La constante gravitatoria - Miguel Angel Sabadell

La constante gravitatoria

Miguel Angel Sabadell

Introducción

Henry Cavendish es una de esas figuras de la historia de la ciencia que se encuentra indisociablemente unida a un gran experimento. En nuestro caso se trata de uno de los más sutiles, difíciles y elegantes; la determinación de la constante de la gravitación universal. Algún otro lector, más aficionado a la química, lo recordará como el descubridor del hidrógeno, hecho que también recogerá esta biografía de quien el físico francés decimonónico Jean-Baptiste Biot —un nombre bien conocido entre los estudiantes de electromagnetismo— dijo que fue el «más sabio de los ricos y el más rico de entre los sabios».

Christa Jungnickel y Russell McCormmach, coautores de la monumental biografía Cavendish: the Experimental Life, lo definieron como «uno de los grandes científicos del siglo XVIII, uno de los hombres más ricos del reino, vástago de una de las más poderosas familias aristocráticas, un fanático de la ciencia y un neurótico de primer orden». De las pocas biografías que hay sobre su persona, la gran mayoría de ellas lo describen como un genio atormentado. George Wilson, en su obra The Life of the Honourable Henry Cavendish, lo describía como un hombre sin pasión alguna; sir Edward Thorpe, editor del volumen Scientific Papers of the Honourable Henry Cavendish, dejó escrito que «no fue un hombre como los otros hombres, sino simplemente la personificación y la encamación de una intelectualidad fría y desapasionada».

Pero dejando a un lado la peculiaridad de su carácter, su timidez extrema —hasta el punto que se comunicaba con el servicio doméstico mediante notas escritas—, su completa honradez y su amor por la investigación, lo más llamativo de su vida como científico es que se supo muy poco de su trabajo, ya que publicó muy poco de lo que investigó. Incluso hoy en día muchos de sus cuadernos de notas se mantienen inéditos. De lo que ha salido a la luz hemos descubierto que, si hubiera publicado el resultado de sus experimentos, la ciencia se hubiera beneficiado de varias décadas de adelanto. Por ejemplo, tal y como pudo comprobar James Clerk Maxwell cuando editó los cuadernos de Cavendish con sus experimentos sobre electricidad, este descubrió la ley que gobierna la fuerza electrostática antes que Coulomb y la ecuación que relaciona la resistencia con la intensidad de corriente y la diferencia de potencial antes que Ohm.

Para comprender el trabajo de Cavendish es necesario entender cómo era la ciencia en su época. Para empezar, lo primero que hay que saber es que en el siglo XVIII no existía tal vocablo, era un concepto absolutamente desconocido; la ciencia era filosofía natural, Ahí quedaban englobadas la física y la química, así como cualquier otra rama relacionada con la tecnología. Por otro lado, estaba la historia natural, relacionada con lo que hoy llamamos biología y geología, entre otras disciplinas. Cavendish fue, sin lugar a dudas, un filósofo natural.

El tiempo que le tocó vivir fue, en realidad, el de la Revolución Industrial. No fue el momento de los científicos, sino de los tecnólogos. La máquina de vapor y los diferentes procesos industriales asociados a ella han sido los que han definido esa época en la historia. La ciencia había conocido sus momentos de gloria, primero con Copérnico, Galileo y Kepler, y luego con Newton. El siglo XVIII seguía mirando al genio de Woolsthorpe Manor; de hecho, después de cien años, las enseñanzas de la Universidad de Cambridge seguían teniendo por modelo de excelencia sus Principia.

Para Newton la investigación científica tenía un nombre, query, el hecho de preguntarse, de indagar, un asunto sobre el que inquirir, examinar cuidadosamente algo. Durante largo tiempo, en el siglo XVIII esta idea fue una poderosa fuerza directora en el mundo académico de la filosofía natural. Preguntas, interrogantes y apasionadas búsquedas de la verdad —un colega de Cavendish dijo de él que «el amor a la verdad era suficiente para llenar su mente»— quedaban substituidos bajo una de las palabras favoritas de los filósofos naturales ingleses, inquiry, el acto de preguntar o cuestionar.

En la época de Newton la ciencia estaba en su infancia Nadie tenía ni la más remota idea de dónde podía llegar, si se convertiría en un ente bondadoso o en un monstruo. Newton se esforzó en explicar lo que era la ciencia y en intuir cuál podía ser su futuro. Escribió sobre los métodos de investigación, las reglas de pensamiento y las preguntas que le habían motivado a investigar. No es de extrañar que los científicos de la centuria siguiente, la de Cavendish, lo llamaran el Sabio. Y eso que la importancia del gran hombre empezaba y terminaba en la óptica y la mecánica. Pero sus queries, sus preguntas huérfanas de respuesta, muchas de las cuales ocuparon las últimas páginas de su gran obra experimental, Opticks, sirvieron de motivación y acicate para quienes llegaron a la ciencia después de él. Cavendish siguió este rumbo.

La ciencia es una creación humana curiosa. Por lo general, tenemos miedo a las preguntas: en la escuela el maestro nos bombardeaba con preguntas, los médicos nos aterran por lo que pueden llegar a significar nuestras respuestas y en un juicio los abogados pueden mortificarnos sin piedad. Pero en ciencia las preguntas son el estímulo para un trabajo productivo. Y las preguntas correctas nos llevan a las teorías. En el lenguaje coloquial teoría puede significar desde mía simple conjetura a algo que no podemos ver directamente. Pero en ciencia significa mucho más: una teoría científica es aquella que explica todo un conjunto de fenómenos de manera coherente y predice otros que aún no se han observado; significa el culmen de un programa de investigación. El siglo XVIII marcó el inicio de la búsqueda de esas teorías que explicarían fenómenos tan dispares como la electricidad o el calor.

Todo ello sucedió en una Europa que atravesaba un período de conmoción intelectual, social y política. Era la época de la Ilustración, la época en la que las ideas que habían ido madurando un siglo atrás empezaron a convertirse en la guía para un cambio global. Las ideas políticas de John Locke, Thomas Hobbes y otros conducirían a una noción de democracia que acabaría por eliminar el absolutismo monárquico implantado en el Continente. Y a finales de ese siglo las ideas económicas de Adam Smith proporcionarían la base intelectual para el desarrollo del capitalismo moderno.

Fue en esta época de intenso dominio de la razón cuando la ciencia se convirtió en una pieza central del discurso público. En ciencia dominaba el cálculo y la mecánica, mientras la química intentaba despojarse de los ropajes místicos de la alquimia, y la geología y la biología no pasaban de ser unos meros infantes. La mecánica dominaba el pensamiento científico en un mundo en el que el máximo interés intelectual era eliminar todo rastro de creencias y doctrinas no basadas en la razón. En el siglo anterior se crearon dos importantes organizaciones, la Académie des Sciences de París y la Royal Society de Londres, dos instituciones cuyo propósito principal era la investigación científica y la diseminación del conocimiento. A ellas le siguieron la Academia de Berlín, la de San Petersburgo, la Sociedad de Turín..., todas ellas bajo el patronazgo de un rey y sometidas, por tanto, a los devaneos políticos del momento, pero que constituyeron un fenómeno que se fue propagando con diferente intensidad por toda Europa.

El siglo XVIII fue el momento en que nació lo que sería una de las piedras angulares de la investigación en siglos venideros: las revistas científicas. La primera fuePhilosophical Transactions of the Royal Society, seguida de Mémoires de la Academia de París, y otras no ligadas a ninguna institución. Muchas de estas nuevas revistas iban dirigidas a una amplia audiencia, más allá de la propia comunidad científica. En cierto sentido, podrían considerarse como las primeras revistas de «ciencia popular», un instrumento para explicar a los no especialistas los resultados de las investigaciones experimentales y las especulaciones teóricas. El siglo XVIII llama también la atención por ser la época en que los tratados científicos podían convertirse en best sellers. Uno de los libros del matemático Leonhard Euler, Lettres á une princesse d’Allemagne (Cartas a una princesa alemana), vio hasta 38 ediciones en nueve idiomas y se mantuvo en imprenta durante todo un siglo. Claro que este matemático y físico suizo fue una persona muy prolífica: el historiador de la ciencia Clifford Truesdell ha calculado que Euler da cuenta del 25% de toda la producción científica del siglo XVIII él solito.

Si hay que resaltar con grandes letras de neón a los dos grandes científicos ingleses del Siglo de las Luces, estos serían Henry Cavendish y Joseph Priestley (al que conoceremos también en esta biografía). Ambos estuvieron embarcados en la que podría considerarse como la gran aventura científica de la época: el estudio de la materia. Un camino iniciado el siglo anterior por el gran empirista Robert Boyle, cuya obra The Sceptical Chymist (El químico escéptico) es a la química lo que los Principia de Newton fue para la física.

El mundo de Cavendish estaba regido por una profunda curiosidad que abarcaba todas las ramas del conocimiento. Se buscaba entender la naturaleza, el ser humano, la sociedad, la historia. Ese fue el entorno en el que se movió nuestro protagonista. Un hombre que, como lo describió un familiar cercano, el quinto duque de Devonshire, « no es un caballero. Él trabaja».

Cronología

1731El 31 de octubre nace en Niza, Francia, Henry Cavendish.
1733A los veintisiete años muere su madre, lady Anne.
1742Entra en la Academia Hackney.
1749Ingresa en St Peter’s College, en la Universidad de Cambridge.
1753Acaba sus estudios universitarios sin obtener un título, cosa común entre los estudiantes de su estatus social.
1760Es elegido miembro de la Royal Society de Londres y poco después del Royal Society Club.
1765Elegido miembro del consejo de la Royal Society.
1766Publica «Tres artículos que contienen experimentos con el aire facticio», donde da cuenta del descubrimiento del hidrógeno.
1767Publica en Philosophical Transactions «Experiments on Rathbone-Place water», en el que hace un minucioso análisis de la composición del agua.
1771Publica, como siempre en Philosophical Transactions, «An attempt to explain some of the principal phaenomena of electricity by means of an elastic fluid», un artículo dedicado casi exclusivamente a consideraciones teóricas.
1775Publica «An account of some attempts to imítate the effects of the torpedo by electricity», en el que demostraba el carácter eléctrico del pez torpedo.
1783Muere su padre, lord Charles, a los setenta y nueve años de edad.
1784Publica «Experiments on air», mediante los que consigue sintetizar agua.
1785Henry alquila la casa de Clapham Common, un lugar tranquilo apartado de la gran ciudad, que convertiría en su gran laboratorio.
1786Adquiere la casa de Bedford Square.
1798Publica «Experiments to determine the density of the Earth», en el que explica los experimentos que realizó hasta poder medir con garantías el valor de la constante de gravitación universal, G, y por el que pasaría a la historia de la ciencia
1800Es elegido miembro del consejo de gobierno de la Royal Institution.
1809Publica «On an Improvement in the Manner of dividing astronomical Instruments», sobre la forma de hacer las divisiones en instrumentos astronómicos.
1810El 24 de febrero muere Henry Cavendish en Clapham Common, según su amigo Blagden, a causa de una inflamación en el colon.

Capitulo 1
Un niño de alta cuna

Descendiente de dos de las más importantes familias inglesas, Henry Cavendish nació con todas las papeletas para acabar siendo un noble al uso de la época. Sin embargo, se sintió atraído por un campo que estaba completamente alejado de su condición: la ciencia. Y todo gracias a la influencia de su padre.

El 9 de enero de 1727 dos jóvenes pertenecientes a las mayores fortunas de Inglaterra contraían matrimonio. El hombre era lord Charles Cavendish, hijo del duque de Devonshire, y la mujer lady Anne de Grey, hija del duque de Kent. Charles se casó a los veintidós años, antes de lo esperado para las personas de su rango, que solían hacerlo sobre los treinta; ella tan solo era dos años más joven. Con todo, es muy posible que se tratara de un matrimonio concertado, pues mantenía la unión existente entre estas dos importantes familias desde hacía varias generaciones: en el siglo XVII, Henry Grey, conde de Kent, se había casado con Elizabeth, nieta del sir William Cavendish de Chatsworth.

Charles era un joven de complexión delgada, cara alargada y estrecha, gran nariz, ojos prominentes y una expresión casi perpetua de alerta. Anne era una mujer esbelta de ojos inquisitivos, nariz recta, y de cara y cejas altas y redondeadas. Los retratos de Anne muestran a una mujer de aspecto frágil y esbozando una tímida sonrisa, casi imperceptible.

Para- desgracia de los enamorados, no sabemos si, además de un enlace tan conveniente para las familias, hubo algo más que una cordial convivencia entre los esposos. De lo que sí podemos estar seguros es que no sufrieron ninguna estrechez económica. Charles, como todos los hijos más jóvenes de la aristocracia, recibía una pensión de 300 libras al año, alrededor de 40000 euros de hoy en día

En aquella época tener unos ingresos anuales de 50 libras era «más de lo que requieren las necesidades de la vida», en opinión del poeta y ensayista Samuel Johnson, considerado por el diccionario biográfico de Oxford el mejor crítico literario de lengua inglesa de la historia. Su padre tenía la intención de subirle la asignación a 500 libras a su muerte, pero la boda adelantó esta decisión. Además, también le adjudicó tanto los intereses generados por 6000 libras como el capital en sí. El acuerdo de matrimonio, de igual forma, mencionaba algo que era muy importante para la sociedad del siglo XVIII: las tierras. «La medida de un hombre son sus acres», se decía por entonces. Nada da más sensación de independencia que la posesión de bienes raíces. El segundo duque de Devonshire siguió con Charles una costumbre más arraigada en el siglo XVII que en el suyo propio: le cedió los diezmos, rectorías y tierras de Nottinghamshire y Derbyshire, lo que significaba que en los primeros años de casado recibía un añadido de 1000 libras anuales. Por ser el cuarto de cinco hijos (y seis hijas) no recibió ningún título nobiliario, aunque a lo largo de toda su vida fue conocido como lord Cavendish.

El joven matrimonio compró una propiedad situada al norte de Londres y a medio camino de Cambridge: una mansión, Putteridge, y algunas tierras. La idea de Charles y Anne era formar una familia allí.

Charles llevaba una vida muy activa en la capital, en la Corte y el Parlamento, tal y como se esperaba de un hombre de su posición, pero también mostraba interés por algo, quizá, menos aristocrático: la ciencia. Ya en el momento de casarse pertenecía a diversos comités de la Royal Society de Londres, la más afamada organización científica de la época.

Desafortunadamente, la suerte no estuvo de su lado. Al año de su boda Anne enfermó. Algunos de sus familiares pensaron que podía ser a causa de los nervios. Un año más tarde, durante el crudo invierno de 1730-1731 (según los registros de la Royal Society, más duro que el de 1716, cuando el Támesis se congeló), los Cavendish estaban de viaje por Europa. En Calais, Anne escribió a su padre contándole que se había sentido muy enferma y con un «gran resfriado». No esperaba ver mucho en París pues temía resfriarse, pero, fuera como fuere, pensaban dejar la ciudad y viajar a Niza, el corazón de la Riviera francesa. En aquella época la ciudad aún no se había convertido en el destino turístico de las fortunas inglesas, algo que ocurriría a partir de la mitad del siglo XVIII.

La combinación de buen tiempo y mar, además del indiscutible encanto de la Costa Azul, hizo de Niza un destino obligado para todas aquellas personas pudientes con problemas (o supuestos) respiratorios. Pero en 1731 las cosas aún no eran así y seguramente Charles Cavendish era el único caballero inglés que estaba en Niza por otros motivos que no fueran los negocios o asuntos diplomáticos. El único inglés con residencia permanente en Niza era el cónsul, quien además aprovechaba gran parte de su tiempo para dedicarse al apasionante mundo del espionaje.

Anne, tres meses después de salir de París, se quedó embarazada, y el domingo 31 de octubre de 1731, día de Halloween, en una adormecida ciudad mediterránea de 16000 habitantes rodeada de olivos, dio a luz a su primogénito, que recibió el nombre de su abuelo materno: Henry.

«Gracias a Dios mi hijo está muy bien y su fortaleza y salud me proporcionan un placer que me siento incapaz de expresar.»
Anne Cavendish, madre de Henry.

Al año siguiente, Anne había recobrado la salud y el humor y ese mismo verano, desde Lyon, escribió a su padre contándole lo dichosa que era Se sentía totalmente recuperada y marchaba con su marido a Ginebra para unas minivacaciones de tres días y, si seguía sintiéndose bien, luego viajarían a Leiden. Terminaba la carta con unas cálidas palabras sobre Henry.

La razón para viajar a Leiden era visitar al botánico, químico y médico neerlandés Herman Boerhaave (1668-1738). Su fama en el ámbito de la medicina era notable: príncipes de todas partes de Europa enviaban a estudiar a sus hijos bajo su tutela, y personajes como Voltaire, Linneo o Pedro I el Grande fueron a Holanda exclusivamente para visitarlo; hasta un noble chino escribió una carta dirigida al «ilustre Boerhaave, médico en Europa» que llegó a sus manos. Pese a que en 1729 tuvo que dejar su plaza en la universidad, su fama no había desaparecido. Y mucho menos entre los ingleses, dada la admiración del neerlandés por Isaac Newton, cuyos principios aplicó a la química (a esto hay que añadir que durante doce años fue el único defensor de las leyes de Newton en el país de los tulipanes). Así pues, no es de extrañar que lord Charles decidiera viajar a verlo, habida cuenta de que en 1730 había sido elegido miembro de la Royal Society. Lady Anne escribió a su padre diciéndole que esperaba que Boerhaave les recibiera pronto «para poder recibir un diagnóstico acertado de mi enfermedad». Por desgracia no ha sobrevivido ninguna otra referencia a lo que Boerhaave dijo o prescribió, pero como la tuberculosis era reconocida como una enfermedad incurable, no es de esperar que pudiera ir más allá de lo que ya hubieran dicho el resto de los médicos del continente.

En algún momento de aquel período el matrimonio decidió regresar a Inglaterra. Tres meses después de su visita a Boerhaave, lady Anne debía sentirse recuperada, pues concibió un segundo hijo que nació el 24 de junio de 1733: Frederick, llamado así en honor a su mentor, el príncipe de Gales. Lo que sucediera después permanece oculto a la mirada de la historia hasta el 20 de septiembre, cuando se registra su fallecimiento. Tenía entonces veintisiete años de edad, dejaba dos hijos, Henry con dos años y Frederick con escasos tres meses, y un marido de veintinueve años. Lord Charles se mantuvo viudo hasta su muerte medio siglo después, ya que las segundas nupcias en aquella época no se consideraban algo apropiado en personas del estatus de la familia Cavendish.

§. El padre viudo

Cinco años después de la muerte de lady Anne, en 1738, lord Charles Cavendish vendió Putteridge junto con el resto de las propiedades. Sin duda deseaba estar en Londres, centro de la vida política, científica y social. Los Cavendish se mudaron a una propiedad en Westminster, en la esquina de Oxford Road con Great Marlborough Street. Sus vecinos eran caballeros y comerciantes, y la calle, muy diferente a las habituales en Londres: larga, recta y ancha. Su casa, unos antiguos establos reconvertidos (algo habitual entonces), estaba situada en el número 13. Aunque en realidad deberíamos hablar de dos edificios que habían sido unidos y convertidos en una única casa por su antiguo propietario. Detrás tenía un jardín por el que se podía acceder a la casa y, junto a ella, las cocheras y establos. Dos años después de mudarse a Marlborough, Charles fue elegido para el órgano de gobierno de la parroquia de St James, en Westminster. En este trabajo nada era insignificante: se organizaban desde las patrullas nocturnas de vigilancia hasta el tipo de paraguas que el párroco debía llevar cuando oficiaba un funeral. Cavendish asistió a todas las reuniones de la parroquia durante treinta y tres años, hasta el momento de su muerte. También formó parte del comité que impulsó la construcción del puente de Westminster, el segundo sobre el Támesis, gracias al cual los londinenses dejaron de apelotonarse en sus orillas para pasar por el único que existía hasta entonces, el famoso Puente de Londres.

Pero la vida de Charles no era solo política y sociedad, la ciencia ocupaba un lugar prominente. Todo le interesaba y a todo se dedicaba: desde observaciones astronómicas a experimentos con la electricidad e incursiones en el campo de las matemáticas.

En la época en que Charles compró su casa, la sexta parte de toda la población de Inglaterra vivía o había vivido en algún momento en Londres, una población que ascendería hasta el millón de almas en vida de Henry. Pero a pesar de ser una metrópoli, la sensación que tenían sus habitantes era, como diría el afamado crítico literario Samuel Johnson, que «un hombre está siempre muy cerca de su madriguera». Londres significaba riqueza, poder y negocio, una oportunidad para triunfar económicamente. Era desde donde se dirigía el país, el puerto más importante de Inglaterra, el centro del Imperio, la capital financiera del mundo. Y si alguien, por cuna, ya se encontraba en la cima de ese mundo, como los Cavendish, podía decirse que todo estaba a su alcance. Y no teman que irse muy lejos: Westminster podía jactarse de alojar casi 400 tipos diferentes de negocio, entre los que se encontraban aquellos que eran de especial predilección de Charles Cavendish: los constructores de instrumental científico y las tiendas de compraventa de libros.

Para los Cavendish, vivir en Londres significaba estar en el centro de la actividad científica de Gran Bretaña. Incluso a mediados del XVIII, cuando las universidades escocesas y las ciudades industriales como Birmingham y Manchester despuntaban en investigación, Londres seguía manteniéndose «intelectualmente preeminente», «un imán para los hombres con intereses técnicos y científicos». Casi la mitad de los científicos de Gran Bretaña del siglo XVIII trabajaban cerca de Londres y era seguro que quien estuviera interesado en alguna particularísima rama del saber iba a encontrar un grupo que compartiera sus intereses.

Y, desde luego, el centro de todo el universo científico se encontraba en dos casas situadas en Crane Court: la sede de la Royal Society.


El gran Londres

En el siglo XVIII, Londres estaba creciendo con rapidez. Dos eran las causas principales. Por un lado, estaban las Actas de Cercado, que convertían las tierras de pastoreo en cultivables al dividir los pastos en terrenos más pequeños y cercarlos con vallas, lo que dejó a muchos pequeños ganaderos, que dependían de sus ovejas y vacas, sin trabajo, obligándoles a marchar a las ciudades. Por otro lado, las ciudades ofrecían más oportunidades de trabajo y mejor pagadas que servir como criado en algún latifundio. El mejor salario y el atractivo de vivir en una gran urbe llevaron a muchos jóvenes a abandonar sus casas en los pueblos y buscarse la vida en la ciudad. De este modo a finales del XVIII, Londres se había convertido en la metrópoli más grande de Gran Bretaña, con más de un millón de almas.

Una ciudad prodigiosa

Londres era una ciudad que dejaba al visitante boquiabierto: podían encontrarse todo tipo de comercios mientras los barcos arribaban al puerto del Támesis a diario, trayendo cargas exóticas provenientes de todos los puntos del Imperio; los negocios florecían; no en vano, la City era el centro financiero de Gran Bretaña.

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El puente de Westminster desde el norte (1746), obra de Canaletto.

Las coffee-houses, o cafeterías, un fenómeno surgido en ese siglo y que podían encontrarse en casi todas las calles de Londres, eran el lugar de reunión de sus habitantes, donde almorzaban, bebían, cenaban, charlaban y cerraban negocios. Otro de los lugares favoritos de los londinenses era «la nave o centro de la ciudad», el Royal Exchange, reconstruido tras el gran incendio de 1666 y convertido en un gran centro comercial. Viviendo en la abundancia que proporcionaba ser en ese momento la nación más poderosa del mundo, en Londres todo estaba en venta. Sus tiendas elegantes, con productos venidos no solo de toda Inglaterra, sino del más lejano Oriente, fascinaban a propios y extraños. La noche no hacía abandonar las calles a los londinenses, a pesar de los obvios riesgos que pasear por ellas suponía. El recién estrenado alumbrado de aceite convirtió parques como Vauxhall y Ranelagh en lugares para escuchar música o bailar, o para pasear, charlar y coquetear, y los teatros competían entre sí por ofrecer el espectáculo más llamativo o el último estreno de una gran obra. Sin duda, a mediados del siglo XVIII, Londres se estaba convirtiendo, como diría el Astérix de Goscinny y Uderzo, en la ciudad más prodigiosa del universo.


§. Algo más que ciencia en Londres

Aunque la Royal Society estaba abierta a cualquier científico del mundo, era, sin duda alguna, la Royal Society de Londres. Para Charles era su centro de actividad científica y social, hasta el punto que casi todos sus amigos eran fellows de la Sociedad, y al igual que él pertenecían a una organización asociada, el Royal Society Club, del que lord Charles fue presidente en 1752. Siguiendo la tradición de los elitistas clubs ingleses, sus miembros se reunían para cenar, charlar y cabildear. Se reunían en el club el jueves por la tarde, el mismo día en que lo hacían en la Royal Society. Los miembros del club no tenían por qué serlo de la Sociedad, aunque era lo habitual, y su presidente solía ser el de la Sociedad.

El número máximo de miembros se había fijado en cuarenta, aunque cada uno podía llevar sus invitados. En invierno solían juntarse para cenar alrededor de una veintena y en verano unos quince. Y no pensemos que se trataba de cenas ligeras; lo habitual era que desfilaran por la mesa pescados, aves de caza, carne roja, pudín, pastel, queso y alcohol. Todo un ejemplo de cena de pub inglés, como era el lugar donde se reunían, el Mitre Coffee House de Fleet Street. Era una ocasión en la que sus miembros se reunían y hablaban libremente de ciencia, literatura, política o cualquier otra materia que llamara su atención, además de ser un excelente lugar para cultivar interesantes amistades. De hecho, el Royal Society Club era sin lugar a dudas el más prestigioso de todos los clubs de intelectuales que proliferaron durante el siglo XVIII.

A pesar de que las abundantes cafeterías y tabernas ofrecían a los parroquianos la posibilidad de reunirse en salones privados, los ruidos, voces y griterío —que iban aumentando a medida que transcurría la tarde a causa del continuo trasiego de pintas y otras bebidas espirituosas— no los convertían en el mejor lugar para discutir ciertos temas, ya fueran complejos o más delicados. Por este motivo, los socios del club también solían reunirse en grupos más pequeños de amigos íntimos en ciertas casas particulares. Lord Charles, al que solía acompañar su hijo Henry, pertenecía a un grupo que se reunía en una casa en The Strand, en Westminster, una de las principales calles del centro de Londres. Poco sabemos de tal grupo salvo el nombre de sus miembros, de los que la mayoría eran médicos.

Lord Charles también ofrecía cenas en su casa de Great Marlborough: sabemos que dio 15 cenas entre 1748 y 1761, con un total de 32 invitados. Está claro que sabía cultivar sus amistades e incluso les apoyaba cuando querían ingresar como miembros de pleno derecho en la Sociedad.


La real sociedad de la ciencia

En la década de 1640, un grupo de médicos y filósofos naturales (la palabra científicos aún tardaría un par de siglos en aparecer) comenzaron a reunirse de manera informal en el Gresham College de Londres para discutir sobre ciencia y sus investigaciones.

Este no era un hecho único de la capital, sino que también sucedía en diferentes localidades por toda Gran Bretaña. De dispares intereses, lo que les unía era la «nueva ciencia» que Francis Bacon había promovido en su novela utópica inconclusa New Attantis.

Las reuniones fueron a más, convirtiéndose en semanales. Y, finalmente, el 28 de noviembre de 1660 el bautizado como Comité de los 12 —entre los que se encontraba el insigne químico Robert Boyle—, decidió crear una sociedad dedicada a «promover el conocimiento físico-matemático experimental».

En 1661, el grupo resolvió que había que encontrar un nombre para esta nueva organización: sería el de «Royal Society de Londres», aunque muy pronto se la conocería como Royal Society.

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The Meeting Room of the Royal Society at Somerset House, obra pintada por Frederick Wllliam Fairholt hacia 1844.

Los miembros de derecho serian elegidos y se les llamaría fellows de la Royal Society (FRS). Su primera sede, evidentemente, sería el Gresham College. En 1662 el Gobierno les concedió licencia para publicar libros. Tres años más tarde la Sociedad empezó a publicar su revista de referencia, Philosophical Transactions, que. a día de hoy, es la revista científica más antigua publicada sin interrupción.


De todas formas, un hombre de la posición de Charles Cavendish, por mucho que le apasionara la ciencia, no podía descuidar sus otras actividades públicas propias de su estatus. Su habilidad en los asuntos administrativos, algo que no heredó su hijo Henry, le fue de gran valor en círculos fuera de la ciencia y la política. Participó, por ejemplo, en la creación y puesta en marcha de diversas organizaciones, como un hospicio para hijos no deseados, el Foundling Hospital, donde los mejores (y más caros) médicos de Londres, del prestigio de Hans Sloane, presidente de la Royal Society, ofrecían sus servicios desinteresadamente. Lord Charles también tenía entre sus intereses el Museo Británico, con su colección de historia natural y su biblioteca. En aquel entonces no había muchos lugares públicos donde poder consultar libros, y Charles Cavendish, que a su vez poseía una envidiable biblioteca, pasaba mucho tiempo en la del museo, que él veía como una especie de servicio público. De hecho, Cavendish estuvo involucrado en cada paso de la preparación para la inauguración del museo en 1759.

§. Todo tiene un comienzo

Henry fue iniciado en los misterios de la investigación científica por su padre, algo que hizo desde muy joven. Por supuesto, y como correspondía a un Cavendish, la primera educación la recibió de sus tutores: sabemos que al tutor de uno de sus primos le pagaban la suma de 100 libras anuales (unos 16000 euros de hoy en día), así que podemos suponer que esa era la paga que recibían los del joven Henry. Pero los tutores no son para siempre y con los años Charles tuvo que escoger un colegio para su hijo. Él había estudiado en el aristocrático Eton College, donde se educaba la mayoría de los jóvenes de la nobleza, pero también estaba el de Westminster, que había ido adquiriendo una excelente reputación, sobre todo como cantera de hombres de estado. Un simple vistazo de dónde fueron a estudiar los de la clase social de Henry a su misma edad nos da una idea de la situación: 53 acudieron al Eton College y 78 a Westminster. Lord Charles quizá viera que sus hijos, Henry y Frederick, no tenían madera de estadistas, o quizá no guardaba un buen recuerdo de su paso por Eton, o simplemente puede que fuera partidario de cierta novedad educativa que se estaba poniendo de moda entre los padres de la época, la cuestión es que se interesó personalmente por la educación de sus hijos en lugar de encomendársela a otros para desentenderse de ella. Así pues, decidió enviarlos a un private college, un tipo de escuela que funcionaba de manera independiente a las que estaban bajo la batuta del Gobierno, con sus propios planes de estudio y dirigidos por un consejo rector. Lord Charles tenía a su disposición diversas buenas escuelas y se decantó por la más moderna de todas las de su estilo, la Academia Hackney, fundada en 1685. Tenía, además, fama de ofrecer un tipo de vida sana a sus estudiantes y poner coto a lo que era la habitual queja de las escuelas públicas (algo que no ha cambiado con el tiempo): la presencia de una sexualidad desenfrenada. Moderna, saludable y segura, era la educación que Hackney ofrecía.

Por supuesto, Charles no iba a enviar a sus hijos a cualquier escuela; a Hackney acudían exclusivamente hijos de la alta sociedad inglesa, en particular los de adineradas familias whig, simpatizantes o miembros del Partido liberal. Pero más importante era que la familia que dirigía Hackney, los Newcome, eran conocidos de lord Charles. De hecho, uno de ellos, Peter Newcome, compartía su afición por la ciencia y Charles recomendó su ingreso en la Royal Society en 1742, justo el año en que envió a su hijo Henry a la Academia. Habitualmente, Hackney admitía a sus estudiantes cuando habían cumplido los siete años, pero Henry ingresó con once en un curso avanzado donde le proporcionaron una educación en matemáticas, ciencias naturales, francés y latín. A los diecisiete años abandonó la Academia para ir a la universidad. Como no podía ser de otro modo, su elección fue Cambridge.

§. En Peterhouse

Cuando Henry llegó a la estudiantil ciudad de Cambridge para completar su educación, por sus aulas ya habían pasado desde el siglo XIV una veintena de Cavendish. Sin embargo, el primero de los duques de Devonshire que recibió educación universitaria fue el tercero, el hermano mayor de Charles, y lo hizo en Oxford, aunque luego renegaría de ella enviando sus hijos a Cambridge.

Henry, con los dieciocho años recién cumplidos, entró en el St Peter’s College, también conocido como Peterhouse, en noviembre de 1749, donde estuvo tres años y tres meses. Este no era un college que solía escoger la nobleza, pero estaba de moda entre la clase alta de la época.

En aquel tiempo el rector de Cambridge era el duque de Newcastle, un familiar lejano de los Cavendish. El director de Peterhouse era Edmund Keene, y siguiendo con la tradición iniciada en Hackney de seguir de cerca la educación de sus hijos, lord Charles se convirtió en amigo de Keene.

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Lord Charles Cavendish, en un retrato de Enoch Seeman.

Por entonces, la universidad iba perdiendo alumnos a pesar de que la proporción de estudiantes de alta cuna estaba aumentando. En particular, los estudiantes de Cambridge se clasificaban en función de su extracción social: los sizars, hijos de pequeños granjeros y comerciantes o clérigos pobres, dependían de la caridad del college para mantenerse mientras estudiaban gracias a una matrícula reducida y becas para el alojamiento o la manutención, que solían devolver haciendo algún tipo de trabajo; después estaban los que componían la mayor parte de la población estudiantil de la universidad, los pensioners, hijos de familias adineradas (vicarios con recursos, grandes comerciantes...) pero sin ningún tipo de distinción por nacimiento.

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Retrato de lady Anne de Grey, la esposa de Charles Cavendish, pintado por J. Davison.

