La Gran Guerra - History Chanel Iberia

Prólogo

Hace cien años tuvo lugar el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo-Lorena en junio de 1914, lo que conllevó el inicio de la Gran Guerra, aquella que hoy conocemos como la Primera Guerra Mundial.
En este libro, presentado por el canal de televisión HISTORIA, bajo el título La Gran Guerra, nos proponemos ofrecer uno de los documentos más extensos sobre el acontecer histórico de este período del siglo XX. A lo largo de sus páginas el lector podrá repasar la transición del período de tranquilidad y la vida idílica, reflejada en tantas muestras culturales de finales del XIX, a la brutalidad y el terror de la guerra, con un profundo análisis de la situación geopolítica y de los cambios en la balanza económica y comercial mundial, cambios que han perfilado en gran medida la posición de los territorios en la actualidad.
A través de nuestras publicaciones, y de nuestros programas de televisión, invitamos al lector y al espectador a formularse preguntas, y aportamos los datos y la información de una manera en la que el rigor y el entretenimiento conviven naturalmente, para que el lector consiga obtener un mayor conocimiento.
Sólo podremos explicar quiénes somos en la actualidad si conocemos quiénes éramos en el pasado. Bajo esta premisa, en un momento de cambio como el que vivimos en el presente, parece más relevante que nunca recordar los eventos que acontecieron hace ya cien años.
Muchos historiadores de todo el mundo están revisando muy especialmente el momento histórico de principios del siglo XX y hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Se están produciendo análisis y puntos de vista novedosos, con una perspectiva de conjunto que no puede dejarnos indiferentes, y que serán cubiertos a lo largo de los próximos meses a través del canal HISTORIA. Con estas publicaciones editoriales pretendemos acompañar al espectador en su proceso de profundización de la información que cubrimos en nuestro canal.
La Gran Guerra es el quinto libro publicado por HISTORIA, y confío en que merezca la atención y buena acogida del lector, al igual que ha ocurrido con nuestras publicaciones anteriores. Dentro del equipo de HISTORIA, especial mención a Esther Vivas, por su persistencia en la extensión de esta marca al ámbito impreso. Y, por último, agradecer el trabajo de Antonio Lerma y de Raquel Martín Polín, que ha sido fundamental para poder ofrecerles este libro.
Confío en que disfruten de la lectura de este volumen, y aprovecho para dar las gracias por el apoyo que siempre hemos recibido de lectores y audiencia.

Dra. Carolina Godayol
Directora General de
The History Channel Iberia

Parte 1
El cenit de Europa

En 2014 se cumplen cien años del comienzo de un conflicto bélico sin precedentes hasta entonces en el curso de la historia de la humanidad. El hecho de que en 1939 estallase una guerra todavía más brutal y mortífera, la Segunda Guerra Mundial, ha llevado a que el interés de los medios de comunicación y del público en general se haya centrado mayoritariamente en esta, soslayando en gran medida lo que aconteció entre 1914 y 1918 así como su trascendencia. Sin embargo, ni la percepción de las personas que vivieron en la época ni la de los historiadores de hoy en día coincide con semejante relegación. De hecho, hasta que llegó la Segunda, la Primera Guerra Mundial era conocida simplemente como la Gran Guerra. Este sencillo apelativo era perfectamente comprensible para cualquier interlocutor, todo el mundo sabía a qué conflicto se refería quien lo pronunciase… antes no se había experimentado nada igual. Sus secuelas fueron de larga duración y profundo calado, tanto, que muchos historiadores sitúan el comienzo real del siglo XX en 1914. Lo que aconteció entre 1901 y esa fecha no sería entonces más que el último capítulo de la civilización del siglo XIX, que tan radicalmente había cambiado la faz de Europa y del mundo. Quienes defienden esta postura consideran que lo que desencadenó el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo-Lorena en Sarajevo aquel 28 de junio de hace un siglo no fue sólo una guerra, fue el pistoletazo de salida de un tiempo caracterizado por el hiperdesarrollo tecnológico, la inestabilidad política, económica y social; la inseguridad vital amenazante, la violencia… un tiempo que no ha dejado del todo de ser el nuestro.
Este carácter de punto de inflexión en el desarrollo de la historia se acentúa si se tiene en cuenta que las décadas anteriores a la guerra han dejado en la mayoría de los países que tomaron parte en ella la imagen de una época dorada, en la que la vida (pese a todos los problemas y sinsabores que pudiese conllevar) era más fácil y el mundo más amable. Es la imagen que nos transmiten exposiciones de arte, memorias, novelas, películas de elegantes gentes de época cuya existencia transcurre en un bello decorado apenas alterado por sus experiencias. Pero si todo era tan agradable y fascinante, ¿por qué estalló una guerra de semejantes dimensiones? Si el común de la población se caracterizaba por un alto grado de desarrollo personal y sofisticación, ¿cómo pudo pasarse de semejante estado de civilización a la consumación de atrocidades sin precedentes? ¿Fue de verdad así la realidad vivida o se trató de un espejismo deformado por el trauma de la experiencia bélica? Sólo acercándonos al mundo de comienzos del siglo XX podremos encontrar respuestas a estas preguntas.

Capítulo 1
¿Una época de esplendor?

A comienzos del siglo XX el continente europeo disfrutaba de un grado de desarrollo como no había conocido en toda su historia. Cien años después de que la Revolución francesa y la Revolución industrial británica hubiesen abierto la puerta del mundo contemporáneo, Europa había logrado abordar con relativo éxito (pero éxito al fin y al cabo) los grandes problemas y tensiones que estos dos grandes procesos habían planteado en las décadas posteriores a 1800. Es más, a partir de 1870 la situación pareció mejorar considerablemente: se producía más riqueza que nunca, la población vivía en ciudades cada vez más grandes y bellas, se había logrado mantener la paz, los países gozaban de cierta estabilidad interna, se conocían mejor tierras lejanas en las que era creciente la presencia europea… En definitiva, el clima general era de optimismo y de confianza, de seguridad en los logros que podrían alcanzarse en el nuevo siglo que empezaba.
Pero este panorama general escondía problemas y tensiones no resueltos que, de forma progresiva, fueron planteando nubarrones de temor en aquel escenario luminoso: las desigualdades sociales y económicas aumentaban, los grupos de descontentos políticos de diferente signo proliferaban, haciendo oír su voz cada vez más, las tensiones internacionales comenzaban a hacerse presentes… Esta es la historia de cómo esos leves aires de insatisfacción alimentaron lo que acabó siendo un huracán bélico de intensidad sin precedentes y que acabaría barriendo con una facilidad inusitada lo que se consideraban logros indestructibles de la más avanzada civilización del mundo.
Al comenzar el siglo XX Europa continuaba siendo un continente de contrastes. A lo largo de la centuria anterior, el viejo continente había logrado renovar su iniciativa frente a otras partes del mundo, exhibiendo un dinamismo en la vida social y política como no había disfrutado en épocas anteriores. Sin embargo este desarrollo no se había producido de forma generalizada, y Europa seguía siendo un microcosmos que internamente mostraba una gran variedad de realidades culturales y sociales. Básicamente era un continente a dos velocidades: mientras que las islas Británicas y las tierras continentales que se agrupaban en torno al eje Bruselas-Milán eran las más dinámicas, ricas y prósperas, en torno a ellas se organizaba una periferia «atrasada» (tal y como se la llamaba en la época) en la que las novedades de la modernización habían penetrado de forma desigual y a un ritmo más lento. Esta periferia abarcaba toda la Europa meridional y oriental, donde la vida no había cambiado tanto en los últimos cien años.
Pero el viejo continente no estaba solo. Entre los países de otros continentes había varios que transitaban por la senda del desarrollo que había abierto el corazón dinámico de Europa, y que demostraron ser alumnos tan aventajados como para desbancar al maestro. El caso más destacado fue el de Estados Unidos, que al comenzar el siglo ya era el primer productor industrial del planeta, seguido por algunos de los territorios del Imperio británico (como Canadá o Australia) e incluso por países que sólo cincuenta años antes eran considerados como una lejana parte del mundo «a civilizar» (como Japón). No en vano fue en esta época cuando las expresiones «Occidente» y «occidental» comenzaron a extenderse para denominar al ámbito europeo y a sus áreas de influencia.
Pero pese al surgimiento de nuevos protagonistas, en el ámbito global, Europa continuaba llevando la voz cantante, y la tendencia del conjunto del continente hacia la modernización era general. ¿Qué significaba esto para los hombres de a pie? ¿Por qué este proceso sucedía en Europa y sus áreas de influencia y no en otra parte del mundo? ¿Cómo veían los europeos estos cambios? En la historia del cambio de siglo se hallan las claves con que responder a tantos interrogantes.

§. La despreocupada vida de las hermanas Schlegel
Para ilustrar la imagen idílica que en la imaginación popular han dejado los años anteriores a la Primera Guerra Mundial se ha recurrido en numerosas ocasiones a los relatos literarios. Particularmente las novelas del británico Edward M. Forster han sido muchas veces entendidas como un fiel reflejo de la vida de los europeos entre 1900 y 1914. El lector que se acerque, por ejemplo, a Howards End (una de sus novelas más celebradas, publicada en 1910 y origen de la adaptación cinematográfica que hizo en 1992 James Ivory, Regreso a Howards End) podrá admirar la vida desahogada, sofisticada e intelectualmente brillante de las protagonistas, las hermanas Margaret y Helen Schlegel. Estas dos mujeres, sin ser ricas, llevan una vida desahogada, sin necesidad de trabajar fuera de casa para mantener su independencia, ni tampoco dentro de ella al disponer de servidumbre, y con libertad sobrada para gastar y poder dedicar su tiempo al cultivo de la sensibilidad y el conocimiento.
Se podría pensar que semejante existencia es fruto de la imaginación literaria, pero la pareja de hermanas estaba inspirada en dos personajes reales del círculo de su autor: las hermanas Virginia y Vanessa Stephen. La primera de ellas alcanzaría posteriormente fama gracias a su obra literaria (pasando a ser conocida por su nombre de casada, Virginia Woolf). Efectivamente estas cuatro mujeres (las dos reales y las dos imaginadas) son el trasunto de un grupo social característico de la Europa desarrollada de los primeros años del siglo XX, la clase rentista. El crecimiento económico de las décadas precedentes había permitido el surgimiento de una clase burguesa que había dejado a sus descendientes valores financieros que rendían altos réditos anuales. Gracias a la estabilidad económica (salvo algún susto en la década final del XIX) esta clase rentista vivió los años anteriores a la Gran Guerra con una facilidad envidiable. Las importantes alteraciones que traería consigo el conflicto supondrían la desaparición del modo de vida de este grupo social, cuyo peso era especialmente destacado en la producción cultural europea, y al que se debió la creación de una imagen del cambio de siglo como época dorada, una etapa de plenitud que acabó en aquel verano de 1914 y que no volvería nunca más.
Aunque no se puede, ni mucho menos, hacer extensivo el nivel de vida que llevaba esta clase social al grueso de la población europea (ni su experiencia de aquel momento: ¿qué recuerdo guardarían de aquella misma época los criados de las señoritas Schlegel?), sí que es cierto que entre 1870 y 1914 existió un grupo social que pudo mantenerse prácticamente sin dificultad alguna. ¿Cómo fue posible que toda una generación pudiese conservar semejante nivel de vida sin verse forzados a ganarse el pan? La respuesta hay que buscarla en el momento de gran vitalidad económica y social que vivió Europa en aquellas décadas, las de la llamada Segunda Revolución Industrial.

§. El hierro y el vapor ya no se llevan
Desde que a finales del siglo XVIII comenzó a desarrollarse en Inglaterra el proceso que conocemos como Revolución industrial, las condiciones de la existencia humana experimentaron una serie de cambios profundos y a una velocidad creciente. Dichos cambios fueron el fruto del terremoto económico y social que produjo la aplicación de la fuerza mecánica basada en nuevas fuentes de energía a la producción de bienes. Esto, junto a una serie de cambios en el mundo rural, hizo que cada vez más gente abandonase su vida en los pueblos para acudir a ganarse el sustento en las fábricas que comenzaban a proliferar en las ciudades. Así, el peso de la producción industrial en la economía fue adquiriendo un papel preponderante frente a una progresiva decadencia de la agricultura (que hasta entonces había sido la mayor fuente de riqueza y de trabajo para el común de los europeos). La nueva forma de fabricar bienes se caracterizaba por la introducción de máquinas basadas en la aplicación de energías obtenidas de nuevas fuentes (esencialmente el carbón que alimentaba la maquinaria de vapor) y que permitieron la creación de manufacturas en mucha más cantidad, a una velocidad mucho mayor y con una homogeneidad en la calidad como no se conocía hasta entonces.
Semejante incremento en la producción de bienes no habría generado riqueza si no se hubiese originado al tiempo una gran expansión del comercio, que fue posible gracias al desarrollo desde la década de 1830 del ferrocarril (y posteriormente de la navegación a vapor). Fue entonces cuando comenzó a tejerse una compleja red de vías férreas entre las ciudades europeas, sobre las que cabalgaban locomotoras cada vez más potentes, que gracias al carbón y al vapor llegaban cada vez más lejos y más rápido. El impacto de semejante invento fue sensacional. Así lo describió el escritor austríaco Stefan Zweig en la década de 1920: «Los ejércitos de Wallenstein apenas avanzaban más deprisa que las legiones de César. Los de Napoleón no lo hacían más rápido que las hordas de Gengis Kan. Las corbetas de Nelson cruzaban el mar sólo un poco más deprisa que los barcos piratas de los vikingos o los comerciales de los fenicios […] Con el ferrocarril, con el barco de vapor, los viajes que antes duraban días se hacen ahora en uno solo, los que hasta ahora requerían interminables horas, en un cuarto de hora o en minutos». Las personas y las mercancías se podían mover ahora con una facilidad y a una velocidad inéditas. Todo ello supuso un importante abaratamiento de las mercancías y un crecimiento en el beneficio y la acumulación de capitales que se podían emplear en la búsqueda de nuevos inventos o para invertir en nuevos sectores o mercados en auge.
Lejos de agotarse, estos cambios cobraron nueva fuerza a partir de 1870 gracias a una serie de innovaciones que supusieron una auténtica revolución tecnológica, que conocemos por Segunda Revolución Industrial. El principal elemento de cambio fue el descubrimiento de dos nuevas fuentes de energía y el desarrollo de inventos que permitieron su aprovechamiento. La electricidad y los combustibles fósiles (sobre todo el petróleo) abrieron un nuevo mundo. Para la primera lo fundamental fue el desarrollo de máquinas capaces de producirla (la dinamo, inventada por Werner von Siemens en 1867) y de adaptarla para su uso (el alternador y el transformador). Tras dar sus primeros pasos en la década de 1870, la electricidad obtuvo un primer hito importante en 1882 cuando Thomas Alva Edison (que había inventado la lámpara eléctrica incandescente o bombilla en 1879) inauguró la primera fábrica de electricidad en el estado de Nueva York. Este fue el punto de partida del surgimiento de las grandes compañías eléctricas que, como la AEG alemana, se centraron en el abastecimiento a las industrias para que estas pudiesen incorporar a la producción nuevas máquinas eléctricas. Para el petróleo el hito básico fue el desarrollo del motor de combustión interna, que fue objeto del trabajo de numerosos ingenieros e inventores en las décadas finales del siglo, como los alemanes Nikolaus Otto, Karl Benz y Gottlieb Daimler, que para 1900 ya habían desarrollado varios modelos que funcionaban con gasolina. Estos, junto con el motor inventado por Rudolf Diesel (que empleaba gasóleo y era más barato), fueron el punto de partida de la industria automovilística, desarrollada por empresarios pioneros como los franceses Armand Peugeot, Louis Renault y André Citroën o el norteamericano Henry Ford, que fabricó el primer modelo en serie en 1913. Esta carrera tecnológica permitiría los primeros pasos de la aeronáutica, cuyo punto de partida fueron los vuelos en aeroplano de los estadounidenses hermanos Wright en 1903.
Pero las novedades no siempre tenían como efecto dejar obsoletos artilugios o técnicas anteriores. Algunos se perfeccionaban y seguían gozando de una larga vida que iba a engrosar su largo historial de servicios. Buen ejemplo de ello fue la navegación a vapor, que tuvo sus primeros pasos en las décadas iniciales del siglo XIX, pero que gracias a las innovaciones producidas en las décadas de 1860 y 1870 (como el motor compuesto y el casco de acero) desbancó a la navegación a vela como principal medio de transporte transoceánico. Pero ¿qué implicaciones tenían estos avances en la vida cotidiana de la gente común? Para la primera década del siglo bien sabían los ciudadanos de a pie que gracias a muchas innovaciones que sus abuelos habrían considerado producto de la magia el mundo estaba cambiando. Y también sabían muy bien, aunque muchas veces no comprendiesen los complejos mecanismos de funcionamiento de aquellas novedades, que no era la magia lo que permitía explicarlas, sino la ciencia.

§. Milagros de la ciencia
Aquellas fueron décadas de estupefacción, en las que apenas había tiempo para asimilar los cambios que la aplicación de nuevas invenciones iban produciendo en la vida cotidiana. En una de sus obras Stefan Zweig dejó testimonio de la profunda impresión que produjo una de ellas, el telégrafo: «Jamás podremos comprender el asombro de aquella generación frente a los primeros resultados del telégrafo eléctrico, el enorme estupor y el entusiasmo que despertó el que esa pequeña chispa, apenas perceptible, […] alcanzara de golpe la fuerza demoníaca para saltar kilómetros y kilómetros por encima de países, montañas y continentes enteros […] que la palabra recién escrita pudiera recibirse, ser leída y entendida en el mismo momento a miles y miles de millas, que la corriente invisible que vibra entre los dos polos de una minúscula columna voltaica pudiera extenderse por toda la Tierra, de un extremo al otro […] trayendo noticias, moviendo trenes, iluminando calles y casas, y como Ariel flotar invisible en el aire. Sólo por medio de este descubrimiento la relación espacio-tiempo experimentó el cambio más decisivo desde la creación del mundo».
Y es que las comunicaciones experimentaron una aceleración sin precedentes. El telégrafo eléctrico había sido inventado por el estadounidense Samuel Morse en 1832, pero sólo con el tendido del primer cable submarino por debajo del Atlántico Norte, poco antes de 1870, se pudo conectar de forma instantánea la información desde la India hasta la costa Oeste de Estados Unidos. Los periódicos que dedicaban hasta entonces secciones enteras a las noticias llegadas a las redacciones desde todas partes del mundo con semanas de demora, pasaron a informar de forma casi instantánea de lo que acontecía en todo el planeta. Por primera vez en la historia surgió una opinión pública con conciencia global.
El pasmo por el desarrollo de la comunicación inmaterial continuaría en las décadas siguientes, ya que en 1876 el norteamericano Alexander Graham Bell patentó el teléfono (después de haber realizado con éxito el célebre experimento por el que reclamaba la presencia de su ayudante, que estaba en el otro extremo del edificio: «Señor Watson, haga el favor de venir, le necesito»; tal fue la primera conversación telefónica). Casi quince años después, en 1890, el italiano Guglielmo Marconi inventaría la telegrafía sin hilos (origen de la radio) que tuvo también rápidas aplicaciones. En 1902 se realizó la primera comunicación inalámbrica transatlántica y cuando en 1912 se hundió el Titanic en las gélidas aguas del Atlántico la radio jugaba ya un papel insustituible en la navegación.
Por último hubo otros dos sectores en los que las novedades tecnológicas supusieron cambios trascendentales. El primero fue el de la metalurgia. Si hasta entonces el protagonista del desarrollo había sido el hierro, una serie de mejoras en los hornos y convertidores de fundición (los más célebres fueron los Bessemer y los Siemens-Martin) permitieron producir con costes mucho menores un acero de calidad excelente. La construcción de la Torre Eiffel en 1889 para la Exposición Universal de París que debía conmemorar el centenario de la Revolución francesa, y en cuya construcción se emplearon más de siete mil trescientas toneladas de hierro, fue la plasmación visual perfecta de una era que llegaba a su fin. Desde entonces el acero se convirtió en el producto básico de la industria. El segundo sector fue el de la química, que en estos años pasó a ser una industria independiente con aplicaciones en todos los ramos de la producción y el consumo. Tuvo un papel importante en el descubrimiento de nuevos metales (como el aluminio, el níquel, el magnesio y el cromo), en el desarrollo de fertilizantes artificiales, en la invención de tintes sintéticos y en el refinado y destilado del petróleo (esencial para los motores de combustión interna y la invención de los primeros plásticos). En definitiva fue esta la época en que el mundo de la industria y el de la ciencia comenzaron a imbricarse surgiendo una nueva categoría profesional, el inventor, representado por personalidades como las de Edison o Bessemer.
Tales fueron las bases materiales del progreso europeo y occidental de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que permitieron que en las décadas anteriores al estallido de la Gran Guerra la economía del viejo continente siguiese creciendo a un ritmo acelerado. Pero esta brillante historia de descubrimientos, como los seductores relatos literarios sobre la clase rentista europea de esa época, no debe llamar a engaño ya que aquel crecimiento no conllevó un reparto equitativo de la riqueza ni un aumento del bienestar similar para todos. Sólo así se puede entender que la primera edad de oro del capitalismo industrial fuese también la de la emigración europea a gran escala hacia otros continentes.

§. Todo el mundo tiene un tío en América
Con el crecimiento económico intensificado de las primeras décadas del siglo XX se redoblaron el resto de los procesos que acompañaban a la industrialización. El más llamativo fue sin duda el del crecimiento de las ciudades, no sólo porque cada vez más gente trabajaba y vivía en ellas, sino también porque la población crecía de forma constante. Gracias en gran medida al ferrocarril, la vida en las ciudades permitía a sus habitantes el acceso a una alimentación más variada que la que podía obtenerse en los pueblos, donde los alimentos que llegaban procedían de un circuito comercial más pequeño. El crecimiento de la producción agraria supuso la desaparición de las hambrunas que tan letales resultaban apenas cien años antes, y para finales del siglo XIX ya se habían sentado las bases de los grandes avances médicos que a lo largo de la centuria siguiente supondrían una revolución en la calidad y la duración de la vida. Aunque para entonces los resultados de los descubrimientos médicos no eran tan llamativos, el control epidemiológico había mejorado sustancialmente gracias al desarrollo de la bacteriología, de las vacunas y de los tratamientos terapéuticos. Así, si en 1800 en Europa había trescientas sesenta y cuatro ciudades de más de diez mil habitantes, en 1890 eran mil setecientas nueve. Si en 1850 sólo superaban el millón de habitantes Londres y París, en 1900 a estas dos ciudades se habían añadido Berlín, Viena, San Petersburgo, Birmingham, Manchester, Moscú y Glasgow. El resultado de semejante explosión demográfica, más allá del aumento de la esperanza de vida de los individuos, fue que una parte considerable de la población europea se concentrase amontonada en ciudades superpobladas y con problemas para satisfacer sus necesidades.
Este hacinamiento y la dificultad para labrarse un futuro hicieron que millones de personas emigrasen desde el viejo continente a otras latitudes. Durante buena parte del siglo XIX el flujo de mano de obra que llegaba a las ciudades era tal que estas no podían absorberlo completamente, por lo que parte de la emigración interna optó por buscar fortuna más allá del Atlántico. Pero con el cambio de siglo el carácter de la migración fue cambiando. Ahora esta procedía de las tierras más pobres de Europa meridional y oriental, donde el proceso de modernización apenas había penetrado. En cualquier caso era la desigualdad en la distribución de la riqueza que había conllevado la industrialización (ya fuese social o territorial) la que producía el fenómeno masivo de la emigración. Se calcula que entre 1871 y 1911 más de treinta y dos millones de europeos dejaron su patria, y que una cantidad similar lo había hecho con anterioridad desde el inicio del siglo XIX. Como recuerda el historiador Richard Vinen, este fenómeno migratorio fue posible entre otras cosas gracias a que «los ferrocarriles y los barcos de vapor propiciaron que resultara más fácil viajar, y la competencia entre las distintas compañías navieras, con base en Hamburgo, Bremen o Liverpool, abarató espectacularmente el precio del viaje a América a principios del siglo XX. La emigración transatlántica fue un gran negocio».
El destino principal de estos emigrantes fueron los territorios que habían sido objeto de población europea en los siglos anteriores, preferentemente los de clima templado. Estados Unidos fue el gran receptor de población, ya que la extensión de su frontera hacia el oeste (proceso que no culminaría hasta comenzado el siglo XX) y la industrialización de las zonas más pobladas del país, demandaban una cantidad de mano de obra que no podía satisfacer con el crecimiento interno de su población. Le seguían a mucha distancia Latinoamérica (dentro de la que ocuparon un papel protagonista Argentina y Brasil), Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Sudáfrica (estos últimos territorios autónomos del Imperio británico llamados «dominios»). En ocasiones el motivo de la emigración era político, como en el caso de los judíos de Europa oriental, que durante las últimas décadas del siglo XIX fueron objeto de pogromos tanto en los territorios de la Rusia europea como en Rumanía, aunque la pobreza que predominaba en estas áreas también debió de ser un importante acicate para abandonarlas.
Frente a estas zonas empobrecidas de la periferia europea, en las áreas urbanas de las regiones industrializadas el nivel de vida mejoró en la época del cambio de siglo. Fue en estas ciudades donde se produjeron los grandes avances de la vida social que caracterizaron este momento. Efectivamente, el aumento acelerado de la alfabetización en los países desarrollados (como efecto de la iniciativa estatal en muchos de los casos), el avance de la secularización (que suponía que quienes llegaban a la ciudad se deshacían de las vinculaciones rurales de obediencia a un señor y a una iglesia) y la penetración de los medios de comunicación en grandes capas de población (en la que constituye la auténtica edad de oro de la prensa escrita) serían fenómenos que sucederían en gran medida en las ciudades. Y el fruto de ello sería que en un grado cada vez mayor la población comenzase a intervenir en la política de forma activa y consciente. Si hasta entonces eran los notables (políticos y económicos) los que acaparaban las decisiones que afectaban al conjunto de la sociedad, a partir de ahora esta no se iba a mostrar tan sumisa como lo había sido en el pasado.

§. ¿Todos a las urnas?
Si se contempla con detenimiento un mapa político de Europa en 1900 inmediatamente llamarán la atención varias características que lo diferencian de otro de hoy en día. Si en la actualidad el continente está compuesto por cuarenta y seis estados (incluyendo la constelación de pequeños países que surgió de la explosión del bloque comunista a finales del siglo XX y las más orientales Rusia, Turquía y Chipre), en 1900 eran casi la mitad, tan sólo veinticuatro. De hecho, el mapa en Europa occidental no es tan diferente, pero si se fija la atención en el centro y oriente del continente salta inmediatamente a la vista la presencia de cuatro grandes extensiones políticas completamente distintas de lo que hoy existe allí. Cuatro grandes imperios (el alemán, el austro-húngaro, el ruso y el otomano) se repartían prácticamente toda la superficie. De hecho, de los países hoy presentes en el sudeste de Europa, en 1900 sólo existían Grecia, Rumanía, Bulgaria, Montenegro y Serbia, que habían logrado trabajosamente su independencia del Imperio otomano en el siglo anterior. En el norte de Europa otros dos países no habían conseguido todavía el estatus de Estado: Irlanda, que continuaba perteneciendo al Reino Unido (aunque cada vez con más problemas, ya que la isla era presa de la agitación nacionalista que luchaba por su independencia de Londres), y Noruega, que estaba en vísperas de su independencia de Suecia, lograda finalmente en 1905.
Por tanto era la Europa central y oriental donde radicaban las mayores diferencias respecto a las fronteras actuales. De esos cuatro imperios el alemán era un Estado joven nacido de un intenso movimiento nacionalista integrador que había madurado en Alemania desde la época napoleónica. El caso de los otros tres imperios era el de estados anticuados, con signos claros de decadencia (incluso de parálisis en algunos) y numerosos problemas internos. El primero de ellos era el Imperio austro-húngaro, el conglomerado de estados regido desde Viena por la casa de Habsburgo-Lorena, que mostraba problemas para mantenerse unido desde hacía décadas. En su seno acogía a población alemana, húngara, serbia, croata, checa, eslovaca, italiana, eslovena, polaca y rumana, entre otras nacionalidades, que luchaban por su reconocimiento dentro del imperio o su independencia. Las que se habían mostrado más activas en este sentido eran las que en el pasado habían poseído alguna forma de autogobierno o Estado propio (húngaros, checos y polacos). La tensión nacional interna había llegado a tal extremo que el emperador Francisco José I (en el trono desde 1848) se vio obligado en 1867 a reformar la Constitución del imperio, situando a Hungría en un plano de igualdad con Austria y reconociéndole una independencia casi total salvo en los asuntos que incumbían al conjunto del territorio (asuntos exteriores y ejército básicamente, aunque el emperador conservó amplias facultades para gobernar por decreto en todos sus estados). Esta fue la causa por la que el Imperio austro-húngaro también fue conocido por el nombre de monarquía dual o Kakania, según el irónico acrónimo (de kaiserlich und königlich, imperial y real) ideado por Robert Musil.
Los territorios se repartieron entre los dos nuevos estados hermanos, dentro de los cuales Austria mostró una tendencia más acusada al aperturismo, reconociendo el sufragio universal masculino en 1907 (no en vano era el territorio en el que se concentraba la mayor parte del desarrollo industrial de todo el imperio). Sin embargo la agitación nacionalista continuó siendo importante y generando cierta confusión política dentro y fuera de sus fronteras. Muy expresiva resulta la anécdota apuntada por el historiador Philipp Blom: «Por sus antepasados directos, el ministro de Asuntos Exteriores de Austria en 1914, el conde Leopold Berchtold (o, para llamarlo por sus nombre completo, Leopold Anton Johann Sigismund Joseph Korsinus Ferdinand Berchtold von und zu Ungarschütz, Frättling und Püllütz), era en parte alemán, en parte checo, en parte eslovaco y en parte húngaro. Cuando un periodista le preguntó con insistencia de qué nacionalidad se sentía, el conde se limitó a responder: “Soy vienés”». Efectivamente, la capital imperial era el activo corazón de semejante conglomerado político y cultural y uno de los pocos focos de dinamismo que permitían mantener en marcha una maquinaria tan pesada. Sin embargo el caso austro-húngaro, pese a todas las limitaciones e inconvenientes que mostraba para equipararse al resto de las potencias europeas, no era el que presentaba mayores niveles de decaimiento. Todavía en la escala de la fosilización política podían descenderse muchos peldaños, y para demostrarlo ahí estaban Rusia y Turquía.

§. Cadáveres andantes
El caso de Rusia tenía ciertas similitudes con el de Austria-Hungría: se trataba de otra vieja potencia que dominaba un vastísimo territorio, que seguía teniendo un gran prestigio internacional (además de un legado cultural asombroso) y que también tenía que hacer frente al problema de las nacionalidades en el interior. En su caso, las «naciones sumergidas» que luchaban por emerger y que planteaban una contestación abierta al poder político de San Petersburgo eran los polacos y los finlandeses, que se oponían al poder sin límites ejercido por la monarquía zarista (la conocida como «autocracia rusa») y a los programas de imposición de la cultura rusa (o «rusificación») en todo el territorio, que incluía el uso exclusivo de la lengua rusa y el alfabeto cirílico en la escuela y la administración. El despótico sistema político ruso había llevado a la represión de cualquier tipo de intento opositor, que en este caso había corrido a cargo de la reducida intelectualidad liberal rusa (que recibía el nombre de intelligentsia). De ella surgieron pronto grupos que abogaron por la revolución como solución de la situación social rusa y la violencia como forma de acción política. Obtuvieron su éxito más sonado con el asesinato del zar Alejandro II en 1881 por el grupo revolucionario Naródnaya Volia («Voluntad del Pueblo»). El asesinato cortó cualquier posible intento de apertura de las instituciones y los años siguientes se vieron marcados por una férrea coacción desde el poder y las iniciativas de este para modernizar económicamente el país, ya que cada vez era más consciente de que sin industrialización Rusia no podría mantener su estatus de potencia. Los resultados de esta iniciativa fueron importantes pero limitados y a las tensiones políticas preexistentes se vino a sumar el surgimiento de un incipiente proletariado industrial. En este contexto llegó al trono de los zares, en 1894, Nicolás II. La situación requería un hombre de talla y con talento político para poder afrontar los graves retos que se planteaban al imperio que gobernaba. El tiempo se encargaría de demostrar que el nuevo zar no reunía las cualidades exigidas y que le aguardaba el destino de ser el último monarca del Imperio ruso.
El otro gran Estado de Europa oriental era el Imperio otomano, única monarquía musulmana del continente. Hacía ya casi siglo y medio que la Sublime Puerta (nombre con el que se le había conocido tradicionalmente) no sólo había dejado de ser una amenaza para sus vecinos cristianos del norte y el oeste, sino que se hallaba en una franca decadencia ocasionada por la inacción de sus monarcas. Dicha situación produjo la práctica independencia de algunas de las provincias de su inmenso territorio (que se extendía por tres continentes: Europa, Asia y África). De hecho, si hasta entonces había aguantado en pie semejante edificio político era porque a las potencias europeas les convenía que continuase existiendo, ya que lo consideraban como un elemento de compensación en el complejo tablero de la política internacional entre los imperios de Europa oriental, que ansiaban hacerse con sus territorios. Rusia deseaba anexionarse Constantinopla y los Balcanes orientales como una forma de garantizar el acceso de su flota al Mediterráneo. Austria-Hungría estaba interesada en expandirse territorialmente por los Balcanes occidentales, que consideraba como una zona de interés y protección vital para su territorio. Era más fácil permitir la existencia del Imperio otomano que lograr un acuerdo de reparto entre quienes pretendían sus territorios.
La dependencia de Occidente para la supervivencia del imperio llegó a ser evidente para los propios turcos, que desde mediados del siglo XIX comenzaron a organizar movimientos de oposición con el objetivo de lograr una modernización del país. Salvo algún lapso reformista, la actitud de los monarcas otomanos fue la de rechazar toda apertura y evitar cualquier reforma. Semejante política adquirió tintes insólitos para sus vecinos occidentales cuando tuvieron conocimiento, por ejemplo, de que las autoridades aduaneras turcas habían impedido la entrada de unos motores europeos por la alarma que les suscitó saber que producían varios cientos de revoluciones por minuto o de libros de química norteamericanos ya que sospechaban que los signos usados en formulación podían ser en realidad un código de espionaje subversivo camuflado. Este tipo de incidentes hizo que el Imperio otomano se ganase entre las potencias el sobrenombre de «el hombre enfermo de Europa». Muchos eran conscientes también de que ningún poder europeo estaba interesado en sanar al enfermo.
Junto a las potencias otro país de reciente creación, Italia, iba ganando peso específico en el marco europeo. El caso italiano era similar al alemán: la península Italiana estaba dividida al comenzar el siglo XIX en varios estados. Bajo la iniciativa de la casa de Saboya, dinastía reinante en el reino de Cerdeña —que incluía el mucho más importante Piamonte—, se logró la unificación del país (entre 1860 y 1870). Pese a no haber experimentado con intensidad la modernización económica y social de sus vecinos de más allá de los Alpes (salvo en algunas regiones del norte), por cuestiones de prestigio internacional, quiso dotarse el nuevo reino de un régimen en apariencia liberal. Pero era tan sólo una fachada, ya que la manipulación electoral fue constante (como también sucedía en el caso de España). Gaetano Mosca, un célebre sociólogo italiano de principios del siglo XX, afirmaba sin ambages en 1895 que «todos aquellos que por riqueza, educación, inteligencia o astucia tienen aptitud para dirigir una comunidad de hombres y la oportunidad de hacerlo (en otras palabras, todos los clanes de la clase dirigente) tienen que inclinarse ante el sufragio universal una vez este ha sido instituido y, también, si la ocasión lo requiere, defraudarlo». Sin embargo el surgimiento de nuevos actores en la escena política, tanto a nivel nacional como internacional, no iba a poner fácil a las nuevas y viejas élites su perpetuación automática en el poder y la toma de decisiones. Si el desarrollo económico había favorecido los intereses financieros de estas élites, sus efectos sociales les iban a suponer un incordio constante, puesto que su adaptación a la política de masas iba a resultar muy complicada.

§. Cambiar el mundo
Sin lugar a dudas las transformaciones sociales que vivía Europa a medida que acababa el siglo XIX y se iba adentrando en el XX no pudieron ser inocuas para el funcionamiento de la política tradicional. La integración de cada vez mayores porciones de población en la vida pública suponía un creciente interés por el devenir político del país y por el reconocimiento de la participación de todos en el gobierno. Un papel esencial en la conquista de esa posibilidad de participar en la toma de decisiones correspondió a grupos insatisfechos o directamente descontentos con la contradicción existente entre el mensaje teórico del liberalismo (que defendía la libertad y la igualdad legal de todos los ciudadanos) y la práctica de una política en la que el peso de la tradición oligárquica se hacía más o menos presente.
Uno de los grupos que tenía entonces mayor hábito de organización y lucha por la participación era el movimiento obrero, que en este período de comienzos del XX vivió un momento de maduración y auge. El progreso y la prosperidad que trajo la Revolución industrial no se habían repartido de forma proporcional entre los diferentes grupos sociales que habían participado en ella. Mientras que los inversores y empresarios obtuvieron beneficios fabulosos en las primeras etapas de la industrialización, los ejércitos de trabajadores que acudieron a trabajar a las ciudades industriales experimentaron un endurecimiento importante de sus condiciones de vida. Sin la protección de la comunidad campesina en la que la familiaridad, la proximidad y la ayuda mutua eran la nota dominante, el obrero se hallaba indefenso en un entorno nuevo y amenazante, en el que no conocía a nadie y en el que la prioridad era garantizar la supervivencia propia y de la familia costara lo que costase.
La sombra de la muerte por hambruna que había amenazado al campesinado tradicional desapareció en la ciudad, pero el precio que hubo que pagar fue muy elevado. El trabajo en condiciones infrahumanas y con horarios interminables, el hacinamiento en barriadas insalubres y la desprotección más absoluta ante cualquier desgracia sobrevenida se volvieron el pan nuestro de cada día en las ciudades fabriles, que en una primera etapa fueron auténticos focos de pobreza y enfermedades. Pero este mísero sustrato fue el germen para el surgimiento de movimientos de solidaridad de clase como no se habían conocido hasta entonces. Una primera fase consistió en la definición ideológica (en la que el socialismo y el anarquismo se perfilaron como corrientes dominantes) y en la incipiente construcción de organizaciones. Fue entonces cuando surgieron los sindicatos como grupos de trabajadores que colaboraban para conseguir mejoras en sus puestos de trabajo. Más adelante, el momento del cambio de siglo se caracterizó por el surgimiento de los grandes partidos políticos de clase obrera y la maduración de una organización internacional que los coordinase. En el período 1900-1914, en palabras de Richard Vinen: «La clase obrera no dejó de aumentar en número, al igual que la afiliación a los sindicatos y el voto socialista, mientras que el movimiento socialista se mostraba más unificado que nunca […] Se puede afirmar en general que el marxismo suministró al socialismo europeo una ideología unificada y coherente». Durante esta época siguió existiendo la otra gran familia de grupos políticos de clase obrera, el anarquismo, si bien por su ideología revolucionaria (que apostaba por una rápida destrucción del Estado como forma de lograr el objetivo de liberar a los trabajadores) se mantuvo al margen del funcionamiento democrático, adquiriendo protagonismo sobre todo en las zonas más subdesarrolladas de Europa meridional y oriental.
La extensión de la participación política en los países más avanzados llevó a un incremento importante de la militancia de los partidos socialistas, que se inspiraron básicamente en la aportación doctrinal que había hecho Karl Marx a mediados del siglo anterior. El ejemplo paradigmático de este tipo de organizaciones fue el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), fundado en 1875 y que alcanzó una relevancia extraordinaria, siendo en las elecciones de 1912 depositario de un tercio del total de votos para el Reichstag, lo que les proporcionó ciento diez diputados. El Partido Socialista Belga, fundado en 1879, y el francés (conocido por las siglas SFIO, Sección Francesa de la Internacional Obrera, de 1905) fueron las otras dos grandes organizaciones socialistas del momento. En Gran Bretaña se fundó a comienzos de siglo, gracias a los esfuerzos de miembros de los sindicatos (las trade unions) y de los intelectuales de clase media, el Partido Laborista, de inspiración obrera pero no estrictamente socialista.
El avance de estas fuerzas fue espectacular, rebasando Europa para adquirir empuje en otros continentes. Como recuerda el historiador Eric Hobsbawm: «En 1914 existían partidos socialistas de masas incluso en Estados Unidos, donde el candidato de ese partido obtuvo casi un millón de votos, y también en Argentina, donde el partido consiguió el diez por ciento de los votos en 1914, en tanto que en Australia un partido laborista, ciertamente no socialista, formó ya el gobierno federal en 1912». Parte del mérito de este auge se debe al surgimiento del llamado «revisionismo», una corriente que proponía adoptar una línea de actuación pragmática de integración en la política democrática, aunque en los programas continuase figurando como objetivo último el logro de una revolución que terminase con el sistema capitalista. Sin embargo la adopción de esta línea, que acabó siendo generalizada (salvo la excepción del Partido Obrero Socialdemócrata ruso), no se logró sin fuertes polémicas internas, especialmente en Alemania (entre Eduard Bernstein y Karl Kautsky) y en Francia (entre Jean Jaurès y Jules Guesde).
Pero sin lugar a dudas uno de los resultados más sorprendentes de la política de comienzos del siglo XX fue que, además del surgimiento de la política de masas en el interior de cada país, esta se internacionalizó. Por primera vez en la historia la esfera internacional dejaba de estar ocupada exclusivamente por los estados (que firmaban tratados y hacían guerras) para aparecer actores surgidos de la acción conjunta de diferentes organizaciones nacionales que se ponían de acuerdo para lograr sus objetivos más allá de las fronteras.

§. Ciudadanos de todos los países
En la iniciativa de lograr una acción política internacional coordinada, los movimientos obreros fueron también pioneros. Esto se debe a que uno de sus principios ideológicos básicos era el internacionalismo, es decir, que el objetivo de la revolución social traspasaba las fronteras ya que era algo inherente a la fraternidad universal del ser humano. Por tanto se oponían a los nacionalismos a los que consideraban, al igual que la religión, una falsa conciencia que desviaba los desvelos humanos hacia fines ajenos a sus intereses y que beneficiaba a los poderosos. El líder laborista norteamericano Samuel Gompers afirmaba en 1909 que los trabajadores «creen que los grandes cambios sociales están próximos, que las clases han bajado el telón sobre la comedia humana del gobierno, que el día de la democracia está al alcance y que las luchas de los trabajadores conseguirán preeminencia sobre las guerras entre las naciones que significan batallas sin causa entre los obreros». Ello llevó a que en 1889 se fundase en París una nueva Asociación Internacional de Trabajadores, conocida comúnmente con el nombre de Segunda Internacional (una primera había existido con escaso éxito entre 1864 y 1876). Esta organización funcionaba convocando a las entidades nacionales afiliadas a congresos periódicos, hasta que en 1900 se fundó una Oficina Permanente en París, que se convertiría desde entonces en el centro neurálgico de las iniciativas socialistas, que por fin lograban continuidad en el trabajo para desarrollar sus acciones internacionales.
Otro magnífico ejemplo de organización internacional fue el movimiento pacifista, cuyos orígenes se remontan a mediados del siglo XIX. A medida que crecía la opinión pública, en los países europeos se iban oyendo más voces que reclamaban el desarrollo de esfuerzos para evitar la guerra como solución de conflictos y limitar los daños que causaba su desarrollo. El gran literato francés Victor Hugo, con ocasión de la guerra turco-serbia de 1876, publicó un artículo de protesta por las atrocidades que se estaban cometiendo, en el que afirmaba: «… pero nos han dicho: olvidáis que hay “asuntos”. Asesinar a un hombre es un crimen, asesinar a un pueblo es “un asunto”. Cada gobierno tiene su asunto: Rusia tiene Constantinopla, Inglaterra tiene la India, Francia tiene Prusia, Prusia tiene Francia […] Sustituyamos los asuntos políticos por el asunto humano. Todo el futuro radica ahí […] Lo que ocurre en Serbia demuestra la necesidad de los Estados Unidos de Europa. Que a los gobiernos desunidos sucedan los pueblos unidos». Sin duda se trató de uno de los primeros gritos críticos contra la deshumanización de los conflictos armados y la necesidad de coordinar las políticas nacionales en Europa para evitar el derramamiento de sangre.
Las iniciativas en este sentido se reforzaron en las décadas siguientes. Destacado fue el papel de una mujer, la activista austríaca Bertha von Suttner, cuyas obras en defensa del pacifismo adquirieron una elevada resonancia internacional (de su obra Abajo las armas se hicieron treinta y siete ediciones entre 1889 y 1905). Suttner fue brevemente secretaria de Alfred Nobel, inventor de la dinamita y fundador de los galardones que llevan su apellido, mantuvo con él una gran amistad de por vida y le convenció para que dedicase uno de sus premios a las iniciativas destinadas a promover la paz. Ella misma fue la quinta galardonada con dicho premio en 1905 y su prestigio sigue siendo inmenso en Europa central (en su homenaje la moneda austríaca de dos euros lleva su efigie). En esta época se llevaron a cabo acciones como las dos conferencias de paz o convenciones de La Haya, en 1898 y 1907, en las que todas las potencias aprobaron unas normas para regularizar las prácticas de guerra, limitar sus crueldades y potenciar el papel de la Cruz Roja (otra organización internacional fundada en 1859 por el suizo Jean-Henri Dunant al contemplar con horror el trato a los heridos en la batalla de Solferino).
El caso de Suttner no era algo aislado, ya que la intervención de las mujeres en el ámbito público fue algo creciente desde mediados del siglo XIX. De esa fecha data el nacimiento del feminismo, el movimiento colectivo que luchaba por el reconocimiento de los derechos de las mujeres en pie de igualdad con los hombres, y que desde sus inicios contó con el apoyo de algunos importantes intelectuales y políticos varones. A comienzos de la siguiente centuria, con el nacimiento de la política de masas, la presencia de grupos organizados de mujeres que luchaban por sus derechos se hizo habitual en los principales países desarrollados, aunque la imagen más visible siga siendo hoy la del sufragismo británico, liderado en estas décadas por Emmeline Pankhurst, activista que adquirió una notabilísima presencia en los medios de comunicación y el debate político.
Otro de los movimientos políticos internacionales que surgieron en este momento y cuya importancia futura resultó imprevisible para los contemporáneos fue el sionismo. En 1896 vio por primera vez la luz en Viena la obra El Estado judío de Theodor Herzl, un húngaro que había estudiado derecho en dicha ciudad y que no había podido ejercer como abogado por el rechazo que despertaba su condición de judío. Tras ganarse la vida escribiendo mediocres obras teatrales le surgió la oportunidad de cubrir en París para un periódico vienés el affaire Dreyfus. Este fue el escándalo político más importante de Francia (y posiblemente de Europa) de todo el cambio de siglo: un capitán del Estado Mayor francés, Alfred Dreyfus, fue injustamente acusado de espionaje a favor de Alemania y, pese a los indicios evidentes de errores en la instrucción de la causa, la sentencia no fue revocada por presiones del ejército y la derecha francesa (el ejército incluso llegó a falsificar pruebas para evitar la revisión del caso). La impresión que causó en Herzl semejante injusticia y el hecho de que el principal motivo que animaba a los enemigos de Dreyfus fuese su condición de judío, le llevó a redactar la obra en la que proponía por primera vez la fundación de un Estado judío en Palestina. El impacto de la idea fue inmediato debido a la general discriminación que en diferente grado sufría la comunidad hebrea en los diversos países europeos, y las iniciativas y donativos no tardaron en llegar. En agosto de 1897 se reunió en Basilea el primer Congreso Sionista (nombre derivado de Sión, uno de los montes de Jerusalén) y antes de morir en 1904 Herzl tuvo la oportunidad de negociar con las autoridades otomanas y británicas la cesión de tierras para asentamiento de judíos en Palestina y la península del Sinaí, respectivamente. Fracasó en sus negociaciones, pero cuarenta y cuatro años después, el 14 de mayo de 1948, cuando David Ben-Gurion leyó la declaración de independencia del Estado de Israel, lo hizo bajo un inmenso retrato de aquel periodista húngaro.
El sionismo tuvo muchos detractores desde sus inicios y uno de los hechos más llamativos sobre la cuestión es que una de las críticas que se le hacían era compartida por sus enemigos tanto dentro como fuera de la comunidad judía. Y es que muchos acusaban a los defensores de la fundación de un Estado judío en Palestina de reproducir a pequeña escala el imperialismo de las potencias europeas, las mismas que les discriminaban. ¿A qué se referían con imperialismo? ¿Es que existía una concepción negativa del fenómeno en parte de la opinión pública? ¿Era algo que afectaba a todos los países europeos por igual? Un vistazo a la situación del mundo extra europeo de la época permitirá responder a estas cuestiones.

§. El ancho mundo a una llamada de teléfono
«Hay momentos en que el desarrollo en todas las áreas de la economía capitalista —en los campos de la tecnología, los mercados financieros, el comercio y las colonias— ha madurado hasta el punto de que ha de producirse una expansión extraordinaria del mercado mundial. La producción mundial en su conjunto se eleva entonces hasta alcanzar un nivel nuevo y más global. En ese momento, el capital inicia un período de avance extraordinario». Si leemos estas líneas en la actualidad podríamos pensar que proceden de un medio de comunicación de la década de 1990 o 2000 y que su autor es un economista que glosa las características de la globalización de la economía tras la caída del bloque comunista. Sin embargo su autor es el filósofo socialista ruso Izráil Lázarevich Gelfand, más conocido por su seudónimo Alexander Parvus, y fueron escritas en 1901. El hecho puede resultar chocante, pero la integración económica mundial y la interdependencia resultante entre las diferentes partes del planeta (que es lo que se suele etiquetar como «globalización») no es algo reciente.
Durante el siglo XIX el crecimiento económico sostenido que había producido la industrialización conllevó el aumento del capital disponible para invertir, de modo que comenzó a ser frecuente que las clases capitalistas colocasen su dinero no sólo en sus propios países sino también en el extranjero. Esta tendencia se vio reforzada por el hecho de que a medida que en un país iban avanzando las etapas de la modernización económica, la rentabilidad de las inversiones caía, mientras que en los países que estaban comenzando a industrializarse, la rentabilidad era mayor. Esto llevó a que buena parte del dinero que se colocaba en las bolsas de Londres y París (las dos capitales financieras del mundo antes de 1914) tuviese como destino países de la periferia europea (Rusia, España, Hungría, Turquía…) y de fuera del continente. El grado de interdependencia económica desarrollado por los países europeos en los primeros años del siglo XX no tuvo precedentes en toda la historia. Como recuerdan los historiadores Asa Briggs y Patricia Clavin, «en Berlín quemaban carbón británico cuando estalló la guerra, y se utilizaban planchas de acero alemanas en la construcción de barcos de guerra para la marina británica. En 1914 en Francia se llevaba a cabo la construcción de altos hornos con la ayuda de capital alemán, y los alemanes tenían industrias químicas en Rusia…». Pero no sólo Europa se vio implicada en este juego. Además de existir una periferia europea que dependía de los polos de dinamismo económico, existía otra periferia más allá del continente.
En 1914 el mundo se había integrado completamente en el entramado económico que tenía como polo dinamizador Europa y Estados Unidos, asegurando de este modo que el crecimiento económico de Occidente continuase después de más de un siglo de marcha sin descanso. Muchas veces se ha recordado una célebre frase de Keynes en la que afirmaba que «el habitante de Londres podía pedir por teléfono, mientras bebía su té matutino en la cama, los más variados productos de toda la tierra», refiriéndose al hecho de que el comercio mundial y el avance de la técnica habían hecho posible la eliminación de fronteras económicas antes de la Gran Guerra. De hecho, desde finales del siglo XIX, la política británica apostó por reforzar la vía industrializadora abandonando por completo la agricultura. Ello era posible gracias a que los avances en la navegación y en la conservación de alimentos (ya existían los primeros barcos frigoríficos) permitían las importaciones de productos básicos de puntos tan distantes del planeta como Argentina, Estados Unidos o Australia. Pero también significaba, como iría comprobando con el paso de los años el gobierno británico, que dejar el sustento de su población al albur de las importaciones intercontinentales podía ser un punto débil demasiado evidente en caso de guerra.
Este proceso de desbordamiento de la economía europea por todo el planeta fue también posible gracias a los grandes descubrimientos geográficos que en el siglo anterior habían logrado por primera vez en la historia que todo el mundo estuviese cartografiado en los mapas. Como recuerda Stefan Zweig al hilo de la carrera por conquistar el Polo Sur entre el inglés Scott y el noruego Amundsen, «las regiones que apenas una generación antes aún permanecían dichosas y libres en la penumbra del anonimato, atienden ahora servilmente a las necesidades de Europa. Hasta las fuentes del Nilo, durante tanto tiempo buscadas, se internan los barcos de vapor. Las cataratas Victoria, contempladas hace tan sólo medio siglo por el primer europeo, suministran energía eléctrica obedientemente. El último rincón despoblado, las selvas del Amazonas, es víctima de la tala. El cinturón en torno a la última tierra virgen, el Tíbet, ha saltado por los aires. La expresión “tierra incógnita” que aparecía en los viejos mapas y globos terráqueos, ha sido borrada por manos expertas». Manos de misioneros, aventureros, funcionarios y militares, como las de Caillié, Livingstone, Stanley, Carl Peters o Savorgnan de Brazza, que quedaron para siempre ligados a las expediciones de exploración y descubrimiento de amplias regiones desconocidas del mundo. Un mundo en el que hasta entonces existían muchas regiones de las que apenas se conocía nada más que la línea costera, como es el caso del África subsahariana. Esta grandiosa empresa hundía sus orígenes en los inicios del siglo XIX y para la década de 1880 ya había adquirido la suficiente importancia en las relaciones internacionales como para amenazar con levantar fricciones en el delicado equilibrio de poder europeo. Para entonces ya estaba claro que el mundo era un botín demasiado apetitoso para unos países en pleno desarrollo económico y muy celosos de un prestigio internacional que consideraban constantemente en riesgo, entre otras cosas, porque la ideología nacionalista que defendían un buen número de gobiernos (y sus electores) no permitía que la reputación patria quedase a la zaga frente a los avances de las potencias vecinas.

§. El continente negro y los misterios de oriente
La voluntad de Gran Bretaña y de Francia de extender sus posesiones costeras en África entraron en conflicto con la iniciativa privada del rey Leopoldo II de Bélgica, que había financiado una ambiciosa empresa de exploración y explotación en torno al río Congo, amenazando con desatar una gran crisis internacional. La ocasión fue aprovechada por el político de más talento del momento, el canciller (primer ministro alemán) Otto von Bismarck. Este, que había sido el gran arquitecto de la unificación alemana y de las relaciones internacionales en el período posterior, no dejó pasar semejante oportunidad para incrementar el prestigio internacional de la joven Alemania como garante de la paz, y convocó una Conferencia internacional en Berlín en 1885. De tal reunión salieron los grandes acuerdos para proceder al reparto de África: se acordó que los grandes ríos del continente quedarían abiertos al comercio internacional, que los países con posesiones en la costa africana tendrían derecho prioritario para extenderse hacia el interior, que para tomar posesión de un territorio habría que ocuparlo efectivamente (no valdría enviar una misión de exploración y después retirarse) y se reconocía el vastísimo territorio explorado por Stanley como posesión personal del rey Leopoldo con el nombre de Estado Libre del Congo (que a su muerte en 1908 legaría a Bélgica, pasando a conocerse como Congo Belga). La Conferencia de Berlín fue el punto de partida para el reparto de África, protagonizado fundamentalmente por Gran Bretaña (que planteó el proyecto de unir por tierra sus posesiones coloniales de El Cabo y Egipto) y Francia (cuyo proyecto era unir sus posesiones de Argelia y Túnez con las que tenía a orillas del Mar Rojo). Las apetencias coloniales de ambas potencias estuvieron a punto de desencadenar una guerra al enfrentarse dos destacamentos de ambas nacionalidades en 1898 en Fashoda (Sudán). Un acuerdo de última hora con la transacción de Francia permitió conjurar la amenaza bélica una vez más y supuso el definitivo reparto de esferas de influencia.
Pero además de Bélgica, Reino Unido y Francia, hubo otros países presentes en el reparto de África: Portugal conservaba sus antiguas colonias de Mozambique y Angola; Italia centró sus aspiraciones en la zona del Cuerno de África (protagonizando en Adua, 1896, la primera derrota de un ejército europeo ante otro africano, lo que puso fin a su sueño de anexionarse el imperio de Abisinia, actual Etiopía), y España obtuvo algunas migajas del reparto. Pero entre estos relegados en conseguir un pedazo del pastel, quien se consideraba especialmente agraviada era Alemania. Resultaba paradójico que el país que acogió la cita internacional en la que se reguló el proceso de distribución del continente llegase tarde al mismo, logrando sólo cuatro territorios de relativo valor (Camerún, Togo, Tanganica y Namibia) en comparación con las posesiones británicas y francesas.
Asia tampoco escapó a las ambiciones occidentales, y de nuevo Gran Bretaña y Francia fueron los alumnos aventajados. Desde el siglo XVIII la primera era la potencia hegemónica en la península Indostánica. Primero fueron las compañías comerciales y más tarde las autoridades coloniales las que fueron extendiendo su control sobre el territorio o poniendo bajo su tutela (con la forma de protectorados) a los quinientos sesenta y cinco estados principescos en que se dividía. A lo largo del siglo XIX la India Oriental Británica se convirtió en la joya de su imperio, al ser fuente inagotable de materias primas, de ingresos y mercado reservado para las manufacturas británicas. Este inmenso territorio (que incluía los actuales estados de Pakistán, India, Sri Lanka, Bangladesh y Myanmar) era un mosaico complejísimo de estados, castas sociales, razas y religiones (la hindú y la musulmana eran las mayoritarias) que dificultaba en gran medida su gobernación. Además su población era cada vez más consciente de su subordinación a un poder extranjero que les cargaba de impuestos, interfería en sus tradiciones y les prohibía la fabricación de cualquier producto que pudiese competir con la industria de la metrópoli. Los británicos se servían para administrar el territorio de una parte de la población india, que enviaba a sus hijos a educarse al Reino Unido con objeto de ingresar después en la administración colonial. Semejante política no tardaría en mostrar resultados contrarios a los intereses de los colonizadores. En 1907, un joven indio de dieciocho años que estudiaba en Cambridge escribía a su padre refiriéndose a un célebre partido nacionalista antibritánico: « ¿Has oído hablar del Sinn Féin irlandés? Es un movimiento sumamente interesante y se parece muy estrechamente al llamado movimiento extremista en la India. Su política consiste en no pedir favores, sino en exigirlos». El nombre de ese joven era Jawaharlal Nehru y en 1947 se convertiría en el primer ministro del primer gobierno indio independiente.
Los franceses centraron su expansión en la península de Indochina, en la que habían penetrado por primera vez durante el Segundo Imperio. Además, ambas potencias se lanzaron, al igual que Alemania, a una carrera para conseguir beneficiosas concesiones comerciales en el gigante asiático, China. Por aquel entonces el Imperio chino, regido por la dinastía manchú y aquejado de profundos problemas políticos y sociales, se encontraba en una situación de decadencia que no le permitió frenar el avance de los misioneros y comerciantes occidentales que penetraban en el país. Las potencias europeas se centraron en firmar tratados con el emperador por los que se les cedían puertos en la costa y la capacidad de comercializar productos occidentales en exclusiva en una determinada región. La sensación de humillación de la población china aumentó todavía más cuando otro país asiático, Japón, se sumó a los imperialistas occidentales en su afán por hacerse con parte de las riquezas del imperio. Tras una guerra chino-japonesa en 1894 el imperio tuvo que ceder Corea y la isla de Formosa (actual Taiwán) al país insular, que sólo cuarenta años antes era un país asiático más, completamente ajeno a la esfera occidental. Pero las reformas internas comenzadas en 1868 (políticas, administrativas y económicas) a imitación de Occidente habían transformado completamente la faz de Japón. China no fue la única sorprendida por esta mutación. En palabras de Briggs y Clavin, «la revolución industrial japonesa demostró también que la industrialización no era en modo alguno monopolio de los blancos». Es más, cuando se produjo la rebelión de los bóxers, una secta xenófoba china que tras asesinar misioneros y cristianos chinos puso sitio a las legaciones extranjeras en Pekín, Japón se integró en una fuerza de intervención militar occidental sin precedentes, insólita por la colaboración bélica entre rivales como británicos y rusos, alemanes y franceses, que aplastó a los bóxers, ocupó Pekín y expulsó a la emperatriz gobernante.
Dadas estas circunstancias y teniendo en cuenta las fuerzas que había puesto en marcha la expansión colonial de Europa antes de 1914, lo que quedaba claro para un gran número de habitantes de ese mundo globalizado era que «… cuando existen varios imperios al mismo tiempo y cada uno pone en práctica su propia política imperialista de expansión industrial y territorial, se convierten inevitablemente en enemigos». El autor de esta frase fue el economista británico J. A. Hobson y forma parte de un famoso estudio que publicó en 1902 sobre el fenómeno imperialista. Ni él mismo era consciente entonces de lo acertado de su análisis y de las consecuencias dramáticas que podía tener.

§. Una familia no del todo bien avenida
Pero por el momento, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, las potencias europeas se esforzaban por centrarse en sus problemas internos, en asegurar que la expansión colonial proporcionase riqueza interior y en que las rencillas heredadas del pasado no desembocasen en un nuevo conflicto militar. El creador de un nuevo punto de equilibrio en las relaciones internacionales europeas fue Bismarck. Hombre sumamente hábil tanto en la política como en la guerra, desarrolló con anterioridad a su renuncia en 1891 todo un sistema de tratados (tanto públicos como secretos) con diferentes potencias con un doble objetivo: mantener aislada a Francia (enemigo tradicional de Prusia) y lograr la indiferencia de Reino Unido hacia los asuntos continentales. Bismarck estaba convencido de que para lograr un estado de cosas favorable en Europa necesitaba tener a los británicos centrados en la organización de su inmenso imperio ultramarino, de ahí que no tuviese entre sus prioridades una potencial expansión colonial que pudiese incomodar a la potencia insular. El fruto más acabado de esta estrategia fue la Triple Alianza entre Alemania, Austria-Hungría e Italia (el cinturón de seguridad contra Francia) firmada en 1882 y confirmada periódicamente hasta 1912, aunque desde 1902 Italia jugaba en secreto a dos barajas con Francia. Fue su testamento político, puesto que tres años antes había subido al trono alemán un nuevo y joven emperador, Guillermo II, de talante más agresivo e irreflexivo que el del anciano canciller y, sobre todo, con ideas propias que no estaba dispuesto a discutir con nadie. El nuevo emperador exigió el mismo año que se renovó la alianza la renuncia de Bismarck y seguidamente decidió no restablecer un tratado por el que se aseguraba la neutralidad de Rusia en caso de guerra. Francia no dejaría pasar una oportunidad tan clara: Rusia era en esos momentos uno de los países que se estaba industrializando más deprisa y el capital francés tenía ya un importante protagonismo en las inversiones en el imperio de los zares. En 1894 Francia y Rusia firmaban un tratado de alianza que parecía contra natura (el régimen republicano más progresista de Europa se aliaba con la monarquía más retrógrada), pero pese al escepticismo general, el intercambio de inversión de capital por amistad diplomática hizo que, sorprendentemente, funcionase.
Gran Bretaña, mientras tanto, comenzaba a inquietarse. Al terminar el siglo Alemania le había superado como primer productor industrial de Europa (el primero mundial era Estados Unidos) y el comercio alemán también amenazaba con acabar con la supremacía británica en los mares. Para colmo, Guillermo II estaba obsesionado con conseguir un reajuste del reparto colonial del mundo más favorable para Alemania, y aceptó la propuesta de su consejero, el almirante Alfred von Tirpitz, de construir una poderosa armada de guerra que pudiese contribuir a dicho objetivo. Reino Unido consideró los planes de Alemania como una amenaza velada a sus intereses por lo que, pese a tener múltiples recelos hacia Francia fruto de los roces surgidos en la carrera colonial, abandonó disimulada y progresivamente su aislamiento respecto de los asuntos continentales. El resultado fue la firma, en 1904, de la Entente Cordiale, en principio un tímido acuerdo de apoyo mutuo en caso de protestas de terceros contra uno de los firmantes, pero que demostraría con el tiempo ser una alianza de una solidez extraordinaria.
Así, en la primera década del siglo XX el equilibrio de poder había cambiado profundamente en Europa. Del sistema bismarckiano, cuidadosamente calculado, construido como un mecanismo de relojería y que consiguió sostener durante décadas unas relaciones internacionales que parecían asegurar la paz, se pasó a un sistema dual de alianzas que introducía inseguridades de base. Parecía haber cierto equilibrio, pero poco a poco habían ido surgiendo elementos de rivalidad entre las principales potencias en lo económico, en lo político y en lo cultural. Aun así, nada hacía presagiar para entonces que pudiese estallar una guerra destacable. Siempre podría haber conflictos aislados en alguna parte remota de Europa o el mundo, pero un conflicto entre potencias como había sido la última gran guerra del XIX, la guerra franco-prusiana, no parecía verosímil a esas alturas… ¿o quizá sí?

Capítulo 2
La Europa de la belle époque

Con frecuencia resulta difícil para quienes no son especialistas en la materia evocar la imagen de los primeros años del siglo XX sin mezclarla de forma inevitable con la de las últimas décadas de la centuria precedente. Casi todo el mundo posee sin embargo una imagen más clara (más o menos estereotipada y más o menos imprecisa) de los llamados años veinte, con sus mujeres modernas de pelo corto, su música bailable y animada y su drástico final marcado por el crac de 1929. Que la Primera Guerra Mundial (1914-1918) determinó la distinción entre ambos períodos resulta tan evidente como que el segundo de ellos no puede entenderse sin atender a las consecuencias del inhumano conflicto que desgarró a Europa durante cuatro largos años. Del mismo modo, tratar de acercarse a la Primera Guerra Mundial resulta imposible sin hacerlo a los primeros catorce años del siglo XX, y no sólo porque en ellos se encuentren sus causas más inmediatas, sino también porque difícilmente puede valorarse el impacto que la guerra supuso sobre la historia contemporánea europea sin detener la mirada sobre la sociedad que, convencida de que habría de durar apenas unas semanas, vio estallar el enfrentamiento bélico en el verano de 1914.
La historia política, social, económica y cultural del siglo XX está imborrablemente marcada por la dinámica de sus primeros catorce años, una época de prodigioso frenesí creativo en todos los terrenos de la actividad intelectual y artística en la que se establecieron las bases sobre las que en buena medida discurriría el resto del siglo. La sociedad de masas, la economía de consumo, el boom de las comunicaciones, la lucha por la igualdad de derechos, la aparición de nuevos grupos sociales vinculados al imparable crecimiento urbano, el cuestionamiento de lo establecido como actitud vital, la tecnologización de la vida cotidiana o la liberación sexual, entre otras muchas cuestiones, encontraron sus primeras manifestaciones en un sentido contemporáneo en los años que precedieron a la Gran Guerra. La acumulación de hitos esenciales para el nacimiento de la sociedad contemporánea es tal en esos años que frecuentemente los historiadores se refieren a ellos como revolución o crisis de comienzos del siglo XX. Adentrarse en su historia es un viaje apasionante que deja siempre sin aliento por lo sorprendente y sin palabras por lo familiar que cien años después aún resulta.
§. Una frontera confusa: Fin de siècle y belle époque
Si en un ejercicio de imaginación el lector cierra los ojos y trata de evocar a un hombre o una mujer de comienzos del siglo XX muy probablemente acudirán a su cabeza las figuras de una dama elegantemente ataviada con un vestido ceñido en el talle, larga falda hasta los pies, corpiño de cuello alto, un vistoso sombrero y una sombrilla para protegerse del sol. Si el elegido es un hombre la imagen será asimismo de un individuo de aspecto cuidado, traje oscuro de buen paño, chaqueta más larga que las actuales, corbata ancha, quizá bastón y por supuesto sombrero. En ambos casos el entorno fácilmente será el de una calle amplia de una ciudad grande heredera de los paseos luminosos propios del urbanismo decimonónico. Sin hacer un gran esfuerzo podrá ver algún medio de transporte, ¿a caballo?, ¿o quizá un tranvía?, incluso algún automóvil de gasolina. Y esa calle probablemente podría estar concurrida por todo tipo de personas, varias niñeras paseando niños, algún militar de uniforme, otras damas parecidas a la nuestra… ¿Y si el ejercicio se propone para la última década del siglo XIX? La imagen seguirá prácticamente idéntica salvo por alguna pequeña modificación en los trajes para hacerlos menos sencillos y la sustitución del automóvil y el tranvía por unos carruajes de caballos con sus respectivos cocheros. Una imagen en definitiva consagrada mil veces por el cine e incluso la literatura pero que sólo en parte se ajusta a la realidad de las sociedades europeas en torno a 1900.
Si bien es cierto que con el inicio hacia 1870 de la denominada Segunda Revolución Industrial Europa vivió una notable aceleración del proceso de urbanización característico del mundo industrializado, no es menos verdad que a finales del siglo XIX la mayor parte de la población europea continuaba viviendo en el entorno rural y sus condiciones de vida distaban bastante de las que empezaban a ser frecuentes en las grandes ciudades. Por otra parte, el proceso de urbanización no era homogéneo en todo el continente pudiendo distinguirse entre un centro dinámico formado por las islas Británicas y el eje de países articulado en torno a Bruselas-Milán, y una periferia integrada por toda la Europa meridional y oriental en la que el proceso de industrialización se desarrollaba más lentamente y, en consecuencia, también la modernización de sus sociedades.
¿Por qué entonces se ha popularizado una imagen tan distinta y qué hay de cierto en ella? Si la Europa que inconscientemente evocamos al pensar en el inicio del siglo pasado es claramente urbana se debe a la trascendencia que para la historia posterior tuvieron los hechos que por esos años acaecieron precisamente en el entorno urbano: la consolidación de la sociedad de masas con su trasunto económico (el consumo como motor de la economía), cultural (la extensión de la alfabetización, la popularización de los medios de comunicación y el surgimiento de la opinión pública en un sentido contemporáneo) y político (el asentamiento de la democracia liberal y el nacimiento de los partidos políticos de masas). La importancia de todos estos cambios para nuestra historia es tal que explica la frecuencia con que los trabajos que se centran en estos años fijan su atención en el mundo urbano dibujando unas dinámicas sociales en las que las ideas y los procesos de renovación circularon fundamentalmente de la ciudad al campo. Para hablar pues de la evolución histórica de Europa en su conjunto en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial resulta irrenunciable el estudio de los cambios acaecidos en las ciudades.
Y si el aire urbano con que se evoca el comienzo del siglo XX responde en buena medida a su esencia, también la confusión de límites con los años finales del siglo anterior obedece a razones no menos ciertas. Las expresiones fin de siècle (final de siglo) y belle époque (la época bella) que han excedido el ámbito de la historiografía para incorporarse al imaginario popular son conceptos algo resbaladizos que definen el clima espiritual de Europa entre, aproximadamente, 1885 y 1914. Esta consideración conjunta de los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX obedece a la presencia en dicho período de fuertes elementos de continuidad en la percepción que los europeos tenían de sí mismos y del mundo que les rodeaba. No en vano, la historiografía inglesa ha acuñado la expresión turn of the century para referirse a esta etapa como algo coherente. Y es que una de las ideas esenciales que deben tenerse claras a la hora de acercarse a la Europa anterior a la Gran Guerra es que la visión del mundo entonces dominante era la heredada de los últimos diez o quince años del siglo XIX. A lo largo de los catorce años que precedieron al estallido de la guerra tal visión del mundo revelaría sus más profundas tensiones internas dando lugar a la irrupción de nuevas y en muchos casos revolucionarias corrientes de pensamiento e interpretación de la realidad, corrientes que acabarían por ser determinantes para el resto del siglo pero que, no debe olvidarse, fueron en su momento minoritarias. De ellas y de los cambios que vinieron de su mano nos ocuparemos en las próximas páginas pero, antes de la excepción, es preciso detenernos en la norma, y la norma en la Europa de 1900 era la de considerar nuestro continente y los logros de su civilización como la más acabada expresión de la capacidad y el espíritu humanos. Una Europa segura y orgullosa de sí misma abría entonces los brazos a un cambio de siglo del que sólo cabía esperar cosas buenas. Pocas veces percepción y realidad han resultado tan mala pareja de baile.

§. Europa, centro del mundo
A lo largo de las décadas finales del siglo XIX y al compás que el proceso de industrialización se extendía por todo el continente, Europa conoció una etapa de crecimiento constante que no sólo tuvo su reflejo en una creciente demografía, sino muy especialmente en la mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de su población que comenzó a disfrutar de las consecuencias de una fase de expansión económica sin precedentes. La internacionalización de la economía vinculada al colonialismo, la mejora de las comunicaciones gracias al ferrocarril y los nuevos sistemas de navegación, la rara ausencia de grandes conflictos bélicos, la puesta en marcha de políticas de alfabetización en prácticamente todos los países europeos y, sobre todo, la increíble sucesión de descubrimientos aplicables de forma directa a la vida cotidiana, convencieron a los habitantes de Europa de que en ninguna otra parte del mundo ni en ninguna otra época de la historia la humanidad había logrado un grado de desarrollo, prosperidad y civilización comparables a las alcanzadas por el viejo continente. En palabras del profesor José Luis Comellas: «El último tercio, o si se quiere, el último cuarto del siglo XIX, tiene algo de edad dorada, dichosa, carente de grandes problemas, y llena de alicientes y momentos gratos. La mayor parte de Europa vive una época feliz, y no puede sino esperar mayor felicidad todavía».
Pese a las desigualdades inherentes al desarrollo del capitalismo industrial, las condiciones de vida del común de la población europea mejoraron notablemente en la etapa referida, de suerte que, como recuerda Donald Sassoon, «a pesar de que seguían prevaleciendo las largas horas de trabajo y unas condiciones de explotación, y a pesar de que la agricultura empleaba, prácticamente en toda Europa, más gente que la industria, los días más oscuros del capitalismo parecían haber llegado a su fin. Los salarios de los trabajadores no cualificados en Alemania, Francia y Gran Bretaña subieron con regularidad durante el período comprendido entre el año 1880 y la Primera Guerra Mundial, y al mismo tiempo el coste de su principal comida, el pan, descendió».
Por otra parte, la ciencia parecía avanzar de forma inexorable abriendo las puertas de un mundo mucho más cómodo y próspero de lo que ninguno de sus contemporáneos se hubiese atrevido a imaginar. Desde 1876 la comunicación oral entre personas alejadas en el espacio era posible gracias al teléfono y tan sólo un año más tarde, quien en 1879 daría al mundo la posibilidad de iluminarse con bombillas eléctricas, Thomas Alva Edison, dejó claro para la posteridad que «María tenía un corderito» (Mary had a little lamb) al registrar por primera vez con tales palabras la voz humana en un aparato capaz de captarla y reproducirla, el fonógrafo. En 1885 el norteamericano George Eastman hizo de la fotografía algo al alcance de muchos gracias a la primera cámara portátil, mientras que la linotipia de Ottmar Mergenthaler (1886) y la monotipia de Tolbert Lanston (1889) hicieron posible las grandes tiradas impresas gracias a las que cristalizó la prensa de amplia circulación. En 1890 la telegrafía sin hilos de Heinrich Hertz (o de Marconi, Branly, Lodge o Stepanovich, según a quien se quiera escuchar) posibilitaba la comunicación transatlántica casi inmediata, y tres años más tarde se podía ver un coche impulsado por gasolina desplazándose como por arte de magia. En 1895 Röntgen descubría los rayos X y los hermanos Lumière democratizaban la posibilidad de soñar con otros mundos a la que antes de su cinematógrafo sólo podían acceder quienes sabían leer. En 1896 Henri Becquerel descubrió el fenómeno de la radiactividad (aunque tal nombre se debería a los trabajos posteriores de Marie Curie) y en 1887 apareció el primer motor diesel, de modo que, como apunta el historiador Robert Palmer, «si la ciencia se hizo positivamente popular a partir de 1870, aproximadamente, hasta el punto de que las personas científicamente ignorantes la miraban como un oráculo, fue porque se manifestaba ante todos en las nuevas maravillas de la vida cotidiana».
Nada tiene pues de raro que una Europa próspera se sintiese segura de sí y percibiese el progreso como un proceso irreversible fruto del esfuerzo de una civilización durante siglos que por fin podía recoger sus más ricos frutos. El mundo, colonizado por su bien pues así podría beneficiarse del proceso civilizador, estaba a los pies de un continente en el que la economía crecía imparablemente, los sistemas políticos de corte democrático se consolidaban pese a sus limitaciones, la sociedad se ordenaba conforme a criterios de civilidad burguesa reconocibles, la medicina y la extensión de las condiciones higiénicas garantizaban la mejora del nivel de vida y el bienestar material ofrecido por los avances técnicos no conocía parangón. En ese escenario la llegada de un nuevo siglo era, sencillamente, la mejor noticia posible: cien largos años por delante para continuar la carrera del progreso y extender los valores que habían hecho de Europa el centro del mundo. Por si alguien podía tener dudas de ello, la ciudad de París se encargó de recordarlo en su increíble Exposición Universal de 1900.

§. La esperanza del siglo XX
Como recuerda José Luis Comellas, «el año 1900 —como de costumbre, con un error de anticipación— fue celebrado como nunca en la historia, en los discursos y proclamas de los jefes de Estado, en las cancillerías, en los actos oficiales, en las fiestas de la calle, y en los hogares también. Nunca hasta entonces se había celebrado un cambio de siglo con tantas y tan emocionantes solemnidades. Todas o casi todas ellas, por supuesto, cuajadas de buenos augurios y mejores deseos, como corresponde al caso». Entre todas esas celebraciones la Exposición Universal de París expresó como pocos eventos el espíritu reinante en Europa a comienzos de siglo.
Una enorme escultura femenina (alegoría de la ciudad) de más de seis metros encaramada sobre un portal pensado para permitir el tráfico de unas setenta mil personas por hora recibía al visitante. Desde la explanada de Los Inválidos hasta el Campo de Marte, a lo largo de una de las orillas del Sena, y en el espacio comprendido entre los Campos Elíseos y la plaza del Trocadero, en la otra, la exposición era un gigantesco escaparate comercial, científico y cultural en el que los distintos países europeos se afanaron por presentar la imagen de sí mismos que deseaban proyectar. Los impresionantes pabellones nacionales del lado del Campo de Marte acogían las más increíbles muestras del progreso técnico que hacía henchirse orgulloso al continente: salas dedicadas a la metalurgia y sus aplicaciones, al funcionamiento de los rayos X, a la creación de ilusiones ópticas, pasarelas que se movían a diversas velocidades gracias al impulso eléctrico, un Palacio de la Electricidad alumbrado por la abrumadora cantidad de cinco mil bombillas… En palabras de Philipp Blom, «bajo los torreones, los putti y los pergaminos rococó de la arquitectura oficial de la exposición, el visitante encontraba un mundo diferente: una modernidad ambiciosa y segura de sí misma. Máquinas relucientes por todas partes y nuevos motores e inventos abarrotaban las salas de exposición».
Al otro lado del Sena las civilizadas y petulantes naciones europeas que habían llegado a todas partes del mundo quisieron traer el mundo hasta París. Los pabellones coloniales recreaban para mayor disfrute de los visitantes unas tierras que cada vez resultaban menos lejanas. Blom lo describe del siguiente modo: «Era un mundo colorido y fascinante y, sobre todo, inofensivo. El público podía comprar en el zoco de El Cairo; admirar a los artesanos argelinos y comer en restaurantes chinos; visitar la pagoda camboyana y contemplar a nativos felices y satisfechos vestidos con trajes multicolores. En el pabellón del Congo francés, a los nativos se les veía especialmente bien alimentados; ellos también lucían bellos trajes típicos. Mujeres con grandes jarrones en la cabeza paseaban junto a los espectadores curiosos entre la vegetación exuberante de la selva tropical […] En el pabellón de la India, los visitantes podían ver un grupo de animales embalsamados, incluido un elefante con la trompa en ristre, gallinas, un jabalí y una serpiente lista para atacar, y, muy cerca de allí, a una familia de jaguares y un ibis rosado». Los pabellones coloniales eran pues tan elocuentes como los tecnológicos a la hora de reflejar la idea que Europa tenía de sí misma y de los valores que encarnaba: progreso, civilización, opulencia, dominio, seguridad… armas todas ellas con las que encarar inmejorablemente un prometedor futuro.
El mensaje era evidente y se transmitía de modo eficaz a todo aquel que se acercaba a la capital francesa. La Exposición Universal no fue un evento para grupos sociales acaudalados; lejos de ello, las condiciones de vida que habían comenzado a disfrutar los habitantes del continente unos años antes permitieron el paso por los pabellones parisinos de la increíble, incluso para nuestros días, cantidad de casi cincuenta millones de visitantes. Cincuenta millones. El mundo había cambiado y la sociedad de masas despuntaba en el horizonte.
Una vez más, la ciudad era el escenario de una de las transformaciones sociales más características de comienzos del siglo XX. El capitalismo industrial había encontrado su perfecto aliado en el consumo. Las nuevas técnicas de producción industrial como la cadena de montaje habían alejado el valor de lo artesanal al ofrecer bienes producidos con menor coste para un público creciente que, fundamentalmente en la ciudad, se acercaba a ellos como moscas a la miel. Aún habría que esperar varias décadas para que esa realidad terminase por alumbrar la economía de consumo de masas (que no apareció hasta después de la Segunda Guerra Mundial), pero el consumo como valor social y el mundo de las masas ya habían irrumpido en la escena europea.
Probablemente dos de sus más visibles expresiones fueron la popularización de los medios de comunicación, en particular la prensa y el cine, y la difusión de nuevos espacios de sociabilidad y consumo como los cabarets, los cafés-cantantes, los clubes sociales y deportivos y, sobre todo, los grandes almacenes comerciales. La felicidad y el consumo se presentaban de la mano, pero también la toma de conciencia política como grupo social y la opinión pública. El siglo XX estaba servido.

§. ¡Compren, compren, compren!
Como recuerda Donald Sassoon, «el último cuarto del siglo XIX asistió al nacimiento de la prensa popular de gran difusión en Francia, Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos […] Antes del nacimiento del cine, la prensa era el mercado cultural de mayores dimensiones, pues superaba en tamaño al negocio editorial y sus cifras eran bastante más elevadas que las del teatro». Los importantes avances en la alfabetización de la sociedad logrados en torno al cambio de siglo (incluso en España, país especialmente atrasado y en el que la Ley Moyano de 1857 había establecido con escaso éxito la obligatoriedad de la educación primaria para niños y niñas, el nuevo siglo se estrenó con la creación del Ministerio de Instrucción Pública) generaron un creciente mercado lector especialmente numeroso en las ciudades. Los avances tecnológicos permitían dar respuesta y alimentar la nueva situación, pues las modernas rotativas podían imprimir miles de ejemplares a velocidades sorprendentes (hasta 100.000 por hora). Los ciudadanos del nuevo siglo empezaban a tener a su alcance algo que hoy nos parece irrenunciable: la información accesible e inmediata a los hechos. Cualquier suceso relevante que acaeciese en una ciudad europea de comienzos del siglo podía ser inmediatamente comunicado salvando la distancia física a través de un teléfono y, en unas pocas horas, la prensa diaria de las ciudades llevaba la noticia al gran público pues, como afirma José Luis Comellas, «en el momento del cambio de siglo tienen ya su periódico propio no sólo las ciudades importantes, sino las medianas y pequeñas». Así, ya en 1910, París contaba con el nada desdeñable número de setenta periódicos, vendiéndose un ejemplar por cada seis o siete habitantes, cifra inalcanzable para urbes menos desarrolladas como Madrid o Barcelona pero en las que las tiradas de prensa diaria, pese a las diferencias de alfabetización, rondaban los 6000 ejemplares.
La prensa, entonces como ahora, no era sólo un vehículo de información, sino también de creación de opinión pública, como evidenciarían casos como el escándalo Dreyfus en Francia o la aparición de periódicos vinculados a un partido político en todos los países de Europa. Pero también se reveló como eficaz transmisora de cultura y un magnífico escaparate para la incipiente publicidad vinculada al consumo. Lociones capilares para mantener a raya la alopecia, sales de baño dignas de Cleopatra, tónicos para los nervios femeninos, elixires prodigiosos para todo tipo de dolencias, artilugios ortopédicos de lo más diverso… todo encontraba un lugar entre la información sobre los países vecinos, las acaloradas discusiones de los parlamentos locales, los crímenes más sorprendentes y los ecos de sociedad más notables. La silueta de una mujer elegante con un paquete de cereales en la mano recordaba a las amas de casa inglesas que no había mejor desayuno para sus esposos que los cereales Kellogg’s, mientras que una adorable ancianita compartía una papilla de Maizena con su no menos adorable nieta asegurándose la alimentación más completa en las páginas de la prensa española.
La prensa urbana fue asimismo un importante resorte para la difusión de ciertas formas de cultura popular como las novelas por entregas o los folletines. Entre las primeras alcanzaron gran éxito los relatos de espías, detectives y aventuras que convirtieron a autores como Emilio Salgari en auténticos ídolos populares. En algunos casos la prensa llegó a publicar por entregas algunas de las hoy consideradas obras cumbres de la literatura del siglo XX, casos de Resurrección o Ana Karenina de Lev Tolstoi (publicadas en el periódico socialista italiano Avanti). Por su parte, los folletines se dirigían al cada vez más numeroso público lector femenino, cuyo incremento imparable a lo largo de los primeros años del siglo terminaría motivando una verdadera eclosión de títulos periódicos especialmente dirigidos a mujeres como la revista inglesa Women’s World (1903) o la española El Hogar y la Moda (1909). Como apunta Donald Sassoon, «el aumento de la prosperidad había creado un significativo mercado para las mujeres de clase media, que controlaban una apreciable parte del presupuesto familiar». Y a esa parte del presupuesto se dirigían con tono melifluo los anuncios de los nuevos productos de la sociedad industrial.
Las ciudades crecían, los tiempos cambiaban y el consumo se hacía un hueco entre los europeos. Signo de los nuevos tiempos, en los que por primera vez en la historia cristalizaba la idea de ocio como bien de consumo, fueron sin duda alguna los cines. Desde que en 1895 los hermanos Lumière presentaron a sus estupefactos contemporáneos el cinematógrafo, la industria del cine se extendió imparablemente por todo el mundo. Las imágenes en movimiento fascinaban a todos, independientemente de la edad, formación, clase social o sexo. Además, desde sus inicios el cine fue un entretenimiento popular al que se podía acceder haciendo un pequeño gasto asequible para casi toda la población. Precisamente por ese carácter popular, los primeros cines fueron itinerantes de modo que a comienzos del siglo XX era posible ver películas en cafés concurridos, teatros de variedades o ferias ambulantes. Las primeras películas, de metraje breve, ofrecían al espectador pequeñas historias cómicas o variedades circenses que pronto se quedaron cortas para un público que pedía más. Para responder eficazmente a sus demandas el cine tenía que acercarse más al teatro: hacían falta actores profesionales, directores, guionistas, especialistas en iluminación, tramoyistas, decorados…, es decir, había que convertirlo en una industria profesionalizada para que pudiese ofrecer su máxima rentabilidad. Hacia 1910 el proceso ya había comenzado. Las posibilidades económicas de la nueva industria no pasaron inadvertidas para los franceses León Gaumont y los hermanos Pathé, que en los años previos a la Primera Guerra Mundial encabezaron la industria cinematográfica en toda Europa abriendo sucursales desde Moscú hasta Barcelona y que, en 1910, se lanzaron a la comercialización de películas más largas en salas especialmente concebidas para su proyección. Fuera de Europa también el cine empezaba a profesionalizarse, y así en 1911 David Horsley, sin imaginar la trascendencia de sus actos, creó el primer estudio cinematográfico en Hollywood.
Las nuevas salas de proyección ofrecían al público un sueño envuelto en lujo y comodidad cuyo más destacado exponente en Europa fue el Gaumont Palace de París inaugurado en 1911. Tenía capacidad para más de tres mil espectadores que eran recibidos en un magnífico edificio de fachada iluminada por bombillas eléctricas. Las filas de cómodas butacas y la orquesta situada en un foso aseguraban a quienes se acercaban al Gaumont Palace una experiencia inolvidable. Las nuevas salas de cine se extendieron rápidamente por toda Europa de modo que hacia 1912 Londres pasaba de las cuatrocientas, Manchester de las cien y Budapest de las noventa, mientras que en San Petersburgo se habían levantado réplicas exactas de algunas de las más elegantes salas francesas.
Las nuevas películas de guiones cuidados y valor dramático ponían además al alcance de la mano experiencias que hasta entonces habían estado reservadas a las clases acomodadas y cultas, experiencias que habían dejado de ser únicas puesto que merced a la técnica podían repetirse hasta la saciedad. Philipp Blom lo explica con toda claridad al afirmar: «Durante el siglo XIX, si uno quería compartir la leyenda de la gran Sarah Bernhardt (1844-1923), la divina, toda una estrella ya antes de 1900, tenía que comprar una entrada bastante cara en un teatro de París, de Estados Unidos, San Petersburgo o Londres durante una de las giras de la actriz. Si se la quería ver una vez iniciado el siglo, cuando aún interpretaba papeles jóvenes pese a tener más de sesenta años, sólo había que esperar que se estrenara una de sus películas y ver algo que se consideraba la cumbre del teatro, daba igual si uno vivía en la capital, en un pueblo de los Pirineos o en un barrio pobre de Lisboa, Cracovia o San Francisco».
El cine, la prensa y la fotografía habían cambiado por completo las posibilidades de ocio e información de los europeos de comienzos del siglo XX creando nuevos espacios de sociabilidad popular de carácter masivo y, en consecuencia, generando un imaginario de masas lleno de nuevos ídolos laicos hasta entonces desconocido. Como recuerda Philipp Blom: «Ninguna estrella antes de Bernhardt (el apogeo de su carrera coincidió con la aparición de los periódicos de gran tirada y de las reproducciones fotográficas, como tarjetas postales) había estado tan presente en el ojo público con tantos detalles personales, maneras de ser y todos los deliciosos condimentos de la mitología privada. La ocasional costumbre de Bernhardt de dormir en su ataúd (y hacerse fotografiar en él) dio lugar a tantos comentarios como su exótico zoo particular, que incluyó, en diferentes épocas, a un león, un lince, una cría de cocodrilo que murió accidentalmente después de que le dieran a beber demasiado champán, y una boa constrictor que murió tras ingerir el cojín de un sofá». En los bolsillos de muchos europeos de la época comenzaban a convivir en rara armonía estampas de vírgenes y santos con postales de estrellas de cine.
Y junto con los cines, los grandes almacenes comerciales se erigían como símbolos de un tiempo nuevo marcado por la idea de consumo. Desde finales del siglo XIX y como reflejo lógico de la abundancia de bienes de consumo generados por la producción industrial, comenzaron a aparecer grandes puntos de venta no especializados. Pocos lugares como aquellos simbolizaron la opulencia soñada por la Europa del cambio de siglo con sus suntuosos edificios y la abrumadora variedad de los productos ofrecidos para la venta. Las galerías Lafayette de París, los también parisinos almacenes Dufayel (cuyo sótano albergaba una sala de cine para más de mil espectadores), los almacenes Harrods de Londres o los moscovitas Muir & Mirrilees se inauguraron entonces.
Los grandes almacenes de comienzos del siglo XX, por sorprendente que pueda resultar para el lector actual, eran, en su filosofía, prácticamente idénticos a los que hoy llenan las calles de todas las ciudades del mundo. Gran variedad de productos destinados al consumo doméstico, desde alimentos importados a muebles, pasando por dispositivos tecnológicos como los gramófonos, discos, libros y por supuesto la última moda. Como hoy, también era posible comer, cenar o tomar un café acompañado de algún capricho a media mañana o media tarde para descansar de una jornada de compras. Si el precio de algún producto excedía la capacidad de compra de un cliente, los grandes almacenes ofrecían la posibilidad de pagarlo de forma fraccionada asumiendo cierto interés a cambio. Incluso la mezcla de gran almacén con un lugar de ocio también estaba ya a la orden del día, pues como hemos visto algunos de ellos contaban con salas de cine como forma de atraer potenciales compradores. Las posibilidades de consumo abiertas por los grandes almacenes no se limitaron a su entorno más inmediato ya que gracias a los innovadores sistemas de compra telefónica (que tampoco son nuestros) y a sus completísimos catálogos por correo consiguieron llegar a los puntos más insospechados de venta. Sirva como muestra elocuente la anécdota que recuerda Philipp Blom: «En Moscú, Muir & Mirrilees despachaban sus mercancías a todo el Imperio ruso. Desdichado en su casa de Yalta, Anton Chéjov dependía tanto de los productos de calidad de los grandes almacenes moscovitas, que llamó Muir y Mirrilees a sus dos perros».

§. El sueño de la burguesía
El consumo empezaba a perfilarse como uno de los motores esenciales de la economía europea en un mundo en transformación que se modernizaba a pasos agigantados. La sociedad había cambiado al compás de los nuevos tiempos. La industrialización, la irrupción de los avances tecnológicos en la vida cotidiana, el desarrollo de las ciudades y en ellas de nuevos grupos sociales, comenzaban a dibujar la sociedad moderna. La mejora general de las condiciones de vida desde el punto de vista material facilitó tal proceso, de suerte que como afirma Donald Sassoon, «en la práctica, entre los verdaderamente ricos (los terratenientes, los principales banqueros y los industriales) y los auténticamente pobres (los desempleados, esto es, las llamadas “clases peligrosas”) existían diversos grupos sociales, separados entre sí por pequeñas diferencias de ingresos y posición (los trabajadores de cualificación media, los trabajadores cualificados, los tenderos, los oficinistas, etcétera), de modo que no había una acusada distancia entre las clases. Sólo de los realmente pobres podía decirse que tuvieran un estilo de vida muy distinto al de los grupos que lindaban socialmente con ellos». Ello no quiere decir que Europa fuese exactamente la sociedad opulenta que deseaba ser, o que no existiesen desigualdades sociales. De hecho, la distancia entre los más pobres y los más ricos era mucho mayor que la que en esas mismas sociedades existe en nuestros días. Pero, sin confundir la realidad con el deseo, lo cierto es que en los años previos a la Primera Guerra Mundial la vida se había convertido en algo mucho más cómodo para los europeos que lo que había sido para la generación de sus abuelos o sus bisabuelos, y existían en el espectro social muchos más pequeños grupos intermedios que en épocas anteriores. Nada tiene pues de raro que la principal promotora de aquel modelo social, la burguesía, que había triunfado con él, después de la guerra se refiriese con nostalgia a aquellos años como belle époque.
El modelo social imperante, es decir, el comúnmente aceptado como referencia moral y meta deseable desde los últimos años del siglo XIX y que se extendió a los catorce primeros del XX, fue sin lugar a dudas un modelo social de cuño burgués. De la mano del desarrollo industrial y el consumo, la burguesía fue adquiriendo un peso creciente en las sociedades europeas y si la aristocracia había sido tradicionalmente la clase dominante, ahora el control del capital, la posesión de dinero, comenzó a mostrarse tan efectiva para acceder a los resortes de control del poder como antes lo había sido en exclusiva la cuna. El capitalismo entronizaba al capital, y como han demostrado las políticas matrimoniales adoptadas por la aristocracia europea en esas fechas, en no pocas ocasiones las antiguas clases dominantes comenzaron un acercamiento a la nueva aristocracia del dinero encarnada, a veces, por apellidos sin rastro noble alguno como Rothschild o Vanderbilt pero llenos de dinero.
Por otra parte, la compleja burocracia estatal vinculada a las cada vez más consolidadas democracias liberales y la nueva realidad socioeconómica impuesta por el desarrollo industrial en el mundo urbano ofrecían nuevas posibilidades de ascenso social no sólo a la burguesía posesora del capital, sino también a la que podía presumir de una buena formación. Desde los funcionarios públicos hasta los empleados de banca, una amplia gama de grupos que pueden considerarse burgueses y que, lo que es aún más importante, se veían a sí mismos como burgueses, se convirtieron en una parte destacada del paisaje humano de comienzos del siglo pasado. Eran la encarnación más evidente de la prosperidad, el progreso, la civilización y la moral que Europa había convertido en sus grandes señas de identidad.
Incluso el modelo familiar habitual en esos días y, claro está, las relaciones de género, respondían a un ideal que procedía de la burguesía: la actividad entendida como virtud, el hogar como escenario de estatus y moralidad encomendado a la mujer, la representación familiar fuera del ámbito doméstico depositada sobre el hombre, el rol productor de este y reproductor de aquella, la formación intelectual de unos y otros para ajustarse correctamente a tal papel y, sobre todo, la importancia que con todo ello se atribuía a la forma, o «las formas», que pasaban a entenderse como la mejor muestra del ideal social. El escritor Stefan Zweig (1881-1942) refiriéndose a las mujeres reflexionaba del siguiente modo acerca de ello: «Cuanto más quería una mujer parecer una dama, menos se permitía que se notaran sus formas naturales; toda la moda seguía esa doctrina y, con ello, la tendencia moral general de la época, preocupada básicamente por encubrir y ocultar las cosas».
La evocación de los años previos a la Primera Guerra Mundial como belle époque responde precisamente a la percepción que la burguesía tuvo de aquella etapa como época dorada, pues no en vano fue su tiempo como no lo había sido antes ningún otro. El desmoronamiento de los modelos sociales que inevitablemente supuso la guerra tiñó de un aire nostálgico esos años de supuesta plenitud de Europa y de los valores burgueses. «Nos divertíamos con corazón ligero, adorábamos cada minuto de la existencia […] Cuando evoco ahora esa época despreocupada y encantadora, todo esto parece frívolo e insignificante, pero era la época de nuestra juventud: las tinieblas de este siglo aún no habían invadido nuestras vidas, la guerra de 1914, con todos sus horrores, estaba todavía agazapada en el futuro», afirmaría en sus Memorias la mujer del político británico conservador lord Curzon. Y aunque es cierto que la guerra estaba «agazapada en el futuro», los síntomas de los revolucionarios cambios sociales y culturales que vendrían de su mano habían empezado a dar sus primeras y esenciales muestras precisamente durante la belle époque como respuesta a las tensiones del modelo. El nuevo siglo, el cambio, la modernidad… no significaba lo mismo para todos. Cabían otras lecturas, otras percepciones de los nuevos tiempos en las que Europa, su plenitud, su progreso material y su supuesta superioridad moral desaparecían del centro del universo para ocupar un lugar ominoso. De los nuevos tiempos y de sus cambios no sólo nacían las seguridades que sostenían el modelo imperante, sino también hijos críticos que socavaban todo aquello que buena parte de la sociedad había adoptado como certezas.

§. Renovarse o morir
Novedad, modernidad, renovación. Todos ellos fueron términos que gozaron de su más alta valoración en los primeros años del siglo XX. La sensación de progreso constante e imparable que se había adueñado del espíritu europeo desde finales del XIX motivada por las causas conocidas (desarrollo económico y comercial, avances científicos de aplicación directa a la vida cotidiana, mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de la población…) terminó por hacer de lo nuevo, en tanto que patrocinador del progreso, un ideal extensible a casi cualquier cosa. Fueron los años del art nouveau (arte nuevo), la nueva mujer, la nueva poesía, el nuevo teatro, la nueva arquitectura… y todo lo que se presentaba bajo ese epíteto era, por el simple hecho de ser nuevo, bueno. Es probablemente en el terreno de la novedad y del gusto por ella donde más claramente se evidencian las tensiones inherentes a la visión del mundo imperante que hemos venido describiendo, de suerte que la búsqueda de «lo nuevo» fue al tiempo en aquellos años consecuencia y reacción frente a la dinámica de los, también nuevos, tiempos. En la propia pulsión del afán por el progreso, se gestó el germen de la quiebra del modelo que lo deificaba. La novedad iba a ser su verdugo.
Ya en los años finales del siglo XIX comenzaron a producirse las primeras manifestaciones de crisis del sistema de valores sociales que Europa había hecho suyo y, al igual que sucedería en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, esas manifestaciones fueron particularmente sonoras en el campo del quehacer artístico e intelectual. La aparición del modernismo (en todas sus variantes nacionales, el Jugendstil alemán, el art nouveau francés, la Secession vienesa… e incluso en sus antecedentes como el movimiento Arts and Crafts británico) fue uno de esos síntomas. En buena medida la estética modernista, con sus delicadas decoraciones florales, geométricas o figurativas, surgió como respuesta a la necesidad de hacer más bello, menos uniforme, el mundo material producido por la nueva sociedad industrial.
Las aplicaciones del arte a la producción industrial fueron desde luego consecuencia de los nuevos tiempos y así comenzaron a realizarse diseños artísticos de artículos cotidianos como muebles, telas, vajillas, cuberterías o joyas destinados a la elaboración en serie. Ejemplos destacados de ello fueron los objetos fabricados en el taller Wiener Werkstätte vienés por artistas como Gustav Klimt y Egon Schiele cuyo fin era decorar las creaciones arquitectónicas de otros destacados miembros del grupo como Otto Wagner, y que constituyeron algunas de las más acabadas muestras de la integración entre arte e industria a comienzos del siglo XX. No menos significativo fue el desarrollo del cartelismo como disciplina artística independiente en estos años. Toulouse-Lautrec y Alphonse Mucha supieron aprovechar las posibilidades técnicas que ofrecía la litografía en color para convertir el papel impreso en serie en un nuevo soporte de expresión artística. En España Ramón Casas inmortalizaría para siempre productos como el Anís del Mono o el cava Codurníu a través de sus brillantes carteles. También los empresarios vieron con rapidez los posibles usos comerciales de la nueva técnica, de modo que las propias ciudades se convirtieron en un enorme escaparate en el que los carteles pegados en paredes y quioscos anunciaban artísticamente las bondades de los productos a los consumidores.
Pero estas expresiones artísticas también respondían al deseo de encontrar un nuevo lenguaje que sirviese de vehículo a una sensibilidad que no hallaba su espacio en el rígido modelo emocional y formal burgués. Frente a un mundo en el que, como se ha visto, las formas lo eran todo, buena parte de los artistas de comienzos del siglo XX reaccionaron con fuerza contra un modelo que consideraban contrario a la propia naturaleza humana. Iniciaron así una liberación formal del arte que expresaba la emancipación de las ataduras del «viejo» modelo burgués. Empleando la estética modernista artistas como Gustav Klimt lograron escandalizar a la mejor sociedad de su tiempo al introducir de forma explícita el erotismo en la pintura. Obras como su Judith (1901) o su Dánae (1908) en las que se muestra sin disimulo el deseo femenino, y que hoy son consideradas hitos de la historia del arte, fueron recibidas como una transgresión de mal gusto de la moralidad oficial. Lo que la mayor parte de la sociedad percibía como algo zafio era simplemente una ventana abierta a otra forma de entender y expresar los sentimientos humanos.
El nuevo tipo de mujer que mostraba Klimt en sus pinturas resultaba particularmente escandaloso en una sociedad en la que las mujeres tenían un papel claramente asignado para garantizar el mantenimiento del orden moral. Sin embargo, en la época del cambio de siglo, en la que la nueva realidad social vinculada al desarrollo del mundo industrial y urbano facilitaba la aparición de nuevos grupos sociales y nuevas identidades, el papel de la mujer comenzó a experimentar cambios decisivos. Todos los historiadores coinciden en reconocer las décadas anteriores a 1914 como la etapa en que se gestó el cambio revolucionario de las relaciones de género característico del siglo XX. Fue entonces cuando el pensamiento feminista, presente en Europa desde mediados de la centuria anterior, empezó a extenderse por el continente en el contexto del surgimiento de la política de masas. Ya fuese en su vertiente de parte integrante de las ideologías de liberación obrera o en la del movimiento sufragista, el feminismo irrumpió con fuerza en los países desarrollados de Europa.
Varios fueron los resortes que facilitaron el inicio de una nueva presencia de lo femenino en la sociedad siendo los más importantes el creciente acceso de las jóvenes a los niveles superiores de la educación, una mayor libertad para establecer relaciones sociales (facilitada por su presencia en el ámbito laboral así como en los nuevos espacios de ocio y sociabilidad vinculados a la sociedad de masas), y la nueva atención pública que se prestaba a las mujeres como grupo de consumo con unos hábitos diferenciados y unos intereses propios. Los cambios fueron deslizándose en el rígido modelo social burgués con lentitud para desesperación de mujeres concienciadas como la entonces joven Marie Curie que a fines del XIX, con sólo diecinueve años, escribía a su prima Henrietta Michalowska sobre su trabajo de institutriz: «Vivo como se tiene por costumbre vivir en mi posición […] ¿La conversación en sociedad? Chismes y más chismes. Los únicos temas de conversación son los vecinos, los bailes, las reuniones, etc. Por lo que al baile se refiere habría que ir muy lejos en busca de mejores bailarinas que estas jóvenes […] No son malas criaturas; algunas incluso son inteligentes, pero su educación no ha desarrollado su espíritu […] En cuanto a los muchachos, hay muy pocos que sean amables y menos aún inteligentes. Para las unas y para los otros, palabras tales como “positivismo”, “cuestión obrera”, etcétera, son verdaderas “bestias negras”, suponiendo que las hayan oído pronunciar alguna vez, lo cual sería una excepción […] ¡Si vieras qué ejemplar conducta tengo! Voy a la iglesia cada domingo y días de fiesta, sin invocar jamás un dolor de cabeza o una “gripe” para quedarme en casa. No hablo casi nunca de la educación superior de las mujeres. Y de una manera general, observo en mis propósitos la discreción que mi obligada condición me impone».
No es fácil precisar en qué medida los cambios paulatinos en la situación social de las mujeres en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX pudieron suponer una liberación de sus costumbres sexuales como a la que parecían invitar los lienzos de Gustav Klimt. Aunque cabe suponer un reflejo más o menos limitado de las nuevas corrientes de pensamiento en la realidad de las relaciones entre hombres y mujeres, lo que es innegable es que esas nuevas ideas encontraron eco en una parte importante de las expresiones artísticas y literarias de la época. Así, en el año 1900, París, entre el escándalo y la admiración, acogió uno de los éxitos literarios franceses del nuevo siglo, Claudine en la escuela de Colette, novela en la que se planteaban abiertamente las relaciones homosexuales de la protagonista que, por otra parte, encarnaba todo lo que la moral imperante de la época pretendía negar. Los parisinos, con los ojos como platos, podían leer párrafos como el siguiente: « ¡Ah, hice bien en venir! Arriba, en el rellano la señorita Sergent la tiene cogida por la cintura y le habla en voz baja con aire de insistir tiernamente. Da luego un largo beso a la pequeña Aimée, que se deja hacer, se presta a ello con amabilidad, lo prolonga incluso, volviéndose poco después mientras baja la escalera. Me escapo sin que me vean, pero una vez más siento mucha pena. ¡Malvada, malvada muchacha! ¡Qué pronto se ha despegado de mí para entregar su ternura y sus doradas pupilas a la que era nuestra enemiga!». La novela cosechó tal éxito que su autora continuó relatando las aventuras de su protagonista en varios libros posteriores.
Más allá del escándalo que pudo producir la publicación de la novela de Colette, el hecho de hablar en público sobre la sexualidad avisaba de la existencia de un clima propicio para comenzar a romper con ciertos tabúes del corsé impuesto por la moral burguesa. Lejos de París, en Viena, el trabajo de un médico especialista en psiquiatría pronto se haría célebre por tratar de explicar científicamente estas cuestiones.

