La construcción de la era atómica - Alwyn McKay

La construcción de la era atómica

Alwyn McKay

A mi esposa

Prólogo

Este libro describe el advenimiento de la era atómica. El período que abarca comprende aproximadamente los primeros sesenta años del presente siglo. La perspectiva es universal, pero implica especialmente a los principales países beligerantes en la Segunda Guerra Mundial.

El objetivo ha sido dar cuenta de lo que sucedió en lenguaje sencillo, dentro de una necesaria brevedad, de manera que los puntos principales destaquen con claridad. Obviamente, ha sido precisa una selección tanto de los hechos históricos como de los nombres implicados en los mismos. Del principio al fin, el énfasis se ha puesto en los científicos y en sus motivaciones.

La fase inicial fue de descubrimiento científico. A partir de 1939, la fisión nuclear fue tema de estudio en el ámbito militar, hasta llegar al grandioso Proyecto Manhattan en Estados Unidos, que produjo las bombas de Hiroshima y Nagasaki. En la década de los años cincuenta se inició el gran desarrollo industrial de la energía nuclear. Los no científicos, en general, siguen más fácilmente la última parte de la historia, pero el autor confía en que, no obstante, dedicarán atención a los cuatro primeros capítulos a fin de poder apreciar cómo el aspecto tecnológico se separó del científico. Como ayuda se incluye una breve descripción de las características principales del núcleo atómico.

El libro quedaría incompleto si no se hiciera referencia alguna al desarrollo de la energía nuclear, por lo que el capítulo XIV proporciona una breve panorámica de este interesante tema. Los aspectos controvertidos no se pueden debatir a tondo en tan poco espacio, pero el autor cree que las afirmaciones allí vertidas están totalmente justificadas.

Las fuentes de las citas más extensas se indican en el texto Las observaciones atribuidas a personas se han tomado de fuentes que se ha considerado que proporcionaban las citas textuales y no una reconstrucción imaginativa de las mismas

Los puntos de vista, opiniones y juicios expresados en el libro son, por supuesto, los del autor más bien que los de su antigua empresa, la Atomic Energy Authority del Reino Unido.

El autor agradece a sus amigos sus sugerencias acerca de mejoras del proyecto original, especialmente a Laura Arnold, Jim y Peter Baynard-Smith, Brian Wade y el professor Gilbert Walton, así como a Angela Rattue por el mecanografiado del manuscrito.

H. A. C. Mckay

Capítulo I
Una pasión por los átomos

Poca gente puede haber experimentado mayor felicidad que aquellos que descubrieron los secretos del átomo y su núcleo en la primera mitad de este siglo. Su trabajo fue, para ellos, absorbente, excitante y, sin duda, importante. Se dedicaron íntegramente: no esperaban riqueza ni reconocimiento público; tan sólo la emoción ante lo conseguido y el aplauso de sus colegas.

Lo que llevaron a cabo representó una revolución en nuestras ideas sobre la naturaleza de la materia. ¿De tipo académico? Sí, pero condujo a la bomba atómica y a la energía nuclear.

El siglo XIX había presenciado la creación de un maravilloso edificio de teorías para describir el universo material, tan armonioso que lo llamamos física “clásica”. Proporcionó grandes triunfos, tales como la predicción de la existencia del planeta Neptuno y de las ondas de radio, seguida en cada caso por observaciones confirmativas. Algunos de los científicos de la época pensaron que todo lo importante ya había sido descubierto. Pero las siguientes décadas aún habían de presenciar una avalancha de nuevos conocimientos, muchos de los cuales era imposible explicar mediante las teorías existentes.

Retrospectivamente, parece sorprendente que las limitaciones de la física clásica no fueran mejor reconocidas. La mayor parte de la química, por ejemplo, se apartaba de esta concepción. Los químicos, en el siglo pasado, conocían unas ochenta clases de átomos diferentes, y habían deducido muchas de sus reglas de comportamiento, incluyendo especialmente las formas en que aquéllos se combinan para formar moléculas. No era que leyes de la física no pudieran dar cuenta de todo esto; simplemente parecían carecer de importancia.

Durante la última década del siglo XIX, una amplia serie de fenómenos hasta entonces insospechados comenzaron a ser aclarados. Dos descubrimientos fueron resultado de afortunados accidentes: los rayos X por Wilhelm Roentgen en Wurzburgo, en 1895, y una radiación inusual del uranio que impresionaba una placa fotográfica, por Henri Becquerel en París, en 1896. Por otro lado, la identificación hecha por Joseph John Thomson en 1897 de la pequeña partícula cargada eléctricamente que llamamos electrón surgió de investigaciones lógicamente planificadas acerca de descargas eléctricas en gases y llevadas a cabo en el Laboratorio Cavendish de Cambridge. Análogamente, el descubrimiento de Pierre y Marie Curie, en 1898, de dos nuevos elementos químicos, el polonio y el radio, que emitían radiación como la del uranio, pero de mucha mayor intensidad, fue el resultado de la continuación sistemática de las observaciones iniciadas por Becquerel. Al fenómeno se le llamó globalmente “radiactividad”.

El prolongado esfuerzo de los Curie, en un frío y mal equipado barracón de la Escuela de Física de París, hasta confirmar la existencia del radio mediante su separación a partir de una tonelada bruta de escorias de las minas de uranio de Joachimstal, de forma que pudiera ser observado y medido, es una de las epopeyas de la ciencia. Durante cuarenta y cinco meses se dedicaron afanosamente a su tarea, viviendo en semipobreza y despreocupándose incluso de alimentarse mínimamente. Su objetivo era el conocimiento científico; nadie sabía aún que el radio pudiera tener alguna aplicación. Finalmente, ellos lograron obtener a duras penas una décima de gramo del deseado material, una serie de artículos de investigación con su nombre y una correspondencia en aumento con los científicos más prominentes de Europa. Un año más tarde encontraron la fama mediante el espaldarazo que les supuso el premio Nobel, además de otros honores Esta fama les proporcionó dinero y una existencia más cómoda, pero frecuentemente les suponía más una molestia porque sus consecuencias interferían con su trabajo.

Pierre Curie fue el típico profesor distraído. Se relata la anécdota de que la cocinera de los Curie, pretendiendo un halago, le preguntó en cierta ocasión si le había gustado el filete que acababa de comer. «¿He comido un filete?», preguntó él con vaguedad, y entonces, consciente de no haber hecho la pregunta adecuada, añadió: «Es muy posible.» Fue un hombre totalmente dedicado a su trabajo y dio por sentado que incluso Marie habría de someterse a sus “ideas dominantes”. Marie, sin embargo, a veces añoraba una vida más normal, si bien ella misma se mortificaba a causa de semejante “debilidad”.

El Instituto del Radio de París, fundado algunos años después de la trágica muerte de Pierre en un accidente en la vía pública en 1906, era uno de sus sueños. Marie pasó la mayor parte de su tiempo allí, tras la Primera Guerra Mundial, trabajando sobre la radiactividad, su tema favorito.

La saga de los Curie se ha convertido en parte del folklore científico, proporcionando a la gente una imagen romántica muy alejada de la habitual sobre los científicos.

La vida y la personalidad de Ernest Rutherford contrastan considerablemente con el ejemplo de los Curie. Prácticamente, lo único en común con ellos fue su pasión por la investigación sobre la radiactividad. Llegó a Cambridge desde Nueva Zelanda en 1895 para trabajar junto a J. J. Thomson, y allí se enteró de los descubrimientos de Becquerel y de los Curie, lo que le impulsó a un estudio sobre la radiactividad que le ocuparía el resto de su vida. De Cambridge pasó a Montreal como catedrático (con sólo 28 años) y luego a Manchester; finalmente, regresó a Cambridge, donde sucedió a J. J. Thomson como profesor del Cavendish en 1919. Se convirtió en sir Ernest Rutherford en 1914 y en lord Rutherford of Nelson en 1931. ¡Una brillante carrera!

En la Universidad McGill, en Montreal, colaboró con un destacado joven químico de Oxford, Frederick Soddy, cuyas aptitudes se complementaban perfectamente con las de Rutherford. En el curso de sólo dos años, ambos demostraron experimentalmente que la esencia de la radiactividad consiste en la transformación espontánea de una clase de átomos en otra. Esto significaba el abandono de la concepción tradicional de los átomos como diminutas pelotas indestructibles de naturaleza inalterable. En radiactividad, por el contrario, se observa una transmutación de un elemento químico en otro; no plomo en oro, como pretendían los alquimistas, sino, por ejemplo, radio en el gas inerte radón. El radio, al desaparecer gradualmente, se dice que sufre una desintegración radiactiva.

A partir de entonces, Rutherford estuvo en la cresta de la ola del avance científico. Se convirtió en una figura legendaria de la que se cuentan numerosas anécdotas; por ejemplo, cómo silbaba uno u otro tipo de melodías según que el trabajo se desarrollara con facilidad o presentara graves dificultades. Era un hombre franco, riguroso y sencillo que podía pasar por un campesino hacendado y vivió la vida con gran entusiasmo. «Un hombre muy jovial y de lo más estimulante», afirmó Otto Hahn, que trabajó con Rutherford en sus primeros días en Montreal y que, años más tarde, colaboró en el descubrimiento de la fisión nuclear.

Rutherford gozaba de un instinto especial para realizar el experimento adecuado con los limitados recursos técnicos del momento, y su mente era capaz de penetrar hasta lo más profundo de un problema de forma directa y sencilla. Existe un famoso ejemplo al respecto. Un colega le expuso los resultados del bombardeo de pequeñas partículas cargadas eléctricamente (partículas alfa) sobre átomos para descubrir su estructura. Muy ocasionalmente, alguna de las partículas sufría un cambio brusco en su dirección, a veces casi hasta rebotaban y volvían en la dirección según la cual habían incidido. Rutherford comparó esta situación a la de un pequeño cascarón sobre el que se lanzan diminutas bolas de papel que tras rebotar vuelven hacia nosotros. Algunas partículas alfa, afirmó, deben haber encontrado fuerzas inmensamente potentes dentro del átomo, lo que podría suceder si el átomo tuviera un núcleo muy pequeño cargado eléctricamente; la mayoría de las partículas alfa pasarían entonces desviándose más o menos a través del espacio vacío de los átomos, pero si una casualmente se dirige hacia el núcleo será violentamente desviada (fig. 1). Había nacido la idea del “átomo nuclear”.

Muchos científicos que más tarde se harían famosos fueron a trabajar junto a Rutherford.

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Fig. 1. Trayectorias de partículas alfa a través de un átomo. Una partícula alfa que se dirige hacia las proximidades del núcleo es fuertemente desviada; en las demás ocasiones las partículas alfa sólo son ligeramente desviadas.

Por referimos sólo a unos cuantos del continente europeo, citaremos a Otto Hahn, antes mencionado; Hans Geiger, otro científico alemán que fue uno de los inventores del contador que lleva su nombre; Georg von Hevesy, húngaro, que ideó muchas de las técnicas de la radioquímica (donde la radiactividad se utiliza para investigar en problemas químicos), y, por encima de todos, el danés Niels Bohr, que llegó a ser una figura tan importante como el mismo Rutherford.

Cuando a su debido tiempo estos hombres abandonaron el laboratorio de Rutherford, establecieron nuevos centros de investigación sobre radiactividad y sobre el núcleo atómico. Prácticamente, todos los que trabajaron en el equipo podían diseñar su “árbol genealógico” y remontarse a Rutherford.

Durante este período hubo desarrollos en otras dos áreas de la física que habían de ser muy relevantes para la ciencia atómica. El primero fue la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Entre sus muchas consecuencias figura la famosa ecuación que relaciona masa y energía (usualmente escrita como E = mc2). De acuerdo a esta ecuación, masa y energía deben ser consideradas como dos formas de la misma cosa —una idea nueva en aquellos tiempos—, y si convertimos un simple gramo de materia en energía obtendremos tanta como en una bomba atómica. Una proporción muy pequeña de esta energía se libera cuando un átomo de cierta clase cambia en otro por desintegración radiactiva. Una proporción mucho mayor es la liberada en los reactores nucleares y en las armas nucleares.

El segundo de estos desarrollos también implicaba una idea nueva. Los físicos del siglo XIX se habían visto sorprendidos por varias anomalías asociadas con fenómenos en los que intervenían calor y luz y para los cuales las leyes de la física clásica proporcionaban resultados completamente en contradicción con los experimentos. Las leyes clásicas predecían, por ejemplo, que un trozo de hierro candente debería emitir principalmente luz violeta y ultravioleta, y no habría de cambiar de color si la temperatura variaba. Sin embargo, como todo el mundo conoce, comienza por un rojo vivo para pasar luego al anaranjado, blanco y azul.

Max Planck logró explicar esto en 1900, introduciendo la idea de que los átomos manipulan la energía más o menos en la forma que hoy se manipula la mantequilla en un supermercado. En lugar de facilitar la cantidad de mantequilla deseada, el supermercado sólo vende paquetes de 250 gramos, por ejemplo. Planck postuló que, análogamente los átomos sólo absorben o emiten energía en cantidades mínimas determinadas que él llamó “cuantos”. Este simple concepto sirvió para explicar, al menos, algunas de estas anomalías, proporcionando leyes teóricas que encajaban de forma bastante precisa con algunos de los resultados experimentales.

La idea de que la energía esté “cuantizada” puede parecer sumamente inocente, si es que no un tanto insólita. Sir James Jeans, el astrofísico de Cambridge, sin embargo, ha resaltado que muchos físicos de la época la tacharon de “sensacional, revolucionaria e incluso ridícula”. En efecto, la teoría cuántica, como se la llama, señala el punto de separación entre la física clásica y la moderna.

Es a Niels Bohr al que debemos la revisión de la física a la luz de esta nueva teoría. De ello hizo el trabajo de su vida. Llegó a Cambridge desde Copenhague al comienzo del otoño de 1911, muy poco antes de cumplir los veintiséis años, lleno de optimismo juvenil y entusiasmado por la perspectiva de un estrecho contacto con J. J. Thomson y otros científicos famosos. Más adelante pasó cuatro meses con Rutherford en Manchester, donde percibió claramente que la física clásica se enfrentaba a un completo fracaso en el terreno atómico. Bohr insistió especialmente en que el átomo nuclear de Rutherford no podía sobrevivir si obedecía las mismas leyes que tan bien funcionan para dinamos y motores eléctricos.

En el modelo de Rutherford, los electrones circundan el núcleo como lo hacen los planetas alrededor del Sol, pero hay una diferencia: los electrones, al contrario de los planetas, transportan carga eléctrica. La rama de la física clásica conocida como electrodinámica asegura que, en esta situación, los electrones deberían radiar energía continuamente, y como resultado de su pérdida de energía deberían precipitarse muy pronto sobre el núcleo. Manifiestamente, esto no sucede.

Bohr afirmó con audacia que la electrodinámica clásica no se puede aplicar a un electrón en un átomo. Postuló que el átomo existe en un “estado estacionario” en el cual el electrón está en órbita alrededor del núcleo sin emitir energía.

Reflexionó sobre esta idea durante varios meses. En febrero de 1913, un estudiante de Copenhague le llamó la atención sobre ciertas regularidades descubiertas treinta años antes en el espectro del hidrógeno, es decir, en los colores de la luz emitida por el hidrógeno a ciertas temperaturas. Fue como encontrar la pieza esencial de un rompecabezas. Bohr hizo entonces la conjetura de que un átomo puede existir no sólo en uno, sino en una serie de estados estacionarios de diferentes energías y que puede “saltar” de un estado a otro absorbiendo o emitiendo exactamente uno o varios cuantos de energía. Con esta base fue capaz de deducir una fórmula matemática que daba cuenta exacta de ciertas líneas del espectro del hidrógeno.

La teoría de Bohr infringía la vieja regla de la física clásica que establece la ausencia de discontinuidades en la naturaleza. Esto era superior a lo que algunos científicos podían admitir. Jeans, no obstante, puso de relieve que la justificación de las hipótesis de Bohr radicaba en “algo tan importante como era su éxito”. Rutherford se creó considerables dificultades al ayudar a Bohr a publicar sus ideas, a pesar de su escepticismo sobre los físicos teóricos en general. En una ocasión posterior, Rutherford afirmó sobre éstos, medio en broma medio en serio: «Juegan con sus símbolos, pero nosotros, en el Cavendish, ponemos de manifiesto los hechos sólidos reales de la naturaleza.» Pero Bohr, decía, era diferente.

Entre los hechos sólidos reales figuraba la demostración de Rutherford, en 1919, de la primera transmutación artificial de un elemento en otro, como fenómeno distinto de la transmutación natural producida mediante radiactividad. La radiactividad actúa de forma peculiar casi con independencia de cualquier intento de influir en ella, en tanto que el nuevo descubrimiento hizo posible transmutar una clase de átomo en otra de forma controlable.

Como hizo en algunos de sus primeros experimentos, Rutherford bombardeó núcleos atómicos con partículas alfa de una preparación radiactiva. (El considerablemente simple y pequeño aparato que utilizó se muestra en la lámina 4.) Previamente, su interés había radicado en la desviación que experimentaban las partículas alfa al pasar por las proximidades de los núcleos; ahora era cuestión de ver qué sucedía cuando se producía una colisión directa. Cuando los núcleos objeto de bombardeo eran de nitrógeno, Rutherford observó que se originaban unas cuantas partículas de un nuevo tipo que pudo identificar como núcleos de átomos de hidrógeno, conocidos como “protones”, de forma que una partícula alfa incidía sobre el núcleo de nitrógeno y emergía un protón. Esto llevaba a una conclusión altamente significativa: el núcleo de nitrógeno se había transformado en algo diferente, de hecho en un núcleo de oxígeno, como los físicos dedujeron tras un balance entre las cargas eléctricas que intervienen en el proceso. El nitrógeno había sido transmutado en oxígeno, aunque a una escala excesivamente pequeña (fig. 2).

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Fig. 2. La primera transmutación nuclear artificial. Una partícula alfa incidiendo contra un núcleo de nitrógeno lo transmuta en un núcleo de oxígeno.

Este descubrimiento fue la culminación de la época de Rutherford en Manchester. Inmediatamente después tomó posesión de su nombramiento en el Laboratorio Cavendish de Cambridge. Allí, le rodeaba un brillante grupo de unos sesenta científicos —más bien una multitud en aquellos tiempos— distribuidos según grados, y el Cavendish se convirtió en La Meca de los físicos nucleares.

Tabla 1
Fechas importantes en los primeros años de la ciencia nuclear

1896 Becquerel observa la radiación del uranio, que impresiona una placa fotográfica.
1897 Thomson descubre el electrón.
1898 Los Curie descubren los elementos radiactivos polonio y radio.
1902 Rutherford y Soddy demuestran que una característica esencial de la radiactividad es la transmutación espontánea de un elemento químico en otro.
1910 Queda establecido el concepto de isótopo, principalmente por Soddy.
1911 Rutherford propone la idea de que el átomo tiene un núcleo muy pequeño cargado positivamente.
1913 Bohr propone su modelo atómico.
1919 Rutherford observa la primera transmutación nuclear artificial. Aston inventa el espectrógrafo de masas para el estudio de isótopos.

Los primeros años del reinado de Rutherford fueron relativamente tranquilos, aunque se hacían progresos constantes en áreas ya abiertas. Se encontraron más ejemplos de transmutación artificial, similares al del nitrógeno. Otra línea de investigación fue la del estudio de átomos que sólo difieren en sus núcleos, pero no en sus partes externas, es decir, la investigación sobre isótopos. Los isótopos ya eran conocidos entre los elementos radiactivos, y también en una o dos instancias más. Ahora, con la ayuda de un aparato especial inventado por él, el espectrógrafo de masas, Francis Aston demostró que casi todos los elementos eran mezclas de isótopos: el oxígeno tiene tres, el cloro dos, etc. La razón por la que los isótopos habían permanecido indetectados tanto tiempo radica en que al ser virtualmente idénticas las partes externas de sus átomos, casi todos los aspectos de su comportamiento también son idénticos, o sumamente parecidos, de modo que es difícil separarlos e incluso distinguirlos. Tampoco se separan en la naturaleza, y en consecuencia cada elemento consiste normalmente en una mezcla de isótopos en proporción fija, invariable.

Para distinguir isótopos, o para separarlos, se utilizan propiedades de sus núcleos, que son diferentes. La existencia de isótopos se sospechó por vez primera al descubrirse que ciertas especies radiactivas difieren notablemente en su radiactividad, pero no en su comportamiento químico Esto se explicó por el hecho de que la radiactividad es algo que tiene lugar en el núcleo, mientras que la química está determinada casi exclusivamente por las partes externas del átomo. Entonces, evidentemente, debían existir átomos que difirieran en sus núcleos, pero no (salvo detalles mínimos) en sus partes externas. En los casos en los que no existe radiactividad que demuestre la diferencia, un par de átomos isotópicos aún difieren en su masa: uno es más pesado que el otro. Esta fue la característica que Aston invocó para su espectrógrafo de masas: que separaba los átomos pesados de los ligeros, proporcionando una separación de los isótopos en una escala muy pequeña (fig. 3).

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Fig. 3. El principio del espectrógrafo de masas. El diagrama muestra las trayectorias de dos partículas de diferente masa a través del aparato. Las partículas más pesadas se separan de las más ligeras en su llegada a la placa fotográfica.

Mientras en el Cavendish se experimentaba con el núcleo atómico, los físicos de otros lugares, especialmente de Alemania, encontraron un atractivo campo de investigación: el de las partes externas del átomo. Aquí había una buena perspectiva para que las poderosas inteligencias matemáticas elaboraran el modelo atómico de Bohr, de forma que al cabo de algunos años los complejos secretos de la “nube” de electrones en tomo al núcleo pudieran quedar desvelados. El núcleo parecía un problema teórico mucho menos tratable, y se dejó como un misterio para ser resuelto más adelante.

No todo transcurrió apaciblemente en el desarrollo del “átomo de Bohr”. A principios de los años veinte la teoría cuántica original, basada en la idea de Bohr de los saltos cuánticos, se encontró con dos clases de dificultades. Por un lado, la teoría a veces proporcionaba una solución incorrecta (aunque tentadoramente aproximada), y por otro tenía deficiencias filosóficas sobre las que el mismo Bohr dirigió repetidamente su atención. Por ejemplo, en su modelo atómico original había rechazado la electrodinámica clásica, pero había utilizado la mecánica clásica para calcular la energía de un electrón en su órbita: ¿por qué habrían de resultar válidos los conceptos clásicos en un caso y no en el otro? Werner Heisenberg, que en 1924 viajó desde Alemania para trabajar con Bohr, ha escrito que «las dificultades... se tomaban cada vez más desconcertantes, [las] contradicciones internas parecían ir en rápido aumento, hasta llevamos a una crisis...»

El mismo Heisenberg fue el primero en encontrar una salida a la crisis. En 1925, mientras pasaba unas vacaciones en Heligoland, tuvo una idea que fue prontamente desarrollada en una teoría radicalmente nueva, conocida como mecánica cuántica. De un golpe eliminó tanto las soluciones incorrectas como las dificultades filosóficas. Proporcionó a los físicos una herramienta matemática segura, que podían aplicar a los cálculos en fenómenos atómicos.

La mecánica cuántica subyace en todo el trabajo que se describe en este libro, y al final de este capítulo se incluye una breve introducción a algunas de sus características, sin que ésta sea esencial para comprender el resto de la obra. Incluso resulta bastante curioso que la mayor parte de la historia de las armas nucleares y de la energía nuclear puede narrarse sin ninguna referencia a la mecánica cuántica. Casi todos los grandes descubrimientos se hicieron sin su colaboración directa.

Sin embargo, hubo una excepción importante en los primeros días de la mecánica cuántica. El tipo de radiactividad mostrada por el radio, por ejemplo, donde el núcleo atómico desprende una partícula alfa, presentaba un enigma. La partícula alfa está aprisionada en el núcleo como si estuviera rodeada de una alta muralla, y parece disponer tan sólo de un 20%, aproximadamente, de la energía necesaria para atravesarla. ¿Cómo puede, entonces, superarla en alguna ocasión?

De acuerdo con la física clásica, la fuga es imposible. Como sucede con un vagón en una montaña rusa, la partícula alfa no puede llegar al otro lado de la frontera salvo que disponga de energía suficiente para remontarse hasta la cúspide de la barrera. Pero la mecánica cuántica proporciona una contestación diferente, como George Gamow; un físico ruso emigrado que investigaba en el Instituto Bohr en Copenhague, puso de manifiesto en 1928.

La mecánica cuántica hace referencia únicamente a aquello que realmente puede ser observado y considera sin sentido interrogarse sobre lo que sucede entre las observaciones. Se aplica, en cierta forma, mediante una serie de saltos de observación en observación, en tanto que la física clásica supone una transición continua.

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Fig. 4. Escape de una partícula alfa del núcleo. De acuerdo a los conceptos clásicos, para pasar de A (dentro del núcleo) a B (fuera del núcleo) la partícula debe pasar por la cima de la barrera, como indica la línea punteada. De acuerdo a la mecánica cuántica, carece de sentido preguntarse cómo va de A a B. Tiene una probabilidad calculable de llegar a B, incluso aunque no disponga de la energía suficiente para alcanzar la cima.

La mecánica cuántica describe sencillamente a la partícula alfa en el interior del núcleo en un instante y fuera en otro instante posterior, sin ocuparse de su paso por ninguna posición intermedia, tal como la cima de la barrera (fig. 4).

Esta idea, a primera vista extraña, se conoce a menudo como el "efecto túnel”, para dejar claro que la imagen clásica del remonte de la barrera ha sido descartada, aunque sería igualmente falso suponer que realmente la partícula alfa atraviesa la pared de la barrera.

En 1929. Gamow, animado por Bohr, hizo una visita al Cavendish. Allí su nueva idea sirvió de estímulo a dos jóvenes experimentadores, John Cockcroft, destinado a ser uno de los líderes del programa nuclear británico, y Ernest Walton.

Cockcroft había llegado al Cavendish un par de años antes con una carta personal de presentación para Rutherford. Cuando todavía iba al colegio había quedado fascinado por los primeros descubrimientos sobre radiactividad, y antes de la Primera Guerra Mundial había asistido a las clases de Rutherford en la Universidad de Manchester como un “ligero desahogo” en relación a sus estudios matemáticos. Después de la guerra, con la idea de prepararse un porvenir, siguió un curso de ingeniería eléctrica y trabajó como aprendiz en la Metropolitan-Vickers. Pero mantuvo su interés por la física nuclear, y finalmente se dirigió a Cambridge.

Cuando Cockcroft y Walton coincidieron allí con Gamow en 1929, ellos ya estaban familiarizados con la idea de investigar el núcleo mediante bombardeo con proyectiles de alta velocidad, pero hasta entonces los únicos proyectiles con suficiente energía habían sido las partículas alfa de las sustancias radiactivas que Rutherford había utilizado. ¿Podrían construirse tales proyectiles artificialmente, acelerando partículas atómicas hasta altas energías mediante potenciales eléctricos? Quizá, pero para obtener energías comparables a las de las partículas alfa se necesitarían millones de voltios y esto parecía a todas luces más allá de las posibilidades técnicas del momento. Gamow, sin embargo, en un proyecto presentado a Rutherford, puso de manifiesto que el efecto túnel proporciona una conclusión mucho más esperanzadora. Como las partículas pueden llegar al núcleo sin pasar por la cima de la barrera de energía potencial nuclear, se necesita mucha menos energía, pudiendo ser suficiente un potencial de unos pocos centenares de miles de voltios.

Rutherford autorizó entonces a Cockcroft y a Walton a construir el equipo más caro jamás montado en el Cavendish —con un coste total de 500 libras— para acelerar protones. La preparación en ingeniería eléctrica en Cockcroft resultó muy apropiada y se llegaron a obtener potenciales de hasta 700.000 voltios, muy altos para aquellos tiempos. El ingenio se muestra en la lámina 6, con Walton controlándolo desde el interior de una caja recubierta de plomo como protección ante la radiación. El trabajo dio finalmente sus frutos en abril de 1932, cuando ambos experimentadores bombardearon con protones a alta velocidad un blanco de litio, escogido precisamente porque sus núcleos presentan una barrera de energía particularmente baja. ¡Llegó el éxito! Se detectaron partículas alfa emergiendo del blanco, lo que demostraba que los protones habían penetrado ciertamente en los núcleos de litio y los habían roto. Una reacción nuclear, una transmutación, se había producido por medios enteramente artificiales. Más aún, los efectos observados eran un millón de veces más intensos que los obtenidos con partículas alfa.

Ello constituyó un doble triunfo. Para la teoría cuántica, que había apuntado el camino, y para los experimentadores, que habían construido una máquina nueva y poderosa, el acelerador de partículas o “rompeátomos”, como era llamado en los periódicos. La prensa inmediatamente presentó el “desdoblamiento del átomo” conseguido por Cockcroft y Walton como una conquista decisiva. La ciencia nuclear estaba en posición para un rápido avance.

Una nota sobre mecánica cuántica

Es difícil expresar la mecánica cuántica de forma distinta a una serie de ecuaciones matemáticas. No ofrece una imagen de sencillez comparable al "átomo de Bohr" con sus electrones en órbita alrededor del núcleo. Esto es así porque nuestras imágenes mentales —por ejemplo, la de los átomos como pequeñas bolas— se han conformado a partir de la vida ordinaria, en la que impera la física clásica. Pero cuando nos remitimos a la escala atómica necesitamos conceptos nuevos, no clásicos, y éstos se encuentran inmersos en las ecuaciones de la mecánica cuántica.

Las consecuencias de estas ecuaciones se rebelan contra muchas ideas preconcebidas. El ya mencionado efecto túnel es un ejemplo. Otro es la aseveración mecánico-cuántica de que la propia naturaleza impone límites a lo que nosotros podemos descubrir acerca del Universo. Por ejemplo, no podemos conocer simultáneamente la posición y la velocidad de un electrón o de otra partícula con absoluta precisión; cuanto más exactamente determinemos la posición, menos precisión obtendremos en la medida de su velocidad, y viceversa. No se trata de un defecto del equipo experimental; por mucho que mejoremos nuestras técnicas, la limitación subsistirá porque forma parte de la esencia de las cosas. Este resultado se conoce como el “principio de incertidumbre”.

Este principio puede parecer raro, pero ciertamente no es algo misterioso, puesto que no podemos localizar un objeto sin darle un ligero impulso. Si con este propósito utilizamos una regla y la ponemos en contacto con el objeto que se desea localizar, para asegurar el contacto presionamos la regla contra el objeto. Pero esto sitúa al objeto en un movimiento infinitesimal, de forma que su velocidad queda imprecisa. Cuanto más fuertemente ajustemos la regla contra el objeto más seguros estaremos de su posición, pero también serán más las dudas sobre su velocidad. Incluso cuando decimos “veo donde está”, no escapamos a la limitación expuesta, porque la luz ejerce una pequeñísima presión en todo aquello sobre lo que incide. Por supuesto, los efectos son demasiado pequeños para percibirlos trabajando con ollas y cazuelas, pero son importantes para átomos y electrones.

Igualmente extraña es la conclusión de que no podemos predecir el futuro con precisión. Hasta la aparición de la mecánica cuántica, los científicos a partir de Newton pensaban que si pudiéramos acumular suficiente información sobre el estado presente del Universo, y se dispusiera de un computador todopoderoso, la ciencia nos permitiría predecir el futuro. Si, por ejemplo, conociéramos dónde está un electrón, y con qué velocidad y dirección se mueve, podríamos calcular dónde habría de encontrarse en cualquier instante posterior. Pero el principio de incertidumbre nos asegura que no podemos conocer todas esas cosas a la vez. Así, nos vemos forzados a abandonar la idea de que el Universo es predecible en el sentido que lo es según la física clásica.

Sin embargo, el Universo es también predecible en otro sentido. Aunque no podemos afirmar que un electrón estará exactamente en el punto X en un determinado instante del futuro, podemos calcular la probabilidad de encontrarle allí, o en cualquier otro punto Y. Esto significa que si, por ejemplo, tal probabilidad es del 50%, al repetir nuestro experimento un gran número de veces, encontraremos al electrón en X aproximadamente en la mitad de las ocasiones, y en Y en la otra mitad. La mecánica cuántica proporciona probabilidades o soluciones estadísticas más que respuestas únicas.

Bohr interpretó lo anterior en el sentido de que el Universo es estadístico en su naturaleza íntima. La información que reunimos y las predicciones que efectuamos están sujetas a imprecisiones que nunca podrán ser eliminadas. «Ni siquiera Dios sabe más», sería una forma de expresarlo. Otros científicos, sin embargo, oponían serios reparos a este punto de vista. Einstein sostuvo una controversia con Bohr durante años, tratando de demostrar que existe otro estrato de realidad por bajo de la estadística, en la cual las imprecisiones no están presentes. La disputa fue como una partida de ajedrez entre dos grandes maestros. Durante una famosa reunión de científicos en 1927 Einstein inventó, después del desayuno, un razonamiento que presentó en la forma de un experimento imaginario para demostrar su tesis; Bohr, tras comentarlo en un aparte con sus colegas, logró refutar el razonamiento hacia media tarde.

Bohr estudiaba los argumentos de Einstein con la esperanza de encontrar sutiles falacias en ellos. Su confianza le venía de su filosofía. Había generalizado el principio de incertidumbre en un concepto de amplia aplicación, que él llamó “complementariedad”. Las incertidumbres aparecen porque no podemos observar nada sin perturbarlo de alguna forma. Si escogemos un modo de observación, la perturbación que originamos excluye otro modo “complementario”. Ya hemos visto lo que esto significa en física atómica y nuclear, por ejemplo, para la posición y la velocidad (más rigurosamente, para el momento) de una partícula, pero Bohr puntualizó que se aplica a toda nuestra experiencia. Por ejemplo, nosotros podemos estudiar cómo funciona un órgano del cuerpo en términos físicos y químicos, pero esto implica su disección y análisis; consiguientemente, no podemos, al mismo tiempo, estudiar el órgano como un todo funcionando de forma ordinaria en el cuerpo.

Bohr estaba profundamente convencido de que la complementariedad expresa la verdadera naturaleza del mundo, por lo que Einstein tenía que estar equivocado. Einstein acabó por admitir que la postura de Bohr era admisible desde un punto de vista lógico, pero «tan contraria a mis instintos científicos que yo no puedo renunciar a la búsqueda de una concepción más completa».

Sólo unos pocos físicos están aún interesados en la controversia. Para la mayor parte es suficiente con que el álgebra de la mecánica cuántica funcione. Aun así, sus implicaciones no pueden ser ignoradas cuando nos interrogamos sobre la naturaleza del Universo.

Una última cuestión. La mecánica cuántica fue desarrollada con el objeto de resolver los problemas de los componentes atómicos externos, pero es una teoría general y debería ser igualmente válida para el núcleo. La aplicación del efecto túnel a la radiactividad alfa indica que ciertamente éste es el caso. Sin embargo, conocer las leyes fundamentales no significa que hoy dispongamos de un conocimiento completo del núcleo, de la misma forma que el conocimiento de las reglas del cricket no permite predecir el resultado de un encuentro, que depende de los jugadores y del modo en que interaccionan. Análogamente, el comportamiento del núcleo depende de las propiedades de las partículas que lo integran y de las fuerzas entre ellas, así como de las leyes de la mecánica cuántica, y todavía nos movemos más bien en la oscuridad en lo referente a estas fuerzas. La ciencia nuclear se ha construido mucho más sobre la base de descubrimientos de los experimentadores que de las predicciones de los teóricos, y la estructura del núcleo aún se conoce de forma imperfecta.

Capítulo II
La edad de oro

El año 1932 fue uno de los más espectaculares en la historia de la ciencia nuclear; annus mirabilis, fue llamado por un colega de Rutherford. El descubrimiento de la transmutación artificial por Cockcroft y Walton fue sólo uno entre una serie de avances importantes. Incluso mientras ambos estaban terminando la construcción de un “rompeátomos” en el Cavendish, James Chadwick hizo otro descubrimiento de gran trascendencia en el mismo laboratorio.

Dos años antes, dos científicos alemanes. Walther Bothe y Herbert Becker, habían realizado experimentos de bombardeo mediante partículas alfa similares a los de Rutherford, pero con un blanco de berilio, y había aparecido algo nuevo, diferente de los protones observados por Rutherford y de cualquier otra cosa conocida por entonces. La gente comenzó a hablar de una "radiación de berilio”, que tenía la característica de poder penetrar a través de la materia.

Otra propiedad inusual de la “radiación de berilio” fue descubierta por el yerno de Marie Curie, Frédéric Joliot, y por su hija Irene, en el Instituto del Radio de París. A los veinticinco años, sabiendo poco de radiactividad, Frédéric pasó a ser ayudante personal de Marie, y un año más tarde, en 1926, se casó con Irène. No mucho después, un viejo amigo le dijo: «Has llegado demasiado tarde a la radiactividad. Las series de la desintegración radiactiva... son conocidas y poco o nada queda por hacer...» ¡Cuán equivocado puede uno llegar a estar!

Sin inmutarse, los Joliot se dedicaron a explotar las posibilidades que les ofrecía la existencia de una considerable partida de radio en el Instituto. En 1929 decidieron preparar, a partir de la anterior, una gran cantidad de polonio, elemento altamente radiactivo, para «impulsar descubrimientos importantes». Llegado el momento, mezclaron polonio con berilio para producir una potente fuente de “radiación de berilio”, y la usaron para comprobar el efecto de la radiación sobre átomos de hidrógeno, combinados químicamente en la forma de parafina. Encontraron que la radiación presentaba la original propiedad de expulsar a los núcleos individuales de hidrógeno (protones) de la parafina con una potencia considerable que los hacía moverse a gran velocidad.

¿En qué consistía esta misteriosa “radiación de berilio” con tan desusadas propiedades? Chadwick, estimulado por Rutherford, se dedicó a tratar de resolver el enigma. Demostró que el fenómeno descubierto por los Joliot puede compararse al movimiento de una bola de billar que incide sobre otra en reposo, y tras efectuar los cálculos pertinentes llegó a la conclusión de que la “radiación de berilio” está integrada por «partículas de masa parecida a la del protón y sin carga (eléctrica)». Llamó “neutrones” a las nuevas partículas porque eran eléctricamente neutras.

Los teóricos exhalaron un suspiro de alivio ante el nuevo descubrimiento que les proporcionaba al fin un punto de partida razonable para explicar el núcleo: se trataba de un conjunto de protones y neutrones unidos entre sí por fuerzas muy potentes. Rutherford había tenido un presentimiento en este sentido hacia 1920, hasta llegar a afirmar que partículas similares a los neutrones parecían «casi necesarias para explicar los núcleos de los elementos pesados».

Aunque no podía ser apreciado por ese tiempo, el descubrimiento del neutrón fue otro paso esencial en el camino hacia la explotación de la energía nuclear.

Más tarde, en el mismo año 1932, Harold C. Urey y dos colegas en Estados Unidos anunciaron la existencia de un isótopo del hidrógeno con átomos aproximadamente el doble de pesados que los del hidrógeno ordinario. La presencia de hidrógeno pesado en el hidrógeno ordinario, y de agua pesada en la más familiar de todas las sustancias, el agua ordinaria, constituyó una considerable sorpresa dentro del mundo científico. La proporción de hidrógeno pesado (también llamado “deuterio”) es pequeña en la naturaleza —sólo de una parte en 5.000—, lo cual explica sobradamente por qué su descubrimiento se retrasó tanto en el tiempo.

Todavía en 1932 llegó otro descubrimiento norteamericano. Cuatro años antes, un joven e ingenioso matemático de Cambridge, Paul Dirac, había predicho, sobre bases totalmente teóricas, la existencia de una partícula similar al electrón, pero con carga eléctrica opuesta: positiva en lugar de negativa. Por entonces, Carl D. Anderson justificaba esta teoría desde Estados Unidos al haber detectado partículas de Dirac entre los productos de los rayos cósmicos que llegan continuamente a la Tierra desde el espacio exterior. Su existencia fue confirmada poco después en el Cavendish, con una técnica más sofisticada, por Patrick Blackett (que se distinguió durante la Segunda Guerra Mundial por la aplicación de la ciencia a las operaciones navales y militares) y Giuseppe Occhialini. Tales partículas se conocen con el nombre de “positrones".

Tabla 2
Partículas elementales conocidas en 1932

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La combinación de un protón y un electrón con cargas iguales pero opuestas produce un átomo neutro de hidrógeno donde el núcleo, el protón, aporta casi la totalidad de la masa. Protones y neutrones son la base de la construcción del núcleo del átomo.

También fueron usadas por los físicos las dos siguientes partículas: los deuterones (núcleo del hidrógeno pesado) y las partículas alfa (núcleo del helio, emitido por algunos materiales radiactivos).

Los descubrimientos de 1932 proporcionaron dos partículas más que podían utilizarse en experimentos de bombardeo, los neutrones y los deuterones, siendo estos últimos los núcleos de hidrógeno pesado. Por otra parte, un nuevo tipo de acelerador de partículas, el ciclotrón, había sido inventado en 1930 por un estadounidense, Ernest O. Lawrence, cuyo ingenio en la obtención de maquinaria de este tipo se había de mostrar importante en la carrera hacia la bomba atómica. En 1933 el ciclotrón se utilizaba con éxito para acelerar protones y deutrones hasta altas energías, e indirectamente para liberar neutrones a través de experimentos de bombardeo.

Cockcroft dijo a propósito de este asombroso período: «Vivíamos la Edad de Oro de la física, en el sentido de que los descubrimientos se sucedían con extraordinaria rapidez», y Chadwick expresó algo parecido a esto cuando describió su investigación como «una clase de deporte. Se competía con la naturaleza».

Sorprendentemente, eran pocos los científicos de todo el mundo que participaban en la empresa: sobre un centenar entre los dos centros importantes, el Cavendish y el Instituto del Radio; quizá no más del doble entre los pequeños grupos de otros laboratorios. Las noticias sobre la investigación circulaban libremente entre ellos, que compartían un sentido de la camaradería más allá de las fronteras. La gente llegó a referirse a veces a una Internacional Científica.

Pronto, sin embargo, la ascensión de Hitler al poder en Alemania, en 1933, proyectó sombras políticas sobre el escenario. Un primer impacto fue provocado por la expulsión de Einstein de la Academia Prusiana de Ciencias por ser judío. En toda Alemania comenzó la destitución de judíos de sus puestos, y muchos de ellos abandonaron el país, incluyendo a científicos que habrían sido sumamente útiles para los nazis en la guerra que se avecinaba.

Entre tanto continuaban los avances en física nuclear. El año 1934 fue testigo de otro descubrimiento tremendamente importante, también mediante un experimento de bombardeo con partículas alfa. El primer paso se dio con una serie de experimentos que Frédéric e Irene Joliot realizaron con ayuda de sus potentes fuentes de polonio. Comprobaron que, además de los ya familiares protones y neutrones, algunos blancos producían positrones, las partículas descubiertas por Anderson dos años antes en los rayos cósmicos. Era la primera vez que aparecían positrones en las reacciones nucleares en el laboratorio. Cuando comunicaron estos inesperados descubrimientos en una conferencia científica en Bruselas en 1933, se encontraron ante un general escepticismo. Se encontraban más bien desanimados y tan sólo Bohr les animó a seguir adelante. Unas pocas semanas después lograron un decisivo avance.

«Irradio este blanco con partículas alfa de mi fuente», explicaba Joliot a un colega. «Se puede oír el repiqueteo del contador Geiger. Retiro la fuente: el ruido debería detenerse, pero resulta que continúa.» Lo que sucedía era que el blanco de aluminio continuaba emitiendo positrones. El fenómeno se prolongaba durante unos pocos minutos, disminuyendo el efecto poco a poco hasta desaparecer completamente.

Esto indicaba que el aluminio se había convertido en radiactivo. Fue el primer ejemplo de radiactividad artificial, “alquimia controlada”, como la llamó un colaborador. Una especie radiactiva de vida corta (en realidad, un isótopo del fósforo) se había producido a causa de la acción de las partículas alfa sobre el aluminio. Otros dos elementos, el boro y el magnesio, proporcionaban resultados similares. El fenómeno de la radiactividad, que ya antes había quedado virtualmente limitado a unos pocos elementos un tanto exóticos, se había extendido a algunos de los elementos más ordinarios y familiares de entre los conocidos por los químicos.

