La inducción electromagnética - Sergio Parra Castillo

La inducción electromagnética

Sergio Parra Castillo

Introducción

Planetas como la Tierra se formaron a partir de los elementos que se cocinaron en las entrañas de las estrellas. Algunos de estos elementos fueron los metales, que se ocultaron en las profundidades del mundo. Este núcleo metálico líquido en rotación convirtió nuestro planeta en un imán gigantesco. Todo cuanto hay sobre la Tierra, pues, está inmerso en un campo de fuerzas magnético invisible, creado como consecuencia del movimiento de cargas eléctricas. Y, si bien algunas culturas, como la china de la época clásica, lograron detectar este campo invisible, empleando paute de sus propiedades para orientar sus brújulas durante la navegación, su naturaleza fue un misterio durante siglos.

En el siglo XIX, sin embargo, todo lo que se sabía acerca de ese campo invisible e indetectable cambió radicalmente gracias a la humildad, la heterodoxia y la inteligencia de un hombre nacido en 1791, solo unos cien años después de que se insinuara la existencia del electrón: el genio inglés de la física experimental Michael Faraday.

De igual modo, a pesar de que la fuerza eléctrica llevaba funcionando ininterrumpidamente desde hacía más de trece mil millones de años, también resultaba un enigma para la humanidad, inserto en el seno de los átomos que todo lo constituían: aunque los efectos eléctricos se manifestaban por doquier, su esencia permanecía oculta porque las cargas eléctricas positivas y negativas tienden a equilibrarse mutuamente. Faraday también puso en evidencia los fenómenos eléctricos, uniéndolos inextricablemente a los magnéticos.

A Faraday le debemos el descubrimiento de la ley de la inducción —que lleva su nombre—, según la cual un campo magnético variable crea un campo eléctrico; fue el primero que demostró que podía generarse una corriente eléctrica a partir de un campo magnético; fue el inventor del motor eléctrico y la dinamo, que cambiarían la forma en que viviría la gente para siempre; demostró que hay una relación entre electricidad y el enlace químico, y empezó a dilucidar el efecto del magnetismo sobre la luz. Y todas estas hazañas las logró sin estudios superiores y sin tener demasiados conocimientos en matemáticas. Faraday escribió todos sus descubrimientos en un lenguaje descriptivo acompañado de dibujos y esquemas, sin emplear ni una sola ecuación.

Porque Faraday, además de un gran experimentador, también fue un excelente divulgador de su propia obra, hasta el punto de que solía impartir conferencias navideñas a los niños a fin de que la ciencia no se quedara dentro de los confines de las elitistas instituciones de la época —actualmente, las Christmas Lectures siguen celebrándose, y en ellas han participado científicos y divulgadores como Cari Sagan o David Attenborough—. En la primera de ellas, en 1826, explicó la que posiblemente sea una de sus afirmaciones más populares: que una vela ilustraba todos los procesos físicos conocidos. Sirviéndonos de esta imagen, se podría decir que Faraday fue una vela para toda Inglaterra, y aun más: una cegadora chispa que iluminó al mundo para siempre.

Faraday también es el padre del concepto físico de campo magnético, así como de otros tantos términos que él mismo acuñó, junto a un amigo filólogo, William Whewell, para designar tanto los fenómenos que descubría como los conceptos que postulaba. Términos del ámbito de la química como ión (un átomo cargado eléctricamente), catión (un átomo con carga positiva) y anión (un átomo con carga negativa) se los debemos, pues, a Michael Faraday. También en el ámbito de la física, la acuñación terminológica de Faraday fue prolija; electrodo, dieléctrico o diamagnético son solo algunos ejemplos.

El término electricidad proviene del griego elektron, que significa ámbar, las propiedades eléctricas del cual fueron descubiertas en la antigua Grecia. Desde entonces hasta el siglo XVIII se avanzó muy poco en la comprensión de los fenómenos eléctricos. La razón principal de este largo lapso de tiempo es que hace relativamente poco que la ciencia pasó de ser meramente especulativa a estar respaldada por la realización sistemática de experimentos. Con todo, a pesar de lo mucho que aun se ignoraba acerca del funcionamiento íntimo de la electricidad, se lograron construir teléfonos, telégrafos y bombillas, así como motores eléctricos. Sin embargo, hasta la llegada del gran experimentador Faraday, la electricidad se limitaba, sobre todo, a ser un asunto pintoresco. Científicos del siglo XVIII desarrollaron máquinas para obtener pequeñas cantidades de carga eléctrica y dispositivos donde acumular la carga generada, pero lo más llamativo que proyectaba la electricidad sobre la sociedad eran los experimentos recreativos de electroestática en los salones de clases altas, generando chispas, dando calambrazos o incluso electrocutando pavos. Algunas mujeres de alcurnia se llegaron a pasear por París con un sombrero puntiagudo del que colgaba un cable a modo de pararrayos.

Igual suerte corría el desarrollo de los fenómenos magnéticos, cuyos primeros estudios se atribuyen a Tales de Mileto en el siglo vi a.C. La palabra magnetismo procede del nombre de la ciudad griega de Magnesia, donde abundaba la magnetita, un imán natural. Otra teoría etimológica adjudicada a Plinio el Viejo, sabio romano del siglo i, sitúa el origen del término en la leyenda de un pastor llamado Magnus, descubridor del magnetismo, cuyo bastón, terminado en una punta metálica, acabó con una roca pegada a él mientras caminaba con su ganado por el monte. Hasta el siglo XVI, el conocimiento sobre el magnetismo tampoco había avanzado demasiado. Un inglés llamado William Gilbert sentó las bases del estudio moderno del magnetismo, descubriendo, por ejemplo, que la Tierra se comporta como un imán de tamaño planetario.

Faraday, sin embargo, tuvo la capacidad de contemplar estos fenómenos como algo diferente, como un conjunto de propiedades en las que, con la agudeza visual adecuada, uno podía descubrir las huellas de Dios. Esta particular agudeza visual, espoleada por su fe, permitió a Faraday desafiar las concepciones intocables de Newton, lo cual era doblemente ignominioso al proceder de alguien que ni siquiera tenía destrezas matemáticas. A la postre, tal audacia intelectual procedente del que probablemente era el más humilde y sencillo científico de su época, acarreó una consecuencia trascendental: transformó la Revolución industrial —de cuya tiranía laboral a punto estuvo de caer víctima debido a su baja condición social— convirtiéndola en la Era de la electricidad. Una nueva era en la que la gente ya no debía trabajar esclavizada para obtener un salario, a la vez que permitía que las clases más modestas gozaran por fin de la posibilidad de acceder a los templos del saber por su condición intelectual y no por el color de su sangre o el apellido de la familia.

Pero no todo fue coincidencia, arquitectura mental moldeada por la religión o incluso curiosidad insaciable y heterodoxa. En Faraday, ante todo, encontramos sacrificio y tesón. También hizo grandes avances en otros campos de la ciencia, como la química —licuando gases— o la óptica —estableciendo interacciones entre luz y magnetismo—, descubriendo los diamagnéticos o inventando la jaula que lleva su nombre, que actualmente vemos aplicada en ascensores, microondas o aviones. Y ya con muchos años a la espalda, su mente continuó funcionando incansablemente hasta el final, estableciendo comunicación epistolar con decenas de científicos e investigadores, colaborando en proyectos de colegas —como el establecimiento de un cable de comunicaciones que conectaba el continente europeo con América—, e inspirando con sus conferencias y artículos a innumerables jóvenes que más tarde desarrollarían sus propias carreras brillantes. De todos ellos, quizá el caso más destacado fue el de James Clerk Maxwell, quien codificó al lenguaje matemático todas las ideas de Faraday a propósito del electromagnetismo; y, más tarde, también Albert Einstein debería admitir su deuda con Maxwell y el propio Faraday.

Y todas estas hazañas intelectuales, además, las llevaría a cabo Faraday de forma metódica y ordenada, solo permitiéndose un pequeño descanso con cuarenta y nueve años, cuando su mente y su cuerpo fueron víctimas de una grave crisis por agotamiento —idéntica edad, por cierto, en la que Newton había padecido una crisis análoga—. Tan ordenada fue siempre la disposición de Faraday que incluso su Diario, el bloc de notas donde todo lo apuntaba y dibujaba, muestra numerada correlativamente la principal secuencia de párrafos desde el 1 hasta el 16041, a lo largo de un período de treinta años. En ocasiones parecía como si la energía inagotable de Faraday fuese generada por una de las dinamos que él mismo diseñó. Faraday incluso sacrificaría su luna de miel por el simple hecho de no perder horas de laboratorio. Para Faraday, pues, no había otra cosa que la ciencia, tanto en el ámbito de la investigación como de la divulgación.

Tamaño arrojo y dedicación, unido a su formidable afán por transmitir el conocimiento científico extramuros de instituciones para aristócratas que tenían la ciencia como afición, convirtieron a Faraday en un héroe tanto académico como popular. Sobre todo popular. Sus charlas y conferencias siempre evitaron la pomposidad y las ecuaciones para no iniciados, aplicando estrategias que hoy en día han asimilado figuras como la del showman o el coach para ejecutivos, y beneficiándose así de la gran ventaja de expresarse con claridad que es, en palabras de George Orwell: «Cuando hagas una observación estúpida, su estupidez resultará obvia incluso para ti». Faraday también era simpático y amable, además de buena persona. Quienes lo conocieron, siempre se refirieron a él como un ciudadano de moral intachable, más preocupado por hacer lo correcto que por adornarse con los oropeles del éxito.

Gracias a Faraday la ciencia comenzó a ser una profesión más que un entretenimiento para aficionados con enormes recursos económicos. Una fenomenal gama de aparatos concebidos a raíz de los descubrimientos de Faraday ahorraban el trabajo en hogares y fábricas, lo que condujo a que la gente tuviera más tiempo libre. Un tiempo que, algunos, podían dedicar a la investigación —muchos de ellos, ciertamente, inspirados por la pasión divulgativa de Faraday. Lo que, finalmente, catapultó a la nación británica, pequeña y poco poblada si se comparaba con Francia, Japón o China, a un protagonismo internacional absoluto.

El motor principal de la actividad científica era, más que nunca, el talento y la curiosidad, haciendo realidad aquellas palabras de la novelista Sybille Bedford: «Las leyes del universo eran algo a lo que cualquiera podía enfrentarse agradablemente instalado en un taller dispuesto detrás de los establos». Una frase que adquiere aún más sentido si nos trasladamos al Londres contemporáneo, al 16 de Jacob’s Well Mews, un recóndito callejón en el que Faraday vivió su infancia, y que recuerda poderosamente a los antiguos establos, lejos de la exclusiva Royal Institution of Great Britain. Con todo, en el interior de esta institución, fundada en 1799 y dedicada a la investigación y difusión de la ciencia, que hasta entonces vedaba el paso a las clases sociales humildes, ahora se aloja el Faraday Museum, donde se conserva su laboratorio y muchos de sus aparatos originales, como símbolo de que la ciencia por fin ya no entiende de clases. Faraday fue el hilo conductor entre ambos mundos, fascinando a unos y otros, tanto a científicos «de establo» como a los más pudientes.

De este modo se propició una revolución tanto científica como social; revolución que, irónicamente, el propio Faraday se negó a protagonizar, restándole importancia a su trabajo, aceptando a regañadientes las innumerables distinciones que recibió en vida

Michael Faraday fue una chispa que electrizó la ciencia y la sociedad de la época. Porque, a pesar de su devoción religiosa —o precisamente a causa de ella—, Faraday, al igual que Prometeo, escaló el Olimpo, le robó el fuego a los dioses, el fuego divino, la chispa tecnológica que prendió bombillas y lámparas, e iluminó definitivamente un mundo sumido en la oscuridad.