§. Sexo, sueños y radiactividad
El mismo año en que vio la luz Claudine en la escuela, se publicó en Viena La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. Sería sólo uno de los grandes jalones científicos que marcaron el comienzo de siglo, ya que en ese mismo año se formularon la teoría de los reflejos condicionados de Pavlov y la teoría cuántica de Max Planck. Eran las tres salvas con las que la ciencia anunciaba que algo esencial estaba cambiando en la forma en la que el hombre se percibía a sí mismo y a la naturaleza. Mientras eso sucedía Marie y Pierre Curie trabajaban sin descanso en su laboratorio de la Escuela de Física y Química de París en busca de un nuevo elemento de la naturaleza, el radio, que finalmente lograrían aislar en 1902. Una revolución intelectual estaba en ciernes en el mismo momento en que un buen número de personas, incapaces de sospecharlo, se divertía visitando la Exposición Universal de París.
Con La interpretación de los sueños así como con el resto de su obra, Freud asentó científicamente que el comportamiento humano, lejos de regirse por la razón, estaba condicionado por el instinto y lo inconsciente. Los sueños eran reflejo de ello, una válvula de escape que informaba sobre la importancia de las pulsiones no racionales ni controladas en el equilibrio psíquico de los seres humanos. La moral social dominante ataba con sus rígidas normas la más íntima libertad de las personas pues la naturaleza humana era identificada por Freud con el instinto de placer. La razón se mostraba incapaz de convivir con el instinto sin generar conflictos, de modo que la moral comúnmente aceptada de imperio de la racionalidad y represión de lo instintivo difícilmente podía producir la felicidad del hombre. La línea de flotación de toda una forma de concebir el ser humano había recibido un impacto del que no se recuperaría nunca.
Los hombres no eran lo que con tanta seguridad se había afirmado desde el siglo XIX y se había repetido con convencimiento al comenzar el XX, pero la naturaleza iba a dejar de ser lo que se creía desde el siglo XVII. En 1905 un desconocido empleado de tercera clase de la Oficina de Patentes de Berna publicaba tres artículos en la revista Annalen der Physik que marcarían un punto de no retorno en la historia de la ciencia. Se llamaba Albert Einstein y acababa de formular su teoría de la relatividad especial. En palabras del historiador y físico José Manuel Sánchez Ron, «la relatividad especial que sustituyó a la mecánica que Isaac Newton había establecido en 1687, condujo a resultados que socavaban drásticamente conceptos hasta entonces firmemente afincados en la física, como los de tiempo y espacio, conduciendo […] a la creación del concepto matemático y físico de espacio-tiempo de cuatro dimensiones […] Nadie antes o después de Einstein produjo en la física una teoría tan innovadora, tan radicalmente nueva y tan diferente de las existentes anteriormente».
Todavía antes del estallido de la Gran Guerra se produjeron avances sustanciales en el campo de la física que ahondarían más si cabe la brecha abierta en la concepción de la naturaleza y la capacidad del hombre para conocerla. En 1911 Rutherford determinó la naturaleza del átomo. Ese mismo año dieron comienzo en Bruselas las Conferencias sobre Física Ernest Solvay en las que, entre otros muchos científicos eminentes, intercambiaron impresiones y conocimientos Marie Curie, Albert Einstein, Henri Poincaré, Ernest Rutherford y Max Planck. La primera ya había recibido dos premios Nobel por sus trabajos sobre la radiactividad, el de Física en 1903 y el de Química ese mismo año. Dos años más tarde Niels Bohr establecía la estructura del átomo demostrando su naturaleza compuesta y divisible; mientras, Einstein lanzaba al mundo su teoría general de la relatividad.
La nueva ciencia estaba conmoviendo los pilares de todo lo que parecía seguro y racionalmente demostrable. Ni el espacio, ni el tiempo, ni la materia eran lo que se había creído desde hacía siglos. La naturaleza que el hombre europeo pensaba haber dominado se revelaba ahora incierta e incluso inalcanzable, o lo que era aún peor, incomprensible. Donde se habían situado las certezas determinadas por las leyes de la «vieja» ciencia, cabían ahora la incertidumbre y lo paradójico. Las seguridades se desvanecían en un espacio y un tiempo relativos. No existía la realidad objetiva científicamente determinable, sino experiencias relativas. El lugar de las leyes de la naturaleza había sido ocupado por la conjetura. La confianza en el progreso basado en la razón y la ciencia, que se hallaba en la base de lo que Europa había identificado orgullosamente con la civilización y sus logros, había saltado por los aires. Pero la mayor parte de los habitantes del continente aún tardaría mucho en saberlo.

§. La respuesta de los niños terribles
Entre la minoría informada de que el sólido sistema de valores y creencias de Europa había comenzado a tambalearse fruto de sus propias dinámicas, ocuparon un lugar destacado los grupos de artistas que dieron lugar a los movimientos que conocemos como vanguardias históricas. Con este nombre se denomina a la serie de corrientes que se sucedieron rápidamente desde 1905 y que tuvieron como denominador común la ruptura con la tradición artística asentada desde el Renacimiento, el uso de nuevos materiales y soportes, y la redefinición del artista y su obra en la sociedad. Incómodos con las limitaciones del lenguaje artístico de la época y, más allá de eso, con la época misma y por ello con los valores e ideas reflejados en el arte oficial, buscaron nuevas formas de expresar una realidad que, a su juicio, no era como la que tal arte mostraba. Reaccionaban así frente a la rigidez formal del arte academicista propio del modelo de sociedad burguesa dominante, como ya habían hecho antes el impresionismo y el modernismo, pero ahora se empapaban además de las líneas de pensamiento crítico que desde múltiples disciplinas estaban poniendo en entredicho la visión del hombre y del mundo defendida por el discurso oficial.
Matisse, Derain, Picasso, Bracque, Kirchner, Schmidt-Rottluff, Kandinsky, Klee, Marc, Boccioni, Brancusi, Mondrian… desde los nuevos lenguajes artísticos del fauvismo, el expresionismo, el cubismo, el futurismo y la abstracción protagonizaron algunas de las más sonoras respuestas a lo establecido. Tales respuestas fueron hijas de su tiempo en la medida en la que buscaban lo nuevo, pero entendieron lo nuevo no sólo como lo diferente, lo que podía sorprender, sino como lo radicalmente opuesto a lo establecido. Lo convencional, lo aceptado y la norma encorsetaban y adormecían la capacidad sensible del hombre. El artista debía buscar por tanto formas de acercarse a la realidad y de representarla sin el corsé de las normas. Como recuerda el historiador del arte Valeriano Bozal, «frente a lo que es habitual oír, la crisis del lenguaje plástico tradicional no se debe a un intento de huir de la realidad. Bien al contrario, es el afán de representarla mejorel que la produce».
El progresivo abandono del elemento figurativo en aras de la expresividad fue uno de los rasgos más característicos en las obras de estos artistas, pero también el uso de colores planos, la descomposición geométrica del objeto, la distorsión de la forma con fines expresivos, la representación simultánea de varios momentos en una misma obra, el uso arbitrario del espacio, la proporción y las convenciones clásicas de la representación artística… Todos estos recursos fueron armas al servicio de un nuevo lenguaje al tiempo que medios para poner a prueba la capacidad de asombro del espectador, y ese asombro, a veces, fue mucho. Cuando en el Salón de Otoño de 1905 (exposición celebrada anualmente en París para dar a conocer al público las creaciones más interesantes del arte contemporáneo) se presentaron las obras de un grupo de artistas encabezado por Henri Matisse y André Derain en las que destacaban el uso de formas rotundas y colores planos como una clara reacción al impresionismo, el crítico de arte Louis Vauxcelles, escandalizado por la «agresividad» de los colores y al ver una escultura que le recordaba al Quattrocento florentino, exclamó: «Donatello parmi les fauves!» (¡Donatello entre las fieras!). Sin quererlo, acababa de bautizar para siempre al fauvismo.
No menos sonadas fueron las reacciones provocadas por creaciones de otras disciplinas. Uno de los ejemplos más célebres fue protagonizado por el propio emperador de Austria-Hungría, Francisco José I. El ya anciano monarca, en 1911, al contemplar desde su palacio de Viena la fachada de la nueva casa diseñada como sede de un banco por el arquitecto racionalista Adolf Loos en la Michaelerplatz, espantado por su absoluta carencia de elementos ornamentales y la pureza de sus líneas, ordenó que se cerrasen todas las ventanas del palacio que daban a la que despectivamente llamó «casa sin cejas».
También desde la música se compartieron las premisas que en el resto de las expresiones artísticas condujeron al planteamiento de algunas de las experiencias más renovadoras de la historia del arte. Las premisas… y los escándalos. Cuando en 1913 el empresario teatral Serguéi Diáguilev, director de una de las más prestigiosas compañías de danza de toda Europa, los Ballets Russes, anunció el estreno de la nueva obra del brillante compositor ruso Igor Stravinsky la expectación fue máxima en los círculos musicales. Pero cuando ante un repleto auditorio la orquesta comenzó a interpretar la partitura de La consagración de la primavera y los bailarines empezaron a poner en escena la coreografía, el teatro pareció venirse abajo. Pataleos, pitos, voces y hasta peleas con quienes se atrevieron a aplaudir convirtieron el estreno en un escándalo mayúsculo. Quienes abandonaron la sala tildaron lo que habían visto de espectáculo obsceno organizado en torno a una sucesión de cacofonías incesantes que pretendía representar el sacrificio de una virgen en un rito pagano. Aún quedaba mucho camino hasta llegar a la música atonal, pero la descomposición de la forma, la armonía y la melodía empleadas por Stravinsky para subrayar la expresividad de su partitura no dejaron indiferente a nadie.
Consumo, sociedad de masas, radiactividad, cines, gramófonos, art nouveau, relatividad, aviones, cubismo, periódicos, teléfonos, grandes almacenes, psicoanálisis… La Europa de los primeros años del siglo XX latía con pulso acelerado. Bajo una superficie de confianza en sí misma, fe en el progreso y orgullo de civilización, bullía inquieto un conjunto de tensiones que anunciaba las profundas transformaciones que en las siguientes décadas modificarían por completo la sociedad europea. Fueron catorce años decisivos para la historia en los que Europa dio muestras de agotamiento, pero en los que se abrieron caminos que habrían de recorrerse tras la Primera Guerra Mundial por lo que ofrecían de nuevo. En palabras de Philipp Blom, «habían pasado quince años desde la Exposición Universal de 1900, quince años en los que el mundo cambió radicalmente. Algunos de esos cambios (las ciudades cada vez más grandes, las chimeneas de las fábricas, las vías de ferrocarril…) eran muy obvios. Otros lo eran menos, pero tanto más profundos. La guerra los haría aflorar a la superficie y sacudiría lo poco que quedaba del viejo orden. Sin embargo, la modernidad existía incluso antes de que el primer soldado alemán cruzara la frontera belga».

Parte 2
La catástrofe

El 28 de junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo-Lorena, heredero del trono del Imperio austro-húngaro, visitaba Sarajevo acompañado de su esposa. La ciudad era la capital de Bosnia-Herzegovina, la última adquisición territorial del Estado que tendría que regir en el futuro. Fue el último día de sus vidas. En el transcurso de la visita ambos cayeron abatidos por las balas disparadas por un joven nacionalista favorable a la incorporación de Bosnia al vecino reino de Serbia. El hecho pilló por sorpresa a toda Europa y cuando se tuvo noticia de él, nadie dio por supuesto que su consecuencia necesaria fuese el inicio de una guerra. Incluso cuando esta estalló, las dimensiones y duración que llegaría a adquirir se escaparon por completo a los dirigentes políticos y militares del momento. Se esperaba que para Navidad hubiese acabado todo, cuando en realidad la primera Navidad en paz que se vivió desde entonces fue la de 1918. Se pensaba que sería una guerra que se desarrollaría en Europa, puesto que fue allí donde empezó y allí estaban las potencias que intervinieron en ella y, sin embargo, los escenarios del conflicto alcanzaron a todos los continentes del planeta. Se esperaba una guerra dentro de los esquemas clásicos del arte militar, y el armamento, las tácticas y la estrategia se vieron profundamente transformados por lo que se vivió entonces. Además tuvo resultados absolutamente inesperados para quienes llevaban el timón de las campañas: en cuatro años cayeron imperios, se puso en peligro el progreso económico que había costado décadas construir, se desataron conflictos sociales de tal magnitud dentro de los países contendientes que se hizo necesario replantear muchos aspectos de la política, la economía y la sociedad. Fueron cuatro años y medio de guerra que cambiaron la faz de Europa y el mundo hasta tal punto, que para las generaciones que vivieron las décadas centrales del siglo XX la palabra paz pasó a ser sinónimo de los años anteriores a 1914. Lo que vino después fue una era dominada por la inseguridad, el miedo y la violencia tanto en las diferentes esferas nacionales como en la internacional.
Si la civilización europea había logrado un desarrollo tan notable a principios del siglo XX y en 1914 nadie esperaba una guerra, ¿por qué estalló esta? ¿Cómo se planteó un conflicto entre potencias con un desarrollo social, económico y militar como no se había conocido hasta entonces? ¿Qué acontecimientos hicieron que ese planteamiento se viese alterado y el conflicto se prolongase tanto? ¿Qué factores determinaron el resultado final? Estas son preguntas de difícil respuesta que han generado discusiones entre los historiadores y el público general desde el mismo verano de 1914, produciendo controversias y debates que llegan hasta nuestros días. No podía ser de otra forma, ya que la Primera Guerra Mundial abrió heridas que tardarían muchas décadas en cerrar y sus consecuencias se dejan sentir hasta hoy.

Capítulo 3
El abismo bajo los pies

A comienzos del siglo XX Europa disfrutaba de un grado de bienestar como no había conocido en toda su historia, muy por delante del resto del planeta. La riqueza que había producido la industrialización, la apertura de la esfera política a la participación de grupos de población cada vez mayores y el progreso material y espiritual que habían traído los avances científicos y culturales le presagiaban un futuro brillante. La influencia europea se había intensificado en todo el mundo gracias a la expansión de los imperios coloniales de los principales países europeos que, liderados por el Reino Unido, extendían su soberanía desde Ciudad del Cabo hasta Vladivostok, de Tahití a Argel. A las cinco grandes potencias europeas (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria-Hungría y Rusia) se habían unido dos países que ya no podían ser ignorados a la hora de trazar políticas mundiales: Estados Unidos (que ya era el primer productor industrial del mundo) y Japón (que sorprendentemente había salido de su aislamiento feudal gracias a un fulgurante programa de reformas europeizantes en menos de cincuenta años).
Sin embargo no era oro todo lo que relucía. Los progresos realizados no ocultaban la existencia de desequilibrios (viejos y nuevos) en la sociedad y la política europeas, de problemas a los que no se había dado respuesta y que eran origen de insatisfacciones profundas en gobiernos y poblaciones, y que planteaban fricciones constantes que podían ser controladas con facilidad. O eso se pensaba. Esa fue la sensación en los primeros años del siglo cuando, inesperadamente, una chispa en un rincón alejado del continente europeo ocasionó una llama que arrasaría el mundo por completo. Pero para que esto fuese evidente tendrían que pasar todavía muchos meses desde junio de 1914.
En 1924 vio la luz La montaña mágica, una de las novelas más celebradas del escritor alemán Thomas Mann, que sería galardonado con el premio Nobel de Literatura cinco años más tarde. La narración se sitúa en los primeros años del siglo XX y en el prólogo, el autor expresaba la necesidad que sentía de hacer la siguiente puntualización sobre el relato que se disponía a comenzar: «… debemos manifestar que la extrema antigüedadde nuestra historia proviene de que se desarrolla antesde cierto cambio y cierto límite que han trastornado profundamente la vida y la conciencia… se desarrolló en otro tiempo, en el pasado, en esos días consumados del mundo anterior a la Gran Guerra, con cuyo principio comenzaron tantas cosas que luego no han dejado apenas de comenzar».
La montaña mágica está considerada hoy como uno de los logros más importantes de la literatura del siglo XX y la aseveración de su autor es la expresión explícita de una de las convicciones que con mayor fuerza se instaló en las mentes de los habitantes de Europa (y del mundo) durante el período de entreguerras: lo acontecido entre 1914 y 1918 era una frontera temporal que dotaba a todo lo anterior de esa «extrema antigüedad». El mundo de los comienzos del siglo XX era un mundo que se había perdido definitivamente y que no se podría recobrar jamás debido a la radicalidad de la experiencia vivida en los cuatro años de conflicto global. Lo peor de todo era que la intuición de que aquella guerra no se había cerrado del todo rondaba en la cabeza de muchos. El mismo nombre con el que fue conocida entonces, la «Gran Guerra», es otra muestra del carácter de quiebra decisiva que los hombres y mujeres que la vivieron le otorgaban. ¿Cómo se pasó entonces de la cumbre del desarrollo humano a la fosa de esa guerra? ¿Cuáles fueron sus causas? ¿Hubo un punto exacto en que se perdió el rumbo por el que iban Europa y el mundo? ¿Cuándo fue imposible volver atrás? Los que habían vivido la guerra y padecido sus estragos tampoco tenían una respuesta clara a estas preguntas.

§. El concierto europeo
Posiblemente uno de los hechos que más llaman la atención del observador que se pregunte por los primeros años del siglo XX es la acusada rivalidad en la que se habían embarcado las naciones europeas. Vistos en su conjunto los logros de la civilización europea eran impresionantes, pero internamente sus países pugnaban entre sí para desbancarse en poder económico, político y cultural. Posiblemente uno de los principales acicates a esta competencia fuese la lucha por hacerse cada vez con una porción mayor de la riqueza económica que los avances técnicos y el crecimiento de los imperios en ultramar estaban produciendo. Para mantener un crecimiento económico a tasas tan altas después de tantas décadas de prosperidad, las potencias europeas habían tenido que embarcarse en una exportación de bienes e inversiones hacia el resto del mundo que tuvo su culminación política en la extensión de imperios coloniales. El proceso se aceleró especialmente desde que la Conferencia de Berlín de 1885 puso las reglas para proceder al reparto de África, el único continente que permanecía casi virgen de presencia política europea hasta entonces. En 1914 se habían agotado prácticamente las tierras para colonizar en el planeta. Gran Bretaña y Francia principalmente, seguidas de lejos por Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica y Portugal se habían hecho con vastos territorios en Asia, África y Oceanía. El pastel se había repartido, pero había varios de los comensales que no habían quedado conformes con la porción que les había tocado.
Este era el caso fundamentalmente de Alemania, una nación joven (pues había surgido de la unificación de los estados alemanes en 1871) pero que al comenzar el siglo era ya el primer productor industrial europeo y luchaba por hacerse con el primer puesto en el comercio exterior. La principal perjudicada por este asombroso despegue modernizador era Gran Bretaña, que había sido desde finales del siglo XVIII la principal potencia económica del mundo, pero que se había adaptado relativamente mal al surgimiento de nuevos competidores. Ya antes se había visto desbancada en producción industrial por Estados Unidos, aunque los vínculos económicos y culturales que mantenía con su antigua colonia en cierta medida tranquilizaban los ánimos en Whitehall (el barrio londinense donde residían las instituciones del gobierno británico). Pero que la recién unificada Alemania la hubiese desbancado también y pretendiese hacerle sombra en el comercio marítimo ya era otra cuestión. Uno de los principales frutos de la integración de la economía mundial a comienzos del siglo XX había sido un crecimiento espectacular del comercio exterior europeo, ámbito en el que los británicos continuaban ejerciendo la primacía gracias a su dominio de los mares. Esta superioridad era el pilar sobre el que descansaba su poderío económico, político y militar, amén de la integración del imperio que habían construido desde las Malvinas hasta Nueva Zelanda. En el nivel de exportaciones, en 1913 los alemanes casi habían alcanzado a los británicos aunque la marina mercante alemana, pese a que se había duplicado su tonelaje en un período muy corto de tiempo, estaba lejos de alcanzar a la británica. Junto con el comercio, el ámbito en el que Londres conservaba su primacía era el financiero. La City seguía siendo el corazón del dinero dentro del sistema capitalista mundial, seguido a cierta distancia de la Bolsa de París. Era en estos dos centros donde se realizaba el mayor volumen de transacciones financieras del planeta, comprando y vendiéndose valores de empresas y gobiernos de los cinco continentes. De todas formas, el poderío económico de Alemania había crecido formidablemente en los últimos cincuenta años y los dirigentes del Segundo Imperio Alemán tenían unas expectativas que amenazaban con romper el equilibrio que había adquirido la política mundial a finales del siglo XIX.
Ese equilibrio se basaba en la compleja red de tratados (públicos y secretos) que había trazado el más importante político y militar de la segunda mitad de ese siglo, el canciller alemán Otto von Bismarck. Como apuntan los historiadores Asa Briggs y Patricia Clavin sobre el talento diplomático del que había sido el arquitecto de la unificación alemana, «su habilidad era inconfundible, tanto como el poderío militar que subyacía en esas habilidades, y al que, como había demostrado antes de 1870, estaba dispuesto a recurrir. Además de saber exactamente lo que quería, Bismarck tenía una idea muy precisa de hasta dónde debía aventurarse para lograrlo». Y lo que quería era garantizar del mejor modo posible la supervivencia del Imperio alemán que había construido en buena medida él mismo. Era consciente de que su mayor debilidad era la de ser una potencia rodeada de grandes potencias (Francia, Austria-Hungría y Rusia), por lo que le sería muy difícil sobrevivir a un ataque coordinado entre dos o tres de ellas. La más peligrosa de todas era Francia, a la que había vencido en 1870 infligiéndole una derrota humillante cuyas plasmaciones gráficas fueron la proclamación del Segundo Imperio alemán elevando a la figura de káiser (emperador) al rey Guillermo I de Prusia en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles (uno de los símbolos del orgullo nacional francés) el 18 de enero de 1871; y la imposición en el tratado de paz de la entrega de dos valiosos territorios franceses (las regiones fronterizas de Alsacia y Lorena, en las que vivía una porción importante de población germano parlante). En Francia la derrota supuso la caída del régimen establecido (el Segundo Imperio) y la proclamación de la Tercera República, siendo uno de los eslóganes políticos más coreados por sus diversos partidos el de conseguir una guerra de revancha contra Alemania para recuperar los territorios perdidos. De ahí el nombre de «revanchismo» que se dio a esta corriente política.
Bismarck sabía que jamás podría conseguir la amistad o, por lo menos, la neutralidad francesa en caso de guerra. Por ello su objetivo principal fue aislarla políticamente, pues era más fácil conciliar los intereses de Alemania con el resto de sus vecinos. Para conseguirlo concertó una sólida alianza defensiva con el Imperio austro-húngaro en 1879, gracias a los lazos de afinidad cultural de su casa reinante, los Habsburgo-Lorena. A ellos se unió en 1882 el reino de Italia, que al igual que Alemania era una nación joven surgida de la unificación de diferentes estados. Desde entonces se conoció este pacto como la Triple Alianza, con la que Bismarck trazaba un cinturón de seguridad contra Francia. Para asegurarse la tranquilidad de Alemania firmó con Rusia el llamado Tratado de Reaseguro en 1887, que le garantizaba que en caso de conflicto el imperio de los zares se mantendría neutral. Tuvo que ejercer una gran habilidad y asegurarse de que permanecería en secreto ya que las relaciones de Rusia eran muy tensas con su aliada Austria-Hungría. Para que el sistema funcionase a la perfección era necesario además que Gran Bretaña no se inmiscuyese en la política continental. La tradición británica era la de no intervenir en los asuntos del resto de Europa a no ser que alguna de las potencias amenazase con hacerse con un poder hegemónico que pudiese poner en peligro la seguridad de las islas Británicas (como había sucedido con Napoleón un siglo antes). Por tanto siempre habían sido favorables al mantenimiento de un equilibrio de poder entre las potencias europeas y la política de Alemania no suponía en ningún caso una amenaza desde esta óptica. Garantizar la paz, aunque supusiese el aislamiento de Francia (que a lo largo de las últimas décadas había sido más una fuente de quebraderos de cabeza para el Reino Unido que otra cosa), permitía a los británicos seguir centrados en sus asuntos imperiales, que era justo lo que deseaba Bismarck. De ahí que Alemania no presionase para hacerse con un vasto imperio colonial que compitiese con el británico o el francés, limitándose a la obtención de las posesiones de Togo, Camerún, África oriental y África sudoccidental en África; parte de Nueva Guinea y varios archipiélagos en Oceanía, además de la concesión comercial en el puerto chino de Qingdao.
Pero esta situación comenzó a cambiar a partir de 1888. Ese año es conocido en Alemania como el de los tres emperadores, puesto que durante su transcurso falleció Guillermo I y su hijo Federico III lo hizo poco después (accedió al trono enfermo de cáncer), pasando la corona entonces a su hijo, Guillermo II. El nuevo káiser era un hombre descontento con el papel que venía jugando Alemania en la política internacional y deseaba cambiarlo radicalmente. Consideraba que el empuje económico y cultural que estaba adquiriendo su imperio le hacía merecedor de lo que él mismo llamaba «un lugar en el sol», esto es, una supremacía en la esfera internacional que por lo menos le pusiese a la altura del Reino Unido. Y es que el nuevo emperador mostró desde el inicio de su reinado una relación ambivalente con Gran Bretaña que ya en su época fue fuente de controversia. Su madre era la primogénita de la reina Victoria, lo que le convertía en miembro de la familia real británica (visitó el país insular a menudo y su correspondencia con varios monarcas europeos se efectuaba en lengua inglesa) y le emparentaba con la mayoría de las familias reales europeas: por línea materna estaba emparentado con seis monarcas, tanto titulares como consortes. El káiser admiraba el poder mundial del Reino Unido, pero al tiempo lo consideraba un país culturalmente débil y decadente del que Alemania tenía que tomar el testigo. Posiblemente ese fue el germen de un desprecio por la nación de su madre que no hizo sino crecer a lo largo de sus años de reinado.

§. Del equilibrio a la anarquía
Los designios de grandeza del nuevo káiser tenían que aplicarse mediante políticas enérgicas que vertiesen hacia el exterior la fuerza del crecimiento alemán. Sin embargo los instrumentos que eligió para llevar a la práctica esta política y sus funestos resultados le han valido las críticas de muchos, que incluso le han culpado en exclusiva de ser el responsable del estallido de la guerra de 1914. En palabras del historiador británico Michael Howard: «Guillermo II [era] un individuo que personificaba las tres cualidades que, podríamos decir, caracterizaban a la élite alemana gobernante: militarismo arcaico, ambición desmesurada e inseguridad neurótica». Quizá estas acusaciones hayan sido excesivas, pero desde el principio lo que quedó claro es que el nuevo emperador deseaba tomar las riendas de la política alemana y no estaba dispuesto a dejarse aconsejar por un anciano canciller que había mantenido un sistema de relaciones internacionales que consideraba anticuado. Tras una serie de roces crecientes entre Bismarck y Guillermo II por cuestiones de política interior, este le exigió su dimisión en 1890. Poco después, aunque procedió a renovar la Triple Alianza, tomó la decisión de no hacer lo propio con el Tratado de Reaseguro con Rusia, ya que en su opinión un acercamiento de la republicana Francia (considerada el régimen más avanzado de Europa) a la autocrática Rusia (el más reaccionario) era prácticamente imposible. La decisión demostró pronto ser un error de bulto.
El gobierno del zar Alejandro III había puesto en marcha un programa de modernización de su imperio en la convicción de que sólo el desarrollo interior de Rusia le permitiría continuar con el estatus de gran potencia del que venía disfrutando en la esfera internacional. Rusia era consciente de la carrera por el progreso en la que estaban inmersas el resto de las potencias y no podía quedarse rezagada. Como afirmó en 1892 el ministro de Hacienda ruso Serguéi Witte, luego primer jefe de Gobierno constitucional zarista, «la competición internacional nos espera». Pero para que Rusia pudiese correr esa carrera tenía que superar una seria dificultad de base: conseguir financiación, ya que el capital ruso era escaso y reacio a salir de la tierra, fuente tradicional de la riqueza. Rusia necesitaba urgentemente atraer inversiones extranjeras, y el cambio en la diplomacia alemana iba a proporcionarle la oportunidad perfecta para conseguirlo. Por otra parte, la no renovación del Tratado de Reaseguro era una brecha clara en la red que había tejido Bismarck y Francia no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad. Para acercarse a un sistema político tan distante como el ruso tenía precisamente lo que San Petersburgo quería: capital privado en abundancia dispuesto a invertir en nuevas oportunidades de negocio. Así, en 1894 se llegó por fin al acuerdo y los dos países firmaron un tratado de alianza que satisfacía las aspiraciones de ambas partes. El capital francés fue empleado en el proyecto estrella de la industrialización zarista: la construcción del ferrocarril transiberiano, que debía prolongar la línea San Petersburgo-Moscú hasta Vladivostok, el gran puerto ruso en el Mar de Japón. El proyecto, empezado en 1891 y culminado en 1904, simbolizó el viraje de la política de expansión territorial rusa hacia Asia oriental, aunque en la corte del zar no podían imaginar todavía los graves problemas que traería esta política.
A pesar de su clamoroso error, el káiser seguía dispuesto a avanzar en su proyecto, que necesariamente debía tener una dimensión mundial. En el resto de los gobiernos europeos estas ambiciones comenzaban a levantar recelos, aunque algunos líderes o no se enteraban o no querían dar a Alemania el estatus que reclamaba. En palabras de Briggs y Clavin, «Guillermo II estaba fascinado por la Weltpolitik[política mundial] apoyada en el poderío naval que le recomendaban alguno de sus consejeros, sobre todo el almirante Alfred von Tirpitz, mientras que Delcassé [ministro francés de Asuntos Exteriores] simplemente creía que Alemania era el “enemigo hereditario” de Francia». Efectivamente el nuevo medio que ideó el káiser fue el de dotar a Alemania de un poderío naval equiparable al de Gran Bretaña. En 1898 Tirpitz presentó al emperador un proyecto para que se construyese una flota de combate en el Mar del Norte que si no pudiese llegar al tamaño de la británica por lo menos tuviese las dimensiones suficientes para que el enemigo se lo pensase dos y más veces antes de lanzar un ataque. Ese mismo año se aprobó el proyecto mediante una ley naval y Alemania comenzó a construir buques de guerra con una tecnología superior a la de los buques británicos, unos buques que presentaba como necesarios para proteger sus colonias y su comercio. Eran del tipo llamado Grosser Kreuzer o Schlachtkreuzer (crucero de batalla), tan potente como un acorazado clásico pero más rápido, y durante la contienda se mostrarían en muchas ocasiones superiores a los navíos británicos en el uno contra uno.
La preocupación de Gran Bretaña no dejaba de crecer, agravada además porque había abandonado hacía tiempo el fomento de su agricultura para centrarse en los sectores clave de la modernización económica, lo que había llevado a que el abastecimiento de los alimentos necesarios para la nutrida población del archipiélago se hiciese por mar. Ahora Alemania se estaba dotando de un arma poderosa con la que no sólo podía amenazar su posición dominante en los océanos, sino que empezaba a no ser tan descabellado que en caso de guerra pudiese estrangular o incluso interrumpir el abastecimiento de alimentos a las islas. La inquietud llegó hasta tal punto que poco a poco se fueron venciendo los temores a un progresivo acercamiento a Francia, con la que se habían producidos roces coloniales en los años anteriores. Pese a unos intentos torpes e infructuosos de la diplomacia alemana para atraerse a Gran Bretaña, esta firmó con Francia en 1904 un tímido acuerdo diplomático, la llamada Entente Cordiale, que en principio se limitaba a que los firmantes se comprometían a prestarse apoyo mutuo contra protestas de terceras partes. Inmediatamente los franceses intentaron profundizar el acuerdo aviniendo a su nuevo amigo con su aliado de Europa oriental. Sin embargo Rusia estaba recelosa, ya que en 1902 Gran Bretaña había firmado un acuerdo de alianza con Japón, su directo rival en Extremo Oriente. Las cosas no tardarían mucho en cambiar: la tensión en esta zona acabó degenerando en una guerra ruso-japonesa en 1904 que, sorprendentemente para las potencias europeas, ganaron los nipones (que destruyeron la flota rusa en Tsushima y obligaron a los rusos a acudir a la mediación norteamericana para firmar la paz en 1905). En el interior la derrota sirvió de catalizador del descontento y se produjo el primer movimiento revolucionario que vivió Rusia en el siglo XX. Lo delicado de la situación no dejaba más remedio al zar Nicolás II (en el trono desde 1894) que buscar un mayor refuerzo exterior que por lo menos le quitase parte de la presión política a la que se veía sometido. En 1907 Londres y San Petersburgo se avinieron a resolver sus diferencias y firmaron un convenio que les ligaba diplomáticamente. A partir de este momento, a la Triple Alianza que había forjado Bismarck se oponía una Triple Entente, más informal en sus términos que la que respaldaba a Alemania, pero que suponía la sepultura definitiva del sistema bismarckiano. ¿Sería capaz el nuevo sistema de alianzas rivales de mantener el equilibrio en las relaciones internacionales? Sólo la evolución de los próximos años podría aportar respuestas a la pregunta que bullía en todas las cancillerías europeas del momento.

§. Un continente víctima de la ansiedad
Estos últimos movimientos no cayeron nada bien en Berlín, donde se comenzaba a elaborar un discurso crítico con Gran Bretaña, a la que se acusaba de estar tejiendo una red para dejar a Alemania diplomáticamente aislada. Con la intención de debilitar a la Triple Entente se tomó la decisión de poner a prueba su solidez. En marzo de 1905 el káiser se descolgó con una de las que acabaron siendo sus características salidas de tono: se trasladó en un buque de guerra alemán hasta Tánger, donde desembarcó y pronunció un encendido discurso a favor de la soberanía e independencia del sultán de Marruecos. El incidente diplomático hizo saltar chispas en Europa, ya que Francia tenía una importante presencia en el reino marroquí y numerosos intereses económicos. Entonces el káiser exigió una conferencia internacional (a la usanza de Bismarck) para solventar el problema que él mismo había creado. Se celebró finalmente en Algeciras en 1906 y reunió a las grandes potencias. En ella Alemania pudo comprobar lo contraproducente que había resultado su iniciativa: mientras que se quedaba sola al obtener sólo el apoyo de Austria-Hungría, Francia vio reconocida su situación privilegiada en Marruecos. Al final el intento de debilitar a la Entente había acabado haciéndola más sólida. Todavía en 1911 insistiría en la misma estrategia al provocar otra crisis en Marruecos, enviando el cañonero Panther hasta Agadir en un momento en el que el sultán se veía acorralado por una revuelta interna y tuvo que pedir ayuda a Francia. La presencia del buque alemán, en teoría para defender los intereses alemanes en la plaza, estuvo a punto de ocasionar otro choque con Francia que finalmente se pudo salvar gracias a que esta estuvo dispuesta a ceder a Alemania parte de sus posesiones en el Congo. Pero la tensión que ocasionó este nuevo roce en África, que fue entendido como un chantaje alemán para obtener compensaciones territoriales coloniales, saturó la paciencia en las cancillerías de la Entente.
Para entonces a Extremo Oriente y el norte de África se había sumado un nuevo escenario en la creciente escalada de tensión internacional. La península Balcánica era un mosaico de pueblos, lenguas y religiones que llevaba décadas siendo foco de intermitentes crisis. La profunda decadencia del Imperio otomano había alimentado las ansias de independencia de los pueblos de la península que a lo largo del siglo XIX habían alimentado sucesivas guerras. Al comenzar el siglo XX Grecia, Montenegro, Serbia y Rumanía eran ya independientes, Bulgaria era un principado autónomo bajo soberanía turca y Bosnia-Herzegovina había sido ocupada por Austria-Hungría, que la administraba también bajo la supuesta soberanía de Constantinopla. Los otomanos conservaban una franja de tierra desde Albania y el norte de la actual Grecia hasta el área de los Estrechos que separaba Europa de Asia. Aunque a finales del siglo XIX se había llegado a cierta tranquilidad, aquel cóctel político altamente inestable comenzó a agitarse por diversos motivos. El primero de ellos era que Rusia, tras su derrota frente a Japón, había tenido que abandonar su política expansionista en Extremo Oriente. Si quería seguir creciendo territorialmente sólo podía hacerlo a costa del Imperio turco en el Cáucaso y, sobre todo, los Balcanes. Esta era una zona en la que siempre había tenido interés puesto que su flota (con base en el Mar Negro) sólo podía acceder al Mediterráneo a través de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos y porque desde hacía décadas apoyaba a los pueblos eslavos de religión ortodoxa en su lucha contra Turquía por la independencia. Eran pueblos a los que consideraba étnicamente cercanos, una especie de ramas menores del gran árbol eslavo cuyo tronco era Rusia y que, en una fase de nacionalismo militante, tenía en el paneslavismo uno de sus temas recurrentes. Como culminación de esta línea política, los zares llevaban un siglo proclamando su deseo de incorporar Constantinopla a su imperio en una afirmación que mezclaba intereses geoestratégicos, económicos y nacionalistas, además de cierto espíritu romántico de cruzada.
Pero la expansión de la influencia rusa en los Balcanes chocaba directamente con la otra gran potencia de la zona, el Imperio austro-húngaro, que llevaba tres siglos extendiéndose a base del territorio que ganaba a los sultanes otomanos. Además, la causa paneslavista que proclamaba San Petersburgo era lesiva para su estabilidad interna, ya que en su seno incluía a eslovenos, croatas y, desde 1878, bosnios. Los vínculos lingüísticos, culturales y étnicos de estos pueblos eran muy fuertes con los serbios, que desde 1903 habían adoptado una política nacionalista más radical, desarrollando el proyecto de fundar un reino de los eslavos del sur (o yugoslavos) que reuniese a todos estos pueblos. Un último elemento de inestabilidad vendría de la propia Turquía, donde una serie de protestas internas protagonizadas por la población urbana y el ejército llevó al poder en 1908 al grupo reformista conocido como Jóvenes Turcos. Tras obligar al sultán Abdul Hamid II a reabrir el Parlamento promulgaron una Constitución y emprendieron un enérgico programa de reformas que revitalizase el imperio. El gobierno de Viena temía perder a raíz de este cambio la administración de Bosnia, por lo que declaró precipitada y unilateralmente su anexión, ocasionando una profunda indignación en Serbia y la protesta formal de San Petersburgo. Esta iniciativa fue la chispa que desencadenó una serie de acontecimientos que aceleraron la descomposición de la autoridad turca en Europa: el príncipe Fernando de Sajonia-Coburgo-Gotha de la también eslava Bulgaria proclamó su independencia adoptando el título de zar Fernando I y Grecia se anexionó la isla de Creta. Los Jóvenes Turcos, impotentes, se limitaron a deponer al sultán y a reemplazarlo por su hermano, Mehmed V.
Pero las cosas no quedaron ahí; la caja de Pandora se había abierto y no iba a resultar fácil cerrarla. El problema se reactivó en 1911, cuando Italia declaró la guerra a Turquía con objeto de hacerse con el territorio de Tripolitania (actual Libia), el último reducto de soberanía otomana en el norte de África, y con las islas del Dodecaneso, a un tiro de piedra de la misma costa turca. Los turcos fueron derrotados con rapidez, y Grecia, Serbia y Bulgaria unieron sus fuerzas para aprovechar la ocasión de repartirse lo que quedaba de territorio otomano en Europa (salvo Tracia oriental, la región circundante a Constantinopla). Tras la victoria no se llegó a un acuerdo de reparto: Bulgaria reclamaba para sí Macedonia, que había conquistado Serbia, y esta reclamaba Albania para conseguir una salida al mar. En 1913 Serbia, Grecia, Rumanía y la propia Turquía se unieron contra Bulgaria en la llamada Segunda Guerra de los Balcanes, derrotándola y procediendo a un nuevo reparto territorial (Bulgaria no obtuvo Macedonia y Albania fue proclamada reino independiente). El fruto de cambios tan rápidos no podía ser menos prometedor: turcos y búlgaros quedaron insatisfechos con el resultado de unas guerras por las que se consideraban directamente perjudicados, mientras que los serbios seguían promoviendo la agitación a favor de la formación de un Estado de los eslavos del sur que amenazaba directamente el imperio de los Habsburgo. Necesariamente la correlación de fuerzas resultante tenía que ser provisional. No habría que esperar mucho tiempo para comprobarlo.

§. La cara oscura de la modernidad
Aunque la competencia entre las potencias europeas en los terrenos económico y político fue en buena medida el motivo de roces sucesivos que llevaron a un deterioro del clima internacional, esto sólo no explica de por sí el estallido de la guerra en 1914 ni el clima de entusiasmo con que fue acogido en la mayoría de las ciudades europeas. Existieron toda una serie de condicionamientos culturales y psicológicos que fueron responsables de un estado de ánimo proclive a la guerra en la Europa de comienzos del siglo XX. Dentro de estos uno de los más importantes fue el desarrollo de un nacionalismo agresivo en las diferentes potencias europeas. El revanchismo francés, el paneslavismo ruso o el nacionalismo yugoslavo propugnado por Serbia eran sólo algunas de sus manifestaciones. Pero no era algo exclusivo de estos países. A las versiones agresivas del nacionalismo tradicional de las grandes potencias había que sumar el nacionalismo disgregador propugnado por las minorías étnicas de los grandes imperios multiculturales europeos (el austro-húngaro y el ruso sobre todo). En muchas ocasiones ambas ideas se mezclaban. Un buen ejemplo de ello fue el pangermanismo defendido por Alemania que por un lado propugnaba la protección de las poblaciones de habla y cultura alemana dispersas por Europa oriental (básicamente en los Balcanes y en territorio del Imperio ruso) así como el destino imperial de Alemania que se tenía que plasmar en su misión mundial sólo alcanzable mediante la revisión del reparto colonial. Otro de los ejemplos más significativos fue el del nacionalismo polaco, ideológica y organizativamente muy activo desde principios del siglo XIX y que aspiraba a refundar el antiguo reino de Polonia a partir de sus territorios entonces repartidos entre el Imperio alemán, el ruso y el austro-húngaro.
Además fueron estas unas décadas en las que la ideología nacionalista tendió a identificar rasgos culturales (como la lengua y la religión) con otros biológicos (color de piel y rasgos fisiológicos) en buena medida como resultado de la vulgarización de algunas de las más importantes teorías científicas de las décadas anteriores. En este proceso de desvirtuación de la ciencia tuvo un papel destacado la teoría de la evolución, que dio origen al denominado «darwinismo social» que proponía aplicar automáticamente las leyes de la evolución a los grupos sociales, étnicos y nacionales. El resultado fue uno de los cuerpos doctrinales más nocivos del siglo. En palabras del historiador alemán Hagen Schulze, esta teoría aseguraba que «de acuerdo con su concepción básica, la ley de la naturaleza es la lucha de todos contra todos, la paz es la ilusión del débil, en el mejor de los casos una pausa para tomar aliento en la eterna lucha por la existencia, y sólo sobrevivirá el superior en fuerza y moral». Era por tanto un germen de racismo y odio potencialmente muy destructivo. A comienzos del siglo XX su concepción era básicamente aplicada a los estados (se hablaba de la competencia entre las razas alemana, italiana, británica, francesa…) pero sólo unas décadas más tarde las variantes étnicas de estos presupuestos fueron la excusa para cometer horribles matanzas.
Otro indicador de la predisposición de la sociedad europea de entonces al conflicto bélico era la amplia corriente de inconformismo que afectaba a amplios sectores sociales y culturales. En buena medida los movimientos de profunda renovación cultural surgidos entonces respondían a este malestar. Así, los futuristas, con el escritor Filippo Marinetti a la cabeza, habían acuñado el eslogan «la guerra, único remedio para el mundo» (y él mismo afirmaría sobre el estallido de la contienda mundial que fue «el más bello poema futurista jamás escrito»). Asimismo entre los jóvenes el deseo de escapar a los cauces establecidos en una sociedad anquilosada y frustrante se hacía claramente patente. En una encuesta sobre la juventud efectuada en Francia en 1913 en la que se consultaba sobre la posibilidad del estallido de un conflicto, se registró la respuesta «es preferible la guerra a esta eterna espera». De una forma similar se expresaría en su diario el escritor alemán Ernst Jünger (que sirvió en el ejército imperial durante la guerra y que en 1914 tenía diecinueve años): «Por haber crecido en una época de seguridad, todos anhelábamos lo inusual, el correr grandes riesgos… la guerra iba a proporcionarnos esa poderosa, potente y sobrecogedora experiencia». Se trataba de expresiones de quienes intentaban avanzar en una sociedad bloqueada que si bien había obtenido destacadísimos logros, mostraba una impotencia clara para aportar soluciones vitales a muchos de sus ciudadanos que se veían atrapados en las contradicciones que planteaba. Este conjunto de tensiones internas alimentaban un clima social en el que se veía la guerra como una posibilidad factible e incluso para algunos, deseable. Como el tiempo se encargaría de demostrar, lo que finalmente plantearía a toda la sociedad europea esa guerra que era sólo una conjetura en 1913 iría mucho más allá de las experiencias excitantes que anhelaba la juventud de entonces.

§. Sarajevo: un pretexto para la guerra
El 28 de junio de 1914 el heredero de la corona de Austria-Hungría visitaba oficialmente la capital de Bosnia-Herzegovina, Sarajevo. El archiduque Francisco Fernando acudía acompañado de su mujer, la condesa Sofía von Chotek, que no había recibido el título de archiduquesa cuando, tras un largo noviazgo, el emperador autorizó la boda con el heredero, sino que era objeto de notorias vejaciones en la corte imperial: su matrimonio se consideraba morganático, sus hijos fueron excluidos de la línea sucesoria y no podían llevar el apellido paterno —usaban el apellido Hohenberg, por un título ducal que el emperador otorgó a la condesa— y en las exequias que siguieron al magnicidio pusieron sobre su féretro un abanico, para denotar que su rango era el de simple dama y no el de archiduquesa. Precisamente la visita a Sarajevo fue la primera ocasión, tras quince años de matrimonio, en que el archiduque logró autorización del emperador para que su esposa figurase en un acto oficial. Se trataba de un acto que pretendía elevar el prestigio de la Corona y plasmar su atención preferente al último territorio que había incorporado a su imperio. El heredero era conocido por tener una actitud receptiva hacia los problemas nacionalistas que amenazaban su unidad, y en varias ocasiones había expresado su deseo de encontrar una solución que permitiese un encaje satisfactorio de las nacionalidades no reconocidas en la Constitución del imperio. Sin embargo la fecha elegida no fue especialmente considerada. Se trataba del día de San Vito, que en el calendario nacionalista serbio tenía una especial significación, al rememorarse la batalla de Kosovo de 1389, en la que los serbios se habían enfrentado al avance otomano. El anuncio de la visita fue mal acogido entre los grupos ultranacionalistas de Serbia y, pocos días antes de que esta se efectuase, tres jóvenes (Nedeljko Cabrinovic, Trifko Grabez y Gavrilo Princip) cruzaron la frontera serbia pertrechados con varias bombas y pistolas, y cápsulas de cianuro para suicidarse si los capturaban. Pertenecían al movimiento de la Joven Bosnia, pero para el atentado se habían puesto a las órdenes del grupo Ujedinjenje ili Smrt («Unificación o Muerte») mejor conocido como Crna Ruka («Mano Negra»), una de las más radicales organizaciones terroristas clandestinas que habían surgido tras la crisis de 1908 con el propósito de lograr la unidad yugoslava mediante la violencia y cuyo cabecilla era el jefe de los servicios secretos serbios, el coronel Dimitrievic, alias Apis.
Su misión no era otra que la de asesinar al archiduque, objetivo que no les resultó nada fácil. El primer intento que realizaron aquella mañana consistía en arrojar bombas sobre el automóvil abierto del archiduque, para lo que seis terroristas se apostaron a lo largo del recorrido, con la idea de ir arrojando sus artefactos sucesivamente, hasta que se lograra el objetivo homicida. Pero cuando vieron que una mujer acompañaba a Francisco Fernando los cinco primeros conspiradores tuvieron escrúpulos morales y no lanzaron sus bombas. El sexto, Cabrinovic, sí la tiró, pero sin convicción. Falló. El artefacto rebotó en la capota plegada y estalló a continuación hiriendo a dos personas que viajaban en el coche que les seguía en la comitiva y a veinte espectadores del público congregado. En un momento posterior de la visita el archiduque insistió en interesarse personalmente por el estado de los heridos, por lo que abandonó la recepción oficial que le esperaba en el ayuntamiento y volvió a la calle, prácticamente sin protección policial. Su automóvil se extravió y fue a parar casualmente delante de Gavrilo Princip, que aprovechó para dispararles cuando ya pensaba que la tentativa había fracasado. Sus disparos alcanzaron al heredero en el cuello y a su mujer (que estaba embarazada) en el abdomen. Ninguno de los dos sobrevivió (Princip aseguró que el segundo disparo no estaba destinado a la condesa, que seguramente intentó cubrir con su cuerpo a su esposo, sino al gobernador militar de la plaza). Ninguno de los dos magnicidas logró suicidarse pese a ingerir sendas cápsulas de cianuro, ya que este se encontraba en mal estado y había perdido su poder letal.
La noticia voló por Europa, llegando de forma inesperada a todas las capitales. A esas alturas buena parte de la alta sociedad europea se había retirado ya a pasar el verano a la Riviera, Biarritz o a los afamados balnearios de Marienbad, Karlsbad o Baden Baden, cuando se conoció el magnicidio. La situación que se generó era grave, pero en ningún caso se pensó que fuese a degenerar en un incidente que obligase a interrumpir el descanso estival. De hecho los magnicidios eran algo a lo que Occidente estaba acostumbrado: en 1898 había muerto asesinada la emperatriz Isabel de Austria-Hungría (la célebre Sissi, mujer del emperador Francisco José), el rey Humberto I de Italia en 1900, el presidente estadounidense William McKinley en 1901, en 1903 el rey Alejandro I de Serbia, en 1912 el presidente español José Canalejas… la lista era larga, y todos ellos habían caído víctimas de terroristas de signo anarquista o nacionalista. Ninguna de estas crisis había desembocado en una guerra y, pese al auge de la tensión internacional, se confiaba en las buenas labores de la diplomacia para solucionar el problema. Como señalan Briggs y Clavin, «se resolvieron mediante arbitraje más contenciosos en los últimos veinte años del siglo XIX que en los ochenta anteriores, y hubo más de cien arbitrajes entre 1904 y 1914».
Pero esta ocasión no iba a ser una más. La paciencia de Viena se había agotado. En la capital de la monarquía dual (nombre por el que también se conocía al imperio de los Habsburgo) se venía asistiendo cada vez con más alarma a las soflamas nacionalistas yugoslavas de la vecina Serbia. Como señala el historiador Steven Beller, «Serbia llegó a ser considerada como un centro de poder alternativo para los eslavos del sur, como Piamonte había sido para Italia […] La combinación de aspectos exteriores y nacionales hizo aparecer a Serbia, por lo menos a los encargados de formular la política de los Habsburgo, como una amenaza a la misma existencia de la monarquía». Ahora esa amenaza se concretaba y atacaba el mismo corazón del imperio, su sucesor. Pese a que las relaciones del emperador con este eran malas (era su sobrino y había excluido a sus hijos de la sucesión por haber contraído matrimonio morganático) y ni siquiera acudió a su entierro en Viena, el gobierno austríaco no estaba dispuesto a adoptar por eso una actitud conciliadora. Además se habían recibido informaciones de que el gabinete serbio presidido por Nikola Pasic había tenido noticia de lo que iba a suceder y el 2 de julio se conoció que los terroristas habían mantenido contactos con los servicios secretos serbios. Ahora Austria estaba dispuesta a eliminar de una vez por todas la amenaza serbia pero para poder hacerlo necesitaba asegurarse el apoyo alemán. Se envió una delegación diplomática a Berlín, donde el día 5 el canciller Theobald von Bethmann Hollweg le transmitió la resolución del káiser de apoyar a Austria en su castigo a Serbia incluso si esto conllevaba una guerra con Rusia, que previsiblemente se alinearía con su protegido balcánico. A este respaldo alemán se le ha llamado tradicionalmente el «cheque en blanco» a Austria-Hungría que, sorprendentemente, tardó mucho en decidir si lo empleaba o no. Esta tardanza fue esencial para que la percepción de la situación cambiase radicalmente: a medida que pasaban los días la indignación por un acto terrorista injustificable se fue enfriando y la posibilidad de una represalia austríaca se iba percibiendo cada vez más como un abuso de poder de una gran potencia hacia un país pequeño. Por fin, el 23 de julio Viena envió al gabinete de Belgrado un ultimátum de cuarenta y ocho horas en el que se exigían unas duras concesiones para no ir a la guerra y que incluían permitir que agentes austríacos investigasen en suelo serbio las conexiones de los terroristas con los servicios secretos. El pánico cundió en el gobierno serbio, que se vio inclinado a aceptar el ultimátum, pero entonces Rusia hizo explícito su apoyo. Después de la derrota contra Japón y de haber tenido que aguantar la anexión austríaca de Bosnia como un revés en su política balcánica, San Petersburgo percibía que su posición de potencia internacional peligraba si se cedía más terreno ante Viena. Finalmente el gobierno de Pasic envió una respuesta el 25 aceptando con matices todos los puntos del ultimátum salvo el relativo al que exigía la intervención de oficiales austríacos en la investigación en suelo serbio. Al día siguiente Austria-Hungría declaró insatisfactoria la respuesta serbia, movilizó parcialmente al ejército y dos días después, declaraba la guerra.
Fue en ese momento, en esos últimos días de julio y primeros de agosto, cuando el clima general de Europa empezó a cambiar. La historiadora Barbara W. Tuchman describió así el estado de ánimo que se generó entonces: «El espectro de la guerra se erguía en todas las fronteras. Asustados repentinamente, los gobiernos luchaban por aniquilarlo. Pero en vano. Los estados mayores, dominados completamente por sus esquemas, esperaban la señal para ganarle una hora de partida a su oponente. Atemorizados ante las perspectivas que se ofrecían ante ellos, los jefes de Estado, que en última instancia eran los responsables del destino que se cernía sobre sus respectivos países, trataron de dar marcha atrás, pero la fuerza de los hechos los empujaba hacia delante». En esos días Nicolás II y Guillermo II llegaron a intercambiar diez telegramas, algunos de tono desesperado como este que envió el zar el día 29: «En este momento tan grave, apelo a ti para que me ayudes. Se ha declarado una guerra innoble a un país débil. La indignación de Rusia, que comparto por completo, es inmensa. Preveo que muy pronto la presión a la que me veo sometido acabará abrumándome y me veré obligado a tomar medidas extremas queconducirán a la guerra. Con la única intención de evitar una calamidad de tal magnitud como sería una guerra europea, te suplico que, en nombre de nuestra mutua amistad, hagas cuanto esté en tu mano para impedir que tus aliados vayan más lejos». Aunque la actitud del káiser parece que en estos días estuvo también dominada por el temor a las consecuencias de una guerra, la situación se había vuelto incontrolable. En cada país los intereses creados y una parte importante de las opiniones públicas presionaban para que se llegase a las armas. Los mandos militares, por su parte, apremiaban para tomar la iniciativa, puesto que los cálculos de todas las potencias señalaban que las alianzas rivales tenían una capacidad militar muy similar. En aquella situación mover ficha el primero podía equivaler a tomar una ventaja decisiva para romper el empate.
Ante la falta de frutos de los intentos de mediación, el 30 de julio Rusia movía ficha y decretaba un desplazamiento general del ejército hacia la frontera con Alemania y Austria-Hungría. El motivo de esta decisión era el convencimiento de que si definitivamente estallaba la guerra tardaría mucho más en movilizar sus fuerzas que Alemania, ya que su red ferroviaria no estaba tan desarrollada como la alemana. Aunque fue una táctica defensiva Alemania lo interpretó como una agresión y al día siguiente presentó un ultimátum para que en doce horas los rusos diesen marcha atrás. Ante la falta de respuesta Alemania declaró la movilización general el 1 de agosto y Francia (que había mantenido ya conversaciones con San Petersburgo y le había declarado su apoyo incondicional) hizo lo propio, lo que los alemanes tomaron como una declaración formal de guerra. La maquinaria bélica se había puesto en marcha. Alemania exigió el día 2 a Bélgica que le dejase paso franco a sus tropas camino de Francia. Ante la negativa belga el día 3 Alemania declaraba la guerra a Francia y lanzaba una campaña de invasión sobre Bélgica.
Pero Bélgica estaba protegida por un tratado de neutralidad de 1839 y que habían suscrito las potencias europeas, por lo que Alemania estaba violando flagrantemente la legalidad internacional. Esto ocasionó la intervención definitiva del Reino Unido. A lo largo del mes de julio había intentado mediar entre los países implicados en la crisis de Sarajevo, pero con sus dos aliados ya en guerra y con Alemania rompiendo sus compromisos internacionales más elementales, el gobierno del primer ministro Herbert H. Asquith lanzó un ultimátum a Alemania para que retirase a sus tropas de Bélgica. Ante la falta de respuesta, el día 4 Gran Bretaña declaraba la guerra a Alemania y así, de forma precipitada y con la sensación de no saber muy bien cómo, las grandes potencias del momento se veían inmersas en una guerra europea a gran escala. A partir de entonces los dos países beligerantes de la Triple Alianza —Italia se mantuvo al margen del conflicto, para entrar luego en el otro bando— pasaron a ser conocidos con el nombre de «potencias centrales», mientras que los de la Entente fueron denominados sencillamente «aliados». Lo que vendría a continuación no podía ser nada bueno. Así lo adivinó el ministro de Asuntos Exteriores británico Edward Grey, cuando la noche de aquel 4 de agosto dijo, mientras contemplaba las luces de los despachos de Whitehall: «Las lámparas se apagan en toda Europa. No volveremos a verlas encendidas antes de morir».

§. Un plan para la victoria
Sin embargo la guerra despertó el entusiasmo de las masas en las ciudades europeas. Según Briggs y Clavin, «los furgones de reparto del periódico berlinésTägliche Rundschaueran asaltados por muchedumbres ansiosas de noticias de la respuesta serbia al ultimátum austro-húngaro, y el rechazo de Serbia a las exigencias austríacas fue recibido con alborozados gritos en dialecto berlinés: “Et jeht los!” (¡Ya está!)». Se desató un furor patriótico que produjo alegres manifestaciones en las grandes ciudades y avalanchas de voluntarios dispuestos a alistarse. El único llamamiento coordinado para la paz fue el protagonizado por la Segunda Internacional, que solicitó a los partidos socialistas de Europa que movilizasen a los obreros con el fin de que se resistiesen a participar en una guerra imperialista que sólo beneficiaría a los grandes capitalistas. Fue un rotundo fracaso. Tan sólo el Partido Socialista de Serbia secundó el llamamiento entre los de los países que entraron en guerra aquel verano. Mientras, los periódicos socialistas franceses proclamaban a los cuatro vientos que «la patria, seno de todas las grandes revoluciones, la tierra de los derechos y la libertad, está en peligro». Respondían así a la llamada del presidente de la República, Raymond Poincaré, a forjar una union sacrée («unión sagrada») de todos los partidos en un gobierno de concentración en la hora de mayor necesidad de la nación desde 1870. Tampoco el numeroso Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) se resistió a la entrada del Imperio en la guerra y apoyó las iniciativas de concentración nacional impulsadas desde el gobierno. La marea del nacionalismo agresivo que desde finales del siglo anterior venía anegando la cultura europea alcanzaba así su mayor logro político, el de toda una generación dispuesta a inmolarse por la patria y la consecución de su pretendido destino.
Pero no fue sólo el entusiasmo popular el que empujó a los gobiernos a la guerra. La precipitación (de Austria-Hungría y de Rusia) propició un acelerón en la escalada de la crisis y se fue extendiendo entre los ejecutivos de todos los países la sensación de quedar atrapados en su propia red, que les empujaba a la guerra. Especialmente en Alemania, donde el káiser y el ejército eran muy conscientes de que tendrían que soportar en buena medida el peso de las operaciones militares (Austria-Hungría era militarmente débil e Italia se había negado a entrar en la espiral de amenazas alegando que la Triple Alianza era un acuerdo sólo defensivo). En estas circunstancias tomar la delantera era vital para no sucumbir al primer golpe. Esa fue la razón de que una vez que Rusia movilizase sus tropas Berlín se aprestase a presentar este movimiento como una agresión, lo que le justificaba para poner en marcha su plan de guerra. Este había sido elaborado por el que hasta 1906 fue su jefe del Estado Mayor, Alfred von Schlieffen, y se basaba en las consideraciones clásicas de la estrategia alemana. La base era que en caso de guerra el Imperio alemán se vería atacado por dos frentes (Francia y Rusia), por lo que era indispensable acometer rápidamente contra el enemigo que presentase menos dificultades para, una vez derrotado, volver el ataque contra el otro frente. A la hora de decidir contra cuál de los dos enemigos marchar primero la preocupación básica resultó ser el tamaño de los ejércitos. El clima de tensión internacional creciente de los años de preguerra había llevado a todas las potencias a lanzarse a una carrera de armamentos para estar preparadas en caso de que llegase el conflicto. Pero la disponibilidad de tropas no podía ser igual para todos. Por el propio peso de la demografía, la gran preocupación de Alemania era Rusia, que podía movilizar grandes cantidades de población masculina que había pasado por el servicio militar obligatorio, mientras que Francia tenía un crecimiento de población mucho menor y por tanto menos capacidad de movilización. Por ello se decidió que el primer objetivo debía ser Francia.
Después de la derrota de 1871 y debido a que se consideraba que la inviolabilidad belga sería respetada, los estrategas franceses habían levantado las defensas en la frontera con Alemania. Schlieffen basaba la efectividad del golpe en dos puntos: atraer a las fuerzas francesas al interior alemán retirándose de Alsacia y Lorena como señuelo y atacar por el norte atravesando Bélgica para, continuando por el oeste, hacer un movimiento envolvente que permitiese marchar sobre París desde el interior cuando el grueso de las tropas francesas estuviesen penetrando en Alemania. Por ello se denominó a esta estrategia la «puerta giratoria»: todos los ejércitos se moverían en sentido contrario a las manillas del reloj, lo que permitiría a los alemanes dar el golpe de gracia primero. El plan de operaciones se basaba en la clásica pinza de Aníbal en la batalla de Cannas, pero con dimensiones continentales, y durante décadas había sido ensayado cientos de veces en los Kriegsspiele (juegos de la guerra) del muy científico Estado Mayor alemán, hasta alcanzar una precisión que, en sus movimientos iniciales, se mostraría extraordinaria.
Fue la ansiedad por poner en práctica este plan lo que precipitó el ultimátum alemán a Bélgica: los alemanes entendían que la guerra era ya inevitable y necesitaban pasar por su territorio para atacar rápidamente. La solicitud de permiso sólo obedeció a un último intento desesperado de evitar la intervención británica y la negativa belga no dejó otro camino que proceder a una invasión que, por supuesto, había sido planeada. Fue entonces cuando comenzaron las operaciones y fue el ejército alemán el que tomó la iniciativa invadiendo Bélgica. En principio el proyecto del jefe del Estado Mayor alemán, Helmuth von Moltke (sucesor de Schlieffen), era llevar a cabo el plan de su antecesor de forma fulminante, lo que él mismo denominó una «batalla sin mañana». Para ello contaba con que el ejército belga, de tamaño reducido, no sería capaz de detener el choque y que Gran Bretaña no podría enviar pronto un ejército al continente. Esta tenía la armada más importante del mundo pero el grueso de su ejército residía en la India, ya que la política tradicional británica impedía tener un ejército permanente acantonado en las islas. En los años anteriores tan sólo se había previsto la formación de un pequeño cuerpo expedicionario por si estallaba la guerra en Europa. Moltke, confiado, varió el plan previsto reforzando la frontera germano-francesa con una fuerza superior a la prevista inicialmente. Sin embargo eso no modificaba sus expectativas; si todos los beligerantes esperaban que la guerra acabase rápidamente, él estaba dispuesto a ser quien diese el primer y definitivo golpe.

§. Se alza el telón
La entrada en escena del ejército alemán dejó atónita a Europa. El principal escollo en la penetración en Bélgica era la fortaleza de Lieja, una de las defensas más sólidas del mundo. Fue tomada con una combinación espectacular de asedio clásico, bombardeo aéreo (el primero de la historia) desde un dirigible y el uso de formidables cañones de calibres nunca vistos movilizados sobre la vía ferroviaria. La batalla de Lieja fue el primer acto de la arrolladora capacidad destructiva de la guerra industrial, que en los años siguientes demostraría su potencia aniquiladora sin precedentes. El 20 de agosto Bruselas se declaraba ciudad abierta para evitar su destrucción. Cinco días más tarde Lovaina no tendría tanta suerte, siendo pasto de las llamas el maravilloso patrimonio histórico-artístico que la ciudad había atesorado gracias a la riqueza de su universidad medieval. Con ello se demostraba que la campaña no se centraría sólo en objetivos militares. La destrucción de la memoria y los signos de identidad del enemigo también eran una forma de golpearle más allá del daño físico, la sevicia moral pasaba a ser así un arma más del arsenal de la guerra moderna. El paso hacia la frontera francesa quedó expedito pese a que el dominio del pequeño país llevó al ejército alemán unas semanas valiosísimas. Los belgas desarrollaron estrategias de sabotaje y resistencia pasiva ante el avance enemigo que fueron respondidas con una contundencia despiadada por los invasores. El recuerdo del alto coste en vidas militares que tuvo la resistencia civil durante la guerra franco-prusiana y la impaciencia por imponer rápidamente el dominio sobre el territorio dieron pie a toda una serie de abusos (incluyendo las matanzas de civiles) que ocasionaron la primera gran oleada de refugiados de la guerra. En el Reino Unido la campaña de prensa y propaganda sobre los excesos del militarismo alemán en Bélgica fue una de las bases para el apoyo popular a la guerra y el alistamiento masivo (más de un millón de voluntarios lo hicieron en agosto de 1914). En palabras del historiador Álvaro Lozano, «lo que los belgas ofrecieron con su valor a los aliados no fueron ni dos semanas ni dos días, sino una causa y un ejemplo».
Para entonces ni británicos ni franceses se habían quedado quietos. El comandante en jefe francés, Joseph Joffre, reaccionó intentando poner en práctica el plan de ataque (llamado «Plan 17») que preveía un asalto en Alsacia-Lorena. Pero los alemanes (en contra de lo planificado por Schlieffen) habían asentado varios ejércitos para hacer frente a una ofensiva francesa en la frontera. Los ataques de Francia fueron rechazados. Al tiempo el gobierno británico había comenzado a trasladar a la Fuerza Expedicionaria Británica (conocida por sus siglas inglesas, BEF, bajo las órdenes del mariscal sir John French) al continente. Los alemanes pensaron que el trayecto que se habían fijado había quedado desprotegido: los franceses estaban concentrados en su frontera oriental, por lo que el norte estaba abandonado a lo que quedaba del ejército belga y a las reducidas fuerzas británicas. El 23 de agosto, en Mons, se produjo el primer encuentro entre las fuerzas británicas y el muy superior en número primer ejército alemán, mandado por el general Alexander von Kluck. Este descubrió lo grave que había sido minusvalorar la fuerza británica, que fue capaz de contener su avance aquel día. Sin embargo el resultado fue provisional, ya que las fuerzas aliadas tuvieron que reagruparse para organizar una defensa coordinada y el avance alemán no fue detenido.
Entonces Moltke, que había instalado su cuartel general en Luxemburgo, ordenó a Kluck proceder a la maniobra envolvente sobre París. Pero este temía quedar aislado del grueso de tropas alemanas en territorio enemigo, por lo que desvió su curso hacia el sudeste. Pretendía así mantener el contacto con el segundo ejército, comandado por el general Karl von Bülow, que había quedado rezagado. Como había sucedido en 1870, el gobierno francés tuvo que hacer las maletas para retirarse a Burdeos el 29 de agosto, París estaba en peligro. Pero el resultado de la estrategia alemana fue confuso. Cuando el nerviosismo cundía por la proximidad del enemigo los franceses tuvieron conocimiento gracias a un reconocimiento aéreo (tal fue la primera modalidad en que se emplearon los aviones durante la guerra) de que Kluck había dejado al descubierto su flanco, pudiendo penetrar por allí las fuerzas aliadas y separarle definitivamente del segundo ejército. La distracción fue aprovechada por Joffre para reagrupar fuerzas usando las conexiones ferroviarias de la capital. La ofensiva aliada comenzó el 6 de septiembre y tres días más tarde los alemanes tenían que emprender la retirada. Es la que se conoció como batalla del Marne, que los aliados llamaron «milagro» puesto que lograron desbaratar la ejecución del Plan Schlieffen pese a su inferioridad. Este resultado fue posible debido a los puntos débiles alemanes: a medida que avanzaban en terreno enemigo la logística era cada vez más complicada (mientras que los aliados usaron hábilmente el nudo ferroviario de París) y las comunicaciones inalámbricas entre los dos ejércitos y con el cuartel general sufrieron fallos. Los aliados mostraron una mayor capacidad de reacción, incluso llegaron a movilizar en seiscientos taxis parisinos a tres mil soldados de infantería, que partían de la explanada de Los Inválidos hacia el frente de batalla en el río Marne.
La bronca en Berlín fue monumental, y el alto mando alemán reaccionó sustituyendo a Moltke por el ministro de Guerra, Erich von Falkenhayn, que intentó relanzar la ofensiva. Ordenó a sus ejércitos desplegar una maniobra envolvente por el norte para rodear a los aliados. Pero Joffre demostró de nuevo sus reflejos ordenando a su subordinado, el general Ferdinand Foch, que efectuase una contraofensiva similar a la de los alemanes. Aquella dinámica degeneró en lo que se ha llamado «la carrera hacia el mar», en la que las tropas comenzaron a marchar hacia el canal de la Mancha en un intento de no quedar bloqueadas en el frente y poder avanzar. Falkenhayn intentó desesperadamente cortar dicha carrera atacando el extremo norte de los destacamentos aliados en la plaza flamenca de Ypres, defendida por la BEF. La ofensiva duró entre el 30 de octubre y el 11 de noviembre, finalmente los alemanes tuvieron que retirarse de nuevo. La operación había fallado y en diciembre el gobierno francés pudo volver a París. El resultado militar fue que ambos ejércitos tomaron posiciones a lo largo de una línea que comenzaba en el canal de la Mancha y terminaba en los Alpes, en la que procedieron a excavar un intrincado sistema de trincheras que permitiese la defensa a largo plazo frente a los ataques del enemigo, ya fuesen de artillería o de infantería. Ninguno de ellos pensaba por aquel entonces que se pasarían cuatro años metidos en aquellas ratoneras conectadas por un laberinto de corredores semi subterráneos y que los movimientos en el recién nacido frente occidental iban a ser mínimos.

§. ¡Qué vienen los rusos!
Si la guerra en el oeste se activó desde inicios del mes de agosto, en la frontera de las potencias centrales con Rusia no tardó mucho más en comenzar. Los rusos debían solidarizarse con sus aliados para desviar parte de la presión alemana, concentrada en Bélgica y Francia. Por la misma razón Austria-Hungría debía solidarizarse con Alemania y correr en buena medida con la defensa frente a Rusia mientras que el esfuerzo alemán siguiese concentrado en el frente occidental. De hecho sólo había quedado el VIII Ejército alemán para hacer frente a la previsible ofensiva rusa. El Estado Mayor germano había calculado, con su característica precisión, que los rusos tardarían seis semanas en movilizar sus fuerzas, pero sorprendieron a los alemanes haciéndolo en dos semanas. Los generales del zar decidieron aprovechar esa ventaja y atacar. Pero por presiones internas que reclamaban ayudar a Serbia además de a Francia, el zar se vio obligado a dividir su ejército en dos: uno de ellos combatiría a Alemania en el norte (en la región de Prusia oriental) y el otro a los austríacos en Centroeuropa (en la región de Galitzia). Los primeros resultados fueron prometedores para los rusos: el primer ejército (dirigido por el general Pavel Rennenkampf) obtuvo una sonada victoria en Gumbinnen el 15 de agosto, mientras que el segundo (mandado por el general Alexander Samsonov) atacó el flanco sur de los alemanes, ocasionando el repliegue de todo su ejército. Lo alarmante de la situación hizo reaccionar al Estado Mayor alemán que puso a la cabeza de las tropas del frente oriental al mariscal de campo Paul von Beneckendorff von Hindenburg, que diecisiete días después de empezar la guerra fue llamado de su retiro para salvar la apurada situación. Se le adscribió como jefe de Estado Mayor al general Erich Ludendorff, que había destacado por su brillantez en el cerco de Lieja. Ludendorff estaba considerado el mejor estratega de Alemania, y era en él en quien confiaba el alto mando para que solucionase la situación en el este, pero era un simple Generalmajor (general de brigada), y el mando del frente debía desempeñarlo un Generaloberst (general de ejército o capitán general). No se le podía ascender tres grados de golpe porque eso repugnaba al sentido jerárquico del ejército alemán, y encima tenía una carencia, la partícula «von» delante del apellido que caracterizaba al junker, el miembro de la nobleza militar prusiana, la clase que dominaba la estructura castrense.
La conjunción de los dos militares no pudo obtener mejores resultados. En opinión de Lozano, «Hindenburg proporcionó estabilidad, autoridad y nervios templados. Ludendorff aportó energía, ambición e imaginación. […] Ambos compartían un descomunal ego y una gran ambición. Hindenburg admitió que “eran un matrimonio feliz”». La contraofensiva que lanzaron contra los rusos fue de un éxito arrasador, logrando una victoria brillante cerca de Grünfliess del 26 al 30 de agosto. Para darle mayor significación, la acción fue rebautizada como batalla de Tannenberg, rememorando otra acontecida en 1410 en la que los caballeros teutónicos habían sido derrotados por polacos y lituanos. Así, la victoria tomaba resonancias de venganza contra los eslavos, que fue redondeada con otra una semana más tarde en las cercanías de los Lagos Masurianos. Hindenburg se vio elevado a la categoría de héroe nacional, al tiempo que comenzaba con Ludendorff la que sería una de las colaboraciones militares más brillantes de toda la historia. Irónicamente, entre los profesionales de la estrategia, a Hindenburg le apodaban «mariscal Was sagast Du?» (¿Tú qué dices?), porque era lo que decía, volviéndose hacia Ludendorff, cada vez que le consultaban una cuestión militar.
Mientras, los austríacos no lograban elaborar un plan de ataque coherente. Por un lado no podían desatender el castigo a Serbia (la opción favorita del jefe de su Estado Mayor, Franz Conrad von Hötzendorf), pero debían prestar apoyo a los alemanes durante la ofensiva occidental para aliviar la presión de los rusos. Con un ejército mal preparado, anticuado y mermado por las diferencias nacionales Conrad decidió atender varios frentes a la vez: lanzó una infructuosa campaña sobre Serbia y atacó por dos flancos a los rusos, por el norte en la Polonia rusa y por el este en la región de Galitzia. Los resultados fueron desastrosos, las bajas resultaron enormes y pronto se vio en la tesitura de tener que pedir ayuda militar a Alemania. Esta pudo responder finalmente con un ataque sobre Varsovia, mientras los austríacos continuaban luchando con los rusos en Lodz y lanzaban una campaña de invierno a través de los Cárpatos para recuperar la fortaleza de Przemysl, que también fracasó. Para entonces el balance no podía ser peor para la potencia que había embarcado a Europa en la contienda.
Al acabar 1914 las cifras de la guerra ya eran espeluznantes. Sólo en agosto se habían movilizado a seis millones de hombres para acudir al combate y en el mes de diciembre las bajas (de civiles y de militares) se contabilizaban por cientos de miles, sin que se adivinase una ventaja clara de ninguno de los contendientes. Las mentes más aventajadas de Europa ya barruntaban lo que estaba pasando en realidad y la futilidad del conflicto. Un excelente periodista ruso de nombre Lev Trotski escribía por entonces: «Ahora viene una guerra y nos muestra que todavía andamos a cuatro patas sin salir del estadio bárbaro de nuestra historia. Hemos aprendido a llevar tirantes, a escribir inteligentes editoriales y a fabricar chocolate con leche, pero cuando tenemos que decidir seriamente una cuestión relativa a la coexistencia de unas cuantas tribus en una rica península de Europa, nos sentimos impotentes para encontrar otra vía que no sea una mutua matanza masiva».

§. Weltkrieg (Guerra Mundial)
Aunque en Europa los planes de victoria iniciales de Alemania se vieron empañados, no todo estaba fiado a lo que pasase en el viejo continente. Uno de los objetivos de las potencias centrales para lograr un golpe efectivo contra los aliados consistía en intentar desestabilizar sus imperios coloniales. Para ello iba a resultar básica una herramienta que los alemanes llevaban preparando largo tiempo. Desde la década de 1880 Alemania había ido acercándose diplomáticamente al Imperio otomano, en una maniobra disimulada y discontinua que no logró evitar las suspicacias de Gran Bretaña y Rusia. El káiser había visitado Constantinopla en 1889 y 1898, los alemanes se habían hecho con la concesión del proyecto para extender la línea de ferrocarril Berlín-Constantinopla hasta Bagdad (lo que había despertado recelos británicos) y en la década de 1880 los turcos ya habían solicitado asesoría militar a Alemania para modernizar su ejército. Esta petición se repitió después de la llegada de los Jóvenes Turcos al poder, que en 1913 pidieron el envío de una nueva misión militar alemana —Enver Pachá, el principal dirigente del movimiento, había estudiado en Alemania—. Aunque el gobierno del sultán permaneció cauto ante los acontecimientos que se precipitaron en el verano de 1914 (ya bastante habían perdido en los años anteriores), el káiser tenía clara la intención de desestabilizar el equilibrio mundial involucrando al Imperio otomano en la guerra. Como él mismo afirmó entonces: «Nuestros cónsules y agentes en Turquía y en la India […] deben encender en todo el mundo musulmán una implacable rebelión contra esta odiosa, falsa, mentirosa y sin escrúpulos nación de tenderos, pues aunque tengamos que desangrarnos hasta morir, Inglaterra ha de perder por lo menos la India».
Las negociaciones diplomáticas avanzaron en el verano y Turquía entró en el juego rápidamente, persuadida de que el alineamiento con los beligerantes era inevitable y de que si apoyaba a Gran Bretaña o si esta vencía, apostaría por la desmembración del Imperio otomano para proceder a su reparto. La puesta en escena del acuerdo fue, siguiendo el estilo alemán, por lo menos llamativa. Dos buques de guerra alemanes, el poderoso Schlachtkreuzer (crucero de batalla) SMS Goeben, al que se unió el crucero ligero SMS Breslau, lograron burlar el bloqueo británico en el Mediterráneo y llegar hasta Constantinopla el 12 de agosto. Los británicos eran los proveedores oficiales de la marina turca pero, al estallar la guerra, se habían negado a entregar dos barcos que había encargado el gobierno del sultán (por miedo a ponerlos en manos de un enemigo en potencia). El 29 de octubre los dos barcos alemanes, ahora con bandera turca, bombardearon el puerto ruso de Odesa, en el Mar Negro. En los días siguientes se sucedieron las declaraciones de guerra de Rusia, Francia y Gran Bretaña, al tiempo que los turcos emprendían una campaña en el Cáucaso contra Rusia. Esta era la más perjudicada por la entrada de Turquía en el conflicto, ya que se cerró la zona de los Estrechos al comercio internacional, por lo que se veía privada de una de sus principales vías de aprovisionamiento marítimo. Al tiempo Gran Bretaña veía amenazada su principal vía de comunicación marítima con la India, el canal de Suez. Los designios del káiser se habían puesto en marcha y había comenzado su Weltkrieg (guerra mundial).
Pero los británicos reaccionaron rápidamente e intentaron sacar provecho de la adversidad. En noviembre de 1914 declararon oficialmente la anexión de la isla de Chipre a su imperio y en diciembre decidieron regularizar su ocupación de Egipto convirtiéndolo en un protectorado. Prometieron a los rusos la entrega de Constantinopla en caso de victoria y dieron un paso decisivo para acercarse a los campos petrolíferos de Mesopotamia comenzando una invasión del país desde el golfo Pérsico con una fuerza del ejército de la India, que tomó Basora el mes de noviembre. La guerra acababa de comenzar en el que iba a ser otro de sus escenarios predilectos, Oriente Próximo.
Aunque en el territorio otomano Alemania tenía cancha en la que desarrollar su juego, en sus colonias el partido acabó pronto. Los aliados se coordinaron para apoderarse con celeridad de las colonias alemanas, para lo que se encontraron con la inesperada colaboración de Japón. La naciente potencia oriental declaró la guerra a Alemania el 23 de agosto con la intención descarada de hacerse con sus posesiones asiáticas y del Pacífico: entre septiembre y noviembre cayeron en sus manos sucesivamente las islas Marianas, Carolinas y Palau y la concesión china de Qingdao. Por su parte fuerzas australianas y neozelandesas se hicieron con Nueva Guinea Alemana. Las colonias alemanas en África fueron objeto de ataques por parte de los aliados desde el primer momento. Como recuerda el historiador británico Niall Ferguson, «los primeros tiros disparados en tierra por tropas británicas el 12 de agosto de 1914, apuntaron a la estación inalámbrica alemana en Kamina, en Togolandia». Efectivamente, Togo fue la primera en caer (ese mismo mes), a la que seguirían África sudoccidental (actual Namibia) en 1915 y Camerún en 1916. Al acabar la guerra la única colonia alemana que seguía bajo soberanía de la metrópoli era África oriental (actual Tanzania), donde la brillante defensa planteada por el coronel Paul von Lettow-Vorbeck logró mantener en jaque a los contingentes británicos enviados para rendirle. Pero todavía quedaban escenarios nuevos para que se desarrollasen las campañas y contendientes nuevos que se podían sumar a la orgía de sangre que se había desatado, y el año 1915 iba a ser pródigo en ambas cosas.

Capítulo 4
El mundo en llamas

Afinales del año 1914 se planteaba a nivel mundial una situación por completo inesperada para los hombres y mujeres a quienes les tocó vivirla. Un conflicto regional entre una gran potencia (Austria-Hungría) y un pequeño país (Serbia) había provocado un conflicto general entre las grandes potencias europeas, una situación que no se planteaba en el viejo continente desde que hacía cien años habían terminado las guerras napoleónicas en las planicies cercanas a la localidad belga de Waterloo. Pero la diferencia era que ahora Europa se había abierto al mundo y el mundo a Europa, así que cuando el conflicto estalló, sus consecuencias comenzaron a experimentarse en todo el planeta. La situación era paradójica: la rivalidad política, la competencia económica y el malestar cultural a nivel internacional habían hecho que en los meses de ese verano se plantease un conflicto entre las dos potencias más atrasadas de Europa (Austria-Hungría y Rusia, protectora de Serbia) que por una mezcla de precipitación diplomática, inercia política y deseos reprimidos de luchar arrastraron a las más avanzadas (Alemania, Gran Bretaña y Francia). En los primeros meses de contienda los planes para su rápida resolución fracasaron, generándose una situación de empate entre los contendientes que dio al traste con la ilusión de todos de que la guerra sería una experiencia pasajera, excitante y victoriosa.
La guerra había encontrado ya algunos de los escenarios que no abandonaría con posterioridad: Francia y la región belga de Flandes (del canal de la Mancha a los Alpes), la frontera occidental del Imperio ruso (desde el Báltico a los Cárpatos) y Oriente Próximo. También habían hecho presencia algunas de las experiencias más deshumanizadoras que se repetirían y agravarían posteriormente, como la guerra altamente tecnificada y la violencia indiscriminada contra los civiles. Sólo serían los primeros pasos de un horror que ganaría en extensión y profundidad durante cuatro años y medio, y que marcaría un bautismo de sangre para el sigloXX, una centuria que la humanidad estrenaba con una espiral de muerte que resultaría tristemente premonitoria de lo que habría de venir después.
El atasco en el frente occidental y el resultado incierto en el oriental convencieron a las fuerzas aliadas de que tenían que buscar un punto débil del enemigo, una puerta trasera por la que tomarle por sorpresa y forzar un desbloqueo de la situación. A principios de 1915 el sector del gobierno británico agrupado en torno al Primer Lord de Almirantazgo (ministro de Marina), Winston Churchill, propuso un plan original en el que se combinarían fuerzas de marina e infantería para dar un golpe letal al enemigo.

§. Enero de 1915: ¿y qué hacemos ahora?
La actividad en el mar hasta entonces no había sido muy intensa. Declarada la guerra y pese a que la flota alemana no tenía una dimensión suficiente como para plantear un ataque a gran escala, la actitud británica fue de prudencia. En septiembre tres cruceros británicos fueron hundidos en el Mar del Norte en la que constituyó la primera acción militar de los submarinos alemanes (un ámbito tecnológico en el que Alemania siempre llevó una ventaja abrumadora a los aliados). Reino Unido respondió a aquella acción declarando zona de guerra el Mar del Norte, a lo que los alemanes respondieron haciendo lo propio con las aguas que rodeaban las islas Británicas. Sin embargo, primó la contención y por el momento tanto alemanes como británicos decidieron dejar la flota de guerra amarrada a la espera de preparar un encuentro naval a gran escala. Las únicas escaramuzas fueron las efectuadas por el escuadrón alemán al mando del almirante Maximilian von Spee, que destruyó un destacamento británico en noviembre de 1914 frente a Coronel, en la costa de Chile, pero que fue abatido al mes siguiente en una batalla en aguas de las islas Malvinas. Lo que ahora proponía el ministro Churchill era emplear las fuerzas navales de otra forma. Con los turcos concentrados en su campaña del Cáucaso y en atender a la amenaza británica en Mesopotamia, la península de los Balcanes había quedado desatendida. Por ello era posible plantear un ataque en el corazón del imperio, en la zona de los Estrechos, que amenazase directamente la capital, Constantinopla. Además, la acción serviría para trasladar tropas que se podrían emplear en un auxilio posterior a Serbia y para abrir los Estrechos al estrangulado comercio ruso.
El objetivo previsto fue la península de Galípoli, en el estrecho de los Dardanelos. El plan original consistía en la penetración de una fuerza naval británica en el estrecho, pero las expectativas británicas pecaron de un optimismo desmedido. En palabras del historiador británico Niall Ferguson, «“Ninguna potencia humana podría resistir tal despliegue de fuerza y poder”, pensaba el comandante de la flotilla británica al aproximarse a los estrechos del Mar Negro; se equivocaba: los cañones y minas turcos lo hicieron con facilidad». Los turcos habían sembrado el angosto brazo de mar que discurre entre el mar Egeo y el de Mármara de minas, lo que produjo un rápido rechazo de los buques británicos cuando intentaron llevar adelante el plan en el mes de marzo de 1915. Entonces se optó por una operación anfibia en la que se desembarcasen tropas en la península para que creasen un frente desde el que avanzar hacia la capital. Se seleccionó para ello a un cuerpo de las nutridas tropas que habían llegado a Europa de los dominios (territorios autónomos) del Imperio británico, en este caso de australianos y neozelandeses (comúnmente conocidos como anzac, acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps). Para desesperación de los atacantes, los turcos se habían apostado en las partes altas de las rocosas crestas que salpicaban la zona, haciendo gala de gran arrojo y de talento para acorralar a los invasores en unas estrechas posiciones donde morían fácilmente víctimas del fuego enemigo. Galípoli fue un trauma colectivo para las fuerzas que quedaron allí apostadas, hasta el punto de que es considerado actualmente como un momento fundacional de la nación para Australia y Nueva Zelanda. Las fuerzas turcas demostraron una organización y habilidad superiores a la operación aliada, que exigía de una coordinación y madurez para la que los británicos no estaban preparados. Entre los primeros destacó el coronel Mustafá Kemal, jefe de la 19ª División que guarnecía los Estrechos, que estaría llamado más tarde a jugar el papel de principal estadista de Turquía. Los anzac permanecieron allí hasta el mes de diciembre, cuando se dio finalmente por fracasada la operación y se ordenó la evacuación. Con 50.000 muertos que no habían servido para nada, Churchill tuvo que dimitir, lo que no le libraría de ser apodado «el carnicero de Galípoli».
Mientras que los aliados empezaban a sospechar que sus altaneras expectativas de una pronta ocupación de Constantinopla no se iban a materializar con facilidad, culminó una operación diplomática en la que llevaban tiempo embarcados. El 26 de abril los gobiernos de la Entente firmaban con el italiano en Londres el tratado por el que Italia intervenía definitivamente en la guerra en contra de las potencias centrales, que habían sido sus aliados tradicionales en el seno de la Triple Alianza. Después de su negativa a decantarse durante la crisis de Sarajevo, el gobierno italiano había adoptado la postura de una neutralidad interesada, declarando públicamente que actuaría guiado por un «sacro egoísmo», o lo que es lo mismo, por una resolución definitiva después de sopesar qué postura se ajustaba más a los intereses de Italia. La negociación y el tratado fueron secretos y su publicación generó un agrio debate interno puesto que la mayoría de la población era favorable a la neutralidad, pese al ruidoso activismo de pequeños grupos ultranacionalistas que reclamaban la entrada en la guerra. Parece que en la elección final del ejecutivo de Roma pesó la garantía ofrecida por los aliados de entregar a Italia los territorios de habla italiana que permanecían bajo soberanía austríaca (el Bajo Tirol, la península de Istria y la costa dálmata). Eran los territorios que los italianos llamaban «irredentos» y su reclamación (el irredentismo) había sido uno de los temas recurrentes de la derecha nacionalista italiana desde los tiempos de la unificación. El 23 de mayo Italia declaraba la guerra, para la que contaba con un ejército mal equipado y mal preparado, con una oficialidad incompetente que se destacó durante la campaña por el trato inhumano que dispensaba a la tropa, lo que incidía negativamente en su ya de por sí baja motivación. Los aliados aprovecharon este nuevo apoyo para abrir otro frente en la frontera sudoccidental del Imperio austro-húngaro, con objeto de obligarle a desviar recursos y liberar así a Serbia de parte de la presión a la que se veía sometida. En junio comenzaron las operaciones militares (al mando del general Luigi Cadorna) en el Véneto, intentando los italianos penetrar en territorio austríaco. Pero los ataques fueron rechazados y surgió un nuevo frente estancado a lo largo del recorrido del río Isonzo, en cuyas riveras se pasarían los dos años siguientes luchando infructuosamente con los austríacos.
Sin embargo no sería este el único éxito de las potencias centrales durante ese año. La victoria de Hindenburg y Ludendorff en el frente oriental les permitió imponer a comienzos de 1915 el plan de continuar con la ofensiva contra Rusia, frente a la opinión del jefe del Estado Mayor General (Grosser Generalstab), Von Falkenhayn, que insistía en renovar la presión en el frente occidental para desbloquear la situación. La debilidad de Austria y la aparición del nuevo frente italiano fueron razones adicionales para optar por fortalecer la victoria en Europa oriental como paso previo a reintentar un ataque sobre Francia. Se comenzó por una nueva ofensiva en Galitzia, en la región de Gorlice-Tarnow, en la que los alemanes ensayaron tácticas y armamentos nuevos antes de aplicarlos ante los mejor equipados ejércitos aliados del frente occidental. Si durante el invierno ya se había probado contra los rusos el uso de gas venenoso, ahora se experimentó el avance de infantería combinado con un bombardeo masivo previo (las célebres «cortinas de fuego», que se revelarían de un éxito arrasador y serían perfeccionadas a lo largo de la guerra). La retirada del maltrecho ejército ruso, en el que muchos soldados ni siquiera contaban con un fusil para entrar en combate, degeneró en desbandada y durante el mes de agosto Falkenhayn autorizó una campaña sobre la Polonia rusa dirigida por Ludendorff. El éxito fue tal que las fuerzas alemanas ocuparon un amplio territorio ruso, sobre el que fueron desarrollando una administración permanente conocida como Oberost, llegando en septiembre hasta Brest-Litovsk e incluso a Vilna, actual capital de Lituania. El desastre ruso fue de tal magnitud que el zar Nicolás II decidió dar un golpe de timón, depuso al jefe del Estado Mayor ruso, su tío el gran duque Nicolás, para asumir personalmente el mando del ejército en el frente.
Para entonces la península Balcánica iba a reclamar de nuevo la atención de los aliados. La principal perjudicada de la Segunda Guerra de los Balcanes y principal enemiga de Serbia, Bulgaria, firmó un tratado de amistad con Alemania y declaró en octubre la guerra a los aliados (incluida su tradicional enemiga). La situación de Serbia era tan desesperada que pidió ayuda militar a los aliados que, desgraciadamente, no tenían por donde hacérsela llegar. Para solventarlo recurrieron entonces al presidente griego, Elefterios Venizelos, que era partidario de la intervención de su país a favor de la Entente en contra de la mayoría de la opinión pública, favorable a la neutralidad. El rey Constantino I de Grecia por su parte había hecho gala de que su simpatía se decantaba por las potencias centrales. Venizelos prometió ayuda militar y autorizó por su cuenta el desembarco de una fuerza aliada en Salónica, pero cuando el rey se enteró exigió la dimisión de Venizelos, que acorralado no tuvo más remedio que concedérsela. Para entonces el ejército aliado estaba ya desembarcando y el presidente, en una reacción inesperada, se trasladó a Salónica y formó su propio ejecutivo, que fue inmediatamente reconocido por las potencias aliadas. La situación desembocó en que la fuerza aliada quedó aislada en Salónica sin que pudiesen atravesar territorio griego para auxiliar a Serbia. Para entonces una campaña combinada entre las potencias centrales y Bulgaria había invadido aquel país, expulsando a lo que quedaba de su ejército hacia el sur. Bulgaria fue premiada y por fin vio reconocida su soberanía sobre Macedonia. El resultado a finales de 1915 era que toda la península de los Balcanes a excepción de Grecia y Rumanía, que seguían neutrales, estaba en poder de las potencias centrales y sus aliados. Mientras, las tropas de Salónica se quedarían todavía muchos meses atrapadas en su reducto griego sin poder participar en la guerra. La táctica de abrir un nuevo e inesperado «frente trasero» por parte de los aliados para forzar un desempate bélico general a su favor había fracasado definitivamente.

§. Una punzante sangría
En el frente occidental la actividad continuó a lo largo de 1915, pero no fue a base de ofensivas y contraofensivas como había sucedido en los primeros meses de contienda. Mientras los aliados se esforzaban por atacar en los Balcanes y las potencias centrales por doblegar a Rusia, ambos bandos blindaron la larga línea que discurría entre el canal de la Mancha y los Alpes improvisando y perfeccionando una serie de defensas como no se habían visto hasta entonces. A esas alturas todos eran conscientes de que la guerra que estaban librando no era una guerra tradicional. Se mejoraron los complejos y kilométricos sistemas de trincheras que se habían levantado improvisadamente, se excavaron refugios, se instalaron campos de alambradas y nidos de ametralladoras fijas. En un nuevo ataque alemán en abril en Ypres emplearon por primera vez el gas tóxico que ya habían ensayado con fortuna en el frente oriental. El efecto propagandístico fue inmenso, el pánico cundió entre los soldados y la opinión pública se estremeció ante ese nuevo tipo de guerra inmaterial pero enormemente dañina. Militarmente los ejércitos aliados lograron ir improvisando soluciones que fueron neutralizando en buena medida sus efectos y rápidamente incorporaron el nuevo tipo de arma a sus propios arsenales. En la campaña que lanzaron contra los alemanes en otoño se habían provisto ya de gas con el que contraatacar, aunque los pobres resultados obligaron al comandante en jefe francés Joffre a convocar una reunión del mando interaliado en Chantilly. El objetivo no era otro que el de preparar una nueva campaña coordinada para 1916, reemplazando entonces el gobierno británico al comandante de sus fuerzas, French, por el mariscal Douglas Haig.
Pero al año siguiente los alemanes se adelantaron. Los vencedores en el frente oriental, los generales Hindenburg y Ludendorff —a quienes los ingleses se referían con la cifra HL—, cada vez con más poder dentro del ejército, habían exigido con el apoyo del canciller la cabeza del jefe del Estado Mayor, pero se encontraron con la resistencia del káiser, que todavía confiaba en él. Entonces Von Falkenhayn, consciente de que su puesto pendía de un hilo, proyectó una nueva estrategia ofensiva. Un despliegue envolvente como el que se había intentado en 1914 ya no era posible, por lo que ideó una serie de ataques combinados que golpeasen de forma concentrada en puntos estratégicos del frente. El objetivo final de esta campaña no era tanto obtener una victoria definitiva sobre el ejército enemigo, sino erosionar su capacidad de tal manera que se viese obligado a pedir negociaciones para la paz. Era la formulación de la «guerra de desgaste» que concebía la victoria no ya como el resultado de la eliminación de la fuerza enemiga sino como fruto de su agotamiento interno. «Alemania desangrará a Francia hasta la muerte, escogiendo un punto de ataque en el que los franceses se verán obligados a meter cada hombre que tengan», explicaba con frialdad el general Von Falkenhayn. Sólo hacía falta un punto en el que aplicar la teoría, y Von Falkenhayn pronto se fijó en uno que le serviría a la perfección: la fortaleza de Verdún.
Verdún era una importante plaza sobre el río Mosa, una de las más fuertes de toda la frontera oriental francesa aunque, por estar alejada del escenario principal de operaciones y por haberse demostrado en Lieja que este tipo de fortificaciones no eran operativas ante la nueva capacidad ofensiva alemana, había sido desatendida por el alto mando francés desde el comienzo de la guerra. Por esto, por hallarse cerca de una de las principales líneas de ferrocarril alemanas próximas al frente y por el especial significado simbólico que tenía para los franceses (era la única fortaleza que había resistido la embestida enemiga durante la guerra franco-prusiana) fue la elegida como objetivo: «el yunque sobre el que la población de Francia va a ser martilleada a muerte», en palabras de Winston Churchill. Tras unos preparativos llevados en el más estricto secreto, el ataque comenzó el 21 de febrero de 1916 y el despliegue ofensivo fue aniquilador. Tras un bombardeo masivo con dos millones de obuses en el primer día, la infantería comenzó la lucha en la que hizo su aparición otra de las mortíferas innovaciones que caracterizaron a esta guerra: el lanzallamas. Varios de los fuertes de la plaza fueron cayendo en poder de las fuerzas alemanas pero Joffre, pese a lo descabellado de intentar reconquistar lo que estaba prácticamente perdido, encomendó la misión a uno de sus mejores hombres, el general Philippe Pétain, jefe del II Ejército. Su labor al frente de la maltrecha fuerza francesa fue extraordinaria, mediante un sistema de rotación de tropas que hizo pasar por Verdún a la mayor parte del ejército francés, pero que garantizaba a los soldados salir a plazo fijo de aquel infierno, logró levantar la moral y que sus tropas llevasen a la práctica la consigna de no ceder ni un solo metro de terreno. Consiguió compensar el sensacional despliegue logístico alemán en unas condiciones más que precarias. Para el abastecimiento de material y tropas los franceses sólo contaban con una carretera amenazada por el enemigo (que recibió el nombre de La Voie Sacrée, «la vía sacra») y de un ferrocarril de vía única (que a diario retiraba cadáveres y heridos tras traer provisiones o refuerzos), por lo que fue necesario defender la comunicación y organizar el tráfico al milímetro para no abocar a los defensores de Verdún al desastre. El mando alemán no daba crédito a lo que estaba sucediendo, los franceses estaban volviendo en su contra el golpe que tenía que haberlos desangrado. En julio Von Falkenhayn daba el ataque por perdido (aunque los franceses tardarían todavía unos meses en reconquistar del todo la plaza) y con ello firmaba su propia sentencia: en agosto fue relevado como jefe del Estado Mayor, siendo sustituido por Hindenburg que acudía a la llamada asistido por quien era ya su álter ego, Ludendorff.
Con los franceses concentrados en la defensa de Verdún, el ataque que se había acordado en la reunión de Chantilly tuvo que ser asumido por los británicos. Se había proyectado en un área del curso del río Somme cerca de Amiens y lo prepararon detalladamente con la intención de aumentar su efectividad aplicando algunas de las novedades aparecidas durante la guerra. Tras un bombardeo de una semana sobre las posiciones que los alemanes llevaban ocupando desde 1914, el mando británico ordenó el avance el 1 de julio de 1916. Lo hizo confiado en que la destrucción sembrada por la artillería habría diezmado a los alemanes y permitiría a sus hombres avanzar y fortificar posiciones con facilidad. Pero los alemanes no sólo habían resistido el bombardeo, sino que conservaban su capacidad defensiva intacta. De las trincheras emergieron las ametralladoras que sembraron de muerte el campo durante días y los proyectos de victoria británicos basados en una sofisticada coordinación de infantería y artillería se desvanecieron. Solamente en el asalto del primer día los ingleses sufrieron 20.000 muertos y 35.000 heridos. La imagen de legiones de zombis avanzando por el paisaje lunar que había creado la artillería plagado de cadáveres se alargaría durante cuatro meses. En las últimas semanas hicieron su aparición los primeros carros blindados británicos, ideados como un medio para romper el empate mortal en que había degenerado la ofensiva, aunque todavía no desempeñaron un papel destacable. La carnicería sólo consiguió aliviar un poco la presión sobre Verdún al verse obligados los alemanes a enviar parte de sus fuerzas al Somme. Estas dos batallas quedarían así ligadas para siempre a las memorias colectivas de Francia y Gran Bretaña respectivamente. Tuvieron un papel similar al que adquirió Galípoli para Australia y Nueva Zelanda, el de ara sacrificial de una generación que dio su vida por su país en una guerra completamente deshumanizada. En Francia la conmoción en la opinión pública por la heroica inmolación de Verdún decidió al gobierno a cambiar a Joffre (a quien se achacaba en parte la desgracia) por el general Robert Nivelle. Sólo sería una más de las cabezas de militares que rodarían por las desastrosas pérdidas humanas de la guerra —770.000 bajas entre los dos bandos en Verdún, el doble en el Somme—, difícilmente digeribles por la opinión pública que sostenía en la retaguardia el esfuerzo de guerra.
Mientras los alemanes lanzaban su órdago sobre Verdún, el ejército ruso se aprestó a cumplir su parte de lo acordado en Chantilly lanzando una ofensiva en el frente oriental que sirviese por un lado para responder a la agresión de Hindenburg el año anterior y por otra para aliviar la presión insoportable que estaban padeciendo sus aliados. Los alemanes calculaban que los rusos todavía podían perder cientos de kilómetros de terreno antes de ponerles en una situación apurada y precisamente por ello Von Falkenhayn había preferido volver su atención sobre Francia. Ahora los rusos golpeaban en el norte contra el avance alemán, donde cosecharon un escaso éxito, pero en verano protagonizarían su gran contribución a la causa de los aliados durante toda la guerra. Pese a que la escasez de material y la mala preparación eran endémicas en las tropas rusas, el brillante general Alexéi Brusílov preparó una ofensiva contra Austria-Hungría basada en engañar al enemigo en cuanto a posiciones y velocidad de sus tropas. Los austríacos, confiados en la fortaleza de las defensas que habían levantado, se habían relajado, por lo que cuando el 4 de junio comenzó el ataque el resultado fue fulminante. Los rusos no sólo rompieron las líneas defensivas del enemigo, sino que penetraron profundamente en su territorio. El jefe del Estado Mayor austríaco había estado centrado desde la primavera en una campaña que había lanzado contra Italia a través de los Alpes como forma de desbloquear la situación en el Isonzo, pero la penetración rusa le obligó a desistir de su empresa y enviar todas las tropas disponibles a la frontera oriental. Ante el fracaso de sus esfuerzos, no tuvo más remedio que pedir auxilio otra vez a Berlín. Allí, según Lozano, «Falkenhayn le dio tal reprimenda que Conrad le diría a sus oficiales que prefería “diez bofetadas” antes que volver a solicitar ayuda a los alemanes».

§. Algunas inercias que se imponen…
No sería la última vez que los austríacos recurrirían a sus vecinos del norte. La situación era evidente para todos por mucho que le pesase a algunos de sus protagonistas: Alemania dependía de Austria-Hungría porque necesitaba un aliado, pero esta necesitaba a aquella cada vez más por su debilidad militar. A medida que la duración y complejidad de la guerra avanzaban, el lastre que tenía que soportar Alemania era mayor. El envío de divisiones alemanas y la cortedad de miras del alto mando ruso, que no proporcionó refuerzos a Brusílov para que continuase con su ofensiva, hizo que en octubre esta comenzase a perder fuelle y terreno. Aunque sin duda logró su objetivo de aliviar la presión alemana en el frente occidental, podría haber sido uno de los golpes que hubiese marcado un viraje en el desarrollo de la contienda. En esta ocasión el imperio de los Habsburgo había salvado el tipo, pero en noviembre recibió otro golpe. Este no lo había asestado ningún enemigo y sin embargo muchos dudaban de que aquel vetusto imperio fuese capaz de superarlo. El día 21 moría en Viena el anciano emperador Francisco José I. Más allá de la pérdida de quien había sido durante sesenta y ocho años la cabeza del Estado políticamente más complejo de Europa, se fue con él el elemento de estabilidad política más fuerte de ese volátil conglomerado. Más que un hombre, era una institución viviente la que se extinguía. Su sucesor fue su joven sobrino nieto, el emperador Carlos I, inexperto y prácticamente desconocido para la población. Sus primeras medidas fueron destituir a Conrad y ordenar que se comenzasen negociaciones secretas con Francia en busca de una paz por separado. Pronto descubrió que si su imperio era un lastre militar para Alemania, esta constituía un lastre diplomático demasiado pesado como para buscar por cuenta propia la paz con los aliados. El futuro de los dos imperios centroeuropeos estaba mucho más ligado de lo que habían pensado sus dirigentes al firmar y renovar la Triple Alianza hacía ya tantos años.
Los planes de defección del imperio de los Habsburgo no constituyeron el único cambio que vivió la situación en Europa oriental a lo largo de 1916. El ímpetu que había adquirido la ofensiva rusa animó a un nuevo país a dar un paso al frente en favor de la Entente. Rumanía abandonó su neutralidad en el mes de agosto al firmar un tratado con los aliados por el que estos le prometían la entrega de Transilvania, de mayoría rumana pero bajo soberanía austro-húngara, a cambio de su apoyo. Poco después declaró la guerra a las potencias centrales. Así los aliados lograron romper la tradicional alianza de Bucarest con Viena y acariciaban una vez más la posibilidad de abrir un frente en los Balcanes que obligase a los alemanes a dispersar un poco más sus formidables efectivos militares. Pero como en las ocasiones anteriores el espejismo duró poco. Con un ejército anticuado y poco preparado para el tipo de guerra que se estaba librando, los rumanos cometieron la imprudencia de atacar Transilvania. Las potencias centrales lo habían previsto y habían preparado dos ejércitos para repelerles bajo las órdenes de Falkenhayn, que tras su descalabro de Verdún no volvió a fallar. Los agresores fueron pronto rechazados y las tropas austro-germanas continuaron su marcha penetrando en territorio rumano. Su ejército se vino abajo y en diciembre las potencias centrales tomaban Bucarest, culminando la conquista del país poco después. Los alemanes procederían desde ese momento a aprovechar las reservas de grano y petróleo de Rumanía para paliar las carencias en el frente y la retaguardia. Al acabar 1916 Grecia era el único país de la península Balcánica que escapaba al control de Berlín y Viena. Junto con el desinfle de la ofensiva Brusílov, todo parecía indicar que en Europa oriental las potencias centrales estaban ganando la guerra de forma abrumadora.
Sin embargo en otros frentes las cosas no estaban tan claras. Para empezar, Alemania no había logrado anular la superioridad británica en el mar. El lema de la armada había seguido siendo la cautela, mantenida a ultranza por su almirante John Jellicoe, lo que dejaba a Alemania en la situación de tener que buscar un enfrentamiento si deseaba romper la superioridad británica. Salvo el bombardeo de algunas localidades costeras británicas desde barcos alemanes en diciembre de 1914 y la escaramuza naval del Dogger Bank (en el Mar del Norte) en enero de 1915, la situación no cambió. O por lo menos en la superficie. Para estrechar el cerco sobre Alemania, el Reino Unido había decretado en mayo el bloqueo comercial marítimo, por lo que procedió a detener barcos mercantes y requisar todas las mercancías destinadas al Imperio alemán. Esto provocó la airada reacción de Estados Unidos, que vio muy perjudicados sus intereses económicos. Pero poco después, el 6 de mayo, un submarino alemán hundió el lujoso transatlántico Lusitania, que había partido de Nueva York unos días antes. El barco llevaba entre su cargamento municiones, causa oficial del ataque, pero también ciento veintiocho civiles norteamericanos que perecieron en el ataque. Pese a que los servicios diplomáticos alemanes en Estados Unidos habían advertido del riesgo que podrían correr los pasajeros que embarcasen, el clamor de la prensa estadounidense fue estruendoso, hasta el punto de convertirse en el inicio de una gran campaña contra Alemania. El resultado de la estrategia fue, en palabras del historiador Michael Howard, que «en la batalla por la opinión pública norteamericana, Alemania estaba en franca desventaja: mientras que el bloqueo británico sólo le costaba dinero a los norteamericanos, el alemán les costaba vidas». Un incidente similar con el barco de pasajeros Arabic en agosto hizo que la protesta diplomática de Estados Unidos llegase a niveles insoportables. Alemania ordenó a los comandantes de la flota submarina que en adelante se atuviesen a la legalidad sobre «guerra de cruceros», que imponía al buque atacante presentarse ante el sospechoso, identificarse, detenerlo, registrarlo en busca del material prohibido y poner a salvo a la tripulación y pasaje antes de hundirlo. Esta normativa era a todas luces inaplicable en el caso de los submarinos, por lo que su actividad disminuyó drásticamente en los siguientes meses.
Los militares de Alemania se impacientaban, puesto que deseaban que la Flota de Alta Mar alemana entrase en combate para minar a los enemigos en un nuevo terreno, y la población se preguntaba para qué servían los barcos que con tanto orgullo se habían construido los años anteriores y que habían sido uno de los motivos de la entrada en el conflicto. Por fin, en enero de 1916, el nuevo comandante de la Flota de Alta Mar, el almirante Reinhard Scheer, convenció a todo el alto mando de que había llegado la hora de una gran batalla naval. La estrategia que elaboró consistía en lanzar un señuelo a una escuadra británica para que se acercase a aguas alemanas y que allí una flota combinada de superficie y submarinos la destruyese e impidiese su rescate por refuerzos. Pero los británicos ya habían descifrado los códigos de las comunicaciones alemanas y descubrieron que se preparaba una acción, por lo que desbarataron el plan y plantearon un encuentro naval convencional, que tuvo lugar los días 31 de mayo y 1 de junio frente a la costa occidental danesa. La batalla de Jutlandia (como fue bautizada) tuvo un resultado incierto. Las pérdidas británicas fueron mayores, pero los alemanes se vieron obligados a regresar a puerto y no lograron romper el control británico del Mar del Norte. El resultado de este fracaso estratégico fue inmediatamente que Alemania se replantease su política sobre la guerra submarina y que prestase atención a otro de los frentes donde la actividad crecía rápidamente, el Imperio otomano.