Marie Curie quedó emocionada. Joliot escribiría más tarde: «Nunca olvidaré la expresión de intenso júbilo que la invadió... Esta fue, sin duda, la última gran satisfacción de su vida.» Algunos meses después ella moría de leucemia.

A uno de sus ayudantes, un joven alemán llamado Wolfgang Gentner, Joliot le dijo: «Con el neutrón llegamos demasiado tarde. Con el positrón llegamos demasiado tarde. ¡Ahora llegamos a tiempo!» Un año después, los Joliot recibieron el premio Nobel por su descubrimiento.

Blackett se refirió al hecho de que nadie hiciera antes, deliberada o accidentalmente, lo que hicieran los Joliot como a una «extraordinaria casualidad en la historia de la ciencia». La aportación de éstos, después de todo, surgía de observar el blanco tras retirar la fuente de partículas alfa. Pero una vez roto el hielo, diversos y abundantes ejemplos de radiactividad artificial fueron descubiertos. Cockcroft y sus colegas utilizaron su acelerador de protones para producirlos, y los norteamericanos hicieron lo propio con su ciclotrón; este último fue durante algunos años el más poderoso instrumento disponible para tal fin.

Entre los científicos que se sintieron estimulados por los resultados de los Joliot figuraba un italiano. Enrico Fermi, el hombre que, ocho años más tarde, habría de lograr lá construcción del primer reactor nuclear artificial en el mundo. Le asaltaba la idea de que los neutrones podrían ser más aptos que las partículas alfa para los experimentos de bombardeo. Al no tener carga eléctrica no son ni atraídos ni repelidos por los núcleos. Las partículas alfa, por el contrario, son repelidas por los núcleos, al tener ambos cargas eléctricas positivas. Por tanto, las partículas alfa requieren altas energías para ser efectivas, en la medida que han de vencer la repulsión eléctrica para penetrar en el núcleo. En realidad, sólo pueden ser utilizadas con éxito cuando la carga nuclear, y por tanto la repulsión, es pequeña, lo cual limita su efectividad sólo a unos pocos elementos.

Fermi acababa de completar una investigación ardua y estaba contento de poder volver por un tiempo desde las matemáticas abstractas al trabajo de laboratorio. Ni él ni ningún otro en Roma tenía experiencia en las técnicas requeridas, pero, trabajando audazmente, construyó sus propios contadores Geiger (no se podían comprar en aquel tiempo) y preparó fuentes de neutrones a partir de un gramo.de radio en un sótano de la Oficina de la Salud Pública. Bombardeó un elemento tras otro, comenzando por el más ligero, el hidrógeno, y siguiendo con los demás. Nada sucedía en los seis primeros experimentos y Fermi estuvo a punto de abandonar, pero el flúor, en el séptimo experimento, produjo un fuerte efecto, como también lo hicieron muchos otros elementos después de él.

Fermi pidió ayuda a varios colegas. Envió a Emilio Segrè con una relación para comprar tantos elementos como pudiera encontrar en Roma. Segrè fue la primera persona en preguntar al abastecedor de productos químicos de la ciudad sobre el posible suministro de tan raros metales como el rubidio y el cesio.

En total, Fermi pudo experimentar con más de sesenta de los noventa elementos conocidos, y más de cuarenta de ellos dieron prueba de ser radiactivos bajo la influencia de neutrones. El primer artículo de los italianos sobre el tema se envió a publicar en mayo de 1934, tan sólo cuatro meses después del pionero trabajo de los Joliot. Habría sido un período de tiempo notablemente corto incluso para un grupo con experiencia y buen equipamiento, mucho más meritorio para quien partió de cero. Este episodio sirve para poner de manifiesto la simplicidad de las técnicas anteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Más avanzado el año, el grupo de Roma protagonizó otro importante descubrimiento. Se les había unido Bruno Pontecorvo, un joven exaltado, recién graduado, que años más tarde desertaría pasando desde Harwell a la URSS. Pontecorvo y Edoardo Amaldi, otro del equipo, se encontraban activando una muestra de plata introduciendo una fuente de neutrones en su interior cuando obtuvieron algunos extraños resultados. Por ejemplo, se producía más radiactividad si la activación se realizaba sobre una superficie de madera que sobre una metálica. Tras varios experimentos de este tipo. Fermi sugirió llevar a cabo la activación dentro de un hueco de un gran bloque de parafina. La actividad aumentó de forma extraordinaria, unas cien veces, como si de magia negra se tratara.

Fermi quedó tan sorprendido como los demás, pero durante la comida se le ocurrió una posible explicación. Pensó, en primer lugar, que los neutrones colisionaban repetidamente con los átomos de hidrógeno de la parafina, y que esto los frenaba; en segundo término, los neutrones lentos originaban mucha más actividad que los rápidos. Los átomos de hidrógeno, razonó, deberían ser los más efectivos para desacelerar neutrones, puesto que tienen casi la misma masa que el neutrón. (Esta conclusión no es autoevidente, pero puede demostrarse mediante sencillos cálculos en colisiones del tipo de las que se dan entre bolas de billar.)

Una comprobación parecía inmediata: repetir el experimento en agua, que contiene aproximadamente tantos átomos de hidrógeno por litro como la parafina. Aquella misma tarde la fuente de neutrones y la muestra de plata se introdujeron en una pecera que había en un jardín detrás del laboratorio, y se produjo la misma intensa actividad que antes. Una serie ulterior de experimentos confirmaron que el efecto no se limitaba a la plata; y en la mayor parte de las ocasiones la actividad producida por los neutrones era considerablemente aumentada si se utilizaban materiales tipo hidrógeno. Materiales tales como el agua y la parafina, que desaceleran a los neutrones, se llaman “moderadores” (“moderan” las velocidades del neutrón) y son de gran importancia en los reactores nucleares. Todo esto, no obstante, sólo eran perspectivas en 1934. El significado inmediato de los descubrimientos de Roma consistía principalmente en el hecho de que se podían obtener elementos radiactivos de forma muy simple en cantidades que los hacían aptos para la investigación o para las aplicaciones. No era necesario disponer de un ciclotrón. Los químicos y los biólogos, como los físicos, comenzaron a considerar la utilidad de estos materiales.

Durante el año siguiente decreció en Roma el ritmo de los descubrimientos y Segrí preguntó a Fermi, por qué. En cierta medida, en su campo de investigación, habían agotado el tema. Fermi, no obstante, hizo reparar a Segrè en lo que estaba sucediendo en el mundo, en la malhadada aventura de Mussolini en Abisinia (Etiopía) y en las actividades nazis en Alemania. El hecho era que todos estaban preocupados y ya no dedicaban sus mentes exclusivamente a la ciencia. Tres años después, tras serle concedido el premio Nobel en 1938, las presiones llevaron a Fermi a abandonar Italia y dirigirse a Estados Unidos, por ser su esposa judía.

Otros grupos, no obstante, siguieron con entusiasmo los trabajos y los descubrimientos italianos, entre ellos el formado en tomo a Bohr en Copenhague. En esa época Bohr era ya una leyenda en su propio país. Como principal hombre de ciencia danés, vivía en la Residencia de Honor, en terrenos propiedad de la famosa fábrica de cerveza Carlsberg; puede decirse que hasta los conductores de tranvía sabían quién era Bohr. Sus colegas se levantaban respetuosamente cuando él entraba en el comedor, en tanto que él se detenía tímidamente en la entrada. Pero nada de esto afectaba a su trato personal ni a su total dedicación, casi reverencial, en busca de la comprensión de la naturaleza.

Cuando La Ricerca Scientifica, que contenía los artículos de Fermi y sus colaboradores, llegaba al Instituto Bohr, todos se agrupaban con cierta excitación en tomo a Otto Frisch, un joven judío austríaco, que era el único que comprendía el italiano. Frisch, un refugiado del nazismo, estaba recién llegado al Instituto, invitado por Bohr, después de estar un año en Londres junto a Blackett, que le había instruido en técnicas nucleares. Estaba destinado a desempeñar un papel importante en el descubrimiento de la fisión y en el desarrollo del proyecto de bomba atómica.

La reacción inmediata en Copenhague ante los trabajos italianos fue: «Necesitamos una potente fuente de neutrones propia.» Se organizó una suscripción pública para obtener cien mil coronas (por entonces, unas 5.000 libras) con el objetivo de adquirir un gramo de radio para el quincuagésimo cumpleaños de Bohr, que se celebraba el siete de octubre de 1935. El radio fue mezclado convenientemente con berilio para formar la fuente de neutrones. Frisch fue el encargado de la tarea y pronto él mismo se encontró utilizando la fuente para estudiar el paso de neutrones a través de distintos tipos de materia.

Bohr siguió los experimentos con el mayor interés. Gradualmente iba emergiendo un modelo, pero durante varios meses escapó a toda explicación. Hacia finales de 1935 hubo un coloquio en el Instituto y Bohr, con su mente activa, pero confundida, se vio en la necesidad de interrumpir una conferencia para preguntar algo al protagonista. De repente se detuvo en la mitad de la frase y se sentó como si se encontrara indispuesto. Un momento después se puso en pie sonriente y dijo: «Ahora lo entiendo.»

Éste fue el comienzo de una nueva imagen del núcleo, que Bohr y sus colegas elaboraron durante los pocos años siguientes.

Puso de manifiesto que el núcleo es una agrupación de pequeñas esferas —los protones y los neutrones— que tienden a mantenerse unidas si están próximas, aunque no con la suficiente fuerza como para impedirles moverse alrededor.

Tabla 3
Fechas importantes en la “edad de oro” de la ciencia nuclear

1930Lawrence inventa el ciclotrón.
1932 Cockcroft y Walton consiguen una transmutación nuclear con la ayuda de un acelerador de partículas (“rompeátomos”). Chadwick descubre el neutrón Anderson descubre el positrón. Urey descubre el hidrógeno pesado (deuterio).
1934 Joliot y Curie descubren la radiactividad artificial.
1935 Fermi introduce la idea de "moderador” como desacelerador de neutrones.
1936 Bohr propone su configuración del núcleo.

Pero esto es exactamente lo que sucede en una gota de líquido, que no es más que un conjunto numeroso de objetos pequeños (átomos o moléculas) débilmente ligados y en continuo movimiento como Gamow ya indicara en 1928. Por tanto, cabría esperar que el núcleo tuviera algunas de las propiedades de las gotas líquidas.

Bohr precisó que después de que el núcleo capturara un neutrón, debía producirse una breve pausa antes del siguiente paso de la reacción.

La analogía con la gota líquida puede ser extrapolada hasta límites sorprendentes. Podemos hablar de partículas externas que se “condensan" en ella, o de sus propias partículas “evaporándose” de ella. Se puede hablar de aumento de su “temperatura” por crecimiento de su contenido energético, lo cual proporciona a sus partículas una mayor tendencia a “evaporarse” de ella. También se puede hablar de una “tensión superficial” nuclear, que puede ser entendida como responsable de la ligadura nuclear.

Algunos años más tarde el “modelo de la gota líquida” iba a proporcionar una imagen coherente del proceso de la fisión nuclear.

Capítulo III
La fisión

Los radioquímicos, en particular los de Berlín y París, tomaron buena nota de los resultados provenientes de Roma sobre el bombardeo de uranio con neutrones. Este caso resultaba más complicado que con cualquier otro elemento. Cuatro, si no cinco, productos radiactivos habían sido reconocidos, y basándose en su comportamiento químico los italianos pensaron que al menos dos de ellos eran elementos más allá del uranio desconocidos hasta entonces, los elementos llamados precisamente transuránicos. En esto se equivocaron. Aunque lo ignoraban, estaban observando el proceso de la fisión nuclear; las nuevas especies eran los productos de la fisión, que son isótopos de elementos completamente diferentes de los transuránicos.

Las noticias de los nuevos y peculiares productos radiactivos llegaron hasta dos de los más experimentados radioquímicos del mundo, Otto Hahn y Lise Meitner —ésta última, tía de Frisch—, a su vuelta al Instituto Kaiser Wilhelm en Berlín tras haber asistido a una conferencia internacional. Meitner estaba trabajando con Hahn desde que llegó a Berlín procedente de Viena en 1907 para una estancia de dos años.

Uno de sus ayudantes se preguntaba cómo podrían tomarse un respiro antes de comprobar los experimentos de los italianos, y un viejo colega de Hahn, Aristide von Grosse, aumentó la tensión escribiéndoles desde América y expresando sus dudas sobre la interpretación de Fermi de sus resultados sobre elementos transuránicos. «Nos sentimos obligados a descubrir quién de los dos estaba en lo cierto, Fermi o Grosse», dijo Hahn. Todos dejaron de lado cualquier otra investigación para aceptar el reto, y otro radioquímico, Fritz Strassmann. se les unió en la tarea.

Pronto descubrieron otras complicaciones. En 1937 disponían de una relación de nueve especies diferentes formadas a partir del uranio. Una de ellas fue identificada (correctamente) como un isótopo del uranio. Esto era bastante normal, pero el comportamiento de las otras ocho parecía apoyar la hipótesis de los transuránicos de Fermi, aunque ello llevaba a serias dificultades en física nuclear.

Mientras tanto, en París, Irène Joliot-Curie también estaba investigando en el problema, en compañía de un físico yugoslavo, Pavle Savitch. Descubrieron aún otra especie y la estudiaron cuidadosamente con el objetivo de identificarla sin ningún género de dudas. Curiosamente, se comportaba como el lantano, uno de los elementos de las “tierras raras”, cuyos átomos son del orden de la mitad del tamaño de los del uranio. Hoy sabemos que se trataba del lantano, y que Joliot-Curie y Savitch estuvieron a punto de descubrir la fisión. Pero un desgraciado experimento les alejó de la pista, y confundieron la nueva especie con otro elemento muy similar, el actinio. Esto parecía más plausible, porque el salto del uranio al actinio es mucho menor que al lantano (una pérdida de 3 contra otra de 35 cargas positivas).

Si el marido de Irène, Frédéric Joliot, con su intuición física, se hubiera concentrado en el problema, probablemente los tres juntos habrían llegado a la solución correcta. El, sin embargo, estaba ocupado en muchas otras direcciones, estableciendo nuevas bases en el College de Francia, construyendo aceleradores nucleares y batallando contra el gobierno por cuestiones económicas. Además de todo esto, Frédéric iba aumentando constantemente su actividad política en las organizaciones de izquierdas, en parte por contrarrestar el fascismo y el hitlerismo.

Por supuesto, aún permanecía al corriente de los últimos avances en la ciencia nuclear, y poco después del trabajo anteriormente descrito se encontraba en Roma, en el curso de una conferencia científica, hablando con Hahn. Este le dijo que, a pesar de su gran respeto por Irène, iba a repetir sus experimentos, y esperaba poder demostrar que ella había cometido algún error. No obstante, cuando Hahn y sus colegas lo hicieron, pensaron que se confirmaba la conclusión francesa y la extendieron a dos isótopos más del “actinio” y tres isótopos del “radio”, que eran los precursores de los tres isótopos del “actinio”. El “radio” se comportaba químicamente como el bario, y hoy sabemos que era bario, pero es fácil confundir los dos elementos, y Hahn estaba esperando radio.

Por esta época el equipo de Berlín quedó disuelto como consecuencia de la anexión de Austria por Alemania. Meitner dejó de estar protegida por su nacionalidad austríaca; automáticamente se convirtió en ciudadana alemana y, por tanto, sujeta a las racistas leyes nazis. Le fue denegada la autorización para abandonar el país, pero con la ayuda de amigos holandeses pasó ilegalmente a Holanda, sin visado, en tanto que Hahn esperaba tensamente las noticias sobre su huida. Ella se sentía feliz; muchos otros habían sido arrestados cuando trataban de escapar. Desde Holanda se dirigió a Estocolmo, de donde había recibido una oferta de residencia, pero no se sentía satisfecha en el exilio, pues no disponía de los aparatos que deseaba ni tenía colegas con los que discutir sobre física nuclear. Hahn, a pesar de la tristeza que le causó tener que prescindir de Meitner, continuó con la investigación que ambos tenían en marcha.

En una conferencia explicativa de sus investigaciones sobre el uranio en Copenhague, poco después, Hahn recibió directamente las críticas de Bohr. Como físico nuclear, Bohr no podía concebir que uranio más neutrones lentos produjeran radio. Hahn replicó que como químico no podía ver que su producto fuese otra cosa que radio. Bohr sugirió entonces que quizás estaban tratando con un peculiar nuevo elemento transuránico. Ninguno llegó a la explicación correcta de que el producto final no sólo se comportaba como el bario, sino que era bario. “Esto ilustra fielmente lo extraordinariamente disparatado que parecía entonces considerar al bario como el producto de la reacción”, comentaría Hahn más tarde.

No obstante, Hahn y Strassmann procedieron a la comprobación final: trataron de separar su “radio” del bario. Las técnicas oportunas eran bien conocidas por ellos, pero engorrosas de realizar, lo cual presumiblemente era la razón por la que no habían montado los experimentos con anterioridad. A su pesar, no se logró la separación. Como prueba ulterior añadieron un isótopo del radio, anteriormente utilizado en relojes luminosos, conocido como mesotorio I, e intentaron otra vez la separación. El genuino isótopo del radio se comportó normalmente, pero la especie que trataban de identificar permanecía obstinadamente confundida con el bario. Esto ocurría el sábado 17 de diciembre de 1938, y Hahn escribió en su libro de anotaciones: «Apasionante mezcla de radio-bario-mesotorio.»

El lunes 19 de diciembre comenzaron un experimento definitivo. Si el elemento desconocido era realmente bario, y no radio, su acompañante debía ser lantano, y no actinio, y esto podía ser comprobado mediante una separación paralela a la anteriormente realizada.

Mientras este experimento estaba en curso, Hahn escribió una larga carta a Meitner, que ésta cita en su libro Mi vida[1].

En ella dice:

«Son exactamente las once de la noche. A las doce menos cuarto Strassmann habrá vuelto, de modo que yo podré irme a casa. El hecho es que sucede algo tan extraño con los “isótopos del radio” que lo único que podemos decirte sobre el tema es... que nuestro isótopo del “radio" se comporta como el bario... Quizás tú puedas sugerir alguna clase de fantástica explicación.

»Todos sabemos que (el núcleo de uranio) no puede realmente estallar en partes que formen bario. Pero ahora estamos probando si los isótopos del “actinio” formados por nuestro “radio” se comportan en efecto como actinio o como lantano. ¡Experimentos delicados! Pero hemos de llegar a la verdad...

»Tengo que volver a los contadores.»

El martes se celebraba una fiesta en el Instituto Kaiser Wilhelm con motivo de la Navidad, a pesar de lo cual a última hora del miércoles el experimento definitivo había concluido. El actinio era realmente lantano.

El jueves 22 de diciembre, Hahn y Strassmann escribieron un breve articulo para la revista científica Naturwissenschaften, dando cuenta de su «horrorosa conclusión», corno Hahn la describió en su carta a Meitner, una conclusión que «venía a contradecir toda la experiencia anterior» en física nuclear. El editor, Paul Rosbaud, quedó tan impresionado que hizo hueco para el artículo en el siguiente número de la revista, a pesar de que todo el material había entrado ya en prensa. La revista apareció el 6 de enero de 1939.

Entre tanto, Meitner había recibido la carta de Hahn. Ella estaba en Kungälv, cerca de Goteburgo, pasando las Navidades en compañía de unos amigos suecos. La primera reacción ante las noticias de Hahn fue de cautela, aunque su mente quedaba abierta a nuevas concepciones. «Nos hemos llevado tantas sorpresas en física nuclear que no se puede rechazar esto diciendo simplemente que no es posible.»

Su sobrino, Frisch, fue desde Copenhague para pasar con ella las vacaciones navideñas. La encontró pensando sobre la carta tras haber pasado su primera noche en Kungälv. Quería discutir un nuevo experimento que estaba proyectando con un gran imán, pero su tía insistía en releer la carta. Frisch diría más tarde: «Su contenido era tan sorprendente que al principio me sentí inclinado al escepticismo... La sugerencia de que ellos tenían que haber cometido algún error fue descartada por Lise Meitner; Hahn era demasiado buen químico para hacerlo, me aseguró ella.»

Meitner y Frisch discutieron el problema durante un paseo por el bosque nevado. El núcleo del átomo de bario no es mucho mayor que la mitad de uno de uranio, ¿cómo demonios se podía formar uno a partir del otro? En todos los procesos nucleares conocidos hasta entonces, sólo se lograba separar pequeños fragmentos de los núcleos. Reducir el uranio a bario suponía muchos pequeños fragmentos y no había suficiente energía disponible para ello. Tampoco se podría haber partido en dos el núcleo de uranio; los núcleos no son frágiles como el cristal. Como se había sugerido algunos años antes, los núcleos se comportan más bien como gotas de líquido, y esto fue lo que proporcionó la pista.

«¿Quizá una gota podría dividirse en dos gotas más pequeñas de una manera más gradual si primero se estira y a continuación se estrecha para acabar escindiéndose, más que rompiéndose, en dos? Nosotros sabíamos que existían fuerzas potentes que resistían un proceso de este tipo, de la misma forma que la tensión superficial de una gota de líquido ordinario resiste a la división en dos gotas más pequeñas. Pero los núcleos diferían de las gotas ordinarias en un aspecto importante: estaban cargados eléctricamente, y se sabía que esto disminuía el efecto de la tensión superficial.

«Llegados a este punto, nos sentamos sobre un tronco... y comenzamos a hacer cálculos sobre restos de papel. Encontramos que la carga del núcleo del uranio era en verdad lo suficientemente grande como para destruir el efecto de la tensión superficial casi por completo; de modo que el núcleo de uranio podría ciertamente ser como una gota muy inestable, predispuesta a dividirse en dos ante la más ligera provocación (tal como el impacto de un neutrón).»

Continuando con esta línea de pensamiento, observaron una posible dificultad. Las dos gotas más pequeñas en las que resultaría dividido el núcleo de uranio habrían de repartirse la carga eléctrica del núcleo original, y —puesto que cargas de la misma naturaleza se “repelen— las dos partes deberían alejarse mutuamente con gran energía. La energía se calculaba fácilmente, y resultaba ser mucho mayor que cualquier otra hasta entonces medida en un laboratorio de física nuclear. (Era del orden de 200 millones de electronvoltios.) ¿De dónde podía provenir? La contestación estaba en que la masa se había convertido en energía de acuerdo con la relación de Einstein E = mc2. Los dos núcleos pequeños pesan juntos un poco menos que el núcleo de uranio del que se formaron. Meitner calculó la diferencia y resultó ser del orden de la quinta parte de la masa del protón, y cuando ésta se llevó a la relación de Einstein, la energía correspondiente proporcionaba justamente el valor correcto. De forma que ¡todo encajaba! El núcleo de uranio había estallado en pedazos (fig. 5).

Después de Navidad. Meitner volvió a Estocolmo, mientras que Frisch retornó a Copenhague «en un estado de considerable excitación» para dar cuenta a Bohr de sus especulaciones. Bohr no sabía nada hasta entonces, pues el número de Naturwissenschaften con el artículo de Hahn y Strassmann aún no había aparecido.

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Fig. 5. Representación gráfica de la fisión nuclear. El núcleo absorbe un neutrón, lo que le hace ser inestable; aparece un estrechamiento y se divide en dos, al tiempo que libera dos o tres neutrones secundarios.

«Cuando llegué hasta Bohr, él sólo disponía de unos minutos [antes de dirigirse a Estados Unidos], pero apenas había comenzado a hablarle, cuando se golpeó la frente con la mano y exclamó; “¡Oh, qué idiotas hemos sido todos! ¡Pero si es maravilloso! ¡Es exactamente lo que tenía que ser! ¿Han escrito Lise Meitner y usted un artículo sobre ello?” Le dije que todavía no, pero que lo haríamos inmediatamente, y Bohr prometió no comentar nada sobre el tema en tanto el artículo no estuviera publicado. Entonces se dirigió a tomar el barco.»

El artículo se redactó a fuerza de conferencias telefónicas y fue enviado a Londres a la revista Nature, el 16 de enero de 1939, con el título de “Un nuevo tipo de reacción nuclear". Por la analogía con la división celular en biología, Meitner y Frisch denominaron al nuevo proceso “fisión” nuclear. Acompañaba al artículo una nota que contenía los resultados de un experimento confirmativo, sugerido por un colega de Copenhague, George Plaçzek, otro refugiado judío, en el que Frisch demostraba que los dos fragmentos producidos en la fisión eran de muy alta energía. Frisch se refirió a él como a un experimento “muy sencillo"; tan sólo le llevó dos días montar el dispositivo apropiado.

Los dos artículos aparecieron el 11 y el 18 de febrero, respectivamente. Fue providencial para Meitner y Frisch tan rápida actuación, puesto que otros que leyeron el trabajo de Hahn y Strassmann en Naturwissenschaften pronto empezaron a esbozar conclusiones similares.

Bohr llegó a Nueva York con su colega León Rosenfeld el mismo día que Meitner y Frisch enviaban sus cartas a Nature. En el barco discutieron la fisión nuclear desde todos los ángulos posibles, pero, desgraciadamente, Bohr olvidó advertir a Rosenfeld que debía mantener el secreto hasta que apareciera la publicación. Bohr se quedó en Nueva York para ver a Fermi en la Universidad Columbia, mientras Rosenfeld se dirigió a Princeton, y allí levantó la liebre. (Presumiblemente el número de Naturwissenschaften no había llegado aún a Estados Unidos.) Con gran disgusto por parte de Rosenfeld, esto desencadenó una carrera entre los físicos estadounidenses, en su mayoría tendentes a comprobar la alta energía de los fragmentos de la fisión, ignorando que Frisch ya lo había hecho. El Departamento de Física de Princeton se dijo que estaba «como un hormiguero revuelto».

Todo salió a la luz en una reunión sobre física teórica en Washington a finales de enero. Bohr se vio obligado a contar lo que sabía, comenzando por los descubrimientos de Hahn y Strassmann; esto fue el 26 de enero. Se cuenta que algunos de los presentes se dirigieron apresuradamente a sus laboratorios con los trajes de etiqueta, incluso antes de que Bohr acabara de hablar, para no perder la ocasión de descubrir una primicia. También se cuenta la anécdota de un físico observando su experimento en busca de evidencia en tomo a los fragmentos de fisión y simultáneamente describiéndolo a través del teléfono a un periodista: «Aquí aparece otro.» Rara vez, o ninguna, ha visto el mundo científico escaramuzas semejantes por la paternidad de nuevos descubrimientos. Bohr y Rosenfeld tuvieron algunos problemas para establecer la verdadera prioridad frente a las informaciones periodísticas erróneas.

El efecto del trabajo de Hahn y Strassmann por una parte, y del de Meitner y Frisch, por otra, fue análogo al de iluminar un cuarto oscuro. Aquellos que hasta entonces habían ido a tientas podían ahora ver con claridad, mientras otros se apresuraban a unirse a ellos. Nuevos resultados comenzaron a llover desde Copenhague, Cambridge, París, Berlín, Nueva York. Berkeley (cerca de San Francisco); prácticamente, desde todos los centros de física nuclear del mundo.

Algunos miraban hacia atrás con pesar por la ocasión perdida. En Cambridge se habían detectado, efectivamente, grandes impulsos eléctricos causados por los fragmentos de la fisión, pero habían sido despreciados por atribuirse a fallos del sistema eléctrico. Irene Joliot-Curie, que tan cerca estuvo de anticiparse al descubrimiento de Hahn y Strassmann, dijo, como el mismo Bohr: «¡Qué tontos hemos sido!»

En lugar de lamentarse por la oportunidad perdida, su marido, Frédéric Joliot, se convenció de que el equipo de París había de desempeñar un papel importante en el siguiente acto de la representación. Cuando el número de Naturwissenschaften con el artículo de Hahn y Strassmann llegó a sus manos el 16 de enero, pasó unos días de intensa meditación. Al igual que Meitner y Frisch, pero independientemente de ellos, llegó a la conclusión de que la fisión tenía que ser la explicación de los resultados de Hahn y Strassmann, y también él cayó en la cuenta de que los fragmentos de la fisión habían de poseer una energía muy alta. Un experimento diseñado para demostrar esto último fue realizado en París el 26 de enero. El resultado fue tan convincente, en cuanto a la realidad de la fisión, para Joliot y sus colegas, que lo abandonaron todo para poder dedicarse exclusivamente a explorar las consecuencias del fenómeno.

Capítulo IV
Experimentos críticos

Recién descubierta la fisión, cierto número de científicos pensaron que en el proceso se debían liberar neutrones. Esta idea condujo a otra: aquí quizás estaba el germen de un método para liberar a gran escala la enorme energía del núcleo atómico. Se habló ya de una “superbomba”.

La cuestión radicaba en que si los neutrones, por un lado, inician la fisión y, por otra parte, se producen en ella, puede pensarse en la viabilidad de una cadena de fisiones. Los neutrones secundarios formados en la fisión pueden iniciar nuevas fisiones; en éstas se liberan más neutrones, los cuales, a su vez, originan ulteriores fisiones, y así sucesivamente (fig. 6). Los “mensajes en cascada” utilizados a veces por grandes organizaciones en momentos de emergencia pueden ilustrar la situación. Un hombre, por ejemplo, telefonea a otros cinco para avisarlos, cada uno de los cuales avisa a otros cinco y así de forma continuada; el número de avisados crece de forma constante y rápidamente se hace muy grande.

La idea de una reacción en cadena ya era familiar para los científicos en 1939 como explicación de explosiones químicas. Si fuera posible una explosión nuclear análoga, ellos eran conscientes de que sería un millón o más de veces más poderosa.

Esto suponía una terrible perspectiva, especialmente en un mundo que se dirigía rápidamente hacia una guerra. Como lo ha descrito el científico nuclear francés Bertrand Goldschmidt en L'Aventure Atomique, todo el ambiente en la investigación nuclear cambió de la noche a la mañana:

«De la noche a la mañana la física atómica dejó de ser un dominio de investigación fundamental exclusivamente reservado para investigadores aislados. Una nueva élite, la de los científicos y políticos, iba a aparecer en escena y a desempeñar un papel crucial en la historia de las grandes naciones.»

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Fig. 6. Representación de una reacción de fisión en cadena. La reacción es iniciada por el neutrón de la izquierda, y los cuatro primeros pasos de la cadena están indicados por números. En cada fisión se han dibujado dos neutrones, producidos en la misma, quienes a su vez originan fisiones posteriores. En realidad, muchos de los neutrones se pierden en procesos que no son de fisión y hay muchas menos ramificaciones de las posibles.

Hasta 1938, la física había sido divertida. Ahora los científicos, en sus “torres de marfil”, se encontraron de repente custodios de un conocimiento que podría cambiar el curso de la historia.

Ellos, por supuesto, ya hacía tiempo que eran conscientes de la enorme cantidad de energía del núcleo atómico, pero no habían encontrado la forma de utilizarla. Rutherford, a pesar de sus dotes vaticinadoras habituales, había manifestado públicamente que «cualquiera que vea una fuente de energía en la transformación entre átomos es un iluso». Esto fue en la reunión de 1933 de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. Según afirma Heisenberg en su libro Lo parte y el todo[2], ni él ni Bohr le contradijeron cuando expresó la misma opinión privadamente en presencia de ambos. En verdad, todos pensaban que considerar experimentos tales como los realizados por Cockcroft y Walton, en los que se invierten enormes cantidades de energía para la transmutación de una cantidad ínfima de materia, como apropiados para la obtención neta de energía podía ciertamente ser tachado de “ilusorio”. No lograron prever la posibilidad de una reacción en cadena a base de neutrones.

Sin embargo, hubo un hombre que lo hizo, incluso en fecha temprana: un judío húngaro refugiado del nazismo. Leo Szilárd: Afirmó que la idea se le ocurrió contemplando cómo cambiaban los semáforos de rojo al verde, mientras paseaba por Southampton Row en Londres y pensaba sobre la “ilusión” a la que se había referido Rutherford. Procedió a analizar las consecuencias en términos de energía nuclear y bombas con considerable detalle, anticipando gran parte de lo que otros habían de reinventar varios años después. Todo está registrado en una patente británica fechada el 12 de marzo de 1934, cuya lectura causa profunda sorpresa si se considera la época en que fue escrita, pero que no tuvo influencia inmediata, porque Szilárd, temeroso de las posibles consecuencias, lo mantuvo en secreto remitiéndolo al Almirantazgo. De sus notas manuscritas de la época parece bastante probable que él se hubiera podido adelantar al descubrimiento de la fisión por Hahn y Strassmann, si hubiera dispuesto de los medios para llevar a cabo sus proyectos experimentales; ciertamente él había advertido que el uranio era un caso útil de investigación.

Para algunos, los temores que surgieron a principios de 1939 se aliviaron temporalmente con la creencia de que, aunque se consiguiera una reacción nuclear en cadena, no daría lugar a una explosión. El argumento que lo justificaba provenía nada menos que de una persona como Bohr. Surgió tras una discusión en la Universidad de Princeton, poco tiempo después del descubrimiento de la fisión, al observar Bohr razones convincentes según las cuales era el raro isótopo U-235 del uranio, en lugar del isótopo predominante U-238, el mismo cuya fisión habían observado Hahn y Strassmann. Plaçzek y un norteamericano, John A. Wheeler, que tomaban parte en la discusión, cruzaron una apuesta al respecto: 1.846 centavos contra 1 (1.846 era el valor entonces aceptado para la relación entre la masa del protón y la del electrón). La prueba, que tardó un año en llegar, lo hizo en marzo de 1940, cuando se dispuso de muestras diminutas de U-235 y U-238 parcialmente separadas para la comprobación. La especulación de Bohr quedó confirmada y Plaçzek envió a Wheeler un cheque de 0,01 dólar.

La implicación lleva a considerar al U-238 como un obstáculo a la hora de conseguir una reacción en cadena, porque absorbe muchos neutrones sin producirse la fisión. Este efecto puede ser contrarrestado mediante la desaceleración de los neutrones, lo que favorece la fisión del U-235. Pero con neutrones moderados el proceso entero es demasiado lento para una explosión, como Bohr puso de manifiesto; tardan demasiado en desplazarse desde un átomo de uranio al siguiente. No habrá más que un débil “chisporroteo”, suficiente para dispersar el uranio y así detener la reacción.

Ciertamente, Bohr tenía mucha razón al pensar que el uranio ordinario, tal como se da en la naturaleza, nunca puede originar una bomba. Supóngase, sin embargo, que el U-238 pudiera ser eliminado dejando U-235 puro. ¿Qué ocurriría entonces? Seis años más tarde los estadounidenses iban a producir una bomba haciendo exactamente eso. Bohr no ignoraba tal posibilidad, pero en 1939 le parecía insólita. Ningún elemento, excepto el hidrógeno, que es un caso particularmente sencillo, había sido nunca separado en sus isótopos en grandes cantidades; las dificultades y el costo económico lo hacían prohibitivo.

Con independencia de que Bohr estuviera en lo cierto o no, lo urgente en 1939 era la búsqueda de hechos experimentales contundentes que probaran la posibilidad de una reacción nuclear en cadena. El primero en conseguirlo parece que fue Joliot en París. Él se había referido de pasada a tal reacción en cadena, aunque sin precisar, en su discurso de recepción del premio Nobel en 1935. Ahora, una vez que se había convencido mediante sus propios experimentos de que la fisión nuclear era una realidad, comenzó la nueva línea de investigación con dos posgraduados, ambos de origen extranjero y con ascendencia judía, que se habían nacionalizado en Francia.

Uno de los posgraduados, Lew Kowarski, afirmó que «ser el primero en conseguir la reacción en cadena es como lograr la piedra filosofal. Es mucho más que un premio Nobel», mientras el otro, Hans von Halban, hijo, describió al equipo como «absolutamente unido en el logro de una reacción nuclear en cadena que pudiera utilizarse para obtener energía nuclear».

Joliot había conseguido crear un nuevo laboratorio en el College de Francia. Ahora disponía de los aparatos y de los hombres adecuados, y estaba en condiciones de reintegrarse desde la administración a la investigación para dirigir el proyecto. En los meses que siguieron, el grupo se dedicó a menudo entre doce y catorce horas diarias al trabajo de laboratorio.

El primer paso esencial era confirmar la hipótesis sobre la que se apoyaba la idea global de una reacción nuclear en cadena; en concreto, la seguridad de que en la fisión del uranio se liberan neutrones secundarios. Si la contestación fuera afirmativa, el paso siguiente consistiría en determinar cuántos. Un neutrón por fisión en promedio es el requerimiento mínimo para que una fisión conduzca a otra, ésta a una nueva y así sucesivamente, sin que la cadena se interrumpa. De hecho ha de producirse bastante más de un neutrón por fisión, porque muchos de ellos se pierden en procesos que no son de fisión, y debe quedar al menos uno después de descontar todas las pérdidas posibles. Volviendo a la analogía de los “mensajes en cascada", cada persona que recibe el mensaje debe hacer una llamada telefónica para avisar a otro si deseamos continuar la cadena, y si una proporción de las llamadas no llega a efectuarse o no consigue alertar al receptor, se ha de hacer más de una.

Los experimentos resultaron más difíciles de lo que se esperaba. El problema estaba en detectar los neutrones secundarios entre la avalancha de neutrones primarios necesarios para iniciar el proceso. En este punto, Halban utilizó técnicas que había asimilado de Frisch en Copenhague, donde había pasado un año. Básicamente, el método consistía en situar una fuente de neutrones en un depósito lleno de líquido que contenía uranio, y medir cuántos neutrones se podían encontrar en el líquido a diferentes distancias de la fuente (fig. 7).

El número de neutrones decrece al aumentar la distancia, de la misma forma que una señal luminosa se hace más tenue al ir alejándose del foco. El número decrece aún más rápidamente si algunos de los neutrones son absorbidos por el líquido, como la luz en caso de niebla. A partir de medidas de la intensidad de neutrones resulta posible determinar la cuantía en que diferentes líquidos absorben neutrones (correspondería al espesor de la niebla), y en Copenhague esto es lo que habían hecho Frisch, Halban y un danés llamado Henrik Koch.

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Fig. 7. Esquema para la detección de neutrones secundarios en la fisión.

De forma que el grupo de París llenó el depósito con una solución de uranio (nitrato de uranio), y después, para comparar, con una solución de nitrato amónico. La caída en la intensidad de neutrones debida claramente la absorción era palpable en ambos casos. Lo que llamó poderosamente la atención de los experimentadores fue el hecho de que cerca de los bordes del depósito (a unos veinte centímetros de la fuente de neutrones) había un número considerablemente mayor de neutrones en el caso del nitrato de uranio. El exceso debía ser producido por los neutrones secundarios que ellos iban buscando.

El equipo realizó otro experimento que confirmó los resultados, y a continuación $e lanzaron rápidamente a publicarlos. El 8 de marzo, Kowarski se dirigió al aeropuerto de Le Bourget para enviar a la revistaNature, que prometía una publicación más rápida que la famosa Comptes Rendus, una carta que apareció el 15 de marzo.

El mismo descubrimiento se hizo casi simultáneamente en la Universidad Columbia de Nueva York, por Fermi, Szilárd y sus colegas, pero en vista de su potencial significación militar, la publicación fue temporalmente aplazada, siguiendo el criterio de Szilárd estuvo a punto de retirar su patente secreta del Almirantazgo británico cuando las noticias sobre la fisión nuclear se difundieron, reavivándose todas sus antiguas inquietudes. Uno de sus primeros pensamientos fue evitar que llegase hasta Alemania cualquier avance sobre una posible reacción nuclear en cadena, y propuso una censura voluntaria sobre la información acerca de la fisión, así como denegar a los nazis los frutos de la investigación científica en los países por ellos amenazados, frutos que podían conseguir supuesto que la práctica científica usual de publicación abierta continuara. Bohr apoyó la idea y Blackett aseguró a Szilárd que podía contar con la colaboración de la Royal Society de Londres.

Szilárd escribió a Joliot el 2 de febrero con el propósito de incluirle en la propuesta, pero sin éxito. La primera reacción francesa fue de sorpresa y después de rechazo. Goldschmidt, que en aquella época trabajaba en el College de Francia, ha indicado sus razones:

«El libre intercambio de conocimientos [en física nuclear] siempre había sido total, a pesar de que a veces había tenido el carácter de una competición, en la que unos días más o menos... podían significar la diferencia entre la gloria del descubrimiento y la satisfacción menor de proporcionar confirmación de resultados.»

El grupo de París, evidentemente, no estaba en disposición de olvidar su esperanza de gloria, a pesar de la preocupación de Joliot por el avance del nazismo, y la carta de Szilárd no sirvió para detener la publicación de sus resultados. Como atenuante puede decirse que sus mentes parecían dirigirse más hacia aplicaciones industriales que militares.

Incluso después que el artículo de los franceses hubo aparecido en Nature el 15 de marzo, Szilárd continuaba con el deseo de no difundir los resultados obtenidos en la Universidad Columbia. Éstos se habían enviado ya a la Physical Review, pero se había solicitado al editor que no se publicaran mientras el asunto de la censura voluntaria no se hubiera resuelto. A la vista de la publicación francesa, los argumentos de Szilárd no fueron tenidos en cuenta por sus colegas, y sus artículos aparecieron el 15 de abril. Sus planes no sirvieron para nada. Más de un centenar de artículos de investigación sobre la fisión aparecieron a lo largo de 1939, además de sensacionalistas reportajes periodísticos. Más tarde al llegar la guerra, miles de científicos tuvieron que aceptar una prohibición total de publicar.

Uno de los artículos de la Physical Review contenía una estimación de dos neutrones secundarios por fisión. Un neutrón continuaba la cadena y el otro cubría las pérdidas; podía ser una previsión aceptable. Un esquema todavía más alentador con 3,5 neutrones secundarios (en promedio) fue el publicado por los franceses en un artículo posterior del Nature el 22 de abril, si bien una rectificación debida a un error teórico y publicada algunos meses después, rebajó este número a 2,6; hoy el dato aceptado es 2,5 aproximadamente. En Rusia también hubo publicaciones similares por esta época.

Así, hacia finales de abril de 1939, los primeros pasos fundamentales habían sido ya dados hacia una reacción en cadena en el uranio, y ello había sido difundido por todo el mundo.

A la vista de las graves implicaciones, los científicos de la Universidad Columbia informaron al gobierno de Estados Unidos tan pronto como obtuvieron sus primeros resultados. Por sugerencia de otro húngaro exiliado, Eugene Wigner; la gestión se llevó a cabo el 17 de marzo en el curso de una reunión entre Fermi y un grupo de científicos navales y militares en Washington. Éste fue el primer conato de oficialidad sobre el tema en todo el mundo, pero, a pesar de la alentadora reacción sirvió de poco, principalmente porque el mismo Fermi no estaba aún muy convencido. Incluso después que la fisión hubiera sido descubierta se cuenta que acogió la idea de una bomba atómica con esta exclamación: «¡Narices!»; la reacción en cadena sólo la admitía como una “posibilidad remota”.

Los franceses no implicaron a su gobierno en esta etapa, sino que obtuvieron patentes sobre aplicaciones de sus descubrimientos. Sus móviles no eran el lucro personal, sino el patriotismo; cedieron la propiedad de las patentes a instituciones científicas públicas con el fin de garantizar que Francia estuviera en la cresta de la ola del desarrollo industrial de la energía nuclear cuando llegara el momento, si es que llegaba.

Joliot llegó a entrar en contacto con Edgar Sengier, presidente de la Unión Minera del Alto Katanga, una compañía belga dedicada a la extracción de radio de las minas de uranio del Congo (hoy Zaire). Obtuvo uranio para sus experimentos, y propuso un proyecto conjunto de bomba de uranio en el Sahara.

Científicos de Gran Bretaña y Alemania fueron alertados por vez primera ante la posibilidad de una reacción nuclear en cadena por el artículo del 22 de abril de Joliot, Halban y Kowarski en Nature (que les llegó antes que el del 15 de abril en Physical Review). Se pusieron inmediatamente en contacto con sus respectivos gobiernos.

