La aventura de Malaspina - Emilio Soler Pascual

La aventura de Malaspina

Emilio Soler Pascual

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A Concha y a Laura, que han aprendido a convivir con Alejandro Malaspina tal como si fuera uno más de la familia.

Y, claro está, para Mercedes Palau: ella fue la chispa que encendió la hoguera.

Introducción

El marino Alejandro Malaspina fue anotando, casi a diario, todos los sucesos acaecidos en la expedición durante los cinco años que duró su itinerario marítimo. Al mando de las corbetas Descubierta, comandada por él mismo, y Atrevida, capitaneada por José Bustamante y Guerra, en 1789 zarpan del puerto de Cádiz para una travesía que les llevará por remotos confines del globo: Canarias, costas orientales de América del Sur, las islas Malvinas, el estrecho de Magallanes, las costas chilenas, peruanas y colombianas, Panamá, Nicaragua, México, California, Vancouver, Alaska, las islas Marianas, Filipinas, Nueva Zelanda, Australia, Vavao…

Su Diario de Viaje es el testimonio de aquella expedición científica y de su apasionante aventura.

Esta narración de primera mano, del puño y letra de Malaspina, en la que muchas veces echamos en falta más comentarios personales y lamentamos el exceso de sobriedad, es el que tomamos como punto de referencia para relatar al lector una parte importante de la vida del navegante español, la que corresponde a la famosa expedición. Sobre este texto, hemos tratado de soslayar las frases más que ilegibles en ocasiones; hemos evitado, en lo posible, la ortografía y sintaxis dieciochesca; y hemos huido de la fraseología científica al uso a fines del llamado Siglo de las Luces, anticuada y difícil de comprender para el lector del siglo XXI. También hemos intentado mantener el esquema cronológico de la narración para que se puedan seguir con cierta comodidad sus peripecias viajeras y aventureras.

Las fuentes para la redacción de una parte de este libro han sido la documentación archivada en el Museo Naval, que manejamos hace ya mucho tiempo, pero con su correspondiente actualización para estos fines; la magnífica transcripción efectuada por el profesor Ricardo Cerezo del Diario de Malaspina y publicada por el Ministerio de Defensa en colaboración con el Museo Naval; el texto rescatado y ampliado por Mercedes Palau, Blanca Saiz y Aránzazu Zabala, publicado por el teniente de navío Pedro Novo y Colson en el año 1885; la relación literaria del viaje editada por Martín Fernández Navarrete en 1849; y algunos fragmentos de otros diarios escritos por personas que viajaron en la expedición de Malaspina.

Los que hemos estudiado la figura de este ilustre marino hemos recurrido, principalmente, al archivo del Museo Naval de Madrid. Allí se encuentra un riquísimo fondo documental que consta de miles de hojas escritas a mano por Alejandro Malaspina. Gracias a la dedicación y experta dirección de la doctora María Dolores Higueras ha sido posible que vieran la luz espléndidos trabajos sobre el brigadier de la Armada, que lógicamente también han sido detenidamente estudiados en esta ocasión.

Para la edición de este libro de viajes y aventuras, han sido de gran utilidad los trabajos parciales que sobre las escalas de Malaspina escribieron historiadores de todos los países de su entorno, así como las actas de las numerosas reuniones científicas dedicadas a la figura del famoso navegante en los últimos quince años.

Hemos tratado de escribir esta narración en forma amena y fácil de entender para el lector no especialista. Al mismo tiempo, se ha procurado explicar cada situación de crisis dentro de su contexto histórico, se ha intentado aportar datos sobre personas y lugares que aparecen en la aventura de Alejandro Malaspina, así como eliminar cualquier referencia científica o gramatical que en la actualidad pudiera resultar oscura. Con objeto de facilitar la lectura de esta apasionante aventura, hemos omitido las notas a pie de página, y en alguna ocasión extrema hemos utilizado corchetes para aclarar algún término o concepto.

Si la figura de Malaspina permaneció en el olvido durante casi doscientos años, en la década de los ochenta se produjo un acercamiento a su figura y su pensamiento que le permitió abandonar los fondos archivísticos donde se hallaba ignotamente sepultado. Don Alejandro comienza a ser conocido en los ámbitos científicos y académicos. Los múltiples congresos y exposiciones que rodearon los fastos del 92 contribuyeron a ello.

Como consecuencia, hoy en día, Alejandro Malaspina ya comienza a figurar en algunos manuales de historia, como el del profesor Enrique Giménez, entre otros, y su bibliografía, ampliamente estudiada por Blanca Saiz, supera con creces los dos mil títulos. A la hora de preparar esta edición consultamos «Alejandro Malaspina» en Internet y hallamos más de veinte mil documentos.

No cabe duda, pues, de la importancia que posee nuestro personaje. Por eso celebramos la aparición, en una edición para el gran público de una obra sobre un filósofo y aventurero que merecía figurar en nuestras bibliotecas. Esperamos, eso sí, que la maldición que pareció perseguir a tan ilustre e ilustrado personaje en vida no se extienda a la difusión de su importante obra…

Salvo error u omisión, nunca descartables, toda la historia que se narra es absoluta y rigurosamente cierta. Aunque, a veces, por apasionante y fantástica, no lo parezca.

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Retrato del Brigadier Alejandro Malaspina. Anónimo Museo Naval Madrid

Apunte biográfico de Alejandro Malaspina

Nos encontramos en la hermosa Lunigiana: tierra de castillos y colinas, de brumas y castaños, lugar de paso entre el norte y el sur que tuvo un enorme valor estratégico en la Edad Media. El propio Alejandro Malaspina inició un tránsito semejante a temprana edad cuando marchó a Palermo y Roma para comenzar su educación.

Poco conocemos de su infancia en el pueblo de Mulazzo, que con absoluta seguridad fue su lugar natal, a pesar de que en su hoja de servicios del archivo Álvaro de Bazán conste como tal la ciudad de Parma. Mulazzo, donde la tradición señala que estuvo encerrado en una ruinosa torre medieval el mismísimo Dante Alighieri, es en la actualidad un pequeño pueblo encastillado y rodeado de viviendas dispersas, que se yergue, orgulloso de su linaje, en una estrecha franja bordeada por el río Magra. En aquel tiempo, la pequeña localidad formaba parte del ducado español de Parma.

El antiguo ducado de Parma fue establecido en 1545 por el pontífice Paulo III y, tras innumerables vicisitudes, España volvió a recobrar su soberanía en 1748 mediante el Tratado de Aquisgrán. Por este armisticio le fue reconocida su legítima posesión al infante don Felipe, hermano del futuro monarca hispano Carlos III.

La familia de los Malaspina había conocido tiempos mejores y, a mediados del siglo XVIII, los marqueses veían menguar su hacienda y comprobaban que sus antiguos fastos dejaban paso a una época mucho más austera. Ésa era la situación de Cario Morello Malaspina, marqués de Mulazzo, cuando, un 5 de noviembre de 1754, nació su hijo Alejandro.

El profesor Manfredi, excelente biógrafo de Malaspina, afirma que el marqués era el más intrépido de su familia y que, en virtud de esas cualidades, pronto decidió el porvenir de sus hijos: Azzo Giacinto, el primogénito, sería su sustituto en la dirección del feudo; Luigi y Alessandro se dedicarían, respectivamente, a la carrera eclesiástica y militar. Como buen aristócrata, Cario conocía perfectamente que una esmerada educación y el respaldo de poderosas influencias facilitarían a sus hijos el camino hacia una sólida posición.

Cuando Alessandro Malaspina cuenta siete años de edad, toda la familia se traslada a vivir a Palermo, donde Giovanni Fogliani Sforza, familiar de su madre y hombre muy religioso, ocupaba el cargo de virrey de Sicilia a las órdenes del nuevo monarca español Carlos III, el mismo soberano que, durante veinticinco años, había reinado en Nápoles. A los diez años, el pequeño Alessandro Malaspina marcha a estudiar a Roma, al colegio Pío Clementino. Esta institución educativa era una de las más prestigiosas de la época, con una antigüedad de más de 150 años. Allí, coincide con otros destacados nobles españoles como Nicolás de Azara y José Moñino, futuro conde de Floridablanca, con los que Alessandro siempre mantuvo una buena amistad.

Más de un lustro permanece el joven de Mulazzo entre aquellos muros donde poco a poco se va haciendo patente su afición por las ciencias, la geografía y las lenguas. Dos maestros son los principales artífices de la sólida formación de Alessandro: de un lado, su profesor de retórica, que le inculca el amor por la geografía y por los atlas, textos fundamentales para cualquier asignatura científica; de otro, su profesor de física, que le dirige su espléndido trabajo Theses ex phisica generali, donde ya aparecen algunos temas que Malaspina desarrollaría años más tarde.

Darío Manfredi asegura que en este importante texto académico Alessandro determina con claridad su postura intelectual: se define como un ecléctico observador, carente de conceptos previos y siempre dispuesto a seguir aquellos aspectos que le parezcan convincentes en cada teoría. Así, pues, su posición equidista tanto del racionalismo cartesiano como de la experimentación newtoniana.

En el año 1773, Alessandro termina sus estudios y decide seguir la carrera militar. Al poco, ingresa en la Real Armada de Su Majestad Católica, siempre bajo la tutela de su poderoso tío.

Antes de partir para España, Malaspina recibe en la isla de Malta, como todos sus antepasados, la dignidad de Caballero de Justicia de la antigua Orden de San Juan de Jerusalén, instituida en el año 1118 y llamada de la Cruz de Malta desde 1530, fecha de su establecimiento en la isla mediterránea gracias a la concesión otorgada por el emperador Carlos V.

Capítulo 1
En la Armada española

Alessandro llega a España en el verano de 1774. Viaja en un navío de la Orden de Malta y va acompañado por su tío Fogliani Sforza que, después de haber perdido su puesto de virrey tras una revuelta popular en su contra, trataba de recobrar los favores del monarca Carlos III, al parecer sin demasiado éxito.

La formación recibida por el joven lunigiano le abre de inmediato las puertas en la carrera elegida y, tan sólo unos pocos meses después de llegar a la Corte, sienta plaza de guardiamarina en Cádiz.

Con el ritmo vertiginoso que acompaña todas sus acciones, a comienzos de 1775, Alessandro, que ya se hace llamar Alejandro, logra ascender a alférez de fragata.

Tras su destacada intervención en operaciones militares realizadas en Melilla y Argel, su fama comienza a circular en los ambientes castrenses, en los que se destaca su valor, su sangre fría y su capacidad organizativa. En 1776 se le asciende a alférez de navío y se traslada a Cádiz. Esta ciudad resulta fundamental para la definitiva y sólida formación intelectual y científica del joven Alejandro, que apenas cuenta veintidós años de edad. Aunque ya hacía algún tiempo que el almirante Jorge Juan había abandonado la bahía gaditana, en el ambiente intelectual de la ciudad permanecía su espíritu renovador. Una joven generación de marinos ilustrados se disponía a cultivar la semilla plantada por el científico, marino y diplomático nacido en el pueblo alicantino de Novelda.

Cádiz vivía por entonces una época de esplendor. Allí no faltaban personajes de calidad: prósperos comerciantes, inteligentes banqueros y finos diplomáticos, entre los cuales sobresalían los italianos. Con toda seguridad, en aquellos días Malaspina estrecha lazos con el que luego sería su mejor amigo, el diplomático y noble Paolo Greppi; de esa amistad ha quedado un abundante y extraordinario epistolario que ha sido muy útil para profundizar en el pensamiento de Malaspina.

Muy pronto, Alejandro navega por el Atlántico, el Índico y el mar de la China. En diciembre de 1777, se embarca en la fragata Astrea con rumbo a las islas Filipinas. Su misión consiste en llevar a Manila al nuevo gobernador de la colonia. Por primera vez, Malaspina dobla el cabo de Buena Esperanza y, siete meses después, arriba a la bahía de Cavite.

Como quiera que para poder regresar a España debía esperar la estación de los vientos favorables, el joven oficial, obligado a una estancia de más de cinco meses, se dedica a conocer aquella lejana posesión española. Allí, comienza a comprender que el dominio español sobre las islas es más nominal que real. Al estudiar las leyes vigentes, comprueba que ese dominio no supone ventaja alguna ni para los españoles ni para los míseros habitantes del extenso y poblado archipiélago.

El profesor Manfredi, con la fina ironía que le caracteriza, señala que durante el viaje de vuelta es cuando Alejandro se percata de la excéntrica escala de valores que en lo social tiene la monarquía borbónica, al verse obligado a cargar en la Astrea un huésped excepcional asistido por nada menos que cuatro criados: una elefanta, regalo para el rey de España. Posiblemente, recalca Manfredi, ese insólito y raro pasajero da pie al siempre reflexivo Malaspina para filosofar sobre los confusos valores en que se apoyaba el régimen español. Un sistema que se dignaba conceder más consideración a un animal —por grande y extraño que fuera— que al bienestar de tantos súbditos tagalos…

Cuando la Astrea retorna a España, en septiembre de 1779, al joven marino le comunican su ascenso a teniente de fragata.

En 1780, los españoles se encontraban, como casi siempre, en guerra con los ingleses. Francia y España habían hecho causa común con los colonos de Nueva Inglaterra que deseaban independizarse de la Gran Bretaña. España aprovechó esa circunstancia para intentar recuperar la soberanía de Gibraltar. Durante la refriega el joven oficial Malaspina cae prisionero en la defensa de su nuevo navío, el San Julián.

Sin embargo, Alejandro logra liberarse y tomar el mando del buque, al que conduce con habilidad hasta el puerto de Cádiz. Su comportamiento intrépido le vale ascender a teniente de navío. Dos años después, tras la desgraciada tentativa hispana de apoderarse de nuevo de Gibraltar mediante unas baterías flotantes cargadas de cañones (que fueron hundidas una tras otra), Alejandro se distingue salvando a muchos de los soldados españoles que corrían el riesgo de ahogarse.

A finales de ese mismo año de 1782, es ascendido al grado de capitán de fragata.

Pero no todo son dichas para nuestro protagonista: de pronto, se encuentra con la desagradable sorpresa de que la Inquisición, tras una delación interesada, le abre juicio porque «se pascaba con el sombrero puesto durante la celebración de las misas de a bordo y, ostentosamente, se retiraba a su cabina antes de que finalizara la ceremonia». Otra de las curiosas acusaciones es que «hablaba y leía libros en francés que no habían recibido el visto bueno de la censura».

A pesar de que se archiva la causa contra el marino, cuando años después caiga en desgracia por su enfrentamiento con Godoy, el proceso volverá a abrirse. Curiosamente, la instrucción de su causa se demorará durante doce años y la conclusión será que el reo Alejandro Malaspina debe ser considerado «vehementemente y aun vehementísimamente sospechoso de herejía».

Mucho antes de esa sentencia, el 14 de marzo de 1783, Malaspina embarca en la fragata Asunción y se dirige una vez más a las islas Filipinas. A su vuelta a Cádiz, un año después, Malaspina sugiere que se carenen los cascos de las embarcaciones de la Armada española con planchas de cobre, una medida muy provechosa que ya habían adoptado los navíos de la flota inglesa.

Era, también, la época en que Vicente Tofiño, jefe de escuadra de la Marina española, reunía junto a sí en el observatorio astronómico de Cádiz a un prestigioso grupo de marinos, con la intención de formar una llamada «oficialidad científica». Esa iniciativa chocaba con la opinión manifiesta de otros altos mandos de la Marina, que rechazaban el papel científico de los militares.

Malaspina, bajo el amparo de Antonio Valdés, ministro de Marina, prosigue una carrera militar llena de éxitos. Se le nombra teniente de la Compañía de Guardias Marinas. Además, a propuesta de Tofiño, que le considera un oficial «con talento e instrucción» y con «amor a las ciencias», los ilustrados marinos gaditanos instan a Alejandro a unirse a su grupo, lo que le anima en su enorme afán de aprender todo lo posible y hasta lo imposible.

En las reuniones conoce a varios compañeros de profesión que luego le acompañarán en su expedición: José Espinosa y Tello, Dionisio Alcalá Galiano y Juan Vernacci, entre otros muchos.

Los siguientes meses de la vida del ilustre marino transcurren dedicados a la preparación de un viaje comercial alrededor del mundo, costeado por la Compañía de Filipinas. El plan era el siguiente: al mando de la fragata Astrea, que Malaspina conocía muy bien, cargaría mercancías en Cádiz y partiría hacia el Perú, doblaría el cabo de Hornos y, tras vaciar las bodegas en El Callao, el puerto de Lima, seguiría hasta Filipinas, donde recogería nuevas mercancías con destino a Europa. Más tarde, regresaría a España siguiendo la ruta del cabo de Buena Esperanza.

Después de la larga preparación, el éxito vuelve a acompañar a Alejandro que, tras veintiún meses de travesía, regresa triunfante a Cádiz el 18 de mayo de 1788. Además, su estancia en Cavite le sirve para conocer detalles sobre la expedición de François de La Pérouse y los viajes por la costa noroccidental americana realizados por los navegantes españoles Bodega y Quadra, Hezeta y Arteaga.

Asimismo, durante ese largo trayecto marino, Malaspina extrae nuevas conclusiones científicas en lo referente a la alimentación de a bordo, ya que el escorbuto se había adueñado de la tripulación que comandaba y cobrado muchas víctimas mortales. Era necesario, pues, acometer de forma rigurosa una serie de medidas higiénicas y alimentarias que evitaran en lo posible las calamidades que asolaban la Armada española.

Por otro lado, Alejandro también se confirma en su idea de que sin una completa liberalización del comercio, la citada Compañía de Filipinas nunca conseguirá que nuevos accionistas se decidan a invertir sus ahorros en la empresa:

«Sobre el crédito de la Compañía en estos mares, no ocultaré a VV. SS. que es muy poco o ninguno, y que para el préstamo abierto para la Astrea ha sido preciso que el Señor Conde de San Isidro concurriese con su propia firma, pues con la del Apoderado de la Compañía poco, o nada, hubiera conseguido, a pesar de su increíble actividad y celo y de sus conocidos talentos en el comercio».

Con esa claridad se manifestaba Malaspina en su época de juventud, aunque pasados los años, ya menos impetuoso y más maduro, seguirá diciendo todo lo que piensa.

Capítulo 2
El proyecto de expedición y la partida

A la vuelta de Filipinas, Alejandro ha alcanzado una formación notable y está más que dispuesto para iniciar la que será la mayor aventura española en la época de la Ilustración. Era una época propicia para las importantes expediciones que trataban desesperadamente de evitar que finalizara la era de los grandes descubrimientos de territorios, y que estaban inspiradas tanto en la curiosidad científica como en el interés comercial o geoestratégico.

Aquellos largos y costosos viajes ya no estaban subvencionados por ricas compañías comerciales que deseaban agrandar sus zonas de influencia y, por lo tanto, sus beneficios. Curiosamente, ahora eran las potencias europeas las que armaban buques de guerra y embarcaban en ellos acreditados oficiales de sus Marinas que, a menudo, iban acompañados de científicos y pintores. Los grandes objetivos eran, básicamente, explorar el Pacífico, en especial para localizar el continente austral del que hablaba Ptolomeo, además de recalar en Australia, también llamada Nueva Holanda, conocida ya gracias a las expediciones de los Países Bajos, realizadas a comienzos del siglo XVII.

Estas exploraciones europeas, básicamente holandesas e inglesas, no consiguieron descubrir la mítica y buscada tierra austral, aunque el español Luis Váez de Torres la tuvo al alcance de su vista, sin verla, en el año 1606. Pero lo que sí hallaron, exploraron y colonizaron fueron innumerables islas, entre ellas Nueva Zelanda, y consiguieron crear un lucrativo negocio con la caza de ballenas.

El gobierno español no quería dejar escapar la ocasión de organizar, siquiera tardíamente, una importante expedición que diera lustre a una época marchita, en plena decadencia económica y política. Al mismo tiempo, el murciano José Moñino, conde de Floridablanca, primer secretario de Estado y compañero de estudios de Malaspina en el Colegio Clementino de Roma, necesitaba un golpe de efecto que sirviera, al menos, para contrarrestar la idea de que España había dejado de ser una potencia marítima de primer orden. Había que impedir que los ávidos ojos de las nuevas potencias europeas se dirigieran hacia sus abandonados territorios de ultramar.

Y en ese momento, llegó su antiguo compañero y amigo Alejandro Malaspina con una ambiciosa propuesta que, además, era avalada por su ministro de Marina y secretario de Indias, Antonio Valdés.

El 10 de septiembre de 1788, tras muchas conversaciones con amigos y colegas, entre ellos y especialmente el cántabro José de Bustamante y Guerra, el marino de Mulazzo propone formalmente al ministro de Marina el «plan de viaje» de la expedición científica.

Al poco, Malaspina recibe el plácet de S. M. y se pone manos a la obra. Aquella expedición alrededor del globo, con señalados objetivos científicos, políticos y comerciales, debía ser todo un éxito, sobre todo porque el gobierno de Floridablanca, necesitado de un golpe de efecto en su titubeante política exterior, le prestó toda clase de apoyos económicos. La misión de Malaspina era realizar una exploración geopolítica por los dominios españoles en América y Filipinas, levantar cartas marinas que ayudaran a la navegación de los navíos españoles y contribuir, también, a la gloria nacional con investigaciones científicas y geográficas a cargo de los especialistas que figuraban a bordo de las dos corbetas. Muy acorde todo esto con lo que escribe tiempo después: «Sin conocer América, ¿cómo es posible gobernarla?».

Esta ayuda del responsable del Gabinete permite a Malaspina diseñarlo todo con su habitual meticulosidad sin dejar ningún cabo suelto. Tal vez el único fallo, que motivaría las difíciles relaciones de Alejandro con alguno de sus oficiales, como Espinosa y Tello, fue la necesaria cancelación de otra expedición, ésta solamente de carácter geográfico, que debía haber partido por las mismas fechas.

Las dos corbetas que Malaspina empleará en su expedición serán construidas ex profeso para la ocasión: dos navíos de 306 toneladas de desplazamiento y aptos para navegar en aguas profundas, con 20 cañones «de a 6 cada uno de ellos», que son botados en el astillero gaditano de La Carraca los días 8 y 28 de abril de 1789. El marino cántabro Bustamante, segundo capitán, se encarga de pertrechar y aprovisionar los barcos y almacena en sus bodegas víveres para dos años y agua y leña para seis meses.

Teniendo en cuenta que en cada uno de los bajeles viajaban 102 hombres, cuando por fin se hicieron a la vela, los buques se habían convertido, en palabras del profesor Cerezo, en unos gabinetes de estudio flotantes, provistos de laboratorio para la práctica de las ciencias naturales, de observatorio astronómico portátil, de un aula de dibujo y un gabinete de cartografía. Y, desde luego, un taller de taxidermia para la disección de los animales que encontraran.

El propio Malaspina se encarga de reunir las informaciones necesarias para la buena marcha de la expedición, de modo que dedica varios meses a estudiar materias tan dispares como las precauciones que deberán tomar para prevenir el escorbuto mediante una adecuada dieta de la marinería; las condiciones higiénicas de los buques; los «actuales progresos de las ciencias físicas y químicas»; la astronomía; la hidrografía y la navegación; el mantenimiento de la disciplina a bordo; la historia de expediciones anteriores; las navegaciones en torno al continente americano; el comercio, las leyes, la cartografía y un largo etcétera.

Incluso solicita permiso para acceder al Archivo de Indias, una valiosa fuente de información. Durante las noches, el futuro brigadier de la Armada consulta sus libros de cabecera: los relatos de los viajes de La Pérouse, Wallis, Davis, Bougainville, Byron, Anson y, especialmente, Cook.

En un escrito dirigido el 27 de febrero de 1789 al ministro de Marina, Antonio Valdés, Malaspina expone sus ideas sobre la recopilación de documentos ilustrativos y el acopio de instrumental científico:

«Ningún viaje público, ninguno de los libros más modernos que dicten nuevos métodos, o para las operaciones geodésicas o para las astronómicas, se echarán de menos en nuestra colección». Y añade seguidamente, tratando de contagiar a su amigo el ministro del entusiasmo sin límites que le embarga:

«La física e historia natural serán, no obstante, las ciencias cuya utilidad más general y los resultados más curiosos e interesantes que los de la geografía marítima, harán nuestra atención mayor hacia esa parte».

Malaspina consulta con las personalidades europeas más ilustradas de la época, y a todas les pide ayuda para sus planes: Antonio de Ulloa, insigne compañero de viajes del almirante Jorge Juan; el sabio matritense Casimiro Ortega; el protomédico de la Real Armada Josef Salvareza; el marqués de Ureña, autor de un interesantísimo viaje europeo entre 1787 y 1788; el embajador español en París, el conde de Fernán Núñez; José de Mendoza, astrónomo de la Marina, y tantos otros. Desde fuera de las fronteras españolas recibe contestación, entre otros, de Joseph Banks, presidente de la Royal Society y que había participado junto a James Cook en su famoso primer viaje; del geógrafo Alexander Dalrymple, buen conocedor de España. Desde Turín llegan cartas de la Academia de Ciencias; de Gerardo Rangone, desde Módena; y del astrónomo Lalande, directamente desde París.

Y si a toda esta meticulosidad organizativa añadimos la preparación científica de los oficiales enrolados en la expedición y cuidadosamente elegidos merced a sus méritos por Bustamante y Malaspina, tendremos motivos más que sobrados para figurarnos la razón del éxito final obtenido.

La mañana del 30 de julio de 1789, Alejandro Malaspina da las órdenes pertinentes para que las dos corbetas de la Real Armada española, la Descubierta, a su mando, y la Atrevida, comandada por su amigo el navegante montañés José Bustamante, se hagan a la vela con un viento favorable noroeste y abandonen el puerto gaditano. Comenzaba una de las expediciones más importantes del siglo XVIII y, sin duda, la más prestigiosa para la Corona hispana.

En aquel año, el globo habitable —en palabras del propio Malaspina— podía considerarse «enteramente conocido». Lejos quedaban aquellas expediciones de hacía veinte, treinta o cuarenta años, en que marinos holandeses, franceses e ingleses hollaban territorios exóticos que habían pasado desapercibidos. El propio marino español, buen conocedor de dichas expediciones, recuerda en el Discurso preliminar del Diario de Viaje, escrito a su regreso:

«De la mejor voluntad confesaremos que en ningún modo pudiéramos a nivelar este viaje con los que ha hecho el capitán Cook; nuestros sufrimientos y nuestros riesgos han sido en mucho menores a los de aquel navegante esclarecido; tal vez el ansia de imitarle más de cerca no auxiliándonos igual fortuna nos hubieran conducido precipitadamente y sin fruto alguno sobre las huellas, o del desgraciado conde de La Pérouse en la costa noroeste de la América, en las islas de los Navegantes y en los bancos no distantes de la Nueva Caledonia, o del capitán Rion, casi sumergido con el Guardián por acercarse a una banca de nieve, o del capitán Hunter, náufrago con el Supply sobre la isla de Norfolk, o de la Pandora, igualmente perdida sobre las tierras de Salomón, repetirémoslo una vez más todavía: el nuestro no ha sido un viaje de descubrimiento; llevaba por objeto el conocimiento de la América para navegar con seguridad y aprovechamiento sobre sus dilatadísimas costas, y para gobernarla con equidad, utilidad y métodos sencillos y uniformes».

Así pues, lo importante no era lanzarse a la aventura en pos de unos hipotéticos descubrimientos, sino la de visitar la mayor parte de las colonias españolas existentes en el océano Pacífico:

«Deberíamos, si fuese posible, apurar los conocimientos físicos y astronómicos para vencer, o los riesgos, o la rutina de las especulaciones mercantiles».

En resumen, la finalidad de la expedición de Malaspina es conocer cabalmente unas posesiones inmensas, establecer el modo de navegar con los mínimos riesgos y, sobre todo, facilitar la manutención de las tropas hasta allí desplazadas.

La elaboración de un Atlas Hidrográfico para la navegación de los navíos españoles era para Malaspina un objetivo suficiente para iniciar la expedición. Una vez comenzada la redacción del Diario de Viaje, el propio navegante sintetiza sus intenciones:

«Síguense los trabajos hidrográficos que distinguimos con el nombre de Atlas de la América meridional, de las demás costas de la Monarquía en el mar Pacífico y de las islas Marianas y Filipinas […] Comprenderá nuestro Atlas unas setenta cartas, parte esféricas, parte de los planos de los puertos, y partes con vistas a las costas».

Capítulo 3
América del Sur

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Sin muchas dificultades, la expedición formada por las dos corbetas irá recorriendo, lentamente y día a día, la distancia que la separa de las islas Canarias, divisando el pico del Teide sólo tres días después de zarpar, y Montevideo, primera e importante escala de su viaje, semanas después.

La arribada al puerto uruguayo se producirá el 20 de septiembre de 1789 y, al día siguiente, S. M. Carlos IV firmará una Real Orden por la que Alejandro Malaspina es ascendido a capitán de navío porque, según su hoja de servicios, «es oficial inteligente en la profesión, de buen talento y conducta, con mucha aplicación e instrucción en otros ramos y ha desempeñado con acierto las comisiones que ha tenido».

Pero vayamos con el Diario de a bordo desde la salida gaditana.

Julio, 30; 1789. — «Dada la vela a las diez de la mañana y recibidos por la Atrevida algunos efectos que aún le faltaban, mareamos con todo aparejo y rumbo a la Punta de Naga en la isla de Tenerife».

En este su primer día de viaje, Alejandro Malaspina ya apunta la necesidad de sustituir a cuatro marineros conflictivos por otros cuatro tripulantes que se habían ofrecido voluntarios. Y eso que los comandantes de las dos fragatas se habían cerciorado de que los doscientos tripulantes expresaran su deseo de participar voluntariamente en la expedición.

Otro de los aspectos positivos de esta primera singladura fue comprobar que los flamantes navíos se comportaban de forma admirable. Como contrapunto a tanta felicidad, Malaspina anota en su Diario:

«A ese tiempo se nos manifestaron cuatro polizones que escondidos a bordo habían frustrado todas nuestras pesquisas para evitar ese desorden. La esperanza de una fácil subsistencia en América y el no inclinarse al trabajo la educación plebeya con esta misma esperanza, son el verdadero principio de esta emigración constante que, en muchos buques, particularmente mercantiles, la hemos visto ascender a un número no menor de cincuenta y sesenta individuos…».

Julio, 31; 1789. — Al segundo día, Malaspina recibe un mensaje de la Atrevida por el que se le notifica que también allí han descubierto a dos polizones. Por lo demás, todo marcha admirablemente.

«La noche fue hermosa y apacible. Se aprovechó el viento favorable de NE con fuerza de vela: la mar del SE había ya cedido mucho, y entablado alguna de la brisa: nuestro andar fue de cinco a siete millas».

Agosto, 3; 1789. — El día amanece con los barcos anclados frente a la costa tinerfeña:

«La mucha calima, que en la noche anterior nos había imposibilitado toda especie de observaciones, nos quitaba aun en la mañana de este día la vista de tierra: hicimos señal a la Atrevida de observar longitudes con los relojes marinos: ésta, finalmente, a las once, nos señaló tierra al SSO; y efectivamente al medio día pudimos marcar los islotes de Punta de Naga al S 32 grados O con una latitud observada de 28 grados 53’ y 30’’: esta posición y la seguridad de ser exacta la Carta de don Josef Varela nos proporcionaba una comparación exacta con los resultados de nuestros relojes…».

Los precisos cronómetros marinos utilizados por Alejandro para medir la longitud [uno de los grandes descubrimientos de la ciencia del XVIII realizado por el inglés John Harrison, hallazgo que permitió trazar una ruta marítima segura y correcta después de fijar la posición de la nave con respecto a los meridianos] eran un cronómetro 61 Arnold y el número 10 de Berthould.

El viento favorable de ese día fue aprovechado para continuar viaje, «costeando a distancia, como de una legua, la costa desde la Punta de Naga hasta la población de Santa Cruz, manteniendo izada la bandera al pasar delante de esta capital».

Agosto, 4; 1789. — Con una mar gruesa, que no les había abandonado desde que se alejaron de Tenerife, Malaspina se ve obligado a anotar en su cuaderno dificultades a bordo, y aprovecha para dejarnos su particular visión social del mundo:

«Casi desde el momento de la salida, se habían manifestado, como era natural, no pocas señales de enfermedades venéreas entre la marinería. Esta infeliz clase, cuya vida no es más que una serie de peligros para alcanzar poco dinero y de desgracias, y enfermedades procedentes del mismo alcance. Esta clase, que los europeos llaman preciosa, está no obstante, más que otra alguna, entregada a sus pasiones, y a sus vicios: su educación misma contribuye a su infelicidad».

Agosto, 7; 1789. — Mientras los expertos tratan de arreglar los instrumentos de medición que mostraban algunas anomalías, las tripulaciones de las dos fragatas se dedican a la pesca del bonito con anzuelo. Desaparecen en lontananza las islas de Cabo Verde, archipiélago atlántico de origen volcánico, de unos 4.000 km2 y bajo dominación portuguesa desde el año 1460.

Agosto, 9; 1789. — Al amanecer, tres navíos se ponen a la vista y al alcance de las dos corbetas españolas:

«Muy luego una de las embarcaciones, que no estaba distante por nuestra proa, nos incitó a darle caza: la alcanzamos a las dos de la tarde; ya larga nuestra bandera y habiendo ellos desplegado la suya, inglesa: echó el bote al agua; y su contramaestre, quien vino a bordo y nos dijo era la fragata Philip Stevens de Liverpool, que había salido cinco semanas atrás de Inglaterra con destino a Puerto Calebar en la costa de Guinea para la trata de negros: le dijimos nuestros nombres, y destino a Buenos Aires, le enteramos de nuestra longitud (14º y 16’ al oeste de Cádiz), de la cual manifestaron sumo deseo, teniendo errada su estima en grado y medio al oeste; finalmente le dimos algunos refrescos, ofreciéndonos a cuanto necesitase y estuviese a nuestro alcance».

Agosto, 10; 1789. — Contento de que la brisa no se hubiera olvidado de insuflar aire en las velas de las dos corbetas, Malaspina se siente satisfecho por la pesca realizada:

«Dos tiburones, dos doradas y los pegadores agarrados según costumbre a los primeros fueron al mismo tiempo un objeto de científicas investigaciones para el teniente coronel don Antonio Pineda, encargado de la Historia Natural, y un manjar agradable para nuestra mesa y en la comida de los marineros».

Agosto, 12; 1789. — Todo parecía marchar como una seda para la expedición española, y la satisfacción de Malaspina se deja ver en esta anotación:

«Hasta aquí los vientos recios del SO sólo nos habían proporcionado experimentar el aguante y andar las corbetas, que mirábamos con mucha complacencia: nos considerábamos entre variables; por consiguiente ni la extraña diferencia de 38’ al N. que habíamos encontrado este mediodía, ni el vernos arrimados de esta forma a la costa de África, nos daban la menor idea de un viaje penoso: nuestros enfermos, aunque su número llegara ya a cuatro, llevaban las más bellas apariencias de una pronta curación: se habían distribuido a la marinería algunas camisas y zapatos: ésta, igualmente que toda la demás dotación, manifestaba el mejor humor, inteligencia y robustez, y sabíamos que gozaban de igual felicidad en la Atrevida».

Agosto, 17; 1789. — Tras haber recorrido quinientas leguas desde su salida del puerto de Cádiz, Malaspina estima conveniente reforzar los vínculos entre las tripulaciones de las dos corbetas. Al pronto, organiza entre la oficialidad y la marinería de ambas naves un encuentro que estrecha los lazos de amistad y camaradería, tan necesarios en una expedición de esas características.

«Hasta el mediodía, los botes transitaron constantemente ya unos, ya otros a bordo de las dos corbetas: los marineros de la Atrevida regalaron a los nuestros un tiburón recién pescado…».

No obstante, no todo eran noticias tranquilizadoras. Durante la reunión entre ambos comandantes, ambos se lamentan de que al abrir los pañoles del pan se han encontrado todas las galletas infestadas de una oruga. No obstante el asco que causa su presencia en las galletas, el científico Antonio Pineda, después de haberla examinado minuciosamente, llega a la conclusión de que se trata de una polilla nada nociva para la salud, a pesar de que no es eso lo que trasluce su muy docta y desagradable descripción:

«Es una oruga que forma su crisálida membranosa, transparente y amarillenta, de donde sale una palomita de las llamadas polillas, blanquecina y pequeña, que pone unos huevos amarillentos, pegados entre sí como hilitos de araña…».

Agosto, 18; 1789. — Lo apacible del trayecto les permite cuidar el aspecto higiénico, una de las obsesiones de Malaspina para la buena marcha de la expedición. Mientras, las fragatas españolas costean la africana Sierra Leona, territorio descubierto por los portugueses a fines del siglo XV pero que, casi de inmediato, fue conquistado por los ingleses. Tan sólo catorce años después del paso de Malaspina por su costa, fue proclamado colonia de la Corona británica.

«La mar llana y el tiempo nos permitieron cuidar con la mayor prolijidad la ventilación interior; sacudidos todos los equipajes, y rociados con vinagre las partes del buque menos ventiladas, pudimos ver un verdadero semblante de salud en toda la gente, tanto más universal, cuanto que ya la quina parecía restablecer al panadero, a pesar de su enfermedad no indiferente de calenturas casi continuas; y los pocos afectos al estómago, o adolecientes de mal venéreo, todos adelantaban a grandes pasos hacia su total curación».

Agosto, 20; 1789. — Prestos ya para acometer la definitiva travesía del Atlántico hacia las costas americanas, Alejandro ordena distribuir prendas de abrigo entre la tripulación y, de nuevo, hace gala de sus agudas y más que correctas observaciones sobre el carácter de los españoles.

«Con el ánimo de ocupar la marinería, y al mismo tiempo de precaverla contra el frío, que podíamos recelar aun antes de llegar a Montevideo, se les repartieron paños, bayetas y lienzos para que a su antojo y despacio se cortase e hiciesen trajes de abrigo.

»La natural viveza del marinero español pide que se le ocupe constantemente y se dé fácil pasto a sus antojos: estos dos únicos objetos, desentendiéndose del precio y de la calidad desventajan en todo lo que compra el marinero en tierra, debían decidir a todo comandante que, por cuenta de S. M., embarque vestuarios, a preferir la ropa en piezas, y a distribuirla en las tranquilas navegaciones de entre Trópicos, para usarse en las tempestuosas de la Mar del Sur».

Agosto, 22; 1789. — Tras ordenar el reparto de cuotas de vino diarias entre la marinería, «y tres veces a la semana ración de coles agrias», observan la compañía de unas aves, los rabihorcados, que llegan por la mañana del E y, por la tarde, regresan a su punto de partida sin abandonar el vuelo en todo el día. Antonio Pineda advierte que la morada de estos pájaros eran las rocas cercanas a la costa africana, «de donde distarían ya más de setenta leguas», y aprovecha para preguntarse:

« ¿Cuál no ha de ser la rapidez y facilidad de su vuelo, cuál la necesidad de alimento que tanto los aparta de su tranquilo nido?».

Agosto, 24; 1789. — Malaspina, siempre atento a los problemas sanitarios y abierto a la experimentación científica, anota en su Diario:

«Ya habíamos empezado a usar el destilador para dulcificar el agua, tan solamente por la mañana, mientras se usaba para el caldero del equipaje la ración ordinaria de leña: la circunstancia de navegar de la misma mura, hacia donde debía armarse el alambique, no era a la verdad la más favorable; y así, en ésta y en la siguiente mañana, sólo podíamos destilar a la razón de ocho y medio cuartillos de agua por hora: la Atrevida nos había dicho a la voz en otra ocasión que había destilado doce cuartillos por hora.

»Este agua, cuyas excelentes propiedades se han experimentado y vindicado a bordo del navío de S. M. el San Sebastián, en el año pasado de 1788, nos forma además de un aumento no indiferente en esta importante provisión, un método curativo para algunas enfermedades».

Septiembre, 5; 1789. — Mientras siguen las continuas mediciones científicas y astronómicas en las dos corbetas, se advierte la presencia de la isla atlántica de la Ascensión y se decide en un principio anclar en su fondeadero y dedicarse a la aguada, la caza y la pesca. Pero más tarde el capitán, después de una conversación con el comandante de la Atrevida, considera conveniente arribar lo antes posible a Montevideo, la bella ciudad del Río de la Plata fundada por orden del gobernador de Buenos Aires, Mauricio de Zabala, en 1726.

Septiembre, 9 y 10; 1789. — Tras cruzar el Trópico de Capricornio comienzan a amainar las brisas y, con la llegada del frío, «que se había hecho bien sensible desde el momento en que se habían declarado vientos del Polo elevado», la expedición acusa su primera baja mortal: un bombardero, «hombre de una conducta por muchos años incapaz de mejorarse», que había ocultado hasta el último momento su enfermedad venérea. Cuando lo examina el cirujano, ya es tarde y, víctima de atroces dolores, muere a causa de una gangrena.

Septiembre, 20; 1789. — A las tres y media de la tarde, las dos corbetas de la expedición fondean en el puerto de Montevideo. Habían transcurrido cincuenta y dos singladuras desde su salida de Cádiz y la satisfacción es la nota dominante en los viajeros: «cuyo plazo aseguran todos, ser aventajado a todos los viajes hechos hasta aquí por las fragatas correos de S. M.».

Montevideo. — El primer día de su llegada a Montevideo, Malaspina y Bustamante presentan sus respetos al comandante de Marina y al gobernador de la Plaza. Una vez que han mostrado la Cédula Real para que se les concedan todo tipo de auxilios, solicitan permiso para desplazarse al día siguiente a la vecina Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, fundada en 1535 por Pedro de Mendoza y reconstruida, cincuenta y cinco años después, por Juan de Garay.

Mientras tanto, los dos comandantes consideran muy seriamente la conveniencia de levantar un plano del Río de la Plata; pero el poco tiempo que van a estar allí les disuade de la idea ya que, en palabras del propio Malaspina: «debía ser objeto más bien de muchos meses que de pocos días: el emprenderlo sin esperanzas de concluirlo, debía retraernos de toda idea de esta especie; ni por asomo debíamos sacrificar a esta obra ni un día siquiera del próximo verano, que todo había de emplearse en las costas patagónicas y en la Tierra del Fuego».

Como quiera que las necesidades de las dos fragatas y sus tripulaciones sean muchas, y el tiempo que deben pasar en Montevideo, relativamente largo, Malaspina establece el observatorio en una casa cedida al efecto. Ordena que se comparen cotidianamente los cronómetros marinos para comprobar su atraso o adelanto, y que se emprenda una serie de tareas astronómicas: «Así para la determinación de una buena longitud, como para coadyuvar a los progresos de la misma astronomía en climas no muy trillados por las ciencias».

Pronto, pues, se ponen manos a la obra dirigidos por un incansable Alejandro Malaspina:

«Don Josef Bustamante y los oficiales subalternos, Valdés, Quintano, Concha y Vernacci pasasen en la sumaca [pequeña embarcación a dos palos], que les había cedido el gobernador, a Buenos Aires: desde allí, y con los auxilios que les prestase el virrey debían emprender el reconocimiento de la costa meridional del Río de la Plata, hasta el cabo de San Antonio, en el extremo occidental de la bahía».

El propio Malaspina se encarga de reconocer la costa hasta Maldonado, en el extremo oriental. Dado que el mal tiempo no le permite pasar a Buenos Aires hasta una semana después, el oficial Felipe Bauzá, que no puede estar inactivo, comienza e elaborar un plano del puerto de Montevideo.

Mientras tanto, los naturalistas Pineda y Née se encuentran al borde del éxtasis. Las innumerables especies herbóreas encontradas por allí, «aún no conocidas en la Historia Natural», provocan su continua admiración. Las tarcas emprendidas por carpinteros, herreros, calafates, contramaestres, toneleros y faroleros son mil y una, aunque se ven dificultadas por una mano de obra excesivamente cara y poco especializada.

Asimismo, se retiran las tinajas de aquel pan invadido por las orugas, un fallo atribuido al fraude cometido por la fábrica al utilizar harina de mala calidad. Y ese intervalo se aprovecha también para que los marinos enfermos se repongan de sus dolencias.

A Malaspina le sorprende gratamente la riqueza de aquellas tierras: «La carne y la leche son aquí fruta más bien de la naturaleza que de la industria».

Mientras tanto, Bustamante ha llegado a Buenos Aires y conseguido permiso y apoyo del virrey para explorar las proximidades del cabo San Antonio. Consigue el préstamo del paquebote Belén y una chalupa, ya que, en palabras del virrey, el reconocimiento por vía marítima era preferible al realizado por tierra, debido al peligro que representaban los indios pampas, pobladores de los alrededores de la zona.

A finales de septiembre, Malaspina inicia su recorrido previsto por la costa, desde Montevideo hasta el cabo de Santa María, pasando por Maldonado, y siempre acompañado por el éxito:

«La litología y la botánica habían logrado en esta excursión considerables progresos. Las marcaciones nos daban ya sujetos todos los puntos principales de la costa y, a pesar de los escarpados del monte, ni los instrumentos ni los viajeros habían padecido el más leve daño».

Una vez que ambos comandantes regresan a Montevideo, satisfechos por el éxito de su misión, Alejandro decide visitar la capital, Buenos Aires. En el trayecto se desvía hacia la isla de San Gabriel, y mientras Pineda y Née herborizan entusiasmados [«juntaron en poco tiempo tal variedad de arbustos, hierbas y flores que parecían más bien fruto del examen de un país entero que de una pequeña isla»], el comandante aprovecha para realizar diferentes marcaciones geográficas.

El resto de la oficialidad tampoco ha estado ni un minuto inactivo y, en los ocho días que dura la ausencia de Malaspina, Bustamante y Valdés han concluido casi del todo las obras de reparación en los navíos y el aprovisionamiento de víveres y agua «para más de un año». Bauzá, Peña y Robredo consiguen determinar longitud y latitud exacta en el paralelo del llamado Banco Inglés, sondando hasta las inmediaciones de la isla Flores. Y Antonio Tova llega a la desembocadura del río de Santa Lucía para examinar aquel fondeadero. Entretanto, Galiano ha continuado con sus trabajos astronómicos en el observatorio portátil.

Cuando se incorporan al grupo de Montevideo, los herboristas Née y Pineda son portadores de más de quinientas plantas, de las cuales más de cincuenta parecían desconocidas para los naturalistas europeos. Han examinado, además, el fértil suelo y recogido más de cincuenta especies de aves y multitud de insectos.

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Buenos Aires desde el río. Brambila. Museo Naval. Madrid

El 31 de octubre, la oficialidad de ambos navíos vuelve a reunirse al completo. Atrás han quedado unas exhaustivas tareas de investigación que engrosarán los incalculables trabajos científicos de la expedición.

Después de haber solicitado permiso al virrey para explorar la costa patagónica, Malaspina, tras la aprobación del plan, decide conceder tres días de asueto a la marinería, «como premio a su trabajo, hacer una nueva experiencia de su conducta y desapego al desorden». Aprovecha, también, para hacer balance de las «pérdidas humanas»: 1 muerto, 13 enfermos habituales, 4 díscolos y 24 desertores.

En la noche del 2 de noviembre, tal y como estaba previsto, puede seguirse un eclipse parcial de luna que dura algo más de dos horas. Una semana después, la marinería todavía no ha regresado a bordo y Malaspina se ve obligado a organizar patrullas nocturnas que persigan, acosen y atrapen a los prófugos de la Atrevida y de la Descubierta.

A punto de zarpar del puerto de Montevideo, el día 15 de noviembre de 1789, un contratiempo de intendencia viene a enturbiar los planes alimentarios de un Malaspina que sigue teniendo graves problemas con los desertores.

«En esa misma tarde, convencida la oficialidad de ambas corbetas del poco espacio que dejaba para la comodidad de la gente el mucho ganado que habíamos embarcado, pidió se echase la mayor parte, quedando sólo a bordo de cada buque seis terneras y sacrificando así unánimes el único alivio de los próximos trabajos a la conservación y comodidad de la tripulación».

Noviembre, 15; 1789. — Con una hermosa mañana como telón de fondo y un viento bonancible del NE y N las dos corbetas y el bergantín Carmen, que iba a ayudarles en la exploración de la Patagonia [extensa región que limita con el río Negro, el Atlántico, el estrecho de Magallanes y el Pacífico], los expedicionarios ponen proa al Atlántico. Atrás queda la bocana del puerto uruguayo y, con algunas dificultades debidas a los vientos contrarios, emprenden rumbo hacia el sur.

Noviembre, 16; 1789. — La lentitud del bergantín auxiliar hace que las dos corbetas se adelanten cada vez más y el Carmen se pierda de vista. Malaspina cree que su capitán habrá preferido volver al puerto de Montevideo en lugar de seguir navegando sin esperanzas de alcanzar a las corbetas.

«Debía ser en verdad muy violento este partido a su capitán don Josef de la Peña, pero lo dictaban la prudencia y, tal vez, la necesidad».

Noviembre, 28 y 29; 1789. — Con un tiempo infernal y en medio de una multitud de ballenatos que nadan a su alrededor, los expedicionarios avistan la boca del Puerto Nuevo, que forma el extremo sur de la península de San José. Allí, aprovechan para reconocer la costa meridional «que todos los planos daban por desconocida».

Aquella tierra, según Malaspina, era alomada y estéril y, finalmente, divisan a lo lejos el puerto de Santa Elena, «paraje ya frecuentado por nuestros navegantes desde que se emprendiera las poblaciones en la costa patagónica». Se comprueba la exactitud de los trabajos del piloto Tafor, que había recorrido estas costas en diversas ocasiones, siempre en pequeñas embarcaciones, y que había sondado y medido perfectamente todos sus rincones.

Con un viento huracanado, las dos corbetas siguen su ruta hacia las Malvinas, prefiriendo cruzar el estrecho que forman la isla Rasa y las de Flores y Arce, una vez superados los 40º de latitud sur. Al pasar por allí, unos fuertes remolinos hacen temer a los expedicionarios por su integridad, pero el peligro no les distrae de un nuevo hallazgo: el contramaestre de la Descubierta, José Cardero, ha avistado una pequeña isla que no figuraba en las cartas y Malaspina decide bautizarla con el nombre de su descubridor.

Alejandro, una vez reconocidas las inmediaciones de los puertos de San Gregorio y San Sebastián, ordena que se realicen las marcaciones para la entrada en el canal San Jorge.

«Este Canal aunque conocido por nuestros pilotos del Río de la Plata, desde que empezaron a recorrer la costa patagónica, se ocultaba enteramente a los hidrógrafos europeos, incluso a los españoles. Nuestra navegación a Lima se seguía en la carta de Mr. Bellin, en la cual, como tampoco en la de Anson, había el menor rastro de semejante canal. Sólo en el Río de la Plata llegó a mi noticia, que el piloto Tafor con una chalupa, había salido del puerto de San Gregorio y reconocidas unas treinta leguas de la costa septentrional de este golfo: la había encontrado sembrada de islas, y así éstas, como la costa de muy difícil acceso por los muchos arrecifes que la rodean: era no obstante voz común en Buenos Aires (sin que se alcanzase a averiguar su origen) que unánimes los patagones aseguraban la internación de ese golfo hasta la cordillera, y sobre esta noticia cada imaginación fabricaba a su albedrío el depósito de nuevas riquezas».

Pero el comandante no considera pertinente iniciar el reconocimiento de ese golfo, situado en torno a los 46º de latitud sur ya que, por un lado, se retrasaría en forma extraordinaria la expedición; por otro, no considera la aventura tan importante para la navegación española; y, por último, navegantes más conocedores del terreno podrán salir desde Buenos Aires o Montevideo para hacer las oportunas mediciones:

«Abandoné con estas ideas todo pensamiento de internar en el Golfo, y desde la misma tarde, concluidas ya las tareas hidrográficas en su extremo septentrional, determiné hacer derrota directa al meridional, y desde allí por el Cabo Blanco, internar en el Puerto Deseado, en donde era mi ánimo procurar la reunión del bergantín Carmen y examinar la marcha de los Relojes».

Durante esa misma singladura, los expedicionarios se dejan seducir por una especie de espejismo. Al poco, se dan cuenta de que se trata del mismo cabo que lord George Anson, vencedor de la escuadra francesa en Finisterre en el año 1747, denominó Cabo Blanco. Malaspina anota que el navegante británico del siglo XVIII, John Byron, el que tomó posesión de las Malvinas para Inglaterra bajo el nombre de islas Falkland, también sufrió en su momento esa visión perturbada.

«Una extraña ilusión semejante a la que tuvo Byron en estos mismos mares nos hizo creer poco después del mediodía que veíamos tierra hasta el ONO, la señalamos a la Atrevida, cuyos oficiales al mismo tiempo, seducidos de igual apariencia de la calima, creían verla correr hasta el norte. Ceñírnosla luego al SO, con viento ya galeno del ONO, y la sola proximidad pudo desengañamos a las tres de la tarde de una ilusión en que habían perseverado constantes casi todos los individuos de una y otra corbeta».

Diciembre, 2; 1789.— Siguiendo las rutas marcadas por el comodoro inglés Byron, y navegando por una mar «agradablemente llana y muchos ballenatos que surcaban el agua con tanta tranquilidad como majestad», embocan la entrada de Puerto Deseado, entre los 47 y 48º de latitud sur. Allí, se encuentra, como tenía previsto, con la presencia del bergantín Carmen y de su capitán José de la Peña que, al igual que poco más tarde con la Atrevida, sirve de práctico para el buen atraque de la Descubierta en una zona repleta de innumerables escollos y donde las corrientes eran muy peligrosas.

«La marea en el puerto, y particularmente en su boca, corre con una velocidad difícil de imaginarse, a lo cual se agregan los muchos escollos y el poco lugar que hay para fondear. Debe seguramente considerársele como uno de los puertos de más difícil acceso».

Puerto Deseado. — En una primera reunión, el capitán del Carmen relata al comandante español sus vicisitudes una vez que abandonaron el Río de la Plata.

«Me informó, también, que en la misma tarde de nuestra llegada a la boca del Puerto, había tenido a bordo al Cacique y algunas otras personas, la mayor parte conocidas suyas, de una corta tribu de patagones, que en el día erraban por aquellos contornos: la componían precisamente, muchos hombres y mujeres que, al tiempo de nuestro desgraciado establecimiento en este puerto, habían vivido en la mejor armonía con los nuestros y aún sabían de no pocas palabras y costumbres nuestras».

El comandante Peña había tenido la sana precaución de enviar una pequeña expedición para ver si en el ínterin se habían producido asentamientos extranjeros por la zona. Al parecer, eso no había ocurrido.

Alejandro Malaspina decide entablar una relación amistosa con los nativos del lugar y, acompañado de Antonio Pineda, Cayetano Valdés y dos soldados armados, ordena preparar «algunas bagatelas de regalo que pudiesen ser gratas a los patagones», una vez que se hubiese desechado cualquier desconfianza mutua.

«Les regalamos varios adornos de vidrio, algunas cintas y gargantillas; nos dieron en desquite una piel, un bezoar de guanaco [piedra que se encuentra en el interior de algunos animales y a la que se atribuyen poderes especiales] y un guanaco vivo, muy pequeño [especie de llama utilizada como animal de carga, y su piel como prenda de vestir], al que podría aplicarse la elegante pintura que el comodoro Byron había realizado de otro animal semejante».

Los españoles quedan asombrados por la enorme altura de los aborígenes, «de una cuadratura agigantada», y muy especialmente de la de su cacique Junchar: «medido escrupulosamente por don Antonio Pineda, tenía de alto seis pies y 10 pulgadas…». Lo mismo que le había pasado al portugués Fernando de Magallanes cuando, al servicio de España, se disponía a descubrir el estrecho de su nombre y arribó a aquellas costas: la altura de los aborígenes y sus enormes pies le llevó a bautizarlos genéricamente como «patagolhes», en portugués, claro. De ahí, probablemente, lo de patagones.

Malaspina se interesa, también, por las costumbres y el idioma, aprestándose a conocer lo máximo posible en el menor tiempo disponible.

«Convinimos don Antonio Pineda y yo, en cuanto al idioma, que trabajaríamos separados; que realizado un pequeño acopio de palabras en una sesión, procuraríamos confrontarlas todas en la sesión siguiente, antes de aprender otra; finalmente, que siendo sumamente equívoco enterarse de las costumbres mientras no se tuviese la menor idea del idioma, dejaríamos en gran parte este objetivo para las visitas sucesivas, en las cuales nos acompañase el piloto Peña: así lo hicimos y, como ya se ha indicado, nos fueron principalmente útiles en esta parte dos mujeres, que sabían no pocas palabras castellanas, y conocían los pilotos Peña y Tafur».

Mientras tanto, el incansable Felipe Bauzá se ha desplazado a diferentes puntos de la costa para realizar las necesarias marcaciones por las que obtendrá, finalmente, una correcta cartografía de aquel puerto.

El segundo encuentro entre españoles y patagones, que tarda varios días en producirse dado que los nativos habían perdido momentáneamente sus caballos, queda inmortalizado por uno de los pintores de la expedición, José del Pozo; el intercambio de regalos resulta ya mucho más generoso. Mientras los españoles les entregan cuchillos y espejos, Malaspina, con su recato y pudor habituales, nos deja una sugerente descripción del «regalo visual» hecho por una bella nativa.

«Una joven patagona de edad de 14 años aproximadamente, cuyo regular parecer, mucho agrado, y singular locuacidad habían hecho que se la prefiriese a las demás para retratarla, llamó aún más nuestra atención al tiempo de regresar atierra. Peña les había dado para llevar a sus rancherías algunas galletas y menestras, de las cuales habían guardado una porción en cuantos modos podía combinar su limitado traje; pero quedaba aún que guardar y la joven patagona, que los había pedido para llevarlos a sus padres, ya no tenía en donde reservarlos: aconsejada de los demás, determinó quitarse un poncho que luego pudiese servirle de saco. Este poncho, que componía parte de su traje, estaba inferior a una piel de guanaco que con otras le cubría enteramente: le era preciso, por consiguiente, para quitarle, el aventurarse a manifestar desnuda la espalda: esta reflexión le mantuvo por algún tiempo indecisa; y sólo al instarle los demás le determinó a quitar el poncho, lo que ejecutó en fin con tal maña, que dio nuevo brillo a su honestidad».

La tercera reunión ya no resulta tan pacífica como las anteriores, tal vez, insinúa Malaspina, porque los indígenas toman a los expedicionarios por soldados británicos a causa del color rubio de los cabellos de algunos españoles.

Pero la tarea de los expedicionarios no se limita a la relación comercial y social con los patagones. Los naturalistas, los dibujantes, los geógrafos y también los cartógrafos no paran de realizar anotaciones científicas que a Malaspina le resultan sumamente interesantes.

Finalizando su estancia en Puerto Deseado, se ordena al comandante del bergantín Carmen que desempeñe las siguientes misiones marítimas.

«Di pues instrucciones a Peña para que nos acompañase hasta la vista del Puerto de San Julián, situado junto a la punta del Desengaño, rozando los 48º de latitud sur. Desde allí, las corbetas atravesarían al Puerto Egmont; en las Malvinas, y Peña, en solitario, seguiría para entrar en los ríos de Santa Cruz y Gallegos. Desde este último puerto, se le encargaba que procurase hacer derrota al puerto del Año Nuevo, en la isla de los Estados, si la prudencia y su situación se lo aconsejasen: allí, o nos encontraría o hallaría por medio de botellas las noticias que fuese preciso comunicar al excelentísimo señor Virrey de Buenos Aires…».

Diciembre, 14; 1789. — La expedición abandona Puerto Deseado y se dirige hacia las islas Malvinas.

«Era mi primera idea, fijar inmediatamente con buenas observaciones la entrada del puerto de San Julián y con vistas oportunas dirigir con mayor seguridad hacia estos parajes la navegación nacional; pero en oposición a esta idea militaban la mayor necesidad de determinar la verdadera posición en longitud de las Malvinas, los trabajos ya hechos en esta parte de costa por los Sres. Churruca y Cevallos, la misma frecuencia de las embarcaciones nuestras a aquel puerto con motivo o de los establecimientos intentados, o de las pescas, o de la adquisición de la sal; finalmente nuestra necesidad de navegar cuanto antes a las Tierras del Fuego, según las primeras intenciones de S. M.».

Tres días que transcurren con una mar muy gruesa y en los que Alejandro Malaspina corrobora la buena impresión que le ha producido la carta realizada por Galiano y Belmonte. Comprueba asimismo los errores cometidos por el capitán Cook en su segundo viaje, al levantar coordenadas de su trayecto entre el Río de la Plata y las Malvinas.