Cronología

1791El 22 de septiembre Michael Faraday nace en Newington, Inglaterra.
1804Empieza a trabajar como repartidor de diarios y luego, en 1805, como aprendiz de encuadernador en una librería, en cuyo sótano realiza sus primeros experimentos científicos.
1812Gracias a una mezcla de suerte y audacia Faraday consigue asistir a las conferencias de sir Humphry Davy, uno de los científicos más populares de Inglaterra.
1813Faraday consigue un puesto como ayudante personal de Davy en su laboratorio de la Royal Institution.
1814Acepta ser ayudante de cámara de Davy durante un viaje de dieciocho meses por Francia e Italia, en el que conoce a científicos de renombre.A su regreso, le conceden permiso para experimentar por su cuenta
1820Faraday obtiene un puesto estable en la Royal Institution.
1821Contrae matrimonio con Sarah Barnard y se instalan en el ático de la Royal Institution. Descubre los primeros indicios de las rotaciones electromagnéticas (motor eléctrico).
1823Lleva a cabo una serie de experimentos para licuar gases y publica el primer estudio riguroso sobre licuefacción.
1825Es nombrado director de la Royal Institution. Inicia sus «Conferencias Vespertinas de los Viernes». A partir del análisis de un producto de desecho del aceite de ballena descubre el benceno.
1829Muere su maestro y protector Humphry Davy.
1831Descubre las corrientes inducidas (generador eléctrico) y describe todas las formas posibles de inducción electromagnética.
1832Postula las leyes de la electrólisis.
1837Estudia los dieléctricos y descubre la capacidad inductiva específica.
1845Descubre el diamagnetismo y la rotación del plano de polarización de la luz.
1851Faraday especula sobre la realidad física de las líneas de fuerza magnéticas, ya conjeturadas por él mismo por primera vez en un informe científico publicado en 1831.
1857Se le ofrece la presidencia de la Royal Society, pero rechaza la oferta por problemas de salud.
1862Se jubila y la reina Victoria le ofrece una casa en Hampton Court, donde pasa los últimos afros de su vida.
1867Faraday fallece el 25 de agosto.

Capítulo 1
Buscando la chispa divina

A principios de 1800, la contaminación generada por la Revolución industrial y la escasez de luz que proporcionaba el gas del alumbrado público hacían de Londres un lugar inhóspito y mal iluminado. Un manto de oscuridad que también cubría la naturaleza de la electricidad, lo que imposibilitaba entender sus implicaciones prácticas. Sin embargo, una humilde familia estaba criando a un niño que muy pronto empezaría a fascinarse tanto por los fenómenos eléctricos como los magnéticos.

Cuando Michael Faraday nació, el mundo era un lugar doblemente oscuro. Lo era por la escasez de fuentes de luz artificial. Y también porque el planeta Tierra se cubrió de un manto de ceniza debido a la erupción de un remoto volcán.

Su lugar de nacimiento, Newington, en Inglaterra, también era un lugar particularmente contaminado por las emisiones de humo de las máquinas de la Revolución industrial, que apartaba paulatinamente a los trabajadores del ámbito rural y los condenaba a largas jomadas laborales en las que difícilmente uno podía descollar social o intelectualmente. Faraday, sin embargo, consiguió escapar de esta dinámica en el último instante, labrándose finalmente una de las más brillantes carreras científicas del siglo XIX.

Parte del mérito hay que atribuírselo al hecho de haber conseguido un trabajo remunerado: encuadernar libros. En aquella época leer libros era una actividad ociosa muy cara, pero Faraday tenía acceso a todos los que él mismo encuadernaba, libros que acabó leyendo con la misma disposición del orfebre examinando el resultado de su obra.

La otra parte del mérito probablemente hay que atribuírselo al particular credo religioso que profesaba Faraday: el de los sandemanianos, una secta cristiana minoritaria y muy severa que interpretaba las Sagradas Escrituras de forma literal.


§. La oscuridad de una vela

Antes del advenimiento de la electricidad, en una gran ciudad como Londres una familia corriente acostumbraba a pasar la noche con una sola vela. Frente a esta imagen un tanto romántica, cabe recordar que la luz que proporciona una vela es una centésima parte de la luz que genera una bombilla de cien vatios. Y, además, las velas tenían una vida útil efímera.

Las clases más pudientes tenían otras alternativas, como las lámparas de gas, pero estas eran muy caras, precisaban de un continuo mantenimiento y eran particularmente mugrientas, hasta el punto de que ensuciaban la ropa y provocaban algunos problemas de salud. Por ello, libros como The American Woman’s Home (1869, La casa de la mujer americana), de Catherine y Harriet Beecher Stowe, continuaban ofreciendo instrucciones para fabricar velas en una época tan próxima como 1869.

A principios del siglo XVIII, la gente tenía miedo de salir por la noche, y los que lo hacían acostumbraban a contratar los servicios de los linkboys, chicos que llevaban antorchas hechas de cuerdas gruesas impregnadas en resina y otros materiales combustibles. Casi cien años después, la calidad de la iluminación prácticamente no había evolucionado en tres siglos. En la década de 1850, las calles seguían siendo tenebrosas por la noche, pues el alumbrado público a gas proporcionaba menos luz que una bombilla moderna de 2,5 vatios. A esto hay que añadir que las farolas eran muy escasas: por lo general, entre una y otra había un mínimo de treinta metros de oscuridad. Más que iluminar las calles, en algunas vías londinenses las farolas servían como guías o faros para no perderse. Hasta los años treinta del siglo pasado, casi la mitad de la ciudad continuaba iluminada de esta forma tan precaria. E iluminar las estancias con gas tampoco era muy saludable: los trabajadores de oficinas iluminadas solían referir casos de cefaleas y náuseas.

Con todo, cuando el joven Michael Faraday, con diecinueve años, salía de la casa del profesor Tatum, no podía evitar detenerse maravillado frente a las farolas de gas de Dorsett Street, recientemente instaladas. Las farolas hicieron que caminar por las calles iluminadas fuese un poco más seguro, y de hecho, las tasas de delincuencia se redujeron. Sin embargo, aún se necesitaba más luz para vencer a la oscuridad. Faraday acudía a las clases de Tatum ya que no podía permitirse asistir a la universidad porque su familia era humilde, pero su mente albergaba el anhelo de aprender todo cuanto pudiera. Acaso, sin saberlo aún, para permitir que algún día la luz bañara las calles más sombrías.

Esta oscuridad que todavía reinaba en Londres fue particularmente intensa a partir de 1815, cuando Tambora, un volcán de una remota isla indonesia llamada Sunbawa, entró en erupción, la mayor de los últimos 10000 años, el equivalente a la explosión simultánea de 60000 bombas atómicas como la de Hiroshima. Unas 150 millones de toneladas de partículas de polvo fueron eyectadas al cielo y, a causa del viento, dieron varias vueltas al mundo, cubriendo toda la atmósfera terrestre. El cielo de ciudades tan alejadas del volcán como Londres o París se oscureció, y la temperatura global descendió varios grados, hasta el punto de que el Támesis se congeló. Este ambiente con ribetes apocalípticos incluso influyó en el desarrollo del Romanticismo, inspirando por ejemplo al poeta Lord Byron (1788-1824) —cuya hija, Ada Lovelace (1815-1852), acabaría especialmente interesada en las teorías de Michael Faraday— a escribir en 1816 su poema de 82 versos Darkness (Oscuridad):

Yo tuve un sueño, que no era un sueño.
El luminoso sol se había extinguido y las estrellas
vagaban a oscuras en el espacio eterno.
Sin luz y sin rumbo, la helada tierra
Oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna.
Llegó el alba y se fue. Y llegó de nuevo, sin traer el día.

Aquel tenebroso verano de 1816 también inspiró a escritores como Mary Shelley (1797-1851) para concebir el personaje literario del monstruo de Frankenstein. Y artistas como William Turner (1775-1851) pintaron sus lienzos con puestas de sol de colores crepusculares, que ahora sabemos que representaban la realidad del cielo londinense.


Las consecuencias de la erupción del Tambora
La enorme cantidad de fragmentos de material volcánico que eyectó el Tambora originó la formación de islas vecinas de lava, ceniza y piedra pómez.

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La caldera del Tambora.

Pero las partículas más finas de polvo fueron escupidas a alturas superiores a los quince kilómetros, algunas de ellas llegando incluso a la estratosfera, lugar desde el cual partieron en un lento pero inexorable viaje a las regiones más remotas del planeta. A merced de los vientos del Este, que son más comunes a grandes altitudes, los restos de la destrucción del Tambora dieron varias vueltas a la Tierra. La expansión de estos restos volcánicos cubrió la atmósfera hasta tal punto que se ha encontrado un estrato de polvo del Tambora en las nieves de Groenlandia y también en la meseta helada de la Antártida.
Un hecho increíble
En solo unos meses, lugares como Inglaterra o España fueron visitados por los restos del Tambora, y los cielos se oscurecieron a causa de ellos. El hecho resultó de todo punto Inverosímil para la gente, que ignoraba dónde estaba el Tambora, o que una erupción fuese capaz de oscurecer todo el cielo del mundo. En España, por ejemplo, el descenso de temperaturas debido al manto de partículas, que no permitía el paso del sol, tuvo un efecto considerablemente negativo en la agricultura. Muchas cosechas no llegaron a madurar esa temporada, o si lo hicieron fue de forma muy escasa y tardía.

Naturalmente, dejando de lado los meses de oscuridad producidos por el volcán, la falta de luz también comportaba falta de calor, especialmente si contamos que en aquella época el planeta era un lugar más frío que en la actualidad. Las chimeneas no son muy eficientes proporcionando calor a estancias grandes: hasta Thomas Jefferson contó en una ocasión que tuvo que dejar de escribir en su casa porque se le había congelado la tinta en el tintero. En los gélidos inviernos de gran parte de América del Norte, en un año no tan lejano como 1866, un cronista llamado George Templeton anotó en su diario que con dos hornos y todas las chimeneas funcionando, la temperatura de su casa en Boston apenas superaba los tres grados.

Nadie había pensado aún en la electricidad. Si bien era un tema fascinante en la época, nadie era capaz de entender sus implicaciones prácticas. Por ejemplo, Luigi Galvani (1737-1798) había demostrado que la electricidad contraía los músculos de una rana muerta, empleando unas sencillas baterías, lo que le llevó a la conclusión de que la electricidad era la fuente de toda existencia animada Su sobrino, Giovanni Aldini (1762-1834), estrenó un espectáculo que consistía en animar los cuerpos de asesinos recién ejecutados o las cabezas de los guillotinados con este sistema. La electricidad se aplicaba también para tratar el estreñimiento o evitar que los jóvenes tuvieran erecciones ilícitas. Pero nadie podía concebir aún que pudiera servir también para iluminar y calentar el mundo.

Sin embargo, para el joven Faraday, la lectura de Galvani tenía un interés especial, sobre todo por lo que respecta a la hipótesis de que la electricidad podía animar a los seres humanos, pues su padre había fallecido hacía poco. Faraday —tal y como había especulado también Shelley al escribir su novela sobre el monstruo de Frankenstein durante una noche en la que el cielo estaba cubierto por los restos de un volcán remoto— se preguntaba si en verdad Galvani habría descubierto un procedimiento para crear vida. La chispa de la vida.

Humphry Davy, futuro tutor de Faraday, había demostrado a principios del siglo XIX que era posible hacer saltar un arco de luz eléctrica entre dos varillas de carbono. Pero no fue hasta 1846 cuando un hombre llamado Frederick Hale Holmes (ca. 1811-1870) patentó la lámpara de arco eléctrico. Poco se conoce acerca de la biografía de Holmes, pero se sabe que viajó a Inglaterra para compartir su invento con Faraday, que enseguida entendió que con semejante tecnología podría mejorarse la iluminación de los faros.

El 8 de diciembre de 1858, por primera vez se puso en marcha esta tecnología en el faro de South Foreland, cerca de Dover. Estuvo funcionando durante trece años, y también acabó instalándose en otros faros. Pero aún era una tecnología cara y complicada: para funcionar necesitaba un mantenimiento constante y se precisaba de un motor electromagnético y una máquina de vapor. Desafortunadamente, la luz era demasiado potente y la instalación un tanto engorrosa para el uso doméstico: aún tenía que llegar un filamento que pudiera arder regularmente durante un tiempo prolongado.