En Londres, George Thomson, del Imperial College, hijo del famoso J. J. Thomson, consultó con sus colegas y en cuatro días varios departamentos gubernamentales entraron en la escena. El suministro de uranio se consideró el aspecto más urgente. Los únicos depósitos de envergadura en el mundo se pensó que eran los de la Unión Minera; se decidió hacer un esfuerzo por reservarlos para Gran Bretaña y por evitar que cayeran en manos de Alemania. Se hizo un intento de aproximación a Sengier, quien mostró deseos de cooperar. Sabía las posibilidades del uranio a través de Joliot, y prometió informar a los británicos sobre cualquier eventualidad en la explotación; les anticipó que, si bien se disponía de las escorias de la extracción del radio, la cantidad de uranio refinado era escasa. Los holandeses también aparecieron en escena y consiguieron de Sengier ocho toneladas de óxido de uranio; permaneció oculto en una bodega en Delft durante la ocupación alemana, y fue uno de los recursos disponibles para comenzar un proyecto nuclear holandés-noruego después de la guerra.

Aun teniendo en cuenta el escepticismo expresado por varios científicos prominentes, también en Gran Bretaña se tomaron medidas para poner en marcha un programa de investigación coordinada en diferentes universidades. Sir Henry Tizard, consejero de defensa aérea, habló de probabilidades del orden de uno contra cien mil refiriéndose a aplicaciones militares viables, y Frederick Lindemann (luego lord Cherwell), influenciado quizás por el modo de pensar de Bohr, dijo a Churchill que el proyecto llevaría algunos años, y que incluso podría suceder que finalmente no proporcionara las poderosas armas previstas.

Los científicos alemanes fueron tan sagaces como Thomson. Cuando apareció el crucial número de Nature el 22 de abril, surgieron dos tendencias independientes de aproximación al gobierno, una por parte de los físicos Georg Joos y Wilhelm Hanle, de la Universidad de Gotinga, y otra de los físico-químicos Paul Harteck y Wilhelm Groth, de la Universidad de Hamburgo. El interés de Harteck por el tema se remontaba a cinco años atrás, cuando estuvo trabajando en el Cavendish bajo la dirección de Rutherford.

Joos y Hanle escribieron al ministro de Educación; el profesor Abraham Esau, colaborador del nazismo a pesar de su nombre judío, preparó casi inmediatamente, el 29 de abril, una reunión a la que asistieron varios físicos eminentes. Uno de los principales resultados fue la requisa de las limitadas cantidades de uranio existentes en Alemania. Las noticias sobre la reunión llegaron hasta Inglaterra, donde causaron cierta alarma.

El 24 de abril, Harteck y Groth enviaron una carta al ministerio de la Guerra en que decían: «Nos tomamos la libertad de llamar su atención sobre los recientes desarrollos en física nuclear, los cuales, en nuestra opinión, probablemente harán factible la producción de un explosivo muchos órdenes de magnitud más poderoso que los convencionales.»

Tras recorrer el engranaje burocrático, la misiva llegó a Kurt Diebner, físico nuclear que, como Esau, estaba dispuesto a servir al régimen nazi. Se autoerigió en cabeza de una sección de investigación nuclear en el Departamento de Artillería del Ejército, a pesar del consejo de su superior, que le había dicho: «Olvida esa tontería nuclear.»

De esta forma surgieron dos proyectos rivales en diferentes ministerios, de la mano de sendos hombres ambiciosos que vieron en el programa nuclear un medio para su propio ascenso. Durante el verano de 1939 Diebner desplazó a Esau, consiguiendo así vía libre para lanzar el proyecto alemán para el tiempo de guerra. Mientras se desarrollaba esta lucha por la cabeza, parece que apenas se hizo avance científico o tecnológico alguno sobre la fisión nuclear en Alemania.

Los científicos rusos también seguían las novedades sobre la fisión en las revistas especializadas, pero aparentemente con un espíritu mucho menos apasionado. Ellos estaban académicamente interesados en la física de los sistemas susceptibles de reaccionar en cadena y discutían sobre éstos considerándolos como un medio de producción de energía con fines industriales, pero parece que ignoraron de forma ostensible las aplicaciones militares, a pesar que los rusos investigaron reacciones en cadena explosivas como un problema teórico. Hubo un comité en la Academia de Ciencias para estudiar el “problema del uranio”, pero sin intención real de implicar al gobierno. Tampoco hubo ningún tipo de censura; los artículos periodísticos sobre energía atómica aparecían con entera libertad. El tratamiento despreocupado de estos problemas parece que persistió hasta que la invasión alemana en 1941 llevó a una detención brusca de la investigación nuclear en Rusia.

Por ese tiempo, otro de los futuros beligerantes, Japón, se mantenía atento a lo que ocurría. Contaba con unos cuantos físicos nucleares sobresalientes. Uno de ellos, Yoshio Nishina, había pasado algunos años con Bohr en Copenhague. Otro, Ryokichi Sagane, viajó a Berkeley para familiarizarse con los ciclotrones junto a Lawrence. Los japoneses estaban indudablemente en condiciones de teorizar sobre las posibles aplicaciones de la energía nuclear tan inteligentemente como sus colegas de Europa y de América.

Desde un punto de vista experimental, el paso lógico siguiente tras la detección y medida de los neutrones secundarios de la fisión, pareció ser la construcción de una estructura —“pila” o “reactor”— en la que se diera un proceso en cadena. Este fue uno de los primeros objetivos en Inglaterra, Francia y Estados Unidos, y más tarde en Alemania. La esperanza radicaba principalmente en los neutrones lentos, que producen muchas más fisiones que los rápidos, de forma que el uranio se mezcló con agua o con parafina para moderar los neutrones. No se pensó que esto conduciría directamente a una bomba, sino que parecía el desarrollo natural, y que podía conducir a la obtención de energía nuclear.

¿Era posible un reactor nuclear? ¿O sucedería que las reacciones en cadena acabarían por agotarse? Se tendría entonces una situación similar a la de aquellas especies de animales cuyo número decrece hasta acabar extinguiéndose, en tanto que nosotros estamos esperando una explosión “demográfica” de neutrones.

En estos casos todo depende del número y del destino de los descendientes —en el caso nuclear, los neutrones secundarios— de las sucesivas generaciones. Es cuestión de la relación entre nacimientos y muertes. En abril de 1939, como ya se ha dicho, era conocido con bastante exactitud que el índice de nacimientos era suficientemente alto, pero había dudas sobre el de mortalidad (la cuantía de las pérdidas de neutrones).

La cuestión es la siguiente: el número de neutrones ¿crece o decrece de una generación a la siguiente? Es conveniente considerar la relación entre los números en generaciones sucesivas. Éste se conoce como el ^factor de multiplicación de neutrones, y generalmente se designa con la letra k. Si, por ejemplo, el número se duplica de una generación a la siguiente, k = 2, y si aumenta en un 5 por ciento, k = 1,05. Cualquier crecimiento, nótese bien, es como un interés compuesto, y si no se controla puede conducir a una explosión, en tanto que un decrecimiento, con k menor que uno, implica que la cadena se detendrá.

Los “buscadores” de reactores nucleares en 1939 medían los valores de k para los modelos de estructuras y montajes que investigaban, buscando en todo momento conseguir un valor de k mayor que uno. Los experimentos implicaban el estudio del destino de los neutrones inyectados bien en las estructuras mismas o en los diferentes materiales que los integraban.

Hay otra consideración para la que resulta apropiado el símil de una hoguera. Ésta debe elevarse hasta cierta altura para ser eficaz; si es demasiado baja, se pierde mucho calor por los alrededores, en lugar de mantener la combustión. Análogamente, un reactor nuclear debe tener un tamaño mínimo, conocido como “tamaño crítico”, para evitar un escape excesivo de neutrones. Por debajo del tamaño crítico es inactivo; por encima, se puede hablar de explosión. El tamaño crítico señala el punto en que la estructura se encuentra exactamente en equilibrio; las pérdidas totales de neutrones (absorción no aprovechada más escape) resultan iguales a la producción. El mismo concepto se aplica a una bomba atómica.

De forma que hay dos requerimientos que deben cumplirse antes de conseguirse una reacción en cadena automantenida:

• El valor de k ha de ser mayor que uno.

• Debe alcanzarse el tamaño crítico.

Si el valor de k es menor que uno, la cadena se detendrá siempre. Ni siquiera el aumento del tamaño de la estructura lo impediría; no existe tamaño crítico en este caso. Sin embargo, si el valor de k es mayor que uno, siempre existe un punto en el cual la estructura se hará crítica si aquélla va aumentando sus dimensiones. (Para los que buscan mayor precisión hay que señalar que aquí designaremos por k al factor de multiplicación en un medio infinito, sin pérdidas por escape, es decir, en realidad nos referimos a k→∞).

Francis Perrin, que se había unido al grupo de Joliot, es citado a veces como el primero que, en la primavera de 1939, introdujo la importante idea de un tamaño crítico, pero en realidad lo hizo cinco años después de Szilard, quien lo había incluido en su patente inglesa secreta en. 1934. En realidad Perrin llegó independientemente a la misma conclusión y lo aplicó a las estructuras específicas que los franceses estaban estudiando. Estimó, que serían necesarias unas cuarenta toneladas de uranio para alcanzar el punto crítico, por lo que deberían ser montajes bastante voluminosos. Su esquema, aunque basado en escasa información, era de un orden de magnitud correcto; el primer reactor nuclear conseguido tres años y medio más tarde contenía upas cincuenta toneladas de uranio.

Los componentes investigados en aquellos primeros tiempos eran generalmente bastante toscos. Fermi y Szilárd comenzaron con una simple disolución de un compuesto de uranio en agua. Los franceses rellenaron esferas de cobre de tamaño creciente con un óxido de uranio humedecido y las sumergieron en un tanque de agua. Thomson y su colega Philip Moon hicieron experimentos similares, y trataron esferas de óxido de uranio, sin nada de agua, con la idea de conseguir una reacción en cadena a base de neutrones rápidos. El uranio metálico habría sido preferible al óxido de uranio, pero por aquellos tiempos se trataba de una curiosidad química, que existía en muy pequeñas cantidades solamente; Mark Oliphant, de la Universidad de Birmingham, había empezado a estudiar la forma de producirlo en grandes cantidades.

Cada uno de los tres grupos llegó, independientemente, a medida que su trabajo avanzaba, a la conclusión de que en lugar de dispersar el uranio más o menos uniformemente en el moderador, era preferible separar los dos materiales. Fermi lo puso en práctica suspendiendo unos cincuenta botes de óxido de uranio en un tanque de agua, mientras los franceses lo hicieron a la inversa, salpicando el moderador (parafina en este caso) entre el óxido de uranio.

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Fig. 8. Disposición en red del combustible (por ejemplo uranio) y el moderador. Originariamente, el combustible se dispuso en porciones dentro del moderador. Hoy el combustible se introduce en el moderador en forma de varillas. La idea general es que un neutrón abandonando una porción, o una varilla, de combustible debería quedar completamente moderado antes de alcanzar la siguiente.

Una disposición de este tipo se llama “fed” (fig. 8). Supuso un avance importante, utilizado en casi todos Tos reactores nucleares actuales, aunque aún hoy no se sabe quién fue el primero en idearlo.

La razón principal para una disposición en forma de red es que los neutrones son más vulnerables a una captura inútil por el uranio mismo cuando han sido parciales pero no totalmente moderados. En los experimentos de 1939 resultaba deseable diseñar el montaje de forma que, en la medida de lo posible, un neutrón producido en el uranio viajara a través del moderador una distancia suficiente como para quedar completamente moderado antes de encontrarse con otro núcleo de uranio. Por ejemplo, en el tipo de red utilizada por Fermi, un neutrón de un bote de óxido de uranio debía haber sido totalmente moderado antes de llegar al bote siguiente.

También los diferentes grupos llegaron a la conclusión de que el agua o la parafina podían representar una mala elección de moderador, dado que los átomos de hidrógeno que contienen, aunque ideales para moderar neutrones, también causan serias pérdidas por su tendencia a absorber neutrones. Plaçzek señaló este punto a Fermi y a Szilárd cuando les visitó en junio de 1939. Szilárd pensó en el grafito como una posible alternativa y propuso un programa de urgencia, pero Fermi se había ido de vacaciones, y en cualquier caso estaba más interesado en investigar sobre los rayos cósmicos. Szilárd carecía de los recursos necesarios para llevar adelante el proyecto y en consecuencia hubo un interregno de nueve meses aproximadamente en los que nadie en Estados Unidos trataba de producir una reacción en cadena.

Plaçzek señaló también a los franceses el mismo punto, pero en ese tiempo tanto los británicos como los franceses continuaban trabajando con asociaciones de óxido de uranio y agua o de óxido de uranio y parafina. En agosto los franceses obtuvieron un éxito significativo con una esfera de cincuenta centímetros de óxido de uranio humedecido introducida en agua. Siguiendo su práctica usual, insertaron una fuente de neutrones en el centro de la esfera y midieron el número de neutrones en el agua. De sus resultados dedujeron la evidencia de una reacción en cadena. Las cadenas eran muy cortas, y rápidamente se extinguían, por lo que estaban lejos de producir cantidades aprovechables de energía. Sin embargo, eran reacciones en cadena. Éste fue el último experimento del grupo francés antes que se declarara la guerra, y el trabajo se conoció en su momento no sólo en Inglaterra y en Estados Unidos, sino también en Alemania; a partir de entonces mantuvieron su trabajo en secreto.

Otro trabajo importante sobre la fisión fue publicado ese mismo mes dg agosto por Bohr y Wheeler. En él los autores perfeccionaron las ideas que habían conducido a Bohr a creer que era el U-235, más que el U-238, el que sufre fisiones a causa de los neutrones lentos. La teoría que presentaron en el artículo les permitía predecir que otras especies nucleares, incluidas algunas aún no descubiertas, podrían sufrir fisiones mediante neutrones lentos. Entre aquéllas figuraba el principal isótopo del plutonio, Pu-239. El trabajo indicaba así el camino hacia uno de los mayores desarrollos durante la guerra que se acercaba, la bomba de plutonio, y estaba al alcance de cualquiera en la literatura científica ordinaria.

Capítulo V
Ventaja alemana en los primeros días de la guerra

Por el tiempo en que Hitler comenzó la Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia en septiembre de 1939, mucha de la excitación causada por la fisión nuclear había desaparecido.

En Inglaterra, los esfuerzos de Thomson se vieron atenuados porque, aunque sus experimentos tuvieran éxito, no era obvio que pudieran conducir a un arma, mientras otras labores defensivas eran urgentes. Pero también sus resultados eran desesperanzadores: el valor más alto de k al que llegó fue 0.8, demasiado por debajo del valor crucial 1. En una revisión sobre el tema que hizo Chadwick en la Universidad de Liverpool aquel otoño, se inclinó por confirmar esta visión pesimista. Creía que una bomba, aunque posible, requeriría al menos una tonelada de uranio; y ¿cómo reducir tanta cantidad de materia en una sola masa sin que ocurriera una explosión prematura? Sin embargo, puntualizó que estaba dando argumentos desde su ignorancia; había muy poca información científica básica.

En Estados Unidos, Szilárd no logró mantener a flote el programa experimental de la Universidad Columbia. Frustrado, e impulsado como nunca por el temor a una bomba atómica nazi, se dedicó a pensar en otras formas de llamar la atención de los americanos. Resultado de ello fue la famosa carta de Einstein al presidente Roosevelt, advirtiendo de las posibilidades y de los peligros de las reacciones nucleares en cadena, que Alexander Sachs, un economista introducido en la Casa Blanca, entregó a Roosevelt el 11 de octubre de 1939. Roosevelt dijo: « Alex, hay que tratar de evitar que los nazis nos hagan volar por los aires. Hay que actuar. » Nombró un Comité Consultivo sobre el Uranio presidido por Lyman J. Briggs, director de la Oficina Nacional de Pesos y Medidas. El comité presentó en pocos días un informe según el cual la energía nuclear y las explosiones nucleares eran posibilidades, pero no contrastadas por el momento. A partir de entonces, sin embargo, ellos quedaron bastante tranquilos, y nada importante ocurrió en los meses siguientes: eran pocos aun los que en América tenían sensación de urgencia.

Los franceses, como los británicos, habían decidido que la bomba representaba una posibilidad demasiado remota. No obstante, continuaron sus investigaciones sobre el desarrollo de la energía nuclear. Previeron una posible aplicación a los submarinos, puesto que la energía nuclear no requiere oxígeno, lo que permitiría a estos ingenios permanecer sumergido durante períodos indefinidamente largos; pero sus miradas estaban fijas esencialmente en la utilización para fines pacíficos. Para asegurar la continuidad de sus trabajos en tiempo de guerra, Joliot se aproximó al gobierno francés, y consiguió el apoyo entusiasta de Raoul Dantry, ministro de Armamento, quien le garantizó «facilidades excepcionales: crédito ilimitado y la posibilidad de recabar del Ejército cualquier colaborador que pudiera necesitar». Joliot pasó a desarrollar su programa oficialmente bajo los auspicios militares, aunque el proyecto se realizó de forma normal en el College de Francia hasta la invasión alemana en mayo del año siguiente.

El objetivo primario de todos los grupos de investigación en cualquier parte era conseguir una reacción en cadena de neutrones automantenida. En agosto se logró con éxito la obtención de cadenas cortas, que, aunque acababan por extinguirse, constituían un resultado esperanzador. El optimismo disminuyó ligeramente cuando al mes siguiente Kowarski corrigió un error teórico generalizado y demostró que el valor de k en su modelo era mucho menor que la unidad. Esto, por supuesto, convenía con el hecho de que la cadena no se propagara, pero también demostró que el éxito no se podía lograr simplemente mediante la realización de un experimento de más envergadura de la misma clase. Una prueba posterior a mayor escala sólo sirvió para confirmar el resultado.

Una forma de superar la dificultad podía señalar en la dirección marcada por el razonamiento de Bohr: aumentar la proporción del isótopo U-235 en el uranio. El aumento requerido fue correctamente calculado y resultó ser bastante modesto: simplemente del 0,71% al 0,85%, por lo que Joliot dispuso algunos equipamientos con el fin de intentar la separación de los isótopos. No obstante, no siguió este camino, porque parecía una tarea muy ardua llegar por esta vía a una reacción en cadena.

Otras líneas de investigación abiertas apostaban por la disposición en red antes apuntada, y por cambiar el moderador. Los franceses mostraron algunas ligeras ventajas en el uso de redes, pero no las suficientes, de modo que se inclinaron hacia la búsqueda de moderadores alternativos en lugar del agua o de la parafina. Presentaron dos opciones principales: el agua pesada y el carbono en forma de grafito. El carbono en forma de anhídrido carbónico sólido (nieve carbónica) también fue considerado en París y después en Hamburgo. Se trata de una idea ingeniosa para conseguir una reacción en cadena, dado que la nieve carbónica es, efectivamente, una forma muy pura de carbono, en tanto que el grafito puede estar contaminado por fuertes absorbentes de neutrones que rompen cualquier cadena de neutrones. Sin embargo, la nieve carbónica no sería apta para su utilización en un reactor nuclear que ciertamente funcionara y generara cantidades apreciables de calor, porque se perdería por evaporación. Había otras posibilidades, como el raro berilio, pero ninguna que pudiera representar una opción real de uso a gran escala en un reactor.

Entre todos los investigadores, sólo Fermi en América optó por el grafito. Los ingleses abandonaron la construcción de reactores. Los franceses pensaron erróneamente que el grafito absorbía demasiados neutrones, y que se veían abocados a utilizar agua pesada, de la que parecía haber suficientes reservas en Noruega para sus experimentos iniciales. Programaron pruebas con agua pesada en la primavera de 1940. Los alemanes cometieron el mismo error que los franceses, lo que presumiblemente les hizo perder la oportunidad de ser los primeros en hacerse con un reactor nuclear por estar siempre acuciados por la escasez de agua pesada.

Tabla 4. Moderadores
Usados en reactores nucleares
AguaBarato, pero absorbe un número relativamente elevado de neutrones.
Agua pesadaIdeal, salvo su costo.
GrafitoBueno, pero se necesita un cuidado especial para evitar la presencia de contaminantes absorbentes de neutrones.
Apropiados únicamente para fines experimentales
Parafina
Anhídrido carbónico sólido (nieve carbónica).

Hasta aquí, el proyecto alemán había conseguido un progreso notable. Cuando estalló la guerra, Erich Bagge, que trabajaba bajo la autoridad de Heisenberg en la Universidad de Leipzig, recibió la orden de movilización y hubo de presentarse en Berlín, temiendo ser enviado al frente. Para alivio suyo, se encontró ante un científico conocido, Diebner, del Departamento de Artillería del Ejército, quien le pidió ayuda para organizar una conferencia secreta acerca de un futuro proyecto sobre el uranio. Ésta tuvo lugar el 16 de septiembre, y asistieron muchos de los más importantes científicos nucleares de Alemania, incluidos Hahn, Bothe, Geiger y Harteck, todos ellos ya mencionados en este libro. Hubo otra reunión dos semanas más tarde, con la importante incorporación del mismo Heisenberg y de uno de sus discípulos, Carl Friedrich von Weizsäcker. Este último era un hombre con una motivación poco usual, pues había estudiado física, no tanto como meta en sí, sino más bien como medio de obtener una base para estudios filosóficos. Deseaba unirse al Uranverein (club del uranio) porque veía la ciencia nuclear como un futuro juego político, y también porque era un medio de evitar el alistamiento. Weizsäcker había de desempeñar un papel significativo en las relaciones entre el Verein y el gobierno.

Por la época en que se celebró la segunda de las dos conferencias, Heisenberg ya había conseguido tener claros ciertos puntos esenciales, en particular la distinción entre caminos que conducen a armas nucleares y los que llevan a reactores nucleares. Previó que las primeras se podían conseguir aislando el raro isótopo U-235 y sometiéndolo a reacciones en cadena con neutrones rápidos, en tanto que en los reactores había que operar con mezclas de uranio natural y un moderador para conseguir neutrones lentos.

La conferencia elaboró un plan nacional para la “explotación de la fisión nuclear”, impuso restricciones a las publicaciones y dedicó un centro para un “Grupo de Trabajo en Física Nuclear" en el Instituto de Física Kaiser Wilhelm de Berlín, que fue requisado por el Ejército con dicho fin. El propósito original era reunir a todos los científicos participantes en el proyecto en Berlín, pero hubo una gran resistencia, por lo que finalmente existían unos cinco grupos, a veces en franca competencia, en distintas ciudades. No obstante, el proyecto se puso en marcha con buen principio.

Una consecuencia incidental de las decisiones anteriores fue la sustitución del director del Instituto de Física Kaiser Wilhelm, Paul Debye, porque, como holandés que era, no podía estar al frente de un trabajo secreto bajo la dirección del Ejército. Frente a la alternativa de nacionalizarse o dimitir, decidió emigrar a Estados Unidos, lo que podía hacer sin impedimento alguno, pues Holanda aún no estaba en guerra. Allí contribuyó a reavivar el interés de los americanos al darles cuenta de la existencia de un gran proyecto relacionado con el uranio en su antiguo instituto berlinés.

Diebner, apoyado por los militares, vio su oportunidad y pasó a ocupar el cargo que Debye dejó vacante. Para contrarrestar esta escalada, los físicos del Instituto consiguieron que Heisenberg se convirtiera en asesor, haciendo visitas regulares desde Leipzig. Así, aunque Diebner ocupaba el cargo oficialmente. Heisenberg pasó a dominar de modo gradual el Uranverein debido exclusivamente a su capacidad científica.

Al principio del proyecto, Heisenberg se dedicó a la tarea de escribir sobre el tema una-recopilación general que dirigió al Departamento de Guerra el 6 de diciembre. Sus fuentes principales eran las revistas científicas americanas, inglesas y francesas, que contenían prácticamente toda la información que Szilárd había intentado mantener en secreto. A ello añadió su punto de vista original, completando lo que constituyó ciertamente la mejor puesta a punto sobre el tema que podía encontrarse en aquellos momentos en cualquier lugar. Las ideas sobre un tamaño crítico, el factor de multiplicación de neutrones, el agua pesada y el grafito como moderadores, y la segregación del uranio del moderador, por ejemplo en forma de una red, estaban todas incluidas, además de la cuestión sobre cómo controlar un reactor para evitar que la reacción en cadena se disparara, problema que también preocupaba a Halban en Francia.

El Trabajo de Heisenberg señaló el camino a seguir: la separación de los isótopos del uranio con miras a lograr una bomba de U-235, y el intento de conseguir una reacción nuclear en cadena con neutrones lentos pensando en un reactor, junto con las mediciones nucleares necesarias para el último objetivo.

Investigaciones sobre la primera de estas cuestiones ya habían sido comenzadas por Harteck. Inicialmente, él perseguía la obtención de unos pocos gramos para experimentos en el laboratorio, pero pronto los alemanes se propusieron como objetivo cantidades mucho mayores. Fueron ellos, ciertamente, los primeros en abrigar la idea de separar los isótopos a gran escala, lo que habría de conducir a la producción de la bomba de Hiroshima en 1945.

Harteck propuso utilizar un proceso que había sido desarrollado recientemente por dos de sus compatriotas, Klaus Clusius y Gerhard Dickel, y aplicado con éxito considerable al neón, al cloro y a otros elementos gaseosos. El elemento se introducía en forma gaseosa en un tubo vertical calentado a lo largo de su eje central, por ejemplo mediante un alambre caliente. En estas condiciones, el isótopo más ligero tiende a concentrarse en la región caliente; es más, debido a estar caliente, asciende por el tubo. Mientras tanto, el isótopo más pesado se mueve preferentemente hacia la región fría en la pared del tubo, donde se concentra. Así, los dos isótopos tienden a moverse en direcciones opuestas, y se consigue su separación (fig. 9). Esta técnica se conoce como “difusión térmica gaseosa”.

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Fig. 9. El principio de la difusión térmica.

Para aplicarlo al uranio. Harteck requirió un compuesto gaseoso del uranio, y el único candidato parecía ser el hexafluoruro de uranio. Sé Trata de un material corrosivo cuyas moléculas no son particularmente apropiadas para la técnica en cuestión. Harteck y sus colegas se dedicaron a experimentos de este tipo durante cierto tiempo. Pero a principios de 1941 sólo habían obtenido una ligera separación a pequeña escala y abandonaron esta línea de investigación, principalmente, según parece, porque se encontraban impotentes ante la descomposición del hexafluoruro a las altas temperaturas necesarias en el eje central del tubo, mientras que el proceso resultaba ineficaz para la separación del uranio.

El principal objetivo del proyecto alemán era, no obstante, la consecución de una reacción nuclear en cadena. Bajo la dirección de Heisenberg, la tarea se acometió sistemáticamente, partiendo de una fundamentación de la teoría y de los datos nucleares básicos. En alguna medida esto vino impuesto a los científicos por los retrasos en la obtención de suministros para experimentos en gran escala.

Los materiales que ellos necesitaban en particular eran uranio y agua pesada. Dado que los franceses habían mostrado un interés similar, estas sustancias se convirtieron en objetos de guerra. Teniéndolo en cuenta, el gobierno francés pidió a los belgas, a principios de 1940, que enviaran sus reservas de uranio a Estados Unidos en caso de una invasión alemana. La Unión Minera consignó un importante envío, posteriormente utilizado por los americanos, pero aún quedaron grandes depósitos en Bélgica que fueron requisados en su momento por los alemanes, y refinados y procesados químicamente por la excelente industria química de Alemania, y a mitad de la guerra el proyecto alemán estaba mejor encauzado hacia el uranio que el americano.

Al principio, sin embargo, especialmente durante la primavera de 1940, los alemanes tenían escasez de uranio refinado. En este período, al infatigable Harteck se le ocurrió la idea antes mencionada, y ya considerada por los franceses, de utilizar nieve carbónica (anhídrido carbónico sólido) como moderador. Trató de comprobar si se podía observar una reacción nuclear en cadena en una mezcla de óxido de uranio y nieve carbónica. El trabajo tenía que quedar acabado antes de que llegara el tiempo caluroso y la nieve carbónica se necesitara para la refrigeración de alimentos, de modo que Harteck hizo una petición urgente de óxido de uranio a Diebner. Heisenberg, sin embargo, quería reservar las limitadas existencias para sus propios experimentos, y se mostró poco comprensivo con el proyecto de Harteck. Tras desmoralizadores retrasos, Harteck hubo de conformarse con 180 kilogramos de óxido de uranio. Los incrustó en 15 toneladas de nieve carbónica para formar así una red, e hizo unas cuantas medidas a principios de junio, pero no detectó multiplicación alguna de neutrones.

Sabía que había estado muy limitado por el poco uranio concedido. ¿Sería porque los físicos no aceptaban a un químico como miembro de pleno derecho del Uranverein? Con independencia de las razones, las consecuencias fueron de considerable alcance, porque el éxito de Harteck habría puesto de manifiesto que el carbono puro es un moderador satisfactorio y, por tanto, que un reactor basado en uranio y grafito podría ser viable si este último era suficientemente puro.

Mientras tanto, los físicos estaban ocupados en medir la absorción de neutrones en materiales moderadores potenciales. El artículo de revisión de Heisenberg de 1939 ya había descartado virtualmente el agua ordinaria y la parafina, de forma que la atención se volvió hacia el agua pesada y el grafito. La primera se mostró excelente, dada su prácticamente nula absorción de neutrones.

Las medidas en grafito fueron confiadas a Bothe, un experimentador sumamente prestigioso. Su primer resultado fue descorazonador pero pensó que el grafito utilizado no debía de ser lo suficientemente puro. Sin embargo, un resultado posterior con carbono supuestamente ultrapuro fue aún más negativo. La reputación de Bothe era tal que nadie puso en duda su trabajo ni trató de ratificarlo; en el Uranverein se ignoraba que en América Fermi había obtenido un resultado mucho más esperanzador. El trabajo de Bothe fue decisivo para que los alemanes abandonaran la idea del grafito como moderador, y de esta forma —al contrario que los americanos— se apartaron del camino más fácil para llegar al reactor nuclear. Nunca se aclaró lo que falló en el trabajo de Bothe; sólo cabe suponer que, a pesar de todas las precauciones, su material era impuro. Los experimentos de Harteck, si hubieran tenido apoyo, podrían haber evitado el fracaso.

Tras descartar el grafito, los alemanes prosiguieron con la idea de un reactor de uranio y agua pesada. Para ello necesitaban una cantidad apreciable de la última, y sólo había un lugar en el mundo donde obtenerla: la planta Vermork, perteneciente a la compañía Norsk Hydro, cerca de Rjukan, en Noruega, que proporcionaba unos 10 kg al mes como subproducto de la producción de amoníaco para fertilizantes. La Norsk Hydro tenía relaciones con la gran industria química germana IG Farben, representantes de la cual visitaron Noruega en enero de 1940 con instrucciones del gobierno alemán de conseguir todas las existencias de agua pesada y una requisitoria para aumentar la producción hasta multiplicarla por diez. Los noruegos quedaron sorprendidos, pero los alemanes no les dieron explicaciones.

Los franceses se enteraron del interés alemán por el agua pesada al interceptar un mensaje. Sólo podía existir una explicación: ¡los alemanes estaban tratando de construir un reactor nuclear! Puesto que los propios franceses habían decidido utilizar agua pesada en su programa, inmediatamente enviaron un representante a Noruega. El hombre elegido fue Jacques Allier, que tenía relaciones económicas con la Norsk Hydro y, por añadidura, era agente del servicio secreto. Explicó a los noruegos que el agua pesada era muy importante para los planes de guerra franceses, y obtuvo toda el agua pesada almacenada, 185 kilogramos, gratuitamente, sin dejar nada para los alemanes. También obtuvo la exclusiva para la producción futura.

Cuando los alemanes supieron el golpe francés sólo dieron una explicación: ¡los franceses estaban tratando de construir un reactor nuclear! Trataron de interceptar el agua pesada en su ruta hacia París, pero fueron esquivados. Se les hizo creer que había sido cargada en un avión con destino Ámsterdam, al que los cazas alemanes obligaron a aterrizar en Hamburgo, en tanto que el cargamento real se instaló en un vuelo a Edimburgo. El material único, sin precio, llegó finalmente a París el 16 de marzo.

Los franceses intentaban utilizar el agua pesada en experimentos similares a los que habían hecho con agua ordinaria como moderador, pero se vieron desbordados por los acontecimientos. Los alemanes rompieron el frente francés el 16 de mayo, y Dantry dio instrucciones a Joliot para poner a buen recaudo el agua pesada. Se pensó que Joliot podría continuar sus experimentos en el sur, en Clermont-Ferrand, pero pronto los alemanes amenazaron todo el país. El 16 de junio Allier avisó a Joliot sobre lo desesperado de la situación; se decidió que Halban y Kowarski llevaran el agua pesada hasta Inglaterra, y ambos partieron desde Burdeos en un barco inglés, el Broompark, el 18 de junio. Joliot les siguió hasta Burdeos, pero allí perdió la pista de sus colegas, y decidió que su obligación era permanecer en Francia.

Antes de abandonar París, Joliot había quemado todos los artículos relativos a la investigación sobre la fisión nuclear, salvo unos cuantos esenciales que se había llevado a Clermont-Ferrand, pero todo fue en vano, porque los alemanes se apoderaron de una buena parte de sus informaciones al ministro de Armamento francés sobre los avances del grupo.

Esto sólo fue uno entre una serie de activos sobre energía nuclear que en rápida sucesión cayeron en manos alemanas a medida que iban conquistando país tras país en la primera mitad de 1940. Fue el caso del ciclotrón de Copenhague, la planta de agua pesada de la Norsk Hydro, la gran reserva de uranio belga, y el prácticamente terminado ciclotrón de París. Sólo el cargamento de agua pesada se les escapó de las manos, pero, con la Norsk Hydro indemne, esto sólo parecía un ligero contratiempo. A mediados del año, Alemania, con su industria pesada intacta, estaba en una situación muy propicia para desarrollar su proyecto nuclear. Los ciclotrones en particular vinieron a ocupar un hueco, y el aparato francés se acabó de construir, pero curiosamente no se hizo ningún uso de la máquina danesa.

En términos de organización, recursos y conocimientos científicos, el proyecto alemán era el más potente del mundo en aquel tiempo, pero tenía la debilidad del escaso estímulo de sus científicos. Una victoria alemana en la guerra significaba una victoria nazi, y ésta era una perspectiva que unos contemplaban con consternación y otros, en el mejor de los casos, con poco entusiasmo. Hahn era un antinazi, y tranquilamente optó por apartarse del esfuerzo bélico y dedicarse al trabajo académico sobre los productos de la fisión. Gentner, ridiculizado en los archivos de la Gestapo por sus “ideales democráticos”, fue enviado a París para dirigir el laboratorio del College de Francia y acabar el ciclotrón. Desde el punto de vista nazi esto fue un error, porque conocía y respetaba a Joliot de cuando había trabajado junto a él en 1934. Los dos llegaron inmediatamente a una entente privada, restringiendo el laboratorio en la medida de lo posible a la investigación básica y no militar, y Gentner encubrió las actividades de Joliot en la Resistencia.

Heisenberg, de quien dependía el proyecto alemán, había tenido un disgusto con los nazis a propósito de la teoría de la relatividad. Los nazis querían prohibir la enseñanza de la relatividad basándose en que su autor, Einstein, era judío; pero esto era ridículo, porque la física moderna no se puede entender ni enseñar sin dicha teoría. Heisenberg escribió un artículo en su defensa al periódico hitleriano Das schwarze Korps, y fue denunciado por ello, tachándosele de “judío blanco” por un físico fuertemente partidario del nazismo, Johannes Stark. Himmler, que era amigo de la familia, consiguió apoyo suficiente para Heisenberg. Pero éste de vez en cuando, se volvía a colocar en situaciones delicadas, lo que no es sorprendente, pues consideraba el racismo nazi como una peligrosa estupidez.

Esto debió de influir en su actitud hacia el Uranverein. En lugar de concebirle como una contribución al esfuerzo bélico, él y Weizsäcker lo utilizaron para mantener a algunos de los mejores físicos jóvenes apartados de las fuerzas armadas, con un ojo puesto en el período posbélico. Tenían que mantener un difícil equilibrio entre «Una bomba atómica es posible» y «Se tardará mucho en fabricarla».

La primera afirmación servía para asegurar la continuidad del proyecto: la segunda, para evitar las presiones por los resultados. Realmente no existía deshonestidad por su parte; ambas afirmaciones resumían la estimación personal de Heisenberg sobre la situación.

Incluso Esau, el ferviente nazi, aconsejó no poner demasiadas esperanzas en la bomba atómica, por temor a que Hitler les pudiera presionar constantemente hasta que la consiguieran.

Después de la guerra el Uranverein hizo ostentación del hecho de haber dirigido sus esfuerzos hacia un reactor nuclear más que a explosivos nucleares. Es verdad que, salvo al principio, no hay ninguna mención sobre bombas atómicas en sus trabajos, y que cuando a mitad de la guerra se les requirió para informar sobre su trabajo a los oficiales de mayor rango no incluyeron ninguna referencia a armas atómicas. No obstante, pudo haber sido más fruto del pragmatismo que de elevados principios morales. Si la construcción de una bomba atómica hubiera estado a su alcance, desde un punto de vista científico y tecnológico, parece evidente que no se habrían opuesto a su desarrollo.

Ninguno de estos problemas tuvo lugar en el lado aliado, al menos hasta que Alemania fue derrotada. La terquedad humana llevó a esta situación, pero existía una determinación general de ganar la guerra. Si esto pasaba por una bomba atómica, entonces la bomba atómica sería construida.

Capítulo VI
Resurrección del proyecto británico

Cuando Halban y Kowarski llegaron a Inglaterra, después de la caída de Francia en junio de 1940, fueron interrogados ávidamente por los científicos británicos, quienes les instaron a escribir un informe sobre la investigación francesa acerca de la fisión.

Los tres meses anteriores habían sido de intensa ocupación para los implicados en el proyecto británico. Llegó a estar casi moribundo, pero había resurgido con vigorosa actividad como un ave fénix. La razón estuvo en una memoria seria y convincente de Frisch y Rudolf Peierls, otro refugiado judío alemán con el que Frisch vivía entonces, en la que ambos discutían la viabilidad de una bomba basada en «el uso de U-235 casi completamente puro». El artículo se envió a publicar en marzo de 1940. Entre sus puntos más sobresalientes figuraban:

• Cinco kilogramos de U-235 podrían ser suficientes para una bomba, que podría liberar tanta energía como varios miles de toneladas de dinamita.

• Los isótopos del uranio podrían ser separados en gran escala mediante la difusión térmica gaseosa a partir de hexafluoruro de uranio. Se necesitaría una separación de una entre cien mil unidades aproximadamente.

• La radiactividad producida en la explosión constituiría posteriormente un peligro para la vida.

El trabajo generó un poderoso ímpetu que se transmitiría más tarde a través del Atlántico. Sin él, las bombas americanas posiblemente no hubieran estado listas en el momento oportuno para asestar a Japón el golpe de gracia que acabaría con la guerra. Es difícil pensar que alguna parte del trabajo representara realmente una novedad para Heisenberg y sus colegas. También ellos estaban pensando en una bomba de U-235 a base de neutrones rápidos, y Harteck había estado ya varios meses trabajando en la separación de los isótopos del uranio por el mismo procedimiento que ahora sugerían Frisch y Peierls. Lo que resultaba diferente era el matiz con que se trataba el problema. Mientras que Heisenberg utilizó un tono completamente científico en su informe al Ministerio de la Guerra alemán, el memorándum de Frisch y Peierls iba dirigido a un objetivo determinado en un estilo práctico.

Las ideas de Frisch y Peierls supusieron un cambio de dirección completo en el programa británico. Los descorazonadores intentos de construir un reactor se podían dejar de lado, y concentrar los esfuerzos en la separación de los isótopos del uranio y en el diseño de la bomba. Esta carrera ya no se habría de interrumpir por el temor a que se requiriera una cantidad enormemente grande de U-235, ni porque la separación de isótopos resultara prácticamente inviable.

En abril de 1940 surgió otro estímulo adicional en forma de una visita de Allier con noticias no sólo acerca de los progresos franceses sino del amenazador interés alemán por el agua pesada.

Pronto apareció un prometedor programa bajo la dirección de un importante comité presidido por Thomson y en el que estaban incluidos Chadwick, Cockcroft y otros eminentes científicos. Se le conoció con el curioso nombre de Comité MAUD. El apelativo se debió al cable que Meitner, desde Suecia, envió a Frisch en la Dinamarca ocupada, despidiéndose con las palabras: «Informe a Cockcroft y a Maud Ray Kent.» No sabiendo que Maud Ray había sido institutriz de los niños de Bohr y vivía en Kent, Cockcroft pensó que el mensaje era un anagrama de “radyum taken", que interpretó como que los nazis habían confiscado las existencias de uranio en Copenhague. El nombre se le ocurrió cuando, para referirse al comité, se necesitó una abreviatura que no suministrara información.

El ingenio posterior se encargó de convertir la interpretación mítica en las iniciales de “Military Applications of Uranium Detonation".

El Comité MAUD celebró su primera reunión el 10 de abril de 1940 y pronto diseñó un programa equilibrado entre teoría y experimentos. Cuatro grupos estaban centrados en las universidades de Birmingham, Cambridge. Liverpool y Oxford. Frisch se unió a Chadwick en Liverpool para medir las propiedades básicas de los núcleos, mediante el ciclotrón de la universidad, y mientras en Cambridge se llevaban a cabo otros estudios sobre física nuclear. Peierls continuó en Birmingham sus trabajos acerca de una bomba de U-235. Otro refugiado. Francis Simon, desarrolló en Oxford ideas sobre una planta de separación de isótopos del uranio. William Haworth, un químico de Birmingham, investigó acerca de métodos de preparación del hexafluoruro de uranio y del uranio metálico. También entraron en juego algunas grandes empresas, como la Imperial Chemical Industries (ICI) y la Metropolitan-Vickers.

En este ambiente, la llegada de Halban y Kowarski planteó cierto problema. Naturalmente, ellos querían continuar el trabajo que tuvieron que abandonar en Francia utilizando su preciosa agua pesada, pero todo esto resultaba irrelevante desde el punto de vista del revitalizado proyecto británico, por lo que se discutió sobre la conveniencia de su financiación en tiempo de guerra. No obstante, quedaron eventualmente instalados en el Laboratorio Cavendish de Cambridge.

Allí utilizaron una gran esfera de aluminio que rellenaron con una mezcla apropiada de óxido de uranio y agua pesada. Para mantener la mezcla en las condiciones deseadas la esfera podía girar. Como habían hecho en su trabajo anterior, insertaron una fuente de neutrones en el centro de la esfera y procedieron a medir la intensidad de neutrones en diferentes puntos. El 16 de diciembre de 1940 afirmaron haber obtenido un valor de 1,06 para k. Si esto era correcto, implicaba una reacción en cadena automantenida en potencia, convirtiendo a Halban y a Kowarski en los primeros en demostrar la existencia de tal posibilidad. Fueron muchos, no obstante, los que pensaron que la prueba no era concluyente; existía un grado de imprecisión demasiado alto en las medidas.

La forma lógica de asegurar el resultado era construir una esfera mayor y emplear una cantidad superior de uranio y agua pesada, pero sin la posibilidad de conseguir más de esta última los experimentadores quedaron maniatados. Ellos querían pasar a utilizar grafito como moderador, pero el gobierno británico no estaba en condiciones de desviar recursos hacia la fabricación de toneladas de grafito ultrapuro, y en cualquier caso Fermi se volvía a mostrar activo en este campo en Estados Unidos y este trabajo podía dejársele a él.

Halban no abandonó. Todavía, como un colega afirmó, «tenía una única meta: dirigir el equipo que fuera el primero en crear una reacción en cadena divergente». Tras arduas negociaciones, se acordó que su grupo del Cavendish se trasladara a Montreal, en Canadá, para continuar allí sus esfuerzos, pero el traslado no se hizo hasta principios de 1943, y antes que ellos se dispusieran para tomar la salida el equipo de Fermi había ganado la carrera. Todavía existió la posibilidad de construir el primer reactor de agua pesada, pero incluso esto se vino abajo cuando Estados Unidos restringió la cooperación. A pesar de esta decepción, el laboratorio de Montreal llegó a desempeñar un papel importante en el desarrollo de proyectos nucleares después de la guerra en Canadá, Reino Unido y Francia.

A pesar de que el trabajo de Halban y Kowarski había sido considerado en un principio por el Comité MAUD como de dudosa relevancia, un descubrimiento en Estados Unidos, a principios de su llegada a Inglaterra, iba a proporcionar un nuevo matiz a la cuestión. Dicho descubrimiento lo hicieron Edwin M. McMillan y Philip H. Abelson, que trabajaban en la Universidad de California, en Berkeley, a un lado de la bahía de San Francisco.

