. En particular, estos estaban airados y molestos por cualquier limitación de su libertad para tratar a los nativos africanos como deseasen. Pero su indignación aumentó sobre todo cuando, debido a la abolición general de la esclavitud en el territorio británico, fueron liberados unos 35.000 de los negros que poseían con una compensación, según se dijo, inadecuada. Convencidos de que los británicos no abandonarían una política favorable a los africanos nativos —y, dadas las presiones sobre los gobiernos británicos, esta era una postura razonable—, en 1835 se produjo un gran éxodo de los bóers. Esta «Gran Marcha» (Great Trek) hacia el norte por el río Orange fue de radical importancia para la formación de la conciencia afrikáner. Fue el principio de un largo período durante el cual los anglosajones y los bóers lucharon por convivir unas veces separados y otras juntos, pero siempre con incomodidad, tomando decisiones, y arrastrando de paso en su tren a otros en lo referente al destino del África negra.
Una república bóer en Natal pronto fue convertida en una colonia británica, a fin de proteger a los africanos de la explotación y para impedir la creación de un puerto holandés que algún día pudiese ser usado por una fuerza hostil para amenazar las comunicaciones británicas con el Lejano Oriente. Se produjo otro éxodo de bóers, esta vez al norte del río Vaal. Fue la primera ampliación del territorio británico en Sudáfrica, pero creó una pauta que iba a repetirse. Además del humanitarismo, el gobierno y los colonos británicos que se encontraban en el país estaban impulsados por la necesidad de establecer buenas relaciones con los pueblos africanos, ya que, de otro modo (como ya habían demostrado los zulúes contra los bóers), representarían un problema de seguridad irresoluto (no distinto al planteado por los indígenas en las colonias americanas durante el siglo anterior). A mediados de siglo, existían dos repúblicas bóers al norte (el Estado Libre de Orange y Transvaal), mientras que la Colonia de El Cabo y Natal estaban bajo soberanía británica, con asambleas electas para las cuales solo podían votar los pocos hombres blancos que cumplían los requisitos económicos requeridos. También había estados nativos bajo soberanía británica. En uno de ellos, Basutolandia, los bóers fueron puestos bajo jurisdicción negra, una sujeción especialmente mortificante para ellos.
En estas circunstancias, era poco probable que mantuviesen unas relaciones cordiales; en cualquier caso, los gobiernos británicos a menudo estaban en desacuerdo con los colonos de El Cabo, los cuales, a partir de 1872, tuvieron un gobierno responsable propio. También aparecieron nuevos factores. El descubrimiento de diamantes llevó a los británicos a anexionarse otro territorio, lo cual, puesto que se hallaba al norte del Orange, enfureció a los bóers. El apoyo británico a los basutos, a los que los bóers habían derrotado, fue aún más irritante. Finalmente, el gobernador de la Colonia de El Cabo cometió la locura de anexionarse la república de Transvaal. Tras un levantamiento bóer coronado por el éxito y una clara derrota de una fuerza británica, el gobierno británico tuvo la sensatez de no insistir y restituyó la independencia de la república en 1881, pero, a partir de ese momento, la desconfianza de los bóers hacia la política británica en Sudáfrica probablemente fue insuperable.
Al cabo de veinte años, ello desembocó en una guerra, en gran medida debido a otros dos cambios no previstos. Uno fue una revolución industrial a pequeña escala en la república de Transvaal, donde se encontró oro en 1886. El resultado fue una enorme afluencia de mineros y especuladores, la implicación de intereses financieros exteriores en los asuntos de Sudáfrica y la posibilidad de que el estado afrikáner pudiese disponer de recursos financieros para desvincularse del protectorado británico que había aceptado a regañadientes. El exponente de lo que había sucedido fue Johannesburgo, que en unos pocos años se convirtió en la única ciudad de 100.000 habitantes de África al sur del Zambeze. El segundo cambio fue que, en las décadas de 1880 y 1890, otras zonas de África empezaron a ser asimiladas por otras potencias europeas, y el gobierno británico reaccionó endureciendo su postura de que nada debía alterar la presencia británica en El Cabo, que se consideraba esencial para el control de las rutas marítimas hacia Oriente y que dependía cada vez más del tráfico hacia y desde Transvaal para sus ingresos. El efecto general fue que los gobiernos británicos observaron con preocupación cualquier posibilidad de que Transvaal consiguiese un acceso independiente al océano Índico. Esta preocupación les hizo vulnerables a la presión de un grupo muy variopinto de imperialistas idealistas, políticos de El Cabo, demagogos ingleses y financieros dudosos que provocaron una confrontación con los bóers en 1899, la cual terminó en un ultimátum al presidente de Transvaal, Paul Kruger, y con el estallido de la guerra de los bóer. Kruger sentía una profunda aversión por los británicos. En su niñez se había trasladado al norte con la Gran Marcha.
Las famosas tradiciones del ejército británico de la época victoriana fueron ampliamente mantenidas en la última guerra del reino, tanto en el nivel de ineptitud e incompetencia mostrado por algunos altos mandos y por los servicios administrativos, como en la valentía mostrada por los oficiales de regimiento y sus hombres frente a un enemigo valeroso y bien armado, cuyo entrenamiento no le predisponía a la derrota. Aun así, no podía haber duda alguna sobre el resultado. Tal como señaló la propia reina, con mejor juicio estratégico que algunos de sus súbditos, las posibilidades de derrota no existían. Sudáfrica era un escenario aislado por el poder naval británico. Ningún otro país europeo podía ayudar a los bóers, y solo era cuestión de tiempo que un número de efectivos y unos recursos muy superiores lo demostrasen. El conflicto tuvo un elevado coste —más de un cuarto de millón de soldados fueron enviados a Sudáfrica— y suscitó amargas críticas al gobierno británico. Además, no se ofrecía una imagen muy favorable ante el mundo exterior. Los bóers eran considerados una nacionalidad oprimida; y lo eran, pero la obsesión liberal del siglo XIX por la nacionalidad, en este caso, al igual que en otros, cegó a los observadores ante algunas de las sombras que arrojaba. Afortunadamente, la habilidad política británica se recuperó lo bastante como para firmar un tratado generoso a fin de poner término a la guerra en 1902, cuando los bóers habían sido derrotados en el campo de batalla.
Este fue el final de la república bóer, pero pronto se realizaron concesiones. En 1906, Transvaal tenía un gobierno responsable propio, que, pese a la gran población no bóer atraída por la minería, los bóers controlaron tras una victoria electoral al año siguiente. Casi enseguida empezaron a legislar contra los inmigrantes asiáticos, en su mayoría indios. (Un joven abogado indio, Mohandas Gandhi, entró en política como defensor de su comunidad.) Cuando en 1909 se pactó un proyecto de constitución para la Unión de África del Sur, fue en términos de igualdad para las lenguas holandesa e inglesa, y, algo igualmente importante, preveía un gobierno nombrado por una asamblea electa, que estaría formada de acuerdo con la normativa electoral decidida en cada provincia. En las provincias bóers, el sufragio fue otorgado solo a los blancos.
En aquel tiempo había mucho que decir a favor del acuerdo. Cuando la gente hablaba de un «problema racial» en Sudáfrica, se refería al problema de las relaciones entre los bóers y los ingleses, cuya conciliación parecía la necesidad más urgente. Los defectos del acuerdo tardarían un tiempo en manifestarse, y cuando lo hiciesen no sería solo porque el sentido histórico de los afrikáners resultó ser más fuerte de lo que la gente esperaba, sino también porque la transformación de la sociedad de Sudáfrica que había comenzado con la industrialización del Rand no se podía detener y daría un impulso irresistible a la cuestión de los africanos negros.
En este sentido, el futuro de Sudáfrica había estado influido de forma tan decisiva como lo habían estado todas las demás posesiones blancas británicas al verse atrapadas en las corrientes de la economía mundial. Canadá, al igual que Estados Unidos, gracias a la construcción de ferrocarriles en sus llanuras, se había convertido en uno de los grandes graneros de Europa. Australia y Nueva Zelanda explotaron primero sus inmensos pastos para producir la lana gracias a la cual las fábricas europeas estaban cada vez más introducidas en el mercado mundial. Más adelante, con la invención de la refrigeración, los usaron para producir carne y, en el caso de Nueva Zelanda, productos lácteos. De este modo, los nuevos países encontraron productos básicos capaces de sostener economías mucho más grandes que las que permitían el tabaco y el índigo de las plantaciones del siglo XVII. El caso de Sudáfrica iba a ser diferente en el sentido de que, de forma gradual, iba a revelarse como un productor de minerales (como sucedería más tarde con Australia). Al principio fue la industria de los diamantes, pero el gran paso adelante fue el descubrimiento de oro en el Rand en la década de 1880. La explotación del oro atrajo capital y experiencia para hacer posible la posterior extracción de otros minerales. El rendimiento que Sudáfrica dio no fue simplemente en forma de beneficios para las empresas y los accionistas europeos, sino también en el incremento de las existencias de oro en el mundo, que estimuló el comercio europeo tanto como lo habían hecho los descubrimientos de oro en California de 1849.
El crecimiento del sentimiento humanitario y misionero en Inglaterra y la tradición bien fundamentada del Colonial Office, de desconfianza hacia las demandas de los colonos, hicieron que resultase más difícil olvidar a las poblaciones nativas de los dominios blancos de lo que lo había sido para los norteamericanos dejar de lado a los indios de las praderas. Sin embargo, en varias de las colonias británicas, la modernidad ejerció su impacto no sobre antiguas civilizaciones como las de la India o América del Sur, sino sobre civilizaciones primitivas, algunas de las cuales se encontraban en un nivel evolutivo muy bajo, equivalente al neolítico o incluso al paleolítico y, por tanto, eran más vulnerables. Los indios y los esquimales canadienses eran relativamente escasos y no representaban un obstáculo importante para la explotación del oeste y el noroeste, como lo había sido la lucha de los indios de las llanuras para conservar sus territorios de caza. En Australia, los sucesos fueron mucho más sangrientos. La sociedad aborigen de cazadores y recolectores fue alterada por la colonización; la brutalidad incomprensiva de los australianos blancos incitó el antagonismo de las tribus, que adoptaron una actitud violenta; además, las nuevas enfermedades diezmaron la población. Las primeras décadas de cada colonia australiana están manchadas por la sangre de los aborígenes masacrados, y los años posteriores destacan por el abandono, los abusos y la explotación de los supervivientes. Dentro del antiguo territorio británico, tal vez no haya ninguna otra población que haya padecido un destino tan similar al de los indios de América del Norte. En Nueva Zelanda, la llegada de los primeros hombres blancos dio armas a los maoríes, que primero las utilizaron entre ellos, con unos efectos nefastos para sus sociedades. Más tarde llegaron las guerras contra el gobierno, cuyo origen radicaba básicamente en el desplazamiento de los maoríes de sus tierras por parte de los colonos. A su término, el gobierno adoptó medidas para salvaguardar aquellas tierras tribales de posteriores expropiaciones, pero la introducción del concepto inglés de propiedad individual condujo a la desintegración de las propiedades tribales y prácticamente a la pérdida de sus tierras a finales del siglo. También la población maorí disminuyó en número, pero no de forma tan violenta o irreversible como los aborígenes australianos. Actualmente, hay muchos más maoríes que los que había en 1900, y esta población crece más rápidamente que la de los neozelandeses de origen europeo.
En cuanto a Sudáfrica, la historia es desigual. La protección británica hizo posible que algunos de sus pueblos nativos sobreviviesen hasta el siglo XX en sus tierras ancestrales, viviendo de formas que fueron cambiando lentamente. Otros fueron expulsados o exterminados. En todos los casos, sin embargo, el quid de la cuestión era que en Sudáfrica, como en otros países, el destino de los habitantes nativos nunca estuvo en sus propias manos. Dependían para su supervivencia del equilibrio local de los intereses gubernamentales y de la benevolencia, de las necesidades de los colonos y de las tradiciones, de las oportunidades económicas y las exigencias. Aunque, a corto plazo, en ocasiones podían plantear unos problemas militares formidables (como lo hicieron los zulúes de Cetewayo o la guerra de guerrillas de los maoríes), al final, con sus propios recursos, no podían generar los medios para una resistencia eficaz, del mismo modo que los aztecas no habían podido oponer resistencia a Cortés. Para que los pueblos no europeos pudiesen generar sus recursos, tendrían que europeizarse. El precio de la creación de nuevos países europeos en ultramar siempre lo pagaron los habitantes nativos, que a menudo llegaron al límite de su capacidad.
Pero esta no debería ser la última palabra. También está el rompecabezas de la autojustificación; los europeos fueron testimonio de tales hechos y no los detuvieron. Es demasiado sencillo explicarlo diciendo que todos eran hombres malvados y avariciosos (en cualquier caso, la tarea de los humanitarios entre ellos hace insostenible el juicio más funesto). La respuesta debe estar en algún aspecto de la mentalidad. En parte, se debió a la falta de perspectiva o a la simple ignorancia. Muchos europeos que eran conscientes de que se estaba perjudicando a los nativos, incluso cuando el contacto de los blancos con ellos era bienintencionado, no podían prever el efecto corrosivo de su cultura en las estructuras existentes. Ello requiere unos conocimientos antropológicos y una perspectiva que Europa aún no había alcanzado. Además, todo era aún más difícil cuando, sin duda, gran parte de la cultura nativa era simplemente salvajismo y la confianza de los misioneros europeos era fuerte. El misionero sabía que estaba del lado del progreso y la mejora, y también se veía a sí mismo del lado de la cruz. Era una confianza que se daba en todas las facetas de la expansión europea, tanto en las colonias de blancos y en los territorios gobernados directamente como en los pactos alcanzados con sociedades dependientes y «protegidas». La confianza de pertenecer a una civilización más elevada no solo constituía una licencia para unos hábitos depredadores, como los había tenido antes la cristiandad, sino también el valor de una actitud similar, en muchos casos, a la de los cruzados. Demasiado a menudo, la certeza de que llevaban algo mejor cegó a los hombres ante los resultados reales y materiales de sustituir los derechos tribales por la propiedad individual y de convertir a los cazadores y recolectores —cuyas posesiones eran aquello que podían transportar con ellos— en asalariados.

6. Imperialismo europeo y dominio imperial
El dominio de pueblos foráneos y de otras tierras por parte de los europeos fue la prueba más fehaciente de que estos gobernaban el mundo. Pese al debate siempre abierto sobre qué era y qué es el imperialismo, parece útil empezar con la simple idea de señorío (overlordship) directo y formal, por muy difusos que puedan ser sus límites con otras formas de poder sobre el mundo no europeo. Este concepto no plantea ni responde preguntas sobre causas o motivos, a las que se ha dedicado una gran cantidad de tiempo, tinta y reflexiones. Desde el principio actuaron causas distintas y cambiantes, y no todos los motivos que intervinieron eran inconfesables o un autoengaño. El imperialismo no fue la manifestación de una sola época, ya que se ha dado a lo largo de toda la historia. Tampoco fue exclusiva de las relaciones de Europa con los no europeos de otros continentes, dado que el dominio imperial había avanzado por los continentes y también por el mar; además, algunos europeos han gobernado a otros europeos, del mismo modo que algunos no europeos han gobernado a los europeos. Sin embargo, en los siglos XIX y XX, este término pasó a asociarse particularmente con la expansión europea, y para entonces el dominio directo de los europeos sobre el resto del mundo ya era mucho más evidente de lo que nunca lo había sido. Pese a que las revoluciones americanas habían sugerido que los imperios europeos construidos a lo largo de los tres últimos siglos estaban en declive, durante los cien años siguientes el imperialismo europeo fue llevado mucho más lejos y se volvió más intenso que nunca antes. Esto sucedió en dos fases distinguibles; la primera que debemos considerar se extiende hasta 1870. Algunas de las viejas potencias imperiales continuaron ampliando sus imperios extraordinariamente. Entre ellos estaban Rusia, Francia y Gran Bretaña. Otros se mantenían o veían reducir sus fronteras. Es el caso de los imperios holandés, español y portugués.
A primera vista, la expansión rusa tiene algo en común con la experiencia estadounidense de ocupar América del Norte y de dominar a sus vecinos más débiles, y algo con la de los británicos en la India, pero en realidad fue un caso muy especial. Por el oeste, Rusia lindaba con estados europeos maduros, asentados, donde podían albergarse pocas esperanzas de conquistas territoriales. Lo mismo puede afirmarse, aunque con matices, de la expansión por los territorios turcos de la región del Danubio, ya que allí era probable que los intereses de otras potencias entrasen en juego contra Rusia y al final la detuviesen. Tenía mucha más libertad de acción hacia el sur y el este; en ambas direcciones, las primeras tres cuartas partes del siglo XIX reportaron grandes adquisiciones. Una guerra exitosa contra Persia (1826-1828) permitió la creación de un poder naval ruso en el Caspio, además de la anexión de un territorio en Armenia. En Asia central, un avance casi continuo por el Turkestán y hacia los oasis centrales de Bujara y Jiva culminó con la anexión de toda la Transcaspia en 1881. En Siberia, una expansión agresiva fue seguida por la conquista de la orilla izquierda del Amur hasta el mar de Ojotsk y por la fundación en 1860 de Vladivostok, la capital del Lejano Oriente. Poco tiempo después, Rusia liquidó sus compromisos en América vendiendo Alaska a Estados Unidos. Con esta acción, parecía mostrar que pretendía ser una potencia asiática y del Pacífico, no americana.
Los otros dos estados imperiales dinámicos de esta época, Francia y Gran Bretaña, se expandieron por otros continentes. No obstante, muchas conquistas británicas se hicieron a costa de Francia; en este sentido, las guerras napoleónicas y revolucionarias resultaron ser el último asalto de la gran contienda colonial anglofrancesa del siglo XVIII. Como en 1714 y 1763, muchas de las adquisiciones de Gran Bretaña en la paz victoriosa de 1815 debían reforzar su fuerza marítima. Malta, Santa Lucía, las islas Jónicas, el cabo de Buena Esperanza, Mauricio y Trincomalee fueron conservadas, todas ellas, por esta razón. Poco tiempo más tarde, los barcos de vapor hicieron su aparición en la Marina Real, y en cuanto al emplazamiento de las bases hubo que tomar en consideración la carga de carbón, con lo cual se produjeron nuevas adquisiciones. En 1839, un levantamiento interno en el imperio otomano dio a los británicos la oportunidad de apoderarse de Adén, una base de importancia estratégica en la ruta hacia la India. A continuación habría otras conquistas. Después de Trafalgar, ninguna potencia podía desafiar con garantías estas acciones. No se trataba de que no existiesen recursos en otros lugares, los cuales, una vez reunidos, pudiesen arrebatar la supremacía naval a Gran Bretaña. Pero hacerlo hubiese requerido un esfuerzo enorme. Ningún otro país disponía del número de barcos ni poseía las bases que pudiesen hacer que mereciese la pena desafiar su talasocracia. Para otros países, tenía ventajas el hecho de que la mayor potencia comercial del mundo emprendiese una vigilancia de los mares que podía beneficiarlos a todos.
La supremacía naval protegía el comercio que daba a las colonias británicas una participación en el sistema comercial en expansión de aquella época. Ya antes de la revolución americana, la política británica había fomentado más las iniciativas comerciales que la española o la francesa. Así, las viejas colonias habían ganado en riqueza y prosperidad, y los dominios posteriores se verían beneficiados. Por otra parte, en Londres las colonias pasaron de moda después de la revolución americana; eran consideradas básicamente una fuente de problemas y de gastos. Con todo, Gran Bretaña era el único país europeo que enviaba nuevos colonos a las posesiones existentes a principios del siglo XIX, y aquellas colonias a veces incitaban a la madre patria a nuevas extensiones del dominio territorial sobre tierras ajenas.
En algunas de esas incorporaciones (sobre todo en Sudáfrica), puede observarse que intervino una nueva preocupación por la estrategia y la comunicación con Asia. Es una cuestión complicada. Sin duda, la independencia americana y la doctrina Monroe hicieron disminuir el atractivo del hemisferio occidental como territorio para la expansión imperial, pero los orígenes del traslado de los intereses británicos hacia Oriente puede apreciarse antes de 1783, en el despliegue por el Pacífico Sur y en un comercio asiático en alza. La guerra con los Países Bajos, cuando estos eran un satélite francés, posteriormente dio paso a nuevas iniciativas británicas en la península malaya y en Indonesia. Pero por encima de todo, había una creciente intervención británica en la India. Hacia 1800, la importancia del comercio con la India ya era un axioma central del pensamiento comercial y colonial británico. Se ha postulado que, en 1850, gran parte del resto del imperio fue incorporado solo por la atracción estratégica ejercida por la India. Para entonces, la extensión del control británico dentro del subcontinente prácticamente se había completado. Era y siguió siendo el eje principal del imperialismo británico.
Esto no podía esperarse ni preverse. En 1784, la institución del «control dual» había ido acompañada de decisiones de resistirse a otras adquisiciones en territorio de la India. La experiencia de la rebelión americana había reforzado la idea de que era preciso evitar nuevas responsabilidades. Con todo, subsistía un problema: debido a la gestión de sus ingresos, los negocios de la Compañía de las Indias Orientales se mezclaron inevitablemente con la administración y la política locales. Ello hizo que fuese más importante que nunca evitar los excesos por parte de los funcionarios, como los que se habían tolerado en los tiempos iniciales del comercio privado. Poco a poco, se llegó a la conclusión de que el gobierno de la India era de interés para el Parlamento, no solo porque podía ser una gran fuente de apoyo, sino también porque el gobierno de Londres tenía una responsabilidad en el buen gobierno de los hindúes. Entonces empezó a gestarse la idea de administración fiduciaria. No debería sorprender que, durante un siglo en que en Europa estaba ganando terreno la idea de que el gobierno debía ser en beneficio de los gobernados, el mismo principio debiera aplicarse, tarde o temprano, al gobierno de los pueblos coloniales. Desde los tiempos de Las Casas, la explotación de los pueblos indígenas había suscitado fuertes críticas. A mediados del siglo XVIII, un best-seller del abad Raynal (se publicaron treinta ediciones y numerosas traducciones del mismo a lo largo de veinte años) había formulado las críticas de los eclesiásticos en los términos laicos del humanitarismo ilustrado. Contra este profundo trasfondo, en 1783 Edmund Burke planteó ante la Cámara de los Comunes, durante un debate sobre la India, que «todo poder político que se establezca sobre los hombres... de una manera u otra debería ejercerse en última instancia en su beneficio».
Así pues, el trasfondo sobre el cual se estudiaban los asuntos de la India estaba cambiando. Durante dos siglos, el temor y el asombro que inspiró la corte mogol en los primeros mercaderes que estuvieron en contacto con ella, habían dado paso rápidamente a un desdén por aquello que por entonces, al conocerlo mejor, se consideraba atraso, superstición e inferioridad. Pero ya había indicios de otro cambio. Mientras que Clive, el vencedor de Plassey, nunca aprendió a hablar con fluidez en ninguna lengua hindú, Warren Hastings, el primer gobernador general de la India, se esforzó por conseguir que se crease una cátedra de persa en Oxford, y fomentó la introducción de la primera imprenta en la India y la elaboración de la primera fundición de un tipo vernáculo (el bengalí). Ahora se valoraban más la complejidad y la variedad de la cultura hindú. En 1789 se empezó a publicar en Calcuta la primera revista de estudios orientales, Asiatick Researches. Mientras, en el ámbito más práctico de gobierno, ya se exigía a los jueces de la Compañía que se guiasen por la ley islámica en casos familiares con musulmanes implicados, mientras que la oficina fiscal de Madrás regulaba y financiaba templos y festivales hindúes. A partir de 1806, las lenguas hindúes se enseñaron en Haileybury, el centro formativo de la Compañía de las Indias Orientales.
Por lo tanto, las renovaciones periódicas del estatuto de la Compañía se realizaban a la luz de las influencias y planteamientos cambiantes sobre las relaciones anglohindúes. Mientras, las responsabilidades del gobierno iban creciendo. En 1813, la renovación reforzó aún más el control de Londres y abolió el monopolio de la Compañía en el comercio con la India. Para entonces, las guerras con Francia ya habían permitido una extensión del poder británico en el sur de la India mediante la anexión y la negociación de tratados con los gobernantes nativos que aseguraban el control de su política exterior. En 1833, cuando se volvió a renovar el estatuto de la Compañía, el único bloque importante de territorio no gobernado directa o indirectamente por ella estaba al noroeste. En la década de 1840 siguió la anexión del Punjab y Sind, y con su sede principal emplazada en Cachemira, los británicos dominaron prácticamente todo el subcontinente.
Para entonces, la Compañía había dejado de ser una organización comercial para convertirse en un gobierno. El estatuto de 1833 eliminó sus funciones comerciales (no solo aquellas con la India, sino también el monopolio del comercio con China) y quedó confinada a un papel administrativo. De acuerdo con el pensamiento de la época, el comercio asiático sería en lo sucesivo un comercio libre. Se había abierto el camino hacia la consumación de numerosas rupturas reales y simbólicas con el pasado de la India y la incorporación final del subcontinente a un mundo en proceso de modernización. El nombre del emperador mogol fue borrado de las monedas, pero que el persa dejase de ser la lengua oficial de los registros y la justicia fue más que un símbolo. Este paso no solo marcó el avance del inglés como lengua oficial (y, con ello, de la educación inglesa), sino que también alteró el equilibrio de fuerzas entre las comunidades hindúes. Los hindúes anglicanizados darían mejores resultados que un número menor de musulmanes emprendedores. En un subcontinente tan dividido en tantos sentidos, la adopción del inglés como la lengua de la administración estuvo complementada por la importante decisión de impartir educación primaria mediante una instrucción en lengua inglesa, aunque serían pocos los hindúes que iban a recibirla.
Al mismo tiempo, un despotismo ilustrado ejercido por sucesivos gobernadores generales empezó a imponer mejoras materiales e institucionales. Se construyeron carreteras y canales, y en 1853 se creó el primer ferrocarril. Se introdujeron códigos jurídicos. Los funcionarios ingleses al servicio de la Compañía empezaron a recibir una formación especial en el centro fundado con este objeto. Las tres primeras universidades de la India se crearon en 1857. También había otras estructuras educativas. Ya en 1791, un escocés había fundado un centro de sánscrito en Benarés, el Lourdes del hinduismo. Buena parte de la transformación que la India estaba experimentando no fue resultado de la labor directa del gobierno, sino de la creciente libertad con que este y otros organismos podían actuar. A partir de 1813, la llegada de misioneros (hasta entonces la Compañía los había mantenido al margen) conformó gradualmente otro grupo de presión en Gran Bretaña que participaba en lo que sucedía en la India. Efectivamente, había dos filosofías que competían por hacer que el gobierno actuase de forma positiva. Los utilitaristas aspiraban a promover la felicidad y los cristianos evangélicos, la salvación de las almas. Ambos tenían la arrogante certeza de saber qué era lo mejor para la India, y a medida que pasaba el tiempo, ambos hicieron cambiar sutilmente las actitudes de los británicos.
La llegada del barco de vapor también ejerció su influencia. Acercó la India a Gran Bretaña. Un mayor número de ingleses y escoceses se trasladaron e hicieron sus carreras allí, lo cual transformó paulatinamente el carácter de la presencia británica. Los relativamente pocos funcionarios de la compañía en el siglo XVIII se habían conformado con vivir una vida de exiliados, buscando recompensas en sus oportunidades comerciales y cierta relajación en una vida social a veces muy integrada en la de los hindúes. A menudo vivían al estilo de los gentlemen hindúes; los había que vestían y comían al estilo hindú, y tomaban esposas y concubinas hindúes. Los funcionarios con mentalidad reformista, que se proponían erradicar las prácticas atrasadas y bárbaras nativas —prácticas como el infanticidio femenino y el suttee eran motivos de preocupación de peso—, los misioneros que pretendían difundir una fe corrosiva para toda la estructura de la sociedad hindú y musulmana y, por encima de todo, las mujeres inglesas que llegaron para crear hogares en la India mientras sus maridos trabajaban allí, a menudo no aprobaban la forma de actuar de los hombres de la John Company. Cambiaron el carácter de la comunidad británica, que se fue apartando paulatinamente de los nativos, convenciéndose cada vez más de su superioridad moral, que sancionaba el dominio sobre los hindúes, los cuales eran cultural y moralmente inferiores. Conscientemente, los gobernantes fueron cada vez más ajenos a las personas que gobernaban. Uno de ellos habló en tono aprobador de sus compatriotas como representantes de una «civilización beligerante» y definió su labor como «la introducción de partes esenciales de la civilización europea en un país densamente poblado, extremadamente ignorante, impregnado de superstición idólatra, sin energías, fatalista, indiferente a la mayoría de las cosas que nosotros consideramos los males de la vida, y que prefiere la respuesta de someterse a ellos antes que la dificultad de enfrentarse e intentar eliminarlos». Este enérgico credo estaba lejos del de los ingleses del siglo anterior, que, inocentemente, lo único que habían pretendido hacer en la India era ganar dinero. Ahora, mientras las leyes se enfrentaban a los poderosos intereses nativos, los británicos tenían cada vez menos contacto social con los hindúes. Paulatinamente, fueron confinando a los hindúes con formación a los puestos más bajos de la administración y se retiraban hacia una vida propia cerrada, aunque ostensiblemente privilegiada. Los conquistadores del pasado habían sido absorbidos por la sociedad hindú en mayor o menor medida. Los británicos victorianos, gracias a una tecnología moderna que constantemente renovaba sus contactos con la patria y su confianza en su superioridad intelectual y religiosa, se mantenían inmunes, cada vez más distantes, lo cual no había pasado con los primeros conquistadores. No podían quedar intactos ante la India, como aún testifican muchos legados de la lengua inglesa, el desayuno inglés y la mesa de comedor, pero crearon una civilización que se enfrentaba a la India como un desafío, aunque no del todo inglés. En el siglo XIX, «anglohindú» era un término que se aplicaba no a personas de sangre mezclada, sino a los ingleses que habían hecho carrera en la India, e indicaba una distinción cultural y social.
El carácter separado de la sociedad anglohindú respecto a la India llegó a ser casi absoluto debido al grave daño causado en la confianza británica por las rebeliones de 1857, llamadas el «Motín de la India». En esencia, fue una reacción en cadena de levantamientos iniciada por un motín de soldados hindúes que temían el efecto contaminante que pudiese derivarse de usar un nuevo tipo de cartucho lubrificado con grasa animal. Este detalle es significativo. Gran parte de la rebelión fue la respuesta espontánea y reaccionaria de la sociedad tradicional a la innovación y la modernización. Al reforzarse la postura inglesa, se extendió el descontento entre los dirigentes nativos, tanto musulmanes como hindúes, que lamentaban la pérdida de sus privilegios y pensaban que quizá había llegado la oportunidad de recuperar su independencia. Al fin y al cabo, los británicos eran pocos en número. Pero la respuesta de estos pocos fue rápida y despiadada. Con la ayuda de soldados hindúes leales, las rebeliones fueron aplastadas, aunque no antes de producirse algunas matanzas de prisioneros británicos y de que una fuerza británica fuese asediada en Lucknow, en territorio rebelde, durante meses.
El motín y su represión fueron un desastre para la India británica, aunque no rotundo. No se tuvo muy en cuenta que, formalmente, el imperio mogol había desaparecido a manos de los británicos (los amotinados de Delhi habían proclamado al último emperador como su líder). Tampoco se había aplastado —como sugerirían nacionalistas hindúes posteriores— un movimiento de liberación nacional cuyo final fuese una tragedia para la India. Como muchos episodios importantes en la formación de las naciones, el motín sería trascendente como mito y como inspiración. Más tarde se creyó que había sido más importante de lo que fue en realidad: una serie de protestas básicamente reaccionarias. El efecto que realmente fue desastroso e importante es la herida que causó en la buena voluntad y la confianza británicas. Fueran cuales fuesen las intenciones expresadas por la política británica, la conciencia de los británicos que estaban en la India a partir de este momento quedó teñida por el recuerdo de que los hindúes en una ocasión habían demostrado no ser en absoluto de fiar, con unas consecuencias casi fatales. Entre los anglohindúes, y también entre los hindúes, la importancia mítica del motín fue en aumento con el tiempo. Las atrocidades que realmente se cometieron fueron nefastas, pero otras, que en realidad no ocurrieron, también fueron alegadas como motivo para una política de represión y exclusión social. De forma inmediata e institucionalmente, el motín también marcó una época, porque puso fin al gobierno de la Compañía. El gobernador general pasó a ser el virrey de la reina y responsable de un gabinete ministerial británico. Esta estructura proporcionó el marco del Raj británico a lo largo de sus noventa años de vida.
Así pues, el motín cambió la historia de la India, pero solo impulsándola más firmemente en una dirección hacia la que ya se inclinaba. Otro hecho igualmente revolucionario para la India tuvo unos efectos mucho más graduales. Fue el florecimiento en el siglo XIX de la conexión económica con Gran Bretaña. El comercio fue el origen de la presencia británica en el subcontinente, y continuó modelando su destino. La primera gran transformación se dio cuando la India se convirtió en la base principal para el comercio con China. Su mayor expansión se produjo en las décadas de 1830 y 1840, cuando, por diversas razones, el acceso a China se vio facilitado. Fue aproximadamente en la época en que tuvo lugar el primer incremento rápido de las exportaciones británicas a la India, en particular de textiles, de modo que, en la época del motín, ya existía un gran interés comercial en la India en el que participaban muchos más ingleses y firmas comerciales inglesas que los que había habido en la antigua Compañía.
La historia del comercio anglohindú ahora estaba contenida dentro de la historia de la expansión general de la supremacía británica en manufacturas y comercio mundial. El canal de Suez hizo caer los costes del transporte de mercancías por mar a Asia en una proporción enorme. Hacia finales del siglo, el volumen del comercio británico con la India se había más que cuadruplicado. Sus efectos se dejaron sentir en ambos países, pero fueron decisivos en la India, donde se impuso un control a una industrialización que podría haber progresado más rápidamente sin la competencia británica. Paradójicamente, el crecimiento del comercio frenaba la modernización de la India y su alienación de su propio pasado. Pero intervenían también otras fuerzas; hacia finales de la centuria, el marco ofrecido por el Raj y el estímulo de las influencias culturales que este permitía ya habían hecho imposible la supervivencia de una India completamente no modernizada.
Ningún otro país de principios del siglo XIX extendió tanto sus dominios imperiales como Gran Bretaña, pero los franceses también habían efectuado incorporaciones sustanciales al imperio que les había quedado en 1815. En los cincuenta años siguientes, los intereses de Francia en el exterior (en África occidental y en el Pacífico Sur, por ejemplo) no se habían perdido de vista, si bien el primer indicio claro de un resurgimiento del imperialismo francés apareció en Argelia. Todo el norte de África estaba abierto a la expansión imperial por parte de los depredadores europeos, debido a la decadencia del dominio formal del sultán otomano. En las costas sur y orientales del Mediterráneo, se planteaba la cuestión de una posible partición turca. Los intereses de Francia en la zona eran algo natural; se remontaban a una gran ampliación del comercio de Francia en Oriente Próximo en el siglo XVIII. Pero un indicador más preciso había sido la expedición a Egipto bajo el mandato de Bonaparte en 1798, que planteó la cuestión de la sucesión otomana en su esfera extra europea.
La conquista de Argelia comenzó de forma incierta en 1830. Una serie de guerras no solo con sus habitantes nativos, sino también con el sultán de Marruecos, se sucedieron hasta 1870, cuando la mayor parte del país ya estaba sometida. De hecho, esto equivalió a iniciar otra etapa de expansión, ya que en ese momento los franceses desviaron su atención hacia Túnez, que en 1881 había aceptado un protectorado francés. Hacia estos territorios, que antes habían sido posesiones otomanas, ahora comenzó un flujo constante de inmigrantes europeos, no solo procedentes de Francia, sino también de Italia y, más tarde, de España. Ello conformó unas poblaciones considerables de colonos en unas pocas ciudades que iban a complicar el mantenimiento del dominio francés. Habían quedado atrás los días en que los argelinos africanos podían ser exterminados, o casi, como los aztecas, los indígenas americanos o los aborígenes australianos. En cualquier caso, su sociedad era más resistente, formada en el crisol de una civilización islámica que antes había combatido con gran éxito contra la cristiandad. Sin embargo, esta sociedad sufrió, sobre todo a causa de la introducción de leyes sobre el territorio que desarticularon las costumbres tradicionales y empobrecieron a los campesinos al exponerlos al fuerte impacto de la economía de mercado.
En el extremo oriental del litoral africano, un despertar nacional en Egipto fue acompañado del surgimiento del primer gran líder nacionalista modernizador no perteneciente al mundo europeo, Mehmet Alí, un pachá de Egipto. Como admirador de Europa, pretendía aplicar sus técnicas e ideas, al tiempo que afirmaba su independencia del sultán. Cuando más adelante el sultán reclamó su apoyo contra la revolución griega, Mehmet Alí intentó apoderarse de Siria en recompensa por su ayuda. Esta amenaza al imperio otomano originó una crisis internacional en la década de 1830, en la cual Francia tomó posiciones. Los franceses no lograron sus objetivos, pero a partir de entonces la política francesa continuó interesándose por Oriente Próximo y por Siria, un interés que finalmente daría sus frutos en la breve implantación, ya en el siglo XX, de una presencia francesa en la zona.
La sensación de que Gran Bretaña y Francia habían hecho un buen uso de sus oportunidades en los inicios del siglo XIX, fue sin duda una de las razones por las que otras potencias intentaron seguir su ejemplo a partir de 1870. No obstante, la emulación por envidia no puede explicar por sí sola la extraordinaria rapidez y vigor de lo que en ocasiones se ha dado en llamar la «oleada imperialista» de finales del siglo XIX. Dejando de lado la Antártida y el Ártico, menos de una quinta parte de la superficie del mundo no pasó a estar bajo una bandera europea o bajo la de un país colonizado por Europa en 1914. Y, de esta reducida fracción, solo Japón, Etiopía y Siam disfrutaban de una autonomía real.
Se ha debatido ampliamente por qué sucedió todo esto. Sin duda, una parte de este proceso se debió al simple impulso de las fuerzas acumuladas. La hegemonía europea fue cada vez más irresistible a medida que iba ganando fuerza. La teoría y la ideología del imperialismo, hasta cierto punto, eran simples racionalizaciones del enorme poder que, de pronto, el mundo europeo se dio cuenta de que poseía. Desde un punto de vista práctico, por ejemplo, mientras la medicina empezaba a dominar las infecciones tropicales y el vapor proporcionaba transportes más rápidos, resultó más fácil establecer bases permanentes en África y penetrar hasta su interior. Desde hacía mucho tiempo, el continente negro había despertado cierto interés, pero su explotación no empezó a ser factible por primera vez hasta la década de 1870. Estos progresos técnicos hicieron posible y atractiva una dispersión del dominio europeo que fomentaría y protegería el comercio y las inversiones. Las expectativas que estas posibilidades suscitaron a menudo carecían de fundamento y normalmente terminaban en una decepción. Fuera cual fuese el atractivo de los «estados subdesarrollados» de África (tal como un estadista británico lo expresó de forma imaginativa pero engañosa), o el supuestamente ingente mercado de bienes de consumo constituido por los millones de habitantes de China, que no disponían ni de un céntimo, para los países industriales, las demás naciones industriales seguían siendo sus mejores clientes y socios en el comercio. Las antiguas colonias y las que aún existían atraían más inversiones de capital de ultramar que las nuevas incorporaciones. La mayor parte del dinero británico invertido en el exterior se dirigía a Estados Unidos y a América del Sur. Los inversores franceses preferían Rusia a África, y el dinero alemán iba a Turquía.
Por otra parte, las expectativas económicas animaron a muchos inversores privados. A causa de ellos, la expansión imperial siempre tenía un factor aleatorio que hace difícil formular generalizaciones. En muchas ocasiones, exploradores, comerciantes y aventureros daban pasos que impulsaban a los gobiernos, de buen grado o no, a apoderarse de más territorio. A menudo surgían héroes populares; por ello la fase más activa del imperialismo europeo coincidió con un gran crecimiento de la participación popular en los asuntos públicos. Al comprar periódicos, votar u ovacionar en las calles, las masas participaban cada vez más en la política, la cual, entre otras cosas, ponía énfasis en la competencia imperial como una forma de rivalidad nacional. La nueva prensa económica a menudo acentuaba esta tendencia al exagerar las exploraciones y las guerras coloniales. Algunas personas también pensaban que la insatisfacción social podía ser calmada mediante la contemplación de cómo se extendía la bandera nacional por nuevos territorios, aunque los expertos supiesen que probablemente no se obtendría nada de ellos, salvo gastos.
Sin embargo, el cinismo no lo explica todo, como tampoco lo hace el afán de beneficios. El idealismo que inspiró a algunos imperialistas, sin duda descargó la conciencia de muchas más personas. Aquellos que creían que poseían la verdadera civilización iban a considerar el dominio de otros por su bien como un deber. El célebre poema de Kipling instaba a los estadounidenses a asumir la «carga del hombre blanco», no su botín.
Así pues, muchos elementos diversos se entremezclaron a partir de 1870 en un contexto de relaciones internacionales cambiantes que impuso su propia lógica en los asuntos coloniales. No es preciso explicar la historia con detalle, pero destacan dos temas recurrentes. Uno de ellos es que, como única potencia verdaderamente mundial, Gran Bretaña tenía conflictos con otros estados por las colonias más que ningún otro país, ya que tenía posesiones en todo el mundo. El centro de sus preocupaciones era más que nunca la India. La adquisición de territorio africano para proteger la ruta de El Cabo y una nueva ruta a través del canal de Suez, y las frecuentes alarmas por peligros en las tierras que conformaban el glacis de la India por el noroeste y el oeste, lo indicaban. Entre 1870 y 1914, las únicas crisis por cuestiones no europeas que hicieron que pareciese posible una guerra entre Gran Bretaña y otra gran potencia, surgieron por los intereses de Rusia en Afganistán y por un intento de Francia de implantarse en el Alto Nilo. Los funcionarios británicos también estaban muy preocupados por la penetración francesa en África occidental y en Indochina, así como por la influencia rusa en Persia.
Estos hechos indican el segundo tema recurrente. Pese a que los países europeos tuvieron conflictos por lo que sucedía en ultramar durante aproximadamente cuarenta años, y pese a que Estados Unidos fue a la guerra contra uno de ellos (España), el reparto del mundo no europeo entre las grandes potencias se produjo de forma sorprendentemente pacífica. Cuando por fin estalló la Gran Guerra en 1914, Gran Bretaña, Rusia y Francia, los tres países que habían entrado en conflicto entre ellos sobre todo por dificultades imperiales, iban a estar en el mismo bando. No fue la rivalidad colonial en ultramar lo que causó el conflicto. Solo en una ocasión a partir de 1900 hubo un peligro real, en Marruecos, de entrar en guerra, y estuvo provocado por una disputa acerca de tierras no europeas surgida entre dos grandes potencias europeas. En aquel caso, la cuestión no era realmente de rivalidad colonial, sino si Alemania podía intimidar a Francia sin temor a que otros países prestasen apoyo al segundo. De hecho, parece que las disputas por asuntos no europeos antes de 1914 fueron una distracción positiva ante unas rivalidades más peligrosas dentro de Europa. Incluso es posible que ayudaran a mantener la paz en el continente.
La rivalidad imperial tuvo su propia dinámica. Cuando un país conseguía una nueva concesión o colonia, eso casi siempre incitaba a los demás a adjudicarse otra mejor. En este sentido, la oleada imperialista se autoalimentaba. Hacia 1914, los resultados más sorprendentes se vieron en África. Las actividades de los exploradores, misioneros y activistas contra el esclavismo de principios del siglo XIX fomentaron la creencia de que la extensión del dominio europeo en el «continente negro» era una cuestión de difundir la Ilustración y el humanitarismo (de hecho, las bendiciones de la civilización). En las costas africanas, siglos de comercio habían mostrado que en su interior había productos deseables. Los blancos de El Cabo ya estaban ejerciendo presión más hacia el interior (a menudo por el resentimiento de los bóers contra el dominio británico). Estos hechos conformaron una mezcla explosiva que estalló en 1881, cuando una fuerza británica fue enviada a Egipto para asegurar el gobierno del país contra una revolución nacionalista, cuyo éxito, se temía, podía amenazar la seguridad del canal de Suez. El poder corrosivo de la cultura europea —ya que esta era la fuente de las ideas de los nacionalistas egipcios— provocó el paso a otra fase de declive en el imperio otomano, del cual Egipto aún formaba parte formalmente, a la vez que inició lo que se denominó la «carrera por África».

Los británicos deseaban retirar sus soldados de Egipto rápidamente, pero en 1914 aún estaban allí. Para entonces, los oficiales británicos prácticamente dirigían la administración del país, mientras que, en el sur, el dominio anglo egipcio había sido llevado hacia el interior de Sudán.

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Al mismo tiempo, las provincias occidentales de Turquía en Libia y Trípoli habían sido tomadas por los italianos (que se sentían injustamente apartados de Túnez por el protectorado francés existente allí), Argelia era francesa, y los franceses disfrutaban de una relativa libertad de acción en Marruecos, salvo en las zonas ocupadas por los españoles. Al sur de Marruecos, en dirección al cabo de Buena Esperanza, la línea costera estaba completamente dividida entre británicos, franceses, alemanes, españoles, portugueses y belgas, con una única y aislada excepción, la república negra de Liberia. Las inmensidades desiertas del Sahara eran francesas, al igual que la cuenca del río Senegal y gran parte de la zona norte de la cuenca del Congo.
Los belgas se habían instalado en el resto de lo que pronto iba a revelarse como la tierra más rica en minerales de África. Más al este, los territorios británicos se extendían desde El Cabo hasta Rhodesia y la frontera del Congo. En la costa este, se encontraban separados del mar por Tanganica (que era alemana) y por el África oriental portuguesa. Desde Mombasa, el puerto de Kenia, todo un cinturón de territorios británicos se extendía desde Uganda hasta las fronteras de Sudán y las fuentes del Nilo. Somalia y Eritrea (en manos británicas, italianas y francesas) aislaban a Etiopía, el único país africano, aparte de Liberia, aún independiente del dominio europeo. El gobernante de este antiguo Estado cristiano era el único dirigente no europeo del siglo XIX que evitó la amenaza de la colonización con un éxito militar, la aniquilación de un ejército italiano en Adua en 1896. Otros africanos no tenían la capacidad de resistir con éxito, como lo demuestran el aplastamiento por Francia de la revuelta argelina de 1871, la dominación portuguesa (con dificultades) de una insurrección en Angola en 1902 y de otra en 1907, la destrucción británica de los zulúes y los matabele, y lo peor, la matanza alemana de los hereros en el África del Sudoeste en 1907.
Esta colosal extensión del poder europeo, en su mayor parte llevada a cabo a partir de 1881, transformó la historia de África. Fue el cambio más importante desde la llegada del islam al continente. Los tratos de los negociadores europeos, los accidentes del descubrimiento y la comodidad de las administraciones coloniales, al final determinaron las maneras en que la modernización llegó a África. La supresión de las guerras intertribales y la introducción de servicios médicos elementales dieron origen a un crecimiento de la población en algunas zonas. Al igual que en América unos siglos antes, la introducción de nuevos cultivos hizo posible la alimentación de un mayor número de personas. No obstante, distintos regímenes coloniales tuvieron diferentes impactos culturales y económicos. Mucho después de que los colonos se hubiesen ido, existirían grandes diferencias entre países donde se habían implantado, por ejemplo, la administración francesa o la práctica judicial británica. En todo el continente, los africanos encontraron nuevas pautas de empleo, aprendieron aspectos de la forma de ser europea en las escuelas europeas o sirvieron en regimientos coloniales, y observaban distintos elementos que admirar u odiar en la forma de actuar del hombre blanco, que había pasado a regular sus vidas. Incluso cuando se daba una gran importancia a gobernar a través de las instituciones nativas, como en algunos dominios británicos, a partir de entonces se tuvo que trabajar en un nuevo contexto. Las unidades tribales y locales seguían afirmándose, pero lo hacían cada vez más a contracorriente de las nuevas estructuras creadas por el colonialismo y fueron abandonadas como un legado para el África independiente. La monogamia cristiana, las actitudes empresariales o los nuevos conocimientos (a los que se había abierto un camino mediante las lenguas europeas, la más importante de todas las implantaciones culturales), todo ello contribuyó finalmente a la formación de una nueva conciencia y a un mayor grado de individualismo. A partir de estas influencias surgirían las nuevas élites africanas del siglo XX. Sin imperialismo, para bien o para mal, aquellas influencias no hubiesen podido ser fructíferas tan rápidamente.
En cambio, Europa apenas se vio alterada por la aventura africana. Obviamente, era importante que los europeos pudiesen tener acceso a aún más riquezas fácilmente explotables, si bien probablemente solo Bélgica extraía de África unos recursos que suponían una diferencia real para su futuro nacional. A veces, la explotación de África también suscitó una oposición política en algunos países europeos. Había algo más que un toque de los conquistadores españoles en algunos de los aventureros del siglo XIX. La administración del Congo por el rey belga Leopoldo y la mano de obra forzada en el África portuguesa son ejemplos destacados de ello, pero había otros lugares donde los recursos naturales de África —humanos y materiales— eran explotados cruelmente o expoliados por intereses que beneficiaban a los europeos con la connivencia de las autoridades imperiales, y ello pronto creó un movimiento anticolonial. Algunos países reclutaron soldados africanos, aunque no para que sirviesen en Europa, donde solo los franceses esperaban utilizarlos para contrarrestar el peso de los efectivos alemanes. Algunos países buscaban salidas para la emigración que aliviasen los problemas sociales, pero las oportunidades que presentaba África para la residencia de europeos eran muy diversas. Había dos grandes bloques de colonos blancos en el sur, y más adelante los británicos se introducirían en Kenia y Rhodesia, donde había tierras adecuadas para los granjeros blancos. Aparte de esto, había europeos en las ciudades del norte de África, que era francés, y una comunidad creciente de colonos portugueses en Angola. Por otro lado, las expectativas generadas de un África como salida para la emigración italiana quedaron frustradas, mientras que la alemana era escasa y casi enteramente temporal. Algunos países europeos —Rusia, Austria, Hungría y los países escandinavos— prácticamente no enviaron colonos a África.
Por supuesto, la historia del imperialismo del siglo XIX abarca mucho más que África. El Pacífico quedó dividido de forma menos radical, pero al final no sobrevivió ninguna unidad política independiente entre los pueblos de sus islas. También hubo una gran expansión del territorio británico, francés y ruso en Asia. Los franceses se establecieron en Indochina y los británicos, en Malasia y Birmania, que tomaron para proteger el acceso a la India. Siam mantuvo su independencia porque convenía a ambas potencias tener un Estado tapón entre ellas. Los británicos también afirmaron su superioridad con una expedición al Tíbet, teniendo en mente consideraciones similares sobre la seguridad de la India. La mayoría de estos territorios, al igual que gran parte de la zona donde se expandió Rusia por ultramar, estaban bajo soberanía china. Su historia forma parte de la del imperio chino, que se estaba desmoronando; una historia que corre paralela a la corrosión de otros imperios, como el otomano, el marroquí y el persa, por influencia de Europa, si bien tuvo una mayor importancia para la historia mundial. En un momento dado, parecía como si pudiese originarse una lucha por China tras el reparto de África. Esta posibilidad se analiza más ampliamente en otro apartado. Aquí es conveniente señalar que la oleada imperialista en la esfera china, al igual que en el Pacífico, fue notablemente distinta de la de África porque Estados Unidos tomó parte en ella.
Los estadounidenses siempre habían recelado de las aventuras imperiales fuera del continente que ya consideraban suyo, como si se lo hubiese otorgado Dios. Incluso en sus facetas más arrogantes, el imperialismo debía ser enmascarado, relativizado y silenciado en la república de una manera que en Europa resultaba innecesaria. La propia creación de Estados Unidos había sido una rebelión exitosa contra una potencia imperial. La constitución no incluía ninguna provisión acerca del gobierno de posesiones coloniales, y siempre fue muy difícil ver cuál podría ser dentro de ella la posición de los territorios a los que no se pudiera considerar en fase de progreso hacia una plena independencia, y aún menos la de territorios no americanos que estuviesen bajo dominio estadounidense. Por otra parte, había muchos matices apenas distinguibles del imperialismo en la expansión territorial de Estados Unidos en el siglo XIX, aunque los norteamericanos pudiesen no reconocerlo cuando esta expansión se presentaba como un «destino manifiesto». Los ejemplos más claros fueron la guerra de 1812 contra los británicos y el trato dado a México a mediados de siglo. Pero también hay que tomar en consideración el expolio de los indios y las implicaciones de dominación contenidas en la doctrina Monroe.
En la década de 1890, la expansión de Estados Unidos por tierra había finalizado. Se anunció que la frontera continua de las colonias interiores había dejado de existir. En aquel momento, el crecimiento económico había dado una gran importancia a la influencia de los intereses empresariales en el gobierno estadounidense, a veces expresada en términos de nacionalismo económico y con una alta protección arancelaria. Algunos de estos intereses desviaron la atención de la opinión pública estadounidense al extranjero, en particular a Asia. Había quien pensaba que Estados Unidos estaba en peligro de exclusión del comercio que realizaban en aquella zona las potencias europeas. Estaba en juego una vieja conexión (la primera escuadra estadounidense del Lejano Oriente fue enviada en la década de 1820) en el momento en que comenzaba una nueva era de concienciación acerca del Pacífico, con el rápido crecimiento de la población de California. A finales del siglo, también se concretaron las conversaciones del último medio siglo sobre un canal que cruzase América Central. Ello estimuló el interés por las doctrinas de ciertos estrategas que sugerían que Estados Unidos tal vez necesitase un glacis oceánico en el Pacífico para mantener la doctrina Monroe.
Todas estas corrientes confluyeron en un impulso expansivo que, hasta la actualidad, ha sido el único ejemplo de un imperialismo estadounidense en ultramar, y que durante un tiempo dejó al margen los reparos tradicionales en cuanto a la incorporación de nuevos territorios en ultramar. Los inicios se remontan a la creciente apertura de China y Japón al comercio estadounidense en las décadas de 1850 y 1860, y a la participación junto con los británicos y alemanes en la administración de Samoa (donde una base naval conseguida en 1878 fue conservada como posesión estadounidense). A ello siguieron dos décadas de creciente intervención en los asuntos del reino de Hawai, país al que se había ampliado la protección de Estados Unidos en la década de 1840, y donde se habían establecido un gran número de comerciantes y misioneros estadounidenses. El apoyo voluntario a los hawaianos dio paso a diversos intentos de organizar su anexión a Estados Unidos durante la década de 1890. Washington ya disponía de Pearl Harbor como base naval, que había servido para desembarcar marines en Hawai después de que se produjese una revolución. Al final, el gobierno tuvo que dejar paso a las fuerzas enviadas por los colonos, y en 1898 una república hawaiana de corta existencia fue anexionada como territorio de Estados Unidos.
Aquel año, una misteriosa explosión destruyó un acorazado estadounidense, el Maine, en el puerto de La Habana, y ello fue aprovechado como excusa para entablar una guerra con España. Como trasfondo estaba la incapacidad de España para dominar la rebelión que había estallado en Cuba, donde los intereses empresariales estadounidenses eran importantes, lo cual encendió los ánimos de los estadounidenses y aumentó la creciente conciencia de la trascendencia de los accesos por el Caribe a un futuro canal que cruzase el istmo. En Asia, los estadounidenses prestaron ayuda a otro movimiento rebelde contra los españoles en Filipinas. Cuando el dominio estadounidense sustituyó al español en Manila, los rebeldes se volvieron contra los que eran sus aliados y emprendieron una guerra de guerrillas. Fue la primera fase de un largo y difícil proceso de exclusión de Estados Unidos de su primera colonia asiática. En aquel momento, en que parecía harto probable la caída del imperio chino, en Washington se optó por no retirarse. En el Caribe, la larga historia del imperio español en las Américas finalmente llegó a su fin. Puerto Rico pasó a Estados Unidos, y Cuba logró su independencia bajo unas condiciones que garantizaban su dominio por parte de Estados Unidos. Las fuerzas estadounidenses volvieron a ocupar la isla bajo esas condiciones entre 1906 y 1909, y nuevamente en 1917.
Este fue el preludio de la última gran etapa en esta oleada de imperialismo estadounidense. La construcción de un canal en el istmo se había discutido desde mediados del siglo XIX, y la inauguración del canal de Suez dio al proyecto una mayor verosimilitud. La diplomacia estadounidense negoció una manera de evitar el obstáculo de la posible participación británica. Todo parecía ir sobre ruedas, pero en 1903 surgió un problema, cuando los colombianos rechazaron un tratado que preveía la adquisición de un territorio de Colombia para el canal. En Panamá, por donde debía pasar el canal, se organizó una revolución. Estados Unidos evitó que el gobierno de Colombia la sofocase, de modo que surgió una república panameña, la cual, en agradecimiento, concedió a Estados Unidos el territorio necesario para el canal, además del derecho de intervenir en sus asuntos para mantener el orden. Así pues, podían iniciarse las obras, y en 1914 el canal estaba abierto. La posibilidad de trasladar barcos rápidamente de un océano a otro supuso un gran paso adelante para la estrategia naval estadounidense. También fue el trasfondo del «corolario» de la doctrina Monroe propuesto por el presidente Theodore Roosevelt. Cuando la zona del canal pasó a ser clave para la defensa naval del hemisferio, fue más importante que nunca asegurar su protección con un gobierno estable y con la hegemonía de Estados Unidos en los estados caribeños. En estos países, pronto fue evidente el mayor ímpetu de la intervención estadounidense.
Pese a que sus motivos y técnicas eran distintos —en primer lugar, prácticamente no había colonias estadounidenses permanentes en las nuevas posesiones—, las acciones de Estados Unidos pueden considerarse parte de la última gran apropiación de territorios llevada a cabo por los pueblos europeos. Casi todos ellos habían participado en esta acción, salvo los sudamericanos. Hacia 1914, un tercio de la superficie del mundo estaba bajo dos banderas, la del Reino Unido y la de Rusia (si bien es discutible qué proporción del territorio ruso puede considerarse colonial). Por dar unas cifras que excluyen a Rusia, en 1914 el Reino Unido gobernaba sobre 400 millones de súbditos fuera de sus fronteras, Francia sobre más de 50 millones y Alemania e Italia, sobre unos 14 millones cada una. Fue una acumulación de autoridad formal sin precedentes.
Sin embargo, en aquella época ya se apreciaban señales de que el imperialismo de ultramar estaba perdiendo fuelle. China había resultado una decepción, y quedaba poco más para dividir, aunque Alemania y Gran Bretaña discutían la posibilidad de repartirse el imperio portugués, que parecía estar siguiendo el mismo camino que el español. La zona que más probablemente podía ser presa del imperialismo europeo era el imperio otomano, en pleno declive, y su disolución pareció inminente cuando los italianos se apoderaron de Trípoli en 1912 y una coalición balcánica formada contra Turquía se anexionó al año siguiente lo que quedaba de sus territorios europeos. Este panorama no parecía estar tan libre de conflictos entre las grandes potencias como lo estuvo África tras su partición. Aquí entrarían en juego cuestiones mucho más cruciales.

7. La respuesta de Asia a la europeización del mundo
Un observador chino perspicaz podría haber descubierto algo revelador en la desgracia que finalmente se cernió sobre los jesuitas, que fueron al principio tan bien aceptados en la corte del emperador Kangxi. Durante más de un siglo, estos hábiles hombres, discreta y juiciosamente, habían procurado congraciarse con sus anfitriones. Para empezar, ni siquiera habían hablado de religión, sino que se habían conformado con estudiar el idioma del país. Incluso llevaban vestimentas chinas, las cuales, según contaban, producían muy buena impresión. Ello reportó grandes éxitos. Sin embargo, la eficacia de su misión quedó de pronto paralizada. Su aceptación de los ritos y las creencias chinas y su orientalización de las enseñanzas cristianas hicieron que se enviasen dos emisarios papales a China para poner freno a tal flexibilidad inaceptable. Para los historiadores, e incluso para los contemporáneos, este fue un indicio de que los europeos, a diferencia de otros intrusos, al final no sucumbirían a su atractivo cultural.
Esta muestra de la intransigencia de la cultura europea encerraba un mensaje para toda Asia. Iba a ser más importante para lo que estaba a punto de suceder en Asia —y para lo que ya estaba sucediendo allí— incluso que la tecnología de los recién llegados. Sin duda, era más decisivo que cualquier debilidad temporal o especial de los imperios orientales, como iba a mostrar la propia historia de China. Bajo el reinado de los sucesores inmediatos de Kangxi, el imperio manchú ya había cruzado su cenit. Su lento declive, que finalmente sería nefasto, en sí mismo no hubiese sido sorprendente, dada la pauta cíclica de la trayectoria de ascensos y caídas dinásticas. Lo que diferenciaba el destino de la dinastía Qing del de sus predecesoras era que sobrevivió lo bastante para gobernar el país mientras este se enfrentaba a una nueva amenaza por parte de una cultura más fuerte que la de la China tradicional. Por primera vez en casi doscientos años, la sociedad china tendría que cambiar, en lugar de tener que hacerlo la cultura importada de una nueva oleada de conquistadores bárbaros. Estaba a punto de empezar la revolución china.
En el siglo XVIII no se podía esperar que ningún funcionario chino pudiese discernirlo. Cuando lord Macartney llegó allí en 1793 para solicitar igualdad de representación diplomática y el libre comercio, la confianza de siglos estaba intacta. Los primeros avances y usurpaciones occidentales habían sido rechazados o contenidos con éxito. El representante de Jorge III solo recibió mensajes, amables pero inflexibles, de rechazo a lo que al emperador chino le gustaba denominar «la solitaria lejanía de su isla, separada del mundo por las inmensidades del mar». Seguramente, el mensaje no habría sido más aceptable si a Jorge III le hubiesen dado unas palmaditas en la espalda por su «sumisa lealtad al enviar esta misión de homenaje» y le hubieran animado a «mostrar una devoción y lealtad aún mayores en el futuro».
Esta idea sobre su superioridad cultural y moral era tan natural en los chinos con formación como lo sería en los misioneros y filántropos europeos y norteamericanos del siglo siguiente, los cuales, inconscientemente, trataban con condescendencia a los pueblos a los que debían servir. Personificaba la visión del mundo que tenía China, en la que todos los países prestaban tributo al emperador, poseedor del Mandato del Cielo, y daba por sentado que China ya disponía de todos los materiales y técnicas necesarios para la más alta civilización, y que no haría más que perder tiempo y energías si cultivase las relaciones con Europa más allá del comercio limitado que se toleraba en Cantón (donde en 1800 debía de haber alrededor de mil europeos). Pero ello tampoco era una absurdidad. Casi tres siglos de comercio con China no habían revelado unos artículos fabricados en Europa que los chinos deseasen, salvo juguetes y relojes mecánicos, que les parecían divertidos. El comercio europeo con China se basaba en las exportaciones europeas de plata o de otros productos asiáticos. Tal como un mercader británico lo expresó concisamente a mediados del siglo XVIII, el «comercio con las Indias Orientales... exporta nuestro oro y plata, usa pocos productos o manufacturas nuestros y nos trae artículos perfectamente fabricados que perjudican el consumo de nuestros propios productos».
No obstante, pese a la confianza de la China oficial en su régimen interno y en su superioridad cultural, retrospectivamente pueden discernirse indicios de dificultades. Las sociedades y cultos secretos, que mantenían vivo un rencor nacional latente contra una dinastía extranjera y contra el poder central, aún sobrevivían e incluso prosperaron. Encontraron un nuevo apoyo cuando el crecimiento demográfico fue incontenible. Al parecer, en un solo siglo la población se duplicó, para alcanzar la cifra de unos 430 millones de habitantes en 1850. La presión sobre la tierra cultivada se agudizó notablemente, porque el territorio agrícola solo podía ampliarse en un escaso margen. La situación empeoró, y el grueso del campesinado fue cada vez más miserable. Se habían producido señales de aviso en las décadas de 1770 y 1780, cuando la paz interna a lo largo de un siglo fue rota por grandes revoluciones, como las que en el pasado habían anunciado muy a menudo el declive de una dinastía. A principios del siglo siguiente, esas señales ya eran más frecuentes y destructivas. Para empeorar las cosas, vinieron acompañadas de otro deterioro económico: una inflación del precio de la plata con que debían pagarse los impuestos. La mayoría de las transacciones diarias (incluido el pago de salarios) se realizaban con cobre, de modo que aumentó la carga ya aplastante que sufrían los pobres. Con todo, nada de todo esto parecía ser funesto salvo, seguramente, para la dinastía. Todo podía encajarse en la pauta tradicional del ciclo histórico. Lo único necesario era que las personas acomodadas y con cargos se mantuviesen leales, y aunque no lo hiciesen, pese a que el gobierno podía derrumbarse, no había motivo para creer que, a su debido tiempo, no surgiría otra dinastía que conseguiría de nuevo su lealtad y preservaría el marco imperial de una China inmutable. No obstante, esta vez las cosas no irían así, a causa del impulso y la fuerza del desafío bárbaro del siglo XIX.
La inflación era resultado de unas relaciones cambiantes con el mundo exterior, que al cabo de unas décadas hicieron que no tuviese sentido la recepción dada a Macartney. Antes de 1800, Occidente podía ofrecer a China pocas cosas que esta desease salvo plata, pero en las tres décadas siguientes del siglo XIX las cosas cambiaron, sobre todo porque los comerciantes británicos por fin encontraron un artículo que los chinos deseaban y que la India podía proporcionar: opio. Las expediciones navales obligaron a los chinos a abrir su país a la venta (si bien al principio lo hicieron con ciertas restricciones) de esta droga, pero la «guerra del Opio», iniciada en 1839, terminó en 1842 con un tratado que marcó un cambio fundamental en las relaciones de China con Occidente. El monopolio de Cantón y el estatus tributario de los extranjeros llegaron a su fin al mismo tiempo. Una vez que los británicos hubieron entreabierto la puerta al comercio occidental, otros iban a seguirles.
Sin saberlo, el gobierno de la reina Victoria había desencadenado la revolución china. La década de 1840 inició un período de levantamientos que no finalizaría hasta un siglo más tarde. Poco a poco, la revolución se revelaría como un doble rechazo, hacia los extranjeros y también hacia gran parte del pasado de China. El primero se expresaría cada vez más a la manera y con las expresiones del nacionalismo de un mundo progresivamente europeo. Como estas fuerzas ideológicas no podían contenerse dentro del marco tradicional, al final resultarían funestas para este marco, cuando los chinos intentasen eliminar los obstáculos para la modernización y el poder nacional. Más de un siglo después de la guerra del Opio, la revolución china finalmente hizo volar por los aires, para bien, un sistema social que había sido el fundamento de la vida china durante miles de años. No obstante, para entonces gran parte de los problemas de la vieja China ya se habían desvanecido. En aquel momento también se observaría que los problemas de China habían formado parte de un levantamiento más amplio, una guerra de los Cien Años entre Asia y Occidente, cuyo punto de inflexión se situó a principios del siglo XX.
Estas implicaciones maduraron poco a poco. Al principio, las usurpaciones occidentales en China normalmente solo ocasionaron una simple hostilidad xenófoba, que no era universal. Al fin y al cabo, durante mucho tiempo, pocos chinos se preocuparon directa u obviamente por la llegada de extranjeros. Unos pocos (en particular mercaderes de Cantón implicados en el comercio exterior) incluso intentaron llegar a acuerdos con ellos. La hostilidad era una cuestión de grupos antibritánicos de las ciudades y de la clase acomodada rural. Al principio, muchos funcionarios consideraron que el problema estaba limitado, que consistía en la adicción de algunos súbditos del imperio a una droga peligrosa. Se sentían humillados, en particular, por las debilidades que esto mostraba en su propio pueblo y su administración. No obstante, en el comercio del opio había una gran dosis de connivencia y corrupción. Parece que al principio no se dieron cuenta de la cuestión más profunda del futuro, el cuestionamiento de todo un orden, y tampoco percibieron una amenaza cultural. En el pasado China había sufrido derrotas, pero su cultura había salido ilesa de ellas.
El primer presagio de un peligro más profundo llegó cuando, en la década de 1840, el gobierno imperial tuvo que admitir que la actividad misionera era legal. Aunque aún era limitada, esta actividad obviamente corroía la tradición. Los representantes de la escuela confuciana que percibieron este peligro alentaron la ira popular contra los misioneros —cuyos esfuerzos les convertían en blancos fáciles—, y en las décadas de 1850 y 1860 se produjeron incontables disturbios. Estas manifestaciones a menudo solo empeoraban las cosas. A veces, los cónsules extranjeros se veían arrastrados y, excepcionalmente, se enviaba una cañonera. El prestigio de los gobiernos chinos quedaba mermado tras el intercambio consiguiente de disculpas y el castigo de los culpables. Mientras, la actividad de los misioneros estaba socavando paulatinamente la sociedad tradicional con unos medios más directos y didácticos, al predicar un individualismo y un igualitarismo ajenos a ella y actuar como un polo de conversos a los que ofrecía ventajas económicas y sociales. La incapacidad del gobierno imperial para acabar con el cristianismo era un indicio elocuente de los límites de su poder.
El proceso de socavar a China también avanzó directamente gracias a los medios militares y navales. Hubo más imposiciones por la fuerza de concesiones. Pero existía una creciente ambigüedad en la respuesta china. Las autoridades no siempre se resistían a la llegada de extranjeros. Primero la clase acomodada de las zonas inmediatamente afectadas, y más tarde el gobierno de Pekín, con el paso del tiempo empezaron a creer que los soldados extranjeros tal vez tendrían cierto valor para el régimen. La agitación social iba en aumento. No podía canalizarse solamente contra los extranjeros, y amenazaba al establishment. China había empezado a sufrir un ciclo de revueltas campesinas que serían las de mayor envergadura en toda la historia de la humanidad. En las décadas centrales del siglo, los indicadores conocidos se multiplicaron: bandolerismo y sociedades secretas. En la década de 1850, los Turbantes Rojos fueron aplastados, pero a un precio elevado. Estos problemas asustaban al establishment, y este se puso a la defensiva, teniendo poco margen de maniobra para resistir la agresión constante de Occidente. Estas grandes rebeliones estuvieron causadas fundamentalmente por el afán de tierras, y la más importante y distintiva de ellas fue la rebelión o, tal como se ha llamado de forma más apropiada, la revolución de Taiping, que duró desde 1850 hasta 1864.
El centro de esta gran convulsión, que costó la vida a más personas que las que murieron en todo el mundo en la Primera Guerra Mundial, fue una de las tradicionales rebeliones campesinas. Una época difícil y una serie de desastres naturales ayudaron a provocarla. La originaron una mezcla de afán de tierras, odio hacia los recaudadores de impuestos, envidia social y resentimiento nacional contra los manchúes (si bien es difícil saber exactamente qué es lo que ello significó en la práctica, ya que la mayoría de los funcionarios que administraban el imperio eran chinos, por supuesto). También fue un levantamiento regional, originado en el sur e incluso promovido allí por una minoría aislada de colonos del norte. El rasgo nuevo que se aprecia tras esta rebelión, y que le dio cierta ambigüedad a ojos de los chinos y también de los europeos, es que su líder, Hung Hsiu-chuan, mantuvo un contacto superficial pero decisivo con la religión cristiana, en concreto con el protestantismo estadounidense. Ello le impulsó no solo a reescribir el Decálogo, poniendo un nuevo énfasis en la piedad filial, sino, entre otras cosas, a denunciar el culto a otros dioses, a destruir ídolos y a hablar de traer el reino de Dios a la Tierra. Se sintió rechazado por su propia cultura, ya que había suspendido los exámenes que conferían estatus a los chinos de origen humilde. Dentro del marco familiar de una de las periódicas rebeliones campesinas de la vieja China, había entrado en acción una nueva ideología, de efectos subversivos respecto a la cultura y el Estado tradicionales. Algunos de sus opositores lo comprendieron enseguida, y consideraron el movimiento un desafío ideológico y social. Así pues, la rebelión de Taiping puede considerarse una etapa más de la influencia en China de las ideas occidentales.
El ejército de Taiping tuvo al principio una serie de éxitos espectaculares. Hacia 1853, había ocupado Nankín e implantado allí la corte de Hung Hsiuchuan, ahora proclamado «rey celestial». Pese a algunas alarmas más al norte, solo llegaron hasta allí. A partir de 1856, la revolución estuvo a la defensiva. No obstante, anunció importantes cambios sociales (que posteriormente serían elogiados por los comunistas chinos), y, si bien no está nada claro cuál fue su alcance, sí que tuvieron unos efectos ideológicos perjudiciales. La base de la doctrina social de Taiping no era la propiedad privada, sino la provisión comunal de las necesidades generales. En teoría, la tierra era distribuida para trabajar en parcelas calificadas por su calidad y proporcionar una renta justa. Aún más revolucionaria fue la ampliación proclamada de la igualdad social y educativa a las mujeres. El vendado tradicional de los pies fue prohibido, y una cierta austeridad sexual marcó las aspiraciones del gobierno (aunque no el comportamiento del propio «rey celestial»). Todo ello reflejaba una mezcla de elementos religiosos y sociales que se hallaba en la raíz del culto Taiping y que amenazaba el orden tradicional.
Al principio, el movimiento se benefició de la desmoralización provocada entre las fuerzas manchúes por sus derrotas ante los europeos y de la debilidad habitual que mostraba el gobierno de China en una región relativamente remota y peculiar. A medida que pasaba el tiempo y las fuerzas manchúes recibían comandantes más competentes (a veces europeos), los arcos y las flechas de los Taiping resultaban cada vez más insuficientes. También los extranjeros llegaron a considerar el movimiento como una amenaza, pero mantuvieron su presión sobre el gobierno imperial mientras este luchaba contra los Taiping. Los tratados con Francia y Estados Unidos que siguieron al tratado con Gran Bretaña garantizaban la tolerancia a los misioneros cristianos e iniciaron el proceso de reservar la jurisdicción sobre los extranjeros a los tribunales consulares y mixtos. El peligro de Taiping propició aún otras concesiones: la apertura de más puertos chinos al comercio exterior, la introducción en la administración de aduanas china de superiores extranjeros, la legalización de la venta de opio y la cesión a los rusos de la provincia donde se fundaría Vladivostok. No debe sorprender que, en 1861, China decidiese por primera vez crear un nuevo ministerio para que se ocupase de los asuntos exteriores. El viejo mito de que todo el mundo reconocía el «mandato del cielo» y debía tributo a la corte imperial había muerto.
Al final, los extranjeros se unieron contra los Taiping. Es difícil decir si su ayuda era necesaria para poner fin a la rebelión; lo cierto es que el movimiento ya se estaba debilitando. En 1864 Hung murió, y poco tiempo después Nankín cayó en manos de los manchúes. Fue una victoria para la China tradicional; el dominio de las clases acomodadas burocráticas había sobrevivido a otra amenaza desde abajo. Sin embargo, se había alcanzado un importante punto de inflexión. Una rebelión había proporcionado un programa revolucionario que anunciaba un nuevo peligro: que el viejo reto de la rebelión campesina pudiese reforzarse con una ideología exterior profundamente corrosiva para la China confuciana. El final de la rebelión de Taiping tampoco supuso la paz interior. Desde mediados de la década de 1850 hasta bien entrada la de 1870, hubo grandes alzamientos musulmanes en el noroeste y en el sudoeste, así como otras rebeliones.
Inmediatamente, China dio muestras de una debilidad aún mayor frente a los bárbaros occidentales. En la lucha, grandes extensiones habían quedado asoladas. En muchas de ellas, los militares tenían poder y amenazaban el control de la burocracia. Si la enorme pérdida de vidas ayudó en algo a reducir la presión sobre la tierra, probablemente ello estuvo compensado por un declive del prestigio y la autoridad de la dinastía. Ya se habían tenido que hacer concesiones a las potencias occidentales bajo y debido a estas condiciones adversas. Entre 1856 y 1860, las fuerzas británicas y francesas lucharon todos los años contra los chinos. Un tratado de 1861 elevó a diecinueve el número de «puertos del tratado» abiertos a los comerciantes occidentales y estipuló la presencia de un embajador británico permanente en Pekín. Mientras, los rusos explotaban los éxitos anglofranceses para asegurar la apertura de toda su frontera con China al comercio. A estas seguirían otras concesiones. Era evidente que los métodos que habían eliminado el acicate de los invasores nómadas no iban a funcionar con los confiados europeos, cuya seguridad ideológica y creciente superioridad técnica les protegían de la seducción de la civilización china. Cuando los misioneros católicos obtuvieron el derecho a comprar tierra y a levantar edificios, el cristianismo quedó asociado a la penetración económica. Pronto, el deseo de proteger a los conversos significó implicarse en asuntos internos de orden público. Era imposible refrenar la lenta pero continua erosión de la soberanía china. Aunque formalmente no llegó a ser una colonia, China empezaba a experimentar una cierta colonización.
Más tarde, a medida que avanzaba el siglo, se produjeron pérdidas de territorio. En la década de 1870, Rusia se apoderó del valle de Ili (si bien posteriormente devolvería gran parte del mismo), y en el decenio siguiente los franceses establecieron un protectorado en Annam. La antigua soberanía china, afirmada débilmente, estaba siendo eliminada. Los franceses empezaron a absorber Indochina, y los británicos se anexionaron Birmania en 1886. Pero el peor golpe provino de otro Estado asiático: en la guerra de 1894-1895, Japón ocupó las islas de Formosa y Pescadores, mientras que China tuvo que reconocer la independencia de Corea, de la cual había recibido tributo desde el siglo XVII. Tras el éxito japonés se produjeron otras usurpaciones por parte de otras potencias, provocadas por los rusos, que se establecieron en Port Arthur. A finales del siglo, Inglaterra, Francia y Alemania obtuvieron prolongados arrendamientos de los puertos. Antes de esto, los portugueses, que llevaban más tiempo en China que los demás europeos, convirtieron Macao en una colonia en toda regla. Incluso los italianos estaban en el mercado, aunque ellos no consiguieron prácticamente nada. Y, mucho antes de todo esto, las potencias occidentales habían logrado concesiones, préstamos y acuerdos para proteger y favorecer sus propios intereses económicos y financieros. No es de sorprender que, cuando un ministro británico habló a finales del siglo de dos clases de naciones, las «vivas y las moribundas», China fuese considerada un ejemplo destacado de las segundas. Los gobernantes empezaron a plantearse su partición.
Antes de finales del siglo XIX, para muchos intelectuales y funcionarios chinos ya era evidente que el orden tradicional no iba a generar la energía necesaria para resistir a los nuevos bárbaros. Los intentos realizados según los viejos planteamientos habían fracasado, y empezaron a aparecer nuevas tendencias. Se fundó una «sociedad para el estudio del autofortalecimiento» con el objeto de estudiar las ideas e invenciones occidentales que pudiesen ser de utilidad. Sus líderes mencionaban los logros de Pedro el Grande y, lo que es más significativo, los de los reformistas contemporáneos de Japón, un ejemplo aún más elocuente dada la superioridad mostrada por los japoneses respecto a China en la guerra de 1895. Sin embargo, los futuros reformistas aún tenían la esperanza de que serían capaces de implantar un cambio en la tradición confuciana, si bien en una versión purificada y vigorizada. Eran miembros de la clase acomodada y consiguieron que el emperador les prestase atención. Así pues, trabajaban dentro del marco y de la maquinaria tradicional del poder para lograr reformas administrativas y tecnológicas sin poner en peligro los fundamentos de la cultura y la ideología chinas.
Desafortunadamente, ello significó que, casi de inmediato, la Reforma de los Cien Días de 1898 (tal como pasó a ser conocido el breve predominio de los reformistas) empezó a enmarañarse, dentro de la política de la corte, con la rivalidad entre el emperador y la emperatriz viuda, por no mencionar el antagonismo entre chinos y manchúes. A pesar de que se publicaron una serie de edictos de reforma, estos pronto fueron anulados por un golpe de Estado de la emperatriz, que mandó encarcelar al emperador. La causa básica del fracaso de los reformistas fue la provocación que suponía su inepto comportamiento político. Con todo, aunque fracasaron, el simple hecho de que se hubiese producido su iniciativa ya era importante, puesto que sería un gran estímulo para unas reflexiones más amplias y profundas sobre el futuro de China.
De momento, sin embargo, cuando el país parecía haber vuelto a los viejos métodos para enfrentarse a la amenaza exterior, se produjo un episodio dramático, el «levantamiento de los bóxers». Este movimiento, explotado por la emperatriz, fue en esencia un levantamiento popular de carácter retrógrado y xenófobo, impulsado desde instancias oficiales. Misioneros y conversos fueron asesinados, un ministro alemán murió de forma violenta y las legaciones extranjeras en Pekín fueron asediadas. Una vez más, los bóxers mostraron un odio por los extranjeros que esperaba a ser explotado. No obstante, sus esfuerzos pusieron de relieve que no podía esperarse mucho de la vieja estructura, ya que las fuerzas más conservadoras habían dominado el movimiento, pero no a los pocos reformistas que se habían implicado en él. A su debido tiempo, los bóxers fueron reprimidos por una intervención militar que constituye el único ejemplo de la historia de las fuerzas armadas en que todas las grandes potencias actuaron bajo el mismo comandante (se dio el caso de que era alemán), y el resultado fue otra humillación diplomática para China. A partir de entonces se impuso una cuantiosa indemnización a costa de las aduanas, que pasaron a estar bajo dirección extranjera.
El fin del movimiento de los bóxers dejó a China en una situación de mayor inestabilidad. La reforma había fracasado en 1898, y ahora fracasaba la reacción. Tal vez la única salida era la revolución. Los oficiales de las secciones del ejército que habían sido reorganizadas y se habían instruido bajo los planteamientos occidentales, empezaban a pensar en ello. Los estudiantes exiliados ya habían comenzado a reunirse y a discutir sobre el futuro de su país, sobre todo en Tokio, y los japoneses se aprestaban a fomentar movimientos subversivos que pudiesen debilitar a su vecino. En 1898 habían fundado una «Unión Cultural del Este Asiático», de la cual surgió el eslogan «Asia para los asiáticos». Los japoneses gozaban de un alto prestigio entre los jóvenes radicales chinos por ser unos asiáticos que estaban escapando a la trampa del atraso tradicional, que había sido nefasto para la India y que ahora parecía estar hundiendo a China. Japón podía enfrentarse a Occidente en condiciones de igualdad. Otros estudiantes buscaban apoyo en otros países, algunos en las longevas sociedades secretas. Uno de ellos era un joven llamado Sun Yat-sen. Su éxito se ha exagerado a menudo, pero lo cierto es que intentó una revolución en diez ocasiones. En la década de 1890, él y otros reclamaban una monarquía constitucional, pero en aquellos tiempos esta era una reivindicación muy radical.
Los exiliados descontentos buscaron el apoyo de los empresarios chinos que se encontraban en el extranjero, cuyo número era considerable, ya que los chinos siempre habían sido grandes comerciantes. En 1905, estos ayudaron a Sun Yat-sen a formar una alianza revolucionaria en Japón con el objetivo de expulsar a los manchúes, dar inicio a un gobierno chino, crear una constitución republicana y llevar a cabo una reforma del territorio. Se proponían reconciliarse con los extranjeros, lo cual era un movimiento táctico sensato en aquella etapa. Su programa mostraba la influencia de los pensadores occidentales (sobre todo la del radical inglés John Stuart Mill y la del reformista económico estadounidense Henry George). Nuevamente, Occidente proporcionaba el estímulo y una parte del bagaje cultural a un movimiento de reforma chino, y ello fue el lanzamiento de la facción que, con el paso del tiempo, sería el partido dominante en la República China.
Con todo, su transformación puede considerarse menos significativa que otro suceso acaecido aquel mismo año, la abolición del sistema de exámenes tradicional. Este sistema, más que cualquier otra institución, había mantenido unida la civilización china al ofrecer homogeneidad y cohesión interna a la burocracia que reclutaba. El sistema no decayó rápidamente, pero la distinción entre la masa de súbditos chinos y la clase dirigente privilegiada había desaparecido. Mientras, los estudiantes que volvían del extranjero, insatisfechos con lo que encontraban, al no estar obligados ya a adaptarse a ello sometiéndose al sistema de exámenes si deseaban entrar al servicio del gobierno, ejercieron una influencia profundamente perturbadora. Aceleraron notablemente el ritmo al que la sociedad china empezaba a estar influenciada por las ideas occidentales. Junto con los soldados de un ejército modernizado, cada vez había más individuos que veían la revolución como una salida hacia delante.
Hubo un gran número de rebeliones (algunas dirigidas por Sun Yat-sen desde Indochina, con la connivencia de los franceses) antes de que la emperatriz y su emperador títere muriesen en días sucesivos en 1908. Este hecho suscitó nuevas esperanzas, pero el gobierno manchú siguió dando largas a la reforma. En cambio, hizo importantes concesiones de principio y fomentó la salida de estudiantes al extranjero. También mostró que no podía conseguir una ruptura decisiva con el pasado ni renunciar a cualquiera de los privilegios imperiales de los manchúes. Tal vez no podía pedirse más. Hacia 1911, la situación ya se había deteriorado gravemente. Las clases acomodadas mostraban signos de perder su cohesión; ya no iban a respaldar la dinastía frente a la subversión, como habían hecho en el pasado. Gubernamentalmente, el poder interno había llegado casi a un punto muerto, y la dinastía solo controlaba en la práctica una parte de China. En octubre se descubrió una sede revolucionaria en Hankow. Aquel mismo año ya se habían producido rebeliones, que habían sido más o menos sofocadas. Ello precipitó otro levantamiento que, por fin, se convirtió en una revolución exitosa. Sun Yat-sen, cuyo nombre usaron los primeros rebeldes, en aquel momento estaba en Estados Unidos, donde los sucesos le cogieron por sorpresa.
El curso de la revolución se decidió tras la deserción de los comandantes militares del régimen. El más destacado era Yuan Shih-kai. Cuando se volvió contra los manchúes, la dinastía estuvo perdida. El «mandato del cielo» les fue retirado, y el 12 de febrero de 1912 abdicó el último emperador manchú, de seis años. Se proclamó una república, de la que Sun Yat-sen fue presidente, y en torno a él pronto apareció un nuevo partido nacionalista. En marzo dimitió de la presidencia en favor de Yuan Shih-kai, reconociendo de este modo dónde residía realmente el poder de la nueva república e inaugurando una nueva fase en el gobierno chino, en la que un régimen constitucional ineficaz establecido en Pekín se enfrentó al gobierno práctico ejercido en China por los señores de la guerra. China tenía aún un largo camino que recorrer para convertirse en un Estado-nación moderno. No obstante, había iniciado la marcha de medio siglo de duración que le devolvería una independencia perdida en el siglo XIX a manos de los extranjeros.
A principios del siglo XIX, pocos detalles mostraban a un observador superficial que Japón pudiese adaptarse con más éxito que China a los desafíos de Occidente. Según las apariencias, era un país profundamente conservador. Sin embargo, ya había cambiado mucho desde el establecimiento del shogunato y había indicios de que los cambios surtirían más efecto y más rápidamente a medida que pasasen los años. Es una paradoja que ello fuese atribuible en parte al éxito de la era Tokugawa. Esta había traído la paz. Uno de los resultados evidentes fue que el sistema militar de Japón quedó obsoleto y era ineficaz. Los samuráis eran, a todas luces, una clase parásita. Los guerreros ya no tenían nada que hacer, salvo apiñarse en las ciudades fortificadas de sus señores, y se habían convertido en consumidores sin empleo, un problema social y económico. La paz prolongada también condujo a la aparición de un crecimiento que fue la consecuencia más profunda de la era Tokugawa. Japón ya estaba semi desarrollado; era una sociedad que se diversificaba, con una economía monetaria, con una incipiente estructura casi capitalista en el ámbito agrícola que erosionaba las viejas relaciones feudales y con una población urbana en expansión. Osaka, el mayor centro mercantil, tenía entre 300.000 y 400.000 habitantes en los últimos años del shogunato. Edo tal vez contaba con un millón. Estos grandes centros de consumo estaban sustentados por pactos financieros y mercantiles que habían crecido enormemente en escala y complejidad desde el siglo XVII. Dejaban en ridículo el viejo concepto de la inferioridad del orden mercantil. Incluso sus técnicas de venta eran modernas. La casa Mitsui, fundada en el siglo XVIII (dos siglos más tarde era aún un pilar del capitalismo japonés), regalaba paraguas decorados con su marca de fábrica a los clientes que se quedaban atrapados en sus tiendas debido a la lluvia.
Muchos de estos cambios dieron pie a la creación de una nueva riqueza de la cual el shogunato no se había beneficiado, en gran medida porque era incapaz de explotarla a un nivel que se mantuviese a la altura de sus crecientes necesidades. Los principales ingresos procedían de los impuestos sobre el arroz, que llegaban a través de los señores, y la proporción en que los impuestos eran recaudados se mantenía fija al nivel de la valoración del siglo XVII. Por lo tanto, los impuestos no se llevaban la nueva riqueza derivada de unos cultivos mejores y de la reclamación de la tierra, y, como esta permanecía en manos de los campesinos más acomodados y de los dirigentes de los pueblos, ello condujo a una acentuación de los contrastes en el campo. A menudo, el campesinado más pobre debía integrarse en el mercado de trabajo de las ciudades. Este fue otro signo de la desintegración de la sociedad feudal. En las ciudades, que sufrían una inflación empeorada por la devaluación de la moneda, solo los comerciantes parecían prosperar. En la década de 1840 fracasó un último esfuerzo económico. Los señores se empobrecieron y sus sirvientes perdieron la confianza. Antes del final de la era Tokugawa, algunos samuráis ya empezaban a introducirse en el comercio. Su parte de los rendimientos de los impuestos del señor aún era la de sus antepasados del siglo XVII. En todas partes había guerreros empobrecidos y políticamente descontentos, así como algunas familias agraviadas de grandes señores que recordaban los días en que su clase vivía en igualdad de condiciones con los Tokugawa.
El peligro evidente de esta inestabilidad potencial era aún mayor debido a que el aislamiento respecto a las ideas occidentales había dejado de ser completo desde hacía mucho tiempo. Algunos hombres doctos se habían interesado por libros que entraban en Japón a través de la estrecha apertura del comercio holandés. Japón era muy distinto a China en cuanto a su receptividad técnica. «Los japoneses son muy ingeniosos y enseguida aprenden cualquier cosa que ven», explicó un holandés del siglo XVI. Pronto comprendieron y explotaron, de un modo que los chinos nunca hicieron, las ventajas de las armas europeas, tan libres de sus tradiciones como los chinos parecían estar atrapados en las suyas. En los grandes feudos había notables escuelas o centros de investigación de «estudios holandeses». El propio shogunato había autorizado la traducción de libros extranjeros, un paso importante en una sociedad tan letrada, ya que la educación en el Japón de los Tokugawa había sido incluso demasiado exitosa, puesto que los jóvenes samuráis empezaban a adquirir ideas occidentales. Las islas eran relativamente pequeñas y las comunicaciones, buenas, de modo que las ideas nuevas circulaban fácilmente. Así pues, la situación de Japón cuando de pronto tuvo que enfrentarse a un nuevo reto sin precedentes de Occidente, era menos desventajosa.
El primer período de contacto occidental con Japón había finalizado en el siglo XVII con la exclusión de casi todos los holandeses, salvo los pocos a los que se permitió comerciar desde una isla de Nagasaki. Los europeos no fueron capaces de oponerse a esta exigencia. En la década de 1840 se puso de manifiesto que esta situación no iba a continuar debido a la evolución de China, que algunos observadores veían con creciente alarma. Europeos y norteamericanos parecían tener un renovado interés por irrumpir en el comercio asiático, así como una nueva fuerza irresistible para hacerlo. El rey holandés advirtió al shogún de que la exclusión había dejado de ser una política realista, pero entre los dirigentes japoneses no había consenso sobre si era mejor resistir o hacer concesiones. Finalmente, en 1851 el presidente de Estados Unidos envió un oficial de la marina, el comodoro Perry, para entablar relaciones con Japón. Con él, la primera escuadra extranjera que navegaría por aguas japonesas entró en la bahía de Edo en 1853. Al año siguiente volvió, y el shogunato firmó una serie de tratados con las fuerzas extranjeras.
En términos confucianos, la llegada de Perry se podía considerar un augurio de que el final del shogunato se acercaba. Sin duda, algunos japoneses lo vieron de este modo. Sin embargo, este fin no se produjo enseguida, y durante algunos años hubo una respuesta algo confusa ante la amenaza bárbara. Los dirigentes de Japón no adoptaron directamente una política incondicional de concesiones (hubo otro intento de expulsar a los extranjeros por la fuerza), y el curso futuro de Japón no quedó bien definido hasta la década de 1860. No obstante, al cabo de unos pocos años, el éxito de Occidente quedó plasmado y simbolizado en una serie de lo que se denominó «tratados desiguales». Los privilegios comerciales, la extraterritorialidad para los residentes occidentales, la presencia de representantes diplomáticos y las restricciones a las exportaciones de opio japonesas fueron las principales concesiones conseguidas por Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y Holanda. Poco tiempo después, el shogunato desapareció. Su incapacidad para resistir ante los extranjeros fue un factor que contribuyó a su fin, y otro fue la amenaza de dos grandes agregaciones de poder feudal que ya habían empezado a adoptar técnicas militares occidentales a fin de sustituir a los Tokugawa por un sistema más eficaz y centralizado que estaba bajo su control. Hubo luchas entre los Tokugawa y sus adversarios, pero estas no dieron lugar a un período de desorden y anarquía, sino a una continuación en el poder de la corte y de la administración imperiales en 1868, en la llamada «Restauración Meiji».
El resurgimiento del emperador tras siglos de aislamiento ceremonial y la aceptación generalizada de la renovación revolucionaria que le siguió son atribuibles por encima de todo al intenso deseo por parte de la mayoría de los japoneses con estudios de escapar a una «inferioridad humillante» respecto a Occidente que podría haberles conducido a compartir el destino de los chinos y los indios. En la década de 1860, tanto los bakufu como algunos clanes ya habían enviado varias misiones a Europa. La agitación antiextranjera fue abandonada a fin de aprender de Occidente los secretos de su fuerza. En ello había una paradoja. Al igual que había sucedido en algunos países de Europa, un nacionalismo enraizado en una visión conservadora de la sociedad japonesa iba a disolver gran parte de la tradición que supuestamente debía defender.
El traslado de la corte a Edo fue el inicio simbólico de la Restauración Meiji y de la regeneración de Japón. Su primera fase, indispensable, fue la abolición del feudalismo. Lo que podría haber sido una tarea difícil y sangrienta, en la práctica fue sencillo gracias a que los grandes clanes entregaron sus tierras de forma voluntaria al emperador; estos clanes le expusieron sus motivos en un memorial dirigido a su atención. Devolvían al emperador lo que originariamente había sido suyo, explicaban, «a fin de que en todo el imperio pueda prevalecer un gobierno uniforme. De este modo, el país podrá ocupar una posición de igualdad con otras naciones del mundo». Era una expresión concisa de una ética patriótica que iba a inspirar a los líderes japoneses durante el medio siglo siguiente, y que se difundiría ampliamente en un país con un alto nivel de alfabetización, donde los dirigentes locales podían hacer posible la aceptación de los objetivos nacionales en un grado imposible en cualquier otro país. Cabe señalar que estas expresiones no eran inhabituales en otros países. Lo que sí era peculiar de Japón era la urgencia que la observación del destino de China imprimió en el programa, el apoyo emocional prestado a la idea por la tradición social y moral de los japoneses, y el hecho de que en el trono imperial hubiese disponible, dentro de la estructura existente, una fuente de autoridad moral no comprometida solo con la conservación del pasado. Estas condiciones hicieron posible un 1688 japonés: una revolución conservadora que abrió las puertas a cambios radicales.
Rápidamente, Japón adoptó muchas de las instituciones del gobierno y de la sociedad occidentales. Un sistema de administración basado en prefecturas, cargos, un periódico diario, un ministerio de educación, conscripciones militares, el primer ferrocarril, tolerancia religiosa y el calendario gregoriano llegaron durante los cinco primeros años. Un sistema representativo de gobierno local fue inaugurado en 1879, y diez años más tarde una nueva constitución dio origen al Parlamento bicameral (ya se había creado una nobleza con vistas a la organización de la cámara alta). En realidad, todo esto fue menos revolucionario de lo que podría parecer dada la fuerte carga autoritaria del documento. Aproximadamente al mismo tiempo, la pasión innovadora empezaba a mostrar señales de flaqueza. Ya se había superado la época en que estaba de moda todo lo occidental. Aquel entusiasmo no volvería a verse hasta la segunda mitad del siglo XX. En 1890, un «Documento revisado sobre educación», que posteriormente sería leído a generaciones de escolares japoneses, unió la observancia de los deberes confucianos tradicionales de respeto y obediencia filial con el sacrificio de la persona por el Estado en caso de ser necesario.
Buena parte del antiguo Japón —quizá la mayor parte— iba a sobrevivir a la revolución Meiji, e iba a hacerlo de forma manifiesta. En parte, este es el secreto del Japón moderno. Pero también había desaparecido una porción importante. El feudalismo no podría restaurarse ya nunca más, generosamente compensado por el gobierno, pese a la ascendencia de los señores. Otra expresión sorprendente de la nueva dirección fue la abolición del viejo y rígido sistema de clases. Se prestó una atención particular a eliminar los privilegios de los samuráis. Algunos de ellos se veían compensados con las oportunidades que les ofrecían la nueva burocracia o los negocios —que habían dejado de ser una actividad degradante—, y también el ejército y la marina modernizados. Se les proporcionaba instrucción occidental, porque los japoneses aspiraban a una excelencia probada. Paulatinamente, fueron dejando de lado a los asesores militares franceses y, tras la guerra franco-prusiana, empezaron a reclutar a alemanes, mientras que los británicos les proporcionaban los instructores para la marina. Los jóvenes japoneses eran enviados a estudiar al extranjero para que aprendiesen de primera mano otros secretos del admirable y amenazador poder de Occidente. Todavía resulta difícil no emocionarse con la pasión de muchos de aquellos jóvenes y de sus mayores, del mismo modo que son impresionantes sus logros, que llegaron mucho más allá del propio Japón y de su época. Los shishi (como eran conocidos los activistas más apasionados y entregados de la reforma) inspiraron más tarde a líderes nacionales de toda Asia, desde la India hasta China. Su espíritu todavía estaba vivo entre los jóvenes oficiales de la década de 1930, que iban a lanzar la última oleada, y también la más destructiva, de imperialismo japonés.
Los indicios más directos del éxito de los reformistas son económicos, pero resultan muy sorprendentes. Surgieron a partir de los beneficios de la paz de la era Tokugawa. No fue solo la adquisición de tecnología y experiencia occidentales, que aseguró la entrada en Japón de una corriente de crecimiento que ningún otro país no occidental alcanzó. Japón tuvo la fortuna de contar ya con una serie de empresarios que daban por sentado el afán de beneficios, e, indudablemente, este era más fuerte que, por ejemplo, en China. Una parte de la explicación del gran salto adelante que dio Japón está también en la superación de la inflación y en la liquidación de las restricciones feudales, que habían dificultado la explotación de todo el potencial de Japón. El primer indicio de cambio fue otro incremento de la producción agrícola, pese a que los campesinos —que constituían cuatro quintas partes de la población en 1868— se vieron poco beneficiados. Japón consiguió alimentar a una población creciente en el siglo XIX, dedicando más tierras al cultivo —arroz— y cultivando los campos existentes de forma más intensiva. Aunque la dependencia de los impuestos sobre la tierra se redujo a medida que se pudo obtener una parte mayor de los ingresos de otros recursos, el coste del nuevo Japón todavía recaía principalmente en los campesinos. Hasta una fecha tan reciente como 1941, los agricultores japoneses disfrutaron de pocas de las ventajas de la modernización. En términos relativos, se habían quedado muy atrás. Solo un siglo antes, sus antepasados tenían una esperanza de vida y unos ingresos aproximadamente iguales a los de los campesinos británicos, pero hacia 1900 sus sucesores ya habían perdido esta situación. Había pocos recursos no agrícolas, y eran los impuestos sobre la tierra, cada vez más productivos, los que financiaban las inversiones. El consumo seguía siendo bajo, aunque no se alcanzó el nivel de sufrimiento de, por ejemplo, el proceso de industrialización posterior de la Rusia de Stalin. Un alto índice de ahorro (12 por ciento en 1900) evitó que Japón dependiese de préstamos extranjeros, pero nuevamente restringió el consumo. Esta era la otra cara del balance de la expansión, en que la columna correspondiente al crédito era muy clara: la infraestructura de un Estado moderno, una industria armamentista nacional, un índice de crédito normalmente alto a los ojos de los inversores extranjeros y una gran expansión de las hilaturas de algodón y otros textiles en 1914.
Al final tuvo que pagarse un alto precio espiritual para lograr estos éxitos. Pese a que pretendía aprender de Occidente, Japón se volvió hacia dentro. Las influencias religiosas «extranjeras» del confucianismo e incluso, al principio, del budismo fueron atacadas por los defensores del culto sintoísta estatal, el cual, bajo el shogunato, había empezado a reforzar y a realzar el papel del emperador como personificación de lo divino. Las reclamaciones de lealtad al emperador y la atención centrada en el país llegaron a prevalecer sobre los principios encarnados en la nueva constitución, que podrían haber evolucionado hacia direcciones liberales en un contexto cultural distinto. El carácter del régimen se expresó menos en sus instituciones liberales que con las acciones represivas de la policía imperial. No obstante, es difícil ver cómo podía haberse evitado este énfasis autoritario, dadas las dos grandes tareas a que se enfrentaban los estadistas de la Restauración Meiji. La modernización de la economía conllevaba no planificar en un sentido moderno, sino una iniciativa gubernamental fuerte y unas políticas fiscales duras. El segundo problema era el orden. Ya en otra ocasión, el poder imperial había quedado eclipsado debido a su incapacidad para afrontar la amenaza en este sentido, y ahora existían nuevos peligros, porque no todos los conservadores podían conciliarse con el nuevo modelo de Japón. Los ronin descontentos —samuráis sin raíces y sin señores— eran una fuente de problemas. Otra de ellas era la miseria de los campesinos. En la primera década de la era Meiji hubo incontables rebeliones agrarias. En la rebelión de Satsuma de 1877, las nuevas fuerzas reclutadas demostraron que podían manejar la resistencia conservadora. Fue la última de diversas rebeliones contra la restauración y el último gran desafío planteado por el conservadurismo.
Las energías de los samuráis descontentos fueron desviadas gradualmente hacia el servicio al nuevo Estado, pero ello no significó que todas las implicaciones para Japón fuesen beneficiosas. En ciertos sectores clave de la vida nacional, intensificaron un nacionalismo enérgico que con el paso del tiempo iba a conducir a una agresión exterior. A corto plazo, era posible que ello encontrase expresión no solo en el resentimiento hacia Occidente, sino también en las ambiciones imperiales dirigidas hacia el continente asiático. En Japón, tras la Restauración Meiji, a menudo hubo cierta tensión entre la modernización interior y la aventura exterior, pero a largo plazo ambas condujeron hacia la misma dirección. En particular, los movimientos populares y democráticos sintieron el impulso del imperialismo.
China fue la víctima escogida, e iba a ser tratada mucho más duramente por sus vecinos asiáticos que por cualquiera de los estados occidentales. Al principio, Japón solo la amenazó indirectamente. Al igual que los europeos desafiaban la supremacía china en las fronteras de sus dominios en el Tíbet, Birmania e Indonesia, los japoneses también la amenazaron en el antiguo imperio de Corea, que durante mucho tiempo había sido tributario de Pekín. En esta zona, los intereses japoneses se remontaban a mucho tiempo atrás. En parte eran estratégicos. El estrecho de Tsushima era el punto donde el continente era más próximo. Sin embargo, a los japoneses también les preocupaban las posibles ambiciones de Rusia en el Lejano Oriente, sobre todo en Manchuria, y la incapacidad de China para resistirse a ellas. En 1876, se realizó un movimiento explícito. Bajo la amenaza de una acción militar y naval (como las que desplegaron los europeos contra China y Perry, contra Japón), los coreanos accedieron a abrir tres de sus puertos a los japoneses y a intercambiar representantes diplomáticos, lo cual constituyó una afrenta para China. Japón estaba tratando a Corea como si fuese un Estado independiente y negociaba con ella a espaldas de la corte imperial de Pekín, la cual reclamaba su soberanía sobre Corea. Algunos japoneses querían llegar más allá. Recordaban invasiones anteriores de Corea por parte de Japón y una piratería activa en sus costas. También ansiaban las riquezas minerales y naturales del país. Los estadistas de la Restauración no dieron curso a esta presión de inmediato, pero en cierto sentido se apresuraban lentamente. En la década de 1890 se dio otro paso adelante, que llevó a Japón a librar su guerra más importante desde la Restauración, y fue contra China. Resultó un éxito rotundo, pero vino seguida de una humillación nacional cuando en 1895 un grupo de fuerzas occidentales obligaron a Japón a aceptar un tratado de paz mucho menos ventajoso que el que había impuesto a China (que incluía la declaración de independencia de Corea).
En este punto, el resentimiento hacia los occidentales se sumó al entusiasmo por la expansión en Asia. La hostilidad popular hacia los «tratados desiguales» había ido en aumento, y la decepción de 1895 la llevó a un punto álgido. El gobierno japonés tenía sus propios intereses para respaldar los movimientos revolucionarios chinos, y ahora contaba con un eslogan que ofrecerles: «Asia para los asiáticos». También para los poderes occidentales cada vez fue más evidente que negociar con Japón era algo muy distinto de intimidar a China. Progresivamente, Japón estaba siendo reconocido como un Estado «civilizado», que no podía ser tratado como otros países no europeos. Uno de los símbolos del cambio fue la eliminación en 1899 de uno de los factores más humillantes del predominio europeo, la extraterritorialidad. Poco después, en 1902, llegó el reconocimiento más claro de la aceptación de Japón como un país igual a los de Occidente: una alianza anglojaponesa. Se decía que Japón se había unido a Europa.
En aquel momento, Rusia era la potencia europea dominante en el Lejano Oriente. En 1895 su actuación había sido decisiva. Sus acciones siguientes dejaron claro a los japoneses que el ansiado premio de Corea podía escapárseles de las manos si se demoraban. La construcción de un ferrocarril en Manchuria, el desarrollo de Vladivostok y la actividad comercial rusa en Corea —donde la política era poco más que una lucha entre facciones pro rusas y pro japonesas— eran alarmantes. Y, lo más grave de todo, los rusos habían arrendado la base naval de Port Arthur a una China debilitada. En 1904, los japoneses atacaron. Tras un año de guerra en Manchuria, el resultado fue una derrota humillante para los rusos. Fue el fin de las pretensiones zaristas en Corea y en la Manchuria meridional, donde ahora la influencia japonesa prevalecía, y otros territorios pasaron a ser posesión japonesa hasta 1945. Pero la victoria japonesa aún iba más allá. Por primera vez desde la Edad Media, una fuerza no europea había derrotado a una potencia del Viejo Continente en una guerra importante. Las consecuencias y las repercusiones fueron colosales.
La anexión formal de Corea por Japón en 1910, junto con la Revolución china al año siguiente y el final del dominio manchú, pueden considerarse un hito en el final de la primera fase de la respuesta asiática a Occidente, y también un punto de inflexión. Los asiáticos habían mostrado reacciones muy diversas ante los desafíos occidentales. Uno de los dos estados que iban a ser las grandes potencias asiáticas de la segunda mitad del siglo era Japón, y se había protegido contra la amenaza de Occidente aceptando el virus de la modernización. El otro, China, se esforzó durante mucho tiempo por no aceptarlo.
En cada caso, Occidente proporcionó un estímulo directo e indirecto a la agitación, aunque en un caso esta fue contenida con éxito y en el otro no. También en ambos casos, el destino de la potencia asiática estuvo marcado no solo por su propia respuesta, sino también por las relaciones entre las potencias europeas. Sus rivalidades habían generado las luchas en China que tanto alarmaron y tentaron a los japoneses. La alianza anglojaponesa les aseguró que podían atacar a su gran enemigo, Rusia, y que este no contara con apoyo. Unos años más, y Japón y China iban a participar como iguales formales a otras potencias en la Primera Guerra Mundial. Mientras, el ejemplo de Japón y, sobre todo, su victoria sobre Rusia, fueron una fuente de inspiración para otros asiáticos, siendo esta la máxima razón para ponderar si el dominio de Europa iba a ser necesariamente su destino. En 1905, un experto estadounidense ya podía hablar de los japoneses como «iguales a los pueblos occidentales». Lo que habían hecho, volviéndose contra Europa con sus propias ideas y capacidades, ¿no lo harían a su vez otros asiáticos?
En toda Asia, los agentes europeos introdujeron o ayudaron a introducir cambios que aceleraron la desintegración de la hegemonía política europea. Habían llevado con ellos ideas sobre el nacionalismo y el humanitarismo, la transformación de la sociedad y de las creencias locales por parte de los misioneros cristianos, y una nueva explotación no sancionada por la tradición. Todo ello ayudó a desencadenar el cambio político, económico y social. Las respuestas primitivas, casi ciegas, como el Gran Motín en la India o la rebelión bóxer, fueron el resultado inicial y más visible, pero hubo otras que tenían un futuro mucho más importante por delante. En particular, este fue el caso de la India, el mayor y más importante de todos los territorios coloniales.
En 1877, el Parlamento había concedido el título de «emperatriz de la India» a la reina Victoria. Algunos ingleses se rieron de ello y otros lo censuraron, pero, al parecer, para la mayoría era algo de escasa importancia. Muchas personas consideraban que la supremacía británica en la India sería permanente o casi, y para ellos los nombres tenían poca relevancia. Hubiesen coincidido con un compatriota suyo que dijo: «No estamos en la India para ser agradables», y hubieran sostenido que solo un gobierno severo y firme podía tener la certeza de evitar otro motín. Otros también hubiesen coincidido con el virrey británico que a principios del siglo XX declaró que «mientras gobernemos en la India, seremos la primera potencia del mundo. Si la perdemos, caeremos de inmediato al nivel de un país de tercera fila». Esta afirmación esconde dos verdades importantes. Una es que el contribuyente hindú sufragaba la defensa de buena parte del imperio británico. Se habían utilizado tropas hindúes para conservarlo, desde Malta hasta China, y en el subcontinente siempre había una reserva estratégica. La segunda era que la política tributaria de la India estaba subordinada a las realidades comerciales e industriales británicas.
Estos eran los datos crudos, cuyo peso cada vez era más difícil ignorar. Además, en el Raj intervenían muchos otros factores. En el gobierno de una quinta parte de la humanidad, había mucho más que miedo, avaricia, cinismo o amor por el poder. A los seres humanos no les resulta fácil perseguir objetivos colectivos sin algún tipo de mito que lo justifique. Esto también les sucedía a los británicos de la India. Algunos de ellos se consideraban los herederos de los romanos; la educación clásica les había enseñado a admirar y a soportar estoicamente la carga de una vida solitaria en una tierra extranjera, para llevar la paz a los pueblos en guerra y la ley a aquellos que no la tenían. Otros veían en el cristianismo un don valioso con el que debían destruir ídolos y erradicar las malas costumbres. También estaban los que no formulaban estas ideas claramente y, simplemente, estaban convencidos de que lo que ellos llevaban era mejor que lo que encontraban en la India y de que, por tanto, lo que hacían estaba bien. En la base de todas estas ideas había una convicción de su superioridad, y en ello no había nada sorprendente. Siempre había animado a algunos imperialistas. Pero a finales del siglo XIX estos planteamientos se vieron reforzados por ideas racistas que estaban en boga, y por una reflexión confusa sobre lo que se creía que enseñaba la ciencia biológica de aquella época sobre la supervivencia de los mejor adaptados. Tras la conmoción del motín, tales ideas proporcionaron un fundamento para una separación social mucho mayor de los británicos que estaban en la India respecto a los hindúes nativos. Aunque había una modesta presencia de terratenientes hindúes y de gobernantes nativos designados en la rama legislativa del gobierno, hasta finales del siglo esta presencia no se amplió con hindúes electos. Además, aunque ahora había más hindúes que podían competir para entrar en la función pública, también existían unos obstáculos prácticos más importantes en el camino para acceder a las filas de los que tomaban las decisiones. En el ejército, los hindúes eran igualmente marginados de los rangos de graduación superior.
El contingente más grande del ejército británico siempre estaba estacionado en la India, donde su fiabilidad y su monopolio de la artillería se sumaban a la dirección de los regimientos hindúes por europeos a fin de asegurar que no se repitiese el motín. En cualquier caso, la llegada del ferrocarril, el telégrafo y unas armas más avanzadas hablaban a favor del gobierno de la India tanto como del de cualquier país europeo. Pero la fuerza armada no era la explicación de la seguridad del dominio británico, y tampoco lo era la convicción de su superioridad racial. El censo de 1901 indicaba la existencia de poco menos de 300 millones de hindúes. Estos eran gobernados por unos 900 funcionarios blancos, y normalmente había un soldado británico por cada 4.000 hindúes. Tal como un inglés lo expresó de modo pintoresco, si todos los hindúes hubiesen decidido escupir al mismo tiempo, sus compatriotas se hubiesen ahogado.
El Raj se basaba asimismo en unas políticas administradas cuidadosamente. Tras el motín, uno de los supuestos aceptados era que había que interferir lo menos posible en la sociedad hindú. El infanticidio femenino, como era asesinato, fue prohibido, pero no se intentaron impedir la poligamia ni los matrimonios infantiles (si bien a partir de 1891 no fue legal que un matrimonio se consumase antes de que la esposa tuviese doce años). La línea de la ley discurriría por el exterior de lo que era sancionado por la religión hindú. Este conservadurismo se vio reflejado en una nueva actitud hacia los dirigentes hindúes nativos. El motín había mostrado que por lo general eran leales. Los que se habían vuelto contra el gobierno habían sido provocados por el resentimiento contra la anexión británica de sus tierras. Por ello, tras el motín sus derechos fueron respetados escrupulosamente. Los príncipes gobernaban sus propios estados de forma independiente y sin que se les exigiesen responsabilidades; solo los refrenaba su temor a los dirigentes políticos británicos residentes en sus cortes. En otros países, los británicos favorecían a la aristocracia y los terratenientes nativos. Ello formaba parte de una búsqueda de apoyo entre los grupos clave de hindúes, pero a menudo condujo a los británicos a apoyarse en aquellos cuyo poder de liderazgo ya estaba siendo socavado por el cambio social. Sin embargo, su despotismo ilustrado en favor del campesinado (que ya se había aplicado anteriormente en aquel mismo siglo) desapareció. Estas fueron algunas de las consecuencias lamentables del motín.
No obstante, como cualquier otro gobierno imperial, el Raj no era capaz de protegerse de forma permanente del cambio. Sus propios éxitos lo confirmaban. La supresión de la guerra favoreció el crecimiento de la población (y una consecuencia de ello fueron unas hambrunas más frecuentes). Pero la provisión de maneras de ganarse la vida distintas de la agricultura (que eran una posible salida al problema de un campo superpoblado) se vio dificultada por los obstáculos existentes para la industrialización de la India. Estos derivaban en gran medida de una política arancelaria que beneficiaba a las manufacturas británicas. Por ello, la clase de los industriales hindúes, que estaba surgiendo lentamente, no estaba contenta con el gobierno, sino que era cada vez más contraria a este. Entre los marginados también había un número creciente de hindúes que habían recibido una formación al estilo británico y que posteriormente se habían molestado al comparar sus preceptos con la práctica de la comunidad británica en la India. Otros, que se habían ido a Inglaterra para estudiar en Oxford, Cambridge o en el Colegio de Abogados de Londres, encontraban este contraste especialmente mortificante; en la Inglaterra de finales del siglo XIX había incluso parlamentarios hindúes, mientras que un licenciado hindú en la India podía ser menospreciado por un soldado raso británico, y en la década de 1880 hubo un fuerte alboroto entre los residentes británicos cuando un virrey se propuso eliminar la «distinción injusta» que evitaba que un europeo fuese llevado ante un magistrado hindú. Algunos también consideraron lo que habían leído a instancias de sus mentores; así, John Stuart Mill y Mazzini iban a tener una enorme influencia en la India y, a través de sus lectores, en el resto de Asia.
El resentimiento fue particularmente intenso entre los hindúes de Bengala, el centro histórico del poder británico (Calcuta era la capital de la India). En 1905, esta provincia fue dividida en dos. Por primera vez, la partición supuso para el Raj un grave conflicto con algo que no existía en 1857, un movimiento nacionalista hindú. El crecimiento de un sentimiento nacionalista fue lento, irregular y desigual. Formaba parte de un conjunto complejo de procesos que conformaban la política hindú moderna, aunque no era ni mucho menos de los más importantes en distintas localidades y en muchos niveles. Además, en cada etapa el sentimiento nacional era fuertemente influenciado a su vez por fuerzas no hindúes. A principios del siglo XIX, los orientalistas británicos habían empezado a redescubrir la cultura hindú clásica, que era esencial para el amor propio del nacionalismo hindú y para la superación de las grandes divisiones existentes dentro del subcontinente. Entonces, los eruditos, guiados por los europeos, empezaron a sacar a la luz la cultura y la religión incrustadas en las abandonadas escrituras en sánscrito. A través de ellas consiguieron formular la idea de un hinduismo muy alejado de los añadidos ricos y fantásticos, aunque también supersticiosos, de su forma popular. Hacia finales del siglo XIX, esta recuperación del pasado ario y védico —la India islámica prácticamente quedó relegada— había progresado lo bastante como para que los hindúes se enfrentasen con confianza a los reproches de los misioneros cristianos y lanzasen un contraataque cultural. Un emisario hindú enviado a un «Parlamento de las Religiones» celebrado en Chicago en 1893, no solo suscitó una gran estima personal y consiguió atraer una atención sincera con su afirmación de que el hinduismo era una gran religión, capaz de revivificar la vida espiritual de otras culturas, sino que incluso convirtió a algunos de los asistentes.
Durante mucho tiempo, la conciencia nacional, al igual que la actividad política que esta conciencia iba a reforzar, estuvo limitada a pocas personas. La propuesta de que el hindi fuera el idioma de la India no parecía en absoluto realista cuando cientos de lenguas y dialectos fragmentaban la sociedad hindú y el hindi solo atraía a una pequeña élite que pretendía reforzar sus vínculos en todo un subcontinente. La definición de su pertenencia era la educación, más que la riqueza; su columna vertebral la constituían aquellos hindúes, a menudo bengalíes, que se sentían especialmente decepcionados por el hecho de que el nivel de formación que habían conseguido no les reportase una cuota correspondiente en el gobierno de la India. En 1887, solo una decena de hindúes habían ingresado en el funcionariado del país mediante oposiciones o por concurso. El Raj parecía decidido a mantener el predominio racial de los europeos y a confiar solo en intereses tan conservadores como los de los príncipes y señores, con lo cual se excluía y —lo que es peor— se humillaba a los babu, la clase media urbana hindú.
Una nueva autoestima cultural y un sentimiento creciente de agravio por las recompensas y los desaires fueron el trasfondo para la formación del Congreso Nacional Indio. El preludio inmediato fue una gran agitación por el fracaso de las propuestas gubernamentales —debido a las protestas de los europeos residentes— en pro de la igualdad de trato entre hindúes y europeos ante los tribunales. La decepción provocó que un inglés, un antiguo funcionario, tomase medidas que desembocaron en la primera conferencia del Congreso Nacional Indio en Bombay, en diciembre de 1885. También las iniciativas virreinales habían incidido en ello, y durante mucho tiempo los europeos iban a ser preponderantes en la administración del Congreso. Además, iban a auspiciarlo durante aún más tiempo con protección y asesoramiento desde Londres. Fue un símbolo elocuente de la complejidad del impacto europeo en la India el que algunos delegados hindúes asistiesen vestidos al estilo europeo, con unos trajes de chaqué y sombrero de copa cómicamente inadecuados para el clima del país, en lugar del traje formal de sus gobernantes.
El Congreso pronto se comprometió, mediante su declaración de principios, con la unidad y la regeneración nacional; como en Japón y China, y en muchos otros países más tarde, esta fue la consecuencia habitual del impacto de las ideas europeas. Pero al principio el Congreso no aspiraba al autogobierno, sino que pretendía ofrecer un medio de comunicación de los planteamientos hindúes al virrey y proclamaba su «lealtad inquebrantable» a la corona británica. Hasta al cabo de veinte años, cuando gran parte de las ideas nacionalistas extremas habían ganado adeptos entre los hindúes, no se empezó a barajar la posibilidad de la independencia. Durante este tiempo, su actitud se fue agriando y endureciendo al ser vilipendiada por los residentes británicos, que lo declararon no representativo, y por la ausencia de una respuesta por parte de una administración que asumía este planteamiento y prefería trabajar a través de fuerzas sociales más tradicionales y conservadoras. Los extremistas se mostraron más insistentes. En 1904 llegaron las reveladoras victorias de Japón sobre Rusia. El motivo de disputa lo proporcionó la partición de Bengala en 1905.
Su propósito era doble: administrativamente, la división era oportuna, y socavaría el nacionalismo en Bengala al crear una Bengala Occidental donde había una mayoría hindú y una Bengala Oriental con una mayoría musulmana. Esto hizo detonar toda una serie de situaciones explosivas que se habían ido acumulando desde hacía tiempo. Inmediatamente, estalló una lucha por el poder en el Congreso. En un primer momento, se evitó una escisión con un acuerdo sobre el objetivo del sawaraj, que en la práctica podía significar un autogobierno independiente como el que disfrutaban los dominios blancos; su ejemplo era sugerente. Los extremistas fueron alentados por los disturbios contra la partición. Se desplegó una nueva arma contra los británicos, un boicot sobre los bienes, que, según se esperaba, podía extenderse a otras formas de resistencia pasiva, como el impago de impuestos y la negativa de los soldados a obedecer órdenes. En 1908, los extremistas fueron excluidos del Congreso. Para entonces, una segunda consecuencia era manifiesta: el extremismo generaba terrorismo. Nuevamente, los modelos extranjeros fueron importantes. El terrorismo revolucionario de Rusia se unía ahora a las obras de Mazzini y a la biografía de Garibaldi, el héroe y dirigente de la guerrilla por la independencia italiana, como influencia formativa en una India emergente. Los extremistas defendían que el asesinato político no era como uno corriente. El asesinato y los atentados con bomba fueron combatidos con medidas represivas especiales.
La tercera consecuencia de la partición tal vez fue la más trascendental. Sacó a la luz la división existente entre musulmanes e hindúes. Por razones que se remontaban a la infiltración en la India musulmana antes del motín de un movimiento de reforma islámica, la secta wahabita árabe, durante un siglo los musulmanes indios se habían sentido cada vez más distintos de los hindúes. Los británicos recelaban de ellos debido a sus intentos de revivificar el imperio mogol en 1857, y habían tenido poco éxito al intentar conseguir puestos en el gobierno o en la rama judicial. Los hindúes habían respondido con más ímpetu a las oportunidades educativas que el Raj ofrecía: tenían más peso comercial y una mayor influencia en el gobierno. Pero los musulmanes también habían encontrado apoyo de los británicos, que habían fundado un nuevo colegio islámico, donde se impartía la educación en inglés que necesitaban para competir con los hindúes, y habían ayudado a fundar organizaciones políticas musulmanas. Algunos funcionarios ingleses empezaron a comprender el potencial para equilibrar la presión hindú que esto podía proporcionar al Raj. No era probable que la intensificación de la práctica ritual hindú, por ejemplo un movimiento de protección de las vacas, consiguiese nada, salvo incrementar la separación entre las dos comunidades.
No obstante, no fue hasta 1905 cuando la ruptura pasó a ser y continuó siendo uno de los factores fundamentales de la política del subcontinente. Los antiparticionistas hacían campaña con un despliegue estridente de símbolos y eslóganes hindúes. El gobernador británico de Bengala Oriental incitó a los musulmanes contra los hindúes y procuró darles un interés personal en la nueva provincia. Fue destituido, pero su inoculación había cuajado; los musulmanes de Bengala deploraron su destitución. Parecía que se estaba formando una alianza anglomusulmana, lo cual airó aún más a los terroristas hindúes. Para empeorar las cosas, todo esto tuvo lugar durante cinco años (desde 1906 hasta 1910) en que los precios subieron más rápidamente que durante todo el motín.
Un importante conjunto de reformas concedidas en 1909 no hizo más que cambiar levemente las formas con que iban a actuar las fuerzas políticas que, en adelante, dominarían la historia de la India desde que el Raj dejó de existir unos cuarenta años más tarde. Por primera vez, los hindúes fueron nombrados para el consejo que asesoró al ministro británico responsable de la India y, lo que era más importante, se concedieron más plazas electas a hindúes en los consejos legislativos. Pero las elecciones se celebrarían para electorados que tenían una base comunal. Es decir, la división entre la India hindú y la musulmana quedó institucionalizada.
En 1911, por primera y única vez, un monarca británico reinante visitó la India. Se convocó una gran corte imperial (durbar) en Delhi, el antiguo centro del gobierno mogol, adonde la capital de la India británica fue trasladada desde Calcuta. Los príncipes de la India llegaron para rendirle homenaje. El Congreso no cuestionó su deber hacia la corona. El acceso al trono de Jorge V aquel mismo año había estado marcado por la concesión de beneficios reales y simbólicos, entre los cuales el más notable y significativo políticamente fue el hecho de volver a unir Bengala. Si hubo un momento en que el Raj estuvo en su apogeo, fue este.
Con todo, la India no estaba en absoluto pacificada. Continuaban el terrorismo y los crímenes sediciosos. La política de favorecer a los musulmanes había hecho que los hindúes estuviesen más resentidos, mientras que los musulmanes creían que el gobierno había dado marcha atrás en la comprensión mostrada hacia ellos al eliminar la partición de Bengala. Temían que se reanudase el predominio hindú en aquella provincia. Por otro lado, los hindúes tomaron esta concesión como una prueba de que la resistencia daba sus frutos, y empezaron a presionar por la abolición de los pactos electorales comunales que los musulmanes tanto habían valorado. Por lo tanto, los británicos habían hecho mucho para enajenarse el apoyo musulmán cuando surgió otra tensión. Las élites musulmanas hindúes, que habían propiciado la cooperación con los británicos, cada vez estaban sometidas a una mayor presión por parte de los musulmanes de clase media, susceptibles ante la violenta llamada de un movimiento panislámico. Los panislamistas solo podían aducir el hecho de que los británicos habían abandonado a los musulmanes en Bengala, pero también señalaron que en Trípoli, ciudad que los italianos atacaron en 1911, y en los Balcanes en 1912 y 1913, las fuerzas cristianas estaban atacando Turquía, la sede del califato, el símbolo institucional del liderazgo espiritual del islam, y Gran Bretaña era, indiscutiblemente, una fuerza cristiana.
Las intensas susceptibilidades de los musulmanes hindúes de clase baja fueron excitadas hasta el punto de que incluso el hecho de que una mezquita resultara afectada en la reorganización de una calle podía presentarse como parte de un plan deliberado de hostigar al islam. Cuando en 1914 Turquía decidió ir a la guerra contra Gran Bretaña, pese a que la Liga Musulmana se mantuvo leal, algunos musulmanes indios aceptaron la consecuencia lógica de la supremacía del califato y empezaron a preparar la revolución contra el Raj. Eran pocos. Lo que fue más importante para el futuro es que hacia ese año no dos, sino tres fuerzas realizaban la gestión de la política india: los británicos, los hindúes y los musulmanes. Aquí estuvo el origen de la futura partición de la única unidad política completa que el subcontinente nunca ha conocido, y, al igual que esa unidad, en gran parte fue consecuencia de la intervención de fuerzas tanto indias como no indias.
La India contenía la mayor masa de población no europea y de territorio bajo dominio europeo en Asia, pero al sudeste y en Indonesia —zonas que formaban parte de la esfera cultural india— había otras posesiones imperiales. Se pueden hacer pocas generalizaciones sobre un territorio tan inmenso, con tantos pueblos y religiones. Un hecho negativo era observable: en ningún otro dominio europeo de Asia hubo una transformación tan importante antes de 1914 como en la India, aunque en todos ellos la modernización había empezado a limar la tradición local. Las fuerzas que crearon este efecto eran aquellas que ya habían actuado en otros lugares: la agresión europea, el ejemplo de Japón y la difusión de la cultura europea. Pero la primera y la última de estas fuerzas actuaron en la zona durante menos tiempo antes de 1914 que en China y en la India. En 1880, la mayor parte del sudeste asiático todavía era dirigido por príncipes nativos que eran gobernantes independientes, aunque hubiesen tenido que hacer concesiones al poder europeo en unos «tratados desiguales». En la década siguiente, ello cambió rápidamente a raíz de la anexión británica de Birmania y la continua expansión francesa en Indochina. Los sultanes de Malasia admitieron a residentes británicos en sus cortes, los cuales dirigieron la política a través de la administración nativa, mientras que las «colonias de los estrechos» fueron gobernadas directamente como una colonia. Hacia 1900, solo Siam se mantenía como reino independiente en esta zona; los de Indochina habían sucumbido al imperialismo francés.
Camboya y Laos habían sido modelados por influencias religiosas y artísticas procedentes de la India, pero uno de los países de Indochina estaba mucho más asociado a China por su cultura. Era Vietnam. Constaba de tres partes: Tonkín al norte, Annam en la zona central y Cochinchina al sur. Vietnam contaba con una larga tradición de identidad nacional y con una historia llena de rebeliones contra el dominio imperial de China. Por ello no es sorprendente que fuese allí donde la resistencia a la europeización fue más intensa. Las conexiones de Europa con Indochina habían comenzado con los misioneros cristianos del siglo XVII procedentes de Francia (uno de ellos ideó la primera romanización de la lengua de Vietnam), y la persecución de los cristianos fue tomada como excusa para una expedición francesa (brevemente apoyada por fuerzas españolas), enviada allí en la década de 1850. Más adelante hubo conflictos diplomáticos con China, que reclamaba la soberanía sobre el país. En 1863, bajo presión, el emperador de Annam cedió parte de la Cochinchina a los franceses. También Camboya aceptó un protectorado francés. A ello siguieron otros avances franceses y el surgimiento de una resistencia indochina. En la década de 1870, los franceses ocuparon el delta del río Rojo, y otras disputas llevaron pronto a una guerra con China, la principal potencia, que confirmó la presencia francesa en Indochina. En 1887 crearon una Unión Indochina, que ocultaba un régimen centralizado tras un sistema de protectorados. Pese a que ello significaba la preservación de los dirigentes nativos (el emperador de Annam y los reyes de Camboya y Laos), el objetivo de la política colonial francesa siempre era la asimilación. La cultura francesa sería llevada a los nuevos súbditos franceses, cuyas élites serían afrancesadas, como el mejor modo de promover la modernización y la civilización.
Las tendencias centralizadoras de la administración francesa pronto pusieron de manifiesto que la estructura formal del gobierno nativo era una farsa. Inconscientemente, los franceses debilitaron las instituciones locales sin sustituirlas por otras que gozasen de la lealtad del pueblo, lo cual fue una deriva peligrosa. La presencia francesa tuvo también otras consecuencias, ya que introdujo, por ejemplo, la política arancelaria gala, que iba a ralentizar la industrialización. Ello hizo que los hombres de negocios indochinos se preguntasen, al igual que sus homólogos indios, en función de qué intereses era gobernado el país. Además, la idea de una Indochina como parte integrante de Francia, y cuyos habitantes debían pasar a ser franceses, también trajo problemas. La administración colonial tenía que enfrentarse a la paradoja de que el acceso a la educación francesa podía conducir a reflexionar sobre el lema inspirador que se leía en los edificios y en los documentos oficiales de la Tercera República, «Libertad, igualdad y fraternidad». Finalmente, el derecho francés y sus nociones de propiedad disgregaron la estructura de posesión de las tierras en los pueblos, y dieron más poder a los prestamistas y a los terratenientes. Con una población creciente en las zonas arroceras, ello iba a conformar un potencial revolucionario para el futuro.
Japón y China fueron los catalizadores de los agravios en Indochina encarnados en estos hechos, y el legado del nacionalismo vietnamita tradicional pronto se hizo sentir. La victoria japonesa sobre Rusia hizo que varios jóvenes vietnamitas viajasen a Tokio, donde se reunieron con Sun Yat-sen y con los instigadores japoneses del movimiento «Asia para los asiáticos». Tras la revolución china de 1911, uno de ellos organizó una sociedad a favor de una república vietnamita. Nada de esto inquietaba en gran medida a los franceses, que pudieron reprimir perfectamente esta oposición hasta 1914, pero, curiosamente, tuvo su paralelo en una oposición conservadora a ellos entre la clase vietnamita con educación confuciana. A pesar de que inauguraron una universidad en 1907, los franceses tuvieron que clausurarla casi enseguida, y permaneció cerrada hasta 1918, debido al temor al descontento entre los intelectuales. Este importante sector de la opinión vietnamita ya fue profundamente alienado por el gobierno francés al cabo de unas dos décadas de su creación.
También más al sur, la historia francesa había tenido un impacto directo en Indonesia. Hacia finales del siglo XIX, había unos sesenta millones de indonesios. La presión de la población aún no había generado las tensiones que surgirían, pero fue el mayor grupo de no europeos dirigido por un Estado europeo fuera de la India. Sus antepasados contaban con casi dos siglos de experiencia —a veces amarga— de dominio holandés, antes de que la Revolución francesa llevase a la invasión de las Provincias Unidas, a la formación de una nueva república revolucionaria allí en 1795, a la disolución de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y, poco después, a la ocupación británica de Java. Los británicos agitaron las aguas introduciendo importantes cambios en el sistema de rentas públicas, pero también actuaban otras influencias que agitaban el país. Aunque originalmente era un afloramiento de la civilización hindú de la India, también formaba parte del mundo islámico, por el gran número de musulmanes —por lo menos de nombre— existente entre sus pueblos y por sus vínculos comerciales con Arabia. En los primeros años del siglo XIX, ello adquirió una nueva importancia. Los peregrinos de Indonesia, algunos de ellos de nacimiento y rango, viajaban a La Meca y, a veces, llegaban hasta Egipto y Turquía. Allí se encontraban directamente en contacto con las ideas reformistas de más al oeste.
La inestabilidad de la situación se puso de relieve cuando los holandeses volvieron y, en 1825, tuvieron que librar la guerra de Java contra un príncipe disidente, que duró cinco años. Esta perjudicó las finanzas de la isla, de modo que los holandeses se vieron obligados a introducir más cambios. El resultado fue un sistema agrícola que reforzaba el cultivo de productos para el gobierno. El funcionamiento de este sistema condujo a una grave explotación de los campesinos, que a finales del siglo XIX empezaron a despertar entre los holandeses una inquietud acerca del comportamiento de su gobierno colonial. Ello culminó en un gran cambio de actitud: en 1901 se anunció una nueva «política ética», que se expresó en la descentralización y en una campaña por lograr una mejora a través de la administración de los pueblos. Con todo, este programa a menudo resultó ser tan paternalista e intervencionista en su acción que a veces también suscitó hostilidad. Ello fue utilizado por los primeros nacionalistas indonesios, algunos de ellos inspirados por los hindúes. En 1908 formaron una organización para promover la educación nacional. Tres años más tarde surgió una asociación islámica, cuyas primeras actividades estuvieron dirigidas tanto contra los comerciantes chinos como contra los holandeses. Hacia 1916, había llegado incluso al punto de reclamar el autogobierno mientras se mantuviera la unión con los Países Bajos. No obstante, antes de esto, en 1912 se fundó un verdadero partido independentista. Se oponía a la autoridad holandesa en nombre de los indonesios nativos de cualquier raza. Entre sus tres fundadores había un holandés, y otros le siguieron. En 1916, los holandeses dieron el primer paso para satisfacer las reivindicaciones de estos grupos al autorizar un Parlamento con poderes limitados para Indonesia.
Aunque las ideas nacionalistas europeas ya circulaban por casi todos los países asiáticos en los primeros años del siglo XX, adquirieron distintas expresiones a partir de las diferentes posibilidades. No todos los regímenes coloniales se comportaban del mismo modo. Los británicos animaron a los nacionalistas de Birmania, mientras que los estadounidenses persiguieron tenazmente un paternalismo benévolo en las Filipinas después de sofocar una insurrección inicialmente dirigida contra sus predecesores españoles. Estos mismos españoles, al igual que los portugueses en toda Asia, habían promovido insistentemente la conversión al cristianismo, mientras que el Raj británico era muy cauto a la hora de intervenir en la religión nativa. La historia también ha modelado el futuro del Asia colonial debido a los distintos legados que los diversos regímenes europeos han dejado allí. Por encima de todo, las fuerzas de las posibilidades históricas y de la inercia histórica se dejaron notar en Japón y China, donde la influencia europea fue tan radical en sus efectos como en la India o en Vietnam, países gobernados directamente. En cada caso, el contexto en que aquella influencia actuó fue decisivo para configurar el futuro. Después de dos siglos de actividad europea en Asia, gran parte (quizá la mayor parte) de este contexto se mantenía intacto. Una porción enorme del pensamiento y la práctica de siempre se mantuvo inalterada. Había presentes demasiados acontecimientos históricos para que la expansión europea explicase por sí sola el Asia del siglo XX. Sin embargo, el poder catalizador y liberador de esta expansión es lo que condujo a Asia a la era moderna.