§. Los primeros años de un muchacho sin futuro

En septiembre de 1791 nacía en Newington, al sur de Londres, Michael Faraday. Sus padres, James y Margaret Faraday, eran de un estrato humilde y vivían en el campo. James era un herrador de caballos y Margaret, hija de un granjero. No obstante, aunque James había trabajado desde su niñez en el campo, el trabajo empezaba a escasear en los entornos rurales debido a la Revolución industrial, iniciada en 1733.


Una nueva era de vapor
La invención de la máquina de vapor fue el factor técnico clave que desencadenó la Revolución Industrial.

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Diseño de la máquina de vapor de James Watt del año 1784.

La primera de estas máquinas, inspirada en las bases de una especie de olla de vapor que se usó para cocinar inventada por el físico francés Denis Papin (1647-1712), fue obra del ingeniero inglés Thomas Savery (1650- 1715) y empezó a usarse de forma generalizada hacia 1700. En 1712, el diseño fue mejorado por su socio Thomas Newcomen (1663-1729), y no fue reemplazado hasta cincuenta años más tarde por la máquina de James Watt, quien desarrolló un prototipo más eficiente. En 1774, Watt se asoció con un capitalista para fabricar y vender sus nuevas máquinas, y en 1800 ya estaban funcionando en Inglaterra unas quinientas de ellas.


Primero fueron los trabajadores textiles los que descubrieron que unos ingenios impulsados por vapor les arrebataban los puestos de trabajo. Al incrementarse la producción textil, los cultivadores de algodón empezaron a producir más materia prima.

Sin embargo, a finales del siglo XVIII, Eli Whitney (1765-1825) inventaría la desmotadora de algodón, capaz de retirar las semillas del algodón en crudo doscientas veces más deprisa que cualquier ser humano. De modo que también los cultivadores, así como otros tipos de trabajadores, se encontraron sujetos a la explotación o fueron despedidos por sus patrones, que preferían la maquinaria recién inventada para enriquecerse rápidamente.

Esta tendencia a prescindir de la mano de obra humana fue lo que acabó obligando a la familia Faraday a mudarse al pueblo de Newington, más cercano a Londres, con el propósito de aumentar las probabilidades de obtener un empleo. Aquel otoño nació su tercer hijo, Michael, lo que aumentó las zozobras de James: necesitaba desesperadamente ganar más dinero para dar de comer a otra boca.

Con unas pocas barras de pan a la semana, un subsidio procedente del Gobierno inglés, los Faraday se mudaron en 1796 a la zona norte de Londres, una casa en Weymouth Street, persistiendo en la búsqueda de unos ingresos regulares. El joven Faraday apenas acudía a la escuela, en primer lugar porque esta era de muy mala calidad, habida cuenta de los escasos recursos de su familia, y en segundo lugar porque sus padres no confiaban demasiado en la educación reglada.

A pesar de las penurias, los Faraday eran una familia feliz, ante todo porque pertenecían a una ferviente comunidad religiosa, los sandemanianos, una secta que se había escindido de la Iglesia presbiteriana de Escocia y de la Iglesia de Inglaterra. Entre los sandemanianos, la pobreza era motivo de satisfacción, pues les recordaba que Jesús, también pobre, les había dicho a los israelitas que un rico tenía menos posibilidades de entrar en el Reino de los Cielos que las que tenía un camello de pasar por el ojo de una aguja.

Por ello, y porque tuvo que empezar a trabajar desde muy joven —primero como repartidor de periódicos y luego en una librería—, Faraday se involucró en la investigación científica a una edad tardía, cuando la mayoría de los científicos ya habían hecho sus grandes aportaciones.

Faraday era un chico entusiasta aficionado a los retos intelectuales. Por ejemplo, disfrutaba particularmente al componer juegos de palabras para sus amigos, como la respuesta que ofreció a una carta de Benjamin Abbott:

-no-no-no-no-ninguno-derecha-ninguna filosofía sigue vive todavía-no-no-Oh no-él lo sabe-gracias-es imposible-Bravo.
En estas líneas, querido Abbott, tienes respuesta cumplida y explícita a la primera página de tu carta del 28 de septiembre.

El resto del tiempo, sin embargo, apenas acudía a la escuela y se pasaba el día en la calle, con un grupo de amigos con quienes jugaba a las canicas, en un callejón próximo a su desvencijada vivienda. Faraday se lamentaría más tarde de ello: «Mi educación fue de lo más corriente, consistiendo en poco más que en los rudimentos de la lectura, la escritura y la aritmética en una escuela vulgar y corriente».

Con apenas trece años, pobre y escasamente formado, Michael Faraday se vio obligado a abandonar la escuela para encontrar un empleo. Su padre hubiese preferido que se convirtiera en aprendiz de herrero, pero la Revolución industrial estaba transformando la sociedad, y a ello se sumaba el hecho de que Inglaterra estaba en guerra con Francia. El futuro, por mucho que quisiera resistirse su padre, era el vapor. Y, a pesar de que tenía varias posibilidades laborales relacionadas con el mismo, la indecisión hizo que Faraday se convirtiera provisionalmente en el chico de los recados de mía librería próxima regentada por un tal George Riebau, en Blandford Street, a la altura de Baker Street.

El empleo era muy sencillo, pues tan solo debía recorrer la vecindad, algo en lo que Faraday tenía ya mucha experiencia gracias a sus años de deambular con su banda de amigos, faltando a menudo a la escuela. El trabajo ofrecido por Riebau ni siquiera requería que supiera leer. Con todo, Faraday sabía leer, al igual que muchas otras personas, pues cada vez más gente aprendía a hacerlo: la tasa de alfabetización estaba incrementándose espectacularmente en toda la Europa industrializada, en parte como resultado de las prensas mecanizadas y los barcos, que abarataban la producción y distribución de los libros. Este interés generalizado, que mantenía al joven muy ocupado, transportando libros de un sitio a otro, acabó por transmitirse al propio Faraday. Fue un proceso lento pero inexorable: el chico terna curiosidad por los libros que vendía, una curiosidad que finalmente se vio estimulada porque en la trastienda de la librería se cosían las páginas de texto.

Riebau escribió una carta en 1813 en la que describía el ímpetu de Faraday por aprender cosas nuevas en los libros:

Tras las horas normales de trabajo, él se encargaba principalmente de dibujar y copiar del Artist’s Repository, una obra publicada en números que obtenía semanalmente. (...] Por aquel entonces leía frecuentemente la obra del doctor Watts Mejora de la mente y frecuentemente la llevaba en su bolsillo cuando daba un paseo temprano por la mañana, visitando algunas otras obras de arte o buscando alguna curiosidad mineral o vegetal. (...) Si yo tenía cualquier libro curioso de mis clientes para encuadernar, con láminas, él los copiaba si pensaba que eran raros o ingeniosos.

§. La chispa inspiradora del humilde autodidacta

En 1805, Faraday tomó la decisión de convertirse en aprendiz de encuadernador en la trastienda de la librería de Riebau. Nunca había pisado una biblioteca, pero ahora se hallaba en una especie de biblioteca a medio hacer, donde él mismo participaba en el proceso de fabricación de los volúmenes. Las máquinas todavía no eran lo suficientemente precisas para sustituir la delicada labor artesanal de la encuadernación —las páginas se cosían, se guillotinaban y se fijaban en una cubierta de cuero hecha a mano—, lo cual constituyó otra casualidad que, por muy poco, hubiese apartado a Faraday de la oportunidad de zambullirse en los libros que manipulaba.

Tenía ya catorce años, e intrigado por el contenido de los libros que estaba encuadernando, tuvo la oportunidad de leer algunos artículos científicos, desarrollando un ávido interés por la ciencia. Para el joven Faraday, leer esos libros formaba parte de su trabajo de encuadernador, como el artesano contempla el resultado final de su trabajo. Al principio, la lectura se le antojaba una actividad farragosa, pero su tenacidad le ayudó a superar tales obstáculos, y en pocos meses empezó a compensar todos los años que había dejado de asistir a la escuela pública.

Cosiendo la última edición de la Enciclopedia Británica, Faraday leyó una entrada sobre la electricidad en la página 127. Dicho artículo le inspiró definitivamente: la electricidad era todavía un misterio, y si tal fenómeno era producto del Creador, la única forma de tener una comprensión completa del Creador era precisamente discernir todos los misterios de la naturaleza, incluida la explicación del fenómeno de la electricidad.

Tener a su disposición tamaña colección de libros dirigidos fundamentalmente a las clases altas de la sociedad inglesa fue su primera chispa inspiradora. Durante quince años de lecturas, y a pesar de que apenas tenía conocimientos matemáticos e ignoraba el cálculo diferencial, Faraday empezó a llevar a cabo sus primeros experimentos. Sus lagunas académicas fueron sustituidas por una asombrosa habilidad para trazar gráficos y diseñar experimentos.


La página que inspiró a Faraday
Al leer la entrada «Electricidad» de la Enciclopedia Británica, escrita por James Tyler, Faraday se vio impelido a clarificar la controversia que allí se refería. Concretamente, Tyler proponía que todos los efectos eléctricos —al igual que los ópticos y térmicos— podían ser explicados en base a las vibraciones de un supuesto fluido, desafiando así teorías más ortodoxas, como la de Benjamín Franklin —los cuerpos en estado normal poseen un fluido eléctrico, y su electricidad positiva o negativa determina un aumento o disminución de esa cantidad de fluido— o Robert Symmer (1707-1763) —existen dos clases de electricidad o de fluidos, la positiva y la negativa, y todo cuerpo la posee en cantidades iguales—. Para verificar estos fenómenos. Faraday, en la trastienda del establecimiento de Riebau, se construyó un pequeño generador eléctrico empleando como material unas botellas usadas y madera. Esta máquina eléctrica de fricción aún se conserva en la Royal Institution de Londres como un ejemplo paradigmático del que acabaría siendo el más grande experimentador de la época.

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La tienda de Riebau, en la que Faraday trabajaba y empezó a desarrollar sus primeros experimentos con la electricidad.


Y es que, ante todo, Faraday fue más un experimentador que un teórico. Así pues, mientras encuadernaba y leía libros, Riebau, que consideraba adorables aquellos sueños del joven Faraday por desentrañar los misterios de la naturaleza, permitió que transformara parte de la librería en un laboratorio improvisado del que podía disfrutar tras concluir su jomada laboral. Era un laboratorio muy rudimentario, pero tras empezar a llevar a cabo sus primeros experimentos, inspirado por las lecturas de los libros que encuadernaba, Faraday empezó a sentirse como un auténtico científico. Incluso ya entonces logró construir un generador electrostático, un dispositivo manual que creaba chispas de electricidad estática.

La sede de la Royal Institution quedaba muy cerca de la librería de Riebau. Allí era donde ofrecía conferencias públicas el famoso químico y director de la institución, Humphry Davy, que se había ido convirtiendo poco a poco en el héroe intelectual del joven. Pero Faraday era tan pobre que no podía permitirse adquirir entradas para dichas conferencias. En aquella época, convertirse en científico era análogo a convertirse en príncipe, pues la ciencia era sumamente elitista y todavía no era una profesión remunerada, lo cual implicaba que los únicos que podían dedicarse a ella eran las gentes bien educadas y adineradas. La antítesis de Faraday.

Lo único que podía permitirse Faraday era unirse a un grupo de discusión compuesto en gran parte por trabajadores jóvenes que aspiraban a mejorar su situación social. Los miércoles, a las 8 de la noche, Faraday también acudía a casa de un maestro de ciencia llamado John Tatum por un chelín a la semana. En aquellas reuniones, Tatum o alguno de los asistentes ofrecía una charla sobre un asunto de su propia elección. Un día le llegó el tumo a Faraday, que disertó acerca de la electricidad. Fue la primera vez que el joven aspirante a científico recibió una entusiasta felicitación por su labor.

Faraday se sentía exultante en el terreno profesional, pero no tanto en el familiar, pues su padre se encontraba gravemente enfermo, lo cual había obligado a la familia a mudarse a un piso mejor situado, más cerca del centro de la ciudad. A pesar de todo, James falleció a los pocos meses, cuando su hijo contaba solo con diecinueve años.