En junio de 1940 publicaron en Physical Review un trabajo en el que anunciaban el descubrimiento, entre los productos del bombardeo de uranio mediante neutrones, del neptunio, un nuevo elemento químico. Prácticamente, todas las otras especies producidas de esta forma habían resultado ser productos de fisión, aunque Fermi y otros los habían confundido con elementos transuránicos, más allá del uranio en la tabla periódica, que hasta entonces representaba el fin de la serie de elementos conocidos. Ahora, por vez primera, se había establecido la existencia de un elemento transuránico genuino. Alrededor de una docena más de elementos de esta naturaleza habían de ser descubiertos en años posteriores, muchos de ellos también en Berkeley.

De las propiedades nucleares del isótopo del neptunio que habían identificado, denotado por Np-239, McMillan y Abelson dedujeron que se debía desintegrar en el siguiente elemento transuránico, que hoy conocemos como plutonio, pero que ellos no pudieron detectar. En su artículo sugerían que la razón podía estar en que el isótopo del plutonio de referencia (Pu-239) fuera de muy larga vida, y si esto sucediera sería mucho menos radiactivo que la mayoría de las restantes especies presentes, haciendo enormemente más complicada su detección. Estuvieron acertadas en su especulación: el Pu-239 tiene una semivida, del orden de 24.390 años. (La mitad sufre desintegración radiactiva en dicho período de tiempo.)

Cualquier científico nuclear competente que hubiera leído el artículo de 1939 de Bohr y Wheeler sobre la fisión podía ver entonces que el Pu-239 era potencialmente un material adecuado para una bomba. Chadwick preparó una protesta oficial dirigida a Estados Unidos por la publicación de tan sugestiva pieza de información.

En Cambridge, un suizo del equipo MAUD, Egon Bretscher, intentó completar el descubrimiento de McMillan y Abelson. Diseñó un método químico para separar el neptunio del uranio irradiado, con miras a facilitar la desintegración del neptunio en plutonio. Esto ilustra una ventaja muy importante del Pu-239 sobre el U-235: su aislamiento depende de la separación de dos elementos químicos diferentes, no dos isótopos, y éste es un problema de cada día para los químicos. No obstante, las fuentes de neutrones asequibles para Bretscher eran demasiado débiles para obtener resultados útiles.

Otro de los que leyeron el trabajo de McMillan y Abelson fue Weizsäcker, en Alemania. Aparentemente, se divertía llamando la atención de sus escandalizados compañeros de viaje en el metro berlinés durante la guerra leyendo con la máxima concentración publicaciones en inglés. Incluso antes que él leyera el citado trabajo, ya había especulado con la posibilidad de que el Np-239 fuera un explosivo nuclear, y se le ocurrió también que esto podría suponer evitar la problemática separación de isótopos. Ahora trasladó sus ideas al Pu-239. La información americana le dio así una clave importante, pero los alemanes nunca estuvieron en situación de explotarla.

Éstos fueron los primeros destellos de la alternativa del plutonio. El plutonio es hoy el explosivo en todas las bombas de fisión y su uso fue desarrollado por los norteamericanos para la bomba de Nagasaki, Su fabricación en abundancia requiere un reactor nuclear, como el que Halban y Kowarski trataban de construir. En 1940, sin embargo, la existencia de tal elemento no había sido demostrada y, por tanto, sus propiedades resultaban desconocidas, de modo que el U-235 se mantenía como la prioridad absoluta dentro del plan británico.

A pesar de las excursiones del equipo de Cambridge fuera de sus límites originales, el programa MAUD como conjunto se mantenía compacto y bien coordinado. El objetivo era claro y preciso: determinar si era posible la construcción de una bomba atómica durante la guerra. Los recursos disponibles eran escasos; sólo un puñado de hombres de cada universidad, con presupuesto insignificante. Cada grupo tenía asignada una misión y sabía cómo desarrollarla sin interferencias con el marco general. En muchos casos los hombres que lo realizaban se conocían entre sí; se mantuvieron en contacto y unos seguían los progresos de los otros en gran medida, como estaban acostumbrados a hacer en tiempo de paz.

Muchos de ellos —Frisch, Peierls, Simon— eran refugiados, extranjeros en unos casos y nacionalizados británicos en otros. Una razón para el reclutamiento de científicos refugiados fue simplemente el hecho de que la mayoría de los científicos británicos de nacimiento habían sido destinados a otras misiones de guerra. No implicaba ningún riesgo de seguridad frente a Alemania; por el contrario, los refugiados constituían una poderosa fuerza conductora con su determinación de detener a los nazis. Thomson escribió más tarde: «Es digna de mención, y espero que tomen nota de ello los futuros dictadores, la gran importancia del papel desempeñado por los físicos que habían huido del fascismo y del nazismo.»

El notable éxito del Comité MAUD durante sus quince meses de vida, a pesar de los bombardeos alemanes, y la amenaza de invasión, y los otros grandes cometidos de sus miembros más importantes, puede achacarse a la unidad engendrada por el propósito firme de lograr su bien definido objetivo. Todos creían que el trabajo debía hacerse, y en un país que luchaba por sobrevivir frente a una tiranía, existían pocas vacilaciones ante razones morales.

El Comité elaboró finalmente dos informes, que envió el 29 de julio al Ministerio de Construcciones Aéreas:

• Utilización del uranio para una bomba.

• Utilización del uranio como fuente de energía.

El primero era el más importante. Tras una frase introductoria empezaba con estas palabras:

«Nos gustaría insistir en que nosotros comenzamos a trabajar en el proyecto con más escepticismo que fe, aunque pensábamos que se trataba de una materia que había de ser investigada. A medida que progresábamos nos íbamos convenciendo más y más de la viabilidad de la liberación de energía atómica en gran escala y de que se podían escoger condiciones apropiadas para convertirla en una poderosa arma de guerra. Ya hemos llegado a la conclusión de que sería posible construir una bomba de uranio que, conteniendo unas 25 libras de material activo, equivaldría, en cuanto a efectos destructivos, a unas 1.800 toneladas de TNT y liberaría grandes cantidades de sustancias radiactivas, que convertirían los lugares próximos en peligrosos para la vida humana durante un largo período de tiempo.»

El informe continuaba afirmando que se podría preparar material para la construcción de tres bombas por mes en una planta (para la separación de isótopos de uranio) que costaría unos cinco millones de libras esterlinas. También se informaba sobre el plazo de construcción de la primera bomba: podría estar lista para finales del año 1943.

Estas afirmaciones cuantitativas iban acompañadas de detallada información en el mismo documento. Había secciones dedicadas al principio básico de la bomba y a las propiedades del U-235 que la hacían posible; al método de construcción; a la cantidad de U-235 requerida; a los daños que causaría la bomba, tanto de naturaleza explosiva como a los derivados de la contaminación radiactiva; al método de separación de isótopos del uranio y a la planta necesaria para tal propósito; y a la preparación del hexafluoruro de uranio para la planta de separación de isótopos.

La cantidad mínima de U-235 requerido para una reacción en cadena automantenida se calculó que oscilaría entre 5 y 43 kg, dependiendo de las hipótesis adoptadas sobre la producción y pérdida de neutrones. Quizás el doble, como mucho, sería la cantidad necesaria para una explosión eficiente, pero podía ser fuertemente reducida mediante un dispositivo adicional, esencialmente constituido por una gruesa capa de acero, que reflejaría algunos de los neutrones emergentes y los devolvería al uranio.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, el informe MAUD adoptó, con fines de discusión, una masa total de 10 kg para una bomba. Estaría dividida en dos masas separadas de 5 kg cada una, demasiado pequeñas para explotar independientemente, pero capaces de hacerlo si se juntaban oportunamente. La masa combinada, se pensó, explotaría espontáneamente, porque siempre existen neutrones dispersos para provocar la reacción en cadena. Para evitar el fracaso, las dos partes debían unirse muy rápidamente; el informe sugería dispararlas desde cada uno de los dos extremos opuestos de un proyectil, adquiriendo una velocidad relativa de 2.000 metros por segundo (unos 7.500 kilómetros por hora) antes del impacto. Se consideraba que la explosión del 2% del U-235 sería fácilmente alcanzada por este “método de disparo”, causando los mismos efectos destructivos que 1.800 toneladas de TNT (fig. 10).

Es interesante comparar estas primeras estimaciones con la bomba de Hiroshima, que utilizó unos 60 kg de U-235 detonados por el “método de disparo” y que consiguió una eficiencia de alrededor del 1%.

En relación con el informe MAUD, es de señalar que en él se hacía referencia al hecho de que el mismo U-235 es una fuente débil de neutrones, que puede desencadenar prematuramente la explosión. Los neutrones provienen de la fisión espontánea ocasional de núcleos de U-235, fenómeno en el que el núcleo se rompe sin ningún estímulo externo como podría ser la captura de un neutrón. Esta posibilidad hace que sea necesario reunir con gran rapidez la masa explosiva total.

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Fig. 10. El proyecto de bomba atómica según el informe MAUD. Se utilizan explosivos ordinarios para reunir los dos compactos de 5 kg de U-235 muy rápidamente en el interior de un proyectil cerrado por sus extremos. En la bomba de Hiroshima solo uno de los compactos de U-235 se movía y era mucho menor que el bloque estacionario; ambos se juntaron para formar una masa esférica final de U-235.

Para separar los isótopos del uranio se propuso utilizar la difusión del gas de hexafluoruro de uranio a través de “gasas de malla j muy fina”, a veces conocidas como “membranas” o “barreras porosas”. Se trata de una técnica de larga tradición. Lord Rayleigh estableció sus fundamentos en 1896, y la primera separación de isótopos de la historia, de isótopos del neón, la realizó Aston en 1913 por este procedimiento. Aston sólo logró una ligera separación, pero experimentadores posteriores, en particular Gustav Hertz en la década de los años veinte, lo utilizaron con éxito considerable.

Se basa esencialmente en que el isótopo más ligero puede atravesar la membrana con cierta mayor facilidad que el más pesado. Cuando el hexafluoruro de uranio atraviesa una membrana el gas emergente está algo enriquecido en cuanto al isótopo ligero U-235.

El efecto mediante un solo pase es muy pequeño, de forma que es necesario repetir el proceso muchas veces con gran número de membranas.

Frisch y Peierls seleccionaron esta técnica tras un estudio en el que diseñaron plantas imaginarias de gran envergadura utilizando diferentes métodos de separación. Su propuesta original de difusión térmica gaseosa la abandonaron por varias razones; era un procedimiento lento, requería grandes cantidades de energía, precisaba de elevadas temperaturas que podían descomponer el hexafluoruro de uranio —como ciertamente descubrieron los alemanes— y la experiencia en el laboratorio resultaba desalentadora. También rechazaron el centrifugado (que actúa como un separador de nata), al que inicialmente consideraron prometedor, pero que requería demasiada precisión tecnológica.

Aunque la idea básica de la difusión a través de membranas es simple, su realización para proporcionar separación de isótopos en gran escala es complicada. La tarea fue acometida con destreza por Simon y sus colegas en Oxford. Un breve resumen de su trabajo aparece como apéndice a uno de los informes MAUD.

Los informes MAUD desaparecieron en la maquinaria burocrática, mientras muchos de los que los elaboraron se preguntaban qué ocurría. De hecho, los informes fueron objeto de intensa discusión. El precio era tremendo. ¿Justificaban las posibilidades de éxito las necesarias inversiones de recursos nacionales en tiempo de guerra? En cuanto al aprovechamiento de la energía nuclear, la contestación fue inequívocamente negativa. Por lo que a la bomba se refería, se llegó a dos conclusiones: en primer lugar, el informe parecía superoptimista y sus ideas necesitaban reafirmación, y en segundo lugar, Canadá o Estados Unidos podrían ser más adecuados que Gran Bretaña como localización de una planta de separación de isótopos de uranio. En cuanto a este segundo punto, una consideración muy importante era la vulnerabilidad de la planta a un ataque aéreo, puesto que había de ocupar una buena extensión de terreno, utilizar grandes cantidades de energía eléctrica y trabajar ininterrumpidamente durante largos períodos de tiempo.

El Comité MAUD estaba integrado por científicos académicos, y para la siguiente fase se requerían hombres de la industria. Se creó un nuevo organismo, cuyo nombre tampoco indicaba ninguna pista, conocido como Dirección de Aleaciones Tubulares. Tenía su sede en el Departamento de Investigación Científica e Industrial y Wallace Akers, proveniente de ICI, se hizo cargo de su dirección. Otros hombres de ICI quedaron también incluidos. Algunos científicos asociados al Comité MAUD (Chadwick, Simon, Halban, Peierls) fueron nombrados miembros del Comité Técnico del nuevo organismo, pero otros quedaron en la sombra durante meses. Oliphant se mostró indignado por la reorganización: «No veo ninguna razón por la que los responsables de este trabajo deban ser apoderados comerciales completamente ignorantes de la física nuclear básica sobre la que se basa todo.» La misma crisis ocurrió en Estados Unidos cuando llegó lo inevitable y los grandes batallones militares e industriales tomaron el timón. Afortunadamente. Akers tuvo la personalidad y la capacidad apropiadas y los científicos de Aleaciones Tubulares se impusieron gradualmente.

Capítulo VII
Lanzamiento del proyecto americano

A mediados de 1941 los informes MAUD llegaron a Estados Unidos y el foco de interés comenzó a desplazarse al otro lado del Atlántico, aunque el trabajo en Gran Bretaña continuaba.

El interés americano se había vuelto a despertar en la primavera de 1940 ante fragmentos de noticias que llegaban de Gran Bretaña, Francia y Alemania. Resultado de ello fue que el Comité Consultivo sobre el Uranio, presidido por Briggs, concediera un cauteloso apoyo a ulteriores trabajos sobre el sistema uranio-grafito, y en mayo de ese año Fermi y Szilárd estuvieron en condiciones de informar sobre un alentador bajo índice de absorción de neutrones lentos en el grafito. Este fue el punto de partida de un programa dirigido hacia la construcción del primer reactor nuclear del mundo.

El desarrollo de este trabajo estuvo determinado en buena medida por la disponibilidad de materiales y por el grado de pureza de los mismos. Algunas impurezas, tales como boro absorben tan fuertemente neutrones lentos que sólo pueden ser toleradas en una proporción de unas pocas partes por millón. Para comenzar, ni la cantidad ni la calidad del uranio y del grafito eran las apropiadas para una reacción en cadena automantenida, de manera que Fermi y sus colegas se concentraron en la realización de experimentos a pequeña escala para recoger datos básicos sobre sus materiales. El trabajo a gran escala había de esperar aún un año.

El descubrimiento del neptunio en Berkeley propició una segunda línea de investigación: la del estudio del plutonio. Esta fue emprendida por Glenn T. Seaborg en diciembre, de 1940 con la ayuda del potente ciclotrón de Berkeley. Incluso con esta máquina, las cantidades de plutonio que Seaborg pudo obtener fueron sumamente pequeñas; eran del orden de unos microgramos (millonésimas de gramo) y resultan despreciables frente a las toneladas existentes hoy. Para identificar y estudiar el plutonio hubo de recurrirse a técnicas radioquímicas de gran sensibilidad, muchas de las cuales habían sido inventadas por Hevesy treinta años antes en el laboratorio de Rutherford. El descubrimiento de este nuevo elemento químico fue anunciado en enero de 1941, y en mayo del mismo año llegó la vital información de que, al igual que el uranio, era posible inducir en él la fisión.

Un estímulo adicional para el pensamiento americano estuvo representado por la separación de cantidades pequeñísimas de los isótopos del uranio en un espectrómetro de masas y por la demostración de que el responsable de la fisión observada con neutrones lentos era verdaderamente el U-235, como Bohr había supuesto. Este resultado se debió a John R. Dunning, un colega de Fermi en la Universidad Columbia, y originó un gran interés en una reunión de la Sociedad de Física Americana en abril de 1940. Condujo a esfuerzos, principalmente en universidades, por separar los isótopos del uranio a una escala mayor.

Trabajos en esta dirección, independientemente de los llevados a cabo en Inglaterra, fueron realizados por el mismo Dunning, en colaboración con Urey, cubriendo algunas de las mismas etapas señaladas por el Comité MAUD. Siguieron a los británicos en la adopción del método de difusión gaseosa a través de una membrana y en el rechazo de la difusión térmica gaseosa.

Los americanos, no obstante, pusieron mayor énfasis en el método centrífugo en esta etapa. Jesse W. Beams, en la Universidad de Virginia, lo empleó con éxito para el cloro, y trató de extender su aplicación al uranio. Existía también un nuevo procedimiento ideado por Abelson, uno de los descubridores del neptunio, a quien se le ocurrió llevar a cabo la difusión térmica con líquido en lugar de con gas de hexafluoruro de uranio; esto mejoraba considerablemente la eficiencia, aunque no llegaba a la de la difusión a través de una membrana. Hacia finales de 1941, aún se introdujo otro método nuevo, la separación electromagnética de isótopos,) que se describirá más adelante.

El trabajo de Fermi, Seaborg, Dunning y Beams, aunque no el de Abelson, se realizó dentro del programa del Comité presidido por Briggs. Además, hay que incluir otro trabajo importante: la producción de agua pesada como moderador alternativo para el caso de que fallara el grafito auspiciado por Fermi. Estuvo inspirado en las noticias de los experimentos de Halban y Kowarski en Gran Bretaña con una mezcla de uranio y agua pesada, lo cual resultaba muy del agrado de Urey, el descubridor del agua pesada.

Hasta aquí el programa nuclear americano se había desarrollado fundamentalmente por la curiosidad científica y la iniciativa individual características de la investigación universitaria y había estado coordinado tanto por el intercambio de información privada como por la actuación del Comité dirigido por Briggs. Hasta cierto punto, esta forma de proceder tuvo éxito. Las líneas de ataque que se han mencionado se demostró que eran los ingredientes necesarios para desarrollar la producción en gran escala de los dos principales explosivos nucleares: el U-235 y el Pu-239. La separación de los isótopos del uranio proporcionó el primero, en tanto que el último había de ser producido en reactores como los que Fermi estaba tratando de construir, y recuperado de ellos por métodos basados en los estudios químicos de Seaborg.

Existía, no obstante, un sentimiento creciente de que habría de hacerse más. Los físicos nucleares se preguntaban por la razón de su no inclusión en los programas oficiales. Los personajes realmente involucrados se impacientaban por la tardía provisión de fondos.

Entre los insatisfechos figuraba Vannevar Bush, presidente de una organización de investigación privada, el Instituto Carnegie. Era un inventivo ingeniero eléctrico, abiertamente orgulloso de su país y de su patrimonio moral, ahora amenazado por el nazismo y por el fascismo. Aunque Estados Unidos se encontraba en paz, Bush comenzó a dedicarse personalmente a movilizar la ciencia americana para la guerra, y persuadió al presidente Roosevelt a crear un Consejo para la Investigación de la Defensa Nacional, presidido por él mismo, en estrecha colaboración con James B. Conant, un químico que había sido nombrado rector de Harvard.

En abril de 1941 Bush solicitó de la Academia Nacional de Ciencias la revisión del programa nuclear completo. Al frente del comité de revisión figuró Arthur H. Compton, que había sido galardonado con el premio Nobel por sus descubrimientos en física nuclear. El no necesitó motivación externa, pues ya se sentía preocupado por la lentitud con que parecía progresarse.

Otro científico que trató de crear ambiente fue Lawrence, el inventor del ciclotrón. En su laboratorio de Berkeley, y con la ayuda de uno de sus aparatos, se habían descubierto recientemente el neptunio y el plutonio, lo que naturalmente le interesó sobremanera. Consciente de la situación de guerra que se cernía y de la intranquilidad existente entre los físicos nucleares, comenzó a presionar en demanda de una toma de posición oficial, y se complacía ante la idea de convertir su pequeño, y hasta cierto punto ya inservible, ciclotrón en una especie de super-versión del espectrógrafo de masas, el aparato inventado por Aston para la separación de isótopos a escala muy pequeña (capítulo I).

Bush dio en junio otro paso al obtener la autorización presidencial para crear un departamento con personal a dedicación completa para coordinar la investigación militar, siendo él mismo el director de la nueva oficina. El Comité presidido por Briggs pasó a depender del nuevo Departamento de Investigación Científica, fue rebautizado misteriosamente como “S-l” y enviaba sus informes a Conant.

En medio de estos esfuerzos por conseguir que las cosas marcharan, los documentos con los informes MAUD llegaron a manos de Bush y de Conant en julio de 1941. El momento no había podido ser más adecuado. Allí se encontraba el punto de convicción y los fundamentos sólidos que los americanos necesitaban. La historia oficial de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos describe este mes de julio como “el momento decisivo en el esfuerzo americano en energía atómica” y pone de manifiesto que “las noticias provenientes de Gran Bretaña”, refiriéndose especialmente a los informes MAUD, representaron el factor más importante para “la adopción de una nueva postura”. Otra versión americana oficial habla de intercambios con los británicos que llevaron a “una sensación de urgencia”.

El resultado natural podría haber sido un proyecto conjunto, con americanos y británicos participando en igualdad de condiciones, pero hubo dudas por parte del lado británico. Estados Unidos aún no era un país beligerante. ¿Y la discreción? ¿Podría perder Gran Bretaña el control de un arma decisiva? ¿Cuál sería la situación después de la guerra? Así se perdió la oportunidad, con traumáticas consecuencias para los británicos más adelante. No obstante, existió cierto período de tiempo en que las relaciones fueron idílicas, con muchos contactos entre los dos países y un completo intercambio de información.

Uno de esos contactos se dio entre Lawrence y su viejo amigo Oliphant, que le visitó durante el verano de 1941 y le puso al corriente del trabajo desarrollado por el Comité MAUD. Lawrence quedó profundamente impresionado y comunicó telefónicamente con Arthur Compton, quien le invitó a su casa en Chicago para reunirse con Conant a discutir sobre la viabilidad de las bombas atómicas. Conant jugó fuerte para convencerle y súbitamente le desafió en este tono: «¿Le parece el asunto tan vital como para que usted esté dispuesto a dedicarle los próximos años de su vida?» Lawrence quedó momentáneamente desconcertado: tenía muchas cosas pendientes que quería hacer y que tendría que dejar de lado. No obstante, replicó: «Si usted me dice que ésta es mi tarea, la haré.»

El paso inmediato, desde un punto de vista práctico, fue modificar su pequeño ciclotrón. En noviembre reunió en Berkeley a algunos de sus mejores hombres para efectuar los cambios necesarios. Sólo un optimista nato, con un instinto especial para diseñar y poner en funcionamiento máquinas científicas, podía haber acometido la empresa con tanta rapidez y audacia, teniendo en cuenta que aparecía involucrado un principio nuevo y sin contrastar. Con anterioridad, generalmente se admitía que si, para obtener cantidades importantes de isótopos separados, se trataba de operar con grandes cantidades de material en un espectrógrafo de masas, se estaba condenado al fracaso. Ello se debía a que los átomos de uranio, o de lo que fuere, al pasar a través del dispositivo y contener todos el mismo número de electrones se repelen entre sí. Cuanto más material atraviesa el aparato, más próximos han de estar los átomos y las repulsiones se hacen más importantes. El resultado final es que en lugar de haces definidos limpios de átomos de cada isótopo, se obtienen haces difusos que eventualmente se entremezclan, hasta el punto que no hay una separación real de isótopos. Lawrence presintió que este desafortunado efecto podría ser neutralizado alimentando el dispositivo con partículas de la carga eléctrica apropiada para compensar la indeseada repulsión; pero de ninguna forma era evidente que este recurso tuviera éxito.

El 2 de diciembre de 1941, Lawrence puso en condiciones de funcionamiento el aparato y comprobó que su presentimiento se cumplía. En febrero del año siguiente tenía listas pequeñas muestras de los isótopos del uranio para su utilización en experimentos de física nuclear. Su nuevo aparato fue el precursor de los “calutrones” empleados para formar el material de la bomba de Hiroshima, y de los separadores electromagnéticos de isótopos utilizados hoy.

La separación electromagnética es, en cierta forma, algo especial entre los cuatro métodos de separación de isótopos del uranio que en aquel tiempo estaban sujetos a investigación en Estados Unidos. En todos los otros casos se había de utilizar forzosamente uranio en la forma corrosiva de hexafluoruro, y las dificultades de trabajar con tan incómodo material se superaban a un ritmo muy lento. Por otra parte, el método electromagnético era el único que podía proporcionar una separación, más o menos completa, en una sola etapa. En los otros tres casos, en cada etapa se conseguía únicamente una ligera separación que había de multiplicarse a lo largo de muchas más etapas, como Simon había discutido en uno de los informes MAUD. Esto significaba que la planta debía consistir en decenas de miles de unidades análogas. Si estas unidades hubieran sido simples, sin complicaciones, no habrían supuesto una gran dificultad, pero eran nuevas, a menudo requerían mecanismos de precisión (especialmente en el método centrífugo), y tenían que resistir al hexafluoruro de uranio. Infortunadamente, en el método electromagnético también se tenía que recurrir a numerosas unidades complejas, aunque por una razón distinta. En cada unidad se podía tratar una cantidad de material mucho mayor que en un espectrógrafo de masas, pero aun así esta cantidad resultaba pequeña comparada con la necesaria para una bomba, por lo que no había otra solución que construir muchas de estas unidades.

El primer éxito de Lawrence con el método electromagnético ocurrió justamente antes del desastroso ataque japonés sobre Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, que llevó a Estados Unidos a la guerra y otorgó una nueva urgencia a la fabricación de bombas atómicas. Poco después, Bush nombró a los tres galardonados con el Nobel, Compton. Lawrence y Urey, jefes del programa. Para Lawrence y Urey esto sirvió principalmente para fijar su posición en las tareas que ya estaban dirigiendo, pero para Compton supuso una nueva gran responsabilidad: el plutonio, un elemento que nadie había observado aún, pero del cual se necesitaría una cantidad del orden del kilogramo.

Por aquel tiempo, el trabajo de Fermi sobre reactores representaba una fase incipiente de un proyecto de bomba de plutonio, puesto que tan sólo se podía obtener plutonio a granel en los reactores nucleares. Compton tuvo que cubrir este aspecto, así como el resto de las fases del proyecto encaminado a la fabricación de la propia bomba. Durante todo el año 1942 estuvo al frente del programa completo sobre el plutonio.

Describió la tarea como «un acto de fe heroico». La fe era algo que él había comprendido desde su profunda formación cristiana familiar y que pudo haber sido también el origen de su disponibilidad hacia la consecución de una meta importante.

La sensación de la necesidad de un esfuerzo importante se propagó rápidamente por todo el país, y la requerida discreción hizo difíciles las comunicaciones, por lo que Compton decidió centralizar el trabajo en Chicago, en el llamado Laboratorio Metalúrgico. Se trataba de un nombre deliberadamente vago, conocido coloquialmente con las abreviaturas “Met. Lab.”.

Desde el principio, en enero de 1942, Compton propuso el siguiente calendario:

• Hasta julio de 1942, para determinar la posibilidad de una reacción en cadena (julio de 1942).
• Hasta enero de 1943, para conseguir la primera reacción en cadena (diciembre de 1942).
• Hasta enero de 1944, para extraer el primer plutonio del uranio (diciembre de 1943).
• Hasta enero de 1945, para tener una bomba (julio de 1945).

Las fechas entre paréntesis se refieren a aquéllas en que se alcanzaron realmente las metas previstas; son un testimonio claro del vigor y la determinación americanos. Los dos primeros puntos dependían del trabajo dirigido por Fermi, y el tercero era continuación del de Seaborg, en tanto que el último todavía estaba pendiente de iniciarse cuando Compton se encargó del proyecto.

El trabajo de Seaborg presuponía el éxito de Fermi en el suyo. La principal tarea consistía en crear un método para recuperar la escasa proporción de plutonio que se suponía había de producirse en el esperado reactor de Fermi. Requería amplios estudios sobre la química del plutonio, que resultaron ser muy interesantes, y muy diferentes de lo esperado, y también extraordinariamente complicados.

A principios de 1944 se podría contar con gramos de plutonio, obtenido de los reactores, en tanto que en 1942 los ciclotrones sólo podían proporcionar algunos microgramos. Esto significaba que en la mayoría de las ocasiones aparecía mezclado con cantidades mucho mayores de otras sustancias, por lo que su presencia sólo podía ser detectada por su radiactividad. Dos de los químicos del “Met. Lab.” lograron concentrar un microgramo de plutonio puro en agosto de 1942, en forma de una especie de mota de polvo aún visible a simple vista sobre la pared de un tubo pequeño. Pero se trataba simplemente de una considerable muestra de habilidad; generalmente el plutonio resultaba invisible. Estas ligeras pistas ya eran suficientes para pensar en el desarrollo de un procedimiento eficaz de separación que pudiera ser utilizado en una planta en la que se trabajara con toneladas de uranio.

Otra faceta del trabajo consistía en la investigación de los productos de la fisión. En última instancia había sido la identificación de algunas de estas especies lo que había conducido al descubrimiento de la fisión; un número creciente de tales productos iban siendo descubiertos, llegando a sesenta y cuatro en mayo de 1942. El plutonio había de ser separado de éstos y del uranio; eran radiactivos y si se mantenían junto al plutonio harían a éste mucho más difícil de manejar.

Las técnicas especializadas requeridas para toda esta investigación resultaban extrañas para la mayoría de los químicos del momento, y muchos miembros del equipo de Seaborg tuvieron que aprenderlas sobre la marcha. En el verano de 1942 contaron con el incentivo que supuso la presencia del joven radioquímico francés Goldschmidt en el “Met. Lab.”. Trabajaba en ese campo desde 1933; primero con Marie Curie y luego con Joliot. Halban, en su esfuerzo por levantar el Laboratorio de Montreal, consiguió que Goldschmidt pasara una semana en Chicago poniéndose al corriente de los trabajos del grupo dirigido por Seaborg, antes de llegar a Montreal. La colaboración resultó mutuamente tan beneficiosa que su estancia se prolongó tres meses.

En la medida en que los proyectos dirigidos por Compton, Lawrence y Urey avanzaban durante los primeros meses de 1942, apareció una sensación creciente sobre la necesidad de tomar importantes decisiones. El trabajo habría de pasar del laboratorio a la fábrica si se trataba de preparar explosivos nucleares en las proporciones requeridas para la fabricación de bombas. Los gastos, que rondaban los cientos de miles de dólares, podrían saltar a muchos cientos de millones de dólares, sin que por ello el éxito estuviera asegurado. ¿Justificaba la situación de guerra tan gran desviación de los recursos nacionales?

La fecha decisiva fue la del 23 de mayo de 1942, día en que Conant reunió en su despacho de Washington a los dirigentes del “S-1”.

Tenían ante sí dos posibles explosivos: el U-235 y el Pu-239. Contaban con tres métodos de separación de los isótopos del uranio que podían producir U-235: la difusión gaseosa, el centrifugado y la separación electromagnética, ignorando o descartando la difusión térmica líquida ideada por Abelson. Contaban con dos posibles tipos de reactor nuclear que podían suministrar Pu-239: el de uranio con grafito y el de uranio con agua pesada. En total, cinco rutas para llegar a una bomba.

El argumento decisivo aquel día fue el de que los alemanes probablemente llevaban una delantera de dos años, y con cinco caminos posibles pudiera ser que estuvieran muy adelantados en alguno de ellos. Si los alemanes eran los primeros en lograr una bomba atómica, incluso los poderosos Estados Unidos podrían resultar derrotados.

Con esta visión de la situación, los dirigentes del “S-1” se inclinaban, no por el mejor camino, sino por el más rápido. Sin embargo, existían tantas dudas sobre la elección que no se inclinaron por ningún candidato, y tomaron la “decisión napoleónica" (en frase de Conant) de recomendar el desarrollo de los cinco. Esto fue aceptado por Bush y por el ministro de la Guerra, con lo que la suerte estaba echada.

La decisión fue trascendental y fantástica. Supuso el compromiso de una planta de difusión antes de que las esenciales membranas de difusión fueran asequibles, de una planta de centrifugado cuando incluso el éxito en el laboratorio era mínimo; de una planta electromagnética cuyo principio físico tan sólo se había contrastado en la escala de los microgramos; y de reactores nucleares cuya viabilidad todavía no había sido demostrada. En tiempo de paz el proyecto habría resultado temerario, por no decir otra cosa, dada la escasa solidez de sus fundamentos.

Las cinco líneas posibles quedaron reducidas a tres antes de finales de 1942. El método de centrifugación se eliminó por la misma razón que se daba en los informes MAUD: requería demasiada precisión técnica. Las centrifugaciones de alta velocidad debían ser equilibradas con suma precisión, para evitar inestabilidades que arruinarían el proyecto. A principios de 1942 se había logrado construir un pequeño aparato de laboratorio, y al tratar con el hexafluoruro de uranio se obtenía un enriquecimiento muy ligero en U-235. Este mínimo éxito era todavía inferior al predicho teóricamente, en tanto que las dificultades asociadas al aumento de escala parecían formidables; se habrían de construir decenas de miles de grandes unidades con tolerancias muy finas, que tendrían que funcionar casi sin interrupción.

Tabla 5
Caminos hacia explosivos nucleares considerados en Estados Unidos en 1942

ExplosivoCamino
U-235 1. Difusión gaseosa
2. Separación electromagnética
3. Centrifugación
4. Difusión térmica liquida
Pu-2395. Reactor de uranio y grafito
6. Reactor de uranio y agua pesada

Todos, excepto el camino 4, fueron considerados por el Comité S-1 en mayo de 1942, pero los caminos 3 y 6 se abandonaron a finales de 1942. El 4 fue desarrollado por la Armada estadounidense y finalmente utilizado para el proyecto Manhattan.

El otro camino desechado fue el Pasado en un reactor de uranio y agua pesada. Se debió parcialmente a que el proyecto de Fermi en base a uranio y grafito evolucionaba muy favorablemente, pero también a que la obtención de agua pesada suficiente para los reactores productores de plutonio llevaría demasiado tiempo. No obstante, se tomaron medidas para mantener existencias de agua pesada que aseguraran una alternativa.

Para la fase de producción del programa nuclear, como Bush había previsto con antelación, se requerían técnicas y experiencias muy diferentes de las de los equipos de investigación, y él pensó en el Ejército. Bush y Conant fijaron su atención en el Cuerpo de Ingenieros del Ejército norteamericano. Tenían por delante una gigantesca tarea de construcciones, incluso mayor de lo que cualquiera pudiera imaginar entonces, para la cual sería muy conveniente poder contar con hombres que habían tenido que construir grandes campos de entrenamiento y bases aéreas

También sería necesario contratar con firmas industriales colaboradoras del Ejército, lo cual originó una violenta reacción por parte de los científicos del “Met. Lab.”. La confrontación llegó durante una reunión en junio de 1942, en la que Compton se enfrentó, según sus propias palabras, “a algo próximo a una rebelión”. Abrió la sesión leyendo la historia de Gedeón, del Antiguo Testamento, dando a entender que prefería un equipo pequeño pero completamente entregado, a otro grande pero tibio.

No hay acuerdo sobre lo que ocurrió exactamente a continuación [3]. Uno de los científicos americanos presentes afirmó que su objeción se refería a la elección que se proponía de Stone y Webster, los contratistas regulares del Ejército, para las plantas de producción del plutonio; los científicos pensaban que no eran las firmas apropiadas. Además, los refugiados de Europa, y Wigner en particular, se mostraban recelosos ante todas las grandes firmas, y en particular ante la gigantesca empresa química elegida: «E. I. du Pont de Nemours». Compton ha afirmado; «Resultaba muy difícil en principio, para Wigner, creer que algo bueno pudiera resultar de la colaboración con una organización industrial del calibre de du Pont. Había oído siempre en Europa que compañías de este tipo constituían los tiranos de la democracia americana.» La concertación con du Pont en otoño de 1942 no sentó bien en Chicago durante cierto tiempo.

El Ejército seleccionó al coronel Leslie R. Groves para hacerse cargo del proyecto Manhattan, como se denominó el plan conjunto, y le promovió a brigadier general. Groves había sido responsable de la construcción del Pentágono en Washington, y ese edificio representa una prueba de su capacidad para trabajar a nivel de organizaciones grandes y complejas. Tenía una colosal capacidad de trabajo, era exigente consigo mismo y con los demás y no toleraba la ineficiencia. En el desarrollo del proyecto Manhattan tenía que estar aquí, allá y en cualquier parte donde apareciera una dificultad o donde hubiera que tomar una decisión, a pesar de lo cual nunca perdió de vista los objetivos esenciales. Es defendible la idea de que a no ser por Groves las bombas atómicas no se hubieran fabricado antes del final de la guerra.

Para él la fabricación de bombas era una tarea ineludible, una tarea de la que podía depender el resultado de la guerra. Las bombas eran armas, y el Ejército era el experto en armamento. La discreción era esencial, y debía mantenerse con rigor. Su forma de actuar fue simple, directa, sin sutilezas, prestando poca atención a los comentarios y críticas.

Visitó a Bush el 17 de septiembre de 1942. Este no había sido consultado, ni siquiera informado del nombramiento de Groves, y su reacción inicial fue de frialdad. El mismo Groves afirmó después: «[Bush] me encontró demasiado agresivo y pensó que podía tener dificultades con los científicos.» En poco tiempo, no obstante, los dos se hicieron buenos amigos. En general, los científicos acabaron aceptando al Ejército y las restricciones impuestas como inevitables, aunque a regañadientes y a veces considerando a Groves como poco menos que intolerable.

Para los británicos la intromisión del Ejército fue desastrosa, ya que condujo a un embargo prácticamente total del flujo de información norteamericana. Fue un trago amargo, considerando el valor del trabajo del Comité MAUD para el proyecto estadounidense. El embargo duró casi un año, hasta que Churchill y Roosevelt negociaron el llamado Acuerde de Quebec. Incluso entonces, los británicos quedaron excluidos de la información sobre varias áreas fundamentales, incluido gran parte del trabajo que se hacía en el “Met. Lab.”.

El embargo resultó especialmente perjudicial para el laboratorio de Montreal, cuyo trabajo había sido planificado sobre la base de una colaboración con Estados Unidos y estaba preparado para comenzar su investigación a principios de 1943, exactamente a continuación de la brusca decisión. Halban había concebido un reactor con uranio y agua pesada como proyecto básico para el laboratorio, pero sus ambiciones se frustraron ante la desviación hacia Chicago de la mayor parte de las disponibilidades de agua pesada. Un ligero alivio de la situación se consiguió a través de visitas privadas de Goldschmidt y otro francés, Pierre Auger, a Chicago durante el mes de febrero. Ellos aún disponían de sus credenciales del “Met. Lab.”, por lo que podían entrar tranquilamente en el edificio, donde eran efusivamente recibidos por sus antiguos colegas, algunos de los cuales estaban resentidos por la nueva dirección del proyecto Manhattan. Los franceses volvieron a Montreal con su valioso botín, que incluía pequeñas muestras de plutonio y de productos de fisión, sobre los que Goldschmidt había trabajado durante el verano anterior.

Bajo la dirección de Groves, el ritmo y la naturaleza del programa americano evolucionaron rápidamente. Se emplearon decenas de miles de personas en programas de urgencia para producir U-235 y Pu-239. En gran medida, la historia pasa a ser la de una serie de vastos proyectos llevados a cabo por contratistas industriales, quienes a menudo tendían a eclipsar a los científicos. Pero aún quedaban por materializarse muchas contribuciones vitales por parte de los científicos, como se verá en los siguientes capítulos.

Capítulo VIII
Separación de los isótopos del uranio

Una de las primeras actuaciones del general Groves fue la adquisición de una gran extensión de terreno en Tennessee, que había sido elegido como lugar de producción. Allí fueron construidas por firmas industriales, mediante contratos con el Ejército, una planta de difusión gaseosa (K-25) y otra de separación electromagnética (Y-12), así como una gran central energética, junto con una miniciudad completa y laboratorios de investigación, que más tarde se convertiría en el mundialmente famoso centro Oak Ridge National Laboratory (ORNL). Las plantas se hallaban a una distancia de siete millas una de otra y en valles distintos, de forma que un accidente en una no pudiera afectar a la otra.

La práctica usual con un nuevo proceso es comprobarlo primero a escala reducida en una planta piloto, y sólo después se traslada a la escala real. Así se descubren dificultades imprevistas que se resuelven antes de llegar al diseño final. Las plantas que Groves tenía que construir eran tan originales que en condiciones normales tal forma de proceder habría sido considerada como doblemente necesaria. Pero entonces la supuesta carrera contra los nazis pudiera haberse perdido.

Se tomó la decisión de saltarse la planta piloto, comenzando por la de difusión y siguiendo después por la electromagnética. Groves afirmó estar en disposición de ganar terreno de esta forma debido en parte a su gran confianza en la capacidad de Lawrence. No obstante, era un camino seguro para encontrar dificultades y éstas aparecieron en toda su plenitud.

La planta electromagnética Y-12 fue la primera en salir adelante. La construcción empezó en febrero de 1943 y la primera unidad estaba lista en agosto. La investigación correspondiente se había realizado en el laboratorio de Lawrence en Berkeley y allí los científicos estaban muy bien integrados con las firmas involucradas. Cincuenta de ellos fueron transferidos a Tennessee Eastman, que era quien debía hacer funcionar la planta.

La planta Y-12 tenía que tomar uranio natural, conteniendo tan sólo el 0,71% del deseado isótopo U-235, y obtener a partir de él U-235 casi puro, en un grado superior al 90%, que era lo que los diseñadores de la bomba deseaban. Inicialmente, Lawrence esperaba conseguirlo en una sola etapa, pero para Groves esto era excesivamente optimista, por lo que la planta Y-12 fue diseñada para un proceso en dos etapas. En la primera, llamada alfa, se conseguiría un enriquecimiento de alrededor del 15%, y en la segunda, beta, se completaría el proceso. El factor veinte de enriquecimiento aproximado en las unidades alfa implica que alrededor del 95% del isótopo U-238 no deseado ha sido eliminado, y sólo subsiste alrededor del 5% (fig. 11), de modo que las unidades beta habrían de tratar mucho menos uranio que las alfa, por lo que podrían ser considerablemente más pequeñas. Eventualmente, hay que hacer constar que existían nueve unidades alfa (“pistas”, como eran llamadas por su aspecto global), cuyo producto podría ser tratado por ocho unidades beta.

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Fig. 11. Composición del uranio en la separación electromagnética. El proceso esencial tenía lugar en unos ingenios llamados “calutrones”, en los que los átomos de uranio atravesaban una zona de alto vacío bajo la influencia de campos eléctricos y magnéticos que separaban los átomos de U-235 de los de U-238. El material separado entonces era recogido, por ejemplo, en cavidades especiales, de las cuales se extraía cada cierto tiempo.

Una idea del tamaño y la complejidad de la planta se puede tener indicando que necesitaba 22.000 operarios para funcionar. Cada pista de una unidad alfa contenía no menos de 96 compartimientos, en los que se alojaban los “calutrones”, y medían 35 metros de largo, 23 de ancho y 5 de alto (lámina 13). Hasta entonces nadie había creado zonas tan vastas con un elevado grado de vacío, por no hablar de los enormes electroimanes, que necesitaban unas 100.000 toneladas de cobre, en detrimento de otros proyectos del tiempo de guerra. Para superar la última dificultad, se utilizó plata como elemento sustitutivo; se tomaron prestadas 86.000 toneladas del Tesoro, que fueron devueltas, con sólo escasas pérdidas, después de la guerra.

En cierto sentido, el proceso era muy poco eficiente: tan sólo alrededor de un 10% de los átomos de uranio que se inyectaban en los “calutrones” llegaba a los colectores. El resto se dispersaba por todo el dispositivo y su recuperación implicaba una delicada tarea de desmantelamiento de las piezas del equipo y su posterior tratamiento mediante ácidos apropiados.

Esto requería una gran planta química. Además, se necesitaban otras operaciones químicas para preparar el uranio en la forma especial requerida para alimentar a los “calutrones” (tetracloruro de uranio) y para purificar y procesar los isótopos separados en los colectores. Al principio, los físicos de Berkeley prestaron sólo una mínima atención a la química, pero la decisión de adoptar un proceso de enriquecimiento en dos etapas en Y-12 les hizo darse cuenta de su importancia y de las dificultades inherentes. El uranio dispersado por el montaje en las unidades beta era el valioso uranio parcialmente enriquecido preparado con tanto esfuerzo en las unidades alfa. Resultaba vital su recuperación y su posterior inyección en las unidades beta otra vez.