Después estaban los fellow-commoners, que pagaban el doble de la matrícula de los pensioners y disfrutaban de más privilegios, tales como comer con los fellows (profesores) de la entidad. Finalmente, estaban los nobles, que pagaban las tarifas más elevadas, pero como no obtenían mayores privilegios que los fellow-commoners no solían aceptar este rango y se establecían como ellos. Henry Cavendish se matriculó en Cambridge como fellow-commoner.

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St. Peter's College visto desde Trumpington Street, obra realizada por Rudolph Ackermann en 1815.

Este estrato social constituía el 10% de la población estudiantil de Cambridge en el siglo XVIII, pero se dejaban notar: vestían los trajes más finos y solían aparecer acompañados de sirvientes que en ocasiones contrataban entre los estudiantes más pobres. Tenían los mismos privilegios que los fellows: comían en la Sala Común y tenían acceso a la bodega, donde podían fumar pipas de arcilla y beber vinos de origen español y francés.

También solían estar excusados de realizar los ejercicios destinados al resto de los estudiantes y de asistir a las clases de los tutores del college. En definitiva, Cavendish disfrutó del privilegio de su rango para disponer de la mayor parte de su tiempo como mejor le convenía.

Cuando Cavendish ingresó en Peterhouse, este terna entre treinta y cuarenta estudiantes, pero no todos vivían en él. Durante los años que estuvo allí, entre 1749 y 1753, el college admitió a poco más de cincuenta nuevos estudiantes, de los cuales trece fueron fellow- commoners, que acabaron en la política; del resto, entre sizars y pensioners, muchos terminarían su vida como sacerdotes de la Iglesia anglicana. Ninguno, salvo Cavendish, se convirtió en científico.

La vida en un college era de lo más distendida. Thomas Gray, el famoso poeta prerromántico inglés conocido por sus meditaciones melancólicas sobre la mortalidad, los «cráneos y los ataúdes, los epitafios y los gusanos» (como describiera al grupo de los poetas de cementerio al que pertenecía el escocés Robert Blair) era profesor de historia en Cambridge. En la época de Cavendish describía a sus colegas como adormilados y borrachos, y a los fellow-commoners como sus inapreciables imitadores. En realidad, la apatía que cundía entre el profesorado era casi inevitable pues tenían muy pocas cosas que hacer: si en épocas pasadas debían dar sus clases, en el siglo XVIII esta obligación había disminuido en gran medida Podríamos decir que ser profesor de Cambridge era una sinecura: cobrar sin tener casi que trabajar. Algunos aún daban clases magistrales, pero cualquier posibilidad de realizar clases prácticas hacía tiempo que había desaparecido. Únicamente aquellos profesores que eran, además, tutores se salvaban de la quema de una universidad en la que se contribuía poco o nada al conocimiento y la instrucción. Peterhouse tenía dos tutores que habían sido sizars y ambos eran vicarios. Lo más probable es que a Cavendish se le asignaran ambos tutores, además de tener uno personal, como había sucedido con un primo suyo.

Si un fellow-commoner quería obtener el grado en la universidad debía enfrentarse a la Senate House Examination (el antecesor del famoso mathematical tripos que tanto prestigio adquirió en los siglos siguientes), pero como obtener la graduación no iba a tener un efecto importante en su vida, la mayoría dejaba la universidad sin obtenerlo. Eso mismo hizo Henry en febrero de 1753, al igual que el resto de sus compañeros de Peterhouse: durante toda la estadía de Cavendish solo cinco obtuvieron el grado.

§. El camino de la ciencia

Mientras que su padre había aprendido matemáticas gracias a lecciones privadas que recibió de colegas de Newton, Henry las aprendió en Cambridge —no sabemos si yendo a clase o con la ayuda de su tutor personal—, pero lo cierto es que durante tres años estuvo expuesto a la tradición matemática de Cambridge y los libros que componían la guía de estudiante de la universidad.

Aquí es donde descubrimos al Cavendish excepcional, al hombre que recibió una instrucción fuera de lo habitual: por un lado experimental, de la mano de su padre y los conocidos de su padre, y por otro, la matemática de la escuela de Cambridge.

En esta universidad es donde fue adoctrinado en la revolución científica que significaron los Principia de Newton. Cambridge, que había sido creada para preparar a futuros sacerdotes de la Iglesia anglicana pero que acabó convirtiéndose en la formadora de los lujos de los llamados tatitudinarians, o tolerantes de la Iglesia anglicana (los teólogos y párrocos que no veían como importante toda la parafernalia ritual, litúrgica y de organización eclesial), y los whigs: para ambos grupos Newton era lo que necesitaban para demostrar que todo el universo había sido diseñado por un creador. Durante tres años Cavendish bebió de los posos del mundo newtoniano.

Cambridge estaba entonces dominada por los college, y la educación, por los tutores de estos últimos y no por su pequeño número de profesores. Si Cavendish iba a las clases no lo sabemos, pero lo cierto es que conocía los libros de texto y compartía la devoción por las matemáticas como forma de comprender la naturaleza, tal y como había demostrado Newton al publicar sus Principia en 1687. Pero más que en ese libro, el poder de la experimentación lo dejó bien claro Newton en su Opticks (Óptica), un texto que terminaba con una serie de especulaciones —que aumentaba su número de páginas con cada nueva edición— y cuyo propósito era estimular a los futuros lectores para que hicieran sus propios experimentos. Cavendish tenía en su biblioteca todas las ediciones de estos dos libros.

Los Principia dieron alas a la astronomía, que se hizo muy popular entre los aficionados a la ciencia Lord Charles adquiría cada uno de los volúmenes de la serie de libros publicados bajo el título común deAstronomy por Roger Long, director de Pembroke Hall, el tercer college más antiguo de Cambridge. La descripción que hacía Long de la astronomía podía decirse que era grandiosa, dedicando muchos capítulos a la inmensidad de las distancias estelares en lugar de destinar un único capítulo a las estrellas fijas, como hacían otros autores. Colocó la astronomía dentro de la filosofía natural, con la química y la física, y defendía que era una ciencia cuantitativa tanto desde el punto de vista experimental como teórico. Seguramente Henry pudo ojear sus libros en la biblioteca de su padre y, tras salir de Cambridge, disfrutó de su propio observatorio, desde el que estudió los cielos. Igualmente, tuvo cierto interés por la música, influido por la rama materna de su familia, los duques de Kent. Se conserva un manuscrito suyo sobre una investigación matemática de la música titulado On musical interval y entre los muebles de su casa había un gran fortepiano, antecesor del piano del XIX.

Lamentablemente, de su época estudiantil no tenemos ningún registro, ni anécdota, ni carta que nos cuente cómo discurrió, salvo un poema, no muy inspirado, dedicado a la muerte del lujo mayor del rey Jorge III y mentor de su madre, Frederick, príncipe de Gales, en 1751. Su prematura muerte de un absceso en los pulmones, que algunos creen que fue provocado por un golpe de una pelota de cricket al que tanta afición tenía, dio al joven Henry una oportunidad para reflexionar sobre la fragilidad de la vida, y afirmar que las lágrimas son estériles, pues el cardo y la azucena florecen por igual y la muerte no tiene favoritismos. Pero también tuvo un momento para la ciencia: mientras la naturaleza puede burlarse del ser humano, «pone ante nosotros las causas ocultas y los caminos errantes de las estrellas». Es más que probable que esta, la primera publicación de Cavendish, fuera su último poema- descubrió que prefería escribir sobre las causas ocultas de la naturaleza en el nada adornado lenguaje de la ciencia

Capítulo 2
Un hombre peculiar

Cavendish fue un hombre sin vida privada, si es que puede decirse eso de alguien que vivió exclusivamente por y para la ciencia. Tímido hasta el extremo, misógino, callado, taciturno y solitario, este hombre que nunca se casó y jamás tuvo relaciones con mujeres, vivía su vida alejado de la pompa y el boato de los de su condición. Su vida social la vivió como hizo con su vida privada: destinada a la ciencia.

Un retrato en tonos de grises —hecho sin su conocimiento— es la única imagen que tenemos de un Henry Cavendish ya entrado en años. Un hombre de aspecto adusto, caminando hacia algún lugar, con el brazo izquierdo doblado tras la espalda y el derecho sobre el pecho, sujetándose el cuello del abrigo con la mano. Sobre su cabeza, un sombrero de tres picos cubre una peluca con coleta, símbolos ambos pertenecientes a una moda y una época ya pasada.

Henry fue un aristócrata orgulloso de su linaje en una época en la que pertenecer a la nobleza significaba estar en la cúspide social y moral, y aceptaba su preeminencia en una sociedad que se creía la mejor y más civilizada del mundo. Su única peculiaridad fue su devoción por la ciencia, pasión que adquirió de su padre —científico experimental consumado y administrador de la Royal Society—. Gracias a su padre recibió una educación formal en la universidad, y a su regreso le ayudó a introducirse en los círculos científicos de Londres. Pero no por ello dejó de lado los valores y comportamiento éticos y morales que se esperaban de una persona de su cuna y posición, cuyo trabajo y dedicación debían estar dirigidos en gran medida al servicio público, un servicio que Henry encarriló hacia la ciencia.

La vida social de Cavendish discurría principalmente en los clubs, cafeterías y tabernas de Londres, el lugar donde los científicos ingleses soban reunirse desde la Restauración. Por sus misivas, sabemos que acudía al Cat & Bagpipes, en Downing Street, y al King’s Head, probablemente el lugar frecuentado por Robert Hooke —el gran científico experimental del siglo XVII— y otros fellows de la Royal Society. No podemos asegurar que se trate de esa misma taberna situada en Chancery Lañe, pues era un nombre común a muchas otras de Londres. También solía acudir al Monday Club, llamado así por el día de la semana en que se reunían en la cafetería George & Vulture, cerca de Lombard Street, al que fue regularmente durante más de quince años y donde acostumbraba cenar. De una de aquellas noches da cuenta en su diario su amigo —quizá su único amigo íntimo— y colega de experimentos Charles Blagden (1748-1820), un hombre de modestos recursos, que consiguió vivir de la ciencia en una época en la que era prácticamente imposible hacerlo, aunque no dejó nada escrito sobre las opiniones de Henry.

Pero, sin lugar a dudas, su club de referencia fue el Royal Society Club, al que empezó a ir invitado por su padre. Las reuniones se celebraban en el Mitre Coffee House de Fleet Street. En noviembre de 1757, el presidente del Club, que como ya hemos señalado solía ser el presidente de la Royal Society, propuso su admisión como socio. Desde aquel momento su vida social se centró en este club.

§. Relaciones fraternales

Poco sabemos de su época en la universidad, como ya hemos dicho: ni qué estudió, ni si se examinó alguna vez. Por su carácter, podemos imaginamos al joven Henry sentado en su habitación —quizá en el propio college —, leyendo, ignorando al resto de sus compañeros y dejando pasar todas las reuniones estudiantiles. Eso sí, cumplió con lo que los jóvenes nobles ingleses tenían por norma hacer: pasar allí tres años para luego irse al Grand Tour, un viaje por la Europa continental. La idea (o la excusa) era que de este modo ampliaban su conocimiento más allá de su propia cultura y les sema para crecer como personas que, en un futuro, ocuparían importantes cargos públicos. Su padre, por ejemplo, había estado fuera tres años y medio recorriendo diferentes países, y muy posiblemente Henry proyectaba hacer algo parecido. Pero no lo iba a hacer solo; le iba a acompañar su hermano Frederick, o Fredy, como le llamaban familiarmente.

Fredy siguió los pasos de su hermano, pero con dos años de diferencia, primero en Hackney y luego en Cambridge. Pero poco tiempo después de llegar a la universidad, a finales de julio o principios de agosto de 1754, un fatal accidente cambió la vida de la familia: Fredy se cayó por una ventana que daba a los jardines de Peterhouse, golpeándose la cabeza. ¿Qué hacía encaramado allí? Será siempre un misterio que no podremos responder; probablemente tuvo que ver con los más que comunes alborotos estudiantiles de Peterhouse, altercados que en muchas ocasiones obligaban a los estudiantes a cambiarse de college. O quizá quiso emular a su padre, que repitió los experimentos de Franklin con los relámpagos. Sea como fuere, la caída fue muy grave y Fredy se debatió entre la vida y la muerte durante mucho tiempo. No solo le quedó un recuerdo en forma de profunda marca en la cabeza, sino que también el cerebro quedó dañado para siempre.

No tenemos noticia de lo que hizo Frederick los años siguientes al accidente; lo que sí sabemos es que el dinero no debió de ser un problema: su madre, a su muerte, le había dejado la cuarta parte de la finca que tenían en Steane, que, posteriormente, fue vendida y el dinero puesto en manos de los administradores. Los beneficios fueron gestionados por su padre, quien consideraba que era «manifiestamente impropio pagarle dinero» a una persona como Fredy, debido a su minusvalía. Incluso cuando llegó a los treinta y nueve años, su padre seguía pensando que «no era prudente hacerlo». Lord Charles gastó una gran cantidad de dinero en la «educación y mantenimiento» de Frederick, mucho más que las rentas que cobraba de las propiedades de su hijo. No ha quedado constancia de que Fredy se sintiera mal o infeliz con el trato que recibiera de su padre. Sí sabemos, ciertamente, que lord Charles creía que su hijo Frederick estaba incapacitado.

Y llegó el momento del Grand Tour. Henry y Fredy viajaron a París; es posible que la inclusión del hermano pequeño se debiera a un intento por mejorar sus mermadas capacidades. Fue de este viaje del que tenemos la primera anécdota conocida de Henry: estando en un hotel de Calais, los dos hermanos pasaron casualmente junto a una habitación donde estaban preparando un cadáver para su entierro. Ninguno dijo una palabra. Sin embargo, al día siguiente, camino de París, Fredy le preguntó: «¿Viste el cadáver?», y Henry respondió: «Lo vi». No sabemos si cruzaron muchas más palabras el resto del viaje. El Grand Tour se limitó a París, pero esta anécdota nos deja claro que Henry era un hombre reservado y taciturno. Algo que, posiblemente, le venía de familia.

Su padre había realizado su Grand Tour acompañando a su hermano James. A pesar de que este era mayor, a su regreso dejó en manos de Charles todos los asuntos familiares, incluyendo la herencia que le correspondía de su madre, con plenos poderes para poder gobernarla a su antojo. Dedicado a la vida militar, viajó donde el servicio le reclamaba y acabó sus días como miembro del Parlamento, muriendo en 1714 a la edad de treinta y ocho años. Pero Henry no solo tuvo en común con su padre realizar el Grand Tour con uno de sus hermanos, la ciencia también acercó a Charles a su hermano mayor, William, futuro heredero del título de duque de Devonshire. William fue elegido miembro de la Royal Society en 1747 y, al igual que Charles, adquirió los libros de matemáticas de De Moivre en 1730 y el de Colin Maclaurin en 1748. Ambos fueron miembros del Parlamento y durante un tiempo Charles fue su mediador político, pero acabó abandonando su carrera pública en favor de la que realmente le interesaba, la científica. William, como primogénito de los Cavendish, no podía hacerlo aunque lo hubiera deseado, cosa que desconocemos. Tras la muerte de su padre, el abuelo de Henry, en 1729, el entonces tercer duque de Devonshire, William se sentó en la Cámara de los Lores. Allí prácticamente pasó desapercibido: hablaba poco y cuando lo hacía su voz era un susurro que nadie escuchaba. Sin madera de líder ni de avezado luchador político, aceptó el puesto que le correspondía sin ambición alguna. Un viejo amigo de su padre, y también suyo, le hizo Lord del Sello Privado y Lord Teniente de Manda, es decir, el representante del rey y jefe del Gobierno en Irlanda, un trabajo bastante lucrativo que desempeñó competentemente durante siete años. William confió plenamente en su hermano Charles, a quien con veintisiete años nombró albacea de la herencia de sus siete hijos. Cuando murió en 1755, su testamento estuvo perdido durante algún tiempo y fue Charles quien lo encontraría más tarde, escrito en un pedazo de papel casi totalmente desgastado.

Si así fue la relación entre el padre y los tíos de Henry, de la suya con su hermano, como parece ser una constante en casi todos los aspectos de su vida, sabemos muy poco. Diríase que fue cordial pero distante. En las pocas cartas que han sobrevivido Frederick le saludaba con un «Querido hermano» y se despedía con «tu afectuoso hermano». De ellas se desprende que ambos estaban muy preocupados por la salud del otro. Cuando Henry sabía de buena fuente que Fredy estaba enfermo, él le aseguraba que se sentía bien, salvo por la gota que le mantenía ocupado y le impedía escribirle más a menudo.

§. Fredy, el hermano

Fredy vivió hasta los cuarenta años en Market Street, primero en casa de un clérigo y luego en otra de su posesión atendido por dos «criados de confianza». Market Street era entonces un pueblecito tranquilo en Hertfordshire, cerca del monasterio benedictino de St Albans. Pasaba mucho tiempo visitando a sus vecinos, que lo consideraban un noble excéntrico e inofensivo. Excelente dibujante, disponía de una bien nutrida biblioteca de literatura inglesa y de los imprescindibles clásicos griegos y romanos. También era un alma de Dios y solía pedir dinero a su hermano para socorrer a quienes, a su vez, acudían a él pidiéndole ayuda económica Y es que, a pesar de disfrutar de unas buenas rentas, Fredy siempre gastaba más de la cuenta y tenía que pedirle a su hermano.

Por su parte, era plenamente consciente de los trabajos de Henry: «Como creo que estás dedicado a tomar mediciones de la presión atmosférica» le envió un detallado informe de las lecturas de su barómetro durante aquella mañana. En otra ocasión había leído una noticia que decía que el gran astrónomo William Herschel había predicho un fin de verano pasado por agua Henry, que también había leído la noticia, le escribió para decirle que el astrónomo, al que conocía desde hacía tiempo, «tenía demasiado buen criterio para hacer predicciones sobre el tiempo».

Frederick sobrevivió a su hermano dos años, los mismos que él le llevaba. Resulta curioso que la duración de la vida de esta rama de la familia Cavendish fuera tan exacta; parecía que hasta hubieran estado programados para morir, el padre y los dos hijos, en tomo a los setenta y nueve años.

§. A propósito de Henry

Que Henry Cavendish fue un hombre solitario, parece evidente: su vida transcurrió entre su biblioteca y su laboratorio. Algunos han llegado a decir que la palabra pasión estaba fuera de su vocabulario tanto como de su vida, pero no fue así. Terna una, y le duró todo el tiempo que estuvo sobre este mundo. Su amigo Blagden lo dejó claro de manera meridiana: Cavendish amaba la verdad.

Durante un curso de química impartido en el National Medical College en 1855 por Lewis H. Steiner acerca de la polémica sobre el descubrimiento de la composición del agua, el conferenciante se hizo esta pregunta: podemos hablar con cierta fiabilidad de Cavendish como hombre de ciencia, ¿pero y de Cavendish como hombre? Steiner contestó a esta pregunta con un rotundo no. Y siguió:

La personalidad de Cavendish no puede ser sujeto de admiración, ni para imitar, sino como un aviso para todos los hombres que cultivan el intelecto de que no deben despreciar la parte social de su naturaleza.

El conferenciante catalogó a Cavendish como una «máquina de calcular», influido como estaba por la lectura de la biografía de George Wilson The Life of the Honourable Henry Cavendish. Wilson describía al científico como un hombre sin rastro de piedad, familia, filantropía y poesía, separado de la humanidad y cuyo único interés y preocupación era la ciencia. Aunque en lo según do acertaba, Wilson erraba en lo primero: aquello que le unía al mundo, aquello que le permitía tener relaciones sociales, era la propia ciencia.

Este es el único retrato que existe de Henry Cavendish, y se debe 006.jpga la tenacidad del artista William Alexander y del científico Joseph Banks. Ante la rotunda negativa de Henry de dejarse retratar, ambos idearon una treta para conseguir el retrato. Conocedores de la regularidad milimétrica de la rutina de Henry, un jueves fueron a cenar a la Mitre Tavern, donde se reunía el Royal Society Club. El artista se sentó cerca de la percha donde Henry colgaba su abrigo, su chaleco y su sombrero de tres picos para dibujarlos con calma. Después tomó diferentes bosquejos de su cara, se fijó en sus andares y así pudo componer el retrato, que realizó en aguatinta.

Si hay un adjetivo que sus colegas usaban cuando se referían a Cavendish era «peculiar». Todos estaban intrigados sobre su personalidad.

Blagden anotó el día 4 de julio de 1795 en su diario que habían estado hablando «sobre el Sr. Cavendish, y una explicación de su personalidad».

«Probablemente dijo menos palabras en toda su vida que cualquier otro que haya llegado a los ochenta años, sin exceptuar a los monjes trapenses.»
— Lord Brougham, acerca be Henry Cavendish.

Por desgracia, no anotó las conclusiones a las que llegaron. Cuando escribía sobre él, Blagden utilizaba palabras como «melancolía», «severo», «raro» y «seco», pero la que más utilizaba era «mohíno» (sulky).

Los historiadores de la ciencia Christa Jungnickel y Russell McCormmach definen el carácter de Cavendish con tres adjetivos: taciturno, solitario y tímido. Lord Brougham lo describió como un hombre parco en palabras. El matemático y geólogo escocés John Playfair, durante una visita a Londres en 1782, se expresó en parecidos términos aunque menos coloristas: «Habla con dificultad y titubea, y eso que solo lo hace en muy raras ocasiones».

Para Wilson, su biógrafo, la más fascinante de las peculiaridades de Cavendish era su amor por la soledad. De la misma opinión era el químico inventor de la lámpara de seguridad de las minas Humphry Davy: «Vivió su vida como un solitario». También lo consideraba extremadamente tímido, «temeroso de los extraños y parecía, cuando se avergonzaba, que era incapaz de articular palabra alguna». Otros encontraban su timidez casi patológica y según el químico y mineralogista escocés Thomas Thomson: «No soportaba que le presentaran a nadie, ni que le señalaran de forma alguna como un hombre notable». Thomson cuenta una anécdota que describe perfectamente el carácter de Cavendish. Una noche, en casa del naturalista Joseph Banks, presidente de la Royal Society, le presentaron a un famoso filósofo austríaco y por cortesía se vio obligado a escuchar una conversación muy halagadora hacia él.


Cavendish y el dinero

Henry fue un hombre orgulloso de su linaje pero poco interesado en el dinero. Cuidó de la fortuna que había heredado como su padre le había enseñado, y la fue engrosando hasta el día de su muerte, cuando pasó a la familia. Algunos se han preguntado por qué a su muerte no dejó algo de dinero para la ciencia, en forma de becas, cátedras universitarias o laboratorios de investigación, pues esa había sido la pasión de su vida. Pero posiblemente Cavendish no lo entendía así. Él había podido trabajar sin preocupaciones económicas gracias a sus sustanciosas rentas, pero ese dinero pertenecía a la familia, no a la ciencia, y a ella debía volver. Cavendish no era avaro con su dinero. Ayudó generosamente a Davy cuando necesitaba financiación para sus investigaciones electroquímicas, y cuando se le solicitaba una donación para alguna obra de caridad, miraba cuál había sido la más alta, sacaba su dinero, y la superaba. Lo que sí le enfurecía era que le molestaran por asuntos económicos, Una vez los gerentes del banco, viendo la cantidad de dinero que acumulaba en su cuenta, mandaron a un subordinado para que le recomendara que invirtiera al menos una parte. Podemos imaginar el estallido de protestas que se pudo escuchar en su casa cuando el criado le dijo que un empleado del banco estaba allí para verle. «¿Y a qué ha venido? ¿Qué quiere de mí?» Cuando el asombrado banquero le contó su propuesta, Cavendish, sin ningún atisbo de amabilidad, le espetó; «Si el dinero es un problema para usted me lo llevaré del banco, no venga aquí a molestarme». Pocas personas hay más insistentes que los banqueros a la hora de procurarse beneficios con el dinero de los demás, e insistió en su propuesta. Cuando Cavendish le preguntó la cantidad de la que estaba hablando, el banquero le contestó que 40000 libras (unos 4 millones de euros actuales). Cavendish, todavía muy enfadado, respondió: «¡Hágalo! Hágalo y no venga aquí a molestarme o me llevaré el dinero».


Cavendish no dijo una palabra pero se quedó ahí de pie, mirando el suelo, muy avergonzado y contrariado. Al final descubrió un hueco entre la gente, salió huyendo a toda la velocidad que dieron sus pies y no paró hasta subirse a su carruaje, que le llevó directamente a casa.

Quizá debido a su timidez, o a lo mejor su timidez podía ser producto de ello, la voz de Cavendish era chillona y aguda, además de tener dificultad para articular las palabras. No solía formar parte de las conversaciones y le repelía que le hablasen, a pesar de que le encantaba escuchar todo lo que se decía. En una reunión en casa de Banks a la que asistió el artesano de instrumental quirúrgico William Hasledine Pepys, este lo encontró «muy atento a lo que estaba describiendo. Cuando lo miré a los ojos se retiró apresuradamente, pero pronto lo vi escuchándome de nuevo». Banks había aleccionado a Pepys respecto a Cavendish: debía evitar hablarle porque se sentiría ofendido, pero si él le hablaba debía mantener la conversación hasta que se diera por satisfecho. Quienes le conocían bien daban toda una retahíla de consejos a los novatos, como que para charlar con él no había que mirarle directamente, sino hablar al vacío, y aun así no era improbable que se marchara dejándote con la palabra en la boca.

La colección de anécdotas sobre el pintoresco comportamiento social de Henry Cavendish es abultada y todas ellas inciden en lo mismo: su miedo a las personas. En una cena del Royal Society Club alguien lo miró mientras mantenía una conversación con un grupo de sus colegas; Cavendish se calló de inmediato «y lo que pude ver en su cara fue una expresión de completo horror».

Wilson escribió que la prueba más palpable de su timidez patológica fue cierto incidente en casa de Banks que le fue referido por un fellow:

Lo vi estar largo tiempo en el rellano, evidentemente dejando pasar el tiempo para acumular el arrojo suficiente para abrir la puerta y enfrentarse a los que estábamos en la casa. No la abrió hasta que escuchó a alguien subir las escaleras; entonces no timo más remedio que entrar.

De Cavendish se ha dicho, con total acierto, que era fácil de ver pero difícil de encontrar. Se ponía muy ansioso si algún extraño se interesaba por él; rehuía las conversaciones y si se veía atrapado en una de ellas, huía. Sus formas eran tensas y su discurso apresurado, parecía un pájaro a punto de echar a volar por miedo a los predadores. Desconfiado, reservado, apocado, torpe y cohibido en la relación con personas que le eran extrañas, era mucho peor cuando estaba ante mujeres. Un ejemplo de lo que podría tildarse de misoginia sucedió en una reunión del Royal Society Club: cuando uno de los socios llamó la atención a sus compañeros sobre la belleza de una muchacha que pasaba en ese momento por la calle, Cavendish, que no había oído el comentario, se acercó pensando que sus colegas estaban admirando la Luna. Cuando descubrió que el motivo de su obnubilación era algo mucho más terrenal, se alejó mostrando repugnancia.

En su casa tenía prohibido a la servidumbre cruzarse con él por los pasillos y para indicar la hora de servir la cena (cuyo plato favorito era la pierna de cordero asada) dejaba una nota a su ama de llaves, su método estándar de comunicación con el servicio. El origen de este terror hacia el sexo femenino no está muy claro, pero, viniera de donde viniera, si lo unimos a la muerte prematura de su madre, la ausencia de hermanas y el haber asistido a una Academia solo para chicos, esa falta de contacto con el sexo femenino no iba a mejorar ese miedo.

Su deseo de soledad era tal que para evitar cualquier contacto humano hizo construir en su casa una puerta que solamente podía usar él. La cruzaba diariamente para dar sus paseos que, al igual que el filósofo Immanuel Kant, realizaba siempre a la misma hora Cuando dos de sus vecinas se dieron cuenta de este hecho, y él descubrió que estaba siendo observado, cambió su rutina y empezó a pasear de noche.

Cavendish también era muy ansioso, algo que reflejaba en su forma de hablar: a trompicones, como titubeando, y un tono que revelaba un gran nerviosismo. Podría pensarse que era propenso a la depresión, pues es algo que suele acompañar a la timidez extrema; Cavendish nunca dio muestras de ello: si un depresivo suele perder el gusto por todo y sumergirse en la apatía, Henry era todo lo contrario. Se volcaba en su trabajo, al que dedicaba horas sin descanso. Su colega y amigo Joseph Priestley le escribió en cierta ocasión para que le excusara por no haberle podido enviar irnos datos que le había prometido. Y añadió: «No tengo la energía que usted posee, por lo que me temo que no podré enviárselos en breve».

Una personalidad como esta hace que los de tu alrededor te miren como un bicho raro. Y así sucedía. En el Monday Club pensaban que era un hombre sin cariño; un coetáneo lo describió como « el más frío e indiferente de los mortales».


Con los ojos del biógrafo

A mediados del siglo XIX el químico escocés George Wilson publicaba la primera biografía de Cavendish. Titulada La vida del honorable Henry Cavendish tenía bien poco de «vida»: solo ocupaba cincuenta páginas repartidas en dos capítulos de un total de casi quinientas. El resto del libro tenía por objetivo acabar con la polémica sobre quién había sido el primer descubridor de la composición del agua, Pero en esas pocas páginas nos dejó una vivida descripción de quien fue una de las figuras más rutilantes de la ciencia inglesa del siglo XVIII:

No amó; no odió; no albergó esperanza de ningún tipo; no tuvo miedos; no veneró nada ni a nadie. Se apartó de los demás y, aparentemente, de Dios. No había nada apasionado, entusiasta, heroico o caballeroso en su naturaleza, y tampoco había nada mezquino, sórdido o innoble. Carecía prácticamente de pasiones. [...]
Todo lo que descubro al leer sus diarios es una mente puramente intelectual, unos ojos maravillosamente agudos que observan y un par de manos muy diestras que experimentan o toman notas. Su cerebro parece haber sido una máquina de calcular; sus ojos, puros instrumentos de visión, no fuentes de lágrimas; sus manos, instrumentos para la manipulación que jamás temblaron de emoción, ni se juntaron para adorar, dar gracias o desesperarse; su corazón no fue más que un órgano anatómico, necesario para la circulación de la sangre.
Cavendish no se sentía por encima de los demás, con un espíritu orgulloso o altanero, negándose a considerarlos sus semejantes. Se sentía separado de ellos por un enorme abismo que ni él ni ellos podían cruzar. [...] Era como un sordomudo que se sentía aparte de los demás, y cuyas expresiones y gestos muestran que esa gente está diciendo algo y escuchando música y palabras elocuentes, que él es Incapaz de producir ni recibir, [.,.]
No fue poeta, ni sacerdote, ni profeta, sino simplemente una Inteligencia fría que emitía una pura luz blanca e iluminaba todo lo que tocaba, pero sin calentar nada.

Si a todo ello sumamos su forma de vestir, que Davy calificó como la moda de vestir de sus abuelos, todo queda dicho. Siempre se le podía ver con un abrigo de terciopelo descolorido, chaleco y unas deslucidas calzas violeta, camisa de cuello alto y volantes en los puños y su sempiterno sombrero de tres picos. Tampoco asistía a ningún oficio religioso, por lo que es imposible conocer de sus creencias y comprobar si no iba por motivos ideológicos o por no estar rodeado de tanta gente.

Cavendish fue, por decirlo en dos palabras, un «ser asocial».

Capítulo 3
El químico tímido

Su primer trabajo científico tuvo que ver con la química, en particular con uno de los temas más candentes de esta disciplina durante el siglo XVIII: identificar qué eran esos gases que se desprendían en ciertas reacciones. De este modo, Henry Cavendish entró de pleno en una ciencia que estaba intentando liberarse del lastre de la alquimia y necesitaba con urgencia una reorganización y redefinición de conceptos e hipótesis.

Charles Cavendish fue elegido miembro de la Royal Society cuatro años antes del nacimiento de su hijo Henry, en junio de 1727, cuando tenía veintitrés años. Isaac Newton había muerto hacía tres meses, lo que significaba que Charles iba a codearse con aquellos que habían estado compartiendo comidas, charlas y ciencia con el gran hombre. Tenía muy claro que no iba a desperdiciar la oportunidad de aprender de ellos.

Aquel año había un fenómeno que intrigaba a los miembros de la Sociedad: el de la conducción eléctrica, la «cualidad eléctrica» que aparece al frotar un pedazo de cristal y puede comunicarse a cualquier objeto a través de un hilo. Este hecho llamó la atención de lord Charles, que empezó a aprender todo lo que pudo del tema y a realizar experimentos junto a su hijo Henry.

No obstante, la disciplina que más le atraía era la meteorología Tal era así que la Sociedad le concedió la medalla Copley en 1757 «por su curiosa invención de termómetros que muestran, respectivamente, un elevado grado de calor y otro de frío que han sucedido en algún momento y en ausencia de un observador». Los miembros de la Sociedad premiaban la aparición del primer termómetro meteorológico de máximas y mínimas, si bien es cierto que también tuvo que influir en su elección otras variables: su elevada posición social y, sobre todo, la esforzada dedicación con la que había estado sirviendo a la Sociedad desde 1736, año en que fue nombrado miembro del consejo, un puesto en el que se mantuvo hasta 1769, cuando sirvió con su hijo Henry. Además, durante muchos años también fue vicepresidente de la Sociedad, que para él era su tercer hogar. Para hacemos una idea: en los casi cinco años que van de enero de 1748 a noviembre de 1752 no faltó a ninguna de las 27 reuniones del consejo, y en los ocho años que transcurrieron de diciembre de 1753 a noviembre de 1761, de las 87 reuniones solo faltó a nueve. Solo su hijo Henry iba a superarlo en tal dedicación, y entre ambos acumularon un total de setenta y tres años de trabajo continuado para la Sociedad, con algunas breves interrupciones.