La Royal Institution of Great Britain fue una elitista institución de carácter privado, un Olimpo científico que aún no se había modernizado y solo daba cabida a los científicos que procedían de un estrato social elevado. El objetivo principal de la Royal Institution, no obstante, era difundir el conocimiento científico y enseñar, mediante conferencias y experimentos, la aplicación de la ciencia en la vida cotidiana.

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Acuarela de 1838 de Thomas Hosmer Shepherd (1793-1864) de la fachada de la Royal Institution of Great Britain. Las columnas corintias fueron construidas a petición de Faraday a finales de la década de 1830.

Su fundador fue Benjamín Thompson, más conocido como el conde de Rumford, nacido en Massachusetts, Estados Unidos, en 1753.

Sus hazañas científicas le permitieron ingresar en la Royal Society londinense en 1799. Ese mismo año, Thompson y el botánico sir Joseph Banks propusieron a Jorge III la creación de la institución, cuyo primer presidente fue George Finch. Paralelamente, las aplicaciones técnicas se desarrollaron en nuevas instituciones, como el Royal College of Chemistry o el Government School of Mines and Sciences.

La familia vivía en el número 18 de Weymouth Street, una humilde vivienda que por las noches se iluminaba con velas. Faraday echaba de menos a su padre, y entonces, una noche nostálgica, mientras recordaba cómo su padre le había salvado la vida cuando él estuvo a punto de caer por un agujero de las tablas del viejo granero en Newington, Faraday tomó la determinación de que desarrollaría su mente todo cuanto pudiera para convertirse en un gran filósofo de la naturaleza Continuaría trabajando en la encuadernación para sostener a su familia pero simultáneamente trataría de alcanzar nuevos finisterres intelectuales, a pesar de sus orígenes humildes y de la arrogancia del estamento científico de sangre azul de su época, caracterizada por una lucha de clases en la que las primeras gentes comunes se atrevían a mejorar su posición social revelándose contra el statu quo. La chispa de la vida de Galvani, la muerte de su padre, sus lecturas en la tienda de Riebau mientras encuadernaba libros dirigidos a otras personas, sus clases con el profesor Tatum... todo ello espoleó el joven espíritu de Faraday.

Pero las cosas no le iban a resultar tan fáciles, dado que tuvo que empezar a contribuir más a nivel económico a fin de mantener a su familia, y todo cuanto le rodeaba parecía confabularse para que continuara en exclusiva con su trabajo como encuadernador, siendo un engrande más de la populosa Londres. Su sueño de convertirse en científico empezaba a ser cada vez más irrealizable. Apenas tenía tiempo libre, era consciente de que, progresivamente, debería trabajar más horas; su madre y sus hermanos dependían de él. Los filósofos de la naturaleza jamás debían acarrear semejantes cargas. De modo que, ciertamente, resultaba absurdo soñar con convertirse en uno.

Y entonces sucedió una de esas coincidencias que cambian bruscamente el rumbo de los acontecimientos. Un hombre llamado Dance Junr, miembro de la Royal Institution, entró un día en la librería de Riebau. Junr se interesó por uno de los libros encuadernados por Faraday: era muy llamativo y recargado, y contenía las notas que el propio Faraday había ido tomando en las conferencias de Tatum. Junr solicitó llevarse el libro unos días para poder leerlo con detenimiento, y Riebau se lo permitió. Al cabo de unas semanas, el libro regresó a la librería, pero entre sus páginas había cuatro trozos de papel. Faraday, atónito, descubrió que esos papeles eran entradas de regalo para asistir a la próxima serie de conferencias públicas de Humphry Davy. Un obsequio como caído del cielo que parecía querer facilitarle el camino hacia sus sueños, al modo más novelesco; no en vano, la vida de Faraday resulta tan literaria que se dice que hay más biografías suyas que de Newton, Einstein o Marilyn Monroe


Humphry Davy, el protector de Faraday
Con ciertos paralelismos biográficos con su ayudante y protegido Michael Faraday, sir Humphry Davy había nacido en una familia humilde de Penzance, Cornwall, el 17 de diciembre de 1778. 005.jpgSu padre era tallador de madera, y Davy se vio obligado a convertirse en aprendiz de boticario. Sin embargo, a partir de 1797, inspirado por un texto de química del francés Antoine Lavoisier, Davy tomó la determinación de iniciar una carrera como químico. Al finalizar su etapa como aprendiz de boticario, Davy fue aceptado como ayudante por un médico que había establecido una institución para el estudio de las propiedades terapéuticas de los gases. Con solo veinte años, Davy ya era superintendente de la institución, realizando experimentos que demostraron lo erróneo de la teoría del calórico, precisamente propuesta por el autor que le había inspirado para dedicarse a la química: Lavoisier. Dicha teoría proponía que todo cuerpo tiene determinada cantidad de calórico (sustancia indestructible responsable del calor), y que el cambio de temperatura que sobreviene al poner en contacto dos cuerpos a temperatura distinta es una simple transferencia de calórico. Tras demostrar que frotando dos pedazos de hielo entre sí, también se fundían, a pesar de que ambos cuerpos no tenían suficiente calórico para llegar a fundirse, Davy creyó que en realidad el calor debía de constituir alguna forma de movimiento.
Miembro de la Royal Institution
Convertido ya en conferenciante en la Royal Institution, en 1813 publicó un libro que, por primera vez, trataba sobre el tema de la aplicación de la química a la agricultura. Con todo, el campo donde más destacó Davy fue en el de la electricidad, construyendo, por ejemplo, la batería más potente del mundo, confeccionada con más de 250 placas metálicas. Este gigantesco ingenio fue empleado por Davy para aislar nuevas sustancias, como el potasio, el sodio, el bario, el estroncio, el calcio y el magnesio. A causa de un accidental envenenamiento químico, en 1811, Davy quedó inválido. Un año después, su vista quedaría dañada como consecuencia de una explosión de tricloruro de nitrógeno. Murió en Ginebra el 29 de mayo de 1829, después de viajar por innumerables países para compartir sus conocimientos con otros científicos y ser nombrado presidente de la Royal Society.

Humphry Davy era para Faraday uno de los más grandes filósofos de la naturaleza de la época, de modo que apenas pudo contener la emoción la primera vez que entró en la Royal Institution para asistir a la conferencia del alto y apuesto Davy.

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El cambista, óleo de Rembrandt que permite imaginar lo precariamente iluminada que estaba una estancia durante el siglo XVIII.

Era el 29 de febrero de 1812, posiblemente uno de los días más excitantes para Faraday. Tal era su obsesión por exprimir aquel momento y no olvidarlo jamás que, mientras esperaba sentado en el auditorio, abrió su cuaderno de notas y dibujó y describió el ámbito del lugar con gran detalle: «Literatos y científicos, prácticos y teóricos, medias azules y mujeres de moda, viejos y jóvenes, atestaban, llenos de ansiedad, el salón de conferencias». Las medias azules a las que se refiere Faraday eran las mujeres pertenecientes a la Blue Stocking Society, una asociación intelectual que celebraba sus reuniones en casa de Elizabeth Montagu, una conocida dama de la época, o de otros miembros de su círculo íntimo. Davy, finalmente, salió a escena y pronunció su conferencia, como siempre brillante y carismática, mientras el auditorio permanecía en completo silencio, particularmente Faraday, que no perdió detalle de las palabras de su héroe. En total, a lo largo de aquella conferencia, Faraday escribió noventa y seis páginas de notas e ilustraciones. La mayoría de ellas dedicadas a la exposición de Davy.

Al regresar a casa, Faraday estaba extasiado, por fin sentía que empezaba a hacer lo que llevaba tiempo soñando. Sin embargo, mientras recorría las calles, cada vez más oscuras a causa del precario alumbrado público, Faraday también cayó en la cuenta de que, después de asistir a toda la serie de conferencias de Davy, tarde o temprano debería abandonar aquel estilo de vida, buscar un trabajo mejor remunerado para mantener a su familia y, en definitiva, renunciar a todos sus sueños y aspiraciones. Pero aún no era tarde para llamar la atención de Davy de algún modo, y así aprovechar su posición privilegiada en aquel entorno, aunque no sabía cómo un humilde encuadernador iba a poder conseguirlo.

Durante los siguientes meses, después de asistir a las tres conferencias restantes de Davy, se le ocurrió una idea. Copió sus apuntes de las conferencias y los encuadernó en un libro de tapas exquisitas, que entregó a modo de obsequio a Davy. Faraday pretendía así causar la misma sensación que, tiempo atrás, había empujado a Dance Junr a proporcionarle las invitaciones para las conferencias de Davy. Agotando su última posibilidad, Faraday envió a Davy una solicitud de empleo junto al libro primorosamente encuadernado de sus conferencias, a la espera de que le fascinara, tal y como lo había hecho con Junr. Faraday había pasado las notas a limpio, las había ilustrado a color y se había esmerado en su encuadernación, obteniendo un volumen de nada menos que 386 páginas.

A pesar de que Davy retrasó sus conferencias futuras, en parte porque había sido nombrado caballero por la reina y, también, porque había contraído matrimonio con una viuda rica, lo que a la postre significó un viaje de novios por Escocia hasta finales de año, Faraday esperó pacientemente la respuesta de Davy a su obsequio. Se trataba de la última oportunidad que le quedaba para abandonar su trabajo y luchar por su sueño. Pero la contestación se retrasaba irremediablemente, obligando incluso a Faraday a empezar su nuevo e ingrato empleo como oficial de encuadernador —y, por consiguiente, mejor remunerado— bajo las órdenes de su nuevo patrón, Henri de la Roche, que no estaba dispuesto a que las aspiraciones científicas de Faraday entorpecieran su trabajo.

El 24 de diciembre, finalmente, un lacayo elegantemente ataviado compareció en el 18 de Weymouth Street, llamó a la puerta y entregó a Faraday una nota del mismísimo rector de la Royal Institution, Humphry Davy:

Estoy lejos de ver con desagrado la muestra de confianza que me da usted y que demuestra gran celo, poder de retentiva y atención. Me veo obligado a ausentarme de la ciudad y no volveré hasta finales de enero. Le veré entonces cuando usted lo desee. Me sería sumamente grato serle de utilidad; solo deseo que esté dentro de mis posibilidades.

Con veintiún años de edad, Faraday se presentó ante Davy para solicitar ser su aprendiz, pero Davy tuvo que rechazarlo porque no había ningún puesto en la institución. El joven quedó desolado. Ante sí tenía la condena eterna del mismo trabajo de oficial de encuadernador. Pero cosas del destino, resultó que el ayudante de Davy fue despedido por pelearse en la sala de conferencias principal, y Davy finalmente aceptó acoger a Faraday bajo su tutela. Tal vez se había aventurado a aceptar a aquel joven sin experiencia porque su historia personal era muy similar: también con veintidós años, Davy fue aceptado como conferenciante en la Royal Institution por parte de Rumford, su fundador, a pesar de que era un joven provinciano y Rumford dudaba de su valía.

Davy solo le podía ofrecer trabajar como ayudante de laboratorio. Era un trabajo muy sencillo, el más bajo de la escala de toda la Royal Institution. Sin embargo, Faraday lo aceptó. Era su oportunidad para rodearse de gente inteligente, disponer de un gran laboratorio donde aprender de Davy y, sobre todo, subir un pequeño escalón en su clase social.


§. Primeros atisbos eléctricos

Por primera vez, a Faraday también se le brindaba la posibilidad de escudriñar el fenómeno de la electricidad, aquel sueño de su juventud. Un objetivo que también compartía un físico que vivía en Dinamarca: Hans Christian Oersted (1777-1851).

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Retrato de Michael Faraday aparecido en la obra Britain’s Heritage of Science en 1917.

En 1820, Oersted había descubierto que una corriente eléctrica hacía que la aguja de una brújula se moviera ligeramente, como si la propia corriente se comportara como un imán. Este descubrimiento, lejos de arredrar a Faraday, le insufló mayor convicción a propósito de la naturaleza profunda del magnetismo y la electricidad. Todo parecía indicar que ambas fuerzas eran intercambiables, pero aún no se sabía cómo. Si bien la electricidad se podía comportar' como un imán, quedaba por demostrar que el magnetismo podía comportarse como la electricidad. O en otras palabras: ¿sería posible producir electricidad con un imán?