Tras inspeccionar Y-12 en mayo de 1943, Lawrence dijo a sus colegas de Berkeley: « Cuando ves la magnitud de esta operación, te despiertas y tomas conciencia de que queramos o no las cosas van adelante... Va a ser una terrible labor poner en funcionamiento aquellas pistas según el calendario previsto. Pero tenemos que hacerlo. »

Ciertamente, aquello resultó ser una "terrible labor", que requirió todo el entusiasmo de Lawrence para lograr que el proyecto avanzara y para dar moral en los sombríos períodos de decepción.

La primera unidad alfa se inauguró a finales de 1943; después de unas pocas horas de funcionamiento comenzó a marchar erráticamente y por último se paró. Había cortocircuitos en los electroimanes. Éste fue el primero de una larga serie de fallos en el dispositivo. Resultaba enormemente frustrante el que algún pequeño problema —un ratón, en una ocasión— supusiera tener que abrir un compartimiento, reparar la avería y luego vaciarlo durante muchas horas. No obstante, la segunda unidad alta produjo material para trabajos experimentales a principios de 1944, y gradualmente los inconvenientes fueron siendo eliminados.

Los científicos eran solicitados continuamente para diagnosticar y resolver problemas; no ocurría como en otras áreas, donde iban quedando lentamente marginados por los especialistas industriales. Aún más, tras el Acuerdo de Quebec de 1943, se vieron reforzados por unos treinta y cinco científicos de Gran Bretaña, cuya llegada fue muy bien recibida, quedando totalmente integrados en el proyecto y oscilando libremente entre Berkeley y Oak Ridge. Oliphant se hacía cargo de la dirección cuando Lawrence se ausentaba de Berkeley.

Entre tanto, el programa de difusión gaseosa seguía sus incidencias. Dunning, de la Universidad Columbia, había establecido ya contactos con la Compañía M. W. Kellogg con miras al desarrollo del equipamiento necesario para una planta, y a finales de 1942 esta firma fue requerida para asumir la responsabilidad del diseño de la planta. Con este propósito se creó una nueva filial, la Compañía Kellex, dirigida por Percival C. Keith. Para operar en la planta se llegó a un acuerdo con la gigantesca Union Carbide and Chemicals Corporation. La nueva planta también iba a ser un gigante: la construcción que la albergara sería la mayor del mundo.

Para las firmas implicadas una cosa era concertar estos acuerdos, y otra llevarlos inmediatamente a la práctica, en tanto que el diseño de las componentes básicas quedara tan vago. Por ello gran parte del esfuerzo durante 1943 se dedicó a la probatura de distintas unidades, algunas bastante grandes. El trabajo de construcción de la planta K-25 no comenzó hasta mediados de 1943, con claro retraso respecto a Y-12.

El problema que se presentó con obstinación máxima fue el de la producción de las membranas de difusión, o barreras, de las que dependía todo el proceso. La barrera debía ser porosa, como un puchero de barro, y los miles de millones de poros debían ser, aunque microscópicos, razonablemente uniformes en su tamaño; un poro grande podía representar un agujero por donde las moléculas de hexafluoruro de uranio podrían pasar sin que tuviera lugar ninguna separación de isótopos. Por otro lado, la barrera debía ser robusta, capaz de resistir la presión necesaria para forzar el paso del gas a través de ella, y los poros no deberían quedar obstruidos como consecuencia de la corrosión. Los científicos probaron cientos de materiales, muy específicamente preparados a tal objeto, tratando de conseguir la conjugación de las fuertes exigencias requeridas. Se necesitaban millones de pies cuadrados, si bien durante un largo período de tiempo la fabricación de sólo unas cuantas pulgadas cuadradas resultaba arriesgado y poco fiable. En la segunda mitad del año 1942 el níquel había sido reconocido como una buena barrera natural, capaz de resistir la corrosión por hexafluoruro de uranio, pero ¿cómo podía manufacturarse en la forma porosa necesaria?

El laboratorio de Urey en la Universidad Columbia, conocido como el laboratorio SAM (siglas de "Materiales Sucedáneos de Aleaciones”) desde mayo de 1943, se enfrentó con el problema. Al contrario que los científicos de Berkeley que trabajaban en Y-12, Urey y su equipo tendieron a permanecer en el anonimato, aislados de los problemas de las firmas que tenían que construir y hacer funcionar las plantas de producción. Parcialmente se debió a que existía una clara línea divisoria en ese campo entre la investigación y la actuación industrial, pero también fue cuestión de personalidad. Lawrence en Y-12 rezumaba confianza, y en cambio Urey a menudo se desmoralizaba. Lawrence hizo lo que era necesario para que el proceso siguiera adelante; Urey se concentró en la ciencia. Aún más, Urey acabó enemistándose con Keith, el director de la Compañía Kellex, que debería haber sido su aliado.

Hacia el otoño de 1943 aún no se había obtenido ninguna solución definida para el problema de las barreras. Fue entonces cuando el Acuerdo de Quebec permitió a Groves recurrir a los británicos, que habían dedicado mucho esfuerzo a su propio proyecto de difusión gaseosa, aunque no habían pensado aún en diseñar ninguna planta industrial. Peierls fue destinado como asesor de Kellex; una misión británica visitó Estados Unidos en el invierno de 1943-44; y varios científicos e ingenieros británicos colaboraron en el proyecto americano durante algunos meses de 1944. La colaboración tuvo, no obstante, mucho menos éxito que en el caso del proyecto de separación electromagnética. El equipo británico tenía sólidos puntos de vista sobre cómo debería ser una planta de difusión gaseosa, pero los americanos ya estaban comprometidos con un diseño propio por la suma de decenas de millones de dólares. Los británicos se acercaron al proyecto K-25 con cierta objetividad científica, mientras los americanos sabían que habían de realizar el trabajo con urgencia, pasara lo que pasara. No obstante, resultó valioso para los ingenieros de la Compañía Kellex revisar todos los aspectos de la planta con un grupo nuevo y entendido.

En cuanto al problema crucial de la barrera, los británicos no tenían ninguna fórmula mágica que ofrecer. Los americanos disponían de dos candidatos: la “barrera Norris-Adler”, una especie de red plana de níquel con gran número de agujeros diminutos, que había sido objeto de estudio durante dieciocho meses por parte del equipo de Urey, y la “barrera Johnson”, recientemente desarrollada por Keith en la Kellex, constituida por polvo de níquel en forma de un compacto poroso. Una planta de producción para las barreras Norris-Adler ya estaba en construcción, pero las membranas resultaban aún demasiado frágiles, difíciles de soldar y de rendimiento variable. Las barreras Johnson tenían éxito cuando se construían manualmente, pero no se había logrado diseñar ningún método de producción en gran escala.

Keith pensó que era una locura insistir con las barreras Norris-Adler, a las que llamaba despectivamente “cortinas de encaje”. Urey consideraba un disparate cambiar repentinamente la investigación y dirigirla hacia un campo nuevo y relativamente poco contrastado; si no se lograba fabricar las barreras Norris-Adler de forma apropiada, el proyecto K-25 debería ser completamente abandonado. Urey se mostraba tenso y desanimado por aquellos días, obligando a Groves a echar sobre otros hombros las responsabilidades principales.

Groves mantuvo ambas líneas de investigación todo el tiempo que le fue posible, pero a principios de 1944 se vio obligado a tomar una decisión. En una reunión crucial entre todos los grupos, incluidos los británicos, los ingenieros de la Kellex propusieron desmantelar toda la maquinaria instalada para fabricar las barreras Norris-Adler y destinar miles de operarios a la elaboración de las barreras Johnson mediante un simple proceso manual. Los británicos mostraron su escepticismo, y uno de ellos llegó a decir que «algo parecido a un milagro» era lo que se iba a necesitar, pero Groves aceptó el plan de Kellex; la audaz decisión se justificó por sus resultados. Se podía considerar como un premio de consolación para los británicos el hecho de que una factoría de Gales fuera la encargada de proporcionar gran parte del polvo de níquel de altísima calidad que se necesitaba.

El desarrollo de barreras adecuadas había absorbido los esfuerzos de cientos de científicos y de ingenieros de producción. La planta de difusión K-25 interrumpió su funcionamiento en tanto no se resolviera el problema, el cual se solucionó a una escala significativa hacia finales de 1944, entrando en funcionamiento las unidades de K-25 nada más obtenerse las barreras. El 20 de enero de 1945 fue posible alimentar las primeras unidades con hexafluoruro de uranio.

Después de las barreras, las bombas fueron los componentes más difíciles de diseñar. Debían hacer circular convenientemente el corrosivo hexafluoruro de uranio a altas velocidades durante largos períodos de tiempo, y tenían que ser completamente estancas, aunque no existía lubricante que pudiera resistir al hexafluoruro y fuera totalmente hermético. Un diseño nuevo y satisfactorio se consiguió finalmente en la primavera de 1943.

En la medida en que los proyectos de la K-25 y de la Y-12 se retrasaban surgió la idea de unirlas en un tándem. Habían sido concebidas como alternativas, capaz cada una de llevar a cabo todo el proceso de enriquecimiento, de forma que si una fracasaba la otra podría tener éxito. La nueva idea fue utilizar la planta de difusión gaseosa, K-25, para un enriquecimiento limitado inicial del uranio y alimentar con el producto resultante la planta electromagnética. Y-12, donde se completaría la operación. Cada planta se emplearía en las condiciones más ventajosas: la K-25 trataría grandes cantidades de material, que debería ser procesado a la salida, y la Y 12 operaría con pequeñas cantidades de uranio parcialmente enriquecido. Además, los estadios finales de la operación en la K-25 podían ser suprimidos ahora, con lo que se podía construir una planta menor a la inicialmente prevista.

La combinación de K-25 e Y-12 constituyó la esperanza que ilusionó a todos durante 1943, pero a principios de 1944 el escaso avance logrado llevó a un marcado desaliento. No obstante, apareció otra posible salida. Abelson había continuado su trabajo en difusión térmica líquida, a pesar de que el tema había quedado prácticamente relegado del proyecto Manhattan. El método empleado partía de la inyección de hexafluoruro de uranio líquido en un tubo (anular vertical que se calentaba exteriormente mediante vapor y cuyo interior se enfriaba con agua. Como sucedía en la difusión gaseosa, el isótopo más ligero se concentraba en las proximidades de la superficie caliente, por la que tendía a ascender, y el más pesado se desplazaba, en sentido descendente, hacia la superficie fría. La Armada, interesada en la aplicación de la energía nuclear a los submarinos, financió el trabajo de Abelson. quien en 1941 se trasladó desde la Oficina Nacional de Pesos y Medidas de Washington al Laboratorio de Investigación Naval en Anacostia, parcialmente por razón de la mayor facilidad de utilización de vapor para calentar sus tubos. En enero de 1944 se comenzó la construcción de una planta en el Centro Náutico de Filadelfia, y Abelson confió en comenzar la producción de material enriquecido a una escala pequeña, pero significativa, hacia el mes de julio.

Existía muy poco contacto con el Proyecto Manhattan, por lo que la Armada no participaba de los planes secretos. No obstante, hasta Groves llegaron indirectamente noticias del trabajo de Abelson en abril de 1944. Su equipo hizo un rápido estudio del proceso y el 27 de junio se firmaba un contrato con la Compañía H. K. Ferguson para la construcción en noventa días de una planta de difusión térmica en Oak Ridge. La firma decidió que en tan corto espacio de tiempo lo único que podía hacer era levantar veintiuna copias exactas de la planta del Centro Náutico. El proyecto pasó a denominarse S-50. Una buena parte de la nueva planta funcionaba en octubre, enviando cantidades simbólicas de uranio ligeramente enriquecido a Y-12, cumpliéndose más o menos el plazo de los noventa días La planta completa entró en pleno funcionamiento en marzo de 1945.

La planta S-50 sólo conseguía elevar la proporción de U-235 desde el 0,71% del uranio natural hasta el 0,86%, lo que puede parecer un aumento irrelevante. No obstante, esto supone que al reemplazar el producto de S-50 al uranio natural como alimentación de las plantas Y-12 o K-25, la cantidad de U-235 procesado en la segunda planta aumenta en un 21% aproximadamente, lo que equivale a un aumento del 21% de su capacidad. Esto resultaba importante a la hora de contar los kilogramos necesarios para lograr la primera bomba de U 235.

Ahora Groves contaba con tres posibilidades, incompletas, y no del todo fiables, aunque cada una en grado diferente, y todas mejorando paulatinamente su efectividad. El problema en 1945 consistía en cómo combinar las tres para su mayor rendimiento.

En un principio, el producto final de S-50 se introducía directamente en Y-12. Pero el 12 de marzo, cuando ya se había comprobado que K-25 podía proporcionar material con un 1,1% de enriquecimiento, ésta fue interpolada en la cadena que iba desde S-50 hasta K-25, de aquí a las pistas alfa de Y-12, para acabar en las beta. Otra mejora notable se logró el 10 de junio al conseguirse en K-25 un enriquecimiento del 7%, que era suficiente para alimentar directamente las unidades beta de Y-12, obviando las alfa. El paso definitivo de llevar a cabo todo el proceso de enriquecimiento en K-25, prescindiendo de S-50 y de Y-12, no se podía dar porque las fases finales de separación en K-25 habían sido desmanteladas cuando se introdujo el tándem K-25/Y-12; el máximo enriquecimiento que se lograba en K-25 era del 20% aproximadamente. Después de la guerra, sin embargo, el proceso completo se realizó en una planta de difusión; resulta más sencillo y barato que conectar una planta electromagnética para los estadios finales.

Una vez el procedimiento en marcha, las plantas de Oak Ridge procesaron varias decenas de toneladas de uranio natural para producir en unas semanas los 60 kg de U-235 de la bomba de Hiroshima.

Capítulo IX
La fabricación de plutonio

La investigación alternativa sobre el plutonio se realizó paralelamente a la de separación del uranio, aunque casi completamente independiente de la anterior. Fue así porque Groves impuso el principio de “compartimentación” Cada cual debía trabajar en su “compartimiento” y su conocimiento acerca de otros debía limitarse a lo estrictamente necesario para el avance propio. El método era bueno desde el punto de vista de la seguridad, pero significó la ausencia de las provechosas discusiones, aunque en la práctica se mantuvo cierta tolerancia. El “Met. Lab.” de Chicago fue destinado a realizar trabajos sobre el programa del plutonio y se mantuvo ignorante sobre el del U-235. Los dos programas se relacionaban en la cima, al nivel de Bush y Groves, y más tarde habrían de convergir otra vez en la etapa del diseño de las bombas.

El trabajo de Fermi y sus colaboradores sobre el reactor de uranio y grafito constituyó el fundamento esencial, sin el cual no hubiera existido la alternativa del plutonio. En julio de 1941 disponían de suficiente uranio y grafito de calidades aceptables para comenzar la construcción de una serie de estructuras subcríticas siguiendo la línea, por ejemplo, del trabajo inicial francés con sistemas de uranio y agua. A éstos los americanos les llamaron “experimentos intermedios”, y se realizaron un total de treinta con mejoras sucesivas en el diseño y en la calidad de los materiales, hasta que llegó el momento de intentar la construcción de una estructura crítica, de un reactor automantenido. El nivel de éxito en cada etapa lo indicaba el factor de multiplicación de neutrones, el valor de Je, como ya se indicó en el capítulo IV.

Generalmente se acudía a una disposición reticular. Fermi comenzó con una red construida a partir de bloques de grafito en los que se incrustaban cajas metálicas rellenas de óxido de uranio. La estructura completa formaba un cubo que contenía unas siete toneladas de óxido. Aunque se observó alguna multiplicación de neutrones, el valor de k era 0,87; el resultado no fue particularmente alentador. Fermi sospechó la existencia de impurezas en el óxido, y los análisis químicos le dieron la razón. Con uranio puro y otras mejoras, los valores medidos para k ascendieron poco a poco. La introducción de grafito de mejor calidad en mayo de 1942 proporcionó un valor k = 0,995, muy poco por bajo del valor clave uno. Finalmente, en julio de 1942, se obtuvo un valor superior a la unidad: Je = 1,007. Esto supuso la posibilidad de una estructura crítica que debería ser muy grande, salvo que se consiguiera hacer crecer aún más el valor de Je.

Para la última fase, en el verano de 1942 el equipo se trasladó al “Met. Lab.” de Chicago, donde se reunió con otro grupo dirigido por Samuel K. Allison, que también había estado llevando a cabo experimentos intermedios.

Se pensó que el éxito estaba al alcance de la mano y que dependía principalmente de los materiales. El metal de uranio, por ejemplo, parecía superior al óxido de uranio. El metal puro, no obstante, resultó ser difícil de preparar en cantidad, y aunque varios fabricantes estaban dedicados a la tarea, no estuvo disponible hasta noviembre. Incluso entonces sólo había cantidad suficiente para el centro de la estructura, y hubo de utilizarse óxido para la parte exterior. Experimentos intermedios daban Je = 1,07 para una red de metal y grafito, y Je = 1,04 y 1,03 para redes de óxido de alta pureza y grafito (de dos clases diferentes), de forma que el pronóstico era excelente.

La construcción de la estructura crítica comenzó tan pronto como el metal estuvo disponible. El lugar era un pequeño y antiguo terreno bajo un campo de fútbol en el centro de Chicago, y se eligió con preferencia a otro lugar más aislado que se estaba acondicionando en Argonne Forest, fuera de la ciudad, con el fin de que el experimento pudiera realizarse sin retraso. Fermi aseguró que la reacción en cadena no se descontrolaría, basando su afirmación en el hecho de que una pequeña proporción de los neutrones no aparecen inmediatamente tras la fisión, sino que se retrasan, algunos hasta un minuto y más. Si sólo existen los neutrones suficientes para que las cadenas se automantengan, estos neutrones retrasados constituirán el factor clave que determinará con qué rapidez se ramifican las cadenas y con qué velocidad aumenta el número de neutrones. El tiempo característico del proceso puede ser del orden de minutos y hasta de horas, de modo que hay tiempo suficiente para tomar medidas. Una varilla de control, que absorbe neutrones, puede introducirse en la estructura o, en caso de emergencia, lanzarse con la simple ayuda de la gravedad hasta el interior del dispositivo.

La historia del experimento final de Fermi se hizo pública con toda suerte de detalles cuatro años después, y la descripción que sigue da cuenta de los puntos más sobresalientes.

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Fig. 12. CP-1, el primer reactor nuclear artificial. La estructura principal estaba formada por una red de uranio y grafito. Fermi dirigió el experimento desde el balconcillo. El hombre del suelo sacaba una varilla de control de cadmio poco a poco. Sobre el techo del reactor había personal dispuesto para derramar una solución de cadmio en la estructura, si se perdía el control del mismo.

El 2 de diciembre todo estaba preparado (fig. 12). La estructura estaba construida y su funcionamiento solo podía detenerse mediante la varilla de control, una especie de bastón de madera con cadmio incrustado. A las 10:37 Fermi ordenó la primera retracción de la varilla a lo largo de una pequeña distancia. Los instrumentos de medida registraron un aumento del número de neutrones y a continuación se estabilizaron. Fermi aclaró que esto era lo que cabía esperar. La varilla se siguió retirando poco a poco durante todo el día, y cada vez el número de neutrones crecía y se estabilizaba. Finalmente, a las 15:25 Fermi dijo: «Avancémosla otro paso. Esto va a funcionar. A partir de ahora se automantendrá. La señal aumentará y continuará aumentando. No se estabilizará.» Durante los veintiocho minutos que siguieron el conjunto de científicos e ingenieros pudieron observar el continuo crecimiento del número de neutrones. A las 15:53 la evidencia pareció definitiva, y Fermi ordenó detener el experimento. Los presentes brindaron por el éxito, aunque preguntándose si los alemanes no lo habrían alcanzado primero.

La demostración había sido impresionante en extremo. Los ingenieros presentes quedaron convencidos de que aquello no era una loca fantasía científica, sino un dispositivo susceptible de control preciso que ellos podían asumir y desarrollar. El seguro comportamiento de Fermi, a pesar de su carácter precavido en sentido científico, acrecentó este sentimiento.

En su libro Atomic Quest, Compton ha narrado las reacciones de algunos de los presentes. Sobre Crawford H. Greenewalt, de 40 años y destinado a convertirse en unos pocos años en el director de la gran firma Du Pont, afirma: «Sus ojos estaban atónitos. Había visto un milagro.» Entre los que contrastaban con lo anterior estaba Volney C. Wilson, un joven físico idealista, serio y con talento. De él Compton escribe:

«Estaba entre los que esperaban sinceramente que, aunque fuera en el último momento, surgiría algún fallo que hiciera imposible obtener la reacción en cadena. La posibilidad de destrucción que ello implicaba constituía una pesadilla con la que encontraba muy duro convivir... Pero Volney era un buen soldado. Sabía que si las armas atómicas podían construirse teníamos que aseguramos de ser los primeros... pero su rostro reflejaba su conflicto interno.»

Sobre sí mismo, Compton no hace referencia a ningún conflicto de este tipo, ni a poner en duda el objetivo del proyecto Manhattan.

Tras el éxito de aquel día. Compton telefoneó a Conant. Para transmitirle las noticias sin romper el secreto, le dijo con palabras hoy famosas: «Jim, te interesa saber que el navegante italiano acaba de tomar tierra en el nuevo mundo.»

«¿De verdad?», fue la respuesta excitada de Conant. «¿Estuvieron cordiales los nativos?»

«Todos tomaron tierra sanos y salvos», replicó Compton.

Existe una placa en la Universidad de Chicago para conmemorar el éxito del trabajo. Dice simplemente:

EL 2 DE DICIEMBRE DE 1942 EL HOMBRE CONSIGUIÓ AQUÍ LA PRIMERA REACCIÓN EN CADENA AUTOMANTENIDA Y CONSIGUIENTEMENTE SE INICIÓ LA LIBERACIÓN CONTROLADA DE ENERGÍA NUCLEAR

El reactor que ellos habían construido, conocido como CP-1, fue una maravillosa nueva herramienta para Fermi. Nadie había dispuesto con anterioridad de un reactor. Toda clase de experimentos interesantes podían realizarse ahora muy rápidamente. Eran unos días tan embriagadores como aquellos de 1934 en Roma, cuando se descubrieron los neutrones lentos.

Había mucho que aprender sobre el reactor mismo, lecciones que resultaron inestimables para los grandes reactores de producción de plutonio que estaban en puertas. Por ejemplo, se demostró que el CP-1 presentaba una propiedad automática de seguridad: si se calentaba, él mismo tendía a detenerse. También podía ser utilizado para comprobar la conveniencia de materiales alternativos para reactores, incluidas muestras de uranio y grafito, mediante su simple introducción en el reactor y la medida de su efecto en el nivel de neutrones; esto resultaba mucho más rápido que los métodos de los que se disponía con anterioridad.

Después de tres meses, el CP-1 fue desmantelado y reconstruido como CP-2 en el nuevo edificio preparado para ello fuera de Chicago. Este fue el comienzo del Laboratorio Nacional de Argonne, que tanto ha contribuido al avance de la física nuclear.

Con antelación al éxito del CP-1, hacía algunos meses que se había comenzado a planificar la producción de plutonio. Como sucedió con el trabajo sobre el U-235, este anómalo método de avance era necesario si el producto final había de llegar a tiempo.

Los reactores para la producción de plutonio tenían que ser mucho más complicados que el CP-1. Por ejemplo, generarían un millón de veces más calor, por lo que requerirían refrigeración. También debían disponer de algún medio para retirar el uranio una vez enriquecido, de forma que pudiera ser enviado a una planta química para extraer su contenido de plutonio. Todo esto suponía la introducción de materiales adicionales en la estructura y éstos podrían absorber neutrones; para compensar este efecto, el reactor se había de construir de tamaño mayor. El “Met. Lab.” fue el primero del mundo en enfrentarse a estos problemas.

A finales del verano de 1942 existían tres diseños competitivos. El Consejo de Ingeniería del “Met. Lab." tenía un proyecto basado en un refrigerador de helio. Wigner propuso una refrigeración por agua, en tanto que Szilárd sugería bismuto líquido, una elección exótica que, no obstante, presentaba importantes ventajas. Los tres refrigerantes eran muy diferentes, lo que implicaba que muchas otras características de los diseños respectivos también lo serían.

Simultáneamente al trabajo sobre el reactor, el equipo de Seaborg, también en el “Met. Lab.”, se dedicaba a estudiar la forma de recuperar el plutonio del uranio del reactor. Utilizando las pequeñísimas cantidades de plutonio obtenidas a partir del ciclotrón, exploraron muchos métodos de separación posibles, y eventualmente se inclinaron por uno ideado por Stanley G. Thompson, uno de los colaboradores de Seaborg en Berkeley. (Se basaba en la precipitación del fosfato cíe bismuto.)

Hasta este punto nadie estaba más capacitado para llevar a cabo la investigación y la planificación que el propio “Met. Lab.”, pero la transición a la escala industrial alteró la situación. Conant se lamentó ante los científicos de Chicago de que iban «tras elefantes con una cerbatana».

Era para entendérselas con “elefantes” para lo que se había creado el proyecto Manhattan en el otoño de 1942. Por ello participaban Groves y el Ejército en primer lugar, y después grandes firmas industriales.

Du Pont se adhirió por la presión de Groves, pero con los ojos abiertos, para encargarse de la fabricación del plutonio. Uno de sus vicepresidentes. Charles Stine, informó a sus superiores acerca del carácter esencial del plutonio para la seguridad nacional y continuó hasta decir, «nuestra firma es la única que puede realizar la tarea. Debemos hacerlo, aun cuando ello pueda significar el fin de nuestra compañía».

Aunque el “Met. Lab." aceptó a Groves y al Ejército sin grandes objeciones —después de todo, en tiempo de guerra hay que esperar que los militares estén alrededor—, algunos de sus miembros se ofendieron por la intromisión de Du Pont. Los científicos refugiados, recelosos ante la gran industria, ya habían contribuido a una “rebelión” en el laboratorio a propósito de la participación de la firma de Stone y Webster. Ahora se añadía el temor a quedar relegados ante un futuro excitante como el representado por el programa del plutonio.

Para Compton, por el contrario, que tenía la responsabilidad de acabar con éxito el trabajo, «fue una dicha estar trabajando entonces con el primer equipo de la nación».

La compañía Du Pont tenía que construir, en primer lugar, plantas piloto, incluyendo un reactor y una planta de separación química, y además plantas de producción. Los locales de Oak Ridge en Tennessee podían utilizarse para lo primero, pero para el resto parecían necesarios unos espacios más amplios en una zona escasamente poblada. Un estudio en diciembre de 1942 sirvió para elegir Hanford; en un gran meandro del río Columbia, en el estado de Washington, al noroeste, donde se acondicionaron 600 millas cuadradas de semidesierto.

Una de las primeras decisiones que Du Pont hubo de adoptar fue la elección entre los diseños de reactor presentados, y Szilard criticó especialmente la tardanza en tomar una determinación. Pero se trataba de una decisión crucial, y un error podía significar la pérdida de mucho tiempo. La idea de refrigerar mediante agua, propugnada por Wigner, acabó imponiéndose a principios de 1943. El diseño consistió en un bloque de grafito con tubos de aluminio que lo atravesaban horizontalmente. Rellenando la mayor parte del espacio de los tubos se encontraban unos cartuchos de uranio metálico envueltos herméticamente en envases de aluminio, y el agua refrigeradora había de discurrir por las estrechas cavidades comprendidas entre lingotes y la pared interior de los tubos. A su debido tiempo se detendría el reactor y el uranio envasado sería impulsado hacia los extremos de los tubos, desde donde caería en un tanque profundo con agua en el que esperaría tratamiento químico. El agua del tanque protegería a los operarios de la radiación de los cartuchos.

Mientras que la idea fundamental sobre este reactor se originó en el “Met. Lab”, la ingeniería correspondiente se diseñó en la oficina central de la firma Du Pont en Wilmington (Delaware). La acción se trasladó rápidamente a Wilmington y a las plantas, a Oak Ridge y a Hanford. «Les gustase o no a los científicos de Chicago, el “Met Lab.” se había convertido en un centro vital, pero claramente subordinado a la organización Du Pont, de la que era una especie de filial.» Wigner se sintió tan desanimado que incluso pensó en presentar su dimisión, pero Compton le convenció para que, en lugar de hacerlo, se tomase un mes de vacaciones.

En esta difícil coyuntura, llegó un resurgimiento del interés por el agua pesada. En 1942, se había tomado la decisión, en colaboración con el gobierno canadiense, de fabricarla en Trail, en la Columbia británica. Se debió en parte a la insistencia de Urey para el caso en que el grafito no resultara un moderador satisfactorio. La firma Du Pont se mostró también favorable ante la perspectiva de un reactor de agua pesada y Groves les dio autorización para construir tres plantas de agua pesada en Estados Unidos.

Así Compton pudo ofrecer a sus descontentos físicos una nueva misión a la que dedicar sus energías: el diseño de un reactor de agua pesada. A Fermi le llegaron 15 kg del precioso material, desde Trail, a fínales de la primavera de 1943, y cuando probó con él quedó entusiasmado al descubrir que apenas absorbía neutrones. El optimismo aumentó rápidamente y Urey, en aquella época desanimado por los resultados de la separación de isótopos del uranio mediante la difusión gaseosa, vio en el reactor de agua pesada la única posibilidad para lograr una bomba.

Los científicos creyeron que entre tanto la firma Du Pont había perdido el hilo de la investigación a causa de sus propias formalidades. No podían comprender por qué se empleaba tanto tiempo en el diseño del reactor de grafito refrigerado por agua. Los planes de la compañía les parecían demasiado sofisticados y conservadores, cuando la necesidad urgente era la obtención del plutonio.

La situación podía estallar con más violencia que nunca. Para evitar el peligro. Groves solicitó una revisión por un comité especial, lo que tuvo lugar en agosto de 1943. Salieron a relucir las quejas y se aprobó un programa limitado sobre agua pesada, que incluía la construcción de un reactor experimental de agua pesada, que sería conocido como CP-3 en los locales del “Met. Lab.” en Argonne. Pero las líneas maestras del programa para la bomba atómica permanecieron intactas, y no incluyeron ninguna posible variación basada en un reactor de agua pesada. Aparte de otros motivos, la escala temporal para producir grandes cantidades de agua pesada resultaba demasiado amplia.

Mientras ocurría todo esto, los químicos hicieron grandes progresos en terrenos más apacibles. Seaborg y sus colaboradores no tenían los grandes prejuicios de los refugiados europeos ante las grandes firmas industriales y se llevaron bien desde el principio con sus oponentes de Du Pont. Es más, sus respectivos papeles eran claros y distintos, y había mucho trabajo químico excitante para el “Met. Lab.”. También parece cierto que los químicos son temperamentalmente más pragmáticos que los físicos; están menos dispuestos a percibir profundas rupturas de principios.

La compañía Du Pont construyó las plantas piloto de Oak Ridge durante 1943. Eran lo más pequeño y lo más simple que se podía pensar con miras a ensayar un proceso de producción de plutonio que produjera cantidades aprovechables del nuevo elemento. El reactor se diseñó para desarrollar un megavatio de potencia en forma de calor (equivalente a mil pequeños calentadores domésticos), lo que supone la producción de alrededor de un gramo de plutonio por día. Mejoras posteriores aumentaron varias veces esta proporción.

Puesto que un megavatio difundido por toda la estructura representaba aún un calentamiento relativamente bajo, se podía utilizar aire en lugar de agua como refrigerante. Los problemas de corrosión y transferencia de calor, de gran relieve en los principales reactores refrigerados por agua en Hanford, eran aquí relativamente simples, aunque el envasado de los cartuchos de uranio en aluminio como protección resultó delicado.

El reactor de Oak Ridge comenzó a funcionar el 4 de noviembre de 1943 y lo hizo con pleno éxito desde el principio. Tras unas cuantas semanas de funcionamiento, los primeros cartuchos de uranio fueron extraídos y se transportaron a la planta química el 20 de diciembre.

Esta planta era distinta de cualquier otra construida antes, porque tenía que operar con cantidades de radiactividad muy superiores a las habituales. Se necesitaba una sólida protección y toda la química se debía realizar desde el otro lado de la barrera. El dispositivo central consistía en un “cañón” que contenía una hilera de seis pesadas celdas de hormigón enterradas en sus dos terceras partes.

En cada celda se llevaba a cabo una operación del proceso y a continuación el material era transportado a la siguiente. Todo tenía que hacerse por control remoto. Por último se obtuvo plutonio suficientemente puro como para ser utilizado en un laboratorio ordinario, aunque con grandes precauciones contra su ingestión en el cuerpo. A pesar de la novedad extrema de la tecnología, y del hecho de que había que tratar químicamente tan sólo cantidades microscópicas de plutonio, la planta química tuvo tanto éxito como el reactor refrigerado por aire. En marzo de 1944 había producido varios gramos de plutonio.

Las instalaciones de Oak Ridge proporcionaron información y experiencia para las plantas definitivas de Hanford, donde originariamente se proyectó construir seis reactores y ocho plantas de separación química, pero posteriormente se rebajaron los números hasta quedarse en tres de cada uno. Los reactores se diseñaron para funcionar a un nivel de doscientos megavatios de potencia, frente al de un megavatio de Oak Ridge, por lo que se hacía necesaria la refrigeración por agua. También había en Hanford una planta para la fabricación de cartuchos de uranio. Por razones de seguridad, las diferentes plantas estaban separadas varias millas entre sí.

El acondicionamiento de los terrenos y la construcción comenzaron en el verano de 1943 y continuaron durante todo 1944 y 1945. Bajo la dirección del Ejército y de Du Pont, el proyecto avanzaba inexorablemente. La operación resultó de una envergadura colosal; hubo un momento en el que más de cincuenta y cinco mil personas vivían en los barracones de la zona. (La lámina 15 muestra una pequeña parte de las instalaciones durante el período de construcción.)

Todavía existían muchos problemas técnicos que requerían la colaboración de los científicos del “Met. Lab.”, no siendo el menor el del envasado de los cartuchos de uranio. Se trataba de un arduo problema en Oak Ridge, porque la cubierta tenía que resistir al agua en lugar de al aire, y permitir la transferencia de mucho más calor al refrigerante. Existía el temor, además, de que el fallo en un solo envase pudiera dejar a todo el reactor fuera de control. Henry S. Smyth cuenta cómo en sus visitas periódicas a Chicago «podía hacerse una idea aproximada del estado del problema del envasado de los cartuchos a partir de la atmósfera de pesimismo o de júbilo que se respirase en el laboratorio». El problema se resolvió justamente a tiempo para el primer reactor de Hanford. El 13 de septiembre de 1944 los constructores se retiraron y los operarios comenzaron a cargar los cartuchos en el primero de los reactores. Otra vez Fermi se puso al frente, como lo había estado aproximadamente dos años antes en Chicago. Durante los primeros días todo transcurrió con normalidad; el comportamiento del reactor, una vez insertados los cartuchos y retiradas las varillas de control, era considerablemente próximo al previsto. A las 2 del día 27 de septiembre el nivel de potencia era el más alto jamás alcanzado en cualquier otro lugar.

Una hora más tarde, sin embargo, la potencia descendió ligeramente sin ninguna razón aparente, por lo que los operarios comenzaron a preocuparse. El descenso continuó durante todo el día y a las 18,30 el reactor se detuvo solo completamente Comenzó a recuperarse al día siguiente, pero cuando volvió a alcanzar el nivel de potencia del día anterior, otra vez se detuvo. Ningún efecto de este tipo había sido observado antes en Chicago ni en Oak Ridge.

La explicación de este alarmante nuevo fenómeno se encontró de forma sorprendentemente rápida. Los físicos ya habían llamado la atención sobre el efecto de las numerosas especies formadas en el proceso de la fisión en la economía de los neutrones; eran conscientes de que si cualquiera de ellas resultaba ser un fuerte absorbente de neutrones podría interferir en la reacción en cadena. Analizaron el comportamiento del reactor de Hanford teniendo esto presente. El punto clave estaba en la recuperación del reactor, indicativo de que, si un absorbente de neutrones era el responsable, éste acababa por desaparecer en un día más o menos. Una búsqueda entre la información existente acerca de los productos de fisión radiactivos llevó a una especie (un isótopo del xenón de masa 135) cuyo ritmo de desintegración radiactiva (semivida de unas nueve horas y media) se ajustaba exactamente al de la recuperación del reactor.

Sólo se tardó dos días en llegar a esta conclusión. Greenewalt, de la firma Du Pont, telefoneó desde Hanford al “Met. Lab.” con las novedades justamente cuando los científicos se preparaban para volver a sus casas. Walter H. Zinn, el responsable de Argonne, retuvo a sus hombres con la idea de reproducir el fenómeno de Hanford en su propio reactor, el CP-3. Haciéndolo funcionar a toda potencia durante largos períodos de tiempo, lograron confirmar las observaciones de Hanford. El reactor CP-3, creado, parcialmente al menos, como resultado de las discrepancias de los físicos de Chicago el año anterior, se convirtió así en una ayuda inesperada para el programa principal.

Mientras el diagnóstico fue cuestión de los científicos, el remedio llegó a través de una decisión tomada por los ingenieros de Du Pont contra la dura resistencia de la oposición formada por los científicos. Con la cautela que les proporcionaba su experiencia industrial, habían insistido en construir los reactores de Hanford mucho más grandes de lo que ellos podían justificar lógicamente, “por si acaso”. Allí había espacio para muchos más cartuchos de uranio, y esto fue exactamente lo que hizo posible superar el efecto del “venenoso” xenón. De forma que la crisis se resolvió tan rápidamente como había aparecido.

No obstante, hubo un retraso debido al nuevo problema y a su solución. El funcionamiento del reactor a la máxima potencia se comprobó que presentaba más complicaciones de las que todos imaginaban, y resolverlas llevó hasta el final del año. En este tiempo el segundo reactor ya estaba funcionando y al tercero le faltaba poco.

La primera de las plantas químicas principales para el procesado de los cartuchos irradiados estaba lista exactamente cuando fueron descargados los primeros lingotes. Había sido diseñada a partir de la planta piloto de Oak Ridge, pero era de mucha mayor envergadura. Desde fuera parecía un enorme mostrador de hormigón de 25 m de longitud. En su interior contenía una hilera de cuarenta compartimientos altos de hormigón con galerías que recorrían por completo la edificación. La planta era un laberinto de depósitos, centrifugadoras, conducciones y demás, todo ello construido con una clase especial de acero inoxidable. Al igual que en Oak Ridge, todas las partes del proceso se realizaban a un lado de la pared de hormigón y eran dirigidas remotamente desde el exterior. Tan sólo la preparación de los opéranos para una planta tan inusual como ésta ya fue en sí mismo una tarea colosal.

Después de la extracción, el plutonio era traspasado a dos edificios más pequeños para su purificación definitiva y su manufacturación en una forma apropiada para el transporte (nitrato de plutonio sólido). Antes de finales de enero de 1945, el nuevo elemento comenzó a fluir de los edificios donde se procesaba en cantidades cada vez mayores. En el verano de 1945 ya se había producido un número de kilogramos suficiente para realizar una prueba de naturaleza explosiva y para la bomba de Nagasaki.

La firma Du Pont había asumido su compromiso en el otoño de 1942. La planta piloto de Oak Ridge construida por ellos estaba funcionando y produciendo plutonio justamente un año después, y la gran planta de Hanford, un año más tarde. Todo ello constituyó un asombroso récord de velocidad de acuerdo al ritmo propio de la época. Si se considera la novedad de la tecnología, la envergadura de las operaciones, y las limitaciones propias de los tiempos de guerra, todo ello resultó fantástico.

Capítulo 10
Las armas

¿Cuánto U-235 o plutonio se necesita para una bomba? ¿Qué poder destructivo tendrá? Éstas eran preguntas prácticas vitales, pero las respuestas posibles, al principio del proyecto Manhattan, eran vagas y continuaron siéndolo por algún tiempo largo.

Los británicos habían proporcionado algunas estimaciones preliminares sobre el U-235 en el informe MAUD sobre las bombas atómicas: 10 kg de U-235, de los cuales el 2% podría realmente explotar, liberarían la misma energía que 3.600 toneladas de TNT (aunque produciendo sólo la mitad de daño, como mucho).

Para lograr las estimaciones se requerían datos nucleares acerca de procesos con neutrones rápidos, en principio distintos de los datos por entonces mejor conocidos sobre procesos con neutrones lentos, con los que Fermi estaba tratando en su reactor de uranio y grafito. Medidas sobre neutrones rápidos se habían hecho en Cambridge y Liverpool para el programa MAUD en los años 1940-41, y en varias universidades americanas después, pero existían muchas discrepancias y no era fácil reunir un conjunto fiable de datos. Una de las dificultades era la de contar con muestras apreciables de uranio enriquecido y plutonio; de éstas no pudo disponerse hasta 1944, a partir de su producción en las plantas de Oak Ridge.

Todavía resultaba más difícil enjuiciar la eficiencia de la bomba. El informe MAUD había supuesto un 2%, pero entre los años 1941 y 1942 se habían pronosticado cifras que iban hasta un 10%. Lo que había de hacerse era estudiar exactamente lo que sucede en la fracción de segundo en que la masa supercrítica se reúne y explota; en particular, debía conocerse en detalle el comportamiento de los neutrones. La confianza tenía que depositarse casi por completo en los cálculos teóricos. No había posibilidad de experimentos a pequeña escala, ya que no se podía provocar ninguna explosión con menos de la masa crítica; una explosión de prueba había de hacerse necesariamente a una escala real.

En Estados Unidos la responsabilidad sobre las armas fue asignada inicialmente a Compton. Lawrence recomendó para esta tarea a un teórico de Berkeley relativamente joven, J. Robert Oppenheimer, y en mayo de 1942 Compton le puso al frente de un pequeño grupo en el “Met. Lab.”. Entonces este trabajo no se consideraba de envergadura; los optimistas afirmaban que era una tarea de tres meses para veinte físicos.

Oppenheimer tenía detrás un valioso equipo en Berkeley que trabajaba en la teoría de las explosionas nucleares; entre ellos se encontraba otro húngaro, Edward Teller. Este grupo aportó muy pronto una sorprendente idea nueva. Como físicos nucleares, ellos eran conscientes de que la energía podía ser liberada no sólo a través de la fisión de núcleos muy pesados, sino también por la fusión de núcleos muy ligeros, especialmente por isótopos del hidrógeno. Observaron que si los materiales que contenían los núcleos ligeros pudieran calentarse hasta alcanzar enormes temperaturas, del orden de las que hay en el interior del Sol, el proceso de la fusión podría ocurrir. También pensaron que una bomba atómica podría representar justamente una forma de obtener esas altísimas temperaturas. Este fue el comienzo de la idea de la bomba de hidrógeno, o “superbomba”, como se le pasó a llamar, aún más potente que la bomba atómica.

El trabajo sobre la “superbomba” hubo de esperar, pero provocó interés inmediato la sugerencia de Teller de que la explosión de una bomba atómica podía desencadenar el proceso de la fusión en el hidrógeno contenido en el vapor de agua en la atmósfera, o en el agua de los océanos. Podría tratarse de una explosión de violencia inimaginable que destruyera el mundo. Salvo que esta posibilidad pudiera descartarse sin ninguna ambigüedad, una bomba atómica jamás podría utilizarse.

Se hizo así necesario incluir estudios acerca de la fusión nuclear en el programa, preparando el camino para un desarrollo posterior de la “superbomba”. No obstante, la línea de investigación principal durante la guerra estuvo siempre representada por la bomba de fisión, que, en cualquier caso, era un requisito para la “super”.

En cuanto Oppenheimer pasó a ocuparse de su misión comenzó a descubrir su complejidad y su dificultad. En aquel verano de 1942 se comprobó que la nueva coordinación de los trabajos sobre neutrones rápidos, y otras tareas ampliamente diseminadas por Estados Unidos, así como el mantenimiento de las directrices, resultaba una labor sumamente ardua. La solución natural consistía en la dedicación al desarrollo de armamento de un laboratorio especial en el que, en opinión de Oppenheimer, deberían trabajar en estrecha colaboración unos treinta científicos, la mayor parte de ellos físicos.