§. Y otras que comienzan a cambiar
Pese a su cercanía a Europa, Galípoli fue sólo uno más de los episodios de la guerra que ya se estaba librando en el Imperio otomano. El plan de guerra ideado por el líder turco Enver Pachá pasaba, como los de todos los contendientes, por una guerra corta en la que los objetivos hiciesen el mayor daño posible a los aliados de modo que, de forma coordinada con el resto de los frentes, se les obligase a negociar una paz ventajosa. De cara a su población logró un apoyo inmediato al decretar la abolición de los privilegios económicos que tenían los países occidentales en el imperio (concesiones comerciales y privilegios jurídicos), para disgusto de Alemania. Trató de compensar a Berlín accediendo a que el sultán (que tenía la consideración de califa en el mundo islámico) proclamase una yihad (guerra santa) contra los aliados, lo que suponía Alemania que tendría un efecto devastador en las zonas de amplia presencia musulmana tanto británicas (Egipto, India) como rusas (territorios de Asia central). Se equivocaron. El llamamiento fue ampliamente ignorado pese a los esfuerzos de turcos y alemanes por difundirlo por todo el mundo musulmán. El plan alemán de desestabilizar el norte de la India Británica y el sur del Imperio ruso enviando una embajada informal al emir de Afganistán para entregarle el edicto de guerra santa y conseguir su apoyo militar no tuvo éxito. La embajada que partió de Constantinopla, parece que bajo la apariencia de circo ambulante, logró atravesar la zona bélica del este de Anatolia así como el Imperio persa llegando a la corte afgana. Pero para perplejidad de los embajadores del káiser, el emir se divirtió fabricando un dardo de papel con el documento que le entregaban para a continuación lanzarlo al vuelo.
En la primavera de 1915, mientras los británicos desplegaban su operación anfibia en Galípoli, los rusos contraatacaban en el Cáucaso emprendiendo además una política de desestabilización interna para dañar la resistencia turca. La cristiana Armenia se encontraba dividida entre el Imperio ruso y el otomano, y los rusos jugaron la baza de la solidaridad religiosa para levantar a los armenios súbditos del sultán. Había cuatro brigadas armenias alistadas en el ejército ruso y el patriarca ortodoxo de la Armenia rusa hizo una llamada al levantamiento. Todavía se discute si esta iniciativa tuvo o no éxito, pero lo que siguió fue uno de los episodios más negros de la guerra. En palabras de Niall Ferguson, «la criminal campaña lanzada contra los armenios entre 1915 y 1918 fue, sin embargo, cualitativamente distinta [a las anteriores], hasta el punto de que actualmente existe la opinión generalizada de que se trató del primer genocidio merecedor de tal nombre» (de hecho, la palabra «genocidio» sería inventada para el caso armenio por el jurista judío polaco Rafael Lemkin). El gobierno turco identificó a partir de entonces a los armenios con una «quinta columna» rusa en el interior, por lo que comenzó campañas sistemáticas de saqueos, asesinatos, violaciones y deportaciones en un río de sangre que tardaría mucho en secarse, pese a las protestas e informes detallados de parte del cuerpo diplomático (especialmente del embajador de Estados Unidos, Henry Morgenthau) y de varios misioneros occidentales.
Al tiempo que esto sucedía, se habían ido haciendo preparativos en levante para realizar un ataque contra el canal de Suez con la constante ayuda y supervisión de Alemania. Los trabajos corrieron a cargo del nuevo comandante en jefe del ejército turco en Oriente Próximo, Jamal Bajá, y del jefe del Estado Mayor otomano, el coronel alemán Friedrich von Schellendorf. La campaña se lanzó finalmente en julio de 1916 y no logró romper las defensas de Reino Unido, que para entonces estaba ya orquestando otra estrategia para desestabilizar a los turcos. Ahora el interés se había posado en el Hiyaz, la región occidental de la península Arábiga articulada en torno a las ciudades santas de La Meca y Medina. El líder de los clanes árabes que allí habitaban, el jerife (descendiente de Mahoma) Husein de La Meca, había guardado buenas relaciones con el sultán Abdul Hamid, pero el advenimiento de los Jóvenes Turcos y su intención declarada de controlar directamente los lugares sagrados del islam le soliviantaron. Envió entonces a su primogénito Abdalá a pedir ayuda a los británicos en Egipto para organizar un levantamiento árabe, negándose estos. Poco después, ya durante la guerra, fueron los británicos los que le propusieron una alianza. El alto comisionado británico de Egipto, Henry McMahon, le prometió a finales de 1915 y comienzos de 1916 una independencia de Oriente Próximo bajo el gobierno de su familia, los hachemíes.
Con esta expectativa y el apoyo organizativo de los británicos, que enviaron al capitán Thomas E. Lawrence (el célebre «Lawrence de Arabia»), los árabes comenzaron una guerra de guerrillas contra los turcos que les ocuparía durante dos años con el anhelo de obtener su independencia. Según el historiador israelí Ilan Pappé, «en sus cartas [a McMahon], Husein hacía constar que quería un gran reino que debía extenderse sobre todas las provincias árabes del Imperio otomano para sí y para sus cuatro hijos, y posiblemente para los representantes del movimiento nacional árabe embrionario. En principio, los británicos aceptaron, aunque advirtieron a Husein de que en determinadas áreas, que definían vagamente, deberían tener en cuenta otros intereses, como los de los franceses y los de las minorías no árabes. Estas consideraciones se convirtieron en los principales criterios del Acuerdo Sykes-Picot». Este acuerdo fue el adoptado en una reunión por los ministros de Asuntos Exteriores de Reino Unido (Mark Sykes) y Francia (Georges Picot), en mayo de 1916. En él se establecía el reparto de los territorios turcos de Oriente Próximo sin tener en cuenta los compromisos a los que había llegado Gran Bretaña con los hachemíes. Las potencias aliadas ya habían puesto sus ojos en el Imperio otomano como botín de guerra y, si llegaba la victoria, querían tenerlo todo repartido. Los británicos se reservaban el control de Mesopotamia (con sus grandes reservas petroleras) y la desértica zona entre esta y Palestina. Los franceses se decantaron por las fértiles y culturalmente ricas Líbano y Siria. Las dos potencias ambicionaban Palestina, por lo que se acordó que quedase como zona internacional bajo su control conjunto. Para los británicos se trataba de un acuerdo esencial, ya que la campaña que habían lanzado sobre Mesopotamia había fracasado al haber sido su ejército derrotado en Kut-el-Amara por los turcos el mes anterior.
Las iniciativas que se sucedían en el territorio del Imperio otomano indicaban que los intereses e implicaciones de la guerra iban aún mucho más allá de Europa y que los aliados seguían convencidos de que allí podrían lograr un debilitamiento de las potencias centrales que desequilibrase sustancialmente la balanza inmóvil en que se había transformado la guerra. Pero desde otro lugar del planeta iban llegando noticias de cambios que cobrarían también una importancia decisiva. En noviembre de 1916 fue reelegido para su segundo mandato como presidente de Estados Unidos el demócrata Woodrow Wilson, que desde el estallido de la guerra había mantenido la neutralidad de su país y que se había presentado a la reelección como campeón de la paz con el eslogan «mantengámonos fuera», frente al republicano C. E. Hughes, partidario de la intervención. Pero a medida que pasaban los años era cada vez más difícil mantenerse al margen de un conflicto que afectaba demasiado a Estados Unidos. Pese a que los germano-americanos han constituido siempre la primera minoría europea de Estados Unidos (actualmente son el 17 por ciento de la población), las potencias centrales no despertaban la simpatía de los estadounidenses a causa de sus desmanes en Bélgica y de la guerra submarina, y Gran Bretaña, a pesar de los lazos culturales comunes, tampoco era muy popular por su condición de antigua metrópoli y el gran peso de la inmigración irlandesa (sobre todo después de que un nuevo levantamiento nacionalista en Dublín durante la Pascua de 1916 hubiese sido brutalmente reprimido por las autoridades de Londres). En cuanto a la Rusia zarista era el demonio para las comunidades polaca y judía, y en general detestada por todos los norteamericanos progresistas. A todo ello había que sumar que Estados Unidos había sido la fuente de los créditos que desde el inicio de la contienda habían necesitado los aliados para adaptarse a las exigencias de una guerra larga, por lo que cada vez era más evidente que una derrota aliada sería muy perjudicial para aquel país. En cuanto ocupó de nuevo el Despacho Oval, Wilson intentó encontrar una salida negociada al conflicto (ya en 1915 había enviado a Europa al coronel House para que tantease las posibilidades de un acuerdo). Esta vez la iniciativa fue una invitación a los beligerantes para que le expusiesen sus condiciones para aceptar una salida pacífica. Aunque tanto los aliados como las potencias centrales respondieron al llamamiento (porque en sus respectivas poblaciones comenzaban a hacerse patentes el cansancio y las presiones para buscar la paz), las exigencias expuestas fueron absolutamente incompatibles. A Wilson apenas le darían tiempo para digerir este nuevo fracaso como heraldo de una solución negociada. En el tablero de la guerra las fichas seguían moviéndose por varios sitios al tiempo y como las siguientes semanas le demostraron, todavía quedaba partida por jugar.

§. 1917, un año para el estupor
El 16 de enero de 1917 los británicos interceptaron una comunicación alemana que pudieron descifrar sin dificultad. Cuando leyeron la información del telegrama no daban crédito a lo que veían sus ojos. Arthur Zimmermann, ministro de Asuntos Exteriores del Imperio alemán, ordenaba al embajador en México, Heinrich von Eckart, que comenzase un acercamiento al gobierno mexicano con el fin de atraerle a una alianza militar. El objetivo: si Estados Unidos entraba finalmente en guerra con las potencias centrales, México debía declarar la guerra a su vecino del norte. Alemania prestaría la ayuda militar necesaria y en caso de victoria se devolverían a México los amplísimos territorios que se había visto obligado a ceder en el siglo anterior a Washington. Por el momento los británicos no comunicaron su contenido. Sabían que el alto mando alemán preparaba cambios en su estrategia global y se lo reservaron mientras quedaban a la expectativa. Efectivamente, el daño que estaba ocasionando el bloqueo británico a la población alemana era ya insoportable. Las presiones para lograr un cambio a corto plazo de la situación eran cada vez mayores. En un giro dramático, las autoridades militares alemanas decidieron apostarlo todo a devolver el golpe a Gran Bretaña por el mar. Pero no volviendo a plantar cara con la Flota de Alta Mar, sino hundiendo sus barcos de abastecimiento con una guerra submarina sin restricciones a todos los buques que se aproximasen a las islas Británicas. La decisión se tomó el 9 de enero, pero el embajador alemán en Washington no la comunicó hasta el 31, veinticuatro horas antes de que entrase en vigor. El presidente Wilson interrumpió de forma inmediata las relaciones con Alemania, pero no declaró todavía la guerra. Cuando los británicos informaron del Telegrama Zimmermann el día 24 de febrero la indignación pública en Estados Unidos fue unánime. En un gesto tan sorprendente como incomprensible, el propio ministro alemán afirmó públicamente la autenticidad del documento; Alemania daba ya por seguro que Estados Unidos entraría en la guerra como su enemigo. Para entonces ya había comenzado la campaña submarina de hundimientos, y Wilson sólo tuvo que esperar algunos más para dar el paso adelante: la guerra fue declarada el 5 de abril.
Pero una cosa era declarar la guerra y otra hacerse presente en los escenarios de combate con un ejército formado y preparado. Todos eran conscientes de que Estados Unidos tardaría meses en poder enviar efectivos a Europa, por lo que se entendió que lo que quedaba de año sería decisivo. Por el momento Alemania estaba viendo satisfechas sus expectativas con la campaña de guerra submarina. Cada mes que pasaba se hundían más buques y los abastos para la manutención de la población y la producción de guerra británicas disminuían a un ritmo alarmante. Pero el Almirantazgo pudo encontrar una solución a los ataques submarinos, y cuando la puso en práctica dio buenos y rápidos resultados: el sistema de convoyes. La idea era sencilla, aunque presentaba dificultades técnicas. Consistía en organizar la navegación en grupos organizados de barcos mercantes que serían protegidos por buques de guerra frente a los ataques alemanes. Introducido en primavera, durante el verano comenzó a hacerse notar la disminución en el tonelaje total de barcos hundidos, pese a que la efectividad de los ataques submarinos permaneció alta durante todo el año. A comienzos de 1918 ya estaba claro que la estrategia de sofocar económicamente a Gran Bretaña había fracasado y que los aliados disponían de un sistema eficaz para trasladar las tropas estadounidenses a Europa.
Sin embargo, otra de las consecuencias de la guerra submarina sin cuartel fue la decisión alemana de replegarse en el frente occidental a la espera de que sus resultados permitiesen una ofensiva definitiva. La orden del Estado Mayor fue clara: abandonar las posiciones hasta la línea defensiva interior que se había construido entre Arras y Soissons, que llamaron «Línea Sigfrido» (pero que los aliados denominaron «Línea Hindenburg»). En la retirada se aplicó una implacable política de tierra quemada, que incluyó el envenenamiento de pozos y la colocación de bombas trampa para que el enemigo no pudiese aprovechar ninguna de las infraestructuras que se abandonaban. El Estado Mayor francés decidió aprovechar la nueva situación para atacar. Por un lado, Nivelle quería poner en práctica las innovaciones tácticas que habían ideado (a partir de las realizadas por los alemanes) y por otro, se sentía en peligro después de que fuese destituido el primer ministro Aristide Briand, uno de sus principales valedores. El 16 de abril lanzó la ofensiva del Aisne, en la región de Champaña, que consideraba peor defendida por los alemanes. Pese al heroísmo demostrado por los soldados la iniciativa fue un desastre, el número de bajas fue elevadísimo (afectando especialmente a unidades de élite) y tan sólo se logró tomar la primera línea de las trincheras enemigas. Para la tropa francesa fue demasiado. A partir de ese momento y en pocas semanas se extendió un motín por los cuerpos del ejército francés en todo el frente como protesta por la insensibilidad de las autoridades y mandos hacia el desmesurado número de bajas y las condiciones inhumanas de la campaña. La oleada de motines fue más bien una huelga en la que los soldados no abandonaron sus puestos, pero se negaron a obedecer y presentaron sus reclamaciones. El movimiento fue sistemáticamente ocultado a la opinión pública, pues se quería evitar problemas en la moral interior y proporcionar pistas a los alemanes, que no mostraron signos de darse cuenta de lo que sucedía. En el mes de junio la mitad del ejército francés se negaba a obedecer y la cadena de mando, que lo interpretaba erróneamente como un acto de insubordinación revolucionaria, era incapaz de atajar la situación. La solución tuvo que llegar de más arriba: el gobierno destituyó a Nivelle y nombró a Pétain, el héroe de Verdún, comandante en jefe del ejército francés. Su popularidad y su talante dialogante y humanitario hicieron en pocos días lo que no se había conseguido en semanas. El nuevo general en jefe no se quedó sólo en palabras: mejoró la paga, los permisos, la dieta y las condiciones en general, calculando detenidamente y con prudencia hasta dónde hacer llegar las medidas disciplinarias. Pétain demostró ser el hombre adecuado en el momento oportuno, pero aunque logró mantener a flote el ejército francés, este quedó fuera de funcionamiento durante meses para el combate, y las tropas norteamericanas tardarían todavía mucho en llegar.
El peso de la iniciativa quedaba por tanto en manos del comandante británico Haig, que no gozaba de la simpatía del nuevo primer ministro, David Lloyd George (que había accedido al cargo en diciembre de 1916). Se trazó un plan con un doble propósito: quitar presión del frente oriental, del que llegaban malas noticias desde el mes de marzo, e intentar asestar un golpe a la flota submarina alemana. El objetivo era atacar por el extremo norte (por Ypres) y hacerse con los puertos belgas de Zeebrugge y Ostende, utilizados por la flota alemana como bases avanzadas para sus submarinos. Un primer ataque en la sierra de Messines a comienzos de junio tuvo éxito, pero cuando el ataque general comenzó a finales de julio los problemas, similares a los que habían aparecido en el Somme, no tardaron en llegar. Los ataques se perpetuaron de forma intermitente hasta el mes de noviembre, en que los canadienses tomaron la cima de Passchendaele, nombre con el que pasó a conocerse la ofensiva. Como le había sucedido a Nivelle, las novedades tácticas puestas en marcha por Haig no lograron romper el estancamiento que había impuesto la guerra de trincheras. Una vez más, se puso en marcha la dinámica infernal del avance lento hacia las defensas enemigas que escupían fuego en el paisaje arrasado por semanas de bombardeo, que se vio empeorada por el nefasto efecto de las lluvias torrenciales que azotaron Flandes aquel otoño. La experiencia del lento avance por el fango fue tan desesperante y hasta increíble que los soldados afirmaban con sarcasmo que habían visto submarinos alemanes desde las trincheras. Lloyd George no podía reprimir la ira cuando llegaban los partes de la batalla a Londres: « ¡Lodo y sangre, lodo y sangre, no pueden pensar nada mejor!», bramaba criticando a los mandos militares británicos destinados en el continente. Cuando la catastrófica operación se dio por concluida no le tembló la mano: cesó a Haig y tomó bajo su responsabilidad la dirección de las operaciones militares.

§. La cadena se rompió por el eslabón más débil
Las malas noticias que llegaban desde el frente oriental y que empujaron a Haig a proyectar y poner en marcha su desafortunada operación en Flandes provenían de Rusia. Allí el 12 de marzo (27 de febrero en el calendario juliano que todavía se usaba en Rusia) había estallado una revolución popular contra la guerra, la miseria, y la incompetencia del zar, su gobierno y su Estado Mayor. Nicolás II era perfectamente consciente desde el conato revolucionario que había sacudido el país en 1905 de lo que se jugaba, pero su postura intransigente y la obsesión por no perder el papel de potencia internacional le habían empujado a una guerra que su pueblo no podía soportar más. Si en la primavera los soldados franceses se habían limitado a negarse a obedecer en las trincheras, en la capital del Imperio ruso (que había cambiado su «germanizante» nombre de San Petersburgo por el más patrio de Petrogrado) parte del ejército se unió a los revolucionarios en su golpe para forzar un cambio en el poder. El estado de las instituciones era tan débil y la repugnancia a una guerra inhumana se había extendido tanto que todo el sistema político cayó como un castillo de naipes: se formó un nuevo gobierno provisional (partidario de no romper los compromisos con los aliados y continuar la guerra) mientras que los trabajadores movilizados formaban consejos de obreros (soviets), se obligó al zar a abdicar y el 17 de marzo Rusia pasaba a ser una república. El régimen de los zares se convertía así en el primer imperio que caía víctima de la guerra. No sería el último, aunque muchos ni lo sospechaban. Los alemanes vieron inmediatamente las posibilidades inmensas que se abrían con el colapso del gigante eslavo: si Rusia salía de la guerra se podrían concentrar más tropas en otros frentes e intentar dar un golpe de gracia al enemigo. Con objeto de desestabilizar todavía más la situación interna rusa trazaron un astuto plan: trasladar al escenario de los acontecimientos al líder radical del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, Vladímir Ilich Uliánov (mejor conocido por el sobrenombre de Lenin) desde su exilio en Zúrich. No fue difícil llegar a un acuerdo con él y finalmente la operación se ejecutó con el máximo sigilo. Lenin fue llevado en un vagón de tren sellado desde la frontera suiza hasta la finlandesa, donde fue recogido por sus seguidores para hacer una entrada triunfal por la estación de Finlandia de Petrogrado, donde comenzó a ejercer actividades revolucionarias prácticamente desde que puso pie en tierra. Sin lugar a dudas el devenir de los acontecimientos demostraría que esta fue la operación más brillante, mejor ejecutada y más exitosa de toda la guerra. Como escribió poco después el escritor austríaco Stefan Zweig: «Durante la guerra mundial millones de balas alcanzaron su objetivo. Los ingenieros idearon los proyectiles más violentos, más potentes y de más largo alcance. Pero ninguno lo tuvo mayor ni fue más decisivo para la historia reciente que ese tren…».
Pero por el momento el gobierno provisional se mantenía todavía en el poder a pesar del crecimiento de las protestas y, en el mes de julio, ordenó una nueva ofensiva en Galitzia a las órdenes de Brusílov (fue conocida como Ofensiva Kerenski por el nombre de quien ocupaba en ese momento la jefatura del gobierno provisional). Si el año anterior el afamado general pudo hacer un gran trabajo, ahora el ejército ruso se desplomó. El ambiente de rebelión y la insubordinación de las tropas hicieron imposible no ya cualquier ataque, sino mantener las posiciones defensivas en el momento en que los alemanes contraatacaron el primer avance ruso. Los soldados preferían desertar y engrosar las filas de los revolucionarios que habían prometido poner fin a la guerra. Mientras la situación interna de Rusia caminaba inexorablemente a una nueva revolución el ejército alemán continuó su ofensiva, llegando en el extremo septentrional del frente a ocupar Riga (capital de la actual Estonia), a algo más de quinientos kilómetros de Petrogrado. El desenlace no tardó en llegar. En noviembre los bolcheviques con Lenin a la cabeza se hicieron con el poder y una de sus primeras medidas fue declarar el cese de las hostilidades. Era el 8 de noviembre (26 de octubre en Rusia) e inmediatamente comenzaron los tanteos a los alemanes para empezar a negociar la paz. Las reuniones oficiales se abrieron en diciembre en la Polonia rusa ocupada por los alemanes y las nuevas autoridades rusas enviaron como representante a quien había sido uno de los principales líderes de la revolución de octubre, Lev Trotski.
Sin embargo no fue Rusia el único aprieto en que se vieron los aliados aquel otoño. En Italia el ejército continuaba con sus ofensivas en el Isonzo contra Austria-Hungría, pero sin resultados aparentes y en un estado alarmante de deterioro físico y moral. Unas tropas compuestas en su mayoría por campesinos del sur subdesarrollado (para los que la intervención para conseguir los territorios irredentos no tenía significación alguna), las malas condiciones en campaña y la disciplina brutal de los mandos que pretendían compensar las carencias con una severidad ejemplarizante, eran una mezcla sumamente inestable que podía inflamarse en cualquier momento. Con la caída del frente oriental las potencias centrales decidieron reforzar en primer lugar el frente italiano, llevando allí fuerzas alemanas. El 25 de noviembre el ejército italiano era virtualmente aplastado en Caporetto (actual Kobarid, Eslovenia) por el mejorado ejército austro germano. Las líneas saltaron hechas pedazos, los soldados salieron huyendo, abandonando sus puestos en masa y protagonizaron motines, saqueos y alborotos. Las tropas enemigas se lanzaron tras de ellos e invadieron con facilidad el Véneto. La penetración en suelo italiano había comenzado y tenía visos de poder avanzar sin mucha resistencia. La situación de anarquía interna y el riesgo de invasión inminente activaron todas las alarmas en Roma, que tuvo que pedir ayuda de urgencia a Francia y Gran Bretaña. Después de haber perdido a Rusia, los aliados no podían permitirse ahora perder otro aliado, por muchos problemas que plantease una operación de rescate. El envío de diez divisiones franco británicas, la destitución de Cadorna como jefe del Estado Mayor (fue sustituido por el general Armando Díaz) y los esfuerzos italianos para recomponer la situación permitieron estabilizar el frente en el río Piave. Pese a que Italia se había salvado, Caporetto quedó como una mancha indeleble en la reputación militar italiana.
Además, la momentánea descomposición del frente italiano planteó una situación de emergencia general entre los aliados, que decidieron mantener una reunión al más alto nivel en Rapallo. El propósito era avanzar en la coordinación del esfuerzo bélico, condición que aparecía cada vez con más nitidez como una necesidad apremiante si se quería aproximarse a la consecución de la victoria. A la cita acudieron el propio Lloyd George y el nuevo primer ministro francés, un hombre experimentado, enérgico y decidido con el que pronto comenzó a congeniar, Georges Clemenceau. En la reunión dieron un golpe de efecto inmediato: crearon un Consejo Supremo de Guerra interaliado que asumía la dirección de las operaciones militares, lo que equivalía a poner la guerra bajo control de los civiles, aunque siempre con asesoría militar. Fue un gesto incomprendido por los orgullosos generales que se sintieron reprochados por cómo habían dirigido la guerra, pero que en poco tiempo demostraría sus efectos beneficiosos. Pese a este avance, quedaba flotando en el ambiente la sensación de que tras el desplome de Rusia otros podían venirse abajo con igual facilidad, las piezas de dominó no estaban seguras después de más de tres años de guerra, y tras la primera podían caer las demás.
Pero no todo lo que aconteció desde la primavera de 1917 y a lo largo de aquel año fue malo para los aliados. Mientras esperaban la ayuda norteamericana como agua de mayo, en algunos escenarios las cosas daban tímidas señas de ir a mejor, fundamentalmente en el laberinto otomano. En los primeros meses del año las fuerzas británicas de Mesopotamia habían podido reorganizarse y emprender de nuevo la marcha Tigris arriba, logrando tomar Bagdad el 11 de marzo. Por entonces las fuerzas angloegipcia ya habían fallado varias veces al intentar romper las defensas turcas en Palestina, razón por la que se envió al general Edmund Allenby a hacerse cargo de la situación. Preparó una nueva ofensiva que puso en marcha en octubre, enfrentándose nada menos que a Von Falkenhayn, que tras su victoria en Rumanía había sido alejado del poder por sus enemigos. El veterano general alemán no pudo hacer frente al nuevo avance británico ya que contaba con fuerzas muy inferiores en número y equipamiento. En diciembre los británicos tomaban Jerusalén, a lo que Lloyd George llamó el «regalo de Navidad» que consolaría a los británicos tras el horror de Passchendaele. Sin embargo, si Gran Bretaña quería retener Palestina necesitaba aliados sobre el terreno. En el Acuerdo Sykes-Picot se había pactado que dicho territorio quedaría bajo administración conjunta franco británica, pero ahora que comenzaba a estar en su poder, el Reino Unido no parecía muy dispuesto a ceder el control de un territorio al que otorgaba un inmenso valor estratégico por su cercanía al canal de Suez.
Desde comienzos de la guerra los grupos sionistas británicos habían presionado al gobierno para convencerle de que la instalación de una gran comunidad judía en Palestina beneficiaba a Gran Bretaña, por lo que debía adoptar una política que les favoreciese. Aunque ya a principios de siglo se habían trasladado pequeños grupos de judíos europeos allí, su peso todavía era escaso dentro del conjunto de la población palestina. El principal objetivo de esta campaña fue la articulación de un grupo de presión aglutinado en torno a la poderosa familia Rothschild, una de las más reputadas dinastías de la aristocracia financiera internacional de religión judía y origen alemán. En 1916 el gobierno británico accedió a conversar y el 2 de noviembre de 1917 el ministro de Exteriores británico, David Balfour, envió una carta a lord Rothschild —la Declaración Balfour— asegurándole el compromiso del gobierno con la instalación de «un hogar nacional judío en Palestina» sin perjuicio de la población indígena. En los cálculos del gobierno británico para dar este paso, aparte de su interés por retener Palestina, parece que influyó la suposición de que en el nuevo gobierno ruso ocuparían un papel destacado importantes representantes de la comunidad judía, por lo que se pensaba que un gesto como este podría contribuir a mantener a Rusia en la guerra. Cuatro días después estallaba la Revolución de octubre en Petrogrado y comenzaba a vislumbrarse lo equivocado de esta conjetura. Pese a todo, las consecuencias de la Declaración Balfour fueron posteriormente de una importancia descomunal en el equilibrio político de la zona. A corto plazo, como señala el profesor Pappé, «el acuerdo Sykes-Picot no se aplicó en Palestina, los británicos se quedaron allí hasta 1948». Pero además supuso el primer paso de un viraje de la política exterior británica a favor de la creación de un Estado judío en Palestina y el comienzo de la rotación del centro de gravedad del sionismo desde Europa al levante mediterráneo, otorgando a las comunidades sionistas allí instaladas un protagonismo político del que carecían por completo durante el dominio otomano. Las bases para un conflicto internacional que se enquistaría durante décadas quedaban así asentadas.

§. El momento de la incertidumbre
Al comenzar 1918 el resultado de la guerra era todavía incierto. Estados Unidos se apresuraba para organizar su ejército con objeto de enviarlo a Europa. Bajo las órdenes de su comandante en jefe, el general John Pershing, se tuvo que ampliar el contingente regular norteamericano, que a todas luces era insuficiente para las necesidades de la guerra europea, implantando el servicio militar obligatorio al tiempo que se aceleraba la transformación de la industria estadounidense para adecuarla a fines militares. Entretanto, el presidente trabajaba pensando en el mundo que habría que construir el día después de que se disparase el último tiro. El 8 de enero presentó al Congreso un documento en el que exponía las que consideraba las bases sobre las que se tenía que construir la paz, documento que ha pasado a la historia como los «Catorce Puntos de Wilson». En ellos el presidente abogaba por unas relaciones internacionales basadas en principios estables y públicos, el restablecimiento del libre comercio internacional, el reconocimiento de los derechos de las nacionalidades de los grandes imperios y la constitución de un gran organismo internacional en el que los estados pudiesen trabajar conjuntamente por la paz. La principal preocupación de Wilson era que tras la guerra no se reprodujese la marea belicista de los años iniciales del siglo, que había llevado sin duda a la guerra en la que se veían embarcados. Para los aliados quedaba claro que su nuevo y poderoso compañero de armas estaba planteando nuevas reglas del juego (por incómodo que les pudiese resultar) y esto permitía vislumbrar que en las relaciones internacionales después del conflicto Estados Unidos tendría un papel mucho mayor que hasta entonces. Muestra del escepticismo con que fue acogido el documento por el resto de los aliados es el comentario que hizo Clemenceau después de tener noticia de él: «Dios se conformó con diez». Pero todavía no se había ganado la guerra, y el principal temor provenía de la desaparición del frente oriental, que dejaba las manos libres a los alemanes para trasladar tropas de Rusia a Francia y a los turcos del Cáucaso a Palestina o Mesopotamia.
Alemania también tenía sus temores, y el comienzo del nuevo año se presentaba con un balance desigual. La victoria en el este y los Balcanes parecía segura, pese a que en Grecia un golpe a mediados de 1917 había expulsado al rey Constantino I del país y había devuelto el poder a Venizelos, lo que se tradujo en la declaración de guerra a los imperios centrales en el mes de junio. Pero en la práctica no supuso un cambio en el statu quo de la región. En el frente occidental y en África oriental (la única colonia alemana que no se había perdido, pero que subsistía acosada por los aliados y aislada de la metrópoli) el empate seguía firmemente instalado. La situación del resto de sus aliados parecía militarmente estabilizada e incluso reforzada gracias a la mayor disponibilidad de fuerzas por la disolución del frente oriental; menos en el caso del Imperio otomano, donde los británicos avanzaban en dos frentes y el tercero, el del Cáucaso, se había esfumado con el cese de hostilidades con los rusos. Sin embargo lo que preocupaba principalmente a los alemanes era la situación interna del país. A medida que el bloqueo británico iba ahogando cada vez más la subsistencia de la población, poner fin a la guerra se fue convirtiendo en una necesidad más apremiante. Si en Austria-Hungría una urgencia similar había llevado a entablar negociaciones secretas con las que intentar salir de la guerra, en Alemania produjo un creciente poder de los militares. Los éxitos imparables de Hindenburg y Ludendorff en el frente oriental durante cuatro años de campaña parecían prometer una victoria cierta, pero para ello era necesaria una conjunción de todos los esfuerzos en una ofensiva final. La evolución de los hechos iba dando cada vez más peso al ejército. Si en el momento de estallar la guerra el gobierno y el Reichstag (Parlamento) jugaban un papel subsidiario frente a los militares y el káiser, ahora ni siquiera este había conservado su autoridad frente al poder hegemónico del ejército —«El Estado Mayor no me cuenta nada y nunca pide mi opinión. Si el pueblo alemán piensa que soy el comandante supremo está muy equivocado», le confiaría a su último canciller, el príncipe Maximiliano de Baden—, que administraba la vida política y económica no sólo en Alemania, sino en los amplios territorios ocupados en Europa oriental (el Oberost). Pero el agotamiento no estaba lejos. Los primeros signos de descontento llegaron de los políticos, ya que el Reichstag aprobó una resolución a favor de la paz y las reformas democráticas internas en julio de 1917. Un mes más tarde la guarnición de la base naval de Wilhelmshaven se amotinó, hecho que fue imitado en varios puntos con alborotos y huelgas. La crisis llevó a la sustitución de Bethmann-Hollweg en la cancillería por Georg Michaelis, que en principio parecía una figura más adecuada para negociar con el Parlamento y amainar las aguas. Pero el descontento popular continuaba creciendo y en enero de 1918 fue preciso establecer la ley marcial en Hamburgo y Brandeburgo.
La firma por Alemania y el nuevo gobierno ruso del tratado de paz de Brest-Litovsk en marzo de 1918 supuso el espaldarazo definitivo para comenzar una nueva campaña en el frente occidental. Si bien los alemanes tuvieron que dejar una nutrida presencia militar en el Oberost, que se había visto muy incrementado por las cesiones territoriales hechas por Rusia en el tratado, la disponibilidad de tropas para su traslado era lo suficientemente importante para dar la impresión de que ahora sí, se podía forzar una victoria final. En marzo de 1918 los alemanes contaban con ciento noventa y nueve divisiones en el frente occidental mientras que ingleses y británicos sólo disponían de ciento cincuenta y ocho, y el contingente norteamericano no terminaba de llegar. El alto mando alemán encargó a Ludendorff que preparase la ofensiva, que comenzó el 21 de marzo. El objetivo era aprovechar la debilidad de los británicos en las cercanías de Amiens para abrir una brecha y penetrar hacia los puertos del canal de la Mancha por los que establecían comunicación con su país. Los alemanes pusieron en marcha durante el ataque la versión más acabada hasta el momento de las innovaciones tácticas que se habían introducido en las campañas anteriores: en primer lugar se lanzaban las cortinas de artillería que penetraban en el frente enemigo para destruir las comunicaciones, se inundaba el frente con gas y explosivos de gran potencia y después se lanzaba a las tropas de asalto, unas novedosas unidades móviles con armamento ligero que penetraban en avalancha por las grietas abiertas por el ataque masivo, deslizándose entre las defensas en lo que los británicos llamaron un «torrente en expansión». En tan sólo cuatro días los alemanes avanzaron más de lo que habían hecho en los tres años anteriores y amenazaron con partir en dos el frente, separando a los aliados. Para conjurar el peligro estos celebraron una conferencia conjunta en Doullens el 25 de marzo, en la que se tomó la decisión de establecer un mando único interaliado al que estuviesen sujetas todas las tropas del frente, a cuya cabeza se puso al general francés Ferdinand Foch. La iniciativa y la energía de este despejaron inmediatamente cualquier duda sobre la idoneidad del candidato elegido. Las mejoras que trajo el mando único y los problemas alemanes para solventar dificultades de logística a medida que sus tropas penetraban en territorio francés hicieron que la ofensiva perdiese fuelle. Ludendorff todavía atacaría dos veces más: a finales de abril más al norte (en esta ocasión las fuerzas al mando de Haig sí esperaban el ataque y pudieron resistir) y a finales de mayo en el Aisne, contra las tropas francesas. El éxito de este ataque fue rotundo y los alemanes penetraron cincuenta kilómetros hasta tomar Soissons. Con el territorio conquistado seguro, hicieron avanzar a su poderosa artillería de largo alcance y comenzaron a bombardear París. Como ya había hecho en 1914, el gobierno se volvió a preparar para abandonar la capital, pero esta vez y justo a tiempo, los aliados dispusieron de un arma que los alemanes no podían igualar. El ejército norteamericano ya estaba entrando en combate al lado de sus aliados.
Inicialmente la integración de las tropas de Pershing fue difícil. El general norteamericano tenía órdenes de no incorporar a sus hombres a las grandes unidades de los aliados, sino organizarlas en sus propios cuerpos de ejército, y se negó en todo momento a renunciar a este principio. Sin embargo el instinto del general estadounidense y el savoir faire de Foch permitieron que ambos llegasen a un compromiso: el mando interaliado aceptaba la demanda norteamericana pero mientras persistiese la situación de emergencia las tropas recién llegadas tendrían que integrarse en las que llevaban en el frente desde hacía casi cuatro años. La solución funcionó a la perfección. Los soldados recién llegados —casi un millón de hombres cruzaron el Atlántico entre mayo y septiembre— sorprendieron tanto a amigos como a enemigos por su determinación y entrega, al tiempo que aprendieron con rapidez de la experiencia de quienes conocían mejor el nuevo tipo de guerra que se desarrollaba en Europa.
Ludendorff preparó la que consideró su ofensiva final, a la que llamó Friedenssturm («golpe para la paz»), que lanzó contra los franceses en las cercanías de Reims el 16 de julio. Esta vez la suerte le fue adversa por completo. Los aliados habían tenido noticia de la ofensiva por la delación de unos desertores alemanes (que también les informaron del colapso del estado de ánimo de las filas enemigas) y lograron neutralizar el ataque, lanzando una respuesta dos días después. La fuerza del contraataque obligó a Ludendorff a suspender otra ofensiva que tenía prevista en el norte y concentrarse en lo que pasaba en la zona central. Motivos tenía para ello, ya que Foch había ordenado el día 26 un avance general en todo el frente. La táctica aliada consistió en presionar por el norte y el sur mientras la zona centro resistía el empuje alemán. En esta ocasión fueron los aliados los que demostraron que habían aprendido la lección de la superioridad táctica. En los meses anteriores la práctica de la guerra por parte de ambos bandos había cambiado sobremanera, ahora jugaban un papel destacado los tanques y los aviones (que ya no se limitaban a labores de reconocimiento sino que dotados de capacidad ofensiva participaban en la batalla), y el nuevo armamento ligero dio una movilidad a las operaciones como no habían tenido en toda la guerra. Los británicos fueron los primeros en obtener una victoria clara el 8 de agosto cerca de Amiens, y en las semanas siguientes los alemanes comenzaron a retirarse hacia la Línea Sigfrido. El 3 de septiembre Foch ordenó asaltarla. Los combates a lo largo del mes fueron encarnizados y el 29 Ludendorff telegrafiaba al káiser informando de que no había posibilidad de ganar. Inmediatamente se culpó al general de haber malgastado el último cartucho alemán en una campaña que carecía de objetivos concretos pero, como antes Von Falkenhayn, Ludendorff era consciente de que en Francia no se podía ganar la guerra con una gran victoria sobre el ejército enemigo. Su plan había sido forzar una ruptura tal del frente que dejase a las fuerzas aliadas quebradas material y moralmente, de modo que se aviniesen a negociar la paz en una postura de inferioridad. Su planteamiento no funcionó y entonces el clima general dentro de Alemania se derrumbó. En el frente occidental los alemanes habían perdido la guerra definitivamente.

§. Los acontecimientos se precipitan
¿Qué sucedía mientras en el resto de los escenarios de la conflagración? Con la intención de presionar sobre los aliados, el ejército austro-húngaro lanzó una campaña ofensiva en el frente italiano el 15 de junio. La iniciativa rápidamente se vino abajo debido a que la situación de las tropas austríacas era todavía peor que la de las alemanas. En el imperio de los Habsburgo la sensación de deterioro interno era galopante, agravada ahora con la agitación nacionalista y la infiltración de la propaganda revolucionaria procedente de Rusia. Las negociaciones secretas para llegar a una paz por separado con Francia y Gran Bretaña continuaban, pero finalmente se truncaron. Pese a que Carlos I se obstinaba en seguir con ellas, el primer ministro Ottakar Czernin decidió declarar públicamente la adhesión total del imperio a Alemania. Clemenceau no desperdició la oportunidad que se le presentaba e hizo pública la petición austríaca de paz de marzo de 1917. Al emperador Carlos no le quedó más remedio que acudir en persona a dar explicaciones a Guillermo II en Spa el 12 de mayo, escenificando la vuelta al redil de su país y la dependencia absoluta que seguía teniendo respecto de los alemanes. Mientras, las huelgas y revueltas no perdían intensidad, animadas ante la crisis de autoridad de la institución imperial. La situación en septiembre era desesperada y ahora el emperador intentó recurrir directamente a Wilson para lograr una paz que mantuviese la integridad de su imperio, pero para entonces los aliados ya habían decidido su desmembración y la petición fue rechazada. En un intento a la desesperada proclamó el Estado federal el 17 de octubre. Pero fue inútil, el golpe de gracia llegó siete días más tarde, cuando los italianos aprovecharon el hundimiento imperial para apuntarse una victoria que pudiese borrar la humillación de Caporetto. Tras haber lanzado una ofensiva general derrotaron absolutamente a los austro-húngaros en Vittorio Veneto. Los acontecimientos se sucedían a una velocidad de vértigo: el 21 de octubre los diputados alemanes de la Asamblea Imperial habían formado una Asamblea Nacional provisional de la Austria alemana, el 28 Checoslovaquia proclamaba su independencia, al día siguiente era Croacia la que declaraba su unión a Serbia y el 1 de noviembre los húngaros declaraban la ruptura del Compromiso (reforma constitucional) de 1867, con lo que la monarquía dual dejaba de existir oficialmente. El gobierno de Viena no tuvo más remedio que solicitar el armisticio con los aliados, que fue firmado el 3 de noviembre. Nueve días más tarde la Asamblea austríaca proclamó la República.
Pero el Imperio austro-húngaro no fue el primero en rendirse. A comienzos del otoño se había reactivado el frente balcánico. Las tropas estacionadas en Salónica, al mando del general Louis Franchet d’Espèrey, lanzaron una campaña hacia el norte para liberar Serbia. El objetivo inmediato fue la región de Macedonia, donde los búlgaros no aguantaron la embestida y, ante la imposibilidad de recibir ayuda de sus aliados, capitularon el 30 de septiembre. En el Imperio otomano las cosas no marchaban mejor. Los británicos continuaban en Mesopotamia, pero la mayor amenaza era la que planteaba Allenby desde Palestina, cuya conquista completó con la batalla de Megiddo en septiembre. Vencidas las defensas que los turcos habían levantado para contener la fuerza militar británica procedente de Egipto, el avance hacia el norte penetrando por Líbano y Siria fue fácil. Alarmadas, las autoridades otomanas se dirigieron al comandante naval británico en el Egeo para solicitar un armisticio, que fue firmado el 30 de octubre en Mudros, en la isla de Lemnos. Para que la operación llegase a buen puerto los turcos pidieron su intermediación al general británico capturado en Kut-el-Amara, Charles Vere Townshend, que había disfrutado de una reclusión principesca en la isla de Büyükada, frente a Constantinopla. La que había sido capital de imperios durante quince siglos fue ocupada por las fuerzas aliadas a la espera de que se entablasen las negociaciones de paz para dirimir su destino.
Alemania, por tanto, era la única potencia beligerante que quedaba en pie. Pero su situación desde la caída del frente occidental no hacía sino empeorar. El 3 de octubre el káiser nombraba a un nuevo canciller, el príncipe Maximiliano de Baden, con la orden de que pusiese en marcha un acercamiento a Wilson que permitiese una paz honrosa. La solicitud fue respondida por nota diplomática con una serie de exigencias del presidente norteamericano para avenirse a negociar el fin de las hostilidades: fin de la guerra submarina (recientemente habían hundido el buque de pasajeros Leinster con gran pérdida de vidas de civiles británicos y norteamericanos), evacuación de los territorios ocupados durante la guerra y nombramiento de unos representantes verdaderamente democráticos para negociar, lo que en la práctica significaba que Alemania tenía que convertirse en un Estado constitucional y democrático. Las autoridades militares temían una inminente penetración del enemigo en territorio alemán y el gobierno que estallase una revolución, así que el margen para resistirse a las exigencias era nulo. En el tiempo récord de veinte días se aprobaron las reformas institucionales que convertían al Reichstag en una cámara soberana representativa elegida por sufragio universal y ante la que eran responsables los ministros. Como culminación de todo el proceso el canciller solicitó (y obtuvo del káiser) la destitución de Ludendorff, que fue sustituido por el general Wilhelm Groener, a cuyo lado permaneció Hindenburg, rodeado del mismo halo casi mítico de héroe nacional. Pero su tiempo había pasado ya. Comenzaron a producirse levantamientos generalizados en las principales ciudades alemanas, en las que se formaron consejos revolucionarios de trabajadores (a imitación de los soviets rusos). El 29 de octubre, en la base naval de Kiel, los marinos se rebelaron contra sus superiores, que pretendían utilizarles para sacrificar la Flota de Alta Mar alemana en un acto suicida de salvación del honor de la armada. Los marinos sublevados confraternizaron con los trabajadores revolucionarios y su ejemplo comenzó a ser seguido por otras unidades militares. Los consejos de trabajadores empezaron a propugnar la realización de una estrategia revolucionaria a imitación de la rusa. El 7 de noviembre, en Múnich, se proclamó la república bávara independiente y en los pasos del Rin los soldados se amotinaron y tomaron el control.
Pese a que las discusiones en el cuartel general del ejército eran airadas, Groener, el hombre fuerte del momento, fue capaz de ver que la única forma de evitar la revolución pasaba por la abdicación del káiser, el apoyo del ejército al principal partido del Reichstag (los socialdemócratas) y la solicitud inmediata de la paz. Se hicieron los preparativos sin dilación. El mismo día 7 una delegación alemana nombrada por Hindenburg y conformada por el general Winterfeldt y el político Erzberger, llegaba a Francia para negociar. La reunión con Foch se produjo en un claro del bosque de Compiègne, en una vía de tren en la que se había estacionado un vagón de ferrocarril de la época del Segundo Imperio francés (sería sólo la primera de varias alusiones que en los meses siguientes los franceses harían a la derrota en la guerra franco-prusiana de 1870). Foch les expuso sus condiciones y les dio un plazo de setenta y dos horas para que su gobierno las aceptase. En un golpe de timón, el día 9 Groener comunicó al káiser que ya no contaba con el apoyo del ejército y le invitó a abandonar el país. El mismo día Guillermo II cruzaba la frontera de los Países Bajos, donde pasaría el resto de su vida exiliado, y dejaba de ser emperador. Los líderes socialdemócratas Philipp Scheidemann y Friedrich Ebert proclamaron la República en Berlín y Ebert asumió la jefatura del gobierno. La madrugada del 11 de noviembre de 1918, a las 5.12 horas, en el mismo vagón en Compiègne, se firmaba el armisticio alemán. El alto el fuego se estableció para las 11 horas de ese mismo día (la undécima hora del undécimo día del undécimo mes). Las hostilidades habían terminado oficialmente, aunque aquello no era sinónimo de la paz (la colonia de África oriental alemana todavía tardó tres días en deponer la lucha). Mil quinientos noventa y siete días después de que fuese asesinado el archiduque Francisco Fernando en una visita oficial a Sarajevo el mundo no era el mismo: habían caído cuatro imperios (Alemania, Austria-Hungría, Rusia y el Imperio otomano), las casas reinantes de los tres primeros habían caído (y la otomana lo haría en 1923) y, lo que era más importante, el caos y la anarquía todavía estaban lejos de haberse sofocado en muchos lugares del mundo. Se convocó una conferencia de paz en París para enero de 1919; de lo que allí se hiciese dependería que se construyese un mundo en paz o que las heridas se cerrasen en falso.

Capítulo 5
«Neutralidades que matan».
España durante la Gran Guerra

Cuando en la tarde del 28 de junio de 1914 la llegada de un telegrama cifrado al Palacio de Oriente de Madrid anunció el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y su esposa a manos de un terrorista nadie en España, como en el resto de Europa, podía imaginar que el continente acababa de abrir la puerta al más cruel y devastador conflicto bélico hasta entonces conocido. Alfonso XIII se encontraba descansando en Santander y tanto él como el ejecutivo presidido por Eduardo Dato interpretaron la terrible noticia como uno más de los interminables altercados balcánicos, nada por tanto que pudiese alterar sustancialmente la vida política del país. Sin embargo la declaración formal de guerra de Austria-Hungría a Serbia un mes más tarde, y la cascada de posicionamientos bélicos de las potencias europeas que siguieron a la misma situaron rápidamente a España ante un nuevo escenario internacional que exigía su toma de partido.
España fue uno de los escasos países de Europa que permaneció neutral durante la Primera Guerra Mundial y si bien gracias a ello pudo evitar el desastre humanitario que asoló a las potencias contendientes, la neutralidad no supuso ni mucho menos la ausencia de consecuencias del conflicto sobre la vida política, económica, social y cultural del país. El mantenimiento de la posición neutral trajo consigo la polarización de la sociedad en torno al debate entre aquellos que defendían la postura de los aliados (Francia, Gran Bretaña y Rusia) y la de quienes se identificaban con la de las potencias centrales (Alemania y Austria-Hungría), debate que también recorrió el arco político llegando incluso a situar a España al borde de la entrada en el conflicto en la primavera de 1917. Por otra parte, la Gran Guerra supuso una oportunidad irrepetible para el crecimiento económico del país, pero un crecimiento tan importante como desigual que terminaría por acarrear un notable incremento de la conflictividad social. Al igual que el resto de los países europeos, España no fue la misma después de la guerra. Los años de conflicto bélico dejaron por herencia la cristalización de un nuevo modelo de sociedad, el nacido de la mano de la política de masas. Durante esos años, los procesos de modernización y urbanización conocieron un enorme impulso, al tiempo que la cristalización de la opinión pública, en un sentido contemporáneo, empezó a revelarse como nueva piedra de toque de la vida política del país. Tras la guerra, por toda Europa los regímenes liberales dieron paso a las nuevas democracias y en España el viejo sistema político de la Restauración quedó asimismo herido de muerte.
Con demasiada frecuencia la historia de España en la primera mitad del siglo pasado queda eclipsada por la importancia de la proclamación de la Segunda República en 1931 y el estallido de la Guerra Civil en 1936. Sin embargo, difícilmente puede entenderse la evolución histórica de nuestro país a lo largo del siglo XX sin atender a los hechos cruciales acaecidos entre 1914 y 1918. La imagen de un país protegido del conflicto internacional por su neutralidad, que vivió al margen del mismo y que poco o nada tuvo que ver con los cambios cruciales que se gestaron durante la Gran Guerra no puede estar más lejos de la realidad.

§. Soñar con Europa: España a comienzos del siglo XX
El 17 de mayo de 1902 Madrid lucía sus mejores galas para celebrar la mayoría de edad de Alfonso XIII tras jurar la Constitución de 1876. Los balcones engalanados con banderas, reposteros y mantones de Manila a la espera del paso del cortejo real, las guirnaldas de flores, las iluminaciones de bombillas eléctricas, las pastillas de jabón Gal de recuerdo o las competiciones deportivas ofrecían una imagen de abundancia y modernidad que poco tenía que ver con la realidad del país a cuyo frente se situaba el monarca que acababa de acceder a la plenitud de sus facultades constitucionales. Y es que a comienzos del siglo XX España era en términos generales un país atrasado, rural y analfabeto.
La modernización económica y social vinculada por entonces en todos los países europeos al desarrollo industrial y urbano era en España profundamente desigual. La actividad industrial básicamente se ceñía a ciertas zonas de Cataluña y el País Vasco donde las actividades textil, siderúrgica y minera servían de locomotora a la industria nacional. Frente a ello, el peso de la agricultura en la economía española seguía siendo determinante y, no en vano, la mayor parte de la población (en torno a un 70 por ciento) continuaba viviendo en el campo. La situación de subdesarrollo de España respecto a su entorno europeo también se dejaba notar en el grado de alfabetización de su sociedad pues a comienzos del siglo el 46 por ciento de la población masculina no sabía ni leer ni escribir, dato que para el caso de las mujeres se disparaba hasta un desolador 66 por ciento.
Desde el punto de vista político, España vivía una situación de cierta estabilidad propiciada desde 1876 por el régimen de la Restauración, que aún habría de extenderse hasta 1923. Tras varias décadas de constantes convulsiones políticas culminadas con la expulsión del país de Isabel II tras la llamada Revolución Gloriosa de 1868, el reinado de Amadeo I de Saboya y el fugaz episodio de la Primera República de 1873, cristalizó en España al compás de la extensión por el resto de Europa de los regímenes liberales el sistema político de la Restauración. Se configuró así una monarquía constitucional de corte liberal y apariencia democrática bajo la que se ocultaba la realidad de un régimen oligárquico, pues pese a la existencia de sufragio (primero censitario y desde 1890 universal) los resultados electorales eran decididos y organizados desde la Corona y el gobierno antes de la celebración de las elecciones. El gran arquitecto del nuevo régimen fue el político conservador Antonio Cánovas del Castillo que diseñó un sistema orientado a garantizar la estabilidad política del país. Dicho sistema descansaba sobre tres pilares básicos: la alternancia pacífica en el poder de los dos grandes partidos políticos de la época, el Liberal presidido por Práxedes Mateo Sagasta y el Conservador del propio Cánovas; el papel decisivo de la Corona (y no del sufragio) a la hora de encomendar a un partido u otro la formación de gobierno, y la colaboración con las élites de poder del país, los llamados caciques, como forma de garantizar que los resultados electorales se ajustasen a las decisiones de la Corona. La Constitución de 1876 y el Pacto de El Pardo entre Cánovas y Sagasta en 1885 sentarían las bases del funcionamiento del nuevo sistema político.
El «turno pacífico», es decir, la alternancia programada en el gobierno de los partidos Conservador y Liberal, se convirtió desde entonces en la dinámica habitual de la vida política española. El sistema funcionaba con total precisión: el rey (la reina regente hasta la mayoría de edad de Alfonso XIII), en función de lo que consideraba más adecuado para el país, encargaba la formación de gobierno a uno de los dos partidos que, tras constituir un nuevo Consejo de Ministros, convocaba unas elecciones en las que, curiosamente, siempre se ratificaba por mayoría absoluta al nuevo gobierno. Contrariamente a los sistemas democráticos actuales, las elecciones no se convocaban con anterioridad a la formación de un gobierno para elegirlo, sino que eran convocadas después de establecerlo como un medio de refrendarlo. Para que los resultados electorales se ajustasen a los designios de la Corona y el Ministerio de Gobernación, no sólo era necesario contar con la aquiescencia de los dos grandes partidos (que se beneficiaban de un sistema que dejaba fuera a otras alternativas políticas), sino también con agentes sociales que garantizasen la manipulación del voto en el sentido deseado. Era ahí donde los caciques entraban en juego. En un país marcadamente agrícola y con una población que en las zonas rurales apenas poseía conciencia política, el poder detentado por los grandes terratenientes era casi omnímodo y, en consecuencia, la capacidad de estos para comprar, arreglar o manipular votos era muy elevada. Como recuerda el historiador Francisco Romero Salvadó, «los caciques hicieron que el sufragio universal, establecido en 1890, fuera inoperante […] Eran ellos los que entregaban las esperadas mayorías a los gobiernos de Madrid». A medida que la economía española fue evolucionando a un mayor grado de modernización industrial, el cacicazgo se fue nutriendo de miembros de la élite social vinculados a la banca y la industria, si bien la capacidad de actuación de los caciques fue siempre muy superior en el campo que en las ciudades.
El sistema político así definido permitió el mayor período de estabilidad de todo el siglo XIXespañol, de forma que desde ese punto de vista pudo considerarse un verdadero éxito, aunque como apunta el historiador Ramón Villares, «el precio a pagar por el turno, apodado ya entonces como “pacífico”, fue el fomento de un doble pacto (de las élites entre sí y de estas con los notables locales) y el falseamiento sistemático de los resultados electorales como único medio de hacer compatible una alternancia que no podía depender de forma expresa de la voluntad ciudadana». Pero ni el turnismo ni el caciquismo fueron fenómenos exclusivamente españoles pues, en mayor o menor medida, buena parte de las monarquías liberales europeas de finales del siglo XIX y principios del XX (como Portugal o Italia) participaron de ese mismo carácter de regímenes de cuño oligárquico. Habría que esperar al fin de la Primera Guerra Mundial para que las democracias modernas tomasen el escenario europeo.
Pese a su innegable éxito, ya en el inicio del reinado de Alfonso XIII habían comenzado a proliferar las críticas al sistema político de la Restauración y, más concretamente, al caciquismo. Tales críticas estuvieron vinculadas en buena medida a la reacción producida ante un hecho que marcó profundamente el pensamiento político, social y cultural en España durante las primeras décadas del siglo XX. La llamada Crisis o Desastre del 98, es decir, la pérdida de los últimos restos del imperio colonial español (Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico), supuso no sólo la constatación del aislamiento internacional de España, que no recibió ningún apoyo en su guerra contra Estados Unidos, sino también la desaparición del país del ámbito de las naciones con capacidad de decisión en la política global europea. España, tras un desastroso y convulso siglo XIX, pasaba a la segunda fila de la política internacional y lo hacía prácticamente reducida a su realidad peninsular. En palabras del historiador Juan Pablo Fusi, «España se convertía en una modesta nación, sin apenas influencia en la esfera internacional (Cánovas había practicado una política exterior de recogimiento, causa del aislamiento diplomático en que se encontró España en 1898), a la que sólo restaban de su formidable pasado colonial unas pocas posesiones en África».
La pérdida de las últimas colonias en 1898 representó un impacto tal en la conciencia colectiva de los españoles que terminaría dando pie a una profunda reflexión entre los intelectuales de la época sobre las causas del atraso español y el papel histórico que debía corresponder al país. Fruto de dicha reflexión surgiría una corriente de pensamiento denominada «regeneracionismo» que aspiraba a la completa renovación de la vida política y social de España. Para ello, los regeneracionistas se esforzaron en identificar los orígenes de los males que aquejaban al país para de ese modo poder atajarlos. El caciquismo, el atraso cultural de la población, la política de aislamiento internacional practicada hasta entonces, el escaso nivel de modernización de las estructuras económicas y sociales y, en definitiva, la falta de sintonía con la evolución del resto de Europa, se identificaron como fuentes esenciales de los problemas de España y, por ende, los focos sobre los que se debía actuar con rapidez y determinación para lograr la regeneración deseada. Los planteamientos regeneracionistas impregnaron todos los ámbitos de la vida pública española a comienzos del siglo XX, de modo que hubo regeneracionistas conservadores, liberales, republicanos, monárquicos, católicos, laicos… si bien, como no podía ser de otra forma, no coincidían en los medios de poner fin al caciquismo y, en definitiva, de modernizar y europeizar España. Como afirma el profesor Javier Moreno Luzón, «en el cuadro farmacológicohabía pócimas para todos los gustos. Los más audaces anhelaban una revolución más o menos inmediata […] sin embargo abundaban también los testigos que preferían reformas graduales: cambios en la legislación electoral, mejoras en la enseñanza, autonomía para los municipios y obras públicas».
Los planteamientos regeneracionistas también inspiraron la actuación del propio Alfonso XIII y de sus gobiernos en los primeros años de su reinado de modo que pese a la situación de atraso en relación a Europa, España conoció desde comienzos del siglo XX un progresivo proceso de modernización que se apoyó en la consolidación de la base industrial del país, una creciente urbanización del mismo y una apuesta decidida por las políticas educativas. El resultado, una vez más, sería desigual, pero al menos en al ámbito de la cultura legó uno de los períodos más brillantes y prolíficos de nuestra historia.

§. Sintonizar con la modernidad
El reinado de Alfonso XIII fue en su conjunto una etapa de crecimiento y modernización para España, aunque las importantes desigualdades desde los puntos de vista social y regional que caracterizaron tal crecimiento determinaron la aparición de fuertes tensiones en el modelo político, social y económico que a la larga terminarían por quebrarlo. Uno de los exponentes más claros de este desarrollo fue el progresivo aumento demográfico ligado a la mejora general de las condiciones de vida e higiene, fenómeno por otra parte común al resto de Europa por las mismas fechas. Si bien los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial fueron de un fuerte flujo migratorio hacia el exterior, también se produjo un importante aumento de los desplazamientos de población del campo a la ciudad en busca de las nuevas oportunidades de trabajo que ofrecían las fábricas y el mundo industrial. Fueron por tanto años de crecimiento de las grandes ciudades, que incorporaron nuevos barrios obreros y fueron objeto de ambiciosas intervenciones de planificación urbanística que las dotaron de amplias avenidas y edificios representativos que hablaban de los nuevos tiempos. Buenos ejemplos de ello fueron el trazado de grandes y modernas avenidas como la Gran Vía de Madrid (cuyas obras comenzaron en 1910) o la de la Via Laietana de Barcelona (1908-1913); la construcción de lujosos hoteles que daban la bienvenida a los visitantes como el Ritz (1910) y el Palace (1912) de Madrid; de grandes complejos industriales como la fábrica de Cervezas El Águila (actual sede del Archivo Regional de Madrid), la transformación de la ría y puerto de Bilbao o la fundación de la Hispano-Suiza de Barcelona dedicada a la fabricación de automóviles (1905); la inauguración de la primera línea del metro madrileño (1919), la construcción de palacetes y hoteles en ciudades como San Sebastián y Santander convertidas en destino de las clases acomodadas en sus períodos de descanso estival, la progresiva electrificación del alumbrado público o la creación de las primeras grandes salas de cine como el Salón Doré de la capital (1912) con capacidad para más de mil espectadores.
Por otra parte, la pérdida de las colonias en 1898, si bien resultó moralmente demoledora, económicamente supuso el retorno de importantes capitales a la Península que se reinvirtieron en las zonas más industrializadas del país dando lugar a la creación de destacadas compañías como los Altos Hornos de Vizcaya (1902), la Papelera Española (1901) o la Hidroeléctrica Ibérica (1901). Asimismo, las fortunas procedentes de las colonias enriquecieron el mercado financiero español auspiciando el nacimiento de entidades como el Banco Hispano Americano (1900), el Banco de Vizcaya (1901) o el Banco Español de Crédito (1902). Todo ello unido, entre otras cuestiones, al replanteamiento de la legislación social y laboral (con hitos como la ley de accidentes de trabajo de 1900, la creación del Instituto de Reformas Sociales en 1903, el establecimiento del descanso dominical en 1904, la creación del Instituto Nacional de Previsión en 1908 o la regulación del derecho de huelga en 1909) y la reforma hacendística articulada por el ministro Raimundo Fernández Villaverde (que puso por fin las bases para atajar el problema endémico de la economía española, el déficit), logró fijar las bases del desarrollo económico de España en los primeros años del siglo XX.
Pero si hubo un campo en el que el desarrollo brilló como nunca ese fue sin duda el de la cultura y la educación. El nuevo siglo trajo de la mano la creación del Ministerio de Instrucción Pública (1900), expresión de la voluntad regeneracionista de atajar el atraso cultural de la población española. Por primera vez la educación se incluyó en el presupuesto del Estado, se abordó la reforma de la formación de los docentes y los programas de estudio. El objetivo del ministerio era mejorar la dotación humana y material de la educación pública de forma que los salarios de los maestros pasaron a depender del Estado, se garantizó la gratuidad de la educación primaria (establecida sin todo el éxito deseable tanto para niños como para niñas por la Ley Moyano de 1857), se extendió la educación obligatoria de los nueve a los doce años y se inició la eliminación de barreras discriminatorias estableciendo el mismo programa formativo para niños y niñas desde 1901, la coeducación en 1909 y el libre acceso a la universidad de las mujeres en 1910.
Las políticas desarrolladas por el Ministerio de Instrucción Pública se inspiraron claramente en el modelo establecido por la Institución Libre de Enseñanza (ILE), la iniciativa educativa y cultural más importante del siglo XIX, cuya influencia llega hasta nuestros días. La Institución fue fundada en 1876 por un grupo de profesores y catedráticos procedentes de la Universidad Central de Madrid y a cuya cabeza se situó Francisco Giner de los Ríos. Este grupo de intelectuales, conscientes de los problemas de formación de la sociedad española, decidió poner en marcha una experiencia innovadora dentro del campo de la educación privada. El modelo educativo institucionista, centrado en educación primaria y secundaria, se definía como apolítico, laico y europeísta. Proponía la formación integral de los alumnos mediante el fomento de todas sus facultades (intelectuales, físicas y espirituales) de modo que se lograse su autonomía personal. La creación de grupos reducidos de individuos así formados (élites) terminaría siendo el instrumento de transformación que tanto necesitaba el país.
La filosofía que impulsaba a la Institución era de claro espíritu reformista, es decir, buscaba la transformación del modelo social español, no una ruptura radical con él. Frente a este espíritu reformista, otras iniciativas dentro del campo de la educación de comienzos del siglo pasado plantearon un modelo revolucionario y rupturista, como la Escuela Moderna (de inspiración anarquista) fundada por Francisco Ferrer y Guardia en Barcelona en 1901. Los centros escolares de Ferrer se dirigieron a la educación de niños y niñas de clase obrera a los que se ofrecía una educación laica, no coercitiva, integral pero orientada a la creación de una conciencia de clase que en el futuro convirtiese a los alumnos en miembros del movimiento obrero y por tanto en agentes de la sustitución del modelo social imperante por otro igualitario. La repercusión de la Escuela Moderna fue especialmente notable en Cataluña, si bien el reconocimiento de Francisco Ferrer como pensador y pedagogo fue general en toda España y Europa.
Fruto de la colaboración entre la ILE y el Ministerio de Instrucción Pública surgieron algunas de las instituciones educativas y científicas más importantes de la España de comienzos del siglo XX y que revolucionaron el panorama cultural del país. Así, en 1907 se creó la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE) presidida por el premio Nobel de Medicina, Santiago Ramón y Cajal. La JAE desarrolló una importantísima actividad científica patrocinando mediante un potente sistema de becas públicas la estancia de estudiantes, profesores, investigadores y otros profesionales en otros países europeos con el fin de poner a España en contacto con los avances científicos del continente. Paralelamente, la JAE creó la primera estructura científica pública de España con la fundación en 1910 del Centro de Estudios Históricos (dirigido por Ramón Menéndez Pidal y especializado en disciplinas de la rama de humanidades) y del Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales (bajo dirección del propio Cajal y centrado en disciplinas científicas). Como apunta el profesor Moreno Luzón, «la Junta albergó un impresionante conjunto de centros de investigación que, en contacto con otras entidades académicas europeas y americanas, produjo un salto gigantesco en la ciencia española».
La actividad de la Junta también abarcó la creación de centros educativos experimentales como el Instituto Escuela, fundado en 1918 por encargo del ministerio como centro piloto en el que aplicar las reformas que se considerasen convenientes para la mejora de la educación secundaria para después extenderlas al resto de los centros del sistema público. Pero quizá, las instituciones señeras de la JAE en este campo fueron la Residencia de Estudiantes fundada en 1910 y la Residencia de Señoritas de 1915. Gracias a ellas se facilitó la estancia en Madrid de alumnos de toda España que deseaban cursar estudios universitarios en la capital y a los que la Residencia proponía además su propia oferta educativa. Bibliotecas, laboratorios, aulas, instalaciones deportivas, teatrales, salas de conferencias… invitaban a los estudiantes a participar del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Desde Antonio Machado a Federico García Lorca o Salvador Dalí, por sus sedes pasaron como invitados, residentes y participantes en sus actos los más destacados representantes de la cultura española de comienzos de siglo, que hallaron en la Residencia un lugar excepcional para el encuentro e intercambio intelectuales.
El impulso regeneracionista alcanzó así su máxima expresión en el terreno de la educación y la cultura, logrando también en ella sus más destacados logros modernizadores. La renovación en este campo coincidió con la abrumadora calidad y abundancia de la labor intelectual protagonizada por los miembros de las llamadas generaciones del 98, del 14 y, más tarde, del 27, con figuras de la talla de Miguel de Unamuno, Azorín, José Ortega y Gasset, Antonio Machado, Pío Baroja, Ramón María del Valle-Inclán, los hermanos Ramiro y María de Maeztu, Ramón Menéndez Pidal, Santiago Ramón y Cajal, Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Ramón Pérez de Ayala, Maruja Mallo, Gregorio Marañón, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Manuel de Falla… El esplendor de la cultura española de esos años fue tal que se ha acuñado el término Edad de Plata para referirse a ella, pues desde el Siglo de Oro no había vuelto a producirse un fenómeno comparable.
Sin embargo la revolución intelectual y la tímida modernización que en los años previos a la Primera Guerra Mundial vivió el mundo urbano en España, contrastó de forma brutal con la realidad de las zonas rurales, empobrecidas, atrasadas y controladas por los grandes terratenientes, de modo que en su titánico esfuerzo por sintonizar con la modernidad, España empezó a mostrar las líneas por las que en las siguientes décadas terminaría por fracturarse.

§. Los costes de la modernidad
España empezaba a hacer suyos los cambios propios de la construcción de las modernas sociedades industriales: la población aumentaba, las ciudades crecían, la actividad industrial del nordeste peninsular se consolidaba, el sector servicios comenzaba a ganar protagonismo, se combatía el analfabetismo… y con todo ello, en las ciudades, la clase social formada por los obreros industriales aumentaba y la opinión pública entendida como fenómeno de masas hacía su irrupción en escena, mientras que en el campo la cada vez más patente desigualdad con las zonas más desarrolladas creaba el caldo de cultivo propicio para las respuestas sociales en forma de protesta. El país se modernizaba, pero lo hacía con fuertes desequilibrios sociales y regionales, de suerte que la desigual penetración de aquella primera modernización trajo de la mano un sustancial incremento de la conflictividad social.
Las organizaciones obreras políticas y sindicales comenzaron a hacerse más fuertes, especialmente en las zonas urbanas, de forma que como recuerda Juan Pablo Fusi: «Desde principios de siglo, la clase obrera industrial constituyó una realidad social de creciente importancia y peso en la vida laboral y política». En términos generales puede decirse que mientras que el sindicalismo y las organizaciones políticas vinculadas a las ideologías socialista y marxista proliferaron en las zonas industriales y urbanas del norte y centro peninsular (cuyos cauces de expresión fueron el Partido Socialista Obrero Español —PSOE— fundado en 1879 y la Unión General de Trabajadores —UGT— creada por este partido en 1888), el anarquismo arraigó con fuerza en el este y el sur (especialmente entre el proletariado de Cataluña y los trabajadores del campo de Andalucía, siendo su principal organización la Confederación Nacional del Trabajo —CNT— nacida en 1910). Las duras condiciones de vida que componían la realidad de la mayoría de los trabajadores españoles produjeron un repunte de la conflictividad social en los primeros años del siglo, como indican la huelga general revolucionaria de 1902, las protestas en el campo andaluz y castellano de 1905 o la tristemente famosa Semana Trágica de Barcelona de 1909.
Entre el 26 y el 31 de julio de 1909 la violencia y el caos se apoderaron inesperadamente de Barcelona. Lo que en origen había surgido como una huelga pacífica contra el envío de tropas a Marruecos (el Tratado de Algeciras firmado en 1906 con Francia y Gran Bretaña atribuía a España el control militar de una zona al norte del país) terminó por convertirse en una violentísima revuelta en la que se mezclaron elementos de protesta obrera con otros de signo anticlerical. Ante la incapacidad de las autoridades para controlar la protesta, los disturbios se generalizaron por toda la ciudad de modo que el paisaje de Barcelona se llenó de barricadas, quemas de conventos y enfrentamientos callejeros. El gobierno, presidido por el conservador Antonio Maura, finalmente reaccionó enviando tropas a la ciudad que literalmente aplastaron la protesta. La brutal represión de los hechos culminó con la acusación indiscriminada contra los responsables de la protesta a los que se quiso dar un castigo ejemplar. Entre los detenidos se encontraba Francisco Ferrer y Guardia, el conocido pedagogo anarquista creador de la Escuela Moderna, que fue acusado sin pruebas y finalmente ejecutado el 13 de octubre.
La reacción internacional a la ejecución de Ferrer resultó extraordinaria, pues ya desde su detención proliferaron por toda Europa los movimientos de protesta y las peticiones de indulto. El gobierno de Maura, más preocupado por lograr la paz social mediante la ejemplaridad del castigo, no supo calcular las consecuencias del proceso a Ferrer que finalmente terminó por costarle la presidencia. Ante el aluvión de protestas el líder del Partido Liberal, Segismundo Moret, retiró todo respaldo parlamentario a Maura dando lugar así a una situación inédita en la dinámica del turno pacífico, que implicaba, entre otras cosas, la no oposición a las decisiones del partido en el gobierno. El equilibrio del gobierno se volvió insostenible y Alfonso XIII, asimismo alarmado por las protestas internacionales, retiró su confianza al presidente del mismo encargando la formación de un nuevo ejecutivo a Moret. Sin apoyo ninguno, Maura dimitió el 29 de octubre. La Semana Trágica se había llevado por delante las vidas de más de un centenar de personas pero también había abierto la primera fisura esencial en el sistema político de la Restauración. En palabras del profesor Moreno Luzón, «la Semana Trágica, o más exactamente la desafortunada gestión que realizaron los gobernantes españoles de la crisis, desde el reclutamiento de veteranos catalanes hasta la negativa a conceder el indulto a Ferrer, desembocó en una quiebra de la solidaridad básica que ligaba a los protagonistas del turno bajo la Constitución de 1876».
Algo estaba cambiando en la España de comienzos de siglo y particularmente en las ciudades. El progresivo aumento de la clase obrera determinó una transformación profunda de las dinámicas sociales y políticas. Las fábricas, las casas del pueblo, los casinos y centros de reunión de sus miembros se convirtieron en focos de transmisión de ideas políticas así como de creación y circulación de opinión. Por primera vez en la historia del país surgía la opinión pública como fenómeno de masas, es decir, la existencia de una serie de ideas acerca de la realidad vivida que se expresaban públicamente en medios de comunicación de amplia difusión. La lectura, tanto individual como colectiva, de publicaciones periódicas de contenido social y político se convirtió entonces en un fenómeno habitual entre la clase obrera y en la medida en que se generaba una nueva conciencia política en los grupos menos favorecidos de la población, el rígido sistema político de la Restauración comenzó a mostrar su incapacidad para dar respuesta a las nuevas dinámicas sociales.
La facilidad con que los caciques podían garantizar el control del voto en el ámbito rural se disolvía en las ciudades. En ellas la población era mucho más numerosa, no siempre dependía de un gran propietario para subsistir y, sobre todo, estaba mucho más politizada. En consecuencia, a comienzos del siglo XX las opciones políticas que se habían mantenido en los márgenes del sistema desde 1876 (republicanos, nacionalistas y socialistas) empezaron a tener representación parlamentaria. Así, la Lliga Regionalista de Francesc Cambó, el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux o el PSOE de Pablo Iglesias hicieron su aparición en las Cortes entre 1901 y 1910.
Junto con la diversificación del arco parlamentario, el otro gran síntoma de agotamiento del sistema político fue la aparición de facciones dentro de los llamados «partidos dinásticos», es decir, el Partido Conservador y el Partido Liberal. Desde el establecimiento del turnismo, estos dos grandes partidos que se repartían la tarea de gobierno habían funcionado como grandes bloques aglutinados en torno a sus líderes, Cánovas y Sagasta. La muerte de ambos, en 1897 y 1903 respectivamente, abrió una etapa de inestabilidad interna en los dos partidos vinculada al surgimiento de facciones. La dificultad para conformar gobiernos estables por este motivo hizo que entre 1903 y 1907 se sucediesen casi una docena distinta de ejecutivos, razón por la que ya entonces se acuñó el término «crisis orientales» para referirse a las constantes reuniones habidas en el Palacio de Oriente para la formación de los mismos. La llegada al gobierno de Antonio Maura en 1907 pareció conjurar el problema (pues se mantuvo en él durante más de dos años), si bien su accidentada salida tras la Semana Trágica demostró que no era así. El ejecutivo presidido por Moret apenas resistió cuatro meses pues su aproximación a los republicanos generó rechazo dentro de su propio partido y temor en Alfonso XIII que, finalmente, decidió encargar al también liberal José Canalejas la formación de un nuevo gobierno. Como recuerda el historiador Javier Moreno, las constantes entradas y salidas de ejecutivos hicieron que por esas fechas se popularizase con la música de la recién estrenada revista musical La corte del Faraón la siguiente sátira:
En Babilonia los ministerios
entran y salen tan de repente
que quien preside por la mañana
ya por la tarde no es presidente.
Aunque en los años sucesivos el sistema del turno pacífico pareció recuperar su normalidad, lo cierto es que la realidad política española era ya muy distinta de la de finales del siglo XIX. El régimen de la Restauración tenía serias dificultades para adaptarse a las dinámicas sociales vinculadas a la modernización del país como evidenciaban los cíclicos repuntes de conflictividad social, el creciente protagonismo de fuerzas políticas ajenas a los partidos dinásticos y la división interna de estos. Las disputas entre los partidarios del conde de Romanones y de Canalejas, en el Partido Liberal, así como las de los seguidores de Antonio Maura o Eduardo Dato en el Conservador eran constantes. Esto unido al enfrentamiento entre ambos partidos que desde 1909 habían abandonado la «fidelidad» de la oposición turnista, impidieron que las iniciativas de unos y otros en el intento por adaptar la monarquía constitucional española a los nuevos tiempos alcanzasen el éxito deseado. La separación entre la realidad social española y su sistema político, o entre la «España vital» y la «España oficial», como prefería decir el filósofo José Ortega y Gasset, aumentaba sin remedio. Y en medio de ese marasmo interno los acontecimientos europeos del verano de 1914 vinieron a complicar todo aún más.

§. La neutralidad de España
El asesinato en Serbia del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y su esposa el 28 de junio de 1914 parecía anunciar una crisis más dentro de los recurrentes conflictos balcánicos. La prensa española, como la mayor parte de la europea, interpretó el episodio en esa clave, y así, por ejemplo, en la primera página de El Imparcial (uno de los más importantes periódicos de tirada nacional de la época), el día 29 de junio junto a un artículo que reflexionaba acerca de la subida del precio del pan podía leerse el siguiente titular: «Un crimen político. Los herederos de Austria asesinados en Sarajevo». Sin embargo, cuando casi un mes más tarde Austria declaró la guerra a Serbia, el temor al estallido de un conflicto europeo era evidente. Un artículo del 26 de julio del mismo periódico titulado «Entre Austria y Serbia. Ruptura de las relaciones diplomáticas» explicaba con toda claridad, e incluso con escalofriante capacidad de predicción, la situación a sus lectores:
La respuesta de Serbia a las imperiosas intimaciones de Austria ha producido en toda Europa efecto semejante al que hubiera causado el primer cañonazo en la frontera. Desde hace mucho tiempo una angustiosa e irreprimible nerviosidad hace creer en la inminencia de la guerra. De año en año vuelven a estar las cosas como en aquella época, no muy lejana, en que Francia y Alemania podían compararse a dos locomotoras, con las calderas encendidas, dispuestas a lanzarse una sobre otra. ¿Habrá conflicto? ¿Fracasará el artificioso equilibrio europeo a consecuencia del asesinato del príncipe heredero de Austria?
El equilibrio ha consistido en complicar todos los factores imaginables. Estuvo a punto de quebrantarse gravemente con la lucha de los pequeños Estados balcánicos. Ahora, tras de Austria, está Alemania; es decir, la Triple Alianza, sin contar con los búlgaros y los turcos, enemigos naturales de los serbios. Con Serbia está Rusia; es decir, la «Entente», sin contar con los rumanos, los griegos y los montenegrinos, enemigos naturales de Austria. ¿Tantas naciones van a chocar en la guerra más espantosa de los tiempos modernos? ¿Será posible que no haya medio de evitar la catástrofe inminente cuando son tantas las partes interesadas? […] Aun estando situada España lejos del foco del incendio, nadie supondrá que pueda sernos indiferente.

El complicado juego de alianzas sobre el que avisaba el periódico no tardó en ponerse en marcha y así, tras la declaración de guerra de Austria a Serbia el 26 de julio, se produjo la movilización del ejército ruso en apoyo de la segunda el día 30. La respuesta alemana no se hizo esperar y tras movilizar sus tropas el 1 de agosto lanzó un ultimátum a Bélgica exigiendo que permitiese el paso franco de éstas rumbo a Francia el mismo día 2. Ante la negativa belga, Alemania comenzó la invasión del país el día 3, fecha en la que Gran Bretaña, en defensa de Bélgica, conminó a Alemania a retirarse so pena de iniciar las hostilidades entre ambos países. El ultimátum inglés se convirtió, el día 4 de agosto tras el rechazo alemán, en una declaración de guerra. La Gran Guerra había comenzado y España tenía que decidir cuál iba a ser su papel en el conflicto.
La reacción del gobierno conservador presidido por Eduardo Dato no se hizo esperar y el mismo día 5 de agosto se produjo la declaración oficial de la neutralidad de España:
Declarada, por desgracia, la guerra entre Alemania, de un lado, y Rusia, Francia y el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, sucesivamente de otro; existiendo el estado de guerra entre Austria, Hungría y Bélgica, el Gobierno de S. M. se cree en el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles, con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del Derecho Público Internacional.

La postura neutral fue acogida en los primeros momentos de la guerra con el respaldo de la mayor parte de la clase política y la sociedad españolas. La perspectiva de entrar en un enfrentamiento armado de semejantes dimensiones no era precisamente lo que los españoles, cansados de los costes económicos y humanos del conflicto en Marruecos, con unas condiciones de vida manifiestamente mejorables, una situación política interna a duras penas estable y el recuerdo amargo de la derrota de 1898 aún fresco en las conciencias, podían desear. Varias eran las razones que se encontraban detrás de la decisión. Por una parte, la debilidad económica del país (desde la escasa infraestructura ferroviaria a los problemas de carestía) en relación al resto de las potencias europeas no permitiría la movilización de los recursos necesarios para hacer frente a la entrada en la guerra. Desde el punto de vista militar, el escenario no resultaba precisamente mejor: la guerra de 1898 había evidenciado la incapacidad del ejército español para equipararse a las tropas de las grandes potencias con su moderna organización y tecnología. El problema de Marruecos era la muestra más visible de las limitaciones militares españolas pues no sólo había contribuido a agravar uno de los principales males del ejército, la hipertrofia de altos mandos, sino que parecía evidente que si ni siquiera se tenía la capacidad para controlar de modo efectivo aquella pequeña franja territorial en la que no operaban ejércitos profesionales sino guerrillas, difícilmente podría intervenirse con éxito en un conflicto como el que se desataba en Europa.
Finalmente, el aislamiento diplomático español al que se había visto reducido el país tras la pérdida de los últimos restos de su imperio colonial resultó determinante en la decisión de mantenerse neutral. En 1914 España se encontraba al margen de los grandes sistemas de alianzas europeos que vinculaban política y militarmente a unos países con otros y, en consecuencia, carecía de obligaciones diplomáticas en tal sentido. Tras el Desastre del 98, la España de Alfonso XIII había tratado por todos los medios de recuperar presencia en la escena internacional y la única vía que había encontrado para hacerlo había sido la de servir de mediador en las tensiones coloniales entre Francia y el Reino Unido en el norte de África. Así, con el fin de evitar que ninguna de las dos potencias pudiese llegar a bloquear en caso de guerra el paso hacia el Mediterráneo si poseía el control del norte de Marruecos, se concedieron a España ciertos derechos en algunos enclaves de la costa africana frente a Canarias, en el golfo de Guinea y una pequeña franja al norte de Marruecos más allá de los puertos españoles de Ceuta y Melilla (aproximadamente una quinta parte del sultanato).
El primer acuerdo se firmó en 1904 dejando ya entonces clara la posición subordinada de España en relación a Francia y Gran Bretaña y la exclusión de su control de la estratégica ciudad de Tánger que adquirió estatuto de ciudad internacional. Como recuerda el historiador Antonio Niño, «la compañía de los poderosos, aunque fuera en situación de dependencia, era preferible al aislamiento diplomático en el que se encontró el país cuando tuvo que afrontar la crisis de Cuba y la guerra con Estados Unidos». El reparto de Marruecos y el papel que en él debía desempeñar España fue perfilándose en acuerdos posteriores como el Tratado de Algeciras y las Declaraciones de Cartagena de 1906 y 1907 que nominalmente respetaban la soberanía del sultán de Marruecos pero preveían la intervención española en el control del orden público, tarea que pronto se demostró inviable por medios pacíficos. La solución más acabada se dio en 1912 al establecerse el Protectorado español de Marruecos, por el que se cedió a España la administración de la zona sobre la que había venido ejerciendo su influencia si bien en calidad de «subarrendataria» de Francia. El acuerdo permitía salvar la honra de España como antigua potencia colonial dándole de paso un papel de cierta relevancia en el concierto internacional y acercándola a la órbita de la Entente (la alianza entre Francia y Gran Bretaña), pero en ningún caso suponía obligaciones de colaboración militar o defensiva si alguno de los firmantes entrase en un conflicto bélico. La vía diplomática para la neutralidad española en 1914 estaba por tanto despejada.
Por otra parte, tampoco parecía convenir a los intereses españoles decantarse tan rápidamente por alguno de los dos bandos. Desde el punto de vista comercial y geoestratégico España se encontraba ligada a los países de la Entente, aunque en el hipotético caso de una victoria alemana podía verse más beneficiada en un futuro reparto territorial hecho en detrimento de Francia y Reino Unido. Sin embargo si, como se creía entonces en toda Europa, el conflicto duraba poco, España podría beneficiarse de su neutralidad al quedar acreditada para desempeñar un papel relevante como mediadora en una hipotética conferencia de paz. Así las cosas, en el verano de 1914 todo parecía recomendar la actitud neutral dispuesta por el gabinete de Dato. Pero en la Primera Guerra Mundial nada iba a discurrir como se había pensado.

§. Aliadófilos y germanófilos
La decisión inicial de mantener el país al margen del conflicto fue por tanto acogida por la clase política y la sociedad como la postura más sensata posible dadas las circunstancias. La propia situación personal de Alfonso XIII parecía invitar a ello. El rey era hijo de María Cristina de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria, pero estaba casado con Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria de Gran Bretaña, de modo que las lealtades familiares de la Corona no podían estar más enfrentadas. Aun así, el rey, como el resto de los españoles, terminaría teniendo sus simpatías personales puestas en uno de los dos bandos. Y es que tras los primeros meses de conflicto en los que la neutralidad pareció aceptarse sin objeciones, la opinión pública en España, incluyendo la de sus políticos, se dividió entre aquellos que apoyaban a los aliados (Francia, Gran Bretaña y Rusia) y quienes lo hacían a las potencias centrales (Austria-Hungría y Alemania). A lo largo de los cuatro años de guerra, el debate sacudió con una violencia inusitada la sociedad española que, pese a no participar en la lucha, vivió una absoluta polarización en torno a los bandos contendientes.
En los primeros momentos del enfrentamiento armado sólo hubo una voz dentro de los partidos dinásticos que disintió públicamente de la neutralidad adoptada por el país, la del líder político liberal Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones. El 19 de agosto de 1914 apareció publicado en El Diario Universal un artículo sin firma titulado «Neutralidades que matan». El periódico era el portavoz habitual de la facción liderada por Romanones por lo que a nadie le cupo duda de que era él quien hablaba bajo aquel titular. En el artículo se hacía un llamamiento a la entrada del país en la guerra a favor de los aliados apuntando los lazos económicos, geográficos y estratégicos que le unían con las potencias de la Entente y el perjuicio que los intereses nacionales podían recibir si no se mostraba un apoyo decidido a franceses e ingleses. La vehemencia del conde no dejaba lugar para las actitudes templadas:
La hora es decisiva, hay que tener el valor de las responsabilidades ante los pueblos y ante la Historia; la neutralidad es únicamente un convencionalismo que sólo puede convencer a aquellos que se contentan con palabras y no con realidades; es necesario que hagamos saber a Inglaterra y Francia que con ellas estamos, que consideramos su triunfo como el nuestro y su vencimiento como propio; entonces España, si el resultado de la contienda es favorable para la Triple Inteligencia —es decir Francia, Inglaterra y Rusia—, podrá afianzar su posición en Europa… Si no hace esto, cualquiera que sea el resultado de la guerra europea, fatalmente habrá de sufrir muy graves daños.

El revuelo causado por la publicación del artículo fue considerable y animó a las voces más exaltadas del arco político a llamar a la movilización (el Partido Republicano Radical de Lerroux que defendía la entrada en la guerra a favor de los aliados y el carlismo de ultraderecha que hacía lo propio con los alemanes). Finalmente el respaldo del rey a la postura del presidente Dato zanjó el asunto. En palabras de Javier Moreno Luzón, «Alfonso XIII, que había interrumpido su entrega estival a las regatas cantábricas para sentarse a la cabecera del Consejo de Ministros, respaldó al presidente, por lo que Romanones tuvo que plegar velas y sumarse al neutralismo». No tardaría mucho en verse que el cambio de opinión del conde no iba a durar demasiado.
A medida que transcurrieron los primeros meses de la contienda la idea de una guerra rápida fue esfumándose en el horizonte y con ella el espejismo unitario de la opinión pública española. Así, a comienzos de 1915 la división entre germanófilos y aliadófilos copaba el debate público. Los primeros veían en Alemania la defensa de los valores más tradicionales de la sociedad europea, el ideal monárquico, el respeto por la sociedad jerárquica y el orden, el militarismo y la disciplina como valores patrióticos, la religión como parte de la identidad nacional, la veneración de la autoridad… mientras que los segundos identificaban, especialmente a Francia, con la lucha por el avance de la igualdad social, la libertad y la justicia propias de los regímenes verdaderamente democráticos y modernos. En consecuencia los grupos sociales germanófilos por excelencia fueron el ejército, el clero, la aristocracia, los terratenientes, la alta burguesía, las opciones políticas más conservadoras (carlistas y mauristas) y la propia Corona, y en las líneas aliadófilas militaron liberales de Romanones, socialistas, republicanos, regionalistas, obreros, profesionales liberales y la mayor parte de los intelectuales humanistas de la época. Por regla general ambos bandos estaban de acuerdo con la no participación de España en la guerra, pero su entendimiento de la neutralidad distaba enormemente. Para los partidarios de Francia y Gran Bretaña, esta debía ser especialmente benevolente con los aliados facilitándoles toda la ayuda material y diplomática posible, si bien en los momentos más intensos del debate llegaron a defender la ruptura de relaciones diplomáticas con Alemania e incluso la entrada en el conflicto. Por contra, los llamados germanófilos, conscientes de que entrar en la guerra del lado alemán equivaldría a un suicidio militar (España estaba rodeada por las potencias de la Entente y la armada británica controlaba el mar), pensaban que el mejor modo de apoyar a las potencias centrales era no servir de ayuda alguna a los aliados y, en esa medida, su discurso fue el de defensa de la neutralidad más estricta y pasiva.
El papel de los intelectuales en el debate fue especialmente activo y salvo excepciones como Jacinto Benavente (maurista) o Pío Baroja (convencido de que sólo Alemania podría acabar con el clericalismo de la sociedad española), casi todos ellos se mostraron a favor de los aliados. Como señala Francisco Romero Salvadó, «en cierto sentido, al apoyar a Gran Bretaña y a Francia, enemigas históricas de España, expresaban su preferencia por Europa en detrimento de España. Optaban por una futura España europeizada, moderna, secular y democrática». Las encendidas defensas de las posturas germanófila y aliadófila comenzaron a proliferar en panfletos y publicaciones de fines proselitistas aunque pronto encontraron su mejor cauce de expresión en la prensa (financiada en no pocas ocasiones por los respectivos aparatos de propaganda de ambos bandos). Los primeros en proclamar públicamente sus ideas serían los partidarios de los aliados, y así el 10 de julio de 1915 vio la luz el primero de los «manifiestos» que proliferaron en los años de la contienda. Se trató del Manifiesto de los intelectuales españoles publicado en la revista Iberia y en el que los firmantes (Pérez Galdós, Unamuno, Valle-Inclán, Azaña, Ortega y Gasset, Azorín, Machado, Menéndez Pidal, Américo Castro, Gregorio Marañón, Fernando de los Ríos, Manuel de Falla, Ramón Casas, Santiago Rusiñol, Ramiro de Maeztu, Ramón Pérez de Ayala…) declaraban:
[…] estamos seguros de cumplir con nuestro deber de españoles y de hombres declarando que participamos, con la plenitud de nuestro corazón y de nuestro juicio, en el conflicto que conmueve al mundo. Nosotros nos hacemos solidarios de la causa de los aliados en lo que ella representa, los ideales de justicia, lo único que puede coincidir con los más profundos e imperiosos intereses políticos de la nación […]
Deseamos de una manera ardiente y ferviente que la paz futura sirva a todas las naciones de honrosa y provechosa enseñanza, y esperamos que el triunfo de la causa que estimamos justa afirmará los valores esenciales mediante los cuales cada pueblo, grande o pequeño, débil o fuerte, hará nacer la cultura humana, destruirá los fermentos del egoísmo de dominación y de impúdica violencia generadores de la catástrofe, y afirmará los cimientos de una nueva fraternidad internacional […]
En contestación a tal declaración de principios, Jacinto Benavente respondió con un Manifiesto germanófilo en forma de artículo titulado «Amistad germano española» en La Tribuna, en el que defendía la neutralidad de España como lo más conveniente a sus intereses, alababa la cultura y la ciencia alemanas y recordaba los males que el país debía históricamente a los aliados:
Nuestra neutralidad no es traición ni deslealtad para nadie […] Muchos somos los que impuestos de todos los males que España debe a Inglaterra y Francia, desde la batalla de Trafalgar hasta los obstáculos opuestos por Inglaterra a la posesión por nuestra parte de territorios africanos después de la gloriosa toma de Tetuán, nos preguntamos extrañados cómo nuestros «intelectuales» han logrado sobreponerse a la realidad histórica para elevarse a las sublimes idealidades del amor a Francia y a Inglaterra, con la grata ilusión de que ellas son y serán siempre nuestras mejores amigas y aliadas. Que la amistad de esas dos poderosas naciones nos sería muy conveniente, ¿quién lo duda? Todas las amistades son convenientes si son verdaderas. Pero ¿cuándo han sido amigas nuestras leales esas dos señoras naciones? ¿Qué pruebas de amistad hemos recibido nunca de ninguna de ellas?
Una de las publicaciones que más activas se mostraron en el debate desde posturas pro aliadas fue la reputada revista España fundada por José Ortega y Gasset y que a lo largo de la guerra recibió ayuda británica para su publicación. En su portada el humorista Luis Bagaría ofreció algunas de las viñetas más ácidas y conmovedoras sobre el terrible enfrentamiento que desgarraba a Europa. Los líderes de las potencias contendientes encaramados en un globo terráqueo rodeado de buitres y sobre un lacónico «Los únicos supervivientes. ¡Al fin solos!», o el Hambre con una boca igual a la de un cañón y dirigiéndose a él para decir «Cuando acabes tú empezaré yo» recordaban a los lectores de España la tragedia humana vinculada al conflicto. También en ella vio la luz el Manifiesto de la Liga Antigermanófila, grupo creado en enero de 1917 bajo la presidencia de Benito Pérez Galdós y que aglutinaba a numerosos intelectuales simpatizantes de los aliados. En él los miembros de la Liga mostraban la profunda ideologización que desde el punto de vista político supuso el debate entre aliadófilos y germanófilos:
La Liga Antigermanófila no es germanófoba. Admira en Alemania lo que en ella hay de grande y permanente y repudia en ella lo que pugna con el espíritu libertador de la Historia. No simpatiza con el Estado alemán porque representa la negación de las pequeñas nacionalidades en su política exterior, y de la democracia, y en general del espíritu civil, en la interior.
Como recuerda Francisco Romero Salvadó, «la guerra se percibió casi inmediatamente como un choque ideológico en el que cada una de las facciones contendientes llegó a simbolizar ciertas ideas y ciertos valores trascendentes». El Manifiesto se publicó el 18 de enero de 1917, en un momento tan tenso del debate que la política neutral española estuvo a punto de quebrarse a favor de las potencias de la Entente. Y es que mantener la neutralidad en una España profundamente dividida fue cualquier cosa menos una tarea fácil.

§. Escenarios sorprendentes, reacciones inesperadas
En el debate sobre la neutralidad de España, los partidarios de uno y otro bando no dejaron de insistir en las ventajas e inconvenientes que la postura política del país podía suponer para el presente y el futuro de los españoles. España no participaba en la guerra, pero la guerra no iba a dejar indiferente a España. A largo plazo ni su modelo político ni su sociedad saldrían indemnes, pero en el plazo inmediato la primera en acusar los efectos del conflicto fue su economía. Tras el disloque del comercio internacional y el desplome de las bolsas de valores de toda Europa que lógicamente se produjo en las semanas siguientes al estallido de la guerra, la maltrecha economía española descubrió ante sí un escenario de oportunidades que jamás habría creído posible.
La situación neutral de España abrió la puerta a la posibilidad de enriquecerse abasteciendo a ambos bandos. La ingente movilización de recursos que supuso la Primera Guerra Mundial, tanto por sus dimensiones geográficas como humanas y cronológicas, convirtió a las potencias en conflicto en consumidoras de la totalidad de cualquier bien que pudiesen producir. En consecuencia su demanda de productos industriales e incluso agrícolas al exterior se multiplicó exponencialmente situando a los países neutrales como España en el centro de la misma. Sectores como la industria textil en Cataluña, el siderúrgico y de las industrias navieras en el País Vasco o el de la minería del carbón en Asturias vivieron durante los años de la guerra un crecimiento imparable de sus beneficios debido al aumento sin precedentes de las exportaciones y también del consumo interno, pues se hizo necesario suplir con producción propia lo que antes de la guerra se importaba. La balanza comercial española comenzó a arrojar unos beneficios inéditos y los nuevos negocios y sociedades anónimas empezaron a surgir como setas. En palabras del profesor Moreno Luzón, «quienes supieron aprovechar la ocasión llenaron sus bolsillos con facilidad».
La increíble entrada de dinero en el país también benefició a la banca de forma que se multiplicó el número de entidades y de sus sucursales. Las reservas de oro del Banco de España pasaron de 674 millones de pesetas en 1913 a 2500 millones en 1917 y el problema endémico de la deuda exterior comenzó a atajarse con efectividad. Pero aunque el crecimiento de la economía española fue abrumador, también lo fue el desequilibrio que lo caracterizó. El dinero entraba en grandes cantidades, pero era acaparado en unas pocas manos que con frecuencia lo emplearon para especular. La riqueza no se repartió y pocos fueron los empresarios que reinvirtieron sus beneficios de forma justa. En no pocas ocasiones, las exportaciones se realizaron ignorando las necesidades de la demanda interna, pues los precios pagados en el extranjero eran superiores a los del mercado nacional. Fruto de ello se produjeron importantes situaciones de carestía de alimentos y productos manufacturados y un aumento de la inflación desmesurado (productos como el pan, la leche, los huevos, las patatas o el azúcar incrementaron su precio en torno a un 70 por ciento). La falta de recursos fue más grave en las zonas rurales, lo que unido al aumento de la mano de obra en las zonas industriales incrementó el flujo migratorio del campo a la ciudad, y con él los desequilibrios sociales inherentes a la urbanización y modernización de la sociedad. Como apunta Francisco Romero, «los años de guerra fueron años de beneficios extraordinarios, pero también de asombrosas subidas de precios […] La guerra favoreció la expansión de ciertas empresas industriales y financieras, pero también exacerbó las diferencias regionales, sociales y económicas dentro del país».
Pero la mejor cara de la neutralidad española no llegó por vía del dinero, ni tampoco de la política, sino por algo digno de ser recordado: la acción humanitaria. Desde el inicio de la guerra Alfonso XIII había deseado para España algún papel de relevancia en la situación internacional que pudiese depararle posibles beneficios en un futuro reparto territorial. Las simpatías personales del monarca se encontraban por razones ideológicas mucho más cerca de la órbita alemana que de la aliada, y aunque en ocasiones sus intervenciones diplomáticas las dejaron traslucir más de lo conveniente, supo mantenerse dentro de los límites que imponía la situación neutral del país. Esa misma neutralidad alejaba la posibilidad ansiada por el rey de recolocar a España entre las grandes potencias europeas, razón por la que en los primeros momentos del conflicto trató de convertir la debilidad en virtud tomando la iniciativa de formar una coalición con Rumanía e Italia que, por entonces, aún eran neutrales. Su idea de fundar una liga neutral que asumiese la mediación entre los países beligerantes pronto se vio superada por la dinámica del conflicto, pese a lo cual el rey no renunció a tener un papel activo en el mismo. Finalmente fue en el campo de la acción humanitaria donde Alfonso XIII terminó por desempeñar una labor de relevancia internacional.
Desde las primeras batallas de la contienda el enorme número de muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros anunció al mundo el drama humano que le haría ganar el sobrenombre de Gran Guerra. La quiebra de cualquier comunicación entre los países beligerantes unida al caos propio de la situación dejó a miles de familias completamente desarmadas a la hora de obtener noticias de padres, hijos, amigos, hermanos, maridos… cuyo rastro se perdía en los campos de batalla. Sólo cabía esperar ayuda de organizaciones como la Cruz Roja Internacional o, quizá, de países neutrales como Suiza o España. Eso mismo debió de pensar una joven lavandera de la Gironde cuando se decidió a escribir directamente a Alfonso XIII solicitando ayuda para encontrar a su marido desaparecido en la batalla de Charleroi los días 21 y 22 de agosto de 1914. El rey consiguió a través de las embajadas españolas de París y Berlín lo que para la joven resultaba imposible, y así pudo contestarle de su puño y letra que su marido estaba vivo aunque preso e incomunicado (como era habitual) en Alemania y que se encontraba haciendo todo lo posible para lograr liberarlo. El caso no habría pasado de anécdota de no ser porque un pequeño diario francés, La Petite Gironde, publicó la historia dando las gracias al rey el 18 de junio de 1915. La prensa francesa se hizo eco del asunto y con ello dio motivo a la creación de la Oficina Pro Cautivos de Alfonso XIII.
Así se llamó el despacho que el rey organizó en el Palacio de Oriente para dar respuesta a los miles de cartas que tras la publicación del caso de la lavandera francesa comenzaron a llegar a palacio. Personas de todas partes de Europa se dirigieron al monarca con desesperadas peticiones de ayuda. En un primer momento Alfonso XIII y su secretario particular, Emilio María Torres, comenzaron a organizar la respuesta a las solicitudes de auxilio en la propia secretaría del rey, pero el volumen de la correspondencia y de la labor emprendida pronto evidenciaron la necesidad de encontrar una nueva ubicación para la oficina. El rey decidió emplear algunas habitaciones del palacio para tal fin ya que era allí a donde llegaba la increíblemente numerosa correspondencia. El proyecto se financió enteramente con dinero del propio monarca —procedente de las rentas del patrimonio real y por un monto de un millón de pesetas de la época, equivalente a unos 600 000 euros actuales— con el que además de adquirir el material necesario para abordar la tarea, se pagaron los gastos derivados de todas las gestiones vinculadas a la actividad de la oficina y se contrató a las cuatro personas que, junto con el rey y su secretario, más una treintena de voluntarios, se encargaron de la tramitación de las solicitudes. Armados con lápiz y papel (las pocas máquinas de escribir de que dispuso la oficina fueron adquiriéndose de forma gradual), un fichero y una gran voluntad, iniciaron la tarea.
El sistema de trabajo de la Oficina Pro Cautivos era sencillo y eficaz. Ante la necesidad de organizar ágilmente todas las solicitudes, las gestiones y las respuestas procedentes de tantos lugares distintos y en diferentes idiomas, se articuló un sistema de clasificación de expedientes y ficheros. Cada solicitud generaba un expediente en el que siempre había una ficha de registro con los datos del desaparecido que se clasificaba por nacionalidades conforme a un sistema de colores (amarillo para los franceses, anaranjado para los rusos, azul para los ingleses, blanco para los alemanes, rojo para austro-húngaros…) en la que se ponían unas lengüetas también de colores que indicaban la situación de la búsqueda (negras para indicar la confirmación de la muerte, blancas si el prisionero se había encontrado con vida o rojas, verdes y amarillas para otras situaciones). En las fichas se anotaba el resultado de las pesquisas que se notificaba a las familias conforme a distintos modelos de cartas hechos al efecto.
La labor de la oficina se apoyó en el trabajo de los miembros del cuerpo diplomático español, oficiales del ejército, agregados militares en las embajadas y numerosos colaboradores gracias a los cuales se pudieron llevar adelante sus tres principales tareas: la localización de desaparecidos, el envío de ayuda material a prisioneros y la intercesión por los mismos. Como apunta el historiador Juan Pando, especialista en la institución, «a finales de 1915, la Oficina Pro Cautivos tenía organizadas sus tres estructuras básicas: el auxilio informativo a las personas de los países en lucha, la vigilancia sobre campos de prisioneros, fortalezas y lazaretos (sanatorios) en los Imperios Centrales, más el Servicio de Canje de Prisioneros y Repatriación de Heridos Graves, extendido a civiles de edad avanzada, esposas e hijos separados del padre o movilizados que fuesen padres de cuatro o más hijos». Poco a poco las tareas de la oficina se ampliaron con servicios de correspondencia con prisioneros de guerra o de gestión de indultos de pena capital y un sinfín de labores asistenciales (atención a enfermos y heridos en los campos de concentración visitados para las diligencias de búsqueda, envío de alimentos y medicinas, asistencia jurídica de prisioneros en juicios sumarísimos…). Al final de la guerra, la oficina había tramitado más de doscientos mil expedientes de todo tipo, los agregados militares españoles habían hecho 4000 visitas de inspección a campos de concentración para comprobar el trato que se daba a los prisioneros de guerra, y se había logrado la repatriación de 21.000 prisioneros enfermos y de 70.000 civiles que habían quedado en territorio enemigo. Entre los primeros estaba Maurice Chevalier, y entre los segundos el genio de la danza Nijinsky, por quien intercedió el rey de España a petición de Diáguilev, el creador de los ballets rusos. Otro de los casos célebres fue el de la condesa de Belleville, una dama belga que como tantos de sus compatriotas había sido condenada al fusilamiento por participar en la resistencia civil frente a la ocupación alemana; se salvó gracias a una gestión personal y directa de Alfonso XIII con el káiser. Sus buenos oficios obtuvieron también un acuerdo entre los beligerantes para no torpedear los barcos hospitales, como se venía haciendo. Alfonso XIII sería propuesto en dos ocasiones para el premio Nobel de la Paz por su labor humanitaria en la Gran Guerra, aunque no se lo concedieron. Él mismo se tomaba a broma su papel y llegó a decir: «Se non termina presto questa guerra, finisco Papa» (si no acaba pronto esta guerra, termino siendo Papa), según se reseña en el Archivo Secreto del Vaticano.
Pero mientras la Oficina Pro Cautivos continuaba con una labor humanitaria que se había hecho posible gracias a la neutralidad española, el debate público sobre la misma se volvía cada vez más enconado y la postura diplomática de España llegó a pender de un hilo.