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Esquema del experimento de Luigi Galvani en el que usó la electricidad para animar cadáveres de ranas.

Faraday continuaba siendo un chico entusiasta y burlón, como demuestra alguna de las anécdotas sucedidas en la institución. Una tarde de 1813, se coló de rondón con su amigo Abbott en el laboratorio para reír sin control tras inhalar el óxido de nitrógeno —gas hilarante— que el director de la institución guardaba para uno de sus experimentos. Con todo, Faraday también tenía un lado serio y en poco tiempo se reveló como un gran experimentador de curiosidad insaciable, así como un trabajador incansable, diligente y con una gran capacidad de sacrificio, probablemente inspirada por la secta sandemaniana a la que pertenecía. Como ejemplo de ello, Richard Phillips, amigo de Faraday, le pidió que escribiera un relato histórico sobre los descubrimientos en tomo a la electricidad para la revista Annals of Philosophy. Cualquier otro se hubiese limitado a consultar unas cuantas fuentes bibliográficas, pero Faraday, con un entusiasmo inaudito, leyó y recopiló todos los artículos publicados sobre el tema, y a continuación recreó todos los experimentos que allí se narraban. Sin pretenderlo, pues, con la simple finalidad de cumplir un encargo, Faraday empezó a tener un conocimiento tan exhaustivo de los límites teóricos y experimentales de la electricidad que empezó a plantearse nuevos retos en esta rama de la ciencia.

En aquella época se conocía que las cargas eléctricas similares se repelían mutuamente, así como que una corriente eléctrica era capaz de producir un campo magnético: circulando por un conductor, la corriente eléctrica producía un efecto magnético que podía ser detectado con la ayuda de una brújula Pero los físicos aún ignoraban la naturaleza de la electricidad. Faraday, con la curiosidad limpia de un niño, advirtió que la mejor forma de progresar en esta área era encontrar la conexión entre el magnetismo y la electricidad. Esta curiosidad, así como sus objetivos, tal vez hubieran escandalizado a un científico ortodoxo, pero Faraday no era un científico académico, así que no estaba lastrado, tal y como lo estaban sus contemporáneos, por las matemáticas que Isaac Newton había desarrollado a finales del siglo XVII. El funcionamiento del universo newtoniano era comparable al de las entrañas de un reloj, y en ese universo no había lugar para el espacio vacío entre los objetos sólidos, no había telarañas invisibles que conectaran las cosas.

Además de una mente menos influida por el paradigma científico vigente, Faraday terna otra ventaja frente al resto de científicos contemporáneos: era un sandemaniano de insaciable curiosidad que sencillamente buscaba a Dios a través de las leyes de la naturaleza Unas leyes, suponía, que teman que ser comprensibles, lo cual representaba otra chispa de inspiración para Faraday.

«Las obras naturales de Dios nunca pueden entrar en contradicción con las cosas más elevadas que pertenecen a nuestra existencia futura.»
Michael Faraday.

Leyendo al francés André-Marie Ampère (1775-1836), advirtió que este ya había establecido una conexión entre el magnetismo y la electricidad. Debido a que los textos de Ampère le resultaban casi indescifrables a causa del alto nivel de matemáticas con el que se expresaba, no acababa de entender la hipótesis del científico francés de que la electricidad era el flujo de alguna clase de fluido dentro de los alambres, y de que dicho fluido podría modelarse matemáticamente para descubrir el origen del magnetismo. De modo que Faraday se enfrentó a aquel misterio usando como base otro texto, aunque no precisamente científico, lo que le acarreó no pocas críticas de sus contemporáneos: la lectura sandemaniana de la Biblia.


§. La secta cristiana

Muchos son los científicos que, ante sus descubrimientos, se sienten solo como un pequeño engranaje más de una larga cadena de otros descubrimientos. A su vez, dichos hallazgos no solo son fruto del esfuerzo intelectual sino del azar. Por ejemplo, Alan Lloyd Hodgkin (1914-1998), premio Nobel de Fisiología, sentía cierta culpa por recibir él todo el reconocimiento de sus descubrimientos, cuando gran parte de ellos nacían de la casualidad y la buena suerte. El matemático Paul Dirac (1902-1984) consideraba que sus ideas habían llovido del cielo, pues ni siquiera era capaz de saber exactamente cómo se le ocurrieron.

Esta sensación de éxito inmerecido era aún más acentuada en el caso de Faraday, pues su credo religioso la fomentaba especialmente, tal y como ya había ocurrido con otro gran científico, Nicolás Copérnico (1473-1543), que se refería a la naturaleza como el Templo de Dios. Los padres de Faraday eran devotos miembros de una forma minoritaria de la Iglesia protestante denominada sandemanianos o glasitas, un grupo particularmente aislado de los otros credos que seguían los preceptos del cristianismo con un rigor máximo, sin apartarse ni una línea de cómo estaban expresados en el Nuevo Testamento. Fundada por un escocés llamado John Glas (1695-1773) y su yerno Robert Sandeman (1718-1771), la secta de los sandemanianos trataba de recuperar el espíritu de los primeros cristianos. Huían, pues, de las intelectuales exégesis escolásticas de la Biblia y más bien hacían hincapié en la fe infantil que Jesús había pedido a sus discípulos. Para los sandemanianos, profesar otro credo era un completo error, de modo que su código de conducta era refractario a cualquier cambio o influencia. Si cualquiera de sus miembros era descubierto llevando a cabo actos pecaminosos, podía ser expulsado de la Iglesia, tal y como recomendaba el Nuevo Testamento. Tales transgresiones, entre otras, incluía la de «no ser lo bastante humilde», y Faraday siempre fue un fervoroso seguidor de su Iglesia, así como lo fueron su futura esposa y sus mejores amigos. Ello le condujo a una vida dominada por la austeridad, rechazando incluso cuantos títulos y cargos le fueron ofrecidos a lo largo de su carrera. En 1857, por ejemplo, rechazó la presidencia de la Royal Society, uno de los cargos más importantes a los que un científico podía aspirar en Inglaterra Para excusarse, Faraday adujo que el puesto requeriría un exceso de trabajo, y manifestó a un amigo: «Debo permanecer siendo Michael Faraday, a secas, hasta el final». No en vano, los sandemanianos creían en el castigo corporal, en consonancia con la admonición del Libro de los Proverbios, 13:24: «Quien escatima la vara, odia a su hijo, quien le tiene amor, lo castiga».


Científicos devotos
Algunas sectas religiosas, como los metodistas y los evangelistas, que promovían la disciplina, la perseverancia y el rigor, inspiraron a inventores de máquinas de vapor como Newcomen (baptista) o Watt (presbiteriano), así como a científicos de la talla del cuáquero John Dalton (1766-1844), fundador de la teoría atómica. En lugares como Gran Bretaña, la profesión de párroco o rector rural también proporcionó avances en la ciencia y la técnica, pues recaían buenos sueldos a cambio de relativamente poco trabajo, así que también disponían de mucho tiempo libre. Además, para trabajar en la Iglesia en alguna de estas dos actividades era condición sine gua non pertenecer a la nobleza o a la clase acomodada.

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El cuáquero John Dalton.

En 1851, por ejemplo, en Gran Bretaña había 17 621 pastores anglicanos. La paga de los pastores no procedía de la Iglesia sino de las rentas y diezmos, y para ser pastor era también requisito indispensable poseer un título universitario.
Una clase cultivada y rica
De modo que se fue creando una clase cultivada y rica, con ejemplos, entre otros, como el rector de la parroquia rural de Leicestershire, Edmund Cartwright (1743-1823), inventor del telar mecánico; el reverendo de Oxford, William Buckland (1784-1856), que describió científicamente por primera vez los dinosaurios y fue una autoridad mundial en coprolitos —heces fosilizadas—; el reverendo de Durham, William Greenwell (1820-1918), que fue el padre fundador de la arqueología moderna; el reverendo de Berkshire, John Mackenzie Bacon (1846-1904), que fue un pionero de la navegación con globo aerostático; o el párroco de Kent, Thomas Bayes (1702-1761), que desarrolló el célebre teorema de Bayes, que se emplea actualmente para determinar estimaciones estadísticamente fiables partiendo de información parcial.

La fe religiosa de Faraday fue ciertamente un hecho pintoresco en una época donde el credo más generalizado era la ciencia, la técnica y el positivismo más exacerbado. La experimentación, propugnada por el inglés Francis Bacon (1561-1626) en su Novum organum (1620) sería la base sobre la que se cimentaría el nuevo racionalismo. La Iglesia perdía cada vez más terreno en un mundo donde se empezaba a disfrutar de avances científicos sin precedentes, como el ferrocarril o el Canal de Suez, lo que motivó a algunos científicos a escribir que la batalla entre ciencia y fe llegaba a su fin; si acaso, la religión se convirtió en otro sistema de creencias un poco más moderno y sofisticado: el 31 de marzo de 1848 nacía el espiritualismo, una forma totalmente democrática de comunicarse con los seres queridos fallecidos, algo así como la versión mística del teléfono o el telégrafo para enlazar con el Más Allá. Por consiguiente, no deja de ser irónico que el físico experimental más importante del siglo XIX fuera precisamente un seguidor de la versión más tradicional de la religión cristiana, si bien Faraday siempre tildó al espiritualismo de engaño para mentes poco formadas.

La fe, no obstante, no fue en ningún momento obstáculo en el conocimiento científico de Faraday, la naturaleza estaba «escrita por el dedo de Dios». Tal y como el propio Faraday citaba durante sus lecciones públicas, el Nuevo Testamento era bastante claro en este aspecto, según la Epístola a los Romanos de san Pablo (Rom, 1:20-21):

Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. De manera que son inexcusables, por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios.

Esta postura ante sus descubrimientos también nos revela algo esencial acerca de las aplicaciones tecnológicas de los mismos: que a Faraday le parecían irrelevantes. La motivación principal para seguir descubriendo cómo funcionaba la naturaleza no residía en facilitar la vida de la gente, sino en acertar a distinguir las huellas de Dios.

Por esa razón, al abordar cualquier nuevo misterio científico lo hacía desde un enfoque tan heterodoxo que lograba intuir aspectos que a los científicos instruidos académicamente les pasaban desapercibidos. Irónicamente, aceptaba literalmente y sin preguntas lo que leía en la Biblia, pero ponía a prueba cualquier afirmación plasmada en cualquier otro libro, fuera quien fuese su autor. Por ejemplo, Faraday era casi la única persona que consideraba la importancia del espacio vacío en lo que concierne a las leyes de atracción y repulsión entre cargas eléctricas mantenidas a cierta distancia o la atracción gravitatoria de un punto a otro entre masas.

Las ideas preconcebidas son esenciales a la hora de investigar un nuevo fenómeno científico. Un investigador puede disponer de una gran cantidad de datos a su alrededor, pero si su enfoque es incorrecto, si sus ideas preconcebidas son erróneas, entonces no conseguirá organizar convenientemente lo dispuesto. Por esa razón, Faraday partía con ventaja frente a los demás investigadores instruidos académicamente —y, por tanto, limitados a una serie de ideas preconcebidas—: no estaba plegado a ninguna idea preconcebida que no fuera las que le transmitiera su lectura sandemaniana de la Biblia. Gracias a esa posición extrañamente privilegiada, habida cuenta de que aquellas lecturas no eran en realidad una fuente confiable de evidencia científica, Faraday descubrió el campo magnético que ocupaba el espacio vacío alrededor de un imán.

Los científicos contemporáneos de Faraday no podían concebir que algo pudiera existir realmente en el espacio vacío que separaba dos objetos, lo único plausible en su concepción es que debía existir una fuerza que saltara de un objeto a otro. Lo que Newton había denominado acción a distancia. Por el contrario, la idea religiosa preconcebida de Faraday sobre la integridad e interconexión de todas las cosas le permitió plasmar este campo como si estuviera compuesto de lazadas cerradas, pues las formas circulares de estas lazadas reflejaban mejor a Dios que las líneas que sencillamente se extendían de un punto a otro. La profunda espiritualidad de Faraday, pues, junto a su desconocimiento de las matemáticas de Newton, fueron la chispa inspiradora del descubrimiento de la inducción magnética, el fenómeno por el cual el movimiento de un alambre metálico por el interior de un campo magnético genera electricidad en el alambre. Una chispa espiritual que hoy en día es la que nos permite disponer de luz eléctrica en nuestros hogares.