LIBRO VII
El final del dominio europeo

Contenido:

  1. Tensiones en el sistema
  2. La época de la Primera Guerra Mundial
  3. La construcción de una nueva Asia
  4. La herencia otomana y los territorios islámicos occidentales
  5. La Segunda Guerra Mundial
  6. La configuración de un nuevo mundo

En 1900, Europa podía contemplar tras de sí un espectacular crecimiento que había durado dos o tal vez tres siglos. La mayoría de sus ciudadanos habrían dicho que este crecimiento había sido beneficioso, es decir, que les había llevado a un gran progreso. La historia de Europa desde la Edad Media supuso un avance constante hacia objetivos que sin duda habían valido la pena y que pocas personas ponían en cuestión. Atendiendo tanto a criterios de tipo intelectual o científico como a parámetros materiales y económicos (o incluso morales y estéticos según algunos, tal era la capacidad de seducción del progreso), el pasado de Europa confirmaba a sus ciudadanos que estaban siguiendo un curso progresivo, lo cual podía decirse del mundo en su conjunto, ya que la civilización europea se había extendido por doquier. Es más, parecía que el futuro depararía nuevos avances sin límite. Los europeos tenían en 1900 la misma confianza en la continuidad del éxito de su cultura que la que un siglo antes habían sentido en China las selectas minorías de este país. El pasado les daba la razón; de eso estaban convencidos.
Pero no todos tenían la misma confianza. Algunos creían que la interpretación de los hechos podía llevar también a conclusiones más pesimistas. Aunque los pesimistas eran mucho menos numerosos que los optimistas, entre los primeros se encontraban personas de reconocido prestigio e inteligencia. Algunos de ellos sostenían la idea de que la civilización en la que vivían estaba aún por demostrar todo su potencial autodestructivo y tenían la sensación de que el momento en que esto ocurriera podría no estar tan lejos. Había personas que consideraban que la civilización se estaba desviando de sus principios religiosos y morales de manera cada vez más evidente, y que sería llevada probablemente a un completo desastre por el materialismo y la barbarie.
Según pudo comprobarse más adelante, ni los optimistas ni los pesimistas estaban totalmente en lo cierto, tal vez porque basaban sus puntos de vista, con excesiva convicción, en una percepción personal de las características de la civilización europea. Al mirar hacia el futuro, se orientaban por el poder, las tendencias y los puntos débiles inherentes a la propia civilización. Solo unos cuantos de ellos prestaban suficiente atención a la manera en que Europa estaba cambiando el mundo en el que se había sustentado su dominio, y que habría de alterar una vez más el equilibrio entre los grandes centros de la civilización. Eran escasas las personas que miraban más allá de Europa y de la Europa ultramarina; solo esos excéntricos agoreros que se preocupaban sin motivo por el llamado «peligro amarillo», aunque ya un siglo antes Napoleón había advertido de que China era un gigante dormido al que era mejor dejar en paz.
Visto retrospectivamente, resulta tentador decir que los pesimistas evaluaron con mayor claridad la situación; incluso puede que sea verdad. Pero los análisis a posteriori a veces resultan un inconveniente para el historiador. En este caso, visto lo visto, resulta difícil de entender que los más optimistas pudieran haber estado en un momento dado tan seguros de sí mismos. Aunque deberíamos tratar de comprenderlo. Por un lado, entre los que veían con buenos ojos el futuro había personas de gran perspicacia intelectual; por otro, el optimismo constituyó durante tanto tiempo un obstáculo para la solución de determinados problemas en el siglo XX, que deberíamos verlo como una corriente histórica considerada en sí misma. También hay que decir que las tendencias pesimistas no vieron confirmadas muchas de sus previsiones. Si bien los desastres del siglo XX fueron ciertamente terribles, hay que decir que afectaron a sociedades con mayor capacidad de recuperación que otras que, en épocas anteriores, habían sido destruidas por problemas menos importantes. Por otro lado, no siempre se dieron las calamidades que se temían poco menos de un siglo antes. En 1900, tanto los optimistas como los pesimistas contaban con unos datos que podían ser interpretados de diferentes maneras. No es censurable, aunque sí verdaderamente trágico, que les fuera tan difícil valorar con exactitud lo que les deparaba el futuro. Hoy en día, a pesar de tener mejor información a nuestra disposición, no hemos estado tan acertados en nuestras predicciones a corto plazo como para atrevernos a criticarlos sin piedad.

1. Tensiones en el sistema
A comienzos del siglo XX, el continuo crecimiento de la población constituyó una tendencia histórica muy evidente en Europa. En el año 1900, Europa tenía alrededor de 400 millones de habitantes —una cuarta parte de los cuales eran ciudadanos rusos—, Estados Unidos contaba con 76 millones y en los dominios ultramarinos británicos vivían otros 15 millones de personas. Estas cifras revelan una cuantiosa proporción de habitantes en la que era la civilización dominante en relación con la población mundial. Por otro lado, en el primer decenio del siglo XX el crecimiento estaba empezando a decaer en algunos países. Este fenómeno era más evidente en los países desarrollados que constituían el corazón de Europa occidental, en los que el crecimiento dependía cada vez más de unos índices de mortalidad reducidos. En estos, estaba claro que la existencia de familias poco numerosas se estaba extendiendo en la sociedad hacia las capas de población con menos medios económicos. Hacía mucho tiempo que se utilizaban los métodos anticonceptivos tradicionales, pero en el siglo XIX las clases más favorecidas empezaron a disponer de otros más eficaces. Cuando estos nuevos métodos empezaron a utilizarse de manera más generalizada (y pronto hubo indicios de que estaba siendo así), su influencia sobre la estructura de la población llegaría a ser muy importante.
Por otro lado, en los países de la Europa oriental y mediterránea esta situación tardaría en llegar. En ellos, el rápido crecimiento de la población empezaba a producir importantes tensiones. En el siglo XIX, el creciente fenómeno de la emigración constituyó una válvula de escape que hizo posible superarlas; los problemas podrían empezar a surgir cuando dicha válvula de escape dejara de actuar con tanta facilidad. En otros lugares aún más lejanos, el pronóstico podría ser más pesimista, teniendo en cuenta lo que ocurriría cuando Asia y África dispusieran de los mismos medios que funcionaban en Europa para reducir los índices de mortalidad, lo cual sería inevitable en el marco de la civilización global a la que el siglo XIX había dado lugar. En ese caso, el éxito de Europa a la hora de imponer su supremacía daría lugar a la pérdida en último término de la ventaja demográfica que recientemente se había sumado a su superioridad técnica. Y, aún peor, la otrora tan temida crisis malthusiana (olvidada a medida que el milagro económico del siglo XIX había alejado el miedo al exceso de población) podría finalmente hacerse realidad.
Había sido posible ignorar las advertencias de Malthus porque el siglo XIX había disfrutado del mayor auge en la creación de riqueza hasta entonces conocido. Las causas del mismo fueron la industrialización de Europa, y en el año 1900 el avance tecnológico en que se había basado el crecimiento estaba lejos de agotarse o de estar en peligro. No solamente se había producido un amplio y acelerado flujo de mercancías que un siglo antes solo existían en cantidades (relativamente) muy pequeñas, sino que también habían aparecido nuevos tipos de productos. El petróleo y la electricidad se habían unido como fuentes de energía al carbón, la madera, el viento y el agua, y se había desarrollado una industria química inimaginable en 1800. El poder y la riqueza crecientes se habían utilizado para la explotación, no solo en Europa, de unos recursos naturales, tanto agrícolas como minerales, que parecían ser inagotables. La demanda europea de materias primas dio un giro a las economías de otros continentes. Las necesidades de la nueva industria eléctrica impulsaron en Brasil un auge de poca duración en el sector del caucho, pero cambiaron para siempre la historia de Malasia e Indochina.
También se transformó la vida de millones de personas. El ferrocarril, el tranvía, el barco de vapor, el automóvil y la motocicleta facilitaron a la población un nuevo control sobre su entorno. Los desplazamientos se volvieron más rápidos y el transporte por tierra adquirió una velocidad que no se conocía desde los tiempos, miles de años antes, en que se empezaron a utilizar animales para tirar de los carromatos. El resultado de la suma de estas innovaciones fue que, en muchos países, la población, cada vez más numerosa, pudo impulsar un crecimiento aún más rápido en la creación de riqueza. Por ejemplo, entre 1870 y 1900 la producción alemana de arrabio se multiplicó por seis, mientras que su población solamente creció en un tercio más o menos. Ateniéndonos al consumo, a los servicios a los que tenía acceso o al disfrute de una salud mejor, el grueso de la población de los países desarrollados se encontraba en mucho mejor situación que cien años antes. Este proceso no alcanzó, sin embargo, a colectivos como los campesinos rusos o andaluces (si bien no es nada fácil valorar su situación, al igual que no lo era preverla). Pero, en cualquier caso, el futuro se presentaba halagüeño incluso para estos últimos, en la medida en que se había encontrado una clave para la prosperidad que podía hacerse llegar a todos los países.
A pesar de este panorama alentador, podían surgir dudas. Con independencia de lo que deparara el futuro, el coste que la nueva bonanza económica comportaba y las dudas que se planteaban sobre la justicia social en su distribución resultaban preocupantes. La mayoría de las personas eran todavía extremadamente pobres, vivieran o no en países ricos. En estos últimos la incongruencia resultaba más llamativa que en otros tiempos. La pobreza era tanto más sangrante en un momento en el que la sociedad estaba demostrando una capacidad evidente para producir más riqueza. Este fue el principio de un cambio en las expectativas de futuro que tuvo una gran trascendencia. Muchos veían su situación personal de una manera que les hacía empezar a dudar de sus posibilidades de conseguir un medio de vida. No era una novedad que hubiera personas sin trabajo, pero sí que se produjeran de pronto situaciones en las que, debido a la conjunción de las ciegas fuerzas del auge y la depresión, millones de hombres sin trabajo se concentraran en las grandes ciudades. Nacía el «desempleo», un nuevo fenómeno para cuya aparición había sido necesaria la de un mundo nuevo. Algunos economistas pensaban que se trataba de algo inherente al capitalismo. Tampoco las ciudades se libraron de todos los males que tanto habían sorprendido a los primeros testigos del nacimiento de la sociedad industrial. En 1900, la mayoría de los europeos occidentales vivían en ciudades; en 1914 existían más de 140 ciudades que superaban los 100.000 habitantes. En algunas de ellas, millones de personas vivían hacinadas, en muy malas condiciones de vivienda, y había escasez de escuelas y de espacios abiertos, por no hablar de la falta de posibilidades de diversión que no fueran las de la propia calle, y todo ello siendo a menudo testigos de la riqueza que habían contribuido a crear. «Los barrios bajos» es otra de las expresiones que se acuñaron en el siglo XIX. Su existencia llevaba a menudo a dos sentimientos contrapuestos. Uno de ellos era el miedo; muchos estadistas honrados de finales del siglo XIX seguían desconfiando de las ciudades, que consideraban centros de activismo revolucionario, delincuencia y maldad. El otro, la esperanza; la situación de las ciudades dio motivos para pensar que la revolución contra la injusticia del sistema económico y social era algo inevitable. Pero estas dos percepciones pasaban por alto la evidencia, confirmada por la experiencia, de que la revolución en Europa occidental era, de hecho, cada vez menos probable.
El miedo a la revolución estaba también alimentado por el desorden, si bien la naturaleza de este no era bien interpretada y se tendía a exagerar. En Rusia, país que era sin duda parte de Europa, al menos en relación con el resto del mundo, pero que no había conocido un avance tan rápido en el camino del progreso económico y social, las reformas no fueron lo suficientemente importantes y el movimiento revolucionario estaba siempre presente. Este movimiento desembocó en actos terroristas —una de cuyas víctimas fue un zar— y estaba apoyado por disturbios agrarios continuos y espontáneos. Los ataques de los campesinos a los terratenientes y a sus administradores llegaron a su punto álgido en los primeros años del siglo XX. La derrota en la guerra contra Japón y el consiguiente debilitamiento del régimen desembocaron en la revolución de 1905. Podía pensarse que el caso de Rusia era especial, y sin duda lo era, pero en 1898, y más tarde en 1914, también Italia vivió acontecimientos que algunos observadores consideraron una revolución apenas bajo control, mientras que una de las grandes ciudades de España, Barcelona, fue escenario en 1909 de sangrientos disturbios callejeros. En la década de 1890, en otros países industrializados sin tradición revolucionaria, como Estados Unidos, se sucedieron huelgas y manifestaciones que adquirieron en ocasiones tintes violentos. Incluso en Gran Bretaña hubo víctimas mortales en sucesos de esta naturaleza. Este tipo de episodios, unidos a las esporádicas actuaciones de los movimientos anarquistas, mantenían en vilo a la policía y a los ciudadanos respetables. Los anarquistas en especial lograban dejar su impronta en el ánimo colectivo. Sus actos terroristas y asesinatos alcanzaron una gran notoriedad en los años noventa del siglo XIX. La importancia de los mismos iba más allá del hecho de que tuvieran éxito o no, porque el auge de la prensa escrita garantizaba un enorme impacto a la colocación de una bomba o a un apuñalamiento. No todos los anarquistas compartían los mismos objetivos cuando utilizaban estos métodos, pero todos ellos eran hijos de su época; protestaban no solo contra el Estado como entidad gobernante, sino también contra toda una sociedad que juzgaban injusta. Contribuían a mantener viva la llama del miedo a la revolución, si bien probablemente en menor grado que sus viejos rivales, los marxistas.
En el año 1900, en casi todos los países se identificaba al socialismo con el marxismo. Solo en Inglaterra había una tradición alternativa importante. El temprano desarrollo en este país de un amplio movimiento sindical y las posibilidades de actuar a través de partidos políticos ya establecidos favorecían el predominio de un radicalismo no revolucionario. En cambio, la supremacía del marxismo entre los socialistas de los demás países europeos se expresó formalmente en 1896, cuando la Segunda Internacional, un movimiento de clase obrera constituido siete años antes para coordinar la acción socialista en todos los países, expulsó de su seno a los anarquistas que, hasta entonces, habían formado parte de la organización. Cuatro años más tarde, la Internacional abrió una oficina permanente en Bruselas. Dentro de este movimiento, el Partido Socialdemócrata Alemán adquirió una gran preponderancia gracias a su aportación humana, económica e ideológica. Este partido había prosperado, a pesar de la persecución policial, gracias a la rápida industrialización de Alemania, y para el año 1900 se había establecido de facto en la política germana. Era la primera verdadera organización de masas. Solo su poderío económico y su aportación humana habrían bastado para que el marxismo, credo oficial del partido alemán, fuera adoptado por el movimiento socialista internacional. Pero el marxismo tenía también su propio atractivo intelectual y emocional, basado sobre todo en la certeza que transmitía de que el mundo ya estaba caminando en la dirección que esperaban los socialistas y en la satisfacción que a muchos les proporcionaba la participación en una lucha de clases que, tal y como insistían los marxistas, tenía que desembocar en una revolución violenta.
Si bien este mito confirmaba los temores del orden establecido, algunos marxistas inteligentes se habían dado cuenta de que, más o menos a partir del año 1880, los hechos no respaldaban de ninguna manera la teoría. Era evidente que existía un gran número de personas que habían conseguido elevar su nivel de vida dentro del sistema capitalista. El desarrollo del capitalismo, con toda su complejidad, no estaba facilitando y conformando el conflicto de clases tal y como los marxistas habían pronosticado. Además, las instituciones políticas capitalistas habían sido capaces de atender a las clases trabajadoras. Esto era muy importante. Sobre todo en Alemania, aunque también en Inglaterra, los socialistas obtuvieron importantes avances en sus reivindicaciones utilizando las posibilidades de actuación que les proporcionaba el Parlamento. El voto era toda un arma a su disposición y no estaban dispuestos a desaprovecharlo esperando la llegada de la «revolución». Esto llevó a algunos socialistas a intentar redefinir el marxismo oficial de manera que tuviera en cuenta las nuevas tendencias. Se les denominó «revisionistas» y, en términos generales, defendían un avance pacífico hacia la transformación de la sociedad mediante el socialismo. Si a la gente le gustaba llamar «revolución» a esa transformación, la diferencia solamente residía en un problema terminológico. Dentro de esta posición teórica y del conflicto que provocaba, había una cuestión de tipo práctico que fue objeto de controversia a finales de siglo: ¿debían los socialistas formar parte como ministros de los gobiernos capitalistas?
El debate a que dio lugar esta cuestión tardó años en resolverse. El resultado final del mismo fue la condena del revisionismo por la Segunda Internacional, mientras que los partidos nacionales, muy especialmente los alemanes, siguieron con sus actividades, llegando a acuerdos con los representantes del sistema según les conviniera, aunque no abandonaron la retórica revolucionaria. Muchos socialistas mantenían la esperanza de hacerla realidad, negándose al alistamiento en el ejército cuando los gobiernos llamaban a filas. Uno de los grupos socialistas, mayoritario en Rusia, continuaba denunciando con firmeza el revisionismo y propugnaba el uso de la violencia. Esto era un reflejo de la peculiaridad de la situación rusa, donde poco se podía esperar de la política parlamentaria y la tradición revolucionaria y terrorista era importante. Este grupo lo constituían los bolcheviques, nombre que proviene etimológicamente de una palabra que en ruso significa «mayoría», y desde luego iban a dar mucho que hablar.
Los socialistas consideraban que hablaban para el pueblo. Fuera esto cierto o no, en 1900 a muchos conservadores les preocupaba la posibilidad de que los avances obtenidos por el liberalismo y la democracia no fueran a desmoronarse más que por la fuerza. Los esquemas mentales de algunos de ellos parecían anteriores al siglo XIX más que al XX. En gran parte de Europa oriental, seguían existiendo relaciones cercanas al patriarcado, y la autoridad tradicional de los terratenientes permanecía intacta. Este tipo de sociedades podía seguir albergando a aristócratas conservadores que, en el fondo, se oponían no ya a que sus privilegios materiales fueran menoscabados, sino a todos los valores y conceptos de lo que dio en llamarse «sociedad de mercado». Pero esta manera de pensar fue quedando cada vez más desdibujada y, mayoritariamente, el pensamiento conservador tendió a centrarse en la defensa del capital, adoptando una postura que, desde luego en muchos lugares, medio siglo antes habría sido considerada radicalmente liberal por su carácter individualista. La Europa capitalista, industrial y conservadora se oponía cada vez más firmemente a la intervención del Estado en la creación de riqueza. Este intervencionismo había venido aumentando de manera constante, asumiendo el Estado un papel cada vez más importante en la regulación de la sociedad. En 1911 se produjo en Inglaterra una crisis sobre esta cuestión que dio lugar a un cambio radical de lo que seguía en vigor de la constitución de 1688. Se recortaron las competencias de la Cámara de los Lores que permitían que controlara a la Cámara de los Comunes, cuyos miembros eran elegidos por sufragio. Detrás de todo esto había muchas cuestiones, entre ellas un aumento de la presión fiscal sobre los más ricos para poder atender los servicios sociales. También en Francia, en 1914, se aceptó la idea del impuesto sobre la renta.
Estos cambios respondieron a la lógica de la democratización de la política en las sociedades avanzadas. En 1914, el sufragio universal masculino se había implantado ya en Francia, Alemania y en varios otros países europeos más pequeños. En Gran Bretaña e Italia muchas personas tenían derecho a voto, casi alcanzándose el criterio del sufragio universal para los hombres. Todo esto planteó una cuestión inquietante: si los hombres podían votar, participando así en la política nacional, ¿por qué no podían hacerlo también las mujeres? Este asunto ya estaba siendo objeto de fuertes controversias en la política inglesa. En 1914, de los países europeos, solo Finlandia y Noruega reconocían a las mujeres el derecho a votar para elegir a los miembros del Parlamento. En otros lugares más lejanos, como Nueva Zelanda, dos estados australianos y Estados Unidos, las mujeres ya habían conseguido para entonces el derecho de voto. La cuestión seguiría abierta en muchos países durante treinta años más.
Los derechos políticos eran solo un aspecto más dentro de la cuestión más amplia de los derechos de la mujer en una sociedad básicamente centrada, como había ocurrido en todas las demás civilizaciones precedentes, en los intereses y valores de los hombres. La discusión sobre el papel de la mujer en la sociedad europea había comenzado en el siglo XVIII, y no tuvo que pasar mucho tiempo para que aparecieran las primeras fisuras en el conjunto de ideas en las que hasta entonces se basaba esta cuestión. Los derechos de la mujer a la educación, al trabajo, al control sobre sus propiedades, a la independencia moral e incluso a poder vestir de manera más cómoda, habían sido objeto creciente de debate en el siglo XIX. La obra de teatro de Henrik Ibsen Casa de muñecas se interpretó como un aldabonazo para la liberación de la mujer en vez de como, según la intención del autor, un alegato en defensa del individuo. Poner sobre el tapete semejantes cuestiones suponía una verdadera revolución. Las pretensiones de las mujeres en Europa y Norteamérica ponían en peligro ideas y actitudes que estaban respaldadas no ya por siglos, sino por milenios de institucionalización. Despertaron complejas emociones porque estaban ligadas a nociones sobre la familia y la sexualidad profundamente arraigadas. Así, para algunas personas —no solo hombres sino también mujeres— representaban un problema a un nivel más profundo que la amenaza de la revolución social o de la democracia política. La gente acertaba al dar a la cuestión esta dimensión. En los comienzos del movimiento feminista en Europa estaba la semilla de un fenómeno cuyo explosivo contenido tendría aún más trascendencia al transmitirse (como pronto sucedió) a otras culturas y civilizaciones que se vieron invadidas por los valores occidentales.
La politización de las mujeres y los ataques de tipo político a las estructuras jurídicas e institucionales que ellas sentían como opresoras, probablemente hicieron menos por su bien que algunos otros cambios. El desarrollo de tres de ellos fue paulatino, pero al final adquirieron una importancia extraordinaria como elementos que contribuyeron a socavar los principios tradicionales. El primero fue el crecimiento de la economía capitalista avanzada. En 1914, esto dio lugar en muchos países a la aparición de un gran número de nuevos trabajos para las mujeres, por ejemplo, como mecanógrafas, secretarias, telefonistas, trabajadoras en las fábricas, dependientas de grandes almacenes y maestras. Un siglo antes no existía casi ninguno de estos trabajos. Esto supuso en la práctica un desplazamiento del poder económico hacia las mujeres. Si podían ganarse la vida, empezaban a recorrer un camino que a la postre transformaría la estructura de la familia. Por otro lado, pronto las demandas de la industria bélica en las sociedades avanzadas acelerarían este proceso, y la necesidad de mano de obra ampliaría el abanico de posibles ocupaciones para las mujeres. Mientras tanto, ya en 1900, a un número cada vez mayor de chicas, un trabajo en la industria o en el comercio les dio la oportunidad de liberarse tanto del control de sus padres como de la carga que el matrimonio podía suponerles. En 1914 la mayoría de las mujeres no se beneficiaban aún de estas oportunidades laborales, pero se estaba acelerando un proceso en marcha, ya que la situación estimulaba otras demandas, como, por ejemplo, las de educación y formación profesional.
La segunda gran transformación había llegado para 1914 aún más lejos en su capacidad de cambiar la vida de las mujeres. Se trataba de la puesta en práctica de métodos para el control de la natalidad. Esto ya había afectado de manera decisiva a la demografía. Era una revolución en cuanto al poder y el estatus de las mujeres, ya que un mayor número de ellas tomaron conciencia de que podían controlar las exigencias de la natalidad y de la crianza de sus hijos que, hasta ese momento, habían condicionado su vida durante toda la historia. En todo ello subyacía un cambio aún más profundo que se empezaba a vislumbrar en 1914, cuando las mujeres se dieron cuenta de que podían obtener satisfacción sexual sin tener necesariamente que asumir de por vida las obligaciones propias del matrimonio.
La tercera de las grandes fuerzas que llevaron de manera imperceptible, pero al mismo tiempo irresistible, a la liberación de las mujeres de sus antiguas costumbres e ideas, es mucho más difícil de identificar con un solo nombre, pero tenía un principio que la gobernaba: la tecnología. El proceso se caracterizó por un gran número de innovaciones, algunas de las cuales se fueron acumulando poco a poco durante decenios antes del año 1900. Todas ellas afectaban, al principio en muy pequeño grado, a los inflexibles horarios de la rutina y la esclavitud domésticas. La llegada del agua corriente y del gas para calefacción e iluminación constituye uno de los primeros ejemplos. La limpieza y versatilidad de la energía eléctrica habrían de tener más adelante consecuencias aún más evidentes. Los grandes cambios en la distribución al por menor llevaron a la apertura de comercios de mayor calidad, que no solo acercaban el lujo a personas con menos medios económicos, sino que también facilitaron la cobertura de las necesidades de los hogares. La importación de alimentos, mejor procesados y conservados, fue poco a poco cambiando los hábitos de abastecimiento de las familias, que antes hacían necesario —como todavía ocurre con frecuencia en la India o África— ir todos los días, hasta dos veces, al mercado. Los detergentes y los tejidos de fibra sintética, más fáciles de limpiar, todavía no existían en el año 1900, pero era mucho más fácil y barato que un siglo antes adquirir jabón y sosa cáustica. Por otro lado, a principios del siglo XX empezaron a aparecer en las casas de los más pudientes los primeros aparatos domésticos, como cocinas de gas, aspiradoras y lavadoras.
Resulta curioso que los historiadores que reconocieron de inmediato la importancia de la introducción del estribo o del torno en tiempos más remotos, no se hayan dado cuenta, sin embargo, del valor creciente de estos humildes productos e instrumentos. A pesar de todo, representaron una revolución para medio mundo. Es comprensible que, a principios del siglo XX, sus consecuencias a largo plazo interesaran a menos personas que las extravagancias de las «sufragistas», como se llamaba en Inglaterra a las mujeres que luchaban por que se reconociera su derecho a votar. Lo que impulsaba de manera más inmediata sus actividades era la liberalización y democratización de las instituciones políticas para los hombres. Sus campañas contaban con este antecedente. Lógicamente, había motivos para querer que la democracia atravesara las fronteras del sexo, aunque esto implicara que se multiplicara por dos el número de electores.
Pero la estructura formal y jurídica de la política no era lo único que explicaba su tendencia a mostrar más y más las características de un movimiento de «masas». Las masas tenían que organizarse. Atendiendo a esta necesidad, para el año 1900 ya habían aparecido los modernos partidos políticos, con toda la simplificación con que exponían los asuntos a fin de presentarse a sí mismos como opciones claras, con su aparato propagandístico para aumentar la concienciación política y con su defensa de determinados intereses. Estas organizaciones, partiendo de Europa y de Estados Unidos, se fueron extendiendo por todo el mundo. Los políticos de mentalidad más retrógrada se lamentaban del nuevo modelo de partido político, y no siempre lo hacían de manera injustificada, ya que ese modelo era un indicio más de la masificación de la sociedad, de la corrupción del debate público y de la necesidad que tenían las minorías tradicionales de adaptar su política al estilo del hombre de la calle.
La importancia de la opinión pública ya se había empezado a poner de manifiesto en Inglaterra a principios del siglo XIX. Se consideró decisiva en las luchas que se produjeron con ocasión de las llamadas Leyes de los Cereales. En 1870, el emperador de Francia no se pudo resistir al clamor popular a favor de una guerra que temía y que finalmente perdió. Bismarck, el estadista conservador por antonomasia, poco después de la guerra se dio cuenta de que tenía que hacer caso de la opinión pública y promover los intereses coloniales de Alemania. Por otro lado, parecía que la manipulación de la opinión pública empezaba a ser posible (o, al menos, muchos propietarios de periódicos y hombres de Estado así lo creyeron). En lo que respecta a este asunto, la creciente alfabetización tenía una doble cara. Se había creído, por una parte, que las inversiones en la educación de las masas eran necesarias con el fin de instruirlas para que pudieran utilizar adecuadamente su voto. Sin embargo, lo que pareció traer consigo el aumento de los índices de alfabetización fue la aparición de un mercado destinado a un nuevo tipo de prensa barata, que a menudo atendía una demanda de emotividad y sensacionalismo, así como vendedores y creadores de campañas publicitarias, otro invento del siglo XIX.
El principio político que sin duda tenía aún el máximo atractivo para el pueblo era el nacionalismo. Además, este fenómeno conservaba su potencial revolucionario. Esto se vio con claridad en diversos lugares. En la Turquía europea, a partir de la guerra de Crimea, apenas habían decaído los éxitos de los nacionalistas en su lucha contra el yugo otomano y en la creación de nuevas naciones. Para el año 1870, países como Serbia, Grecia y Rumanía estaban sólidamente establecidos. Bulgaria y Montenegro ya se les habían unido a finales de siglo. En 1913, de las últimas guerras de los estados balcánicos contra Turquía, antes de que el gran conflicto europeo acabara con la cuestión turca, surgió Albania, y, para entonces, una Creta autónoma contaba ya con un gobernador griego. En varias ocasiones, los movimientos nacionalistas habían logrado que los países más importantes se interesaran en ellos, ya que representaban siempre un peligro potencial para la paz. Esto no era del todo cierto en lo que respecta a los nacionalismos existentes dentro del imperio ruso, donde los polacos, los judíos, los ucranianos y los lituanos se sentían oprimidos. Más bien parecía que era en el imperio austrohúngaro donde había más probabilidades de guerra a causa de las tensiones existentes en su seno. El nacionalismo suponía un verdadero peligro revolucionario en los territorios que se encontraban en la parte húngara del imperio. En otros lugares del mismo —en Bohemia y Eslovaquia, por ejemplo—, el sentimiento nacionalista no era tan fuerte, pero no por ello el nacionalismo dejaba de ser la cuestión más candente. Aunque Gran Bretaña no estaba amenazada por un peligro semejante, en Irlanda también existía un problema nacionalista. En realidad, los problemas eran dos. Durante la mayor parte del siglo XIX, el de los católicos irlandeses fue el más evidente. Se habían emprendido importantes reformas y otorgado diversas concesiones, pero los irlandeses las consideraban insuficientes en comparación con la autonomía, con la que estaba comprometido el Partido Liberal británico, que prometía la llamada «Home Rule». No obstante, hacia el año 1900, la reforma agrícola y la mejora de las condiciones económicas habían contrarrestado gran parte del malestar que suscitaba la cuestión irlandesa, si bien esta adquirió una nueva dimensión con la aparición de un nacionalismo de signo opuesto: el de la mayoría protestante en la provincia histórica del Ulster, que podía sublevarse si el gobierno de Londres concedía la autonomía a los nacionalistas católicos irlandeses. Esto era mucho más que una situación simplemente incómoda. Cuando en 1914 las instituciones de la democracia inglesa promulgaron finalmente leyes de carácter autonomista para los católicos, algunos observadores extranjeros llegaron erróneamente a pensar que la política británica estaría condenada a tener que abstenerse de intervenir en los asuntos europeos al verse obligada a hacer frente a una situación revolucionaria en el interior del país.
Los que defendían estas expresiones de los sentimientos nacionalistas creían, más o menos justificadamente, que lo hacían en favor de los oprimidos. Pero también el nacionalismo de las grandes potencias constituía un elemento perturbador. Francia y Alemania se veían profundamente divididas por la anexión a Alemania, en 1871, de las regiones de Alsacia y Lorena. Los políticos franceses se explayaban a menudo hablando de «revancha». El nacionalismo francés era especialmente agresivo en las disputas políticas porque parecían poner de relieve cuestiones relacionadas con la lealtad a las grandes instituciones nacionales. Incluso los supuestamente moderados británicos se entusiasmaban en determinados momentos con sus símbolos nacionales. Inglaterra conoció un profundo, aunque breve, fervor imperialista, y la conservación de la supremacía naval británica se vivió siempre como un tema muy sensible. Dicha supremacía parecía estar cada vez más amenazada por Alemania, potencia cuyo evidente dinamismo económico era motivo de alarma por el peligro que representaba para el predominio británico en el comercio mundial. No importaba que ambos países tuvieran al otro como su mejor cliente; lo fundamental era que parecían tener intereses opuestos en muchas cuestiones concretas. Esto adquirió más relevancia a causa del carácter más agresivo mostrado por el nacionalismo alemán durante el reinado del tercer emperador, Guillermo II. Este monarca, consciente del poderío alemán, quiso expresarlo de una manera también simbólica. Así pues, puso gran entusiasmo en desarrollar una potente marina de guerra, lo cual molestó especialmente a los británicos, que no podían concebir que tal despliegue de fuerza pudiera usarse sino contra ellos. Existía una impresión creciente y generalizada en Europa, en absoluto injustificada, de que los alemanes propendían a usar su influencia en los asuntos internacionales de manera poco razonable. Los estereotipos nacionales no pueden resumirse en una sola frase, pero, dado que contribuyeron a simplificar terriblemente las reacciones de la gente, ya son parte de la historia del enorme poder perturbador que tuvo el sentimiento nacionalista a principios del siglo XX.
Los más confiados podían poner como ejemplo la disminución de los conflictos internacionales en el siglo XIX. Desde 1876 (año en el que Rusia y Turquía entraron en guerra) no había habido conflictos bélicos entre las grandes potencias europeas, y, desgraciadamente, los militares y estadistas europeos no acertaron a comprender el mal presagio que representaba la guerra de Secesión en Estados Unidos, en la que, por primera vez, un solo general podía controlar a más de un millón de soldados, gracias al ferrocarril y al telégrafo, y la primera en que se demostró la capacidad que tenían las armas modernas producidas a gran escala de provocar enormes cantidades de víctimas. Por otro lado, pudo verse con optimismo la convocatoria de congresos internacionales, en 1899 y 1907, para detener la carrera armamentista, aunque a la postre estos congresos fracasaran en el logro de sus objetivos. Es verdad que se aceptaban cada vez más los arbitrajes internacionales y que se habían impuesto ciertas restricciones que limitaban la brutalidad empleada en la guerra en tiempos anteriores. Cuando el emperador alemán envió un contingente militar para que se incorporara a las tropas internacionales reunidas para enfrentarse al levantamiento de los bóxers, en China, pronunció una frase muy significativa. Lleno de ira ante los informes que le llegaban de las atrocidades cometidas por los chinos contra ciudadanos europeos, Guillermo II pidió a sus soldados que se comportaran «como los hunos». La frase quedó grabada en la memoria de la gente. En aquel momento se consideró un exceso verbal, pero lo que resulta interesante es el hecho de que el emperador creyera necesario dar a sus soldados semejante consigna. Nadie tendría que decirle a un ejército del siglo XVII que se comportara como lo harían los hunos, porque entonces se daba por descontado en gran medida que lo iban a hacer. Pero en 1900 no se esperaba que unas tropas europeas actuaran de esa manera y, por lo tanto, era necesario decirles que lo hicieran. Hasta ese punto había llegado la humanización de la guerra. El concepto de «guerra civilizada» fue un producto del siglo XIX, y estaba lejos de ser una contradicción. En 1899 se había acordado prohibir, si bien durante un período limitado, el uso de gas venenoso, las balas dum-dum e incluso los bombardeos aéreos.
El autocontrol que ejercía sobre los líderes europeos la conciencia de que estaban unidos por algún vínculo, distinto al de la coincidencia de todos ellos en que tenían que oponerse a la revolución, se había venido abajo hacía mucho tiempo, al igual que la idea de la cristiandad. En las relaciones internacionales del siglo XIX, la religión era como máximo un paliativo que podía aliviar las disputas, una fuerza secundaria e indirecta que reforzaba el humanitarismo y el pacifismo que se alimentaban de otras fuentes. El cristianismo había demostrado una incapacidad como freno ante la violencia semejante a la de las esperanzas de los socialistas de que los trabajadores del mundo se negarían a luchar unos contra otros para defender los intereses de sus patronos. No está claro si esto fue consecuencia de una pérdida generalizada del poder de las distintas confesiones religiosas. Más bien se debió al continuo desarrollo de nuevas tendencias que empezaron a manifestarse en el siglo XVIII y que, a partir de la Revolución francesa, fueron mucho más claras. Casi todas las confesiones religiosas cristianas se sintieron cada vez más afectadas por los problemas planteados por uno u otro de los avances intelectuales y sociales característicos de la época, y no se mostraron capaces de aprovechar los nuevos instrumentos —por ejemplo, la irrupción a finales del siglo XIX de periódicos de gran circulación— que podrían haberlas ayudado. De hecho, algunas de ellas, sobre todo la Iglesia católica, desconfiaban abiertamente de dichos avances.
Si bien todas ellas tenían la sensación de que las nuevas tendencias les eran hostiles, la Iglesia católica fue la víctima más evidente de las mismas, y el papado vio especialmente menoscabado su prestigio y poder. En diversas declaraciones, que llegaron a formar parte de los dogmas de la Iglesia, esta proclamó abiertamente su hostilidad hacia el progreso, el racionalismo y el liberalismo. En la década de 1790, Roma empezó a ver mermado su poder temporal con la introducción, por parte de los ejércitos revolucionarios franceses, de unos principios radicalmente diferentes, acompañados de cambios territoriales en Italia que culminaron con la invasión de los territorios papales. Posteriores violaciones de los derechos del papado se justificaron a menudo a partir de las ideas centrales de la época: democracia, liberalismo y nacionalismo. Finalmente, en 1870 el nuevo reino de Italia conquistó el último de los territorios de los antiguos Estados Pontificios que estaba fuera del Vaticano, y el Papa pasó a ser casi por completo una autoridad exclusivamente espiritual y eclesiástica. Este fue el final de un período de poder temporal que se remontaba a la época merovingia, y para algunas personas supuso un desenlace deshonroso para una institución que, desde hacía mucho tiempo, había sido el centro de la civilización y la historia europeas.
En la práctica, la nueva situación de la Iglesia llegaría a ser positiva. Sin embargo, en su momento, la expoliación confirmó tanto la hostilidad que el papado demostró hacia las nuevas tendencias del siglo como el desdén con el que fue recibida dicha hostilidad por muchos pensadores progresistas. Cuando, en 1870, la infalibilidad del Papa al pronunciarse ex cátedra sobre cuestiones de fe y de moral fue proclamada como dogma, la animadversión entre la Iglesia y los progresistas alcanzó nuevas cotas. En los siguientes dos decenios, el anticlericalismo y el acoso a los sacerdotes fueron factores más importantes que nunca en la vida política de Alemania, Francia, Italia y España. En la mayoría de los países católicos —no así en Polonia—, el sentimiento nacional pudo ser movilizado contra la Iglesia. Los gobiernos se aprovecharon de los prejuicios sobre el papado para aumentar su poder jurídico sobre la Iglesia, además de para intervenir cada vez más en áreas en las que esta había tenido hasta entonces una influencia primordial, sobre todo en la educación elemental y secundaria.
La persecución alimentó la intransigencia. Pero, en cambio, también se puso de manifiesto que, fueran cuales fuesen las opiniones que se pudieran defender sobre la importancia teórica de las enseñanzas de la Iglesia, esta aún suscitaba una gran lealtad entre sus fieles. Además, gracias a las conversiones que se produjeron en las misiones destacadas en otros continentes aumentó el número de fieles cristianos, a los que se añadieron aún muchos más debido a las tendencias demográficas. Aunque las organizaciones religiosas no hicieran grandes progresos entre los nuevos habitantes de las ciudades de Europa, inmunes a una acción eclesiástica inadecuadamente organizada y separados de la religión por la lenta influencia de la cultura laica en la que estaban inmersos, estaban lejos de perder toda su influencia como fuerza política y social. De hecho, la eliminación de la función del papado como poder temporal propició la lealtad incondicional de los católicos hacia su Iglesia.
La Iglesia católica, una de las confesiones cristianas que más exigen a los creyentes, se puso al frente en la batalla librada entre la religión y las tendencias de la época; pese a todo, las afirmaciones basadas en la revelación y, en general, la autoridad de los sacerdotes y clérigos estaban siendo cuestionadas en todos los frentes. Esta fue una de las características más llamativas del siglo XIX, tanto más cuanto que muchos europeos y americanos mantenían su fe, sin dudas y al pie de la letra, en los dogmas de sus iglesias y en los relatos bíblicos. Se sentían enormemente descorazonados cuando veían amenazadas sus creencias, lo cual sucedía cada vez más en todos los países. Al principio, el credo tradicional solo era abiertamente atacado por una minoría intelectual que, a menudo conscientemente, mantenía ideas extraídas de la Ilustración; uno de los adjetivos preferidos en el siglo XIX para calificar un punto de vista antirreligioso y escéptico era volteriano. A medida que fue avanzando el siglo XIX, estas ideas se vieron reforzadas por otras dos corrientes intelectuales que al principio solo interesaron a las minorías, pero que estuvieron cada vez más en boga en una época de creciente alfabetización y de aumento de las publicaciones de precio reducido.
Los estudiosos de la Biblia, los más importantes de los cuales eran alemanes, protagonizaron un nuevo desafío intelectual. Desde el decenio de 1840 en adelante, no solo echaron por tierra muchas de las ideas asumidas sobre el valor de la Biblia como fuente de evidencias históricas sino que además, lo cual tal vez tuvo mayor importancia, indujeron un cambio psicológico en la actitud general ante los textos bíblicos. Básicamente, este cambio hizo posible que, a partir de entonces, se considerara que la Biblia era simplemente un texto histórico como cualquier otro, al que se podía acceder con espíritu crítico. Ernest Renan, académico francés, publicó en 1863 una Vida de Jesús que tuvo un enorme éxito y provocó gran escándalo. Este libro dio lugar a una actitud crítica en la sociedad mucho más generalizada que nunca. La Biblia, que había sido el texto fundamental de la civilización europea desde que esta surgió en los llamados «años oscuros» en la Alta Edad Media, nunca recuperó su prestigio.
Una segunda fuente de ideas que hicieron daño a la fe cristiana tradicional —y, por tanto, a la moral, la política y la economía durante tanto tiempo ligadas a las creencias cristianas— fueron las ciencias naturales. Los ataques de la Ilustración, que denunciaban la incongruencia interna y lógica de las enseñanzas de la Iglesia, se hicieron mucho más preocupantes cuando la ciencia empezó a exhibir pruebas empíricas de que estaba claro que muchas afirmaciones contenidas en la Biblia (y, por consiguiente, basadas en la misma autoridad que avalaba todo el contenido del texto) no se atenían a hechos comprobables. El punto de partida fue la geología. Algunas ideas que habían empezado a germinar a finales del siglo XVIII llegaron a un público mucho más amplio en la década de 1830, merced a la publicación de la obra Principios de geología, de Charles Lyell, un científico escocés. Este libro explicaba la estructura topográfica y geológica de la Tierra como algo dependiente de fuerzas que actúan permanentemente; es decir, que dicha estructura no es resultado de un único acto creativo, sino de fenómenos como el viento, la lluvia, etcétera. Además, Lyell señalaba que, siendo esto así, la presencia de fósiles de diferentes formas de vida en estratos geológicos distintos implicaba que en cada era geológica había tenido lugar la creación de nuevos animales. De esta manera, el relato bíblico de la creación se hacía muy difícil de explicar. Que la cronología bíblica en relación con el hombre era directamente falsa estaba quedando cada vez más de manifiesto al haberse realizado descubrimientos en cuevas británicas de utensilios de piedra junto a huesos fosilizados de animales extinguidos. La hipótesis de que la existencia del hombre comenzó mucho antes de lo que se desprende del relato de la Biblia puede tal vez considerarse que se aceptó oficialmente cuando, en 1859, algunas sociedades eruditas británicas publicaron estudios en los que se establecía «que en una época de la Antigüedad mucho más remota que cualquier otra de la que hayamos encontrado rastros hasta ahora» vivieron hombres en sociedades paleolíticas en el valle del Somme.
Aunque suponga una simplificación excesiva, no está muy lejos de la realidad afirmar que ese mismo año, aunque abordadas desde una perspectiva diferente —la de la biología—, muchas de esas cuestiones pasaron a un primer plano cuando, en 1859, el científico inglés Charles Darwin publicó El origen de las especies, uno de los libros fundamentales de la civilización moderna. Gran parte de su contenido era deudor de otras investigaciones, sin que esto se reconociera en el texto. Su publicación tuvo lugar en un momento y en un país en que había grandes probabilidades de que causara conmoción; en cierto sentido, el público estaba preparado para leerlo. Estaba en el aire la cuestión sobre la justicia del dominio que la religión había tenido tradicionalmente (por ejemplo, en la educación). La palabra evolución ya era familiar por aquel entonces, a pesar de lo cual Darwin intentó evitar utilizarla y no permitió que apareciera en El origen de las especies hasta la quinta edición de la obra, que se publicó diez años después. No obstante, su libro constituyó el alegato más contundente de la hipótesis evolucionista; a saber, que los seres vivos son lo que son porque su formación ha experimentado una larga evolución a partir de otros más simples. Esto, por supuesto, incluye al hombre, como Darwin expresó de manera categórica en otro libro, La ascendencia del hombre, publicado en 1871. Se mantuvieron diferentes opiniones sobre cómo se había desarrollado esta evolución. Darwin, impresionado por las ideas de Malthus sobre la competencia homicida de los hombres por los alimentos, adoptó la opinión de que las cualidades que hacían posible la supervivencia en un entorno hostil garantizaban la «selección natural» de las criaturas que las poseían. Esta opinión se simplificó hasta la vulgaridad (y se malinterpretó terriblemente) con el uso como consigna de la frase «supervivencia del más fuerte». Pero, aparte de la importancia de muchos aspectos de su trabajo como inspiradores de nuevas ideas, tal vez lo más importante es el hecho de que Darwin hizo saltar por los aires el relato bíblico de la creación (así como la idea de la posición singular que el hombre ocupa entre los seres vivos) con un grado de publicidad que hasta entonces no se había producido. El libro de Darwin, unido a la crítica de los textos bíblicos y a los descubrimientos geológicos, hizo imposible que una persona concienciada y reflexiva aceptara —como aún ocurría en 1800— que el contenido de la Biblia pueda ser verdadero en sentido literal.
El menoscabo de la autoridad de la Biblia sigue siendo el ejemplo más claro de cómo la ciencia influyó en las creencias de la época. Tanta importancia como lo anterior, si no más, tuvo el prestigio, difuso pero creciente, que empezó a tener la ciencia entre un número cada vez mayor de personas. Este prestigio estaba basado en que se convirtió en el instrumento supremo para dominar la naturaleza, que parecía cada vez menos capaz de resistir la pujanza de la ciencia. Este fue el principio de lo que llegó a convertirse en el mito de la ciencia. Este mito se asentaba en que, mientras que los grandes logros científicos del siglo XVII no habían tenido normalmente consecuencias en la vida de los hombres y mujeres de la calle, los del siglo XIX influían cada vez más en ella. Personas que no comprendían una palabra de lo que escribían Joseph Lister, que estableció la necesidad del uso de antisépticos en la cirugía e ideó la técnica requerida para ello, o Michael Faraday, que se esforzó más que ninguna otra persona por hacer posible la generación de electricidad, sabían a pesar de todo que la medicina de 1900 era diferente a la de sus abuelos y podían ver la utilidad de la electricidad en sus trabajos y en sus casas. En 1914 era posible enviar radiomensajes a través del Atlántico, existían aparatos voladores que no necesitaban bolsas de gas de menor densidad que la del aire para sostenerse, podían conseguirse fácilmente aspirinas, y una empresa estadounidense había empezado a fabricar a gran escala y a vender el primer automóvil de bajo precio. Estos hechos en modo alguno representaban adecuadamente el poder creciente y las cada vez mayores posibilidades de la ciencia, pero los importantes avances producidos impresionaban al hombre medio y trasladaban el objeto de su devoción a un nuevo santuario.
La gente de la calle empezó a conocer la ciencia a través de la tecnología, ya que, durante mucho tiempo, esta era casi el único medio mediante el cual aquella incidía verdaderamente en la vida cotidiana. En consecuencia, el respeto por la ciencia crecía por lo general en proporción a los espectaculares resultados obtenidos en la ingeniería o en la fabricación. Incluso hoy en día, aunque la ciencia influye de otras formas, sigue llamando especialmente la atención del público por su incidencia en los procesos industriales. No obstante, si bien estaba profundamente entrelazada de esta manera con la civilización dominante en el mundo y con la sociedad en general, el auge de la ciencia significó mucho más que simplemente un puro aumento de poder. En los años anteriores a 1914 fue cimentándose un fenómeno que se manifestó en toda su plenitud en la segunda mitad del siglo XX: el predominio de la ciencia sobre cualquier otro factor como motor de la cultura dominante en el mundo. El avance de la ciencia ha sido tan rápido que incide ya en todos los aspectos de la vida humana, aunque la gente aún no comprende del todo algunas de sus implicaciones filosóficas más elementales.
Las observaciones más sencillas que pueden hacerse sobre esta nueva situación de la ciencia (y las más fáciles de tomar como punto de partida) son las que ponen de manifiesto el lugar que ocupa la ciencia como un fenómeno social e influyente significativo en sí mismo. Desde el momento en que se produjeron los primeros grandes avances de la física, en el siglo XVII, la ciencia se convirtió en una realidad social. Se crearon instituciones en las que se reunían los investigadores para estudiar la naturaleza de una manera que la posteridad pudiera reconocer como científica. Incluso los gobernantes contrataban en ocasiones a investigadores para que aportaran su experiencia y sus conocimientos a la solución de problemas concretos. Era también perceptible que en las «ciencias útiles» —a las que normalmente se denominaba «artes» en lugar de «ciencias»—, tales como la navegación o la agricultura, los experimentos realizados por personas no especializadas en esas materias podían implicar valiosas aportaciones. Pero una simple cuestión terminológica nos ayuda a ver con perspectiva la ciencia del siglo XVII y a establecer la distancia que la separa de la de los siglos XIX y XX: en aquel momento, a los científicos aún se les llamaba «filósofos de la naturaleza». La palabra científico fue acuñada transcurrido más o menos un tercio del siglo XIX, cuando se sintió la necesidad de distinguir entre una investigación de la naturaleza, basada de forma rigurosa en la experimentación y en la observación, y la especulación racional, pero no contrastada, sobre ella. En cualquier caso, la mayoría de las personas seguían sin distinguir bien entre alguien dedicado a la investigación pura y un especialista en ciencias aplicadas, o tecnólogo, que centraba su atención en los aspectos más prácticos y que, dado el auge de la ingeniería, la minería y la fabricación a una escala hasta entonces nunca vista, representaba a la ciencia de manera mucho más llamativa.
El siglo XIX fue, por otro lado, el primero en el que las personas cultas consideraban que la ciencia era algo indiscutible como ámbito especializado de estudio en el que los investigadores gozaban de prestigio profesional. Este nuevo estatus de la ciencia quedó subrayado por el importante lugar que se le concedió en el campo de la educación, tanto mediante el establecimiento de nuevos departamentos en universidades ya existentes como a través de la creación en algunos países, especialmente en Francia y Alemania, de instituciones científicas y técnicas especializadas. También los estudios profesionales incorporaron elementos científicos de manera más generalizada. Estas iniciativas se fueron acelerando a medida que la incidencia de la ciencia en la vida social y económica empezaba a ser cada vez más evidente. Como consecuencia de ello, se acentuó una tendencia que ya existía mucho tiempo atrás. Más o menos desde el año 1700, se produjo un crecimiento constante y exponencial del número de científicos en el mundo; aproximadamente cada quince años se duplicaba la comunidad científica (lo cual explica el dato sorprendente de que, desde entonces, siempre ha habido más científicos vivos que muertos). Por lo que respecta al siglo XIX, los indicadores del crecimiento de la ciencia más significativos (por ejemplo, la construcción de observatorios astronómicos) también presentan curvas de incremento exponencial.
Este fenómeno social constituyó la base del aumento del control sobre el medio ambiente y de la mejora de las condiciones de vida, factores fáciles de percibir por el hombre de la calle. De esta manera, el siglo XIX fue el primero de la historia en el que la ciencia pasó a ser algo así como una religión, casi una idolatría. En el año 1914, los europeos y norteamericanos intelectualmente más cultivados daban por descontada la existencia de sustancias anestésicas, automóviles, turbinas de vapor, materiales siderúrgicos más consistentes y especializados, aeroplanos, teléfonos, radios y muchas otras maravillas no conocidas en el siglo anterior. El impacto de estos inventos fue enorme. Tal vez los que se hicieron notar de manera más generalizada fueron los derivados de la disponibilidad de energía eléctrica a bajo precio. Esto mejoró las condiciones de las ciudades, en las que los habitantes de los barrios periféricos podían disponer de trenes y tranvías, y generalizó la utilización de motores eléctricos en las fábricas y de luz eléctrica en los hogares. Sus efectos alcanzaron incluso a los animales: de los 36.000 caballos que tiraban de los carros en Gran Bretaña en el año 1900, se pasó a solo 900 en 1914. Por supuesto, las aplicaciones prácticas de la ciencia no eran en absoluto nuevas. En ningún momento desde el siglo XVII ha dejado de haber elementos tecnológicos como consecuencia de la actividad científica, aunque, al principio, en su gran mayoría estaban restringidos a los campos de la balística, de la navegación y la confección de mapas y de la agricultura, así como a algunos procesos industriales elementales. Sin embargo, en el siglo XIX la ciencia empezó a desempeñar de manera más clara un papel importante en el sostenimiento y el cambio de la sociedad en campos diferentes a los anteriores, en los que los logros habían sido evidentemente llamativos y espectaculares. La química usada en tintorería, por ejemplo, fue un punto de partida para la investigación del siglo XIX que llevó a innovaciones muy importantes en la fabricación de medicinas, explosivos y antisépticos, por solo mencionar unas cuantas cosas. Estos avances tuvieron amplia repercusión en el ámbito humano, social y económico. Los nuevos tintes rápidos afectaron a millones de personas; el desdichado cultivador de índigo en la India se encontró con que no podía dar salida a sus productos, y las clases trabajadoras occidentales vieron que el mercado empezaba poco a poco a ofrecerles ropas de fibra sintética fabricadas a gran escala que eliminaban casi por completo la diferencia visible entre unas y otras.
Todo esto nos hace cruzar la frontera entre el mantenimiento de la vida y la transformación de esta. Los campos fundamentales de la ciencia seguirían cambiando la sociedad, aunque es mejor que nos ocupemos más adelante de algunas de las cosas que se hicieron antes de 1914, por ejemplo en la física. En el ámbito de la medicina, los efectos son fáciles de medir. En 1914 se habían producido grandes adelantos. En un siglo, lo que antes era solo talento e intuición se había convertido en ciencia. Se había empezado a dominar la teoría de las infecciones y el control de las mismas. Los antisépticos, que fueron introducidos por Lister en la década de 1860, se usaban de forma generalizada un par de décadas más tarde, y el mismo Lister y su amigo Louis Pasteur, el más famoso e importante de los químicos franceses, pusieron los cimientos de la bacteriología. La reina Victoria contribuyó a la publicidad de nuevos métodos en la medicina; el uso de anestésicos en el nacimiento de un príncipe o una princesa ayudó mucho a que unas técnicas que solo estaban en sus inicios en la década de 1840 adquirieran rápida aceptación social. De otra manera, tal vez habría habido menos personas conscientes de la importancia de logros tales como el descubrimiento en 1909 del salvarsán, todo un hito en el desarrollo del tratamiento selectivo de las infecciones, la identificación del portador de la malaria o el descubrimiento de los rayos X. Todos estos avances, de gran importancia en su momento, fueron ampliamente superados en los siguientes cincuenta años (por cierto, con un importante aumento del coste de la medicina).
Incluso antes de 1914, la ciencia había tenido un impacto suficiente como para que lleguemos a la conclusión de que estaba generando su propia mitología. En este caso, la palabra mitología no tiene connotaciones de fantasía o de mentira. Es simplemente una manera de llamar la atención sobre el hecho de que la ciencia, la gran mayoría de cuyas conclusiones habían sido confirmadas taxativamente por la experimentación y eran por tanto «verdaderas», estaba conformando la manera de ver el mundo de la gente, al igual que lo hicieron en otros tiempos las grandes religiones. Es decir, la importancia de la ciencia no se debió solo a su capacidad de explorar y alterar el curso de la naturaleza. Se ha considerado que la medicina orienta al hombre sobre cuestiones metafísicas, sobre sus objetivos y sobre los principios según los cuales debe regular su conducta. Especialmente, ha tenido una profunda influencia modelando las actitudes de las personas. Por supuesto, todo esto no tiene una conexión intrínseca o necesaria con la ciencia como actividad. Pero la consecuencia a largo plazo fue una civilización cuyas minorías no tenían, salvo algunas excepciones, creencias religiosas dominantes ni ideales trascendentales. Era una civilización que se basaba, se aceptase o no de manera expresa, en la confianza en las posibilidades de lo que podía lograrse manipulando la naturaleza. Una civilización convencida de que, en principio, no existe ningún problema que tenga que considerarse insoluble si se utilizan los recursos intelectuales y económicos suficientes; lo dudoso podría tener cabida, pero lo abiertamente enigmático, no. Muchos científicos han rechazado esta conclusión. Se está aún lejos de comprender todas sus implicaciones. Pero se trata de una idea aceptada, sobre la que descansa en este momento la manera de pensar del mundo dominante, que ya había adquirido forma básicamente antes de 1914.
La confianza ciega en la ciencia ha sido denominada «cientificismo», aunque, probablemente, muy pocas personas la tenían de manera absoluta y sin reparos incluso a finales del siglo XIX, en su momento de máximo apogeo. Una buena prueba del prestigio del método científico es el deseo de los intelectuales de extenderlo fuera del campo de las ciencias naturales. Uno de los primeros ejemplos puede verse en el deseo de crear las «ciencias sociales» que tuvieron los seguidores utilitaristas del reformista e intelectual inglés Jeremy Bentham, los cuales confiaban en que la organización de la sociedad podría basarse en la utilización calculada de estos principios; los hombres responden al placer y al dolor, así que debe maximizarse el placer y minimizarse el dolor, teniéndose en cuenta los sentimientos del mayor número de personas y su intensidad. En el siglo XIX, el filósofo francés Auguste Comte puso nombre a la ciencia de la sociedad: «sociología». En el funeral de Marx, se dijo de este que era el Darwin de la sociología. Estos (y muchos otros) intentos de emular las ciencias naturales se basaban en el afán de encontrar leyes cuasimecánicas. El hecho de que las ciencias naturales estuvieran precisamente entonces abandonando la búsqueda de ese tipo de leyes, no tenía importancia; la propia búsqueda daba fe del prestigio del modelo científico.
Paradójicamente, también la ciencia estaba contribuyendo en 1914 a una sensación indefinida de tensión en la civilización europea. Sin duda, este fenómeno tenía su máximo exponente en los problemas que la ciencia presentaba a la religión tradicional, pero también actuaba de una manera más sutil; las tendencias deterministas, como las que la obra de Darwin suscitaba en muchas personas, o el relativismo que se desprendía de la antropología o del estudio de la mente humana, minaban la confianza en los valores de la objetividad y la racionalidad, que habían sido tan importantes para la ciencia desde el siglo XVIII. En 1914, había indicios de que la Europa liberal, racional e ilustrada estaba sujeta a tensiones en la misma medida que la Europa tradicional, religiosa y conservadora.
Sin embargo, no habrían de albergarse demasiadas dudas. El hecho más evidente en relación con la Europa de los primeros años del siglo XX es que, aunque algunos europeos podían mirar al futuro con escepticismo o con temor, casi nadie ponía en duda que el Viejo Continente iba a seguir siendo el centro de decisión, el lugar de máxima concentración de poder político y el verdadero protagonista del destino del mundo. Diplomática y políticamente, los estadistas europeos por lo general podían dejar de mirar al resto del mundo a excepción del hemisferio occidental, donde otro país de orígenes europeos, Estados Unidos, tenía una importancia primordial, y del Lejano Oriente, donde Japón estaba adquiriendo cada vez más importancia y donde los estadounidenses tenían intereses que podrían tener que hacer respetar a las demás naciones. Eran las relaciones entre los propios países europeos lo que fascinaba a la mayoría de sus estadistas a principios del siglo XX; para casi todos ellos, en ese momento no había ningún otro asunto tan importante del que preocuparse.

2. La época de la Primera Guerra Mundial
A pesar del hecho incontestable y positivo de que, desde el año 1870, las naciones europeas habían logrado evitar las grandes guerras, en 1900 parecía evidente que la situación política internacional se estaba volviendo cada vez más peligrosa e inestable. Algunas de las naciones más importantes tenían graves problemas internos con posibles repercusiones en el exterior. Aunque muy diferentes entre sí, la Alemania y la Italia unificadas eran dos estados nuevos que no existían cuarenta años antes, por lo que sus dirigentes estaban especialmente sensibilizados ante las divisiones internas y, en consecuencia, sintonizaban con los sentimientos chovinistas. Algunos líderes italianos se embarcaron en desastrosas aventuras coloniales, manteniendo por otro lado viva una actitud de suspicacia y hostilidad ante el imperio austrohúngaro (que, aunque formalmente era aliado de Italia, gobernaba en algunos territorios que esta seguía considerando «no liberados»); finalmente, en 1911 comprometieron al país en una guerra contra Turquía. Alemania disfrutaba de las grandes ventajas derivadas de sus grandes logros industriales y económicos, pero, habiendo prescindido de Bismarck, que era un hombre prudente, su política exterior se encaminaba a objetivos un tanto resbaladizos y poco tangibles, como el respeto y el prestigio internacionales o, como algunos lo llamaban, un «lugar bajo el sol». Alemania debía enfrentarse también a las consecuencias de la industrialización. Las nuevas fuerzas económicas y sociales generadas en su seno eran cada vez más difíciles de conciliar con el carácter conservador de la constitución alemana, que daba un gran peso en las instituciones de gobierno a una aristocracia agraria casi feudal.
Pero los nuevos estados no eran los únicos afectados por sus tensiones internas. También los dos grandes imperios dinásticos, Rusia y Austria-Hungría, se enfrentaban a graves problemas en su interior; con más razón que a cualesquiera otros estados, podría decirse que era aplicable a ellos la idea de la época de la Santa Alianza de que los gobiernos son antagonistas naturales de los ciudadanos. No obstante, a pesar de su aparente inmovilismo, ambos imperios habían experimentado grandes cambios. La monarquía de los Habsburgo, en esta su nueva forma bicéfala, surgió como consecuencia del triunfo del nacionalismo magiar. En los primeros años del siglo XX, parecía que iba a ser cada vez más difícil mantener unidas las dos partes de que constaba el imperio sin llegar a situaciones intolerables para las naciones que lo formaban. Además, al igual que en Alemania, la industrialización estaba empezando a añadir nuevas tensiones (en Bohemia y Austria). Rusia, donde de hecho estalló una revolución política en 1905, como ya dijimos antes, estaba cambiando profundamente. La autocracia y el terrorismo frustraron las promesas de liberalismo de las reformas emprendidas por Alejandro II, pero no impidieron la aceleración del proceso de crecimiento industrial de los últimos años del siglo, que marcaron el comienzo de una revolución económica cuyo preámbulo había sido la gran emancipación de los campesinos. La política de exigir a estos la entrega de una parte de la producción de cereales ponía a disposición del Estado una mercancía con la que podía pagar los préstamos obtenidos en el exterior. A comienzos del siglo XX, Rusia empezó por fin a arrojar unas tasas de crecimiento económico formidables, aunque la producción era aún modesta. Así, en 1910 produjo menos de un tercio de arrabio que el Reino Unido y solo alrededor de una cuarta parte de acero que Alemania, pero, en términos cuantitativos, el crecimiento fue muy importante. Y, lo que posiblemente sea más destacable, parecía que para el año 1914 la agricultura rusa empezaba por fin a levantarse; el crecimiento de la producción agrícola era superior al de la población. El gobierno ruso adoptó medidas que propiciaron el aumento de la productividad, ya que, gracias a ellas, surgió una nueva clase de agricultores independientes. De esta manera, quedó suprimida la última de las restricciones al individualismo que quedaba tras la abolición de la servidumbre agrícola. Aun así, Rusia tenía que superar todavía un gran retraso. En 1914, menos del 10 por ciento de los rusos vivían en ciudades y solo alrededor de 3 millones de personas, de los 150 millones de que constaba la población, trabajaban en la industria; el progreso ruso dejaba aún mucho que desear. Era un gigante en potencia, pero aún presentaba serios inconvenientes. El gobierno autocrático era muy deficiente, introducía de mala gana las reformas y se oponía a cualquier cambio (aunque en 1905 se vio forzado a hacer concesiones de carácter constitucional). El nivel cultural general era bajo y poco prometedor, ya que la industrialización exigiría en el futuro una educación de mayor calidad, lo que daría lugar a nuevas tensiones. La tradición liberal era muy endeble y, por el contrario, los hábitos terroristas y autocráticos estaban muy enraizados. Por otro lado, Rusia seguía dependiendo del exterior para cubrir sus necesidades de capital.
El principal proveedor de Rusia era Francia, su aliada. Entre las grandes potencias europeas, la Tercera República, junto con el Reino Unido e Italia, representaba los principios liberales y constitucionales. Socialmente conservadora, Francia era, a pesar de su vitalidad intelectual, un país preocupadamente consciente de su debilidad. Su aparente inestabilidad era fuente de enconadas discusiones entre los políticos. En parte, dicha inestabilidad se debía al empeño de algunas personas que luchaban por mantener vivas la tradición y la retórica de la revolución, a pesar de que el movimiento obrero tenía poca vitalidad. Francia avanzaba con lentitud hacia la industrialización, aunque, de hecho, la república era probablemente tan estable como cualquier otro régimen político europeo. Con todo, ese lento desarrollo industrial era indicativo de otro problema del que los franceses eran muy conscientes: su inferioridad militar. En el año 1870 quedó demostrado que Francia, por sí sola, no podía derrotar al ejército alemán. Desde entonces, la disparidad de fuerzas entre los dos países no había hecho sino aumentar. Francia había quedado aún más atrás en cuanto a recursos humanos y, en lo que respecta al desarrollo económico, su situación no admitía comparación con la de Alemania. Inmediatamente antes del año 1914, Francia extraía de sus minas alrededor de una sexta parte del carbón que obtenía Alemania de las suyas, y producía menos de un tercio de arrabio y una cuarta parte de acero. En caso de que Francia y Alemania se vieran abocadas a una nueva guerra, los franceses sabían que necesitarían contar con el apoyo de otros países.
En 1900, el posible aliado de Francia no era el país situado al otro lado del canal de la Mancha, debido principalmente a diversos problemas coloniales; Francia, al igual que Rusia, entró en conflicto con el Reino Unido, de manera exasperante, en muchos lugares del mundo donde los británicos tenían intereses que defender. Durante mucho tiempo, Gran Bretaña había podido mantenerse al margen de las complicaciones internacionales europeas, lo cual era una ventaja, pero no estaba libre de problemas internos. La primera nación industrializada era una de las más afectadas por la agitación de las clases trabajadoras y, cada vez en mayor medida, por la incertidumbre sobre su fortaleza industrial en términos comparativos. En 1900, algunos empresarios británicos eran plenamente conscientes de que Alemania era un rival muy importante; había muchas señales indicativas de que, en cuanto a método y tecnología, la industria alemana era muy superior a la británica. Las antiguas certidumbres empezaban a resquebrajarse; el propio libre comercio estaba siendo puesto en cuestión. Algunos hechos, como la violencia en el Ulster, el problema de las sufragistas y las enconadas disputas sobre la legislación social, con la Cámara de los Lores decidida a velar por los intereses del capital, indicaban que el propio parlamentarismo podía estar amenazado. Ya no existía el sentido de consenso característico de la política de mediados de la época victoriana. Sin embargo, las instituciones británicas y su estilo político eran de una solidez reconfortante. Desde 1832, la monarquía parlamentaria había demostrado que era capaz de afrontar grandes cambios, y no había razones para dudar seriamente de que pudiera seguir haciéndolo.
Solamente hay una cuestión, que a los ciudadanos ingleses de aquellos días se les hacía duro reconocer, que revela el cambio fundamental producido en el estatus internacional del Reino Unido durante el medio siglo anterior. Nos referimos a la situación de Japón y Estados Unidos, las dos grandes potencias no europeas. La de Japón era todo un presagio claramente apreciable, tal vez por su victoria militar sobre Rusia, pero también había indicios, para aquellos que supieran interpretarlos, de que Estados Unidos no tardaría en surgir como una potencia capaz de hacer palidecer a Europa y de que se erigiría en el país más poderoso del mundo. Su expansión en el siglo XIX había llegado a su punto culminante con la consolidación de una supremacía incuestionable en su hemisferio. La guerra con España y la construcción del canal de Panamá remataron el proceso. Las circunstancias internas, sociales y económicas de Estados Unidos permitían que su sistema político pudiera enfrentarse fácilmente a los problemas, toda vez que ya estaba superada la gran crisis de mediados de siglo. Entre estos problemas, algunos de los más graves eran consecuencia de la industrialización. Hacia finales del siglo XIX, empezó a cuestionarse por primera vez la idea de que las cosas irían bien si se permitiera que los más poderosos económicamente impusieran la ley del más fuerte. Pero antes ya había madurado una inmensa maquinaria industrial que iba a ser la base del futuro poder de Estados Unidos. En 1914, la producción estadounidense de arrabio y de acero doblaba con creces a la de Gran Bretaña y Alemania juntas; además, en Estados Unidos se extraía una cantidad de carbón que casi superaba a la suma de la de aquellos dos países, y se fabricaban más automóviles que en todo el resto del mundo. Al mismo tiempo, el nivel de vida de la población seguía siendo un imán para la emigración; las tres principales fuentes del poder económico de Estados Unidos eran sus recursos naturales, la llegada de una mano de obra barata muy motivada y la afluencia de capital extranjero. Estados Unidos era la mayor de las naciones deudoras.
A pesar de que, en 1914, su constitución era más antigua que la de cualquier país europeo importante, excepto Gran Bretaña y Rusia, la llegada de nuevos ciudadanos hizo que Estados Unidos adoptara las características y la psicología de una nación nueva, y la integración de aquellos llevó a menudo a la expresión de fuertes sentimientos nacionalistas. No obstante, debido a su situación geográfica, a su tradicional rechazo a Europa y al dominio constante en el gobierno y en los negocios de minorías formadas según la tradición anglosajona, dichos sentimientos no adquirieron tintes violentos. En 1914, Estados Unidos era todavía un joven gigante, a la espera de la llegada de su momento en la historia, cuya verdadera importancia solo se pondría de manifiesto cuando Europa se vio obligada a pedirle que se implicara en sus disputas.
Como consecuencia de las mismas, ese mismo año estalló una gran guerra. Aun así, no fue la más sangrienta ni la más prolongada de la historia, ni fue, en sentido estricto, la «Primera Guerra Mundial», como más adelante se la denominó. Se trató del conflicto bélico en el que se luchó con más intensidad, y el mayor por su extensión geográfica, de todos los habidos hasta entonces. Tomaron parte en la guerra naciones de todos los continentes. También tuvo un coste muy superior al de cualquier otra anterior y exigió una cantidad de recursos sin precedentes. Se movilizaron para la lucha las sociedades en su conjunto, en parte porque fue la primera guerra en que las máquinas desempeñaron un papel extraordinariamente importante; por vez primera, la ciencia transformó la guerra. El mejor nombre que puede dársele sigue siendo, sencillamente, el que usaron los que combatieron en ella: la Gran Guerra. Aunque solo fuera por sus efectos psicológicos sin precedentes, este nombre está suficientemente justificado.
También fue la primera de dos guerras cuya cuestión central fue el control del poder de Alemania. El daño que estas contiendas infligieron llevó al fin de la supremacía política, económica y militar de Europa. Ambas tuvieron su origen en problemas esencialmente europeos y su carácter fue siempre predominantemente europeo; como ocurrió con la siguiente conflagración provocada por Alemania, la Primera Guerra Mundial atrajo hacia sí otros conflictos en los que se dirimió un auténtico compendio de cuestiones. Pese a todo, Europa estaba en el centro de los acontecimientos y se hizo un daño a sí misma que, en último término, puso el punto final a su hegemonía mundial. Aunque aún no llegó en 1918, año en el que acabó la Gran Guerra (si bien para entonces ya se habían producido daños irreparables), el fin de esta hegemonía quedó patente de manera indiscutible en 1945, al terminar la «Segunda Guerra Mundial». Esta dejó tras de sí un continente cuya estructura anterior a 1914 ya no existía. Algunos historiadores se han referido a toda la época que abarca desde 1914 hasta 1945 como un período, considerado en su conjunto, en que tuvo lugar una «guerra civil» europea, lo cual no es una mala metáfora siempre que se tenga en cuenta que es solo eso. Europa nunca había estado libre de guerras durante mucho tiempo, y la razón de ser fundamental de un Estado es la contención de desórdenes internos. Dado que Europa nunca estuvo unida, es difícil hablar de una verdadera guerra civil europea. Pero su civilización sí constituía una unidad; los europeos sentían que entre ellos había más cosas en común que las que pudieran compartir con personas de otro color de piel. Además, tenía su propio sistema de poder y en 1914 formaba una unidad económica, que acababa de atravesar su período más largo de paz interna. Estas circunstancias, que para el año 1945 ya habían pasado a la historia, hacen que la metáfora de la guerra civil resulte descriptiva y aceptable; pone de manifiesto la locura autodestructiva de una civilización.
Durante más de cuarenta años, Europa se había mantenido en situación de equilibrio y paz entre las grandes naciones. Pero, en 1914, el equilibrio se había alterado de manera peligrosa. Había demasiadas personas que pensaban que podrían sacar más ventaja de la guerra que de la paz. Esto era especialmente cierto en los círculos dirigentes de Alemania, Austria-Hungría y Rusia. Además, en aquel momento los diferentes estados estaban vinculados entre sí por tantos lazos, obligaciones e intereses que era poco probable que un eventual conflicto afectara a solo dos, o incluso a unos cuantos, de ellos. Otro factor de inestabilidad era que había países pequeños que disfrutaban de unas relaciones especiales con otros más poderosos, de forma tal que, en ocasiones, podían llegar a tener un mayor poder de decisión que algunas naciones más grandes que, en caso de guerra, estarían abocadas a tener que entrar en la lucha.
Esta delicada situación se hacía tanto más peligrosa por la influencia psicológica que las circunstancias de la época ejercían en 1914 sobre los dirigentes políticos. En aquel momento, no era difícil excitar las emociones de las masas, especialmente estimulando el afloramiento de sentimientos nacionalistas y patrióticos. La mayoría de la gente no era consciente de la dimensión del peligro de una posible guerra, porque, a excepción de una pequeña minoría, nadie pensaba que podría ser muy diferente de la de 1870; se acordaban de lo que ocurrió ese año en Francia, pero olvidaban que, pocos años antes, la guerra moderna había mostrado sus fauces en Virginia y Tennessee, con grandes matanzas y un tremendo coste económico (en la guerra civil, murieron más ciudadanos de Estados Unidos que en todas las demás guerras en las que este país ha tomado parte, incluso hasta el día de hoy). Por supuesto, todo el mundo sabía que las guerras podían llegar a ser muy destructivas y violentas, pero también se creía que un conflicto bélico en el siglo XX no podría durar mucho tiempo. Solo el enorme coste de las armas hacía inconcebible que unos estados civilizados mantuvieran una lucha prolongada, como había ocurrido en los tiempos de la Francia napoleónica; la compleja economía mundial y los contribuyentes, se decía, no podrían sobrevivir a una larga contienda. Todo esto tal vez atemperaba los recelos propios de un momento en que se estaba rondando el abismo. Incluso se aprecian indicios de que, en 1914, muchos europeos estaban aburridos de la vida y veían en la guerra la posibilidad de una liberación emocional que eliminaría los sentimientos de decadencia e impotencia. Por supuesto, los revolucionarios veían con buenos ojos la eventualidad de un conflicto internacional, porque pensaban que podría abrir el campo de posibilidades. Por último, debe recordarse que el hecho de que los políticos hubieran tenido éxito en el pasado a la hora de preservar la paz en situaciones de grave crisis, constituía un peligro en sí mismo. La maquinaria de la diplomacia había funcionado con éxito tantas veces que, cuando en julio de 1914 se enfrentó a unos hechos más problemáticos de lo normal, las personas que tenían que solucionarlos se vieron desbordadas. A las mismas puertas del conflicto, los estadistas seguían sin entender por qué una nueva conferencia de embajadores, o incluso un congreso europeo, no resolvía los problemas.
Uno de los conflictos que pasaron a primer plano en 1914 tenía sus orígenes mucho tiempo atrás. Nos referimos a la vieja rivalidad entre Austria-Hungría y Rusia en el sudeste de Europa. El problema se había planteado en pleno siglo XVIII, pero la última fase del mismo estuvo presidida por el rápido colapso del imperio otomano en Europa a partir de la guerra de Crimea. De esta manera, desde cierto punto de vista, puede considerarse que la Primera Guerra Mundial fue una guerra más de sucesión del imperio otomano. Después de que Europa atravesara con éxito momentos peligrosos gracias al Congreso de Berlín de 1878, la política de los Habsburgo y los Romanov se estabilizó, produciéndose un cierto entendimiento en la década de 1890. Esta situación duró hasta que Rusia fijó otra vez su atención en los intereses que tenía en el valle del Danubio, una vez que su ambición imperialista en el Lejano Oriente fuera frustrada por Japón. Además, en aquel momento, determinados acontecimientos que se produjeron fuera de los imperios austrohúngaro y turco imprimieron una nueva agresividad a la política de los Habsburgo.
En el origen de todo esto había un sentimiento nacionalista revolucionario. Un movimiento reformista consideró por un momento la posibilidad de volver a la unidad del imperio otomano, lo que provocó que los países balcánicos intentaran romper el statu quo establecido por las grandes potencias y que Austria velara por sus propios intereses dentro de una situación de nuevo inestable. Los austríacos ofendieron y humillaron a Rusia en 1909 con una anexión mal llevada a cabo de la provincia otomana de Bosnia, sin que los rusos recibieran la compensación correspondiente. Como consecuencia de la anexión de Bosnia, Austria-Hungría pasó a tener un mayor número de súbditos eslavos. Ya había un sentimiento de descontento entre los súbditos de la monarquía, en especial entre los eslavos que vivían gobernados por personas de origen húngaro. El gobierno de Viena, cada vez más presionado por los intereses magiares, se había mostrado hostil hacia Serbia, país al que los súbditos eslavos del imperio austrohúngaro podían acudir en busca de apoyo. Algunos de ellos consideraban que Serbia podría ser el núcleo de un futuro Estado que acogiera a todos los eslavos del sur. El gobierno de Serbia parecía no poder (y tal vez no querer) parar los pies a los revolucionarios eslavos del sur, que utilizaban Belgrado como base para sus acciones terroristas y subversivas en Bosnia. Con frecuencia, las lecciones que nos enseña la historia no resultan acertadas; el gobierno de Viena se precipitó al llegar a la conclusión de que Serbia podría desempeñar en el valle del Danubio el mismo papel que correspondió a Cerdeña en la unificación de Italia. Muchos ciudadanos del imperio pensaban que, a no ser que el peligro fuera atacado de raíz, la situación desembocaría en una nueva pérdida territorial para los Habsburgo. Los gobernantes austrohúngaros consideraban que, después de que el imperio hubiera quedado relegado de Alemania por Prusia y de Italia por Cerdeña, un hipotético Estado eslavo del sur amenazaría con una nueva exclusión, esta vez del valle del Bajo Danubio. Esto significaría su fin como gran potencia, así como el de la supremacía magiar en Hungría, ya que el eslavismo del sur exigiría un trato más justo de los eslavos aún residentes en territorio húngaro. El progresivo derrumbamiento del imperio otomano solo podría por tanto beneficiar a Rusia, potencia que respaldaba a Serbia, decidida a que no hubiera otro 1909.
Las demás potencias se vieron arrastradas a esta complicada situación por diferentes factores, tales como intereses, posibilidades de elección, sentimientos y alianzas formales. De todos ellos, el último era tal vez menos importante de lo que se pensó en un momento dado. En las décadas de 1870 y 1880, el empeño de Bismarck en lograr el aislamiento de Francia y la supremacía de Alemania había generado un sistema de alianzas único en tiempos de paz. La característica común de todas era que definían las condiciones en las que los distintos países entrarían en guerra para defenderse unos a otros, lo cual parecía excluir la labor diplomática. Pero, a la hora de la verdad, no funcionaron como estaba previsto. Esto no significa que no tuvieran incidencia en los acontecimientos, sino que los acuerdos formales solo son efectivos cuando se quiere que lo sean; en 1914 fueron otros los factores decisivos.
El origen de las alianzas era la anexión por Alemania, en 1871, de las provincias francesas de Alsacia y Lorena, y el consiguiente deseo de revancha por parte de Francia. Bismarck se protegió de esta amenaza uniendo a Alemania, Rusia y Austria-Hungría sobre la base del interés común de que las tres dinastías resistieran el ímpetu revolucionario y subversivo que se suponía que Francia, la única nación republicana entre los estados más importantes, aún podía representar; después de todo, en 1871 aún vivían personas nacidas antes de 1789 y muchas otras que podían recordar lo que les habían contado los que presenciaron los años de la Revolución francesa; por otro lado, el más reciente levantamiento de la Comuna de París había hecho despertar los viejos temores a la subversión internacional. No obstante, esta alianza conservadora terminó en la década de 1880, básicamente porque Bismarck pensaba que, en último término, tendría que respaldar a Austria-Hungría en caso de que tuviera lugar un conflicto entre esta última y Rusia. A la alianza entre Alemania y la monarquía dual se sumó Italia en 1882, formándose así la llamada «Triple Alianza». Pero Bismarck mantuvo por su cuenta el llamado «Tratado de reaseguro» con Rusia, aunque la perspectiva de mantener la paz entre Rusia y Austria-Hungría por esa vía no le resultara cómoda.
Con todo, un conflicto entre estas dos potencias imperiales no pareció probable hasta después de 1909. Para entonces, los dirigentes que sucedieron a Bismarck habían dejado hacía tiempo que caducara el Tratado de reaseguro y, en 1892, Rusia había pasado a aliarse con Francia. Desde esa fecha, el escenario ya no fue la Europa de Bismarck, caracterizada por una situación de equilibrio en la que Alemania ocupaba la posición central, sino el de una Europa dividida en dos bandos. La política alemana empeoró aún más las cosas. En sucesivos momentos de crisis, Alemania demostró que quería atemorizar a las demás naciones mostrando su descontento y haciéndose respetar. En concreto, en 1905 y 1911, utilizando como excusa cuestiones comerciales y coloniales, manifestó mediante demostraciones de fuerza su descontento con Francia por haber ignorado los deseos de Alemania al aliarse con Rusia. La planificación militar alemana ya había previsto en 1900 la necesidad de afrontar, si fuera necesario, una guerra en dos frentes y se preparó para ello, proyectando una rápida derrota de Francia que no diera tiempo a que Rusia movilizara sus recursos.
En consecuencia, a comienzos del siglo XX era muy probable que, en caso de que estallara una guerra entre los imperios ruso y austrohúngaro, Alemania y Francia se vieran involucradas. Además, en los últimos años, el acercamiento de Alemania a Turquía acrecentó aún más las posibilidades de que ello sucediera. Esto era mucho más alarmante que nunca para Rusia, porque el creciente comercio de exportación de cereales procedentes de los puertos del mar Negro tenía que atravesar los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. Los rusos empezaron a desarrollar su capacidad militar. En este sentido, un paso esencial fue la conclusión de la construcción de una red de ferrocarril que hacía posible la movilización de grandes ejércitos para su incorporación al campo de batalla en el este de Europa.
Gran Bretaña no tenía por qué tener verdaderos motivos de preocupación, si no fuera porque la política alemana le era claramente hostil. A finales del siglo XIX, casi todas las disputas de Gran Bretaña tuvieron como antagonistas a Francia o a Rusia y estuvieron ocasionadas por el choque de ambiciones imperialistas en África y en el sudeste y centro de Asia. Las relaciones angloalemanas, aunque problemáticas en ocasiones, habían venido siendo más tranquilas. A principios del nuevo siglo, Gran Bretaña estaba más preocupada por su imperio que por Europa. Con el fin de salvaguardar sus intereses en el Lejano Oriente, el Reino Unido selló con Japón la primera alianza que concertaba en tiempos de paz desde el siglo XVIII. Posteriormente, llegó a un gran acuerdo con Francia en 1904 sobre una serie de largas disputas. Básicamente fue un pacto sobre África, en virtud del cual Francia tendría las manos libres en Marruecos a cambio de que Gran Bretaña las tuviera en Egipto —con lo que se daba solución a una pieza más de la sucesión otomana—, y se completó dirimiendo otras disputas coloniales por todo el mundo, algunas de las cuales se remontaban al Tratado de Utrecht. Pocos años después, Gran Bretaña llegó a un entendimiento similar con Rusia —que tuvo menos éxito— sobre las respectivas zonas de influencia en Persia. No obstante, el convenio anglofrancés llegó a ser mucho más que un camino para allanar disputas. Fue lo que se llamó una «entente», o relación especial, que en realidad tenía su origen en la manera de proceder de Alemania.
Molesto por el acuerdo entre Gran Bretaña y Francia, el gobierno alemán decidió demostrar a esta última, en una conferencia internacional, que su país también tenía algo que decir en relación con los asuntos marroquíes. Lo consiguió, pero su manera prepotente de tratar a Francia dio más fuerza a la entente; los británicos empezaron a darse cuenta de que tenían que involucrarse, por primera vez desde hacía mucho tiempo, en el equilibrio de poderes en el continente. Si no lo hacían, Alemania terminaría por dominar Europa. En último término, esto suponía que aceptaban desempeñar el papel de una gran potencia militar en tierra, lo cual representaba un cambio en la estrategia que Gran Bretaña había seguido desde los tiempos de Luis XIV y Marlborough, última ocasión en que se había empleado a fondo en el continente durante un tiempo prolongado. Francia y el Reino Unido mantuvieron conversaciones secretas para estudiar qué podría hacerse para ayudar al ejército francés en caso de una invasión alemana a través de Bélgica. El diálogo no había avanzado gran cosa, pero los alemanes perdieron la oportunidad de tranquilizar a la opinión pública británica cuando decidieron seguir adelante con sus planes de construir una gran armada. Era inconcebible que dicho proyecto pudiera estar dirigido contra una nación que no fuera Gran Bretaña. En consecuencia, empezó una «carrera naval» que la mayoría de los ciudadanos británicos estaban decididos a ganar —si no conseguían detenerla—, y que dio lugar a la sensibilización del sentimiento popular. En 1911, cuando la diferencia entre la fuerza naval de los dos países era muy estrecha, lo cual preocupaba en Gran Bretaña, la diplomacia alemana provocó otra crisis respecto de Marruecos. En respuesta, un ministro británico hizo unas declaraciones públicas que parecieron insinuar que Gran Bretaña iría a la guerra para defender a Francia.
Pero donde al final estalló el conflicto fue en los territorios eslavos del sur. Serbia había salido bien parada de la guerra de los Balcanes de 1912-1913, en la que las jóvenes naciones balcánicas procedieron a despojar al imperio otomano de la mayor parte de los territorios que le quedaban en Europa y, después, se pelearon por el botín. Pero Serbia podría haber logrado más de lo que consiguió si no hubiera sido por la oposición de Austria. Rusia, entregada a sus planes de reconstruir y ampliar su potencial, lo cual podría llevarle tres o cuatro años, apoyaba a Serbia. Si Austria-Hungría quería demostrar a los eslavos del sur que era capaz de humillar a Serbia, para que abandonaran las esperanzas de que esta los ayudara, tenía que hacerlo cuanto antes. No parecía que a Alemania, que era aliada de la monarquía dual, pudiera importarle la confrontación con Rusia, ahora que estaba a tiempo de asegurarse la victoria.
La crisis se desencadenó en junio de 1914, cuando un archiduque austríaco fue asesinado en Sarajevo por un terrorista bosnio. Los austríacos creyeron que Serbia estaba detrás del atentado y decidieron que había llegado el momento de darle una lección y acabar de una vez por todas con el movimiento paneslavista. Los alemanes apoyaron a Austria y esta declaró la guerra a Serbia el 28 de julio. Una semana después, todas las grandes potencias habían entrado en guerra (si bien, curiosamente, el imperio austrohúngaro y Rusia permanecieron formalmente en paz hasta el 6 de agosto, fecha en la que la monarquía dual declaró la guerra a su viejo rival). Los planes militares de Alemania dictaron el calendario de los acontecimientos. La decisión clave de deshacerse de Francia antes que de Rusia ya se había tomado años atrás; la estrategia alemana consistía en atacar Francia a través de Bélgica, cuya neutralidad había sido garantizada, entre otros países, por Gran Bretaña. A partir de entonces, la secuencia de los acontecimientos se desencadenó de manera casi automática. Cuando Rusia se movilizó para presionar a Austria-Hungría y proteger a Serbia, Alemania declaró la guerra a Rusia. Hecho esto, tenía que atacar a Francia, y, cuando hubo encontrado un pretexto para ello, le declaró formalmente la guerra. De esta manera, la alianza entre Francia y Rusia nunca se llevó a la práctica. Ante la violación por parte de Alemania de la neutralidad de Bélgica, y preocupado ante la inminencia de un ataque contra Francia, el gobierno británico, aunque no tenía claro en virtud de qué podía justificarse la intervención de Gran Bretaña para evitarlo, encontró un claro motivo para convencer al país de que había que declarar la guerra a Alemania, lo cual hizo el 4 de agosto.
La duración e intensidad de la guerra, así como su ámbito geográfico, iban a superar todas las previsiones. Japón y el imperio otomano se implicaron en la misma poco después de que estallara, el primero en el bando de los «aliados» (como se denominó a Francia, Gran Bretaña y Rusia) y el segundo en el de las «potencias centrales» (Alemania y Austria-Hungría). En 1915, Italia se unió a los aliados, ante la promesa de que recibiría territorio austríaco. Hubo otras iniciativas para conseguir nuevos apoyos a base de ofrecer pagarés convertibles en dinero una vez conseguida la victoria; Bulgaria se unió a las potencias centrales en septiembre de 1915 y Rumanía, a los aliados al año siguiente. Grecia se puso del lado aliado en 1917. El gobierno de Portugal intentó entrar en la guerra en 1914 y, aunque no pudo hacerlo en ese momento a causa de sus problemas internos, recibió una declaración de guerra por parte de Alemania en 1916. De esta manera, las cuestiones originales, consistentes en la rivalidad entre Francia y Alemania y entre Austria y Rusia, se mezclaron por completo con otras disputas. Los estados balcánicos estaban dirimiendo una tercera guerra de los Balcanes (la guerra de la sucesión otomana en el teatro europeo), Gran Bretaña luchaba contra el poder comercial y naval de Alemania, e Italia libraba la última guerra del Risorgimento, mientras que, fuera de Europa, los británicos, los rusos y los árabes peleaban por el reparto del imperio otomano en Asia, y los japoneses querían confirmar su hegemonía en el Lejano Oriente con poco coste y mucha rentabilidad.
En 1915 y 1916, todo parecía indicar que la guerra iba a quedar estancada en un callejón sin salida que nadie había previsto; esto era una buena razón para buscarse aliados. El carácter que adquirió el conflicto sorprendió a casi todos. Comenzó con un rápido avance de los alemanes en el norte de Francia que no les dio la victoria relámpago que había sido su objetivo, pero que procuró a Alemania la conquista de la casi totalidad de Bélgica y de mucho territorio francés. En el frente oriental, Alemania y Austria neutralizaron las ofensivas rusas. A partir de entonces, aunque de manera más clara en el oeste que en el este, los campos de batalla fueron escenario de una guerra de asedio de dimensiones nunca vistas. Esto se debió a dos razones. Una de ellas fue la enorme capacidad letal de las armas modernas. Con fusiles de repetición, ametralladoras y alambradas, se podían detener todos los ataques de infantería que no estuvieran precedidos de un intenso bombardeo. Las listas de víctimas daban fe de ello. Para finales del año 1915, el ejército francés había sufrido 300.000 bajas mortales y, por si esto fuera poco, la batalla de Verdún añadió en 1916 otras 315.000 víctimas francesas en sus siete meses de duración. En esta misma batalla perdieron la vida 280.000 alemanes. Al mismo tiempo, la gran batalla del Somme, en el norte de Francia, dejó tras de sí 420.000 víctimas británicas y un número similar de alemanas. El primer día de la batalla, 1 de julio, sigue siendo el día más negro de la historia del ejército británico, que sufrió 60.000 bajas, de las cuales murieron más de una tercera parte.
Estas cifras dejaron en ridículo los pronósticos optimistas según los cuales el coste de una guerra moderna haría que la lucha durara poco tiempo, y fueron el reflejo de una segunda sorpresa: el enorme poder bélico de las sociedades industriales. A finales de 1916, muchas personas estaban ya agotadas, pero, para entonces, las naciones en guerra habían demostrado una capacidad insólita para organizar a sus ciudadanos, como nunca antes se había hecho, y fabricar ingentes cantidades de material bélico, así como para reclutar nuevos efectivos para el combate. Fueron sociedades enteras las que libraron la gran pelea; ni la solidaridad internacional de las clases trabajadoras ni los intereses de las clases dirigentes impidieron que se llegara a esos extremos.
La incapacidad de los contendientes para golpearse entre sí en el campo de batalla con la contundencia necesaria para lograr la rendición del enemigo, hizo que el conflicto se desarrollara de manera estratégica y técnica. Por esta razón, los diplomáticos buscaban nuevos aliados y los militares, nuevos frentes de batalla. En 1915, los aliados prepararon un ataque sobre Turquía en el estrecho de los Dardanelos con la esperanza, que no se cumplió, de dejarla fuera de combate y de abrir una vía de comunicación con Rusia a través del mar Negro. La misma pretensión de superar el punto muerto al que se había llegado en suelo francés dio lugar a un nuevo frente de batalla en los Balcanes, concretamente en Salónica, que sustituyó al que ya no existía después de la invasión de Serbia. Por otro lado, el hecho de que los contendientes tuvieran posesiones coloniales por todo el mundo determinó desde el principio el carácter global del conflicto. Las colonias alemanas eran relativamente fáciles de conquistar gracias al dominio británico en el mar, aunque las situadas en África provocaron algunas campañas militares prolongadas. Sin embargo, las operaciones de mayor importancia que tuvieron lugar fuera de Europa se desarrollaron en los territorios del este y del sur del imperio turco. Un ejército británico e indio entró en Mesopotamia. Otra fuerza avanzó desde el canal de Suez hacia Palestina. En el desierto arábigo, una revuelta de la población contra los turcos dio lugar a algunos de los pocos episodios románticos que podríamos tomar como contrapunto de la miseria y brutalidad de la guerra industrial.
Fue en sus efectos en la industria y en la degeneración de las normas de comportamiento donde más se hizo notar la dimensión técnica de la gran confrontación. La guerra civil estadounidense ya había puesto de manifiesto las exigencias económicas de una guerra a gran escala en la era de la democracia. Las acerías, fábricas, minas y altos hornos de Europa estaban trabajando como nunca. Lo mismo estaba ocurriendo en Estados Unidos y Japón, ambos países accesibles a los aliados pero no a las potencias centrales, debido a la supremacía naval británica. El mantenimiento de millones de hombres en el campo de batalla no solo requería grandes cantidades de armas y municiones, sino también de comida, ropa, equipos médicos y todo tipo de maquinaria. Aunque también se necesitaron millones de animales, esta fue la primera guerra del motor de combustión interna; los camiones y tractores devoraban gasolina con la misma avidez con que los caballos y las mulas consumían pienso. Se han elaborado muchas estadísticas que describen la nueva escala que adquirió la guerra, pero nos basta una como botón de muestra: en 1914, en la totalidad del imperio británico había 18.000 camas de hospital, y cuatro años más tarde el número se había elevado a 630.000.
Las consecuencias de este enorme aumento de las exigencias se extendieron a toda la sociedad y dieron lugar en todos los países, aunque en diferente medida, al control de la economía por parte del gobierno, al reclutamiento forzoso de mano de obra, a una auténtica revolución en lo que respecta al trabajo de las mujeres y a la introducción de nuevos servicios sanitarios y de asistencia social. El fenómeno llegó al otro lado del océano. Estados Unidos dejó de ser un país deudor; los aliados liquidaron sus inversiones transatlánticas para atender sus necesidades económicas y pasaron a ser países deudores. La industria de la India recibió el estímulo que tanto había necesitado. Los rancheros y campesinos de Argentina y los de los dominios británicos con habitantes de raza blanca vivieron días de gran abundancia. Estos últimos también compartieron la carga militar, enviando soldados a Europa y combatiendo contra los alemanes en sus colonias.
La dimensión técnica también volvió aún más aterradora la guerra, y no solo porque las ametralladoras y los explosivos de gran potencia provocaran terribles matanzas. Incluso tampoco por la aparición de nuevas armas como el gas venenoso, los lanzallamas o los tanques, que empezaron a utilizarse a medida que hubo que intentar encontrar una manera de escapar del callejón sin salida del campo de batalla. En el miedo generalizado influyó también el hecho de que sociedades enteras se vieran involucradas en la guerra, lo que hizo que se tomara conciencia de que toda la población podía ser objetivo de las acciones bélicas. Las actuaciones dirigidas a minar la moral y a menoscabar la salud y eficacia de los ciudadanos de los países enemigos, pasaron a ser una práctica habitual. Cuando se denunciaba que se estaban produciendo ataques en ese sentido, las propias denuncias se convertían en golpes dentro de un nuevo tipo de campaña: la de la propaganda. Las posibilidades abiertas por la alfabetización generalizada y por la industria del cine, de reciente invención, se complementaban entre sí, tomando la delantera a los antiguos sistemas de transmisión de ideas, como el púlpito y los colegios de enseñanza. Los británicos denunciaban que los alemanes, que recurrían a los bombardeos aéreos no selectivos sobre Londres, eran «asesinos de niños», a lo cual los alemanes contestaban que lo mismo podía decirse de los responsables del bloqueo marítimo británico. El aumento de los índices de mortalidad infantil en Alemania les daba la razón.
Debido al lento pero aparentemente imparable éxito del bloqueo británico y a que no quería arriesgar la flota cuya construcción tanto había contribuido a envenenar las relaciones anteriores a la guerra entre los dos países, el alto mando alemán decidió recurrir al submarino, arma cuyo poder había sido subestimado en 1914. Empezó a emplearse contra los barcos aliados y los de los países neutrales que abastecían a los aliados, mediante ataques que a menudo se realizaban sin previo aviso, así como contra buques indefensos. Estos ataques empezaron por primera vez a principios de 1915, aunque entonces había pocos submarinos disponibles y no causaron demasiados daños. Cuando ese año fue torpedeado un buque de pasajeros británico, con 1.200 víctimas mortales, muchas de ellas estadounidenses, se produjo un gran clamor popular y los alemanes abandonaron el hundimiento indiscriminado de barcos. Pero a principios de 1917 se reanudaron este tipo de ataques. Para entonces estaba claro que, en caso de que Alemania no consiguiera tomar la delantera impidiendo el abastecimiento de alimentos a Gran Bretaña, sería asfixiada por el bloqueo británico. Durante ese invierno, se extendió la hambruna por los países balcánicos y la gente moría de hambre en los barrios residenciales de las afueras de Viena. Los franceses habían sufrido ya 3.350.000 bajas y los británicos, más de un millón, mientras que los alemanes habían perdido cerca de dos millones y medio de personas, y seguían luchando en dos frentes. Debido a la escasez de alimentos, los disturbios y las huelgas eran cada vez más frecuentes; la mortalidad infantil estaba subiendo a razón de un 50 por ciento más que en 1915. No había ninguna razón para suponer que el ejército alemán, dividido entre el este y el oeste, tuviera más posibilidades de infligir una derrota a sus rivales que las que tenían los británicos y franceses de hacer lo propio con los suyos, y, en cualquier caso, estaba situado de manera más adecuada para librar una batalla a la defensiva. En estas circunstancias, los mandos alemanes decidieron volver a los ataques submarinos indiscriminados, lo que dio lugar en 1917 a la primera gran alteración en la guerra con efectos decisivos: la entrada en ella de Estados Unidos. Alemania sabía que podía pasar esto, pero apostó por intentar poner a Gran Bretaña de rodillas —y, de paso, a Francia— antes de que la fuerza estadounidense decidiera la contienda.
La opinión pública norteamericana, que en 1914 no se inclinaba por ninguno de los dos bandos, había evolucionado mucho desde entonces. A ello contribuyeron la propaganda de los aliados y las compras que estos hacían a Estados Unidos. La primera campaña submarina alemana también influyó. Cuando los gobiernos aliados empezaron a hablar de planes para después de la guerra, que incluían la reconstrucción de Europa respetando en todo momento los intereses de las diferentes nacionalidades, la idea gustó a los ciudadanos estadounidenses de origen extranjero. Pero el factor decisivo fue la reanudación de la guerra submarina indiscriminada, ya que esta suponía una amenaza directa a los intereses y la seguridad de los norteamericanos. Cuando el gobierno de Estados Unidos tuvo noticia de que Alemania deseaba negociar un acuerdo con México y Japón en contra de Estados Unidos, aumentó la hostilidad que los submarinos habían generado. Poco después, los alemanes hundieron sin previo aviso un barco norteamericano, y Estados Unidos les declaró la guerra casi inmediatamente.
La imposibilidad de salir del atolladero europeo por medios que no fueran la guerra total, había arrastrado al Nuevo Mundo al conflicto casi sin quererlo. Los aliados estaban entusiasmados; la victoria estaba asegurada. No obstante, tuvieron que enfrentarse de inmediato a un año desastroso. 1917 fue aún más negro para Gran Bretaña que 1916. Además de que tardó meses en poder controlar los ataques submarinos, Francia fue escenario de una horrible serie de batallas (a las que se suele dar en conjunto el nombre de Passchendaele) que quedaron marcadas de forma indeleble en la conciencia británica y en las que hubo más de 400.000 víctimas, solo para ganar ocho miserables kilómetros de lodo. Desgastada por los heroicos esfuerzos realizados en 1916, Francia tuvo que enfrentarse a una serie de amotinamientos. Y lo peor de todo para los aliados: el imperio ruso sufrió un colapso total y, antes de fin de año, Rusia dejó de ser una gran potencia por un tiempo indefinido.
El Estado ruso fue destruido por la guerra. Esto supuso el principio de la transformación revolucionaria de Europa central y oriental. En realidad, los artífices de lo que se llamó la «Revolución rusa de febrero de 1917» fueron los ejércitos alemanes. Terminaron por quebrar la moral de los soldados rusos más resistentes, que dejaban tras de sí ciudades hambrientas debido al derrumbamiento del sistema de transporte y a la torpeza de un gobierno incompetente y corrupto que tenía tanto miedo al constitucionalismo y al liberalismo como a la derrota en la guerra. A principios de 1917, en Rusia ya no se podía contar ni con las propias fuerzas de seguridad. Los disturbios ocasionados por la escasez de alimentos y los consiguientes amotinamientos pusieron de manifiesto la completa incapacidad de la administración autocrática. Se formó un gobierno provisional de liberales y socialistas, y el zar abdicó. El nuevo gobierno también fracasó, principalmente porque intentó algo imposible: la continuación de la guerra. Como comprendió Lenin, el líder de los bolcheviques, lo que los rusos querían era paz y alimentos. Su determinación a la hora de arrebatar el poder al moderado gobierno provisional fue la segunda de las razones del fracaso de este último. El gobierno provisional, que dirigía un país, una administración y un ejército desintegrados, y que se enfrentaba todavía al problema sin resolver de la escasez en las ciudades, fue a su vez desalojado del poder mediante un segundo golpe, al que se denominó la «Revolución de Octubre», el cual, junto con la entrada de Estados Unidos en la guerra, marcó el año 1917 como un verdadero hito en la historia de Europa. Hasta entonces, los europeos habían solucionado sus asuntos; a partir de ese momento, Estados Unidos iba a tener mucho que decir sobre su futuro. Además, había nacido un Estado comprometido, de acuerdo con los ideales de sus fundadores, con la destrucción completa del orden europeo anterior a la guerra; en definitiva, un Estado que representaba un auténtico centro deliberadamente revolucionario de la política mundial.
La consecuencia inmediata y previsible del nacimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), como se llamó desde entonces a Rusia —en honor de las asambleas de trabajadores y militares (sóviets) que constituyeron las instituciones políticas básicas después de la revolución—, fue la alteración de la situación estratégica. Los bolcheviques consolidaron su golpe de Estado disolviendo (ya que no lo controlaban) el único organismo representativo libremente elegido por sufragio universal que Rusia había tenido, e intentando ganarse la lealtad de los campesinos con promesas de tierra y de paz, lo cual era esencial para su supervivencia. La columna vertebral del partido, que luchaba por afianzar su autoridad en Rusia, era la pequeña clase trabajadora industrial de unas cuantas ciudades. Solo la paz podía procurar unos cimientos seguros y poderosos. Al principio, las condiciones exigidas por Alemania para la paz les parecieron a los rusos tan poco razonables que abandonaron la negociación; finalmente, tuvieron que aceptar un acuerdo mucho peor para ellos, plasmado en el Tratado de Brest-Litovsk, de marzo de 1918. Este imponía a Rusia importantes pérdidas territoriales, pero proporcionó a los bolcheviques la paz y el tiempo que tan desesperadamente necesitaban para enfrentarse a los problemas internos del país.
Los aliados estaban furiosos. Consideraron una traición la actuación de los bolcheviques. La intransigente propaganda revolucionaria que los bolcheviques dirigieron a los ciudadanos de los países aliados no contribuyó precisamente a suavizar la actitud de estos ante el nuevo régimen soviético. Los líderes rusos esperaban que hubiera una revolución de la clase trabajadora en todos los países capitalistas avanzados. Esto dio un significado nuevo a una serie de intervenciones militares de los aliados que afectaron a los asuntos rusos. La finalidad originaria de las mismas era estratégica, en el sentido de que esperaban que Alemania no contara con la ventaja de poder cerrar el frente oriental, pero pronto fueron interpretadas, por muchas personas en los países capitalistas y por todos los bolcheviques, como una cruzada anticomunista. Y, aún peor, terminaron involucrándose en una guerra civil que parecía poder destruir el nuevo régimen. Al margen del prisma doctrinario de la teoría marxista, a través del cual Lenin y sus colaboradores veían el mundo, estos episodios habrían envenenado en cualquier caso las relaciones entre Rusia y los países capitalistas durante mucho tiempo; en términos marxistas, parecían ser la confirmación de una hostilidad esencial e irreversible. El recuerdo de estos acontecimientos, que contribuyeron a justificar el autoritarismo del gobierno revolucionario, marcó la actitud de los dirigentes soviéticos hacia Occidente durante los siguientes cincuenta años. El miedo a la restauración del régimen anterior por parte de un invasor que favoreciera a los terratenientes, se unió a los precedentes autocráticos y de terrorismo policial en Rusia como un factor decisivo para que los dirigentes se negaran a afrontar la más mínima liberalización del régimen.
El convencimiento de los comunistas rusos de que estaba a punto de estallar la revolución en Europa central y occidental tenía cierto sentido, pero, por otra parte, era completamente erróneo. En el último año de la guerra quedó de manifiesto el potencial revolucionario de esta, pero desde un punto de vista nacional, no de clases sociales. Los aliados se vieron impelidos (en parte por los bolcheviques) a adoptar una estrategia revolucionaria propia. A finales de 1917, la situación militar se presentaba sombría para ellos. Era evidente que iban a tener que enfrentarse a un ataque alemán en Francia durante la primavera, sin la ventaja de contar con la ayuda del ejército ruso, y que faltaba mucho para que llegaran las tropas estadounidenses para apoyarlos. Pero podían hacer uso del arma de la revolución, recurriendo a las nacionalidades del imperio austrohúngaro, al no estar ya vinculados por el tratado de alianza con la Rusia de los zares. Esto tenía la ventaja adicional de que les permitía demostrar a Estados Unidos la pureza ideológica de la causa aliada, ahora que ya no estaba ligada a los zares. En consecuencia, en 1918 dirigieron una campaña de propaganda subversiva a los ejércitos austrohúngaros, así como mensajes de ánimo a los checos y eslavos del sur en el exilio. Antes de que Alemania sucumbiera, la monarquía dual se estaba ya disolviendo ante el efecto conjunto del despertar de los sentimientos nacionales y de una campaña en los Balcanes que estaba empezando a dar resultados victoriosos. Este fue el segundo gran golpe a la vieja Europa. La estructura política de toda la zona rodeada por los Urales, el mar Báltico y el valle del Danubio estaba en cuestión en aquel momento, como no lo había estado durante siglos. Incluso existía otra vez un ejército polaco, auspiciado por Alemania como arma contra Rusia, mientras que el presidente de Estados Unidos anunció que una Polonia independiente era esencial para la construcción de la paz por los aliados. Todas las certidumbres del siglo anterior parecían estar en duda.
Fue en este contexto crecientemente revolucionario en que se libraron las batallas cruciales. Para el verano, los aliados habían conseguido detener la última gran ofensiva alemana, que había logrado grandes, aunque insuficientes, victorias. Cuando los aliados comenzaron a su vez a avanzar victoriosamente, los líderes alemanes buscaron una salida. También ellos veían indicios de colapso revolucionario en su interior. Con la abdicación del káiser cayó el tercero de los imperios dinásticos. Los Habsburgo ya se habían ido, y los Hohenzollern habían durado un poco más que sus viejos rivales. El nuevo gobierno alemán pidió el armisticio y la guerra llegó a su fin.
El coste de este gran conflicto nunca ha sido bien calculado. Una cifra aproximada nos da una idea de su dimensión: alrededor de diez millones de hombres murieron como consecuencia de acciones militares directas. Solamente en los Balcanes, el tifus mató a otro millón de personas. Estas cifras terribles no incluyen el número de mutilados y ciegos, ni lo que representa para una familia la pérdida de un padre o de un esposo, ni los estragos morales causados por la destrucción de los ideales, el sentido de la confianza y la buena voluntad. Los europeos contemplaban los grandes cementerios y quedaban horrorizados de lo que habían hecho. También el daño económico fue inmenso. En muchos lugares de Europa se padecieron grandes hambrunas. Un año después de la guerra, la producción industrial europea aún estaba casi una cuarta parte por debajo de los niveles de 1914; en Rusia, solo se producía el 20 por ciento de las cantidades anteriores a la guerra. En algunos países, el transporte era casi inexistente. Además, la frágil y complicada maquinaria del intercambio internacional quedó desarticulada, y parte de ella nunca pudo ser reemplazada. En el centro de esta situación de caos se encontraba una Alemania exhausta que anteriormente había sido el motor de la economía centroeuropea. «Estamos atravesando el momento más oscuro de nuestro devenir —escribió J. M. Keynes, un joven economista británico que asistió a la conferencia de paz—. Nuestra capacidad de sentir, o de dedicar nuestros esfuerzos a algo que no sea lo que afecta de manera más inmediata a nuestro bienestar material, está por el momento anulada ... Hemos sido llevados más allá de los límites de la resistencia y necesitamos descansar. En ningún momento de la historia de la humanidad ha brillado con tan poca fuerza aquello que nuestra alma tiene de universal.»
A finales de 1918, empezaron a reunirse los delegados de los distintos países para una conferencia de paz. Hubo un momento en el que, al juzgar lo decidido en esta, los que la comentaban tendían a recalcar los errores que se cometieron, pero la perspectiva del tiempo y el reconocimiento de la magnitud de la tarea hacen que debamos examinar con cierto respeto la labor realizada. Fue el mayor acuerdo alcanzado, en relación con un conflicto internacional, desde el año 1815, y sus artífices tuvieron que reconciliar unas grandes expectativas con unos hechos pertinaces. El poder necesario para tomar las decisiones fundamentales estuvo muy concentrado; los primeros ministros de Gran Bretaña y Francia y el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, llevaron la voz cantante en las negociaciones, a las que solo asistieron los vencedores. Por lo tanto, las decisiones tomadas como resultado de las conversaciones se presentaron sin más a los derrotados. El problema central era la seguridad europea, en relación con la cual Francia estaba preocupada ante la terrible posibilidad de tener que sufrir por tercera vez una agresión alemana, mientras que los países anglosajones sabían que no corrían ese peligro. Con todo, había muchas otras cuestiones que lo rodeaban e impedían verlo con claridad. El acuerdo de paz tenía que ser de alcance mundial. No solo abarcó territorios situados fuera de Europa —a diferencia de anteriores grandes tratados de paz—, sino que en su elaboración se tuvieron en cuenta las opiniones de muchos países no europeos. De las veintisiete naciones cuyos representantes firmaron el tratado principal, la mayoría de ellas, diecisiete, no eran europeas. La mayor era Estados Unidos, que junto con Japón, Gran Bretaña, Francia e Italia formaba el grupo de principales potencias vencedoras. Sin embargo, tratándose de un acuerdo a escala mundial, no presagiaba nada bueno la ausencia de representantes de Rusia, la única gran potencia con fronteras tanto en Europa como en Asia.
Técnicamente, el acuerdo de paz constó de una serie de tratados diferentes, no solo con Alemania, sino también con Bulgaria, Turquía y los «estados sucesores» que reclamaban territorios que habían formado parte del imperio austrohúngaro. Entre ellos, estuvieron presentes en la conferencia, como países aliados, una resucitada Polonia, una Serbia de mayor tamaño llamada «el Reino de los serbios, croatas y eslovenos» (y, más tarde, Yugoslavia), y una Checoslovaquia completamente nueva, mientras que una Hungría muy reducida y la parte germana de la antigua Austria fueron tratadas como enemigos derrotados con quienes había que acordar la paz. Todo esto planteó arduos problemas. Pero el asunto principal que se dilucidó en la conferencia de paz fue el acuerdo con Alemania, finalmente plasmado en el Tratado de Versalles, que se firmó en junio de 1919.
El tratado fue extraordinariamente duro. El texto declaraba expresamente que Alemania había sido responsable del estallido de la guerra. Aun así, la mayoría de las condiciones más severas no surgieron de esta condena moral, sino del deseo de los franceses de maniatar, a ser posible, a Alemania, de manera que no pudiera desencadenar una tercera guerra. Esta era la finalidad de las compensaciones económicas, que constituyeron la parte más insatisfactoria del tratado. Enfurecieron a los alemanes e hicieron aún más dura la aceptación de la derrota. Además, desde el punto de vista económico, no tenían sentido. Las penalizaciones impuestas a Alemania no estaban complementadas por acuerdos que garantizaran que los alemanes no fueran a intentar en el futuro cambiar la situación por la fuerza de las armas, lo cual molestó a Francia. Entre los territorios que Alemania tenía que entregar estaban incluidas, por supuesto, Alsacia y Lorena, pero, en realidad, sus pérdidas fueron superiores en el este, donde llegaban hasta Polonia. En el flanco occidental, Francia no consiguió mucho más que el compromiso de que la ribera alemana del Rin sería desmilitarizada.
La segunda de las finalidades que inspiraron los acuerdos de paz fue intentar en la medida de lo posible respetar los principios de autodeterminación y de nacionalidad. En muchos casos, esto solo suponía el reconocimiento de hechos anteriores; Polonia y Checoslovaquia ya existían como estados antes de reunirse la conferencia de paz y Yugoslavia se construyó alrededor del núcleo de la antigua Serbia. Por lo tanto, para finales de 1918, estos principios ya se habían llevado a la práctica en gran parte de los territorios que fueron del imperio austrohúngaro (y enseguida se haría lo mismo en las antiguas provincias bálticas de Rusia). Después de haber sobrevivido incluso al Sacro Imperio Romano Germánico, los Habsburgo desaparecieron por fin de la escena, y en su lugar se formaron estados que, aunque no de manera ininterrumpida, sobrevivirían durante la mayor parte del resto del siglo. También se aplicó el principio de autodeterminación al disponerse que determinadas zonas fronterizas decidieran su futuro mediante un plebiscito.
Por desgracia, el principio de nacionalidad no pudo aplicarse siempre, ya que diversas realidades geográficas, históricas, culturales y económicas lo impidieron. Cuando el principio prevaleció sobre ellas —como cuando se ignoró la unidad económica del Danubio—, los resultados pudieron ser malos, pero cuando no prevaleció las cosas no fueron mejor, debido a la frustración de los sentimientos de la población. En Europa oriental y central habitaban minorías nacionales que vivían a disgusto en países hacia los que no sentían lealtad. Una tercera parte de la población de Polonia no hablaba polaco; más de una tercera parte de Checoslovaquia contaba con minorías de polacos, rusos, alemanes, magiares y rutenos, y en una Rumanía que había aumentado de extensión, vivían en ese momento más de un millón de húngaros. En algunos lugares, la infracción del principio de nacionalidad se vivía de manera muy intensa como una injusticia. A los alemanes les irritaba que existiera un «corredor» que conectara Polonia con el mar a través de sus territorios. Italia estaba decepcionada porque consideraba insuficientes las concesiones territoriales recibidas de los aliados en el Adriático a cambio de su ayuda, y los irlandeses no habían conseguido aún que se les concediera la autonomía (la llamada «Home Rule»).
El problema no europeo más importante era el de las colonias alemanas. En relación con esta cuestión hubo novedades importantes. Estados Unidos no aceptaba la ambición colonialista indisimulada, sino que prefería una situación de tutela, mediante la institución jurídica del fideicomiso, para los pueblos no europeos que anteriormente habían estado gobernados por Alemania o Turquía. La nueva Sociedad de Naciones otorgó «mandatos» a las potencias victoriosas (aunque Estados Unidos declinó aceptarlos) para administrar esos territorios mientras se preparaban para gobernarse a sí mismos; fue la idea más imaginativa que surgió del gran acuerdo, aunque se utilizó para dar legitimidad a las últimas grandes conquistas del imperialismo europeo.
La Sociedad de Naciones debe mucho al entusiasmo del presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, que reservó a su pacto constitutivo un lugar de honor como primera parte del tratado de paz. De esta manera, el tratado trascendió la idea de nacionalismo (incluso el imperio británico había estado representado por los países situados dentro de su órbita, entre ellos la India). También trascendió la propia idea de Europa; el hecho de que veintiséis de los cuarenta y dos miembros iniciales de la Sociedad fueran países no europeos, fue una señal que anunciaba una nueva era. Por desgracia, debido a algunos problemas internos con los que no contaba Wilson, Estados Unidos no se unió a la Sociedad. Este fue el más importante de los varios problemas que hicieron imposible que la Sociedad de Naciones cumpliera las expectativas que había suscitado. Es posible que, en principio, fuera imposible satisfacerlas todas, dada la situación real de las fuerzas políticas mundiales. Sin embargo, la Sociedad logró varios éxitos en la manera de llevar algunos asuntos que, sin su intervención, podrían haberse vuelto peligrosos. Aunque las esperanzas que había generado fueran exageradas, no puede decirse que la iniciativa careciera de eficacia e imaginación.
De la misma manera que no asistió a la conferencia de paz, Rusia no estuvo presente en la constitución de la Sociedad de Naciones. Probablemente, la primera ausencia fue la más importante de las dos. Los acuerdos políticos a partir de los cuales se iba a conformar la siguiente etapa de la historia europea se alcanzaron sin consultar con Rusia, a pesar de que en Europa del Este esos acuerdos implicaban el establecimiento de fronteras cuya configuración era vital para los intereses de Rusia. Es verdad que los líderes bolcheviques hicieron todo lo posible para que se les excluyera. Estaban convencidos de que los países capitalistas querían derrocarlos y se dedicaron a difundir propaganda revolucionaria, con lo que emponzoñaron sus relaciones con las potencias más importantes. En realidad, tanto Wilson como el primer ministro británico, Lloyd George, eran más flexibles —e incluso mostraban cierta simpatía— en su trato con Rusia que muchos de sus colegas y de sus compatriotas. Por otro lado, el primer ministro francés, Clemenceau, era un antibolchevique acérrimo y contaba con el apoyo de muchos ex combatientes e inversores de su país; el Tratado de Versalles fue el primer gran acuerdo de paz alcanzado por los líderes de unos países conscientes en todo momento del peligro de decepcionar a sus electores. Aun así, con independencia de a quién haya que achacarle la responsabilidad, la realidad es que Rusia, el país europeo que potencialmente tenía un mayor peso en los asuntos del continente, no fue consultada en la construcción de la nueva Europa. Aunque en aquel momento no tuviera prácticamente capacidad de decisión, iba a ser con seguridad una de las naciones que tendría interés en revisar los términos del acuerdo, o incluso en hacerlo fracasar. El hecho de que sus líderes detestaran el sistema social que el acuerdo trataba de defender, no hacía sino empeorar las cosas.
Se habían depositado grandes esperanzas en este convenio. En muchos casos, estas no eran realistas, pero debe decirse que, a pesar de sus manifiestas imperfecciones, la historia ha censurado excesivamente un tratado que, en muchos aspectos, fue un buen acuerdo. Su fracaso se debió a razones que, en su mayor parte, estaban fuera del control de las personas que lo firmaron. En primer lugar, la época de la hegemonía política mundial europea había pasado a mejor vida, y los tratados de paz de 1919 poco podían hacer para garantizar el futuro fuera de Europa. Las antiguas potencias imperiales estaban ahora demasiado debilitadas como para actuar con eficacia en el interior del continente, con lo que poco o nada podían hacer fuera del mismo; de hecho, algunas habían desaparecido por completo. La poderosa Alemania, para cuya derrota fue necesaria la intervención de Estados Unidos, había quedado en una situación de aislamiento forzoso, y Rusia no tenía interés en contribuir a la estabilidad de Europa. El aislamiento de una de estas potencias y la incapacidad de la otra a causa de su ideología dejaron a Europa a merced de sus mecanismos insuficientes. Al comprobar que no estallaba la revolución en Europa, Rusia se centró en sí misma; cuando el presidente Wilson ofreció a los ciudadanos de Estados Unidos la oportunidad de intervenir en el mantenimiento de la paz en Europa, estos la rechazaron. Las dos decisiones son comprensibles, pero como consecuencia de ellas se mantuvo la ilusión de que Europa era autónoma, lo cual no era verdad, y, por lo tanto, en lo sucesivo ya no podría afrontar aisladamente sus problemas. Por último, el punto débil más grave del acuerdo estaba en la fragilidad económica de la nueva estructura a la que daba forma. Era en este aspecto donde sus términos presentaban mayores dudas; desde el punto de vista económico, en muchos casos no tenía sentido la autodeterminación. Pero tampoco es fácil imaginar sobre qué base podría ignorarse el principio de autodeterminación. Ochenta años después del nacimiento en 1922 de un Estado Libre Irlandés, aún subsiste el problema irlandés.
La persistencia de muchos espejismos en relación con Europa y la aparición de otros nuevos contribuyeron a la inestabilidad de la situación. La victoria de los aliados y la retórica que acompañó a la construcción de la paz hicieron pensar a muchos que se había producido un gran triunfo del liberalismo y la democracia. Después de todo, cuatro imperios autocráticos y contrarios a las nacionalidades se habían derrumbado, y el acuerdo de paz lo habían elaborado un conjunto de países democráticos, lo que, por cierto, no puede decirse de ningún otro alcanzado hasta el momento presente. El optimismo liberal se nutría también de la claridad de la postura adoptada durante la guerra por el presidente Wilson, que había hecho todo lo posible por recalcar que veía la participación de Estados Unidos de una manera esencialmente diferente a la de otros aliados; la intervención norteamericana, reiteraba, estaba inspirada en elevados ideales y se llevaba a cabo con la convicción de que podría conseguirse un mundo seguro para la democracia si las naciones abandonaban las antiguas malas maneras de proceder. Algunos pensaron que los hechos le daban la razón; los nuevos estados, con Alemania a la cabeza, aprobaron constituciones liberales y parlamentarias, algunas de ellas republicanas. Por último, la Sociedad de Naciones había generado ilusión; el sueño de una nueva autoridad internacional, que esta vez no era un imperio, parecía por fin una realidad.
Pero todo esto estaba basado en una fantasía y en falsas premisas. Desde el momento en que los artífices de la paz se habían visto obligados a dedicarse a otras muchas cosas, que nada tenían que ver con los principios liberales —debían pagar deudas, proteger intereses y afrontar hechos imposibles de controlar—, podría decirse que, en la práctica, no se había hecho honor a esos principios. Sobre todo, al construir la paz, los dirigentes políticos no habían sido capaces de satisfacer muchas aspiraciones nacionales, lo que en Alemania propició el surgimiento de un nuevo y furibundo resentimiento nacionalista. Posiblemente, esto era algo inevitable, pero el terreno estaba abonado para el desarrollo de fenómenos que no eran precisamente liberales. Además, las instituciones democráticas de los nuevos estados —y, de paso, también de los antiguos— tenían ante sí un mundo cuya estructura económica estaba terriblemente dañada. La pobreza, las difíciles condiciones de vida y el desempleo exacerbaban la lucha política, y en muchos lugares las cosas empeoraban por los problemas que implicaba, para las personas desplazadas, respetar la soberanía nacional de los países donde vivían. Por otro lado, el desmoronamiento durante la guerra de los viejos modelos económicos de intercambio hizo también mucho más difíciles de tratar problemas tales como la pobreza agraria y el desempleo; Rusia, que en su día fue el granero de gran parte de Europa occidental, era inaccesible económicamente en ese momento. El escenario internacional era susceptible de ser explotado por los revolucionarios. Los comunistas se sentían a sus anchas ante la situación y estaban dispuestos a aprovecharla, ya que creían que la historia les tenía reservado un papel; pronto empezó a desarrollarse otro fenómeno radical, el fascismo, que también podría aprovecharse de las circunstancias.
El comunismo amenazaba a la nueva Europa de dos maneras. En el orden interno, todos los países tuvieron pronto sus propios partidos comunistas revolucionarios. Estos partidos hicieron pocas cosas positivas y fueron motivo de gran preocupación. Por otro lado, impidieron que surgieran partidos progresistas fuertes, ya que nacieron muy condicionados. En efecto, en marzo de 1919 los rusos crearon el Komintern, o Tercera Internacional, para que liderara el movimiento socialista internacional, porque temían que, de lo contrario, este podría girar en torno a los viejos líderes, a quienes achacaban que su falta de celo revolucionario les había hecho desaprovechar las oportunidades favorables de la guerra. Lenin, con arreglo a sus ideas sobre cómo tenía que ser un partido revolucionario eficaz, medía el grado de adhesión de los movimientos socialistas por su fidelidad al Komintern, cuyos principios eran deliberadamente inflexibles y exigían una rígida disciplina. En casi todos los países, esto dividía a los socialistas en dos bandos. Algunos se adherían al Komintern y adoptaban el nombre de «comunistas»; otros, aunque en ocasiones seguían declarándose marxistas, seguían a remolque de los partidos y movimientos nacionales. Ambos grupos competían por lograr el apoyo de la clase trabajadora y luchaban enconadamente entre sí.
La nueva amenaza revolucionaria representada por la izquierda política inquietaba a muchos ciudadanos europeos porque había muchas posibilidades de agitación que los comunistas podían explotar. El ejemplo más claro fue el establecimiento de un gobierno bolchevique en Hungría, aunque tal vez fueran aún más alarmantes los intentos de golpe de Estado comunista ocurridos en Alemania, que en alguna ocasión lograron éxitos pasajeros. La situación alemana era especialmente paradójica, ya que el gobierno de la nueva república surgida después de la derrota estaba dominado por los socialistas, que se vieron forzados a contar con las fuerzas conservadoras —especialmente con militares profesionales del antiguo ejército— con el fin de impedir la revolución. Esto ocurrió antes de la fundación del Komintern y dio lugar a que la división de la izquierda en Alemania fuera especialmente enconada. En todos los países, sin embargo, la política de los comunistas hacía más difícil una resistencia sin fisuras al conservadurismo, ya que su retórica revolucionaria y sus actividades conspiradoras alarmaban a los moderados.
En Europa oriental, la amenaza social a menudo se veía también como una amenaza rusa. Los líderes bolcheviques manipulaban el Komintern, utilizándolo como instrumento de la política exterior soviética; se justificaban pensando que el futuro de la revolución mundial dependía de que se protegiera al primer Estado socialista como baluarte de la clase trabajadora internacional. En los primeros años de la guerra civil y durante la paulatina consolidación del poder de los bolcheviques en Rusia, sus convicciones les llevaron a promover la rebelión en el extranjero, manteniendo así en jaque a los gobiernos capitalistas. Pero en Europa oriental y central la cuestión era más compleja, ya que los acuerdos territoriales en relación con esa región se siguieron poniendo en cuestión hasta mucho después del Tratado de Versalles. En el este de Europa, la Primera Guerra Mundial no acabó hasta la firma, en marzo de 1921, de un tratado de paz entre Rusia y la nueva república de Polonia, que estableció unas fronteras que se mantuvieron hasta 1939. Polonia era el país más antirruso por tradición, el más antibolchevique por el tema religioso y el más grande y ambicioso entre los nuevos estados. Aun así, todos ellos temían que Rusia recuperara su antiguo poder, especialmente ahora que, además, representaba una amenaza de revolución social. Esto contribuyó a que muchos de estos estados adoptaran, antes de 1939, gobiernos dictatoriales o militares que al menos pudieran garantizar una clara actitud anticomunista.
El miedo a una revolución comunista en los países del centro y del este de Europa era más manifiesto en los primeros años de la posguerra, porque el colapso económico y la incertidumbre sobre el resultado de la guerra entre Polonia y Rusia (que, en un momento dado, pareció amenazar a la mismísima Varsovia) podían producir las circunstancias necesarias. Una vez alcanzada la paz en 1921, y con el establecimiento de relaciones diplomáticas normales entre la URSS y Gran Bretaña, la situación se relajó sensiblemente. A esto se unió la percepción del propio gobierno ruso de haber salido del grave peligro del período de la guerra civil. A pesar de todo, aunque no mejoraron gran cosa las formas diplomáticas y no cesó la propaganda revolucionaria ni tampoco las denuncias de los países capitalistas, los bolcheviques pudieron centrarse en la reconstrucción de Rusia. En 1921, la producción rusa de arrabio se situó en más o menos una quinta parte de su nivel de 1913 y la de carbón, en apenas un 3 por ciento, mientras que el número de locomotoras en servicio había bajado a menos de la mitad de las que había al comienzo de la guerra. El ganado disminuyó en más de una cuarta parte y el abastecimiento de cereales ascendía solo a dos quintas partes del de 1916. Esta economía empobrecida tuvo además que soportar en 1921 una sequía que afectó al sur de Rusia. Perecieron dos millones de personas como consecuencia de la consiguiente hambruna, e incluso llegaron noticias de casos de canibalismo.
La liberalización de la economía produjo un vuelco en la situación. En 1927, tanto la producción industrial como la agrícola se habían situado casi en los niveles anteriores a la guerra. En aquellos años, había una gran incertidumbre en relación con el liderazgo del nuevo régimen político. Antes de la muerte de Lenin, en 1924, este problema ya se había manifestado, pero la desaparición de una figura cuyo ascendiente había mantenido en equilibrio las distintas fuerzas abrió un período de evolución y debate en el seno del bolchevismo. Las dudas no recaían en la naturaleza centralizada y autocrática del régimen surgido de la revolución de 1917 en un mundo de estados capitalistas hostiles, ya que nadie consideraba la posibilidad de una liberalización política ni se ponía en cuestión la utilización de una policía secreta ni la dictadura que ejercería el partido. Pero había desacuerdos sobre la política y la estrategia económica que era preciso seguir, a los que se sumaron rivalidades personales que acentuaban las desavenencias.
En términos generales, surgieron dos corrientes de opinión diferentes. Según una de ellas, la revolución dependía de la buena voluntad del grueso de la población rusa, los campesinos. Al principio se les había permitido tomar posesión de las tierras, después se intentó alimentar a las ciudades a su costa y, por último, se intentó conciliar la situación mediante la liberalización de la economía y la implantación de la llamada NEP, Nueva Política Económica, que Lenin había aprobado como recurso excepcional necesario. En virtud de la misma, los campesinos pudieron obtener beneficios y empezaron a aumentar sus cultivos y a venderlos a las ciudades. La segunda corriente de opinión consideraba los mismos hechos, pero desde una perspectiva a más largo plazo; contentar a los campesinos suponía ralentizar la industrialización que tan necesaria era para Rusia para sobrevivir en un mundo hostil. Quienes mantenían este punto de vista argumentaban que lo que le convenía al partido era confiar en los militantes revolucionarios de las ciudades a costa de los intereses de los campesinos aún no convertidos al bolchevismo, avanzar en el proceso de industrialización y promover la revolución en el extranjero. Esto era lo que opinaba el líder comunista Trotski. Lo que ocurrió, en resumidas cuentas, es que Trotski fue arrinconado a pesar de que fue su punto de vista el que prevaleció. Al final de unas complejas maniobras políticas en el seno del partido, surgió la figura de Iósif Stalin, un burócrata mucho menos atractivo desde el punto de vista intelectual que Lenin o Trotski pero, igualmente implacable, y que tuvo mucha más importancia histórica. Stalin fue haciéndose poco a poco con el poder y lo utilizó con determinación, tanto contra sus antiguos compañeros y veteranos bolcheviques como contra sus enemigos. Puede decirse que llevó a cabo la verdadera revolución rusa iniciada con la toma del poder por los bolcheviques, rodeándose de una minoría política en la que habría de basarse la nueva Rusia. Para él, lo más importante era la industrialización; el precio de esta lo pagaron los campesinos, que fueron forzados a suministrar cereales contra su voluntad. De 1928 en adelante, se desarrolló un programa de industrialización mediante dos «planes quinquenales» fundamentados en la colectivización de la agricultura. Por vez primera, el Partido Comunista conquistó el medio agrario. Estalló una nueva guerra civil, en el curso de la cual fueron asesinados o deportados millones de campesinos; descendieron las cosechas y el campo padeció una nueva hambruna. Con todo, las ciudades estaban bien alimentadas, aunque el aparato policial mantuvo en el mínimo posible los niveles de consumo. Los salarios reales disminuyeron, pero, para 1937, el 80 por ciento de la producción industrial rusa provenía de fábricas construidas a partir de 1928. Rusia era otra vez una gran potencia, hecho que por sí mismo habría garantizado a Stalin un lugar en la historia.
El sufrimiento a que dio lugar todo este proceso fue inmenso. La imposición de la colectivización solo fue posible mediante un despliegue de crueldad nunca visto en los tiempos de los zares, y convirtió a Rusia en un país totalitario mucho más eficaz de lo que lo había sido bajo la vieja autocracia. Aunque de origen georgiano, la figura de Stalin, un déspota que utilizó al poder de manera implacable, recuerda al arquetipo de dictador ruso representado por Iván el Terrible o Pedro el Grande. Defendió de una forma un tanto paradójica la ortodoxia marxista, según la cual la estructura económica de una sociedad determina su política. Lo que hizo Stalin fue precisamente lo contrario; demostró que, teniendo voluntad de usar el poder político, podía revolucionarse por la fuerza la estructura económica.
Algunas personas críticas con la sociedad capitalista liberal a menudo defendían lo que se hacía en la Rusia soviética, de la cual tenían una idea muy ingenua, como ejemplo de la manera en que una sociedad podía progresar y elevar su nivel cultural y ético. Pero este no fue el único modelo político que sedujo a muchas personas decepcionadas con la civilización occidental. En la década de 1920 surgió en Italia un movimiento al que se denominó «fascismo», que prestaría su nombre a otras doctrinas radicales que estuvieron en boga en otros países y que solo vagamente estaban relacionadas con él. Todas estas tendencias tenían en común el rechazo al liberalismo y al marxismo. La Gran Guerra dejó a la Italia constitucional en una situación de mucha tensión. Siendo un país más pobre que otros que en 1914 eran considerados grandes potencias, participó en la contienda en un grado desproporcionadamente importante, a menudo con fracasos rotundos, y, además, gran parte de las batallas en las que intervino tuvieron como escenario suelo italiano. A medida que avanzó la guerra, las desigualdades fueron ahondando la división social. Cuando llegó la paz, Italia padeció una gran inflación. Los propietarios industriales y agrícolas, así como las personas que estaban en condiciones de exigir salarios más elevados debido a la escasez de recursos humanos, estaban más desprotegidos frente a la inflación que las clases medias y los que vivían de sus inversiones o de unas rentas fijas. Sin embargo, estos habían sido en conjunto los más firmes defensores de la unificación que culminó en 1870 y habían propugnado un Estado liberal constitucional, mientras que los católicos conservadores y los socialistas revolucionarios se habían opuesto al mismo. Para ellos, la guerra en la que Italia entró en 1915 era como una continuación del Risorgimento, la contienda que culminó en el siglo XIX con la unificación de Italia como nación; algo así como una cruzada para expulsar a Austria de los últimos territorios que controlaba, que estaban habitados por personas de sangre o habla italiana. Sus ideales, como en todo nacionalismo, eran confusos y faltos de rigor, pero eran firmes.
Con la paz llegaron a Italia la decepción y el desencanto; muchos de los sueños nacionalistas habían quedado irrealizados. Además, a medida que la crisis económica de la posguerra se fue acentuando, los socialistas se hicieron más fuertes en el Parlamento, constituyendo un mayor motivo de alarma habida cuenta de que Rusia se había convertido en un Estado socialista revolucionario. Desengañados y atemorizados, cansados del antinacionalismo de los socialistas, muchos italianos empezaron a alejarse del parlamentarismo liberal y a pensar en alternativas que sacaran a Italia de la frustración. Muchos simpatizaban con un nacionalismo intransigente de cara al exterior (por ejemplo, con el aventurero D'Annunzio, que tomó el puerto adriático de Fiume, que en la conferencia de paz no había sido otorgado a Italia) y eran antimarxistas furibundos de puertas adentro. Aunque el sentimiento antimarxista resultaba atractivo en un país católico, el nuevo estandarte contra el marxismo no lo blandió únicamente la tradicionalmente conservadora Iglesia.
En 1919, Benito Mussolini, periodista y ex militar que antes de la guerra había sido un socialista convencido, fundó un movimiento denominado fascio di combattimento, que puede traducirse aproximadamente como «unión para la lucha». Persiguió el poder sin reparar en los medios, entre ellos la violencia ejercida por grupos de jóvenes matones, que al principio iba dirigida contra los socialistas y las organizaciones de trabajadores, y más tarde contra las autoridades elegidas democráticamente. El movimiento prosperó. Los políticos constitucionalistas italianos no pudieron controlarlo ni tampoco aplacarlo colaborando con él. Pronto, los fascistas (como terminó llamándoseles) empezaron a disfrutar del apoyo oficial, o semioficial, y de la protección de los funcionarios y de la policía. El gangsterismo era ya casi una institución. Los fascistas no solo consiguieron importantes éxitos electorales en 1922, sino que a base de aterrorizar a sus enemigos políticos, especialmente a los comunistas y socialistas, lograron que algunos lugares fueran prácticamente ingobernables. Ese mismo año, ante el fracaso de las autoridades políticas en su intento de controlar el desafío fascista, el rey invitó a Mussolini a formar gobierno. Este aceptó, se formó una coalición y cesó la violencia. Más adelante, dentro de la mitología fascista, esto recibió el nombre de «Marcha sobre Roma». Pero el final de la Italia constitucional no fue repentino, sino que Mussolini fue cambiando poco a poco su actitud hasta llevar el país a la dictadura. En 1926 empezó a gobernar por decreto; se suspendieron las elecciones. Hubo muy poca oposición.
Aunque en sus orígenes el nuevo régimen se había basado ampliamente en el terrorismo, y a pesar de que denunciaba explícitamente los ideales liberales, el gobierno de Mussolini distaba mucho del totalitarismo y era mucho menos violento que el ruso (del cual algunas veces hablaba con admiración). Sin duda aspiraba a producir un cambio revolucionario —que muchos de sus seguidores deseaban de forma aún mucho más clara—, pero en la práctica la revolución llegó a ser poco más que una reivindicación propagandística. Detrás de todo se encontraba, tanto o más que las ideas radicales del movimiento, el temperamento impaciente de Mussolini ante una sociedad establecida de la que se sentía excluido. El fascismo italiano, tanto en teoría como en la práctica, pocas veces fue coherente; en realidad, reflejó cada vez más a los poderes establecidos. La iniciativa más importante que tomó en política interior fue propiciar un acuerdo diplomático con el papado, que, a cambio de importantes concesiones a la autoridad de la Iglesia en Italia (que subsisten a día de hoy), reconoció oficialmente por primera vez al Estado italiano. A pesar de toda la retórica revolucionaria fascista, los Pactos de Letrán de 1929, que recogían el acuerdo, fueron una concesión a la fuerza conservadora más importante de Italia. «Hemos devuelto Dios a Italia e Italia a Dios», dijo el Papa. Igualmente, nada revolucionarias fueron las consecuencias de la desaprobación fascista de la libre empresa. La subordinación de los intereses individuales a los del Estado se redujo a privar a los sindicatos de su capacidad de defender las reivindicaciones de sus miembros. Apenas se establecieron controles sobre la libertad de los empresarios, y la planificación económica fascista era irrisoria. Solo la producción agrícola mejoró de manera notable.
En los movimientos que tuvieron lugar en otros países que han sido calificados de fascistas, hubo la misma divergencia entre la forma de actuar y los objetivos, por un lado, y los logros, por otro. Estos movimientos, aunque ciertamente reflejaron algo nuevo y posliberal —eran inconcebibles salvo como expresiones de una sociedad de masas—, a la hora de la verdad siempre llegaron a acuerdos que hacían concesiones a las tendencias conservadoras. Esto hace que sea difícil hablar del fenómeno «fascista» de una manera precisa; hubo muchos países donde surgieron regímenes autoritarios —incluso con aspiraciones totalitarias— acentuadamente nacionalistas y antimarxistas. Pero no solo el fascismo recogía esas ideas. Por ejemplo, los gobiernos que surgieron en España y Portugal recurrieron a las tendencias tradicionales y conservadoras más que a las surgidas del nuevo fenómeno de la política de masas. En estos países, a los auténticos fascistas radicales no les gustaban las concesiones que se hacían al orden social establecido. Solamente en Alemania, un movimiento que algunos denominaban «fascista» desencadenó con éxito una revolución que llegó a dominar al conservadurismo histórico. Por todas estas razones, el término «fascismo» lleva más a la confusión que a la claridad.
Quizá lo mejor es distinguir simplemente entre dos fenómenos distintos que se produjeron en los veinte años posteriores a 1918. Uno sería la aparición (incluso en democracias estables como Gran Bretaña y Francia) de ideólogos y activistas que empleaban el lenguaje de una política radical, eran marcadamente idealistas, tenían una gran fuerza de voluntad y capacidad de sacrificio, y estaban deseando reconstruir la sociedad y el Estado con unos nuevos principios que no se inclinaran ante los derechos otorgados arbitrariamente, y no hicieran concesiones al materialismo. Este fenómeno, aunque muy extendido, triunfó solamente en dos estados importantes, Italia y Alemania. Las causas del éxito en estos dos países, que en el caso de Alemania no llegó hasta 1933, fueron el derrumbe económico, el nacionalismo ultrajado y el antimarxismo. Para estos dos casos, podemos utilizar el término «fascismo» si así lo deseamos. Respecto de otros países, por lo general económicamente subdesarrollados, tal vez sería mejor hablar de regímenes autoritarios en lugar de fascistas, especialmente en Europa del Este, donde grandes poblaciones campesinas atravesaban por problemas que se agravaron con el acuerdo de paz. En ocasiones, las minorías étnicas de esas naciones amenazaban el Estado. En muchos de los nuevos países, las instituciones liberales solo se habían implantado de manera simbólica, y las fuerzas tradicionales conservadoras, sociales y religiosas, tenían mucho peso. Como ocurría en Latinoamérica, donde las condiciones económicas eran similares y su aparente constitucionalismo tendía, tarde o temprano, a dar paso al gobierno de hombres fuertes o de los militares. Esto es lo que ocurrió antes de 1939 en los nuevos estados balcánicos, en Polonia y en los estados que sucedieron al imperio austrohúngaro, excepto en Checoslovaquia, la única democracia auténtica en Centroeuropa y los Balcanes. El hecho de que estos países regresaran a ese tipo de regímenes demostró, por un lado, la ingenuidad de la esperanza de que hubieran alcanzado la madurez política y, por otro, el miedo al comunismo marxista, especialmente intenso en los países colindantes con Rusia. Aunque de manera menos acentuada, este miedo actuó también en España y Portugal, donde la influencia del conservadurismo tradicional era aún mayor y el pensamiento social católico tenía más importancia que el fascismo.
La caída de las democracias entre las dos guerras mundiales no se produjo al mismo ritmo en todos los casos. En la década de 1920, el mal comienzo económico fue seguido de una recuperación gradual que, si exceptuamos a Rusia, fue compartida por la mayor parte de Europa, y entre 1925 y 1929 se sucedieron en conjunto unos años buenos. Esto propició una actitud optimista sobre el futuro político de las nuevas naciones democráticas. Las monedas salieron de la terrible inflación de la primera mitad de la década y recuperaron la estabilidad; la vuelta a la adopción del patrón oro por parte de muchos países fue una señal de confianza en que se estaba volviendo a la situación anterior a 1914. En 1925, la producción de alimentos y materias primas en Europa superó por vez primera los niveles de 1913, y el sector manufacturero también se estaba recuperando. Con la ayuda del restablecimiento económico de ámbito mundial y de las grandes inversiones realizadas por Estados Unidos, que se había convertido en exportador de capital, Europa llegó en 1929 a un nivel comercial que no volvería a alcanzarse hasta el año 1954. Pero entonces sobrevino el colapso. La recuperación se había logrado sobre bases inseguras. Ante una crisis repentina, la situación de bonanza se trastocó rápidamente. La crisis no solo afectó a Europa, sino que se extendió por todo el mundo y constituyó el acontecimiento más importante de todo el período de entreguerras.
El sistema económico de 1914, complejo pero tremendamente eficaz, había resultado dañado de forma irreparable. El intercambio internacional de bienes se vio entorpecido por el aumento de las restricciones que se implantaron inmediatamente después de la guerra, debido a que las nuevas naciones pusieron gran empeño en proteger sus jóvenes economías mediante los aranceles y el control de cambios, mientras que los países más grandes y antiguos intentaban recomponer las suyas. El Tratado de Versalles empeoró aún más la situación al imponer a Alemania, el más importante de todos los estados industriales europeos, unas duras sanciones en concepto de reparación, tanto en especie como en metálico. Esto no solamente alteró su economía, retrasando varios años su recuperación, sino que hizo que desaparecieran los incentivos para hacerla funcionar. En el este, el mayor mercado potencial de Alemania, Rusia, era inaccesible casi por completo, refugiada como estaba tras una frontera económica casi impenetrable para el comercio; el valle del Danubio y los Balcanes, otras grandes zonas para el comercio alemán, estaban divididos y empobrecidos. Estas dificultades pudieron superarse provisionalmente gracias a la disponibilidad de capital norteamericano, que Estados Unidos estaba dispuesto a aportar (aunque no aceptaba comprar mercancías europeas y se protegía con aranceles aduaneros). Esta situación hizo que Europa dependiera peligrosamente de la continuidad de la situación de prosperidad de Estados Unidos.
En la década de 1920, Estados Unidos producía cerca del 40 por ciento del carbón y más de la mitad de las mercancías mundiales. Esta riqueza, que aumentó con las necesidades de la guerra, cambió la vida de muchos de sus ciudadanos. Las familias estadounidenses fueron las primeras que pudieron contar de manera generalizada con automóviles. Por desgracia, el mundo dependía de la bonanza económica de ese país. De ella dependía la confianza necesaria para la exportación de capital estadounidense. Por eso, cuando se produjo un cambio del ciclo económico, las consecuencias fueron desastrosas a nivel mundial. En 1928 empezaron las dificultades para conseguir préstamos a corto plazo en Estados Unidos y, al caer los precios de las mercancías, pareció que podría estar llegándose al fin del largo boom económico. Estos dos factores hicieron que desde Estados Unidos se reclamara la devolución de los préstamos otorgados en Europa, lo que pronto puso en dificultades a los prestatarios. Mientras tanto, la demanda empezó a decaer en Estados Unidos, ya que se empezó a pensar que podía estar acercándose una grave recesión. La Reserva Federal contribuyó al desastre subiendo los tipos de interés una y otra vez. De manera casi accidental, en octubre de 1929 se produjo un colapso bursátil especialmente repentino y espectacular. Nada importó que después del crac hubiera un ligero repunte, ni que los grandes bancos compraran acciones para restablecer la confianza. Era el final de la confianza de los estadounidenses en la economía y en sus inversiones en el extranjero. Después de una breve recuperación en 1930, el dinero norteamericano dejó de afluir al exterior y comenzó una gran recesión mundial.
El crecimiento económico llegó a su fin debido al derrumbamiento de las inversiones, pero hubo también otro factor que aceleró el desastre. Las naciones deudoras, al intentar cuadrar sus cuentas, redujeron las importaciones, lo que tuvo como consecuencia la caída de los precios en todo el mundo, y los países productores de bienes de primera necesidad no podían permitirse efectuar compras en el extranjero. Mientras tanto, en el centro de los acontecimientos, tanto Estados Unidos como Europa cayeron en una crisis financiera; los países luchaban sin éxito para mantener estable el valor de sus monedas en relación con el del oro (medio de intercambio reconocido internacionalmente; de ahí la expresión «patrón oro») y aplicaban políticas deflacionarias para equilibrar sus balances contables, lo que acentuaba la disminución de la demanda. De esta manera, la intervención de los gobiernos contribuyó a que la recesión llegara a ser desastrosa. En el año 1933, todas las divisas más importantes, excepto la francesa, abandonaron el patrón oro. Esta fue la expresión simbólica de la tragedia; el derrocamiento de un viejo ídolo de la economía liberal. En la economía real, se llegó a un nivel de desempleo que tal vez afectara a treinta millones de personas en el mundo de la industria. En 1932 (el peor año para los países industriales), el índice de producción, tanto en Estados Unidos como en Alemania, se situó justo por encima de la mitad del correspondiente al año 1929.
Los efectos de la depresión económica se extendieron por doquier con una lógica siniestra e irresistible. En casi todo el mundo, se perdió lo conseguido con los avances sociales de los años veinte. Ningún país tenía la solución a una situación de desempleo que, aunque alcanzó sus mayores cotas en Estados Unidos y Alemania, tuvo lugar de forma oculta, en todo el mundo, en los pueblos y tierras de labranza de los productores de bienes de primera necesidad. Entre 1929 y 1932, la renta nacional cayó un 38 por ciento en Estados Unidos; esta fue exactamente la proporción en que descendieron los precios de los bienes manufacturados, al tiempo que los precios de las materias primas descendían un 56 por ciento y los de los alimentos, un 48 por ciento. Por lo tanto, los países más pobres y los sectores más débiles de las economías más poderosas sufrieron de manera desproporcionada. No siempre pareció que esto fuera así, ya que los pobres tenían menor margen de pérdida; los campesinos argentinos o de Europa del Este no podían salir mucho peor parados, porque su situación siempre había sido muy mala, mientras que, en Alemania, los oficinistas o los obreros que se quedaban sin empleo pasaban a estar, desde luego, en una situación mucho peor, y lo sabían.
La recuperación de la economía mundial no habría de llegar hasta después de otra gran guerra. Los países se protegían cada vez más con aranceles (en 1930, en Estados Unidos se incrementaron por término medio hasta un 59 por ciento) y se esforzaban en algunos casos en lograr una situación de autarquía mediante el control del Estado sobre la vida económica. Algunos se las arreglaron mejor que otros, que lo hicieron muy mal en determinados casos. La situación presentaba un escenario muy prometedor para comunistas y fascistas, que habían esperado, e incluso propugnado, el colapso de la civilización liberal, y que ahora se mantenían a la expectativa ante el desmoronamiento que veían. El final del patrón oro y de la fe en la economía no intervencionista marcaron el colapso del orden mundial en su dimensión económica, de una manera tan llamativa como lo hizo, en su aspecto económico, el auge de los regímenes totalitarios y del nacionalismo hasta llegar a su clímax destructivo. De forma terrible, la civilización liberal había perdido la capacidad de controlar los acontecimientos. Sin embargo, a muchos europeos aún les costaba darse cuenta de ello, y siguieron soñando con la restauración de una era en que su civilización había alcanzado la supremacía indiscutible. Olvidaban que sus valores se habían basado en una hegemonía económica y política que, aunque funcionó muy bien durante algún tiempo, estaba visiblemente en decadencia en todo el mundo.