A principios del otoño expuso la idea a Groves, quien inmediatamente la aceptó complacido. Esto suponía que la parte más delicada del proyecto Manhattan podía quedar localizada en una zona aislada, donde las normas de seguridad podían ser particularmente estrictas. Aún más, Groves vislumbró un papel más extenso para la estructuración que se proponía. No sólo la investigación, sino también el diseño y la fabricación de la bomba podía realizarse allí, e incluso la organización de las explosiones de prueba.

El lugar escogido, en noviembre de 1942, fue Los Álamos, al sur de las Montañas Rocosas. Se trataba de una region de volcanes extinguidos, aislada y un tanto exótica, que era conocida y amada por Oppenheimer desde su juventud. Cañones al norte y al sur dividen la zona en franjas aisladas de pequeñas mesetas. Acantilados, con frecuencia muy escarpados, hacen difícil el acceso excepto a través de unas cuantas rutas definidas. El lugar habitado más próximo, Santa Fe, se encuentra a unas treinta millas. A Groves, Los Álamos le pareció ideal.

¿Quién debía ser el director del nuevo laboratorio? ¿Oppenheimer, el teórico relativamente inexperto? ¿O alguien más práctico, de mayor prestigio, quizás un premio Nobel? Por otro lado, Oppenheimer había apoyado causas de izquierdas, y tanto su esposa como su hermano fueron en algún momento miembros del partido comunista. Durante unas semanas nadie pudo ofrecer a Groves un candidato mejor, salvo si se apartaba a Compton o a Lawrence de sus vitales misiones. Oppenheimer salió adelante con brillantez y, retrospectivamente, su contribución parece que fue indispensable. Uno de sus primeros ayudantes, John H. Manley, escribió sobre la «sorprendentemente rápida transformación de este teórico. Robert Oppenheimer, en un líder y administrador de máxima eficiencia». Para muchos “Oppie” se convirtió en un personaje carismático.

Había un interrogante acerca de él. Los servicios de seguridad le mantuvieron bajo vigilancia durante todo el año 1943 cada vez que abandonaba Los Álamos. El 12 de junio le vieron dirigirse a visitar a una vieja amiga y conocida comunista, Jean Tatlock; con la que pasó la noche. Cuando el 12 de septiembre fue interrogado sobre un antiguo intento de espionaje en Berkeley, se mostró poco dispuesto a proporcionar toda la información. En resumen, los datos del “dossier” sobre Oppenheimer representaban un ejemplo clásico de un caso de riesgo para la seguridad.

A pesar de esto, Groves, hombre absolutamente obsesionado por la seguridad, casi llegó a imponer la confianza en Oppenheimer, describiéndole como “absolutamente esencial”, y no cedió cuando se adujeron más adelante otras sospechas. Groves jamás dudó sobre la lealtad de Oppenheimer hacia su país. Ciertamente, aunque Groves puede que no lo supiera, Oppenheimer no habría estado dispuesto a transmitir secretos norteamericanos a la URSS, dado que en conversaciones con Plaçzek y otros físicos amigos que habían vivido en ese país le habían convencido de que era un territorio de terror y sufrimiento.

Durante todo este tiempo se estaba montando el laboratorio de Los Álamos. Las principales líneas del programa inicial estaban esbozadas en la primavera de 1943. Además de la física de los neutrones rápidos y del estudio de la explosión, se tenían que resolver los problemas asociados a la preparación y fabricación de los explosivos reales, presumiblemente en forma metálica, así como los inherentes al diseño de la bomba. Todo ello suponía una gran cantidad de química, metalurgia e ingeniería de armamentos, muy superior a la inicialmente prevista por los físicos. Era especialmente necesario estudiar el plutonio, su purificación, su conversión en metal, sus propiedades como metal y su tratamiento. Los problemas se exacerbaron por la extraordinaria toxicidad del nuevo elemento; se hubieron de idear técnicas especiales, y a menudo tediosas, para su manejo. Más aún, durante un tiempo largo los suministros de U-235 y plutonio fueron muy escasos, por lo que habían de ser laboriosamente recuperados para su reutilización una vez finalizado el experimento.

Por las razones ya mencionadas, también existía un pequeño programa sobre la bomba de hidrógeno.

Laboratorios, talleres y oficinas fueron construidos con la premura de los tiempos de guerra en la meseta de Los Álamos, en tanto que una comunidad autosuficiente con viviendas, tiendas, cines, colegios e iglesias se estableció en una meseta adyacente. La zona estaba cercada con alambre de espino y la protección se reforzaba en el Área Técnica. No sólo los científicos sino también sus familias sufrían restricciones rigurosas en sus viajes, correspondencia y contactos con el exterior.

Precisamente por la seguridad física del lugar, Oppenheimer pudo solicitar autorización para promover discusiones libres, lo que fue concedido por Groves dada la novedad de los problemas que surgían, aunque más tarde él lo calificó como un error. Groves llegó al punto de pensar en militarizar completamente la zona, con todos de uniforme, pero no llegó a ello porque resultaba imposible en estas condiciones retener a algunos de los principales científicos que necesitaba. Uno de ellos, Robert F. Bacher, firmó su carta de aceptación junto a una de dimisión válida desde el día en que el laboratorio se convirtiera en una instalación militar.

En cualquier caso, el reclutamiento de científicos fue difícil. Oppenheimer tuvo que hacer abandonar a algunos importantes trabajos sin poderles explicar lo que se preparaba en Los Álamos. El número creció constantemente y al final de la guerra unas seis mil personas vivían en la zona. Entre ellos se encontraban algunos de los cerebros más potentes del mundo en física y matemáticas. Como en otros sitios ligados a la investigación nuclear, varios de los nombres clave correspondían a exiliados de Europa, como, por ejemplo. Hans A Bethe, de Alemania, que dirigió la importante División Teórica, y Teller, que había de convertirse en “el padre de la bomba H”. Un científico visitante se refirió a «la atmósfera intelectual única» de Los Álamos.

Tras el Acuerdo de Quebec en 1943, hubo una pequeña afluencia de científicos británicos, todos de primera fila, incluidos Peierls y Frisch. Groves les aceptó en su santuario porque podían acelerar los trabajos y realmente colaboraron en una proporción muy alta comparada con su número. Pero entre ellos se encontraba Klaus Fuchs, un refugiado alemán. Él y un americano David Greenglass, habían de relevar los secretos de Los Álamos a la URSS. Fuchs se había acercado al comunismo cuando era estudiante en Alemania, a principios de la década de 1930, en gran parte a causa de los terribles sufrimientos de su familia bajo los nazis. Era un físico matemático muy valioso, y se trasladó a Birmingham para trabajar junto a Peierls en 1941; desde allí, bajo la apariencia de una vida tranquila e intachable, comenzó a pasar información a los rusos un año después.

Cuando Fuchs fue enviado a Los Álamos, por alguna razón, dejó en suspenso su conexión con la red del espionaje soviético. Su contacto, Harry Gold, un estadounidense nacionalizado, hizo esfuerzos frenéticos por localizarle, y finalmente dio con él a principios de 1945, cuando Fuchs visitó a su hermana en Cambridge (Massachusetts). Entonces Fuchs preparó un informe exhaustivo sobre el trabajo de Los Álamos para Gold, y posteriormente le envió documentación sobre la bomba de plutonio y su inminente prueba en Nuevo México.

Groves ha escrito: «Después de conocerse el pasado de Fuchs, yo creo que los británicos nunca se preocuparon de hacer ningún tipo de investigación.» Pero esta acusación era bastante injustificada. Los Servicios de Seguridad Británicos al principio sólo proporcionaron a Fuchs una acreditación especial, al haber sido informados de sus antecedentes comunistas; pero las investigaciones policiales no condujeron a ninguna actividad sospechosa desde su llegada a Gran Bretaña, por lo que pronto recibió una acreditación ilimitada para después nacionalizarse, dado que sus conocimientos resultaban enormemente necesarios.

Como en el caso de Oppenheimer, el interés nacional, tal como se entendía en aquel tiempo, había permitido remontarse sobre los temores acerca de la seguridad. Lo que las autoridades no supieron fue que la pasión que llevó a Fuchs hacia el comunismo aún subsistía y tuvo como resultado lógico su informe a los rusos acerca de todo lo que sabía sobre el programa nuclear. Al contrario de Oppenheimer, Fuchs aún no estaba desilusionado con la URSS; este sentimiento no apareció hasta el final de la guerra, lo que contribuyó a su detención y arresto, como se explicará en otro capítulo.

El equipo británico incluía también a Niels Bohr, oculto ante el mundo exterior bajo el seudónimo de Nicholas Baker. Hizo prolongadas visitas a Los Álamos tras huir de Dinamarca en un barco de pesca en 1943. Fue uno de los muchos puestos en guardia por un valeroso oficial de la embajada de Alemania en Copenhague. Ferdinand Duckwitz, sobre una inminente redada de judíos.

En Los Álamos todos deseaban oír su opinión. Los científicos eran perfectamente conscientes de que edificaban sobre bases teóricas, sin ninguna explosión real con la que contrastar sus conclusiones. Bohr, con su profunda intuición física, era invitado a seguir sus razonamientos, para detectar posibles errores u omisiones.

Fue de los pocos que en aquel tiempo supieron ver más allá de la guerra, preocupándose por los problemas que la bomba atómica plantearía en los años siguientes. En cierta ocasión, al ser interrogado sobre las posibilidades del proyecto Manhattan, replicó: «Por supuesto, tendrá éxito. Pero ¿qué pasará después?»

Vio una esperanza en el mismo hecho de que la guerra nuclear sería casi inconcebiblemente destructiva. Pensaba que esto podía servir para inaugurar una nueva era de mayor cooperación entre las naciones. La supervivencia podría depender de ello.

Bohr discutió sus ideas con Roosevelt. Bush, lord Halifax, lord Cherwell y otros, la mayoría de los cuales estuvieron de acuerdo con él. A Churchill, en cambio, el punto de vista de Bohr le pareció de un idealismo confuso, especialmente su propuesta de que Norteamérica y Gran Bretaña dieran un primer paso informando a los rusos antes de que ocurriera ninguna explosión. Fue disuadido con dificultad de tratar a Bohr como un gran riesgo para la seguridad.

Mientras la mente de Bohr daba vueltas a las consecuencias políticas, en Los Álamos aún tenían que resolverse los problemas técnicos. A veces éstos amenazaban con destruir el proyecto completo y convertir Oak Ridge y Hanford en maulas colosales. Supóngase, por ejemplo, que existiera un ligero retraso entre la captura de un neutrón primario y la emisión de neutrones de fisión secundarios. Entonces ocurriría otro retraso análogo entre las sucesivas etapas de la reacción en cadena y el proceso se desarrollaría con excesiva lentitud para producir una explosión efectiva, incluso con neutrones rápidos. (Con neutrones lentos las cadenas se desarrollan con demasiada lentitud en cualquier caso, porque un neutrón emplea un tiempo apreciable en viajar desde un átomo de uranio al siguiente, como ya se ha discutido anteriormente.) Este fantasma particular fue eliminado por los experimentos que se realizaron con el ciclotrón en noviembre de 1943 y demostraron la irrelevancia del citado intervalo de tiempo por su brevedad.

Otras dudas se centraban en el problema de la predetonación. Como había sido previsto en el informe MAUD, la predetonación de una bomba, que conducía a una “efervescencia” más que a una explosión, podía ser el resultado de la presencia de una cantidad excesiva de neutrones dispersos, de una aproximación excesivamente lenta hasta formar la masa supercrítica o de ambos.

Una fuente de neutrones dispersos puede estar constituida por impurezas químicas. Estas no emiten neutrones propiamente, pero algunas lo hacen al mezclarse con uranio o plutonio. La cantidad tolerable de tales impurezas es muy pequeña, por lo que los explosivos nucleares, especialmente el plutonio, deben ser rigurosamente purificados. Los Álamos se encontró ante la necesidad de llevar a cabo el proceso de purificación requerido.

Ninguna elevación del grado de purificación, no obstante, puede eliminar los neutrones que se originan en el mismo uranio o en el plutonio; como el informe MAUD había puesto de relieve, dicha producción de neutrones se da a través del proceso de “fisión espontánea” (capítulo 6). Pero aquí hubo alguna sorpresa. Segrè encontró más fisiones en el U-235, y por tanto más neutrones, en Los Álamos que en Berkeley. Esto se explicó satisfactoriamente como un efecto debido a los rayos cósmicos, cuya intensidad era mayor en Los Álamos, que está a una altitud de 2.400 metros. Pero si algunas de las fisiones eran debidas a los rayos cósmicos, ello implicaba que había menos fisiones espontáneas de las que se pensaba, y esto resultaba alentador.

En el caso del plutonio se encontró una sorpresa menos agradable. Cuando Segrè se propuso experimentar con material del reactor experimental de Oak Ridge, encontró un índice de fisiones espontáneas insospechadamente alto. Seaborg ya había advertido que esto podría ocurrir. Había previsto que, además del isótopo Pu-239 hasta entonces investigado, el plutonio del reactor contendría otro isótopo, el Pu-240, y que éste podría sufrir fisiones espontáneas con relativa facilidad. El resultado de Segrè estaba de acuerdo con esta especulación.

El problema radicaba en que la proporción de Pu-240 sería incluso mayor en el plutonio producido en Hanford para la fabricación de la bomba. Los cartuchos de uranio eran irradiados con una intensidad considerablemente mayor en Hanford que en Oak Ridge, para así producir más plutonio, pero esto implicaba que el mismo plutonio capturara más neutrones, convirtiéndose entonces una mayor proporción de Pu-239 en Pu-240. Los cálculos indicaron que la emisión de neutrones por fisión espontánea del plutonio de Hanford superaría en un factor de varios centenares las previsiones de la División Teórica.

Ello supondría la imposibilidad de hacer explotar el plutonio de Hanford por el simple “método de disparo”, originariamente sugerido en el informe MAUD, a causa de la predetonación. Se necesitaría un tipo de bomba completamente diferente.

Una idea en esta dirección ya había sido afortunadamente sugerida por H. Neddermeyer en abril de 1943. Esencialmente consistía en rodear una esfera hueca de U-235 o de plutonio con un material altamente explosivo. Cuando éste es detonado impulsa todo el material nuclear hacia el centro de la esfera, donde se constituye en una masa supercrítica explosiva (fig. 13). El proceso se denominó “implosión”. Representaba una posibilidad de conseguir lo que se deseaba, pero en 1943 parecía muy difícil de llevarse a término, porque la “implosión" debía ocurrir de forma absolutamente simétrica para que todo el explosivo nuclear se pusiera en movimiento hacia el centro en el mismo instante.

De otra forma no se reuniría en una bola compacta, que es la estructura supercrítica requerida. El “método de disparo", basado en conceptos familiares de artillería, parecía mucho más simple, aunque necesitaba una cantidad considerablemente mayor de explosivo nuclear.

Durante algunos meses tan sólo la convicción de Neddermeyer mantuvo la fe en el método de “implosión”, e incluso él llegó a desanimarse.

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Fig. 13. El concepto de implosión. El diagrama muestra una sección transversal de una bomba de implosión. La detonación de los explosivos ordinarios impulsa al plutonio al centro de la esfera, donde explota. La combinación de explosivos lentos y rápidos ayuda a garantizar que el plutonio se mueve en el mismo instante y con la misma velocidad, de manera que se forme la necesaria bola compacta.

Fue en el otoño de 1943 cuando Teller puso de manifiesto que la “implosión” podría resultar aún más económica en material de lo que se había pensado, debido a que la enorme presión que se genera comprime al explosivo nuclear haciéndolo más denso, con lo que se requiere menos cantidad para lograr una estructura crítica. El tiempo empleado por Hanford para fabricar material suficiente para la primera bomba podía reducirse en varios meses. Entonces se decidió dedicar un mayor esfuerzo a la “implosión”, y buscar un experto en explosivos convencionales, George B. Kistiakowsky, para dirigir el trabajo. En este tema los científicos británicos de Los Álamos hicieron algunas contribuciones notables.

Incluso en estas condiciones, el avance resultaba lento. Kistiakowsky, al planificar el trabajo para los meses siguientes, hizo un resumen imaginario de la situación a finales de 1944: «La prueba del artilugio falló. El personal del proyecto reanuda su frenético trabajo. Kistiakowsky se vuelve loco y es encerrado.» En realidad, a finales del año 1944 no se observó tal fallo, sino el primer resultado esperanzador en una prueba del proceso de “implosión”. La experiencia fue realizada, por supuesto, con material inerte en lugar de plutonio.

Entre tanto, surgió otra duda. Después de todos los esfuerzos para eliminar la predetonación por neutrones dispersos, ¿no podía surgir el peligro opuesto al ser éstos demasiado pocos para desencadenar la explosión? En la “implosión” el material nuclear sólo se mantiene un brevísimo instante en la posición ideal para desarrollarse la reacción en cadena. ¿Sería este tiempo suficiente para la multiplicación de neutrones, partiendo tan sólo de unos pocos dispersos?

La solución obvia consistía en contar con una explosión súbita de neutrones en el instante preciso: los dispositivos para conseguirlo se llamaron “iniciadores”. Contienen dos materiales (berilio y polonio en el dispositivo de 1945) que producen neutrones en profusión cuando se mezclan íntimamente, y el mismo proceso de “implosión” se aprovecha para efectuar la mezcla. Si el “iniciador” funcionaría realmente, sin embargo, era algo que no podría saberse hasta que se realizara una prueba con un arma nuclear.

Ante la incertidumbre que rodeaba a la “implosión", Conant y Groves decidieron, a finales de 1944, encaminar la producción de U-235 pensando en un arma basada en el “método de disparo”. Se pensó que era bastante seguro, aunque pródigo en material. Previeron tener suficiente U-235 como para fabricar una bomba para el 1 de agosto de 1945; pensaron que liberaría energía equivalente a 10.000 toneladas de TNT, pero posiblemente sólo se pudiera fabricar otra bomba más de ese tipo aquel año. Esto suponía la imposibilidad de cualquier ensayo previo ni de ningún plan complementario en algún tiempo, si es que la bomba iba a ser utilizada aquel verano; una perspectiva un tanto penosa.

En cuanto a las armas “implosivas”, probablemente se dispondría de suficiente plutonio para producir varias de ellas hacia finales de 1945, contando con que el método funcionara. La equivalencia se estimó de forma pesimista en unas 500 toneladas de TNT para la primera bomba de “implosión”, aunque los teóricos esperaban un rendimiento diez veces superior si todas las componentes funcionaban correctamente. Para asegurar que la bomba explotaría realmente, se consideró necesaria una prueba y el día de la Independencia, el 4 de julio, fue el elegido para tal fin. La prueba se conoció bajo el nombre codificado de “Trinidad".

La determinación de fechas y plazos concentraba la atención de las mentes rectoras de Los Álamos. Había que tomar decisiones, congelar proyectos y construir equipos. Después de los contratiempos y desilusiones de los meses anteriores, todo volvió a ponerse en marcha. Los suministros de U-235 desde Oak Ridge y de plutonio desde Hanford comenzaron a llegar en cantidades cada vez mayores y fueron convertidos con pleno éxito en material apto para bombas. Se hizo un notable avance respecto a la “implosión". Las bombas fueron finalmente construidas: “Little Boy” (“Chico”), la bomba de U-235 basada en el “método de disparo", relativamente esbelta, y “Fat Man” (“Gordo”), la bomba de plutonio que utilizaba la “implosión” (fig. 14).

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Fig. 14. La bomba de Hiroshima (izquierda) y la de Nagasaki (derecha). Los pesos totales eran de 4 y 4,5 toneladas, respectivamente. El explosivo nuclear constituía tan sólo una pequeña fracción de ellos.

La prueba “Trinidad” con un dispositivo de plutonio se llevó a cabo en el desierto de Alamogordo en Nuevo México a las 5,30 de la mañana del 16 de julio de 1945, tras varios aplazamientos: nueve días, tres días, una hora y finalmente treinta minutos. Para los hombres de Los Alamos, y sobre todo para Oppenheimer, aquél era el momento decisivo. ¿Habrían preparado todo correctamente? ¿Se habría olvidado algún detalle? El trabajo de miles de hombres y mujeres y el gasto de miles de millones de dólares ¿acabarían en un fracaso, o en un triunfo? La tensión era enorme y crecía conforme se acercaba el momento. Groves, para calmar a Oppenheimer, procuró entretenerle marchando a consultar los datos sobre el tiempo, que realmente era una fuente de preocupación. Fermi, por el contrario, no mostraba signos de tensión, llegando a afirmar que “Trinidad" era un experimento valioso con independencia del resultado; si la bomba fallaba, mostraría la imposibilidad de una explosión nuclear.

El general Thomas F. Farrell, adjunto de Groves, se encontraba en el puesto de control a diez kilómetros del lugar previsto para la explosión, junto a algunos de los personajes claves del programa. En su informe escribió:

« Todos los que nos encontrábamos en aquella habitación éramos conscientes de las tremendas potencialidades asociadas a lo que allí se iba a presenciar... Estábamos llegando al límite de lo conocido y no sabíamos lo que podría acontecer. Puede afirmarse con seguridad que la mayoría de los allí presentes —cristianos, judíos y ateos— rezaban, y lo hacían con mayor intensidad que lo hubieran hecho nunca antes. »

“Trinidad” constituyó un éxito que superó todas las previsiones. Los observadores, los primeros en ver la hoy familiar bola de fuego y la nube en forma de hongo, quedaron fuertemente impresionados. Volviendo al informe de Farrell se puede leer:

«Los efectos bien podían ser calificados de inauditos, colosales, hermosos, extraordinarios y aterradores. Nunca había ocurrido antes ningún fenómeno artificial de tan enorme potencia. Todo el paisaje quedó iluminado por una luz cegadora de intensidad muchas veces superior a la del sol de mediodía. Era dorada, púrpura, violeta, gris y azul... Era aquella belleza con la que los grandes poetas sueñan.»

Cegados por la luz brillante y absortos en su contemplación, algunos fueron sorprendidos y alcanzados de plano por la onda de choque treinta segundos más tarde o después. Siguió un estruendo impresionante, cuyo eco se extendió por las colinas próximas durante varios minutos. La energía liberada fue varias veces superior al límite máximo de cinco mil toneladas de TNT, que era la estimación de los teóricos.

Después de la explosión, Bush, Conant y Groves se estrecharon las manos en silencio. Kistiakowsky dio rienda suelta a sus emociones reprimidas abrazándose a Oppenheimer entre saltos de alegría. El ambiente general se ha descrito como de “júbilo moderado por la solemnidad”. Farrell habló de un sentimiento entre los presentes que les impulsaba a «dedicar sus vidas a la misión de que la nueva fuerza fuera siempre utilizada para el bien y nunca para el mal».

Las primeras palabras de Farrell a Groves tras la explosión fueron: «La guerra se ha terminado.»

«Sí, después que arrojemos dos bombas sobre Japón», replicó Groves.

Capítulo XI
El otro lado de la barrera

Durante toda la guerra, Heisenberg y sus colaboradores en Alemania, el Uranverein, estuvieron trabajando bajo la confortable ilusión de que eran los líderes en la carrera por conseguir una reacción nuclear en cadena. No estaban al corriente de la magnitud y del desarrollo del proyecto Manhattan.

Al principio de la guerra llevaban una ventaja próxima a los dos años sobre los americanos. A mediados de 1940 su enfoque de las líneas principales de investigación eran similares a las que el Comité S-l adoptó en la primera mitad de 1942. Disponían de varias ideas para la separación de los isótopos del uranio y concibieron un reactor de uranio y agua pesada para producir un nuevo elemento susceptible de experimentar fisiones. Erróneamente, descartaron la idea de un reactor de uranio y grafito, pero aun así contaban con varios posibles caminos hacia explosivos nucleares.

No obstante, muchos de ellos, incluyendo a Heisenberg, estaban más interesados en cuestiones científicas que en la fabricación de una bomba atómica para Hitler, por lo que la construcción de una estructura crítica de uranio y agua pesada se convirtió en el objetivo principal del Uranverein. Esta era una empresa apasionante desde el punto de vista científico y de un inmenso interés potencial para después de la guerra, pero no parecía apropiada para conducir a la fabricación de armamento antes de que acabara la guerra.

De manera análoga, la separación de isótopos en Alemania estuvo dirigida más bien hacia los reactores que hacia los explosivos. El uranio enriquecido en el isótopo U-235 no fue visto tanto para material de una bomba como solución a la escasez de agua pesada, ya que podía ser utilizado en combinación con agua ordinaria en lugar de con agua pesada; así es como se usa ciertamente hoy en la mayoría de las centrales nucleares.

El método empleado por los alemanes para enriquecer el uranio en el isótopo U-235 divergía en varios aspectos del británico y del americano. El equipo de Harteck experimentó largamente con difusión térmica gaseosa antes de darse por vencido, y después volvió al centrifugado para el resto de la guerra, consiguiendo un modesto éxito. Los británicos, por otro lado, abandonaron ambos métodos con excesiva rapidez, en tanto que los americanos encontraron al primero poco prometedor y eventualmente rechazaron el último por las dificultades tecnológicas asociadas a su aplicación en la escala que el proyecto Manhattan requería.

Aunque parezca extraño, de los métodos realmente empleados en Estados Unidos, la difusión gaseosa a través de una barrera porosa apenas fue considerada por los alemanes, a pesar de que estaban ; al corriente de su fundamento; la separación electromagnética fue investigada bajo los auspicios de Correos (!); y la difusión térmica líquida aparentemente no se les ocurrió.

El Uranverein estudió también un método nuevo, brevemente considerado y rechazado por los británicos, que denominaron “canal de isótopos”. Fue inventado por Bagge, quien, al contrario que algunos de sus colegas, esperaba poder aplicarlo para producir material para una bomba. Se basa en el usualmente llamado “principio destiempo de vuelo”, que era conocido desde que Fizeau lo utilizó en 1849 para medir la velocidad de la luz. Esencialmente, utiliza dos obturadores rotatorios interpuestos en el camino de un haz de luz en el caso de Fizeau, pero de átomos de uranio en una zona de alto vacío para el caso de la aplicación de Bagge. Si cada obturador se abre momentáneamente, el haz puede pasar exactamente a través del sistema, suponiendo que la apertura del segundo obturador está calculada para que ocurra un poco después de la primera; el retraso debe corresponder exactamente al “tiempo de vuelo” entre ambos obturadores. En el diseño de Bagge el retraso temporal estaba ajustado de forma que únicamente permitía el paso de los átomos de uranio más rápidos y éstos habían de ser los átomos del ligero U-235 en lugar de los del pesado U-238. Bagge acabó logrando la separación de unos pocos gramos de isótopos del uranio por este procedimiento.

Los alemanes consideraron, al menos, otros tres métodos, aparte de los ya mencionados, pero ninguno dio resultado. Ya en agosto de 1942, consiguieron separaciones en pequeña escala por centrifugado, y en julio de 1944 por el método de Bagge, y a no ser por los bombardeos de los aliados ellos hubieran podido aumentar de escala. Bagge en particular pasó una época de frustración a causa de los ataques aéreos: sus dos primeros modelos quedaron destruidos y por tres veces tuvo que trasladarse con su laboratorio a otros lugares.

La historia del método electromagnético en Alemania resulta más bien curiosa. Parece que fue una posibilidad ignorada durante mucho tiempo por el Uranverein, y en los informes posteriores sobre la separación de isótopos en la Alemania del período bélico no se hace referencia alguna a dicho procedimiento. Pero resulta evidente que todo apuntaba hacia el éxito al final de la guerra.

La idea era básicamente la misma de Lawrence en Estados Unidos y fue lanzada por el barón Manfred von Ardenne a principios de 1940, un año antes que Lawrence. Ardenne, como Lawrence, era un técnico ambicioso. Tratando de encontrar fondos para poner en práctica su idea, se dirigió al ministro de Comunicaciones, Wilhelm Ohnesorge, sugiriéndole que disponía de un método para la fabricación de unos cuantos kilogramos de U-235 para una bomba atómica. Ohnesorge informó a Hitler, pero el momento no fue propicio; en el verano de 1940 la guerra parecía un paseo para Alemania, y había poco interés por la fabricación de nuevas armas. Hitler se comportó de forma un tanto sarcástica, y Ohnesorge hubo de regresar fracasado, aunque no convencido.

Entre tanto, Heisenberg y Weizsäcker comenzaron a dar muestras de preocupación ante las actividades de Ardenne. La última cosa que deseaban era pedir un programa de urgencia sobre bombas atómicas para Hitler. De acuerdo con lo anterior, Weizsäcker, presumiblemente con segundas intenciones, tomó contacto con Ardenne y le manifestó su opinión sobre la inviabilidad de la fabricación de una bomba de U-235 por razones técnicas. Ardenne cedió ante lo que consideraba una mente con conocimientos superiores y cambió la dirección de sus esfuerzos hacia los aceleradores nucleares. No obstante, volvió a insistir más adelante en su idea acerca de la separación electromagnética. En 1945 los rusos mostraron el interés suficiente para convencerle y llevarle a Rusia, junto con otros científicos nucleares alemanes.

Nadie de los que en Alemania trabajaban en la separación de los isótopos del uranio logró avanzar lo suficiente como para contribuir decisivamente al programa de construcción de reactores. Ocurrió que, como en Estados Unidos, aunque por una razón diferente, los trabajos se realizaron con total independencia. Se llevaron a cabo veintidós experimentos con uranio y diferentes moderadores, que Heisenberg agrupa de esta forma:

• Tres intentos pioneros en 1940-41 para lograr una estructura crítica, incluido el experimento de Harteck con óxido de uranio y nieve carbónica (descrito en el cap. V).

• Diez experimentos dirigidos por Heisenberg en el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín. Los cinco primeros se llevaron a cabo en el período 1940-42 en un laboratorio construido especialmente en 1940, y conocido como el “Edificio de los Virus” para ahuyentar a visitantes no deseados. Cuando los ataques aéreos arreciaron, se edificó un gran búnker de hormigón; éste fue utilizado en los cinco experimentos siguientes que se hicieron en 1944.

• Cuatro experimentos dirigidos por Heisenberg y L. R. Döpel durante el período 1941-42 en la Universidad de Leipzig.

• Cuatro experimentos dirigidos por Diebner, principalmente en los laboratorios de armamento del Ejército de Gottow, en el período 1941-43.

• Un último experimento dirigido por Heisenberg en una cueva, en la ciudad de Haigerloch, al sur de Alemania, en marzo de 1945, después de que su grupo hubiera de abandonar Berlín ante el avance ruso.

Hubo, por tanto, tres series principales de experimentos, en Berlín, Leipzig y Gottow, respectivamente. Los de Berlín utilizaron una disposición alternada de capas de combustible nuclear y de moderador. Es menos eficaz que una red, como las utilizadas por Fermi, pero permite obtener resultados positivos En los de Leipzig también se utilizó una disposición en capas, pero en menor cantidad y distribuidas de forma esférica, como las capas de una cebolla. Esta disposición se presta bien a un análisis teórico de los resultados, aunque es delicada de construir, requiriendo una serie de esferas de aluminio para separar y aguantar las capas de combustible y moderador. Tan sólo los experimentos de Gottow y el de Haigerloch utilizaron una disposición en red. La estructura completa, del tipo que fuera, generalmente se sumergía en un depósito de agua o se rodeaba de cera; algunos de los neutrones que de otra forma se habrían escapado eran reflejados por estas sustancias y devueltos a la estructura.

Al igual que en Estados Unidos, el avance estaba condicionado por el suministro de los materiales. Inicialmente, en las tres series alemanas, se utilizaba óxido de uranio debido a la carencia del metal, y la cera por falta de agua pesada. Era un resultado casi inevitable la ausencia de multiplicación del número de neutrones, pero se podía obtener cierta información interesante y en cualquier caso era importante constatar si ese sencillo diseño era apropiado.

El metal de uranio era preparado por la firma Degussa en Frankfurt, que podía servirse de su experiencia previa en la preparación de metal de torio. Al principio suministraba el uranio en polvo, pero después lo hizo en forma de láminas y cubos. En total suministró catorce toneladas de material de alta calidad, bastante amplio para los propósitos de los físicos. Es curioso pensar que si Fermi hubiera dispuesto del uranio de Degussa, podría haber acelerado su trabajo acortándolo en varios meses.

En cuanto al agua pesada, los alemanes tenían que esperar la nueva producción de la planta noruega, porque los franceses se habían apoderado de las reservas de este material. Rjukan, el lugar donde se encontraba la planta, resistió largamente la invasión alemana, más que ninguna otra ciudad del sur de Noruega, y no fue capturada hasta el 3 de mayo de 1940. La planta se encontraba intacta, pero tenía que modificarse para incrementar la producción de agua pesada, y esto llevó casi un año.

Las noticias acerca de la actividad en Rjukan llegaron a Gran Bretaña en 1941 y sirvieron de estímulo para el programa nuclear aliado. También condujo a la toma de una decisión: destruir la fuente de agua pesada para Alemania. Primero tuvieron lugar unos ataques de comandos británicos y noruegos, una de las grandes epopeyas de la guerra; y a continuación el bombardeo americano, que acabó definitivamente con la producción en noviembre de 1943. Por entonces los alemanes habían obtenido poco más de dos toneladas y media de agua pesada, lo cual representaba una cantidad sumamente baja. Pretender que la inutilización de la planta noruega salvó a los aliados de un ataque nuclear sería, no obstante, ir demasiado lejos; impidió que los alemanes construyeran un reactor nuclear, pero éstos apenas habían pensado acerca del muy considerable paso ulterior de un reactor a una bomba.

El metal de uranio y el agua pesada estaban disponibles en cantidades suficientes para su utilización en comunidades de físicos en la Alemania de 1941. Los primeros suministros de metal para experimentos con uranio y cera llegaron a Berlín y los de agua pesada para un experimento con óxido de uranio y agua pesada a Leipzig. Este último proporcionó un resultado alentador; aunque no se observó una multiplicación de neutrones definitiva, era posible llegar a la conclusión de que esto se debía sólo a que el aluminio de la estructura absorbía demasiados neutrones.

Heisenberg ya estaba convencido de que la construcción de un “quemador de uranio” con pleno éxito se encontraba a la vuelta de la esquina y podría utilizarse para la fabricación de “explosivos para bombas atómicas”. También tenía la idea de que los científicos del mundo podían impedir el desarrollo en esa dirección, de la misma forma que él y sus colegas lo estaban haciendo realmente en Alemania.

Heisenberg y Weizsäcker decidieron ponerse en contacto con Bohr en Copenhague, parece que con la intención de sugerir a Bohr que utilizara su influencia para conseguir una moratoria en los planes hacia la bomba atómica por parte de los científicos de ambos bandos. Sin embargo. Aage, el hijo de Bohr, niega rotundamente que los alemanes hicieran tal proposición. Ciertamente. Heisenberg y Weizsäcker habían de tener sumo cuidado en lo que decían a Bohr, por razones de seguridad, y puede que no resultaran suficientemente explícitos. Más aún. Bohr quedó tan impresionado y horrorizado al saber que la bomba atómica era factible, y que Hitler podía acceder a ella, que prestó poca atención al resto de la entrevista. La naturaleza, con cuyo estudio tanto se había deleitado durante toda su vida, de repente ya no se mostraba benigna, sino llena de amenazas.

Uno de los colaboradores de Heisenberg juzgó la visita desde un punto de vista distinto, asociándola a la conciencia preocupada de Heisenberg y describiéndola como que «el Sumo Sacerdote [de la física alemana] había ido a buscar la absolución de su Papa».

Independientemente de lo que pudiera encerrar la mente de los protagonistas, la entrevista no tuvo consecuencias y los alemanes volvieron a casa, donde Heisenberg continuó con sus esfuerzos encaminados a la construcción de un reactor.

Fue éste un tiempo de crisis en relación con los esfuerzos alemanes durante la guerra. Contra Rusia habían fallado sus famosas tácticas de Blitzkrieg y tenían por delante la perspectiva de una larga batalla que imponía severas restricciones a la economía. ¿Podía permitirse la continuación del proyecto sobre el uranio? De forma un tanto indecisa, el control sobre el Uranverein se traspasó desde el Ejército a una organización civil, el Consejo de Investigación del Reich. Al frente se puso precisamente a Esau, que había sido apartado del proyecto del uranio en 1939. Diebner, sin embargo, no quedó afectado, pues estaba trabajando en uno de los laboratorios propios del Ejército.

Siguió un período de confusión e incertidumbre. No obstante, Dope! y Heisenberg continuaron su investigación en Leipzig sobre la base de un reactor con metal de uranio y agua pesada, y en marzo de 1942 la estructura estaba lista para la prueba. Un total de 572 kg de polvo de metal de uranio, junto a 140 kg de agua pesada, fueron introducidos en la estructura esférica de aluminio y todo el dispositivo se sumergió en una piscina con agua ordinaria. Esta vez se obtuvo un resultado positivo: hubo un 13% de aumento en el número de neutrones en la superficie de la esfera con respecto a los inyectados en el centro, lo que corresponde a un factor de multiplicación de neutrones (o sea. el valor de k) de 1,01, justo por encima del valor crucial 1. Döpel y Heisenberg calcularon que sin más que construir una pila mayor, del mismo diseño, con unas diez toneladas de metal de uranio y cinco toneladas de agua pesada, tendrían un reactor nuclear.

Tres meses después, Fermi había de informar en América sobre la obtención de un valor para k mayor que la unidad en un reactor de óxido de uranio y grafito. Desconociéndose entre sí ambos proyectos, se desarrollaron paralelamente, pero desde entonces el programa norteamericano tomó la delantera y ya se mantuvo siempre en cabeza.

Las decisiones cruciales alemanas acerca de las dimensiones futuras del programa, incluso de su continuidad, se tomaron en una conferencia secreta con Albert Speer, ministro de Armamento, en Berlín el ó de junio de 1942, exactamente quince días después de la importante reunión en Washington, donde se tomó la decisión de construir en Estados Unidos plantas a escala industrial. Heisenberg disponía de resultados esperanzadores y pudo afirmar, replicando a una cuestión planteada por el mariscal de campo Erhard Milch, que una bomba «del tamaño de una pina» destruiría una gran ciudad, pero también dejó claro que la escala temporal para su construcción sería de varios años. Speer quedó suficientemente impresionado como para autorizar la concesión de fondos para que el Uranverein continuara su trabajo al mismo ritmo, pero a la vista de las órdenes de Hitler para concentrarse en labores que pudieran producir resultados en el campo militar rápidamente, no ofreció apoyo total. Este se dedicó a las bombas volantes y a los cohetes.

La esfera de uranio y agua pesada construida por Döpel y Heisenberg se había dejado sumergida en el depósito de agua, en Leipzig, obteniéndose una sorpresa desagradable. Después de veinte días comenzó a producirse un flujo de burbujas de hidrógeno, evidentemente debido a un escape de agua, que permitía a ésta reaccionar con el polvo de metal de uranio. Se abrió la cubierta exterior para descubrir el fallo y esto permitió la entrada de aire, que originó un chisporroteo continuo a causa de la quema de uranio. Se apagó con agua y la esfera fue sumergida en el depósito para enfriarse. En lugar de ello, empezó a calentarse. Observándola, los físicos vieron cómo vibraba y comenzaba a aumentar de tamaño. Huyeron apresuradamente y unos segundos después la esfera explotó, salpicando de uranio candente el edificio, que se incendió a continuación. Esto supuso para Döpel y Heisenberg no sólo la pérdida de la mayor parte de uranio y agua pesada disponible, sino tener que pasar por la mortificante experiencia de ser felicitados por los bomberos de Leipzig por la asombrosa demostración de la fisión atómica, cuando en realidad lo que pasó fue simplemente que la química se les había escapado de las manos.

Este fue el fin del trabajo en Leipzig, y los experimentos subsiguientes se llevaron a cabo en Berlín con una mayor atención a la química del uranio.

Entre tanto, Diebner, que había sido excluido poco a poco del Instituto Kaiser Wilhelm y tenía la sensación de que los físicos del Uranverein eran demasiado teóricos y lentos, estaba llevando a cabo experimentos de otro tipo auspiciado por el Ejército, sin informar a Heisenberg. Diebner, aun sin ser un fuera de serie, era un científico experimental de confianza que realizaba correctamente sus experimentos. Su máxima aportación estuvo en el uso de una red. El primer experimento con óxido de uranio y cera le permitió demostrar la superioridad de la disposición reticular, y su segundo experimento, en la primavera de 1943, con 108 cubos de metal de uranio inmersos en hielo pesado le proporcionó un valor k = 1,08. Mediante la utilización de hielo pesado Diebner eliminó la necesidad de materiales adicionales que podían implicar un desperdicio de neutrones y, en gran parte, fue ésta la razón por la que consiguió una superación notable del valor k = 1,01 obtenido por Döpel y Heisenberg en su último experimento en Leipzig.

Para su siguiente experimento a finales de 1943 tuvo la idea simplificadora de utilizar cubos de metal de uranio suspendidos mediante alambre en un depósito de agua pesada, lo que le permitió obtener aún mejores resultados. Con más agua pesada él podía haber llegado a lograr una estructura crítica, pero se vio frustrado por la destrucción de la planta noruega de agua pesada, lo que le obligó a devolver sus reservas a Heisenberg y su colaborador, Karl Wirtz, para sus experimentos en el búnker a prueba de bombas que ya estaba preparado en Berlín.

Estos ya se realizaron bajo la dirección de Walther Gerlach, un físico que contaba con la confianza del Uranverein y que había reemplazado al insatisfactorio Esau. Gerlach se propuso mantener tanta investigación científica como fuera posible, de forma que la ciencia alemana pudiera resurgir después de la guerra.

A lo largo de 1944, Heisenberg y Wirtz siguieron empleando diseños en capas para facilitar la comparación con sus resultados anteriores, pero quizá también porque la red de Diebner «no había sido inventada aquí». Una innovación en su penúltimo experimento consistió en un reflector de neutrones con partes de grafito; su éxito les llevó a cuestionarse si habían actuado correctamente al rechazar el grafito como moderador. A fines del año ellos obtuvieron valores de k =1,08 y k =1,09, y un reactor nuclear parecía al alcance de la mano. Aun podían aumentar la cantidad de uranio hasta llegar a un total de una tonelada y media de uranio y agua pesada, e incluso existían otras posibles mejoras, incluido el uso de redes.

Fue por esta época cuando, en la medida que sus ejércitos avanzaban a través de Francia, los aliados obtuvieron la primera imagen fiable del grado de avance del proyecto alemán. Habían sido asaltados por el temor a que el enemigo pudiera transformar la derrota en victoria con una bomba atómica. Era cierto que los servicios de Inteligencia de los aliados no tenían constancia de ninguna empresa a gran escala, pero esto podía ser debido a su carácter obviamente supersecreto. Seguramente los alemanes habían tomado el mismo camino que los norteamericanos, e incluso podría ser que se encontraran en cabeza.

Para descubrirlo, los norteamericanos enviaron a Europa una pequeña misión para que «investigara acerca del desarrollo alemán en bombas atómicas». Su responsable científico fue Samuel A. Goudsmit, holandés de nacimiento, uno de los pocos físicos atómicos de prestigio en Estados Unidos que no habían sido involucrados en el proyecto Manhattan, y por tanto no podía revelar ningún secreto importante si era capturado. Sus padres habían muerto en las cámaras de gas nazis, de forma que él se sentía muy estimulado.

La misión fue bautizada con el nombre de “Alsos". Esta palabra significa “arboleda” en griego[4], como alguien hizo observar, lo que originó una intranquilidad temporal en Groves. Esta operación resultaba muy extraña para los militares. «Ellos no podían entender cómo podíamos saber de antemano quién entre los científicos poseía la información que buscábamos», escribió Goudsmit. «Para un profano, un profesor es un profesor, pero nosotros sabíamos que sólo el profesor Heisenberg podía ser el cerebro del proyecto alemán sobre el uranio.» Peierls y sus colaboradores, es importante destacarlo, habían suministrado anteriormente al Servicio de Inteligencia británico una lista de dieciséis científicos que verosímilmente tomarían parte en cualquier proyecto nuclear alemán, y su único error fue no prever que uno de los dieciséis sería excluido por criterios raciales.