La fe religiosa como inspiración científica
A pesar de las fuertes tensiones que actualmente hallamos entre fe religiosa y evidencia científica —una encuesta a miembros de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos reveló que el 85% rechazaban la idea de un Dios personal—, muchos de los grandes científicos del pasado fueron espoleados, inspirados y hasta moldeados intelectualmente por su fe en Dios, lo cual les permitió alcanzar determinados hallazgos científicos. Por ejemplo, a pesar de que la obra de Nicolás Copérnico fue incluida en el Index librorum prohibitorum, la lista de los libros prohibidos de la Iglesia católica, el científico polaco afirmaba que se podía conocer mejor a Dios si se penetraba en la naturaleza, por ello no tuvo inconveniente en apartar la Tierra del centro del universo, pues toda la naturaleza era el Templo de Dios y podía concebirse la misma como una unidad en la diversidad.

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William Harvey.

El corazón: el inicio de la vida
De igual forma, el cirujano William Harvey (1578-1657), inspirado por las órbitas de los planetas de Copérnico, articuló en 1628 la teoría de que el cuerpo humano tenía un sistema circulatorio que reflejaba dichas órbitas, también bajo el prisma de que Dios emplearía un sistema de unidad en la diversidad. Para Harvey, pues, el corazón era el inicio de la vida, así como el Sol es el corazón del mundo. Por consiguiente, la fe religiosa podría ser una fuente de inspiración perfectamente legítima.

No obstante, existen ciertas lagunas en la personalidad de Faraday. La mayoría de biógrafos de la época quisieron ocultar deliberadamente algunas de las consecuencias psicológicas del binomio ciencia-religión que residía en su cabeza, limitándose a afirmar que era una persona honrada, dulce y humilde sencillamente por su religión. De hecho, el único análisis psicológico conocido de Faraday, publicado por una revista médica estadounidense en 1967, hace hincapié en que tal binomio debería haber sido un problema para él. En un breve artículo firmado por el doctor Lyle Eddar puede leerse:

Esta marcada ambivalencia en su estructura psicológica tuvo que haber causado tensiones insoportables en su mente; el resultado fue un episodio de esquizofrenia que duró tres años.

Esta crisis a la que se refiere Eddar podría ser, presumiblemente, el abatimiento de Faraday a principios de 1840, del que se hablará más adelante. En cualquier caso, el psicoanálisis de Eddar es demasiado sucinto como para sacar conclusiones sólidas acerca de los vericuetos de la personalidad de Faraday. Y fuera honesto o no consigo mismo, siempre puso de manifiesto que él no encontraba ningún antagonismo entre ciencia y religión.

Capítulo 2
La chispa química

Una vez que el empeño y un tanto de azar permitieron a Faraday entrar en la más importante institución científica del país, su genialidad lo conduciría por los vericuetos de la química, a medida que su popularidad se convertía en un ejemplo de cómo un ciudadano socialmente insignificante podía escalar hasta codearse con científicos de talla internacional.

Cuando Faraday ingresó en la Royal Institution, la electricidad era aún considerada una parte dependiente de la química, a causa, sobre todo, de que la pila inventada por el físico italiano Alessandro Volta en 1800 producía electricidad por medios químicos.

Por ello, Faraday prosiguió sus estudios de física empleando métodos de su época de aprendiz de químico. Además había otro factor que favorecía la inclinación de Faraday por la química: no era matemática, una materia que no dominaba, e implicaba experimentación activa con los fenómenos naturales, y Faraday se caracterizaba precisamente por ser un gran diseñador de experimentos.

A pesar de su tardía edad de inicio, bajo la tutela de Humphry Davy, Faraday enseguida destacó en el campo de la química, en el que, en 1823, también llevó a cabo con éxito una serie de experimentos sobre la licuefacción de gases comunes sometiéndolos a presión.

Los primeros trabajos en química de Faraday fueron inspirados por su maestro, Davy, que en 1808 y 1809 había conseguido aislar el sodio y el potasio gracias a una de las pilas voltaicas más grandes del mundo, construidas por el propio Davy. Un año después, empleó la pila para aislar también otros elementos, como el estroncio, el boro, el calcio y el magnesio; en 1810, el cloro; en 1812, el yodo, y en 1826, el bromo. Su hazaña fue tan espectacular que hasta Napoleón, aun estando en guerra contra Inglaterra, premió a Davy con el prestigioso premio Bonaparte del Instituto de Francia. Faraday, por su parte, descubrió el benceno en 1825, que más tarde desempeñaría un papel crucial en los trabajos de August Kekulé (1829-1896) sobre la estructura molecular.


§. Sus primeros descubrimientos

Pese a que Davy le dijo a Faraday que su trabajo empezaría simplemente como limpiador de tubos de ensayo y labores similares, él mantuvo su ánimo impertérrito, aprendiendo de cada una de las oportunidades que se le brindaban para hacer verdadera ciencia.

Poco después, en octubre de 1814, Davy solicitó también a Faraday que se convirtiera en su ayudante de cámara en sus viajes al extranjero, lo cual, en otra persona sin la modestia de Faraday, habría constituido una humillación insoportable: limpiador de tubos de ensayo y, además, criado. Pero Faraday tampoco desestimó la oportunidad de viajar con Davy, pudiendo visitar así la ciudad de París y otras de Italia, como Génova, Florencia, Roma, Nápoles o Milán, lo que le permitió conocer a algunos de los mejores científicos de Europa, como Alessandro Volta, que ya contaba con setenta años, y André-Marie Ampère, cuyas publicaciones había leído Faraday con avidez mientras encuadernaba libros en la tienda de Riebau. Faraday, que siempre llevaba encima su diario, tomaba nota de cualquier detalle que no quisiera olvidar nunca, así que hoy en día podemos leer lo siguiente a propósito de su visita a Nápoles, donde ascendieron por el monte Vesubio:

Se tendían manteles sobre la lava humeante, surgiendo inmediatamente pan, pollos, patos, queso, vino, agua y huevos cocidos en la montaña, e improvisándose una comida en este lugar. [... ] Después de comer y beber se elevaron las copas por la vieja Inglaterra y se cantó el God Save the King y el Rule Britannia. Luego, un caballero oriundo de Rusia cantó dos canciones de aquel país, muy agradables y de música muy extraña y conmovedora.

La pila de volta
El 20 de marzo de 1800, el físico italiano Alessandro Volta (1745-1827) comunicó a la Royal Society la invención de su pila eléctrica, llamada pila porque estaba formada por un apilamiento de discos de cobre, de cinc y de tela embebida en agua acidulada. En un primer momento, sin embargo, Volta bautizó su invento como órgano eléctrico artificial, inspirado por los experimentos de Galvani sobre ranas muertas, cuyos músculos se animaban al inducirles una corriente continua. Volta había demostrado que, situando dos metales en una solución ácida, se producía corriente eléctrica. Así pues, en la pila de Volta se produce una reacción electroquímica en la que el cobre cede electrones a la disolución 012.jpgy el cinc los gana. Simultáneamente, el cinc se disuelve y se produce gas hidrógeno en la superficie del cobre.
La fuerza electromotriz
Esta pila es capaz de generar una fuerza electromotriz (fem) del orden de un voltio por cada conjunto de discos. Si bien la fuerza electromotriz no es tal fuerza, se mantiene esta denominación por razones históricas, definiéndose como la energía eléctrica suministrada por la pila al circuito cerrado por cada unidad de carga eléctrica que da una vuelta completa al circuito. La unidad de fuerza electromotriz en el Sistema Internacional de Unidades lleva el nombre de voltio en honor a Volta desde el año 1881.

Fueron dieciocho meses de viaje en los que Faraday incluso aprendió a defenderse en francés e italiano.

Además, la lacaya disposición de Faraday para aceptar cualquier petición de Davy dio sus frutos: al regresar a Londres, Davy recompensó a Faraday con un doble ascenso de superintendente de aparatos, además de ayudante de laboratorio y de la colección de minerales. También tema ya permiso para experimentar por su cuenta.

Conduciéndose con suma humildad y sencillez, aquel pobre encuadernador había accedido a la Royal Institution, Humphry Davy lo había acogido en su seno, había viajado por Europa conociendo a célebres científicos, tal y como hacían los jóvenes aristócratas británicos cuando llevaban unos años en Oxford o Cambridge, y sobre todo, ahora tenía ante sí su primera oportunidad para experimentar por su cuenta en la misma Royal Institution.


Descubrimiento del yodo
Durante su viaje por el continente europeo, Davy hizo un descubrimiento que, además, desestabilizó una creencia muy generalizada entre los químicos. Fue durante su estancia en París cuando Ampère, Clément y Desormes mostraron a Davy una sustancia que procedía de determinada alga marina, descubierta hacía solo dos años por Barnard Courtois (1777-1838). Al calentarse, esa nueva sustancia producía un vapor violáceo que se condensaba hasta generar cristales oscuros, es decir, se comportaba igual que el cloro. Lo que se creía entonces es que todos los ácidos contenían oxígeno, por ello, si el cloro formaba un ácido al combinarse con el hidrógeno —ácido clorhídrico—, se consideraba que debía ser un óxido.Dos nuevos elementos
Davy rechazaba la teoría de los ácidos del oxígeno, y demostró que tanto el cloro como la nueva sustancia encontrada eran elementos propios.

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Cristales de yodo

Inmediatamente, desde París, escribió a la Royal Society para describirles la nueva sustancia y proponer el nombre de yodo para designarla, de la raíz griega para designar el color violeta. Siendo ya un elemento químico de número atómico 53, hoy en día sabemos que el yodo es un componente esencial de nuestra dieta: un consumo insuficiente del mismo puede acarrear enfermedades de distinta índole. Tanto es así, que ya el filósofo inglés Bertrand Russell (1872- 1970) empleó estos datos médicos a propósito del yodo para negar la existencia de un alma inmortal: «La energía para pensar parece tener un origen químico [...]. Por ejemplo, una deficiencia de yodo convierte a un hombre listo en un idiota. Los fenómenos mentales parecen estar ligados a la estructura material».


Faraday, sin dinero ni influencias, había logrado recibir una formación similar a la de cualquier estudiante de clase alta.


§. El primer experimento original de Faraday

En 1815, después de regresar a Inglaterra, Faraday pasó largo tiempo preparando materiales para los conferenciantes de la Royal Institution, así como también empezó a llevar a cabo análisis químicos de muestras de agua obtenidas de distintas regiones de Gran Bretaña. También prestó su ayuda a Davy en algunas de sus investigaciones, entre las que destaca la invención de una lámpara de seguridad para los mineros. Al parecer, tal invento, que acabó salvando la vida de innumerables mineros, se le planteó a Davy a raíz de un accidente de 1812 en el que habían perecido noventa y dos hombres y niños como consecuencia de una explosión a ciento ochenta metros bajo la superficie. El gas subterráneo, el metano que estaba contenido en el grisú, deflagraba con facilidad a causa de las velas y las lámparas empleadas en la minería, así que Davy diseñó una lámpara en la que el metano penetraba y salía por irnos pequeños tubos. La llama estaba protegida por una malla de alambre con 127 orificios por centímetro cuadrado, así el calor desprendido por esta no inflamaba el gas del ambiente exterior.

«Faraday es mi mayor descubrimiento.»
Humphrey Davy.

La gran oportunidad de Faraday para mostrar su valía, sin embargo, llegó poco después. Su primer experimento original fue un análisis de una muestra de cal viva recogida en Italia. Sacó a la luz sus resultados en 1816 en un artículo publicado en Quartedy Journal of Science bajo el título de «Análisis de la caliza cáustica natural de Toscana».


El descubrimiento de Lucifer
En 1826, Michael Faraday sugirió a un colega suyo, el químico y farmacéutico inglés John Walker (1781-1859), que registrara la patente de lo que le parecía un importante invento: la cerilla de fricción.