§. Caminar por el filo de la navaja
En la primavera de 1915 las primeras consecuencias de la guerra se hacían evidentes en España. La acentuación de los problemas sociales y de desigualdad económica que se produjo a raíz del conflicto literalmente desbordaba al ejecutivo de Eduardo Dato. El Partido Liberal de Romanones supo aprovechar la situación y, habida cuenta de que las «solidaridades» gobierno-oposición propias del turnismo hacía ya tiempo que estaban rotas, el 6 de diciembre de ese año el líder liberal apoyado en las minorías republicana, radical y carlista dio el golpe de gracia al gobierno. La maniobra consistió en solicitar a las Cortes que recordasen al presidente la necesidad de presentar un conjunto de medidas económicas que respondiesen a la difícil situación nacional, urgiendo a la cámara a presentar y discutir un proyecto de ley presupuestaria con ese objetivo. El mensaje era evidente: el Partido Liberal no estaba dispuesto a «colaborar» con el gobierno lo que, teniendo en cuenta la situación, dejaba a este en una postura insostenible. Consciente del aislamiento político en que había quedado, Dato dimitió dejando vía libre a Romanones.
Pero a pesar de que Romanones había logrado hacerse con el gobierno enarbolando la bandera de los problemas internos del país puso la guerra europea, como ningún otro presidente antes ni después, en el centro de su preocupación política. Tras el «desliz» inicial de su «Neutralidades que matan», el líder liberal se apresuró a recuperar las formas exigidas por la postura oficial española ante la contienda. Así, mantuvo un discurso público de defensa de la neutralidad de acuerdo con lo que se esperaba de un político de los grandes partidos dinásticos, si bien continuaba convencido de la conveniencia de la entrada de España en la guerra del lado de los aliados o al menos de la estrecha colaboración con ellos. Creía con firmeza que la única posibilidad del país para recuperar presencia en el ámbito internacional pasaba por el apoyo a la Entente, de la que, finalizado el conflicto, se podría obtener un reparto más beneficioso en el norte de Marruecos que incluyese Tánger, así como la devolución de Gibraltar y libertad de movimientos para intervenir en Portugal (cuya monarquía había sido derrocada en 1910). Claro que tampoco estorbaba a sus intereses personales el apoyo a los aliados pues, como la prensa germanófila se encargó de recordar, poseía importantes intereses accionariales en las minas de Marruecos y Asturias, cuya producción compraban ávidamente los aliados.
Romanones no estaba dispuesto a permitir que el mantenimiento o no de la neutralidad copase el debate político y pudiese convertirse en un arma en su contra en tanto que la situación internacional no obligase a la toma de una decisión. En consecuencia continuó proclamando su defensa de la neutralidad públicamente mientras que empleaba las más discretas vías de la diplomacia para transmitir el apoyo del nuevo ejecutivo a los aliados. En esta política el papel de los embajadores españoles en los países beligerantes resultó clave y así dejó al germanófilo Polo de Bernabé como embajador en Berlín, situando al neutral Merry del Val en Londres y, sobre todo, al aliadófilo Fernando León y Castillo en París. Debidamente aleccionados por el presidente del Gobierno, Del Val y León y Castillo iniciaron maniobras de acercamiento a los gobiernos británico y francés dejando ver la disposición española a apoyar activamente a las potencias de la Entente a cambio de Tánger y Gibraltar. Sin embargo, como recuerda Francisco Romero, «un abandono práctico e inmediato de la estricta neutralidad oficial era algo que Romanones, en un país dividido por las filias, no podía ofrecer» y los aliados, cuyo interés por la entrada de España en la guerra había descendido notablemente desde la adhesión de Italia a sus fuerzas (mayo de 1915), no parecían muy dispuestos a plantearse las exigencias españolas a cambio de una postura tan poco definida.
Los manejos diplomáticos de Romanones no pasaron inadvertidos para las potencias centrales. Obviamente, Alemania no deseaba la entrada española en el conflicto de parte de los aliados, pero tampoco de la suya, pues el país, entre otras cosas, estaba geográficamente rodeado por potencias aliadas y militarmente muy atrasado, lo que podía suponer un lastre más que una ayuda. En consecuencia su principal interés era el mantenimiento de una política de neutralidad estricta que no supusiese ningún tipo de benevolencia con los aliados. La postura de Romanones no podía estar más lejos de los deseos de los alemanes, que no dudaron en emplear los eficaces servicios de inteligencia de las potencias centrales para conjurar el peligro. Se trataba de perjudicar los intereses de los aliados y lograr la caída de Romanones, y los medios empleados para ello serían la agitación del debate público interno, la financiación de actividades social y económicamente desestabilizadoras y el perjuicio de los intereses españoles en Marruecos.
La crispación de la opinión pública en torno al debate entre aliadófilos y germanófilos fue una batalla que se dio en la prensa. Desde el comienzo de la contienda los respectivos aparatos de propaganda de ambos bandos habían desplegado su labor en España, pero fue a raíz del acceso de Romanones al gobierno cuando la actividad por parte de los alemanes se incrementó exponencialmente. La prensa española, como la sociedad, estaba dividida entre partidarios de las potencias centrales y de los aliados. Cabeceras tan destacadas como las de ABC, La Tribuna, La Nación, El Correo Español o La Acción eran abiertamente germanófilas, mientras que El Imparcial, La Época, El Diario Universal, El Liberal de Madrid o la revista España apoyaban a los aliados. Pero tras la división no sólo estaban las cuestiones de conciencia, sino también el dinero aportado por los distintos bandos para garantizar la presencia de altavoces de sus ideas. Y fue precisamente ese dinero lo que Alemania aumentó sustancialmente para financiar una campaña de desprestigio del presidente del Gobierno. En los periódicos germanófilos el conde se presentaba como un político corrupto que buscaba su propio beneficio económico a costa de la entrada del país en la guerra y, por tanto, del sufrimiento de miles de españoles, o como un megalómano que sin prestar atención a las tensiones internas del país prefería pensar en embarcarlo en una guerra.
La acción de la prensa pro alemana era reforzada por las actividades organizadas con la ayuda de espías infiltrados en los grupos anarquistas y revolucionarios del país. Su presencia en ellos era empleada para la planificación y financiación de actividades subversivas (atentados, actos de sabotaje en fábricas…) que contribuían a incrementar la conflictividad social y el clima de desestabilización logrando, por una parte, desprestigiar las políticas gubernamentales y, por otra, obstaculizar la producción industrial destinada al apoyo de los aliados. Junto con ello, la financiación y entrega de armamento a los grupos de rebeldes autóctonos en Marruecos completaba el juego alemán. Allí su actividad resultaba especialmente rentable ya que la política de apoyo económico y logístico a los más importantes líderes rebeldes (Abd-el Malek y Railusi) servía para hostigar también a Francia y contribuir a las tensiones de esta con España pues los militares españoles destacados en África, fuertemente germanófilos, brindaban su apoyo cuando les resultaba posible a las tropas alemanas. En definitiva, como indica Romero Salvadó, «a finales de 1916, Alemania había implantado redes de espionaje en Bilbao, Barcelona, Valencia, Málaga, Huelva y las islas Canarias, además del poderoso grupo de presión dentro de la prensa y de sus actividades en las colonias de Marruecos, Guinea y, en menor medida, en el Sáhara Occidental».
Mientras la campaña anti-Romanones seguía con paso firme la ruta trazada por los servicios de inteligencia alemanes, el presidente del Gobierno se sentía cada vez más compelido a tomar partido de una forma u otra por los aliados. Una de las razones que más contribuyeron a exaltar los ánimos del conde y del bando aliadófilo fue la evolución de la política de guerra submarina alemana a lo largo de 1916 y comienzos de 1917. Asfixiada por el bloqueo marítimo británico, Alemania desarrollaría como respuesta a lo largo del conflicto una política de hundimiento indiscriminado de cualquier barco dirigido a las costas aliadas o sospechoso de portar ayuda para la Entente. La actuación de los submarinos alemanes generó sonadas protestas internacionales de países como Estados Unidos puesto que la campaña de hundimientos no respetaba las normas internacionales que regulaban este tipo de actos de guerra. Asimismo los gobiernos francés y británico se quejaron recurrentemente a España por la tolerancia de algunas autoridades con la presencia de submarinos alemanes en sus costas. Especialmente escandaloso resultó el abastecimiento realizado a algunos de estos submarinos en las costas de Valencia mediante el uso de barcos pertenecientes al contrabandista de tabaco Juan March. Estas quejas unidas a la campaña de hostigamiento alemana contra Romanones llevó al líder liberal a comunicar al gobierno alemán en agosto de 1916 la prohibición del uso por parte de sus submarinos de las aguas territoriales españolas. La medida suponía una clara muestra de apoyo del ejecutivo español a los aliados, muestra que se reforzaría a principios de septiembre con el envío de una nota a Alfonso XIII en la que el conde insistía en la conveniencia de adoptar una política de neutralidad benevolente con estos. La respuesta alemana no se hizo esperar y desde septiembre de 1916 se registró un fortísimo aumento de sus actividades de espionaje, sabotaje y, especialmente, ataques a barcos españoles mediante submarinos. Así, en sólo una semana fueron hundidos el Olazábal, el Luis Vivesy el Mayo. Si España estaba pensando en entrar en la guerra, Alemania le iba a recordar el precio que podría pagar por ello.
La campaña alemana contra barcos españoles llevó el debate público entre aliadófilos y germanófilos a su punto más alto. Los primeros consideraban intolerable además de inhumana e incivilizada la guerra submarina practicada por Alemania y entendían que la ruptura de relaciones diplomáticas con el país era lo mínimo que exigía el honor nacional. Por su parte, los segundos justificaban los ataques alemanes como actos de guerra e incluso argumentaban que estos estaban finalmente motivados por el no mantenimiento de la neutralidad estricta y el trato favorable dispensado por el gobierno a los aliados. El país estaba más dividido que nunca y el enfrentamiento entre Romanones y los germanófilos era, en palabras del propio conde, «verdaderamente a muerte».
A principios de 1917 la situación se volvió por completo insostenible. El 9 de enero Alemania decidió eliminar toda restricción a su política de guerra submarina. Las quejas de Estados Unidos habían logrado durante un tiempo contener la agresividad de estas acciones, pero Alemania decidió retomar su línea de ataques indiscriminados. El gobierno español presentó una queja oficial ante aquella y Romanones supo que a la neutralidad española le quedaban los días contados. No sólo la crispación del debate entre germanófilos y aliadófilos o la campaña de hostigamiento alemana contra el presidente empujaban a este a tomar la decisión de la entrada de España en la guerra. También los cambios en la situación internacional favorecían el clima pro aliado. A finales del mes de enero, y ante el anuncio alemán, Estados Unidos rompió sus relaciones diplomáticas con Alemania a la que acabó declarando la guerra a comienzos de abril. Entretanto había estallado la Revolución rusa y si bien la prensa germanófila la interpretaba como la respuesta de un pueblo agotado por la guerra, los periódicos aliadófilos la presentaban como el estallido en busca de libertad de un pueblo harto de soportar las consecuencias de un gobierno autoritario.
La gota que colmó el vaso se produjo el 6 de abril cuando un submarino alemán hundió otro barco español, el San Fulgencio. La prensa aliadófila clamaba por una respuesta contundente del gobierno y Romanones, que ya había ordenado a sus embajadores en París y Londres tantear el terreno de cara a la posible entrada de España en el conflicto, comunicó a los gobiernos aliados su decisión de entrar en la guerra si se garantizaban ciertas contrapartidas (Tánger y Gibraltar). Sin embargo Romanones se encontraba mucho más solo de lo que pensaba. La campaña alemana para desestabilizar su gobierno había sido enormemente efectiva, de modo que para entonces el crédito político del presidente se hallaba muy desgastado. Incluso en su propio partido la deriva política del conde había generado una fuerte división interna, y a esas alturas eran muy pocos quienes le apoyaban en su apuesta internacional. Tampoco contaba con el apoyo del ejército, tradicionalmente germanófilo, y para terminar de rematar la situación, tanto Francia como Gran Bretaña, tras valorar la oferta española, llegaron a la conclusión de que convenía más a sus intereses la neutralidad de España por las mismas razones que desde el comienzo del conflicto habían barajado para ello. El golpe final llegaría de manos de Alfonso XIII, quien temeroso de que la entrada de España en la guerra pudiese desencadenar un proceso similar al que se estaba viviendo en Rusia, decidió retirar su confianza a Romanones y encargar la formación de un nuevo gobierno al también liberal Manuel García Prieto, marqués de Alhucemas. El conde había perdido la apuesta, pero las consecuencias de aquellos meses cruciales irían mucho más allá de su simple caída. Como recuerda Francisco Romero, «bajo su gobierno, España llegó a estar muy cerca de unirse a la Entente. Esto le había de costar la presidencia. Cuando salió de ella, Romanones dejó un país más polarizado que nunca por el debate sobre la neutralidad; su propio partido estaba dividido y roto, y el proletariado, la burguesía y el ejército esperaban ansiosamente el momento de asestar un golpe al turno dinástico». Y ese momento se produjo en el verano de 1917.

§. Saltar por los aires
La salida del gobierno de Romanones pareció conjurar el peligro de que España abandonase su neutralidad oficial. El debate sobre la política internacional había sido durante muchos meses el principal objeto de la prensa y la opinión pública por lo que el nuevo presidente, el marqués de Alhucemas, deseaba por encima de todo rebajar la tensión en relación al asunto. Se hacía necesario subrayar la voluntad española de mantenimiento de la neutralidad y aunque a juzgar por los multitudinarios mítines germanófilos y aliadófilos que tuvieron lugar a finales de mayo en la plaza de toros de Madrid parecía difícil, sería la propia situación interna del país quien barrería de golpe el protagonismo de la cuestión internacional.
El primer sobresalto llegó de manos del ejército. Desde la segunda mitad de 1916 el asociacionismo militar se había convertido en un problema incómodo para el poder civil. Las llamadas Juntas Militares de Defensa (que representaban a la oficialidad) habían surgido como respuesta a los importantes problemas que arrastraba el ejército español y que los sucesivos ejecutivos desde principios de siglo no habían sido capaces de abordar. El ejército carecía de medios para modernizarse, los salarios de sus miembros eran en muchos casos miserables, su macrocefalia era cada vez mayor y el ascenso en el escalafón frecuentemente obviaba la veteranía (sobre todo entre los miembros de la camarilla palaciega de Alfonso XIII y los africanistas). Imbuidas del espíritu regeneracionista de la época, las Juntas Militares trataron de dar respuesta a las demandas de los miembros del ejército y se convirtieron en un importante foco de crítica al sistema político en cuya falta de transparencia encontraban el origen de sus propios males. El gobierno de Romanones había intentado sin éxito abordar la reforma militar y, con el paso del tiempo, la existencia de las juntas empezó a percibirse como un potencial peligro para la estabilidad del gobierno civil. Ello unido al temor del rey a que pudiesen convertirse en un instrumento que quebrase el apoyo del ejército a la Corona en un caso similar al ruso, llevó a Romanones pocos días antes de que se produjese su caída del gobierno a ordenar su disolución. Sin embargo las juntas prosiguieron clandestinamente con su actividad y, en consecuencia, el ejecutivo de Alhucemas heredó el problema.
El 25 de mayo el nuevo gobierno decidió acabar con las juntas y ordenó su disolución en un plazo de veinticuatro horas. La insubordinación de los junteros fue la respuesta inmediata negándose a disolverlas y conminando mediante un escrito al gobierno a reconocer la existencia de las juntas aprobando sus estatutos, liberar a los oficiales detenidos y garantizar la ausencia de represalias. El manifiesto de las juntas daba para ello un plazo de doce horas so pena de insurrección militar. El poder civil había sido desafiado pero el temor a la insurrección y a la pérdida del apoyo del ejército por parte de la Corona precipitaron el fin del gobierno de Alhucemas. Sólo había durado cincuenta y tres días.
La división interna del Partido Liberal era para entonces de tal calibre que el rey no encontró otra salida que encargar la formación de un nuevo ejecutivo al conservador Dato quien se apresuró a acatar los dictámenes de las juntas. El regreso de Dato al poder parecía una broma de mal gusto. El líder conservador que había abandonado el gobierno a finales de 1915 ante la constatación de su soledad y de la incapacidad de su ejecutivo para resolver los terribles problemas de carestía, inflación y conflictividad social del país, regresaba a la presidencia por puro azar y lo primero que hacía era afirmar la subordinación del poder civil al militar. Lo único que parecía claro en aquel momento era que la subsistencia del sistema político de la Restauración había pasado a depender del ejército. El turno pacífico no podía dar más síntomas de agotamiento y sus cada vez más numerosos detractores (incluyendo muchos de los miembros de los partidos Conservador y Liberal) elevaron su voz para hacerlo público. El liderazgo en aquella aventura correspondió a Francesc Cambó, el diputado que encabezaba la Lliga Regionalista catalana.
A mediados de junio los diputados y senadores de la Lliga publicaron un manifiesto en el que instaban al país a abandonar el inmovilismo y emprender la reforma del sistema político para convertirlo en verdaderamente representativo. El 5 de julio Cambó convocó a todos los parlamentarios catalanes a una reunión en el Ayuntamiento de Barcelona en la que se acordó pedir al gobierno la autonomía de Cataluña dentro de un proyecto de reestructuración del sistema político y la Constitución. Ante la negativa del ejecutivo de Dato, el líder de la Lliga decidió implicar al resto de los parlamentarios españoles en su iniciativa. Así, convocó a todos a una reunión en Barcelona el 19 de julio en la que abordasen las cuestiones que no podían discutir en las Cortes (cerradas desde febrero). Ante el temor por el posible y esperable éxito de la convocatoria, el gobierno implantó la censura y suspendió las garantías constitucionales, de forma que en una ciudad tomada por la policía y el ejército, la Asamblea de Parlamentarios fue disuelta al poco de haberse iniciado. La asamblea congregó a sesenta y ocho parlamentarios y aunque el gobierno se esforzó por dejar claro que la iniciativa había quedado en nada, lo cierto es que el sistema político de la Restauración quedó herido de muerte. En palabras de Javier Moreno, «la Asamblea de Parlamentarios […] no consiguió que se afrontara la reforma constitucional con el fin de parlamentarizar el régimen, exigencia irrenunciable de los reformistas, pero sí dejó un hijo póstumo: el entierro del vilipendiado turno». La Asamblea de Parlamentarios había puesto de manifiesto la crisis de legitimidad del turno pacífico y del gobierno, y los hechos que acaecieron desde entonces no harían sino confirmarlo.
Los problemas de carestía e inflación que se habían visto agravados por la guerra habían generado el caldo de cultivo adecuado para la movilización social. Conscientes de ello, las organizaciones obreras trataban de organizar protestas generales con las que lograr poner al gobierno contra las cuerdas y fue también en el verano de 1917 cuando encontraron la ocasión propicia para hacerlo. La excusa vino de la mano de una protesta del sector ferroviario iniciada en Valencia el 19 de julio, es decir, en plena crisis por la Asamblea de Parlamentarios. Las medidas de represión adoptadas contra los ferroviarios sirvieron de detonante para que UGT y PSOE convocaran a todos los obreros del país a secundar una huelga general a partir del 13 de agosto. El paro fue un éxito en todas las zonas industriales pero el gobierno, al que el orden social cada vez se le escapaba más de las manos, declaró el estado de guerra y encomendó al ejército la represión de las protestas. La brutalidad de esta llegó al extremo de la utilización de ametralladoras contra los manifestantes. En pocos días la huelga, cuyos focos más resistentes se ubicaron en Cataluña y Asturias, fue aplastada por un ejército que, una vez más, se convertía en garante del sistema político.
El clamor social por el cambio de gobierno y la sustitución del turno pacífico se volvió ensordecedor y Cambó aprovechándose de ello convocó una nueva Asamblea de Parlamentarios para mediados de octubre en Madrid. La situación del gobierno hacía aguas por todas partes y el ejército, que a esas alturas era ya un agente político, decidió intervenir. El 23 de octubre las juntas dieron un ultimátum al rey para que pusiese fin al gobierno de Dato y llamase a la formación de un nuevo gobierno de concentración nacional que tomase las riendas de la situación. Pero la carrera hacia el fin de una época era ya incontrolable.

§. Neutralidad de alto coste
Tras varios intentos frustrados de encontrar un gobierno que, sin quebrar la monarquía constitucional establecida, pudiese atraer el apoyo de las juntas y del sector más moderado de la asamblea, Alfonso XIII logró que a principios de noviembre de 1917 cristalizase un gobierno de coalición bajo la presidencia, nuevamente, del marqués de Alhucemas. El experimento duraría poco. Las revueltas por los problemas de carestía eran cada vez más frecuentes y las tensiones vinculadas al modelo de desarrollo del país hacían necesaria la toma de decisiones. Pero el nuevo ejecutivo sólo respondía a la necesidad de salvar la situación de vacío de poder, y pronto se vio que sus miembros no eran capaces de ponerse de acuerdo en un programa de actuación común. La situación llegó a su punto crítico cuando, de acuerdo con el proceder habitual en el régimen de la Restauración, el gobierno entrante convocó elecciones generales en febrero de 1918. Por primera vez desde 1875 el gobierno convocante no obtuvo el refrendo de una mayoría absoluta; la estabilidad que pretendía garantizar el sistema diseñado a finales del siglo XIX por Cánovas había desaparecido y el gabinete de Alhucemas sólo resistió otro mes en aquella situación. Una vez más se trató de evitar el hundimiento del régimen político con un gobierno de concentración nacional que, en esta ocasión, se formó en torno a Antonio Maura, rescatado del ostracismo político al que había sido condenado en 1909 como salvador de la nación.
La vida política del país saltaba por los aires mientras en Europa el final de la contienda empezaba a perfilarse en el horizonte. El gabinete presidido por Maura reunía a las figuras más destacadas de las diversas opciones políticas representadas en el Parlamento (Dato, Alhucemas, Cambó, Romanones…) por lo que todas las esperanzas se depositaron en su gestión. En la agenda del gobierno la situación internacional había pasado claramente a un segundo plano. Desde la crisis del verano de 1917 los problemas internos del país exigían toda la atención política, de modo que el mantenimiento de la neutralidad parecía más recomendable que nunca. Además, tras la huelga general la prensa germanófila había desarrollado una intensa campaña de culpabilización de los aliados al difundir noticias falsas de que eran estos los que habían financiado la movilización para amenazar al gobierno con la provocación de un revolución interna si continuaba en su postura neutral y, de ese modo, lograr la entrada de España de su lado en el conflicto. La estrategia tuvo éxito y la postura germanófila pro neutral se vio reforzada además por el miedo a que los desórdenes públicos pudiesen degenerar en una situación similar a la rusa. En consecuencia, la política exterior del gobierno de concentración nacional presidido por Maura tuvo por único objetivo el mantenimiento de la neutralidad a cualquier precio.
España no podía permitirse añadir un frente más a los abiertos en su interior, por lo que si quería mantenerse neutral no le quedaba más remedio a su gobierno que ignorar las acciones hostiles de Alemania que tan irritantes habían resultado hasta entonces. La ayuda logística a los rebeldes del norte de Marruecos, las actividades de la red de espionaje germana en el país y los ataques a los barcos españoles por submarinos fueron asumidos con resignación por el gobierno. Incluso la denuncia pública a través de la prensa de sonados casos de espionaje fue ignorada o deliberadamente encubierta por el ejecutivo de Maura. Periódicos tan destacados como El Sol denunciaron desde sus páginas casos de espionaje en que quedaba claramente al descubierto la relación de algunos agentes alemanes con actividades subversivas de grupos anarquistas, o la colaboración de autoridades locales con los servicios de inteligencia alemanes que ofrecían información para facilitar el hundimiento de barcos a cambio de dinero. La única respuesta del gobierno consistió en una Ley de Espionaje presentada a comienzos de julio de 1918 y que en el fondo respondía más a la necesidad de censurar las críticas publicadas que a la intención de frenar las actividades de los agentes secretos. Como apunta Romero Salvadó, «ante la agresiva diplomacia alemana, los sucesivos gobiernos españoles de 1918 ofrecieron una triste imagen de complacencia, temor y sumisión, mirando constantemente hacia el otro lado y sin intención de hacer nada».
Sólo a finales del mes de agosto la postura del gobierno pareció tambalearse. El hundimiento de un mercante español, el Ramón de Larriñaga, el 13 de julio desafió el ejercicio de paciencia del ejecutivo de Maura. Desde la crisis del San Fulgencio hasta entonces los submarinos alemanes habían hundido casi cuarenta barcos españoles, por lo que el gobierno decidió enviar una protesta formal a Berlín. En ella se advertía de que si Alemania continuaba con su política indiscriminada de ataques submarinos, España capturaría parte de los barcos pertenecientes a las potencias centrales que se encontraban atracados en puertos españoles a consecuencia del bloqueo aliado. Alemania no sólo ignoró la queja española y continuó hundiendo barcos sino que además amenazó con declarar la guerra al país si este tomaba represalias contra sus intereses. El 30 de agosto la situación parecía a punto de desbordarse pues la mayoría de los ministros de Maura consideraban preciso proceder a la captura de barcos alemanes. Esta vez sería Alfonso XIII quien conjurase el peligro recordando al ejecutivo la voluntad de la Corona de mantener la estricta neutralidad dadas las consecuencias que en una situación como la que vivía el país podía suponer su entrada en el conflicto. Como es sabido, la paciencia del gobierno español no tuvo que resistir mucho más pues el 11 de noviembre de 1918 Alemania firmó el armisticio por el que se ponía fin a la Gran Guerra.
La presión por la situación exterior que había encendido el debate público y dividido a la sociedad española se desvanecía. Sin embargo los problemas estructurales del modelo social y político español que el conflicto había contribuido a agravar no iban a desaparecer en absoluto. El gobierno de concentración nacional presidido por Maura con el que se había intentado salvar un régimen político a todas luces superado por la realidad del país había comenzado a desintegrarse en los meses previos al armisticio pues, como recuerda Moreno Luzón, «sus miembros querían tomar posiciones de cara al nuevo universo que se avecinaba con el final de la guerra mundial». La discusión de una nueva ley de presupuestos abrió la puerta a las disputas internas que terminarían conduciendo a la dimisión en cascada de todos los ministros, y así dos días antes de la firma del armisticio se ponía punto y final a la aventura del gobierno de coalición. Maura, harto y consciente de la difícil situación, exclamó entonces: « ¡A ver quién es ahora el guapo que se encarga del poder!».
La Primera Guerra Mundial agravó los problemas internos de España al acentuar la desigualdad de su proceso modernizador. Al igual que en el resto de Europa y pese a su neutralidad, la contienda contribuyó a abrir las puertas de una nueva época, la de la política de masas, y lo hizo de la mano de la creciente importancia de la opinión pública vinculada al debate en torno a la neutralidad, y de la politización de sectores cada vez mayores de población ante el endurecimiento de las condiciones de vida. Las tensiones introducidas en el sistema político de la Restauración como consecuencia de todo ello terminaron por dinamitar las bases del mismo, liquidando el turno pacífico y arrogando al ejército un papel en la estabilidad política del país que iba a tener graves consecuencias para el futuro. Es cierto que España no participó en la Gran Guerra y que gracias a ello su población evitó el horror y la barbarie que durante cuatro largos años asolaron al resto del continente, pero su neutralidad no pudo protegerla del proceso de cambio arrollador que en lo social y lo político desencadenó el conflicto. El mundo dejó de ser el mismo después de aquella guerra que, también para la historia de España, marcó el verdadero inicio del siglo XX.

Capítulo 6
Aurora roja

Si la Primera Guerra Mundial ha merecido la calificación de punto de partida del siglo XX ha sido en gran medida porque lo que aconteció durante aquellos cuatro largos años de contienda modeló el mundo de las siguientes décadas. Sin lugar a dudas uno de los factores que más contribuyó a ello fue la Revolución rusa. Este inmenso terremoto político que se inició en 1917 fue el origen de uno de los protagonistas indiscutibles del siglo, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, así como de una ideología y un sistema políticos que fueron el rival directo del capitalismo y la democracia liberal de Occidente. Aunque ninguna de estas consecuencias fue evidente durante el conflicto, los contemporáneos supieron percibir el profundo impacto que podría llegar a adquirir lo que estaba sucediendo en el imperio de los zares. En primer lugar porque a nadie se le escapó que aquellos acontecimientos eran el resultado directo de la guerra, del efecto que estaba produciendo en una sociedad agotada hasta la extenuación por el esfuerzo bélico, algo que no era exclusivo de aquel imperio y que se podía reproducir en el resto de las potencias beligerantes. Pero además estaba claro que aquello iba a repercutir directamente en el resultado final de la contienda. La Revolución rusa fue una consecuencia de la Gran Guerra y el desenlace de esta derivó en buena medida de aquella, razón por la que la una no se puede entender sin la otra y viceversa.
Pero además esta revolución acentuó de forma muy marcada el carácter global del conflicto. Por una parte porque fue un amplificador de sus efectos en territorios no europeos y sobre todo porque desde el principio su lenguaje y sus objetivos fueron declaradamente internacionales. Los líderes bolcheviques eran conscientes de que lo delicado de la situación de las potencias beligerantes (especialmente de Alemania y Austria-Hungría) podía traducirse en una rápida exportación del fenómeno revolucionario a la Europa desarrollada, y de que su mensaje de crítica al capitalismo y al imperialismo podía tener un efecto inmediato en los países sometidos al dominio colonial europeo. Y así fue, efectivamente. En la partida de billar mundial que fue la guerra, el fuerte impacto que recibió Rusia hizo carambola sobre los territorios asiáticos a corto plazo, alimentando los embrionarios movimientos de liberación nacional que entonces estaban comenzando a gestarse. La Primera Guerra Mundial fue mundial entre otras cosas gracias a la Revolución rusa, de ahí que en este acontecimiento se encierren muchas de las claves para comprender la significación real de la contienda y sus consecuencias. Esta singular historia, trágica y terrible, pero que fue recibida por muchos como una esperanza de un futuro en paz resultó sin duda uno de los episodios cruciales del siglo XX y, pese a la caída del comunismo hace más de veinte años, puede desvelarnos todavía hoy algunas de las respuestas a los interrogantes de nuestro tiempo.
A comienzos del siglo XX Rusia era un gigantesco enigma. Los europeos se habían acostumbrado desde hacía dos siglos a que los monarcas del Estado más apartado de Europa oriental interviniesen en la política internacional en pie de igualdad con las grandes potencias. Tenían razones para ello. Su imperio ocupaba entonces una sexta parte de la superficie del planeta y era el segundo país más extenso del mundo, adelantado solamente por el Imperio británico. Poseía una población de ciento treinta y dos millones de habitantes y su ritmo de crecimiento era el más alto del continente. Estaba encabezado por una clase dirigente occidentalizada (refinada, culta y políglota) que residía en la elegante y monumental capital de San Petersburgo, a orillas del Báltico, y desde la derrota de Napoleón hacía un siglo era una de las potencias militares más temidas del mundo.
Pero el viajero que mirase por la ventanilla del vagón del tren en su trayecto hacia alguna de las ciudades rusas podía ver con facilidad que la realidad de aquel país era muy distinta de la de sus rivales occidentales. Rusia tenía uno de los niveles de desarrollo más bajos de toda Europa. El 90 por ciento de la población vivía en el campo, subsistía a base de una agricultura atrasada y permanecía prácticamente ajena a lo que pasaba más allá de su aldea. De cada diez campesinos apenas tres sabían leer y escribir, las escuelas eran de hecho inexistentes y en muchas ocasiones la única persona que había visto el mundo que se extendía más allá de los campos de labor era el sacerdote local, encargado de mantener la obediencia religiosa y política de los feligreses de su parroquia. Ese mismo viajero probablemente se preguntaría cómo era posible que se mantuviese en pie el inmenso poder del que había hecho gala en numerosas ocasiones aquel imperio sobre una base tan pobre. Esa pregunta, que bullía en la cabeza de muchos políticos e intelectuales europeos de la época, era igual de misteriosa para los propios rusos.

§. Un gigante con los pies de barro
Rusia era por tanto un imperio dual. Frente a una aplastante realidad rural y atrasada se alzaba una élite que se había marcado como objetivo (siguiendo el designio de los zares desde el reinado de Pedro I el Grande a comienzos del siglo XVIII) europeizar el país y aprovechar sus ricos recursos para hacer de él una gran potencia capaz de competir con sus vecinos del oeste. La puesta en práctica de este proyecto había cosechado grandes éxitos sobre todo en los ámbitos político y cultural, pero la realidad del atraso social y económico comenzaba a pesar como una losa y hacia 1900 era una auténtica amenaza para la supervivencia del país si quería mantener su estatus internacional. Los zares eran conscientes de ello y desde mediados del siglo anterior habían ido implantando reformas con el deseo de facilitar el progreso del imperio y asegurar su poderío. El revulsivo que impuso en la agenda de Alejandro II la necesidad de hacer cambios internos fue la aplastante derrota que sufrió Rusia ante la coalición de Gran Bretaña, Francia, Turquía y el reino de Cerdeña —en realidad, el Piamonte— en la guerra de Crimea en 1854-1856. Desde hacía décadas los grupos cultos del país, conocidos con el nombre de intelligentsia y surgidos del intenso renacer cultural que supuso la Ilustración, habían llamado la atención sobre lo inviable de la situación y la necesidad de una modernización. El gobierno iba a atender ahora a algunas de sus reivindicaciones, pero lo iba a hacer de forma que no se cuestionase la autoridad imperial e intentando controlar todo el proceso. El principal motivo de este dirigismo radicaba en que Rusia era el único Estado europeo en el que la marea revolucionaria que había agitado Europa desde la Revolución francesa de 1789 no había hecho mella en el poder absoluto del monarca. El zar seguía definiéndose como «autócrata de todas las Rusias», era a la vez la fuente y la instancia suprema de todas las decisiones políticas y su deseo era preservar esta situación a toda costa.
Para lograr ese desarrollo sin contestación política, Alejandro II se decidió a acabar con la más atávica de las instituciones sociales que sobrevivían en Rusia: la servidumbre feudal. Esta, que suponía la obligación del campesino a prestar obligatoriamente un servicio en trabajo a su señor o en los casos más benévolos pagarle un tributo anual equivalente, fue suprimida en 1861 mediante el llamado Edicto de Emancipación. Se trató sólo de la primera piedra del programa. Otro cambio fundamental fue la concesión de una autonomía administrativa limitada a los diferentes «distritos» y «gobiernos» en que se organizaba el imperio con la creación para cada uno de ellos de un órgano electivo llamado zemstvo, que se encargaría de ejercer la función de policía rural y de prestar una atención social mínima a la población. A estos cambios se unieron una reforma judicial que pretendía acercar el sistema ruso al europeo, la instauración del servicio militar obligatorio que suprimía el sistema de levas para suministrar hombres al ejército y una tímida liberalización cultural y educativa.
Estos cambios iban a demostrar pronto que sus logros serían limitados. Posiblemente la causa más importante de ello fue que estas innovaciones dejaban intacta la institución rusa por antonomasia, el mir o comunidad rural aldeana, que el gobierno consideraba como la mejor garantía para conservar el carácter tradicional de la sociedad rural rusa y evitar levantamientos. Todavía permanecía fresca en la memoria la gran rebelión campesina que hacía un siglo, durante el reinado de Catalina II la Grande, había liderado el cosaco Pugachov, que haciéndose pasar por el asesinado esposo de Catalina II, el zar Pedro III, para legitimarse ante el pueblo, había sembrado el terror entre los nobles y los propietarios. Por ello cuando se acometió la emancipación se hizo reforzando el papel del mir, dejando a los veintiún millones de siervos liberados vinculados a su comunidad de origen. Esta era la responsable de distribuir las tierras para su cultivo, impartir justicia en primera instancia y recaudar impuestos. Cualquier individuo que quisiese abandonarla para buscarse un futuro mejor en otra parte tenía que obtener primero su permiso. Por todas estas razones la población rusa continuó estando muy apegada a sus aldeas y a su cultura tradicional. Aunque este tipo de comunidad ofrecía ventajas a sus empobrecidos miembros, la imposibilidad de aumentar las cosechas por el atraso tecnológico y la disponibilidad limitada de campos para cultivar produjeron una auténtica «hambre de tierras» que los campesinos sentían como la única vía de mejorar sus precarias existencias. Pese a todo, a finales del siglo XIX surgieron unos pocos campesinos ricos o kulaks (literalmente «puños» en ruso), que habían podido comprar algunas fincas a propietarios absentistas, introdujeron algunas innovaciones y consiguieron mejorar su situación. Junto con los antiguos terratenientes, la aristocracia urbana, se volvieron especialmente odiosos para sus vecinos, que los veían como la principal causa de su pobreza y un elemento disolvente de la solidaridad comunal. La emancipación no pudo evitar que el resentimiento de clase se fuese extendiendo de forma larvada por el medio rural.
La necesidad de modernizar el país perduró, por lo que el heredero de Alejandro II, Alejandro III (en el trono desde 1881), intentó una nueva vía para lograrlo. El ideólogo de esta reforma económica fue su ministro de Finanzas y luego primer ministro con Nicolás II Serguéi Witte, que planteó un ambicioso programa de industrialización para el imperio. Para ello propuso el desarrollo de la industria pesada y la de bienes de consumo como sectores estratégicos que permitirían el despegue de la economía rusa. La primera facilitaría la mejora de la raquítica red ferroviaria y la segunda ampliaría las dimensiones del mercado interior, al producir bienes que animasen a comprar tanto a los habitantes de las ciudades como a las comunidades rurales. El buque insignia del programa fue el ferrocarril transiberiano, una línea que debía unir Moscú con Vladivostok, a orillas del Mar de Japón. Este proyecto aunaba los deseos del gobierno de desarrollo económico con el expansionismo territorial hacia Asia oriental que venía practicando desde hacía décadas. Comenzado en 1891, sus casi nueve mil trescientos kilómetros no fueron acabados hasta 1904. Pero el plan de Witte no se limitaba a los sectores más tradicionales de la industrialización. Los recursos naturales de Rusia eran de un potencial inmenso y San Petersburgo estaba dispuesto a exprimirlos para sacarles el mayor beneficio. El descubrimiento de yacimientos petroleros en el Cáucaso fue seguido de la tramitación de una lucrativa concesión para que la compañía de Alfred Nobel explotase los de la región de Bakú, que pocos años más tarde se habían convertido en los más rentables del mundo tras los de Texas.
El programa de transformaciones fue un éxito y Rusia comenzó a cambiar rápidamente. Con el surgimiento de la industria (la siderúrgica, la minera y la textil fundamentalmente) en centros muy localizados de la geografía rusa, se fueron creando focos atractivos para los campesinos más desfavorecidos. Estos fueron abandonando de forma creciente sus mir para acudir a las ciudades (San Petersburgo, Moscú y las urbes mineras de los Urales) engrosando una naciente clase obrera. Los resultados fueron asombrosos: durante los quince primeros años del siglo XX Rusia poseía una de las tasas de crecimiento industrial más altas y sus exportaciones a Europa occidental (básicamente de cereales y materias primas) crecían a igual ritmo. Pese a todo fue necesario atraer más inversión extranjera. La estrategia desarrollada entonces por el gobierno fue sencilla. En palabras del historiador Robert Service, «Witte transmitió a los financieros de todo el mundo el mensaje de que en Rusia los márgenes de beneficio eran enormes y los obreros obedientes». Aunque este mensaje no era del todo cierto, como muy bien sabía el propio ministro.

§. Rebeldes con causa
La realidad rusa acusó la intensidad de los cambios. Una sociedad empobrecida a la que se sometía a tal transformación no podía permanecer indiferente y pronto daría muestras públicas de ello. A las tradicionales explosiones de rebeldía campesina, que no se producían desde hacía tiempo, se había sumado una nueva forma de disidencia propiamente urbana. La intelligentsia ya había dado muestras de disconformidad con la autocracia zarista y su actitud abierta a Occidente y a sus novedades fue inmediatamente sospechosa para el gobierno y los sectores más tradicionales de la sociedad. Dentro de este grupo abundaban los partidarios de realizar reformas políticas graduales que transformasen el régimen desde dentro, como la instalación de algún tipo de asamblea representativa (o Duma) y de limitaciones al poder ilimitado del zar. Eran los liberales, grupos numerosos en las ciudades y que en general respetaban la monarquía y creían en la posibilidad de un cambio pacífico. Pero la intolerancia de los sucesivos gobiernos y la larga represión de cualquier muestra de disidencia favorecieron el surgimiento de grupos radicales y violentos. En el siglo XIX los más notables agitadores políticos fueron los llamados narodniki o populistas, una especie de socialistas utópicos que tenían una fe inquebrantable en el pueblo ruso y en el terrorismo como método para liberarlo del yugo zarista. Su mayor éxito llegó en 1881, cuando el grupo revolucionario Naródnaya Volia («Voluntad del Pueblo») capitaneado por Andréi Zhelyabov, el revolucionario que Lenin compararía con Robespierre, cometió un atentado que le costó la vida a Alejandro II. Le sucedió su hijo Alejandro III, que inició su reinado dando un giro a la política reformista de su padre e imponiendo una férrea represión de cualquier mínima muestra de disconformidad política. Una de sus medidas más importantes fue la creación de la Ojrana, la temida policía política dirigida desde el Ministerio del Interior, que fue la piedra sobre la que construyó un Estado policial.
Pero si no eran pocos los flancos abiertos para el zar, la acelerada industrialización de las décadas siguientes trajo más problemas. El crecimiento de la población urbana llevó a la extensión de la cultura y algunas de las costumbres occidentales. Cada vez grupos más amplios disfrutaban de unos avances que resultaban inimaginables en el campo, con el que las diferencias eran cada vez mayores. Los empresarios, los altos funcionarios del Estado y los profesionales de todo tipo cada vez tenían un conocimiento mayor de las ideas europeas, y su propio ritmo de vida era más propicio para el surgimiento de espacios de libertad y de actuación pública. En estas condiciones, las reivindicaciones de los liberales de conseguir mayores cotas de participación política se extendieron rápidamente. Y a todo esto se sumó el surgimiento del movimiento obrero en la década de 1890. Pese a no estar reconocidas las libertades civiles y prohibidos los sindicatos, se organizaron las primeras huelgas industriales de grupos de obreros concienciados que protestaban por sus pésimas condiciones de trabajo y de vida. El nerviosismo oficial aumentaba sin cesar.
Muy pronto estos movimientos sociales comenzaron a tener una lectura política. En 1898 se fundó el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, de ideología marxista, que defendía que para que Rusia avanzase hacia el socialismo tenía que pasar primero por la industrialización y la extensión del proletariado, y que denunciaba el mir como un atavismo a liquidar. La Ojrana desmanteló pronto la organización y la mayoría de sus miembros huyeron a Europa, donde atrajeron rápidamente la atención de muchos de los revolucionarios que se habían visto obligados a salir del país. En el exilio la mayoría de ellos más que trabajar para derribar el zarismo se enfrascaron en interminables discusiones académicas sobre las condiciones necesarias para el triunfo de la revolución en Rusia. Las disputas internas acabaron en ruptura en 1903. En aquel año el partido celebró su tercer congreso en Bruselas y Londres, en el que se definieron dos corrientes internas profundamente distanciadas: los menshevik («minoritarios») y los bolshevik («mayoritarios»). Mientras los primeros eran un grupo de pragmáticos que estaban abiertos a la colaboración con otros grupos políticos y sociales para la consecución de los fines revolucionarios, los segundos se concebían como un núcleo duro, la vanguardia intelectual que tenía que mantenerse pura para trazar el plan revolucionario que ejecutarían las masas obreras y lograr así la implantación de un socialismo no contaminado. Estos estaban encabezados por uno de los más activos revolucionarios rusos en el exilio, Vladímir Ilich Uliánov, conocido entre sus compañeros por el sobrenombre de Lenin. Pese a su nombre, tras el congreso de 1903 siempre fue mayoritaria dentro de la socialdemocracia rusa la tendencia menchevique, aunque en los años siguientes ambas corrientes estarían llamadas a desempeñar un papel crucial en la política de su país.
Mientras los socialistas exiliados proseguían con sus discusiones bizantinas, en el interior también se producían movimientos. Recogiendo la herencia de los populistas del siglo anterior, en 1901 se fundó el Partido Social-Revolucionario (cuyos miembros eran conocidos como «eseristas», nombre derivado de las iniciales del partido en ruso, SR). Compartían una fe casi mística en el pueblo, por lo que consideraban que la verdadera fuerza revolucionaria era el campesinado y no el proletariado industrial. Admiraban el mir y se definían como socialistas sin tener muy en cuenta el marxismo, ya que para ellos se podía llegar a un sistema socialista sin necesidad de desarrollar antes una economía capitalista. Por tanto, lo único que compartían con los socialdemócratas era su carácter revolucionario y su objetivo de derribar la monarquía como forma de lograr el cambio social necesario en Rusia
Un último grupo de opositores al zarismo eran los nacionalistas. Rusia no era un Estado nacional al estilo de los países de Europa occidental, sino que al igual que Austria-Hungría e incluso Alemania, era un imperio multiétnico que se había expandido en el último siglo absorbiendo territorios y poblaciones con personalidades étnicas y culturales muy acusadas y distintas. Cuando estos territorios pasaban a soberanía rusa, el gobierno de San Petersburgo exigía fidelidad al zar y la adopción de rasgos culturales rusos, sobre todo la lengua y el uso del alfabeto cirílico. Eran los programas de «rusificación», que también afectaban a los contenidos que se enseñaban en las escuelas. Semejante política irritaba profundamente a los pueblos que habían desarrollado una mayor conciencia nacional propia. Polonia y Finlandia encabezaban a estos descontentos y a lo largo del siglo XIX incluso lograron mínimas cotas de autonomía. Otros territorios como los países bálticos, Georgia, Armenia y Ucrania comenzaban también por entonces a formular sus reivindicaciones basadas en rasgos culturales diferenciados. El problema entró en ebullición cuando Alejandro III decidió aplicar una política de rusificación aún más severa que sus predecesores. Además el imperio incluía minorías como alemanes y judíos que, sin constituir grupos nacionales vinculados a un territorio concreto, poseían una conciencia colectiva arraigada y un desarrollo cultural superior al de la media de los súbditos del zar. Quizá esta fuese la razón de que el nacionalismo ruso fuese sólo compartido por grupos limitados de población. Como apunta Robert Service, «el nacionalismo no era un sentimiento predominante entre los rusos: en los albores del siglo XX la mayoría estaba más motivada por las creencias cristianas, las costumbres campesinas, las lealtades aldeanas y la glorificación del zar que por los sentimientos patrióticos rusos». Sin embargo ese vínculo común de obediencia a un soberano benefactor de rasgos casi míticos se estaba fracturando a medida que el desarrollo socioeconómico se extendía por el país.

§. Destino Vladivostok
La situación no mejoró cuando en 1894 falleció inesperadamente Alejandro III, dejando el trono a su hijo Nicolás II, de tan sólo veintiséis años. El nuevo zar era un hombre reservado, austero y trabajador, pero que no gozaba ni de talento ni de experiencia política. «No estoy preparado para ser zar, nunca quise serlo —reconocería con patética sinceridad—. No sé nada del arte de gobernar, ni siquiera sé la forma en que debo hablar a los ministros». Su formación había sido tutelada por el ministro Konstantín Pobedonóstsev, uno de los inspiradores del régimen reaccionario de su padre. Tras su acceso al trono elaboró una línea política declaradamente continuista. Sin embargo el ciclo del descontento popular parecía no tocar fondo y los problemas continuaron creciendo. Las críticas llegaban de todas partes. Incluso un anciano y enfermo Lev Tolstoi, de ochenta y cuatro años en 1902 y sintiendo próximo su fin, escribió una carta al zar desde Gaspra, en Crimea, en la que abogaba por un cambio en la política del país:
No querría morir sin haberos dicho lo que pienso de vuestra actividad actual, de lo que podría ser, de la gran felicidad que podría proporcionar a miles de seres y a vos mismo, así como de la gran infelicidad que puede reportar a estos seres y a vos si continúa en la misma dirección que hoy día […]
Un tercio de Rusia se encuentra bajo un régimen de vigilancia reforzada, es decir, fuera de la ley. El ejército de policías, regulares y secretos, no deja de aumentar. Las prisiones y los lugares de deportación están llenos de condenados políticos, sin contar las centenas de millares de prisioneros comunes; hay que añadir ahora a los obreros. La censura ha llegado a un grado de prohibiciones que no había alcanzado en la odiosa época de los años cuarenta. Las persecuciones religiosas nunca han sido tan frecuentes ni tan crueles, y cada día lo son más.
En todos los sitios se han enviado a las ciudades tropas con armas cargadas contra el pueblo […] Ha habido ya efusiones fratricidas de sangre, y se preparan otras que serán todavía más crueles. Y el pueblo campesino, esos cien millones de campesinos, a pesar del crecimiento del presupuesto del Estado, o a causa de ello, es cada día más miserable; el hambre ha llegado a ser un fenómeno corriente. Corriente es también el descontento de todas las clases sociales frente al gobierno.
La causa de todo esto es evidentísima y hela aquí: vuestros consejeros os afirman que frenando todo movimiento vital en el pueblo, garantizan su prosperidad y vuestra propia seguridad.
Pero se podría detener antes el curso de un río que el eterno movimiento hacia delante de la humanidad, establecido por Dios.

El autor de Guerra y paz, Anna Karenina o Resurrección, que había sido uno de los estandartes del florecimiento de la cultura rusa en las décadas anteriores y que había dejado claro en todo el mundo que esta no tenía nada que envidiar a la occidental, se equivocó. No murió, todavía viviría ocho años más, y su desesperado llamamiento al zar no tuvo éxito. El resto de su vida transcurriría ante la contemplación de la descomposición progresiva del país. Pero ahora la espiral descendente se vio alimentada no sólo por problemas internos, sino por una serie de reveses en la esfera internacional que tensó todavía más la situación. La política exterior fue la prueba definitiva que Nicolás II tendría que superar si quería garantizar la continuidad del vasto imperio que había heredado.
El primer envite vino de un frente inesperado. En la década de 1890 Rusia había dado un giro a su política exterior en el contexto de la rápida transformación del panorama diplomático que se estaba produciendo en aquellos años. Sobre el trasfondo de la competencia entre las principales potencias europeas por hacerse con territorios coloniales en África y Asia, la llegada al trono alemán de Guillermo II supuso un desajuste en el delicado equilibrio del sistema de relaciones internacionales. El nuevo káiser se sentía seguro con la alianza que había sellado con el Imperio austro-húngaro y el reino de Italia (conocida como Triple Alianza), por lo que decidió suspender sus relaciones con Rusia, con la que sus antecesores habían firmado un tratado secreto para asegurarse su neutralidad en caso de guerra con su perpetua enemiga, Francia (conocido como Tratado de Reaseguro). Los intereses de Guillermo II iban por otros derroteros, deseaba darle a su imperio un protagonismo en la política colonial que rivalizase con Gran Bretaña (que por entonces era la primera potencia mundial), por lo que Rusia no era un objetivo atractivo al que cortejar.
En lugar de eso puso en marcha un acercamiento al Imperio otomano, con la intención de acrecentar la presencia política y económica alemana. Por aquel entonces el Imperio turco era un Estado decadente que había sobrevivido gracias a los intereses de las potencias europeas. El problema fundamental era que Rusia (al igual que su rival, Austria-Hungría) deseaba obtener parte de los territorios turcos en caso de un reparto del imperio moribundo, por lo que el acercamiento alemán se veía como una injerencia en un área de interés de San Petersburgo. Como respuesta a este enfriamiento de las relaciones con Alemania, se optó por un acercamiento a su enemiga, Francia. La República francesa por entonces era el régimen más liberal y avanzado de Europa, y por tanto despertaba la animadversión de los sectores más conservadores de la sociedad y la política rusas. Para que el zar se decidiese por un acercamiento definitivo hacía falta alguna razón de peso que decantase la balanza, y esa razón no tardó en aparecer. Una alianza con París suponía para la República la ruptura del aislamiento internacional a que le había sometido Alemania desde 1871 y a cambio podía ofrecer algo de lo que estaba muy necesitado el gobierno ruso: una clase capitalista próspera dispuesta a invertir en nuevos mercados. Los impuestos crecientes y los ingresos de las exportaciones rusas no estaban siendo suficientes para asegurar el avance del programa industrializador, por lo que la inversión francesa resultaba más que tentadora. En 1894 los dos países firmaron la alianza franco-rusa y las visitas de Guillermo II a Constantinopla en 1889 y 1898 fueron respondidas por Rusia con las de Nicolás II a París en 1896 y 1901.
Dispuesta a imitar a su aliada occidental, Rusia se aprestó a continuar su política expansionista. El escenario elegido fue Asia oriental, un área tradicional de expansión rusa donde surgieron nuevas oportunidades debido a la decadencia del Imperio chino. Este había sido derrotado en una guerra por Japón (1895) y había sufrido un colapso interno por un levantamiento popular conocido como «rebelión de los bóxer» (1900), circunstancia que aprovechó el gobierno de Nicolás II para afianzar sus intereses. Con objeto de reforzar la seguridad de la zona en la que se estaba finalizando la construcción del transiberiano ocupó Manchuria, zona limítrofe con las provincias rusas de Siberia oriental. Pero esto entraba en directa confrontación con las ambiciones expansionistas de Japón, que tras un rápido proceso modernizador de treinta años había pasado de ser un reino feudal a un país desarrollado con un potencial económico, político y militar considerable. Al igual que las potencias europeas, Japón quería hacerse con territorios coloniales que garantizasen el crecimiento de su industria, y su mirada se había posado sobre las regiones que ahora estaba obteniendo Rusia.
El conflicto no podía tardar en estallar. El gobierno ruso dio por sentado que los japoneses no eran rivales a su altura a pesar de las advertencias de su ministro de Guerra, Alekséi Kuropatkin, que tras visitar Japón en 1903 informó al zar: «Me ha sorprendido el elevado nivel de desarrollo […] no cabe duda de que la población está tan culturalmente avanzada como los rusos […] en conjunto, el ejército japonés me ha sorprendido como una eficaz fuerza de combate». Las observaciones de Kuropatkin eran acertadas, pero no fueron atendidas. La guerra estalló en 1904 y un año más tarde la humillante derrota terrestre de Mukden y la de Tsushima (en la que fue aniquilada la flota del Báltico, enviada a combatir al otro lado del mundo) obligaron al gobierno ruso a solicitar la mediación estadounidense para llegar a un acuerdo de paz. El tratado firmado en la base naval de Portsmouth en el mes de septiembre de 1905 supuso la retirada de Rusia de la carrera por hacerse con beneficios territoriales y económicos en el Imperio chino y la cesión de los que había obtenido hasta entonces a Japón. Fue un duro golpe para el prestigio internacional de Rusia y en el interior se puso en entredicho al zar y su política. El periodista y político socialdemócrata Lev Davídovich Bronstein, conocido como Trotski, escribió a raíz de la derrota de Tsushima: «La flota rusa ya no existe. No es la japonesa la que la ha destruido. Antes bien, ha sido el gobierno zarista… No es el pueblo el que necesitaba esta guerra, ha sido la camarilla gobernante, que sueña en conquistar nuevas tierras y quiere ahogar en sangre la llama de la ira del pueblo». Porque la guerra había tenido el efecto en el interior de desatar una oleada de protesta popular como no había conocido Rusia en su historia. Por primera vez en el siglo XX la revolución llamaba a la puerta del gigante eslavo.
tra consecuencia de la guerra ruso-japonesa es que Guillermo II, en una prueba de su carácter impulsivo y megalómano, tuvo la ocurrencia de volver del revés el mapa de las alianzas con una gestión personal en 1905, aprovechándose de la situación de debilidad en la que se encontraba Nicolás II a causa del desastre en Extremo Oriente. Concertó con el zar una cita al parecer de placer, «sin ministros», a la que cada uno acudiría con su fabuloso yate, el Hohenzollern del emperador alemán y el Standart —con su bauprés chapado en oro— del ruso. El encuentro fue en las recónditas islas Björkö, en el golfo de Finlandia, a finales de julio de 1905, cuando ya todo se había perdido en la guerra asiática, y constituyó una encerrona en la que Guillermo se aprovechó sin piedad de las pocas luces de Nicolás, de quien el káiser pensaba que estaba hecho para vivir en una granja en la que pudiera dedicarse al cultivo de nabos». El soberano alemán engatusó al ruso tocándole la fibra ideológica para afearle la alianza con Francia. «Una República atea, manchada por la sangre de los nobles, no es buena compañía para mí —le argumentaba con pasión—. Te juro, Nicky, que la maldición de Dios ha caído para siempre sobre ese pueblo». El káiser también la tomó con Inglaterra, que era aliada del Japón que acababa de humillar a Rusia, y Nicolás, entre cuyos fallos de carácter estaba el de que siempre se dejaba convencer por el último que le hablaba, cayó en la trampa. Firmó el Tratado de Björkö, escueto documento que decía: «Si cualquier Estado europeo ataca a uno de los dos imperios, la parte aliada se compromete a ayudar a la otra parte contratante con todas sus fuerzas militares». El tratado sólo tuvo un día de vida. En cuanto Nicolás regresó a San Petersburgo y sus ministros lo leyeron, hicieron ver al zar que era una barbaridad, contraria a todos los intereses estratégicos de Rusia, y fue anulado, volviendo el sistema de alianzas a la situación anterior.

§. Un trono que comienza a vacilar
Un frío domingo del mes de enero de 1905 doscientas mil personas avanzaban por cinco de las avenidas de San Petersburgo que llevan al Palacio de Invierno. En actitud pacífica, portando iconos y entonando Dios salve al zar, querían entregar una solicitud a Nicolás II. La marcha estaba encabezada por el sacerdote Gueorgui Gapón, que había sido autorizado por la policía tiempo atrás para atender las necesidades de los obreros de las barriadas marginales de la capital. Dicha autorización se enmarcaba en la política del gobierno de responder a la movilización de los trabajadores creando sindicatos locales bajo su supervisión, una medida que pretendía controlar y encauzar desde el poder la insatisfacción de la creciente clase obrera. El programa había sido diseñado por un famoso jefe de la Ojrana, Serguéi Zubatov, antiguo revolucionario, muy inteligente y eficaz, por lo que se conoce como Zubatovschina o «socialismo policial», del que Gapón era en realidad un instrumento.
Gapón había planteado la actuación como un recurso desesperado al monarca, que en la cultura rusa gozaba de una imagen casi religiosa de padre protector y desconocedor inocente de las injusticias que cometían sus ministros. Los manifestantes no pudieron conseguir su objetivo. La Ojrana había obtenido previamente noticias de lo que iba a suceder. La familia real había abandonado la víspera la capital hacia la residencia de Tsárskoye-Seló y el Ministerio del Interior estaba decidido a reprimir con contundencia la marcha. Antes de la llegada al palacio intervinieron las fuerzas del orden: tras una carga de caballería la infantería abrió fuego de forma indiscriminada. Pese a que todavía hoy se discute sobre el número definitivo de víctimas y heridos, fue una masacre en toda regla que añadió gasolina a la hoguera de protestas que se había encendido en Rusia en los meses anteriores.
Desde hacía semanas la inquietud se había vuelto a apoderar del campo, sucediéndose en varias regiones las ocupaciones de tierras, la tala ilegal de bosques o el pastoreo de ganados en las fincas de los grandes propietarios. En las ciudades el descontento había llevado a una oleada de huelgas en las fábricas. El gobierno se daba cuenta demasiado tarde de que plantear el desarrollo industrial de forma concentrada en unas pocas ciudades facilitaba sobremanera el contagio de las protestas, y lo que sucedió en aquel «domingo sangriento» (como fue rápidamente bautizado) radicalizó todavía más las posturas. Fue el punto de partida de la que se conoce como Revolución rusa de 1905. Los disturbios se extendieron con rapidez. Hubo regiones enteras, como Polonia y Georgia, que escaparon al control del gobierno durante semanas y en poco tiempo muchos de los distritos rurales de la Rusia europea se rebelaron. El zar, alarmado, realizó vagas promesas de formar un nuevo gobierno compuesto por personalidades que gozasen de la confianza del pueblo. Pero no fue suficiente. Se había roto el lazo moral que hasta esos días había vinculado a los súbditos con el monarca y justo entonces las derrotas en la guerra contra Japón vinieron a agravar todavía más la crisis. La terrible noticia de la derrota de Mukden en febrero hizo estragos en la imagen del gobierno entre las clases medias urbanas de opinión liberal. Pero el hundimiento de la flota en Tsushima en mayo tuvo efectos todavía más devastadores, pues fueron entonces algunos sectores de las fuerzas armadas los que comenzaron a alborotarse.
La mecha prendió en junio en un acorazado de la flota del Mar Negro, el Potemkin, en el que los marinos se negaron a comer la carne del rancho de a bordo porque habían descubierto gusanos en ella. El capitán respondió a sus quejas fusilando a su portavoz, lo que produjo un motín en el que murieron siete oficiales, se enarboló una bandera roja y se puso rumbo a Odesa. Cuando llegaron al puerto se encontraron con que la ciudad llevaba dos semanas sumida en un conflicto entre trabajadores y autoridades. Los amotinados instalaron el cuerpo de su compañero fusilado al pie de la escalinata de mármol que comunica el puerto con la ciudad, donde fue homenajeado por miles de personas que además ofrecieron alimento a los marineros. Pero las autoridades respondieron con mano dura. Enviaron tropas que cargaron escaleras abajo disparando contra la multitud congregada. El resultado fue otra masacre y la huida del Potemkin, que no logró que el resto de la flota se sumase a su rebelión. Los marineros optaron por refugiarse en Rumanía, atracando el 25 de junio en Constanza. Pese a que la propaganda soviética posterior (incluyendo la célebre película de Serguéi Eisenstein) ensalzó el episodio, en realidad no supuso una seria amenaza para la cúpula militar o el gobierno, pero fue un síntoma claro de que la fiebre revolucionaria afectaba ya a parte de las fuerzas militares.
A medida que los acontecimientos se sucedían, los diferentes grupos opositores fueron emergiendo de la clandestinidad para solicitar reformas urgentes (los liberales) o para atacar directamente a la monarquía y al orden social (tanto socialdemócratas como eseristas). En agosto el zar se sentía cada vez más acorralado, por lo que prometió la convocatoria de una Duma y ordenó que se comenzase a negociar la paz con Japón. Pero se trataba de movimientos defensivos, a la zaga de una iniciativa política que ya no estaba en sus manos. En las semanas anteriores se habían ido formando en los núcleos industriales soviets o consejos de obreros que se organizaban no sólo para protestar, sino para llevar a la práctica un programa político. El más importante de ellos fue el surgido en San Petersburgo liderado por Trotski, que por propia iniciativa aprobó las libertades de prensa y asociación, la jornada de ocho horas y comenzó a publicar su propio periódico, Izvestia («Noticias»). La tendencia dominante en estos organismos era la socialdemócrata, que pese a su división interna convocó en septiembre una huelga general que fue un éxito y se extendió por las principales ciudades. Pero la movilización no fue protagonizada sólo por los grupos revolucionarios. Los liberales también vivieron la efervescencia política del momento organizándose y dando un paso al frente. Fue entonces cuando formaron un partido para defender la consecución de reformas modernizadoras que solucionasen los problemas del país sin romper con el marco político y económico tradicional. El partido recibió el nombre de Partido Democrático Constitucional, cuyas siglas en ruso (KD) dieron origen al nombre con el que eran conocidos sus partidarios, los kadetes. Desde ese día sería el portavoz de las clases medias urbanas que vivieron aquel momento como la oportunidad para conseguir la tan ansiada regeneración política rusa.
Acorralado, Nicolás II decidió pasar a la ofensiva. Nombró primer ministro a Serguéi Witte, quien le convenció de adoptar la estrategia de hacer concesiones parciales para desactivar el movimiento revolucionario. Persuadido, el zar publicó el Manifiesto de octubre, por el que se comprometía a reconocer los derechos civiles de sus súbditos y a convocar una Duma. La estratagema tuvo éxito. Combinado con una moderación en la aplicación de las medidas represivas, el Manifiesto consiguió desactivar parcialmente la movilización política. La opinión liberal se dividió. Los kadetes quedaron a la expectativa de que las reformas anunciadas se concretasen mientras los más conservadores, los más temerosos de una revolución social, se agruparon para formar un nuevo partido favorable a la monarquía y a las instituciones tradicionales, que tomó el nombre de Partido Octubrista. Socialdemócratas y eseristas recibieron el anuncio imperial con escepticismo y no cejaron en sus actividades revolucionarias. Trotski escribió en Izvestia: «Se nos da a Witte, pero permanece Trepov [el gobernador de San Petersburgo, principal responsable de la represión oficial]; se nos da Constitución, pero permanece el absolutismo. Se nos da todo, pero en realidad no se nos da nada».
A comienzos de noviembre el soviet de San Petersburgo convocó una nueva huelga general, que coincidió con un motín de los marinos de la base naval de Kronstadt, cerca de la capital, pero ambos movimientos pudieron ser sofocados con facilidad. El clímax del movimiento revolucionario había pasado y el gobierno era consciente de ello. Otro intento huelguista por parte del soviet un mes más tarde fue el pretexto para detener a sus principales dirigentes y poner en fuga a muchos de sus simpatizantes. Fue el golpe policial que puso punto final a la Revolución de 1905. En opinión del historiador Orlando Figes la clave de la crisis estribó en que «se evidenció que era imposible […] dirigir una guerra en el extranjero en medio de una revolución social en el interior». Pero aunque la crisis parecía haber pasado, algo había quedado claro para los rusos, como apunta Robert Service: «Sólo el hecho de que Nicolás II pudiera seguir contando con gran número de regimientos que no se habían enviado a combatir a Extremo Oriente le permitió seguir en el trono. El zar estuvo a un tris de ser derrocado». ¿Habrían aprendido la lección los Romanov?

§. Dormirse en los laureles
Una vez superada la crisis revolucionaria se planteó una complicada situación. Witte presionaba al zar para que llevase a la práctica las promesas de octubre, pero este le dejó claro desde el principio que su intención era limitar todo lo posible el alcance de las reformas prometidas. El mecanismo para reunir la Duma se puso en marcha. En teoría podrían votar todos los varones mayores de edad, pero el complejo sistema de sufragio indirecto que se elaboró permitía el control de las votaciones por los funcionarios del gobierno. La campaña se desarrolló bajo mínimos, con la libertad de reunión suspendida, y el zar recortó por anticipado las funciones de la cámara aprobando una ley por la que se reservaba el veto sobre sus decisiones. Los socialdemócratas y los eseristas optaron por no participar y llamaron al boicot de la campaña. El experimento parlamentario siguió adelante, pero no del modo que le hubiese gustado a Nicolás II. Nada más inaugurarse la Duma a finales de abril los diputados enviaron al zar una solicitud pidiendo la amnistía política, la reforma agraria y la responsabilidad de los ministros ante la cámara entre otras demandas. El zar respondió con un doble golpe. Publicó unas Leyes fundamentales por las que revocaba buena parte de las concesiones hechas en octubre y destituyó a Witte, al que sustituyó por Piotr Stolypin. No cerró la Duma mientras no supuso un estorbo para el gobierno, pero en cuanto los diputados de los distritos rurales comenzaron a clamar por la reforma agraria ordenó su disolución. Corría el mes de julio y desde entonces sólo se reuniría la asamblea (se eligieron otras tres más hasta 1917) de forma esporádica y mediante reformas electorales que adecuasen su composición a los deseos del gobierno.
La política del zar desde ese momento se encaminó en dos direcciones. Por un lado, Stolypin puso en marcha unas leves reformas con el objeto de atraerse la simpatía popular. Amplió el poder de los zemstvos para intentar acallar las críticas por falta de participación política e intentó favorecer a los kulaks para modernizar el campo, pero no suprimió el mir. Esta iniciativa resultó un fracaso ya que no logró mitigar el hambre de tierra de los campesinos. De hecho, los focos de rebelión rural se perpetuaron durante meses, por lo que el ministro procedió a su represión ajusticiando a los cabecillas tras someterlos a consejo de guerra. La voluntad de dar un castigo ejemplarizante que acallase la disidencia campesina llevó a la multiplicación de las ejecuciones. Pronto se comenzó a llamar a la soga con la que se ahorcaba a los condenados «la corbata de Stolypin». Los campesinos no fueron los únicos que sintieron su mano dura. Las autonomías de Polonia y Finlandia fueron seriamente recortadas y se puso en marcha de nuevo el estado policial, si bien intentando mostrar una cara más amable, acorde con la fachada pseudo constitucional que quería proyectar ahora el régimen. Ejemplo de ello fue que se permitió subsistir a la prensa bajo una libertad limitada. En 1912 incluso llegó a ver la luz el periódico Pravda («Verdad»), órgano de los bolcheviques, que ese mismo año se habían separado formalmente de los mencheviques en un partido aparte.
Por otro lado y para cimentar su maltrecha aceptación, la monarquía desarrolló espectaculares operaciones propagandísticas, que llegaron a su punto culminante en 1913. Aquel año Rusia vivió con pompa asiática el tricentenario de la llegada de la dinastía Romanov al trono. Los festejos en San Petersburgo fueron fastuosos, incluyendo desfiles, ceremonias religiosas, iluminaciones eléctricas nocturnas, comida para los habitantes de los barrios obreros… Cuando finalizaron la familia real al completo se trasladó al interior, a Kostromá, para seguir la ruta que había hecho el fundador de la dinastía, Miguel I, antes de su coronación. Su destino era la antigua capital, Moscú, donde se repitieron los fastos. Era todo un regreso a la antigua Moscovia, el corazón histórico del imperio de los zares. En opinión de Orlando Figes, «no era un simple ejercicio de propaganda […] su finalidad era también reinventar el pasado, volver a contar la épica del “zar popular” para investir a la monarquía de una mítica legitimidad histórica y proporcionarle una imagen de perdurable permanencia en un tiempo de ansiedad en que su derecho a gobernar se veía desafiado por la democracia emergente en Rusia […] Era la fantasía de un gobierno paternal, de una edad dorada de la autocracia popular, libre de las complicaciones de un Estado moderno».
La operación tuvo un éxito limitado. La impopularidad de la monarquía siguió creciendo, alimentada además por problemas cortesanos que dilapidaban lo que quedaba de credibilidad a la dinastía. El nuevo objeto de las críticas fue la zarina Alejandra Fiódorovna. Su origen alemán, que al zar le había sido de gran ayuda para emparentar con otras casas reales europeas puesto que Alejandra era nieta de la reina Victoria de Gran Bretaña, y sus opiniones reaccionarias le granjearon pronto la fama de tener dominado a su marido. Lo cierto es que sin llegar a tanto, la zarina animaba a su esposo a no dejarse influir por tendencias liberales o reformistas y a trabajar por mantener intacto su poder. En una carta le escribía sobre el trato que dispensaba a sus ministros: « ¡Ay, amor mío! ¿Cuándo darás por fin un buen puñetazo en la mesa y les gritarás cuando actúen mal? No te temen, hay que hacer, ¡mi niño!, que tiemblen en tu presencia; no basta con amarte… Sé Pedro el Grande, Iván el Terrible, el emperador Pablo; aplástalos a todos; no te rías, niño travieso».
Además se rodeaba de una camarilla de dudosa reputación que hacía gala de su influencia sobre la imperial pareja. Dentro de esta el caso más escandaloso era el de Grigori Rasputín, un clérigo semianalfabeto de origen siberiano, oscuros antecedentes y conducta pública lamentable que fue presentado a los zares en 1905. Aparte de ser mujer muy religiosa, la zarina estaba obsesionada porque había transmitido a su hijo varón, el zarévich Alexis, la maldición de la casa real británica, el gen de la hemofilia. El niño había heredado la enfermedad y sufría numerosas crisis hemorrágicas de difícil tratamiento, lo que hizo a los médicos albergar pocas esperanzas de que pudiese algún día llegar a heredar el trono. Rasputín tenía fama de taumaturgo y sanador, y desde su llegada a San Petersburgo había empleado su indudable carisma y algunos contactos en la Iglesia para hacerse un hueco en los salones de la aristocracia. Desde allí el salto a la corte fue fácil. Pese a que fue recibido con diversidad de opiniones por los altos cargos palaciegos, su intervención en varias curaciones del heredero, algunas de ellas consideradas como auténticos milagros, hicieron de su ascendiente sobre la zarina algo indestructible. El problema era que a Rasputín le gustaba el poder, y no dudaba en utilizar su influencia para conseguir favores y prebendas no sólo de los soberanos, sino de multitud de personas que acudían a él en busca de protección y mediación. El propio monje presumía de esta posición privilegiada, sobre todo en las frecuentes borracheras y escándalos que solía protagonizar en locales públicos. De la mano del clérigo, lo que quedaba de reputación de los Romanov ante su pueblo se vio arrastrada por el fango. Sin proponérselo el comportamiento de los zares estaba dando numerosa munición a sus enemigos, que seguían trabajando para conseguir el derrocamiento de la monarquía.
En los años posteriores a 1905 el gobierno también relanzó el programa de modernización industrial, dando especial protagonismo a la industria militar y a las infraestructuras estratégicas. Como apunta el historiador Niall Ferguson, «sin amilanarse ante el peligro de una renovada revolución, el gobierno se embarcó en un masivo programa de rearme. Esta vez, no obstante, los ferrocarriles que se construyeron no discurrían hacia el este, hacia Asia, sino hacia el oeste, en dirección a Alemania y su aliada Austria-Hungría. Nadie tenía ninguna duda de que una de las principales funciones de aquellos ferrocarriles sería transportar no mercancías, sino tropas». Esto se debía a que el clima internacional había ido experimentando un progresivo deterioro. Tras la derrota ante Japón, que impedía cualquier actividad expansionista en Asia oriental, el gobierno ruso se centró en afianzar sus intereses en Europa. Para ello procedió a limar asperezas con el Reino Unido, con el que había tenido problemas por el choque de sus respectivos intereses en Asia central —una histórica rivalidad desde la década de 1830, que se plasmaba en lo que Rudyard Kipling popularizó como «el Gran Juego», mientras que los rusos lo llamaban «el Torneo de las Sombras»—. Se recurrió a la mediación de Francia, que había firmado con Gran Bretaña una alianza en 1904, y las dos potencias llegaron a un compromiso de entendimiento en 1907.
Un año más tarde un golpe de Estado en Constantinopla llevó al poder a un grupo de reformistas conocido como Jóvenes Turcos, que desencadenó una crisis internacional en los Balcanes, el área que estaba ahora en el campo de mira de Rusia. El Imperio austro-húngaro, temeroso de que el nuevo gobierno turco revocase la tutela que ejercía sobre la provincia otomana de Bosnia-Herzegovina, decidió anexionársela unilateralmente. Esto lesionaba los intereses del vecino reino de Serbia, protegido por la política de San Petersburgo de apoyar al resto de los pueblos eslavos, ya que Bosnia era una de las reclamaciones territoriales tradicionales de los serbios para construir su proyecto de un gran Estado de los eslavos del sur o «yugoslavos». El gobierno del zar protestó airadamente, pero la intervención del resto de las potencias, que entonces no deseaban una guerra, evitó que el altercado llegase a más. De cara a la opinión pública rusa, el zar demostraba que no era capaz de proteger a los «hermanos menores» de los rusos en Europa oriental, sensación que se acentuó en 1912 y 1913 cuando Rusia se abstuvo de intervenir en las dos guerras que se desataron en la península Balcánica para repartir los últimos territorios otomanos de Europa. Ahora parecía que el ejecutivo ruso estaba perdiendo también la batalla del prestigio internacional. En palabras de Robert Service, «el zarismo, que se había presentado a sí mismo como el protector de los serbios y otros eslavos, se mostró débil e ineficiente. La monarquía estaba decepcionando al país». Cuando se volviese a plantear una nueva oportunidad para intervenir, el gobierno ruso ya no se lo pensaría tanto.

§. La tormenta perfecta
Una nueva crisis balcánica no tardaría en llegar. El 28 de junio de 1914 un nacionalista serbio asesinó al heredero al trono de Austria-Hungría, el archiduque Francisco Fernando, durante una visita oficial a Sarajevo. Inicialmente parecía uno más de los escollos que provocaba a las potencias la enrevesada política balcánica, pero Rusia observó con detenimiento lo que acontecía porque ese tipo de escollos le habían venido costando muy caro en los años anteriores. La tónica inicial fue de compás de espera, pero el descubrimiento de que los servicios secretos serbios estaban enterados del atentado por anticipado llevó a Viena a plantear un duro ultimátum a Serbia para evitar la guerra. En aquel momento ya se había puesto en marcha la solidaridad del sistema de alianzas fraguado en las décadas anteriores. El Imperio alemán respondió las consultas austro-húngaras mostrándole su apoyo incondicional incluso en caso de guerra; Rusia consultó con París, que también le mostró su respaldo y, por último, el asustado ejecutivo de Belgrado pidió consejo al gobierno del zar. Ahora no se iban a producir vacilaciones, era una cuestión de mantener el estatus de potencia internacional de Rusia y el prestigio interno de la Corona, por lo que se respondió con un claro respaldo. La respuesta serbia al ultimátum, que aceptaba todas sus cláusulas menos la que exigía que agentes austro-húngaros pudiesen investigar el asesinato en Serbia, fue rechazada por Viena, que declaró la guerra el día 30.
Mientras se realizaban estas gestiones, Nicolás II intentó desactivar la terrible espiral que empujaba a las potencias a la guerra recurriendo a las relaciones dinásticas. Intercambió diez telegramas con el káiser Guillermo II, primo de la zarina Alejandra, en los que intentaba que ejerciese su influencia sobre el ejecutivo de Viena para evitar lo que podía degenerar en un conflicto generalizado. No tuvo éxito, en parte porque él mismo no podía permanecer quieto con la declaración de guerra de Austria-Hungría a Serbia ya sobre la mesa. Rusia continuó avanzando en los preparativos bélicos. La posibilidad de una guerra con su rival histórico en los Balcanes era ahora más que probable, y si quería ser el vencedor necesitaba contar cuanto antes con el ejército operativo a todos los efectos. El problema que se le presentaba era que el sistema de transportes ruso, pese a las mejoras efectuadas en los años anteriores, era todavía deficiente, por lo que no podía esperar más para movilizar a las tropas. El 30 de julio decretó la movilización general, que fue respondida por el Imperio alemán con un ultimátum. Estaba claro que el káiser no iba a abandonar a Austria-Hungría, su único aliado. El zar y su gobierno decidieron no responder, a lo que Berlín contestó con la movilización y la declaración de guerra. Cuatro días más tarde Francia y Gran Bretaña se habían implicado declarando la guerra y Alemania había puesto en marcha su plan de ataque invadiendo Bélgica. Había comenzado la Primera Guerra Mundial y Rusia era una pieza esencial en el bando aliado, que conformaba junto a Gran Bretaña y Francia.
En las ciudades rusas la respuesta a la declaración de guerra fue igual de jubilosa que en el resto de Europa. La opinión pública siguió los acontecimientos con ansiedad y se celebró la postura adoptada por el gobierno del zar. A diferencia de lo que había sucedido en 1905, el plan del gobierno de entrar en una guerra que se presumía rápida y victoriosa para consolidar sus maltrechas bases sociales parecía estar funcionando. En la Duma el respaldo a la entrada en la guerra fue mayoritario. Tan sólo fue contestado por un reducido número de diputados de los partidos socialistas, que fueron detenidos en otoño, poco antes de que la asamblea se pronunciase a favor de la petición de créditos de guerra por el gobierno. Hasta se cambió el nombre de la capital: «Sankt-Peterburg» sonaba demasiado a alemán, por lo que la ciudad que había fundado Pedro el Grande en 1703 pasó a llamarse Petrogrado (literalmente «ciudad de Pedro») y no recuperaría su nombre original hasta 1991.
Mientras, la acción había comenzado en el frente. El llamado «Plan Schlieffen» de los alemanes pretendía derrotar fulminantemente a Francia para dirigir después el grueso de su potencial ofensivo contra Rusia, pero la jugada salió mal. La mayor parte de la terrible maquinaria de guerra alemana se lanzó contra Francia, donde las fuerzas combinadas franco-británicas pudieron detenerla agónicamente en septiembre. En los meses posteriores la guerra se estancó, conformándose un frente de trincheras entre el canal de la Mancha y los Alpes. Este empate en el que pasó a conocerse como frente occidental dio un especial protagonismo a las campañas desarrolladas en la frontera rusa con Alemania y Austria-Hungría, que pasó a denominarse frente oriental. Aquí el Estado Mayor ruso, a cuya cabeza puso el zar a su tío, el gran duque Nicolás, optó por dividir las fuerzas para atacar a los dos enemigos a la vez. La ayuda a Serbia (motivo inicial de la guerra) no permitía dejar sin atacar Austria-Hungría, por lo que se inició una ofensiva en la región de Galitzia. Pero el compromiso de apoyar a sus aliados atacando Alemania para rebajar la presión sobre Francia obligó a comenzar otra campaña en Prusia oriental. Los éxitos iniciales, que culminaron en la victoria de Gumbinnen a mediados de agosto, fueron seguidos de un contraataque alemán que aplastó a los rusos en las batallas de Tannenberg y los Lagos Masurianos. Por lo menos en la frontera con Austria-Hungría se pudo salvar el tipo al rechazar una campaña lanzada por el enemigo en los Cárpatos.
Los problemas de Rusia para afrontar una guerra de tal envergadura se hicieron evidentes desde el principio. En el frente se encontraban con el problema de tener que defender una extensa frontera con un ejército que contaba con hombres de sobra (a finales de 1916 se habían movilizado catorce millones de efectivos, en su mayoría campesinos) pero con un pésimo equipamiento y una logística muy precaria. El sistema de comunicaciones ruso mostró pronto sus debilidades y el gobierno tuvo que escoger entre abastecer el frente o las ciudades. La situación bélica mandaba, así que los ciudadanos comenzaron pronto a sufrir las inclemencias del vendaval bélico. Por si fuese poco, antes de fin de año había surgido otro frente. En octubre dos navíos turcos bombardearon Odesa en lo que indudablemente constituía un acto de guerra. Una de las primeras consecuencias de la entrada de Turquía en el conflicto a favor de Alemania y Austria-Hungría fue el cierre de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos a la navegación rusa, por lo que en adelante Rusia no podría contar con la llegada de ningún tipo de ayuda material de sus aliados: los alemanes bloqueaban el Báltico y los turcos el Mar Negro. Además estos comenzaron inmediatamente una campaña de hostigamiento en el Cáucaso abriendo un nuevo frente de batalla. A medida que 1914 llegaba a su fin iba quedando claro que aquella no iba a ser una guerra corta.
El año 1915 llevó al gobierno ruso del optimismo a la alarma. A comienzos de año la diplomacia zarista consiguió arrancar a sus aliados el compromiso de que en caso de victoria Constantinopla y la zona de los Estrechos pasarían a soberanía rusa. Era la culminación de más de un siglo de reivindicaciones de los zares, que deseaban incorporar a sus territorios la antigua capital del Imperio bizantino y uno de los centros históricos del cristianismo ortodoxo, amén de hacerse con la región clave para garantizar el acceso de su flota desde el Mar Negro al Mediterráneo. A partir de entonces la guerra quedó planteada como una acción expansionista con el objetivo de añadir nuevos territorios a Rusia. Pero el optimismo duró poco. En el verano las tropas alemanas lanzaron una campaña a gran escala en Polonia, rompiendo con facilidad las defensas y comenzando la conquista de vastos territorios occidentales del imperio. Lejos de retirarse, los alemanes comenzaron a administrar el territorio conquistado con vistas a instalarse en él y los intentos rusos de contraatacar fracasaron. El zar intentó paliar el desastre tomando medidas drásticas, destituyó a su tío como jefe del Estado Mayor y tomó él mismo el mando de las tropas, trasladándose al cuartel general de Mogilev y dejando a la zarina encargada del despacho de los asuntos de Estado con el gobierno. Fue un error de cálculo fatal ya que con el tiempo se demostró que la lejanía del centro de poder del imperio le impedía tomar decisiones rápidas. Además, dejar a su impopular esposa al cargo de los asuntos del gobierno empeoró sustancialmente la imagen de la gestión que la monarquía estaba haciendo de la guerra. Desde 1914 se acusó a la zarina de pro alemana y ahora se dejaba el gobierno en sus manos. Mientras ella se jactaba de ser la primera mujer que despachaba con los ministros desde Catalina II la Grande, el pueblo se sentía en manos de alguien a quien consideraba como el títere de una siniestra camarilla reaccionaria encabezada por Rasputín y a quien llamaba despectivamente «la alemana».

§. La mecha encendida
El deterioro de la situación no sólo era político. Con la guerra llegó un ciclo de crisis económica que complicó mucho las cosas en la retaguardia. La industria abandonó los bienes de consumo para centrarse en el material de guerra, los problemas de suministro hicieron que el gobierno tasase a la baja el precio del grano, los campesinos, descontentos por todo ello, ocultaban sus cosechas o se resistían a venderlas, los precios comenzaron a subir aceleradamente y la saturación de la red ferroviaria por el abastecimiento bélico impedía proveer en condiciones a las ciudades, donde las oleadas de refugiados que huían del avance alemán dificultaba todavía más las cosas. Como en el resto de los países beligerantes, surgieron iniciativas ciudadanas que haciéndose eco del patriotismo oficial ofrecieron su colaboración a las autoridades para organizar el esfuerzo de guerra e intentar paliar la situación. El gobierno ruso, que vivía en permanente psicosis desde la revolución de 1905, no aprobaba ninguna iniciativa que no controlase y, en un acto de ceguera incomprensible, se negó a aceptar la mano que le tendían sobre todo los sectores de la clase media urbana. Tan sólo se autorizó que los zemstvos provinciales creasen un órgano central (el Zemgor) para mejorar la coordinación administrativa, al frente del cual se puso al príncipe Gueorgui Lvov. A finales de 1915 comenzaban ya a sentirse con fuerza los primeros signos de descontento. La falta de hombres por la movilización al frente afectaba a la producción tanto en la agricultura como en la industria, y la concesión de encargos de material de guerra al sector privado se hizo mediante corruptelas que indignaron a la opinión pública.
Todavía se pudo mantener la guerra a lo largo de 1916. Incluso la ofensiva lanzada por el general Alexéi Brusílov contra Austria-Hungría, una de las más brillantes de toda la contienda y que infligió un daño considerable al enemigo, consiguió levantar el ánimo colectivo e hizo vislumbrar la esperanza de que era posible repeler el dominio militar alemán, que hasta entonces parecía invencible. Pero muchos consideraban ya que ese objetivo se podía conseguir mejor sin el zar. El descrédito de la institución monárquica, de sus gobiernos, de su gestión de la guerra y el veto que había puesto a la sociedad civil para tomar bajo su responsabilidad parte del esfuerzo bélico convenció a buena parte de la clase política de que Nicolás II era más un estorbo para el futuro de Rusia que otra cosa. Cuatro de los hombres fuertes del momento: el príncipe Lvov, Pável Miliukov (líder y fundador del partido kadete), Alexander Guchkov (octubrista) y Alexander Kerenski (eserista) comenzaron a entablar conversaciones y a trazar planes para dar un golpe que derribase al zar. Guchkov llegó incluso a finales de 1916 a tantear a la cúpula militar del cuartel general de Mogilev, que rechazó participar en ninguna conspiración pero le aseguró que no salvaría al zar. Los militares ni siquiera denunciaron a los conjurados a la Ojrana. Entre los sectores que todavía apoyaban a la monarquía el nerviosismo era evidente.
La influencia de Rasputín había sobrepasado los límites del farsante que se aprovecha de su ascendiente sobre los soberanos en busca de lucro. El asesinato en 1911 del primer ministro Stolypin, que se enfrentaba con firmeza a las extravagancias del curandero, supuso la caída del dique de contención. No fue llorado Stolypin por la pareja reinante, la zarina le hacía una guerra implacable por oponerse a su gurú, y para el propio Nicolás supuso un alivio librarse de un primer ministro tan necesario para el gobierno de Rusia como fastidioso por su campaña contra Rasputín. Este monje pudo entrar así en el área de gobierno del imperio, influyendo caprichosamente en el nombramiento y cese de miembros del gabinete, de los que hubo un auténtico baile. En los dos primeros años de guerra «cuatro presidentes del Consejo de Ministros pasaron por la arena política, así como seis ministros del Interior, tres ministros de la Guerra y tres ministros de Asuntos Exteriores», señala el historiador de la época soviética Albert Paulovich Nenarokov.
Con Nicolás en el frente y la zarina dirigiendo el gobierno en la capital, la situación fue a peor; Rasputín ya no sólo reinaba en el Consejo de Ministros, también pretendía hacerlo en la Iglesia y en el Estado Mayor. «Escúchale [a Rasputín] porque sólo desea tu bien, y Dios le ha dado más intuición, sabiduría e ilustración que a todos los militares juntos», le escribía Alejandra a Nicolás en una de las muchas cartas que le mandó al frente. En diciembre de 1916 el príncipe Félix Yusupov, auxiliado por otros conjurados entre los que había un miembro de la familia imperial, el gran duque Dimitri, primo del zar, acabó con la vida de Rasputín en un intento de cortar su influencia sobre los monarcas y extirpar de raíz la fuente de su descrédito público.
La reacción llegaba demasiado tarde. La mecha del descontento había vuelto a prender y en pocas semanas comenzaron a producirse los primeros motines por la carestía de alimentos y las primeras huelgas. La inquietud fue en aumento hasta que en febrero la gran fábrica de armamento Putilov inició una huelga que a los pocos días se extendió hasta paralizar Petrogrado. La zarina Alejandra trató de calmar la ansiedad del zar escribiéndole: «Es un movimiento de gamberros, chicos y chicas jóvenes que van por ahí corriendo y gritando que no tienen pan, sólo para incordiar… si hiciera frío probablemente se quedarían en casa». Lo equivocada que estaba quedó en evidencia cuando los soldados que fueron enviados a reprimir a los huelguistas se unieron a ellos negándose a obedecer las órdenes. Aquello tuvo una lectura evidente: las fuerzas militares ya no apoyaban en bloque al régimen, ahora más que nunca era posible forzar un cambio. La revolución se ponía otra vez en marcha.
Inicialmente Nicolás II pretendió recobrar la iniciativa y calmar la situación prorrogando el período de sesiones de la Duma, pero en cuanto tuvo noticia de la insubordinación de las tropas ordenó su disolución. Fue tan sólo el primero de una serie de actos erráticos y desesperados para retener el poder. En palabras de Robert Service, en aquellos días «nada de lo realizado por Nicolás II tuvo un propósito claro o una puesta en práctica consistente». En la capital la situación se había desbordado por completo. La Duma no sólo no se disolvió, sino que nombró un comité para hacerse cargo de la autoridad del Estado mientras los obreros y soldados sublevados resucitaron el soviet de 1905, que retomó su actividad política. Su «Orden número 1» abolió el código de disciplina militar y ordenó la formación de soviets de soldados en los cuarteles. Fue el golpe de gracia para la escala de mando militar, ya que el discurso revolucionario prendió entre los soldados y la disciplina saltó por los aires. La policía no se atrevía a intervenir contra las tropas que confraternizaban con los huelguistas, el nerviosismo cundía entre las autoridades e incluso varios ministros optaron por huir de la capital. El zar, alarmado, intentó volver a Petrogrado, pero su tren fue bloqueado a medio camino. Una comisión del alto mando militar y los pocos consejeros que le quedaban le expusieron la situación y le recomendaron abdicar. Consciente de que su hijo no podía asumir la corona cedió sus derechos dinásticos a su hermano, el gran duque Miguel, de conocidas tendencias liberales. Al día siguiente este declinó el ofrecimiento. Rusia estaba formalmente sin monarca.
Ese mismo día el comité de la Duma anunció la formación de un gobierno provisional en el que los kadetes ocuparon la mayoría de las carteras y a cuyo frente se puso el príncipe Lvov. Inmediatamente este anunció una serie de reformas: reconocimiento de los derechos civiles, abolición de todos los privilegios sociales y convocatoria de una Asamblea Constituyente para la que votarían todos los adultos mayores de veintiún años (incluidas las mujeres). Dos días después se solventó la cuestión sucesoria declarando Rusia una República, aunque los diferentes partidos no se ponían de acuerdo sobre qué tipo de república deseaban. En el ínterin se decidió recluir a la familia imperial como medida preventiva, siendo enviada a Tobolsk (Siberia occidental).
La situación que surgió de la Revolución de Febrero fue una dualidad de poderes. Por un lado, el gobierno provisional pretendía recoger la legitimidad de las instituciones tradicionales, pero la realidad era que había sido nombrado por una Duma elegida antes de la guerra y mediante un sufragio muy restringido, por lo que dicha legitimidad era cuestionable. Al tiempo el soviet de Petrogrado se arrogaba la capacidad de dirigir la política de la nueva etapa y su ejemplo fue seguido en las principales ciudades, donde también se formaron soviets de soldados y obreros. La cuestión más urgente en ese momento fue qué hacer con la guerra. Los kadetes impusieron en el gobierno provisional su visión de continuar con la contienda respetando los compromisos internacionales que había adquirido el gobierno del zar, mientras que mencheviques y eseristas eran sólo partidarios de una guerra defensiva para rechazar la ocupación alemana. Los bolcheviques fueron los únicos que denunciaron la continuidad del conflicto, aunque estaban en franca minoría. La postura mayoritaria en los soviets era la de mencheviques y eseristas, que presionaban desde ellos al gobierno para que acometiese reformas que beneficiasen a obreros y campesinos. Pero la continuidad de la guerra cayó como un jarro de agua fría sobre la población, cuya resistencia se estaba llevando al límite para el mantenimiento de un conflicto que sentían como algo ajeno.
La situación interna del país continuó por la pendiente de la desestabilización. En el campo se reinició la dinámica de ocupaciones y disturbios, mientras en las ciudades los desórdenes en muchas ocasiones llevaron a la paralización de la producción en las fábricas. La tensión nacionalista resurgió en Ucrania, Finlandia y las zonas cercanas a los frentes (el Báltico y el Cáucaso) donde diferentes grupos políticos comenzaron a demandar del gobierno el reconocimiento de una mayor autonomía. El ejército estaba prácticamente inoperativo, ya que mientras los altos mandos recelaban del gobierno provisional y de la nueva República, los soldados habían formado rápidamente soviets que ponían en cuestión las órdenes de sus superiores. Mientras el gobierno provisional trataba de poner orden en la situación, en la capital acontecía un hecho sin aparente relevancia, pero que cambiaría el rumbo de Rusia y del mundo. Una noche de abril llegaba a la estación de Finlandia de Petrogrado un tren en el que viajaba un grupo de emigrados bolcheviques que regresaban desde Suiza.

§. Octubre
La noticia fue recibida con admiración. Aquel grupo de emigrados habían atravesado Alemania, Suecia y Finlandia en plena guerra. ¿Cómo había sido posible? Las autoridades alemanas tuvieron algo que ver con ello. Alemania percibió inmediatamente las enormes posibilidades que se le presentaban si lograba hacer caer el frente oriental, por lo que el alto mando alemán pactó rápidamente trasladar a los exiliados por su territorio en un vagón de tren sellado con garantía de extraterritorialidad hasta el Báltico. Desde allí prosiguieron hacia Suecia, que era neutral, para continuar un viaje que no les causó ninguna complicación. El plan fue un éxito y los acontecimientos posteriores demostraron que había sido un golpe maestro de los alemanes. La llegada de Lenin supuso un fuerte espaldarazo para su partido. Como recuerda Robert Service, «pese a no haber estado en Rusia en los últimos diez años y haber mantenido un contacto muy débil con otros bolcheviques a partir de 1914, Lenin articuló una estrategia que expresaba de manera certera las ansias de quienes detestaban al gobierno provisional». Al día siguiente a su llegada publicó un manifiesto conocido como las Tesis de abril, en el que proponía un programa de actuación. El camino a seguir debía ser el de hacerse con amplias mayorías en los soviets para después asaltar el poder y una vez en él implantar la transición al socialismo. Pese a la sorpresa (incluso pasmo) que generó la propuesta en algunos de sus compañeros, Lenin consiguió imponer su proyecto rápidamente. Los bolcheviques ya tenían un objetivo: acometer una revolución dentro de la revolución.
A finales de la primavera y durante el verano los bolcheviques fueron ganando peso en los soviets. Para ello desarrollaron una hábil labor propagandística, basada en difundir su programa enfatizando que incluía todas las demandas reales del pueblo ruso. Se hizo popular el eslogan «paz, pan y todo el poder para los soviets» y se insistió en la prioridad de sacar a Rusia de la guerra, imponer el control obrero en las fábricas, repartir la tierra entre los campesinos y reconocer políticamente las nacionalidades. La difusión de las ideas revolucionarias quedó patente cuando en el mes de julio grupos incontrolados de soldados y obreros realizaron una manifestación armada en Petrogrado pese a las órdenes en contra del Partido Bolchevique, que la consideraba un error estratégico. El gobierno ordenó responder con la fuerza, acusó a los bolcheviques de haber intentado un golpe de Estado e ilegalizó el partido. Lenin logró huir a Finlandia gracias al encargado de su seguridad, un bolchevique de segunda fila llamado Stalin, pero otros importantes dirigentes como Trotski fueron detenidos.
El gobierno estaba también acosado por problemas exteriores. Para cumplir con sus compromisos bélicos con los aliados había ordenado una nueva ofensiva durante el verano, conocida como Ofensiva Kerenski. Pero esta vez las excepcionales dotes de Brusílov no surtieron efecto. La disciplina y la moral del ejército se hallaban muy mermadas, y los rumores de que se iba a proceder al reparto de tierras hicieron que multitud de soldados desertasen para no perder la oportunidad de participar en él. Las líneas sólo aguantaron unas semanas, tras las cuales los alemanes continuaron su avance por el noroeste de Rusia. En un intento de ganar apoyos para el ejecutivo, Lvov dimitió como primer ministro provisional cediendo el testigo al eserista Kerenski, que hasta entonces había ejercido la cartera de Guerra. El nuevo jefe del Gobierno intentó reflotar el ejército nombrando comandante en jefe a un general muy popular y prestigioso, aunque considerado conservador, Lavr Kornílov. Pero este aprovechó la situación para obtener apoyos dentro de la oficialidad e intentar unos días más tarde un golpe de Estado marchando sobre Petrogrado. Aunque el intento fue abortado por sus propios subordinados, que bloquearon su tren antes de que llegase a la capital y le detuvieron, el gobierno no tuvo más remedio que pedir ayuda al soviet para organizar la defensa. Era una muestra de debilidad en toda regla.
En las semanas siguientes Kerenski no logró enderezar ninguno de los frentes abiertos. La intentona de Kornílov tuvo el efecto de derrumbar lo que quedaba de ejército y los alemanes siguieron avanzando, llegando en septiembre hasta Riga. Con el enemigo a escasos quinientos kilómetros de Petrogrado y sin defensas operativas que estorbasen su avance, la capital parecía vulnerable. Todo indicaba que la oportunidad de asaltar el poder había llegado, y los bolcheviques no la dejaron pasar. La situación de emergencia les facilitó hacerse con la mayoría en el soviet de Petrogrado, del que fue nombrado presidente Trotski. Lenin regresó clandestinamente disfrazado de maquinista, convenció a los que todavía no lo veían claro y comenzó a trazar el plan. El momento tenía que ser antes de que se reuniese el segundo Congreso Panruso de Soviets, para que este ratificase la operación y la consagrase como un trasvase del poder desde el gobierno provisional a los soviets. Trotski comenzó a preparar un grupo armado desde el Comité Militar Revolucionario del Soviet de Petrogrado. Fue el origen de la llamada Guardia Roja, la fuerza de choque de la revolución.
Pese a la defensa preparada por el gobierno, las medidas para intentar detener el plan (como la clausura de las rotativas de Izvestia y Pravda) y los fallos de organización de los golpistas, el resultado fue el que los bolcheviques deseaban. La noche del 7 al 8 de noviembre de 1917 (25 al 26 de octubre en el calendario juliano todavía imperante en Rusia) los bolcheviques ocuparon puestos estratégicos (oficinas de correos y telégrafos, estaciones de tren, guarniciones…), asaltaron el escasamente defendido Palacio de Invierno y detuvieron a un gobierno que había quedado prácticamente abandonado a su suerte, sin más fuerza armada que un batallón femenino, que no llegó a disparar un solo tiro. Pese a la mitificación del asalto al Palacio de Invierno como el gran momento revolucionario, a lo que contribuiría el genio cinematográfico de Eisenstein con su película Octubre, la gesta histórica tuvo más de comedia que de tragedia. El previsto bombardeo desde la Fortaleza de Pedro y Pablo no pudo realizarse por falta de material adecuado, y solamente se llegaron a disparar dos cañonazos que no hicieron prácticamente daños; tampoco fue necesario mucho más, el crucero Aurora lanzó una salva, los coches blindados hicieron tabletear las ametralladoras y el asalto se lanzó con toda facilidad, pues ni siquiera estaban cerradas las puertas del palacio. Antónov-Ovséyenko, que dirigía la operación, encontró al Consejo de Ministros reunido, discutiendo si nombraba un dictador al estilo de la República romana, y lo detuvo sin resistencias. Después, según relata el propio Antónov-Ovséyenko en sus memorias, hubo varios días de gran borrachera en Petrogrado, por el saqueo de las inmensas bodegas del zar.
Kerenski logró huir disfrazado de enfermera en un coche oficial que consiguió pasar entre los sitiadores. Al día siguiente, el segundo Congreso de Soviets ratificó la toma del poder, que ahora detentaban los bolcheviques. Lenin era consciente de que el resto de las fuerzas políticas intentarían desalojarle de su nueva posición, por lo que actuó con rapidez. Formó un nuevo gobierno con el nombre de Consejo de Comisarios del Pueblo (conocido por su acrónimo ruso Sovnarkom) en el que Trotski fue nombrado comisario para Asuntos Exteriores y una mujer (Alexandra Kolontái) ocupó por primera vez en la historia una cartera ministerial (fue nombrada comisaria de Asistencia Pública). A continuación dictó tres decretos esenciales por los que llamaba a la paz con las potencias extranjeras, anunciaba la tan esperada reforma agraria y establecía el control obrero de la industria.
Pero el objetivo prioritario fue negociar la paz con Alemania y Austria-Hungría. Envió a Trotski a la población de Brest-Litovsk, donde mantuvo una dura negociación con los enemigos, incluyendo algún amago de abandonar las conversaciones. Por fin el 3 de marzo de 1918 se firmaba el tratado por el que Rusia abandonaba la Primera Guerra Mundial. El precio que tuvo que pagar fue elevadísimo, ya que perdió los territorios conquistados por Alemania y reconocía la independencia de Finlandia y Ucrania, lo que en la práctica suponía la pérdida de unos vastísimos contingentes de población y recursos. Pero la paz era un paso indispensable si los bolcheviques querían cimentar su permanencia en el poder. La firma del tratado consagraba la victoria de Alemania en el frente oriental pero, lamentablemente, no supuso el fin de los conflictos ni de las desgracias del pueblo ruso. En aquel momento ya había estallado una guerra civil en la que los partidarios de derribar a los bolcheviques se habían organizado para atacarles desde varias regiones. En el caso de Rusia el fin de la Gran Guerra no supuso la llegada de la paz. Esta tardaría todavía muchos años en llegar.

Capítulo 7
La ciencia al servicio de la muerte

La guerra ha sido una de las más vergonzosas compañeras de trayecto de la humanidad a lo largo de su historia. Desde los carros asirios hasta los bombardeos controlados por ordenador, la táctica bélica ha evolucionado al compás del desarrollo tecnológico de las sociedades que, incapaces de encontrar otra vía, han resuelto mediante la violencia sus conflictos. Hoy, cuando los ataques aéreos como el que inició la Segunda Guerra del Golfo se retransmiten en tiempo real por televisión, resulta difícil imaginar la guerra como una empresa no tecnologizada, sin grandes carros blindados, armas de repetición casi infinita, aviones velocísimos capaces de arrasar poblaciones enteras mediante bombardeos, potentes acorazados o submarinos cargados de torpedos, ingenios de artillería de capacidad destructiva inverosímil o misiles y armas nucleares que pueden lanzarse desde una punta del planeta a la opuesta. Sin embargo, esta forma de guerra es, en términos históricos, reciente, pues su origen data de comienzos del siglo XX y los primeros hombres que tuvieron la desgracia de vivirla fueron quienes protagonizaron el espantoso conflicto que bautizaron como Gran Guerra.
La Primera Guerra Mundial marcó un punto de inflexión en la historia contemporánea al propiciar una serie arrolladora de cambios en todas las facetas de la vida humana. Fruto de aquellos cuatro interminables años desaparecieron grandes imperios como el ruso, el austro-húngaro o el alemán, los derechos políticos se extendieron a la práctica totalidad de la población, se redefinieron fronteras en todo el mundo, se sembró la semilla de las ideologías políticas que habrían de marcar de forma indeleble las siguientes décadas, el fascismo y el comunismo, las mujeres conquistaron el espacio público, las artes abrieron caminos expresivos revolucionarios, Estados Unidos surgió en la escena internacional como nuevo protagonista indiscutible… Pero la guerra también supuso un cambio profundo en la propia naturaleza de los conflictos bélicos. Aunque algunas contiendas previas como la guerra de Secesión norteamericana o la guerra franco-prusiana sirvieron como laboratorio de pruebas para el uso de nuevas armas nacidas de la moderna sociedad industrial, fue entre 1914 y 1918 cuando por primera vez en la historia los métodos de producción industrial y tecnológica se aplicaron a pleno rendimiento a la guerra. El resultado fue una situación también inédita, el empate técnico entre los contendientes, lo que convirtió el conflicto en una «guerra de desgaste», es decir, un enfrentamiento en el que la victoria no dependía de la superioridad de recursos en el frente sino de la capacidad de agotar los del contrario.
Desde el punto de vista tecnológico, la Gran Guerra supuso la aparición de algunas de las innovaciones militares más importantes del siglo como los carros de combate blindados, la aviación de combate, las armas químicas o los submarinos torpederos. En un conflicto de dimensiones sin precedentes, la ciencia se puso como nunca antes al servicio de la guerra y contó para ello con todos los recursos que le ofrecía la producción industrial en masa. Las novedades técnicas marcaron una nueva forma de desarrollo de los conflictos armados multiplicando su capacidad destructiva y deshumanizando hasta el extremo el concepto de combate. Pero al mismo tiempo, el impulso tecnológico propiciado por la guerra abrió la puerta a la aplicación de aquellas nuevas tecnologías fuera del ámbito bélico, mejorando las posibilidades de comunicación gracias a los aviones, el perfeccionamiento de los motores de combustión interna o de los métodos de navegación. Pese a ello, las grandes novedades de la tecnología militar surgidas en aquellos años servirían fundamentalmente para que tan sólo dos décadas más tarde el mundo volviese a enfrentare en un conflicto todavía más cruel y destructivo, la Segunda Guerra Mundial. El hermanamiento de tecnología industrial y guerra iniciado en 1914 abrió sendas por las que, desgraciadamente, aún se transita en nuestros días.

§. Pertrechados para la guerra
Cuando en agosto de 1914 millones de hombres fueron movilizados en toda Europa arrastrados por una corriente de entusiasmo generalizada no podían imaginar el infierno que les aguardaba en el frente. Hasta entonces la guerra había discurrido por unos cauces que nada tenían que ver con lo que iba a suceder en los siguientes cuatro años. La importancia táctica de los combates cuerpo a cuerpo de la infantería o la capacidad ofensiva y defensiva de la caballería que habían resultado determinantes en las grandes contiendas europeas precedentes (las guerras napoleónicas y la franco-prusiana), iba a ser literalmente arrollada por las nuevas dinámicas impuestas por la moderna tecnología bélica. Sin embargo, en el momento del estallido de la contienda ni siquiera en el ámbito del ejército profesional se había interiorizado el cambio de modelo que había empezado a anunciarse en enfrentamientos coloniales como la guerra de los bóers (1899-1902) siendo quizá la muestra más evidente de ello los propios equipamientos de los soldados.
Como apuntan los investigadores Francesc X. Hernández y Xavier Rubio, «al comenzar la Primera Guerra Mundial, en 1914, el equipo de los soldados no se había modificado demasiado con respecto a los usados en la guerra franco-prusiana, a excepción de los fusiles». Especialmente llamativo fue el caso francés ya que al comenzar la guerra los soldados galos aún empleaban el mismo uniforme de 1830 compuesto por capote azul, y pantalones y quepis (un tipo de gorro con visera) rojos. Por difícil que resulte de creer, pesaba más la consideración del pantalón rojo como símbolo nacional que las ventajas defensivas de las ropas pardas como medio de camuflaje. Sería necesaria la muerte de miles de soldados para que las autoridades francesas sustituyesen a finales de 1914 los vistosos uniformes clásicos por otros de un color más neutro, cuestión problemática debido al control que Alemania tenía sobre los materiales de tinte, hasta llegar tras diversos experimentos al llamado bleu horizon (azul horizonte). Aunque la experiencia había llevado a británicos y alemanes a reemplazar las tradicionales guerreras rojas y azules de sus soldados por unos más prácticos uniformes caqui y gris feldgrau, ningún ejército disponía en 1914 de un casco adecuado para hacer frente a las nuevas armas que protagonizaron la guerra. Las explosiones provocadas por las granadas y la metralla que acompañaba a estas y a la artillería revelaron rápidamente la necesidad de modificar tales protecciones. Así, la gorra con visera británica o el Pickelhaube de cuero alemán (peculiar casco de parada con un pico decorativo en la parte superior) fueron respectivamente sustituidos en 1916 por el Brodie (con forma de plato) y el Stahlhelm (literalmente «casco de acero», que cubría la parte posterior del cuello y era liso), ambos de acero. Por su parte, los franceses abandonaron en 1915 el quepis por el casco Adrian, asimismo de acero, redondeado y con una pequeña cresta en sentido longitudinal.
En el equipo habitual de cualquier soldado durante el conflicto figuraban diversas armas ligeras entre las que nunca faltaba un fusil. Desde finales del siglo XIX los fusiles habían alcanzado un alto grado de perfeccionamiento y, aunque con pequeñas diferencias, los empleados por los distintos contendientes fueron bastante similares entre sí. Todos ellos eran de cerrojo, es decir, no automáticos, variando la cantidad de balas que podía albergar su cargador. Los soldados británicos empleaban los Lee-Enfield Short Magazine (SMLE), calibre 303 (7,7 mm), que eran los más rápidos de su época ya que su cerrojo era especialmente ágil y su cargador tenía diez proyectiles; un tirador experto podía efectuar hasta treinta disparos por minuto. Los alemanes empleaban el modelo en que se basaba la mayor parte de fusiles de comienzos del siglo, el Mauser G98 de 7,5 mm y cargador de cinco balas, menos rápido que el inglés pero mejor que el Lebel francés de 8 mm, también de repetición de diez cartuchos. A los cañones de estos fusiles se acoplaba un arma de gran utilidad para el combate cuerpo a cuerpo pero que, como los uniformes, parecía hablar de otra época, la bayoneta. Se trataba de un arma blanca compuesta por una hoja muy afilada que se encajaba en el extremo del cañón del fusil y que algunos soldados dentaban para aumentar su capacidad letal. Las bayonetas habían demostrado durante siglos su efectividad pero esta se vinculaba a tácticas de ataque a pecho descubierto que en 1914 las verdaderas protagonistas del conflicto, las ametralladoras, convirtieron en parte de la historia.
En palabras de Francesc X. Hernández y Xavier Rubio, «los primeros meses de la Primera Guerra Mundial resultaron traumáticos por la gigantesca carnicería que provocaron las armas automáticas, y por el colapso de las tácticas de ataque de tradición napoleónica». El empleo de las ametralladoras convirtió en verdaderas masacres las cargas de infantería en las que los hombres caían acribillados por miles bajo la incesante lluvia de disparos. Los primeros en incorporar las ametralladoras a su arsenal fueron los alemanes, que disponían de 40 000 al inicio del conflicto, diezmando con ellas a las tropas aliadas del frente occidental que, aunque tardaron en reaccionar más de lo razonable (pues pese a haberlas empleado en conflictos coloniales consideraban que rompían con los usos de guerra propios de Europa), las incorporaron a sus equipos a partir de 1915. El modelo de ametralladora por excelencia fue el Maxim alemán cuyo nombre obedece al de su inventor, el estadounidense Hiram Maxim, que en 1884 desarrolló un sistema de recarga automática empleando la fuerza del retroceso del disparo. La recarga automática permitía combinar velocidad con una increíble cadencia de fuego de modo que, como indica el especialista en historia militar Jesús Hernández, «la ametralladora alemana Maxim efectuaba quinientos disparos por minuto, por lo que algunas unidades podían llegar a disparar un millón de balas por día». Algunos modelos incorporaron además depósitos de agua con los que se evitaba el calentamiento del cañón que podía entonces disparar sin cesar.
Las Maxim se colocaban sobre un soporte metálico de modo que la ametralladora en conjunto pesaba en torno a los cuarenta y cinco kilos. Pese a las dificultades de transporte que ello comportaba, su increíble efectividad (una sola de ellas podía cubrir unos quinientos metros de frente) la convirtió en el arma estrella del momento. Junto a las Maxim alemanas y las Vickers inglesas hechas a partir de las primeras, también se emplearon otros modelos menos pesados (de unos trece kilos más o menos) como la Lewis de los norteamericanos y belgas o la Chaucat francesa. Mucho más ligeras eran las granadas que también figuraban en el equipo habitual de los soldados y resultaban especialmente útiles en operaciones de asalto. Al comienzo de la guerra los modelos disponibles no eran demasiado seguros y estallaban con facilidad en el momento de ser lanzadas. Sin embargo rápidamente se solucionaría este problema gracias a la llamada Granada Nº 5 o Mills que comenzó a usarse en 1915. Creada por el británico William Mills, su mayor ventaja residía en su diseño en forma de piña que la convertía en un explosivo seguro y de gran capacidad destructiva. Junto con ella fue también muy popular en las filas alemanas la Stielhandgranate Modelo 24 que incorporaba un vástago cilíndrico de madera para facilitar su lanzamiento.
Una de las novedades armamentísticas de la Primera Guerra Mundial fue el lanzallamas, que permitía dirigir un chorro de fuego de forma controlada sobre un objetivo situado a más de veinte metros de distancia. Su diseño era relativamente sencillo pues consistía en un depósito de combustible que se llevaba como una mochila a la espalda y que estaba conectado a un conducto por el que salía el fuego. Sin embargo su uso podía ser extremadamente peligroso, razón por la que los cuerpos de lanzallamas estuvieron integrados por soldados que habían sido bomberos en la vida civil. Fue empleado por primera vez en el frente occidental por los alemanes, que consiguieron aterrorizar a las tropas francesas con aquellos cañones de fuego de los que era imposible defenderse. Como recuerda Álvaro Lozano, «los lanzallamas eran tan odiados que cualquier soldado enemigo que fuese atrapado con uno de ellos era susceptible de ser fusilado en el acto». Pese a su espectacularidad los lanzallamas tuvieron un mayor efecto psicológico que táctico ya que portar un depósito de combustible en un campo de batalla podía ser una idea poco recomendable.
Conforme fue avanzando la campaña los uniformes y equipo de los contendientes se fueron adaptando a las necesidades defensivas impuestas por las nuevas armas, de modo que a las pesadas mochilas y el armamento ligero habitual, se incorporaron elementos como las caretas antigás o ropas de cuero para evitar la acción del terrible gas mostaza, e incluso auténticas armaduras y escudos. Todo ello, si bien mejoraba la capacidad defensiva de los soldados, contribuía a dificultar enormemente la agilidad de sus movimientos que, en las estrechas trincheras, ya resultaban lo bastante complicados. Y es que quizá la seña de identidad por excelencia de la Primera Guerra Mundial fue la llamada guerra de trincheras.