3.  La construcción de una nueva Asia
Los problemas de Europa no podían quedar confinados en el Viejo Continente. Pronto iban a dificultar las posibilidades de que los europeos controlaran lo que sucedía en el resto del mundo; los primeros síntomas de ello se manifestaron en Asia. Desde una perspectiva histórica mundial, el poder colonial de Europa en Asia nunca dejó de estar amenazado, excepto en breves épocas concretas. En 1914, Gran Bretaña se había aliado con Japón para proteger sus intereses en el Lejano Oriente, al no poder confiar exclusivamente en sus propios recursos. Otra potencia europea, Rusia, había salido derrotada en una guerra contra Japón y había vuelto de nuevo la vista a Europa, después de veinte años de presión sobre el mar Amarillo. Todo un siglo de acoso a China, que durante la rebelión de los bóxers pareció que podría haber tenido consecuencias terribles, estaba llegando a su fin; a partir de entonces, China no perdió nuevos territorios ante el imperialismo europeo. A diferencia de la India o de África, China había conseguido de alguna manera mantener su independencia en una época en que el poder europeo en Asia estaba en retroceso. A medida que aumentaban las tensiones en Europa y estaba cada vez más claro que no podrían obstaculizarse indefinidamente las ambiciones de Japón, los estadistas europeos se dieron cuenta de que había pasado ya el momento de incorporar nuevos puertos de mar o de soñar con divisiones de los territorios de una debilitada China. Era mejor para todos volver a la que había sido siempre, de hecho, la política británica de «puertas abiertas», mediante la cual todos los países podrían tratar de conseguir sus propias ventajas comerciales. Estas ventajas, por otro lado, parecían ser mucho menos espectaculares de lo que se había pensado en la optimista década de 1890, lo cual era otra razón para actuar con cautela en el Lejano Oriente.
En 1914, no solo había pasado ya el momento álgido de la ofensiva europea sobre Asia, sino que la convulsión que para este continente habían supuesto el colonialismo, la interacción cultural y el poder económico europeos, había producido reacciones defensivas que había que tener en cuenta. En 1881, un rey hawaiano había propuesto al emperador Meiji la creación de una «Unión y Federación de Naciones y Soberanos Asiáticos»; esto solo fue un botón de muestra, pero las reacciones ya se estaban manifestando en Japón. Su actuación indirecta como catalizadoras de la modernización, canalizadas a través de esta potencia asiática, marcó el ritmo de la siguiente fase de la «guerra de los Cien Años» entre Oriente y Occidente. El dinamismo de Japón dominó la historia de Asia en los primeros cuarenta años del siglo XX; su influencia tuvo, hasta 1945, mayor impacto que el de la Revolución china. A partir de ese año, junto con otras nuevas fuerzas exteriores, China superó de nuevo en importancia a Japón a la hora de dar forma a los asuntos asiáticos y de cerrar la era de Occidente en Asia.
El dinamismo de Japón se manifestó tanto en su crecimiento económico como en su agresividad territorial. El primero de estos fenómenos fue el más evidente durante mucho tiempo. Formó parte de un proceso general de lo que se consideró una «occidentalización», que en la década de 1920 pudo contribuir a un clima de esperanza liberal respecto de Japón y que ayudó a enmascarar el imperialismo de ese país. En 1925 se introdujo el sufragio universal, lo cual, a pesar de que según la experiencia europea no estaba necesariamente relacionado con el liberalismo o la moderación, parecía confirmar un progreso constitucional constante que había comenzado en el siglo XIX.
Esta confianza, compartida tanto por los extranjeros como por los propios japoneses, se vio reforzada durante algún tiempo por el desarrollo industrial de Japón, dentro de la atmósfera de optimismo propiciada por la Gran Guerra, debido a las posibilidades que esta proporcionó al país; los mercados (sobre todo asiáticos) en los que había tenido que enfrentarse a la dura competencia occidental quedaron a su disposición, ya que los que habían venido explotándolos hasta entonces comprendieron que no podían hacer frente a las exigencias de la guerra en sus propios países. Los gobiernos aliados hicieron importantes pedidos de municiones a las fábricas japonesas, y la escasez mundial de barcos dio trabajo a sus nuevos astilleros. El producto nacional bruto de Japón aumentó un 40 por ciento durante los años de la guerra. Aunque quedó interrumpida en 1920, la expansión continuó en los años sucesivos de esa década, y en 1929 Japón tenía una base industrial que, aunque todavía solo daba empleo a menos de una de cada cinco personas, había multiplicado casi por diez su producción siderúrgica, había triplicado la textil y doblado la de carbón. El sector manufacturero estaba empezando a ayudar a otros países asiáticos; importaba mineral de hierro de China y Malasia, así como carbón de Manchuria. Aunque su industria manufacturera era todavía pequeña, en comparación con la de las potencias occidentales, y coexistía con un sector artesano y minorista de larga tradición, el poderío industrial de Japón estaba contribuyendo a configurar, en la década de 1920, tanto su política interior como sus relaciones internacionales, especialmente las que mantenía con el Asia continental.
En contraste con el preponderante y dinámico papel de Japón, China, la potencia con mayores posibilidades no solo de Asia sino de todo el mundo, estaba pasando por un largo proceso de declive. La revolución de 1911 tuvo una importancia enorme, pero no consiguió por sí misma poner fin a la decadencia. En principio, marcó una época de manera mucho más fundamental que las revoluciones francesa o rusa; representó el final de más de dos mil años de historia en los que el Estado confuciano había mantenido unida a China y sus ideales habían dominado la cultura y la sociedad del país. La revolución produjo la caída simultánea del confucianismo y del sistema jurídico, que habían estado inseparablemente ligados. La revolución de 1911 provocó el desmoronamiento de los principios que habían caracterizado a la China tradicional. Por otro lado, tuvo importantes defectos, especialmente dos. En primer lugar, su carácter fue más destructivo que constructivo. La monarquía había mantenido unido a un país de grandes dimensiones, prácticamente un continente, formado por regiones muy diferentes entre sí. Su colapso hizo que el regionalismo centrífugo, que tantas veces se había manifestado en la historia de China, recobrara su protagonismo. Muchos de los protagonistas de la revolución albergaban sentimientos de envidia y desconfianza hacia Pekín. Las sociedades secretas, la alta burguesía y los líderes militares aprovecharon la coyuntura, sin perder tiempo, para hacerse cargo de la situación en sus regiones. Las tendencias disgregadoras estuvieron hasta cierto punto en estado latente, hasta que estallaron cuando Yuan Shih-kai perdió el poder en 1916. Los revolucionarios se dividieron en dos grupos: los que apoyaban a Sun Yat-sen, que integraban el llamado Partido Nacionalista Chino, o Kuomintang (KMT), y los partidarios del gobierno central de Pekín, basado en la estructura parlamentaria. El apoyo a Sun Yat-sen provenía principalmente de los empresarios de Cantón y de algunos militares de la zona sur del país. En este contexto, empezaron a proliferar los caciques militares. Se trataba de combatientes que controlaban importantes contingentes humanos y arsenales en un momento en que el gobierno central estaba debilitado. Ente 1912 y 1928, llegó a haber hasta 1.300 de estos cabecillas, que a menudo controlaban zonas importantes. Algunos de ellos llevaron a cabo diversas reformas, y otros eran simples bandoleros. Entre ellos, hubo unos cuantos que llegaron a ser posibles candidatos a gobernar. La situación tenía similitudes con la que se creó con la caída del imperio romano, aunque no se alargó tanto en el tiempo. Allí donde nadie ocupó el lugar que habían dejado los antiguos estudiosos-burócratas, los militares se apresuraron a llenar el vacío. El propio Yuan Shih-kai puede considerarse un claro ejemplo de lo anterior.
Esto era un reflejo del segundo defecto de la revolución de 1911: no proporcionó una base de acuerdo para que el progreso pudiera continuar. Sun Yat-sen había dicho que la solución de la cuestión nacional tenía que ser anterior a la de la cuestión social. Pero también había un gran desacuerdo sobre la forma que debería adquirir el futuro nacionalista, que solo se manifestó a partir del derrocamiento del enemigo común, la monarquía. Aunque finalmente resultara positiva, la confusión intelectual que caracterizó al primer decenio de la revolución produjo grandes divisiones y fue todo un síntoma de la enorme tarea que les esperaba a los futuros modernizadores de China.
A partir del año 1916, empezó a formarse una corriente de renovación cultural, especialmente en la Universidad de Pekín. El año anterior, uno de los reformistas, Chen Tu-hsiu, había fundado un periódico, Nueva Juventud, que era el centro de los debates. Chen inculcaba en la juventud china, en cuyas manos consideraba que habría de estar el destino de la revolución, un rechazo total a la vieja tradición cultural. Como otros intelectuales que hablaban de Huxley y Dewey, y que introducían a sus desconcertados compatriotas en las obras de Ibsen, Chen pensaba que la clave estaba en Occidente, que parecía marcar al camino que había que seguir con su sentido darwiniano de la lucha, su individualismo y su utilitarismo. No obstante, por importante que fuera el liderazgo de Chen y por muy entusiastas que fueran sus seguidores, el énfasis en la occidentalización de China no era positivo. Muchos de los ciudadanos instruidos y patrióticos simpatizaban sinceramente con la cultura tradicional, por lo que las ideas occidentales solo tendrían buena acogida entre los elementos menos típicos de la sociedad china, tales como los comerciantes de las ciudades costeras y sus hijos, muchos de los cuales habían estudiado en el extranjero. Las ideas occidentales apenas podían afectar al grueso de la población; la defensa que hacían otros reformistas de una literatura vernácula apoyaba este hecho.
En la medida en que se sentían atraídos por un sentimiento nacionalista, los chinos tendían a oponerse a Occidente y al capitalismo, que para muchos de ellos representaba una forma más de explotación y que era la característica que mejor definía a la civilización que algunos modernizadores les animaban a abrazar. La gran mayoría de la población campesina china parecía, después de 1911, sumida en la apatía y poco interesada en los acontecimientos, e ignoraba por completo las actividades e inquietudes de unos jóvenes iracundos y occidentalizados. No es fácil generalizar sobre la situación económica del país; China es demasiado grande y sus regiones, demasiado diferentes entre sí. Pero parece claro que, en una situación en que la población crecía de manera constante, no se hacía nada para atender el deseo que tenían los campesinos de conseguir tierras. Por el contrario, cada vez había más campesinos endeudados y carentes de tierras propias; sus terribles condiciones de vida se hacían en muchos casos aún más intolerables por la guerra o por las consecuencias de esta, hambre y enfermedades. La revolución solo podía tener el éxito asegurado si lograba movilizar a estas gentes, y el énfasis que los reformistas ponían en la cultura no hacía sino enmascarar su falta de voluntad a la hora de dar los pasos políticos necesarios para ello.
La debilidad de China seguía siendo muy propicia para Japón. La guerra mundial constituyó la ocasión de dar rienda suelta a sus ambiciones decimonónicas, porque podía explotar las ventajas que le ofrecía el conflicto entre europeos. No era fácil que los países aliados de Japón pusieran objeciones a que se ocuparan los puertos alemanes en territorio chino; incluso aunque esto no les gustara, nada podrían hacer mientras necesitaran barcos y mercancías japoneses. Por otro lado, aunque nunca llegó a ocurrir, quedaba la esperanza de que Japón enviara su ejército a combatir en Europa. Por el contrario, los japoneses actuaron con astucia y despertaron el temor de que pudieran llegar a un acuerdo de paz con Alemania mientras seguían presionando a China.
A principios de 1915, el gobierno japonés presentó al gobierno chino una lista con veintiuna exigencias acompañadas de un ultimátum. En la práctica, equivalían a una propuesta de crear un protectorado japonés sobre China. Gran Bretaña y Estados Unidos hicieron todo lo posible en el plano diplomático para reducir las exigencias, pero, finalmente, los japoneses consiguieron mucho de lo que pretendían, así como la confirmación de sus especiales derechos comerciales y arrendaticios en Manchuria. Los patriotas chinos estaban enfurecidos, pero no pudieron hacer nada en un momento en que la situación de su política interior era muy confusa. Hasta tal punto lo era que, de hecho, el propio Sun Yat-sen estaba en ese momento intentando conseguir el apoyo de Japón. La siguiente injerencia tuvo lugar en 1916, cuando Japón presionó a Gran Bretaña para disuadirla de que diera el visto bueno al intento de Yuan Shih-kai de recuperar la estabilidad nacional coronándose emperador. Al año siguiente, se firmó un nuevo tratado en virtud del cual se ampliaba el reconocimiento de determinados intereses especiales de Japón que se extendían nada menos que hasta Mongolia Interior.
En agosto de 1917, el gobierno chino entró en guerra con Alemania, en parte con la esperanza de obtener un reconocimiento y un apoyo que le garantizaran tener voz en el tratado de paz. Aun así, eso no impidió que, solo unos meses después, Estados Unidos reconociera formalmente los intereses especiales de Japón en China a cambio del respaldo por parte del primero a la política de «puertas abiertas» y de su promesa de que respetaría la integridad e independencia de China. Todo lo que los chinos consiguieron de los aliados fue el fin de la extraterritorialidad de las posesiones alemanas y austríacas, y aplazar el pago a los aliados de las indemnizaciones por la rebelión de los bóxers. Además, Japón se aseguró más concesiones de China mediante acuerdos secretos en 1917 y 1918.
Cuando llegó la paz, tanto los chinos como los japoneses quedaron profundamente decepcionados. En ese momento, Japón era indiscutiblemente una potencia mundial; en 1918 contaba con la tercera armada más importante del mundo. También es cierto que obtuvo sólidos beneficios de la paz: adquirió los derechos alemanes sobre Shantung (prometidos por Gran Bretaña y Francia en 1917) y obtuvo mandatos de administración sobre muchas de las islas del Pacífico anteriormente bajo el control de Alemania, y así como un escaño permanente en el Consejo de la Sociedad de Naciones. Sin embargo, el éxito en cuanto a prestigio implícito en este reconocimiento quedó neutralizado a los ojos de Japón, dada su condición de país asiático, por la ausencia de una declaración en la Carta de la Sociedad de Naciones a favor de la igualdad racial. En relación con este asunto (el único en el que Japón y China trabajaron hombro con hombro en París), Woodrow Wilson rechazó la posibilidad de que se aprobara por mayoría e impuso que se hiciera por unanimidad. Al estar en contra el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda, el asunto no prosperó. También China tuvo razones para sentirse agraviada, ya que, a pesar del apoyo moral generalizado que recibió en el asunto de las veintiuna exigencias (especialmente por parte de Estados Unidos), no pudo conseguir que se revocara la decisión sobre Shantung. Decepcionada por la falta de apoyo diplomático de Estados Unidos y paralizada por las divisiones dentro de su propia delegación entre los representantes del gobierno de Pekín y los del Kuomintang de Cantón, China terminó por no firmar el tratado.
Como reacción casi inmediata, se produjo en China un levantamiento, al que algunos observadores han dado tanta importancia como a la propia revolución de 1911. Fue el «Movimiento del 4 de Mayo» de 1919. Estuvo precedido por una manifestación de estudiantes contra el acuerdo de paz, convocada para el 7 de mayo en Pekín, aniversario de la aceptación por parte de China de las exigencias de 1915, que se adelantó en previsión de la reacción de las autoridades. Aunque al principio se limitó a un disturbio de pequeñas proporciones que dio lugar a la dimisión de los rectores de la universidad, la cosa fue subiendo de tono hasta terminar convirtiéndose en un movimiento estudiantil que se extendió por toda la nación (lo que constituyó una de las primeras consecuencias políticas del amplio establecimiento en China de nuevas escuelas de estudios superiores y universidades a partir de 1911). El movimiento se propagó fuera del ámbito estudiantil, expresándose por medio de huelgas y de un boicot a los productos japoneses. Lo que había comenzado siendo una actuación protagonizada por intelectuales y estudiantes, involucró a otros ciudadanos, especialmente a trabajadores de la industria y a nuevos capitalistas chinos que se habían beneficiado de la guerra. Fue la demostración más importante que había tenido lugar hasta el momento del creciente sentimiento de rechazo de Asia hacia Europa.
Por vez primera, entró en escena una China industrial. Al igual que Japón, China había vivido durante la guerra un boom económico. A pesar de que el declive de la importación de productos europeos había sido compensado en parte por el aumento de la llegada de productos japoneses y estadounidenses, los empresarios de los puertos chinos descubrieron que podía serles beneficioso invertir en la fabricación destinada al mercado interno. Empezaron a aparecer las primeras zonas industriales importantes fuera de Manchuria. Pertenecían a capitalistas progresistas que simpatizaban con las ideas revolucionarias, tanto más cuanto que el regreso a la situación de paz había traído consigo una competencia occidental revitalizada, así como una inquietud ante la evidencia de que China no había conseguido liberarse de la tutela extranjera. También los trabajadores experimentaron el desasosiego de ver que sus puestos de trabajo estaban amenazados. Muchos de ellos acababan de llegar a las ciudades, provenientes del campo, con la esperanza de conseguir un empleo en la industria. El desarraigo, ligado a la inmemorial tradición campesina, era más importante en China de lo que lo fue en la Europa del Antiguo Régimen. El apego a la familia y al terruño era aún más fuerte en China. La emigración a la ciudad suponía dejar atrás la tradición de la autoridad patriarcal y las obligaciones entre los miembros de la unidad de producción independiente, el hogar familiar; esto representaba un gran debilitamiento de la vetusta estructura que había sobrevivido a la revolución y que aún unía a China con el pasado. Había, pues, materia para nuevos despliegues ideológicos.
El Movimiento del 4 de Mayo demostró por primera vez lo que podía hacerse aglutinando todas esas fuerzas para crear la primera coalición revolucionaria china de amplia base. El liberalismo progresista occidental no había sido suficiente; en el éxito del movimiento estaba implícita la frustración de las esperanzas de muchos de los reformistas culturales. La democracia occidental capitalista había quedado en evidencia por la indefensión en que había dejado al gobierno chino frente a Japón. En ese momento, el mismo gobierno se enfrentaba a otra humillación, infligida esta vez por sus propios ciudadanos: el boicot y la manifestación le obligaron a poner en libertad a los estudiantes que habían sido arrestados y a cesar a los ministros projaponeses. Pero esta no fue la única consecuencia importante del Movimiento del 4 de Mayo. A pesar de su limitada influencia política, los reformistas habían irrumpido, gracias a los estudiantes, en la esfera de la actuación social. Esto dio lugar a un enorme optimismo y a una concienciación política popular mayor que nunca, lo cual sustenta la opinión de que la historia contemporánea de China comenzó en realidad en 1919 y no en 1911.
Pese a todo, en último término el estallido lo había provocado un factor originado en la propia Asia: la ambición japonesa. Este factor, que no era nuevo en relación con los asuntos del país, estaba actuando en 1919 en una China cuya tradición cultural se desintegraba rápidamente. La supresión del milenario sistema de oposiciones de acceso a los cargos de la administración, el regreso de los residentes en Occidente y el gran debate intelectual y cultural de los años de la guerra, habían llevado las cosas demasiado lejos como para que se pudiera regresar a la estable situación anterior. Los cabecillas militares no podían aportar una autoridad nueva para definir lo que era o no ortodoxo y apoyarlo. Además, en ese momento el liberalismo occidental, que había sido el gran rival del pasado confuciano, estaba siendo atacado porque se asociaba a la explotación extranjera. El liberalismo occidental nunca había tenido atractivo para las masas; en ese momento, el encanto que podría tener para los intelectuales estaba siendo amenazado porque apareció en escena otra fuerza ideológica antagonista proveniente también del oeste. La Revolución bolchevique era una fuente a la que podían acudir los partidarios del marxismo en todo el mundo en busca de inspiración, orientación, liderazgo y, en ocasiones, apoyo material. Así se introdujo en China un nuevo factor muy importante en una época histórica ya en decadencia; ese factor estaba destinado a precipitar su final.
Tanto la revolución de 1917 como la victoria de los bolcheviques fueron calurosamente recibidas por uno de los colaboradores de Nueva Juventud, Li Tachao, que desde 1918 era bibliotecario en la Universidad de Pekín. Enseguida empezó a ver en el marxismo la fuerza motriz de una revolución mundial y un medio para revitalizar al campesinado chino. En aquel momento de desilusión con Occidente, Rusia gozaba de la simpatía de los estudiantes chinos. Parecía que los sucesores del zar habían expulsado al viejo Adán imperialista, ya que una de las primeras decisiones del gobierno soviético había sido renunciar formalmente a todos los derechos extraterritoriales y a las jurisdicciones de las que disfrutaba el Estado zarista. A los ojos de los nacionalistas, Rusia tenía las manos limpias. Además, su revolución —llevada a cabo en una gran sociedad campesina— quería asentarse en una doctrina cuya idoneidad para China parecía especialmente verosímil a la estela del proceso de industrialización que la guerra había provocado. En 1918, empezó a formarse en Pekín una sociedad de estudios, algunos de cuyos miembros habían desempeñado un papel importante en el Movimiento del 4 de Mayo. Uno de estos era un ayudante bibliotecario de la universidad, Mao Zedong. Para el año 1920, los textos marxistas estaban empezando a aparecer en las revistas estudiantiles, y ese mismo año vio la luz la primera traducción completa al chino de El manifiesto comunista. En aquellos momentos, tuvieron lugar los primeros intentos de aplicar los principios marxistas y leninistas convocando huelgas en apoyo del Movimiento del 4 de Mayo.
No obstante, el marxismo fue una fuente de división entre los reformistas. El propio Chen Tu-hsiu consideró en 1920 que podía ser una solución para los problemas de China, así que se empleó con energía en ayudar a organizar a la emergente izquierda china en torno al marxismo. Los liberales estaban empezando a ser superados. El Komintern se dio cuenta de la oportunidad, y en 1919 envió a China a su hombre más destacado para apoyar a Chen y a Li Ta-chao. El resultado no fue del todo satisfactorio y se produjeron disputas. No obstante, en 1921 se fundó en Shanghai un partido comunista chino en circunstancias aún no aclaradas —no se conocen con precisión ni nombres ni fechas—, a través de delegados de diferentes partes de China (entre ellos Mao Zedong).
Así comenzó la última etapa de la revolución china y el último giro de la extraña dialéctica que ha presidido las relaciones entre Europa y Asia. Una vez más, una idea extranjera y occidental, el marxismo, nacida y modelada en una sociedad totalmente distinta de las sociedades tradicionales orientales, con una serie de principios procedentes de la cultura judeocristiana, fue adoptada y llevada a la práctica por un pueblo asiático. Dicha idea iba a emplearse no solo contra las fuentes tradicionales del inmovilismo chino, en nombre de los objetivos occidentales de modernización, eficacia, dignidad e igualdad humana universal, sino también contra la propia fuente de la que procedía: el mundo europeo.
El comunismo se benefició enormemente en China del hecho de que podía presentar fácilmente al capitalismo como el principio unificador que estaba detrás de la explotación y la agresión extranjeras. En la década de 1920, parecía que las divisiones existentes en China impedirían que se la tuviera muy en cuenta en los asuntos internacionales, a pesar de que nueve potencias mundiales con intereses en Asia garantizaron su integridad territorial y de que Japón aceptó devolver los antiguos territorios alemanes en suelo chino adquiridos en la Gran Guerra. Esto fue consecuencia de un intrincado conjunto de acuerdos alcanzados en Washington, el más importante de los cuales era la limitación internacional de las fuerzas navales (existía una gran preocupación por el coste de los armamentos); los acuerdos dejaron al final a Japón en una situación relativamente más fuerte. Las cuatro grandes potencias se garantizaban entre sí sus posesiones, proporcionando de esta manera un entierro digno a la alianza anglojaponesa, cuya revocación había perseguido Estados Unidos desde hacía tiempo. Pero las garantías dadas a China, todos lo sabían, solo tenían valor en función de lo dispuestos que estuvieran los norteamericanos a luchar para defenderlas; Gran Bretaña había quedado obligada por los tratados a no construir una base naval en Hong Kong. Mientras tanto, las personas encargadas de administrar los aranceles e ingresos fiscales de los que dependía el gobierno en Pekín de la China «independiente» eran extranjeras, y los agentes y empresarios foráneos trataban directamente con los cabecillas militares cuando les convenía. Aunque la política de Estados Unidos había debilitado la situación de los europeos en Asia, esto no se manifestaba en China.
El dominio que los extranjeros habían ejercido constantemente sobre la vida china era una razón más para que el marxismo atrajera a muchos intelectuales que estaban fuera de la esfera de la estructura formal del Partido Comunista Chino. Sun Yat-sen insistía mucho en su desacuerdo doctrinal con la ideología de los comunistas, pero adoptaba unos puntos de vista que contribuían a distanciar al KMT del liberalismo convencional y a llevarlo en la dirección del marxismo. Según su manera de ver las cosas, Rusia, Alemania y Asia tenían el interés común de oponerse, como potencias explotadas, a sus opresores y enemigos, las cuatro potencias imperialistas (a Alemania se la veía con buenos ojos, ya que en 1921 se había comprometido a entablar sus relaciones con China en un plano de completa igualdad). Sun acuñó una nueva expresión, «casi-colonia», para describir la situación según la cual China era explotada sin que existiera una subordinación formal propiamente dicha. Su conclusión era colectivista. «De ninguna manera tenemos que dar más libertad a la persona —escribió—; asegurémonos antes nuestra libertad como nación.» Esto ponía de manifiesto una vez más la falta de libertad individual característica de la clásica perspectiva y tradición chinas. La afirmación de la importancia de la familia, del clan y del Estado había sido siempre algo primordial en el país, y Sun Yat-sen preveía un período de gobierno de un solo partido que hiciera posible el adoctrinamiento de las masas con el fin de respaldar una actitud que había corrido el peligro de ser pervertida por las ideas occidentales.
En aquel momento, no parecía haber ningún obstáculo importante que evitara la colaboración entre el Partido Comunista Chino (PCCh) y el KMT. El comportamiento de las potencias occidentales y de los cabecillas militares hacía que los dos partidos tuvieran enemigos comunes, y el gobierno ruso estaba propiciando un entendimiento entre ellos. La colaboración con una potencia antiimperialista con la que China tenía su frontera más larga parecía algo, como mínimo, prudente y potencialmente muy ventajoso. La política del Komintern, por su parte, favorecía la colaboración con el KMT para salvaguardar los intereses de Rusia en Mongolia y como una medida para mantener a raya a Japón. A pesar de que no había otro país con mayores intereses territoriales en Asia, la URSS había quedado fuera de las conferencias de Washington. Para los soviéticos, la colaboración con quien tuviera más probabilidades de resultar victorioso en China era el camino más claro que había que seguir, incluso aunque esa política no encajara con la doctrina marxista. Desde el año 1924, el PCCh estaba trabajando con el KMT bajo los auspicios de los soviéticos, a pesar de algunas dudas por parte de los comunistas chinos. Aunque no como comunistas, podían pertenecer al KMT a título individual. Chiang Kai-chek, un joven militar fiel a Sun Yat-sen, fue enviado a Moscú para completar su formación. Por otro lado, se creó en China una academia de instrucción ideológica y militar.
En 1925 falleció Sun Yat-sen; había facilitado la colaboración entre sus seguidores y los comunistas, y el frente unido se mantuvo. El mensaje póstumo de Sun Yat-sen (que los escolares chinos aprendían de memoria) decía que la revolución aún no había concluido, y, mientras los comunistas realizaban importantes avances a la hora de conseguir que los campesinos apoyaran la revolución en determinadas provincias, el nuevo ejército revolucionario, bajo el mando de jóvenes oficiales idealistas, dirigía sus esfuerzos contra los caciques militares. En 1927, bajo la dirección del KMT, se había recuperado una cierta unidad en el país. El sentimiento antiimperialista ayudó a que triunfara un boicot contra las importaciones británicas, lo que llevó al gobierno del Reino Unido, alarmado por la creciente influencia rusa en China, a renunciar a sus concesiones en Hankow y Kiukiang. Ya había prometido devolver Weihaiwei a China (1922), y Estados Unidos había renunciado a la parte que le correspondía de la indemnización por el asunto de los bóxers. Estos éxitos y algunos otros detalles indicaban que, por fin, China había entrado otra vez en juego.
Hay un aspecto importante de esta revolución que pasó desapercibido durante mucho tiempo. El marxismo teórico recalcaba la importancia del indispensable papel revolucionario del proletariado industrial. Los comunistas chinos estaban orgullosos de los progresos que habían conseguido en la politización de los nuevos trabajadores urbanos, pero el grueso de la población estaba constituido por campesinos. Aún atrapados en un proceso de aumento de la natalidad acompañado de escasez de tierras, el sufrimiento que habían padecido durante siglos se vio intensificado con el derrumbamiento de la autoridad central durante los años de la guerra contra los caciques militares. Algunos comunistas chinos veían en el campesinado un potencial revolucionario que, aunque no era fácil de reconciliar con la ortodoxia marxista del momento (tal y como la explicaban los teóricos moscovitas), representaba la realidad de China. Mao Zedong era de los que mantenían este punto de vista. A principios de la década de 1920, Mao y sus seguidores trasladaron su atención de las ciudades al campo y se volcaron con gran determinación en la tarea de atraer las masas rurales al comunismo. Paradójicamente, parece ser que Mao siguió colaborando con el Kuomintang durante más tiempo que otros comunistas chinos, porque esta formación veía con mejores ojos la organización de los campesinos que el propio Partido Comunista.
Sus esfuerzos tuvieron un gran éxito, especialmente llamativo en Hunan. En conjunto, unos diez millones de campesinos y sus familias seguían activamente a los comunistas hacia el año 1927. «En unos cuantos meses —escribió Mao—, los campesinos han logrado lo que Sun Yat-sen quería, pero que no consiguió en los cuarenta años que dedicó a la revolución nacional.» La organización de los campesinos hizo posible la eliminación de muchos de los males que les aquejaban. Los terratenientes no fueron desposeídos de sus propiedades, pero en muchos casos vieron disminuidas sus rentas. Los tipos de interés usurarios se redujeron hasta llegar a unos niveles razonables. La revolución rural no había participado en los anteriores movimientos progresistas que habían tenido lugar en China, lo que Mao consideraba el punto débil más importante de la revolución de 1911; el éxito de los comunistas se basó en que se dieron cuenta de que podía lograrse utilizando el potencial revolucionario de los propios campesinos. La trascendencia de este fenómeno de cara al futuro fue enorme, ya que ofrecía nuevas posibilidades de desarrollo histórico para toda Asia. Mao se dio cuenta de ello. «Si diéramos un total de diez puntos a la revolución democrática —escribió—, a los logros de los habitantes de las ciudades y a los de los militares les corresponderían solo tres puntos, y los restantes siete deberían asignarse a los campesinos y a su revolución rural.» En una metáfora planteada por dos veces en un informe sobre el movimiento de los campesinos en Hunan, comparó a estos con una fuerza de la naturaleza: «Su embestida es como una tempestad o un huracán; los que se rinden sobreviven, los que se resisten perecen». La imagen era muy significativa; se trataba de algo profundamente enraizado en la tradición china y en la larga lucha contra los terratenientes y los bandoleros. Aunque los comunistas intentaron prescindir de la tradición, erradicando la superstición y rompiendo la autoridad familiar, también recurrieron a ella en algunas ocasiones.
La conquista del medio rural por parte de los comunistas fue la clave de que pudieran sobrevivir a la crisis que afectó a sus relaciones con el KMT después de la muerte de Sun Yat-sen. La desaparición de Sun hizo que en el KMT se abriera una brecha entre la «izquierda» y la «derecha». El joven Chiang, a quien se había considerado un hombre progresista, surgió en ese momento como el representante militar de la «derecha», la cual defendía principalmente los intereses de los capitalistas e, indirectamente, los de los terratenientes. Las diferencias sobre la estrategia que seguir dentro del KMT llevaron a Chiang, que confiaba en el control de sus tropas, a lanzarlas a la destrucción de las facciones izquierdistas y de la organización del Partido Comunista en las ciudades, lo que tuvo lugar en 1927, con mucho derramamiento de sangre en Shanghai y Nankín; fueron testigos de ello los contingentes de soldados europeos y estadounidenses enviados a China para proteger las concesiones. El PCCh fue prohibido, lo que no supuso el final de su colaboración con el KMT, que continuó unos cuantos meses más en distintos campos, en gran medida porque Rusia no quería romper con Chiang. La postura soviética ya había contribuido a facilitar la derrota de los comunistas en las ciudades; al igual que en otros lugares, el Komintern perseguía en China la consecución de los objetivos rusos vistos a su manera, según el reflejo proyectado por el espejo del marxismo dogmático. Para Stalin, estos objetivos eran en primer lugar los de política interior; en materia de asuntos exteriores, quería en China a una persona que pudiera hacer frente a Gran Bretaña, la potencia imperialista más poderosa, y el KMT parecía la mejor opción en este sentido. La teoría encajaba con sus prioridades; según la ortodoxia marxista, la revolución burguesa tenía que preceder a la del proletariado. Una vez que el triunfo del KMT estuvo claro, los rusos retiraron a sus asesores del PCCh y este dejó de hacer política de manera abierta para convertirse en una organización subversiva clandestina.
Al nacionalismo chino le había ido bien, de hecho, con la ayuda rusa, pero no así al PCCh. No obstante, el KMT se vio enfrentado a graves problemas y a una guerra civil, en un momento en que la revolución tenía que satisfacer las exigencias de las masas si quería sobrevivir. La división que se produjo entre las fuerzas revolucionarias supuso un gran revés que hizo imposible acabar para siempre con el problema de los caciques militares y, aún peor, que debilitó el frente antiextranjero. Después de un período de distensión y de la devolución de Kiaochow, en la década de 1920 se reanudó la presión de los japoneses. Las circunstancias internas de Japón estaban cambiando de manera considerable. Cuando en 1920 terminó el boom económico de los años de la guerra, llegaron tiempos difíciles y aumentaron las tensiones sociales, incluso antes del comienzo de la depresión económica mundial. Para el año 1931, la mitad de las fábricas japonesas estaban inactivas; el colapso de los mercados coloniales europeos y la protección de lo que quedaba de ellos con nuevos aranceles aduaneros tuvieron un efecto devastador, y las exportaciones japonesas de mercancías disminuyeron en dos terceras partes. Los puntos de salida de las exportaciones japonesas, dentro del continente asiático, eran cruciales en ese momento. Cualquier cosa que pareciera que podría ponerlos en peligro era motivo de cólera. Por otro lado, la situación de los campesinos japoneses se deterioró enormemente; millones de ellos quedaron arruinados, recurriendo en algunos casos a la explotación de sus hijas como prostitutas para poder sobrevivir. Todo ello tuvo graves consecuencias políticas, aunque se manifestaron menos en la intensificación de los conflictos de clases que en el auge de un nacionalismo extremista. Las fuerzas que habría que emplear para solucionar estos problemas, habían sido absorbidas durante mucho tiempo por la lucha contra los «tratados desiguales». Ahora que estos últimos ya no existían, esas fuerzas tenían que encontrar su válvula de escape, de modo que la dureza del funcionamiento del capitalismo industrial en tiempos de recesión económica dio nuevos bríos al sentimiento antioccidental.
Las circunstancias parecían propicias para una nueva agresión japonesa en Asia. Las potencias coloniales occidentales estaban claramente a la defensiva, si no en plena retirada. En la década de 1920, los holandeses tuvieron que hacer frente a rebeliones en Java y Sumatra, y los franceses, a una revuelta vietnamita en 1930; en ambos lugares se produjo la amenazante novedad de que los comunistas apoyaban a los rebeldes nacionalistas. Los británicos no tenían tantas dificultades en la India. Aunque algunos ciudadanos británicos no se habían hecho aún a la idea de que la India tenía que atravesar un proceso que la llevara al autogobierno, ese era un objetivo que los políticos de Gran Bretaña ya admitían. En China, los británicos habían demostrado en la década de 1920 que ya solo aspiraban a un acuerdo pacífico con un movimiento nacionalista que no sabían cómo valorar, sin que esto implicara un grave desprestigio. Su política en el Lejano Oriente parecía aún más débil después del colapso económico, que también había hecho que disminuyera la oposición de Estados Unidos a Japón. Por último, el poder ruso parecía también estar en declive después de los esfuerzos que había hecho por influir en los acontecimientos de China. Por el contrario, el nacionalismo chino había obtenido notables éxitos, no mostraba signos de retroceso y parecía que estaba empezando a amenazar la larga presencia japonesa en Manchuria. Los estadistas japoneses tuvieron presentes en sus cálculos todos estos factores a medida que la depresión se iba agudizando.
El escenario clave era Manchuria. La presencia japonesa en esta región, en la que realizaron fuertes inversiones, databa de 1905. Al principio, los chinos consintieron la situación, pero en la década de 1920 empezaron a cuestionarla con la ayuda de Rusia, que presentía el peligro de que los japoneses trataran de extender su influencia hasta Mongolia Interior. En 1929, China entró de hecho en conflicto con Rusia por el control de la línea de ferrocarril que atravesaba Manchuria y que era la ruta más directa a Vladivostok, lo cual podía impresionar a los japoneses si tenían en cuenta el vigor recientemente adquirido por China; el partido nacionalista, KMT, estaba reafirmando su autoridad en los territorios del viejo imperio. En 1928 tuvo lugar un conflicto armado cuando los japoneses intentaron impedir que los soldados del KMT actuaran contra los caciques militares en el norte de China, ya que consideraban que les convenía protegerles. Al final, no podía decirse que el gobierno japonés tuviera en manera alguna el control absoluto de la situación sobre el terreno. El poder efectivo en Manchuria estaba en manos de los comandantes de las fuerzas japonesas allí destacadas, y cuando en 1931 estas provocaron un incidente cerca de Mukden, que utilizaron como excusa para hacerse con el control de toda la provincia, los miembros del gobierno japonés partidarios de impedirlo no pudieron hacerlo.
A continuación, se creó un nuevo Estado títere, Manchukuo (que sería gobernado por el último emperador manchú), se produjo una enérgica protesta en la Sociedad de Naciones por la agresión japonesa, hubo una serie de asesinatos en Tokio que condujeron al establecimiento de un gobierno con mucha más influencia de los militares, y se recrudecieron las disputas entre China y Japón. En 1932, los japoneses, en respuesta a un boicot de los chinos sobre sus productos, desembarcaron en Shanghai; al año siguiente se dirigieron hacia el sur a través de la Gran Muralla e impusieron una tregua cuyas condiciones adjudicaban a Japón el dominio sobre una parte de la propia China histórica. También intentaron, aunque sin éxito, organizar la secesión del norte de China. Así quedaron las cosas hasta 1937.

Después de todo, el gobierno del KMT había sido incapaz de evitar la agresión imperialista, aunque parecía que, desde la nueva capital, Nankín, controlaba con éxito todo el territorio, excepto algunas zonas fronterizas. Ayudado por el hecho de que las potencias occidentales empezaron a mostrarse más complacientes al ver que podía ser útil para oponerse al comunismo en Asia, el gobierno nacionalista logró suavizar las condiciones impuestas en los tratados internacionales que China había firmado en inferioridad de condiciones. Estos logros, aunque considerables, enmascararon por otro lado importantes debilidades que comprometían el éxito del KMT en el país. El quid de la cuestión estaba en que, si bien podía decirse que la revolución política había progresado, la revolución social se había detenido. Los intelectuales retiraron su apoyo moral a un régimen que no había realizado reformas, la más urgente de las cuales era la de la política agraria. A diferencia del apoyo que muchos de ellos habían prestado a los comunistas, los campesinos nunca habían ayudado al KMT. Por desgracia para su régimen, Chiang gobernaba de manera cada vez más personalista a través de sus funcionarios, y mostró su cara más conservadora en un momento en que la cultura tradicional decaía sin remedio. El régimen estaba contaminado por la corrupción de la economía pública, con frecuencia al más alto nivel. Sus cimientos eran por tanto inseguros y, una vez más, había un rival que esperaba su oportunidad.
Los responsables de la cúpula central del PCCh continuaron durante algún tiempo confiando en que se produjera una insurrección urbana; sin embargo, en las provincias, los dirigentes comunistas locales seguían trabajando en la línea marcada por Mao en Hunan. Desposeían de sus tierras a los terratenientes que se ausentaban de las mismas y organizaban sóviets locales, valorando astutamente la tradicional hostilidad de los campesinos hacia el gobierno central. En 1930, la situación de los comunistas había mejorado mucho; organizaron un ejército en Jiangxi, desde donde una República Soviética China gobernaba a cincuenta millones de personas, o al menos así lo afirmaba. En 1932, los líderes del PCCh abandonaron Shanghai para unirse a Mao en su santuario. Los esfuerzos del KMT se centraron en ese momento en destruir al ejército comunista, cosa que nunca lograron. Ello suponía la apertura de un segundo frente para el gobierno, en un momento de máxima presión por parte de los japoneses. Es cierto que, en un gran esfuerzo postrero, el KMT obligó a los comunistas a abandonar su enclave. Esto marcó el inicio, en 1934, de la «Larga Marcha» a Shanxi, efemérides de carácter épico de la Revolución china que, desde entonces, siempre ha constituido una fuente de inspiración para ella. Llegados a Shanxi, los 7.000 supervivientes encontraron el apoyo local comunista, pero no puede decirse que estuvieran ya a salvo; solo la necesidad de resistir a los japoneses impidió que el KMT siguiera hostigándolos.
La percepción del peligro exterior explica por qué, en los últimos años de la década de 1930, hubo algunos intentos coyunturales de colaboración entre el PCCh y el KMT. En parte, también se debieron a un cambio en la política del Komintern; era la época de los «frentes populares», formados en otros lugares mediante alianzas de los comunistas con otros partidos. El KMT se vio por otra parte obligado a variar su línea antioccidental, lo cual hizo que se le viera con cierta simpatía en Inglaterra y, sobre todo, en Estados Unidos. Pero ni la colaboración con los comunistas ni la simpatía de los liberales occidentales impidieron que el régimen nacionalista tuviera que adoptar una postura defensiva cuando los japoneses lanzaron su ataque en 1937.
El «incidente con China», como los japoneses lo llamaron, iba a suponer ocho años de combates e infligiría graves daños sociales y materiales a China. Ha sido considerado el preludio de la Segunda Guerra Mundial. A finales de 1937, el gobierno chino se trasladó por motivos de seguridad a Chongqing, en el extremo occidental del país, mientras los japoneses conquistaban todas las zonas importantes del norte y de la costa. Ni la condena a Japón por parte de la Sociedad de Naciones ni las aportaciones de aviones rusos pudieron contener la acometida. La unidad patriótica sin precedentes que se produjo en China fue lo único positivo de aquellos años negros; tanto los comunistas como los nacionalistas vieron que estaba en juego la revolución nacional. Lo mismo pensaron los japoneses; de manera significativa, en la zona que ocupaban, propugnaban el restablecimiento del confucianismo. Mientras tanto, muy a su pesar, las potencias occidentales se veían incapaces de intervenir. Sus protestas, incluso en defensa de sus propios ciudadanos cuando estos eran amenazados y maltratados, eran despreciadas por los japoneses, que en 1939 dejaron claro que estaban dispuestos a bloquear los asentamientos extranjeros en caso de que no se reconociera rápidamente el nuevo orden japonés en Asia. La explicación de la debilidad de los franceses y los británicos era obvia: tenían suficientes problemas en otros lugares. La ineficacia de Estados Unidos tenía raíces más profundas; se remontaba al hecho establecido hacía mucho tiempo de que, por mucho que hablaran de Asia continental, los norteamericanos no lucharían por ella, y tal vez tenían razón. Cuando los japoneses bombardearon y hundieron una lancha cañonera estadounidense cerca de Nankín, el Departamento de Estado hizo muchos aspavientos pero, finalmente, se tragó las «explicaciones» de los japoneses. Nada que ver con lo que había ocurrido con ocasión del hundimiento del Maine en el puerto de La Habana cuarenta años antes, aunque al menos Estados Unidos envió suministros a Chiang Kai-chek.
Para el año 1941, China estaba prácticamente aislada del mundo exterior, aunque en vísperas de ser rescatada. A finales de ese año, su lucha quedó al fin englobada dentro de una guerra mundial. Pero, para entonces, China había recibido daños muy importantes. En el largo duelo entre los dos grandes rivales asiáticos, Japón era por el momento el claro vencedor. En el debe de la cuenta japonesa habría que anotar el coste económico del conflicto y las crecientes dificultades en que se encontraban sus fuerzas de ocupación en China. Por otro lado, su situación internacional nunca había parecido tan fuerte; lo demostraba humillando a los occidentales residentes en China. En 1940, y llegando a forzar a los británicos a cerrar la llamada «ruta de Birmania», a través de la cual llegaban abastecimientos a China, y a los franceses a admitir un ejército de ocupación en Indochina. En este caso, tuvieron la tentación de ir más lejos en su aventura, y con grandes probabilidades de éxito mientras el prestigio de los militares y su poder en el gobierno se mantuvieron en el nivel más alto al que habían estado desde mediados de la década de 1930.
No obstante, todo esto tenía también su lado negativo. Sus ataques hacían cada vez más imperativo para Japón hacerse con los recursos económicos del sudeste asiático y de Indonesia. Y, por otro lado, Estados Unidos se iba concienciando poco a poco de que tendría que defender sus intereses con las armas. En 1941, estaba claro que los norteamericanos pronto iban a tener que decidir si pensaban intervenir en Asia como una potencia más, y en qué medida habrían de hacerlo. Mientras avanzaba sobre la cada vez más debilitada posición de los occidentales en el continente, Japón camuflaba sus constantes agresiones a China con el eslogan de «Asia para los asiáticos». La independencia y el poder demostrados por Japón entre 1938 y 1941, al igual que lo había hecho la victoria japonesa sobre Rusia en 1905, marcaron psicológicamente una época en las relaciones entre Europa y Asia. Seguidos, como se verá más adelante, del desmoronamiento de los imperios europeos, serían la señal que habría de marcar el comienzo de una era de descolonización, inaugurada precisamente por la única potencia asiática que en aquel momento había tenido éxito en su «occidentalización».

4.  La herencia otomana y los territorios islámicos occidentales
El imperio otomano casi desapareció de Europa y África durante el siglo XIX. Las razones fundamentales fueron las mismas en los dos continentes: el efecto disgregador del nacionalismo y la codicia de las potencias europeas. La revuelta serbia de 1804 y la autoproclamación de Mehmet Alí como gobernador de Egipto en 1805 fueron el inicio del larguísimo final del declive turco. En Europa, el siguiente acontecimiento significativo fue el levantamiento griego; a partir de ese momento, la historia del imperio otomano en Europa está marcada por las fechas en que se fueron creando nuevas naciones, hasta que en 1914 la Turquía europea quedó limitada a la región oriental de Tracia. En el África islámica, el declive del poder otomano había llegado para entonces más lejos y de manera más rápida; la mayor parte del norte de África estaba ya prácticamente libre del gobierno del sultán desde principios del siglo XIX.
Como consecuencia de todo esto, cuando el fenómeno del nacionalismo empezó a surgir en el África islámica, tendió a estar más dirigido contra los europeos que contra los otomanos. También estaba vinculado a la innovación cultural. La figura de Mehmet Alí es clave en el desarrollo de los acontecimientos. Aunque nunca viajó hacia el oeste de su lugar de nacimiento, Kavalla, en Rumelia, era un admirador de la civilización europea y pensaba que Egipto podía aprender mucho de ella. Contrató a consejeros técnicos europeos y a asesores extranjeros en cuestiones sanitarias, editó traducciones de libros y trabajos europeos sobre temas técnicos, y envió jóvenes estudiantes a completar su educación en Francia e Inglaterra. No obstante, estaba trabajando a contracorriente. A pesar de que abrió Egipto a la influencia europea (especialmente a la francesa) como nunca antes se había hecho, no quedaba satisfecho de lo que lograba en la práctica. Gran parte de esa influencia provenía de las instituciones educativas y técnicas, y era un reflejo del viejo interés de Francia en el comercio y los asuntos del imperio otomano. El francés fue pronto el segundo idioma para los egipcios instruidos, y en Alejandría, una de las grandes ciudades cosmopolitas del Mediterráneo, se formó una gran comunidad francesa.
Pocos estadistas del mundo no europeo se han limitado, en su afán modernizador, a aprovechar el conocimiento técnico occidental. Los jóvenes egipcios pronto empezaron a adoptar también sus ideas; el pensamiento político expresado en idioma francés era de una gran riqueza. Se estaba abonando el terreno que finalmente contribuiría a transformar las relaciones entre Europa y Egipto. Los egipcios aprendieron la misma lección que los indios, los japoneses y los chinos: había que contraer la enfermedad europea para generar los anticuerpos necesarios para protegerse de ella. De esta manera, la modernización y el nacionalismo se entrelazaron de manera inextricable. Aquí radica la persistente debilidad del nacionalismo en Oriente Próximo, que sería acogido por unas élites modernas aisladas de una sociedad cuyas masas estaban inmersas en una cultura islámica libre de la influencia de las ideas occidentales. Paradójicamente, los nacionalistas, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX, solían ser los miembros más europeizados de las sociedades egipcia, siria y libanesa, aunque sus ideas adquirirían más adelante una mayor resonancia. Parece que fue entre los árabes cristianos de Siria donde por primera vez surgió el panarabismo, o nacionalismo árabe (en contraposición al egipcio, sirio u otro), según el cual los árabes, dondequiera que se encontraran, constituían una nación. El panarabismo era una idea distinta de la de la hermandad del islam, que no solo unía a millones de personas que no eran árabes, sino que excluía a los árabes no musulmanes. Las posibles complicaciones derivadas de este hecho a la hora de intentar construir en la práctica una nación árabe, no se pusieron de manifiesto, al igual que otros puntos débiles de la idea del panarabismo, hasta bien avanzado el siglo XX.
Otro hito en la historia de los antiguos territorios otomanos fue la apertura del canal de Suez en el año 1869. Aunque indirectamente y a largo plazo, esto hizo más que cualquier otro factor concreto para que Egipto estuviera destinado a tener que sufrir la intervención extranjera. Pero el canal no fue la causa inmediata del inicio de la intromisión europea en el gobierno de Egipto en el siglo XIX, sino que ésta más bien se produjo por la manera de actuar de Ismail (el primer dirigente egipcio que recibió del sultán el título de jedive, debido a la importante independencia de facto que había obtenido). Educado en Francia, a Ismail le gustaban los franceses y las ideas de vanguardia, y viajó mucho por Europa. Era un hombre muy extravagante. Cuando empezó a gobernar Egipto, en 1863, el precio del algodón, el producto que más exportaba el país, se había elevado a causa de la guerra civil estadounidense y, por consiguiente, las perspectivas económicas de Ismail parecían buenas. Por desgracia, su administración financiera estuvo muy lejos de ser ortodoxa. Como consecuencia de ello, la deuda nacional de Egipto subió de 7 millones de libras esterlinas cuando Ismail alcanzó el poder, hasta casi 100 millones apenas trece años después. Las cantidades que era preciso pagar en concepto de intereses llegaron a los 5 millones de libras al año, en una época en que dichas sumas resultaban cuantiosas. En 1876, el gobierno egipcio quebró y dejó de pagar sus deudas, por lo que se contrataron administradores extranjeros. Se nombraron dos directores financieros, uno inglés y otro francés, para garantizar que Egipto fuera gobernado por el hijo de Ismail con la prioridad de mantener el nivel de ingresos y amortizar la deuda. Los nacionalistas no tardaron en acusarles de aumentar en exceso la carga impositiva que tenían que soportar los egipcios poco adinerados para obtener ingresos y poder hacer frente a los intereses de la deuda, así como de recortar determinados gastos, por ejemplo reduciendo los emolumentos de los funcionarios. Los europeos que trabajaban para el jedive eran, a los ojos de los nacionalistas, simples agentes del imperialismo extranjero. Cada vez había una mayor antipatía por la privilegiada situación jurídica de muchos extranjeros en Egipto y por sus tribunales especiales.
Estas situaciones de agravio dieron lugar a conspiraciones nacionalistas y, finalmente, a una revolución. Además de los antioccidentales intolerantes, había partidarios de impulsar una reforma del islam, la unificación del mundo musulmán y un movimiento panislamista adaptado a la vida moderna. Algunos se sentían molestos por la situación de preponderancia de los turcos en el entorno del jedive. Con todo, estas divisiones perdieron importancia después de una intervención británica, en 1882, que impidió una revolución. Esta injerencia no tuvo lugar por razones económicas internas, sino porque la política de Gran Bretaña, aunque estaba dirigida por un primer ministro liberal que favorecía los movimientos nacionalistas en otros lugares del imperio otomano, no podía aceptar que la seguridad de la ruta a la India a través del canal pudiera estar en peligro por un gobierno hostil en El Cairo. Esto era impensable en aquellos momentos, y, de hecho, Gran Bretaña no retiró sus soldados de Egipto hasta el año 1956; su presencia fue hasta entonces algo así como un dogma estratégico.
Por consiguiente, a partir de 1882, los británicos pasaron a ser los principales destinatarios del odio de los nacionalistas en Egipto. Decían que estaban dispuestos a retirarse tan pronto como se pudiera contar con un gobierno digno de confianza, pero no lo hacían porque ninguno era aceptable para ellos. Por el contrario, los administradores británicos cada vez se involucraron más en el gobierno de Egipto, lo cual, por otro lado, no fue negativo, ya que redujeron la deuda y pusieron en práctica planes de irrigación que permitieron alimentar a una población en crecimiento (entre 1880 y 1914 se dobló el número de habitantes, hasta llegar a alrededor de los doce millones). A pesar de todo, los egipcios los rechazaban porque no contaban con ellos para ocupar cargos administrativos en el ámbito de la economía, porque imponían una dura fiscalidad y por el hecho de que eran extranjeros. A partir de 1900, empezó a producirse una situación de descontento y violencia. Los británicos y el gobierno títere egipcio actuaron con firmeza contra la agitación y procuraron salir de la situación mediante reformas, que al principio fueron de tipo administrativo y llevaron a la aprobación, en 1913, de una nueva constitución que preveía más elecciones de representantes para una cámara legislativa con mayores facultades. Por desgracia, la cámara solo pudo reunirse durante unos cuantos meses, ya que, cuando estalló la guerra, se decretó su suspensión. El gobierno egipcio se vio empujado a la guerra contra Turquía, se sustituyó a un jedive sospechoso de conspirar contra los británicos y, a finales de año, Gran Bretaña proclamó el protectorado. El jedive adoptó el título de sultán.
Para entonces, el gobierno otomano había perdido también la región de Tripolitania a manos de Italia, que la había invadido en 1911, en parte a causa de un movimiento nacionalista de carácter reformista, que esta vez tuvo lugar en la propia Turquía. En 1907 comenzó allí con éxito una rebelión protagonizada por los «Jóvenes Turcos», movimiento con una historia complicada pero un objetivo sencillo. Como dijo un miembro de este grupo: «Seguimos el camino trazado por Europa ... incluso en nuestra negativa a aceptar la intervención extranjera». La primera parte de esta frase significaba que querían poner fin al gobierno despótico de Abdul Hamid y restaurar una constitución liberal, aprobada en 1876 y más tarde derogada. No obstante, estaban menos motivados por el valor intrínseco que esto pudiera tener que por sus ansias de revitalizar y reformar el imperio, posibilitando su modernización y el fin del proceso de decadencia. Estos planes y los métodos conspirativos de los Jóvenes Turcos debían mucho a Europa; utilizaban, por ejemplo, logias masónicas como tapadera, y organizaban sociedades secretas como las que habían florecido entre los europeos liberales en los días de la Santa Alianza. Aun así, les contrariaba mucho la creciente interferencia de los europeos en los asuntos internos otomanos, especialmente en la gestión de la economía, ya que, al igual que había pasado en Egipto, Turquía había perdido independencia por la necesidad que tenía de obtener dinero para pagar los intereses de los préstamos destinados al desarrollo interno. Los abusos europeos habían tenido también como consecuencia, según creían, la larga y humillante retirada del valle del Danubio y de los Balcanes.
Después de una serie de motines y revueltas, el sultán cedió en 1908 en el asunto de la constitución. A los liberales en el extranjero les agradaba la Turquía constitucional; parecía que por fin iba a terminar la situación de desgobierno. Pero un intento contrarrevolucionario dio lugar a un golpe de Estado de los Jóvenes Turcos, que depusieron a Abdul Hamid e implantaron un régimen prácticamente dictatorial. Entre 1909 y 1914, los revolucionarios gobernaron de manera cada vez más despótica tras la fachada de una monarquía constitucional. Sin que ello indicara nada bueno, uno de ellos dijo que «ya no hay búlgaros, griegos, rumanos, judíos, musulmanes... Nos enorgullecemos de ser otomanos». Era algo completamente novedoso: el anuncio del fin del viejo régimen plurinacional.
Visto con la perspectiva del tiempo, se comprende mejor ahora a los Jóvenes Turcos que en su momento. Se enfrentaron con los mismos problemas que muchos reformistas de países no europeos, y sus métodos violentos han sido utilizados por muchos otros dirigentes, por necesidad o por supuesta necesidad. Acometieron la reforma de todos los departamentos del gobierno y contrataron a muchos consejeros europeos. Intentaron mejorar la educación de la población femenina, lo cual fue un gesto muy significativo. Pese a todo, tomaron el poder en el imperio mostrando visibles señales de atraso y en medio de una tremenda sucesión de humillaciones diplomáticas, lo cual les hizo perder atractivo y les llevó a recurrir a la fuerza. Después de la anexión de Bosnia por el imperio de los Habsburgo, el gobernador de Bulgaria consiguió el reconocimiento de la independencia de su país y los cretenses anunciaron su unión con Grecia. Poco después, se produjo el ataque de Italia a Trípoli, y más tarde llegaron las guerras de los Balcanes y la subsiguiente derrota militar.
Bajo esta tensión, pronto estuvo claro que confiar en que, después de la reforma, se llegara a una situación de armonía entre la población, como tanto habían deseado los liberales, era una pura quimera. La religión, la lengua, las costumbres sociales y la nacionalidad seguían dividiendo lo poco que quedaba del imperio. Los Jóvenes Turcos se sintieron cada vez más impelidos a reafirmar la existencia de un solo nacionalismo entre muchos otros, el de los otomanos. Esto, por supuesto, fue motivo de resentimiento para muchas personas. Una vez más, las consecuencias fueron las matanzas, la tiranía y el asesinato, instrumentos de gobierno consagrados por el tiempo en Constantinopla; desde 1913, se situó al frente del país un triunvirato de Jóvenes Turcos que gobernaron como dictadura colegiada hasta el estallido de la Gran Guerra.
A pesar de que habían decepcionado a muchos de sus admiradores, a estos hombres les sonreía el futuro. Representaban las ideas que un día conformarían la herencia otomana: nacionalismo y modernización. Incluso habían avanzado en ese sentido, aun sin quererlo, perdiendo la mayor parte de lo poco que quedaba del imperio otomano en Europa, con lo que se desembarazaron de una gran carga. Pese a todo, en 1914 el patrimonio que habían heredado era aún demasiado gravoso. La mejor alternativa que tenían ante ellos como vehículo para la reforma era el nacionalismo. Los acontecimientos que tuvieron lugar después de 1914 en el conjunto de territorios otomanos más grande que quedaba, las provincias mayoritariamente musulmanas de Asia, pusieron en evidencia lo poco que iban a significar las ideas panislámicas.
En 1914, estas provincias abarcaban una extensa zona estratégicamente muy importante. Desde el Cáucaso, las fronteras con Persia se extendían hacia el sur hasta llegar al golfo Pérsico, cerca de Basora, en la desembocadura del Tigris. En la orilla sur del golfo, los dominios otomanos bordeaban Kuwait (con un jeque independiente y bajo protección británica) y se dirigían de nuevo a la costa, llegando por el sur hasta Qatar. A partir de este punto, las costas de Arabia hasta la entrada del mar Rojo estaban de una manera u otra bajo la influencia británica, pero toda la parte interior y la costa del mar Rojo eran otomanas. Bajo la presión de Gran Bretaña, el desierto del Sinaí había sido entregado a Egipto unos años antes, pero las antiguas tierras de Palestina, Siria y Mesopotamia eran aún todas ellas turcas. Constituían el corazón del islam histórico, y el sultán seguía siendo el califa, su líder espiritual.
Esta herencia terminó por desmoronarse, afectada por las circunstancias estratégicas y políticas de la guerra mundial. Incluso dentro del corazón del islam histórico, ya antes de 1914 había indicios de que estaban entrando en juego nuevas fuerzas políticas. Estas surgieron, en parte, de influencias culturales europeas antiguamente establecidas que actuaban en Siria y el Líbano con mucha más fuerza que en Egipto. En esos países, a la influencia francesa se habían sumado las actividades misioneras estadounidenses y la fundación de colegios y universidades a los que asistían chicos, tanto musulmanes como cristianos, procedentes de todo el mundo árabe. El Levante era cultural y literariamente avanzado. En vísperas de la guerra mundial, se publicaban en el imperio otomano, fuera de Egipto, más de cien periódicos árabes.
El triunfo de los Jóvenes Turcos y de sus tendencias prootomanas dio lugar a la formación de sociedades secretas y grupos de abierta disidencia entre los exiliados árabes, especialmente en París y en El Cairo. Como telón de fondo, había otro factor de incertidumbre: la poca firmeza de la lealtad al sultán por parte de los dirigentes políticos en la península Arábiga. El más importante de ellos era Hussein, jerife de La Meca, que en 1914 no gozaba de la confianza del gobierno turco. Un año antes se había celebrado en Persia una reunión de árabes para discutir sobre la posible independencia de Irak, lo cual no era un buen augurio. Ante estas circunstancias, a los turcos solo les cabía esperar que la división de los árabes, a causa de los diferentes intereses de unos y otros, mantuviera el statu quo.
Finalmente, aunque el hecho no representaba un peligro inmediato, los judíos adoptaron también un sentimiento de nacionalismo territorial. Su historia había dado un nuevo giro desde que, en 1897, se reunió por primera vez un Congreso Sionista cuya meta era la consecución de una patria para los judíos. De esta manera, en la larga historia del judaísmo, el ideal de la asimilación, situación que apenas se había logrado en muchos países europeos después de la época de la Revolución francesa, fue sustituido por el del nacionalismo. La localización idónea de la patria de los judíos no estuvo clara desde el principio; en distintos momentos se sugirieron lugares como Argentina y Uganda, pero, a finales de siglo, las preferencias sionistas se habían centrado en Palestina. Aunque todavía a pequeña escala, para entonces ya había comenzado la emigración de judíos hacia allí. Los acontecimientos de la guerra dieron otra dimensión a esta cuestión.
En 1914, se daban curiosos paralelismos entre los imperios otomano y austrohúngaro. Los dos querían la guerra, al considerar que era, en parte, una solución a sus problemas. Y, sin embargo, ambos padecerían mucho como consecuencia de ella, porque muchas personas, dentro y fuera de sus fronteras, verían en la guerra una oportunidad de sacar provecho a costa de ellos. Al final, los dos imperios serían destruidos. Ya desde el principio, pareció que Rusia, el enemigo histórico, tendría posibilidades de beneficiarse, ya que la entrada de Turquía en la guerra eliminaría los últimos recelos de la tradicional resistencia de Gran Bretaña y Francia al establecimiento del poder de los zares en Constantinopla. Por su parte, Francia podía pescar en río revuelto en el escenario de Oriente Próximo. Si bien su irritación por la presencia británica en Egipto había disminuido de alguna manera con la entente y las manos libres que esta dejaba a Francia en Marruecos, Francia siempre había desempeñado un papel especial en Oriente. El recuerdo de san Luis y las cruzadas, que algunos entusiastas despertaban, no podía tomarse en serio, pero era indudable que los gobiernos franceses habían querido durante cien años ejercer una protección especial del catolicismo en el imperio otomano, sobre todo en Siria, adonde Napoleón III envió un ejército en la década de 1860. También era importante la influencia cultural del extendido uso del idioma francés entre las personas instruidas de Oriente Próximo, donde, por otro lado, los franceses habían invertido mucho capital. No se podían pasar por alto estos factores.
No obstante, en 1914, los principales adversarios militares de Turquía fuera de Europa parecían ser Rusia en el Cáucaso y Gran Bretaña en Suez. La defensa del canal era la clave de la estrategia de los británicos en la zona, aunque pronto quedó claro que no estaban seriamente amenazados al respecto. En ese momento se produjeron unos acontecimientos que revelaron nuevos factores que, a la postre, revolucionarían la situación en Oriente Próximo. A finales de 1914, desembarcó en Basora un ejército indobritánico para proteger los suministros de petróleo procedentes de Persia. Este fue el principio de la relación entre el petróleo y la política en la historia de esta región, aunque no se manifestó en toda su amplitud hasta mucho después de que el imperio otomano dejara de existir. Por otro lado, en octubre de 1914, el gobernador británico de Egipto propició un acercamiento con Hussein que dio muy rápidamente frutos. Fue el primer intento de utilizar el arma del nacionalismo árabe.
La perspectiva de poder propinar un golpe al aliado de Alemania era tanto más atractiva cuanto que los sangrientos combates se sucedían en Europa sin que la balanza se inclinara en favor de ninguno de los contendientes. El intento, en 1915, de forzar el paso por los Dardanelos en una operación combinada naval y terrestre con la esperanza de tomar Constantinopla, fue finalmente abortado. Para entonces, la guerra civil europea había desencadenado una serie de fuerzas que en el futuro habrían de volverse contra Europa. Pero existía un límite en lo que podía ofrecerse a los aliados árabes. Hasta principios de 1916 no se llegó a un acuerdo con Hussein. Este había solicitado la independencia de todos los territorios árabes situados al sur de los 37 grados de latitud (paralelo que se encuentra a unos 130 kilómetros al norte de Alepo y Mosul), que incluían, de hecho, la totalidad del imperio otomano fuera de Turquía y el Kurdistán. Esto era mucho más de lo que Gran Bretaña podía aceptar en un principio. Tenía que consultar con Francia, ya que esta tenía intereses especiales en Siria. Cuando se alcanzó un acuerdo entre británicos y franceses sobre las esferas de influencia en un imperio otomano dividido, quedaron muchas cuestiones aún sin resolver, incluida la situación de Irak, pero ya parecía despuntar la realidad de un programa político nacionalista árabe.
El futuro de los acuerdos pronto estuvo en entredicho. En junio de 1916, se produjo una revuelta árabe con un ataque sobre la guarnición turca en Medina. El levantamiento nunca fue más que una maniobra de distracción en relación con los principales escenarios de la guerra, pero tuvo éxito y llegó a ser legendario. Gran Bretaña se dio cuenta enseguida de que debía tomarse más en serio a los árabes; Hussein fue reconocido como rey del Hiyaz. Las propias tropas británicas avanzaron hasta penetrar en Palestina y tomaron Jerusalén. En 1918 entraron en Damasco junto con los árabes. Pero, antes de esto, otros dos acontecimientos habían complicado aún más la situación. Uno de ellos fue la entrada en la guerra de Estados Unidos; en una declaración sobre los objetivos de la guerra, el presidente Wilson dijo que estaba a favor de que se diera una oportunidad, absolutamente libre de interferencias, al desarrollo de los habitantes no turcos del imperio otomano. El otro fue la publicación, por parte de los bolcheviques, de secretos diplomáticos de sus predecesores en el poder que sacaron a la luz propuestas anglofrancesas sobre esferas de influencia en Oriente Próximo. Una parte de estos acuerdos consistía en que Palestina fuera administrada internacionalmente. A lo anterior se añadió otro factor de irritación al anunciarse que la política británica propugnaba el establecimiento de una patria para los judíos en Palestina. Puede decirse que la «Declaración Balfour» constituyó el mayor éxito que había tenido el sionismo hasta ese momento. No era estrictamente incompatible con lo que se había dicho a los árabes, y el presidente Wilson realizó una gran aportación introduciendo reservas en el documento que protegían a los palestinos que no fueran judíos. En cualquier caso, resultaba prácticamente inconcebible que la propuesta pudiera prosperar sin que nadie la discutiera, especialmente si tenemos en cuenta que, en 1918, los británicos y los franceses expresaron su buena disposición ante las aspiraciones de los árabes. Recién consumada la derrota de Turquía, las perspectivas eran extraordinariamente confusas.
En ese momento, Gran Bretaña reconoció a Hussein como rey del pueblo árabe, lo que no constituyó una gran ayuda para él. No fueron los nacionalistas árabes, sino Gran Bretaña y Francia, con la ayuda de la Sociedad de Naciones, quienes trazaron el mapa del mundo árabe moderno. Durante un confuso decenio, los británicos y franceses se vieron involucrados en los problemas de los árabes, a quienes ellos mismos habían hecho aparecer en la escena política mundial, mientras sus líderes mantenían disputas entre sí. El espejismo de la unidad islámica se desvaneció una vez más, pero, afortunadamente, lo mismo ocurrió con la amenaza rusa (aunque por poco tiempo), y solo quedaron dos grandes potencias implicadas en los asuntos de Oriente Próximo. Desconfiaban la una de la otra, pero podían ponerse de acuerdo, más o menos, sobre la base de que, siempre que los británicos pudieran actuar libremente en Irak, los franceses podrían hacer lo mismo en Siria. La Sociedad de Naciones dio cobertura jurídica a los acuerdos, emitiendo disposiciones en virtud de las cuales Gran Bretaña y Francia recibieron mandatos sobre territorios árabes. Palestina, Transjordania e Irak quedaron en manos de los británicos y Siria, en las de los franceses, quienes gobernaron con prepotencia desde el primer momento y tuvieron que ocupar el país por la fuerza después de que un congreso nacional pidiera la independencia de Siria o, en su defecto, que se estableciera un mandato británico o estadounidense. Derrocaron al rey que los árabes habían elegido, un hijo de Hussein, y posteriormente tuvieron que enfrentarse a una insurrección en toda regla. Los franceses seguían manteniendo el poder por la fuerza en la década de 1930, aunque para aquel entonces ya había señales de que concederían parte del mismo a los nacionalistas. Por desgracia, la situación en Siria puso pronto de manifiesto la capacidad desintegradora de los nacionalismos cuando los kurdos del norte del país se rebelaron ante la posibilidad de quedar subsumidos dentro de un Estado árabe, con lo que plantearon a los diplomáticos occidentales otro problema en Oriente Próximo con mucha vida por delante.
La península Arábiga estaba mientras tanto sacudida por la lucha entre Hussein y otro rey con quien los británicos habían negociado un tratado (para hacer las cosas aún más difíciles, sus seguidores eran miembros de una secta islamista especialmente puritana que, a los conflictos dinástico y tribal, añadía el religioso). Hussein fue derrocado y, en 1932, surgió el nuevo reino de Arabia Saudí en sustitución del de Hiyaz. De esta situación surgieron otros problemas, ya que en aquel momento los reyes de Irak y Transjordania eran hijos de Hussein. Una vez comprobadas las dificultades que les esperaban debido a los encarnizados combates, los británicos quisieron dar por finalizado su mandato sobre Irak tan pronto como se lo aconsejó la prudencia, intentando, eso sí, proteger los intereses estratégicos británicos con el mantenimiento de un contingente militar en tierra y aire. En consecuencia, en 1932 Irak ingresó en la Sociedad de Naciones como un Estado independiente y plenamente soberano. Años antes, en 1928, Gran Bretaña había reconocido la independencia de Transjordania, si bien mantuvo un cierto contingente militar y algunos poderes económicos.
El caso de Palestina era mucho más difícil. Desde el año 1921, en el que los árabes, alarmados por la inmigración de judíos y por la compra por parte de estos de tierras en Palestina, protagonizaron diversos disturbios, este desdichado país nunca estaría en paz mucho tiempo seguido. Había algo más en juego que los sentimientos religiosos o nacionales. La inmigración judía suponía la irrupción de una nueva fuerza de tendencia occidental y modernizadora, cuya manera de actuar modificaba las relaciones económicas e imponía nuevas exigencias a una sociedad tradicional. Gran Bretaña se vio atrapada entre la indignación de los árabes, si no ponía freno a la inmigración de judíos, y la de estos si lo hacía. En aquel momento también había que tener en cuenta a los países árabes, que ocupaban territorios importantes para la seguridad británica, tanto desde el punto de vista estratégico como desde el económico. La opinión pública mundial estaba empezando a involucrarse también. La cuestión se calentó al máximo cuando, en 1933, subió al poder en Alemania un régimen que persiguió a los judíos y empezó a despojarles de todos los logros jurídicos y sociales conseguidos desde la Revolución francesa. En 1937, eran frecuentes en Palestina las batallas campales entre judíos y árabes. Pronto tuvo que intervenir un ejército británico para intentar sofocar una insurrección árabe.
En el pasado, al producirse un colapso del poder predominante en territorios árabes, había sobrevenido muchas veces un período de desórdenes. Lo que no estaba claro en esta ocasión era si a la situación planteada le seguiría —como había ocurrido en anteriores períodos de anarquía— el establecimiento de una nueva hegemonía imperial. Gran Bretaña no quería desempeñar ese papel; después de una breve temporada de éxtasis imperialista inmediatamente posterior a la victoria, lo único que deseaba era salvaguardar sus intereses fundamentales en la zona, proteger el canal de Suez y asegurar el creciente flujo de petróleo proveniente de Irak e Irán. Entre 1918 y 1934, se había construido un gran conducto, que salía del norte de Irak y atravesaba Transjordania y Palestina hasta llegar a Haifa, lo cual daba un nuevo impulso al futuro de estos territorios. El consumo de petróleo en Europa no era aún tan importante como para que hubiera una dependencia generalizada de él, ni se habían producido aún los grandes descubrimientos que modificarían de nuevo la situación política en la década de 1950. Pero se estaba haciendo notar un hecho nuevo: la Marina Real británica había pasado a utilizar petróleo para sus buques.
         Los británicos consideraban que la seguridad de Suez estaba mejor garantizada si mantenían un contingente militar en Egipto, pero esto cada vez daba más problemas. La guerra había intensificado el sentimiento nacional en Egipto. Los ejércitos de ocupación nunca son populares; cuando la guerra hizo que subieran los precios, se culpó de ello a los extranjeros. En 1919, los líderes nacionalistas egipcios intentaron plantear sus reivindicaciones en la Conferencia de Paz de París, pero se les impidió hacerlo. Esto dio lugar a un levantamiento contra los británicos que fue rápidamente reprimido. Pero los británicos estaban en proceso de retirada. En 1922 se puso fin a la situación de protectorado con la esperanza de superar el sentimiento nacionalista. Sin embargo, el nuevo reino de Egipto tenía un sistema electoral que daba lugar a una mayoría nacionalista detrás de otra, haciendo imposible la formación de un gobierno egipcio que pudiera llegar a acuerdos que salvaguardaran los intereses británicos en unos términos aceptables para Gran Bretaña. Como consecuencia de ello, sobrevino una prolongada crisis constitucional, con desórdenes intermitentes, hasta que, en 1936, Gran Bretaña aceptó finalmente conformarse con el derecho a mantener una guarnición militar que protegiera la zona del canal durante un número limitado de años. Por otro lado, se anunció el final de los privilegios jurisdiccionales de los extranjeros.
Todo esto era un paso más en la progresiva renuncia de Gran Bretaña a su situación como imperio, algo que, a partir de 1918, se había manifestado ya en otros lugares; en parte, fue un reflejo de que había ido sobrepasando el poder y los recursos debido a que la política exterior británica empezaba a tener que hacerse cargo de otros problemas. De esta manera, los cambios en las relaciones internacionales en lugares que estaban lejos de Oriente Próximo ayudaron a conformar los acontecimientos posteriores a la era otomana en los territorios islámicos. Otro factor novedoso fue el comunismo marxista. Durante todo el período de entreguerras, las radiotransmisiones rusas a los países árabes apoyaron a los primeros comunistas árabes. Con todo, a pesar de la gran preocupación que suscitaba, el comunismo no fue capaz de superar la influencia revolucionaria más poderosa de la zona, el nacionalismo árabe, cuyo centro de atención, para el año 1938, había pasado a ser Palestina. Ese año se celebró un congreso en Siria para apoyar la causa árabe y palestina. Se estaba empezando a manifestar el resentimiento de los árabes por la brutalidad con que los franceses se habían desempeñado en Siria, al igual que la solidaridad árabe ante las protestas de los nacionalistas egipcios contra Gran Bretaña. Algunos pensaban que la fuerza del sentimiento panarabista sería capaz de superar por fin las divisiones de los reinos hachemitas.
Los acuerdos de los aliados durante la guerra también complicaron la historia de la propia Turquía (como pronto habría de volvérsela a llamar), patria de los otomanos. Gran Bretaña, Francia, Grecia e Italia se habían puesto de acuerdo sobre la parte del botín que correspondería a cada una de ellas; la única simplificación que trajo consigo la guerra fue la eliminación de la reivindicación rusa sobre Constantinopla, el Bósforo y los Dardanelos. Enfrentado a la invasión de franceses, griegos e italianos, el sultán firmó una paz humillante. Grecia obtuvo grandes concesiones, Armenia pasaría a ser un Estado independiente, y lo que quedaba de Turquía se dividió en zonas de influencia británica, francesa e italiana. La solución fue descaradamente imperialista y mucho más dura que el acuerdo de paz que se impuso a Alemania en Versalles. De esta manera, se restableció el control económico europeo.
Posteriormente, tuvo lugar la primera revisión con éxito de una parte del acuerdo de paz. En gran medida, se debió a la labor de un hombre, un antiguo Joven Turco y el único general otomano victorioso, Mustafá Kemal, que expulsó a los franceses y a los griegos después de haber amedrentado a los italianos hasta conseguir que abandonaran el país. Con la ayuda de los bolcheviques, aplastó a los armenios. Gran Bretaña decidió negociar y, en 1923, se firmó un segundo tratado con Turquía. Fue un triunfo del nacionalismo sobre las decisiones tomadas en París, y constituyó la única parte del acuerdo de paz que se negoció entre iguales en vez de imponerse a los derrotados. Asimismo, fue el único en el que participaron los negociadores rusos y fue más duradero que cualquiera de los demás tratados de paz. Desaparecieron las ventajas especiales para los europeos y los controles sobre las finanzas del país. Turquía renunció a sus reclamaciones sobre los territorios árabes y sobre las islas del mar Egeo: Chipre, Rodas y el Dodecaneso. Como consecuencia de todo ello, hubo grandes trasvases entre las poblaciones griega y turca (380.000 musulmanes abandonaron Grecia para ir a Turquía y 1.300.000 cristianos ortodoxos dejaron Turquía para vivir en Grecia), con lo que se acentuó el odio que estas gentes se profesaban. Con todo, a la luz de acontecimientos posteriores, podría considerarse que fue una de las operaciones de limpieza étnica más fructíferas en la región, ya que dejó tras de sí una situación menos peligrosa que la anterior. De esta manera, después de seis siglos quedó liquidado el imperio otomano situado fuera de Turquía. En 1923 nació una nueva república como Estado nacional. Puede decirse que en 1924 el califato sucedió en la historia al imperio. Este fue el fin de la era otomana y un nuevo principio de la historia de Turquía. Los turcos de la península de Anatolia pasaron a ser en ese momento, por primera vez en cinco o seis siglos, los ciudadanos mayoritarios de su Estado. Simbólicamente, la capital se trasladó de Estambul a Ankara.
Kemal, como le gustaba llamarse a sí mismo (el nombre significa «perfección»), era en parte un Pedro el Grande (aunque no estuvo interesado en la expansión territorial una vez que consiguió que se revisara el primer tratado de paz) y en parte un déspota ilustrado. También fue uno de los modernizadores más eficaces del siglo. Secularizó las leyes (siguiendo el modelo del código napoleónico), abandonó el calendario musulmán y, en 1928, reformó la constitución para retirar la declaración de que Turquía era un Estado islámico. A día de hoy, Turquía sigue siendo el único país de Oriente Próximo con población musulmana que ha adoptado el laicismo como principio. Desapareció la poligamia. En 1935, el día de descanso semanal, que antes era el viernes por ser el día santo del islam, pasó a ser el domingo, y se introdujo una palabra nueva en el vocabulario: vikend (período desde la una del mediodía del sábado hasta la medianoche del domingo). Se suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas. Se prohibió el uso del fez, que, a pesar de haber llegado de Europa, se consideraba musulmán. Kemal era consciente de la naturaleza radical del proceso de modernización que deseaba llevar a cabo y daba importancia a este tipo de símbolos. Eran solo signos, pero signos de algo muy importante: la sustitución de una sociedad islámica tradicional por una europea. Un ideólogo islámico urgió a sus correligionarios turcos a «pertenecer a la nación turca, la religión musulmana y la civilización europea», y no pareció ver dificultades en lograrlo. Se adoptó el alfabeto latino, lo cual tuvo una gran importancia en la educación, que desde entonces fue obligatoria hasta la enseñanza secundaria. En los libros de texto de las escuelas se reescribió la historia nacional; se decía que Adán había sido turco.
Kemal —a quien la Asamblea Nacional otorgó el nombre de Ataturk, o «Padre de los turcos»— fue una figura de una importancia extraordinaria. Fue lo que tal vez Mehmet Alí había querido ser: el primer transformador de un Estado islámico mediante la modernización. Sigue siendo una figura muy interesante; hasta su muerte, en 1938, pareció decidido a no dejar que su revolución se detuviera. El resultado fue la creación de un Estado que en su día, en algunos aspectos, estuvo entre los más avanzados del mundo. En Turquía, mucho más que en Europa, otorgar un nuevo papel a la mujer suponía una ruptura radical con el pasado, y en 1934 se aprobó el voto femenino. También se promovía el acceso de la mujer a la vida profesional.
Antes de 1914, la nación islámica más importante que no estaba gobernada por los imperios europeos ni por el otomano era Persia. Tanto Gran Bretaña como Rusia habían interferido en sus asuntos después de los acuerdos de 1907 sobre las zonas de influencia, pero el poder ruso decayó a partir de la Revolución bolchevique. Las fuerzas británicas siguieron operando en territorio persa hasta el final de la guerra. El sentimiento de hostilidad hacia los británicos se exacerbó al no permitirse a la delegación persa plantear sus pretensiones en la conferencia de paz. Hubo un período de confusión en el que los británicos trataron de encontrar los medios para resistir a los bolcheviques después de la retirada de sus tropas. El poder militar británico estaba sometido a excesivas exigencias, por lo que conservar Persia por la fuerza era algo totalmente impensable. Casi accidentalmente, un general británico descubrió al hombre adecuado para ello, aunque no todo salió según lo previsto.
El hombre en cuestión fue Reza Khan, un oficial que dirigió un golpe de Estado en 1921 y que, de inmediato, utilizó el temor de los bolcheviques a Gran Bretaña para acordar un tratado en el que se cedían todos los derechos y propiedades de Rusia en Persia y en el que los rusos se comprometían a retirar sus tropas. A continuación, Reza Khan derrotó a los separatistas que tenían apoyo británico. En 1925, la Asamblea Nacional le concedió poderes absolutos y, pocos meses después, fue proclamado «sha de shas». Gobernó hasta el año 1941 (en que los rusos y los británicos se pusieron de acuerdo para derrocarlo), en cierto sentido como un Kemal iraní. Demostró su afán de secularización con la abolición del velo y de las escuelas religiosas, pero no fue tan lejos en este aspecto como se había hecho en Turquía. En 1928 se abolieron los privilegios sobre jurisdicciones especiales para europeos, lo cual fue un paso simbólico importante; mientras tanto, el país avanzó en su industrialización y se mejoraron las comunicaciones. Se promovió el establecimiento de una estrecha relación con Turquía. Finalmente, en 1933, el hombre fuerte de Persia obtuvo su primer éxito importante en el nuevo arte de la diplomacia del petróleo, con la cancelación de la concesión que explotaba la Compañía de Petróleo Anglopersa. Cuando el gobierno británico llevó el asunto a la Sociedad de Naciones, Reza Sha obtuvo una gran victoria al pactarse una concesión nueva más favorable para su país, lo que constituyó la mejor demostración de la independencia de Persia. Se había abierto una nueva era en el golfo Pérsico, adecuadamente simbolizada en 1935 por el cambio oficial del nombre de la nación; Persia pasó a llamarse Irán. Dos años más tarde, la esposa del sha se mostró por primera vez en público desprovista del velo islámico.