De pronto, aparece el archipiélago de las Malvinas, las islas que fueron avistadas hacia 1520 por el español Esteban Gómez, marinero en la expedición de Magallanes, y por Duarte Barbosa, capitán de la nave Victoria en esa expedición. Aunque su descubrimiento se atribuye a Davis en 1592, los primeros navegantes que las pisaron fueron holandeses, y las bautizaron con el nombre de Sebaldes en honor a Sebald de Weert, en el año 1600. En 1690, el navegante británico John Strong descubrió el canal central entre las islas mayores y lo llamó estrecho de Falkland, nombre que los ingleses dieron después a todo el territorio, de casi 12.000 km2.

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Las corbetas en el Puerto de la Soledad en las Islas Malvinas. Brambila. Museo Naval. Madrid.

A comienzos del siglo XVIII, unos marinos franceses procedentes del puerto atlántico de Saint-Malo las denominaron Malouines. Dado que el desolado archipiélago continuaba deshabitado, fue ocupado en el año 1764 por el famoso marino Bougainville, fundador de la factoría de Port-Louis, en la isla oriental. Al año siguiente, el comodoro Byron fundó en nombre de Inglaterra la factoría de Puerto Egmont, en la isla occidental. España, por entonces, despertó y reclamó a Francia la propiedad del archipiélago en nombre del Tratado de Tordesillas. Francia, aceptó a regañadientes y, mediante una compensación a Bougainville, quedó solventado el conflicto y salvado el Pacto de Familia entre ambas naciones. En 1767 España ocupó la isla oriental y estableció en ella la factoría de Puerto Soledad, nombrando, incluso, un gobernador que tomó posesión oficial el dos de abril de 1767.

Un nuevo conflicto estalló cuando el gobierno español envió una escuadra y ordenó a Francisco de Paula Bucarelli y Ursúa, gobernador del Río de la Plata, que defendiera los derechos de España frente a Inglaterra. Bucarelli actuó con energía, al parecer con demasiada, y los ingleses capitularon en mayo de 1770. Este suceso originó una delicada situación entre ambas naciones que se solventó con un acuerdo más o menos secreto por el que se devolvió Port Egmont a Inglaterra en 1771, silenciando la cuestión de la soberanía. Tres años después, los ingleses evacuaron la base pesquera que habían establecido allí.

Cuando Malaspina arriba a aquel archipiélago, todavía habrían de pasar treinta años para que la bandera española dejara de ondear en el lugar; ocurrió en 1820, cuando la recién nacida República Argentina ocupó las islas y las anexionó a su territorio. Trece años después, en 1833, Inglaterra las ocuparía de nuevo, a pesar de las protestas argentinas, manteniendo vivo el conflicto sobre la soberanía de aquel territorio inhóspito hasta nuestros días.

Las dos corbetas de S. M. fondean en Puerto Egmont, «uno de los más hermosos del mundo», ante cuya idílica visión Malaspina no puede por menos de escribir un breve y bello poema, curiosamente en italiano:

«E intanto obblia
La nosa, é il mal de la passata vía».

En Puerto Egmont también se halla un navío español que va explorando calas en donde pudieran establecerse embarcaciones dedicadas a la pesca.

Puerto Egmont. — Una vez examinado el lugar donde efectuar la aguada, que resulta muy provechosa, los expedicionarios se ponen manos a la obra: se establece un observatorio; se procede a arreglar velas y aparejos; cazadores y pescadores marchan a cobrar piezas; y los naturalistas se dedican a lo suyo.

Uno de los días, domingo, se da permiso a la tripulación para que baje a tierra «para esparcirse». El Diario refleja un pequeño incidente.

«No había faltado para enturbiar este día, y aun para malograr parte de nuestras tareas astronómicas, uno de aquellos incidentes, que aunque inseparables de la concurrencia de la marinería, son bien sensibles, y molestos.

O fuese de la Descubierta o de la Atrevida (pues se hizo imposible averiguarlo) algunos de los que estaban en tierra prendieron fuego a un montón de turba; y en un momento, no sólo vimos arder por diferentes partes el monte inmediato, sino que el humo, que salía del incendio, ocultaba los objetos cercanos: fueron a las seis de la tarde utensilios de la Descubierta para que toda la gente se ocupase en cortar los progresos del fuego, y que la actividad de los oficiales y de los contramaestres, que a la sazón se hallaban en tierra, al parecer lo habían conseguido como a las nueve, permaneciendo aún ocho o diez hombres en el paraje más sospechoso para ocurrir inmediatamente donde se manifestase el fuego, que podía todavía estar reconcentrado en una u otra parte».

A pesar de que el tiempo no acompaña, Malaspina decide embarcarse en un bote, junto a Felipe Bauzá y el contramaestre del barco español que han encontrado anclado, a fin de «sondar y marcar lo interior del puerto». Pero no solamente el estado de la mar representa un grave impedimento, sino que la anotación en el Diario muestra una visión ecologista del desastre producido el día anterior por sus propios marinos.

«El fuego de la turba había hecho en este tiempo muy rápidos progresos; y el humo nos incomodaba a tal extremo, que el comandante y oficiales de la Atrevida para regresar a su bordo desde esta corbeta adonde habían pasado la tarde, necesitaban valerse de un farol: todo el que frecuente estos parajes, debe tomar las posibles precauciones contra este inconveniente, que además de ser destructor por sí mismo, aleja inmediatamente la caza y oculta con el humo la vista de los objetos más precisos para una navegación cómoda y segura».

La mañana del día 24, tras haber hecho nuevamente acopio de agua y, sobre todo, del apio silvestre que por allí crecía en ingentes cantidades y al que se le atribuía, acertadamente, propiedades antiescorbúticas, las dos corbetas se hacen a la mar. Previamente, Malaspina entrega sus anotaciones científicas al contramaestre de la pequeña embarcación española que se encuentra en Puerto Egmont, para hacerlas llegar a Buenos Aires y para que sean inmediatamente enviadas al ministro de Marina.

Diciembre, 29; 1789. — A las cuatro de la mañana, divisan las tierras próximas al cabo del Espíritu Santo, «a pesar de una densa garúa que ofuscaba los horizontes», situado en la isla Grande de la Tierra del Fuego. Allí, comienza la parte atlántica del estrecho de Magallanes, que Malaspina deja atrás siguiendo su objetivo de cruzar al Pacífico doblando el cabo de Hornos.

La Tierra del Fuego toma su nombre de la descripción que de ella hizo Fernando de Magallanes, su descubridor el 1 de noviembre de 1520: «vio brillar en la noche multitud de fuegos a babor, por lo que llamó a aquella tierra “Tierra del Fuego”, según narra Antonio Pigafetta, su cronista, en El primer viaje alrededor del globo».

Las dos corbetas se aproximan lentamente a la zona más austral de la tierra. Los expedicionarios comprueban por sí mismos los errores de las cartas levantadas en la zona por James Cook y Fernando de Magallanes. En ese instante, su principal deseo consiste en fijar los términos del canal de San Sebastián, en la bahía de su mismo nombre, «con cuyo objeto costeábamos la tierra baja a distancia de dos o tres leguas».

Ayuda bastante a Malaspina el derrotero fijado por los hermanos Nodales, enviados por la Corte española en 1618 para reconocer exhaustivamente el recién descubierto estrecho de Le Maire y el cabo de Hornos.

La belleza del paisaje que contemplan los expedicionarios hace que Malaspina anote en su Diario:

«La costa desde este paraje empieza a ser alta y nevada: pero no con tal horror que no descubra en las inmediaciones del mar diferentes valles y llanuras, en donde la navegación parece explayar todo su verdor y hermosura: la nieve o hielo sólo dejaba verse en las cimas más agudas de los montes hacia la parte del sur; y como fuese sembrada, digámoslo así, como en pequeños montones, en los cuales brillaba el sol, representa un contraste más bien agradable de las dos estaciones más opuestas entre sí».

Esto da lugar a que Malaspina conjeture sobre si el verano llega con adelanto a las costas, confirmando aquel pensamiento el tiempo apacible de que habían venido gozando hasta ese momento en su recorrido por la costa patagónica.

Tras haber comprobado la exactitud de las mediciones del capitán Cook y mostrarse insatisfecho con las realizadas por Frezier y Anson, Malaspina divisa el cabo de San Vicente, frente al estrecho de Le Maire, rozando los 55º de latitud sur. Ya para entonces ha desistido de su idea inicial de atravesar el citado estrecho y de fondear en la bahía del Buen Suceso y aduce para ello las siguientes razones:

«1. — Que su reconocimiento podía mirarse como superfluo, después del que había publicado con tanta exactitud el capitán inglés.

«2.— Que no teniendo las corbetas la menor falta, y no pudiendo llenarse de objetos de Historia Natural, sino con una morada a lo menos de cinco o seis días: entrar en dicha Bahía por dos o tres días fuera únicamente sacrificar un tiempo precioso. »

«3. — Que habiendo nosotros recalado en la boca del estrecho como a las seis de la tarde, era ésta, precisamente, la hora en que empezaba la marea contraria: no faltando sino dos días al plenilunio, en cuya época empieza la entrante de una a dos de la tarde. »

«4.— Finalmente, que manifestando el aspecto de las tierras, el temperamento que experimentábamos y los tiempos de que habíamos gozado hasta ahora y cuanto se había adelantado el verano en este año en el hemisferio del sur, podíamos prometernos tiempos tan apacibles y buenos para el reconocimiento de la costa occidental entre el cabo Victoria y Chiloé; como contrarios debíamos esperarlos, adelantada mucho la estación, y aproximándose al otoño: se me hacía por otra parte tanto más agradable y justo el partido de pasar al E de la isla de los Estados, moviéndome a esto no sólo la prolija descripción que de ella había dado el capitán Cook, sí también mirar como muy importante para la navegación nacional la determinación segura de la longitud del cabo de San Juan, y algunas vistas de sus inmediaciones, que asegurasen la recalada o el aprovisionarse sobre estas costas».

Diciembre, 30; 1789.— La expedición, después de haber pasado de largo ante la isla de los Estados, llega cerca del cabo de Hornos, llamado así por su descubridor, el holandés Schouten en 1616, como homenaje a su ciudad natal, Horn. También fue llamado cabo de San Ildefonso por los hermanos Nodales, aunque sin demasiada fortuna.

Malaspina duda sobre cuál de las dos rutas debe tomar para llegar al Pacífico. Por un lado, se podía ir costeando muy cerca de tierra. Por otro, se trataba de remontar la latitud en busca de vientos más favorables. Las dos rutas presentan ventajas e inconvenientes y el futuro brigadier se debate entre elegir una u otra. James Cook, cuya experiencia tanto valora, no se decanta claramente por ninguna de las dos: el capitán inglés aconsejaba la segunda ruta aunque reconocía lo bien que le había ido siguiendo la primera, por la costa.

El nuevo año de 1790 acoge a los navegantes españoles con una mar excesivamente tranquila y, por consiguiente, con vientos casi bonancibles. Increíblemente, y contra todo pronóstico y leyenda: «la navegación por el cabo de Hornos se nos hizo una de las más placenteras de entre Trópicos…».

Sin padecer ningún incidente que llevar a su Diario, Malaspina y sus hombres doblan el cabo de Hornos con suma facilidad y ya se encuentran en el Pacífico.

«Fue también muy feliz para nosotros en aquellos días el encuentro que tuvimos con la fragata del comercio de Cádiz, la Santa María Magdalena, y con su capitán, piloto y maestre, don Martín Antonio de Iturriaga, la cual, con 112 días de navegación, se dirigía a los puertos de Valparaíso y Arica. La tripulación, en número de 44 personas, gozaba de la mejor salud, y no le hacía falta la menor cosa para concluir su navegación, según lo aseguraron al teniente de navío don Cayetano Valdés, el cual había ido desde la mañana a reconocerla».

Malaspina, tal vez predispuesto por encontrarse en el extremo del mundo, no puede por menos de filosofar sobre la situación del navegante genérico, o sea, la suya, en aquellas regiones tan distantes de su patria, la real y la adoptiva.

«La incertidumbre le rodea a cada instante; una sola mirada hacia las costas más cercanas le recuerda en una complicada perspectiva el naufragio, el frío, el hambre y la soledad. Vuélvese al Polo, y una nueva clase de peligros, aún más temibles, se despliega instantáneamente a su imaginación; campos inmensos de escollos de hielo amenazan la frágil nave. No basta procurarlos evadir con cuantos auxilios dicta un arte falible: ellos mismos son los perseguidores, y su posición, variable a cada instante y con tantas direcciones cuantas son las islas, aumenta el riesgo y la desconfianza…».

Enero, 19; 1790. — La expedición navega por el Pacífico rumbo al territorio de Chiloé. Se revisan las instrucciones recibidas de S. M.: fijar los límites de la costa occidental patagónica desde el cabo Victoria hasta la isla de Chiloé; no exponer innecesariamente los buques, y, finalmente, efectuar un prolijo reconocimiento de las costas que se extienden desde Chiloé hasta Valparaíso.

Al relativo buen tiempo se une el buen estado de salud de los tripulantes de ambas corbetas.

«Tres o cuatro marineros que habían tenido principios de calentura se habían curado en muy pocos días; y lo que debía parecer más extraño, a pesar de los fríos y de las aguas, no se había manifestado en todo este tiempo el menor indicio de mal venéreo».

Enero, 29; 1790. — Malaspina mantiene su buen humor, a pesar de que todavía no logra ver la Punta de Quilán en la isla de Chiloé, ni adivina la proximidad de la costa americana, según la posición marcada en su momento por Antonio de Ulloa, el mismo que participó junto a Jorge Juan en la expedición al Ecuador dirigida por La Condamine para determinar la forma de la Tierra. Al día siguiente, sus deseos se convierten en realidad.

«La tierra actualmente a la vista presentaba un semblante tan agradable por lo frondoso de sus bosques, como horrible por lo escarpado de sus costas, cuyas desigualdades no presentaban la menor apariencia de puerto alguno…».

Febrero, 3; 1790. — A las cinco de la mañana, la expedición se encuentra a tan sólo dos millas de la costa de Chiloé.

«El ver la Ensenada sin boca alguna, y parecernos por otra parte algunas de las puntas que habíamos reconocido el día anterior, nos desengañaron luego porque aquél no era el Fondeadero; imaginando por consiguiente, que debía quedar al N; y que las que veíamos eran las Tetas de Cucao, que sabíamos era un punto visible en la costa».

Chiloé es un territorio chileno formado por la isla Grande, descubierta a mediados del siglo XVI por García Hurtado de Mendoza, por numerosas pequeñas islas y un sector continental. Al llegar la expedición, sus principales puertos se dedicaban a la construcción de lanchas y pequeños navíos, destinados al comercio con Lima.

Tras una noche de perros, y después de haber constatado multitud de errores en las cartas de navegación que manejan, los marinos están a punto de atracar en el puerto de San Carlos.

«Ya desde la media tarde habíamos advertido señales de humejo de pólvora o cañonazos en un alto inmediato a Cocotuya: las correspondió la batería de Yaquí, y comprendimos que la aproximación de embarcaciones extrañas sería las que sin duda las motivara: así, largamos luego nuestras insignias; y correspondieron a ellas no menos la batería que el fuerte de la población, que veíamos desde las inmediaciones de la Punta del Papagayo».

Chiloé. — Tras recibir una visita de cortesía de los altos mandos españoles de la isla, y la preceptiva visita sanitaria, los navegantes hacen entrega al comandante Pedro Garoi de un libro con mapas «de estas costas trabajado por don Lázaro Rivera» y de una carta de las costas del Perú, desde Chiloé hasta Lima, «trabajada por el piloto de la Real Armada don Josef Moraleda».

La figura del alférez de fragata Moraleda levanta un fervor unánime, relativo a su trabajo cartográfico.

«Había hecho considerables servicios a la Monarquía, y a la Humanidad misma, trabajando con una constancia e inteligencia poco comunes en los planos de los Puertos y en la más exacta situación astronómica de toda la Costa, adoptadas las longitudes del Padre Fevillé, del señor Freizier, y observadas por sí las latitudes con regulares instrumentos: últimamente destinado al reconocimiento hidrográfico de esta isla, solo y con una piragua, mala y muy mal equipada, lo había no obstante concluido parte por tierra parte por mar, de suerte que podía considerarse realmente perfeccionado este trozo de costa inclusa la isla de Guafos».

Al día siguiente de su llegada, y tras abastecerse de agua y leña, se aprestan a realizar el montaje de los aparatos científicos.

«Ya desde las ocho de la mañana había embarcado los instrumentos astronómicos parte de esta corbeta y parte de la Atrevida; y con don Dionisio Galiano había pasado a la población con el doble objeto de visitar al señor Gobernador; y de establecer el Observatorio para un nuevo examen de la marcha de los relojes y unas observaciones de latitud y longitud, que fuesen de la mayor confianza: hallamos una casa muy oportuna para el intento; e inmediatamente se armó el Péndulo Astronómico, quedando un pilotín y un soldado para la seguridad de los instrumentos».

La visita de algunos indios huilliches al gobernador de la isla anima la monotonía de los españoles. Malaspina y sus expedicionarios son testigos de excepción de este encuentro histórico, ya que hacía muchos años que los gobernadores de Valdivia, ciudad de Chile capital de la región de los Lagos, en la que se hallaba Chiloé, se habían aprestado a estrechar lazos de amistad con los indígenas de las tribus juncos y viliches:

«Eran unos 44, presididos del cacique Catiguala… y para dar una mayor solemnidad a la visita, habíase reunido de nuestra parte a la oficialidad, y por parte de ellos se procuraba conservar en la comitiva un cierto orden; la acompañaba con el mismo intento una música no muy grata y compuesta de algunas cañas largas y huecas, cerrado casi del todo en un extremo con hojas de árboles; los más robustos soplaban con mucha fuerza por un agujero lateral y cuando estuviesen cansados les reemplazaban algunos otros inmediatamente».

El objetivo de los administradores españoles del territorio era conseguir abrir una vía terrestre entre Valdivia y Chiloé, comunicación que pretendían extender, más tarde, hasta Buenos Aires.

A Malaspina le agrada sobremanera el discurso con que el cacique saluda al gobernador, discurso que fue debidamente traducido por un sargento español que hacía tiempo convivía con los nativos.

«Había precedido a esta arenga un abrazo de cada uno de los indios al Gobernador, y una segunda vuelta en la que daban la mano derecha a todos los que estábamos presentes, usando la voz Comzá, para significar Compadre: les siguió una breve arenga de otros dos indios, el uno que justificaba la no venida del cacique del Río Bueno por tener un hijo gravemente enfermo; el otro, que anunciaba hallarse muy complacido de haber hecho esta excursión a la Plaza, convidado a ella por el cacique Catiguala. Éste, recordó al Gobernador el largo plazo en el cual había sido interrumpida la comunicación recíproca; veía con mucha complacencia un suelo que habían habitado sus antepasados, y debía mirarse como una prueba evidente de la sinceridad de sus proposiciones el que ahora viniese a visitarle y a estrechar con más solidez los vínculos ya entablados de una amistad duradera».

Acabada la emocionante ceremonia con una respuesta amable por parte del gobernador, en la que aseguraba en nombre de S. M. que los tratados entre ambos pueblos serían inviolables, el evento finaliza con un extenso brindis.

«Las largas parrafadas hubieran continuado por mucho tiempo si no les interrumpiese oportunamente el refresco compuesto casi en un todo de licores espirituosos, a los cuales son por naturaleza extremadamente propensos…».

Más tarde, Malaspina ordena a algunos de los oficiales y científicos (Tova, Valdés, Quintano, Bauzá, Pineda…) que realicen una excursión a Castro, capital de la isla Grande de Chiloé, situada en el golfo interior de Ancud, y a otros lugares, «para el conocimiento político y natural del país interior».

Una vez más, las deserciones en las tripulaciones de las dos corbetas causan un grave trastorno al misógino Alejandro Malaspina, que se ve obligado a tomar fuertes medidas disciplinarias para evitar las fugas masivas de unos marinos que estiman más apetitoso quedarse en Chiloé que continuar con la expedición.

«El vecindario de Chiloé, mediante su ninguna comunicación con España, carecía casi de un todo de españoles nativos, lo que daba mucho realce al que lo fuese, particularmente para los matrimonios; y reunidas en las mujeres, por otra parte, una suma mezquindad y un apego a la lujuria. El libertinaje común a casi todas las provincias del Perú, en los hombres una ociosidad perenne, afianzada, como era natural, con el uso continuo de las bebidas fuertes…».

Finalmente, tan sólo ocho marineros no suben a bordo de las dos corbetas en el momento de su partida, que se verifica el 19 de febrero, tras varios días de vientos y mareas desfavorables para salir del fondeadero donde se hallan y emprender camino hacia Talcahuano, puerto de la provincia chilena de Concepción, a unos 37º de latitud sur.

Tras cuatro días de navegación, en los que el buen tiempo facilita la travesía y las mediciones astronómicas, las corbetas avistan «las Tetas de Viovío» que señalan la presencia del puerto de Talcahuano o bahía de Penco, ciudad fundada por Pedro de Valdivia en 1550.

«La mar estaba llana, el día sumamente claro y risueño; y presentaban una agradable variedad las muchas ballenas que elevaban por diferentes partes el agua a una altura excesiva».

Talcahuano. — En aquel puerto chileno, Malaspina recibe una carta del ministro Valdés y conoce su ascenso y el de parte de los oficiales que lo acompañan. Por aquel entonces, la ciudad cercana de Concepción estaba recuperándose a duras penas de una funesta epidemia de viruela que había causado la muerte a más de dos mil quinientas personas, «sin perdonar a sexo, edad, ni calidad».

Malaspina, hombre ilustrado, recuerda que por aquel mismo lugar se había paseado cuatro años antes la expedición de La Pérouse.

«Esta reflexión al paso que debía alentarnos a intentar seguir sus huellas, debía por otra parte hacernos tímidos en poderlo alcanzar».

Las visitas protocolarias que hacen al gobernador y al obispo consiguen añadir algunas ventajas a los objetivos de la expedición.

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Santiago de Chile. Pozo. Museo Naval. Madrid.

«Combinamos por consiguiente nuestros pasos sucesivos, los cuales se dirigían únicamente a suministrarnos los más luego veinte pipas de buen vino, a atajar la deserción, y a auxiliar un viaje por tierras hasta Santiago, visitando algunos volcanes y minas, que emprenderían don Antonio Pineda y el teniente de navío Valdés…».

Entre otras misiones, Valdés se encarga de examinar todos los papeles dejados allí por los jesuitas expulsos, para lo cual Malaspina le entrega la Orden Real que traía de Madrid y que era capaz de abrir cualquier puerta.

Además, Malaspina dispone que la Atrevida pase de forma inmediata a Valparaíso, principal puerto de Chile y ciudad cercana a Santiago, para trabajar en el catálogo de las estrellas meridionales, «con los mejores instrumentos y todos los oficiales astrónomos».

Mientras tanto, y después de las correspondientes mediciones geodésicas y del aprovisionamiento del buque, podrá comprobar los estragos causados en aquella zona por el fuerte terremoto de 1742. También, tratará de recuperar a unos cuantos buenos artilleros que habían desertado y que tan necesarios eran para el buen fin de la expedición.

Malaspina, en ese intervalo, se dispone a acercarse hasta las islas de Juan Fernández para proceder a su reconocimiento, tras lo cual se reunirá en Valparaíso con el resto de la expedición.

Marzo, 11; 1790. — La Descubierta abandona el puerto de Concepción, cercano a Talcahuano, y se dirige hacia las islas de Juan Fernández, situadas a más de 400 km al occidente de Valparaíso, sobre los 33º de latitud sur. El archipiélago lleva el nombre del murciano que las descubrió en el siglo XVI.

El cultivado Alejandro Malaspina es un admirador más de la novela Robinson Crusoe, publicada en el año 1719, del escritor y aventurero londinense Daniel Defoe, que situaba la odisea de su náufrago protagonista en esta misma isla que iba a visitar, basada en un hecho real acaecido a un tal Alexander Selkirk.

Una vez allí, y siguiendo las sabias instrucciones del inglés Anson y del español Ulloa, Malaspina renuncia a encontrar el abrigo del fondeadero en la isla mayor del archipiélago a causa de los peligros que encierra. Y aprovecha la oportunidad que se le brinda para dejar constancia de su prosa poética, tal vez influido por Defoe:

«La mar había caído enteramente: parecía que las aves no habitaran estos contornos: únicamente los lobos marinos y las ballenas asomaban de tiempo en tiempo su temerario rostro. No dejó el aspecto del cielo de avisarnos al anochecer las inmediaciones del Novilunio, tanto más perceptibles cuanto más se aproxime la navegación a la zona tórrida…».

Como quiera que el viento sopla con fuerza contraria a la deseada, Malaspina tiene que contentarse con navegar hacia el norte y desistir de su primitiva idea de rodear la isla. Se conforma pensando que el explorador dieciochesco inglés Philip Carteret, que descubrió la isla Pitcairn y visitó el archipiélago de las Salomón, ya había efectuado un reconocimiento en forma escrupulosa, «a costa de mil fatigas y peligros».

Aunque no ha podido desembarcar, Malaspina ha percibido el olor de la isla donde Daniel Defoe situaba las andanzas y desventuras de uno sus héroes favoritos y, satisfecho, pone proa a la costa chilena. El 17 de marzo, la Descubierta, unos días después que la Atrevida, fondea en Valparaíso, espléndida ciudad comercial y a cuya región pertenecía la isla de Pascua, descubierta en el mismo día de Pascua de Resurrección del año 1772 por el almirante holandés Roggeveen.

Valparaíso.— Tras los trámites protocolarios de rigor y una vez puesta al día la intendencia de los navíos, se toma la decisión de hacer un escarmiento con uno de los dos desertores entregados en Talcahuano por las autoridades: ante toda la tripulación se les aplica un severo correctivo en forma de «cincuenta azotes».

Siguiendo las órdenes estrictas recibidas a su salida de España, Malaspina y Bustamante se dirigen hacia Santiago para «estudiar de cerca el Estado Político del Reyno». Dejan, pues, las dos corbetas y el observatorio al mando de los tenientes de navío Tova, Novales y Galiano, y emprenden el trayecto hacia la actual capital chilena, fundada en 1541 por Pedro de Valdivia con el sugerente nombre de Santiago del Nuevo Extremo.

«El camino desde Valparaíso a Santiago, casi todo pedregoso, y lleno de vueltas, atraviesa tres hileras de montes, que aumentan considerablemente su elevación a medida que se aproximan al pie de la Cordillera; la primera llanura es de bastante extensión, y algún tanto aprovechada o en pastos o en siembra: el lugar de Casablanca hace más amena y útil la segunda; si se exceptúan los valles de la Viñilla y Puanghi, entre ambos de muy corta extensión, el tercer llano es el hermoso valle que baña el Mapocho, y en donde a las faldas de la Cordillera está situada la ciudad de Santiago».

Malaspina, después de corregir para la posteridad la distancia que separa ambas ciudades, se muestra encantado con el carácter abierto y cordial de los chilenos, especialmente con el de los hacendados Azagra y Bustamante, que curiosamente llevan el mismo apellido del comandante de la Atrevida, y que se desviven en atenciones para con ellos.

«Los particulares que tienen hacienda en este tránsito, suelen alojar a los pasajeros con aquel espíritu de hospitalidad que tan preciosas raíces ha echado entre los habitantes de estas regiones: el suelo, cuya fertilidad no es fácil de describir, contribuye mucho a que el pasajero disfrute de aquella abundancia, que tantas veces inútilmente anhela».

Tras día y medio de camino, los dos marinos españoles llegan a Santiago, donde se encuentran con Cayetano Valdés, al que habían mandado por delante para que fuera recogiendo noticias que les pudieran ser útiles para la misión que debían desarrollar. Una vista de la ciudad, espléndido dibujo hecho por el pintor José del Pozo y conservado en el Museo Naval madrileño, muestra unas pocas casas de planta baja, dispersas por la llanura, y una iglesia de notable envergadura.

Mientras, la conducta espartana de Alejandro le hace rechazar todos y cada uno de los ofrecimientos de la aristocracia santiaguina para que se alojen en sus domicilios. Prefiere alquilar una modesta vivienda, «con patio suficiente para alcanzar la mayor parte del cielo».

El virrey comunica al comandante que el botánico Tadeo Haenke, agregado a la expedición por orden de S. M. y que no pudo unirse a ellos ni en Cádiz ni en Montevideo, ha recibido órdenes estrictas de viajar a Valparaíso después de su desgraciada travesía.

«Habiendo tenido la mortificación de llegar a la isla de León sólo dos horas después que las corbetas habían salido de la bahía de Cádiz, debió navegar para Montevideo en una embarcación del comercio, en la cual, próxima ya a puerto, tuvo la desgracia de naufragar…».

Pero como no hay mal que por bien no venga, la estancia forzosa de Haenke por aquellas zonas resulta muy fructífera.

«El señor Haenke había empleado toda su actividad en recorrer las inmediaciones del Río de la Plata, particularmente interesándose por las conchas, parajes donde no había penetrado por falta de tiempo Louis Née, el otro naturalista de la expedición. Más tarde, en las Pampas, en las sierras de Mendoza y últimamente en las cimas de las Cordilleras, había recogido un número de plantas nuevas que llegarían aproximadamente a unas mil cuatrocientas».

Al regreso a Valparaíso, el 9 de abril de 1790, ambos comandantes observan que los oficiales Tova y Novales han desempeñado su misión con la mayor disciplina y eficacia.

«La aguada en ambos buques estaba completa; el Puerto sondado con la mayor escrupulosidad, acopiado el posible carbón, de que carecíamos absolutamente, y recompuestas casi de un todo las pequeñas averías de la Descubierta…».

No obstante, la indisciplina entre los marineros de ambas corbetas sigue causando mil y un quebraderos de cabeza a Malaspina. Tras un conato de deserción protagonizado por varios miembros de la tripulación, un marinero resulta mortalmente herido. Cuando ya se aprestan para salir de Valparaíso, todavía faltan por incorporarse en las dos corbetas treinta y seis hombres, debido a las deserciones y refriegas ocurridas en Chiloé, Talcahuano y Valparaíso.

Sabiendo que hasta la siguiente escala en Lima la aguada se hará sumamente difícil, los expedicionarios se dedican a cargar barriles en la misma fuente de la plaza de Valparaíso, y también adquieren una enorme partida de leña que compran a un particular: doscientos quintales son estibados en la Descubierta y doscientos treinta en la Atrevida.

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Visita del Puerto de Valparaíso desde el castillo. Pozo. Museo Naval. Madrid.

Otra de las preocupaciones de Malaspina, que tiene muy bien diseñado el trayecto a seguir, es la contratación de un buen piloto, conocedor de las costas entre Valparaíso y Lima y de las peligrosas neblinas que abundan en esa estación del año. Domingo Velázquez, «quien por mucho tiempo había navegado por estas costas en clase de capitán de buques mercantes, y tal vez no tenía igual en el conocimiento de toda la costa desde Chiloé hasta Acapulco», fue la persona elegida y «se convino en servir en clase de práctico a bordo de esta corbeta todo el tiempo que se les ocupó y se le formó su asiento asignándole el sueldo que le correspondía según reglamento del Perú». Eso sí, «se le alojó en paraje decente».

El día 13 regresa Antonio Pineda de un «viaje litológico» que había emprendido por las inmediaciones de «Santiago y, últimamente, una excursión a las minas de San Pedro Nolasco y al volcán inmediato».

Abril, 14; 1790. — Casi ha transcurrido un mes desde su arribada a Valparaíso, y después de una noche aprovechada para realizar las «observaciones celestes» y habiendo embarcado «la tienda, el cuarto de círculo y el péndulo», los únicos efectos que habían dejado en tierra, la expedición sale del puerto. Un espléndido dibujo de José del Pozo, también conservado en el Museo Naval de Madrid, nos ilustra sobre la bahía, la ciudad y, en especial, sobre las defensas de la ciudad chilena.

Como bien ha previsto Malaspina con la contratación de Domingo Velázquez, nada más salir del puerto aparece «una neblina espesa procedente del N, [que] imposibilitaba la vista de los objetos aún más cercanos». Ante tamaña dificultad, Malaspina se ve obligado a intentar fondear en el puerto del Papudo, «distante diez a doce leguas del puerto Valparaíso», persuadido de que poseerá algún abrigo. El citado puerto había sido frecuentado por buques franceses cuando, a principios de siglo, «concurrían en tanto número a las costas del Perú y Chile». Al parecer, todavía subsistían por allí las ruinas de aquellas bodegas donde habían practicado el «comercio ilícito».

La negativa del nuevo práctico, Velázquez, que asegura que ni agua ni leña encontrarán en esa rada, y el temor a nuevas deserciones entre las tripulaciones hacen desistir a Malaspina de su idea.

Abril, 18; 1790. — Tras una dificultosa maniobra en la que salvan, con mucha pericia, los escollos que siembran la entrada del fondeadero, las dos corbetas anclan en el puerto de Coquimbo, situado ligeramente por debajo del paralelo 30 en latitud sur.

Coquimbo. — El capitán de aquella guarnición les adjudica unos almacenes, propiedad de un vecino bien dispuesto, para que instalen allí el observatorio. Al día siguiente, Malaspina, como en otras ocasiones similares, parte de excursión por los alrededores.

«A las nueve de la mañana, fuimos casi todos los oficiales a la ciudad de Coquimbo en caballos, que habían tenido la bondad de remitirnos los principales del pueblo: el camino es en mucha parte por la playa muy agradable al tiempo de la bajamar; si bien algo molesto cuando la marea está alta: luego interna para huir del terreno pantanoso que media entre el mar y el terreno algo más elevado, en el que está situada la ciudad: según los naturales son tres leguas las que comprende, pero pueden andarse con comodidad en 45 ó 50 minutos».

Coquimbo, capital de la región que lleva su nombre, y ciudad fundada por Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, en el año 1544, causa una magnífica impresión en Alejandro Malaspina.

«La situación de la ciudad no puede ser ni más amena ni más cómoda: la vista de la Marina; la abundancia de aguas cristalinas; las llanuras inmediatas, todas capaces de riego un río caudaloso, aunque sin riesgo de inundaciones; el cual, al mismo tiempo, fecundiza los campos y da varias acequias para molinos y trapiches; las minas no distantes, y ricas; el puerto excelente, la mar abundante de peces, los alimentos sabrosos y baratos; y el clima agradablemente templado y uniforme en todo el año, forman uno de aquellos enlaces maravillosos de la Naturaleza, que parecían más bien ficciones poéticas que realidad, a los que ciñan sus combinaciones al solo examen de una parte no la más feliz del Globo».

Para Malaspina, el hecho de que muchos habitantes trabajasen en las minas, de hierro y manganeso, inducía a pensar que la ciudad estaba desierta. Aunque no lo estuviese de órdenes monásticas: «un número crecido de religiosos de San Francisco, Santo Domingo, La Merced, San Agustín y San Juan de Dios; los agustinos ocupaban la Casa de los expulsos jesuitas».

La estancia en Coquimbo es aprovechada minuciosamente por los expedicionarios, al igual que en anteriores y sucesivas escalas: Bauzá y Maqueda realizan marcaciones con el teodolito [instrumento de precisión usado para medir ángulos en sus planos respectivos]; el guardiamarina Fabio Aliponzoni, protegido de Malaspina, se encarga de sondar una parte considerable del puerto; Galiano y Vernacci deducen, «con toda satisfacción por medio de alturas meridianas de estrellas al S y al N», la latitud del observatorio, «que resultó de 29º 56’ 40’’»; se levanta el plano del puerto de la Herradura, próximo al de Coquimbo; el guardiamarina Jacobo Murphy sonda los canales entre la tierra firme y los dos islotes llamados Pájaros Niños; y se miden distancias lunares. Por otro lado, desde el primer momento de la llegada, los naturalistas Pineda, Née y Haenke, este último por fin incorporado a la expedición, emprenden sus excursiones, «herborizando el último y reconociendo los otros algunas canteras no distantes de conchas petrificadas, semejantes en un todo a las de la isla de León». También reconocen las minas de azogue de Punitaqui por su «abundancia y método de beneficiarla, objetos no menos importantes para el Real Erario que a los progresos de la Ciencia…». Mientras tanto, de camino, los botánicos pasan por las minas de oro de Andacollo y regresan por otro camino distinto, permitiéndose reconocer algunas minas de cobre.

Malaspina recibe instrucciones del capitán general de Santiago para que los expedicionarios estudien la incipiente y productiva pesca del congrio, «que al mismo tiempo adquiría mucho valor salado y no necesitaba de grandes fondos». El comandante decide la construcción de una lancha pesquera que ayudara a la población de Coquimbo y ordena a los carpinteros de a bordo que se pongan manos a la obra de inmediato.

«La lancha debía ser de once remos y dos palos, imitando con exactitud las de las costas de Cantabria».

Pero no todo eran buenas noticias para el futuro brigadier de la Armada española que, a veces, dejaba tristes palabras, aunque bien poéticas, eso sí, en su Diario:

«Uno de aquellos momentos poco favorables que llevan a su albedrío el ánimo de la gente nuestra de mar, exactamente como olas impelidas del viento, debió causarme en este día una desazón tanto más considerable, cuanto que influía muy de cerca sobre el buen servicio del Rey, en la seguridad y en la celeridad de la comisión: Se echaron de menos en la lista de la noche [29 de abril de 1790] tres soldados, de seis, a quienes en la tarde anterior se había permitido ir a lavar su ropa a una lagunilla inmediata: faltaba desde dos días un artillero de brigada, se ausentó al anochecer un marinero que, en la tarde anterior, por mi elección misma, había llevado una aguja a un cerro inmediato en donde don Felipe Bauzá iba a hacer algunas enfilaciones; en la misma noche, tres marineros de la embarcación menor, en la cual fuimos a observar a tierra, abandonaron del mismo modo su destino; finalmente, un accidente apopléjico acababa de amenazarme por instantes de la pérdida del mejor marinero que tuviese: no se me hacía extraña, ni de mucha monta, la pérdida del artillero, ni de los tres soldados; pero la de los cinco marineros, que además de ser tan accidental recaía en los mejores, más contentos y más quietos, debía precisamente serme sensible, tanto más cuanto que ya disminuía demasiado el número de la gente útil…».

Con este panorama desolador, Malaspina observa cómo, poco a poco, las tripulaciones de ambas corbetas se reducen, prácticamente, a la mitad de tropa y marinería, por cuyo motivo las faenas de aparejo y anclas se tornarán más difíciles y peligrosas en el futuro. Sobre todo, «si hubiésemos de navegar tan próximos a las costas, como hasta aquí se había hecho».

Malaspina dispone que se corte radicalmente toda comunicación con tierra y que, en cualquier caso, siempre que alguna embarcación menor tuviese que atracar, «aun en las playas más desiertas», llevasen siempre un oficial o guardiamarina a bordo y dos soldados armados, con orden expresa de tirar con bala al que intentara evadirse.

Abril, 30; 1790. — El día de la partida del puerto de Coquimbo, dos noticias contrarían y alegran, simultáneamente, a Malaspina. Una, la mala, resulta ser el fallecimiento por ataque de apoplejía del artillero Francisco García, que «había navegado conmigo en sus primeros años» y del que Alejandro siempre había tenido una excelente opinión. Otra, la buena, es que, a punto de levar anclas, tres jóvenes nativos han solicitado formar parte de la expedición con lo que, a pesar de su inexperiencia, palian en pequeña parte las ausencias por deserción.

Camino de Lima, Malaspina, fiel a su plan, ordena una nueva separación de los dos navíos. De este modo, la corbeta Descubierta deberá reconocer las islas de San Félix, recalar nuevamente en la costa del Perú sobre el cabo San Juan y, después de ratificar en esta costa las anotaciones cartográficas del piloto José de Moraleda, autor de una carta y planos de la isla de Chiloé, dirigirse a Lima anticipándose a la otra corbeta. Mientras, la Atrevida costeará hasta el cabo San Juan, a unos 15º de latitud sur, y llegará más tarde a Lima.

La Descubierta ya se halla camino de lo que Malaspina denomina islas de San Félix y que eran en realidad las islas conocidas como de los Desventurados, archipiélago situado en pleno océano Pacífico a unas cien millas de la costa americana y que formaba parte de un triángulo más o menos equilátero constituido por la ciudad de Coquimbo y el puerto de El Callao. El comandante de la Descubierta elige la posición determinada por Antonio de Ulloa, marino y científico español, autor de las célebres y conflictivas Noticias americanas, y sigue su rumbo.

Mayo, 10; 1790. — La Descubierta ya navega entre las islas pequeñas y la grande del archipiélago de los Desventurados o de San Félix:

«A distancia de dos cables de uno de los islotes, que notamos horadado, empezamos a costear a distancia de tres a cuatro cables: en esta disposición, que nos dejó observar horarios y azimutes [ángulos que con el meridiano forman el círculo vertical que pasa por un punto del globo terráqueo], proporcionando al mismo tiempo a Don Josef del Pozo sacar una vista al natural así de ésta como de las otras tres islas menores y de un singular pedrusco, aislado, algo distante al N de aquéllas, y muy parecido a una embarcación de velas latinas».

Una vez comprobada la aridez y la inaccesibilidad de la isla de San Ambrosio y del resto de pequeños islotes, Malaspina decide poner punto y final a su escapada océano adentro y bordear la costa en dirección NE:

«Ningún rastro de agua, ningún semblante de abrigo que pueda llamar al navegante hacia estos parajes…».

El 21 de mayo de 1790, la Descubierta fondea en El Callao, puerto peruano de una ciudad fundada por los españoles en el año 1540.

El Callao. — En el plan diseñado por Malaspina está prevista una larga estancia en Lima para llevar a cabo, entre otras tareas, el acopio de víveres, el examen y reparación de los navíos, la ordenación de los muchos materiales que se iban acumulando y, sobre todo, el examen prolijo de un «país de tanta importancia para la Monarquía».

El previsor comandante ha solicitado al virrey que los padres de la Buena Muerte les permitan establecerse en su casa de la Magdalena, pueblecito del valle del río Rimac, cercano a Lima. Lo que motiva su petición no es tanto la tranquilidad del lugar, sino la posibilidad de gozar de un cielo algo más despejado para sus observaciones astronómicas.

«La amenidad de su suelo, la salubridad de sus aires y aguas, la tal cual separación del bullicioso genio de Lima le hacen concurrido de muchos enfermos y convalecientes, para los que el cielo de Lima es conocidamente pernicioso y funesto».

Malaspina, pues, busca un lugar cercano pero que se vea libre del trasiego (y las posibles epidemias de tercianas) del puerto del Callao, así como de la vida alegre y social que les hubiera hecho perder demasiado tiempo en caso de alojarse en la misma capital.

Curiosamente, la llegada de Malaspina coincide con la entrada en Lima del nuevo virrey del Perú, don Francisco Gil y Lemus que, al decir de Alejandro, «reunía a su alto carácter y a unos talentos y cualidades personales dignas de mucha admiración, la casualidad de haber servido en la Armada».

Ocho días después, la Atrevida echa el ancla junto a la Descubierta en el puerto limeño. Los objetivos trazados por Malaspina se han cumplido al pie de la letra, como no podía ser de otra manera.

«Don Josef Bustamante, con una actividad y felicidad poco comunes, había reconocido y trazado prolijamente todas las costas desde el Morro de Copiapó, punto de nuestra separación, hasta el Morro de Acarí, o más bien la Nazca: había fondeado en Arica y determinado prolijamente su posición astronómica por medio de los relojes marinos y del sextante…».

La oficialidad de la Atrevida, como quiera que el resto de casas del pueblo de la Magdalena «eran harto desabrigadas e incómodas», se establece en una hermosa casa de campo perteneciente al conde de San Carlos, a muy poca distancia de donde se hospeda Malaspina. La estancia en aquellos lugares les resulta cómoda y agradable.

«Cada oficial tuvo muy luego un caballo, con el cual nuestras visitas a El Callao, nuestra concurrencia casi diaria a Lima y, a veces, nuestros paseos, eran tan fáciles y frecuentes como sanos y entretenidos…».

No obstante, un suceso viene a perturbar la calma de que gozaban los expedicionarios, dedicados a sus tareas de aprovisionamiento, geofísicas y naturalistas. En la noche del 7 de junio, un incendio casual en un navío mercante está a punto de originar la destrucción de la Descubierta. Solamente el arrojo y la inteligencia del guardiamarina Jacobo Murphy y la rápida actuación de los contramaestres de las dos corbetas consiguen evitarlo:

«Logrando remolcar y varar en la playa del Ancón el buque incendiado, ya que se habían frustrado todos sus esfuerzos para apagarlo».

Mientras, por un lado, llegan remitidos a Lima, procedentes de Cádiz, muchos de los objetos e instrumentos que se necesitaban y que no habían estado a punto el día de la partida. Por otro, enviados por los correspondientes gobernadores, llegan cargados de grilletes muchos de los desertores de Chiloé, Valparaíso y Coquimbo, a quienes se trata «con mucha menor severidad de la que debían esperar».

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Vista de Lima desde las inmediaciones de la plaza de toros. Brambila. Museo Naval. Madrid.

Las semanas van pasando en El Callao y la vida continúa su curso para los expedicionarios: se ha sometido a riguroso proceso a alguno de los marineros desertores; al puerto de El Callao llega la fragata Liebre, que había tardado poco más de cuatro meses en arribar desde Cádiz; los botánicos Née y Haenke se han incorporado a la residencia en la Magdalena, después de unas excursiones «tan útiles como penosas»; el naturalista Pineda es el que se halla ausente, pues intenta un nuevo reconocimiento de la cordillera andina; el comandante José Bustamante se recupera, poco a poco, de más de dos meses de una terrible calentura casi continua, causada por «este clima sumamente terrible»; Malaspina ha ordenado que el pintor José del Pozo sea apartado de la expedición, por no poder sujetarse «a aquel tesón y asiduidad en el trabajo que exigían así el ejemplo de los demás», mientras el resto de dibujantes realiza unos hermosos dibujos sobre Lima. Dibujos que, hoy en día, sorprenden por la belleza y exactitud con que reproducen aquella ciudad fundada por Francisco Pizarro a orillas del río Rímac, del que la población toma su nombre por degeneración.

Lima, a fines del siglo XVIII, todavía era una de las joyas de la Corona española, a pesar de que tras la creación del virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires y con el Potosí dentro de su jurisdicción, había comenzado a perder gran parte de su protagonismo en el comercio internacional; todo ello se verá agravado dos años después con la aprobación del Decreto de Libre Comercio por el que los puertos españoles pueden comerciar directamente con más de una veintena de puertos americanos, finalizando, de esta manera, el monopolio limeño.

El día 20 de septiembre de 1790, no sin antes haberse despedido de las autoridades peruanas, de las del castillo del Real Felipe de El Callao y de los muchos amigos dejados en aquellas tierras, Alejandro hace entrega al virrey de la documentación, manuscritos, herbarios, disecaciones, minerales y dibujos que, hasta entonces, han ido acopiando, para que la haga llegar al ministro de Marina, Antonio Valdés.

Poco después, las dos corbetas se hacen a la vela.

Tras costear la isla de San Lorenzo, roqueño guardián de la bahía limeña, los miembros de la expedición emprenden rumbo norte, hacia Panamá.

La vista de las costas desérticas impulsa a Alejandro a dejar constancia del paisaje en su Diario.

«Llaman puerto en estas costas a todo paraje algo abrigado de la mar gruesa del S, en donde con la inmediación de algún río o pueblecito pueda a veces conseguirse lo más necesario para una fácil subsistencia; o haya algún ramo, aunque frívolo de extracción: el tránsito desde Paita a Lima, antes por la costa y luego por tierra, es lo que ha dado lugar a que en estas costas se colocasen varias pequeñas poblaciones, adonde la naturaleza parecía escasear sus dones aun los más mezquinos: bien que deben distinguirse de esta clase así Trujillo [ciudad fundada por Pizarro en 1537] como Lambayeque, cercana a Chiclayo; cuyas situaciones, reuniendo valles sumamente fértiles a un clima delicioso, hacen que deban considerarse aún como aventajadas a Lima».

Malaspina sabe perfectamente que los científicos y navegantes españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa habían permanecido en Trujillo observando su latitud. Alejandro contempla estas anotaciones con sumo cuidado y las confronta con las de la expedición. Mientras, cerca de las corbetas, una «infinidad de zaramagullones [ave palmípeda también conocida como somormujo] estaba pastando en el mar en una dirección casi SO extendida de más de dos leguas».

Los somormujos, al decir de los expedicionarios, no muestran ningún temor ni interés ante la presencia de los navíos españoles, que deben cortar estas hileras porque esos palmípedos «esperaban hasta el último momento, tranquilos» para zambullirse o revolotear con un ruido poco común y, «no bien había pasado la popa de la corbeta, estaban ya tranquilos en el mismo paraje de antes». La cantidad infinita de zaramagullones que existía en aquella zona resulta casi palpable cuando los expedicionarios avistan el islote llamado de Malabrigo, cubierto todo él por una colonia de esas aves, cuyo plumaje negro oscurecía por completo su superficie, que en realidad tenía el color blanco del guano.

Mucho se sabía entonces de las enormes posibilidades del guano, excremento de las aves marinas, que abundaba en las costas e islas de Chile y Perú, como fertilizante en la agricultura. Lo que todavía resultaba impensable para Malaspina y sus contemporáneos era que la mano de obra africana utilizada para esta dura tarea iba a ser sustituida, a mediados del siglo XIX y una vez que los negros fueron liberados de la esclavitud, por asiáticos como mano de obra barata. La nueva forma de explotación humana dio origen a la rápida extensión de la raza amarilla por aquellas tierras.

Septiembre, 27; 1790. — Las dos corbetas, tras doblar la punta Aguja llegan a Paita, ciudad peruana del departamento de Piura, y se disponen a realizar un reconocimiento de sus costas, al ser «este punto el depósito de un regular comercio, particularmente de comestibles».

El comandante aprovecha para recordar en su Diario las tropelías realizadas por el almirante inglés Anson en aquellas tierras. No todo iba a ser alabar sus dotes cartográficas.

Septiembre, 30; 1790.— Los expedicionarios, después de reconocer la isla de Puná, guardiana de la entrada al puerto de Guayaquil, a unos 3º de latitud sur, embocan la entrada del río «casi hasta la Punta de Piedras». Al día siguiente, y aprovechando la marea, se aproximan a la ciudad de Guayaquil, fundada en 1535 por Sebastián de Benalcázar y que, tan sólo treinta y dos años después de la visita de Alejandro Malaspina, contemplaría el histórico encuentro entre San Martín y Bolívar, tras la victoria de Sucre frente a las tropas españolas en Pichincha.

Guayaquil. — La impresión que causa el paisaje ecuatoriano queda reflejada, una vez más, de forma admirativa y poética en su Diario.

«No bien había amanecido, cuando se presentó a la vista de todos, y particularmente de los que aún no habían frecuentado los países amenos de la zona tórrida, un espectáculo tan nuevo como placentero. Las orillas agradablemente vestidas de varios verdes, cuyas graduaciones mismas con un nuevo contraste aumentaban el primor de la escena, muchas aves enteramente nuevas, así por el canto como por los colores, las balsas, las canoas, la mezcla de casas, árboles, agua y embarcaciones casi de un solo grupo, todo recordaba al espectador admirado que la naturaleza tan varia, como extendida, excede en sus primores maravillosos a las imaginaciones aún más vivas y arrebatadas».

Uno de los más logrados dibujos sobre la expedición lo realiza un artista aficionado que era criado de la oficialidad, José Cardero; en él se divisa una de las corbetas atracada en el río de Guayaquil y, como telón de fondo y surgiendo de entre una extraña bruma que semeja envolverlo, aparece el Chimborazo, volcán de los Andes ecuatorianos de unos 6.300 m de altitud. Lástima que esa maravillosa visión sea imposible hoy en día, debido a la grandísima contaminación que cubre la zona.

Malaspina se ve obligado a tomar una serie de severas medidas para atajar los desórdenes de la tropa, habituales en los anteriores atraques de la expedición. Y, además, las justifica de esta forma:

«Tanta individualidad en nuestras medidas para el mejor régimen de la marinería parecerá tal vez afectada, como inoportuna, si no se tienen presentes el natural desaliño de todo marinero, las pasiones sumamente vivas y sensibles del español y los estragos harto destructivos que los desórdenes, aun de poca monta, sujetan en estos climas al europeo transeúnte».

Con la colaboración imprescindible del gobernador, los expedicionarios reciben toda suerte de ayudas en sus trabajos, ya que se dan órdenes para que en los alrededores de Guayaquil y en las provincias inmediatas se recojan todo tipo de objetos y plantas que resulten interesantes para los naturalistas. No tienen, sin embargo, tanta suerte en sus observaciones, ya que cielos nublados y chubascos entorpecen las tareas astronómicas.

Malaspina dispone que sus hombres realicen dos importantes expediciones. Una, al mando de los tenientes Tova y Robredo, se dirige en una pequeña balandra a desembocar por el Naranjal y costear por Tengael y Machala hasta la embocadura de Tumbes. Otra, en la lancha de la Descubierta al mando de Juan Vernacci, debe internarse por el río hasta las Bodegas de Babahoyo.

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El Chimborazo desde el río de Guayaquil. Cardero. Museo Naval. Madrid.

En esta segunda expedición marchan, también, Antonio Pineda y Luis Née, que deben intentar la penetración hasta el Chimborazo y aprovechar botánica y físicamente los quince días que les otorga el comandante para llevar adelante su misión.

«Estaban principalmente confiados a Don Antonio Pineda la continuación de la litología andina y las experiencias barométricas».

Las dos expediciones emprenden ruta en la mañana del 4 de octubre de 1790.

Mientras tanto, al día siguiente la lancha de la Atrevida, a cargo del alférez de fragata Murphy y del piloto Maqueda, parte para reconocer la isla de Puná por las Puntas de Arena y Salinas, debiendo realizar las observaciones oportunas con cronómetro y sextantes. También, deberán determinar la extensión de los bancos de arena que abundaban por la zona y que significaban un peligro real para la navegación.

A Tadeo Haenke le corresponde el reconocimiento físico y botánico de los contornos, así como una excursión a los montes de Taura, «depósito de las mejores maderas».

Una vez dispuestas y enviadas las mini expediciones, Malaspina prepara el método de la aguada para cada corbeta de forma harto original.

«Ya no nos quedaba otro cuidado que el de la aguada, cuyo corto reemplazo confiamos al bombo [embarcación de poco calado usada habitualmente para la carga] de cada corbeta, despachándoles diariamente río adentro hasta que entrase la marea, para llenar a la baja mar siguiente: estas precauciones, que son las acostumbradas en el país, suministran desde luego un agua enteramente dulce y de mucha duración para las embarcaciones; pero arrastran el sacrificio de tres mareas, lo que nos pareció excesivo para los usos a que este agua debía destinarse. Así, se determinó que nuestras embarcaciones encargadas de la aguada penetrasen río adentro en las últimas dos horas de la marea entrante, esperasen dos horas de vaciante para empezar a llenar, y con las últimas dos horas de la misma vaciante se restituyesen a bordo».

La mañana del día 8, algunos miembros de la marinería realizan una escapada por el río Daule y regresan con un trofeo muy importante, además de las plantas y aves correspondientes: «un lagarto, caimán o cocodrilo vivo, cuya descripción ocupó la atención prolija del señor Haenke».

Por estas fechas, ya comienzan a regresar las expediciones enviadas por Malaspina. Felipe Bauzá había terminado de trazar la carta de las costas recorridas últimamente entre Lima y Guayaquil. Las noticias sobre Pineda y Née eran muy positivas, ya que habían conseguido alcanzar la cima del Chimborazo y subido al volcán de Tuncuragua, «a pesar de cuantos obstáculos procuraban contrarrestarles». Al mismo tiempo, y como quiera que la actividad entre los expedicionarios es frenética, se constata la necesidad de construir una lancha más grande que las existentes para emprender alguna expedición río arriba. Idea feliz, ya que aquella zona resulta muy rica en todo tipo de maderas. También resulta acertada la idea que tiene el comandante de marchar personalmente al Morro para examinar la costa hacia Chanduy. Malaspina, aventurero donde los haya, no se lo piensa dos veces y después de hacer acopio de mulas emprende la marcha.

«La poca resistencia de éstas no nos dejó llegar hasta las tres de la mañana del 18 [de octubre de 1790] al pueblecito del Morro, el cual dista luego unas dos leguas de la orilla; no obstante, como emplease todo el día en las tareas geodésicas, pudieron éstas concluirse en la misma tarde, bien que abandonando la idea de alcanzar la Punta de Santa Elena [situada alrededor de los 2º de latitud sur], y ciñéndome sólo a las marcaciones a la Punta Chanduy, la cual dista de aquélla siete leguas: dos bases medidas, entre el Morro y el mar, ligaban la costa inmediata a la Punta Lacumbe, con el mismo Morrito, y desde uno y otro punto marcaba los extremos de la Puná y la Punta Chanduy, logrando así, al mismo tiempo, el ligar estas operaciones con las de Guayaquil y extenderme hacia el oeste cuanto fuera necesario: desde el Morro se conseguiría la vista del Amortajado, de los cerros de Taura y de Guayaquil, cuyas marcaciones servirían como nuevos puntos de comparación para la reunión del todo».

Dado que les ha sobrado bastante tiempo en su reconocimiento, deciden visitar, una por una, «las muchas islas y bajos que hacen este canal bastantemente incómodo y estrecho».

El 21 de octubre de 1790, Antonio Pineda y Luis Née regresan triunfantes a Guayaquil, después de haber llegado a las faldas del Chimborazo y a la cima del Tuncuragua.

«Habían, con mil investigaciones, enriquecido al mismo tiempo la Botánica, la Litología y la Física».

Poco antes de partir de Guayaquil con destino a Panamá, donde deben desembarcar con toda su familia a don Juan Villalengua, último presidente de la Audiencia de Quito y recién nombrado regente de la Audiencia de Guatemala, arriba a puerto el paquebote costanero Copacabana, procedente de las islas Galápagos, archipiélago también conocido como Colón.

Las Galápagos, situadas frente a Ecuador, a más de 1.100 km de la costa, fueron descubiertas, en 1535, por el navegante español Tomás de Berlanga que, al ver su extraña y prehistórica fauna, las bautizó con el sugerente nombre de Islas Encantadas. En cuanto tiene conocimiento de la llegada del navío procedente de aquellas lejanas islas, Malaspina se interesa vivamente por su diario de a bordo y por los informes del piloto sobre la forma de llegar a las Galápagos. Con un entusiasmo sin límites, no sólo decide que los citados documentos se remitan a Madrid «como parte de los documentos relativos a nuestra comisión», sino que considera seriamente la posibilidad de dirigir sus dos corbetas a tan insólito lugar.

Finalmente, desiste de ello no sin cierta pesadumbre.

«Según los informes de algunos pasajeros, las islas eran muchas y algunas tan grandes que formaban un estrecho de veinte leguas: carecían por la mayor parte de agua, según lo denotaba su sequedad, y el mismo suelo por la mayor parte de pómez (del cual dieron muestras a don Antonio Pineda) las manifestaba como un fragmento de varios volcanes, destinado por la naturaleza a ser probablemente un desierto eterno. Unánimes avisaban la duración constante de calmas y chubascos en la inmediación de aquellas islas, y su distancia de la costa en 160 leguas, siendo su latitud aproximadamente entre un grado al Sur y un grado al Norte de la equinoccial».

El 1 de noviembre de 1790, tras varios intentos frustrados de alejarse de la isla de Puná, las dos corbetas logran hacerse a la vela y pueden considerarse «finalmente libres de las inmediaciones de Guayaquil y, por consiguiente, de todo riesgo de dar fondo».

Las dificultades de la navegación por aquellas costas hacen que las tripulaciones conserven un grato recuerdo del coronel ingeniero Francisco de Requena, autor, entre otras gestas, de un increíble viaje por la Amazonia y al que el hispanista norteamericano Eric Beerman ha dedicado un hermoso libro. Requena fue un militar y científico al que la Corona borbónica había encargado delimitar las fronteras entre las colonias de España y Portugal en América y que, como Alejandro conoce perfectamente, consiguió levantar un plano muy preciso de aquellos territorios.

«Este individuo merece que tributemos a sus tareas hidrográficas todo el aprecio y, aun diré, agradecimiento a que son acreedoras: en el año 1770, sin instrumentos exactos, sin aquellos auxilios que más necesarios en un trabajo de esta clase parecen por lo común tan inútiles como costosos; finalmente, con aquella natural inercia que inspiran estos climas y estas situaciones, recorrió por sí mismo todas estas inmediaciones, hizo algunas observaciones de latitud, en las sondas puso un cuidado especial, y no contento con satisfacer en las proximidades de Guayaquil a la comisión que, en el nombre del Rey, se le había confiado, extendió sus pesquisas hasta aprovechar todas las tareas de los Sres. Bouguer y La Condamine en las inmediaciones del Cabo Pasado, haciendo llegar una Carta Esférica, que construye, hasta el mismo Río de las Esmeraldas».