§. Enterrados para vivir
Las trincheras se emplearon como sistema defensivo con el que protegerse de la acción de la artillería y las armas de repetición. Su uso había tenido precedentes en la guerra de Secesión norteamericana (1861-1865) y la ruso-japonesa (1904-1905), pero fue durante la contienda iniciada en 1914 cuando alcanzó su expresión culminante. Desde los primeros meses de la misma y frente a la movilidad propia del frente oriental, la guerra en el frente occidental se volvió estática. La igualdad técnica de los contendientes convirtió la que se había concebido como breve campaña bélica en una interminable foto fija. Tras los iniciales movimientos de tropas y la llamada «carrera hacia el mar» para fijar posiciones, el frente se distribuyó en torno a una línea que iba desde el canal de la Mancha hasta los Alpes. Fue entonces cuando se procedió a excavar a ambos lados de este eje un intrincado sistema de trincheras separadas por una «tierra de nadie» que permitiese resistir la ofensiva enemiga. Se trataba de un verdadero laberinto de zanjas de profundidad variable pero suficiente para ocultar a un hombre, reforzadas con madera y cemento, comunicadas entre sí por túneles subterráneos y protegidas por alambre de espino. Se construían en zigzag para evitar la propagación de la acción destructora de las bombas y obstaculizar el avance de los enemigos en caso de que lograsen penetrar en ellas. Como recuerda Jesús Hernández, «la táctica para tomar las trincheras enemigas permaneció inalterable durante casi toda la guerra. Se lanzaba sobre ellas una lluvia de bombas para que el enemigo retrocediese, abandonando las posiciones más adelantadas. Por su parte, los atacantes iban avanzando amparados por la cortina de fuego que les precedía, y tomaban las trincheras vacías. Pero esta amable teoría se venía abajo una y otra vez ante la dura realidad; los defensores cavaban profundos refugios que les protegían de las bombas y aparecían con sus ametralladoras en cuanto cesaba el fuego».
La combinación defensiva de trincheras y ametralladoras demostró ser verdaderamente eficaz, de forma que durante meses las posiciones de los contendientes en el frente occidental apenas llegaron a variar unos pocos metros. La desesperación de mandos y tropas no podía ser mayor pues la sangría humana era imparable y el problema de tomar las trincheras irresoluble. Finalmente serían los británicos quienes lograsen cortar el nudo gordiano. El 15 de septiembre de 1916, en plena batalla del Somme, los soldados alemanes comenzaron a escuchar una serie de ruidos desconocidos que lentamente se iban acercando al tiempo que el suelo vibraba. Espantados, vieron surgir en el horizonte la silueta de varias moles metálicas que avanzaban directamente hacia ellos escupiendo proyectiles y aplastando todo lo que encontraban a su paso. Se trataba de los Mark I, los primeros carros de combate blindados de la historia.
Un año antes de aquellos hechos, un periodista de guerra inglés, Ernest Swinton, reflexionando sobre el problema de superar las trincheras había logrado desarrollar un proyecto de vehículo blindado en el que las ruedas se reemplazaban por grandes orugas que permitían avanzar en terrenos blandos o fangosos y remontar repechos. Su idea fue recibida con frialdad por los mandos del ejército británico, pero no por el Primer Lord del Almirantazgo (título equivalente al de ministro de Marina), Winston Churchill, que haciendo gala de su intuición supo ver las posibilidades de desbloqueo que la idea de Swinton abría. Así, decidió desviar secretamente 75.000 libras esterlinas de los fondos del Almirantazgo para iniciar la construcción del primer prototipo. El proyecto se mantuvo completamente en secreto hasta el punto de que cuando las primeras unidades fueron embarcadas hacia Francia se embalaron como «tanques» de agua para Mesopotamia, nombre con el que aún hoy se denomina popularmente a los carros blindados.
Pese a su aspecto imponente los Mark I presentaban varios problemas que limitaban su efectividad. Eran extremadamente lentos (se movían a unos 3,2 km/h), poco manejables para maniobrar, su visibilidad a través de ranuras era deficiente y la combustión del motor recalentaba el habitáculo a más de cuarenta grados además de generar gases que hacían su interior aún más irrespirable. Por otra parte, para manejar aquellas moles de casi treinta toneladas de peso eran necesarias ocho personas, unas para dirigirlo y otras para hacerse cargo de las armas montadas en ellos (dos fusiles y cuatro ametralladoras o seis ametralladoras según el modelo). Como apunta el historiador militar Michael S. Neiberg, «de los 49 carros de combate que se llevaron al frente el 15 de septiembre, únicamente 18 entraron en acción. El resto fueron víctimas o de los problemas mecánicos o de la precisión del fuego artillero de los cañones alemanes. Aquellos que participaron en la refriega y sobrevivieron causaron un granimpacto en la moral de los hombres que los vieron. Los soldados alemanes salían corriendo aterrorizados, y los británicos corrían detrás riendo y gritando». A pesar de la mejora de diseño de los carros blindados y los progresos en su utilización, combinada con infantería e incluso aviación, esta nueva arma, como todas las demás aparecidas en la Gran Guerra, no lograría desatascar a los contendientes de sus posiciones estáticas —cuando Alemania pidió el armisticio a finales de 1918 fue por agotamiento, pero las respectivas líneas habían variado poco—. Sin embargo la aparición de los tanques iba a marcar en el futuro una nueva forma de hacer la guerra, y desde luego el final de la guerra de trincheras, como se vería en la Segunda Guerra Mundial.
La posibilidad de superar las trincheras gracias a los carros blindados motivó que se comenzase a trabajar rápidamente en la producción de modelos propios tanto en Alemania como en Francia. Los alemanes dispusieron de tanques en otoño de 1917, los Sturmpanzerwagen A7V inspirados en los británicos y muy similares a ellos. Mientras en Francia el ejército trabajó con la Renault para crear el primer carro de combate con torreta giratoria, el FT-17, que estuvo disponible para las mismas fechas. El tanque francés era mucho más ligero que el británico (pesaba menos de la mitad que los Mark I) y también más rápido ya que alcanzaba cerca de los 7 km/h. Sobre su casco podía montarse un cañón de 37 mm o una ametralladora que podían girar 360 grados junto con la torreta, si bien esta se movía de forma manual. Tanto los AV7 como los FT-17, al igual que los carros de combate británicos, sólo tuvieron un papel relevante en la contienda a lo largo de su último año (el primer y espectacular uso masivo de tanques en combate se produjo en la batalla de Cambrai en noviembre de 1917). Sin embargo, los tanques no fueron la única novedad que causó el estupor de los contendientes. Otras formas de muerte atronadoramente ruidosas o peligrosamente silenciosas también entraron en la escena militar durante la Gran Guerra.

§. Todo es posible, todo vale: artillería y muerte química
Al comienzo de la contienda, en agosto de 1914, la primera acción de guerra del ejército alemán anunció que el enfrentamiento que se avecinaba poco o nada iba a tener que ver con los del pasado. La puesta en práctica del llamado «Plan Schlieffen», que pretendía hacer caer a Francia sorprendiéndola con un ataque rápido, suponía el paso de las tropas alemanas por la neutral Bélgica. Para ello el primer gran obstáculo era la ciudad fortificada de Lieja considerada hasta entonces inexpugnable. El ataque alemán se inició con el primer bombardeo aéreo de la historia europea para el que se empleó un dirigible y al que siguió una lluvia de obuses lanzados por gigantescos cañones que pulverizaron el sistema de fortalezas belga. En palabras de Michael S. Neiberg, «los alemanes no pretendían asediar las fortificaciones belgas; lo que planeaban era arrasarlas con artillería moderna fabricada con ese propósito». Y para ello contaban con la última creación de los ingenieros de las industrias Krupp, los Gran Berta (Grosse Bertha), unos cañones de enorme tamaño bautizados así en honor de la heredera de la firma que tampoco era precisamente pequeña y a la que, según parece, no debió hacerle mucha ilusión que se lo recordaran.
Los Gran Berta eran unos potentísimos morteros de 420 mm de calibre capaces de lanzar proyectiles de casi una tonelada de peso con un ángulo tan amplio que caían en vertical, lo que equiparaba su capacidad destructora a la de las bombas lanzadas desde el aire. Su acción combinada con la de varios obuses de 280 mm, que podían lanzar su carga explosiva a distancias de 10 km, y la de baterías de morteros de gran ángulo de tiro de 305 mm convirtió la toma de Lieja en un paseo triunfal para las tropas del káiser. Pero la mayor innovación en cañones de asedio haría su aparición en el conflicto mucho después y, una vez más, de mano de los alemanes.
En marzo de 1918 el general Erich von Ludendorff, persuadido de la necesidad de dar un golpe de gracia a los aliados en el frente occidental antes de que la presencia de tropas norteamericanas decantase a su favor la balanza, encabezó la última gran ofensiva alemana en Francia. El impulso germano logró el mayor avance en el frente occidental de toda la guerra acercándose peligrosamente a París, uno de los objetivos de Von Ludendorff. El día 23 las tropas alemanas se encontraban a poco más de cien kilómetros de la capital francesa y ese mismo día a las ocho y veinte de la mañana comenzó un bombardeo que los parisinos, incapaces de concebir una acción de artillería desde tal distancia, creyeron ataque aéreo. Se trataba en realidad de los efectos de los cañones Káiser Guillermo que desde entonces también se conocerían como «cañones París», aunque algunas fuentes los confunden con el Gran Berta. Eran unas inmensas piezas de artillería, obra de la Krupp, de 210 mm de calibre dotadas de un cañón de casi 40 m de longitud y capaces de lanzar proyectiles a 120 km de distancia, cuya trayectoria alcanzaba la estratosfera antes de caer. Su increíble tamaño y peso (150 toneladas) obligaba a montarlos sobre vagones de tren desde donde eran empleados con intención básicamente disuasoria, ya que no permitían precisar el objetivo de los bombardeos, lo que unido a la necesidad de reemplazar con frecuencia el cañón por el calentamiento alcanzado y a su altísimo coste hizo que los alemanes prefiriesen emplear el resto de los recursos que les ofrecía su fabulosa artillería. Aun así, durante la ofensiva Ludendorff los Káiser Guillermo llegaron a bombardear más de cuarenta veces París provocando la muerte de doscientos cincuenta y seis civiles (setenta de ellos con un solo proyectil que cayó en una iglesia) y causando seiscientos veinte heridos.
Sin embargo, la página más siniestra de las novedades armamentísticas de la guerra sería escrita por la colaboración entre esta y la industria química. El empleo de gases tóxicos en el ataque bélico estaba expresamente prohibido por las convenciones de La Haya de 1899 y 1907 pese a lo cual, primero los alemanes y más tarde los aliados, no dudaron en usarlos. El gas lacrimógeno fue el primer elemento químico empleado por los alemanes en la Gran Guerra. No se trataba de un gas letal, pero producía una fuerte irritación de los ojos y mucosas que dejaba inoperantes a los soldados. Fue probado en el frente occidental contra las tropas francesas y en el oriental, con menos éxito, contra las rusas pues las bajas temperaturas provocaron su congelación inutilizándolo. Pero los alemanes buscaban un gas de efectos devastadores con el que lograr desbloquear la estancada guerra de trincheras del frente occidental y en ese sentido su primer logro sería el asfixiante gas de cloro. El 22 de abril de 1915 se produjo en Ypres el primer ataque alemán con esta sustancia. El objetivo de la acción era exclusivamente probar su eficacia y así cuando el aire comenzó a soplar en dirección a las trincheras francesas liberaron el contenido de cuatro mil cilindros de gas. Una nube verdosa comenzó a acercarse a las líneas aliadas en las que los soldados aterrorizados empezaron a huir y tratar de protegerse las vías respiratorias con pañuelos mojados en su propia orina, por indicación de los médicos que habían identificado el cloro. El ataque fue un éxito para los alemanes aunque el uso de gas de cloro presentaba importantes inconvenientes. El más notable de todos ellos era la imposibilidad de controlarlo pues un simple golpe de viento podía volver el gas contra quienes lo empleaban. Por otra parte, para que los ataques con gas resultasen verdaderamente efectivos era necesario alcanzar un alto nivel de saturación del aire que permitiese la formación de una nube tóxica letal, lo que obligaba a disponer de un gran número de proyectiles con contenido gaseoso para lograrlo.
Estos y otros problemas eran los que el químico alemán Fritz Haber, padre del uso militar del gas de cloro, trataba de solventar cuando consiguió aplicar a uso militar un gas aún más venenoso que el cloro, el fosgeno. El fosgeno era también un gas asfixiante pero de efectos letales mucho mayores que el cloro en concentraciones más pequeñas. Además se trataba de un gas incoloro y de agradable olor a heno, lo que evitaba la alerta del enemigo antes de que comenzasen a notarse sus efectos, de forma que el fosgeno fue el agente químico que más muertes produjo durante la Primera Guerra Mundial. Aunque para 1916 ya se disponía de un primer equipo para contrarrestar los ataques con gas (unas rudimentarias mascarillas de caucho que contenían un paño mojado en agentes químicos y que había que situar sobre la nariz), estos continuaron aterrorizando a quienes los padecían. Como recuerda Jesús Hernández, «en cada trinchera había una campana o un objeto metálico —normalmente un proyectil vacío— para que, al ser golpeados por un vigía, diesen la alarma de que se estaba produciendo un ataque con gas. En pocos segundos los soldados debían colocarse la máscara, de la que nunca podían separarse. El estrés psíquico que suponía poder ser atacado en el momento más inesperado era casi insoportable, pero lo peor de esta nueva arma era la angustiosa muerte que esperaba a los soldados que resultaban gaseados».
Aún más temido que el cloro y el fosgeno fue el gas mostaza. Descubierto en 1917 por Haber, fue empleado por primera vez en julio de ese mismo año. A diferencia de los anteriores el gas mostaza no producía asfixia pero su simple contacto originaba terribles quemaduras en la piel y, especialmente, en los ojos y tejidos blandos. Los soldados quedaban ciegos y con la práctica totalidad de la superficie corporal afectada, razón por la que empezaron a popularizarse las ropas de cuero que cubrían todo el cuerpo como forma de protegerse de las quemaduras. Al tiempo, las máscaras antigás se fueron perfeccionando y así empezaron a incluir cristales para proteger los ojos y un tubo para respirar conectado a un cilindro con un filtro para el aire. El uso de gases químicos fue una de las facetas más crueles de la Gran Guerra y que más contribuyó a alimentar la propaganda aliada sobre la brutalidad alemana. Aunque el número de bajas causadas por este tipo de ataques fue proporcionalmente mucho menor que el causado por los bombardeos o las ametralladoras, el impacto que produjeron sobre la moral colectiva fue enorme. La deshumanización de la guerra alcanzaba con ellos su expresión más acabada, aunque en aquellos años cada novedad aumentaba la escalada del horror de modo extraordinario. Una de ellas fue la inauguración de una de las más terribles e indiscriminadas prácticas bélicas contemporáneas, los bombardeos aéreos.

§. Ya ni el cielo nos protege
En el momento de estallido de la guerra el uso de medios aéreos para fines militares era ya conocido, pues ya durante el asedio de París en la guerra franco-prusiana (1870-71), en la guerra de los bóers (1899-1902) o en la de Cuba (1898) se habían empleado globos de reconocimiento, mientras que en la ítalo-turca de 1911-1912, las balcánicas de 1912-1913 y en las campañas españolas en el norte de África en 1913-1914, se habían probado tímidamente los aviones. Sin embargo, en agosto de 1914 la tecnología aérea no permitía considerar propiamente los aviones como un arma eficaz para la guerra, razón por la que durante la mayor parte del conflicto sus funciones se vincularon más a acciones de reconocimiento que de ataque. La posibilidad de espiar las posiciones enemigas desde el aire abría una fuente de importantísima información táctica hasta entonces desconocida y que resultaba especialmente útil en el frente occidental, donde la guerra de trincheras había dejado obsoletos los tradicionales reconocimientos realizados por la caballería. Pero a medida que fue avanzando la contienda fueron haciéndose evidentes las grandes posibilidades militares de los medios aéreos, sobre todo de los aviones, de suerte que la fuerza aérea se convertiría tras la guerra en un recurso bélico de primer orden.
Los medios aéreos empleados durante la Primera Guerra Mundial fueron los globos cautivos, los dirigibles y los aviones y se emplearon en tres funciones básicas, la observación, la persecución y el bombardeo. Los primeros se usaban únicamente con fines de observación. Se trataba de un tipo de globos aerostáticos que podían llegar a medir hasta sesenta metros de largo y estaban hechos de tejido de algodón recauchutado que se rellenaba de gas y aire para ascender. Permanecían siempre anclados a tierra, de ahí el nombre de cautivos, por lo que la observación del frente enemigo se realizaba desde el propio y no adentrándose en él. Los observadores, habitualmente dos, se situaban en una cesta de mimbre colgada en la zona central del globo. Este podía elevarse lo bastante como para permitir divisar la disposición táctica de un frente enemigo situado a unos veinte kilómetros. Pese a su utilidad, presentaba varias limitaciones ya que al elevarse sobre el propio frente no posibilitaba la visión de la retaguardia enemiga, su uso dependía de las condiciones climatológicas y era muy vulnerable a cualquier ataque aéreo o terrestre.
Frente a ellos, los dirigibles (también conocidos como zepelines) resultaban mucho más versátiles. Nacidos al comenzar el siglo, combinaban la aerostática con la tecnología de propulsión a motor. Sus enormes cuerpos (entre cuarenta metros, las clases SS y SSZ británicas, y 226 metros, el LZ alemán) estaban formados por una serie de compartimentos rellenos de hidrógeno unidos por un esqueleto de aluminio y un motor, lo que les dotaba de gran autonomía, velocidad (en torno a los 100 km/h) y capacidad para maniobrar. Además podían transportar desde suministros a bombas y realizar tareas de reconocimiento adentrándose en la zona enemiga. Por todo ello, fue especialmente querido para los alemanes, quienes al comenzar la guerra disponían de una nada desdeñable flota de treinta aparatos. Al igual que los globos, el clima se encontraba entre sus peores enemigos, pese a lo cual eran mucho más seguros dada la gran altura que podían alcanzar.
Los alemanes fueron los primeros en emplear los bombardeos aéreos contra población civil como estrategia de guerra y para ello usaron precisamente los zepelines. Así, en agosto de 1914 un zepelín LZ convirtió a Lieja en la primera ciudad europea en ser bombardeada. En enero de 1915 la audacia alemana llegó más lejos pues dos dirigibles germanos lanzaron varias bombas sobre la costa británica de Norfolk. Se trató de una acción muy imprecisa ya que aún se desconocía la influencia de la aerodinámica sobre la trayectoria de los proyectiles lanzados, pero sirvió de experiencia práctica para realizar poco después el primer bombardeo sobre Londres. En la noche del 31 de mayo de ese mismo año, un dirigible alemán comenzó a arrojar bombas sobre la capital inglesa ante la incredulidad y el terror de la población, que por primera vez descubría que la guerra ya no sólo se libraba en el frente.
Por su parte, los aviones apenas tenían una década de existencia cuando estalló la guerra y en consecuencia su tecnología se encontraba aún en una fase embrionaria. Sin embargo, cuando esta finalizó la aviación había evolucionado de forma extraordinaria fruto de la conciencia de su utilidad estratégica. En palabras de Michael S. Neiberg, «la importancia de la aviación condujo a un incremento enorme del gasto que buscaba aumentar tanto la cantidad como la calidad de los aparatos. En 1914 los beligerantes apenas tenían más de 800 aviones entre todos. Sin embargo, a lo largo de la guerra se construyeron casi 150 000 aparatos. Los motores aumentaron su potencia y el fuselaje se hizo más largo y resistente. Para ocuparse de estos aviones, las grandes potencias adiestraron a miles de pilotos, mecánicos, observadores y demás personal de apoyo, y se produjo un incremento descomunal de la aviación en todos los países».
Desde los primeros momentos de la contienda los aviones se emplearon para realizar tareas de reconocimiento y así en agosto de 1914, en Mons, la Fuerza Expedicionaria Británica pudo ser avisada de los movimientos del ejército alemán y el alcance de su artillería gracias al reconocimiento llevado a cabo por varios aviones británicos. Las acciones de este tipo se multiplicaron exponencialmente a lo largo de los cuatro años del conflicto siendo esenciales en enfrentamientos tan destacados como los del Marne, Neuve Chapelle, Verdún… La tarea de los pilotos no sólo se limitaba a proporcionar información sobre las posiciones de las tropas enemigas (para lo que resultó indispensable la fotografía aérea), sino que también permitía dirigir la acción de la artillería al indicar los puntos a los que esta debía orientarse. De forma progresiva y natural la aviación se fue integrando con el resto de los recursos militares y para 1918 la coordinación de aviones, artillería y fuerzas de tierra comenzó a ser un instrumento habitual en los combates.
El mayor peligro para los aviones de reconocimiento eran los aviones de reconocimiento enemigos. En origen los aviones no disponían de un sistema ofensivo propio, por lo que los pilotos solían pertrecharse con un fusil o una pistola con los que podían abatir un aparato enemigo o tratar de defenderse si eran atacados. El intento de abatir aviones de reconocimiento dio origen a la aparición de los llamados «cazas», es decir, aviones armados que se dedicaban a perseguir y derribar otros aviones. En los primeros meses de la guerra la única posibilidad de disparar desde un avión pasaba por el uso de las armas ligeras que llevaba consigo el piloto o, en el mejor de los casos, el copiloto. Pronto se pensó en la utilidad de acoplar ametralladoras al aparato pero con ello se planteaba un problema técnico, ya que no era posible para el piloto dirigir el avión y disparar al mismo tiempo. Para hacerlo la ametralladora debía estar situada en el morro del avión y por tanto las balas podían alcanzar la hélice y provocar su caída. En consecuencia las primeras ametralladoras fueron empleadas en aparatos en los que se contaba con un copiloto que, obviamente, podía disparar en todos los ángulos menos hacia el frente. Sin embargo, a comienzos de 1915 los aviones alemanes empezaron a ser derribados por un aparato francés cuyo piloto parecía haber resuelto el problema. Se trataba de Roland Garros y su «mecanismo deflector».

§. Mitos con alas
El francés Roland Garros había alcanzado la fama como piloto en el año 1913 al lograr cruzar por primera vez el Mediterráneo a bordo de un avión. Incorporado al ejército durante la guerra, intentó dar solución al controvertido problema de disparar a través de las hélices para lo que se le ocurrió forrar estas con planchas de hierro. El invento era bastante pedestre pero razonablemente efectivo pues permitía al piloto controlar el avión y disparar al mismo tiempo, si bien buena parte de las balas rebotaban en las hélices desperdiciándose o pudiendo herir al propio piloto. El 19 de abril de 1915 Garros se vio obligado a realizar un aterrizaje forzoso en territorio enemigo y aunque tras varios días consiguió escapar, el accidente dio la oportunidad a los alemanes de estudiar el misterioso mecanismo que tanto les había sorprendido. Pero el blindaje empleado por el francés presentaba demasiados inconvenientes de modo que continuaron buscando una solución más eficaz al problema. Poco después, el diseñador aeronáutico holandés Anthony Fokker, que llevaba tiempo trabajando para los alemanes, dio con la clave del asunto al crear un sistema de interrupción del disparo en el momento en que las hélices pasaban por la línea de fuego de la ametralladora. El hallazgo conseguía sincronizar el motor del avión y el arma gracias a unas palancas que al girar con la hélice activaban y desactivaban el mecanismo de disparo. Esa misma primavera los primeros aviones alemanes en incorporar el sistema, los Fokker Eindecker, empezaron a surcar el cielo y a finales de 1915 todos los aviones alemanes contaban con él.
Durante un tiempo el interruptor Fokker dio a los alemanes una enorme ventaja en el aire sobre los aliados aunque estos consiguieron desarrollar un sistema parecido que en 1916 estaba incorporado a sus aviones. La evolución técnica de la aviación se producía a un ritmo vertiginoso. De hecho, en la misma primavera de 1915 los aviones estaban ya capacitados para transportar cargas explosivas y realizar bombardeos, como demostraron en el mes de mayo un grupo de aviones británicos al lanzar ochenta y siete bombas sobre una fábrica de gas tóxico alemana. Para marzo del año siguiente los franceses habían logrado desplazar a los alemanes en la batalla por el control del cielo gracias a los Nieuport II, unos aviones extremadamente ágiles y capaces de alcanzar los 160 km/h que resultaron decisivos en Verdún.
La respuesta alemana no se haría esperar y aunque disponían de los magníficos Halberstadt D II, en otoño de 1916 comenzaron a emplear los primeros aviones Albatros, los D I y D II, creados por el propio Anthony Fokker. Los Albatros fueron los primeros aviones de guerra diseñados a partir de la experiencia real de combate y resultaron tan eficaces que lograron volver a inclinar la balanza del lado alemán. A principios de 1917 el Albatros D III se convirtió en la peor pesadilla de los pilotos aliados, hasta el punto de que el número de derribos ocasionados por el modelo alemán en el mes de abril hizo que para los primeros este pasase a la historia como «abril sangriento». Para entonces la importancia de la guerra en el aire era ya indudable para todos los contendientes siendo buena muestra de ello el comentario que el general francés Philippe Pétain hizo al ministro de la Guerra galo y que recuerda Michael S. Neiberg: «A principios de aquel año [1917], Pétain le había dicho al nuevo ministro de la Guerra, Paul Painlevé: “La aviación ha adquirido una importancia trascendental; se ha convertido en uno de los factores indispensables del éxito… Se hace necesario dominar el aire”».
A la actividad de los Albatros se sumó poco antes del verano de 1917 la de los bombarderos pesados Gotha G. V, capaces de transportar hasta cuatrocientos cincuenta kilos de bombas y que el 13 de junio, junto con varios zepelines, llevaron a cabo el primer bombardeo diurno de Londres. La campaña de bombardeos se repitió al mes siguiente y los periódicos de todo el país comenzaron a clamar por una respuesta contundente. El gobierno británico solicitó entonces al general Jan Christian Smuts que realizase un informe sobre la situación de las fuerzas de aviación (cuyo control se repartían dos cuerpos diferentes, el Royal Flying Corps y el Royal Naval Air Service, dependientes respectivamente del Ejército y de la Marina Real). Fruto de este se creó la primera fuerza aérea militar independiente de la historia, la Royal Air Force, el 1 de abril de 1918. A lo largo del año siguiente su papel sería crucial en los bombardeos aliados de Alemania.
Por otra parte, los avances de la aviación alemana en 1917 tuvieron su contrapartida en el bando aliado y así vieron la luz aviones tan reseñables como los SE 5 británicos, los Spad S XIII franceses (modelos ambos que destacaron por su velocidad), los Bristol 14 a 17 o los famosos Sopwith Camel. Estos últimos eran asombrosamente maniobrables gracias a la disposición circular de su motor que, situado en la parte delantera del avión, giraba sobre el eje de la hélice. Aunque la fuerza giroscópica asociada a ello contribuía a desestabilizar el aparato, su particular diseño lo convirtió en uno de los aviones que permitían las maniobras y giros más arriesgados del momento. Todos estos modelos, así como la mayor parte de los construidos desde 1916, eran biplanos, es decir, poseían dos líneas paralelas de alas frente a los primeros cazas Fokker que eran monoplanos. Ya en 1918 los alemanes construirían uno de los aviones de mayor potencia empleados en la guerra, los Fokker D VII, armados con dos ametralladoras y dotados primero de un motor Mercedes de más de ciento cincuenta caballos y después de uno BMW aún más potente.
A las mejoras técnicas se sumaron además a lo largo de la guerra las de las tácticas de ataque y si bien los cazas habían iniciado su andadura de forma individual, pronto se empezaron a ver las ventajas de su uso conjunto. Los primeros en utilizar los escuadrones de cazas fueron los franceses cuyas formaciones de seis aviones (Cigognes) permitían una mayor seguridad y efectividad de las tareas de reconocimiento dado que los aviones podían protegerse entre sí, multiplicándose además su capacidad ofensiva tanto para combatir en el aire como para atacar objetivos en tierra. El sistema fue asimismo empleado por los británicos y los alemanes cuyas formaciones aéreas se denominaron Flights y Jagdstaffel respectivamente. La táctica de vuelo en escuadrón de estos últimos destacó por la gran habilidad exigida a sus pilotos para hacer todo tipo de maniobras, quiebros y piruetas, razón por la que sería bautizada como táctica de «circo». Al frente de los escuadrones solía volar un piloto de gran reputación por los éxitos obtenidos en combate, es decir, con un abultado número de acciones de guerra y aviones derribados a su espalda, lo que en la época empezó a designarse como un «as». El término fue empleado por primera vez en la prensa de París en el verano de 1915 para referirse a un relevante piloto francés, Adolphe Pégoud, y desde entonces no dejaría de usarse. Como tales fueron conocidos los pilotos más destacados de la guerra como los alemanes Oswald Boelcke (responsable de cuarenta derribos) y Max Immelmann (con quince derribos), el británico Edward Mannock (con setenta y tres), los franceses René Fonck (setenta y cinco) y Georges Guynemer (cincuenta y cuatro), el canadiense William Bishop (setenta y dos), el australiano Robert Little (cuarenta y siete)… Pero sin duda alguna el más famoso de todos ellos sería Manfred Albrecht von Richthofen, más conocido como «el Barón Rojo».
De origen aristocrático, Von Richthofen tenía veintidós años cuando estalló la guerra. Por entonces pertenecía al arma de caballería del ejército imperial alemán, pero el nuevo panorama militar marcado por la contienda en el que la caballería quedaba obsoleta le obligó a buscar un nuevo destino. Tras una breve etapa en infantería decidió alistarse en el naciente cuerpo de aviación donde finalmente terminaría por formar parte del Jagdstaffel 2 de Oswald Boelcke. Desde sus primeras salidas con el escuadrón de ataque de Boelcke en otoño de 1916, comenzó a destacar por su extraordinaria habilidad y audacia. Al mando de su Albatros II biplano era ya al año siguiente el piloto más reputado del ejército alemán por lo que en enero se le encomendó la dirección del Jagdstaffel 11. Su imparable lista de derribos le convirtió en el piloto más temido por los aliados pero también en uno de los más admirados por su habilidad y valentía. En junio de ese mismo año recibió el mando de un nuevo tipo de unidad militar, un ala de caza, la Jagdgeschwader 1, que sería la primera de la historia. En ella se integraban tres escuadrones más junto con el Jagdstaffel 11 y tanto por las increíbles maniobras de sus aviones como por los llamativos colores de estos se la conoció como «circo volante o circo Richthofen». Su apodo de Barón Rojo surgió entonces pues comenzó a pilotar un avión que pasaría de su mano a la historia, el Fokker DR I, un increíble triplano de color rojo brillante decorado con la cruz de barras emblemática del cuerpo de aviación alemán. A bordo de uno de ellos sería abatido el 21 de abril de 1918. Tenía veinticinco años y había logrado derribar ochenta aviones durante la guerra. Aunque la autoría de su muerte aún es objeto de discusión entre quienes la atribuyen al piloto canadiense Roy Brown o a varios soldados australianos que le habrían disparado desde tierra, lo cierto es que con ella Von Richthofen pasó a formar parte para siempre del terreno de los mitos. En palabras de Álvaro Lozano, «Von Richthofen sigue siendo una de las figuras más recordadas de la Primera Guerra Mundial. En el Barón Rojo se concentran varios elementos del mito: la contraposición entre la modernidad (el avión) y el pasado (la aristocracia), el inconfundible perfil de su triplano rojo (para subrayar su bravura y arrojo) y el hecho de ser un “héroe enemigo” con un acusado sentido del honor. El Barón Rojo mantuvo viva la ilusión de que la guerra era un gran juego en el que se moría joven y querido por los dioses y, una vez muerto, se convertía en leyenda. Cuando falleció, un caza inglés dejó caer un mensaje sobre las líneas alemanas: “El caballero barón Manfred von Richthofen ha muerto en combate el 21 de abril de 1918 y ha sido enterrado con todos los honores militares”».
Aunque el aura de héroe de relato épico fue común a todos los pilotos durante la Primera Guerra Mundial, su realidad distaba mucho de los cuentos. Si bien es cierto que los miembros de la aviación no vivieron la durísima experiencia de las trincheras, también lo es que la aviación requería un coraje fuera de lo común. El precario desarrollo tecnológico de los aviones en aquellas fechas exponía a los pilotos a la muerte tanto o más que una primera línea de fuego. Sólo durante los entrenamientos para el combate murieron miles de ellos (unos dos mil franceses según Neiberg y hasta ocho mil británicos según Lozano) y su expectativa de vida durante el combate era increíblemente corta (de diecisiete horas y media de vuelo para los británicos según Jesús Hernández). La belleza de los aviones de la Primera Guerra Mundial ocultaba, como todo en ella, una tragedia humana. Como en el aire, también en el mar la guerra mostró uno de sus rostros más crueles y novedosos.

§. Dreadnoughts y U-boote
A finales del siglo XIX Gran Bretaña era la dueña indiscutible de los océanos. La Armada Real británica había ejercido durante décadas este dominio y había sido el instrumento fundamental en la construcción del vasto imperio colonial británico. Los ingleses eran conscientes de su inmenso poderío naval pero también lo eran el resto de las potencias europeas. Por esta razón cuando el káiser Guillermo II quiso hacer de Alemania la mayor potencia de Europa no dudó en que el camino pasaba por dotarse de una flota que pudiese competir e incluso superar a la inglesa. Así, cuando en 1898 el almirante Alfred von Tirpitz le presentó un plan para construir una moderna flota de combate en el Mar del Norte el emperador apoyó el proyecto con entusiasmo. Este se puso en marcha inmediatamente de forma que en vísperas de la Primera Guerra Mundial Alemania se había hecho con una amenazadora marina de guerra. Gran Bretaña por su parte no había permanecido indiferente a la escalada armamentística. Que la que era ya una poderosa potencia económica se estuviese dotando de una peligrosa capacidad ofensiva en los mares era algo que le inquietaba sobremanera. Los buenos resultados que comenzó a dar pronto el plan alemán fueron un acicate para que los británicos, que no estaban dispuestos a perder su hegemonía, invirtiesen aún más esfuerzos y recursos para mejorar su flota. Resultado de ello fue la aparición en diciembre de 1906 del primer gran acorazado propulsado por turbinas de vapor y armado con artillería pesada de calibre único, el Dreadnought.
La aparición de este potentísimo acorazado marcaría un antes y un después en la historia de la marina de guerra hasta el punto de que, desde entonces, todos los acorazados pasaron a designarse genéricamente dreadnoughts y todos los anteriores a él pre dreadnoughts. La gran novedad del modelo británico de 1906 era la desaparición de la artillería de diverso calibre que hasta entonces había sido la seña de identidad de los acorazados. Los cañones de calibre intermedio sólo resultaban útiles cuando el barco se encontraba en el campo de alcance del buque enemigo y no parecía demasiado razonable exponerse a ese peligro si el oponente podía ser eliminado desde una distancia segura gracias a la artillería de mayor calibre. En consecuencia el Dreadnought fue dotado de cañones más potentes, todos del mismo calibre (305 mm), lo que no sólo lo hacía más seguro sino que también facilitaba todas las tareas relacionadas con el suministro de munición y los cálculos de ajuste de disparo. Además el Dreadnought incluía otra gran novedad, su propulsión mediante turbinas de vapor, mucho más pequeñas y potentes que los mecanismos de propulsión tradicionales y que por tanto dotaban al navío de mucha más velocidad. La artillería pesada se disponía en cinco torres dobles no escalonadas de las que sólo tres estaban sobre la crujía (espacio de popa a proa en medio de la cubierta) y dos sobre las bandas de babor y estribor, y se completaba con otras armas ligeras y tubos lanzatorpedos. Por último, su grueso blindaje, especialmente reforzado en la línea de flotación, hacía de este acorazado el barco más seguro y potente conocido hasta entonces.
Los Dreadnought fueron rápidamente copiados por Alemania cuyos primeros modelos, los Nassau, aparecieron en 1907. En los años siguientes la tecnología de estos acorazados fue introduciendo diversas mejoras como el escalonamiento de las torretas o el progresivo aumento del calibre de los cañones. En otoño de 1909 los británicos comenzaron a construir los acorazados modelo Orión que incorporaban cañones de 343 mm y seis torres sobre la crujía de las que dos estaban escalonadas. La potencia de estos navíos era de tal magnitud que desde su aparición todos los acorazados armados con cañones de 340 mm o más calibre recibieron el nombre de Superdreadnoughts. En vísperas de la guerra Gran Bretaña disponía ya de los Queen Elizabeth con cañones de 381 mm, mientras que Alemania contaba con los Bayern y los Baden con cañones de 380 mm. Ambas potencias competían encarnizadamente por hacerse con la mejor armada y, pese a que los resultados habían sido brillantes para ambas partes, en el momento de ruptura de las hostilidades la flota británica, aunque algo menos moderna, era aún superior en número a la alemana, en línea con la aspiración del Almirantazgo que pretendía que la Royal Navy tuviese la misma potencia que la suma de otras dos marinas extranjeras, más un diez por ciento. Como señala Michael S. Neiberg, «en 1914 los británicos sobrepasaban en potencia de fuego a los alemanes en 11 Dreadnought, 18 acorazados de clases superiores a esta, 61 cruceros, 157 destructores y 48 submarinos».
Las diferencias entre la marina de guerra británica y la alemana no eran suficientes como para garantizar un éxito aplastante de ninguna de ellas sobre la contraria, razón por la que desde el comienzo de la guerra ambas potencias procuraron evitar un enfrentamiento directo de sus fuerzas en mar abierto. La estrategia de Gran Bretaña se centró en ahogar los recursos de Alemania, por lo que estableció un férreo bloqueo naval que impedía la llegada de suministros a sus costas. Para ello dividió su flota en dos partes, la Flota de Aguas Jurisdiccionales, dedicada a proteger la propia costa del archipiélago británico, y la Gran Flota encargada del bloqueo en alta mar. Desde los primeros momentos el bloqueo fue un éxito tanto por los medios de que disponían los británicos como por el hecho fortuito de que cuando estalló el conflicto la flota británica se encontraba ya movilizada (pues estaba realizando un ejercicio de simulación), lo que le permitió ganar un tiempo precioso frente a los alemanes. En 1915 los aliados habían interceptado ya más de tres mil barcos de todo tipo dirigidos a las costas alemanas.
El bloqueo no estaba exento de problemas pues provocó las quejas de los países neutrales, especialmente Estados Unidos, que consideraban que la medida perjudicaba sus intereses comerciales ya que cuando sus barcos eran sospechosos de transportar material de apoyo para la movilización bélica eran asimismo detenidos y sus cargamentos confiscados o hundidos. La consideración del cargamento como «material de apoyo» admitía más de una interpretación y en consecuencia no sólo se detenían barcos en los que se transportaba munición o materiales para la construcción de instrumental bélico, sino también tejidos e incluso alimentos. Pese a todo, el comportamiento de la flota británica se ajustaba estrictamente a la legalidad internacional pues cuando se interceptaba un barco se procedía a avisarle asegurándose de ser visibles, se comprobaba el cargamento sospechoso y si se encontraba, se evacuaba a su tripulación y finalmente se hundía la nave. En estas circunstancias poco era lo que podía hacer en aguas europeas la flota alemana ya que, eliminada la posibilidad de un enfrentamiento directo en superficie, sólo parecía quedar libre la vía submarina, pero dada su naturaleza resultaba imposible cumplir las normas internacionales de guerra naval. Con semejante perspectiva Alemania optó por el pragmatismo más crudo y el 4 de febrero de 1915 declaró la guerra submarina ilimitada contra todo tipo de objetivos.
La flota alemana contaba con los mejores y más modernos submarinos, los llamados U-Boote. Aunque estos ingenios ya habían sido ampliamente utilizados durante el siglo XIX, fue a comienzos del siglo XX cuando su evolución tecnológica les permitió convertirse en verdaderas armas de combate. En 1914 los submarinos estaban ya dotados de dos motores, uno diesel para navegar en inmersión y otro eléctrico para la navegación en superficie, periscopio para la observación, compás giroscópico (que indica el norte geográfico y no el magnético sin verse afectado por el metal de los cascos de los barcos), cañones en la cubierta y lanzatorpedos. La guerra submarina era por tanto una buena opción para hacer frente al poderío naval británico pues los U-Boote podían escapar al control ejercido en superficie y atacar a Gran Bretaña en su punto más débil, el suministro. Cerca de dos terceras partes de los alimentos consumidos por los británicos procedía de ultramar, así que atacar los barcos que transportaban esos suministros podía debilitar tanto a Gran Bretaña como para forzarla a negociar la paz. La campaña de hundimientos indiscriminados iniciada en febrero de 1915 pronto comenzó a dar resultados, pero también generó un fuerte rechazo internacional tanto por la quiebra de las reglas de apresamiento naval, como por el gran número de pérdidas económicas y humanas (frecuentemente civiles) que implicaba.
La tensión diplomática con los países neutrales alcanzó uno de sus puntos más altos en mayo de ese año cuando un submarino alemán hundió el buque de pasajeros Lusitania que cubría la ruta entre Nueva York y Liverpool ocasionando la muerte de mil ciento noventa y ocho personas. Entre las víctimas había más de un centenar de norteamericanos, lo que provocó una airada protesta de Estados Unidos pese a que el barco transportaba artículos de contrabando (probablemente munición) y que el cónsul alemán de Nueva York había advertido antes de su salida de que podía ser objeto de un ataque. A pesar de la protesta, los hundimientos continuaron y con ellos el aumento de la tensión internacional por lo que, finalmente, el 1 de septiembre el temor a la posible entrada de la potencia norteamericana en la guerra hizo que Alemania se comprometiese a respetar las normas bélicas navales poniendo fin a la guerra submarina ilimitada. Con ese escenario de fondo, Alemania no tuvo más remedio que reconsiderar su política naval y fruto de ello se produciría el único choque abierto en superficie con la Armada Real británica de toda la guerra.
La batalla de Jutlandia iniciada en mayo de 1916 sólo dejó una cosa clara, que la estrategia seguida hasta entonces por ambas potencias había sido la correcta o, al menos, la más prudente. Aunque el enfrentamiento debería haberse saldado con una gran victoria británica (puesto que gracias a la interceptación de las comunicaciones alemanas conocían de antemano la trampa que había preparado la flota del káiser), lo cierto es que ni Gran Bretaña ni Alemania vencieron en el choque. Las pérdidas de los británicos fueron superiores, pero la evidencia de que por esa vía difícilmente podría obtenerse un triunfo militar decisivo convenció a los alemanes de la conveniencia de no volver a intentar un encuentro semejante. En esa situación la vuelta a la guerra submarina ilimitada empezó a parecer la mejor opción posible. Convencido de ello, a finales de 1916, el almirante Henning von Holtzendorff bajo cuyo mando se encontraba la marina alemana, preparó un informe para el káiser abogando por las virtudes del regreso a la guerra submarina. Holtzendorff pensaba que gracias a ella Alemania podría ganar la partida a Gran Bretaña en unos pocos meses al asfixiarla de tal forma que no le quedase más remedio que pedir la paz. La estrategia podría resultar tan efectiva que ni siquiera daría tiempo a que las tropas norteamericanas pudiesen llegar a Europa en caso de que Estados Unidos declarase la guerra. En enero de 1917 su convencimiento era tal que, como recuerda Michael S. Neiberg, «en uno de los errores de cálculo más clamorosos de la guerra le dijo al káiser: “Le doy a Su Majestad mi palabra de oficial de que ni un solo norteamericano desembarcará en el continente”». Pocas veces la palabra empeñada ha dejado a alguien tan en evidencia como en aquella ocasión.
El 1 de febrero de 1917 Alemania anunció la reanudación de la guerra submarina ilimitada y en el mes de abril Estados Unidos le declaró la guerra. Las pérdidas aliadas de barcos alcanzaron entonces los niveles más altos de todo el conflicto llegando a superar los dos millones de toneladas. Aun así, los aliados habían aprendido la lección desde 1915 y disponían de varios métodos efectivos con los que combatir los ataques submarinos de los alemanes. Además del uso frecuente de los llamados «barcos Q» (mercantes armados con cañones ocultos, personal vestido de paisano y que navegaban bajo bandera neutral para despistar y sorprender al enemigo), contaban desde 1916 con las eficaces cargas de profundidad. Se trataba de potentes bombas cuya explosión podía ser programada para que tuviese lugar a diferentes profundidades gracias a sus detonadores por presión hidráulica, de modo que los submarinos podían ser atacados sin necesidad de que emergiesen. Gracias a los hidrófonos (el sonar aún no se había perfeccionado) podía detectarse el sonido producido por los submarinos y por tanto localizarlos para lanzar las cargas. Pero sin duda el mejor método de defensa antisubmarina fue el sistema de convoyes.
El abrumador aumento de hundimientos producidos por submarinos alemanes en 1917 llegó a poner a Gran Bretaña en una situación difícilmente sostenible. Tal y como había planeado Holtzendorff, los británicos comenzaron a tener importantes problemas para lograr abastecerse de artículos de primera necesidad, de modo que la posibilidad de ser incapaces de resistir por mucho tiempo empezó a perfilarse en el horizonte. Sin embargo la solución vendría de manos de los norteamericanos, que lograron convencer al Consejo Naval aliado de las bondades del sistema de convoyes para poner freno a la amenaza submarina alemana. Se trataba de que los barcos de mercancías navegasen escoltados por buques de guerra que pudiesen protegerlos de los submarinos, para lo que era necesario acomodar los distintos tipos de barcos dadas sus diversas velocidades y características. El número de barcos de guerra de cada convoy variaba en función del de mercantes escoltados así como de sus características, de suerte que en los convoyes más grandes (de unos cincuenta barcos mercantes) se incluían cruceros, destructores, lanchas torpederas, barcos rastreadores e incluso globos de reconocimiento para detectar las estelas producidas por los submarinos. El sistema de convoyes comenzó a principios de 1918 y su éxito fue enorme desde el primer momento, de modo que, como recuerda Álvaro Lozano, «en la primavera de 1918, por primera vez desde 1915, la construcción naval superaba ampliamente las pérdidas. Desde que se puso en marcha el primer convoy y el final de la guerra, los buques aliados escoltaron a 88 000 buques a través del Atlántico. Tan sólo perdieron 436 navíos y lo que resultaba más importante, de 1.100.000 soldados norteamericanos enviados a Europa, tan sólo fallecieron 400 a causa de los submarinos». La última gran apuesta alemana para ganar la guerra en el mar había fracasado y el desembarco de las tropas estadounidenses en el continente sería su golpe de gracia.
El 11 de noviembre de 1918 los fusiles y las ametralladoras callaron, la artillería permaneció en silencio, los carros de combate se convirtieron en simples vehículos, las trincheras quedaron vacías, los aviones y los zepelines dejaron de lanzar bombas, y en el mar los barcos y submarinos comenzaron a navegar tranquilos. La guerra había finalizado pero dejaba tras de sí una estela de muerte y sufrimiento inédita. Durante cuatro años interminables la humanidad había volcado todos sus esfuerzos al servicio de los intereses bélicos. Ingenieros, mecánicos, químicos, físicos, matemáticos… habían invertido su energía creativa en las demandas de desarrollo tecnológico impuestas por la guerra. El resultado había sido científicamente brillante pero humanamente desolador. Al terminar la guerra el mundo había cambiado por completo. Los viejos imperios caían como castillos de naipes, surgían nuevas naciones, la sociedad se sacudía viejos corsés para abrazar la vida moderna, la economía se redefinía, la literatura, el pensamiento o el cine se transformaban… Pero también la propia guerra había cambiado. El mundo de las masas patrocinado por el desarrollo industrial había llegado también a ella y la muerte había encontrado vías para volverse asimismo masiva. La Primera Guerra Mundial marcaba un triste hito en la historia de la humanidad al inaugurar el capítulo de las guerras de nuestro tiempo.

Parte 3
Vivir la guerra

El principal condicionante de la evolución de la humanidad en el siglo XXha sido la violencia. Esos cien años tienen el dudoso honor de haber resultado el período más violento de toda la historia, habiendo acogido el mayor número de conflictos, el mayor número de víctimas y sobre todo el nacimiento de nuevas y sobrecogedoras formas de infligir daño y matar. La aplicación directa del desarrollo industrial y sus avances a la guerra ha dado como fruto la mancha más terrible que alberga la conciencia humana, una mancha indeleble que nos afecta a todos y cuya memoria es imprescindible preservar si no queremos repetir los errores del pasado. La Primera Guerra Mundial fue el primer capítulo, inmenso y terrible, de ese proceso, constituyéndose así en el pistoletazo de salida de un mundo tan fascinante como amenazador, el nuestro. Su significación real sólo puede entenderse pasando de la esfera de las decisiones políticas y los hechos militares a la de la cotidianidad de los hombres y mujeres cuyas vidas se vieron afectadas (y en muchos casos truncadas) entre 1914 y 1918. Los historiadores se han esforzado en los últimos años en poner rostro humano a la historia tradicional, en desenterrar la vivencia angustiada y dolorosa de las gentes de aquella época. La primera sorpresa ha sido lo variado de dicha experiencia, que divergía en función de la edad, el sexo, los países… pero al tiempo ha llamado poderosamente la atención que muchas personas muy diferentes y de lugares muy alejados del planeta expresasen sentimientos similares, los mismos temores, sufrimientos y anhelos para un futuro en paz que en cualquier caso intuían muy lejano.
Algunas de estas personas fueron las que cargaron sobre sus espaldas el peso de la guerra, las que pusieron en práctica los grandes planes militares, las que mataron y murieron por orden de hombres a los que no habían visto en su vida y conforme a decisiones cuyo sentido y utilidad se les escapaba en muchas ocasiones. Otras no acudieron a luchar al frente, pero no por ello la guerra les fue ajena. En muchos lugares del mundo la movilidad de las tropas y los efectos de batallas que se libraban a muchos kilómetros de distancia repercutían en la vida diaria de aquellos que se quedaron en casa. Aunque no fueron a la guerra esta les persiguió dondequiera que estuviesen. Para algunos colectivos concretos como las mujeres, los niños o algunas minorías étnicas, la guerra supuso una experiencia especial que cambió el rumbo de su existencia como grupos diferenciados dentro de la sociedad europea. ¿Cómo vivieron todos ellos la contienda? ¿Cómo evolucionaron durante esos largos cuatro años de conflicto? ¿Cómo condicionaron estos su futuro y el de las sociedades de las que formaban parte? Todas estas son preguntas de difícil respuesta, pero no por ello debemos dejar de intentar asomarnos al rostro humano de la guerra pues, más allá de los hechos políticos y bélicos, la experiencia de quienes la vivieron es el legado moral más valioso de aquellos años terribles.

Capítulo 8
La guerra de los soldados

Cuando en el verano de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial toda una generación de jóvenes de Europa y de las colonias europeas de otras partes del mundo se lanzaron alegremente a la calle para celebrar la llegada del acontecimiento que cambiaría sus vidas para siempre. Muy pocos de ellos sospechaban hasta qué punto las transformaría. Sólo algunos lograron volver a casa, cargados de todo tipo de heridas físicas, mentales y espirituales; y muchos de los que regresaron fueron incapaces de adaptarse a una sociedad civil de la que habían dejado de formar parte cuatro años atrás. ¿Qué vivieron estos hombres? ¿Por qué tantos se entregaron entusiasmados a una hecatombe sin precedentes? ¿Cómo reaccionaron ante lo que se encontraron en el frente de batalla?
Estas son preguntas a las que la historia tradicional, la Gran Historia, no ha dado respuesta durante décadas al fijar su atención en los grandes procesos políticos y económicos y en los personajes públicos que marcaron su deriva. Pero desde hace unos años historiadores de los cinco continentes se afanan en desvelar cómo fue la experiencia de quienes realmente hicieron la guerra, los hombres que lucharon, resistieron y murieron en los campos de batalla. Para ello han rescatado las fuentes que nos hablan de ellos, recuperando para la posteridad un auténtico torrente de cartas, diarios y memorias de los combatientes. Este rico material ha demostrado ser la piedra de toque para comprender la dimensión humana del drama que fue la Gran Guerra. Gracias a los trabajos de historiadores como Paul Fussell, Marc Ferro o Peter Englund es como si se hubiese logrado poner un micrófono ante aquellos soldados dándoles la oportunidad de contar a la posteridad lo que para ellos supuso la experiencia del frente. La tarea de rescatar la memoria no oficial de la guerra no ha hecho más que comenzar, y aunque no conocemos por igual la situación de las tropas en todos los frentes que tuvo el conflicto, lo que se ha recobrado hasta ahora nos permite dar voz a aquellos que lo padecieron y escuchar estremecidos su relato.

En los últimos días de julio y primeros de agosto de 1914 las potencias europeas se embarcaron en una guerra general que afectaría no sólo a Europa, sino a buena parte de la población mundial debido a que dichas potencias tenían grandes imperios coloniales en todo el mundo. Todavía hoy es difícil comprender por qué los estados más ricos y civilizados que hasta el momento había conocido la historia se aventuraron a un conflicto que les enfrentó divididos en dos bloques, sin que hubiese una causa suficientemente grave que justificase dicha reacción. La chispa que provocó el incendio fue el asesinato del heredero del trono austro-húngaro en Sarajevo el 28 de junio de 1914. Pero para la lógica del momento, si este hecho tenía que desencadenar una guerra debería haber sido un conflicto regional entre el vetusto Imperio austro-húngaro y el joven reino de Serbia. Sin embargo una serie de corrientes internas en los diferentes países, activas desde hacía décadas, hicieron que aquel verano se desatasen fuerzas incontrolables. Alemania y Austria-Hungría se enzarzaron en una guerra con Rusia, Francia y el Reino Unido (desde el comienzo secundados por Serbia y Bélgica), a la que se iría sumando la mayoría de los estados europeos generando un cataclismo sin precedentes.
¿Se podía haber evitado esta guerra? Esta pregunta ha resonado en las conciencias desde el mismo comienzo del conflicto. Pero los gobiernos y las poblaciones de los diferentes países llevaban varias décadas preparándose para una lucha que pusiese fin al largo período de paz que había vivido el continente desde 1871, pues desde aquel año sólo se habían producido pequeños conflictos periféricos que nunca habían enfrentado entre sí a varias de las grandes potencias. Estas, pese a proclamar la paz como un objetivo de su acción política, llevaban haciendo acopio de recursos militares desde finales del siglo XIX debido a las rivalidades políticas y económicas que iban erosionando lenta y casi imperceptiblemente las relaciones internacionales. No sólo las armas fueron las protagonistas de aquella «carrera de armamentos» que iba a hacer posible la confrontación final. Los hombres, y más concretamente la cantidad de ellos que los diferentes países fuesen capaces de movilizar en los primeros días de lucha, eran la pieza clave en las estrategias bélicas globales de las distintas potencias. Pero estos peones en la partida de los grandes estrategas eran seres humanos que ni de lejos estaban preparados para lo que se avecinaba.

§. Una alegre despedida
En los cálculos de los militares el número de hombres que se podía movilizar en el primer momento era considerado como el factor esencial para lograr una ventaja en un conflicto que se presumía muy igualado. Los estados europeos habían ido implantando en las décadas anteriores los medios políticos, económicos y administrativos que hacían posible poner en marcha semejante potencial humano si llegaba el momento de necesidad. La universalización del servicio militar obligatorio en tiempo de paz se había impuesto en el siglo XIX a los ciudadanos de los estados liberales que habían surgido de las revoluciones que arrasaron el continente a principios de la centuria. De hecho, el Reino Unido era la única potencia en la que no se había implantado este medio básico para concienciar a los individuos de su deber de defender la nación. Ante el aumento de la competencia internacional y la acumulación de armas por las grandes potencias, en los años anteriores a 1914 estas pusieron en marcha planes especiales de reclutamiento. Alemania, aterrada ante la gran disponibilidad de efectivos del ejército ruso, que superaba el millón de soldados, emprendió un programa de expansión del tamaño de su ejército, que fue respondido por Francia con el aumento de la duración del servicio militar de dos a tres años, duración que ya tenía en Alemania.
A ello había que sumar un factor radicalmente nuevo en esta guerra. Como afirma el historiador británico Michael Howard al analizar la respuesta popular a las declaraciones de guerra del verano de 1914, «en todas partes el pueblo respaldaba a sus respectivos gobiernos. No era una “guerra limitada” entre estados soberanos. Ahora la guerra era una cuestión nacional». Esto fue posible gracias a que durante el siglo XIX los países europeos habían desarrollado amplios programas de expansión de la educación obligatoria, haciendo que los niños acudiesen a la escuela donde recibían una formación basada en el reconocimiento de la respectiva identidad nacional. El caso paradigmático a este respecto fue el de la Tercera República en Francia, que desde 1871 puso en marcha la educación nacional pública, gratuita, obligatoria y laica que forjó la identidad nacional francesa haciendo desaparecer prácticamente las antiguas identidades regionales de bretones, occitanos, provenzales, borgoñones… Por tanto, las proclamas oficiales que al inicio de la campaña llamarían a los hombres corrientes a asumir la defensa armada de la nación en peligro contaron con un público predispuesto a acudir a la llamada. El escritor austríaco Stefan Zweig recordaba en sus memorias el ambiente posterior a la declaración de guerra: «En Viena encontré toda la ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno, aquella con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás».
Los historiadores han destacado además que existían una serie de factores culturales que favorecieron la implicación de los hombres comunes en el conflicto. La monotonía y las frustraciones que el trabajo industrial y la vida moderna en las ciudades imponía a la mayoría de los individuos hicieron que una insatisfacción cultural, soterrada pero en crecimiento constante, llevase a muchos a desear el advenimiento de cambios drásticos que aportasen novedades a una vida alienante. Fue esta insatisfacción la que llevó a que las diferentes propagandas nacionales tuviesen una efectividad espectacular en los primeros momentos del conflicto y a que las reacciones de alegría y apoyo a la guerra se viviesen en las ciudades de todo el continente. Aunque en los días iniciales la movilización afectó básicamente a soldados y reservistas, desde las primeras semanas se llamó insistentemente al alistamiento de voluntarios, algo que resultó de una importancia vital para alguno de los contendientes, como Gran Bretaña, que sólo contaba con un pequeño cuerpo militar expedicionario para enviar a Europa continental, ya que el resto de sus tropas estaban acantonadas en las colonias.
Aunque los especialistas no se han puesto de acuerdo sobre el número de efectivos movilizados entre julio y septiembre de 1914, parece que en ningún caso descendió de los diez millones de soldados. En algunos países las coincidencias en las movilizaciones fueron sorprendentes. Tanto Alemania como Francia convocaron aproximadamente a tres millones de hombres cada una, que en momentos de arrebato decoraron los vagones de los trenes que los transportaban con las inscripciones Nach Paris o À Berlin («A París» y «A Berlín» respectivamente en alemán y francés). Otros casos fueron muy diferentes. El Imperio austro-húngaro movilizó todavía a más hombres, que pertenecían a once nacionalidades distintas y que hablaban lenguas muy diversas. A lo largo de la guerra la heterogeneidad interna de esta fuerza junto a las fuertes limitaciones de los mandos del imperio de los Habsburgo harían de ella un conglomerado humano prácticamente ingobernable. En el caso del Imperio ruso, la nota distintiva la daría el origen rural de la mayoría de sus efectivos. La industrialización económica y la modernización social habían sido procesos que habían penetrado con desigual intensidad en los países europeos, y Rusia, pese a los avances que había realizado en los años inmediatamente anteriores a 1914, seguía siendo un país predominantemente rural. Si la nacionalización de las masas fue esencial en las potencias más avanzadas para que los argumentos que los gobiernos presentaban a sus pueblos funcionasen, en Rusia fue la lealtad tradicional al zar, apoyada por las bendiciones de la Iglesia ortodoxa, la que jugó un papel determinante en la movilización. Con el paso de los años la continuidad de las hostilidades demostraría que la solidez de esos resortes era mucho menor de lo que pensaban las autoridades del imperio de los Romanov.
En muchas ocasiones los propios soldados dejaron constancia de sus impresiones al partir a la guerra. El joven alemán Herbert Sulzbach, de sólo veinte años y origen judío, sirvió durante la contienda en el ejército de su país y llevó durante todo su servicio un diario. A comienzos de septiembre de 1914 daba cuenta de sus impresiones: «… somos los primeros de entre el puñado de voluntarios que llegarán al frente. Embarcamos en la estación de mercancías y una extraña sensación me sobrevino, era una mezcla de felicidad, exaltación, orgullo, la emoción de las despedidas y la conciencia de la importancia del momento. Éramos tres baterías y desfilamos en formación cerrada por la ciudad entre los vítores de sus habitantes». Los militares que marchaban al frente no eran los únicos conscientes de que la guerra que comenzaba era un momento de una importancia histórica. Muchos civiles tuvieron también la idea de llevar un diario de guerra, como la niña alemana Elfriede Kuhr, de doce años, que nos ha legado su propio testimonio de cómo partían los soldados: «Luego apareció el [regimiento de infantería] 149 en cerrada formación, avanzando por el andén como una oleada gris. Todos los soldados llevaban colgando del cuello largas guirnaldas de flores estivales. Ramos de ásteres, como si fueran a disparar al enemigo con flores. Los soldados iban muy serios. Esperaba que riesen y exultaran […] Ahora la banda estaba tocandoVuestros serán los laureles de la victoria. La gente que quedaba en la plaza agitó sus sombreros y pañuelos. En el vagón de cola, los reservistas imitaban a los músicos con las manos y las bocas, y provocaron grandes risas […] Luego el tren de los reservistas se puso en marcha; los reservistas cantaban y vitoreaban, y nosotros agitamos las manos hasta que los perdimos de vista».
Las imágenes de la partida de los hombres al frente no fueron muy distintas en el resto de las ciudades fuera de Europa. En los territorios de mayoría blanca del Imperio británico la llamada al alistamiento contra la amenaza alemana se sintió también como algo apremiante. La cercanía con la metrópoli por los vínculos familiares y culturales (casi todos los que se alistaron eran hijos de emigrantes procedentes de las islas Británicas) hizo que muy pronto zarpasen barcos cargados de voluntarios desde Canadá, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica. Se movilizaron incluso tropas del más poderoso ejército británico, el de la India (se calcula que a lo largo de toda la guerra un millón de indios salieron del virreinato a prestar servicio militar), e incluso de destinos tan exóticos como las Indias Occidentales Británicas. En palabras del historiador británico Niall Ferguson: «… la Fuerza Expedicionaria Británica [fue] una empresa completamente multinacional, que, a diferencia de sus homólogas austríaca y rusa, en cierta medida pudo resistir profundas divisiones étnicas y con frecuencia un deplorable liderazgo». Aun así, los cálculos se quedaron cortos ante la prolongación inesperada de la guerra. En el primer año y medio de conflicto 2 631 000 hombres acudieron a la llamada de Kitchener y se alistaron voluntarios para respaldar al pequeño ejército profesional británico de 250.000 efectivos, pero ni siquiera esta extraordinaria afluencia bastaba para alimentar los frentes.
En enero de 1916 el gobierno de concentración británico dejó a un lado sus reticencias e impuso el servicio militar obligatorio para los varones entre dieciocho y cuarenta y un años. Francia también puso en marcha sus resortes imperiales para reforzar el dispositivo humano, pero con resultados más modestos. En su caso se procedió al alistamiento de franceses o descendientes directos de territorios con una vinculación muy estrecha con la metrópoli (caso de Argelia), así como a emplear algunas tropas de población indígena de las colonias del África subsahariana en territorio europeo. A diferencia de Gran Bretaña, en el caso francés la aportación de los contingentes coloniales al esfuerzo bélico fue muy inferior. Europeos, africanos, antillanos, asiáticos… independientemente de su nacionalidad o de su origen, muy pronto todos estos soldados perderían los motivos para anhelar una experiencia extraordinaria y liberadora, y descubrirían que la guerra era otra cosa.

§. ¿Ilusiones o espejismos?
Desde los primeros meses de la Primera Guerra Mundial comenzaron a ponerse en marcha varias de las dinámicas que marcarían la experiencia de los soldados de ambos bandos, y todas ellas demostrarían pronto que el ardor guerrero de los primeros momentos se sustentaba sobre unas bases muy endebles. Antes de 1914 la guerra había sido un asunto de militares profesionales, pero en la nueva sociedad de masas y con el objetivo de lograr una victoria rápida los gobiernos emprendieron los planes de movilización de masas, cuyo resultado fue un nuevo tipo de conflicto bélico en el que el grueso de las tropas del frente no eran militares profesionales sino civiles movilizados. Ya en las primeras acciones la guerra les mostró su cara más dura. El escritor y periodista Jean Galtier-Boissière, que luchó durante la guerra en el ejército francés, lo dejó claro en una descripción de la retirada general de las tropas antes de la batalla del Marne, el 22 de agosto de 1914: «De repente unos silbidos estridentes nos precipitan cara a tierra, aterrados. La ráfaga acababa de estallar encima de nosotros […] Esta espera de la muerte es terrible. El cabo, que ha perdido su quepis, me dice: “Si hubiese sabido que esto era la guerra, chico, si va a ser así todos los días, prefiero que me maten enseguida”. No somos soldados de cartón, pero este primer contacto con la guerra ha sido una sorpresa bastante dura. En su alegre inconsciencia, la mayor parte de mis camaradas no había reflexionado jamás en los horrores de la guerra y no veían la batalla más que a través de los cromos patrióticos; desde nuestra salida de París, el Boletín de los Ejércitos nos conservaba en la inocente ilusión de la guerra para andar por casa…».
Lo que se había puesto en marcha no era una guerra como la que se conocía hasta entonces, sino una guerra industrial a gran escala. La aplicación directa del desarrollo industrial y sus avances a la guerra tuvo como resultado el despliegue del armamento, la logística y la producción bélica más formidables que se habían conocido hasta entonces. En palabras del profesor Niall Ferguson, «la guerra se convirtió, como expresaron muchos contemporáneos, en una máquina colosal, que devoraba hombres y municiones como materia prima». Esta matanza mecanizada tuvo como resultado que el número de bajas (tanto de militares como de civiles, aunque el sufrimiento y número de víctimas de la población civil no tendría comparación con el de la Segunda Guerra Mundial) se contaran por cientos de miles desde los primeros meses. En Francia y en una fecha tan temprana como finales de septiembre de 1914 la cifra oficial de heridos civiles y militares ascendía ya a 385 000. La alegría de los voluntarios de los primeros momentos fue rápidamente sustituida por la pesadumbre de ir a una muerte más que probable. Robert Nichols, soldado británico alistado en 1914, fue uno de los miembros de la nutrida generación de poetas bélicos que la Primera Guerra Mundial dio a la lengua inglesa. En sus escritos posteriores sobre aquellos años recordaba su examen médico al alistarse: «Recuerdo muy bien el rostro de un comandante amable y aplicado […] en medio de la sala abarrotada […] Nos sonrió de uno en uno, pero había tristeza en sus ojos. “¿Qué edad tienes?”, le preguntó a un aspirante que hinchaba el pecho desnudo para llenar la dimensión de la cinta métrica. “Diecinueve años, señor”. “Muchacho, pareces tener mucha prisa en que te maten”. El aspirante, desconcertado y balbuceando, dijo: “Señor, sólo quiero aportar mi granito de arena”. “Muy bien, así lo harás; y que tengas buena suerte”. Pero […] mientras el comandante posaba su cabeza sobre mi pecho desnudo (yo era el siguiente) experimenté una curiosa sensación: sus pestañas estaban húmedas».
De hecho, los que se alistaban ya a finales de septiembre para ir a luchar no mostraban el mismo entusiasmo que sus predecesores. Kresten Andresen era un joven de veintitrés años de origen danés que sirvió en el ejército alemán durante la guerra. A la hora de partir dos meses después del comienzo de las hostilidades anotaba en su diario: «Es tal nuestro aturdimiento que partimos a la guerra tan tranquilos, sin lágrimas ni espanto, y eso que todos sabemos que nos envían al puro infierno. Pero ceñido por un rígido uniforme el corazón no late con libertad. Uno deja de ser uno mismo, apenas es un ser humano, a lo sumo un autómata que funciona convenientemente y que hace lo que le dicen sin recapacitar demasiado. Ay, Dios mío, ¡ojalá pudiéramos volver a ser personas!». Las negras premoniciones de este joven al partir para el frente se materializarían de una forma que no sospechaba ni él ni el resto de sus compañeros que se habían incorporado a la lucha en las semanas anteriores. La Primera Guerra Mundial les tenía reservada lo que entonces fue una desagradable sorpresa para todos, un nuevo tipo de guerra que no se había visto antes y que tomaría forma durante aquel otoño.

§. La guerra de sitio más grande jamás contada
La dinámica bélica de la Gran Guerra no adquirió uno de sus rasgos más distintivos hasta avanzado el otoño de 1914. Hasta entonces, en el frente occidental, los alemanes habían luchado para llevar a la práctica su audaz plan de poner en marcha un gigantesco movimiento envolvente sobre París a través de Francia occidental (lo que exigió la sangrienta ocupación de Bélgica, país neutral desde su fundación hacía casi un siglo) mientras atraía a los ejércitos galos a una trampa en los territorios de Alsacia y Lorena. Era el conocido como «Plan Schlieffen», que pudo ser abortado en septiembre por las tropas franco-británicas en la ofensiva del Marne y que desembocó en los dos meses posteriores en una angustiosa carrera de ambos bandos por cortar el acceso al enemigo al mar por la costa del canal de la Mancha. El resultado en tablas de dicha operación desembocó en la formalización de un frente estable en Bélgica y Francia oriental. Se pasó de una clásica guerra de movimientos a una de posiciones en la que cada uno de los contendientes se aprestó a preparar improvisadas infraestructuras que sirviesen al tiempo para resistir los ataques del enemigo y afianzar su posición sobre el territorio. Las infraestructuras elegidas fueron las trincheras, que de ser algo característico de episodios puntuales en operaciones defensivas o de asedio se convirtieron en el rasgo omnipresente y característico de la Primera Guerra Mundial.
El uso de las trincheras en una guerra con armamento industrial no era una novedad absoluta, ya que durante la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 se habían empleado combinadas con algunos de los avances tecnológicos modernos, pero en ningún caso llegó a alcanzar el protagonismo que adquirió desde el otoño de 1914 en el frente occidental. El proceso de fijación del sistema de zanjas militarizadas fue rápido y su efecto inmediato fue el de desconcertar absolutamente a los mandos militares. Ya a finales de 1914 quien había sido nombrado ministro de la Guerra en el nuevo gobierno de concentración nacional que se formó en Gran Bretaña tras el estallido de la guerra, lord Horatio Herbert Kitchener, el laureado mariscal de las campañas coloniales que por medio siglo había obtenido victorias desde la India hasta Sudán y Sudáfrica, afirmó ante esta nueva variedad bélica: «No sé qué hacer, esto no es una guerra».
Y es que desde aquel invierno y hasta la primavera de 1918 el sistema de trincheras fue fijo. Las ofensivas no se movían más que unos cientos de metros, algunos kilómetros a lo sumo. En conjunto se trataba de un complejo de excavaciones de seiscientos cincuenta kilómetros que comenzaba en el canal de la Mancha, en Bélgica, y que a través de Francia seguía una línea imaginaria que unía los territorios de las poblaciones de Ypres, Béthune, Arrás, Albert, Compiègne, Soissons, Reims, Verdún, Saint-Michel, Nancy y llegaba a la frontera suiza en las cercanías de Beurnevésin. Se trataba de dos sistemas paralelos de trincheras, uno en la parte oriental controlado por los alemanes, mientras que el occidental estaba en manos de los aliados. Aproximadamente los primeros sesenta kilómetros de este último estaban controlados por los belgas, mientras que desde Ypres y a lo largo de ciento cincuenta kilómetros el mando militar lo ejercían los británicos, y el resto hacia el sur quedaba en poder de los franceses. El sistema de excavaciones hechas durante toda la guerra por ambos bandos sumaba en total cuarenta mil kilómetros de zanjas.
Podría caerse en la tentación de creer que se trataba de dos líneas paralelas que llevaban de un extremo a otro del frente. De hecho los propios soldados tuvieron ocasionalmente esa impresión, sobre todo en sus primeros días en el frente. El soldado británico Stanley Casson, conocido posteriormente por su trabajo como arqueólogo y que moriría en servicio durante la Segunda Guerra Mundial, dejó escrito lo siguiente sobre su posición en el frente occidental: «Nuestras trincheras estaban situadas en una ligera pendiente, desde la que se dominaba el terreno alemán, con la nebulosa visión de una meseta más abajo. A derecha e izquierda se extendían las grandes líneas de defensa tanto como las miradas y las imaginaciones podían abarcar. A veces me preguntaba cuánto tiempo tardaría en caminar desde las playas del Mar del Norte hasta aquel curioso final de toda lucha en la frontera suiza; intentar adivinar cómo era cada extremo; imaginar lo que podría pasar si enviara un mensaje verbal, como si fuera un juego de salón, al hombre que estuviera a mi derecha, que debía pasar hasta el último hombre allá arriba, en los Alpes. ¿Al final sería comprensible?». Pero la realidad era más compleja, casi laberíntica. Se trataba de intrincados sistemas de tres líneas de trincheras por cada bando, que no siempre formaban un continuo a lo largo del frente. La primera era la trinchera de fuego, que era escenario de la lucha y distaba entre cincuenta metros y kilómetro y medio del enemigo. Por detrás de ella, a unos cuantos cientos de metros, existía una segunda línea de trincheras, la de apoyo, cuya actividad se centraba en la realización de labores de auxilio a la de fuego. Por último existía una tercera línea, la de reserva, que era la más cercana a la retaguardia y que estaba en contacto directo con las poblaciones cercanas de esta, desde las que se organizaban las tareas de apoyo e intendencia a las tropas. Estas localidades conectaban con las trincheras mediante el sistema de carreteras, en muchas ocasiones deficiente. En la zona de Ypres fue especialmente importante la población de Poperinghe (llamada familiarmente por los soldados británicos sencillamente «Pop») y en el Somme jugó un papel similar la ciudad de Amiens.
Además de las trincheras propiamente dichas existían otros dos tipos de zanjas que formaban parte del sistema: las trincheras de comunicación y los túneles. Las primeras corrían de forma perpendicular a las tres líneas del frente y permitían comunicarlas sin exponerse al fuego enemigo. Mientras, las segundas constituían el tipo más temido por los combatientes. Entre las dos líneas enemigas se extendía una franja de tierra de dimensiones variables (en algunos casos apenas de cincuenta metros) llamada por todos la «tierra de nadie». Este espacio, que era el que había que cruzar durante las ofensivas, no era un territorio vacío. En él se adentraban los llamados túneles, zanjas más pequeñas que conectaban con los elementos defensivos instalados en la tierra de nadie, normalmente puestos avanzados de observación, de escucha, de lanzamiento de granadas o nidos de ametralladoras. En este territorio en litigio además se instalaban elementos defensivos para dificultar el avance del enemigo. Los más utilizados eran las alambradas, que se plantaban a suficiente distancia como para impedir que el adversario avanzase lo bastante para lanzar granadas al interior de la trinchera. La confección de las alambradas se fue haciendo cada vez más sofisticada, pasando de líneas sencillas de alambre a complejos obstáculos que constituían auténticas trampas en las que se lograba dejar expuesto al enemigo frente al fuego de los defensores.
La trinchera de fuego tenía habitualmente entre 1,80 y 2,45 metros de profundidad y de 1,20 a 1,50 de anchura. Por el lado que daba al enemigo se elevaba un parapeto de construcción, tierra o sacos terreros de unos 60 a 90 centímetros desde el nivel del suelo. Por el lado trasero otro parapeto de menor altitud, normalmente de 30 centímetros, ofrecía asimismo protección. En los laterales de la trinchera se solían excavar agujeros de acceso a los refugios subterráneos más profundos a los que se llegaba mediante unas escaleras de tierra apisonada, y que solían emplearse como puestos de mando, dependencias de oficiales o sencillamente para resguardar a los soldados durante los bombardeos. En el interior de la trinchera, por el lado del enemigo, era habitual realizar un escalón corrido de 60 centímetros de alto (el «paso de fuego») que permitía a los soldados que se subían en él disparar o lanzar granadas por encima del parapeto de protección. En ocasiones este contaba con troneras a través de las que se podía disparar sin quedar expuesto al fuego enemigo y que, a veces, se protegían con planchas de acero para blindarlas.
El trazado de las trincheras nunca avanzaba en línea recta, sino en zigzag y en ocasiones su discurrir estaba interrumpido por salientes que penetraban en la trinchera desde las paredes a modo de parapetos interiores. La razón de este diseño era evitar los efectos letales de la metralla si un proyectil de artillería explotaba en el interior de la misma. Se trataba de limitar el daño a un espacio lo más reducido posible, de calcular todo para evitar un alto número de bajas. Esto hacía que el avance por las trincheras no fuese rápido, sino que el soldado que se trasladaba por ellas tenía que realizar frecuentes giros y rodeos, pero presentaba también la ventaja de que en caso de invasión de la trinchera por el enemigo su defensa era más viable, pues facilitaba a los defensores la toma de posiciones desde las que hostigar al atacante. El resultado era un intrincado sistema de pasadizos semisubterráneos en los que era muy fácil perderse. Así, un mayor británico escribía a su mujer en diciembre de 1914: «Las trincheras son un laberinto, ya me he perdido varias veces […] no puedes salir de ellas y pasearte por el campo, y lo único que ves son dos muros de barro a cada lado». Las autoridades militares intentaron paliar el caos poniendo señales indicadoras y de control del tráfico a lo largo del trazado, pero con éxito limitado. Lo normal era que los soldados sólo conociesen bien el tramo del sistema de trincheras en el que se desarrollaba su actividad cotidiana.
El suelo se cubría con listones de madera, debajo de los cuales había desagües para evacuar el agua de las frecuentes lluvias, y las paredes tenían que ser a menudo reforzadas para evitar los deslizamientos de tierra utilizando sacos terreros, puntales de hierro y madera e incluso haces de ramas. La observación del enemigo desde el interior de la trinchera se hacía usando periscopios que permitían contemplar la tierra de nadie y la línea enemiga. Cualquiera que se expusiese por encima de la línea del parapeto protector era normalmente alcanzado por el fuego de los francotiradores, una especialidad que adquirió gran relevancia en este tipo de guerra. Fue el incremento de las muertes por las heridas de bala en la cabeza (por efecto de los francotiradores o de las ametralladoras) lo que llevó al cambio en ambos bandos de las protecciones craneales. Los franceses y británicos sustituyeron el quepis y la gorra (sus prendas marciales respectivas) por el casco metálico semiesférico de ala corta, modelo Adrian en el caso francés, modelo Brodie en el británico, que a muchos de los soldados se les antojaba como algo cómico. Los alemanes sustituyeron su clásico Pickelhaube (el casco prusiano de cuero decorado con un pincho a modo de cimera) por el Stahlhelm(un yelmo de acero con visera y una práctica protección de la nuca y las orejas). Los tres modelos, aunque el alemán de dimensiones menores, permanecían en uso todavía durante la Segunda Guerra Mundial.
Las líneas de los aliados se numeraban por secciones, cada una de las cuales correspondía a una compañía, que normalmente ocupaba un tramo de trescientos metros. Sin embargo los soldados inventaron sistemas más convencionales de llamar las secciones de trinchera. Los británicos, en vez del código alfanumérico ideado por los mandos, usaban nombres de la geografía londinense como Regent Street, Piccadilly o Hyde Park. También los soldados británicos tomaron la costumbre de dar nombres familiares a las secciones de las trincheras alemanas, a las que cáusticamente bautizaban con nombres relacionados con el mundo de la cerveza: Pint, Ale, Bitter, Pilsen… Aunque a través de estos nombres los soldados trataron de humanizar aquellos interminables e incómodos laberintos, semejantes infraestructuras condicionaron inevitablemente la vida de quienes se vieron obligados a permanecer en ellas. Más allá de la temida cercanía del enemigo, las trincheras mismas serían también fuente de problemas para quienes las habían construido.

§. En el laberinto de la muerte
Como si de hormigas se tratase, los soldados desarrollaron su vida cotidiana en aquel inverosímil mundo de pasillos subterráneos. Para optimizar los recursos y no quemar su moral, los mandos prohibieron la permanencia constante en la línea de fuego, estableciendo un sistema de rotación entre las trincheras de primera línea, de apoyo y de reserva, por períodos de entre tres días y una semana. Tras haber pasado por las tres líneas se permanecía una semana completa en la retaguardia, donde se realizaban labores de entrenamiento y organización. Era prácticamente la única posibilidad de descansar, ya que sólo ocasionalmente se concedían permisos. La organización del tiempo en las trincheras de primera línea seguía un patrón bastante definido. La jornada comenzaba una hora antes del amanecer, momento en el que se imponía el estado de alerta, ya que el alba era el momento preferido para atacar. Si la suerte sonreía ese día el sol se alzaba sin novedad en el horizonte, lo que significaba que no habría ataque. Sólo entonces los soldados se organizaban en pequeños grupos para preparar el desayuno. En el caso de los británicos este consistía en té, pan y tocino, que a veces se acompañaba con dos cucharadas soperas de ron, que las autoridades militares estimaban como un medio apropiado para mantener el tono de la tropa. Era muy apreciado por los soldados y antes de lanzar una ofensiva los mandos acostumbraban a aumentar la ración diaria.
El resto del día debía ocuparse en las tareas cotidianas: inspeccionar si se habían ocasionado daños en la trinchera durante la noche y repararla, realizar partes de municiones y provisiones disponibles para los superiores, informar de las bajas producidas, hacer guardia, despiojarse, leer, escribir cartas o dormir. El repertorio de acciones que se podían hacer en la eterna espera de un ataque era limitado. Por las tardes solía dictarse otro estado de alerta. Tras una nueva observación del enemigo y si no se producía un ataque, se realizaban por lo común las reparaciones necesarias de los elementos avanzados (básicamente alambradas), muchas veces interrumpidas por el fuego de ametralladora o de la artillería enemigas. Ya por la noche se enviaban patrullas nocturnas y grupos de avanzadilla a la tierra de nadie, que tenían la misión de detectar cualquier posible cambio en la trinchera del enemigo que diese pistas sobre su verdadero estado. Era uno de los momentos más misteriosos y peligrosos para los soldados, que en ocasiones podían encontrarse con una patrulla enemiga y protagonizar una escaramuza. Para cuando llegaba el estado de alerta del amanecer ya no quedaba nadie sobre el terreno.
El hostigamiento de las trincheras por parte de la artillería era muy frecuente. El enemigo bombardeaba la primera línea desde sus posiciones artilleras en la retaguardia, obligando a los soldados a esconderse en los refugios (si disponían de ellos) o en el espacio más resguardado que tuviesen cerca si no tenían ocasión de alcanzar las entradas subterráneas. Allí permanecían inmóviles con la esperanza de no ser alcanzados. Siempre se dejaban dos o tres centinelas en trinchera abierta con la misión de que vigilasen la tierra de nadie bien usando un periscopio o desde una tronera, ya que el bombardeo podía ser el preludio de un ataque de la infantería enemiga.
Por lo general (sobre todo en el bando aliado) las trincheras se construyeron de forma improvisada, estaban mal acondicionadas y eran muy insalubres. La suciedad, la humedad, el frío y los malos olores eran omnipresentes. La razón de que no se trabajase en mejorar estas instalaciones fue que durante toda la guerra el alto mando nunca perdió la esperanza de lanzar una ofensiva que rompiese el empate del frente y permitiese un regreso a la guerra de movimientos. De ahí que los recursos y esfuerzos se destinasen a otros objetivos. Uno de los principales problemas, sobre todo en la parte septentrional del frente, era la humedad. Las regiones de Flandes, el paso de Calais y Picardía, de clima atlántico, recibían lluvias frecuentes procedentes del océano, lo que unido a la baja altura respecto al nivel del mar hacía que las trincheras estuviesen siempre húmedas y en muchas ocasiones anegadas con varias decenas de centímetros de agua, incluso hasta la cintura. Cuando sucedía esto, como la lluvia era igual para todos, se establecía una tregua tácita entre alemanes e ingleses, que salían a terrenos más altos.
Entre el equipo de los soldados se incluían las botas de agua y en estas zonas una de las actividades cotidianas era la de bombear agua fuera de las trincheras. Las autoridades militares llegaron a instalar bombas automáticas en amplios tramos de su recorrido, pero aunque eliminaban agua las veinticuatro horas del día el resultado nunca fue efectivo. La incomodidad y las enfermedades producidas por este ambiente, especialmente el llamado pie de trinchera, llevaron a los soldados a elucubrar todo tipo de ideas jocosas para intentar sobrellevar mejor la situación, desde que los alemanes habían cavado conducciones de agua subterráneas para inundar las trincheras británicas, hasta bromear con que pronto iban a recibir el auxilio de la Royal Navy.
Otro de los elementos con los que resultaba más difícil convivir era la presencia constante de restos de hombres y animales muertos, incluso de cadáveres completos. La evacuación y entierro de los caídos y de los despojos de animales nunca funcionó con eficacia. Un soldado francés dejó anotado en su diario nada más llegar a la primera línea del frente en la región de Champaña: «Un olor infecto se nos agarra a la garganta al llegar a nuestra nueva trinchera, a la derecha de Les Éparges. Llueve a torrentes y nos encontramos con que hay lonas de tiendas de campaña clavadas en los muros de la trinchera. Al alba del día siguiente constatamos con estupor que nuestras trincheras están hechas sobre un montón de cadáveres y que las lonas que han colocado nuestros predecesores están para ocultar a la vista los cuerpos y restos humanos que allí hay». Los efluvios fétidos se intentaban combatir en los lugares más afectados con cloruro de cal, pero la presencia durante meses de la carne putrefacta hacía que el olor de la primera línea se detectase a kilómetros de distancia. Con los restos podridos llegaban las ratas, un mal endémico del frente. Un oficial británico escribió desde el saliente de Ypres: «Sufrimos una plaga de ratas. Se han comido casi todos los víveres, ¡incluso los manteles y las órdenes de operaciones! Pedimos prestado un gato grande y lo encerramos por la noche para que las exterminara, y a la mañana siguiente nos encontramos el lugar vacío. Las ratas se lo habían comido entero, huesos, piel y demás, y arrastraron el resto hasta sus madrigueras».
La suciedad también se extendía a los propios cuerpos de los soldados. La imposibilidad de un aseo frecuente hizo que los piojos y otros parásitos afectasen a todos los contendientes por igual. Espulgar la ropa y a sí mismos formaba parte de la labor cotidiana de los soldados, había incluso despiojadores profesionales en las trincheras de apoyo que se encargaban de eliminar los parásitos de las prendas, pero la rotación de los soldados por el circuito del frente no les libraba de la presencia de estos incómodos huéspedes. La suciedad de los soldados impresionaba a los que se incorporaban por primera vez al servicio militar. El teniente francés Gaudy describía así a los soldados relevados del frente por una tropa de refresco de la que formaba parte: «El color de los rostros no se diferenciaba apenas del de los capotes, hasta tal punto estaba todo recubierto de barro que se había secado para que otro nuevo viniese a mancillar todo una vez más; los vestidos, como la piel, estaban totalmente incrustados de ese barro». El aspecto sucio, barbudo y harapiento de los soldados franceses fue probablemente el origen del nombre con el que fueron apodados por sus compatriotas: poilus (literalmente «peludos»), aunque no todos los historiadores están de acuerdo con la razón de este nombre. Parece que el mismo motivo inspiró el que usaron los soldados alemanes para referirse a sí mismos: Frontschweine («cerdos del frente»). Los británicos ya disponían desde antes de la guerra de un mote para los soldados rasos del ejército, quienes desde el siglo XIX recibían el nombre de tommies, plural del diminutivo del nombre Thomas. Parece que el origen de este apelativo procede de una figura de la cultura popular británica, Tommy Atkins, prototipo de soldado de clase humilde, sencillo, honrado y sufridor real de los padecimientos de todas las guerras.
Sin embargo no todas las trincheras eran iguales. Algunas reunían mejores condiciones que las de los aliados. Los alemanes fueron famosos por la solidez y las comodidades que brindaban las suyas en comparación con las de sus enemigos y, aunque a los soldados del ejército imperial alemán tampoco les faltaban sinsabores y motivos para quejarse, lo cierto es que sus trincheras no admitían comparación con las aliadas. El escritor y militar alemán Ernst Jünger recordaba así cómo era su estancia en la trinchera: «En Monch […] yo tenía una habitación subterránea a la que se llegaba bajando por cuarenta escalones excavados en sólida greda, de manera que las granadas más pesadas, en aquella profundidad, no producían más que un agradable rumor sordo, cuando nos inclinábamos ante un interminable juego de cartas. En una pared tenía un lecho tallado […] Sobre su cabecera colgaba una luz eléctrica de manera que podía leer cómodamente hasta que me dormía […] El conjunto estaba aislado del mundo exterior por una cortina de tela roja oscura con barras y anillos». Para sus enemigos la sola idea de disponer de un lugar fijo donde dormir resguardados era sencillamente inimaginable.

§. A dos metros bajo tierra
Los hombres comían en medio de aquella suciedad. Había tres refrigerios diarios y la ración oficial del ejército británico constaba de 570 gramos de carne fresca o 450 en conserva, 570 gramos de pan, 115 gramos de tocino, 85 gramos de queso y 225 gramos de hortalizas frescas o 60 secas al día. A ello se sumaban ocasionalmente té, azúcar y mermelada. Pese a que las autoridades militares presumían de la buena alimentación de la tropa, pocas veces el soldado recibía todos estos alimentos. La carne más corriente fue la envasada, que pese a ser muy impopular entre los tommies era muy apreciada por la población francesa de la retaguardia, así como objeto preferido de las razias ocasionales que los alemanes dirigían a las trincheras enemigas para hacerse con parte de sus provisiones. El pan tampoco estuvo presente salvo en momentos puntuales. En su lugar se distribuían las galletas Pearl como sucedáneo, que los soldados comparaban con las galletas para perros, pero que gustaban mucho a los niños de la inmediata retaguardia, quienes se entretenían frecuentemente pidiendo comida o distrayendo a las unidades que iban y venían del frente. Era precisamente en la retaguardia donde estaban mejor alimentados los soldados británicos, ya que aunque siguiesen efectuando labores de administración y entrenamiento, las raciones de comida se acercaban mucho más a lo que en teoría les correspondía. El objeto principal de la envidia de estos soldados era que tanto los franceses como los alemanes habían logrado instalar cocinas de campaña en algunos tramos del frente. La soupe (el rancho) que guisaban los soldados franceses a nivel de pelotón había sido envidiada por los británicos en la guerra de Crimea. En esta lo que despertaba más codicia entre los tommies era la capacidad de franceses y alemanes para montar hornos de campaña en los que se cocía el pan, considerado alimento cotidiano imprescindible para los continentales. Por no hablar de que los franceses tenían incluido en su ración de campaña diaria medio litro de vino, o en su defecto un litro de sidra o cerveza.
La vida cotidiana en las trincheras estaba marcada por la monotonía, ya que consistía en una larga espera con limitadas posibilidades para llenar el tiempo y con la amenaza de la muerte acechando en cualquier momento tanto por un descuido como por un ataque. Las implicaciones emocionales y psicológicas de semejante dinámica eran muy perniciosas. Según el historiador y estudioso de la literatura Paul Fussell, «estar en las trincheras significaba experimentar un enclaustramiento y limitaciones irreales e inolvidables, a la vez que un sentido de desorientación y de estar perdido. Se veían únicamente dos cosas: las paredes de una tierra ilocalizable e indiferenciada y el cielo por encima». Sólo había dos momentos en el día en que los soldados podían ver otra cosa, los dos estados de alerta del amanecer y por la tarde, cuando podían otear la tierra de nadie. Sin embargo la secuencia de los días que pasaban entre dos paredes generaban habitualmente desorientación y trastornos a los soldados, como la ansiedad. René Arnaud, un soldado del ejército francés, describió así sus sentimientos al mirar desde la trinchera: «Cuando me detenía frente al parapeto de la trinchera y oteaba la tierra de nadie ocurría que me imaginaba que las estacas de nuestra fina red de alambrada eran las siluetas de una patrulla alemana que estaba allí en cuclillas, lista para lanzarse hacia delante. Yo miraba fijamente esas estacas, las veía moverse, oía el sonido de las guerreras rozando el suelo y el tintineo de las vainas de las bayonetas… y entonces me volvía hacia el soldado que estaba de guardia, y su serenidad me tranquilizaba. Mientras él no viera ni oyera nada, allí no habría nada, sólo mis propias y angustiosas alucinaciones».
En ocasiones aquel fantasma se hacía realidad y la amenaza se materializaba mediante un ataque enemigo. Otro soldado francés describió así el pasmo que produjo en la tropa la ruptura de la rutina a la que se habían acostumbrado en el subsuelo: «A las 16 horas cesan los tiros de los alemanes. Es el ataque. A doscientos metros vemos salir de la tierra a un oficial alemán con el sable desenvainado, seguido de la tropa en columnas de a cuatro, arma al hombro. Se diría un desfile del 14 de julio. Nos quedamos estupefactos y, sin duda, el enemigo contaba con este efecto de sorpresa, pero al cabo de unos segundos recobramos el ánimo y nos ponemos a tirar como endiablados; nuestras ametralladoras constantemente despiertas nos sostienen. El oficial alemán acaba de morir a cincuenta metros de nuestras líneas con el brazo derecho extendido en dirección a nosotros, y sus hombres caen y se amontonan detrás de él. Es inimaginable». A veces las novedades sobre un ataque llegaban del alto mando, y la sorpresa era entonces sustituida por una angustia insoportable, como dejó escrito el soldado francés Raymond Naegelen: «Nos ha llegado la orden de la brigada: “Tenéis que resistir cueste lo que cueste, no retroceder bajo ningún pretexto y dejaros matar hasta el último antes que ceder una pulgada de terreno”. De ese modo —dicen los hombres— la cosa está clara. Es la segunda noche que vamos a pasar sin dormir […] Las horas se deslizan lentas, pero inexorables. Nadie puede tragar nada porque tenemos un nudo en la garganta. Siempre, siempre la idea angustiosa de si dentro de unas horas estaré aún en este mundo o no seré ya más que un cadáver horrible despedazado por los obuses».
A los pocos meses de comenzar la guerra, la tierra de nadie estaba ya colmada de cadáveres que no podían ser recogidos por ninguno de los bandos. Su sola contemplación era espeluznante, como si de una premonición sobre el propio futuro se tratase. También Naegelen dejó testimonio de ello: «A lo largo de todo el frente […] yacen […] los soldados barridos por las ametralladoras, extendidos cara a tierra y alineados como si estuviesen en plena maniobra. La lluvia cae sobre ellos inexorable, y las balas siguen rompiendo sus huesos blanqueados. Una noche, Jacques, que iba de patrulla, ha visto huir a las ratas saliendo por debajo de sus capotes desteñidos, enormes ratas engordadas con carne humana». Los británicos incluso se entretenían con macabros pasatiempos sobre el asunto. Así, el mayor P. H. Pilditch recordaba tras la guerra que «en lo que fue tierra de nadie durante cuatro años […] era una ocupación morbosa pero muy interesante rastrear las diversas batallas entre los cientos de calaveras, huesos y restos dispersos por todas partes. Se podía seguir el avance de nuestros sucesivos ataques a la vista de los diversos equipamientos de los esqueletos, las gorras de tela blanda que tenían la impronta de los combates de 1914 y principios de 1915, luego las máscaras de oxígeno, después los cascos de acero que revelaban los ataques de 1916».
Tan sólo estos episodios de confrontación militar, unidos a la rotación en las diferentes líneas del frente, introducían cierto ritmo a la monotonía de las trincheras, que se vio acentuada por el alargamiento de la guerra. Los gobiernos y los altos mandos militares habían prometido una guerra rápida y una victoria fulminante a sus respectivas poblaciones, pero desde el mismo año 1914 la contienda había derivado en una situación de estancamiento global que acabó convirtiéndola en una guerra de desgaste. Sólo el que fuese capaz de movilizar y administrar mejor sus recursos tanto en el frente como sobre todo en la retaguardia sería capaz de resistir una guerra que no iba a tener un final como el de las anteriores. Muy pronto los planes de los contendientes dejaron de buscar la victoria militar, sustituyendo este objetivo por el de causar una crisis al enemigo de tal magnitud que se aviniese a negociar. Para los soldados, tan sólo peones en las grandes estrategias, el alargamiento de la guerra la convirtió en algo insoportable. De hecho, llegó un momento en que muchos de ellos pensaron que la guerra no acabaría nunca, o por lo menos que ellos no verían su final. Como afirma el profesor Fussell, no pocos soldados llegaron a pensar que «la situación de punto muerto y de desgaste continuaría indefinidamente, llegando a ser, como el teléfono y el motor de combustión interna, una parte aceptada de la realidad de la experiencia moderna». Los testimonios de soldados sobre la angustia que les producía la posibilidad, para ellos muy verosímil, de una guerra sin fin son abundantísimos. Así, el mayor británico Pilditch afirmaba: «Dios sabe cuánto durará esta situación. Ninguno de nosotros llegará jamás a ver su conclusión y los muchachos que aún van al colegio tendrán que tomar el testigo». Por su parte, otro militar británico describía la curiosa operación que realizó un compañero suyo en el frente en el verano de 1917: «Bosquejó la zona existente entre la línea de fuego de aquel día y el Rin […] y la dividió entre la media del terreno ganado en el Somme, Vimy y Messines. El resultado lo multiplicó por el tiempo invertido en preparar y combatir en esas ofensivas, sacando nuevamente la media. El resultado obtenido demostraba que sin contar con las pérdidas de terreno, y dando por sentado que se mantendría el ritmo, llegaríamos al Rin en unos ciento ochenta años». Si la máquina de vapor, la electricidad, el ferrocarril y el motor de combustión interna eran cosas que apenas unos años antes parecían cuentos increíbles y ahora formaban parte de la vida cotidiana, ¿por qué no iba a pasar lo mismo con una guerra que había surgido de las naciones más modernas de la tierra? El armisticio de 1918 puso fin a estos temores, pero el daño físico y espiritual provocado por la guerra en quienes la padecieron no se limitaría a los años del conflicto.

§. Heridas del cuerpo…
Una de las consecuencias más terribles de la experiencia de cuatro años y medio de guerra fue el daño que se llevaron consigo los soldados supervivientes. El empleo de nuevas armas y tácticas conllevó todo tipo de heridas y mutilaciones. Tal fue el caso de las secuelas dejadas por los diversos gases tóxicos empleados contra los soldados. Su primer uso por los alemanes en las cercanías de Ypres en abril de 1915 produjo un efecto devastador en la moral de las tropas aliadas, que se vieron abatidas por un arma inmaterial que podía ser dirigida desde kilómetros de distancia. El gas de cloro empleado en aquella ocasión no sólo produjo síntomas de asfixia en quienes lo inhalaron sino, ante todo, terror por la imposibilidad de detectar el ataque para defenderse. El efecto se fue repitiendo cuando a lo largo de la guerra se introdujeron paulatinamente nuevos tipos de gas, para los que había que inventar formas de protección novedosas que salvaguardasen a los soldados todo lo posible. Aunque el número total de bajas producidas en el conflicto por los distintos gases tóxicos fue reducido en comparación con las causadas por las ametralladoras o la artillería, los ataques con gas se convirtieron en el símbolo de la barbarie más descarnada vinculada a la Gran Guerra.
La muerte por intoxicación con estos gases era especialmente terrible pues se producía tras largas horas de agonía en las que el afectado apenas podía respirar. En el caso de ataques con gas fosgeno, altamente letal, el número de muertos fue superior al de los ataques con cloro. El gas tóxico no siempre producía el fallecimiento, pero no por ello sus efectos eran leves. Uno de sus resultados más frecuentes era la ceguera, temporal o definitiva, ya que irritaban e inflamaban las mucosas de tal modo que los soldados no podían abrir los ojos. Especialmente crueles fueron los efectos del temido gas mostaza que no sólo era nocivo por inhalación, sino por el simple contacto con la piel. El gas mostaza es en realidad una sustancia líquida (iperita) que en contacto con la piel produce quemaduras al cabo de varias horas, razón por la que los soldados no eran conscientes de haber sido atacados hasta pasado un tiempo de ello, con el consiguiente efecto devastador desde el punto de vista psicológico. Las quemaduras eran especialmente graves en los tejidos blandos como los ojos o el tracto respiratorio, así como en aquellas zonas en que se acumulaba el sudor como las axilas o los genitales. El alto grado de incapacitación que provocaba fue el motivo de que en múltiples ocasiones se realizasen con él ataques masivos. Como recuerda René Pita, «la estrategia alemana consistía en utilizar iperita sobre las posiciones que no les interesaba ocupar, buscando que la alta persistencia de esta sustancia hiciese que los aliados tuviesen que abandonarlas, convirtiéndolas en “tierra de nadie”. Por ejemplo, en el ataque de Armentières en el mes de abril de 1918, los alemanes utilizaron tal cantidad de iperita que, según el general Hartley, “corría gas mostaza por los desagües”». El número de sustancias químicas tóxicas empleadas a lo largo de la guerra fue muy alto, y así junto a las más conocidas, los soldados también tuvieron que padecer los efectos de toda suerte de gases irritantes, inductores al vómito o al estornudo pensados para poder atravesar sus máscaras y obligarlos a desprenderse de ellas para ser nuevamente atacados con los otros gases como el fosgeno o la iperita.
Pese a que los aliados introdujeron rápidamente en su arsenal las armas químicas con las que les habían atacado los alemanes, el uso del gas quedó indeleblemente grabado en la memoria de las naciones aliadas como una de las peores atrocidades cometidas por los alemanes durante la guerra. La australiana Olive King, que pasó toda la contienda conduciendo ambulancias primero en el frente occidental y más tarde en los Balcanes, le escribía a su hermana en 1915 desde Francia: «El fracaso, gracias a Dios, de ese maldito gas venenoso acabará convirtiéndose en un gran revés para Alemania. ¿No es estupendo que las nuevas máscaras antigás den tan buenos resultados? ¡Gracias, Dios bendito! Dios debería hacer que esas horribles granadas de gas explotasen por sí solas y matasen a 500.000 alemanes. Sería una maravillosa manera de vengar la carnicería de nuestros pobres soldados, y ojalá que Él enviara incendios o inundaciones que destruyeran o hiciesen saltar por los aires todas las fábricas de munición alemanas».
Los daños físicos producidos en el campo de batalla eran terribles y en muchas ocasiones los medios para atenderlos resultaban escasos. A las numerosísimas heridas de bala, se unían las provocadas por los restos de metralla procedentes de los estallidos de artefactos explosivos de toda índole. Ceguera, mutilaciones en piernas y brazos, deformaciones… eran el panorama cotidiano en los hospitales de campaña. En el frente occidental el problema básico era poder sacar a los heridos del frente en los momentos de combate, puesto que era en la retaguardia donde se disponía de mejores medios para socorrerlos. En ocasiones, durante las grandes ofensivas se improvisaban hospitales y sitios donde intentar atender a los heridos, muchas veces en unas condiciones pésimas. El lugarteniente francés Benech pasó parte de la batalla de Verdún en el túnel de Tavannes, que los franceses habían habilitado como enfermería. El relato sobre su experiencia allí resulta helador: «Llegamos al túnel […] Prefiero la lucha al aire libre, el abrazo de la muerte en terreno descubierto. Fuera se tiene el riesgo de una bala, pero aquí el peligro de la locura. […] Las caras de todos están húmedas y el aire es tibio y nauseabundo. Acostados en la arena cenagosa, sobre el carril, mirando a la bóveda o faz contra tierra, hechos un ovillo, estos hombres embrutecidos esperan, duermen, roncan, sueñan y ni siquiera se mueven cuando un camarada les aplasta un pie. En algunos sitios corre un chorro. ¿Es agua u orina? Se nos agarra a la garganta y nos revuelve el estómago un olor fuerte, animal, en el que surgen relentes de pólvora, de éter, de azufre y de cloro, un olor de deyecciones y de cadáveres, de sudor y de suciedad humana. Es imposible tomar aliento. Solamente el agua de café de la cantimplora tibia y espumosa calma un poco la fiebre que nos anima. Los demás puestos de socorro no gozan ni siquiera de unos instantes de seguridad… Me llega un cabo muy joven, solo, con las dos manos arrancadas de raíz por los puños, que mira sus dos muñones rojos y horribles con los ojos desorbitados».
Las carencias no sólo se vivían en el frente occidental. En el frente oriental, donde la guerra fue móvil y los ejércitos se desplazaban por grandes superficies de terreno, el problema fundamental fue el traslado de los enfermos a los centros de curación situados a enormes distancias. En muchos casos ni siquiera se contaba con personal médico cualificado para atender a los heridos. El escritor austríaco Stefan Zweig se llevó tal impresión al viajar en los trenes-hospital habilitados para trasladarlos que se sintió compelido a hablar de ellos en sus memorias: « ¡Ah, qué poco se parecían a aquellos trenes sanitarios bien iluminados, blancos y perfectamente lavados en que al comienzo de la guerra se dejaban retratar las archiduquesas y las damas distinguidas de la sociedad vienesa vestidas de enfermeras! Lo que me tocó ver a mí, horripilado, eran vulgares vagones de carga sin ventanas, con tan sólo una estrecha claraboya, e iluminados por dentro con una lámpara de aceite cubierta de hollín. Literas primitivas, una al lado de otra, ocupadas todas por hombres de mortal lividez, que gemían y sudaban y jadeaban en busca de aire en el espeso hedor a excrementos y yodoformo. […] Hablé con el médico, el cual, como él mismo me confesó, en realidad sólo era dentista de una pequeña ciudad húngara y no ejercía la cirugía desde hacía años. Estaba desesperado. Me dijo que había telegrafiado a siete estaciones pidiendo morfina, pero que ya no quedaba en ninguna parte, y que tampoco disponía de algodón ni vendas limpias para las veinte horas de viaje que faltaban para llegar al hospital de Budapest».
Además de las heridas de guerra, con el hacinamiento y la falta de higiene de los soldados en las trincheras del frente comenzaron a aflorar las enfermedades infecciosas. El tifus exantemático se extendió rápidamente transmitido por los piojos e incluso algunas enfermedades infantiles como el sarampión y las paperas se cebaron ante la falta de salubridad y el debilitamiento de los soldados. Las enfermedades de transmisión sexual hicieron verdaderos estragos en ambos frentes desde el comienzo de la guerra. La presencia de prostitutas en las poblaciones de la inmediata retaguardia a las que los soldados acudían para satisfacer su deseo y encontrar algo de calor humano en medio del horror, favoreció la extensión de enfermedades venéreas como la sífilis o la gonorrea. En medio de aquella realidad delirante, la desesperación de algunos soldados por lograr evadirse del frente llevó a situaciones tan disparatadas como a la comercialización clandestina de pus gonorreico con el que infectarse. La puntilla de todas estas enfermedades infecciosas fue la mal llamada «gripe española», ya que el primer brote documentado se localizó en Kansas en el mes de marzo de 1918. La dolencia viajó con los soldados estadounidenses que se incorporaron entonces al frente occidental y rápidamente se propagó por Europa. Para el verano había aparecido ya en los cinco continentes y en pocos meses causó la muerte de cuarenta millones de personas, la mayoría asfixiados por la acumulación de sangre y otros humores en los pulmones. La enfermedad afectó por igual a militares y civiles en Europa, aunque en una mueca cruel del destino alcanzó su pico de gravedad en los meses de noviembre y diciembre de 1918, justo en las semanas posteriores al armisticio. En aquella ocasión la paz no garantizó la vida de los supervivientes.
En el panorama médico de los años de conflicto surgieron incluso dolencias causadas directamente por el nuevo tipo de guerra que se estaba desarrollando. Se llamó precisamente «pie de trinchera» a la enfermedad infecciosa que aparecía en las extremidades inferiores de los soldados ocasionada por la exposición prolongada al frío, la humedad y la imposibilidad de cambiar el calzado durante largos intervalos de tiempo. Lo que comenzaba como un trastorno de la circulación empeoraba afectando a las terminaciones nerviosas, y con la presencia de infecciones por hongos y otros microorganismos. En los casos en los que no se detectaba a tiempo el cuadro empeoraba rápidamente, llegando a ser necesaria la amputación del miembro afectado. Muchos soldados tuvieron que ver cómo además de padecer el suplicio de pasar sus días en las trincheras se les pudrían literalmente los pies. Pero el fenómeno que más llamó la atención tanto a militares como a médicos fue la aparición de nuevos e importantes trastornos psiquiátricos relacionados con la experiencia bélica. Las vivencias terribles que tuvieron que pasar quienes hacía tan sólo unos meses eran ciudadanos civiles hizo que pronto aflorasen diferentes síntomas de perturbación mental. La guerra iba a mostrar así su cara más cruel a quienes sin ser militares de profesión se habían visto envueltos en el conflicto más destructivo hasta entonces conocido.