5.  La Segunda Guerra Mundial
El estallido de otra guerra mundial demostró que la era del predominio de Europa había terminado definitivamente. Comenzó en 1939 y, al igual que la primera, empezó siendo una conflagración solo europea para terminar convirtiéndose en un conjunto de guerras. Exigió unos esfuerzos gigantescos, en un grado muy superior al de cualquier otra anterior. Los acontecimientos adquirieron unas proporciones que hicieron que nada quedara intacto, al margen ni en paz. De manera certera se la denominó guerra «total».
En el año 1939 ya se habían presentado muchos presagios, para quien pudiera verlos, de que una época de la historia estaba llegando a su fin. Aunque en 1919 se produjeron los últimos casos de control territorial por parte de potencias coloniales, el comportamiento de la más importante de ellas, Gran Bretaña, ponía de manifiesto que el imperialismo era ya un fenómeno a la defensiva, si no en franca retirada. La pujanza de Japón significaba que Europa ya no era el único centro de poder internacional; en 1921, un clarividente estadista sudafricano dijo que «la escena se ha trasladado de Europa al Lejano Oriente y al Pacífico». Hoy en día, su diagnóstico parece estar más justificado que nunca, pero, cuando fue formulado, las posibilidades de que China pudiera demostrar de nuevo su verdadero potencial en un breve plazo de tiempo no estaban ni mucho menos claras. Diez años después de que se hiciera tal afirmación, los cimientos económicos del predominio europeo se habían tambaleado de manera aún más evidente que los políticos; Estados Unidos, la mayor de las potencias industriales, tenía aún 10 millones de desempleados. Aunque ninguno de los países industrializados de Europa atravesaba en aquel momento por tantas dificultades, la confianza ciega en la buena salud de los fundamentos del sistema económico se había disipado para siempre. Aunque podría decirse que la industria se estaba reanimando en algunos países —en gran parte por el estímulo que suponía el rearme—, los intentos de basar la recuperación en la cooperación internacional terminaron con el fracaso de la Conferencia Económica Internacional de 1933. A partir de entonces, cada país actuó por su cuenta y riesgo; incluso el Reino Unido abandonó finalmente el libre comercio. El principio del laissez-faire había muerto, por mucho que se siguiera hablando de él. En 1939, los gobiernos interferían deliberadamente en la economía, como nunca lo habían hecho desde los tiempos del apogeo del mercantilismo.
Al igual que se habían desvanecido las creencias del siglo XIX en materia política y económica, lo mismo puede decirse de las ideas imperantes en otros aspectos. Es más difícil hablar de tendencias intelectuales y emocionales que de tendencias políticas y económicas, pero, aunque muchas personas seguían aferradas a viejos axiomas, para las minorías que estaban a la vanguardia del pensamiento y de la opinión, las antiguas bases ya no eran firmes. Muchas personas seguían asistiendo a los oficios religiosos —aunque eran minoría, incluso en los países católicos—, pero el grueso de la población de las ciudades industriales vivía en un mundo post cristiano al que no le habría importado gran cosa la supresión de las instituciones y símbolos religiosos. Los intelectuales se encontraban en el mismo caso; tal vez se enfrentaban a un problema aún mayor que el de la pérdida de la fe religiosa, ya que muchas de las ideas liberales que habían desplazado al cristianismo en el siglo XVIII, estaban a su vez siendo arrinconadas. En las décadas de 1920 y 1930, las certezas liberales en relación con la autonomía del individuo y los criterios morales objetivos, la racionalidad, la autoridad de los padres, así como en relación con un universo explicable, parecían estar desapareciendo de la misma manera que la fe en el libre comercio.
Los síntomas eran muy evidentes en el arte. Durante tres o cuatro siglos, desde la época del humanismo, los europeos habían creído que el arte expresaba afanes, percepciones y placeres accesibles en principio a las personas corrientes, aunque pudieran elevarse a un grado excepcional de perfección en su ejecución, o recrearse especialmente en la forma, de manera tal que no todas las personas pudieran siempre disfrutarlos. En cualquier caso, en relación con aquella época, puede mantenerse la idea de la persona culta que, con el debido tiempo y estudio, podía distinguir y enjuiciar las manifestaciones artísticas de su tiempo, ya que eran expresión de una cultura y unos modelos estéticos determinados. Esta idea dejó de estar del todo clara cuando, en el siglo XIX, siguiendo la estela del movimiento romántico, se idealizaba al artista como un genio —Beethoven fue uno de los primeros ejemplos— y se formuló el concepto de «vanguardia».
Más adelante, en la primera década del siglo XX, era ya muy difícil, incluso para unos ojos y oídos bien preparados, apreciar el verdadero valor artístico de muchas de las obras contemporáneas. Podemos apreciar lo anterior en la gradual distorsión de la imagen en la pintura. Al principio, aunque abandonado ya el estilo figurativo, existía un nexo de unión con la tradición que se mantuvo hasta la época del cubismo, si bien, para entonces, hacía tiempo que el «hombre culto» medio —concepto que tal vez ya no tuviera demasiado sentido— ya no era capaz de seguir las tendencias de las artes con un criterio bien definido. Los artistas se fueron recluyendo en un caos de visiones subjetivas cada vez menos accesible, que culminaron en el dadaísmo y el surrealismo. Los años posteriores a 1918 tienen un interés extraordinario como consumación de la desintegración en el arte; con el surrealismo desapareció incluso la idea de «lo objetivo», por no hablar de su representación. Como dijo un pintor surrealista, el movimiento buscaba un «pensamiento sin ningún control de la razón, fuera de cualquier preocupación estética o moral». Por medio del azar, el simbolismo, el impacto, la sugestión y la violencia, los surrealistas buscaban ir más allá de la propia conciencia. Al hacerlo, estaban explorando las mismas ideas y emociones que muchos escritores y músicos de la época.
Estos fenómenos dan fe, de muy diferentes maneras, de la decadencia de la cultura liberal que siguió al alto grado de civilización alcanzado en la era europea. Es muy significativo que estos movimientos desintegradores estuvieran con frecuencia provocados por la sensación de que la cultura tradicional estaba limitada por no haber contado con los recursos de la emoción y la experiencia que provienen del inconsciente. Probablemente, pocos de los artistas que habrían estado de acuerdo con lo anterior habían leído las obras del hombre que, más que ninguno otro, dio al siglo XX un lenguaje y un conjunto de metáforas para explorar el inconsciente y transmitió la idea de que los secretos de la vida residían en él.
Este hombre fue Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis. Pensaba que tenía un lugar en la historia de la cultura junto a Copérnico o Darwin, ya que cambió la manera que las personas tenían de pensar sobre sí mismas. Freud establecía comparaciones sacadas del mundo de lo consciente, al describir la idea del inconsciente como la tercera gran «bofetada» recibida por el narcisismo de la humanidad, después de las que le habían propinado el heliocentrismo y la teoría de la evolución. Introdujo varias ideas nuevas dentro del discurso habitual: el hecho de que demos un significado especial a las palabras obsesión o complejo y la aparición de expresiones que ya nos son familiares como «desliz freudiano» o «libido», son muestras de la importancia de sus enseñanzas. Su influencia se extendió rápidamente, afectando a la literatura, las relaciones personales, la educación y la política. Como las palabras de muchos profetas, su mensaje fue a menudo distorsionado. Lo que se creía que este hombre había dicho era mucho más importante que los estudios clínicos concretos que constituyeron su contribución a la ciencia. Al igual que en los casos de Newton o de Darwin, más que en la ciencia, ámbito donde su influencia fue menor que la de aquellos, la importancia de Freud residía en el hecho de que aportara una nueva mitología, que por cierto iba a tener una gran capacidad de erosión.
El mensaje que Freud transmitió fue que el inconsciente es el auténtico motor del comportamiento humano más significativo, que los valores y actitudes morales son proyecciones de las influencias que han moldeado ese inconsciente, y que, por lo tanto, la idea de responsabilidad es, en el mejor de los casos, un mito, probablemente peligroso, y que la propia racionalidad es quizá una ilusión. El hecho de que, de ser verdad todo esto, las mismas afirmaciones de Freud carecerían de sentido, no tenía demasiada importancia. Muchas personas creyeron que había demostrado lo que afirmaba, y muchas lo siguen creyendo. Ese conjunto de ideas ponían en cuestión los cimientos de la civilización liberal y el concepto de persona racional, responsable y conscientemente motivada; ahí radicaba su verdadera importancia.
El pensamiento de Freud no fue la única fuerza intelectual que contribuyó a que se perdiera la certidumbre sobre las creencias y a que aflorara el sentimiento de que las bases sobre las que la condición humana se sustenta no son firmes, pero fue la que tuvo una influencia más clara en el período de entreguerras. Después de devanarse los sesos con los conceptos aportados por Freud, o con el caos reinante en el arte, o con la ininteligibilidad de un mundo científico que parecía abandonar súbitamente a Laplace y a Newton, la gente se lanzó a la búsqueda angustiada de nuevas mitologías y valores en los que poder inspirarse. En el ámbito de la política, por ejemplo, esto condujo al fascismo, al marxismo y al más irracional de todos los sentimientos, el nacionalismo extremo. La tolerancia, la democracia o las libertades del individuo ya no inspiraban ni motivaban a la gente.
En la década de 1930, la creciente incertidumbre y los malos augurios oscurecían el panorama internacional. El centro de estas inquietudes estaba en Europa, en el problema alemán, que amenazaba con llevar el mundo a una convulsión mayor que la que podría producir Japón. Alemania no había sido destruida por completo en 1918, por lo que era lógico pensar que un día podría tratar de hacer valer de nuevo todo su potencial. Su situación geográfica, su población y su capacidad industrial hacían que, de una manera u otra, Alemania estuviera destinada a dominar el centro de Europa, eclipsando a Francia. Lo que no estaba claro para los demás países era si podían enfrentarse a esto sin tener que recurrir a las armas; solo unos cuantos excéntricos pensaban que el problema podría solucionarse dividiendo a Alemania y llevándola a la situación anterior a 1871.
Los alemanes empezaron enseguida a exigir la revisión del Tratado de Versalles. A pesar de que en la década de 1920 esta cuestión se trató con buena voluntad, terminó por hacerse incontrolable. Las reparaciones de guerra de Versalles fueron disminuidas gradualmente y los tratados de Locarno parecieron ser un importante paso adelante, ya que Alemania aceptó en ellos el acuerdo territorial en el oeste de Europa que se había pactado en Versalles. De todas formas, quedó sin cerrar la cuestión de los territorios del este y, sobre todo, quedó en el aire la más importante de todas: ¿cómo podría un país potencialmente tan poderoso como Alemania relacionarse con sus vecinos de manera equilibrada y pacífica, teniendo en cuenta la especial experiencia histórica y la idiosincrasia de los alemanes?
Casi todo el mundo pensaba que esto se había solucionado con la creación de una república democrática alemana cuyas instituciones procederían a reconstruir, de manera pacífica y tolerante, la sociedad y la civilización del país. Ciertamente, la constitución de la República de Weimar (llamada así por el lugar donde se reunió su asamblea constituyente) era muy liberal, pero, ya desde el principio, había demasiados alemanes que no estaban de acuerdo con ella. Cuando la depresión económica destruyó la frágil base sobre la que descansaba la república de Alemania y desencadenó las destructivas fuerzas nacionalistas y sociales que habían estado ocultas, se puso de manifiesto que pensar que Weimar había solucionado el problema alemán no era sino una ilusión.
En ese momento, contener a Alemania pasó a ser otra vez un problema internacional. Sin embargo, por diversas razones, la década de 1930 no resultó muy prometedora en este sentido. Para empezar, algunas de las peores consecuencias de la crisis económica mundial se hicieron notar en las débiles economías agrícolas de los nuevos estados de Europa central y oriental. Francia siempre había buscado aliados en el este de Europa para el caso de un resurgimiento alemán, pero en aquel momento esos posibles aliados estaban seriamente debilitados. Además, la propia existencia de estos hacía doblemente difícil involucrar a Rusia, de nuevo sin duda una gran potencia (aunque misteriosa), en la contención de Alemania. Sus características ideológicas eran un obstáculo para la colaboración con el Reino Unido y Francia, además de la dificultad estratégica que entrañaba su lejanía. Un ejército ruso no podría llegar a Europa central sin atravesar uno o más de los países del este del continente, cuya corta vida estaba siendo presidida por el miedo a Rusia y al comunismo. Después de todo, Rumanía, Polonia y los estados bálticos se habían creado, en gran medida, a partir de antiguos territorios rusos.
Tampoco Estados Unidos era una ayuda. La tendencia de la política estadounidense, desde que Wilson no consiguió convencer a sus conciudadanos de que debían unirse a la Sociedad de Naciones, se había caracterizado por un ensimismado aislamiento que, por supuesto, estaba de acuerdo con la tradición del país. Los norteamericanos que habían combatido en Europa no querían repetir la experiencia. Aparentemente justificado por el boom de la década de 1920, el aislamiento fue paradójicamente confirmado por la depresión de la década de 1930. Cuando los estadounidenses no culpaban vagamente a Europa de sus problemas —la cuestión de las deudas de los tiempos de guerra tenía un gran impacto psicológico porque se consideraba que estaba ligada a los problemas económicos internacionales, como de hecho así era, aunque no tanto como pensaban los norteamericanos—, sentían desconfianza ante una nueva implicación en los problemas europeos. Después de todo, con la depresión en la que estaba sumido el país, tenían más que suficiente. Estados Unidos, con la elección como presidente, en 1932, del candidato del Partido Demócrata, estaba, de hecho, comenzando una importante época de cambio que terminaría por disipar el desánimo, pero esto no podía preverse en ese momento.
La siguiente fase de la historia de Estados Unidos iba a estar dirigida por los demócratas durante cinco mandatos presidenciales consecutivos. En los cuatro primeros, las elecciones las ganaría el mismo hombre: Franklin Roosevelt. Casi no existían precedentes de que una misma persona fuera candidata a la presidencia cuatro veces seguidas (solo el socialista Eugene Debs lo fue, aunque sin éxito). Que ganara las elecciones en las cuatro ocasiones era algo asombroso, y que lo hiciera (en todas ellas) con la mayoría absoluta del voto popular era algo así como una revolución. Ningún otro candidato demócrata anterior, desde la guerra civil, había obtenido esa mayoría absoluta (y ninguno otro lo conseguiría hasta 1964). Además, Roosevelt era un hombre rico, una figura patricia. Por eso resulta tan sorprendente que surgiera como uno de los líderes más importantes de principios del siglo XX. Llegó al poder después de una contienda electoral que se planteó básicamente como la de la esperanza contra la desesperación. Ofreció confianza y prometió actuar para acabar con la plaga de la depresión económica. Su victoria fue seguida de una transformación política: la construcción de una hegemonía demócrata basada en un conjunto de electores hasta entonces desdeñados —los del Sur, los pobres, los granjeros, los negros, los intelectuales liberales progresistas— que arrastraron más apoyos a la estela del éxito electoral.
Todo esto era en cierta manera ilusorio. En 1939, el llamado «New Deal» («Nuevo Trato») en el que se había embarcado la administración Roosevelt aún no estaba combatiendo satisfactoriamente la crisis económica. Sin embargo, sí que cambió el enfoque del funcionamiento del capitalismo estadounidense y de sus relaciones con el gobierno. Se emprendió un ambicioso plan para aliviar el problema del paro mediante el seguro de desempleo, se invirtieron millones de dólares en obras públicas, se introdujeron nuevas normas económicas y se inició un gran experimento sobre propiedad pública en un plan hidroeléctrico para el valle del Tennessee. Se estaba dando al capitalismo una nueva esperanza y un nuevo contexto gubernamental. En los tiempos del New Deal, las autoridades federales absorbieron parte del poder local de la sociedad estadounidense y de los estados federados, de una importancia sin precedentes en tiempos de paz, que con el paso del tiempo se ha impuesto como algo irreversible. La política estadounidense reflejaba las mismas tensiones en relación con el colectivismo que afectaron a otros países en el siglo XX. También en este sentido, la era Roosevelt fue históricamente decisiva. Cambió el curso de la historia constitucional y de la política estadounidense como nada ni nadie lo habían hecho desde la guerra civil y, de paso, ofreció al mundo una alternativa democrática al fascismo y al comunismo, proporcionando una versión liberal de la intervención gubernamental a gran escala en la economía. Este logro es tanto más admirable si se tiene en cuenta que se basó casi por completo en las decisiones de los políticos comprometidos con el proceso democrático y no en los argumentos de los economistas, algunos de los cuales ya defendían una mayor centralización de la economía en los países capitalistas. Fue una sorprendente demostración de la capacidad del sistema político estadounidense de dar a la población lo que esta creía querer.
En materia de política internacional, el sistema administrativo solo podía ofrecer lo que la mayoría de los ciudadanos estuvieran dispuestos a aceptar. Roosevelt era mucho más consciente que la mayoría de sus compatriotas del peligro del persistente aislamiento de la nación en relación con los problemas de Europa. Aun así, tenía que expresar lo que pensaba solo de manera gradual. No pudiéndose contar, por tanto, ni con Rusia ni con Estados Unidos, solo quedaban las grandes potencias de Europa occidental para oponerse a Alemania en caso de que esta resurgiera. Gran Bretaña y Francia no estaban en una buena situación para actuar como policías de Europa. Recordaban las dificultades que tuvieron para tratar con el problema alemán, incluso cuando tenían a Rusia de su lado. Además, desde 1918 habían estado en desacuerdo sobre muchas cuestiones. Por otro lado, estaban militarmente debilitadas. Francia, consciente de su inferioridad en cuanto a efectivos humanos en caso de un rearme alemán, había invertido en un programa de defensa estratégica mediante fortificaciones, que tenían un aspecto imponente pero que, en la práctica, le privaban de la capacidad de actuar a la ofensiva. La Marina Real británica ya no tenía una supremacía totalmente indiscutible sobre cualquier otra ni podía, como en 1914, limitarse a concentrar sus recursos en aguas europeas. Los gobiernos británicos llevaban tiempo tratando de reducir los gastos armamentísticos en un momento en el que sus obligaciones a lo largo y ancho del mundo implicaban la utilización de más y más recursos. La depresión económica acentuó este problema; se temía que el coste del rearme podría perjudicar la recuperación al provocar una inflación. Por otro lado, muchos ciudadanos británicos opinaban que las quejas de Alemania eran justas. Estaban dispuestos a hacer concesiones en nombre del nacionalismo y la autodeterminación de Alemania, incluso devolviéndole antiguas colonias germanas. Por otro lado, tanto Gran Bretaña como Francia estaban preocupadas con el país que era el comodín más importante de la baraja europea: Italia. Con Mussolini en el poder, la esperanza de que pudiera alinearse con ellas en contra de Alemania había desaparecido para el año 1938.
La desconfianza surgió a causa del inoportuno intento por parte de Italia de participar en la lucha por África invadiendo Etiopía en 1935. Esto planteó la cuestión de qué debería hacer la Sociedad de Naciones, ya que, evidentemente, el ataque de uno de sus miembros a otro iba en contra de su Carta. Francia y Gran Bretaña quedaron en una situación incómoda. En su condición de grandes potencias, de potencias mediterráneas y de potencias coloniales en África estaban obligadas a liderar la oposición a la agresión, pero no lo hicieron con la suficiente energía y convicción porque temían enemistarse con una Italia a la que querían a su lado en contra de Alemania. El resultado fue el peor de todos los posibles. La Sociedad de Naciones no consiguió controlar la agresión y, además, Italia quedó desairada. Etiopía perdió su independencia, aunque, como se vio más adelante, solo durante seis años.
Esta fue una de las ocasiones en las que, con la perspectiva del tiempo, parecía que se había cometido un error fatídico. Pero es difícil decir a posteriori en qué momento pasó a estar fuera de control la situación que estos hechos produjeron. De todas formas, el hecho decisivo más importante fue el surgimiento en Alemania de un régimen mucho más radical y despiadadamente oportunista, que había estado precedido de una depresión económica que lo había hecho posible. El colapso económico tuvo, además, otra consecuencia importante. Hizo posible una interpretación ideológica de los acontecimientos de la década de 1930, lo que los enconó aún más. Dada la intensificación del conflicto de clases que el colapso económico produjo, los políticos más partidistas a menudo tendían a interpretar el desarrollo de las relaciones internacionales en términos de fascismo frente a comunismo, e incluso de derecha frente a izquierda, o de democracia frente a dictadura. Estas dicotomías se acentuaron cuando Mussolini, enfadado por las reacciones de Gran Bretaña y Francia ante la invasión de Etiopía, entró en alianza con Alemania y empezó a hablar de una cruzada anticomunista, lo cual sembraba aún más confusión. Todas las interpretaciones ideológicas de los asuntos internacionales en la década de 1930 enmascaraban el protagonismo del problema alemán y, por lo tanto, hacían más difícil afrontarlo.
También era importante la propaganda rusa. Durante la década de 1930, su situación interna era precaria. El programa de industrialización imponía grandes sacrificios y tensiones, que se intentaron afrontar —aunque tal vez también se acentuaron— con una intensificación implacable de la dictadura, que se tradujo no solo en la lucha con los campesinos con motivo de la colectivización, sino en la aplicación, a partir del año 1934, de un régimen de terror contra los cuadros del propio sistema. En cinco años, millones de rusos fueron ejecutados, recluidos en prisión, deportados o condenados a trabajos forzados. El mundo miraba asombrado cómo grandes cantidades de acusados se humillaban con grotescas «confesiones» ante los tribunales soviéticos. Cayeron nueve de cada diez generales del ejército, así como también, se ha calculado, la mitad de los miembros del cuerpo de oficiales. En esos años, una nueva élite comunista sustituyó a la anterior; para 1939, habían sido arrestados más de la mitad de los delegados que asistieron al congreso del partido de 1934. Para quienes no lo estaban viviendo, era muy difícil estar seguros de qué era lo que pasaba, pero estaba claro que Rusia no era un Estado civilizado, ni liberal, ni necesariamente un potencial aliado muy poderoso.
La situación de Rusia afectaba aún más directamente al panorama internacional por la propaganda que la acompañaba. Sin duda, el fenómeno estaba alimentado por el fomento deliberado dentro de Rusia de una mentalidad de asedio; lejos de distenderse, la visión del mundo en términos de «nosotros» frente a «ellos», que había surgido del dogma marxista y de las intervenciones que tuvieron lugar entre 1918 y 1922, se vio afianzada en la década de 1930. Mientras esta manera de pensar cuajaba en el interior de Rusia, lo mismo ocurría en el exterior con la doctrina que predicaba el Komintern sobre la lucha internacional de clases. El efecto combinado era previsible. Los temores de los conservadores de todos los países se intensificaron. Parecía lógico pensar que cualquier concesión a la izquierda, o incluso a fuerzas moderadamente progresistas, era una victoria de los bolcheviques. Con el endurecimiento de las posturas de la derecha, los comunistas se armaban de razones para creer que el conflicto de clases y la revolución eran inevitables.
Sin embargo, no se produjo ninguna revolución izquierdista que tuviera éxito. El peligro revolucionario había disminuido rápidamente después de los años de la inmediata posguerra. Durante parte de la década de 1920, los laboristas gobernaron en Gran Bretaña, pacíficamente y sin sobresaltos. En 1931 se produjo un colapso económico, y los laboristas fueron sustituidos por coaliciones conservadoras, con un enorme apoyo electoral, que gobernaron de acuerdo con la tradición de reformas sociales y administrativas progresivas, aunque un poco asistemáticas, que había dirigido el avance de Gran Bretaña hacia el llamado «Estado del bienestar». Esta forma de actuar se había seguido de manera aún más clara en los países escandinavos, que a menudo despertaban admiración por su combinación de democracia política y socialismo práctico, así como por el contraste que representaban en relación con el comunismo. Incluso en Francia, donde existía un partido comunista numeroso y activo, no parecía que la mayoría del electorado fuera a aceptar sus objetivos, incluso después de la depresión económica. En Alemania, antes de 1933, el Partido Comunista había conseguido muchos votos, pero nunca pudo arrebatar a los socialdemócratas el control del movimiento de la clase trabajadora. En países menos desarrollados que estos, el éxito revolucionario de los comunistas fue incluso menor. En España tuvieron que competir con los socialistas y los anarquistas; ciertamente, los conservadores españoles les temían y podían tener razones para recelar también lo que pensaban que era un deslizamiento hacia la revolución social bajo el régimen republicano que se estableció en 1931, pero no puede decirse que el comunismo español constituyera una amenaza.
Sin embargo, las interpretaciones ideológicas tenían un gran atractivo en otras esferas aparte del comunismo. Esto se manifestó claramente al acceder al poder en Alemania un nuevo dirigente, Adolf Hitler, cuyo éxito hace que sea muy difícil negarle talento político, a pesar de que persiguió unos objetivos que nos hacen pensar que no era una persona del todo cuerda. A principios de la década de 1920, Hitler era solo un agitador frustrado que había fracasado en su intento de derrocar a un gobierno (el bávaro) y que vertió sus ideas obsesivamente nacionalistas y su antisemitismo no solo en discursos hipnóticamente eficaces, sino también en un libro largo, mal estructurado y semi autobiográfico que pocas personas leyeron. En 1933, el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores que dirigía este hombre («el Partido Nazi») tuvo el suficiente apoyo electoral como para que le nombraran canciller de la República alemana. Políticamente, esta pudo ser la decisión más trascendental del siglo. Significó una revolución para Alemania y marcó un rumbo agresivo a esta nación, que terminó por destruir a la vieja Europa y a la propia Alemania, dando paso a un nuevo mundo.
Aunque los mensajes de Hitler eran sencillos, el atractivo que ejercía este hombre era complejo. Defendía la idea de que los problemas de Alemania tenían causas identificables. Una de ellas era el Tratado de Versalles, otra el capitalismo internacional y una tercera, las actividades supuestamente antinacionales de los marxistas alemanes y de los judíos. También decía que la erradicación de los males políticos alemanes tenía que ir acompañada de la renovación de la sociedad y la cultura alemanas, y que eso pasaba por la depuración de la condición biológica de los alemanes mediante la eliminación de los componentes no arios.
En 1922, este mensaje no llevó muy lejos a Hitler; en 1930, hizo que obtuviera 107 escaños en el Parlamento alemán; más que los comunistas, que solo lograron 77. Los nazis se estaban viendo beneficiados por el colapso económico, y las cosas iban a ir aún a peor. Hay varias razones que explican por qué los nazis recogieron su cosecha política, pero una de las más importantes es que los comunistas dedicaron tanta energía a luchar contra los socialistas, sus otros oponentes, como la que emplearon en enfrentarse a ellos. A lo largo de la década de 1920, esto supuso una desventaja decisiva para la izquierda alemana. Otra de las razones fue que el sentimiento antisemita, que también fue exacerbado por el colapso económico, había aumentado en los tiempos de la república democrática. El antisemitismo, como el nacionalismo, tenía un atractivo como explicación de los problemas de Alemania que no conocía de clases sociales, a diferencia de la, igualmente simple, explicación que daban los marxistas en clave de lucha de clases, que naturalmente disgustaba a algunos y (eso se suponía) atraía a otros.
Para el año 1930, los nazis habían demostrado que eran una fuerza con la que había que contar. Recibían apoyo y ganaban adeptos sobre todo entre quienes veían en sus bandas de lucha callejera un seguro contra el comunismo, entre los nacionalistas que eran partidarios del rearme y de la revisión del acuerdo de paz de Versalles, y entre los políticos conservadores que veían a Hitler como a un líder de partido como cualquier otro, que podría serles útil en aquel momento. A base de complicadas maniobras, en 1932 los nazis llegaron a ser el partido con más representación en el Parlamento alemán, aunque sin mayoría de escaños. En enero de 1933, Hitler fue llamado por el presidente de la república para asumir el cargo de canciller, de acuerdo con la constitución. Con posterioridad, se celebraron nuevas elecciones en las que el monopolio de la radio y la utilización de métodos intimidatorios siguieron sin proporcionar a los nazis la mayoría absoluta de escaños; no obstante, la alcanzaron con el apoyo de algunos representantes parlamentarios de la derecha que votaron a favor de otorgar poderes especiales al gobierno, el más importante de los cuales fue la facultad de gobernar por decreto en casos de emergencia. Este fue el final del Parlamento y de la soberanía parlamentaria. Amparados en estos poderes, los nazis llevaron a cabo una destrucción completa de las instituciones democráticas. En 1939 no había prácticamente ningún sector de la sociedad alemana que no estuviera controlado o sometido a ellos. También los conservadores habían perdido la batalla. Pronto se dieron cuenta de que la intromisión de los nazis en la independencia de los poderes fácticos tradicionales estaba abocada a llegar muy lejos.
Como en la Rusia de Stalin, el régimen nazi se basó en gran medida en la utilización implacable del terror contra sus enemigos. Pronto fue dirigido contra los judíos, mientras una Europa estupefacta era testigo de la reedición, en una de sus sociedades más avanzadas, de los pogromos de la Europa medieval o de la Rusia de los zares. Esto era realmente tan asombroso que muchas personas fuera de Alemania no podían creer lo que estaba pasando. La confusión existente sobre la naturaleza del régimen hacía aún más difícil tratar con él. Algunos consideraban que Hitler era simplemente un líder nacionalista que se esforzaba, como Ataturk, en la regeneración de su país y en la reafirmación de sus legítimos derechos. Otros lo veían como el dirigente de una cruzada contra el bolchevismo. Incluso cuando la gente solo pensaba que podría ser una barrera útil para defenderse del comunismo, esta percepción hacía que las personas de izquierdas le consideraran un instrumento del capitalismo. Sin embargo, no existe una fórmula sencilla para comprender a Hitler ni sus objetivos —e incluso sigue habiendo un gran desacuerdo sobre cuáles eran esos objetivos—, y, probablemente, una aproximación razonable a la verdad esté simplemente en entender que encarnó la expresión del resentimiento y la exasperación de la sociedad alemana en su forma más negativa y destructiva, llevándola a extremos monstruosos. Cuando pudo dar rienda suelta a su personalidad, ayudado por el desastre económico, el cinismo político y una correlación de fuerzas internacionales que le era favorable, Hitler puso en acción esas cualidades negativas a costa de todos los europeos, incluidos sus propios compatriotas.
El camino que condujo otra vez a la guerra a Alemania en 1939 es complicado. Aún es posible discutir si hubo alguna posibilidad de evitar lo que ocurrió y, en caso de ser así, qué es lo que pudo hacerse. Evidentemente, el momento en que Mussolini, que hasta entonces recelaba de las ambiciones de Alemania en relación con Europa central, se alió con Hitler, revistió una gran importancia. Después de que el dirigente italiano fuera aislado políticamente por los británicos y los franceses a causa de su aventura en Etiopía, estalló en España una guerra civil al rebelarse un grupo de generales contra la República española, de signo izquierdista. Tanto Hitler como Mussolini enviaron contingentes militares para apoyar al general Franco, el hombre que se erigió en líder de la sublevación. Este hecho, más que ningún otro, proporcionó un componente ideológico a las diferencias entre los europeos. Se identificó a Hitler, Mussolini y Franco como «fascistas», y los responsables de la política exterior rusa empezaron a coordinar el apoyo a España por parte de los países occidentales, permitiendo que los comunistas de cada país dejaran de atacar a otros partidos de izquierdas y promoviendo la formación de «frentes populares». De esta manera, el conflicto español empezó a verse como una confrontación pura y simple entre la derecha y la izquierda; esto suponía una distorsión de la realidad que hacía que la gente pensara en Europa como un continente dividido en dos bandos.
A esas alturas, los gobiernos de Gran Bretaña y Francia eran muy conscientes de las dificultades de tratar con Alemania. Hitler ya había anunciado en 1935 el comienzo del rearme alemán, prohibido por el Tratado de Versalles, con lo que los británicos y los franceses quedarían en una situación de debilidad mientras no llevaran a cabo su propio rearme. La primera consecuencia de todo esto se puso de manifiesto ante el mundo cuando tropas germanas penetraron en la zona desmilitarizada del Rin de la que Alemania había sido excluida en Versalles. Nadie intentó detener esta maniobra. Una vez que la guerra civil española hubo aumentado la confusión en la opinión pública tanto en Gran Bretaña como en Francia, Hitler se apoderó de Austria. Parecía difícil hacer cumplir los términos de Versalles, que, entre otras cosas, prohibían la fusión de Alemania y Austria, ya que la unión de estos dos países podía presentarse ante los ojos de los ciudadanos franceses y británicos como la reacción legítima de un nacionalismo agraviado. La república austríaca había tenido problemas internos desde hacía mucho tiempo. El Anschluss (como se llamó a la unión con Alemania) se produjo en marzo de 1938. En el otoño de ese mismo año tuvo lugar la siguiente agresión alemana: la incorporación de parte de Checoslovaquia. Nuevamente, el hecho se justificó por el engañoso derecho de autodeterminación. Por un lado, los territorios en cuestión eran tan importantes que su pérdida ponía en peligro la futura autodefensa de Checoslovaquia, pero había en ellos muchos habitantes alemanes. Al año siguiente, con los mismos pretextos, los alemanes ocuparon Memel. Hitler estaba cumpliendo poco a poco el viejo sueño que había caído en el olvido desde que Prusia derrotó a Austria: el de una Gran Alemania unida, compuesta por todos los territorios donde vivieran personas de sangre germana.
El desmembramiento de Checoslovaquia constituyó de alguna manera un momento decisivo. Se consumó mediante una serie de acuerdos alcanzados en Munich en septiembre de 1938, de los que fueron protagonistas especiales Gran Bretaña y Alemania. Este fue el último esfuerzo de la política exterior británica de intentar contentar a Hitler. El primer ministro británico dudaba aún demasiado de hasta dónde había llegado el rearme de Alemania como para resistirse y, por otro lado, esperaba que si el último grupo importante de alemanes dependientes de un gobierno extranjero pasaba a estar bajo la autoridad de su patria, Hitler se quedaría sin argumentos para seguir exigiendo la revisión del Tratado de Versalles, el cual, en cualquier caso, había quedado ya muy maltrecho.
Estaba equivocado, ya que Hitler siguió desarrollando sus planes de expansión con las miras puestas en los territorios eslavos. El primer paso fue la absorción, en marzo de 1939, de lo que quedaba de Checoslovaquia. Esto planteó la cuestión del acuerdo polaco de 1919. Hitler estaba contrariado con el llamado «corredor polaco» que separaba a Prusia Oriental de Alemania, y donde se encontraba Danzig, una antigua ciudad alemana a la que en 1919 se otorgó un estatus internacional. Llegado este momento, el gobierno británico, aunque no muy convencido, cambió de estrategia y ofreció garantías a Polonia, Rumanía, Grecia y Turquía frente a una posible agresión, y comenzó a negociar cautelosamente con Rusia.
La política de Rusia en aquellos tiempos sigue siendo difícil de interpretar. Parece que Stalin dejó que la guerra civil española se prolongara, ayudando al bando republicano, en tanto en cuanto parecía que estaba distrayendo la atención de Alemania, pero más tarde buscó otras maneras de ganar tiempo con vistas al ataque desde Occidente que siempre había temido. Para él, era probable que Gran Bretaña y Francia, que verían con alivio como el peligro al que se habían enfrentado durante tanto tiempo se dirigía contra el Estado de los trabajadores, alentaran un ataque alemán contra Rusia. Sin duda lo habrían hecho. En cualquier caso, había pocas posibilidades de colaborar con Gran Bretaña o Francia para oponerse a Hitler, incluso aunque estas estuvieran dispuestas a hacerlo, ya que un ejército ruso no podría llegar a Alemania más que atravesando Polonia, lo cual los polacos nunca permitirían. En consecuencia, como señaló un diplomático ruso a un colega francés al enterarse de las decisiones tomadas en Munich, no había otra cosa que hacer que proceder a una cuarta partición de Polonia. Esta fue acordada en el verano de 1939. Después de haberse reprochado mutuamente con dureza los excesos del bolchevismo, la barbarie eslava y la explotación fascista-capitalista, en agosto Alemania y Rusia llegaron a un acuerdo que disponía el reparto de Polonia entre las dos; no cabe duda de que los estados autoritarios disfrutan de una gran flexibilidad en su conducta diplomática. Con este bagaje, Hitler invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939, y de esta manera dio comienzo la Segunda Guerra Mundial. Dos días después, Gran Bretaña y Francia cumplieron la garantía dada a Polonia y declararon la guerra a Alemania.
Los gobiernos de estos dos países no fueron especialmente agudos al tomar esta decisión, ya que era evidente que no podían ayudar a Polonia. Esta desdichada nación desapareció una vez más, dividida por la intervención de las tropas rusas y alemanas, alrededor de un mes después del estallido de la guerra. Pero no haber hecho nada hubiera significado dar su consentimiento al dominio de Europa por Alemania, ya que ninguna otra nación habría considerado a partir de entonces que el apoyo de Gran Bretaña o de Francia tenía valor alguno. Así que, con preocupación y sin el enardecimiento de 1914, las dos únicas grandes potencias constitucionales de Europa se vieron enfrentadas a un régimen totalitario. Ni los ciudadanos de los dos países ni sus gobiernos estaban muy entusiasmados ante la perspectiva, y, además, el declive de las fuerzas liberales y demócratas desde 1918 les dejaba en una posición mucho más débil que la que habían tenido los aliados en 1914, pero con la exasperación que les había producido la larga serie de agresiones y promesas incumplidas de Hitler les era difícil concebir qué tipo de paz podía alcanzarse que les garantizara la seguridad. La causa más importante de la guerra fue, como en 1914, el nacionalismo alemán. Pero, mientras que en la ocasión precedente Alemania había ido a la guerra porque se sentía amenazada, esta vez Gran Bretaña y Francia respondían al peligro que representaba la expansión alemana. Ahora eran ellas las que se sentían amenazadas.
Ante la sorpresa de muchos observadores y el alivio de algunos, durante los primeros seis meses de guerra no ocurrió prácticamente nada una vez que finalizó la rápida campaña polaca. Enseguida estuvo claro que las fuerzas mecanizadas y el poderío aéreo iban a desempeñar en esta ocasión un papel mucho más importante que en la conflagración de 1914-1918. El recuerdo de las carnicerías del Somme y de Verdún estaba demasiado cercano como para que los británicos y franceses planearan algo que no fuera una ofensiva económica; el arma del bloqueo, confiaban, sería eficaz. Por su lado, Hitler no quería causarles problemas porque estaba deseoso de firmar la paz. No se salió del punto muerto hasta que Gran Bretaña trató de intensificar el bloqueo en aguas escandinavas. Curiosamente, esto coincidió con una ofensiva alemana para garantizar el suministro de mineral de hierro que culminó con la conquista de Noruega y Dinamarca. El ataque que lanzó Alemania el día 9 de abril de 1940 abrió un período de lucha tremenda. Apenas un mes más tarde, los alemanes emprendieron una audaz invasión, primero de los Países Bajos y después de Francia. Un poderoso ataque blindado a través de las Ardenas abrió el camino que les permitió dividir a los ejércitos aliados y tomar París. El 22 de junio Francia firmó un armisticio con Alemania. A finales de ese mes, toda la costa europea, desde los Pirineos hasta el cabo Norte, estaba en manos de los alemanes. Italia se había unido al bando alemán diez días antes de la rendición de los franceses. Un nuevo gobierno francés, con sede en Vichy, rompió relaciones con Gran Bretaña después de que esta capturara o destruyera barcos de guerra franceses que podían caer en manos de los alemanes. La Tercera República finalizó con la instalación en la jefatura del Estado de un mariscal francés, héroe de la Primera Guerra Mundial. Desprovista de aliados en el continente, Gran Bretaña quedó enfrentada a una situación estratégica mucho peor que aquella a la que habían tenido que hacer frente en tiempos de Napoleón.
Esto suponía un gran cambio en el cariz que podía tomar la guerra, aunque Gran Bretaña no estaba completamente sola. Estaban las colonias británicas, todas las cuales habían entrado en la guerra uniéndose a su bando, y varios gobiernos del continente invadido en el exilio. Algunos de ellos tenían sus propias fuerzas, y muchos noruegos, daneses, holandeses, belgas, checos y polacos pelearían con gallardía, a menudo con resultados decisivos, en los años venideros. El contingente más importante en el exilio era el francés, pero en ese momento representaba a una facción dentro de Francia y no a su gobierno legítimo. Su líder era un general que había abandonado Francia antes del armisticio y que fue condenado a muerte en rebeldía: Charles de Gaulle. Los británicos solo lo reconocían como «líder de los franceses libres», pero él se consideraba legatario constitucional de la Tercera República y depositario de los intereses y del honor de Francia. Pronto empezó a demostrar una independencia que a la postre iba a hacer de él el más grande servidor de su nación desde Clemenceau.
De Gaulle fue de inmediato una persona importante para los británicos, ya que la incertidumbre sobre qué podía pasar con algunas zonas del imperio francés le convertía en una figura que podría ser decisiva a la hora de encontrar simpatizantes deseosos de unirse a la lucha. Esta fue una de las maneras en que la guerra se extendió geográficamente. También se produjo la ampliación del escenario bélico como consecuencia de la incorporación de Italia, ya que sus posesiones africanas y las rutas marítimas mediterráneas empezaron a ser zonas de operaciones. Finalmente, la disponibilidad para los alemanes de los puertos atlánticos y escandinavos hizo que lo que luego daría en llamarse la «batalla del Atlántico», o sea, la lucha submarina, marítima y aérea para cortar o desgastar las comunicaciones británicas por mar, fuera mucho más enconada.
Las islas británicas quedaron enfrentadas de inmediato a un posible ataque directo. El destino ya había encontrado al hombre que iba a preparar a la nación para oponerse a semejante desafío. Winston Churchill, después de una larga y fluctuante carrera política, llegó al cargo de primer ministro cuando la campaña noruega fracasó, porque no había otra persona que tuviera el apoyo de todos los partidos en la Cámara de los Comunes. Aportó un liderazgo enérgico a la coalición gubernamental que formó inmediatamente, algo que hasta ese momento se había echado en falta. Y, aún más importante, infundió a los ciudadanos, a quienes podía dirigirse por radio, un ánimo y una fortaleza de los que se habían olvidado. Pronto quedó claro que Gran Bretaña, a no ser que fuera derrotada mediante un ataque directo, seguiría en pie de guerra.
Esta actitud adquirió mayor consistencia cuando, gracias a la utilización del radar, los británicos ganaron la gran batalla aérea que se libró en el sur de Inglaterra en los meses de agosto y septiembre de 1940. Por un momento, los ingleses sintieron el mismo orgullo y alivio que los griegos después de la batalla de Maratón. Como dijo Churchill en un célebre discurso, fue verdad que «nunca en la historia de los conflictos humanos tantas personas debieron tanto a tan pocas». Esta victoria hizo imposible una invasión alemana por mar (aunque en todo momento pareció improbable que triunfara una acción militar de este tipo). También quedó claro que Gran Bretaña no podría ser derrotada solamente mediante bombardeos aéreos. El archipiélago británico se enfrentaba a una perspectiva sombría, pero esta victoria cambió el signo de la guerra, ya que marcó el inicio de un período en el que diversas circunstancias desviaron la atención de los alemanes a otros frentes. En diciembre de 1940, Alemania empezó a planificar la invasión de Rusia.
Antes de aquel invierno, Rusia había avanzado hacia el oeste, aparentemente con la intención de garantizarse la disponibilidad de un mayor espacio con fines defensivos ante la posibilidad de un ataque alemán. En una contienda contra Finlandia, se hizo con importantes zonas estratégicas. En 1940 puso bajo su domino a las repúblicas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania. Reconquistó Besarabia, que había sido tomada por Rumanía en 1918, así como el norte de Bucovina. Con esta última incorporación, Stalin había sobrepasado las fronteras de los tiempos de los zares. La decisión de Alemania de atacar Rusia surgió en parte por desacuerdos sobre la futura dirección de la expansión rusa; Alemania quería mantenerla apartada de los Balcanes y de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. Asimismo, estaba motivada por el deseo de Alemania de demostrar, mediante un rápido derrocamiento del gobierno ruso, que no tenía sentido para Gran Bretaña continuar la guerra. Pero también existía una importante motivación personal en la decisión. Hitler siempre había detestado sincera y fanáticamente el bolchevismo, y sostenía que los eslavos, a quienes consideraba miembros de una raza inferior, deberían proporcionar a Alemania espacio vital y materias primas en el este. La suya era una última y perversa versión de la vieja lucha de los teutones por imponer la civilización occidental al este eslavo. A muchos alemanes les motivaba esta idea. Iba a justificar unas atrocidades más terribles que cualquier otro mito guerrero anterior.
En una breve campaña de primavera, que sería el preludio del choque de titanes venidero, los alemanes invadieron Yugoslavia y Grecia (contra la segunda de las cuales las fuerzas italianas habían combatido sin éxito desde octubre de 1940). Una vez más, las tropas británicas fueron expulsadas del continente europeo. Creta también fue conquistada en un espectacular asalto aéreo alemán. En ese momento, todo estaba preparado para la Operación Barbarroja, como se denominó a la gran ofensiva contra Rusia, en honor del emperador medieval que dirigió la tercera cruzada (y que murió ahogado durante la misma).
El ataque se inició el 22 de junio de 1941, con gran éxito al principio. Los alemanes capturaron un gran número de prisioneros y los ejércitos rusos tuvieron que retirarse cientos de kilómetros. La vanguardia alemana llegó a situarse a poca distancia de Moscú, pero no llegó a culminar la empresa, y para Navidades el primer contraataque con éxito de los rusos anunció que, de hecho, Alemania estaba en una encrucijada. La estrategia alemana había perdido la iniciativa. Si los británicos y los rusos eran capaces de aguantar y mantenían su alianza, salvo que se produjera una variación radical en el curso de la guerra debido al descubrimiento de nuevas armas de gran capacidad destructiva, el acceso a los recursos de Estados Unidos aumentaría inexorablemente su poder. Esto no significaba, por supuesto, que derrotarían a Alemania con total seguridad, pero sí que podrían forzarla a negociar un acuerdo de paz.
Desde 1940, el presidente de Estados Unidos había creído que, en interés de su propio país, tenía que apoyar a Gran Bretaña, eso sí, dentro de los límites que le impusieran la opinión pública norteamericana y la Ley de Neutralidad. De hecho, hubo momentos en que traspasó dichos límites. Para el verano de 1941, Hitler sabía que, a todos los efectos, Estados Unidos era un enemigo aunque no lo hubiera declarado. Un paso clave había sido la Ley de Préstamo y Arriendo de marzo de ese mismo año, que, una vez liquidados los activos británicos en Estados Unidos, regulaba la entrega de bienes y servicios a los Aliados sin coste alguno. Poco tiempo después, el gobierno de Estados Unidos amplió las patrullas navales y la protección de sus buques en el Atlántico más hacia el este. Después de la invasión de Rusia, se celebró una reunión entre Churchill y Roosevelt que dio lugar a una declaración de principios comunes —la Carta Atlántica—, en la que los líderes de una nación en guerra y otra formalmente en paz se pronunciaron al unísono sobre las necesidades del mundo de la posguerra «tras la destrucción definitiva de la tiranía nazi». Esto estaba muy lejos del aislacionismo, y fue el antecedente que dio lugar a la segunda decisión fatídica y estúpida que Hitler tomó en 1941; el 11 de diciembre declaró la guerra a Estados Unidos, cuatro días después de un ataque de Japón a territorios británicos y estadounidenses. Previamente, Hitler había prometido a los japoneses que lo haría. De esta manera, la guerra pasó a ser mundial. Las declaraciones de guerra de Gran Bretaña y Estados Unidos a Japón podrían haber dado lugar a dos conflagraciones diferentes, siendo Gran Bretaña la única implicada en las dos, pero la actuación de Hitler impidió la posibilidad de mantener apartada de Europa a la potencia estadounidense. Pocos hechos han marcado de manera tan clara el final de una época. Los asuntos europeos dejarían de dirimirse de una manera autónoma; la influencia de las dos grandes potencias existentes en sus flancos, Estados Unidos y la Rusia soviética, pasaría a ser decisiva.
La decisión de Japón fue también sumamente imprudente, aunque la estrategia de la política japonesa apuntaba desde hacía mucho tiempo a un conflicto con Estados Unidos. La alianza de Japón con Alemania e Italia, aunque tenía cierto valor propagandístico para los bandos contendientes, no valía gran cosa en la práctica. Lo que importaba dentro de la planificación de la política japonesa era el resultado de los debates llevados a cabo en Tokio sobre el peligro, o la ausencia de peligro, de plantear un desafío a Estados Unidos que les llevara a la guerra. La clave del asunto estaba en que el éxito final de Japón en su guerra contra China dependía de que pudiera abastecerse adecuadamente de petróleo, lo cual solo podría lograr con el consentimiento tácito de Estados Unidos sobre una derrota total de China. Ningún gobierno estadounidense habría accedido a esto. Por el contrario, en octubre de 1941 el gobierno estadounidense impuso un embargo sobre todo el comercio de sus ciudadanos con Japón.
A continuación, se desarrollaron las últimas etapas de un proceso que tenía sus orígenes en la supremacía que habían tenido en Japón, en la década de 1930, las tendencias más reaccionarias y combativas. Cuando se produjeron los acontecimientos antes relatados, para los responsables de la planificación militar japonesa la cuestión se había convertido en una puramente estratégica y técnica; dado que tendrían que obtener por la fuerza en el sudeste de Asia los recursos que necesitaban, todo lo que había que decidir era el tipo de guerra que debían librar con Estados Unidos y el calendario de la misma. Esta decisión era totalmente irracional, ya que las posibilidades de éxito final eran muy escasas, pero, una vez que los argumentos relativos al honor nacional se impusieron sobre otras consideraciones, los japoneses prepararon cuidadosamente los últimos detalles sobre el lugar y el momento oportunos para el ataque. Optaron por propinar desde el principio un golpe lo más duro posible contra el poderío naval estadounidense con el fin de obtener la máxima libertad de movimientos en el Pacífico y en el mar de la China Meridional. Así pues, el 7 de diciembre Japón lanzó una ofensiva cuyo objetivo más importante fue el ataque aéreo sobre la flota estadounidense estacionada en Pearl Harbor. Esta constituyó una de las operaciones más brillantemente concebidas y ejecutadas de toda la historia de la guerra. Sin embargo, el éxito no fue completo, ya que no destruyó la fuerza aérea naval estadounidense, aunque sí dio durante meses a Japón la libertad estratégica que deseaba. Después de la victoria de Pearl Harbor, los japoneses se enfrentaron a una larga guerra que al final estaban destinados a perder. Habían conseguido unir a los estadounidenses. Después del 8 de diciembre, el aislacionismo quedó prácticamente en el olvido; Roosevelt tenía detrás a todo el país, como nunca lo tuvo Wilson.
Cuando los japoneses llegaron a arrojar unas cuantas bombas en suelo norteamericano, quedó claro que esta era mucho más abiertamente una guerra mundial de lo que lo había sido la primera. Las operaciones alemanas en los Balcanes habían dejado a la Europa continental, en los tiempos de Pearl Harbor, con solo cuatro países neutrales: España, Portugal, Suecia y Suiza. La guerra en el norte de África se libraba de un lado para otro entre Libia y Egipto. Se extendió hasta Siria, por la llegada a este país de una misión militar alemana, y hasta Irak, donde un gobierno nacionalista fue depuesto por las tropas británicas, a pesar del apoyo de la aviación alemana. Irán había sido ocupado por Gran Bretaña y Rusia en 1941. En África, Etiopía fue liberada y el imperio colonial italiano quedó destruido.
Con el inicio de la guerra en el Lejano Oriente, los japoneses llevaron también la destrucción a los imperios coloniales de la zona. En pocos meses tomaron Indonesia, Indochina, Malasia y las Filipinas. Avanzaron a través de Birmania hacia la frontera con la India y, poco después, bombardearon el puerto de Darwin, en el norte de Australia, desde Nueva Guinea. Mientras tanto, los alemanes extendían la guerra naval con submarinos, aviones y lanchas de asalto por todo el Atlántico, el Ártico, el Mediterráneo y el océano Índico. Muy pocos países habían quedado fuera de la contienda. Las exigencias de la misma eran gigantescas, y llevaron la movilización de sociedades enteras mucho más lejos de lo que lo había hecho la Primera Guerra Mundial. El papel de Estados Unidos fue decisivo. Su gran poder productivo hizo incontestable la superioridad en material de guerra de las «naciones unidas» (como se había dado en llamar desde principios de 1942 a la coalición de países que combatían contra Alemania, Italia y Japón).
No obstante, todavía quedaba un duro camino por recorrer. En el primer semestre de 1942, las «naciones unidas» vivieron momentos sombríos. Después, llegó el punto de inflexión, con cuatro batallas muy diferentes entre sí. En junio, una flota japonesa que atacó las islas Midway quedó destrozada en una batalla que se libró sobre todo con aviones de combate. Las pérdidas de los japoneses en portaaviones y pilotos fueron de tal calibre que Japón ya nunca recuperaría la iniciativa estratégica; a partir de entonces comenzó el largo contraataque de Estados Unidos en el Pacífico. Posteriormente, a principios de noviembre, el ejército británico derrotó de manera decisiva a los alemanes e italianos en Egipto, empezó a avanzar hacia el oeste y terminó por expulsar al enemigo de todo el norte de África. La batalla de El Alamein coincidió con desembarcos de fuerzas angloamericanas en la parte francesa del norte de África. Estas fuerzas avanzaron hacia el este, y en mayo de 1943 cesó la resistencia de Alemania e Italia en el continente africano. Seis meses antes, a finales de 1942, los rusos habían neutralizado en Stalingrado, en el río Volga, a un ejército alemán llevado imprudentemente hasta allí por el mando germano. Los restos de este ejército se rindieron en febrero, consumándose así la derrota más desmoralizadora sufrida hasta entonces en Rusia por los alemanes, que iba a ser solo el preludio de tres meses espléndidos de avance invernal que marcaron el punto de inflexión de la guerra en el frente oriental.
No se puede poner una fecha concreta a la otra gran victoria de los Aliados, pero fue tan importante como cualquiera de las anteriores: la de la batalla del Atlántico. Las pérdidas de la marina mercante aliada alcanzaron su cenit en 1942. Para finales de año, se habían perdido embarcaciones con un peso total de cerca de 8 millones de toneladas, hundiéndose a cambio 87 submarinos alemanes. En 1943, las cifras fueron 3.250.000 toneladas y 237 submarinos alemanes, y en los meses de primavera ya se había ganado la batalla. Solamente en el mes de mayo, se hundieron 47 submarinos. Esta fue la batalla más importante de todas para las naciones unidas, porque de su resultado dependía la posibilidad de contar con la producción estadounidense.
El dominio del mar también hizo posible la invasión del continente. Roosevelt había aceptado dar prioridad a la derrota de Alemania antes que a la de Japón, pero la organización de una invasión de Francia para aliviar la tensión sobre los ejércitos rusos no pudo finalmente llevarse a cabo hasta 1944, lo cual contrarió mucho a Stalin. Cuando al fin se realizó, el desembarco angloamericano en el norte de Francia, en junio de 1944, fue la operación anfibia más grandiosa de la historia. Para entonces, Mussolini había sido derrocado por sus compatriotas e Italia, invadida desde el sur; Alemania tenía por lo tanto tres frentes de batalla abiertos. Poco tiempo después del desembarco de Normandía, los rusos entraron en Polonia. Aun avanzando más rápidamente que sus aliados, no llegaron a Berlín hasta el siguiente mes de abril. En el flanco oeste, las fuerzas aliadas habían irrumpido en Centroeuropa desde Italia y, desde los Países Bajos, en el norte de Alemania. Mientras tanto, casi de forma accidental, una gran ofensiva aérea que hasta los últimos meses de la guerra no tuvo un efecto estratégico decisivo sembraba la destrucción en las ciudades alemanas. Cuando, el 30 de abril, el hombre que había desencadenado la conflagración se suicidó en su búnker en las ruinas de Berlín, la Europa histórica estaba también, en sentido tanto figurado como literal, en ruinas.
La guerra en el Lejano Oriente duró algo más. A principios de agosto de 1945, el gobierno japonés sabía que la derrota era segura. Muchos de los anteriores enclaves incorporados por Japón habían sido recuperados por los Aliados, las ciudades japonesas estaban siendo devastadas por los bombardeos estadounidenses y sus fuerzas navales, en las que se basaban las comunicaciones y la defensa ante una potencial invasión, estaban casi completamente destruidas. Entonces, los estadounidenses arrojaron sobre dos ciudades japonesas, con efectos terroríficos, dos bombas atómicas con un poder de destrucción que hasta entonces no se había conocido ni remotamente. Entre las dos explosiones, Rusia declaró la guerra a Japón. El 2 de septiembre, el gobierno japonés abandonó un plan de resistencia, desesperado y suicida, y se firmó un documento de rendición. La Segunda Guerra Mundial había terminado.
Nada más finalizada la contienda, era difícil evaluar las gigantescas proporciones de lo que había ocurrido. Solo se pudo ver de inmediato, claramente y sin ambigüedades, un resultado positivo: el derrocamiento del régimen nazi. A medida que los ejércitos aliados fueron penetrando en Europa, quedaron a la vista los mayores horrores del sistema nazi de terror y tortura cuando se descubrieron los grandes campos de concentración y se supo lo que había pasado en ellos. Rápidamente quedó claro que Churchill había dicho la pura verdad cuando afirmó ante sus ciudadanos que «si fracasamos, el mundo entero, incluidos Estados Unidos y todo lo que hemos conocido y cultivado, se hundirá en el abismo de una nueva Edad de las Tinieblas, aún más siniestra y tal vez más prolongada por el uso perverso de la ciencia». Los primeros lugares donde se pudo ver la realidad de esta amenaza fueron Bergen-Belsen y Buchenwald. No tendría sentido distinguir entre el grado de atrocidad empleado contra los prisioneros políticos, los trabajadores esclavizados de otros países o algunos prisioneros de guerra. Pero lo que más impactó a la opinión pública mundial fue haber conocido, cuando ya era tarde, el intento sistemático que se había producido de borrar del mapa a los judíos europeos, la llamada «solución final» perseguida por los alemanes, un intento que llevaron lo suficientemente lejos como para modificar el mapa demográfico; los judíos polacos fueron aniquilados casi por completo y, en proporción a su número, hubo bajas muy cuantiosas entre los judíos holandeses. En conjunto, aunque las cifras completas nunca lleguen a conocerse, es probable que murieran entre cinco y seis millones de judíos, sumando los exterminados en las cámaras de gas y hornos crematorios de los campos de concentración, los fusilados o asesinados sobre el terreno en Europa oriental y sudoriental, y los fallecidos por agotamiento o hambre.
Ni las personas a título individual ni los países habían entrado en la guerra porque la vieran como una lucha contra la perversidad. Pero no puede ponerse en duda que muchos se sintieron alentados durante el transcurso de la misma por la sensación de que el conflicto tenía una dimensión moral. A esto contribuyó la propaganda. Aunque Inglaterra fue el único país de Europa que se mantuvo en pie luchando por su integridad, la sociedad británica quiso ver en el conflicto objetivos positivos que iban más allá de la supervivencia y de la destrucción del nazismo. Las aspiraciones sobre un nuevo mundo de colaboración entre las grandes potencias y de reconstrucción social y económica quedaron plasmadas en la Carta Atlántica y en la creación de las Naciones Unidas. Estaban animadas por sentimientos de buena voluntad hacia los Aliados y por un consenso un tanto indefinido sobre unas diferencias de intereses e ideales sociales que iban a resurgir con demasiada rapidez. Con la llegada de la paz, gran parte de la retórica de los tiempos de guerra se volvió en contra de la sociedad; cuando callaron las armas, sobrevino la desilusión al comprobarse la situación del mundo. No obstante, a pesar de todo, la guerra que tuvo lugar entre 1939 y 1945 en Europa sigue viéndose en cierto sentido como una batalla moral, como tal vez nunca lo ha sido ninguna otra librada entre grandes potencias. Es importante recordar esto. Se han oído muchas cosas sobre las consecuencias lamentables de la victoria de los Aliados; se olvida con demasiada facilidad que, gracias a ella, fue doblegada la mayor amenaza jamás planteada a la civilización liberal.
Las personas de amplias miras pudieron ver la gran paradoja de todo esto. En muchos sentidos, Alemania había sido uno de los países más progresistas de Europa, la encarnación de buena parte de lo mejor de su civilización. Que Alemania hubiera sido presa de tamaña locura colectiva sugería que algo había fallado en la raíz de esa civilización. Los crímenes del nazismo no se habían cometido en un acceso de salvaje embriaguez ante la victoria, sino de una manera sistemática, científica, controlada, burocrática (aunque a menudo ineficaz), en la que poco había de irracional, excepto los terroríficos fines que perseguía. En este sentido, la guerra en Asia fue muy diferente. El imperialismo japonés sustituyó durante un tiempo al viejo imperialismo occidental, pero muchas de las personas que lo padecieron no lamentaron el cambio. La propaganda de guerra trataba de dar verosimilitud a la idea de un Japón «fascista», pero eso era una distorsión de la manera de ser de una sociedad tan tradicional. En caso de una victoria de Japón en la guerra, las consecuencias no habrían sido tan terribles como las que sufrieron los países europeos bajo el yugo alemán.
La segunda consecuencia evidente de la guerra fue la destrucción sin precedentes que produjo, que se manifestó de manera más visible en las ciudades asoladas de Alemania y Japón, donde los bombardeos aéreos a gran escala, una de las grandes novedades de la Segunda Guerra Mundial, demostraron ser mucho más devastadores para las personas y los edificios de lo que lo habían sido los de la Guerra Civil española. Con todo, es cierto que el precedente de España habría bastado para convencer a los observadores de que se podía poner de rodillas a un país solo por medio de bombardeos. De hecho, aunque normalmente sean de gran eficacia combinados con otras formas de lucha, los grandes bombardeos estratégicos ofensivos contra Alemania, que la fuerza aérea británica fue aumentando a partir de sus más bien modestos comienzos en 1940, y que se intensificaron de manera constante al entrar en acción los aviones de combate de Estados Unidos a partir de 1942 —hasta el punto de que la suma de las fuerzas aéreas de los dos países hizo que pudieran bombardear un objetivo día y noche de manera ininterrumpida—, consiguieron muy poco hasta los últimos meses de la guerra. Tampoco la feroz destrucción de las ciudades japonesas tuvo tanta importancia estratégica como la eliminación de su poderío naval.
No solo hubo una enorme devastación urbana. La vida económica y las comunicaciones en Europa central también fueron seriamente dañadas. En 1945, millones de refugiados vagaban por Europa intentando volver a sus casas. Hubo un grave peligro de hambruna y epidemias ante las dificultades de abastecimiento. Los enormes problemas de 1918 volvían de nuevo a Europa, y en esta ocasión afectaban a países desmoralizados por la derrota y la ocupación; solo las naciones neutrales y Gran Bretaña habían conseguido escapar a las calamidades. Había muchas armas sin control en manos de particulares, y algunos temían que se produjera una revolución. También Asia estaba en muy malas condiciones, pero en aquel continente la destrucción física había sido menor, por lo que las posibilidades de recuperación eran superiores.
El impacto político en Europa fue realmente drástico. La estructura de poder, que había estado vigente hasta 1914 y que se prolongó de manera ilusoria durante el período de entreguerras, estaba condenada al fracaso ya en 1941. Dos grandes potencias periféricas dominaban políticamente Europa y se establecieron militarmente en el corazón del continente. Este dominio ya quedó claro en la reunión mantenida por los líderes aliados en Yalta en febrero de 1945, en la que Roosevelt y Stalin acordaron en secreto las condiciones para que la URSS declarara la guerra a Japón. En Yalta se estableció también la base del acuerdo entre las tres grandes potencias que iba a ser lo más parecido a un tratado formal de paz para Europa entre todos los pactados desde hacía décadas. Según los términos del mismo, la vieja Europa central quedaría transformada por completo. Europa se dividiría en una mitad oriental y en otra occidental. Una vez más, se hizo realidad una línea Trieste-Báltico, pero a las diferencias anteriores iban a añadirse otra nuevas. A finales de 1945, en el este de Europa había un conjunto de estados que, con la excepción de Grecia, tenían gobiernos comunistas o gobiernos en los que los comunistas compartían el poder con otras tendencias políticas. El ejército ruso, que los había invadido, demostró ser un mejor instrumento que la revolución para extender el comunismo internacional. Por supuesto, las repúblicas bálticas que existían antes de la guerra quedaron dentro del Estado soviético, que también absorbió partes de la Polonia y la Rumanía prebélicas.
Alemania, el centro de la antigua estructura de poder en Europa, ya no existía de hecho. La fase de la historia europea dominada por ese país había finalizado, y la creación de Bismarck fue dividida en zonas ocupadas por los rusos, los estadounidenses, los británicos y los franceses. Las demás grandes unidades políticas del oeste de Europa se habían reconstituido después de la ocupación y la derrota, pero estaban debilitadas; Italia, que había cambiado de bando a partir del derrocamiento de Mussolini, tenía, al igual que Francia, un partido comunista muy fortalecido, más numeroso y que, no podía olvidarse, seguía comprometido con la eliminación revolucionaria del capitalismo. Solo Gran Bretaña mantenía la importancia que había tenido en 1939 a los ojos del mundo; incluso su prestigio se vio aumentado durante cierto tiempo por su resistencia en 1940 y 1941, y en un principio siguió siendo reconocida como un país a la altura de Rusia y Estados Unidos. (Formalmente, podía decirse lo mismo de Francia y de China, pero a estos dos países se les prestaba menos atención.) A pesar de todo, el momento de Gran Bretaña ya había pasado. Mediante un enorme esfuerzo de movilización de sus recursos y de su vida social, hasta unos extremos sin igual si exceptuamos la Rusia de Stalin, el país había logrado mantener su posición. Pero solo había conseguido salir del atolladero estratégico gracias al ataque alemán sobre Rusia, y no se habría mantenido a flote sin la Ley de Préstamo y Arriendo de Estados Unidos. Además, esta ayuda no había sido gratuita; antes de facilitarla, Estados Unidos había exigido la venta de los activos británicos en ultramar para hacer frente a la factura. Por añadidura, la zona de la libra esterlina estaba muy disgregada. El capital norteamericano iba a desplazarse a partir de entonces, en grandes cantidades, a los antiguos dominios británicos. Estos países habían aprendido nuevas lecciones, tanto de su fuerza en tiempos de guerra como, paradójicamente, de su debilidad en tanto en cuanto habían confiado en Gran Bretaña para su defensa. A partir de 1945 actuaron cada vez con mayor independencia, tanto real como formal.
Bastaron unos pocos años para que quedara claro este gran cambio en la situación de la mayor de las antiguas potencias imperiales. Resulta significativo, aunque solo sea simbólicamente, que cuando Gran Bretaña realizó su último gran esfuerzo militar en Europa, en 1944, el contingente estaba al mando de un general estadounidense. Si bien las tropas británicas en Europa tuvieron más o menos los mismos efectivos que las norteamericanas durante unos cuantos meses, al final de la guerra las últimas eran más numerosas que las primeras. También en el Lejano Oriente, aunque fueron los británicos quienes reconquistaron Birmania, la derrota de Japón fue consecuencia del poderío aéreo y naval de Estados Unidos. A pesar de todos los esfuerzos de Churchill, al final de la guerra Roosevelt negoció con Stalin sin contar con él, proponiendo, entre otras cosas, el desmantelamiento del imperio británico. Gran Bretaña, aun habiendo resistido con éxito en solitario en 1940 y pese al prestigio moral que esto le dio, no pudo escapar al impacto destructor que tuvo la guerra sobre la estructura política de Europa; de hecho, en cierto sentido, junto con Alemania, fue la potencia que mejor lo ilustró.
Así quedó confirmado en Europa el fin de la supremacía europea, que también pudo apreciarse fuera de ella. En el último intento de un gobierno de Gran Bretaña (que solo prosperó durante poco tiempo) de frustrar un principio político estadounidense, las fuerzas británicas pusieron a salvo territorios holandeses y franceses en Asia justo a tiempo para devolvérselos a sus anteriores poseedores, evitando que tomaran el poder unos regímenes anticolonialistas. Aun así, casi inmediatamente empezó la lucha contra los rebeldes y quedó de manifiesto que las potencias imperiales se enfrentaban a un futuro difícil. La guerra había revolucionado también los imperios. Sutil y súbitamente, el caleidoscopio de la autoridad había cambiado de posición y aún estaba girando cuando la guerra llegó a su fin. El año 1945 no es, por tanto, un buen momento para hacer una pausa; la realidad estaba aún enmascarada por la apariencia. Muchos europeos tenían que descubrir todavía que, muy a su pesar, la era imperial europea había llegado a su fin.

6.  La configuración de un nuevo mundo
Después de la Primera Guerra Mundial, aún podía mantenerse la ilusión de que era posible restaurar el antiguo orden. En 1945, ningún dirigente político creía en semejante posibilidad. Las circunstancias que acompañaron a los dos grandes intentos del siglo de reordenar las relaciones internacionales fueron diferentes. Por supuesto, en ninguno de los dos casos podía empezarse desde cero para, a partir de entonces, formular nuevos planes. Los acontecimientos habían cerrado muchos caminos, y ya se habían tomado importantes decisiones, algunas acordadas y otras impuestas, sobre lo que había que hacer tras la victoria. Una de las más destacadas que se adoptaron después de la Segunda Guerra Mundial fue, una vez más, la de crear una organización internacional que velara por la paz mundial. El hecho de que las dos grandes potencias concibieran de manera diferente la naturaleza del nuevo ente en proyecto, Estados Unidos como una manera de ordenar jurídicamente la vida internacional y Rusia como un medio de mantener la llamada «gran alianza» de la Segunda Guerra Mundial, no impidió que se acometiera la tarea. Así, en 1945 se fundó en San Francisco la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Se había reflexionado mucho, como es natural, sobre el fracaso de la Sociedad de Naciones para que las expectativas no se vieran frustradas. En 1945 no se incurrió de nuevo en uno de los principales errores, y Estados Unidos y Rusia formaron parte desde el principio de la nueva organización. Aparte de eso, la estructura básica de las Naciones Unidas se creó con un perfil parecido a la de la Sociedad de Naciones. Sus dos órganos fundamentales eran un pequeño consejo y una gran asamblea. En la Asamblea General estarían representados de manera permanente todos los estados miembros. El Consejo de Seguridad estuvo formado, al principio, por once miembros, de los cuales solo cinco eran permanentes; estos eran Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña, Francia (gracias a la insistencia de Winston Churchill) y China. El Consejo de Seguridad, sobre todo a instancias de Rusia, fue dotado de más facultades que las del consejo de la antigua Sociedad de Naciones. Los rusos pensaban que había muchas posibilidades de que, por lo general, perdieran las votaciones celebradas en la Asamblea General —en la que, al principio, estaban representados 51 países—, ya que Estados Unidos podía contar no solo con los votos de sus aliados, sino también con los de sus países satélites latinoamericanos. Lógicamente, el gran poder asignado al Consejo de Seguridad no gustaba a las naciones menos poderosas, ya que desconfiaban de las posibilidades de un organismo en el que casi nunca tendrían un representante cuando fueran a tomarse las decisiones definitivas y en el que las grandes potencias serían siempre protagonistas. No obstante, se adoptó la estructura de reparto de poder que las grandes potencias querían, ya que no podía ser de otra manera si se quería que la organización funcionara mínimamente.
La otra gran cuestión que fue motivo de importantes diferencias a la hora de constituir el organismo fue el derecho de veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Esto era algo necesario para que las grandes potencias aceptaran la constitución de la organización, aunque, finalmente, ese derecho de veto se matizó de alguna manera al acordarse que los miembros permanentes no podrían impedir que se investigaran y discutieran asuntos que les afectaran de manera especial, a no ser que el proceso fuera a dar lugar a actuaciones adversas a sus intereses.
En teoría, el Consejo de Seguridad estaba dotado de amplios poderes, pero, naturalmente, su funcionamiento tenía que reflejar la realidad política. En los primeros decenios de su existencia, la importancia de las Naciones Unidas no radicó tanto en su capacidad de actuación, sino en que proporcionaba un foro de discusión. Por primera vez, se iban a presentar ante la opinión pública mundial —que podía seguirlas a través de la radio y el cinematógrafo, y más tarde por televisión— las cuestiones planteadas ante la Asamblea General a raíz de actuaciones de países soberanos. Esto era algo completamente nuevo. Las Naciones Unidas dieron inmediatamente una nueva dimensión a la política internacional. Llevó mucho más tiempo dotar a la organización de instrumentos eficaces para abordar los problemas. Algunas veces, la divulgación de las discusiones internacionales produjo una cierta frustración a causa de la virulencia y esterilidad de los debates, que no lograban hacer cambiar de opinión a nadie. Sin embargo, el organismo funcionaba como un elemento de formación de opinión. También fue positivo que no tardara en decidirse que Nueva York fuera la sede permanente de la Asamblea General, ya que hizo que los estadounidenses vieran con buenos ojos a la organización, lo que ayudó a compensar el aislacionismo histórico de Estados Unidos.
No obstante, fue nada menos que en Londres donde en el año 1946 se reunió por primera vez la Asamblea General de las Naciones Unidas. Desde el principio se produjeron debates acalorados; se presentaron quejas sobre la continuación de la presencia de tropas rusas en el Azerbaiyán iraní, ocupado durante la guerra, a lo que los soviéticos replicaron diciendo que Gran Bretaña mantenía, a su vez, una presencia militar en Grecia. En pocos días, la delegación soviética hizo uso por primera vez del derecho de veto, que se utilizaría muchas otras veces en la historia de la ONU. El instrumento que Estados Unidos y Gran Bretaña habían considerado, y utilizado, como medida excepcional para proteger determinados intereses, pasó a ser un recurso utilizado habitualmente por la diplomacia soviética. Ya desde 1946, las Naciones Unidas fueron el escenario donde la URSS contendió con un bloque occidental aún incipiente que se fue cohesionando precisamente por los excesos de la política soviética.
Si bien a menudo se considera que los orígenes de las relaciones conflictivas entre Estados Unidos y Rusia son muy remotos, lo cierto es que, en los últimos años de la guerra, el gobierno británico tenía la sensación de que los norteamericanos estaban haciendo demasiadas concesiones a la Unión Soviética, con la que mantenían una relación demasiado amistosa. Evidentemente, siempre hubo una diferencia ideológica fundamental; si los rusos no hubieran tenido unos prejuicios tan arraigados sobre las causas de la manera de actuar de las sociedades capitalistas, después de 1945 sin duda habrían mantenido una actitud diferente hacia el que había sido su aliado en la guerra. También es cierto que había ciudadanos estadounidenses que nunca dejaron de desconfiar de Rusia al verla como una amenaza revolucionaria, aunque esta opinión no tuviera gran influencia en las líneas maestras de la política norteamericana. Al finalizar la guerra, la desconfianza de Estados Unidos sobre las intenciones soviéticas era mucho menor de lo que más tarde llegaría a ser. En cualquier caso, de los dos estados, el más desconfiado y receloso era la Unión Soviética.
En aquel momento, no existían otras verdaderas grandes potencias. La guerra había confirmado el acierto de la intuición expresada un siglo antes por Alexis de Tocqueville de que Estados Unidos y Rusia llegarían a dominar el mundo. A pesar de lo que pudiera expresar la composición del Consejo de Seguridad, lo cierto es que Gran Bretaña estaba sometida a graves tensiones, Francia apenas había resucitado de la muerte en vida que había supuesto para ella la ocupación alemana y estaba dividida internamente (un partido comunista muy numeroso amenazaba su estabilidad), en Italia se producían nuevas discrepancias y Alemania estaba en ruinas y ocupada por fuerzas extranjeras. Japón también estaba ocupado y no tenía ningún poder militar, mientras que China jamás había llegado a ser una gran potencia en los últimos tiempos. Por lo tanto, Estados Unidos y Rusia disfrutaban de una superioridad inmensa sobre cualesquiera posibles rivales. También eran los únicos países verdaderamente vencedores, en el sentido de que solo ellos habían obtenido auténticos beneficios como consecuencia de la guerra. Todos los demás estados del bando vencedor habían conseguido, como mucho, sobrevivir o resurgir, mientras que a Estados Unidos y Rusia la guerra les deparó nuevos imperios.
Aunque su imperio había supuesto un gran coste para los rusos, en aquel momento tenían una fortaleza mayor que la que nunca habían conocido en tiempos de los zares. Los ejércitos soviéticos dominaban un vasto territorio en Europa, gran parte del cual estaba bajo la soberanía directa de la URSS; el resto estaba ocupado por estados que en el año 1948 podían considerarse, en todos los sentidos, países satélite, entre los que se encontraba Alemania del Este, de una gran importancia industrial. Más allá de los territorios sobre los que su dominio era completo, estaban Yugoslavia y Albania, los únicos estados comunistas surgidos después de la guerra sin que mediara la ocupación rusa; en 1945, estos dos países parecían aliados seguros de Moscú. Los soviéticos habían conseguido esta ventajosa situación por medio del Ejército Rojo, pero también gracias en gran medida a las decisiones de los gobiernos occidentales y de su comandante en jefe en Europa durante las últimas etapas de la guerra, que se resistió a la presión a que fue sometido para que llegara a Praga y Berlín antes que los rusos. El consiguiente predominio estratégico soviético en el centro de Europa resultaba tanto más amenazador por cuanto ya no existían los antiguos límites al poder de Rusia que había en 1914, el imperio austrohúngaro y la Alemania unificada. No podía esperarse que una Gran Bretaña exhausta y una Francia que resurgía lentamente hicieran frente al Ejército Rojo, y, al regresar los estadounidenses a su país, no pudo concebirse ningún contrapeso al poder soviético.
Las tropas rusas también llegaron en 1945 a las fronteras de Turquía y Grecia —donde se estaba produciendo un levantamiento comunista—, y ocuparon el norte de Irán. En el Lejano Oriente, se habían hecho con una gran parte de Xinjiang, de Mongolia, del norte de Corea y de la base naval de Port Arthur, y habían ocupado el resto de Manchuria, aunque los únicos territorios que, de hecho, arrebataron a los japoneses fueron la mitad meridional de la isla de Sajalin y las Kuriles. El resto de sus anexiones territoriales las realizaron a costa de China, donde, a pesar de ello, al final de la guerra era ya perceptible la configuración de un nuevo Estado comunista del que podía esperarse una actitud amistosa hacia Moscú. Es posible que Stalin no hubiera estado acertado en el pasado al no haberles prestado apoyo político, pero los comunistas chinos no podían en ese momento esperar recibir apoyo moral y material de nadie más. De esta manera, parecía que también en Asia se estaba configurando un país satélite de Rusia. No había ninguna razón para pensar que el líder soviético había olvidado la vieja ambición rusa de erigirse en una potencia en el Pacífico.
El nuevo poder mundial de Estados Unidos estaba mucho menos basado en la ocupación de territorios que el de la URSS. Al final de la guerra, los norteamericanos también mantuvieron un contingente militar en el corazón de Europa, pero en 1945 los ciudadanos estadounidenses querían que sus soldados regresaran lo antes posible a casa. Otra cuestión eran las bases navales y aéreas de Estados Unidos que rodeaban gran parte del territorio euroasiático. Aunque Rusia era una potencia más poderosa que nunca en Asia, la eliminación de la armada japonesa, la ocupación de pequeñas islas como aeródromos y los adelantos tecnológicos que hacían posible los grandes convoyes marítimos de apoyo, habían convertido el océano Pacífico en una especie de mar privado de Estados Unidos. Y, sobre todo, en Hiroshima y Nagasaki había quedado demostrado el poder destructivo de la nueva arma que solo Estados Unidos poseía (aunque en cantidades muy pequeñas), la bomba atómica. Aun así, las bases más firmes del imperio norteamericano estaban en su supremacía económica. Junto con el Ejército Rojo, el enorme poder industrial de Estados Unidos, gracias al cual pudo equipar no solo a sus propias fuerzas militares sino también a muchas de las de sus aliados, había sido decisivo para conseguir la victoria. Además, en comparación con el del resto de los países del bando vencedor, el coste de la victoria para Estados Unidos había sido pequeño; tuvo relativamente pocas víctimas, mientras que el Reino Unido sufrió un mayor número de ellas y Rusia, muchísimas más. El territorio de Estados Unidos solo había sido objeto de ataques del enemigo prácticamente simbólicos y no sufrió daño alguno; su capital inmovilizado quedó intacto, y sus recursos eran mayores que nunca. De hecho, durante la guerra, el nivel de vida de los norteamericanos había mejorado; el programa de rearme puso fin a la depresión, que no había podido ser superada por el New Deal de Roosevelt. Estados Unidos era un gran país acreedor con capital para invertir en el extranjero, en un mundo donde nadie más podía hacerlo. Por último, sus viejos rivales comerciales y políticos se estaban viendo afectados por los problemas de la recuperación. Debido a la falta de recursos, sus economías giraban en torno a la norteamericana. Como consecuencia de ello, surgió en todo el mundo un poder indirecto de Estados Unidos cuyo comienzo empezó a manifestarse incluso antes del fin de la guerra.
Antes de que terminara la contienda en Europa, ya pudo empezar a vislumbrarse el futuro que iba a deparar la bipolarización del poder. Estaba claro, por ejemplo, que no se iba a permitir que los rusos participaran en la ocupación de Italia o en el desmantelamiento de su imperio colonial, así como que los británicos y estadounidenses no podían esperar que se llegase a un acuerdo sobre Polonia que no satisficiera a Stalin. A pesar de la situación de que disfrutaban en su propio hemisferio, los norteamericanos no estaban satisfechos con algunas zonas de influencia concretas; los rusos estuvieron más prestos a la hora de convertirlas en bases de actuación. No vale la pena pararse a pensar de nuevo en las especulaciones que se hacían unos cuantos años después de la guerra en el sentido de que una u otra potencia, o las dos, habrían buscado desde el principio entrar en conflicto entre sí. Las apariencias pueden ser engañosas. A pesar del poder que Estados Unidos tenía en 1945, había poca voluntad política de hacer uso de él; la primera preocupación de las autoridades militares después de la victoria fue lograr que la desmovilización se llevara a cabo lo más rápidamente posible. Los contratos con los Aliados al amparo de la Ley de Préstamo y Arriendo se habían dejado de firmar incluso antes de la rendición de Japón. Esto redujo la influencia internacional indirecta de Estados Unidos y debilitó a unos países amigos, a los que pronto necesitaría, que estaban atravesando por graves problemas de recuperación. Dichos países no podían organizar un nuevo sistema de seguridad que reemplazara al poder de los estadounidenses. Por otro lado, era impensable la utilización de bombas atómicas, salvo como último recurso; su poder de destrucción era excesivo.
Es mucho más difícil saber con certeza qué estaba pasando en la Rusia de Stalin. La población había sufrido de manera espantosa durante la guerra; posiblemente incluso más que los alemanes. No ha sido posible aportar datos fidedignos sino simples estimaciones, pero es probable que murieran más de 20 millones de rusos. Cuando terminó la guerra, es muy posible que Stalin fuera más consciente de la debilidad de su país que de su fortaleza. Bien es verdad que sus métodos de gobierno le eximían de la necesidad, acuciante para los países occidentales, de desmovilizar las enormes fuerzas militares que le proporcionaban la supremacía en Europa. Pero la URSS no disponía de la bomba atómica, ni tampoco de una capacidad significativa de bombardeo estratégico, y la decisión de Stalin de desarrollar armas nucleares añadió una grave presión a la economía soviética, en un momento en el que era del todo necesario conseguir una recuperación económica general. Los años inmediatamente posteriores a la guerra iban a ser tan duros como lo habían sido los de la carrera por la industrialización de la década de 1930. A pesar de las dificultades, en septiembre de 1949 Rusia pudo realizar con éxito un ensayo nuclear. En el mes de marzo del año siguiente, la URSS anunció oficialmente que tenía la bomba atómica. Para entonces, muchas cosas habían cambiado.
Poco a poco, las relaciones entre las dos grandes potencias mundiales se habían ido deteriorando seriamente. Esto fue en gran medida consecuencia de lo que estaba ocurriendo en Europa, la zona más necesitada en 1945 de una reconstrucción imaginativa y coordinada. Nunca se ha podido calcular con precisión la magnitud de la destrucción producida en Europa por la guerra. Sin contar los rusos, murieron alrededor de 14.250.000 europeos. En los países más damnificados, los supervivientes vivían entre ruinas. Se calcula que aproximadamente 7.500.000 viviendas fueron destruidas en Alemania y Rusia. Las fábricas y las comunicaciones estaban destrozadas. No había dinero para pagar los bienes que Europa necesitaba importar, y las monedas se habían venido abajo; las fuerzas de ocupación aliadas preferían los cigarrillos y la carne enlatada antes que el dinero. La sociedad civilizada se había desmoronado no solo ante los horrores del régimen nazi, sino también porque la ocupación había convertido la mentira, la estafa, el engaño y el robo en actos moralmente aceptables; no solo eran necesarios para sobrevivir, sino que llegaban a la categoría de actos de «resistencia». La lucha contra las fuerzas de ocupación alemanas había alimentado nuevas divisiones; a medida que los ejércitos aliados iban liberando países en su avance, entraban en acción los pelotones de fusilamiento, saldando viejas cuentas pendientes. Al parecer, en Francia murieron más personas como consecuencia del proceso de «purificación» posterior a la liberación que en la época del Terror de 1793.
Sobre todo, en mayor medida que en 1918, se desintegró la estructura económica de Europa. La industria alemana había sido en su día el motor de una gran parte de la economía europea. Sin embargo, incluso aunque hubiera existido un sistema de comunicaciones utilizable y la capacidad productiva necesaria para restaurar la economía, la prioridad inmediata de los Aliados era contener la producción industrial alemana para impedir su recuperación. Además, Alemania estaba dividida. Desde el principio, los rusos se habían llevado bienes de equipo, en concepto de «reparación», para la reconstrucción de su propio país; no era nada injusto, pues los alemanes habían destruido 62.000 kilómetros de vías férreas mientras se retiraban de Rusia. Es posible que la Unión Soviética perdiera una cuarta parte de sus bienes de capital brutos.
Antes del final de la guerra ya empezaba a vislumbrarse la división política entre las partes oriental y occidental de Europa. Concretamente, los británicos contemplaban alarmados lo que estaba ocurriendo en Polonia, que parecía dejar claro que la Unión Soviética solo iba a tolerar en Europa oriental gobiernos que le fueran serviles. Esto no era precisamente lo que los estadounidenses habían previsto al defender que los ciudadanos de Europa oriental tenían que ser libres a la hora de elegir a sus dirigentes, pero, hasta que terminó la guerra, ni el gobierno ni la opinión pública de Estados Unidos se preocuparon, ya que pensaban que iban a poder llegar a un acuerdo razonable con Rusia. En términos generales, Roosevelt estaba convencido de que Estados Unidos y Rusia acabarían por entenderse, ya que ambos países tenían interés en oponerse al renacimiento del poder alemán y en debilitar a los antiguos imperios coloniales. Ni Roosevelt ni la opinión pública norteamericana parecían ser conscientes de la tendencia histórica de la política rusa. Estaban en total desacuerdo con el hecho de que las tropas británicas lucharan en Grecia contra los comunistas, que querían derrocar la monarquía una vez retirados los alemanes. (Stalin no se opuso a esto, ya que había acordado con Gran Bretaña que esta tuviera las manos libres en Grecia a cambio de que Rusia las tuviera en Rumanía.)
El presidente Truman (que sucedió a Roosevelt a la muerte de este, en abril de 1945) y sus asesores cambiaron en gran medida la política estadounidense como consecuencia de su experiencia en Alemania. En un principio los rusos cumplieron meticulosamente lo acordado, permitiendo la entrada en Berlín de las fuerzas armadas británicas y estadounidenses (más tarde entraron las francesas), y compartieron la administración de la ciudad por ellos conquistada. Todo parecía indicar que querían que Alemania fuera gobernada como una unidad (tal y como habían previsto los Aliados en Potsdam, en julio de 1945), ya que esto les facilitaría el control sobre la región del Ruhr, que potencialmente era una mina para resarcirse de los daños de la guerra. Pero la economía alemana no tardó en ser causa de fricciones entre el Este y el Oeste. El deseo de los soviéticos de cubrirse las espaldas en el caso de un resurgimiento de Alemania les llevó en la práctica a separar aún más su zona de ocupación de las de las otras tres potencias. Probablemente, lo que pretendían al principio era que la Alemania unificada tuviera un núcleo sólido y fiable (es decir, comunista), pero al final todo desembocó en una división del país que nadie había previsto inicialmente como solución. En primer lugar, se agruparon por razones económicas las zonas de ocupación occidentales, quedando aparte la zona oriental. Mientras tanto, la política de ocupación soviética despertaba cada vez más desconfianza. El afianzamiento del comunismo en la parte oriental de Alemania parecía repetir un modelo ya visto en otros lugares. En 1945, solo se habían dado mayorías comunistas en Bulgaria y Yugoslavia, mientras que en otros países del este de Europa los comunistas compartían el poder mediante coaliciones de gobierno. Sin embargo, cada vez parecía más claro que esos gobiernos debían actuar como satélites de Rusia. Ya en 1946, se estaba formando en Europa del Este algo parecido a un bloque.
Evidentemente, Stalin temía la reunificación de Alemania, salvo si se llevaba a cabo bajo un gobierno que él pudiera controlar. Rusia tenía muy malos recuerdos de los ataques que había sufrido desde el oeste y no confiaba en una Alemania unificada. Siempre tendría un potencial agresivo que sería impensable en un país satélite. Aunque esto era verdad con independencia de la ideología del gobierno ruso, una Alemania unificada capitalista agravaría el problema. Sin embargo, en otros lugares la política soviética mostraba una mayor flexibilidad. Rusia estaba reorganizando con gran celo la parte oriental de Alemania, situada al este de una línea divisoria que se iba dibujando lentamente en Europa, mientras en China apoyaba oficialmente al KMT. Por otro lado, los soviéticos se mostraban muy reticentes a retirar sus tropas de Irán, tal y como se había acordado. Cuando finalmente abandonaron el país, dejaron tras de sí una república comunista satélite, Azerbaiyán, que más tarde iba a ser arrasada por los iraníes, a quienes, en 1947, Estados Unidos estaba prestando ayuda militar. En el Consejo de Seguridad, los soviéticos hacían cada vez más uso del derecho de veto para malograr las iniciativas de sus antiguos aliados, y estaba claro que manipulaban a los partidos comunistas de Europa occidental de acuerdo con sus intereses. Aun así, los cálculos de Stalin no estaban claros; quizá estaba a la espera, confiando en que se produjera un colapso económico en el mundo capitalista o incluso contando con ello.
Había existido, y seguía existiendo, una buena voluntad hacia la URSS entre sus antiguos aliados. Cuando Winston Churchill llamó la atención en 1946 sobre la creciente división de Europa por un «telón de acero», no se dirigió de ninguna manera a sus conciudadanos ni a la opinión pública estadounidense; algunos lo condenaron. Con todo, aunque el gobierno laborista británico elegido en 1945 tenía en un principio la esperanza de que «la izquierda podría entenderse con la izquierda», rápidamente cayó en el escepticismo. Durante el año 1946, las estrategias políticas británica y estadounidense empezaron a converger, al quedar claro que la intervención británica en Grecia había posibilitado de hecho la celebración de elecciones libres, y al adquirir los funcionarios norteamericanos más experiencia sobre la política soviética. Tampoco el presidente Truman tenía prejuicios en favor de los rusos de los que tuviera que desprenderse. Además, en ese momento estaba claro que los británicos iban a abandonar la India, lo cual coincidía con la postura oficial de Estados Unidos.
En febrero de 1947, Truman recibió un comunicado del gobierno británico que, quizá más que ninguno otro, suponía la admisión, a la que tanto se había resistido, de que Gran Bretaña ya no era una potencia mundial. La economía británica había quedado seriamente dañada a consecuencia de los enormes esfuerzos realizados durante la guerra; había una urgente necesidad de invertir en el propio país. También las primeras etapas de la descolonización fueron económicamente costosas. Como consecuencia de ello, en el año 1947, para poder mantener el equilibrio de la balanza de pagos, los británicos tuvieron que retirar sus tropas de Grecia. El presidente Truman decidió de inmediato que Estados Unidos debía llenar el consiguiente vacío. Fue una decisión trascendental. Había que ayudar económicamente a Grecia y Turquía para que pudieran resistir la presión a la que Rusia las tenía sometidas. Truman pensó detenidamente en las implicaciones de su decisión; se trataba de algo mucho más trascendental que el apoyo a dos países. Aunque solo Turquía y Grecia recibieran ayuda, Truman ofreció a las «gentes libres» del mundo el liderazgo necesario para oponer resistencia, con la ayuda estadounidense, «al intento de sometimiento por parte de minorías armadas o por presiones externas». Esto suponía un cambio completo en relación con la aparente vuelta al aislamiento respecto a Europa que Estados Unidos había parecido emprender en 1945, así como una ruptura radical con su tradición en política exterior. La decisión de «contener» al poder soviético, como se le denominó, fue posiblemente la más importante tomada por la diplomacia estadounidense desde la «compra de Luisiana». Estuvo motivada por el comportamiento de la Unión Soviética y por el temor creciente que la política de Stalin había provocado durante los dieciocho meses anteriores, así como por la debilidad británica. Aunque en su momento no pudiera apreciarse, daría lugar a que se hicieran valoraciones poco realistas sobre los límites efectivos del poder de Estados Unidos y, según las voces críticas, a un nuevo imperialismo norteamericano cuando la nueva política se llevó fuera del ámbito de Europa.
Unos meses después, se culminó la «doctrina Truman» con un último y meditado paso consistente en el ofrecimiento de ayuda económica estadounidense a los países europeos, los cuales se unirían para planificar conjuntamente su recuperación. Se trataba de lo que se llamó «Plan Marshall», en honor al secretario de Estado de Estados Unidos que lo anunció. Su objetivo era controlar el comunismo por medios no militares ni agresivos. Sorprendió a todo el mundo. El ministro de Asuntos Exteriores británico, Ernest Bevin, fue el primer estadista europeo que captó las consecuencias del plan. Con el apoyo de Francia, presionó para que los países de Europa occidental aceptaran la oferta. Estaba dirigida a todas las naciones europeas, pero los rusos no participaron ni permitieron participar en ella a sus países satélites y la criticaron implacablemente. Cuando la coalición gubernamental de Checoslovaquia, el único país de Europa del Este que no tenía un gobierno cien por cien comunista y que no estaba considerado satélite de Rusia, también rehusó aceptar el plan, lo hizo visiblemente contrariada de tener que acatar la disciplina soviética. La poca confianza que quedaba en la independencia de Checoslovaquia se desvaneció con el golpe de Estado comunista que, en febrero de 1948, derrocó al gobierno. Otro indicio de la intransigencia rusa fue la reactivación en septiembre de 1947, bajo el nombre de Kominform, de un antiguo instrumento de propaganda anterior a la guerra, el Komintern. El nuevo organismo comenzó de inmediato a denunciar lo que calificó de un «proceso claramente expoliador y expansionista... para establecer la supremacía mundial del imperialismo estadounidense». Finalmente, cuando Europa occidental fundó la Organización Europea de Cooperación Económica para gestionar el Plan Marshall, Rusia respondió con la creación del Comecon, o Consejo de Ayuda Económica Mutua, que fue un escaparate para la integración en el ámbito soviético de las economías dirigidas del este.
La «guerra fría», como vino a llamarse, había comenzado. La primera fase de la historia europea de la posguerra había llegado a su fin. La siguiente, que también lo fue de la historia mundial, continuaría hasta bien entrada la década de 1960. Durante la misma, dos grupos de estados, uno liderado por Estados Unidos y el otro por la Unión Soviética, se enfrentaron entre sí, atravesando una serie de crisis, con el fin de garantizar su propia seguridad por cualquier medio excepto el de la guerra entre los dos principales contendientes. Las opiniones se exteriorizaban en clave ideológica. En algunos países de lo que llegó a ser el bloque occidental, la guerra fría se libró también de puertas adentro, escenificándose en un gran debate moral sobre valores tales como la libertad, la justicia social y el individualismo. Parte de esta guerra se desarrolló en escenarios marginales, mediante la propaganda y la subversión, o por medio de movimientos guerrilleros auspiciados por las dos grandes potencias. Afortunadamente, los conflictos siempre se detenían antes de que se llegara a un punto que habría llevado a la confrontación nuclear, de consecuencias tan destructivas que la simple idea de un resultado positivo resultaba cada vez más disparatada. La guerra fría fue también una disputa económica mediante el ejemplo y ofertas de ayuda a países satélites y a los no alineados. Inevitablemente, en todo este proceso hubo mucho oportunismo mezclado con rigidez doctrinaria. Es probable que fuera inevitable, pero causó muchos problemas y afectó a muchos lugares del mundo, constituyendo una fuente de delitos, corrupción y sufrimiento durante más de treinta años.
Vista en retrospectiva, al margen de las simplezas y barbaridades que se han dicho sobre ella, la guerra fría parece ahora algo parecido a las complejas guerras de religión de la Europa de los siglos XVI y XVII, cuando las ideologías provocaban violencia, despertaban pasiones y, a veces, estaban guiadas por fuertes convicciones, a pesar de lo cual nunca pudieron albergar todas las complejidades y corrientes de opinión de su tiempo. Sobre todo, la guerra fría no pudo dar cabida a las ideas inspiradas en el interés nacional. Asimismo, como ocurrió con las disputas religiosas del pasado, pronto pareció claro que, aunque se pudieran solventar los litigios concretos evitándose el desastre, su retórica y su mitología podían seguir vigentes hasta mucho tiempo después de que hubieran dejado de reflejar la realidad.
La primera complicación importante que intervino en la guerra fría fue que surgieron naciones nuevas que no querían comprometerse firmemente con ninguno de los dos bandos. Como resultado de la descolonización, en la década posterior a 1945 nacieron muchos estados nuevos. En algunas partes del mundo, esto produjo tanta convulsión como la propia guerra fría. La Asamblea General de las Naciones Unidas tenía más importancia como plataforma anticolonialista que como foro de propaganda en relación con la guerra fría (aunque a menudo se confundían las dos cuestiones). Aunque el imperialismo europeo había sido algo efímero como fenómeno en la historia universal, su final atravesó por un proceso enormemente complicado. A pesar de todas las generalizaciones que se hacían, cada colonia y cada potencia colonial constituían un caso extraordinario. En algunos lugares —en especial en partes del África subsahariana— apenas había comenzado el proceso de modernización, y el colonialismo dejó tras de sí muy poco sobre lo que construir. En otros —con el norte de África francés como ejemplo más llamativo—, los nuevos gobiernos no podían ignorar a la población colonizadora de raza blanca, que llevaba establecida allí desde hacía mucho tiempo (de hecho, jurídicamente, Argelia no era una colonia, y estaba gobernada como un departamento más de Francia). Por el contrario, en la India, la presencia británica no era muy numerosa en términos demográficos y tuvo poca importancia a la hora de gestionar el proceso que desembocó en la independencia. La cronología de los distintos procesos también fue muy dispar, con la diferencia, en términos generales, de que el colonialismo europeo había desaparecido casi por completo en Asia para 1954, mientras que África no salió de la situación colonial hasta el siguiente decenio y los portugueses mantuvieron sus colonias incluso hasta la década de 1970. Aun así, en otros sentidos Angola y Mozambique también eran casos excepcionales en el sur de África; al igual que Argelia e Indochina, por ejemplo, eran zonas donde había confrontaciones bélicas entre el Estado colonial y los campesinos indígenas, mientras que en otras colonias de África el poder se transfirió de manera relativamente pacífica a las élites autóctonas (diferentes en cada caso en cuanto a su número y a su capacidad para gobernar). En algunos países —los casos de la India e Indochina, aunque diferentes, son singulares— existían un verdadero sentimiento y organizaciones nacionalistas antes de que las potencias coloniales abandonaran el país (los británicos, a diferencia de los franceses, habían hecho importantes concesiones al nacionalismo), mientras que en gran parte de África el sentimiento nacionalista fue más una consecuencia que una causa de la independencia.
Cada uno con sus circunstancias particulares, los países asiáticos colonizados tuvieron en cierto sentido una garantía de éxito final bastante antes de 1945, y no a causa de concesiones logradas antes de 1939, sino como consecuencia del resultado de la guerra; Japón había derribado el castillo de naipes del imperialismo europeo en 1940 y 1941. No fue solo una cuestión de desplazamiento del poder en determinadas colonias. La rendición en Singapur, en 1942, de más de 60.000 soldados británicos, indios y procedentes de otras posesiones coloniales de Gran Bretaña fue una señal de que el imperio europeo en Asia había terminado. Fue mucho peor que la derrota de Yorktown y, como en aquel caso, fue irreversible. Con ese telón de fondo, no tuvo demasiada importancia que los japoneses malograran su situación ventajosa comportándose con crueldad en los lugares que fueron conquistando. Ni sus peores abusos hicieron que sus nuevos súbditos les volvieran la espalda e incluso encontraron numerosos colaboradores, entre los que había políticos nacionalistas. La entrega de armas lanzadas en paracaídas por los Aliados para ayudar a la resistencia contra los japoneses solo consiguió que pudieran usarse para impedir su retorno en vez de para el fin pretendido. En comparación con los disturbios que se padecieron en Europa a causa de los bombardeos, los trabajos forzosos, el hambre, las luchas y las enfermedades, en muchas poblaciones asiáticas y en gran parte del campo la vida siguió casi sin perturbaciones bajo el mando de los japoneses. En el año 1945, el potencial de cambio en Asia era inmenso.
Otro factor que contribuyó al fracaso del colonialismo fue que las dos potencias mundiales dominantes estaban contra él, al menos por lo que respecta a los imperios de otros países. Por muy diferentes razones, Estados Unidos y la URSS estaban empeñados en debilitar el colonialismo. Mucho antes de 1939, Moscú había ofrecido refugio y ayuda a los anticolonialistas. Los norteamericanos habían entendido en un sentido literal la declaración de la Carta Atlántica sobre el derecho de las naciones a elegir sus propios gobiernos y, pocos meses después de su firma, un subsecretario de Estado norteamericano anunció que «la era del imperialismo ha terminado». Los representantes de la Unión Soviética y Estados Unidos no tuvieron reparos en suscribir la declaración de la Carta de las Naciones Unidas a favor de la independencia de los territorios coloniales. Con todo, las relaciones entre las grandes potencias no son inmutables. Aunque las que mantenían la Unión Soviética y Estados Unidos estaban tan claramente delimitadas en 1948 que apenas cambiaron en cuarenta años, la configuración del Lejano Oriente iba a ser menos clara durante mucho más tiempo, en parte por el surgimiento de nuevas potencias y, en parte, por la incertidumbre derivada del ocaso del colonialismo.
Algunos siempre habían pensado que la India llegaría a ser una potencia dominante en Asia una vez que obtuviera su autogobierno. Cuando, antes de 1939, se discutía en términos generales el calendario del proceso de sustitución del mando británico, muchos ciudadanos británicos que estaban a favor de la independencia de la India esperaban que se mantuviera ligada a la Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth), nombre que se dio oficialmente al imperio en la Conferencia Imperial de 1926. De esta conferencia surgió también la primera definición oficial de «Estatus de Dominio» como un territorio asociado a la Commonwealth, con lealtad a la corona y un control total e independiente de los asuntos internos y externos. Muchos pensaban que este era un objetivo razonable para el caso de la India, si bien hasta 1940 ningún gobierno británico lo admitió como una meta inmediata. No obstante, aunque de manera poco uniforme, ya se habían hecho progresos en esta dirección con anterioridad, lo que en parte explica que en la India no hubiera un sentimiento antioccidental tan marcado como en China.
Los políticos indios quedaron profundamente decepcionados después de la Primera Guerra Mundial. En su mayoría, habían sido leales a la corona; la India apoyó, aportando hombres y dinero, al esfuerzo bélico de la metrópoli, y Gandhi, que más tarde sería considerado el padre de la nación india, fue uno de los que trabajaron en este sentido, en la creencia de que su país obtendría la debida recompensa. En 1917, el gobierno británico había anunciado que estaba a favor de una política de progreso constante hacia la consecución de un gobierno indio con capacidad decisoria en el marco del imperio —de la autonomía, por así decirlo—, aunque esto era menos de lo que algunos ciudadanos indios empezaban a pedir. Las reformas introducidas en 1918 fueron no menos decepcionantes, aunque dejaron satisfechos a algunos moderados, y el éxito limitado que tuvieron en un principio se disipó rápidamente. La economía empezó a ser un factor que tener en cuenta al empeorar las condiciones del comercio internacional. En la década de 1920, el gobierno de la India ya estaba apoyando las exigencias de los ciudadanos que querían poner fin a los acuerdos comerciales y financieros favorables al Reino Unido, y pronto pidió que el gobierno central se hiciera cargo directamente de una parte adecuada de la contribución que los distintos territorios de la India aportaban a la defensa del imperio. Cuando se produjo la depresión económica mundial, quedó claro que no podía permitirse que Londres fijara por más tiempo la política arancelaria de la India acomodándola a los intereses de la industria británica. Mientras que en 1914 la fabricación textil de la India había podido atender una cuarta parte de las necesidades del país, en 1930 la cifra se había dividido por dos.
Un factor que estaba obstaculizando la continuación del proceso era el aislamiento de la comunidad británica en la India, que, convencida de que el nacionalismo era cosa de unos cuantos intelectuales ambiciosos, presionaba para que se adoptaran fuertes medidas contra la subversión. Esto era también del gusto de algunos miembros de la administración, dadas las consecuencias de la Revolución bolchevique (aunque el Partido Comunista Indio no fue fundado hasta 1923). Así pues, y contra la voluntad de todos los miembros indios de la asamblea legislativa, se suspendieron las garantías jurídicas normales de los sospechosos de actividades subversivas. Esto provocó la primera campaña pacífica de huelgas y desobediencia civil de Gandhi. A pesar de los esfuerzos de este por evitar la violencia, se produjeron algunos disturbios. En el año 1919, en Amritsar, a raíz del asesinato de algunos ciudadanos británicos y de los ataques sufridos por otros, un general, para dar ejemplo de la determinación británica, tomó la estúpida decisión de dispersar por la fuerza a una multitud. Cuando cesaron los disparos, cerca de cuatrocientos indios habían muerto y más de un millar estaban heridos. Este golpe irreparable al prestigio británico resultó aún peor dada la reacción entusiasta que suscitó entre los residentes británicos de la India y algunos parlamentarios.
Se produjo a continuación un período de boicots y disturbios civiles en el que el programa de Gandhi fue adoptado por el Partido del Congreso Nacional. Aunque el propio Gandhi proclamaba que su campaña no era violenta, se produjeron muchos desórdenes y el líder indio fue arrestado y recluido en prisión por primera vez en 1922 (aunque pronto fue puesto en libertad, ante el peligro de que pudiera morir en la cárcel). A partir de entonces, durante unos cuantos años, no se produjeron movimientos de agitación significativos en la India. En 1927, la política británica empezó a realizar otra vez lentos avances. Se envió una comisión a la India para observar el funcionamiento de la última serie de cambios constitucionales (aunque el hecho de que no hubiera ciudadanos indios en esta comisión fue una fuente de problemas). Gran parte del entusiasmo que había mantenido la unidad entre los nacionalistas se estaba disipando, y había peligro de escisión entre los que insistían en exigir la independencia completa y los que preferían trabajar para conseguir el estatus de dominio; la división se salvó gracias a los esfuerzos y el prestigio de Gandhi. En cualquier caso, el Partido del Congreso Nacional no tenía la sólida estructura de la que alardeaba. Era más una coalición de peces gordos e intereses locales que un partido político con sólidas raíces populares. Por último, se acentuaba cada vez más la división, mucho más peligrosa, entre hindúes y musulmanes. En la década de 1920 había habido muchos disturbios y derramamiento de sangre entre las dos comunidades. En 1930, el presidente de la Liga Musulmana ya estaba proponiendo que en la futura constitución de la India se incluyera el establecimiento de un Estado musulmán independiente en el noroeste del país.
Ese año fue sumamente violento. El virrey británico había anunciado la celebración de una conferencia para que la India obtuviera el estatus de dominio, pero la iniciativa, en la que Gandhi no participaría, encontró una fuerte oposición en Gran Bretaña y quedó en nada. Se reanudó e intensificó la desobediencia civil, y el malestar aumentó con la depresión económica mundial. La población rural estaba en ese momento más dispuesta a movilizarse por la causa nacionalista; el cambio que se produjo en el Partido del Congreso, que empezó a atender las demandas de las masas, convirtió a Gandhi en el primer político capaz de captar seguidores en todo el territorio de la India
La maquinaria del Ministerio para la India estaba en ese momento empezando a moverse, al haber asimilado las lecciones de los distintos debates y de la comisión de 1927. En 1935 tuvo lugar una transmisión real de poder y de influencia política al aprobarse la Ley de Gobierno de la India, que llevó más lejos la creación de un gobierno representativo y con auténticas facultades, dejando bajo control exclusivo del virrey solo aquellos asuntos relacionados con la defensa y los asuntos exteriores. Aunque la transmisión del poder nacional propuesta por la ley nunca se llevó por completo a la práctica, esta fue la culminación de lo que los británicos hicieron en el terreno legislativo. Para ese momento, se había creado el marco de una política nacional. Cada vez estaba más claro que, en todos los ámbitos, las batallas más importantes entre ciudadanos indios se librarían dentro del Partido del Congreso. La ley de 1935 reafirmó una vez más el principio de representación independiente de las dos principales comunidades de la India, y, cuando fue puesta en práctica, acentuó de manera casi inmediata la hostilidad entre los hindúes y los musulmanes. En ese momento, el Partido del Congreso era, a todos los efectos, una institución hindú (aunque se negó a admitir que la Liga Musulmana fuera la única representante de los musulmanes). Con todo, el Partido del Congreso también tenía sus problemas internos. Algunos de sus miembros aún querían presionar para lograr la independencia, mientras que otros —que estaban empezando a alarmarse ante la agresividad de Japón— querían desarrollar las nuevas instituciones en colaboración con el gobierno del imperio. La evidencia de que, de hecho, los británicos estaban entregando el poder iba a producir divisiones; los grupos que representaban los diferentes intereses empezaron a tomar medidas para asegurar su posición ante un futuro incierto.
Así, para 1941, las cosas estaban avanzando muy rápidamente. Casi veinte años de instituciones representativas en el gobierno local y la progresiva indianización de la administración pública en sus capas más altas habían hecho que el país no pudiera ser gobernado más que con el acuerdo en lo sustancial de sus élites y que, por otro lado, hubiera pasado por un período preparatorio considerable de formación para el autogobierno e incluso para la democracia. Aunque la cercanía de la guerra había hecho que fuera cada vez más consciente de la necesidad de recurrir al ejército indio, Gran Bretaña ya había abandonado la idea de que la India contribuyera económicamente y, en 1941, estaba haciendo frente al coste de la modernización de aquel. En ese momento, el ataque de los japoneses forzó al gobierno británico a tomar una decisión: ofreció a los nacionalistas la autonomía después de la guerra y el derecho a desligarse de la Commonwealth. Pero ya era demasiado tarde; por entonces ya estaban exigiendo la independencia inmediata. Los líderes nacionalistas fueron arrestados y la administración colonial británica continuó. En 1942, los británicos aplastaron una rebelión con mucha más celeridad que con ocasión del llamado «motín de la India», ocurrido casi un siglo antes. Si Gran Bretaña deseaba que las cosas se hicieran de manera pacífica, estaba empezando a acabársele el tiempo. Un factor nuevo en la situación era la presión de Estados Unidos. El presidente Roosevelt había conversado confidencialmente con Stalin sobre la necesidad de preparar la independencia de la India (así como la de otras partes de Asia, incluida la Indochina francesa); al igual que en 1917, la implicación de Estados Unidos producía un cambio radical en los asuntos de otros países.
En 1945, el Partido Laborista, que desde hacía tiempo incluía en su programa la independencia de la India y de Birmania, llegó al poder en el Parlamento británico. El 14 de marzo de 1946, cuando la India estaba desgarrada por los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes y sus políticos disentían sobre el futuro, el gobierno británico ofreció la independencia plena. Cerca de un año más tarde, puso a los indios entre la espada y la pared al anunciar que entregaría el poder no más tarde de junio de 1948. Se dio salida al intrincado asunto de la rivalidad entre las dos principales comunidades procediéndose a la división del subcontinente, con lo que se acabó con la mayor unidad en el gobierno de la India que nunca había existido. El 15 de agosto de 1947, surgieron dentro de la antigua unidad política colonial dos nuevos dominios, Pakistán y la India. El primero de los dos nuevos estados era musulmán, y se dividió a su vez en dos territorios en los extremos del norte del subcontinente; el segundo, aunque oficialmente laico, era hindú de manera abrumadoramente mayoritaria, tanto por la religión que profesaban sus habitantes como por su cultura.
Es posible que la división fuera inevitable. La India nunca había sido gobernada como una entidad única, ni siquiera cuando formaba parte del imperio británico, y, desde los tiempos del motín de 1857, la división entre hindúes y musulmanes se había acentuado. No obstante, la partición tuvo trágicas consecuencias. Las heridas psíquicas infligidas a muchos nacionalistas quedaron simbolizadas en el asesinato de Gandhi a manos de un fanático hindú, por haber participado en la división del país. Hubo grandes matanzas en zonas donde había minorías de una u otra comunidad. Alrededor de dos millones de personas huyeron a la zona controlada por sus correligionarios. Prácticamente el único beneficio político claro que siguió a la independencia fue la solución, ciertamente sangrienta, del problema de las comunidades musulmana e hindú para el futuro inmediato. Aparte de esto, las bazas con las que contaban los nuevos estados eran la buena voluntad (por motivos muy diferentes) de las grandes potencias, la herencia de una administración pública que ya era en gran parte nativa antes de la independencia, y una importante infraestructura de instituciones y servicios. No obstante, estos legados no quedaron repartidos de manera equitativa, y la India pudo disfrutar de ellos en mayor grado que Pakistán.
Pero no era nada fácil, en todo caso, remediar el atraso económico y social del subcontinente. El más grave de los problemas era el demográfico. Bajo el gobierno británico, había empezado a producirse un crecimiento constante de la población. En ocasiones, la tensión demográfica había disminuido a causa de algunos desastres, como la gran epidemia de gripe que hubo al final de la Primera Guerra Mundial, que mató a cinco millones de indios, o la hambruna ocurrida en Bengala durante la Segunda Guerra Mundial, que se llevó a varios millones más. En 1951 la hambruna afectó una vez más a la India, y en 1953 a Pakistán. El fantasma del hambre siguió presente hasta la década de 1970.
La industrialización del continente, que había avanzado a grandes pasos en el siglo XX (especialmente durante la Segunda Guerra Mundial), no evitó el peligro, ya que no podía proporcionar puestos de trabajo e ingresos con la suficiente rapidez a una población en crecimiento. A pesar de que la mayor parte de la industria existente se encontraba en la nueva India, los problemas económicos de esta eran más graves que los de Pakistán. Fuera de las grandes ciudades, la mayoría de los indios eran campesinos sin tierras que cultivar que vivían en poblaciones donde, a pesar de las pretensiones de igualdad de los líderes de la nueva república, la desigualdad era tan acentuada como siempre. Los propietarios, que eran los que proporcionaban los fondos al Partido del Congreso en el poder y controlaban sus consejos, entorpecían cualquier reforma agrícola que se planteara. En numerosos sentidos, el pasado seguía pesando mucho en el nuevo Estado e iba a entorpecer el camino de las reformas y del desarrollo, por mucho que se proclamaran los ideales occidentales de democracia, nacionalismo, laicismo y progreso económico.
Por su parte, China se había dedicado durante mucho tiempo a combatir otro tipo de imperialismo. La Segunda Guerra Mundial hizo posible que acabara por imponerse a Japón y que completara el largo proceso de su revolución. La fase política de esta transformación comenzó en 1941, cuando el conflicto entre China y Japón se vio envuelto en la conflagración mundial. Esta circunstancia proporcionó a China unos poderosos aliados y una nueva posición internacional. Es muy significativo que los últimos vestigios de los «tratados desiguales» con Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos fueran derogados precisamente entonces. Esto era más importante que la ayuda militar que pudieran proporcionar los Aliados, que estuvieron durante mucho tiempo demasiado ocupados en salir con dificultad de la desastrosa situación de principios de 1942 como para poder hacer mucho por China. De hecho, fue un ejército chino el que ayudó a defender Birmania y la ruta terrestre a China de los ataques de los japoneses. Recluidos en el oeste, aunque ayudados por la aviación estadounidense, los chinos tuvieron que resistir a duras penas durante mucho tiempo, en contacto con sus aliados solo por aire o por la carretera de Birmania. No obstante, había comenzado un cambio que sería decisivo.
Al principio, China respondió a los ataques de Japón con un sentido de la unidad nacional que desde hacía mucho tiempo se había echado en falta y que hasta ese momento no había existido, excepto, tal vez, durante el Movimiento del 4 de Mayo. A pesar de las fricciones entre comunistas y nacionalistas, que algunas veces daban lugar a conflictos abiertos, esta unidad se mantuvo más o menos hasta 1941. A partir de entonces, el hecho de que Estados Unidos se convirtiera en el mayor enemigo de Japón, al que finalmente destruyó, empezó a cambiar sutilmente la actitud del gobierno nacionalista, que terminó pensando que, como la victoria final era segura, no tenía sentido emplear hombres y recursos en luchar contra los japoneses, sino que era mejor reservarlos para el conflicto con los comunistas que llegaría después de la guerra. Algunos de los líderes nacionalistas fueron aún más lejos, y pronto el KMT estaba luchando otra vez con los comunistas.
Estaban surgiendo dos Chinas diferentes. La China nacionalista daba cada vez más pruebas del letargo, el egoísmo y la corrupción que, desde principios de los años treinta, habían contaminado al KMT por el tipo de medios a los que recurría. El régimen era represivo, sofocaba las críticas y marginaba a los intelectuales. El ejército, con malos mandos y poco disciplinado, aterrorizaba a los campesinos tanto como los japoneses. Pero la China comunista era diferente. En grandes zonas controladas por los comunistas (a menudo detrás de las líneas japonesas), estos se esforzaban con tenacidad por ganarse el apoyo del más amplio espectro posible de grupos, afrontando reformas moderadas aunque decididas, y acompañándolas de un comportamiento disciplinado. Si bien se evitaban normalmente los ataques frontales a los propietarios, se cultivaba la confianza de los campesinos implantando rentas más bajas y prohibiendo los préstamos usurarios. Mientras tanto, Mao publicó una serie de escritos teóricos para formar a los nuevos cuadros comunistas para la tarea por venir. Era necesario educar políticamente a la gente, ya que el partido y el ejército estaban creciendo de manera constante; cuando los japoneses fueron totalmente neutralizados en 1945, había alrededor de un millón de soldados chinos comunistas.
El hecho de que la victoria fuera tan repentina fue el segundo factor que dio forma a la última etapa de la Revolución china. De pronto, hubo que volver a ocupar grandes zonas de China y reincorporarlas a la nación. Sin embargo, muchas de ellas ya eran controladas por los comunistas antes de 1945 y otras quedaron fuera del alcance de las fuerzas nacionalistas antes de que los comunistas se hicieran fuertes en ellas. Mediante el envío de soldados, los estadounidenses hicieron lo posible para mantener algunos de los puertos hasta que los nacionalistas pudieran tomarlos. En algunos lugares, se dijo a los japoneses que resistieran hasta que el gobierno chino pudiera restablecer su autoridad. No obstante, cuando se inició la última fase de la revolución, la militar, los comunistas mantenían bajo control más territorio que nunca, generalmente con el apoyo de una población que había comprobado que el gobierno de los comunistas no era en absoluto tan malo como les habían contado.
Aunque involuntariamente, al lanzar sus ataques contra el régimen del KMT, los japoneses habían hecho posible el triunfo de la Revolución china que siempre se habían esforzado en evitar. Es posible que, en el caso de que los nacionalistas no hubieran tenido que hacer frente a la invasión extranjera y no hubieran sufrido el enorme daño que esta les produjo, tal vez habrían podido controlar a corto plazo el comunismo chino. En 1937, el KMT aún podía confiar en que el sentimiento patriótico le sería favorable; muchos chinos pensaban que era el verdadero motor de la revolución. La guerra destruyó la posibilidad de explotar este sentimiento, si es que de verdad existía, pero también permitió a China reanudar al fin su larga marcha hacia una posición de poder en el mundo de la cual había sido apeada en primer lugar por los europeos y, después, por otro pueblo asiático. La frustración del nacionalismo chino estaba a punto de terminar, pero los beneficiarios iban a ser los comunistas.
Después de tres años de guerra civil, el KMT fue derrotado. Aunque los japoneses normalmente preferirían rendirse al KMT o a los estadounidenses, los comunistas habían logrado el poder en nuevas zonas y se habían hecho con gran cantidad de armas de los japoneses. Los rusos, que habían invadido Manchuria en los días inmediatamente anteriores a la rendición de Japón, ayudaron a los comunistas chinos dándoles acceso al material bélico japonés. Mao procedió con moderación en sus pronunciamientos políticos y continuó adelante con la reforma agraria, lo cual influyó mucho en que los comunistas ganaran una guerra civil que se prolongó hasta 1949. Esta victoria fue fundamentalmente el triunfo del campo sobre un régimen asentado en las ciudades.
Los estadounidenses estaban cada vez más desilusionados por la manifiesta incompetencia y corrupción del gobierno de Chiang Kai-chek. En 1947, las tropas norteamericanas se retiraron de China, y Estados Unidos dejó de actuar, como lo había hecho hasta entonces, mediando entre los dos bandos. Al año siguiente, con casi todo el norte del país en manos de los comunistas, los estadounidenses empezaron a reducir la ayuda, tanto económica como militar, que habían venido prestando al KMT. A partir de ese momento, el gobierno nacionalista se fue derrumbando, tanto militar como políticamente, ante lo cual un número creciente de funcionarios y de autoridades locales trataron de llegar a algún tipo de acuerdo con los comunistas mientras aún les fuera posible. Se fue extendiendo el convencimiento de que estaba empezando una nueva época. Para principios de diciembre, ninguna fuerza militar nacionalista en el continente estaba intacta, y Chiang se retiró a Formosa (Taiwan). Mientras se producía esta retirada, Estados Unidos dejó de enviar ayuda y culpó públicamente de la debacle a la incompetencia del régimen nacionalista. Mientras tanto, el 1 de octubre de 1949 se proclamó oficialmente en Pekín la República Popular China, naciendo así el Estado comunista más populoso del mundo. Una vez más, había caído un régimen que no había sabido actuar, dejando paso a otro.
En el sudeste asiático e Indonesia, la Segunda Guerra Mundial fue tan decisiva como en otros lugares para acabar con el dominio colonial, si bien el proceso fue más sangriento y más rápido en las colonias holandesas y francesas que en las británicas. La creación de instituciones representativas llevada a cabo por Holanda en Indonesia antes de 1939 no logró controlar el crecimiento de un partido nacionalista, y para entonces también había surgido un floreciente partido comunista. Algunos líderes nacionalistas, entre ellos uno llamado Ahmed Sukarno, habían colaborado con los japoneses cuando estos ocuparon las islas en 1942, y, al quedar en una situación favorable para hacerse con el poder a raíz de la rendición de Japón, proclamaron una república independiente en Indonesia antes de que los holandeses pudieran regresar. Se sucedieron casi dos años de lucha y negociaciones, hasta que se llegó a un acuerdo en el que se reconocía una república indonesia aún bajo la corona holandesa; sin embargo, esta solución no funcionó. Se reanudó la lucha y los holandeses presionaron en vano con sus «operaciones policiales», una de las primeras iniciativas represivas emprendidas por una antigua potencia colonial que fueron condenadas enérgicamente por comunistas y antiimperialistas en las Naciones Unidas. La India y Australia (que habían llegado a la conclusión de que los holandeses harían mejor en reconciliarse con la Indonesia independiente que, tarde o temprano, tendría que surgir) llevaron el asunto al Consejo de Seguridad. Finalmente, los holandeses cedieron. De esta manera, la historia que había comenzado con la Compañía de las Indias Orientales de Ámsterdam tres siglos y medio antes, terminó con la creación de los Estados Unidos de Indonesia, una mezcolanza de más de cien millones de personas repartidas en cientos de islas, de muy diversas razas y religiones. Se mantuvo una unión un tanto imprecisa con Holanda bajo la corona holandesa, pero cinco años después se disolvió. Trescientos mil ciudadanos holandeses, de razas blanca y morena, llegaron a Holanda procedentes de Indonesia en los primeros años de la década de 1950.
Durante un tiempo, pareció que a los franceses les estaba yendo mejor en Indochina que a los holandeses en Indonesia. La historia de los tiempos de la guerra mundial en esa zona fue de alguna manera diferente de la de Malasia o Indonesia porque, aunque los japoneses habían ejercido un control militar completo sobre ella desde 1941, Francia no perdió formalmente la soberanía hasta marzo de 1945. Entonces, los japoneses fusionaron Annam, Cochinchina y Tonkín para formar el nuevo Estado de Vietnam, gobernado por el emperador de Annam. En cuanto se rindieron los japoneses, el líder del partido comunista local, el Viet Minh, se instaló en el palacio gubernamental de Hanoi y proclamó la República de Vietnam. Este hombre era Ho Chi Minh, con una larga experiencia dentro del Partido Comunista y también en Europa. Ya había recibido ayuda y apoyo de Estados Unidos, y creía tener también el respaldo de China. El movimiento revolucionario se extendió rápidamente, mientras las fuerzas chinas penetraban en el norte de Vietnam y los británicos enviaban las suyas al sur. Pronto estuvo claro que no les iba a resultar fácil a los franceses volver a restablecerse en el lugar. Los británicos colaboraron con Francia pero no así los chinos, que se mostraban reticentes a devolverles el poder. Francia envió a Indochina una gran fuerza expedicionaria e hizo una concesión al reconocer a la República de Vietnam como un Estado autónomo dentro de la Unión Francesa. En ese momento surgió la cuestión de otorgar o no a Cochin, zona con una importante producción arrocera, un estatus diferente; en este asunto, todos los intentos de llegar a un acuerdo fueron infructuosos. Mientras tanto, los soldados franceses sufrían tiroteos y sus convoyes eran atacados. A finales de 1946, se produjo un atentado contra personas residentes en Hanoi que causó muchas muertes. Hanoi fue bombardeada (con un resultado de 6.000 muertos) y reocupada por las tropas francesas, y Ho Chi Minh huyó.
De esta manera comenzó una guerra que iba a durar treinta años. Los comunistas lucharían básicamente con el objetivo nacionalista de lograr la unidad del país, mientras que los franceses tratarían de mantener un Vietnam más pequeño que, junto con los demás estados de Indochina, permanecería dentro de la Unión Francesa. En 1949, ya habían aceptado incluir Cochinchina dentro de Vietnam y reconocer a Camboya y Laos como «estados asociados». En ese momento, otros países empezaron a interesarse por el futuro de la zona, y la guerra fría llegó a Indochina. Moscú y Pekín reconocieron al gobierno de Ho Chi Minh, y Gran Bretaña y Estados Unidos al del emperador de Annam, a quien los franceses habían aupado al poder.
Así pues, la descolonización asiática adquirió rápidamente unos tintes muy lejanos a la sencillez que Roosevelt había previsto. A medida que Gran Bretaña empezaba a liquidar sus recuperadas posesiones, las cosas se complicaron aún más. Birmania y Ceilán se independizaron en 1947. Al año siguiente, empezó en Malasia una guerra de guerrillas apoyada por los comunistas que, aunque no tuvo éxito y no impidió el avance constante hacia la independencia, que se proclamó en 1957, fue uno de los primeros problemas poscoloniales que, entre muchos otros, iban a dar mucho que hacer a Estados Unidos. El creciente antagonismo con el mundo comunista pronto se superpuso con el anticolonialismo visceral.
Solo en Oriente Próximo pareció que las cosas transcurrían aparentemente de una forma clara. En mayo de 1948, nació el Estado de Israel en Palestina. Este hecho marcó el final de una época que había durado cuarenta años, en que solo había sido necesario que dos grandes potencias se pusieran de acuerdo en la administración de la zona. No había sido una tarea demasiado difícil para Francia y Gran Bretaña. En 1939, Francia aún disfrutaba de los mandatos de la Sociedad de Naciones sobre Siria y Líbano (el mandato inicial había sido dividido en dos), y los británicos mantenían el suyo sobre Palestina, además de ejercer, en otros territorios árabes, diversos grados de influencia o de poder sobre los nuevos dirigentes de los diferentes países. Los más importantes eran Irak, donde estaba estacionada una fuerza británica no muy numerosa, integrada principalmente por aviones de combate, y Egipto, donde una importante guarnición militar protegía el canal de Suez. Este había ido adquiriendo cada vez más importancia en la década de 1930, época en que Italia había mostrado una creciente hostilidad hacia Gran Bretaña.
Como en otros lugares, la guerra de 1939 iba a producir cambios en Oriente Próximo, aunque en un principio todo fue muy confuso. Después de la entrada de Italia en la guerra, la zona del canal pasó a ser un área vital para la estrategia británica y, con ello, Egipto se encontró de repente con un frente de batalla en su frontera occidental. Permaneció neutral casi hasta el final, pero, de hecho, era una base británica y poco más. La guerra hizo también que fuera esencial garantizar el suministro de petróleo del golfo Pérsico, especialmente de Irak. Esto llevó a una intervención militar cuando Irak amenazó con acercarse al bando alemán después de otro golpe nacionalista en 1941. La invasión de Siria por parte de los británicos y de la Francia Libre para mantenerla fuera del alcance de los alemanes, llevó en 1941 a la independencia del país. Poco después, el Líbano proclamó su independencia. Los franceses intentaron sin éxito restablecer su autoridad una vez finalizada la guerra, y durante el año 1946 las últimas guarniciones militares extranjeras abandonaron Siria y el Líbano. Francia también atravesó por dificultades más hacia el oeste cuando estalló el conflicto de Argelia en 1945. En ese momento, los nacionalistas solamente pedían una autonomía en federación con Francia, y los franceses avanzaron en esa dirección en el año 1947; aun así, esto estaba aún lejos de la solución definitiva.
En los lugares donde la influencia de los británicos era más importante, el sentimiento de hostilidad hacia ellos estaba muy acentuado. En los años de posguerra, tanto en Egipto como en Irak existía una gran animadversión hacia las fuerzas de ocupación británicas. En 1946, Gran Bretaña anunció que estaba dispuesta a retirarse de Egipto, pero las negociaciones sobre las bases para un nuevo tratado resultaron tan tensas y estériles que Egipto planteó el asunto (sin éxito) en las Naciones Unidas. En ese momento, todas las cuestiones relativas al futuro de los diferentes territorios árabes se habían visto desplazadas por la decisión de los judíos de crear por la fuerza un Estado nacional en Palestina.
Desde entonces, la cuestión palestina siempre ha estado presente en el escenario internacional. El catalizador del problema judío fue la actuación de los nazis cuando alcanzaron el poder en Alemania. En el momento en que se produjo la «Declaración Balfour», vivían en Palestina 80.000 judíos y 600.000 árabes. Estos últimos consideraban que el número de judíos en su territorio era demasiado elevado y los veían como una amenaza. Durante unos cuantos años a partir de ese momento, el número de emigrantes judíos superó al de inmigrantes, y había motivos para confiar en que el problema de conciliar la promesa de una «patria nacional» para los judíos con el respeto a «los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías ya existentes en Palestina» (como decía la «Declaración Balfour») podría resolverse. Todo esto se trastocó con la subida de Hitler al poder.
Desde el inicio del hostigamiento nazi, aumentó el número de judíos que querían emigrar a Palestina. Cuando comenzó el proceso de exterminio en los años de la guerra, los intentos británicos de restringir la inmigración, que era el punto de la política de Gran Bretaña que los judíos no aceptaban, perdieron todo su sentido; el otro punto clave —la división de Palestina— era rechazado por los árabes. La cuestión se volvió más dramática nada más acabar la guerra, cuando un congreso sionista mundial exigió que se admitiera inmediatamente en Palestina a un millón de judíos. Entonces empezaron a entrar en juego nuevos factores. En 1945, Gran Bretaña había visto con simpatía la formación de una «Liga Árabe» formada por Egipto, Siria, Líbano, Irak, Arabia Saudí, Yemen y Transjordania. En la política británica siempre había habido una corriente de opinión, un tanto ilusoria, que consideraba que en el panarabismo podía estar la clave para que los pueblos de Oriente Próximo se asentaran después del período de confusión posterior al imperio otomano, y que la coordinación de la política de los países árabes posibilitaría la solución de sus problemas. Lo que ocurrió fue que la Liga Árabe empezó a preocuparse de Palestina hasta casi llegar a ignorar cualquier otra cuestión.
Otro elemento nuevo fue la guerra fría. Parece ser que, en la inmediata posguerra, Stalin adoptó el viejo punto de vista comunista de que Gran Bretaña era el principal pilar imperialista del sistema capitalista internacional. En consecuencia, Rusia criticó la posición e influencia de Gran Bretaña, que en Oriente Próximo entraban en conflicto con determinados antiguos intereses de los rusos, aunque el gobierno soviético se había desentendido de los problemas de la zona entre 1919 y 1939. Turquía tuvo que soportar mucha presión en los estrechos por parte de los soviéticos, que, por otro lado, apoyaban de manera explícita al sionismo, el elemento que más perturbaba la situación.
24.jpgNo había que tener una visión política extraordinaria para darse cuenta de lo que suponía que Rusia volviera a interesarse en la antigua zona otomana. Y, al mismo tiempo, la política de Estados Unidos se volvió antibritánica o, mejor dicho, prosionista. Esto era algo previsible. En 1946 se celebraron las elecciones al Congreso que tienen lugar a mitad del mandato presidencial, y los votos judíos eran importantes. Desde la revolución en política interior protagonizada por Roosevelt, un presidente del Partido Demócrata no podía adoptar una posición antisionista.
Ante estas dificultades, los británicos decidieron desligarse de Tierra Santa. Desde 1945, se habían enfrentado a actos terroristas, tanto de los judíos como de los árabes, y a guerras de guerrillas en Palestina. Los desdichados policías árabes, judíos y británicos luchaban por mantener el control de la situación, mientras el gobierno británico seguía buscando con ahínco una solución aceptable para las dos partes que le permitiera dar por terminado su mandato sobre la zona. Se solicitó la ayuda de Estados Unidos, pero sin éxito; Truman quería una solución favorable a los intereses sionistas. Finalmente, Gran Bretaña llevó la cuestión a las Naciones Unidas. El organismo internacional recomendó la división del territorio, pero para los árabes esto no era ni siquiera un principio de solución. La lucha entre las dos comunidades se volvió más virulenta y los británicos decidieron retirarse sin más preámbulos. El día en que lo hicieron, el 14 de mayo de 1948, se proclamó el Estado de Israel, que fue reconocido de inmediato por Estados Unidos (dieciséis minutos después de aprobarse el acta de fundación) y por la URSS; a pocos más acuerdos habrían de llegar en Oriente Próximo en el siguiente cuarto de siglo.
Casi inmediatamente después, Egipto atacó a Israel, invadiendo con sus ejércitos una parte de Palestina que la propuesta de las Naciones Unidas había adjudicado a los judíos, y las fuerzas jordanas e iraquíes apoyaron a los árabes palestinos en el territorio que la propuesta había asignado a estos últimos. Finalmente, Israel rechazó por la fuerza a sus enemigos y se llegó a una tregua supervisada por las Naciones Unidas (durante la cual un terrorista sionista asesinó al mediador de la organización internacional).
En 1949, el gobierno israelí se trasladó a Jerusalén, que volvió a ser capital de la nación judía por vez primera desde los tiempos del imperio romano. La mitad de la ciudad estaba aún ocupada por fuerzas jordanas, pero este hecho suponía casi el menor de los problemas que quedaron pendientes para el futuro. Con el apoyo diplomático de los norteamericanos y los rusos, y el dinero aportado de manera privada por ciudadanos de Estados Unidos, la iniciativa y la fuerza de voluntad de los judíos lograron establecer con éxito un nuevo Estado nacional en un lugar donde veinticinco años atrás no había base para ello. Con todo, los judíos habrían de pagar un alto precio por ello. La decepción y humillación de los países árabes acentuaron su pertinaz hostilidad y dieron lugar a la posibilidad de que las grandes potencias pudieran intervenir en el futuro. Además, las acciones de los extremistas sionistas y del ejército israelí en los años 1948 y 1949 provocaron el éxodo de refugiados árabes. En poco tiempo llegó a haber 750.000 árabes en campos de Egipto y Jordania, lo cual era un gran problema social y económico, además de una carga sobre la conciencia del mundo y una potencial arma militar y diplomática para los nacionalistas árabes. No sería nada sorprenderte, de ser verdad (como creen algunos estudiosos), que el primer presidente de Israel hubiera exhortado casi al instante a los científicos del país a que trabajaran en un programa de energía nuclear.
De esta manera, fluyeron a la vez, de manera curiosa y paradójica, muchas corrientes que llevaron la confusión a una zona que siempre había sido uno de los centros de la historia universal. Esta vez, los judíos, que habían sido víctimas durante siglos, eran considerados verdugos por los árabes. Los problemas a los que tuvieron que enfrentarse los pueblos de la zona estaban emponzoñados por factores surgidos de la disolución de siglos de poder otomano, de las rivalidades entre las potencias imperialistas que sucedieron a este (en especial del surgimiento de dos nuevas potencias mundiales muy superiores), de la interacción entre la vieja religión y el nacionalismo europeo decimonónico, y de los primeros efectos de la dependencia del petróleo por parte de los países desarrollados. Hay pocos momentos en el siglo XX tan empapados de historia como la creación del Estado de Israel. Este es un buen momento en el que detenerse antes de volver al resto de la historia del siglo XX.


LIBRO VIII
La época más reciente

Contenido:

  1. Perspectivas
  2. Un nuevo orden mundial
  3. Certidumbres que se desmoronan
  4. El final de una era
  5. Inicios y finales

Ya en las postrimerías del siglo XX de la era cristiana, existía un acuerdo bastante generalizado de que los cambios más grandes e impresionantes habían comenzado a aparecer en torno a más o menos 1945. Hoy eso es aún más evidente. Pero no por ello se hace más fácil concretar esos cambios y ubicarlos como parte de la historia del mundo. Al contrario: la mera narración de los acontecimientos se espesa de pronto, de forma inexplicable y por sí sola. Ahora, bajo la impresión de los acontecimientos recientes, es más difícil que nunca adquirir una perspectiva adecuada para estudiar los últimos cincuenta años de historia en relación con los seis mil precedentes.
Parte del problema radica en nuestras «expectativas razonables». Cuando leemos sobre épocas que hemos vivido, esperamos encontrar acontecimientos que recordamos o de los que recordamos haber oído hablar a una edad influenciable y, si no aparecen en el relato, sentimos cierta decepción. Sin embargo, la historia es siempre una selección. En el sentido más estricto, la historia es lo que una época concreta considera destacable de una época anterior; y las expectativas, legítimas o ilegítimas, son solo una parte de eso. Sin embargo, ese tampoco es el único escollo para escribir la historia de los tiempos recientes; la rapidez de los cambios es otro. Hace muy pocos siglos que el concepto de la evolución cultural humana empezó a tomar fuerza entre los historiadores. De hecho, hace muy poco que los historiadores empezaron a asimilar que las generaciones difieren culturalmente, que las sociedades en las que viven sufren constantemente cambios profundos y decisivos, y que con ellas cambian también las actitudes básicas. Lo cierto es que, en estos momentos, no hay ningún adulto que no haya pasado por ejemplos de adaptaciones radicales que ahora se dan por sentadas, que ya hemos hecho nuestras, en muchos casos sin darnos cuenta, aunque hayan sido mucho más profundas y mucho más rápidas que cualquiera de los cambios que experimentaron nuestros antepasados. El crecimiento de la población es un caso paradigmático: ninguna generación anterior ha vivido nada parecido a un aumento tan veloz de la población humana. Y, sin embargo, pocas personas han sido conscientes de ello.
Ahora bien, la historia no se ha acelerado como una mera sucesión de acontecimientos. En muchos casos, los cambios que ha traído consigo han tenido implicaciones mucho más amplias y profundas, y han ejercido más influencia que en el pasado, simplemente por la velocidad a la que se han producido. Por citar un ejemplo, pese a la insatisfacción que muchos sienten aún sobre el grado de los avances obtenidos, las oportunidades y libertades de que disponen las mujeres de la sociedad occidental han crecido a un ritmo bastante distinto y con una envergadura radicalmente mayor que en siglos anteriores. Y, sin embargo, aún no han surtido pleno efecto (o, en algunos lugares, ninguno). Lo mismo podría decirse de muchos cambios de carácter más tecnológico y material, que aún están lejos de dar todos sus frutos.
La historia de las últimas décadas es, además —debido a sus transformaciones tan rápidas y radicales—, bastante distinta de cualquier historia anterior, de manera que se hace aún más difícil escribir sobre ella como parte del mismo relato. Al analizarla, debemos (en cierto sentido) no solo cambiar de marcha, sino también adoptar un punto de vista diferente. Necesitamos dar más explicaciones para mostrar la influencia que ha tenido un hecho o un acontecimiento dado, sobre todo si implica alguna innovación técnica. Necesitamos ofrecer más detalles para desentrañar el desmoronamiento y la reconstrucción de un sistema político mundial en el contexto del primer orden económico verdaderamente global, o para sopesar cuántos cambios irreversibles se pueden identificar ahora como resultado de la intervención humana en la naturaleza. Cierto es que estos temas también exigen tener en cuenta la historia anterior, pero antiguamente las implicaciones reales y más importantes de los acontecimientos tendían a revelarse muy lentamente, y a veces casi pasaban desapercibidas. Ahora se revelan con una rapidez sorprendente, por no decir explosiva, y eso hace mucho más difícil adoptar una perspectiva estable.
Y no olvidemos la cronología, la base de la historia. La idea de que la historia entra en una fase nueva y diferenciada hacia mediados del siglo XX, nos empuja a muchos a buscar momentos que nos podrían servir de jalones cronológicos indispensables, como los que utilizamos al narrar la historia precedente. En este sentido, sin embargo, puede que, dentro de unas décadas, decidir si 1917 es una fecha más significativa que 1919 o si lo que pasó en Manchuria en 1931 marcó un punto de partida más llamativo que lo que pasó en Polonia en 1939, no sea tan importante como creíamos. Posiblemente, ninguna de esas fechas se considerará más destacable que, por ejemplo, la de la patente presentada en 1951 para un compuesto eficaz para controlar la fertilidad de las mujeres y susceptible de una administración oral segura. Fue un hito para el desarrollo de lo que pronto —diez años después— se conocería como «la píldora», cuyos efectos han sido ya enormes.
En las páginas que siguen he intentado deliberadamente hacer frente a esos problemas y restarles capacidad intimidatoria refiriendo en primer lugar —y con cierta extensión— los desarrollos más importantes que encarnan o representan temas e influencias a largo plazo de aproximadamente los últimos cincuenta años. A partir de ahí, he intentado esbozar una narración de los acontecimientos que ocuparon más titulares, dividida a grandes trazos en breves períodos cronológicos. Mi intención es que de ahí surjan los principales marcadores cronológicos de la «historia contemporánea», esto es, los momentos en los que las cosas podrían haber ido de otra forma si la historia no fuera historia y no estuviera, por tanto, «obligada» a seguir los caminos que siguió.
Como es natural, hay ciertos aspectos generales que saldrán con casi total seguridad, incluso antes de que empecemos. No es difícil ver, por ejemplo, que los días de la dominación del mundo por parte de los europeos se acabaron, y que a partir de 1945 podemos hablar de una «era post europea». No obstante, hay que tener en cuenta otros cambios todavía más generales y arrolladores. Hoy el mundo está más unificado que nunca. Es una de las maneras en que, en muy pocos años, el planeta ha cambiado más deprisa y puede que de forma más radical que nunca antes en la historia. Se ha extendido una civilización común que, en muchas formas, se comparte más que ninguna civilización anterior, pero que, incluso mientras lo constatamos, sigue transformándose ante nuestros ojos. Es una civilización claramente comprometida con el cambio y que, por ello, suele tener un impacto revolucionario. Para imaginar cómo será la vida ni que sea dentro de unas décadas, partimos de una base mucho menos firme que la que tenían nuestros antepasados. Algunas de las razones más obvias son la mayor independencia económica y tecnológica y, sobre todo, la circulación de una cantidad de información mucho más grande y la mejora de los medios para utilizarla. Ahora, casi cualquier cosa que pasa en cualquier lugar del mundo puede en principio producir efectos inmediatos en otro lugar; cada vez son más, aunque aún no todos, los líderes políticos que se dan cuenta de esto, empujados por la ideología, por el cálculo o por el simple miedo. Al final, la mayoría de ellos acaban reconociendo, aunque a veces demasiado tarde, el camino que ha emprendido la historia. Por comodidad, a los procesos implicados se los suele englobar bajo el término «modernización», y sus síntomas se han extendido a todos los rincones del planeta, incluso allí donde todavía no son más que aspiraciones.
Hace mucho, en la prehistoria, la humanidad comenzó a liberarse de la naturaleza a través de las tecnologías primitivas. Después, durante miles de años, siguió caminos distintos y divergentes, que llevaron a distintas formas de vida y a culturas y civilizaciones muy particulares y diferenciadas. Varios siglos atrás, esos caminos empezaron a converger conforme empezaban a extenderse desde una parte del mundo los procesos de modernización. Ahora constatamos que, de una u otra manera, los caminos se están uniendo en todo el planeta, por más que cueste hacer afirmaciones precisas sobre algo que tiene lugar a un nivel tan general. Lo que sí debemos (y, afortunadamente, podemos) reconocer es que incluso la historia más reciente debe mirarse a la luz de la historia más antigua. Así aumentaremos al menos un poco las oportunidades de obtener una perspectiva justa incluso sobre los cambios más enormes.