Noviembre, 4; 1790. — Alejandro anota en su Diario un acontecimiento regio que fue muy celebrado, precisamente el día que desiste formalmente de acercarse a las islas Galápagos.

«Siendo los días de nuestro Augusto Soberano, mantuvimos largas las insignias en ambas corbetas y se proporcionó a las tripulaciones, con un aumento en la ración de coles agrias y vino, un nuevo oportuno momento de regocijo».

Noviembre, 5; 1790. — Las desoladas costas que contempla vuelven a traer a la pluma del comandante unas muy interesantes reflexiones sobre el estado de las colonias españolas en América.

«Estas costas pudieron ser algo importantes cuando los conquistadores del Perú las frecuentaban en su navegación cansada, peligrosa y costanera; pero que a medida que la navegación ha franqueado y hecho casi despreciables los obstáculos del Cabo de Hornos y haciendo inútiles las ferias de galeones en Portobello [población de Panamá con puerto en el Atlántico], debe creerse que cada día serán más pobres y desiertas, no siendo bastante cebo para frecuentarlas el poco oro que suministran los ríos del Chocó [departamento actual de Colombia con minas de oro, platino, plata y mercurio]».

Capítulo 4
Centroamérica

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Noviembre, 15; 1790. — Esa mañana, las dos corbetas, que navegan muy unidas a causa de los complicados vientos reinantes, se encuentran ante una hermosa panorámica del golfo de Panamá.

«El islote Chepillo, distante de una y media a dos leguas, las islas de Perico, las de Taboga, todos los altos de Panamá, varias islas de las Perlas y finalmente toda la costa siguiente desde Panamá a Chepillo formaban una reunión de objetos tanto más amena y agradable cuanto que, reuniéndose a la variedad de elevación y a la frondosidad casi general unos cielos y horizontes sumamente despejados, aumentaban mucho el brillo de la escena…».

Los escollos y el poco fondo que rodean la costa panameña del Pacífico, así como su falta de abrigo frente a los vientos del SO, aconsejan a los navíos fondear en la parte NE de las pequeñas islas de Flamenco y Perico: aunque faltas de agua y leña, no distan de Panamá más que «una legua escasa».

Panamá. — Alejandro comienza sus anotaciones en Panamá bajo la sospecha de un próximo enfrentamiento bélico entre España y el Reino Unido.

«Como al tiempo de nuestra salida de Guayaquil concurriesen todas las noticias bastante recientes de Europa a convencernos que las actuales desavenencias del Norte y los crecidos armamentos marítimos de la Inglaterra pudieron llevar a nuestra Corte a un rompimiento, me pareció oportuno no tomar medida alguna relativa a nuestras observaciones científicas hasta saber con certeza el verdadero estado actual de la Europa, que desde luego pudieran indicarme con grande posibilidad, en este país, en donde por Portobello solían no retardarse las cartas más de cincuenta a sesenta días».

Alejandro Malaspina se refiere aquí al conflicto desencadenado entre la Corona española y la británica a raíz del litigio acerca de Nootka, en la actual isla canadiense de Vancouver, que era por aquel entonces el territorio español más septentrional del Pacífico americano.

El lugar estaba bajo la soberanía española desde que el marino mallorquín Juan Pérez lo divisara en agosto de 1774. Fijaron su latitud a los 49º 30’ de latitud norte y, más adelante, descubrieron el fondeadero de Nootka al que bautizaron con el nombre de San Lorenzo. Pero comoquiera que el navío Santiago recorrió apresuradamente la costa debido al agotamiento de su tripulación, no llegó a producirse ningún desembarco, por lo que no pudieron tomar posesión del terreno tal y como señalaban las instrucciones recibidas.

Cuatro años después, en 1788, el famoso capitán Cook arribó al canal Nootka y llamó a este sitio King George Sound, aunque después lo denominara Nootka Sound, nombre con que era conocido por los nativos del lugar. Varios meses más tarde, el navegante sevillano Esteban José Martínez, siguiendo las instrucciones de Floridablanca y cuando los límites de las posesiones españolas fijadas en el Tratado de Utrecht corrían peligro de desaparecer, tomó posesión del puerto de Nootka en nombre de Su Majestad.

Los problemas surgieron cuando Martínez se apropió de algunos barcos que se encontraban anclados en la rada, entre ellos uno de la compañía Merchant Propietors, de la que era promotor el capitán inglés John Meares. Éste había recibido el encargo de la Compañía Inglesa de Comercio de fundar en la costa noroeste un establecimiento dedicado al comercio de pieles.

La tensión se acrecentó cuando, al poco, llegó a Nootka el paquebote Argonauta, al mando del capitán inglés James Colnett, llevando sus bodegas atiborradas de mercancías y con el claro deseo de tomar posesión del puerto y fortificarlo. En la refriega subsiguiente, las tropas españolas, muy superiores en número, desarmaron a las inglesas y detuvieron a naves y tripulaciones.

Dos barcos ingleses que llegaron poco después a Nootka, la balandra Royal Princess y la goleta Northwest America, corrieron la misma suerte que sus compatriotas, y Martínez envió los buques, cautivos, al departamento de San Blas. Mientras tanto, el gobierno español comenzó a fortificar el puerto de Nootka. Al mismo tiempo, se destacó al teniente de navío Francisco de Eliza como comandante de un establecimiento provisional en el que figuraban 76 hombres de la Primera Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña. El segundo oficial de la Compañía era el capitán Pedro Alberni que, después de su paso por Nootka, fue nombrado gobernador interino de California. Su nombre, desconocido para los historiadores españoles, es recordado actualmente en la toponimia de la isla de Vancouver: Alberni Canal y Port Alberni.

La Corte española, al tener conocimiento cabal de lo ocurrido en Nootka, mandó a su embajador en Londres que explicara con pelos y señales al gobierno inglés todo lo sucedido. El primer ministro británico, William Pitt, respondió en febrero de 1790 afirmando que el acto de piratería lo había cometido la Corona española, y exigió la inmediata restitución de los navíos y una satisfacción justa por parte del gobierno español.

Poco a poco la madeja fue embrollándose, especialmente cuando el capitán John Meares presentó en la Cámara de los Comunes un memorial demostrando la compra de terrenos en Nootka a su cacique Macuina y la posterior construcción de unas barracas, lo que daba perfecta legitimidad a su toma de posesión. Por otro lado, el gobierno español lo refutaba con unas declaraciones del cacique Macuina, quien negaba que hubiese hecho cesión del puerto de Nootka a Meares y afirmaba que tan sólo le había permitido establecerse allí.

Durante el verano de ese año de 1790 se asistió a una impresionante escalada armamentística entre ambos países en la que el estallido de la guerra parecía imparable e inminente: España pidió formalmente la ayuda de Francia, en virtud del Pacto de Familia. Inglaterra, por su parte, consiguió el total apoyo de Holanda para su causa bélica.

Tras enormes tensiones, el 28 de octubre de 1790 las dos potencias, una en auge y la otra en declive, llegaron a un acuerdo para evitar la guerra.

A primeros de noviembre y hallándose en Panamá, Malaspina no ha podido enterarse todavía del acuerdo alcanzado a última hora.

Noviembre, 17; 1790. — A pesar de los planes previstos, el comandante de la Descubierta hace caso omiso de cualquier sospecha de enfrentamiento bélico con Gran Bretaña y organiza la estancia en Panamá para continuar con sus mediciones geográficas. Tal vez le hayan llegado noticias de que la tensión entre las dos naciones ha disminuido considerablemente.

«Por un raro acaso, la longitud de Panamá había quedado hasta aquí sumamente incierta a pesar de que la habían visitado los astrónomos españoles y franceses que en el año de 1743 pasaban a Quito al examen de la figura de la Tierra con la medida del grado terrestre [la llamada expedición de los caballeros del punto fijo]: unos y otros hacían depender dicha longitud de la de Portobello observada al principio de siglo por el padre Feuillé; pero discordes los señores Bouguer y La Condamine de los excelentísimos Jorge Juan y Antonio de Ulloa, suponían que ninguna diferencia de meridianos hubiese entre Panamá y Portobello cuando los dos últimos, con una bien detallada estima, inferían que Panamá fuese 31’ más occidental que Portobello».

Mientras tanto, las expediciones botánicas de Née y Haenke continúan llenando de materiales las corbetas. Pineda se encarga de ventilar «la preciosa colección de aves y cuadrúpedos disecados que se había hecho en Guayaquil». La desagradable sorpresa fue que al abrir las cajas y a pesar de las muchas precauciones tomadas, la colección, formada por más de ochenta piezas, ha quedado totalmente inservible, por no estar «bien despojadas de las partículas infectas».

Buenas y malas noticias alegran y entristecen, de nuevo, el ánimo de Malaspina: por un lado, las fiebres tercianas que han afectado severamente a la tripulación de la Descubierta desde la salida de Lima, comienzan a decrecer sensiblemente. Por desgracia, el abastecimiento de ambas corbetas era bastante escaso, ya que había que economizar cuanto fuese posible el consumo de víveres por cuanto, allí, «el pan fresco era muy caro y malo, ni abundantes ni sustanciosas las carnes, escasas las verduras…».

Queda cuantiosa constancia escrita de las principales actividades que los expedicionarios españoles realizan durante su estancia panameña. Como ejemplo valgan estas anotaciones de Malaspina que describen el meticuloso plan de trabajo que se aplica:

«1º A las excursiones de ambas lanchas con los precisos objetos hidrográficos que, en esta gran extensión de golfos y número crecido de islas, debían naturalmente ser largos y complicados.

2º A la comunicación diaria de los botes con el Observatorio y oficinas de la Historia Natural en Panamá.

3º A un buen acopio de leña, con los bombos, que era preciso cortar en una punta de la tierra firme, distante de las corbetas una legua larga y pospuesto al OSO a la punta más N de la isla Flamencos.

4º A un cuidado semanario de las corbetas del riesgo de la broma [molusco cuyas valvas perforan las maderas sumergidas], dándoles unos pendoles [operación marinera que consiste en cargar peso a un lado para descubrir así el costado opuesto y poderlo adecentar] que proporcionasen limpiar y asolear muy bien toda la parte no abrigada del forro de cobre.

5º finalmente, a la caza, pesca, nadar, lavar la ropa, etcétera; a cuyos útiles entretenimientos se les procuraba inclinar no sólo con halagos e insinuaciones, y sí también con el excelente ejemplo de la oficialidad de guerra».

Una curiosa anécdota viene a intercalarse en los recuerdos escritos de la estancia panameña de Malaspina. Es la que hace referencia al árbol manzanillo, especie desconocida para los botánicos de la expedición y cuyos frutos y látex son venenosos:

«Excitó la curiosidad y el pundonor de nuestros botánicos y tuvo en sus inmediaciones algunos de nuestros marineros, que destinados al corte de leña, inconsiderablemente se le arrimaban: la hinchazón en diferentes partes del cuerpo, una gran inclinación al vómito, un dolor general y muy vivo en todo el cuerpo fueron consecuencias inmediatas de su fatal sombra, que no se disiparon sino después de muchas horas y después de haberles atormentado considerablemente».

El 26 de noviembre de 1790 vuelve la lancha de la Atrevida. Malaspina anota en el Diario que don Secundino Salamanca, oficial subalterno de la Descubierta, ha ejecutado su misión «con la mayor exactitud»: a pesar de la falta de agua y la dificultad que entrañaba la fuerza del viento, ha explorado el archipiélago de las islas de las Perlas, situadas en el centro del golfo panameño, particularmente la Chapera y la Pacheca, en donde consigue encontrar agua, comestibles y la mayor hospitalidad de sus habitantes, «entre los pocos negros o mulatos colonos que, con objeto de la pesca de las perlas, estaban allí establecidos».

Preparado para zarpar en cuanto las circunstancias lo aconsejen, el comandante no olvida algo muy importante para su marinería:

«Sería preciso un buen acopio de tabaco en un paraje en donde lo había bueno».

Casi al mismo tiempo, el pintor aficionado José Cardero ejecuta unos espléndidos dibujos de la ciudad de Panamá, especialmente uno muy bello, realizado desde el castillo de Chirigui. La ciudad fue fundada en 1519 por Pedrarias Ávila y tuvo que ser reconstruida después de que el filibustero Henry Morgan la destruyera en el año 1671.

El 12 de diciembre de 1790, tras haber recogido a bordo al coronel Roberto Hodgson, al que se debe conducir a «los puertos de Nicaragua», Alejandro da la orden de partir. El próximo destino de la expedición es el fondeadero de Taboaga:

«Un riachuelo que por allí lleva al mar sus aguas cristalinas y las ofrece, sin la menor incomodidad y del mejor gusto y duración al navegante: entre un ameno bosque de plantas útiles, plátanos, cocos, nísperos, aguacates, piñas y tamarindos, habitan unas cien familias de gente pacífica y feliz, que reúne a un regular parecer, un semblante de opulencia no frecuente en estos parajes y mucho menos en las inmediaciones de Panamá: el aseo de las casas, el candor de los trajes, particularmente de las mujeres, sus danzas casi continuas, presentan un nuevo resalte a la escena: finalmente a no mayor distancia de una milla es la leña abundante y las playas frecuentadas por peces bastante sabrosos».

Ni que decir tiene que ante tamaña riqueza acuífera Malaspina no duda un segundo en ordenar vaciar todos los barriles de agua que les quedan de los provenientes de Lima y Guayaquil, para proceder a renovar su provisión.

«Como recibiésemos la Cal antes del mediodía, e inmediatamente echásemos la cantidad correspondiente en la andana baja de la pipería, ya pudimos continuar con vigor el reemplazo completo del agua…».

Ni tampoco duda en aprovechar aquel remedo de paraíso para que sus hombres disfruten por unas horas de un solaz muy bien ganado.

«El calor del día, y mucho más la amenidad y comodidad del sitio, distante como media milla de la aguada hacia la parte alta, habían persuadido a casi toda la oficialidad a bañarse en unas pozas dispuestas anteriormente para recreo del Obispo de Panamá: la marinería y la tropa lo verificaron al mismo tiempo, o en la playa del mar o en las inmediaciones de la aguada; y como toda la isla abundase de frutas extraordinariamente, y en particular de naranjas, plátanos, cocos y limas, nadie careció de estos refrescos en toda aquella cantidad que pudiesen resistir sus estómagos; y pudieron así contrarrestarse en mucha parte los efectos temibles del calor».

Todavía permanecen varias horas más en aquel privilegiado lugar ya que, por un lado, los naturalistas insisten en hacer un examen prolijo de los peces de la zona, «cuyas especies, tan varias y agradables, eran aún muy desconocidas en Europa». Por otra parte, las tareas geográficas de Felipe Bauzá llegan a un resultado final muy feliz.

«De este modo lográbamos que entre la muchedumbre de islas que forman este archipiélago verdaderamente complicado, no admitiesen nuestras tareas el menor error ni en la parte astronómica ni geodésica».

Efectuadas las tareas necesarias y terminadas las distracciones, al fin, el 15 de diciembre de 1790, la expedición se hace a la vela. Se aproxima a la Punta Mariato, la más occidental del enorme golfo de Panamá, de cuyas costas deben efectuar un escrupuloso reconocimiento, pues éstas son nido y escala de muchos piratas filibusteros y del tristemente célebre comodoro Anson.

También deben explorarlas por la posibilidad de hallar nuevos establecimientos en la zona, efectuados por naciones rivales de la Corona española.

Mientras tanto, las tripulaciones de las dos corbetas se solazan pescando doradas, atunes y bonitos entre bandadas casi innumerables de peces y contemplando espectáculos insólitos y, desde luego, gratuitos.

«Se logró la vista de una Manta a la cual estaban agarrados tres peces del largo de un codo; la lucha de un tiburón con una tortuga; y el destrozo instantáneo que hicieron dos tiburones de una toñina herida con nuestras fisgas [arpones de tres dientes]».

Diciembre, 18; 1790. — Un bello panorama alegra el despertar de los expedicionarios: a lo lejos se contempla la isla de Coiba. Malaspina se acerca con su navío a una legua escasa del fondeadero pero, receloso de la existencia de piratas que buscaran allí abrigo, decide rodearla por su extremo sur y decirle adiós con la mirada.

Curiosamente, en la actualidad la isla de Coiba, haciendo honor al pasado violento que temiera Malaspina, es un presidio en el que los penados pueden circular libremente. Y, al mismo tiempo, es una reserva natural panameña donde la fauna marina y terrestre no corre riesgo alguno de ser cazada.

Diciembre, 25; 1790. — El día de Navidad se celebra a bordo de las dos corbetas con una dieta algo especial, como la festiva jornada se merecía.

«Y así, no sólo cuidamos de mezclar las coles agrias y un cuartillo y medio de vino a la ración diaria, sí también con agregar alguna harina, azúcar y carne fresca de nuestras provisiones…».

Alejandro procura seguir, casi al pie de la letra, los consejos del capitán Cook para la dieta de los marinos contra el temido escorbuto: mucha col agria y zumo de limón.

Enero, 2; 1791. — La expedición se acerca al golfo de Nicoya, en la actual Costa Rica, aunque Malaspina cree en esos momentos que se halla bastante más al sur de lo que se encuentra en realidad. El error es fruto de las informaciones cartográficas harto confusas y, sobre todo, de la considerable derivación hacia el norte en que les han sumido las corrientes.

«Se dejaban ver a larga distancia en la parte inferior del Golfo Dulce diferentes serranías algo confusas y toda la costa parecía igualmente frondosa y acantilada».

Al percatarse del fallo cometido, y como quiera que había que dejar a Hodgson y a la familia del regente de Guatemala en su destino, Malaspina decide con rapidez que Bustamante y la Atrevida, después de traer a bordo de la Descubierta a tan ilustres pasajeros, se dirijan hacia Acapulco y allí se enteren, «por los oficios del Sr. Ministro de Marina o por las órdenes del Sr. Virrey de México, del Real Ánimo sobre la verificación de nuestra campaña al Norte en el verano próximo». Y ordena que, inmediatamente, se haga a la vela hacia el puerto de San Blas y, una vez allí, y de común acuerdo con el capitán de navío Juan Francisco de la Bodega y Quadra, emprenda la construcción de una nueva lancha «que pudiese navegar sola y armada durante largo tiempo».

Cumplidas rápidamente las órdenes del comandante, la Atrevida continúa con «todo aparejo al SO», mientras la Descubierta se acerca a la costa, intentando recalar hacia el cabo Blanco, en el extremo oeste del golfo de Nicoya. El objetivo es llegar lo antes posible al puerto nicaragüense del Realejo, desembarcar a sus invitados, y aprovechar la riqueza de la zona en madera de cedro para proceder a reforzar el casco de la corbeta, construyendo, además, una nueva lancha para la Atrevida.

Enero, 14; 1791. — Por fin, el golfo de Nicoya se abre ante los expedicionarios, que respiran al comprobar que se ha corregido el error sufrido en la marcación cartográfica.

«Por cuanto fuese contradictorios así en las latitudes y arrumbamientos, como en las señas de estas costas los diferentes derroteros y cartas que teníamos entre manos [Jefferis y Ulloa], no parecía caber ya duda en que las costas actualmente a la vista era las que se extienden desde el cabo Blanco por la Punta Guiones hasta el Morro Hermoso, aunque careciésemos, tal vez por la mucha distancia de la vista, de algunos islotillos que pudieran caracterizarlas con mayor seguridad».

Dos días después, nuestro comandante cree estar completamente seguro de hallarse frente al golfo del Papagayo, «cuya comunicación con Nicaragua, y de allí por el Río de San Juan con el Mar Atlántico, se ha mirado siempre como un punto de la mayor importancia no menos para la Geografía General del Globo, que para los intereses Nacionales…».

Muy pronto, y sobrepasado el golfo del Papagayo, aprovechando los fuertes vientos reinantes, se divisan sobre los 11º de latitud norte las tierras nicaragüenses.

«Desde el volcán de León, por el de Telica, hasta el Viejo, erguían sus cabezas puntiagudas diferentes montes, ya más, ya menos elevados: seguían al NO, después de un terreno bastante bajo, las Sierras de la Cosivina [Cosigüina], la Mesa de Roldán y los Montes de Peltacartepe, ya próximos a la Conchagua [en el actual país de El Salvador]».

Un hecho anecdótico sorprende al marino hispano: «para mayor variedad de la escena, creíamos humo de los volcanes, lo que después supimos ser quema de rastrojos».

En honor de Alejandro Malaspina y de los científicos que le acompañan, y a pesar de los errores anteriores, la medición que realiza el día 18 de enero de 1791 da una latitud de 12º 19’, que corresponde exactamente a la actual y real de esos mismos territorios.

Seguros ya de estar próximos al deseado puerto del Realejo, cruzado por bocas falsas que inducen a error en la navegación, los expedicionarios de la Descubierta se aprestan, con sumo cuidado, a hallar la entrada al fondeadero.

Los dibujos de Cardero y las excursiones de Née y Haenke son las primeras actividades de la tripulación de la corbeta, «para resarcir en parte el largo tiempo que habían permanecido en la última navegación». Y es que, como bien señala Malaspina, «tantos volcanes a la vista, un país aún no trillado por personas inteligentes», eran un bocado demasiado exquisito para no hincarle el diente.

Puerto del Realejo. — Mientras los botánicos y geógrafos se ponen manos a la obra, se dispone que Valdés viaje a León, ciudad cercana pero situada en el interior del país, «para enterarse del estado político de la Provincia y particularmente del ramo de construcción, en cuanto a obreros, costos y efectos». Por su parte, Juan Vernacci y Galiano comienzan a recorrer los diferentes e innumerables canales para observar sus contornos y levantar carta geográfica de todos ellos. El mismo Malaspina, como ya nos tiene habituados, se embarca en un bote para desplazarse por el canal interno de la isla alargada que protege el puerto del Realejo. Quiere ocuparse de las tareas geodésicas de la expedición.

Su descripción refleja fielmente el lugar visitado.

«El canal interno, que bastante torcido llega hasta los Aserradores, divide una isla de muy poca anchura en varios parajes, que desde la Punta de Icacos inmediata al fondeadero, sigue continua hasta el extremo sur de los Aserradores, los cuales, diferentemente de lo que proyectan a la vista, y hasta ahora manifestaban las cartas, están unidos a esta misma costa aislada con una lengua de arena difícil de apercibirse a larga distancia: comunica luego este canal, particularmente hacia los aserradores, con otros muchos que dan ingreso a los bosques de cedros; y así las balsas de madera o para la construcción, o para otros fines, con el auxilio de las marcas llegan sin el menor riesgo y en poco tiempo al puerto: las mareas entran al mismo tiempo por los Aserradores y el Xagueí; se reúnen casi a la mitad en un paraje que llaman las Dos Aguas, y desde allí nuevamente reunidas, internan con rapidez hacia el estero.

»Un bosque sumamente espeso y casi impenetrable de mangles guarnece todas las orillas internas: son los icacos (arbustos cuya fruta es de un sabor y calidades muy buenas) los que hacen verdear la orilla inmediata al mar; y terminada en un arenal muy cómodo a transitarse desde la media vaciante: y pueden los tigres llamarse justamente los únicos habitadores de este terreno anegadizo. Como a tres leguas de él, se eleva majestuosamente del ONO al ESE una cordillera de volcanes entre los cuales el del Viejo se señorea notablemente».

En su desplazamiento, tiene ocasión de contemplar cómo una manada de jaguares —que él denomina tigres en su relato— caza una enorme tortuga que los expedicionarios pretendían cocinarse. Frustradas sus expectativas gastronómicas, deben conformarse con la carne de un venado que se puso a tiro.

Mientras tanto, Pineda y Haenke han explorado el volcán del Viejo y aumentado sus conocimientos sobre el mismo.

«El examen de un doble cráter en la misma cima, algunos depósitos de azufre, varios otros ramos de litología y, especialmente, una vista sumamente grandiosa desde la misma cúspide, les habían compensado de las incomodidades del excesivo calor y cansancio, y del riesgo inminente a que estuvo expuesto don Tadeo de ser mordido de una culebra de cascabel».

Con la misma eficacia que los herboristas, los oficiales encargados de la astronomía han observado, en las noches del 20 y 21 de enero de 1791, las inmersiones del segundo y tercer satélite de Júpiter, y han determinado la altitud del observatorio; al mismo tiempo, Juan Vernacci mide, correctamente, la altura del volcán del Viejo desde la playa inmediata al observatorio.

Este Juan Vernacci era un joven teniente de origen italiano que había comenzado su carrera en la Marina española como guardiamarina en 1780. Poco después de que la expedición partiera hacia México sirvió como segundo de a bordo en la goleta Mexicana, mandada por Dionisio Alcalá Galiano. Vernacci falleció en Manila en el año 1810, mientras estaba al mando de aquella plaza.

Malaspina, en una excursión a caballo, se despide del regente de Guatemala y de Hodgson, quienes se preparaban para pasar a Guatemala por tierra. Después, el comandante reúne a bordo a todos sus hombres, felices y satisfechos del buen final de sus misiones nicaragüenses. Pineda había recogido una espléndida colección de conchas, mereciendo especial atención el murex o caracol del tinte, «que es tan útil, hermoso, abundante y aprovechado en estas orillas».

Por su parte, Valdés ha regresado de León con buenas noticias y, además, ha tenido tiempo para subir a la cima del Telica, volcán que en 1765 tuvo una erupción en forma de lluvia de cenizas y arena que «cubrió las campiñas inferiores hasta el pueblo del Viejo, distante unas diez leguas: los estremecimientos o temblores duraron de quince a veinte días». Y las tareas de carpintería, además, se rematan completamente.

El 30 de enero de 1791 los tripulantes se disponen a hacerse a la vela y dirigirse a Acapulco, su próxima escala y en donde les espera la Atrevida y su comandante, José Bustamante.

El siguiente derrotero marino de la expedición es hacia la Punta de los Remedios, por los alrededores de Sonsonate, «con un fondeadero sumamente incómodo». Por aquella época, la actual ciudad salvadoreña, era el puerto de salida de todos los frutos del «Reyno de Guatemala» en dirección hacia el Perú y México.

«Los tintes para las manufacturas americanas de ambos Reinos, las breas y alquitranes, el algodón y una cantidad grande de maderas preciosas forman los ramos principales de esta extracción; mientras lo son de introducción, los vinos, aguardientes y algunos comestibles secos del Perú y Chile, algún azúcar del Reino de México, y una compensación en dinero de una y otra parte».

La necesidad de acortar cuanto se pudiera la distancia entre la capital y el mar hacía que muchos barcos se aventuraran por aquella peligrosa rada en la que, además de las dificultades de su fondeadero, se añadían otras no menos importantes para Alejandro Malaspina:

«El total desabrigo de los vientos, de fuera, la ola sumamente gruesa del SO, que rompe violentamente en la playa y el fondo mismo sembrado de ratones, que exponen continuamente los cables…».

Para los tripulantes de la Descubierta los días van transcurriendo con placidez, debido a la bonanza que les acompaña; contemplan la impresionante hilera de volcanes guatemaltecos de Sapoticlan y de las Amilpas que se divisa desde la costa; y se sorprenden ante el paso de unas «ballenas enormes» y por la pesca de algunos tiburones de «tamaño monstruoso».

Malaspina continúa preocupado por el retraso que lleva la expedición, a la que le sería preciso alcanzar pronto el puerto de San Blas para, desde allí, emprender la ruta del Pacífico norte. Al mismo tiempo, se lamenta profundamente de no poder reconocer exhaustivamente las costas por las que navega.

«A la verdad nuestra situación en este momento no era favorable; así porque el sacrificio de un solo día era una pérdida de mucha consecuencia para poder verificar la salida del puerto de San Blas para el N, siquiera antes de la mitad de marzo [esto lo escribe el 9 de febrero], como aún porque para el conseguimiento dudoso de este intento, nos veíamos precisados a abandonar un reconocimiento exacto de la costa siguiente hasta Acapulco; reconocimiento que debía por otra parte mirarse como de la mayor importancia, así por los puertos de la Ventosa, Aguatulco y los Ángeles, útiles para la comunicación mercantil y defensiva de los Reinos del Perú y México} como por la venidera precisa existencia de buques de la Marina Real, en unas costas cuya invasión debían precisamente mirar los enemigos de la Corona como fácil y lucrosa al mismo tiempo».

La desesperación comienza a adueñarse de la abatida tripulación que contempla cómo las corrientes marinas se le declaran contrarias. La mar es gruesa y levantisca, y son algo más que amenazantes los vientos tempestuosos del norte, que ocasionan serias averías en el velamen y aparejo de la corbeta. Y a todo eso hay que añadir intervalos de calma atmosférica que, al pronto, les hacían permanecer en una «posición casi inmóvil».

«Las corrientes, siempre contrarias, bien que inclinándose unas veces al S, y otras al E destruían diariamente todo lo que procurásemos adelantar ya con uno, ya con otro a bordo; y a la verdad ya ni el ánimo más indiferente podía mantenerse tranquilo, a la vista de una serie tan seguida de calmas, que nos hacían casi el juguete de los elementos…».

Mientras tanto, Acapulco todavía estaba a 120 leguas, «situándole con el piloto Mestre en latitud de 16 grados 49 minutos N y por las observaciones del Sr. Don Vicente Doz en San Josef de California referidas en la Carta del piloto Mendizábal, en longitud de 10 grados 46 minutos al occidente del Realejo».

Malaspina decide abandonar, pues, la navegación en alta mar y volver a bordear el litoral, aunque allí deberán enfrentarse al temido viento procedente del golfo de Teguantepeque, «que tanto temor infundía en los derroteros a la navegación costanera».

Esto da resultado y el día 28 de febrero anota en el Diario:

«Logramos la vista de una parte considerable de costa: era la que desde el Puerto Escondido corre en la dirección ONO hacia las barrancas y pesquerías. Nos parecía distinguir, aunque entre calimas, el Morro hermoso y el Cerrillo. No más de unas cuarenta leguas debíamos distar, por consiguiente, de la boca de Acapulco».

Marzo, 1; 1791. — Después del nerviosismo sufrido días atrás, cuando se acercan a la actual ciudad turística mexicana se levanta el ánimo de la tripulación de la Descubierta al comprobar cuán próximo se encontraba Acapulco de su destino:

«La vista de las costas inmediatas nunca se había conseguido con mayor claridad de la que logramos en toda esta mañana. Era muy árido el semblante de las orillas, si se exceptúan algunos trozos muy pequeños de plantíos hacia las barracas, paraje del cual, luego en la noche, veíamos resplandecer una candela, prueba evidente de habitadores no distantes».

Pero el abnegado servidor del Estado sigue lamentándose de haber perdido la ocasión de reconocer y explorar las costas por las que ha venido navegando.

«No puede negarse que nuestra situación a este tiempo era sumamente extraña y desagradable: casi a la vista del puerto, que se anhelaba, en una estación la más favorable para conseguirlo, con una embarcación aventajada, y seguramente no omitiendo de aprovechar la menor ventolina, veíamos no obstante frustrados diariamente nuestros esfuerzos, el plan de operaciones desbaratado, aunque la hubiésemos procurado combinar con las casualidades aún algo extraordinarias, finalmente sacrificado el reconocimiento de una parte considerable de la costa entre Guatemala y el Puerto Escondido, al mismo deseo de alcanzar el puerto, por el que ansiábamos a la sazón casi con iguales ansias a las del principio de febrero».

Y, para más dificultad, el calor era excesivo e influía no sólo en la salud de la tripulación, sino también en el deterioro de la arboladura, cubierta y naves menores de la Descubierta. Un panorama más bien sombrío se presentaba ante el comandante de la expedición, quien no divisaba, además, ni una sola nube en el cielo capaz de apagar el ardor del sol y de anunciar vientos favorables.

La desesperación que comienza a asaltar a los navegantes les lleva a tomar una determinación precipitada que no resulta nada bien: tratando de buscar los vientos galenos del oeste que les acerquen a Acapulco, deciden adentrarse en el océano como unas veinte leguas.

No tardan en percatarse de su craso error y, así, el 13 de marzo de 1791, queda anotado por Malaspina:

«Muy tarde ya conocíamos cuánto nos había sido nocivo abandonar la costa, aunque fuese por pocas horas, y nuestra actual situación nos llevaba a mirar como feliz la que en los primeros días del mes se nos representaba como insufrible. Pero eran inútiles los arrepentimientos y los remedios no estaban a nuestro alcance».

Tras diez días de alejamiento de la costa, al ver que la arriesgada decisión no había dado el resultado apetecido, y ante el temor de que la comprometida situación se alargase, se establece una restricción en las raciones de agua, «aunque su duración pudiese considerarse próximamente de dos meses y medio», y se comienza a destilar agua salada «las cuatro horas de la mañana en que se disponían los calderos».

Como mero pasatiempo gastronómico, la tripulación se dedica a la pesca de las tortugas, que pasan diariamente ante su vista, «con bastante facilidad y abundancia».

Capítulo 5
Norteamérica

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Por fin, el día 21 de marzo de 1791, quince días después de la osada decisión, la expedición se acerca a la costa, ayudada por «unos vientos más periódicos y favorables».

El día 23 de marzo amanece radiante para la tripulación de la Descubierta: están tan sólo a unas cuatro leguas de la costa y ante ellos se yerguen tres serranías «bien altas» que, según un marinero filipino que había navegado anteriormente por la zona, son las de Acapulco. La buena nueva anima a Malaspina a botar una lancha en la que parte el teniente Cayetano Valdés, «con cuatro días de ración», para comprobar si, efectivamente y como parecía, aquella vista correspondía al puerto de Acapulco.

Lo era. Y el día 26 de marzo de 1791, aprovechando un viento fresco del OSO, enfilan la bocana. Su nave homologa, la Atrevida, había atracado en aquel puerto el 1 de febrero de 1791, justo en el mismo lugar que habitualmente quedaba reservado para el conocido como Galeón de Manila.

Un día después, la Descubierta recibe la visita del teniente Valdés, que llega cargado con todos los oficios que el ministro de Marina Valdés, primo del expedicionario, el virrey de México o el comandante Bustamante han dirigido a Malaspina:

«Así éstos, como las demás circunstancias actuales, exigían mucho más despacio para arreglar nuestros pasos venideros; y en particular el comandante de la Atrevida me avisara que no contase para el viaje a San Blas menor tiempo del de un mes: así, me pareció no sólo prudente, sino necesario, entrar en el Puerto; y navegando a toda vela hacia él, finalmente dejamos caer el ancla a las dos de la tarde, y con el auxilio de algunos espías, al principio de la noche quedamos amarrados en tres con una amarra a popa dada en tierra en un árbol inmediato al muelle y dos amarras afuera».

Acapulco. — Malaspina abre el capítulo de su estancia en la población mexicana recordando el tiempo que allí estuvo atracada la otra corbeta de la expedición, la Atrevida. La nave comandada por Bustamante había llegado a este mismo lugar casi dos meses antes que la Descubierta:

«No había malogrado por otra parte el tiempo que debió permanecer en él, contra nuestro primer Plan, así porque las órdenes del Sr. Virrey exigían que esperase la reunión de los tenientes de navío don Josef Espinosa y don Ciriaco Cevallos, que por Real Orden, debían incorporarse a la Expedición, como porque la deserción de unos trece marineros, sin duda temerosos de la próxima campaña al Norte, le obligaba a tomar medidas eficaces o bien para cogerlos o para reemplazarlos en parte: logró cogerlos. Con una serie bien ordenada de observaciones astronómicas y tareas geodésicas determinó la posición y plano del puerto [de Acapulco], se le agregaron en la mañana del 26 de febrero los Sres. Espinosa y Cevallos, y en la del 27 emprendió su derrota para San Blas, prefiriendo a la costanera la navegación de altura según le había indicado desde México el teniente de fragata Mourelle, bien que avisándole que por la fuerza de las corrientes y vientos contrarios, no sería menor el plazo de su navegación de treinta a cuarenta días».

Los oficiales José Espinosa y Ciriaco Cevallos se habían trasladado a México para cumplir la orden del monarca Carlos IV de integrarse en la expedición Malaspina. El mismo Espinosa y Tello nos dejó un relato del accidentado viaje que realizaron desde Cádiz hasta Acapulco, donde al fin pudieron embarcarse en la Atrevida.

Tanto Cevallos, nacido en Quijano, cerca de Santander, como el sevillano Espinosa y Tello, dejaron, además de sus impresiones sobre la expedición, dos obras importantes para el conocimiento de la navegación en aquel tiempo y por aquellas aguas. La de Cevallos se tituló Disertaciones sobre la navegación a las Indias Occidentales, y la de Espinosa, Memorias sobre las observaciones astronómicas hechas por los navegantes españoles.

Sobre Veracruz [un lugar estratégico por ser el único puerto mexicano en el Atlántico, un ancladero de gran renombre del que salían periódicamente para la península innumerables navíos cargados de ingentes riquezas], Espinosa y Tello proporciona en su relato interesantes datos que muestran las carencias que sufrían los territorios coloniales españoles, especialmente aquel enclave del comercio mexicano y europeo llamado Veracruz: la ciudad era insalubre a causa de su poca pendiente, que facilitaba el estancamiento de sus aguas y la aparición de las temidas fiebres, «de cuyas víctimas los panteones estaban llenos».

No existía, tampoco, según la narración de Espinosa, un puerto formal en Veracruz, a pesar de la importancia que le otorgaba la Corona en su comercio con España, y las embarcaciones solían amarrarse a la muralla del castillo de San Juan de Ulúa.

Francisco Antonio Mourelle de la Rúa, al que se refería anteriormente Alejandro Malaspina, fue un marino al servicio de España que realizó importantes expediciones al Pacífico norteamericano. En 1790 fue nombrado secretario del virrey Revillagigedo y se encargó de todos los asuntos relacionados con el conflicto entre españoles e ingleses sobre la soberanía del territorio de Nootka. Llegó a ocupar el cargo de jefe de la Escuadra y fue vicealmirante de la Real Armada.

La cuestión de Nootka volvía a estar de rabiosa actualidad en ese mes de marzo de 1791 en que Malaspina estaba atracado en Acapulco.

«Me avisaban en sus cartas los tenientes de navío Espinosa y Cevallos que el temor de un inmediato rompimiento con Inglaterra había detenido por varios meses la salida de los buques mercantes para la Nueva España…».

Pero el comandante no encuentra en Acapulco las noticias que él ansiaba de sus superiores sobre el alcance de su más inmediata misión. Tan sólo conoce que la Descubierta, al igual que ya hiciera la Atrevida, debía dirigirse hacia el puerto de San Blas, en la Baja California, base naval creada en 1767 por José de Gálvez, ministro del Consejo de Indias, para defender los presidios [ciudades o fortalezas guarnecidas de soldados] americanos del norte de California.

En la época de la expedición Malaspina, el puerto de San Blas era la base desde la que salían los convoyes marítimos españoles para consolidar sus dominios en la alta California; o las misiones de exploración con el fin de tomar posesión de las costas noroccidentales de América, salida que agradecían los allí acuartelados, que por un tiempo se libraban de las temibles condiciones climáticas del lugar.

Alejandro, poco partidario de realizar una misión que podría catalogarse perfectamente como política, se muestra contrario en su Diario a continuar su viaje más allá del norte de San Blas. Después de pasar revista a las últimas expediciones británicas que desde 1775 a 1790 habían recorrido aquellas costas [Meares, Guise, Hanna, Pollock, Berkeley, Dixon y Etcles, entre otros], a Malaspina le parecía «inoportuno» un viaje al norte que comportaría «un sacrificio de seis a ocho meses» para rematar su proyecto inicial.

Para redondear su teoría contraria a la exploración y reconocimiento de las mentadas costas, Alejandro remata sus argumentos comentando que ya el conde de La Pérouse [famoso navegante francés que siguió los pasos de Cook] y el mismísimo Fleuriot de Langle [capitán de navío de la Marina francesa], con las corbetas Brújula y Astrolabio, habían reconocido hasta la saciedad aquellos territorios sin encontrar nada.

Ante la situación de urgencia planteada por sus superiores, Malaspina ordena la pronta arribada de la Atrevida a Acapulco, calculando que el navío de Bustamante podría llegar en unos seis o siete días, mientras que para la Descubierta el acercarse hasta San Blas le supondría casi un mes de navegación a causa de los vientos desfavorables.

Mientras tanto, la tripulación de la Descubierta se apresta a seguir con sus trabajos astronómicos, cartográficos y botánicos, así como con las labores propias de la intendencia. Sin olvidar una tarea que ya desde su estancia en Guayaquil y Panamá resulta ser prioritaria: la de desterrar de una vez por todas la plaga de cucarachas que ha invadido la corbeta y que hace sumamente incómoda la vida a bordo.

Para que no falte nada, la estancia del comandante y de sus hombres en Acapulco se ve sobresaltada por un terremoto que, durante veinte segundos, mantiene en vilo a la tripulación, poco habituada a estos terribles azotes de la naturaleza, que por allí eran bastante comunes.

«Se apercibió un temblor muy fuerte aun a bordo, precediéndole desde algunas horas todos los amagos de una tempestad no distante, y algunos minutos antes un ruido fuerte subterráneo, con el aullido acostumbrado de los perros y con la natural propensión de una muchedumbre de peces a aproximarse a la superficie del agua, abandonando todos instantáneamente la mayor profundidad».

Como la ociosidad aburre soberanamente al comandante, éste decide realizar una excursión a caballo hasta la capital mexicana. Allí, además de entrevistarse personalmente con el virrey Revillagigedo para estudiar los futuros movimientos de la expedición, podrá proseguir sus observaciones astronómicas siempre y cuando encuentre en la ciudad de México los instrumentos necesarios.

Tras entregar el mando de la Descubierta a Dionisio Alcalá Galiano, Alejandro emprende viaje y tarda seis días en llegar a la capital, atravesando la Sierra Madre del Sur, que corre paralela a la costa del Pacífico.

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Plaza Mayor de México. Brambila. Museo Naval. Madrid.

En la misma tarde de su arribada, el 5 de abril de 1791, presenta sus respetos al virrey. Al día siguiente, acompañado de los oficiales Constanzó y Mourelle, constata el buen estado de las ciencias en México visitando las numerosas instalaciones y comprobando lo moderno de los precisos instrumentos que allí se albergan. Por otro lado, gracias a que el virrey de Nueva España, Juan Vicente de Guemes, segundo conde de Revillagigedo y persona de una gran cultura, pone a disposición de Alejandro todos sus archivos más o menos confidenciales, éste consigue formarse una idea muy clara de la situación histórica y política de los territorios de la Nueva España.

Estudia con detenimiento las posibilidades de encontrar en su recorrido futuro nuevos puertos que proporcionasen abrigo, descanso, reparación y asistencia médica a los tripulantes de las naves procedentes de Manila que arribaran a las costas californianas.

Tras ocho días de feliz estancia en la capital mexicana, y cuando Alejandro se dispone a regresar al puerto de Acapulco, el virrey recibe instrucciones del ministro de Marina, Antonio Valdés. Éstas eran claras y tajantes: la expedición Malaspina debía recorrer durante el inminente verano de 1791 las costas septentrionales de América, hasta una latitud aproximada de unos 60º, y verificar la realidad del descubrimiento del paso llamado de Ferrer Maldonado, estrecho que debería unir por el norte los océanos Atlántico y Pacífico.

Las autoridades españolas remitían una Memoria leída por el geógrafo francés Juan Nicolás Buache en la Academia de Ciencias de París, el 13 de noviembre del año anterior, 1790, sobre el más que probable hallazgo de este famoso y desconocido conducto entre océanos. El prestigio de Buache era muy grande ya que a su cargo de primer geógrafo del rey de Francia unía el mérito de haber rectificado las cartas destinadas a guiar a La Pérouse en sus viajes por todo el globo.

La existencia del paso del noroeste era una de las muchas leyendas sin fundamento que circulaban entre los navegantes europeos de épocas pretéritas: versiones fantásticas de viajes increíbles emprendidos en Europa a través de Groenlandia y el estrecho del Labrador, por el que se llegaba al Pacífico. Dado que era una época de sueños y quimeras, también se comentaba profusamente la existencia de unas islas llamadas Armenias, ubicadas al este de Japón y que estaban repletas de oro y plata.

Ante las noticias recibidas, Malaspina se ve obligado a dar un giro completo a sus planes de navegar hacia las islas Sándwich o Hawái para confrontar posiciones geográficas y elaborar un detallado estudio de los recursos naturales en aquellas tierras. La contrariedad se apodera de nuestro comandante al tener que sacrificar el proyecto, meticulosamente planeado, de introducir en aquel lejano archipiélago la cría de la vaca y de la oveja, para, en vez de eso, emprender según se le ordena la búsqueda del paso de Maldonado.

El famoso Memorial de Ferrer Maldonado se dio a conocer, por extraños motivos, a fines del siglo XVIII, más de doscientos años después de su presentación ante el monarca español Felipe III, y diversos geógrafos europeos quedaron inmediatamente seducidos por las posibilidades que la existencia de aquel paso ofrecía y, sobre todo, por la riqueza de pormenores que se aportaban. No sirvió de mucho que destacados marinos hubieran comprobado, en siglos anteriores, la inexactitud de las palabras de Ferrer, ya que el rumor continuó creciendo ante el crédito que le otorgaban las potencias europeas, deseosas de que, en efecto, existiera.

Malaspina, que conoce estas historias por haberlas leído y escuchado en innumerables ocasiones, desconfía tal vez por eso mismo de su verosimilitud; sin embargo ordena a Bustamante que regrese a Acapulco con la Atrevida para, después de los aprestos necesarios, salir junto con la Descubierta en dirección norte para cumplir con el nuevo deber que les han encomendado.

Cuatro días después de recibir estas noticias, el 19 de abril de 1791, Alejandro se halla de nuevo en Acapulco, a bordo de la Descubierta. Allí, comprueba que todas sus disposiciones, formuladas antes de partir hacia la capital mexicana, habían sido ejecutadas «con el mayor celo, actividad e inteligencia».

El 20 de abril de 1791, Malaspina observa cómo se aproxima a Acapulco la silueta inconfundible de la Atrevida. Cuatro meses después de su separación las corbetas gemelas vuelven a encontrarse y los dos comandantes, Malaspina y Bustamante, se funden en un estrecho abrazo. Poco después, se presentan ante el comandante los tenientes de navío José Espinosa y Tello, junto con Ciriaco Cevallos, portadores, además, de modernos instrumentos geográficos de precisión enviados por el ministro Valdés para la mejor marcha científica de la expedición.

En un oficio particular del ministro Valdés, Malaspina recibe instrucciones para que, mediante un «péndulo simple constante», adquirido en Londres y transportado por Cevallos y Espinosa, se repitiesen «las experiencias de la gravedad de los cuerpos en diferentes paralelos de la Tierra» para «continuar las pesquisas de la verdadera figura de la Tierra, en la cual, no sin fundamento, se sospechaban algunas desigualdades de uno a otro hemisferio».

Dado que la expedición tiene prevista su salida hacia el norte el 1 de mayo de 1791, se aceleran al máximo los preparativos para una larga campaña. Un nuevo pintor, el valenciano Tomás de Suria Cardona, se agrega a la expedición. Suria, fundador de la Escuela de Bellas Artes de San Carlos en México y que trabaja como grabador en la Casa de la Moneda de México, es recomendado a Malaspina por el virrey Revillagigedo. El dibujante valenciano aprovecha su enrolamiento para dejar en los fondos pictóricos de la expedición una impresionante vista en color del puerto y la ciudad de Acapulco.

Más adelante, Suria no se dedica a plasmar vistas, sino que se especializa en retratos, especialmente de los indígenas que va conociendo durante el viaje.

No obstante, antes de partir algunos miembros de la expedición se separan. Dionisio Alcalá Galiano recibe instrucciones para pasar a México, junto con algunos oficiales, con la misión de ordenar los materiales astronómicos-marítimos que serán útiles, en un futuro, para la navegación de navíos españoles por la zona. Tiene asimismo Galiano la misión de realizar una serie de observaciones astronómicas aprovechando la estación lluviosa.

Por otro lado, Antonio Pineda queda encargado de un estudio de la naturaleza mexicana y una comparación de la misma con la de la América meridional. Suponiendo que las dos corbetas no vuelvan a Acapulco en el plazo que Malaspina ha calculado, hacia noviembre de 1791, Pineda debe viajar con la Nao de Filipinas y emprender viaje al archipiélago, donde ya se reunirá posteriormente con la expedición.

Malaspina está obsesionado por regresar rápidamente de su forzada excursión al norte. Lamenta el tiempo que va a perder en observaciones astronómicas innecesarias y, sobre todo, el tiempo que no podrá invertir en el reconocimiento del golfo de Panamá, que quiere volver a intentar. Alejandro cree a pies juntillas que recorriendo el istmo e introduciéndose entre los canales fluviales que tanto abundan en la zona, pueda encontrarse una salida al Atlántico. Curiosa premonición. Se estaba anticipando en casi cien años al proyecto diseñado por Fernando Lesseps en 1881: el canal abierto al tráfico comercial en el año 1914.

Además, ya hemos dicho que Malaspina desconfía totalmente de Ferrer Maldonado y su sospechoso Memorial, al haberlo leído detenidamente. Varios párrafos dedica el ilustre marino a señalar los muchos errores y contradicciones en los que incurre el navegante del siglo XVI. En el décimo, por ejemplo, Alejandro ironiza sobre la escasa credibilidad de lo que se cuenta:

«No era fácil comprender la demasiada poca cordura de Maldonado en apropiar por suyo el descubrimiento de un estrecho por el cual no sólo navegaba ya descuidadamente una embarcación hanseática de 800 toneladas cargada de brocados, porcelanas, seda, plumas, cajones, piedras, perlas y oro, y cuyos navegantes eran luteranos y hablaban latín; sino que había de seguirle otra muy luego, y entre ambos procedentes de una ciudad muy grande al parecer llamada Roba sujeta al Gran Kan de Tartaria».

Pero, a pesar de sus premoniciones, cumple con su obligación y, a regañadientes, ordena partir a la Atrevida y a la Descubierta hacia su destino final en Puerto Mulgrave. El 1 de mayo de 1791 las dos corbetas, juntas de nuevo, emprenden su singladura norteña.

Malaspina trata de consolarse: en caso de no encontrar el famoso paso, seguro que no perderán el tiempo, ya que podrán levantar nuevas cartas, comprobar el estado de la guarnición de Nootka e intentar encontrar puertos de intermedio para las naves de Filipinas que regresen a España.

Tras diez días de navegación, al comandante le toca decidir cuál debe ser la ruta más apropiada: o bien siguen rumbo norte costeando California, o se dirigen al oeste con el ánimo de apartarse de la costa para buscar vientos más favorables en una navegación que el comandante desea muy breve. Así pues, la dirección «no debía ser otra que hacia el Cross-Sound y el cabo Fairweather», descritos y visitados en su momento por el capitán James Cook. Y, después, «una vez disipada muy en breve toda sospecha sobre la existencia del paso indicado», Malaspina tiene muy claro que todavía quedará tiempo, durante los meses de agosto y septiembre, para «la rectificación de los descubrimientos del capitán Dixon y de Mr. Edge, y finalmente sujetar a buenas observaciones en latitud y longitud la posición de nuestros presidios y demás puertos de la costa de California».

El inglés George Dixon, mencionado por Malaspina, fue un oficial de artillería que sirvió a las órdenes de James Cook en su tercer y último viaje. Más tarde, se hizo peletero y trabajó para la Compañía King George Sound, entre el NO del Pacífico y China. Dixon dedicó gran parte de su corta vida a recorrer centímetro a centímetro las costas de Alaska, desde Yakutat Bay hasta las Queen Charlotte Islands. Cuando regresó a Inglaterra publicó sus viajes en forma de cartas de su ayudante William Beresford. Para contrarrestar las inexactitudes escritas por el capitán Meares, publicó también sus Remarks on the Voyages of John Meares.

Mayo, 21; 1791. — Malaspina decide reunirse en alta mar con Bustamante. Alejandro participa al comandante de la Atrevida sus temores, según «noticias aún dudosas y muy confusas», de que el señor Etcles, armador inglés, ha penetrado por la llamada entrada de Hezeta y descubierto un «vasto Mar Mediterráneo que ya los poco cautos novelistas de Europa hacían internar hasta las inmediaciones de la Bahía de Hudson, reviviendo los viajes imaginarios del almirante Fonte».

En su conversación con Bustamante, Alejandro se refiere a la bahía de Hudson, mar interior de Canadá comunicado con el Atlántico por el estrecho de su mismo nombre y que lleva el apellido de su descubridor, el navegante inglés Henry Hudson, que, a fines del siglo XVI y comienzos del XVII, realizó varias expediciones por los mares árticos en busca de un paso hacia los mares de China y, fortuitamente, descubrió el río neoyorquino de su nombre.

Malaspina le recalca a Bustamante lo importante que será poder determinar, al regreso de la expedición norteña hacia el final del verano, la posición geográfica exacta del cabo Mendocino, la bahía californiana de Monterrey [no confundir con la ciudad mexicana de Monterrey], las islas Guadalupe y el cabo San Lucas, «todos puntos esenciales para la navegación mercantil de Manila», e hipotéticos lugares de abrigo para los navíos tras una larguísima travesía. El objetivo final y apetecido de Alejandro era regresar a tiempo a Acapulco para pasar allí las Navidades.

Al verse obligado a navegar cada vez más hacia el oeste a causa de la fuerza de los vientos dominantes del NO que soplan hacia la costa, resulta imposible seguir el litoral como al comandante le hubiera gustado y, de esta forma, a primeros de junio de 1791, no puede contemplar dos minúsculas poblaciones, Nuestra Señora de los Ángeles de Porciúncula y la misión de Dolores que, años después, se convertirían en dos importantísimas urbes norteamericanas: Los Ángeles y San Francisco.

Claro que, tal vez, si hubiera pasado ante la entrada de la bahía ahora conocida como del Golden Gate, a lo mejor no habría podido descubrirla a causa de la niebla que, por aquellas fechas, la envolvía casi de un modo permanente.

Esta neblina hizo que durante muchos años los navegantes hispanos que exploraron aquellas costas, durante los siglos XVI y XVII, pasaran de largo sin apercibirse del territorio que había tras las nubes. O, simplemente, confundieron la enorme brecha en la costa con la desembocadura de un río.

El descubrimiento de la bahía de San Francisco se realizó muy tardíamente, en 1769, merced a una expedición terrestre enviada por el visitador de Nueva España, José de Gálvez, al mando de la cual se hallaba el capitán Gaspar Portalá y en la que también figuraba el misionero franciscano fray Junípero Serra.

Junio, 23; 1791. — Navegando entre multitud de ballenas que nadan a su alrededor, las dos corbetas avistan tierra. Se trata de la parte de costa comprendida entre el cabo Engaño y las islas más al norte del cabo de San Bartolomé, reconocidas por Bodega y Quadra en 1775, también por el capitán Cook en 1778 y por el capitán Dixon en 1786, situadas a una latitud septentrional de algo más de 57º en lo que, actualmente, es territorio de Alaska.

«No tardamos en distinguir el monte Edgecumbe, llamado San Jacinto por Quadra; la gran ensenada que el mismo denominó del Susto, que llamamos Serena por la serenidad de aquel día…».

Pero Malaspina no deseaba perder ni uno sólo de los días de navegación en la actual estación, favorable al buen reconocimiento de la costa que tenía ante sí. Tiempo habría más adelante. Aprovechando un viento galeno de ENE, dispone rumbos divergentes de la costa para alcanzar el paralelo 60 N.

Los posibles errores en la latitud de su situación o, más aún, en las pretendidas mediciones científicas de fechas anteriores a la solución del problema científico de la longitud, llevan a Bustamante y Malaspina a plantearse seriamente iniciar un meticuloso reconocimiento de la costa con las lanchas de las dos corbetas.

«Viéndose una parte de la costa hacia el O, en la cual nuestra imaginación y nuestros deseos nos representaban como existentes algunas abras grandes, que a veces sospechábamos ser las de Behring…

»A la verdad, por cuanto se ciñesen las conjeturas de monsieur Buache sobre la existencia del paso al paralelo 60º, no podía desentenderme después de un examen maduro ni de la poca exactitud de los instrumentos náuticos por los años de 1588, que pudieron muy bien equivocar la latitud en un grado, ni de las advertencias del capitán Cook, el cual había notado hacia la Bahía de Behring un trozo de tierra llana que por consiguiente debía reconocerse con toda exactitud…».

Nuestro marino conoce perfectamente la historia reciente de la navegación: en el siglo anterior, el XVII, había tenido lugar una búsqueda desesperada por parte de algunas potencias europeas, Inglaterra y Países Bajos en especial, de supuestos pasos septentrionales que unieran los océanos Atlántico y Pacífico a fin de desarrollar de esta forma nuevas rutas comerciales que escaparan al dominio y control hispano, plenamente asentado en el hemisferio sur.

Tampoco ignora Malaspina el interés de franceses y británicos por asentarse en las tierras más occidentales de Norteamérica para, desde allí, poder explotar los ricos yacimientos de minerales y establecer campamentos de caza. Las pieles eran un magnífico negocio y diversos fuertes de uno y otro país se fueron sucediendo en la actual costa norteña de Canadá. A la creación de la Compañía de Hudson, fundada por británicos, siguió el establecimiento de la rival francesa Compañía del Noroeste.

Otro tanto, y por los mismos motivos, realizaron los comerciantes rusos, pero en sentido inverso: a través de los extremos más orientales de Asia habían llegado al Pacífico. En la década de 1780 ambos grupos se encontraron en la costa de Alaska compitiendo por el lucrativo comercio de las pieles.

La penetración económica llevaba por fuerza tras de sí la dominación política, y Alejandro Malaspina conocía las teorías anexionistas imperantes en Rusia respecto al norte de América. Dichas teorías afirmaban el derecho de Rusia sobre aquellos territorios «porque antiguamente se habían poblado con habitantes de Siberia…». Finalmente, y tras duros combates diplomáticos y bélicos, Rusia se haría con el territorio de Alaska. Lo que no impidió que en el año 1868, el norteamericano William H. Seward lo comprara por la módica cantidad de 7.200.000 dólares.

También es consciente Malaspina de que el conflicto surgido entre españoles y británicos por el minúsculo poblado de Nootka, en la actual isla canadiense de Vancouver, resulta un movimiento más de la partida de ajedrez geoestratégico que se estaba jugando en aquella remota parte del mundo.

Junio, 27; 1791. — Malaspina continúa anotando sus impresiones en el Diario de a bordo en el que, por una sola vez y sin que sirva de precedente, el navegante difiere de su admirado James Cook.

«La casualidad de estar claros los horizontes del primer cuadrante nos había proporcionado la vista de los montes traseros a la Bahía de Behring cargados de nieve, y regularmente altos, formando una segunda cordillera que disipaba, por consiguiente, cualquier sospecha de la existencia de un mar hacia el Norte, como parecía indicarlo el capitán Cook…».

No obstante, ya en las cercanías de Puerto Mulgrave, las lanchas de las corbetas descubren una abertura entre dos montañas que alegra a Malaspina, le hace dudar, y dispara su imaginación a despecho de lo que le dicta su razón, pues se trata de un abra «cuya boca e internación culebreada parecían asemejarse a las tierras descritas por Ferrer Maldonado…».

Pero pronto descubre que su razón nunca le abandona y que aquello no es más que una pequeña bahía. La realidad vence a la quimera: «la imaginación prestó mil razones aparentes al deseo…».

El sitio donde ya se encuentra la expedición es el puerto de Mulgrave, en Alaska. El lugar había sido descubierto por el navegante francés Jean François de La Pérouse en el año 1786, pero fue el explorador inglés George Dixon quien le dio un año después el nombre de Mulgrave en homenaje a Constantine John Philips, barón de Mulgrave, mecenas de la exploración y que en el año 1772 había alcanzado la latitud de 60º 48’, en pleno Ártico.

Y precisamente en ese mismo lugar, hoy en día conocido como Yakutat Bay, es donde la expedición comandada por Malaspina fondea a finales de junio de 1791.

«No ignorábamos por las relaciones del capitán Dixon que estas islas eran habitadas por un corto número de gentes; pero ya a las diez nos lo confirmaron dos canoas grandes y una chica, que poco distantes una de la otra salían de un canal de las islas y parecían dirigirse a la Atrevida, que navegaba por nuestra popa: resonaba a mucha distancia el himno armonioso de paz, al cual acompañaron después la señal no dudosa de los brazos abiertos para demostrar que venían inermes y que sólo ansiaban de nuestra parte unas ideas pacíficas y amistosas».

Nuestro marino recibe a los indígenas y a su cacique, «un viejo venerable», y agasaja a sus huéspedes con «galletas, tocino y sebo». También accede, como muestra de confianza hacia los visitantes, a que «bajasen como rehenes a su Canoa tantos hombres nuestros cuantos entre ellos subiesen a nuestro bordo» a fin de que quedaran convencidos, también, de las ideas pacíficas que abrigan los españoles para con ellos.