§. Y de la mente
En los primeros meses de la contienda comenzaron a manifestarse entre algunos soldados síntomas de lo que hoy se conoce como trastorno de estrés postraumático, y que entonces recibió la denominación de «fatiga de combate» para los casos leves y «neurosis de guerra» en los más graves y llamativos. Al principio la confusión de los médicos británicos al enfrentarse a los primeros casos les llevó a llamarlo Shell shock («conmoción de proyectil») por considerar que eran daños producidos en el sistema nervioso por el impacto de artefactos de la artillería del enemigo cerca del paciente o porque este había pasado por experiencias traumáticas. Los síntomas eran diversos pero muy definidos, incluyendo miedo y llanto incontrolados, temblores, tics, espasmos, jaquecas, confusión, vértigos, pérdidas del equilibrio e incluso pérdidas temporales de conocimiento. De forma menos frecuente se dieron casos de parálisis, afasia, sordera y ceguera. La incapacidad de definir lo que les estaba pasando a aquellos hombres llevó a los médicos a adoptar poco después la etiqueta Not yet diagnosed (Nervous) «No diagnosticado todavía (Nervioso)». Igual desconcierto mostraron sus colegas franceses (que vacilaron entre las definiciones de commotion cerebrale, accident nerveux y el neologismo obusite —derivado de «obús»—). Fueron finalmente los alemanes los que dieron con el término definitivo al acuñar el apelativo neurose okriegneurose («neurosis de guerra»).
Las reacciones ante los primeros casos fueron similares en todos los contendientes. Quienes comenzaron a mostrar los síntomas tuvieron que enfrentarse a la incomprensión de sus compañeros y a las acusaciones de cobardía que procedían de todas partes. Los mandos militares se mostraban muy reacios a considerar una enfermedad lo que les sucedía y sólo la necesidad de contar con el máximo de hombres operativo les llevó a aceptar un tratamiento médico para intentar devolver cuanto antes a estos hombres a la lucha activa. El auge de los casos hizo necesario reclutar personal adecuado para abordar el problema. Así fue como durante la Primera Guerra Mundial los psiquiatras ingresaron en los cuerpos médicos militares, experimentándose una auténtica explosión de los estudios de la salud mental de los combatientes. La primera estrategia que se adoptó para su tratamiento fue la de proporcionar atención médica cerca del frente, ya que se temía que si se les alejaba de la causa del trauma antes de su curación no lo superarían nunca y los síntomas quedarían fijados. Sólo ante el fracaso de este procedimiento comenzaron a surgir unidades de salud mental para militares en los hospitales de la retaguardia y centros especializados. Entre los soldados que necesitaron tratamiento en ellos se encontraron dos de los memorialistas británicos más importantes de la guerra, Siegfried Sassoon y Edmund Blunden, así como un joven cabo del ejército alemán aquejado de ceguera temporal ocasionada por gas tóxico y empeorada por una crisis de ansiedad que años más tarde se haría tristemente famoso, Adolf Hitler.
En estos centros se atendieron mejor los problemas psíquicos y emocionales subyacentes a la enfermedad. En opinión de la historiadora Joanna Bourke, «en los años iniciales de la Primera Guerra Mundial, cuando se creía que la neurosis de guerra era consecuencia de heridas concretas en los nervios, se pensaba que traumas físicos como quedar sepultado vivo y la exposición al bombardeo pesado eran explicaciones verosímiles de las crisis “nerviosas”, mientras que el miedo y la culpa tenían escasa relevancia en el desarrollo del trastorno […] Una vez que estos factores fueron reconocidos, el miedo y el acto de matar en sí mismos adquirieron súbitamente mayor importancia». Se propiciaron así nuevas terapias centradas en la aceptación por parte del paciente de lo que había vivido en vez de su represión, incluyendo el empleo de técnicas novedosas como el psicoanálisis y la hipnosis. Pese a todo en algunos pacientes los síntomas persistieron y en muchos casos los desórdenes psíquicos se prolongaron más allá de la guerra. Un informe oficial británico de 1920 cifraba en sesenta y cinco mil los excombatientes que recibían pensión por neurastenia y en nueve mil los que continuaban hospitalizados. Sería la primera vez que una guerra produjese invalidez permanente por enfermedad psiquiátrica a elevados porcentajes de antiguos soldados, circunstancia que se repetiría con frecuencia a lo largo del siglo XX, siendo los ejemplos más evidentes de ello la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Vietnam.
Durante la Gran Guerra los mandos militares desconfiaron constantemente de los psiquiatras y de los enfermos mentales, ya que siempre temieron que los hombres fingiesen locura para intentar zafarse del servicio de las armas. Aunque por los informes médicos parece que estos casos fueron muy pocos, lo que sí se ha documentado es que la presión psíquica insoportable llevó a algunos soldados a buscar que se les infligiesen heridas incapacitantes para lograr la evacuación hacia un hospital en la retaguardia. En el frente occidental se ha documentado cómo en determinados momentos algunos soldados levantaban sus manos e incluso sus pies por encima del parapeto de protección buscando una herida de bala que exigiese curación hospitalaria. Incluso algunos llegaron a dispararse a sí mismos. El soldado australiano Joseph Murray, durante su permanencia en la campaña de los Dardanelos, escribió un diario en el que describió un episodio de estas características. Su compañero Tubby, incapaz de resistir más tiempo en aquel infierno, se disparó tapando la abertura del cañón de su fusil con el dedo pulgar, con tan mala fortuna que no llegó a arrancarse la falange en su totalidad: «Tubby había perdido mucha sangre. Había que hacer algo rápido y la única alternativa era intentar cortárselo. Puse su pulgar sobre la culata de su fusil, apoyé mi navaja sobre él y con un golpe seco de mi puño la operación quedó completada». Lo que llevaba a un hombre que había permanecido en su casa desarrollando una vida normal a cometer actos contra sí mismo no sólo era el estado de privación y sacrificio que se le exigía en una situación que ni los propios mandos que les dirigían habían pasado en guerras anteriores. El nuevo tipo de guerra al que había que hacer frente alcanzaba su expresión más terrible cuando ellos, hombres de carne y hueso, se enfrentaban al poder destructivo de las nuevas armas. Lo que vivían cuando salían de la trinchera en dirección a las posiciones enemigas era en muchas ocasiones más espeluznante que lo que habían tenido que pasar enterrados en ellas.

§. Bautizados en fuego
Debido a la situación de empate en el frente occidental y al altísimo número de bajas que conllevaban los ataques, las trincheras sólo se abandonaban por el lado del frente cuando el alto mando ordenaba el avance en ofensivas detenidamente calculadas. El enemigo más temido eran las ametralladoras. Aunque ya habían sido empleadas ocasionalmente en conflictos anteriores, su uso sistemático por todos los contendientes ocasionó un reguero de sangre y muerte inédito. Las alambradas que se anteponían a los parapetos de las trincheras se convirtieron en complejas trampas que inmovilizaban a quienes intentaban traspasarlas, para ser a continuación acribillados por el fuego de las ametralladoras. Los cadáveres de los hombres que habían encontrado la muerte en las alambradas podían quedar colgados de ellas durante meses. A lo largo de la guerra se intentaron encontrar fórmulas que desbloqueasen el avance de la infantería, siendo una de las más ensayadas el ataque combinado de esta con la artillería. En muchas ocasiones era la artillería enemiga la que arrasaba la tierra de nadie mientras los soldados intentaban abrirse paso hacia las posiciones enemigas. Este tipo de situaciones dio lugar a uno de los espantos de la guerra que más fuertemente grabados quedaron en las mentes de los soldados. Y es que la muerte por el impacto de bala, proyectiles o quedar herido o mutilado no era lo peor que les podía pasar durante su tránsito por la tierra de nadie…
Con frecuencia la potencia de los explosivos lanzados hacía que los soldados saltasen por los aires o quedasen atrapados por los inmensos volúmenes de tierra que removían las bombas. Eran los llamados «enterrados vivos». El soldado francés Gustave Heger, del 28º Regimiento de Infantería, reflejó así su experiencia en uno de estos avances: «Desentierro a un poilude la 270ª, más fácil de sacar. Hay todavía varios enterrados que gritan; los alemanes deben oírles porque nos abrasan desde cubierto con sus ametralladoras. No es posible trabajar de pie y por un momento tengo casi ganas de marcharme, pero la verdad es que no puedo dejar así a los camaradas… Intento desprender al viejo Mazé, que sigue gritando; pero cuánta más tierra quito, más se hunde; lo desentierro por fin hasta el pecho y puede respirar un poco mejor; me voy entonces a socorrer a un hombre de la 270ª que grita también, pero más débilmente, y consigo liberarle la cabeza hasta el cuello, mientras llora y me suplica que no le deje allí. Deben quedar otros dos, pero no se oye nada y vuelvo a cavar para despejarles la cabeza. Me doy cuenta entonces de que los dos están muertos. Me tumbo un poco porque estoy agotado; el bombardeo continúa». Entre los monumentos que se pueden ver en el antiguo campo de batalla de Verdún está «la trinchera de las bayonetas», donde cincuenta y siete hombres del 137º Regimiento de Infantería que estaban alineados en su trinchera, con las espadas bayonetas caladas en los fusiles, listos para un ataque, fueron sepultados vivos el 12 de junio de 1916, quedando la punta de sus bayonetas que asoma de la tierra como testigo de su tragedia. Algunos historiadores de la Gran Guerra niegan sin embargo la posibilidad de que una avalancha de tierra provocada por una explosión pudiese enterrar una trinchera entera.
Pese a lo terrible de tales situaciones, estos hombres encontraban las fuerzas, la capacidad o el tiempo para llevar a cabo una de las tareas que más satisfacción les proporcionaba en medio de aquel infierno, recoger trofeos. Desde comienzos de la guerra los soldados desarrollaron un gusto exacerbado por coleccionar todo tipo de objetos sustraídos a los que habían caído en el campo de batalla, e incluso floreció una suerte de comercio con ellos. Los soldados de todas las nacionalidades atesoraban botones, charreteras, flautines, medallas, cascos, borlas de las bayonetas, las bayonetas mismas, fusiles… incluso partes del cuerpo como orejas y dientes que se arrancaban a los cadáveres. El objetivo de acumular estos objetos era tener un testimonio que enviar por correo o que llevar de vuelta a casa para demostrar a familiares y amigos que se había combatido en el frente. Y ello a sabiendas de que entretenerse a obtenerlos durante la ofensiva o aventurarse en la tierra de nadie por la noche con el mismo fin entrañaba un riesgo de muerte. Refiriéndose al trofeo favorito de los británicos a comienzos de la guerra, el Pickelhaube alemán, el cabo británico George Coppard escribió en sus memorias: «La mera exhibición de uno de ellos cuando estabas de permiso sugería que tú mismo habías matado a su propietario original». Otros soldados llevaban consigo algunos de estos objetos, los más pequeños, al considerarlos como un amuleto protector contra el fuego enemigo.
Durante los ataques los soldados también podían verse en la difícil tesitura de rendirse. Las convenciones de La Haya de 1899 y 1907 establecían claramente que matar a los prisioneros era un delito. De hecho, tratarlos bien podía tener efectos propagandísticos entre las líneas enemigas. Lo sabían bien tanto los turcos como los aliados, que en la batalla de Galípoli y en la ofensiva final de 1918 respectivamente se dedicaron a lanzar octavillas sobre el enemigo ensalzando lo bien que serían tratados aquellos que se rindiesen. Pese a todo, en numerosas ocasiones la práctica fue no hacer prisioneros. La matanza indiferenciada de estos podía estar motivada por causas más o menos lejanas (los aliados esgrimían el comportamiento brutal de los alemanes durante la invasión de Bélgica, sus bombardeos sobre la población civil o su guerra submarina indiscriminada), pero lo más frecuente era que detrás de esta práctica estuviese el ánimo de venganza como represalia contra alguna acción anterior. Han llegado hasta nosotros múltiples testimonios sobre actitudes de este tipo. El soldado británico Ashurst Morris hizo la siguiente anotación en su diario de guerra el 16 de junio de 1915: «En ese momento vi a un alemán, bastante joven, corriendo por la trinchera, con los brazos levantados y aspecto aterrorizado, pidiendo clemencia. Le disparé de inmediato. Fue una visión divina verle caer hacia delante. Un oficial de los Lincoln [apócope para los miembros del Lincolnshire Regiment] se puso furioso conmigo, pero todas las que les debíamos primaban sobre todo lo demás». De una forma similar un soldado canadiense escribió sobre las operaciones desarrolladas en septiembre de 1916: «Un joven alemán desaliñado, sin casco, con pelo corto y gafas de montura metálica, corrió gritando de miedo, esquivándonos para evitar que le disparásemos, gritando: “Nein! Nein!”. Sacó del bolsillo un puñado de fotografías y trató de mostrárnoslas (supongo que eran de su esposa e hijos) en un esfuerzo por ganar nuestra simpatía. Todo fue en vano. En cuanto las balas le alcanzaron cayó al suelo inmóvil, con las pequeñas y patéticas fotografías revoloteando hacia la tierra a su alrededor».
 

Además de los actos espontáneos de la tropa, desde principios de la guerra algunos oficiales de todos los ejércitos dieron órdenes expresas de no hacer prisioneros en la creencia de que así aumentaban la agresividad y eficacia de los soldados bajo sus órdenes. Con ello también evitaban los inconvenientes de mantener grupos de prisioneros en sus trincheras o tener que prescindir de parte de sus soldados para escoltarles hasta su lugar de cautiverio. Varios soldados británicos recordaban en sus escritos haber oído de sus mandos frases como «Se pueden hacer prisioneros, pero yo no quiero verlos» o «No deis cuartel al enemigo ni hagáis prisioneros». Incluso un soldado del ejército británico, Jimmy O’Brien, recordaba cómo les arengó en una ocasión su capellán: «Bien, muchachos, mañana por la mañana vamos a entrar en acción, y si hacéis algún prisionero vuestras raciones se reducirán a la mitad. Por lo tanto, no hagáis prisioneros. ¡Matadlos! Si hacéis prisioneros habrá que alimentarles con vuestras propias raciones, de modo que os encontraréis con la mitad de ellas. La respuesta es no hacer prisioneros».
Estas consignas fueron uno más de los factores que hicieron cambiar a los soldados a lo largo de los cuatro años que duró la guerra. Quienes se alistaron aquel verano de 1914 vieron transformada su vida de civiles por un nuevo tipo de guerra que distaba mucho de los relatos heroicos y triunfales que se les habían presentado como una verdad indudable y que les impulsaron a inscribirse en la causa de sus respectivas naciones. Una vez movilizados tuvieron que vérselas con una existencia miserable y enajenante en el frente, que paulatinamente fue poniendo a prueba la resistencia de todos los que lograron ir sobreviviendo a la formidable carnicería masiva que desangró Europa desde el mismo comienzo de las hostilidades. La inmensa dureza de la guerra de trincheras, sólo interrumpida por la enfermedad, la batalla o la muerte, retorció el alma de estos hombres hasta límites más allá de lo humano. Ninguno de los espectáculos atroces que proporcionó aquella guerra puede plasmar tan claramente los efectos de la profunda inhumanidad a la que se veían sometidos como la contemplación del estado de los que salían de las trincheras camino de la retaguardia, cargados con la certeza de que poco tiempo después deberían regresar a aquella sima espantosa. El teniente francés Gaudy la describió así: «No he visto nada más desgarrado que el desfile de los dos regimientos de la brigada, el 57º y el 144º de Infantería, que se desplegaron ante mí, en este camino, durante todo el día. Aparecieron primero unos esqueletos de compañía que conducía a veces un oficial superviviente que se apoyaba sobre un bastón; todos andaban, o más bien avanzaban, a pasitos, con las rodillas dobladas, inclinados sobre sí mismos y tambaleándose como si estuviesen borrachos […] iban con la cabeza baja, la mirada sombría, abrumados por el peso de la mochila y con el fusil rojo y terroso colgando del correaje. […] Ellos no decían nada, no gemían siquiera porque habían perdido la fuerza hasta de quejarse. Cuando estos forzados de la guerra levantaban la cabeza hasta los tejados del pueblo se advertía en sus miradas un abismo increíble de dolor, y en ese gesto sus rasgos aparecían fijados por el polvo y tensos por el sufrimiento; parecía que esos rostros mudos gritaban alguna cosa aterradora: el horror increíble de su martirio. Algunos soldados de la segunda reserva que estaban mirándoles a mi lado permanecían pensativos y dos de ellos lloraron en silencio…».
 

Capítulo 9
Los motivos del autómata

Cuando multitudes de civiles corrieron a alistarse en el verano de 1914 para acudir al frente a luchar por la causa de su país en la guerra que acababa de estallar entre las grandes potencias europeas, nadie era capaz de imaginar el tipo de confrontación que se iba a desarrollar. La guerra es tan antigua como la humanidad, pero la experiencia que los diferentes países habían acumulado durante siglos al respecto no sirvió de nada ante las novedades que introduciría la Primera Guerra Mundial. La aparición de nuevas armas mecanizadas, la industria aplicada a la producción en serie de proyectiles, municiones y todo tipo de ingenios destinados a causar la muerte del enemigo, la falta de respeto hacia la población civil, el surgimiento de la guerra de trincheras y el desarrollo de estrategias de desgaste interno del enemigo para desbloquear la situación militar fueron sólo algunos de los motivos para que este tipo de conflicto recibiese el nombre de «guerra total». Una parte importante de sus consecuencias fue asumida por los hombres que llevaban a la práctica en el frente los planes de las autoridades que diseñaban la guerra por encima de ellos. Fueron ellos quienes tuvieron que padecer el frío y el hambre de las trincheras, la monotonía de una existencia inhumana que sólo se alteraba con la orden de atacar (que en buena medida era sinónimo de la muerte), las enfermedades o los trastornos psicológicos.
Sin embargo, a lo largo de los cuatro años largos que duró el conflicto no hubo sublevaciones en el seno de los ejércitos que combatían, si se exceptúa la desintegración del ejército ruso durante los meses de revolución que acabaron con el imperio de los zares. El motín del ejército francés que tuvo lugar en la primavera de 1917 fue más bien una huelga, y los actos de desobediencia del ejército italiano tras la batalla de Caporetto en noviembre de aquel mismo año fueron efecto del colapso ante la derrota completa que habían sufrido. Los soldados, por muy mal que lo pasasen, permanecieron en sus puestos de combate, aguantando la larga espera de la muerte o algo peor. El nivel de desengaño, frustración y desgaste les llevó a límites difícilmente imaginables y sin embargo resistieron y lucharon hasta que la guerra que veían ya como inacabable llegó a su fin. Sólo se puede explicar esta entereza si se tiene en cuenta que también hubo factores que animaron a los hombres a continuar con su deber, o que contaron por lo menos con algunos recursos capaces de insuflar algo de oxígeno en sus casi ahogados espíritus. Tal fue el papel de la camaradería, la correspondencia, la lectura… pero también el de la creación de una identidad diferenciada respecto a los oficiales o el de los mitos de guerra. Estos resortes, independientemente de su diversa naturaleza, tuvieron como denominador común la capacidad de ayudar a no perder la fe a quienes casi se habían convertido en autómatas. Fueron en buena medida esos recursos los que lograron mantener vivo el rescoldo de las motivaciones esenciales que mucho tiempo atrás les habían compelido a presentarse voluntarios a lo que resultó ser no un paseo militar, sino una larga e inédita masacre.
En apenas unas semanas, un margen de tiempo prácticamente inimaginable unas décadas antes, las potencias europeas movilizaron a millones de hombres para una guerra que enseguida se extendió por todo el mundo para abarcar regiones tan lejanas como las colonias alemanas de Oceanía y África o los territorios del Imperio otomano. Escenarios tan distintos tuvieron como resultados modalidades de contienda diferentes, pero si hubo alguna que marcó de forma indeleble el período 1914-1918, fue sin duda la guerra de trincheras que se produjo en el frente occidental. La aparición de una guerra de posiciones en la que los soldados de infantería tenían que resistir en trincheras cualquier posible ataque del enemigo al tiempo que se lanzaba contra ellos toda la potencia destructiva de los nuevos tipos de armas, hizo de esta experiencia la más terrible plasmación de la sinrazón bélica. Pese a que los mandos militares tanto de los aliados como de los alemanes eran conscientes del fortísimo desgaste físico y mental que padecían sus tropas, el alargamiento de una guerra que se había presumido corta, la monotonía debida al bloqueo de fuerzas que se produjo en el frente y el altísimo coste en vidas humanas que ocasionaron las ofensivas que intentaron desbloquear esta situación tuvieron como resultado la continuidad y profundización del sufrimiento de los soldados. Lo que nunca pensaron aquellos mandos es que los soldados se darían cuenta de que ese sufrimiento era compartido por los combatientes que poblaban las trincheras enemigas, y que esto podría traer efectos indeseables.

§. Un enemigo demasiado familiar
Varios episodios de la Primera Guerra Mundial han quedado fijados en la memoria colectiva de diferentes países como el símbolo del sacrificio de toda una generación de jóvenes en aquella tragedia inconmensurable. Así, los franceses recuerdan con tan profundo respeto y veneración la batalla de Verdún como los británicos lo hacen con la del Somme o los australianos y neozelandeses con la de Galípoli. Si algo hacía todavía más insoportable la sangría de pérdidas humanas a quienes lucharon en esas batallas era la sensación de que el sentido último del conflicto se les escapaba. En las trincheras las discusiones sobre las causas de la guerra fueron frecuentes. Dos excombatientes, el australiano Frederic Manning y el alemán Erich Maria Remarque, plasmaron su experiencia en el frente occidental en sendas novelas, en las que se encuentran momentos en los que los soldados de infantería conversaban sobre el tema. En The Middle Parts of Fortune de Manning la charla se origina por queja de un soldado porque los mandos les hablan «de libertad, y de luchar por tu país, y de la posteridad, y de todo eso; pero lo que yo quiero saber es por qué estamos luchando todos nosotros…». En Sin novedad en el frente de Remarque uno de los soldados afirma: «Resulta divertido si lo piensas […] Nosotros estamos defendiendo nuestra patria. Y resulta que los franceses también están defendiendo la suya. ¿Quién tiene razón?»; mientras, otro contesta a un compañero que asegura que las guerras se originan por el insulto que un país lanza a otro: «No lo entiendo. Una montaña alemana no puede insultar a una montaña francesa, ni un río, un bosque o un maizal».
La similitud de las condiciones en que vivieron los soldados de ambos bandos y los sufrimientos a que se vieron sometidos acabó dotándoles de una conciencia clara de que además de las cosas que les separaban había otras que, si no les unían, por lo menos les dejaban en una situación muy similar. Quizá la razón de esta identificación procedía del convencimiento expresado por el soldado británico Max Plowman: «Bajo este resplandeciente sol resulta imposible pensar que en cualquier momento, nosotros en esta trinchera y ellos en otra, podemos reventar en mil pedazos como consecuencia de las granadas disparadas desde cañones a distancias invisibles, por tipos cordiales que estarían perfectamente dispuestos a convidarte a una copa si te los encontrases cara a cara». Fue la generalización de esta impresión la que produjo algunos momentos de confraternización entre las líneas durante la contienda. El más conocido de ellos se produjo durante la Navidad de 1914 en el frente de Flandes. Durante la Nochebuena los soldados aliados se sorprendieron al ver aparecer en algunos sectores de las trincheras alemanas árboles de Navidad seguidos de voces que cantaban villancicos, especialmente Stille Nacht, heilige Nacht (la versión original alemana de Noche de paz). Los soldados británicos respondieron cantando «The First Nowell the angel did say…», un villancico tradicional de Cornualles, del siglo XVIII. Fueron cantando unos y otros, como en un certamen que cerraron los alemanes con el Adeste fideles.
Al día siguiente, y tras un breve período de cautela, alemanes, ingleses y en menor medida franceses treparon por las paredes de las trincheras, se estrecharon las manos felicitándose las Pascuas e intercambiaron pequeños regalos como cigarrillos, tabaco o periódicos. En algunas partes los soldados de ambos bandos compartieron la cena del día de Navidad e incluso se celebró al menos un partido de fútbol entre los contendientes, con los equipos del 133º Regimiento de Infantería de Sajonia y los Seaforth Highlanders, ganado por los alemanes por 3 a 2. La fotografía de este publicada en la portada del Daily Mirror pese a los esfuerzos de los mandos para destruir los testimonios de la tregua, demostraba cómo el odio al enemigo preconizado por el discurso oficial no era más que una impostura bélica que podía sucumbir ante el deseo de vivir de unos hombres que, en el fondo, eran actores en una guerra que no era suya. La tregua espontánea sirvió para enterrar a los cadáveres abandonados en la tierra de nadie, y en algunos sectores se celebraron ceremonias fúnebres conjuntas. En una de ellas alemanes e ingleses recitaron juntos el Salmo 23 de la Biblia, «El Señor es mi pastor…».
El hecho, que se produjo en sectores puntuales, pilló completamente por sorpresa a los mandos de ambos ejércitos. Absolutamente atónitos por lo que estaba sucediendo, fueron recabando información a lo largo del día de Navidad y enviando inmediatamente órdenes para que se abortasen las iniciativas de confraternización, de modo que el día 26 se reiniciaron las hostilidades, aunque con menor intensidad. Conscientes de los graves inconvenientes que podían surgir si la noticia de la tregua se difundía, los mandos se afanaron en destruir las fotografías de la jornada, así como en censurar las cartas de los soldados en que se contaba lo sucedido. La inhumana maquinaria de la guerra no estaba dispuesta a ceder un solo milímetro de su aplastante conquista sobre el espíritu de los soldados. Sin embargo, en algunas partes los soldados prolongaron la tregua de hecho, no disparando al enemigo durante todo el mes de enero, lo que provocó casi el pánico del alto mando. Una secuela de aquella primera tregua de Navidad demostró que su preocupación estaba justificada. En el frente oriental se produjo una espontánea tregua de Navidad en 1916, y ya no fue posible lograr que los soldados rusos luchasen. A primeros de año comenzaron a romper la disciplina, a amotinarse, y la revuelta se extendió por todo el ejército, convirtiéndose al mes siguiente, febrero de 1917, en la revolución que derribó al zar.
En los años siguientes de guerra las treguas escasearon, ya que el odio al enemigo fue debidamente alimentado por los mandos y la propia dinámica bélica. Sin embargo sí se produjeron situaciones en las que la intensidad del conflicto se reducía o en las que se llegaba a acuerdos tácitos de no agresión. Uno de los fenómenos que más ha llamado la atención a los historiadores fue el desarrollo del sistema basado en la norma «vive y deja vivir». Este tuvo lugar en sectores aislados del frente en momentos de poca actividad bélica. En opinión de la historiadora neozelandesa Joanna Bourke, este sistema «dependía de la percepción aproximada de la fortaleza relativa de cada unidad militar y, por tanto, era más firme cuando los dos bandos estaban más o menos igualados. Fue común que los hombres se negaran a salir de las trincheras y hacer más de lo estrictamente necesario, a menos que se los obligara a punta de pistola, y también que fingieran estar enfermos». Esto significaba en la práctica que se podía llegar a treguas tácitas y oficiosas, que solían consistir en limitar el fuego a determinadas horas del día, prohibir el disparo de francotiradores durante las comidas, acordar que si se encontraban las patrullas nocturnas por la tierra de nadie no se atacase o acceder a que el enemigo pudiese retirar a sus muertos del campo para enterrarlos. Este sistema sólo estuvo vigente en las partes más tranquilas del frente (sobre todo en la zona más meridional del frente occidental) y durante períodos puntuales.
Además se podían producir situaciones en las que el encuentro con el enemigo no se traducía en el inicio de un combate. Según el historiador canadiense Tim Travers, «el conflicto a veces se podía evitar, como en el caso de una patrulla alemana que en junio de 1916, con los fusiles al hombro, se encontró inesperadamente con un puesto avanzado francés en medio de la niebla. Un suboficial alemán simplemente dijo en francés: “Triste guerre, monsieurs! Triste guerre!” [“¡Triste guerra, señores! ¡Triste guerra!”] y los franceses sencillamente permitieron a la patrulla alejarse mientras se desvanecían en la niebla». En otros casos los soldados se sentían reacios a responder con las armas. El poeta británico Edmund Blunden recordaba en sus memorias cómo en una ocasión su unidad se vio sorprendida cuando unos veinte alemanes salieron de su trinchera preguntando a los británicos «Good morning, Tommy, have you any biscuits?» («Buenos días, Tommy, ¿tenéis galletas?») y, después de intercambiar alborozadamente algunas palabras a gritos, volvieron tranquilamente a sus puestos. Asimismo el oficial francés Paul Maze señaló cómo una vez tuvo a tiro a un alemán que estaba en su trinchera sentado, pero decidió no dispararle en cuanto reconoció lo que estaba haciendo, una tarea a la que los propios franceses tenían que dedicar varios ratos al día, la de despiojarse. Otros momentos como la recogida de los muertos o heridos y las reparaciones de envergadura de las trincheras después de temporadas de fuertes lluvias eran ocasionalmente respetados como situaciones en las que no se debía hostigar al enemigo.
Sin embargo este reconocimiento del sufrimiento del adversario como similar al propio no fue obstáculo para que a medida que avanzaba la guerra el odio fuese abriéndose camino por encima de la solidaridad y el humanitarismo. Aparte de la violencia y el derramamiento de sangre que supusieron las ofensivas planificadas por los altos mandos, desde 1915 las patrullas nocturnas por la tierra de nadie fueron adquiriendo ocasionalmente la forma de incursiones contra el enemigo, para las que se desarrolló una panoplia de armas cuerpo a cuerpo, dagas, machetes, puños de hierro, mazas y flagelos, o simplemente palas afiladas como hachas, que retrotraían a tiempos más primitivos, cuando los guerreros tenían que matar a mano, viendo la sangre del enemigo. En muchos casos fueron los propios oficiales de las unidades del frente los que organizaban estas razias como una forma de mantener alto el ánimo bélico de la tropa e impedir que se oxidase por la inactividad cotidiana en las trincheras. Su objetivo principal era obtener información sobre la situación del enemigo en un sector concreto del frente y a medida que fue avanzando la guerra algunas de estas iniciativas fueron tomando cada vez más envergadura, incluyendo una planificación más cuidadosa, órdenes precisas e incluso apoyo de la artillería. Se acabaron convirtiendo en una especie de pequeñas ofensivas. El escritor alemán Ernst Jünger describió cómo sus superiores le ordenaron que tomase bajo su mando a dos hombres el 20 de junio de 1916 y que cruzase la tierra de nadie para averiguar si los británicos estaban excavando. La patrulla de Jünger fue descubierta y se vio envuelta en una escaramuza antes de poder intentar la retirada, quedando viva en su mente la sensación que tuvo en aquel momento: «La liza será corta y asesina. Tiritas sacudido por dos sensaciones violentas: la excitación tensa del cazador y el terror de la presa». Por tanto el enemigo se fue convirtiendo cada vez más en el objetivo a abatir, pese a su cercanía física en las trincheras y a la similitud de su sufrimiento cotidiano. Los sentimientos de camaradería y hermanamiento se desarrollarían a partir de entonces con los compañeros de la unidad, adquiriendo a veces expresiones que sorprenderían a los propios soldados.

§. Hermanos de armas
La estancia de los soldados en el frente fue una experiencia que puso a prueba su capacidad de resistencia en todos los sentidos. La convivencia con la muerte, con las heridas, la mutilación y la enfermedad supusieron una enorme conmoción para muchos de ellos. En otros casos el trauma más importante fue el de tener que matar, ya que la educación que habían recibido en su vida de civiles iba precisamente encaminada a evitar la violencia. Todos estos fueron elementos que determinaron que, entre otros, el resultado de su dilatada experiencia bélica fuese una profunda deshumanización. Algo realmente sorprendente es que para poder sobrevivir esos mismos soldados aplicasen el mismo proceso de deshumanización al enemigo, al que pronto dejaron de percibir como otra persona para convertirlo en otra clase de ser cuya muerte era más tolerable. Los franceses aplicaron a los alemanes el apelativo denigratorio tradicional en lengua francesa, boche, mientras que los ingleses escogieron un término pensado para acentuar su caracterización como los representantes de un militarismo brutal y bárbaro que debía ser derribado, el de huns (hunos).
Los testimonios de los propios soldados hablan sobre este proceso de enajenación, de insensibilización hacia el prójimo, que se convirtió en una exigencia para sobrevivir en aquel contexto. El joven soldado de infantería René Arnaud, al salir en 1916 de la primera línea de combate de Verdún, dejó anotado en su diario: «Tal vez esta indiferencia sea el mejor estado en que pueda sentirse una persona que se halla en combate: actuar por hábito y por instinto, sin esperanzas y sin miedo. El prolongado período de sentimientos exacerbados acabó aniquilando la capacidad de sentir». Casi un año más tarde, el soldado británico Alfred Pollard reflexionaba a raíz de su hallazgo de una trinchera plagada de cadáveres cerca de Grandcourt: «… yo no era más que un niño que contemplaba la vida con esperanzado optimismo y veía la guerra como una aventura interesante. Cuando ese día descubrí los cuerpos de los hunos muertos por el fuego de nuestras granadas me invadió la compasión por esos hombres cuyas vidas habían sido segadas en el momento de su máximo vigor. En cambio, ahora yo era un hombre y sabía que pasarían años antes de que terminara la guerra. Y miraba una trinchera llena de cuerpos sin sentir nada en absoluto. Ni lástima ni temor a que yo también pudiera estar muerto pronto; ni siquiera rabia contra los hombres que los habían matado. Realmente no sentía nada. Yo tan sólo era una máquina que intentaba cumplir con su deber lo mejor posible».
Uno de los puntales para soportar aquel sinsentido fue, como señalan los propios soldados, el compañerismo, el estrechamiento de lazos afectivos entre los miembros de cada pequeña unidad de combate. Estas relaciones eran muy vulnerables, ya que la vida en el frente estaba sujeta a numerosas contingencias, desde una baja en la batalla hasta un traslado o un ascenso. Pese a ello, los lazos afectivos entre compañeros fueron uno de los resortes más importantes para afrontar el sufrimiento de los años de guerra sin perder la razón. Gracias a ellos, los soldados, que habían sido arrancados de sus entornos familiares y afectivos al ser trasladados al frente, lograron preservar en cierta medida su equilibrio emocional. A través de ellos pudieron proyectar toda una serie de sentimientos que la realidad de la guerra les había obligado a dejar en la retaguardia junto a todo aquello que les hacía sentirse seres humanos. En la novela Sin novedad en el frente, del excombatiente alemán Erich Maria Remarque, uno de los protagonistas reflexiona al escuchar las voces de sus compañeros en la trinchera: «Esas voces […] me alejan de golpe del terrible sentimiento de aislamiento que acompaña al miedo a la muerte, al que he estado a punto de sucumbir. […] Esas voces significan más que mi vida, más que sofocar el temor; son lo más fuerte y protector que hay: son las voces de mis amigos». Aunque en este caso se trata de una recreación literaria, otros soldados dejaron un testimonio similar en escritos autobiográficos, como el británico Guy Chapman, quien escribió: «Al recordar a aquellos fieles soldados desfilando hacia sus barracones, […] descubrí que ese grupo de hombres formaba una parte tan importante de mí que su disolución rompería aquello a lo que he profesado el mayor afecto que jamás hubiera soñado. Éramos todo en uno».
Las expresiones a veces arrebatadas sobre estos vínculos afectivos que nos han llegado por escrito han llevado a algunos especialistas a plantear la existencia de un trasfondo homosexual en estas relaciones. Sin embargo, muchos de los que aceptan dicha connotación suelen considerar que la mayor parte de ellas respondían a una forma casi platónica de homosexualidad, un enamoramiento idílico en el que lo físico no estaría presente. Se trataría así de la manifestación de la afectividad de unos hombres en una situación crítica muy prolongada y en la que prácticamente todas sus relaciones se desarrollaban con otros hombres. Con toda probabilidad se dieron también relaciones homosexuales entre soldados, pero las expresiones de intensa afectividad hacia los compañeros no se vincularon a ellas necesariamente. Por otra parte, la homosexualidad era objeto de fuerte rechazo social a comienzos del siglo XX, por lo que no era habitual dejar testimonio escrito de tales sentimientos. Algunos historiadores, como el británico Richard Vinen, han destacado que, ya fuesen reales o platónicas, estas expresiones afectivas lo que en realidad denotaron fue una auténtica crisis de la masculinidad tradicional, ya que la Gran Guerra «se vio como algo particularmente “masculino”, lleno de acción, heroísmo y conquista. […] Las cosas, sin embargo, no salieron como se había creído. Los hombres, que habían esperado poder disfrutar a los pocos meses de un recibimiento triunfal por parte de sus admiradoras mujeres, se encontraron embarrancados en las trincheras del frente occidental, y los únicos contactos que tuvieron con personas del otro sexo tuvieron lugar por lo general en los deprimentes burdeles del ejército. La vida cotidiana de las trincheras también cuestionó las ideas al uso sobre la naturaleza de la masculinidad. Allí no se daba el ostentoso heroísmo que en otro tiempo se había presentado como la suma expresión de la virilidad; lo que más se hacía era arrastrarse, agacharse y esconderse». En cualquier caso algunos testimonios escritos por los protagonistas justifican completamente la intensidad y fuerza del debate, como uno del propio Guy Chapman: «Mi amor por los hombres con los que viví de 1914 a 1918 es de un tercer tipo, asexuado en el sentido corriente del término, completamente desprovisto de ese elemento de miedo y tensión que se da en el amor sexual, ya sea hacia un hombre o hacia una mujer, de miedo al fracaso físico o a la humillación. Llamémoslo, tal vez, amor esencial, o la esencia».
Independientemente de que los vínculos entre los camaradas de armas en el frente tuviesen una connotación sexual, la solidez de estas relaciones muchas veces se veía reforzada por la voluntad de ennoblecer la deprimente vida cotidiana de los soldados. Una de las formas de hacerlo era la de intentar revivir modos de combate más nobles que los deparados por la guerra industrial de la que formaban parte. Generalmente los soldados criticaban la crueldad de un conflicto en el que muchas veces no tenían ni siquiera ocasión de defenderse. Unidades completas podían morir como resultado de proyectiles de artillería lanzados a kilómetros de distancia o de las ametralladoras durante los avances ordenados por los mandos. Sin lugar a dudas se trataba de finales muy crueles para quienes se jugaban todos los días la vida por principios que creían nobles. De ahí que otorgasen un alto valor al combate cuerpo a cuerpo y a armas como la bayoneta.
Las posibilidades de entablar una lucha cara a cara eran muy escasas (básicamente se limitaban a las reyertas en los encuentros de patrullas nocturnas), y la bayoneta, aunque continuaba formando parte del armamento, quedó convertida rápidamente en un anacronismo. Sin embargo era considerada como un símbolo de tiempos pretéritos, cuando los enfrentamientos entre combatientes se hacían portando armas cuya eficacia dependía estrictamente de la habilidad de quien las empuñaba, por lo que el mejor dotado para el combate tenía mayores posibilidades de sobrevivir. En este tipo de lucha, la vida y la muerte eran cuestión del mérito individual y no de ataques ejecutados de forma indiscriminada y a distancia. La bayoneta fue por tanto la expresión evidente de que sobrevivía cierto romanticismo e idealismo en la mente de unos hombres casi anulados por la experiencia bélica. Aunque el fusil y la ametralladora le habían quitado todo el sentido, su presencia era la plasmación del deseo de que un ideal noble subsistiese en una guerra completamente deshumanizada. En medio de la sinrazón, pequeños objetos se convertían en símbolos que dotaban de sentido a las vidas de los que podían morir en cualquier momento, un sentido que, por el contrario, estructuras tan básicas en el ejército como la disciplina o la jerarquía frecuentemente erosionaban.

§. Agravios comparativos
Uno de los principales problemas a la hora de incorporar masas de voluntarios civiles en los ejércitos tradicionales europeos fueron las dificultades que estos encontraban para sintonizar con los altos cargos del escalafón, sobre todo con los mandos más elevados. En general los ejércitos europeos eran instituciones conservadoras y con un fuerte sesgo de clase, en las que las más altas jerarquías eran copadas por individuos pertenecientes a familias de alta extracción social y larga tradición en el ejercicio de las armas. Los voluntarios que pasaron a engrosar las filas eran civiles de muy distintas procedencias sociales, desde obreros y campesinos a profesionales liberales educados en la universidad o miembros de la baja burguesía urbana como pequeños comerciantes o tenderos. En la mayoría de los casos la necesidad de tener fuerzas listas para luchar en el frente hizo que su instrucción militar fuese mínima e improvisada, de modo que su incorporación al rígido mundo militar contaba con todos los ingredientes para no resultar fácil.
La excepción a esto era el ejército alemán donde, pese a existir la casta militar nobiliaria más pétrea de Europa, se habían aprovechado los sentimientos patrióticos de las clases medias integrándolas en la institución castrense mediante el sistema de los Einjährig-Freiwillige(voluntarios de un año). Los hijos de burgueses, profesionales y propietarios con cierto nivel de educación, cumplían su servicio militar obligatorio como voluntarios, siendo durante un año soldados rasos pero con notables privilegios de trato. Entre otras cosas llevaban magníficos uniformes hechos a medida en buenos sastres militares, lo que les permitía sentirse literalmente «orgullosos de vestir el uniforme». Transcurrido el año de soldados eran promovidos a suboficiales de complemento, y posteriormente, según volvían temporalmente al servicio activo como reservistas, ascendían hasta el grado de oficial, lo que permitía al ejército alemán contar con un numeroso y bien instruido cuerpo de cuadros de reserva. Circunstancia imprescindible para el buen funcionamiento de este sistema era la movilización cada cierto tiempo de los reservistas, que se incorporaban a las maniobras anuales del ejército regular. De esta manera el militarismo que en otras sociedades era un rasgo de la casta militar profesional, a menudo una pequeña nobleza, estaba implantado en el conjunto de la sociedad del Reich. Incluso la burguesía judía había sido asimilada al sistema, y los hijos de las familias hebreas acomodadas solían servir como voluntarios de un año en los dragones.
El medio fundamental para mantener la cohesión y la unidad de acción del ejército era la disciplina, cuya aplicación se sustentaba en apelaciones a los valores patrióticos (y en el caso de Francia y Bélgica además en el apremio de liberar el territorio invadido por los alemanes) y en las necesidades prácticas de gobernar semejantes masas humanas. Sin embargo la capacidad de arraigo de este sistema de normas y sanciones en los nuevos reclutas demostró ser muy limitada, pues pronto estos lo criticaron por considerarlo como algo anticuado, que no se adaptaba a la nueva realidad bélica. Quizá porque los propios mandos del ejército fueron conscientes de ello y porque por lo general se mantuvo la lealtad de las fuerzas armadas, las sanciones no siempre fueron aplicadas de forma implacable. Por ejemplo, el número de penas de muerte dictadas por la justicia militar a soldados bajo su jurisdicción fue, durante la guerra, baja para los estándares de la época: 346 británicos, 700 franceses (pese a la insubordinación generalizada de la primavera de 1917), 48 alemanes y 35 estadounidenses fueron ejecutados. El número más elevado correspondió al ejército de Italia, en el que la mano dura ejemplarizante fue un recurso fácil para meter en cintura a un ejército compuesto en buena medida por campesinos escasamente alfabetizados gobernados por unos mandos muy ineficientes. El resultado fue el de 750 soldados italianos ejecutados a lo largo de la guerra.
La concentración de los soldados en las trincheras facilitó sumamente su control, pero esta sedentarización también favoreció enormemente el alejamiento de los altos mandos militares de la primera línea del frente. Que el distanciamiento no era sólo algo físico se expresaba de muy diferentes formas. Mientras que los soldados de todos los ejércitos habían abandonado sus llamativos uniformes decimonónicos, los altos mandos seguían distinguiéndose por su apariencia. En el ejército británico los oficiales de baja graduación aceptaron los cambios de sus uniformes para adaptarlos a la nueva realidad bélica, mientras que los altos oficiales mantenían el color rojo en las sardinetas del cuello y las bandas de sus gorras. En palabras del historiador Paul Fussell, «las insignias rojas eran signos de un trabajo intelectual que se llevaba a cabo en oficinas y despachos; los galones de color caqui, fuera cual fuese su graduación, revelaban el trabajo de mando, el halago y la negociación propios de los capataces». Incluso entre los propios oficiales, aquellos que ejercían el mando en el campo de batalla eran vistos como inferiores por quienes ocupaban la parte más alta del escalafón militar. El general de división británico Herbert Essame describió sorprendido lo que contempló a este respecto en la estación Victoria de Londres, cuando se disponía a tomar el tren de vuelta a Francia tras un permiso: «Había seis trenes en los andenes desde donde se partía. En cinco de ellos se subieron grupos de hombres con mochilas a la espalda, en departamentos mal iluminados, cinco en cada fila, eran los oficiales regimentales y los hombres que volvían a las trincheras […] Había un agudo contraste con el sexto tren, que estaba muy iluminado: contaba con dos coches con comedor y todos los vagones eran de primera clase. Obsequiosos esbirros […] conducían a los oficiales de gorra y galones rojos hasta los asientos reservados. Casi eran las seis y media y los camareros de los coches comedor ya estaban tomando nota para servir copas […] La ironía de esa demostración nocturna en la estación Victoria de la gran brecha existente entre los jefes y los subordinados era que ese escandaloso despliegue de privilegios iba a enconarse en las mentes de los soldados de primera línea y sobreviviría en la memoria de la nación».
Si las diferencias y los privilegios según se ascendía en el escalafón de los ejércitos de las potencias más desarrolladas eran apabullantes, en los de los países más atrasados se convertían en algo insultante para los soldados. El oficial húngaro Pál Kelemen escribió en 1916 mientras prestaba servicio en el ejército austro-húngaro en Montenegro: «Están trasladando el cuartel general. […] Pese a que no hay suficientes vehículos de transporte para cargar las provisiones de comida necesarias durante la semana, […] columnas de camiones serpentean por las montañas, cargados hasta los topes de cajas de champán, camas con colchones de muelles, lámparas de pie, utensilios de cocina especiales y cajas llenas de delicatessen. Las tropas están recibiendo una tercera parte de su ración diaria normal. Hace cuatro días que la infantería del frente se sustenta a base de mendrugos de pan; en cambio, en el comedor de los oficiales del Estado Mayor se siguen sirviendo los cuatro platos de costumbre».
El resentimiento de muchos soldados contra unos altos mandos que en su opinión dirigían una guerra de la que desconocían demasiadas cosas y que enviaban a decenas de miles de hombres a la muerte con una ligereza pasmosa, acabó siendo universal entre los que pasaron la guerra en las trincheras. Se hizo célebre la frase que un combatiente escribió en su diario sobre la terrible batalla del Somme: «Librada por leones y dirigida por borricos». Otra variante de la sarcástica observación, «jamás vi tales leones mandados por tales corderos», se atribuye al general alemán Von Gallwitz, que habría hecho una reinterpretación de una famosa cita de Alejandro Magno, mientras que Evelyn Princess Blücher se la atribuye a Undendorf en su obra autobiográfica An English Wife in Berlin. El alférez Alec Waugh, que pasó ocho meses de servicio en el frente en Francia, afirmó que durante aquel tiempo no llegó a ver a ningún oficial por encima del rango de teniente coronel; mientras, el soldado Oliver Lyttelton sólo vio a un comandante. El historiador Paul Fussell recoge una esclarecedora anécdota sobre la primera visita que hizo el teniente general Launcelot Kiggell, del Estado Mayor británico, al campo de batalla en Passchendaele en noviembre de 1917: «A medida que daba tumbos el coche del alto mando por el terreno empantanado y se acercaba al campo de batalla, mayor era su conmoción. Finalmente rompió a llorar y susurró: “¡Dios del cielo! ¿Realmente hemos enviado a los hombres a luchar aquí?”. El hombre que se encontraba a su lado, que había participado en la campaña, respondió sin expresar emoción alguna: “Ahí arriba es peor aún”».
En la convivencia cotidiana en las trincheras los oficiales de baja graduación gozaban también de algunos privilegios como el disfrute de comedores propios e incluso de cantinas y burdeles diferenciados en las zonas de la inmediata retaguardia, donde acudían a su descanso periódico (los burdeles de oficiales se distinguían por una luz de color azul mientras que los de los soldados se conocían por la clásica de color rojo). En las trincheras británicas los pocos puestos para dormir en los refugios estaban reservados para los oficiales, mientras que en muchas ocasiones los soldados se pasaban un buen rato buscando el rincón más resguardado disponible antes de poder tenderse e intentar dormir. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que la diferencia de clases en aquella época era enorme y se veía como algo normal en la vida. Para la inmensa mayoría de los soldados era natural que los oficiales viviesen mejor que ellos, para eso eran oficiales. Por tanto estos mandos intermedios tuvieron una importancia crucial en el desarrollo de la guerra al jugar el papel de enlace entre las órdenes del Estado Mayor y la tropa. En muchos casos se trataba de hombres que arriesgaban su vida tanto o más que los soldados, por lo que solían contar con su aprecio. El hecho de que el resentimiento de los reclutas hacia los militares de carrera fuese generalizado, no era óbice para que en determinados momentos, sobre todo si estos eran críticos, se generase una empatía entre un mando militar y las tropas a su mando. Uno de los casos más conocidos es el del mariscal Henri Philippe Pétain, que estuvo al frente de la defensa de Verdún durante la ofensiva alemana iniciada en febrero de 1916. La energía, brillantez y carisma desplegados por este hombre consiguieron lo que se consideraba imposible, revertir la situación de minoría aplastante de las tropas francesas y lograr que finalmente el ataque alemán fuese repelido tras meses de lucha. Posiblemente la plasmación de estas cualidades fue el eslogan que acuñó para enardecer la moral de sus hombres y animarles a desarrollar una resistencia a muerte; un eslogan que tendría gran fortuna en guerras posteriores (entre ellas la Guerra Civil española): «Ils ne passeront pas!» (« ¡No pasarán!»). En los casos en que la comunicación y la empatía fluían entre los soldados y los mandos, la moral de la tropa subía de una forma extraordinaria. Eran los momentos en que el combustible del compañerismo se veía inflamado por el refrendo de los superiores pudiendo alcanzar resultados excepcionales. Sin embargo, a pie de trinchera seguían siendo necesarios otros recursos para aguantar el día a día, y muchos de ellos guardaron relación tanto con la propia forma de organizar el frente como con lo que los soldados podían encontrar cuando lo abandonaban para pasar su período de rotación en la retaguardia.

§. Tan lejos pero tan cerca
Uno de los recursos fundamentales para que los soldados no se viniesen abajo fue el de organizar su tiempo de modo que no pasasen largos intervalos en la primera línea del frente. Los hombres rotaban en períodos globales de dos semanas entre las tres líneas de trincheras que lo constituían (trincheras de fuego, de apoyo y de reserva) y la inmediata retaguardia, donde realizaban tareas de apoyo, administración, entrenamiento, organización… pero sobre todo descansaban un poco de la durísima rutina de estar cara a cara con el enemigo. En realidad pasaban en primera línea pequeños lapsos de tiempo de forma cíclica y se les exigía atacar al enemigo sólo ocasionalmente. Además, los mandos se mostraban tolerantes con ciertas costumbres más o menos censurables de los soldados por considerar que les ayudaba a aguantar la tensión. En todo momento estos manifestaron un aprecio e incluso adicción desmesurados por el tabaco, omnipresente tanto en las trincheras como en los períodos de descanso. Cuando se retiraban de estas hacia la retaguardia la disponibilidad de «placeres» aumentaba. El alcohol tenía mayor presencia, se podía acceder al sexo y los soldados aprovechaban el poco tiempo del que disponían antes de volver a la primera línea del frente para abusar de ellos todo cuanto podían. Cantinas y burdeles para militares formaron parte del paisaje de las poblaciones de apoyo en la retaguardia durante los cuatro años que duró la guerra. Eran lugares donde los soldados intentaban soltar el lastre de la angustia y la ansiedad que producía la vida monótona, peligrosa y estresante de las trincheras. Según el soldado sudafricano Stuart Cloete, las prioridades para un soldado recién acabado su turno en el frente eran «primero dormir […] luego comer. Y sólo entonces, una mujer, una vez descansados y alimentados». Incluso parece que hubo gustos «nacionales» a la hora de realizar estas actividades. Los británicos mostraban una pasión desmesurada por el whisky, el gran protagonista de sus borracheras, mientras que los franceses preferían el vino, al que parece que apreciaban más por su sabor que por su poder etílico. Estos preferían además el tabaco en pipa, la famosa picadura Scaferlati que se les distribuía gratuitamente como «tabaco de cantina», mientras que los anglosajones no se separaban de sus cigarrillos. Fuera como fuese, el papel de todos estos elementos era el mismo: dar un poco de consuelo en la deprimente vida cotidiana de la tropa.
Otro de los recursos elementales para garantizar el mantenimiento de la disciplina era la separación estricta de los soldados de la sociedad civil, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de una guerra en la que la distancia entre el frente de batalla y los hogares de los movilizados era muy escasa. Pese a lo que pudiera parecer, esto no era sólo aplicable a los casos de Francia y Alemania. En las comarcas meridionales de Inglaterra como Surrey, Sussex o Kent se podía escuchar frecuentemente las detonaciones de la artillería en el frente occidental, incluso con una nitidez sorprendente cuando el viento soplaba a favor. En Kent a veces se apreciaba el resplandor de los estallidos y parece que el estruendo de los proyectiles lanzados por los cañones Káiser Guillermo sobre París en la primavera de 1918 se sintieron en Londres. En palabras del historiador británico Paul Fussell, «Edmund Blunden recuerda que a finales de junio de 1916, mientras la artillería hacía todo lo posible por romper las alambradas alemanas para el ataque del Somme, “en las aldeas de Southdown los niños que estaban en el colegio se preguntaban por el constante tableteo y el matraqueo de las ventanas”».
A pesar de la separación constante de los civiles, aquella cercanía posibilitó que nunca dejase de haber elementos familiares en el día a día de los soldados. Durante toda la guerra los ciudadanos pudieron enviar a sus familiares o amigos movilizados algún objeto que les hiciese falta, les recordase el hogar o sencillamente les hiciese la vida militar más llevadera. Algunas de estas iniciativas fueron institucionales. Durante la Navidad de 1914 la familia real británica envió tarjetas de felicitación que fueron distribuidas entre los soldados, y el periódico Daily Mirror organizó una campaña para evitar que ningún hombre del frente pasase las Pascuas sin su Christmas Pudding (el postre tradicional británico para las fiestas navideñas). Hasta en los peores momentos de las ofensivas, cuando los ataques del enemigo hacían insoportable la estancia en el frente, los soldados se sorprendían de encontrar en las entradas de las trincheras de comunicación a repartidores de prensa ofreciéndoles periódicos de su país. Los comercios más reputados de Londres como Fortnum & Mason o Harrods organizaron secciones especiales para vender objetos destinados al frente e incluían en el precio el envío y reparto, que solía tardar cuatro días. Su oferta abarcaba productos tan perecederos como flores o alimentos (incluidos pasteles, mantequilla, huevos y fruta fresca). Incluso llegó a organizarse cierta picaresca en torno al envío de estos bienes. Como recuerda Paul Fussell, el militar británico F. E. Smith llegó a preocuparse seriamente por los hurtos de las cajas de cigarros que le enviaba su esposa desde las islas, por lo que le escribió: «… di a los de los estancos que no pongan señal alguna de que van puros dentro de las cajas. Estampa tú misma algunas indicaciones pegándolas con goma, como la de la muestra que adjunto»:

SOCIEDAD DE ABSTEMIOS DEL EJÉRCITO
SERIES DE PUBLICACIONES 9

«Y déjalo a la vista, tal cual está, sin añadir nada». Se han documentado envíos al frente de objetos tan exóticos en una guerra como guantes de boxeo, gramófonos, matamoscas o gemelos y otros más adecuados como botas, chalecos e incluso pomadas contra los piojos. Los soldados respondían a estos envíos mandando a los remitentes pequeños recuerdos de su estancia en las trincheras como botones, medallas o cualquier objeto que se hubiesen podido sustraer al enemigo.
A lo largo de la guerra esta cercanía con el frente hizo que buena parte de la información que llegaba a los soldados de lo que se vivía en sus países les desagradase, generándose un progresivo distanciamiento entre este y la retaguardia. Entre los soldados británicos produjo especial indignación el conocimiento de que se habían levantado unas trincheras de exhibición en los jardines Kensington de Londres para ilustrar a la población civil sobre el frente, con unas condiciones de orden, limpieza y bienestar en las instalaciones que no tenían nada que ver con las reales. Uno de los objetivos más frecuentes de las críticas de los soldados era la prensa, a la que acusaban de frivolizar con lo que sucedía en el campo de batalla. Los soldados podían leer con algunos días de retraso los periódicos de sus respectivos países y el hecho de que para vender unos cuantos ejemplares más se antepusiesen otros temas a las ofensivas y las bajas (ya que la insistencia en temas bélicos hacía que las ventas bajasen), les dejaba al tiempo estupefactos y defraudados. Así lo expresaba en 1922 un excombatiente del ejército británico: «La derrota más sangrienta de la historia de Gran Bretaña […] pudo ocurrir […] el 1 de julio de 1916, y nuestra prensa apareció ligera, copiosa y gráfica, sin una palabra acerca de que nosotros habíamos pasado un mal día; una victoria realmente. Los hombres que sobrevivieron a la matanza leyeron aquello con la boca abierta».
El distanciamiento podía incluso llegar a afectar a las relaciones de los soldados con sus familiares, ya que las quejas de estos sobre las dificultades de la vida civil les producían una creciente irritación. «Corremos el riesgo [escribía un soldado francés a su esposa] de no comprendernos si tú hablas como se habla en la retaguardia y yo como se habla en el frente. Los sacrificios de todo orden, de toda naturaleza, son la suerte que el soldado quisiera ver compartida más allá de las líneas, a la manera del frente […] ¿Cartillas de azúcar? “Quiere decir que hay azúcar”, dice el soldado. ¿Impuestos sobre las entradas del cine? “Quiere decir que esos tipos van al cine”. ¿Carbón difícil? ¿Leña a precios astronómicos? “Esos tipos tienen los pies calientes”». Muy pronto la discordia en el seno de la nación en armas comenzó a preocupar a las autoridades, que decidieron tomar medidas extraordinarias para cortar de raíz semejantes expresiones de descontento. El camino hacia la censura de la correspondencia estaba expedito.
Sin embargo los motivos de crítica y el enfado de los soldados no se originaban en las supuestas comodidades de que disfrutaban sus compatriotas civiles, sino en las circunstancias extraordinariamente duras en que se desarrollaba su servicio en el ejército. Pronto sus dardos se dirigieron también a los políticos y a los altos mandos que diseñaban la guerra y, a su juicio, ponían palos en las ruedas para conseguir la paz. «“Hasta el fin”, croa el cuervo, limpiando los huesos humanos en el campo de batalla. ¿Qué le importa la pobre madre anciana que espera el regreso de su hijo o el octogenario que, con manos temblorosas, conduce el arado? […] ¿Puede gritar “hasta el fin” el soldado sentado en las trincheras? No. La voz que deja oír es muy distinta. Compañeros, el que grite “la guerra hasta el fin” debe ser enviado rápidamente a primera línea. Veremos entonces lo que dice». Así rezaba un artículo aparecido en la publicación que elaboraban algunos de los soldados rusos enviados al frente occidental en la primavera de 1916 (el Cuerpo Expedicionario Ruso en Francia), escrito contra los defensores de una guerra a ultranza. Pero más allá de las críticas, lo que subyacía en este distanciamiento de los soldados era el sufrimiento y el dolor que les estaba produciendo la guerra. Un dolor que no hacía distinciones, afectando a todos los que estaban en las trincheras que cada vez sentían más alejados a los que habían dejado en casa. La separación percibida entre frente y retaguardia apenaba a unos soldados que, de hecho, hicieron todo lo posible por mantener los vínculos que les unían a ella. Allí estaban sus afectos, sus ocupaciones, sus rutinas e identidad, y el medio que emplearon para no separarse de todo ello fue la correspondencia.

§. Escribir para sobrevivir
La escritura epistolar se convirtió durante la Primera Guerra Mundial en uno de los asideros emocionales más importantes para los soldados. La frecuencia con que escribían variaba entre un par de veces por semana y a diario, ya que era una actividad que constituía una válvula de escape esencial para intentar sustraerse del horror en que vivían. Como apunta el historiador Martyn Lyons, «escribían en las camas de los hospitales, después de despiojarse, en el bosque, en graneros, durante las guardias, acurrucados bajo una manta, a la luz de un faro de bicicleta o de una vela clavada en el extremo de una bayoneta, aprovechando cualquier oportunidad». Para hacerlo utilizaban cualquier soporte que tuviesen a mano; si no disponían de papel blanco se podía aprovechar un periódico viejo, un envoltorio, cualquier cosa sobre la que se pudiese dejar una impronta escrita. La escritura solía ser rápida y de caligrafía descuidada, y en muchas ocasiones utilizaban lápices o minas porque la tinta escaseaba. Muchos de ellos tenían la costumbre de respetar partes del papel en blanco para dejar espacio donde el destinatario pudiese escribir una respuesta. Era una forma de asegurarse de que la escasez de papel no impidiese que su carta fuese respondida.
Tal fue la fiebre epistolar de los hombres movilizados al frente que el tráfico postal con el interior de cada país experimentó un incremento explosivo, obligando a las naciones en conflicto a reforzar sus servicios de correos. El total de cartas enviadas durante los cuatro años de guerra ascendió a cuatro mil millones en Italia, diez mil millones en Francia y treinta mil millones en Alemania. El dato sorprende todavía más si se tiene en cuenta que en casos como el de Italia el censo de población de 1911 contabilizaba un 35 por ciento de analfabetos. Se ha llegado a encontrar en las colecciones epistolares conservadas en diferentes museos y archivos italianos material escrito por hombres que en el momento de alistarse fueron clasificados como analfabetos. El poder de la escritura residía en su capacidad para mantener vivo el vínculo con la familia y la comunidad de origen, motivo más que suficiente para que miles de hombres aprendiesen a escribir y tomasen la pluma o el lápiz pese a la dificultad que entraña la escritura para quien no está familiarizado en absoluto con ella.
En muchos casos los resultados del esfuerzo de los gobiernos por adaptar la capacidad de sus cuerpos de correos a la situación de guerra fueron brillantes. En plena ofensiva del Somme, en julio de 1916, un oficial británico observaba: «Es extraordinario cómo se las ingenia el correo para llegar hasta aquí. El otro día estuvimos desplazándonos constantemente hacia las trincheras y vuelta atrás, y cuando aún no llevábamos sentados ni una hora, llegó el correo». Esto favoreció lo que algunos especialistas han denominado como «hambre» o «bulimia epistolar» que experimentaron los soldados. La recepción y lectura de las cartas era para ellos algo fundamental, razón por la que vivían completamente pendientes de la llegada del correo, y si por cualquier causa este se retrasaba pedían explicaciones a los oficiales presentes en la trinchera. La importancia de la correspondencia en el mantenimiento del ánimo de los soldados fue tal que incluso para aquellos que no tenían a quien escribir o que sentían la necesidad de cartearse con alguien desconocido se ideó un voluntariado femenino para hacerlo. Fueron las llamadas «madrinas de guerra», reclutadas entre las civiles con la misión de levantar la moral y el espíritu combativo de sus compatriotas en el frente así como de consolarles. Aunque a corto plazo los efectos de la iniciativa fueron beneficiosos, con el paso del tiempo las autoridades fueron restringiendo su alcance por los abusos de los que fue objeto. Por ejemplo, se interceptaron cartas de un soldado británico que habría recibido más de cuatro mil cartas, cuarenta y cinco revistas, cinco mil cigarrillos y diez chelines de plata de su madrina de guerra. Además fue un medio muy utilizado por algunas prostitutas para intentar captar clientes entre los soldados antes de trasladarse al frente. Cuando las autoridades francesas comenzaron a sospechar que algunas de estas madrinas podían actuar como espías aprovechando la información transmitida por los soldados en sus cartas, reaccionaron prohibiendo en su territorio cualquier correspondencia de estas mujeres que procediese del extranjero.
El miedo a que los soldados revelasen en sus cartas datos que vulnerasen la seguridad militar fue el principal motivo que llevó a las autoridades a imponer la censura de la correspondencia. Inicialmente se recurrió a otras iniciativas como la de imprimir y repartir entre los soldados postales oficiales que limitasen el espacio disponible para escribir y que evitasen las tentaciones de enviar dibujos o croquis de la posición que ocupaban. Pero el deseo incontrolable de permanecer en contacto con sus allegados condenó estos intentos al fracaso. Fue entonces cuando se recurrió a la censura. Mientras que británicos y norteamericanos confiaban la misión de inspeccionar las cartas a los mandos inferiores sitos en el frente, en Francia se optó por poner en marcha un organismo centralizado que desempeñase esta función, la Comisión de Control Postal, establecida en 1916. Otro objetivo de la censura de cartas era el de mantener la moral tanto en el frente como en los hogares de la retaguardia, algo vital en una guerra que se luchaba tanto en las trincheras como en las fábricas y las oficinas de cada país. Por ello el control postal intervenía no sólo las cartas que se enviaban desde el frente sino también las que se enviaban a los soldados y las que se gestionaban en estafetas civiles de la zona cercana a la línea de trincheras.
Aunque se aleccionó a los soldados sobre lo que podían comunicar y lo que no, las informaciones consideradas delicadas continuaron apareciendo en las cartas. Los censores destruían los dibujos del frente o los mapas sobre la posición desde la que se escribía, y los pasajes que contenían información sensible se tachaban con tinta azul o negra. En el caso del ejército francés no se permitía hablar sobre el número de bajas, mencionar los motines de 1917 ni criticar a los mandos. Las cartas de familiares hablando de carestía, descontento o malestar en el interior eran también censuradas. Tampoco se permitió informar a los soldados de los bombardeos aéreos de 1918 sobre Francia. En definitiva, se trataba de evitar que en el frente o en el interior se conociesen noticias que pudiesen afectar a la moral de los destinatarios. El celo de los censores era tal que incluso se introdujeron métodos químicos para detectar tinta invisible.
Los soldados pronto introdujeron en su correspondencia críticas indisimuladas a la censura. Criticaban a los censores llamándolos embusqués (emboscados, soldados que habían conseguido que les destinasen a un puesto alejado del frente) y hablaban de la censura caracterizándola como la omnipresente dame Censure («doña censura») que les impedía abordar los temas interesantes. Con el tiempo la presencia constante de los censores, unida al deseo de que las cartas no perdiesen su objetivo de tranquilizar y mitigar las preocupaciones de los destinatarios, acabó teniendo una gran efectividad, ya que hicieron que fuesen los mismos remitentes los que se censurasen. Entonces las cartas se llenaron de lugares comunes y frases hechas sobre el estado de salud del soldado o preguntas sobre las novedades que se habían producido en su localidad de origen. Un militar francés anotó durante la batalla de Verdún: «12 de julio. Barranco de la Muerte. Multitud de moscas verdes sobre los cadáveres y la tierra impregnada de olores cadavéricos […] el avituallamiento limitado a pan y aguardiente […] Nos distribuyeron algunas tarjetas ya preparadas. Yo no envié más que una a mis padres, en la que les decía que no estábamos mal, que el sitio me gustaba y que me gustaría quedarme allí mucho tiempo». Al final la importancia de la carta no estaba tanto en lo que decía sino en el hecho mismo de ser recibida, ya que era la prueba de que el remitente continuaba con vida. Las demoras de la correspondencia de los soldados eran interpretadas por sus familiares como un mal presagio al que podía seguir, bien la recepción de la tan temida carta oficial con ribetes negros en la que se comunicaba el fallecimiento, o la devolución de la carta enviada con el mensaje «El destinatario no pudo ser encontrado dentro de plazo». La importancia de esta prueba de vida y su significado de mantenimiento del vínculo con la comunidad de origen son las razones por las que el envío de correspondencia de los soldados movilizados al frente no disminuyó con posterioridad a la introducción de la censura. Aunque sólo se pudiesen decir pocas cosas, vaciadas muchas veces de sentido por su uso reiterado, escribir era un acto de supervivencia en medio de la deshumanización y la barbarie. Tanto fue así, que algunos de los soldados no sólo se dedicaron a la correspondencia, sino también a la escritura literaria.

§. Las armas y las letras
Si la escritura de cartas a familiares y allegados era un acto muy apreciado por los hombres de las trincheras en su rutina cotidiana, también lo fue la de escribir textos para sí mismos. Muchos de ellos, conscientes de la importancia de los acontecimientos que se avecinaban, incluyeron en su equipaje después de alistarse un cuaderno o una libreta en blanco donde consignar sus impresiones durante su servicio en el ejército. Estas libretas eran muy populares y se usaban de muy distinto modo: algunos (sobre todo los oficiales de baja graduación, que cargaban con las responsabilidades en las trincheras) le daban utilidad de agenda, otros llevaban un diario y otros sencillamente apuntaban sus impresiones o recuerdos con la intención de aprovecharlos como material para escribir un posterior relato sobre la experiencia bélica o unas memorias. En cualquier caso, quienes así obraban lo hacían mediante un ejercicio de introspección al que muchas veces daban un valor casi terapéutico en medio del infierno de las trincheras. Para muchos de ellos la escritura era también un acto de afirmación de su propia identidad ante un entorno agresivo y amenazador y una forma de dotar de sentido a su interminable sufrimiento. La sola idea de que lo que estaban viviendo podía ser conocido por un público amplio a través de lo que escribían les consolaba y les hacía albergar la esperanza de que sus padecimientos no eran en balde. En opinión del historiador italiano Antonio Gibelli, el motivo de los soldados para proceder así era «la necesidad íntima y compleja de dejar huella propia, necesidad que, en cierto modo, sólo la escritura tiene el mágico poder de satisfacer».
Pero la actividad escritora en algunos casos iba más allá. Es célebre el de los poetas de guerra británicos, toda una generación de jóvenes que estaban cursando estudios universitarios o acababan de terminarlos en el momento de estallar la guerra y que volcaron las convulsiones de su mundo emocional durante el conflicto en series de poemas que comenzarían a publicar ya antes de 1918. Para algunos de ellos la guerra y sus efectos en el ser humano se convirtieron en los temas que no abandonarían nunca en su obra posterior, publicando poemas sobre el frente, las trincheras y los compañeros muertos, muchos años después del fin de la contienda. Un caso insigne fue el de Herbert Read, que vio publicado su primer volumen de poemas mientras estaba de servicio en Francia, habiendo corregido él mismo las pruebas de imprenta en las trincheras. Casos como los de Siegfried Sassoon o Edmund Blunden no fueron muy distintos.
El poeta francés Apollinaire, que fue voluntario al frente como suboficial de artillería, escribió allí sus originales Calligrammes, poèmes de la paix et de la guerre, y en 1916 Henri Barbusse ganó el premio Goncourt con Le feu, journal d’une escouade (El fuego: Diario de una escuadra) escrita en las trincheras, de la que se vendieron enseguida 200 000 ejemplares. El alemán Ernst Jünger transformó el diario que había escrito siendo teniente de tropas de asalto en un relato de la guerra, In Stahlgewittern (Tempestades de acero), y ya se ha citado el caso de Erich Maria Remarque y su Sin novedad en el frente, la novela más famosa de la Gran Guerra. El poeta italiano Giuseppe Ungaretti también utilizó los ratos libres en las trincheras para escribir su libro de poemas Il porto sepolto (El puerto sepultado). El caso más asombroso, no obstante, es el de Ludwig Wittgenstein, que concibió su complejo Tractatus, la obra que revolucionó la filosofía del siglo XX, mientras hacía la guerra con el ejército austro-húngaro, donde alcanzó el grado de teniente y fue profusamente condecorado por su valor.
La actividad literaria se alimentaba además de la presencia de los libros en las trincheras. La disponibilidad de tiempo a causa de la rutina de la vida en ellas y la facilidad del correo patrocinado por la eficacia del servicio postal hicieron de los libros uno de los objetos favoritos en los envíos que realizaban los familiares a sus parientes movilizados. Pero más allá de estas iniciativas individuales para fomentar la presencia de publicaciones en las trincheras estuvo la acción de los gobiernos, que pronto se dieron cuenta de los beneficiosos efectos que la lectura podía tener en el mantenimiento de una moral alta y la difusión de las posturas oficiales sobre la guerra.
Lo realmente llamativo fue que los diferentes equipos gubernamentales tuvieron iniciativas muy similares. Se estima que durante la guerra se movilizaron más de treinta millones de ejemplares de libros, revistas, folletos y otros materiales impresos. Gran Bretaña fue de las primeras en organizar actividades en este campo, aunque siempre dejó la iniciativa a la sociedad civil y no dirigió sus esfuerzos hacia los soldados en el frente. Se organizaron campañas de recogida de ejemplares cuyo primer destino fueron las bibliotecas creadas en los cinco campamentos de la región de Salisbury Plain, en el sudeste de Inglaterra, levantados por las autoridades militares para la instrucción de los voluntarios. Eran las conocidas como Camp Libraries. A ellas se unieron las War Libraries, bibliotecas abiertas en los hospitales de guerra situados en Francia y Gran Bretaña, en las que la distribución de los volúmenes corría a cargo de la Cruz Roja. En ambos casos las autoridades militares iniciaron una labor de supervisión de los títulos que se enviaban con el objetivo de que en ningún caso la lectura pudiese afectar negativamente a los soldados. Por eso dieron prioridad a los libros que podían contribuir a su formación y a los relatos de ficción bélica, que consideraron como los más apropiados para ellos. Lo limitado de la acción británica en cuanto a bibliotecas hizo que la iniciativa en el frente quedase principalmente en manos de los familiares de la tropa, que no siempre tenían en cuenta las recomendaciones de los militares a la hora de seleccionar los libros que enviaban.
La iniciativa de Alemania fue más activa en este campo. Desde el principio se dio un papel protagonista en la coordinación de las actividades organizadas a las grandes instituciones bibliotecarias del país (como la Biblioteca Real de Berlín), aunque estas estuvieron siempre bajo supervisión militar. Se crearon las Kriegsbücherein («bibliotecas de guerra») destinadas a satisfacer las necesidades lectoras de los soldados del frente, cuidando asimismo la presencia de bibliotecas en los hospitales, de cuyo abastecimiento se encargaba la Cruz Roja. Para proveer de libros a estas instituciones se organizaron las «Semanas del Libro del Imperio» (Reichsbuchwoche) en diversas ciudades alemanas. Entre las donaciones favoritas estaban los clásicos de la literatura germánica y los militares señalaron como prohibidos los relatos eróticos y de misterio, los textos considerados pesimistas y los que podían generar discusiones entre los lectores como los de temática política. Se potenció todo lo posible la difusión de publicaciones ilustradas de carácter técnico, científico y humanístico en el deseo de que los soldados pudiesen aprovechar los tiempos muertos para formarse ya que se consideraba que en el nuevo tipo de guerra que se estaba desarrollando la ciencia y la tecnología jugaban un papel crucial.
Sin embargo el país que realizó el esfuerzo más notable para poner la lectura al alcance de la tropa fue Estados Unidos. Aunque su entrada en la contienda fue muy tardía (abril de 1917), desde ese mismo instante el gobierno norteamericano desplegó una formidable actividad para integrar los recursos bibliotecarios en la ingente tarea que tenía por delante. El tamaño del ejército estadounidense era demasiado pequeño para asumir la tarea de emprender una expedición militar a Europa, por lo que se diseñaron inmediatamente planes para reclutar más hombres, adiestrarles y prepararles para la guerra que se libraba en el frente occidental. La medida más visible que tomó el gobierno del presidente Wilson fue la de introducir el servicio militar obligatorio, una institución ajena a la tradición anglosajona pero indispensable en los recios tiempos que se comenzaban a vivir. Ya en 1916 el Reino Unido, que contaba con una tradición legal que ponía por encima de cualquier valor la defensa del individuo frente al Estado, había tenido que tragarse su orgullo e introducirlo también ante la caída en el número de reclutamientos voluntarios. Para asegurar que la formación que recibiesen los futuros soldados fuese la adecuada, el gobierno recurrió a la American Library Association (Asociación Bibliotecaria Norteamericana), la muy competente asociación profesional del gremio. Esta diseñó y puso en marcha un completo sistema de bibliotecas para las diferentes necesidades que pudiesen surgir.
Para comenzar las bibliotecas del país no sólo fueron escenario de campañas de donación de libros, sino también de recolección de fondos y alimentos destinados al frente, convirtiéndose en auténticos centros sociales desde los que se organizaba el esfuerzo bélico. En septiembre de 1917 se llevó a cabo la primera campaña de recogida de libros, que fue acogida con entusiasmo por los reclutas en los campos de entrenamiento. Cuando tres meses más tarde comenzaron a cruzar el océano Atlántico, en las bodegas de los barcos de transporte viajaban también miles de libros camino del frente. En los sectores del frente con mayor presencia estadounidense se construyeron cuarenta y una bibliotecas, algunas de las cuales gestionaban dieciocho mil préstamos cada mes y recibían más de ciento cincuenta mil visitas, muchas de ellas realizadas por soldados que jamás habían puesto un pie en un local de este tipo con anterioridad. De nuevo los temas a los que se dio una presencia prioritaria fueron la ficción bélica e histórica, destinada a elevar el ánimo de los combatientes, los textos técnicos sobre táctica militar y armamento moderno, los libros divulgativos sobre Francia y métodos de aprendizaje de su lengua. La voluntad de que la guerra sirviese para mejorar la formación de los soldados se hacía otra vez presente en la acción bibliotecaria de uno de los contendientes.
Sin lugar a dudas se puede afirmar que jamás se vio hasta entonces una guerra en la que la literatura y los libros estuviesen más presentes. Parecía como si los soldados quisiesen compensar la irracionalidad de la sangría de la que eran víctimas acudiendo a la lectura como fuente de evasión, de aumento y mejora de sus conocimientos, en un intento de sacar algo bueno en medio de tanta adversidad. Sin embargo este deseo de mejorar, de sobreponerse al abatimiento para no perder la esperanza de un futuro, no transformó el entorno bélico en el que se desarrollaba la vida cotidiana de los soldados. Aquel contexto era el ideal para la aparición de actitudes o creencias irracionales y casi esotéricas, en las que el miedo permitía que se creyesen hasta las historias más disparatadas. Los mitos y las leyendas que recorrieron las trincheras han quedado como testigo de que el cultivo de la lectura no siempre permite erradicar las supersticiones.

§. Rumores, murmuraciones, presencias
El 23 de agosto de agosto de 1914, cerca de la localidad belga de Mons, las tropas de la Fuerza Expedicionaria Británica (que mandaba el mariscal John French) se encontraron inesperadamente con el formidable primer ejército alemán, a las órdenes de Alexander von Kluck. La superioridad de las fuerzas alemanas era abrumadora e hicieron temer un desenlace fatal a los mandos de la fuerza británica. Aunque esta no pudo mantener su posición y finalmente tuvo que replegarse, la operación se realizó con tal fortuna que se evitó el desastre esperado y se infligió un daño importante al ejército enemigo. Pocas semanas después se había generalizado el rumor de que la salvación del ejército británico había sido milagrosa, ya que durante la jornada había aparecido una legión de ángeles en el cielo para proteger la retirada.
Hoy en día se sabe que el origen de esta habladuría fantasiosa fue algo más prosaico. El 29 de septiembre el escritor galés Arthur Machen, conocido por sus relatos de terror y fantásticos, publicó en el periódico Evening News un artículo titulado «Los arqueros», en el que usando una prosa romántica y evocadora dejaba volar su imaginación. La idea principal que desarrollaba en él era que la milagrosa salvación de la fuerza británica se había debido a que los espíritus de los arqueros ingleses que habían combatido en la batalla de Azincourt (una de las victorias más brillantes de los ingleses durante la guerra de los Cien Años, en 1415) habían protegido a los soldados lanzando flechas letales que habían ocasionado heridas invisibles a los alemanes. Parece que su definición de estos espectros como «figuras resplandecientes» fue interpretado espontáneamente como si de ángeles de la guarda se tratase, y desde ese punto lo que era un alambicado ejercicio de ficción acabó interpretándose como una realidad. Varias publicaciones reprodujeron la anécdota aprovechándola para enardecer el valor patriótico de la población, e incluso en el frente la historia se hizo muy popular no faltando quienes creían en su veracidad. Hacer creer que las tropas enviadas al frente contaban con algún tipo de protección divina era un rentable ejercicio de propaganda que fue inmediatamente explotado, como se había hecho en otras guerras desde los tiempos más antiguos.
Este no es sino uno de los más conocidos ejemplos de los numerosos mitos y leyendas que surgieron durante la Gran Guerra y que tuvieron una extraordinaria difusión entre los propios combatientes. La censura de los medios de comunicación y la desconfianza que los soldados fueron desarrollando hacia ellos contribuyeron a crear en el frente un clima propicio para el escepticismo y el desarrollo de una cultura oral en la que los rumores adquirían un valor informativo mucho mayor que el que pudiesen tener en circunstancias normales. El francés Marc Bloch, que combatió durante la guerra y después de ella llegó a convertirse en uno de los historiadores más importantes del siglo XX, consideraba que «la opinión reinante en las trincheras era que podías creerlo todo salvo lo que se publicaba […] Los gobiernos limitaron el acceso de los medios de comunicación a los soldados en el frente y prefirieron un modo de pensar primitivo…». Cualquier insinuación o impresión podía adquirir la forma de rumores que se difundían boca a boca a una velocidad pasmosa a lo largo de todo el frente. En aquellos años podían encontrarse diversas versiones de una misma historia desde Flandes hasta la frontera suiza, sin importar su verosimilitud o la credibilidad de quienes la difundían. En opinión de Paul Fussell, este tipo de actitud generalizada «generó un acercamiento al entorno psicológico popular de la Edad Media».
Normalmente eran historias que desarrollaban un pequeño repertorio de temas. Los ángeles de Mons tan sólo fue una más de las que circularon sobre la protección sobrenatural que recibían los aliados. Otra de las más populares fue la de la Virgen Dorada, vinculada a uno de los edificios que se convirtieron en símbolo de la resistencia contra la barbarie alemana entre las tropas británicas, la iglesia de Notre-Dame de Brebières, en la ciudad de Albert. También en el frente occidental el magnífico edificio gótico de la Lonja de los Paños de Ypres, destrozado tras el ataque germano, se convirtió en símbolo de resistencia, pero sin las connotaciones sobrenaturales que se atribuyeron a Notre-Dame de Brebières. La pervivencia de esta iglesia bajo las bombas fue dotada de un especial significado. Se trataba de un templo decimonónico sobre cuya fachada se elevaba un sólido campanario central coronado por una escultura de metal dorado de la Virgen María con los brazos levantados en señal de presentar a su Hijo recién nacido al mundo. La iglesia resultó muy dañada a comienzos de 1915, pero el campanario se mantuvo en pie de forma muy precaria y la estatua quedó colgando de su cima en posición casi horizontal.
El aspecto dramático que adquirió desde entonces y la fragilidad de su posición hicieron que inmediatamente surgiesen apuestas, rumores y comentarios sobre la posible caída de la estatua al vacío. Pronto los soldados británicos comenzaron a afirmar que mientras la estatua permaneciese sobre el campanario la ciudad no caería en poder de los alemanes y que si estos la derribaban, perderían la guerra. El autor británico Stephen Southwold nos da la clave para entender la leyenda que se formó en torno a la imagen: «Había docenas de rumores asociados a milagrosos crucifijos y vírgenes que se tenían en pie en medio del caos. En algunos casos la imagen vertía sangre o pronosticaba la duración de la guerra. La Virgen colgante de Albert era objeto de multitud de rumores bajo la forma de profecías, milagros y prodigios, la más extendida de las cuales era la que presagiaba que el bando que la derribase perdería la guerra». Resultó paradójico que habiendo sido los británicos los que otorgaron un significado premonitorio a la permanencia de la estatua en la torre fuesen ellos mismos los que acabasen derribándola. En abril de 1918 se vieron obligados a abandonar la localidad en un repliegue táctico, por lo que decidieron derribar el campanario para que los alemanes no lo utilizasen como puesto de observación. Pese a que se llevaban ya casi cuatro años de guerra, las necesidades militares seguían pesando más que las habladurías y las leyendas.
Otro mito de resonancias religiosas fue el del soldado crucificado, que en sus distintas versiones fue uno de los más utilizados para denunciar la supuesta brutalidad de los alemanes. Tanto en el frente como en varios periódicos de Reino Unido, Estados Unidos y Canadá se recogieron los rumores de que los alemanes habían capturado a un soldado canadiense y lo habían martirizado a la vista de sus compañeros crucificándole usando bayonetas para fijar su cuerpo a la cruz. Existían numerosas variantes de la historia que cambiaban el origen de la víctima o el número de prisioneros torturados de esta forma. Parece que la base de esta historia está por una parte en la impresión que a los soldados protestantes les causaba la imaginería católica situada al aire libre en cementerios y vía crucis de las localidades francesas y belgas. En Ypres, por ejemplo, se corrió el rumor de que una imagen de Cristo tenía carácter milagroso porque una granada alojada entre la cruz y el cuerpo del Redentor no había estallado, aunque no era la única historia sobre representaciones católicas que habían sobrevivido milagrosamente a bombardeos. Parece que la otra fuente de la leyenda fue un tipo de castigo que se imponía a los soldados británicos como sanción por infracciones menores. Se trataba del «castigo de campaña Nº 1» consistente en dejar atado al infractor con los brazos extendidos a un objeto inmóvil, como una gran rueda. La identificación de un crucificado como la personificación del sufrimiento (muy popular en los poemas redactados por muchos de los soldados) y su relación con cualidades milagrosas o sobrenaturales se ha visto como el origen de esta historia fabulosa, en la que aquellos que personificaban una maldad infrahumana, el enemigo, llevaban al martirio a un inocente.
Otra de las historias que circulaban sobre la maldad de los alemanes fue el rumor de que usaban los restos humanos de sus propios caídos para fabricar sebo y otros productos. Esta actividad se llevaría a efecto en los que se denominaron «talleres de disolución de cadáveres», donde los diabólicos científicos al servicio del káiser obtendrían las sustancias precisas para sustituir las materias primas que comenzaban a escasear a causa del bloqueo comercial británico. Así el enemigo conseguiría la grasa necesaria para la fabricación de velas, nitroglicerina, lubricantes… La historia, una vez más, era falsa. En realidad los alemanes habían hecho circular una orden administrativa por la que ordenaban la recogida de todos los despojos animales para aprovecharlos en la fabricación de sebo. Fue una mala comprensión de la lengua alemana la que llevó a los británicos a realizar aquella lectura tan fantasiosa como útil a la propaganda gubernamental. Además de estas retorcidas historias, los alemanes también eran objeto de muchas acusaciones infundadas que completaban su caracterización de bárbaros semihumanos. Ejemplos de ello eran las de que empleaban habitualmente bayonetas con filo de sierra para destripar con más facilidad a seres humanos (en realidad su uso era exclusivo del cuerpo de zapadores y se usaban para cortar objetos vegetales) o que habían inventado balas explosivas para producir mayor daño al enemigo.
Otro grupo diferente de rumores legendarios fue el relativo a la aparición de soldados fantasma que desaparecían misteriosamente. Uno de los más frecuentes y que más formas diferentes adoptaba era el del «oficial-espía» alemán, del que nunca se sabía de dónde había salido ni cómo se esfumaba, pero que se presentaba siempre de modo sorpresivo en una trinchera aliada. En ocasiones aparecía disfrazado para intentar ocultar infructuosamente su identidad, en otras ocasiones llevaba su uniforme reglamentario y otras trataba de sonsacar a los soldados información valiosa. Otra de las historias más difundidas era la que afirmaba que en algunas regiones del frente, vivían entre las líneas grupos de desertores de todos los ejércitos. Estos se refugiarían en trincheras abandonadas o en refugios subterráneos y por las noches merodearían para desvalijar los cuerpos de los caídos de la jornada e intentar robar agua o comida a los incautos que se pusiesen a su alcance. Nos han llegado testimonios de soldados amedrentados que aseguraron haber sido avisados por compañeros para que en las patrullas nocturnas por la tierra de nadie nunca se quedasen a solas, puesto que estos grupos armados podían aprovechar cualquier descuido para atacarles. Lo que hoy podrían ser historias de miedo para adolescentes hacían auténtico furor en el enloquecido mundo de las trincheras.
Durante la guerra hubo también rumores más prosaicos que, más que de otra cosa, fueron motivo de la hilaridad de los soldados durante las conversaciones con sus compañeros. Se han localizado testimonios de la recomendación para guarecerse en los cráteres ocasionados por los proyectiles explosivos, ya que se afirmaba que nunca caían dos en el mismo sitio. Otras habladurías más jocosas aseguraban que el gobierno británico pagaba un arrendamiento al francés por el uso de las trincheras o que los alemanes tenían a mujeres en las suyas para hacerles más llevadera la guerra. A diferencia de las historias sobre ángeles, apariciones o milagros, estos comentarios más que mitos surgidos de la experiencia bélica eran lugares comunes que permitían a los soldados entablar conversaciones con sus compañeros con las que intentar mitigar su soledad. Sin embargo, cada una de estas leyendas, mitos, rumores o murmuraciones, quedan como testimonio del miedo y del deseo de protección que experimentaron unos hombres llevados al límite. Eran un recurso más para aferrarse con uñas y dientes a lo poco que les quedaba de humanidad en medio de la muerte, las heridas, la enfermedad y la pesadilla tecnológica de la guerra moderna. El compañerismo, el intercambio epistolar, la lectura y la escritura habían sido recursos encaminados hacia el mismo objetivo y gracias a ellos la vida en el frente se hizo ligeramente más soportable. Pese a ello, la Gran Guerra cobró una tremenda factura espiritual a varias generaciones de hombres. Los que murieron ni siquiera pudieron comprobar si todo su esfuerzo había servido para algo, y los que sobrevivieron, independientemente del bando en el que hubiesen luchado, tuvieron que enfrentarse desde el día después del armisticio a un futuro pacífico pero no menos amenazador que el que dejaban atrás. Ellos no eran los mismos que en el momento del alistamiento y el mundo tampoco lo era. La vuelta a casa iba a ser una tarea que tendrían que acometer con una carga que en muchos casos fue excesiva.

Capítulo 10
La guerra en casa

Uno de los rasgos más crueles de las guerras a lo largo de la historia ha sido la facilidad con que la población civil ha padecido sus efectos. Aunque durante siglos se intentó limitar la lucha a los campos de batalla, la gente común siempre tuvo que soportar los profundos trastornos que los conflictos bélicos ocasionaban en sus vidas. La Primera Guerra Mundial no fue una excepción a este respecto, sino más bien todo lo contrario. Fue entonces cuando la guerra dejó de ser algo de ejércitos profesionales para engullir a cientos de civiles que tenían que marchar al combate y enfrentarse a vivencias para las que no estaban en absoluto preparados. Además la guerra comenzó a llegar deliberadamente a los que permanecían en los pueblos y ciudades alejados de los frentes. En aquellos cuatro años surgieron modalidades nuevas de hacer daño al enemigo en la retaguardia. Algunas estaban encaminadas a castigarlo físicamente (como los bombardeos aéreos o la guerra submarina contra la marina comercial) y otras se perfeccionaron hasta alcanzar grados de sofisticación maquiavélica para ir minando su capacidad (como la guerra económica o la promoción de la sedición interna). Esas son las razones por las que los que no combatieron también sufrieron los efectos de aquella contienda, tanto en los escenarios en los que la separación entre frente y retaguardia era muy clara como en aquellos en los que esta distinción fue mucho más difusa.
Pero además de las nuevas formas que adquirió el sufrimiento de los civiles, sus consecuencias en el desarrollo y el resultado de la guerra cobraron una importancia que ni siquiera se sospechó al estallar las hostilidades. El desarrollo de las naciones europeas del siglo XIX había hecho que las élites que tomaban las decisiones políticas dependiesen cada vez más del conjunto de la población. El auge de la democracia liberal, la economía capitalista y la cultura de masas hacía que el mantenimiento de una contienda de semejante duración y dimensiones no pudiese llevarse a cabo sin el consenso y el apoyo de la mayoría de las ciudadanías de los respectivos contendientes. Todas estas cuestiones plantearon numerosos interrogantes y dificultades tanto a los ciudadanos de a pie como a los gobiernos, que se vieron obligados a improvisar soluciones para atender a las urgencias de cada momento concreto.
Muy pronto se desvaneció el sueño de una guerra corta y una rápida victoria, como se había pregonado en el verano de 1914, y la vida diaria de la gente común comenzó a experimentar cambios radicales. Adentrarse en sus vivencias a lo largo de aquellos cuatro años quizá no sea algo tan desgarrador y espeluznante como hacerlo en la de quienes acudieron al frente, pero es iniciar un viaje hacia otras formas de sufrimiento no menos intenso que las guerras posteriores no han hecho sino imitar y desarrollar hasta nuestros días. Y es que con la Gran Guerra comenzó una de las modalidades bélicas características del siglo XX: el castigo inmisericorde y sistemático de la población civil como estrategia complementaria al campo de batalla; el dolor y la muerte de inocentes como un arma más con la que luchar por la victoria final.

A pesar de lo que puede parecer por las dimensiones y relevancia que adquirió la Primera Guerra Mundial, su estallido pilló por sorpresa a todo el mundo. El precario equilibrio en el que convivían las grandes potencias imperialistas de la Europa de inicios del siglo XX solía tener como resultado crisis recurrentes. Se trataba normalmente de conflictos aislados, en escenarios periféricos y que nunca afectaban a más de una de las grandes potencias (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria-Hungría, Rusia e Italia). Los habitantes de la Europa culta y urbana estaban acostumbrados a desayunar con una prensa que informaba con una rapidez y puntualidad inusitadas (merced a las novedades revolucionarias que habían acelerado el tiempo de las comunicaciones de forma sorprendente) de guerras como la de los bóers, la ruso-japonesa, la ítalo-turca o las guerras balcánicas. Todos estos eran episodios que podían tensar las relaciones de los gobiernos de los que dependía la estabilidad mundial, pero todo el mundo sabía que sólo había que darles la importancia justa. Siempre se llegaba a alguna componenda que permitía superar el escollo y tirar hasta el siguiente episodio.
Por tanto, cuando en los diarios europeos informaron en los últimos días de junio de 1914 del asesinato del heredero del trono austro-húngaro en Sarajevo la sensación de los lectores no debió de ser en absoluto nueva. Los conflictos en la península de los Balcanes no dejaban de sucederse desde hacía unos años y esta era otra crisis, que tenía lugar en una ciudad prácticamente desconocida, capital de un territorio del que se sabía poco más que había producido ya antes problemas en política internacional. Nadie debió de tener la sensación de que estuviese pasando un acontecimiento que cambiaría el rumbo de la historia mundial para siempre. De hecho, en esos días los rotativos confiaban más en otros asuntos para aumentar su tirada. En Francia, por ejemplo, la opinión pública prestaba toda su atención al truculento «caso Caillaux», el procesamiento de la mujer del ex ministro de Finanzas Joseph Caillaux, que había atentado contra el editor del periódico Le Figaro disparándole en su propio despacho. El objeto de semejante acción fue intentar evitar que publicase las cartas de amor de la agresora con Caillaux cuando este estaba casado todavía con su primera esposa, pero lo que consiguió fue destapar un sabroso affaire que mezclaba amor, violencia y política; una golosina para periodistas sin escrúpulos y directores de diarios deseosos de aumentar las ventas. Pero a medida que las semanas avanzaron los franceses, como el resto de los europeos en general, fueron perdiendo interés en otros asuntos que no fuese la creciente tensión entre las dos alianzas diplomáticas rivales, la Triple Alianza y la Entente Cordiale. La tranquilidad de los primeros días del verano se fue para no volver, y los despreocupados lectores empezaron a sospechar que lo que se estaba fraguando iba a tener un calado mucho mayor del que habían supuesto. No tardarían mucho en comprobar en carne propia hasta qué punto habían cometido un error.

§. Vientos de guerra
La crisis de julio de 1914 despertó fuerzas dormidas no sólo en la política internacional europea. La gestión política de la crisis de Sarajevo se fue complicando en una inusitada conjunción de precipitación diplomática e inercia política. Los originalmente afectados por el atentado, el Imperio austro-húngaro y el reino de Serbia, fueron implicando progresivamente a sus aliados reales o potenciales, que a su vez arrastraron en la deriva bélica a terceras naciones con las que habían firmado pactos o alianzas. Lo más llamativo de la crisis es que entre los factores que no permitieron desbloquear la situación, que empujaron a los respectivos gobiernos a no estar dispuestos a ceder un milímetro en sus exigencias, fue el de la presión de la opinión pública. De forma creciente se fueron concentrando multitudes en las calles de las grandes ciudades europeas, en muchos casos azuzadas por los periódicos que daban rienda suelta a mensajes ultranacionalistas que, alegando diferentes pretextos, impelían a poblaciones y gobiernos a lanzarse a la lucha armada. Todos estaban convencidos de que en unos meses la guerra habría acabado y que la justicia de las motivaciones que les empujaban a la lucha asegurarían una victoria inevitable.
Esta fiebre chovinista, imprudente y cada vez más demencial acabó por enloquecer a las poblaciones de las naciones más civilizadas. A modo de ejemplo, los historiadores británicos suelen recordar la anécdota de que un niño, atemorizado ante el inminente comienzo de los combates, preguntó preocupado a su madre por la institutriz alemana que se encargaba de su educación: «Oh Mummy, must we kill poor Fräulein?» («Oh, Mami, ¿tendremos que matar a la pobre Fräulein?»). Ni siquiera se salvaron aquellos de quienes se podía haber esperado que hiciesen una llamada a la sensatez y a buscar una solución pacífica a los problemas políticos. En todos los países contendientes literatos, científicos y pensadores se lanzaron en tromba a ensalzar los motivos que llevaban a la patria a las armas y a animar a sus compatriotas a que se aprestasen a combatir. En el Reino Unido, escritores de la talla y popularidad de Arthur Conan Doyle o Herbert G. Wells publicaron multitud de artículos a favor de la intervención británica en la contienda, haciendo gala de argumentos y posturas que podrían parecer impropios de personas letradas. Wells acuñó un lema que escogería como título del volumen recopilatorio de estos artículos: «La guerra que acabará con las guerras». No pudo errar más el pronóstico. Refiriéndose a una de las novelas que más celebridad le dio, La guerra de los mundos (publicada en 1898 y en la que Londres se ve arrasada por una terrorífica razia extraterrestre), el historiador británico Niall Ferguson ha señalado con ironía que «es sabido (y ahí reside su genialidad) que él [Wells] atribuyó todo aquello a los marcianos. Sin embargo, cuando más tarde aquellas escenas se hicieron realidad, los responsables no serían los marcianos, sino otros seres humanos, aunque a menudo justificaran sus matanzas calificando a sus víctimas de “ajenas” o “infrahumanas”». Porque una de las características que desde el comienzo iban a distinguir los discursos oficiales y periodísticos sobre la guerra en todos los países fue no ya la difamación del enemigo, sino su deshumanización como un medio para justificar las atrocidades que se iban a cometer.
Pocos fueron los que levantaron su voz para romper una lanza por la paz y la búsqueda de una solución diplomática. Uno de ellos fue uno de los más prestigiosos escritores austro-húngaros en lengua alemana, Stefan Zweig, que en los primeros meses de guerra se mostraba atónito ante el comportamiento público de sus colegas: «Con poca formación europea, viviendo en un horizonte plenamente alemán, la mayoría de nuestros escritores creía que su mejor contribución consistía en alimentar el entusiasmo de las masas y en cimentar la presunta belleza de la guerra con llamadas poéticas o ideologías científicas. […] A veces era como oír a una horda de poseídos, pero en realidad eran los mismos a los que, una semana o un mes antes, admirábamos por su sentido común, su fuerte personalidad y su actitud humana». Una lucidez y un estupor semejantes fueron los que afectaron a uno de los científicos más eminentes del mundo.
El Imperio alemán lucía con orgullo desde hacía décadas la excelencia de sus universidades y la calidad de los científicos y pensadores que estas producían. El medio intelectual alemán no fue una excepción en 1914 y también se entregó con pasión a la defensa de la causa nacional en la guerra. Una de sus primeras muestras colectivas fue un escrito, el Manifiesto al mundo civilizado, en el que noventa y tres intelectuales defendían a su país frente a las fuertes críticas internacionales que la invasión de Bélgica por Alemania en los primeros días de agosto de 1914 había levantado en la prensa internacional. En dicho documento, los intelectuales alemanes abogaban por la legitimidad de la causa de las potencias centrales, rechazaban las acusaciones sobre atrocidades cometidas en la invasión de Bélgica y ensalzaban el militarismo prusiano como una de las expresiones más elevadas de la civilización, la política y el genio cultural alemán.
Por aquel entonces Albert Einstein ocupaba una cátedra en la Universidad de Berlín, era miembro de la Real Academia Científica de Prusia y desde que en 1905 comenzó a dar a conocer públicamente su teoría de la relatividad era considerado uno de los más grandes científicos vivos. Su carácter pacifista y antimilitarista ya le había llevado cuando tenía dieciséis años a renunciar a la nacionalidad alemana, que tuvo que reasumir más tarde para acceder a su puesto en Berlín. Ahora no sólo no firmó el manifiesto de los intelectuales, sino que cuando el médico y pacifista alemán Georg Nicolai puso en circulación una réplica con el título de Manifiesto a los europeos, no dudó en estampar en él su rúbrica. En el escrito se criticaba sin ambages el apoyo del medio científico y académico a la invasión de Bélgica, la tolerancia que mostraba con el recurso a las armas como medio de solventar conflictos y abogaba por el europeísmo como solución a los problemas que dividían a las grandes potencias. En él se podía leer: «La guerra que ruge difícilmente puede dar un vencedor; todas las naciones que participan en ella pagarán, con toda probabilidad, un precio extremadamente alto. Por consiguiente, parece no sólo sabio sino obligado para los hombres instruidos de todas las naciones el que ejerzan su influencia para que se firme un tratado de paz que no lleve en sí los gérmenes de guerras futuras […] Nuestro único propósito es afirmar nuestra profunda convicción de que ha llegado el momento de que Europa se una para defender su territorio, su gente y su cultura. Estamos manifestando públicamente nuestra fe en la unidad europea, una fe que creemos es compartida por muchos; esperamos que esta manifestación pública de nuestra fe pueda contribuir al crecimiento de un movimiento poderoso hacia tal unidad». El manifiesto sólo logró el apoyo de dos personas más.
Similar sentimiento de soledad experimentó Bertrand Russell, que antes de que empezaran las hostilidades logró la adhesión de numerosos profesores de Cambridge a un manifiesto contra la guerra que publicó el Manchester Guardian, pero como cuenta en su Autobiografía: «El día en que se declaró la guerra casi todos ellos cambiaron de opinión […] Durante ese día y los subsiguientes descubrí para mi gran sorpresa que el común de los hombres y mujeres estaban encantados con la perspectiva de una guerra». Russell llegó a pasar seis meses en la cárcel y perdió su puesto en el Trinity College por su activismo antibelicista.
Pero además hubo otros ámbitos en los que el estallido de la guerra no fue saludado con tanto alborozo. A menudo se soslaya que aunque el desarrollo económico, político y social de Europa había sido deslumbrante, no había penetrado por igual en todos los territorios del continente. El historiador británico Richard Vinen es contundente al respecto: «Se suele olvidar con facilidad el hecho de que la mayor parte de la población europea pasó el verano de 1914 ocupada en la durísima faena de recoger la cosecha». En las regiones periféricas de Europa la mayoría de la población seguía viviendo en y del campo, y se mostró muy recelosa con lo que podría reportarles una contienda generalizada. Incluso en algunas de las naciones más industrializadas (como Francia y Alemania) el peso de la población que vivía de la agricultura seguía siendo importante, y compartía la misma inquietud que sus vecinos de las regiones más apartadas y atrasadas del continente. Muy pronto sus compatriotas de las ciudades comenzarían a experimentar la misma sensación, puesto que después de acabado el verano, a medida que avanzaba el otoño, iba quedando cada vez más claro que la tan ansiada victoria no llegaba… y nadie se había preparado para una guerra larga.