 1. Perspectivas
Población
En 1974 se celebró en Rumanía la primera conferencia mundial sobre población. Por primera vez, los pocos conocedores de las previsiones demográficas tenían un foro donde expresar su desasosiego y obligar a la humanidad a plantearse sus cifras. Veinticinco años después, ya eran muchos más los que veían que el aumento indeseado, incesante y, al parecer, todavía incontrolable de la población mundial —iniciado un par de siglos antes— supondría problemas para el planeta, si bien no se podían concretar cuáles por no disponer de una información completa. La precisión en los cálculos demográficos sigue siendo una meta muy lejana, y, por ahora, solo podemos estimar el número de personas vivas con un margen de error de 200 millones. Ese margen, sin embargo, tampoco va a distorsionar tanto nuestra impresión de lo que ha pasado. En números redondos, una población mundial de unos 750 millones de personas hace dos siglos y medio se duplicó con creces en 150 años hasta alcanzar los 1.600 millones en 1900. En solo 50 años más aumentó en unos 850 millones, y en 1950 el mundo tenía en torno a 2.500 millones de habitantes. Los siguientes 850 millones se sumaron en tan solo 20 años, y en estos momentos la población mundial excede los 6.000 millones de personas. Si ubicamos todo esto en una escala temporal más larga, veremos que, mientras que el Homo sapiens tardó 50.000 años en llegar a los primeros 1.000 millones (cifra alcanzada en torno a 1840), los últimos 1.000 millones se han incorporado en solo 15 años. Hasta hace unas pocas décadas, la cifra total seguía creciendo sin freno, y posiblemente alcanzó su pico en una tasa de más del 2 por ciento anual a finales de la década de 1960.
Algunos vieron renacer en ese crecimiento el fantasma de la catástrofe malthusiana, por más que el propio Malthus había observado que «no podemos fiarnos de ningún cálculo de la población o despoblación futura a partir de tasas actuales de crecimiento o decrecimiento». Desconocemos qué es lo que podría volver a modificar la pauta. Hay sociedades, por ejemplo, que han decidido controlar sus dimensiones. La iniciativa, salvando las distancias, no es del todo nueva. En algunos lugares, el asesinato y el aborto eran métodos habituales para frenar la demanda de unos recursos escasos; en el Japón medieval se dejaba morir a los niños a la intemperie, y el infanticidio femenino era una práctica muy común en la India decimonónica y regresó (o, quizá, se reconoció abiertamente) en China en la década de 1980. Lo que era nuevo era que los gobiernos comenzaran a dedicar recursos y leyes a métodos más humanos de control de la población. Su objetivo era conseguir una mejora económica y social real, y no simplemente evitar situaciones familiares y personales críticas.
Fueron muy pocos los gobiernos que hicieron esos esfuerzos, y los factores económicos y sociales no produjeron la misma respuesta en todas partes, ni siquiera a los innegables avances tecnológicos y de saber. La aparición en la década de 1960 de una nueva técnica anticonceptiva y su rápida difusión por muchos países occidentales influyeron radicalmente en el comportamiento y las ideas de la gente, pero su uso entre las mujeres de los países no occidentales dista aún mucho de cualquier nivel deseable. Esta fue una de las muchas razones de que el crecimiento de la población, pese a producirse en todo el mundo, no tomara siempre la misma forma ni provocara las mismas respuestas. Aunque muchos países no europeos han seguido las pautas de la Europa del siglo XIX (al mostrar un descenso de las tasas de mortalidad sin un descenso correspondiente en las tasas de natalidad), sería imprudente predecir que, simplemente, repetirán la siguiente fase de la historia demográfica de los países desarrollados. No podemos dar por sentado que los patrones de descenso de natalidad de un lugar o sociedad concretos se repetirán en otro lugar, como tampoco que no lo harán. La dinámica del aumento de población es sumamente compleja y refleja límites impuestos por la ignorancia y por actitudes personales y sociales difíciles de medir (y mucho más de manejar), y, mientras esperamos a que esta dinámica sea más comprensible, algunos países pobres no pueden mantener por mucho tiempo la esperanza de alcanzar el equilibrio demográfico. En Europa, la natalidad no empezó a descender hasta hace un par de siglos, cuando la prosperidad de unos pocos países hizo atractiva la idea de tener familias más reducidas. En la mayoría de los países en los que la población sigue en rápido aumento, no se ha llegado a nada parecido. Y las cosas pueden empeorar cuando mejoren los recursos médicos, nutricionales y, sobre todo, de sanidad pública. A pesar de los descomunales avances logrados desde 1900, todavía hay muchos lugares donde la mortalidad se tiene que atajar como se hizo en la Europa del siglo XIX. Allí donde se logre y cuando se logre, las cifras de población podrían dispararse todavía más.
La mortalidad infantil es un indicador aproximado pero útil del potencial de crecimiento futuro. En los cien años anteriores a 1970, esa tasa cayó de una media de 225 muertes por cada 1.000 nacimientos a menos de 20 en los países desarrollados; en 1988, las cifras comparativas para Bangladesh y Japón eran de 118 frente a 5. Estas disparidades entre los países ricos y los países pobres son mayores que en el pasado. Asimismo, hay diferencias comparables en cuanto a la esperanza de vida a todas las edades. En los países desarrollados, la esperanza de vida al nacer pasó de algo más de los 40 años en 1870 a algo más de los 70 cien años después. Ahora presenta una uniformidad notable; en 1987, por ejemplo, era de 76, 75 y 70 años en Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética, respectivamente. Estas diferencias eran insignificantes comparadas con las que los separaban de Etiopía (41) o incluso de la India (58). Aun así, los niños que nacen en la India tienen unas perspectivas de supervivencia mucho mejores con respecto a las de sus antepasados de 1900 (por no hablar de los niños nacidos en Francia en 1789).
En el futuro inmediato, estas disparidades supondrán nuevos problemas. A lo largo de la mayor parte de la historia, todas las sociedades podían representarse como pirámides con muchos jóvenes en la base y pocos ancianos en la cúspide. Ahora, en cambio, las sociedades desarrolladas se asemejan a columnas que se estrechan; la proporción de personas mucho más ancianas es mayor que en el pasado. En los países más pobres ocurre al revés; más de la mitad de la población de Kenia tiene menos de 15 años, y dos tercios de la de China tienen menos de 33. Es decir, si nos limitamos a hablar de una superpoblación mundial, estaremos ignorando hechos importantes. La población del mundo sigue creciendo extraordinariamente, pero a través de factores de origen muy diverso y que tendrán repercusiones históricas también muy diversas.
Uno de ellos es la forma en que se distribuye la población. A finales del siglo XX, su distribución por continentes era más o menos la siguiente:

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El descenso respecto a la cuota de la población mundial que representaba Europa a mediados del siglo XIX (una cuarta parte) es espectacular, como lo es el fin de cuatro siglos de partida de emigrantes europeos que salieron del continente para distribuirse por todo el mundo. Hasta la década de 1920, Europa seguía exportando personas, sobre todo con destino a América. Aquel flujo se cortó en gran parte debido a las restricciones de entrada a Estados Unidos impuestas a la sazón, se redujo aún más durante la Gran Depresión y ya nunca recobró su anterior importancia. Por otro lado, la emigración a Estados Unidos desde el Caribe, América Central y del Sur y Asia aumentó vertiginosamente en las últimas décadas del siglo XX. Además, aunque algunos países europeos seguían exportando emigrantes (a principios de la década de 1970 seguían saliendo de Gran Bretaña más personas de las que entraban), en la década de 1950 también habían empezado a atraer a norteafricanos, turcos, asiáticos y antillanos, en busca del trabajo que no podían encontrar en sus países. En la actualidad Europa es, por encima de todo, un continente importador de personas.
Sin embargo, puede que los patrones actuales no se mantengan por mucho tiempo. Asia contiene en estos momentos más de la mitad de la humanidad; China concentra la quinta parte y la India, la sexta, pero algunas de las tasas de crecimiento que han dado lugar a estas cifras han empezado por fin a bajar. En Brasil, la tasa de aumento poblacional era de más del doble de la tasa mundial a principios de la década de 1960, pero ahora ya no lo es, aunque su población siga creciendo. Allí, como en otros países latinoamericanos donde el nivel y la esperanza de vida de gran parte de la población no son mucho mejores que los de la Europa de finales del siglo XIX, se ha culpado a la Iglesia católica por su larga trayectoria de oposición al control de la natalidad y al aborto, pero eso no lo explica todo. Las actitudes de los hombres latinoamericanos y las disciplinas sociales que las familias numerosas imponen a muchas mujeres pobres del continente (que, hasta hace poco, eran casi incondicionalmente sumisas), también lo pueden explicar. Mientras, las tasas de crecimiento más alarmantes se encuentran en el mundo islámico; Jordania creció a tal ritmo en la década de 1990 que duplicó su población en dieciséis años, Irak creció con un poco menos de fuerza, a un 3,5 por ciento anual, y la población, mucho más reducida, de Arabia Saudí tuvo un impresionante índice de crecimiento anual del 5,6 por ciento.
Pese a todo, hay constancia de que, durante los últimos treinta años, se ha producido una reducción del tamaño de las familias de algunos países en desarrollo. La intervención oficial no es ajena a ello. Aunque a los regímenes comunistas nunca les gustaron las ideas sobre la estabilización o reducción de la población, en la década de 1960 tanto China como la Unión Soviética iniciaron campañas para retrasar los matrimonios y tener familias menos numerosas. China dio un paso más creando normativas, incentivos fiscales y presión social, al precio de la reaparición de prácticas condenadas de infanticidio femenino. El gobierno indio hizo enormes inversiones en publicidad y propaganda de la anticoncepción y, en menor medida, de la esterilización, pero con escaso éxito. La India no había sufrido la revolución económica que había experimentado Japón o el ataque político a las instituciones tradicionales que había padecido China, de manera que seguía siendo una sociedad predominantemente agrícola y de ideas e instituciones profundamente conservadoras. Excepto una minúscula minoría en el seno de sus élites, la India mantenía, por ejemplo, una enorme y tradicional desigualdad en el estatus y las oportunidades de empleo de los hombres y las mujeres. Bastaría con que las actitudes hacia la mujer que se dan por sentadas en Europa o en Norteamérica (y que a menudo se critican por inadecuadas) se extendieran un poco por el país para que aumentara sustancialmente la edad de matrimonio y, por tanto, disminuyera la media de hijos por familia. Pero semejante cambio presupondría una ruptura en las costumbres, oportunidades y jerarquías tradicionales indias mucho más radical que la obtención de la independencia política en 1947. La supresión de una cultura y de
unas tradiciones tan arraigadas no puede hacerse de manera indolora, ni se puede esperar de un país que se libre de ellas tan fácilmente.
Ahora bien, tampoco hay que verlo todo negro. En los países en desarrollo que han ganado en bienestar, la fertilidad ha tendido a descender. Incluso cuando países como la India no han podido generar mejoras obvias para toda su población, Latinoamérica aporta pruebas de que esas mejoras facilitan el camino a la reducción de natalidad. La historia demuestra que la influencia aún creciente de la civilización según la tradición europea, por mucho que llegue empaquetada, sigue siendo el disolvente más potente de las tradiciones. En cierta forma, el cambio en la estructura poblacional es un elemento tan intrínseco a esa influencia como lo son el debilitamiento de la cultura religiosa, la construcción de fábricas o la liberación de la mujer, por nombrar solo tres ejemplos de una larga lista.
Las diferencias y los cambios de población afectan a la potencia comparativa de las naciones, pero no por ello se pueden equiparar a las diferencias de poder. Los recursos y la cultura también intervienen, y tener poder para una cosa no siempre significa tenerlo para otra. No obstante, el poder y la población están interrelacionados de muchas formas. China, por ejemplo, tiene una población tan grande que la hace prácticamente inconquistable. Pero la ecuación no es siempre tan obvia y automática. Hacia finales del siglo XX, se calculó que los diez estados más grandes del mundo en cuanto a población eran:

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En cualquier caso, la lista incluye los tres países más poderosos del mundo, que por supuesto no lo eran hace cien años. También incluye países muy pobres. Mientras que la transformación de China ha tomado la delantera, otros estados de la lista siguen hundidos en una pobreza que para algunos de ellos parece irremediable, tanto si es absoluta, por escasez de recursos naturales (Bangladesh), como si es relativa, porque se han visto engullidos por un crecimiento de la población tan rápido (India e Indonesia) que no les ha dado tiempo de hacer efectivo el cheque del desarrollo. En esos casos, la riqueza recién generada ha servido como mucho para alargar la esperanza de vida. De todas formas, por tentador que sea, no es fácil generalizar. La producción agrícola india se duplicó entre 1948 y 1973, por lo que se creyó que iba a entrar en un período de autosuficiencia alimentaria. Sin embargo, apenas sirvió para sostener a una población que crecía a un ritmo de un millón al mes.
La población mundial también estaba cambiando de otra forma: conforme el siglo XX tocaba a su fin, casi la mitad vivía en ciudades. La ciudad se está convirtiendo en el hábitat típico del Homo sapiens. Esto suponía un cambio notable con respecto a la mayor parte de la historia de la humanidad, y revelaba que las ciudades habían empezado a perder su antiguo poder aniquilador. En el pasado, la alta tasa de mortalidad de la vida urbana exigía una alimentación demográfica constante en forma de inmigrantes llegados del campo para compensar aquellas pérdidas numéricas. En el siglo XIX, los habitantes de las ciudades de algunos países empezaron a reproducirse a un ritmo lo bastante alto como para que las ciudades crecieran orgánicamente. Los resultados son impresionantes; ahora hay muchas ciudades cuya población es literalmente incalculable. Calcuta ya tenía un millón de habitantes en 1900, pero ahora ha multiplicado esa cifra por quince, y México D. F. tenía solo 350.000 cuando empezó el siglo XX, pero más de 20 millones cuando acabó. Se pueden sacar otras conclusiones a largo plazo. En 1700, solo había en el mundo cinco ciudades de más de 500.000 habitantes, en 1900 ya había cuarenta y tres, y en la actualidad solo en Brasil hay más de siete ciudades con más de un millón de habitantes. Los sistemas sanitarios y las medidas de salud pública necesarios para esos cambios han ido más lentos en unos países que en otros, y la marea urbanizadora ni siquiera ha empezado a bajar.

La nueva riqueza
La población y la dinámica urbanizadora implican por igual un enorme aumento de los recursos mundiales. Simplificándolo en palabras llanas y duras: aunque muchos hayan muerto de hambre, son muchos más los que han vivido. En las distintas hambrunas pueden haber muerto millones de personas, pero hasta ahora no se ha producido la catástrofe mundial malthusiana. Si el mundo no hubiera podido alimentarla, la población mundial sería menor. Otra cosa es saber si esta situación puede continuar. La conclusión de los expertos es que aún podremos dar de comer a un número creciente de personas durante un buen tiempo. Por otro lado, no se ha perdido la esperanza de que la política poblacional ayude a estabilizar la demanda. Si bien en esos temas entramos ya en el terreno de la especulación, la mera existencia de esas esperanzas interesa al historiador, porque dicen algo sobre un estado presente y real del mundo en el que lo que se considera posible importa para determinar lo que ocurrirá. En ese sentido, tenemos que reconocer el gran acontecimiento económico de la historia moderna y, sobre todo, de los últimos cincuenta años: que se alcanzó una producción de riqueza sin precedentes.
         Los lectores de este libro deben de estar acostumbrados a ver en sus televisores imágenes desgarradoras de hambre y privaciones. Sin embargo, en gran parte del mundo, a partir de 1945 empezó a darse por sentado, por primera vez en la historia, el crecimiento económico continuo, un crecimiento que se ha convertido en «lo normal», pese a los tropiezos y las interrupciones que puedan darse, hasta el punto de que ahora cualquier desaceleración de este desarrollo provoca alarma. Además, como demuestran las cifras de población, en números brutos, el crecimiento económico real ha sido la tónica imperante en la mayoría de los países subdesarrollados. Si lo miramos con la mentalidad que aún tenía el mundo en 1939, estamos ante una auténtica revolución. Y, aun así, la historia no empieza simplemente en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la edad de oro del crecimiento sin precedentes. No, los verdaderos antecedentes históricos de esa oleada de creación de riqueza que ha servido para sostener la carga del aumento de la población mundial, son mucho más profundos. Una forma de medirlos es constatando que una persona media actual maneja una riqueza unas nueve veces mayor que una persona media de 1500. El Producto Interior Bruto (PIB) mundial ha pasado de una base 100 hace cinco siglos a más de 11.600 hoy en día, aunque es cierto que ahora tiene que repartirse entre mucha más gente.

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Es innegable que, hasta el siglo XIX, la riqueza y la población siguieron una trayectoria ascendente y más o menos paralela. Después, algunas economías empezaron a mostrar un desarrollo mucho más rápido que otras. Ya a principios del siglo siguiente, se inició otra intensificación de la creación de riqueza que, pese a sufrir los duros frenazos de dos guerras mundiales y los trastornos de la depresión de la década de 1930, se reemprendería tras 1945 y ya no cesaría desde entonces, a pesar de los graves desafíos y los enormes contrastes entre las distintas economías. A partir de 1960, el PIB aumentó prácticamente en todas partes y, en general, también el PIB per cápita. A pesar de todas las disparidades y de los reveses sufridos por algunos países, el crecimiento económico se ha extendido más que nunca.
Ciertas cifras, como las de la tabla anterior, deben interpretarse con precaución y pueden cambiar muy deprisa, pero nos dan una imagen certera de la forma en que el mundo se ha enriquecido en un siglo. Sin embargo, parte de la humanidad sigue viviendo en la pobreza más absoluta:

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En esa creación de riqueza tan determinante tiene que haber ayudado el hecho de que las principales potencias estuvieran en paz entre ellas durante tanto tiempo. Desde 1945, por supuesto, ha habido muchos conflictos incipientes o de menor escala, y todos los días han muerto cientos de miles de hombres y mujeres, en operaciones bélicas o en sus secuelas. Las grandes potencias han delegado sus batallas en sustitutos. Sin embargo, no ha vuelto a darse una destrucción de capital humano y económico parecida a la que produjeron las dos guerras mundiales. La rivalidad internacional que solía haber detrás de muchas tensiones sirvió, por el contrario, para mantener o alentar la actividad económica en muchos países. Produjo beneficios tecnológicos derivados y condujo a grandes inversiones y movimientos de capital para fines políticos, algunos de los cuales contribuyeron mucho a aumentar la riqueza real.
El primero de aquellos movimientos de capital tuvo lugar a finales de la década de 1940, cuando la ayuda estadounidense hizo posible la recuperación de Europa. Para ello, la dinamo norteamericana tenía que estar disponible, a diferencia de lo que pasó después de 1918. La enorme expansión de la economía de Estados Unidos durante la guerra, que la había sacado por fin de la depresión que precedió al conflicto, junto con la inmunidad de su territorio, que no sufrió daños físicos, garantizaban esa disponibilidad. La explicación de que esa fuerza económica estadounidense se desplegara en forma de ayuda a Europa hay que buscarla en ciertas circunstancias (entre las que destaca la guerra fría). En aquel contexto de tensión internacional, a Estados Unidos le convenía actuar como lo hizo; muchos de sus políticos y hombres de negocios supieron ver y señalar oportunidades imaginativas; durante mucho tiempo no hubo otra fuente alternativa de capital a semejante escala, y, por último, también contribuyó el hecho de que hombres de distintos países, incluso antes de que acabara la guerra, hubieran puesto en marcha instituciones para regular la economía internacional y evitar el regreso a la anarquía económica casi fatal de la década de 1930. Así pues, la historia de la reestructuración de la vida económica del mundo empieza antes de 1945, con las iniciativas en tiempos de guerra que dieron lugar al Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT). La estabilidad económica que estas instituciones proporcionaron al mundo no comunista posterior a 1945, apuntalaron dos décadas de crecimiento del comercio mundial de casi un 7 por ciento anual en términos reales. Entre 1945 y la década de 1980, el valor medio de los aranceles sobre productos manufacturados cayó del 40 por ciento al 5 por ciento, y el comercio internacional se quintuplicó con creces.
Otra contribución al crecimiento económico fue la que estuvieron efectuando los científicos y los ingenieros durante un período de tiempo aún más largo y de formas menos oficiales y a menudo menos visibles. La aplicación continua del saber científico a través de la tecnología y la mejora y racionalización de los procesos y de los sistemas en busca de un mayor rendimiento ya eran muy importantes antes de 1939, pero pasaron a un manifiesto primer plano y empezaron a ejercer cada vez más influencia después de 1945. Lo que supusieron para la agricultura, en la que había empezado a haber mejoras mucho antes de que la industrialización fuera un fenómeno reconocible, es uno de los ejemplos más claros de sus efectos. Durante miles de años, la única forma que tuvieron los campesinos de aumentar sus ingresos fue recurrir a los antiguos métodos, sobre todo a la tala y la roturación de nuevas tierras. Aún quedan muchas que, con las inversiones adecuadas, podrían hacerse cultivables (sin contar lo mucho que ya se ha hecho en los últimos veinticinco años para aprovechar esos terrenos, incluso en un país tan poblado como la India). Y, sin embargo, esto no explica por qué la producción agrícola mundial ha aumentado tan drásticamente en los últimos tiempos. La razón fundamental es la continuación y aceleración de la revolución agrícola que se inició en los primeros años de la Europa moderna, y que fue visible al menos desde el siglo XVII. Doscientos cincuenta años después, la tendencia se aceleró enormemente gracias, en gran parte, a la ciencia aplicada.
Mucho antes de 1939, se empezó a introducir con éxito el trigo en tierras en las que, por razones de clima, nunca se había cultivado. Los genetistas agrícolas habían desarrollado nuevas variedades de cereales, una de las primeras contribuciones científicas del siglo XX a la agricultura a una escala que iba mucho más allá de las «mejoras» por ensayo y error de otras épocas; faltaban muchos años para que la modificación genética de las especies de cultivo empezara a ser objeto de críticas. Para entonces ya se habían hecho contribuciones aún mayores en los cultivos cerealistas existentes mejorando los fertilizantes químicos (los primeros, distribuidos ya en el siglo anterior). Una sustitución sin precedentes del nitrógeno del suelo condujo a los grandes niveles de rendimiento ahora comunes en los países con una agricultura avanzada. Sin embargo, el precio era un consumo ingente de energía, de manera que en la década de 1960 empezaron a expresarse los primeros temores por sus consecuencias ecológicas. Para entonces, a la mejora de los fertilizantes se le había sumado la de los herbicidas y los insecticidas, al tiempo que se multiplicaba el uso de maquinaria en la agricultura de los países desarrollados. En 1939, Inglaterra tenía la agricultura más mecanizada del mundo en términos de caballos de fuerza por hectárea cultivada; con todo, los agricultores ingleses seguían haciendo gran parte de las tareas con caballos y, a diferencia de Estados Unidos, la presencia de cosechadoras combinadas era muy escasa. Pero los campos no eran lo único que se había mecanizado. La llegada de la electricidad trajo consigo las ordeñadoras, las secadoras de grano, las trilladoras y la calefacción en los establos en invierno. Ahora, la informática y la automatización han empezado a reducir todavía más la dependencia respecto a la mano de obra humana. En el mundo desarrollado, la mano de obra agrícola ha seguido descendiendo mientras la producción por metro cuadrado aumentaba, y las cosechas genéticamente modificadas prometen rendimientos aún mayores.
A pesar de eso, paradójicamente, puede que en estos momentos haya en el mundo más agricultores de subsistencia que en 1900, por la simple razón de que hay más gente. Aun así, la proporción de campos de cultivo que poseen y el valor de sus cosechas han bajado. Ahora, el 2 por ciento de los agricultores que viven en los países desarrollados suministran casi la mitad de los alimentos del mundo. En Europa, la figura del campesino desaparece por momentos, como ya lo hizo en Gran Bretaña hace doscientos años. Sin embargo, esa evolución ha sido muy desigual y accidentada. Rusia, que siempre había sido una de las grandes economías agrícolas, sufrió, en una época tan reciente como 1947, una hambruna tan grave que hizo resurgir episodios de canibalismo. La escasez local sigue siendo un peligro en los países con poblaciones grandes y en rápido crecimiento, donde la agricultura de subsistencia está generalizada y la productividad sigue siendo baja. Justo antes de la Primera Guerra Mundial, la producción de trigo por hectárea en Gran Bretaña ya era más de 2,5 veces superior a la de la India, y en 1968 la quintuplicaba. En el mismo período, la producción de arroz en Estados Unidos pasó de 1,75 toneladas por hectárea a casi 4,8, mientras que la de Birmania, el antiguo «arrozal de Asia», subió solo de 1,5 a 1,7. En 1968, un trabajador agrícola de Egipto daba de comer a poco más que una familia, mientras que en Nueva Zelanda cada empleado de granja producía alimento para cuarenta personas.
Los países económicamente avanzados en otros aspectos son los que presentan las mayores productividades agrícolas, mientras que los que tienen más necesidades no han logrado producir cosechas de una forma más barata que las primeras economías industriales. Se dan entonces paradojas irónicas: los rusos, los indios y los chinos, grandes productores de cereales y arroz, han acabado comprando trigo estadounidense y canadiense. Las distancias entre los países desarrollados y los no desarrollados se han ampliado en las décadas de abundancia. Cerca de la mitad del planeta consume actualmente unas seis séptimas partes de la producción mundial, y la otra mitad tiene que repartirse la séptima que queda. En 1970, la media docena escasa de estadounidenses que hay por cada 100 seres humanos utilizaba unos 40 de cada 100 barriles de petróleo producidos en el mundo anualmente. Cada uno de ellos consumía más o menos un cuarto de tonelada de productos de papel al año, cuando en China esa cantidad se reducía a 9 kilos. La energía eléctrica que se empleaba en China para todos los usos en un año solo habría podido mantener el suministro eléctrico de los aparatos de aire acondicionado de Estados Unidos, según se llegó a decir. La producción de electricidad es una de las mejores formas de establecer comparaciones, ya que su comercio internacional es relativamente bajo y la mayor parte se consume en el mismo país que la genera. A finales de la década de 1980, Estados Unidos producía cerca de 40 veces más electricidad per cápita que la India y 23 veces más que China, pero solo 1,3 veces más que Suiza.
En todos los rincones del mundo, la distancia entre las naciones ricas y las naciones pobres no ha hecho más que aumentar desde 1945, pero, en general, no porque los pobres se hayan vuelto más pobres, sino porque los ricos se han vuelto cada vez más ricos. Prácticamente, las únicas excepciones a la regla se podían encontrar en las economías comparativamente ricas (con respecto a los estándares del mundo pobre) de la Unión Soviética y Europa oriental, en las que la mala administración y las exigencias de una economía dirigida impusieron tasas de crecimiento más bajas o incluso nulas. Dejando de lado estas excepciones, ni siquiera las aceleraciones de producción más espectaculares —algunos países asiáticos, por ejemplo, entre 1952 y 1970 elevaron su producción agrícola en una proporción mayor que Europa y mucho mayor que Norteamérica— han logrado mejorar la posición de los países pobres en relación con la de los ricos, a causa de sus poblaciones en aumento y porque, en cualquier caso, los ricos partían de un nivel más alto.
Aunque sus respectivas posiciones en la lista pueden haber cambiado, los países que en 1950 gozaban de los niveles de vida más elevados siguen teniéndolos hoy con diferencia, ahora acompañados de Japón. Son los principales países industriales. Sus economías son las más ricas per cápita, y su ejemplo estimula a los países más pobres a buscar su propia salvación en el crecimiento económico, que con demasiada frecuencia se identifica con la industrialización. Cierto es que las principales economías industriales de hoy no se parecen mucho a sus antecesoras del siglo XIX. Las antiguas y pesadas industrias manufactureras, que durante tanto tiempo vertebraron la fuerza económica, ya no sirven como medida fácil de dicha fuerza. Las industrias que antes eran básicas en los países líderes, han decaído. De los tres países principales que fabricaban acero en 1900, los dos primeros (Estados Unidos y Alemania) aún seguían entre los cinco primeros productores ochenta años después, pero ya en tercer y quinto lugar, respectivamente; el Reino Unido (tercero en 1900) ocupaba la décima posición en la misma tabla, con España, Rumanía y Brasil pisándole los talones. En la actualidad, Polonia fabrica más acero que Estados Unidos hace un siglo. Además, las industrias más nuevas encontraron en muchos casos un mejor entorno para crecer deprisa en ciertos países en desarrollo que en las economías maduras. De esta forma, en 1988 el PIB de Taiwan pasó a ser casi dieciocho veces el de la India, y el de Corea del Sur, quince veces el de la India.
El crecimiento económico del siglo XX se producía con frecuencia en sectores —como la electrónica y los plásticos— que apenas existían en 1945, así como en fuentes de energía nuevas. El carbón reemplazó al agua corriente y a la madera en el siglo XIX como la principal fuente de energía industrial, pero mucho antes de 1939 ya lo acompañaban la hidroelectricidad, el petróleo y el gas natural, a los que se incorporó muy recientemente la energía creada por fisión nuclear. El crecimiento industrial ha elevado los niveles de vida al tiempo que los costes de la energía se reducían y, con ellos, los del transporte. Pero hubo una innovación concreta que tuvo una importancia enorme: en 1885 se construyó el primer vehículo propulsado por combustión interna, es decir, un vehículo en el que la energía producida por calor se utilizaba directamente para mover un pistón dentro del cilindro de un motor, en lugar de ser transmitida a este a través del vapor obtenido en una caldera con llama externa. Nueve años después apareció un artilugio de cuatro ruedas fabricado por la firma francesa Panhard, que es un antepasado reconocible del coche moderno. Francia, junto con Alemania, dominó durante la década siguiente la producción de coches, pero eran juguetes para ricos. Hasta aquí la prehistoria del automóvil. La historia del automóvil comenzó en 1907, cuando el estadounidense Henry Ford montó una línea de producción para el luego famoso Modelo T. Concebido desde el primer momento para el mercado de masas, era un coche barato. En 1915 se fabricaban al año un millón de coches Ford, y en 1926 el Modelo T costaba menos de 300 dólares. Fue el pistoletazo de salida de un enorme éxito comercial.
También fue una revolución social y económica. Ford cambió el mundo. Al dar a las masas algo que antes se consideraba un lujo y una movilidad que quince años atrás ni siquiera tenían los millonarios, el impacto fue tan grande como el de la llegada del ferrocarril. Este incremento de la comodidad se extendió además por todo el mundo, con consecuencias enormes. Una de ellas fue la creación de una industria del automóvil mundial que en muchos casos pasó a dominar los sectores manufactureros nacionales, y que acabó creando una integración internacional a gran escala. En la década de 1980, tres de cada cuatro coches que había en el mundo procedían de tan solo ocho fabricantes. El sector estimuló a su vez grandes inversiones en otros sectores; hasta hace muy pocos años, la mitad de los robots industriales del mundo se utilizaban en las fábricas de coches para soldar, y otra cuarta parte, para pintar componentes. En un plazo de tiempo equivalente, la producción de automóviles estimuló enormemente la demanda de petróleo. Se empezó a contratar a grandes cantidades de empleados para suministrar gasolina y prestar otros servicios a los propietarios de coches. La inversión en carreteras pasó a ser una prioridad para los gobiernos, como no lo había sido desde los días del imperio romano.
Ford, como tantos otros revolucionarios, había reunido las ideas de otros para forjar la suya y, al mismo tiempo, también había transformado el entorno de trabajo. Estimulados por su ejemplo, los fabricantes hicieron de las cadenas de montaje la forma habitual de fabricar bienes de consumo. En las que instaló Ford, el coche avanzaba a una velocidad constante de un trabajador a otro, y cada uno de ellos hacía en el tiempo mínimo necesario el trabajo exactamente delimitado y, cuando era posible, más sencillo en el que él (o, más adelante, ella) estaba especializado. Pronto se lamentaría el efecto psicológico en el trabajador, pero Ford ya supo ver que aquel trabajo era muy aburrido y pagó salarios altos (lo que facilitaba a sus trabajadores comprar sus coches). Contribuyó así a otro cambio social fundamental de consecuencias culturales incalculables: la potenciación de la prosperidad económica mediante el aumento del poder adquisitivo y, por consiguiente, de la demanda.

Comunicación
Ahora hay cadenas de montaje controladas de principio a fin por robots. Desde 1945 ha habido un solo y gigantesco cambio tecnológico que ha afectado a las principales sociedades industriales, y se ha dado en el vasto campo de lo que se ha venido en llamar «tecnología de la información», la compleja ciencia de diseñar, construir, manejar y controlar máquinas electrónicas que procesan información. Es difícil encontrar en la historia de la tecnología una oleada de innovación que haya entrado con tanto ímpetu. Las aplicaciones del trabajo realizado durante la Segunda Guerra Mundial fueron ampliamente difundidas en servicios y procesos industriales en tan solo un par de décadas. El ejemplo más obvio es el de las «computadoras» o procesadores de datos electrónicos, cuyos primeros modelos aparecieron ya en 1945. Los rápidos aumentos de potencia y velocidad, las reducciones del tamaño y las mejoras de la capacidad de visualización supusieron un enorme incremento en la cantidad de información que se podía ordenar y procesar en un tiempo dado. En este caso, además, el cambio cuantitativo trajo consigo una transformación cualitativa. Ciertas operaciones técnicas hasta entonces inviables por la cantidad de datos implicados, dejaron de serlo. Nunca se había acelerado tanto la actividad intelectual. Además, este revolucionario desarrollo de la potencia de los ordenadores fue paralelo a un aumento de su accesibilidad física y económica y de su portabilidad. En tan solo treinta años, un «microchip» del tamaño de una tarjeta de crédito estaba haciendo el mismo trabajo que al principio hacía una máquina del tamaño de una sala de estar. En 1965 se constató que la capacidad de procesamiento de un «chip» se duplicaba cada dieciocho meses; los cerca de dos mil transistores que contenía un chip hace treinta años se cuentan ahora por millones. Los efectos transformadores se han dejado sentir exponencialmente y en todas las actividades humanas, desde ganar dinero o hacer la guerra hasta la investigación académica y la pornografía.
Pero los ordenadores son solo una parte de otra larga historia de desarrollo e innovación en la comunicación de todo tipo, empezando por los avances en el desplazamiento mecánico y físico de los objetos sólidos (mercancías y personas). Los principales logros del siglo XIX fueron primero la aplicación del vapor a las comunicaciones por mar y por tierra, y luego la electricidad y el motor de combustión interna. En el aire, antes de 1900 ya habían aparecido los globos y las primeras aeronaves «dirigibles», pero hasta 1903 no se realizó el primer vuelo con una máquina de pasajeros «más pesada que el aire» (es decir, cuya sustentación no dependía de depósitos de algún gas más ligero que el aire). Se anunciaba así una nueva era en el transporte físico. Ochenta años después, el valor de las mercancías que pasaban por el mayor aeropuerto de Londres superaba al de cualquier puerto británico. Ahora, millones de personas viajan con regularidad en avión por motivos de negocios o profesionales, pero también de ocio, y esta capacidad de volar ha dado a las personas un control del espacio apenas imaginable a principios del siglo XX.
Para entonces, la comunicación de datos ya tenía muy avanzada otra revolución: la separación del flujo de información respecto de cualquier conexión física entre origen y señal. A mediados del siglo XIX, los postes de las líneas del telégrafo eléctrico ubicados junto a las vías del tren ya formaban parte del paisaje habitual, y también se había iniciado el proceso de unir el mundo mediante cables submarinos. Pero los vínculos físicos seguían siendo esenciales. Hasta que Hertz identificó la onda electromagnética. En 1900, los científicos ya estaban explotando la teoría electromagnética para poder enviar los primeros mensajes literalmente «inalámbricos». Ya no hacía falta que el transmisor y el receptor estuvieran conectados físicamente. De manera oportuna, en 1901, el primer año de un nuevo siglo que se vería profundamente marcado por este invento, Marconi envió el primer mensaje radiofónico a través del Atlántico. Treinta años después, la mayoría de los millones de personas que ya tenían receptores de radio en casa habían comprendido por fin que no hacía falta abrir las ventanas para que aquellas misteriosas «ondas» les alcanzaran, y los principales países ya disponían de sistemas de radiodifusión a gran escala.
Pocos años antes se había hecho la primera demostración de los aparatos en los que se basó la televisión. En 1936, la BBC inició el primer servicio de emisión de programas televisivos. Veinte años después, ese medio estaba totalmente establecido en las sociedades industriales más avanzadas, y en la actualidad lo está en todo el mundo. Su instauración tuvo implicaciones tan enormes como las de la llegada de la imprenta, pero para evaluarlas hay que ubicarlas en el contexto global de la era moderna del desarrollo de las comunicaciones, cuyas implicaciones, siendo incalculables, fueron política y socialmente neutras o, mejor, de doble filo. La telegrafía y la radio hicieron que la información circulara más rápidamente, lo que podía beneficiar por igual a los gobiernos y a sus opositores. En el caso de la televisión, sus ambigüedades salieron a la luz aún más deprisa. Sus imágenes podían exponer cosas que los gobiernos querían ocultar a cientos de millones de personas, pero también se creía que podían formar la opinión en interés de quienes la controlaban.
A finales del siglo XX, se hizo evidente que internet, el último gran avance en la tecnología de la información, también tenía un potencial ambiguo. Originado a partir de ARPANET —desarrollado por la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados del Departamento de Defensa de Estados Unidos en 1969—, internet tenía en el año 2000 360 millones de usuarios habituales, la mayor parte en los países desarrollados. Para entonces, la facilidad de comunicación que ofrecía había contribuido a revolucionar los mercados mundiales y a influir fuertemente en la política internacional, sobre todo en aquellas regiones que estaban empezando a adoptar sistemas políticos más abiertos. A principios de la década de 2000, el comercio electrónico —la venta y compra de bienes y servicios a través de internet— representaba en Estados Unidos una gran cuota del comercio en general, y empresas como Amazon y eBay se situaron entre las más ricas e influyentes del mercado. En 2005, el correo electrónico había sustituido a los servicios postales como sistema de comunicación preferido en América del Norte, Europa y partes del este de Asia. Al mismo tiempo, gran parte de la capacidad de transferencia cada vez más rápida de internet se dedicaba a los contenidos pornográficos o a los juegos interactivos. Junto con ese derroche de capacidad, las diferencias sociales entre los que pasan la mayor parte del día conectados y los que no tienen acceso a internet son cada vez mayores.

Ciencia y naturaleza
En 1950, la industria moderna ya dependía de la ciencia y de los científicos, ya fuera de forma directa o indirecta, aunque no siempre evidente y admitida. Además, la transformación de la ciencia fundamental en productos finales ya era muy rápida para entonces, y no ha dejado de acelerarse en casi todos los campos de la tecnología. Cuando se instauró el principio del motor de combustión interna, tuvo que pasar casi medio siglo para que el uso del automóvil se generalizara a un nivel considerable. En tiempos más recientes, sin embargo, el microchip hizo aparecer ordenadores portátiles en tan solo diez años. El progreso tecnológico sigue siendo la única manera de que la inmensa mayoría de la gente se dé cuenta de la importancia de la ciencia. Pero la manera en que dicha ciencia está dando forma a sus vidas ha cambiado bastante. En el siglo XIX, la mayor parte de los resultados prácticos de la ciencia aún eran productos derivados de la curiosidad científica, a veces incluso un descubrimiento accidental. A partir de 1900, esto empezó a cambiar. Algunos científicos se dieron cuenta de las ventajas de las investigaciones con objetivos concretos. Veinte años después, las grandes compañías industriales empezaban a ver la investigación como un dividendo de su inversión, aunque fuera menor. Con la llegada de la petroquímica, los plásticos, la electrónica y la medicina bioquímica, algunos laboratorios industriales se convirtieron en enormes centros de investigación. En la actualidad, la vida de un ciudadano corriente de un país desarrollado se basa por completo en la ciencia aplicada. Esta omnipresencia, junto con la espectacularidad de algunos de sus logros, ha motivado el reconocimiento creciente que recibe la ciencia. Midámoslo en dinero: el Laboratorio Cavendish de Cambridge, por ejemplo, en el que antes de 1914 se realizaron algunos de los más importantes experimentos de física nuclear, recibía a la sazón una subvención de la universidad de unas 300 libras anuales (unos 1.500 dólares al cambio de la época). Cuando, durante la guerra de 1939-1945, los británicos y los estadounidenses decidieron aunar esfuerzos para producir armas nucleares, el «Proyecto Manhattan» resultante —como se llamó— costó aproximadamente lo mismo que todas las investigaciones científicas de la historia de la humanidad juntas.
Esas enormes sumas de dinero —que serán aún mayores en el mundo posterior a la guerra— marcan otro cambio trascendental: la nueva importancia de la ciencia para los gobiernos. Tras pasar siglos recibiendo como mucho patrocinios ocasionales por parte del Estado, ahora la ciencia se convertía en un asunto político prioritario. Tan solo los gobiernos podían aportar los recursos que requería la magnitud de algunas de las investigaciones efectuadas a partir de 1945. Una de sus metas era mejorar su armamento, la razón que había detrás de gran parte de la enorme inversión científica de Estados Unidos y la Unión Soviética. No obstante, el interés y la participación crecientes de los gobiernos no ha hecho que la ciencia se convierta en un asunto nacional, sino todo lo contrario. La tradición de la comunicación internacional entre los científicos es una de las herencias más generosas que dejó la primera gran época de la ciencia del siglo XVII, si bien es cierto que, aun sin ella, la ciencia habría saltado las fronteras nacionales por razones meramente teóricas y técnicas.
Una vez más, el contexto histórico es complejo y profundo. Ya antes de 1914, era cada vez más evidente que las líneas divisorias entre las distintas ciencias —algunas de las cuales eran campos de estudio clara y convenientemente diferenciados desde el siglo XVII— empezaban a confundirse y a difuminarse. Las verdaderas implicaciones de este cambio empezaron a revelarse muy recientemente. Hasta entonces, frente a todos los logros de los grandes químicos y biólogos de los siglos XVIII y XIX, los físicos fueron los que más contribuyeron a cambiar el mapa científico del siglo XX. James Clerk Maxwell, el primer profesor de física experimental de Cambridge, publicó en la década de 1870 un trabajo sobre electromagnetismo que entraba por primera vez en áreas y problemas que la física newtoniana no había tocado. La labor teórica y la investigación experimental de Maxwell afectaron mucho a la creencia generalizada de que el universo obedecía a leyes naturales, regulares y averiguables de una naturaleza en cierto modo mecánica, y de que estaba compuesto en esencia de materia indestructible en combinaciones y disposiciones diversas. En adelante hubo que incluir en ese cuadro los campos electromagnéticos recién descubiertos, cuyas posibilidades tecnológicas fascinaron enseguida a científicos y a profanos por igual.
La labor fundamental que siguió y que sentó las bases de la teoría física moderna la realizaron, entre 1895 y 1914, Roëntgen, que descubrió los rayos X; Becquerel, que descubrió la radiactividad; Thomson, que descubrió el electrón; los Curie, que aislaron el radio, y Rutherford, que investigó la estructura del átomo. Todos ellos hicieron posible ver el mundo físico de otra manera. En lugar de trozos de materia, el universo empezó a verse como una suma de átomos, que eran minúsculos sistemas solares de partículas unidas por fuerzas eléctricas en distintas disposiciones. El comportamiento de esas partículas parecía borrar la distinción entre campos de materia y campos electromagnéticos. Además, sus disposiciones no eran fijas, ya que en la naturaleza una disposición podía conducir a otra y, por tanto, un elemento podía transformarse en otro. El trabajo de Rutherford era especialmente decisivo porque determinó que los átomos podían «dividirse» debido a su estructura como sistema de partículas. Esto significaba que la materia se podía manipular incluso a ese nivel fundamental. Pronto se identificaron dos de esas partículas, los protones y los electrones. No se aisló ninguna otra hasta 1932, cuando Chadwick descubrió el neutrón. A partir de entonces, el mundo científico pudo forjarse una imagen validada experimentalmente de la estructura del átomo como sistema de partículas. Sin embargo, ya en 1935 el propio Rutherford afirmó que la física nuclear no tendría ninguna implicación práctica, y nadie corrió a contradecirle.
Lo que no hizo de forma automática todo aquel trabajo experimental de enorme importancia fue aportar un nuevo marco teórico para sustituir al sistema newtoniano. Para ello fue necesaria una larga revolución en la teoría, revolución que empezó en los últimos años del siglo XIX y culminó en la década de 1920. Giraba en torno a dos conjuntos diferentes de problemas que dieron lugar a los estudios designados con los términos «relatividad» y «teoría cuántica». Los pioneros fueron Max Planck y Albert Einstein. En 1905 habían aportado la demostración experimental y matemática de que las leyes newtonianas del movimiento eran un marco inadecuado para explicar algo que ya nadie negaba: que las transacciones de energía en el mundo material tienen lugar no en un flujo uniforme, sino en saltos discretos (los llamados «cuantos»). Planck demostró que el calor radiante (por ejemplo, del sol) no se emite de forma constante, como exigían las leyes de Newton, y que esto sucede en todos los intercambios de energía. Einstein defendió que la luz no se propaga de forma continua, sino en partículas. Aunque todavía se avanzaría mucho más en los siguientes veinte años, la contribución de Planck tuvo un impacto tremendo y volvió a provocar desasosiego; las teorías de Newton se habían revelado incompletas, pero no había nada con qué sustituirlas.
Mientras, tras su estudio sobre los cuantos, Einstein había publicado en 1905 el trabajo por el que sería más aclamado en todas partes (aunque no siempre entendido): su exposición de la teoría de la relatividad. Básicamente, demostró que la tradicional distinción entre espacio y tiempo, por un lado, y masa y energía, por otro, no podía seguir en pie. En lugar de la física tridimensional de Newton, Einstein dirigió la atención del mundo hacia un «continuo espacio-tiempo» en el que se pudieran comprender las interacciones entre el espacio, el tiempo y el movimiento. Esto fue pronto corroborado por la observación astronómica de hechos que la cosmología newtoniana no podía explicar, pero que sí cabían en la teoría de Einstein. Una consecuencia extraña e imprevista del trabajo en el que se basaba la teoría de la relatividad, fue la demostración que hizo Einstein de las relaciones entre masa y energía, que formuló como E = mc2, donde E es energía, m es masa y c es la velocidad constante de la luz. La importancia y la exactitud de esta formulación teórica no se verían claramente hasta una fase mucho más avanzada de la física nuclear, cuando se evidenciaría que las relaciones observadas en la transformación de la energía de masa en energía calorífica durante la división de los núcleos también correspondían a esta fórmula.
Mientras se digerían estos avances, se siguió intentando reformular la física, pero no se llegó muy lejos hasta que, en 1926, se dio un paso teórico fundamental que por fin aportó un marco matemático a las observaciones de Planck y, claramente, a la física nuclear. Lo que habían conseguido Schrödinger y Heisenberg, los dos principales matemáticos responsables, fue tan arrollador que durante un tiempo pareció que la mecánica cuántica acabaría explicando todos los fenómenos científicos. Ahora podía explicarse el comportamiento de las partículas dentro del átomo observado por Rutherford y por Bohr. A partir de ese trabajo, se elaboraron predicciones sobre la existencia de nuevas partículas nucleares, en especial el positrón, que fue oficialmente identificado en la década de 1930. El descubrimiento de nuevas partículas continuó. Todo indicaba que la mecánica cuántica había inaugurado una nueva era en la física.
A mediados de siglo, en el ámbito de la ciencia había desaparecido mucho más que un cuerpo de leyes generales antes aceptado (sin perjuicio de que, a efectos cotidianos, la física newtoniana seguía cubriendo casi todas las necesidades). En la física, y en el resto de ciencias a las que había saltado desde la física, el propio concepto de una ley general estaba siendo reemplazado por el de la probabilidad estadística como lo mejor a lo que se podía aspirar. La idea de ciencia estaba cambiando tanto como su contenido. Además, las fronteras entre las distintas ciencias desaparecieron bajo la avalancha de los nuevos conocimientos obtenidos con las teorías y los instrumentos más recientes. Ya no quedaba ninguna división tradicional de la ciencia que pudiera abarcar una sola mente. Las refundiciones a las que había dado lugar la importación de la teoría física a la neurología o de las matemáticas a la biología, por ejemplo, supusieron nuevos obstáculos para alcanzar aquella síntesis de conocimientos con la que se soñaba en el siglo XIX, conforme el ritmo de adquisición de nuevos conocimientos (algunos en cantidades que solo podían manejar los ordenadores de última generación) se aceleraba más que nunca. Nada de ello hizo disminuir el prestigio de los científicos ni la creencia de que eran la mejor esperanza que tenía la humanidad para gestionar mejor su futuro. Si surgieron dudas, nunca fue por su incapacidad para generar una teoría global que resultara tan inteligible para los profanos como la de Newton. Mientras, el goteo de avances específicos en las distintas ciencias continuó.
Hasta cierto punto, a partir de 1945 el testigo pasó de la física a las ciencias biológicas o «de la vida». Como en otros casos, el éxito y el potencial prometedor que tienen ahora se remonta a tiempo atrás. La invención del microscopio en el siglo XVII reveló por primera vez la organización del tejido en unidades diferenciadas llamadas «células». En el siglo XIX, los investigadores ya habían entendido que las células se podían dividir y que se desarrollaban individualmente. La teoría celular, ampliamente aceptada en 1900, sugería que la célula, como organismo vivo, aportaba un buen punto de vista para el estudio de la vida, y la aplicación de la química en este sentido se convirtió en una de las vías principales de la investigación biológica. Otro avance fundamental de la biología decimonónica lo trajo una nueva disciplina, la genética, el estudio de la transmisión de características de padres a hijos. Darwin había aludido a la herencia como el medio de propagación de caracteres favorecido por la selección natural. El primer paso para entender el mecanismo que hacía posible ese proceso lo dio un monje austríaco, Gregor Mendel, en las décadas de 1850 y 1860. A partir de una meticulosa serie de experimentos de reproducción de plantas de guisantes, Mendel llegó a la conclusión de que existían unidades hereditarias que controlaban la expresión de caracteres heredados de padres a hijos. En 1909, un danés las llamó «genes».
Poco a poco, empezó a comprenderse mejor la química de las células y se aceptó la realidad física de los genes. En 1873, ya se había establecido que en el núcleo de la célula hay una sustancia que puede ser el factor determinante fundamental de toda materia viva. Los experimentos posteriores revelaron una ubicación visible para los genes en los cromosomas, y en la década de 1940 se demostró que los genes controlan la estructura química de la proteína, el componente más importante de las células. En 1944 se dio el primer paso hacia la identificación del agente concreto que produce cambios en ciertas bacterias y que, por consiguiente, puede controlar la estructura de la proteína. En la década siguiente, dicho agente se identificó finalmente como el «ADN», y en 1953 se determinó su estructura física (la doble hélice). La importancia crucial de esta sustancia (cuyo nombre completo es «ácido desoxirribonucleico») se debe a que es la portadora de la información genética que determina la síntesis de moléculas de proteína como base de la vida. Por fin se podía acceder a los mecanismos químicos que subyacen a la diversidad de los fenómenos biológicos. Fisiológicamente, y puede que también psicológicamente, el ser humano estaba ante un cambio en la forma de verse a sí mismo sin precedentes desde la difusión de las ideas darwinianas en el siglo anterior.
La identificación y el análisis de la estructura del ADN fueron los pasos más evidentes hacia una nueva manipulación de la naturaleza, la configuración de formas de vida. En 1947 ya se había acuñado el término «biotecnología». Una vez más, la consecuencia no fue solo una adquisición de conocimientos científicos, sino también una redefinición de los campos de estudio y la creación de nuevas aplicaciones. Expresiones como «biología molecular» e «ingeniería genética» se hicieron pronto familiares, como había ocurrido con «biotecnología». Pronto se vio que era posible alterar los genes de algunos organismos para darles las características deseadas. Manipulando sus procesos de crecimiento, también se podían crear levadura y otros microorganismos para producir sustancias totalmente nuevas (enzimas, hormonas y otros agentes químicos). Esta fue una de las primeras aplicaciones de la nueva ciencia; la tecnología y los datos acumulados de manera empírica e informal durante miles de años para elaborar pan, cerveza, vino y queso, se veían finalmente desbancados. La modificación genética de las bacterias permitió cultivar nuevos compuestos. Al acabar el siglo XX, tres cuartas partes de la soja cultivada en Estados Unidos eran producto de semillas modificadas genéticamente, y naciones agrícolas como Canadá, Argentina y Brasil también habían empezado a recoger ingentes cosechas genéticamente modificadas.
Todavía más impresionante es lo que sucedió a finales de la década de 1980 con una investigación de colaboración internacional llamada «Proyecto Genoma Humano». Tenía un objetivo increíblemente ambicioso: establecer la secuencia completa del sistema genético humano. Para ello había que identificar la posición, la estructura y la función de todos y cada uno de los genes humanos, teniendo en cuenta que se suponía que había entre 30.000 y 50.000 genes en cada célula, y que cada gen contenía hasta 30.000 pares de las cuatro unidades químicas básicas que forman el código genético. Recién acabado el siglo, se anunció la conclusión del proyecto. (Y poco después se hizo el aleccionador descubrimiento de que los seres humanos apenas tienen el doble de genes que la mosca de la fruta, muchos menos de lo que se había previsto.) Se iniciaba así todo un futuro en el que se podría manipular la naturaleza a otro nivel; lo que eso podría significar se podía ver ya en un laboratorio escocés en forma de la primera oveja «clonada» con éxito. Otra realidad que se ha vuelto posible son los cribados en busca de genes defectuosos y la sustitución de algunos de ellos. Las implicaciones sociales y médicas son enormes. En la vida cotidiana, lo que se conoce como la «huella genética» (el análisis de ADN) es ya un procedimiento policial rutinario para identificar a las personas a partir de muestras de sangre, saliva o semen.
Llegado el año 2005, era cada vez más evidente que la ingeniería genética acabaría conformando gran parte de nuestro futuro, a pesar de la controversia originada por muchos programas de investigación en este campo. Ahora, los «nuevos» microorganismos creados por los genetistas son patentables y, por lo tanto, están comercialmente disponibles en muchos lugares del mundo. Asimismo, los cultivos modificados genéticamente se utilizan para aumentar el rendimiento creando cepas más resistentes y productivas, lo que para algunas regiones equivale a su primera oportunidad de volverse autosuficientes en cuestión de alimentos básicos. Sin embargo, pese a sus evidentes ventajas, la biotecnología está siendo sometida a examen por dar productos alimentarios que pueden no ser seguros y porque favorece el control por parte de las grandes multinacionales de la investigación y de la producción mundiales. Por razones obvias, la inquietud es aún mayor en lo relativo a la investigación genética con material humano, como el trabajo en las células madre de los embriones. Muchos científicos no se dan cuenta de los temores que pueden despertar sus investigaciones entre el público general, básicamente por las advertencias que nos da la historia del siglo XX.
Gran parte de la sorprendente rapidez con que se han producido los avances en este campo se debe al aumento de la potencia de los ordenadores, otro ejemplo de la aceleración del avance científico que, por un lado, hace que los nuevos conocimientos encuentren aplicación antes y, por otro, cuestiona más deprisa los hitos y supuestos establecidos, planteando ideas nuevas a las mentes profanas. Todo lo cual no obsta para que siga siendo más difícil que nunca ver las implicaciones o el significado de estos cuestionamientos. Y es que, a pesar de los recientes y enormes avances producidos en las ciencias de la vida, probablemente su verdadera importancia solo la ven ciertas minorías muy reducidas.

El espacio: un nuevo entorno para la humanidad
Durante un breve período, a mediados del siglo XX el poder de la ciencia se manifestó sobre todo en la exploración del espacio. Puede que algún día esa ampliación del entorno humano haga parecer muy menores otros procesos históricos (largamente tratados en este libro), pero, por ahora, no hay indicios de ello. La exploración del espacio sí que sugiere, sin embargo, que la capacidad de la cultura humana para aceptar desafíos sin precedentes sigue siendo mayor que nunca, y constituye el ejemplo más espectacular hasta ahora del dominio del hombre sobre la naturaleza. Para muchos, la era espacial se inició en octubre de 1957, cuando un satélite soviético sin tripulación llamado Sputnik 1 fue lanzado en cohete al espacio y, al poco tiempo, fue detectado en órbita alrededor de la Tierra, emitiendo señales de radio. El lanzamiento tuvo un enorme impacto político, porque acabó con la idea de que la tecnología rusa estaba muy rezagada respecto a la estadounidense. Sin embargo, la mayoría de los observadores, absortos en el análisis de la rivalidad entre las superpotencias, no supieron ver el auténtico significado del acontecimiento; se acababa una era en la que aún se cuestionaba la posibilidad de que el hombre saliera al espacio. De esta forma, casi por casualidad, aquello marcó en la continuidad histórica una ruptura tan importante como el descubrimiento europeo de América o la revolución industrial.
En los últimos años del siglo XIX y en los primeros del XX, la exploración del espacio ya había sido anunciada al público occidental a través de la ficción, en especial los relatos de Jules Verne y H. G. Wells. La tecnología correspondiente casi se remonta a la misma época. Mucho antes de 1914, un científico ruso, K. E. Tsiolkovski, había diseñado cohetes de varias fases y había desarrollado muchos de los principios básicos del viaje espacial (además de escribir novelas para popularizar su obsesión). El primer cohete soviético de combustible líquido se elevó (unos cinco kilómetros) en 1933, y seis años después lo hizo uno de dos fases. Durante la Segunda Guerra Mundial, Alemania puso en marcha un gran programa de cohetes que luego Estados Unidos aprovechó para lanzar su propio programa en 1955. Partiendo de una maquinaria más modesta que la de los rusos (que ya iban claramente por delante), el primer satélite estadounidense pesaba tan solo 1,4 kilos (frente a los 84 del Sputnik 1). En diciembre de 1957 se efectuó un intento de lanzamiento muy anunciado, pero, en lugar de despegar, el cohete se incendió. Los estadounidenses no tardarían en mejorar estos resultados, pero un mes después del lanzamiento del Sputnik 1, los rusos ya tenían en órbita el Sputnik 2, una sorprendente y exitosa máquina que pesaba media tonelada y que transportaba al primer viajero espacial, una perrita blanca y negra llamada Laika. El Sputnik 2 estuvo seis meses en órbita alrededor de la Tierra, a la vista de todo el mundo habitado y para indignación de miles de amantes de los perros, puesto que Laika no regresó.
Para entonces, los programas espaciales ruso y estadounidense habían emprendido direcciones algo divergentes. Los rusos, aprovechando su experiencia de antes de la guerra, habían insistido mucho en la potencia y el tamaño de sus cohetes, que podían levantar grandes cargas, y siguieron siendo fuertes en ese terreno. Las implicaciones militares eran más obvias que las de los norteamericanos (igual de profundas pero menos espectaculares), que estaban concentrados en la recopilación de datos y en los instrumentos. Ambos países empezaron pronto a competir por el prestigio, pero, por más que se habló de una «carrera espacial», los contendientes corrían hacia metas ligeramente distintas. Con una sola gran excepción (ser los primeros en mandar un hombre al espacio), no parece que sus decisiones técnicas se vieran muy influenciadas por lo que hicieran los otros. El contraste se vio claramente cuando en marzo de 1958 se lanzó con éxito el Vanguard, el satélite estadounidense que había fracasado el mes de diciembre anterior. Era minúsculo y, sin embargo, llegó mucho más lejos en el espacio que todos sus predecesores y aportó una información científica más valiosa en proporción a su tamaño que cualquier otro satélite. Es probable que siga aún en órbita un par de siglos más.
A partir de ahí, los logros se sucedieron muy deprisa. A finales de 1958, se lanzó con éxito el primer satélite de comunicaciones (estadounidense). En 1960, Estados Unidos consiguió otra «primicia» al recuperar una cápsula tras su reentrada en la atmósfera. Le siguieron los rusos, poniendo en órbita y recuperando el Sputnik 5, un satélite de cuatro toneladas y media que llevaba a dos perros, los primeros seres vivos en viajar al espacio y regresar sanos y salvos a la Tierra. En la primavera del año siguiente, el 12 de abril, un cohete ruso despegó con un hombre a bordo, Yuri Gagarin. Ciento ocho minutos después, Gagarin aterrizó tras dar una vuelta completa alrededor de la Tierra. Había comenzado la presencia humana en el espacio, cuatro años después del Sputnik 1.
Posiblemente empujado por el deseo de compensar un reciente desastre publicitario en las relaciones estadounidenses con Cuba, en mayo de 1961 el presidente Kennedy propuso que Estados Unidos intentara enviar un hombre a la Luna (en 1959 ya había alunizado, estrellándose, el primer objeto de fabricación humana) y devolverlo sano y salvo a la Tierra antes de que acabara la década. Resulta interesante comparar los motivos anunciados por Kennedy con los que en el siglo XV llevaron a los gobernantes de Portugal y de España a apoyar a Vasco de Gama y a Magallanes, respectivamente. El primero de ellos era que un proyecto como aquel constituía una buena meta para la nación; el segundo, que daría prestigio («impresionante para la humanidad», en palabras del presidente); el tercero, que era muy importante para la exploración del espacio, y el cuarto, por extraño que parezca, que suponía una dificultad y un gasto sin parangón. Kennedy no dijo nada sobre el avance de la ciencia ni sobre la ventaja comercial o militar, ni por supuesto sobre lo que parece que fue su auténtico motivo: hacerlo antes que los rusos. Sorprendentemente, el proyecto no encontró apenas oposición y pronto se empezó a invertir en él.
A principios de la década de 1960, los rusos siguieron haciendo avances espectaculares. Si bien parece que al mundo le emocionó especialmente que en 1963 mandaran una mujer al espacio, la competencia técnica rusa se manifestaba mejor en el tamaño de sus naves (en 1964 lanzaron una con tres tripulantes) y en el primer «paseo espacial» que realizaron al año siguiente, cuando un miembro de la tripulación salió de la nave en órbita y se desplazó por el exterior (debidamente amarrado con un cable de seguridad). Los éxitos rusos continuaron en importantes misiones, como los encuentros espaciales de vehículos o su acoplamiento, pero, a partir de 1967 (año en que se produjo la primera muerte de la exploración espacial, cuando un astronauta ruso falleció durante el ingreso en la atmósfera), la gloria recayó en los estadounidenses. En 1968 causaron sensación al poner en órbita alrededor de la Luna una nave con tres tripulantes y al transmitir imágenes televisivas de la superficie lunar. Para entonces estaba claro que el Apolo, el proyecto de alunizaje tripulado, tendría éxito.
En mayo de 1969, una nave puesta en órbita con el décimo cohete del proyecto se acercó a diez kilómetros de la Luna para verificar las técnicas de la última fase del alunizaje. Unas semanas después, el 16 de julio, se lanzó al espacio una nave con tres tripulantes. Cuatro días después, su módulo lunar se posó sobre la superficie de la Luna. A la mañana siguiente, 21 de julio, Neil Armstrong, comandante de la misión, se convirtió en el primer ser humano en pisar la Luna. El objetivo del presidente Kennedy se había cumplido antes del plazo previsto. Después habría más alunizajes. En una década que, desde el punto de vista político, había empezado con la humillación de Estados Unidos en el Caribe y que acababa con una pesadilla bélica en Asia, el éxito de estas misiones supuso una reafirmación triunfal de lo que podían hacer los norteamericanos (y, por implicación, el capitalismo). También era una demostración de la última y mayor ampliación que el Homo sapiens hacía de su entorno, el comienzo de una nueva fase de su historia, la que se desarrollaría en otros cuerpos celestes.
Incluso en su época, este excepcional logro fue menospreciado, y desde entonces ha imperado una sensación de anticlímax. Sus detractores dijeron que la cantidad de recursos movilizados para el programa era injustificada por su falta de conexión con los problemas reales del mundo. Hay quien ha señalado la tecnología de los viajes espaciales como las nuevas pirámides de nuestra civilización, una gigantesca inversión en objetivos inadecuados en un mundo desesperadamente necesitado de dinero para educación, nutrición e investigación médica, entre muchas más necesidades imperiosas. Esa opinión es comprensible, pero también es cierto que las campañas espaciales han tenido un impacto científico y económico de alcance incalculable; los conocimientos de miniaturización empleados para fabricar los sistemas de control, por ejemplo, repercutieron enseguida en aplicaciones de claro valor económico y social. No sabemos si se habría podido acceder a esos conocimientos de no haber habido primero una inversión en el espacio, como tampoco podemos saber si los recursos brindados a la exploración espacial se habrían puesto a disposición de otras metas científicas o sociales, por grandes que fueran. Nuestra maquinaria social no funciona así.
También hay que tener en cuenta la dimensión mítica de lo sucedido. Por triste que sea, en las sociedades modernas es muy raro que algo genere un interés y un entusiasmo colectivos, excepto durante períodos de tiempo muy breves o en la guerra (cuyo «equivalente moral», como dijo muy bien un filósofo norteamericano mucho antes de 1914, todavía no se ha encontrado). Nadie iba a excitar la imaginación de grandes cantidades de personas planteándoles la perspectiva de una subida marginal del PIB o de algún otro refinamiento del sistema de servicios sociales, por naturalmente deseables que fueran ambas cosas. La identificación por parte de Kennedy de una única meta nacional fue muy astuta; en la turbulenta década de 1960, era mucho lo que podía inquietar y dividir a los estadounidenses, y, sin embargo, a nadie se le ocurrió frustrar los lanzamientos de las misiones espaciales.
Por otra parte, la exploración espacial se fue volviendo cada vez más internacional. Antes de la década de 1970, la colaboración entre los dos grandes países implicados, Estados Unidos y la Unión Soviética, era muy escasa, y la duplicación de esfuerzos e ineficiencias, muy alta. Diez años antes de que los estadounidenses plantaran la bandera de su país en la Luna, una misión soviética había dejado caer sobre ella un banderín de Lenin. Los augurios no eran buenos; en la carrera tecnológica existía una rivalidad nacional constante y el nacionalismo podía acabar provocando una «contienda por el espacio». Aun así, esos peligros acabaron evitándose. Pronto se acordó que los cuerpos celestes no eran susceptibles de apropiación por parte de ningún Estado. En julio de 1975, a unos 250 kilómetros sobre la Tierra, se produjo un importante experimento que convertía en sorprendente realidad la colaboración entre los países: dos naves, una soviética y otra estadounidense, se acoplaron e intercambiaron sus tripulaciones. Pese a las dudas, la exploración prosiguió en un entorno internacional relativamente propicio. La exploración visual se llevó más allá de Júpiter mediante satélites no tripulados, y en 1976 un vehículo explorador sin tripulación aterrizó por vez primera en la superficie del planeta Marte. En 1977, el transbordador espacial estadounidense, el primer vehículo espacial reutilizable, realizó su viaje inaugural.
Aquellos logros fueron enormes, pero es tanto lo que hemos visto que casi ni se recuerdan. La idea de viajar por el espacio se hizo familiar en tan poco tiempo que, cuando en el año 2000 un ciudadano estadounidense compró el primer billete para hacerlo, lo máximo que provocó fueron sonrisas. Sin embargo, haber aterrizado sanos y salvos en la Luna y haber regresado constituyó en su momento una fascinadora confirmación de que vivimos en un universo que podemos controlar. Si antes los instrumentos para ello habían sido la magia y la oración, ahora lo eran la ciencia y la tecnología. Con todo, detrás de la confianza humana históricamente creciente de que el mundo natural se puede manipular hay una clara continuidad, y aquel primer alunizaje marca en dicha continuidad un hito quizá tan importante como el dominio del fuego, la invención de la agricultura o el descubrimiento de la energía nuclear.
Comparémoslo también con la gran era de los descubrimientos terrestres, fijándonos sobre todo en la diferencia de los plazos: los portugueses necesitaron unos ochenta años de exploración para bordear África y la India, y entre el lanzamiento del primer hombre al espacio y la llegada del hombre a la Luna transcurrieron solo ocho. El objetivo establecido en 1961 se alcanzó unos ocho meses antes de lo previsto. Asimismo, la exploración del espacio también se reveló más segura; pese a unos cuantos accidentes espectaculares, en términos de pasajeros muertos por distancia recorrida, los viajes espaciales siguen siendo el medio de transporte más seguro del mundo, en contraste con las peligrosas travesías marinas del siglo XV. En términos actuariales, el riesgo de viajar en la Santa María —o incluso en el Mayflower— debió de ser mucho mayor que el afrontado por las tripulaciones de las naves Apolo. También aquí hay continuidades. La era de los descubrimientos oceánicos estuvo durante mucho tiempo bajo el único dominio de los portugueses, que fueron poco a poco acumulando conocimientos. La base de la exploración se iba ampliando conforme se incorporaban nuevos datos, de uno en uno, a lo que ya se sabía. Tras rodear el cabo de Buena Esperanza, Vasco de Gama tuvo que recurrir a un navegante árabe para que le ayudara en los mares desconocidos que se abrían ante él. Quinientos años después, el programa Apolo se lanzó a partir de una base muchísimo más amplia pero también acumulativa, construida nada más y nada menos que con todos los conocimientos científicos de la humanidad. En 1969, ya se conocían la distancia que había hasta la Luna, las condiciones con que se encontrarían los astronautas al llegar, la mayoría de los peligros que los acechaban, las cantidades de energía y de provisiones y la naturaleza de los otros sistemas de apoyo que necesitarían para regresar, y las tensiones que sufrirían sus cuerpos. Aunque era posible que algo saliera mal, el sentimiento generalizado era el contrario. En su calidad predecible y acumulativa, la exploración espacial personifica nuestra civilización basada en la ciencia. Quizá por eso mismo el espacio no ha cambiado tanto las mentalidades y las imaginaciones como lo hicieron en el pasado otros grandes descubrimientos.
Detrás del creciente dominio de la naturaleza alcanzado en 7.000 u 8.000 años, se hallan los cientos de milenios durante los cuales la tecnología prehistórica avanzó palmo a palmo a partir del descubrimiento de que a un hacha de piedra se le podía cortar un filo o de que el fuego se podía dominar, mientras la programación genética y la presión ambiental seguían pesando mucho más que el control consciente. La naciente conciencia de que era posible ir más allá fue el principal paso en la evolución del ser humano una vez que su estructura física hubo adquirido una forma más o menos parecida a la actual. Con ella llegaba la posibilidad de controlar y aprovechar la experiencia.

Nuevas preocupaciones
En la década de 1980, sin embargo, la exploración espacial ya había quedado para muchos relegada a un segundo plano, ante la preocupación que volvía a suscitar la intervención humana en la naturaleza. A los pocos años del Sputnik 1, ya empezaron a oírse voces que cuestionaban las raíces ideológicas de una visión tan dominante de nuestra relación con el mundo natural. Por otra parte, esa preocupación podía expresarse con la precisión que permitían ciertas observaciones hasta entonces inviables o no consideradas desde ese punto de vista, ya que ahora era la propia ciencia la que prestaba el instrumental y los datos que provocaron consternación sobre lo que estaba sucediendo. Empezaban a admitirse los posibles daños que podía causar en el futuro la intervención en el entorno.
Lo nuevo era ese reconocimiento, claro está, no los fenómenos que lo provocaban. El Homo sapiens (y tal vez sus antepasados) siempre había arramblado con los mundos naturales en los que vivía, modificándolos en muchos aspectos y destruyendo a otras especies. Varios milenios después, la migración hacia el sur y la adopción de cultivos de secano procedentes de América supusieron la devastación de las grandes selvas del sudoeste de China y, como consecuencia de ello, la erosión del suelo y el encenagamiento del sistema de drenaje del río Yangtsé, lo que se tradujo finalmente en la inundación periódica de grandes regiones. A principios de la Edad Media, los rebaños de cabras y la tala de árboles que la conquista musulmana llevó al norte de África acabaron con una fertilidad que en el pasado había llenado los graneros de Roma. Sin embargo, todos esos cambios tan radicales, que no podían pasar desapercibidos, no se comprendieron. La señal de alarma fue la rapidez sin precedentes de la intervención en la naturaleza emprendida por los europeos a partir del siglo XVII. En la segunda mitad del siglo XX, el irreflexivo poder de la tecnología obligó a la humanidad a plantearse los peligros reales. La gente empezó a ver que todo logro iba acompañado de daños y, a mediados de la década de 1970, algunos opinaban que, aunque la historia del control progresivo del hombre sobre la naturaleza fuera una epopeya, aquella epopeya podía acabar convertida en tragedia.
La desconfianza hacia la ciencia no había llegado a desaparecer del todo en las sociedades occidentales, si bien solía estar limitada a unos pocos enclaves primitivos o reaccionarios ante el despliegue progresivo de la majestuosidad y las inferencias de la revolución científica del siglo XVII. En la historia podemos encontrar muchos ejemplos del desasosiego que producía la intervención en la naturaleza y los intentos de controlarla, pero hasta hace poco ese desasosiego solía basarse en motivos no racionales, como el miedo a provocar la ira o el castigo divinos. Con el tiempo, el desasosiego se fue disipando ante las ventajas y las mejoras evidentes que suponía la intervención eficaz en la naturaleza, sobre todo a través de la creación de una nueva abundancia expresada en todo tipo de productos, desde una mejor medicina hasta ropas y alimentos mejores. En la década de 1970, sin embargo, se vio claramente que la ciencia despertaba un nuevo escepticismo, si bien solo entre una minoría y solo en los países ricos (visto cínicamente, los que ya se habían cobrado sus dividendos). En cualquier caso, fue allí donde el escepticismo se manifestó antes y donde, en la década siguiente, los partidos políticos «verdes» empezaron a fomentar políticas que protegieran el medio ambiente. No consiguieron mucho, pero se multiplicaron, lo que obligó a los partidos ya establecidos y a los políticos perspicaces a incorporar también temas «verdes». Los ecologistas, que es como se llamó a los preocupados por ellos, aprovecharon los nuevos avances en las comunicaciones para dar una rápida difusión a las noticias inquietantes, incluso las procedentes de fuentes hasta entonces herméticas. En 1986, se produjo un accidente en una central nuclear de Ucrania. De pronto, y de la forma más horrible, la interdependencia humana se hizo visible. La hierba que comían las ovejas de Gales, la leche que bebían los polacos y los yugoslavos, y el aire que respiraban los suecos... todos estaban contaminados. Un número incalculable de rusos podían morir en los años siguientes bajo los lentos efectos de la radiación. Aquel alarmante suceso llegó a los hogares de millones de personas a través de las mismas pantallas en las que meses antes habían visto como un transbordador espacial estadounidense explosionaba y producía la muerte de toda la tripulación. Chernobil y el Challenger mostraron por primera vez a grandes cantidades de personas los límites y los peligros de una civilización tecnológicamente avanzada.
Accidentes como esos reforzaron y difundieron todavía más la preocupación por el medio ambiente, que pronto adquirió otros muchos matices. Algunas de las dudas que han surgido recientemente aceptan la bondad de nuestra civilización a la hora de crear riqueza material, pero señalan que dicha riqueza no hace necesariamente felices a los humanos. La idea no es ninguna novedad, pero sí lo es su aplicación a la sociedad en general en lugar de a los individuos. Ha llevado a una mayor concienciación de que la mejora de las condiciones sociales no va a resolver todas las insatisfacciones humanas e incluso puede que irrite aún más a algunos. La contaminación, el opresivo anonimato de las ciudades superpobladas y el estrés y las tensiones de las condiciones laborales modernas borran enseguida las satisfacciones que dan las ganancias materiales, y ni siquiera son problemas nuevos; en 1952, en una sola semana murieron en Londres 4.000 personas por la contaminación, pero el término «smog» ya se había inventado casi medio siglo antes. El tamaño también se ha convertido en un inconveniente por sí solo; algunas ciudades modernas han crecido hasta el punto de originar problemas por el momento insolubles.
Hay quien teme que semejante despilfarro de recursos nos conducirá hacia una nueva versión del desastre malthusiano. Nunca se había derrochado tanto la energía como ahora; según un cálculo, en el último siglo se ha gastado tanta como durante toda la historia anterior, es decir, en los últimos 10.000 años. Sin embargo, según los cálculos más optimistas no hay un riesgo inminente de quedarnos sin los combustibles fósiles que han alimentado la mayor parte de ese gigantesco consumo. Tampoco hemos alcanzado ni de lejos nuestra capacidad máxima de producir alimentos, aunque actualmente hay más terrenos cultivados que nunca (y su superficie se duplicó en el siglo pasado); con todo, sí que es cierto que, si la humanidad entera quisiera consumir otros bienes, aparte de los alimentos, al nivel de los países desarrollados actuales, se produciría de inmediato una situación insostenible. Lo que puede comer un ser humano tiene un límite, pero lo que puede consumir en términos de mejora de su entorno, servicios sociales, medicina, etc., no. También es posible que hayamos alcanzado un punto en el que el consumo de energía supone una presión insostenible para el medio ambiente (por ejemplo, en cuanto a contaminación o daño a la capa de ozono), y aumentar aún más esa presión resultaría intolerable. Todavía no se conocen bien las consecuencias sociales y políticas que podrían seguir a los cambios que ya se han producido, y ahora no tenemos el conocimiento, ni la técnica ni el consenso en torno a las metas que un día se tuvieron para llevar al hombre a la Luna.
Esto se volvió mucho más evidente en las últimas décadas del siglo, cuando apareció otra amenaza: la posibilidad de un cambio climático irreversible debido al ser humano. Apenas acabado 1990, ese año ya fue señalado como el más cálido de la historia desde que se empezaron a conservar registros climáticos. Algunos se preguntaron si no era una señal del «calentamiento global», del «efecto invernadero» producido por la emisión a la atmósfera de las inmensas cantidades de dióxido de carbono producidas por una enorme población que quemaba combustibles fósiles como nunca antes. Se calcula que, en la actualidad, hay en la atmósfera un 25 por ciento más de dióxido de carbono que en la era preindustrial. Tal vez sea cierto (ante los 6.000 millones de toneladas anuales que se producen de este residuo, no seremos los profanos quienes discutamos las cifras), pero tampoco es el único factor que contribuye al fenómeno de la acumulación en la atmósfera de gases cuya presencia impide al planeta disipar el calor. El metano, los óxidos de nitrógeno y los clorofluorocarbonos también agravan el problema. Y, por si no tuviéramos suficiente con el calentamiento global, la lluvia ácida, la destrucción de la capa de ozono y la deforestación a un ritmo sin precedentes son otros grandes motivos de nueva preocupación ecológica. Las consecuencias, si no se toman pronto las medidas oportunas, podrían ser enormes, en forma de temidos cambios climáticos (la temperatura media de la superficie terrestre podría aumentar entre 1 y 4°C en el próximo siglo), transformación agrícola, subida del nivel del mar (se habla como medida perfectamente posible de 6 centímetros anuales) y grandes migraciones.
El Protocolo de Kioto de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que entró en vigor en 2005, es un intento de abordar estos problemas limitando la cantidad de gases de efecto invernadero que se emiten a la atmósfera. Treinta y ocho países industrializados se comprometieron a reducir sus emisiones a niveles inferiores a los de 1990 para 2012. No obstante, el mayor contaminador del mundo, Estados Unidos, se negó a firmar, mientras que el segundo contaminador del mundo, China, queda exento de casi todas las normativas por su estatus de país en desarrollo. Aunque los signatarios cumplan sus compromisos, la mayoría de los expertos coinciden en que habría que hacer mucho más para evitar los efectos a largo plazo del calentamiento global. Al empezar el siglo XXI, estaba más claro que nunca que, si las principales naciones llegaran algún día a cooperar en lugar de competir, habría muchas preocupaciones comunes en torno a las que podrían colaborar... si llegaran a un acuerdo al respecto.

Creencias y actitudes
Los historiadores no deberían pontificar sobre lo que piensa la mayoría, puesto que no saben más al respecto que otra gente. Por el contrario, sobre quien más saben es sobre las personas atípicas, sobre aquellos que han dejado huellas desproporcionadamente visibles. También deberían ser prudentes a la hora de especular sobre los efectos de lo que creen que son ideas muy generalizadas. Obviamente, como demuestran las recientes reacciones políticas a las preocupaciones ecológicas, los cambios en las ideas pueden afectar enseguida a nuestra vida colectiva. Pero eso es así aunque solo una minoría sepa dónde está la capa de ozono. Las ideas más generalizadas y de carácter menos definido, más vago, también tienen un impacto histórico. Un inglés de la época victoriana inventó la expresión «pastel de costumbres» para referirse a las actitudes —formadas por supuestos muy arraigados y casi nunca cuestionados— que ejercen un peso conservador decisivo en la mayoría de las sociedades. Dogmatizar sobre cómo funcionan esas ideas es incluso más peligroso que describir cómo se vinculan las ideas con temas específicos (como el cambio medioambiental), pero, aun así, debemos intentarlo.
Ahora podemos ver, por ejemplo, que, por encima de cualquier otra influencia, la creciente abundancia de mercancías ha alterado por completo lo que hasta hace muy poco era para millones de personas un mundo de expectativas estables. Esto, que sigue pasando, llama la atención sobre todo en algunos de los países más pobres. Los bienes de consumo baratos y su aparición como algo cada vez más accesible en los anuncios, sobre todo de televisión, acarrean grandes cambios sociales. Esos productos dan estatus, generan envidia y ambición, ofrecen incentivos para trabajar por unos salarios con los que poder comprarlos y, en muchos casos, fomentan los desplazamientos hacia centros urbanos donde se podrán ganar esos salarios. Se cortan así los lazos con las costumbres tradicionales y con las disciplinas de una vida ordenada y estable. Este es uno de los muchos afluentes que alimentan el río apresurado de la modernidad.
Parte del complejo trasfondo y de la evolución de estos cambios es una clara paradoja; el siglo pasado fue un siglo de tragedias y desastres terribles y sin parangón, y, con todo, podríamos decir que, cuando acabó, había más gente que nunca que creía que la vida humana y la situación mundial se podían mejorar, quizá indefinidamente, y que, por tanto, había que intentarlo. El origen de estas actitudes tan optimistas se remonta a varios siglos atrás en Europa, y hasta hace poco eran exclusivas de culturas arraigadas en ese continente. En el resto del planeta aún tienen que avanzar mucho. Pocas personas podrían formular semejante idea de forma clara o consciente, ni siquiera si les preguntaran. Sin embargo, es una idea más extendida que nunca y que está haciendo cambiar comportamientos en todas partes.
Las razones de ese cambio hay que buscarlas no tanto en discursos asermonados (que no han sido pocos) como en los cambios materiales cuyo impacto psicológico ha contribuido en todas partes a romper ese pastel de costumbres. En muchos lugares, esos cambios materiales fueron la primera señal comprensible de que el cambio sí que era posible, de que las cosas no tenían por qué ser siempre igual. Antiguamente, la mayoría de las sociedades las integraban sobre todo campesinos cuya vida estaba íntimamente ligada a la rutina, las costumbres, las estaciones y la pobreza. Ahora, los abismos culturales entre los seres humanos —por ejemplo, entre el obrero de una fábrica en Europa y su equivalente en la India o en China— suelen ser enormes. Y el que separa al trabajador de la fábrica del campesino es aún mayor. Y, sin embargo, el campesino empieza a presentir la posibilidad de cambio. Haber difundido la idea de que el cambio no solo es posible, sino también deseable, es el triunfo más importante y perturbador conseguido por la cultura —europea en origen— que ahora llamamos «occidental».
A menudo, el progreso técnico ha potenciado dicho cambio debilitando costumbres heredadas en muchas áreas del comportamiento. Como ya se ha dicho antes, un ejemplo claro de ello fue la aparición en los últimos dos siglos de mejores sistemas anticonceptivos, que llegaron a su apogeo en la década de 1960 con la rápida y amplia difusión de lo que en muchos idiomas se conocería simplemente como «la píldora». Si bien es cierto que hacía tiempo que las mujeres de las sociedades occidentales tenían acceso a conocimientos y técnicas eficaces en este campo, la píldora —básicamente un medio químico para suprimir la ovulación— supuso un traspaso de poder a las mujeres en materia de comportamiento sexual mucho mayor que el proporcionado por ningún otro dispositivo hasta entonces. A pesar de no estar tan extendida entre las mujeres del mundo no occidental y de que su legalidad no es la misma en todos los países desarrollados, la mera difusión de su existencia marcó un antes y un después en las relaciones entre los sexos. Y podríamos citar muchos otros ejemplos del poder transformador de la ciencia y la tecnología en la sociedad. Sin ir más lejos, los cambios producidos en las comunicaciones en los dos últimos siglos, y sobre todo en las últimas seis o siete décadas, tienen una implicación en la historia de la cultura aún mayor que, por ejemplo, la llegada de la imprenta. El progreso de la técnica también cumple una función general al dar testimonio del poder aparentemente mágico de la ciencia, al hacer que ahora se reconozca su importancia más que nunca. Hay más científicos conocidos, se presta más atención a la ciencia y a la educación, y la información científica se difunde mucho más a través de los medios y se entiende mejor.
Paradójicamente, los dividendos de los éxitos, como los espaciales, son cada vez menores en términos de asombro y admiración. Cuantas más cosas se vuelven posibles, menos tiene de sorprendente la última maravilla; hasta provoca decepción e irritación (injustificables) el que haya problemas que son recalcitrantes. Y, sin embargo, la principal idea de nuestra época, la de que se pueden imponer cambios deliberados en la naturaleza cuando se dispone de los recursos suficientes, está cada vez más arraigada a pesar de sus detractores. Es un concepto europeo, y la ciencia que ahora se practica en todo el planeta (siempre basada en la tradición experimental europea) sigue arrojando ideas e inferencias que rompen con las visiones tradicionales y teocéntricas de la vida. Esto ha acompañado la fase álgida de un largo proceso de destronamiento de la noción de lo sobrenatural.
En efecto, la ciencia y la tecnología siempre han tendido a socavar la autoridad tradicional, las costumbres y la ideología establecida. Incluso cuando parece que están prestando apoyo material y técnico al orden establecido, sus recursos se vuelven accesibles para los opositores de dicho orden. Puede que al público general no le llegue una idea muy clara sobre lo que hacen los científicos, pero, por mucho que la mayor parte de la humanidad permanezca inalterable en sus devociones y supersticiones tradicionales, ahora es más difícil mantenerse en los cauces familiares. Y no hablamos únicamente de los intelectuales que, por supuesto, tienen un papel desproporcionadamente prominente en las historias del pensamiento y de la cultura, sino también de los supuestos y los prejuicios heredados con los que vivimos la mayoría de nosotros. El segundo efecto es más importante en la historia reciente que en otras épocas, porque la mejora de las comunicaciones ha introducido las ideas nuevas en la cultura de masas más deprisa que nunca (aunque resulte más fácil discernir el impacto de las ideas científicas en las élites). En el siglo XVIII, la cosmología newtoniana pudo convivir con la religión cristiana y otras formas de pensamiento teocéntrico sin interferir mucho en el gran abanico de creencias sociales y morales a ellas vinculadas. Sin embargo, con el paso del tiempo, cada vez ha sido más difícil para la ciencia reconciliarse con ningún tipo de creencia establecida, y en ocasiones su énfasis en el relativismo y en la presión de las circunstancias ha llevado incluso a la exclusión de cualquier supuesto o punto de vista incuestionable.
Un ejemplo muy claro lo encontramos en una nueva rama de la ciencia, la psicología, desarrollada en el siglo XIX. A partir de 1900, el público general empezó a oír hablar mucho de ella y, en concreto, de dos de sus expresiones. La primera, que acabó conociéndose con el nombre de «psicoanálisis», se podría considerar que empezó, como influencia generalizada en la sociedad, con el trabajo de Sigmund Freud, iniciado a partir de la observación clínica de los trastornos mentales, un método muy propio de la época. Su desarrollo del método se hizo famoso con relativa rapidez porque tuvo un gran eco fuera del campo de la medicina. Además de incentivar una cantidad ingente de trabajo clínico pretendidamente científico (aunque muchos científicos cuestionaron y cuestionan aún ese estatus), hizo temblar muchos cimientos, sobre todo en las actitudes hacia la sexualidad, la educación, la responsabilidad y el castigo. El trabajo de Freud se basaba en la creencia de que, sacando a la luz los deseos, sentimientos y pensamientos inconscientes de los pacientes, se podía seguir una terapia y recopilar datos clínicos significativos. Este hallazgo fue un regalo muy inspirador para artistas, profesores, moralistas y publicistas. Paralelamente, había otro enfoque psicológico, el seguido por los practicantes del «conductismo» (un término que, como «freudiano» o «psicoanalítico», se suele emplear con demasiada laxitud). Basado en ideas del siglo XVIII, parece que generó un acopio de datos experimentales igual de impresionante, si no más, que los éxitos clínicos que se atribuía el psicoanálisis. El primer investigador que se asocia con el conductismo sigue siendo el ruso I. P. Pavlov, el descubridor del «reflejo condicionado». Este planteamiento se basaba en la manipulación de una de dos variables en un experimento con la intención de producir un resultado previsible en la conducta en forma de un «estímulo condicionado» (en el experimento clásico se hacía sonar una campana justo antes de dar de comer a un perro; al cabo de cierto tiempo, el sonido de la campana hacía salivar al perro aunque luego no apareciera la comida). El perfeccionamiento y desarrollo de estos métodos aportaron muchos datos y permitieron comprender, o así se creyó, los orígenes de la conducta humana.
Independientemente de cuánto o cómo hayan podido beneficiar estos estudios psicológicos, lo que llama la atención del historiador es la contribución de Freud y Pavlov a un cambio cultural más amplio y bastante difícil de definir. Las doctrinas de ambos investigadores conducían inevitablemente —como otros enfoques más empíricos del tratamiento médico de los trastornos mentales mediante interferencias químicas, eléctricas o físicas de otra índole— a señalar defectos en el respeto tradicional a la autonomía moral y la responsabilidad personal que subyace en el fondo de la cultura moral europea. Y, ajustando aún más el enfoque, venían a sumarse a la influencia de los geólogos, biólogos y antropólogos del siglo XIX que contribuyeron a socavar las creencias religiosas.
En cualquier caso, en las sociedades occidentales, aquella vieja idea de que todo lo misterioso e inexplicable se resolvía mejor a través de medios mágicos o religiosos, hoy parece haber perdido toda su fuerza. También hay que reconocer que en esos mismos lugares ha aparecido una nueva aceptación, si bien algo dubitativa y elemental, de que la ciencia es la llave para abordar casi todos los aspectos de la vida. Sin embargo, en estos temas hay que andar con muchas reservas. Muchos de los que hablan del menor poder de la religión se refieren solo a la autoridad e influencia oficiales de las iglesias cristianas, pero las conductas y las creencias no van siempre juntas. Ningún monarca inglés ha consultado a un astrólogo sobre el día más apropiado para su coronación desde que lo hiciera Isabel I, hace cuatro siglos y medio. Sin embargo, en la década de 1980, el mundo entero sonrió (y tal vez se alarmó un poco) al saber que la esposa del presidente de Estados Unidos era asidua de las consultas astrológicas.
Podría ser más revelador el hecho de que en 1947 se consultara a los astrólogos para programar la ceremonia de declaración de independencia de la India, pese a que es un país con una constitución aconfesional y, en teoría, secular, como ocurre actualmente en el resto del mundo, donde, exceptuando los países islámicos, hay muy pocos estados confesionales o con religión oficial. Lo cual no significa necesariamente que las creencias o religiones hayan perdido su poder real sobre sus adeptos. Los fundadores de Pakistán tenían una ideología secular y occidentalizada, pero, en su enfrentamiento con los ulemas conservadores tras la independencia, perdieron. Pakistán se convirtió en un Estado islámico ortodoxo, y no en una democracia secular al estilo occidental, donde simplemente se respeta al islam como la religión de la mayoría de la población.
Tal vez sea cierto que ahora hay más personas que antes que prestan atención a lo que dicen las autoridades religiosas (después de todo, hay más gente viva). En la década de 1980, fueron muchos los británicos que se escandalizaron cuando el clero iraní denunció a un escritor de moda como traidor al islam y dictó una sentencia de muerte contra él. Entre los círculos «biempensantes» y progresistas fue una sorpresa descubrir que la Edad Media seguía muy viva en algunas partes del mundo y que ellos no se habían dado cuenta. Pero se sorprendieron mucho más cuando vieron a muchos de sus conciudadanos musulmanes apoyar la fetua. Sin embargo, el término «fundamentalismo» se tomó prestado de la sociología religiosa norteamericana, porque, dentro de las iglesias cristianas, también expresa una protesta contra la modernización por parte de los que se sienten amenazados y desposeídos por ella. No obstante, hay quien cree que, tanto aquí como allí, la sociedad occidental ha señalado un camino que acabarán siguiendo el resto de las sociedades, y que prevalecerá el liberalismo occidental. Puede que sí. Y puede que no. Las interacciones entre religión y sociedad son muy complejas y conviene ser precavidos. El hecho de que el número de peregrinos que viaja a La Meca haya aumentado tanto puede significar una renovación del fervor, pero también una simple mejora del transporte aéreo.
En los últimos tiempos, se ha producido cierta alarma ante la potente reafirmación que han hecho los musulmanes de su fe. No obstante, nada indica que el islam pueda evitar la corrupción cultural causada por la tecnología y el materialismo de la tradición europea, aunque sí resista la expresión ideológica de esa tradición en el comunismo ateo. A menudo, los radicales de las sociedades islámicas entran en conflicto con las élites de musulmanes poco practicantes y occidentalizados. Por supuesto, el islam sigue siendo una religión misionera y en expansión, y el concepto de unidad islámica no solo sigue muy vivo en los países musulmanes, sino que aún puede hacer combatir a los hombres. Unida a potentes fuerzas sociales, la religión produjo terribles matanzas en el subcontinente indio durante los meses de la partición de 1947 y en los enfrentamientos de 1971 que acabaron con la secesión de Bengala Oriental respecto a Pakistán y su reaparición como Bangladesh. En Irlanda, los partidarios de las dos grandes confesiones siguen expresando sus odios y discutiendo amargamente sobre el futuro de su país con el vocabulario de las guerras de religión europeas del siglo XVII, aunque en términos ligeramente menos violentos que en el pasado. Aunque las jerarquías y los líderes de las distintas religiones se saludan con las cortesías de rigor, no se puede decir que la religión haya dejado de ser un factor de división. Puede que la doctrina sea algo más amorfa, pero decir que el contenido sobrenatural de la religión está perdiendo poder en todo el mundo y reducir su importancia a la de la simple pertenencia a un grupo, es más que cuestionable.
De lo que no hay tanta duda es de que en el mundo de origen cristiano, que tanto hizo para conformar el resto del planeta, el declive de los conflictos confesionales se ha producido en paralelo al declive general de la fe cristiana y, en muchos casos, a cierta pérdida de vitalidad. El ecumenismo, el movimiento dentro del cristianismo cuya máxima expresión fue la creación de un Consejo Mundial de las Iglesias (al que no se unió Roma) en 1948, tiene mucho que ver con la sensación creciente de los cristianos de los países desarrollados de vivir en entornos hostiles. También guarda relación con la ignorancia e incertidumbre extendidas sobre qué es el cristianismo y qué es lo que debería reclamar. La única señal de fuerza inequívocamente esperanzadora de la cristiandad ha sido el aumento del número de católicos (debido en gran parte al aumento demográfico natural). Ahora la mayoría de ellos son de fuera de Europa, un cambio escenificado en la década de 1960 a través de las primeras visitas papales a América del Sur y Asia, y por la presencia en el Concilio Vaticano de 1962 de 72 obispos y arzobispos de origen africano. En 1980, el 40 por ciento de los católicos del mundo vivían en Latinoamérica, y la mayor parte del colegio cardenalicio procedía de fuera de Europa.
En cuanto a la posición histórica del papado dentro de la Iglesia católica, en la década de 1960 parecía debilitarse, y el propio Concilio Vaticano II aportó algunos síntomas. Entre otras muestras de su labor de aggiornamento o actualización, promovida por Juan XXIII, el concilio llegó incluso a hablar de las «verdades» transmitidas en las enseñanzas del islam. Sin embargo, en 1978 (un año con tres papas) el solio de san Pedro fue ocupado por Juan Pablo II, el primer Papa no italiano en cuatro siglos y medio, el primer pontífice polaco y el primero a cuya toma de posesión asistió un arzobispo anglicano de Canterbury. Su pontificado mostró enseguida su determinación personal de ejercer la autoridad y las posibilidades históricas de su cargo en un sentido conservador, si bien también fue el primer Papa que viajó personalmente a Grecia en busca de la reconciliación con las iglesias ortodoxas de Europa oriental.
Los cambios ocurridos en el este de Europa en 1989 —y, sobre todo, en su Polonia natal— tuvieron mucho que ver con el activismo y la autoridad moral de Juan Pablo II. Cuando murió en 2005, tras un pontificado que fue el tercero más largo de la historia, dejó un legado mixto; conservador acérrimo en los temas doctrinales, el Papa polaco estaba cada vez más preocupado por el materialismo que, a su juicio, estaba invadiendo el mundo contemporáneo, incluidos los países a los que había ayudado a romper con su pasado comunista. Sería arriesgado anticipar tendencias futuras en la historia de una institución cuyo destino ha fluctuado tanto a lo largo de los siglos como el de sus papas (al alza con la reforma gregoriana; a la baja con el Gran Cisma y el conciliarismo; al alza con Trento; a la baja con la Ilustración; al alza con el Concilio Vaticano I). Es más seguro limitarse a reconocer que hay al menos una cuestión clave, planteada por los avances del siglo XX en los conocimientos, la aceptabilidad y las técnicas de contracepción, que podría estar por primera vez hiriendo de muerte a la autoridad de Roma a ojos de millones de católicos.

La mitad del mundo
Algunos de los cambios más determinantes de los últimos tiempos todavía no han dejado ver su verdadero peso y sus implicaciones. Después de todo, el tema de la anticoncepción afecta potencialmente a toda la humanidad, aunque normalmente solo lo veamos como parte de la historia de las mujeres. Las relaciones entre hombres y mujeres deberían considerarse en su conjunto, por más que lo tradicional y cómodo sea plantear el tema solo desde uno de sus lados. No obstante, el destino de muchas mujeres está determinado por factores que más o menos se pueden medir, y esa medición, por elemental que sea, enseguida nos hace ver que, pese a la enormidad del cambio producido, todavía queda mucho camino por recorrer. Los cambios radicales solo se han dado en lugares contados, y solo han empezado a ser medibles, cuando lo son, en los dos últimos siglos. Hay que señalarlos con la mayor de las reservas: mientras que la mayoría de las mujeres occidentales llevan una vida radicalmente distinta a las de sus bisabuelas, la vida de las mujeres de algunas partes del mundo apenas ha cambiado en milenios.
Es fácil seguir los avances obtenidos en la igualdad política y jurídica entre hombres y mujeres. En la actualidad, la mayoría de los estados miembros de las Naciones Unidas aceptan en mayor o menor medida el sufragio femenino, y en la mayor parte de los países occidentales (y en algunos otros) hace mucho tiempo que se lucha contra las desigualdades oficiales y jurídicas entre sexos. Ese largo cuestionamiento moral ha llevado como mínimo a cierto cumplimiento de los deseos de los defensores de la igualdad. La legislación destinada a garantizar la igualdad en el trato de las mujeres no ha dejado de ampliarse (por ejemplo, para reconocer las desventajas laborales, durante tanto tiempo ignoradas), y en los países no occidentales se ha tomado nota de esos ejemplos, para deshonra de las oposiciones conservadoras. Estamos ante un nuevo agente de cambio de percepciones, especialmente influyente en un mundo en el que cada vez se han abierto más puertas al trabajo femenino gracias a los cambios tecnológicos y económicos. A las primeras grandes oportunidades de puestos de trabajo que tuvieron las mujeres en las fábricas textiles y ante las máquinas de escribir, se añadieron después centenares de roles nuevos que podían ir ocupando conforme iban adquiriendo otras aptitudes técnicas y, por supuesto, conforme aumentaban sus oportunidades de educación para cubrir sus necesidades.
Esos temas siguieron desplegándose en las sociedades en desarrollo de la forma interconectada y entrelazada en que siempre lo han hecho desde que comenzó la industrialización. Hasta el hogar como lugar de trabajo sufrió una transformación; al agua y el gas canalizados les siguieron pronto la electricidad y la posibilidad de facilitar las tareas domésticas con detergentes, fibras sintéticas y alimentos preparados, al tiempo que las mujeres recibían más información que nunca a través de la radio, el cine, la televisión y los medios escritos. Resulta tentador, sin embargo, aventurar que ninguno de esos cambios surgidos en las sociedades más sofisticadas tuvo un impacto siquiera parecido al que tuvo la aparición de «la píldora» en la década de 1960. Gracias a su comodidad y a su forma de uso, la píldora hizo mucho más que cualquier otro avance en conocimientos o técnicas anticonceptivos a la hora de dar a las mujeres control sobre su propia vida en ese aspecto. Supuso el inicio de una nueva era en la historia de la cultura sexual, aunque eso solo se empezó a ver en unas cuantas sociedades tres o cuatro décadas después.
Un fenómeno concomitante, sobre todo en Estados Unidos, fue el surgimiento de un nuevo feminismo que se apartó de la tradición libertadora de los movimientos precedentes. Los argumentos a favor del feminismo tradicional siempre habían tenido cierto aroma libertario, al afirmar que, para las mujeres, vivir libres de leyes y costumbres que no se imponían a los hombres y sí a ellas era simplemente una extensión lógica de la afirmación cierta de que la libertad y la igualdad eran buenas salvo si se demostraba lo contrario. El nuevo feminismo cambió de enfoque y amplió su alcance para cubrir otras causas específicas de la mujer (la protección de las lesbianas, por ejemplo); puso especial énfasis en la liberación sexual de la mujer y, sobre todo, luchó por identificar y descubrir ejemplos no reconocidos de formas psicológicas, implícitas e institucionalizadas de opresión masculina. Su impacto ha sido muy diverso, incluso en sociedades y culturas cuyas élites son sensibles a la modernización y a sus ideas.
En ciertas sociedades tradicionales, cualquier avance feminista ha sido siempre furiosamente contestado. Solo hay un aspecto en torno al cual se ha producido un cambio fundamental y muy extendido, y que en según qué lugares debe tanto al colonialismo, al comunismo o al cristianismo como al feminismo: la desaparición de la poligamia en todo el mundo. En estos momentos quedan muy pocos gobiernos que la apoyen oficialmente. En cambio, otras expresiones institucionales de actitudes culturales concretas con respecto a la emancipación femenina siguen llamando mucho la atención. Sería el caso de las costumbres islámicas a los ojos occidentales. Sin embargo, estamos otra vez ante un tema cuyo análisis plantea una dificultad enorme. Para el observador resulta fácil adoptar un juicio subjetivo y emocional sobre asuntos que no conviene abandonar a una reacción rápida y generalizada. Por otra parte, especificar es aquí casi tan peligroso como generalizar. De todos es sabido que el mundo islámico mantiene restricciones y prácticas que protegen en última instancia el control masculino, y que se han abortado muchos intentos de cambiar esta realidad. Pero no todas las sociedades islámicas imponen el velo a sus mujeres, y llevar chador en la República Islámica de Irán no es incompatible con el apoyo real de los académicos iraníes a la defensa de ciertos derechos de las mujeres. Que esos hechos se traduzcan en el establecimiento de un pacto sensato o en el de un equilibrio incómodo, diferirá de una sociedad musulmana a otra. No hay que olvidar que, hasta hace poco, en las sociedades europeas también había enormes contrastes respecto a lo que era considerado un comportamiento femenino adecuado y lo que no. No es fácil relacionar esas paradojas, tal como se han presentado a veces, con lo que se supone que son homogeneidades de fe.

Principados y potencias
Mientras debatimos si la religión organizada y el concepto de una ley moral fija e invariable han perdido o no parte de su poder como reguladores sociales, lo que sí sabemos es que el Estado, el tercer gran agente histórico del orden social, ha aguantado su posición mucho mejor, al menos a primera vista. Nunca hasta ahora se había dado tanto por sentada su figura. Nunca hasta ahora había habido tantos estados (unidades políticas reconocidas y geográficamente definidas que reclaman su soberanía legislativa y un monopolio del uso de la fuerza dentro de sus fronteras). Nunca hasta ahora había habido tanta gente que ve en su gobierno la mejor forma de garantizar el bienestar, y no un enemigo inevitable. La política como una carrera para conseguir poder estatal ha sustituido aparentemente a la religión (a veces incluso eclipsando a la economía de mercado) como el foco de fe que puede mover montañas.
Una de las huellas institucionales más visibles que ha dejado Europa en la historia del mundo es la reorganización de la vida internacional básicamente en torno a estados soberanos (en su mayoría republicanos, al menos en el nombre, y casi siempre nacionales). Este proceso, iniciado en el siglo XVII, se empezaba a ver ya como un resultado global posible en el siglo XIX y había casi finalizado en el XX. Lo acompañó la difusión de estructuras similares del aparato estatal, unas veces adoptadas y otras, impuestas antes por los dirigentes imperiales. Se asumió que era algo concomitante con la modernización. Ahora, el Estado soberano se da por supuesto que no existía en muchos lugares hace apenas un siglo. Todo es en gran parte una consecuencia mecánica de una lenta demolición de los imperios. Que debían surgir estados nuevos para reemplazarlos es algo que casi nunca se cuestionó. Con la caída de la Unión Soviética casi medio siglo después de la disolución de otros imperios, la generalización mundial del lenguaje constitucional de la soberanía del pueblo, las instituciones representativas y la separación de poderes alcanzaron su punto álgido.
En consecuencia, hace ya tiempo que el engrandecimiento del Estado, si podemos llamarlo así, encuentra muy poca resistencia. Incluso en aquellos países donde siempre se ha desconfiado de los gobiernos o donde existen instituciones para controlarlos, se tiende a creer que ahora no se les puede ofrecer resistencia como se podía hace unos pocos años. Ante el abuso de poder, el mejor medio de control consiste en acostumbrarse y asumirlo; los electorados de los estados liberales, en tanto en cuanto pueden confiar en que los gobiernos no volverán a hacer uso de la fuerza, no se alarman demasiado. Sin embargo, la causa de la democracia liberal en el mundo no da muchos motivos de optimismo; en estos momentos hay más regímenes políticos autoritarios que en 1939 (aunque pocos en Europa desde los cambios ocurridos en la década de 1970 en Grecia, Portugal y España, y posteriormente en los países de Europa del Este). Esto demuestra hasta qué punto se adelgazan los cimientos de lo que se llegó a creer que sería la gran causa del futuro, pero que resultó ser únicamente la causa de unas cuantas sociedades avanzadas del siglo XIX. Cierto es que las formas de la política liberal han prosperado en cierto sentido, ya que ahora se habla más de democracia y de constitucionalismo, y el nacionalismo es más fuerte que nunca. Sin embargo, las libertades más importantes que se asociaban en el pasado con estas ideas no siempre existen, o están claramente en peligro, y, aunque ahora la mayoría de los estados se autoproclaman democráticos, la falta de conexiones entre nacionalismo y liberalismo, aparte de las históricas y circunstanciales, es más obvia que nunca.
Una posible razón es el hecho de que esas ideas se hayan exportado a contextos que les son hostiles. No tendría rigor histórico deplorar el resultado; como Burke señaló hace tiempo, los principios políticos siempre toman el color de las circunstancias. En la última mitad del siglo XX se han visto muchos casos en que las instituciones representativas y las formas democráticas no pueden funcionar bien en sociedades mal cimentadas en cuanto a hábitos coherentes con dichas formas e instituciones, o en aquellas en las que entran en juego poderosas influencias divisorias. En esos casos, la imposición de un estilo de gobierno autoritario ha sido con frecuencia la mejor forma de contrarrestar la fragmentación social en el momento en que desaparecía la disciplina impuesta por el poder colonial de turno. Lógicamente, en la mayoría de los países poscoloniales esto no ha significado una mayor libertad. Otra cosa sería saber si se ha obtenido o no una mayor felicidad.
El papel que desempeñaba el impulso de la modernización en la consolidación del Estado —algo que, fuera de Europa, ya habían imaginado hace tiempo líderes como Mehmet Alí o Mustafá Kemal—, era una pista sobre las nuevas fuentes a las que acudía para hacer acopio de autoridad moral. En lugar de confiar en la lealtad personal a una dinastía o a un beneplácito sobrenatural, el Estado recurría cada vez más al argumento democrático y utilitarista de que es capaz de satisfacer deseos colectivos; deseos que antes, aunque no siempre, solían ser de mejoras materiales, y que ahora suelen apuntar a una mayor igualdad.
Si hoy en día hay algún valor que legitime más que ningún otro la autoridad del Estado, ese es el nacionalismo, que sigue siendo la causa y la fuerza fragmentadora de gran parte de la política mundial y que, paradójicamente, en el pasado también fue el enemigo de muchos estados concretos. El nacionalismo ha logrado movilizar las lealtades como ninguna otra fuerza. Frente a él, las fuerzas que se mueven en el otro sentido, para integrar el mundo como un solo sistema político, han sido circunstanciales y materiales, más que ideas morales o mitologías de poder comparable. Por otra parte, el nacionalismo también fue la fuerza más potente en la política del siglo más revolucionario de la historia, enfrentándose durante la mayor parte del mismo a imperios multinacionales como sus principales oponentes. Ahora, sin embargo, casi siempre se enfrenta a nacionalismos rivales, y con ellos sigue expresándose en luchas violentas y destructivas.
Hay que reconocer que, en sus enfrentamientos con el nacionalismo, el Estado ha salido perdiendo muchas veces, incluso cuando todo parecía indicar que había concentrado un enorme poder en su aparato. Tanto la Unión Soviética como Yugoslavia, a pesar de estar tan bien cimentadas en las tradiciones de centralización comunista, acabaron desintegradas en unidades nacionales. En Quebec siguen hablando de separarse de Canadá. Y hay otros muchos ejemplos con un inquietante potencial violento. Sin embargo, el nacionalismo también ha reforzado enormemente el poder del gobierno y ha ampliado su alcance real, y en muchos países los políticos se esfuerzan por fomentar nuevos nacionalismos allá donde no los hay a fin de reforzar estructuras poco firmes surgidas de la descolonización.
Además, el nacionalismo ha seguido avalando la autoridad moral de los estados alegando que procuran el bien colectivo, como mínimo en forma de orden. Hasta cuando hay desacuerdo o controversia sobre los beneficios que debería aportar el Estado en casos concretos, las justificaciones modernas del gobierno se apoyan, al menos implícitamente, en su reivindicación de que son capaces de proporcionar esos beneficios y, por ende, de proteger los intereses nacionales. Lógicamente, la cuestión de si los estados han llegado alguna vez a proporcionar alguno de esos bienes siempre ha sido muy discutida. La ortodoxia marxista solía afirmar —y en algunos sitios sigue haciéndolo— que el Estado era una máquina para asegurar la dominación de una clase y que, como tal, desaparecería con el paso de la historia. Sin embargo, ni siquiera los regímenes marxistas han actuado siempre a partir de esa premisa. Por su parte, la idea de que el Estado pueda ser un bien privado de una dinastía o de una persona que atiende sus intereses privados, está ahora formalmente proscrita en todo el mundo, con independencia de la realidad de muchos lugares.
En la actualidad, algunos estados participan, de una forma que nunca habían hecho sus predecesores, en sistemas, conexiones y organizaciones complejas con fines que van mucho más allá de la simple alianza, y que requieren concesiones de soberanía. Algunos son agrupaciones para emprender ciertas actividades en común, otros ofrecen nuevas oportunidades a sus miembros y unos terceros limitan deliberadamente el poder del Estado, y todos difieren mucho en sus estructuras y en su influencia sobre el comportamiento internacional.
Las Naciones Unidas están formadas por estados soberanos, pero han organizado o autorizado acciones colectivas contra miembros concretos, algo que no hizo la Sociedad de Naciones ni ninguna otra asociación anterior. A escala más reducida, pero no menos importante, han surgido agrupaciones regionales que exigen la observancia de disciplinas comunes. Frente al carácter efímero de algunas, como las del Este de Europa, la Unión Europea —pese a que aún no se han cumplido muchas de las expectativas con las que nació— continúa avanzando poco a poco. El 1 de enero de 2002 se introdujo una nueva moneda común en doce de sus Estados miembros y entre sus 300 millones de habitantes. Sin embargo, no todo son organizaciones oficiales. Hay realidades supranacionales no organizadas u organizadas de forma muy rudimentaria que, de vez en cuando, parecen eclipsar la libertad de los estados individuales. El islam ha sido a veces acogido con miedo o con ilusión en ese papel; puede que la conciencia racial del panafricanismo, o de lo que se dio en llamar négritude, esté inhibiendo las acciones de algunas naciones. La extensión de este exuberante sotobosque de las relaciones internacionales vuelve necesariamente obsoleto el viejo concepto de que el tablero mundial se compone de piezas autónomas e independientes que se mueven con el único freno del interés individual. Paradójicamente, las primeras estructuras interestatales con cuerpo surgieron de un siglo en el que los estados derramaron más sangre que nunca en los conflictos que los enfrentaban.
También el derecho internacional aspira ahora a ejercer un mayor control real del comportamiento de los estados, pese a los ejemplos que sigue habiendo de su manifiesto incumplimiento. En parte es una cuestión de cambio lento y todavía esporádico del clima de opinión. Los regímenes incivilizados y bárbaros siguen comportándose de formas incivilizadas y bárbaras, pero la decencia también ha ganado alguna que otra victoria. El shock que produjo en 1945 la revelación de las realidades del régimen nazi en la Europa de la guerra, significó que ahora ya no se pueden emprender y llevar a cabo grandes perversidades sin encubrimientos, desmentidos o intentos de justificación verosímil. En julio de 1998, los representantes de 120 naciones —y Estados Unidos no estaba entre ellas— acordaron crear un tribunal internacional permanente para juzgar crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Al año siguiente, una sentencia sin precedentes del más alto tribunal de justicia de Gran Bretaña estableció que un antiguo jefe de Estado era susceptible de extradición a otro país para responder a los cargos criminales formulados contra él. En 2001, el antiguo presidente de Serbia fue entregado por sus paisanos a un tribunal internacional y se sentó en el banquillo.
De todas formas, conviene no exagerar. Cientos, si no miles, de personas malvadas de todos los rincones del mundo siguen cometiendo brutalidades y crueldades por las que posiblemente nunca rendirán cuentas. La criminalidad internacional es un concepto que infringe la soberanía estatal, y es muy poco probable que ninguna presidencia de Estados Unidos acepte alguna vez la jurisdicción de un tribunal internacional sobre sus ciudadanos. Se trata del mismo país, por cierto, que en la década de 1990 adoptó explícitamente unos revolucionarios objetivos en política exterior con fines casi morales cuando procuró el derrocamiento de los gobiernos de Sadam Husein y de Slobodan Milošević, y que ha decidido organizar iniciativas contra el terrorismo que sin duda implican alguna que otra injerencia en la soberanía de otros países.
No obstante, en los últimos dos o tres siglos, los gobiernos han tenido cada vez más poder en sus países respectivos para hacer lo que se les pedía. Más recientemente, los apuros económicos de la década de 1930 y las dos grandes guerras mundiales exigieron una enorme movilización de recursos y sucesivas ampliaciones del poder gubernamental. A esas fuerzas se sumaron las demandas de que los gobiernos fomentaran indirectamente el bienestar de sus súbditos y garantizaran la prestación de servicios hasta entonces desconocidos o dejados en manos de los individuos o de unidades «naturales», como las familias y los pueblos. El estado del bienestar fue una realidad en Alemania y en Gran Bretaña antes de 1914. En los últimos cincuenta años, la proporción del PIB que se queda el Estado se ha disparado en casi todo el mundo. A ello hay que sumar la prisa por modernizarse. Pocos países fuera de Europa lo han conseguido sin ser dirigidos desde arriba, y hasta en Europa algunos países le deben la mayor parte de su modernización al gobierno. Los ejemplos más destacados del siglo XX fueron Rusia y China, dos grandes sociedades agrarias que buscaron y obtuvieron la modernización a través del poder estatal. Por último, la tecnología, en forma de mejores comunicaciones, armas más poderosas y sistemas de información más completos, ha beneficiado a quienes podían invertir más en ella: los gobiernos.
Hubo un tiempo, y no tan lejano, en el que ni la más grande de las monarquías europeas podía elaborar un censo o crear un mercado interno unificado. Ahora, el Estado tiene prácticamente el monopolio de los principales instrumentos de control físico. Hace cien años, la policía y las fuerzas armadas de los gobiernos que no habían sufrido guerras ni sublevaciones ya les daban una garantía de seguridad; la tecnología no ha hecho sino aumentar esa certeza. De todas formas, las nuevas armas y técnicas represoras son solo una pequeña parte del todo; también tienen una enorme importancia la intervención del Estado en la economía, mediante su poder como consumidor, inversor o planificador, y la mejora de los medios de comunicación de masas de una forma tal que hace que su acceso sea altamente centralizado. Hitler y Roosevelt utilizaron mucho la radio (aunque para fines muy distintos), y los intentos de regular la vida económica son tan viejos como el propio concepto de gobierno.
Sin embargo, en los últimos tiempos, los gobiernos de la mayoría de los países han tenido que lidiar de una forma más clara con una nueva integración de la economía mundial y, en consecuencia, con una reducción de su libertad para manejar sus propios asuntos económicos. Y no nos referimos a la actuación de entidades supranacionales como el Banco Mundial o el FMI, sino a los efectos de una tendencia visible desde hace tiempo y llamada en sus últimas manifestaciones «globalización». A veces institucionalizada mediante acuerdos internacionales o simplemente a través del crecimiento económico de las grandes compañías, pero impulsada por expectativas crecientes en todas partes, la globalización es un fenómeno que suele acabar con las esperanzas de los políticos que pretenden dirigir las sociedades supuestamente bajo su mando. La independencia económica y política puede verse muy afectada por los flujos financieros globales no regulados, e incluso por las operaciones de las grandes empresas, algunas de las cuales disponen de recursos mucho mayores que los de muchos estados pequeños. Resulta paradójico que las protestas más fuertes contra la restricción de la independencia del Estado a la que puede conducir la globalización procedan en ocasiones de aquellos que reclamarían una injerencia aún mayor en la soberanía en casos, por ejemplo, de violación de los derechos humanos.
La interacción de todas esas fuerzas puede verse en las páginas siguientes. Ciertamente, puede que estén llevando a cierta reducción del poder estatal, dejando las formas bastante intactas mientras el poder se acumula en otros lugares. Desde luego, eso es más probable que el hecho de que las fuerzas radicales consigan destruir el Estado. Esas otras fuerzas existen, y a veces parecen prosperar y consolidarse con nuevas causas; la ecología, el feminismo y un movimiento «por la paz» y antinuclear generalizado las han respaldado. Aun así, en cuarenta años de actividad, solo han tenido éxito cuando han podido influir y conformar la política de los estados y han conseguido cambios en la ley y la creación de nuevas instituciones. La idea de que se puede lograr una mejora general saltándose directamente una institución tan dominante sigue siendo tan poco realista como lo era en los tiempos de los movimientos anarquistas y utópicos del siglo XIX.

2. Un nuevo orden mundial
Los inicios de la guerra fría
En la década de 1950, dio comienzo un período de la historia en el que el orden político mundial parecía girar en torno a unos pilares cada vez más fijos e inamovibles, independientemente de lo que sucediera en el mundo. Un cuarto de siglo después, las transformaciones empezaron a acelerarse, hasta alcanzar su clímax en la década de 1980. En la década siguiente, todo lo que había constituido un hito durante más de treinta años había desaparecido (en algunos casos, de un día para otro) o estaba siendo cuestionado. Ahora bien, antes habían transcurrido treinta años de un duro y prolongado antagonismo entre la Unión Soviética y Estados Unidos, un conflicto que eclipsó prácticamente cualquier otro aspecto de la vida internacional, ensombreció la mayor parte del planeta y provocó delitos, corrupción y sufrimiento. La guerra fría no fue ni de lejos la única fuerza que conformó la historia durante esos años (puede que ni siquiera fuera la más importante), pero no cabe duda de que fue uno de sus protagonistas.
Los primeros enfrentamientos serios se produjeron en Europa, donde la fase inicial de la historia de la posguerra fue breve y se podría decir que terminó cuando los comunistas tomaron el poder en Checoslovaquia. Por aquel entonces, la recuperación económica del continente apenas había comenzado, pero se podían albergar esperanzas sobre otros problemas más antiguos. La vieja amenaza alemana había desaparecido y su otrora gran poder ya no suponía ningún riesgo. En cambio, los que la habían combatido tenían que hacer frente ahora al vacío de poder en el centro de Europa. En el este, los cambios de fronteras, las limpiezas étnicas y las atrocidades de la guerra habían dejado a Polonia y a Checoslovaquia sin los conflictos a raíz de la heterogeneidad étnica que habían tenido antes de 1939. Sin embargo, Europa estaba por entonces dividida de otra forma y como nunca lo había estado antes, y la máxima expresión de esa división era el antagonismo soviético-estadounidense mundial, cuyo origen exacto ha sido, y aún podría seguir siendo, objeto de gran debate. Después de todo, aquello era en cierto sentido una manifestación tardía y espectacular de la ruptura de la historia ideológica y diplomática que se había producido en 1917. Desde el principio, la Rusia comunista abordó los asuntos internacionales de una manera muy peculiar y conflictiva. Para ellos, la diplomacia no era solo una forma cómoda de hacer negocios, sino un arma para el avance de la revolución. Pero tampoco eso habría importado tanto si la historia no hubiera alumbrado en 1945 una nueva potencia mundial, la tan esperada Rusia moderna, mucho mejor posicionada que cualquier imperio zarista para moverse a su gusto en el este de Europa y para desplegar sus ambiciones en otras partes del mundo. La diplomacia soviética tras el ascenso de Stalin al poder reflejó a menudo ambiciones históricas, y el interés nacional ruso, conformado por la geografía y la historia, se revelaría inseparable de la lucha ideológica. Los comunistas y sus simpatizantes de todo el mundo creían que debían salvaguardar a la Unión Soviética como defensora de la clase trabajadora internacional y, por supuesto (decían los más creyentes), como guardián del destino de toda la humanidad. Independientemente de cómo lo calificaran en la práctica, cuando los bolcheviques afirmaban que su objetivo era derrocar las sociedades no comunistas, lo decían en serio, al menos a largo plazo. Tras 1945 surgieron otros estados comunistas cuyos dirigentes se avenían a ello, al menos de palabra, y el resultado fue una Europa, y un mundo, cada vez más divididos en dos bandos.
En 1948, Hungría, Rumanía, Polonia y Checoslovaquia ya no tenían en sus gobiernos a ningún miembro que no fuera comunista, y el de Bulgaria estaba dominado por los comunistas. Llegó entonces el Plan Marshall y, pisándole los talones, lo que se revelaría como la primera batalla de la guerra fría: la batalla sobre el destino de Berlín. Fue decisiva, porque en cierta forma señaló un momento en que Estados Unidos estuvo dispuesto a luchar en Europa. No parece que los rusos hubieran previsto esta posibilidad, por mucho que la hubieran provocado al querer impedir la resurrección de una Alemania reunificada y económicamente potente que hubiera quedado fuera de su control. Aquello chocaba con el interés de las potencias occidentales, que querían reanimar la economía alemana, como mínimo en las zonas por ellos ocupadas, y hacerlo antes de que se definiera la forma política que iba a tener el país, en el convencimiento de que era vital para la recuperación de toda Europa occidental.
En 1948, sin el acuerdo soviético, las potencias occidentales introdujeron una reforma monetaria en sus respectivos territorios. Tuvo un efecto galvanizador e impulsó el proceso de recuperación económica en Alemania Occidental. Asociada al Plan Marshall y disponible solo en los países de ocupación occidental (gracias a las decisiones soviéticas), esta reforma, más que ningún otro acontecimiento, dividió Alemania en dos. Dado que la recuperación de la mitad oriental no se podía integrar en la de Europa occidental, de ahí podía surgir una Alemania Occidental revitalizada. Que las potencias occidentales continuaran en el negocio de enderezar sus zonas tenía sin duda sentido económico, pero eso iba a dejar definitivamente a Alemania Oriental al otro lado del telón de acero. Además, la reforma monetaria también dividió Berlín y dejó a los comunistas sin la oportunidad de organizar un golpe popular en la ciudad, pese al aislamiento de esta dentro de la zona de ocupación soviética.
La respuesta soviética fue cortar las comunicaciones entre las zonas alemanas bajo ocupación occidental y Berlín. Independientemente de las razones originales, el conflicto se fue agravando. Antes de esta crisis, algunas autoridades occidentales ya habían temido un posible intento de separar Berlín Oriental de las tres zonas occidentales; la palabra bloqueo ya se había utilizado, y ahora las acciones soviéticas se interpretaron en este sentido. Las autoridades soviéticas no cuestionaban el derecho de los aliados occidentales a acceder a sus tropas y a sus sectores de Berlín, pero interrumpieron el tráfico que garantizaba el abastecimiento de los berlineses de esos sectores. Como solución, los británicos y los estadounidenses organizaron un puente aéreo a la ciudad. Los rusos querían demostrar a los habitantes de Berlín Occidental que las potencias occidentales no podían quedarse allí si ellos no querían; de esta forma esperaban eliminar el obstáculo que suponía para su control de la ciudad la presencia de autoridades municipales electas no comunistas. Había comenzado un tour de force. Las potencias occidentales, a pesar de lo caro que les salía ese envío de alimentos, combustible y medicinas para la supervivencia de Berlín Occidental, anunciaron que estaban dispuestas a mantenerlo de forma indefinida (es decir, que solo los detendrían por la fuerza). Los bombarderos estratégicos estadounidenses volvieron a ocupar sus bases inglesas de la guerra. Ningún bando quería luchar, pero cualquier esperanza de cooperación en torno a Alemania a partir de los acuerdos de la guerra se había desvanecido.
El bloqueo duró más de un año, y superarlo fue toda una hazaña logística. Durante gran parte de ese tiempo, más de mil aviones al día suministraban una media de 5.000 toneladas diarias solo de carbón. Sin embargo, su verdadera importancia era política; ni el suministro aliado se interrumpió ni los habitantes de Berlín Occidental se sintieron intimidados. Las autoridades soviéticas, por su parte, compensaron la derrota partiendo deliberadamente la ciudad por la mitad e impidiendo al alcalde el acceso a su despacho. Mientras, las potencias occidentales habían firmado un tratado que establecía una nueva alianza, el primer producto de la guerra fría que trascendió de Europa. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) nació en abril de 1949, pocas semanas antes de que un acuerdo pusiera fin al bloqueo. Entre sus miembros estaban Estados Unidos y Canadá, junto con la mayoría de los estados europeos occidentales (los únicos que no se unieron fueron Irlanda, Suecia, Suiza, Portugal y España). Era una organización explícitamente defensiva que ofrecía defensa mutua en caso de ataque a cualquiera de los miembros, y era, por lo tanto, otra ruptura de las tradiciones aislacionistas, ahora ya casi desaparecidas de la política exterior estadounidense. En mayo nació un Estado nuevo, la República Federal de Alemania, de las tres zonas de ocupación aliada, y en octubre se creó en el este la República Democrática Alemana (RDA). A partir de ese momento hubo dos Alemanias, y la guerra fría se desarrollaría en torno al telón de acero que las separaba y no, como Churchill había sugerido en 1946, más al este, desde Trieste hasta Stettin. Con todo, también terminó una etapa especialmente peligrosa para Europa.
Enseguida se vio que la guerra fría, al igual que había dividido Europa, también podía acabar dividiendo el mundo en dos mitades. En 1945, Corea había sido objeto de una partición siguiendo el paralelo 38; el norte industrial fue ocupado por los rusos y el sur agrícola, por los estadounidenses. El problema de la reunificación se llevó ante las Naciones Unidas, y la organización, tras fracasar en su intento de que hubiera elecciones en todo el país, reconoció un gobierno establecido en el sur como el único legítimo de la República de Corea. Para entonces, sin embargo, la zona soviética ya había instalado un gobierno que reivindicaba su soberanía sobre todo el país. Los ejércitos de Rusia y de Estados Unidos se retiraron, pero el de Corea del Norte invadió el sur en junio de 1950, con el conocimiento previo y la aprobación de Stalin. Dos días después, el presidente Truman envió tropas a luchar contra Corea del Norte, en representación de las Naciones Unidas. El Consejo de Seguridad había votado a favor de hacer frente a la agresión, y los rusos no pudieron vetar la acción de las Naciones Unidas porque en esos momentos estaban boicoteando al Consejo.
La mayor parte de las tropas de las Naciones Unidas en Corea procedían de Estados Unidos, pero pronto se sumaron contingentes de otros países. A los pocos meses se habían adentrado bastante al norte del paralelo 38. Parecía que Corea del Norte iba a caer, pero, cuando los combates se acercaron a la frontera de Manchuria, intervinieron las tropas comunistas chinas. De pronto, el conflicto podía adquirir una escala mucho mayor. China era el segundo Estado comunista más grande del mundo y el mayor en términos de población, y lo respaldaba la URSS; en aquella época, se podía caminar (al menos en teoría) de Erfurt a Shanghai sin dejar de pisar territorio comunista. Surgió la amenaza de un conflicto directo, posiblemente con armas nucleares, entre Estados Unidos y China.
Truman tuvo la prudencia de advertir que Estados Unidos no debía involucrarse en una guerra de mayor alcance en el continente asiático. Los combates que se libraron tras aquella decisión demostraron que, si bien los chinos podían mantener a los norcoreanos sobre el terreno, no podían derrotar a Corea del Sur contra la voluntad de Estados Unidos. Se empezó a negociar un armisticio. La nueva administración estadounidense, que llegó al poder en 1953, era republicana e inequívocamente anticomunista, pero sabía que su predecesor había demostrado con creces su voluntad y capacidad de defender a una Corea del Sur independiente, y pensaba que el centro de la guerra fría estaba en Europa más que en Asia. Así pues, en julio de 1953 se firmó un armisticio. Desde entonces, todos los esfuerzos para convertirlo en una paz oficial han fracasado y, casi cincuenta años después, el potencial de conflicto entre las dos Coreas seguía siendo alto. Sin embargo, tanto en el Lejano Oriente como en Europa, los estadounidenses habían ganado las primeras batallas de la guerra fría; batallas que en el caso de Corea habían sido reales, puesto que se calcula que la guerra costó tres millones de vidas, la mayoría de ellas de civiles coreanos.
Stalin había muerto poco antes del armisticio. Era muy difícil adivinar las implicaciones de aquella defunción. Con el paso del tiempo se vería que tal vez hubo una solución de continuidad de la política soviética, pero en aquellos momentos no era evidente. El nuevo presidente estadounidense, Eisenhower, seguía desconfiando de las intenciones rusas, y a mediados de la década de 1950 la guerra fría estaba en su punto álgido. Poco después de la muerte de Stalin, sus sucesores revelaron que ellos también tenían el arma nuclear perfeccionada conocida como la «bomba de hidrógeno». Era el último legado de Stalin, que garantizaba (por si acaso alguien lo dudaba) el estatus de la URSS en el mundo de la posguerra. Stalin había llevado las políticas represivas de Lenin a sus conclusiones lógicas, pero había hecho mucho más que su antecesor. Había reconstruido la mayor parte del imperio zarista y había dado a Rusia la fuerza para superar (por poco, y con ayuda de poderosos aliados) su prueba más dura. Lo que no está claro es si esto solo se habría podido conseguir a ese precio o si lo valía, a menos (como bien pudiera pensarse) que haberse librado de la derrota y de la dominación alemana fuera una justificación suficiente. La Unión Soviética era una gran potencia, pero no cabe duda de que uno de los elementos que la formaban, Rusia, también habría podido resucitar sin el comunismo. Sin embargo, en 1945 sus pueblos solo habían visto recompensado su sufrimiento con apenas una garantía de fuerza internacional. La vida del país en la posguerra fue más dura que nunca; el consumo seguiría siendo frenado durante años, y la propaganda a la que los ciudadanos soviéticos estaban sometidos y las brutalidades del sistema político no hicieron sino endurecerse tras la guerra.
La división de Europa, otro de los legados de Stalin, quedó más evidente que nunca tras su muerte. En 1953, la mitad occidental había sido reconstruida considerablemente gracias al apoyo económico de Estados Unidos, y ya corría con gran parte de sus gastos de defensa. La RFA y la RDA se fueron separando cada vez más. En días consecutivos de marzo de 1954, los rusos anunciaron que Alemania Oriental ya tenía plena soberanía y el presidente de Alemania Occidental firmó la enmienda constitucional que autorizaba el rearme del país. En 1955, Alemania Occidental ingresó en la OTAN, y la respuesta soviética fue el Pacto de Varsovia, una alianza de los países satélites de la URSS. El futuro de Berlín seguía siendo incierto, pero era evidente que las potencias de la OTAN lucharían para oponerse a cualquier cambio de su estatus que no fuera fruto de un acuerdo. En el este, la RDA decidió resolver diferencias con sus antiguos enemigos; la línea de los ríos Oder y Neisse sería la frontera con Polonia. El sueño de Hitler de hacer realidad la Gran Alemania de los nacionalistas decimonónicos había acabado en la supresión de la Alemania de Bismarck. La Prusia histórica estaba ahora bajo el gobierno de los comunistas revolucionarios, y la nueva Alemania Occidental tenía una estructura federal, de sentimientos antimilitaristas y dominada por políticos católicos y socialdemócratas, a los que Bismarck habría considerado «enemigos del Reich». De esta forma, y sin un tratado de paz, se había resuelto el problema de cómo frenar el poder alemán que en dos ocasiones había devastado Europa con la guerra. En 1955 también llegó la definición final de las fronteras terrestres entre los bloques europeos cuando Austria resurgió como un Estado independiente y los ejércitos de ocupación aliados se retiraron, como también se retiraron de Trieste las últimas tropas estadounidenses y británicas, tras un acuerdo que establecía allí la frontera entre Italia y Yugoslavia.
Tras la instauración del comunismo en China, apareció otra división en el mundo, entre lo que podríamos llamar la economía capitalista y la economía planificada (o supuestamente planificada). Las relaciones comerciales entre la Rusia soviética y otros países se habían visto obstaculizadas por la política desde los días de la Revolución de Octubre. En el gran desbaratamiento del comercio mundial tras 1931, las economías capitalistas cayeron en la recesión y buscaron la salvación en la protección (o incluso la autarquía). Sin embargo, después de 1945 todas las anteriores divisiones del mercado mundial se vieron superadas; en adelante, fueron dos formas de organizar la distribución de recursos las que empezaron a dividir cada vez más el mundo desarrollado primero, y otras áreas como el este asiático después. El factor determinante del sistema capitalista era el mercado, si bien era un mercado que quedaba muy alejado del que había previsto la vieja ideología liberal del comercio libre y era en muchos sentidos imperfecto, porque toleraba un grado considerable de intervención a través de organismos y acuerdos internacionales. En el grupo de naciones bajo control comunista (y algunas otras), el factor económico decisivo iba a ser la autoridad política. El comercio entre ambos sistemas continuó, pero de forma muy anquilosada.
Ninguno de los sistemas se mantuvo inalterable y, conforme pasaron los años, los contactos entre ellos se multiplicaron. Aun así, durante mucho tiempo representaron para el mundo dos modelos diferentes de crecimiento económico. La competencia entre ellos se veía exacerbada por la política de la guerra fría y, de hecho, contribuía a difundir sus antagonismos. Sin embargo, la situación no podía durar mucho. En poco tiempo, uno de los sistemas estuvo mucho menos completamente dominado por Estados Unidos y el otro, algo menos completamente dominado por la Unión Soviética de lo que lo estaban en 1950. Ambos compartieron (aunque en distinto grado) un crecimiento económico continuo en las décadas de 1950 y 1960, pero, en cuanto las economías de mercado se aceleraron, sus caminos empezaron a divergir. Con todo, la distinción entre los dos sistemas económicos siguió siendo un componente esencial de la historia económica mundial desde 1945 hasta la década de 1980.