Aciertan los expedicionarios españoles, ya que aquellos indios y otros más que fueron llegando en sucesivas oleadas de canoas, permanecen en las corbetas varias horas negociando con los tripulantes; regatean muy sabiamente demostrando conocer el sentido de la palabra «comercio», que ya comenzaba a extenderse por la zona.

«Ofreciéndonos para cambio más bien algún salmón y artefactos de madera, que las pieles de nutria, a las cuales procuraban dar un valor cuantioso».

A cambio, los indígenas exigían, en especial, ropa y útiles de hierro, desde clavos a candados.

Puerto Mulgrave. Reconocimiento del Puerto del Desengaño y de la costa e islas de sus alrededores. Los españoles se muestran más que satisfechos tras amarrar las dos corbetas en Puerto Mulgrave.

«A pesar del tiempo lluvioso y cerrado, todo anunciaba un clima apacible; y el puerto podía más bien llamarse una dársena, los naturales estaban inmediatos y en bastante número para estudiar sin recelo y sin molestia sus costumbres; finalmente, el agua, leña, lastre, pescado y vegetales, todas cosas que necesitábamos, estaban tan a mano que ni aun podía llamarse molestia la que debíamos emplear para acarrearlos a bordo».

El marino de Mulazzo, buen observador, sigue con mucha atención los movimientos de los indios en su intercambio de objetos con los hombres de su tripulación.

Y deja constancia de las hábiles tretas utilizadas por los nativos para aparentar indiferencia y obtener lo que desean en la forma más ventajosa posible para sus intereses. Tal vez contribuyan a ello las severas advertencias del comandante a sus hombres para que procuren mantener una actitud amable frente a los naturales.

Dado su estricto sentido de la moral, también le choca al comandante el ofrecimiento que hacen los indígenas, cuando suben a bordo, de «facilitarnos el uso de las mujeres cuando nos hallásemos en el puerto». Y, claro, para evitar equívocos que finalicen en enfrentamientos entre sus tripulantes o con los indígenas, el comandante decide, como es su costumbre, verificar la cuestión personalmente.

«Dirigido por consiguiente de dos jóvenes naturales, que con aire misterioso me repetían la ya conocida voz de jhoüt, me aproximé a unos árboles inmediatos a las chozas, y entonces me fue fácil salir de toda duda; pues efectivamente se hallaban a pie de árbol cuatro o cinco mujeres, medianamente cubiertas con pieles de lobo marino, y desde luego obedientes a la voluntad de casi toda la tribu, que parecía unánime en la intención de prostituirlas».

Pero, por sus escritos, parece evidente que Alejandro no queda cautivado por el sorprendente ofrecimiento que tan gentilmente le hacen sus anfitriones.

«… cuando no alcanzasen ni la moral ni el ejemplo a apartar toda idea de esta especie lo conseguirían, ciertamente, el semblante muy feo y la mucha grasa y porquería de que estaban cubiertas, despidiendo un olor difícil a describirse por lo desagradable».

El cacique indio de Puerto Mulgrave pronto se hace amigo del comandante Bustamante, mucho más simpático que Malaspina, y le pide que le acompañe en su primera visita a la Descubierta. A bordo, Tomás de Suria realiza un espléndido retrato del cacique, que, al ver su propia imagen, se muestra lleno de asombro y felicidad. Su contento es tal que deja a un hijo suyo encargado de los trueques a efectuar con los visitantes, y por su parte él trata de contarles —con las dificultades propias del caso y a pesar de los intentos del oficial Tova por entender su idioma— una grave reyerta que habían sostenido, hacía poco tiempo, con una tribu vecina.

A Malaspina le llama mucho la atención que uno de los enemigos descritos por medio de gestos teatrales con objeto de ilustrar mejor a los visitantes estuviera montado a caballo, «llegando sus deseos, de que así lo entendiésemos, hasta a hacer llamar a su hijo y ponerlo en la postura de un cuadrúpedo, señalando luego que el enemigo lo montaba».

Aparte de las conversaciones que Malaspina sostiene con el cacique local, Ankau [del que al final no se supo si se llamaba así o si la pronunciación Ankau quería decir cacique], para conseguir que los nativos devuelvan los pequeños objetos de hierro que hurtan en cuanto los españoles se descuidan lo más mínimo, ambos establecen un precio para el salmón fresco que se daba como ración diaria a las tripulaciones.

«Quedó éste fijado en un clavo de 3 a 3 1/2 pulgadas por cada salmón, cuyo peso podía considerarse aproximadamente de siete a 8 1/2 libras».

El pretexto del intercambio, unido a la fuerte lluvia que caía, permite a Malaspina obtener permiso para construir un pequeño refugio en tierra donde albergar el observatorio.

De otro lado, le llaman la atención los rastros evidentes que ha dejado en la vida cotidiana de aquellos indígenas la llegada al lugar de la expedición del capitán Dixon, hacia el año 1785.

«Vimos algunas hachas y cacerolas, una cuchara de plata, dos o tres libros y algunos vestidos: frecuentemente, los más jóvenes repetían la zalema de las maniobras y una u otra palabra inglesa; y por lo que toca a los pedazos de hierro, debíamos suponer que pronto los convertirían, con el auxilio del fuego y de las piedras, en el puñal o daga que llevaban siempre cada uno consigo suspendida debajo del brazo izquierdo y escondida con la piel de lobo, nutria u oso».

Pero a Malaspina, que tal vez había hecho en su juventud voto de castidad cuando fue nombrado caballero de la Orden de Malta, lo que era bastante usual, sigue molestándole que las mujeres nativas se ofrezcan de continuo a sus hombres. Bien por el riesgo de que contraigan enfermedades venéreas o de que se ocasionen tumultos que rompan la amistad que ambos pueblos empiezan a profesarse.

Por fin, el 29 de junio de 1791, tras muchos días de lluvia constante, el cielo se despeja y un maravilloso panorama se abre ante los ojos del comandante, como si fuera un decorado teatral.

«Así, disipadas las nubes y la cerrazón, que habían hasta aquí interceptado los objetos distantes, se dejó ver toda la cordillera majestuosa que, desde el monte del Buen Tiempo, sigue hasta el de San Elias».

Pero tras la calma vuelve la tempestad y un nuevo incidente viene a enturbiar la tranquilidad de que gozan los expedicionarios, obligando a Malaspina a tomar partido. Sucede que el cacique Ankau, ataviado con sus galas guerreras pero con el temor reflejado en el rostro, avisa de que se aproximan dos grandes canoas repletas de indios de una tribu vecina y hostil. Solicita Ankau que los poderosos soldados españoles hagan una demostración de fuerza y dejen constancia clara de que son sus aliados frente a cualquier agresor que les perturbe.

«Desde luego determiné complacerles en lo que solicitaban y pasando a la playa opuesta, con don Ciriaco Cevallos, que a la sazón se hallaba conmigo, supliqué a éste disparase su fusil al aire luego que nos hallamos en paraje oportuno para ser vistos de la gente de las canoas: con esta señal prorrumpieron inmediatamente en el himno de paz…».

Como las buenas relaciones impuestas a sus hombres para con los indígenas no están reñidas con la precaución, el comandante dispone que durante un tiempo los ocupantes de la Atrevida se entrenen en el tiro al blanco, con la seguridad de que este ejercicio no podrá por menos de contribuir «muy mucho en la continuación de un trato tan pacífico como debíamos desearle».

Entre las muchas ocupaciones de los tripulantes de las corbetas destaca la de hacer acopio de aquellos utensilios y armas que merecen figurar en la colección del Real Gabinete, lo que motiva una enorme e inmediata provisión de utensilios de madera: muñecas, cucharas, canastillos de cocer, etc.

También destaca Malaspina un suceso que antropológicamente tiene su interés y que le acaece a un criado de la Atrevida, que había nacido en las islas Filipinas y que, desde el primer día de su llegada, había sido adoptado por los indios como uno de los suyos:

«… examinándole prolijamente en los cabellos, en el cutis, en las facciones de la cara y aun en diferentes miembros: le pidieron ahora que se quedase en la tribu y procuraban enterarse como es que estaba entre nosotros, y si había sido vendido o aprehendido; y finalmente, en este día procuraban ya llevarlo consigo cuando los oficiales, llegando oportunamente, les obligaron a dejarlo y abandonar esta idea».

Los intercambios de objetos no dejan de sorprender a Malaspina y escribe en su Diario una anotación plena de humor, lo que, tratándose de un hombre con un carácter tan severo, no resulta frecuente.

«Era un espectáculo bien singular y curioso, ver a la sazón una buena mitad de la tribu antigua y a algunos de la nueva, vestidos tan extrañamente con uniformes viejos de soldados, chaquetas de la marinería, gorros, pañuelos, camisas, calzones, etcétera, indistintamente de invierno o de verano, que sin duda hubieran causado la mayor novedad a una embarcación a cuyo bordo fuesen; y probablemente sospechase que un buque español hubiese sido asesinado en estas inmediaciones».

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Sepulcros del actual Ankau en Puerto Mulgrave. Brambila. Museo Naval. Madrid.

Alertado por Felipe Bauzá, que ha efectuado un ligero reconocimiento río arriba y regresado con una enorme provisión de fresas silvestres, Malaspina decide visitar el paraje llamado «de los entierros», según lo nombró el capitán George Dixon. Espléndidos dibujos de Suria y Brambila ilustran perfectamente el enorme impacto que les causa la visión de unos gigantescos tótems funerarios de madera, dispuestos a acoger el cuerpo de Ankau cuando se produzca su fallecimiento.

Las viviendas de los nativos, según narra el propio Suria, eran casas de tablones toscamente labrados y malamente construidas debido a la escasez de materiales. Estaban medio cubiertas de tierra, yerbas y otros materiales. Estas casas, llamadas barabaras por los indios, servían de cobijo a varias familias que vivían en cubículos separados. La sala común estaba siempre repleta de trastos y desechos que le daban un especial olor fétido y nauseabundo…

Y hablando del dibujante valenciano Tomás de Suria, vale la pena contar dos cosas que aparecen en su Cuaderno que contiene el Ramo de Historia Natural y diario de la Expedición del Círculo de Globo, inédito hasta el año 1936.

En una de las anotaciones sobre su primer encuentro con los nativos de Puerto Mulgrave, Suria los describe así: «Iban vestidos de pieles de varios colores que parecen ser de osos, tigres, león y algunas de venado y marmotas…».

Esa referencia a la piel de león sorprendió en su momento a algunos antropólogos ya que, al decir de ellos, la mencionada fiera no habitaba esas latitudes, de modo que difícilmente podían ir los nativos vestidos con sus pieles. Cosa sorprendente, el profesor Rey Tejerina, estudioso de la vida de Suria, afirma en una obra reciente que hace pocos años todavía se ha cazado algún león de la especie «cougar» en el sureste de Alaska…

En otra de sus exploraciones por Puerto Mulgrave en busca de nativos a quienes retratar, el pintor valenciano se quedó rezagado y solo en medio de los bosques. Al pronto, se vio rodeado por unos amenazadores guerreros que se mostraban cada vez, más enfadados con él. Cuando ya la situación se hizo francamente grave y los indígenas se disponían a matarlo después de haber formado un círculo a su alrededor, señal inequívoca de su funesta intención, Tomás de Suria dejó sus útiles de dibujo y se unió a sus perseguidores imitando sus gestos y sus bailes.

La astucia desesperada al parecer funcionó y los indios le perdonaron la vida. Todavía mejoró la situación cuando Suria volvió a tomar sus lápices y papel y se puso a hacerles caricaturas. Esto colmó de felicidad a los guerreros que, al verse retratados, se apresuraron a presentarle al bueno y recién casado de Tomás a media docena de mujeres para que las conociese carnalmente. Suria relata que su terror iba en aumento ante el nuevo y no menos peligroso giro que tomaba la situación y que, por fortuna, cuando la cosa volvía a ponerse negra porque no se decidía a aceptar el dichoso presente, llegó al poblado un soldado español que lo iba buscando, y éste pudo rescatarlo.

El 2 de julio de 1791, una vez bien abastecidas las dos corbetas, Malaspina inicia la empresa por la que se halla en tan maravilloso lugar: la exploración del abra que se descubre ante ellos y que, una vez más, podría tratarse del famoso paso del NO, tan ansiadamente buscado y nunca hallado.

En su reconocimiento, efectuado con las dos lanchas de las corbetas, pronto se topan con una canoa que transporta a un hijo del cacique Ankau, el cual se brinda a acompañarles y a mostrarles los alrededores.

Enseguida se percata Alejandro de la inutilidad de los esfuerzos en su búsqueda de un imposible.

«La poca fuerza de la marea y todas las respuestas del nuevo Ankau, ya nos convencía que no sólo no existía en estos parajes el paso deseado, sino que era muy corta [el abra] y ya casi terminada la internación de este canal: veíamos por otra parte guarnecida de un perpetuo hielo toda la orilla interna del O, lo que no pudiera tener lugar si las aguas, en algún tiempo del año, tuviesen una rapidez proporcionada, o a la comunicación de otro mar o a los recodos que suponía Lorenzo Ferrer Maldonado».

Antes de abandonar esta bahía, los españoles emplean varias horas tratando de encontrar a un marinero perdido, con antecedentes de deserción. Tras una larga búsqueda, el oficial Antonio Tova, el más aventajado políglota de la expedición, da con él y escucha sus explicaciones: había pretendido hallar el famoso e ignoto paso del NO intentándolo en solitario y caminando entre «riscos y hielos de una escabrosidad realmente difícil de imaginarse». Se da por cierta su buena voluntad y recibe el perdón.

Por último, y antes de marchar de aquellos lugares que tanto les habían frustrado, los expedicionarios dejan enterrada una botella con «la inscripción de nuestro reconocimiento, la fecha en que la habíamos efectuado y la posesión tomada en nombre de S. M., que acreditaba una moneda enterrada al lado de la botella». Pero no sin antes celebrar una ceremonia habitual en los exploradores de aquella época como es poner nombre a los lugares descubiertos: el puerto explorado resulta bautizado con el nombre de Desengaño, por motivos obvios; el abra externa recibe el nombre de Ferrer Maldonado, en homenaje al antiguo y mendaz navegante que, de alguna manera, dirige las pesquisas de Malaspina. Y la isla interna situada frente a la bahía toma el del naturalista Tadeo Haenke, que los acompaña en tan arriesgada misión. Una islita visitada al día siguiente se bautiza con el nombre de Antonio Pineda, naturalista que se había quedado en Nueva España.

De nuevo los nubarrones se vuelven a cernir sobre los expedicionarios: un incidente menor, ocasionado por el hurto de una chaqueta a un oficial, está a punto de originar un conflicto entre los españoles y los nativos. Quedan suspendidos, por este motivo y como medida de fuerza, los intercambios de objetos, lo que no agrada nada a los aborígenes. La actitud pacífica de los indios da paso de inmediato al resquemor y a la amenaza. Afortunadamente, los buenos oficios del cacique Ankau y la serenidad mostrada por los oficiales hispanos hacen que las aguas vuelvan a su cauce.

«Bien establecida la paz, quisieron los naturales, después de puesto el sol ratificarla aún con mayor solemnidad, y con este intento encendidos algunos fuegos sobre la orilla inmediata a las corbetas, emprendieron algunos bailes y festejos, los acompañaron de algunos cantos muy armónicos y alegres [que Tadeo Haenke no omitió de copiar inmediatamente y, como solía, en papel pautado] mezclando los indígenas con bastante frecuencia las voces de Atrevida y Descubierta, procurando dirigirse hacia los buques e imitando nuestro modo de llamar una y otra».

Pero las buenas relaciones, después de aquella grave tensión, han quedado resentidas y dura bien poco la tregua amistosa. El 5 de julio de 1791, un nuevo incidente, esta vez provocado por la actitud amenazante de los indios hacia los soldados que protegen el cuarto de círculo que sirve para las mediciones astronómicas, está a punto de originar un conflicto de consecuencias imprevisibles. Comoquiera que el cacique Ankau se encuentra a bordo de la Atrevida para continuar con los intercambios, Malaspina ordena que se le aprese y la artillería permanezca dispuesta para hacer fuego si las cosas se tuercen.

Mientras, el comandante de la Descubierta, junto con un oficial y cuatro soldados armados, se embarca en un bote y se dirige hacia la costa donde tiene lugar el enfrentamiento que venía gestándose desde hacía un tiempo. Procura evitar el choque y ordena retroceder a los soldados que, con la bayoneta calada y un tanto asustados, se llevan los instrumentos geográficos ante la mirada llena de odio de los nativos.

La situación empeora minuto a minuto y así queda reflejada en el Diario de a bordo:

«Resistían los naturales retirarse y manifestaban en sus posturas y rostros (ya bien conocidos) el deseo de usar de sus puñales si se les presentase una ocasión favorable, todas las canoas se habían retirado de las corbetas y, al mismo tiempo, veíamos aproximarse algunos por la parte de la laguna y casi al abrigo de algunos árboles; mientras, de la Atrevida me avisaban de que ya toda la tribu armada se encaminaba hacia nosotros. Procuré dirigirme con algún imperio a un indio de los más alentados, y enseñándole el fusil le exigí que se retirase; pero éste sólo retrocedió dos o tres pasos y, sacando su puñal, me manifestó que él tampoco estaba sin armas y que no temía: en balde, a la sazón, Ankau, detenido en la Atrevida contra su voluntad, gritaba a los suyos que se retirasen, y les avisaba de estar la artillería pronta para ofenderlos; en balde, nosotros mismos, bien unidos y bastante fuertes, les decíamos que se retirasen: insistían en su primer ánimo y más bien redoblaban su furor ciego, llegado al punto de presentarse un natural pecho a pecho contra don Cayetano Valdés, quien tenía listo su fusil y bayoneta: ya pues en este trance me pareció oportuno al mismo tiempo acelerar el embarco del Cuarto de Círculo sin detenerse en encajonarlo, y avisar a Bustamante que hiciese disparar un cañonazo sin bala mientras nosotros nos aproximábamos, en buen orden, ya paulatinamente a la orilla.

»Al estruendo miraron todos en torno para ver el daño acaecido; el Ankau solicitó que no se dirigiese la puntería a las chozas y algunos parecieron determinados a retroceder; pero muy luego, volviendo a cobrar aliento, uno de ellos, que nos seguía de cerca, empuñó con noble audacia el arma y gritó al Ankau que pusiese su persona a salvo y “vería cuál era su poder contra nosotros”».

Casi mejor que la espléndida narración en su Diario es el dibujo que nos dejó Suria de la gravísima situación: en él se contempla en segundo plano a las dos corbetas ancladas en la bahía y, en primer plano, a un pelotón apuntando con sus fusiles a los indios, que les amenazan con puñales, arcos y flechas.

Los marinos españoles retroceden, pues, y con los fusiles prestos a hacer fuego embarcan en los botes y suben a bordo de las corbetas. La situación ha ido poco a poco mejorando. No obstante, y comoquiera que las lanchas enviadas a hacer la aguada al mando de Ciriaco Cevallos todavía no han regresado, Malaspina considera inoportuno liberar, de momento, al cacique Ankau.

En cuanto tornan los aprovisionadores de agua, permite a Ankau que se reúna con los suyos. El cacique, agradecido y en clara muestra de señal pacífica, devuelve a los expedicionarios «un par de calzones que habían quitado diestramente a un marinero en el segundo día del corte de leña». Este hecho también queda inmortalizado en un dibujo atribuido a José Cardero, pero posiblemente realizado por el maestro Suria, en el que se contempla al cacique, montado en su canoa, haciendo ostensibles gestos de paz mientras enarbola los pantalones del despistado marinero.

Todavía con el susto en el cuerpo por el grave suceso vivido, Malaspina describe en su Diario la increíble situación que se produjo tras esos momentos de tensión, ya felizmente superados.

«Después de esta formalidad, cesó de nuevo toda desconfianza, y no pasó una media hora que se hallaba a nuestro costado proponiendo una piel o cualquier otra friolera, los mismos individuos que, al medio día, despreciaban su vida por el solo placer o de ultrajarnos o de defendernos».

Tras la tempestad, pues, vuelve la calma. Una vez que las corbetas están listas para hacerse a la mar, los indios se aproximan en gran cantidad en busca del penúltimo intercambio con los españoles, rebajando mucho sus pretensiones, «que hasta aquí habían sido excesivas, particularmente por lo que toca a las hachas y a los vestidos».

Como anécdota final de la complicada estancia de la expedición en Puerto Mulgrave, Malaspina deja escrita una de sus últimas anotaciones en aquellos lugares, bien significativa y curiosa: una mujer que seguía en una canoa a las corbetas y que llevaba un niño en brazos, mientras los españoles comenzaban a salir del puerto empieza a quitarse, uno a uno, los diversos pedazos de pieles que lleva como vestido y a lanzarlos a los tripulantes. Ellos, agradecidos y en justa correspondencia, le envían cascabeles y otras baratijas para su hijo. La mujer no ceja en sus muestras de cariño y va desvistiéndose paulatinamente y arrojando a los marineros todas las piezas de piel que la cubren, hasta quedarse totalmente desnuda.

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Caciquede Mulgrave pidiendo la paz a las corbetas. Cardero. Museo de América. Madrid.

«Puede imaginarse que últimamente quedó de nuestra parte la superioridad de esta contienda, bien que sin mengua de la justa admiración que debía producirnos la conducta de la mujer».

Julio, 6; 1791. — «No bien había salido el sol, con semblante hermoso y vientecito galeno del ONO, cuando empezó la marea a declararse favorable…». Palabras que describen la salida de Puerto Mulgrave en dirección a Nootka, el establecimiento español más septentrional de Norteamérica y que había pasado momentos muy difíciles con el enfrentamiento entre las Coronas hispana y británica por su soberanía. Atrás quedan Puerto Mulgrave y la Bahía Desengaño, que hoy en día conserva su nombre convenientemente traducido al inglés, Disenchantment Bay.

Con la convicción de que el famoso paso de Ferrer Maldonado tan sólo ha existido en la imaginación de éste y en la ingenua credulidad del tal monsieur Buache, los expedicionarios dicen adiós a aquellas tierras, tan bellas y tan salvajes, tan inhóspitas y tan hospitalarias.

No obstante la pérdida de tiempo que les ha supuesto subir más allá del paralelo 60 norte, Malaspina sigue empeñado en inspeccionar la costa americana que se halla por debajo de esa latitud, ya que ni los navegantes españoles que en la segunda mitad del XVIII se adentraron por estas aguas (Bodega y Quadra, Arteaga, Mourelle y Fidalgo, entre otros), ni los ingleses (Cook, Portlock, Dixon) se habían dedicado a reconocerla con detenimiento.

Tras unos días de dura contienda con los vientos de la zona, que llegan a partir «por la cruz la verga del velacho» de la Descubierta, las corbetas avistan tres canoas repletas de indígenas, «naturales de las serradas, con piel de lobo», que en actitud pacífica les piden a voz en grito que amarren al abrigo de la isla Montague, justamente cruzada por el paralelo 60 N. Los expedicionarios hacen caso omiso de esa petición, pero indican por señas a los nativos que suban a bordo para intercambiar las bellísimas pieles de nutrias que muestran por objetos de hierro que, a su vez, ellos les enseñan desde a bordo. Resulta inútil, porque los indígenas, tal vez escarmentados en alguna otra ocasión, se niegan repetidamente a abandonar sus barcas.

Contrariamente a lo sucedido con la exploración geográfica, las mediciones de los científicos españoles sí tienen éxito y resultan casi perfectas: al doblar el extremo SO de la citada isla Montague, conocida por los españoles como isla de Quirós, la latitud comprobada es de 59º 47’ norte.

Días después, la expedición se aproxima al cabo Español (Hinchinbrook en las cartas inglesas del XVIII y en las actuales), en la misma isla Hinchinbrook, bautizada por los españoles como isla Magdalena. Las islas de Montague e Hinchinbrook se encuentran situadas al sur de Valdez, lugar al que dio nombre Malaspina en homenaje a su amigo el ministro de Marina Valdés. Hoy día, en la ciudad de Valdez [con z final en lugar de s] se encuentra la terminal del gran oleoducto que, con más de mil kilómetros de longitud, transporta a través de Alaska el petróleo del Ártico.

Malaspina se convence cada vez más de la pérdida de tiempo que ha supuesto la búsqueda del inexistente paso de Ferrer Maldonado, que ya ha abandonado de manera definitiva.

«Si nuestras tareas actuales no nos dan siquiera la complacencia de poderlas considerar como importantes para los progresos de la geografía, puedan a lo menos evitando en lo venidero nuevos discursos sobre la existencia de un paso hacia estos paralelos, no aventurar más en semejantes pesquisas un número no indiferente de vidas y de caudales».

La navegación de las corbetas sigue su curso favorable y después de haber dejado muy atrás el glaciar que lleva el nombre de Malaspina, situado por encima de los 59º norte, el día 3 de agosto de 1791 avistan el extremo oriental de las islas de la Reina Carlota, emplazadas a la altura del paralelo 54 N. Es entonces cuando Alejandro decide, de una vez por todas, poner rumbo directo a Nootka.

Su último avituallamiento se ha producido en la ensenada de Bucareli, situada en los 55º 15’ de latitud norte. Esta bahía había sido uno de los lugares más queridos y visitados por los navegantes españoles del siglo XVIII. En su ensenada y aledaños se conservan aún hoy más de cien topónimos de origen español que nos recuerdan la presencia hispana por aquellas tierras. El topónimo honra a fray Antonio María Bucareli y Hursúa Henestrosa, que hizo el número cuarenta y seis de los virreyes españoles de Nueva España (entre 1771 y 1779), y primer impulsor de los últimos descubrimientos españoles en América.

Agosto, 12; 1791. — Las corbetas, que han pasado la noche frente a la costa, levan anclas antes de amanecer. Se hallan en las proximidades de la pequeña isla de Nootka, situada en la parte occidental de la actual gran isla canadiense de Vancouver. A pesar de que las separan del litoral cuatro o cinco millas, varias canoas indias se han acercado con el ánimo de intercambiar «más bien objetos de pesca que de comercio».

La proximidad del asentamiento español ya se hace notar y Malaspina anota en su Diario, tras entrevistarse con los aborígenes:

«… no les era extraña la bandera, el idioma y nuestras costumbres, ni ignoraban los nombres de los comandantes Martínez y Eliza: nos hicieron comprender que en el puerto sólo había una embarcación nuestra…».

A tan sólo un tiro de piedra del puerto de Nootka, por debajo de los 50º norte, Alejandro no puede evitar emocionarse al ver «tremolar la bandera nacional en un altito»: «No ignorábamos de antemano la existencia de un establecimiento nuestro en estas costas; no ignorábamos cuántos caudales se habían derramado y cuánta sangre pudo haberse esparcido para sostener su legítima posesión…».

Nootka. — En ausencia del comandante de la base, Francisco de Eliza, que se hallaba de servicio, la guarnición española estaba al mando de Pedro Alberni, capitán de la Compañía de Voluntarios de Cataluña. (Es muy frecuente ver a hombres con la típica barretina catalana en los múltiples dibujos que han quedado del paso de la expedición por aquel lugar). Por su parte, el alférez de navío Manuel Saavedra comandaba la fragata Concepción, que se encontraba anclada en el puerto. Ambos oficiales disculpan la ausencia forzosa del teniente de navío don Francisco de Eliza, en misión de reconocimiento por la costa de los alrededores.

Después de realizar las operaciones que implicaba la arribada de corbetas a cualquier puerto, los expedicionarios se sorprenden al comprobar que los nativos se muestran remisos a acercarse a unos españoles recién desembarcados: «a los tres días de nuestra llegada aún no había aparecido ninguno».

Al poco, sus deseos comienzan a verse cumplidos: «el cacique secundario Tlupananú» se aproxima con timidez y se le agasaja muy convenientemente mientras Tomás de Suria le hace un espléndido retrato. Pronto, otros dirigentes siguen los pasos de Tlupananú y mantienen largas conversaciones con los españoles a los que cuentan, para impresionarles, la gran extensión que tienen sus territorios y el enorme poderío de sus fuerzas. Pero, a pesar de esas amigables y larguísimas charlas, no se termina de traspasar la barrera que parece interponerse entre los representantes de ambas culturas.

Mientras tanto, Malaspina ordena que se preparen las dos grandes lanchas de la Descubierta y de la Atrevida, y que sus hombres se dispongan a reconocer las costas adyacentes, bajo el mando de los tenientes Espinosa y Cevallos: «Se ignoraba aún la internación de muchos canales de este archipiélago, entre los cuales no pocas conjeturas afianzaban la existencia de uno, u otro, que comunicase con otros puertos al sur, y tal vez con los canales internos a la entrada de Fuca: finalmente, la navegación última del capitán americano Kendrik, que había saltado por canales internos al puerto de la Esperanza; y los reconocimientos no bien perfeccionados por el comandante Eliza, suministraban nuevos objetos útiles para las tareas de nuestras lanchas».

Una vez comenzadas las obras de reparación y las tareas de abastecimiento, Malaspina ordena a sus hombres la fabricación de algo bien curioso:

«Una mediana cantidad de cerveza sacada de la hoja del pino, que con los franceses llamaremos sapineta para que sirviese al mismo tiempo de utilidad a nuestra salud y de enseñanza a los del Establecimiento, para un remedio bien eficaz y agradable en el próximo invierno…».

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Puerto de Nootka (con la bandera española ondeando en el fortín). Cardero. Museo de América. Madrid.

Ni que decir tiene que a la guarnición de Nootka le viene de perlas el auxilio que le prestan los expedicionarios al poner a su disposición las fraguas y los herreros que llevan a bordo, pues los españoles acuartelados allí «tenían en muy mal estado así las armas como los utensilios de labranza y demás menesteres de la vida sociable». Los expedicionarios también entregan a la tropa catalana que protege Nootka medicinas, ropas, alimentos y vino en grandes cantidades.

Mientras tanto, los distintos pintores de la expedición, singularmente José Cardero, no cesan de dibujar paisajes, objetos y personas de aquel territorio, que han pasado a las extraordinarias colecciones madrileñas del Museo Naval o del Museo de América.

Las relaciones con los indígenas parecen mejorar poco a poco. Hasta el mismísimo y todopoderoso cacique Macuina se ha dignado visitar a los españoles, «si bien manifestase en su rostro no poca desconfianza». Malaspina escribe en su Diario que Macuina tiene bastante interés en vender una niña india a los tripulantes de la fragata Concepción. Más tarde se entera de que los españoles solían adquirirlas a los indios a cambio de «dos fusiles, o con una o dos planchas de cobre».

Como quiera que esta extraña situación intriga a Malaspina, pronto se apresura a investigarla y aclararla en su Diario.

«Esta especie de cambios, demasiado ligada estrechamente con las ideas de religión, de moral y de política, para poderse discutir en pocos renglones, era a la sazón bastante introducida en nuestro Establecimiento, y se contaban unos veintidós niños de ambos sexos que, o se habían transportado a San Blas o estaban próximos a transportarse, confiados a su educación o manutención venidera a uno u otro de los individuos de los buques de S. M. siempre elegidos entre los que acreditasen una buena familia al hallarse casados en el Departamento».

El 25 de agosto las lanchas regresan de su reconocimiento. Tanto Cevallos como Espinosa llegan muy satisfechos de los ocho días de exploración por parajes próximos. Han alcanzado el puerto llamado de la Esperanza y se han podido percatar de las peculiaridades físicas de aquel territorio.

«Hasta cinco canales o brazos, no más anchos por lo común que un tercio de milla, se internan por diferentes rumbos terminando en unas ensenadas pequeñas, elegidas por los Naturales para otras tantas poblaciones o rancherías: los dos canales del ENE y E, cuyos principios había reconocido el capitán Cook, terminan en los pueblos de Tlupananúc; y el canal que conduce al puerto de la Esperanza se ramifica al N en otros tres, de los cuales, el primero, o más oriental, va a parar al Tasis, residencia del soberano Macuina; el segundo, se dirige al pueblo del jefe subalterno Natzapé; y el tercero, aunque no de menor extensión, parece sin embargo tener desiertas ambas orillas y la ensenada del fondo…».

Según el relato de Cevallos y Espinosa, en un principio los nativos les recibieron con semblante hostil, y el mismísimo Macuina no cejó en sus gestos precavidos ni aun cuando ambos oficiales saltaron de las lanchas y se acercaron, en solitario y a pecho descubierto, hacia él. Cuentan que Macuina se había cuidado de advertirles claramente que él también era un hombre muy poderoso: mostrándoles «un armero con quince fusiles que les obligó a ver delante de su puerta, y bien custodiados por un indio…».

Poco después, Macuina abandona sus actitudes belicosas y convida a los dos oficiales a penetrar en su choza, donde les presenta a su esposa favorita, hermana de Natzapé: «era ésta una joven de 20 a 25 años, y en su agrado, color y facciones, capaz de sobresalir en cualquier parte, aun en donde estén bien determinadas las ideas de la hermosura». Macuina también les enseña su fabuloso tesoro de barras de cobre y, para terminar de demostrarles su afecto, permite que le acompañen a visitar a su suegro, Naztapé. Finalmente, les sigue a bordo de las lanchas, donde resulta convenientemente agasajado, tal como él esperaba.

Ni que decir tiene que a partir de aquella visita, la amistad entre Macuina y los expedicionarios queda sellada para siempre.

En la mañana del 27 de agosto, se recibe con todos los honores a bordo de la Descubierta al cacique Macuina. Es una visita largamente ansiada por el comandante Malaspina ya que, próximos a zarpar, desea sentar las bases de un futuro entendimiento entre las tribus de la zona y los españoles que permanecen en la guarnición del establecimiento de Nootka.

Macuina es obsequiado con varias tazas de té; las toma con semblante alegre y, curiosamente [¿una influencia británica anterior, tal vez?], parece familiarizado con la infusión.

Al poco, se lamenta de no haberlos podido visitar más que en contadas ocasiones. La explicación del cacique supremo es que se encontraba sumamente agotado y la culpa la tenía Malaspina al haber amarrado las corbetas en el lugar donde él solía pescar. Por esa causa, se encuentra algo «débil y extenuado, cuanto mayores habían sido anteriormente sus fuerzas y su destreza hasta el punto de atacar él sólo una ballena para arponearla».

Su relato termina de convencer a un interesado Malaspina, que lo colma de obsequios: «dos velas para canoa, cuatro cristales de ventana, una plancha de cobre, algunas varas de paño azul y unas pocas piezas de quincallería» son los regalos que se le entregan en la Descubierta.

A cambio, Macuina contenta a Malaspina y ratifica la cesión del terreno donde se asienta la base española, negocio que, según sus propias palabras, ya había hecho anteriormente con los españoles y no con los ingleses. El cacique, muy agradecido por los regalos recibidos, asegura que se «abría entre unos y otros una paz duradera».

Tras conseguir cumplir gran parte de sus objetivos en aquel territorio, aunque no el descubrimiento del famoso paso, Malaspina da por finalizada la estancia de las corbetas y, el día 28 de agosto de 1791, se hacen a la vela, rumbo sur, hacia Monterrey, San Blas y Acapulco, desandando el camino recorrido meses atrás.

Al poco de zarpar, se cruzan con un velero que enarbola la bandera norteamericana. Le corresponden con sentido de la cortesía entre navegantes izando la enseña nacional. Tras este acto protocolario y amistoso, la expedición sigue su camino meridional, rumbo a México, al calor, a la fiebre y a los mosquitos.

El día 4 de septiembre, al disiparse la intensa niebla que últimamente los ha acompañado en su ruta, se dan casi de bruces con una costa llena de barrancos y cubierta de manchones blancos de arena, territorio que se apresuran a situar entre los cabos Perpetua y Flattery, actualmente sitos en el estado norteamericano de Washington, fronterizo con el territorio canadiense.

Las enormes ballenas que en gran cantidad nadan junto a las corbetas les parecen mayores en tamaño y número «a las que habíamos advertido en latitudes más altas».

Al amanecer del día 6, los expedicionarios divisan el cabo Mendocino, situado un poco por encima del paralelo 40 N y próximo a la ciudad de San Francisco. Malaspina, al contemplar de cerca aquel famoso accidente geográfico, tan vital para el curso y orientación de los veleros, no puede evitar recordar un poco de historia de la navegación española que tan perfectamente conocía.

«El cabo Mendocino debe considerarse como el verdadero término de los reconocimientos de Sebastián Vizcaíno […] Por nuestra parte, como para lustre de aquel navegante esclarecido, hemos empezado a restituir el nombre de cabo Mendocino al extremo norte del frontón de tierra bermeja que los modernos llaman Punta Gorda; y hemos distinguido el otro extremo con el nombre de cabo Vizcaíno, ya que no cediendo la modestia a la habilidad de dicho almirante, ningún punto en la costa se hallaba ilustrado por él con su apellido».

Con la exactitud que caracterizaba las mediciones geográficas realizadas por la expedición, fijan la situación del cabo Mendocino a una latitud norte de 40º 20’.

Los navegantes españoles contemplan cómo, en los siguientes días, la neblina que cubre la costa se destapa muy ligeramente, lo que les permite cruzar entre los altos «farallones de San Francisco y la costa firme», y dedicar «las restantes horas de la tarde» a un reconocimiento exhaustivo de los «mismos farallones y de la boca del puerto, comprendidas sus inmediaciones al O hasta la Punta de Reyes y hacia el SE hacia la Punta de Almejas».

Malaspina nos recuerda en su Diario la forma de navegación que ha venido poniendo en práctica hasta esos momentos y en los más de dos años de expedición:

«Nuestro método acostumbrado de navegar nos había preservado de todos aquellos incidentes a que está naturalmente sujeta una embarcación constituida a no separarse jamás de la costa; y de una costa no bien reconocida: a una suma vigilancia, a un aparejo no excesivo, y a unos rumbos regularmente precavidos en todas las horas de la noche, agregábamos también el uso constante de la sonda, y combinábamos todas las noticias y reconocimientos de los navegantes que nos habían precedido, pesándolos y comparándolos siempre que la ocasión nos lo proporcionase; el derrotero de Vizcaíno no había podido aún compararse con esta prolijidad pues el cabo Mendocino era el único paraje, hasta aquí, en el cual recayese sus descripciones y por lo que toca a estas latitudes hallábamos en ellas un error considerable, aunque nada extraño según los instrumentos que para este fin se empleaban en el siglo pasado».

Pero, a pesar de sus precauciones, la intensa niebla y el despiste de un piloto que les habían recomendado en Nootka hace que las dos corbetas estén a punto de embarrancar en la costa. Al fin, y después de algunas otras pequeñas peripecias, el 13 de septiembre de 1791, la expedición española recala en el puerto californiano de Monterrey, a unos 37º de latitud norte y situado a caballo entre las ciudades de San Francisco y de Los Ángeles.

Monterrey. — Ahora, Malaspina comprende, más que en ningún momento de su reconocimiento de la costa norteamericana, la necesidad de buscar un puerto de atraque que sustituya al de Monterrey para las naves que provienen de Filipinas, y pasa a enumerar los inconvenientes de este último:

«Una entrada bien dudosa por falta de observaciones y de la vista de tierra, un cielo constantemente triste y neblinoso, las inmediaciones harto peligrosas de la Punta de Pinos; finalmente la misma disposición del fondeadero, cuyo extremo del norte mal podía abrigarle de los vientos reinantes…».

Al mismo tiempo, el comandante de la expedición describe las precarias condiciones en que se halla la reducida guarnición española:

«El presidio Monterrey, residencia del gobernador de la provincia, se compone de un cuadrilongo cerrado y fortificado, en el cual habita una compañía de 63 hombres de a caballo, con Teniente y Alférez, habiendo lugar, aunque con alguna estrechez, para que cada uno viva con su mujer e hijos. Inmediato a la Marina está un pequeño almacén, sin duda dispuesto para el uso de los buques del departamento de San Blas, que con diferentes objetos arriban anualmente a la rada; y no dista más de dos leguas hacia el SE la misión de San Carlos, que sobre el río Carmelo reúne bajo la dirección de los padres Franciscanos, un número crecido de Indios atraídos a la religión y a la vida sociable».

Sobre lo obligado de su estancia en Monterrey, Malaspina se apresura a dejar bien sentados los objetivos que allí pretende alcanzar: dar un buen descanso a la tripulación, que bien merecido se lo tenía; esperar a que amainase la estación «lluviosa y malsana de las mismas costas de Nueva España»; y describir, con la mayor fidelidad posible, estas costas californianas, «para que su arrimo no fuese en lo venidero ni remotamente peligroso, y examinar por qué parte podía esta Provincia, hasta aquí muy gravosa a la Real Hacienda, refluir hacia la felicidad general…».

En Monterrey, los expedicionarios, libres de pesadas obligaciones, se relajan y lo pasan en grande. Como quiera que disponen de caballos, pueden acercarse siempre que lo deseen a la vecina misión franciscana de San Carlos. Además, en el patio del presidio se organizan diariamente unos espectáculos, llamados eufemísticamente «corridas de toros», donde unos novillos juegan con unos marineros que se lo toman muy a pecho.

«Explayando cada uno a su albedrío los estímulos o de la prudencia, o de la agilidad, o un cierto amor al peligro…».

La excesiva relajación da lugar a unas tremendas borracheras que, amenazando el buen ambiente, obligan a Malaspina a prohibir terminantemente la venta de alcohol.

Alejandro también recaba información de primera mano del paso por Monterrey de la expedición de La Pérouse y de Langle. Al parecer, las relaciones con las tropas españolas fueron muy cordiales y en su despedida aquéllos dejaron un obsequio para la misión de San Carlos, en forma de una pequeña máquina para moler el trigo.

Los expedicionarios españoles, amén de nutrir sus colecciones de plantas y animales de la zona, tratan de comprender la lengua y costumbres de unos indios que parecen muy distintos a los que habían tratado anteriormente.

«Todo parecía confirmar que estas Naciones podían considerarse como de las más estúpidas y escasas de las que habitan el Globo, en nada parecidas a las que habíamos visitado en el norte de Nootka, y seguramente mal dispuestos para un progreso rápido en la civilización…».

En el Monterrey californiano se encuentran, también, con el teniente de navío Francisco Eliza, que se había visto obligado a fondear en aquel puerto. Un encuentro amistoso y un cambio de impresiones sobre la situación política en Nootka ponen fin a la estancia de la expedición Malaspina en el pequeño puerto del Pacífico.

El 25 de septiembre de 1791, una vez que han manifestado su agradecimiento a los habitantes del presidio y a los de la inmediata misión franciscana de San Carlos, la tripulación de las dos corbetas emprende las maniobras para hacerse a la mar rumbo al sur.

La costa de California, desde Monterrey hasta el cabo Mendocino, había sido perfectamente reconocida por el navegante español Sebastián Vizcaíno, al que Malaspina no duda en dedicar los mayores elogios. Itinerarios perfectamente trazados y descritos permiten a los navegantes españoles, a pesar de la dificultad de la neblina que no les abandona ni de noche ni de día, avistar a lo lejos el presidio de Santa Bárbara, en el canal del mismo nombre, dejando a su derecha las islas de San Miguel y Santa Rosa, «pobladas con indios industriosos entre los cuales nuestros misioneros han hallado muy buena acogida y arraigado, al mismo tiempo, la religión, la industria y la agricultura».

En vista de que el tiempo se presenta muy tormentoso, abandonan la primitiva idea de atracar en el puerto de San Diego y, aprovechando los vientos nocturnos, enfilan hacia la isla de Guadalupe, por debajo de los 30º de latitud norte:

«Cuya posición exacta miraba como muy importante por el punto común de recalado de los que navegan de Asia a las costas occidentales de la Nueva España».

El 1 de octubre de 1791, la isla de Guadalupe, perteneciente en la actualidad al territorio de México, se encuentra rodeada de una densa calima que amenaza con hacer imposibles las tareas astronómicas y geodésicas. Pero la suerte sonríe a los navegantes españoles y, al poco, el sol despeja la neblina. En algo más de medio día, Malaspina ha reconocido con toda exactitud la Guadalupe y pone proa hacia el puerto de San Bartolomé, en la isla de la Natividad, primera de sus escalas costeras hasta el cabo San Lucas.

«La Guadalupe puede verse desde la cubierta a distancia de unas trece o catorce leguas, siendo bien elevada, particularmente por la banda del norte: sus orillas son escarpadas y sin abrigo alguno; ni en toda la parte del oeste se deja apercibir el menor rastro de vegetación, debiendo ser las aguas sumamente escasas en este clima…».

Una vez separados de la costa, y después de haber dejado atrás la extensa bahía de Sebastián Vizcaíno [navegante extremeño a pesar de su apellido y hombre dotado de una gran inteligencia], Malaspina rinde tributo a tan excelso marino. Vizcaíno, a comienzos del siglo XVII, comandó una expedición científica que reconoció en forma minuciosa las costas americanas: desde el cabo San Lucas, en el extremo sur de la península de la Baja California, a unos 23º de latitud norte, hasta el cabo Mendocino, pasada la bahía de San Francisco, y cruzado el paralelo 40 norte:

«Pudimos en esta ocasión ratificar de nuevo la exactitud de Sebastián Vizcaíno en la descripción de esta costa», y añade seguidamente: «y seguramente debía causarnos más bien envidia que admiración ver en una época tan temprana de la navegación y la hidrografía descritos con tanta puntualidad…».

Una vez cruzado el paralelo 25 N, el Morro de San Lázaro que vigila la entrada de Bahía Magdalena, en la Baja California, se presenta ante los expedicionarios en todo su esplendor. Es en este instante cuando Malaspina comunica a Bustamante la necesidad de que las dos corbetas separen sus trayectorias: continuarán, juntos, ruta hacia el cabo San Lucas, pero, mientras que la Descubierta se dirigirá a San Blas, la Atrevida marchará directamente hacia el cabo Corrientes, que custodia la espléndida bahía de Puerto Vallarta, tan de moda en la actualidad.

El comandante, siempre preocupado por la salud de su tripulación, hace un somero repaso a los cuidados que dedica a sus hombres para evitar las enfermedades de sífilis y tercianas, tan comunes por aquellas latitudes:

«Las consecuencias de un calor tan excesivo no podían ser sino funestas: bien nos habíamos precavido desde muy temprano añadiendo a todas las precauciones diarias el uso de los gazpachos por cena, el refresco a las tres de la tarde de la Chicha o agua de maíz fermentado…».

Cerca del paralelo 20 N, y ya sobrepasado con mucho el cabo de San Lucas y, por lo tanto, habiendo perdido de vista a la Atrevida, la corbeta Descubierta se aproxima a las islas llamadas de las Tres Marías, con el propósito de atracar en ellas y proceder a mediciones y reconocimiento. Todo esto habría de ser efectuado antes de entrar en el cercano fondeadero de San Blas, muy próximo a la actual población de Tepic [cuna del poeta Amado Nervo y ciudad fundada en 1531], donde habitualmente se refugiaba gran parte de la guarnición española cuando, en época de lluvias, el desbordamiento de los esteros lindantes dejaba a San Blas totalmente incomunicado por tierra.

Entre los objetivos que Malaspina se marca durante esta escala de San Blas figura, especialmente, debatir con el comandante Bodega y Quadra los reconocimientos hechos por el marino limeño hasta ese instante hacia el NO «para la cabal descripción de la costa y la construcción de buenos derroteros». Al mismo tiempo, quiere reunirse con la goleta que debería, junto con la Descubierta, reconocer la costa de Tecoantepeque [golfo de Tehuantepec, próximo a Guatemala].

Ninguna de ambas cosas va a conseguir Malaspina, temeroso por lo pronto de bajar a tierra debido a «la insalubridad excesiva del clima» y la abundancia de mosquitos, llamados por allí jejenes o «perjuicios». Tan inhóspito resulta el lugar que el oficial Arcadio Pineda, hermano menor del naturalista Antonio, dejará testimonio de un lúgubre panorama: el clima le parece terrible, los habitantes semejan cadáveres y las casas son miserables.

Bodega y Quadra, además, ha sido llamado a México por Revillagigedo. Aunque Alejandro ignora por aquel entonces el motivo, más tarde sabrá que se le ha nombrado mediador en el conflicto de Nootka, como representante de España. Por parte británica, se le había encomendado similar misión al navegante George Vancouver. También se enteraría posteriormente de que, tras varios meses de infructuosas gestiones, Bodega y Vancouver rompieron las negociaciones. No obstante, y dado que se habían hecho muy buenos amigos, de mutuo acuerdo y con el consentimiento de sus gobiernos respectivos decidieron bautizar el extenso territorio junto a Nootka como de Quadra y Vancouver. El paso del tiempo y el peso de la Historia ha dejado únicamente vivo el nombre del navegante inglés: isla de Vancouver. Al parecer, fue el geógrafo inglés Richards el autor del bautizo. Hoy en día apenas queda rastro de la presencia española durante varias décadas en aquel pedazo de tierra canadiense.

Para mayor contrariedad del comandante Malaspina, la goleta prometida para el reconocimiento de la costa guatemalteca tampoco se encontraba allí.

Se aprovecha esta demora imprevista para enviar al ministro Valdés, vía México, noticia de todos los principales sucesos acaecidos hasta entonces, especialmente una Carta Esférica, con el detalle de las costas reconocidas entre la isla Montague y el monte San Jacinto o Edgecumbe, «para que se disipasen las dudas de la existencia del paso al Atlántico indicado por Ferrer Maldonado y apoyado por el señor de Buache».

Se contacta, además, con los primitivos viajeros Pineda y Galiano, residentes por aquel entonces en México capital, para concretar los detalles y la fecha de su reunión con la expedición en Acapulco antes de iniciar la travesía hacia las Filipinas.

Debido a la insalubridad del territorio, a Malaspina no le parece oportuno establecer el observatorio en tierra y decide instalarlo a bordo de la Descubierta, donde continúan las mediciones. Ya José de Gálvez sufrió en sus carnes lo inhóspito de aquel territorio cuando en 1773, cuatro años después de su fundación, se vio obligado a trasladar su emplazamiento al cerro de San Basilio por el elevado índice de mortandad que las tercianas causaban entre la escasa población.

En la tarde del 11 de octubre, llega a San Blas, por fin, el teniente de navío Salvador Fidalgo, que se hallaba ausente en una misión. De inmediato, Malaspina le reclama y pone sus anotaciones cartográficas sobre la mesa. También requiere a Fidalgo que haga lo mismo con las suyas, realizadas el año anterior en su desplazamiento a las costas del Príncipe Guillermo, de la Ría de Cook y de la isla Codiak, «pues que yo había omitido algunos reconocimientos que pudieran echarse de menos para la decisión del Paso de Ferrer Maldonado, si Fidalgo no los hubiese verificado en el año anterior».

Los dos marinos departen durante varias horas, que a Alejandro le parecen cortas. Malaspina escribe en su Diario, agradablemente sorprendido, que Fidalgo le deja su propio cuaderno de anotaciones para que copie o extracte lo que necesite. Además, la felicidad del comandante parece completa cuando adquiere algunos planos pertenecientes a los pilotos Tovar y Pantoja, «los cuales o bien por lo que toca al Seno de California, o a algunos trozos de la costa exterior, parecían ya perfeccionados sobre muchos reconocimientos exactos».

Dos días de conversación son suficientes y, en la tarde del 13 de octubre de 1791, Malaspina ordena hacerse a la mar, entre una espantosa tormenta eléctrica. La misma turbonada hincha las velas e impulsa la Descubierta en dirección a Acapulco.

Pasando ante Zihuatanejo y después de examinar sus inmediaciones, Malaspina sentencia que difícilmente ese puerto puede ser, algún día, útil para la navegación, «cuando se halla a sotavento y a tan corta distancia de Acapulco». Tan corta que en la tarde del 18 de octubre de 1791, al doblar la isla del Grifo, Malaspina divisa a la Atrevida fondeada en el puerto de Acapulco. A las nueve de la noche de ese mismo día, ambas corbetas vuelven a reunirse.

De nuevo en Acapulco.— Con enorme alegría describe Malaspina en su Diario lo mucho que representa para él y para el desarrollo de la misión su segunda estancia allí: «los montes estaban vestidos de un verde hermoso», en contraste con el color agostado del mes de abril; la arribada coincide con el fin de muchas de las tareas encomendadas, especialmente la compleja del reconocimiento costero para comprobar la existencia del paso de Ferrer Maldonado; muy pronto, además, se producirá el reencuentro con dos de los compañeros ausentes, Galiano y Pineda; recibirán, de inmediato, el dinero y las harinas solicitadas desde San Blas con objeto de iniciar su ruta hacia las islas Filipinas; se habilitará la goleta que deberá ayudarles en su reconocimiento de las costas de Guatemala y Tehuantepec; se repararán las embarcaciones, tanto las dos mayores como las menores; finalmente, se repetirán las pruebas de oscilaciones del péndulo para determinar la fuerza de la gravedad terrestre, cuyos resultados en la anterior escala de abril no les parecieron ni medianamente satisfactorios, sobre todo si se comparaban con las pruebas efectuadas en Puerto Mulgrave, Nootka o en Monterrey.

Pero no todo era alegría para los expedicionarios. Del clima de Acapulco [«lugar sin viento» según el idioma mexicano, como nos explica la profesora González Claverán], Antonio Pineda afirma sin ambages que era de los peores de toda América, especialmente durante los meses de mayo a octubre, en que la insalubridad de una laguna cercana alcanzaba sus más altas cotas. Y es precisamente en octubre cuando arriban a Acapulco los expedicionarios.

Si al comienzo de su segunda estancia allí, Malaspina presume de la salud de sus hombres, «particularmente cuando comparásemos el semblante robusto, contento y cariñoso, con el color amarillento y la natural desidia, abyección y tristeza en los moradores del puerto», poco tiempo después tiene que comerse sus palabras cuando comienza a manifestarse «la existencia de calenturas, propias de aquella estación en unos climas tan temibles».

Las altas fiebres comienzan a hacer estragos entre la tripulación: «intermitentes inflamatorias, complicadas a veces con putrefacción, a veces acompañadas con delirios, cólicos biliosos y disenterías de sangre».

La repetición continua de sangrías, muchas purgas y vomitivos, además de una rigurosa dieta, posibilitan que los más de cincuenta marineros de ambas corbetas se vayan recuperando de forma lenta pero paulatina.

Una vez que la salud de sus hombres comienza a mejorar, un muy preocupado Malaspina puede dedicar su atención a otros menesteres y, por ejemplo, se muestra en su Diario muy satisfecho por haber posibilitado el rescate de una nave mercante, la Sacramento, que había naufragado cerca de la desembocadura del río Papagayo. Rescate que fue motivo de satisfacción y alegría entre los comerciantes armadores de dicha nave, los cuales manifestaron «en repetidas cartas cuánto se consideraban agradecidos en aquella ocasión a los esfuerzos de la Marina Real a su favor».

Como contrapunto a la gravedad de las enfermedades, se reciben buenas noticias de la España peninsular por las que se colma de honores a muchos de los expedicionarios: Bustamante, Galiano, Tova y Valdés son ascendidos «al grado inmediato»; Antonio Pineda, premiado con una buena pensión; Felipe Bauzá, graduado de alférez de navío. Y son ascendidos, también, los contadores, médicos, pilotos, sargentos, etc. A Malaspina, que ya había sido honrado el año anterior, también le trae el correo muy agradables nuevas: el Rey, muy satisfecho con los logros de su misión, le promete destinar otros buques para los reconocimientos que no pudiese llevar adelante en los primeros meses de 1794.

Por otro lado, los naturalistas Pineda y Née anuncian su pronto regreso y comunican que han dejado en la capital trece enormes cajones repletos de objetos para su envío a la Corte de Madrid. Además, Galiano se muestra exultante tras las últimas observaciones astronómicas efectuadas en México. El pintor de a bordo, José Cardero, nos deja unos interesantes dibujos de la principal distracción de los hombres en aquella tranquila ciudad mexicana, una distracción que sigue gozando del fervor popular: las peleas de gallos. Éstas se organizan comúnmente por las calles, y en ellas corre con abundancia el dinero en las apuestas.

Dos nuevos pintores, italianos esta vez, se suman a la expedición. Se trata del parmesano Juan Ravenet y del milanés Fernando Brambila que, en palabras del propio Malaspina, «resultó un felicísimo hallazgo» debido a su sólida formación, capacidad y sensibilidad. Algunos historiadores del arte aseguran que Brambila se basó en croquis efectuados por Cardero y Bauzá para algunas de sus obras.

La llegada de correo de S. M., con órdenes muy concretas para el virrey de México, inquieta al comandante Malaspina. Al mismo tiempo que el Rey exige que se acaben en Nootka las diferencias surgidas entre ingleses y españoles a causa del derecho sobre el territorio, ordena que se realice un «prolijo reconocimiento del nombrado estrecho de Fuca, el cual según las últimas navegaciones de los capitanes Berkley, Meares y Quimper, parecía dar ingreso a una nueva extensión del mar, que los poco cautos hacían ya llegar hasta muy poca distancia, o hasta una comunicación con el Atlántico».

Revillagigedo pone sin tardanza dichas órdenes en conocimiento de Malaspina y le comunica que la goleta Mexicana, del departamento de San Blas y a las órdenes de Francisco Mourelle, navegará hacia aquellas latitudes para verificar aquel reconocimiento. Mientras, el capitán Bodega y Quadra, con las fragatas Gertrudis y Princesa se dirige a Nootka para recibir a los tripulantes ingleses que asistirán a la citada convención.

Por último, el virrey de Nueva España pone a disposición de Malaspina la goleta Sutil para realizar el reconocimiento previsto desde las costas de Aguatulco hasta Tehuantepec, Soconusco y las embocaduras del Lempa, pero debiendo «combinarse las diferentes atenciones del Departamento, por manera que se llevasen con igual perfección hasta su término».

Tras una consulta con todos sus oficiales, Malaspina propone al virrey que las dos goletas queden al mando de los tenientes de fragata Dionisio Alcalá Galiano y Cayetano Valdés, a los que acompañarán, en calidad de tenientes, Juan Vernacci y Secundino Salamanca.

El plan consistirá en que, una vez llegadas a Nootka, la Sutil y la Mexicana entrarán en el estrecho de Fuca y lo explorarán hasta los meses de septiembre u octubre, regresando luego al puerto de San Francisco. Pasada la estación lluviosa, Galiano y Valdés podrían bajar en una sola goleta a reconocer la costa desde Acapulco a Guatemala; luego, por Veracruz, volver a España. Allí, podrían emprender el repaso y ordenación del diario astronómico y otros elementos del viaje.

Dionisio Alcalá Galiano, marino nacido en Cabra, provincia de Córdoba, en 1762, se había graduado como guardiamarina en Cádiz y vivió sus primeras escaramuzas bélicas acompañando los convoyes españoles hasta América del Sur. Interesado por las ciencias, había trabajado con Vicente Tofiño en la realización del Atlas de las costas españolas y en la expedición de las Azores, por lo que, poco a poco, los estudios cartográficos fueron tomando una enorme importancia en su carrera naval.

En 1788, Alcalá Galiano propuso a las autoridades españolas la realización de una expedición que viajara a las actuales costas de Argentina y Chile para levantar cartas de sus litorales marinos. Pero como el plan de Malaspina y Bustamante contemplaba esa misma posibilidad y era mucho más ambicioso, se decidió que Alcalá Galiano viajara en la Atrevida, al mando de Bustamante, y tratara de hacer lo mismo que había pensado realizar en solitario. A su regreso, escribiría un detallado relato que demostraría con rotundidad que el canal de Fuca no abre ningún tipo de paso hacia el Atlántico. Al parecer, lo sabían todos menos el mismo Fuca.

En cuanto a Cayetano Valdés y Flores, nacido en el año 1767, había participado anteriormente en el sitio de Gibraltar y en la batalla de Argel. En su reconocimiento del estrecho de Juan de Fuca, colaboró activamente con la expedición inglesa de George Vancouver en la exploración oriental del territorio de Vancouver, del que todavía no se sospechaba que era una isla. Tras su regreso a España participaría en la batalla de Trafalgar, y más tarde, durante la Guerra de la Independencia, sería nombrado gobernador, capitán general y jefe político de Cádiz, cargos de los que, obviamente, habría de ser relevado al volver en 1814 a España el monarca Fernando VII.

El viaje de ambos oficiales al estrecho de Juan de Fuca resultaría estéril a la postre, y así habría de reflejarlo en su relato el propio Alcalá Galiano al arremeter contra los políticos que, sentados en un cómodo sillón, allá en la lejanía y en la comodidad de sus hogares, envían a peligrosas, costosas y disparatadas misiones a los marinos.

Alejandro Malaspina aprovecha sus últimos días de estancia en Acapulco para remitir al ministro Valdés gran parte de los frutos obtenidos por la expedición: pinturas, herbarios, minerales, animales disecados, papeles, libros, armas, utensilios, cartas de navegación, mediciones geodésicas, valoraciones políticas, diarios meteorológicos y un largo etcétera.