Era costumbre entre los fellows de la Royal Society llevar a sus hijos como invitados a las reuniones: la primera se consideraba algo así como su puesta de largo. La primera vez que lord Charles llevó a su hijo fue en junio de 1758, el año anterior a que recibiera la medalla Copley. Henry pudo saludar personalmente a un buen número de ellos, pues ya los conocía de las cenas informales en las que acompañaba a su padre o que él mismo ofrecía en Great Marlborough Street. Por entonces, lord Charles era el vicepresidente de la Sociedad y presidía la mitad de las reuniones a las que llevaba como invitado a su hijo. Henry no podía sentirse más cómodo. Ni mejor arropado, porque el 31 de enero de 1760 fue propuesto como fellow por Robert Bertie, 16º Barón de Willoughby de Eresby, el astrónomo George Parker, segundo conde de Macclesfield y presidente de la Sociedad, y James Bradley, astrónomo real. Una apropiada combinación de rango y ciencia En los tres meses siguientes su recomendación fue firmada, además, por otros seis fellows, todos ellos habituales en las cenas de Great Marlborough. Con semejantes apoyos Henry fue confirmado como miembro el 1 de mayo de 1760 por «tener una gran consideración por el Conocimiento Natural» y porque era «un estudioso dedicado a aumentar tal conocimiento».

Dos años antes, el 10 de noviembre de 1757, lord Macclesfield había propuesto a Henry como miembro del Royal Society Club. Una vez aceptada su propuesta, debía ponerse «a la cola» para esperar su ingreso, que normalmente se demoraba dos años. Ni siquiera adrede podía haberse preparado tal coincidencia en el tiempo: Henry fue elegido miembro del Club el 31 de junio de 1760, dos meses después de ser nombrado fellow de la Sociedad. Asistió a su primera cena el 14 de agosto, donde pagó la membrecía, una libra y un shilling, y tres shillings por la cena. Se sentó a las 4 de la tarde en la Mitre Tavern donde le ofrecieron las sugerencias del día: nueve platos de carne, ave de corral y pescado, dos pasteles de frutas, pudín de ciruela, queso y mantequilla, vinos varios, oporto o limonada. Desde entonces y durante cincuenta años la ciencia de la Royal Society y la cena del Mitre fueron la parte más importante, y casi única, de su vida social.

§. Los primeros trabajos

Su arraigada timidez también alcanzaba su trabajo científico. Publicó muy poco de todo lo que investigó. Nunca escribió mi libro, solo artículos que enviaba a una única revista, la centenaria Philosophical Transactions de la Royal Society. Cavendish estaba acostumbrado a las formas de la revista, pues llegaba a casa desde sus tiempos de estudiante. Además, el año que regresó de Cambridge su padre pertenecía al comité que juzgaba la validez de los artículos antes de ser publicados, en lo que hoy en día se conoce como peer review o revisión por pares.

Su primer contacto con la experimentación científica fue ayudando a su padre en la medida de las temperaturas, algo que comenzó a hacer en 1757. La recogida de datos estaba lejos de estar normalizada y las temperaturas se medían en los grados holandeses Fahrenheit, los franceses Réaumur o por referencia al calor de la sangre humana. Esto era algo que no pasaba solo en la meteorología: cualquier campo de la ciencia adolecía de esta falta de estandarización. Por ello, lord Charles realizó un cuidadoso estudio comparativo de los diferentes valores de pesos y medidas usado en los países de la Europa continental, que por aquel entonces estaban a la vanguardia científica en ciencia.


El lío de los nombres

Leer un texto químico de antes del XVIII —e incluso del propio XVIII— puede ser un trabajo hercúleo, dada la falta de un lenguaje común.

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Primera página de la obra de Lavoisier Chymical Nomenclature.

Podemos encontrar palabras hebreas, griegas, latinas o árabes, además del uso de la analogía a la hora de poner nombre a los nuevos compuestos y procesos químicos. De este modo, nos podemos enfrentar a toda una colección de nombres, a cual más florido:Aquila coelestis para el amoniaco,padre y madre para el azufre y mercurio,gestación para hablar de reacciones,verde de España para el acetato de cobre, piedra infernal para el nitrato de plata... Los nombres también podían basarse en colores, olores, sabores, consistencia, propiedades o usos. En 1797, Lavoisier y sus colegas decidieron sistematizar la nomenclatura basándose solamente en lo que se conocía sobre la composición de la sustancia. Como su teoría de la composición estaba basada en su «principio oxígeno», los partidarios del flogisto, con Cavendish entre ellos, rehusaron utilizarla y por ello tardó más tiempo en implantarse. Lo más llamativo de esta nueva nomenclatura es que suponía que aquellas sustancias que no se podían descomponer eran consideradas elementos, y sus nombres, la base de toda esa nomenclatura. Por ejemplo, el oxígeno y el azufre, al combinarse, podían dar ácido sulfuroso o sulfúrico en función de la cantidad de oxígeno involucrada, y al combinarse con óxidos metálicos se generaba todo un grupo de sales: los sulfitos y sulfatos.


Poco a poco fue aprendiendo de las sutilezas de la experimentación científica Comprendió lo importante que era tomar siempre medidas cuantitativas, el cuidado que hay que tener en el diseño y desarrollo de un experimento, la toma exhaustiva de notas para que cualquiera —incluido él mismo— pudiera repetir su trabajo y así poder comparar resultados y, sobre todo, la necesidad de controlar y eliminar todas las causas de error que pudieran empañar el resultado. En todos y cada uno de estos principios, Henry Cavendish brilló por encima del resto.

Los primeros manuscritos científicos de los que tenemos constancia datan de 1764, cuatro años después de haber sido elegido miembro de la Royal Society. Tenía entonces treinta y tres años. Entre ellos encontramos su primer trabajo de química, del que se piensa que se conserva el registro completo de sus investigaciones: 59 páginas numeradas con sus notas de laboratorio, índice incluido, una versión, quizá definitiva, de su investigación en 25 páginas, y 19 no numeradas de lo que parece ser un borrador. El tema: el arsénico.

§. Arsénico sin compasión

Su primer encuentro con la química experimental fue un estudio del arsénico, o más correctamente, del óxido de arsénico. El informe está dirigido a un anónimo «usted» y según un cínico comentarista de su obra eran « notas de algunos experimentos con arsénico para uso de sus amigos».

No sabemos por qué escogió este tema, pero su punto de partida fue el descubrimiento del arseniato de potasio por el químico francés Joseph Macquer, que lo bautizó con el nombre de sal neutra de arsénico y que describió en dos artículos publicados en las Mémoires de la Academia de Ciencias de París en 1746 y 1748.

Cavendish empezó por repetir la preparación de esta sustancia calentando una mezcla de óxido de arsénico y nitrato de potasio, para después hacerla cristalizar en agua caliente. También encontró una nueva forma de producirla: disolviendo arsénico en «espíritu de nitro» (ácido nítrico) para luego añadir ceniza de perlas (carbonato potásico). Así demostró que esta sal no era neutra, como Macquer suponía, sino que se disolvía en carbonatos alcalinos y mostraba una debilísima reacción ácida hacia el «jarabe de violetas» (KH2AsO4).

Igualmente, Cavendish estudió el efecto del calor en el trióxido de arsénico tratado directamente con ácido nítrico. Después de evaporar el residuo hasta secarlo completamente, lo calentó «todo lo que el homo dio de sí», obteniendo pentóxido de arsénico.

El interés de Cavendish por todas estas reacciones estaba muy alejado del que se suele tener por el arsénico, un medio para eliminar competidores o enemigos. Cavendish quería conocer la química de esta sustancia de forma cuantitativa, pesando los productos iniciales y finales. Así, sometió a diferentes ensayos el pentóxido de arsénico, mostrando que era soluble en agua y no contenía ácido nítrico: «También parece que posee todas las propiedades de un ácido (a menos que quizá fallara respecto al sentido del gusto, un hecho que no consideré apropiado probar)». Esta última frase revela uno de los aspectos más característicos y peculiares de la forma de trabajar de Cavendish: a lo largo de toda su vida investigadora, su cuerpo era un instrumento más de su laboratorio.

Lo curioso de este trabajo es que Cavendish estuvo muy cerca de descubrir que el método de preparación usado era una oxidación, a pesar de que aún no se conocía el oxígeno.

Pienso que estos experimentos muestran muy claramente que la única diferencia entre el simple arsénico y el ácido de arsénico es que el segundo posee mucho menos flogisto que el primero.

Si Cavendish hubiera publicado esta investigación se le habría reconocido como el descubridor del método de síntesis del ácido arsénico en lugar de haber ido a parar a manos del sueco Carl Wilhelm Scheele, cuyo trabajo apareció en 1775. Claro que podemos ser condescendientes con Scheele: Isaac Asimov lo llamaba Carl mala suerte Scheele, pues fue el primero en hacer numerosos descubrimientos químicos (por ejemplo, en aislar el oxígeno y el nitrógeno), aunque al final los parabienes fueran a parar a otros (en este caso, al inglés Joseph Priestley).

§. De la alquimia a la química

La idea de la indestructibilidad de la materia (y de su no-creación espontánea) se había ido asentando en la mente de los investigadores desde que el científico flamenco Van Helmont lo demostrara

a principios del siglo XVII. Esta creencia incluso se enunciaba de manera explícita. Por otro lado, la ley de la gravedad formulada por Newton implicaba que el peso de un cuerpo no era constante, sino que dependía de la distancia que lo separaba del resto. Pero la segunda ley del movimiento, también de Newton, nos decía que había cierta propiedad de la materia, la masa, que era igual para todo cuerpo que sufriera los mismos cambios en el momento lineal bajo la acción de las mismas fuerzas. De este modo, Newton introdujo la sutil distinción entre masa y peso: la masa de un cuerpo era proporcional a la fuerza que le producía una aceleración; esta fuerza, en el caso de caer libremente, era el peso. Como todos los cuerpos que caen en el mismo lugar tienen la misma aceleración, sus masas son proporcionales a sus pesos en el mismo lugar.

«Está suficientemente claro que todas las cosas cambian y nada desaparece realmente, y que la suma de la materia se mantiene siempre igual.»
Francis Bacon, acerca de la indestructibilidad de la materia.

Esta doctrina, que podría llamarse de la constancia del peso en el mismo lugar (dando por supuesto que el resto de los cuerpos permanecen inmóviles), era fundamental para poder describir de forma cuantitativa cualquier cambio en la materia. Esto era especialmente importante en la química, pues toda investigación, como ya había dicho Nicolás de Cusa, pasaba por el uso de la balanza, que medía el peso de las sustancias. Sin esta hipótesis que permitía afirmar una equivalencia entre peso y masa, el avance en química hubiera sido imposible. La concepción newtoniana del mundo abría las puertas a una química que tenía por delante mucho que hacer.

La investigación de los procesos químicos en los siglos XVII y XVIII no era más que una acumulación continua de hechos sin ninguna teoría aceptable que los explicara, ni de un sistema de clasificación que pusiera orden. Un concepto muy utilizado era el de la antítesis, como la del ácido y las bases (o álcali); se inventaban categorías tales como las sales (que eran solubles, sápidas y cristalizaban), tierras (desmenuzables, resistentes al fuego y sin sabor) y las cales (el residuo pulverulento que quedaba al calentar minerales). También existían diversas sustancias aeriformes, llamadas gases, que se podían condensar para formar cuerpos sólidos y liberarse mediante algún cambio químico.


El nacimiento de una ciencia

La aparición de la química como ciencia cuantitativa se la debemos a tres personajes: Nicolás de Cusa, Paracelso y Van Helmont. Nicolás de Cusa (1401-1464) estableció las bases, sugiriendo que si se quería realizar un verdadero descubrimiento químico debía utilizarse la balanza. Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim, o Paracelso (1493-1541), experimentador perfecto y vividor incurable, es el fundador de la atroquímica, la medicina química.

Siguiendo la estela de Cusa, Paracelso proclamó simbólicamente la primacía del poder del experimento sobre el argumento de autoridad quemando públicamente, en la plaza de Basilea, las obras de los referentes médicos medievales: Galeno y Avicena, «La mente humana no sabe nada sobre la naturaleza de las cosas por rumiarlas previamente.»

El verdadero maestro del médico es «lo que ven sus ojos y lo que tocan sus manos». Por desgracia, su pasión experimentadora se hallaba viciada por una clara postura animista donde los espíritus, archei, lo gobernaban todo y estaban en todas partes.

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El médico y alquimista suizo Paracelso.

El tercero en discordia fue Johann Baptista van Helmont (1580-1644), un noble seguidor de Paracelso. Gracias a su matrimonio con una mujer rica, pudo dedicarse por entero y sin preocupaciones a perfeccionar los procedimientos de análisis químico. Su máxima, «los medios para obtener la Ciencia son únicamente rezar, buscar y golpear», manifestaba no solo su empirismo, sino las influencias de san Agustín. Helmont, siguiendo las indicaciones de Cusa, utilizó sistemáticamente la balanza y demostró la existencia de una ley en apariencia trivial, la conservación de la materia. Fue él el que acuñó el término gases, una palabra que viene del griego chaose. Para Helmont no eran nada más que impurezas, materia térrea arrastrada por el espíritu del aire. De hecho, consideraba que no existía nada más que un gas, una forma adoptada por el agua, el origen de toda la materia.


En definitiva, que la teoría química en vigor en tiempos de Cavendish era una confusa masa de conceptos, doctrinas y tradición alquímica. Pero para poder entender las investigaciones de Cavendish resulta del todo necesario detenerse un momento y echar un vistazo a las teorías químicas de la época Una de estas era la del flogisto.

§. Flogisto

A mediados del siglo XVII, gran parte de la actividad científica comenzó a centrarse en tomo a los procesos afines a la combustión, la calcinación y ¡a respiración —que se entendía, correctamente, como un modo peculiar de combustión—. El aire también suscitó un interés considerable. Uno de los grandes científicos del XVII, Robert Boyle, había demostrado que era una sustancia material con peso y casi consigue probar que contiene «algo» esencial para la combustión y que convierte en roja la sangre arterial: «una pequeña quintaesencia vital (si así puede llamarse) que sirve para refrescar y restaurar nuestros espíritus vitales». A muy pocos se les escapó que el aire y la combustión debían estar relacionados.

Los contemporáneos de Boyle no se dieron cuenta de que el aire podía ser una mezcla de gases distintos; el misterio de su composición no podría ser resuelto si no se comprendía primero el fenómeno de la combustión, y al revés, la combustión no quedaría perfectamente explicada sin aceptar que en el aire había «algo» que la producía. La idea aristotélica era que la combustión liberaba el mítico elemento «fuego». Durante gran parte del siglo XVII se creyó que era un «elemento sulfuroso»: no azufre natural, sino una especie de azufre místico, de tal manera que materialmente había una clase distinta de azufre para cada objeto. En 1669 un químico alemán llamado J.J. Becher afirmó que se trataba de terra pinguis, una tierra oleaginosa. Según esto, la combustión implicaba la descomposición de las sustancias y la pérdida de cierto principio aceitoso inflamable.


Robert Boyle (1627-1691)

Boyle fue el decimotercer hijo y séptimo varón del primer conde de Cork, un feroz y afortunado acaparador de tierras. Pasó su adolescencia respirando la puritana atmósfera de Ginebra, lo que le incitó a emplear la ciencia en apoyo de la religión.

Como muchos pietistas, deseaba mostrar la gloria de Dios revelada en la naturaleza, pero a diferencia de ellos mostró ser tremendamente práctico. Inválido durante largo tiempo, llevó una vida ascética entregada a elaborar una visión de la ciencia empirista en exceso.

009.jpg De intereses variados, fue con los gases donde hizo sus descubrimientos más conocidos, en particular en el tema de la elasticidad del aire. Su mente le impedía decidirse respecto a la causa de esta elasticidad, y si bien reconocía que debía existir una relación matemática entre el volumen ocupado por un gas y la presión que ejerce, no lo dijo hasta que sus dos ayudantes, Robert Hooke y Richard Towneley, la descubrieron. Boyle enunció su ley en 1662, conocida hoy como la ley de Boyle-Mariotte: el producto de la presión por el volumen de un gas no varía, siempre y cuando se mantenga constante su temperatura.

Experimentos en el vacío

Otro campo de trabajo fueron las propiedades de las cosas en el vacío. Descubrió que el sonido no se propagaba, mientras que la luz y el magnetismo no se veían afectados; comprobó que la vida y la combustión eran imposibles en él, pero la pólvora seguía disparándose; observó que el agua caliente hervía furiosamente en el vacío y que las sustancias desprendían un gas normalmente imperceptible que, aparentemente, se encontraba oculto o fijo en su interior, Unas observaciones que desencadenarían violentas tempestades en el futuro. Para Boyle la ciencia era observar, anotar, archivar, comprobar y volver a comprobar: resulta fácil deducir que este tipo de pensamiento influyó mucho en Henry Cavendish y, en general, en toda la ciencia del siglo XVIII. El camino a una nueva ciencia acababa de ser abierto, y lo había hecho un hombre dedicado a la investigación que rehusó el título de par y el cargo de preboste del célebre Eton College. Un epitafio irlandés evoca su peculiar carácter: «Padre de la química y tío del conde de Cork».


A principios del siglo XVIII, el médico del rey de Prusia Georg Ernst Stahl (1659-1734), heredero de la tradición del misticismo químico enraizada por Paracelso y Van Helmont, lo bautizó con el nombre de flogisto, el principio activo de la llama. Dedicó varios años a elaborar su teoría hasta que en 1731 la presentó al mundo.

Había llegado a la conclusión de que el flogisto era una sustancia física y real, de aspecto sólido y grasiento pero imposible de aislar, que se desprendía de los cuerpos al quemarlos y de los metales al calcinarlos, y surgía en forma de llamas para combinarse con el aire o depositándose en forma pura como hollín. De sus experimentos al calentar metales calcinados (cabe) junto a carbón, dedujo que estos recuperaban el flogisto perdido y se volvían a transformar en metales puros como al principio. Por tanto, el carbón debía poseer una gran cantidad de flogisto en su interior, mientras que otras sustancias, como por ejemplo el cobre, tenían muy poco.

El flogisto constituyó la primera base sólida sobre la que los químicos consiguieron explicar gran parte de los fenómenos observados. La idea central era que todos los procesos podían explicarse mediante una flogistización y una desflogistzzación. Los metales y el carbono eran considerados sustancias ricas en flogisto, mientras que las sales y los óxidos estaban en el grupo de las desflogistizadas.

Una desventaja del flogisto era que llevaba implícita la idea, duramente criticada por Boyle pero aún amarrada con fuerza en las mentes de los químicos, de que nada que pudiera ser quemado o calcinado podía ser un elemento químico, pues la combustión era sinónimo de descomposición. Eso quería decir que aplicando el proceso inverso a los metales calcinados —por ejemplo, calentar un óxido de plomo en presencia de carbón para liberar el oxígeno y recuperar el plomo— implicaba que los metales no eran elementos sino compuestos. En un sistema de ideas como este no iba a ser tarea fácil resolver la naturaleza de los elementos químicos.

La objeción más grave al modelo del flogisto era algo conocido desde los tiempos de los químicos árabes: durante la incineración, los metales aumentan de peso. En el siglo XVI diversos autores lo interpretaron como un proceso de combinación, todavía desconocido, mediante el cual, al quemarse, las sustancias extraían alguna cosa del aire. Por el contrario, la teoría del flogisto no podía dar cuenta de este hecho. ¿Cómo podían ganar peso al desprender algo? Lo primero que uno piensa es que en el modelo del flogisto había algo que andaba mal, muy mal. Sin embargo, aquí surge el momento en que nos encontramos con esa notable capacidad del ser humano para adaptar los hechos a las teorías. Cuanto menos se ^justaban las observaciones, más se torturaba a la teoría para conseguir que quedara acorde con lo observado. Una de estas piruetas lógicas fue admitir que el flogisto poseía un peso negativo y, en consecuencia, levitaba. Idea retorcida donde las haya, fue un curioso precedente a la cavorita de H.G. Wells.

Ante esto, los químicos no se arredraron y propusieron diferentes soluciones. Una vino de Inglaterra, donde un químico de nombre Elliot replicó que la presencia de flogisto en un cuerpo «debilitaba las fuerzas de repulsión entre sus partículas y el éter, disminuyendo su gravitación mutua». Lejos de lucubraciones tan alambicadas, Pott, un químico alemán, propuso que el hecho de desprender el flogisto aumentaba la densidad de la sustancia que lo había contenido. Pero la opinión más aceptada era que existía un proceso secundario aún no descubierto que compensaba la pérdida de peso ocasionada por la pérdida de flogisto.

§. Aire fijo

El primer científico que demostró lo que se puede conseguir en química con una balanza fue un médico escocés, aunque nacido en Burdeos, de nombre Joseph Black (1728-1799). Su interés por esta rama de la ciencia nació gracias a las clases que recibió de William Cufien, un científico apasionado por aplicar la ciencia a la industria tal y como se estaba haciendo en Alemania y los Países Bajos. Este trabajo, que Black publicó en 1756, constituye el primer estudio serio y riguroso de una reacción química, y solo por este motivo merece que figure entre los grandes químicos de la historia. Titulado Experiments upon Magnesia Alba, Quick-Lime, and Other Alcaline Substances, posiblemente no exista en toda la historia de la química un ensayo tan breve que introduzca tantos conceptos y resultados novedosos. Lo curioso es que su investigación, como tantas veces ha ocurrido en la ciencia, partió con un objetivo bien diferente: buscar una explicación a un conocido remedio para eliminar los cálculos renales, una enfermedad habitual entre los grandes bebedores del siglo XVIII.


Los indomables espíritus silvestres

Este nombre tan poético fue el que Van Helmont usaba para referirse a los gases, la principal preocupación de los mineros. El temible grisú y los «aires inflamables» de minas y pantanos empezaron a llamar la atención de los científicos de mediados del XVIII, que los almacenaban en vejigas para luego quemarlos. El reverendo Stephen Hales (1677-1761) había demostrado en 1727 que los gases podían ser «fijados» a líquidos o sólidos y que este proceso se llevaba a cabo de continuo de manera natural en animales y plantas. Así pudo encontrar una manera de recogerlos del agua para luego medir su volumen. Una vez aislados, no le fue difícil comprobar que presentaban diferencias cualitativas con el aire y pudo demostrar que los gases o aires, como él los llamaba, eran distintos unos de otros en cuanto a color, olor o solubilidad en agua. Con todo, Hales no lo interpretó como lo que eran, compuestos de sustancias distintas, sino que, siguiendo la línea de razonamiento clásico, afirmó que era un mismo aire pero «infectado» o «mancillado» por humos y vapores extraños.

Lomonósov

La semilla estaba sembrada. Ya era tiempo de aplicar el enfoque cuantitativo pregonado por Boyle. El avance químico más efectivo consistió en ampliar la técnica del pesaje de las sustancias a todos los 010.jpg productos derivados de una transformación química y no, como se había estado haciendo hasta entonces, únicamente al material inicial. En ese momento, la conservación de la materia, encontrada pero incorrectamente formulada por Van Helmont, fue elevada a la categoría de principio por una de las mentes más despiertas y perspicaces del siglo XVIII, el padre de la química rusa Mijaíl Vasílievich Lomonósov, en 1745: «Todos los cambios que suceden en la naturaleza son estados que cuanto se le gasta a un cuerpo se le añade a otro, así que si en un lugar disminuye la materia, en otro la aumenta». Cuarenta años más tarde, el francés Antoine Lavoisier la enunció de manera parecida independientemente de Lomonósov.


La Cámara de los Comunes había entregado un premio de 5000 libras a una mujer llamada Joanna Stephens por encontrar un tratamiento válido: ingerir conchas de caracol calcinadas y mezcladas con miel; Black estudió y pesó el gas liberado por las conchas, la caliza y la magnesia al ser calentadas y lo llamó, siguiendo la notación de Hales, aire fijo, pues volvía a ser absorbido por agua con cal. De esta manera Black había descubierto el dióxido de carbono.

Aunque no llegó a aislarlo ni pudo describir todas sus características, demostró que se podía encontrar libre en la naturaleza y ser transferido de un cuerpo a otro.

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La tabla muestra la correspondencia entre la terminología de la química del siglo XVIII y la actual en los compuestos protagonistas de esta historia. En la última columna se ubica una representación moderna (usando el modelo atómico planetario) de esas moléculas, donde aparecen los electrones que comparten para formarlas.

También descubrió dos resultados que cambiarían profundamente todo lo creído hasta entonces: primero, que era diferente al «aire» producido al disolver un metal con ácidos, y segundo, se parecía al aire que había sido «ensuciado» por la combustión.

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Termómetros que lord Charles usó para sus mediciones meteorológicas, aparecidos en la revista Philosophical Transactions (1757).

Lo que realmente Black había probado era que podía existir un «aire» distinto del «aire vulgar», y que este tomaba parte activa en ciertos procesos químicos. El gas, o deberíamos decir los gases, eran materia (ya lo afirmó el griego Empédocles), reaccionaban con ella y podían ser parte integrante de los sólidos sin necesidad de imponerle ninguna característica mística.

Estas investigaciones de Black fueron la inspiración que necesitaba Henry Cavendish para su primer gran trabajo científico.

Y así, en 1766, a la edad de treinta y cinco años, envió el primero de una serie de artículos a la Royal Society con el intrigante título de «Tres artículos que contienen experimentos con el aire facticio».

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Lámina que acompañaba el artículo «Three Papers, Containing Experiments on Factitious Air» (1766) para ilustrar los diferentes experimentos que había realizado sobre el aire facticio.

El primero fue leído el 29 de mayo, el segundo el 6 de noviembre y el último el 13 de ese mismo mes, y posteriormente publicados en Philosophical Transactions. Lo peculiar es que hubo una cuarta parte que, por alguna razón desconocida, decidió no publicar.

Todo este trabajo tenía que ver con la preparación de diversos gases y cómo reaccionaban entre ellos. El nombre de aire facticio lo aplicaba, decía, a «cualquier tipo de aire contenido en otros cuerpos en estado inelástico y que se desprende de ellos por medio de artes». Lo que se esconde tras esa frase tan oscura es que se trata del aire producido artificialmente en el laboratorio, distinto del aire «normal». Entre otras cosas, Cavendish descubrió que disolviendo mármol en ácido clorhídrico obtenía el aire fijo de Black y disolviendo cinc, hierro y estaño en ácido clorhídrico y aceite de vitriolo (ácido sulfúrico) se producía un gas concreto, peculiar y altamente combustible que llamó aire inflamable ; un gas que se obtenía siempre al hacer reaccionar un metal con un ácido sin importar el tipo de ácido usado: había descubierto el hidrógeno. Cavendish se sintió tentado de identificarlo como el flogisto, pero si fuera así, realmente, se hallaba ante un grave impedimento. Teniendo en cuenta que el flogisto era una sustancia que se desprendía de los cuerpos al arder, ¿cómo podía desprenderse de sí mismo?

Capitulo 4
De hidrógeno y CO2

Con el descubrimiento del hidrógeno, que bautizó como aire inflamable, y su análisis del dióxido de carbono, que había sido descubierto por el escocés Joseph Black, Cavendish demostró sus especialísimas dotes como investigador experimental. Su trabajo estableció también los pasos que debían seguir todos los científicos si querían caracterizar cualquier sustancia gaseosa nueva. Además, fue el primero que hizo un análisis de aguas que tuviera cierta validez. >

El primero de los trabaos, titulado « Containing Experiments on Inflammable Air», estudiaba lo que sucedía cuando exponía cinc, hierro y estaño a los ácidos clorhídrico y sulfúrico. Cavendish se dio cuenta de que el volumen de aire inflamable (hidrógeno) liberado dependía del tipo de metal utilizado y no del ácido, y registró el volumen de gas obtenido por cada onza de metal usado. Para ello, la manera que tenía de medir cualquier «cantidad de aire» producida era recogiéndola en una botella y observar una marca en el lateral de la misma: esta le daba el peso del agua necesaria para llenar la botella hasta ese nivel. Después señaló que el ácido sulfúrico reaccionaba débilmente con el estaño, pero ese metal «se disuelve lentamente en espíritu de sal fuerte (ácido clorhídrico concentrado) mientras está frío: con la ayuda del calor se disuelve moderadamente más rápido». También encontró que:

Estas tres sustancias metálicas se disuelven de inmediato en ácido nítrico y generan aire; pero ese aire no es inflamable en absoluto. También se unen de inmediato en presencia de calor y se diluyen en aceite de vitriolo (ácido sulfúrico).

Cavendish pensaba que el hidrógeno se derivaba no de los ácidos, sino de los metales, y encontró diferencias entre la acción del ácido sulfúrico y del ácido clorhídrico diluidos con los ácidos oxidantes, el nítrico y el sulfúrico concentrado.

Parece probable que si cualquiera de las sustancias metálicas antes mencionadas se disuelven en espíritu de sal o vitriolo diluido, su flogisto echa a volar, sin que el ácido cambie su naturaleza, y forma aire inflamable; pero cuando son disueltas en ácido nítrico, o calentadas en vitriolo, el flogisto se une a parte del ácido usado y sale volando con él mientras pierde su propiedad inflamable. Los vapores sulfurosos volátiles producidos por la unión de estas sustancias metálicas por calentamiento en vitriolo mostraban claramente que, en este caso, su flogisto se une al ácido; de hecho es bien sabido que el ácido vitriólico sulfuroso es simple ácido vitriólico con flogisto... Y del aire inflamable, producido al disolver estas sustancias en espíritu de sal o vitriolo diluido, tengo importantes razones para pensar que no contiene nada de ácido en su composición.

Lo que Cavendish había encontrado, si suprimimos su interpretación dentro de la teoría del flogisto, es que la disolución de metales en ácidos hidrácidos (sin oxígeno en su composición química) viene acompañada por la formación de productos de reducción de tales ácidos. Este párrafo nos indica esa parte conservadora de la mentalidad de Cavendish: aceptaba la teoría del flogisto a pesar de sus evidentes fallas, incluso experimentales. Algo llamativo, pues en el campo de la física Cavendish no tuvo reparos en enmendar la plana al mismísimo Newton cuando consideraba que sus conclusiones no eran acertadas.

El siguiente paso de Cavendish fue determinar las propiedades de su aire inflamable. Realizó diversos experimentos de combustión mezclándolo con aire ordinario en distintas proporciones, y anotando la intensidad de la explosión resultante. Concluyó que:

Como sucede con todas las sustancias inflamables, no puede arder sin estar en conjunción con el aire común. Parece, también, que a menos que la mezcla contenga más aire común que inflamable, el primero no es suficiente para consumir todo el aire inflamable.

Sus siguientes experimentos tenían que ver con obtener su densidad relativa respecto al aire. Un empeño que hoy sabemos que estaba destinado al fracaso debido a que el hidrógeno es el gas más ligero de la naturaleza.


El origen del agua de soda

En 1771, el famoso capitán Cook ofreció el puesto de astrónomo en su segunda expedición a Joseph Priestley (1732- 1804), pues le habían impresionado sus trabajos de óptica y astronomía. Por desgracia, las ideas religiosas y políticas poco ortodoxas de este químico le costaron el empleo. Pero Priestley no se desanimó. Decidió hacer algo que contribuyese al éxito de la expedición. Su interés por investigar las características de todos los gases que caían en sus manos le había llevado a una fábrica de cerveza cerca de su casa en Leeds. Allí descubrió una interesante propiedad del aire fijo descubierto por Black y liberado durante la fermentación de la cerveza.

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Joseph Priestley.

Si dejaba un plato con agua encima de la tinaja, esta adquiría un sabor agradable y acídulo que recordaba las aguas de Seltz. Poco tiempo después, descubrió que podía obtener los mismos resultados pasando el agua de un vaso a otro encima de la tinaja durante tres minutos. Los experimentos le convencieron de que sus cualidades medicinales (creía erróneamente que curaba el escorbuto) se debían al gas disuelto en ella y en 1772 patentó un mecanismo que «impregnaba» el agua conaire fijo. El capitán Cook lo instaló en el Resolution y en el Adventure a tiempo para el viaje. El aparato fue un gran éxito y Priestley obtuvo la medalla Copley, el mayor honor de la Royal Society, Por méritos propios, el agua de soda se convirtió en el primer éxito comercial de la nueva química.


Por eso no resulta sorprendente que sus resultados no estuvieran cerca de su valor real. Resulta ilustrativo repasar estos experimentos, porque aunque erróneos nos muestran lo exquisito de su preparación y su no menos cuidadosa metodología. Para ello utilizó dos métodos: el primero consistió en pesar una vejiga llena de hidrógeno y luego totalmente vacía. Cavendish estableció lo siguiente:

[...] 80 onzas medidas de gas inflamable pesan 41 granos [1 grano =64,79891 mg] menos que una cantidad igual de aire común. Por tanto, si la densidad del aire común, en el momento en que se realizó el experimento, era 800 veces menor que la del agua, lo cual imagino que debe ser un valor cercano al verdadero, el aire inflamable debe ser 5490 veces más ligero que el agua o cerca de 7 veces más ligero que el aire común.

Su segundo método consistió en generar el gas vertiendo ácido clorhídrico diluido sobre cinc o hierro dentro de un instrumento. Después extraía el gas producido, lo secaba con cenizas de perlas (carbonato potásico) y pesaba el conjunto antes y después de realizar el experimento. Cavendish concluyó que «hay una diferencia muy pequeña, si la hay, en la densidad entre los distintos tipos de aire inflamable». Como prueba de su buen hacer, reconoció que esa pequeña diferencia podía deberse a un error experimental. Aun así, se atrevió a dar un número: «El aire inflamable es 8 769 veces más ligero que el agua u 11 veces más ligero que el aire común». Habida cuenta de que el hidrógeno es 14,4 veces más ligero que el aire, resulta impresionante lo que pudo hacer Cavendish con sus instrumentos hace tres siglos. También determinó que este aire era capaz de encerrar «la novena parte de su peso de vapor» y que «su gravedad específica era 7840 veces menor que la del agua».