§. Uniones sagradas
La nueva coyuntura bélica, unida al entusiasmo de la opinión pública y de la población urbana, planteó a los diferentes gobiernos la necesidad de aunar la mayor cantidad de recursos para garantizar el éxito de la empresa. Y el primer paso para conseguirlo era concentrar todos los apoyos posibles en torno a la acción política gubernamental. Los diferentes sistemas políticos europeos se habían visto a lo largo de las décadas anteriores contestados por diferentes sectores sociales que reivindicaban un mayor reconocimiento de su capacidad para participar en la política y que habían recurrido a la acción colectiva como forma de presionar para lograr sus objetivos. Los dos ejemplos más importantes eran el movimiento obrero y el feminista, el primero declaradamente internacionalista y ambos muy vinculados con el movimiento pacifista que desde finales del siglo XIX se había ido extendiendo por Europa. Sin embargo ninguno de los dos movimientos se resistió a la vorágine belicista del verano de 1914. Las feministas de todos los países no dudaron en posponer su lucha por los derechos de la mujer para después de la victoria y los socialistas, pese a que la Segunda Internacional (la organización que agrupaba a todos los partidos socialistas) hizo un llamamiento a trabajar para evitar una guerra que sólo beneficiaría a los capitalistas y al imperialismo, no fueron tampoco una excepción. La única personalidad política de relevancia que en aquellas semanas levantó su voz contra la guerra que se avecinaba fue el socialista Jean Jaurès, uno de los principales políticos de la Francia de preguerra, que cayó asesinado a tiros por un exaltado en un café de París cuando apenas habían pasado setenta y dos horas desde el comienzo de la Gran Guerra. Con este asesinato quedó prácticamente disuelto el movimiento de resistencia a la guerra en Francia, hasta entonces poderoso, y que dirigido por Jaurès amenazaba con una huelga general para detener la entrada en hostilidades que quizá hubiera cambiado la historia.
Todos los partidos políticos acudieron unánimemente a prestar su solidaridad a los gobiernos en lo que consideraban un momento amenazador para el futuro de sus naciones, aunque la respuesta en cada país fue distinta. Francia fue probablemente el ejemplo más claro de una sociedad fuertemente dividida políticamente que durante la guerra logró forjar una unidad duradera. El protagonista de los primeros momentos fue el presidente de la república, Raymond Poincaré, que ante las vacilaciones del primer ministro René Viviani decidió hacer un encendido llamamiento de todos los grupos políticos, desde la derecha monárquica hasta la izquierda socialista, para defender la nación. Era necesario construir una union sacrée («unión sagrada») de todos por encima de las diferencias que les separaban para garantizar la subsistencia colectiva ante el desafío más importante en décadas. Todos respondieron afirmativamente a la llamada aunque por razones muy distintas. En opinión del historiador británico Roger Price, la guerra «para la izquierda se trataba de una batalla defensiva contra el militarizado y depredador Imperio alemán, y su derrota llevaría al establecimiento de una república democrática. Por el contrario, la derecha tendió a interpretar la guerra como la lucha de dos pueblos que luchaban por su supervivencia…». Esta división de percepciones no fue obstáculo para que se uniesen en apoyo del gobierno. El hecho de que parte del territorio francés fuese ocupado por los alemanes en los primeros meses de lucha, convirtiendo la contienda en una guerra de defensa de la patria invadida, fue un acicate para que la unión pudiese sortear las numerosas dificultades internas que se le plantearon en los cuatro años siguientes.
El caso británico fue distinto, ya que en agosto de 1914 el Parlamento aprobó la Defence of the Realm Act («Ley de Defensa del Reino», conocida por sus siglas DORA), una ley que otorgaba al gobierno plenos poderes e independencia para actuar al margen de las cámaras legislativas, algo que nunca pasó en Francia. Allí el Parlamento se negó durante toda la contienda a entregar poderes excepcionales al ejecutivo, que tuvo que soportar la constante supervisión de su acción por la Cámara de Diputados y el Senado. Sin embargo, el caso en el que se llegó a una mayor concentración de poder fue Alemania, donde el Reichstag (cámara baja del Parlamento) dio carta blanca al gobierno al comienzo de la guerra, hecho que este aprovechó para ir concentrando cotas de poder mayor durante la contienda, acabando por imponer casi una dictadura que fue progresivamente monopolizada por los militares para hacerse con el control del país.
Pese a las diferentes circunstancias en cada Estado beligerante, todos los gobiernos se vieron sometidos a lo largo de la guerra a problemas parecidos, para los que se vieron obligados a implantar soluciones improvisadas que en la mayoría de los casos dieron como resultado una evolución similar. Desde el surgimiento de un consenso político general en los primeros meses de la contienda (casi una especie de luna de miel entre los diferentes partidos, que en Alemania recibió el nombre de espíritu de 1914»), se pasó a una sucesión de problemas sobrevenidos por el alargamiento del conflicto, que en sus horas finales llevaron a los gobiernos a intentar reformas o hacer promesas sobre la reconstrucción de posguerra para evitar la división interna en el mejor de los casos o la revolución en el peor.
Por el momento, en los meses del verano y otoño de 1914, lo prioritario era conseguir hombres para la guerra. En los estados continentales esto fue fácil, puesto que la imposición del servicio militar obligatorio durante el siglo XIX permitió tener preparado un ejército con el que comenzar la lucha, que fue pronto reforzado con el llamamiento a filas de reservistas. En algunos casos se llegó a reclutar a población procedente de las colonias, como en el de Francia, donde los soldados africanos recibían el nombre de tirailleurs, «tiradores». El caso del Reino Unido era más complicado, ya que el grueso de sus fuerzas militares estaba acantonado en el virreinato de la India Británica. La razón de esta práctica carencia de un ejército profesional en la metrópoli era que la tradición política británica consideraba que la presencia de una fuerza militar estable era un elemento coercitivo que podía ser utilizado para intentar dar un golpe que quebrase la legalidad y la separación de poderes. Por ello el Parlamento había prohibido desde hacía siglos el mantenimiento de ejércitos estables en las islas, y en 1914 tan sólo se disponía de una pequeña fuerza de combate (la «Fuerza Expedicionaria Británica»), que había sido improvisada en los años anteriores ante la carrera de armamentos en la que se habían embarcado las potencias del continente y que fue enviada en agosto de aquel año a territorio francés.
Por esto fue básico para el gobierno británico desde el principio fomentar el alistamiento de voluntarios como medio de aumentar la disponibilidad de hombres para el ejército. En los primeros meses del conflicto la respuesta de la población civil fue masiva. El historiador estadounidense John H. Morrow Jr. señala que «la idea de reclutar un ejército de voluntarios gozó de una gran prosperidad en un principio, cuando los banderines de enganche se vieron a rebosar de varones a los que movía el desempleo, la sed de aventuras o el deseo patriótico de proteger a su nación del peligro que la acechaba. Más de uno debió de inscribirse para evitar a las mujeres que, siempre alerta, se dedicaban a agitar plumas blancas —símbolo de cobardía— a la cara de los civiles masculinos». Pero este entusiasmo inicial fue perdiendo fuelle a medida que la guerra, que todo el mundo había previsto corta y rápida, se fue alargando. Hasta mediados de 1915 el flujo de voluntarios fue suficiente para cubrir las necesidades militares, pero a partir de entonces comenzó a descender alarmantemente. El incremento de las necesidades bélicas y la disminución de efectivos disponibles acabó inclinando la balanza por la lógica más que por la tradición, y en enero de 1916 el gobierno se vio obligado a promulgar una Ley de Servicio Militar, por la que se imponía el servicio obligatorio a todos los varones entre dieciocho y cuarenta y un años. La inmolación de la sacrosanta tradición política (que en el Reino Unido tenía casi el carácter de ley no escrita) era tan sólo uno más de los sacrificios que a esas alturas los británicos se estaban viendo obligados a hacer en aras de una victoria que parecía lejana, y eso que no eran ellos los que se estaban llevando la peor parte.

§. Vidas planificadas
La necesidad de asegurar una cantidad suficiente de soldados para mantener la guerra sólo fue la primera eventualidad a la que se enfrentaron los gobiernos europeos en guerra. El efecto de detraer cantidades ingentes de hombres de su actividad diaria para enviarlos al frente no se hizo esperar mucho. Los primeros días de guerra se caracterizaron por una crisis financiera internacional ante la incertidumbre que se avecinaba para la economía capitalista mundializada que habían construido las potencias europeas en la segunda mitad del siglo XIX. De esta crisis se derivó en las semanas siguientes una disminución de la actividad productiva y un repunte del desempleo que fue un acicate más para que los que acababan de perder su trabajo buscasen una salida en el reclutamiento voluntario. Pero esta afluencia produjo pronto una carencia de mano de obra en los países beligerantes que nadie había previsto. Como la guerra tendría que durar sólo unos meses se presumió de forma generalizada que las turbulencias económicas durarían poco. Pero las semanas pasaron y la guerra continuaba, y los gabinetes no habían previsto cómo financiar una guerra larga, mucho menos cuando el crecimiento económico se estancaba inquietantemente por la falta de trabajadores.
Lo que iba a ser de necesidad corto y fulminante, de repente se tornaba largo y complicado. Inmediatamente los gobernantes se dieron cuenta de que, además de la actividad en el frente de batalla, era preciso librar la guerra en casa. Había que organizar la sociedad y la economía internas de tal modo que la situación bélica no produjese el desmoronamiento del país en la retaguardia. Fue así como surgió un frente interno además de los propiamente militares, cuya importancia se iba a demostrar decisiva a medida que la guerra avanzaba. Esta necesidad fue mucho más acuciante cuando se hizo patente que con el nuevo tipo de guerra industrializada que se estaba poniendo en marcha era imperativo aumentar la producción de municiones y material de guerra en la retaguardia para sostener la actividad bélica.
En este punto la pionera fue Alemania. Fue un industrial de origen judío, Walther Rathenau, máximo dirigente de la poderosa Sociedad General de Electricidad (AEG), quien se dirigió a las autoridades de su país alertando de la necesidad de movilizar todos los recursos económicos disponibles para ganar la guerra. Ante la receptividad de las autoridades, Rathenau presentó un plan de concentración de las iniciativas industriales para asegurar la supervivencia de Alemania en caso de que la guerra se alargase. El plan proponía la concertación, bajo dirección gubernamental, de los intereses de industriales, sindicatos y productores para administrar de manera óptima las materias primas y dirigirlas a aquellos sectores de la industria que eran básicos para el esfuerzo bélico. Tal fue el éxito de la propuesta que el Ministerio de la Guerra alemán creó ya en agosto de 1914 una Sección de Materias Primas para la Guerra, a cuyo frente puso al propio Rathenau. Este fue el comienzo de la economía de guerra alemana, que llevó a una intervención del Estado en todos los sectores de la economía para garantizar que las necesidades bélicas quedaban cubiertas.
En los países de la Entente se llegó al mismo resultado que en Alemania, aunque no se comenzó tan rápido. En los primeros meses de 1915 en Francia y Gran Bretaña se produjo una importante crisis política porque se había hecho patente que la actividad en las trincheras del frente occidental se estaba ralentizando debido a la escasez de municiones y los medios de comunicación lo criticaron públicamente. Aunque se habían tomado medidas para garantizar el suministro en el frente y una mayor eficiencia en la industria, como la nacionalización del ferrocarril, era evidente que el Estado debía intervenir enérgicamente, ya que el mercado no era capaz de garantizar las necesidades del momento. En Gran Bretaña la solución que se ideó fue crear una Comisión de Municiones dependiente del Ministerio de Hacienda, a cuya cabeza se puso el propio ministro, el liberal David Lloyd George; mientras que en Francia se creó una Subsecretaría de Artillería, dependiente del gobierno, con el mismo propósito y que fue encomendada al socialista moderado Albert Thomas. El surgimiento de estos políticos que, como Rathenau en Alemania, se convirtieron en las auténticas eminencias grises de la organización de la guerra, supuso en opinión del profesor Richard Vinen que «determinados funcionarios y dirigentes sindicales e industriales dieron a veces la impresión de amalgamarse en una nueva clase industrial dirigente y de defender unas políticas que no encajaban con las metas normales de gobiernos, trabajadores y patronal respectivamente. Hubo hombres […] que soñaron con un nuevo orden industrial basado en la coordinación y la cooperación».
De formas y a ritmos distintos ambos gobiernos fueron imponiendo soluciones similares: dictaron normas específicas y la administración pública intervino para organizar la mano de obra, distribuir las materias primas, encauzar la producción y el transporte. Se favoreció la concentración de las industrias para aumentar su eficacia y se fomentaron las innovaciones técnicas que pudiesen reportar ventajas en la batalla, como las mejoras en la fabricación de armas y municiones. En el caso de Francia se partía con la desventaja adicional de que una de sus principales regiones industriales, el nordeste del país, había sido ocupado por Alemania, que rápidamente aplicó los recursos de las zonas invadidas a su economía de guerra. El tipo de mano de obra que más se echaba en falta era la especializada en aquellos sectores vitales para la fabricación de material de guerra, como la industria metalúrgica y la química. Se fomentó la entrada en el mercado laboral de trabajadores no cualificados, como mujeres y jóvenes (y nativos de las colonias en el caso de Francia) para intentar concentrar a los más formados en los sectores claves, pero el éxito de la medida fue relativo. Ya para finales de 1915 ambos países se habían visto obligados a licenciar del frente a los obreros que hacían más falta (cincuenta mil en el caso de Francia), que eran reinsertados en la industria continuando bajo jurisdicción militar.
Para garantizar la producción en todos los países se aceptó negociar con los sindicatos (o arbitrar entre estos y los empresarios) en un intento de evitar que las huelgas u otros conflictos laborales comprometiesen las necesidades del ejército. Aunque en un principio los sindicatos proclamaron una tregua industrial llevados por la exaltación patria de los primeros momentos, diferentes cuestiones fueron agriando el ambiente laboral. El más importante fue el de la introducción de mujeres y adolescentes en las fábricas para sustituir a los obreros, puesto que se temía que los nuevos trabajadores arrebatasen su puesto a los que estaban en el frente (aunque se aseguraba que abandonarían el mercado laboral una vez acabada la guerra) o que al regreso de los obreros-soldados los empresarios les bajasen el sueldo, puesto que quienes les estaban sustituyendo cobraban mucho menos. Pese a todo, los resultados fueron positivos y permitieron a cada contendiente prolongar el esfuerzo de guerra. El continente que había extendido por el mundo las ideas del liberalismo económico basadas en el libre cambio y en dejar actuar al mercado sin restricciones comenzó a aplicar con fuerza la intervención estatal amparándose en el principio de necesidad. Definitivamente, la economía de mercado había sido movilizada en el gigantesco intento de ganar la guerra.
Otro de los problemas básicos que surgieron con la prolongación de la contienda fue el de financiarla. En el año 1914 todos recurrieron a créditos extraordinarios de guerra que fueron unánimemente aprobados por los distintos parlamentos, pero este recurso pronto se agotó. En algunos casos pudieron aprobarse más recursos de este tipo o se lanzaron empréstitos de guerra para que fuesen suscritos por los ciudadanos; pero además de hombres, la guerra industrial consumía ingentes cantidades de dinero. Las necesidades comenzaron a ser tan grandes que todos recurrieron a todo: se subieron los impuestos, se imprimió papel moneda en cantidades desproporcionadas (lo que produjo una inflación galopante desde el comienzo de la guerra) y se pidió dinero a países amigos o neutrales.
Respecto a este último expediente los países más aventajados eran Alemania y, sobre todo, Gran Bretaña, que entonces era la capital financiera mundial. Los contendientes de las dos alianzas rivales acababan acudiendo siempre a ellos: Rusia pedía dinero prestado a Francia, quien a su vez lo hacía a Gran Bretaña; Bulgaria y el Imperio otomano se lo solicitaban a Austria-Hungría, que a su vez lo hacía a Alemania. En este punto la supremacía británica fue clara desde el principio, no sólo por la superioridad de los recursos propios, sino porque tuvo acceso ilimitado al mercado financiero norteamericano, y ya entonces Wall Street eran palabras mayores. Estados Unidos era desde comienzos del siglo la primera potencia industrial del mundo y la guerra parecía que podía ser un negocio rentable ya que disponía de medios financieros abundantes para prestar o invertir. El gobierno británico recurrió a uno de los principales bancos de Estados Unidos, el J. P. Morgan, que hábilmente organizó los préstamos masivos para las potencias aliadas. Entre 1914 y 1918 Estados Unidos pasó de ser un país deudor al puesto de principal acreedor mundial de deuda exterior. De hecho, el nivel de recursos comprometidos con los aliados fue una de las razones esenciales para que entrase definitivamente en la contienda en 1917 ya que si los aliados eran derrotados, las pérdidas para la economía norteamericana serían ruinosas. Pero el dinero era sólo uno de los factores que contaban en el mantenimiento de los frentes internos, había otros en los que los aliados quizá no fuesen tan afortunados.

§. Desgastar al enemigo
El dinero no era la única arma disponible para la guerra económica. En la economía mundial integrada de comienzos del siglo XX, en la que los diferentes países dependían del comercio con otras zonas del planeta para mantener su economía, la interrupción del tráfico comercial parecía un medio ideal para intentar dañar al enemigo. Existía un serio precedente histórico, pues más de un siglo antes Napoleón había querido acabar con la potencia británica decretando el bloqueo continental, un sistema de embargo comercial que durante algunos años logró imponer en toda Europa —menos Portugal— la prohibición de comerciar con Inglaterra. Ya antes de la guerra, en los primeros años del siglo, la alarma del gobierno británico ante la construcción por parte de Alemania de una marina de guerra que pudiese interrumpir el comercio naval fue uno de los motivos básicos para que saliese de su tradicional aislamiento y se acercase progresivamente a los aliados Francia y Rusia. Gran Bretaña disponía de la mayor flota militar del mundo y su marina mercante superaba asimismo a la de los demás países, pero la ambición del proyecto alemán y la modernidad de los equipamientos de sus flamantes acorazados sembraban de inquietud el espíritu de los dirigentes británicos. El abastecimiento de alimentos para la población del archipiélago dependía de las importaciones por mar y la amenaza alemana podía llegar a estrangular a la potencia insular en caso de guerra.
Fue posiblemente este sentimiento de inseguridad el que llevó rápidamente a los británicos a poner en marcha un bloqueo naval sobre Alemania y sus aliados, que adquirió forma oficial mediante un decreto de marzo de 1915. La situación había sido prevista por las autoridades germanas, que por el momento optaron por no recurrir a una acción naval de incierto resultado. Prefirieron intentar obtener las importaciones que les eran indispensables mediante el comercio con las naciones neutrales y desarrollar sucedáneos (los célebres ersatz) de los materiales que necesitaban por parte de su potente industria química. Alemania estaba rodeada de países que se habían declarado neutrales: los Países Bajos, Suiza, Dinamarca, Suecia y Noruega. Para su tranquilidad, el mar Báltico se convirtió en el único cerrado al control británico durante la contienda. En 1909, en la llamada Declaración de Londres, se había regulado el tráfico de artículos considerados de contrabando destinados a territorio enemigo en tiempos de guerra. Pero el Reino Unido no había suscrito el acuerdo y en consecuencia aplicó una política de presumir el fraude generalizado en las mercancías transportadas por barcos de países neutrales si no podían demostrar que su cargamento no iba destinado a las potencias centrales. En la práctica esto supuso que miles de toneladas de carga fueron requisadas y cientos de barcos de bandera neutral inmovilizados. En un principio Alemania y sus aliados lograron seguir recibiendo los materiales que necesitaban desde Escandinavia, pero con la declaración por parte de los británicos del Mar del Norte como área de guerra el bloqueo quedó extendido a las costas noruegas y danesas. Desde ese momento los países que rodeaban a Alemania no podrían comerciar con ella con ningún género que no hubiesen producido en su propio suelo.
El perjuicio para las potencias centrales era evidente, y la respuesta alemana fue la primera declaración de guerra submarina. El resultado de una acción de la flota de guerra alemana para romper el bloqueo parecía incierto, pero su flota submarina era la más importante del mundo, muy por delante de la británica. Pero la tentativa acabó fallando. El hundimiento de los navíos de pasajeros Lusitania y Arabic (en mayo y agosto de 1915, respectivamente) ocasionó una protesta diplomática estadounidense de tal virulencia que las autoridades alemanas temieron la entrada en la guerra de aquel país y prefirieron dejar en suspenso la medida. Un año más tarde, cuando por fin las flotas de superficie británica y alemana se vieron las caras en la batalla de Jutlandia, el resultado del lance fue incierto y en ningún caso supuso la ruptura del bloqueo que mantenían los británicos. Todo ello hizo que las importaciones alemanas disminuyesen drásticamente y que la población civil comenzase a experimentar en carne propia el golpe de la guerra económica.
En los primeros meses de la contienda se había podido mantener en buena medida la sensación de que la vida continuaba en la retaguardia como antes del estallido de la guerra. En aquellos momentos iniciales, los visitantes que llegaban a las grandes ciudades procedentes del frente experimentaban una fuerte impresión por el contraste del infierno que se estaba desarrollando cerca de los campos de batalla y las trincheras mientras que en casa todo parecía «permanecer igual». El escritor Stefan Zweig, tras volver a Viena desde una visita que había realizado en el frente oriental, escribía: «Con el hedor de yodoformo del transporte de heridos todavía en la ropa, la boca y la nariz, observé cómo [los viandantes] compraban violetas para obsequiar con ellas galantemente a las damas, cómo coches impecables recorrían las calles, llevando a caballeros bien afeitados y con trajes igual de impecables. ¡Y todo a ocho o nueve horas en tren del frente! Pero ¿tenía derecho alguien a acusar a aquellas gentes? ¿Acaso no era la cosa más natural del mundo que vivieran y trataran de disfrutar de la vida? […] Una profunda grieta recorría el pueblo de arriba abajo; el país se había desintegrado, por decirlo así, en dos mundos diferentes; en el frente, los soldados que combatían y sufrían las más terribles privaciones; en la retaguardia, los que se habían quedado en casa, los que seguían llevando una vida despreocupada, llenaban los teatros…». Algunos soldados del frente occidental describieron la misma impresión al llegar de permiso a Londres o París procedentes del frente, con la diferencia de que en esta parte del continente la distancia entre las líneas de trincheras y las grandes ciudades de la retaguardia apenas llegaba a doscientos kilómetros.
Pero el espejismo de que la vida «seguía igual» pronto iba a desvanecerse. En realidad no era cierto que los habitantes de las ciudades viviesen ajenos a los cambios que estaba produciendo la guerra e insensibles a los horrores que se sucedían en el frente. La partida de la mayoría de los varones jóvenes (y después de reservistas de mayor edad) afectó prácticamente a todas las familias, que se veían separadas de algún familiar y muchas de su principal sostenedor económico. Además su desaparición no sólo afectó a la industria, ya que del campo también desaparecieron los encargados de trabajar en las explotaciones agrarias. Inmediatamente la producción de alimentos comenzó a disminuir en todo el continente, sin que este hecho gozase de la atención urgente de los gobiernos. A estos les parecían prioritarias las industrias productoras de material militar y sólo interesaba la producción agrícola para que el frente estuviese bien abastecido de alimentos para los soldados; las ciudades y pueblos se tendrían que sacrificar para conseguir la victoria.
A comienzos de 1915 se había impuesto ya en todos los países contendientes el racionamiento de alimentos y combustible (tanto de calefacción como para transporte). Además se comenzaron a dejar sentir algunos perjuicios de las medidas adoptadas hasta entonces. La inflación era ya una pesadilla para la gente corriente. Las clases acomodadas de toda Europa, que habían disfrutado desde finales del siglo anterior de una vida desahogada y placentera gracias a las rentas que les proporcionaban sus propiedades, vieron cómo su modo de vida se desmoronaba en cuestión de meses, ya que sus ingresos permanecían estancados mientras que el valor del dinero no dejaba de disminuir. Las mujeres que vivían del escaso salario que les proporcionaba su trabajo fabril o las que tenían que sobrevivir con la asignación que les había otorgado el Estado por ser esposas o viudas de combatientes, vieron asimismo cómo cada mes que pasaba era más difícil dar de comer a sus familias. La subida generalizada de los impuestos no hizo sino recortar todavía más sus escasos recursos.
Los habitantes de todo el continente se familiarizaron con el acto cotidiano de hacer cola ante el despacho de alimentos para obtener la ración que les correspondía. Para intentar cortar esta espiral que amenazaba con envenenar la organización que se había improvisado para los frentes internos, los gobiernos recurrieron a la solución de fijar unos precios máximos si no de todos los productos, por lo menos de los agrarios, así se intentaría estabilizar la inflación. Pero como ha sucedido en otras circunstancias históricas, ante la imposibilidad de rentabilizar su cada día más difícil trabajo, los granjeros y agricultores optaron por no poner en el mercado la cosecha o directamente no cultivar, puesto que muchos no cubrían ni siquiera lo que les costaba producir. La otra consecuencia fue el surgimiento y crecimiento incontrolado del mercado negro, en el que se podía conseguir casi de todo a precios astronómicos. Pronto fue evidente que había acaparadores que aprovechaban los momentos de mayor escasez de un producto para obtener el mayor beneficio por su venta en el mercado negro. En medio de la guerra y la miseria colectiva no faltaron quienes se enriquecieron. El propio Zweig escribió en sus memorias que «todo el mundo empezó a cuidar de sí mismo lo mejor que podía, sin escrúpulos. Los artículos de primera necesidad eran cada día más caros debido a un vergonzoso comercio de intermediarios, los víveres escaseaban y, por encima de la sombría ciénaga de la miseria colectiva, brillaba como un fuego fatuo el provocador lujo de los que se aprovechaban de la guerra. Una irritada desconfianza fue apoderándose poco a poco de la población; desconfianza hacia el dinero, que perdía valor cada vez más, desconfianza hacia los generales, los oficiales y los diplomáticos, desconfianza hacia los comunicados oficiales y del Estado Mayor, desconfianza hacia los periódicos y sus noticias, desconfianza hacia la guerra misma y su necesidad». La estrategia de dañar al enemigo ahogando a su población civil comenzaba a dar resultados, sobre todo en Alemania y Austria-Hungría.

§. Asfixia
En el caso de las potencias centrales el bloqueo británico empezó a producir un hondo efecto entre la población civil desde mediados de 1916. Las privaciones comenzaban a llegar a niveles preocupantes y la inquietud amenazaba con hacer mella en la moral de la población. En Alemania se habían depositado grandes esperanzas en la industria química desde que el bloqueo naval británico había privado al país de muchos de los productos que importaba por mar. Aunque a principios de la contienda se había centrado en la obtención de hidrógeno y glicerina, necesarios para la fabricación de explosivos, pronto tuvo que dedicar parte de sus esfuerzos a buscar sustitutos para los fertilizantes agrícolas que se importaban desde Sudamérica y que ya no llegaban. La búsqueda de abonos sintéticos se fue volviendo más apremiante cuanto más disminuían las cosechas. Además otras materias primas habían desaparecido prácticamente por el mismo motivo, sobre todo las del sector textil y especialmente el algodón. Para sustituirlo se experimentó con papel y vegetales, que dieron como resultado fibras sintéticas que entraron a formar parte de los tejidos cada vez en mayor proporción, por lo que la calidad de estos disminuía.
También se había tenido que introducir sucedáneos en los alimentos racionados. Ya en enero de 1915 se distribuyó el conocido como pan de guerra». Se llamaba oficialmente K-Brot («pan K»), nombre que hacía referencia a Kartoffeln, «patatas», ya que estas se mezclaban en su composición con harina de varios cereales. Pero la población entendió que dicha letra correspondía a Krieg, «guerra», de donde surgió su nombre común. En principio no fue mal aceptado, pero su calidad, como la del resto de los alimentos, comenzó a disminuir en los años posteriores. La cosecha de 1916 fue desastrosa y a principios del año siguiente la ingesta diaria de alimentos de los alemanes estaba por debajo de las mil calorías, cuando al empezar la guerra las autoridades habían establecido el consumo normal en dos mil doscientas cuarenta. De hecho, antes de la guerra la dieta media alemana era de las más abundantes y variadas de Europa, por lo que la dureza del golpe para la población era psicológicamente aún mayor.
El invierno de 1916 a 1917 fue climatológicamente terrible en Europa continental, y los habitantes de Alemania y Austria-Hungría pasaron auténticas penalidades. A la drástica bajada de la presencia de cereales en el mercado se sumó la desaparición de las patatas, que se habían convertido en la base de la alimentación. Las autoridades las sustituyeron en el racionamiento, cada vez más menguante, por nabos, que los alemanes consideraban alimento para el ganado. De ahí que ese fuese conocido popularmente como el «invierno de los nabos». La calidad de los alimentos racionados empeoró sensiblemente. El café, que se distribuía más por su efecto psicológico que por el físico, ya ni siquiera estaba hecho de achicoria o remolacha, como había sido hasta entonces. Los sucedáneos químicos comenzaron a ocupar la mayor parte de la composición de muchos alimentos, como las salchichas, que en su mayor parte eran agua y apenas contenían carne ni grasa. Al finalizar la guerra había más de diez mil alimentos elaborados a partir de sucedáneos en circulación en el país, y la aversión de la población por ellos llegó a ser visceral. El profesor Morrow recuerda que «cierta mujer aseveró que, si bien no le importaba comer ratas, le resultaba desagradable tener que consumir sucedáneo de rata». El panorama cotidiano de las ciudades alemanas era aterrador. Como recuerda el propio Morrow, «quienes percibían ayudas gubernamentales, ya fueran esposas e hijos de soldados, ya ancianos, no podían permitirse los precios a que habían llegado las necesidades más básicas de la vida. La gente se moría de hambre de manera paulatina: se desplomaba en las colas en las calles, ante las listas de fallecidos en el frente… En cierta ocasión en Berlín cayó al suelo un caballo aquejado de inanición, y al instante surgió de los apartamentos una horda de mujeres con cuchillos de cocina que, a gritos y empellones, dejaron al animal en el esqueleto y aún recogieron con tazas la sangre que derramaba».
Una testigo de excepción de las penurias que pasó la población civil fue Caroline Ethel Cooper. Se trataba de una ciudadana australiana nacida en 1871 en el seno de una familia acomodada de Adelaida. Había viajado ya a Alemania durante la primera década del siglo para completar su formación musical, fascinada por la cultura alemana y por la importancia que en aquel país se daba a las expresiones artísticas. Su destino favorito era la ciudad de Leipzig (una de las capitales culturales del país, en la que había ejercido la mayor parte de su carrera Johann Sebastian Bach), donde hizo un círculo de buenos amigos y consiguió trabajo en su orquesta como fagotista. El estallido de la guerra la sorprendió allí, donde pudo permanecer gracias a un salvoconducto militar obtenido por un conocido (al estallar la guerra los extranjeros residentes en Alemania fueron obligados a desplazarse a plazas militares). Desde el 31 de julio de 1914 hasta el 1 de diciembre de 1918 fue escribiendo una carta a la semana a su hermana Emily, completando un número total de doscientas veintitrés. Pasó grandes apuros para poder enviarlas, ya que el correo estaba sometido a una férrea censura, viéndose obligada a mandarlas de contrabando a Suiza, desde donde eran remitidas hasta Australia. En ellas, sus comentarios sobre la degradación paulatina de la situación en Leipzig son demoledores. En octubre de 1916 le contaba a su hermana cómo, al advertir que unas amigas habían perdido mucho peso, cayó en la cuenta de que ella misma se había quedado en treinta y nueve kilos, informando además de que «es tan poco nutritiva la comida en estos días que una tiene siempre una sensación de vacío una hora después de haber comido». Ya en 1917 informaba: «El carbón se ha agotado. La luz eléctrica está cortada en la mayoría de las casas (tengo gas, ¡gracias al cielo!), los tranvías no circulan o tan sólo lo hacen de madrugada, todos los teatros, las escuelas, la ópera, la Gewandhaus [el gran auditorio], los conciertos y cinematógrafos, están cerrados. Ya no cabe esperar más patatas ni nabos, que eran nuestro último recurso, se ha acabado el pescado; y Alemania ha cesado de proclamar el hecho de que no es posible matarla de hambre. Añádele que el termómetro que tengo fuera de la ventana de la cocina señala 24 grados Fahrenheit bajo cero [equivalente a -31,1° C.]. Nunca había visto esto antes». Poco después comentaba que la desesperación por obtener alimento se había extendido entre todos los habitantes de la ciudad: «Todo el que puede permitírselo soborna a su tendero. A aquellos que no quieren, o no pueden sobornar, se les dice que no queda carne, y los otros se llevan una ración cuatro veces mayor de la que les corresponde».
No habían pasado todavía tres años desde que había comenzado la conflagración y Alemania comenzaba a padecer los efectos de la guerra de desgaste. A esas alturas estaba claro que la derrota del enemigo podía llegar no de una victoria militar que decidiese la balanza hacia alguno de los dos bandos, sino del desgaste interno. La respuesta alemana a los terribles efectos del bloqueo británico fue el planteamiento de una nueva estrategia, la declaración a finales de enero de 1917 de la guerra submarina sin restricciones. La decisión provocó a corto plazo la entrada de Estados Unidos en la guerra, pero el alto mando alemán había pensado que sería una forma de devolver el golpe a Gran Bretaña y de evitar que las tropas norteamericanas llegasen a territorio europeo para incorporarse a la lucha en el frente occidental. Desde ese momento cualquier barco que se acercase a las islas Británicas sería atacado y hundido sin contemplaciones. El objetivo era dejar al enemigo desabastecido y que su población comenzase a sufrir lo mismo que la población alemana. Su puesta en marcha fue un éxito a corto plazo, ya que el tonelaje de barcos hundidos por los alemanes alcanzó cifras astronómicas durante la primera mitad del año. Sin embargo no logró su objetivo último. El gobierno británico había desviado con anterioridad parte de sus recursos a la agricultura para intentar asegurar por lo menos un abastecimiento mínimo y la introducción durante el verano de un sistema de convoyes hizo que la ofensiva submarina germana comenzase el reflujo. A principios de 1918 aunque esta seguía activa estaba claro que el plan no había resultado y que habría que seguir librando la guerra en tierra para ver quién ganaba finalmente. Todavía quedaba terreno en el que jugar la partida, entre otras cosas porque el aguante de las poblaciones y por tanto el sostenimiento del esfuerzo bélico dependía además de factores distintos a la guerra económica. Las estrategias que se desarrollaron en el campo de la información y la propaganda fueron buen ejemplo de ello.

§. Lavado de cerebro
En muchos campos la Primera Guerra Mundial fue la primera guerra contemporánea, algo que se debe fundamentalmente a que se trató del primer conflicto en el que se enfrentaron estados desarrollados basados en una economía industrial, una sociedad urbana y una cultura de masas. En este último campo las posibilidades que se abrían a la acción de los beligerantes eran espectaculares. Ya durante el verano de 1914 las campañas patrióticas protagonizadas por los principales rotativos europeos llamaron la atención de los gobiernos sobre las ventajas que podía reportar el uso de los medios de comunicación en el contexto bélico. Gran Bretaña fue uno de los primeros países en exprimir este recurso, y lo hizo desde el primer momento. La decisión del gobierno del liberal Herbert Henry Asquith de entrar en la guerra se vio rodeada de un inmenso debate público. La tradición del país era la de mantenerse al margen de la política continental a no ser que surgiese una potencia con aspiraciones hegemónicas que pusiese en peligro la seguridad de las islas.
A lo largo de la crisis de julio el gobierno británico se había convencido de que Alemania era la encarnación de la tan temida amenaza continental, pero parte de los sectores conservadores del país se negaban a romper con la política aislacionista tradicional. La invasión de Bélgica por los germanos el día 3 de agosto de 1914 fue la línea que decidió a Asquith a dar el paso. Pero debía cimentar su posición interna frente a los que se habían mostrado reacios y, de paso, alimentar el ardor patriótico de los jóvenes cuyo alistamiento iba a ser vital para poder formar un ejército. Se organizó entonces la primera gran campaña de propaganda sistemática de la contienda en la que se explotaron en profundidad los recursos de la prensa y el cartelismo para presentar la invasión del pequeño reino belga como la demostración del carácter tiránico, sanguinario y expansionista del Imperio alemán. En opinión del profesor Morrow, «la representación, con todo tipo de detalles escabrosos, de la crueldad alemana (esposas violadas, mutiladas y asesinadas, niños con las manos cercenadas, lactantes muertos a bayoneta…) abundaba en diarios, en carteles y aun en grabados. Las sugestivas imágenes y relatos de la “violación” de Bélgica y de sus mujeres, así como la necesidad de proteger a una Bélgica “femenina” del desenfreno de una Alemania “masculina”, llevaron a muchos a alistarse».
El resto de los países se aprestaron a imitar a los británicos y comenzaron a organizar de forma centralizada una política de propaganda destinada en última instancia a mantener inflada la moral de la población, tanto en el frente como en la retaguardia. La alemana Kriegspresseamt (Servicio de Prensa de Guerra) o la francesa Maison de la Presse (Casa de la Prensa) fueron las instituciones desde las que se difundieron los mensajes, que siempre incidían en que el país había sido atacado, por lo que la guerra era defensiva y estaba justificada. Stefan Zweig, que vio con espanto los frutos de esta política, comentó «que es propio de la naturaleza humana que los sentimientos arrojados no se prolonguen hasta el infinito, ni en el individuo ni en el pueblo, cosa que sabe perfectamente la organización militar. Por eso le hace falta un estímulo artificial, un doping constante de excitación, y esta labor de incitación les correspondía a los intelectuales, los poetas, los escritores y los periodistas […] Casi todos servían obedientemente a la “propaganda de guerra” en Alemania, Francia, Italia, Rusia y Bélgica y, por lo tanto, al delirio y el odio colectivos de la guerra, en vez de combatirla. Las consecuencias fueron catastróficas. En aquella época, cuando la propaganda nunca se había utilizado en tiempos de paz, los pueblos creían a pies juntillas —a pesar de los mil desengaños— todo cuanto salía impreso. […] Los letreros franceses e ingleses desaparecieron de los comercios […] Comerciantes probos y honrados sellaban sus cartas con la frase “Dios castigue a Inglaterra” […] Shakespeare fue proscrito en los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos francesas e inglesas; los profesores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven era belga…».
Desmanes de este calibre no eran acciones espontáneas realizadas por una población enardecida. Obedecían a un programa premeditado y ejecutado por las autoridades de cada país que, en su aplicación, no dudaban en implicar a las más altas instituciones del Estado. En el Reino Unido la misma casa real decidió cambiar el apellido de la dinastía, ya que casa de Sajonia-Coburgo-Gotha era demasiado germánico, adoptando el mucho más inglés nombre de Windsor. Parece ser que el emperador alemán Guillermo II, al tener noticia de que su primo Jorge V había arrumbado su apellido alemán, comentó con guasa que, casualmente, él estaba deseando ver una representación de «Las alegres comadres de Sajonia-Coburgo-Gotha» (en alusión a la comedia de Shakespeare Las alegres comadres de Windsor). El ejemplo real fue imitado por numerosas familias aristocráticas, que obraron del mismo modo. Así los Battenberg pasaron a ser los Mountbatten (berg y mount significan «monte» en alemán e inglés respectivamente, por lo que se cambiaba la raíz alemana del apellido por su equivalente en lengua inglesa). Además el príncipe Louis de Battenberg fue cesado de su puesto de Primer Lord del Mar (comandante en jefe de la Flota) por su apellido, y comentaba con amargo humor la necesidad de cambiar su nombre a lord Mountbatten: «Llega el príncipe Hyde, sale lord Jekill».
A Jorge V, que además de ser de estirpe germánica estaba casado con una alemana, la princesa María de Teck, de la casa de Würtenberg, le preocupaba que también pudieran «cesarle» a él de su puesto de soberano, sobre todo cuando leía en los periódicos ataques a la falta de genuino patriotismo inglés de la familia real, como el que expresaba el periódico socialista Daily Worker, criticando a una «alien and uninspiring Court» (una corte poco animosa y extranjera). Este tipo de erradicación de cualquier mínimo vestigio que sonase a alemán se cebó hasta en los perros, ya que los británicos rebautizaron a los pastores alemanes como pastores alsacianos. Y en Rusia alcanzó al reino vegetal, pues la Iglesia ortodoxa prohibió los árboles de Navidad por considerarlos una tradición alemana. La zarina Alejandra, que también era una princesa germana llamada Alicia de Hesse-Darmstadt, pero que se había convertido a la religión ortodoxa, se había cambiado el nombre desde que llegó a Rusia y pretendía ser una patriota rusa, criticó la ridícula prohibición, lo que contribuyó a la leyenda de que «la alemana» era un agente del enemigo, uno de los factores que contribuyeron a la caída del zarismo.
Aunque pueda parecer trivial, la batalla de la propaganda resultó vital durante la guerra, y algunos de sus virajes importantes se debieron en buena medida al trabajo desarrollado en los medios de comunicación. Los alemanes, aunque jugaron bien sus cartas a este respecto en el interior, fueron claramente inferiores a los aliados en lo que a propaganda exterior se refiere. Como señala el profesor Niall Ferguson, «los alemanes no supieron ver que, cuando bombardeaban los puertos británicos u ordenaban a sus submarinos que hundieran barcos mercantes sin advertencia previa, estaban haciéndose tanto daño a sí mismos como a sus enemigos». El ex ministro alemán de Colonias, Bernhard Dernburg, llegó a afirmar poco después del hundimiento del Lusitania que «el pueblo estadounidense no es capaz de visualizar el espectáculo de cien mil […] niños alemanes muriendo de hambre poco a poco como resultado del bloqueo británico, pero sí puede visualizar el lastimoso rostro de un niñito ahogándose en el naufragio causado por un torpedo alemán». Si esto fue así se debió a que mientras los alemanes no tomaban en consideración la interpretación que de sus acciones se podían hacer en Estados Unidos, los británicos desarrollaron allí desde 1914 campañas de propaganda favorables a su causa. De hecho una vez que Estados Unidos entró en la guerra experimentó el mismo proceso de uso intensivo de la propaganda y exaltación de la opinión contra el enemigo. En palabras del profesor Morrow: «La cultura alemana se convirtió en sinónimo de barbarie, militarismo, autoritarismo y ansias de dominación mundial. Los propagandistas convirtieron en demoníaco todo lo germano, y espolearon la violencia de las masas contra ello…».
Uno de los medios principales usados en estas campañas de propaganda fue la censura, que fue elegida como el método más eficaz para evitar que determinados contenidos llegasen a la población. Lo que se pretendía es que no se difundiese ninguna noticia que pudiese ser interpretada como un revés y que por tanto pudiese minar la moral en la retaguardia. Un funcionario francés que pasó toda la guerra en París, Michel Corday, llevó un diario de sus vivencias durante la misma, y en 1915 anotaba sorprendido cómo «o bien la vanidad o bien la vergüenza impiden que ciertos aspectos de la vida diaria sean reflejados en nuestras gacetas ilustradas. Así que la posteridad encontrará grandes huecos en la documentación fotográfica de la guerra. Por ejemplo: no nos muestran el interior de las casas, que están prácticamente a oscuras debido a las restricciones de luz, ni las calles lóbregamente oscurecidas donde las verdulerías se iluminan con bujías, ni los cubos de basura tirados por las aceras hasta las tres de la tarde a causa de la falta de mano de obra, ni las colas de más de tres mil personas que esperan frente a las mayores tiendas de ultramarinos para obtener sus raciones de azúcar. Y, viceversa, tampoco enseñan las grandes multitudes que abarrotan los restaurantes, los salones de té, los teatros, las revistas de variedades y los cinematógrafos».
Los gobiernos comenzaron por controlar el flujo de información que llegaba a las redacciones y siguieron por supervisar lo que se iba a publicar antes de que arribase a los puestos de venta. El resultado más pernicioso de esta estrategia fue que los pocos periodistas que no estaban de acuerdo con este sistema acabaron por autocensurarse para evitar problemas con las autoridades. La población se dio cuenta de que la información que les proporcionaba estaba manipulada o era incompleta, y pronto comenzó a cansarse de que se les engañase. Corday apuntó en su diario en septiembre de 1916: «La prensa francesa nunca ha revelado la verdad, ni siquiera la verdad que es posible desvelar pese a la censura. Por el contrario, se nos ha sometido al bombardeo pesado de la palabrería elocuente, del optimismo desenfrenado, de la sistemática difamación del enemigo, de una férrea determinación de ocultar los horrores y desgracias de la guerra, ¡y después lo han tapado todo bajo una máscara de idealismo moralizante!». La sensación comenzaba a ser general en Francia, donde se popularizó una expresión para dar a entender la insistencia agotadora de la prensa en sus mentiras y medias verdades como forma de controlar a la población: bourrage de crâne (que se suele traducir por «lavado de cerebro»).
Pero esto no era algo exclusivo de Francia. Las potencias centrales practicaban una censura tan férrea como la de sus enemigos. La opinión de Stefan Zweig es buena muestra de ello: «… por desgracia el servicial camarero me trajo un periódico vienés. Intenté leerlo, pero entonces me asaltó una sensación de asco en forma de auténtica ira. Estaban ahí todas las frases sobre la irreductible voluntad de victoria, sobre las pocas bajas de nuestras tropas y las muchas del enemigo. ¡Desde aquellas páginas me acometió, desnuda, enorme y desvergonzada, la mentira de la guerra! No, los culpables no eran los paseantes, los indolentes y los despreocupados, sino única y exclusivamente aquellos que con sus palabras instigaban a la guerra. Pero también lo éramos nosotros, si no dirigíamos contra ellos las nuestras». Este hartazgo no se tradujo en una contestación popular contra los gobiernos. Probablemente la razón de ello es que la prensa no fue el único medio que explotaron los gobiernos para intentar influir en el ánimo de sus ciudadanos, al contrario, el desarrollo tecnológico e industrial ponía a su alcance otros resortes más inmediatos y directos.

§. Imágenes para convencer
Los gobiernos de los países en guerra demostraron una sorprendente facilidad para improvisar nuevos canales mediante los que hacer llegar la propaganda de forma más efectiva. Se fueron aplicando nuevas técnicas y lenguajes, de modo que el mensaje pro-bélico podía aparecer en el arte comercial, el cine, objetos de consumo (como ceniceros con la efigie del mariscal francés Foch o jarras de cerveza con la del ministro británico Kitchener) e incluso cuentos infantiles. Francia llevaba en esto ventaja, pues desde la pérdida de Alsacia y Lorena en 1870 se había desarrollado un revanchismo que tenía una expresión en la literatura infantil, con grandes dibujantes como Job o Hansi cuyos libros ilustrados para niños eran violentamente germanófobos.
Sin embargo, uno de los géneros más explotados desde el comienzo de la guerra fue el cartelismo, que se convirtió en el medio estrella para promover el alistamiento de voluntarios. Los ejemplos de carteles que salieron de la industria gráfica fueron innumerables y tocaban todo tipo de temas, siendo especialmente preferida la plasmación de acontecimientos que debían motivar la implicación del espectador, como la invasión de Bélgica o casos célebres de «crueldad alemana». El éxito de la fórmula fue tal, que algunos de ellos fueron imitados y copiados durante todo el conflicto. Uno de los ejemplos más notorios fue el diseñado por el británico Alfred Leete para el ejército de su país, en el que aparecía un contundente dibujo del ministro de Guerra (el general lord Kitchener) sobre un fondo blanco, con su cabeza de inconfundibles mostachos flotando en el vacío y su mano derecha apuntando al espectador sobre la frase «Tu país te necesita». En otra versión se formaba un jeroglífico con las palabras Britons y wants you y la imagen de Kitchener, que se leía como «Británicos, Kitchener os necesita». Su impacto fue inmenso por lo novedoso de la imagen y el lenguaje plástico empleado, que estaba encaminado a resaltar la vinculación entre lo público (el ministro) y lo individual (el espectador).
Al entrar en la contienda en el año 1917 el ejército de Estados Unidos hizo su propia versión de la exitosa fórmula. El encargado de realizarla fue el ilustrador James Montgomery Flagg y el personaje seleccionado para representar al país que llama al reclutamiento fue en este caso la encarnación de Estados Unidos en su cultura popular, el Tío Sam Era al tiempo la personificación de la unidad del Estado y del norteamericano prototípico (varón, blanco y de edad madura). La figura, un busto en esta ocasión, se alza ataviada con sus ropajes distintivos de forma autoritaria para señalar al espectador sobre la frase «Te quiero a ti para el ejército de Estados Unidos». El éxito de la obra fue de nuevo formidable, usándose otra vez el cartel durante la Segunda Guerra Mundial. También se hicieron del original versiones italiana y alemana y en una fecha más tardía, en 1920, el artista ruso Dimitri Moor repetía el acierto con su propia versión para el Ejército Rojo, en la que el soldado de la nueva Rusia se erguía señalando sobre el lema «¿Te has hecho voluntario?». Este es sólo un ejemplo de cómo las posibilidades de un nuevo medio de comunicación eran usadas durante la coyuntura bélica por diferentes gobiernos, que podían incluso copiar fórmulas e iniciativas para emplearlas en su propio provecho.
Pero si había un medio de información realmente moderno que había aumentado de forma exponencial su público en los años de preguerra, ese era el cine. La proyección de imágenes en movimiento mediante el cinematógrafo era un medio de comunicación ya asentado desde finales del siglo XIX en los ambientes urbanos y desde que estalló la guerra se demostró como el vehículo idóneo para satisfacer la curiosidad de los ciudadanos sobre lo que estaba pasando lejos de sus hogares. En 1914 ya existía una sólida industria de noticiarios que estaba dominada por el francés Charles Pathé que, como gran parte de la industria cinematográfica de su país (por entonces una de las más importantes a nivel mundial), vio cómo su negocio entraba en crisis nada más empezar las hostilidades. Pese a ello su modelo de producción fue muy imitado por los gobiernos para realizar sus propios noticiarios con destino a las salas de proyección, que por supuesto estaban censurados y sólo mostraban lo que las autoridades querían con el tono patriotero que buscaban. Junto con estas cintas informativas se rodaron otras de ficción que situaban la acción durante la contienda y que lograron una mayor aceptación entre el público. Sin embargo, el ejemplo más ilustrativo de cómo la cinematografía podía influir en la propaganda bélica fue protagonizado, al otro lado del Atlántico, por un actor británico que se había desplazado a Estados Unidos unos años antes para intentar hacer fortuna en la prometedora industria norteamericana.
Charles Spencer Chaplin había nacido en Londres el 16 de abril de 1889, hijo de dos actores y cantantes de music hall y opereta. La muerte de su padre a los diez años y la enfermedad de su madre le obligó a ganarse la vida por sus propios medios. Debutó muy pronto sobre las tablas, destacando como bailarín, y su primer papel como actor no le llegó hasta los doce años. Comenzó entonces una carrera de comediante de vodevil, que le llevó por primera vez a Estados Unidos en 1910, encandilando a su audiencia. Cuando volvió en el otoño de 1912 le fue ofrecido por primera vez un papel en una película, aunque su debut cinematográfico se pospuso hasta noviembre del año siguiente. En 1914 debutó en las pantallas como Charlot, el personaje que le reportaría mayor fama, y unos años después intentó hacer carrera como productor independiente en busca de una mayor libertad y tiempo para sus películas. A principios de 1918 llegó a un acuerdo con el National Exhibitors Circuit, una organización para la explotación comercial de películas, que aprovechó para dar la máxima difusión posible al proyecto en el que estaba embarcado: apoyar la causa de los aliados en la guerra que se estaba librando en Europa.
Realizó una película a favor del esfuerzo de guerra estadounidense: The Bond («El bono»), cuyo propósito era popularizar el empréstito de guerra que el gobierno había lanzado para recabar fondos entre los ciudadanos del país (era el conocido como Liberty Loan, «el préstamo de la libertad»). La película tuvo un gran éxito y su protagonista fue requerido para emprender una gira por todo el país con el mismo objetivo. En abril de 1918 reunió en Nueva York a treinta mil personas y dio un encendido discurso contra los alemanes, que por entonces estaban en plena ofensiva sobre Francia: «En este momento los alemanes tienen una posición de ventaja, y nosotros tenemos que conseguir esos dólares. Deberían servir para echar a ese viejo diablo, el káiser, fuera de Francia». Unos días más tarde, en Washington, añadía: « ¡Los alemanes están en tu puerta! ¡Debemos detenerles! ¡Y les detendremos si compráis “bonos de la libertad”! Recordad, cada bono que compréis salvará la vida de un soldado, el hijo de una madre, y convertirá esta guerra en una pronta victoria». El resultado de la iniciativa fue mucho más que positivo, y Chaplin fue recibido por el presidente Wilson, que le agradeció en persona su labor.
Sin embargo por encima de todas estas acciones, la que tuvo más éxito y le dio reconocimiento internacional fue la realización de una segunda película en torno a las circunstancias de la guerra. Se trataba de Armas al hombro, que fue estrenada unos meses más tarde y que obtuvo un clamoroso recibimiento desde el primer momento en Estados Unidos y Europa. En ella el actor volvía a enfundarse en su personaje de Charlot, que esta vez era un recluta norteamericano que había de pasar innumerables sinsabores en un campo de entrenamiento. Cuando cae dormido por agotamiento sueña con que es trasladado milagrosamente al frente occidental, donde se enfrenta a todo tipo de situaciones, entre ellas capturar a toda una unidad alemana armado sólo de una cuerda y apañárselas para hacer prisionero al káiser. La comedia satirizaba de forma brillante sobre las miserias de la guerra y era capaz de dar un registro cómico, humano y esperanzador a la vez, sobre lo que había sido el escenario de uno de los mayores horrores que había vivido la humanidad hasta entonces. La interpretación de Chaplin estaba dirigida a conseguir el apoyo del espectador a una determinada causa política, sí, pero no era la retórica vacía que desde los gobiernos se difundía y que había saturado las fatigadas mentes de los que a diario tenían que bregar con la amargura de las consecuencias de la guerra. A esas alturas, la situación interna de los países ya no estaba tan consolidada.

§. Extenuación
Privaciones, racionamientos, pérdida de poder adquisitivo por la inflación, escasez de alimentos y materiales… La vida cotidiana cada vez se hacía más difícil en las naciones en conflicto. En Francia el clima de unidad se estaba resintiendo debido a que todas las iniciativas para desbloquear el frente occidental fracasaban. La población se sentía especialmente harta con la insensibilidad de los políticos hacia ellos y sobre todo hacia quienes se encontraban en las trincheras. Los historiadores británicos Asa Briggs y Patricia Clavin opinan al respecto que «la tendencia de los gobiernos a comportarse como ludópatas con una mentalidad de “doble o nada” fue dañina para las esperanzas de acabar con la conflagración. Una vez comenzada la guerra, […] tenían que decidir si lanzar otra ofensiva con la esperanza de lograr un éxito decisivo y hacerse así con la victoria, o bien poner punto final a sus pérdidas y negociar la paz. La guerra anestesió la sensibilidad de los gobiernos, de modo que resultaba más fácil sacrificar cincuenta mil vidas más después de haber perdido las primeras». Y el sacrificio se alargaba sin que hubiese resultados.
A lo largo del año 1917 comenzaron a experimentarse los primeros síntomas de agotamiento en los dos bandos. En Francia la primavera de aquel año supuso el inicio de una serie de huelgas y protestas que pondrían en jaque al gobierno, mientras que en Alemania y Austria-Hungría la información del desmoronamiento del Imperio ruso con el estallido de la revolución hizo que el descontento hacia la gestión de los políticos y los militares creciese. El invierno de 1917 a 1918 apenas fue mejor que el anterior. El funcionario Corday apunta en su diario a comienzos de 1918: «El 31 de enero los trabajadores de los astilleros de Clyde emprenderán una huelga “si antes de esa fecha no se han iniciado negociaciones de paz”. Vemos aquí, sin duda, un nuevo desafío en la lucha entablada entre los pueblos y sus dirigentes: los pueblos exigen saber por qué los dirigentes les obligan a combatir. Se han necesitado cuatro años para que este legítimo deseo pudiese emerger a la superficie. En Rusia ya ha alcanzado su objetivo. En Inglaterra está haciéndose oír. Irrumpe ahora en Austria. No sabemos nada de lo fuerte que pueda ser en Alemania o Francia. Pero la guerra ha entrado en una nueva fase: la lucha entre los rebaños y sus pastores». Finalmente el desgaste interno jugaría en contra de las potencias centrales, que se desfondaron rápidamente a partir del verano de aquel año, haciéndose de repente más cercana la posibilidad de una paz que todos esperaban para más tarde.
Precisamente en ese ambiente de descomposición interna, sobre todo en Europa oriental, los últimos momentos de la guerra fueron especialmente duros para los civiles, y muy particularmente para un colectivo que surgió con fuerza durante esta contienda y que pasó a ser característico de los conflictos del siglo XX: los refugiados. Desde el comienzo de la guerra la invasión de Bélgica en el frente occidental y la movilidad de las líneas en el oriental, junto a la composición multiétnica de las comunidades de esa parte de Europa, hizo que los movimientos de personas desplazadas a la fuerza fuesen muy importantes. Y en los meses finales, con la caída sucesiva de los imperios ruso, austro-húngaro y alemán, ni la violencia ni la huida de población disminuyeron. Durante toda la guerra fue especialmente castigada la minoría judía, que en Rusia tradicionalmente había sido víctima de abusos y pogromos. Florence Farmborough, una enfermera británica que servía con el ejército ruso, observó en 1916 cuando se hallaba en la zona austríaca de Galitzia (en la actual Ucrania, una zona de mayoría judía): «La situación de los que viven en Chortkov es muy lamentable. [Los rusos] los tratan con una animosidad vengativa. Como ciudadanos austríacos disfrutaban de una casi total libertad y no tenían que padecer la cruel represión a que se ve sometido el judío ruso constantemente. Sin embargo ahora, con este nuevo régimen, sus derechos y libertades han desaparecido, y resulta evidente que aborrecen el cambio con toda su alma […] parece que la mera palabra “judío” es un insulto para los soldados rusos». El desplazamiento de masas de población muchas veces ocasionaba separaciones de familias y abandono de niños, que andaban vagando por los caminos y carreteras hasta caer exhaustos si nadie se hacía cargo de ellos. Una aristócrata rusa, la baronesa Tolstoi, creó un servicio de patrullas para recoger niños abandonados, acogiendo sólo a comienzos de 1916 a cinco mil de ellos.
Sin embargo la mayor ayuda para civiles en situación de necesidad vino de entidades internacionales, como la Cruz Roja, que durante la Primera Guerra Mundial pasó de ser una pequeña entidad a una gran organización. Aunque su propósito original era velar por el respeto y cuidado de los heridos en el campo de batalla, la magnitud de la tragedia bélica y la multitud de casos de desamparo que estaba produciendo llevó a la organización a plantearse aumentar su espectro de actividades. Su carácter neutral y la nacionalidad suiza de sus delegados ayudaría mucho a disipar posibles recelos de las autoridades de las potencias beligerantes cuando les dirigiesen una petición. Además, a partir de este momento la organización también asumió la asistencia de prisioneros de guerra, al crear en Ginebra una Agencia Internacional de Prisioneros de Guerra. Sus cometidos fueron visitar las instalaciones en las que estaban retenidos, gestionar su correspondencia y atender a las demandas de información de los familiares que ignoraban si su pariente estaba vivo ni en qué estado. Además, esta agencia asumió el cuidado de aquellos civiles que se hubiesen quedado atrapados en territorio enemigo, para los que se realizaban tareas similares a las de los prisioneros de guerra. Pero la Cruz Roja no fue la única organización que desplegó una importante labor asistencial. El movimiento religioso cuáquero había intervenido ya en conflictos anteriores desempeñando actividades humanitarias. En 1917 se fundó en Estados Unidos la American Friends Service Committee, conocida generalmente como Socorro Cuáquero Internacional, que con la ayuda de su organización hermana británica (el Friends Service Council) se desplazó a algunas de las zonas devastadas por la guerra para desarrollar su labor asistencial. Se trataba en cualquier caso de buenos samaritanos en tiempos difíciles, hombres y mujeres que antepusieron la humanidad y la solidaridad a los valores que desencadenó la guerra en 1914. Quizá ellos fuesen la promesa para sus contemporáneos de que un mundo mejor era posible… si algún día acababa aquella guerra interminable.

Capítulo 11
La guerra de las mujeres

Al evocar la Primera Guerra Mundial inevitablemente acuden a la mente imágenes de hombres jóvenes vestidos de uniforme luchando contra la muerte y la desesperación en el interior de angostas trincheras llenas de barro. Sólo si uno se interroga sobre qué sucedió con las mujeres durante aquellos espantosos años, a la imagen de los soldados se sumará la de las desoladas esposas y madres despidiéndolos o, a lo sumo, la de alguna enfermera atendiendo heridos. Y es que hasta hace unos pocos años, los protagonistas indiscutibles de los relatos sobre la guerra tanto literarios como cinematográficos e historiográficos han sido de forma casi exclusiva los hombres. Sin embargo entonces como ahora, la guerra no hizo distinciones. El horror y el sufrimiento fue un triste patrimonio común para hombres, mujeres, niños y ancianos y no sólo porque la experiencia bélica excedió los límites del frente sino porque también en él hubo algo más que hombres jóvenes.
La movilización masiva de hombres para servir como soldados en el frente determinada por la duración y magnitud del conflicto convulsionó la vida de la retaguardia. Las mujeres se hicieron presentes en el espacio público de un modo desconocido hasta entonces. Conductoras de tranvías, carteras, oficinistas, obreras, vendedoras, transportistas… en la guerra de desgaste el esfuerzo de la retaguardia resultaba indispensable para alcanzar la victoria y en ese esfuerzo las mujeres desempeñaron un papel de primer orden. Pero además, muchas de ellas conocieron los espantos de la guerra de la forma más directa posible, en el mismo campo de batalla, y dejaron a la posteridad numerosos relatos de su terrible y variada experiencia. Su voz ha comenzado a ser rescatada hace pocos años gracias a los trabajos de especialistas como Peter Englund, Margaret R. Higonnet, Susan R. Grayzel o Teresa Gómez Reus, revelando una de las facetas menos conocidas pero más ricas de la llamada Gran Guerra. Las preocupaciones, alegrías, penas y reflexiones de estas mujeres que compartieron con los hombres las miserias de los años de guerra conduciendo autobuses en la retaguardia o ambulancias en el frente, haciendo de espías, curando sus heridas, ayudándolos a morir y muriendo también como ellos, nos acerca desde otra perspectiva al lado más humano de aquella tragedia.
Aunque hablar de forma general sobre la situación de las mujeres en Europa en los años previos al estallido de la guerra resulta siempre complicado en la medida en que esta varió en función del país que habitaban, la clase social a la que pertenecían e incluso su estado civil, es posible trazar algunas líneas generales sobre la misma. La consolidación del feminismo como movimiento organizado que reivindicaba la igualdad de derechos para hombres y mujeres en las últimas décadas del siglo XIX, unida al desarrollo de la moderna sociedad industrial característica del cambio de siglo marcó las primeras fracturas importantes del modelo social imperante a favor de las mujeres. La mejora general de las condiciones de vida, en particular en el ámbito urbano, favoreció asimismo a las mujeres, siendo el mejor reflejo de ello el progresivo descenso de las tasas de analfabetismo femenino registrado entonces. Frente al discurso tradicional de género que recluía a la mujer en el ámbito de lo privado y doméstico al atribuirle las tareas reproductivas y de cuidado de terceros como propias de su naturaleza, la presencia y participación de las mujeres en el espacio público fue convirtiéndose en una realidad creciente en las décadas anteriores a la guerra. En las ciudades tales cambios resultaron especialmente evidentes ya que desde fines del XIX la presencia de ciertas mujeres en el mundo del trabajo comenzó a ser socialmente aceptada. Además de los oficios de modista, niñera o empleada doméstica comúnmente admitidos para ellas, las mujeres se incorporaron al mundo del trabajo remunerado industrial como obreras. Mientras, aquellas que pertenecían a las clases media y acomodada empezaron a ver cómo en algunos países europeos caían las primeras barreras para su incorporación al mundo académico y de las profesiones liberales. Por su parte, las llamadas sufragistas, es decir, las mujeres que reclamaban el reconocimiento del derecho de voto, se convirtieron en verdaderas protagonistas de la escena pública en países como Gran Bretaña, de modo que en un mundo en el que los medios de comunicación vivían una popularización creciente y la opinión pública despuntaba como fenómeno de masas, el debate sobre la capacidad de las mujeres para participar en la vida pública como ciudadanas de pleno derecho empezó a convertirse en algo común en buena parte de Europa y América. Sin embargo, pese a los cambios innegables acaecidos en aquellas décadas, la realidad de la mayor parte de la población femenina europea seguía estando definida por los límites del modelo social patriarcal tradicional. Y sobre ese modelo que consagraba a las mujeres como esposas, madres y cuidadoras, seres débiles por su naturaleza e incapacitados, como los menores, para las grandes responsabilidades públicas, cayó como una bomba el estallido de la Gran Guerra.

§. ¡Mujeres, vuestro país os necesita!
Con el inicio de la guerra en el verano de 1914 todos los países participantes en la contienda movilizaron un inmenso número de hombres para servir en el frente. La suposición de que el conflicto se resolvería de forma rápida y eficaz pronto se vio desmentida por la realidad del estancamiento del frente occidental tras el fracaso del Plan Schlieffen y, en consecuencia, la guerra se convirtió en una inmensa máquina que exigía un constante alimento de efectivos. Dadas las enormes dimensiones del conflicto y la multitud de frentes de batalla que las potencias beligerantes se vieron obligadas a cubrir, desde los primeros momentos del mismo la retaguardia vivió un proceso de verdadera desaparición de los hombres de la sociedad civil. La reputada premio Nobel de Física y Química, Marie Curie, que por entonces trabajaba como profesora en la Sorbona narró en sus escritos biográficos el modo en que la movilización afectó a su propio laboratorio: «El 1 de agosto se anunció la movilización, seguida de inmediato por la declaración de guerra de Alemania a Francia. De entre el personal del laboratorio, los pocos hombres y los estudiantes fueron movilizados; sólo permaneció conmigo mi asistente, que no pudo unirse al ejército porque sufría una grave enfermedad de corazón».
La falta de mano de obra masculina en todos los sectores surgió entonces como un nuevo problema al que las distintas sociedades y gobiernos de los países en conflicto se vieron obligados a dar respuesta. Durante los primeros meses de la guerra las mujeres fueron ocupando muchos de los puestos vacantes que habían dejado sus esposos, padres e hijos, especialmente en los casos de pequeños negocios familiares y explotaciones rurales, pues cuando estos trabajaban por cuenta ajena las trabas a la contratación femenina fueron superiores. Como recuerda la historiadora Gail Braybon: «Los patronos recurrieron primero a los jóvenes, los ancianos, los trabajadores extranjeros o de las colonias e incluso a los prisioneros de guerra, pero finalmente tuvieron que aceptar que las mujeres serían necesarias para mantener operativas tanto las fábricas de guerra como las civiles». La presencia femenina en el mundo laboral obligatoriamente abandonado por los hombres fue creciendo paulatinamente, si bien el reclutamiento masivo de mujeres para la industria no empezaría hasta 1915. Pero si la presencia de mujeres en el mundo del trabajo, e incluso en el del trabajo fabril, no era extraña desde fines del siglo anterior, ¿qué tuvo de novedosa aquella situación como para ser considerada un punto de inflexión en la historia de las mujeres del siglo XX? Probablemente para dar respuesta a este interrogante es necesario preguntarse primero por quiénes fueron esas mujeres y qué razones las impulsaron a dar ese paso.
Aunque de forma general suele afirmarse que las mujeres se incorporaron al mercado laboral a lo largo del siglo pasado, lo cierto es que las fuentes históricas demuestran que las mujeres han trabajado desde siempre tanto en el ámbito doméstico como fuera de él. Desde los relieves romanos de mujeres atendiendo despachos de pan hasta las imágenes fotográficas de obreras decimonónicas, la abundancia de fuentes sobre el trabajo femenino ha permitido a los historiadores acabar con la idea comúnmente aceptada de que las mujeres no participaban activamente en el mundo del trabajo remunerado. Sin embargo, la moral tradicional del Occidente cristiano consideraba rechazable el trabajo femenino, razón por la que este solía ocultarse y por la que muy frecuentemente formaba parte de la llamada economía sumergida. Cuando en las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del XX el trabajo extra doméstico de las mujeres empezó a ser socialmente aceptado, los límites de tal aceptación quedaron claramente establecidos. Sólo las mujeres pertenecientes a las clases sociales más bajas, preferentemente solteras, estaban llamadas al trabajo remunerado y no a cualquier trabajo, sino sólo a aquellos que se consideraban adecuados a su condición. En palabras de la ensayista Virginia Nicholson, «la gama de trabajos decentes que una mujer podía desempeñar iban desde el servicio doméstico, la fábrica, la costura, la educación, el cuidado de niños o el trabajo de oficina. Pocas mujeres se preparaban para acceder a un empleo y la mayoría conseguían trabajos que habían visto desde que estaban en las rodillas de su madre, tales como coser o lavar la ropa. Las mujeres de clase media y alta ni siquiera trabajaban; aprendían cosas con las que nunca se ganarían la vida, como italiano, bordar juegos de manteles y tocar el arpa».
La incorporación de las mujeres al mercado laboral no era pues algo nuevo, pero lo que sí constituyó una novedad fue que buena parte de las que ocuparon los puestos vacantes dejados por los hombres movilizados pertenecían a la clase media, y que tanto las mujeres de clase obrera como las de clase media accedieron por primera vez a trabajos hasta entonces considerados estrictamente masculinos. La caída del poder adquisitivo de las familias de clase media, propiciada por la altísima inflación que acompañó al estallido de la guerra, fue el resorte fundamental que dispuso a las mujeres pertenecientes a ella para la búsqueda de un empleo. La falta de mano de obra y los altos salarios que se ofrecían por ello no harían sino contribuir al aumento del número de contrataciones femeninas en puestos tales como oficinas bancarias, funcionariado, comercio… que requerían cierta formación del trabajador que las mujeres de clase media podían tener. Frente a ellas, las mujeres de las clases sociales menos favorecidas encontraron en la guerra una oportunidad para abandonar las ocupaciones tradicionales de empleada doméstica o costurera y acceder a trabajos mejor remunerados como obreras, conductoras, repartidoras, cobradoras…
De forma paralela, los gobiernos de los países beligerantes, conscientes de la necesidad de encontrar mano de obra suficiente para garantizar que la retaguardia pudiese dar soporte al esfuerzo bélico, idearon campañas de propaganda oficial en las que se exhortaba a las mujeres a poner su granito de arena en la difícil situación por la que atravesaban los distintos países. Estas llamadas a la colaboración de las mujeres, presentes en la vida cotidiana a través de oficinas de reclutamiento femenino, circulares ministeriales o carteles pegados en las calles y reproducidos en los medios de comunicación, apelaban al patriotismo para convencer a sus destinatarias de la importancia de su incorporación a los puestos de trabajo vacantes. Así, en Francia el Ministerio de Armamento llamaba a las mujeres a ingresar en las fábricas de municiones como forma de salvar soldados, mientras el gobierno británico se dirigía a ellas diciendo: «Pon tu granito de arena. Sustituye a un hombre para el frente». Con el mismo fin también en Gran Bretaña el Ministerio de Guerra promovió la publicación y circulación de fotografías de mujeres trabajando en fábricas con objeto de convencer de ese modo tanto a ellas como a sus posibles empleadores de la necesidad y eficiencia de su trabajo. Conforme se alargó el conflicto, la mano de obra femenina en la industria de guerra llegaría a ser indispensable y así proliferaron carteles y panfletos dirigidos a las mujeres para reclutar su capacidad de trabajo. «Se necesitan más aviones. ¡Mujeres, venid y ayudad!», rezaba un cartel inglés en el que una mujer ataviada como obrera señalaba un avión de guerra levantando el vuelo. El mismo lenguaje patriótico empleaba el jefe del Gobierno francés René Viviani en 1914 para instar a las mujeres a mantener la producción de las explotaciones rurales: « ¡De pie, mujeres francesas, niñas, hijas e hijos de la patria! Sustituid en el campo de trabajo a quienes están en el campo de batalla. ¡Preparaos para mostrarles, mañana, la tierra cultivada, las cosechas recogidas, los campos sembrados! En estas horas graves no hay tarea pequeña. Todo lo que sirve al país es grande. ¡En pie!». Sin embargo, no todas las apelaciones al patriotismo femenino persiguieron la movilización de las mujeres, ni todos los mensajes pensados para conseguir su colaboración presentaron imágenes precisamente nuevas…

§. Vino viejo en odres nuevos
Si la propaganda oficial de guerra hizo de las mujeres objeto de la movilización, también las convirtió en un eficaz agente de la misma. Buena parte de los carteles en los que se apelaba al patriotismo femenino pretendían en realidad lograr el alistamiento de los hombres que no habían sido llamados a filas ni se habían presentado como voluntarios. El recurso a las mujeres y su imagen resultó en ese contexto de lo más eficaz. Algunos carteles se dirigían directamente a ellas apelando a que demostrasen su patriotismo convenciendo a los hombres para que se alistasen: « ¿Por qué no demuestras tu amor por tu país persuadiéndoles para que vayan?», decía uno de ellos dirigido «A las mujeres de Gran Bretaña». Otros, sencillamente, recurrían al recuerdo de los roles tradicionales de género para conmover a los posibles voluntarios. Una niña sentada sobre las rodillas de su padre le preguntaba: « ¿Papá, qué hiciste en la Gran Guerra?». En algunos casos el papel de las mujeres en la movilización masculina fue más agresivo de forma que se convirtieron en encargadas de recordar su «cobardía» a quienes aún no prestaban sus servicios en el frente. De este modo la imagen de grupos de mujeres que abordaban a hombres de paisano para entregarles una pluma blanca como símbolo de cobardía se popularizó en la retaguardia inglesa. El hecho de que fuesen mujeres, es decir, seres supuestamente más débiles y que, según la moral tradicional, debían ser protegidas por los hombres, dotaba a estos gestos de una enorme fuerza simbólica.
El discurso tradicional sobre los papeles masculino y femenino fue ampliamente explotado por la propaganda oficial de guerra. En ambos bandos proliferaron las representaciones alegóricas de la patria como una mujer o una madre a la que había que defender. En el caso de los aliados el uso de los roles de género fue especialmente acusado en la campaña de propaganda sobre las atrocidades cometidas por los alemanes en las zonas ocupadas. El mejor exponente de ello fue sin duda la propaganda relativa a la ocupación de Bélgica, que consiguió crear un clima de condena internacional ante la actuación de los invasores. El fusilamiento en suelo belga de la enfermera británica Edith Cavell, acusada erróneamente de espionaje y cuyo indulto fue solicitado por los gobiernos de innumerables países, dio pie a una campaña de propaganda sin precedentes sobre la barbarie alemana.
La muerte de la enfermera inglesa había estado a punto de ser evitada por la gestión del embajador de España, el marqués de Villalobar, que llegó a sacar del teatro donde pasaba la velada a la mayor autoridad política alemana en Bélgica, el barón Von der Lancken-Wakenitz, y lo convenció de suspender la ejecución, pero desgraciadamente la autoridad militar, el general Von Bissing, no cedió en su jurisdicción y fusiló a la Cavell.
Como recordaba en sus memorias el escritor austríaco Stefan Zweig, «el fusilamiento de la enfermera Cavell y el torpedeamiento del Lusitania fueron más nefastos para Alemania —debido a un estallido de indignación universal— que una batalla perdida». La propaganda aliada sobre los abusos cometidos contra civiles en las zonas ocupadas por las potencias centrales comenzó en 1914 y cobró especial relevancia a lo largo de 1915, cuando Francia e Inglaterra crearon comisiones para la investigación de los mismos. La publicación de sus resultados sería la causa directa de la creación del tópico del «rapto de Bélgica», así como de la identificación de los alemanes como «hunos». Una vez más, la imagen femenina en su rol más tradicional resultó decisiva para el éxito de la campaña. Por toda Europa proliferaron los carteles en los que la figura de una mujer frágil (Bélgica) era ultrajada por soldados alemanes. La apelación a la moral tradicional resultaba un recurso altamente efectivo para desprestigiar a los enemigos y espolear el valor de los propios soldados.
Pero el discurso tradicional no sólo encontraba aplicaciones en este sentido. También la propaganda dirigida a la movilización de las mujeres respondía a él. Si bien es cierto que las necesidades de sustitución de la mano de obra masculina motivaron las campañas de llamamiento de las mujeres a la ocupación de puestos de trabajo habitualmente reservados a varones, también lo es que la mayoría de los mensajes públicos dirigidos a ellas buscaban su movilización dentro de los papeles que se consideraban propiamente femeninos. El cuidado de terceros, los sentimientos de compasión y bondad y la protección maternal encontraron su equivalente en los carteles y panfletos que invitaban a las mujeres a servir a su patria como enfermeras voluntarias, damas de caridad y madrinas de guerra. En uno de ellos, sobre el fondo de una gran cruz roja, la imagen de una enfermera sosteniendo a un soldado herido y a una mujer con dos niños se alzaba sobre la frase «¿Qué puedes hacer tú? Únete a nuestra Cruz Roja». Difícilmente podía encontrarse un mejor compendio de las virtudes femeninas tradicionales.
La propaganda oficial derivada de las necesidades de la guerra de desgaste fue un importantísimo agente para la movilización de las mujeres, pero más allá de ella otro factor resultó determinante para que se hiciese efectiva: el deseo personal y colectivo de las propias mujeres de ser útiles en un momento que entendían decisivo para sus respectivos países. Si una idea se repite en la multitud de testimonios escritos por mujeres sobre su experiencia durante los años de guerra es precisamente esa, la necesidad de colaborar al esfuerzo común, de no ser sujetos pasivos de los hechos. Sólo dos días antes de la declaración de guerra de Alemania a Francia, Marie Curie escribía a sus hijas que se encontraban veraneando en Arcouest: «Querida Irène, querida Ève. Las cosas parecen ir mal, esperamos la movilización de un momento a otro […] No os asustéis. Tened calma y ánimo. Si la guerra no estalla inmediatamente, iré a encontrarme con vosotras el lunes. Si no, si mi partida se hace imposible, me quedaré aquí y os haré volver tan pronto como sea posible […] En este caso iréis a Brunoy. Tú y yo, Irène, buscaremos la forma de ser útiles». Ya durante el conflicto su intención de ser útil continuó siendo igualmente firme, como atestiguan sus escritos autobiográficos: «En aquella época de profunda crisis, todos los ciudadanos tenían la obligación de contribuir al bien del país como buenamente pudieran […] Así pues, intenté pensar qué podía aportar yo, con la intención de que mi trabajo científico resultara útil». El deseo de esta incansable científica se vería sobradamente cumplido gracias a su trabajo de aplicación de los rayos X a la medicina en el frente, como también sucedería en el caso de la enfermera británica Vera Brittain que en 1916 escribía a sus padres diciendo: «No estoy de acuerdo con que mi lugar esté en casa sin hacer nada o prácticamente nada». Su experiencia como enfermera en el frente daría lugar a la publicación en 1933 de unas memorias de guerra, Testament of Youth(Testamento de juventud), que llegarían a convertirse en un auténtico éxito de ventas.
También los colectivos feministas se mostraron especialmente activos a la hora de movilizar a las mujeres. Como el resto de las mujeres, las feministas deseaban ser útiles a sus respectivos países pero además para quienes reivindicaban la igualdad de derechos entre hombres y mujeres; la guerra era una oportunidad para demostrar que estas eran dignas de merecer los derechos que reclamaban. Durante los años de conflicto los discursos feministas se transformaron dejando en un segundo plano la lucha por la conquista de la igualdad frente a los mensajes del deber moral de colaborar con el esfuerzo bélico. «Mujeres, vuestro país os necesita… Mostrémonos dignas de la ciudadanía, se atienda o no a nuestras reclamaciones», escribían las conocidas líderes feministas Marguerite Durand y Millicent Fawcet. En Gran Bretaña, donde el feminismo encabezado por las hermanas Pankhurst era especialmente activo, se organizó una impresionante marcha de mujeres en julio de 1915 bajo el lema «Right to serve» (derecho a ser útiles), y en la que podían leerse pancartas en las que se afirmaba: «La situación es grave. Las mujeres deben contribuir a resolverla».
Ya fuese por patriotismo, sentido del deber o solidaridad, la movilización femenina fue por su naturaleza y dimensiones una de las muchas novedades que trajo consigo la Gran Guerra. Las reticencias iniciales a la incorporación de las mujeres a los trabajos «masculinos» serían finalmente vencidas por la necesidad y las dinámicas impuestas por el conflicto. Como recordaba Marie Curie al referir su búsqueda de personal para la práctica médica de la radiología: «Tenía que buscar entre la gente que, al menos durante un tiempo, estaba exenta del servicio militar o que se había establecido en la localidad en que era necesaria, pero incluso una vez reclutados los asistentes, a menudo eran trasladados por órdenes militares y tenía que buscar a otros que los reemplazaran. Por esa razón decidí formar a mujeres para llevar a cabo aquella labor». Aunque la moral tradicional asignaba a los hombres el papel de trabajadores y prefería dejar a las mujeres en el ámbito de la vida doméstica y familiar, las necesidades bélicas impusieron un cambio en la misma al menos durante los cuatro años del conflicto. Tras el armisticio se haría todo lo posible para que las aguas volviesen a su cauce, pero la variedad de las experiencias de miles de mujeres dejaría un testimonio de valor incalculable para las generaciones posteriores.

§. Mujeres por todas partes
Uno de los lugares comunes en toda la literatura bélica producida por quienes vivieron la terrible experiencia del frente es el recelo hacia la retaguardia, la sensación de que mientras millones de hombres sacrificaban su vida y se exponían diariamente a situaciones inhumanas, lejos del frente otros vivían con comodidad. Sin embargo, en la retaguardia las cosas no eran precisamente fáciles y aunque quienes se quedaron en ella no vivieron directamente el horror del campo de batalla, la guerra afectó a sus vidas marcándola para siempre. Pocos meses después de declarada la guerra la vida cotidiana de ciudades y pueblos cambió por completo y una de las señales más llamativas de ese cambio fue la aparición de mujeres por todas partes.
La proliferación de mujeres en el espacio público fue un fenómeno generalizado en todos los países beligerantes. Muchas de ellas colaboraron al esfuerzo bélico desempeñando ocupaciones tradicionalmente femeninas en las guerras pero otras, ocupando el lugar habitual de los hombres, contribuyeron a dibujar un paisaje humano inédito. Entre las primeras, de las que buena parte pertenecían a las clases sociales más altas, las ocupaciones más frecuentes fueron las de enfermera voluntaria, dama de caridad y madrina de guerra. El número de mujeres que ante la masacre vivida en el frente decidió ofrecer sus servicios a instituciones humanitarias como la Cruz Roja alcanzó cotas sin precedentes (el número de enfermeras voluntarias sólo en Francia superó las setenta mil). La gran necesidad de personal de los hospitales, que literalmente se vieron desbordados para atender la cantidad de heridos que diariamente llegaban desde las trincheras, motivó que por lo general no se exigiese ningún tipo de formación previa a los voluntarios, lo que facilitó que muchas mujeres que carecían de ella pudiesen incorporarse como enfermeras. Lavar a los heridos, cambiarles los vendajes, limpiar las instalaciones, administrar medicación… eran tareas que debían aprenderse sobre la marcha. El trabajo en estas instituciones era agotador, con jornadas laborales que normalmente dependían de las exigencias de cada momento. Las mujeres que trabajaban como enfermeras, dado el componente humanitario de su ocupación, gozaban de cierta consideración social pero entre los soldados despertaban todo tipo de sentimientos, desde el agradecimiento al rechazo por considerar que con sus cuidados se les devolvía a la categoría de niños.
Las actividades caritativas obedecían frecuentemente a la iniciativa de mujeres de las clases más altas o aristocráticas. De larga tradición, este tipo de trabajos procuraban combinar el beneficio bélico con el de algún grupo desfavorecido. Buen ejemplo de ello fue el británico Queen’s Work for Women Fund, un taller de realización de ropa blanca para el frente (sábanas, toallas…) creado por iniciativa de la reina María, y en el que gracias a la colaboración de la dirigente sindical Mary Macarthur se empleaba como costureras a mujeres necesitadas. Como recuerda la historiadora Françoise Thébaud, «el taller de ropa blanca es el símbolo de esta actividad caritativa que propone a las mujeres necesitadas un trabajo de costura, actividad indudablemente femenina, a cambio de una comida y, a veces, de una módica suma de dinero».
Pero si a los soldados del frente se les hubiese preguntado qué actividad de las muchas que desempeñaron las mujeres durante la guerra era para ellos más importante, sin duda un buen número habría respondido que la de madrinas de guerra. Uno de los elementos indispensables para el mantenimiento de la moral de los soldados fue la correspondencia con la retaguardia. El trabajo de los servicios postales de los países en guerra se disparó durante el conflicto pues los soldados escribían de forma incesante como parte de su rutina. A lo largo de los cuatro años de contienda sólo en Francia se enviaron diez mil millones de cartas, cifra que para el caso de Alemania llegó a triplicarse. Las madrinas de guerra eran mujeres que voluntariamente se carteaban con soldados con el fin de ayudarles a mantener el ánimo en las durísimas condiciones del frente. Los correspondientes con frecuencia no se conocían pues la relación epistolar se comenzaba por recomendación de terceros o incluso por respuesta a anuncios en los periódicos. La famosa escritora y coleccionista de arte Gertrude Stein, que describió su experiencia durante la guerra en la ficticia Autobiografía de Alice B. Toklas, recordaba así cómo llegó a ser madrina de uno de sus ahijados: «El más delicioso ahijado que tuvimos fue uno que amadrinamos en Nimes. Un día perdí el bolso en esta ciudad. Y no me di cuenta hasta que llegué al hotel, y entonces me llevé un disgusto porque en el bolso llevaba bastante dinero. Mientras cenábamos, vino el camarero y nos dijo que en el vestíbulo esperaba una persona que quería vernos. Salimos, y allí vimos a un hombre que llevaba mi bolso en la mano […] Como es natural, ofrecí a aquel hombre una recompensa bastante elevada, pero no la aceptó. Sin embargo, dijo que nos quería pedir un favor. Él y sus familiares eran refugiados procedentes del Marne, y tenía un hijo de diecisiete años, que se había alistado voluntario, y que se encontraba en la guarnición de Nimes, y me pidió que fuese su madrina. Le contesté que con mucho gusto, y le pedí que dijera a su hijo que me visitara en la primera tarde que le diesen permiso».
Era habitual que las madrinas se escribiesen con varios soldados lo que no sólo suponía una importante inversión de tiempo sino que también podía dar pie a más de una confusión. La misma Gertrude Stein dio fe de ello: «Nos encontrábamos cerca de Salieu cuando recogimos a nuestro primer ahijado militar, que resultó ser carnicero en un pueblecito cercano […] este fue nuestro primer ahijado de guerra. Luego, tuvimos muchos, y esto nos dio mucho trabajo. Las madrinas de guerra tienen el deber de contestar todas las cartas que les mandan sus ahijados, y de remitirles, cada diez días, más o menos, un paquete con golosinas o cosas útiles. A los ahijados les gustaba mucho recibir paquetes, pero más aún les gustaba recibir cartas. Las contestaban inmediatamente. Siempre tuve la impresión de recibir la contestación de mis cartas inmediatamente después de firmarlas. Además una tenía que recordar el historial familiar de todos y cada uno de sus ahijados, y en cierta ocasión hice algo horrible, me confundí y a un soldado que me había explicado al por menor la vida de su mujer, y cuya madre había muerto, le mandé recuerdos para su madre, y a otro que tenía madre, recuerdos a su esposa. Sus contestaciones fueron lúgubres. Los dos me decían que había cometido un error, y pude advertir que mi error les había dolido profundamente».
Además de las ocupaciones más acordes con el rol femenino tradicional de enfermera, dama de caridad o madrina de guerra, muchas mujeres contribuyeron al mantenimiento del esfuerzo bélico en sus respectivos países desempeñando lo que entonces se consideraban «trabajos masculinos» y ante la mirada atónita de sus contemporáneos se pusieron los monos de obrero y los uniformes de tranviarios como si los hubiesen llevado toda la vida.

§. Conducir tranvías y fabricar bombas
La incorporación de las mujeres tanto a las industrias de guerra como a las civiles fue uno de los factores indispensables para garantizar el abastecimiento del frente y la retaguardia y lograr, en consecuencia, resistir al alargamiento del conflicto. Las mujeres que ya pertenecían a la clase trabajadora antes del estallido de la guerra sustituyeron a los hombres en puestos de trabajo que por lo general estaban mejor pagados que los suyos y que suponían para ellas una oportunidad clara de mejora. Sin embargo, el ritmo de esta incorporación y sus condiciones variaron considerablemente de un país a otro. Fue en Francia donde la presencia femenina en los trabajos desempeñados habitualmente por hombres se generalizó con más rapidez. Ello se debió en buena medida a la pronta reacción del gobierno galo que ya en 1915 trataba de derivar la fuerza de trabajo femenina a todos los sectores, incluido el industrial y de los transportes, mediante sus oficinas de reclutamiento dispersas tanto por París como por provincias. Resultado de ello sería la aparición de trabajadoras en entidades financiaras, revisoras en el metro, ferroviarias, conductoras de tranvías… En el caso británico la contratación de mujeres estuvo estrechamente vinculada a la actividad de los sindicatos, que marcaron la pauta en las llamadas políticas de dilution (es decir, la sustitución de algunos trabajadores cualificados por otros de inferior o ninguna cualificación) y substitution (o reemplazo de trabajadores). La contratación femenina que fue también general en los sectores de los transportes, la industria armamentística, el servicio civil y la banca, solía establecer con precisión las actividades que se permitía realizar a las trabajadoras y exigía el compromiso por parte de estas de abandonar su puesto de trabajo una vez hubiese finalizado la guerra. También en Alemania la futura renuncia al puesto de trabajo se convirtió con frecuencia en una exigencia, aunque la penetración generalizada de mujeres en los ámbitos laborales masculinos tuvo que esperar a la segunda mitad de la contienda. En países como Rusia o Italia donde las condiciones generales de vida de la población eran peores y el grado de industrialización era menor, la incorporación de las mujeres al trabajo fabril no se vio acompañada de mejoras salariales de modo que, al igual que los hombres, la mayor parte de las trabajadoras vivían en condiciones muy cercanas a la pobreza.
Aunque el incremento de la presencia femenina en el mundo del trabajo dependió de muchas variables (grado de industrialización, de intervención estatal en las relaciones laborales, peso del sector agrícola en las economías nacionales, mayor o menor riqueza de las mismas…), los años de guerra registraron un crecimiento de la misma en toda Europa. Así, en Francia al finalizar el conflicto las mujeres suponían un 40 por ciento del total de la población trabajadora mientras que en otros países como Gran Bretaña la cifra rondaba el 36 por ciento. Sin embargo, si lo que se tiene en cuenta es el aumento del número de mujeres trabajadoras respecto a antes de la guerra, los datos demuestran que fue en Gran Bretaña donde se produjo mayor crecimiento de las nuevas contrataciones femeninas, pues estas rondaron el 10 por ciento frente al 8 por ciento francés, mientras que en Alemania el total de trabajadoras se incrementó en poco más de medio millón de mujeres.
Especial mención por la importancia que tuvo para la evolución del conflicto merece la presencia femenina en la industria bélica, particularmente en las fábricas de municiones, la industria química y la metalúrgica. La creciente exigencia de material de guerra impuesta por la dinámica de desgaste del conflicto, así como por la naturaleza de las nuevas armas y tácticas, pronto desbordó la capacidad de abastecimiento de las respectivas retaguardias. La reconversión de las fábricas existentes con anterioridad al estallido de la guerra para la producción de municiones, además de ser complicada, no conseguía alcanzar el ritmo demandado por el frente, de forma que hacia la primavera de 1915 la escasez de proyectiles pasó a ser un problema común en todos los países beligerantes. Tanto en Gran Bretaña como en Francia la situación desembocó en un conflicto abierto entre los poderes civil y militar que se culparon mutuamente de las dificultades de abastecimiento. En Alemania, al contratiempo de falta de mano de obra especializada que compartía con sus enemigos, se sumaban además las dificultades para abastecerse de algunas materias primas indispensables para la producción de armamento y material de guerra en general debido al bloqueo aliado. Aunque la situación trató de paliarse ordenando el regreso a las fábricas de los obreros especializados que habían sido movilizados, la situación sólo pudo solventarse cuando se admitió la presencia de obreros no cualificados, lo que en la práctica supuso un auténtico aluvión de mujeres en las fábricas de producción de armamento. No en vano, el ministro de Municiones británico Edwin Montagu afirmó en agosto de 1916: «Nuestros ejércitos están a salvo, y la victoria, garantizada gracias a las mujeres de las fábricas de munición». Quienes antes habían trabajado como costureras, niñeras, empleadas domésticas o sombrereras comenzaron a producir bombas, aviones, tiendas de campaña, botas, uniformes, sacos, cañones…
Así en Alemania, sólo en la industria química el número de mujeres empleadas superaba en 1918 las doscientas mil, mientras que fábricas como la Krupp, de la que dependía la producción de piezas de artillería, llegaron a contar con unas veintiocho mil obreras. Las cifras en Gran Bretaña o Francia fueron igualmente impresionantes, de suerte que en la industria química británica llegaron a trabajar más de novecientas mil mujeres, y más de cuatrocientas mil en la metalúrgica francesa. Sin embargo, como recuerda el historiador Hew Strachan, las condiciones de trabajo eran especialmente duras: «Gran parte del trabajo comportaba el uso de sustancias tóxicas, y el TNT comportaba cólicos biliosos, visión borrosa, depresión y, sobre todo, ictericia. Así Lilian Miles vio que su pelo negro se volvía verde, y recordaba que “ya podías lavarlo y lavarlo que daba lo mismo… todo tu cuerpo estaba amarillo”».
Las condiciones de trabajo en los llamados empleos masculinos dejaban bastante que desear. Si bien es cierto que para muchas mujeres que procedían de puestos de empleada doméstica o modista supusieron un aumento de sus ingresos, también lo es que los salarios femeninos fueron más bajos que los de sus compañeros varones (entre la mitad o un tercio menos). Incluso en Gran Bretaña, donde la incorporación se pactó con los sindicatos en 1915 estableciéndose entre otros acuerdos la percepción de igual salario para igual trabajo, la norma no fue respetada. En Francia, donde la tradición de intervención estatal en las relaciones laborales era superior, las leyes de protección del trabajo de mujeres y niños que establecían jornadas algo más cortas para ellos se suspendieron en 1914 abriendo la puerta a una mayor explotación de las obreras. Las jornadas de trabajo solían ser de unas once o doce horas y por lo general las asociaciones sindicales se mostraron reacias a la defensa de las obreras, a quienes se veía como un peligro potencial para el futuro laboral de los hombres. Si las mujeres trabajaban haciendo las mismas funciones que ellos y tantas horas como ellos, ¿por qué los patronos iban a querer pagar un sueldo mayor que el que ellas percibían a los obreros cuando regresasen?
Por otra parte, las mujeres tenían que ocuparse de unas cargas familiares (especialmente del cuidado de los hijos) que si normalmente se consideraban su responsabilidad, la movilización masculina dejaba obligatoriamente en sus manos. Aunque en algunas fábricas se crearon comités específicos integrados por funcionarios, industriales, sindicalistas, médicos y feministas para tratar de atender estos problemas, la respuesta fue parcial y escasa. Prácticamente sólo en las fábricas de municiones, dada la importancia estratégica de las mismas para la política bélica, se crearon algunos comedores, guarderías infantiles y dispensarios, pero se trató de un fenómeno poco frecuente y propio del tramo final de la guerra. Los problemas de aceptación del trabajo de las mujeres por parte de una sociedad que pese a necesitarlo seguía viéndolo con desconfianza también tuvieron su reflejo en la aparición de las supervisoras o superintendentes, mujeres normalmente pertenecientes a la clase media a las que se encargaba velar por el correcto comportamiento laboral y moral de las trabajadoras. Y es que pese a la novedad que podía suponer que una mujer fabricase bombas o condujese tranvías, el modelo moral tradicional continuaba tan vivo como siempre…

§. El estado cabeza de familia
La inmensa movilización masculina producida entre 1914 y 1918 generó una situación social sin precedentes: la soledad de las mujeres o más exactamente la desaparición en su vida cotidiana de los varones que habitualmente ejercían su tutela sobre ellas, los padres, los hermanos y los esposos. La idea de una mujer sola desarrollando una vida de forma independiente, trabajando, entrando y saliendo sola, consiguiendo su sustento y el de sus hijos sola y sin nadie que vigilase su comportamiento moral y sexual, no podía resultar más contraria a la concepción tradicional de las relaciones familiares y de género. En una sociedad tan mayoritariamente conservadora como la de principios del siglo XX, el Estado rápidamente se apresuró a ocupar el lugar de los hombres cuyo servicio había solicitado.
Una de las primeras iniciativas en tal sentido fue la de crear asignaciones de guerra para las esposas de los combatientes (práctica que se extendió en Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania, pero no en Italia o Rusia). El objetivo de las mismas no era tanto la contribución al bienestar social general como la sustitución de la protección que los maridos estaban obligados a procurar a sus mujeres. Pero si las esposas tenían que ser protegidas también debían ser vigiladas. El comportamiento moral de las mujeres se convirtió en objeto de especial atención en las medidas legislativas adoptadas durante la guerra en los países contendientes. Una de las mayores preocupaciones era el adulterio que, con los hombres desplazados al frente, adquirió dimensiones de traición al espíritu patriótico. Las mujeres británicas podían ser castigadas con la suspensión de su asignación si eran sospechosas de comportamiento moral disoluto, mientras que en Francia las leyes admitían el asesinato de la mujer infiel como respuesta natural del marido traicionado. Las mujeres alemanas no lo tenían más fácil pues las viudas de guerra que recibían una ayuda estatal si tenían hijos al cargo debían aceptar un estrecho control de su vida privada si no querían perderla.
La preocupación por la moral femenina no sólo abarcaba a las casadas y viudas. También las jóvenes solteras eran objeto del control público y particular. Aunque los datos al respecto son difíciles de valorar, parece que durante los años de guerra se produjo cierta relajación de las costumbres sexuales entre las mujeres más jóvenes. El número de hijos ilegítimos nacidos durante y después de la guerra experimentó un repunte, especialmente en las zonas más cercanas al frente, aunque no siempre resulta fácil distinguir entre relaciones consentidas, prostitución o violación. La enfermera norteamericana Ellen LaMotte, que colaboró como voluntaria en el frente francés, reflexionó sobre ello en un tono tan sarcástico que sus memorias de guerra fueron prohibidas en su propio país: «[…] las esposas están prohibidas porque bajan la moral, pero con las mujeres se hace la vista gorda, puesto que alegran y reviven a la tropa. Después de la guerra, se espera que todos los soldados que no están casados contraigan matrimonio, pero sin duda no van a hacerlo con estas mujeres que han tenido a su servicio y les han alegrado en la zona bélica. Eso, asimismo, bajaría la moral del país […] Ah sí, por supuesto que estas jóvenes eran decentes al comienzo, al principio de la guerra. Pero ya sabéis cómo son las mujeres, cómo corren tras los hombres, sobre todo cuando los hombres visten uniformes, con sus botones dorados y sus entorchados. No es culpa de los hombres que la mayoría de las mujeres de la zona militar se hayan arruinado la vida».
Y es que mientras el Estado velaba por la moralidad de las mujeres, de forma paralela se organizaba la prostitución como un recurso de guerra más. Frente a las políticas desarrolladas en los años previos al conflicto que, por influencia del feminismo, tendieron a la prohibición y combate de la prostitución, la tolerancia hacia ella caracterizó al período bélico. Se consideraba que la prostitución ofrecía a los soldados un «descanso necesario», una vía de escape para ayudarlos a soportar la durísima vida del frente. La doble moral respecto a la sexualidad femenina alcanzó en este terreno su máxima expresión y así mientras que el Estado consentía la presencia de burdeles e incluso obligaba a las mujeres que trabajaban en ellos a estar registradas y someterse a revisiones médicas periódicas para evitar la extensión de enfermedades venéreas entre los soldados, la vigilancia sobre el comportamiento sexual del resto de las mujeres llegó a ser obsesiva. Como recuerda Françoise Thébaud para el caso inglés, el celo en la preservación de la moral sexual femenina fue tal que dio pie a más de una situación absurda: «Celosas auxiliares de las autoridades, las Women’s Police Patrols [Patrullas de Policía de Mujeres] tienen la misión de proteger de la prostitución a la juventud, y particularmente a las niñas, y detentan el derecho a entrar en las casas para comprobar si están acostadas».
La vigencia del modelo tradicional de género no sólo encontró reflejo en las políticas tocantes a la familia. Aunque las mujeres trabajaban en muchos casos como hombres, las cargas domésticas seguían siendo enteramente suyas, lo que en el contexto de la guerra suponía no pocas dificultades añadidas. Tareas tales como conseguir los alimentos y bienes de primera necesidad podían convertirse en un verdadero calvario. La situación en los países aliados fue en general menos dura que en las potencias centrales, cuya población tuvo que soportar tremendas carestías motivadas por el bloqueo aliado. En Alemania los muertos por desnutrición superaron los setecientos mil y ya desde 1915 se impuso el racionamiento. En esas circunstancias las mujeres alemanas o austríacas se vieron obligadas a recorrer grandes distancias para conseguir algo con lo que alimentar a sus hijos y a sí mismas. Viajes interminables en trenes atestados de gente o, cuando estos no estaban disponibles (lo que sucedía con frecuencia), caminatas de montones de kilómetros, eran sólo el preludio de largas horas de cola para recibir nabos, cebollas o castañas. Y todo ello antes o después de más de diez horas de trabajo en las fábricas.
En los países aliados las cosas tampoco fueron fáciles. Aunque en las zonas urbanas los problemas para lograr suministros fueron menores, e incluso el poder adquisitivo de algunas mujeres aumentó gracias a sus nuevos trabajos, en el mundo rural (sobre todo en Francia) la miseria se hizo presente. En cualquier caso, las colas para recibir alimentos estuvieron tan a la orden del día como en las potencias centrales, como también lo estuvieron las llamadas públicas a las mujeres para restringir el consumo de bienes especialmente demandados en el frente como tabaco, alcohol y carne. En las zonas ocupadas por el bando alemán, todos estos problemas se vieron agravados por los abusos cometidos contra la población civil y la destrucción de los núcleos de población ocupados. Si tratar de llevar una rutina más o menos normalizada era difícil en las zonas no ocupadas, en estas sólo intentarlo era una proeza. La desaparición de instituciones tan básicas como las escuelas convertía el cuidado de los hijos en algo aún más complicado para las mujeres, que muchas veces tenían que verlos enfermar y morir al no poder alimentarlos y cuidarlos adecuadamente. La alemana Elfriede Kuhr, que trabajó como voluntaria en el hospital infantil de Schneidemühl en 1918, escribió impresionada: «¡Oh, estos niños de pecho! Son sólo pellejo y huesos. Cuerpecitos que se consumen de inanición. ¡Y qué ojos tan grandes! Cuando lloran sólo se oye un débil gemido. Hay un niñito que con toda seguridad morirá pronto […] Cuando me inclino sobre su cuna el pequeñín me mira con unos ojos grandes que parecen los de un hombre viejo y sabio, y sin embargo sólo tiene seis meses de edad. No cabe duda de que hay una pregunta en sus ojos, más bien un reproche».
Pero a pesar de la dureza de la vida de las mujeres, muchas de ellas vivieron el conflicto como una época única y llena de oportunidades para su realización personal. El acceso a puestos de trabajo que antes se les negaban, la posibilidad de obtener mejores sueldos y la independencia más o menos limitada que de pronto comenzaron a disfrutar, abrió ante ellas un mundo desconocido. Fue un tiempo lleno de cambios (aunque interinos) en el que ser mujer no significaba renunciar al espacio público ni resignarse a un papel pasivo. El comportamiento de las mujeres se modificó hacia formas mucho más desenvueltas, como también lo hizo su aspecto para adaptarse a los nuevos tiempos. Como recuerda la historiadora Bonnie S. Anderson, quizá la novedad más elocuente respecto a lo que estaba sucediendo fue el acortamiento de las faldas: «Hasta 1914, las faldas de las mujeres llegaban a los tobillos, como había sido siempre desde el siglo XIII. Esta tradición terminó durante la guerra: las faldas comenzaron a acortarse ya en diciembre de 1914, y en el invierno de 1915-1916 ya estaban a veinticinco centímetros del suelo». Las mujeres de la retaguardia sin duda estaban cambiando y eso podía ser altamente satisfactorio. Sin embargo, otras muchas sintieron que las vías de colaboración al esfuerzo bélico que se les abrían oficialmente no bastaban para cubrir sus expectativas y, ni cortas ni perezosas, decidieron encaminar sus pasos allí a donde su presencia había sido proscrita, el frente.

§. Mujeres en el frente
Desde los primeros momentos del conflicto muchas mujeres, conscientes de la tragedia humanitaria que se estaba produciendo en los campos de batalla, decidieron acudir como voluntarias al frente. Pero su deseo de ser útiles allí tuvo que enfrentarse a una realidad que, sobre todo al comienzo de la guerra, fue la del rechazo. Los testimonios que algunas escribieron sobre su experiencia coinciden siempre en señalar el rechazo inicial al que tuvieron que hacer frente, un rechazo que procedió tanto de las instituciones como de algunos de sus compañeros. Sólo el paso del tiempo convencería a los respectivos gobiernos de los países beligerantes de que su colaboración era tan deseable como necesaria.
La sola idea de que una mujer propusiera seriamente acercarse al campo de batalla producía en sus contemporáneos tanto estupor como hilaridad. Las mujeres carecían de los atributos necesarios para ello puesto que la fuerza y la capacidad de soportar el sufrimiento se consideraban virtudes masculinas. Cuando en 1914 la británica Elsie Knocker (más conocida como baronesa de T’Serclaes) trataba de recabar apoyos ante el director médico de la Fuerza Expedicionaria Británica para la creación de un puesto de primeros auxilios en el frente belga, tuvo que soportar la burla de uno de los presentes: «El almirante Ronarc’h, que se encontraba por casualidad presente cuando yo le suplicaba a sir Bertrand, se mofó descaradamente y se enfadó mucho cuando seguí insistiendo. Jamás había oído algo tan absurdo. ¿Sin duda yo estaba enterada de que no se permitía que las mujeres entrasen en las trincheras? Debían estar al menos a tres millas de la línea de fuego. Si yo optaba por desobedecer las órdenes no podía esperar ayuda alguna, y eso suponía no recibir víveres ni suministros médicos. El almirante dijo firmemente, casi con placer, que puesto que yo era una mujer (y, ¡ay, cuán desdeñosas pueden llegar a sonar esas dos palabras: une femme!), de ningún modo podría soportar la tensión de la vida en el frente, y tan sólo me convertiría en una responsabilidad y en un problema añadidos».
La «absurda» idea de la baronesa T’Serclaes no era otra que la de crear un puesto de atención médica en el mismo frente. Como enfermera voluntaria, tras la batalla del Yser había observado cómo muchos heridos no resistían el traslado a los hospitales de la inmediata retaguardia, razón por la que consideró los beneficios de instalar un puesto de primeros auxilios en una zona tan peligrosa. «Yo quería montar un puesto de primeros auxilios, o un puesto de cuidados de avanzada, como lo llamaban entonces, donde los heridos pudiesen descansar y recuperarse antes de ser llevados dando tumbos por las carreteras en dirección a la mesa de operaciones. Me había dado cuenta de que muchos de ellos morían a causa de heridas superficiales, quizá por un brazo roto o un corte. Morían camino del hospital, o bien en las aceras o en el suelo, y yo sabía por qué sucedía así. Eran víctimas del shock, el mayor de los asesinos […] Hay que ser mujer para saber estas cosas». Si la presencia de mujeres en las inmediaciones del frente no era bien recibida, la posibilidad de que deambulasen por el campo de batalla y la tierra de nadie al rescate de heridos parecía sencillamente una locura. Pese a la oposición inicial a su proyecto, la baronesa junto con la también enfermera voluntaria Mairi Chisholm, organizó el puesto en la localidad belga de Pervyse. Destrozada por los bombardeos, ambas se instalaron en el sótano de una casa a sólo cuatro kilómetros y medio de la línea de trincheras. Como recordaba en sus memorias de guerra, «las noticias sobre nuestras labores se extendieron como un incendio fuera de control y por las tardes aparecían oficiales de distintas partes del frente a ver a “esas mujeres” y tomarse una taza de té». Su perseverancia y el rotundo éxito de su iniciativa terminarían propiciando el reconocimiento oficial de la misma, lo que supuso la recepción regular de suministros y la integración del puesto en la Cruz Roja. Ambas mujeres pasarían desde entonces a ser conocidas con el término que popularizó la prensa británica: «las mujeres de Pervyse» y permanecieron en el frente hasta 1918, cuando fueron heridas en un ataque con gas mostaza.
El mismo rechazo inicial tuvo que afrontar la doctora escocesa Elsie Inglis cuando ofreció al Ministerio de Guerra británico el servicio de una red de hospitales (los futuros Scottish Women’s Hospitals for Foreign Service) vinculados a organizaciones sufragistas y cuyas plantillas estaban formadas por mujeres. Su propuesta fue rechazada con un condescendiente «Mi buena señora, váyase a casa y permanezca tranquila». Sin embargo, en el frente el número de heridos desbordaba todos los recursos, por lo que cuando Elsie reiteró el ofrecimiento a otros países aliados rápidamente lo aceptaron. Su primer destino fue Serbia, donde los recursos humanos al tratarse de un país pequeño, eran especialmente limitados. La llegada de Elsie fue entonces muy bien recibida pues no sólo aportaba brazos para el trabajo, sino que además eran brazos de mujeres preparadas para las ocupaciones que debían desempeñar. Con posterioridad también prestaría sus servicios en Rusia y los hospitales de su red terminarían por estar presentes en los frentes belga, francés, ruso y serbio. Elsie Inglis murió en noviembre de 1917 pero para entonces ya había logrado organizar y coordinar catorce unidades médicas para diversos ejércitos aliados.
Que la iniciativa de colaborar en el frente partiese de alguien de reconocido prestigio tampoco era garantía para el éxito. Marie Curie, que ya entonces había recibido dos premios Nobel (uno de Química y otro de Física) y que había sido la primera mujer admitida como profesora en la universidad parisina de la Sorbona, tuvo que recurrir a las donaciones privadas para poner en marcha un proyecto en el que se mezclaba innovación científica, médica y solidaridad a partes iguales. Por sus trabajos con sustancias radiactivas, Marie Curie conocía las posibilidades que podía abrir la aplicación de los rayos X a la medicina, unas posibilidades que en el contexto de la guerra suponían poder ver mediante radiografías el estado de los heridos antes de someterlos a cirugía y determinar la ubicación de los posibles restos de metralla en distintas partes del cuerpo. Sin embargo, al estallar la guerra la radiología apenas se había implantado en los hospitales civiles y el Comité de Sanidad Militar de Francia no contaba con un servicio de radiología. Como ella misma describió en sus escritos autobiográficos: «Con el propósito de remediar aquella carencia, reuní todos los aparatos que pude encontrar en los laboratorios y las tiendas y, entre agosto y septiembre de 1914, establecí varias estaciones de radiología con la colaboración de unos voluntarios a quienes formé». Los puestos de radiología organizados por Marie Curie prestaban servicio a todos los hospitales de la región de París y su actividad resultó esencial para atender a los miles de heridos de la batalla del Marne. Aun así, el número de puestos no era suficiente para cubrir las crecientes necesidades de todos los hospitales parisinos, por lo que la inquieta científica ideó una forma para crear unidades de radiología móviles: «Monté un coche radiológico con la ayuda de la Cruz Roja. Se trataba de un sencillo coche acondicionado para el transporte de un aparato radiológico completo, que disponía de una dinamo puesta en movimiento por el motor del coche, que proporcionaba la corriente eléctrica necesaria para producir rayos. Aquel coche respondía a la llamada de cualquier hospital —por grande o pequeño que fuese— de los alrededores de París».
El éxito de las iniciativas de Marie Curie hizo que pronto contase con la colaboración económica de numerosos particulares, lo que unido a la autorización oficial de sus proyectos por parte del Comité de Sanidad le permitió llegar a crear unas doscientas estaciones radiológicas en el frente francés y belga. Además la eficacia de su unidad móvil de radiología la llevaría a equipar una veintena de coches (también donados por particulares) para el ejército. Enormemente populares, terminaron siendo llamados lospetite Curie (pequeños Curie). Para la realización de su trabajo Marie Curie tuvo que desplazarse al frente en múltiples ocasiones: «Solía viajar al frente a raíz de la petición de un cirujano. Me desplazaba en un coche radiológico destinado a mi propio uso y, al examinar los heridos en el hospital, descubría las necesidades particulares de cada región. De regreso a París, reunía el equipo necesario y volvía al frente para instalarlo yo misma, ya que en general nadie sabía […] En muchos viajes me acompañó mi hija mayor, Irène, que en aquella época tenía diecisiete años y acababa de ingresar en la Sorbona […] Trabajó en una ambulancia en el frente, entre Furnes e Ypres, así como en Amiens». Como Marie e Irène Curie, otras muchas mujeres se armaron de valor y, dispuestas a compartir con los hombres la amarga experiencia de la guerra, realizarían una labor encomiable en el frente.