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John Walker

Se dice que el descubrimiento fue accidental, cuando Walker mezclaba clorato de potasio con sulfuro de antimonio, goma y almidón. Removía la mezcla con un palo y, al secarse esta en la punta, trató de eliminarla frotándola contra el suelo, lo que acarreó que se prendiera una llama. Walker no consideraba que tal cosa pudiera ser objeto de patente, pues entendía el fenómeno como una reacción química natural. Al año siguiente, sin embargo, un tal Samuel Jones, que había asistido a una de las exhibiciones de Walker, no tardó en registrar la patente, dando lugar a las llamadas cerillas Lucifer. Ya sea porque el nombre de cerilla Lucifer tenía más atractivo que el de «cerilla de fricción» o porque facilitaba en gran medida el encendido de cigarros, las ventas de tabaco ascendieron considerablemente. El problema es que el olor de la reacción química de la cerilla Lucifer era muy fuerte, lanzaba chispas a mucha distancia y producía una llama inestable, siendo así, irónicamente, más perjudicial para la salud que el propio tabaco.


Gracias al equipo técnico de primer nivel del que disponía ahora, Faraday empezó a destacar enseguida como experimentador, hasta el punto de que empezó a extenderse la creencia de que Faraday sería el merecido heredero de Davy.

Poco después también descubrió dos cloruros de carbono y, junto a Richard Phillips, confirmó la existencia de un tercero. Y en 1826, comprobó que el caucho estaba formado por cadenas de hidrocarburo, planteando así la posibilidad de que más adelante se fabricara caucho sintético. La hazaña no era nada despreciable para la época, pues el caucho era una sustancia aún muy extraña. Cuando los primeros europeos regresaron a Portugal desde Brasil, habían traído consigo las primeras muestras de tela de caucho, y algunas personas consideraron que una sustancia como aquella solo podía tener su origen en la brujería: además de poseer una calidad inigualable, también podía servir para borrar fragmentos escritos a lápiz, convirtiéndose así en la primera goma eficaz de la historia: hasta entonces se estaba usando miga de pan fresco.

El problema es que el árbol que producía el caucho (Hevea brasiliensis) solo crecía en América del Sur, lo que obligó a un biólogo inglés a transportar setenta mil semillas a su país natal. En 1770, el ingeniero Edward Naime (1726-1806) fue el primero en comercializar en Londres bloques de caucho como goma de borrar, cada uno a tres chelines, a un precio de artículo de lujo para la época. Con todo, esta clase de caucho se pudría con facilidad, llegando a desprender mal olor, inconveniente que no fue resuelto hasta 1839 por parte del estadounidense Charles Goodyear (1800- 1860): descubrió que calentando la goma natural con azufre, esta se volvía menos pegajosa, más dura pero elástica y, sobre todo, dejaba de pudrirse. Este proceso se llamó vulcanización, en honor al dios latino del fuego, Vulcano.


§. El descubrimiento del benceno

Uno de los descubrimientos más trascendentales de Faraday en el campo de la química, sin embargo, implicaba a su hermano, a las ballenas y a un líquido transparente e incoloro que desprendía un olor similar al de las almendras.

A mediados de la década de 1820, el hermano mayor de Faraday, Robert, empezó a trabajar en la Portable Gas Company, que suministraba gas a la ciudad de Londres usando para ello la sustancia que producía la mejor luz en aquella época: el aceite de ballena.

Este aceite se obtenía del espermaceti de la cabeza del cachalote, donde se almacenaban hasta tres toneladas del mismo. El espermaceti no es esperma, pero los marineros lo bautizaron con ese nombre porque, en contacto con el aire, su consistencia líquida y transparente se transforma en una crema lechosa. Todavía no se conoce su función exacta —se especula que tal vez le sirva al cachalote para evitar el fenómeno de la descompresión resultante de nadar a mucha profundidad, más de mil quinientos metros—, pero era tan valioso para producir luz o como emoliente para la fabricación de jabones y pinturas, entre otros productos, que desde 1830 hasta 1870 se estima que fueron aniquilados irnos trescientos mil especímenes. La demanda era tan elevada, que hacia 1850 el galón de aceite de ballena se vendía a 2,5 dólares, la mitad del sueldo semanal de un trabajador medio.

En el proceso de embotellamiento del gas que comercializaba la Portable Gas Company, se producía también un producto de desecho, un aceite ligero que finalmente fue analizado por Faraday en 1825. Tras un largo y laborioso proceso de destilaciones del material, en el que se tuvieron que aislar cientos de compuestos, Faraday obtuvo una sustancia de la que emanaba un aroma parecido al de las almendras. Era un hidrocarburo puro que Faraday llamó bicarburo de hidrógeno, pues estaba formado por hidrógeno y carbono. Más tarde, en 1834, el químico alemán Eilhard Mitscherlich (1794-1863) bautizaría aquel hidrocarburo con el nombre de benceno.

En los inicios de la química orgánica, los compuestos orgánicos se dividieron en aromáticos (fragantes) y alifáticos (grasos). Los primeros desprendían diversos olores —como el tolueno, con olor a vainilla y canela—, en general agradables, por ello se denominaron «aromáticos». Cuando más tarde se investigó la estabilidad inusual del hidrógeno-carbono de otros compuestos, el término «aromático» empezó a aplicarse también a los compuestos que poseían esta estabilidad, independientemente de su olor.

En 1865, el químico alemán Friedrich Kekulé, a través de un sueño en el que aparecía una serpiente que se mordía la cola, descubrió la estructura anular del benceno, dos años antes de la muerte de Faraday. Por aquella época ya se sabía que el benceno estaba formado por seis átomos de carbono y seis átomos de hidrógeno (C6H6), pero no se tenía ninguna pista clara sobre su estructura.

Kekulé asegura que la inspiración para descubrir la estructura de la molécula del benceno, un hidrocarburo aromático, surgió a raíz de una ensoñación en la que aparecía una serpiente que se mordía la cola —un símbolo habitual en muchas culturas ancestrales, conocido como Ouroboros—, lo que le llevó a plantear se la posibilidad de que la molécula del benceno tuviera forma de anillo.

015.jpgEn 1865, Kekulé publicó un artículo en el que sugería que los átomos de carbono forman una estructura cerrada sobre sí misma con forma de hexágono, usando alternativamente una y dos valencias para conformar estas uniones, mientras que los átomos de hidrógeno se unen a cada una de las valencias restantes (véase la figura). Esta nueva comprensión de la estructura del benceno y de todos los compuestos aromáticos resultó ser de la mayor importancia para el desarrollo futuro de la ciencia química.

Actualmente, el benceno es uno de los productos químicos de mayor producción mundial, pues posee infinidad de aplicaciones, como la fabricación de determinados tipos de gomas, lubricantes, tinturas, detergentes, medicamentos y pesticidas, hasta como punto de partida para manufacturar otros productos químicos empleados en la fabricación de plásticos, resinas y fibras sintéticas, como el kevlar. Si bien hoy en día las propiedades del benceno son las que mejor se conocen de entre todos los compuestos orgánicos, su estructura química exacta no se determinó hasta una fecha tan reciente como 1931.

Por otra parte, la exposición prolongada al benceno puede producir leucemia, caracterizada por la disminución del número de glóbulos rojos y por el aumento del número de glóbulos blancos.

Como fruto de sus investigaciones en la disciplina de la química, Faraday publicó en 1827 su libro Chemical manipulation (Manipulación química), en el que incluía el descubrimiento del benceno, su última investigación importante en el campo de la química pura.

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Retrato de Faraday, pintado en 1842 por Thomas Phillips.

El libro es accesible para profanos porque está dirigido a estudiantes sin conocimientos previos en la materia, y además huye de las descripciones meramente teóricas —algo frecuente en los libros de texto de la época— y se centra en los experimentos, como una suerte de manual práctico sobre procedimientos químicos.


§. Licuefacción de gases

Unos años antes, en 1823, usando métodos de compresión y enfriamiento, Faraday consiguió licuar gases diversos, como el cloro, el anhídrido carbónico o el ácido sulfhídrico, y publicó el primer estudio riguroso sobre licuefacción, en lo que, en suma, constituyó su mayor hallazgo en el ámbito de la química. Faraday también se reveló como un pionero en la criogénesis, siendo el primero en alcanzar temperaturas por debajo de los cero grados Fahrenheit.

La licuefacción o licuación de gases consiste, en síntesis, en cambiar una sustancia de un estado gaseoso a otro líquido por acción de la temperatura y el aumento de presión. Ya desde 1681, Denis Papin había demostrado que el agua contenida en un recipiente cerrado permanecía líquida aunque su temperatura hubiera rebasado su punto de ebullición normal, los 100 ºC. De modo que se seguía investigando el papel que tenían la presión y la temperatura en la posible licuefacción de los gases. También, en 1783, James Watt, el creador de la máquina de vapor, descubrió que el calor latente de vaporización —la energía necesaria para cambiar de estado líquido a gaseoso— cambiaba con la presión. Al incrementar la presión y subir el punto de ebullición del agua, Watt observó que el calor latente disminuía progresivamente hasta llegar a un punto en que parecía anularse.


Leyes de los gases
La diferencia principal entre un gas y un sólido o un líquido es que las moléculas del gas se encuentran muy separadas unas de otras y se desplazan en todas direcciones. De hecho, el químico Jan Baptist van Helmont fue quien acuñó el término gas a partir del término griego kaos (desorden). Sin embargo, a medida que los investigadores reparaban en que podía estudiarse sistemáticamente el comportamiento de todos los gases a partir de las relaciones entre temperatura, presión y volumen de una muestra de los mismos, a partir del siglo XVII empezaron a desarrollarse las primeras leyes al respecto.
  • Ley de Boyle-Mariotte: formulada por Robert Boyle y Edme Mariotte en el siglo XVII, manifiesta que para cierta cantidad de gas a una temperatura constante, el volumen del gas es inversamente proporcional a la presión de dicho gas.
  • Ley de Charles-Gay Lussac: formulada por el químico francés Joseph- Louis Gay-Lussac en 1802, manifiesta que para una cierta cantidad de gas a una presión constante, el volumen del gas es directamente proporcional a la temperatura de dicho gas. Y para una cierta cantidad de gas a un volumen constante, la presión del gas es directamente proporcional a su temperatura.
  • Ley de Avogadro: formulada por Amedeo Avogadro en 1811, manifiesta que en las mismas condiciones de presión y temperatura, volúmenes iguales de gases diferentes contienen el mismo número de moléculas.
  • Ley de Graham: formulada por Thomas Graham en 1829, manifiesta que el movimiento de las moléculas de dos o más gases da como resultado el entremezclado de las moléculas, y en un recipiente cerrado conduce rápidamente a la formación de una mezcla homogénea. Sin embargo, esta magnitud difiere cuando un gas puede escapar de un recipiente por un orificio o un poro, la llamada efusión. Y la velocidad de efusión de los gases es inversamente proporcional a la raíz cuadrada de su densidad.

Faraday ya estaba al corriente de que era posible licuar los gases de amoníaco (NH3) por compresión o enfriamiento desde 1799, así como el dióxido de azufre (SO2) por enfriamiento y el cloro (Cl2) por compresión desde 1800. En 1823, Faraday emprendió entonces una serie de experimentos que constituyen el primer intento sistemático de investigar la licuefacción de diversos gases, licuando así los siguientes: dióxido de carbono (CO2), dióxido de azufre (SO2), óxido de nitrógeno (N2O), etileno (C2H4), monóxido de nitrógeno (NO), amoníaco (NH3), ácido clorhídrico (ClH), cloro (Cl2), ácido sulfhídrico (SH2) y ácido cianhídrico (CNH).

No obstante, fue incapaz de licuar el hidrógeno (H2), el oxígeno (O2), el nitrógeno (N2) y el monóxido de carbono (CO).

En 1845 volvió a repetir sus experimentos, y llegó a la conclusión de que una vez que se llega a determinada temperatura, no es probable que ningún aumento de presión, a no ser que fuese uno extraordinariamente grande, convierta el gas en líquido.

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Lámpara de seguridad inventada por Humphry Davy a raíz de un accidente en el que perecieron noventa y dos mineros.