Los componentes de la operación “Alsos” se trasladaron a París y Bruselas nada más liberarse ambas ciudades, pero sólo tras la toma de Estrasburgo a finales de noviembre de 1944 tuvieron acceso a documentaciones de los científicos de la Universidad, entre ellas algunas notas de Weizsäcker, encontrando finalmente aquello que buscaban. Goudsmit explica que él y un colega estaban leyendo apuntes a la luz de una vela cuando dieron un alarido al mismo tiempo. «Ambos habíamos encontrado información que repentinamente levantaba la cortina de los secretos para nosotros.» No se trataba de documentación secreta sino «justamente de las habituales especulaciones entre colegas», pero que demostraban sin ningún género de dudas que el proyecto alemán se encontraba a nivel académico, que no se dedicaban grandes recursos al mismo y que Alemania no se encontraba en condiciones de tener una bomba atómica hasta mucho tiempo después.

Mientras los aliados continuaban su avance en el invierno de 1944-45, Heisenberg y Wirtz se encontraban en disposición de realizar su experimento final. Todo estaba listo para fines de enero de 1945, pero a la sazón los ejércitos rusos se aproximaban a Berlín y el pánico crecía en la ciudad. El 30 de enero Gerlach dio órdenes para desmantelar la estructura de uranio y agua pesada y trasladarla a Stadtilm, en el centro del país, donde el mismo Diebner se había establecido y trataba de continuar con sus experimentos. Wirtz, no obstante, temía que en estas circunstancias Diebner tratara de hacerse con los materiales del Instituto Kaiser Wilhelm. Tras una incómoda negociación, Wirtz logró autorización para trasladar su convoy de camiones a Haigerloch, pequeña ciudad al sur de Stuttgart.

Aquí, en una cueva entre las rocas, Heisenberg y Wirtz. a los que se unió Weizsäcker una vez más, montaron su última estructura. Obtuvieron su mejor resultado hasta entonces, emergiendo de la estructura un número de neutrones 6,7 veces superior al inyectado en ella, y midiéndose un factor k = 1,11. Claramente no estaban lejos del punto crítico. Gerlach, informado desde Berlín a través del teléfono, exclamó con excitación: «La máquina funciona.»

Con alguna cantidad extra de agua pesada, los físicos de Haigerloch aún esperaban alcanzar el punto crítico antes del fin de la guerra y se dirigieron a Stadtilm en solicitud de ayuda, pero Diebner ya había abandonado y se encontraba en paradero desconocido. Poco después los aliados ocuparon toda la zona y sin un motivo del todo justificado volaron la cueva de Haigerloch.

La pertinacia del Uranverein, incluso cuando el país se desintegraba a su alrededor, aún hoy resulta asombrosa. Continuaron resueltamente la conquista de su objetivo en la creencia de que se encontraban a la cabeza del mundo, y los aliados estarían deseosos de conocer sus secretos.

Una vez pudieron penetrar en Alemania, los componentes de “Alsos” visitaron todos los lugares significativos y comprobaron la evidencia de trabajo científico del más alto nivel. Desde el laboratorio del búnker de Berlín, Goudsmit escribió que, incluso desprovisto de equipos, «daba una impresión de alta categoría». Lo que ellos no vieron fue un gran programa industrial.

Encontraron reacciones muy variadas por parte de los científicos alemanes. En Heidelberg, Goudsmit quedó sorprendido al comprobar cuánta física pura había elaborado durante el tiempo de guerra su viejo amigo Bothe, y ambos se divirtieron revisando juntos los trabajos, pero nada más surgir el tema de la investigación sobre armamento Bothe afirmó: «Nosotros aún estamos en guerra… Si usted se encontrara en mi posición tampoco revelaría ningún secreto... He quemado todos los documentos secretos...» Al principio, Goudsmit no creyó que un científico destruyera sus resultados experimentales, pero tras una investigación completa llegó a la conclusión de que Bothe había dicho la verdad.

Bothe era un alemán leal, pero no nazi, y había sido destituido de su cátedra en favor del nazi más prominente de Heidelberg, un científico insignificante llamado Wesch. Las reacciones de éste cuando fue capturado fueron totalmente opuestas a las de Bothe y típicas de muchos nazis. Ofreció inmediatamente sus servicios a los aliados, escribió un detallado y pomposo informe y aseguró no haber sido nunca nazi en su interior.

El objetivo más importante para “Alsos" era, por supuesto, el área de Haigerloch, pero se encontraba en la zona asignada a los franceses. Groves, conocedor de que Joliot, el más relevante científico nuclear francés, se había hecho comunista durante la guerra, temió que pudiera hacerse con información nuclear, materiales e incluso científicos para los rusos. Para adelantarse a Joliot, una unidad especial de “Alsos” llevó a cabo una rápida incursión por la zona hacia finales de abril, haciéndose con Hahn, Weizsäcker, Wirtz y unos cuantos prisioneros más, y apoderándose del uranio, agua pesada y grafito que encontraron, además de todos los informes técnicos. Unos pocos días después Diebner, Gerlach y Heisenberg fueron detenidos en Baviera.

Heisenberg dijo a Goudsmit: «Si los colegas norteamericanos desean aprender sobre el problema del uranio, gustosamente les mostraré los resultados de nuestras investigaciones si vienen a mi laboratorio.» La situación resultaba profundamente irónica, pero a los alemanes no se les podía indicar la situación real, y Goudsmit les hizo creer que los aliados necesitaban su ayuda para ponerse al día.

Diez de los más importantes científicos nucleares alemanes fueron internados en Gran Bretaña, en Farm Hall, una finca del condado de Huntingdon, y allí se encontraban cuando las noticias de Hiroshima acabaron con sus ilusiones.

Capítulo XII
Hiroshima y Nagasaki

En noviembre de 1944 los informes de la misión “Alsos” afirmaban desde Estrasburgo que no podía haber bomba atómica alemana y cualquier duda residual desapareció a principios del año siguiente conforme llegaban informes de “Alsos” desde el interior de Alemania. Norteamérica ya no estaba en competición con los nazis. «¿No es maravilloso que los alemanes no tengan bombas atómicas?», se preguntaba Goudsmit, el responsable de la misión. «Así no tendremos que utilizar las nuestras.»

«Usted no conoce a Groves», replicó uno de los miembros militares. «Si disponemos de una de esas bombas, la utilizaremos.»

Aunque los componentes de «Alsos» no lo sabían, las primeras bombas no habían de estar listas para la guerra en Europa, que acabaría el 8 de mayo de 1945. Esto supuso que Japón, y no Alemania, constituyera el futuro blanco.

A los ojos de muchos de los científicos, especialmente para los del turbulento equipo de Compton, el aspecto moral de la situación había cambiado por completo. Su principal motivación había sido el temor a una bomba enemiga. Alemania podía haber fabricado una, pero seguramente Japón no. ¿Quedaba alguna justificación para que Norteamérica la empleara?

Quizás alguno de ellos habría adoptado un punto de vista diferente si hubiera sabido que existía un proyecto japonés de bombas atómicas. Esto no salió a la luz hasta la década de los setenta y nuestra información al respecto es todavía incompleta. Se sabe que los físicos nucleares japoneses, dirigidos por Nishina, se dirigieron al Ejército en septiembre de 1940 y obtuvieron ayuda económica para lo que fue descrito como investigación nuclear en gran escala. También se conoce una importante valoración de las perspectivas sobre bombas atómicas en un informe de un coloquio de física, en marzo de 1943, donde se llegaba a la conclusión de que Japón tardaría diez años en desarrollar un arma atómica y que ni siquiera Estados j Unidos podría fabricar una para la guerra en curso. A pesar de esto, el proyecto de Nishina siguió adelante durante toda la guerra, y la Armada financió un segundo proyecto dirigido por Bunsaku Arakatsu en la Universidad de Kioto. También se interesaron por las prospecciones de uranio.

En cuanto al contenido real de los programas japoneses es sabido que el grupo de Nishina construyó una planta de difusión térmica gaseosa para la separación de los isótopos del uranio, y aparentemente se esperaba que el uranio ligeramente enriquecido pudiera ser empleado en un reactor de uranio y agua ordinaria. Justamente cuando la planta estaba lista para funcionar, en abril de 1945, la construcción fue destruida por un ataque aéreo.

El trabajo, claramente, no había llegado muy lejos al final de la guerra. La ciencia japonesa, potente en algunos campos, carecía de una base suficientemente amplia y la industria japonesa se encontraba sometida a un esfuerzo demasiado grande como para poder ser de mucha ayuda. Por todo ello, el trabajo sobre proyectos nucleares se mantuvo a una escala reducida, y los científicos americanos acertaron al descartar una bomba atómica japonesa.

Sin embargo, para los hombres del Ejército norteamericano, incluido Groves, esto no era una razón para que Estados Unidos se abstuviera de utilizar su bomba. Ellos tenían pocos escrúpulos en usarla para obtener las mejores ventajas militares. La guerra en el Pacífico era dura. Había habido 120.000 víctimas japonesas y 80.000 americanas en la batalla por la isla de Okinawa, y la invasión de Japón se esperaba que costara un millón de víctimas para los americanos. Cuanto antes proporcionara Los Alamos los medios para acortar la guerra, mejor.

Los militares concebían la bomba atómica simplemente como un medio económico de liberar el equivalente a veinte mil toneladas de TNT. Algunos de los científicos, por el contrario, empleaban la frase «un arma absoluta», refiriéndose a una que es absolutamente decisiva, convirtiendo al resto de las armas en inútiles. Vieron que la bomba atómica señalaría una línea divisoria en la historia. Previeron una nueva era, la era atómica, en la que la energía nuclear traería grandes beneficios a la humanidad. ¿Iba a introducirse el mundo en esta era a través del lanzamiento de una bomba atómica sobre Japón?

Cada lado tenía sus argumentos, y una colisión parecía inevitable conforme se acercaba la fecha de obtención de las primeras armas. Además de la cuestión inmediata de la utilización de la bomba contra Japón, estaba toda la problemática asociada al armamento nuclear y a la energía nuclear en el mundo de la posguerra.

El gobierno de Estados Unidos no se ocupó mucho del asunto hasta que no estuvo claro que el proyecto Manhattan alcanzaría el éxito, esto es, hasta la primavera de 1945, después de la muerte de Roosevelt. A principios de mayo, Bush, que había tratado durante meses de conseguir algo en este sentido, convenció al nuevo presidente, Harry S. Truman, para crear un Comité Provisional, como fue llamado, presidido por el secretario de Guerra, Henry L. Stimson, para asesorar al gobierno. Era una institución de alto rango, con tres miembros científicos (Bush, Conant y Karl T. Compton, hermano de Arthur Compton y también premio Nobel), y para ayudarles contaban con el panel científico integrado por los dirigentes máximos del proyecto Manhattan, Arthur Compton, Fermi, Lawrence y Oppenheimer.

El Comité Provisional estaba constituido por personajes muy ocupados, pero encontraron tiempo para considerar cuidadosamente cómo debería utilizarse la bomba en la guerra del Pacífico. Después de examinar las diferentes alternativas recomendaron unánimemente que se lanzara sobre Japón sin aviso previo sobre la naturaleza del arma. El objetivo era conseguir el máximo impacto psicológico con la esperanza de una rendición de los japoneses.

Después de la guerra se imputaron motivos indignos al Comité Provisional y a otros; se afirmó que su principal preocupación estaba en justificar ante el Congreso el coste de la bomba o en prevenir una declaración de guerra de Rusia a Japón. Obviamente, consideraciones de esta naturaleza debieron pasar por la cabeza de los hombres en cuestión, pero los documentos muestran que la decisión de lanzar las bombas fue estratégica, no política.

Los miembros del panel científico consultaron precavidamente a sus respectivos equipos, parece que sin hablarles de la recomendación respecto a la utilización de la bomba. Como era previsible. Compton tropezó con dificultades en el “Met. Lab.”. Invitó a sus hombres a poner sus ideas sobre la mesa y a ello se dedicaron. Al contrario de los que trabajaban en lugares de producción, como Oak Ridge, Hanford y Los Alamos, ellos no estaban sometidos a ninguna presión especial, y suspendieron sus labores durante algunas semanas y se dedicaron a las discusiones en comités.

Uno de estos comités, que incluía al incansable Szilárd, elaboró un informe particularmente significativo, el informe Frank, así llamado por el científico refugiado que actuó como presidente. James Franck. Desarrolló ideas que habían sido preparadas y maduradas al menos durante un año. El tema central era la deseabilidad de un «acuerdo internacional para evitar por completo la guerra nuclear», al que había que subordinar las consideraciones acerca de la utilización de la bomba contra Japón. «La forma en que las armas nucleares desarrolladas en secreto en este país sean reveladas al mundo por primera vez», afirmaban los siete autores del informe, «parece ser de gran importancia, quizá decisiva».

Pensaban que el empleo de la bomba contra Japón sin advertencia previa podría causar la suficiente reacción internacional como para hacer inviable toda posibilidad de acuerdo, y no implicaría necesariamente el final de la guerra. En su lugar, propusieron una demostración de la nueva arma «ante los ojos de los representantes de la Sociedad de Naciones, en el desierto o en una isla deshabitada». Norteamérica podría entonces decir: «Ustedes pueden ver qué clase de arma tenemos, aunque no la hayamos utilizado.» La demostración podría ir seguida de un ultimátum a Japón y, si este país renunciaba a su rendición, del empleo de la bomba con la sanción de la Sociedad de Naciones.

El informe incluía puntos referentes a la imposibilidad de que Estados Unidos mantuviera ni el secreto ni la superioridad en el campo del armamento atómico por espacio de más de unos pocos años, sin contar con que tampoco podría acaparar el uranio y el torio de todo el mundo. (El torio es otra fuente potencial de un explosivo nuclear.) A la larga Habría que depender de acuerdos internacionales.

La idea de efectuar una demostración de la bomba como advertencia, o simplemente comunicar al enemigo su existencia y sus posibilidades, ya había sido discutida con cierta minuciosidad por el Comité Provisional. Ellos sabían, y los científicos de Chicago no, el escaso número de bombas proyectadas, así como las grandes pérdidas que ocasionaría el sometimiento de Japón mediante una invasión. Dudaban si los japoneses se rendirían como resultado de una nueva advertencia. También observaron algunas dificultades técnicas. Por ejemplo, una bomba de demostración o un lanzamiento tras la advertencia podían tener un fallo; un avión transportando la bomba podía ser derribado o si en el aviso se mencionaba un blanco particular los japoneses podrían situar prisioneros de guerra en la zona. El informe Franck, por todo ello, no tuvo éxito en cuanto a la reconsideración por parte del Comité Provisional de su recomendación.

Tampoco todos los científicos estaban de acuerdo con el informe, ni mucho menos. Cuando ciento cincuenta de ellos fueron encuestados en el “Met. Lab.” el 12 de julio, cuatro días antes de la prueba de Trinidad, el 15% estaba a favor de la utilización militar plena de la bomba, y el 46% era partidario de «una demostración militar en Japón seguida de una nueva oportunidad para la rendición». El significado exacto de esta segunda alternativa para los interrogados era dudoso (¿significaba para algunos que la demostración habría de ser sin pérdidas de vidas humanas?), pero es lícito suponer que al menos la mitad de los científicos del “Met. Lab.” pensaban que la bomba debería emplearse en combate contra Japón. En otros lugares la proporción probablemente habría sido más alta.

Los preparativos militares para el empleo de las bombas, que habían comenzado en 1944, continuaban adelante. Se habían elegido los blancos: grandes ciudades con bases militares e industrias bélicas. La primera lista incluía a Kioto, en otro tiempo capital de Japón, una ciudad histórica de gran significación religiosa para los japoneses, pero al mismo tiempo un blanco ideal para la valoración del poder destructivo de la bomba.

Groves puso el máximo empeño en ocultar la lista al secretario de Guerra Stimson, manteniendo que se trataba de una cuestión militar que correspondía decidir al jefe del Estado Mayor, pero Stimson insistió en verla y ordenó la exclusión de Kioto de la lista. Creía que la destrucción de Kioto era una acción sin justificación posible, que sembraría una cosecha de tristeza para después de la guerra. Groves trató de volver a incluir a Kioto en la relación mientras Stimson estaba ausente a causa de su participación en la conferencia de los “Tres Grandes” en Potsdam (Churchill, Stalin y Truman), pero el adjunto de Stimson en Washington cablegrafió a Potsdam y el ministro reafirmó su veto, ahora con el fuerte apoyo del presidente Truman.

Durante la conferencia de Potsdam Truman fue informado del éxito fenomenal de la prueba en Trinidad del primer artificio explosivo nuclear. El informe de Groves le llegó el 21 de julio. Churchill lo leyó al día siguiente y dijo a Stimson: “Ahora sé qué le pasaba a Truman ayer. Yo no podía entenderlo. Cuando llegó a la reunión después de haber leído el informe, era otro hombre. Ese día cantó las cuarenta a los rusos y dirigió toda la discusión en general.»

A Stalin sólo se le informó de que Estados Unidos disponía de un arma nueva y sumamente poderosa. El insistió en que esperaba se hiciera buen uso de ella, sin mostrar ningún signo de que tuviera la menor sospecha de qué se trataba en realidad, a pesar de la información que Fuchs y otros habían transmitido a Rusia. Presumiblemente lo hizo con cara inmutable.

El 24 de julio Truman dio órdenes para el lanzamiento de una bomba atómica sobre Japón, tan pronto como el tiempo lo permitiera, después del 3 de agosto. El 26 de julio se dio a Japón una advertencia, sin mencionar armas atómicas, pero amenazando con una “inmediata y total destrucción” si no se rendía. Algunos japoneses influyentes abogaron por la paz, pero el 28 de julio el primer ministro anunció el rechazo del ultimátum.

Los explosivos nucleares y otras partes de las bombas estaban esperando en la isla de Tinian, a 3.000 kilómetros de Hiroshima, que figuraba la primera en la lista de posibles blancos. Había habido cierta preocupación sobre acciones enemigas o accidentes durante el transporte de los materiales a través del Pacífico, especialmente en el caso de los aviones que transportaban el plutonio, pero todo llegó sin novedad a su destino. Los riesgos fueron reales; el crucero Indianapolis, que había transportado la mayor parte de la bomba “Little Boy", fue hundido por un submarino japonés unos pocos días después.

“Little Boy" fue lanzada sobre Hiroshima desde un bombardero B-29, que iba acompañado de dos aviones de observación, a las 9:15 (hora de Tinian) el 6 de agosto. Se pensó que era improbable que un grupo tan pequeño de aviones originara un ataque enemigo, lo que podía haber resultado desastroso, y de hecho sólo se observó un caza japonés. El B-29 vio el destello de la explosión, al que siguieron «dos sacudidas sobre el aparato» —la onda de choque directa y la reflejada sobre el suelo— y a continuación se observó a la inmensa nube ascender hasta los 10.000 metros. Mientras no se alejaron hasta 650 km la nube no desapareció de su vista. El reconocimiento del día siguiente mostró que el 60% de la ciudad había sido destruida. El número final de víctimas mortales resulta incierto por varias razones; el Ayuntamiento de Hiroshima suministró al secretario general de la ONU una cifra de 140.000 en el año 1976, pero también se han citado otras mucho más bajas y mucho más altas.

«El resultado importante, y el único que buscábamos», escribió Groves, «fue convencer a los dirigentes japoneses de la total falta de esperanza de su posición». Truman ratificó esta idea cuando comunicó por radio la noticia al mundo.

Los japoneses hicieron volar a dos de sus principales científicos nucleares sobre la ciudad de Hiroshima: Nishina, el 8 de agosto, y Arakatsu, el 10 de agosto. La imagen de la destrucción y la presencia de radiación convenció a ambos de que ciertamente era una bomba atómica la responsable. Su coloquio de física en 1943 había errado gravemente en lo que Estados Unidos podía hacer.

Los militares norteamericanos consideraron importante arrojar una segunda bomba tan pronto como fuera posible, antes de que el enemigo pudiera recuperar su equilibrio, y para inducir el temor a estas bombas en una ciudad tras otra. Una segunda bomba como “Little Boy” no estaría disponible durante meses, por lo que se tenía que recurrir a “Fat Man”, la bomba de plutonio, y se eligió finalmente la fecha del 9 de agosto. El blanco escogido en primer lugar fue Kokura y como segundo se eligió Nagasaki.

Las condiciones atmosféricas no eran buenas y algo no funcionó bien en los enlaces entre el bombardero B-29 y los aviones de observación, en uno de los cuales se encontraba William Penney, un súbdito británico, futuro director del Departamento de Investigación en Armamento Atómico de Aldermaston, en el Reino Unido. Kokura, a la llegada del B-29, estaba envuelta por la niebla. Después de efectuar tres pasadas inútiles sobre la ciudad, el B-29 tomó la dirección de Nagasaki, donde en el último momento apareció un claro entre las nubes, permitiendo a la tripulación apuntar visualmente en lugar de depender del radar, lo que habría ido en contra de las órdenes. Por entonces ya estaban muy escasos de combustible y temieron verse obligados a amerizar, pero pudieron dirigirse a Okinawa, donde llegaron con los depósitos tan exhaustos que no pudieron abandonar la pista de aterrizaje.

Debido a la configuración del terreno, los daños y las víctimas fueron bastante inferiores a las de Hiroshima, aunque la energía liberada fue algo mayor; el 44% de la ciudad quedó destruida y murieron aproximadamente la mitad de personas que en Hiroshima.

Una narración escueta de las operaciones militares y sus consecuencias parece fría y cruel. Aquellos que las planificaron pueden parecer inhumanos, y también los científicos que crearon las bombas. Hay que tener siempre presente la continua pérdida de vidas infligida por un enemigo suicidamente decidido, las historias que llegaban de los campos japoneses de prisioneros y el consecuente sentimiento de acabar la guerra como fuera.

El juicio también debe quedar suavizado por el hecho de que los bombardeos atómicos no fueron excepcionales en cuanto al número de muertos y a las áreas arrasadas, comparados con los bombardeos “convencionales” que se habían realizado sobre Hamburgo y otras ciudades alemanas, y sobre Tokio, donde murieron 83.000 personas en un ataque incendiario en marzo de 1945. La diferencia estaba, por supuesto, en que una sola bomba había logrado esos resultados en pocos segundos. El horror fue realzado por el desconocimiento en cuanto a las radiaciones nucleares y al polvo radiactivo, que causaron víctimas de una forma nueva y horrible, aunque en términos generales no más terribles que las producidas por medios “convencionales”.

Tras el bombardeo de Nagasaki los norteamericanos lanzaron en paracaídas instrumentos de grabación sobre la ciudad. Tres de éstos incluían un mensaje para Sagane, el físico nuclear japonés que había trabajado en Berkeley antes de la guerra, «de parte de tres antiguos colegas científicos durante tu estancia en los Estados Unidos». Estos fueron: Luis W. Alvarez, Robert Serber y Philip Morrison, que se encontraban entonces en Tinian. Parece que actuaron por propia iniciativa y no indicaron sus nombres al final del mensaje, pero Alvarez lo transcribió a mano, presumiblemente para que Sagane pudiera reconocer la letra y estar seguro de su autenticidad.

El último párrafo decía, entre otras cosas:

« Suplicamos confirmes estos hechos [que las bombas atómicas habían sido utilizadas] a tus dirigentes... Como científicos deploramos el uso a que nos ha llevado un bello descubrimiento, pero podemos asegurarte que, salvo que Japón se rinda inmediatamente, esta lluvia de bombas atómicas se incrementará con inusitada violencia. »

Incluso después de Nagasaki y del golpe que supuso la entrada en la guerra de la URSS contra Japón, el ejército nipón rechazó la rendición. La guerra, no obstante, llegó a su fin el 14 de agosto gracias a la intervención personal del emperador Hirohito. Lo hizo posiblemente arriesgando su vida ante los fanáticos militares que intentaron organizar un golpe en Tokio para continuar una lucha sin esperanza. Parece que hay razones para pensar que la segunda bomba fue necesaria para asegurar la rendición.

El mundo quedó atónito ante las noticias sobre las bombas, agradecido por el fin de la guerra, pero horrorizado ante la comprobada potencia de las nuevas armas. Para casi todos los que eran ajenos al proyecto Manhattan, las bombas atómicas constituyeron una monumental sorpresa, incluso para aquellos que eran conscientes de su viabilidad en principio. Sabiendo las filtraciones hacia la URSS, es fácil menospreciar la asombrosa hazaña que supuso el mantenimiento prolongado de tan secreta actividad, especialmente trente a los alemanes, que sólo conocían alguna vaguedad acerca de un proyecto nuclear de los aliados y que imaginaban aún en su primera etapa.

La predicción de los científicos de Chicago acerca de que el lanzamiento de las bombas llevaría a la humanidad a una nueva era resonó por todo el mundo. Tal sensación quedó plasmada por Stimson en una conferencia de prensa en la que afirmó: «Han sucedido grandes acontecimientos. El mundo ha cambiado y es el momento de una serena reflexión.»

Sus palabras finales «el foco del problema no reside en el átomo: se aloja en el corazón del hombre», también encontraron una amplia reacción. Durante un corto período de tiempo el impacto causado por las bombas pareció abrir las mentes de los hombres a las realidades fundamentales. El Saturday Review of Literature, por ejemplo, publicó un editorial sobre la bomba bajo el título «El hombre moderno está anticuado», dando a entender que, independientemente de las actitudes políticas, a un nivel más profundo el hombre mismo y sus motivaciones debían cambiar. Las palabras de Canon B. H. Streeter, el gran erudito de Oxford, en la década de los treinta, adquirían sentido con una nueva inmediatez: «Una nación [o un mundo] qué ha crecido intelectualmente debe crecer moralmente o perecerá.» Muy pocos sabían cómo convertir tales palabras, en acción y tal visión se oscureció. Pero era la visión correcta.

Algunos reaccionaron de manera totalmente diferente. Había un prisionero de guerra alemán, un ferviente nazi, que se sintió estremecido y exaltado por la idea del enorme poderío sobre la vida de los hombres contenido en las bombas atómicas. Sentía verdadera envidia de los aviadores que habían pilotado los aparatos que las transportaban: «Se debieron sentir como dioses», afirmó.

Para muchos de los científicos resultó una experiencia traumática el ser conscientes de que habían ayudado a crear las armas. A menudo sus sentimientos se iban haciendo más fuertes conforme transcurría el tiempo y el pensamiento del suplicio japonés les embargaba. Durante la guerra ellos habían luchado contra las cadenas de neutrones, las barreras, las «pistas», el plutonio, la implosión, los iniciadores, etc. Ahora se encontraban de frente con el producto final de la tecnología: heridas, quemaduras, enfermedades derivadas de las radiaciones, destrucción y muerte

«La bomba atómica es un arma tan terrible que la guerra ahora es imposible», se dice que afirmó Oppenheimer, anticipándose a la teoría de disuasión. El temor a la represalia nuclear ciertamente parece haber sido un factor importante en la prevención de una guerra entre las superpotencias.

Dos de los que sintieron una responsabilidad particularmente directa por la bomba atómica fueron conocidos personalmente por el autor: Frisch, uno de los autores del memorándum que resucitó el proyecto nuclear británico en 1940, y Bohr, el decano de la ciencia atómica y nuclear. Conocí a ambos en Copenhague antes de la guerra: a Frisch como experimentador ingenioso y entusiasta, y a Bohr como alegre explorador en los fundamentos del universo material. Cuando volví a encontrarme con Frisch después de la guerra, todo su entusiasmo parecía haber desaparecido y Bohr me produjo la impresión de un hombre que transportaba con él una pesada carga.

Para los científicos nucleares alemanes internados en Gran Bretaña, las noticias de Hiroshima fueron devastadoras. No estaban preparados; creían que una bomba atómica era aún una idea lejana. El agente que los tenía a su cargo, el comandante T. H. Rittner, oyó la noticia en la BBC a las 6 de la tarde y se dirigió a contársela a Hahn, uno de los hombres que de alguna manera encendió la mecha a través del descubrimiento de la fisión. «No podía creerlo», afirmó más tarde Hahn, «pero el comandante insistió en que no se trataba de una lucubración periodística, sino de un comunicado oficial del presidente de los Estados Unidos. Quedé como anonadado ante la idea de la nueva gran desgracia que ello suponía, pero me alegré de que no hubieran sido los alemanes sino los anglo-americanos los que habían fabricado y empleado este nuevo instrumento de guerra.» Dijo a Rittner que una vez le pasó por la cabeza la idea del suicidio cuando se dio cuenta por primera vez de que la fisión podía conducir a una bomba atómica.

Los otros internos echaron en falta a Hahn a la hora de la cena y Wirtz fue a buscarle. Llegó al despacho de Rittner justamente cuando la BBC repetía la noticia en el siguiente boletín. Hahn y Wirtz juntos comunicaron la noticia al resto. En medio del gran alboroto que siguió, Heisenberg negó con fuerza al principio que el nuevo ingenio pudiera ser realmente una bomba atómica. La palabra “atómica” podía, después de todo, aplicarse a un buen número de cosas, y no se había hecho mención alguna del uranio. Lo que Heisenberg no podía explicar satisfactoriamente era, sin embargo, la declaración de que la explosión había sido equivalente a 20.000 toneladas de TNT.

Más información llegó en el noticiario de las nueve de la noche incluyendo una referencia al uranio y a la gran envergadura del proyecto americano. Las dudas de los alemanes se disiparon por completo. Se dieron cuenta de que, lejos de ser los líderes del mundo, habían sido completamente superados. Las halagüeñas perspectivas de continuar sus trabajos bajo el auspicio de los aliados quedaron bruscamente sesgadas. Uno de los más jóvenes entre los alemanes, Horst Korsching, hizo un comentario pertinente: «[La bomba atómica] muestra en qué medida los norteamericanos son capaces de una colaboración real a gran escala. Ello habría sido imposible en Alemania. Cada cual decía que el otro era insignificante.»

Algunas veces se ha sugerido que las reacciones alemanas fueron debidas a su ignorancia de la posibilidad de una bomba atómica. Los documentos alemanes muestran, no obstante, que la base del problema estaba clara para ellos. Su sorpresa se debió más bien a la percepción de la imponente labor llevada a cabo con éxito por los americanos [5].

En Japón se dieron dos reacciones distintas. Se llegó, en primer lugar, a la determinación de no fabricar, poseer o usar nunca armas nucleares (aunque esto no fue obstáculo para programar más tarde la construcción de numerosas centrales nucleares), y, por otro lado, aquellos que conocieron el proyecto japonés durante la guerra practicaron una política de silencio. Científicos americanos que visitaron el país tras la secuela de las bombas no lograron romper la cortina de silencio; tenían instrucciones de tratar a sus oponentes nipones con amabilidad, por lo que tampoco hicieron mucho por conseguirlo. Japón adquirió la imagen de una víctima inocente. Solamente en época reciente ha quedado claro que sus científicos y sus militares, como los de otros países, habrían fabricado la bomba si hubieran podido.

Hiroshima y Nagasaki descubrieron el principal secreto americano, que consistía simplemente en que las bombas podían construirse, que la teoría ciertamente funciona. El mundo supo entonces que no existían obstáculos insuperables para la fabricación de un arma de este tipo. Cualquier país con un cuerpo de científicos competentes podía encargarles el trabajo de construir la bomba atómica en la confianza de un resultado positivo.

Capítulo XIII
Durante la guerra fría

El descubrimiento de la fisión ocupa un lugar privilegiado en la historia de la ciencia. Ningún otro descubrimiento aislado ha tenido tan dramáticas consecuencias en tan corto período de tiempo. En cuatro años llevó al primer reactor nuclear artificial, y tres años después, a la bomba atómica.

A petición de Groves, Henry D. Smyth, que había pertenecido al Comité S-l inicial, preparó una narración detallada (144 páginas) semitécnica de estos acontecimientos que se publicó el 12 de agosto de 1945, tan sólo tres días después de Nagasaki. Uno de los motivos de Groves era poner de manifiesto a los científicos del proyecto Manhattan cuán lejos podían llegar en discusiones abiertas. Bush y Conant también querían el informe, y convencieron al presidente Truman de que era necesario para evitar la circulación de versiones «temerarias y apasionadas» sobre lo que se había hecho.

Algunos creyeron que el informe de Smyth explicaba demasiado, pero, como dijo el articulista Drew Pearson, era tan difícil retroceder en ello como «colocar otra vez el huevo dentro de la gallina». Szilárd estimó que el informe situaba al resto del mundo en el punto en el que los americanos se encontraban en el otoño de 1942. Dio a otros países una entrada para la era atómica. En la URSS se hizo una primera tirada de no menos de treinta mil ejemplares de una traducción rusa.

El informe de Smyth fue seguido durante los años siguientes por la publicación, principalmente por parte de los norteamericanos, pero también de los británicos, canadienses y franceses, de numerosos informes científicos y técnicos sobre el trabajo realizado durante la guerra, si bien éstos no incluyeron la tecnología de los explosivos nucleares ni de las armas propiamente dichas.

Mientras otros países digerían el material publicado y comenzaban a esbozar programas nucleares, el proyecto Manhattan en Estados Unidos quedó en suspenso al dirigirse sus integrantes hacia las universidades y las industrias. Durante un período de tiempo reinó la confusión, sin ningún plan y con gran incertidumbre en tomo al futuro de las instalaciones nucleares. Groves sabía lo que quería: mantener todo bajo control militar. Los científicos, sin embargo, lucharon y ganaron la batalla para crear un cuerpo civil, la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos que tomara la dirección. El traspaso se hizo a finales de 1946, y el Ejército nunca más retuvo Los Alamos.

Un resultado de la batalla política fue la voladura de los ciclotrones japoneses en el otoño de 1945, siguiendo órdenes emanadas del departamento de Groves. El motivo, por supuesto, era privar a Japón de cualquier efectivo que concebiblemente pudiera ayudar a construir una bomba atómica. Los científicos, sin embargo, pensaban que los ciclotrones eran herramientas de investigación pura, con escasísima relevancia para trabajos sobre armamento. Si el Ejército no lo entendía así, opinaban ellos, era que el Ejército no es competente para desarrollar el proyecto americano en tiempo de paz.

Control civil, no obstante, no significaba que Estados Unidos no tuviera más bombas. Se admitía generalmente que había que construir un arsenal nuclear. Así, las instalaciones del tiempo de guerra se mantuvieron, y allí los científicos encontraron abundante trabajo que realizar. Se habían visto obligados a dejar de lado muchas cuestiones interesantes por la presión de la guerra, y ahora era el momento de volver sobre ellas. Entre éstas se encontraban una amplia variedad de ideas acerca de reactores nucleares, de las cuales eventualmente habría de emerger un programa de energía nuclear industrial.

Para otros países surgió la posibilidad inmediata de levantar un centro de investigación nuclear. Algunos tenían conocimientos suficientes para construir sus propios reactores pequeños, pero aptos para realizar investigación experimental. Otros pudieron obtenerlos de Estados Unidos principalmente. Incluso sin un reactor para investigar se podían estudiar las aplicaciones de los radioisótopos y de la radiación, por ejemplo a la agricultura y a la medicina, lo cual no implicaba grandes recursos y podía ser emprendido por casi cualquier país.

Mucha gente soñó en esta época con energía nuclear barata y abundante para toda la humanidad, y especialmente las naciones altamente industrializadas pensaron en un centro de investigación como primer paso hacia un programa energético. El centro proporcionaría una reserva de expertos y a su debido tiempo también una base para la aplicación tecnológica; entre tanto, había mucho trabajo preparatorio y también investigación científica pura.

Se pensaba que el aprovechamiento generalizado de la energía nuclear quedaba aún un tanto lejano. El informe de Smyth había estimado con cautela que el despegue podía comenzar diez años después, aunque sólo para aplicaciones específicas. De hecho, la propulsión de un submarino norteamericano por energía nuclear ocurrió diez años más tarde y la producción de electricidad a escala industrial en Gran Bretaña once años después. A partir de entonces hubo una gran expansión por todo el mundo.

Durante el período intermedio, cuando las armas nucleares aún dominaban la escena, se dieron una serie de situaciones preocupantes. El 6 de septiembre de 1945 un oficial de la embajada soviética en Ottawa, Igor Gouzenko, desertó y reveló la existencia de una gran red de espionaje ruso en América del Norte que incluía entre sus efectivos a un físico británico del laboratorio de Montreal, Alan Nunn May. Este era uno de los captados por el comunismo mientras era estudiante en Cambridge en la década de los años treinta, pero no se dedicó activamente a la causa, sino que se convirtió en un modesto profesor. Esto le transformó en el tipo de hombre que los rusos podían utilizar, y hay indicaciones de que pensaron en él como posible espía desde muy temprano, solicitándoselo poco antes de la prueba de Trinidad en 1945. Aceptó complacido y les proporcionó secretos nucleares y materiales, afirmando más tarde: «Pensé que eso era una contribución que yo podía hacer por la seguridad de la humanidad.»

Nunn May, como también Fuchs, generalmente rechazó las recompensas materiales ofrecidas por sus servicios. Estos proporcionaron a Rusia secretos valiosos, porque el comunismo exigía su lealtad hasta el punto en el que los solemnes juramentos dejan de ser vinculantes.

Cuatro años después del asunto Gouzenko se dio una mayor conmoción al tener noticias de una explosión nuclear en Rusia el 29 de agosto de 1949. Fue una sorpresa total para Occidente. Los norteamericanos no habían previsto tan temprana pérdida de su monopolio y los británicos habían confiado en ser los siguientes, tras los estadounidenses, en construir una bomba atómica.

Hoy sabemos que los científicos rusos consiguieron obtener una reacción en cadena el 25 de diciembre de 1946, mientras que la producción de plutonio parece que comenzó en el otoño de 1948. El calendario ruso fue así muy similar al norteamericano, sólo que se desarrolló cuatro años después.

También era lo que más o menos habían previsto los propios expertos norteamericanos. Al fin de la guerra, Bethe, en Los Alamos, había estimado que los rusos tardarían entre tres y seis años en desarrollar un arma, y otros habían efectuado previsiones parecidas. La explosión de 1949, por tanto, no debería haber representado ninguna sorpresa. Lo que quizá sirvió para tranquilizar a la gente fue el hecho de que año tras año no había señales de ningún tipo de actividad nuclear soviética importante; no pareció ocurrírseles que ello se debía a estrictas razones de seguridad y no a la carencia de actividad.

Unos pocos meses después de la explosión nuclear soviética el 2 de febrero de 1950, tuvo lugar la detención de Klaus Fuchs, como se describe más adelante en este capítulo. Fue un “espía atómico" mucho más perjudicial que Nunn May, ya que había manejado una ingente cantidad de información de suma importancia durante un período de años. El espionaje ha sido considerado como la causa del rápido progreso de los rusos en el campo del armamento atómico. Se ha dicho que Fuchs les suministró “el secreto de la bomba atómica", como si “el secreto" pudiera compararse a un santo y seña o a la combinación de una caja fuerte. De hecho, la teoría básica para la bomba era conocida ampliamente; Hiroshima y Nagasaki eran una prueba de la validez de este conocimiento. Detrás había una gran cantidad de alta tecnología, que la URSS estaba en condiciones de desarrollar por su cuenta, aunque sin la información de Fuchs quizás habría empleado un año o dos más en conseguirlo.

Lo que realmente puede que fuera de la máxima importancia fue conocer a través de Fuchs, ya a mediados de 1942, que Gran Bretaña había considerado seriamente la idea de una bomba atómica y, en 1943, que Estados Unidos estaba preparando un gran esfuerzo. Esto puede explicar por qué los rusos pusieron en marcha su programa en febrero de 1943 en medio de una desesperada situación bélica. Sin su proyecto propio, competentemente dirigido, todos los espías atómicos del mundo no le habrían servido de ninguna utilidad.

El otro único país que estaba tratando de desarrollar un arma atómica en estos primeros años de la posguerra era Gran Bretaña. Las bases para el programa británico se colocaron en el laboratorio de Montreal, a cuyo frente Cockcroft había sustituido en 1944 a Halban, que había resultado conflictivo en varios aspectos. Bajo la dirección de Cockcroft la plantilla llegó aproximadamente al centenar, incluyendo científicos de diversas nacionalidades, se recuperó la moral y se restableció la colaboración con los norteamericanos en algunos puntos concretos.

Cockcroft tenía ideas precisas acerca de las dimensiones del futuro proyecto británico, más claras probablemente que las del propio gobierno, y dirigió las operaciones en consecuencia. Supuso que el primer objetivo serían las armas nucleares, con la energía nuclear como una meta a largo plazo. La investigación nuclear general se necesitaría constantemente y el trabajo sobre radioisótopos podía ser inmediatamente incorporado al programa.

El punto de partida sería una instalación experimental que el gobierno levantó a principios de 1946 en Harwell, en una zona que perteneció a la Fuerza Aérea Real (la famosa RAF) en las colinas de Berkshire. Conocido como Centro de Investigación en Energía Atómica, se concibió en principio como un centro autónomo y completo de investigación nuclear, pero a medida que el programa se desarrollaba muchas de sus funciones fueron asignadas a otros nuevos organismos.

Bajo la dirección de Cockcroft, la aún joven pero experimentada plantilla que volvía de América del Norte hubo de poner en marcha el centro de Harwell sin la ayuda americana. Estados Unidos había adoptado una política nuclear aislacionista después de la guerra. y el caso de Nunn May, que se había desvelado por este tiempo, no contribuyó a mejorar las relaciones anglo-americanas. A pesar de todo lo cual Harwell contó con dos reactores para la investigación y un gran ciclotrón en funcionamiento antes de dos años.

Sólo después de que Harwell llevara algunos meses funcionando decidió el gobierno fabricar bombas atómicas y, por tanto, poner en marcha los planes que Cockcroft y su equipo habían abrigado durante todo ese tiempo. Esto supuso la construcción de reactores para producir plutonio, de una planta química para separarlo del combustible agotado (ambas construcciones en Windscale —hoy conocidas como Sellafield— en Cumbria) y un centro de armas (en Aldermaston, Berkshire) donde fabricar las propias bombas. Siguió una planta de difusión (en Capenhurst, Cheshire) para elaborar el explosivo nuclear alternativo, el U-235.

Al frente de la parte industrial del proyecto se colocó a Christopher Hinton, un ingeniero que había dirigido fábricas de armamento durante la guerra. El aspecto concreto que se refería a las bombas se confió a Penney, que había estado en Los Álamos. Cockcroft, Hinton y Penney formaron un trío descollante, siendo cada uno muy adecuado para su desafiante y precursora misión. Cada cual podría haber tenido una vida más fácil o mejor pagada en cualquier otro sitio, pero eligieron poner toda su capacidad al servicio de la creación de las nuevas organizaciones que se necesitaban. Conjuntamente lograron para Gran Bretaña una posición destacada en el campo nuclear en la década de los años cincuenta.

En el núcleo de toda la investigación y planificación inicial se encontraba Fuchs, que a su retomo de Los Álamos en 1946 había sido puesto al frente de la División de Física Teórica de Harwell. Llegó incluso a decir de sí mismo: «Yo soy Harwell.» Todavía no se sospechaba de él, por supuesto, pero Henry Arnold, el responsable de la seguridad, se preguntaba qué clase de hombre era realmente.

Arnold adoptó una actitud poco ortodoxa en su trabajo. Estaba especialmente en guardia ante las personas impulsadas por razones ideológicas, las que, en su opinión, se destacarían de alguna forma entre el resto. Fuchs era ciertamente un tipo raro, irónicamente, con una preocupación obsesiva por la seguridad. Arnold no cejó de insistir en conocerle.

Por este tiempo, Fuchs iba viendo aumentada su desilusión por la URSS y su política de posguerra. Es más, cuando llegó a Gran Bretaña por primera vez, sus contactos personales fueron casi exclusivamente de izquierdas, pero su trabajo realizado bajo los auspicios del gobierno le había llevado a relacionarse con gente de muy distintas clases. Lo que vio en algunos de ellos —«una firmeza profundamente arraigada que les permite desarrollar un modo amable de vida»— llegó a cambiar su forma de pensar. De sí mismo afirmó que al fin se había dado cuenta que existen «ciertas reglas de conducta moral que no se pueden ignorar».

Mientras Fuchs libraba sus batallas internas, llegó una confidencia del FBI americano, en el verano de 1949, en el sentido de que la información sobre bombas atómicas había sido pasada a la URSS, probablemente por un científico británico. Tanteando entre los posibles confidentes, Arnold pensó en Fuchs; pero no había evidencia suficiente para presentarla en un juzgado británico, salvo que el propio Fuchs la proporcionara.

Lo que Arnold y su colega William Skardon hicieron para inducir a Fuchs a confesar y cooperar totalmente muestra su gran destreza y sensibilidad, pues, aunque ellos no lo sabían, Fuchs, erróneamente, imaginaba que el castigo era la pena capital.