La revolución asiática
La entrada de China en el mundo de lo que se llamaban «sistemas económicos socialistas» fue vista al principio casi solo en términos de guerra fría, y como un cambio en la balanza estratégica. Sin embargo, a la muerte de Stalin ya había muchas otras señales de que se había cumplido la profecía realizada por el estadista sudafricano Jan Smuts más de veinticinco años antes, cuando afirmó que «el escenario había pasado de Europa al Lejano Oriente y al Pacífico». Aunque Alemania seguía siendo el centro de la estrategia de la guerra fría, Corea era una prueba clara de que el centro de gravedad de la historia mundial volvía a desplazarse, esta vez de Europa a Oriente.
Al desmoronamiento del poder europeo en Asia le siguieron más cambios a medida que los nuevos estados asiáticos descubrían cuáles eran sus intereses y su poder (o su falta de él). En muchos casos, la forma y la unidad que les habían dado sus anteriores patrones no sobrevivieron mucho tiempo a los imperios. En 1947, el subcontinente indio dio la espalda a menos de un siglo de cohesión política, y, a partir de 1950, Malasia e Indochina empezaron a experimentar cambios importantes y no siempre cómodos en sus estructuras gubernamentales. Algunos países nuevos sufrían tensiones internas. En Indonesia, las grandes comunidades chinas tenían un peso y un poder económico desproporcionados, y cualquier cosa que sucediera en la nueva China podía alterarlas. Además, dejando aparte sus circunstancias políticas concretas, todos estos países tenían poblaciones en rápido crecimiento y sufrían retraso económico. Por eso, para muchos asiáticos el final oficial de la dominación europea parecía un momento histórico menos crucial de lo que se consideraba en el pasado. Los mayores cambios estaban por venir.
El control de Europa sobre los destinos de estos pueblos había sido en la mayoría de los casos irregular. Pese a que los europeos habían influido en el destino y en las vidas de millones de asiáticos durante siglos, su cultura apenas había conquistado el corazón y la mente de unos pocos, incluso entre las élites dominantes. En Asia, la civilización europea tuvo que hacer frente a tradiciones mucho más arraigadas y poderosas que en ninguna otra región del mundo. Las culturas asiáticas no fueron barridas (porque no se dejaron) como las de la América precolombina. Como en el mundo de Oriente Próximo, tanto los esfuerzos directos de los europeos como la difusión indirecta de su cultura a través de la modernización autoimpuesta encontraron obstáculos enormes. Los niveles más profundos de pensamiento y de conducta solían permanecer inalterables incluso en aquellos que se consideraban más emancipados de su pasado; entre las familias cultas hindúes todavía se elaboran horóscopos para los nacimientos y para los matrimonios concertados, y los marxistas chinos recurrían a un inexpugnable sentido de superioridad moral basado en las más antiguas actitudes chinas hacia el mundo no chino.
Para entender mejor el papel que Asia ha desempeñado en la historia más reciente del mundo, conviene dividir la civilización asiática en dos zonas que, desde hace siglos, se mantienen claramente diferenciadas. La primera es una esfera asiática occidental limitada por las cordilleras del norte de la India, el territorio montañoso de Birmania y de Tailandia, y el enorme archipiélago cuyo principal componente es Indonesia. El centro de esta zona es el océano Índico y su historia está marcada por tres influencias culturales principales: la civilización hindú, que se extendió desde la India hacia el sudeste, el islam (que también atravesó la India hacia el este) y la impronta europea que dejaron primero el comercio y los misioneros cristianos, y después, durante un período mucho más breve, la dominación política. La otra esfera es el este asiático, y está dominada por China. Esto se debe en gran medida al simple dato geográfico del enorme tamaño del país, pero también han intervenido factores como su gran población, a veces las migraciones de su pueblo y, de forma más indirecta y variable, la influencia cultural de China en la periferia oriental asiática, sobre todo en Japón, Corea e Indochina. En esta zona, la dominación política directa de Asia por parte de Europa nunca ha tenido el significado, la extensión ni la duración que tuvo en Asia occidental.
En los turbulentos años que siguieron a 1945, era fácil perder de vista estas diferencias tan importantes y muchos otros detalles históricos. En las dos zonas había países que parecían seguir el mismo camino de fuerte rechazo a Occidente, si bien su jerga nacionalista y democrática era occidental, y se dirigían al resto del mundo en términos muy familiares. En pocos años, la India absorbió tanto los estados principescos que habían sobrevivido al Raj británico como los enclaves franceses y portugueses que quedaban en el subcontinente, en nombre de un virulento nacionalismo que tenía poco que ver con la tradición autóctona. Pronto, las fuerzas de seguridad indias empezaron a reprimir con energía cualquier amenaza de separatismo o de autonomía regional dentro de la nueva república, algo que no resulta tan sorprendente si tenemos en cuenta que la independencia india fue, por el lado indio, la obra de una élite con formación occidental que había importado de Occidente sus ideas sobre la constitución de la nación, la igualdad y la libertad, aunque al principio solo había buscado la igualdad y la asociación con el Raj. Una amenaza a la posición de esa élite después de 1947 se podía entender más fácilmente (y sinceramente) como una amenaza a una nacionalidad india que, de hecho, aún tenía que ser creada.
Todo esto lo potenciaba el hecho de que los gobernantes de la India independiente habían heredado muchas de las aspiraciones e instituciones del Raj británico. Estructuras ministeriales, convenciones constitucionales, división de poderes entre las autoridades centrales y las provinciales... Se había asimilado todo el aparato de la seguridad y el orden públicos, y, bajo la insignia republicana, seguía funcionando en gran parte como antes de 1947. La ideología explícita y dominante del gobierno era un socialismo moderado y burocrático al estilo británico del momento, no muy alejado en espíritu del «despotismo ilustrado y de obras públicas por delegación» del Raj de los últimos años. Una de las realidades que tenían que afrontar los gobernantes indios era la gran renuencia conservadora que había entre los notables locales que controlaban los votos a modificar los privilegios tradicionales a cualquier nivel por debajo del de los antiguos príncipes. Sin embargo, la India tenía problemas mayúsculos por resolver: el crecimiento de la población, el retraso económico, la pobreza (la renta per cápita anual media de los indios era en 1950 de 55 dólares), el analfabetismo, la división social, tribal y religiosa, y las grandes expectativas sobre lo que aportaría la independencia. Estaba claro que era necesario un gran cambio.
La nueva Constitución de 1950 no hizo nada para cambiar estas realidades, aunque algunas de ellas no empezaron a resultar determinantes hasta al menos la segunda década de la nueva existencia de la India. Aún hoy, gran parte de la vida en la India rural sigue siendo tal y como era en el pasado (cuando la guerra, los desastres naturales y el bandidaje de los poderosos lo permitían). Esto se traduce en una enorme pobreza para algunos. En 1960, más de un tercio de los pobres rurales seguían viviendo con menos de un dólar a la semana (y, al mismo tiempo, la mitad de la población urbana no ganaba lo suficiente para mantener la ingesta mínima diaria de calorías). El progreso económico fue engullido por el crecimiento de la población. En esas circunstancias, no es de extrañar que los gobernantes de la India incorporasen a la constitución unas disposiciones sobre los poderes extraordinarios más drásticas que las de ningún virrey británico, que incluían la detención preventiva y la suspensión de derechos individuales, por no hablar de la suspensión de los gobiernos de los estados y su sumisión al control de la Unión bajo lo que se llamaba la «Regla presidencial».
Las debilidades y el malestar de la nueva nación no ayudaron mucho cuando la India se enfrentó con la vecina Pakistán por el control de Cachemira, donde un príncipe hindú gobernaba a una mayoría de ciudadanos musulmanes. Los enfrentamientos empezaron ya en 1947, cuando los musulmanes intentaron provocar la unión con Pakistán; el maharajá pidió la ayuda de la India y se incorporó a la República India. Para complicar aún más las cosas, los portavoces musulmanes de Cachemira también estaban divididos. La India se negó a celebrar el plebiscito que recomendaba el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y dos tercios de Cachemira se quedaron en manos indias como una herida abierta en las relaciones entre la India y Pakistán. Los enfrentamientos cesaron en 1949, pero se reanudaron en 1965-1966 y en 1969-1970. Para entonces, la cuestión se había complicado aún más por los conflictos de atribuciones en torno al uso de las aguas del Indo. En 1971 hubo más enfrentamientos armados entre los dos estados cuando Pakistán Oriental, una región musulmana pero de habla bengalí, se separó para formar un nuevo Estado, Bangladesh, bajo los auspicios de la India (demostrando así que el islam por sí solo no era suficiente para constituir un Estado viable). El nuevo país tuvo que hacer frente muy pronto a problemas económicos incluso peores que los de la India y Pakistán.
En estos trances tan turbulentos, los líderes indios demostraron tener grandes ambiciones (que en alguna ocasión les llevaron a querer incluso reunificar el subcontinente) y a veces un desdén flagrante hacia otros pueblos (como los naga). La irritación que provocaban las aspiraciones indias se complicaba aún más con la guerra fría. El primer ministro indio, Pandit Nehru, se había apresurado a declarar que la India no se alinearía en ningún bando. En la década de 1950, esto significaba que el país mantenía mejores relaciones con la URSS y con la China comunista que con Estados Unidos. Sin duda a Nehru le encantaba encontrar la ocasión de criticar las actuaciones estadounidenses, porque ello le ayudaba a reforzar ante ciertos simpatizantes las credenciales de su país como democracia progresista, pacífica y «no alineada». Por eso mismo les sorprendió tanto a aquellos simpatizantes, y al propio público indio, enterarse en 1959 de que el gobierno de Nehru llevaba tres años enfrentándose al de China en torno a las fronteras del norte sin decírselo a nadie. A finales de 1962, se desató un conflicto a gran escala. Nehru dio el inverosímil paso de pedir a los estadounidenses ayuda militar y, de forma aún más inverosímil, la recibió, al tiempo que también recibía la asistencia (en forma de motores de avión) de Rusia. Su prestigio, que había estado en lo más alto a mediados de la década de 1950, se vio seriamente afectado.
Como es lógico, la joven Pakistán no había buscado los mismos amigos que la India. En 1947, el país era mucho más débil que su vecino; tenía un funcionariado formado mínimo (los hindúes se habían incorporado al antiguo cuerpo de funcionarios indio en un número mucho mayor que los musulmanes), nacía ya partido por la mitad geográficamente, y había perdido a su líder más capacitado, Mohamed Jinnah, al poco tiempo de su creación. Ya en tiempos del Raj, los líderes musulmanes siempre habían mostrado (tal vez con razón) menos confianza en las formas democráticas que el Congreso Nacional Indio. En general, Pakistán ha sido gobernado por militares autoritarios que han procurado garantizar la supervivencia militar contra la India, el desarrollo económico (incluida la reforma agraria) y la salvaguarda de las tradiciones islámicas.
Un factor que siempre contribuyó a distanciar a Pakistán de la India fue el hecho de que aquel fuera oficialmente musulmán, mientras que esta era secular y aconfesional por su constitución (lo que podría leerse como una postura «occidental», pero que encaja perfectamente con la tradición cultural sincrética india). Esto llevaría a Pakistán a ir aumentando la regulación islámica de sus asuntos internos. Sin embargo, la diferencia religiosa afectaría a las relaciones exteriores de Pakistán menos que la guerra fría.

Bandung
La guerra fría arrojó aún más confusión sobre la política asiática cuando, fruto del encuentro de representantes de veintinueve estados africanos y asiáticos celebrado en Bandung (Indonesia) en 1955, surgió una asociación de naciones pretendidamente neutrales o «no alineadas». Salvo China, la mayoría de las delegaciones correspondían a países que habían formado parte de imperios coloniales. Pronto se les añadió, desde Europa, Yugoslavia, un país sobre el que también pesaba un historial de dominio extranjero e imperial. La mayor parte de estas naciones eran además pobres y necesitadas, desconfiaban más de Estados Unidos que de Rusia, y se sentían más atraídas hacia China que hacia los dos anteriores. Se les dio en llamar los países del «Tercer Mundo», una expresión en teoría creada por un periodista francés en recuerdo deliberado del «Tercer Estado» francés de 1789, carente de privilegios y que tanto impulso dio a la Revolución francesa. Con ello se aludía a la forma en que estos países eran ignorados por las grandes potencias y excluidos de los privilegios económicos de los países desarrollados. Sin embargo, la expresión «Tercer Mundo», por convincente que sonara, ocultaba en la práctica importantes diferencias entre los miembros del grupo. La cohesión de la política desplegada por el Tercer Mundo no resistió durante mucho tiempo, y desde 1955 ha muerto mucha más gente en guerras y en conflictos civiles dentro de esa zona que en los conflictos externos a él.
No obstante, diez años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, la Conferencia de Bandung obligó a las grandes potencias a admitir que los débiles podían tener poder si lograban movilizarlo. Lo tuvieron muy en cuenta a la hora de buscar aliados en la guerra fría y de ganarse votos en las Naciones Unidas. En el año 1960 ya había indicios claros de que los intereses de los rusos y de los chinos podían divergir porque ambos querían liderar a los estados subdesarrollados y no comprometidos. Al principio, se vio indirectamente en la adopción de posturas distintas hacia los yugoslavos, y al final se convirtió en una competición en todo el mundo. Uno de los primeros resultados fue la paradoja de que, conforme pasaba el tiempo, Pakistán se acercaba más a China (a pesar de su tratado con Estados Unidos) y Rusia, a la India. Cuando Estados Unidos se negó a suministrarle armas durante su guerra de 1965 con la India, Pakistán pidió ayuda a los chinos. Le dieron mucho menos de lo que esperaba, pero fue una primera prueba de la incertidumbre que estaba empezando a caracterizar a los asuntos internacionales en la década de 1960. Estados Unidos no podía ignorarlo más que la URSS o China. La guerra fría iba a producir un cambio irónico en el papel de los estadounidenses en Asia; de ser defensores entusiastas del anticolonialismo y derrocadores de los imperios de sus aliados, pasaron a veces a parecer sus sucesores, aunque siempre más en el este asiático que en el ámbito del océano Índico (donde hacía tiempo que se esforzaban en vano por apaciguar a una India ingrata, que antes de 1960 recibió más ayuda económica del país norteamericano que ningún otro Estado).
Un ejemplo muy concreto de las nuevas dificultades a las que tenían que hacer frente las grandes potencias lo ofrecía Indonesia. Su enorme territorio cubría muchos pueblos distintos, con intereses a veces muy divergentes. A pesar de que el budismo fue la primera de las grandes religiones que se establecieron en Indonesia, el país alberga la mayor población musulmana del mundo bajo un único gobierno, y ahora los budistas son una minoría. Los comerciantes árabes llevaron el islam a los pueblos indonesios a partir del siglo XIII, y ahora se calcula que más de cuatro quintas partes de la población es musulmana, aunque el animismo tradicional podría tener un papel también muy determinante en su conducta. Asimismo, Indonesia tiene una comunidad china muy arraigada, que durante el período colonial ostentó una parte preponderante de la riqueza y los cargos administrativos. La marcha de los holandeses aligeró las tensiones internas provocadas por la disciplina impuesta por el gobernante extranjero, al tiempo que empezaban a dejarse sentir los problemas poscoloniales habituales: sobrepoblación, pobreza e inflación.
En la década de 1950, el gobierno central de la nueva república encontraba un rechazo cada vez mayor; en 1957 tuvo que hacer frente a rebeliones armadas en Sumatra y en las demás islas. El tradicional truco de distraer a la oposición con la exaltación nacionalista (dirigida contra la permanencia holandesa en el oeste de Nueva Guinea) ya no funcionaba, y el presidente Sukarno ya no recuperó el apoyo popular. Su gobierno se había ido alejando de las formas de democracia liberal adoptadas con el nacimiento del nuevo Estado y dependía cada vez más del respaldo soviético. En 1960 se disolvió el Parlamento y en 1963 Sukarno fue nombrado presidente vitalicio. Estados Unidos, sin embargo, por miedo a que pidiera ayuda a China, continuó prestándole apoyo.
El apoyo norteamericano permitió a Sukarno engullir (para irritación de los holandeses) un potencial Estado independiente que había surgido de la Nueva Guinea occidental (Irían Occidental). Pasó seguidamente a enfrentarse a la nueva Federación de Malasia, creada en 1957 a partir de fragmentos del sudeste asiático británico. Con la ayuda de Gran Bretaña, Malasia repelió los ataques indonesios en Borneo, Sarawak y la Malasia peninsular. Aunque Sukarno seguía gozando de patrocinio estadounidense (en una ocasión el hermano del presidente Kennedy apareció en Londres para apoyar su causa), al parecer estas derrotas fueron un punto y aparte para él. Sigue sin saberse lo que sucedió exactamente, pero, cuando la escasez de alimentos y la inflación se dispararon, hubo un golpe de Estado fracasado tras el cual, según los jefes del ejército, estaban los comunistas. En efecto, es posible que Mao Zedong estuviera interesado en Indonesia para darle un papel destacado en la exportación de la revolución; se decía que el Partido Comunista Indonesio, que Sukarno había intentado contrarrestar con otros políticos, llegó a ser el tercer partido comunista más grande del mundo. Tuvieran o no los comunistas la intención de tomar el poder, la crisis económica fue aprovechada por los que temían que así fuera. Los populares y tradicionales teatros de sombras indonesios representaron durante meses las viejas epopeyas hindúes de siempre, pero llenas de alusiones políticas y con un trasfondo de cambio inminente. Cuando en 1965 se desató la tormenta, el ejército permaneció visiblemente pasivo ante la gran matanza con la que se eliminó a los comunistas a los que Sukarno podría haber acudido. Las estimaciones del número de víctimas oscilan entre un cuarto de millón y medio millón de personas, muchas de ellas chinas o de origen chino. El propio Sukarno fue debidamente apartado en el transcurso del año siguiente. El poder pasó entonces a manos de un régimen muy anticomunista que rompió relaciones con China (que no se reanudaron hasta 1990). Parte de los perdedores de 1965 fueron a parar a la cárcel, y algunos fueron ahorcados para demostrar la firmeza de la lucha contra el comunismo y, sin duda, pour encourager les autres.

El resurgimiento de china
Paradójicamente (y, durante demasiado tiempo, también incomprensiblemente, dados los problemas en Indonesia), el apoyo estadounidense a Sukarno había reflejado la idea de que los estados fuertes y prósperos constituían los mejores baluartes contra el comunismo. La historia del este y del sudeste asiático de los últimos cuarenta años podría verse como una prueba de ese principio, cierto, pero siempre tuvo que aplicarse en contextos específicos que eran difíciles y complejos. En cualquier caso, en 1960 el principal dato estratégico al este de Singapur era la reconstitución del poder chino. Corea del Sur y Japón se habían resistido al comunismo, sí, pero también se beneficiaban de la Revolución china, porque les permitía contrarrestar a Occidente. Los países del este asiático, de la misma forma que siempre habían sabido mantener a distancia a los europeos mejor que los países del océano Índico, después de 1947 demostraron su capacidad de reforzar su independencia con regímenes tanto comunistas como no comunistas, y ello sin sucumbir a la manipulación directa de China. Hay quien ha relacionado esta actitud con el conservadurismo profundo y polifacético de sociedades que, durante siglos, se habían inspirado en el ejemplo chino. En sus complejas y disciplinadas redes sociales, en su capacidad de esfuerzo social constructivo, en su indiferencia hacia el individuo, en su respeto por la autoridad y la jerarquía, y en la arraigada visión de sí mismos como miembros de civilizaciones y culturas orgullosamente distintas de las occidentales, los asiáticos orientales bebían de algo más que del triunfo de la Revolución china. En efecto, aquella revolución solo es comprensible tomando en consideración un trasfondo dominado por algo enormemente variado en sus expresiones y que nunca se podría resumir con la frase hecha «valores asiáticos».
Sin embargo, con la victoria y el ascenso al poder de la revolución en 1949, Pekín volvió a ser la capital de una China formalmente reunificada. Hubo quien pensó que esto demostraba tal vez que sus líderes volvían a prestar más atención a la presión en las fronteras terrestres del norte que a la amenaza del otro lado del mar a la que el país se había enfrentado durante más de un siglo. En cualquiera de los casos, la Unión Soviética fue el primer Estado en reconocer a la nueva República Popular (cuya capital, Pekín, adoptó el nombre oficial de Beijing), seguida de cerca por el Reino Unido, la India y Birmania. Ante la inquietud que generaba la guerra fría en el resto del mundo y las circunstancias de la caída nacionalista, lo cierto es que la nueva China no se enfrentaba a ninguna posible amenaza exterior. Sus dirigentes podían concentrarse en la tarea, tan pendiente y enormemente difícil, de la modernización. No tenían por qué preocuparse por los nacionalistas, confinados en Taiwan, por más que en esos momentos estuvieran bajo la protección de las Naciones Unidas y fueran inamovibles. Cuando se produjo una amenaza importante, al acercarse tropas de las Naciones Unidas a la frontera del río Yalu con Manchuria en 1950, la reacción china fue enérgica e inmediata: enviaron un gran ejército a Corea. Lo que sí que causaba preocupación entre sus nuevos gobernantes era el estado interno del país. La pobreza era endémica, y la enfermedad y la desnutrición estaban extendidas por todas partes. Había que proceder a la construcción y a la reconstrucción material y física; la presión de la población sobre la tierra era mayor que nunca, y había que rellenar el vacío moral e ideológico que había dejado la caída del antiguo régimen en el siglo anterior.
Los campesinos fueron el punto de partida. En este sentido, 1949 no es una fecha especialmente significativa, puesto que en la década de 1920 los propios campesinos de las zonas dominadas por los comunistas ya habían puesto en marcha la reforma agraria. En 1956, las granjas chinas fueron colectivizadas en una transformación social de las aldeas que supuestamente daba el control de las nuevas unidades a sus habitantes, cuando en realidad lo ponía en manos del Partido Comunista de China (PCCh). El derrocamiento de los dirigentes municipales y de los terratenientes fue a menudo brutal, y posiblemente constituyeron una gran parte de los 800.000 chinos que, según dijo después Mao, habían sido «liquidados» en los cinco primeros años de la República Popular. Al mismo tiempo también se potenciaba la industrialización, con la ayuda soviética, la única a la que China podía recurrir. Hasta el modelo escogido era soviético; en 1953 se anunció un plan quinquenal y se inició un breve período durante el cual las ideas estalinistas dominaron la gestión económica china.
La nueva China se convirtió pronto en una de las grandes influencias internacionales. Sin embargo, su verdadera independencia quedó oculta durante mucho tiempo tras la aparente unidad del bloque comunista y debido a su repetida exclusión de la ONU a instancias de Estados Unidos. Un tratado sinosoviético firmado en 1950 fue interpretado —sobre todo en Estados Unidos— como una prueba más de que China estaba entrando en la guerra fría. Si bien es cierto que el régimen era comunista y hablaba de revolución y de anticolonialismo, y que sus pasos parecían estar restringidos a los parámetros de la guerra fría, ahora, desde una perspectiva más amplia, se ve que la política comunista china tenía desde el principio inquietudes más tradicionales. Ya en un primer momento se desveló su interés prioritario por restablecer el poder chino en la zona sobre la que siempre había influido en siglos anteriores.
La seguridad de Manchuria explica por sí sola la intervención militar china en Corea, pero esa península también había sido durante mucho tiempo una zona disputada entre la China imperial y Japón. La ocupación china del Tíbet en 1951 fue otra incursión en un área que había estado durante siglos bajo soberanía china. Sin embargo, la demanda que más se hizo oír desde el principio para la recuperación del control de la periferia china fue la expulsión del gobierno del KMT (Kuomintang) de Taiwan, conquistado en 1895 por los japoneses y devuelto brevemente en 1945 al control chino. En 1955, el gobierno estadounidense estaba tan comprometido con el apoyo al régimen del KMT en Taiwan que el presidente anunció que Estados Unidos protegería no solo la isla taiwanesa, sino también las islas más pequeñas cercanas a la costa china que considerase esenciales para dicha defensa. En este sentido, y con el trasfondo psicológico de cierto inexplicable rechazo por parte de una China tratada durante tanto tiempo con condescendencia por los misioneros y los filántropos norteamericanos, la posición estadounidense respecto a China se enquistó durante una década en torno a la defensa obsesiva del KMT. Inversamente, en la década de 1950, tanto la India como la URSS apoyaron a Pekín frente a Taiwan, alegando que era un asunto interno de China; no les costaba nada hacerlo. Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando se supo que China mantenía un enfrentamiento armado con ambos países.
La disputa con la India surgió a raíz de la ocupación china del Tíbet. Cuando los chinos estrecharon su control sobre ese país en 1959, la política india todavía parecía solidaria con China, hasta el punto de reprimir un intento de los exiliados tibetanos de establecer un gobierno en suelo indio. Pero los conflictos territoriales ya habían empezado y ya habían provocado choques. Los chinos anunciaron que no reconocerían la frontera con la India establecida por un negociador británico-tibetano en 1914, nunca aceptada formalmente por ningún gobierno chino. Su utilización durante cuarenta escasos años apenas significaba nada en la memoria histórica china, acostumbrada a contar por milenios. En consecuencia, los enfrentamientos se endurecieron en el otoño de 1962, cuando Nehru exigió la retirada china de la zona en conflicto. A los indios les fue mal en los combates, pero la que decidió el alto el fuego a finales de año fue China.
Casi enseguida, a principios de 1963, el mundo se sorprendió con las denuncias de los comunistas chinos contra la Unión Soviética, a la que acusaban de haber ayudado a la India y de haber cortado, en un gesto de hostilidad, la ayuda económica y militar a China tres años antes. La segunda parte de la denuncia hacía pensar que la disputa tenía un origen complejo y no iba al corazón del asunto. Algunos comunistas chinos (incluido Mao) recordaban demasiado bien lo que había ocurrido cuando los intereses chinos se habían subordinado al interés internacional del comunismo, según la interpretación de Moscú, en la década de 1920. Desde entonces, siempre había habido una tensión en la cúpula del PCCh entre las fuerzas soviéticas y las fuerzas autóctonas. Mao representaba a estas últimas. Por desgracia, estas sutilezas no eran fáciles de esclarecer, porque el resentimiento de China hacia la política soviética tenía que presentarse al resto del mundo en un lenguaje marxista. Como el nuevo liderazgo soviético estaba a la sazón ocupado en desmontar el mito de Stalin, esto llevó casi accidentalmente a los chinos a parecer en sus declaraciones públicas más estalinistas que Stalin, aunque estuvieran aplicando prácticas no estalinistas.
En 1963, los observadores no chinos también deberían haber tenido en cuenta un pasado aún más remoto. Mucho antes de que se fundara el PCCh, la Revolución china había sido un movimiento de regeneración nacional. Uno de sus objetivos principales era recuperar de manos de los extranjeros el control de China sobre su propio destino. Y, entre esos extranjeros, destacaban los rusos. Su historial de incursiones en territorio chino se remontaba a Pedro I el Grande, y ya no se interrumpiría ni en la época zarista ni en la soviética. Los zares establecieron un protectorado en Tannu Tuva en 1914, pero la Unión Soviética se lo anexionó en 1944. Un año después, el ejército soviético entró en Manchuria y en el norte de China, y reconstituyó así el Lejano Oriente zarista de 1900. Las tropas rusas se quedaron en Xinjiang hasta 1949 y en Port Arthur hasta 1955. En la década de 1920, salieron de territorio mongol tras crear un país satélite, la República Popular de Mongolia. Con una frontera común de más de 6.500 kilómetros (si incluimos Mongolia), el potencial de fricción entre ambos países era inmenso. En 1960, las autoridades soviéticas denunciaron 5.000 violaciones de la frontera por parte de los chinos. Una superficie que equivalía a casi una quinta parte de Canadá era objeto de disputa, y en 1969 (un año en el que hubo muchos enfrentamientos y cientos de víctimas) los chinos empezaron a hablar de la dictadura «fascista» de Moscú y a hacer ostensibles preparativos para la guerra. El conflicto sinosoviético, que acabó involucrando a todo el mundo comunista, se vio además exacerbado por la falta de tacto de los rusos. Al parecer, los dirigentes soviéticos se mostraban tan poco respetuosos con los sentimientos de los aliados asiáticos como los imperialistas occidentales. En un comentario revelador, un líder soviético dijo que, cuando viajaba por China, él y otros rusos «solían reírse de las formas de organización tan primitivas» del país. La retirada de la ayuda económica y técnica en 1960 había sido una afrenta grave y especialmente dolorosa por producirse en un momento en el que China hacía frente a la primera y mayor crisis nacional del nuevo régimen, unas inundaciones oficialmente calificadas de «desastre natural».
Posiblemente, la experiencia personal de Mao influyó mucho en la generación de esta crisis. Aunque tenía una formación intelectual básicamente marxista y utilizaba sus categorías para explicar los apuros de su país, siempre tendió a diluirlas con pragmatismo. Mao buscaba el poder de forma implacable, y parece que su estimación de las posibilidades políticas solo flaqueó en los años de éxito, cuando la megalomanía, la vanidad y, al final, la edad le pasaron cuentas. Ya de joven había defendido la idea de un sinomarxismo, rechazando el dogma soviético que tan caro le había salido al PCCh. Al parecer, la visión del mundo que tenía Mao se apoyaba en una imagen de la sociedad y de la política como un ruedo de fuerzas opuestas en el que la voluntad humana y la fuerza bruta se podían desplegar por igual en pos de un cambio moralmente deseable y creativo (definido, por supuesto, por un líder que todo lo sabía). Sus relaciones con el partido no habían estado exentas de problemas, pero su política hacia el campesinado le ofreció una salida tras el fracaso del comunismo urbano. Una vez superado un revés temporal a principios de la década de 1930, hacia 1935 Mao ocupaba una posición prácticamente suprema en el partido. Predominaban las influencias rurales, y a Mao se le abrió otra vía para influir en los acontecimientos internacionales. La idea de una guerra revolucionaria prolongada, promovida desde el campo y llevada a las ciudades, resultaba muy atractiva en algunos lugares del mundo donde no convencía tanto la noción marxista ortodoxa de que, para crear un proletariado revolucionario, era necesario el desarrollo industrial.
Tras beneficiarse de las violentas expropiaciones y de la liberación de energía que marcaron el principio de la década de 1950, la China rural había sido objeto de otra gran transformación en 1955. Cientos de millones de campesinos fueron reorganizados en «comunas» destinadas a la colectivización de la agricultura. Se anuló la propiedad privada y se establecieron nuevos objetivos de producción centrales y nuevos métodos agrícolas. Algunos de esos métodos fueron claramente nocivos (las campañas de exterminio de los pájaros que se comían los cultivos, por ejemplo, multiplicaron las poblaciones de los insectos depredadores hasta entonces controladas por los pájaros), y otros simplemente incentivaron la incompetencia. Los mandos que dirigían las comunas se preocupaban cada vez más de salvar las apariencias respecto al cumplimiento de los objetivos que de la propia producción de alimentos. El resultado fue catastrófico, porque la producción cayó en picado. Y las cosas empeoraron cuando en 1958 se anunció otra gran iniciativa, el «Gran Salto Adelante», y se intensificó la presión sobre las comunas. En 1960, había grandes regiones que sufrían hambrunas o estaban al borde de ello. Pero no se dijo nada, ni siquiera a muchos miembros de la élite gobernante. Según algunos cálculos actuales, es posible que en pocos años murieran hasta cuarenta millones de chinos. Mao no quiso reconocer nunca el fracaso del Gran Salto Adelante, con el que se sentía muy identificado personalmente, de manera que se inició una caza de chivos expiatorios dentro del partido. En 1961, los altos cargos empezaron a recoger pruebas irrefutables de lo que había sucedido. La posición de Mao se resintió mientras sus rivales devolvían lentamente la economía a la vía de la modernización sin dejar salir la verdad a la luz.
En 1964, se hizo detonar por primera vez un arma nuclear china, un símbolo cuando menos chocante de lo que se podía entender como un éxito. China lograba así su pertenencia a un club muy exclusivo. Sin embargo, la razón definitiva de su influencia internacional sería el enorme tamaño de su población, que, pese a los azotes del hambre, seguía aumentando. Según unas estimaciones consideradas razonables, en 1950 ya tenía 590 millones de habitantes y, veinticinco años después, 835 millones. Aunque la proporción de chinos en la población mundial había sido mayor en determinados momentos del pasado —en vísperas de la rebelión Taiping, suponían probablemente el 40 por ciento de la humanidad—, en 1960 el país era más fuerte que nunca. Sus líderes hablaban como si no les perturbara la posibilidad de la guerra nuclear, porque el número de chinos que sobrevivirían siempre sería mayor que el de las poblaciones de otros países. Por otra parte, había indicios de que la presencia de semejante masa demográfica en la frontera de sus regiones menos pobladas alarmaba a la URSS.
En el mundo exterior, esas noticias alentaron a quienes sentían una clara antipatía por el régimen comunista, como les había ocurrido a principios de la década de 1960 al ver la verdadera situación (se dice que Chiang Kai-chek quiso lanzar una invasión desde Taiwan, pero fue frenado por los estadounidenses), pero la censura y la propaganda lograron ocultar la mayor parte de los daños. Mao no tardó en intentar recuperar su supremacía. Le obsesionaba justificar el Gran Salto Adelante y castigar a quienes consideraba que lo habían frustrado y que, por tanto, le habían traicionado. Una de las armas que desplegó contra ellos fue la incomodidad de muchos comunistas con los acontecimientos ocurridos en la URSS desde la muerte de Stalin. Allí, el aflojamiento de las riendas de la dictadura, aunque mínimo, había abierto las puertas a la corrupción y a las concesiones, tanto en el aparato burocrático como en el partido. El miedo a que sucediera algo parecido si se relajaba la disciplina en China ayudó a Mao a fomentar la «Revolución cultural», que abrió en canal al país y al partido entre 1966 y 1969. Millones de personas fueron asesinadas, encarceladas, privadas de sus trabajos o purgadas. El culto a Mao y su prestigio personal se revitalizaron y reafirmaron; se acosó a los cargos más altos del partido, a los burócratas y a los intelectuales; se cerraron las universidades y se obligó a todos los ciudadanos a desempeñar un trabajo físico para cambiar las actitudes tradicionales. Los jóvenes fueron los instrumentos principales de la persecución. Los «guardias rojos» pusieron el país patas arriba y aterrorizaron a sus superiores de todas las profesiones y condiciones. Los oportunistas se peleaban por unirse a los jóvenes antes de que estos los destruyeran a ellos. Al final, el propio Mao empezó a dar señales de que creía que se había ido demasiado lejos. Se nombraron nuevos mandos en el partido y se celebró un congreso que confirmó el liderazgo de Mao, pero lo cierto es que había vuelto a fracasar. El ejército fue el que finalmente tuvo que poner orden, en muchos casos a expensas de los estudiantes.
Aun así, el entusiasmo de los guardias rojos había sido real, y las obsesiones morales tan ostentosas que salieron a la luz en este episodio todavía oscuro en muchos sentidos, siguen llamando la atención. Los motivos que llevaron a Mao a desencadenarlo fueron sin duda muy diversos. Además de buscar la venganza contra quienes habían colaborado en el abandono del Gran Salto Adelante, es muy probable que temiera de verdad que la revolución se acomodara y perdiera el élan moral que la había impulsado hasta entonces. Y, para proteger la revolución, había que acabar con las ideas antiguas. La sociedad, el gobierno y la economía estaban en China más integrados y entrelazados entre sí que en ningún otro lugar. El prestigio tradicional de los intelectuales y los académicos seguía encarnando el viejo orden, como lo había hecho a principios de siglo el sistema de exámenes. La «degradación» y la demonización de los intelectuales eran una prioridad como consecuencia necesaria de la creación de una nueva China. De igual forma, los ataques contra la autoridad familiar no eran simples intentos de un régimen desconfiado de conseguir informadores y potenciar la deslealtad, sino de modernizar la más conservadora de todas las instituciones chinas. La emancipación de las mujeres y la propaganda para frenar los matrimonios precoces tenían dimensiones que iban más allá de las ideas feministas «progresistas» sobre el control de la población; atacaban el pasado como ninguna otra revolución había hecho, dado que en China el pasado significaba para las mujeres un papel muy inferior a los que se podían encontrar en la América, la Francia o la Rusia prerrevolucionarias. Los ataques contra los dirigentes del partido, a los que se acusaba de flirtear con las ideas confucianas, eran mucho más que escarnios, y no tenían parangón en Occidente, donde durante siglos no hubo ningún pasado tan sólidamente consolidado que rechazar. En ese sentido, la Revolución cultural también se podría evaluar como un ejercicio de política de modernización.
No obstante, la Revolución cultural no se resume en el rechazo del pasado. También fue fruto de más de dos mil años de continuidad que se remontaban a la dinastía Qin o incluso antes. Una prueba de ello la encontramos en el papel que le daba a la autoridad. A pesar de su crueldad y de su coste, la revolución fue un esfuerzo colosal, solo equiparable en escala a transformaciones gigantescas como la difusión del islam o el asalto de Europa al resto del mundo en los primeros tiempos modernos. La diferencia estriba en que, en el caso chino, había una dirección y un control centrales, o al menos esa era la intención. Una paradoja de la Revolución china es que se apoyó en el fervor popular, pero que resulta inimaginable sin una dirección consciente por parte de un Estado heredero de aquel prestigio misterioso de los portadores tradicionales del mandato celestial. La tradición china respeta la autoridad y le da un aval moral que hace mucho tiempo que cuesta encontrar en los países occidentales. China no podía librarse de su historia más que cualquier otro gran Estado, y eso hizo que el gobierno comunista presentara a veces un aspecto paradójicamente conservador. Ninguna gran nación ha tenido a su pueblo convencido durante tanto tiempo de que el individuo importa menos que todo el colectivo; de que la autoridad estaba legitimada para exigir el servicio de millones de personas costara lo que les costase con el fin de ejecutar grandes obras por el bien del Estado y de que la autoridad es incuestionable en tanto en cuanto se ejerza por el bien común. A los chinos les desagrada la idea de oposición porque sugiere problemas sociales, y eso implica el rechazo a toda revolución basada en la adopción del individualismo occidental, pero no del individualismo chino o del radicalismo colectivo.
El régimen que presidía Mao se benefició del pasado chino al tiempo que lo destruía, porque su papel de líder encajaba muy bien en el concepto chino de autoridad. Mao era presentado como un gobernante sabio, como un maestro tanto o más que como un político, en un país que siempre ha respetado a los maestros. A los observadores occidentales les divertía el estatus que se daba a sus pensamientos a través de la omnipresencia del Pequeño Libro Rojo (olvidando la bibliolatría de muchos protestantes europeos). Mao era el portavoz de una doctrina moral que se presentó como la esencia de la sociedad, como lo había sido el confucianismo. Además, había algo de tradicional en los intereses artísticos de Mao, puesto que el pueblo lo admiraba como poeta, y sus poemas se ganaron el respeto de los expertos. En China, el poder siempre ha sido sancionado por la idea de que el gobernante ha hecho cosas buenas para su pueblo y ha respaldado valores aceptados. Las acciones de Mao se podrían evaluar en ese sentido.

La periferia china y sus alrededores
El peso del pasado también era evidente en la política exterior china. Aunque acabó auspiciando la revolución en todo el mundo, su principal interés estaba en el Lejano Oriente, en concreto en Corea e Indochina, antiguos países tributarios. En el caso del último, además, sus intereses divergían de los de los rusos. Tras la guerra de Corea, los chinos empezaron a suministrar armas a las guerrillas comunistas de Vietnam para una lucha que era no tanto contra el colonialismo —eso ya estaba decidido— como contra lo que le podía seguir. En 1953, los franceses habían renunciado a Camboya y Laos. Al año siguiente, en una base llamada Dien Bien Phu, perdieron una batalla decisiva tanto para el prestigio francés como para la voluntad del electorado galo de seguir luchando. La derrota hacía imposible para los franceses mantener su presencia en el delta del río Rojo. Se celebró una conferencia en Ginebra con la presencia de representantes de China, en lo que constituyó la vuelta formal del país a la diplomacia internacional. Se acordó dividir Vietnam entre un gobierno sudvietnamita y los comunistas que habían acabado dominando el norte, a la espera de unas elecciones que tal vez reunificarían el país. Pero las elecciones no se celebraron nunca. En su lugar, pronto comenzó en Indochina lo que se convertiría en la fase más encarnizada desde 1945 de una guerra de Asia contra Occidente iniciada en 1941.
Los contendientes occidentales ya no eran las antiguas potencias coloniales, sino los estadounidenses. Los franceses se habían ido a casa y los británicos ya tenían bastantes problemas en otras partes. El otro bando lo formaban una combinación de comunistas, nacionalistas y reformadores indochinos respaldados por los chinos y los rusos, que competían por la influencia en Indochina. El anticolonialismo norteamericano y el convencimiento de que Estados Unidos debía apoyar a los gobiernos autóctonos llevaron a este país a respaldar a los sudvietnamitas como ya hacía con los surcoreanos y los filipinos. Por desgracia, ni en Laos ni en Vietnam del Sur, ni al final tampoco en Camboya, surgieron regímenes de legitimidad incuestionable a ojos de sus súbditos. El patrocinio estadounidense hacía que siempre se identificara a los gobiernos con el enemigo occidental, tan despreciado en el este asiático. Por otra parte, el apoyo norteamericano tendía a desincentivar las reformas que hubieran estimulado el apoyo de los pueblos a sus respectivos regímenes, sobre todo en Vietnam, donde la partición de facto no condujo a ningún gobierno bueno o estable en el sur. Mientras los budistas y los católicos mantenían un amargo conflicto abierto y los campesinos se sentían cada vez más alejados del régimen por el fracaso de la reforma agraria, una clase gobernante a todas luces corrupta parecía sobrevivir a todos los gobiernos que caían. Esto beneficiaba a los comunistas, que buscaban la reunificación a su manera y mantenían desde el norte el apoyo al movimiento comunista clandestino del sur, el Vietcong.
En 1960, el Vietcong se había hecho con el control de gran parte del sur. Dos años después, el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, tomó una decisión trascendental: enviar, junto con la ayuda económica y material, a 4.000 «asesores» estadounidenses para ayudar al gobierno de Vietnam del Sur a poner en orden su aparato militar. Fue el primer paso hacia lo que Truman había querido evitar a toda costa, la implicación de Estados Unidos en una gran guerra en el Asia continental, y al final se tradujo en la pérdida de más de 50.000 vidas norteamericanas.
Otra de las respuestas de Washington a la guerra fría en Asia consistió en mantener el máximo tiempo posible la posición tan especial que le daba la ocupación de Japón, sobre el que prácticamente tenía el monopolio, a excepción de una participación de cortesía para las fuerzas de la Commonwealth británica. Esta situación se debía a lo que tardaron los soviéticos en declarar la guerra a Japón, porque su rápida rendición cogió a Stalin por sorpresa. Estados Unidos se negó por completo a dar a Rusia parte alguna de una ocupación que la potencia soviética no había buscado. El resultado fue el último gran ejemplo de paternalismo occidental en Asia y otra demostración del extraordinario don del pueblo japonés para aprender de los demás solo lo que le interesaba, protegiendo a su sociedad contra cambios desestabilizadores.
Los acontecimientos de 1945 obligaron a Japón a entrar espiritualmente en un siglo XX en el que ya había entrado tecnológicamente. La derrota sumió a su pueblo en una profunda crisis de sentido e identidad nacional. La occidentalización durante la era Meiji había propagado un sueño de «Asia para los asiáticos» que fue presentado como una especie de doctrina Monroe a la japonesa, reforzada por el sentimiento antioccidental tan extendido en el Lejano Oriente y encubriendo la realidad del imperialismo japonés. Todo eso se esfumó con la derrota y, a partir de 1945, el retroceso del colonialismo privó a Japón de cualquier papel claro y creíble en Asia. Cierto es que en aquellos momentos se veía muy lejos el día en que volvería a tener poder para ello. Además, la vulnerabilidad japonesa que la guerra había puesto de manifiesto fue una gran conmoción para el país; este, al igual que el Reino Unido, había confiado toda su seguridad al control de los mares, y la pérdida de ese control había condenado al país. La derrota trajo también consigo otras consecuencias, como la pérdida de territorio a manos de Rusia, en Sajalin y en las islas Kuriles, y la ocupación estadounidense. Por no hablar de la ingente destrucción material y humana que habría que reparar.
En el lado positivo, en 1945 los japoneses conservaban intacta la institución central de la monarquía, que no había perdido su prestigio y que era la que había hecho posible la rendición. Los japoneses no veían en el emperador Hirohito al gobernante que había autorizado la guerra, sino al hombre cuya decisión les había salvado de la aniquilación. El comandante estadounidense en el Pacífico, el general MacArthur, quiso conservar la monarquía como instrumento de una ocupación pacífica, y procuró no comprometer al emperador denunciando su papel en la formulación de la política anterior a 1941. MacArthur también se encargó de que el país adoptara una nueva constitución (con un electorado que había duplicado su tamaño y que ahora incluía a las mujeres) antes de que los republicanos más fervientes de Estados Unidos pudieran interferir; encontró un argumento eficaz en la idea de que convenía ayudar económicamente a Japón para que dejara cuanto antes de costar dinero a los contribuyentes norteamericanos. La disciplina y la cohesión social japonesas fueron de gran ayuda, aunque hubo un momento en que pareció que los estadounidenses iban a estropearlo por la determinación con la que forzaban la creación de instituciones democráticas en el país. Sin duda se eliminaron algunos problemas gracias a una gran reforma agraria en la que casi una tercera parte de las tierras de cultivo japonesas cambiaron de manos, de los señores a los cultivadores. En 1951 se consideró que la educación democrática y la cuidadosa desmilitarización ya habían hecho lo suficiente para permitir un tratado de paz entre Japón y la mayoría de sus antiguos enemigos, salvo los rusos y los chinos nacionalistas (con los que llegaría a un acuerdo al cabo de pocos años). Japón recuperó su plena soberanía, incluido el derecho a armarse con fines defensivos, pero cedió prácticamente todas sus antiguas posesiones en el extranjero. De esta forma, Japón salió de la posguerra recuperando el control sobre sus asuntos internos. Un acuerdo con Estados Unidos estableció el mantenimiento en su suelo de las tropas norteamericanas. Japón, pese a estar confinado en sus islas y tener ante sí a una China más fuerte y mucho mejor consolidada que en el siglo anterior, no gozaba de una posición necesariamente desfavorable. En menos de veinte años, este estatus tan reducido volvería a transformarse.
La guerra fría había cambiado las implicaciones de la ocupación norteamericana incluso antes de 1951. A Japón lo separaban de Rusia y China 16 y 800 kilómetros, respectivamente, mientras que Corea, la antigua zona de rivalidad imperial, estaba a tan solo 240. La llegada de la guerra fría en Asia garantizaba al país nipón un trato aún mejor por parte de Estados Unidos, deseoso de verlo convertido en un ejemplo convincente de democracia y capitalismo, pero también le daba la protección de su «paraguas» nuclear. La guerra de Corea dio importancia a Japón como base y galvanizó su economía. El índice de producción industrial se recuperó pronto, hasta alcanzar el nivel de la década de 1930. Estados Unidos fomentó los intereses nipones en el extranjero a través de la diplomacia. Por último, cabe recordar que al principio el país no tenía ningún gasto de defensa, puesto que hasta 1951 tuvo prohibido disponer de fuerzas armadas.
La estrecha relación de Japón con Estados Unidos, su proximidad con el mundo comunista y su economía y su sociedad, avanzadas y estables, hicieron natural que acabara ocupando un puesto en el sistema de seguridad construido por Estados Unidos en la zona Asia-Pacífico. Los cimientos de ese sistema eran los tratados con Australia, Nueva Zelanda y Filipinas (que había obtenido la independencia en 1946). Les siguieron otros con Pakistán y Tailandia, los únicos aliados que los norteamericanos tenían en Asia además de Taiwan. Indonesia y, con mayor importancia, la India se mantenían distantes. Estas alianzas reflejaban en parte las nuevas condiciones de las relaciones internacionales en Asia y en el Pacífico tras la retirada británica de la India. Las tropas británicas se quedarían aún durante un tiempo al este de Suez, pero durante la Segunda Guerra Mundial Australia y Nueva Zelanda habían descubierto que el Reino Unido no podría defenderlas y que Estados Unidos sí. La caída de Singapur en 1942 había sido decisiva. Aunque el ejército británico había defendido a los malasios frente a los indonesios en las décadas de 1950 y 1960, la colonia de Hong Kong sobrevivió claramente porque a los chinos les convenía que sobreviviera. Por otra parte, no se podía poner orden a todas las complejidades de la nueva región del Pacífico simplemente alineando a los distintos estados en los dos bandos de la guerra fría. El propio tratado de paz con Japón fue muy laborioso porque, frente a la política estadounidense, que veía a ese país como una potencial fuerza anticomunista, había otros, sobre todo en Australia y en Nueva Zelanda, que se acordaban de 1941 y temían el renacimiento del poder japonés.
Así pues, la política norteamericana no respondía solo a la ideología, aunque durante mucho tiempo se dejó engañar por lo que se creía que era el desastre del éxito comunista en China y el patrocinio chino de los revolucionarios de lugares tan lejanos como África y Sudamérica. Ciertamente, la posición internacional de China había sufrido una transformación que iría luego a más, pero lo determinante era su propio renacimiento como potencia; un renacimiento que no iba a reforzar el sistema dualista de la guerra fría, sino que iba a volverlo absurdo. Aunque al principio solo lo haría en la antigua esfera de influencia china, ese resurgimiento acabaría provocando un gran cambio en las relaciones de poder. La primera señal se vio en Corea, cuando se detuvo el avance de las tropas de las Naciones Unidas y se llegó a sopesar un bombardeo sobre China. La ascensión de China, sin embargo, también tenía una importancia crucial para la Unión Soviética. Tras ser uno de los dos elementos de un sistema bipolarizado, Moscú se convirtió en adelante en el vértice de un triángulo potencial, además de perder su hasta entonces indiscutible liderazgo en el movimiento revolucionario mundial. Puede que fuera precisamente en relación con la Unión Soviética donde antes se vio la verdadera relevancia de la Revolución china. Pese a su enorme importancia, la Revolución china fue solo el ejemplo más destacado de un rechazo de la dominación occidental presente en toda Asia. En una paradoja ya habitual, ese rechazo en todos los países asiáticos se expresaba siempre a través de formas, lenguajes y mitologías tomados del propio Occidente, ya fuera del capitalismo industrial, de la democracia, del nacionalismo o del marxismo.

Oriente próximo
La supervivencia de Israel, el comienzo de la guerra fría y un gran incremento de la demanda de petróleo revolucionaron la política de Oriente Próximo a partir de 1948. Israel polarizó el sentir árabe mucho más de lo que lo había hecho nunca Gran Bretaña, hasta el punto de hacer viable la idea del panarabismo. La injusticia de la ocupación de territorios considerados árabes, la penuria de los refugiados palestinos y los compromisos de las grandes potencias y de las Naciones Unidas de actuar en su nombre, concentraban el resentimiento de las masas árabes y permitían a sus gobernantes ponerse de acuerdo como no lo hacían sobre ningún otro tema.
         Sin embargo, tras la derrota de 1948-1949, a los estados árabes se les pasaron las ganas de volver a enviar sus ejércitos a la zona. Aunque oficialmente continuaba el estado de guerra, una serie de armisticios le dieron a Israel fronteras de facto con Jordania, Siria y Egipto, fronteras que se mantuvieron hasta 1967. Pese a los constantes incidentes fronterizos de principios de la década de 1950 y a los ataques lanzados contra Israel desde territorio egipcio y sirio por bandas de jóvenes guerrilleros reclutados en los campos de refugiados, la inmigración, el trabajo duro y el dinero estadounidense fueron poco a poco consolidando el nuevo Israel. Una psicología de asedio ayudó a estabilizar su política; el prestigio del partido que había alumbrado al nuevo Estado apenas se vio turbado mientras los judíos transformaban su nuevo país. En unos pocos años pudieron exhibir unos avances enormes en el cultivo de tierras antes baldías y en la creación de industrias nuevas. La brecha entre la renta per cápita en Israel y la de los estados árabes más populosos se volvía cada vez más grande.
Este era otro elemento irritante para los árabes. La ayuda extranjera enviada a sus países no originaba ningún cambio tan radical. Egipto, el más poblado de todos, se enfrentaba a problemas especialmente graves de crecimiento de la población. El incremento de los ingresos y del PNB que iban a experimentar los estados productores de petróleo en las décadas de 1950 y 1960 iría muchas veces acompañado del aumento de las tensiones y divisiones entre ellos. Los contrastes se agudizaron tanto entre los distintos estados árabes como, dentro de ellos, entre las distintas clases sociales. La mayor parte de los países productores de petróleo eran gobernados por élites reducidas, ricas, a veces tradicionales y conservadoras, otras veces nacionalistas y occidentalizadas, por lo general indiferentes a la pobreza de los campesinos y de los habitantes de las barracas de los barrios más populosos. El contraste fue aprovechado por un nuevo movimiento político árabe fundado durante la guerra, el partido Baaz. Su intención era sintetizar el marxismo y el panarabismo, pero, prácticamente desde el principio, las facciones de Siria y de Irak (los dos países en los que tenía más fuerza) se enfrentaron entre sí.
Pese a todo el impulso que el sentimiento antiisraelí y antioccidental pudiera dar a la acción conjunta, el panarabismo tenía que superar muchos obstáculos. Los reinos hachemitas, los países de los jeques árabes y los estados europeizados y urbanizados del norte de África y del Levante mediterráneo, tenían intereses muy dispares y tradiciones históricas muy distintas. Algunos, como Irak o Jordania, eran creaciones artificiales cuya forma había seguido el dictado de las necesidades y los deseos de las potencias europeas después de 1918; otros eran fósiles sociales y políticos. En muchos lugares, el árabe solo era lengua común dentro de la mezquita (y no todos los arabófonos eran musulmanes). Aunque el islam era un vínculo entre numerosos árabes, durante mucho tiempo ocupó un segundo plano. En 1950 pocos musulmanes hablaban del islam como de una fe militante y agresiva; hasta que Israel les proporcionó un enemigo común y, por tanto, una causa común.
Las primeras esperanzas entre los árabes de muchos países las despertó una revolución acaecida en Egipto de la que emergió un joven soldado llamado Gamal Abdel Nasser. Durante cierto tiempo, se creyó que Nasser podría tanto unir al mundo árabe contra Israel como abrir la vía del cambio social. En 1954, pasó a encabezar la junta militar que había derrocado a la monarquía egipcia dos años antes. El sentir nacionalista egipcio había encontrado durante décadas a su principal chivo expiatorio en los británicos, que aún mantenían guarniciones en la zona del canal, y ahora los acusaban por su papel en la creación de Israel. El gobierno británico, por su parte, procuró claramente cooperar con los gobernantes árabes por temor a la influencia soviética en una región que aún consideraba crucial para las comunicaciones y el suministro de petróleo de Gran Bretaña. Oriente Próximo —irónicamente, dadas las razones que en un primer momento les habían llevado hasta allí— no había perdido su fascinación estratégica para los británicos tras su retirada de la India.
En esa época había fuertes corrientes antioccidentales en otros lugares del mundo árabe. En 1951, el rey de Jordania había sido asesinado; para sobrevivir, su sucesor tuvo que dejar claro que había cortado los antiguos y especiales lazos que mantenía con Gran Bretaña. Más hacia el oeste, los franceses, obligados a reconocer la independencia completa de Marruecos y de Túnez poco después de acabar la guerra, sufrían unas revueltas que en 1954 se habían transformado en una rebelión nacional en Argelia, y que pronto se convirtieron en una auténtica guerra. Ningún gobierno francés podía abandonar fácilmente un país donde había más de un millón de habitantes de procedencia europea. Además, se acababa de descubrir petróleo en el Sahara. En ese contexto de un mundo árabe en ebullición, la retórica de Nasser de reforma social y nacionalismo tenía un gran atractivo. A sus sentimientos antiisraelíes incuestionables, se sumó pronto su éxito al lograr un acuerdo con Gran Bretaña para la evacuación de la base de Suez. Mientras tanto, los estadounidenses, cada vez más pendientes de la amenaza rusa en Oriente Próximo, habían empezado a mirar a Nasser con buenos ojos, como anticolonialista y cliente potencial.
Sin embargo, esa buena consideración no tardó en desvanecerse. Los ataques guerrilleros contra Israel lanzados desde territorio egipcio, donde estaban los campos de refugiados palestinos más importantes, provocaron irritación en Washington. En 1950, los británicos, los franceses y los estadounidenses ya habían dicho que limitarían el suministro de armas a los estados de Oriente Próximo y que procurarían mantener un equilibrio entre árabes e israelíes. Cuando Nasser logró firmar un acuerdo armamentístico con Checoslovaquia para proteger los cultivos de algodón y Egipto reconoció a la China comunista, la desconfianza respecto al líder egipcio se agudizó. Como prueba de su contrariedad, los estadounidenses y los británicos retiraron su oferta de financiar un proyecto muy deseado de desarrollo interno, una gran presa en el Nilo. En respuesta, Nasser embargó los activos de la empresa privada propietaria y gestora del canal de Suez, alegando que sus beneficios deberían financiar la presa. El gesto irritó profundamente a los británicos y despertó unos instintos que la retirada colonial solo había reprimido a medias y que, por una vez, eran coherentes con el anticomunismo y con la amistad con estados árabes más tradicionales, cuyos dirigentes empezaban a mirar con recelo a Nasser como un revolucionario radical. Además, el primer ministro británico, Anthony Eden, estaba obsesionado con una falsa analogía que le hacía ver en Nasser a un nuevo Hitler que había que frenar antes de que se embarcara en una escalada de agresiones. En cuanto a los franceses, se sentían agraviados por el apoyo de Nasser a la insurrección argelina. Ambas naciones elevaron una protesta formal por el embargo del canal y, en connivencia con Israel, empezaron a planear el derrocamiento de Nasser.
En octubre de 1956, los israelíes invadieron repentinamente Egipto para, según dijeron, destruir las bases desde las que las guerrillas habían atacado sus asentamientos. Los gobiernos británico y francés se apresuraron a afirmar que la libertad de movimientos en el canal estaba en peligro. Hicieron un llamamiento al alto el fuego y, ante la negativa de Nasser, lanzaron contra Egipto primero un ataque aéreo (justo el día de Guy Fawkes, que conmemora la Conspiración de la Pólvora), y después un ataque naval. Negaron cualquier connivencia con Israel, pero el desmentido era ridículo. No solo era una mentira, sino que además resultó increíble desde el primer momento. En Estados Unidos se asustaron mucho, pues ese rebrote del imperialismo colonial podía dar ventaja a la URSS. Recurrieron a la presión financiera para forzar la aceptación británica de un alto el fuego negociado por las Naciones Unidas. La aventura anglofrancesa acabó en humillación.
El episodio de Suez fue visto como un desastre occidental (y lo fue), pero, a largo plazo, su mayor importancia fue psicológica. Los británicos fueron los que salieron peor parados, porque perjudicó su imagen, sobre todo dentro de la Commonwealth, y cuestionó su sinceridad sobre su retirada de las ex colonias. Por otra parte, reafirmó el odio de los árabes hacia Israel, y la sospecha de que este tenía un vínculo indisoluble con Occidente los hizo aún más receptivos a las lisonjas soviéticas. El prestigio de Nasser subió como la espuma. Por último, muchos no perdonaron el hecho de que Suez robase a Europa del Este la atención de Occidente en un momento crucial, en que una revolución en Hungría contra el gobierno satélite soviético había sido aplastada por el ejército ruso mientras las potencias occidentales se peleaban. Sin embargo, los asuntos esenciales de la región no variaron mucho a consecuencia de la crisis, pese a la nueva y entusiasta oleada de panarabismo que ahora la invadía. Suez no modificó el equilibrio de la guerra fría, ni tampoco el de Oriente Próximo.
En 1958, los simpatizantes del movimiento Baaz hicieron un intento de unir a Siria y Egipto en una República Árabe Unida que fructificó brevemente en 1961. Ese mismo año, el gobierno prooccidental del Líbano fue derrocado y la monarquía de Irak, apartada por una revolución. Estos hechos animaron a los panarabistas, pero pronto volvieron a profundizarse las diferencias entre los distintos países árabes. Ante la mirada algo atónita del mundo, Estados Unidos envió tropas al Líbano mientras Gran Bretaña lo hacía a Jordania para ayudar a sostener a los gobiernos respectivos frente a las fuerzas nasseristas. Mientras tanto, siguió habiendo enfrentamientos esporádicos en la frontera sirio-israelí, si bien se mantuvo durante un tiempo a raya a las guerrillas.
Sin embargo, entre los sucesos de Suez y 1967, el cambio más importante en el mundo árabe no se dio en ese escenario, sino en Argelia. La intransigencia de los pieds-noirs (los colonos franceses) y el resentimiento de muchos soldados que consideraban que se les estaba obligando a hacer un trabajo imposible en aquella tierra, estuvieron a punto de provocar un golpe de Estado en la misma Francia. Con todo, el gobierno del general De Gaulle emprendió negociaciones secretas con los rebeldes argelinos y en julio de 1962, tras un referéndum, Francia concedió oficialmente la independencia a una nueva Argelia. Un millón de pieds-noirs encolerizados emigraron al país galo, con el consiguiente enturbiamiento de la política. Irónicamente, en veinte años Francia se iba a beneficiar de más de un millón de trabajadores inmigrantes argelinos, cuyos envíos de dinero a casa fueron esenciales para la economía argelina. Puesto que Libia ya había obtenido la independencia en 1951, tras ser fideicomiso de las Naciones Unidas, toda la costa norteafricana, a excepción de los minúsculos enclaves españoles, se había librado de la supremacía europea. Aun así, las influencias externas siguieron creando problemas en la historia de los territorios árabes, como siempre lo habían hecho desde las conquistas otomanas varios siglos atrás, si bien ahora lo hacían indirectamente, en forma de ayuda y de diplomacia, conforme Estados Unidos y Rusia intentaban comprar amigos.
Estados Unidos actuaba con una desventaja: ningún presidente ni ningún Congreso norteamericano podía abandonar a Israel. La importancia de los judíos entre los electores era demasiado grande, aunque el presidente Eisenhower había sido lo bastante valiente como para enfrentarse a ellos en el tema de Suez, y además en año de elecciones. A pesar de esa actitud de Estados Unidos, la política de Egipto y de Siria seguía teniendo un irritante aire antiamericano. La URSS, por su parte, había abandonado su apoyo inicial a Israel en cuanto este país dejó de ser un arma útil para poner en evidencia a los británicos. La política soviética adoptó entonces una firme línea proárabe y se dedicó a avivar con diligencia el resentimiento contra lo que quedaba del imperialismo británico en el mundo árabe. A otro nivel, los rusos se ganaron una dosis extra de aprobación de los árabes a finales de la década de 1960 acosando a sus propios judíos.
Mientras, el contexto de los problemas de Oriente Próximo estaba cambiando poco a poco. En la década de 1950 se dieron dos grandes transformaciones relacionadas con el petróleo. La primera fue que se empezaron a descubrir pozos a una velocidad mucho mayor que hasta entonces, sobre todo en el sur del golfo Pérsico, en los pequeños países de jeques que aún estaban bajo la influencia británica y en Arabia Saudí. La segunda fue una gran aceleración del consumo de energía en los países occidentales, en especial en Estados Unidos. Los grandes beneficiarios del boom del petróleo fueron Arabia Saudí, Libia, Kuwait y, a mayor distancia, Irán e Irak, los principales productores oficiales. Esto tuvo dos consecuencias importantes. En primer lugar, que los países que dependían del petróleo de Oriente Próximo —Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y pronto Japón— tenían que conceder más peso en su diplomacia a las opiniones árabes, y en segundo lugar que cambiaba mucho la posición y la riqueza relativa de los estados árabes. Ninguno de los tres primeros productores de petróleo estaba poblado en exceso ni había tenido tradicionalmente una gran influencia en los asuntos internacionales.
El efecto de estos cambios todavía no era muy evidente cuando llegó la última crisis de Oriente Próximo de la década de 1960; empezó en 1966, cuando un gobierno mucho más radical tomó el poder en Siria con ayuda soviética. El rey de Jordania fue amenazado si no prestaba apoyo a las guerrillas palestinas (organizadas desde 1964 en la Organización para la Liberación de Palestina, OLP). Las tropas jordanas empezaron, pues, a prepararse para sumarse a Egipto y Siria en un ataque contra Israel. Sin embargo, en 1967, provocados por un intento de bloqueo de su puerto en el mar Rojo, los israelíes atacaron primero. En una brillante campaña, destruyeron las defensas aéreas y terrestres egipcias en el Sinaí e hicieron retroceder a los jordanos, obteniendo en seis días de combate fronteras nuevas en el canal de Suez, los Altos del Golán y el río Jordán. Estas nuevas fronteras eran mucho mejores que las anteriores desde el punto de vista de la defensa, de manera que Israel anunció que las mantendría. Pero hubo más: la derrota garantizó el fin de la seducción ejercida por Nasser, el primer líder del panarabismo con posibilidades. Nasser quedó visiblemente a merced del poder ruso —cuando las avanzadillas israelíes llegaron al canal de Suez, una escuadra naval soviética atracó en Alejandría— y de las subvenciones de los estados petroleros. Ambos apoyos le pedían más prudencia, y eso equivalía a dificultades con los líderes radicales de las masas árabes.
Y, sin embargo, la guerra de los Seis Días de 1967 no resolvió nada. Se repitieron los éxodos de refugiados palestinos; en 1973 había, según se dijo, hasta 1.400.000 palestinos dispersos por los países árabes, frente a un número similar que habían permanecido en Israel y en los territorios ocupados por este. Cuando los israelíes empezaron a proyectar asentamientos en las tierras recién conquistadas, el resentimiento árabe se agudizó. Aunque el tiempo, el petróleo y los índices de natalidad parecían estar de su lado, la situación apenas se aclaró. En las Naciones Unidas, un «Grupo de 77» países supuestamente no alineados obtuvieron la suspensión de Israel (como Sudáfrica) de algunas organizaciones internacionales y, quizá más importante, una resolución unánime que condenaba la anexión israelí de Jerusalén. Otra resolución exigía la retirada israelí de los territorios árabes a cambio de ser reconocido por los países vecinos. Mientras, la OLP recurrió al terrorismo fuera de sus tierras para promover su causa. Como los sionistas de la década de 1890, los palestinos habían decidido que el mito occidental de la nacionalidad era la respuesta a sus problemas; un nuevo Estado sería la expresión de su pertenencia a una nación, y, al igual que los militantes judíos de la década de 1940, eligieron el terrorismo —atentados y asesinatos indiscriminados— como arma. Estaba claro que, con el paso del tiempo, habría otra guerra y, con ella, el peligro de que, debido a la identificación de los intereses estadounidenses y rusos con cada uno de los bandos, a raíz de un conflicto local estallara de pronto una guerra mundial, como en 1914.
El peligro se volvió inminente cuando Egipto y Siria atacaron a Israel el día del Yom Kippur (sagrado para los judíos) en octubre de 1973. Por primera vez, los israelíes se enfrentaron a la posibilidad de una derrota militar ante las tropas de sus adversarios, muy mejoradas y armadas por los soviéticos. Sin embargo, volvieron a vencer, aunque solo después de que se dijera que los rusos habían enviado armas nucleares a Egipto y de que los estadounidenses pusieran en estado de alerta a sus tropas en todo el mundo. Aquel negro panorama, incluida la posibilidad de que los propios israelíes tuvieran armas nucleares y estuvieran preparados para utilizarlas en una situación límite, no era totalmente perceptible para el público de la época.
Sin embargo, esta no fue la única manera en que la crisis trascendió de la región. Los problemas de la sucesión otomana que habían quedado pendientes en 1919 —de los que la creación del Estado de Israel fue solo una parte—, se habían ido emponzoñando cada vez más, primero por la política de entreguerras de Gran Bretaña y Francia, y después por la guerra fría. Pero ahora se iba a ver que se había producido un cambio mucho más fundamental en el papel de Oriente Próximo en el mundo. En 1945, el mayor exportador mundial de petróleo era Venezuela; veinte años después ya no era así, y las economías más desarrolladas dependían de Oriente Próximo para cubrir casi todas sus necesidades de crudo. En la década de 1950 y durante la mayor parte de la de 1960, los británicos y los norteamericanos confiaron en el suministro barato y garantizado de la región. Cuando en 1953 hubo una posible amenaza a su acceso al petróleo iraní, la resolvieron derrocando a un gobierno no amistoso; en Irak ejercieron un control informal hasta 1963 (cuando un régimen baazista tomó el poder), y conservaban sin dificultad la actitud colaboradora de Arabia Saudí. Sin embargo, la guerra del Yom Kippur puso fin a aquella época. Liderados por Arabia Saudí, los estados árabes anunciaron que cortarían los suministros de petróleo a Europa, Japón y Estados Unidos. Israel tuvo que hacer frente a la alarmante posibilidad de no conseguir el apoyo diplomático que siempre había encontrado fuera de la región. Tal vez ya no podría seguir contando con el sentimiento de culpa respecto del Holocausto, la simpatía y la admiración hacia un Estado progresista en una región atrasada o el peso de los votantes judíos en Estados Unidos. No era un buen momento para este último país ni para sus aliados. En 1974, con 138 estados miembros en la ONU, la Asamblea General registró por primera vez mayorías contra las potencias occidentales (respecto a los temas de Israel y Sudáfrica). Aunque la ONU accedió temporalmente al envío de tropas al Sinaí para separar a los israelíes y a los egipcios, no se resolvió ninguno de los problemas fundamentales de la región.
El impacto de la «diplomacia del petróleo» traspasó las fronteras de Oriente Próximo. De un día para otro, los problemas económicos que habían sido tolerables en la década de 1960 se agravaron. Los precios mundiales del crudo se dispararon. La dependencia de las importaciones petroleras causó estragos en las balanzas de pagos. Estados Unidos, que intentaba salir a flote de lo que ahora eran las arenas movedizas indochinas, estaba muy tocado; Japón y Europa parecían enfrentarse a una recesión a gran escala. Tal vez se avecinaba un nuevo 1930. En cualquier caso, la edad dorada del crecimiento económico garantizado se había terminado. Mientras, los que sufrían más la crisis del petróleo eran los países más pobres de entre los importadores de crudo. En poco tiempo, muchos de ellos harían frente a una inflación galopante y algunos incluso verían prácticamente suprimidas las ganancias que necesitaban para poder pagar los intereses de las grandes deudas contraídas con acreedores extranjeros.

África
La subida de los precios del petróleo también afectó mucho a gran parte de África. En la década de 1950 y principios de la de 1960, el continente había experimentado un proceso de descolonización de extraordinaria rapidez. Fue emocionante, pero en su estela nacieron algunos países muy frágiles, sobre todo al sur del Sahara. Francia, Bélgica y Gran Bretaña eran las tres principales potencias colonizadoras interesadas en un proceso que en su conjunto resultó bastante pacífico, tal vez para sorpresa de muchos. Italia había perdido sus últimos territorios africanos en 1943, y solo se derramó sangre en los procesos de liberación de Argelia y de las colonias de Portugal. Esta última potencia solo cedió tras sufrir una revolución interna en 1974. De esta forma, la nación ibérica que había encabezado la aventura europea de la conquista del mundo exterior fue prácticamente la última en abandonarla. Ciertamente, hubo muchos derramamientos de sangre tras la retirada de los colonizadores, cuando los africanos empezaron a hacerse cargo de África, pero, a ojos de los franceses y los británicos, los problemas solían limitarse a los lugares donde había comunidades de colonos blancos por las que preocuparse. En el resto, los políticos de ambos países mostraron muchas ganas de mantener su influencia —cuando podían— a través de un interés benevolente por sus antiguos súbditos.
El resultado fue un África negra que debe básicamente su forma actual a las decisiones de unos europeos del siglo XIX (de la misma manera que Oriente Próximo debe su marco político a los europeos del siglo XX). Las nuevas «naciones» africanas estaban delimitadas en su mayoría por las fronteras de las antiguas colonias, y esas fronteras se revelaron sorprendentemente duraderas. En muchos casos albergaban a pueblos de idiomas, procedencias y costumbres muy diversas, a los que las administraciones coloniales habían dado una unidad poco más que formal. África carecía de una influencia unificadora de grandes civilizaciones autóctonas, como las de Asia, que pudiera compensar la fragmentación colonial del continente, de manera que, tras la retirada de las potencias, se produjo una balcanización. La doctrina del nacionalismo que atraía a las élites africanas occidentalizadas —Senegal, un país musulmán, tuvo un presidente que escribía poesía en francés y era experto en Goethe— consolidó una fragmentación del continente (a menudo ignorando realidades importantes) que el colonialismo había contenido o manipulado. La retórica nacionalista a veces estridente de los nuevos gobernantes era con frecuencia la respuesta a los peligros de ciertas fuerzas centrífugas. Los africanos occidentales escudriñaban los archivos históricos (por llamarlos así) sobre los antiguos reinos de Mali y Ghana, y los africanos orientales lloraban el pasado que podía estar oculto en reliquias como las ruinas de Zimbabue, con vistas a forjar mitologías nacionales como las de las primeras naciones europeas. En África, el nacionalismo era por igual producto y causa de la descolonización.
Las nuevas divisiones internas no eran el único problema de África, ni siquiera el peor. A pesar de su gran potencial económico, los cimientos económicos y sociales para un futuro de prosperidad se tambaleaban. Una vez más, el legado de las potencias colonizadoras influía mucho.

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Los regímenes coloniales de África dejaron tras de sí unas infraestructuras culturales y económicas más débiles que en Asia. Los niveles de alfabetización eran bajos, y el número de cuadros administrativos y de técnicos debidamente preparados era reducido. Los importantes recursos económicos de África (sobre todo en minerales) requerían capacitación, capital y medios de comercialización para su explotación, y en el futuro más inmediato todo eso solo podía provenir del mundo exterior (y la Sudáfrica blanca fue durante mucho tiempo el «mundo exterior» para muchos políticos negros). Además, varias economías africanas acababan de sufrir trastornos y manipulaciones concretas debido a las necesidades e intereses europeos. Durante la guerra de 1939-1945, la agricultura de algunas de las colonias británicas se había centrado en los cultivos industriales a gran escala para la exportación. Se puede discutir si esto benefició o no a largo plazo a los campesinos que hasta entonces tenían cultivos y ganado solo para su consumo, pero es innegable que sus consecuencias directas fueron rápidas y profundas. Una fue la entrada de dinero en pago de los productos que los británicos y los estadounidenses necesitaban. Parte de ese dinero se tradujo en mayores salarios, pero la difusión de la economía monetaria tuvo en muchos casos efectos locales perniciosos. Se produjeron un crecimiento urbano y un desarrollo regional imprevistos. Muchos países africanos se vieron entonces atados a patrones de desarrollo que pronto mostrarían sus vulnerabilidades y limitaciones en el mundo de la posguerra. Incluso las buenas intenciones de un programa como el Fondo de Desarrollo y Bienestar Colonial británico, o de muchos programas de ayuda internacional, contribuyeron claramente a encadenar a los productores africanos a un mercado mundial. Estas desventajas se agravaban a menudo con políticas económicas erróneas adoptadas tras la independencia. El impulso industrializador basado en la sustitución de las importacciones acarreó muchas veces consecuencias agrícolas desastrosas, ya que los precios de los cultivos industriales se mantenían artificialmente bajos en relación con los de los productos manufacturados localmente. Casi siempre se priorizaba a la población urbana sobre los agricultores, y con aquellos precios tan bajos estos no encontraban ningún incentivo para aumentar la producción. Como las poblaciones habían empezado a crecer en la década de 1930 y lo hicieron aún más deprisa a partir de 1960, el descontento era inevitable conforme la realidad de la «liberación» de las potencias coloniales iba causando decepción.
En cualquier caso, a pesar de sus dificultades, el proceso de descolonización en el África negra apenas se vio interrumpido. En 1945, los únicos países africanos verdaderamente independientes aparte de Egipto eran Etiopía (que había estado sometida a un breve mandato colonial entre 1935 y 1943) y Liberia, aunque, en la práctica y sobre el papel, la Unión Sudafricana era un dominio autogobernado de la Commonwealth británica, de manera que su exclusión de esta categoría es meramente formal (y la colonia británica de Rhodesia del Sur también era prácticamente independiente, si bien bajo un estatus algo más vago). En 1961 (cuando Sudáfrica pasó a ser una república plenamente independiente y abandonó la Commonwealth), se habían creado veinticuatro estados africanos nuevos. Actualmente hay más de cincuenta.
En 1957, Ghana fue el primer país ex colonial nuevo que se creó en el África subsahariana. Conforme los africanos se emancipaban del colonialismo, iban saliendo a la luz sus problemas. En los veintisiete años siguientes, se iban a librar en África doce guerras e iban a morir asesinados trece mandatarios. Hay dos conflictos que destacan por su especial virulencia. En el antiguo Congo belga, un intento de separación por parte de la región de Katanga, rica en minerales, provocó una guerra civil en la que pronto intervinieron las influencias rivales de la Unión Soviética y de Estados Unidos, mientras las Naciones Unidas se esforzaban por restablecer la paz. A finales de la década de 1960, se produjo un episodio aún más deplorable, una guerra civil en Nigeria, hasta entonces uno de los nuevos estados africanos más estables y prometedores. También en este caso intervinieron en el baño de sangre fuerzas no africanas (entre otras razones, porque Nigeria había entrado en el club de los productores de petróleo). En otros países hubo luchas menos sangrientas aunque intensas entre facciones, regiones y tribus, luchas que distrajeron a las reducidas élites de políticos occidentalizados y las animaron a abandonar los principios democráticos y liberales de los que tanto se había hablado en los gloriosos días en los que el sistema colonial se batía en retirada.
Llegada la década de 1970, en muchos de los nuevos estados, la necesidad, real o imaginaria, de impedir la desintegración, de suprimir las voces discrepantes y de reforzar la autoridad central, había llevado a la creación de gobiernos autoritarios unipartidistas o al ejercicio de la autoridad política por parte de militares (algo similar a lo ocurrido en las nuevas naciones sudamericanas tras las guerras de independencia). A menudo, la oposición al partido «nacional» que había surgido en el camino hacia la independencia en un país concreto era acusada de traidora en cuanto se conseguía dicha independencia. Tampoco se libraban de acusaciones los regímenes supervivientes de un África independiente más antigua. En Etiopía, la impaciencia ante un Antiguo Régimen aparentemente incapaz de facilitar un cambio político y social pacífico, llevó en 1974 a la revolución. El derrocamiento del «León de Judá» marcó casi por casualidad el final de la monarquía cristiana más antigua del mundo (y de un linaje real que, para algunos, se remontaba al hijo de Salomón y la reina de Saba). Un año después, los militares que habían tomado el poder parecían estar tan desacreditados como sus predecesores. A partir de cambios similares, en otros lugares del continente surgían de vez en cuando dirigentes políticos con tendencias tiránicas que a los europeos les recordaban a algunos antiguos dictadores, pero la comparación podía ser engañosa. Los africanistas han sugerido amablemente que a muchos de los «hombres fuertes» de las nuevas naciones habría que verlos como herederos del papel de la realeza africana precolonial en lugar de juzgarlos en términos occidentales. De todas maneras, algunos eran simples bandidos.
Los problemas que tenían no restaban nada a la irritación que el mundo exterior provocaba con frecuencia en muchos africanos. Algunas de las raíces de ese descontento no eran muy profundas. El drama mitológico construido en torno al antiguo comercio de esclavos ejercido por los europeos, que los africanos fueron animados a ver como un ejemplo supremo de explotación racial, había sido una creación europea y norteamericana. Imperaba también cierto sentido de inferioridad política en un continente de estados relativamente exentos de poder (algunos de ellos con poblaciones inferiores al millón de personas). En términos políticos y militares, un África desunida no podía aspirar a influir mucho en los asuntos internacionales, pese a los intentos que hubo de superar la debilidad que provocaba esa división. Un ejemplo frustrado fue la fundación en 1958 de la Unión de Estados Africanos; inauguró una época de alianzas, uniones parciales e intentos de federación que culminaron en la creación en 1963 de la Organización para la Unidad Africana (OUA), debida en gran parte al emperador etíope Haile Selassie. En el ámbito político, la OUA tuvo poco éxito, si bien en 1975 cerró un acuerdo comercial beneficioso con Europa en defensa de los productores africanos.
La decepción que les producía gran parte de esa primera historia política del África independiente hizo que los políticos más reflexivos se volvieran hacia la cooperación para el desarrollo económico, básicamente en relación con Europa, cuyas potencias coloniales seguían siendo la principal fuente de capital, capacitación y asesoramiento en el continente. Sin embargo, la trayectoria económica del África negra ha sido espantosa. En 1960, la producción de alimentos apenas seguía el ritmo del crecimiento de la población, pero, en 1982, en 32 de los 39 países subsaharianos la producción per cápita era inferior a la de 1970. La corrupción, políticas equivocadas y un excesivo interés por proyectos de inversión muy aparentes que dieran prestigio, provocaron el despilfarro de la ayuda económica del mundo desarrollado. En 1965, el PIB de todo el continente había llegado a ser inferior al de Illinois, y la producción manufacturera de más de la mitad de los países africanos bajó en la década de 1980. Sobre aquellas economías tan débiles cayó primero el peso de la crisis del petróleo a principios de la década de 1970, y después el de la recesión comercial que le siguió. Los efectos demoledores que tuvo en África se vieron al poco tiempo agravados por sequías constantes. En 1960, el PIB del continente había crecido según la tasa anual, poco emocionante pero positiva, de aproximadamente el 1,6 por ciento, pero la tendencia no tardó en invertirse y, en la primera mitad de la década de 1980, el PIB ya estaba cayendo a una tasa del 1,7 por ciento anual. No es de extrañar que, en 1983, la Comisión Económica de la ONU para África describiera ya el panorama de la economía del continente a partir de las tendencias históricas como de «casi una pesadilla».
Como era inevitable, se inició la búsqueda de chivos expiatorios. En una proporción cada vez mayor —pero bastante explicable, dadas la exhaustividad y rapidez con que se había descolonizado el continente y la lejanía geográfica de la mayoría de sus territorios—, la tendencia era a encontrarlos cerca, de manera que las viejas diferencias étnicas salieron a la superficie en forma de guerras civiles y matanzas. Sin embargo, el resentimiento también se centró en la división racial entre blancos y negros en la propia África, algo que era flagrante en el más poderoso de todos los estados africanos, la Unión Sudafricana. Los bóers, que hablaban afrikáans y en 1945 dominaban el país, conservaban bastantes agravios contra los británicos, iniciados con el Gran Trek e intensificados con la derrota en las guerras de los bóers. Tras la Primera Guerra Mundial, habían emprendido la progresiva ruptura de los vínculos con la Commonwealth británica, un proceso facilitado por la concentración de los votantes de origen anglosajón en las colonias de El Cabo y Natal. Los bóers tenían una posición muy afianzada en el Transvaal y en las principales regiones industriales, así como en el interior rural. Es cierto que Sudáfrica entró en la guerra en 1939 del lado de los británicos y aportó una ayuda importante en efectivos, pero incluso entonces los intransigentes «afrikáners», como empezaron a llamarse a sí mismos, respaldaban un movimiento que fomentaba la colaboración con los nazis. Su líder fue elegido primer ministro en 1948, tras derrotar en unas elecciones generales al antiguo estadista de Sudáfrica, Jan Smuts. Conforme los afrikáners habían ido acumulando poder dentro de la Unión y habían ido consolidando su posición económica en los sectores industrial y financiero, la idea de imponer una política hacia el africano negro que difiriera de sus profundos prejuicios se volvió ya inconcebible. El resultado fue la creación de un sistema de separación de las razas, el apartheid, que sistemáticamente encarnó y reforzó la reducción jurídica del africano negro al estatus inferior que ocupaba en la ideología bóer. Su finalidad era garantizar la posición de los blancos en una tierra donde el industrialismo y las economías de mercado habían contribuido mucho a desmontar la regulación y distribución de la creciente población negra hasta entonces aportada por las antiguas divisiones tribales.
El apartheid tenía cierto atractivo para los demás blancos de África (por motivos aún menos excusables que las supersticiones primitivas o las supuestas necesidades económicas de los afrikáners). El único país donde había una proporción de población blanca y negra similar a la de Sudáfrica y una concentración también similar de riqueza era Rhodesia del Sur, la cual, para gran bochorno del gobierno británico, se separó de la Commonwealth en 1965. Se temía que el objetivo de los secesionistas era avanzar hacia una sociedad cada vez más parecida a la sudafricana. El gobierno británico vaciló y perdió su oportunidad. No había nada que los estados africanos negros, ni tampoco las Naciones Unidas pudieran hacer directamente al respecto, excepto imponer «sanciones» en forma de un embargo comercial a la antigua colonia. Muchos estados africanos negros se las saltaron y el gobierno británico hizo la vista gorda con las gestiones que hacían las grandes compañías petroleras para asegurarse de que su producto llegaba a los rebeldes. En uno de los episodios más vergonzosos de la historia de un gabinete débil, Gran Bretaña perdió todo prestigio a los ojos de los africanos, quienes, con toda lógica, no entendían por qué un gobierno británico no podía intervenir con el ejército para sofocar una rebelión colonial tan flagrante como la de 1776. Según la reflexión de muchos británicos, era precisamente aquel lejano precedente el que hacía que cualquier intervención por parte de una potencia imperial alejada y militarmente débil resultara desalentadora.
Aunque Sudáfrica (el Estado más rico y más fuerte de África, y que cada vez se volvía más rico y más fuerte) parecía un lugar seguro, cuando llegó la década de 1970 el país constituía, junto con Rhodesia y Portugal, el objeto de la ira creciente de los africanos negros. El establecimiento de las líneas divisorias raciales apenas se compensaba con concesiones menores a los negros de Sudáfrica y con vínculos económicos cada vez mayores entre este país y algunos estados negros. Por otra parte, existía el riesgo de una inminente implicación de las potencias externas. En 1975, tras la retirada de los portugueses de Angola, subió al poder un régimen marxista. Cuando estalló la guerra civil en ese país, para defender al gobierno llegaron soldados comunistas extranjeros procedentes de Cuba, mientras que los rebeldes recibieron enseguida el apoyo sudafricano.
El gobierno sudafricano demostró pronto que podía actuar. Quería librarse de la embarazosa asociación con una Rhodesia independiente e inflexible (cuyas perspectivas habían empeorado mucho cuando en 1974 terminó el dominio portugués en Mozambique y se lanzó una campaña de guerra de guerrillas desde ese país). Ante la posibilidad de que Rhodesia cayera en manos de nacionalistas negros que dependieran del apoyo comunista, el gobierno estadounidense empezó a presionar a Sudáfrica, que a su vez presionó a Rhodesia. En septiembre de 1976, el primer ministro del país anunció con tristeza a sus compatriotas que debían aceptar el principio del gobierno de la mayoría negra. El último intento de fundar un país africano dominado por los blancos había fracasado; fue otro hito en la recesión del poder europeo. Sin embargo, la guerra de guerrillas continuó, y empeoró cuando los nacionalistas negros decidieron buscar la rendición incondicional. Al final, en 1980, Rhodesia regresó brevemente al control británico antes de recuperar la independencia, esta vez como la nueva nación de Zimbabue, con un primer ministro negro.
Todo esto dejó a Sudáfrica sola, como el único Estado dominado por blancos, el más rico del continente y el foco del resentimiento negro (que, en este contexto, significaba «no blanco») en todo el mundo. Aunque la OUA se había dividido a consecuencia de la guerra de Angola, los líderes africanos solían ponerse de acuerdo contra Sudáfrica. En 1974, la Asamblea General de las Naciones Unidas prohibió a Sudáfrica asistir a sus sesiones debido al apartheid, y en 1977 la Comisión de Derechos Humanos de la ONU esquivó hábilmente las demandas de investigación de los horrores perpetrados por negros contra negros en Uganda y criticó con dureza a Sudáfrica (junto con Israel y Chile) por sus presuntos delitos. En Pretoria se sentían cada vez más amenazados desde el norte. La llegada de las tropas cubanas a Angola demostró un nuevo poder de la acción estratégica contra Sudáfrica por parte de la URSS. La antigua colonia portuguesa y Mozambique también ofrecieron bases a los disidentes sudafricanos, que alimentaron la agitación en los distritos segregados negros y sostuvieron operaciones de terrorismo urbano en la década de 1980.
Sin duda, estos fueron algunos de los motivos de los cambios que hubo en la posición del gobierno sudafricano. A mediados de esa década, la cuestión ya no era si había que desmantelar los aspectos más detestables del apartheid, sino si los blancos sudafricanos cederían ante un gobierno de la mayoría negra sin que estallara un conflicto armado. En 1978, la llegada al poder de un nuevo primer ministro señaló un cambio. Para consternación de muchos afrikáners, P. W. Botha inició un lento despliegue de una política de concesiones. Sin embargo, su iniciativa fue frenada al poco tiempo. Las constantes muestras de hostilidad hacia Sudáfrica en las Naciones Unidas, el terrorismo urbano en el país, una situación cada vez más peligrosa y militarmente exigente en las fronteras septentrionales con Namibia (asignada a Sudáfrica varios años antes como un territorio en fideicomiso de la ONU) y la creciente desconfianza hacia Botha entre sus votantes afrikáners (según se vio en las elecciones), lo llevaron a reanudar la represión. Su último gesto de distensión fue una nueva constitución en 1983 que daba representación a los sudafricanos no blancos de una forma que ofendió a los líderes políticos negros por lo poco adecuada y que disgustó a los conservadores blancos por conceder siquiera un principio de representación a los no blancos.
Mientras, seguía aumentando la presión de otros países contra Sudáfrica a través de las llamadas «sanciones». En 1985, incluso Estados Unidos las impuso de forma limitada; la economía sudafricana había ido perdiendo la confianza internacional y los efectos se dejaban notar en el país. Empezaron a soplar vientos de cambio en la opinión interna, como se vio en el dictamen promulgado por la Iglesia Reformada Holandesa, a la que pertenecían muchos afrikáners, según el cual el apartheid era cuando menos un «error» y no podía justificarse aludiendo a las Escrituras (como se había dicho). También entre los políticos afrikáners comenzaron a haber divisiones. Posiblemente influyó el hecho de que, a pesar de su aislamiento cada vez mayor, Sudáfrica controlaba militarmente con éxito las amenazas en las fronteras pero, al mismo tiempo, era incapaz de vencer al gobierno angoleño mientras las tropas cubanas siguieran allí. En 1988, Namibia alcanzó la independencia en unos términos que Sudáfrica encontró satisfactorios y se llegó a un acuerdo de paz con Angola.
En este contexto, Pieter W. Botha, presidente de la república desde 1984, abandonó el poder muy a pesar suyo en 1989 y fue sucedido por Frederik W. de Klerk. De Klerk dejó claro enseguida que el avance hacia la liberalización continuaría y que llegaría mucho más lejos de lo que muchos creían posible, aun en el caso de que no significara el fin completo del apartheid. Se concedió mucha más libertad a la protesta y a la oposición política; se permitieron las concentraciones y las marchas, y se liberó a algunos líderes nacionalistas negros encarcelados. Mientras tanto, un cambio importante en las relaciones entre las superpotencias se había traducido en acuerdos entre Estados Unidos y la Unión Soviética para poner fin a los combates en Angola y Mozambique y para dar libertad a Namibia.
De pronto se abrieron de par en par las puertas al futuro. En febrero de 1990, De Klerk anunció «una nueva Sudáfrica». Nueve días después, la simbólica figura de Nelson Mandela, líder del Congreso Nacional Africano (ANC), salió por fin de la cárcel. Al poco tiempo iniciaba conversaciones con el gobierno sobre los siguientes pasos que había que dar. Pese a la firmeza del discurso de Mandela, había indicios esperanzadores de un nuevo realismo que admitía la necesidad de intentar tranquilizar a la minoría blanca respecto a su futuro bajo una mayoría negra. Esos indicios, lógicamente, llenaron de impaciencia a otros políticos negros.
La transición a la democracia en Sudáfrica no fue sencilla; aunque a finales de 1991 De Klerk, que actuó con diligencia y valentía, había desmantelado la mayor parte de la legislación del apartheid, numerosos miembros de las élites blancas se resistían de distintas formas al cambio. Sin embargo, ni el asesinato en 1993 de Chris Hani, un destacado líder izquierdista del ANC, ni las luchas étnicas en los distritos negros (a menudo avivadas por delincuentes del aparato del apartheid), pudieron deshacer el camino ya recorrido hacia el gobierno de mayoría. La mayor parte de los sudafricanos de todas las razas veían cada vez más a Nelson Mandela —al que se referían reverencialmente por su nombre de clan, Madiba— como el garante de la estabilidad política y del progreso económico en un nuevo Estado multirracial. Cuando fue elegido presidente en 1994, Mandela habló del renacimiento de un país y de la recuperación del orgullo para todos los sudafricanos. Al año siguiente, cuando el presidente Mandela se puso la camiseta de la selección sudafricana de rugby, los Springboks, para celebrar su victoria en el Campeonato del Mundo, se convirtió en un símbolo de la unidad nacional entre los blancos y los negros por igual. «La magia de Madiba nos ha funcionado», dijo el capitán del equipo. En 1999, cuando Mandela dejó la presidencia, toda Sudáfrica podía decir lo mismo.

Latinoamérica
En 1900, algunos países latinoamericanos empezaban a asentarse, no solo en la estabilidad, sino también en la prosperidad. Argentina era uno de los países más ricos del mundo. A las influencias coloniales originales del continente se había sumado el impacto cultural de la Europa decimonónica, sobre todo de Francia, de especial atractivo para las élites latinoamericanas en la época poscolonial. Sus clases altas estaban muy europeizadas, y muchas de las grandes capitales del continente lo reflejaban en su modernidad, al igual que reflejaban la reciente inmigración europea, que empezaba a engullir a las antiguas élites coloniales. Los descendientes de los americanos indígenas, por su parte, casi nunca eran tenidos en cuenta. En un par de países, su eliminación había sido tan exhaustiva que había llevado prácticamente a su extinción.
Casi todos los estados latinoamericanos eran grandes productores de exportaciones agrícolas o minerales. Algunos estaban relativamente muy urbanizados, pero sus sectores manufactureros eran insignificantes, y durante mucho tiempo no pareció que les afectaran los problemas sociales y políticos de la Europa del siglo XIX. El flujo de capital desde el exterior había sido considerable, y solo ocasionalmente se había visto mermado por los desastres financieros y las desilusiones. La única revolución social de un Estado latinoamericano (frente a los incontables cambios en los ocupantes de los gobiernos) empezó antes de 1914, con el derrocamiento del dictador mexicano Porfirio Díaz en 1911. Comenzaron así casi diez años de combates que se saldaron con un millón de muertes, pero el papel principal lo desempeñó una clase media que se sentía excluida de las ventajas del régimen, no un proletariado industrial o rural, y esa clase fue la gran vencedora, junto con los políticos del partido que surgió, y que monopolizó el poder hasta la década de 1990. Aunque en la mayoría de los países latinoamericanos los conflictos de clase eran habituales en el campo, en principio no había un resentimiento social tan amplio como en la Europa industrializada y urbanizada.
Aquellas sociedades tan prometedoras sobrevivieron con prosperidad a la Primera Guerra Mundial, que trajo consigo importantes cambios en sus relaciones con Europa y Norteamérica. Antes de 1914, Estados Unidos, aun siendo la fuerza política predominante en el Caribe, no tenía un gran peso económico en el sur. En 1914 solo suministraba el 17 por ciento de todas las inversiones exteriores que llegaban al sur del río Bravo, mucho menos que Gran Bretaña. Pero la liquidación de las posesiones británicas durante la Gran Guerra lo cambió todo; en 1919, Estados Unidos era la principal fuente de inversión exterior en Sudamérica y aportaba el 40 por ciento del capital extranjero en el continente. Entonces estalló la crisis económica mundial. El año 1929 abrió la puerta a una era nueva y desagradable para los estados latinoamericanos, el verdadero comienzo de su siglo XX y el final del XIX. Muchos empezaron a dejar de pagar a los inversores extranjeros. Se hizo casi imposible conseguir más préstamos del exterior. El fin de la prosperidad llevó a reafirmaciones nacionalistas cada vez más fuertes, a veces contra otros estados latinoamericanos, otras veces contra los estadounidenses y los europeos; en México y Bolivia se expropiaron las compañías petroleras extranjeras. Las oligarquías tradicionales europeizadas quedaron en una situación comprometida ante su fracaso para resolver los problemas derivados de la caída de las rentas nacionales. A partir de 1930 hubo más golpes de Estado, levantamientos y rebeliones frustradas que en ninguna otra época desde las guerras de independencia.
El año 1939 volvió a llevar prosperidad al continente, porque la demanda durante la guerra hizo subir los precios de las materias primas (en 1950, la guerra de Corea prolongó esta tendencia). A pesar de la obvia admiración de los dirigentes argentinos por la Alemania nazi y de las pruebas existentes de intereses alemanes en algunas otras repúblicas, la mayoría de ellas simpatizaban con los aliados que las cortejaban o estaban al servicio de Estados Unidos. Casi todos los países se apuntaron al bando de las Naciones Unidas antes de que acabara la guerra, y uno, Brasil, envió en un sorprendente gesto un pequeño cuerpo expedicionario a Europa. Sin embargo, los efectos más importantes de la guerra en Latinoamérica fueron económicos. Uno, de gran relevancia, fue que la vieja dependencia respecto a Estados Unidos y a Europa en lo relativo a productos manufacturados se volvió entonces evidente en forma de escasez. El impulso industrializador se intensificó en varios países. A partir de la mano de obra urbana que la industrialización había reunido, se fundó una nueva forma de poder político que en la posguerra entró en liza con los militares y con las élites tradicionales. De esta forma, unos movimientos autoritarios y semifascistas, pero populares entre las masas, llevaron al poder a una nueva clase de «hombre fuerte». El argentino Perón fue el más famoso, pero Colombia en 1953 y Venezuela en 1954 también auparon a líderes similares. El comunismo no tuvo un éxito tan notorio entre las masas.
Asimismo, se había producido un cambio significativo (aunque no como consecuencia de la guerra) en la forma en que Estados Unidos utilizaba su papel preponderante en el Caribe. Las tropas estadounidenses habían intervenido directamente en las repúblicas vecinas veinte veces en los primeros veinte años del siglo, y en dos casos llegaron al extremo de establecer protectorados. Entre 1920 y 1939 solo se produjeron dos intervenciones, en Honduras en 1924 y en Nicaragua dos años después. En 1936, el ejército estadounidense ya no tenía ninguna presencia en territorios latinoamericanos, salvo mediante acuerdo (como la base de Guantánamo en Cuba). La presión indirecta también se había suavizado. En gran medida, era un reconocimiento sensato de cómo habían cambiado las circunstancias. En la década de 1930, la intervención directa no podía aportar nada a Estados Unidos, y el presidente Roosevelt hizo de la necesidad virtud proclamando la política de «buena vecindad» —resulta significativo que utilizara la expresión por primera vez en su primer discurso inaugural—, que ponía énfasis en la no intervención por parte de todos los estados de América en los asuntos de los demás estados. (Roosevelt también fue el primer presidente de Estados Unidos que viajó a un país latinoamericano en visita oficial.) Con cierto impulso desde Washington, se inauguró así un período de cooperación diplomática e institucional en todo el continente (también impulsado por el empeoramiento de la situación internacional y por la creciente constatación de los intereses alemanes en juego). El proceso funcionó para poner término a la sangrienta guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay, que se prolongó de 1932 a 1935, y culminó en una declaración de neutralidad latinoamericana en 1939 que estableció una zona neutral de 300 millas en las aguas del continente. Cuando, al año siguiente, se envió un patrullero estadounidense a Montevideo para reforzar la resistencia del gobierno uruguayo ante un temido golpe de Estado nazi, fue más evidente que nunca que la doctrina Monroe y su «corolario Roosevelt» habían ido evolucionando casi sigilosamente hacia algo más parecido a un sistema de protección mutua.
A partir de 1945, Latinoamérica iba a sufrir de nuevo los efectos de un escenario internacional cambiante. Mientras que en la primera etapa de la guerra fría la política de Estados Unidos se centró en las inquietudes europeas, después de Corea su mirada se fue volviendo otra vez hacia el sur. A Washington no le preocupaban demasiado las manifestaciones ocasionales de nacionalismo latinoamericano, pese a sus aires «antiyanquis», pero sí que le inquietaba cada vez más que el continente se convirtiera en un receptáculo de influencias rusas. Con la guerra fría, el apoyo estadounidense a los gobiernos latinoamericanos empezó a volverse más selectivo. En ocasiones, también incluyó operaciones encubiertas; por ejemplo, el derrocamiento en 1954 de un gobierno guatemalteco que recibía apoyo comunista.
Al mismo tiempo, los responsables políticos de Estados Unidos estaban muy interesados en que desaparecieran la pobreza y el descontento, que podían dar pie a la entrada del comunismo, de manera que aportaron más ayuda económica —en la década de 1950, Latinoamérica solo recibió una minúscula fracción de lo que se destinó a Europa y Asia, pero una década después la cantidad se multiplicó— y aplaudieron a los gobiernos que se declaraban partidarios de una reforma social. Tristemente, cada vez que el programa de alguno de esos gobiernos abogaba por la erradicación del control norteamericano del capital a través de la nacionalización, Washington viraba en redondo y pedía tal compensación que hacía la reforma muy difícil. Así pues, aunque condenara los excesos de un régimen autoritario concreto, como el de la Cuba previa a 1958, la tendencia final del gobierno estadounidense siempre acababa siendo la de apoyar en Latinoamérica los mismos intereses conservadores que en Asia. Hubo excepciones, porque algunos gobiernos actuaron con eficacia, como el de Bolivia, que llevó a cabo una reforma agraria en 1952. Pero la realidad definitiva es que, durante la mayor parte del siglo pasado, los latinoamericanos más pobres prácticamente no existieron ni para los dirigentes populistas ni para los conservadores, porque ambos escuchaban solo a los habitantes de las ciudades. Los más pobres, por supuesto, eran los campesinos, en su mayoría indígenas americanos.
Sin embargo, pese al gran nerviosismo de Washington, en Latinoamérica hubo muy poca actividad revolucionaria, sobre todo teniendo en cuenta la victoria de la Revolución cubana, a la que tanto se temió y de la que tanto se esperó en la época. Para Estados Unidos, Cuba fue un problema excepcional en muchos sentidos. Su ubicación relativamente cercana le confería una especial importancia. En varias ocasiones se pudo ver que los accesos a la zona del canal de Panamá eran aún más importantes en la estrategia norteamericana que Suez en la británica. En segundo lugar, Cuba había salido especialmente mal parada de la depresión, porque dependía prácticamente de un monocultivo, el azúcar, y ese monocultivo solo tenía una salida: Estados Unidos. Aquel vínculo económico, además, era solo uno de los varios que le daban a Cuba una «relación especial» más cercana e irritante con Estados Unidos que la que tenía cualquier otro Estado latinoamericano. Había conexiones históricas que se remontaban a antes de 1898 y de la obtención de la independencia de España. Hasta 1934, la constitución cubana había incluido disposiciones especiales que restringían la libertad diplomática del país. Estados Unidos mantenía su base naval en la isla y tenía grandes inversiones en empresas e inmuebles urbanos, mientras que la pobreza y los bajos precios del país la hacían atractiva para los norteamericanos amantes del juego y de las mujeres. En definitiva, no era de extrañar que en Cuba naciera un movimiento enérgicamente antiamericano y con gran respaldo popular.
Durante mucho tiempo, se acusó a Estados Unidos de ser el poder fáctico que estaba tras el régimen conservador cubano de la posguerra, pero el hecho es que dejó de serlo cuando el dictador Fulgencio Batista subió al poder en 1952; el Departamento de Estado mostró su desaprobación y le retiró las ayudas en 1957. Para entonces, un joven abogado nacionalista, Fidel Castro, ya había empezado una guerra de guerrillas contra su gobierno. La ganó en dos años. En 1959, como primer ministro de una nueva Cuba revolucionaria, describió su régimen como «humanista» y, específicamente, no comunista.
A día de hoy aún no se conocen las intenciones originales de Castro. Tal vez ni él mismo tenía una idea clara. Desde el principio trabajó con gente muy diversa que quería derrocar a Batista, desde liberales hasta marxistas. Esto tranquilizó a Estados Unidos, que durante un breve tiempo creyó que podría ser el Sukarno del Caribe. La opinión pública norteamericana lo idealizó como un personaje romántico, y la barba se puso de moda entre los radicales del país. Pero las relaciones se agriaron muy pronto, en cuanto Castro empezó a interferir en los intereses comerciales de Estados Unidos mediante una reforma agraria y la nacionalización de las refinerías de azúcar. También denunció públicamente a los elementos americanizados de la sociedad cubana que habían apoyado al antiguo régimen. El antiamericanismo era un medio lógico —quizá el único— para Castro a fin de unir a los cubanos en el apoyo a la revolución. Pronto, Estados Unidos rompió las relaciones diplomáticas con Cuba y empezó a imponer otros tipos de presión. El gobierno estadounidense estaba convencido de que la isla podía caer en manos de los comunistas, a los que Castro se acercaba cada vez más. La cosa empeoró cuando el mandatario soviético Jruschov advirtió a Estados Unidos de un posible contraataque con misiles soviéticos en caso de que procediera a una intervención militar contra Cuba y declaró muerta la doctrina Monroe; el Departamento de Estado se apresuró a anunciar que se había exagerado y que la doctrina seguía viva. Al final, el gobierno estadounidense decidió promover el derrocamiento de Castro por la fuerza.
Se decidió que la intervención se haría por medio de exiliados cubanos. Cuando la presidencia cambió de manos en 1961, John F. Kennedy heredó la decisión. Los exiliados ya se estaban entrenando en Guatemala con apoyo norteamericano, y las relaciones diplomáticas con Cuba estaban rotas. Kennedy no había iniciado ninguno de estos procesos, pero no tuvo ni la prudencia ni la sensatez suficientes para ponerles freno. Fue una lástima, porque frustraba los buenos auspicios de la actitud del nuevo presidente hacia Latinoamérica, donde hacía ya tiempo que Estados Unidos necesitaba mejorar su imagen. El caso es que las posibilidades de un planteamiento más positivo se vieron frustradas por el fiasco de la operación llamada «Bahía de Cochinos», cuando una expedición de exiliados cubanos, con dinero y armamento norteamericanos, tuvo un final lamentable en abril de 1961. Castro se volvió definitivamente hacia Rusia y, a finales de año, se declaró marxista-leninista.
Dio entonces inicio una fase nueva y mucho más explícita de la guerra fría en el continente americano, que empezó mal para Estados Unidos. La iniciativa norteamericana fue criticada en todas partes porque constituía un ataque contra un régimen popular y sólidamente cimentado. A partir de entonces, Cuba atraería como un imán a los revolucionarios latinoamericanos. Los extremistas de Castro sustituyeron a los de Batista y su gobierno introdujo medidas que, junto con la presión norteamericana, causaron mucho daño a la economía, pero que encarnaban el igualitarismo y la reforma social (en la década de 1970, Cuba presumía de tener la menor tasa de mortalidad infantil de Latinoamérica).
De manera casi casual y como efecto de la Revolución cubana, al poco tiempo se produjo el enfrentamiento más serio de toda la guerra fría entre las superpotencias, y probablemente su punto de inflexión. Aún no sabemos con exactitud por qué o cuándo decidió el gobierno soviético instalar en Cuba misiles capaces de alcanzar cualquier lugar de Estados Unidos y que, por tanto, duplicaban el número de bases o ciudades norteamericanas que eran blancos potenciales. Tampoco sabemos si la iniciativa fue de La Habana o de Moscú. Aunque Castro había pedido armas a la URSS, la segunda opción es la más probable. En cualquier caso, en octubre de 1962 los estadounidenses confirmaron en un reconocimiento fotográfico que los rusos estaban construyendo bases de misiles en Cuba. Tras esperar hasta que la información fuera incontrovertible, el presidente Kennedy anunció que su marina detendría a cualquier barco que transportara misiles a Cuba y exigió la retirada de los que ya estaban en la isla. En los días siguientes, un barco libanés fue abordado y registrado; los barcos soviéticos solo fueron observados. La fuerza de ataque nuclear norteamericana estaba preparada para la guerra. Transcurridos unos días y cruzadas varias cartas personales entre Kennedy y Jruschov, este último aceptó retirar los misiles.
Esta crisis tuvo un fuerte impacto más allá del continente, y sus repercusiones en el exterior se analizan mejor en otra parte de esta obra. En lo que concierne a la historia latinoamericana, aunque Estados Unidos prometió que no invadiría Cuba, insistió en su intento de aislarla al máximo posible de sus vecinos. Como era de esperar, el atractivo de la Revolución cubana siguió creciendo durante un tiempo entre los jóvenes de otros países latinoamericanos (lo cual no quiere decir que sus gobiernos simpatizaran más con Castro, sobre todo cuando empezó a hablar de Cuba como del centro revolucionario para el resto del continente). Finalmente, como demostró un intento frustrado en Bolivia, la revolución no iba a ser un asunto fácil. Las circunstancias cubanas habían sido muy atípicas. Las esperanzas albergadas sobre una progresiva rebelión campesina en otros lugares resultaron ilusorias. A los comunistas de otros países les desagradaban las iniciativas de Castro. Los reclutas y los materiales para una revolución había que buscarlos más en el entorno urbano que en el rural, y entre la clase media más que entre los campesinos; fue en las grandes ciudades donde, unos años después, los movimientos guerrilleros fueron noticia. Por llamativos y peligrosos que fueran, no está claro que estos movimientos gozaran de un amplio apoyo popular, a pesar de la brutalidad con que los trataban los gobiernos autoritarios de algunos países, lo cual impedía también cualquier apoyo a dichos gobiernos. Lo que seguía siendo popular era el antiamericanismo. Las esperanzas que Kennedy depositó en una nueva iniciativa estadounidense basada en la reforma social —a la que llamó «Alianza para el Progreso»— no ayudaron a mitigar la animadversión que suscitaba su forma de tratar a Cuba. Su sucesor en la presidencia, Lyndon Johnson, no lo hizo mejor, tal vez porque estaba menos interesado en Latinoamérica que en la reforma interna. Así pues, tras el decaimiento inicial de la Alianza nadie recuperó la iniciativa. Es más, en 1965 quedó superada por un nuevo ejemplo de la vieja manía de intervenir, esta vez en la República Dominicana, donde cuatro años antes los norteamericanos habían colaborado en el derrocamiento y asesinato de un dictador corrupto y tiránico y en su sustitución por un gobierno democrático reformador. Cuando este gobierno fue apartado por militares que actuaban en defensa de los privilegiados, que se sentían amenazados por la reforma, los estadounidenses cortaron la ayuda. Parecía como si, después de todo, la Alianza para el Progreso se pudiera utilizar de forma selectiva. Sin embargo, la ayuda se restableció pronto, para este y para los demás regímenes de derechas. Una rebelión contra los militares en 1965 se tradujo en la llegada de 20.000 soldados norteamericanos para sofocarla.
A finales de la década de 1960, la Alianza había sido prácticamente olvidada, en parte debido al persistente miedo al comunismo, que llevó a los políticos norteamericanos a apoyar a los conservadores en cualquier lugar de Latinoamérica, en parte porque Estados Unidos tenía muchos otros problemas apremiantes. Un resultado irónico fue una nueva oleada de ataques contra intereses de Estados Unidos por parte de gobiernos conscientes de que no perderían su apoyo mientras durase la amenaza comunista. Así, Chile nacionalizó la mayor empresa de cobre estadounidense, los bolivianos se hicieron con el control de empresas petroleras y los peruanos, con plantaciones propiedad de Estados Unidos. En 1969 se celebró una histórica reunión de gobiernos latinoamericanos en la que no estuvo ningún representante de Estados Unidos y en la que se condenó explícita e implícitamente el comportamiento «yanqui». La gira que realizó aquel año un representante del presidente norteamericano estuvo marcada por protestas, disturbios, bombas contra intereses estadounidenses y peticiones de no entrar en algunos países. La situación volvía a ser la de finales de la década anterior, cuando el vicepresidente de Eisenhower emprendió una gira de «buena voluntad» y acabó siendo atacado y escupido por la muchedumbre. En general, en 1970 parecía que el nacionalismo latinoamericano entraba en una fase nueva y vigorosa. Si las guerrillas de inspiración cubana habían supuesto alguna vez un peligro, ahora ya no lo eran. Una vez desaparecido el acicate del miedo interno, era lógico que los gobiernos intentaran capitalizar el sentimiento antiamericano.
Sin embargo, los problemas reales de Latinoamérica no se estaban resolviendo. La década de 1970, y aún más la de 1980, destaparon problemas económicos crónicos, hasta el punto de que en 1985 los observadores hablaban de una crisis aparentemente insoluble. Había varias razones. Pese a su rápida industrialización, el continente sufría la amenaza de un temible crecimiento de la población, que empezó a ser obvio justo cuando las dificultades de las economías latinoamericanas volvían a revelarse incurables. En este sentido, el programa de ayuda de la Alianza para el Progreso fracasó a todas luces, y ese fracaso desencadenó peleas por el uso de los fondos estadounidenses. La mala gestión generó deudas externas enormes, que frustraban cualquier intento de mantener la inversión y conseguir mejores balanzas comerciales. Las divisiones sociales seguían siendo amenazadoras. Hasta los países más avanzados mostraban grandes desigualdades en riqueza y educación. Los procesos constitucionales y democráticos, cuando los había, parecían cada vez más impotentes ante todos esos problemas. En las décadas de 1960 y 1970, Perú, Bolivia, Brasil, Argentina y Paraguay sufrieron largos gobiernos militares, y había mucha gente dispuesta a creer que solo el autoritarismo podría impulsar los cambios que los gobiernos en teoría democráticos y civiles no habían podido poner en marcha.
En la década de 1970, el mundo empezó a oír noticias de tortura y de represión violenta procedentes de países como Argentina, Brasil y Uruguay, antiguamente considerados estados civilizados y constitucionales. Chile, por su parte, tenía una historia de gobiernos constitucionales más larga e ininterrumpida que la mayoría de sus vecinos, hasta que, en las elecciones de 1970, una derecha dividida dejó entrar a una coalición socialista minoritaria. Cuando el nuevo gobierno se embarcó en medidas que provocaron el caos económico y empezó supuestamente a virar aún más hacia la izquierda o incluso hacia un período de anarquía, el resultado fue un golpe militar en 1973 que contó con la aprobación y el apoyo secreto de Estados Unidos. Sin embargo, muchos chilenos, asustados por lo que parecía una situación que iba a peor y convencidos de que el gobierno derrocado estaba bajo control comunista, decidieron apoyarlo. El nuevo y autoritario gobierno militar de Chile demostró pronto que no tenía reparos en organizar una brutal y amplia persecución de sus oponentes y críticos, utilizando los métodos más salvajes para ello. Al final, reconstruyó la economía y, a finales de la década de 1980, incluso dio visos de que podría llegar a contenerse. Con todo, provocó en la sociedad chilena la división ideológica más profunda que había conocido el país, y Chile se convirtió en el símbolo más destacado de los peligros sin duda latentes en otros países latinoamericanos. Sin embargo, no todos los peligros eran iguales. En la década de 1970, Colombia estaba inmersa en una guerra civil (que continuaba cuando empezó el siguiente siglo) alimentada por las pugnas por controlar la ingente producción de cocaína, y que tenía al país literalmente dividido.
Para un continente con tantos problemas y preocupaciones, la crisis del petróleo de principios de la década de 1970 fue la estocada final. Los problemas de deuda externa de los países importadores de petróleo (casi todos excepto México y Venezuela) se descontrolaron. En los veinte años siguientes, fueron muchos los remedios económicos puestos a prueba en uno u otro país, pero al final todos resultaron inviables o inadecuados. Parecía imposible controlar la inflación galopante, los intereses sobre la deuda externa, las distorsiones en la asignación de recursos derivadas de malos gobiernos anteriores y las carencias administrativas y culturales que fomentaban la corrupción. En 1979, el gobierno argentino fue derrocado por el malestar popular, y en la siguiente década los argentinos experimentaron una inflación del 20.000 por ciento. Latinoamérica seguía pareciendo, quizá más que nunca, un continente revuelto y explosivo formado por naciones que, pese a sus raíces comunes, cada vez se parecían menos entre ellas, salvo en sus desgracias. A las capas de diferenciación heredadas de las experiencias indígenas, esclavas, coloniales y poscoloniales, fuertemente reflejadas en los distintos niveles de vida, se habían sumado las nuevas divisiones impuestas por la llegada en las décadas de 1950 y 1960 de los postulados de las sociedades desarrolladas y tecnológicas, a cuyos beneficios podían acceder los privilegiados, pero no los pobres. Al igual que en Asia, aunque allí de modo menos obvio, las presiones ejercidas por la civilización moderna en sociedades históricamente muy arraigadas eran entonces más visibles que nunca, por más que Latinoamérica llevara sufriendo alguna de ellas desde el siglo XVI. Sin embargo, en la década de 1980, aquellas presiones empezaron a expresarse también a través del terrorismo, tanto por parte de los radicales como de los autoritarios, y siguieron amenazando los estándares de civilización y constitucionalidad previamente alcanzados.
Finalmente, en la década de 1990 se produjeron lo que parecían una gran reinstauración de los gobiernos constitucionales y democráticos y una recuperación económica en los principales estados latinoamericanos. En todos ellos, los gobiernos militares habían sido oficialmente apartados, hasta que solo quedó Cuba con un régimen abiertamente no democrático. Esto contribuyó a mejorar las relaciones en el continente. Argentina y Brasil acordaron cerrar sus programas de armamento nuclear y, en 1991, decidieron formar, junto con Paraguay y Uruguay, un mercado común, Mercosur, cuyo objetivo inmediato era la reducción de aranceles. En 1996, Chile también se adhirió. Este ambiente prometedor solo se vio turbado por algunos intentos golpistas, pero las condiciones económicas no empeoraron. Lamentablemente, dichas condiciones empezaron a debilitarse en todo el continente a mediados de la década de 1990 y, a finales de la misma, el FMI tuvo que volver a organizar operaciones para rescatar a Argentina y Brasil de sus graves situaciones. Los auspicios eran malos: aunque el primero había vinculado su moneda al dólar estadounidense (que era la razón de algunas de sus dificultades), Brasil volvió a mostrar los efectos de la inflación, mientras que la deuda externa argentina se descontroló. La comunidad internacional se preparó para un repudio de la deuda sin precedentes. A finales del año 2001, la población de Buenos Aires volvió a salir a la calle y, tras algunos derramamientos de sangre y la caída de tres presidentes en diez días, vio llegar una nueva deflación y tiempos difíciles.
Los primeros años de la década de 2000 señalaron claramente a los vencedores y a los perdedores del crecimiento económico que empezaba a imperar en la mayoría de los países latinoamericanos. Aunque la economía de muchas naciones crecía más deprisa que nunca desde la década de 1950, el rendimiento interno de ese progreso se repartía de forma diversa entre la población. Brasil, por ejemplo, es la sociedad más desigual del planeta según casi todos los parámetros. Frente al nivel de vida equivalente a la media de la UE que disfruta el 10 por ciento más avanzado de su población de 170 millones de personas, el 50 por ciento que representan los más pobres vio muy pocos avances en la década de 1990. La elección en muchos países latinoamericanos de gobiernos de izquierda durante esa época refleja la preocupación sobre la creciente desigualdad. Sin embargo, ni siquiera los líderes radicales —que van desde el agitador populista Hugo Chávez hasta los presidentes socialistas moderados Michelle Bachelet en Chile (elegida en 2006) y Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil (elegido en 2003)— están dispuestos a tocar las reformas liberales de la década anterior, consideradas por muchos las causantes de los primeros avances económicos que han experimentado estos países durante más de una generación. Es probable, pues, que la contradicción entre el crecimiento económico y la pobreza más aguda siga siendo el tema clave del desarrollo de Latinoamérica en los años por venir.

3. Certidumbres que se desmoronan
Dificultades para las superpotencias
En la década de 1970, seguía habiendo dos gigantes que dominaban el mundo desde 1945 y que aún lo consideraban su particular campo de batalla, dividido entre sus partidarios y sus enemigos. Sin embargo, los demás ya no los veían con los mismos ojos. Para algunos, Estados Unidos había perdido su antigua primacía sobre la Unión Soviética, o incluso cualquier clase de primacía. Era una percepción errónea, pero que compartía mucha gente, incluidos algunos estadounidenses. Los más temerosos de cualquier síntoma de inestabilidad se preguntaban qué pasaría si se producía otro enfrentamiento. Otros pensaban que esa crisis sería menos probable si se equilibraba mejor la balanza. Sin embargo, también había otros cambios relevantes pero difíciles de ponderar. Los dos bloques, hasta entonces más o menos disciplinados y rodeados de peces más pequeños susceptibles de ser engullidos por ellos, empezaban a dar muestras de cansancio. Aparecían nuevas disputas por encima de las antiguas divisiones ideológicas y, sobre todo, había indicios de una posible emergencia de aspirantes al papel de superpotencia. Hubo quien incluso empezó a hablar de una «época de distensión».
Una vez más, el principio del cambio hay que buscarlo algo más atrás en el tiempo, y no hay ninguna línea divisoria clara entre una época y otra. Es indudable, por ejemplo, que la muerte de Stalin debió de tener algún efecto, aunque no produjo ningún cambio inmediato claro en la política rusa, como no fuera el de hacer aún más difícil su interpretación. Al cabo de unos dos años y de varios sucesores, Nikita Jruschov emergió como la figura dominante del gobierno soviético, y en 1956 Molotov, antiguo esbirro de Stalin y veterano de la diplomacia de la guerra fría, abandonó su puesto de ministro de Asuntos Exteriores. Se produjo entonces el sensacional discurso de Jruschov durante una sesión secreta del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. En él denunció las fechorías del estalinismo y afirmó que la «coexistencia» sería a partir de entonces la meta de la política exterior rusa. La rápida difusión del discurso hizo tambalear el frente monolítico que hasta entonces había presentado el comunismo al mundo, y por primera vez le hizo perder el apoyo de muchos simpatizantes comunistas de los países occidentales a los que hasta entonces no parecían afectarles las realidades soviéticas... A no ser que aquellas revelaciones les permitieran expresar sin problemas de conciencia un desafecto que ya sentían.
Junto con los anuncios soviéticos de reducción de armamento, el discurso de Jruschov podría haber presagiado un cambio de ánimo en los asuntos internacionales si en 1956 el ambiente no se hubiera empezado a enrarecer tanto. La aventura de Suez dio pie a amenazas soviéticas contra Gran Bretaña y Francia, puesto que Moscú no estaba dispuesto a arriesgar su imagen entre los árabes si no acudía en apoyo de Egipto. Ese mismo año también fue testigo de más agitaciones antisoviéticas en Polonia y de una revolución en Hungría. La política soviética siempre había sido extremadamente sensible a cualquier indicio de desviación o de insatisfacción entre sus satélites. En 1948, los asesores soviéticos fueron retirados de Yugoslavia, país al que se expulsó del Kominform y cuyos tratados con la URSS y con otros países comunistas fueron abrogados; empezaron cinco años de ataques virulentos contra el «titoísmo». Ambos gobiernos no llegaron a un acuerdo hasta 1957, cuando la URSS cedió y reanudó simbólicamente su ayuda a Tito. La supervivencia de Yugoslavia como Estado socialista fuera del Pacto de Varsovia era nociva y embarazosa para Moscú, pero lo había vuelto aún más sensible al menor movimiento en el bando oriental. Al igual que los tumultos antisoviéticos de Berlín Oriental en 1953, los que se produjeron en Polonia en el verano de 1956 demostraron que el patriotismo, inflamado por el descontento económico, todavía podía poner en peligro al comunismo en lugares cercanos a su epicentro. Unas fuerzas similares también ayudan a explicar por qué los disturbios de Budapest de octubre de 1956 crecieron hasta convertirse en un movimiento nacional que llevó a la retirada de las tropas soviéticas de la ciudad, y a un nuevo gobierno húngaro que prometió elecciones libres y el final del régimen de partido único. Cuando el gobierno también anunció la retirada del Pacto de Varsovia, declaró la neutralidad de Hungría y solicitó a las Naciones Unidas que hicieran suya la cuestión húngara, el ejército soviético regresó sobre sus pasos. Miles de personas huyeron del país y la revolución húngara fue aplastada. La Asamblea General de la ONU condenó dos veces la intervención, ambas en vano.
El episodio endureció las actitudes en ambos bandos. La cúpula soviética pudo reflexionar otra vez sobre el poco aprecio que suscitaba entre los pueblos de Europa oriental, lo que la llevó a desconfiar aún más de los discursos occidentales sobre la «liberación» de dichos pueblos. Las naciones europeas occidentales, por su parte, volvieron a contemplar la auténtica cara del poder soviético y decidieron consolidar su creciente fuerza común.

Las últimas crisis de la guerra fría
En octubre de 1957, el Sputnik 1 inauguró la era de la carrera espacial entre las superpotencias y causó una gran conmoción entre los estadounidenses, que creían que la tecnología soviética iba por detrás de la suya. Mientras, la política exterior soviética de la era Jruschov siguió revelándose obstinada, sin espíritu de cooperación y a veces sorprendentemente confiada. Presintiendo el peligro de una Alemania Occidental rearmada, los dirigentes soviéticos querían reforzar a su satélite, la República Democrática Alemana. El éxito y la prosperidad tan evidentes de Berlín Occidental —rodeado por territorio de la RDA— resultaban embarazosos. Las fronteras internas de la ciudad entre los sectores este y oeste eran muy fáciles de cruzar, y el bienestar y la libertad atraían a un número cada vez mayor de alemanes orientales (sobre todo trabajadores cualificados) hacia la parte occidental. En 1958, la URSS revocó los pactos que habían regulado el funcionamiento de Berlín durante los últimos diez años, afirmando que el sector soviético de la ciudad sería entregado a la RDA si no se encontraban mejores acuerdos. Siguieron dos años de discusiones interminables. Conforme crecían las tensiones respecto a Berlín, aumentaba también la cifra de refugiados que pasaban al otro lado. De los 140.000 alemanes orientales que huyeron a Occidente en 1959, se pasó a 200.000 en 1960. En agosto de 1961, al ver que la cifra había alcanzado las 100.000 personas en los primeros seis meses del año, las autoridades de la RDA levantaron de pronto un muro (pronto reforzado con minas y alambradas) para separar el sector soviético de Berlín de los sectores occidentales. En aquel momento, las tensiones se dispararon, pero es posible que a largo plazo el muro de Berlín contribuyera a calmar la situación. Su lúgubre presencia (y las muertes esporádicas de los alemanes orientales que intentaban cruzarlo) fue durante un cuarto de siglo todo un regalo para la propaganda occidental de la guerra fría. Sin embargo, la RDA había conseguido detener la emigración. Jruschov fue abandonando discretamente otras demandas más radicales cuando quedó claro que Estados Unidos no estaba dispuesto a ceder respecto al estatus jurídico de Berlín, ni siquiera a riesgo de una guerra.
El patrón fue parecido al que se vio al año siguiente respecto al tema de Cuba, aunque en ese caso el riesgo era mucho mayor. Los aliados europeos de Estados Unidos no tenían en él un interés tan directo como respecto a un posible cambio en la situación alemana, ni los rusos parecían prestar gran atención a los intereses de Cuba. Además, en un enfrentamiento prácticamente «puro» entre las superpotencias, la Unión Soviética dio la imagen de haber sido obligada a ceder. Evitando acciones o palabras que pudieran ser peligrosamente provocadoras, y dejando abierta a su oponente una vía de retirada fácil al reducir sus exigencias al mínimo, Kennedy no hizo, sin embargo, ninguna concesión manifiesta, por más que al poco tiempo se produjo la discreta retirada de los misiles estadounidenses que había en Turquía. Por su parte, Jruschov tuvo que contentarse con el compromiso de que Estados Unidos no invadiría Cuba.
Es difícil no ver un gran punto de inflexión en este episodio. La Unión Soviética se había visto enfrentada a la perspectiva de una guerra nuclear como el precio final de la extensión geográfica de la guerra fría, y lo consideró inaceptable. El posterior establecimiento de una comunicación telefónica directa entre los mandatarios de ambos estados —el «teléfono rojo»— era un reconocimiento de que el riesgo de que se produjera un conflicto por algún malentendido hacía necesaria alguna conexión más íntima que los canales diplomáticos habituales. También se vio que, a pesar de lo que presumían los soviéticos, la primacía norteamericana en potencial armamentístico era mayor que nunca. La nueva arma protagonista en términos de conflicto directo entre ambas superpotencias era el misil intercontinental; a finales de 1962, los estadounidenses tenían en esta arma una superioridad de más de seis a uno con respecto a los rusos, que se pusieron a trabajar para reducir distancias. Pusieron los cohetes por delante del pan, y el consumidor soviético volvió a ser el pagano de la historia. Mientras, el enfrentamiento cubano había contribuido a que se alcanzara el primer acuerdo entre Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética sobre la reducción de pruebas de armamento nuclear en el espacio, en la atmósfera o bajo el mar. El desarme seguiría siendo un objetivo perseguido en vano durante muchos años, pero este fue el primer resultado positivo de unas negociaciones sobre armas nucleares.

En 1964, Jruschov fue destituido. Como jefe del gobierno y del partido desde 1958, se podría decir que su contribución personal a la historia soviética fue rectificar el rumbo del país. Eso incluyó una «desestalinización» cuidadosa, un gran fracaso en la agricultura y un cambio de énfasis en las fuerzas armadas (que recaería sobre las Fuerzas Estratégicas de Cohetes, su cuerpo de élite). Las iniciativas personales de Jruschov en política exterior (aparte de la desastrosa aventura cubana) podrían haber sido la principal causa de que lo destituyeran. Con todo, pese a haber sido apartado, con la connivencia del ejército, por colegas a los que había ofendido y alarmado, Jruschov no fue ni asesinado ni encarcelado, ni tan siquiera enviado a dirigir alguna central eléctrica en Mongolia. Era obvio que la Unión Soviética estaba civilizando sus técnicas de cambio político. El contraste con los viejos tiempos era espectacular.
Es cierto que la sociedad soviética se había relajado un poco tras la muerte de Stalin. El discurso del XX Congreso ya no se podía borrar, aunque uno de sus objetivos era desviar las críticas vertidas contra aquellos que habían participado (como el propio Jruschov) en los delitos de los que se acusaba a Stalin. (De manera simbólica, el cuerpo de Stalin había sido retirado del mausoleo de Lenin, el santuario nacional.) En los años que siguieron, se produjo lo que algunos llamaron un «deshielo». La libertad de expresión de los escritores y los artistas aumentó ligeramente, y el régimen se mostró durante un tiempo algo más preocupado de su imagen ante el mundo respecto a temas como el trato a los judíos. Los gestos, sin embargo, eran personales y esporádicos, y la liberalización dependía de quién lograba la atención de Jruschov. Lo único claro es que, tras la muerte de Stalin, sobre todo durante la época de influencia de Jruschov, el partido había resurgido como un factor mucho más independiente en la vida rusa. La naturaleza autoritaria del gobierno ruso, sin embargo, se mantenía inalterable... más o menos como era de esperar.