Las facilidades encontradas en Acapulco y México hacen que la satisfacción del comandante se dispare hacia límites desconocidos hasta ahora en la prosa política de Malaspina.

«Una Colonia que además de contribuir con su grande opulencia a la prosperidad nacional, da tamañas pruebas de su amor a las Ciencias y de su lealtad al Soberano, y está regida de unos jefes tan amantes del bien público, no pueden menos de llamar a sí la atención del Filósofo Moral y excitarle sus fervientes votos para que crezcan y se consoliden en igual grado sus enlaces sociales no sólo con la Matriz de donde dimana, sí también con las demás Provincias, que esparcidas en toda la superficie del Globo forman la casi inmensa Monarquía Española».

Finalmente, al amanecer del día 20 de diciembre de 1791, una vez recogido todo el correo que para las islas Marianas y las Filipinas se halla en México, las corbetas Descubierta y Atrevida ponen rumbo oeste y abandonan Acapulco y, en forma temporal, América. El mar de la China y Filipinas, uno de los grandes objetivos de la expedición, les esperan.

Capítulo 6
Hacia Filipinas

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El 20 de diciembre de 1791, transcurridos dos años y medio desde su partida de Cádiz, los navegantes españoles salen de Acapulco en dirección hacia los mares de China.

Por fin se inicia la travesía del Pacífico, tan largamente deseada por Malaspina, y dejan atrás la atmósfera insana de la costa de Acapulco, que tantos destrozos había causado en la salud de las tripulaciones de las dos corbetas.

Las islas Marianas van a ser su primer objetivo. Doscientos setenta años atrás, un navegante español había dejado constancia escrita sobre el archipiélago al que se dirigían, descubierto en la primera vuelta alrededor del mundo que se conoce. Este navegante se llamaba Francisco Albo, expedicionario con Magallanes y Elcano, y denominó a las actuales Marianas islas de los Ladrones, por motivos más que obvios, como percibimos en este párrafo de un escrito contemporáneo del siglo XVI: «… vimos muchas velas pequeñas que venían a nos, y andaban tanto que parecían que volasen, y vinieron muchas veces a nosotros, y nos buscaban para hurtarnos cuanto podían, y así nos hurtaron el esquife de la capitana [la Trinidad] y otro día lo recobramos».

Otro navegante español, Andrés de Urdaneta, que a su calidad humana de capitán y piloto unía la divina de misionero agustino, también está de acuerdo con Albo cuarenta y cuatro años después, en 1565, pues estima muy adecuado el nombre con el que fue bautizado el archipiélago:

«Tomó posesión el general [Miguel López de Legazpi] de aquella isla en nombre de Su Majestad con todas las solemnidades del derecho. A todo mostraban muy buen rostro los indios. Porque como quiera que fuesen ladrones, todo su fin es asegurar con el rostro y prometer de palabra, para hacer mejor sus hurtos. Los que allí hicieron los indios a los españoles, las burlas y desacatos, las veces que los mintieron».

Durante los primeros días de travesía hacia las Marianas una enfermedad asola la tripulación de los dos navíos, los temibles «cólicos biliosos». Alejandro, mientras tanto, calcula las provisiones de agua que les quedan hasta el archipiélago y toma la decisión de no explorar determinadas zonas donde acaso encontraría alguna isla inexplorada que diera más lustre a la expedición. Tiene el tiempo justo, además, para que no les sorprenda la estación de lluvias en Filipinas [hacia primeros del mes de junio], lo que les obligaría a retrasar varios meses la exploración de este archipiélago.

La ruta de la expedición, pues, es la misma que efectúa habitualmente el galeón de Manila y que el itinerario realizado años atrás por Malaspina a bordo de la Astrea.

Por si surge algún contratiempo en la navegación, Bustamante queda advertido de que, en caso de que se separaran las dos corbetas, el punto de encuentro sería el puerto de San Ignacio de Agaña, capital por aquel entonces de la isla de Guam, en las Marianas. Suponiendo que alguna de las dos naves se retrasara más de quince días en llegar a aquel lugar, la otra debería partir al cabo Bojeador, Luzón y Manila, para no malograr por completo los resultados de la expedición.

El tiempo transcurre rápidamente para los expedicionarios. Acaba diciembre y llega enero del año 1792. Las páginas del comandante reflejan la rutina típica de una navegación a mar abierto. Las tripulaciones comienzan a mejorar de sus vómitos, y el día 11 de febrero se divisa la isla de Guam. Aquella isla, la mayor y más meridional de las Marianas, descubierta por Magallanes en 1521, formaría parte, muchos años después, en 1898, de las compensaciones territoriales que España tuvo que ceder a Estados Unidos tras la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico.

Las dos corbetas se aprestan a atracar en el puerto de Humatac. Fernando Brambila, a pesar de su enfermedad, realiza unos espléndidos dibujos de su bahía, dominada por una pequeña fortificación española. Malaspina conocía bien ese puerto gracias a sus anteriores estancias en Guam y lo prefería al de Agaña, la capital, por permitir el atraque de navíos con mayor calado.

En la isla de Guam. — Tras recibir la protocolaria y amistosa visita del gobernador de la isla, la tarea primordial es tratar de recuperar a los enfermos más graves. Y la segunda, salir del fondeadero de Humatac cuando Alejandro se apercibe de que las anclas habían dado en piedra y las naves corrían un serio peligro al haberse levantado fuertes vientos del norte.

Diez días permanecen fondeadas las dos goletas, y después de haber aguado y aprovisionado en forma conveniente, hacen rumbo a las Filipinas. El comandante tiene muy presente el viaje efectuado entre 1564 y 1565 por Miguel López de Legazpi y fray Andrés de Urdaneta. Ambos habían partido de un lugar muy cercano de donde lo hiciera la expedición Malaspina: el Puerto de Navidad, próximo a Acapulco. La misma trayectoria y distinto objetivo. Legazpi debía conquistar y, por supuesto, evangelizar el archipiélago que ya había mudado su nombre original, San Lázaro, por el de Filipinas, en homenaje al rey Felipe II, que ordenó su anexión al imperio. Cinco navíos, ciento cincuenta marineros, doscientos soldados y cinco religiosos fueron las tropas enviadas a la conquista militar y religiosa.

El archipiélago, ocupado y sometido en poco tiempo, quedó bajo el férreo mando de Legazpi hasta el año en que éste murió, 1572. A partir de esa fecha, dependería a todos los efectos del virreinato de Nueva España. Tan sólo cuando México alcanzó su independencia en 1821 España volvió a asumir su gobernación.

Los dos comandantes descartaron la posibilidad de que las corbetas se separasen para ampliar observaciones, al comprobar el lastimoso estado sanitario en que se encontraban las tripulaciones. En aquellas condiciones era preferible navegar juntos y esperar acontecimientos y tiempos mejores.

El 3 de marzo de 1792, la costa filipina está a la vista.

«Era ésta la que desde el cabo del Espíritu Santo, que es una tierra suavemente elevada y pedregosa, corre luego con dirección al SE, por espacio de cinco o seis leguas, declinando poco a poco la costa hacia el horizonte, de suerte que su extremo a la vista sea realmente bajo. Los montes y los llanos están igualmente vestidos de un verde hermoso…».

Un viento favorable del ENE conduce a las corbetas hacia la entrada del puerto de Palapag, en el extremo septentrional de la isla de Samar, situada al SE de Luzón. La primera preocupación de los expedicionarios es no verse sorprendidos en su seguridad por la amenaza constante de los «moros», temibles piratas que surcaban esas aguas y se enseñoreaban en ellas.

Palapag.— Comoquiera que los alrededores del abra permanecen absolutamente desiertos, Malaspina decide desplazarse hasta el pueblo cercano de Palapag para cambiar impresiones con alguno de sus habitantes o con el misionero del lugar, que acostumbra estar al mando del poblado. Al mismo tiempo, lleva con él los instrumentos necesarios para presenciar la aparición de un satélite de Júpiter que debía suceder esa misma noche.

Pronto se percata de que los nativos han tomado la llegada de su expedición por un desembarco pirata, y han corrido a refugiarse al interior de la isla.

«Un natural, el cual aunque sumamente receloso, cedió últimamente a nuestras persuasiones y pruebas de ser españoles, y mucho más a nuestros ofrecimientos de regalarle abundantemente si saltase en la lancha: hablaba muy poco el castellano, pero nos eran a la sazón utilísimos algunos marineros de estas islas los cuales, si bien hablasen sólo el dialecto tagalo, conseguían sin embargo entenderse medianamente con el recién venido.

»Nos informaba que en todos los contornos nos habían creído piratas, equivocando más bien la bandera que la estructura de los buques y que él mismo lo había avisado así al pueblo para cuya seguridad vigilaba con algunos otros en la casa que veíamos, y que ya seguro de ser nosotros castellanos, nos conduciría ahora con la lancha al pueblo de Palapag, del cual no distaríamos si no una hora de camino».

A una media legua río arriba, sin embargo, la lancha embarranca en el barro y sus tripulantes quedan condenados a permanecer varados hasta la subida de la marea. Inútilmente requieren el auxilio de algunas barcas indígenas que pasan por los alrededores. Los tagalos hacen caso omiso de sus peticiones y, según el pícaro guía, no se fían que sean realmente españoles y no piratas.

Al fin, se le ocurre a Malaspina ofrecerles dinero para que les transporten hacia el poblado, y los supuestos temores desaparecen como por ensalmo.

«Atracaron dos canoíllas a la lancha y en ellas, Juan Concha, yo, y el piloto Hurtado, con los Acromáticos y el Reloj 351, pudimos ya dirigirnos a Palapag, dejando el cuidado de la lancha a Felipe Bauzá, mientras le avisase desde Palapag de las circunstancias oportunas para emprender tareas hidrográficas».

En aquel lugar no les irán mucho mejor las cosas. El misionero parece un tanto alelado o, en palabras de Malaspina, «su misma enfermedad le causaba una displicencia e inconexión de ideas». Por si fuera poco, los tagalos no saben una palabra de castellano, y los huracanes que asolan la región una vez al año, amén de los piratas que los atacan casi a diario han dejado más que maltrecha la hacienda de aquellos desconfiados indígenas.

Los nativos, sin embargo, pronto aprenden las ventajas de comerciar con unos españoles que, deseosos de ganárselos, aceptan tratos muy desfavorables. Entre los objetos que traen los indígenas para negociar destacan unas hermosas conchas que, años después, pasarán a engrosar la colección del Real Gabinete.

El señuelo del comercio con los españoles hace que, poco a poco, los nativos vayan confiando cada vez más en ellos. Tres o cuatro religiosos españoles también visitan las corbetas y los expedicionarios aprovechan para conocer más datos sobre las temibles «excursiones de los piratas joloanos y mindanaos» por la zona, ya que a Malaspina le preocupa el azote que representan para la estabilidad colonial española en Filipinas.

«Y seguramente la única causa de su total inutilidad para robustez de la Monarquía: diferir por mucho tiempo unos remedios eficaces, que los corten de raíz, sería tal vez acelerar la destrucción total de unas islas realmente ricas y de unos naturales que reclaman a cada paso la protección de sus conquistadores: hubiéramos deseado por nuestra parte, dar un útil principio a este esfuerzo nacional; pero nos distraían enteramente las tareas pacíficas emprendidas; y no nos dejaban otro arbitrio más que ofrecer en nombre del Rey, algún hierro y pólvora a esos infelices misioneros, que casi diariamente debían ocuparse más bien de una defensa arriesgada y sangrienta que de la tranquila predicación del Evangelio».

Una vez que naturalistas, geógrafos y aguadores han acabado sus tareas, y que Felipe Bauzá ha terminado de reconocer de forma exhaustiva el estrecho de San Bernardino, que da paso al mar de las Bisayas, al oeste, la expedición leva anclas del puerto de Palapag. Es el día 10 de marzo de 1792.

La eficiencia del mallorquín Felipe Bauzá y Cañas como cartógrafo de la Armada había quedado ampliamente demostrada cuando trabajó a las órdenes de Vicente Tofiño en la confección del Atlas Marítimo de España. Años después, fue nombrado profesor de Fortificaciones y Dibujo en la Escuela Naval de Cádiz. Se incorporó a la expedición con el cargo de responsable de las innumerables cartas y planos que debían levantarse en el transcurso de la misión. Como resultado de sus interesantísimos trabajos durante el trayecto, publicó la Carta esférica de la parte interior de la América Meridional. Su capacidad como dibujante permitió a Fernando Brambila, incorporado tardíamente a la expedición, realizar numerosos grabados con bocetos hechos por Bauzá.

En 1797, recién creada la Dirección General de Hidrografía, Bauzá fue nombrado segundo jefe de la misma e inició junto con su director, José Espinosa y Tello, también miembro de la expedición Malaspina, la publicación del material recopilado en el trayecto. Durante la invasión de España por las tropas napoleónicas, Bauzá se llevó consigo a Cádiz todo lo que pudo para evitar que cayera en manos francesas. Lo que no consiguió evitar fue exiliarse en Londres huyendo del absolutismo de Fernando VII. De profundas convicciones liberales, murió en Londres mientras preparaba el regreso a España a raíz de que la regente María Cristina le concediera el indulto en el año 1834.

Sorsogón. — Las corbetas pronto recorren las «quince o dieciséis leguas» que les separan del estrecho de San Bernardino, según la distancia recordada por Malaspina en su anterior viaje con la Astrea, «aunque las Cartas de estas costas generalmente la suponían mucho mayor». Se trata de aprovechar las últimas horas de la tarde para aproximarse al puerto pesquero de Sorsogón, situado al otro lado del estrecho y en el extremo meridional de la isla de Luzón, la más extensa del archipiélago filipino con sus más de 100.000 km2.

Conforme se acercan a la costa, Malaspina se muestra más y más lírico en sus escritos, olvidando, siquiera momentáneamente, la amenaza real de los piratas moros:

«No es fácil para el que no haya transitado por estos contornos formarse una idea cabal de su amena perspectiva cuando se agregan y parecen competir entre sí, en la estación favorable, la serenidad del Cielo y la suave dirección de los vientos del este, apenas el navegante admirado tiene lugar de ocuparse de la felicidad del viaje: las escenas que se le presentan a la vista son harto varias y multiplicadas: una frondosidad uniforme, unos terrenos o suavemente alomados o entrecortados con volcanes, y otros montes más altos; los varios caminos que han abierto las aguas para buscar inútilmente entre estas islas un equilibrio tranquilo, las torres de uno u otro pueblo, en Calantas, Capul y Ticao; el recuerdo mismo filosófico de las vicisitudes que han pasado esos moradores y de lo mucho que puede extenderse allí la especie humana sin teñir de su propia sangre la tierra que sólo debía alimentarlo, hacen casi enfadoso y molesto el viento favorable que, semejante a un telón, arrebata de golpe una vista tan agradable y reflexiva».

Como la marea no se muestra demasiado favorable a los intereses de la expedición, las dos corbetas amarran el 11 de marzo en la isla de Bagatao, frente a Sorsogón. Pronto llegan noticias de la guarnición de aquel puerto y Malaspina se apresta a hacer saber a la Corona los objetivos alcanzados ya por su expedición, y, sobre todo, que ya se encuentra en el archipiélago de las Filipinas.

Uno de los puertos «más hermosos que haya formado la Naturaleza» se abre ante los tripulantes españoles.

«Capaz de contener innumerables escuadras; con un fondo que no excede de quince o dieciséis brazas, con sus orillas bastante acantiladas, con algunos pueblos no distantes que pueden abastecerle de todo lo necesario, sumamente abundante de peces muy sabrosos, ofrece realmente un abrigo cómodo y agradable, particularmente en la estación de los vendavales; pues en la de las brisas es tal vez más cómodo si no se necesitan más que agua, leña y algunos refrescos al fondear fuera del puerto, algo al sur de la isla de Bagatao, enfrente de una cascadita de agua bien notable».

Pero cualquier descripción que pueda hacer Alejandro se queda corta comparada con el realismo del dibujo, conservado en el Museo de América y realizado por el italiano Brambila, de las corbetas en el puerto de Sorsogón, con un volcán humeante al fondo, seguramente el de Albay.

El puerto de Sorsogón ofrece, además, una diversión calculada y fomentada por Malaspina, muy necesaria por otra parte para los exhaustos tripulantes españoles: las peleas de gallos.

«Debimos considerar pues, más bien, como una felicidad que no cesase en todo el tiempo de nuestra demora en este puerto la útil diversión de sus peleas; la cual fomentaba igualmente la distracción de cualesquiera otros vicios, y un alimento cuantioso y sano para el caldero».

Gracias a la narración que hace el comandante de la Descubierta en su Diario, conocemos uno de los tributos que recibía España de estas lejanas colonias. El alcalde de la provincia, que pone a disposición de los expedicionarios todos los medios a su alcance para que la estancia, el reconocimiento del territorio y el aprovisionamiento de las corbetas sean los adecuados, solicita un favor que es atendido de inmediato:

«Nos recomendaba en su cartas el Alcalde procurásemos recibir a bordo y conducir a Manila, una porción considerable de jarcia de Abacá [planta musácea filipina], existiendo en unos almacenes mal acondicionados, como parte del Tributo que pagaban estos naturales al Real Erario, no sólo estaban expuestas a multitud de riesgos sino que absorbería también luego un flete no indiferente para su conducción, cuando tuviese lugar, como era preciso, en buques particulares. Admitimos inmediatamente unos 300 quintales por corbeta que se nos remitieron con embarcación oportuna desde Sorsogón».

Con mucho pesar, porque esta parte de la «isla, realmente singular en los dones que la Naturaleza le había prodigado y dispuesta a ser probablemente uno de los estribos principales de la Monarquía», merecía una más detallada exploración, las corbetas se aprestan a hacerse a la vela. Mientras tanto, el naturalista Luis Née marcha a Sorsogón para, desde allí, emprender viaje terrestre a la capital filipina donde, una vez explorado el territorio, se unirá a la expedición.

El día 22 de marzo de 1792 emprenden la travesía. El próximo objetivo es el puerto de San Jacinto, en la isla de Ticao, «para examinarla y trabajar prolijamente; continuando luego nuestra ruta a Manila sin fondear de nuevo». Pero las mareas y los vientos impiden que se acerquen hasta allí, aunque no que pasen por parajes exóticos e increíblemente bellos: la isla de Burias, «cuyas playas presentaban aún de noche un semblante apacible», la isla de Marinduque, el cabo de Bondoc, «con una hermosa cordillera que lo cercaba interiormente», la isla de Masbate, las del Cobrador, Romblón y Sibuyán, «más altas y más distantes», el islote Elefante, los tres islotes Reyes y la costa de la isla de Mindoro…

Y a la altura de la punta Pumali divisan unas embarcaciones que reconocen como pertenecientes a los piratas joloanos.

«No tardamos a ceñir con toda vela a estribor, disponiéndonos al uso del cañón y del arma blanca: nos siguió la Atrevida, y las embarcaciones sospechosas emprendieron el rumbo que más les convenía para evadirse de nosotros por medio del remo, que usaban con la mayor destreza…».

Tras una corta persecución en la que las naves piratas se colocan fuera del alcance de las corbetas españolas, la expedición pone proa hacia el estrecho que separa las islas de Luzón y Mindoro. Pronto divisan Corregidor, la isla montañosa situada en la bahía de Filipinas que, durante la Segunda Guerra Mundial, habría de contemplar durísimos combates entre aliados y japoneses. Y por fin, el 26 de marzo, la expedición consigue amarrar en Manila, fundada por Miguel López de Legazpi en 1571.

Las corbetas quedan ancladas frente a la catedral, rodeadas de sampanes chinos y embarcaciones de comercio, «que hacían a la sazón más agradable este fondeadero».

Primera escala en Manila. — La entrada de los navíos españoles en el puerto de Manila se saluda con los cañonazos de rigor. Por aquel entonces, el archipiélago filipino estaba al mando del marino alicantino Félix Berenguer de Marquina, que años después sería nombrado virrey de Nueva España. Hacia él se dirigen los marinos de la expedición para cumplimentarlo. Lamentablemente, el gobernador está «procurando restablecer su salud en la provincia no distante de Bulacan», por lo que el mando de la plaza ha recaído en el teniente del Rey y comandante del cercano arsenal de Cavite, Francisco Muñoz de San Clemente.

Otro de los distinguidos visitantes a bordo será el poderoso secretario de la Real Compañía de Filipinas, quien trae a Malaspina un oficio de su amigo Valdés, el ministro de Marina.

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Puerto de Cavite y Ciudad de Manila. Brambila. Museo Naval. Madrid.

«Estas noticias, contra mis primeras suposiciones, me hacían conocer que el regreso desde el puerto de Macao en el mes de mayo no sólo sería en exceso dilatado, sino también que jamás pudiera verificarse costeando desde el cabo Bojeador [situado en la parte NO de la isla de Luzón] hasta la entrada de Manila, cuyo reconocimiento era por otra parte indispensable…».

No por eso, seguía diciendo el ministro Valdés, debía omitirse el viaje a Macao, donde, entre otros objetivos, «eran muy importantes las experiencias del péndulo simple». Este mandato sugiere a Malaspina la conveniencia de una nueva separación entre las dos corbetas. Así, pues, la Atrevida iría a Macao y la Descubierta recorrería la costa septentrional de Luzón y las de otras islas cercanas, con la premura imprescindible para no hallarse «en la mar al tiempo de empezar las lluvias, lo que causaría notable daño a las tripulaciones y un atraso considerable en los aprestos para las campañas venideras».

Al conocer las órdenes del ministro Valdés para Malaspina, Berenguer de Marquina se incorpora renqueante a su puesto en Manila para facilitar la tarea de los expedicionarios y redactar una carta para el gobernador de Macao. Al mismo tiempo, dispone que dos goletas fuertemente armadas acompañen a la Descubierta en su reconocimiento costero a Luban, Ambil y Mindoro, peligroso a causa de los piratas.

El factor de la Compañía de Filipinas en Macao y todos los Padres provinciales de las órdenes dominicanas y agustinas reciben asimismo órdenes de ayudar a Malaspina en su recorrido costero, y a los naturalistas en su camino terrestre. La Real Compañía de Filipinas había sido instaurada en el año 1785 como una ampliación de las actividades de la Compañía de Caracas. Y si la compañía comercial de Caracas o la de La Habana tenían como objetivo principal remediar la escasez del cacao o facilitar la exportación del tabaco y el azúcar, la de Filipinas, que tuvo un notable auge durante una veintena larga de años, se encargaba de todo el comercio exterior del archipiélago. Para ello se veía respaldada por notables franquicias otorgadas por los diferentes monarcas españoles, entre ellas las de considerar a Manila como puerto libre.

Antes de abandonar la capital tagala, Malaspina tiene tiempo de contarnos una interesante experiencia médica acaecida en la capital filipina.

«Dos meses antes había llegado desde la Isla de Francia el doctor Robert, médico francés, que usaba para diferentes enfermedades relativas a los nervios el magnetismo animal del Sr. Mesmer [médico alemán del siglo XVIII que elaboró un sistema curativo basado en la sugestión], objeto en estos últimos años de tantas disputas, y aun diré invectivas, entre los Sabios: ya se sabe que el objeto del magnetismo animal es curar las enfermedades que dependen de los nervios por remedios puramente externos, más eficaces que los ordinarios».

Y continúa Malaspina defendiendo el «mesmerismo», no demasiado valorado por la ciencia oficial de su época, pero sí, al parecer, por nuestro navegante.

«El médico que magnetiza establece por el tacto una relación o correspondencia con el enfermo y después, por medio de comprensiones suaves, unas en la cabeza apoyando los pulgares en la frente, y otras en los hipocondrios, apoyados los mismos dedos en el plexo estomacal, comunica una oscilación a los nervios que aviva y conserva con varios movimientos de la mano en diferentes direcciones, presentando en punta los dedos.

»Cuando el enfermo se halla en disposición necesaria para recibir el magnetismo, los medios obran su efecto; las compresiones de la cabeza y del plexo estomacal infunden un calor suave en el cerebro y, al fin, una especie de sueño en más o menos tiempo, según la disposición del enfermo. Este estado que resulta es el sonambulismo, bien conocido y admirado en Europa como síntoma de una enfermedad, pero muy poco observado hasta ahora por los físicos».

Adelantándose a su época hasta en el campo de la medicina, Malaspina prevé las grandes posibilidades de un tratamiento similar al que ahora conocemos como hipnotismo curativo.

«Acompañan al sonambulismo los efectos más maravillosos: el diálogo ordenado que se establece entre el médico y el enfermo durante este estado, la satisfacción concertada que da éste a las preguntas sobre el origen y el lugar de la enfermedad, la indicación del remedio y la pre-ciencia del efecto son otros tantos accidentes que acompañan al magnetismo, sin que se pueda o ponerlos en duda, o comprenderlos, el que asista sin preocupación a las curaciones casi diarias emprendidas por este método».

A primeros de abril, las dos corbetas parten de Manila con destinos bien diferentes: la Atrevida lo hace el día 1, con destino Macao, y la Descubierta el día 3, para explorar las costas de Luzón.

El itinerario de ésta, sin embargo, apenas dura seis días, ya que Malaspina decide volverse a Manila.

«Desde luego todo concurría a convencerme de que las corrientes y la variedad increíble de vientos harían esta navegación sumamente difícil, larga y siempre expuesta a mil errores, por lo que toca a la situación verdadera de los puntos principales de la costa: el puerto de Sual, y otras muchas radas, abrigo esencial de los nortes, no podían describirse con exactitud sin que fondease la corbeta en Salomaque y la lancha hiciese luego excursiones largas…».

Malaspina insiste en justificar las dificultades de su misión debidas, también, a las pésimas condiciones higiénicas y sanitarias en que se encuentran corbeta y tripulación.

«Era muy dudoso el logro de los reconocimientos en la parte septentrional de la isla, actualmente dominada de unas corrientes muy rápidas; y el estado de la corbeta, al mismo tiempo inundada de cucarachas y servida por un corto número de oficiales, cuya salud pudiese aún resistirse a las actuales intemperies, de ningún modo permitía que se fijase un plazo más largo a la campaña emprendida: tantas razones, y mucho más la esencialísima de que, desarmada la corbeta, pudieran con mayor facilidad emprenderse diferentes excursiones a otros tantos puntos de la isla y multiplicar así la utilidad de la estación, finalmente preponderaron para representarme como el partido más preferente el de regresar al Puerto, y de allí con diferentes trozos trabajar en la conclusión más exacta de las tareas emprendidas».

Malaspina dirige la Descubierta hacia el puerto de Cavite, «adonde era mi ánimo desarmar inmediatamente y aprovechar la oficialidad y gente en otros objetos más importantes». El día 13 de abril ya se encuentra en tierra.

Entretanto, Tadeo Haenke, acompañado de Francisco de Viana y del piloto Delgado, han viajado en bote a Manila y emprendido camino por el interior hacia la Pampanga. Más tarde, se proponen seguir explorando y herborizando en la costa «desde Lingayen o parte interior de Bolinao» hasta el cabo Bojeador, en el mar de la China meridional, y el cabo del Engaño, en el Pacífico, ambos en la parte más septentrional de Luzón.

Por su parte, Bauzá y el alférez de fragata Ali Ponzoni se ocupan de la medición de la bahía de Manila. Cuando acaban, emprenden la exploración de las islas de Mindoro, Lubang y Cabra tripulando la goleta Santa Ana, proporcionada por Berenguer de Marquina para esta ocasión.

Espinosa y Tello, por último, se ocupa de las múltiples y tan necesarias tareas astronómicas, a pesar de que «sentía frecuentemente, y con mucha incomodidad, los efectos de estos climas temibles».

Espinosa, que también había trabajado con Tofiño en el Atlas Hidrográfico Español, había excusado su presencia en la partida de la expedición desde Cádiz por tener seriamente quebrantada su salud. Como sus vastos conocimientos cartográficos hacían imprescindible su presencia, una vez recuperado de su dolencia se presentó a Malaspina en 1790, cuando las corbetas hicieron escala en Acapulco. Además de ser nombrado primer director de la Dirección General de Hidrografía, Espinosa habría de escribir una relación de su viaje por México y el Río de la Plata con las observaciones y trabajos de los naturalistas Luis Née y Antonio Pineda, que le acompañaron.

Las relaciones de Espinosa con Malaspina debieron de ser muy tirantes ya que, aunque no figure en el relato de la expedición ninguna mención a incidentes entre ambos oficiales, Espinosa se queja a S. M., al regreso a España, de la actitud de Alejandro para con él. En reciprocidad, cuando Malaspina procede a elaborar una lista de «gracias» para sus hombres, a la hora de mencionar al teniente Espinosa y Tello anota con rotundidad: ninguna.

La Descubierta en Cavite. — Una vez desembarcados de la Descubierta todos los objetos interesantes desde el punto de vista científico, amén de libros y equipajes, y remitido este material a Manila, Malaspina se otorga a sí mismo el mando de la otra goleta puesta a su disposición por Berenguer de Marquina, la San Joaquín, «que era de muy malas propiedades», añadiéndole una falúa del Arsenal y la lancha de la Descubierta.

De inmediato, se dirige hacia el bajío de San Nicolás, en la misma bahía, «en el cual había varado en 1787 la fragata Calipso, de S. M. Cristianísima».

Ni que decir tiene que la cartografía de la bahía de Manila queda detallada de forma perfecta, incluida la peligrosa barra que obligaba a tantos navíos a fondear en el cercano puerto de Cavite. Además, el buen hacer y la perfecta preparación de los oficiales bajo su mando permiten a Malaspina obtener una correcta determinación de la posición astronómica de Manila. Y, por si fuera poco, los dibujos de Fernando Brambila describen el bello y realista panorama de la rada de Cavite y de la capital filipina. Esos dibujos habrán permitido a los historiadores reconstruir el pasado arquitectónico de la capital tras los destrozos causados allí en la Segunda Guerra Mundial.

A Malaspina le parece oportuna la petición de que Ravenet, uno de los pintores italianos que se sumaron a la expedición en Acapulco, pase al interior del país para retratar a los «Negrillos, antiguos habitadores de estas islas y aún no sujetos a la monarquía».

Se refería a los negritos o aetas, que son los restos de la población más antigua del archipiélago, moradores de las selvas del NE y que, actualmente, no superarán los quince mil individuos entre una población total de más de cincuenta millones de habitantes.

La narración que Ravenet hace llegar a Alejandro —una vez que el factor de la Compañía de Filipinas en la zona, Antonio Aguirre, le hubiera allanado el camino— es muy pesimista sobre el presente y el futuro de aquel pueblo indígena, que parece abocado irremisiblemente a la desaparición.

«Aunque armados, no manifestaban el menor recelo ni la menor animosidad, antes bien, recibidas algunas buxerías de regalo [baratijas], se prestaron fáciles antes a cambiar sus armas y adornos; y después a hacer muestra de sus bailes y cantos: eran las danzas tan lentas y poco varias, cuanto debía exigirlo la natural poca soltura de sus miembros: cantaban con un tono igualmente lento y melancólico recordando (según la interpretación del señor don Antonio de Aguirre) su deplorable situación actual y la esperanza de que llegase un día quien diese realce a su poderío extenuado».

El 19 de mayo de 1792, la corbeta Atrevida fondeaba en el puerto de Cavite después de haber cumplido con las misiones que la habían llevado hasta Macao, importante enclave comercial y estratégico en la costa de China que por aquel entonces permanecía bajo la soberanía portuguesa.

Malaspina, en su Diario, adjunta el relato del comandante de la Atrevida, José Bustamante y Guerra, de su viaje a la península e islas portuguesas de Macao. Este relato, debido a su importancia, tal vez mereciera figurar en otro volumen junto al resto de las narraciones de Bustamante acerca de todas las ocasiones en que ambas corbetas se separan.

El diario de viaje del marino montañés fue publicado por la Dirección de Hidrografía en el siglo XIX, después de que Bustamante sufriera todo tipo de recelos por parte de sus superiores debido a su amistad con el conspirador Malaspina, su apresamiento por los ingleses y su negativa a jurar lealtad al monarca José I, impuesto por Napoleón.

Sirva lo dicho sobre la Memoria de Viaje de Bustamante para explicar también el hecho de que la curiosa narración del teniente Francisco Viana sobre su reconocimiento hidrográfico de las costas de Pangasinan, Ylocos y Cagayán formara parte del Diario escrito por Malaspina.

En la costa oriental de la isla de Luzón. — También durante el mes de mayo, Alejandro se lanza a cumplir uno de los objetivos que se ha marcado desde el principio: explorar la costa oriental de Luzón desde el cabo San Ildefonso hasta la isla de Rapurapu. A pesar de que por esos meses la navegación es bastante segura porque «los vientos tempestuosos del NE» ceden considerablemente en su ímpetu, todo tiene su contrarréplica debido a «la concurrencia peligrosa de un crecido número de embarcaciones corsarias, las cuales anualmente infestan toda aquella parte de mar y hacen poco segura no sólo la navegación sino también la demora sobre toda esa costa».

Comoquiera que por entonces tan sólo quedan libres de tarea dos oficiales, el primer piloto Juan Maqueda y el propio Malaspina, y es impensable que alguien descanse cuando tanto queda por hacer, se decide que Maqueda emprenda el reconocimiento más meridional de aquella costa, desde Mauban hasta el estrecho de San Bernardino. Queda para Alejandro el examen de la parte septentrional, desde Mauban por Lampón y Polillo hasta la vista del cabo San Ildefonso.

El 25 de mayo de 1792, el comandante de la expedición emprende ruta hacia la parte nororiental de Luzón. En uno de los pueblos por los que pasa en su recién comenzado trayecto se encuentra con un español, el piloto Llanos, abandonado allí por Maqueda en su tránsito hacia Mauban debido a su precario estado de salud. Malaspina recibe, de esta forma, noticias de primera mano sobre sus hombres y las últimas incursiones de los sangrientos piratas joloanos en la zona.

Durante la mañana del día 27 Malaspina visita dos pueblos, Majaijay y Lugban, de los que no se resiste a dejarnos una descripción agradable.

«Son estos dos pueblos realmente dignos de la mayor atención del viajero por su posición aventajada, por la crecida población que los forma y por la policía, buen orden y opulencia que en ellos se advierten: enriquecen al primero los inmensos plantíos de coco, cuyo vino forma una introducción annua en Manila de 30 a 40 pesos: una doble cosecha de arroz y algunos fondos para hacer un comercio bien lucroso por una parte con las minas de Mamburao y Paracli, en la provincia de Camarines, y por otra con los pueblos de la Laguna y con la capital, suministra a Lugban todo lo necesario para su cómoda subsistencia, pudiendo así verse en uno y otro pueblo casi todas las casas hechas de tabla, las calles, no sólo a cordel, sino también con la buena calzada y un caño abundante de agua cristalina por una y otra parte; la Iglesia, el Convento y la Casa Real son de la mayor solidez y decencia; finalmente, en todos los habitantes aquel semblante de robustez, aseo y satisfacción, que es un compañero indispensable de la opulencia».

Malaspina indaga el origen de la prosperidad de todos los pueblos costeros por los que pasa y descubre que, hasta que en los últimos años las hostilidades de los piratas hicieran cambiar el rumbo de la economía, las mujeres estaban dedicadas, «con ocupación constante», a la fabricación de esteras o petates, «que son de fácil despacho en Manila»:

«No era indiferente, ha pocos años, la opulencia adquirida en mucha parte con las navegaciones costaneras, con los cambios del balate [especie de cohombro de mar que abunda en Filipinas] en Polillo, Vinangonan, Casiguran y Baler».

Malaspina no puede saber que cien años después, en Baler, un reducido grupo de soldados españoles resistiría el asedio de las tropas independentistas tagalas y que, ignorando el fin de la guerra de 1898, habrían de entregar las armas seis meses después del armisticio, en junio de 1899, después de negarse a creer las noticias que les transmitían los patriotas de que España había perdido la guerra…

Alejandro, que ha comenzado el trayecto a caballo, pronto descubre una manera mejor y más cómoda de viajar, en una hamaca llevada a hombros por nativos.

«Se hacen firmes los extremos de un lienzo fuerte, una pieza de manta, de las dimensiones próximamente de un hombre, en una caña gruesa, cuyo largo de en uno y otro extremo deja bastante sitio para que puedan llevarle a hombros cuatro naturales, los cuales, precavidos en la otra mano con un bastón fuerte para sujeción del equilibrio, por sí sumamente ágiles, hechos a esta especie de camino, y mudándose frecuentemente con otros compañeros, conducen con la mayor seguridad al pasajero acostado en aquel lienzo, y cubierto de las intemperies con un pequeño techo de palma, firme en la misma caña y abierto por ambos lados».

Por fin, el día 28 de mayo de 1792, y viajando Malaspina tan ricamente, llegan a Mauban y se hospedan en un convento. Curiosamente, y para desespero de Alejandro y sus acompañantes, el reloj de longitud, «que había resistido sin la menor novedad a todos los vaivenes del caballo y de la hamaca», se paró en el convento nada más ponerlo sobre una mesa plana, aunque «finalmente, un leve empuje al volante nos lo hizo conseguir».

Mientras Malaspina se entretiene con el reloj, recibe una grata sorpresa: nada más y nada menos que la visita del naturalista Luis Née, del que no había tenido noticias desde su desembarco en Sorsogón durante el pasado mes de marzo. Née, avisado por Maqueda de la presencia de Alejandro en la zona, le notifica que en la costa les esperan dos o tres pequeñas embarcaciones dispuestas a llevarlos en la exploración prevista hacia el norte. Lo que, lógicamente, aprovecha Malaspina.

La primera parada en la navegación por el amplio golfo de Luzón que se abre al Pacífico se realiza en la isla de Polillo.

«Suavemente alomada, elevándose paulatinamente hacia su centro y manifestando por todas partes una singular frondosidad que conserva todo el año».

El lugar donde se refugian los expedicionarios para pasar la noche del 29 al 30 de mayo es un convento donde, en principio, los toman por piratas. Éste parecía su sino por aquellas tierras. Luego, todo se aclara.

El 1 de junio de 1792, los españoles salen del pueblo de Polillo en sus tres lanchas, guiados por unos nativos conocedores de los canales existentes entre los muchos y peligrosos arrecifes que rodean la isla. Poco después, Malaspina tiene la satisfacción de anclar en el puerto de Lampon, un abra abrigada pero de poco calado, «que en el siglo pasado [el XVII] había sido por algunos años el depósito de los galeones y de las riquezas de Manila, y que ahora se pensaba restablecer de nuevo para lograr una comunicación más libre y menos peligrosa con el golfo inmenso que conduce a la Nueva España».

Pero, tras la exploración, persuadido de la inconveniencia de volver a utilizar aquel fondeadero del NO de Luzón, Malaspina ordena el regreso a Mauban:

«… abandonando estos horridos contornos, que serán siempre un triste escarmiento para la admisión de semejantes proyectos, fundados únicamente sobre relaciones distantes y bien antiguas».

En Mauban se encuentra con Luis Née, que continúa preparando la exploración de las sierras altas de los alrededores. Malaspina decide explorar los contornos de la laguna de Bay, «mientras no se declarase enteramente la estación lluviosa». Tras varios días de interminables marcaciones geodésicas y astronómicas, las lanchas regresan, bajando por el río, a Manila.

A su llegada, Alejandro conoce noticias de la expedición llevada a cabo por Maqueda en el SE de Luzón. Todos los objetivos científicos se han visto coronados por el éxito a pesar del acoso constante a que los han sometido los piratas. Narraciones espeluznantes de canibalismo, tropelías sin cuento y asaltos nocturnos, llenan las páginas de la narración de aquel oficial. Lo que aprovecha nuestro comandante para dejar constancia de su gran sentido moralista:

«Sobresale en las inmediaciones de Naga, el celebrado monte de Ysaró, pernicioso con su misma frondosidad y situación casi aislada, pues con este motivo es un nido constante de un crecido número de vagabundos cristianos y de negrillos, los cuales, entregados a una vida bárbara y montaraz, suelen frecuentemente abandonarse al robo, y a la alevosía en la esperanza de una subsistencia mal cimentada sobre la ociosidad y los vicios».

También recibe Malaspina puntual cuenta del viaje efectuado por el naturalista Luis Née desde el puerto de Sorsogón, atravesando las provincias de Albay, Camarines, Tabayas y Manila, escrito por él mismo y que el comandante de la expedición adjunta a su Diario.

De la espléndida narración de Luis Née merece destacarse su encuentro con los negritos, la esquilmada población primitiva de las Filipinas.

«Instruido en Yraga de la proximidad de los Negritos de monte, me hice acompañar de siete hombres armados y dos intérpretes, resuelto a buscarlos y observar de cerca esta casta pacífica y desgraciada. Atravesé algunos bosques poblados de papayas, cocales y guayabas, pero sin agua. A pocos pasos encontramos uno de los de mediana edad, armado con lanza, arco y flechas, algunas envenenadas, y cubierto con un solo taparrabo. Lo acompañaba su mujer, joven y no enteramente privada de las gracias de su sexo. Mis regalos y agasajo tranquilizaron la inquietud que mostraron a nuestra vista, y me adquirieron su confianza: después de algunos momentos, me condujeron a una de sus rancherías poco distante, donde estaban las mujeres y niños al cuidado de un solo hombre armado: hice algunos regalos a todos ellos y varias preguntas que contestaron con viveza y prontitud. Según parece no tienen idea del Creador, ni de alguna otra especie de divinidad; y por consiguiente, ningún culto ni reconocimiento religioso: padecen pocas enfermedades pero noté que algunas mujeres estaban llenas del sarpullido escamoso tan común en la de las Marianas; son monógamos y en sus alianzas respetan la proximidad de la sangre: sus casamientos sólo consisten en la unión de los contrayentes sin otra ceremonia ni práctica anterior que el consentimiento de los padres de la novia: sus partos son poco dolorosos y jamás con funestas consecuencias; se lavan inmediatamente después en el río más cercano sin experimentar mal alguno; aman con mayor exceso la tuba, que extraen del tallo de las palmas, y dejan fermentar hasta que adquiere fuerza de licor, y el tabaco, que cultivan en los montes y fuman sin cesar a pesar de las persecuciones que han sufrido de los dependientes de este ramo desde el establecimiento de su estanco. Las guayabas, cocos, papayas y plátanos que cogen en sus valles hacen su ordinario alimento, al que suelen agregar algún jabalí o venado, que cogen con sus perros o matan a flechazos. Entierran sus cadáveres en los parajes más retirados de las montañas, poniendo a su lado comida, armas y demás muebles del uso del difunto».

No menos interesante resulta la narración del botánico Tadeo Haenke —que éste cede a Malaspina para su inclusión en el Diario—, de su trayecto desde Manila hasta Banqui, en las inmediaciones del cabo Bojeador, en el extremo más septentrional de la isla de Luzón.

Este botánico, nacido en la región de Bohemia, que ya había merecido el reconocimiento de la Real Sociedad de Ciencias checa durante su estancia en Praga, marchó a Viena a los veinticinco años para ampliar sus horizontes. Uno de sus maestros, Josef Jacquin, le recomendó a Floridablanca en cuanto tuvo noticia de la expedición que Malaspina estaba preparando. El impedimento más grave para su incorporación fue que, cuando S. M. Carlos IV hubo aprobado la inclusión de su nombre, el emperador José II se empeñó en no dejarle marchar.

Sólo tras firmar un recibo por el que se comprometía a regresar a su país y traer consigo una bolsa con semillas, Haenke obtuvo el plácet y pudo incorporarse a una de las aventuras más apasionantes que un botánico de su época pudiera emprender.

La llegada a Madrid tuvo luces y sombras. Por un lado, a Haenke no le gustaron nada los habitantes de la capital. Por otro, se quedó sumamente halagado cuando Floridablanca y el mismísimo Carlos IV le recibieron y le colmaron de honores: fue nombrado oficial con el rango de teniente de Marina y se le asignó un sueldo de 2.400 florines. También, y a fin de que no tuviera ninguna dificultad en el regreso, todavía lejano, a su patria, se le permitió guardar un duplicado de los objetos y plantas que se recolectaran durante el viaje.

Lo peor para Haenke fue que, cuando llegó a Cádiz procedente de su tierra, los barcos ya hacía tres horas que habían zarpado sin él aprovechando el viento favorable.

La historia del trayecto de Tadeo Haenke desde Cádiz a Montevideo, donde debía agregarse a la expedición, es toda una odisea rocambolesca: su barco naufragó frente al Río de la Plata y perdió todos sus enseres y documentos; Malaspina ya había zarpado hacia las Malvinas; Haenke cayó enfermo durante casi un mes; para reunirse con los expedicionarios tuvo que atravesar la cordillera de los Andes; recorrió las Pampas a caballo; se enfrentó a los peligrosos indios puelches y pehuenches, que, para su desgracia, todavía no habían sido aniquilados; sufrió el mal de altura; y, por fin, a su llegada a Valparaíso lo «acomodaron» en un estrecho camarote de la Descubierta.

El intrépido botánico checo había recogido en su complejo trayecto una colección de más de 1.400 plantas nuevas que llevó a la cita con Malaspina, lo que dice bastante de su carácter científico y laborioso.

En la narración de su itinerario por el norte de Luzón, Haenke insiste en los temas ya conocidos de la inseguridad: «Los caminos mal seguros de Arrayat al pueblo de Faslac, infestados continuamente por los ygorotes y negritos zambales, aceleraron mi tránsito por esta parte de la Pampanga…».

Tras dos meses de exploración, Haenke vuelve a Manila llevando consigo una numerosa colección de plantas con más de 2.000 nuevas especies, «bien disecadas».

Por último, Alejandro adjunta a su Diario el testimonio del viaje efectuado por su amigo el guatemalteco Antonio Pineda a la laguna de Bay y a los montes de la Pampanga, en la parte septentrional de Luzón, incluido el fatal desenlace que acabó con su vida en Badoc y su funeral en Manila con todos los honores que merecía tan ilustre oficial.

Malaspina, llevado de su cariño hacia Pineda, parece prever el trágico final que la quebrantada salud del naturalista le va a deparar. Así, al valorar el enorme trabajo que aguarda a Pineda para conseguir los vastos objetivos que se han trazado, la opinión del comandante parece premonitoria.

«Debía a la verdad oponerse a este proyecto el calor excesivo, que manteniendo el termómetro en una altura de 24 a 25º en la Escala de Réamur [escala de temperatura caída en desuso en la que los puntos de fusión del hielo y de ebullición del agua están situados en el punto 0 y en el 80] constituye un clima insufrible, que embotando las potencias, y enflaqueciendo la memoria por la continua disipación de espíritus animales arrastran al viajero a una especie de letargo interrumpido sólo por las molestas punzadas del sarpullido y de los insectos, que le dificultan la continuación de sus tareas reflexivas. Pero don Antonio Pineda, poco escarmentado de semejantes inconvenientes en otros países malsanos, arrostró a todos con vigor y entre sus útiles observaciones brillan, además de su ingenuidad genial, elegantes descripciones…».

La noticia del fallecimiento de Antonio Pineda tarda veinte días en llegar a Manila. Alejandro Malaspina, su amigo y compañero de aventuras, queda anonadado y, cuando reacciona, manda construir un monumento a su memoria en los alrededores de la capital, hoy desaparecido, pagándolo de su propio peculio. Es un homenaje a su amistad y pretende que el nombre del naturalista permanezca en el recuerdo de las islas que tanto amó.

Como muy bien expresara el comandante de la expedición en el elogio fúnebre a Antonio Pineda:

«Sus ideas, tan grandiosas como cabales, sobre el suelo y los habitantes de casi todo el continente americano sujeto a la Monarquía; sobre el beneficio comparativo de los minerales, sobre el análisis de los idiomas, y sobre la policía, situación y costumbres de nuestras colonias, si bien en parte apuntadas entre sus cuadernos, perecieron enteramente con él».

De Manila a Australia. — La mañana del 15 de noviembre de 1792, la Atrevida y la Descubierta abandonan Manila después de una larga estancia de ocho meses. Navegando hacia la isla de Mindoro, se dejan guiar por la carta del geógrafo inglés Dalrymple, que señala claramente la posición de la pequeña isla de Cabra. La costa de Mindoro se les presenta como a una milla de distancia y Malaspina asegura que los reconocimientos del litoral efectuados por el teniente del Rey Gabriel de Aristizábal le son de mucha utilidad. Aristizábal había estado destinado en 1768 por estas costas para limpiar de piratas la isla de Mindoro y una de sus capitales, Mamburao.

Como se puede comprobar, Alejandro menciona constantemente en su narración filipina la presencia de los piratas que infestan aquellas peligrosas aguas.

Mientras navega por la parte más meridional de Mindoro, dirigiéndose al estrecho que separa dicha isla de otra mucho más pequeña, la de Illin, Malaspina no puede evitar una anotación filosófica sobre los beneficios que aquellas tierras podrían obtener si estuvieran bien gobernadas.

«Es difícil a describirse el espectáculo agradable con el cual favorecía nuestra derrota de la siguiente tarde: ya la costa, mucho más llana y frondosa, presentaba todos los halagos de la vida sociable, para que bajo un Gobierno apacible y juicioso multiplicasen hacia esta parte los habitantes tranquilos de la orilla: diferentes riachuelos, unas playas apacibles, la poca distancia de otras muchas islas útiles y de la misma Capital, todo nos avivaba los deseos de que fuesen cuanto antes pobladas estas fértiles orillas…».

El paso de las corbetas por la costa occidental de la isla de Panay queda también bellamente reflejado en las páginas del Diario:

«Es difícil dar una idea siquiera aproximada de la excesiva amenidad de estos contornos, tanto más poblados y curiosamente cultivados, cuanto más se aproximan al pueblo cabecera de Antique [probablemente la ciudad actual de Barboza]: éste puede llamarse con bastante exactitud el granero de las Bisayas [archipiélago de las Filipinas situado entre Luzón y Mindanao], y su fondeadero, si bien enteramente desabrigado en la estación de los vendavales, presenta luego un paraje cómodo para las dos terceras partes del año; en donde puedan extraerse los muchos frutos preciosos, que además del arroz, pueden producir estas felices orillas».

La madrugada del día 20 de noviembre de 1792, la Descubierta realiza un intento de fondear en la isla de Negros. Malaspina desea suministrar datos de aquellas costas más fiables que los que había proporcionado el navegante Juan de Maqueda, tiempo atrás.

«Ya para el mediodía no distábamos de la isla sino unas tres leguas y nos dirigíamos a atracarla por la punta Sojoton, notable por una bahía bastante profunda que le sigue al sur y por dos islotes bien escarpados y frondosos…».

Los vientos contrarios y, a veces, opuestos, obligan a las corbetas a dirigirse directamente a Mindanao. El día 21 de noviembre de 1792, Malaspina describe las costas occidentales de la gran isla.

«No difiere el semblante de esta parte de Mindanao del que habíamos advertido en la tarde anterior de la parte occidental de la isla de Negros: un bosque espeso les cubre hasta la misma orilla; son éstas por lo común con exceso escarpadas; todo ahuyenta más bien, que convidar al navegante a frecuentarlas; los solos bonitos y voladores son los vivientes, que a lo menos en la actual estación del año, acompañan al pasajero para hacerle menos molesta la monotonía del mar».

Los cambios en la marea y la fuerte calma que se implanta de repente obligan a los expedicionarios a fondear muy cerca de su destino en el Fuerte de la Caldera, entre las islas de Mindanao, más próxima, y la de Basilán, algo más lejana:

«Nuestra posición, la calma duradera, la hermosura del cielo, acompañada de un brillo placentero de la luna, parecían prometernos una noche sumamente tranquila, a la cual debían contribuir hacia las 10 de la noche la visita que tuvimos, por medio de una canoa, de algunos soldados del presidio no distante de la Caldera, los cuales ocupados actualmente en la pesca, venían a informarse de quiénes éramos y me proporcionaban así un conducto breve y seguro para avisar al gobernador de la inmediación de las corbetas».

El 23 de noviembre de 1791, las dos naves atracan donde tenían previsto, una vez finalizada ya la calma.

En el presidio de Zamboanga. — El gobernador del presidio, Francisco Arnedo, colma de atenciones a todos los expedicionarios y les da cuenta y razón de la necesidad de mantener el presidio español en aquellos lejanos territorios a tenor de la polémica que se había desatado sobre la conveniencia o inconveniencia de su desmantelamiento.

«La utilidad o inutilidad de la conservación del presidio de Zamboanga, con el doble objeto de refrenar las correrías de los piratas joloanos, mindanaos y acasares, y de abrigar la fuga de nuestros cautivos, ha sido y es en el día una cuestión importante para los intereses nacionales: ello es, sin embargo, que la situación del presidio no puede ser más feliz, su clima más agradable ni más sano, su campiña más fértil y su fondeadero más seguro, no sólo por el natural abrigo y la casi constante benignidad de las estaciones, sí también por la inmediación de los dos puertos…

»Y aunque rigen en aquella latitud los mismos monzones que en Manila, la casualidad de estar tendida del este al oeste la isla de Mindanao, hace que sus montes no den libre tránsito al viento norte al tiempo de mudar las estaciones: y con este motivo no alcanzan allí los huracanes, privilegio a la verdad tan apreciable como poco común en el archipiélago filipino: la demasiada inmediación de los piratas, y sus constantes osadías y ardides, por lo común felices, para cautivar nuestras familias son el único inconveniente para la verdadera felicidad de aquellos alrededores».

El increíble clima de que goza Zamboanga hace que Malaspina anote en sus diarios que aquella temperatura le recuerda «el temple delicioso de las costas de Coquimbo y Lima». Pero, al mismo tiempo, la amenaza de los piratas les hace permanecer, a él y a sus tripulaciones, en permanente estado de alerta, especialmente en sus investigaciones nocturnas, tanto hidrográficas como astronómicas.

«Pues no pocas veces, escondidos los enemigos, aunque en corto número habían causado estragos considerables».

Entre las prioridades del comandante de la expedición figura el acopio de verdolagas silvestres, plantas herbáceas que se comen como verduras y que abundaban extraordinariamente por aquellos contornos, «para que el caldero de la tropa y la marinería no careciese jamás de este excelente antiescorbútico». Malaspina tampoco olvida las necesidades perentorias de una marinería que lleva muchos meses de travesía.

«Y digámoslo así, a los vicios, los cuales no podían menos de abrigarse en mucho número en un presidio de las islas Filipinas».

Un nuevo incidente con los piratas moros viene a enturbiar la tranquilidad de aquel idílico lugar y las mediciones que realiza Bauzá desde la lancha de la Descubierta:

«Apenas habían acabado las sondas y mediciones y la gente de la lancha empezado su comida, cuando de las islitas inmediatas de Nunpin y Anapuyan, donde se hallaban dos canoas nuestras pescadoras, se vieron aparecer dos pancos piratas [embarcación filipina de cabotaje], quienes navegaban para cortarles la retirada hacia la costa, siguiéndolos luego hacia ella, aunque viesen frustrado su primer intento: fue pues preciso que para el abrigo de las canoas saliese nuestra lancha, la cual, apenas avistada por los perseguidores, les hizo retroceder y dirigir sus rumbos hacia Basilan».

De la peligrosidad de aquel sitio, pretendidamente tranquilo, da cuenta Alejandro en las páginas del Diario, justo en el día que tienen previsto abandonar Zamboanga.

«Hacia las ocho se vieron salir de las costas intermedias entre el Presidio y la Caldera tres pancos piratas, los cuales, insultando con muestras poco equívocas de audacia a las fuerzas del Presidio, cuyo alcance creían imposible, acababan de cautivar en las playas hasta seis individuos de ambos sexos, que habían hallado mariscando descuidadamente…».

El comandante tampoco duda de la habilidad de los piratas para efectuar estas cortas y sangrientas razzias ya que, a pesar de lanzar las dos lanchas de las corbetas en su persecución, los pierden pronto de vista.

«Todo fue inútil y, finalmente, a las dos de la tarde, franqueada ya una navegación libre por los piratas, fue preciso dejar la caza y determinarse al regreso».

El 7 de diciembre de 1792, la expedición Malaspina despliega velas no sin antes haber agradecido al gobernador del presidio las enormes atenciones que ha tenido para con ellos. Y como no sólo de agradecimiento viven los gobernadores de presidios perdidos en la inmensidad colonial del Pacífico, Malaspina le entrega un diseño de canoa, adaptada a las necesidades de aquellos contornos y preparada para albergar cañones y soldados, realizado por el carpintero de la Descubierta.

Al mismo tiempo, el pintor Brambila le hace entrega de unos bocetos que muestran cómo debían reedificarse la iglesia del lugar y la casa del gobernador.

«Sujetando con mucho pulso a una arquitectura bien ordenada, todas las circunstancias poco favorables para estos nuevos edificios».

Paisajes idílicos descritos por Alejandro acompañan a los expedicionarios en el inicio de su trayecto desde Zamboanga hacia la parte meridional de Mindanao.

«Entre las islas de Cocos y las más al norte de las de Sibago, no podía, a la sazón, desearse un tiempo más placentero: toda la costa de Basilan, al sur, y la de Mindanao, al norte, se presentó a nuestra vista con el semblante más ameno: las muchas islitas que median entre aquéllas, no descubriendo peligro alguno en sus canales, multiplicaban así los objetos agradables para el navegante…».

Los objetivos de Malaspina van mudando en función de las circunstancias: una vez recorridas y cartografiadas las costas del archipiélago, cuyo estudio era prioritario para un mejor conocimiento de la navegación, la seguridad de las tripulaciones de la Atrevida y la Descubierta, junto a la mayor brevedad del viaje de vuelta, son ahora necesidades perentorias para el futuro brigadier de la Armada española.

«Estas atenciones a la verdad no podían a menos de haber causado una natural irresolución en la elección de la derrota que nos guiase al mar Pacífico; pues si bien no fuera imposible con la actual monzón de NO en el hemisferio del S, penetrar en aquel mar como ahora lo intentábamos, siempre se nos hacían presentes los muchos riesgos o de hallarnos arrastrados por las corrientes contrarias, y los vientos siempre escasos, hacia el archipiélago de las Molucas, o la de vernos tan perseguidos de las lluvias, de las calmas, y de un sol casi vertical…».

Después de barajar diversas posibilidades, Malaspina toma su decisión, acertada por los resultados aunque no por las inmensas dificultades por las que habrían de pasar para salir de aquella zona de peligrosas turbonadas, calmas súbitas y corrientes traicioneras. Así, bordeando el extremo meridional de Mindanao, en un principio por el estrecho que forma esta gran isla y las pequeñas de Sarangani y después por su parte occidental, se dirige hacia el Pacífico, abandonando el Mar de China, por el llamado Mar de Célebes.

No obstante pasar dos semanas luchando con los elementos, variando y rectificando el rumbo una y otra vez, el navegante no pierde el ánimo.

«Sin embargo, estaban aún a la vista las islas de Sarangani, que parecían casi insultar a nuestra poca constancia; y el viento (o fuese realidad o aprensión) a cada instante más fresco, más favorable y con mejores apariencias, afianzaba nuestros deseos para una nueva tentativa…».

Los malos momentos pasados, unido a la escasez de datos sobre la cartografía de aquellas costas y sobre vientos y corrientes que favorezcan la navegación por la zona, llevan a Malaspina a una profunda reflexión, no exenta de crítica, acerca de las embarcaciones españolas que realizan habitualmente ese recorrido.

«Las dificultades que acabábamos de experimentar en la última travesía desde Zamboanga, y las que habían experimentado en este paraje varios navegantes que nos habían precedido, nos daban lugar a aventurar algunas conjeturas no del todo infundadas sobre aquella parte de la navegación nacional, o bien tenga por objeto dirigirse luego a las costas del NO de América y del Reino de México, o hacer derrota hacia los Reinos del Perú y Chile: en ambos casos, no es temeridad asegurar que debe mirarse como aventurada; y que a lo menos la han de emprender embarcaciones buenas, bien aparejadas y bien manejadas: todas calidades que se echan a menos en los buques mercantes nacionales y particularmente en los de Manila.

»Debemos llamarla aventurada aunque lo acaecido a las corbetas y las derrotas de varios buques ingleses denoten que no son tan rápidas las corrientes al sur desde los paralelos de Sanguir, Siao y Kabruang; porque los capitanes Meares, Castabrook y Bampton han experimentado bien a su costa lo contrario en estos últimos años, viéndose arrastrados el uno entre Morintay y Gilolo, y los otros entre Gilolo y Celebes, de donde no pudieron salir sino con crecidos riesgos y peligros.

»Además, que no es fácil, ni aun para los que salen del estrecho de Pitt elevarse bastante al este para poder montar del otro bordo a lo menos las Palaos, y no pocas pruebas en estos años han manifestado cuánto es fuerte y contrario el efecto de las corrientes luego que se acercan los paralelos de las Palaos».