§. Vivir el horror
Como voluntarias en el frente, las mujeres realizaron trabajos de lo más diverso, desde conductoras de ambulancias a periodistas. Algunas de ellas incluso acudieron al frente como soldados. Gran Bretaña, aunque a regañadientes, finalmente aprobó la integración de las mujeres en el ejército llegando a crear cuerpos femeninos de marina y aire. Aunque sus integrantes no entraron en combate sí se hallaban bajo la disciplina militar, se organizaban por grados y vestían uniforme. Así, en la primavera de 1917 nacía el Women’s Army Auxiliary Corps (Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército, más conocido por sus siglas WAAC) que llegó a contar con unas cuarenta mil mujeres. Su trabajo en el frente consistía en dar soporte logístico a las unidades de soldados, por lo que se encargaban del transporte de material y efectivos, el servicio de comidas, arreglos mecánicos, el trabajo burocrático en las oficinas y en general de todo aquello que podía servir de descargo para la rutina de los combatientes. Frente a la realidad británica, en Francia las reticencias al reclutamiento de mujeres fueron aún mayores y sólo desde fines de 1916 se autorizó la presencia femenina en algunos cuarteles así como en las oficinas del Ministerio de Guerra. Curiosamente, esto contrastaba con la tradición militar de las cantineras que acompañaban a la tropa hasta el mismo campo de batalla, que estaba muy institucionalizada en el ejército francés, donde incluso tenían uniformes correspondientes al regimiento donde sirvieran. En el extremo opuesto se encontró Serbia en cuyo ejército las mujeres podían prestar servicio de la misma forma que los hombres, e incluso vestían sus mismos uniformes. Fue precisamente el formar parte de él como sargento lo que dio fama a la británica Flora Sandes que había llegado al país para trabajar como enfermera y que finalmente se sumó a los combatientes.
Uno de los casos de mujeres soldado más conocidos fue el del llamado Batallón de la Muerte ruso cuya formación bajo el mando de Maria Bochkareva fue obra del gobierno provisional de 1917. Aunque Rusia había permitido la incorporación de un centenar escaso de mujeres a su ejército y estas lucharon al igual que los hombres, el episodio más sonado al respecto fue el del citado batallón. Más anecdótico que otra cosa, su creación respondió en realidad al intento de estimular la moral de combate del desmoralizado ejército ruso al creer que la presencia de mujeres en el campo de batalla avergonzaría a los soldados haciéndolos reaccionar. También anecdótico fue el hecho de que la última resistencia armada a la Revolución comunista de Octubre de 1917 le correspondió a una unidad femenina, el Primer Batallón de Mujeres de Petrogrado, que formaba parte del dispositivo de defensa del Palacio de Invierno, donde tenía su sede el gobierno de Kerenski. El resto de las unidades —ciclistas, cosacos y kadetes— desertó, y solamente las mujeres seguían en su puesto cuando llegó la acción decisiva de la toma del poder, el asalto bolchevique al Palacio de Invierno, aunque lo cierto es que no llegaron a disparar ni un tiro.
Probablemente la ocupación más frecuente de las voluntarias en el frente fue la de enfermera. Aunque todas ellas sabían lo que podían esperar en los hospitales, los primeros contactos con la brutalidad de la nueva guerra resultaron para muchas demoledores. Los paisajes de cuerpos espantosamente mutilados o de heridos hacinados en el suelo esperando a ser atendidos ponían ante sus ojos el terrorífico coste humano del conflicto. La enfermera norteamericana Laura Frost recordaba con tristeza su primera experiencia en el frente francés: «Es posible que si no me hubieran asignado a la sección de amputaciones, la primera impresión no habría sido tan devastadora. Pero ayudar a vendar esos muñones temblorosos y oír las bromas de los heridos en medio de sus desgracias superó todas mis fuerzas y lloré durante toda mi primera jornada». Las extensas jornadas en los hospitales llevaban al personal médico y sanitario al borde de la extenuación ya que normalmente ni las camas, ni los quirófanos ni los brazos disponibles para trabajar eran suficientes para atender la marea humana que llegaba a ellos tras los días de batalla. Ellen LaMotte, en la obra que publicó a partir de sus experiencias de guerra, describió la rutina delirante de aquellos hospitales: «Los días malos son aquellos en los que el constante rugido de los cañones hace que las pequeñas baracques[barracones] de madera retumben y se estremezcan, y cuando las procesiones interminables de ambulancias se acercan para traer hombres maltrechos, destrozados, y después se marchan de nuevo, para regresar cargadas de más despojos humanos. Las camas de la salle d’attente (sala de espera), en la que las ambulancias descargan, se llenan de bultos cubiertos por mantas […] a veces dichos bultos, que no son otra cosa que hombres, gimen o guardan silencio. En el suelo yacen montones de ropa, sucia, llena de lodo, empapada de sangre, arrancada o cortada de los cuerpos silenciosos que ocupan las camas […] Hay camillas tiradas por el suelo del pasillo, y apoyadas en las paredes de la sala de operaciones, y no cesan de llegar ambulancias todo el tiempo».
Muchas veces las enfermeras se veían obligadas a asumir el papel de médicos pues estos, dado el increíble número de soldados heridos, debían ocuparse primero de los más graves. La experiencia se convertía entonces en maestra y las voluntarias se veían realizando tareas en las que no se habrían imaginado jamás. La baronesa de T’Serclaes aprendió en su sótano de Pervyse a extraer muelas como el más resuelto de los dentistas ya que la Cruz Roja le envió instrumental para ello y ocasiones como esa no podían desperdiciarse en el frente.
La atención de los heridos no sólo implicaba trabajo en los hospitales, sino también en el transporte de los primeros desde el frente o a otros centros médicos. El papel de las conductoras de ambulancia fue por tanto otro de los más frecuentes entre las voluntarias. Lejos de ser una actividad más relajada que la desarrollada en los hospitales, la conducción de ambulancias comportaba numerosos peligros. Por lo general el transporte de los heridos se realizaba por la noche y con las luces del vehículo apagadas para evitar ser descubiertos por el enemigo. Ni que decir tiene que el estado de las carreteras o los caminos dejaba mucho que desear. Llenos de baches producidos por efecto de las explosiones, escasa o nulamente asfaltados y atestados de barro podían convertirse en trampas mortales, sobre todo cuando el traslado se hacía durante los combates. A ello se sumaba la desagradabilísima tarea cotidiana de limpiar las ambulancias, algo que la periodista y escritora australiana Helen Zenna Smith dejó claro en la obra que escribió a partir del diario de una conductora de ambulancias (Hay novedad en el frente) para dar la réplica femenina a la novela de Erich Maria Remarque Sin novedad en el frente: «Limpiar una ambulancia es el trabajo más desagradable y asqueroso que se pueda imaginar. Todas somos unánimes en eso. Ni siquiera nosotras, las veteranas ya curtidas, podemos soportarlo […] El hedor que sale cuando abrimos las puertas cada mañana casi nos tira al suelo. Los charcos de vómito rancio de los pobres infelices que llevamos la noche anterior, los rincones que los pasajeros han transformado en improvisados inodoros para todo tipo de usos, la sangre, el barro, los bichos y el inmundo olor a pies apestosos de trinchera y a heridas gangrenadas». Además de la dureza de las tareas, las voluntarias tenían que enfrentarse con unas condiciones de vida marcadas por la disciplina, el agotamiento y la escasez de bienes de primera necesidad como el agua o la comida. Muy gráficamente la baronesa de T’Serclaes recordaba cómo dormía con la ropa puesta para no perder tiempo si llegaban heridos y cómo «había momentos en los que teníamos que rascar los piojos con el filo romo de un cuchillo, y la ropa interior se nos pegaba al cuerpo».
Algunas de las mujeres que trabajaban como voluntarias habían llegado al frente en calidad de periodistas o escritoras que deseaban conocer de primera mano lo que allí sucedía para poder dar cuenta de ello en la retaguardia. Tales fueron los casos de las norteamericanas Mildred Aldrich, Mary Roberts Rinehart o Edith Wharton que incluso llegó a organizar una red de centros de ayuda para refugiados belgas en Francia. En otros casos, las labores de las voluntarias podían adquirir tintes de lo más particulares, como sucedió con T’Serclaes quien por la inusual ubicación de su puesto de socorro en Pervyse fue reclutada por la Real Fuerza Aérea británica para labores estratégicas: «Me pidieron que hiciese de “vigía” para ellos, ya que me encontraba justo en primera línea. Me dieron un teléfono de campaña y unos maravillosos prismáticos Zeiss y dispusieron todo lo necesario para alertarme cada vez que un avión fuese a sobrevolar nuestras líneas rumbo a Alemania. Yo debía controlar la hora, en qué momento regresaba el avión… y comunicar su rumbo y altitud aproximada». Y es que las tareas de «vigilancia» en más de un sentido fueron una de las especialidades femeninas por excelencia durante la Gran Guerra.

§. No sólo Mata Hari
Si algo caracterizó a las redes de inteligencia de los países beligerantes durante la Primera Guerra Mundial, fue el altísimo número de mujeres que se contaron en sus filas. La presencia de mujeres en el mundo del espionaje no era nueva ni mucho menos, pero la importancia que estas cobraron a lo largo del conflicto no tenía precedentes. Cuando tras los primeros meses de lucha los contendientes vieron cómo se esfumaban sus planes de enfrentamiento breve, los servicios de inteligencia pasaron al primer plano de la escena de la política bélica. En una contienda en la que la victoria iba a depender de la capacidad de resistencia, conocer los movimientos y recursos del enemigo se convirtió en una necesidad vital. El reclutamiento de agentes para las labores de espionaje y contraespionaje fue frenético y las mujeres fueron objeto de aquella fiebre.
Todos los países se apresuraron para organizar sus servicios de inteligencia y establecer mecanismos de colaboración con los contendientes de su mismo bando. Caso paradigmático fue el del servicio de inteligencia británico, el Secret Service Bureau (Oficina del Servicio Secreto) que englobaba todos los departamentos de la inteligencia militar entre los que los más conocidos serían el MI5 (encargado del contraespionaje en suelo británico) y el MI6 (encargado del espionaje británico en el extranjero). Gracias al trabajo del MI6, los aliados pudieron disponer de una Oficina Central de Información situada en Folkestone (Inglaterra) que coordinó el espionaje británico, belga y francés. Todos los servicios de inteligencia contaban con personal destinado a la expedición de documentación falsa, especialistas en interpretación de códigos cifrados, traductores, científicos, servicios de propaganda… y en todas estas actividades las mujeres tomaron parte. Como apunta Laura Manzanera, «un caso ejemplar en la captación de personal femenino fue el del MI5, que contrató a más de seiscientas mujeres como supervisoras, transcriptoras o traductoras».
El servicio secreto alemán bajo la dirección del coronel Walter Nicolai se convirtió en los años de guerra en una inmensa maquinaria del secreto. La red de espionaje alemana se extendió tanto por suelo aliado como neutral, teniendo una especial presencia en España donde las acciones de sabotaje organizadas por agentes alemanes resultaron determinantes para garantizar los intereses germanos. Muchos de estos agentes pertenecían al mundo de la banca, la industria, la prensa o el comercio, de forma que la influencia de la inteligencia alemana podía alcanzar todas las esferas sociales convenientes para el correcto desarrollo de sus políticas de espionaje. No todos ellos eran espías profesionales, es decir, muchas veces se limitaban a ofrecer la información a la que tenían acceso por sus actividades habituales, mientras que otros agentes hicieron de ello una forma de vida. Sin duda la espía más famosa de la inteligencia alemana y también de toda la guerra fue Mata Hari, aunque su fama no obedece ni a la importancia de su trabajo ni a la eficiencia del mismo. Serían el cine, la prensa y la literatura los encargados de convertir en símbolo intemporal del espionaje a una mujer que como espía dejó mucho que desear.
Margaretha-Geertruida Zelle, que era en realidad su nombre, era originaria de los Países Bajos, pero tras contraer matrimonio vivió varios años en Java donde aprendió danza asiática. A su regreso a Europa y después de divorciarse de su marido, decidió aprovechar sus conocimientos de danza y el hecho de que su piel fuese más oscura que la de sus compatriotas para inventarse una falsa biografía con la que irrumpir en el mundo de la escena y la alta sociedad francesas. Había nacido Mata Hari. Sus bailes insinuantes la catapultaron a la fama pero esta empezó a decaer justo antes del estallido de la guerra. Así, cuando uno de sus antiguos amantes, el cónsul alemán en Ámsterdam, Kraemer, que pertenecía al servicio de inteligencia germano, le propuso convertirse en espía, Mata Hari no tuvo dudas. Su misión consistía en conseguir información militar y diplomática en suelo francés para lo que debía aprovecharse de sus muchas relaciones sociales y amantes. La nómina de estos era impresionante, e incluía al ministro de la Guerra francés Messimy, banqueros, abogados e incluso doctos académicos como el historiador Henry Houssaye. En el otro bando se decía que había sido amante incluso del Kronprinz, el heredero del káiser. Pero su ambición la hizo pensar que podía obtener mayores beneficios si también se ofrecía como espía a Francia, de modo que pasó a ser una agente doble. Finalmente y después de todo tipo de maquinaciones, sucesos estrambóticos y enredos tanto con sus contactos alemanes como con el jefe del servicio secreto francés, sería detenida por las autoridades francesas, juzgada y ejecutada en Vincennes en octubre de 1917.
No menos mítica pero increíblemente efectiva fue la llamada «Fräulein Doktor», una mujer cuya identidad aún hoy ofrece dudas pero que todos sus contemporáneos identificaron como la espía más hábil y peligrosa del servicio secreto alemán. Como en el caso de Mata Hari, Fräulein Doktor estuvo rodeada de una aureola de mito sexual en la que encajaban todos los elementos del arquetipo femenino malvado. Su habilidad para ocultar su nombre, obtener sus objetivos y no dejar rastro se popularizó desde el principio de la guerra. Como recuerda Laura Manzanera, «desde el verano de 1914, muchos de los refugiados belgas y de los soldados franceses que lograron cruzar la frontera dijeron haber visto a una misteriosa alemana rubia que interrogaba, seducía y torturaba a los prisioneros. Sus relatos calaron hondo y los ingleses no tardarían en señalar que “una peligrosa espía de entre veintiséis y veintiocho años, de la que se ignora la identidad, trabaja en estrecha relación con el coronel Nicolai”». Parece que su verdadero nombre pudo ser Anne Marie Lesser o Elsbeth Schragmüller, pero fuera cual fuese su identidad lo cierto es que simbolizó como nadie el éxito de la inteligencia alemana.
También los aliados contaron en sus filas con el servicio de mujeres espías cuya labor resultó de vital importancia durante la guerra. En Bélgica la principal red de resistencia a la invasión alemana, conocida como La Dame Blanche (la Dama Blanca), contó con un abultadísimo número de mujeres entre las que destacaron las hermanas Laure y Louise Tandel, Marie Birckel, Anna Kesseler, Thérèse Radiguès… Gracias a su actividad, el Ministerio de Guerra británico, al que estaba asociada la red que se organizaba conforme a una estructura militar, pudo recibir durante todo el conflicto informes puntuales de los movimientos alemanes en la Bélgica ocupada. No menos importante fue la actividad de mujeres como Louise de Bettignies o Marthe Richer para los servicios secretos de Francia. La primera, apodada como «la reina de las espías», organizó una red de espionaje (la red Dubois) en la zona de Lille ocupada por los alemanes. Sus informes permitieron constantes éxitos en los ataques aliados a las posiciones alemanas en la zona, y su muerte en prisión tras haber sido detenida por estos la convirtió en un símbolo de los ideales del patriotismo francés durante la guerra.
Especial mención merece la británica Gertrude Bell, reputada arqueóloga y especialista en Oriente Próximo que fue reclutada por el servicio de espionaje inglés para formar parte del Arab Intelligence Bureau en El Cairo junto con el famosísimo Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia. Para la defensa de los intereses aliados en la península Arábiga resultaba indispensable lograr el apoyo de las tribus árabes en contra de los turcos. El profundo conocimiento del territorio, la lengua, las costumbres y las tribus de Gertrude Bell fueron en el complemento perfecto de la capacidad para reunir bajo un mismo interés común a todas las tribus de Lawrence de Arabia. Sus servicios la harían merecedora en 1917 del puesto de secretaria para Oriente del Alto Comisionado británico en Irak, pero más allá de eso, lograría tras la guerra, fruto de su colaboración con Lawrence, la creación del Estado de Irak bajo mando del rey Faisal.

§. Las mismas experiencias, las mismas huellas
Ya fuese como espías, enfermeras, conductoras de ambulancias, soldados o periodistas, las mujeres que vivieron más de cerca la experiencia de la guerra compartieron con los hombres una serie de sucesos que habrían de marcarlas para siempre. La comparación de los testimonios femeninos con las memorias o diarios de soldados evidencia cómo los sentimientos e impresiones que generó aquella tragedia inconmensurable fueron muy similares en todos ellos. Por encima de las diferencias marcadas por los papeles tradicionales atribuidos a hombres y mujeres, unos y otros se enfrentaron a la realidad descarnada de la guerra de un modo muy parecido.
Aunque el discurso moral dominante en la sociedad de comienzos del siglo pasado definía a las mujeres como seres determinados por su especial sensibilidad y, precisamente por ello, poco o nada capacitadas para afrontar por sí solas situaciones de tensión o sufrimiento, las mujeres que vivieron la guerra en el frente experimentaron una sensación igualmente común entre los combatientes y que sus contemporáneos difícilmente podían creer en ellas: la resignación ante el sufrimiento y dolor constantes. Mary Roberts Rinehart lo describía de la siguiente manera: «He visto muchos hospitales y muchas enfermeras. Si hay un cambio en las enfermeras después de un tiempo, es que, al igual que los soldados en el campo, desarrollan una filosofía en la que se apoyan durante sus días terribles. “Lo que tenga que ser, será”, dicen los hombres en las trincheras. “Lo que tenga que ser, será”, dicen las enfermeras en el hospital. Y tanto los unos como las otras conservan así la cordura». La aceptación del sufrimiento y la muerte como parte de la vida cotidiana era finalmente una forma de adaptación necesaria para resistir el largo período que fue la guerra. La descripción espantada de los horrores del frente llena las páginas de los escritos de las mujeres que vivieron en él la guerra, pero precisamente porque percibían con total claridad las dimensiones de la barbarie a la que se había lanzado el mundo, buscaron vías para poder convivir con ella mientras la combatían.
La alusión a algunas pequeñas vías de escape salpica los testimonios femeninos de la guerra. Como los hombres, las mujeres encontraron en la escritura, y particularmente en la correspondencia, una de las actividades más liberadoras de su rutina diaria. Las cartas, que no siempre se enviaban a sus destinatarios, permitían poner nombre a la experiencia, racionalizarla e incorporarla para poder seguir adelante pero, sobre todo, recuperaban el vínculo con la vida previa, la de la normalidad en la retaguardia. A veces las formas de evadir la realidad eran mucho más impulsivas y alegres, tal y como demuestra el testimonio de Helen Zenna Smith: «Las evacuaciones son la tarea más jovial de todas, cuando de trata de pacientes que están lo bastante bien para soportar el largo viaje hasta Blighty [Inglaterra]. Es una alegría oírlos cantar. A veces nos unimos a ellos y así nos olvidamos de las camas de hospital vacías que enseguida volverán a llenarse con los hombres retorcidos de dolor del siguiente convoy». En otras ocasiones, como también atestiguó la misma Helen Zenna Smith, la evasión llegaba por vías mucho más prosaicas: «No lamento estar ocupada en la cantina preparando tazas y platillos y cortando pan. Por lo menos hay calefacción».
Pese a lo terrible de sus experiencias, o precisamente por ello, también las mujeres sintieron el consuelo de compartir sus angustias con otros compañeros. La camaradería ayudaba a unos y otros a sentirse menos solos en medio de un mundo que nada tenía de humano y dotaba a su esfuerzo, por el hecho de ser compartido, nuevo sentido. En su sótano de Pervyse, la baronesa de T’Serclaes trataba de entender su curioso estado de ánimo: «Aquellos extraños días y mi extraño estado de ánimo, aquel sentimiento de compartir las cosas, de camaradería y de unión; aquel odio al caos y al derroche de la guerra, y, justo inmediatamente después, aquel agradecimiento profundo por estar allí, en medio de todo aquello, y poder aportar un gramo de cordura». Más serena pero sintiendo lo mismo, Marie Curie hablaba en sus escritos biográficos de su relación con los médicos y enfermeras del frente afirmando: «Nos sentíamos hermanados por las circunstancias y el afán de cooperar».
La naturaleza de los afectos establecidos en el frente era con frecuencia de una gran profundidad. Vivir cada día siendo conscientes de que nada tendría de raro no terminarlo o que tampoco lo hiciesen aquellos con los que se convivía, confería a las relaciones afectivas un valor difícilmente comprensible en ningún otro contexto. Así, junto a las expresiones de amistad y compañerismo frecuentes en los escritos de guerra, también los sentimientos de dolor por la pérdida de los seres queridos encuentran su espacio. La sensación de pérdida de la juventud que todo aquel sufrimiento comportaba y que tan habitual resulta en los escritos de soldados, tampoco resultó ajena a las mujeres, hasta el punto de dar título a las memorias de guerra de una de ellas, el Testamento de juventud de Vera Brittain.
A lo largo de los cuatro años de guerra hombres y mujeres vivieron todo tipo de inhumanas y humanas experiencias. Cuando las mujeres decidieron saltar las barreras que les impedían dirigirse al frente compartieron con los soldados una vida que más que eso era muerte. El valor de sus testimonios no sólo reside en lo excepcional de su experiencia, poco conocida e injustamente olvidada, sino sobre todo en su conmovedor contenido, que con toda la fuerza de la voz de sus protagonistas nos alerta para que no olvidemos. Ya lo decía Marie Curie: «Para erradicar la guerra, bastaría con que la gente viera una sola vez lo que tuve que ver en tantas ocasiones a lo largo de aquellos años atroces». Sus memorias como las de muchas de sus compañeras nos permiten verlo.

Parte 4
¿La guerra ha terminado?

Capítulo 12
La difícil construcción de la paz

Un suspiro de alivio recorrió el mundo cuando el 11 de noviembre de 1918 la delegación alemana se avino a firmar el armisticio con el mando aliado en un bosque cercano a la localidad francesa de Compiègne. Miles de soldados se entregaron a la alegría de ver cómo la muerte, con la que habían convivido durante tantos meses, se apartaba definitivamente de su futuro próximo, mientras sus familias dejaban de sufrir por su suerte en el frente. Otros muchos millones de personas soñaron con regresar pronto a la normalidad que tan abruptamente había roto el estallido de la guerra hacía más de cuatro años. Pero la paz no era algo espontáneo, había que construirla y eso podía llevar tiempo. La mayor urgencia en aquel momento era fijar las condiciones para hacerla efectiva, una vez que las hostilidades habían cesado. La tarea no tenía visos de resultar fácil. La guerra había afectado a todo el planeta y no se podían establecer esas condiciones sin tener en cuenta a las numerosas partes interesadas. Inmediatamente se impuso la necesidad de una gran cita diplomática para echar los cimientos del nuevo mundo de posguerra. Un acontecimiento político de semejantes dimensiones no tenía lugar desde que más de un siglo antes las grandes potencias vencedoras de Napoleón se habían reunido en el Congreso de Viena para sentar las bases de una nueva Europa con la intención de regresar al pasado. Ahora las potencias vencedoras querían construir el futuro y para hacerlo escogieron la capital europea que más cerca había estado del frente occidental durante la contienda, París. Allí, en la metrópoli del Sena, se habrían de reunir los representantes de las naciones vencedoras en enero de 1919.
Sin embargo la desazón y la incertidumbre subsistieron bajo la alegría y la esperanza apenas contenidas. Pronto aquellos sentimientos optimistas corrieron el riesgo de desvanecerse como un espejismo. Los combates habían cesado en Europa occidental, donde Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, seguidos de una pléyade de aliados, habían logrado doblegar por asfixia la fabulosa maquinaria bélica alemana. Pese a ello, la situación era evidentemente interina y buena parte de Europa, y del mundo, siguió luchando durante los meses siguientes para intentar conseguir posiciones aventajadas desde las que negociar en la próxima conferencia de paz. Por si no fuese poco, la amenaza revolucionaria acechaba a varios países sumidos en el caos y la división interna como resultado de los sufrimientos padecidos por la población durante la contienda. La guerra había terminado, pero lograr que de ella saliese el germen de un futuro en paz y armonía era algo que dependía de los dirigentes aliados. De sus actitudes y decisiones en París, fuesen cuales fuesen, saldrían las condiciones que determinarían la evolución de la humanidad en las siguientes décadas. Tenían el mundo en sus manos.
El lunes 14 de julio de 1919 amaneció soleado y cálido. París era un hervidero desde primera hora de la mañana.
Fue un día inolvidable, el del desfile. Nos levantamos al amanecer, ya que si lo hubiéramos hecho más tarde no hubiésemos podido cruzar París con el automóvil […] Todo París se había lanzado a la calle: hombres, mujeres, niños, soldados, curas y monjas. Vimos cómo ayudaban a dos monjas a encaramarse a un árbol, desde el que pudieran ver el desfile. Y nosotras pudimos contemplarlo perfectamente, desde un sitio magnífico.
Lo vimos todo. Primeramente, vimos a unos cuantos, pocos, heridos de guerra, inválidos con sus sillas de ruedas que ellos mismos hacían rodar. Es costumbre francesa que al frente de todo desfile militar vayan los inválidos de guerra. Y todos desfilaron bajo el Arco de Triunfo. Gertrude Stein recordó que, en su niñez, cuando solía columpiarse en las cadenas que rodean al Arco de Triunfo, su institutriz le había dicho que estaba prohibido pasar bajo el arco desde que el ejército alemán lo había cruzado, después de 1870. Pero ahora todos pasaban, menos los alemanes.
Las unidades de las distintas naciones desfilaban con aire distinto, algunas despacio y otras deprisa […] Y al fin terminó el desfile. Recorrimos una y otra vez los Campos Elíseos, la guerra había terminado, se quitaron de en medio las dos pirámides hechas con cañones tomados al enemigo, y la paz se nos vino encima.
Así describió la escritora norteamericana Gertrude Stein (en la autobiografía ficticia de su secretaria y amante Alice B. Toklas) la gran celebración triunfal del desfile de la victoria con el que los aliados glorificaron su triunfo en la Gran Guerra. Era la primera fiesta nacional francesa (el aniversario de la toma de la Bastilla en 1789) que se celebraba sin contienda, y por primera vez en la historia desfilaron tropas distintas de las francesas, puesto que los aliados aportaron algunos de sus contingentes para que participasen en la gran celebración. Los batallones comenzaban a desfilar bajo el Arco del Triunfo, en la plaza de la Estrella, y descendían los Campos Elíseos hasta llegar a la plaza de la Concordia, lugares todos que se habían decorado suntuosamente con los colores de la bandera francesa (que también lo eran de la británica y la norteamericana) y con trofeos militares (despojos de morteros, cañones, fusiles y todo tipo de arsenal capturado al enemigo) amontonados para su contemplación por el público.
La apoteosis fue completa. Sólo quince días antes la Conferencia de Paz de París había dado su fruto más importante, el tratado de paz con Alemania. Todavía quedaban por firmar otros cuatro con el resto de las potencias centrales vencidas (Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía), pero parecía que lo más difícil se había dejado atrás. El camino recorrido para llegar a este momento había sido muy largo, aunque sólo hubiese comenzado nueve meses antes, y ya entonces algunos de los testigos sospechaban que el que seguiría sería tan difícil o más que el que habían dejado atrás. Razones tenían para ello. La situación del continente apenas había cambiado desde el armisticio y lo que se podía contemplar más allá de las engalanadas calles parisinas y de las fronteras de los países vencedores no era precisamente alentador.

§. Paisaje desde las ruinas
La firma del armisticio con Alemania dejó Europa en una situación desoladora. Desde el momento posterior al cese de las hostilidades se pudo comenzar la dura tarea de hacer el recuento definitivo de bajas. Durante cuatro años y tres meses de guerra los contendientes habían movilizado en total más de sesenta y cinco millones de hombres y aunque las cifras se han discutido mucho, el número total de muertos en los campos de batalla superó los nueve millones. De entre los países más afectados por las bajas Rusia, Francia y Austria-Hungría habían rebasado el millón de muertos; y las bajas fatales de Alemania se sitúan en torno a los dos millones. A ellos hay que sumar seis millones y medio de inválidos de guerra en toda Europa, más de cuatro millones de viudas y el doble de huérfanos. Las cifras de muertos civiles fueron prácticamente imposibles de cuantificar, puesto que muchos de ellos sucumbieron no por la fuerza de las armas que los contendientes dirigieron contra ellos, sino por el hambre y la miseria que el bloqueo de los aliados había provocado en Europa central y oriental (los británicos cuantificaron las muertes causadas por el bloqueo sólo en Alemania en más de setecientas cincuenta mil personas). La destrucción se había cebado con núcleos de población e infraestructuras. Mientras que en el frente occidental esta se había centrado en las regiones del norte de Francia y Bélgica, en el oriental la devastación fue mucho más generalizada y afectó a una ancha franja que abarcaba desde el mar Báltico hasta el Negro. Todos los países tendrían que afrontar una recuperación basada en la reconstrucción organizada por los gobiernos pero, por ahora, emprenderla era algo sencillamente implanteable.
Alemania había sido la última de las potencias centrales en solicitar el fin de las hostilidades a los aliados, obligada por la caída en picado de la moral de sus tropas, por el completo agotamiento de su población civil y sus recursos económicos para continuar la guerra y por los peligros de una invasión de su territorio por los aliados o del estallido de una revolución social. El país había caído por agotamiento y no porque su ejército hubiese sido derrotado por el enemigo en una acción armada definitiva, a pesar de la retirada contínua a que se había visto obligado en el frente occidental en los meses anteriores. La cúpula militar germana, que se había hecho con todos los resortes del poder durante la guerra, había tenido que comenzar a ceder terreno a las fuerzas políticas democráticas del país (representadas en el Reichstag) por una doble presión: la imposibilidad de ganar la guerra tras el fracaso de la gran ofensiva de la primavera de 1918 (la conocida como ofensiva Ludendorff) y la negativa del presidente norteamericano Woodrow Wilson de negociar el cese de las hostilidades hasta que no se hubiesen realizado las elementales reformas políticas para democratizar el país.
A esto se sumó pronto el riesgo de revolución interna. La descomposición social provocada por el terrible sufrimiento que el bloqueo económico de los aliados había ocasionado en la población alemana, como en la del Imperio austro-húngaro, había hecho que el cansancio de la guerra y de las decisiones del ejército hubiesen fraguado un ambiente muy receptivo hacia las consignas que llegaban de la Rusia soviética. Y no sólo la población civil comenzaba a dar muestras de hartazgo. El 29 de octubre de 1918 los marinos de la base naval de Kiel se sublevaron ante el temor de que los mandos de la marina de guerra quisiesen utilizarles en una operación suicida cuando era de dominio público que la guerra ya no se podía ganar. Hicieron causa común con un grupo de obreros que se habían organizado en un consejo al estilo de los soviets rusos, y la noticia de lo que estaba pasando en aquel punto de la costa báltica se extendió por Alemania como un reguero de pólvora insurreccional. Se produjeron grandes manifestaciones públicas de descontento que apenas fueron contestadas por unas autoridades militares dubitativas. La llegada de la revolución a Berlín hizo reaccionar al alto mando militar, que logró un pacto con la fuerza política mayoritaria, el Partido Socialdemócrata (SPD), y comenzaron a aplicar algunas de las medidas solicitadas por los manifestantes. La proclamación de la República Federal, la formación de un nuevo gobierno bajo la presidencia del socialdemócrata Friedrich Ebert, la marcha al exilio del káiser en los Países Bajos y la firma del armisticio fueron suficientes para desactivar la marea revolucionaria, por el momento. Era el 9 de noviembre, dos días más tarde se firmó el armisticio, la solicitud más coreada por las masas hastiadas de una guerra que había durado ya demasiado y que les había llevado al límite.
Uno de los efectos inmediatos del armisticio fue la entrega sin dilación a los aliados de más de cinco mil piezas de artillería, veinticinco mil ametralladoras, tres mil morteros de trinchera y mil setecientos aviones, además de seis cruceros de batalla (Grosser Kreuzer), diez acorazados, ocho cruceros ligeros y cincuenta destructores; todos los submarinos alemanes también tuvieron que rendirse. Además, los aliados impusieron a los alemanes el abandono de los territorios conquistados durante la guerra. En el oeste esto supuso la liberación de la Francia septentrional ocupada, Bélgica y Luxemburgo, que tras cuatro años de férrea dominación alemana explotaron en expresiones de júbilo, regresando sus gobiernos legítimos a ocupar la autoridad sin problemas. También tuvieron que evacuar de inmediato Alsacia y Lorena, que volvieron provisionalmente a estar bajo mando francés. Lo que ocurrió en Europa oriental fue muy distinto y mucho menos festivo.
Allí el Tratado de Brest-Litovsk, por el que Rusia había abandonado la guerra y que había convertido a Alemania en la vencedora indiscutible en Europa oriental, dejaba en su poder los territorios de las actuales repúblicas bálticas, Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, a las que se sumaba Rumanía, que había caído en poder de las potencias centrales dos años atrás. La retirada alemana fue seguida en muchos casos del caos. Allí sencillamente no había antiguas autoridades que volviesen a hacerse cargo del poder, porque a esas alturas tanto el Imperio ruso como el austro-húngaro habían desaparecido. El primero había sido sustituido por una república soviética inmersa en una terrible guerra civil contra los partidarios del zarismo y del viejo orden (aunque sin el zar, puesto que Nicolás II y su familia habían sido ejecutados el mes de julio anterior). El segundo había sucumbido bajo el peso aplastante de la guerra y el bloqueo, que desencadenaron en la segunda quincena de octubre la emancipación de todos sus territorios, que uno tras otro fueron declarando su independencia de Viena. En cada uno de los pequeños embriones estatales que sustituyeron al imperio de los Habsburgo (todos repúblicas salvo Hungría, que se declaró monarquía con corona vacante), las autoridades de reciente creación se vieron abocadas a hacer valer su autoridad por la fuerza frente a los disconformes en el interior y a la rapacidad de los poderes vecinos en el exterior.
Pero la situación no dejaba de ser chocante para muchos ciudadanos de a pie, sobre todo en Alemania. Aunque sus civiles habían deseado el fin de la guerra durante mucho tiempo la derrota no dejaba de resultarles chocante. En opinión del historiador británico Hew Strachan, el ejército alemán, «cuando depuso las armas todavía ocupaba profundas posiciones en territorio enemigo en todos los frentes, no se había penetrado en su frente ni habían podido cercarlo, así pues, no se produjo ninguna de las características que conlleva una derrota operativa en el campo de batalla». La propaganda de guerra y la victoria en el frente oriental reforzaban el halo invencible de aquellas tropas, que fueron recibidas triunfalmente. El 11 de diciembre, las primeras desfilaban por la avenida berlinesa Unter den Linden. Según la princesa Blücher, de origen inglés pero casada con un aristócrata prusiano: «Los hombres lucían coronas de laurel verde sobre los cascos de acero, todos los fusiles llevaban su pequeño ramillete de flores, las ametralladoras estaban adornadas con ramas verdes, y junto a ellos había niños sentados agitando banderas de alegres colores». Fueron recibidos por el nuevo canciller que les arengó: «Os saludo a vosotros que regresáis invictos del campo de batalla». La idea de que la victoria había sido escamoteada a Alemania, una idea que pusieron en circulación los militares para eludir sus responsabilidades como directores del país durante la contienda, estaba comenzando a infectar ya muchas de las mentes. Además, al aceptar los grupos mayoritarios del Reichstag la salida que les ofrecían los militares a la amenaza revolucionaria estaban recibiendo una manzana envenenada. Serían ellos los encargados de negociar la paz con las potencias aliadas y los militares no dudarían en culparles a ellos de los perjuicios que de ello se derivase, adornado con el argumento de que además habían sido ellos, los políticos de la retaguardia, y no los militares, quienes habían hecho inevitable la derrota. En opinión del historiador alemán Hagen Schulze, «la primera democracia alemana no nació de la propia fuerza de los partidos y del Parlamento, sino como última salida de un Estado Mayor desesperado […] El mito de la puñalada a traición, que debía envenenar posteriormente la vida pública de la República de Weimar, tuvo aquí su origen».
Sin embargo pocas alegrías tendrían los alemanes en los meses siguientes, ya que los aliados decidieron prolongar el bloqueo al que tenían sometidas a las potencias centrales hasta que no se firmase el tratado de paz. Sería el tercer invierno al que se tendría que enfrentar la población de Centroeuropa bajo el signo de la espiral de la carestía, la inflación y el hambre; después de que los dos anteriores hubiesen supuesto un golpe terrible en su salud y su moral. Este sería todavía más duro, ya que ahora los aliados tenían libre acceso al mar Báltico, al que hicieron extensiva la prohibición de comerciar con Alemania. Pese a todo quedaba un resquicio para la esperanza para el nuevo año. Aunque habían sido la parte perdedora, las bases propuestas por el presidente de Estados Unidos para fundar un acuerdo de paz (los conocidos como «Catorce Puntos de Wilson») presagiaban la posibilidad de un acuerdo con los vencedores que permitiese una derrota honrosa para Alemania, y tales eran las expectativas que albergaba también el nuevo gobierno alemán. Aunque parece que en el seno de los aliados los ánimos tenían un cariz bastante distinto.

§. El mundo contiene el aliento
En Europa occidental los ánimos estaban centrados en organizar la victoria después del júbilo inicial. Francia era la que se encontraba más atareada en los preparativos de la conferencia, mientras que Reino Unido estaba inmerso en una campaña electoral para elegir al primer ministro que habría de representarlo en la cita internacional. El vencedor fue el artífice del esfuerzo interior de guerra británico, el liberal David Lloyd George, que veía así refrendados sus desvelos políticos desde que había accedido al cargo hacía poco más de dos años. En Estados Unidos la atención la acaparó la decisión del presidente Woodrow Wilson de acudir en persona a la cita diplomática de París. Sería la primera vez que un presidente de Estados Unidos abandonase el país durante el ejercicio de su cargo, y la noticia causó sensación mundial.
La razón de esta expectación era que el presidente demócrata había demostrado durante la guerra un talante muy distinto al de los demás combatientes. Para empezar, como un medio de garantizar su independencia de acción durante la campaña y para aplacar al sector más escéptico de la opinión pública norteamericana con la entrada en el conflicto, se negó a firmar ningún pacto o alianza con sus camaradas de lucha, a los que oficialmente denominó siempre «socios». En segundo lugar, dio forma y dimensión pública a su preocupación fundamental para decidir la entrada de su país en la guerra. A diferencia de los estados europeos, que se habían embarcado en aquella conflagración suicida en una descarnada lucha por el poder mundial, Wilson deseaba que la intervención estadounidense sirviese para evitar que en el futuro se reprodujesen las situaciones que habían llevado al mundo a la guerra y para poner las bases de unas relaciones internacionales que pudiesen servir para solucionar los conflictos sin llegar a las armas. Aquellos principios los había expuesto en un célebre discurso ante el Congreso en enero de aquel mismo año, en el que había expuesto catorce principios que deberían regir la vida internacional tras el conflicto. En dicho documento se proclamaba la necesidad de acabar con los acuerdos diplomáticos secretos y bilaterales, que debían ser sustituidos por lo que el presidente llamaba una «diplomacia abierta», había que garantizar la libertad de navegación por los mares, la eliminación de barreras en el comercio internacional, la reducción de armamentos por todas las potencias, la evacuación de los territorios ocupados por las potencias centrales, el reconocimiento a las minorías nacionales de los grandes imperios de Europa oriental a tener su propio Estado y el más importante de todos ellos, la creación de una gran institución internacional que pudiese mediar en casos de conflicto y evitar futuras guerras (institución que denominaba genéricamente «liga de naciones»). La popularidad que este gesto había dado al presidente Wilson fue enorme, se convirtió en el garante de la victoria para los aliados, en la esperanza de una derrota moderada para los vencidos, y todos esperaban que su intervención garantizase un futuro mejor.
El buque George Washington, que había zarpado de Nueva York nueve días antes con el presidente norteamericano y su esposa como principales pasajeros, llegó al puerto francés de Brest el 13 de diciembre de 1918. Nada más bajar del barco Wilson fue testigo del gran recibimiento que se le había preparado. Había acudido a recibirle el ministro de Asuntos Exteriores galo, Stéphen Pichon, que le saludó diciendo: «Le estamos muy agradecidos por venir a darnos la paz que necesitamos». Un público numeroso abarrotaba el trayecto entre el puerto y la estación de ferrocarril donde esperaba el tren especial preparado para trasladar a la pareja presidencial hasta la capital francesa. Los gritos de «Vive l’Amérique! Vive Wilson!», se elevaban en un estruendo constante. A última hora de la tarde el tren comenzó su trayecto y el médico de Wilson se sorprendió mucho cuando a las tres de la mañana se le ocurrió mirar por la ventanilla de su compartimento: «Vi no sólo hombres y mujeres, sino también niños de corta edad que esperaban con la cabeza descubierta y prorrumpían en vítores al pasar el tren». A su llegada a París le estaban esperando, en la estación engalanada para la ocasión, el presidente de la república Raymond Poincaré y el presidente del Consejo de Ministros (jefe del Gobierno), Georges Clemenceau, que tras el armisticio era conocido popularmente como Père-la-Victoire («Padre Victoria»). El recibimiento de la población al paso del coche fue todavía más multitudinario, con miles de personas en la calle y salvas de cañones celebrando la ocasión. Ya entonces pudo oír el presidente un grito que el público repetiría a lo largo de los meses siguientes en varias ocasiones al paso de su cortejo: « ¡Colgad al káiser!». Posiblemente aquella jornada constituyó el preparativo más celebrado de la gran cita que se avecinaba.
Cuando ya habían llegado a París buena parte de las delegaciones que participarían en la conferencia, todos se vieron sorprendidos por las preocupantes noticias procedentes de Alemania. Un pequeño grupo extremista de izquierda, que hacía poco había fundado el Partido Comunista Alemán (KPD, también conocido como Liga Spartakus, de donde deriva el nombre de «espartaquistas» con el que fueron denominados), intentó tomar el poder en Berlín entre el 5 y el 14 de enero de 1919. Aunque pusieron en fuertes aprietos al gobierno de Ebert, este consiguió finalmente con la colaboración del ejército (que recurrió a los grupos paramilitares de excombatientes conocidos como Freikorps) restablecer el orden. El día 15 sus principales dirigentes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, fueron asesinados y arrojados a un canal de la capital. Sólo tres días después se abrió la Conferencia de Paz de París.
A la capital del Sena acudieron delegados de veintisiete países, todos pertenecientes al bando aliado. Este se había visto muy aumentado en el último año ya que la entrada en la contienda de Estados Unidos provocó la declaración de guerra contra las potencias centrales de numerosos países que no tuvieron intervención real en el conflicto, como varias repúblicas latinoamericanas, China o Siam. Los dominios británicos que habían enviado soldados a combatir a Europa (Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Sudáfrica) también mandaron sus propias delegaciones, separadas de la británica pero coordinadas con ella. También se aceptó la presencia de grupos que habían intervenido en la guerra a favor de los aliados, como los clanes árabes que habían ayudado a los británicos en su lucha contra los turcos, representados por una delegación encabezada por Faysal bin Husein y en cuyo séquito se hallaba el coronel británico T. E. Lawrence. No se aceptó la presencia de los neutrales (en Europa sólo habían permanecido al margen los Países Bajos, Suiza, España, Dinamarca, Noruega y Suecia) ni de los vencidos, a los que sólo se convocaría una vez que los tratados de paz estuviesen preparados para su firma.
La confluencia en París de diplomáticos y políticos de todo el mundo fue cuantiosa, sólo la delegación británica contaba con más de cuatrocientas personas, lo que hacía que el protocolo y el funcionamiento de las deliberaciones tuviesen que estar organizados al milímetro. Pese al exquisito cuidado puesto por los anfitriones galos, las sesiones plenarias pronto se volvieron inoperantes y tediosamente protocolarias. Por esta razón, después de que el 25 de enero todos los delegados aprobasen la resolución por la que se creaba la organización diplomática internacional preconizada por Wilson con el nombre de Sociedad de Naciones, se decidió que las decisiones importantes fuesen discutidas y solventadas por un órgano delegado, el Consejo de los Diez. Este contaría con dos representantes de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia y Japón. Desafortunadamente la solución no demostró ser lo suficientemente ágil, por lo que las decisiones fundamentales fueron encargadas a otro órgano, el Consejo de los Cuatro, compuesto por los «cuatro grandes»: Wilson, Clemenceau, el primer ministro británico Lloyd George y el primer ministro italiano Vittorio Orlando. Sus decisiones se producirían al tiempo que una nutrida serie de comisiones estudiaban al detalle las cuestiones que se debían decidir en la cumbre.
Las sesiones de los cuatro grandes pronto se vieron lastradas por todo tipo de contratiempos. Casi desde el comienzo se produjo un claro distanciamiento entre Wilson y Clemenceau. El primero era un hombre idealista y empeñado en intentar poner en práctica sus principios sobre todas las cosas, pero estos resultaron realmente difíciles de aplicar a la complicada realidad europea. Clemenceau era mucho más práctico y en sus posturas pesaban mucho más las demandas populares y sobre todo la búsqueda de garantías para proteger a Francia frente a una posible agresión alemana en el futuro. Parece que Wilson llegó a considerar al presidente del Gobierno francés un cínico y este llegó a decir que su colega norteamericano se creía un segundo Jesucristo —«Estoy sentado entre el futuro Napoleón y el próximo Jesucristo», fue la célebre boutade de Clemenceau en el momento de la firma del tratado; por Napoleón se refería al primer ministro inglés Lloyd George—. Entre estos dos polos enfrentados Lloyd George intentó mediar en algunas ocasiones, aunque dejó siempre claro que el deseo del Reino Unido era utilizar la paz para consolidar su imperio colonial. Orlando apenas intervino en cuestiones que no eran del directo interés de su país, que no era otro que anexionarse territorios austríacos alpinos y de la costa dálmata. Estas desavenencias no fueron ni mucho menos secretas. John Maynard Keynes, uno de los mayores economistas del siglo XX, formó parte de la delegación británica en la conferencia y les acusó poco después de su finalización de no ocuparse de los problemas reales de Europa: «El Consejo de los Cuatro no prestó atención a estos problemas, por estar preocupado con otros: Clemenceau, con ahogar la vida económica de su enemigo; Lloyd George, con hacer algo y llevar a casa alguna cosa que durara una semana; el presidente [Wilson], con no hacer nada que no fuera justo y recto. Es un hecho sorprendente que, teniendo el problema económico fundamental de una Europa hambrienta y deshecha ante sus ojos, fuera esta la única cuestión sobre la cual fue imposible despertar el interés de los Cuatro». Pese a estas diferencias se pudo ir avanzando en las decisiones fundamentales, aunque en opinión de muchos el resultado no fuese menos digno de críticas que el procedimiento que se había adoptado para tomar las decisiones.

§. El tratado de la discordia
En la mañana del 7 de mayo de 1919, tercer aniversario del hundimiento del Lusitania, en una sala abarrotada del Palacio de Trianon, en el parque de Versalles, los delegados de los aliados recibieron en audiencia al enviado plenipotenciario alemán, el conde Ulrich Brockdorff-Rantzau, para entregarle una copia del tratado que proponían a Alemania para concertar la paz. El diplomático alemán había llegado a Versalles hacía unos días con una delegación de ciento ochenta consejeros para recibir el tratado. Habían sido trasladados hasta allí en unos trenes que recorrieron partes de las regiones francesas devastadas por la guerra a una velocidad lo suficientemente lenta como para que no perdiesen un solo detalle del espeluznante espectáculo. Al llegar a la ciudad palaciega fueron albergados en el mismo hotel en que los líderes franceses habían estado mientras negociaban con Bismarck en 1871, que ahora había sido rodeado por una empalizada, según los franceses para garantizar su seguridad (aunque la población se mostró cordial con los pocos que decidieron aventurarse por las calles abarrotadas de curiosos).
Según los testigos que acudieron a aquel acto, después de escuchar el resumen del tratado y el discurso de Clemenceau, parece que Brockdorff dio signos de un estupor palpable. Se le concedió la palabra y pronunció un discurso que pese a combinar términos cordiales con otros de firmeza, fue mal recibido por los presentes debido a su evidente azoramiento. Según el propio Wilson, fue «el discurso menos diplomático que he escuchado en mi vida». El texto de la propuesta fue inmediatamente enviado a Berlín y recibido como un jarro de agua fría tanto por la población como por el gobierno. Hasta entonces ambos se habían aferrado a los Catorce Puntos de Wilson como la tabla de salvación que les permitiría mantener la integridad del Imperio alemán transformado en república. Sus ilusiones se vieron aplastadas por el texto de los aliados, que fue ampliamente rechazado por la opinión pública. En aquellos días se sucedieron las manifestaciones en las grandes ciudades alemanas bajo el lema que repetían casi todas las pancartas: «Sólo los Catorce Puntos». La reticencia de amplios sectores políticos a aceptar la propuesta era evidente y el gobierno amagó con rechazarla para intentar abrir fisuras entre los aliados. Lejos de inmutarse, estos contestaron con un ultimátum el 16 de junio: o se firmaba el tratado como se había propuesto o se reanudarían inmediatamente las hostilidades. La respuesta alemana, afirmativa, se produjo el 23 y cinco días después se celebró la solemne firma del documento.
El día elegido era el quinto aniversario del atentado de Sarajevo, que había sido el pretexto que había dado origen a la guerra, y el lugar fue la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, donde los franceses habían tenido que padecer la humillación de ver la proclamación del Imperio alemán en 1871, tras su derrota en la guerra franco-prusiana. No se había dejado nada al azar. El inmenso salón estaba abarrotado y muchos miembros de las comitivas diplomáticas que no habían sido afortunados con un sitio en él se amontonaron detrás de las puertas acristaladas, algunos sobre sillas y escaleras, para intentar no perderse ese momento histórico. Tras la firma la Conferencia de Paz no se disolvió, puesto que se había decidido que se habría de firmar un tratado con cada una de las potencias centrales, pero el grueso de las decisiones se habían tomado ya y muchos de los principales dirigentes internacionales volvieron a sus países dejando los detalles a sus respectivas delegaciones diplomáticas. Cada uno de los tratados posteriores fue firmado en uno de los palacios o localidades de los alrededores de París de donde tomó su nombre: el Tratado de Saint Germain-en-Laye con Austria (10 de septiembre de 1919), de Neuilly con Bulgaria (27 de noviembre de 1919), de Trianon con Hungría (4 de junio de 1920) y de Sèvres con Turquía (10 de agosto de 1920). Sólo entonces se tuvo por terminada la ingente labor diplomática que ponía fin a la contienda.
Aunque fue el conjunto de estos tratados el que definió la nueva Europa, ya en los cuatrocientos cuarenta artículos que componían el de Versalles estaban trazadas las líneas maestras de la obra proyectada por los aliados. En primer lugar, se rehizo el mapa de Europa. Alemania perdía un 13 por ciento de su territorio y un 10 por ciento de su población: Alsacia y Lorena eran devueltas definitivamente a Francia, Schleswig septentrional pasaba a Dinamarca y Eupen-Malmedy a Bélgica. Junto a Alsacia y Lorena, las pérdidas más dolorosas fueron las que se produjeron en la parte oriental del país. Los aliados habían reconocido durante la conferencia al gobierno interino polaco, con lo que Polonia, que había desaparecido a finales del siglo XVIII, era restablecida y dentro de ella se integrarían la rica región minera de Alta Silesia y Prusia occidental (para darle así una salida al mar al nuevo país). Las ciudades de Danzig (el rico puerto del Báltico de población mayoritariamente alemana) y Memel fueron declaradas territorios libres. Prusia oriental, que continuaba bajo soberanía de Berlín, quedó entonces como un enclave aislado del resto de Alemania entre Polonia y Lituania. La región de Sarre pasaba a estar administrada durante quince años por la Sociedad de Naciones (cuyo estatuto formó parte integrante del tratado) y sus minas serían arrendadas a Francia. El tratado incluía cláusulas por las que los aliados se aseguraban de que aquellos territorios de mayoría alemana que habían pertenecido al Imperio austro-húngaro no pasarían a formar parte de Alemania. Así, se establecía que la frontera entre la recién nacida Checoslovaquia y Alemania sería la austro-húngara, por lo que la región de los Sudetes quedaba adscrita a la primera; y se obligaba a Alemania a renunciar a la posible anexión de Austria, posibilidad que ya se había contemplado tanto por Viena como por Berlín.
La distribución de territorios fue más allá de Europa. Alemania fue obligada a renunciar a sus colonias. En teoría estas pasarían a estar administradas por la Sociedad de Naciones, pero se decidió que esta organización cediese sus funciones a alguna de las potencias vencedoras bajo la forma legal de «mandatos». El África Oriental Alemana fue mayoritariamente absorbida por Gran Bretaña (salvo el territorio noroccidental, vecino al Congo Belga, que pasaba a Bélgica con el nombre de Ruanda-Burundi), África del Sudoeste fue entregada al dominio británico de Sudáfrica y las colonias occidentales de Togolandia y Camerún se dividieron entre Gran Bretaña y Francia. En Oceanía, la Nueva Guinea Alemana pasó al dominio británico de Australia y sus islas adyacentes se repartieron entre Australia y Japón. El principal beneficiario de este reparto fue el Reino Unido, no sólo por ser el más favorecido territorialmente, sino porque con la incorporaciones africanas asentaba su dominio del continente mediante un eje continuo norte-sur. Así quedaba liquidado uno de los puntales del proyecto imperialista en que Alemania se había embarcado desde finales del siglo anterior y que había sido una de las fuentes más importantes de roces con las potencias de la Entente antes de la guerra. Sin embargo acabó por convertirse en uno más de los sacrificios que imponía el tratado, y ni siquiera el peor.

§. Un horizonte sombrío
El Tratado de Versalles impuso también fuertes recortes a la capacidad militar alemana. Se decretó la desmilitarización de la orilla derecha del Rin como garantía de seguridad para Francia, se suprimió el servicio militar obligatorio en Alemania, el ejército quedó reducido a un máximo de cien mil hombres y se suprimieron el alto mando, núcleo del poder fáctico militar, la flota de guerra, cuya amenaza a la supremacía naval inglesa tanto había preocupado a Londres desde años antes de la contienda, y la fuerza aérea, nueva arma que políticos como Churchill pensaban que decidiría las guerras del futuro. Con estas medidas se pretendía poner fin al militarismo alemán, al que la propaganda aliada había atribuido el estallido de la guerra y sus peores episodios de violencia. Pero sin lugar a dudas el punto que resultó más polémico fue el artículo 231. En él Alemania asumía expresamente la responsabilidad del estallido de la guerra, así como la obligación de reparar económicamente a los aliados por los daños materiales y humanos producidos durante la misma. Se trató de la cuestión que más dividió a los aliados durante la conferencia. Wilson era contrario a las reparaciones de guerra por considerarlas excesivamente punitivas, pero Lloyd George y Clemenceau las consideraban imprescindibles para que sus países pudiesen hacer frente a los pagos que tenían que hacer a Estados Unidos por los inmensos préstamos que les había facilitado durante la contienda. La inflexibilidad de Wilson, que se negó a contemplar la posibilidad de la condonación siquiera parcial de estos préstamos, fue la que acabó por inclinar la balanza. De hecho Clemenceau hubiese deseado llegar más lejos en el castigo a Alemania, pero sus dos colegas le disuadieron a cambio del compromiso firme de que en caso de un ataque alemán sus países acudirían en auxilio de Francia. La determinación de la cuantía de las reparaciones fue un problema desde el principio, puesto que los aliados incluyeron en su monto todo tipo de conceptos, desde el valor de las destrucciones ocasionadas por la guerra hasta lo que habrían de pagar en los años siguientes como pensiones de guerra a mutilados, huérfanos y viudas. Debido a la complejidad de la cuestión, se decidió crear una comisión especial que determinaría la cuantía exacta después de la firma del tratado. De todos modos ya había quedado claro que la cantidad sería exorbitante.
Los tratados posteriores terminaron de configurar el nuevo mapa de Europa y extender algunas de las medidas que se habían aplicado a Alemania a otros de los vencidos. Del solar que había ocupado el desaparecido Imperio austro-húngaro surgieron tres países: Austria (el pequeño territorio de habla alemana del imperio), Hungría (también muy reducida territorialmente) y Checoslovaquia (en la que se incluyeron los territorios de mayoría checa, eslovaca y rutena). El resto se repartió entre los estados vecinos según su composición étnica: Galitzia pasó a la renacida Polonia; Bucovina y Transilvania a Rumanía (que también recibió la Besarabia rusa, convirtiéndose así en el país europeo que vio más aumentado su territorio tras la guerra); Eslovenia, Croacia, Bosnia y el Banato se unieron a Serbia y Montenegro para formar lo que se denominó entonces Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (y que poco después pasó a llamarse Yugoslavia) y los territorios de Istria y Tirol meridional fueron cedidos a Italia. Sin embargo este país se sintió menoscabado en sus intereses. En el Tratado de Londres, por el que se había incorporado a la guerra, se le había prometido también la costa dálmata, que ahora quedaba en poder de Yugoslavia, por lo que el primer ministro italiano abandonó airadamente la Conferencia de Paz en abril de 1919. Austria y Hungría fueron obligadas en sus respectivos tratados a declararse culpables de la guerra y se les puso también un máximo de efectivos a sus ejércitos, al igual que se había hecho con Alemania.
El problema principal con el que toparon desde el principio todas estas medidas fue que los vencidos se sintieron maltratados y ofendidos por los vencedores, sobre todo Alemania, donde las condiciones de Versalles se veían como un diktat («imposición») o un Schandvertrag («tratado de la vergüenza»). Muchos de los observadores contemporáneos criticaron este trato por ver en él el germen de futuros conflictos, al igual que lo había sido el resultado de la guerra franco-prusiana a finales del siglo XIX. El propio Keynes llamó la atención sobre este punto afirmando que «la política de reducir a Alemania a la servidumbre durante una generación, de envilecer la vida de millones de seres humanos y de privar a toda una nación de felicidad, sería odiosa y detestable, aunque fuera posible, aunque nos enriqueciera a nosotros, aunque no sembrara la decadencia de toda la vida civilizada de Europa». En las potencias vencidas los políticos responsables de la firma de los tratados fueron objeto del odio popular durante años. El político alemán Matthias Erzberger fue secuestrado y asesinado por un grupo de extrema derecha en 1921 por haber defendido la firma del Tratado de Versalles como único medio para evitar una nueva guerra; y en Bulgaria un grupo de similares características capturó al dirigente Alexander Stamboliski en 1923; le cortaron la mano con la que había firmado el Tratado de Neuilly antes de asesinarle.
Muchas de las condiciones que se habían recogido en los tratados eran rechazadas por toda la población. Durante más de una década los países de Europa central y oriental solicitaron la revisión de las fronteras por lo menos en trece sectores que afectaban a once países distintos. Ni siquiera en los momentos posteriores a la firma del Tratado de Versalles se vio disminuir la violencia en Europa oriental: Rusia continuó sumida en su guerra civil hasta 1921, pero entonces se embarcó en una guerra con Polonia que no finalizaría hasta el año siguiente. Más al sur Turquía estaba también sumida en otra guerra, a la vez civil y de expulsión de fuerzas extranjeras, que no terminaría hasta 1923 con la supresión del sultanato otomano y la proclamación de la nueva República Turca, construida y presidida por un veterano de la Gran Guerra, el general Mustafá Kemal. Para entonces su territorio se había visto reducido prácticamente a la península de Anatolia, puesto que los aliados habían caído sobre el resto de los territorios otomanos para hacer de ellos su botín colonial. Por el Tratado de Sèvres, y de nuevo bajo la forma de mandatos de la Sociedad de Naciones, Francia recibió Siria y Líbano, mientras Gran Bretaña se hacía cargo directamente de Palestina como potencia mandataria, en tanto que en Irak y Transjordania creaba dos coronas protegidas para los hijos de su aliado el jerife Hussein de La Meca; Faysal fue investido rey de Irak y Abdalá emir de Transjordania (posteriormente reino de Jordania). A la tensión por las fronteras en Europa se sumó la producida por el problema de las minorías nacionales. La decisión de fundar las nuevas naciones de Europa central y oriental había venido determinada por el principio de autodeterminación incluido en los Catorce Puntos de Wilson. Pero el presidente norteamericano tenía una visión demasiado simplista de la realidad europea, ya que los imperios austro-húngaro y ruso eran en realidad sociedades multiétnicas en las que no era fácil discernir la pertenencia de un individuo a una nación concreta. Los ciudadanos de estos imperios podían presentar rasgos de diferentes nacionalidades, ya que los vínculos entre lengua, cultura y religión no eran rígidos ni unívocos. Esto produjo que en los nuevos estados existiesen importantes minorías que no pertenecían al grupo que teóricamente debía ser el mayoritario. De hecho en algunos de ellos la nacionalidad dominante ni siquiera llegaba a la mitad de la población: en Yugoslavia los serbios sólo eran el 48 por ciento y en Checoslovaquia pasaba algo similar con los checos, que sólo alcanzaban el 48 por ciento. En todas las nuevas naciones del este de Europa habían quedado importantes minorías alemanas y Austria contaba con la anomalía de su capital, Viena, en la que permanecieron viviendo importantes colonias de habitantes de todos los territorios del antiguo imperio. Estas situaciones fueron fruto de todo tipo de conflictos y tensiones que crecieron a lo largo de los años. Como señaló Winston Churchill, que vivió la Gran Guerra como ministro de varias carteras y como oficial durante siete meses en el frente occidental, «no hay una sola etnia o provincia del imperio de los Habsburgo, a la que la obtención de la independencia no haya traído aquellos tormentos previstos por los viejos poetas y teólogos para los condenados al infierno». El propio Wilson reconoció quejumbroso a su regreso de París ante el Senado que «cuando pronuncié esas palabras [que todas las naciones tienen derecho a la autodeterminación], las dije sin saber que existían nacionalidades como las que acuden a nosotros cada día… No saben ni pueden darse cuenta de la angustia que he sufrido como resultado de las esperanzas que despertaron en mucha gente mis palabras».
Posiblemente, la última esperanza del presidente habría sido que su tan amado proyecto de una gran institución diplomática internacional compensase los inconvenientes que comenzaron a mostrar el resto de las resoluciones adoptadas en la Conferencia de París. La carta fundacional de la Sociedad de Naciones fue aprobada en una sesión plenaria de la conferencia en abril de 1919, y entró en vigor en enero de 1920. La sede de la institución estaría en Ginebra y buena parte de los mecanismos de deliberación y de decisión que se habían puesto en marcha durante la conferencia serían heredados por la nueva organización, que aspiraba a dotar a las relaciones internacionales de elasticidad y seguridad. Por desgracia, como en el resto de las piezas puestas en marcha en los tratados, la recién nacida institución encontró problemas inesperados para alcanzar los objetivos para los que fue creada. Cuando Wilson regresó a Estados Unidos se encontró con que había perdido la mayoría en el Senado a favor de los republicanos en las elecciones celebradas a finales del año anterior. Su decepción fue inmensa cuando no pudo obtener de la cámara la ratificación del Tratado de Versalles ni la incorporación de su país a la Sociedad de Naciones. Sin la presencia de su principal inspirador y defensor parecía muy difícil que lograsen efectividad sus objetivos, y más si se tiene en cuenta que los vencidos no fueron aceptados entonces en su seno. Wilson sólo pudo consolarse con la concesión del premio Nobel de la Paz ese mismo año por haber puesto en marcha su altruista iniciativa.
Para cuando se hubieron firmado todos los tratados, el lastre de la Gran Guerra se había vuelto demasiado pesado, tanto para los vencidos como para los propios vencedores. Los primeros se vieron cargados con unas duras condiciones de paz que lastrarían su existencia por lo menos en el futuro próximo. Los segundos, nada más acabadas las hostilidades, fueron presa de sus temores y sus anhelos de pasar página. Francia estuvo obsesionada con su seguridad frente a la vencida Alemania, Gran Bretaña dio muestras de querer volver pronto a sus asuntos imperiales si la estabilidad europea se lo permitía y Estados Unidos volcó importantes energías durante la Conferencia de Paz, pero la pérdida de la mayoría de Wilson en el Senado le llevó a aceptar el regreso al aislacionismo que propugnaban sus rivales republicanos. Semejante dispersión de energías tuvo por efecto el crecimiento de la inestabilidad en una Europa que veía cómo los problemas que habían originado la guerra no eran solucionados, sino sencillamente sustituidos por otros.
Lo peor de todo parecía ser que esa Europa ni siquiera se daba cuenta de que ya no era el continente poderoso que abrió el siglo bajo la bandera de un liderazgo mundial, que comenzaba a ser discutido ampliamente. En opinión de la historiadora canadiense Margaret MacMillan, «después de lo ocurrido en el frente occidental, los europeos ya no podían decir al resto del mundo que tenían una misión civilizadora que cumplir». Sus enemigos en los continentes colonizados tomaron buena nota de ello. En África, «la guerra de las tribus blancas», como algunas poblaciones indígenas llamaron a la guerra entre las potencias coloniales, desacreditó por completo a todos los colonizadores; en la India Británica Mahatma Gandhi, que había regresado de Sudáfrica en 1915, lanzó su primera campaña de resistencia pasiva contra las autoridades coloniales británicas a principios de 1919 y en Extremo Oriente los japoneses contemplaban cómo por primera vez una potencia europea, Alemania, era arrojada fuera de Asia. Aquella guerra había socavado los cimientos de la posición europea en el mundo y el viejo continente parecía no percatarse. Quizá una de las razones de ello fue la oleada de problemas internos que comenzaron a florecer a medida que los soldados volvían a casa desde el frente.

§. Vivir después de la gran guerra
Acercarse a la posguerra de la Primera Guerra Mundial resulta especialmente complicado por muchas razones: la trascendencia de las dinámicas políticas internacionales desatadas en aquellos años, la multiplicidad de actores que intervinieron en la configuración del nuevo equilibrio mundial, el peso de las diversas evoluciones políticas nacionales en el desarrollo de las décadas posteriores… pero quizá una de las mayores dificultades reside en la propio hecho de considerar la posguerra como un único fenómeno, una realidad común para los participantes en la contienda. Las realidades surgidas después de aquel tiempo delirante fueron enormemente variadas, hasta el punto de que sería más adecuado hablar de «posguerras» que de posguerra. Aunque cada país vivió su propia peripecia y sólo un análisis detallado de las distintas realidades nacionales puede ofrecer una imagen verdaderamente ajustada de la situación mundial en los años inmediatamente posteriores a la guerra, de forma general podrían distinguirse, al menos, tres grandes niveles de diferencia.
Poco tuvo que ver la situación de Estados Unidos con la de Europa al finalizar la guerra. Las fuerzas norteamericanas se habían incorporado al conflicto en la parte final del mismo, de modo que el esfuerzo nacional para el mantenimiento de la movilización fue mucho más limitado en el tiempo (poco más de año y medio). Por otra parte, el volumen de los recursos disponibles para llevar a cabo dicha movilización era muy superior en Estados Unidos, tanto desde el punto de vista material como humano, lo que unido a la menor duración de su intervención bélica supuso un desgaste infinitamente menor que el vivido por las potencias europeas. Paralelamente, el hecho de que la guerra no se librase en suelo estadounidense marcó una de las diferencias esenciales a la hora de abordar la reconstrucción de la posguerra. Si bien es cierto que en el viejo continente la retaguardia había conocido los efectos directos de los ataques bélicos sólo de forma limitada (habría que esperar a la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial para que los bombardeos aéreos terminasen definitivamente con la distinción entre frente y retaguardia), muchas zonas dedicadas a la explotación agrícola habían quedado destrozadas y muchas de las fábricas que conformaban el tejido industrial de los distintos países habían sido reconvertidas en industrias de guerra que era necesario volver a adaptar a la producción civil. Al margen de todo ello, Estados Unidos deseaba desvincularse de la política europea, lo que encontraría su expresión más evidente en la negativa del Congreso a ratificar el Tratado de Versalles y el no ingreso del país en la Sociedad de Naciones, algo que en las potencias europeas dadas las consecuencias de la guerra habría sido implanteable. Si alguien necesitaba los «arreglos de la paz» era Europa y no Norteamérica.
Tampoco en Europa el final de la guerra marcó una nueva y única realidad. De hecho, la contienda no finalizó para todo el continente en noviembre de 1918 pues en buena parte de Europa oriental prosiguieron los conflictos bélicos. En la Rusia soviética se vivía una terrible guerra civil que habría de prolongarse hasta 1921, mientras que en Polonia se luchaba por definir las fronteras frente a las pretensiones alemanas, rusas y checoslovacas y en Hungría en 1919 triunfaba, aunque por breve tiempo, una revolución comunista. La desaparición del Imperio austro-húngaro tras el triunfo aliado dejó una situación altamente inestable en sus antiguos territorios, mientras que la del Imperio otomano abrió las puertas a nuevos procesos de definición de identidades nacionales en Oriente Próximo con sus correspondientes crisis políticas.
A la diferencia entre la zona oriental y occidental de Europa habría que añadir, dentro de esta última, las importantes diferencias que caracterizaron a la posguerra de las antiguas potencias centrales respecto a las aliadas. La derrota de las primeras se traduciría de forma inmediata en el endurecimiento de la situación en que tuvieron que abordar sus respectivas labores de reconstrucción nacional. La prolongación durante varios meses del bloqueo aliado, que había hecho que las condiciones de vida de la población de Alemania y Austria-Hungría durante la guerra fuesen especialmente duras, motivaría que la miseria, el hambre y la escasez de recursos materiales para abordar la reconstrucción de casas e infraestructuras dibujase la realidad de Alemania y sus aliados en los años posteriores al conflicto. El escritor austríaco Stefan Zweig recordó en sus memorias la dureza de la vida en su país natal durante aquel tiempo: «A la escasez general de alimentos y calefacción se añadió en aquel año catastrófico [1919] la falta de viviendas. Durante cuatro años en Austria no se había construido nada, muchas casas se caían y ahora, de golpe y porrazo, volvía como un torrente la infinita multitud de soldados licenciados y de prisioneros de guerra, todos sin casa, de modo que, forzosamente, en cada habitación disponible se debía alojar a una familia […] Por primera vez vi los amarillentos y peligrosos ojos del hambre. El pan negro se desmigajaba y sabía a resina y cola, el café era un extracto de cebada tostada; la cerveza, agua amarilla; el chocolate, arena teñida y las patatas estaban heladas; la mayoría de la gente criaba conejos para no olvidar el sabor de la carne […] y los perros y gatos bien alimentados pocas veces regresaban de sus paseos. Los tejidos que se ponían a la venta eran en realidad papel preparado, sucedáneo de otro sucedáneo; los hombres iban vestidos casi exclusivamente con uniformes viejos, incluso rusos, sacados de un almacén o un hospital y dentro de los cuales ya habían muerto unas cuantas personas».
La situación de los aliados tampoco fue fácil pues no fueron pocos los problemas asociados a la finalización del conflicto. Aun así tampoco la realidad de países como Italia, mucho más pobre y menos desarrollada que Francia, Bélgica o Reino Unido, pudo compararse material o políticamente con la de sus antiguos compañeros de lucha. Pese a todo, y especialmente por lo que al ámbito occidental europeo se refiere, es posible identificar una serie de problemas comunes a los que fue necesario hacer frente durante la posguerra y que resultarían determinantes en la definición del escenario social, político, económico y cultural de aquellos años. El primero y más inmediato de ellos fue sin duda la desmovilización del enorme volumen de soldados que habían sido desplazados al frente.
El ansiado regreso de millones de hombres a la vida civil fue cualquier cosa menos un proceso sencillo. Para empezar, ni la sociedad a la que se incorporaban era la misma que habían dejado, ni tampoco ellos eran los mismos. La guerra había marcado tanto a individuos como a sociedades y en consecuencia la integración de aquellos en estas generó no pocas tensiones. Muchos de los hombres que volvían del frente lo hacían cargados de graves secuelas físicas y psicológicas. Los inválidos, aunque gozaban del respeto general por ser considerados mártires de guerra, pronto se dieron cuenta de que con frecuencia eran empleados como adorno político por los respectivos gobiernos, que no siempre se ocupaban de atender sus necesidades. Además, desaparecido el contexto de la guerra, a su papel de héroes se superponía la realidad de verse incapacitados para retomar su normalidad, lo que en muchos casos se convirtió en fuente de frustración y caldo de cultivo para la reacción política radicalizada. Los excombatientes afectados por problemas como la neurosis de guerra tuvieron que afrontar la incomprensión del mundo civil ante sus problemas y en no pocos casos fueron incapaces de adaptarse nuevamente a él. Los sentimientos de incomprensión y abandono de una sociedad por la que habían sacrificado su vida terminaron bien por aislarlos completamente, bien por acercarlos a movimientos políticos más o menos radicalizados en busca de respuestas a su realidad. Un proceso similar fue el vivido por miles de veteranos que al regresar a sus hogares vieron desaparecer las posibilidades de promoción social de las que habían disfrutado como militares. Como apunta el historiador británico Richard Vinen: «Muchos de los que habían dirigido batallones y habían recibido un trato respetuoso, tuvieron que amoldarse a la vida cotidiana como empleados civiles no cualificados o incluso como estudiantes universitarios». Quienes habían disfrutado del prestigio de ser oficiales y de la capacidad de tener bajo su responsabilidad a cientos de hombres, de repente pasaron a formar parte de un mundo en el que ni por posición social, económica o profesional eran merecedores de reconocimiento alguno. También en estos casos, las dificultades para adaptarse a la realidad social de la paz tendrían consecuencias políticas, de suerte que muchos de aquellos veteranos pasaron a engrosar las filas de todo tipo de grupos políticos, desde el fascismo al comunismo.
Uno de los problemas más importantes vinculados a la desmovilización fue el de las pensiones de guerra. El número de excombatientes, viudas y huérfanos receptores de las mismas era en todos los países abultadísimo y aunque, según los acuerdos de paz, los aliados estimaron una cantidad para el pago de las mismas a cargo de las indemnizaciones que debía pagar Alemania, lo cierto es que las pensiones de guerra se convirtieron en un verdadero problema para las economías de los distintos países contendientes. En Alemania sólo para gestionar las solicitudes de pensiones en 1920 fue necesaria la contratación de más de cuarenta mil personas, y a finales de la década el gobierno germano había aprobado más de dos millones de pensiones. En el Reino Unido, el presupuesto anual del gobierno debía hacer frente al pago de unos tres millones de libras esterlinas en pensiones, mientras que en Francia, donde el valor político atribuido a las pensiones llevó a la aprobación de su universalización, el presupuesto en pensiones era casi la mitad del general del gobierno. Las pensiones de guerra se convirtieron así en un verdadero lastre económico, pero este no fue el único ni el más importante de los problemas. Las altas tasas de paro tampoco ayudaban a la recuperación económica ni a facilitar la integración en la sociedad de los hombres desmovilizados. A ellas se asoció además otro problema característico de aquellos años, la desmovilización de las mujeres.

§. Viejos y nuevos modelos
Como recuerda la historiadora Françoise Thébaud, «la desmovilización de las mujeres se ve acompañada de una crítica muy virulenta de la mujer emancipada y del feminismo». Ya durante la guerra la presencia de las mujeres en el ámbito laboral ocupando puestos tradicionalmente masculinos conllevó no pocas críticas. Aunque los discursos de la propaganda oficial movidos por las necesidades bélicas exhortaban a las mujeres a sustituir en sus puestos de trabajo a los hombres que habían sido enviados al frente, el cambio despertó los recelos de la moral tradicional. En el contexto de la guerra, muchos hombres sintieron temor ante aquellas mujeres independientes que parecían no necesitarlos, «masculinizadas» en ese sentido y que además podían ser futuras usurpadoras de sus puestos de trabajo. La crisis de la masculinidad vinculada al conflicto ha sido estudiada por muchos autores, que consideran que a los problemas derivados de las características de un nuevo tipo de guerra que dejaba obsoletos los atributos tradicionales masculinos del valor y la fuerza, se unieron los recelos ante el nuevo rol femenino.
Sin embargo dichos cambios habían obedecido a razones puramente coyunturales de forma que una vez finalizada la guerra, las mismas voces que desde los distintos estados se habían alzado para movilizar a las mujeres se elevaron para pedirles que regresasen a sus hogares. Con idénticos tintes patrióticos a los usados durante la contienda con el fin contrario, se recordaba a las mujeres que debían hacerse a un lado para dejar a los excombatientes ocupar el lugar que les correspondía en el mundo del trabajo y que como tales además merecían. Las mujeres, por el contrario, debían centrarse en el papel que les era propio si es que de verdad querían contribuir a la reconstrucción nacional. La crisis demográfica originada por la muerte de millones de hombres jóvenes debía ser combatida mediante la recuperación de la vida familiar tradicional y la dedicación de las mujeres a la crianza de nuevos hijos. Las que se resistían a abandonar los puestos de trabajo a los que habían accedido durante la guerra eran consideradas oportunistas que construían su propio bienestar a costa de los derechos de los excombatientes.
Los discursos oficiales de retorno de la mujer al ámbito doméstico se vieron reforzados por toda suerte de medidas legislativas. En algunos países como en Alemania las mujeres que habían ocupado puestos de trabajo masculinos sólo por razón de la guerra (en el transporte, la producción de municiones, la industria química…) no tuvieron derecho a percibir subsidio de desempleo, mientras que en el Reino Unido aquellas que se negaban a volver a trabajos de empleada doméstica perdían el derecho a percibir el subsidio. En Francia se ofrecía una gratificación económica a las mujeres dispuestas a dejar sus empleos en las fábricas y también en Alemania se aprobó el recurso al despido femenino antes que al masculino en caso de ser necesario. La legislación laboral protectora para mujeres se recuperó como un instrumento con el que «facilitar» la salida de estas del mundo del trabajo y en todas partes la imagen de la mujer-madre se glorificó como ideal femenino. Buena muestra de ello sería la institucionalización en Francia como fiesta nacional del día de la Madre en 1918, o la creación de las «medallas de la familia francesa» en 1920 para premiar a las madres de familias numerosas. Paralelamente, y de forma muy acusada en el país galo, comenzaron a proliferar medidas natalistas (que alcanzarían su momento de mayor gloria en toda Europa en la década de los treinta) como las leyes de 1920 y 1923 por las que se prohibía todo tipo de publicidad de medios anticonceptivos y se criminalizaba el aborto. La obsesión por el incremento de la natalidad en ocasiones tuvo consecuencias inesperadas y así los hijos ilegítimos si bien no eran celebrados, tampoco eran mal acogidos por el Estado; en casos como el alemán, se llegaron a aprobar leyes que establecían la igualdad de trato tanto a las mujeres casadas como a las madres de hijos ilegítimos fruto de relaciones con soldados destinados al frente durante la guerra.
La única excepción al modelo de desmovilización femenino imperante tras la guerra fue la de la Rusia soviética, ya que el trato igualitario a hombres y mujeres fue una de las premisas derivadas de la idea de igualdad social que movió a la revolución. Sin embargo, la política soviética que fue claramente feminista durante los años veinte giró bruscamente en la década siguiente para adoptar también el modelo tradicional de género, y así en 1930 se abolió la Zhenotdel (sección femenina del Comité Central del Partido Comunista) y la legislación favorable a la anticoncepción y el aborto fue modificada en sentido contrario.
A pesar de la fuerza de los discursos que abogaban por la vuelta de las mujeres al hogar y que demostraron hasta qué punto los cambios vividos durante los años de conflicto habían sido superficiales, la guerra consolidó algunas tendencias dentro del ámbito del trabajo de las mujeres, como el progresivo retroceso del porcentaje de empleadas domésticas respecto al total de las mujeres trabajadoras. Las mujeres se habían hecho presentes en otros sectores que pese a todo no estaban dispuestas a abandonar. Aunque su desaparición de los empleos masculinos más «visibles» como la conducción de tranvías o autobuses fue muy rápida, su capacidad para la realización de trabajos mecánicos no cualificados (algo que durante la guerra se había demostrado que podían hacer muy bien) fue muy apreciada en las fábricas en las que se empezaban a aplicar nuevas estrategias de producción a gran escala, como en las cadenas de montaje de la Citroën francesa. Por otra parte, la tendencia a ocupar un creciente número de puestos de trabajo en el sector terciario (banca, comercio, administración, profesiones liberales…), que hundía sus raíces en los años anteriores a la guerra, aumentó notablemente tras ella. En ocasiones, como sucedió en Reino Unido, la presencia de mujeres de clase media en este tipo de trabajos guardó relación con otro problema, la existencia de lo que entonces se denominó «mujeres del excedente».
Entre 1914 y 1918 murió el 9 por ciento de los hombres británicos menores de cuarenta y cinco años (unos setecientos mil hombres en total), de modo que poco después de terminar la guerra el número de mujeres en edad de contraer matrimonio superaba ampliamente el de varones disponibles. La imposibilidad de acceder al matrimonio se convirtió en una dura realidad tanto para muchas mujeres que se habían educado para él como para sus familias, pues con ello se abría el problema de garantizar el futuro de las hijas. La posibilidad de que las jóvenes de clase media se formasen para ocupar trabajos del sector terciario cobró entonces un interés inédito y su presencia en los mismos se aceptó como algo necesario. Como recuerda a través de una anécdota de la época la ensayista Virginia Nicholson, el trabajo de las mujeres de clase media se asumió al tiempo que la posibilidad de su soltería: «En 1917, la directora del instituto femenino Bournemouth se dirigió a una asamblea de sexto curso (la mayoría guardaba luto por algún miembro de su familia) de la siguiente manera: “Voy a deciros algo terrible. Sólo una de cada diez de vosotras se casará. Y no es una predicción mía. Es un dato estadístico. Casi todos los hombres que se podían haber casado con vosotras están muertos. Debéis abriros paso en este mundo lo mejor que podáis. La guerra ha dejado más huecos para las mujeres que antes, pero tendréis que luchar, tendréis que esforzaros”».
La conquista del mundo del trabajo para las mujeres de clase media fue una de las grandes herencias de la guerra (las de clase obrera trabajaban antes del conflicto y continuaron haciéndolo, por lo general en peores puestos, después de él), pero probablemente la más importante de todas ellas en la construcción de un modelo social más igualitario entre hombres y mujeres fue el reconocimiento de su derecho al voto. Aunque las sufragistas renunciaron durante la guerra a reclamar los derechos políticos de la mujer y abandonaron su discurso por el de la colaboración necesaria de las mujeres con el esfuerzo bélico, una vez terminada la guerra sus peticiones se vieron reforzadas por el papel determinante que habían desempeñado en el mismo. Si las mujeres habían trabajado como los hombres y, también como ellos, habían colaborado al sostenimiento de sus respectivos países, ¿cómo se les podía negar el derecho a participar activamente en la vida política de los mismos? Ya algunos de ellos habían reconocido el derecho al voto femenino durante el conflicto, como Rusia (1917) o el Reino Unido (1918), si bien buena parte de los países europeos lo harían después, como Alemania, Austria, Luxemburgo y Holanda que lo hicieron en 1919, Polonia y Suecia, en 1921, o Grecia, en 1929. En algunos casos, como el belga, el portugués y el húngaro, el derecho de voto de las mujeres se asoció a importantes restricciones en función de la edad o el estado civil, y tampoco faltaron los casos en que el voto femenino tendría que esperar a después de la Segunda Guerra Mundial, como en Francia, Suiza o Italia. La vinculación directa del voto con la Primera Guerra Mundial es objeto de discusión entre los historiadores, que tratan de discernir hasta qué punto los cambios ocurridos en aquellos años resultaron determinantes y hasta qué punto lo fueron otras dinámicas propias de las sociedades europeas de la época. Desde luego, la popularización de una imagen nueva de la mujer que había demostrado más capacidad de independencia que nunca, que podía trabajar y conducirse de un modo «masculino», desempeñó su papel en todo ello. La idea de la «nueva mujer» característica de los años veinte empezaba a abrirse paso. Y es que «lo nuevo» iba a ser en un sentido amplio una de las obsesiones de la sociedad posterior a la Gran Guerra.

§. Dejar atrás un mundo viejo
Durante los años de la guerra las mujeres, quizá como forma de adaptarse y expresar los nuevos tiempos, abandonaron los corsés, acortaron sus vestidos y comenzaron a cortarse el pelo. En ausencia de los hombres que estaban en el frente, muchas de ellas empezaron a salir solas, a trabajar y a conducirse de un modo independiente. Se había iniciado una liberación de costumbres que en los años inmediatamente posteriores a la finalización del conflicto encumbrarían una imagen femenina diferente de la tradicional, la de la «nueva mujer». La publicación en 1922 de la novela La Garçonne de Victor Margueritte consagró el nuevo arquetipo. Su protagonista, una joven de clase media, Monique Lerbier, encarnaba en todas sus facetas el ideal de la «nueva mujer»: pelo y falda cortos, tipo delgado, maquillaje, gusto por el deporte, el baile y la vida social, estudiante de la Sorbona, con un trabajo garantía de su independencia económica y un sinfín de amantes (hombres y mujeres) en desafío de la moral tradicional burguesa hasta que finalmente decide casarse con un hombre de ideas modernas. La obra causó un inmenso revuelo en la sociedad europea de la época, hasta el punto de provocar la expulsión de su autor de la Legión de Honor francesa. Sin embargo, como recuerda la historiadora Bonnie S. Anderson, «aunque causó conmoción en su tiempo, el libro fue inmensamente popular. De él se vendieron trescientos mil ejemplares en el primer año tras su publicación; en 1929 ya se habían vendido un millón de ejemplares solamente en Francia y el libro se había traducido a doce idiomas». La Garçonne expresaba el deseo de cambio de la sociedad posterior a la guerra y lo hacía rompiendo con la herencia burguesa del ideal europeo anterior a la contienda.
Obviamente, entre imagen y realidad existían importantísimas diferencias, pues el nuevo modelo femenino difícilmente podía estar al alcance de las mujeres de clase trabajadora que luchaban por superar la miseria de la posguerra en Centroeuropa o por conservar el puesto de trabajo en una fábrica en Francia o el Reino Unido. En palabras de Richard Vinen: «La vida que llevaban unas cuantas jóvenes burguesas en Londres, París o Berlín habría parecido algo remoto a las habitantes de la Irlanda rural, donde los curas hacían campaña para asegurar que los hombres y las mujeres se sentaran en el cine en secciones separadas y donde, en 1920, se fundó la Liga de Santa Brígida para hacer frente a las “indecentes modas del extranjero”». Sin embargo, el nuevo modelo femenino se haría muy popular a ambos lados del Atlántico, especialmente en el mundo urbano, donde los modernos medios de comunicación de masas como la prensa o el cine contribuyeron a popularizarlo. En un mundo urgido por crear una nueva imagen de sí mismo tras la cesura marcada por la guerra, la importancia de las nuevas ideas parecía superior a la de la misma realidad. Se trataba de construir un tiempo nuevo y para ello lo más importante era tener una idea del punto al que se quería llegar. En el caso de la imagen femenina, pronto se vería que los cambios habían sido demasiado endebles.
La ruptura con la sociedad burguesa de comienzos del siglo XX, su arrogante seguridad en sí misma como fuente de civilización, sus rígidos principios morales y sus expresiones culturales desde luego no era una novedad de la posguerra. Ya en los catorce primeros años del siglo, los sectores más avanzados del mundo intelectual y artístico habían iniciado una radical separación de los modelos sociales imperantes dando pie, entre otras cosas, a la aparición de las llamadas vanguardias artísticas. También entonces la ruptura se había hecho invocando el valor de lo nuevo y lo diferente aunque desde planteamientos muy minoritarios. El profundo impacto de la guerra en la mentalidad europea no haría sino ahondar las tensiones de la sociedad del cambio de siglo llevándolas hasta el extremo.
Una de las facetas más visibles y universales de la quiebra de las mentalidades causada por la guerra fue el enfrentamiento generacional existente entre los jóvenes que habían crecido durante los años del conflicto y aquellos que lo habían protagonizado. La magnitud del horror asociado a la Gran Guerra hizo que rápidamente esta fuese percibida como un límite temporal, una línea divisoria entre todo lo anterior y lo que estaba por venir. Para los jóvenes que no habían combatido durante los cuatro años de conflicto, las generaciones anteriores pasaron a representar el mundo absurdo e insensato que había conducido a aquel desastre sin precedentes y, en consecuencia, aunque podían compadecerse de los sufrimientos vividos, sentían un indecible desprecio por él. Por añadidura, los inciertos resultados de las negociaciones de paz en las que terminaría evidenciándose el fracaso de la política internacional, reforzarían la diferencia. El escritor Stefan Zweig reflexionó en sus memorias sobre la conflictiva relación entre la generación joven de la posguerra y la suya propia y sus consecuencias: « ¿Era de extrañar que toda una generación joven mirara con rencor y desprecio a sus padres, los cuales se habían dejado arrebatar primero la guerra y luego la paz, que lo habían hecho todo mal, que no habían previsto nada y se habían equivocado en todo? Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros […] La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro».
Los deseos de ruptura con el mundo previo a la guerra sentidos por la generación más joven de la posguerra, no fueron exclusivos de ella. También entre quienes habían vivido el conflicto la voluntad de construir una realidad distinta, claramente diferenciada del pasado, adquirió una dimensión extraordinaria que encontraría una de sus vías de expresión más importantes en el mundo de la cultura y el arte. Ya durante la belle époque las vanguardias habían iniciado su rebelión frente al mundo burgués del cambio de siglo empleando nuevos lenguajes artísticos que trataban de reflejar una realidad radicalmente distinta de la imperante. El abandono de las convenciones aceptadas durante siglos en la pintura marcado por el expresionismo, el fauvismo, el cubismo, el futurismo o la abstracción, el funcionalismo carente de ornamentación de la arquitectura racionalista, o el sacrificio de la melodía y la armonía en la música en aras de la expresividad, jalonaron el camino de la modernidad, y también tras la guerra, la ruptura con el mundo que había llevado al enfrentamiento bélico.
Desde el punto de vista formal, las innovaciones vinculadas a la guerra y la posguerra llegaron de la mano del dadaísmo, el constructivismo y el surrealismo. El primero surgió en 1916, en plena contienda, como protesta contra la misma y desafío de la sociedad que la había generado. La carencia de normas y la búsqueda de la provocación fueron sus armas aunque el movimiento murió con el conflicto. Trascendencia mucho mayor tendría tanto en el tiempo como en la historia del arte el surrealismo. Hijo de la angustia y el delirio de la guerra, el surrealismo era un formidable ejercicio de imaginación en el que lo onírico y lo irracional adquirían carta de naturaleza para expresar los más profundos sentimientos humanos. Por su parte, el constructivismo, que hundía sus raíces en la abstracción geométrica, se incorporó a la innovadora escuela arquitectónica surgida en la Alemania de Weimar, la Bauhaus, que pasaría a ser uno de los más importantes exponentes de la arquitectura moderna.
Pero si bien los caminos por los que discurrió la renovación artística y cultural de la posguerra ya habían sido apuntados en los años previos al conflicto, la trascendencia y popularidad de sus formas de expresión en la sociedad posterior a 1918 fue muy distinta a la vivida con anterioridad a 1914. Aunque como entonces el gusto mayoritario distaba del arte de las vanguardias, estas alcanzaron en los años posteriores a la guerra un grado de incorporación a la vida cotidiana desconocido hasta la época. Fruto del deseo de renovación vinculado a la superación del conflicto, la modernidad comenzó a ser identificada de forma creciente con el mundo y la cultura propios de quienes habían dejado atrás la Gran Guerra. Así, el empresario teatral Serguéi Diáguilev que antes de esta había sido agriamente criticado y abucheado por el estreno de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky, se convirtió en referente de la calidad y la modernidad teatrales. Como recuerda el historiador Eric Hobsbawm, «desde que hiciera su producción de Parade, presentada en 1917 en París (con diseños de Picasso, música de Satie, libreto de Jean Cocteau y notas del programa a cargo de Guillaume Apollinaire), se hizo obligado contar con decorados de cubistas como Georges Bracque y Juan Gris, y música escrita, o reescrita, por Stravinsky, Falla, Milhaud y Poulenc». Tras la guerra todas las que antes habían sido consideradas como provocaciones de gusto más que dudoso y ataques a la sociedad de la época y sus principios, pasaron a recibirse como demostraciones de modernidad frente a un mundo con el que deseaba romperse. Quizá una de las muestras más elocuentes en este sentido, así como del grado de incorporación de la modernidad artística al imaginario colectivo, sería la incursión de las expresiones artísticas vanguardistas a medios de entretenimiento de masas como la música (a través del jazz) o el cine.
Frecuentemente se afirma que la Primera Guerra Mundial marcó el auténtico inicio del siglo XX. Y es que, lejos de ser una exageración, la Gran Guerra prefiguró en buena medida las líneas maestras del mundo actual. Los años del conflicto abrieron las puertas a un modelo de sociedad de masas en el que la importancia de la opinión pública y los medios de comunicación comenzaba a ser determinante, el consumo se configuraba como uno de los ejes fundamentales de la economía, y los conceptos de renovación y modernidad se popularizaban en un sentido siempre positivo. Los hechos acaecidos durante aquellos cuatro años marcaron también pasos esenciales en la plena incorporación de la mujer en el ámbito público, tanto por la trascendencia del trabajo femenino en el sostenimiento del esfuerzo bélico, como por el reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres que tuvo lugar como consecuencia de ello.
Pero no sólo algunas de las actuales dinámicas sociales son herederas de aquel conflicto. También la escena política de nuestros días guarda un estrecho vínculo con las consecuencias de lo sucedido en aquellos años terribles. Las corrientes ideológicas que dieron pie a algunos de los regímenes políticos más importantes del siglo XX, el fascismo y el comunismo, tuvieron su origen bien durante la guerra bien como consecuencia directa de ella. Y en la articulación de una respuesta política a los mismos, Estados Unidos volvería a asumir con fuerza redoblada el papel de gran potencia mundial que estrenó durante la Primera Guerra Mundial y que aún hoy conserva. Por otra parte, la construcción de una Europa fuerte que trata de contrarrestar el peso político y económico de Estados Unidos mediante la Unión Europea sólo ha sido posible gracias al deseo de superar el eterno enfrentamiento franco-alemán que parecía imposible de erradicar tras la Primera Guerra Mundial, pero que en cambio se puso en marcha sorprendentemente pronto tras la Segunda, pues la iniciativa del ministro de Exteriores francés Schuman de crear una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en mayo de 1950, tuvo inmediatamente la adhesión del gobierno de Bonn y fue la primera piedra de la Unión Europea.
Fuera de Europa, el contexto de la guerra fue fundamental para que algunos de los actores más importantes de la actual escena internacional comenzasen a tomar conciencia de sus posibilidades, ya que el nacionalismo anticolonial que germinó entre 1914 y 1918 en diferentes territorios sometidos al poder europeo se hallaría en el origen del empuje de las llamadas potencias emergentes. Incluso el precario equilibrio político de zonas tan explosivas como Oriente Próximo, donde el conflicto árabe-israelí ha pasado a ser un factor determinante a la hora de definir la política internacional de los países occidentales, hunde sus raíces en lo acontecido durante la contienda.
Son muchas las cuestiones que unen nuestra realidad con la Gran Guerra. Sin embargo al hacer un balance de ellas, la herencia más descorazonadora es sin duda la de un modelo de guerra que entonces se estrenó y que no ha dejado de estar vigente hasta nuestros días. La guerra industrializada y altamente tecnificada, en que la violencia contra la población civil forma parte de los recursos bélicos es hoy tan habitual como vergonzante. Por el contrario, la existencia de instituciones internacionales que tratan de resolver los conflictos mediante el diálogo, pese al mayor o menor éxito de sus logros, constituye el legado más digno de aquella guerra. La Sociedad de Naciones creada en 1919 fue el germen de la actual Organización de las Naciones Unidas, cuyo espíritu aún hoy nos habla de lo mejor de aquel agitado tiempo.

Cronología

1879
Alianza militar entre el Imperio alemán y el austro-húngaro.
1882
Italia se suma a la alianza germano-austríaca, formando así la Triple Alianza.
1894
Tratado de alianza entre los gobiernos de la República francesa y el Imperio ruso.
1898
El almirante Von Tirpitz presenta al emperador alemán Guillermo II un ambicioso proyecto para construir una armada de guerra alemana.
1904
Entente Cordiale, acuerdo diplomático entre Reino Unido y Francia.
1904-1905
Guerra ruso-japonesa, ante la sorpresa internacional ganada por Japón.
1905
III: El desembarco de Guillermo II en Tánger causa la Primera Crisis Marroquí, solventada al año siguiente en la Conferencia de Algeciras.
VI-X: Revolución en Rusia.
1907
Acuerdo de amistad entre Reino Unido y Rusia. Queda formalizada la Triple Entente.
1908
El grupo reformista Jóvenes Turcos se hace con el poder en el Imperio otomano. Reacciones en cadena: Austria-Hungría se anexiona unilateralmente Bosnia-Herzegovina, Bulgaria se declara independiente y Grecia se anexiona Creta. Crisis diplomática internacional.
1911
VII: El envío del acorazado alemán Panther a Agadir ocasiona la Segunda Crisis Marroquí.
IX: Italia invade Tripolitania (Libia), último territorio africano que quedaba bajo soberanía de Constantinopla, dando origen a una guerra con el Imperio otomano que se prolongaría hasta el año siguiente.
1912
X: Primera guerra balcánica; Grecia, Serbia y Bulgaria declaran la guerra al Imperio otomano para apoderarse de sus territorios europeos. Derrota otomana.
1913
VI: Segunda guerra balcánica: Serbia, Grecia, Rumanía y el Imperio otomano declaran la guerra a Bulgaria, que es derrotada. Independencia de Albania.
1914
28/VI: Asesinato en Sarajevo del heredero austro-húngaro, el archiduque Francisco Fernando, y de su esposa la condesa Sofía.
23/VII: Ultimátum austro-húngaro a Serbia.
25/VII: Respuesta serbia aceptando parcialmente las condiciones planteadas por Viena.
28/VII: Austria-Hungría declara la guerra a Serbia.
30/VII: Rusia decreta la movilización general de sus tropas.
31/VII: Ultimátum de Alemania a Rusia exigiendo la suspensión de la movilización.
1/VIII: Alemania y Francia decretan la movilización general.
3/VIII: Alemania declara la guerra a Francia y comienza la invasión de Bélgica. Ultimátum británico a Alemania exigiendo la retirada de sus tropas de Bélgica.
4/VIII: Gran Bretaña declara la guerra a Alemania.
12/VIII: Los acorazados alemanes Breslau y Goeben atracan en Constantinopla.
15/VIII: Batalla de Gumbinnen, victoria de las tropas rusas sobre las alemanas.
23/VIII: Batalla de Mons, primer choque de fuerzas británicas con las alemanas. Japón declara la guerra a Alemania.
26/VIII: Togo es la primera colonia alemana en rendirse.
26-30/VIII: Batalla de Tannenberg: victoria de las tropas alemanas sobre las rusas.
6-9/IX: Batalla del Marne, se contiene el avance alemán sobre París.
6-15/IX: Batalla de los Lagos Masurianos, los rusos evacuan Prusia Oriental.
X: Comienza la «carrera hacia el mar», los ejércitos aliado y alemán emprenden una marcha acelerada hacia el canal de la Mancha.
29/X: Los acorazados Breslau y Goeben, ahora bajo bandera otomana, bombardean el puerto ruso de Odesa. Entrada del Imperio otomano en la guerra del lado de las Potencias Centrales.
30/X-11/XI: Primera batalla de Ypres.
1/XI: Batalla de Coronel, un escuadrón de marina alemán destruye un destacamento británico.
2-5/XI: Francia, Reino Unido y el Imperio ruso declaran la guerra al Imperio otomano. Gran Bretaña se anexiona Chipre.
18/XI: Inicio de la ofensiva otomana en el Cáucaso.
21/XI: Tropas británicas toman Basora, en lo que constituía el primer paso para apoderarse de Mesopotamia.
XII: Egipto es declarado formalmente protectorado del Reino Unido.
8/XII: Batalla de las Malvinas, los británicos destruyen el escuadrón de marina alemán del Atlántico sur.
1915
I: Escaramuza naval en el Dogger Bank entre navíos británicos y alemanes.
III: Fuerzas navales británicas intentan penetrar en el estrecho de los Dardanelos, son rechazados por los turcos.
22/IV: Comienza la segunda batalla de Ypres.
25/IV: Fuerzas británicas desembarcan en la península de Galípoli.
26/IV: Tratado de Londres, por el que Italia se alía con la Triple Entente.
6/V: Un submarino alemán hunde el transatlántico Lusitania.
23/V: Italia declara la guerra a las Potencias Centrales.
23/VI: Italia lanza su primer ataque en el Isonzo contra Austria-Hungría.
VIII: Fuerzas alemanas invaden la Polonia rusa.
19/IX: Alemania y Austria-Hungría lanzan la invasión de Serbia.
3/X: Desembarco de un cuerpo expedicionario aliado en Salónica.
14/X: Bulgaria entra en la guerra a favor de las Potencias Centrales.
5/XII: El cuerpo militar británico que ascendía por el Tigris es sitiado en Kut-el-Amara.
10/XII: Los aliados comienzan la evacuación de la península de Galípoli.
1916
21/II: Comienza la batalla de Verdún, aunque las acciones principales se extendieron hasta mayo hubo actividad bélica durante todo el año.
9/III: Alemania declara la guerra a Portugal.
20/IV: Estalla en Irlanda la «Rebelión de Pascua», el mayor conflicto interno al que se enfrentó Gran Bretaña durante la guerra.
29/IV: Los británicos se rinden ante las fuerzas turcas sitiadoras en Kut-el-Amara.
16/V: Acuerdo Sykes-Picot entre los gobiernos francés y británico por el que pactan el reparto de los territorios del Imperio otomano en caso de victoria.
31/V-1/VI: Batalla de Jutlandia entre las flotas de guerra británica y alemana.
4/VI: El ejército ruso lanza la Ofensiva Brusílov.
1/VII: Comienza la batalla del Somme, que se extenderá hasta noviembre.
27/VIII: Rumanía declara la guerra a Austria-Hungría y entra en la guerra del lado de los aliados.
21/XI: Muere en Viena Francisco José I de Austria-Hungría, le sucede su sobrino nieto, Carlos I.
5/XII: Con la toma de Bucarest se completa la invasión de Rumanía por las Potencias Centrales.
1917
9/I: El alto mando alemán decide emprender la guerra submarina sin restricciones.
21/II: Los alemanes comienzan su retirada estratégica en el frente occidental hacia la Línea Sigfrido.
11/III: Los británicos toman Bagdad.
12/III: Revolución de Febrero en Rusia.
5/IV: Estados Unidos declara la guerra a Alemania.
16/IV: Batalla del Aisne.
29/IV: Primeros motines entre las tropas francesas del frente occidental, que se extienden imparablemente hasta junio.
27/VI: Grecia entra en la guerra de lado de los aliados.
1/VII: Los rusos lanzan la Ofensiva Kerenski.
31/VII: Ofensiva británica en Flandes, que se extenderá hasta noviembre (batalla de Passchendaele).
25/X: Aplastante derrota italiana en la batalla de Caporetto.
31/X: Los británicos logran abrir brecha en Suez por la que penetrar en Palestina.
2/XI: Declaración Balfour.
8/XI: Revolución de Octubre en Rusia, los bolcheviques toman el poder.
9/XII: Los británicos toman Jerusalén.
1918
8/I: El presidente Wilson presenta ante el Congreso su programa para la construcción de la paz, conocido como «Catorce puntos de Wilson».
3/III: Tratado de Brest-Litovsk, Rusia firma la paz por separado con las Potencias Centrales.
21/III: Inicio de la Ofensiva Ludendorff en el frente occidental.
1/V: Entran en acción las primeras tropas estadounidenses en el frente occidental.
15/VI: Gran ofensiva austro-húngara en el frente italiano.
16/VII: Ludendorff lanza la gran ofensiva Friedenssturm.
26/VII: Foch ordena el avance general de las fuerzas aliadas en todo el frente.
3/IX: Foch ordena asaltar la Línea Sigfrido.
29/IX: Ludendorff informa al káiser de que no hay posibilidad de ganar la guerra.
30/IX: Capitulación de Bulgaria ante los aliados.
24/X: Derrota austro-húngara en la batalla de Vittorio Veneto.
28/X-1/XI: Disolución del Imperio austro-húngaro con la declaración de independencia de sus diferentes nacionalidades.
29/X: Rebelión de los marinos de la base naval alemana de Kiel, inicio de un movimiento revolucionario en las principales ciudades alemanas.
30/X: Capitulación del Imperio otomano ante los aliados.
3/XI: Armisticio entre los aliados y Austria-Hungría.
9/XI: Guillermo II es expulsado de Alemania, donde se proclama la República.
11/XI: Armisticio entre Alemania y los aliados. Fin de la guerra.
1919
5-14/I: Revolución espartaquista en Berlín.
18/I: Apertura de la Conferencia de Paz de París.
25/I: El pleno de la conferencia aprueba la creación de la Sociedad de Naciones.
28/VI: Firma del Tratado de Versalles el 28 de junio entre los aliados y Alemania.
10/IX: Firma del Tratado de Saint Germain-en-Laye con Austria.
27/XI: Firma del Tratado de Neuilly con Bulgaria.
1920
4/VI: Firma del Tratado de Trianon entre los aliados y Hungría.
10/VIII: Firma del Tratado de Sèvres con Turquía.

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- Página dedicada a la Primera Guerra Mundial que incluye artículos de especialistas y recursos interactivos. http://www.bbc.co.uk/history/worldwars/wwone/
- Página dedicada al frente interno en Gran Bretaña durante la Gran Guerra. http://www.bbc.co.uk/history/british/ britain_wwone/
- Musée Canadien de la Guerre-Canadian War Museum http://www.museedelaguerre.ca/accueil/
- Incluye la exposición virtual Le Canada et la Première Guerre Mondiale. http://www.museedelaguerre.ca/cwm/exhibitions /guerre/home-f.aspx
La participation du Canada à la Première Guerre mondiale
- Página mantenida por el Ministerio de Asuntos de Veteranos y de la Francofonía de Canadá. http://www.veterans.gc.ca/fra/histoire/ premiereguerre/canada
Mission Centenaire 14-18
- Portal oficial del gobierno de la República Francesa para la conmemoración del centenario de la Gran Guerra. http://centenaire.org/fr
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The First World War. Sources for History
- Exposición virtual de fondos de los National Archives del Reino Unido. http://www.nationalarchives.gov.uk/pathways/ firstworldwar/
Mémorial de Verdun-Musée
- Página del museo dedicado a preservar la memoria de la batalla de Verdún. http://www.memorialdeverdun.fr/index.php/ accueil.html
Deutsches Marinemuseum Wilhelmshaven
- Página del museo de la marina alemana, emplazado en la base histórica de la armada del Mar del Norte (sólo en alemán). http://www.marinemuseum.de/
Historial de la Grande Guerre-Musée de la Première Guerre Mondiale, 1914-1918. Péronne-Somme-Picardie
- Página del museo nacional francés sobre la Primera Guerra Mundial. http://www.historial.org/
The Great War Archive (Oxford University)
- Proyecto de la Universidad de Oxford que recoge documentos y objetos donados por particulares con objeto de ilustrar la vida cotidiana de combatientes y civiles durante la contienda. http://www.oucs.ox.ac.uk/ww1lit/gwa