La quimera de la «convergencia»
Ahora puede parecer extraño que, durante cierto tiempo, estuviera de moda decir que Estados Unidos y la Unión Soviética se parecían cada vez más, y que esto significara que la política soviética era cada vez menos amenazadora. Esta teoría de la «convergencia» dio un énfasis distorsionado a una realidad indiscutible: la Unión Soviética era una economía desarrollada. Por esa misma razón, en la década de 1960 aún había miembros de la izquierda europea que creían que el socialismo era un camino viable hacia la modernización. No obstante, a menudo se pasaba por alto el hecho de que la economía soviética también era ineficaz y estaba distorsionada.
Aunque hacía mucho tiempo que la URSS era una potencia industrial clara en la producción pesada, el pequeño consumidor del país seguía siendo pobre en comparación con su equivalente norteamericano, y lo habría sido aún mucho más de no ser por un costoso sistema de subsidios. La agricultura rusa, que en el pasado había alimentado a las ciudades de Europa central y había pagado la industrialización de la era zarista, era un fracaso constante, hasta el punto paradójico, de que la Unión Soviética tenía que comprar a menudo cereales norteamericanos. El programa oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética de 1961 anunció que, para 1970, la URSS adelantaría a Estados Unidos en su volumen de producción industrial. No fue así, mientras que el anuncio de Kennedy de ese mismo año de que pondrían a un hombre en la Luna sí que se cumplió. El caso es que la Unión Soviética, en comparación con los países subdesarrollados, era indudablemente rica. A pesar de la clara disparidad entre ambos países como sociedades de consumidores, para los pobres, Estados Unidos y la URSS se parecían bastante. Por otra parte, muchos ciudadanos soviéticos se fijaban más en el contraste entre su país asolado y empobrecido de la década de 1940 y su situación en la de 1960 que en la comparación con Estados Unidos. Por otra parte, el contraste entre los dos sistemas tampoco tenía una única cara. Es probable que la inversión soviética en educación, por ejemplo, alcanzara niveles de alfabetización tan buenos como los estadounidenses, y a veces incluso mejores. De todas formas, esas comparaciones, que tienden a convertirse fácilmente en juicios cualitativos más que cuantitativos, no cambian el hecho básico de que el PIB per cápita de la Unión Soviética en la década de 1970 aún quedaba muy por detrás del de Estados Unidos. Si bien es cierto que en 1956 sus ciudadanos recibieron por fin pensiones de vejez (casi medio siglo después que los británicos), también tuvieron que sufrir la decadencia progresiva de sus servicios sanitarios con respecto a los disponibles en Occidente. Había que acabar con una larga herencia de atrasos y trastornos; los salarios reales de Rusia no se habían puesto a la altura de los de 1928 hasta 1952. La teoría de la «convergencia» siempre fue demasiado optimista y demasiado simplista.
Sin embargo, en la década de 1970, la URSS contaba con una base científica e industrial que, en escala y en sus mejores ejemplos, podía rivalizar perfectamente con la de Estados Unidos. Su máxima expresión, y motivo de enorme orgullo patrio para el ciudadano soviético, estaba en el espacio. En la década de 1980, había tantos cacharros en órbita que era difícil recuperar la sorpresa y el entusiasmo que habían despertado veinte años atrás los primeros satélites soviéticos. Pese a todos los éxitos estadounidenses que les siguieron, los logros espaciales de la URSS siguieron siendo de primera categoría. Las historias de la exploración espacial alimentaron la imaginación patriótica y recompensaron la paciencia mostrada en relación con otros aspectos de la vida cotidiana soviética. No es exagerado decir que, para algunos ciudadanos soviéticos, su tecnología espacial justificaba la revolución; la Unión Soviética comprobó con ella que era capaz de hacer casi todo lo que podía hacer otra nación, mucho de lo que solo podía hacer otra nación y quizá una o dos cosas que, durante un tiempo, ninguna otra nación podía hacer. La madre Rusia se había modernizado por fin.
Ahora bien, que esto significara que la URSS se estaba convirtiendo de alguna manera en un país satisfecho, con dirigentes más confiados, menos recelosos del mundo exterior y menos proclives a irrumpir en la escena internacional, ya es harina de otro costal. Las respuestas soviéticas al resurgimiento chino no apuntaban en este sentido, puesto que se hablaba de un ataque nuclear preventivo contra la frontera china. Además, en 1970 la sociedad soviética volvía a dar señales de tensiones internas. La disensión y la crítica, sobre todo contra las restricciones a la libertad intelectual, habían salido a la luz por primera vez en la década anterior, junto con síntomas de comportamiento antisocial como el vandalismo, la corrupción y el alcoholismo, aunque su potencial para un cambio significativo probablemente no era ni mayor ni menor que en otros países grandes. Había otros hechos menos obvios que a la larga se revelarían más importantes; en la década de 1970, por ejemplo, los rusohablantes pasaron a ser por primera vez minoría en la Unión Soviética. Mientras, seguía habiendo un régimen en el que los límites a la libertad y los privilegios básicos de la persona se definían en la práctica a través de un aparato respaldado por decisiones administrativas y encarcelamientos políticos. La diferencia entre la vida en la Unión Soviética y la vida en Estados Unidos (o en cualquier nación europea occidental) todavía podía verse en datos como el enorme gasto que la URSS destinaba a interferir emisiones radiofónicas extranjeras.
Por razones obvias, los cambios en Estados Unidos eran mucho más fáciles de observar que los ocurridos en la URSS, aunque no por ello fuera siempre más fácil distinguir los conceptos básicos. Es indudable que el país era una potencia cada vez más fuerte y que desempeñaba un papel muy importante en el mundo. A mediados de la década de 1950 estaba habitado por cerca de un 6 por ciento de la población mundial, pero ya fabricaba más de la mitad de los productos manufacturados del planeta. En el año 2000, la economía del estado de California por sí sola ya era la quinta más grande del mundo. En 1968, la población estadounidense superó los 200 millones de personas (frente a los 76 millones de 1900), de las que solo una de cada veinte había nacido fuera del país (aunque al cabo de diez años se oirían voces preocupadas ante una ingente inmigración hispanohablante procedente de México y el Caribe). Después de 1960, el número de nacimientos subió mientras la tasa de mortalidad caía; en este sentido, Estados Unidos era único respecto a los principales países desarrollados. Había más estadounidenses que nunca viviendo en las ciudades y en los barrios de las afueras, y su probabilidad de morir de algún tipo de tumor maligno se había triplicado desde 1900, un dato que, paradójicamente, era una prueba fehaciente de cómo había mejorado la salud pública, ya que demostraba el creciente control de otras enfermedades.
En la década de 1970, la estructura industrial norteamericana, que gozaba de una gran prosperidad, estaba dominada por compañías muy grandes, algunas de las cuales ya manejaban recursos y riquezas mayores que los de países enteros. El peso de estos gigantes en la economía era tan grande que a menudo provocaba preocupación en torno a los intereses del público y del consumidor. Sin embargo, nadie dudaba de la capacidad de dicha economía de crear riqueza y poder. Aunque luego se vería que no podía hacer todo lo que se le pidiera, la fuerza industrial estadounidense fue la gran constante del mundo de la posguerra, y apuntaló el enorme potencial militar en el que, inevitablemente, se apoyaba la actuación del país en política exterior.
Las mitologías políticas siguieron mandando bastante en la década de 1950. La segunda administración de Truman y las de Eisenhower se caracterizaron por un ruidoso debate y mucha polémica altisonante sobre el peligro de la injerencia gubernamental en la economía, pero esa no era ni de lejos la cuestión. La importancia del gobierno federal como primer cliente de la economía estadounidense no ha parado de crecer desde 1945. El gasto del gobierno había sido el principal agente de estimulación económica, y aumentarlo había sido la meta de cientos de grupos de interés y de miles de capitalistas; cualquier esperanza de presupuestos equilibrados y de una administración barata y formal siempre quedó encallada tras esta realidad. Además, Estados Unidos era una democracia; independientemente de las objeciones doctrinarias al respecto, y por mucha retórica que se dedicara a atacarlo, había un estado de bienestar que avanzaba poco a poco porque los votantes así lo querían. Todo eso hizo que el viejo ideal de la libre empresa, sin control ni injerencia gubernamental, fuera volviéndose cada vez más irreal, y también contribuyó a alargar la vida de la coalición demócrata. Los presidentes republicanos que fueron elegidos en 1952 y en 1968 se beneficiaron en sus respectivos casos del cansancio de la guerra, pero ninguno de ellos pudo convencer a los norteamericanos para que eligieran congresos republicanos. Por otra parte, en el bloque demócrata empezaron a percibirse tensiones incluso antes de 1960 —Eisenhower atrajo a muchos votantes del Sur—, y en 1970 algo que se parecía más a un partido conservador nacional había aparecido bajo la bandera republicana porque algunos sureños se habían sentido ofendidos por la legislación demócrata en favor de los negros. El «sólido Sur» que votó siempre demócrata a partir de la guerra civil había desaparecido como constante política.
Los presidentes podían cambiar a veces el orden de prioridades. Los años de Eisenhower causan la impresión de que no pasó gran cosa en la historia nacional de Estados Unidos durante esa administración, porque la visión que ese presidente tenía de su cargo no incluía la necesidad de ofrecer un liderazgo político fuerte en el país. Esto motivó en parte que la elección de Kennedy por un estrecho margen del voto popular en 1960 —y la llegada de un hombre nuevo (y joven)— produjera una enorme sensación de cambio. La sensación era engañosa, ya que en aquella época se insistió demasiado en los aspectos más superficiales. Mirando hacia atrás, sin embargo, hay que reconocer que, tanto en los asuntos nacionales como en los internacionales, los ocho años de gobierno demócrata renovado a partir de 1961 supusieron un gran cambio para Estados Unidos, si bien no de la manera en que Kennedy o su vicepresidente, Lyndon Johnson, esperaban cuando tomaron posesión del cargo.
Un tema que ya resultaba claro en 1960 era lo que todavía entonces se podía llamar «la cuestión de los negros». Un siglo después de la emancipación, el estadounidense negro era en general más pobre, recibía más ayuda social, estaba más en el paro y tenía peor vivienda y peor salud que el estadounidense blanco. Cuarenta años después, la situación seguía igual. Aun así, en las décadas de 1950 y 1960 el cambio se veía cada vez más cerca. Tres elementos nuevos hicieron que la situación de los negros en la sociedad norteamericana empezara a considerarse intolerable y se convirtiera en una gran cuestión política. El primero era la migración negra, que había convertido un asunto sureño en un problema nacional. Entre 1940 y 1960, la población negra de los estados del Norte casi se triplicó, en un flujo que ya no se invirtió hasta la década de 1990. Nueva York pasó a ser el estado con la mayor población negra de la Unión. Esto hizo que los negros pasaran a ser vistos no solo en lugares nuevos, sino también de formas nuevas, y reveló que el problema no se limitaba a los derechos jurídicos, sino que era más complejo, porque también era una cuestión de privaciones económicas y culturales. El segundo elemento que llevó el tema a la palestra nacional estaba fuera de Estados Unidos. Muchas de las nuevas naciones, que se estaban convirtiendo en una mayoría dentro de la ONU, eran naciones de personas no blancas. Para Estados Unidos resultaba embarazoso —y la propaganda comunista no dejaba de recordarlo— exhibir dentro del país una infracción tan flagrante de los ideales que defendía en el extranjero como la que constituía la pobreza en que vivían muchos de sus habitantes negros. Por último, la actuación de los propios negros al seguir a sus líderes —algunos de los cuales se inspiraban en los principios gandhianos de la resistencia pasiva a la opresión— ganó a muchos blancos para la causa. Al final, la posición jurídica y política de los norteamericanos negros cambió radicalmente a mejor. Sin embargo, la amargura y el resentimiento no desaparecieron por el camino; al contrario, en algunos lugares incluso crecieron.
La primera fase de la campaña por la igualdad de la población negra, y la de más éxito, fue la lucha por los «derechos civiles» —el más importante de los cuales era el ejercicio sin trabas del sufragio (que en algunos estados sureños siempre existió oficialmente, pero no en la práctica)— y por un trato equitativo en otros ámbitos, como el acceso a los servicios públicos y a la escolarización. El éxito se debió a las decisiones del Tribunal Supremo de 1954 y 1955, de tal forma que el proceso no empezó por la legislación, sino por la interpretación judicial. Estas primeras e importantes decisiones afirmaban que la segregación de las distintas razas en el sistema de enseñanza público era inconstitucional y que se le debía poner fin allá donde existiera en un plazo de tiempo razonable. Era todo un desafío para el sistema social de muchos estados del Sur, pero, en 1963, en todos los estados de la Unión ya había niños blancos y niños negros compartiendo escuelas públicas, a pesar de que muchos otros siguieran acudiendo a centros solo para negros o solo para blancos.
La legislación no adquirió verdadera relevancia hasta después de 1961. Tras el lanzamiento de una exitosa campaña de «sentadas» por parte de líderes negros (que consiguió por sí sola muchas e importantes victorias locales), Kennedy puso en marcha un programa que, además de garantizar los derechos de voto, combatía la segregación y las desigualdades de todo tipo. Su sucesor continuó con el programa. La pobreza y la mala calidad de la vivienda y de las escuelas en las zonas urbanas más desfavorecidas eran síntomas de brechas profundas en la sociedad norteamericana. Las desigualdades resultaban aún más irritantes en el contexto de prosperidad creciente en que se producían. La administración Kennedy exhortó a la población a considerar su desaparición como uno de los desafíos de la «Nueva Frontera».
Lyndon Johnson, que sucedió a Kennedy en la presidencia cuando este fue asesinado en noviembre de 1963, puso un énfasis aún mayor en la legislación destinada a acabar con aquellas desigualdades. Lamentablemente, y según se vio entonces, las raíces más profundas del problema negro en Estados Unidos quedaban fuera del alcance de las leyes en los llamados «guetos» de las grandes ciudades. Aquí también ayuda mucho la perspectiva que nos da el tiempo. En 1965 (cien años después de que la abolición de la esclavitud se convirtiera en ley en todo el país), se produjo un abrupto estallido de violencia en un distrito negro de Los Ángeles, que en sus momentos álgidos se calcula que involucró a hasta 75.000 personas. Le siguieron otros tumultos en otras ciudades, pero ninguno de esas dimensiones. Veinticinco años después, lo único que había cambiado en Watts (el distrito de Los Ángeles donde empezó todo) es que las condiciones se habían deteriorado todavía más. El problema de los afroamericanos era (según coincidía la mayoría) un tema de oportunidad económica, pero no por ello era más solucionable. No solo quedó sin resolver, sino que se reveló cada vez más irresoluble. Los venenos que desprendía se transformaron en crimen, en el desplome de los niveles de salud en algunas comunidades negras y en zonas urbanas ingobernables y prácticamente cerradas a la policía. En la cultura y la política de la América blanca, a veces parecía que se había producido una obsesión casi neurótica por las cuestiones raciales.
Sus propios orígenes sureños humildes habían convertido al presidente Johnson en un exponente convencido y convincente de la «Gran Sociedad» en la que veía el futuro de su país, y puede que ese convencimiento habría servido para resolver el problema económico de los negros si Johnson hubiera salido adelante. Pero Lyndon Johnson, potencialmente uno de los grandes presidentes reformadores de Estados Unidos, tuvo un trágico fracaso pese a todas sus aspiraciones, su experiencia y sus aptitudes. Al poco tiempo, su obra constructiva y reformadora cayó en el olvido —y no siempre accidentalmente, todo hay que decirlo—, cuando su presidencia se vio ensombrecida por una guerra en Asia que, antes de terminar, ya era lo bastante desastrosa como para que algunos la llamaran «la expedición siciliana de los norteamericanos».

Vietnam
Durante el mandato de Eisenhower, la política estadounidense en el sudeste asiático se apoyaba en la creencia de que un Vietnam del Sur no comunista era esencial para la seguridad, y que convenía mantenerlo en el bando occidental para evitar cualquier subversión en otros lugares de la región o incluso más lejos, como en la India y Australia. De esta forma, Estados Unidos se convirtió en el defensor de un gobierno conservador en una parte de Indochina. El presidente Kennedy no cuestionó esa idea y empezó a respaldar la ayuda militar norteamericana con «asesores». A su muerte había 23.000 «asesores» en Vietnam del Sur, y, de hecho, muchos de ellos estaban ya en el campo de batalla. El presidente Johnson siguió el camino ya abierto porque consideraba que había que demostrar firmeza en las promesas dadas a otros países. Sin embargo, un gobierno tras otro, Saigón se reveló poco fiable. A principios de 1965, Johnson fue informado de que Vietnam del Sur podía caer. Como estaba autorizado para actuar —gracias a una cuidadosa gestión política, el Congreso lo había facultado tras los ataques norvietnamitas contra barcos estadounidenses del año anterior—, ordenó el lanzamiento de ataques aéreos contra objetivos de Vietnam del Norte. Al poco tiempo, las primeras unidades de combate oficiales de Estados Unidos partieron hacia el sur del país y, enseguida, las cifras de la participación estadounidense se descontrolaron. En 1968 había más de 500.000 soldados norteamericanos en Vietnam; en Navidades de aquel año, se habían lanzado sobre Vietnam del Norte más bombas que sobre Alemania y Japón juntos durante toda la Segunda Guerra Mundial.
El resultado fue un desastre político. Para Johnson, que la balanza de pagos estadounidense se hundiera a causa del enorme coste de la guerra —que también se llevaba el dinero de proyectos de reforma nacional muy necesarios— era un problema casi menor, comparado con las protestas que producía en el país el creciente número de bajas y con las negociaciones frustradas, que parecían no conducir a ninguna parte. Los jóvenes de buena posición (entre ellos, un futuro presidente) procuraban evitar su reclutamiento, y los norteamericanos contemplaban con tristeza desde los televisores de sus casas el coste de una contienda visible en los hogares como no lo había sido nunca ninguna guerra. El rencor creció, y con él la alarma de la América moderada. De poco consuelo era que a los rusos también les estuviera costando muy caro el suministro de armas a Vietnam del Norte.
El conflicto interno provocado por Vietnam en Estados Unidos no se limitaba a los disturbios de los jóvenes que protestaban y que desconfiaban del gobierno, ni a las ideas de los conservadores escandalizados ante las consabidas profanaciones de los símbolos patrios y ante las negativas a cumplir el servicio militar. Vietnam estaba cambiando la forma en que muchos estadounidenses veían el mundo exterior. Respecto al sudeste asiático, los más reflexivos percibían por fin que ni siquiera Estados Unidos podía conseguir todo lo que quisiera, ni mucho menos obtenerlo a cualquier precio. El final de la década de 1960 también supuso el fin de la quimera de que el poder norteamericano era ilimitado e invencible. El país se había planteado el mundo de la posguerra con esa quimera intacta. Después de todo, creían, su nación era tan fuerte que había vencido en dos guerras mundiales. Previamente, había vivido un siglo y medio de expansión continental sin encontrar prácticamente ningún obstáculo, de inmunidad a la intervención europea y de una creciente e impresionante hegemonía en el hemisferio occidental. No había nada en la historia del país que resultara, en última instancia, un fracaso, ni nada de lo que sus habitantes tuvieran que sentirse culpables. En ese contexto, fue fácil y natural que se acabara dando por hecho un potencial ilimitado de posibilidades. La prosperidad ayudó a trasladar esa confianza de los temas nacionales a los asuntos exteriores. Los estadounidenses no tenían en cuenta las condiciones especiales en las que durante tanto tiempo se había construido su historia de éxito.
La hora de la verdad había empezado a anunciarse en la década de 1950, cuando muchos estadounidenses tuvieron que conformarse con una victoria en Corea menor de lo que habían esperado. Comenzaron entonces veinte años de negociaciones frustrantes con naciones cuyo poder no era en muchos casos ni la décima parte del que tenía Estados Unidos, pero que aparentemente podían doblegarlo. Finalmente, en el desastre de Vietnam salieron a la luz los límites del poder norteamericano y su precio real. En marzo de 1968, la creciente oposición a la guerra se vio claramente en los resultados de las primarias del Partido Demócrata. Johnson empezaba a convencerse de que Estados Unidos no podría ganar. Dispuesto a frenar los bombardeos, pidió a los norvietnamitas la reapertura de las negociaciones. También anunció entonces por sorpresa que no se presentaría a la reelección en 1968. Al igual que las bajas de la guerra de Corea hicieron ganar las elecciones a Eisenhower en 1952, las de Vietnam, tanto en el campo de batalla como en casa, ayudaron (junto con la presencia de un tercer candidato) a la elección de otro presidente republicano en 1968 —tan solo cuatro años antes Johnson había obtenido una abrumadora mayoría demócrata— y a su reelección en 1972. Vietnam no fue el único factor, pero sí uno de los más importantes en el desbarajuste final de la vieja coalición demócrata.
El nuevo presidente, Richard Nixon, empezó a retirar al ejército de tierra de Vietnam al poco tiempo de su investidura, pero hicieron falta tres años para alcanzar la paz. En 1970 se emprendieron negociaciones secretas entre Vietnam del Norte y Estados Unidos. Hubo más retiradas, pero también se reanudaron e intensificaron los bombardeos norteamericanos en el norte y se extendieron a Camboya. La diplomacia fue enrevesada y difícil: Estados Unidos no podía admitir el hecho de abandonar a su aliado (pero tenía que hacerlo) y los norvietnamitas no iban a aceptar unas condiciones que no les permitieran acosar al régimen del sur a través de sus simpatizantes en la región. Pese a las fuertes protestas en contra en Estados Unidos, los bombardeos volvieron a reanudarse a finales de 1972, si bien por última vez. Poco después, el 27 de enero de 1973, se firmó un alto el fuego en París. La guerra había costado a Estados Unidos cantidades ingentes de dinero y 58.000 muertos. Había dañado gravemente la imagen del país, había desgastado su influencia diplomática, había hecho estragos en la política nacional y había frustrado la reforma. A cambio, se había logrado conservar provisionalmente el frágil Vietnam del Sur, acuciado por problemas internos que hacían poco probable su supervivencia, y se había infligido una terrible destrucción al pueblo indochino, con la muerte de tres millones de personas. Quién sabe si el abandono de la quimera de la omnipotencia estadounidense compensó al menos en parte semejante precio.
Sacar a Estados Unidos de aquella ciénaga fue una auténtica hazaña que reportó beneficios políticos a Nixon. La liquidación de aquella aventura llegó tras otros gestos que demostraban hasta qué punto Nixon era consciente de lo mucho que había cambiado el mundo desde la crisis cubana. El más llamativo fue una nueva política de relaciones diplomáticas normales y directas entre su país y la China comunista. Hasta 1978 no se alcanzó el clímax, pero, ya antes de la paz de Vietnam, habían tenido lugar dos acontecimientos también espectaculares: en octubre de 1971, la Asamblea General de la ONU había reconocido a la República Popular como único representante legítimo de China en la organización y había expulsado al representante de Taiwan. No era un resultado previsto por Estados Unidos hasta que tuvo lugar la crucial votación. El mes de febrero siguiente, Nixon viajó a China en lo que fue la primera visita de un presidente estadounidense al Asia continental, y en lo que él mismo describió como un intento de tender un puente sobre «11.000 kilómetros y 22 años de hostilidad».
Cuando Nixon decidió, tras su visita a China, convertirse también en el primer presidente estadounidense en visitar Moscú (en mayo de 1972), seguidamente, se firmó un acuerdo provisional de limitación de armas —el primero de su clase—, todo indicaba que se había producido otro cambio importante. Las simplificaciones exageradas y polarizadas de la guerra fría se estaban difuminando, por muy incierto que fuera el futuro. Tras estos gestos llegó el acuerdo sobre Vietnam, que por fuerza debía estar relacionado; si iba a haber un alto el fuego, había que contentar a Moscú y a Pekín por igual. Es de suponer que la posición de China respecto a la lucha de los vietnamitas no era nada sencilla, porque en ella intervenían el peligro potencial procedente de la URSS, la intervención del poder estadounidense en otros lugares de Asia, sobre todo en Taiwan y Japón, y los recuerdos de otros tiempos acerca de la fuerza del nacionalismo vietnamita; China no podía confiar en su satélite comunista indochino. Por su parte, los vietnamitas, en cuanto fueron considerados por China como uno de sus pueblos tributarios, recordaron su larga historia de combate contra el imperialismo tanto francés como chino. Por último, en el período inmediatamente posterior a la retirada de los norteamericanos, se vio cada vez más claramente que la contienda en Vietnam había sido una guerra civil sobre quién iba a gobernar un país reunificado.
Los norvietnamitas no esperaron mucho para resolver la cuestión. Durante cierto tiempo, el gobierno estadounidense tuvo que hacer ver que no lo veía; el alivio que se sentía en el país ante el final de la intervención en Asia era demasiado grande como para expresar escrúpulos sobre el cumplimiento real de las condiciones del acuerdo de paz que habían hecho posible la retirada. Cuando un escándalo político obligó a Nixon a dimitir en 1974, su sucesor tuvo que hacer frente a un Congreso que desconfiaba de las aventuras en el extranjero porque las consideraba peligrosas y estaba decidido a frustrarlas. No hubo ningún intento de defender las condiciones de paz de 1972, que garantizaban que no se derrocaría el régimen sudvietnamita. A principios de 1975, la ayuda norteamericana a Saigón cesó. Un gobierno que había perdido prácticamente todo su territorio se vio obligado a defender entre la espada y la pared la capital y el bajo Mekong con un ejército derrotado y desmoralizado. Al mismo tiempo, en Camboya las tropas comunistas estaban destruyendo otro régimen antiguamente respaldado por Estados Unidos. El Congreso impidió el envío de más ayuda militar y económica. Se repetía el patrón de 1947 en China: Estados Unidos estaba recortando sus pérdidas a costa de aquellos que habían confiado en ellos (si bien 117.000 vietnamitas se fueron con los norteamericanos), y el ejército de Vietnam del Norte entró en Saigón en abril de 1975.
Ese final resultaba doblemente irónico. En primer lugar, parecía demostrar que los partidarios de la línea dura respecto a la política seguida en Asia habían tenido razón todo el tiempo cuando afirmaban que la única forma de garantizar la resistencia al comunismo de los regímenes poscoloniales era haciendo que estos supieran que, como último recurso, Estados Unidos estaba dispuesto a luchar por ellos. En segundo lugar, la derrota y el desastre acentuaron, en lugar de amortiguar, el retorno al aislacionismo en Estados Unidos; los que pensaban en los muertos y los desaparecidos estadounidenses y en los enormes costes del conflicto, veían ahora todo el episodio de Indochina como un esfuerzo inútil e injustificable en nombre de unos pueblos no dispuestos a luchar para defenderse. Quedaba por ver, sin embargo, si la mejora de las relaciones con China no era mucho más importante que la pérdida de Vietnam.
Conforme se acercaba la década de 1980, muchos estadounidenses se sentían confundidos y preocupados; la moral nacional era baja. Vietnam había dejado profundas heridas psíquicas y había alimentado dentro del país una contracultura que les asustaba. En la década de 1960 se habían oído las primeras voces de alarma respetadas sobre los riesgos medioambientales; la década de 1970 había traído consigo la crisis del petróleo y una nueva sensación de fragilidad en un momento en que, por primera vez, el aliado de Estados Unidos en Oriente Próximo, Israel, dejó de parecer invulnerable a sus enemigos. La caída en desgracia y el casi impeachment de Nixon tras un escandaloso abuso de poder ejecutivo habían minado la confianza en las instituciones del país. En el extranjero, el comportamiento de otros aliados (también preocupados y confundidos ante el desconcierto norteamericano) parecía menos previsible que en el pasado. También por primera vez, la confianza de los estadounidenses en la promesa que su país siempre había constituido para la humanidad se derrumbó ante lo que parecía un rechazo directo de gran parte del mundo islámico.
Desde luego, la situación no era fácil de interpretar. El sistema democrático norteamericano no presentaba ningún indicio de resquebrajamiento ni de incapacidad para cubrir muchas de las necesidades del país, por más que no pudiera dar respuesta a todos sus problemas. Sorprendentemente, la economía había podido seguir pagando durante años una guerra muy cara, un programa de exploración espacial que llevó al hombre a la Luna y bases militares en todo el mundo. A cambio, la situación paupérrima de los negros estadounidenses seguía empeorando, y algunas de las grandes ciudades del país sufrían una decadencia urbana considerable. No obstante, eran pocos los norteamericanos que encontraban esos datos tan preocupantes como la supuesta inferioridad de su país respecto a la Unión Soviética en cuestión de misiles (un tema que sería prioritario en las elecciones presidenciales de 1980). El presidente Gerald Ford (que había asumido el cargo en 1974 tras la dimisión de su predecesor) ya había tenido que enfrentarse a un Congreso que no estaba dispuesto a tolerar más ayuda a sus aliados en Indochina. Cuando Camboya cayó y al poco tiempo le siguió Vietnam del Sur, empezaron a oírse voces tanto dentro como fuera del país que se preguntaban hasta dónde llegaría lo que parecía un retroceso mundial del poder de Estados Unidos. Si ya no iba a luchar por Indochina, ¿lo haría por Tailandia? O, aún más alarmante, ¿lucharía por Israel... o por Berlín? Había buenas razones para pensar que el estado de consternación y resignación del país no duraría siempre, pero, mientras duró, sus aliados miraban a su alrededor y se sentían incómodos.

Dos europas
Europa fue la cuna de la guerra fría y, durante mucho tiempo, su escenario principal. Sin embargo, antes de 1970 ya empezó a verse que las lamentables simplificaciones institucionalizadas en la OTAN, de forma aún más rígida, en el Pacto de Varsovia podían no ser lo único que conformaría la historia del continente. En los países de Europa oriental, pese al largo aislamiento impuesto por el poder soviético y por sus economías dirigidas ante cualquier estímulo externo de cambio, había síntomas de división. Los rusos tuvieron que soportar la virulencia con la que Albania, el más pequeño de todos, condenó a la Unión Soviética y aplaudió a China cuando ambos se enfrentaron en la década de 1960. Albania no tenía ninguna frontera con países del Pacto de Varsovia, de manera que no debía de temer mucho al Ejército Rojo. Mayor sorpresa causó Rumanía cuando, con el respaldo de China, se negó a que el Comecon dirigiera su economía, defendiendo su derecho nacional a desarrollarla en su propio interés. Llegó incluso a adoptar una posición vagamente neutral en temas de política exterior —aunque permanecía dentro del Pacto de Varsovia—, y además lo hizo gobernada por un dirigente que impuso a sus compatriotas uno de los regímenes dictatoriales más rígidos de Europa del Este. Sin embargo, Rumanía no tenía frontera terrestre con ningún país de la OTAN y sí, en cambio, con Rusia, a lo largo de 800 kilómetros; por consiguiente, sus veleidades podían ser toleradas porque, en caso necesario, podía ser rápidamente frenada. Que el desmembramiento de la unidad antiguamente monolítica del comunismo tenía sus límites se vio con claridad en 1968, cuando el gobierno comunista de Checoslovaquia decidió liberalizar su estructura interna y entablar relaciones comerciales con Alemania Occidental. Esto no se podía tolerar. Tras varios intentos de hacerla entrar en vereda, Checoslovaquia fue invadida en agosto de 1968 por tropas del Pacto de Varsovia. Para evitar que se repitiera lo ocurrido en Hungría en 1956, el gobierno checo no se resistió, y el breve intento de ofrecer un ejemplo de «socialismo con rostro humano», como había dicho un político checo, fue suprimido.
Con todo, la tensión sinosoviética, combinada con los vaivenes del bloque oriental (y quizá con el malestar de Estados Unidos respecto a las relaciones con los países latinoamericanos), llevaron a algunos a sugerir que el mundo en su conjunto estaba abandonando la bipolaridad y adoptando el «policentrismo», como lo llamó un comunista italiano. La relajación de las simplificaciones de la guerra fría había sido sin duda sorprendente. Mientras tanto, en Europa occidental habían surgido otros factores que contribuían a la complejidad. En 1980 era evidente que uno de los papeles históricos de los pueblos europeos se había acabado, dado que para entonces no gobernaban más superficie del mundo que sus antepasados quinientos años antes. Desde entonces, se habían producido transformaciones enormes y se habían hecho cosas irreversibles. Aunque el pasado imperial de Europa había terminado, empezaba ya a descubrirse un nuevo papel. Europa occidental había empezado a mostrar los primeros y débiles indicios de que la influencia del nacionalismo en el potencial humano para la organización a gran escala podía estar perdiendo fuerza precisamente allí donde había nacido el nacionalismo.
Los más entusiastas han querido encontrar las raíces de la experiencia común europea en los carolingios, pero nosotros nos quedaremos con 1945 como punto de partida. A partir de esa fecha y durante más de cuarenta años, el futuro del continente dependió básicamente del resultado de la guerra y de la política soviética. La probabilidad de otra gran guerra civil en Occidente por la cuestión alemana parecía remota, puesto que la derrota y la partición habían acabado con el problema germano y habían aquietado los temores de Francia. No obstante, la política soviética estaba dando a los países occidentales muchas razones para colaborar más estrechamente entre ellos; los acontecimientos en Europa del Este a finales de la década de 1940 les sirvieron de aviso de lo que podía pasar si los estadounidenses se volvían a casa y ellos seguían divididos. Al final, el Plan Marshall y la OTAN habían sido los primeros pasos importantes de los muchos que se darían hacia la integración de una nueva Europa.
La integración tuvo varios orígenes. La puesta en marcha del Plan Marshall fue seguida por la creación en 1948 de una Organización (primero de dieciséis países y después ampliada) Europea de Cooperación Económica, pero al año siguiente, un mes después de firmar el tratado de creación de la OTAN, las primeras instituciones políticas representativas de diez estados europeos distintos también se organizaron bajo un recién creado Consejo de Europa. Sin embargo, las fuerzas económicas encaminadas hacia la integración se desarrollaban más deprisa. En 1948 ya se había creado una Unión Aduanera entre los países del «Benelux» (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) y (con una forma diferente) entre Francia e Italia. Por último, la más importante de aquellas primeras iniciativas en pos de una mayor integración surgió de una propuesta francesa a favor de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero. La CECA fue oficialmente fundada en 1952 y estaba formada por Francia, Italia, los países del Benelux y, lo más significativo, Alemania Occidental. La CECA rejuveneció el corazón industrial de Europa occidental y fue el principal paso hacia la integración de Alemania Occidental en una nueva estructura internacional. A través de una reorganización económica, se creó un medio para contener y reanimar al mismo tiempo a este país, cuya fuerza —cada vez era más evidente— era necesaria en una Europa occidental amenazada por el poder territorial soviético. A principios de la década de 1950, bajo la influencia de los acontecimientos en Corea, la postura oficial estadounidense (para consternación de algunos europeos) era cada vez más favorable al rearme de Alemania.
Otros hechos también contribuyeron a facilitar el camino hacia una organización supranacional en Europa. La debilidad política reflejada por sus respectivos partidos comunistas disminuyó en Francia y en Italia, sobre todo gracias a la recuperación económica. Los comunistas ya no desempeñaban ningún papel en sus gobiernos en 1947, y el peligro de que las democracias francesa e italiana sufrieran un destino como el de Checoslovaquia había desaparecido en 1950. La opinión anticomunista tendía a fusionarse en partidos cuyas fuerzas integradoras eran políticos católicos o socialdemócratas muy conscientes del destino de sus camaradas de Europa oriental. En términos generales, estos cambios significaron que, durante la década de 1950, los gobiernos europeos occidentales de naturaleza derechista moderada persiguieron objetivos similares de recuperación económica, estado de bienestar e integración europea en asuntos prácticos.
Luego surgieron otras instituciones. En 1952, una Comunidad de Defensa Europea oficializó la posición militar de Alemania Occidental. La incorporación alemana a la OTAN sustituyó a esa iniciativa, pero, una vez más, el principal impulso hacia una mayor unidad fue económico. El paso más decisivo se dio en 1957 con la constitución de la Comunidad Económica Europea (CEE), cuando Francia, Alemania, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo e Italia se unieron para firmar el Tratado de Roma. Además de perseguir la creación de un «Mercado Común» para todos sus miembros, en el que se eliminarían todas las barreras a la libre circulación de mercancías, servicios y mano de obra y que tendría un arancel común, el tratado también preveía la creación de una autoridad con capacidad decisoria, una burocracia y un Parlamento europeo con facultades consultivas. Hubo quien habló de la reconstrucción de la herencia de Carlomagno. Los países que no se habían unido a la CEE se vieron empujados a crear dos años y medio después su propia Asociación Europea de Libre Comercio, o EFTA por sus siglas en inglés, una entidad menos regulada y más limitada. En 1986, los seis países de la CEE original (para entonces ya era solo la «CE» porque, elocuentemente, la palabra económica había caído del nombre) eran ya doce, mientras que la EFTA había perdido a todos sus miembros salvo cuatro. Cinco años después, lo que quedaba de la EFTA se planteaba fusionarse con la CE.
El movimiento —lento pero en aceleración— de Europa occidental hacia un mínimo de unidad política demostraba hasta qué punto los que daban esos pasos confiaban en que el conflicto armado no podría volver a ser nunca una alternativa aceptable a la cooperación y la negociación entre sus países. Tristemente, aun siendo conocedor de ese hecho, el gobierno británico no quiso aprovechar la oportunidad de sumarse a la iniciativa para darle una expresión institucional, y, posteriormente, su entrada en la CEE sería rechazada en dos ocasiones. Mientras, los intereses comunitarios se cohesionaron con firmeza en una Política Agraria Común, que no era otra cosa que un enorme soborno a los agricultores y granjeros que constituían una parte tan importante de los electorados alemán y francés y, más adelante, a los de los países más pobres que se iban incorporando a la CEE.
A diferencia de la económica, la integración política encontró durante mucho tiempo una firme oposición procedente de Francia. La expresó con toda claridad el general De Gaulle, quien regresó a la política en 1958 para ocupar la presidencia cuando la Cuarta República parecía a punto de sufrir una guerra civil a causa de Argelia. Su primera labor fue negociar aquella situación extrema y aplicar importantes reformas constitucionales, que dieron lugar a la Quinta República. Su siguiente servicio a Francia fue tan grande como cualquiera de los que prestó durante la guerra: la liquidación del compromiso francés con Argelia en 1961. Los legionarios regresaron a casa, algunos descontentos. La acción le dio carta blanca a él y a su país para desempeñar un papel internacional más enérgico, si bien bastante negativo. La visión de De Gaulle acerca de la consolidación europea se limitaba a la cooperación entre estados-nación independientes; a la CEE la consideraba por encima de todo una forma de proteger los intereses económicos franceses. Estaba muy dispuesto a someter la nueva organización a las tensiones que hicieran falta para lograr sus fines. También vetó dos veces las solicitudes británicas de entrada en la CEE. La experiencia durante la guerra le había dejado una gran desconfianza hacia los «anglosajones» y el convencimiento, nada desencaminado, de que los británicos seguían anhelando la integración en una comunidad atlántica que contara con Estados Unidos entre sus miembros, antes que en la Europa continental. En 1964, De Gaulle encolerizó a los norteamericanos al intercambiar representación diplomática con la China comunista. Insistió en el derecho de Francia a seguir con su programa de armamento nuclear, negándose a depender del patrocinio norteamericano. Por último, tras causarle muchos problemas, se retiró de la OTAN. Todo ello se podría interpretar como la llegada del «policentrismo» al bloque occidental. Con la dimisión de De Gaulle después de un referéndum desfavorable en 1969, también desapareció una gran fuerza política que contribuía a la incertidumbre y la confusión en Europa occidental.
Gran Bretaña se incorporó finalmente a la CEE en 1973, lo que simbolizaba por fin la aceptación de la historia acaecida en el siglo XX por parte del más conservador de los estados-nación históricos. La decisión complementaba la liquidación del imperio colonial y suponía un reconocimiento de que la frontera estratégica británica ya no estaba en el Rin, sino en el Elba. Era un punto de inflexión significativo, aunque nada concluyente, en una época de incertidumbre. Los gobiernos británicos habían pasado un cuarto de siglo intentando en vano combinar el crecimiento económico, el aumento de las prestaciones sociales y un alto nivel de empleo. El segundo dependía en última instancia del primero, pero, cuando surgían dificultades, el primero siempre había sido sacrificado a los otros dos. El Reino Unido era, después de todo, una democracia a cuyos votantes, ávidos e incautos, había que aplacar. La vulnerabilidad del compromiso tradicional de la economía británica con el comercio internacional era otra desventaja, como lo eran sus viejas industrias básicas, necesitadas de inversión, y las actitudes profundamente conservadoras de los británicos. Aunque el Reino Unido se volvió más rico (en 1970, casi ningún trabajador manual del país tenía cuatro semanas de vacaciones pagadas, y, diez años después, un tercio de ellos las tenía), fue quedando cada vez más rezagado con respecto a otros países desarrollados, tanto en riqueza como en la velocidad con que la creaba. Si bien los británicos habían sabido llevar la decadencia de su poderío internacional y los logros de una rápida descolonización sin la violencia ni la amargura internas visibles en otros lugares, no estaba tan claro que pudieran librarse de su pasado en otros aspectos y asegurarse siquiera una modesta prosperidad como nación de segunda fila.
Una amenaza clara y sintomática contra el orden y la civilización procedía de Irlanda del Norte. Allí, los vándalos protestantes y católicos por igual parecían empeñados en destruir su tierra antes que colaborar con sus enemigos, y provocaron la muerte de miles de ciudadanos británicos —soldados, policías y civiles, protestantes y católicos, irlandeses, escoceses e ingleses— en las décadas de 1970 y 1980. Por suerte, no desbarataron la política de partidos británica como habían hecho los irlandeses en el pasado. Al electorado británico le siguieron preocupando más ciertos temas materiales. La inflación alcanzó unos niveles sin precedentes (la tasa anualizada para 1970-1980 era de más del 13 por ciento) y provocó nuevas revueltas industriales en la década de 1970, sobre todo debido a la crisis del petróleo. Se llegó a decir que el país era «ingobernable» porque una huelga de mineros hizo caer un gobierno, mientras que muchos líderes e intérpretes de opinión parecían obsesionados con la cuestión de la división social. Hasta la cuestión de si el Reino Unido debía o no permanecer en la CEE, que fue sometida a un revolucionario proceso de referéndum en junio de 1975, se planteaba a menudo en estos términos. Por ello sorprendió tanto y a tantos políticos que el resultado fuera inequívocamente favorable a la permanencia en la Comunidad.
Sin embargo, se avecinaban tiempos peores (económicamente hablando): el gobierno identificó por fin la inflación —que en 1975 ascendía al 26,9 por ciento a consecuencia de la crisis del petróleo— como la amenaza principal. Los sindicatos plantearon demandas salariales para adelantarse a la inflación venidera, y hubo quien empezó a darse cuenta de que la época de crecimiento automático del consumo se había terminado. Había un rayo de esperanza: unos años antes se habían descubierto en las costas del norte de Europa grandes yacimientos petrolíferos bajo el lecho marino. En 1976, el Reino Unido pasó a ser un país exportador de petróleo, aunque no fue de gran ayuda, porque ese mismo año tuvo que solicitar un préstamo al Fondo Monetario Internacional. Cuando Margaret Thatcher, la primera mujer en ocupar el cargo de primera ministra en Gran Bretaña (y en Europa) y en liderar un gran partido político (el conservador), subió al poder en 1979, en cierto sentido tenía muy poco que perder. Sus opositores estaban desacreditados, al igual que, para muchos, las ideas que durante tanto tiempo habían sido consideradas factores determinantes incuestionables de la política británica. Por primera vez parecía posible un cambio radical partiendo de cero. Para sorpresa de muchos y asombro de algunos de sus defensores y de sus opositores, esto es exactamente lo que Thatcher hizo tras el comienzo algo indeciso de lo que acabaría siendo el mandato más largo del siglo XX de un primer ministro británico.
Poco después de tomar posesión del cargo, la primera ministra se encontró en 1982 dirigiendo de forma inesperada la que probablemente habrá sido la última guerra colonial de Gran Bretaña. La reconquista de las islas Malvinas tras su breve ocupación por el ejército argentino fue, ya solo en términos logísticos, una gran hazaña bélica, además de un gran éxito psicológico y diplomático. La primera reacción de Thatcher de luchar en defensa de los principios del derecho internacional y del derecho de los isleños a decidir por quién querían ser gobernados, encajó muy bien en el ánimo popular. También acertó en su cálculo de las posibilidades internacionales. Estados Unidos, cuya ambigüedad inicial no era de extrañar dada su sensibilidad tradicional hacia Latinoamérica, acabó prestando una importante ayuda práctica y clandestina. Chile, que no tenía unas relaciones fáciles con su inquieto vecino, no estaba dispuesto a oponerse a las operaciones encubiertas británicas en la Sudamérica continental. Más importante aún, la mayor parte de los países de la CE apoyaron el aislamiento de Argentina en la ONU y las resoluciones que condenaban su acción. De especial importancia fue el apoyo (no siempre ofrecido tan rápidamente) que los británicos recibieron desde el principio por parte del gobierno francés, que sabía reconocer una amenaza a los derechos adquiridos cuando había una.
Ahora parece claro que la acción argentina respondió a una falsa impresión sobre cómo iba a reaccionar Gran Bretaña, impresión generada por la diplomacia británica de los años anteriores (por esta misma razón, el ministro de Asuntos Exteriores británico dimitió al comienzo de la crisis). Una consecuencia política feliz del conflicto fue el golpe asestado al prestigio y a la cohesión del régimen militar que gobernaba Argentina, y su sustitución a finales de 1983 por un gobierno electo y constitucional. En el Reino Unido, el prestigio de Margaret Thatcher subió junto con la moral nacional, pero —y esto era importante— en el exterior también reforzó su imagen. Durante el resto de la década, el país gozó de una influencia sobre otros mandatarios (en especial, el presidente norteamericano) que no se habría podido mantener solo con los datos puros y duros del poderío británico. Se cuestionó si dicha influencia se aprovechaba siempre bien. Como ocurrió con De Gaulle, las convicciones, las ideas preconcebidas y los prejuicios personales de Thatcher eran siempre muy visibles, y ella, al igual que el general francés, no era europeísta, en tanto en cuanto no sentía un compromiso emocional o siquiera práctico hacia Europa que suavizara su opinión personal acerca del interés nacional. Entretanto, dentro del país, la primera ministra transformó los términos de la política británica, y quizá del debate social y cultural, al poner fin al antiguo consenso biempensante sobre los objetivos nacionales. Esto, junto con el indudable radicalismo de muchas de sus políticas concretas, despertaba a partes iguales entusiasmo y una particular hostilidad. De todas formas, Thatcher no alcanzó algunas de sus metas más importantes. Diez años después de aceptar el cargo, el gobierno desempeñaba un papel más grande, y no más pequeño, en muchos ámbitos de la sociedad, y el dinero público invertido en salud y seguridad social se había incrementado en una tercera parte en términos reales desde 1979 (sin satisfacer una demanda también mucho mayor).
Aunque Margaret Thatcher había dado a los conservadores tres victorias seguidas en las elecciones generales (hasta entonces, una hazaña sin precedentes en la política británica), muchos compañeros de partido empezaron a pensar que les haría perder votos en las siguientes votaciones, que no podían andar muy lejos. Ante la erosión de la lealtad y el apoyo, Thatcher dimitió en 1990, dejando a su sucesor una creciente tasa de paro y una mala situación financiera. A cambio, era probable que la política británica pasara a ser menos obstruccionista y retórica en su planteamiento de la CEE y de los asuntos comunitarios.
La década de 1970 había sido una etapa difícil para todos los miembros de la CEE, con el crecimiento cayendo en picado y las economías respectivas tambaleándose tras el impacto de la crisis del petróleo. Las consiguientes riñas y discusiones entre instituciones (sobre todo respecto a asuntos económicos y financieros) recordaron a los europeos que lo que se había logrado hasta entonces tenía sus límites. En la década de 1980 la situación continuó, ahora con el malestar que producía el éxito de la esfera económica del Lejano Oriente, dominada por Japón. Cuando empezó a verse que otros países querrían sumarse a los diez originales, también empezaron a cristalizar más ideas sobre el futuro de la CEE. Muchos europeos supieron ver que una mayor unidad, un hábito de cooperación y un aumento de la prosperidad eran condiciones sine qua non para la independencia política de Europa, pero algunos también empezaron a darse cuenta de que dicha independencia siempre sería papel mojado a menos que la propia Europa se convirtiera en una superpotencia.
Los más entusiastas se podían consolar con los progresos que se seguían haciendo hacia la integración. En 1979 ya se celebraban las primeras elecciones directas al Parlamento europeo. Grecia se incorporó a la CEE en 1981 y España y Portugal, en 1986. En 1987 se pusieron los cimientos para una moneda y un sistema monetario comunes europeos (pese a la oposición del Reino Unido), y se acordó que en 1992 se inauguraría un auténtico mercado único por cuyas fronteras nacionales circularían libremente las mercancías, las personas, el capital y los servicios. Los miembros incluso avalaron en principio la idea de una unión política europea, a pesar de los recelos importantes de británicos y franceses. Esto no se tradujo de inmediato en una mayor comodidad y cohesión psicológica conforme iban apareciendo las implicaciones, pero era una señal innegable de algún tipo de avance.
En los años transcurridos desde el Tratado de Roma, Europa occidental había recorrido un largo camino, más largo posiblemente que el jamás imaginado por los hombres y mujeres que habían nacido y crecido durante esa época. Bajo los cambios institucionales subyacían también crecientes similitudes, en política, en estructura social, en hábitos de consumo y en creencias respecto a valores y metas. Hasta las antiguas disparidades de estructura económica se habían reducido mucho, como demostraba el número cada vez menor y la prosperidad cada vez mayor de los agricultores franceses y alemanes. Por otro lado, con la incorporación a la CE de países más pobres y tal vez menos estables políticamente hablando, habían surgido problemas nuevos. Pero no se podía negar que se habían producido enormes convergencias. Lo que no estaba tan claro era cuáles serían sus implicaciones en el futuro.

Nuevos desafíos al orden mundial de la guerra fría
En diciembre de 1975, Gerald Ford se convirtió en el segundo presidente estadounidense que visitaba China. La desconfianza y la hostilidad tan arraigadas en su país hacia la República Popular habían empezado a limarse con el lento reconocimiento de las lecciones de Vietnam. Por el lado chino, el cambio formaba parte de una transformación aún mayor: la reanudación de un papel regional e internacional de China adecuado a su talla y a su potencial históricos, una reanudación que solo pudo empezar a cristalizarse a partir de 1949 y que, a mediados de la década de 1970, ya se había completado. Ahora era posible plantearse el establecimiento de relaciones normales con Estados Unidos. En 1978 llegó el reconocimiento oficial de lo que ya se había conseguido, cuando el país americano firmó un acuerdo con China en el que, en una concesión crucial, se comprometía a retirar sus tropas de Taiwan y a poner fin a las relaciones diplomáticas oficiales con el gobierno del Kuomintang en la isla.
Mao había muerto en septiembre de 1976. El temor a un ascenso al poder de la «Banda de los Cuatro», colaboradores de Mao (incluida su viuda) que habían fomentado las políticas de la Revolución cultural, fue rápidamente conjurado mediante su detención (y sus posteriores juicio y condena en 1981). Bajo una nueva cúpula dominada por veteranos del partido, pronto se vio que había que corregir los excesos de la Revolución cultural. En 1977 llegó al gobierno como viceprimer ministro Deng Xiaoping, purgado hasta en dos ocasiones en el pasado y firmemente asociado con la tendencia opositora (su hijo quedó inválido a consecuencia de las palizas de la Guardia Roja durante la Revolución cultural). El cambio más importante, sin embargo, radicaba en que la tan esperada recuperación económica de China era por fin una meta alcanzable. En adelante se dejaría espacio a la empresa individual y al afán de lucro, y se potenciarían los contactos económicos con países no comunistas. La intención era reanudar el proceso de modernización tecnológica e industrial.
La mayor definición de la nueva vía emprendida se abordó en 1981, durante la sesión plenaria del comité central del partido que se reunió aquel año. También se abordó la delicada tarea de diferenciar los logros positivos de Mao, un «gran revolucionario proletario», de lo que por entonces se identificaban como sus «grandes errores» y su responsabilidad en los reveses del Gran Salto Adelante y la Revolución cultural. Pese al baile de sillas en la cúpula del PCCh y a los misteriosos debates y producción de eslóganes que seguían confundiendo las realidades políticas, y aunque Deng Xiaoping y sus adjuntos tuvieron que sacar adelante un liderazgo colectivo que incluía a conservadores, en la década de 1980 se configuraría una nueva corriente. Por fin se había dado prioridad a la modernización sobre el socialismo marxista, si bien apenas se podía decir en voz alta (cuando en 1986 el secretario general del partido sorprendió con la imprudente sentencia de que «Marx y Lenin no pueden resolver nuestros problemas», fue rápidamente destituido). El lenguaje marxista seguía impregnando toda la retórica del gobierno. Había quien decía que China estaba retomando el «camino capitalista». Esto también era confuso, aunque natural. Tanto en el partido como en el gobierno continuaba viéndose claramente la necesidad de una planificación positiva de la economía, pero entonces, a diferencia de lo sucedido antes, se reconocían los límites prácticos y había una disposición a intentar diferenciar con más cuidado hasta dónde podía llegar una regulación eficaz en pos de las metas principales: potencia económica y nacional, mejora de los niveles de vida y un amplio igualitarismo.
Uno de los cambios más notables fue la práctica privatización de la agricultura en los años siguientes; aunque no se concedía a los campesinos la plena propiedad de sus tierras, se les animaba a vender libremente sus productos en los mercados. Se acuñaron nuevos eslóganes —«hacerse rico es glorioso»— para fomentar el desarrollo de las iniciativas industriales y comerciales de los pueblos, y se abrió un pragmático camino al desarrollo señalizado con «cuatro modernizaciones». Se establecieron zonas económicas especiales que eran enclaves para el comercio libre con el mundo capitalista; la primera fue Cantón, el centro histórico del comercio de China con Occidente. Esa política tuvo su precio: al principio cayó la producción de cereales, apareció la inflación en la primera mitad de la década de 1980 y aumentó la deuda externa. Algunos culparon a la nueva línea adoptada de un nivel cada vez más elevado y visible de delincuencia y corrupción.
De lo que no puede haber duda es de su éxito económico. En la década de 1980, la China continental empezó a dar muestras de que tal vez podría repetir un «milagro» económico como el de Taiwan. En 1986 era el segundo mayor productor de carbón del mundo y el cuarto de acero. El PIB creció más del 10 por ciento anual entre 1978 y 1986, mientras que el volumen industrial había duplicado su valor en el mismo período. La renta per cápita de los campesinos casi se triplicó, y se calcula que en 1988 la familia campesina media tenía guardados en el banco los ingresos de unos seis meses. Con la visión que da el tiempo, los contrastes son aún más sorprendentes, dado el enorme daño causado por el Gran Salto Adelante y la Revolución cultural. El valor del comercio exterior per cápita se multiplicó aproximadamente por 25 entre 1950 y mediados de la década de 1980. Las ventajas sociales que han acompañado a estos cambios también son claras: un mayor consumo de alimentos y una mayor esperanza de vida, la práctica eliminación de muchas de las enfermedades mortales e incapacitantes del antiguo régimen, y un avance enorme en la lucha contra el analfabetismo de masas. El crecimiento ininterrumpido de la población de China era alarmante y provocó enérgicas medidas de intervención, pero allí, a diferencia de la India, no devoró los frutos del desarrollo económico.
La nueva línea adoptada creaba un vínculo expreso entre modernización y potencia. Reflejaba así las aspiraciones de los reformadores de China desde el Movimiento del 4 de Mayo, o de algunos incluso anteriores. El peso internacional de China ya se había podido ver en la década de 1950, pero ahora empezaba a hacerse notar de distintas formas. En 1984 llegó el acuerdo con los británicos sobre las condiciones de la reincorporación de Hong Kong en 1997, fecha de vencimiento del arrendamiento que tenían sobre parte de sus territorios. Otro acuerdo posterior con los portugueses estipuló también la recuperación de Macao. Como una afrenta al reconocimiento general de la posición de China, uno de sus vecinos, Vietnam —con el que las relaciones llegaron a degenerar en guerra abierta cuando ambos países se disputaban el control de Camboya—, seguía siéndole hostil; a los taiwaneses, sin embargo, les tranquilizaron en parte las promesas chinas de que, llegado el momento, la reincorporación de la isla al territorio de la república no pondría en peligro su sistema económico. A Hong Kong se ofrecieron garantías similares. Como el establecimiento de enclaves comerciales especiales en el continente para el desarrollo del comercio exterior, estas declaraciones subrayaban la importancia que los nuevos dirigentes chinos daban al comercio como canal de modernización. El inmenso tamaño del país hacía que semejante orientación política tuviera importancia en una amplia zona. En 1985, la totalidad del este y el sudeste de Asia constituía una zona comercial con un potencial sin precedentes.
En ella, el desarrollo de los nuevos centros de actividad industrial y comercial en la década de 1980 estaba siendo tan rápido que justificaba por sí solo la idea de que el antiguo reparto mundial de poder económico había desaparecido. Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur ya habían abandonado la zona de las economías subdesarrolladas, y, en 1990, Malasia, Tailandia e Indonesia parecían muy encaminadas a unirse pronto a ellas. Su éxito formaba parte del éxito del este de Asia en su conjunto, en el que Japón había desempeñado un papel indispensable. La rapidez con que el país nipón, al igual que China, recuperó (y superó) su antiguo estatus de potencia, tenía implicaciones obvias para su posición en la balanza asiática y en la balanza mundial. En 1959, las exportaciones japonesas volvieron a alcanzar los niveles anteriores a la guerra, y en 1970 los japoneses tenían el segundo PIB más alto del mundo no comunista. Habían renovado su base industrial y habían avanzado con gran éxito hacia ámbitos de producción nuevos. Hasta 1951 no salió el primer barco construido para la exportación en un astillero japonés, pero veinte años después Japón tenía la mayor industria de construcción naval del mundo. Al mismo tiempo, ocupó una posición dominante en sectores de bienes de consumo como el electrónico y el automovilístico, en el que Japón fabricaba más coches que ningún otro país excepto Estados Unidos. Esto provocó el resentimiento entre los fabricantes norteamericanos (el mayor de los cumplidos para Japón). En 1979 se acordó fabricar coches japoneses en Inglaterra, lo que le abría las puertas al mercado de la CEE. Los únicos aspectos negativos eran el rápido incremento de la población y las numerosas pruebas del coste del crecimiento económico en términos de destrucción del medio ambiente y de desgaste de la vida urbana.
También es cierto que a Japón le habían favorecido desde hacía tiempo las circunstancias. La guerra de Vietnam, como la de Corea, le ayudó; como le ayudó el que los estadounidenses priorizaran las inversiones sobre el consumo durante los años de ocupación. Sin embargo, las circunstancias favorables requieren seres humanos que sepan aprovecharlas, y, en este sentido, la actitud de los japoneses fue crucial. El Japón de la posguerra pudo desplegar entre su pueblo un intenso orgullo y una disposición inigualable al esfuerzo colectivo; ambas cualidades nacían de la profunda capacidad de cohesión y de subordinación del individuo a los fines colectivos que siempre había caracterizado a la sociedad japonesa. Extrañamente, esas actitudes sobrevivieron a la llegada de la democracia. Puede que todavía sea pronto para juzgar hasta qué punto están arraigadas las instituciones democráticas en la sociedad japonesa; así, tras 1951 no tardó en surgir una especie de consenso a favor del gobierno de partido único (pese a que la irritación que esto provocó se tradujo enseguida en la aparición de agrupaciones más radicales, algunas antiliberales). También empezaba a sentirse un malestar creciente respecto a lo que les estaba pasando a los valores e instituciones tradicionales. El precio del crecimiento económico amenazaba en forma no solo de enormes conurbaciones y contaminación, sino también de problemas sociales que creaban tensiones incluso en la tradición japonesa. Las grandes compañías seguían funcionando basadas en lealtades de grupo que se fundamentaban a su vez en actitudes e instituciones tradicionales. Sin embargo, a un nivel diferente, hasta la familia japonesa parecía estar bajo presión.
El avance económico también contribuyó a cambiar el contexto de la política exterior, que en la década de 1960 se alejó de las simplificaciones de la década anterior. El poderío económico hizo que el yen adquiriera importancia internacional e introdujo a Japón en la diplomacia monetaria occidental. La prosperidad también le abrió puertas en muchas otras regiones del mundo. En la cuenca del Pacífico, Japón era un consumidor destacado de las materias primas de otros países, y en Oriente Próximo se convirtió en un gran comprador de petróleo. En Europa, sus inversiones alarmaban a algunos (a pesar de que su cuota final no era tan grande), mientras que la importación de sus productos manufacturados amenazaba a los fabricantes europeos. Incluso el suministro de alimentos fue causa de polémica internacional; en la década de 1960, el 90 por ciento de las necesidades proteínicas de Japón procedía de la pesca, lo que disparó la señal de alarma ante una posible sobrepesca japonesa en grandes caladeros.
Mientras estos y otros asuntos modificaban el escenario y el contenido de las relaciones exteriores, también cambiaba el comportamiento de otras potencias, sobre todo en la región del Pacífico. En la década de 1960, Japón fue adquiriendo una preponderancia económica cada vez mayor en comparación con otros países de la región, siguiendo un patrón no muy distinto al de Alemania respecto a Europa central y oriental antes de 1914. Conforme Japón se convertía en el mayor importador del mundo de materias primas, Nueva Zelanda y Australia veían que sus economías se vinculaban en un grado cada vez mayor y más beneficioso al país nipón. Ambos le suministraban carne y, en el caso de Australia, también minerales, sobre todo carbón y mineral de hierro. En el Asia continental, los rusos y los surcoreanos protestaban contra las actividades pesqueras de los japoneses. Era un nuevo giro en un guión complejo y antiguo; Corea también era el segundo mercado más grande de Japón (después de Estados Unidos) y, a partir de 1951, los japoneses reanudaron sus inversiones allí. Esto hizo renacer una desconfianza tradicional, y resultaba inquietante ver que el nacionalismo surcoreano adquiría un tono tan antijaponés que, en 1959, el presidente del país llegó a invitar a sus compatriotas a que se unieran «como un solo hombre» no contra su vecino del norte, sino contra Japón. Por otra parte, veinte años después, los fabricantes automovilísticos japoneses miraban con recelo al fuerte rival que habían contribuido a crear. Al igual que en Taiwan, en Corea del Sur el crecimiento industrial se apoyó en la tecnología difundida por Japón.
Sin embargo, a pesar de que la dependencia de Japón con respecto a la energía importada se tradujo en una terrible conmoción económica cuando los precios del petróleo se dispararon en la década de 1970, durante mucho tiempo nada parecía afectar al progreso económico del país. Las exportaciones a Estados Unidos, que en 1971 ascendían a 6.000 millones de dólares, en 1984 se habían multiplicado por diez. A finales de la década de 1980, Japón era la segunda potencia económica del mundo en cuanto al PIB. Cuando sus empresas volvieron su atención hacia la tecnología de la información y la biotecnología, y hablaron de ir reduciendo la producción de automóviles, no había ninguna razón para pensar que el país había perdido su capacidad de disciplinada adaptación.
La adquisición de más poder ya había significado la asunción de mayores responsabilidades. La retirada del patrocinio estadounidense tuvo un final lógico en 1972, cuando Okinawa (una de las primeras posesiones exteriores recuperadas) fue devuelta a Japón, pese a la permanencia de una gran base norteamericana. Quedaban pendientes el tema de las Kuriles, aún en manos rusas, y el de Taiwan, en posesión de los nacionalistas chinos y reclamada por los comunistas chinos, pero la actitud japonesa al respecto fue siempre de una (sin duda prudente) reserva. Existía también la posibilidad de que se reabriera la cuestión de Sajalin. Todos esos temas empezaron a parecer mucho más susceptibles de revisión o, como mínimo, de reconsideración en la estela de los grandes cambios que había supuesto para la escena asiática la revitalización de China y de Japón. El enfrentamiento sinosoviético dio a Japón más libertad de maniobra, pero hacia Estados Unidos, su antiguo patrón, y hacia China y Rusia. Que una vinculación tan estrecha con los norteamericanos podía acabar siendo inoportuna se volvió evidente conforme se desarrollaba la guerra de Vietnam y en Japón crecía la oposición política al conflicto. El país nipón tenía una libertad limitada en tanto en cuanto las otras tres grandes potencias de la región estaban en 1970 equipadas con armas nucleares (y Japón, más que cualquier otro país, conocía de primera mano sus efectos), pero nadie dudaba de que, en caso necesario, los japoneses también podrían fabricarlas en un tiempo relativamente breve. En general, la postura nipona tenía el potencial de desplegarse en varias direcciones; en 1978, el vicepresidente chino visitó Tokio. Era innegable que Japón volvía a ser una potencia mundial.
Si la prueba de ese estatus es el ejercicio habitual de una influencia decisiva, ya sea económica, militar o política, fuera de las fronteras geográficas propias, se puede afirmar que, en la década de 1980, la India seguía sin ser una potencia mundial. Se trata posiblemente de una de las sorpresas de la segunda mitad del siglo. Cuando obtuvo la independencia, la India disfrutaba de muchas ventajas que no tenían otras antiguas colonias europeas ni Japón después de la derrota. En 1947 el país arrancó con una administración eficiente, un ejército disciplinado y bien preparado, una élite bien formada y universidades florecientes (unas setenta); internacionalmente, podía contar con el respeto y la buena disposición de muchos; tenía una infraestructura considerable que había salido indemne de la guerra, y pronto podría explotar las ventajas de la polarización de la guerra fría. También tenía que hacer frente a la pobreza, la desnutrición y a grandes problemas de salud pública, pero a China le pasaba lo mismo. Cuando llegó 1980, el contraste entre ambos era muy visible; en la década de 1970, las calles de las ciudades chinas se habían llenado de personas bien alimentadas y bien vestidas (de forma gris pero práctica), mientras que las calles indias seguían mostrando espantosos ejemplos de pobreza y enfermedad. En estas condiciones, era fácil adoptar una visión pesimista ante el escaso desarrollo de la India. Había sectores en los que el crecimiento era sustancial e impresionante, pero esos logros quedaban eclipsados por una realidad: el crecimiento económico iba seguido de cerca por el crecimiento de la población. La mayoría de los indios apenas habían mejorado su situación con respecto a los que celebraron la independencia en 1947.
Se podría decir que el haber mantenido una India unida ya constituía un gran logro, dada la naturaleza fisípara del país y sus potenciales divisiones. También hay que admitir que, en cierta medida, se supo mantener un orden electoral democrático, aunque con ciertas salvedades, y que los cambios de gobierno habidos fueron pacíficos y fruto de los votos emitidos. Sin embargo, hasta el historial democrático de la India se vio menos esperanzador después de 1975, cuando la primera ministra (e hija de Nehru) Indira Gandhi declaró el estado de excepción y la imposición de unas prerrogativas presidenciales parecidas a las de los virreyes de los viejos tiempos (con el apoyo de uno de los dos partidos comunistas indios). Es cierto que, como consecuencia de ello, Gandhi perdió las elecciones de 1977 y, al año siguiente, fue objeto de una exclusión judicial del cargo y del Parlamento durante un breve tiempo, lo que se podría interpretar como un síntoma saludable del constitucionalismo indio. Sin embargo, en el otro plato de la balanza hay que poner el frecuente recurso a las facultades presidenciales para suspender el gobierno constitucional normal en regiones concretas, así como una montaña de informes sobre la brutalidad de la policía y demás fuerzas de seguridad hacia las minorías.
Como síntoma inquietante de reacción al peligro de división, en 1971 un partido hindú ortodoxo y profundamente conservador apareció en la política india como la primera amenaza viable a la hegemonía del Partido del Congreso, y ocupó el poder durante tres años. Sin embargo, la hegemonía continuó; cuarenta años después de la independencia, el Partido del Congreso estaba más presente que nunca, más que como un partido político en el sentido europeo, como una coalición para todo el país de grupos de interés, personajes importantes y gestores de influencias, lo que le daba, incluso bajo el liderazgo de Nehru y a pesar de todas sus aspiraciones y retórica socialistas, un carácter intrínsecamente conservador. Una vez expulsados los británicos, la misión del Partido del Congreso nunca fue buscar el cambio, sino más bien acomodarse a él. Esto quedó en cierta manera simbolizado por la naturaleza dinástica del gobierno indio. A Nehru le sucedió como primera ministra su hija Indira —cuyo primer alejamiento de los deseos de su padre fue ignorar su voluntad de que en su funeral no hubiera ninguna ceremonia religiosa—, y a Indira, su hijo Rajiv. Cuando este fue asesinado en un atentado (no estaba en el gobierno en esos momentos), los líderes del Partido del Congreso mostraron un reflejo casi automático al intentar convencer a su viuda para que asumiera el liderazgo del partido. Con todo, en la década de 1980 había indicios de que esa tradición dinástica podría no ser viable durante mucho tiempo. El particularismo sij saltó a la palestra mundial en 1984 con el magnicidio de Indira Gandhi (que volvía a ser primera ministra), después de que el ejército indio lanzara un ataque contra el principal templo de los sijs en Amritsar. En los siete años siguientes, más de 10.000 personas, entre militantes sijs, transeúntes inocentes y miembros de las fuerzas de seguridad, fueron asesinadas. Por su parte, el enfrentamiento con Pakistán por Cachemira se reavivó en la segunda mitad de la década. En 1990 se admitió oficialmente que aquel año habían muerto 890 personas en los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes, los peores desde 1947.
Una vez más, no es fácil evitar la banal reflexión sobre lo mucho que le pesaba a la India su pasado, sobre la ausencia de una fuerza dinámica suficiente para desbancarlo y sobre la lenta y fragmentaria llegada de la modernidad. La reafirmación de la tradición india era una posibilidad siempre presente conforme se iban borrando los recuerdos de la India anterior a la independencia. Resulta simbólico que, cuando en 1947 llegó por fin el momento de la independencia, lo hiciera a medianoche, porque los británicos no habían consultado a los astrólogos una fecha con buenos auspicios y se optó por elegir el intervalo entre dos días para el nacimiento de una nueva nación; era una confirmación del poder de las tradiciones indias, que apenas se debilitaría en los cuarenta años siguientes. La partición había redefinido a la comunidad que se iba a gobernar en términos mucho más hindúes. En 1980, el último funcionario contratado bajo la presencia británica ya se había jubilado. La India sigue viviendo en una contradicción consciente entre un sistema político occidental injertado y la sociedad tradicional en la que este se ha impuesto. Pese a todos los grandes logros de muchos de sus dirigentes, hombres y mujeres plenamente entregados, el pasado más arraigado, con todo lo que implica en cuestión de privilegios, injusticia y desigualdad, sigue obstaculizando el avance del país. Quizá los que creyeron en su futuro en 1947 no supieron ver lo difícil y doloroso que siempre tiene que ser un cambio fundamental... Aunque no corresponde jactarse de ello a quienes han encontrado difícil aplicar cambios mucho menos fundamentales en sus propias sociedades.

El mundo del islam
El vecino de la India, Pakistán, se había vuelto de forma más deliberada hacia la tradición islámica, y pronto se encontró formando parte de un movimiento de renovación presente en gran parte del mundo musulmán. Los políticos occidentales tuvieron que recordar —y no era la primera vez— que el islam era fuerte en un territorio que se extendía desde Marruecos, en el oeste, hasta China, en el este. Indonesia, el mayor país del sudeste asiático junto con Pakistán, Malasia y Bangladesh, albergaba a cerca de la mitad de los musulmanes del mundo. Fuera de estos países y de las tierras de cultura árabe, tanto la Unión Soviética como Nigeria, el país africano más poblado, tenían también grandes poblaciones musulmanas (ya en 1906, la revolución en Irán había alarmado al gobierno zarista de Rusia por sus posibles efectos perturbadores entre sus propios súbditos musulmanes). Sin embargo, se tardó bastante en modificar la percepción sobre el mundo islámico. A mediados de la década de 1970, el resto del mundo apenas pensaba en el islam, y cuando lo hacía, tendía a obsesionarse con los países árabes de Oriente Próximo, sobre todo con los productores de petróleo.
Esta percepción limitada también se vio durante mucho tiempo empañada y oscurecida por la guerra fría. Además, la naturaleza de ese conflicto emborronaba a veces escenarios más antiguos; algunos observadores veían lo que era un deseo tradicional ruso de influir en la región como una faceta de la política soviética que estaba más cerca que nunca de su realización. En 1970, la Unión Soviética tenía una presencia naval en el mundo que rivalizaba con la de Estados Unidos, incluido el océano Índico. Tras la retirada británica de Adén en 1967, los rusos utilizaron esa misma base con el consentimiento del gobierno de Yemen del Sur. Todo esto se estaba produciendo en un momento en el que, más al sur, los estadounidenses también habían sufrido reveses estratégicos. La llegada de la guerra fría al Cuerno de África y a las antiguas colonias portuguesas había añadido significado a los acontecimientos que tenían lugar más al norte.
Sin embargo, con la perspectiva que da el tiempo, no parece que la política soviética se beneficiara mucho en el mundo musulmán del considerable caos que sufría la política estadounidense en Oriente Próximo a mediados de la década de 1970. Para entonces, Egipto se había enfrentado a Siria y había acudido a Estados Unidos con la esperanza de llegar a una paz con Israel que salvara las apariencias. Cuando en 1975 la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó el sionismo como una forma de racismo y concedió a la OLP la condición de «observador» en la Asamblea General, Egipto quedó inevitablemente más aislado del resto de los estados árabes. Mientras, la actividad de la OLP en la frontera norte estaba no solo acosando a Israel, sino también hundiendo al Líbano —antes bastión de los valores occidentales y por entonces santuario de la OLP— en la ruina y la desintegración. En 1978, Israel invadió el sur del Líbano con la esperanza de poner fin a los ataques de la OLP. Aunque el mundo no islámico aplaudió el encuentro de los primeros ministros egipcio e israelí en Washington al año siguiente para firmar un acuerdo de paz que implicaba la retirada de Israel del Sinaí, tres años después el egipcio lo pagó con su vida a manos de los que sentían que había traicionado la causa palestina.
El limitado acuerdo entre Israel y Egipto debía mucho a Jimmy Carter, el candidato demócrata que había ganado las elecciones presidenciales estadounidenses de 1976. La moral norteamericana sufría a la sazón otras penalidades además de las de Oriente Próximo. La guerra de Vietnam había destruido la carrera de un presidente, y el mandato de su sucesor se había centrado en la gestión de la derrota estadounidense y del acuerdo de paz (y pronto se vio lo poco que valía dicho acuerdo). Como trasfondo, también estaba el miedo que sentían muchos ciudadanos de Estados Unidos ante la creciente fuerza de la URSS en cuestión de misiles. Todo esto afectó a la reacción estadounidense ante un acontecimiento totalmente imprevisto, el derrocamiento del sha de Irán, que no solo infligió un grave golpe a Estados Unidos, sino que también reveló, por un lado, una dimensión nueva y potencialmente enorme de los conflictos de Oriente Próximo y, por otro, la imprevisibilidad del islam.
En enero de 1979, el sha de Irán —que durante mucho tiempo había sido objeto del favor estadounidense como aliado de confianza— fue expulsado del trono y del país por una coalición de progresistas indignados y conservadores islámicos. Un intento de garantizar un gobierno constitucional fracasó pronto ante el apoyo popular obtenido por los islamistas. Las tradiciones y la estructura social de Irán habían sufrido el trastorno de una política de modernización en la que el sha había seguido los pasos de su padre Reza Khan, pero con menos prudencia. Casi de inmediato nació una república islámica chiita dirigida por un clérigo anciano y fanático. Estados Unidos reconoció enseguida al nuevo régimen, pero en vano. El país norteamericano era señalado como el protector del antiguo sha y la encarnación más visible del capitalismo y del materialismo occidental. Apenas consolaba el hecho de que la Unión Soviética fuera objeto al poco tiempo de una demonización similar por parte de los líderes religiosos iraníes, como un segundo «Satán» que amenazaba la pureza del islam. Algunos norteamericanos se animaron cuando, en Irak, el régimen del partido Baaz, de especial ferocidad y que ya era visto con buenos ojos por su cruel persecución y ejecución de los comunistas iraquíes, se enfrentó con el nuevo Irán en un conflicto avivado (a pesar del laicismo baazista) por la tradicional enemistad entre los suníes de Mesopotamia y los musulmanes chiitas de Persia. Cuando en julio de 1979 Sadam Husein asumió la presidencia en Bagdad, la CIA albergó esperanzas de que acabara contrarrestando el peligro iraní en la región del golfo Pérsico.
Esas esperanzas eran particularmente necesarias porque la Revolución iraní implicó mucho más que la pérdida de un Estado cliente de los norteamericanos. Aunque lo que hizo posible el derrocamiento del sha fue una conjunción de diferentes descontentos, la rápida vuelta a la tradición arcaizante (de forma más llamativa en el trato a las mujeres) demostró que allí se había repudiado algo más que a un gobernante. La nueva república islámica, aunque se definiera chiita, formulaba reclamaciones universales; era una teocracia en la que el buen gobierno se derivaba de la buena fe, en cierta manera como en la Ginebra de Calvino. También era una expresión de la rabia que sentían muchos musulmanes de todo el mundo (sobre todo en territorio árabe) ante la aparición de la occidentalización laica y el incumplimiento de la promesa de modernización. En Oriente Próximo, más que en ningún otro lugar, ni el nacionalismo ni el socialismo ni el capitalismo habían conseguido resolver los problemas de la región, o satisfacer siquiera las pasiones y los apetitos que habían despertado. Los «fundamentalistas» musulmanes consideraban que Ataturk, Reza Khan y Nasser habían llevado a sus pueblos por el camino equivocado. Las sociedades islámicas habían podido resistir el contagio del comunismo ateo, pero, para muchos musulmanes, el contagio de la cultura occidental, hacia la que se habían vuelto tantos de sus líderes durante más de un siglo, resultaba mucho más peligroso. Paradójicamente, el concepto revolucionario occidental de explotación capitalista contribuyó a alimentar esta animadversión.
Las raíces del fundamentalismo islámico (por utilizar esa expresión comodín tan poco satisfactoria) eran variadas y muy profundas. Se nutrían de un pasado de siglos de lucha contra la cristiandad y reaparecieron a partir de la década de 1960, cuando los foráneos (incluida la URSS) encontraron cada vez más obstáculos para imponer su voluntad en Oriente Próximo y en el golfo Pérsico, dadas las divisiones de la guerra fría. Cada vez era más evidente para muchos árabes musulmanes que el principio occidental de nacionalidad, defendido desde la década de 1880 como remedio organizativo para la inestabilidad que siguió a la decadencia turca, no había funcionado; estaba claro que las guerras por los antiguos territorios otomanos seguían vivas. Una conjunción favorable de circunstancias difíciles para Occidente se reforzó aún más con el reciente descubrimiento del poder del factor petróleo. Pero también había que tener en cuenta que, desde 1945, los musulmanes más religiosos habían empezado a ver que el comercio occidental, las comunicaciones y las propias tentaciones que acompañaban a la riqueza petrolífera eran más peligrosos para las sociedades islámicas que cualquier otra amenaza anterior (y, sobre todo, que cualquier amenaza puramente militar). Eso contribuyó a la tensión y al malestar.
Sin embargo, a esas sociedades les resultaba difícil andar a un mismo paso. La hostilidad entre suníes y chiitas tenía siglos de antigüedad. En el período que siguió a 1945, el movimiento socialista Baaz, que inspiró a muchos musulmanes y que estaba especialmente arraigado en Irak, había sido anatematizado por los Hermanos Musulmanes, que lamentaban la «ausencia de Dios» en ambos bandos incluso en el conflicto palestino. La soberanía popular era una meta rechazada por los fundamentalistas, que perseguían el control islámico de la sociedad en todos sus aspectos, hasta el punto de que, al cabo de poco tiempo, el mundo empezó a acostumbrarse a oír noticias como que Pakistán prohibía el hockey mixto, que Arabia Saudí castigaba los delitos con lapidaciones y amputaciones, que Omán estaba construyendo una universidad en la que se separaría a hombres y mujeres durante las clases... y mucho, mucho más. En 1980, los islamistas radicales tenían suficiente poder como para lograr sus objetivos en ciertos países. De hecho, en 1978 hasta los estudiantes del comparativamente «occidentalizado» Egipto ya les habían votado en las elecciones, mientras que algunas alumnas de la facultad de medicina se negaban a diseccionar cadáveres masculinos y exigían un sistema de enseñanza separado por sexos.
Para evaluar esas actitudes con perspectiva (a primera vista, llama la atención del occidental que los estudiantes radicales apoyaran causas tan claramente reaccionarias), hay que ubicarlas en el contexto de una larga ausencia dentro del islam de estados o teorías institucionales como las que había en Occidente. Incluso en manos ortodoxas, e incluso cuando aporta algún bien deseable, el Estado como tal no es una autoridad automáticamente legítima en la mentalidad islámica. Además, la propia introducción de estructuras de Estado en tierras árabes desde el siglo XIX había sido una imitación, consciente o inconsciente, de Occidente. El radicalismo juvenil, que tampoco había encontrado lo que buscaba en el socialismo (o lo que se creía que era el socialismo, el cual, en cualquier caso, era otra importación occidental), sentía que los estados o naciones no tenían ningún valor intrínseco, de manera que miraban hacia otro lado; lo que explica, en parte, los esfuerzos realizados, primero en Libia y luego en Irán y Argelia, para fomentar nuevas formas de legitimar la autoridad. Falta por ver si el ancestral sesgo islámico contra las instituciones públicas y a favor del tribalismo y de la hermandad del islam se puede mantener. Después de todo, incluso esa hermandad tiene que reconocer que la mayoría de los musulmanes del mundo no hablan árabe.
El potencial de que se produzcan disturbios e incluso conflictos intestinos en algunas partes del mundo islámico hace que resulte demasiado tentador simplificar. El mundo islámico no es culturalmente homogéneo y, al igual que el mítico «Occidente» denunciado en la década de 1980 por los imanes más populares, no se puede identificar de forma convincente con una civilización coherente, diferenciada y de fronteras claras y delimitadas. El «islam», al igual que «Occidente», es una abstracción, una expresión a veces útil a efectos explicativos. Muchos musulmanes, incluidos algunos de mentalidad religiosa, intentan vivir a caballo entre ambos mundos, comprometidos en cierta medida con ideales occidentales y con ideales islámicos. Cada mundo representa un centro histórico de dinamismo y una fuente de energías, si bien esta afirmación parece más cierta en el caso de la civilización occidental, independientemente de cómo se defina, que en el de cualquier posible lectura del islam.
En cuanto a la violencia perturbadora de la política islámica en muchos estados árabes, suele ser resultado de una simple polarización entre el autoritarismo represivo, por un lado, y el movimiento radical, por otro. Es el caso de las alteraciones del orden que se produjeron en la década de 1980 en Marruecos y en Argelia, una situación que se volvió aún más peligrosa y explosiva por la demografía. Se calcula que la edad media de la mayor parte de las sociedades islámicas es de entre quince y dieciocho años, y sus poblaciones crecen muy deprisa. Hay demasiada energía y frustración juvenil en el ambiente para poder esperar con optimismo un futuro de paz. También aquí radica la razón de que, poco después de la Revolución iraní, los estudiantes de Teherán desahogaran su exasperación asaltando la embajada estadounidense y secuestrando a rehenes civiles y diplomáticos. El mundo vio con sorpresa que el gobierno iraní los respaldaba, se hacía cargo de los rehenes y secundaba la exigencia de los estudiantes de que el sha regresara para ser juzgado. Al presidente Carter no se le podía presentar una situación más difícil, dado que en aquel momento la política norteamericana en el mundo islámico estaba centrada sobre todo en la intervención soviética en Afganistán. Las primeras respuestas fueron romper las relaciones diplomáticas con Irán e imponer sanciones económicas. Les siguió una operación de rescate que fracasó lamentablemente, y al final los desdichados rehenes fueron recuperados mediante negociaciones (y, en efecto, el pago de un rescate: la devolución de los activos iraníes en Estados Unidos, que habían sido congelados cuando se produjo la revolución). Aun así, la humillación de los estadounidenses no fue ni la única cara de este episodio ni la más importante.
Junto con sus amplias repercusiones políticas, la retención de los rehenes fue simbólica en otro sentido, porque supuso un duro golpe (traducido en un voto de condena unánime en la ONU) a la convención, desarrollada primero en Europa y después, durante más de tres siglos, en todo el mundo civilizado, de que los representantes diplomáticos debían gozar de plena inmunidad. La acción del gobierno iraní anunciaba que no seguiría las reglas del juego. Era un rechazo flagrante de los postulados «civilizados», que obligó a algunos en Occidente a plantearse por primera vez qué más podía implicar la revolución islámica.

4. El final de una era
Frustaciones
La década de 1980 trajo cambios extraordinarios, pero pocos de ellos en Oriente Próximo, donde más probables parecían al inicio de la década. Al contrario, daba la impresión de que el estancamiento se apoderaba de la región. La tensión había alcanzado cotas altas en 1980, como en años anteriores, pero también eran grandes las esperanzas de la mayoría de las partes implicadas en resolver los problemas que presentaba la imagen de Israel como Estado sucesor del imperio otomano en Palestina. A excepción, quizá, de una minoría de israelíes, las expectativas generales se verían frustradas. Por una vez, parecía como si la Revolución iraní fuera a transformar las reglas del juego imperantes hasta el momento, y había quien así lo esperaba. No obstante, diez años más tarde aún resultaba muy difícil decir qué era lo que había cambiado realmente fuera de Irán, o cuál era el significado real del revuelo que había provocado en el mundo islámico. Lo que durante un tiempo había parecido ser un resurgimiento islámico, también podía interpretarse como una de las recurrentes oleadas de puritanismo que aparecían de vez en cuando, desde siglos atrás, y que estimulaban y regeneraban la masa de fieles. También es cierto, por supuesto, que la tensión se debía en gran medida a las circunstancias; la ocupación por parte de Israel del tercero de los lugares sagrados del islam en Jerusalén, de pronto había potenciado la solidaridad islámica. Sin embargo, el ataque de Irak sobre Irán en 1980 provocó una sangrienta guerra que duraría ocho años y costaría un millón de vidas. Aunque pudiera haber otras causas subyacentes, el conflicto también se debió a que Irak era suní e Irán, chiita. Una vez más, los pueblos islámicos presentaban divisiones debidas a antiguas brechas y no solo a asuntos contemporáneos.
Muy pronto resultó también evidente que, aunque aquello pudiera irritar y alarmar a las superpotencias (a la URSS especialmente, debido a sus millones de súbditos musulmanes), Irán no suponía una amenaza real. A finales de 1979, sus gobernantes tuvieron que quedarse mirando, impotentes, mientras el ejército ruso entraba en Afganistán para apoyar a un gobierno títere comunista contra los rebeldes musulmanes. Un motivo por el que Irán apoyaba a los terroristas y secuestradores era que era lo único que podía hacer. A pesar del episodio de los estadounidenses retenidos en su propia embajada, tampoco pudo conseguir que el antiguo sha se enfrentara a la justicia islámica. Con su pequeña victoria sobre los norteamericanos en el asunto de los rehenes, Irán había humillado a Estados Unidos, pero muy pronto eso dejaría de parecer tan importante. En retrospectiva, la declaración de 1980 del presidente Carter afirmando que Estados Unidos consideraba el golfo Pérsico una zona de interés vital resultaba ya reveladora. Era un primer indicio de que se iba a acabar la sensación exagerada de incertidumbre y derrotismo que reinaba en el país. Iba a imponerse de nuevo el centralismo en la política internacional. Pese a todos aquellos cambios espectaculares desde la crisis de Cuba, en 1980 la república estadounidense seguía siendo uno de los dos únicos estados cuyo poder les daba una posición incuestionable —según la definición oficial soviética— como «las mayores potencias mundiales, sin cuya participación no se puede solucionar absolutamente ningún problema internacional». Esta participación sería en algunos casos más implícita que explícita, pero era un dato fundamental sobre la forma en que funcionaba el mundo.
Por otra parte, la historia no tiene personajes favoritos que duren mucho. Aunque algunos estadounidenses sufrieron por la potencia soviética tras la crisis de los misiles en Cuba, a principios de la década de 1970 ya había abundantes indicios de que los gobernantes soviéticos se encontraban en dificultades. Tenían que enfrentarse con una máxima que proclamaba el propio marxismo: que la conciencia evoluciona según las condiciones materiales. Dos consecuencias, entre otras, de que la sociedad soviética ya no estaba tan tranquila eran una disidencia evidente, de dimensiones mínimas, pero indicadora de la creciente exigencia de una mayor libertad espiritual, y la presencia menos explícita, pero igualmente real, de una corriente de opinión que solicitaba mejoras materiales. Aunque la Unión Soviética siguió gastando colosales sumas de dinero en armamento (cerca de una cuarta parte de su PIB en la década de 1980), parecía que casi no bastaba. Para poder hacer frente a esta carga iban a necesitar tecnología, técnicas de gestión y, posiblemente, capital de Occidente. Podía discutirse sobre la forma que debía tomar el cambio de trayectoria, pero que se avecinaba un cambio era algo evidente.
No obstante, en 1980 se había estrechado aún más el vínculo más fuerte que unía a las dos superpotencias. Por enorme que fuera el esfuerzo realizado por la Unión Soviética para obtener una capacidad de ataque nuclear mayor que la de Estados Unidos, la superioridad a esos niveles era una cuestión puramente testimonial. Estados Unidos, con su proverbial habilidad para los eslóganes impactantes, describió la situación de forma sucinta como «MAD» (literalmente, «loca»); es decir, que ambos países tenían capacidad para provocar una «destrucción mutua asegurada» (Mutually Assured Destruction) o, más exactamente, una situación en la que los dos combatientes tendrían capacidad suficiente para asegurar que, aunque un ataque por sorpresa les privara de lo mejor de su armamento, con el restante bastaría para garantizar una réplica tan arrolladora que dejaría las ciudades de su oponente convertidas en páramos de cenizas y a sus fuerzas armadas tan mermadas que apenas podrían controlar a los aterrorizados supervivientes.
Esta singular perspectiva suponía una gran fuerza conservadora. Aunque en ocasiones aparece algún loco —por decirlo llanamente— en algún cargo de poder, la observación del doctor Johnson de que saber que te van a colgar hace que consigas concentrarte de un modo infalible, es aplicable a los colectivos amenazados por un desastre de estas dimensiones; la convicción de que una metedura de pata podría llevar a la extinción es un gran estímulo para la prudencia. Puede que ahí radique la explicación fundamental del nuevo nivel de cooperación que ya habían demostrado en la década de 1970 Estados Unidos y la Unión Soviética, pese a sus disputas puntuales. Uno de sus primeros frutos fue un tratado de limitación de los misiles defensivos firmado en 1972; en parte, se debió a que ambos bandos se concienciaron de que mediante la ciencia se podía controlar cualquier contravención de los acuerdos (no todas las investigaciones militares iban destinadas a aumentar la tensión). Al año siguiente se iniciaron conversaciones sobre futuras limitaciones armamentísticas, al tiempo que empezaba a discutirse la posibilidad de llegar a un acuerdo de seguridad global en Europa.
A cambio del reconocimiento implícito de las fronteras europeas tras la guerra (y, sobre todo, de la división entre las dos Alemanias), en 1975 los negociadores soviéticos aceptaron por fin en Helsinki aumentar las relaciones económicas entre Europa del Este y Europa occidental, y firmar un tratado que garantizara los derechos humanos y la libertad política. Esto último, por supuesto, no había modo de controlarlo. Sin embargo, quizá tuviera más trascendencia que la obtención del reconocimiento de las fronteras, tan importante para los negociadores soviéticos. El éxito de Occidente en cuanto a los derechos humanos no solo serviría para animar a los disidentes de la Europa comunista y de Rusia, sino que eludía las antiguas restricciones sobre lo que antes se calificaba de injerencia en los asuntos internos de los estados comunistas. Gradualmente, empezaron a surgir críticas abiertas que acabarían fomentando el cambio en Europa del Este. Mientras tanto, el flujo comercial y de inversiones entre las dos Europas también empezó a crecer, aunque muy lentamente. Era lo más cerca que se había llegado hasta entonces a un tratado de paz general desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y aquello dio a la Unión Soviética lo que más deseaban sus líderes: garantías de seguridad sobre los territorios que habían constituido su mayor botín de guerra en 1945.
Por todo ello, a los estadounidenses les preocupaban cada vez más las cuestiones internacionales a medida que se acercaba 1980, año de elecciones presidenciales. Dieciocho años antes, la crisis de Cuba había demostrado al mundo que Estados Unidos mantenía su liderazgo. Contaba con una potencia militar superior, con el apoyo de sus aliados (en su mayoría dignos de confianza), de sus clientes y de sus países satélites de todo el mundo, y con la voluntad manifiesta de mantener una actividad diplomática y militar en todo el planeta, al tiempo que lidiaba con enormes problemas internos. En 1980, muchos de sus ciudadanos tenían la sensación de que el mundo había cambiado, y aquello no les gustaba. Cuando el nuevo presidente republicano, Ronald Reagan, accedió al cargo en 1981, sus partidarios echaban la mirada atrás y veían una década de pérdida de poder estadounidense. Reagan heredó un enorme déficit presupuestario, un desencanto ante lo que se interpretaba como recientes victorias del poder soviético en África y Afganistán, y cierta consternación por la supuesta desaparición de la superioridad nuclear estadounidense de la década de 1960.

Los conflictos de oriente próximo
En los cinco años siguientes, el presidente Reagan sorprendió a sus críticos y subió la moral de sus compatriotas con notables —aunque a menudo cosméticos— actos de liderazgo. Simbólicamente, el día de su nombramiento los iraníes liberaron a los rehenes estadounidenses (muchos en Estados Unidos opinaban que la elección de aquel día para la liberación era un efecto de cara a la galería orquestado por los nuevos aliados de la administración). Pero aquello no suponía el final de los problemas con los que se enfrentaba Estados Unidos en Oriente Próximo y en el golfo Pérsico. Dos escollos fundamentales seguían ahí: la amenaza que planteaba la región para el orden internacional mientras durara la guerra fría, y la cuestión de Israel. Para muchos, la guerra entre Irán e Irak era la prueba del primer peligro. Muy pronto, la inestabilidad de algunos países árabes se volvió más evidente. En el Líbano desapareció prácticamente el gobierno como tal, sumiendo al país en la anarquía y dejándolo en manos de bandas de pistoleros auspiciados por los sirios y los iraníes. Dado que eso le daba al ala revolucionaria de la OLP una base de operaciones aún más propicia que en el pasado, Israel empezó a realizar operaciones militares cada vez más violentas y caras en la frontera septentrional y más allá. A aquello le siguieron un recrudecimiento de las tensiones en la década de 1980 y un conflicto israelí-palestino cada vez más enconado. Más alarmante resultaba aún para Estados Unidos el que el Líbano se sumiera en una anarquía en la que, tras la llegada de los marines, se registraron atentados contra la embajada estadounidense y en los barracones de los marines, con un balance total de más de trescientos muertos.
Estados Unidos no era el único que se enfrentaba a estos problemas. Cuando la Unión Soviética mandó tropas a Afganistán (donde se quedarían empantanadas durante casi una década), las manifestaciones de rabia iraní y musulmana en general acabarían afectando a los musulmanes de la Unión Soviética. Algunos pensaron que aquello era un buen auspicio, al considerar que la creciente agitación en el mundo islámico podría inducir a las dos superpotencias a ser más prudentes, y quizá llevarlas a un apoyo incondicional de sus satélites y aliados en la región. El primer interesado en ello era, por supuesto, Israel. Mientras tanto, las manifestaciones alarmistas y la retórica de la Revolución iraní hicieron pensar a algunos que se acercaba un conflicto de civilizaciones. No obstante, el puritanismo agresivo de Irán también provocaba escalofríos entre los árabes conservadores de los reinos petroleros del golfo Pérsico, sobre todo en Arabia Saudí. De hecho, eran muchos los indicios de lo que parecía ser una creciente simpatía hacia los reaccionarios radicales de la Revolución iraní en otros países islámicos, como demostraron los asesinos del presidente egipcio en 1981. El gobierno de Pakistán siguió proclamando (e imponiendo) su ortodoxia islámica, y hacía la vista gorda ante los que ayudaban a los rebeldes anticomunistas en Afganistán (aunque, curiosamente, pese a ser un país islámico, aceptó a una mujer como primera ministra y en 1989 incluso volvió a ingresar en la Commonwealth británica).
En el norte de África fue cada vez más evidente el sentimiento islámico radical al ir avanzando la década, no ya tanto en las salidas de tono y las declaraciones del exaltado dictador libio (el coronel Gadafi hacía un llamamiento a los otros países petroleros para que dejaran de abastecer a Estados Unidos, pese a que una tercera parte del petróleo libio seguía vendiéndose en el mercado norteamericano, y en 1980 celebró una breve «unión» de su país con la Siria baazista) como en Argelia. El país había tenido un arranque prometedor tras conseguir la independencia, pero en 1980 la economía nacional flaqueaba, el consenso que había servido de base a su movimiento independentista se estaba perdiendo, y la emigración a Europa en busca de trabajo parecía la única salida posible para muchos de sus jóvenes. En las elecciones argelinas de 1990, el partido fundamentalista islámico consiguió la mayoría por primera vez en un país árabe. El año anterior, un golpe militar en Sudán había llevado al poder a un régimen militar e islámico militante, que de un plumazo eliminó las pocas libertades civiles que les quedaban a los desdichados sudaneses.
Sin embargo, pese al influjo de la radicalización islámica, hacia 1990 se observaban abundantes señales de que el antagonismo entre los políticos árabes moderados y conservadores era suficiente como para que la oposición de origen autóctono pudiera resultar efectiva en algunos casos. Aun sin entrar en la realidad política de esos países o en cuestiones más profundas sobre la factibilidad de la revolución islámica, resulta paradójico que los aspirantes a revolucionarios consigan el suficiente apoyo, cuando tantos de sus seguidores potenciales buscan, de un modo inconsciente, alcanzar cotas de poder y de modernización sistemáticamente incompatibles con las enseñanzas y la tradición islámicas. Libia podía desestabilizar otros países africanos y armar a terroristas irlandeses, pero poco más consiguió. Debido a la preocupación reinante entre los soviéticos y los estadounidenses por la evolución de las circunstancias en otros países, cada vez resultaba más difícil sacar provecho de su vieja rivalidad. Lo único que les quedaba a los fundamentalistas era dirigir la mirada hacia dos países musulmanes potencialmente ricos, Irak e Irán, que durante la mayor parte de la década de 1980 se vieron enzarzados en una disputa que les costaría muy cara.
Por otra parte, cada vez era más evidente que el gobernante de Irak, subvencionado por Estados Unidos y gran protagonista de la agitación en Oriente Próximo, solo apoyaba el islam por motivos tácticos y pragmáticos. Sadam Husein era musulmán de origen, pero encabezó un régimen baazista basado en realidad en las influencias, la familia y el uso interesado del ejército. Buscó el poder y la modernización tecnológica como medio de conseguirlo, y no hay pruebas de que en ningún momento le interesara el bienestar del pueblo iraquí. Cuando inició la guerra con Irán, el prolongado conflicto y el gran coste que supuso fueron un motivo de satisfacción para otros estados árabes —en particular para los países petroleros del golfo Pérsico—, porque al mismo tiempo tenía ocupado a un bandido peligroso y a los tan temidos revolucionarios iraníes. No obstante, no les gustó tanto el hecho de que la guerra distrajera la atención de la cuestión palestina y de que aquello diera ventaja a Israel en sus negociaciones con la OLP.
Durante casi una década de escaramuzas e incursiones en el golfo Pérsico, algunas de las cuales hicieron temer por los suministros de petróleo a Occidente, hubo ocasiones en que los incidentes amenazaron con extender el conflicto, en particular entre Irán y Estados Unidos. Mientras tanto, los acontecimientos en el Levante mediterráneo recrudecieron la situación, ya en punto muerto. La progresiva ocupación israelí de los Altos del Golán, sus enérgicas operaciones en el Líbano contra los grupos guerrilleros palestinos, y las campañas para fomentar aún más la inmigración judía (principalmente desde la URSS) lanzadas por sus mecenas y el propio gobierno, contribuyeron a reforzar al país en previsión de un nuevo enfrentamiento contra la fuerza combinada de diversos ejércitos árabes. No obstante, a finales de 1987 se produjeron los primeros estallidos de violencia entre los palestinos de los territorios ocupados por Israel, que persistieron y aumentaron hasta convertirse en una insurrección intermitente pero incesante, la Intifada. A pesar de granjearse una mayor simpatía internacional al reconocer oficialmente el derecho a existir de Israel, en 1989 la OLP se encontraba en una posición de desventaja, cuando por fin acabó la guerra entre Irán e Irak. Al año siguiente murió el ayatolá Jomeini, y había indicios de que su sucesor se mostraría menos decidido a la hora de dar apoyo a los palestinos y a las causas fundamentalistas islámicas.
Durante la guerra entre Irán e Irak, Estados Unidos había apoyado a Irak, en parte debido a la visión exagerada que tenían los norteamericanos de la amenaza fundamentalista. Pese a ello, cuando el país se encontró en una guerra cara a cara con un enemigo declarado, este sería Irak, no Irán. En 1990, tras firmar un generoso tratado de paz con Irán, Sadam Husein reavivó una antigua disputa fronteriza con el reino de Kuwait. También había tenido sus discusiones con el jeque kuwaití por las cuotas y los precios del crudo. Resulta difícil de creer que estas diferencias fueran reales; aparentemente, el motivo más decisivo fue simplemente la voluntad de apoderarse de la inmensa riqueza petrolífera de Kuwait. Durante el verano de 1990, sus amenazas fueron en aumento, hasta el 2 de agosto, cuando el ejército de Irak invadió Kuwait y en unas horas lo sometió.
Aquello provocó una considerable movilización de los estados de todo el mundo contra Irak en la ONU. Husein intentó jugar las cartas islámica y árabe, camuflando su ambición depredadora con el odio árabe hacia Israel. Las manifestaciones de apoyo que le brindaron por las calles de algunas ciudades de Oriente Próximo demostraron tener muy poco valor. Solo la OLP y Jordania lo defendieron oficialmente. Sin duda se quedó atónito cuando Arabia Saudí, Siria y Egipto se unieron en una sorprendente alianza en su contra. Igual de sorprendente debió de resultar para él la aquiescencia de la URSS ante los acontecimientos que siguieron. Y lo más asombroso de todo fue que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobara —por abrumadora mayoría— una serie de resoluciones condenando las acciones de Irak y, finalmente, autorizando el uso de la fuerza en su contra para conseguir la liberación de Kuwait.
Bajo la dirección de Estados Unidos, una fuerza armada enorme se concentró en Arabia Saudí. El 16 de enero de 1991 entró en acción. En un mes Irak se rindió y se retiró, tras sufrir unas pérdidas considerables (las bajas aliadas fueron insignificantes). No obstante, aquella humillación sin duda no amenazaba la supervivencia de Husein. Una vez más, el punto de inflexión en Oriente Próximo que tantos esperaban no había llegado; la guerra desanimó tanto a los revolucionarios árabes como a los potenciales pacificadores occidentales. La gran perdedora fue la OLP, e Israel fue el gran vencedor; resultaba inconcebible que los países árabes pudieran infligirle una derrota militar en un futuro próximo. Y sin embargo, tras una nueva edición de la guerra de sucesión otomana, el problema israelí seguía ahí. Antes incluso de que se hiciera palpable la crisis kuwaití, Siria e Irán ya habían empezado a mostrar señales de que, por diferentes motivos, querían una solución negociada al conflicto, pero encontrarla era otro asunto; en cualquier caso, era evidente que para Estados Unidos aquello era más que nunca un tema prioritario.
Quizá fuera un avance el hecho de que el alarmante espectro del movimiento radical y fundamentalista panislámico se hubiera disipado durante un tiempo. En la práctica, la unidad árabe había demostrado una vez más que no era sino un espejismo. Pese a todo el descontento, el malestar y la inquietud que sintieran muchos musulmanes hacia Occidente, prácticamente no había ningún indicio de que su resentimiento pudiera articularse en una respuesta efectiva, y menos aún de que pudieran vivir sin los medios sutilmente corrosivos que ofrecía Occidente para alcanzar la modernización. Casi por casualidad, la crisis del golfo Pérsico puso de manifiesto que el arma del petróleo había perdido en gran medida su capacidad de afectar al mundo desarrollado, ya que, pese a los temores, no se produjo una nueva crisis del petróleo. Con este panorama de fondo, en 1991 la diplomacia estadounidense consiguió convencer por fin a árabes e israelíes para que tomaran parte en una reunión sobre Oriente Próximo.
DISTENSIÓN
Mientras tanto, en otros escenarios se habían producido grandes transformaciones, que también influyeron en la situación de Oriente Próximo. Sin embargo, solo era así porque afectaron a la actuación de Estados Unidos y la URSS en la región. En 1979-1980, se había usado deliberadamente la campaña presidencial estadounidense para explotar el miedo de la opinión pública a la Unión Soviética. No es de extrañar que aquello despertara una vez más la animadversión a escala oficial; los conservadores líderes de la Unión Soviética se mostraron de nuevo escépticos ante la evolución de la política estadounidense. Parecía que los prometedores pasos hacia el desarme iban a quedar aparcados (o algo peor). El gobierno estadounidense se mostró más pragmático en los asuntos internacionales al tiempo que, por el lado soviético, el cambio interno estaba por abrir el camino a una mayor flexibilidad.
Un punto de inflexión fue la muerte, en noviembre de 1982, de Leonid Breznev, sucesor de Jruschov y secretario general del PCUS durante dieciocho años. Su inmediato sucesor (hasta entonces director del KGB) murió enseguida, y a este le siguió un septuagenario que murió aún más rápidamente y que dio paso al miembro más joven del Politburó, que asumió el cargo de secretario general en 1985. Era Mijaíl Gorbachov y tenía cincuenta y cuatro años. Prácticamente toda su experiencia política procedía de la era post estaliniana. El impacto que tendría en la historia de su país y del mundo sería extraordinario.
No está claro qué combinación de fuerzas fue la que llevó a Gorbachov a la sucesión. Es de suponer que el KGB no se opuso a su ascenso, y que sus primeros actos y discursos fueron ortodoxos (aunque el año anterior ya había asombrado a la primera ministra británica, al darle la impresión de alguien con quien se podía hacer negocios). Pero muy pronto adoptó un tono político diferente. La palabra comunismo se oía menos en sus discursos y socialismo se reinterpretaba excluyendo el igualitarismo (aunque de vez en cuando recordaba a sus colegas que él era comunista). Desde el extranjero muchos interpretaron su trayectoria como una liberalización, término inadecuado que se usó en Occidente para resumir dos conceptos rusos que él usaba mucho: glasnost («apertura») y perestroika («restructuración»). Las implicaciones de esta nueva época fueron profundas y espectaculares, y Gorbachov se pasó el resto de la década bregando con ellas.
Es impensable que Gorbachov imaginara lo que acabaría ocurriendo cuando empezó. Sin duda veía que, sin un cambio radical, la economía soviética no podría proporcionar a la URSS su antiguo poder militar, mantener sus compromisos con sus aliados, mejorar (aunque fuera de forma lenta y modesta) la calidad de vida de sus ciudadanos y asegurar un avance tecnológico autónomo y continuo. Al mismo tiempo, daba la impresión de que Gorbachov intentaba evitar el colapso del comunismo abriéndolo a su propia visión del leninismo, en particular convirtiéndolo en un sistema más pluralista y buscando la implicación de los intelectuales en la vida política. Parece que ni él mismo pudo prever las posibles implicaciones de un cambio de trayectoria como aquel. Básicamente, suponía admitir que el experimento llevado a cabo durante setenta años para intentar alcanzar la modernización a través del socialismo había fracasado. No se habían alcanzado ni la libertad ni el bienestar material, y por entonces el precio se había vuelto insoportable.
Ronald Reagan sacó enseguida provecho de la llegada al poder de Gorbachov. En sus reuniones resultó evidente que la política soviética mostraba un nuevo tono. Se reanudaron las negociaciones sobre la reducción de armas y se alcanzaron acuerdos sobre otros asuntos (facilitados en su momento por la decisión del gobierno soviético de retirar sus tropas de Afganistán en 1989). En cuanto a la política interna de Estados Unidos, el enorme y aún creciente déficit presupuestario y el desfallecimiento de la economía pasaron prácticamente desapercibidos ante la euforia generada por la aparente transformación del panorama internacional. La alarma y el miedo que provocaba el «imperio del mal» —como lo había calificado el propio Reagan— de la Unión Soviética empezaron a disiparse ligeramente.
El optimismo y la confianza aumentaron a medida que la URSS mostraba indicios de una creciente división interna y de tener dificultades con sus reformas, mientras a los estadounidenses su gobierno les hacía promesas maravillosas sobre nuevas medidas defensivas en el espacio. Aunque miles de científicos afirmaron que el proyecto era poco realista, el gobierno soviético no iba a poder afrontar los costes necesarios para competir con eso. A los norteamericanos también les animó el que, en 1986, partieran de Inglaterra unos bombarderos estadounidenses en una misión de castigo contra Libia, cuyo desequilibrado soberano había dado apoyo a terroristas antiamericanos. (Resulta significativo que la Unión Soviética expresara una preocupación menor al respecto que muchos gobiernos de Europa occidental.) Lo que no se le dio tan bien al presidente Reagan fue convencer a muchos de sus ciudadanos de que las entusiastas declaraciones sobre los intereses de Estados Unidos en América Central les beneficiaran realmente. Pero mantuvo unos índices de popularidad notables; hasta que dejó el cargo, no trascendió que bajo su mandato la diferencia entre ricos y pobres en Estados Unidos se había acentuado aún más.
En 1987 se recogieron los frutos de la negociación sobre el control armamentístico en un acuerdo sobre los misiles nucleares de medio alcance. A pesar de los muchos enfrentamientos y de la erosión provocada por la emergencia de nuevos focos de poder, el equilibrio nuclear se había mantenido lo suficiente como para que las superpotencias pudieran declarar las primeras treguas. Ellos, por lo menos —a diferencia de los otros países que querían poseer armas nucleares—, reconocían que, de producirse una guerra nuclear, supondría prácticamente la extinción de la humanidad, y empezaban a hacer algo al respecto. En 1991 se alcanzarían nuevos y espectaculares logros, cuando Estados Unidos y la URSS acordaron importantes reducciones de sus arsenales.

La escena cambia
Este enorme cambio en las relaciones internacionales no podía dejar de tener consecuencias en otros países. Es necesario separarlas para poder explicarlas, pero unas cosas no habrían podido ocurrir sin las otras. A finales de 1980 no había motivos para creer que los pueblos de Europa del Este y de la Unión Soviética fueran a protagonizar unos cambios sin parangón desde 1940. Lo que sí estaba claro es que los países comunistas de Europa tenían cada vez más dificultades para mantener incluso los modestos índices de crecimiento que habían alcanzado. La comparación con las economías de mercado del mundo no comunista los dejaba en una situación cada vez más desfavorable, aunque aquello no parecía suponer ningún desafío a los veredictos de 1953, 1956 y 1968, o al poder soviético en Europa del Este. El caparazón protector que aportaba el Pacto de Varsovia seguía pareciendo suficiente para contener el cambio social y político que había ido cristalizando a lo largo de más de treinta años (o más, si contamos los grandes cambios no deseados que provocaron la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias).
A primera vista, la Europa comunista presentaba una sorprendente uniformidad. En todos los países, el Partido Comunista era el órgano supremo; los más ambiciosos construían su vida a su alrededor, tal como en siglos anteriores habían hecho otros arrimándose a la corte, a los señores o a la Iglesia. En cada uno de estos países (y sobre todo en la propia URSS), había también un pasado del que no se podía hablar ni hacer valoraciones, que no podía llorarse ni echarse de menos, pero que planeaba sobre la vida intelectual y el debate político —el poco que pudiera haber— corrompiéndolos. En las economías de los países del este de Europa, la inversión en la industria pesada y en bienes de equipo había dado lugar a un gran crecimiento a corto plazo (más enérgico en unos países que en otros) y más tarde a un sistema internacional de acuerdos comerciales con otros países comunistas, dominados todos por la URSS y encorsetados por la tendencia hacia una planificación centralizada. También había dado pie a tremendos problemas medioambientales y de salud pública, ocultados en nombre de la seguridad nacional. Cada vez resultaba más obvia la avidez despertada por bienes de consumo que no se podían conseguir; las comodidades que se daban por aseguradas en Europa occidental seguían siendo lujos en los países del Este de Europa, al no contar con las ventajas de la especialización económica internacional. La propiedad privada de tierras se había reducido mucho hacia mediados de la década de 1950, y en su lugar solía haber una combinación de cooperativas y granjas estatales, aunque este panorama general, uniforme en su mayoría, presentaba diferentes patrones, tal como se vería más adelante. En Polonia, por ejemplo, aproximadamente un 80 por ciento del terreno agrícola acabaría volviendo a la explotación privada, incluso bajo el gobierno comunista. No obstante, el rendimiento seguía siendo bajo; en la mayoría de los países del este de Europa, la producción agrícola ascendía solo a entre la mitad y tres cuartas partes de la registrada en la Comunidad Europea. En la década de 1980, todos presentaban problemas económicos de diferente grado, con la excepción quizá de la RDA. E incluso en este país, el PIB era de solo 9.300 dólares al año en 1988, frente a los 19.500 dólares de la República Federal. Además, aquel no era el único problema: las inversiones en infraestructuras iban en descenso, y también su participación en el mercado internacional; las deudas en divisas se iban acumulando. Solo en Polonia, los salarios cayeron un 20 por ciento durante la década de 1980.
Lo que dio en llamarse la «doctrina Breznev» (tras un discurso pronunciado por este en Varsovia en 1968) afirmaba que los desarrollos en los países del bloque oriental podrían precisar —tal como ocurrió en Checoslovaquia aquel mismo año— de la intervención directa soviética para salvaguardar los intereses de la URSS y de sus aliados frente a cualquier intento de llevar de nuevo las economías socialistas hacia el capitalismo. Sin embargo, Breznev también había mostrado su interés en buscar la distensión, y su doctrina reflejaba un evidente realismo sobre los peligros que podían suponer las disidencias en la Europa comunista para la estabilidad internacional. Estos peligros podían limitarse trazando líneas más claras. Desde entonces, los cambios internos en Europa occidental —que iba ganando prosperidad a ritmo constante y que iba dejando atrás el recuerdo de los primeros años de posguerra y la aparente posibilidad de subversión— fueron reduciendo los puntos de fricción entre el Este y el Oeste. En 1980, tras los enormes cambios acaecidos en España y Portugal, no quedaba una sola dictadura al oeste de la línea Trieste-Stettin y la democracia triunfaba en todas partes. Durante treinta años, los únicos alzamientos de los trabajadores de la industria contra sus políticos se produjeron en la República Democrática Alemana, Hungría, Polonia y Checoslovaquia, todos ellos países comunistas.
A partir de 1970, y más aún tras el acuerdo de Helsinki de 1975, al tiempo que en el bloque oriental crecía la conciencia sobre los contrastes con Europa occidental, aparecieron grupos de disidentes que conseguían mantenerse e incluso reforzar sus posiciones a pesar de la dura represión. También gradualmente, algunos altos cargos o especialistas en economía, e incluso algunos miembros del partido, empezaron a mostrar indicios de escepticismo sobre la eficiencia de la planificación centralizada, y aumentó el debate sobre las ventajas de recurrir a los mecanismos de mercado. La clave del cambio fundamental, no obstante, era otra. No había motivo para creer que ello fuera posible en ninguno de los países del Pacto de Varsovia si la doctrina Breznev aguantaba, contando con el apoyo del ejército soviético.
El primer indicio claro de que cabía la posibilidad de que las cosas no fueran siempre así llegó a principios de la década de 1980, en Polonia. La nación polaca había conservado en un grado notable la tendencia a seguir más a su clero que a sus gobernantes. La Iglesia católica mantenía su influencia sobre los corazones y las mentes de la mayoría de los polacos como encarnación de la nación, y a menudo hablaba por boca de sus ciudadanos (con mayor convicción aún desde el nombramiento de un Papa polaco). Lo hizo a favor de los obreros que protestaron en la década de 1970 contra la política económica, condenando el maltrato de que eran objeto. Eso, junto con el empeoramiento de las condiciones económicas, configuró el escenario de 1980, año de crisis en Polonia. Una serie de huelgas desembocaron en una épica lucha en los astilleros de Gdansk. En ellos nació una nueva y espontánea federación de sindicatos, Solidaridad, que incorporó exigencias políticas a los objetivos económicos de los huelguistas, entre ellos el de tener sindicatos libres e independientes. El líder de Solidaridad, Lech Walesa, era un sorprendente dirigente de un sindicato de electricistas que había sido encarcelado en repetidas ocasiones, católico devoto y muy en contacto con la jerarquía eclesiástica polaca. Las puertas del astillero se decoraron con una imagen del Papa y los huelguistas asistían a misas al aire libre.
Al extenderse las huelgas, la sorprendida comunidad internacional fue testigo de la debilidad de un gobierno polaco que muy pronto empezaría a hacer concesiones históricas, la más crucial de ellas el reconocimiento de Solidaridad como sindicato independiente y autónomo. Simbólicamente, también se autorizó emitir la misa católica los domingos por televisión. No obstante, la agitación no cesó, y con la llegada del invierno el ambiente de crisis se agudizó. Se oían amenazas de una posible intervención por parte de países vecinos; se decía que en la RDA y en la frontera rusa había cuarenta divisiones soviéticas preparadas. Pero la sangre no llegó al río; el ejército soviético no se movió ni recibió la orden de hacerlo por parte de Breznev, ni tampoco de sus sucesores en los turbulentos años que siguieron. Tendrían que llegar los primeros indicios de cambio en Moscú para que arrancara el proceso que cambiaría Europa del Este durante los diez años siguientes.
En 1981, la tensión siguió en aumento y la situación económica empeoró, pero Walesa se esforzó por evitar las provocaciones. El comandante ruso de las fuerzas del Pacto de Varsovia fue a la capital polaca en cinco ocasiones. En la última, los radicales escaparon al control de Walesa y llamaron a la huelga general si el gobierno se arrogaba poderes extraordinarios. El 13 de diciembre se impuso la ley marcial, que trajo consigo una feroz represión y posiblemente cientos de muertes. Pero la acción militar polaca también hizo innecesaria la invasión rusa. Solidaridad pasó a la clandestinidad y empezaron siete años de lucha en los que se hizo cada vez más evidente que el gobierno militar no podía evitar un deterioro económico mayor aún ni recurrir al apoyo de la Polonia «real», la sociedad alienada del comunismo. Estaba teniendo lugar una revolución moral. Tal como lo definió un observador occidental, los polacos empezaron a comportarse «como si vivieran en un país libre»; organizaciones y publicaciones clandestinas, huelgas y manifestaciones, y una continua condena de la Iglesia al régimen, alimentaban lo que en ocasiones podía llegar a definirse como una situación de guerra civil.
Aunque tras unos meses el gobierno retiró la ley marcial, siguió desplegando un variado repertorio de medidas de represión, tanto visibles como ocultas. Mientras tanto la economía seguía cayendo, y los países occidentales no ofrecían ninguna ayuda y pocas simpatías. Sin embargo, a partir de 1985 los cambios en Moscú empezaron a producir sus efectos. El clímax se produjo en 1989, el mejor año para Polonia desde 1945, al igual que para otros países, gracias a su ejemplo. Se inició con la aceptación por parte del régimen de que en el proceso político participaran otros partidos políticos y organizaciones, entre ellas Solidaridad. Como primer paso hacia el pluralismo político real, en junio se celebraron por primera vez unas elecciones con algunos escaños de elección libre. Solidaridad se los llevó todos. Muy pronto, el nuevo Parlamento denunció el acuerdo germano-soviético de 1939, condenó la invasión de Checoslovaquia en 1968 e inició investigaciones sobre los asesinatos políticos cometidos desde 1981.
En agosto de 1989, Walesa anunció que Solidaridad daría apoyo a un gobierno de coalición; Gorbachov les dijo a los comunistas acérrimos que lo aceptaran (algunas unidades militares soviéticas ya habían salido del país). En septiembre, accedió al gobierno de Polonia una coalición dominada por Solidaridad y liderada por un primer ministro no comunista por primera vez desde 1945. Occidente prometió enseguida ayuda económica. En las Navidades de 1989, la República Popular de Polonia ya era historia y, de nuevo —por segunda vez en el siglo— la República de Polonia había resucitado de entre los muertos. Y, lo que es más importante, Polonia encabezaría la marcha de Europa del Este hacia la libertad. En otros países comunistas enseguida comprendieron la importancia de aquellos sucesos, y la alarma se extendió entre sus líderes. En diferentes grados, toda Europa del Este se había visto expuesta a un nuevo factor: un flujo creciente de información sobre los países no comunistas, sobre todo por parte de la televisión occidental (que se recibía con especial facilidad en la RDA). La mayor libertad de movimientos y el acceso a los libros y a los periódicos extranjeros habían potenciado imperceptiblemente el proceso de crítica, no solo en Polonia. A pesar de algunos intentos absurdos de seguir controlando la información (en Rumanía aún se exigía que las máquinas de escribir fueran inscritas en un registro oficial), se estaba produciendo un cambio en la conciencia colectiva.
Aquello también tuvo su efecto en Moscú. Gorbachov había llegado al poder durante las primeras fases de este proceso. Cinco años más tarde, estaba claro que su ascenso al cargo había desatado un cambio institucional revolucionario también en la Unión Soviética, primero al quitarle poder al partido y luego al propiciar que las fuerzas de oposición emergentes lo aprovecharan, sobre todo en las repúblicas de la URSS, que empezaron a pedir autonomía en mayor o menor medida. Poco después, empezó a dar la impresión de que podría estar socavando su propia autoridad. Paradójicamente, la situación económica era cada vez peor, y aquello era motivo de alarma. Resultó evidente que la transición a la economía de mercado, fuera lenta o rápida, probablemente sería más dura de lo que muchos ciudadanos soviéticos —quizá la mayoría— preveían. En 1989 estaba claro que la economía soviética estaba fuera de control y en evidente caída. Como siempre en la historia rusa, la modernización se había impuesto desde el centro a la periferia, siguiendo las estructuras de autoridad. Pero aquello era precisamente algo que no podía confiarse que sucediera, en un primer momento debido a la resistencia de la nomenklatura y de la administración de la economía planificada, y posteriormente, a finales de la década, debido a la evidente y rápida pérdida de poder del centro.
Hacia 1990, gran parte de la información sobre el estado real de la Unión Soviética y sobre las actitudes de sus ciudadanos llegaba ya al resto del mundo. No solo se producían elocuentes manifestaciones populares, sino que la glasnost también había introducido en la Unión Soviética las primeras encuestas de opinión. Aquello permitió sacar enseguida unas primeras conclusiones: el descrédito del partido y de la nomenklatura era profundo, aunque en 1990 no había alcanzado los mismos niveles que en otros países del Pacto de Varsovia; más curiosamente aún, la Iglesia ortodoxa, durante tanto tiempo dócil y discreta, parecía haberse ganado más respeto y autoridad que otras instituciones del antiguo régimen marxista-leninista.
Aun así, estaba claro que el fracaso económico se cernía por todas partes como una nube sobre cualquier proceso liberalizador o político. En 1989, los ciudadanos soviéticos, así como los observadores internacionales, empezaron a hablar de la posibilidad de una guerra civil. La relajación del puño de hierro del pasado, junto con el colapso económico, habían creado la ocasión de poner de manifiesto el poder del sentimiento nacionalista y regional. Tras setenta años de esfuerzos por crear al «nuevo hombre soviético», la URSS aparecía de pronto como una serie de pueblos más diferentes que nunca entre sí. Algunas de sus quince repúblicas (sobre todo Letonia, Estonia y Lituania) se apresuraron a mostrar su insatisfacción, y encabezaron el cambio político. Azerbaiyán y la Armenia soviética planteaban problemas complicados, debido al malestar de los musulmanes de toda la Unión. Para empeorar aún más las cosas, había quien opinaba que existía el riesgo de que se produjera un golpe militar; se hablaba de algunos jefes militares descontentos por el fracaso soviético en Afganistán, del mismo modo que se veía en Estados Unidos a los militares que habían fracasado en Vietnam: como potenciales Napoleones.
Las señales de desintegración se multiplicaron, aunque Gorbachov consiguió mantenerse en el cargo y, de hecho, consiguió ampliar formalmente sus poderes. No obstante, eso tenía la desventaja de que también concentraba en sí mismo la responsabilidad del fracaso. La declaración del Parlamento lituano de que la anexión de 1939 era inválida provocó, tras unas complicadas negociaciones, que Letonia y Estonia también proclamaran su independencia, aunque en términos ligeramente diferentes. Gorbachov no intentó revocar la secesión en sí, pero consiguió un acuerdo con las repúblicas bálticas que garantizaba la continuidad de ciertos servicios prácticos a la URSS. Posteriormente, se demostraría que aquello marcó el inicio del fin para él. Tras un período de maniobras políticas cada vez más rápidas entre grupos reformistas y conservadores, en el que se alió primero con unos y luego, para recuperar el equilibrio, con los otros, en 1990 se vio abocado a unos compromisos que cada vez resultaban más inviables. La connivencia ante la acción represora de los soldados y del KGB en Vilnius y Riga a principios del Año Nuevo no frenó el proceso, ya que para entonces nueve repúblicas soviéticas ya habían declarado su soberanía o un grado considerable de independencia con respecto al gobierno de la Unión Soviética. En algunas se había declarado el carácter oficial de la lengua autóctona y en ciertos casos habían transferido las competencias de los ministerios y las agencias económicas soviéticas a órganos propios. La República Rusa —la más importante— inició la gestión de su propia economía de forma independiente a la de la URSS. La República de Ucrania propuso crear un ejército propio. En marzo, las elecciones volvieron a llevar a Gorbachov al camino de la reforma y a la búsqueda de un nuevo tratado para la Unión que le reservara algún papel central al Estado soviético. El mundo asistía desconcertado a aquel espectáculo.
El ejemplo polaco fue adquiriendo cada vez mayor prestigio en otros países, al ir dándose cuenta de que una URSS cada vez más dividida, incluso paralizada, no intervendría (quizá ni siquiera podría) para retener a sus súbditos en el aparato de los partidos comunistas de los otros países del Pacto de Varsovia. Aquello dio forma a los acontecimientos a partir de 1986. Hungría había avanzado hacia la liberalización económica casi tan rápidamente como Polonia, antes incluso de alcanzar un cambio político abierto, pero su contribución más importante a la disolución de la Europa comunista se produjo en agosto de 1989. En aquella época, los ciudadanos de la RDA tenían libre entrada en Hungría como turistas, aunque ya se sabía que su objetivo era presentarse en busca de asilo en las embajadas y los consulados de la República Federal Alemana. En septiembre, cuando las fronteras de Hungría se abrieron del todo —y las de Checoslovaquia poco después—, el flujo se convirtió en un aluvión. En tres días, 12.000 alemanes del Este abandonaron estos países en dirección a Occidente. Las autoridades soviéticas lo calificaron de «inhabitual». Para la RDA era el principio del fin. La víspera de una celebración cuidadosamente planificada y anunciada a bombo y platillo para festejar los cuarenta años de «éxito» como nación socialista, y durante una visita de Gorbachov (que, para consternación de los comunistas alemanes, parecía apremiar a los alemanes del Este a que aprovecharan la ocasión), la policía antidisturbios tuvo que enfrentarse a los manifestantes antigubernamentales en las calles de Berlín. El gobierno y el partido se deshicieron de su líder, pero aquello no bastó. El mes de noviembre se inició con enormes manifestaciones en muchas ciudades contra un régimen cuya corrupción resultaba cada vez más evidente; el 9 de noviembre llegó el mayor acto simbólico de todos, la caída del muro de Berlín. El Politburó de Alemania del Este se hundió y el muro acabó por ceder.
Los acontecimientos de la RDA, más que nunca, demostraron que, incluso en los países comunistas más avanzados, el régimen había hecho caso omiso durante años de la voluntad popular. En 1989 se había alcanzado el punto crítico. En toda Europa del Este quedó claro de pronto que los gobiernos comunistas no tenían legitimidad a los ojos de sus súbditos, que o bien se levantaban en contra, o bien miraban hacia otro lado y dejaban que cayeran por su propio peso. En todas partes, la consecuencia de esta sensación de alienación era la exigencia de elecciones libres, y los partidos de la oposición hacían campaña libremente. En Polonia se habían celebrado elecciones parcialmente libres, en las que aún había algunos escaños reservados a los defensores del régimen existente, y se preparaba una nueva constitución; en 1990, Lech Walesa se convirtió en presidente. Unos meses antes, Hungría había elegido un Parlamento del que surgió un gobierno no comunista. Los soldados soviéticos empezaron a retirarse del país. En junio de 1990, las elecciones checoslovacas dieron paso a un gobierno libre, y muy pronto se acordó que las fuerzas soviéticas evacuaran el país antes de mayo de 1991. En ninguna de estas elecciones consiguieron los comunistas más de un 16 por ciento de los votos. Las votaciones en Bulgaria resultaron menos decisivas; en este país ganaron las elecciones los miembros del partido comunista convertidos en reformistas, que se denominaron a sí mismos «socialistas».
En dos países los acontecimientos tomaron un rumbo diferente. Rumanía vivió una revolución violenta (que acabó con el asesinato del que había sido su dictador comunista) tras un alzamiento, en diciembre de 1989, que puso de manifiesto incertidumbres sobre el camino que había que seguir y unas divisiones internas que presagiaban mayores conflictos. En junio de 1990, un gobierno que algunos consideraban aún influido por los antiguos comunistas atacó a algunos de sus anteriores partidarios, ahora convertidos en críticos, y reprimió una protesta estudiantil con la ayuda de escuadras de vigilancia de mineros, causando algunas víctimas y granjeándose la desaprobación en el extranjero. La RDA era el otro país donde los acontecimientos siguieron una trayectoria particular. Tenía que ser un caso especial, porque la cuestión del cambio político estaba inevitablemente ligada a la cuestión de la reunificación alemana. La caída del muro puso de manifiesto no solo que no había ningún interés político en dar apoyo al comunismo, sino también que no había ninguna voluntad de apoyar a la RDA. Las elecciones generales de marzo de 1990 dieron la mayoría de los escaños (y el 48 por ciento de los votos) a una coalición dominada por el Partido Demócrata Cristiano, la formación que gobernaba en la República Federal de Alemania. Ya no quedaban dudas sobre la unión, solo había que decidir el procedimiento y el calendario.
En julio las dos Alemanias celebraron su unión monetaria, económica y social. En octubre se unieron políticamente, y los ex territorios de la RDA se convirtieron en provincias de la RFA. El cambio fue trascendental, pero no provocó ninguna voz de alarma, ni siquiera en Moscú, y la aquiescencia de Gorbachov fue el segundo gran servicio que le brindó a la nación alemana. Sin embargo, en la URSS debió de saltar la alarma. La nueva Alemania iba a ser la mayor potencia europea al oeste. El poder ruso estaba en decadencia como nunca antes desde 1918. La recompensa para Gorbachov fue un tratado con la nueva Alemania, que prometía ayuda en la modernización soviética. Puede que también se dijera, para tranquilizar a los que aún recordaban los años 1939-1945, que el nuevo Estado germano no era una mera recreación del antiguo Reich. A Alemania ya se la había despojado de los antiguos territorios del este (de hecho, había renunciado formalmente a ellos) y no estaba dominada por Prusia, como durante el imperio de Bismarck o la República de Weimar. Lo más tranquilizador de todo (y especialmente para los europeos occidentales más recelosos) era que la RFA era un Estado federal y constitucional con una estabilidad económica aparentemente inalterable, una experiencia de casi cuarenta años de política democrática, e integrado en las estructuras de la CE y la OTAN. Los europeos occidentales con mayor memoria histórica tenían que concederle el beneficio de la duda, por lo menos de momento.