Capítulo 7
Rumbo a la Terra Australis

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Malaspina finaliza sus anotaciones sobre la peligrosa salida del Mar de China hacia el océano Pacífico recordando que durante los meses de octubre, noviembre y diciembre es mucho más sencillo salir del estrecho de San Bernardino con las mareas y los vientos variables más a favor. Recomienda a todos los navegantes que deban internarse por la costa de Zamboanga y pretendan salir al Pacífico que costeen Mindanao y las Sarangani.

«Sacrificando a veces uno o dos días en las inmediaciones de la bahía de Sugud Boyan, para esperar vientos bien frescos del NNE y N, con los cuales se emprenda la travesía a montar el cabo Norte de la isla Morintay».

Resulta obvio que al nombrar Morintay Malaspina se está refiriendo a la isla Morotai, la más septentrional del archipiélago de las Molucas. Faltan ya muy pocos días para que las corbetas crucen el ecuador y naveguen por el hemisferio sur.

Por lo que respecta a la navegación desde las Filipinas a Chile, Malaspina advierte que la mejor ruta es la que desde mediados de diciembre conduce por los estrechos del archipiélago indonesio de las Sonda [Sumatra, Java, Bali, Timor…] al océano Índico y, desde allí, por los extremos NE de Australia y Nueva Zelanda a las costas americanas.

«Y seguramente el plazo del viaje no excedería de cinco a seis meses por paralelos ahora bastante trillados, y siempre tan saludables, como son infectos y peligrosos los que hay que correr bajo la zona tórrida precisamente en la mayor fuerza de la estación lluviosa…».

Diciembre, 25; 1792. — La entrada en el cuarto año de navegación y la fiesta de la Navidad se celebran en las corbetas entregando doble ración de aguardiente a la tropa y marinería.

«Nos causaba una no mediana satisfacción viendo las embarcaciones y todos los que las navegaban en la mayor unanimidad y buena salud».

Según las anotaciones del Diario en el nuevo año de 1793, las dos corbetas se encuentran a la altura de las islas desiertas de Pulo Mariere [Merir] y Pulo Ana, y su siguiente descripción coincide con islillas del archipiélago de las Palau, hoy en día administradas por Estados Unidos.

Por esas fechas, Malaspina calcula que se encuentran «a unas 80 leguas al norte del cabo de Buena Esperanza en la Nueva Guinea», de cuya exacta determinación hidrográfica en la carta del capitán Robertson no desconfía en modo alguno.

«Siempre atento a los excelentes medios que habían empleado los diferentes buques de la compañía inglesa que, en el año 1781-82, navegaron por el paso de Pitt y el golfo oriental a las costas de China».

La expedición deja atrás las costas de Nueva Guinea y no se aventura a circular cerca de ellas, ni siquiera conociendo la existencia del canal de Saint Georges que separa Nueva Bretaña de Nueva Irlanda, islas actualmente bajo soberanía francesa y que, un siglo después del paso de Malaspina, fueron ocupadas por Alemania y bautizadas como Nueva Pomerania y Nuevo Mecklemburgo.

Gran cautela siente el comandante ante la cantidad enorme de «islas bajas, y a veces la existencia de algunos bancos de arena o de coral, que en tantas ocasiones han escarmentado en estos paralelos al poco cauto navegante europeo». Por otro lado, el peligro que podría representar para la navegación de las dos corbetas la ruta exterior seguida por Malaspina queda compensado por el conocimiento que el marino tiene de las experiencias anteriores, especialmente las de Verron, Dampierre, Mourelle y Bougainville.

Louis-Antoine de Bougainville fue un famoso navegante francés de la Ilustración que, después de intervenir en multitud de empresas militares, efectuó un viaje de exploración del globo, relatado en su interesante Viaje alrededor del mundo. Al haber sido publicado en 1771, era conocido sobradamente por Alejandro.

Como quiera que la travesía continuaba plácida, aburrida y sin sobresaltos, una de las cosas que se destacan en el Diario como feliz acontecimiento es el hallazgo por parte de Tadeo Haenke de una nueva ave. Al grito de « ¡especie desconocida!», la gaviota es apresada, dibujada, bautizada con el nombre de Larus Atev y, lógicamente, disecada. Parece evidente que para aquel pájaro del orden de las caradriformes y familia de las láridas, el encuentro no tuvo consecuencias tan felices como para los satisfechos científicos de la expedición.

Malaspina siempre permanece atento a las anotaciones del alférez de navío Francisco Antonio Mourelle de la Rúa, admirador impenitente de las aventuras del capitán Cook. Mourelle, entre los años 1780 y 1781, bajo el mando del entonces capitán de la fragata Princesa, Bruno de Hezeta, viajó desde Manila a San Blas dejando escrita la Noticia de esa interesante travesía.

Enero, 15; 1793. — Aunque las reservas de agua de la expedición no parecen correr serio peligro de agotarse, Malaspina y Bustamante acuerdan aprovechar cualquier circunstancia meteorológica para seguir abasteciéndose. Así, ese mismo día, «un chubasco calmoso del primer cuadrante nos suministró en esta corbeta [la Descubierta] una no menor cantidad de cuatro Pipas y media».

Dentro de la tranquilidad reinante, los expedicionarios observan grandes troncos mecidos por las olas y cubiertos enteramente por conchas marinas, «que los aseguraban entregados desde mucho tiempo a las olas del mar». Maderos parecidos ya habían sido contemplados y descritos en aquellas aguas por otros navegantes, «que los habían aprovechado para proveerse abundantemente de leña».

Enero, 24; 1793. — Malaspina deja atrás las islas Salomón, archipiélago descubierto en 1568 por el español Álvaro Mendaña, enviado por el virrey del Perú para explorar el océano Pacífico. Mendaña, ya con el título de Adelantado de las islas de Salomón, dejó escritas dos Relaciones incompletas de la conquista de las islas aunque, posteriormente, una de ellas ha sido atribuida a Pedro Sarmiento, excelente navegante e historiador de vida agitada, que trató de vengarse de las ofensas que aquél le había causado durante la expedición.

Veinticinco años después, Álvaro Mendaña volvió al Pacífico y descubrió las islas Marquesas. Dado que Mendaña murió en aquella aventura, su mujer Isabel de Barreto tomó el mando de la expedición y, ayudada por el piloto Quirós, pudo llevar al maltrecho convoy hacia Manila. Isabel Barreto, a pesar de que negaba el agua a su tripulación para poder bañarse diariamente, fue distinguida con el título de Adelantada del Océano, honor del que fue primera y única beneficiaria.

Malaspina decide que ya es hora de cambiar la derrota de las corbetas y, a una latitud sur de 4º 48’, emprende dirección SSE, en un giro de casi cuarenta y cinco grados, para pasar a «unas treinta o cuarenta leguas de las islas más orientales de las Nuevas Hébridas o islas del Espíritu Santo» y llegar después a Nueva Caledonia. El archipiélago de las Nuevas Hébridas, o la actual Vanuatú a partir de su independencia, fue descubierto en 1606 por Pedro Fernández de Quirós, portugués al servicio de la Corona española que le puso por nombre Australia del Espíritu Santo. Mientras que la isla de Nueva Caledonia, actual territorio ultramarino francés, fue descubierta en 1774 por el británico James Cook.

Desde Nueva Caledonia, donde se encuentra Malaspina, tan sólo es cuestión de aprovechar los vientos, dejar pasar los días, y llegar a las costas neozelandesas.

Febrero, 25; 1793. — Alejandro, desde la cubierta de su navío, contempla la costa occidental de la isla del Sur neozelandesa, que está tan sólo a cinco millas, como quien dice, casi al alcance de la mano. A pesar de que el comandante conoce su historia reciente [hasta el año 1642 no fue descubierta], no podía saber, aunque quizá lo sospechara, que tan sólo cincuenta años después de su paso por allí, Nueva Zelanda se convertiría en colonia británica, al igual que Australia.

Las descripciones dejadas de aquellas costas escarpadas por James Cook no dejan ninguna duda en Malaspina.

«La punta Five-Fingers, o Cinco Dedos, terminaba nuestros alcances al sur. Se distinguía claramente el abra del norte de Duksy-Bay, y el bordo que actualmente seguimos nos conducía muy poco a sotavento de la entrada de Doubtful-Bay…».

Pronto son amarradas en aquella bahía las corbetas y se confía a Felipe Bauzá el examen interior del puerto Doubtful (que Malaspina traduce por Dudoso y no Sospechoso, como debiera tal vez), especialmente para ver la «facilidad de hacer agua y leña». Vuelve Bauzá con noticias positivas para el aprovisionamiento de las corbetas. Los expedicionarios se apresuran a bautizar aquel solitario paraje: el puerto toma el nombre de Péndulo Simple; la isla que cubre la entrada, de Bauzá; y el canal que comunica con una llamada bahía Oscura, el de Malaspina.

Mientras, el mal tiempo va deteriorando los aparejos y cascos de las corbetas y Malaspina se ve obligado a tomar una decisión bien difícil pero sopesada: aprovechar los vientos del oeste para navegar hacia Botanic Bay, en Australia, muy cerca de donde hoy en día se levanta la cosmopolita ciudad de Sydney.

El día 27 de febrero de 1793 ya se encuentran a más de «setenta leguas del extremo sur de la Nueva Zelanda», dirigiéndose a las cercanas costas australianas con el ánimo de aprovisionar los buques, arreglar los importantes desperfectos y dar descanso a una agotada tripulación. Todo ello antes de emprender el viaje de vuelta a América. Y, luego, a España.

Marzo, 11; 1793.— Esa mañana, y comprobando Malaspina lo acertado de las anotaciones de su admirado capitán Cook —«pinceladas maestras» las llama el comandante—, se divisan a corta distancia las costas de Australia, por aquel entonces conocida como la Nueva Holanda. Inmediatamente, las dos corbetas despliegan la bandera española y, al poco, contemplan cómo en un alto situado entre Botanic Bay y Port Jackson ondea la enseña británica en respuesta a su cortesía.

La fuerza del viento obliga a los expedicionarios españoles a dirigirse a Port Jackson y, con la ayuda de un práctico inglés, pronto dan «fondo a un ancla, no permitiéndonos el viento y la marea internarnos a la sazón hacia el Sydney Cove, distante cinco millas del fondeadero actual y punto elegido para la colonia principal…».

Port Jackson. — Antes de bajar a tierra, Alejandro Malaspina rememora fugazmente la corta historia del lugar en donde se halla. Durante la circunnavegación del mundo realizada por James Cook entre los años 1768-1771, el marino inglés navegó alrededor de Nueva Zelanda, confirmando que estaba formada por dos grandes islas, y exploró la costa oriental de Australia, que todavía no había sido nunca sondeada.

En 1786, el gobierno británico, en busca de posesiones coloniales, se fijó en aquellas tierras y decidió establecer una colonia penitenciaria en el territorio bautizado como Nueva Gales del Sur. Arthur Philip fundó en el año 1788 el primer asentamiento europeo en Sydney, muy cerca de donde se encuentra Malaspina en esos momentos de su narración, tan sólo cinco años después de la fundación del nuevo lugar.

Nada más llegar, los españoles se ven cumplimentados por el gobernador interino de la plaza, el mayor Grose. La oferta que éste hace de «cuantos auxilios estuviesen a su alcance» obliga a Malaspina a nombrar intermediario en los tratos con él a su alférez de fragata Jacobo Murphy.

«El cual, como experto en el idioma inglés debía corresponder en mi nombre al Gobernador con iguales atenciones y manifestarles los motivos de nuestra escala en este Puerto».

Objetivos que, por otra parte, era fácil enumerar.

«Reducíase esencialmente al preciso reemplazo de agua y leña, y al natural reparo de los buques y aparejos, después de una campaña bien penosa de 97 días; al acopio de una colección botánica y zoológica para el Real Gabinete, cual pudiesen permitirlas la estación y el tiempo; a las experiencias de la gravedad con el Péndulo Simple; y, finalmente, a un pequeño descanso para ambas tripulaciones, antes de arrostrar las nuevas campañas penosas a las que estaban destinadas».

Al mismo tiempo, Malaspina ordena a Murphy que transmita al gobernador Grose la garantía de que, con motivo de su entrada en el puerto, la seguridad de los penados ingleses y el orden interior de la colonia no sufrirán menoscabo alguno.

La cordialidad de los ingleses para con los españoles no impide que presenten a Malaspina una serie de medidas de cumplimiento obligatorio, destinadas a mantener la disciplina y a demostrar el agradecimiento a la hospitalidad recibida: un oficial de guerra de una u otra corbeta debía dirigir cada día la recogida de agua, que necesariamente habría de efectuarse en la población; en los botes dedicados a la pesca siempre debía haber soldados con armas de fuego para repeler cualquier ataque sorpresa de los aborígenes, «bien temibles, según nos habían informado en la Colonia». Esas medidas exigían también que de noche se custodiase el Observatorio; que bajo ningún concepto se admitiesen mujeres a bordo de las corbetas; que se pasasen dos listas al día para castigar rigurosamente a cualquiera que faltase a ellas; que no se admitiese ningún presidiario ni en los botes ni en las corbetas; que se evitasen, desde un principio, las borracheras y desórdenes de la marinería, «y más que todo cualquier alteración de su ropa»; finalmente, que desde las ocho de la noche no se permitiese atracar a bordo a bote alguno extraño, a menos que no diese una contraseña.

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Vista de la Colonia Inglesa de Sidney. Brambila. Museo Naval. Madrid.

El buen trato recibido y la admiración que de siempre había profesado Malaspina a la nación inglesa se reflejan claramente en sus escritos australianos, a finales de marzo de 1793.

«Nuestros pasos no pudieron tener otro semblante sino el de una estrecha unanimidad y confianza hacia una Nación cuyas tareas científicas mirábamos con el mayor respeto…».

Una vez concluidos los trabajos de reparación, finalizada la intendencia de los navíos y completado el merecido descanso de ambas tripulaciones, tan sólo resta acabar las tareas científicas y naturalistas. Así, Felipe Bauzá navega con la lancha de la Descubierta a Botanic Bay para levantar geométricamente su plano; Ravenet marcha por tierra a Botanic Bay, acompañado de dos oficiales británicos, para retratar a «algunos naturales, con sus armas y costumbres»; Antonio Tova realiza algunas salidas para cazar; Fernando Brambila hace dibujos y bocetos; los botánicos se internan hacia Parramatan y Tungabé; se continúan las tareas del Observatorio… y «don José Bustamante y yo nos dispusimos a obsequiar a bordo, para el primero y segundo día de Pascua, al mayor Grose y a las personas más distinguidas de la Colonia».

Este convite en la Descubierta comienza rindiendo al mayor Grose los honores de teniente general, acompañando con salvas los siguientes brindis:

«1º Al Rey de Inglaterra, el Rey de España y ambas Reales Familias;

2° Al comodoro Philips, el mayor Grose y la prosperidad de la Colonia;

3º A las Señoras, que nos favorecían con su presencia».

Previamente, Malaspina ha invitado a las señoras de Sydney a «almorzar con nosotros en una pequeña barraca que se había dispuesto para el intento en las inmediaciones del Observatorio, y donde fueron obsequiadas con comestibles de nuestra España, sirviendo con preferencia abundante chocolate con buñuelos».

Tras una excursión por los alrededores de Sydney Cove donde Malaspina comprueba los avances efectuados en la colonización de aquel territorio en tan sólo cinco años de trabajo, el comandante tiene una larga conversación con el capitán Brampton, recién llegado a Australia y que le traslada los resultados de sus últimas navegaciones por el estrecho de Macassar, que separa las islas insulindias de Borneo, la tercera más grande del mundo, y de Sulawesi, la mayor del archipiélago de las Célebes.

En una de sus últimas anotaciones australianas, Malaspina refiere la conducta indeseable de sus hombres y no deja en buen lugar a las mujeres tinerfeñas, aunque el comandante se apresura a excusarse porque la descripción fue escrita por un tal míster White, oficial inglés que se encuentra destinado en Sydney.

«En estos últimos días, no había sido a la verdad tan arreglada como antes la conducta de nuestra gente en tierra. No porque creyésemos asequible el que resistiesen a las seducciones continuas de las mujeres convictas, arrastradas del vicio, más bien que del interés, y tan desenfrenadas en su conducta que pareciesen castas en su cortejo las mujeres de Tenerife…».

El 8 de abril de 1793, antes de decir adiós a la colonia británica, los oficiales de ambas naciones se unen en un banquete oficial de despedida e intercambian obsequios.

«El mayor Grose recibió con agrado dos vistas del Puerto y una de Parramala trabajadas por don Fernando Brambila con mano maestra, y capaces de dar en Inglaterra una idea bien cabal del estado actual de aquella Colonia. El mismo Brambila ofreció al capitán Patterson la perspectiva de una cascada en la isla de Norfolk, cual la había descrito él mismo; y don Juan Ravenet, explayando en los últimos días un igual grado de destreza, de felicidad y de complacencia, en hacer retratos en miniatura, pudo satisfacer los deseos de la mayor parte de las Señoras y Caballeros de la Colonia que deseaban recordar a sus amigos y parientes en Inglaterra. Correspondieron igualmente entre los cirujanos a las excelentes colecciones de instrumentos quirúrgicos que les ofreció Mr. White [el mismo que tan “gentilmente” había descrito a las tinerfeñas…]».

Capítulo 8
Las paradisíacas islas del Pacífico

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En la tarde del día 10 de abril de 1793, Malaspina examina cuidadosamente la bodega de la Descubierta para evitar que algún cautivo inglés se haya introducido allí como polizón. La misma operación se realiza en la Atrevida. Todo está preparado para la despedida de territorio australiano y el regreso a América.

Al día siguiente, la neblina se ha disipado y, aprovechando una «virazón galenita del SSE», las corbetas españolas ciñen el viento, salen del puerto y navegan con todo el aparejo desplegado.

Según la derrota propuesta inicialmente, los navíos deben enfilar la proa directamente a las islas que Malaspina denomina de los Amigos y que no son otras que las actuales Tonga, archipiélago constituido por más de 150 islas, la mayoría de ellas deshabitadas. Las islas fueron descubiertas por el navegante holandés Abel Tasman que, como su apellido indica, fue también el descubridor, en 1642, de la isla australiana de Tasmania, además de la del Sur en Nueva Zelanda y del archipiélago de las Fiji.

No obstante las intenciones previstas, las mareas juegan en contra de los españoles y, ante la situación planteada, se decide continuar la ruta habitual de los navíos ingleses.

«La derrota al este, pasando al norte de Nueva Zelanda, debía ser igualmente fácil y breve».

Abril, 27; 1793. — Una terrible tormenta se abate sobre los expedicionarios: «eran continuos los golpes de mar que inundaban las corbetas». Y el peligro no desaparece cuando amainan los vientos: «nos dejó entregados a las olas para su juguete y cada balanceo nos amenazaba de averías considerables…».

Tras la tempestad, como siempre, llega la calma. La expedición puede navegar al NE con todo su aparejo, disfrutando «de cielos y horizontes más despejados».

Mayo, 2; 1793. — El cabo Norte, la punta más septentrional de Nueva Zelanda, queda a unas cincuenta leguas de distancia de los barcos españoles y la alegría y el alivio se apoderan de los navegantes.

«La situación de las corbetas debía parecemos más bien agradable, no pudiendo mirarse ya como distante el plazo de nuestra llegada a las islas de los Amigos, de donde emprenderíamos derrota directa a los puertos de Chile».

Los vientos bonancibles del SSE al SE, por lo general con cielo despejado y mar llana, soplan en los días venideros y parecen querer satisfacer los deseos de los españoles. No obstante, en la noche del día 9 de mayo, otra impresionante tormenta descarga toda su artillería sobre las corbetas.

«A las doce de la noche la mar y el viento parecían querer emular los del temporal pasado; y para las cuatro de la mañana carecíamos de la vista de la Atrevida…».

Dos días después, tras horas de incertidumbre, las corbetas vuelven a reunirse y las sospechas de Malaspina de que la causa de la separación de la Atrevida haya sido el que algún hombre cayera al agua se confirman desgraciadamente.

Una vez superadas las enormes dificultades de la navegación durante los últimos días, los comandantes de los dos navíos se ponen de acuerdo para fijar la próxima parada: el archipiélago de Mayorga, nombre seguramente puesto por algún navegante español natural de aquel pueblo leonés.

«El archipiélago de Mayorga, visitado por el comandante Mourelle en 1782, y sin duda el mismo que el capitán Cook había hecho memoria en su tercer viaje, distinguiéndole según las noticias adquiridas en Annamuka [Nomuka] y Tongatabu [Tongatapu], con el nombre de Vavao [Vava’u] era ahora el paraje al cual se dirigían las corbetas para continuar sus investigaciones náuticas».

Además éste era el punto elegido como reunión de los españoles si, por cualquier circunstancia, quedaran separadas las corbetas. Por si faltara algo, Malaspina, bien documentado como siempre, razona en su Diario que esta zona era de las que todavía debían explorarse en el Pacífico de manera minuciosa.

«No quedaba duda que era éste el que debía preferirse a todos, atentos a los últimos reconocimientos de Conde La Pérouse en el archipiélago de los Navegantes [Samoa], y a los anteriores del capitán Cook en las islas inmediatas: Ni para esta preferencia eran menos poderosas las reflexiones que nos hacían mirar el archipiélago de Vavao como un descubrimiento enteramente nacional y nos prometían abrigo y abundancia de refrescos, que difícilmente hubiéramos encontrado en cualquiera de las islas inmediatas…».

Malaspina, además, abriga otros proyectos más políticos y secretos en cuanto llegue a Vavao. Pretende tomar posesión pública del lugar para que quede patente ante Europa la certeza del descubrimiento, después de conseguir el imprescindible convenio con los naturales. Malaspina quiere evitar en Oceanía los graves errores coloniales cometidos en América por los españoles.

«Triste ambición solapada con el semblante apacible de las ciencias y de la filosofía, que dictando unos pasos al mismo tiempo injustos y costosos a una Nación, alucinada, obliga a las demás a seguirla de cerca en sus conquistas imaginarias, no adquiridas por ventura con ríos de sangre y de dinero, sino con unos pocos instrumentos astronómicos, algunas bagatelas cambiadas con efectos de mucha mayor utilidad, y una u otra descripción enterrada en parajes señalados».

Esta declaración de principios expuesta de su puño y letra por Alejandro Malaspina nos recuerda la frase que aparece en los Axiomas políticos de nuestro navegante, tan fundamentales para conocer su posición sobre las relaciones entre España y sus colonias americanas:

«El comerciante y el agrícola poseen, mejoran y defienden. El conquistador pilla, destruye y pasa».

El profesor José Vericat, que ha dedicado una parte de su obra a investigar las fuentes del ecléctico pensamiento sociopolítico de Malaspina, ha traducido fielmente el espíritu de sus palabras y afirma que el navegante siempre se lamenta de que España hubiese llegado la primera a América. La fatalidad había hecho de los españoles unos conquistadores condenados, por tanto, a dominar y destruir. Mientras que los otros países europeos habían tenido la ventaja de llegar en segundo lugar, necesitando sólo adaptarse, comerciar y edificar la sociedad de que pretenden disfrutar.

Siguiendo al pie de la letra las indicaciones cartográficas del navegante español Francisco Antonio Mourelle de la Rúa, infatigable explorador del Pacífico y, más tarde, vicealmirante de la Armada española, Alejandro se acerca a las islas pretendidas.

La mañana del día 20 de mayo de 1793 depara a los españoles una vista agradable del litoral de Vavao.

«Esta parte de costa, no reconocida por Mourelle, es bastante alta y cortada a pico: forma una sola bahía con poca playa, en la cual se veían reposar a la sombra de las palmas diferentes naturales…».

Esa misma noche, Malaspina evita con muchísimas dificultades los peligrosos arrecifes enterrados frente a la entrada del fondeadero; el mismo donde había recalado años atrás la fragata Princesa. Los navegantes realizan con éxito las maniobras e, instantes antes de atracar en lo que Mourelle bautizó como Puerto del Refugio, comienzan a relacionarse con los nativos.

«Poco después tuvimos la satisfacción de ver atracar a bordo una canoa con tres naturales, a los cuales se regalaron algunas bagatelas…».

El archipiélago de Vavao. — Entre las numerosas canoas que se acercan a los españoles destaca una en la que viaja un anciano venerable y corpulento que responde al nombre de Eixe Dubou, el cual parece llevar el mando. Nada más subir a bordo ofrece como regalo la macana o garrote grueso que porta como símbolo de su poder, una gallina, cocos, plátanos y raíces.

El imprescindible saludo afectuoso de chocar las narices obliga a los españoles a disimular alguna sonrisa para que los nativos no crean que se burlan de ellos y de sus costumbres, recibiendo así la cordial bienvenida de un pueblo amable y pacífico.

Los visitantes de allende los mares devuelven el presente dándoles a los aborígenes dos varas de bayeta e invitan al cacique a compartir mesa y mantel en la Descubierta, donde quedan asombrados porque los nativos «actuaron con mucho decoro». Malaspina estima muy conveniente la presencia del cacique Eixe Dubou en su corbeta para demostrar su buena disposición ante los numerosos nativos que han acudido a visitarlos.

«No cabe una pintura de la buena fe, o más bien del descuido, con el que estos naturales se abandonan al recién llegado, no trayendo, por lo común, arma alguna consigo o, si la traen, es la primera cosa que cambian con cualquier fruslería, sin reparar siquiera en el método precavido de nuestros centinelas armados, de un depósito nada distante de armas, y de la vigilancia…».

El lenguaje con el que los españoles tratan de entenderse con los nativos resulta bien sencillo.

«Procurábamos hacer uso, para el recíproco entendimiento con los naturales, más bien de la pequeña colección de voces del piloto Vázquez de la fragata Princesa, que de la numerosa del capitán Cook, cuya diferencia de pronunciación nos expondría a cada paso a unas equivocaciones tan crasas como peligrosas».

En la Atrevida todavía resulta mayor la concurrencia de nativos. Eixe Tumoala, evidentemente otro cacique, es más generoso con Bustamante, ya que le regala un puerco. A cambio, recibe una espléndida hacha.

Tras un día agitado en que las corbetas se ven abarrotadas de alimentos frescos, la llegada de la noche hace obligatorio que los visitantes abandonen los navíos.

«Precaución no sólo necesaria para nuestro raposo, también para asegurarnos, al menos durante la noche, de los robos casi continuos con los que nos veíamos amenazados».

Aparte de las tareas lógicas de aprovisionamiento de agua y las comunes y necesarias tras la larga travesía, Malaspina, que abriga secretas intenciones políticas, desea tener perfectamente controlados a sus hombres para que no causen incidentes con los nativos, especialmente en lo relativo al trato carnal con sus mujeres.

Su anotación al respecto en el Diario del día 20 de mayo de 1793 es muy significativa y deja una vez más al descubierto la moral estricta del marino.

«Sea enhorabuena o plausible, o digna de disculpa esta tolerancia entre los navegantes ingleses y franceses de modo que no parezca un tropiezo para la conservación de la disciplina a bordo el que el oficial y el marinero se vean casi acomunados en entregarse a uno de los vicios más soeces que infectan la naturaleza humana: Ello es, que en nuestra Marina, el marinero pretende (y con razón) tener mayores derechos que el oficial, para ser vicioso, y que es esta pasión, con exceso, vehemente. De suerte que no sería extraño ver al hombre más tranquilo disputar con un puñal en la mano el uso de la misma mujer a sus mejores compañeros o superiores…».

La aguada del día 21 de mayo se realiza bajo la atenta mirada de una gran cantidad de nativos y de algunos de sus caciques, «impelidos al mismo tiempo de la curiosidad, el interés y de la ociosidad en la que viven».

A Malaspina le llegan noticias de que en breve plazo los españoles recibirán la visita protocolaria del gran cacique Eixe Ko-Vuna, del que todos ensalzan su poderío y su autoridad sobre el archipiélago de Vavao y sobre las cercanas islas de «Hapaí [Ha’apai], Annamuka y Tongatabu».

Tal como se esperaba, llega el poderoso jefe, precedido de sus emisarios, y ofrece a los navegantes españoles el regalo de un puerco de gran tamaño, frutos y algunas esteras grandes y trabajadas con mucha finura.

Sentados ya frente a frente, Ko-Vuna y Malaspina se sonríen pero no saben cómo empezar su conversación ante la dificultad del idioma. Sin embargo, tras los saludos de rigor, gracias a su disposición a estrechar relaciones consiguen sellar un acuerdo que evite, en un principio, los robos de los naturales a los foráneos. El comandante se despide del cacique Eixe Ko-Vuna prometiéndole que esa misma tarde desembarcará en tierra para devolverle su visita.

Tras la protocolaria entrevista, los expedicionarios continúan con la tarea prevista, la de aprovisionarse de agua.

«Iban en el bote armado los Sres. Haenke, Bauzá y el Eixe Tobou con otros dos naturales, los cuales nos guiaron hacia los canales internos a una playa que no distaba una legua de nuestro fondeadero: la aguada que allí había parecía cómoda, abundante y de buen sabor…».

No obstante, como los abundantes nativos que habitan la zona no parecen muy contentos de que se lleven el agua, Malaspina, al observar además que entre las lanchas y las corbetas se interpone un bosque frondoso, decide paralizar la operación de la aguada como medida preventiva.

Cuando ven que los españoles llenan solamente a medias las pipas, los nativos reaccionan favorablemente y les ofrecen una recepción amistosa, preparándoles un tipo de bebida, que Malaspina llama cava, en un lugar agradable donde las mujeres no dejan de acosarles solicitándoles cualquier tipo de obsequios: «Ofreciéndonos por su parte la más fácil complacencia a nuestros antojos».

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Obsequio de las mujeres de Vavao a los oficiales. El oficial es Malaspina. Ravenet. Museo de América. Madrid.

El mismísimo Alejandro, contra todo pronóstico, no rehúsa probar aquel mejunje, lo que todavía parece más disparatado porque había visto cómo se preparaba…

No es posible saber si su «imprudencia» se limitó solamente aprobar el alcohol. Pero en el Museo de América se conserva un boceto del pintor Ravenet en el que un oficial español sospechosamente parecido a Alejandro aparece con el largo cabello suelto y la guerrera abierta, sentado junto a dos bellas nativas que llevan los pechos desnudos y acarician al oficial de Marina. Por si quedara alguna duda, escrito del puño y letra de Ravenet, a tinta, figura la leyenda: «Obsequio de las muchachas de Vavao a los oficiales». Y, a lápiz, también con letra de Ravenet: «el oficial es Malaspina».

Por la tarde, para cumplir la promesa dada a Ko-Vuna, los oficiales desembarcan cerca de las chozas donde tiene su poblado el cacique. Allí, son debidamente cumplimentados y muy agasajados por unos nativos que les reciben con bailes y cánticos, «acompañados de las cañas huecas o rajadas».

Los expedicionarios saludan a Ko-Vuna y a unos cuantos caciques ya conocidos. Los nativos forman una especie de cortejo que acompaña al poderoso gran jefe:

«Así pasamos la tarde en la mayor unanimidad y alegría; y no fueron pocos nuestros progresos en el importante conocimiento del idioma…».

Como quiera que los aborígenes de las canoas llegan a agobiar a la tripulación con sus innumerables peticiones de intercambio de objetos, Malaspina nos revela en su Diario uno de los ardides de los españoles para que los trueques no resultaran demasiado gravosos para su peculio:

«Procurábamos a la sazón conservar en mucho valor los efectos que más abundaban en nuestros repuestos, ocultando las hachas y los adornos de mujer, para cuando aquéllos desmereciesen de valor: dos o tres cuchillos medianos, o bien una vara de bayeta, eran la recompensa de un puerco regular: las navajitas, los hilos de abalorio y de coral suplían luego para las gallinas, las raíces, los plátanos, y los cocos, de los cuales parecería casi increíble la cantidad que se adquiría y consumía diariamente».

De entre todos los habitantes de las Vavao que llegan a conocer los españoles, los siguientes destacan por su simpatía: Feileua, muchacho de unos ocho a diez años y príncipe heredero de las Islas; Tufoa, sobrino del gran cacique Ko-Vuna, algo mayor que Feileua «y dotado de una viveza y comprensión poco comunes»; y Latu, joven que acompaña a Feileua a todas partes en su condición de ayo, aunque sus «ocupaciones, sin embargo, se reducían más bien a su conservación que a la enseñanza del Príncipe». Los tres son obsequiados convenientemente y el mismo Feileua, que había «cambiado ya nombre con Don Josef Espinosa», según costumbre de las islas, es vestido de forma completa y elegante por los oficiales de ambas corbetas.

La tarde del día 22 de mayo, Malaspina, acompañado de Bauzá y otros hombres, desembarca en la playa. Inmediatamente se dirigen a saludar a Ko-Vuna y le piden permiso para iniciar una exploración del lugar. Al comandante le parece un fondeadero perfecto para cuantos buques españoles puedan pasar en el futuro por aquellas islas paradisíacas. Tiene motivos, pues, para reconocerlo a fondo.

También, decididos a trabajar, desean librar de matojos un pequeño camino y aplanar un saliente rocoso, situado en un paraje privilegiado, para instalar en él el observatorio astronómico.

Obtenido el permiso pertinente de Eixe Ko-Vuna, Malaspina vuelve a bordo y se encuentra con la sorpresa de que alrededor de las corbetas pulula una multitud de canoas repletas de nativos, algunos llegados de islas lejanas. Mejor que la descripción de Malaspina resulta el espléndido dibujo de Fernando Brambila conservado en el Museo de América madrileño, en el que se divisan las corbetas ancladas en el fondeadero de Vavao totalmente rodeadas de decenas y decenas de embarcaciones que llegan a ocultar sus líneas de flotación.

En esa magnífica pintura de Brambila se observa cómo desde el cercano islote donde se levanta la tienda de campaña del observatorio astronómico —que destaca en primer plano del paisaje idílico—, tres españoles contemplan, impasibles, tan abigarrado y multitudinario espectáculo.

Al mismo tiempo, una escena insólita se desarrolla en los alrededores de las corbetas tras la prohibición de admitir mujeres a bordo.

«Un crecido número de mujeres, la mayor parte jóvenes, insistían luego desde las canoas que se les permitiese subir, recordando a los pocos cautos admiradores de la tarde anterior, o los regalos prometidos o la no olvidada articulación de los apellidos cambiados, o finalmente las esperanzas de que no fuesen sordos a las voces seductoras de la Naturaleza: y no resultaban menos eficaces los hombres, incluso Feileua y Tufoa, en persuadir a que no se retardase ya por más tiempo la preferencia a favor de una u otra, de las que parecían llamar a sí mismas una atención más general.

»No sería fácil sin incurrir en la acusación harto bien frecuente de las narraciones harto abultadas de los viajeros, al describir con exactitud el grado de amabilidad que en aquel clima feliz ha tocado en suerte al bello sexo, y del cual todavía no podíamos formar sino una idea bien imperfecta».

En este paradisíaco ambiente, los trabajos de reparación en las dos corbetas, tan seriamente dañadas durante su última travesía desde Nueva Zelanda, continúan a buen ritmo. Y como, además, los incidentes menores con los nativos poco a poco dan paso a otros muchos más complejos, Malaspina comienza a pensar en la necesidad de acelerar los asuntos políticos y científicos que le habían llevado hasta allí.

Una broma del cacique Ko-Vuna hacia Malaspina provoca la pronta réplica del comandante. La cosa sucede cuando en una de sus visitas a bordo, el jefe vavao insiste en que los oficiales y Malaspina disfruten con las jóvenes que ha llevado a bordo. Dado que Alejandro se niega a seguirle el juego, Ko-Vuna insiste en que los demás oficiales no hagan ascos a muchachas tan bellas. Y comienza un divertido juego del que Ko-Vuna excluye al mismísimo comandante Malaspina: sortea una joven para cada uno de los oficiales, pero saltándose al comandante cada vez que le tocaba el turno.

«Esta chanza, realmente divertida no dejaba sin embargo de refluir hacia los depositarios del buen orden un carácter realmente ignominioso, particularmente en un país donde todo convidaba al placer…».

Alejandro sabe reaccionar a las bromas groseras de Ko-Vuna y busca la revancha. Le pide a Ravenet, «en una de aquellas horas en las cuales el espíritu oprimido del navegante, y la idea siempre varia del pintor, necesitan de un cierto alivio y distracción», que dibuje «con mucha propiedad» una mujer dotada de todas las gracias personales «que más comúnmente solemos admitir en nuestra Europa». Ravenet la vistió al estilo de como se emperifollaban las panameñas y la dispuso tendida, en actitud intencionadamente descuidada, sobre una hamaca.

Con una sonrisa de complicidad, Ravenet y Malaspina presentan el cuadro a Ko-Vuna y le aseguran que es el retrato de la esposa de uno de ellos y que todas las esposas de los oficiales se asemejaban a ella. Ko-Vuna se queda admirado y sorprendido de su belleza y de la sensualidad que emana del dibujo. Además de comenzar a entender la frialdad de los españoles para con las nativas, se apresura a frotar su nariz contra la de la desconocida panameña. Examina, después, uno por uno, todos los detalles de su espléndida anatomía y pronto decide, en su ingenuidad salvaje, que quiere poseerla, de modo que, entusiasmado, se muestra dispuesto a cambiarla por una enorme cantidad de mujeres vavao.

Como los expedicionarios le convencen de que tal cosa no es posible, Ko-Vuna propone que su heredero, Feileua, viaje a España con los expedicionarios, se case allí y conduzca a su regreso a algunas de esas mujeres con las cuales él también podría casarse.

«Pareciéndole ya despreciables, y nada adecuadas al Tálamo Real, las hijas del difunto Paulajo, que nosotros, a la verdad y con mucha razón, preferíamos infinitamente al objeto imaginario de la pintura».

De nuevo se ven forzados los españoles a disuadir al cacique de la conveniencia de que el príncipe heredero emprenda tan largo y peligroso viaje. Pero Ko-Vuna vuelve a la carga por última vez. Manifiesta, totalmente en serio, que él mismo viajará en persona a España si la travesía resulta compleja y delicada. Alejandro, ya casi sin argumentos que oponer, le advierte que entre los blancos sólo está permitido tener una esposa y que esas mujeres, aunque bellas, resultan algo enfermizas y poco dispuestas a satisfacer continuamente al esposo. Al parecer, estas revelaciones desencantan un tanto al gran cacique, que comienza a moderar sus lúbricos deseos.

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Señorita de Panamá en una hamaca. Ravenet. Museo de América. Madrid.

De lo que no cabe ninguna duda es de la mejora tan radical que experimenta el habitual talante hosco de Malaspina durante su estancia en Vavao.

Al aproximarse la noche, llegan las lanchas de la aguada tras haber capturado con la ayuda de los nativos a un desertor de las goletas. Mientras tanto, Ko-Vuna se despide de los oficiales y regresa a su campamento. La narración de Malaspina no especifica si el famoso dibujo sobre la misteriosa desconocida se marcha con el cacique o queda en la colección del pintor Juan Ravenet para utilizarlo en una próxima parada…

El día 25 de mayo, Malaspina y sus oficiales se visten de gala y éste ordena una parada militar de sus tropas, con exhibición de fuego real, para homenajear a los nuevos amigos de Vavao.

«Ya dispuestos los espectadores, empezó nuestra tropa el manejo del fusil: eran generales los aplausos a cada movimiento uniforme: sobresalían aún más en las vueltas a la derecha e izquierda, en las marchas de frente y en los diferentes modos de desplegarse en batalla: la hermosura de la tarde, el brillo del sol sobre las armas, la mezcla agradable a veces de un total silencio, otras de clamores generales y armoniosos en el mismo sitio ameno en el que nos hallábamos, daban a la escena un no sé qué de grande y majestuosa: las tres descargas, que hicieron después en diferentes modos, alarmaron mucho particularmente las mujeres, a pesar que las hubiésemos prevenido de antemano, y que la Tropa diese el frente al mar en cada descarga».

Ni que decir tiene que estos ejercicios tácticos de los soldados españoles dejan a los nativos de Vavao muy admirados. E, inmediatamente, les llega a ellos su turno. Una impresionante danza guerrera de los hombres muestra la violencia de que son capaces cuando se trata de combatir, aunque sólo se trata de una lucha de exhibición. Luego, llega el turno de la danza y los cantos elogiosos a las mujeres de la tribu. Y, aquí, Malaspina escribe una de las páginas más bellas y sensuales de las que aparecen en su Diario:

«En compás, las figuras y el paso, no eran diferentes de las de los hombres: ni diferían mucho el vigor y la sensibilidad que ahora sobresalían: pero cuando en lugar de estas propiedades casi innatas en aquellos pueblos, se atendiesen las gracias, la dulzura y aquella agradable sonrisa, que tan propia de la mujer, descubre al mismo tiempo la voluntad, la modestia y los adornos del rostro.

»La escena a nuestros ojos variaba mucho de semblante y se nos representaban más bien los templos de Gnido [se refiere a la antigua ciudad de Cnido, en Asia Menor, que poseía un templo de Afrodita, obra de Praxíteles] y Amatanta, que el pobre asilo de unas naciones al parecer incultas y siempre infelices: no faltaban tampoco entre unas u otras de las más jóvenes aquellas miradas preferentes, que mezcladas con el antojo y la publicidad, deciden en nuestra Europa la suerte del corazón de los hombres: el enfado, los celos, el amor, y el pudor, parecían disputarse entre sí la posesión del rostro: Al aproximarse, bailando a su alrededor, hacia aquéllos a quienes querían dirigir más de cerca sus cuidados, se paraban un instante y explayaban en los pasos nuevas habilidades: las acciones parecían más expresivas y el canto más sonoro: se les veía un momento después, despertarse casi de las ideas que las distraían, escuchar y seguir la música con la mayor atención, y entregarse todas a la agradable elasticidad de las fibras: entonces aceleraba el compás; los movimientos más vivos disipaban la languidez de los ojos: todo respiraba el placer, y no sólo los espectadores, sino la misma Naturaleza parecían tomar parte en esta escena tan agradable».

Pero como no todo es diversión y descanso, las tareas científicas prosiguen su marcha habitual: los aguadores se encuentran a punto de finalizar su abastecimiento y los carpinteros realizan su trabajo de reparación sin ninguna demora. Mientras tanto, el incansable Felipe Bauzá ha levantado unas cartas perfectas del contorno y sondado, al milímetro, el fondeadero de Vavao y los canales que se internan tierra adentro. La latitud había sido comprobada exhaustivamente por Juan de la Concha, que la sitúa en 18º 38’ y 45’’ sur.

Como es posible imaginar, Tadeo Haenke no ceja en su empeño de llevar a España la mayor colección de plantas conocida. En esos días, se ocupa del estudio y conocimiento de las aves y de los peces.

«Los cuales hallaba aquí en mucho número y variedad, y aún no bien conocidos en las Descripciones Naturales publicadas hasta aquel tiempo».

Por su parte, Malaspina también parece a punto de conseguir su objetivo político, al decir de sus propias palabras:

«Las repetidas conversaciones con Ko-Vuna nos daban luego lugar a estrechar diariamente nuestra amistad: lográbamos verle ya bien enterado de la extensión de los dominios de S. M.; de sus fuerzas navales, de nuestro destino, y de las visitas frecuentes que les haríamos en lo venidero; correspondiéndonos por otra parte este mismo jefe con las aseguraciones más positivas de la mayor fidelidad de parte suya y de Feileua; fidelidad, a su entender, tanto más ensalzada cuanto que se cuidaría mucho en Vavao de castigar los ladrones, siendo así que en Hapaía, Anamuka y Tungatabu (según nos insinuaba con frecuencia) no encontraríamos ni igual legalidad, ni igual abundancia de comestibles…».

Por otro lado, las relaciones con los caciques menores proporcionan datos muy interesantes sobre las costumbres, idiomas y vivencias de aquellos nativos. Así, en las tertulias nocturnas que se celebran a bordo de Atrevida, los caciques de los contornos, ya con más familiaridad, entretienen a los españoles relatándoles los viajes por aquellas tierras ignotas del capitán Cook y de sus oficiales, con quienes habían, también, intercambiado nombre; finalmente, les hablaban de la poderosa lancha del capitán Bligh [el célebre capitán del Bounty], y de los últimos sucesos ocurridos en aquel archipiélago.

El 29 de mayo de 1793, Bustamante encabeza una excursión [de la que también forman parte Espinosa, Cevallos, Quintano, Brambila y Née, junto al cacique Ko-Vuna] para visitar Leyafú, donde reside habitualmente Ko-Vuna. Allí se encontraba el sepulcro de Paulejo, último soberano de las islas de los Amigos con cuya hija estaba casado Ko-Vuna. Paulejo resultó un viejo y buen amigo del capitán Cook en su recorrido por estas islas.

La narración del viaje al lugar de Leyafú, residencia de los jefes supremos de las islas de Vavao, corre a cargo de José Bustamante y Guerra, que se asombra cuando Ko-Vuna le muestra un edificio muy alto, encerrado en el centro de un pequeño recinto formado de cañas «entretejidas con artificio y elevadas más de doce pies». La casa está rodeada por unos árboles «elevados a una altura prodigiosa» y, en palabras de Bustamante, «el arte y la naturaleza parece se complacían en añadir medios de inspirar a estos lugares sagrados toda la veneración y culto que le rendían los naturales».

«No comprendimos la significación que nos dio Ko-Vuna de esta casa, los objetos a que estuviese consagrada: sin embargo varios antecedentes nos condujeron a creerla como un paraje destinado a la práctica de alguna de sus instituciones religiosas. Nuestros informes posteriores, guiados por el nombre de Fale Otua con que nos distinguió esta casa Ko-Vuna, no permitieron dudar de que aquella voz equivalía a Casa de Dios, ni que su verdadero objeto era el mismo que habíamos sospechado.

»Don Ciriaco Cevallos averiguó al día siguiente por su amigo Mafi, que los dioses, según sus opiniones religiosas, bajan frecuentemente a las islas de un modo invisible transformados en pájaros y, mientras permanecen sobre la tierra, están sujetos como los demás hombres a todas las necesidades físicas de la vida. En consecuencia de estos principios les preparan casa con la magnificencia y el ornato correspondiente a la devoción de cada uno y al piadoso objeto a que se destina…». Después de que Fernando Brambila realizara un dibujo de aquel templo, los españoles, con Bustamante al frente, se dirigen a presentar sus respetos a Tubou, viuda de Paulejo.

«La noble Tubou, con un semblante dulce y majestuoso, nos recibió con tanto agrado como dignidad. Su aspecto, su compostura, y hasta su color todo, la distinguía de los otros naturales. Todo anunciaba la elevación de su carácter. Admitió nuestros presentes con una viva gratitud, la cual significaba añadiendo a las señales del semblante la expresión y ceremonia que acostumbran».

La «expresión y ceremonia que acostumbran», en palabras de Bustamante, no eran otras que ponerse los obsequios sobre la cabeza y sostenerlo así durante un buen rato, dando luego las más expresivas gracias con su palabra talafetai.

Bustamante, impresionado por la serenidad y majestad de aquella mujer, la invita a visitar las corbetas. Allí, no sólo será muy bien recibida sino colmada de regalos, como corresponde a su linaje.

A la hora de la despedida, y no sin cierto asombro, el comandante de la Atrevida, que aún no se ha percatado de la autoridad de Tubou, contempla cómo el gran cacique Ko-Vuna le rinde toda clase de honores.

«Se dirigió a la Tubou, le tocó con la cabeza la planta del pie, después con la mano, y besó ésta seguidamente: Tubou recibió el homenaje con la misma dignidad que presidía todas sus acciones, pero también con aquella indiferencia de quien recibe un tributo que en justicia le corresponde».

A la salida de la casa de Tubou, en un «llano oblongo», se encuentran con el sepulcro de Paulejo. A pesar de que el motivo de la excursión era visitar esa tumba, Ko-Vuna se mostraba remiso a dirigirse hacia allí, de modo que Bustamante tuvo que convencerle para que se acercase a una distancia prudente, a fin de que los nativos no vieran en ello un intento de profanar aquel lugar sagrado donde yacían las cenizas de su querido Príncipe.

Cerca de la tumba, los jefes aborígenes que acompañan a los españoles caen en una especie de letargo profundo; sus rostros son la imagen misma del dolor y de la tristeza, y emiten terribles sollozos.

«La escena, por otra parte, no nos ofrecía a la vista sino objetos lúgubres y tiernos capaces de inspirar dolor al corazón menos sensible. La soledad del sitio, el silencio devoto de los naturales y el ruido suave de los tristes árboles [cipreses] mecidos por el viento, todo debía conducirnos a sentimientos profundos y a contemplaciones melancólicas. La presencia de estos lugares naturalmente suspende el espíritu humano para recordarles las hazañas y virtudes del héroe a quien se consagran. El sepulcro de Paulejo nos traía a la memoria la suprema autoridad que había ejercido sobre todas las islas de los Amigos y los derechos tan antiguos como legítimos con que la Corona existía en su línea por cerca de dos siglos: circunstancias todas que lamentaban más la suerte de este Príncipe, y añadían horror a la infeliz catástrofe en que acabó su reinado y su existencia».

Desde allí, los visitadores del poblado regio de Leyafú marchan a la casa del cacique Ko-Vuna. Los obsequios y las atenciones con que se agasaja a los españoles llevan a Ciriaco Cevallos, el que mejor comprendía el idioma nativo, a decirle al Rey que cuando la expedición hubiese cumplido con su deber de volver a España habría que plantearse seriamente regresar a Vavao «para vivir y morir en su compañía». Estas palabras emocionan tanto a Ko-Vuna que pide a Cevallos que apoye la cabeza sobre su regazo, «y cuando lo tuvo de este modo le adoptó por hijo suyo en toda forma».

En el camino de regreso, Bustamante se fija en el método curioso que emplean los nativos para proteger sus plantaciones de plátanos, «dispuestas en igual forma que nuestras viñas en España», y bien cerradas para preservarlas de los cerdos, únicos animales que podían allí perjudicarlas.

Al continuar narrando las vivencias de aquel agradable e instructivo paseo, Bustamante deja escritas unas páginas dulces y melancólicas sobre la aparente o real felicidad que embarga a los naturales de aquellos paradisíacos lugares.

«Nada podía compararse a la hermosa variedad de perspectivas que se presentaban a nuestra vista en esta pequeña incursión. La regularidad de las plantaciones, la graciosa armonía de sus contornos, y la confusión de árboles siempre verdes y matizados de flores, todo nos representaba con los colores más vivos las maravillas de la Naturaleza. La imaginación más apagada no podría resistirse en estos amenos lugares a las sensaciones dulces y apacibles que inspiran. Aquí la nuestra se suspendía tiernamente en hacer reflexiones filosóficas sobre la vida y felicidad de estos Pueblos. Admirábamos el estado de su agricultura, a la cual se aplicaban como la más útil y primera ocupación de las sociedades; ocupación a la cual no sólo debían una constitución vigorosa, sino vivir tranquilamente en el seno de la abundancia y de los placeres».

Como la excursión se alarga porque Ko-Vuna espera recibir de sus súbditos un puerco grande para obsequiar a los españoles, Cevallos, cansado de la larga caminata y abusando de su recién adquirida condición de Príncipe de Vavao, manifiesta el deseo de descansar un rato. Al pasar por delante de una casa, Ko-Vuna, su nuevo padre adoptivo, requiere los servicios del dueño de la vivienda y, al poco, se presenta una bellísima joven, «con todos los encantos del agrado y de la gracia», que acompaña a Cevallos para satisfacer su deseo de reposar. Dejemos que, a partir de aquí, sea Bustamante el que con su fina ironía explique el apuro en que se vio el navegante cántabro.

«Sentada al lado de Cevallos, la joven principió a tocarle blandamente con los puños a lo largo del cuerpo: esta costumbre, que distinguen los naturales con la voz de toqui toqui, la practican con los caciques sus mujeres para que puedan conciliar el sueño. Yo no sé si este auxilio lo facilite, a pesar de usarse como tal en las islas Filipinas, pero por lo menos en don Ciriaco de Cevallos produjo virtudes muy contrarias al remedio, remedio a la verdad más propio para promover las vigilias, que para conseguir el descanso…».

Finaliza Bustamante su irónica descripción aclarando que: «no fue interrumpida esta operación hasta asegurarse que, en suspenderla, no se desairaba la linda joven que la ejecutaba; y concluida, recibió un presente del nuevo Príncipe, con el cual quedaron tan satisfechos sus deseos como los derechos justos de su hermosura».

Mientras Brambila acaba de dibujar el sepulcro de Paulejo y Née recoge hierbas sin cesar, llega el ansiado y prometido puerco. Ya nada les resta hacer a los españoles en Leyafú salvo despedirse de Tubou, la gran dama.

Como extraordinario complemento a los conocimientos etnográficos, astronómicos o geográficos que los científicos de las dos corbetas extraen de Vavao, el teniente Ciriaco Cevallos redacta un vocabulario del idioma de aquellas islas que Malaspina incorpora a su Diario del viaje.

Una vez decidida la pronta partida de las corbetas de aquel paraíso, Malaspina se lo comunica a todos los caciques. Inmediatamente, los precios se disparan y un puerco grande o mediano llega a costar la friolera de un hacha, objeto muy codiciado por los nativos. Por su parte, Ko-Vuna, acompañado de su acostumbrado séquito de caciques y mujeres, sube a las corbetas para tratar de convencer a sus comandantes de que desistan de sus propósitos de abandonarles. Y hasta el mismísimo Malaspina tiene que escuchar algún improperio.

«Finalmente, el tropel numeroso de las mujeres jóvenes, reunido en la parte del Alcázar [de la Descubierta], que siempre les estaba destinada, dividía sus cuidados entre el deseo de los regalos, el sentimiento de la ausencia, el desengaño de los amantes y los improperios cariñosos, no desagradables, que solían echarme, como el autor verdadero de los sufrimientos actuales».

Siguiendo instrucciones del comandante, el piloto Hurtado entierra en el mismo sitio donde se había instalado el observatorio una botella que encierra la noticia escrita de la llegada de la expedición a aquel puerto, y de la toma de posesión que de él y de todo el archipiélago, en nombre de S. M. Católica, había efectuado Malaspina con el consentimiento del gran cacique Ko-Vuna. Éste propone que sus súbditos entonen, junto con los expedicionarios españoles, los siete vivas al rey español que marca el reglamento.

Junio, 1; 1793. — Aprovechando el viento favorable de ENE, y tras casi dos semanas de estancia en Vavao, que parecieron largos y tranquilos meses, la expedición parte de aquel apacible lugar del Pacífico. Los nativos los ven partir derramando lágrimas de pesar y dando muestras de un vivo dolor al golpearse repetidamente la cara y el pecho. Incluso algún intento hubo en la noche anterior «para cortar la boya del ancla de tierra, lo cual nos hubiera causado una detención muy grande».

En cuanto a Malaspina, había colmado de regalos a Ko-Vuna, a los demás caciques y en especial al heredero Feileua, al que le había repetido por activa y por pasiva que los españoles siempre mantendrían la amistad con los hospitalarios y amistosos habitantes de Vavao. También quiso Alejandro contribuir, siquiera mínimamente, al futuro desarrollo agrario de aquel pueblo dejándoles multitud de semillas, sobre todo de calabaza, patata, sandía y melón.

«Y como quiera que ya habían comido las dos primeras, con una grande complacencia, no nos quedó duda que procurarían con el mayor cuidado su multiplicación más rápida».

Mientras las corbetas toman la dirección sur para emprender la ruta americana, las costas occidentales de las Vavao se perfilan ante sus ojos: el panorama es árido y escarpado, batido por un monzón destructor del NO que arrebata a aquella parte de la isla la frondosidad «y la suavidad de las orillas» que tan placentera había hecho su estancia allí.

«Para el mediodía podíamos considerar concluidos nuestro reconocimientos en esta parte del mar. Se descubría al sur un horizonte despejado, el cual combinado con las navegaciones del capitán Cook y de don Francisco Mourelle, disipaba toda sospecha de cualquier objeto intermedio entre estas islas y las de Ha’apai, y al este de nuestra derrota».

Convencido se halla Malaspina de que más allá, al oeste, no encontrarán ninguna isla, a no ser las Fiji, que Alejandro llama Fechís, «últimamente vistas por el capitán Bligh y probablemente las mismas que Le Maire había llamado del Príncipe Guillermo». Se refiere al navegante holandés que había dado su nombre al estrecho de Le Maire, canal que separa una de las partes más meridionales de la isla Grande de la Tierra del Fuego, el cabo San Diego, de la isla de los Estados.

Las islas Fiji, de origen volcánico, fueron descubiertas por el holandés Tasman en 1643. Más de un siglo después las visitó Cook que, al incluirlas en la narración de sus viajes, facilitó la exploración de buques ingleses. El archipiélago, hasta su independencia en 1970, fue una colonia británica.

Junio, 3; 1793. — Navegando en dirección sur, pronto divisan la isla de Kotú, muy cercana al Trópico de Capricornio, línea imaginaria que la expedición se apresta a traspasar a toda vela aprovechando el impulso de los vientos del este. Al poco, son las islas Nomuka las que se presentan ante los expedicionarios. Conforme las pequeñas islas desfilan ante ellos, Ungatonga, Ungapahí, Kao…, Malaspina rememora «las huellas harto memorables del capitán Cook» y «los escarmientos sufridos por los extranjeros con lo sufrido por el capitán Bligh en la lancha del Bounty, acontecimientos ya muchas veces confirmados con la mayor desaprobación por los habitantes de Vavao».

No tardan las corbetas españolas en verse rodeadas de infinidad de canoas llenas de nativos deseosos de realizar el conveniente trueque. El comandante de la Atrevida, Bustamante, tan amigable como siempre, pronto entabla conversaciones con ellos.

«Manifestaron después algunas tiras bastante nuevas, y recién cortadas, de bayetón azul; y las atribuyeron a las visitas de dos buques europeos, que sólo dos meses antes habían tenido lugar en Tongatapu: nombraban como jefes de esta expedición a Selecari, Josebatía y Tocotó, entre cuyos nombres confusos no nos era fácil distinguir; ni la expedición francesa del Sr. d’Entrecastault, ni la que nos anunciaban algunos papeles públicos que debía navegar por aquellos mares a cuenta de S. M. Imperial, ni finalmente las diferentes de los capitanes Bligh, Roberts o Vancouver, que el Gobierno Británico había despachado por varias partes del Océano Pacífico».

El avispado Malaspina pronto comprende que esas expediciones tienen como objetivo principal llevarse a Inglaterra el conocido como «árbol del pan», ya que los nativos portaban cuidadosamente acondicionados dos hermosos ejemplares de esta especie.

El árbol del pan es un moráceo que abunda en toda la América tropical y cuyo fruto contiene una substancia farinácea muy sabrosa que, cocida, se usa como alimento.

Junio, 4; 1793. — Dado que Alejandro no puede encontrar la isla que Mourelle había bautizado con el nombre de Vázquez, ni tampoco cree en la existencia de un grupo de islas «que el capitán Cook por las noticias de Mr. Crozet había supuesto existir en el paralelo de 32º», decide dirigir el rumbo de su expedición hacia las costas americanas de Chile.

Lo que no sabe entonces Malaspina es que, relativamente cercanas a su posición, justo en los 32º de latitud sur, se encuentran las islas Kermadac, actualmente bajo soberanía neozelandesa.

Junio, 17; 1793.— La larga travesía por el Pacífico lleva a Malaspina, sin otras cosas inmediatas que contar, a escribir en su Diario diversas consideraciones sobre las dificultades de conservar la tan necesaria disciplina a bordo de unos buques entregados a una dilatada navegación.

«Mil veces ya en la tediosa recopilación de este diario se ha manifestado evidentemente que los puertos, más bien que la alta mar, y los diferentes climas eran el verdadero obstáculo invencible para la conservación de nuestras tripulaciones…».

Alejandro entona el mea culpa y se considera fracasado al haberle fallado los dos recursos principales con que trata de mantener la disciplina y lealtad de sus hombres.

«Eran el buen ejemplo y los permisos, pero finalmente este mismo plan había servido más bien para daño que para utilidad».

Sus palabras, llenas de amargura, reflejan su sensación de fracaso, pero también indican la manera en que deben evitarse estas fatales circunstancias en el futuro, conforme al pensamiento y al talante del comandante de la expedición.

«No entraré aquí en una justificación impertinente de una conducta pública de cinco años, en la cual los yerros míos involuntarios pudieron ser tantos cuantas eran las ocasiones, y en las cuales no podía guiarme ni por las Ordenanzas ni por ejemplos anteriores. Y en los cuales, además, era tan sencillo equivocar la utilidad y el fin verdadero cuanto más varias eran entre nosotros las interpretaciones de las circunstancias presentes, pasadas y venideras. Diré, sin embargo, que en el mismo momento en el cual vi disiparse como el humo aquella especie de confianza, agradecimiento y amistad, que había procurado merecer en los dos primeros años entre ambos Armamentos, ya mi único cuidado se dirigió más bien a que no se precipitase, que a elevar más y más el edificio emprendido: el choque entre el Comandante con la oficialidad subalterna ya no pudo menos de ser sumamente frecuente…».