El día que leyó su artículo en la Royal Society el secretario escribió en el Journal Book: «Es imposible hacer justicia a los experimentos descritos bajo el título “On Inflammable Air” sin leerlos por entero».

§. Tras los pasos de Black

En la segunda parte del artículo, «Experiments on Fixed Air», «o esa especie de aire facticio que producen sustancias alcalinas por disolución en ácidos o por calcinación», intentó determinar sus propiedades, como la solubilidad, elasticidad y combustibilidad. Pero lo primero era producirlo, cosa que hizo vertiendo ácido sobre diferentes sustancias alcalinas. Lo segundo era establecer un patrón con el que comparar la cantidad de dióxido de carbono generado: escogió el mármol, que según él contenía «un 40,7% de aire fijo» (el valor correcto es 44%).

El dióxido de carbono, como es soluble en agua, genera un problema a la hora de recogerlo por los métodos tradicionales, así que Cavendish lo recogía directamente o bien en mercurio. Para estimar su densidad, usó una vejiga, del mismo modo que había hecho con el aire inflamable; aquí la situación era menos complicada, pues el dióxido de carbono es significativamente más pesado que el hidrógeno: encontró que la densidad del aire flojo era de una vez y media la del aire.

También estudió si era capaz de mantener una llama, o dicho de otro modo, si contenía flogisto. Señaló que:

El aire fijo no tiene la capacidad de mantener el fuego encendido como el aire común; por el contrario, esa capacidad del aire común se ve grandemente disminuida si se mezcla con una pequeña cantidad de aire fijo.

La forma de hacerlo fue contando el número de segundos que una vela se mantenía encendida en distintas mezclas de aire común y fijo. Concluyó que «cuando el aire contiene cerca de 1/9 de aire fijo, es imposible que ardan velas pequeñas».

La última parte del artículo, titulado « Containing Experiments on the Air, produced by Fermentation and Putrefaction », tenía como punto de partida las investigaciones del médico irlandés David Macbride.

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Grabado que muestra el interior de un laboratorio del siglo XVIII, con una tabla de afinidades debajo, aparecido en L 'Encyclopedie de Denis Diderot y Jean Baptiste Le Rond D’Alembert.

En 1764, este había publicado un libro con el que quería demostrar que el aire fijo era el cemento que mantenía unida la materia viva y que al morir se liberaba y entonces empezaba la putrefacción. Cavendish estaba interesado en descubrir si también, además del aire fijo, se producía algún otro gas. Para ello hizo fermentar azúcar moreno y zumo de manzana empleando el mismo método usado con el mármol para analizar los productos volátiles obtenidos. Para verificar que realmente era el mismo aire fijo, comparó los valores obtenidos con los que ya disponía. No encontró diferencia en los de la densidad y la capacidad para extinguir las velas, pero al evaluar la solubilidad en el agua encontró diferencias con el aire fijo del mármol: «Son sustancias de diferente naturaleza», escribió.

A continuación estudió los gases provenientes de la putrefacción de un preparado de caldo de carne, encontrando que se producía más de un gas. La parte soluble era aire fijo, no cabía duda, pero cuando mezcló el residuo insoluble con aire común «ardió al acercarle un trozo de papel ardiendo y se apagó con una suave llamarada». En estos experimentos Cavendish juzgó por el sonido de las explosiones que «este tipo de aire inflamable es muy parecido al producido por los metales». El aire de la putrefacción era una mezcla del aire Ajo de Black y de su aire inflamable.

La cuarta y última parte, que Cavendish redactó tan cuidadosamente como las anteriores, se titulada « Containing Experiments on the air produced from vegetable and animal substances by distillation », pero por alguna razón que desconocemos no lo envió. Algo realmente misterioso, pues en él decía que el aire inflamable producido por la destilación de la madera «no era exactamente el mismo» que el obtenido por la acción de los ácidos en los metales:

Este aire inflamable destilado es más pesado que el obtenido de los metales, y hay que mezclarlo con una mayor proporción de aire común para hacerlo explotar. Al principio pensé que podía consistir en un aire inflamable exactamente igual que el de los metales pero mezclado con otro aire, más pesado y que tiene la capacidad de extinguir la llama como el aire fijo.

La idea que rondaba su cabeza era que había encontrado aire inflamable pero mezclado con aire normal y un poco de otro tipo aún sin identificar. Estaba razonablemente convencido de ello por la diferencia en el ruido que producía al explotar:

Una mezcla de ese compuesto con aire común explota con menos ruido que una mezcla de aire inflamable puro con la misma proporción de aire común, luego contiene menos aire inflamable y debe contener un compuesto que disminuye, en lugar de incrementar, la fuerza de la explosión.

Pero nos queda una duda: ¿pensaba Cavendish que su aire inflamable era el tan buscado y nunca encontrado flogisto? En su artículo de 1766 escribió que cuando ciertos metales reaccionan con ácidos, el flogisto de los metales desaparece «sin cambiar su naturaleza a causa del ácido [y] forma aire inflamable».

El químico e historiador de la ciencia Thomas Thomson pensaba que con esto Cavendish quería decir que el aire inflamable de los metales era flogisto puro. Otro químico, Vemon Harcourt, defendía que Cavendish identificó el flogisto con su aire inflamable ese año de 1766 o, si no, poco después: «Su flogisto era el hidrógeno y nada más».

Aunque para la mayoría de sus colegas el flogisto era un imponderable, mía sustancia sin peso, Cavendish no lo creía así.

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Aparato que utilizaba Cavendish para obtener hidrógeno, el «aire inflamable» que se liberaba cuando exponía cinc, hierro y estaño a los ácidos clorhídrico y sulfúrico.

De hecho, rechazaba que hubiera fluidos imponderables, como el éter, la luz o la electricidad (pensaba que era un fluido distinto a la materia ordinaria, pero no que no pesara). Es más, negaba que el calor fuera un fluido, como ya veremos. Jamás aceptó que el flogisto no pudiera ser aislado y caracterizado como el resto de los aires. El flogisto era, para Cavendish, aire inflamable en su estado elástico (esto es, que puede comprimirse todo lo que se quiera).

Ahora bien, Cavendish era un hombre extremadamente cuidadoso con sus opiniones y no dejaba por escrito explícitamente ninguna que no estuviera firmemente asentada en sus experimentos. Quizá por ello jamás dijo que el aire inflamable fuera el flogisto, aunque en sus escritos pudiera entreverse tal cosa. De hecho, cuando años después algunos químicos lo afirmaron, como Richard Kirwan en 1782 y Joseph Priestley un año más tarde, ninguno mencionó a Cavendish como padre de esa hipótesis. Lo único que podemos dar por seguro es que durante las dos décadas siguientes Cavendish interpretó todos sus estudios químicos desde la teoría del flogisto sin aventurar ni una única palabra acerca de su composición.

Muy posiblemente, el gas inflamable que Cavendish obtuvo tras retirar el dióxido de carbono era una mezcla de hidrógeno, metano y monóxido de carbono. Su método de análisis era insuficiente para determinar su naturaleza precisa, pero es interesante señalar que, según autores como A. J. Berry, estuvo a punto de descubrir el monóxido de carbono: al poner una vela en una campana donde había introducido el gas producido sin el dióxido de carbono, «se inflamó con una débil explosión: la llama era azul, del color que aparece cuando se prende el azufre».

Evidentemente muchos de sus resultados fueron cualitativos, porque la composición de los gases obtenidos variaba dependiendo de las condiciones de destilación de la madera, como el valor de la temperatura o el ritmo de calentamiento aplicados. También intentó de cinco formas distintas separar las mezclas de gases obtenidas por el peso de sus constituyentes. Pensaba que si había un gas pesado y otro ligero acabarían segregándose si dejaba reposar la mezcla durante varias horas; no observó nada.

El trabajo de Cavendish con el aire fijo de Black dejaba muy claro que no existía un único tipo de gas, sino varios. De hecho, había demostrado que había dos con características totalmente diferentes: el aire fijo descubierto por Black y el aire inflamable. A su vez, sus estudios dejaban vislumbrar la existencia de otros gases, pero no fue capaz de llegar más allá. De hecho, era difícil que pudiera hacerlo con la calidad de los instrumentos de que disponía; bastante lejos había llegado, mucho más que cualquier otro investigador, demostrando lo que realmente era: un científico experimental como pocos ha habido en la historia. Lo que también dejó fue un «modelo para futuros experimentadores», un protocolo de actuación donde decía cómo recolectar, transferir, medir, aislar y caracterizar diferentes tipos de aires. Por su trabajo con el aire facticio recibió la medalla Copley, el más alto honor de la Royal Society.

§. La calidad de las aguas

El mismo año que aparecía su gran artículo sobre el aire facticio, también publicaba un artículo muy interesante: « Experiments on Rathbone Place Water». Esta agua se extraía de un manantial que hasta hacía poco servía para abastecer a los habitantes al norte de Soho Square. Como todavía existía la bomba de extracción, Cavendish pudo tomar una muestra: « El agua parece bastante repugnante a la vista».

Como siempre, la causa por la que Henry se decidió a hacer este análisis fue un artículo aparecido en 1765 en Philosophical Transactiorus. Había sido publicado por un médico de Whitehaven llamado William Brownrigg sobre el mal aire de las minas de carbón del noble James Lowther, primer conde de Lonsdale. En él decía que el agua de los balnearios alemanes liberaba aire fijo cuando se calentaba. Cavendish quería ver si esto también sucedía con la de Rathbone Place y para ello diseñó una serie de experimentos que realizó a finales de septiembre de 1765, después de un verano especialmente seco. En la introducción señalaba:

La mayoría de las aguas, aunque se vean transparentes, contienen algo de tierra calcárea, que se separa del agua al hervirla, y que parece estar disuelta en ella sin ser neutralizada por ningún ácido, con lo que no sería impropio llamarla tierra no neutralizada.

¿Cuál era la «causa de la suspensión de esta tierra»? Eso es lo que iba a descubrir primero. Su descripción del aspecto poco apetecible de esa agua revela que contenía gran cantidad de bicarbonato cálcico disuelto, además de otras sustancias. Al dejarla durante algunos días al aire libre, se formaron como unas escamas en su superficie, que no era otra cosa que algo de la tierra no neutralizada separada del agua. No dejó escrito el color del sedimento que precipitó tras echarle «una solución corrosiva», pero es posible que fuera el amarillo del óxido de mercurio. Cavendish se dedicó a hervir el agua y analizar los residuos sólidos que dejaba En uno de sus experimentos calentó el agua hasta reducirla a un tercio del volumen original para luego secar el residuo obtenido: era carbonato y un poco de magnesio. Después analizó el agua que acababa de destilar y descubrió que en ella aparecía un precipitado de acetato de plomo y de cloruro de mercurio. También analizó los productos volátiles que salieron con el vapor de agua para comprobar si entre ellos había aire fijo. Ya estaba preparado para resolver el primer enigma: ¿bajo qué circunstancias la «tierra calcárea» se mantenía en la solución? Es más, ¿se podía extraer del agua?

Curiosamente, mientras intentaba dar respuesta a estas preguntas descubrió la reversibilidad de la reacción entre el carbonato cálcico con agua y dióxido de carbono para formar el bicarbonato cálcico:

CaCO3 + H2O + CO2 → Ca(HCO3) 2

Y también cómo eliminar del agua este bicarbonato insoluble añadiendo la cantidad correcta de hidróxido de calcio:

Ca(HCO3)2 + Ca(OH)2 → 2CaCO3 + 2H2O

la conocida reacción que sirve para reducir la dureza del agua por la adición de cal muerta (milk of lime en inglés).

Un vistazo a las notas de laboratorio muestra lo meticuloso que era Cavendish al trabajar; en ellas describía con todo detalle y cuidadosamente lo que estaba haciendo, las cantidades utilizadas en cada paso, por nimio que fuera, los resultados de lo que había hecho y lo que iba a hacer. Sabemos que también analizó otras aguas de Londres, como la de una fuente cerca de su casa en Great Marlborough Street, que comparó con las de Rathbone Place. Encontró que todas ellas eran duras, pero en distinto grado. En sus conclusiones Anales del agua de Rathbone escribió:

De los experimentos realizados, una pinta, o 7315 granos, contiene, primero, tanto álcali volátil como su equivalente de 9/10 granos de sal de amoniaco volátil; segundo, 8 4/10 granos de tierra no neutralizada una muy pequeña parte de magnesia y el resto, tierra calcárea tercero, tiene tanto aire fijo, incluyendo la tierra no neutralizada, como 19 8/10 granos de tierra calcárea cuarto, tiene 19/10 de selenita [yeso]; quinto, 7 9/10 de una mezcla de sal marina y sal de Epsom [sulfato de magnesio]; luego el contenido sólido de una pinta de agua es 17 ½ granos.

Cavendish concluyó que la presencia de esa tierra calcárea en el agua era debida a que llevaba en disolución más aire fijo del normal. Todo esto lo convierte en el fundador del análisis de aguas.

Pero la química continuaba. Henry había acabado con esa vaga sensación de que todos los gases no eran más que un mismo tipo de aire más o menos sucio. Si podía obtener el mismo tipo de gas por procedimientos diferentes y siempre con las mismas características es que no era producto de mezclas arbitrarias de aire con distintos tipos de impurezas. Y a los pocos años, en Leeds, un heterodoxo sacerdote obtenía el oxígeno...

§. El productor de ácidos

Joseph Priestley fue un claro ejemplo del científico liberal que floreció en Francia e Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVIII. Hijo de un sastre de Yorkshire, se educó en la academia disidente de Daventry con miras a convertirse en ministro congregacionista. Bebió con avidez en las aguas de la Ilustración, que le condujeron, a diferencia de los científicos franceses arrastrados hacia un ateísmo militante, a un cristianismo racional donde las ideas religiosas se unían estrechamente a la ciencia en una búsqueda de la divinidad tanto en la Biblia como en la naturaleza. Humanista, científico y político radical, Priestley entró en el campo de la investigación gracias a Benjamín Franklin (1706-1790), quien le sugirió escribir una revisión de todo lo que se conocía sobre la electricidad hasta ese momento. Este fue el origen de su famoso libro de setecientas páginas The History and Present State of Electricity (1767). Priestley veía en la electricidad la evidencia de que la naturaleza no era inerte y por tanto no podía considerarse que fuera incapaz de tener sensaciones. En su laboratorio de Leeds, donde ejercía como párroco desde 1767, realizó algunas experiencias para determinar las propiedades de las descargas eléctricas en gases. Lo que observó le entusiasmó tanto que abandonó la física para dedicarse a la química.

Priestley era un hombre con una mente perspicaz. Al tratarse de un simple aficionado que no disponía de dinero para invertirlo en costosos aparatos, se vio forzado a desarrollar el ingenio y construirse él mismo el instrumental necesario para sus investigaciones con los gases. Sus esfuerzos se vieron recompensados cuando en agosto de 1774, al calentar óxido de mercurio, obtuvo un gas que bautizó con el nombre de aire desflogistizado, pues tenía una mayor afinidad con el flogisto que el aire normal, o sea, que ardía con gran facilidad. Acababa de aislar el oxígeno. Un año antes, un farmacéutico sueco llamado Cari Wilhelm Scheele (1742-1786) había hecho el mismo descubrimiento. Scheele estaba empeñado en resolver el problema de la combustión y sabía que no se podría hacer nada si antes no se había solucionado el problema del aire, al que se dedicó en cuerpo y alma desde 1768 a 1773, año en que redescubrió el hidrógeno de Cavendish. Lamentablemente, el mérito del descubrimiento del oxígeno fue para Priestley, pues Scheele no divulgó los resultados de sus investigaciones. En 1774 Priestley publicó Experimentos y observaciones con diferentes tipos de aire, donde demostraba que el aire desflogistizado era esencial para la combustión y la respiración, y que las plantas lo creaban a partir del aire fijo de Black, el dióxido de carbono. Tuvo la intuición suficiente para darse cuenta de que el aire estaba compuesto por esos dos gases, a lo que Scheele añadió, probando brillantemente en su Chemische Abhandlung von der Luft und dem Feuer (Tratado sobre el aire y el fuego), un libro que envió al editor en 1775 pero que no apareció publicado hasta dos años más tarde, que el aire está compuesto esencialmente por lo que hoy llamamos oxígeno y nitrógeno.

Con todos estos nuevos descubrimientos la situación de la química empezaba a ser caótica. Por un lado, teníamos el arraigado prejuicio de que tanto el aire como el agua eran elementales, mientras que los metales eran considerados compuestos. El ñuto del aire cayó con los trabajos de Priestley, Cavendish y Scheele, pero el del agua seguía intacto. En 1781 Priestley comenzó a hacer detonar hidrógeno y oxígeno, y observó que en el interior de la redoma se producía rocío. No le prestó mayor atención, pues estaba acostumbrado, como el resto de los químicos, a que apareciera agua en sus experimentos. Fue Cavendish quien demostró realmente que allí se producía agua y solo agua. Pero esto no podía ser, pues el agua era elemental. La única explicación posible era que el agua intervenía en la composición de alguno de ellos o de ambos.

Capítulo 5
A vueltas con la electricidad

Uno de los grandes temas de investigación de Cavendish fue la electricidad. Fue su trabajo más teórico, en el que empleó su buen hacer matemático para demostrar que la interacción entre cargas eléctricas estáticas era proporcional al producto de las cargas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, algo que confirmó experimentalmente.

De haberlo publicado, la conocida ley de Coulomb se llamaría hoy « ley de Cavendish de la electrostática».

La composición del agua tendrá que esperar a que la química vuelva a entrar en el laboratorio de Henry. Con su padre interesado fundamentalmente en la meteorología, no es de extrañar que volviera la vista a ella. En 1766, mientras Henry trabajaba con su aire inflamable, la Royal Society le pidió un informe sobre los termómetros. La meteorología no exigía una gran precisión en la toma de datos experimentales, pero que los mejores termómetros construidos en aquel momento difirieran en sus mediciones en 3 grados a la hora de medir la temperatura de ebullición del agua, como Cavendish descubrirá, era algo que debía corregirse. Así que la Sociedad le pidió que se encargara de mi pequeño estudio: comprobar si la medición se veía afectada, primero, por la velocidad de ebullición, y segundo, si variaba colocando el termómetro en el agua o directamente sobre el vapor producido. La conclusión a la que llegó Cavendish fue que la rapidez con la que hierve el agua no es un factor determinante, pero medir sobre el vapor proporcionaba «un método considerablemente más exacto» para calibrar un termómetro.

Siete años más tarde, la Royal Society volvía a pedir su ayuda. Gracias al trabajo con su padre sabían de su habilidad con instrumentos meteorológicos, por lo que le encargaron que estableciera un plan de observaciones con los aparatos que había colocados en la Sociedad. Así, todas las mañanas y mediodías el conserje registraba las lecturas del barómetro y de los termómetros que se encontraban dentro y fuera de los muros del edificio; también por la mañana debía medir la cantidad de lluvia caída el día anterior, cada tarde estimar la velocidad del viento y una quincena al año medir la inclinación magnética, el ángulo entre el horizonte y el campo magnético terrestre. Cavendish propuso que todos estos datos se publicaran en las páginas finales de la revista de la Sociedad y para que no tuvieran que esperar a fin de año para verlos, el conserje debía colocarlos todas las semanas en el tablón de anuncios de la sala de reuniones.

Tres años más tarde, el consejo volvió a necesitar de su pericia: tenía que hacer una exhaustiva revisión del instrumental meteorológico de la Sociedad. Este análisis dio origen a un importante artículo publicado ese mismo año: « An account of the meteorological instruments used at the Royal Society’s House ». Dividido en cuatro secciones, la primera de ellas está dedicada a los termómetros; la segunda, al barómetro, el pluviómetro y el higrómetro; la tercera, a la variación de la brújula, y la cuarta, a la inclinación magnética.

La más interesante es, sin duda, la primera, titulada « Of the thermometers», en la que aconsejaba cómo usarlos en los experimentos para no cometer errores de medición. De hecho, en el artículo discutía los «errores de observación» y los «errores del instrumento» —una de sus principales preocupaciones a lo largo de su vida investigadora—. En este caso, le inquietaba el error que surgía cuando se sumergía el bulbo del termómetro dentro de un líquido caliente mientras el resto quedaba al aire. Cavendish pensaba que para obtener una lectura correcta todas las partes del termómetro debían estar igualmente calientes. Como él mismo reconoció, este error no era algo sencillo de evitar, por lo que elaboró una tabla de correcciones basada en el coeficiente de dilatación del mercurio.

Cualquiera que haya leído los artículos de Cavendish sobre meteorología no puede más que quedarse impresionado por la tenacidad con la que comparaba sus instrumentos con los de la Sociedad, y con los de otros investigadores.


El termómetro moderno

Nació en 1724 de las manos de un vidriero neerlandés que respondía al nombre de Daniel Gabriel Fahrenheit (1686- 1736). De espíritu inquisitivo, curioso y cuidadoso, sus termómetros de alcohol pronto se ganaron una excelente reputación por su exactitud. Cuando se comparaban entre sí, por ejemplo al introducirlos en un baño de hielo y agua, todos marcaban la misma temperatura, algo sorprendente para sus coetáneos.

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Daniel Gabriel Fahrenheit

El secreto del éxito estaba, simplemente, en marcar las divisiones de la escala con un cuidado exquisito, un hecho que hoy puede parecemos inconcebible. Sin embargo, no hay que olvidar que nuestra habilidad para medir, con cierto grado de exactitud, algo tan simple como la longitud de una pared o el área de una parcela es relativamente reciente. En tiempos de Galileo los naturalistas no sabían medir bien prácticamente nada, una situación que fue mejorando muy lentamente durante los siglos siguientes. Por este motivo, realizar marcas en un estrecho tubo de vidrio con poco espacio entre ellas no era nada sencillo. Se necesitaba a alguien lo suficientemente esmerado y paciente para hacerlo. Y Fahrenheit lo era.

La precisión de la escala

Para conseguir que la distancia entre dos parejas de marcas cualesquiera fuera siempre la misma, el científico neerlandés escogió cuatro puntos fijos constantes. El cero de su escala lo escogió imitando la temperatura más baja del crudo invierno de 1709 mediante una mezcla de hielo, sal común y cloruro amónico. El segundo punto lo fijó introduciendo el termómetro en una mezcla de hielo y agua, y la distancia entre ambos puntos la dividió, a su vez, en 32 partes. A continuación, para poder comprobar la fiabilidad de su escala, Fahrenheit escogió otros dos puntos más. De este modo, si había grabado las divisiones con cuidado, el alcohol de todos los termómetros alcanzaría la misma marca. El primero de ellos era la temperatura del cuerpo humano, que en su escala se encontraba en 98 ºF, y el segundo era la temperatura de ebullición del agua, a 212 ºF. Esta era la escala Fahrenheit, que cruzó el canal de la Mancha y se instaló en Gran Bretaña gracias al éxito de sus termómetros.


Casi rayaba en lo obsesivo; durante diez años estuvo registrando las lecturas con los higrómetros: tomaba medidas diarias, mañana y tarde, a veces cada veinte minutos, en habitaciones caldeadas y enfriadas, junto con medidas de temperatura. Para Cavendish, un instrumento que no hubiera sido concienzudamente comprobado no merecía la pena utilizarlo.

§. Un mundo electrostático

Cuando Isaac Newton contó en la Royal Society que si se frotaba un vidrio por un extremo el otro atraía y repelía trozos de papel, muy pocos lo vieron como algo más que una simple diversión para niños, Pero Newton estaba convencido de que la electricidad desempeñaba un importante papel en la naturaleza: algo se escondía en los cuerpos, algo que explicara la electricidad entre los cuerpos y, quién sabe, también la naturaleza de la luz. Era necesario, escribió en sus Principia, hacer más experimentos.

Medio siglo después, cuando se fueron perfeccionando los instrumentos para detectar, generar y acumular cargas eléctricas, William Watson, un verdadero experto en la botella de Leiden (un dispositivo de cristal que almacenaba electricidad estática entre dos electrodos; véase la figura 1), escribió que la electricidad debía ser uno de los grandes fenómenos del universo. Más tarde, Priestley observó que la electricidad «no es un agente local, ocasional, en el teatro del mundo».

¿Pero qué era la electricidad? En el fondo, un fluido misterioso e intangible. Esta idea era heredera de la vieja hipótesis del neerlandés Hermann Boerhaave (el médico que había tratado a la madre de Henry) de que detrás de lo que vemos cuando encendemos una vela hay una especie de «fuego elemental» que es, a la vez, materia y un mecanismo que provocaba un cambio químico: estamos ante la prehistoria de la idea del flogisto y de otros fluidos, como el éter, que explicaban los procesos del mundo.

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La botella de Leiden está constituida por dos conductores, uno interno y otro externo, separados por un cristal, que actúa como dieléctrico, aislante. El conductor interno se carga usando un generador electrostático, mientras que el externo se une a tierra. De este modo, ambos conductores almacenan la misma carga pero de signo contrario.

Watson y Priestley estaban repitiendo lo que había dicho el maestro pero fundamentado con mejores argumentos. Hacia la década de 1760 se había empezado a asociar la electricidad (estática) a una fuerza capaz de actuar a distancia según una determinada ley. Se sospechaba que dependía del inverso del cuadrado de la distancia, pero nadie lo había demostrado. También se sabía que la materia podía dividirse en aislantes y conductores, y se conocía que además de electrificar por fricción, como hizo New- ton, se podía hacer por inducción, esto es, por influencia de cargas eléctricas cercanas.


El galvanómetro humano

Hasta que en el siglo XIX James Clerk Maxwell (1831-1879) publicó los manuscritos inéditos de Cavendish, nadie tuvo constancia de sus experimentos eléctricos, y de cómo el tímido investigador había medido la resistencia eléctrica de distintos objetos.

De estos experimentos deduzco que el hilo de hierro conduce unas 400 millones de veces mejor que la lluvia o el agua destilada: esto es. la electricidad no encuentra más resistencia pasando por una pieza de hilo de hierro de 400000 pulgadas de largo que a través de una columna de agua del mismo diámetro y de una pulgada de largo. El agua de mar o una solución de una parte de sal marina en 30 partes de agua conduce 100 veces mejor y una solución saturada de agua de mar 720 veces mejor que el agua de lluvia.

El método que usó sorprendió al propio Maxwell, quien reconoció que era, más de cuarenta años antes de la invención del galvanómetro, «el único instrumento con el que cualquiera hubiera sido capaz de comparar resistencias eléctricas». Y añadió: «Cavendish fue su propio galvanómetro».

Cavendish era capaz de comparar descargas electrostáticas por la intensidad de los shocks resultantes. Así, en su cuaderno anotó, en noviembre de 1772, bajo el título Diminution of shock by passing through different liquors cómo hacía sus mediciones: «La electricidad ha sido hecha pasar por 45 pulgadas de una solución saturada de sal marina... y el ligero shock lo noté en los codos».

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James Clerk Maxwell.

De este modo era capaz de determinar cosas como que «la electricidad encuentra una resistencia al pasar por agua de lluvia 230 veces superior que al pasar por agua salada».


En palabras de Boerhaave eran sustancias «sui generis, no creadas o producidas de novo».

Ahora bien, la electricidad tenía sus propias peculiaridades, y una, la más llamativa, era que a veces manifestaba una repulsión y otras una atracción. El primer intento de explicación llegó en la primera mitad del siglo XVIII de la mano de Charles du Fay (1698- 1739). Este científico francés se había percatado de que los cuerpos eléctricos atraían a los que no lo eran, pero que los repelían tan pronto se convertían en eléctricos por proximidad o contacto con los primeros.

Cuando puso en contacto una lámina de oro con una esfera de vidrio frotado, esta atrajo la lámina de oro e inmediatamente después la repelió. Entonces puso la lámina cerca de una pieza frotada de copal (una resina vegetal incolora), y con asombro constató que atraía la lámina de oro sin repelerla. La única explicación posible, según Du Fay, fue que había dos tipos distintos de electrificación, la vítrea y la resinosa, y por tanto dos fluidos.

Mientras, Benjamín Franklin planteó otro tipo de explicación: no había dos fluidos, sino dos tipos de electricidad, una positiva (vítrea) y otra negativa (resinosa): «Un cuerpo está “positivamente” cargado cuando contiene más de su cantidad “normal” de fluido eléctrico, y está electrificado “negativamente” cuando tiene menos», explicaba Priestley en su History of Electricity. Por supuesto, un cuerpo en estado neutro no tenía ni exceso ni defecto de fluido eléctrico. Este caso, según la teoría de los dos fluidos, se explicaba porque los dos fluidos contrapuestos, el vítreo y el resinoso, se encontraban en la misma proporción y cuando se electrificaba era porque se separaban uno del otro.

Cavendish, como el resto de sus colegas británicos, era partidario de la teoría de Franklin, mientras que el francés Charles- Augustin de Coulomb (1736-1806)—que pasaría a la historia por la ley electrostática que lleva su nombre— lo era de la de los dos fluidos. No había forma de decidir cuál de las dos teorías era la correcta, así que es muy probable que Cavendish se decantara por la de Franklin no solo porque era la que apoyaba el resto de sus colegas, sino porque era más fácil de tratar matemáticamente. De hecho, hubo que esperar unos cuantos años para que apareciera una teoría matemática coherente para la teoría de los dos fluidos, que fue desarrollada por el gran Siméon Denis Poisson.

Cavendish dedicó varios años a esta nueva fuerza de la naturaleza. Le fascinaba hasta tal punto que se planteó escribir un libro sobre dicha cuestión, tomando como modelo los Principia de Newton. Desafortunadamente, nunca lo hizo.

§. Una teoría eléctrica

Lo que sí escribió fue Thoughts Conceming Electricity, obra en la que discute los fenómenos de la repulsión y atracción electrostáticas, el comportamiento de los condensadores y la inducción. No sabemos la fecha exacta en la que lo redactó porque nunca lo publicó ni aparece referencia alguna al año entre sus páginas, pero sí podemos aventurar que no lo hizo antes de 1767, pues menciona el libro de Priestley publicado ese mismo año. Más que un libro es un conjunto de notas que, como no podía ser de otro modo, contiene mucho material interesante. Por ejemplo, Cavendish afirmaba que:

La electricidad parece estar ocasionada por cierto fluido elástico intercalado entre las partículas de los cuerpos y quizá también rodeándolos, como una atmósfera. Si es así, parece que se extiende a una distancia imperceptible de ellos, aunque su poder atractivo y repulsivo alcanza una distancia considerable.

Igualmente, en la introducción hace alusión a un nuevo concepto, la compresión:
Si tenemos cualquier número de cuerpos que conducen la electricidad con libertad para conectarse entre sí, es sencillo ver que el fluido eléctrico debe estar igualmente comprimido en todos ellos, porque si no lo estuviera se movería de los cuerpos donde está más comprimido a aquellos en los que no lo esté, hasta que la comprensión se iguale en todos.

Para el padre de la teoría electromagnética, James Clerk Maxwell, que recopiló y editó los manuscritos no publicados de Cavendish sobre electricidad, era exactamente nuestro concepto de potencial eléctrico.

Cavendish usó los términos positivo y negativo de Franklin, pero les dio mi significado diferente, asociándolos no a la cantidad de electricidad sino a su concepto de compresión: «Cuando el fluido eléctrico de cualquier cuerpo está más comprimido que en su estado natural, diré que ese cuerpo está cargado positivamente; cuando esté menos comprimido, diré cargado negativamente». A continuación introdujo otros dos términos contrapuestos: «Cuando cualquier cuerpo contenga más fluido eléctrico que en su estado natural lo llamaré sobrecargado; cuando contenga menos, lo llamaré infracargado».

Cavendish había puesto las bases para su siguiente artículo, esta vez publicado en la revista de la Royal Society en 1771: « An attempt to explain some of the principal Phenomena of Electricity by means of an elastic Fluid ». Era un artículo diferente a los que ya había escrito. Esta vez la mitad del mismo estaba dedicado a consideraciones teóricas. De hecho, al comienzo del artículo deja muy claras sus intenciones: examinar «de forma estrictamente matemática» adonde le llevan sus hipótesis. La metodología empleada consistía en realizar una serie de razonamientos deductivos cuyas conclusiones comprobaría mediante experimentos adecuados.


Capacidad eléctrica

Uno de los temas a los que Cavendish dedicó más tiempo fue la medida de la capacidad de los conductores, algo que se llevaba experimentando desde hacía veinte años, pero cuyos resultados no pasaban de ser meramente descriptivos. Se sabía que la capacidad de un conductor dependía de múltiples factores, como por ejemplo la presencia de otros conductores en el entorno. Cavendish se dispuso a obtener resultados cuantitativos y para ello dio una definición precisa de lo que era la capacidad electrostática. Gran parte de su trabajo consistió en encontrar el valor de la carga de cuerpos de distintas formas en relación a un cuerpo patrón, una esfera de 12,1 pulgadas de diámetro. Usaba la expresión pulgadas de electricidad para establecer la capacidad en términos de una esfera que tuviera el radio de esas pulgadas. También construyó condensadores de capacidad variable, y demostró matemáticamente cómo la capacidad de un condensador podía calcularse en términos de una esfera de tamaño conocido. De hecho, todas sus mediciones estaban referidas a su esfera de referencia de 12,1 pulgadas.


Sin embargo, hay algo diferente en el artículo: es esencialmente teórico y las referencias que hace a los experimentos son vagas, sin el detalle acostumbrado, ¿Por qué? Su intención era detallarlos en un artículo posterior que nunca escribió.