La detención de Fuchs constituyó una desagradable sorpresa para sus colegas. Arnold afirmó al autor que uno de ellos se trasladó urgentemente desde Escocia para ofrecerle su ayuda, diciéndole: «No puedo creer las acusaciones.» «Usted las creerá cuando sigan las pruebas», replicó lacónicamente Fuchs. Otro, un hombre mayor, le dijo a Arnold: «Incluso después de haber oído todas las pruebas, no soy capaz de creer que él lo hiciera realmente.» Hoy el poder de las ideologías de subversión resulta, lamentablemente, más familiar. Lo que continúa siendo raro es una liberación de ese poder, como la que Fuchs experimentó cuando sus creencias motivadoras cambiaron, cuando se arrepintió, por decirlo con esta bella y antigua palabra.

Si el cambio experimentado en Fuchs hubiera sido mejor entendido en aquel tiempo, es concebible pensar que se le hubiera tratado de forma diferente. El fiscal de la corona, que le procesó, vio su confesión meramente como «un curioso fenómeno característico de aquellos extraños procesos psicológicos que algunos simpatizantes del Partido Comunista parecen sufrir». La nacionalización de Fuchs fue revocada, aun cuando esto implicaba que su brillante cerebro pudiera ser útil al este antes que al oeste después de que cumpliera su condena.

La primera explosión nuclear rusa, el caso Fuchs y después, en 1950, la desaparición de Pontecorvo, uno de los del equipo inicial de Fermi en Roma, de su alto puesto en Harwell y su reaparición en la URSS, proporcionaron una urgencia adicional a la vertiente militar del proyecto británico. La primera prueba nuclear británica tuvo lugar el 3 de octubre de 1952 en las islas de Monte Bello, a cincuenta millas de la costa de Australia, convirtiendo al Reino Unido en el tercer Estado que disponía de armas nucleares.

El cuarto iba a ser Francia. Charles de Gaulle había visitado Ottawa en julio de 1944, y mientras se encontraba allí, Jules Guéron, un científico francés del laboratorio de Montreal, le informó secretamente acerca de la bomba atómica. Después de la liberación de París al mes siguiente, otros franceses de Montreal volvieron a Europa y Joliot volvió a escena. Groves, al corriente del comunismo de Joliot, se sintió muy molesto, pero poco podía hacer.

De Gaulle creó el Comisariado de Energía Atómica (CEA) por un decreto del 18 de octubre de 1945 y más tarde afirmó que su objetivo era permitir a Francia la construcción de sus propias armas atómicas. Poco después, sin embargo, se desvió de la escena política, dejando a Joliot libre, al menos por un tiempo, para imponer sus propios criterios. Los intereses del CEA, proclamó, eran puramente pacíficos; por encima de todo, se trataba de proporcionar energía nuclear a Francia, débil en cuanto a fuentes de energía autóctonas. De hecho, aunque Joliot hubiera sido partidario de la construcción de armas nucleares, habría estado fuera de las posibilidades de Francia a fines de los años cuarenta.

Las dificultades a las que hubo de enfrentarse el CEA en un país desgarrado por la guerra fueron ciertamente grandes. Uno de sus primeros objetivos fue un reactor de agua pesada. Estaban contentos de poder disponer de dieciséis toneladas de compuestos de uranio, siete de las cuales habían sido enviadas a Marruecos en 1940 y ocultadas allí, y nueve fueron encontradas en una vía muerta del ferrocarril en El Havre, donde habían permanecido sin ser reconocidas ni aprovechadas durante la ocupación alemana. El agua pesada llegó de Noruega. El plan original del CEA estaba encaminado hacia un reactor que produjera una cantidad apreciable de calor y que al mismo tiempo sirviera para obtener experiencia en sistemas de refrigeración y también para lograr una cantidad sustancial de plutonio; pero se conocía muy poco acerca del comportamiento de los diferentes materiales del reactor al ser calentados, por lo que los científicos hubieron de contentarse con un reactor de baja potencia. A veces se le conoció con el nombre de “flop”, iniciales de French Low Output Pile, hasta que Joliot descubrió que esta palabra en inglés significa “fracaso”.

El trabajo comenzó a mediados de 1947, concediéndosele prioridad absoluta y estando dirigido por Kowarski, que había vuelto de Montreal el año anterior. El prestigio del CEA, y posiblemente su futura financiación, estaba en juego si no se cumplía el plazo fijado para fines del año 1948, así que se experimentó una enorme sensación de alivio y de triunfo cuando el reactor logró su régimen crítico durante la mañana del 15 de diciembre.

En Gran Bretaña y Estados Unidos hubo cierta consternación por el éxito francés, a causa del temor a que Joliot revelara secretos sobre el reactor a Rusia. (De hecho, había muy poco que los rusos no conocieran ya.) El mismo Joliot afirmó rotundamente que ningún francés honesto, comunista o lo que fuera, pondría jamás a disposición de una potencia extranjera secretos de su país. A causa de ello fue censurado públicamente por el Partido; Jacques Duelos, su secretario, dijo que un progresista «tenía dos patrias, la propia y la Unión Soviética».

Joliot pudo haber dimitido del Partido Comunista o ser expulsado, pero poco después el comunismo empezó una campaña internacional en favor de la paz y deseaba su oratoria y el prestigio de su nombre. Dedicó cada vez más y más tiempo a la propaganda, lo que iba en detrimento de su dirección del CEA. Finalmente, anunció en el Congreso Nacional del Partido Comunista en 1950 que si se le pedía construir armas nucleares, rehusaría, y una declaración de ese estilo circuló para su firma entre los miembros del CEA.

Esto equivalía a un desafío a la autoridad del gobierno, de lo que el propio Joliot era perfectamente consciente, además de los problemas que implicaba en las negociaciones con los americanos. El 26 de abril de 1950 el primer ministro comunicó a Joliot que quedaba destituido.

Durante un año o dos el CEA estuvo en relativa calma, pero comenzó una rápida agitación en tomo a un programa que en esa etapa discurría por senderos similares a los británicos. Incluso con Joliot apartado del camino, no existió, sin embargo, ningún compromiso para fabricar armas nucleares hasta que De Gaulle retomó al poder en 1958, y la primera prueba de un arma francesa, en el Sahara, no llegó hasta febrero de 1960.

Bastante antes, tanto los americanos como los rusos habían efectuado pruebas con la bomba de hidrógeno o termonuclear, la superbomba. Estados Unidos sólo adoptó la decisión de continuar con su desarrollo tras un amplio debate en los círculos gubernamentales entre los que pensaban que la seguridad del país dependía de la bomba y los que opinaban que era un arma demasiado homicida como para ser considerada. Entre los científicos, Teller fue uno de los principales propagandistas de la superbomba y Oppenheimer uno de los opositores más destacados.

Fig. 15. Fechas de las primeras pruebas de explosiones nucleares por los países indicados. (Ningún otro país ha llevado a cabo explosiones nucleares.) 029.jpg

La oposición de Oppenheimer a la superbomba había de costarle caro. Fue uno de los temas principales en las investigaciones que se hicieron en 1954 para determinar si era un caso de riesgo para la seguridad. Por esta época ya hacía mucho tiempo que había abandonado Los Alamos. Las acusaciones formales contra él se referían principalmente a sus relaciones comunistas, pero el énfasis se ponía en que las preocupaciones por él expresadas sobre armas nucleares habían sido promovidas para provocar el interés de los rusos. Sin embargo, no había pruebas de que hubiera hecho algo más que expresar su opinión sincera. Teller, que discrepaba fuertemente de los puntos de vista de Oppenheimer, no dudó de su lealtad, aunque cuestionó “su saber y su juicio”. El resultado final de las investigaciones llevó a retirarle su acreditación para la seguridad.

La decisión de seguir adelante con la superbomba fue estimulada por la primera prueba atómica soviética en 1949, y fue anunciada por Truman el 31 de enero de 1950.

Como se indicó anteriormente, se necesita una explosión mediante fisión para originar la enorme temperatura requerida para una explosión por fusión. Es relativamente fácil utilizar una gran explosión de fisión como detonante de una pequeña explosión de fusión. En ciertas circunstancias rige un principio multiplicador: los neutrones de la fusión aumentan la eficiencia de la explosión por fisión. Los norteamericanos probaron un ingenio de este tipo el 24 de mayo de 1951 en el atolón de Eniwetok, en el Pacífico.

Es mucho más difícil construir una verdadera superbomba en la que una gran masa de combustible termonuclear explote por medio de una explosión de fisión relativamente pequeña. Los americanos lo consiguieron por primera vez el 1 de noviembre de 1952, también en Eniwetok. La explosión, conocida con el nombre de “Mike”, fue mil veces más potente que la de Hiroshima. El explosivo termonuclear en “Mike” fue un isótopo del hidrógeno licuado, deuterio líquido, que no sería muy apropiado para un arma. Fue en la primavera de 1954 cuando los norteamericanos probaron con éxito un artificio en el que el líquido fue reemplazado por un explosivo sólido (deuteruro de litio).

La URSS hizo explotar su primer ingenio termonuclear el 12 de agosto de 1953. Fue de mucha menor potencia que “Mike”, pero se utilizó deuteruro de litio, lo que permitió a los rusos creer que figuraban a la cabeza del desarrollo de “armas de hidrógeno reales”. Su segunda prueba, el 23 de noviembre de 1955, fue comparable a la norteamericana de 1954, aunque de potencia algo menor.

Tras el éxito se encontraba el trabajo de Andrei Sakharov, actualmente conocido en todo el mundo a causa de su valerosa lucha por los derechos humanos. Sakharov tuvo que resolver varios problemas cruciales en la fabricación de una superbomba y también sugirió el deuteruro de litio para la prueba de 1953, por lo que ha sido llamado “el padre de la bomba de hidrógeno rusa”. En 1953, con sólo 32 años, se convirtió en el miembro de pleno derecho más joven que haya accedido jamás a la Academia Rusa de las Ciencias, pasando a ser un héroe para el Partido. Fue motivo de orgullo para sus compatriotas el que se tratara enteramente de un producto ruso, formado exclusivamente en la Unión Soviética.

A principios de la década de los cincuenta él era esencialmente un técnico que realizaba trabajos brillantes, pero incluso entonces leía sobre temas de mayor transcendencia, quedando impresionado por el llamamiento de Bohr en favor de un mundo más abierto. Bohr había expresado por vez primera esta idea en 1944 y constituyó su principal preocupación durante el resto de su vida. El 9 de junio de 1950 dirigió una larga carta abierta a las Naciones Unidas sobre este tema con palabras precisas. A los atareados políticos de la guerra fría debió parecerles vaga e impracticable, pero las ideas de Bohr quedaron grabadas en la mente de Sakharov y no hay duda de que constituyeron un factor esencial en la notable evolución de su propio pensamiento.

Fue el trabajo de Sakharov sobre la superbomba lo que le llevó a tomar su primera posición como disidente, protegido en un principio por su gran reputación. Preocupado por la lluvia radiactiva, hizo campaña en 1957 por el cese de las pruebas de armas nucleares. Comenzó a interesarse por otros temas científicos, como, por ejemplo, la fraudulenta genética de Trofim Lysenko que Stalin había promocionado. En 1966, finalmente, cesó de sentirse identificado con el poder soviético y dos años después su libro titulado Progreso, coexistencia y libertad intelectual fue publicado en Occidente. A partir de entonces su independencia fue intolerable para el régimen y cuando un día llegó al instituto científico de absoluta reserva en el que trabajaba, se le prohibió la entrada. Fue un duro golpe, pero le permitió dedicarse a socorrer a las víctimas del régimen y a transformar el modo de pensar y actuar de los ciudadanos de la URSS.

Inglaterra y Francia siguieron a Estados Unidos y la URSS en el desarrollo de la superbomba y China continental también entró en la carrera de armamentos, primero con una bomba atómica y después con una de hidrógeno. El otro país que ha hecho explotar un ingenio nuclear ha sido India, pero no se trataba de una bomba y los indios han indicado que sus intenciones son completamente pacíficas.

El mundo puede agradecer que desde 1945 no se hayan usado nunca las armas nucleares, pero la amenaza está siempre presente. Entre los contrapuestos puntos de vista sobre el tema, es interesante destacar la declaración hecha por las autoridades de Hiroshima y Nagasaki en 1950:

Todos nosotros tenemos un motivo especial para saber que la bomba atómica es el arma más terrible que ha inventado el hombre para destruir al hombre. Pero se trata sólo de un arma, y aquellos que pretenden prevenir la guerra prohibiendo la utilización de esta u otra arma están tratando el tema de un modo muy superficial. La única manera de fomentar la paz consiste en investigar y combatir los motivos que llevan a los seres humanos y a las naciones a odiarse y temerse.

El mismo Japón ejemplifica tales cambios. Como B. Entwistle nos refiere en su libro Japan’s Decisive Decade (Grosvenor, Londres, 1985), después de su derrota una minoría determinada cambió de rumbo, culminando dicho cambio en el viaje diplomático que el primer ministro efectuó en 1957, pidiendo perdón a siete países asiáticos vecinos, así como a Australia y Nueva Zelanda, por la agresión de Japón en la Segunda Guerra Mundial.

En los primeros años de la era atómica, las armas nucleares dominaron la escena. La energía nuclear, su otra alternativa fundamental, llegó unos diez años después y en Estados Unidos, URSS y Gran Bretaña se desarrolló al margen del programa militar. Los programas sobre energía nuclear en Canadá y Francia también debieron mucho al proyecto Manhattan, aunque de manera indirecta a través del laboratorio de Montreal.

Ninguna nación ha optado por el camino contrario: de la energía nuclear a las armas nucleares. Un país que decidiera fabricar bombas atómicas ciertamente es poco probable que utilizara para este propósito sus instalaciones de energía nuclear, porque los reactores de potencia no son adecuados para la tarea.

Capítulo XIV
Energía para el mundo

La era atómica o nuclear es aquella en la que el hombre aprendió a extraer la energía del núcleo atómico. Hoy es capaz de hacerlo de forma destructiva en las bombas o de una forma continua y controlada en los reactores nucleares, de donde puede emplearse para producir energía eléctrica. Para las bombas puede aprovechar la fisión de núcleos grandes y pesados y, para bombas aún más potentes, la fusión de núcleos pequeños y ligeros. Para obtener energía eléctrica se puede utilizar la fisión, pero no la fusión, por ahora. La generación de energía eléctrica a partir de la fusión nuclear es aún una posibilidad para el futuro, y no se puede decir que hoy represente una propuesta práctica.

Una historia completa de la energía nuclear caería fuera de los objetivos de este libro, pero vamos a proporcionar un resumen para indicar cómo ha sido aplicado el trabajo básico descrito en los primeros capítulos. También es necesario hacer una comparación correcta entre las aplicaciones militares y civiles.

El primer uso de un reactor nuclear para producir electricidad se cree que tuvo lugar en Estados Unidos en diciembre de 1951. Se trataba de un ensayo experimental. El primer reactor diseñado específicamente para producir energía, aunque sólo en un plan de producción experimental, fue uno de pequeño tamaño, en Obninsk cerca, de Moscú, que comenzó a funcionar en junio de 1954, La producción de electricidad a escala industrial a partir de reactores nucleares comenzó en 1956 en Gran Bretaña. El 17 de octubre de 1956, la reina inauguró un generador nuclear en Calder Hall (Cumbria), que se conectó a la red nacional.

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Fig. 16. Fechas de los primeros reactores. A la izquierda figuran las fechas de los primeros reactores en los países indicados. A la derecha figuran las fechas en que los respectivos países hicieron funcionar por primera vez reactores mayores para:(Pu) producción de plutonio; (elec) producción de electricidad a pequeña escala; (prop) propulsión naval y para la producción de energía comercial. (Las fechas se refieren en la mayor parte de las ocasiones a las de la consecución del funcionamiento crítico.)

La producción de energía requiere el aprovechamiento del calor producido en el reactor en lugar de desperdiciarlo, que es lo que se había hecho durante la guerra en los reactores para la fabricación de plutonio en Estados Unidos. El calor en un reactor de potencia se utiliza para elevar la temperatura del vapor (fig. 17), y a partir de aquí puede decirse que una central nuclear es análoga a una convencional con turbinas y otras máquinas. El principio en que se basa es simple, pero la tecnología plantea problemas nuevos y difíciles, en parte debido al alto nivel de radiación que existe dentro de los reactores.

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Fig. 17. El tipo de reactor nuclear de potencia más común: el reactor de agua a presión.

Los reactores de Calder Hall en Gran Bretaña tenían originariamente como objetivo principal la producción de plutonio, siendo la electricidad tan sólo un subproducto aprovechable. Pero antes de que comenzaran a funcionar, el gobierno anunció, en febrero de 1955, un programa nuclear totalmente civil, y las dimensiones de éste se triplicaron tras una nueva declaración dos años después. Dentro del programa se construyeron dieciocho de los llamados reactores Magnox, el primero de los cuales comenzó a generar electricidad en 1962 y el último en 1971. En esta época, el 10% de la electricidad en Inglaterra era de origen nuclear, y pudo afirmarse sin exageración que Gran Bretaña había generado más electricidad nuclear que el resto del mundo junto.

Gran Bretaña había avanzado mucho en esta dirección partiendo de un convencimiento profundo sobre la necesidad de buscar fuentes de energía. Los primeros años de la posguerra habían estado marcados por la escasez de energía y la energía nuclear prometía ser una solución. Las bases necesarias ya habían sido puestas por Cockcroft, Hinton y sus colaboradores. Francia, con menos carbón, sentía aún mayores necesidades, y siguió a Gran Bretaña al ritmo que permitía su recuperación tras la guerra.

Los norteamericanos, con abundante carbón y petróleo, permitieron que otros tomaran la delantera. Para ellos, el problema era simplemente el de escoger el método de producción de electricidad más económico, y hasta principios de los sesenta el balance de los costos no apuntó favorablemente hacia la energía nuclear. Una vez puestos en marcha los Estados Unidos, lógicamente, superaron pronto a Gran Bretaña.

Mientras tanto, otros países también desarrollaron programas de construcción de centrales nucleares. Un informe de las Naciones Unidas de 1992 señala que en ese año existían unos 424 reactores nucleares en funcionamiento distribuidos en 30 países, y capaces de producir unos 330 gigawats de electricidad. Esta potencia generada es mayor que la producida por todas las fuerzas de energía en todo el mundo en 1958.

En algunos países, un porcentaje bastante elevado de su electricidad es de origen nuclear. De entre ellos cabe destacar Francia (73%). Bélgica y Lituania (60%) y Eslovaquia (50%), en cuatro países más el porcentaje se encuentra entre el 40 y el 50%. y en otros seis (incluida España) el porcentaje se sitúa en el 30-40%.

Con mucho, el mayor número de reactores de potencia son del tipo de los refrigerados por agua, desarrollados por los norteamericanos. Cuatro países —Canadá. Francia. Inglaterra y Rusia— han diseñado y construido otro tipo de reactores nucleares de potencia y han exportado algunos de ellos. Los modelos canadienses y los principales rusos, junto con un modelo experimental británico, también están refrigerados por agua, pero tienen características especiales. Por otro lado, los refrigerados por gas fueron seleccionados por Gran Bretaña y Francia para sus primeros programas comerciales. Representaron el punto de partida en la década de los años cincuenta y ciertamente la carrera no podía empezar mejor. La mayoría de los reactores Magnox puestos en servicio en Gran Bretaña siguen funcionando con toda efectividad al cabo de una veintena o incluso una treintena de años, y lo mismo puede decirse de los Magnox de Francia.

Los reactores Magnox, sin embargo, no son económicamente competitivos con otros tipos que se desarrollaron más tarde, y los modelos norteamericanos refrigerados por agua, que aparecieron justamente cuando empezaban los pedidos en gran escala, fueron los que acapararon casi todo el mercado. Los franceses cambiaron, y sólo los británicos continuaron construyendo reactores refrigerados por gas a nivel comercial, habiendo desarrollado un reactor avanzado con refrigeración gaseosa como sucesor del Magnox; pero incluso en Gran Bretaña los reactores de agua son los previsibles para un futuro próximo.

Todos los reactores hasta ahora mencionados consumen sólo alrededor del 1% del uranio obtenido del mineral (gran parte del U-235 y una pequeña cantidad del U-238). Pero hay una forma de extraer la energía de una más alta proporción del material. Consiste en convertir los átomos de U-238 en plutonio y utilizar éste como combustible, lo que permite aprovechar al menos la mitad del uranio aumentando la energía obtenida en cincuenta veces o más.

La tecnología nos ha llevado a los Fast Breeder Reactors (abreviadamente FBR), así llamados porque utilizan neutrones rápidos (fast, en inglés) y engendran (breeds) combustible de plutonio a partir del U-238. Pero la tecnología de estos reactores es muy compleja, y los prototipos en servicio presentan todavía algunas dificultades en su funcionamiento.

Los programas de energía nuclear, incluido el desarrollo de los FBR, dependen de la intensidad de las necesidades energéticas, como ha quedado ilustrado por diversos acontecimientos ocurridos en la década de los años setenta. En 1973 hubo una gran crisis de petróleo; el suministro de oro negro desde Oriente Medio fue recortado y el precio se vio súbitamente multiplicado por cuatro. Esto originó una seria preocupación por los recursos energéticos mundiales, bajo el fantasma de un déficit desastroso, quizá hacia finales de siglo, que llevaría consigo graves restricciones de electricidad, transporte, productos manufacturados, alimentos y empleo. La energía nuclear se vio entonces como un medio de aliviar la presión. «Por Dios, sigan adelante con sus programas nucleares y déjennos algo de petróleo», se cuenta que dijo cierto portavoz del Tercer Mundo a los delegados occidentales en una Conferencia Mundial de la Energía a finales de los años setenta.

Ciertamente, la década de los años setenta fue testigo de una gran expansión de la energía nuclear por todo el mundo. Pronto, sin embargo, el aumento del precio del petróleo en 1973 produjo un efecto contrario. Provocó una recesión económica mundial que redujo la presión sobre los recursos energéticos, conduciendo a una superabundancia de petróleo y a un exceso en la producción de electricidad. Con la demanda en baja, al tiempo que crecía la preocupación por el medio ambiente, el mercado para los nuevos reactores perdió empuje.

No obstante, los peligros a largo plazo subsisten, y si aparece una recesión energética mundial puede que se tarde mucho tiempo en corregirla, considerando que diez años es un período comúnmente admitido para planificar y construir una gran central de energía moderna, ya sea de petróleo, carbón o uranio.

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Fig. 18. Estimación de los recursos energéticos disponibles en el mundo. La imprecisión en las estimaciones puede afectar a las fechas aventuradas para el agotamiento de los recursos, pero ello probablemente no cambiará el cuadro general. Se puede observar que, entre los recursos citados, sólo el carbón y el U-238 son lo suficientemente abundantes como para afrontar las necesidades del próximo siglo. En el texto se mencionan otras fuentes de energía, y la potencialidad de las mismas es relativamente seria, pero su explotación a gran escala es muy especulativa.

Incluso en la recesión actual estamos consumiendo reservas de petróleo con mayor rapidez que las renovamos a través de recientes descubrimientos. Salvo grandes imprevistos, el petróleo, y también el gas natural del mundo, se agotarán en unas cuantas décadas. Ello hará que sólo queden dos fuentes de energía adecuadas a las necesidades de la humanidad y que puedan explotarse mediante la tecnología existente: el carbón y el uranio (fig. 18). Cabe esperar entonces que muchos países dirijan su interés hacia combinaciones de ambas, en proporciones dependientes de las circunstancias específicas.

La extracción de energía a partir del uranio parece que ciertamente se ha hecho posible en el instante justo en que era precisa, cuando se necesitaba una nueva fuente de energía. Para algunos, incluyendo al autor, esto es una prueba de la providencia divina.

Estimaciones acerca de la cantidad de uranio en forma mineral utilizable tras el oportuno tratamiento sitúan ésta en tomo a los diez millones de toneladas. Si se utilizara como combustible de los principales reactores actuales, ello supondría unos recursos energéticos comparables en magnitud a los de petróleo o gas natural: se trata de una notable aportación a nuestras existencias totales, pero sólo serviría para eliminar el temor a las restricciones durante un par de décadas como mucho. En cambio, si se emplean reactores FBR, este período se extendería de décadas a siglos.

También existe una gran cantidad de uranio en los océanos, llegando a estimarse en unos cuatro mil millones de toneladas. Potencialmente se trata de una extraordinaria fuente de recursos energéticos, pero el uranio está excesivamente diluido y por el momento no resulta viable su recuperación, aunque la investigación sobre este problema continúa.

Considerando las necesidades energéticas del próximo siglo, hay argumentos serios en favor del empleo de uranio, especialmente si se imponen los reactores FBR. Por el lado contrario se citan argumentos basados en cuestiones de seguridad. Esta preocupación ha sido constante en lo que respecta a la industria nuclear, pues ya apareció en la Segunda Guerra Mundial, cuando se comenzó a diseñar un reactor; desde mediados de la década de los años setenta esta sensación ha ido en claro aumento.

Aunque los reactores no pueden explotar como bombas atómicas, los diseñadores siempre han reconocido que en alguna ocasión se podía perder su control, y se han preocupado por instalar grandes medidas de seguridad contra toda clase de fallos y accidentes imaginables. En este sentido los resultados han sido en general muy satisfactorios. No obstante, ha habido algunos accidentes, siendo el más importante el de Three Mile Island, en Estados Unidos, ocurrido el 28 de marzo de 1979.

Frecuentemente se ha entendido mal la verdadera importancia de este accidente. Lo que demostró es la eficacia de los sistemas de seguridad internos que protegen al personal contra una posible, aunque desafortunada e improbable, combinación de fallos del mecanismo y de errores humanos. Se ha calculado que la persona que sufrió el mayor riesgo en las proximidades de Three Mile Island —actualmente ha sido identificada— recibió una dosis de radiación que afectó a su salud aproximadamente como si hubiera fumado de cinco a diez cigarrillos. (No de cinco a diez por día, sino de cinco a diez en total.) Cualquier otro recibió bastante menos radiación. Las consecuencias realmente importantes fueron de tipo económico, ya que las medidas de protección no salvaron propiamente al reactor, y psicológicas, porque el accidente sirvió para endurecer las posturas antinucleares. La gente se pregunta: ¿puede ocurrir un accidente mucho más grave? Incluso si se consideran sucesos altamente improbables en el análisis —como, por ejemplo, que un avión se estrelle y caiga sobre un reactor provocando la pérdida del control del mismo—, las consecuencias hipotéticas en términos de muertes y daños serían generalmente inferiores a las consecuencias reales de recientes accidentes no nucleares, tales como el choque de dos aviones Jumbo o la destrucción de una presa hidroeléctrica. Es importante tratar estas cuestiones con cierta perspectiva.

Otro aspecto de la seguridad es el referente a los residuos radioactivos. Se trata de una secuela inevitable de la energía nuclear. Los productos de desecho más altamente radiactivos resultan en el mismo proceso de la fisión, siendo su cantidad aproximadamente proporcional a la energía generada. Su carácter tóxico ya fue puesto de relieve en el informe de Frisch y Peierls de 1940; el proyecto Manhattan tuvo que velar por la protección del personal ante los efectos perjudiciales creando a tal efecto las bases de lo que era casi una nueva ciencia: la protección frente a la radiactividad. Y la industria nuclear es hoy día muy consciente de los riesgos potenciales.

Al contrario de los desechos industriales, los nucleares no son de gran volumen, y la práctica usual hasta ahora ha sido almacenarlos en zonas específicas, por ejemplo, en depósitos o en silos, donde pudieran mantenerse bajo vigilancia. Como medida provisional ésta ha resultado ampliamente satisfactoria, a pesar de pequeños escapes ocasionales, y si fuera necesario puede continuarse con esté procedimiento durante varias décadas.

Para largo plazo se están desarrollando métodos más definitivos. Frecuentemente se afirma que el destino de los residuos radiactivos, especialmente de aquellos con altos niveles de radiactividad, es un problema no resuelto, pero esto sólo es cierto en el sentido de que se trata de un problema complicado que aún requiere un estudio muy detenido. No existen dificultades insuperables hasta el punto de que se siembren dudas acerca de la evolución radiactiva de un determinado proyecto, si llega el caso; lo que en realidad ocurre es que se puede elegir entre varios proyectos posibles. El principio básico consistirá en introducir una serie de barreras entre los residuos y el hombre. Éstas empezarán por los desechos en sí aglutinados en vidrio o en otro material altamente resistente; continuarán con el recipiente fabricado con un material muy duradero, como el acero inoxidable; quizá convenga una envoltura absorbente para el caso de su inmersión en agua; y finalmente se tendrán en cuenta las características geológicas del lugar elegido como depósito. Los escapes de radiactividad a través de todas estas barreras será muy escaso, y los cálculos preliminares indican que las dosis de radiación resultantes son despreciables para el hombre.

Para el autor, que ha trabajado en este campo durante cierto número de años, el tratamiento de los residuos radiactivos es un problema —o más bien un conjunto de problemas, puesto que existen varias clases de residuos— de dificultad similar a la de otros muchos que han sido resueltos satisfactoriamente por la industria moderna.

Otro aspecto relacionado con el problema de la energía debe ser mencionado: el del papel de las llamadas fuentes “alternativas” de energía. Algunos confían que éstas podrían ser sustitutivas a corto plazo de la energía nuclear. Las “alternativas” son:

• La energía solar en sus varias formas.

• La energía geotérmica; es decir, el calor material de la Tierra.

• La energía de las mareas.

Su importancia radica especialmente en que constituyen algo así como una renta energética; las existencias se renuevan en su mayoría de un día para otro. Los combustibles fósiles (carbón, petróleo, etc.) y el uranio, por el contrario, son capitales energéticos; una vez utilizados, va no existen. A la larga, es bien posible que dentro de algunos siglos, las fuentes “alternativas” sean las únicas viables, salvo que aparezca alguna novedad importante, como podría ser la utilización de la fusión nuclear.

La principal esperanza descansa en la energía solar. La geotérmica y la de las mareas sólo pueden aprovecharse en una escala importante en lugares especialmente favorecidos, tales como Islandia para el primer caso y en el estuario del Ranee, en Bretaña, para las mareas. Desde una perspectiva global, ambas son de importancia menor.

La energía solar, por el contrario, constituye un vasto y extenso recurso. Se origina en las reacciones de fusión nuclear que ocurren en el Sol, análogas a las de una bomba de hidrógeno. La cantidad de energía solar que llega a la Tierra es equivalente a la que podrían suministrar cien millones de grandes centrales nucleares, y si pudiéramos aprovechar simplemente un 0,01% de ella, nuestros problemas de energía estarían definitivamente resueltos.

El problema es concentrarla, porque se encuentra extraordinariamente dispersa. En Europa del Norte el valor medio por metro cuadrado es equivalente a la energía que suministra una bombilla ordinaria de 100 vatios, y sorprendentemente la proporción en el Sahara es como mucho del doble. Los colectores solares tienen que cubrir grandes áreas, y sus dimensiones finales los hacen costosos.

Afortunadamente, la naturaleza transforma energía solar para nosotros de varias formas. El calor del Sol mantiene al aire en movimiento y hace que el agua se evapore, proporcionando energía eólica, energía ondulatoria y energía hidráulica. La luz del Sol es absorbida por las plantas, ayudando a producir madera y otras formas de vegetación combustible. Estas diferentes fuentes han abastecido a la humanidad con cantidades limitadas de energía en el pasado. En cuanto a explotación en gran escala, sólo una de ellas tiene aplicación hoy: la hidroeléctrica; proporciona alrededor del 2% de la energía empleada en el mundo, y podría suministrar sustancialmente más.

Esencialmente, a partir de la crisis del petróleo en 1973, ciertos países han intentado desarrollar fuentes alternativas en una mayor escala y con nuevas formas. Las posibilidades futuras principales son los generadores eólicos, mucho más potentes que los viejos molinos de viento, los generadores que utilizan las olas de los océanos y la obtención de combustible a partir de la vegetación (biomasa), por ejemplo, mediante fermentación. Hasta el momento, no obstante, la investigación y el desarrollo no han proporcionado el resultado definitivo, una nueva tecnología en la que los gobiernos puedan confiar para obtener grandes cantidades de energía para sus pueblos, o que los empresarios asuman con ilusión para grandes proyectos.

La investigación sobre fuentes “alternativas" debe continuar, porque ya hemos indicado que es una renta energética. Si gastamos todo el capital de energía disponible, ellas aún restarán ahí; bastará que encontremos cómo explotarlas a la escala requerida. La conservación de las fuentes de energía también es de la máxima importancia.

Entre tanto, el carbón y el uranio pueden proporcionamos un largo respiro. Pueden afrontar las necesidades energéticas del mundo durante algunos siglos mientras descubrimos el siguiente paso en el progreso de la humanidad.

Esto puede implicar mucho más que desarrollo tecnológico. La súbita conmoción por lo sucedido en Hiroshima y Nagasaki hizo que la gente se apercibiera pronto de la necesidad de tener en cuenta las causas humanas. ¿Hará el lento descenso de nuestro capital energético dirigir nuestras mentes en esta dirección, con mayor persistencia y determinación en la búsqueda de soluciones?

Addendum

Después de escribirse este capítulo, el mundo se ha estremecido con alarma ante el desastre de la central de energía nuclear de Chernóbil, en la Unión Soviética. Los soviéticos han proporcionado un informe considerablemente detallado sobre lo que ocurrió.

El reactor nuclear es de un tipo que fue rechazado en los demás países desarrollados por presentar unas condiciones de seguridad insuficientes. Las características del accidente que se produjo en Chernóbil no hubieran podido darse en los reactores nucleares de EE.UU., que llevan un sistema de refrigeración por agua incorporado, ni en los de Gran Bretaña, que llevan una refrigeración por gas. No obstante, este accidente nuclear ha hecho reconsiderar a las autoridades de los demás países sus medidas de seguridad.

Los niveles de radiación que se registraron como resultado del accidente fuera de los límites fronterizos de la Unión Soviética y de Polonia subieron durante breve tiempo, al pasar la nube radiactiva, aunque no supusieron un aumento considerable con relación a las dosis anuales que reciben las personas de su entorno natural. De todos modos, la contaminación de los cultivos y del ganado fue considerable.

Las consecuencias de este accidente han significado, sin lugar a dudas, un retroceso mundial de la industria nuclear. De todas formas, es evidente que sigue existiendo en la Tierra un problema de energía, por lo que disminuir la producción de energía nuclear no haría sino aproximar la fecha en que escasearían el gas y el petróleo.

Apéndice
Algunas cuestiones importantes sobre el núcleo del átomo

Podemos entender el átomo como una pelota diminuta. Consta de una nube de minúsculas partículas llamadas electrones y, en su centro, de un núcleo, muchísimo más pequeño que el átomo. Aunque tan reducido en tamaño, el núcleo es miles de veces más pesado que un electrón y está cargado eléctricamente con signo positivo, mientras que los electrones están cargados negativamente.

El núcleo está compuesto por dos clases de partículas, conocidas como protones y neutrones, que son aproximadamente del mismo peso. Cada protón tiene una carga eléctrica positiva, igual pero opuesta a la del electrón, mientras que el neutrón no tiene carga, es decir, es eléctricamente neutro. Los protones y los neutrones se encuentran estrechamente ligados entre sí por una fuerza especial que actúa en el interior de los núcleos atómicos.

El núcleo más simple y más pequeño es el del átomo de hidrógeno, que consiste en un único protón. A su alrededor, en el átomo de hidrógeno neutro, hay un solo electrón, cuya carga negativa compensa la carga positiva del protón.

También existe el hidrógeno pesado o deuterio, en el cual el núcleo contiene un neutrón además del protón. Ello hace que el número sea aproximadamente el doble pesado, sin que se altere la carga eléctrica nuclear ni el número de electrones (uno) requerido para formar un átomo neutro.

El hidrógeno y el deuterio proporcionan el ejemplo más simple de isótopos. Con este término se designan núcleos que tienen la misma carga eléctrica pero diferentes masas [6], o lo que es lo mismo, pero expresado de otra forma, igual número de protones (uno), pero diferente número de neutrones (ninguno y uno, respectivamente). Para tomar un ejemplo más complicado nos referiremos al núcleo de uranio, que tiene 92 protones, en tanto que los dos principales isótopos del uranio tienen 143 y 146 neutrones, respectivamente, con un total de 235 y 238 partículas en total; se les designa con los símbolos U-235 y U-238. Todos los elementos químicos existen en cierto número de formas isotópicas.

Si dos átomos son isotópicos, sus partes externas (sus nubes de electrones) contienen el mismo número de electrones (por ejemplo, 1 en el caso del átomo de hidrógeno neutro y 92 en el caso del uranio neutro) y en verdad son virtualmente idénticos. Las nubes electrónicas son las que esencialmente determinan el comportamiento del átomo; cuando los átomos se aproximan, en una reacción química, por ejemplo, las nubes de electrones entran en contacto e interaccionan. Los isótopos son, por tanto, extraordinariamente similares en cuanto a su comportamiento, y una vez que se mezclan resultan muy difíciles de separar. Sus principales diferencias sólo aparecen en fenómenos que afectan a las propiedades de los núcleos más bien que a las nubes de electrones.

La masa es una de estas propiedades, y puede utilizarse para distinguir isótopos. El espectrómetro de masas es un dispositivo que consigue hacerlo a pequeña escala separando los átomos más pesados de los más ligeros mediante campos eléctricos y magnéticos. Una forma modificada del mismo principio fue aplicada durante la Segunda Guerra Mundial para separar U-235 de U-238 a gran escala.

Algunos núcleos son estables, otros, inestables. Estos últimos evolucionan a núcleos más estables según el proceso conocido como radiactividad. Así los núcleos U-238 sufren una larga serie de tales cambios, hasta acabar en núcleos estables de plomo, figurando el radio y el polonio descubiertos por los Curie entre los escalones intermedios. Las especies inestables desaparecen en el proceso y se dice que se han "desintegrado”. Cuando una especie X se desintegra en una especie Y. es usual referirse a X como a la especie madre y a Y como a la hija.

Los núcleos de U-235 sufren una serie de cambios análogos, pero diferentes. Aunque isotópico con el U-238, y por tanto casi indistinguibles químicamente, el núcleo de U-235 difiere del anterior por su radiactividad.

En la desintegración radiactiva, el núcleo emite radiaciones energéticas de varias clases; precisamente a través de las mismas se descubrió el fenómeno de la radiactividad. Estas radiaciones tienen muchas propiedades características, entre ellas su poder de penetración en la materia según diferentes alcances, su capacidad para impresionar placas fotográficas y el de matar tejido vivo, incluido el canceroso. Entre ellas figuran las partículas alfa de alta velocidad (son núcleos de átomos de helio, que contienen dos protones y dos neutrones cada uno); los electrones y sus contrarios, los positrones (con la misma masa que el electrón, pero con una carga positiva); y los rapos gamma (como los rayos X. pero en general más energéticos y penetrantes).

En el proceso de la desintegración, la carga eléctrica positiva del núcleo cambia normalmente, y esto significa que un elemento químico se transforma en otro; se dice que ha tenido lugar una transmutación. El uranio, por ejemplo, finalmente se transmuta en plomo.

Las transmutaciones también pueden ser producidas artificialmente. Esto se conseguía al principio con la ayuda de partículas alfa, procedentes de ciertas sustancias radiactivas, que eran utilizadas para bombardear materiales apropiados. Grandiosas máquinas eléctricas llamadas aceleradores de partículas (vulgarmente “rompeátomos”), y en particular las conocidas por el nombre de ciclotrones, han sustituido actualmente a las preparaciones radiactivas como fuentes de las partículas de alta velocidad requeridas. Los neutrones también son efectivos, y no necesitan ser acelerados; los neutrones lentos, como los rápidos, pueden penetrar a través de las nubes de electrones hasta los núcleos e interaccionar con ellos.

Frecuentemente estos procesos de transmutación producen especies radiactivas. El primer ejemplo fue la producción de fósforo radiactivo por la acción de partículas alfa sobre aluminio. En tales casos se habla de radiactividad artificial para distinguirla de la radiactividad de elementos como el uranio, que se encuentran en la naturaleza.

La fisión es un tipo especial de transmutación en la que un núcleo grande se divide en dos fragmentos principales y además resulta un pequeño número de neutrones. Los fragmentos principales son de tamaño similar, aunque no idénticos normalmente, y se alejan mutuamente a gran velocidad. La fisión se descubrió en estudios acerca de la acción de neutrones lentos sobre uranio. Aunque la fisión suele ser iniciada por neutrones lentos o por otros agentes, la fisión espontánea también ocurre: en ella el núcleo se divide sin ningún estímulo externo.

Como los neutrones producen la fisión, y son producidos en ella, son posibles reacciones en cadena de fisiones sostenidas por neutrones. Esto permite la fisión de un gran número de núcleos, y por tanto la liberación de cantidades sustanciales de energía, bien en forma explosiva, como en las bombas, o en forma controlada, como en las plantas nucleares. En este último caso los neutrones son frecuentemente desacelerados mediante moderadores tales como el grafito.

Energía nuclear también puede ser liberada en la fusión de núcleos muy pequeños. Dos núcleos de deuterio, por ejemplo, pueden unirse para formar un núcleo de helio. La energía del Sol y de las estrellas proviene esencialmente de procesos de este tipo. Para llevar a cabo la fusión a una escala útil se requiere la producción de temperaturas comparables a las del interior de las estrellas, lo cual es, por supuesto, de considerable dificultad.

Láminas

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Lámina 1. Pierre y Marie Curie, a principios de siglo.

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Lámina 2. Lise Meitner y Otto Hahn, Berlín, 1913.

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Lámina 3. Lord Rutherford, en un dibujo de Otto Frisch.

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Lámina 4. Dispositivo empleado por Rutherford para obtener la primera transmutación nuclear artificial en 1919 (véase capítulo I).

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Lámina 5. Frédéric e Irène Joliot-Curie, Paris, hacia 1935.

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Lámina 6. El primer acelerador nuclear (“rompeátomos”), construido por John Cockcroft y Ernest Walton en 1932 (véase capítulo I).

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Láminas 7 y 8. Copenhague, hacia 1936. Arriba: un acto en la Residencia de Honor de Niels Bohr. Abajo: Werner Heisenberg y Niels Bohr.

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Lámina 9. Copenhague, hacia 1936. Otto Frisch en el Instituto Niels Bohr.

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Láminas 10 y 11. Personalidades destacadas del proyecto Manhattan. Arriba: Enrico Fermi. Abajo: Arthur Compton.

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Lámina 12. Personalidades destacadas del proyecto Manhattan. Ernest Lawrence, Glenn Seaborg y Robert Oppenheimer.

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Lámina 13. Una de las “pistas” alfa de la planta de separación electromagnética de los isótopos del uranio (véase capítulo 8).

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Lámina 14. James Chadwick y el general Groves.

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Lámina 15. Una reducida parte de las instalaciones de Hanford durante su construcción en 1944.

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Lámina 16. John Cockcroft removiendo la primera palada de tierra para construir el reactor del Centro de Investigación en Energía Atómica (Harwell, 1953).

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Lámina 17. Christopher Hinton en Dounreay, hacia 1957. Al fondo se ve el reactor rápido de Dounreay en construcción.

F I N


Notas:
[1] My Life, Macdonald. Londres. 1970.
[2]Der Teil und das Ganse, Piper Verlag, Munich, 1969
[3] Se narran versiones distintas en la obra de A H Common titulada Atomic Quest (Oxford University Press. 1956) y en la de L. M Libby. The Uranium People (C. Russack and Ch. Scribner’s Sons. Nueva York 1979) En esta última se sitúa dicha reunión en el otoño de 1942.
[4] En inglés, grove, lo que explica las preocupaciones del general Graves por el nombre de la operación (N. del T.).
[5] Las reacciones alemanas ante las noticias de Hiroshima fueron grabadas a través de un micrófono oculto, pero sólo se dispone de unos extractos de Groves traducidos al inglés. Algunos de los alemanes internados han asegurado que, tomados fuera de su contexto, los párrafos proporcionan una impresión engañosa.
[6] Nos referimos a masa en lugar de peso, porque el peso de un objeto depende de donde esté. Un hombre, por ejemplo, pesa menos en la Luna que en la Tierra; pero su masa —la cantidad de materia que contiene— es la misma.