Malaspina se siente profundamente solo en aquella larga travesía. Muy probablemente, se encuentra enfermo, aunque en sus escritos de a bordo casi nunca exprese tal contingencia y sí las dolencias de los demás. Tan sólo a su regreso a España escribirá a su mejor amigo, Paolo Greppi, «la salud, a la que veo mejorar de día en día, gracias a un régimen muy austero…», quizá refiriéndose a lo que deja escrito en su estancia en El Callao, precisamente a principios de agosto de 1793: «al restablecimiento de mi salud bien quebrantada…».

El comandante sigue revelando en sus anotaciones sus ideas sobre una España decadente que no sabe reaccionar ante los nuevos tiempos y que se deja arrastrar —como los tripulantes de las corbetas, a los que en teoría se está refiriendo— a una ociosidad permanente.

«Y diré tan sólo que, últimamente las clases inferiores se resentían de este mal epidémico; y se ligaban muy de cerca el desorden con la maniobra y la indiferencia con la insubordinación, de suerte que la menor violencia de mi parte hubiera probablemente acarreado una lúgubre renovación de las escenas trágicas de nuestros antiguos navegantes…».

La parte final de su parrafada es mucho más explícita, y no sólo en las declaraciones de continuo amor a España, su patria adoptiva, a la que nunca renunciaría.

«Nación, que venero, Marina, que debe decidir la suerte de esa misma Nación, ¿por qué no os despiertan ya los vicios antiguos de vuestra constitución? ¿Por qué no sustituís la subordinación a la libertad desmedida de la noble juventud, la atención de dulzura y el amor al estudio y del trabajo a la aspereza, a la envidia y a la ociosidad? Entonces, si no me engañan mis deseos, vuestros talentos, vuestras perspicacias y vuestra robustez descollarán, como los cedros del Líbano, sobre las demás naciones, entonces el amor patriótico echará raíces sólidas en vuestros corazones, entonces, finalmente, desde el asilo pobre pero inocente de mis últimos años, verá con una satisfacción proporcionada a mi amor, a mi agradecimiento, ser vosotros los árbitros de la paz y de la guerra; los ministros de la prosperidad pública de Europa y de América; el modelo del respeto debido a la Constitución y a la Religión heredadas; finalmente, los medios gloriosos para humillar y frenar al orgullo inglés».

Hay que escudriñar los escritos de Alejandro para ver en qué estado se encuentra su salud, y no sólo física: «La felicidad actual del viaje, ocurrió por ventura al remedio y alivio de esta situación mía desagradable…».

Esto último está escrito el mismo día en que manifiesta sus tremebundas pesadumbres. En ese momento, Malaspina decide cambiar el trayecto, previsto en un principio hacia Chile, y apuntar a El Callao como destino de las corbetas.

Junio, 30; 1793. — Conforme la expedición va cubriendo etapas y acercándose a las costas de América, el ánimo de Malaspina comienza a alegrarse. Ahora tan sólo parece preocuparle el estado de salud del teniente José Espinosa y Tello, aquejado de escorbuto, la terrible enfermedad que Malaspina se ha empeñado en desterrar de las grandes travesías marítimas, aunque consiguiéndolo a medias.

«El teniente de navío don José Espinosa y Tello, único a la sazón, que tuviese síntomas de un grado no indiferente de escorbuto, debía en mucha parte tranquilizarme por la consideración, que ni el servicio ni las comidas, podían haber influido, ni remotamente, en este vicio, tanto más que su natural aplicación excesiva, su genio acre, hipocondríaco, su poca docilidad a los preceptos del médico, y las diferentes veces en que había adolecido del mismo mal, aun en las cortas travesías de los puertos de Europa, bastarían por sí solas para justificar la introducción de este mal, justamente en un individuo de la clase más preciosa».

El escorbuto, verdadero azote de los navegantes en aquélla y pasadas épocas, es una enfermedad producida por la carencia de vitamina C en la alimentación. Se caracteriza por hemorragias cutáneas y musculares y por una alteración especial de las encías, acompañada de una gran debilidad general.

Tal vez uno de los errores de Alejandro Malaspina fue fiarse de las indicaciones al respecto del capitán Cook, al que, por otra parte, Alejandro solía seguir al pie de la letra. Cook recomendaba muy en serio, aunque con cierta ligereza, el consumo de coles agrias y cebada fermentada en alta mar.

Capítulo 9
América, de nuevo

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A una latitud de 12º 31’, los expedicionarios se encuentran muy cerca de las ansiadas costas peruanas. Poco a poco, las corbetas se van aproximando a la isla de San Lorenzo, que guarda la bahía de El Callao. Por si tienen alguna duda de dónde se hallan, un paquebote cargado de guano les da la más cordial bienvenida.

«La marejada y la corriente, más bien que el viento, nos condujeron en la restante tarde hasta el extremo norte de la isla de San Lorenzo, de la cual finalmente para el anochecer no distábamos más que dos o tres cables, por sonda de 40 brazas, y descubierta ya la Bahía y Puertos interiores hacia donde navegábamos paulatinamente con las ventolinas flojas y variables de SSE y S. Nos alcanzaron poco después el falucho de rentas destinado a reconocernos; y, también, los botes de las fragatas Liebre y Bárbara, cuyos oficiales venían con el mismo intento. Y, finalmente, antes de las 9 de la noche, logramos dar fondo a un ancla en las inmediaciones de los demás buques surtos en el fondeadero; cuya tarea verificó al mismo tiempo la corbeta Atrevida».

En el Puerto de El Callao. — Una vez en el puerto de Lima, Malaspina permite a sus hombres y oficiales una mayor libertad, tan necesaria por otra parte. Esa estancia le sirve, también, para librarse él mismo de la pesada carga que había supuesto mantener el orden, la disciplina y los objetivos de la expedición. Más tarde, hace un reconocimiento claro del estado de su salud, sin especificar si se refiere a la física o a la psíquica, y que tal como habíamos sospechado, no debía ser muy satisfactoria.

«Podía yo, finalmente, despojarme por algún tiempo del odioso traje de Comandante y atender con alguna quietud al restablecimiento de mi salud bien quebrantada».

Mientras continúan las imprescindibles obras de reparación en las corbetas, a los expedicionarios les llegan noticias relativas al viaje que habían efectuado al estrecho de Juan de Fuca las goletas Mexicana y Sutil, a las órdenes de los capitanes Dionisio Galiano y Cayetano Valdés.

«Estos hábiles oficiales, no sin sufrir unos trabajos poco comunes, dimanados más bien de la mala calidad de los buques que de la contrariedad de los tiempos, habían logrado penetrar por el estrecho de Fuca y elevarse hacia el norte hasta desembocar por los 54º en las inmediaciones del Canal de la Reina Carlota. Por muchos días habían navegado y combinado sus tareas con la expedición inglesa del comandante Vancouver; hecha luego una breve escala en Nootka, habían recorrido las Californias, y finalmente desarmado en San Blas; debiendo así recelarse que el mal estado de su salud no permitiese al teniente de navío Vernacci, reconocer como estaba previsto la costa comprendida entre Acapulco y Guatemala y, tal vez después, la de la laguna de Nicaragua y el río San Juan».

Por otro lado, distintos miembros de la expedición se ocupan de las tareas propias de su condición. Así, Felipe Bauzá, «aunque acosado de las enfermedades», se encarga de ordenar los materiales hidrográficos acopiados en las inmediaciones del australiano Port Jackson y en las islas Vavao; los naturalistas continúan con tesón sus útiles tareas; y los pintores, con Brambila al frente, dejándonos una inmejorable vista de Lima desde el lado del puente donde se halla la famosa Alameda, cantada dos siglos después por Chabuca Grande en su canción La flor de la canela. El pintor italiano aumenta con nuevos dibujos la riqueza pictórica de la expedición.

Hablando de pintores, Malaspina recibe noticias nada agradables de la estancia en Lima del expintor de la expedición José del Pozo, de quien había decidido prescindir en el viaje de ida y al que terminó sustituyendo por el valenciano Tomás de Suria en su primera parada en Acapulco. Alejandro oye cosas achacadas a su antiguo pintor que no le agradan y decide entrevistarse con él.

«Este hábil individuo, a quien, contra mis instancias, el Excmo. Sr. Virrey había permitido permanecer en Lima, insultando casi la fortuna que mil veces se le había presentado con el semblante menos equívoco, prefería sin embargo el ocio y el desorden, a sordera de los clamores de su crecida familia en España, la cual no tenía otro amparo que su conducta: aunque nada pudiese justificar mejor mis medidas pasadas en este ramo, y debiese mirarme como una causa inocente de estos extravíos, no omití, sin embargo, ni los consejos ni las súplicas que pareciesen más oportunas para cortar siquiera en parte este abandono».

Bien cierto era que José del Pozo había pasado por muy buenas rachas económicas ya que, al poco de tener que abandonar la expedición, por su falta de disciplina y capacidad de trabajo que no por sus espléndidas cualidades, había fundado una academia de pintura en Lima que gozó de un éxito muy notable.

Como los días pasan y la salida queda prevista para finales de septiembre, Malaspina organiza el viaje de vuelta a casa, vía Montevideo. Decide que, por un lado, Felipe Bauzá marche a Valparaíso y, de allí, a Buenos Aires, desde donde continuará hacia España. Dos son los motivos argüidos por el comandante de la expedición: Uno, la posibilidad de atravesar los Andes y dejar unas espléndidas noticias de su trayecto. Dos, la precaución de no exponer a Bauzá al tránsito por el Cabo de Hornos, «con exceso temible para el asma, dimanada de sus trabajos incesantes». Poco antes de la salida de Bauzá, se decide que su compañero Espinosa, «mejorado algún tanto en su salud», le acompañará en el viaje.

El destino de los naturalistas Luis Née y Tadeo Haenke es otra de las determinaciones que debe tomar Malaspina.

«Uno y otro, igualmente infatigables, inteligentes y útiles, hubieran al mismo tiempo sufrido inútilmente todos los trabajos de nuestras navegaciones próximas; y sacrificado una estación entera mientras las partes interiores de la América meridional estaban aún desconocidas para las ciencias físicas y en particular para la Botánica».

Así, pues, con la aprobación necesaria del virrey del Perú, Francisco Gil y Lemus en aquellos momentos, se decide que Tadeo Haenke «caminaría a Buenos Aires por Huancavelica, el Cuzco y Potosí, atendiendo no sólo a la Botánica, sino también a la Zoología y Litología».

Por su parte, Luis Née dejará la Atrevida en el puerto chileno de Concepción, y, desde allí «arrimado a la cordillera y a los Pehuenches [en los Andes] continuaría con mucho fruto sus investigaciones botánicas hasta Santiago y Buenos Aires».

Ambos botánicos disponen de todo el tiempo que necesiten para sus exploraciones, sobre todo Tadeo Haenke, «el cual por la extensión del país que había de recorrer», hasta finales de noviembre del año siguiente no habrá podido acabar sus tareas. En caso de que Née, como era previsible, sí pudiera acabarlas a tiempo, deberá marchar a Montevideo y tratar de embarcar en alguna de las corbetas que salgan rumbo a España.

Pero una mala noticia viene a perturbar los días limeños del comandante de la Descubierta. Durante la estancia en El Callao, Malaspina recibe puntual información de la guerra en que iban a enfrentarse Francia y España.

«Los caudillos de la nueva República Francesa, cuyos caudillos, quitada ignominiosamente la vida sobre un cadalso al rey Luis XVI, amenazaban con un furor arrebatado en trastornar el orden público y el sistema político de casi todos los demás estados de la Europa: efectivamente, no pasó mucho tiempo sin que estas noticias se vieran verificadas y hacia últimos de agosto, un extraordinario desde Buenos Aires condujo la desagradable noticia de la Declaración de Guerra por nuestra parte, avisándose en esta ocasión a los Gobernadores de las Plazas y a los Comandantes de los buques de S. M. para que acogiesen y abrigasen todas las embarcaciones de la nación británica, la cual hacía la guerra de mancomún con nosotros».

Esta noticia, desagradable por sí y por lo que significa para el rompimiento del equilibrio y la paz mundial, viene a turbar especialmente a Malaspina cuando ya prepara el regreso triunfal de su expedición a España.

«Sangrantes circunstancias no podían mirarse sino como extremadamente inoportunas para el feliz término de la Comisión en la que se hallaban las corbetas Atrevida y Descubierta, dotadas con tan poca artillería, y de muy poco calibre, armadas con un corto número de brazos, y más bien dispuestos en su casco y aparejo a luchar con los temporales que a perseguir o evadir a los enemigos…».

La guerra entre españoles y franceses a que se refiere Alejandro, declarada formalmente entre el 7 y 23 de marzo de 1793, y de la que el comandante de la Atrevida no tiene constancia fehaciente hasta cinco meses después, se había convertido en un asunto de Estado para el nuevo primer ministro Manuel Godoy, sobre todo desde el día en que el monarca Luis XVI fue guillotinado por los revolucionarios. Godoy, con esa contienda creía poder granjearse la consideración del resto de las potencias europeas, que miraban con desagrado la aventura republicana iniciada en Francia.

La guerra fue también, evidentemente, la culminación de un proceso de contradicciones políticas, de recelos y enfrentamientos que venían acumulándose desde aquel histórico 14 de julio de 1789.

El apoyo de la opinión pública española, convenientemente enardecida desde los púlpitos, y los iniciales éxitos militares parecían augurar un rápido triunfo de las armas monárquicas. La campaña, que se había iniciado con la conquista del Rosellón por las tropas españolas del general Ricardos, pronto comenzó a cambiar de signo y fue inclinándose a favor del bando francés de modo espectacular.

En febrero de 1794, menos de un año después de iniciarse el conflicto, las tropas francesas no sólo habían recuperado el terreno inicialmente perdido sino que invadieron la Cerdaña y el Ampurdán, haciendo capitular a la guarnición del fronterizo castillo de Figueras, poderoso enclave militar entre ambos países. El conde de Aranda, que había sido sustituido por Manuel Godoy en la primera secretaría del Gobierno, pidió la firma del armisticio desde su puesto de decano del poderoso Consejo de Estado, actitud que le costaría la acusación de traición y el destierro. Paradójicamente, un año después Godoy recibiría el título de Príncipe de la Paz por suscribir el cese de hostilidades con la República Francesa en peores condiciones que doce meses atrás, ya que los galos habían penetrado en casi todo el País Vasco. Pero no adelantemos acontecimientos, todavía estamos en agosto del año 1793. Y con la expedición en Lima.

La nueva y grave situación obliga a Malaspina a olvidar sus desdichas y tomar el pulso a la situación. Pronto, pues, traza un plan estratégico-militar y, tras consultarlo con el virrey, lo somete a votación entre toda su oficialidad. Cuatro preguntas plantea Alejandro a sus hombres y cuatro respuestas esperadas obtienen por unanimidad:

«1: ¿Debe la expedición considerarse comprometida en la guerra actual de la Monarquía?

«Sí. La expedición debe considerarse comprometida en la guerra. »

«2: Considerándose comprometida en la guerra, ¿debe preferir en sus derrotas, cazas, armamentos y aprestos, una guerra defensiva o una ofensiva? »

«Debe aprestarse y operar con atención a la guerra defensiva, por lo menos hasta su llegada a Montevideo. »

«3: Combinadas las naturalezas del viaje, los diferentes objetivos que envuelve, y las circunstancias de la guerra actual, ¿conviene o no que las corbetas naveguen separadas hasta Montevideo? »

«Conviene dividir las corbetas. »

«4: ¿Será preciso solicitar la aprobación del Excmo. Señor Virrey a lo que determine la Junta, y avisarlo por dos vías al Excmo. Sr. Ministro? »

»Debe solicitarse la aprobación del Excmo. Sr. Virrey, y avisar por duplicado de estas medidas al Excmo. Sr. Ministro de Marina».

Esto fue firmado y rubricado por los más de cien presentes en aquella sesión, un lunes, 8 de septiembre de 1793, en Lima.

Una vez que sus planes reciben la aprobación de la Junta de Oficiales y consiguen el efecto de unir de nuevo a todos los expedicionarios en un fin común —cosa que ya parecía imposible de lograr—, Malaspina envía instrucciones a Bustamante en las que deja bien claro cuáles deben ser sus objetivos de ahora en adelante.

«La seguridad de entre ambos buques, así relativos a la navegación, como al encuentro de enemigos, la multiplicación de las tareas hidrográficas y físicas, y la atención a multiplicar las medidas que conduzcan a la publicación más rápida y más metódica de nuestra Obra deben considerarse como los únicos motivos de los pasos actuales…».

Alejandro se reserva decidir el destino y la forma de navegar (juntas o separadas) de las dos corbetas, hasta «el día 15 del próximo octubre», a la espera de recibir nuevas noticias sobre la marcha del conflicto bélico. No obstante, conviene con Bustamante una clara estrategia de lugares y señales para determinar, en el último instante, la manera más acertada de viajar con una cierta seguridad.

Así, y como objetivos principales, la Atrevida deberá visitar el puerto chileno de Concepción, donde se hará «la adquisición de buen vino si pareciese útil», y desde donde emprenderá ruta el botánico Luis Née; además, verificará el reconocimiento de las islas de Diego Ramírez, situadas en el extremo más meridional de la Tierra del Fuego, más allá del paralelo 55 de latitud sur:

«De la mayor importancia para la navegación nacional en cuanto se acortaran ciertamente los plazos de los viajes de ida y vuelta a los mares del Sur en razón de la mayor proximidad segura a las tierras meridionales del Fuego».

Además, Bustamante debe verificar en su ruta la verdadera extensión de las islas Malvinas.

«Ligando este extremo por medio de los Relojes Marinos con nuestras tareas del primer año en las inmediaciones del Puerto Egmont: el Puerto de la Soledad suministrará un nuevo teatro para las tareas geodésicas y astronómicas, y para un examen de los intereses nacionales…».

Malaspina, reconfortado porque ha recuperado la ilusión de finalizar como era debido una expedición que iba a proporcionar una enorme gloria a España y a él mismo, termina su Instrucción a Bustamante con la siguiente recomendación:

«En el momento de fondear en el Puerto de Montevideo, considerará V. S. concluida la Comisión primitiva a que fueron destinadas las corbetas: un regular descanso de la oficialidad y tripulación, la liquidación de los alcances conformes a la Real Orden de 1791, y la renovación o reemplazo de los víveres, son todos los objetivos que deberán prudentemente combinarse con una justa atención a la economía del Erario, con la seguridad propia y de los buques mercantiles si continuase todavía la guerra con Francia».

Insiste Alejandro en la importancia de que se publiquen los trabajos realizados por la expedición, y otorga a Bustamante el poder de decidir cómo y cuándo salir de Montevideo, en función siempre de la seguridad, y a qué puerto español, Cádiz o El Ferrol, debe dirigirse cuando aviste las costas de la Península.

La meticulosidad con que Malaspina prepara el trayecto de ambas corbetas y enumera las medidas que deberán adoptar en casi cualquier situación adversa muestra, por un lado, la gran capacidad organizativa de aquel ilustre marino y, por otro, nos dan un poco la impresión de estar asistiendo a una especie de testamento de su vida y obra, condensada en la pronta publicación de los logros científicos, geográficos y políticos de la expedición que lleva su nombre.

Así, vuelve a la monomanía que le había obsesionado durante la travesía del océano Pacífico.

«Terminaré esta Instrucción recomendando a V. S. con el mayor encarecimiento, el cuidado propio y el de todos los que han servido o sirven actualmente en la Atrevida, de modo que restituidos al suelo patrio después de cinco años, y premiados ampliamente por el Monarca más benéfico, no recuerden con horror la Persona que los ha guiado hasta aquí, y que los quiere con un cariño proporcionado a sus méritos y al agradecimiento que les profesa».

Por su parte, Malaspina reserva para la Descubierta la tarea de inspeccionar detenidamente, si fuera posible, la costa de la Patagonia y la zona externa de la Tierra del Fuego.

Una vez finalizados los preparativos, incluido el aprovisionamiento de víveres y la sustitución de los grumetes filipinos huidos a última hora de las corbetas, todo está casi listo para la penúltima etapa del trayecto: destino Montevideo.

Octubre, 16; 1793. — Como quiera que la prevista brisa mañanera se retrasa hasta la tarde, la expedición no puede hacerse a la vela hasta bien entrada la tarde del día 16 de octubre. Una vez doblado el extremo norte de la isla de San Lorenzo, Malaspina saluda a la fragata Águila, en la que deben navegar hacia Valparaíso los oficiales José Espinosa y Felipe Bauzá.

Pronto se entabla una amistosa carrera entre ambas corbetas para ver cuál de las dos consigue llegar antes al puerto de Talcahuano, situado hacia los 37º de latitud sur. Pero el comandante de la Descubierta se queja de que los vientos variables facilitan la navegación del navío de Bustamante.

«Con ellos nos dejó nuevamente la Atrevida por la popa y como los vientos la fuesen en esta ocasión más favorables que a nosotros, debimos abandonar toda esperanza de precederla en el puerto de Talcahuano [Chile], como nos lo hacía desear al principio una noble emulación».

Octubre, 25; 1793. — Aprovecha Malaspina la oportunidad de una navegación tranquila para realizar ejercicios militares en previsión de que deban entablar batalla con los franceses que pudieran navegar por aquellas aguas.

«Bastó una media hora de instrucción para que se convenciese a cada uno no sólo de lo que había que hacer en cualquier trance, sino de lo que había de esperar del orden, valor y armonía universales para sostener el honor del Pabellón».

Noviembre, 4; 1793. — En el día de la onomástica del monarca español Carlos IV, se entrega a la marinería doble ración de aguardiente y se «mantuvieron largas las insignias hasta bien entrada la tarde».

Pocos días después, «una muchedumbre de aves, lobos y ballenas» anuncia a los expedicionarios la pronta visión de la costa chilena: «y, efectivamente, las primeras claras del alba [del 9 de noviembre de 1793] nos dejaron ver las Tetas del Viovío y la isla de Santa María».

Pasadas las nueve de la noche, la Descubierta ya se encuentra atracada en el fondeadero de Talcahuano junto a su hermana gemela la Atrevida, vencedora en la particular carrera que sostienen ambos navíos y arribada la tarde anterior. Otros dos buques, «del comercio de Lima», se hallan en el Puerto, listos para estibar una carga de trigo.

Talcahuano. — La última escala de las corbetas en el océano Pacífico es festejada de inmediato por un tropel de visitantes que suben a los buques para saludar a los recién llegados, recordando su anterior escala de hace tres años. Los expedicionarios no pueden cambiar impresiones con el gobernador por hallarse éste ausente, «habiendo debido pasar a la frontera para contener a los indios vecinos».

No obstante, reciben malas nuevas del conflicto bélico que enfrenta a su país con Francia.

«No nos anunciaban sino una nueva serie de desórdenes, destrucciones y calamidades que asolaban a nuestra España…».

Antes de permitir que la tripulación desembarque en tierra, Malaspina reúne a sus hombres en las cubiertas de ambas corbetas y les dicta unas severas instrucciones de comportamiento, y pronuncia además una serie de advertencias sobre los peligros que podría acarrearles ceder a la tentación de desertar estando, como estaban, en tiempos de guerra.

«Como es natural no fueron insensibles aun los más estúpidos y desaliñados a estas insinuaciones…».

Pronto están asignadas todas las tareas que les han llevado a aquel fondeadero, por lo que Malaspina abrevia los trabajos, dispuesto a navegar veloz y a aprovechar las condiciones climáticas de la estación en que se hallan.

Dado que las corbetas tienen misiones distintas hasta su futuro encuentro en Montevideo, la Descubierta puede salir del puerto de Talcahuano un día antes que la Atrevida. Así, el 2 de diciembre de 1793, una vez que el correo ha llegado a su poder, «aunque sin noticia alguna del estado de la Europa», a las diez de la mañana, «aprovechando algunas ventolinas del oeste», Malaspina ordena desplegar velas hacia la costa occidental de la Patagonia.

Durante los días de travesía que se van sucediendo, el Diario de Alejandro recibe unas anotaciones mucho más temerosas que alegres, mucho más empañadas por el temor a encontrarse con naves enemigas que pudieran poner punto final a una expedición que durante cuatro largos años había recorrido los confines del mundo. La llegada a España, todavía distante en el tiempo, es en estos momentos el único objetivo que ocupa la mente de un Malaspina que cada día que pasa se muestra más impaciente y receloso de que alguna desgracia malogre su propósito.

Esto se evidencia, entre otras cosas, en las razones que aduce para eludir el previsto reconocimiento de la Patagonia occidental, sugiriendo que sean otras expediciones posteriores las que se encarguen de esa tarea.

«Deseando a los que sigan estas huellas una mayor felicidad y tributándoles un acierto tal vez mayor, en el prudente arrojo exigidos a esta clase de empresas me aventuraré, sin embargo, a asegurarles, después de un examen maduro de los documentos indicados: que la empresa de trazar por menor con embarcaciones grandes esta parte de la costa patagónica puede, con mucha facilidad, absorber los meses y aún la estaciones enteras sin que se consiga; atendiendo a la constancia de los oeste, siempre lluviosos y tempestuosos, que reinan en estos paralelos; y que dos buenas goletas, armadas la mitad con españoles sanos y voluntarios, y la otra mitad con Chilotes [habitantes de la isla de Chiloé] igualmente voluntarios, robustos y bien pagados, podrán, transitando por el istmo de Ofqui, reconocer con la mayor exactitud hidrográfica estas costas, que a la verdad parecen destinadas a mirarse siempre con horror por el navegante, y cuya posición externa ha alcanzado ya, a mi entender, toda la precisión necesaria».

Malaspina, que sabe muy bien que no hace lo que debiera, cree conveniente volver a reunir a la oficialidad de su navío y ponerles al corriente de sus deseos para que quede constancia de que la decisión de abandonar los reconocimientos se ha tomado con la completa unanimidad de los oficiales.

Septiembre, 11; 1793. — De nuevo aparecen a la vista de los navegantes las costas de la isla de Chiloé, ante las que esta vez pasa de largo la Descubierta. Los expedicionarios sólo están atentos al descubrimiento de la imaginaria isla de Santa Catalina, «sobre la cual no había tenido otros datos el piloto Machado, sino los informes equívocos de la mujer chona que le había servido de práctico».

Una vez pasado el archipiélago de las islas Chonos, alrededor de los 45º de latitud sur, la Descubierta, zarandeada por un fuerte temporal, se ve obligada a tomar la misma ruta, pero en sentido inverso, que realizara tres años atrás.

«Encontrar ahora con un mes de anticipación tiempos todavía menos favorables que habíamos corrido en 1790, nos convencía de nuevo cuanto era casual un momento feliz en estas regiones…».

Diciembre, 18; 1793. — La navegación hacia el sur, una vez desechada la oportunidad de explorar las costas de Chile, transcurre con calma y tranquilidad. Tanta tranquilidad que las palabras de Malaspina retoman el tono idílico de los primeros años del viaje.

«Poco acostumbrados a la claridad y hora temprana del crepúsculo, admirábamos a la sazón, a veces el brillo lisonjero de las estrellas, a veces la aproximación del astro vivificador de toda la Naturaleza, a veces las muchas aves y lobos marinos que parecían esperarle con ansia y saludarle cada cual con sus voces roncas y poco melodiosas…».

Pero, de pronto, el ánimo de Alejandro y su tripulación se sobrecoge: a lo lejos aparece la silueta inconfundible de un navío. Los anteriores y dulces pensamientos de Malaspina dejan paso a la realidad tangible y debe aprestarse a la posibilidad, no tan remota, de tener que enfrentarse con el enemigo aunque no estén preparados para ello.

Por fortuna, se trata de un ballenero norteamericano que pronto envía a su comandante a bordo de la Descubierta. El capitán del Washington, «procedente de Boston», sube a bordo, «con sus patentes y documentos», a presentar sus respetos al comandante español, quien ve frustrado su afán por conocer noticias de Europa ya que el ballenero hace más de cinco meses que ha salido de puerto y sus noticias son tan antiguas como las de Malaspina.

«Le ofrecí algunos refrescos, que no podían a menos de serles muy gratos, le enteré de su verdadera posición en longitud, y de la derrota que le convenía seguir; y ya que el tiempo se apresuraba a tomar su acostumbrado semblante, le despedí muy luego para que continuásemos ambos nuestra navegación».

Al no poder verificar el ansiado armisticio entre Francia y España, Malaspina termina de convencerse, si no lo estaba ya del todo, de la imposibilidad de continuar con la exploración prevista. A imitación de lo realizado por Cook, se decide a dar una amplia vuelta por la Tierra del Fuego, entre los cabos Pilares y del Buen Suceso, tratando de eludir los peligros del estrecho de Magallanes.

«Nada en nuestro concepto podía ya interrumpir nuestro plan y dispuestos a sacrificar cualquier plazo para conseguirlo, buscábamos en los Diarios del capitán Cook nuestra suerte venidera, la cual no podía menos de presentarnos con el semblante más favorable, cuando le veíamos acompañado en esta misma estación de un viento claro y manejable, que le permitió pasar con alas y rastreras [parte del trinquete] a la vista del cabo Deseado y de la isla de la Recalada».

Malaspina parece haber cambiado la protección divina por la de su admirado Cook.

Diciembre, 21; 1793. — La Descubierta cruza a unas cuatro leguas del cabo Negro, en el extremo meridional del continente americano, y Alejandro vuelve a elogiar a James Cook de manera apasionada.

«Admirábamos ahora de nuevo la exactitud de las descripciones del capitán Cook, en este nuevo escenario de su felicidad e inteligencia navegantes, y guiados así, casi por su mano, dejábamos aparte la idea de descubridores para tomar el semblante no menos útil del que para el bien público rectifica y, a veces, perfecciona con una cierta curiosidad científica las primeras obras, siempre algo informes cuanto más son útiles y grandiosas».

Ante un Malaspina rendido de admiración por el que, en aquellos momentos, cree ser el salvador de él y de su expedición, aparece ante su vista el cabo Gloucester, muy cercano a los 55º de latitud sur.

«El cabo Gloucester parecía a nuestra vista un frontón de tierra algo pendiente al mar, y con un islote casi igualmente alto a muy corta distancia de él: seguía luego la costa de mediana altura formada de muchos picachos, todos entrecortados con canalizos, de modo que pareciesen más bien islas…».

A Malaspina, que consulta constantemente la narración de los tres viajes de Cook, le agradaría poder ampliar alguna de las descripciones del capitán inglés, y se pone manos a la obra.

«A la parte NE del cabo Negro se advierte efectivamente una grande ensenada, cuyos límites al norte no es fácil descubrir a lo menos en una distancia de seis leguas próximamente desde los extremos del cabo: pero pasada esta distancia, inmediatamente se vuelve a unir la costa y si bien las proyecciones indiquen la existencia de una u otra isla, no parece que sean de éstas las que forman la mayor porción de la costa; y no es fácil descubrir otra entrada alguna hasta llegar al cabo Desolación…

»Desde el cabo Desolación, la Tierra del Fuego toma un semblante horrible, así por su aridez como por su elevación y escarpe…

»Unas seis leguas al este del cabo Desolación, nos sobrecogió finalmente la poca luz del crepúsculo, la cual nos precisó a poner término a nuestras tareas; esperando con ansia a que la claridad del nuevo día nos permitiese continuarlas con la misma felicidad que ahora parecía querernos acompañar: unánime, toda la Oficialidad había convenido en que pudiera aún reconocerse un trozo no indiferente de costa, antes de buscar el paralelo de la isla de Diego Ramírez [57º latitud sur, aproximadamente], cuyo reconocimiento debíamos mirar como de la mayor importancia…».

Y, a pesar de poner proa hacia esa latitud para explorar el archipiélago de Diego Ramírez, Malaspina no deja de sorprendernos con sus meditaciones.

«Confesaré, ingenuamente, que mi curiosidad sobre la existencia de esta isla era extremada [realmente se trata de un pequeño grupo de islotes, pertenecientes a Chile, situados en el océano Pacífico y a unos 100 km al SO del cabo de Hornos, descubiertos en el año 1619]; pareciéndome bien extraño que los solos hermanos Nodales, entre todos nuestros navegantes, la hubiesen visto, y que poco conforme en esta ocasión la Naturaleza con la armonía general que se advierte en todas sus obras, casi a la vista de unas tierras elevadas, ásperas, y tan pedregosas, que pudiesen resistir al ímpetu de las olas, hubiese colocado como un antemural de ellas mismas, una islita baja, débil, y de tan poca extensión cual nos la representaban en el día las Cartas Modernas, incluida la del capitán Cook: resolver esta duda era, además, un punto harto importante para la navegación nacional; y era (digámoslo así), la única pesquisa útil en estos mares que había dejado Cook a los que le siguiesen».

Diciembre, 24; 1793.— Afortunadamente para los deseos de Malaspina, de pronto cesa el vendaval a que están sometidos los expedicionarios españoles, se aclaran las nubes y éstos verifican un error de más de un grado en la longitud seguida, que, de haber continuado, les hubiera impedido ver las islas de Diego Ramírez.

«Nos guiaron a avistar hacia las dos de la tarde la isla deseada hacia el NE».

Aunque los dichos islotes no le parecen en realidad una gran cosa.

«Era bien diferente la idea que ahora podíamos formar de las islas de Diego Ramírez de las que antes nos habían dictado las noticias antiguas: es éste más bien un pequeño archipiélago de una más que mediana elevación, con el mismo semblante árido y pedregoso que presentan las tierras del cabo Desolación, con una extensión tal vez mayor que la de las islas de San Ildefonso, y con una dirección de norte a sur que indicaba al mismo tiempo su homogeneidad con las tierras inmediatas al norte y su estructura simétrica según las leyes admirables de la Naturaleza».

Hacia las cuatro de la tarde de ese día, víspera de la Navidad, los expedicionarios ponen pie en uno de los islotes, que sitúan en una latitud sur de 56º 33’. Malaspina apunta en su Diario que, muy probablemente, a partir de aquel momento los navegantes venideros considerarían estas islas el verdadero final de la Tierra del Fuego y el punto al cual debería referirse la navegación de altura.

Como homenaje a su amigo y protector, el ministro de Marina, Malaspina bautiza el punto más septentrional del islote con el nombre de cabo Valdés, «con el agradecimiento que le profesaban todos los que habían sido destinados a este intento en la corbeta Descubierta».

Hacia las seis de la tarde del 24 de diciembre de 1793, la expedición abandona el punto más meridional que ha tocado en su ya largo trayecto y se dirige hacia el cabo de Hornos.

«A la media noche, considerándonos ya en su meridiano, paireamos de la vuelta del norte y, a la mañana siguiente, lográbamos ya de la vista de este célebre cabo y de sus inmediaciones. Aunque los repetidos chubascos del oeste nos la interrumpiesen a veces: la mar era llana y el tiempo no manifestaba en su semblante la menor apariencia de querernos contrariar».

Aunque Alejandro se encuentra satisfecho del reconocimiento del archipiélago de Diego Ramírez, y más que contento porque el estado del mar no era el habitual por aquella zona, no puede por menos de dejarnos una exacta descripción de aquel terror para los navegantes interoceánicos llamado el cabo de Hornos, punta rocosa chilena que avanza por la parte más meridional de la isla de Hornos y forma el extremo austral de América: fue descubierto en el año 1616 por los navegantes holandeses Schouten y Le Maire, quienes dieron respectivamente su nombre a unas islillas septentrionales en Papua-Nueva Guinea, y al canal que separa la Tierra del Fuego de la pequeña isla de los Estados.

«Es efectivamente este cabo el que más se enseñorea sobre el mar en todos estos contornos: parece cortado a pico; le rodean varias islillas y aunque con la mayor verosimilitud no pertenezca él mismo sino a una isla de las muchas que componen la Tierra del Fuego, se presenta, sin embargo, como el verdadero límite de unas piedras inmensas, áridas y desiertas por la parte del oeste; y por la del este de unos terrenos más suaves y fecundos y, por consiguiente, de un clima menos áspero y temible: no se extraña esta singular variedad de todas las circunstancias de la Naturaleza a una y otra parte del cabo para nuestros navegantes del Perú, los cuales consiguiendo por lo común atravesar el estrecho de Le Maire y, a veces, aun costear con NO las tierras siguientes al cabo del Buen Suceso, encuentran luego en su meridiano aquellos temporales del SO que han hecho siempre tan duradera y arriesgada esta navegación».

Diciembre, 25; 1793. — Malaspina encamina la Descubierta hacia el estrecho de Le Maire. Para ello, primero se dirige a lo que él llama el cabo Engaño, conocido hoy en día como el Falso Cabo de Hornos por las muchas veces que los navegantes lo han confundido. Desde allí, y a una latitud sur de 55º 32’, bordea la isla Nueva por su parte NO y cruza el estrecho que lleva el nombre del navegante holandés.

Diciembre, 26; 1793. — En la mañana de ese día, la Descubierta pasa entre los cabos del Buen Suceso [actualmente el cabo San Diego, situado en el punto más oriental de la isla Grande de la Tierra del Fuego y ubicado en el lado occidental del canal de Le Maire] y el cabo de San Antonio, en la isla de los Estados. Malaspina se plantea entonces dónde anclar para poder desarrollar en aquellas latitudes las tan necesarias experiencias de la gravedad. Pero no lo tiene nada fácil.

«Habíamos ya abandonado la idea primitiva de una demora en la Bahía Navidad, o en cualesquiera otros puertos inmediatos, porque el capitán Cook nos daba una idea nada equívoca de la poca idoneidad de aquellos contornos para la colocación de un observatorio y para descubrir una parte de Cielo, siquiera mediana, hacia el norte; la Bahía del Buen Suceso, en el Estrecho de Le Maire, debía parecemos desabrigada para una escala tan larga y tranquila, cual la exigían las circunstancias y, finalmente, el Puerto del Año Nuevo, en la isla de los Estados, si bien abrigado y de una fácil entrada, manifestaba sin embargo los inconvenientes de unas mareas excesivamente rápidas, de un Cielo poco favorable a la Astronomía y de un suelo nada oportuno para el descanso y restablecimiento de la tripulación».

Así, pues, y a pesar de que Malaspina intenta recalar en el fondeadero llamado del Año Nuevo, los vientos y las mareas le hacen una mala jugada y se ve obligado a renunciar a sus experimentos científicos para poner proa a las Malvinas.

«Siendo así, que la debilidad y natural cansancio de la tripulación iba en mucho aumento, de suerte que fue preciso decidirnos ya por el Puerto Egmont, atento a la mayor suavidad del clima y a la mayor facilidad de la aguada…».

Enero, 1; 1794. — La isla Rasa, en las Malvinas, se presenta ante un Alejandro que no cree estar separado más de veinte leguas de Puerto Egmont. Pero el temor a la existencia de arrecifes y las turbonadas que comienzan a soplar en forma insistente, le hacen ordenar el atraque, muy cerca ya de su objetivo.

Al día siguiente, hacia el mediodía, tras haber soportado otras fuertes turbonadas durante toda la mañana, la corbeta puede atracar en la base española de aprovisionamiento más importante del archipiélago de las islas Malvinas.

Puerto Egmont.— A su llegada al fondeadero, Malaspina encuentra atracados dos navíos, «los cuales correspondieron a nuestras insignias con la bandera americana». Esa misma tarde, los dos capitanes de los buques yanquis cumplimentan a los españoles y les informan de que habían salido de Nueva York, hacía unos quince o dieciséis meses, con destino a las Malvinas para «adquirir pieles y grasa de lobos marinos».

Al decir de ambos, otras muchas embarcaciones de su país se encontraban cazando y pescando en varios puertos de los alrededores. Alejandro, después de oír la explicación de los marinos norteamericanos, es capaz de prever el futuro próximo de las Malvinas, lejos de la influencia española, pero no así darse cuenta cabal del desastre ecológico que ya se estaba perpetrando a finales del siglo XVIII.

«Se esparcían luego las marinerías por todas las islas adyacentes: las lanchas conservaban la comunicación con los buques, y con una demora y una actividad, cuales acababan de expresarse, solía a veces la carga de una sola embarcación llegar a veinte mil pieles de lobo y a un crecido número de barricas de grasas: ya se habían combinado también con estas expediciones, otras directas a las costas del NO de la América y a la China por el cabo de Hornos. Solían, también, entremezclárseles algunas balleneras, finalmente no parecía ya temeridad asegurar que, en pocos años refluirían las Malvinas hacia el comercio extranjero todos los caudales, aunque tan crecidos, que habían hecho derramar a la Monarquía española».

El comandante de la Atrevida acepta las explicaciones de los yanquis, pero les advierte que no permitirá ningún intercambio ni venta de objetos entre las tripulaciones y les prohíbe que se acerquen por el observatorio. A efectos científicos, queda un espléndido dibujo de Ravenet en el que Malaspina, dentro de la tienda de campaña dispuesta al efecto, está recostado sobre una roca donde ha depositado su sombrero y observa detenidamente cómo mide la gravedad el Péndulo Simple. Junto a Malaspina, se encuentra también recostado, pero sobre unas maderas, otro oficial español, con toda seguridad el cántabro Ciriaco Cevallos. Al lado de la tienda se alza una forma cilíndrica: el observatorio de campaña que ya había conocido tantos lugares durante los muchos meses de travesía.

Las tareas científicas de los españoles prosiguen a buen ritmo. No pueden siquiera quejarse del aprovisionamiento de alimentos: realizan un abundante acopio de apio silvestre y tienen la fortuna, o la habilidad, de pescar en alta mar unos cincuenta quintales de bacalao, «de un sabor y tamaño realmente agradables».

Como Malaspina ha sospechado, los incidentes con los tripulantes de los navíos norteamericanos anclados en el puerto pronto comienzan a hacer dificultosa la convivencia. Sobre todo, la llegada de una goletilla, en muy mal estado para navegar, que se ha dedicado a exterminar un número ingente de lobos marinos, y que según dicen está a la espera de recibir galletas desde el establecimiento español de la Soledad para poder continuar viaje.

La intuición del comandante de la Descubierta le avisa de que los estragos realizados por los cazadores entre los indefensos lobos marinos pueden anunciar su próxima y total desaparición. Todo eso, unido a su percepción de que la citada espera por las galletas no es más que un pretexto, obliga al comandante a pasar a la acción frente al abuso norteamericano.

«La interpretación del artículo 6 del último Tratado del Escorial me decidieron finalmente a no ser un testigo indiferente de un daño como éste a los intereses nacionales, o un medio poco cauto para que con los auxilios solicitados, fuesen aún más duraderas estas pescas; combinada, sin embargo, una y otra atención con el derecho más inviolable de la hospitalidad, con la seguridad de no enturbiar la tranquilidad pública y particularmente con el cuidado de que no se ajase el honor del pabellón español con unas intimidaciones fáciles de evadir sin el menor escarmiento».

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Mediciones de la gravedad en Puerto Egmont. Experiencia del péndulo. Ravenet. Museo Naval. Madrid.

Malaspina cita a los tres capitanes yanquis a su corbeta y les advierte que se encuentran en territorio de soberanía española; explica lo muy nocivas que resultan sus actuaciones para los intereses nacionales, y confiesa que él mismo podría tener dificultades si decidiera observar indiferente cómo esquilman las propiedades españolas. Así, pues, les ruega que se dirijan hacia otros puertos de los contornos mientras la expedición española termina sus tareas en Puerto Egmont, durante un lapso de tiempo «que seguramente no sería mayor de doce días más».

Y añade que si el problema radica en la espera de unas galletas, la Descubierta puede venderles las que necesiten ya que en breve llegará a Montevideo y allí podrá aprovisionarse de todo lo necesario.

Los prudentes razonamientos de Malaspina convencen a los norteamericanos, que, al día siguiente, 15 de enero de 1794, le anuncian su intención de partir en cuanto hayan realizado la aguada. Por otro lado, uno de los capitanes cambia a Malaspina una barrica de tocino por su equivalente en pan. El otro capitán entrega a Alejandro unos pesos fuertes, «según precio de Lima», a cambio de otros 30 quintales de pan.

Y por último, el capitán White, que manda la goletilla llegada últimamente, como no dispone ni de dinero ni de objetos para trocar, recibe la carga de pan que necesita a cambio de que su barco realice, durante siete días, exploraciones en las inmediaciones de Puerto Egmont para los españoles de la Descubierta. A este fin, Malaspina hace embarcar en el navío yanqui al piloto español Inciarte, con la siguiente misión:

«Reconocer los fondeaderos de la Punta Oeste hacia el cabo Percival, los cuales por su más fácil entrada y salida, y por una igual o mayor seguridad cómoda a la que había en Puerto Egmont, parecían desde luego los únicos útiles para la escala de sucesiva navegación del Perú y del mar Pacífico: quedó diferida para el regreso de la goletilla la entrega de la mayor parte de los efectos».

En la mañana del día 10 de enero de 1794 el piloto Inciarte zarpa junto con los norteamericanos, «con orden de no dilatar su regreso más allá del 16 de enero».

Todo se desarrolla como ha sido previsto e Inciarte regresa a Puerto Egmont tras realizar importantes reconocimientos.

«Enterándose por menos de las pesquerías inmediatas; y logrando, sobre todo, de una agradable y fina hospitalidad de parte del capitán de otro bergantín americano fondeado en la Punta Oeste, el cual, en los catorce meses que allí había permanecido, había logrado una más que mediana calidad en excelentes hortalizas, y multiplicado en una isla inmediata algunos puercos y conejos».

Junto al piloto Inciarte y el capitán White también llega una lancha conducida por seis marineros ingleses, tres de los cuales solicitan, y obtienen, plaza a bordo de la Descubierta:

«Separados voluntariamente (según aseguraron) de la embarcación inglesa a la cual pertenecieron siete meses antes; y abastecidos con esa lancha y bastantes víveres, habían continuado por su cuenta la caza de lobos marinos…».

Enero, 17; 1794. — Malaspina ha concluido ya sus tareas científicas en las Malvinas, ha visto casi restablecida la salud de sus hombres, ha acopiado el suficiente apio silvestre y conseguido que los buques americanos se marchen de allí, de modo que considera cumplidos sus objetivos en el archipiélago y se prepara para desplegar las velas en cuanto pueda y poner rumbo hacia el puerto de Santa Elena, en la costa oriental de la Patagonia. Ésta sí será la penúltima etapa de su regreso a España.

El 20 de enero de 1794, tras haber tenido que soportar un fuerte y helado viento del norte que le imposibilita las maniobras de salida, la expedición abandona Puerto Egmont y deja atrás las Malvinas. El archipiélago pronto cambiará de nacionalidad, aunque Alejandro nunca llegará a saberlo.

La obsesión por el conflicto entre España y Francia hace que Malaspina realice continuos ensayos con la escasa artillería que lleva a bordo; durante las veinticuatro horas del día destaca a un vigía para que aviste cualquier buque extraño. Esas precauciones les permiten divisar un ballenero que, al poco, iza la insignia inglesa, con lo que los temores de la tripulación desaparecen como por ensalmo. De todas formas, los británicos realizan una maniobra extraña que no gusta nada a los españoles, y éstos abandonan aquellas aguas a toda vela dejando a los tripulantes del ballenero compuestos y sin noticias.

Enero, 28; 1794. — Tras sortear algunas dificultades en forma de fuertes ráfagas de viento del oeste, la Descubierta deja atrás Puerto Deseado y el cabo Blanco y recala en el puerto de Santa Elena, en la parte más septentrional del golfo de San Jorge que baña la costa patagónica oriental, muy cerca de la actual población que hoy lleva el nombre de Malaspina.

Bahía de Santa Elena. — Los expedicionarios no tardan en instalar la tienda que alberga el observatorio. Más tarde trasladan a tierra los relojes marinos de precisión, también llamados guarda-tiempos por los navegantes de la época. Los cronómetros eran fundamentales para el correcto establecimiento de las distancias marinas; hasta que no se tenía el tiempo exacto de Greenwich, no se podía calcular qué adelanto se llevaba en las longitudes en dirección este u oeste.

Los relojes marinos, que parecen seres vivos por el mimo con que se les trata, garantizan su precisión tan sólo si se mira las cifras en su conjunto, tarea ésta que hay que realizar con sumo cuidado, ya que solamente un minuto de retraso podría llevar a una equivocación de unas quince millas al calcular la posición.

La noche del 29 al 30 la pasan los españoles bajo una amenaza mayor y más próxima que el enfrentamiento con algún buque francés: una fuerte tempestad con un viento huracanado de OSO arremete de tal manera contra la Descubierta que se teme un naufragio inminente si los cables no pueden resistir semejante embate. Malaspina da la orden de bajar a tierra todos los utensilios más necesarios para los carpinteros y calafates; todas las armas y municiones, las primeras cargadas en previsión de un choque bélico; provisiones, y, en fin, todo aquello que corre serio peligro de hundirse con la corbeta.

Una vez pasada la tormenta y el peligro, el comandante no ceja en su empeño de continuar las experiencias científicas, en compañía de Ciriaco Cevallos, para levantar un plano lo más exacto posible del lugar donde se encuentran, ubicado según los españoles en una latitud sur de 44º 30’.

Alejandro, más tarde, escribe en su Diario:

«Pero por ventura resistieron los cables, la bajamar (aunque estuviésemos en el novilunio) fue mucho menor y, finalmente, hacia las once llamó el viento, de golpe, hacia el SSE, y disipó todo recelo del naufragio».

Febrero, 2; 1794. — Como las tempestades continúan azotando a la Descubierta en su frágil refugio de la rada de Santa Elena, se ordena subir todo lo que se había bajado a tierra en días anteriores y se prepara la corbeta para hacerse a la mar hacia el puerto de Montevideo.

Puesto que toda la costa situada entre los 45 y 40º de latitud sur está perfectamente reconocida —exactamente hasta las inmediaciones de la desembocadura del río Negro—, a Malaspina tan sólo le falta reseñar la exploración del litoral situado al norte de la desembocadura del río Colorado, por debajo de los 40º, tal como había hecho el teniente de navío Concha en 1789, «alrededor del cabo San Antonio».

Febrero, 8; 1794.— Situada la Descubierta en unos 41º de latitud sur, nuevos vientos frescos del OSO obligan a la corbeta a desviarse hacia la costa. Al mismo tiempo, Alejandro observa con alegría que el cielo se despeja enteramente y aprovecha esta ocasión para rectificar, «por medio de las distancias lunares», la marcha de los relojes marinos.

«Era este examen tanto más importante cuanto que en el mismo día de la salida del último puerto [Santa Elena, en la Patagonia] habían indicado las comparaciones diarias una alteración considerable en el uno; alteración, sin embargo, que no podía influir en la certeza de nuestras próximas determinaciones, ni podíamos a menos de atribuirle al cronómetro que al reloj chico».

Febrero, 10; 1794.— La Descubierta continúa costeando y pronto los navegantes divisan una enorme manada de caballos pastando encima de un cerro. Se trata sin ninguna duda de la Pampa, extensa llanura argentina que ocupa el centro del país y está dotada de una grandísima riqueza agrícola y ganadera. La latitud medida por los españoles en aquel instante ronda los 38º sur.

 

Febrero, 15; 1794. — Tras atracar en la isla de Flores, a la entrada de Montevideo, a la espera de instrucciones, Malaspina guía a la corbeta hacia el puerto del Río de la Plata, donde ancla junto a los numerosos navíos que allí se encuentran. Al día siguiente, en cuanto salen a pasear por la cubierta, los expedicionarios españoles tienen la enorme alegría de ver atracada, muy cerca de ellos, la corbeta Atrevida, «con toda su oficialidad y tripulación en la mejor salud».

Montevideo.— Una vez que los expedicionarios han sido cumplimentados por el brigadier de la Armada, don Antonio de Córdoba, y por el gobernador de la Plaza, el mariscal de campo Antonio Olaguer, el incansable Alejandro Malaspina dirige las acostumbradas tareas de aprovisionamiento, reparación y, en especial, las astronómicas e hidrográficas.

A tal efecto se ha montado el observatorio «en una casa no distante del paraje en donde lo habíamos tenido la otra vez», y pronto trasladan a él los cuatro relojes de ambas corbetas y se encarga a Juan Inciarte la sistematización de las observaciones recogidas en la anterior visita a Montevideo, que «convenían las unas con las otras, aún con mayor exactitud de la que podíamos desear».

De inmediato, se emprenden las experiencias de la gravedad con el péndulo simple, y el teniente Cevallos, al sistematizar las que ya se habían hecho en uno y otro hemisferio, comprueba que existía, como ya se había sospechado, «una mayor gravedad en el hemisferio Austral que en el Boreal».

Mientras tanto, Malaspina convoca una junta de oficiales presidida por el brigadier Antonio de Córdoba para averiguar cuáles serían las medidas más convenientes para el feliz regreso a España, teniendo en cuenta que la guerra contra los franceses se mantiene en pleno auge.

El 20 de febrero de 1794 tiene lugar la citada junta. Analizadas las diversas circunstancias que, en un principio, permitieron a la expedición gozar del derecho a la inmunidad, y oídas las últimas palabras del virrey del Perú, «por las cuales nos hacían jueces de nuestros pasos venideros», los oficiales de la Descubierta y la Atrevida se pronuncian votando sobre cuatro puntos fundamentales expuestos por Malaspina:

«1°. ¿Deben las corbetas emprender su regreso directo a España como exigen sus instrucciones?»

«2. ¿Deben operar en un todo, como buques de la Marina Real envueltos en la guerra actual, proporcionando sus fuerzas para el intento? »

«3º.¿Debe proponerse al Virrey que disponga de ambos navíos en todo lo que pueda refluir para el servicio de S. M. y se combine con nuestro objeto primario de regresar cuanto antes a los puertos de Europa? »

«4º. ¿Deben abandonarse las dos lanchas grandes?».

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Vista de Montevideo desde la Aguada. Brambila. Museo Naval. Madrid.

La votación, al decir de Malaspina, resulta unánimemente afirmativa en los cuatro puntos. Mientras, Antonio de Córdoba afirma que no sería excesivamente complicado reforzar con hombres y armamento las dos corbetas para cuando se iniciara la travesía definitiva. El teniente de navío Juan de la Concha es el encargado por la oficialidad de trasladar personalmente estas decisiones a Buenos Aires, donde el virrey debería autorizarlas y poner los medios necesarios para llevarlas a buen fin.

Malaspina confía ciegamente en que Juan de la Concha llevará perfectamente a cabo la tarea; le encarga además que efectúe el reconocimiento del golfo patagónico de San Jorge, que no se puede realizar por la guerra contra Francia. Asimismo, el piloto Juan Inciarte, «la excelente colección de instrumentos» y dos relojes marinos, de los cuatro que llevaba la expedición consigo, quedan bajo el mando y custodia de Concha.

Entretanto, Malaspina inicia una marcha por tierra hacia Maldonado, cerca de Punta del Este. Va acompañado por el teniente Francisco de Viana con objeto de hacer los reconocimientos precisos y poder enmendar los errores de demarcación cometidos anteriormente.

En la isla Gorrite, «habitada ahora», Malaspina goza de la hospitalidad del director de la Compañía Marítima Pescadora, que le hace saber que se aproxima la estación oportuna para la pesca de la ballena, «objeto tan interesante para la opulencia nacional». Como quiera que se carece de marinería lo suficientemente hábil para este menester, se les proporcionan unos cuantos marineros ingleses, especialistas en la materia, que se habían ido añadiendo a la expedición en diferentes lugares.

En el ínterin, el virrey accede a todas las peticiones que le ha expuesto la oficialidad de las dos corbetas y promete enviar los fondos necesarios, de modo que se fija la fecha de salida hacia mediados de abril.

Días después, hay una contraorden. Dado que, por una parte, la situación bélica no es nada favorable para el bando español y barcos franceses podrían cruzarse en el trayecto, y, por otra, como la fragata Gertrudis, portadora de tres millones de pesos, debe emprender desde Montevideo el regreso a España acompañada por un convoy que saldrá de Lima, parece conveniente que la Descubierta y la Atrevida retrasen su salida para incorporarse a esta expedición y retornar todos juntos procurándose protección mutua.

Ante esta contraorden, y a la espera de la expedición que viene desde Lima, Malaspina paraliza el embarque de la galleta de pan, «para que no la averiasen ratas y cucarachas, de las cuales abundaban en una y otra corbeta».

El 3 de mayo de 1794, aparece en el puerto uruguayo la fragata mercante Princesa, uno de los cinco navíos que componen el convoy de Lima. Mientras aguardan a los otros barcos y a la Gertrudis, los expedicionarios españoles se aprestan para salir en breve hacia Cádiz. Por otro lado, las noticias que les llegan desde España no dejan de ser más o menos satisfactorias.

«A pesar de la evacuación de Tolón por nuestra parte, las fuerzas marítimas de los enemigos habían quedado harto debilitadas y en muchos meses no se contabilizaba una sola presa suya sobre los buques de las naciones aliadas».

Todo anuncia, pues, que el convoy no correrá excesivos riesgos si, además, emprende a la mayor brevedad posible su salida de Montevideo. El mismo correo de España anuncia al marino Antonio de Córdoba la buena nueva de que ha sido ascendido a jefe de Escuadra.

«Tributáronsele con este motivo los honores que prescribe la Ordenanza, al tiempo de arbolar la insignia en la fragata Rufina y se arrió, por la misma razón, el gallardete en la Descubierta».

El 15 de mayo fondean en Montevideo y Maldonado otros dos navíos pertenecientes al convoy limeño, el Neptuno y la Concordia. La satisfacción de Malaspina se acrecienta con la llegada a la ciudad uruguaya de los oficiales Espinosa y Bauzá, que han enriquecido los apuntes de la expedición con nuevos datos astronómicos y con espléndidas descripciones sobre la geografía interior americana.

«Confirmábase nuestra determinación en el año 1790 de la latitud y longitud de Santiago, esta última deducida ahora de un eclipse de luna y de una inmersión del primer satélite de Júpiter: las observaciones tan prolijas como importantes sobre la velocidad del sonido en la misma capital abrían un nuevo campo a esta clase de indagaciones físicas, hasta aquí no bien sujetas a la experiencia: la elevación de la cordillera andina inmediata, su dirección, tránsito y albergue, la posición de la ciudad de Mendoza y de Punta San Luis, un examen diario de la variación de la aguja magnética, y, finalmente, una serie no interrumpida de observaciones de latitud y de longitud que sujetasen la ruta de las Pampas hasta Buenos Aires…».

Por las mismas fechas llega a Buenos Aires el botánico Luis Née, con lo que la alegría de Malaspina es casi completa: todo está saliendo a pedir de boca y tal como estaba previsto.

«Este hábil y celoso individuo, después de nuestra separación en Talcahuano, se había internado en las tierras de los Pehuenches y, arrimándose siempre a las montañas, hizo luego una breve demora en Santiago, desde donde atravesó la cordillera andina. Había herborizado por toda aquella parte montuosa, así como en las inmediaciones de Mendoza y por todo el camino de las Pampas que conduce hasta Buenos Aires: una preciosa colección de piedras, que componen por aquella parte el hueso de la montaña, debía servir ahora para perfeccionar mucho nuestras indagaciones litológicas… Sus reconocimientos de los manantiales de agua salada en aquellos montes habían abierto unas combinaciones mucho más útiles para el abastecimiento de sal en el Reino de Chile…».

Pero aquello, con ser mucho, no lo era todo. Dos cartas de Tadeo Haenke, una enviada desde Cuzco y la otra desde Arequipa, hacen que, ahora sí, la satisfacción de Malaspina sea absoluta.

«Además de sus prolijas investigaciones de Botánica y Litología, y nuevas colecciones de aves, en el largo trecho que había corrido, eran frutos de la mayor importancia para el público sus análisis de muchas aguas, minerales y de la célebre mina de azogue en Huancavelica, sus determinaciones de la diferente elevación de las cordilleras por medio del termómetro de agua hirviendo, su reconocimiento del volcán de Arequipa y de las exquisitas aguas termales, sus exploraciones de los países de los Jungar y de los Chuchos, su estancia en la Laguna de Chucultos y las muchas investigaciones hechas en el Cuzco. Proponíase luego continuar su ruta hasta Potosí, visitar desde allí el país de los Moxos y Chiquitos, y llegar a Montevideo para los primeros meses del año siguiente…».

Las buenas noticias epistolares se siguen amontonando sobre la mesa de Malaspina situada en la barraca del puerto que utiliza como despacho y donde duerme:

«Habían llegado felizmente a España los señores Valdés y Salamanca; que lo verificarían, en breve, desde Veracruz los señores Galiano y Vernacci concluidas sus tareas sobre Tecoantepeque y Guatemala…».

El día 21 de mayo de 1794 fondean en el puerto de Montevideo el transporte Levante, que ha perdido la verga mayor durante el viaje, y la fragata Santa Gertrudis, que ha compartido con él las penosas circunstancias que han motivado el considerable retraso que traen.