Entonces ¿cuál era la teoría eléctrica de Cavendish? Estaba inspirada en el trabajo que publicó en 1756 el alemán Franz Aepinus, Tentamen Theoriae Electricitatis et Magnetismi, como él mismo reconoció en su artículo, aunque añadía que la había mejorado hasta plantearla de una forma más rigurosa. Y concluía con estas curiosas palabras: «Como he llevado esta teoría más lejos de lo que él ha hecho [...] espero que la Sociedad no piense que este artículo es indigno de ser aceptado». Dicho esto, comenzó definiendo lo que entendía por electricidad: «Hay una sustancia, a la que llamo fluido eléctrico, cuyas partículas se repelen entre sí y atraen a las del resto de la materia con una fuerza inversamente proporcional a una potencia que es inferior al cubo de la distancia». En definitiva, para Cavendish las partículas con las que está hecha toda la materia (era atomista como Newton) se repelen entre sí, al igual que lo hacen las que componen el fluido eléctrico, pero unas y otras se atraen con una fuerza (y esto es lo importante) que es inversamente proporcional, como mucho, al cubo de la distancia que las separa.

Este párrafo nos revela tres cosas muy importantes. La primera es que Cavendish entendía el fluido eléctrico como una materia diferente a la que estamos acostumbrados a ver: «Es solo otro tipo de materia, y con toda probabilidad el peso del fluido eléctrico es una pequeña proporción del peso de la materia». Aquí tenemos la segunda: para Cavendish el fluido eléctrico no era un imponderable, sino que tema un peso que se podía medir. Y la tercera, y más importante, era que la fuerza con la que se atraen o repelen dos cargas es una potencia de la distancia, y esa potencia no podía ser mayor de tres.

§. El inverso del cuadrado de la distancia

A esta conclusión, de manera independiente, ya habían llegado otros dos investigadores, Priestley, en 1767, y Robison, en 1769. Aunque, más bien, deberíamos decir que había sido intuida, pues ninguno de sus experimentos fue decisivo. Priestley había encontrado que al electrificar un bote de estaño y suspender en su interior un par de bolitas de médula de saúco, estas no se separaban. Enseguida se dio cuenta de la importancia de este hecho y señaló:

Quizá no podamos inferir de este experimento que la atracción eléctrica esté sujeta a las mismas leyes que la gravitación, esto es, de acuerdo al cuadrado de la distancia, pero se ha demostrado que si la Tierra tuviera forma de cascarón esférico un cuerpo colocado en su interior no sería atraído más por una parte que por otra.

Priestley sabía que una fuerza que depende del inverso del cuadrado de la distancia, como la gravedad, no afecta a un objeto colocado en el interior de una cáscara de forma esférica. Si pasaba lo mismo con la electricidad, es que terna la misma expresión matemática. Por su parte, el escocés John Robison había encontrado, por medición directa, que la repulsión (o atracción) electrostática variaba de acuerdo al 2,06 de la distancia, lo que le llevó a la conclusión de que el valor real debía ser «razón inversa duplicada».

Cavendish decidió probar esta suposición de la manera más rigurosa posible. Para ello, usó el método de fluxiones de Newton, que había aprendido seguramente en sus tiempos de estudiante en Cambridge (una variante del actual cálculo diferencial e integral), para demostrar que en una esfera hueca cargada, únicamente en el caso de que la influencia eléctrica fuera con una potencia inferior al inverso del cubo de la distancia, el exceso de fluido eléctrico se encontraría en la superficie de esa esfera y dentro de ella no habría fuerza eléctrica alguna Dicho esto, debía demostrar experimentalmente que era así. Para ello diseñó un ingenioso experimento al que llamó «el experimento del globo y los hemisferios». Sorprendentemente no hizo mención alguna al mismo en su artículo de 1771, aunque lo describió con profusión de detalles en sus notas. De este modo, el descubrimiento de la ley de atracción electrostática recayó en el francés Charles-Augustin de Coulomb catorce años más tarde (figura 2).

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Cavendish descubrió antes que el francés Coulomb la ley que lleva su nombre. Gobierna la atracción de cargas de distinto signo y la repulsión de cargas de igual signo. Como puede verse, su formulación es totalmente similar a la de la fuerza de la gravedad dada por Newton, pero sustituyendo la masa por las cargas (con su signo).

El razonamiento de Cavendish fue el siguiente: si suponemos que no hay fuerza eléctrica dentro de un conductor, la ley de atracción electrostática no puede ser otra que la del inverso del cuadrado de la distancia. Si mediante un experimento demostramos lo primero, lo segundo queda probado por añadidura. Del mismo modo, como había demostrado matemáticamente que si la ley fuera diferente al inverso del cuadrado, entonces la electricidad no se mantendría en equilibrio en la superficie del conductor, si demostraba experimentalmente que «el fluido eléctrico se queda en la superficie», la ley quedaba demostrada.

Para ello, construyó una esfera conductora de 12,1 pulgadas (30,73 cm) de diámetro con un eje de cristal que cubrió con una capa de cera para aislarlo de la electricidad lo mejor posible. Después construyó con cartón dos hemisferios huecos de 13,3 pulgadas (33,78 cm) y 1/20 de pulgada (0,13 cm) de grosor, y a continuación colocó la esfera dentro a 4/10 de pulgada (1 cm) de la superficie interior de los hemisferios, que encajó lo más exactamente posible para que formaran una esfera.

De esta manera se aseguró de que no hubiera comunicación entre ambas esferas y no pudiera pasar la electricidad de una a otra. A continuación, unió con un cable conductor la esfera interior a uno de los hemisferios, de tal forma que, por medio de un fino hilo de seda, podía moverlo para abrir y cerrar el circuito.

Terminado tan complejo aparato, y después de numerosas comprobaciones de que todo funcionaba a la perfección, Cavendish comenzó su experimento en diciembre de 1772. Electrificó los hemisferios con el lado positivo de una botella de Leiden:

[...] retirado el cable (de conexión a la botella), inmediatamente quité el cable que comunicaba el globo interior con el exterior mediante el lulo de seda, de modo que no se pudiera descargar electricidad ni del globo ni de los hemisferios. Al instante separé los dos hemisferios, teniendo cuidado de que no tocaran el globo interior, y coloqué un par de pequeñas bolas de médula de saúco suspendidas por dos hilos de lino al globo interior, para ver si estaba sobre o infracargado.

Las bolitas no se separaron, lo que significaba que el globo interior no se había cargado, en perfecto acuerdo con la ley del inverso del cuadrado de la distancia. Así mismo, debía establecer la sensibilidad de su aparato cuando estaba cargado. Para ello conectó la botella de Leiden a la esfera interior y fue reduciendo la carga de la botella hasta que no percibió movimiento alguno en las bolitas de saúco: esto sucedió cuando la botella estaba cargada a 1/60 de su carga máxima Ya conocía el límite inferior experimental de detección de electricidad de las bolitas. Gracias a esta calibración, Cavendish supo que al unir ambas esferas con el hilo conductor y no percibir separación alguna entre la bolitas significaba que «la cantidad de fluido en exceso alojada en el globo interior debe ser menos de 1/60 de la que está alojada en el globo exterior; luego no hay razón para pensar que el globo interior está sobrecargado». ¿Qué significaba esto en términos de una ley de atracción electrostática? Teniendo en cuenta las desviaciones experimentales Cavendish concluyó que:

La atracción y repulsión eléctrica debe ser inversamente proporcional a la distancia elevada a una determinada potencia que esté entre 2+1/50 y 2-1/50, por lo que no hay ninguna razón para pensar que no sea otra que el inverso del cuadrado de la distancia.

Cavendish siguió experimentando con el dispositivo durante el año siguiente y confirmó sus resultados anteriores. Después, diseñó otro experimento para «ver si la fuerza con la que dos cuerpos se repelen va con el cuadrado del fluido en exceso». La idea era que si colocaba dos cuerpos conectados a una botella de Leiden de la que modificaba solo la electrificación, dejando el resto de las variables sin alterar (como la distancia entre los cuerpos), la fuerza con la que interaccionarían debería ir con el cuadrado del fluido en exceso de la botella de Leiden, o dicho en términos modernos, con el cuadrado de la carga de dichos cuerpos. En este experimento Cavendish se enfrentó a dos situaciones críticas. Por un lado, medir el grado de electrificación (o sea, la carga eléctrica). Cavendish lo hizo mediante un electrómetro consistente en un par de pajitas de trigo a las que había unido unas bolas de corcho en el extremo inferior y finos alfileres de acero en el extremo superior, y estaban sujetas a un plato de latón. Cuando el plato se electrificaba, las pajitas se separaban, de forma que midiendo el ángulo de .separación podía calcular el grado de electrificación. Por otro lado, debía medir la fuerza eléctrica de la manera más precisa posible. Para ello utilizó un par de electrómetros, uno de ellos con unos hilos unidos a cada una de las pajitas con el fin de añadirles un peso extra, y dos botellas de Leiden cuya capacidad fuera la misma. Lo que observó fue que para obtener la misma separación entre las pajitas en los dos electrómetros, el que no tenía los hilos tenía que estar cargado con la mitad de la capacidad de la botella de Leiden que estaba unida al otro electrómetro. Sabiendo el peso de las pajitas de ambos electrómetros y la situación de sus centros de gravedad, Cavendish concluyó que la relación de fuerzas entre los dos aparatos era de 3,9 a 1, luego la relación de la cantidad de fluido eléctrico entre ambos debía ser de 3,9 a 1, «que es muy próximo al cuadrado de la cantidad del fluido en exceso. El experimento está en buen concierto con la teoría».

De este modo, la ley que rige la interacción entre cargas eléctricas estaba totalmente formulada: inversamente proporcional al cuadrado de la distancia y directamente proporcional al producto de las cargas. En el caso particular de Cavendish, las dos partes del electrómetro estaban cargadas por igual, por eso el resultado de su experimento fue el cuadrado de la carga utilizada. Sin embargo, al no publicar tan magnífico resultado, la historia acabó concediéndole el crédito de su descubrimiento al francés Charles- Augustin de Coulomb, que la redescubrió en 1785, catorce años más tarde, usando una balanza de torsión, un instrumento ideado por el geólogo británico John Michell en 1768. Instrumento que, mejorado, utilizaría Cavendish en el experimento que años después le hizo ocupar su lugar en la historia de la ciencia.

§. El pez torpedo

El segundo y último artículo que publicó sobre electricidad lo leyó el 18 de enero de 1775 y fue publicado al año siguiente. Bajo el título de « An Account of some Attemps to imitte the Effects of the Torpedo by Electricity », tema que ver con los peces que utilizaban descargas eléctricas para defenderse, aunque por aquel entonces la comunidad científica estaba dividida: no sabían si realmente se trataba de electricidad.

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Batería de botellas de Leiden que usó Cavendish en sus experimentos para aumentar la cantidad de electricidad disponible.

Imitar los efectos del pez torpedo exigía una gran cantidad de electricidad. Para ello dispuso 49 botellas de Leiden dispuestas a lo largo de siete filas, de tal modo que podía poner en funcionamiento cualquier número de filas cuando lo necesitara. Para darnos cuenta de lo laborioso del montaje, veamos cómo determinó la capacidad de esta megabatería.

Primero electrificó una de las filas hasta un cierto grado, que determinaba con el electrómetro; después transfirió la carga a una placa recubierta de metal hasta que la capacidad de la fila se redujo a la mitad.

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Lámina que acompaña el artículo sobre el pez torpedo, en la que se puede apreciar el ingenio de Henry para imitar en lo posible la estructura y los hábitats de este animal.

Hágase esto de once a doce veces, y seremos conscientes del trabajo que solo este paso previo conllevaba. Esta era la batería que iba a alimentar a su torpedo artificial, el aparato más ingenioso que jamás construyó Cavendish. La parte principal era una pieza de madera con forma parecida a un banjo que simulaba la forma del pez. A ella añadió, en lo que sería el mástil del banjo, un tubo de cristal por dentro del cual corría un hilo conductor. El extremo del lulo que iba a dar a la «caja» estaba soldado a un trozo muy fino de peltre, lo que imitaba la capa superficial superior de los órganos eléctricos del pez. El otro lado estaba soldado a otro trozo de peltre que simulaba la superficie inferior de esos órganos y todo el conjunto estaba cubierto por un trozo de cuero de oveja.

Ahora solo le quedaba simular las condiciones marinas. Lo sumergió en un balde de madera lleno de agua salada con uno de los hilos unido a la parte negativa de su batería de Leiden, que se descargaba al tocar el polo positivo con el otro hilo. Cavendish observó «una enorme desproporción» entre la intensidad de la descarga en el agua y en el aire. A continuación construyó un segundo torpedo, idéntico al primero pero sustituyendo la madera por piel de zapato. Su idea era que, una vez sumergido en el agua, como el cuero conduce mejor la electricidad que la madera, la diferencia entre descargas debería ser menor. ¿Cómo estimaba la intensidad de las descargas? ¡Sujetando los cables con sus propias manos! Tras recibir descargas de ambos modelos de torpedos en las dos situaciones posibles, en agua salada y en el aire, concluyó: «El verdadero torpedo es peor conductor de la electricidad que otros animales, y el cuerpo humano es, al menos, tan bueno si no mucho mejor que el torpedo». ¿Cómo llegó a esta conclusión? Porque para dar la misma descarga «el torpedo requiere una mayor cantidad de carga, ya sea en el agua o fuera de ella».

Cavendish realizó una gran cantidad de experimentos, muy completos y en diferentes situaciones, que reproducían las condiciones de vida del pez: en agua salada, en una cama de arena, sobre una cesta de mimbre (a veces era capturado por los pescadores)... En cada uno de estos escenarios era él quien estimaba la intensidad de las descargas; todo ello destinado a probar que las descargas del pez torpedo eran, efectivamente, eléctricas. El sábado 27 de mayo de 1775 Cavendish lo demostró ante cinco personas, cinco privilegiados: el anatomista John Hunter, Joseph Priestley, el inventor del electrómetro de descarga Timothhy Lane, el constructor de instrumentos científicos Edward Naime y un escéptico de la hipótesis eléctrica del pez torpedo, Thomas Ronayne. Todos ellos recibieron, en sus propias manos, las descargas del torpedo de Cavendish y, como dijera Maxwell tiempo después: «Probablemente aprendieran bastante sobre la electricidad». Ya solo le quedaba demostrar que no era necesario que las descargas del pez torpedo fueran acompañadas por destellos de luz. Para ello escogió su torpedo de madera por mera economía eléctrica: solo tenía que cargar a poco más de un tercio su batería para recibir la misma intensidad de descarga que con el pez de piel. O dicho de otra forma, para recibir el mismo calambrazo con el de madera necesitaba solo una fila de botellas de Leiden, mientras que con el de cuero necesitaba seis filas.

Con todos sus experimentos Cavendish se convenció de que había proporcionado las pruebas necesarias para demostrar el carácter eléctrico del torpedo, «pero hacer una imitación completa hubiera requerido una batería más grande que la mía». Estaba en lo cierto: su artículo fue alabado hasta varios años después. Y todo ello, debemos recordar, sin utilizar una pila voltaica, que no sería inventada hasta veinticinco años más tarde, hacia 1800.

Capítulo 6
Creando agua

Para los griegos el agua era uno de los cuatro elementos fundamentales del universo. Con el paso de los siglos, esta idea se fue manteniendo en la mente de muchos filósofos y científicos. De hecho, Henry Cavendish, que sintetizó por primera vez esta sustancia a partir de sus constituyentes, siguió creyendo que el agua era elemental. Y esta es una de las lecciones más dramáticas de la ciencia: hacer bien un experimento no te lleva a interpretar bien lo que ha sucedido.

Lord Charles Cavendish fue un hombre que tuvo una salud de hierro toda su vida. Solo sufrió de la enfermedad de los nobles, la gota, pero no impidió que cumpliera con sus obligaciones diarias. No se sabe exactamente el día de su muerte, a los setenta y nueve años de edad, solo que fue alrededor del 28 de abril de 1783. El titular del obituario que apareció en el Gentleman’s Magazine lo recordaba como el tío del duque de Devonshire, es decir, difícil saber a quién se refería. El periodista no debía andar muy fino porque escribió que había fallecido con cerca de noventa años, pero aceitó al calificarlo de un «filósofo excelente». A pesar de ser un hombre rico, su testamento era muy breve. No lo había cambiado desde hacía treinta años: dejaba 4 000 libras a su hijo Frederick y 1000 a obras de caridad. A su lujo Henry le dejaba todo lo demás, que incluía propiedades, valores bancarios y una herencia en forma de propiedades que había heredado hacía unos años tras la muerte de tres familiares.

Algún tiempo después, probablemente tras reponerse de la terrible pérdida, Henry hizo inventario de todos los papeles que había en la casa y los clasificó como «Papeles de Padre» y «Mío». Los guardó todos bajo llave en un anuario de nogal. Por desgracia, los correspondientes a lord Charles no se han conservado: las cartas de su esposa y sus familiares, sus mediciones meteorológicas, el diseño de sus experimentos, sus artículos matemáticos, los dedicados a instrumentos científicos de todo tipo, sus poemas y sus estudios de la genealogía familiar... Los únicos que han sobrevivido son los referentes a asuntos económicos: testamentos, títulos de propiedad, rentas y su certificado de matrimonio.

Tras la muerte de su padre hubo un pequeño y casi imperceptible cambio de protocolo. Desde entonces el nombre de Henry Cavendish no volvería a aparecer precedido por Hon. en sus publicaciones en la revista de la Sociedad. De hecho, Henry no tenía derecho a llevar el título de «Honorable», que solo podían usar los hijos de condes, vizcondes y barones. Esa deferencia, al morir su padre, desapareció. Desde 1783 firmó sus artículos y cartas como Henry Cavendish Esq. (de Esquive, un título que en la época medieval significaba aprendiz de caballero) o simplemente Henry Cavendish.

Sobre lo que significó la pérdida de su padre solo podemos especular. Lo único que sabemos es que tras el fallecimiento a finales de abril, Henry faltó las dos semanas siguientes a su cena en el Royal Society Club. Podemos suponer que tuvo que ser un fuerte golpe: fue su padre quien le introdujo en la ciencia, con el que hizo sus primeros experimentos, con quien hizo la primera recomendación de un nuevo fellow para la Royal Society; fue en la casa de su padre donde había estado haciendo sus experimentos, entre ellos el que fue merecedor de la medalla Copley; fue su padre quien le introdujo en el mundo cercano al Museo Británico; y en su trabajo para la Royal Society y el Museo Británico fue tan diligente como su padre. Por sus acciones podemos decir que su padre fue un ejemplo para él.

Por desgracia, la vida de lord Charles fue un valle de lágrimas: perdió a su mujer antes de cumplir los treinta años, dejándolo con dos hijos pequeños a su cuidado; cuando su hijo pequeño todavía no había cumplido los veinte, sufrió un terrible accidente que le dañó el cerebro de tal manera que tuvo que depender de su padre permanentemente; y tampoco pudo escapársele la timidez rayana en lo patológico de su hijo mayor. No resulta alocado suponer que lord Charles tuteló a su hijo Henry hasta que se convenció de que podía desenvolverse solo en el mundo. Hasta entonces, le dio una educación adecuada, un lugar donde vivir y trabajar, y la oportunidad de conocer a personas con gusto y devoción por la ciencia. Fuera como fuese, es obligado reconocer que como padre hizo las cosas bien. Y seguramente murió con la satisfacción de ver que su hijo Henry se había labrado una excelente reputación en aquello que más amaba: la ciencia.

§. Muerte al flogisto

En 1782 el profesor de filosofía natural de la Universidad de Edimburgo John Playfair escribió en su diario tras una visita a la ciudad del Támesis: «La química es el último grito en Londres». Y no era para menos; había demasiados cabos sueltos.

Una de las cosas que los químicos no podían explicar era por qué al quemar un cuerpo sólido unas veces se producía anhídrido carbónico —aire fijo— y otras oxígeno —aire desflogistizado—. También se conocían muchos ácidos, pero no se sabía de qué estaban compuestos y se creía, como antes con los gases, que eran distintas modificaciones de un ácido fundamental. Había tanta confusión que proliferaron multitud de teorías, casi todas ellas con un marcado componente místico. Por poner un símil, los químicos disponían de todas las cartas de la baraja y podían usarlas como mejor quisieran, pero nadie sabía cómo se jugaba con ellas.

En estos momentos de anarquía apareció Antoine Lavoisier. Ya en 1772, cuando tenía veintiocho años, había repasado todos los estudios realizados con gases y llegado a la conclusión de que solo eran eslabones aislados de una cadena. Para engarzarlos había que diseñar nuevos experimentos que proporcionasen los puntos de enlace necesarios. Así que decidió elaborar un detallado plan de estudio de los gases que se liberaban de las sustancias y que se combinaban con ellas. Quemó o calcinó todo lo que cayó en sus manos, incluso compró un diamante que quemó concentrando el calor del Sol con una gran lupa. En todos los casos se ganaba peso tras el proceso.

La idea del flogisto era algo que le repugnaba y le parecía mucho más aceptable la solución propuesta por Boyle: partículas ígneas que se aferraban a las cenizas.


Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794)

Hijo de un abogado muy bien situado, su educación fue excelente. Con su título de Derecho bajo el brazo, estudió diversas ciencias y decidió que le gustaban más que las leyes.

023.jpg Su padre, con tesón, había pasado de administrador de correos a comerciante, después a notario, procurador y, finalmente, llegó a miembro del Parlament de París. Antoine heredó la competencia y la gran confianza en sí mismo de su padre y logró un puesto en la diminuta e inmensamente rica Ferme Générale, la corporación dedicada a recaudar los impuestos reales. Las envidiables sumas de dinero que allí ganaba las invertía en equipar su casa con un excelente laboratorio. Poco podía sospechar que ese puesto le iba a costar, literalmente, la cabeza.

La importancia de las mediciones

Lavoisier no era uno de esos hombres particularmente habilidosos en el laboratorio, pero era consciente de que una buena ciencia dependía de la exactitud en las medidas. Sus investigaciones se caracterizaron por el cuidado en las pesadas, el detalle en las mediciones y la minuciosidad en las notas. Su obra cumbre, Tratado elemental de química, apareció el año de la Revolución francesa. La locura política inundó Europa y muchos sufrieron las consecuencias. Francia acabó con los conservadores; Inglaterra, con los radicales. En el caso de Lavoisier, ser recaudador general, emblema de la opresión del antiguo régimen, era mérito suficiente para tener reservado un papel destacado en la plaza de la guillotina. A pesar de haber colaborado activamente con los revolucionarios, en 1792 se vio forzado a abandonar su laboratorio. Pocos meses después fue detenido. El 2 de mayo de 1794 guillotinaban al mejor científico de Francia. El gran astrónomo Lagrange sentenciaría tiempo después: «Bastó un momento para cercenar su cabeza y cien años probablemente no serán suficientes para dar otra igual». A su lado, la muerte de un rey apenas fue nada.


Solo el francés Jean Rey, en 16-30 y nadando a contracorriente, lo había explicado como aire que se mezclaba con las cenizas y se adhería a las partículas más pequeñas. Lavoisier aclaró la cuestión sin dejar lugar a dudas: calentando estaño en un crisol herméticamente cerrado no midió ningún aumento de peso. Rey tenía razón: el peso que ganaba el estaño lo perdía el aire. Junto con Lomonósov, elevó a la categoría de principio lo que Priestley, Black y otros daban por cierto, la conservación de la materia: en las reacciones químicas la materia solo puede transformarse, pero no crearse ni destruirse.

Priestley se enteró de los experimentos de Lavoisier y viajó a París en 1774. El francés enseguida se dio cuenta de la importancia del aire desflogistizado descubierto por el clérigo inglés, y de vuelta al laboratorio demostró que al quemar carbón vegetal solo se consumía parte del aire y el remanente no permitía la combustión (quizá en la calidad de sus experimentos tuviera algo que ver que, tras ser nombrado miembro del Comité de la Pólvora, tema acceso al Arsenal, en aquel momento el mejor laboratorio químico del mundo).

A esa sustancia de Priestley él la bautizó con el nombre de le principe oxygéne, el productor de ácidos: el oxígeno. La parte inerte del aire la llamó azote, literalmente sin vida; era el nitrógeno. Lavoisier trató de atribuirse el mérito del descubrimiento arrebatándoselo a Priestley, aunque no deja de ser cierto que fue el francés quien se percató de su importancia y el que supo expresar todas sus implicaciones, publicadas en su famoso artículo de 1775 «Sobre la naturaleza del principio que se combina con los metales en la calcinación y aumenta el peso de los mismos». Muy pronto se te ocurrió la idea de que el aire fijo de Black era un compuesto de carbón más su principio oxígeno, esa «parte del aire eminentemente respirable».

En 1783 lanzó un ataque en toda regla contra el flogisto. Demostró que la reducción de un calx —metal calcinado, esto es, un óxido— con carbón podía explicarse sin necesidad de imaginarse al flogisto pasando de uno a otro como un fantasma. En Francia, los médicos y farmacéuticos se alinearon con Lavoisier, pero los químicos siguieron aferrados a sus viejas concepciones. En Inglaterra, Priestley, un enamorado del flogisto, lo defendió con uñas y dientes, publicando un compendio con todas sus objeciones: Doctrina del flogisto establecida y refutación de la composición del agua (1800), cuando ya había muerto Lavoisier. De todas formas, las ingeniosas argumentaciones que había ido desgranando Priestley a lo largo del tiempo obligaron al francés a revisar y rehacer sus ideas de forma más eficaz, con lo que colocó definitivamente la lápida en la tumba del flogisto. Al final, Black, que inicialmente había defendido vigorosamente el flogisto, pronto se retiró de la batalla y aceptó las ideas de Lavoisier y Cavendish.

§. El regreso de la química

Este era el entorno en el que se encontraba la ciencia cuando Cavendish volvió a su primer amor. El 15 de enero de 1784 leía un artículo en la Royal Society titulado «Experiments on air», que publicó en la revista tiempo después, como solía ser la norma. Había empezado en 1778 sus nuevos estudios del aire (que recogía en diversos jardines privados de la ciudad, incluido el suyo propio) y los terminaría definitivamente en 1786. ¿Su objetivo? Él mismo lo decía en el primer párrafo de su artículo:

Los siguientes experimentos se han hecho principalmente con la vista puesta en encontrar la causa de la conocida disminución que el aire común sufre cuando es desflogistizado por cualquier proceso, y descubrir en qué se convierte el aire así perdido o condensado.

Y añadía que no solo lo había conseguido, sino que también arrojaban «luz sobre la constitución del aire desflogistizado». ¿Tendría algo que ver el aire fijo en todo esto? Tras numerosos fallos a la hora de detectar aire fijo cuando el aire común era «flogistizado» por diferentes métodos, como su combustión en presencia de azufre o fósforo, Cavendish concluyó que «la disminución de aire común no es debida a que se genere o se separe aire fijo de él».

Resolvió entonces que podría encontrar una solución a este problema si confirmaba cierto experimento aleatorio, como Priestley lo había llamado. Consistía en hacer explotar, utilizando descargas eléctricas, aire inflamable (hidrógeno) en presencia de aire común, por un lado, y aire desflogistizado (oxígeno) por otro.

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Cuba neumática, también llamada colector de gases, y equipamiento diverso que Joseph Priestley utilizaba para realizar experimentos con diferentes «tipos de aire».

En el experimento original, Priestley vio cómo se empañaba la retorta tras la explosión, pero el científico no le prestó atención. Curiosamente, en 1776 el francés Pierre Macquer, que se había hecho famoso por su Dictionnaire de chymie una década atrás, había inaugurado esta tradición de ignorar la formación de rocío durante la combustión de hidrógeno en presencia de aire.

Un amigo y compañero de experimentos de Priestley, un conferenciante del que sabemos muy poco llamado John Warltire, también repitió esta reacción y, además de seguir la tradición, también observó que se generaba calor y luz y se producía una pérdida de peso.

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Laboratorio de Antoine Lavoisier, que en su momento fue el mejor equipado del mundo para la realización de experimentos químicos.

Warltire sugirió que habría que repetir este experimento para comprobar si el calor tenía peso... si es que lo tenía. Warltire, al igual que Priestley, confirmó que se formaba rocío en la vasija, pero, como Priestley, no le dio importancia: la aparición de agua era muy común en el transcurso de la mayoría de los experimentos. Cavendish hizo caso a la recomendación de Warltire y se puso manos a la obra. No sabemos cuándo lo realizó, pero sí que fue en una fecha anterior al 18 de abril de 1781. Cavendish preparó una amplia campaña de experimentos en los que repetía la reacción utilizando diferentes cantidades de los gases en juego para así establecer las condiciones óptimas de trabajo. Al final concluyó:

Del cuarto experimento se deduce que 423 medidas de aire inflamable son suficientes para flogistizar 1000 de aire común; y que el volumen principal del aire remanente tras la explosión es poco más que cuatro quintos del aire común empleado [...]. Podemos concluir que cuando se mezclan en esta proporción y explotan, casi todo el gas inflamable, y cerca de una quinta parte del aire común, pierden su elasticidad y se condensan cubriendo el cristal.

Cavendish confirmó la producción de calor y de agua, pero no midió ninguna pérdida de peso. Esto último no debió sorprenderle, porque para él el calor era un movimiento de la materia, no una sustancia. Y como encontró rocío, tampoco le sorprendió la aparición de calor, pues sabía que el paso de gas a líquido siempre lo generaba: lo que aquí tema era un simple cambio de estado. Pero no era así: había sintetizado agua. Es más, unas sencillas cuentas nos dan la proporción de hidrógeno y oxígeno que intervienen en la reacción. Tiempo atrás Cavendish había establecido que la proporción de oxígeno en la atmósfera era del 20,8%, luego los volúmenes de combinación del hidrógeno y el oxígeno que reaccionaron fueron 423/208, esto es, muy cercano a 2,03/1. Un resultado excepcional teniendo en cuenta el instrumental de la época.

El siguiente paso de Cavendish fue, obviamente, repetir este experimento pero a lo grande. Para ello preparó un aparato donde era capaz de hacer reaccionar 500000 medidas de aire inflamable con dos veces y media la cantidad de aire común. Los dos gases eran conducidos separadamente a un gran cilindro de cristal que servía de cámara de combustión, de tal forma que se les podía hacer arder sin riesgo de una explosión.

Fueron quemados con una vela. De este modo más de 135 granos de agua condensaron en el cilindro, que no tenía ni olor, ni sabor y no dejaba un sedimento observable al evaporarse por completo; parece agua pura.

¿De dónde venía esa agua? ¿Era producto de algún tipo de contaminación? Con la mosca detrás de la oreja, realizó de nuevo el experimento con mucho más cuidado, evitando que se introdujera la más mínima contaminación. El hidrógeno lo obtenía de diferentes fuentes: cinc, hierro, una dilución de ácido sulfúrico..., y lo mismo hizo con el oxígeno. El resultado de esta nueva tanda de experimentos fue que el agua resultante era particularmente ácida, sobre todo cuando el oxígeno estaba en exceso. En uno de ellos apuntó: «El líquido en la vasija, que pesa alrededor de 30 granos, es sensiblemente ácido al gusto; por saturación con un álcali y subsiguiente evaporación [...] se deduce que es agua con una pequeña cantidad de ácido nitroso».


La sustancia más extraordinaria del universo

El agua es una sustancia absolutamente singular, con extraordinarias propiedades producto de su estructura (dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno dispuestos en un ángulo de casi 105° con el oxígeno en el centro). Por ejemplo, sus extraños puntos de fusión y ebullición. El agua debería ser gaseosa a temperatura ambiente, como su molécula hermana, el H2S. Es líquida porque los electrones son atraídos con más fuerza por los ocho protones del oxigeno que componen su núcleo que por el pobre y solitario protón del hidrógeno. De este modo, el oxígeno queda con una carga ligeramente negativa y el hidrógeno con una carga ligeramente positiva: es lo que en química se llama una molécula polar.

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El agua posee unas extraordinarias propiedades producto de su estructura: dos átomos de hidrógeno y uno de oxigeno dispuestos en un ángulo de casi 105°, con el oxígeno en el centro. Es esta disposición la que la convierte en algo casi único.

Debido a esto, el hidrógeno de una molécula puede atraer al oxígeno de otra, provocando la aparición de una unión entre ambas que recibe el nombre de enlace por puentes de hidrógeno, que describió el premio Nobel de Química Linus Pauling en su libro de 1939 La naturaleza del enlace químico. Este enlace es el responsable de que el agua se mantenga líquida en un amplio rango de temperaturas, de los O a los 100 °C, y posea una peculiar propiedad que impide que ciertos insectos se hundan bajo la superficie de un estanque.

Tensión superficial

Si llenamos un vaso con agua hasta el borde y colocamos con mucho cuidado una aguja sobre su superficie podremos comprobar que, milagrosamente, esta no se hunde. No se trata realmente de un milagro, sino de un ejemplo diáfano de lo que se denomina tensión superficial. En el interior del vaso, una molécula de agua está completamente rodeada por otras moléculas y unidas entre sí por puentes de hidrógeno, que podemos imaginar como muelles. En la superficie, esa molécula no tiene ninguna por encima, pero sí a su lado y debajo. Si tiramos de ella hacia arriba, los «muelles» entran en acción tirando hacia abajo. Del mismo modo, al colocar la aguja empujamos las moléculas de agua al fondo y las moléculas adyacentes las empujan hacia arriba para restaurarlas a su posición inicial. Por supuesto, estas fuerzas son débiles, pero un simple aumento de su intensidad en un 2% haría imposible que nos pudiéramos meter en la piscina. La tensión superficial hace que el agua forme gotas y no se desparrame. El agua moja, pero no mucho, algo que podemos comprobar al lavarnos las manos sin usar jabón. Una de las labores del detergente es reducir la tensión superficial para que el agua empape bien las prendas y actúe con más eficacia. Y esta es la razón por la que para hidratar la piel, paradójicamente, no se usa agua, sino cremas.