El final del mundo de la guerra fría
A finales de 1990, la situación de lo que en otro tiempo parecía un bloque monolítico de estados del este de Europa ya desafiaba la generalización o las descripciones simplistas. Mientras algunos países antes comunistas (Checoslovaquia, Polonia y Hungría) ya solicitaban el ingreso en la CE o se preparaban para ello (Bulgaria), los observadores especulaban sobre una unidad europea potencialmente más amplia que nunca. Más cautos se mostraban los que señalaban la virulenta emergencia de nuevas divisiones nacionales o regionales (o la reemergencia de otras más antiguas). Por toda Europa del Este planeaba la amenaza del fracaso económico y de las turbulencias que pudiera traer consigo. Quizá estuviera alcanzándose la liberación, pero para unos pueblos y sociedades con niveles muy diferentes de sofisticación y desarrollo, y con orígenes históricos muy diferentes. No era conveniente hacer predicciones, y lo poco que lo era quedó claro en 1991. Aquel año, las perspectivas más optimistas sobre el cambio pacífico sufrieron un duro revés cuando dos repúblicas que formaban parte de Yugoslavia anunciaron su decisión de separarse del Estado federal.
Ya desde 1929, el «Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos», que había sucedido a Serbia y Montenegro en 1918, había adoptado el nombre de «Yugoslavia» en un intento por borrar las antiguas divisiones, a lo que se le sumó una dictadura real. Pero, en esencia, el nuevo reino siempre fue considerado por demasiados de sus súbditos, serbios o no, la manifestación de un antiguo sueño histórico: el de la «Gran Serbia». Cuando su segundo rey, Alejandro, fue asesinado en Francia en 1934, lo hizo un macedonio ayudado por croatas, con el apoyo de los gobiernos húngaro e italiano. La enconada división de las diferentes regiones del país había provocado que incluso fuerzas del exterior se inmiscuyeran en sus asuntos, y los políticos locales buscaban apoyos en el extranjero; Croacia declararía posteriormente su independencia, coincidiendo con la llegada de las tropas alemanas en 1941.
Aparte de su diversidad demográfica y regional (el censo yugoslavo de 1931 distinguía entre serbocroatas, eslovenos, germanos, magiares, rumanos, valacos, albaneses, turcos, «otros eslavos», judíos, gitanos e italianos), Yugoslavia también mostraba grandes disparidades en cuanto a costumbres, riqueza y desarrollo económico. En algunas partes, en 1950 apenas se había dejado atrás la Edad Media, mientras que otras zonas eran modernas, urbanizadas y estaban considerablemente industrializadas. En general, las economías principalmente agrícolas estaban empobrecidas y presentaban una población en rápido crecimiento. Sin embargo, la política yugoslava entre ambas guerras mundiales se había traducido principalmente en un antagonismo entre serbios y croatas, y a partir de 1941 aquello se vio potenciado por las atrocidades de la guerra y la lucha en una guerra civil a tres bandas entre los croatas, los comunistas (principalmente serbios dirigidos por Tito, que era croata) y los monárquicos serbios. El enfrentamiento empezó con una campaña de terror y limpieza étnica lanzada contra los dos millones de serbios de la nueva Croacia (que incluía Bosnia y Herzegovina), y acabó con la victoria comunista en 1945 y la eficaz política de contención de las nacionalidades ejercida por Tito y su dictadura de estructura federal; aquello parecía resolver los antiguos problemas bosnio y macedonio, y debía proteger frente a las ambiciones territoriales de otros países. No obstante, cuarenta y cinco años más tarde y diez años después de la muerte de Tito, los antiguos problemas volvieron a reaparecer con toda su fuerza.
En 1990, los intentos del gobierno federal de Yugoslavia por enfrentarse a sus problemas económicos se vieron acompañados de una fragmentación política acelerada. La autodeterminación democrática borró por fin de un plumazo los logros de Tito, y yugoslavos de diferentes nacionalidades empezaron a buscar modos de llenar el vacío político dejado al caer el comunismo. Se formaron partidos que representaban los intereses serbios, croatas, macedonios y eslovenos, así como uno a favor del concepto yugoslavo y de la federación. Muy pronto, los gobiernos de cada república, salvo el de Macedonia, quedaron en manos de mayorías electas, y en el interior de cada república ya se dejaban oír incluso los nuevos partidos nacionalistas minoritarios. Los serbios de Croacia declararon su propia autonomía y hubo un baño de sangre en la provincia serbia de Kosovo, donde un 80 por ciento de la población era albanesa. La proclamación de una república independiente en Kosovo suponía una gran afrenta simbólica para los serbios (así como motivo de preocupación para los gobiernos griego y búlgaro, cuyos predecesores mantenían sus ambiciones sobre Macedonia desde los días de las guerras de los Balcanes). En agosto ya se habían producido esporádicos combates aéreos y terrestres entre serbios y croatas. Los precedentes en cuanto a intervención extranjera no parecían muy prometedores —aunque los diferentes países de la CE tenían diferentes visiones al respecto—, y las perspectivas se hicieron aún menos halagüeñas en julio, cuando la URSS advirtió sobre el peligro de extender el conflicto local al ámbito internacional. Hacia finales del año, Macedonia, Bosnia-Herzegovina y Eslovenia habían seguido los pasos de Croacia y se habían declarado independientes.
La advertencia soviética fue la última gestión diplomática del régimen, pero muy pronto se vio eclipsada por un acontecimiento mucho más trascendental. El 19 de agosto, se registró un intento —aún misterioso— de apartar del poder a Mijail Gorbachov mediante un golpe de Estado. Fracasó, y tres días más tarde Gorbachov volvía a estar a la cabeza del gobierno. Aun así, su posición se había modificado; los continuos cambios de bando en busca de compromisos habían hecho mella en su credibilidad. Se había aferrado demasiado tiempo al partido y a la URSS; a los ojos de muchos, la política soviética había dado un gran paso adelante hacia la desintegración. Las circunstancias del golpe habían dado una oportunidad —que aprovecharía— a Boris Yeltsin, el líder de la República Rusa, la mayor de la Unión Soviética. El ejército, la única amenaza que podían temer sus partidarios, no se movilizó en su contra. Se situó a la vez como el hombre fuerte del panorama soviético, sin cuya participación nada podía ocurrir, y como posible portaestandarte de un nacionalismo ruso que podría suponer una amenaza para otras repúblicas. Mientras los observadores internacionales no sabían aún qué pensar, la purgación de los que habían apoyado o mostrado su conformidad ante el golpe de Estado derivó en una decidida operación de sustitución de los funcionarios de la URSS a todos los niveles, una redefinición del papel del KGB y una redistribución del poder entre la Unión y las repúblicas. El cambio más sorprendente de todos fue la eliminación del Partido Comunista de la Unión Soviética, que tuvo lugar casi de inmediato. Prácticamente sin derramamiento de sangre, por lo menos al principio, la enorme creación que había ido tomando forma a partir del golpe de Estado bolchevique de 1917 llegaba a su fin. Al principio parecía que había motivos para felicitarse por ello, aunque no estaba claro que el futuro deparara solo cosas buenas.
Las cosas no estaban más claras hacia el final del año. Con la decisión de avanzar hacia el abandono del control de los precios en la República Rusa, parecía probable que millones de rusos tuvieran que enfrentarse muy pronto no solo a la inflación —de una magnitud nunca vista desde los primeros días del sistema soviético—, sino también quizá a una hambruna. En otra república, Georgia, ya habían surgido enfrentamientos armados entre los partidarios del presidente elegido tras las primeras elecciones libres y una oposición descontenta. Sin embargo, todos estos acontecimientos quedaban eclipsados por la desaparición de la gigantesca superpotencia que había emergido de los sangrientos experimentos de la Revolución bolchevique. Durante casi setenta años y casi hasta el final, fue la esperanza de los revolucionarios de todo el mundo y la fuente de una fuerza militar que había ganado las mayores campañas por tierra de la historia. A comienzos de la década de 1990 se disolvió de pronto, inevitablemente, dividiéndose en una serie de estados. El último de los grandes imperios multinacionales europeos desaparecía cuando los líderes ruso, ucraniano y bielorruso se reunieron en Minsk el 8 de diciembre y anunciaron el final de la Unión Soviética y la creación de una nueva Comunidad de Estados Independientes. El 21 de diciembre de 1991, representantes de once de las ex repúblicas celebraron una breve reunión en Alma-Ata para confirmarlo. Acordaron que el fin formal de la Unión Soviética sería el último día del año. Casi inmediatamente, Gorbachov dimitió.

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Fue el clímax de uno de los cambios más asombrosos e importantes de la historia moderna. Nadie estaba seguro de lo que depararía el futuro, salvo que sería un período de riesgos, dificultades y, para muchos ciudadanos ex soviéticos, de miseria. En otros países, los políticos raramente sentían la tentación de expresar algo que no fuera cautela sobre el giro que habían dado los acontecimientos. El futuro era demasiado incierto. En cuanto a los antiguos amigos de la URSS, se mantenían en silencio. Algunos habían lamentado la evolución de los acontecimientos en los meses anteriores, hasta el punto de expresar su aprobación o su apoyo al golpe fallido de agosto. Libia y la OLP lo hicieron porque el regreso a cualquier cosa que se pareciera a la recuperación de los bandos de la guerra fría habría renovado sus esperanzas de que aumentara su capacidad de maniobra internacional, mermada en primer lugar por la distensión entre Estados Unidos y la URSS, y posteriormente por la progresiva pérdida de poder de esta última.

China
Los acontecimientos en la URSS debieron de seguirse con especial interés en China. Sus gobernantes tenían sus propios motivos para sentirse intranquilos por la dirección que parecían tomar los eventos al otro lado de su mayor frontera por tierra tras la caída del comunismo. Con la desaparición de la Unión Soviética, eran los líderes del único imperio multinacional aún intacto. Es más, China llevaba desde 1978 inmersa en un proceso continuo de cautelosa y controlada modernización.
Deng Xiaoping sería considerado la mayor influencia en este proceso, pero compartía la dirección con todo su equipo. Se centró el interés en la empresa local y comunitaria y en la obtención de rendimiento, y empezaron a fomentarse los vínculos comerciales con países no comunistas. Aunque la nueva trayectoria se definió usando un lenguaje marxista políticamente correcto, aparentemente el resultado iba a ser (por lo menos a los ojos de los comunistas de toda la vida) una sustancial liberalización de la economía, aunque no flojeara en absoluto la voluntad del régimen de conservar el poder. Los gobernantes chinos mantenían un control férreo y no pensaban perderlo. A su favor tenían el que se mantuvieran las antiguas disciplinas sociales chinas, el alivio que sentían millones de ciudadanos que veían que la Revolución cultural había quedado atrás, y la política (contraria a la del marxismo, tal como se expresó en Moscú hasta 1980) de que las recompensas económicas debían fluir por el sistema hasta llegar al campesino. Se registró un gran cambio de poder, apartándolo de las comunas rurales, que en muchos lugares prácticamente dejaron de tener relevancia, y hacia 1985 la granja familiar volvió a imponerse en gran parte del país como forma dominante de producción rural.
Surgieron voces críticas que aducían que China reemprendía la «vía capitalista», pero el gobierno aplacó a los más escépticos con discursos sobre un «socialismo con características chinas» y con un prudente pragmatismo que defendía los intereses locales y las diferencias regionales. De las «comunas» y las «brigadas» del Gran Salto Adelante emergieron industrias y empresas rurales. A mediados de la década de 1980, la mitad de los beneficios de las zonas rurales procedía del empleo en industrias.
En algunas regiones se crearon zonas económicas especiales, enclaves para el libre comercio con el mundo capitalista; la primera fue en Cantón, punto de contacto histórico entre China y Occidente. En 1986, China era el mayor productor mundial de carbón y el cuarto de acero. El PIB —según sus dirigentes— aumentó más de un 10 por ciento anual entre 1978 y 1986, la producción industrial en este período se duplicó y los ingresos per cápita de los campesinos casi se triplicaron (en 1988 se decía que la familia campesina media tenía aproximadamente ahorros por valor de las ganancias de seis meses). Comparando más a largo plazo, el valor de la balanza comercial per cápita se multiplicó aproximadamente por 25 entre 1950 y mediada la década de 1980. Psicológicamente, el éxito del régimen también se vio impulsado por los acuerdos de devolución de Hong Kong y Macao.
Sin embargo, esta nueva política también tenía su precio. Los crecientes mercados urbanos fomentaban el trabajo de los granjeros y les daban beneficios para que pudieran reinvertirlos, pero los habitantes de las ciudades empezaron a sentir los efectos del aumento de los precios. En el transcurso de la década aumentaron las dificultades internas. A finales de la misma, la deuda exterior se había disparado y la inflación aumentaba a un ritmo anual de un 30 por ciento aproximadamente. La evidente corrupción era motivo de protestas, y las divisiones en la cúpula dirigente (en parte tras la muerte y las enfermedades de algunos gerontócratas que dominaban el partido) eran muy conocidas. Los que creían en la necesidad de una reafirmación del control político empezaron a ganar terreno, y había indicios de que tenían cada vez más posibilidades de imponerse a Deng Xiaoping. Por su parte, los observadores occidentales —y quizá algunos chinos— se habían dejado llevar por la política de liberalización económica y tenían una visión poco realista y demasiado optimista sobre la posibilidad de una relajación política. Los emocionantes cambios en Europa del Este fomentaron aún más estas esperanzas. Pero la ilusión se desvaneció enseguida.
A principios de 1989, los habitantes de las ciudades chinas sentían a la vez la presión de una inflación rampante y del programa de austeridad impuesto para combatirla. Con este panorama, empezaron a extenderse las protestas estudiantiles. Animados por la presencia de defensores de la liberalización en el seno de la oligarquía del gobierno, exigieron al partido y al gobierno que abrieran una vía de diálogo con un sindicato estudiantil no oficial recién creado, para abordar la corrupción y las reformas. Los carteles y los mítines empezaron a reclamar una mayor «democracia». Entre los líderes del régimen sonó la alarma, ya que se negaban a reconocer al sindicato, que temían que pudiera ser el germen de una nueva Guardia Roja. Al acercarse el septuagésimo aniversario del Movimiento del 4 de Mayo, los activistas invocaron su recuerdo para darle a su campaña un intenso tono patriótico. No tuvieron gran repercusión en el campo, pero sí que se celebraron manifestaciones de apoyo en muchas ciudades; así pues, animados por la actitud del secretario general del PCCh, Zhao Ziyang, evidentemente benevolente, iniciaron una huelga de hambre masiva que se granjeó amplios apoyos y una gran simpatía popular en Pekín. Empezó poco antes de la llegada de Gorbachov a la capital; su visita oficial, en vez de reafirmar la posición de China en el plano internacional, solo sirvió para recordar a la gente lo que estaba pasando en la URSS como resultado de una política liberalizadora. Fue un arma de doble filo que dio alas a los que exigían reformas y a los temibles conservadores.
Para entonces, los miembros más veteranos del gobierno, entre ellos Deng Xiaoping, parecían muy alarmados. Los tumultos generalizados eran una posibilidad real; pensaban que China se enfrentaba a una crisis profunda. Algunos se temían una nueva Revolución cultural si las cosas se les escapaban de las manos. El 20 de mayo de 1989 se impuso la ley marcial. Por un momento pareció que un gobierno divido quizá no lograría imponer su voluntad, pero enseguida se confirmó la lealtad del ejército. La represión durante las dos semanas siguientes fue implacable. Los líderes estudiantiles habían trasladado el centro de la acción a un campamento montado en la plaza de Tiananmen de Pekín, donde cuarenta años antes Mao había proclamado la fundación de la República Popular, y se les habían unido otros disidentes. Desde una de las puertas de la antigua Ciudad Prohibida, un enorme retrato de Mao contemplaba el símbolo de los manifestantes, una figura en yeso de la «Diosa de la democracia» que recordaba deliberadamente a la estatua de la Libertad de Nueva York. El 2 de junio llegaron las primeras unidades militares a las afueras de Pekín, de camino a la plaza. Por el camino encontraron cierta resistencia, con armas y barricadas improvisadas. El 3 de junio, los manifestantes fueron atacados con fuego de fusiles y gases lacrimógenos, y su campamento quedó aplastado al paso de los tanques que barrieron la plaza. La matanza se prolongó varios días y se produjeron arrestos en masa (llegando quizá a los 10.000 detenidos). Gran parte de los acontecimientos se desarrollaron ante los ojos del mundo entero, gracias a la presencia de equipos de rodaje extranjeros que llevaban días mostrando al público extranjero la acampada de los manifestantes.
El rechazo internacional fue casi unánime. Sin embargo, como ha pasado tantas veces en China, resulta difícil saber qué es lo que ocurrió realmente. Evidentemente, los gobernantes chinos tuvieron la impresión de que se enfrentaban a una gran amenaza. También es probable que su gestión provocara críticas y protestas por parte de muchos de sus conciudadanos. Hubo tumultos —algunos graves— en más de ochenta ciudades, y el ejército se encontró con focos de resistencia en algunos barrios de clase obrera de Pekín. Sin embargo, las masas no salieron en defensa de los manifestantes; en muchos casos se mostraban hostiles a ellos. En los años que siguieron a Tiananmen hubo muchas muestras de desprecio por los derechos humanos en China, pero no se puede afirmar con certeza que China habría salido ganando si el partido hubiera dejado vía libre al movimiento estudiantil. En el conjunto de Asia, los fiascos bancarios de la década de 1990 truncaron más vidas que los disturbios de 1989 en China.
Aunque reinaba cierta confusión en el seno del partido y de la jerarquía gobernante, acto seguido se llevaron a cabo enérgicos intentos de imponer la ortodoxia política. Volvieron a oírse eslóganes neomarxistas. El partido volvió a imponer la disciplina. Durante un tiempo se contuvo la liberalización económica. Muy pronto quedó claro que China no iba a seguir los pasos de Europa del Este o la URSS. Pero ¿hacia dónde iba a ir? Quizá la conclusión más prudente es que volvía a moverse siguiendo su propio ritmo, estimulada por fuerzas muy suyas, por toda la retórica del régimen y, a la vez, por la de los manifestantes. Los jóvenes que hicieron frente a los tanques en la plaza de Tiananmen no solo erigieron una estatua como icono de libertad, sino que también demostraron que recurrían a otra fuente de inspiración no china al cantar «La Internacional». Eso es muestra a la vez de la complejidad —e incluso incoherencia— del movimiento de oposición y de su alienación de las principales influencias del país. Ya en 1987, una encuesta demostró que, incluso entre los chinos urbanitas, el defecto moral considerado más deplorable era el de la «desobediencia filial». No obstante, pese a que el país había emprendido una transformación equiparable a la del resto del mundo, los observadores internacionales y los futurólogos seguían sorprendidos por su aparente inmunidad total a las corrientes que fluyen fuera de sus fronteras. Uno de los papeles tradicionales de sus gobiernos siempre ha sido actuar como guardianes de los valores chinos. Si hubiera algún lugar del mundo donde la modernización pudiera no significar «occidentalización», sin duda sería China. Dos mil años de historia no se borran así como así.

5. Inicios y finales
Nacionalismo y etnicidad
Mucho antes de la caída de la URSS, estaba claro que muy pocos rincones del mundo permanecerían absolutamente inmunes a lo que estaba ocurriendo en Europa. El fin de la guerra fría replanteó de inmediato antiguas cuestiones de identidad en todo el continente y más allá, y presentó otras nuevas. Los pueblos empezaban a tener una nueva visión de sí mismos y de los demás, a la luz de lo que muy pronto resultaría ser para muchos un mal despertar; algunas pesadillas se habían desvanecido, pero habían dejado tras de sí un panorama agitado. Se podían plantear de nuevo cuestiones fundamentales sobre identidad, etnicidad y religión, y algunas de las respuestas tenían efectos inquietantes. Una vez más, emergían circunstancias determinantes en la historia del mundo.
Casi sin proponérselo, no solo habían desaparecido los acuerdos de seguridad de media Europa junto con el Pacto de Varsovia, sino que la otra mitad, los de la OTAN, también habían sufrido un cambio sutil. La caída de la URSS, el principal enemigo potencial, no solo había desprovisto a la alianza de su principal objetivo, sino también de la presión que le había dado forma. Como una masa de bizcocho al abrir el horno, había empezado a deshincharse un poco. Aunque muchos pensaran ya que la nueva Rusia volvería a emerger y que en el futuro podría llegar a ser una nueva amenaza, la desaparición del enfrentamiento ideológico supondría que los potenciales enemigos tendrían nuevos planteamientos. Muy pronto, algunos países ex comunistas solicitaron el ingreso en la OTAN. Polonia, Hungría y la República Checa se integraron en 1999, y Eslovenia, Eslovaquia, Bulgaria, Rumanía y los países bálticos lo fueron haciendo en los cinco años siguientes. Incumpliendo por completo las promesas que el presidente estadounidense George H. W. Bush le había hecho a Mijaíl Gorbachov en 1990, la OTAN se había expandido no solo hasta las fronteras de la Unión Soviética, sino más allá. La alianza se había convertido en un instrumento para establecer un vínculo entre la mayor parte de Europa (excepto Rusia) y Estados Unidos. Pese a todo, el objetivo de su poder militar no estaba en absoluto claro, aunque a mediados de la década de 1990 el gobierno estadounidense empezara a ver en la OTAN un medio para gestionar los nuevos problemas europeos, en particular en la ex Yugoslavia, y de aplicación fuera de la zona europea.
Tras la guerra fría, por primera vez en el siglo, el destino de los pueblos del este y el sudeste de Europa parecía estar enteramente en sus propias manos. Al igual que los antiguos imperios dinásticos o las extemporizaciones de los dictadores alemán e italiano durante la Segunda Guerra Mundial, el andamiaje construido por el comunismo en la región se había venido abajo. Tras la recuperación de gran parte de la historia enterrada y la rememoración o incluso la invención de otra parte, el resultado en muchos casos era desalentador. Eslovaquia se mostraba descontenta con su inclusión en Checoslovaquia, pero a su vez tenía un gran porcentaje de población húngara, al igual que ocurría en Rumanía. Hungría podía protestar más abiertamente por el trato dado a los magiares al norte y al este de sus fronteras. Pero sobre todo era en la ex Yugoslavia donde las antiguas disputas iban escalando rápidamente y dando pie a nuevos brotes de violencia y de crisis. En 1991, cuando todas las ex repúblicas del Estado federal yugoslavo ya habían declarado la independencia, la población serbia estaba en guerra con los nuevos gobiernos de Croacia y Bosnia-Herzegovina. Las minorías serbias recibían apoyo del gobierno de Belgrado, con el nacionalista radical Slobodan Milosevic a la cabeza, apoyado por las fuerzas que quedaban del ejército federal yugoslavo.
La guerra civil en Bosnia-Herzegovina fue escenario de las peores atrocidades contra civiles en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en la lucha de los tres grupos étnicos principales —serbios, croatas y musulmanes bosnios— por controlar el mayor territorio posible, en muchos casos expulsando a los otros grupos de población durante su avance. En 1995, las fuerzas serbias asesinaron a varios miles de civiles bosnios en Srebrenica, y entre 1992 y 1995 Sarajevo, la capital bosnia, estuvo sitiada por las fuerzas serbias. Tanto la Unión Europea como Estados Unidos se mostraban poco dispuestos a intervenir, y hasta que llegaron las primeras derrotas serbias no fue posible alcanzar un acuerdo en Dayton (Ohio, EE.UU.), en diciembre de 1995. En una región que antes era un pacífico mosaico con diferentes grupos étnicos, Bosnia-Herzegovina, pasó a hablarse de «limpieza étnica», la expulsión por la fuerza de personas definidas como enemigos. Croacia aprovechó los fracasos militares serbios en la región para reclamar Krajina, expulsando a su vez a la población serbia, mayoritaria en la zona. Después de pasar de un desastre a otro en su autoproclamada «defensa» de los serbios, Milosevic cayó por fin en 2000, tras su política de mano dura en la región de Kosovo, de mayoría albanesa, que había provocado la intervención de la OTAN para frenar a sus tropas. Temiéndose una repetición de las atrocidades cometidas en Bosnia, los aliados occidentales alcanzaron por fin un acuerdo para intervenir.
Con todo ello, los primeros años de la década de 1990 dejaron a millones de europeos del este sumidos en graves problemas y dificultades. No se alcanzaban acuerdos que legitimaran principios e ideas. Aun en el caso de que en determinados países de la región existieran élites «modernizadoras», fueran efectivas o no, estas siempre se encontraban entre la antigua jerarquía comunista. Era inevitable que los profesionales, los gestores y los expertos que habían hecho carrera en el seno de las estructuras comunistas siguieran gobernando, porque no había nadie para sustituirles. Otro problema era la veleidad de poblaciones enteras que votaban dejándose llevar por la euforia generada por la revolución política. Se sentía nostalgia por la aparente seguridad de antaño. En la búsqueda de una nueva base de legitimidad para el Estado, el único candidato posible parecía ser en muchos casos el nacionalismo que en tantas ocasiones había esquivado la política, en algunas circunstancias durante siglos. Los antiguos sentimientos tribales habían reaparecido a toda prisa, y muy pronto las historias imaginarias volvían a adquirir tanta importancia como lo que realmente había ocurrido en el pasado.
Algunos antiguos enfrentamientos se habían liquidado de forma trágica durante la Segunda Guerra Mundial. Su mayor y más terrible manifestación, el Holocausto, que era el nombre dado al intento de exterminio del pueblo judío por parte de los nazis, había puesto punto final a la historia del este de Europa como centro de la judería mundial. En 1901 acogía a tres cuartas partes de los judíos del mundo, en su mayoría en el imperio ruso. En estas regiones donde antaño se hablaba hebreo, actualmente no queda más que un 10 por ciento de judíos. Casi la mitad de la población judía mundial vive ahora en países de habla inglesa y otro 30 por ciento, en Israel. En el este de Europa, los partidos comunistas, ansiosos por explotar algo tan tradicional como el antisemitismo del pueblo (en particular en la Unión Soviética), habían fomentado la emigración de los judíos a través del acoso y la persecución judicial. En algunos países, aquello eliminó prácticamente lo que quedaba en 1945 de la población judía como elemento demográfico significativo. Los 200.000 judíos polacos que sobrevivían en 1945 volvieron muy pronto a ser víctimas de pogromos y hostigamientos, y en 1990 solo 6.000 se habían negado a emigrar. El corazón de la antigua judería del este de Europa había desaparecido.
En algunos países de Europa occidental, también se enconaban las posiciones de algunas minorías. Los separatistas vascos sembraban el terror en España. Valones y flamencos se echaban pullas en Bélgica. Irlanda del Norte era probablemente el escenario más crítico. Durante toda la década de 1990, el unionismo británico y el nacionalismo irlandés siguieron obstaculizando el camino hacia la paz. El acuerdo angloirlandés de 1985 había reconocido el derecho de Irlanda a tomar parte en la negociación del futuro del Ulster y había puesto en marcha una nueva maquinaria para hacerlo posible. Se dictó una tregua que acabó trágicamente a los dieciocho meses escasos, pero cuando el Partido Laborista llegó al poder en 1997, demostró tener voluntad de dar el importante paso simbólico de abrir negociaciones directas con el Sinn Fein, movimiento político que daba cobijo a los terroristas del IRA. Antes de que acabara el año, el primer ministro británico recibió a los representantes del Sinn Fein en Londres y en 1998, en cooperación con el gobierno irlandés, las iniciativas británicas triunfaron, contra todo pronóstico, y consiguieron el apoyo de los líderes oficiales del Sinn Fein y de los unionistas del Ulster para celebrar un referéndum en toda Irlanda y plantear propuestas que iban más lejos que nunca en cuanto a la institucionalización de la protección de la minoría nacionalista en el norte y al vínculo histórico del norte con el Reino Unido. El Acuerdo del Viernes Santo, como se llamaría, implicaba un cambio fundamental en el significado que adquiriría en el futuro la soberanía de la corona (y, con el paso del tiempo, sobrepasaría con creces las medidas de restitución que estaba introduciendo en aquella misma época el gobierno británico en Escocia y Gales). Aunque los detalles aún podían provocar grandes divisiones, los principios de los nuevos acuerdos se ganaron la aprobación popular a ambos lados de la frontera. Además, aunque los gobiernos británico e irlandés al principio fracasaron en la elaboración de un ejecutivo norirlandés que representara a todas las partes —y tuvieron por tanto que volver al gobierno directo desde Londres—, la provincia se libró de los atentados terroristas que la habían asolado hasta 1998.

¿Una unión europea más unida que nunca?
Desde 1986, los pasaportes emitidos a ciudadanos de los estados miembros de la CE llevaban ya las palabras «Comunidad Europea», así como el nombre del país emisor. Sin embargo, en la práctica la CE se enfrentaba a unas dificultades crecientes. Aunque las principales instituciones centrales —el Consejo de Ministros de los estados miembros, la Comisión y el Tribunal de Justicia— funcionaban bien, lo hacían con cierta contención, y la política comunitaria —sobre todo en cuanto a pesca y transporte— generaba diferencias evidentes. Las fluctuaciones en los tipos de cambio eran otra fuente de problemas y discusiones económicas, en especial tras el final de la convertibilidad del dólar y del sistema Bretton Woods en 1971 y tras la crisis del petróleo. Sin embargo, en la década de 1980 había claros síntomas que auguraban un éxito económico. Estados Unidos había recuperado en la década anterior su estatus como objetivo principal de la inversión extranjera, y dos tercios de la misma procedían de Europa. Europa occidental también manejaba la mayor parte del comercio mundial, por lo que los países de fuera se mostraban deseosos de unirse a una organización que ofrecía atractivos incentivos a los pobres. Grecia lo hizo en 1981 y España y Portugal en 1986.
Este último resultó ser un año decisivo, en el que se acordó que en 1992 se daría un paso más allá de la mera unión aduanera, en dirección a un mercado único integrado y sin fronteras. Tras unas difíciles negociaciones, en diciembre de 1991 el Tratado de Maastricht estableció los acuerdos para un único mercado europeo y un calendario para la unión económica y monetaria total con 1999 como fecha límite. Por fin, capitales, mercancías, servicios y personas iban a tener libertad para moverse sin impedimentos ni obstáculos a través de las fronteras de la Unión. Una vez más, hubo que plantear salvedades y acuerdos especiales para Gran Bretaña, tan escéptica como siempre. John Major, sucesor de Margaret Thatcher al frente del gobierno, era un personaje algo desconocido, pero de pronto se puso a defender la posición de su país en las negociaciones de Maastricht como cabeza visible de un partido dividido en cuanto al tratado. El acuerdo resultante abrió el camino a una moneda común y a un banco central autónomo que la regularía. Maastricht también dio origen a la nueva Unión Europea (UE), que sustituyó a la CE, y estableció la obligación de sus miembros de imponer ciertos valores de referencia en materia de empleo y beneficios sociales. Por último, el tratado amplió el ámbito de influencia de la política europea. Todo ello parecía aumentar la centralización del poder, aunque, en un esfuerzo por tranquilizar a los más escépticos, el tratado también acordaba el principio de «subsidiariedad», palabra arraigada en las enseñanzas sociales católicas; quería decir que debían establecerse límites a las competencias de la Comisión de Bruselas para interferir en los gobiernos nacionales. En cuanto al acuerdo sobre defensa europea y política de seguridad, muy pronto quedaría maltrecho por los acontecimientos de Bosnia.
Maastricht planteó dificultades en varios países. Dinamarca lo rechazó en un referéndum celebrado al año siguiente, y en la consulta celebrada en Francia ganó con una ventaja mínima. El gobierno británico (a pesar de las garantías que había negociado) se vio en apuros para conseguir el voto favorable del Parlamento. En el seno del partido gobernante, el conservador, la división que todo ello suscitó estaba ya haciendo mella cuando le tocó enfrentarse a las elecciones. Los votantes de toda Europa pensaban sobre todo en la protección de los intereses nacionales y de los sectores tradicionales, y más aún cuando las condiciones económicas empezaron a empeorar, a principios de la década de 1990. Con todo, Maastricht finalmente fue ratificado por quince estados miembros. El debate prosiguió tras las alegaciones de cercenamiento de la independencia de los estados miembros presentadas ante la Comisión Europea y de lo más o menos justo que podía resultar el uso o abuso de las normas de la UE por parte de los diferentes países.
Aunque el proceso de Maastricht se creó en parte por la necesidad que sentían muchos estados miembros —y especialmente Francia— de que la nueva y poderosa Alemania unida se integrara más en Europa, la necesidad de una Unión Europea verdadera —tal como se llamó la CE a partir de Maastricht— resultó evidente. El hecho de que la UE consiguiera introducir una moneda común (el euro, desde 2002), junto con la creación del Banco Central Europeo, así como una mayor cooperación en materia de justicia, política exterior y temas militares, al tiempo que avanzaba rápidamente hacia la integración de países del centro y el este de Europa, es un testimonio de la fuerza de las instituciones creadas a lo largo de medio siglo de integración europea. En 1995 se incorporaron Austria, Finlandia y Suecia, países neutrales en la guerra fría, mientras que el gran paso hacia el este se dio en 2004, con la integración de diez países, entre ellos Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría y —lo más sorprendente de todo— las ex repúblicas soviéticas del Báltico, Estonia, Letonia y Lituania. A pesar de que se mantuviera el desacuerdo sobre su constitución, su presupuesto y sobre los planes de expansión, la UE, con una población de 461 millones de personas, había dado pasos de gigante hacia el objetivo de convertirse en la unión paneuropea imaginada por sus fundadores.
Las circunstancias económicas también habían cambiado. Por importante que fuera, la Política Agrícola Común (PAC) no significaba lo que había significado en la década de 1960; en algunos países estaba pasando de ser un soborno electoral dirigido a un gran número de minifundistas a convertirse en un sistema de subsidio para muchos menos agricultores, aunque mucho más ricos. En el interior de la nueva Unión, las respuestas tampoco eran las mismas que en la década de 1960 o incluso más adelante. Alemania había pasado a ser el motor y a aportar gran parte del impulso económico de la UE. El mayor triunfo del canciller Helmut Kohl, la reunificación, había confirmado la posición natural de Alemania como principal potencia europea. Sin embargo, eso había tenido su precio. Alemania arrojaba un déficit en su balanza comercial y empezaban a oírse voces de insatisfacción tras la reunificación. Con el paso del tiempo, también empezó a hablarse más del peligro de la inflación, antigua pesadilla para el pueblo alemán, y de la carga que soportaban los contribuyentes alemanes a causa de la integración de los habitantes de Alemania del Este en el Oeste y del aumento del paro. En la década de 1990, la recesión económica arrojaba largas sombras sobre la mayoría de los estados de la UE, recordándoles a sus pueblos las disparidades y diferencias de poder económico entre ellos. Por otra parte, en esa misma década se hicieron patentes en todos ellos problemas fiscales, presupuestarios y económicos que minarían la confianza de los gobiernos.
Así las cosas, había muchos factores que tomar en consideración a la hora de hacer política. Los puntos de vista iban cambiando en todas partes. En Francia, por ejemplo, el principal motivo del impulso europeo había radicado siempre en el miedo a Alemania, a la que sus estadistas habían querido siempre tener bien atada, primero en el Mercado Común y luego en la Comunidad Europea. No obstante, al crecer la economía alemana, se vieron obligados a reconocer que Alemania ocuparía un lugar destacado en la futura composición de Europa. La imagen de una Europa de estados-nación, tal como la concebía De Gaulle, dio paso entre los franceses a una visión más federal —es decir, paradójicamente, más centralizada— de una Europa construida con toda la intención para que Francia tuviera el máximo peso informal y cultural posible (a través, por ejemplo, de las reuniones en Bruselas). Si iba a constituirse un superestado europeo, Francia podría por lo menos intentar dominarlo. Asimismo, la decisión francesa de volver a formar parte de la OTAN en 1995 supuso una clara ruptura con la visión de De Gaulle.
A partir de 1990, el gobierno alemán buscó enseguida el modo de expresar su influencia buscando el apoyo de sus vecinos ex comunistas. La rapidez con que las empresas e inversores alemanes se pusieron manos a la obra en estos países y la velocidad y la disposición con que Alemania reconoció a las recién independizadas Croacia y Eslovenia a finales de 1991 (fue el primer país en hacerlo), no daban ninguna tranquilidad a los otros estados miembros de la Unión. La trayectoria de expansión de la UE iba a ser crucial para la historia mundial. Un resultado posible era una UE democrática y pluralista de casi 700 millones de personas, que se extendiera desde el círculo polar ártico a Antalya y de Faro a Kerch, pero otra posibilidad era la de una ruptura (no necesariamente siguiendo las líneas de división de sus componentes nacionales) de la propia Unión Europea. Con el tiempo, se planteará la cuestión de si debe intentarse integrar a Rusia, que, a pesar de su tamaño y su tradición autocrática, es incuestionablemente un país europeo y cuenta con muchos de los recursos —humanos y materiales— que la UE necesitará para mantener el nivel de bienestar de sus ciudadanos.
Es innegable que, durante más de treinta años, se ha registrado cierta convergencia cultural en el seno del Mercado Común y de la UE. La homogeneización cada vez mayor del consumo, no obstante, se ha debido menos a la política europea que a un astuto uso del marketing y al aumento de la comunicación internacional a nivel popular (cuyo resultado en el pasado se calificaba de «americanización» deplorable). En el pasado hay ejemplos de que esta lenta convergencia, fomentada de forma consciente, por ejemplo en la agricultura, ha salido muy cara, al irritar, lógicamente, a votantes de otros sectores. La Unión Europea también daba una impresión de debilidad en materia de política exterior; suspendió estrepitosamente las pruebas que le planteó la disolución de Yugoslavia. A principios del siglo XXI, siguen planeando muchas incertidumbres sobre el futuro de Europa. Entre ellas, el proyecto de una única moneda europea. Aunque las discusiones previas siempre habían tenido un tono político, se aseguraba que su introducción iba a comportar grandes beneficios económicos y que, muy probablemente, los precios y los tipos de interés bajarían en consecuencia. Con la misma seguridad, se señalaba que los estados donde se adoptara perderían el control sobre importantes aspectos de su vida económica. Una moneda común, de hecho, implicaba una renuncia a un importante grado de soberanía.
Los políticos se preguntaban qué pensarían los votantes cuando hubiera que tomar decisiones que pusieran de manifiesto las consecuencias de la unión monetaria. No obstante, era bastante evidente que, si la unión monetaria fracasaba y la ampliación no se llevaba a cabo, la UE podría quedarse en poco más que una simple unión aduanera.
Cuando Helmut Kohl resultó derrotado en las elecciones alemanas de noviembre de 1998 y Gerhard Schröder se convirtió en el primer canciller socialista de la Alemania unificada, aquello no supuso cambios en el objetivo del gobierno alemán de alcanzar la unión monetaria. El gobierno francés también mantuvo su postura. Dinamarca y Suecia anunciaron su firme decisión de no participar. En Gran Bretaña, el nuevo gobierno laborista de Tony Blair, elegido por arrolladora mayoría en 1997, se mostró prudente y abierto a una mayor integración, pero se negó a la unión «hasta que llegara el momento», y el momento no llegaría durante sus primeros diez años en el cargo. Aun así, el 1 de junio de 2002 la mayoría de los países miembros introdujeron su primera moneda común desde tiempos de Carlomagno. En una clara iniciativa para evitar ofender susceptibilidades nacionales, se desechó la posibilidad de dar a la nueva moneda un nombre histórico —«corona», «florín», «franco», «marco», «talero», etc.— y se le llamó «euro». A mediados de la década de 2000, sus billetes y monedas eran ya la única divisa usada por los 300 millones de ciudadanos de doce estados miembros, y fue adoptada incluso por estados y territorios de fuera de la UE, como Montenegro y Kosovo.
Las dificultades para ampliar la Unión ya eran por entonces mucho más claras. El candidato que más tiempo llevaba esperando entrar era Turquía, que a muchos planteaba la duda de si es un país «europeo» dado que la mayor parte de su territorio se encuentra en Asia y la mayoría de su población es musulmana. Peor aún, sesenta años después, el legado modernizador de Ataturk se veía amenazado. Los islamistas siempre habían repudiado el tradicional secularismo del régimen. Sin embargo, si la medida de la europeidad era la modernidad de las instituciones (el gobierno representativo y los derechos de las mujeres, por ejemplo) y un cierto nivel de desarrollo económico, entonces Turquía sin duda se acercaba más a Europa que al resto del Oriente Próximo islámico. Aun así, el trato que daba Turquía a la posición política y a las minorías —en particular a los kurdos— era objeto de desaprobación en el extranjero, y el papel del gobierno turco como garante de los derechos humanos estaba en entredicho, de modo que Turquía volvía a plantear antiguas preguntas sin respuesta sobre lo que realmente es Europa. En cualquier caso, resulta significativo que el eterno enemigo de Turquía, Grecia, se convirtiera en uno de los principales defensores de la integración de Ankara, argumentando motivos tanto económicos como políticos, a pesar del conflicto pendiente en Chipre (que actualmente es miembro de pleno derecho de la UE).
A finales del año 2000, en las negociaciones de Niza, si bien se acordaron los principios para una mayor expansión, también se acordó cambiar el reparto de votos, y Francia consiguió que se le concediera un «peso» en las votaciones igual al de Alemania, que se había convertido, con mucho, en el país más poblado y más rico. El Tratado de Niza aún tenía que obtener la ratificación en los parlamentos de cada país, por supuesto, y el gobierno irlandés tuvo que enfrentarse enseguida al problema que le planteó perder el referéndum de su propuesta; eso supuso una nueva sacudida al sistema. El acuerdo alcanzado a finales de 2001 para la adopción de un tratado especial para el control del funcionamiento de las instituciones de la UE y sus posibles cambios, apenas varió la situación. Asimismo, cuando en los referéndums celebrados en 2005 en Francia y los Países Bajos se rechazó lo que había adoptado el nombre algo extravagante de «constitución europea», dio la impresión de que iba a resultar muy difícil seguir ahondando en el proceso de integración. Con todo, pese a que el rechazo popular a la constitución —de la que no se llegaría a presentar una versión corregida para someterla de nuevo a votación en los países que ya la habían rechazado— no era más que otro indicio de que la Unión Europea no deja de ser una empresa de y para las élites políticas, gran parte del contenido acabará integrándose —quizá por ese mismo motivo— en las normas y regulaciones de la UE.
Hasta cierto punto, pues, el final de la guerra fría parecía haber puesto de manifiesto por fin que Europa era algo más que la expresión geográfica que durante tanto tiempo había parecido. Por otra parte, la búsqueda de una esencia o un espíritu europeos parecía tener menos sentido que nunca, y menos aún la de una civilización europea, por mucho que fuera la fuente principal de la civilización mundial. Era, más que nunca, una colección de culturas nacionales con una dinámica interna propia y muy visible, ya que, al llegar el siglo XXI, eran pocas las muestras de un patriotismo europeo capaz de igualar las emociones de las masas con los sentimientos nacionales, pese a todo lo conseguido desde el Tratado de Roma. Los índices de participación en las elecciones al Parlamento europeo habían disminuido en todos los países salvo en aquellos donde el voto era obligatorio. El chovinismo lingüístico amenazaba con hacer impracticables las instituciones de la UE, cuya enorme complejidad ya desconcertaba a los que buscaban en ellas la lógica política y contribuía, sin duda, a dar a gran parte de la opinión pública una imagen tediosa de la idea de Europa. No obstante, se habían conseguido grandes logros. Por encima de todo, la Unión Europea era una comunidad de democracias constitucionales y el primer intento de integración europea no basada en la hegemonía de una única nación. Al acabar el siglo XX, vista en perspectiva y pese a su avance a trompicones, la UE también era un gran éxito económico. Contando a Suiza (que, por supuesto, no forma parte de la Unión), Europa occidental ya concentraba más del 75 por ciento del comercio mundial (la mayor parte entre sus propios estados miembros) y el 40 por ciento del PIB del mundo. El PIB europeo de aquel año era ya mayor que el de Estados Unidos y más del doble que el de Japón. Europa era uno de los tres principales impulsores de la economía mundial surgidos en los últimos cincuenta años. Puede que los europeos aún parecieran preocupados por su futuro, pero sin duda formaban un equipo del que muchos foráneos habrían deseado formar parte.

China y el lejano oriente
El año 1989 había dejado muchas dudas sobre el futuro de China. No solo porque el Partido Comunista gobernante se enfrentara a un significativo desafío procedente del propio pueblo —que solo había conseguido controlar mediante el uso de la fuerza—, sino porque la economía también parecía tambalearse, con un frenazo del crecimiento en muchos sectores. Deng Xiaoping, el hombre que había orquestado las reformas económicas diez años antes y que, a sus ochenta y cinco años de edad, había tenido que volver a tomar grandes decisiones ante el avance de la crisis de 1989, se enfrentaba a su última campaña. En 1992, en su visita a las provincias del sur, Deng expresó su condena a los que veían la contención política como sinónimo de contención económica. Las reformas debían intensificarse, afirmó, y debía darse mayor espacio a la empresa privada. El estancamiento de 1989 ya era cosa del pasado, y a partir de 1992 China entró en una fase de hipercrecimiento, en que su PIB aumentaría más de un 10 por ciento de media durante los siguientes catorce años.
Puede que la explosión del crecimiento económico en China sea el acontecimiento mundial más importante de la década de 1990. No solo creó una clase media de más de 200 millones de personas, con un poder adquisitivo a la altura de la media de la UE, sino que también convirtió a China en la cuarta economía nacional del mundo. Gran parte de su crecimiento se fraguó en el sector privado, pero, tras grandes reformas, a principios de la década de 2000 también se experimentó cierto crecimiento en el sector de propiedad o control público. El modelo económico chino parecía combinar un capitalismo extremo con un papel muy destacado del Estado e incluso del Partido Comunista. Combinaba la explotación desaforada de las masas de jóvenes procedentes del campo que entran en las fábricas con el énfasis en el control político de todas las empresas, incluidas las privadas, fueran de propiedad china o extranjera. El crecimiento, en expansión gradual hacia el norte y el oeste, sigue concentrándose especialmente en el sur y el este, a lo largo de la costa y de los grandes ríos, repitiendo un patrón habitual desde las primeras dinastías. Aunque se ha erigido en garante de la estabilidad económica regional, el régimen ha hecho poco para acercarse al pueblo con reformas democráticas, y como resultado de la falta de transparencia, la corrupción y los abusos de poder entre los altos funcionarios son males comunes. El Partido Comunista Chino parece haber encontrado un modelo de desarrollo que funciona, por lo menos en tiempos de prosperidad, pero carece de una legitimidad que pueda servirle de cojín cuando lleguen las vacas flacas.
El final de la guerra fría también provocó un cambio en las relaciones internacionales de China. Los más de 6.400 kilómetros de frontera común que tenía antes con la URSS habían dado paso a una línea fronteriza de la mitad de kilómetros con los nuevos estados independientes de Kazajstán, Kirguizistán y Tayikistán, mucho más débiles. Mientras tanto, a finales de la década de 1990 la preocupación por Taiwan, el problema que durante tanto tiempo había cohesionado la política interna china y sus relaciones exteriores, estaba más viva que nunca tras cinco décadas en las que la aparente naturaleza fundamental del enfrentamiento original entre el régimen nacionalista de la isla y la República Popular había quedado algo difuminada tras la ruptura formal de las relaciones diplomáticas de Estados Unidos con el régimen nacionalista taiwanés y su posterior exclusión de las Naciones Unidas. Sin embargo, en la década de 1990, mientras Pekín seguía manteniendo su política de reintegración de Taiwan (al igual que de Hong Kong y Macao) en China como objetivo a largo plazo, empezó a hacerse más patente el sentimiento de independencia en la isla. La consternación de Pekín era evidente, y la alarma alcanzó su punto álgido durante una visita del presidente de la república de Taiwan a Estados Unidos, en 1995. El embajador de la República Popular en Washington se mostró hermético, y un periódico oficial afirmó que el tema de Taiwan era «más explosivo que un barril de pólvora». Estaba claro que si Taiwan se declaraba formalmente independiente de la China continental, la invasión de la isla sería inmediata.
Por otra parte, Taiwan no era más que uno de los motivos de inquietud en el Lejano Oriente. Tras el fin de la guerra fría, la región se mostraba inestable, aunque no como Europa. Al principio resultaba muy difícil ver cuáles serían las consecuencias posibles del cierre de este período de enfrentamiento bien definido y, por tanto, de efectos evidentes. En Corea, por ejemplo, muy pocas cosas cambiaron. Corea del Norte se mantuvo intransigente en su obstinado enfrentamiento con Estados Unidos y con la República de Corea del Sur, por la determinación de sus gobernantes de mantener una economía planificada en un aislamiento prácticamente total. La mala gestión económica, el final de las ayudas soviéticas en 1991 y, aparentemente, el abuso directo del poder por parte de su dictador, llevaron al pueblo norcoreano al borde de la hambruna a principios de 1998. Los problemas del norte seguían siendo inespecíficos, independientes en cierta medida de las tendencias regionales, a diferencia de los de Corea del Sur. A mediados de la década de 1990, este país tenía un régimen democrático afianzado con altas cifras de crecimiento y una impresionante implicación en el comercio internacional.
Mientras todo el este y el sudeste asiático, con la excepción de China, atravesaba en 1997 y 1998 una crisis económica profunda pero —para la mayoría de los países— temporal, tras la guerra fría Japón entró en una recesión que duraría más de una década. En la década de 1980, la economía del líder mundial en productividad y desarrollo industrial experimentó episodios de fuertes caídas, y a finales del siglo Japón no era más que una sombra de sí mismo. La especulación inmobiliaria y las enormes inversiones en actividades o sectores no productivos, con muy bajos beneficios, habían cargado a sus bancos e instituciones financieras con unas deudas insoportables. La moneda se debilitó notablemente y enseguida fue víctima de la especulación, sumiéndose en un mundo de transacciones económicas más aceleradas que nunca. La cultura del negocio predominante en Japón, firmemente arraigada en redes oficiales y financieras que estaban demostrando su incapacidad para situarse en una posición de liderazgo, hacía que, a medida que empeoraban las condiciones, cada vez fuera más difícil encontrar soluciones. La economía japonesa empezó a quedar rezagada en el plano internacional, lo que trajo consigo la deflación y el desempleo. Los diferentes gobiernos, que se sucedían rápidamente, parecían incapaces de atajar el problema, y algunos empezaron a apelar a los sentimientos nacionalistas para reforzar su autoridad. La recesión japonesa suponía que el país no pudiera contribuir a sacar a otras economías de sus dificultades financieras a finales de la década de 1990, y aunque la región en conjunto recuperó el ritmo de crecimiento a principios del siglo XXI, algunos países —como Indonesia o Filipinas— no volvieron a sus índices de crecimiento anteriores. Este proceso afectó a millones de personas, desde Hokkaido a Bali, que perdieron sus ahorros y, en algunos casos, la posibilidad de ganarse la vida.
Los cambios políticos que siguieron a la crisis en el sudeste asiático también fueron significativos. Los gobiernos autoritarios de algunos países habían explotado los recursos comunes en interés de los amigotes de los dirigentes y sus familias. En mayo de 1998, después de que la economía indonesia hubiera retrocedido más de un 8 por ciento desde principios de año y de que la moneda hubiera perdido cuatro quintas partes de su valor frente al dólar, un alzamiento popular arrebató el poder a su presidente. Era el final de treinta y dos años de un sistema controlado con mano de hierro, corrupto pero formalmente «democrático». Los gobiernos posteriores hicieron de Indonesia una sociedad mucho más abierta, pero tuvieron poco éxito en la reconstrucción de la economía. El resultado fue una serie de enfrentamientos étnicos y religiosos en un país como Indonesia, dividido entre una gran mayoría islámica y unas significativas comunidades hindú, cristiana y china. El segundo país más poblado de la región, Vietnam, avanzó en dirección contraria, centralizando más su política al tiempo que intensificaba una reforma económica al estilo chino, llamada allí doi moi («renovación»). A principios de la década de 2000, Vietnam era la segunda economía del mundo en ritmo de crecimiento, pero grandes extensiones del país seguían sumidas en la pobreza y, como en China, la explotación de la mano de obra en nombre de un capitalismo con características comunistas era intensa. En conjunto, lo que demostraron los extraordinarios altibajos en las economías del Lejano Oriente durante la primera década del siglo XXI fue lo sólidamente integrada que estaba la economía global; cualquier cambio económico en Pekín o Yakarta tendría un efecto inmediato en todo el mundo, y viceversa.

El subcontinente indio
La India, al igual que China, se mantuvo en principio al margen de los violentos ciclos financieros y económicos de muchos países del este de Asia. En este aspecto, es innegable que las políticas del pasado la favorecieron. Los gobiernos democráticos, pese a ir apartándose en cierta medida del socialismo de los primeros años de independencia, habían reflejado durante mucho tiempo una fuerte influencia de ideas proteccionistas, manipuladas, de autosuficiencia nacional e incluso autárquicas. Las consecuencias habían sido un bajo índice de crecimiento y un conservadurismo social, pero, a cambio, proporcionaban un grado de vulnerabilidad a los flujos de capital internacionales menor que en otros países.
En 1996, el Partido Bharatiya Janata (PBJ), hindú y nacionalista, obtuvo una amplia victoria y se convirtió en el partido con mayor presencia en la cámara baja del Parlamento. No obstante, no podía formar gobierno solo, y el de coalición que se constituyó no sobrevivió a las siguientes elecciones generales —muy violentas—, celebradas en 1998. Esto no significó la aparición de una clara mayoría parlamentaria, pero el PBJ y sus aliados constituían el mayor grupo de la cámara. El resultado fue otro gobierno de coalición, y los miembros del Janata que lo integraban se aprestaron a hacer pública una agenda nacionalista según la cual «la India debían construirla los indios». A algunos esto les pareció alarmante en un país donde el nacionalismo, pese a haber sido impulsado por el Partido del Congreso durante un siglo, había quedado siempre en segundo plano, frenado por un prudente reconocimiento de la evidente división y la violencia latente en el subcontinente. No obstante, con el tiempo el nuevo gobierno sorprendió a más de uno al evitar los excesos nacionalistas hindúes en el plano interno y al ampliar la liberalización de la economía, lo que llevó a un mayor crecimiento económico en algunas partes del país. Este crecimiento se prolongó durante el nuevo gobierno democrático que, sorprendentemente, en otro ejemplo del buen funcionamiento de la democracia india, accedió al poder en 2004. El nuevo primer ministro, Manmohan Singh —economista de origen sij—, intensificó los esfuerzos de apertura de la economía del país para darle una mayor competitividad internacional. A mediados de la década de 2000, la India se disponía a iniciar una rápida expansión económica.
Aunque pudiera entenderse como una medida nacionalista más para ganarse la simpatía de sus ciudadanos, el mundo tuvo que esforzarse por entender la decisión del gobierno del PBJ de reabrir las heridas del antiguo enfrentamiento con Pakistán con una serie de pruebas nucleares realizadas en mayo y junio de 1998, que provocaron que el gobierno de Pakistán respondiera con pruebas similares; ambos países se sumaban así al grupo de estados con capacidad ofensiva nuclear. Sin embargo, este hecho cabía interpretarlo —tal como señaló el primer ministro indio— teniendo en cuenta el miedo de la India a China, potencia nuclear ya consolidada y que en la India suscitaba el recuerdo de los enfrentamientos de 1962 en el Himalaya, así como la creciente simpatía demostrada por el gobierno de Pakistán ante los alzamientos fundamentalistas islámicos en otros países (en particular en Afganistán, donde en 1996 se había instaurado un gobierno fuertemente reaccionario, dirigido por una facción llamada «Talibán» que contaba con el apoyo de Pakistán). Había incluso quienes temían que una bomba atómica pakistaní pudiera convertirse en una islámica. En cualquier caso, la situación suponía un enorme revés a la campaña de control de la proliferación nuclear y despertó una alarma generalizada. Algunos países retiraron a su embajador de Delhi, y otros siguieron el ejemplo de Estados Unidos y redujeron o congelaron las ayudas a la India. Aun así, esta acción no sirvió para disuadir a Pakistán de seguir el ejemplo de la India. Evidentemente, el mundo no se había librado del peligro de la guerra nuclear con el fin de la guerra fría. Además, ahora era un peligro que se situaba en un mundo que muchos consideraban mucho menos estable que en la década de 1960, cuando las relaciones India-Pakistán aún se veían empañadas por el asunto de Cachemira.

Una nueva Rusia
En junio de 1991, Rusia, el mayor y más importante de todos los estados de la CEI, eligió como presidente de la república a Boris Yeltsin con el 57 por ciento de los votos en las primeras elecciones libres del país desde 1917. En noviembre, el Partido Comunista Ruso fue disuelto por decreto presidencial, y en enero de 1992, tras la disolución de la Unión Soviética, se lanzó un programa de reformas económicas radicales, que llevó de golpe a la casi completa liberación de la economía de los controles de antaño. El resultado que ello tuvo sobre la economía fue, para casi todos los rusos, un desastre sin paliativos. Aunque algunos, bien relacionados, se enriquecieron mucho, la mayoría de los rusos perdieron sus ahorros, la pensión o el trabajo. El consumo de energía bajó en un tercio y el desempleo se disparó, cayeron los ingresos y los salarios reales, la producción industrial se redujo a la mitad, la corrupción se extendió enormemente en los órganos de gobierno, y también proliferó el crimen en sus más variadas formas. Para muchos rusos, todos estos factores se traducían en una pobreza insoportable. La salud pública empeoró, y la esperanza de vida en los primeros años del siglo se vio reducida a menos de sesenta años para los varones, cinco años menos que una década antes.
En 1993, a las dificultades de Yeltsin se sumó la elección de un nuevo Parlamento en el que se encontraban muchos de sus enemigos. También planteaban dificultades las relaciones con las otras repúblicas de la CEI (donde vivían 27 millones de rusos) y los clanes de presión política que habían surgido alrededor de los centros administrativos e industriales de la nueva Rusia, así como los ex reformistas descontentos, muchos de los cuales él mismo había despedido. No tardó mucho en resultar evidente que los problemas de Rusia no eran atribuibles exclusivamente al legado soviético, sino que se debían en gran parte al estado general de la cultura y la civilización rusas. En 1992, la propia Rusia se había convertido en una federación, y al año siguiente el marco constitucional del país se completó con una constitución presidencialista e incluso autocrática. Pero Boris Yeltsin tuvo que enfrentarse enseguida al desafío de la oposición, tanto de izquierdas como de derechas, y, a la larga, a la amenaza de una insurrección. Después de suspender por decreto las funciones del Parlamento sobre «una reforma constitucional gradual», más de un centenar de personas murieron en el peor derramamiento de sangre en Moscú desde 1917. Al igual que la anterior disolución del Partido Comunista, esta acción se interpretó como una demostración de fuerza del presidente. Desde luego, la personalidad del presidente se adaptaba mejor al uso de la fuerza que a la diplomacia paciente. No obstante, habida cuenta de que tenía muy poco que ofrecer a los rusos en cuanto a comodidades materiales, ya que la economía sufría la explotación de los altos cargos corruptos y de los empresarios que sacaban tajada, su gobierno se benefició del crédito que le daba la lucha contra el desafío neocomunista, y consiguió ser reelegido presidente en 1996.
Dos años antes ya había surgido un nuevo problema: una insurrección nacionalista en Chechenia, una república autónoma interior de la Federación Rusa con mayoría de población musulmana. Algunos chechenos recordaban con rencor —y pretendían vengar, según decían— la inmoralidad de la invasión y la represión que les impuso Catalina la Grande en el siglo XVIII y el genocidio llevado a cabo por Stalin en la década de 1940. Su rabia y su resistencia se vieron endurecidas por la brutalidad con que Rusia, alarmada por el peligroso ejemplo que aquello podía suponer para otros musulmanes, redujo la capital chechena a escombros y extendió la hambruna en el campo. Murieron miles de personas, pero las bajas rusas despertaron de nuevo el recuerdo de Afganistán y se hizo evidente el peligro de que los enfrentamientos se extendieran a las repúblicas vecinas. Al fin y al cabo, desde 1992 un destacamento ruso daba apoyo al gobierno del ahora independiente Tayikistán para evitar el peligro de una insurrección por parte de los radicales islámicos apoyados por Pakistán. Con este dudoso telón de fondo, en 1996 poco quedaba de las esperanzas suscitadas por la perestroika y la glasnost, y el panorama se volvió aún más sombrío cuando se descubrió que el estado de salud del presidente Yeltsin era malo (y que probablemente empeoraría a causa del gran consumo de alcohol). Para entonces, los acontecimientos fuera de Rusia, en particular en la ex Yugoslavia, obligaban a realizar gestos y manifestaciones verbales a las potencias occidentales que les recordaran que Rusia aún aspiraba a ejercer el poder que sentía que le correspondía, transmitiéndoles al mismo tiempo su preocupación por las implicaciones de la intervención en los asuntos de un Estado soberano e independiente.
No obstante, en 1998 el gobierno ruso apenas consiguió recaudar impuestos y pagar a sus funcionarios. El año 1997 había sido el primero desde 1991 en que el PIB había registrado un aumento real, aunque mínimo, pero, al parecer, la economía aún estaba abandonada al capricho de los intereses de algunos, mientras el Estado iba vendiendo cada vez más activos a las empresas privadas, en muchos casos con tratos de favor y corrupción de por medio. Algunos amasaron grandes fortunas de la noche a la mañana, pero millones de rusos sufrían el impago de sus sueldos, la desaparición de los artículos básicos en los mercados, el continuo aumento de los precios, así como los conflictos y enfrentamientos que surgían, inevitablemente, al coincidir en las calles los altos niveles de consumo de algunos y la pobreza extrema de otros. Yeltsin tuvo que sustituir a un primer ministro que había nombrado por su compromiso con la economía de mercado y aceptar a uno impuesto por sus oponentes. Sin embargo, en las elecciones siguientes volvió a elegirse un Parlamento que probablemente le supondría menos enfrentamientos internos, y en la Nochevieja de 1999 se decidió a presentar su dimisión.
Su sucesor ya ocupaba para entonces el puesto de primer ministro. Llegado el momento, Boris Yeltsin anunció que el próximo presidente debía ser Vladimir Putin, y este ocupó el cargo tras las elecciones de marzo de 2000. Muchos rusos atribuían a Putin, ex miembro del KGB, la pacificación —temporal, tal como se sabría después— de Chechenia, lo cual había reducido el peligro de que las turbulencias pudieran extenderse más allá. Posiblemente, las protestas en el extranjero ante los ataques a los derechos humanos en Chechenia contribuyeran a crear una reacción de apoyo patriótico a Vladimir Putin, pero también dejó una impresión favorable en las capitales occidentales. A pesar de la desgracia que supusieron una serie de accidentes desastrosos durante sus primeros meses de presidencia, indicativos del decadente estado de las infraestructuras rusas, se extendía la impresión de que por fin iban a superarse los graves problemas. El mismo alivio sentiría sin duda Yeltsin, a quien su sucesor prometió inmunidad para él y para su familia por cualquier delito cometido durante su presidencia.
La presidencia de Putin dio un nuevo impulso al gobierno ruso tras el letargo de los últimos años de Yeltsin. El nuevo presidente, que solo tenía cuarenta y ocho años cuando ocupó el cargo, proyectaba una imagen austera y reservada bien aceptada por la mayoría de los rusos después de la de su predecesor, extrovertido pero en muchos casos ineficiente. Putin quería darse a conocer como un hombre de acción; empezó inmediatamente a centralizar de nuevo el poder en Rusia y tomó medidas enérgicas contra los «superricos» —los denominados «oligarcas»— que no rendían cuentas al Kremlin. Tras su reelección en 2004, se oyeron voces de preocupación por la presión que ejercía su gobierno sobre los medios de comunicación rusos críticos con la política del presidente. Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 le habían dado a Putin una buena ocasión de presentar su agresiva conducta bélica en Chechenia como una guerra contra el terrorismo —evitando así la reacción de Occidente—, pero no había tenido mucho éxito en sus intentos por resolver el conflicto. Asimismo, sus iniciativas para influir en sus vecinos ex soviéticos para que se mostraran más abiertos a la nueva Rusia también le habían salido mal en casi todos los casos. La contribución más importante de Putin es la de haber conseguido una cierta estabilidad económica; en 2005, la inflación estaba controlada y el PIB ruso iba aumentando progresivamente. Aun así, es probable que Vladimir Putin acabe siendo considerado una figura de transición en el camino hacia una nueva Rusia que recupere su lugar entre los grandes centros de poder del mundo.

«Pax americana» en la década de 1990
Mirando retrospectivamente, a principios del siglo XXI quedaba mucho más claro aún que en 1945 que Estados Unidos era la principal potencia mundial. Pese a todas las turbulencias de las décadas de 1970 y 1980 y a la acumulación de deuda pública a causa del déficit presupuestario, su gigantesca economía seguía mostrando a largo plazo un enorme dinamismo y una capacidad aparentemente infinita de recuperarse de los reveses. Además, la deceleración de finales de la década de 1990 no consiguió frenar la tendencia. Pese a todo el conservadurismo político que a menudo afectaba a los extranjeros, Estados Unidos seguía siendo una de las sociedades con mayor capacidad de adaptación y cambio de todo el mundo.
Sin embargo, al empezar la última década del siglo XX, muchos de los problemas de siempre seguían vigentes. La prosperidad había permitido que los estadounidenses que no tenían que enfrentarse a ellos los toleraran, pero también había dado alas a las aspiraciones, los miedos y el resentimiento de los afroamericanos. Eso se reflejaba en el progreso social y económico que habían vivido desde la presidencia de Johnson, la última que se había mostrado decidida a legislar para acabar con los problemas de la población negra. Aunque el primer gobernador negro de un estado en la historia del país accedió al cargo en 1990, solo un par de años después los habitantes de Watts, célebre por sus tumultos un cuarto de siglo antes, volvieron a demostrar que consideraban a la policía de Los Ángeles poco más que una fuerza de ocupación extranjera. En todo el país, un joven negro tenía siete veces más posibilidades que un blanco de morir asesinado, probablemente por otro negro, y sus probabilidades de ir a la cárcel eran mayores que las de alcanzar la universidad. Casi una cuarta parte de los bebés estadounidenses nacían de madres solteras, pero entre los negros la proporción aumentaba a dos tercios, un claro indicador de la desestructuración familiar en las comunidades afroamericanas. La criminalidad, el gran deterioro de la salud pública en algunas zonas y las áreas urbanas en las que el control policial era prácticamente inviable, hacían que muchos estadounidenses responsables continuaran pensando que los problemas del país seguían lejos de solucionarse.
De hecho, algunas estadísticas estaban empezando a mejorar. Si Bill Clinton —que accedió a la presidencia en 1993— decepcionó a muchos de sus seguidores por las leyes que no llegó a promover, la culpa fue en gran parte de los congresistas republicanos. Aunque también era cierto que el floreciente fenómeno del rápido crecimiento de la población «hispana» de Estados Unidos —alimentado por el flujo legal e ilegal procedente de México y de países del Caribe— preocupaba a muchos, el presidente Clinton hizo caso omiso de las recomendaciones para restringir la inmigración. La población de origen hispano se había duplicado en treinta años, y actualmente suma alrededor de una octava parte del total. En California, el estado más rico, constituía una cuarta parte de la población, sobre todo de mano de obra barata; incluso en Texas, los hispanos empezaban a acceder a la política para asegurarse de que se velara por sus intereses. Mientras tanto, podría decirse que Clinton consiguió hacer equilibrios con la economía. Sus partidarios atribuían los fracasos en política interior a sus oponentes en vez de a su falta de liderazgo o a su excesiva atención a las consideraciones electorales. Así, aunque los demócratas perdieron el control sobre la Cámara de Representantes en 1994, en 1996 fue reelegido triunfalmente, y a media legislatura se mantenían las cifras de éxito de su partido.
No obstante, Clinton estaba abonado a las desilusiones. En su defensa se puede decir que, desde el principio, había heredado un ejecutivo con el nivel de prestigio y poder más bajo desde los días de Johnson y la primera época de Nixon. La autoridad que había acumulado la presidencia durante los días de Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt y los primeros tiempos de la guerra fría, se había perdido drásticamente tras el mandato de Nixon. Pero Clinton no hizo nada por atajar el mal. De hecho, según muchos estadounidenses lo empeoró aún más. Sus indiscreciones personales lo pusieron en el punto de mira de unas investigaciones por presuntos escándalos económicos y sexuales de las que se oyó hablar durante mucho tiempo, y que llevaron a una situación sin precedentes: la lectura de acusaciones por parte del Senado contra un presidente electo para provocar su impeachment (se da el caso de que, aquel mismo año, también había fracasado un intento de acusar a Yeltsin de irregularidades en el ejercicio de sus funciones). Sin embargo, los índices de popularidad de Clinton aumentaron aún más cuando empezó la vista, y el intento de impeachment fracasó. Parecía que quienes le habían votado estaban satisfechos de lo que supuestamente había intentado conseguir, aunque no pasaban por alto sus defectos.
A medida que transcurrían los años del gobierno Clinton, Estados Unidos también daba la impresión de estar despilfarrando las ocasiones que se le habían presentado de liderar el mundo tras la guerra fría. Independientemente de lo que dijeran los periódicos y los programas de noticias estadounidenses, por un momento reinó la esperanza de que el país abandonaría su cerrazón y de que trabajaría con otros países a escala mundial para mejorar las condiciones de vida de todos. Resultaba difícil no prestar atención a los asuntos que requerían un esfuerzo duro y continuo por parte de Estados Unidos en cualquier parte del mundo. De hecho, en los diez años siguientes se harían más patentes, pero la política estadounidense los ocultaría con sus ambigüedades. El objetivo de Clinton era, por encima de todas las cosas, contribuir a la globalización de las economías de mercado y que los demás países supieran del éxito de Estados Unidos. Aunque en el fondo era partidario del multilateralismo, como político Clinton era demasiado prudente para arriesgarse a ponerse en contra una opinión pública cansada de las campañas internacionales de la guerra fría. Muchos asuntos en los que Estados Unidos podría haber tomado la iniciativa, como la pobreza mundial y la protección del medio ambiente, quedaron arrinconados a cambio de que el electorado le considerara como «el presidente del bienestar»; él les hacía sentirse bien haciendo bien poco, salvo enriquecerse.
Sin embargo, muy pronto las misiones de paz de las Naciones Unidas alterarían la política estadounidense. Durante el quincuagésimo aniversario de la fundación de la ONU, en 1995, Clinton declaró ante sus compatriotas que dar la espalda a la organización sería olvidar las lecciones de la historia, pero esta observación se debió a la propuesta que había hecho aquel mismo año el Congreso estadounidense de recortar la contribución a las misiones de paz de la ONU, coincidiendo, además, con la demora en los pagos ordinarios del país a la ONU, que sumaba entonces 270 millones de dólares (un 90 por ciento del total de los retrasos de todos los países en deuda con la organización). Parecía que la política de Estados Unidos alcanzaba un punto de inflexión con el fracaso de la intervención de las Naciones Unidas en Somalia en 1993, que había cosechado bajas entre las fuerzas de paz, y con una espectacular grabación emitida por televisión en la que se veía el maltrato de los cadáveres de militares estadounidenses por unos somalíes rabiosos y exultantes. Muy pronto, la negativa de Estados Unidos a participar o dar apoyo a la intervención de la ONU en los estados africanos de Burundi y Ruanda mostró las desastrosas consecuencias que podía acarrear la negativa norteamericana a participar o permitir la intervención por la fuerza con efectivos terrestres para pacificar el terreno, y menos aún para mantener las fuerzas de paz. En estos dos pequeños países, ambos víctimas durante generaciones de una feroz división étnica que dejaba a una minoría en el gobierno y a la mayoría sometida, el resultado de los enfrentamientos de 1995-1996 fue una matanza genocida. Más de 600.000 personas murieron y millones de ellas (de una población total de solo unos 3.000.000 entre los dos países) fueron expulsadas y tuvieron que buscar refugio. Parecía que la ONU no podía hacer nada si Washington no se movía.
Después de que el presidente Clinton autorizara un número limitado de ataques de la aviación contra las fuerzas serbias de Bosnia con el fin de alcanzar el acuerdo de paz que finalmente se firmó en Dayton en 1995, se produjo un largo debate entre intelectuales, periodistas y políticos sobre el papel que debía adoptar Estados Unidos. Gran parte del debate se centraba en el uso que debía hacer el país de su poder y en los fines a los que debía aplicarlo, e incluso sobre una posible guerra de civilizaciones. Mientras tanto, la diplomacia de Clinton parecía atrapada entre el deseo de crear un mundo más responsable ante los objetivos ideológicos de Estados Unidos y el de evitar las bajas militares, sobre todo y en primer lugar las suyas propias.
Entre los nuevos problemas internacionales que había que afrontar, se contaba la aparición de nuevas fuentes potenciales de peligro nuclear. Tal como demostró el modesto programa nuclear de Corea del Norte en 1993-1994 —y como confirmaron las pruebas nucleares de la India y Pakistán en 1998—, Estados Unidos había pasado a ser uno más del grupo de estados con armas nucleares —al que lentamente se iban incorporando países, siete de forma abiertamente reconocida y otros dos no—, por grande que fuera su superioridad en cuanto a sistemas de despliegue armamentístico y capacidad potencial de ataque. Estados Unidos ya no tenía motivos para creer, como en algún momento del pasado, que todos esos estados harían cálculos racionales —para la lógica norteamericana— sobre lo que más les interesaba. Pero esa era solamente una de las nuevas consideraciones que configuraban la política tras el fin de la guerra fría.
En Oriente Próximo, a principios de la década de 1990, la presión económica estadounidense ante la expansión de los asentamientos judíos en Cisjordania parecía que podía llegar a convencer al gobierno israelí, acosado por la Intifada y los ataques terroristas, de que una solución exclusivamente militar al problema palestino no funcionaría. Tras un gran esfuerzo y con la ayuda del buen hacer del gobierno noruego, las conversaciones secretas entre representantes israelíes y palestinos llevadas a cabo en Oslo en 1993 desembocaron por fin en un nuevo punto de partida alentador. Ambas partes declararon que era hora de «poner fin a décadas de enfrentamientos y conflictos, reconocer ... los derechos legítimos y políticos mutuos, y esforzarse por vivir en una coexistencia pacífica». Se acordó la creación de una Autoridad Palestina autónoma (definida específicamente como «interina») para administrar Cisjordania y la franja de Gaza, y que debería alcanzarse un acuerdo de paz definitivo en cinco años. Aquello parecía prometer una mayor estabilidad para todo Oriente Próximo; daba a los palestinos su primera victoria diplomática significativa. Pero la construcción ininterrumpida de nuevos asentamientos hebreos en zonas ocupadas por fuerzas israelíes enseguida volvió a emponzoñar la atmósfera. El optimismo empezó a desaparecer cuando se observó que los atentados terroristas no cesaban, ni tampoco las medidas de represalia. Las bombas palestinas colocadas en las calles de Israel mataban y mutilaban indiscriminadamente a montones de transeúntes, y un pistolero judío que mató a treinta palestinos en una mezquita de Hebrón se ganó un aplauso póstumo por parte de muchos de sus conciudadanos por este acto. Aun así, no se perdía la esperanza; Siria, Jordania y el Líbano reemprendieron las negociaciones de paz con Israel, y de hecho se dio un primer paso hacia la retirada de las fuerzas israelíes de las zonas designadas como territorio autónomo palestino.
Entonces, en noviembre de 1995, se produjo el asesinato del primer ministro israelí por parte de un fanático judío. Al año siguiente fue elegido por mayoría simple un primer ministro conservador que dependía del apoyo parlamentario de los partidos extremistas judíos. Aun así, quedó claro que, por lo menos en un futuro inmediato, era poco probable cualquier otra cosa que una agresiva política de ampliación de los asentamientos israelíes, y que aquello cuestionaba los acuerdos de Oslo. Las nuevas negociaciones, dirigidas por Bill Clinton durante los últimos días de su presidencia, fracasaron espectacularmente en la obtención de cualquier acuerdo concreto. El líder palestino Yaser Arafat se pasó los últimos años de su vida —murió en 2004— sitiado por las tropas israelíes en su residencia de Ramala, después de que estallara una nueva revuelta palestina en 2000. En 2006 el grupo islamista Hamás —que tiene como objetivo el exterminio de Israel— se hizo con el control del Parlamento palestino. Evidentemente, Estados Unidos no había tenido más éxito que otros para lidiar con las consecuencias de la creación de un programa sionista un siglo antes y de la declaración de Balfour de 1917.
Tampoco la política estadounidense en el golfo Pérsico ofrecía soluciones duraderas para la región. Las sanciones autorizadas por las Naciones Unidas no tuvieron ningún efecto sobre Irán o Irak, y a mediados de la década de 1990 los pacientes y constantes esfuerzos de este último país habían hecho que, en la práctica, cualquier intento por mantener la amplia coalición de 1991 en su contra resultara estéril. Al gobierno de Sadam no parecían afectarle las sanciones; suponían una pesada carga para sus súbditos, pero se podían atenuar con el contrabando de los artículos de lujo que deseara el régimen. Irak seguía siendo un gran exportador de petróleo, y los ingresos procedentes del crudo hacían posible una cierta recuperación de su potencial militar mientras no se llevara a término ninguna inspección efectiva para controlar la producción de armas de destrucción masiva, tal como había ordenado la ONU. La política estadounidense estaba más lejos que nunca de conseguir su objetivo evidente de derrocar el régimen, incluso cuando (exclusivamente con apoyo británico) en diciembre de 1998 recurrió de nuevo a un ataque aéreo abierto que duró cuatro noches, pero sin resultados. Aquella acción tampoco hizo ningún bien al prestigio de Estados Unidos cuando se planteó la sospecha de que la ofensiva aérea pudiera obedecer a un deseo de distraer la atención del procedimiento de impeachment que estaba a punto de iniciarse en Washington.
El año 1998 había empezado con la declaración del presidente Clinton en su discurso sobre el Estado de la Unión de que la situación interna del país indicaba que era una «buena época» para los estadounidenses, pero en el plano internacional eso no era así. En agosto, las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania sufrieron sendos ataques por parte de terroristas musulmanes, y hubo importantes pérdidas humanas. Al cabo de un par de semanas, Estados Unidos respondió con unos ataques con misiles a unas supuestas bases terroristas en Afganistán y Sudán (donde se dijo que se había bombardeado una fábrica que preparaba armas químicas, acusación que rápidamente empezó a perder credibilidad). Bill Clinton relacionó enseguida los atentados contra las embajadas con la misteriosa figura de Osama bin Laden, un extremista saudí, en un discurso en el que también afirmó que había pruebas «de peso» de que estarían planeando futuros ataques contra Estados Unidos. Cuando, en noviembre, un jurado de Nueva York determinó que Osama bin Laden y un cómplice suyo en más de doscientas acusaciones tenían relación con los atentados de las embajadas, así como con otros ataques contra personal de servicio estadounidense y con un atentado frustrado en 1993 contra el World Trade Center de Nueva York, no sorprendió a nadie que no se presentara ante el tribunal para responder ante los cargos. Se decía que Bin Laden estaba oculto en Afganistán, bajo la protección del régimen talibán, que se había hecho con el control de un país en ruinas tras la guerra con la URSS, a mediados de la década de 1990.
A principios de 1999, Kosovo estaba en el centro del conflicto de la ex Yugoslavia. Cuando la primavera dio paso al verano, el acuerdo estratégico alcanzado por fin en marzo para que las fuerzas de la OTAN llevaran a cabo una campaña exclusivamente aérea (desplegada principalmente por Estados Unidos) contra Serbia, sirvió para bien poco, salvo para reforzar la determinación de su pueblo de resistir y aumentar el flujo de refugiados kosovares. Los rusos dieron la voz de alarma por la acción de la OTAN, al no contar con la autorización de la ONU, y sintieron que se les dejaba de lado pese a ser una de sus tradicionales zonas de influencia. Las bajas causadas entre los civiles —tanto serbias como kosovares— enseguida despertaron recelos entre la opinión pública de los diecinueve países de la OTAN, al parecer, el presidente serbio, Slobodan Milosevic, se mostraba más confiado al haberle asegurado Bill Clinton que la OTAN no realizaría una invasión por tierra. Lo que pasaría después fue algo realmente inusual: la coacción a un Estado soberano europeo debido al trato dispensado a sus propios ciudadanos.
Mientras tanto, más de tres cuartas partes del millón de refugiados kosovares cruzaron la frontera en busca de seguridad en Macedonia y Albania, llevando consigo testimonios de las atrocidades y la intimidación por parte de los serbios. Parecía ser que el gobierno de Belgrado se mostraba decidido a expulsar por lo menos a una parte de la mayoría no serbia. Entonces se produjo un percance desastroso. Basándose en una información no actualizada —por lo que el error podría haberse evitado—, la aviación estadounidense bombardeó directamente la embajada china en Belgrado, provocando la muerte de parte del personal. Pekín se negó incluso a escuchar las disculpas que intentó dar Clinton. Una campaña televisiva mostró al pueblo chino una interpretación de la intervención de la OTAN en su conjunto simplemente como un acto de agresión norteamericana. Grupos de estudiantes bien organizados atacaron las embajadas estadounidense y británica en Pekín (aunque sin llegar a los extremos alcanzados durante la Revolución cultural). Así, se permitió que los estudiantes se explayaran en violentas manifestaciones contra los extranjeros, algo muy práctico teniendo en cuenta que se acercaba el décimo aniversario de los sucesos de Tiananmen.
La profunda preocupación de China ante el papel de Estados Unidos en el mundo es comprensible, así como el hecho de que la implicación de China —al igual que la de Rusia— en el conflicto de Kosovo podría dificultar que la OTAN viera cumplidos sus objetivos. El gobierno chino creía firmemente en el sistema de veto del Consejo de Seguridad de la ONU, y lo consideraba un medio de protección de la soberanía de las diferentes naciones. Por otra parte, no sentía especial simpatía por los separatistas kosovares, dada su tradicional preocupación ante cualquier riesgo de fragmentación de su propio país. Muy en el fondo, también debían de pensar en la reafirmación de su papel histórico en el mundo, así como en los baches de los últimos años. Al fin y al cabo, un siglo más tarde China no había superado la humillación de tener que aceptar la presencia de tropas europeas y de Estados Unidos para asegurar «el orden» en varias de sus ciudades. Quizá algunos de sus ciudadanos barajaran la idea de que, si los soldados chinos formaban parte de una fuerza de pacificación en Europa, ello supondría un cambio de papeles más que reconfortante.
El conflicto de Bosnia había acabado con la credibilidad de las Naciones Unidas como mecanismo para asegurar el orden internacional y, dado que el presidente estadounidense deseaba evitar a toda costa poner en peligro a sus tropas de tierra, ahora parecía que Kosovo podía acabar con la de la OTAN. No obstante, a principios de junio los daños provocados por los bombardeos, junto con la oportuna iniciativa de mediación rusa y la presión británica para que la OTAN invadiera Serbia por tierra, parecían haber hecho mella por fin en el gobierno serbio. Aquel mes, tras una mediación en la que tomó parte el gobierno ruso, se acordó que entrara en Kosovo una fuerza terrestre «de paz» de la OTAN. Las fuerzas serbias se retiraron de Kosovo y la provincia fue ocupada por la OTAN, pero aquello no supuso el fin de los problemas en la ex federación yugoslava. En 2006, aún había soldados de la OTAN en la zona, y el futuro a largo plazo de Kosovo era aún incierto, aunque la minoría serbia iba siendo cada vez menor, dado que la mayoría albanesa aplicaba métodos expeditivos para mantener el control de la provincia. Pero, para entonces, ya se había observado un notable cambio de tono en el gobierno de Belgrado y el ya ex presidente de Serbia había sido detenido y entregado al nuevo Tribunal Internacional de La Haya, que había empezado a juzgar a acusados de infringir el derecho internacional por crímenes de guerra y otros delitos.
Al acercarse el final de la presidencia de Clinton, este manifestó repetidamente la necesidad de invertir la tendencia del gasto en defensa, señaló que las propuestas para imponer límites a la emisión de gases industriales, nocivos para el clima, eran inaceptables, y se esforzó por tranquilizar a China mediante iniciativas para garantizar unas relaciones comerciales normales entre ambos países; China quería asegurar su admisión en la Organización Mundial del Comercio en 2001. El candidato republicano a las elecciones presidenciales de 2000, George W. Bush, subrayó durante la campaña su voluntad de evitar el uso de las tropas estadounidenses en misiones de paz en el extranjero, y que autorizaría la construcción de un sistema de Defensa Nuclear Antimisiles para proteger a Estados Unidos contra los países del «eje del mal» armados con tales misiles. En ediciones anteriores de este libro he acabado con la observación de que en cualquier caso lo que ocurriera nos parecería bastante sorprendente, porque las cosas, por un lado, tienden a cambiar más despacio y, por el otro, más rápidamente de lo que solemos pensar. Y en este caso la predicción se volvió más cierta que nunca, ya que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 cambiaron el panorama por completo.

El mundo tras el 11 de septiembre
Una bonita mañana de otoño, cuatro aviones de pasajeros en vuelos regulares entre ciudades estadounidenses fueron secuestrados por personas de origen y entorno islámico o de Oriente Próximo. Sin intentar pedir rescates ni hacer declaraciones públicas sobre sus objetivos, como había sido el caso tantas veces en actos de piratería aérea similares, los terroristas desviaron los aviones y, en una combinación de suicidio y asesinato, lanzaron dos de ellos contra las enormes torres del World Trade Center, en el bajo Manhattan, y otro contra el edificio del Pentágono, en Washington, centro de planificación y gestión militar de Estados Unidos. El cuarto se estrelló en campo abierto, aparentemente a causa del heroico intento de algunos de sus pasajeros de enfrentarse a los terroristas que se habían hecho con el aparato. En ninguno de los aviones hubo supervivientes, los daños fueron inmensos en ambas ciudades (sobre todo en Nueva York) y murieron 3.000 personas, muchas de ellas no estadounidenses.
En un primer momento, dio la impresión de que se tardaría mucho tiempo en descubrir toda la verdad sobre estas tragedias, pero la reacción inmediata del gobierno estadounidense fue la de atribuir la responsabilidad, en general, a terroristas islamistas extremistas, y el presidente Bush anunció una guerra mundial contra el concepto abstracto de «terrorismo». En particular, se debía dar caza a Osama bin Laden para llevarlo ante la justicia. En cierto modo, sin embargo, la consideración inmediata más importante no era la responsabilidad particular por los hechos del 11 de septiembre. Mucho más importante fue la vehemencia con que se relacionó en todo el mundo el radicalismo musulmán —y quizá el propio islam— con aquella atrocidad. Por tanto, puede considerarse que el dolor y el terror, o los daños físicos y económicos causados, quizá no sean el efecto más grave de los atentados, tal como demostraron inmediatamente algunos actos aislados antiislamistas en diversos países.
La idea de que todo cambió tras el 11 de septiembre se convirtió en un tópico. Por supuesto, eso es una exageración. Pese a todas las repercusiones que hubo, muchos procesos históricos permanecieron inalterados en muchos lugares del mundo. Pero los atentados tuvieron sin duda un efecto electrizante, evidentemente implícito. Estados Unidos había recibido un duro golpe en la conciencia, que no se reflejaba ya únicamente en la notable respuesta de la opinión pública tras lo que el presidente denominó el inicio de una «guerra» —aunque contra un enemigo algo indefinido—, ni siquiera en el cambio de posición política del nuevo presidente, George Bush, que a principios de año, tras unas disputadas elecciones, había sido muy cuestionado. Ahora estaba claro que sus conciudadanos sentían una rabia y un sentido de unidad nacional similares a los que había despertado el ataque a Pearl Harbor casi sesenta años antes. Estados Unidos había sufrido atentados terroristas en su territorio y en el exterior durante veinte años, pero la tragedia del 11 de septiembre no tenía precedentes en cuanto a escala y, desgraciadamente, hacía pensar que pudieran cometerse otras atrocidades similares. No es de extrañar que Bush se sintiera capaz de responder a la rabia de la opinión pública con duras palabras y que el país le secundara de un modo incondicional.
Muy pronto se vio que al objetivo de capturar y llevar ante un tribunal al enigmático Bin Laden se le añadiría el de acabar por la fuerza con la amenaza de los países del «eje del mal», que supuestamente estarían prestando un apoyo imprescindible a los terroristas. Las implicaciones prácticas de este planteamiento fueron mucho más allá de la organización de campañas militares convencionales, y empezó inmediatamente con una vigorosa ofensiva diplomática estadounidense por todo el mundo en busca de apoyo moral y asistencia práctica que tuvo un éxito notable. No todos los gobiernos respondieron con el mismo entusiasmo, pero casi todos lo hicieron positivamente, incluidos la mayoría de los países musulmanes, lo que es más importante aún, Rusia y China. El Consejo de Seguridad no tuvo dificultades para expresar su simpatía unánime y las potencias de la OTAN reconocieron su responsabilidad de asistir a un aliado atacado.
Igual que en los días de la Santa Alianza tras las guerras napoleónicas, las potencias conservadoras de Europa se habían visto acosadas por la pesadilla de la conspiración y la revolución. En los años que siguieron a los secuestros aéreos, el miedo al terrorismo islamista también se extendió de un modo algo exagerado. Sobre el hecho de que se trataba de acciones preparadas con toda meticulosidad no había dudas. Pero, en realidad, se sabía muy poco sobre las fuerzas organizadoras, sus ramificaciones y su alcance. A primera vista no parecía verosímil que aquellos actos pudieran explicarse como la obra de un solo hombre. Pero tampoco lo era que el mundo estuviera entrando en una lucha de civilizaciones, por mucho que alguno lo dijera.
No cabía duda de que la política exterior de Estados Unidos —sobre todo, con su apoyo a Israel— había fomentado un sentimiento antiamericano en los países árabes, aunque aquello fuera algo nuevo para muchos estadounidenses. También estaba extendido el resentimiento por la desfachatez ofensiva con que Estados Unidos había lanzado mensajes propios de una cultura capitalista insensible en países asolados por la pobreza. En algunos lugares, lo que podía considerarse un ejército de ocupación estadounidense, presencia raramente bienvenida en ningún país, podía ser descrito también como fuerzas de apoyo a regímenes corruptos. Pero, pese a todo ello, no podía decirse que existiera una cruzada contra el islam, del mismo modo que no puede considerarse que la civilización islámica en toda su variedad sea un enemigo monolítico de un Occidente monolítico. Lo que se logró enseguida fue el derrocamiento del hostil régimen de los talibanes en Afganistán, con un esfuerzo combinado de la oposición local y sus enemigos autóctonos, por una parte, y los bombardeos, la tecnología y las fuerzas especiales estadounidenses por otra. A finales de 2001 había nacido un nuevo Estado afgano, sin recursos y peligrosamente dividido en feudos de los señores de la guerra y enclaves tribales, y dependiente de Estados Unidos y otras fuerzas de la OTAN para que lo defendieran de sus enemigos. Por otra parte, las consecuencias de la imprecisa guerra contra el terrorismo complicaban las cosas en Palestina. Los estados árabes no mostraron ninguna intención de dejar de apoyar a los palestinos cuando Israel los atacó, amparado en la «cruzada» contra el terrorismo internacional.
El efecto más desastroso de las atrocidades del 11 de septiembre de 2001 fue la decisión tomada en 2003 por el presidente Bush y su principal aliado internacional, el primer ministro británico, Tony Blair, de invadir Irak. La causa principal de la invasión fue el miedo creciente, especialmente en Estados Unidos, a que el régimen de Sadam Husein tuviera armas químicas, bacteriológicas o nucleares de destrucción masiva, o que se hiciera con ellas en un futuro próximo. Antes de septiembre de 2001, habría sido difícil plantearse un ataque preventivo contra un país soberano basándose en las sospechas —infundadas, tal como se vio después— de que hubiera adquirido armas, por muy incómodo que resultara el régimen del país en cuestión. Pero, para muchos estadounidenses, el 11 de septiembre había cambiado la situación. Ahora estaban dispuestos —por lo menos durante un tiempo— a seguir a un presidente que quería hacer uso de la sensación de emergencia posterior al 11-S para enfrentarse a otras amenazas potenciales. Aunque, pese a todas las bravatas de Sadam contra Occidente, Bush y Blair se daban cuenta de que este no tenía nada que ver con los atentados contra Nueva York y Washington, consideraron que su régimen era un mal que había que extirpar. A pesar de la dura resistencia del resto de los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y de la mayor parte de la opinión pública mundial, Estados Unidos y Gran Bretaña empezaron a presionar para que las Naciones Unidas aprobaran una resolución que les diera permiso para atacar Irak. Cuando en marzo de 2003 resultó evidente que la resolución no iba a llegar, los dos países, con algunos aliados, decidieron invadir Irak y derrocar el régimen de Sadam incluso sin el apoyo de la ONU.
La segunda guerra del Golfo duró solo veintiún días, entre marzo y abril de 2003, pero ocuparía el centro de la actualidad internacional durante los primeros años del siglo XXI. Acabó, como era de esperar, con la captura y el posterior enjuiciamiento y ejecución de Sadam Husein, y con el derrocamiento de su régimen. Pero también produjo nuevas heridas de difícil cicatrización en la política mundial, y una enconada resistencia en muchas zonas de Irak contra lo que se consideraba una ocupación extranjera. La OTAN se enfrentaba a su mayor crisis desde la guerra fría al no alcanzarse un acuerdo de apoyo a la invasión, y Estados Unidos solo obtuvo el apoyo decidido de los nuevos miembros de Europa del Este. Sin embargo, el mayor daño lo sufrió el concepto del nuevo orden mundial tras la guerra fría, en el que las consultas entre las grandes potencias y la acción multilateral debían reemplazar a los enfrentamientos a escala mundial. El secretario general de la ONU, el ghanés Kofi Annan —un hombre cuya elección tanto había defendido Estados Unidos—, le dijo al mundo que la actuación de este país y de Gran Bretaña en Irak era ilegal. En su opinión y la de muchos otros, la verdadera preocupación no era la determinación de Bush de librarse de Sadam, sino lo que ocurriría en otros lugares cuando otros países se mostraran igualmente decididos a librarse de sus enemigos, después de que la mayor potencia de la Tierra hubiera sentado un precedente con su acción unilateral.
Bush y Blair habrían evitado parte de las críticas que recibieron tras la invasión de Irak si hubieran planeado mejor la ocupación. Pero, tras el derrocamiento del régimen, diversas zonas del país cayeron en la anarquía, se interrumpieron servicios básicos y la economía se hundió. Los saqueos y la anarquía se sucedían meses después de que los iraquíes —contando con la inestimable colaboración de un tanque norteamericano— derribaran la estatua de Husein en el centro de Bagdad. Aunque las relaciones entre los principales grupos étnicos y religiosos de Irak serían difíciles de gestionar para cualquier autoridad que sucediera a Husein, la falta de seguridad y el caos económico contribuyeron a crispar la situación. Los musulmanes chiitas —la mayoría de la población, oprimidos durante mucho tiempo por el régimen baazista, dominado por los suníes— acudieron enseguida a sus líderes religiosos, muchos de los cuales querían establecer un Estado islámico similar al de Irán. Mientras tanto, empezaron a producirse una serie de revueltas en las zonas suníes del país, originadas tanto por partidarios de Sadam como —cada vez más— por extremistas suníes iraquíes y de otros países árabes. La nueva autoridad iraquí —un débil gobierno de coalición dominado por los chiitass— mantenía su dependencia del apoyo militar de Estados Unidos, mientras la zona kurda del país, al norte, creaba sus propias instituciones, independientes de las de Bagdad.
Al acabar la guerra fría, Estados Unidos se dedicó sencillamente a ejercer su primera hegemonía mundial de la historia. Sus primeros intentos fueron, como poco, vacilantes. La matanza de vidas inocentes el 11 de septiembre de 2001 había situado al país en una dirección que lo llevó al alejamiento de muchos de sus amigos y a una guerra en la que parecía imposible ganar completamente o retirarse. El resultado fue que, poco después de su reelección en 2004, George Bush hijo era más impopular que ningún otro presidente que se recordara, salvo Nixon cuando se enfrentó a su inminente proceso de impeachment. Con todo, a pesar de que la invasión de Irak se cobrara su precio sobre la carrera de Bush como presidente y de Tony Blair como primer ministro, pocos habrían podido encontrar recetas mejores sobre cómo emplear el poder de Estados Unidos en el mundo tras la guerra fría. Por una parte, los propios estadounidenses estaban divididos entre los partidarios del aislacionismo y los del multilateralismo, ambos convencidos de que eran lecciones que se podían sacar del conflicto de Irak. Por otra parte, el resto del mundo, pese a lamentarse a menudo por las consecuencias de la acción unilateral de Estados Unidos, tenía muy poco que hacer cuando se enfrentaba a una crisis importante. Al final de la era posterior a la guerra fría, la región donde había nacido la civilización había dado origen a un nuevo giro en el largo camino de la historia. El funesto destino de los intrusos e invasores de Mesopotamia no era nada nuevo, pero la supremacía mundial de un único país sí que lo era. Estados Unidos tenía la capacidad de cambiar la situación internacional. Quedaba por ver cómo la emplearía.

Una historia del mundo global
La historia narrada en este libro no tiene fin. Por muy dramática y agitada que sea, una historia del mundo no puede terminar en un punto cronológico específico. Concluir en el año en que el autor deja de escribir es un recurso meramente formal; poco se puede decir sobre el futuro de los procesos históricos vigentes, así que se cortan a medias. Como la historia es lo que la gente de una época considera destacado sobre otra, los acontecimientos recientes adquirirán nuevos significados y los patrones actuales perderán sus rasgos destacados a medida que las personas reflexionen una y otra vez sobre lo que ha hecho del mundo el lugar donde viven. Incluso dentro de unos meses, las actuales valoraciones sobre lo que es o no importante empezarán a parecer excéntricas, dada la velocidad a la que evolucionan los acontecimientos. Cada vez es más difícil mantener una misma perspectiva.
Eso no significa que la historia no sea más que una colección de hechos o una sucesión de acontecimientos constantemente redimensionados, como las imágenes de un caleidoscopio. Se pueden distinguir fuerzas y tendencias que han operado durante largos períodos en grandes regiones. De todas estas tendencias, a más largo plazo, destacan tres: la aceleración gradual del cambio, una creciente unidad de la experiencia humana y el aumento de la capacidad humana para controlar el entorno. Todo ello ha hecho que actualmente podamos reconocer por primera vez una historia mundial realmente unificada. Está claro que la expresión «un solo mundo» sigue siendo poco más que una hipocresía, pese a la carga de idealismo que le imprimieron los primeros que la usaron. Los conflictos y enfrentamientos son demasiados, y en ningún otro siglo se ha visto tanta violencia como en el XX. La política ha sido cara y peligrosa aun en los casos en que no ha desembocado en enfrentamientos abiertos, tal como demostró la guerra fría. Y ahora, apenas empezado un nuevo siglo, siguen apareciendo nuevas divisiones. Paradójicamente, la Organización de las Naciones Unidas sigue basándose —aunque quizá algo menos que hace cincuenta años— en la teoría de que la totalidad de la superficie del globo se divide en territorios que pertenecen a unos doscientos estados soberanos. Los ásperos conflictos de la ex Yugoslavia aún pueden reanudarse y el enfrentamiento que, de un modo algo simplista, muchos presentan como un choque de civilizaciones entre el mundo islámico y Occidente, en realidad es fraccionable, como demuestra la media docena de divisiones tribales que presenta un país tan islámico como Afganistán.
Se podría decir mucho más al respecto. Sin embargo, eso no significa que hoy en día la humanidad no comparta más de lo que ha compartido en el pasado. La unidad se va extendiendo por la humanidad. El calendario originalmente cristiano —adaptado en épocas recientes para que sea políticamente correcto, usando «Era Común» (EC) y «Antes de la Era Común» (AEC) o «Antes del Presente» (AP) en vez de a.C. y d.C. — se ha convertido en la base de la actividad de los gobiernos de la mayor parte del mundo. La modernización implica una creciente unificación de objetivos. Los choques de culturas son frecuentes, pero en el pasado eran incluso más evidentes. Lo que compartimos hoy en día afecta a la vida cotidiana de millones de personas; si la sociedad se basa en compartir experiencias, nuestro mundo comparte más que nunca aunque, paradójicamente, la gente sea más sensible a las diferencias entre las personas en su experiencia diaria. Sin embargo, cuando los habitantes de poblados vecinos hablaban dialectos notablemente diferentes, cuando la gente raramente se desplazaba en toda su vida a más de veinte kilómetros de sus casas, cuando incluso sus ropas y sus herramientas demostraban, por su forma y su elaboración, grandes diferencias tecnológicas, de estilo y de tradición, sus experiencias eran mucho más diferentes entre sí que en la actualidad. Las grandes divisiones físicas, raciales y lingüísticas del pasado eran mucho más insalvables que sus equivalentes actuales. Eso se debe a la mejora de las comunicaciones, a la difusión del inglés como lingua franca global entre las personas con estudios, a la educación de las masas, a la producción masiva de objetos de uso común, etc. Un viajero aún puede encontrar ropas exóticas o curiosas en algunos países, pero hoy en día la gente de todo el mundo viste de un modo más homogéneo que nunca. Los kilts, los caftanes o los quimonos se están convirtiendo en recuerdos para turistas o en reliquias de un pasado para nostálgicos cuidadosamente conservadas, mientras que la vestimenta tradicional se convierte cada vez más en señal de pobreza y atraso. Los esfuerzos de unos pocos regímenes conservadores y nacionalistas por aferrarse a los símbolos de su pasado no hacen más que ponerlo aún más de manifiesto. Los revolucionarios iraníes volvieron a ocultar a sus mujeres bajo el chador porque sentían que la experiencia que les llegaba del mundo exterior resultaba corrosiva para la moral y la tradición. Pedro el Grande ordenó a su corte que usara ropas al estilo de Europa occidental, y Ataturk prohibió a los turcos ponerse el fez, como declaración de un nuevo rumbo hacia una cultura progresista y de un paso simbólico hacia un nuevo futuro.
No obstante, la experiencia compartida que poseemos no es más que una consecuencia secundaria de cualquier compromiso consciente. Quizá esta sea una de las causas de que los historiadores le hayan prestado siempre poca atención, y de que normalmente les haya pasado inadvertida. Sin embargo, en un tiempo relativamente corto, millones de hombres y mujeres de diferentes culturas se han visto liberados en cierta medida, por ejemplo, de muchos efectos de las diferencias climáticas gracias a la electricidad, al aire acondicionado y a la medicina. Hoy en día, ciudades de todo el mundo cuentan con iluminación en las calles y los semáforos son algo que se da por descontado, como la presencia de la policía; las transacciones son similares en bancos y supermercados de cualquier lugar. En estos, los artículos que se pueden comprar se encuentran también prácticamente en el resto de los países (en Japón se venden dulces de Navidad cuando llega la fecha). Hombres que no hablan el mismo idioma trabajan con las mismas máquinas en diferentes países. Los coches son una molestia en todas partes. Algunas zonas rurales aún se escapan de algunos de estos elementos comunes de la vida moderna, pero no así las grandes ciudades, que hoy en día concentran más que nunca a la mayor parte de la población. No obstante, para millones de sus habitantes las experiencias que comparten también son de miseria, precariedad económica y privaciones. Cualesquiera diferencias de origen que presente su población (sea musulmana, hindú o cristiana), y tanto si contienen mezquitas como templos o iglesias, El Cairo, Calcuta y Río de Janeiro ofrecen panoramas similares de miseria (y, para unos pocos, de opulencia). Otras desgracias también se comparten ahora con más facilidad que antes. La mezcla de poblaciones, posibilitada por los medios de transporte modernos, hace que las enfermedades se extiendan como nunca antes, al haberse eliminado las antiguas inmunidades. El sida ha llegado a todos los continentes (excepto, quizá, a la Antártida), y se nos dice que mata a 6.000 personas al día.
Hace solo unos pocos siglos, un viajero que fuera de la Roma imperial a Luoyang, capital del imperio Han, habría observado muchos más contrastes que alguien que lo hiciera ahora. Los ricos y los pobres llevarían ropas de un corte y unos materiales diferentes de los que él conociera, la comida que le ofrecerían le resultaría rara, vería por las calles animales de razas para él desconocidas y soldados con armas y armaduras bastante diferentes de las que había dejado tras de sí. Incluso las carretillas tendrían una forma diferente. Un europeo o un americano actual que vaya a Pekín o Shanghai no tiene por qué ver grandes diferencias que le resulten sorprendentes, incluso en un país que en muchos sentidos sigue siendo muy conservador; si se decanta por la cocina china —aunque no tiene por qué—, le parecerá diferente, pero un avión chino tiene el mismo aspecto que cualquier otro, y las jóvenes chinas también llevan medias de malla. Y no hace tanto que China seguía mandando al océano juncos, completamente diferentes a los cogs o las carabelas europeas de la misma época.
La coincidencia de realidades materiales lleva a la coincidencia de puntos de interés y referencias. Hoy en día, la información y el ocio se generan para un público mundial. Los grupos de música más famosos dan la vuelta al mundo con sus conciertos al igual que los trovadores que viajaban por toda la Europa medieval (aunque los de ahora lo hacen con más medios y ganan más), presentando sus canciones y espectáculos en diferentes países. Los jóvenes, en particular, abandonan alegremente sus particularidades locales y se dejan seducir por sabores que los unen a otros jóvenes de lugares lejanos que tienen dinero en el bolsillo para gastar (y actualmente son millones). Las mismas películas, dobladas y subtituladas, se proyectan en todo el mundo o por televisión, destinadas a públicos que se dejan llevar por fantasías y sueños similares. A un nivel diferente, más consciente, el lenguaje de la democracia y los derechos humanos está, por lo menos en apariencia, más al servicio que nunca de la visión occidental de lo que debería ser la vida en sociedad. Cualesquiera que sean las intenciones reales de los gobiernos y de los medios de comunicación, se sienten cada vez más en la obligación de decir que creen en una versión de la democracia, en el valor de la ley, en los derechos humanos, en la igualdad de sexos y otras muchas cosas. Solo de vez en cuando se produce un golpe de realidad y la hipocresía queda en evidencia, revelando un desajuste moral no reconocido hasta entonces o un rechazo frontal de alguna cultura que aún se resiste a la contaminación de sus tradiciones y sensibilidades.
Es cierto, aún hay millones de seres humanos que viven en pueblos y que luchan por salir adelante en comunidades muy conservadoras, con herramientas y métodos tradicionales, mientras que las desigualdades patentes entre países ricos y países pobres dejan en nada cualquier diferencia registrada en el pasado. Los ricos son más ricos que nunca y son muchos más, mientras que hace mil años todas las sociedades eran pobres (si tomamos como referencia los valores de ahora). Así que, por lo menos en ese sentido, las vidas de la gente eran más parecidas entre sí de lo que lo son ahora. La dificultad de ganarse el sustento y la fragilidad de la vida humana ante las misteriosas e implacables fuerzas que los azotaban como a briznas de hierba, eran cosas que todos los hombres y mujeres tenían en común, cualquiera que fuera el idioma que hablaran o el credo que profesaran. Hoy en día existe una minoría significativa de personas que viven en países con una renta per cápita de más de 3.000 dólares, y millones que viven en países donde la cifra se reduce a una décima parte de este valor y donde existen diferencias colosales incluso entre los pobres. Estas disparidades son creaciones relativamente recientes de una breve era histórica; llegados a este punto, tan difícil es asegurar que vayan a durar mucho más como pensar que vayan a desaparecer de pronto.
Las clases dominantes y las élites, incluso en los países más pobres, llevan por lo menos un siglo buscando cierta forma de modernización como forma de escapar de sus problemas. Sus aspiraciones parecen confirmar la omnipresente influencia de una civilización originalmente europea. Hay quien ha dicho que la modernización no es más que una cuestión de tecnología y que hay factores determinantes de la conducta social mucho más importantes, como algunas creencias, instituciones y actitudes, pero eso supondría no plantearse el modo en que la experiencia material modela la cultura. Cada vez es más evidente que ciertas ideas e instituciones básicas, así como algunos objetos y técnicas materiales, se han extendido de un modo general por toda la humanidad. Cualquiera que sea el efecto práctico de documentos como la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, su redacción y su firma siempre han despertado un gran interés, aun cuando los signatarios tuvieran poca intención de respetarlos. Siempre resulta que estos principios derivan de la tradición europea occidental, y tanto si consideramos que esa tradición es codiciosa, opresiva, brutal y explotadora como si nos parece objetivamente positiva, beneficiosa y humana, no es ni una cosa ni la otra. Las civilizaciones azteca e inca no podían resistir ante la española; las civilizaciones hindú y china solo consiguieron aguantar algo más ante los «francos». Estos planteamientos pueden ser ciertos o falsos, pero los hechos no son ni admirables ni repugnantes. Registran el hecho de que Europa remodeló un mundo antiguo y lo convirtió en moderno.
Algunas ideas e instituciones «occidentales» procedentes en primera instancia de Europa, se han encontrado en muchos casos con una fuerte oposición y resistencia. Para bien o para mal, las mujeres aún no reciben el mismo trato en las sociedades islámicas que en las cristianas, pero tampoco se les trata del mismo modo en todas las sociedades islámicas actuales, ni en el seno de todas las sociedades que podríamos llamar «occidentales». Los indios aún siguen teniendo en cuenta la astrología a la hora de fijar la fecha de un matrimonio, mientras que los ingleses pueden darle mayor importancia a los horarios de tren o a los partes meteorológicos —cuando pueden obtener información precisa al respecto—, por imperfectos que puedan ser, al considerarlos algo «científico», más relevante. En diferentes tradiciones, puede hacerse un uso diverso incluso de la misma tecnología o de las mismas ideas. El capitalismo japonés no ha funcionado igual que el británico, y cualquier explicación al respecto debe basarse en la diferente historia de estos dos pueblos, por similares que puedan ser en otros aspectos (como islas que nunca han sufrido invasiones, por ejemplo). Sin embargo, ninguna otra tradición ha mostrado la misma fuerza y el mismo poder de atracción que la europea; como forjadora del mundo no ha tenido rival.
Incluso sus manifestaciones más desagradables —su codicia y voracidad— lo demuestran. Sociedades antes arraigadas en una aceptación inmutable de las cosas tal como eran, han adoptado la creencia de que una mejora ilimitada del bienestar material es un objetivo deseable. La propia idea de que el cambio deseado sea posible es en sí misma profundamente subversiva, al igual que la idea de que ello pueda ser un camino a la felicidad. En la actualidad, mucha gente es consciente de los cambios que se han producido a lo largo de su vida, y tiene la sensación de que aún pueden producirse más cambios, y para mejor. La aceptación, cada vez más común e indiscutida, de que los problemas humanos son en principio gestionables o, por lo menos, remediables, supone una importante transformación psicológica que hace solo un par de siglos hubiera sido difícil de prever, incluso por los propios europeos. Aunque hay millones de seres humanos que, durante la mayor parte de sus vidas, raramente piensan en su futuro salvo como portador de desgracias e infelicidad —y eso si tienen la energía para pensar en ello, porque a menudo pasan hambre—, en el transcurso normal de las cosas hay más millones que nunca que no pasan hambre ni parece que corran peligro de pasarla. Más personas que nunca dan por seguro que nunca pasarán verdadera necesidad. A un número menor, pero aun así enorme, le resulta fácil creer que su vida mejorará, y muchos más piensan que debería hacerlo.
Este cambio de perspectiva es sin duda más evidente en las sociedades ricas, que actualmente consumen más recursos de la Tierra que los ricos de hace solo unas décadas. En el mundo occidental, pese a la presencia de minorías marginales y clases deprimidas, la mayor parte de la población es comparativamente rica. Hace solo unos doscientos años, el inglés medio raramente habría podido viajar en toda su vida a más de unos kilómetros del lugar de su nacimiento, y lo hubiera hecho a pie. Hace solo ciento cincuenta años no habría tenido asegurada la provisión de agua limpia. Hace cien años se hubiera enfrentado a la posibilidad real de quedar tullido o incluso morir por un accidente fortuito, o por una enfermedad para la que no hubiera o no se conociera remedio, y para la que no se le ofrecería ninguna asistencia médica, mientras que su familia comería alimentos escasos y desequilibrados —por no hablar de insípidos y poco apetitosos— que actualmente solo comen los más pobres del país; y a los cincuenta o sesenta años (si sobrevivía), podría esperar el inicio de una penosa y dolorosa ancianidad. Prácticamente lo mismo podría decirse de otros europeos, norteamericanos, australianos, japoneses, etc. Actualmente, millones de entre los más pobres del mundo pueden plantearse posibilidades de mejorar su suerte.
Más importante aún es el hecho de que haya quien crea que ese cambio se puede buscar, procurar y fomentar. Los políticos se lo dicen; hoy en día es evidente que, de forma implícita, los pueblos y los gobiernos dan por sentado que muchos problemas específicos de sus vidas y de la vida en sus sociedades pueden solucionarse. Muchos van más allá y creen que se solucionarán. Eso, por supuesto, no puede darse por sentado. Puede que estemos ya agotando nuestras abundantes provisiones de combustibles fósiles baratos y de agua. Puede que también sintamos cierto escepticismo sobre la posibilidad de reformar el mundo para aumentar la cantidad de felicidad humana cuando recordamos algunos proyectos de ingeniería social del siglo XX, o al considerar las supersticiones y los sectarismos, los moralismos intransigentes y las lealtades tribales que aún provocan tanta miseria y tanto derramamiento de sangre. Aun así, cada vez hay más gente que se comporta como si sus problemas fueran, en principio, solucionables o evitables. Esto supone una revolución en cuanto a la actitud humana. Sin duda, sus orígenes más profundos se remontan a milenios atrás, a una prehistoria de lenta y progresiva capacidad de manipular la naturaleza, cuando los predecesores del ser humano aprendieron a manipular el fuego o a sacar punta a un pedazo de sílex. La idea abstracta de que este tipo de manipulación fuera posible no tomó forma hasta mucho más recientemente, y al principio solo la consideraban unos pocos, en unas épocas específicas y cruciales y en determinadas regiones culturales. Pero actualmente es una idea muy extendida; ha triunfado en todo el mundo. Ahora damos por sentado que la gente de todo el mundo debería empezar —y empezará— a preguntarse por qué las cosas siguen igual, cuando evidentemente podrían mejorar. Es uno de los mayores cambios de toda la historia.

La manipulación de la naturaleza
El aspecto en el que se ha hecho más visible este cambio lo ha sacado a la luz, en los últimos siglos, la capacidad cada vez mayor de la humanidad para gestionar el mundo material. La ciencia ha aportado las herramientas necesarias, más que nunca en la actualidad. Estamos al borde de una era que proporciona la promesa y la amenaza de manipular la naturaleza más a fondo que nunca (por ejemplo, a través de la ingeniería genética). Quizá el destino nos depare un mundo en el que la gente podrá encargar futuros personalizados a la carta. Hoy en día resulta concebible la posibilidad de planificar genéticamente la descendencia, o de comprar experiencias «personalizadas», gracias a la tecnología de la información disponible, que permite crear realidades virtuales más perfectas que la propia realidad. Puede ser que la gente consiga sacar más partido a la parte de la vida de que es consciente, si lo desea, recurriendo a mundos construidos al efecto, en vez de limitarse a los que ofrecen las experiencias sensoriales corrientes.
Todas estas especulaciones pueden resultar intimidantes. Al fin y al cabo, sugieren un gran potencial de desorden y desestabilización. En vez de preguntarse por lo que puede o no pasar, es mejor reflexionar con firmeza sobre la historia, sobre las cosas que ya han alterado la vida humana en el pasado. Los cambios en el bienestar material, por ejemplo, han transformado la política no solo cambiando las expectativas, sino también las circunstancias en las que tienen que tomar decisiones los políticos, las formas de operar de las instituciones o la distribución del poder en la sociedad. Existen muy pocas sociedades hoy en día en las que la religión influya o pueda hacerlo como en el pasado. La ciencia no solo ha ampliado enormemente la lista de herramientas de conocimiento al alcance de la humanidad para llegar a entender la naturaleza, sino que también ha transformado, en el día a día, las cosas que millones de personas dan por descontadas. Solo en este siglo, es la responsable de gran parte del enorme aumento demográfico, de los cambios fundamentales en las relaciones entre las naciones, del crecimiento y la caída de sectores enteros de la economía mundial, de la unión del mundo a través de una comunicación prácticamente instantánea, y de muchos otros de los cambios más sorprendentes. E, independientemente de lo que haya podido hacer o no el siglo pasado por la democracia política, lo que sí ha hecho, gracias a la ciencia, es ampliar enormemente las libertades prácticas. La traducción del conocimiento científico en una mejora de la tecnología, partiendo desde Occidente —a pesar de los logros de las civilizaciones asiáticas en la Antigüedad— ha alcanzado ya todo el mundo, convirtiéndose en un fenómeno global.
Solo algunos intelectuales destacados de las sociedades más ricas han planteado alguna vez reservas sobre la confianza evidente —y raramente discutida hasta la década de 1960— en la capacidad humana para gestionar el mundo a través de la ciencia y la tecnología (en contraposición a la magia o la religión, por ejemplo), y para satisfacer con ello los deseos del ser humano. Y puede que estas reservas se demuestren más fundadas de lo que parece. Ahora sabemos más sobre la fragilidad de nuestro entorno natural y la posibilidad de un cambio a peor. Hay una nueva conciencia de que los beneficios aparentes de la manipulación de la naturaleza pueden tener un precio, de que algunos incluso pueden tener implicaciones terribles y, sobre todo, de que aún no poseemos la destreza y las estructuras sociales y políticas para asegurar que la humanidad haga un buen uso de este conocimiento. El debate político apenas ha empezado a reconocer el peso que tienen muchas de las cuestiones suscitadas, y, entre estas, las más debatidas —las «medioambientales»: la contaminación, la erosión del suelo, el agotamiento de los recursos hídricos, la extinción de especies, la tala de los bosques— son las más evidentes.
Esta concienciación resulta evidente en la cobertura que se ha dado en los últimos años al problema del «calentamiento global», es decir, el aumento de la temperatura media de la superficie de la Tierra, considerado un efecto de los cambios en la atmósfera que afectan al ritmo de dispersión y pérdida del calor. Los propios hechos han sido motivo de debate hasta hace poco, pero en una conferencia de las Naciones Unidas celebrada en 1990 en Ginebra se reconoció que el calentamiento global es realmente un peligro en aumento, y que en gran parte se debe a la acumulación en la atmósfera de gases emitidos por el ser humano. Se llegó a la conclusión de que, en un siglo, se había producido un aumento notable en la temperatura media; de hecho, el clima está cambiando más rápido que nunca desde la última glaciación. En el presente, la opinión general consensuada es que la actividad del ser humano ha contribuido a ello de forma decisiva.
El debate sobre el ritmo previsible del aumento de la temperatura y sobre sus posibles consecuencias —por ejemplo, en la elevación del nivel del mar— sigue vigente, pero ya se ha empezado a trabajar en una convención marco sobre el cambio climático ocasionado por el ser humano, que quedó lista en 1992. Su principal objetivo era la estabilización de los niveles de emisión, de modo que en el año 2000 se mantuvieran los de 1990. En 1997, en Kioto, esta medida se convirtió en un acuerdo regulador sobre todas las emisiones de gases de efecto «invernadero» (como se les llamó); se fijaron índices de reducción de las emisiones y calendarios que imponían las mayores restricciones a los países más desarrollados. La firma de este acuerdo había ido precedida de una advertencia del presidente Clinton, ese mismo año, de que Estados Unidos no iba a aceptar tales reducciones, y el presidente George W. Bush lo confirmó en 2001. Mientras tanto, las muestras de los efectos nocivos del calentamiento global siguen multiplicándose, y ya se están buscando los primeros remedios jurídicos para remediar los daños provocados por el cambio climático.
Tras apenas una década, no puede decirse que haya pasado suficiente tiempo para esperar o encontrar soluciones políticamente aceptables a un problema de esta magnitud. No parece que haya motivos para suponer que las cosas no vayan a seguir empeorando antes de empezar a mejorar, pero, sobre todo, tampoco los hay para afirmar que no se puedan encontrar soluciones acordadas. Al fin y al cabo, la confianza de la humanidad en la ciencia se basa en éxitos reales, no en ilusiones. Aunque esa confianza se vea ahora cuestionada, se debe a que la ciencia lo ha hecho posible al darnos más conocimientos que tomar en consideración. Es razonable decir que, aunque tal vez la humanidad haya producido muchos cambios irreversibles desde que consiguiera desplazar a los grandes mamíferos de sus hábitats prehistóricos —y pese a los graves problemas que ello plantea ahora—, no parece que hayamos agotado nuestra reserva de soluciones. La humanidad se enfrentó al desafío de la Edad de Hielo con menos recursos, tanto intelectuales como tecnológicos, que los que tiene actualmente para enfrentarse al cambio climático. Aunque la interferencia en la naturaleza haya llevado a la aparición de nuevas bacterias resistentes a las medicinas debido a mutaciones y al proceso de selección natural en los ambientes alterados que hemos creado, la investigación destinada a llegar a dominarlas sigue adelante. Es más, si las pruebas y consideraciones que vayan surgiendo obligaran a la humanidad a abandonar la hipótesis de que el calentamiento global es básicamente un fenómeno provocado por el ser humano —si, por ejemplo, resultara verosímil afirmar que la causa determinante son las fuerzas naturales más allá del control o la manipulación humanos, como las que provocaron las grandes glaciaciones de la prehistoria—, la ciencia se dedicaría a combatir las consecuencias de este proceso.
Ni siquiera los cambios irreversibles, en sí mismos, tienen por qué provocar una pérdida de confianza inmediata en la capacidad de la humanidad para superar las dificultades a largo plazo. Aunque puede que algunas opciones ya las hayamos perdido para siempre, el campo de acción en el que el ser humano puede ejercer sus elecciones —la propia historia— no va a desaparecer a menos que la propia humanidad se extinga. Nuestra extinción por un desastre natural independiente de la acción humana es algo factible, pero especular con ello no resulta muy práctico (ni siquiera a modo de constatación), salvo para un abanico de casos muy limitado (que cayera sobre el mundo un asteroide enorme, por ejemplo). El ser humano no deja de ser un animal reflexivo y con capacidad de elaborar herramientas, y aún estamos muy lejos de agotar las posibilidades que eso ofrece. Tal como lo planteó un intelectual, desde el punto de vista de otros organismos, el ser humano puede parecer desde el principio una enfermedad epidémica muy competitiva. No obstante, independientemente de lo que haya hecho a otras especies, la evidencia de las cifras y de su longevidad aún demuestra —o así lo parece— que la capacidad de manipulación del hombre hasta ahora ha generado más bien que mal a la mayoría de los seres humanos de todas las épocas. Y eso sigue siendo así, aunque la ciencia y la tecnología hayan creado nuevos problemas más rápido de lo que llegan las soluciones.
El poder de la humanidad ha fomentado de forma casi impredecible la difusión —benigna— de suposiciones y mitos trasladados de la experiencia histórica del liberalismo europeo a otras culturas, así como de un enfoque optimista de la política, pese a todas las evidencias recientes e incluso actuales. Es indudable que tendremos que pagar un enorme precio en adaptación social, por ejemplo, para poder dar una respuesta eficaz al calentamiento global, y es justo preguntarse si se podrá pagar sin grandes sufrimientos y coacciones. No obstante, seguimos teniendo una gran confianza en nuestra cultura política, a juzgar por la adopción generalizada de una gran parte de ella en todo el mundo. Hoy en día existen repúblicas en todo el planeta, y casi todo el mundo habla el lenguaje de la democracia y de los derechos del hombre. Se están realizando esfuerzos generalizados por aplicar un enfoque racionalizador y utilitario al gobierno y a la administración, y por copiar modelos de instituciones que han triunfado en países de tradición europea. Cuando los negros han levantado la voz contra las sociedades dominadas por los blancos en las que vivían, deseaban hacer realidad por sí mismos los ideales acerca de los derechos humanos y la dignidad desarrollados por los europeos. Pocas culturas han podido resistirse a esta tradición irresistible —si es que alguna lo ha hecho—; China se sometió a Marx y a la ciencia mucho antes de hacerlo al mercado. Algunos se han resistido más que otros, pero prácticamente en todas partes se ha visto socavada la individualidad de otras grandes culturas políticas. Cuando los modernizadores se han planteado escoger particularidades dentro del modelo político occidental, no les ha resultado fácil. Es posible modernizarse de forma selectiva —pagando un precio—, pero normalmente la modernización viene en un paquete, y puede que alguno de sus elementos no sea bienvenido.
Para los escépticos, lo que mejor demuestra el dudoso efecto del aumento de la uniformidad en la cultura política sobre el bienestar social es la fuerza con la que se mantiene vivo el nacionalismo, que en los últimos cien años ha triunfado prácticamente en todo el mundo. Nuestra organización internacional (palabra cuya aceptación generalizada es ya significativa) más completa es la ONU, y su predecesora fue la Sociedad de Naciones. Los antiguos imperios coloniales se han disuelto en multitud de nuevas naciones. Muchos estados nacionales actuales tienen que justificar su propia existencia a las minorías que, a su vez, reclaman el estatus de nación, por lo que tendrían el derecho de separarse y gobernarse autónomamente. Si estas minorías desean separarse de los estados que las contienen —como es el caso de muchos vascos, kurdos o quebequenses, por ejemplo—, se manifiestan en nombre de una nacionalidad no conseguida. El concepto de «nación» parece tener un éxito indiscutible a la hora de satisfacer ansias que otros intoxicantes ideológicos no pueden alcanzar; ha sido el gran creador de la comunidad moderna, barriendo los conceptos de «clase» y «religión», dando un sentido y una sensación de arraigo a los que se sentían sin rumbo en un mundo en proceso de modernización, donde los vínculos de antaño están en decadencia.
Una vez más, cualquiera que sea la interpretación de los relativos altibajos del Estado como institución o de la idea de nacionalismo, la política del mundo se organiza, en su mayor parte, alrededor de conceptos originalmente europeos, independientemente del uso que se haga o de la valoración que merezcan, del mismo modo que la vida intelectual del mundo se estructura cada vez más alrededor de la ciencia originada en Europa. Es innegable que las transferencias culturales pueden tener un funcionamiento impredecible y, por tanto, consecuencias sorprendentes. Una vez importadas de los países donde cristalizaron originalmente, nociones como el derecho del individuo a hacerse valer han producido efectos que van más allá de lo que preveían los que, confiados, fomentaron por primera vez, la adopción de principios en los que consideraban que se asentaba su propio éxito. La llegada de nueva maquinaria, la construcción de ferrocarriles, la apertura de minas y la llegada de los bancos y de los periódicos, transformaron la vida social de formas que nadie había deseado ni previsto, además de otras sí deseadas y previstas. Este proceso, irreversible una vez iniciado, sigue hoy en día con la televisión. Una vez aceptados los métodos y objetivos europeos (como han hecho en mayor o menor medida, consciente o inconscientemente, las élites de prácticamente todas partes), empezó una evolución incontrolable. Aunque seguía modelando la historia, la humanidad no podía controlar su evolución más de lo que podía hacerlo antes. Incluso en las iniciativas modernizadoras más controladas, de vez en cuando surgen necesidades y exigencias inesperadas. Quizá es que ahora nos enfrentamos al espectral descubrimiento de que el éxito de la modernización puede haber transmitido a la humanidad objetivos material y psicológicamente inalcanzables, de rango cada vez más amplio e imposibles de satisfacer por principio.
Esta perspectiva no es para tomársela a la ligera, pero las profecías no forman parte del trabajo de un historiador, aunque se disfracen de extrapolaciones. No obstante, es lícito hacer suposiciones si estas arrojan alguna luz sobre la dimensión de los hechos presentes o sirven como ayuda pedagógica. Quizá los combustibles fósiles sigan el destino que sufrieron los grandes mamíferos prehistóricos a manos de los cazadores humanos, o quizá no. La materia de estudio del historiador es, en todo caso, el pasado. Es lo único que le interesa. Cuando se trata del pasado reciente, lo que puede intentar hacer es analizar su coherencia o incoherencia, su continuidad o discontinuidad con lo que ha pasado antes, y afrontar con honestidad las dificultades que plantea la masa de hechos a que nos enfrentamos, en particular los de la historia reciente. La propia confusión que plantean hace pensar que se trata de un período mucho más revolucionario que cualquier época anterior, y todo lo que se ha dicho hasta ahora de la ininterrumpida aceleración del cambio confirma este extremo. Por otra parte, eso no implica que estos cambios más violentos y arrolladores no tengan un origen anterior, explicable y, en su mayor parte, comprensible.
El hecho de haber tomado conciencia de estos problemas explica en parte que, aparentemente, se hayan reducido los modos posibles de interpretación del mundo. Durante siglos, en China podían pensar en un orden mundial estructurado alrededor de una monarquía universal en Pekín, sostenida por mandato divino, y eso no planteaba ningún problema ni era cuestionable. El modo de pensar de los musulmanes no dejaba —ni deja aún hoy— demasiado espacio para la idea abstracta de «Estado»; para ellos, la distinción entre creyente y no creyente es más significativa. Millones de africanos han vivido mucho tiempo tranquilamente sin tener que recurrir al concepto de «ciencia». Y, mientras tanto, los que vivían en países «occidentales» dividían mentalmente el mundo en «civilizado» e «incivilizado», del mismo modo que los ingleses distinguían antiguamente a los «caballeros» de los «jugadores» en un campo de críquet.
Estas marcadas disparidades, como referencia, han quedado tan erosionadas que por fin podemos pensar que somos un «solo mundo». Los intelectuales chinos de ahora hablan con el lenguaje del liberalismo o del marxismo. Incluso en Yida o Teherán, los musulmanes más reflexivos tienen que enfrentarse a la disyuntiva entre dejarse llevar por la tradición o por la necesidad de mantener al menos cierta relación intelectual con las peligrosas tentaciones de la modernidad foránea. En ocasiones, la India parece debatirse esquizofrénicamente entre los valores de la democracia secular a la que apuntaban sus líderes en 1947 y la atracción que ejerce el pasado. Sin embargo, el pasado nos acompaña a todos, para bien o para mal. Tenemos que reconocer que la historia aún impregna el presente, y no hay indicios de que eso vaya a cambiar.