La expedición, pues, ya puede comenzar a pensar seriamente en zarpar hacia las costas gaditanas. Sin embargo, a las malas condiciones en que han llegado los cinco navíos desde Lima a Montevideo se unen las noticias, que para Malaspina no constituyen ninguna novedad, del desgobierno y la desorganización españoles en las colonias.

«Las dos terceras partes de sus tripulaciones se componían de levas que jamás habían visto el mar la mitad de su tropa, de reclutas o de deshechos del Regimiento Fijo de Lima. Mortalmente enfermo el contramaestre, faltos el contador, el cirujano, el maestre de víveres, el condestable y un oficial de guerra. Además, sus víveres de reemplazo esparcidos en los cuatro buques; su velamen muy deteriorado, su artillería de corto calibre de a 8 y, además, desfogonada considerablemente…

»Por una parte, los almacenes de Montevideo carecían de todo, y por la otra debían reemplazarse, por estar gravemente enfermos, el oficial de detalle. Agregábanse a tamaños males el que la plata estaba mal estibada y ocupaba la parte de sollado correspondiente a los cables, los cuales por la misma razón empachaban en el entre puente; que en el costado de babor se habían quitado las hileras altas del forro de cobre; finalmente, que la fragata, en la última navegación, había descubierto un agua de cuatro pulgadas diarias, cantidad muy leve a la verdad, pero que no podía desatenderse atento el tiempo que había corrido desde su carena a los caudales que ahora conducía, y a la misma desproporción de estiva que éstos causaban irremediablemente…».

Y como a perro flaco todo son pulgas, según dice el refrán, no era eso todo lo malo que ocurría a bordo del pretendido convoy.

«Entre los cuatro navíos del Comercio, los llamados Levante y Princesa, podían considerarse en cierto modo capaces de una mediana defensa; pero los Neptuno y Concordia apenas estaban dotados cada uno con 14 cañones de corto calibre, y tan mal abastecidos de municiones que pareciese inoportuno darles el semblante siquiera de una fuerza mediana: todos por otra parte estaban tripulados con muy corto número de marineros; y según los informes más acordes, tan zorreros los últimos dos que no pudiesen prometerse sino una navegación larga y penosa…».

Visto lo cual, el 23 de mayo de 1794, Malaspina decide esperar hasta mediados de junio para iniciar la salida, por lo que se avisa a todos los barcos mercantes de Montevideo por si quieren agregarse al convoy en esas fechas. Al mismo tiempo, ese retraso de unas cuantas semanas dará la oportunidad a tres buques de Lima, la Galga, la Rosa y el Santander, de sumarse a la expedición.

Ante tan desalentador panorama, Malaspina diseña un plan de navegación y de estrategia militar para el caso de que el convoy español se tope con el enemigo. En síntesis, venía a ser el siguiente:

«Todos, a la vista de embarcaciones sospechosas, debían tremolar la bandera real; la insignia de comandante arbolase en el Levante, el cual era mateloto de proa de la Descubierta; la tercera división, compuesta de los navíos más zorreros y débiles, el Neptuno y la Concordia, presidida de la corbeta Atrevida debían maniobrar, por lo común, por separado, cuidando con este motivo del convoy de Montevideo: el Santander, cuyo aparejo, tamaño y ligereza podían hacerla tomar con un buque de la Marina Real, serviría en clase de batidora y repetidora, dotada en este caso con un oficial de guerra y las correspondientes banderas: la repetición de noche de ciertas señales de cañonazos y la mayor unión, debían conservar en la oscuridad aquella ilusión que fiábamos de día al orden y al bulto: las cajas, confiadas generalmente a los buques de la Marina Real, debían siempre manifestar aquella seguridad que infunde una escuadra fuerte; finalmente, para el caso en el que fuese inevitable un enfrentamiento, se atendían igualmente la seguridad del convoy con una pronta fuga o esparramarse; y la seguridad de la Gertrudis, en el modo con el que había de huir, distrayendo a sus perseguidores del verdadero rumbo, que seguía quedando para la división del centro compuesta por los navíos Levante, Princesa y Descubierta, sostener o la ilusión o el choque cuanto fuese posible y asegurar, así, la fuga de los demás…».

Malaspina, orgulloso de su plan, envía las instrucciones a todos los comandantes de los buques y les anima a defender «su Patria, Leyes, Costumbres y Religión, cuyo trastorno intentaba una Nación enfurecida…». Acaba con la recomendación de que, en el caso de tener que ordenar la retirada, escuchasen más los dictados de la razón —dando preferencia a la seguridad de los caudales, que debían llegar sanos y salvos a España— que los dictados de su celo y valor…

Ni que decir tiene que todos los capitanes se ponen a la disposición del comandante de la Atrevida y acatan totalmente sus instrucciones. Malaspina, pues, ya tiene vía libre para poner fecha a la salida del convoy. Ésta tendrá lugar a mediados de junio de 1794, por lo que envía noticias al ministro de Marina aprovechando la salida del Paquete Correo de España.

Junio, 10; 1794. — Conforme los navíos van poniéndose en condiciones para arrostrar tan larga navegación, llegan los caudales solicitados y la correspondencia de Buenos Aires: el virrey deja a la voluntad de Alejandro fijar la fecha de partida. Y éste toma su penúltima medida en Montevideo.

«Sorprendieron con igual actividad las levas, las cuales contando con los díscolos, inútiles, y algunos voluntarios, que cedía el general comandante de la Armadilla de su fragata y del paquebote Santa Eulalia, debían reemplazar no menos de 50 hombres a la Gertrudis, y aumentar de unos 30 la tripulación de cada corbeta: Seguramente lo local de Montevideo convida mucho más a este arbitrio que cualesquiera otros países de los que hemos recorrido: el número de vagabundos europeos es mucho mayor; las guaridas o escondrijos no tan comunes, y la Policía ciertamente más activa y vigilante…».

Al mediodía del 18 de junio, todos los expedicionarios habían «recibido la pólvora, ranchos y ganados, y que en la misma noche los buques de S. M. pudiesen emprender sus faenas de desamarrarse y ponerse en franquía…». Pero las ventolinas que soplan con fuerza invitan a Malaspina a suspender por un día la salida hacia España.

«Finalmente con las primeras claras del día 21, continuando el viento fresco del NO pudo hacerse la señal a todos los buques de dar a la vela».

Tras veinte días de navegación más o menos tranquila en que casi la única preocupación es que los navíos del convoy no se separen demasiado unos de otros, en especial la corbeta Galga, que anda muy menguada de tripulación y de oficiales, los expedicionarios se aproximan a la actual isla brasileña de Trinidade, rozando los 20º de latitud sur. Malaspina, temeroso de que las costas alberguen navíos enemigos dispuestos a acabar con los barcos españoles, ordena una nueva disposición de todos los buques bajo su mando, aprovechando que el día es apacible y que se entienden perfectamente las voces que se van dando.

Se trata de ensayar una formación de combate que, en un momento dado, podría ser necesario adoptar.

«Hízose pues la señal al convoy de navegar a babor de la Escuadra, ya que los más estaban por esa parte; y a la Escuadra de formar la línea de combate mura babor: tomó inmediatamente su puesto la fragata Gertrudis; el Levante y Princesa se colocaron oportunamente; fue algo más tarde la Galga: se adelantó con tino la Santander, y ya que se había últimamente prescrito a la 3.ª división que navegase con el convoy a estribor, la corbeta Atrevida dirigió oportunamente sus señales a la una y al otro; y alucinados casi de este nuevo semblante, los buques de Montevideo arribaron a incorporarse en su lugar con una prontitud difícil de expresarse: ya formada medianamente la línea, era esencial manifestar el semblante militar que podía dársele: Hice pues la señal de que se ciñese a un tiempo el viento y finalmente largar la Bandera Real: el Levante, en esta ocasión, izado al mismo tiempo el gallardetón al tope, hizo realmente respetable la línea, la cual navegaba de bolina: [navegación de forma que la dirección de la quilla forma con el viento el menor ángulo posible]…».

Julio, 21; 1794. — La reducida escuadra española navega con buen viento, rumbo a España.

«Cortóse en la misma noche el paralelo de la Trinidad, considerándonos por muchas observaciones, dos grados al este de los islotes de Martín Vaz [vecinos de la isla Trindade y pertenecientes, actualmente, a Brasil]».

Agosto, 1; 1794. — Cuarenta días de navegación tranquila llevan a la expedición española a cruzar el ecuador.

«Con una complacencia general fue vencida esta nueva barrera para el feliz término de nuestro viaje…».

Agosto, 5; 1794. — Además de disfrutar de una vuelta tranquila y sin incidentes, la escuadra española tiene la fortuna de avistar un navío español que navega hacia el sur, sobre una latitud norte de aproximadamente 5º. La Descubierta se pone de inmediato al pairo del mercante.

«Era la Esmeralda, de 200 toneladas y del comercio de Santander, la cual desde este puerto navegaba para el de Montevideo con cargo de hierro y fardos, con 38 días de navegación: confirmó el no buen suceso de nuestras armas en el Rosellón durante el mes de abril, y el encuentro bien reñido, aunque no decisivo, de las escuadras francesas e inglesas en el Canal de la Mancha, conforme nos lo habían hecho sospechar las últimas papeletas recibidas en Montevideo: nos enteró después del gran número de buques, o nacionales o aliados, que protegían la navegación y el comercio sobre las Azores y las costas de Cantabria y Portugal; y, finalmente, enterado por nosotros de las noticias individuales del convoy, para que no se equivocasen en Montevideo y en Lima, se despidió poco después de las doce ciñendo con las muras a estribor».

En el navío Levante se ha cometido un asesinato que las pesquisas encomendadas por el teniente Francisco de Viana no consiguen aclarar. Ese hecho lleva la incertidumbre a las tripulaciones.

«Y esto a la verdad no debe parecer extraño atento a la dificultad que en los buques mismos de S. M. suele encontrarse para cualquier averiguación…».

Un nuevo error, esta vez de cuarenta minutos en los cronómetros encargados de señalar la longitud, es descubierto gracias al eclipse de luna producido en esas fechas. Éstos son los incidentes más reseñables de los que acaecen en la reducida escuadra española.

Agosto, 20; 1794. — Los navíos españoles atraviesan el paralelo situado a los 15º norte y dejan atrás la isla Brava, la más meridional de las que conforman el archipiélago de Cabo Verde. Esta república insular del Atlántico, situada a más de 600 km de las costas del Senegal y con más de 4.000 km2 de extensión, perteneció a Portugal desde su descubrimiento, en 1460, hasta su independencia en 1975. Alejandro Malaspina escribe sobre estas islas las reflexiones siguientes:

«Puede inferirse de los datos antecedentes, que en los últimos días las corrientes nos habían llevado vivamente al oeste; y que en la noche última, habíamos cortado casi sin precaución alguna el paralelo de una vigía situada EO con la isla Brava: en cuanto a esta última, diré, lisa y llanamente, que sin atreverme a hacer frente a las Ideas generalmente admitidas, estoy sin embargo bien convencido que la Naturaleza, siempre consecuente en sus obras maravillosas, nos ha colocado en medio de un golfo inmenso unas piedraçuelas apenas perceptibles…».

La cercanía de las islas Canarias y el fin de su trayecto, lleva a Alejandro Malaspina a mostrarse eufórico en su Diario.

«Vencido así este nuevo límite no indiferente para el feliz término de nuestro viaje, pudimos ya volver los ojos con mayor ahínco y eficacia hacia las costas felices de nuestra España; y estas mismas miradas debieron aumentar en mí el deseo bien vivo de que no se desmembrase ya parte alguna del pequeño convoy cuya custodia me había tocado en suerte…».

No había acabado todavía la travesía y un hecho placentero viene a acrecentar la satisfacción de Alejandro Malaspina. El teniente de navío Arcadio Pineda, hermano del naturalista fallecido en Filipinas, presenta al comandante de la expedición una parte considerable de los apuntes de su hermano pasados a limpio y debidamente ordenados: «semejantes tareas no podían a menos de ser miradas como extremadamente útiles, pues no sólo refluían un nuevo caudal de instrucción para los que en lo venidero quisiesen estudiar fundamentalmente la Monarquía, sino que revivían a la Memoria de sus conciudadanos el sacrificio de la vida, que había inmolado a su bienestar venidero y al lustre de la Nación el difunto don Antonio Pineda».

Pero Malaspina debe enfrentarse asimismo a una cuestión preocupante. El alférez de navío Francisco Benítez, destacado en la Gertrudis, le comunica que el pan de a bordo se halla tan sumamente deteriorado «que no le podría suministrar en lo venidero sin un riesgo evidente de que influyese en la salud de su tripulación…».

Teniendo en cuenta que aun reduciendo sensiblemente las raciones de pan, éstas no llegarían ni hasta mediados de septiembre, Malaspina ordena un reparto equitativo de pan entre las dos corbetas, la Descubierta y la Atrevida, para cubrir, así, las necesidades del navío mal abastecido: «con los nuevos repuestos no dejaría de alcanzar [la Gertrudis] hasta el 10 de octubre».

Agosto, 31; 1794. — Conforme la pequeña escuadra se aproxima a su destino, y con ello al verdadero peligro de encontrarse con navíos franceses, Malaspina decide realizar ejercicios de tiro con el fin de practicar ante la eventualidad de alguna contingencia bélica.

«A las cuatro de la tarde, debiendo más bien atenernos una mayor bonanza que un viento más fresquito, fue preciso emprender el ejercicio proyectado: suponía éste los enemigos formados en una línea estribor a las nueve cuartas del viento, y nosotros [la Descubierta] en la misma dirección, estando la Gertrudis en el centro y la Atrevida a retaguardia, debíamos antes pasar a sotavento y batir unidos a la retaguardia enemiga: abierto luego un claro con el desmantelamiento de éste, debíamos orzar y, con fuerza de vela, cortar la línea haciendo fuego por ambas bandas. Últimamente debíamos batir la vanguardia enemiga por el sotavento y cada buque abordar a su adversario con los fuegos y ardides previos a esta operación delicada: tremolaban las insignias Reales: la Oficialidad usaba del uniforme y de la espada: las señales indicaban los movimientos uniformes: no se había omitido, interior ni exteriormente, la menor circunstancia de las que deben atenderse en un combate verdadero: las cofas y la gente destinada a la maniobra hacían un fuego igualmente vivo de pedreros y fusilería: sustituyóse tirar piedras del lastre al uso de las granadas: y, finalmente, disparados los cuatro tiros por cañón, que se habían preparado a media carga, púsose la señal de cesar el combate y quedamos todos nuevamente incorporados al convoy: No es fácil describirse la utilidad de semejantes ejercicios instructivos, pues en ellos no sólo se apercibe la falta de cualquier providencia por pequeña que sea, sino que se vence en las clases inferiores cierta bisoñería indispensable en el uso de las armas de fuego».

Siempre en dirección NNE, «con ánimo de vencer cuanto antes los paralelos calmosos», el convoy se mantiene unido y en correcta dirección. El paralelo de las islas Canarias se encuentra a un tiro de piedra y, no obstante, la expedición se dirige hacia las Azores dejando al este las islas Afortunadas sin hacer escala en ellas. A pesar de ello todo el mundo parece feliz.

Pero Alejandro no deja por eso de practicar las experiencias científicas. Se trata de seguir con los experimentos eudiométricos por los cuales se juzga la atmósfera interior de los navíos.

«Para este intento se había dispuesto que, además de los aires que solíamos comúnmente comparar entre sí, se examinasen ahora el de los pañoles de comestibles y el que despedía una de las vasijas de la estiva, las cuales se habían llenado de agua bebediza recogida sobre cubierta, en las inmediaciones de la Equinoccial, agua que manifestaba, al tiempo de suministrarse al ganado diariamente, una cierta fetidez, indicio casi seguro de su corrupción: El éxito manifestó de nuevo la exactitud de nuestras experiencias y la posibilidad de mantener interiormente un buque libre de toda corrupción».

Mientras tanto, un nuevo navío español es avistado y abordado amistosamente por las tripulaciones de las corbetas. Se trata de la fragata Esperanza, procedente de Montevideo y en dirección a Santander: «no necesitaba auxilio alguno pero sí solicitaba que se le admitiese en nuestro convoy hasta que su derrota le permitiese navegar incorporado».

Septiembre, 7; 1794. — Tras un fuerte temporal que zarandea los buques dejándolos bastante maltrechos, la escuadra española se aproxima a las Azores. Este archipiélago, atlántico y portugués, se encuentra a unos 1.400 km al oeste de la Península Ibérica y está formado por nueve islas de origen volcánico. Fue colonizado por los portugueses a mediados del siglo XV y desde siempre ha sido escala marítima entre América y Europa.

Ante los ojos de Malaspina se perfilan las costas recortadas de la isla de Santa María, la más meridional de las Azores.

«A medida que nos aproximábamos a la Tierra (ya que era preciso recalar a su vista) crecía en nosotros la vigilancia y el desvelo para hacer frente a cualquier encuentro… Enturbió por algunos momentos a esta situación placentera una fragata catalana, cuyo capitán me avisó a la voz que se le había amotinado la tripulación: pero destacado inmediatamente un bote con el teniente de navío Ciriaco Cevallos con alguna tropa, pudo al mismo tiempo disipar los motivos sumamente frívolos de la cuestión y conducir a bordo al contramaestre y a otros dos individuos, al parecer culpables del alboroto…».

Septiembre, 9; 1794. — Cuando han dejado atrás las Azores, llega el momento de que los dos navíos que se dirigen a Santander, el Rey Carlos y la Concepción, abandonen el cobijo de la flotilla española.

«Llamé a la voz al primero y dejando a su albedrío variar de derrota cuando lo hallase oportuno, le remití con el bote una carta para el Excmo. Sr. Ministro de Marina, en la que le avisaba de las noticias y situación del convoy: y le encargué al mismo tiempo por medio de un sargento, que procurase hacer saber nuestra posición a cualquier buque nacional o aliado que encontrase en su derrota…».

Tras despedirse de los barcos que se van en dirección NE, las doce embarcaciones que todavía configuran la pequeña escuadra avistan un navío que enarbola «la bandera americana».

«Ni su tamaño, ni su aparejo, ni sus maniobras, la hacían en modo alguna sospechosa…».

Septiembre, 18; 1794. — En el día anterior, Malaspina se había encolerizado al comprobar que uno de los relojes marinos atrasaba de un modo considerable.

«Tantas, y tan repetidas alteraciones no podían a menos de hacer bien patente la poca confianza que merecía esta máquina, aun cuando fuesen muchas las recomendaciones con las cuales la había elogiado su autor, Juan Arnold, cuando la remitió desde Londres».

El día 18 de septiembre, la explosión de júbilo es enorme al divisar la fragata Gertrudis el cabo San Vicente, el extremo más septentrional del Algarve portugués y la primera seña de identidad peninsular que avistan los marinos que vienen de allende los mares. La costa se encuentra a unas siete u ocho leguas y el final de la odisea parece cada vez más próximo. Las palabras escritas por Malaspina destilan una enorme satisfacción.

«Nada podía igualar la hermosa perspectiva que nos presentaba el amanecer del día siguiente: veíanse distintamente, y a distancia de cuatro leguas, las costas orientales del cabo San Vicente: varias embarcaciones que navegaban sueltas o hacia el este o el oeste manifestaban, al mismo tiempo, la seguridad de la navegación y la actividad del comercio: la mar era con extremo llana y el día despejado: sólo sí que el viento, demasiado calmoso, hacía muy lentos nuestros progresos y no nos permitía la proximidad al puerto deseado».

Poco a poco, la expedición se va aproximando a la costa española y algunas de las embarcaciones que habían formado parte del convoy se despiden y emprenden la ruta del Mediterráneo, mientras que el resto de navíos enfila el golfo gaditano.

«Descubriéronse ya a las cinco de la mañana [del día 21 de septiembre de 1794] las costas de Rota, la población de Cádiz y su extensa bahía en la cual formando un espeso bosque se veían ancladas innumerables embarcaciones: varios buques de guerra, la mayor parte nacionales, descollaban sus topes altivos: distinguíanse las insignias: y los últimos soplos del terral, que continuaba todavía, me reunían al mismo tiempo y aproximaban hacia el puerto a todos los buques de nuestro convoy».

Tras contemplar, emocionado, innumerables barcos comerciales prestos a partir con escolta inglesa, Alejandro Malaspina, aquel 21 de septiembre de 1794, después de cinco años de navegación lejos de España, pone casi punto final a su Diario de viaje.

«Finalmente, a las diez, ya próximos a los Corrales, y saludada también a la voz la insignia del General Comandante en cuyas inmediaciones nos hallábamos, dimos fondo en tres cuartos braza lama: muy en breve ejecutaron igual maniobra, y con no menos felicidad, en nuestras inmediaciones la corbeta Atrevida y la fragata Gertrudis. Fueron después entrando, uno a uno, los buques de Lima dirigidos, según costumbre, a la poza Santa Isabel: se entregaron los pliegos y correspondencia pública: destacóse para el señor capitán general del Departamento el capitán de fragata don Antonio de Tova y, antes de la noche, auxiliados por las lanchas de la escuadra, quedaron amarrados los tres buques de S. M., conservándose por ese tiempo sus tripulaciones en tan buena salud, que no fuese necesario enviar al hospital a un enfermo siquiera…».

Misión cumplida.— Alejandro Malaspina ya podía respirar satisfecho y hacer balance de lo conseguido. Los sesenta y dos meses que pasaron a bordo de las corbetas Descubierta y Atrevida permitieron a los doscientos hombres que componían las tripulaciones de la expedición levantar cartas que mantendrían su vigencia cien años después; destacan, cómo no, los excelentes trabajos realizados por los cartógrafos Felipe Bauzá y José Espinosa y Tello, jóvenes discípulos de Vicente Tofiño en la elaboración del Atlas Marítimo de España. Son casi doscientas cartas las levantadas, manuscritas o grabadas que darán testimonio de la labor efectuada por los diversos lugares por donde viajaron:

— Puerto de Montevideo y Río de La Plata: 13 cartas.

— Patagonia Oriental: 30 cartas.

— Islas Malvinas: 6 cartas.

— Chile y Patagonia Oriental: 20 cartas.

— Costas del Perú y Ecuador: 15 cartas.

— Costas de Centroamérica: 14 cartas.

— Costa Noroeste de América y California: 39 cartas.

— Filipinas: 37 cartas.

— Australia: 4 cartas.

— Archipiélago de Vavao: 3 cartas.

También realizaron mediciones geográficas y observaciones astronómicas; estudiaron los hábitos y comportamientos sociales de los pobladores de los lugares visitados, ejemplo significativo de la honda inquietud humanista de la empresa. Y aprovechando ese desplazamiento, sin duda costoso, investigaron cuestiones muy valiosas para el progreso de la Historia Natural, referidas básicamente al hombre y al territorio que habita.

Dejaron, además, constancia de las poblaciones visitadas, sus puertos, sus habitantes y sus costumbres en los más de ochocientos dibujos inventariados de José del Pozo, Tomás de Suria, Juan Ravenet y Fernando Brambila, entre otros.

De su puño y letra, Malaspina muestra su satisfacción y expresa claramente sus motivaciones culturales y científicas.

«Si dejásemos a un lado para los razonamientos políticos y económicos las ideas elementales que desde la conquista de la América y de una parte del Asia han establecido su imperio en nuestra Europa, evitaríamos, ciertamente, el ser difusos y el luchar contra una serie de principios endurecida con el tiempo, con la costumbre y con las conveniencias de cada uno. Pero, al mismo tiempo, o dejaríamos en la misma oscuridad en que yace el origen verdadero de nuestros males o, sin tocarlos, pretenderíamos infundadamente elevar un edificio sólido y permanente sobre unos cimientos débiles y mal distribuidos».

Capítulo 10
El regreso

La España con la que se encuentra Alejandro Malaspina difiere bastante de la que había abandonado cinco años antes. Y no sólo por los efectos negativos que la Revolución Francesa había dejado entre los ilustrados españoles, muchos de ellos amigos personales del marino. Se había revitalizado la reacción clerical y una gravísima crisis política se había asentado en el gobierno despótico del monarca Carlos IV: el conde de Aranda, sucesor de Floridablanca, había sido despedido con cajas destempladas y sustituido por Manuel Godoy tras el regicidio de Luis XVI en Francia.

El fracaso de la política contemporizadora de Aranda para con los revolucionarios franceses dio paso a la mano dura, e inexperta, de un joven guardia de corps cuyos méritos, al parecer, sólo eran advertidos por la caprichosa soberana María Luisa y el monarca Carlos IV, que pasaba un tercio de cada día de su vida… cazando.

La meteórica carrera de Godoy estuvo jalonada por la acumulación de ascensos y honores, algunos de ellos sumamente grotescos: Comendador de la Orden de Santiago; Brigadier de los Reales Ejércitos; Mariscal de Campo; Sargento Mayor del Real Cuerpo de Guardias de Corps; Caballero de la Real y Distinguida Orden de Carlos III; Grande de España con el título de Duque de la Alcudia; Consejero de Estado; Superintendente General de Correos y Caminos; entre otros muchos, que culminarían con el título de Príncipe de la Paz, el más estrambótico de todos, ya que fue él mismo quien impulsó la declaración de guerra contra la Convención francesa.

A pesar del fuerte respaldo real, la grave situación que tenía que afrontar el inexperto pero bello Manuel Godoy presentaba un amplio abanico de problemas entre los que se contaban el conflicto armado con la vecina Francia y las convulsiones políticas, religiosas e ideológicas que marcaban el final de una época y el inicio de otra; el enfrentamiento entre el reformismo y la reacción; el paso del Antiguo al Nuevo Régimen.

Cuando Malaspina llega a Cádiz, ya hacía un año y medio que España estaba en guerra con Francia. La declaración de la ruptura de hostilidades se convirtió a principios de 1793 en un asunto prioritario para el gobierno encabezado por Godoy. El guillotinamiento de Luis XVI, primo de Carlos IV, fue el pretexto que culminó un proceso de contradicciones políticas, de recelos y enfrentamientos que se producían constantemente entre los dos países vecinos desde 1789; o sea, desde aquella Revolución Francesa que iba a cambiar el mundo político.

Y si en los primeros momentos de la guerra entre ambas naciones, la suerte pareció sonreír a las armas españolas con la conquista de parte del Rosellón francés, la penetración del ejército republicano en España pronto dio paso a una situación bien diferente. Así, la Cerdaña, el Ampurdán y el estratégico castillo de Figueres fueron conquistados por unas tropas republicanas que no daban crédito a sus ojos por la facilidad con que habían cambiado el signo del conflicto. Claro está que unos luchaban por lo que creían y otros, tal vez, ni siquiera sabían por qué lo hacían.

Pocos meses antes de la arribada de la expedición Malaspina a España, el conde de Aranda, el anterior primer ministro que todavía conservaba su puesto de decano en el Consejo de Estado, planteó abierta y públicamente la necesidad de que España y Francia firmaran un armisticio antes de que fuera demasiado tarde. Esa actitud le costaría la acusación de traición y ser enviado por Godoy al destierro.

Éste era, a grandes rasgos, el contexto social y político que se encontró Malaspina el 21 de septiembre de 1794. Tal vez por la confusa situación política y no tanto por el éxito de la expedición científica, el Gobierno se afanó en darle una calurosa bienvenida que tuvo mucha resonancia en los periódicos de la época.

Tras pasar en Cádiz unas semanas durante las cuales Malaspina fue objeto de grandes agasajos y honores, la Corte y el Gobierno le hicieron saber que le recibirían en audiencia. Así, a finales de 1794, Malaspina, acompañado del ministro Valdés, tuvo la oportunidad de explicar a Sus Majestades y a Godoy el alcance de su expedición. Poco tiempo después, una Real Orden fechada el 24 de marzo de 1795 le concedía el ascenso a brigadier de la Armada española. Alejandro Malaspina, aquel muchacho de la brumosa región italiana de la Lunigiana, estaba en el cénit de su fama.

Al mismo tiempo que va tomando conciencia de los problemas que aquejan a la que siempre consideró su patria, Malaspina trata de ordenar el enorme material recogido durante cinco largos años de navegación y exploración. Todavía le queda mucho por hacer: la confección de la memoria del viaje y la sistematización del cuantioso material científico recopilado. Se trata de una tarea ambiciosa y vastísima, pues no en balde se habían remitido, en diferentes ocasiones, setenta cajones de objetos y documentos al Real Gabinete de Historia Natural.

Las previsiones de Malaspina para la posterior publicación de su obra resultan bastante pesimistas, no sólo en razón de su extensión —que calcula en siete voluminosos tomos— sino, sobre todo, por el elevado coste, estimado en unos dos millones de reales [varias decenas de millones de pesetas al cambio actual]. Así lo escribe a su amigo Paolo Greppi el 17 de febrero de 1795:

«Y apenas acabo de conseguir, por lo que toca a caudales, que el Consulado de Cádiz tome por su cuenta la publicación de la obra, lo cual, si bien le convenga por todos los títulos, le ha parecido sin embargo una obra de Romanos…».

Pero Malaspina insiste y, al fin, consigue autorización para la publicación de tan interesante obra. Sólo que Godoy, temeroso de lo que en ella se revela sobre las carencias de las colonias españolas y de las «peregrinas ideas de Malaspina», coloca como amanuense de Alejandro a un espía suyo, el padre Manuel Gil de los Clérigos Menores de Sevilla.

El padre Gil, destacado miembro de la Real Academia de Medicina de Sevilla, conoce a Malaspina en Cádiz en una de las tertulias europeístas organizadas por el cónsul de Suecia, Jacobo Gahn, gran amigo de Alejandro. Poco después, Malaspina y Gil, ya convertidos en colaboradores, se hacen asiduos de las reuniones que se celebran en la Corte.

Pero las diferencias entre ambos personajes no tardan en estallar. Las Memorias contemplan aspectos con fuertes implicaciones políticas que Malaspina quiere publicar por encima de todo para que la Nación española —en sus propias palabras— tome conciencia de lo que sucede allende los mares: «Sin conocer América, ¿cómo es posible gobernarla?». El primer ministro encarga a su subordinado, el padre Gil, que toda la información política se resuma en forma de memorias separadas y secretas para uso exclusivo de la Administración y sus Ministerios. Una carta enviada por Gil a Godoy el 20 de septiembre de 1795, tan sólo un año después de la arribada a España de Malaspina, es buena muestra de la actuación del sacerdote sevillano contra el flamante brigadier de la Real Armada:

«Don Alejandro Malaspina, llevado de su ardiente amor al bien público, ha trabajado con tanta aplicación y celo sobre este tramo, que la Nación le debe en justicia perpetuo reconocimiento. Sin embargo, si se considera la distancia en que están nuestras Colonias de la Capital, su extensión inmensa, la multitud y preciosidad de sus frutos, la envidia con que la miran las Naciones Extranjeras y el peligro que podría traer dar a estos ciertos conocimientos demasiado individuales y circunstanciados de ellas, todo esto digo, obliga a variar en esta parte de la Relación, de una reserva prudente y atinada…».

El sacerdote Manuel Gil, no contento con manifestar claramente su oposición al plan redactor de Malaspina reclama, sutilmente, eso sí, más poder en la transcripción final del Diario de Viaje, lo que le supondría tener acceso a todos los documentos, cosa que hasta ahora Alejandro le había negado.

Parece evidente que Malaspina comienza a perder la partida con el padre Gil y, lo que es peor, el control de la situación. Su propósito de denunciar públicamente los errores de la Administración colonial española acaba de sufrir un serio revés. Pocos días después, el ministro Valdés confirma las impresiones del padre Gil y le da la razón, en nombre de Godoy, en todo lo referente a la metodología que debe seguirse en la publicación y secreto de la obra.

«El Rey se ha enterado de las reflexiones que comprende la Representación… Su Majestad las ha hallado muy oportunas y conformes a la idea que debe seguirse en la Obra. A este fin arreglará V. R. sus pensamientos, omitiendo todo lo que no deba saber el público en cuanto al Gobierno interior de las Provincias de América, y las variaciones que convenga hacer en él, y tratándolo por Memorias separadas y secretas, en la forma que propone V. R…»

Capítulo 11
La conspiración

Malaspina, a los pocos meses de llegar a España, ya se percata claramente de las dificultades que va a encontrar para que sus ideas se abran camino en una Corte llena de sombras y controlada por el omnímodo poder de Manuel Godoy, al que denomina Sultán en su correspondencia, plena de amargura, con Paolo Greppi.

«Ya te he escrito cómo mis ideas me hacían concebir la ilusión de poder ser útil a este país en momentos tan tempestuosos; un solo día me habría bastado para explicar mi sistema; lo he visto todo, lo he visitado todo. Tal vez se hubiera descubierto en el caos del sistema actual que no hay más que un pasito del buen al mal camino, de la sinrazón a la sana filosofía.

»Todo parecía prestarse a ello; estaba relacionado con los más virtuosos y sabios del país: se me prestaba grandísima atención; estaba seguro de la rectitud de mi corazón y de mi absoluta devoción al bien común sin egoísmo y sin perjuicios, pero acceder al Sultán es tan difícil…; todo cuanto le rodea está tan inmerso en la confusión y la inacción que es imposible hacerse oír y poder actuar…».

Además, todo parece confirmar que Malaspina aspira, desde su regreso, a acceder a un alto cargo de responsabilidad política, tal vez el ministerio de Marina de su amigo Valdés. Deseo nada disparatado, por otra parte, si se tiene en cuenta el clima de crítica personal y oposición a Godoy, la aureola de prestigio que envuelve al marino de Mulazzo y la grandísima atención que se le presta en algunos círculos de la Corte. Es significativa la carta que escribe Malaspina a su confidente Paolo Greppi a principios de 1795:

«En este momento pende de un hilo que yo sea destinado a un cargo de la mayor entidad relativo a la prosperidad del Reino en su totalidad, o que regrese a mi antiguo oficio de marino…».

En los círculos cercanos al Gobierno de aquella época eran frecuentes, por otra parte, las comidillas acerca del reparto de sillones ministeriales, y Malaspina cree a pie juntillas esos rumores. Pero nada más lejos de la realidad. Godoy está convencido de que Alejandro es un posible estorbo para su política absolutista, especialmente cuando el brigadier de la Real Armada osa enviarle un memorándum sobre una hipotética paz con Francia. Malaspina, al igual que el conde de Aranda, se muestra partidario de una posición de neutralidad ante el proceso político interno que vive el país vecino.

A través de su amigo el ministro de Marina, Alejandro expone sus planes reformistas a Godoy. La respuesta del primer ministro será un verdadero chaparrón para ambos.

«Mi estimado amigo: Acabo de leer los papeles de Malaspina…, la letra es tan mala como su substancia y es tan falta de principios y moderación en sus ideas que me precaveré de enseñársela a los Reyes por no hacer perder el concepto a un oficial que merece aprecio en su carrera. Pero no puedo menos de decir a Vd., por el bien del servicio de Dios y de Sus Majestades que, como cosa suya, le diga a Malaspina que queme los borradores si los tiene y guarde perpetuo silencio sobre todo. Me irrito al pensar que acabo de leer en estas Ideas por conveniente la de que los diputados de provincia (que es lo mismo que las Cortes) y los Consejos pidan al Rey la paz. Considere dónde tendría la cholla ese Caballero, pues yo no me puedo creer que fuese su ánimo introducir en España las mismas disputas que han causado las desgracias en Francia sobre el poder ejecutivo y la voluntad ilimitada que debe residir, por derecho divino, en el soberano…».

Sin embargo, tamaña reprimenda no sólo no arredra a Malaspina sino que un mes más tarde, el 10 de febrero, envía, esta vez directamente a Godoy, un memorial titulado Artículos para una Paz General, según el papel intitulado Reflexiones relativas a la Paz, en el que, con planteamientos más genéricos, abunda en las ideas básicas anteriormente mencionadas. En ningún archivo de los que hemos investigado consta una respuesta de Godoy, aunque, a buen seguro, la estaría preparando.

Alejandro Malaspina, ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor, se permite pavonearse ante su amigo Greppi en el mes de abril de 1795: «la paz con Francia la tenemos decidida desde hace cinco o seis días…». No obstante, dos meses después, amargado y descorazonado por haber sido preterido en sus aspiraciones políticas, le escribe de nuevo.

«Vivo apartado en la mayor oscuridad… en este desorden extremo que nos rodea… Pierde el temor de que en lo sucesivo me apreste a nuevas medidas y combinaciones en este país sin antes hacer una visita para abrazarte; necesito demasiado de tus consejos y de los estímulos mismos que la amistad y el deber puedan procurarme como para continuar en una carrera que no promete sino fatigas, y en un país donde todos los objetos son sobremanera repugnantes para quien encierra dentro de sí tanto las máximas del hombre honrado como las del filósofo. Espero que termine la terrible situación en la que hoy nos hallamos; es imposible pensar en ella sin temblar y horrorizarse».

El talante crítico de Malaspina ante la situación por la que atraviesa España se aproxima bastante al pensamiento de Aranda y su partido. El programa de Aranda ante el Consejo de Estado giraba alrededor de dos ideas básicas: a) una actitud pacifista frente a Francia y b) un plan estratégico de defensa de América para evitar su independencia.

Básicamente, Malaspina centra sus críticas —que hacía públicas en forma insensata— sobre el inadecuado gobierno de Manuel Godoy. La cruzada anti francesa emprendida en 1793 y que, en un principio, había gozado del fervor popular y contado con el decisivo apoyo incondicional del clero a través de los púlpitos, ya no goza de la aprobación general. Todo lo contrario. La marcha adversa de la guerra, que había llegado a provocar algunas pequeñas revueltas en provincias, incrementa el clima de opinión desfavorable al gobierno de Godoy.

Los informes de los diplomáticos extranjeros a sus Gobiernos hablan bien a las claras de la animosidad del pueblo español contra su primer ministro. Un historiador francés, el profesor Domergue, ha escrito al respecto: «La campaña de 1794 fue lo bastante catastrófica como para determinar el renacer de un clamor que recordaba los peores tiempos del motín de Esquilache…».

Se refiere el hispanista galo al motín que, en marzo del año 1766, protagonizó el pueblo de Madrid contra el poderoso ministro reformista de Carlos III, Leopoldo Gregorio, marqués de Esquilache. Éste se hizo impopular al ordenar la prohibición de las capas largas y los sombreros de ala ancha, que debían ser sustituidos por la capa corta y el sombrero de tres picos. Esquilache fue destituido fulminantemente, pero Manuel Godoy recibiría el título de Príncipe de la Paz.

No es de extrañar que Godoy, cada día con más frentes abiertos —como lo demostraban la conspiración promovida por el duque de Teba o el levantamiento popular intentado por Picornell—, decidiera acabar con una cruzada antirrevolucionaria e impopular que amenazaba provocar una revolución interior y la pérdida de territorio español, y firmara un armisticio con Francia. Así, el 22 de julio de 1795, en la ciudad suiza de Basilea, España pudo recuperar las ciudades peninsulares perdidas en el conflicto a cambio de ceder a Francia parte de sus dominios en la isla caribeña de Santo Domingo y determinados privilegios comerciales.

Alejandro, mientras tanto, se encuentra completamente desolado al comprobar que se hace lo que él ha propuesto en su Memorial a Godoy, pero sin agradecérselo en absoluto. Es más, su persona no es ya bien recibida en determinados lugares de la Corte. Malaspina comienza a desesperarse y sus críticas a Godoy se hacen cada vez más duras. En una carta a su hermano Azzo Giacinto, expresa sin ambages su opinión sobre el estado de España en aquellos momentos: la peligrosa política de Godoy, cada vez más impopular, está a punto de poner en grave riesgo a la mismísima Monarquía y provocar una sangrienta insurrección popular.

«Me es imposible daros una imagen de este país sin ofender a la verdad o a la prudencia; no sólo las pensiones o los dineros, sino también los honores, se prodigan de tal modo y a gente de tal calaña, que ahora la abyección es el mejor modo de distinguirse, y la adulación, las bajezas y la ignorancia son los únicos objetos que nos rodean. Al mismo tiempo que se licencia al pequeño número de nuestros “soi-disant” soldados, se nombran cuarenta tenientes generales y otros tantos mariscales de campo; no se paga a la marinería y mientras, se devora el erario; hay un Príncipe de la Paz y estamos a punto de entrar en guerra con los ingleses… En fin, me callo… ya no se puede hacer nada que prometa algún honor, ya no hay otra cosa que esperar sino la sangre de los pobres, capaz de producir las más extraordinarias convulsiones…».

Resulta lógico que Malaspina, imbuido de su misión de salvar la Corona, diseñara un plan para desembarazarse de Godoy. En su ingenuidad de científico, y poco acostumbrado a los avatares de la política, Alejandro recurre a la intriga palaciega para hacer que triunfen sus planes. Ante la falta de cualquier otro canal para dar a conocer a los monarcas sus arriesgados puntos de vista, ha de valerse de la colaboración de algunas personas próximas a la Reina. Los juicios que contiene la carta a su hermano Azzo Giacinto, citada anteriormente, entre los cuales se lee: «ahora la abyección es el mejor modo de distinguirse…», resultan premonitorios de la traición que sufrirá Malaspina por parte de una de sus colaboradoras.

Malaspina ha contactado con la marquesa de Matallana, y con María de Frías y Pizarro, estrechamente vinculadas a la reina María Luisa, como también con el arzobispo de Farsalia, fray Juan de Moya, confesor del monarca y muy crítico con alguno de los ministros de Godoy. El brigadier cree ingenuamente que por cualquiera de las dos vías, o por ambas, los soberanos podrían conocer su plan y poner los medios para salvar a la Nación española.

El plan conspiratorio, además, era bien sencillo y rocambolesco: con un rápido golpe de efecto real, Godoy sería destituido y enviado en destierro a la Alhambra granadina. Se crearían tan sólo tres departamentos ministeriales: el de Estado, Gracia y Justicia de Europa, gobernado por el duque de Alba, «que carece de conocimientos necesarios pero es un hombre recto y generoso»; el de Hacienda y Guerra de Europa, a cuyo frente estaría el conde de Revillagigedo, antiguo virrey de Nueva España que fue sustituido por un cuñado de Godoy en clara muestra de nepotismo; y el Ministerio de Marina y América, que presidiría su amigo y ex ministro de Marina, Antonio Valdés. Además, el ilustrado reformista Gaspar Melchor de Jovellanos estaría a cargo del poderoso Consejo de Castilla.

Esta relación, publicada durante el proceso al que se enfrentó Malaspina cuando fue descubierta su conspiración, demuestra la moderada posición política de nuestro marino, más próximo a los principios de la Ilustración española que a los del Liberalismo político que ya comienzan a fraguarse.

Alejandro Malaspina dirige una nueva Representación a S. M., fechada el 14 de noviembre de 1795 en San Lorenzo de El Escorial, que entrega a María de Frías y Pizarro para que la haga llegar a Sus Majestades. La cortesana se apresura a dársela a Godoy, quien ya comienza a tener entre sus manos las pruebas necesarias para acabar con el brigadier.

«La total variación del sistema de Gobierno es el paso esencial que piden las circunstancias imperiosamente: y esta alteración repentina y favorable (siendo ahora imposible detallar las cosas una a una) puede considerarse reunida en el nombramiento de los cuatro sujetos que a continuación se expresan…».

Acaba Malaspina esta Representación, pretendidamente secreta, con una sentencia clarificadora sobre lo que tenía que haber sido y, desde luego, no fue: «El secreto y la brevedad son el Alma de esta Empresa…».

En efecto, el 22 de noviembre de 1795, catorce meses después de haber vuelto a España y haber sido colmado de honores, Alejandro Malaspina es detenido en su domicilio madrileño acusado de fraguar un complot contra el Estado. Al mismo tiempo que el brigadier, son puestos también bajo custodia la marquesa de Matallana, el padre Manuel Gil y dos de los sirvientes del marino. No así la Pizarro.

La detención de Malaspina y de los presuntos implicados en la conspiración se debió a que Godoy estuvo puntualmente informado, desde un principio, de los pasos de Alejandro en su intento de hacer llegar a los monarcas aquellos documentos en los que denunciaba la política del primer ministro. Y en los que manifiesta ingenuamente los males que aquejan a la Nación y que podrían provocar la caída de la Monarquía.

«¿Acaso podrá prometerse igual suerte el Ministro poderoso en quien S. M. ha depositado toda su confianza, y a quien por la misma razón mira toda la nación como el Autor de los males que agobian la Monarquía? Estos males son tan grandes que no permiten que ya S. M. los ignore:

»El Erario arruinado, la Nación empobrecida y sin moral alguna; el Comercio estancado; los Ejércitos y la Marina formados por gentes violentas e incapaces de obrar con autoridad…».

En el descubrimiento de la conspiración de Malaspina contra Godoy desempeñó un papel esencial María de Frías y Pizarro, camarera de la Reina. Dicha dama, extremeña como Godoy, estaba colocada allí para controlar el cuarto regio de la soberana. Desde los primeros instantes, se dedicó a suministrar a Godoy los documentos que Malaspina le iba entregando a ella para que se los hiciera llegar a la Reina. Poco a poco, el cerco se fue cerrando en torno a nuestro brigadier. El 13 de noviembre de 1795, nueve días antes de la detención de Malaspina, María de Frías y Pizarro envía a Godoy un escrito secreto plagado de faltas de ortografía que respetamos totalmente, rescatado de los Papeles Reservados de Fernando VII que se hallan en el madrileño Archivo General de Palacio.

«… Díjome [Malaspina] que no tenía cuidado por sus papeles y que estos días concluiría después otros que tenía empesados y me los traería; que en él bería su Majestad más claro la importansia de que se berifique el proyecto. Quedamos en esto, y io los remitiré, luego que me los traiga, a manos de Vuestra Excelencia… Se despidió disiendo que, en pasado mañana que tenía correo, se enserraría a concluir su obra, que nombraría a sujetos, pero en sifra, por no perjudicar a nadie. Me dijo abía visto a Vuestra Excelencia muy agradable con él y que su fin era librar a Vuestra Excelencia de otros males. Abló de mil otras cosas, todas tocantes a su intento, pero que no es del caso desirlas aquí por no molestar a Vuestra Excelencia…

»Yo abisaré a Vuestra Excelencia puntualmente de todo. Viva Vuestra Excelencia y triunfe de pícaros desagradesidos, y bea si puedo serbirle con mi persona, con mi bida y la de toda mi familia. Bea Vuestra Excelencia que todos están a sus pies como ésta su hamante y reconosida esclaba, que los besa mil beses».

En ese mismo día, y tras haber recibido la misiva de tan apasionada partidaria, Godoy le contestaba de su puño y letra, animándola a estrechar el cerco sobre el más que ingenuo Alejandro Malaspina.

«Mi apreciable amiga: Tengo los papeles y espero cuantos la dirija a usted el sujeto consabido… Responda Usted que aún no sabe la decisión de Su Majestad y procure animarle a que escriba para ratificar la importancia de sus opiniones. Entretanto, disimularé yo como lo hice ayer noche y siempre que lo veo, pues conviene desentrañarle de cuanto sea posible para que ese enemigo del Rey y del bien común no se nos quede oculto. Jamás olvidaré la amistad de Usted ni apreciaré menos el gran mérito de su confianza…».

Una vez reunida toda la documentación comprometedora contra Malaspina, Godoy prepara el golpe de efecto final: ordena la detención del brigadier y sus colaboradores y redacta una patética carta dirigida a su protector, el monarca Carlos IV, en la que, tras señalar lo calumnioso de la acusación de Malaspina en el sentido de que él, Godoy, consagra escasa dedicación a los asuntos de España y de sus Soberanos, solicita una reunión urgente del Consejo de Estado para que «lea todo y se exponga el dictamen de cada uno de los vocales sobre su contenido…».

En su escrito al soberano, Godoy califica las acusaciones de Malaspina como una «sátira» propia de un «alma baja y vil», de un «asesino de las virtudes».

«… Pues así debe llamarse a quien no ha sido útil al servicio de Vuestra Majestad y sí muy perjudicial al bien de sus Estados, si se diese rienda a la publicación de sus obras…».

El arresto de Alejandro Malaspina se verifica a la una de la madrugada, y éste queda incomunicado bajo custodia del Cuerpo de Granaderos. Todos sus papeles y manuscritos son remitidos, acto seguido, al Príncipe de la Paz.

El procedimiento contra Malaspina resulta, pues, fulminante. Godoy ha dispuesto de tiempo suficiente para atar muy bien todos los cabos que ha dejado sueltos el brigadier. Al día siguiente de la detención, se reúne con urgencia el Consejo de Estado, restringido y sin grandes formalidades, en un lugar que, al decir de los chismosos, era bien conocido por el Príncipe de la Paz: el dormitorio de la Reina.

En esta sesión del 22 de noviembre, Godoy presenta al Consejo varios documentos escritos por la mano de Malaspina y que, según el primer ministro, le han sido entregados por la marquesa de Matallana, también detenida. Es evidente que Godoy pretendía cubrir a su confidente, la Pizarro.

Tras la lectura de esas pruebas que se debatirían oficialmente cinco días después, Godoy expone un argumento irrefutable para conseguir el favor del monarca, suponiendo que no gozara de él de antemano:

«Sus papeles están llenos de las mismas ideas que suscitaron en Francia las disputas, que causaron las desgracias, sobre el poder ejecutivo y la voluntad ilimitada que debe residir en el Soberano por Derecho Divino».

Como en el seno del Consejo oficial pudiera haber voces discrepantes de gente descontenta con Godoy y su política, el secretario del Consejo, el conde de Montarco, persona estrechamente ligada a Godoy, escribe al primer ministro sobre la conveniencia de que él mismo esté presente en la sesión del día siguiente para intimidar a los que sólo condenaran con tibieza a Malaspina y para evitar «prolijos pronunciamientos que no harían sino encenegar más el asunto».

El informe final del conde de Montarco, tras la reunión oficial del Consejo de Estado, no deja lugar a dudas sobre el comportamiento delictivo del brigadier Alejandro Malaspina, reflejado en los documentos que le habían sido requisados.

«Dirigidos con las apariencias venenosas de la conservación de las preciosas vidas de Sus Majestades y aun de la de V. E. y, finalmente, de la tranquilidad y restablecimiento del antiguo lustre de la Monarquía, conducían a la separación violenta de V. E. del Ministerio de Estado, de su cargo, saliendo inmediatamente de la Corte, y a la variación total del Gobierno…».

Ante esta prueba de fuerza, el monarca, convencido de las bondades de su primer ministro, se decide a respaldar por completo y sin ninguna restricción al valido extremeño.

«Se dignó Su Majestad declarar que todas las proposiciones y especies comprendidas en el Plan y demás papeles del reo Alejandro Malaspina eran notoriamente falsas, sediciosas e insultantes a la soberanía de Sus Majestades, a su Gobierno y a toda la Nación, a quienes injustamente suponía descontenta y decidida al mayor atentado…».

Aunque las investigaciones para formalizar la causa continuaron su curso habitual hasta abril de 1796, el objetivo político de Godoy había sido alcanzado con creces. La causa contra Alejandro Malaspina quedaría, finalmente, enterrada en los archivos. El 22 de abril de 1796, un oficio de Eugenio Llaguno, por aquel entonces ministro de Gracia y Justicia y uno de los que habían de ser relevados de su cargo según la conspiración de Malaspina, comunicaba al Gobernador del Consejo la suspensión de la causa «promovida contra el brigadier de la Real Armada don Alessandro Malaspina» [volvía a ser Alessandro y no Alejandro, como hasta entonces].

«Su Majestad ha decidido que se suspenda y se deposite en el estado en que está, sellada y cerrada, en la Secretaría de Gracia y Justicia; y de motu proprio que se destituya a don Alessandro Malaspina del grado y empleo que tiene en el Real Servicio, y se le encarcele diez años y un día en el castillo de San Antonio de La Coruña…».

Así pues, la llamada «conspiración Malaspina», independientemente de su trascendencia como tal, contribuyó de un modo fundamental a que el primer ministro Manuel Godoy se afirmara en el poder pese a las críticas de sus muchos opositores. De ahí en adelante, sus adversarios deberían tener buen cuidado al manifestar sus críticas pues, por fundamentadas y razonadas que éstas fuesen, corrían el evidente peligro de ser consideradas proposiciones «notoriamente falsas, sediciosas e insultantes a la soberanía de Sus Majestades», y sus autores podrían ir a la cárcel.

Capítulo 12
La prisión y los últimos años

Malaspina es condenado a diez años y un día de cárcel, pero cumplirá poco más de la mitad. Sin embargo, durante aquellos tristes días en el penal coruñés de San Antón el ilustre marino no permanece ocioso. Durante el primer año de prisión escribe un libro sobre numismática, Tratadito sobre el valor efectivo de las monedas que han corrido España desde 200 años antes de la Era Vulgar hasta el presente de 1797, que ha permanecido inédito hasta el año 1990.

En años posteriores, siempre en prisión, Malaspina escribe una serie de obras menores que añaden más lustre, si cabe, a su sólida formación humanista. Así, la Carta crítica sobre la Obra del Quixote y la Análisis que la Academia Española ha hecho preceder a sus últimas ediciones, la Meditación filosófica en una mañanita de primavera sobre la existencia de un bello esencial, e invariable en la naturaleza, año de 1798, y el Discurso del Padre Guenard, jesuíta: sobre la cuestión en qué consiste el carácter de la Filosofía, según los consejos de San Pablo en la epístola a los Romanos. Cap. XII v. III: Non plus sapere quam oportet sapere.

Pero sobre todo, durante los seis años que dura su penar en el presidio, Malaspina no para de escribir innumerables cartas en las que reclama justicia y en las que no deja de proclamar su inocencia. El diplomático Nicolás de Azara, con el que compartió estudios en Roma, el soberano de Parma, Cabarrús y el mismísimo José Bonaparte, mucho antes de ser nombrado rey de España por su hermano Napoleón, fueron algunos de los destinatarios de la extensa correspondencia malaspiniana.

En muchas ocasiones, la desesperación al no obtener respuesta a sus escritos y la situación política en que se halla España resquebrajan la escasa moral que todavía mantiene el brigadier. Así, el 8 de noviembre de 1797 se lamenta por escrito ante su hermano Azzo Giacinto:

«Y entretanto, los sufrimientos se agudizan con los días y los últimos miserables restos de la organización social en este desdichadísimo País no hacen sino volcarse sobre la inocencia oprimida. Los enemigos se devoran desde fuera, los amigos desde dentro, y la negligencia y lentitud dan lugar a que tres o cuatro fortunas se hayan engrosado gracias a mi existencia forzosamente pasiva…».

Mientras, los sucesos internos de España juegan a favor de la liberación de Malaspina al eclipsarse la otrora fulgurante estrella del valido Manuel Godoy. La pérdida de las islas de Trinidad y Menorca a manos inglesas, en 1798, tiene graves consecuencias, pues los navíos británicos bloquean el comercio colonial. Debido a la presión francesa, Godoy es apartado del poder, siquiera nominalmente, y sustituido por Mariano Luis de Urquijo, representante de las tendencias más avanzadas de la Ilustración española. Malaspina cree posible su pronta liberación y, en su misiva a su muy amigo Greppi, de fecha 15 de agosto de 1798, demuestra estar perfectamente informado de lo que sucede fuera de los muros del castillo de San Antón.

«Todo, pues, en mi opinión, te reclama en Cádiz, a la que creo ya libre de las amenazas inglesas, cuyo intento era hacer ver al Gobierno que sería imprudentísimo alejar la escuadra para hacerla pasar en un momento favorable o al Mediterráneo o a las Antillas. Nos quedaremos quietos con nuestra santa paciencia. Vendrán galeones de América y perderemos algunos, siendo nuestros navíos ciertamente más veleros que los ingleses y estas costas, por su extensión y profusión de puertos, difíciles de bloquear en verano, imposibles en invierno.

»Además, aquí desde hace tres siglos, estamos acostumbrados a vivir a la buena de Dios, con una parsimonia increíble y por ello indiferentes a la puntualidad de pagar tanto por parte del Gobierno como de los particulares…».

Desde el año 1799, los partes del cirujano médico del penal de San Antón son extremadamente pesimistas sobre el estado de salud de Malaspina: «los desvanecimientos son más frecuentes y de mayor duración… en las sangrías que se le han dado, la sangre indica putrefacción…». En vista de la gravedad de su enfermedad, que según los informes médicos se atribuía textualmente «al cuartito frío, estrecho y húmedo en donde ha permanecido hasta ahora…», el propio capitán general de La Coruña se ofrece como fiador de Malaspina para que éste pueda recuperar su salud fuera de la inhóspita prisión. No obstante, alguien influye cerca de Su Católica Majestad para que no se muestre condescendiente, «si bien es su Voluntad que se le asista con todos los auxilios que dicte la humanidad…».

Finalmente, las gestiones de destacados personajes del mundo político europeo contribuyen a que Malaspina sea puesto en libertad en 1802, año en que la situación europea ha mejorado un tanto al haberse firmado la paz de Amiens, que ponía fin a la guerra entre España e Inglaterra. El armisticio supone la recuperación de la isla de Menorca por parte española y, con toda seguridad, la libertad para Alessandro a cambio de su promesa de no regresar nunca más a su querida España.

Tras despedirse de sus amigos, Malaspina se dispone a volver a su Lunigiana natal. En marzo de 1803 emprende desde el puerto de Mahón, nuevamente español, el viaje de regreso a su tierra de origen. El 15 de marzo arriba al puerto de Génova, donde es recibido con honores de héroe nacional.

Pocos días más tarde, se persona en Milán para agradecer al vicepresidente de la que resultó fugaz República Italiana de comienzos del siglo XIX, el conde Melzi d’Eril, las gestiones realizadas en pro de su excarcelamiento.

La República Cisalpina fue un Estado constituido por Bonaparte en 1797, y reconocido por Austria en el Tratado de Campoformio. En 1802 tomó el nombre de República Italiana y, dos años después, adoptó el de Reino de Italia. Su capital era Milán y agrupaba a unos tres millones y medio de personas. Bajo el capricho de Napoleón, reinos y repúblicas nacían y se extinguían de forma fulgurante y fugaz.

La formidable y bien ganada fama del «navigatore» Malaspina no se ha apagado en absoluto. La Gazzeta Nazionale della Liguria se hace eco elogioso de su llegada a Génova. Y el propio Melzi d’Eril le ofrece el cargo de Ministro de la Guerra, honor que Alessandro rechaza en cumplimiento de la promesa hecha al Rey de España de no servir, jamás, a ninguna potencia extranjera. Ni siquiera a Italia.

Los últimos años de la vida de Alessandro Malaspina transcurren en un mundo bien diferente del que ha conocido en su carrera militar. Su posición económica, precaria en un principio, se consolida después de ser nombrado heredero de la fortuna de su desaparecido hermano Azzo Giacinto. Eso le permite vivir con desahogo y dedicar la mayor parte de su tiempo a una intensa relación epistolar y personal con sus viejos amigos de siempre.

Pero, además, el espíritu siempre inquieto de Malaspina le empuja, también durante sus últimos años, a colaborar en actividades públicas. Así, en 1804 dirige el establecimiento de un cordón sanitario en los Apeninos para impedir la propagación de unos brotes de fiebre desatados en Livorno.

Tranquilo y sereno por primera vez en muchos años, Alejandro se propone rehabilitar su nombre. Solicita, de nuevo, y como última prueba de su lealtad a Carlos IV, el perdón real para poder volver a España. Su petición vuelve a recibir la negativa por respuesta.

Profundamente defraudado, enfermo y solo, Malaspina se retira a Pontrémoli, capital de la Lunigiana y ciudad muy próxima a Mulazzo, el pueblo que le vio nacer. Para el ilustre navegante ya nada de lo que pasa en el mundo exterior tiene sentido. Y se deja morir poco a poco.

El 9 de abril de 1810, un tumor de colon, extendido por la zona intestinal inferior, acaba con la vida más que gloriosa de Alessandro Malaspina. Su amigo Ricci le acompaña en sus últimos momentos.

Como tantas otras figuras de las postrimerías del Antiguo Régimen, Malaspina se encontró atrapado en la contradicción que representaba renovar el viejo sistema político mediante una reforma racional, pero evitando traumas revolucionarios. Éste fue, al fin y a la postre, el principal de sus argumentos utilizados en contra de la política encabezada por Godoy: tratar de evitar que el descontento popular diese lugar a un fermento revolucionario de alcance imprevisible, como había ocurrido en Francia.

Si la historia todavía no ha agradecido bastante las contribuciones científicas de nuestro personaje, una frase de su amigo Valdés, el ministro de Marina, podría constituir su epitafio como hombre público: «Buen marinero, pero muy mal político».

Alessandro Malaspina fue un hombre culto y reformista, honorablemente ingenuo, que confundió sus deseos con la realidad. Y al que su decidido voluntarismo de marino le llevó a naufragar en las oscuras intrigas de una Corte, la española de Carlos IV y de Godoy, con muchas más sombras que las Luces que se le suponían.

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