Claramente debía haber nitrógeno en la mezcla, quizá porque quedara algo de aire en la retorta; las bombas de vacío de entonces no eran demasiado eficientes. Aun con todo, Cavendish fue capaz de demostrar que la formación de ese ácido nítrico era contingente a que hubiera oxígeno o hidrógeno en exceso antes de la explosión. Esto solo podía pasar por tres motivos: uno, que el ácido nítrico formara parte de la composición del aire desflogistizado; dos, que se encontrase mezclado con él, y tres, que se formase en la reacción. Para Cavendish la tercera era la explicación correcta. Según él, se verificaba la presencia de ácido nítrico solo cuando había aire desflogistizado en exceso. Parte reaccionaba con el aire inflamable y el resto, al verse privado de su flogisto (pues se desprende calor), se convierte en ácido nítrico. Por el contrario, cuando solo hay aire desflogistizado para reaccionar con el aire inflamable, no se produce ácido nítrico.

En ningún otro estudio químico demuestra Cavendish su genio: dejando a un lado el uso del flogisto, encuentra la explicación correcta a la producción de ácido nítrico en la retorta. Un químico moderno hubiera descrito estos resultados simplemente diciendo que cuando el hidrógeno está presente en exceso, todo el oxígeno se combina con él para producir agua, pero cuando hay exceso de oxígeno, todo el hidrógeno se convierte en agua y, simultáneamente, se forman compuestos de oxígeno y nitrógeno. Henry Cavendish acaba de descubrir la composición del agua... por puro accidente.

§. La polémica

Cuando Cavendish presentó sus artículos, Charles Blagden era el secretario de la Royal Society, entre cuyas obligaciones estaba editar los artículos que se aprobaban para publicar en la revista. Curiosamente, en 1782 había sido el ayudante de laboratorio de Cavendish y este aparentemente anodino hecho iba a acarrearle problemas a Henry a raíz de una agria polémica sobre quién había sido el primero en descomponer el agua. Porque otros dos científicos también lo habían logrado: en Escocia, James Watt, el creador de la máquina de vapor, y Antoine Lavoisier en Francia.

Una práctica común en la Sociedad era que los autores (o el editor, con su aprobación) podían añadir anexos al artículo después de haber sido leído en la sala de reuniones y, claro está, antes de aparecer publicado. Cavendish introdujo tres, dos del propio puño y letra de Blagden y otro de él mismo. El primero decía que sus experimentos, excepto el de la búsqueda de la causa de la acidificación del agua, se habían realizado en el verano de 1781 «y se los mencioné al Dr. Priestley, que en consecuencia hizo el mismo tipo de experimentos, como contó en un artículo publicado en el volumen anterior de Transactions». También aclaraba que en Francia estaban al tanto de sus trabajos:

Un amigo mío le comentó mis trabajos a M. Lavoisier, al igual que las conclusiones a las que llegué de ellos, que el aire desflogistizado es solo agua desprovista de flogisto; pero en ese tiempo Lavoisier estaba lejos de creer a nadie hasta que hiciera sus propios experimentos; le costaba creer que la totalidad de los dos aires se convirtieran en agua. Es llamativo que ninguno de estos dos caballeros encontrara ácido alguno en el agua producida por la combustión, lo que seguramente puede explicarse porque quemaran estos dos aires de forma distinta a como yo lo hice.

La fecha de 1781 resulta aquí de importancia porque Cavendish retrasó deliberadamente la lectura de su artículo hasta el 15 de enero de 1784, después de convencerse de que la presencia de ácido nítrico en el agua resultante de la explosión de los gases era debida a que el oxígeno estaba presente en exceso.


Watt y Boulton

Corría el año 1765. Hacía ocho años que James Watt (1736-1819), un melancólico e infatigable ingeniero nacido en la pequeña ciudad de Greenock, trabajaba en el taller de reparaciones de la Universidad de Glasgow. Había regresado a su Escocia natal tras renunciar a su anterior empleo en el taller de un constructor de instrumental científico en Londres. En la sala de reparaciones descansaba un modelo a escala de la máquina de vapor de Newcomen, utilizada por los miembros del Departamento de Filosofía de la Naturaleza en sus demostraciones. Frente a ella, Watt meditó sobre el modo de mejorar su rendimiento. Comprendió que el problema residía en el calor perdido en calentar el cilindro metálico. Por tanto, ideó una máquina donde la condensación del vapor se produjera fuera del pistón —el condensador—, manteniendo el cilindro siempre caliente y el condensador siempre frío.

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Matthew Boulton (izquierda) y James Watt en el reverso del nuevo billete de 50 libras del Banco de Inglaterra.

Conservó la idea de Newcomen de hacer regresar a la caldera el agua producida por condensación, reciclándose continuamente, pero aumentó la presión del vapor, y por tanto su temperatura, en los pasos Iniciales de la expansión del pistón para así minimizar la pérdida de vapor, por otra parte inevitable, durante la fase de condensación. Con ello podría cerrar la válvula de admisión de vapor antes de que el pistón completara su recorrido, pues la presión aún sería lo suficientemente alta como para elevarlo.

El socio capitalista

Una vez diseñada, el siguiente paso era lanzar su máquina al mercado. Watt necesitaba encontrar un socio capitalista, y lo encontró en la figura del rico, jovial y hospitalario Matthew Boulton (1729-1809). Era propietario de una manufactura de 600 artesanos en Soho, Birmingham, dedicada a fabricar botones, mangos de espadas, hebillas de zapatos, cadenas de relojes y un amplio surtido de bisutería. Convencido del tremendo potencial de la máquina, le prestó el dinero necesario para construirla y en 1769 Watt patentaba la primera máquina de vapor realmente eficaz. En lugar de venderlas, Boulton convenció a su socio inventor para que las arrendara. Únicamente pedirían como pago la tercera parte del dinero que la empresa se ahorrase en combustible durante los tres primeros años. De este modo tan original ambos escoceses se hicieron millonarios en poco tiempo.


Medio año antes de la lectura en la Royal Society, durante el verano de 1783, Blagden visitó a Lavoisier y le informó del trabajo de Cavendish, quien, por su parte, le contó a Priestley el resultado de sus experimentos. A este le picó la curiosidad y decidió comprobar por sí mismo el resultado, pero introdujo algunos cambios con los que creía que iba a obtener mejores resultados. Pero al hacerlo, Priestley cometió un error.

Es cierto que Cavendish no había eliminado todo rastro de vapor de agua de los gases antes del experimento, lo que introducía una pequeña duda en los resultados de los experimentos: ¿cuánta agua se formó? La idea de Priestley era secar los gases antes de hacerlos explotar, y para ello los recogió sobre mercurio, pero la forma en que los obtuvo no podía haber sido peor. El oxígeno lo extrajo calentando nitratos, una pésima forma de obtenerlo, mientras que el hidrógeno lo preparó calentando carbón vegetal a alta temperatura: al hacerlo así, lo que realmente obtenía era una mezcla de monóxido de carbono, dióxido de carbono, posiblemente algo de metano y, como mucho, un poco de hidrógeno. Tras hacer explotar esta mezcla, determinaba la cantidad de agua formada limpiando con un filtro el interior del recipiente y pesándolo. Obtener un resultado claro era completamente imposible, pero él, inocentemente, se quejó de la balanza: «Hubiera deseado tener una mejor». Priestley leyó su artículo describiendo este experimento el 26 de junio de 1783 y aunque cualquiera con conocimientos químicos se hubiera dado cuenta de su poca utilidad, Watt se lo tomó en serio. Priestley creía que su «aire inflamable» obtenido del carbón vegetal era el mismo que el que se produce tras tratar hierro o cinc con ácido sulfúrico diluido. En realidad, lo único que tenían en común ambos aires es que eran combustibles. El experimento más llamativo de Priestley es el que denominó «La aparente conversión de agua en aire» y que apareció en el artículo que leyó en la Sociedad, que consistía en calentar agua a muy alta temperatura en un recipiente de arcilla. ¿Por qué lo hizo? La razón está en lo que creían estos científicos que era el agua.


Más madera para el whisky

En 1761 las destilerías escocesas se encontraban ante un importante dilema. La reciente unión de Escocia e Inglaterra les había abierto las puertas al mercado inglés y al americano. El proceso de destilación utilizaba como fuente de calor la madera, y la continua explotación de los bosques la había convertido en un bien escaso y, por ende, caro. SI querían elevar la producción necesitaban encontrar una forma de reducir el gasto cada vez mayor de combustible. Preocupados, decidieron recurrir a la Universidad de Edimburgo y allí encontraron a Joseph Black. El químico se dio cuenta enseguida de que mejorar la eficiencia del proceso de destilación pasaba por comprender en detalle cómo una sustancia cambiaba de estado.

El calor latente

Siempre que los científicos necesitan medir algo definen una unidad arbitraría que les permita comparar los resultados de sus experimentos. En este caso Black decidió que una unidad bien definida sería la cantidad de calor necesaria para fundir una libra (453 gramos) de hielo. Así que Black cogió hielo y midió la cantidad de calor necesario para convertirlo en agua y, después, para hervirla. Así descubrió que mientras el hielo se derretía, el termómetro no marcaba ningún aumento de temperatura, y solo empezaba a subir cuando todo el hielo se había convertido en agua. ¿Por qué ocurría esto?

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Joseph Black.

¿Qué le pasaba al calor? ¿A dónde iba? Black resolvió la paradoja introduciendo el concepto decalor latente, en contraposición al calor sensible, cuyo efecto es el de cambiar la temperatura del objeto. Según el químico escocés los termómetros no registraban ningún aumento de temperatura porque «todo» el calor se invertía en cambiar la «forma» del agua. Gracias a estos experimentos, Black fue capaz de indicar a las destilerías la mínima cantidad de madera necesaria para evaporar un volumen dado de whisky y cuánta agua fría tenían que usar para condensarlo en el serpentín. Y no solo eso. La idea del calor latente hizo que James Watt, buen amigo de Black, se diera cuenta de que el inconveniente de la máquina de vapor de Newcomen era que el agua no era capaz de enfriar completamente el cilindro, con lo que tras cada ciclo estaba cada vez más caliente y el vapor condensaba en menor proporción hasta que la máquina se veía incapaz de crear el vacío necesario para funcionar. La única solución factible era que la licuefacción del vapor se produjera en otro lugar: el condensador.


§. ¿Qué es el agua?

De la copiosa correspondencia que Priestley mantuvo con Watt los meses anteriores a publicar su artículo sabemos que este último pensaba que el aire ordinario era agua modificada: a medida que el vapor absorbe todo el calor latente (el calor que absorbe una sustancia para cambiar de estado) y empieza a adquirir calor sensible, llega un momento en que deja de tener calor latente y se convierte en aire. Cuando Priestley le dijo que al calentar el agua esto no sucedía, Watt le contestó: «Su experimento no arruina mi hipótesis. No está basada en algo tan frágil como una retorta de arcilla ni en su intento de conversión de agua en aire. Yo me baso en otros hechos».

De la correspondencia de Watt sobre el tema, que comenzó a finales de 1782 y continuó durante cuatro años, es difícil saber cómo o cuándo llegó a la conclusión de que el agua era un compuesto. Solo una cosa es cierta: lo mucho que le influyeron los descubrimientos de Black relacionados con el calor latente. Tras muchas vacilaciones, el artículo de Watt se leyó en la Royal Society el 29 de abril de 1784, seguido por una continuación el 6 de mayo. Ambas comunicaciones se fusionaron en un único artículo publicado en Philosophical Transactions con el título « Thoughts on the Constituent Parts of Water and of Dephlogisticated Air: with an Account of some Experimente on that subject. In a Letter from Mr James Watt, Engineer, to Mr De Luc, FRS ». En él decía:

(...) el agua está compuesta de aire desflogistizado y flogisto privado de parte de su calor latente o elemental; que el aire puro o desflogistizado está compuesto de agua privada de su flogisto y unida al calor elemental y luz; y que la última está contenida en su estado latente, luego es sensible al termómetro o al ojo; y si la luz es solo una modificación del calor o un componente del aire inflamable, entonces el aire puro y desflogistizado está compuesto de agua privada de su flogisto y unida al calor elemental.

Watt no era miembro de la Sociedad (no lo sería hasta 1785) y los estatutos obligaban a que solo podían leer artículos miembros de pleno derecho, así que Watt se lo pidió a De Luc, su amigo intimo, que lo leyó en su nombre. Jean André de Luc (1727-1817) había nacido en Ginebra, pero hacia la mitad de su vida se instaló en Londres, donde consiguió hacerse lector de la reina Carlota de Mecklemburgo-Strelitz, consorte del rey Jorge III. Consumado meteorólogo, raramente iba a las reuniones de la Sociedad. La mayor parte de su tiempo lo pasaba en Windsor leyendo en voz alta a la reina; algo curioso, porque su inglés no era precisamente bueno, hasta el punto de suscitar algún que otro comentario, como el de la novelista romántica Francés Bumey, una habitual de la corte: «La reina ha pedido que le lea mi Cecilia a Mr. De Luc, ¡que con dificultad puede articular cuatro palabras en inglés!». De Luc, que viajaba muy a menudo al continente, conocía a Lavoisier y, además, era un esforzado defensor de Watt, lo que le convertía en enemigo de Cavendish en la disputa por la prioridad del descubrimiento.

Y entonces entró en juego Lavoisier. Todo comenzó el 1 de marzo de 1784. Blagden había visitado al científico francés el verano anterior y De Luc, que acababa de regresar de París, escribió una insensata carta a Watt donde le contaba que el artículo de Cavendish tenía una posdata en la que no decía ni una palabra sobre él y su trabajo. El efecto era, como cualquiera puede imaginarse, poner a Watt en contra de Cavendish. Y lo consiguió: Watt empezó a criticar en sus cartas a Cavendish. En realidad, para salvaguardar - la posición de su amigo, Blagden escribió (en nombre de Cavendish) un segundo anexo:

Como el Sr. Watt supone que el agua consiste en aire desflogistizado y flogisto privado de parte de su calor latente, mientras que yo no he podido comprobar tal circunstancia, es apropiado mencionar unas pocas palabras sobre esta aparente diferencia entre nosotros. Si hay algo parecido a un calor elemental debe decirse que el señor Watt dice la verdad; pero por la misma razón podríamos decir que los ácidos minerales diluidos consisten en ácidos concentrados unidos a agua y privados de parte de su calor latente; o que soluciones de sal de amoniaco y la mayoría de otras sales neutras consisten en sal unida a agua y calor elemental; un lenguaje similar podría usarse con casi todas las combinaciones químicas, del mismo modo que hay muy pocas que no tengan que ver con un incremento o disminución de calor.

Cavendish no creía que existiera ese calor latente que defendía Watt porque, fundamentalmente, no pensaba en el calor en términos de materia, sino como consecuencia del movimiento de esta.


El origen de la materia sólida

Todo comenzó pocos cientos de millones de años después de la aparición de nuestra galaxia, la Vía Láctea, Las primeras estrellas, con masas del orden de decenas de soles, terminaron sus días con una impresionante deflagración llamada explosión de supernova. Una explosión es la muerte más violenta que puede sucederle a una estrella: en dos segundos, se hunde y explota, haciéndose más brillante que todas las estrellas de la galaxia juntas. Es un espectáculo impresionante: una estrella que luce tanto como cien mil millones de estrellas. A! explotar expulsaron al espacio su contenido: átomos de carbono, oxígeno, nitrógeno, azufre, silicio, hierro... todo lo que habían ido cocinando en su interior gracias a las reacciones nucleares de fusión. De este modo, se enriqueció el medio interestelar, hasta entonces compuesto solo por el hidrógeno y helio provenientes del Big Bang.

La unión de hielo y silicatos

Tras la intervención de las leyes de la química, el oxígeno y el carbono se unieron para dar monóxido de carbono, Una pequeña cantidad del oxígeno (del orden del 0,5%) acabó formando vapor de agua, la molécula triatómica que más abunda en el cosmos. A medida que la temperatura descendió, los óxidos metálicos formaron silicatos y condensaron en granos sólidos ultramicroscópicos que el vapor de agua recubrió formando una costra de hielo. Acababa de aparecer la materia sólida.


Del mismo modo, se oponía (sin elevar demasiado la voz) a eliminar el flogisto de la química e introducir en su lugar el oxígeno de Lavoisier.

§. La conexión francesa

El 1 de agosto de 1774, Priestley aisló el oxígeno al concentrar la luz del sol en cal roja de mercurio (mercurius calcinatus per se). Al mismo tiempo, el sueco Cari Wilhelm Scheele hacía lo propio calentando nitrato de potasio. Priestley, en aquel tiempo un protegido de William Petty, segundo conde de Shelburne, acompañó a su mecenas a París en otoño de 1774. Allí se encontraron con Lavoisier. Por entonces el químico francés estaba realizando numerosos experimentos sobre la calcinación de metales, y estaba seguro de que había algo en la atmósfera que intervenía en tales reacciones. Una noche Lavoisier invitó a cenar a su casa a los dos ingleses. Durante la cena, Priestley le explicó que había descubierto «un tipo de aire en el que una vela arde mejor que en aire común». Este comentario no pasó desapercibido para el científico francés y le dio una pista para interpretar sus resultados y realizar nuevos experimentos que le llevaron a su teoría de la naturaleza de los ácidos. Casi diez años más tarde, en 1783, Lavoisier abandonaba definitivamente la teoría del flogisto e introducía lo que llamó el principe oxygéne.

Lavoisier estaba totalmente obsesionado con la idea de que la oxidación era el resultado de la producción de ácidos de algún tipo, hasta que Blagden le visitó el 24 de junio de 1783 y le puso en el camino correcto. Fue entonces cuando hizo el experimento en el que sintetizó agua. Un experimento, todo hay que decirlo, bastante tosco, en el que realizó pocas medidas cuantitativas: por ejemplo, no midió el volumen de los gases que entraban en la reacción.

Queriendo zanjar la polémica, sobre todo con Francia, Blagden escribió al editor de una de las revistas químicas más importantes de la época, la alemana Chemische Annalen. La carta, sin fecha, apareció en 1786:

Yo fui quien llevó a Lavoisier las primeras noticias del descubrimiento. En la primavera de 1783 Cavendish me comunicó, junto a otros miembros de la Royal Society, los resultados de ciertos experimentos que le habían llevado bastante tiempo. Estos le llevaron a la conclusión de que el aire desflogistizado no era otra cosa que agua privada de su flogisto; y viceversa, que el agua era aire desflogistizado unido al flogisto.
Justo después de esto fui a París y en presencia del Sr. Lavoisier y otros miembros de la Real Academia de Ciencias les expliqué estos nuevos experimentos y las conclusiones que de ellos se deducían. Ellos contestaron que ya habían oído hablar de ellos y que el Dr. Priestley los había repetido. No dudaban de que de ese modo se obtenía una considerable cantidad de agua, pero no creían que, por lo que había pesado, esta viniera de las dos especies de gas usados, que el agua no se había formado a partir de esos dos tipos de aire, sino que ya estaba allí, unida a esos aires, y que se depositó durante la combustión.
Esta era la opinión del Sr. Lavoisier, que tenía toda la información necesaria para repetir el experimento a mayor escala. Esto sucedió el 24 de junio de 1783. El propio Lavoisier no creía por entonces que el agua estuviera formada por aire desflogistizado y aire inflamable; él realmente esperaba obtener algún tipo de ácido en la unión […]. El Sr. Lavoisier no tuvo en cuenta algo señalado por el Sr. Cavendish: que la cantidad de agua obtenida era igual al peso de los dos aires juntos. Es más, debería haber añadido en su publicación (anunciando la síntesis del agua) que los señores Cavendish y Watt afirmaban que era agua y no un ácido lo que se formaba tras la combustión del aire inflamable y el aire desflogistizado.

En esencia lo que la carta de Blagden estaba diciendo era que Lavoisier solo se dio cuenta de lo que estaba pasando y se puso manos a la obra cuando le contaron los resultados de los experimentos realizados por Cavendish y Watt. La prioridad del descubrimiento no era del francés.

Nadie protestó por la carta de Blagden, ni tan siquiera Laplace, que solía defender con ardor la ciencia francesa. Lo que si desató la carta fue el enfado entre aquellos científicos británicos partidarios de Watt, pues pensaban que había sido poco justo con el escocés. Al parecer entendieron que Blagden estaba dando la prioridad a Cavendish sobre Watt de forma soterrada.

§. Watt versus Cavendish

Harina de otro costal fue el debate sobre la prioridad entre Watt y Cavendish. Durante toda su vicia estuvieron discutiendo y enarbolando los papeles y notas de laboratorio que cada mío consideraba necesarios para justificar la paternidad del descubrimiento. Ahora bien, en privado podían llamarse el uno al otro por el nombre del marrano —y esto es mucho más probable en el pasional Watt que en el tímido Cavendish—, pero ninguno hizo público un ataque frontal. De hecho, cuando Watt fue hecho miembro de la Royal Society, «se llevaron muy bien», según el hijo de Watt.

La polémica fue reabierta años después, en 1838, cuando el físico francés Arago escribió un elogio sobre Watt sin mencionar a Cavendish en el asunto del agua. Esto provocó una serie de respuestas, entre las que se contó una especialmente dura por parte de Vemon Harcourt, a la sazón presidente de la British Association for Advancement of Science. Muchas páginas volvieron a escribirse sobre el tema, pero al final se ha llegado al consenso de que la primacía es para Cavendish.

Claro que una cosa es eso y otra muy distinta interpretar correctamente los datos obtenidos. Aquí el ganador sin duda es Lavoisier. Watt estaba de acuerdo con el francés en que el agua era un compuesto, no un elemento como pensaba Cavendish. Pero como seguidor de la teoría del flogisto, interpretó incorrectamente lo que había conseguido. Cavendish consideraba el agua como el producto de la eliminación del flogisto del hidrógeno (agua más flogisto) y el oxígeno (agua menos flogisto). Dicho de otro modo, para Cavendish no se trataba en absoluto de una síntesis, sino que prefería considerar el aire inflamable como agua saturada con flogisto y el oxígeno como agua privada de flogisto. Cuando se reunían, el resultado Anal era agua, que seguía siendo una sustancia simple.

Sin embargo, para Lavoisier el trabajo de Cavendish era la prueba definitiva que demostraba que el agua no era un elemento. Con la ayuda de Laplace demostró que podía sintetizar agua quemando juntos hidrógeno y oxígeno en un recipiente cerrado, y con la colaboración de Jean-Baptiste Meusnier demostró que el vapor se podía descomponer de nuevo haciéndolo pasar por un hierro al rojo vivo. Por el contrario, a Priestley nunca le convenció este análisis, pues argumentó que el hidrógeno podía proceder del hierro y no del agua.

§. El agua mató al flogisto

Lavoisier llevaba intentando destruir la teoría del flogisto desde 1773. Pero para hacerlo, debía conseguir encontrar una explicación alternativa a cierto fenómeno: por qué se desprendía «aire inflamable» cuando se trataba un metal con un ácido, pero no se emitía ningún «aire» cuando se utilizaba un caloc o cal (óxido básico) de ese mismo metal. Si el metal contenía flogisto, la explicación, como Cavendish sugirió, era que al exponerlo a una solución ácida daba una solución salina y aire inflamable, mientras que una cal más un ácido solo daba la solución salina.

La teoría del gas oxígeno de Lavoisier no daba ninguna pista acerca de por qué estas dos reacciones se comportaban de manera tan distinta. El descubrimiento de Cavendish es lo que Lavoisier necesitaba. Al comprender que el agua era un compuesto de hidrógeno (el productor de agua) y oxígeno (el productor de ácidos), ahora podía explicar por qué los metales disueltos en ácidos producían hidrógeno. Según el francés, este no provenía del metal, tal y como defendían Cavendish y el resto de los químicos defensores del flogisto, sino del agua, en la cual se disolvía el ácido: un metal más un ácido da un óxido de metal e hidrógeno.

Lavoisier ya se encontraba en una posición inmejorable para acabar con la teoría del flogisto. El primer paso lo dio en 1785 con un ensayo en el que empleó toda su artillería experimental y dialéctica para acabar con esta teoría química: uno de sus principales argumentos era que como todos los procesos químicos podían explicarse sin él, era improbable que esa misteriosa sustancia de propiedades casi místicas existiera; «Todas estas reflexiones confirman lo que me había propuesto demostrar [en 1773] y que ahora reitero. Los químicos han hecho del flogisto un principio vago, que no está rigurosamente definido y que, consecuentemente, encaja en todas las explicaciones solicitadas». Lo que estaba diciendo Lavoisier es que un principio que lo explica todo no explica nada en realidad.

Capitulo 7

Escuela de calor

La termodinámica, la ciencia que estudia el calor, empezó a dar sus primeros pasos a mediados del siglo XVIII. La máquina de vapor sirvió de acicate a los científicos para buscar una explicación y, a partir de esta, mejorar su funcionamiento. En tiempos de Cavendish, la comunidad científica estaba dividida a la hora de responder a la pregunta de qué es el calor. Por un lado estaban los que, como Lavoisier, defendían que era un fluido sin masa, el calórico. Por otro, entre los que se encontraba Cavendish, estaban los que pensaban que era producto del movimiento.

Henry Cavendish era un hombre de ciudad. Tema propiedades en la campiña pero nunca pensó en vivir allí. A la muerte de su padre, Henry abandonó su casa en Great Malborough y compró una casa no muy lejos, en Bedford Square. Situada en el west end londinense, estaba en una de las muchas plazas que se habían construido entre los siglos XVII y XVIII. Aún se conserva la casa en la que vivió, en el número 11, hoy un edificio de oficinas de la Universidad de Londres.

Aunque más que casa era un centro dedicado a la ciencia. Los muebles, de caoba, alojaban su colección de minerales, muchos de ellos enviados por Blagden aprovechando sus viajes por distintos lugares de Gran Bretaña. También disponía de una bien provista biblioteca, heredada de su padre y ampliada con sus frecuentes adquisiciones. En una época en que las bibliotecas públicas no eran habituales y que muy pocas personas podían permitirse comprar libros o suscribirse a revistas, Cavendish asumía como una obligación propia de su rango permitir que cualquiera pudiera acceder a su biblioteca. Ahora bien, no había ninguna sala de lectura: acorde a la personalidad de su dueño, el bibliotecario tomaba nota del libro y el visitante se lo podía llevar a su domicilio. Era una biblioteca de préstamo, no de consulta.

Poco tiempo más tarde, concretamente el 18 de junio de 1785, Henry alquiló una casa de campo en Clapham, un villorrio grande, agradablemente situado y donde muchos londinenses de clase alta tenían su segunda residencia, lejos del bullicio de la ciudad. La casa, Clapham Common, de dos alturas y dos alas, contaba con al menos 21 habitaciones. Cavendish tema siete sirvientes, tres de los cuales eran mujeres. También tenía ayudantes para sus experimentos y, según sabemos, a un matemático y artesano dedicado a construir el instrumental científico que necesitaba le pagaba 65 libras al año.

Clapham Common era la casa de un hombre dedicado a la ciencia. En el jardín trasero tenía una montura para telescopios aéreos (sin tubo, para colocar' los componentes ópticos al aire), instrumenta] meteorológico... Toda la propiedad transmitía la idea de que Cavendish no distinguía entre sus asuntos personales y la ciencia; para él las dos cosas eran lo mismo.

§. Un día en la vida de Henry

El día de Cavendish empezaba con la lectura del campo magnético terrestre y del instrumental meteorológico de su jardín. Después entraba en su laboratorio y retomaba lo que había estado haciendo el día anterior, ya fuera diseñando o realizando un nuevo experimento, o escribiendo un artículo (ya lo fuera a publicar o no) con los resultados. A cierta hora de los inicios de la tarde se tomaba un descanso para pasear' por los campos detrás de su casa, lejos del relativo bullicio de la calle. La tarde la dedicaba a leer artículos y libros exclusivamente relacionados con la ciencia. Y por la noche, en un papel, comunicaba a su ama de llaves la hora de la cena. Así transcurrían todos los días en Clapham Common, con la cómoda rutina en la que Henry se había instalado. Odiaba las interrupciones, especialmente las del personal de su banco. No hablaba con sus criados, con los que se comunicaba a través de notas y para los que había construido una escalera para no tener que cruzarse con ellos. A menos que tuviera que ir al centro, como los jueves a la reunión de la Royal Society y después a la cena en el Royal Society Club, Henry vivía y dormía solo. Nunca se casó y, conocida su aversión a las relaciones personales, es seguro que jamás mantuvo relaciones sexuales, por lo que no tenemos constancia de sus tendencias sexuales.

Solo había un día de la semana en el que se permitía romper su vida de monje de clausura; las soirées en casa del presidente de la Sociedad. Es en esas reuniones, a las que solían acudir personas extrañas a su cerrado círculo científico, donde vemos la otra parte de su personalidad, que nada tiene que ver con el hombre crítico, centrado, detallista y cuidadoso al extremo que era en su laboratorio.

Si hay una palabra que pueda definir su vida, tanto privada como pública, esta es la simplicidad. Escribía sin embellecimientos, sin concesiones literarias; vestía sin ostentosidad alguna; su casa, su comida, su instrumental científico... todo era sencillo. Todo el que le conocía sabía de su candor y su profundo amor por la verdad.

§. Mecánica

Cavendish nunca escribió un libro, pero sí planeó varios. Uno era sobre la electricidad, y el otro, sobre mecánica. De hecho, su interés por esta rama de la filosofía natural queda claramente reflejado en el documento Plan for a treatise on Mechaniks, que puede datarse en una fecha posterior a 1763, el año en que pudo empezar a pergeñar los contenidos de esta obra porque contiene una referencia a un artículo publicado ese año.

Estaba dividido en dos partes bien diferenciadas. En la primera, dedicada a la estática, comienza con las reglas para la composición y resolución de fuerzas y una proposición sobre la palanca «muy bien demostrada por Maclaurin». Por la extensión que iba a dedicarle, se intuye que Cavendish pretendía ampliar la escueta extensión que Newton le dedicó a esta parte de la mecánica, pues la trató como un corolario a sus leyes de la dinámica.

La segunda parte estaba dedicada a la mecánica, la «teoría del movimiento». Las dos leyes del movimiento, no las tres que enunciara Newton, versaban sobre los movimientos uniforme y acelerado, las «mismas que las dos primeras leyes del movimiento de sir I. N. y comprenden todo lo que sabemos de las propiedades de la materia en relación con el movimiento». Para Cavendish la ley de acción y reacción «fue impropiamente llamada tercera ley por sir I. N.», pues «este axioma es meramente una propiedad de la doctrina de las presiones».

El plan de este tratado no iba más allá de una discusión elemental de las leyes del movimiento. Esto nos plantea la pregunta de qué era lo que tema Cavendish en mente: ¿escribir un libro de texto, uno de divulgación? Nunca lo sabremos.

Por los manuscritos que dejó tras su muerte, sabemos que trabajó en diversos experimentos de mecánica, sobre todo la de fluidos: estudió los efectos del rozamiento de un tubo moviéndose por el agua, la pérdida de velocidad de un proyectil viajando por el aire, el flujo de un fluido saliendo de una vasija... También estudió la forma de la Tierra, la precesión de los equinoccios (tema en el que pensaba que Newton estaba completamente equivocado), y en aquellas áreas que estaban de moda en la física del XVIII: las vibraciones elásticas y la teoría de sólidos. Con las ideas erróneas de Newton en mecánica de fluidos Cavendish fue muy crítico: «El movimiento de las olas tal y como sir I N lo ha descrito [...] no es el caso; la demostración de sir IN relativa al sonido (...] no está en acuerdo con el experimento».

Por razones que desconocemos, Cavendish dedicó tiempo a estudiar la ralentización de la rotación de la Tierra debido a la fricción proveniente de las mareas. Lo interesante de este estudio inédito es que dedujo la «pérdida de fuerza por la fricción» de la vis viva «visible e invisible» de la Lima, la Tierra y el agua: estamos ante la misma terminología que utilizó en su estudio más detallado de la vis viva en la física, el calor. Algo que le llevaría a formular el principio de conservación de la energía

«Vis viva», fuerza viva

La idea de que en todo proceso natural debe haber algo que se mantiene invariable siempre ha estado presente en la historia del pensamiento humano. El atomista Lucrecio lo dejó caer, de forma un poco oscura, en su poema De rerum natura («Sobre la naturaleza de las cosas»). Durante la Edad Media, una escuela de pensadores liderada por el escolástico Jean Blindan (1300-1358) defendía la idea de una fuerza constante, el ímpetus, que se transmite de un cuerpo a otro. Esta teoría del ímpetus apareció como alternativa a la ortodoxa propuesta por Aristóteles, y venía a sustituir el origen místico del movimiento —cada cosa tiende a desplazarse hacia su lugar natural de existencia— por otro más material y mecánico. Este fue el primer gran asalto contra la teoría aristotélica del movimiento y constituyó, por sí solo, el factor determinante que ayudó a expulsar del mundo a los espíritus y abrir el camino a un universo que funcionaba como un mecanismo de relojería.

En tiempos de Leonardo da Vinci, diversos científicos escribieron acerca de que algo se mantenía invariable a pesar de los cambios y en el siglo XVI se empezó a hablar de la conservación del movimiento y de la imposibilidad de que este surgiera de la nada. Cardano (1501-1576) lo expresaba tajantemente: «No se puede construir un reloj que se dé cuerda él mismo y que levante las pesas que mueven el mecanismo». Y por su parte, Descartes escribía:

Acepto que en toda materia creada existe cierta cantidad de movimiento, el cual nunca aumenta ni disminuye y, por tanto, si un cuerpo pone en movimiento a otro, entonces pierde tanto movimiento suyo como cuanto le comunica.

Poco a poco, de la conservación del movimiento se fue pasando a la conservación de la fuerza, la responsable de que los cuerpos cambien de estado dinámico, siguiendo el aforismo latino causa aequat effectum, la causa es igual al efecto. De este modo, si la fuerza es causa del movimiento y dado que el movimiento se conserva, entonces la fuerza se conserva. Este mismo principio rector fue el que guio a Leibniz en su definición de la vis viva y su principio de conservación:

El principio de igualdad de la causa y la consecuencia, es decir, el principio de móvil perpetuo rechazado, es la base de mi cálculo de la fuerza viva. De acuerdo con este principio, la fuerza viva conserva su identidad invariable.

Tanto él como el suizo Johann Bernoulli (1667-1748) se habían dado cuenta de que se producían pérdidas de fuerza viva en las colisiones de cuerpos inelásticos, que Bernoulli creía análogos a muelles a los que no se les permite recuperar su posición después de haber sido comprimidos. Por tanto, la fuerza viva se consumía al comprimirse los cuerpos. Con ideas como esta se iba avanzando en el estudio de otros fenómenos físicos no mecánicos, lo que provocó que las ideas de la mecánica empezaran a exportarse hacia las nuevas disciplinas científicas. El concepto de fuerza se generalizó hasta alcanzar a todos los fenómenos naturales: hay una fuerza almacenada en las reacciones químicas, en la corriente eléctrica, en el vapor..., que sirve para mover objetos, paira realizar un trabajo. Es aquí donde se engarza el trabajo de Cavendish sobre la fuerza viva y el calor.

Uno de sus trabajos más significativos en esta línea es Articles Relating to Theory of Motion. Entre ellos, se encuentra concretamente uno que los editores de los escritos inéditos de Cavendish titularon «Remarks on the Theory of Motion». En él desarrolló una teoría de la vis viva y dio ejemplos para su uso; sorprendentemente, es un manuscrito que no incluye ni citas ni referencias a otros autores. Cavendish quiso demostrar el valor que tenía la vis viva para la resolución de problemas derivando una ley de conservación, aplicable a un sistema de cuerpos moviéndose por la acción de fuerzas atractivas y repulsivas que cumplen la condición de que tienen la misma magnitud, el mismo valor, si los cuerpos se encuentran a la misma distancia- si no hay pérdidas por fricción o colisiones inelásticas, la vis viva total «es siempre la misma». Según el editor de los trabajos sobre mecánica de Cavendish, James Larmor, «seguramente este es el primer enunciado preciso del principio de conservación de la energía». Luego aplicó esta ley a cinco fenómenos diferentes. De ellos, los que más nos interesan son el segundo y el tercero: los movimientos de las partículas del calor y las interacciones de las partículas de la luz con otros cuerpos. Ahora bien, ¿qué era el calor para Cavendish?

§. Calor

A primera vista, podría parecer sorprendente que Cavendish, un científico «puro», tuviera algún interés por la industria y la tecnología asociada a ella, surgida a raíz de la máquina de vapor de James Watt. Pero así era. Durante algunos años, a mediados de la década de 1780, él y Charles Blagden viajaron por una Gran Bretaña cuyo paisaje estaba plagado de altos hornos, molinos, fábricas de maquinaria... En esos mismos años vieron la luz sus investigaciones sobre el calor, que incluían su teoría mecánica del calor.

El primero de estos viajes les llevó hasta Gales, donde descubrieron maravillados un amplio espectro de procesos industriales: canteras, empresas textiles, metalurgia, minería... Después se dirigieron a Soho Work, a las afueras de Birmingham, para visitar a James Watt. Allí pudieron comprobar con sus propios ojos la mejora que Watt introdujo en la máquina de vapor de Newcomen: el condensador. También llegaron para ver la última innovación introducida en su máquina: convertir el movimiento vertical del pistón en un movimiento circular. El hallazgo del «engranuje sol-planeta», en el cual una rueda dentada giraba en tomo a otra como un planeta alrededor del Sol, fue realizado por uno de sus ayudantes, William Murdoch, un ingenioso mecánico que había conseguido el empleo unos años antes porque acudió a la entrevista vistiendo un sombrero de madera diseñado y construido por él mismo.

Con la nueva transmisión, la primitiva bomba extractora de agua se convirtió en la revolucionaria máquina que cambió el aspecto del planeta. Hacia 1795 Watt la había instalado en prácticamente todos los procesos manufactureros de Inglaterra. La fábrica de Birmingham se erigió en la mensajera de una nueva era, y no solo a causa de la máquina de vapor. Dos silenciosas pero profundas transformaciones nacieron allí. Una de la mano de James Watt; la otra, de la de Murdoch. Watt introdujo ingeniosos cambios en la construcción de sus motores con el objeto de maximizar el ritmo de producción. Los diferentes trabajos fueron divididos en otros más específicos, con operarios dedicados exclusivamente a ellos: acababa de aparecer la cadena de montaje.


Calores específicos

Gracias a los trabajos que el escocés Joseph Black realizó entre 1761 y 1764, los científicos tenían una manera de medir la cantidad de calor usada en sus experiencias. Para Black la «unidad de calor» era la cantidad necesaria para fundir una libra (453 g) de hielo. Lavoisier utilizó este concepto de calor latente para definir la unidad de su calórico: la cantidad de calor necesario para fundir una libra francesa de hielo (la libra francesa, establecida en tiempos de Carlomagno, era ligeramente más pesada que la británica: 481 g). Para sus experimentos, diseñó el calorímetro de hielo, un aparato que consistía en una serie de tres vasijas metidas una dentro de otra a modo de muñecas rusas, pero manteniendo una separación entre ellas. En la interior se colocaba la sustancia a quemar y el hielo se colocaba en las dos restantes. El hielo contenido en la vasija intermedia, al estar en contacto con el recipiente de la combustión, se iba fundiendo y el agua resultante se recogía en un recipiente situado debajo. De este modo, pesando cuidadosamente el agua se sabía la cantidad de hielo fundido y, por tanto, la cantidad de calor comunicada. La segunda capa de hielo se ponía para impedir que el calor exterior contribuyese a fundir el hielo del Interior falseando la medida. En su célebre Tratado elemental de química Lavoisier dio los resultados de la combustión de tres sustancias —fósforo, carbón e hidrógeno— en libras de hielo fundido por libra de material quemado. Aunque presenta errores apreciables con los datos actuales —de! orden del 30% para el fósforo y el hidrógeno, pero solo del 1% para el carbono—, se trata de las primeras mediciones en la historia de la cantidad de calor liberado en una reacción química: en este caso, el calor de combustión de una sustancia.

La llegada del sistema métrico

La nueva unidad de calor no tuvo una gran aceptación. La razón es bien sencilla. El mismo año en que aparecía la influyente obra de Lavoisier, Francia era sacudida por la Revolución Francesa.

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Lámina de la obra de Lavoisier Tratado elemental de química en la que aparece un esquema del calorímetro de hielo.

Tras ella el Gobierno cambió el viejo sistema de medidas por el sistema métrico. Se definió una nueva unidad, la caloría, que hoy definimos como la cantidad de calor necesaria para elevar la temperatura de un gramo de agua un grado centígrado. Los británicos, históricamente contrarios a cualquier cambio y con cierta tendencia a despreciar lo que les llega del continente, definieron su propia unidad: la unidad térmica británica (BTU), la cantidad de calor necesaria para que una libra británica de agua aumente su temperatura en un grado Fahrenheit. Es evidente que la elección del agua para definir la unidad de calor es arbitraria; muy bien podría haberse utilizado otra sustancia. Si Black hubiese empleado plomo en lugar de hielo tendría una unidad de calor totalmente diferente. De ello se dio cuenta el escocés y siguió explorando por este camino. Su siguiente paso fue determinar si necesitaba la «misma» cantidad de calor para aumentar el mismo número de grados una misma cantidad de sustancias diferentes. Observó que no era así; la cantidad de calor necesaria era diferente para cada sustancia. Black definió esta nueva propiedad de la materia como capacidad para el calor, el término moderno es capacidad calorífica específica o calor especifico.


A su vez, Murdoch convirtió las oscuras noches inglesas en días luminosos. Fue el primero en hacer del alumbrado de gas una empresa económica y tecnológicamente viable. En 1792 introdujo el primer uso comercial del carbón para alumbrado en Inglaterra y hacia 1802 instaló quemadores de gas en una fábrica de Watt a las afueras de Manchester.

Pero a Cavendish solo le interesaba la tecnología en tanto en cuanto tenía que ver con sus preocupaciones científicas. Empezó a estudiar el calor casi al mismo tiempo que Black y la primera noticia que tenemos de sus trabajos es en una serie de estudios sobre calores específicos. Han quedado pocos registros de sus experimentos: la primera fecha conocida es el 5 de febrero de 1765, luego debió empezar a trabajar en ellos en 1764.

Desde entonces, y a lo largo de casi tres décadas, Cavendish estuvo interesado en diferentes aspectos de lo que acabaría por convertirse en la termodinámica, la ciencia del calor. Trabajó en termometría, la presión del vapor de agua, la dilatación térmica de los gases, el cálculo de los calores específicos y los de fusión y ebullición... Sin embargo, y como sucedió en otros campos, sus publicaciones fueron escasas y prácticamente limitadas a la termometría (con un importante trabajo sobre el mercurio y sus propiedades) y algunos estudios sobre la congelación de mezclas. Todos los otros trabajos, incluyendo sus mediciones de calores específicos y latentes, permanecieron ocultos hasta que en 1839 William Vemon Harcourt los descubrió. Es más, algunos de ellos no se publicaron hasta el tardío 1921.

En 1783, Cavendish se convenció de que estudiar el punto de congelación del mercurio le ayudaría a comprender el concepto de calor latente, pero no usó la palabra latente porque:

[...] lo relaciona con una hipótesis que depende de la suposición de que el calor de los cuerpos se debe a que contienen más o menos cantidad de una sustancia llamada «materia del calor»; y yo pienso como sir Isaac Newton, que el calor consiste en el movimiento interno de las partículas de los cuerpos.

Como vemos, en la primera publicación que hizo sobre el tema rechazó ver el calor como una sustancia y, en consecuencia, negaba el término de calor latente introducido por Black.

Cavendish había tomado parte por uno de los dos bandos en la pelea intelectual sobre la naturaleza del calor. Además, sus trabajos para obtener termómetros más precisos se enmarcaban en otro tema profundamente relacionado con el anterior: ¿qué miden realmente estos aparatos? Calor y temperatura eran dos conceptos ligados entre sí, de eso nadie tenía ninguna duda, pero resultaba difícil dar una definición precisa de ambos. El calor, además, poseía otra característica única aparentemente era capaz de pasar de un cuerpo a otro. Pero en cuanto a lo que significaba ese flujo de calor, qué es el grado de calentamiento de un cuerpo o por qué si ponemos en contacto un cuerpo caliente y otro frío el calor fluye del primero al segundo hasta que sentimos el mismo calor en ambos, los científicos en la época de Henry Cavendish poco podían decir.


Caballo de vapor

La determinación de la verdadera naturaleza del calor pasaba por un importante esfuerzo de síntesis y una de las claves estaba en relacionar el calor con el concepto mecánico de trabajo, algo que no se había hecho hasta entonces. Con todo, la solución al enigma estaba en el ambiente y una pista descansaba en las minas de Cornwall, donde la máquina de vapor de Watt extraía el agua del mar que se infiltraba en el interior de los túneles. Allí el calor realizaba un trabajo: movía el agua. Cuando Boulton y Watt pusieron en el mercado su Ingenio, los términos del contrato especificaban que el comprador entregaría anualmente la tercera parte del dinero que se ahorrase en combustible con el nuevo equipo. Ahora bien, ¿cómo cobrar a las nuevas minas que compraban directamente su máquina; o cómo hacerlo cuando su máquina hacía más trabajo que aquellas a las que reemplazaba, o cuando aspiraba agua a mayor profundidad de la acostumbrada?

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Grabado de 1773 de la fábrica de Boulton y Fothergill en Birmingham.

Para poder cobrar, Boulton y Watt debían encontrar algún modo de comparar las diferentes máquinas extractoras, o lo que es lo mismo, establecer una relación entre el trabajo total realizado y el combustible consumido. Entre 1782 y 1783 Watt midió cuidadosamente el ritmo de trabajo de un caballo tirando de una noria de agua y definió el término de caballo de potencia o caballo-vapor, el equivalente a elevar 33000 libras (unas 14 toneladas) de agua un pie (unos 30 centímetros) en un minuto. Una excelente unidad de medida para lo que los mecánicos habían definido como la «tracción multiplicada por el camino recorrido». No obstante, la propuesta comercial de un ingeniero no podía tener mucho éxito entre los científicos. A ellos había que demostrarles cuál era la relación numérica entre trabajo y calor.


§.¿Qué es el calor?

Resolver este complejo problema ha sido uno de los caballos de batalla desde tiempos de los griegos. Los últimos filósofos estoicos habían extendido las propiedades del fuego y del aire a todos los fenómenos naturales. Cuando esta idea quedó profundamente arraigada, una nueva vuelta de tuerca cambió el enfoque: ahora cualquier fenómeno térmico ilustraba los procesos orgánicos. Los griegos proyectaron sobre el mundo inorgánico las funciones del ser vivo, entendiendo el cosmos como un algo biológico.

Tuvimos que esperar al tardío año de 1620 para que el vigoroso empirista Francis Bacon (1561-1626) sistematizara todos los datos conocidos hasta el momento sobre las diferentes fuentes de calor y frío. En sus tablas podemos encontrar desde el rayo, el relámpago, las llamas o los fuegos fatuos hasta algunas especias, pues al ingerirlas producen una sensación de calor. De sus estudios Bacon dedujo que el calor era un «movimiento violento», afianzándose la creencia de que tenía su origen en el movimiento. Por la misma época, el sacerdote, filósofo y matemático francés Fierre Gassendi (1592-1655), un esforzado defensor de la hipótesis atómica de la materia, daba una explicación distinta El calor y el frío eran sustancias. El frío estaba compuesto por pequeñas partículas con forma de tetraedro que al penetrar en un líquido lo hacían más sólido.

Ni las ideas de Bacon ni las de Gassendi contaron con el apoyo mayoritario de sus colegas. Ellos veían el calor como un líquido, como el agua que fluye de la cima de las montañas hacia los valles. Esta analogía se hizo aún más poderosa cuando se descubrió que la electricidad también fluía como un río por los hilos conductores. ¿Por qué el calor se iba a comportar de modo distinto?

Cavendish se había alineado con Bacon y Newton, que defendían la naturaleza mecánica del calor. Pero al otro lado del Canal de la Mancha, su colega y competidor, Antoine Lavoisier, preparaba una teoría coherente que proponía que el calor era un fluido. Hasta le había puesto un nombre: calórico.

Resulta irónico que semejante idea viniera de quien enterró el flogisto. El calórico era una sustancia en todo cualitativamente distinta al resto de los elementos, exceptuando la luz. Al igual que

ella, se trataba de un fluido «sutil», sin una estructura particular y capaz de infiltrarse por los intersticios de la materia más dura para calentar los objetos, como hace la luz al atravesar el cristal. Compuesto por partículas indestructibles, el calórico de Lavoisier tema una sorprendente propiedad: no poseía masa detectable. Quemando carbón y fósforo, dos materiales que producen abundante cantidad de calor, en un recipiente cerrado para impedir la difusión de los productos de la reacción hacia el exterior, descubrió que no se producía un cambio perceptible en la masa final, a pesar de la «pérdida» de calórico a los alrededores. Por si esto no fuera poco, los átomos «sin masa» de calórico tampoco se comportaban como cabía esperar en la materia normal: entre ellos se repelen, pero son atraídos por la materia ordinaria.

El mecanismo por el cual un cuerpo se calentaba era bastante sencillo. Cuando un sólido se calienta, los átomos de calórico entran en el material, se pegan a sus átomos y reducen la intensidad de las fuerzas atractivas entre ellos. A medida que lo calentamos más, aumenta el número de átomos de calórico que se quedan adheridos al material y, por consiguiente, aumenta la repulsión entre ellos. El resultado es que los sólidos se funden y los líquidos bullen.

El parecido de estas explicaciones con el flogisto es evidente, y resulta extraordinario ver cómo Lavoisier, que repudiaba el comportamiento tan fuera de lugar del flogisto, defendiera ese mismo proceder para su querido calórico, aunque con marcadas diferencias. La principal era el concepto central de su teoría: al tratarse de un fluido material compuesto por átomos indestructibles debía cumplir la ley de conservación de la materia. Por tanto, no podía ser creado ni destruido; lo que un cuerpo gana otro lo debe perder. De modo tan sencillo, explicaba por qué los cuerpos fríos se calientan y por qué el calor pasaba de los cuerpos calientes a los fríos, igual que el agua fluye colina abajo.

Esta explicación del calor de Lavoisier era la más extendida y aceptada, pero había un grupo de científicos irreductibles, la mayor parte de ellos provenientes de la mecánica, que defendían que todos los fenómenos físicos básicos, como el calor, la luz, las reacciones químicas, la electricidad o el magnetismo, se podían explicar mediante procesos mecánicos. En apoyo a esta visión se esgrimía el conocido hecho de que el rozamiento producía calor y fuego. Y si no se necesitaba el flogisto para explicar cómo se hacía fuego frotando dos palos, ¿por qué sí el calórico? Tampoco podían dejar de apuntar que existían ciertas conexiones entre sustancias tan diferentes como la luz y el calor, o entre luz, calor y electricidad, y que ciertos procesos químicos producían sonido, luz y calor. Pero, sobre todo, el calor servía para mover cosas: ahí estaba la máquina de vapor. Todas las claves a favor del calor como expresión del movimiento estaban ahí, pero nadie había conseguido establecer exactamente qué tipo de relación había entre ellas.

El principal problema del calórico es que no tema masa, lo que obligaba a encontrar alguna otra propiedad que permitiera medir la cantidad de calórico contenida en un cuerpo. Por otro lado, también estaba el problema de la temperatura. Los termómetros medían algo relacionado directamente con la cantidad de calórico, pues mía mayor temperatura se correspondía con la experiencia sensible de un cuerpo más caliente. Es más, al poner en contacto dos cuerpos, uno caliente y otro frío, ambos tendían a igualar sus temperaturas del mismo modo que los tubos comunicantes presentaban el mismo nivel de agua. La respuesta era obvia: el calórico había fluido del caliente al frío hasta que el nivel de calórico, representado por la lectura del termómetro, se igualaba.

De este modo se podía distinguir entre temperatura y calor, y los descubrimientos de Black permitían medir y diferenciar la cantidad que se tiene de cada uno.

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Grabado que muestra el primer barco de vapor comercial, que recibió diversos nombres: el Monstruo de Fulton, el Clermont o el Barco de Vapor del Río Norte. Su diseño corrió a cargo del estadounidense Robert Fulton, para lo cual acudió a la empresa de Boulton y Watt y trabajó en estrecha colaboración con William Murdoch.

Siguiendo con la analogía, podemos imaginar cada sustancia como un vaso de diferentes formas. El calor será la cantidad de agua que se vierte y la temperatura el nivel al que llega en el vaso. Supongamos que tenemos un conjunto de vasos graduados llenos de agua hasta una cierta marca y les añadimos el agua necesaria para que todos ellos queden de nuevo al mismo nivel. Debido a que cada uno tiene una forma determinada, la cantidad de agua necesaria para lograrlo será diferente en cada uno de ellos. Eso es el calor específico, la cantidad de agua —calor— necesaria para que todos los vasos —sustancias— queden al mismo nivel —temperatura—.

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Estatua de Matthew Boulton (izquierda), James Watt (centro) y William Murdoch (derecha), tres de los principales artífices de la Revolución Industrial, en el centro de Birmingham, Inglaterra.

Es importante hacer notar que al hablar de calor latente o calor específico no se está haciendo referencia a dos tipos diferentes de calor, sino a dos formas distintas de emplear el calor. El primero es el que se invierte en cambiar de estado de agregación una sustancia y el segundo el que se necesita para aumentar la temperatura de un objeto sin que cambie de estado. Algo que llamó la atención a Black es que el calor latente de evaporación para cualquier sustancia era mucho más grande que su calor latente de fusión. Para el caso del agua, por ejemplo, la diferencia entre la cantidad de calor para evaporar un gramo de agua era casi siete veces mayor a la necesaria para fundir un gramo de hielo. No pudo dar con una explicación convincente a este hecho.

Otro problema era el bajo valor del calor específico de los metales. Así, un gramo de mercurio necesita solo tres centésimas de caloría para aumentar su temperatura en un grado centígrado. Dicho de otra forma: imaginemos que colocamos en dos recipientes idénticos agua a 80 °C y la misma cantidad de mercurio a 20 °C. Si dejamos pasar el tiempo suficiente para que se alcance el equilibrio de temperaturas —dejamos que las partículas de calórico pasen de un recipiente a otro hasta igualar su temperatura—, mediremos 78 °C. Esto quiere decir que la cantidad de calor necesaria para calentar el mercurio es solo mi treintavo del calor que debe extraerse del agua para enfriarla el mismo número de grados. Black vio en todo esto un argumento contra el origen mecánico del calor. Supuso, correctamente, que los átomos de mercurio eran más pesados que los del agua. Por tanto, si el calor era movimiento, ¿por qué iba a ser más fácil en lugar de más difícil ponerlos en movimiento? Todos sabemos que cuesta más mover algo pesado que algo ligero. Aparentemente el otrora brillante Black no se dio cuenta de que al ser más pesados los átomos de mercurio, y como estaba empleando la misma cantidad de este que de agua, había menos de ellos en el calorímetro. Y menos átomos implica menos cantidad de calórico.

Resumiendo, el calórico podía explicar numerosos fenómenos, mientras que su rival, el calor como expresión del movimiento, pinchaba en numerosas ocasiones pues todavía no pasaba de ser una idea muy vaga. El hecho de que el rozamiento producía calor, piedra angular de la teoría cinética del calor, no era tenido demasiado en cuenta por los defensores del calórico. Más bien estaba abandonado en un rincón oscuro y nadie le prestaba atención. Nadie salvo un estadounidense exiliado en Europa tras la Guerra de la Independencia. Se trataba de Benjamin Thompson, como veremos más adelante.

En este entorno Cavendish era de los pocos que defendían un origen mecánico del calor, pues entre otras cosas no podía aceptar que hubiera una sustancia que no pesara. En su opinión el calor lo causaba la vibración de las partículas de materia Todos sus experimentos los interpretó en esa dirección.

§. Un manuscrito desaparecido

En 1969, lord Chesham, un descendiente de Henry Cavendish, puso a la venta diversos manuscritos de su antepasado, incluyendo uno titulado «Heat». Hoy sabemos que este artículo conoció dos borradores y que fue escrito en la década de 1780, probablemente después de 1783. En él aparece una formulación matemática completa de su teoría vibracional del calor, junto al principio de conservación de la energía, el equivalente mecánico del calor y una serie de aplicaciones. De hecho, «Heat» cubre el mismo campo que su anterior artículo, «Remarks», pero va mucho más allá.

Empieza como una investigación puramente mecánica. Al igual que hiciera en «Remarks», clasifica la vis viva en dos tipos: visible, la que posee el centro de masas del cuerpo porque se desplaza, rota (hoy la llamaríamos energía mecánica), e invisible, la que tienen las partículas de un cuerpo cuando se mueven unas alrededor de otras dentro de ese cuerpo. A su vez, esta última la divide en otros dos subtipos: activa (que le asignó el símbolo s), la vis viva real de todas las partículas que posee un cuerpo, e inactiva, que tiene el «potencial» de volverse activa. Así, la vis viva total sería la suma de las dos y es esta cantidad la que «no puede cambiar como resultado de los movimientos de las partículas». Cavendish identifica el calor activo con la vis viva activa, el calor latente con la vis viva potencial y el calor sensible con aquello que mide el termómetro, que está relacionado con los calores activo y latente en función de la composición del cuerpo. Y, por supuesto, el calor total es la cantidad que se conserva en todo proceso. Distinguir entre los distintos tipos de calor —sensible, latente, total y activo—, le permitía explicar el fenómeno de los calores específicos, el primer objetivo de sus experimentos.

Por otro lado, a la hora de dar cuenta del calor que fluye del cuerpo caliente al frío —y recordemos las sutilidades de ese flujo— la cantidad exacta, según él, dependía tanto del peso de los dos cuerpos puestos en contacto como de «alguna otra función, ya sea del tamaño de sus partículas o de cualquier otra cualidad», como su frecuencia de vibración.

Calentar un cuerpo por fricción también terna una explicación con su teoría vibracional: cuando una fuerza intensa actúa contra un objeto, las partículas que lo componen se ven obligadas a desplazarse, e incluso a salir violentamente despedidas de su superficie, lo que altera el calor latente del cuerpo y hace que aumente el calor sensible. La explicación de Cavendish era simple: si un cuerpo pierde vis viva por alguna causa, como por rozamiento, inmediatamente «aumenta su calor en una cantidad equivalente». Como podemos ver, Cavendish tenía claras las implicaciones del principio de conservación de la energía.

¿Y el calor emitido debido a las descargas eléctricas de una botella de Leiden, que había estado observando en su laboratorio durante la década que se dedicó a experimentar con ellas? Para Cavendish las partículas de electricidad eran demasiado livianas para poder comunicar suficiente vis viva a las partículas del hilo y calentarlo. En realidad, añadía, las descargas eléctricas desplazaban las partículas del cable, disminuyendo su calor latente.

La dilatación térmica y los cambios de estado también los explicaba con su teoría. Al calentar un cuerpo aumenta la vibración de las partículas que lo componen, con lo que altera sus atracciones y repulsiones mutuas y, por consiguiente, también cambia el tamaño del mismo. Cuando estas vibraciones se hacen lo suficientemente grandes, las atracciones y repulsiones varían lo bastante para cambiar por completo su forma y propiedades, lo que deriva en la fusión o la evaporación.

Pero Cavendish siempre buscaba experimentos que apoyaran la teoría y esta vez no iba a ser diferente. En tres lugares de su artículo menciona posibles experimentos, para realizar en un futuro, que pondrían a prueba la teoría. En mío de ellos dice que quiere determinar si «la fricción disminuye con el uso de aceite y grasa tanto como lo hace el calor». Con ello quería dar respuesta a uno de los críticos de la teoría mecánica del calor, Isaac Milner, profesor en Cambridge. Su objeción fundamental era que nadie había probado que esa supuesta vibración existiera. Además, la cantidad de calor generado no era proporcional al movimiento, como debería ser si realmente fuera este su origen. Y por si eso fuera poco, como el aceite y la grasa se usan para eliminar la fricción, el calor también debería eliminarse, a pesar de que se comunica movimiento a las partículas. Esto era lo que Cavendish se proponía comprobar. En un segundo experimento se proponía ver lo que sucedía con el calor latente durante las descargas eléctricas, y en un tercero pretendía exponer diversos cuerpos a los rayos de Sol para determinar si la cantidad total de calor absorbido era la misma: «Sería difícil de reconciliar con mi hipótesis si demostrara que distintos cuerpos no reciben la misma cantidad de calor del Sol».

Si realizó todos estos experimentos es algo que no sabemos, pero sea como fuere, Cavendish se adelantó a su tiempo en la búsqueda del equivalente mecánico del calor, que se realizó a mediados del siglo XIX. Y aún más, intuyó lo que se conoce como la teoría cinética, al afirmar que determinando la vis viva equivalente al incremento del calor sensible de un cuerpo, y suponiendo que el calor total de un cuerpo a mil grados es el doble que a cero grados, podía «calcular la velocidad a la cual vibran sus partículas». Maxwell y Boltzmann lo harían un siglo más tarde.

§. En una fábrica de cañones

Curiosamente, los defensores del calor como un fluido tampoco las teman todas consigo cuando querían explicar el calor generado por el rozamiento. Las observaciones de Benjamín Thompson, conde de Rumford, en las fábricas de cañones del Sacro Imperio Romano incidían directamente en un grave problema que durante largo tiempo habían soslayado los defensores del calórico. Thompson conocía el modelo del calórico, pero debido a sus lecturas de Boerhaave creía que el calor era un movimiento vibratorio de la materia, al igual que Cavendish. Los trabajadores de la fábrica sabían que para perforar el ánima de un tubo macizo de plomo debían bañarlo en agua para impedir que no se les fundiera a causa del intenso calor desprendido durante la operación, y Thompson vio en ello un sólido argumento contra la ley más sacrosanta del calórico: su principio de conservación. Según rezaba la ortodoxia, cada cuerpo tiene una cantidad de calórico dada, por lo que se podría diseñar un procedimiento para extraerle todo el calórico que contiene. En el caso del cañón, aparentemente uno podía producir todo el calórico que deseara sin límite alguno. En su obra Investigación sobre la fuente de calor el cual es excitado por fricción (1798) concluye:

Es completamente necesario añadir que cualquier cosa que un cuerpo o sistema de cuerpos aislados puedan suministrar sin interrupción no puede ser una sustancia material; y me parece extremadamente difícil, si no imposible, formarme una idea distinta de algo capaz de ser excitado y comunicado del modo en que lo hace el calor en estas experiencias, excepto si no es movimiento.

La tesis de Thompson era que si uno puede producir la cantidad de calórico que desee, entonces no se conserva, luego no se trata de una sustancia. Es más, con la ayuda de una balanza muy sensible —con un error de una parte en un millón— demostró que Lavoisier había sido muy cuco a la hora de asignar una masa cero a su calórico: no había un cambio mensurable en el peso de mía masa de agua cuando se convierte en hielo y se reconvierte en agua, a pesar de que la cantidad de calor utilizado pondría al rojo 300 g de oro inicialmente a 0 ºC.


El hombre que destruyó el calórico

Benjamín Thompson (1753-1814) era un hombre de espíritu aventurero. Nacido en Woburn, Massachusetts, durante la Guerra de la Independencia en Estados Unidos se alineó con el bando inglés, pero ocultó cuidadosamente su simpatía política para servir como espía en beneficio del ejército de Su Graciosa Majestad. Apasionado de la ciencia, cuando era joven había leído las obras del químico y médico neerlandés Hermann Boerhaave y sus escritos le decantaron por una ciencia práctica y aplicada a la vida cotidiana.

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Benjamín Thompson.

Lo mismo le había ocurrido al químico de la Universidad de Edimburgo William Cullen, discípulo de Boerhaave en Leiden, que a su vez influyó decisivamente en la carrera de Joseph Black. Fue esa misma corriente utilitaria que llevó a Black a acercarse a las destilerías la que arrastró a Thompson hacia el arte de la guerra. E igual que le sucedió a Black, no podía imaginar que le iba a conducir hacia una acertada comprensión del calor.

Exilio en Europa

Thompson destinó bastante tiempo a desarrollar nuevas aplicaciones técnicas, entre las que destacó una tinta invisible que utilizaba para enviar la información obtenida a los ingleses, y un péndulo balístico con el que medía la potencia de disparo de la pólvora. En 1775, temiendo ser descubierto, pidió a los ingleses que le sacaran de Norteamérica y le llevaran a Londres. De allí saltó al continente y se dispuso a vagabundear por Centroeuropa. Tras muchas andanzas, en 1784 lo encontramos convertido en ayudante de campo del Elector de Baviera con el título honorífico de conde de Rumford del Sacro Imperio Romano, donde parte de su trabajo consistía en organizar y equipar al ejército bávaro, Entre sus múltiples ideas, Thompson tuvo una particularmente interesante: para hacer rentable el presupuesto militar, construyó fábricas donde los soldados construían el material que utilizaban. Durante una de sus inspecciones de rutina al depósito militar de Múnich, Thompson se dio cuenta de algo realmente curioso: la gran cantidad de calor que se desprendía al horadar los cañones, Como en tantas ocasiones a lo largo de la historia, un momento de inspiración ante un hecho totalmente corriente y perfectamente conocido iba a producir un cambio fundamental en nuestra concepción del mundo.


Por tanto, «el calor, si es un fluido, debe ser tan infinitamente raro, incluso en su estado más condensado, como paira frustrar todos nuestros intentos de descubrir su gravedad». Este era un poderoso argumento para Cavendish y Thompson: que algo material no tuviera peso era impensable. Si era materia, tenía que tener masa. Ahora bien, seguía Thompson, si el calor «no es más que un movimiento vibratorio intenso de las partículas constituyentes de los cuerpos» entonces no tendría por qué medirse una alteración en la medida de la balanza.

Capitulo 8
El peso del mundo

El último experimento de Henry Cavendish, que realizó cuando tenía sesenta y siete años de edad, es el que ha inscrito su nombre con letras de oro en la historia de la ciencia. Se trató del experimento más delicado jamás realizado, inicialmente destinado a medir la densidad media de la Tierra. En realidad, hoy lo recordamos como el que determinó el valor de la intensidad de la fuerza de la gravedad y en todos los libros de texto recibe el nombre de «Experimento de Cavendish».

Henry no solo era un hombre de ciudad, era un hombre londinense. Aunque dedicaba parte de su tiempo a preparar expediciones y viajes para miembros de la Royal Society, nunca participó en ninguno de ellos. Sin embargo, a partir de 1785, cuando ya estaba en la cincuentena, este hombre de hábitos fijos se embarcó en una serie de viajes por Inglaterra acompañado por su casi inseparable amigo Charles Blagden. Este era un hombre con madera de aventurero, cuyo gran deseo era conocer «el gran mundo» y al que le alucinaba la «extrema estupidez de la gente» que vivía satisfecha encerrada en su «pequeño mundo».

Infatigable viajero, convenció a Cavendish de que debía dedicar un tiempo a visitar ciertos lugares de Gran Bretaña que seguramente le agradarían. En realidad, la petición de Blagden respondía a una arraigada costumbre entre los acaudalados viajeros ingleses de mediana edad, que de este modo tenían su particular Grand Tour pero destinado a maravillarse con los productos de la Revolución Industrial... y de la grandeza tecnológica del Imperio. Por supuesto, en un viaje de tales características no podía faltar la parada obligada en la fábrica de Watt y Boulton en Birmingham; allí dirigieron sus pasos en su primer viaje, de camino a Gales. Podríamos imaginar que el encuentro con Watt fue tenso, pues solo había pasado un año desde la controversia del agua. No tenemos constancia de que fuera así y no hay motivo para dudar de que ambos deseaban mantener su relación científica en los términos más cordiales.

Este primer viaje despertó un nuevo interés en Cavendish: la geología Allá por donde pasaban, ambos hombres realizaban diferentes observaciones sobre los tipos de formaciones geológicas que encontraban, tomaban muestras de rocas y minerales... Esta nueva afición de Cavendish se mantuvo a partir de entonces en cada uno de sus viajes. Al año siguiente cambiaron el paisaje industrial del este de Inglaterra y Gales por el condado histórico de Yorkshire, que en aquella época vivía el auge de las explotaciones mineras de carbón. La razón de ir allí era la de visitar a su buen amigo el reverendo John Michell en su casa de Thornhill. Hablaron de todos aquellos temas que interesaban a ambos y en los que Michell había hecho importantes contribuciones, magnetismo, sismología y astronomía entre ellos, pero ante todo Cavendish dedicó mucho tiempo a discutir sobre geología A su regreso, Michell le entregó un inapreciable regalo: su tabla de estratos, tomados cada 2,5 cm hasta una profundidad de 67 m.

En el verano de 1787, y por tercer año consecutivo, salieron de viaje hacia el suroeste de Inglaterra, a Cornualles. Recorrieron la línea de costa «para realizar unos experimentos» (no sabemos cuáles), y para tener acceso a las minas de la zona llevaban en el bolsillo una carta de recomendación de Watt. También visitaron las zonas de extracción de arcilla de Josiah Wedgwood, abuelo de Charles Darwin, un alfarero que comenzó su carrera reparando porcelana china y de Delft, y que al copiar el diseño de una jarra, erróneamente identificada como etrusca, el diseño acabó convirtiéndose en vajilla real. Y, por supuesto, tomaron mediciones barométricas en las colinas que encontraron a lo largo de su camino.

Este fue el último de los viajes que hicieron juntos estudiando procesos industriales, midiendo la altura de las montañas, realizando observaciones meteorológicas, recogiendo piedras y minerales para luego establecer sus características químicas y tomando nota del orden de los estratos.

A pesar de la gran cantidad de notas y observaciones realizadas, era consciente de que no tenía nada interesante que publicar. Eso sí, le condujo a un cambio de enfoque en sus investigaciones químicas: de los gases pasó a estudiar procesos industriales y geológicos. Tampoco publicó nada, aunque dedicó gran parte de su tiempo del último cuarto de su vida a estas investigaciones. De ellas tenemos noticia gracias a un libro de notas que él tituló Libro Blanco N.° 1, que salió a la luz en la segunda mitad del siglo XX.

Su interés por la geología queda patente en su última recomendación de un candidato para el ingreso en la Royal Society: sir James Hall, un geólogo conocido como el «padre» de la geología experimenta] inglesa. Para Cavendish era una elección acertada, pues Hall pretendía encontrar una teoría completa de la geología con el calor como eje central y causa principal de todos los procesos.

§. La forma de la tierra

El gran proyecto científico internacional del siglo XVIII fue la medición del arco meridiano en diferentes puntos del globo. Franceses e ingleses colaboraron, y compitieron, para poder determinar con precisión cuál era la forma de nuestro planeta. Hacia 1735, la Academia de Ciencias francesa organizó una expedición a Sudamérica para determinar su valor cerca del ecuador. Sus miembros más destacados, Pierre Bouguer y Charles Marie de La Condamine, trabajaron allí durante años. En esta expedición participaron los españoles Antonio de Ulloa y Jorge Juan, dos jóvenes guardiamarinas de veintiún y diecinueve años, respectivamente, enviados por Felipe V tras recibir la petición de su primo Luis XV de que sus científicos pudieran trabajar en el Virreinato del Perú. Curiosamente, Jorge Juan obtuvo un valor del arco del meridiano en el ecuador mucho más preciso que los científicos franceses. Sus constantes desencuentros hicieron que De La Condamine abandonara el proyecto para explorar el Amazonas, trayendo consigo, entre otras cosas, la primera descripción de un famoso veneno: el curare.

Por su parte, Bouguer dedicó una década al proyecto en el que, entre otros objetivos, estaba obtener un valor para la densidad media del planeta. Para ello tomó medidas con el péndulo de segundos (cuyo período es, exactamente, dos segundos) a diferentes altitudes: en Quito, en las faldas del Pichincha y en la Isla del Inca en el río

Esmeralda. Como era de prever, encontró que la longitud del péndulo debía decrecer a medida que aumentaba la altitud. Lo llamativo era que esa disminución no seguía la ley del inverso del cuadrado de la distancia Para Bouguer esto era debido a la influencia de las montañas que rodean Quito. En sus notas inéditas, Cavendish, que conocía los escritos científicos del francés, señalaba la cantidad de incertidumbres a las que estaba sometido este tipo de observaciones:

Si hubiera una mayor cantidad de materia bajo la cordillera de densidad menor que la normal en la superficie de la Tierra (lo que es posible pues puede que la mayoría de las colinas sean volcanes), la longitud del péndulo en Quito o en el Pichincha sería menor, haciendo parecer que la densidad media de la Tierra es mayor de lo que realmente es.

Otro método para calcular la densidad de nuestro planeta consistía en medir la separación de la plomada junto a la base de una montaña, como hizo Bouguer en 1738 en el Chimborazo. De los dos métodos Cavendish opinaba que «el primero es más sencillo de realizar, pero el segundo me parece mucho más satisfactorio». Bouguer encontró una desviación de 8 segundos de arco, pero no dio mucha importancia a su resultado porque suponía que las malas condiciones de trabajo habían introducido errores experimentales: al final sugería que en un futuro habría que repetir este experimento en un mejor emplazamiento, ya fuera Francia o Inglaterra. A pesar de todo, las mediciones del Chimborazo de Bouguer permitieron descartar la hipótesis del astrónomo Edmund Halley de que el planeta estaba hueco en su interior.

Décadas más tarde, la Royal Society creó el Comité de la Atracción por recomendación del astrónomo real Nevil Maskelyne, en el que Cavendish desempeñó un papel destacado: entre sus notas se han encontrado muchas páginas con infinidad de cálculos relativos al problema de la plomada. El trabajo del comité empezó en 1772 y se prolongó durante dos años. Tras largas deliberaciones sobre cuál sería la montaña apropiada para realizar las mediciones, el comité se inclinó por una situada en el condado escocés de Perthshire: Schiehallion. ¿La razón? Estaba relativamente aislada y tenía una forma prácticamente simétrica Las observaciones de campo comenzaron en julio de 1774 y terminaron en noviembre de ese mismo año.

Maskelyne instaló dos estaciones, una en la ladera norte y otra en la sur y obtuvo la desviación media de ambas. Tras corregir sus observaciones debido al efecto de la curvatura de la Tierra y determinar la distancia entre ambas estaciones por trigonometría, encontró que la suma de las atracciones de la montaña en ambos lados era de 11,6 segundos de arco. Pasar de ahí a un valor para la densidad media de la Tierra fue labor del gran geólogo James Hutton, que aceptó de buen grado la ayuda matemática que le ofreció Cavendish. Una tarea extremadamente laboriosa, que acabó publicándose en 1778: el resultado del conocido desde entonces como Experimento Schiehallion fue que la densidad media de la Tierra era 4,48 veces la del agua. Correcciones subsiguientes, como tener en cuenta la densidad de las rocas circundantes, corrigieron este número a 4,87.

Viendo la cantidad de variables que influían en la determinación de la densidad de la Tierra por medición geológica directa, no es de extrañar que algunos buscaran otras alternativas. Uno de ellos fue John Michell, que diseñó una balanza de torsión para «pesar el mundo», tal y como Cavendish le comentaría en una carta que le dirigió en 1783: «Si tu salud no te permite seguir con él [un telescopio] al menos espero que te permita hacer el trabajo más fácil y menos laborioso de pesar el mundo». La idea básica de Michell era medir la atracción gravitatoria que aparece entre dos masas de densidad conocida mediante una balanza o péndulo de torsión. Por desgracia, murió antes de poder realizar el experimento. Después de algunas peripecias el aparato de Michell llegó a manos de Cavendish, que lo estudió, lo perfeccionó y comenzó a experimentar con él.

§. El último gran artículo

Hacía diez años que Cavendish no publicaba nada en la revista de la Sociedad. Por supuesto seguía investigando, pero parecía como si no encontrara nada que considerara digno de leer ante sus colegas. Sin embargo, como en las grandes producciones de Hollywood, el científico estaba guardando lo mejor para el final. De hecho, ha pasado a la historia por ese último gran artículo. Conocido como el Experimento de Cavendish, fueron en realidad 17 experimentos, cada uno de ellos precedido de numerosos ensayos y pruebas.

Henry comenzó el primero de ellos el 5 de agosto de 1797 y completó la primera tanda de ocho la última semana de septiembre. Al año siguiente completó los siguientes entre finales de abril y finales de mayo y el artículo con los resultados lo leyó en la Royal Society el 21 de junio de 1798, tres semanas después de terminar.


El hombre y el péndulo

Cavendish describió de esta forma el instrumento que le haría famoso: «El aparato es muy simple». Y realmente lo era, aunque lo que debía hacer con él eran las mediciones más exquisitas jamás realizadas hasta entonces. El péndulo de torsión constaba de una parte móvil, una varilla de madera de 6 pies (1,8 m) suspendida horizontalmente por un delgado cable sujeto en su centro. En cada extremo había colgando una bolita de plomo de 2 pulgadas (5 cm). La varilla podía vibrar en un plano horizontal. La fuerza gravitatoria sobre las pequeñas pelotitas de plomo era ejercida por dos bolas (que llamó pesos), también de plomo, más grandes y con un peso de 350 libras (158 kg) y 12 pulgadas de diámetro (30,5 cm). Lo fundamental en este caso era la geometría de todo el instrumento. Las bolas grandes, al tirar gravitacionalmente de las pequeñas, provocaban una (casi) inapreciable torsión en la varilla, que era lo que debía medir, junto con el período de vibración. Todo estaba encerrado en una caja de madera (que llamó habitación) para protegerlo de cualquier perturbación, por mínima que fuera: Cavendish sabía que la fuerza con la que los «pesos» atraerían las bolitas sería unos 50 millones de veces más pequeña que su propia masa, por lo que debía extremar las precauciones para evitar efectos indeseados, como el de una corriente de aire o un cambio de temperatura. Por eso, «resolví colocar el aparato en una habitación [la caja] que estaba permanentemente cerrada; observaba el movimiento de la varilla usando un telescopio y podía mover los pesos sin tener que entrar en la habitación». También colocó un pedazo de marfil en cada extremo del brazo «para que sirviera como pie de rey, y subdividiendo esas divisiones en cinco partes; luego la posición del brazo podía observarse con facilidad en una centésima de pulgada, si no menos». No debe escapársenos que, en aquella época, hacer semejantes marcas en el marfil con la precisión requerida era algo de por sí extremadamente difícil. Para hacer las lecturas Cavendish colocó pequeñas ventanas de cristal por las que entraba la luz de una llama, a las que añadió una serie de lentes convergentes para poder leer las escalas con comodidad «sin que hubiera ninguna otra luz en la habitación».

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La balanza de torsión de Cavendish se compone de dos esferas pequeñas, fijas a los extremos de una barra horizontal suspendida por un alambre metálico delgado. Cuando las dos grandes esferas se colocan cerca de las esferas más pequeñas, la fuerza de atracción entre las esferas pequeñas y grandes hace que la barra gire y se tuerza el alambre en una nueva orientación de equilibrio. Se mide el ángulo al cual gira la barra, por medio de la desviación de un haz luminoso que se refleja en un espejo unido a la suspensión vertical. Una vez calibrado el aparato, se puede calcular a partir de esta torsión el valor de G.


Se trata de un experimento extremadamente complejo y Cavendish tuvo que exprimir su ingenio al máximo. Con un péndulo encerrado en una caja de tres metros de alto, Cavendish medía sus sutiles vibraciones gracias a un telescopio y a unos pedacitos de marfil colocados a cada lado de la caja «tan cerca del brazo horizontal como fue posible sin temor a que lo tocaran» y cuidadosamente marcados en divisiones de 1/20 de pulgada.

Los experimentos los hizo colocando pesos en tres posiciones distintas, que él llamó positiva, negativa y a medio camino. El cuidado con el que había que realizar las mediciones resultantes era extremo, tanto en la amplitud de la vibración como en su período. Para medir este último, Cavendish explicó su método:

Observé sucesivamente tres puntos extremos de vibración y tomé la media entre el primero y el tercero de esos puntos, que correspondían a una misma dirección, y después hice la media entre el valor resultante obtenido y el segundo punto.
Medir el período de vibración era mucho más complicado. El procedimiento usado por Cavendish era de lo más elaborado y nos da una idea de su valía como científico experimental:
Observé los dos puntos extremos de una vibración, y también las veces que el brazo llegaba a dos divisiones dadas situadas entre ambos extremos, teniendo cuidado de que esas divisiones estuvieran a ambos lados del punto medio, pero no muy alejadas de él. Entonces calculaba el punto medio de la vibración y, en proporción, encontraba el tiempo con el cual el brazo cruzaba ese punto medio. Luego, después de cierto número de vibraciones, repetía esta operación y dividía el intervalo de tiempo entre la llegada del brazo a esos dos puntos medios por el número de vibraciones, lo que me daba el tiempo de una única vibración.

Una vez empezado el experimento nada podía interrumpirlo: dependiendo de la rigidez del alambre que sostenía el péndulo podía llegar a durar cerca de dos horas.

§. La densidad de la tierra

Siendo un instrumento tan simple y el procedimiento tan directo, hubiera sido de esperar que el artículo presentado a la Royal Society, « Experiments to determine the density of the Earth», no fuera muy extenso. Todo lo contrario; ocupaba 57 páginas, lo que lo convierte en el segundo trabajo más largo que escribió, después del dedicado a su teoría de la electricidad.

La razón de tal extensión fue la obsesión de Cavendish por dejar meridianamente clara la precisión de sus mediciones experimentales, pues sabía que esa era la clave para que sus colegas aceptaran los resultados. A lo largo de todo el artículo discute las posibles fuentes de error y las correcciones introducidas para evitarlas. Su principal preocupación era que un desigual calentamiento del aire perturbara el aparato, por lo que dedicó mucho espacio a explicar lo que había hecho para evitarlo. También explicó con detalle su metodología de observación, describiendo igualmente las precauciones que había tomado para no equivocarse en las medidas. Encontró cierta imprecisión en la vibración del brazo del péndulo debido a la resistencia del aire, aunque pudo comprobar que no era significativa. Determinaba el tiempo de vibración del aparato en cada nuevo experimento para evitar «atracciones accidentales, tal como la electricidad». En la tanda de pruebas previas observó que la atracción provocada por los pesos parecía aumentar con el tiempo. ¿A qué era debido? Estudió la elasticidad del alambre que estaba utilizando y al final decidió sustituirlo por uno rígido. Después pensó que esas variaciones eran debidas al efecto del campo magnético terrestre. Para comprobarlo, se dedicó a rotar el aparato cada día para constatar su influencia y sustituyó los pesos por imanes. Esto último prueba su mente experimental: si se sospecha de que hay un fenómeno que es fuente de error, lo que se debe hacer es aumentarlo para cuantificar hasta dónde llega. Por desgracia, el magnetismo no era el causante de esas variaciones. Quizá fuera «una diferencia de temperatura entre los pesos y la caja». Era una idea un poco alocada, pero dedicó varios días a experimental' colocando lámparas bajo los pesos y un termómetro en la caja exterior. ¡Esa era la fuente de error! Lo que sucedía es que, por la noche, los pesos se enfilaban menos que la caja y esta diferencia de temperatura hacía que aparecieran corrientes de convección que acababan moviendo las bolitas y falseando los resultados.

Una vez que se convenció de que tenía controladas todas las fuentes de error experimental, empezó a medir. Cavendish publicó los resultados de los 17 ensayos, tres de los cuales los hizo con el primer alambre y los restantes con el rígido. En muchos de estos experimentos pudo calcular dos valores para la densidad de la Tierra al tomar medidas de las posiciones «positiva» y «negativa» de los pesos. De este modo obtuvo 29 resultados para la densidad de nuestro planeta, todos ellos comprendidos entre 4,88 y 5,85, valores relativos a la unidad del agua: «De los experimentos realizados se deduce que la densidad de la Tierra es 5,48 veces la del agua». Y terminaba el artículo, con su habitual modestia, diciendo:

De acuerdo con los experimentos realizados por el Dr. Maskelyne sobre la atracción en la colina Schiehallion, la densidad de la Tierra es 4,5 veces la del agua; esto difiere significativamente de los resultados obtenidos más de lo esperado.

§. Consecuencias

El artículo de Cavendish le granjeó una gran reputación entre sus colegas. Hutton, que había calculado la densidad de la Tierra con las mediciones realizadas por Maskelyne en Schiehallion, escribió que él no había determinado la densidad de nuestro planeta, sino el cociente entre esta y la densidad de la montaña. Hutton había supuesto que la densidad de la montaña era la densidad media de una roca ordinaria, 2,5 veces la del agua. El geólogo creía ahora que la densidad de la montaña era de 3 o 3,5 veces la del agua, lo que dan a una densidad para la Tierra de «entre 5 y 6, y probablemente más cerca de este último». Como podemos ver, Hutton estaba interesado en que sus cuentas se acercaran a los resultados de Cavendish.

«Laplace es muy superior a los suyos [los científicos franceses], lo mismo que Cavendish lo es con nosotros.»
Blagden en una carta dirigida a Joseph Banks, presidente de la Royal Society.

Realmente, pocos dudaban de que este experimento era mejor que el de la Royal Society. En 1807, el físico Thomas Young publicó sus conferencias sobre filosofía natural y en ellas afirmó que el experimento de Cavendish había sido mucho más preciso que el de la Royal Society. En 1811, John Playfair estudió la estructura de Schiehallion y descubrió que había tres tipos de rocas: una de densidad 2,4, otra de entre 2,7 y 2,8, y la tercera de entre 2,75 y 3, con lo que obtuvo una densidad media de la montaña de 2,75, muy poco por encima de la media de 2,5 que había tomado inicialmente Hutton para nacer sus cálculos. Pero a pesar de la corrección introducida, la comunidad científica seguía fiándose más del experimento de Cavendish.

Claro que no todos los científicos estaban convencidos. Algunos, como señalaría Laplace en 1802, pensaban que no había habido una única fuerza en juego, la gravedad, sino que posiblemente también habría estado actuando la electricidad. Laplace comentó a Blagden, de visita en París, que sería bueno repetir el experimento «con otro material de mayor gravedad específica que el plomo, como una ampolla rellena de mercurio o un lingote de oro». En su artículo, Cavendish señalaba que su intención era repetir el experimento corrigiendo algunos detalles pero, hasta donde sabemos, no lo volvió a hacer. Aunque sí lo repitieron otros: en el siglo XIX se midió la densidad de la Tierra usando el método de Cavendish al menos en seis ocasiones, y el de la Royal Society, dos veces. Más de dos décadas después, en 1820, el gran astrónomo Laplace escribió:

Al examinar con gran atención el instrumento del Sr. Cavendish y sus experimentos, hechos con la precisión y sagacidad que caracterizan a este brillante físico, no se me ocurre ninguna objeción para su resultado de 5,48 para la densidad media de la Tierra.

Y no puede haberla: la densidad media aceptada en la actualidad es de 5,51; más de dos siglos separan ambos números, lo que demuestra la excelencia experimental de este tímido científico. Blagden nunca dudó de la extraordinaria capacidad científica de su amigo. Tras su muerte escribió que era «en mi opinión, el mejor filósofo que tenemos o hemos tenido, en esta época, en la Royal Society».


De Newton a Einstein

Al obtener el valor de G, Cavendish cerraba la teoría de la gravitación de Newton, y con ella se podía hacer una descripción completa y ajustada de los movimientos planetarios. Sin embargo, no todo cuadraba a la perfección. En 1859 el astrónomo francés Urbain Jean Joseph Le Verrier (1811-1877) descubría ciertas discrepancias en las posiciones observadas de Mercurio respecto a las calculadas con las exactas ecuaciones de la mecánica celeste. Se trataba de una sutil anomalía que no tenía explicación. Según la mecánica newtoniana, Mercurio debe seguir una órbita elíptica alrededor del Sol. Ahora bien, si incluimos los tirones gravitacionales del resto de los planetas aparece un efecto peculiar: la órbita no se mantiene estática en el espacio, sino que empieza a rotar.

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Albert Einstein

Esta rotación orbital se conoce como avance del perihelio (que es el punto de la órbita más cercano al Sol), y se puede calcular con la teoría newtoniana de la gravedad. El resultado, después de farragosos cálculos, es de 531 segundos de arco por siglo. O dicho de otro modo, el perihelio de Mercurio da una vuelta completa al Sol cada 244000 años. Pero las observaciones de Le Verrier no cuadraban con la predicción teórica: el perihelio de Mercurio iba un 8% más deprisa de lo que decía la mecánica newtoniana. Le Verrier postuló que era debido a la influencia de un planeta aún no detectado orbitando entre Mercurio y el Sol, que bautizó con el nombre de Vulcano. Tras intensas e infructuosas búsquedas, los astrónomos decidieron que Vulcano no existía y dejaron aparcado en un oscuro rincón la casi inapreciable discrepancia de 43 segundos de arco por siglo. Una minúscula diferencia que iba a revolucionar la física.

La teoría de la relatividad general

En 1915 Albert Einstein lanzaba su relatividad general, que no es otra cosa que una nueva teoría de la gravedad que completa la formulada por Newton en 1687. Y esa simple chinita en el zapato de la astronomía, los 43 segundos de arco por siglo, fue una de las pruebas de que era correcta. La teoría de Newton no podía explicar esa diferencia tan exigua; la de Einstein, sí. En el universo hasta las más ínfimas diferencias son cruciales.


Con el tiempo, el experimento de Cavendish dejó de ser considerado el de la determinación de la densidad media de nuestro planeta. En su lugar se convirtió en el experimento con el que se midió el valor de la constante de gravitación universal, G, que define la intensidad de la fuerza gravitatoria. Newton describió por primera vez cómo era la fuerza de la gravedad en sus famosos Principia: proporcional al producto de las masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa Pero para tener una descripción completa faltaba saber cuál era esa constante de proporcionalidad, definida como la fuerza con la que se atraen dos masas de un kilo separadas una distancia de un metro. El trabajo de Cavendish permitió, ciento once años después, cerrar la incógnita que el gran Newton había dejado sin responder y, de este modo, completar la primera descripción matemática de una fuerza fundamental de la naturaleza. La importancia de este hecho es tal que no es de extrañar que en 1895 el físico británico Charles Vernon Boys, tras repetir el experimento de Cavendish con una balanza de torsión mejorada por él mismo, escribiera:

Debido al carácter universal de la constante G, me parece descender de lo sublime a lo ridículo describir que el objeto de este experimento fuera encontrar la masa de la Tierra o su densidad media, o menos acertadamente el peso de la Tierra.

El experimento de Cavendish ha quedado para la historia. Fue considerado por la comunidad de físicos como uno de los diez experimentos más bellos de la historia de la física, y no sin razón. El físico experto en gravedad A.H. Cook escribió en 1987, con motivo del tercer centenario de la publicación del famoso libro de Newton:

El avance más importante en los experimentos sobre gravitación fue introducir la balanza de torsión por Michell y su uso por Cavendish. Ha sido la base de todos los más significativos experimentos sobre gravitación desde entonces.

§. Los últimos años

Las últimas investigaciones publicadas por Cavendish tuvieron un marcado tinte astronómico. En 1790 escribió una nota sobre las auroras boreales, en la que discutía tres informes sobre una aurora poco común que se había observado en 1786. Otra era un comentario a un artículo sobre astronomía náutica del español José de Mendoza y Ríos, un astrónomo y matemático cuyo Tratado de navegación (1787) se había convertido en una obra de referencia en toda Europa. También publicó otro artículo sobre el año civil hindú. En aquellos años el estudio de los conocimientos astronómicos hindúes era un campo activo de investigación y Cavendish quedó fascinado por el tema; no en vano amplió su biblioteca con diferentes libros sobre la India y se suscribió a la revista de la Sociedad Asiática de Calcuta, Asiatick Researches. Finalmente, en 1809, Cavendish publicaba el que sería su último artículo: « On an Improvement in the Martner of dividing astronomical Instruments ». Se trata de un trabajo sumamente técnico y dedicado a uno de los problemas de instrumentación astronómica más acuciantes de la época. Las observaciones de los objetos celestes dependían críticamente de que se dividieran rectas y circunferencias en partes iguales de forma precisa; si no, era imposible realizar un mapa detallado del cielo que fuera útil para cualquier astrónomo.

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Ilustración en la que se puede apreciar con detalle el aparato de torsión que Cavendish usó para descubrir el valor de la constante gravitacional.

Y menos aún hacer cálculos válidos del movimiento de planetas, asteroides y cometas utilizando las ecuaciones de la mecánica celeste. Reconocido como un experto en instrumental científico de cualquier tipo, la Royal Society le encargó una revisión de los métodos que los grandes artesanos de aparatos científicos usaban para hacer las divisiones en cuadrantes, círculos ecuatoriales...

Mientras, la vida seguía y la situación política internacional se tomaba verdaderamente preocupante: el año en que Cavendish pesó el mundo, 1798, Napoleón se había lanzado a la conquista de Egipto tras terminar la campaña de Italia. Inglaterra miraba con preocupación al otro lado del Canal de la Mancha y ese año el consejo de la Sociedad aprobó una moción para entregar' 500 libras al Banco de Inglaterra «como contribución voluntaria a la defensa del país en esta época tan crítica».

A pesar de los vientos de guerra, Cavendish seguía con su rutina diaria: hacía sus experimentos —había vuelto a la química—, acudía a las reuniones científicas de la Sociedad y de la recién creada Royal Institution, cenaba los jueves en el Royal Society Club... Poco había cambiado en su vida: su vestimenta no había cambiado ni un ápice en todos esos años.

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Fotografía de la montaña Schiehallion, donde un equipo de la Royal Society realizó unos experimentos para averiguar la densidad media de la Tierra.

De hecho, esta situación llamó tanto la atención que corrió el rumor de que no tema armario para la ropa. Un cotilleo no muy alejado de la realidad, porque cuando murió se valoró en 37 libras la que tenía en Clapham Common y en nada la de Bedford Square. Tampoco el paso del tiempo le había convertido en un gourmet: quien tuviera la suerte de ser invitado a cenar a su casa iba a encontrar sobre la mesa una bandeja con una pierna de cordero. En cierta ocasión su ama de llaves le dijo que dado el número de invitados, una pierna no bastaría para darles de cenar. Cavendish le contestó: «Bueno, entonces traiga dos». Y no es que fuera rígido con la comida; simplemente era su plato preferido. Sabemos que entre las viandas que aparecían por su mesa estaba el lomo de cerdo, bacalao, ternera y ostras. Su bodega en Bedford Square nos habla de sus gustos en lo que al alcohol se refiere: varias botellas de oporto, vino blanco, el famoso vino húngaro tokaji...

Eso sí, lo que un visitante no iba a encontrar en su casa eran obras de arte: las existentes en Bedford Square, pinturas y retratos de sus familiares, se tasaron en 13 libras. Los muebles tampoco eran de gran valor: los que había en cada una de las casas se valoraron a su muerte en 600 libras. Lo que sí tenía era algunas joyas heredadas de su padre, quien las había heredado de lady Elisabeth Cavendish, por un valor de 2 000 libras. Y, cómo no, el valor de su importante biblioteca: 7 000 libras.

Henry no era un despilfarrador y gastaba lo necesario, sobre todo en cuestiones relacionadas con sus investigaciones científicas. A la hora de invertir la fortuna que le había tocado en herencia seguía la misma política que su padre: comprar bonos del estado y no tocarlos para nada No es de extrañar, pues, que al morir, sus inversiones ascendieran a más de 800 000 libras.

Su salud era igual que su situación financiera extremadamente saludable. Por su amigo Blagden sabemos que en 1792, cuando Cavendish tenía sesenta años, cayó enfermo: tenía piedras en el riñón, una enfermedad bastante común en aquellos tiempos.


La Royal Institution

Mientras la Revolución triunfaba en París, en Londres se producía una contracorriente desesperada de apego a las viejas instituciones sociales que, sin dificultar la marcha de la ciencia, la ralentizó. El único esfuerzo científico análogo al iniciado en el continente es la fundación de la Royal Institution en 1799. Su creación se debió al empeño de Benjamín Thompson, para quien era claro que el triunfo de la Revolución Industrial dependía de un nuevo tipo de ingeniero, más asentado en los conocimientos científicos y menos en la tradición ciega.

Junto a Joseph Banks, persuadió a las fortunas inglesas para que donaran dinero y fundar una institución, patrocinada por la Corona, que «difundiera el conocimiento y facilitara la instrucción general en los inventos mecánicos corrientes, la enseñanza filosófica y los experimentos y aplicaciones de la ciencia en los objetos comunes de la vida». Poco duró el sueño de Thompson.

Humphry Davy

El primer director de la Royal Institution fue Humphry Davy (1778-1829), el célebre inventor de la lámpara de grisú. Aficionado a la ostentación y la buena vida, en su discurso inaugural de 1802 Davy, a la sazón con veintitrés años, expresó perfectamente el sentir de la época: «La desigual división de la propiedad y del trabajo, y la diferencia de rango y condición en el género humano son las fuentes del poder en la vida civilizada, sus causas motoras e, incluso, su auténtica alma».

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Humphry Davy

Davy hacía suya cierta tendencia entre los científicos de la diferente gradación intelectual de los seres humanos en función de su raza y extracción social. Con esta visión tan conservadora, la Royal Institution se convirtió en un centro conformista destinado al solaz y complacencia de la clase media alta. Quizá la prueba más palpable de ello fue la clausura de la puerta trasera por donde cualquier ingeniero podía entrar a las sesiones sin ser visto. Había que conseguir una concurrencia más selecta. A pesar de tales impedimentos, en este ambiente fue donde prosperó el único laboratorio subvencionado y donde se realizaron la mayoría de los descubrimientos de la época. Y aunque su labor de enseñanza se limitaba a conferencias públicas, estas atrajeron la atención de un joven aprendiz de encuadernador llamado Michael Faraday, el científico experimental que tiempo más tarde dominaría la institución durante más de cuarenta años.


La siguiente noticia que tenemos de una enfermedad fue un domingo de febrero de 1804 cuando, para sorpresa de Blagden, no se presentó a la habitual soirée ofrecida por Banks. Días después se enteró de que tenía una fisura y el médico le había recomendado llevar un braguero. Henry nunca lo llevó. Cavendish, que estuvo enfermo los días 16 y 17 de febrero, al día siguiente, el 18, hizo su último testamento. Le dejaba 15000 fibras a Blagden y 5000 a dos amigos íntimos, el médico John Hunter y el geógrafo y botánico Alexander Darlymple (ninguno las recibió, pues ambos murieron antes que él). El resto, cerca de un millón de fibras, volvía a la familia.

Si hay una cosa cierta en la vida es que el tiempo pasa implacable, y en la vejez vamos perdiendo facultades. El 4 de junio de 1807, tras una cena en el Royal Society Club, Blagden escribió en su diario: «Cavendish parece como si empezara a olvidarse de las cosas». No debía de ser algo preocupante, salvo por cuestiones de la edad, porque dos años más tarde, el 8 de junio de 1809, Blagden escribió que Cavendish parecía «tener una salud excelente». Durante todo ese tiempo se mantuvo activo en la Sociedad: aceptó el encargo de supervisar la construcción de un termómetro para medir la temperatura de los fondos malinos y acudía regularmente a las reuniones del consejo. Solo faltaría a una, la del 15 de febrero de 1810. Henry moriría el 24 de ese mes.

§. Adiós

Diferentes personas han narrado los últimos momentos de Henry Cavendish. Diferirán en detalles, pero si hay algo en lo que coinciden es que estuvo totalmente consciente y resignado a tan inevitable final.

La tarde del 23 de febrero uno de sus criados fue a llamar a su médico, Everard Home, porque veía que su amo se estaba muriendo. Cuando llegó a la casa de Clapham Common y entró en la habitación del paciente, Cavendish se sorprendió de verlo. Le dijo que su sirviente no debería haberle molestado, puesto que se estaba muriendo y no merecía la pena prolongar esa miseria. Ordenó que no se dijera nada a su principal heredero, lord George Cavendish, hasta que «el último aliento haya salido de mi cuerpo, no antes». Home se quedó toda la noche junto a la cama de su paciente y amigo. Poco antes del alba, Cavendish murió.

Se fue silenciosamente, como había vivido.

Según le contó a Blagden su muerte estaba relacionada con una «inflamación del colon» que durante el año anterior le había causado diarrea y que al final le había obstruido el paso de los alimentos.

Quizá no merezca mejor obituario que unas palabras que escribió su vecino, el químico y farmacéutico John Walker —inventor (por accidente) de la cerilla de fricción—. Estaban en una carta dirigida al botánico James Edward Smith unas pocas semanas después de su muerte: «Habrá escuchado que hemos perdido al Sr, Cavendish, un hombre con una mente formidable, más cercana a la de Newton que la de cualquier otro individuo que haya habido desde entonces en este país».

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