Aunque también valoró la posibilidad de que los gases que no había podido licuar fueran permanentes, es decir, gases imposibles de licuar —hoy en día, sin embargo, se sabe que todos los gases se pueden someter a licuefacción—. En 1869, el químico irlandés Thomas Andrews (1813-1885) descubrió que el dióxido de carbono únicamente podía convertirse en líquido bajo presión cuando su temperatura era inferior a 31 ºC; por encima de esta temperatura no había una presión tal que pudiera licuar el gas.

Todos estos experimentos hacían hincapié en las hipótesis atómicas de la época. En el caso del agua, por ejemplo, se explicaba que la densidad del líquido era mayor que la densidad del gas, y por tanto, al comprimir el gas, se conseguía apretar los átomos unos contra otros mientras se «exprimía» el calor y, de este modo, se licuaba.

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Grabado del aparato ideado por el francés M. Cailletet para licuar gases, aparecido en la revista Scientific American en 1878.

También se argumentaba que sería posible licuar las sustancias al enfriarlas lo suficiente, dado que al calentarlas se evaporaban. En el transcurso del siglo XIX y la primera mitad del XX, finalmente, se predijo que todas las sustancias podrían solidificarse o, al menos, licuarse, antes de alcanzar la temperatura de -273 ºC, la temperatura teórica más baja posible.

En resumen, todos los gases pueden licuarse, pero existen unas determinadas temperaturas por encima de las cuales es imposible licuar algunos de ellos, aunque sean sometidos a enormes presiones. Es lo que se denomina temperatura crítica de un gas. También existe una presión crítica, medida en atmósferas —una atmósfera equivale a la presión que ejerce la atmósfera terrestre al nivel del mar, 760 mmHg (milímetros de mercurio)—, que es la presión necesaria para licuar determinado gas cuando este se encuentra a su temperatura crítica.

Algunos ejemplos son: el anhídrido carbónico, cuya temperatura crítica es de 31 ºC y su presión crítica es de 73 atmósferas; el oxígeno, -119 ºC y 50 atmósferas; el nitrógeno, -147 ºC y 34 atmósferas, o el amoníaco, 132 ºC y 112 atmósferas.


§. Las recetas de Faraday para el éxito intelectual

Además de su carácter autodidacta y la influencia de su fe religiosa en su pensamiento, Faraday seguía a rajatabla una serie de directrices intelectuales en sus investigaciones científicas que también le facilitaron alcanzar el éxito que hoy se le reconoce. Tales directrices le fueron inspiradas por la lectura de uno de tantos libros que encuadernó en la librería de Riebau: The improvement of the mind (1815, La mejora de la mente), de Isaac Watts (1674-1748).

«La verdad puede surgir más fácilmente del error que de la confusión.»
Francis Bacon, aforismo que Faraday apreciaba especialmente.

En primer lugar, Watts decía que hay que mantener una abundante correspondencia. Durante toda su vida, Faraday mantuvo intercambios epistolares con científicos expertos en todas las disciplinas. También había que tener colaboradores con el fin de intercambiar ideas. Faraday descubrió enseguida que el trabajo científico no era una cuestión de héroes solitarios en busca de una verdad esquiva, sino del intercambio de opiniones, de la colaboración en proyectos comunes, etc. Y, en la medida de lo posible, había que evitar las controversias, pues estas no aportaban nada al conocimiento, si acaso rencillas personales que en nada ayudaban a fortalecer las dos directrices anteriores.


Los cuadernos de las mentes preclaras
La tradición de que un intelectual siempre vaya equipado con un bloc de notas para apuntar sus reflexiones o descubrimientos se remonta a muchos siglos atrás. Erasmo de Rotterdam (1466-1536), por ejemplo, solía tomar notas en los mismos libros que leía, haciéndolos así un poco más suyos a la vez que fortalecía su memoria sobre lo leído. También sugería a los estudiantes y profesores que siempre llevaran un bloc de notas organizado por temas, tal y como aconsejaba también Séneca:
«Emulemos a las abejas y mantengamos en compartimentos separados lo que hemos recogido de nuestras diversas lecturas, porque lo que se conserva por separado se conserva mejor».

También durante el Renacimiento era común que los estudiantes llevaran siempre un cuaderno, llamado libro de lugares comunes o simplemente lugares comunes, donde apuntar todo aquello que debía ser digno de recordar. Francis Ba- con ya observó que «difícilmente puede haber algo más útil [...] que una buena y sabia recopilación de lugares comunes».

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Cuaderno de Charles Darwin de 1837, donde puede apreciarse su primer diagrama en forma de árbol a propósito de la teoría de la evolución.

Según la catedrática de Lingüística de la American University, Naomi Baron, en el siglo XVIII el libro de lugares comunes servía «de vehículo, así como crónica de su desarrollo intelectual». Cuadernos de notas también fueron compañeros inseparables de Charles Darwin —gracias al cual podemos ir descubriendo, paso a paso, cómo se iluminó en su mente la teoría de la evolución de las especies— o John Locke, que empezó a usarlo en el año 1652, mientras cursaba su primer año en Oxford.


Además, Watts hacía hincapié en que hay que verificar todo lo que se expresa, hacerlo sin generalizar, y hablar y escribir de forma precisa pero comprensible. Tanto es así, que Faraday se caracterizó por ser un excelente escritor, capaz de transmitir sus descubrimientos de forma llana y comprensible, prescindiendo de las ecuaciones matemáticas, como si dejara fluir su pensamiento sobre el papel. También acabó convirtiéndose en uno de los mayores divulgadores de ciencia de la época, sobre todo en el ámbito de las conferencias públicas.

Otro aspecto importante que destacaba Watts es que hay que llevar siempre encima un bloc de notas. Faraday cumplía esta regla a rajatabla, e incluso había planeado encuadernar todas sus notas para formar un libro como los que encuadernaba para Riebau, un libro grande y hermoso sobre todas las cosas que aprendiera, sobre todas las cosas que no quería olvidar. Su carácter compulsivo también le obligaba a plasmar toda clase de datos por escrito, bajo la consigna que un día le ofreció al joven químico inglés William Crookes («Trabaja, acaba, publica»), de modo que, además de sus 450 documentos manuscritos, su obra escrita incluye las siguientes publicaciones: Manipulación química (recopilación en cuatro volúmenes de sus trabajos en el campo de la química, 1827), Investigaciones experimentales de química y física (una ampliación de la obra anterior, 1859), Investigaciones experimentales de, electricidad y magnetismo (tres volúmenes publicados entre 1839 y 1855), Diversas fuerzas de la materia e Historia química de una vela (ambas basadas en sus conferencias juveniles de Navidad, 1860 y 1861, respectivamente) y Diario de Faraday (recopilación de siete volúmenes de los registros manuscritos de sus investigaciones en el laboratorio de la Royal Institution entre 1820 y 1862).

Faraday también ponía por escrito muchas ideas que algún día podría desarrollar o preguntas que necesitaban respuesta; estas, en cuanto eran solucionadas, se tachaban de la lista, escribiendo al lado la fecha en que había llegado a la resolución. Algunas de las ideas que, por ejemplo, solo esbozaba hacia 1822 eran la transformación del magnetismo en electricidad, el estado de la electricidad en el interior y en la superficie de los conductores o si la divergencia de las esferas de médula de saúco era o no debida al cambio de electricidades como consecuencia de la inducción.

El físico escocés James Clerk Maxwell (1831-1879), quien recogería el legado de Faraday para profundizar en sus investigaciones y expresar matemáticamente sus ideas, pone de manifiesto las recetas que seguía Faraday en la vida y en el trabajo en su obra Tratado sobre electricidad y magnetismo, contraponiéndolo a otro «electricista» de la época, el francés André-Marie Ampère:

Faraday, por otra parte, nos muestra tanto sus experimentos fallidos como los que tienen éxito, y sus ideas más vagas a la vez que las bien desarrolladas, y el lector, no importa cuán inferior a él en capacidad inductiva sea, siente más simpatía que admiración, y se ve tentado a pensar que, si él tuviera la oportunidad, sería también un descubridor. Todo estudiante debe, por tanto, leer las investigaciones de Ampère como un ejemplo espléndido de estilo científico en el establecimiento de un descubrimiento, pero debe estudiar también a Faraday para cultivar el espíritu científico, por medio de la acción y reacción que tiene lugar entre los nuevos hechos descubiertos como son presentados por Faraday y el nacimiento de las ideas en su mente.

Capítulo 3
La chispa eléctrica

La gran revolución experimental de Faraday se produjo al abordar la electricidad y el magnetismo de forma inextricable, un enfoque inspirado, en parte, por sus firmes convicciones religiosas. Sus descubrimientos suscitaron una paulatina revolución social: no solo elevó la calidad de vida de los ciudadanos, aprovechando el enorme poder que escondía el electromagnetismo, sino que dejó obsoletas las fábricas de la Revolución industrial.

Habida cuenta de que a principios del siglo XIX la electricidad estaba más estrechamente relacionada con la química que con la física, fueron las investigaciones químicas de Faraday las que le condujeron a experimentar con la electricidad. De hecho, fue el mismo Faraday quien empezó a deslindar por primera vez la electricidad de la química, asociándola fundamentalmente a la física.

El término electricidad procedía del ámbar —que en la antigua Grecia se denominaba elektron—, un material que, al ser frotado, atraía pequeñas briznas de paja. En 1600, William Gilbert (1544-1603) descubrió que esta extraña propiedad no solo era exclusiva del ámbar, sino que también la presentaban el vidrio, el azufre, la sal y otros materiales a los que llamó eléctricos. Un siglo más tarde, Stephen Gray (1666-1736) llevó a cabo experimentos que demostraban que la electricidad se transfería de unos cuerpos a otros si se conectaban con un material metálico. En 1773, Charles Dufay (1698-1739) señaló que hay dos tipos de interacción electrostática, la resinosa y la vítrea. Ambas se atraen mutuamente pero se autorrepelen. Más tarde, Benjamín Franklin determinó que cada cuerpo posee una cantidad justa de un único fluido eléctrico: al frotar un cuerpo contra otro, pues, se producía un desequilibrio, quedando uno de ellos con defecto de fluido (-) (equivalente a la electricidad resinosa) y otro con exceso (+) (equivalente a la vítrea). Hacia 1760, Daniel Bernoulli, Priestley y Cavendish llegaron a la conclusión de que la interacción electroestática variaba conforme al inverso del cuadrado de la distancia, tal y como ocurría con la gravitatoria. Y en 1785, Charles Coulomb midió esa dependencia estableciendo la ley que lleva su nombre.

A pesar de estos pequeños avances, la electricidad seguía siendo un absoluto misterio. Tal y como señala el premio Nobel de Física León Lederman (n. 1922), en la época de Faraday la electricidad resultaba tan exótica como los quarks —los diminutos y esquivos constituyentes de los protones y neutrones— lo son hoy en día. Ninguna fórmula de la ciencia convencional de aquella época podía explicar el fenómeno resultante de hacer pasar una corriente a través de un alambre de cobre y que este atrajera limaduras de metal, a pesar de que solo había espacio vacío entre ambos.

Ya en 1812, poniendo de manifiesto de nuevo su gran espíritu de experimentador más que de teórico, Faraday había mostrado un gran interés por ese gran desconocido de la ciencia al construir una pila voltaica con siete medios peniques, siete discos de lámina de cinc y seis piezas de papel mojado en agua salada. Sin embargo, su maestro, Davy, le impuso una serie de trabajos onerosos que le desviaron de esta línea de investigación, con lo que finalmente se produjo un retraso de alrededor de diez años. Tras la muerte de Davy en 1829, Faraday por fin pudo retomar a sus investigaciones sobre la electricidad con total dedicación, revolucionando para siempre las ideas vigentes en aquel entonces sobre electricidad y magnetismo.

Como consecuencia de que, en 1821, el químico danés Han Christian Oersted descubriera los campos magnéticos generados por corrientes eléctricas, Faraday trasladó de nuevo la teoría a la práctica, y construyó una serie de aparatos para producir lo que él bautizó como rotación electromagnética, apareciendo así el motor eléctrico y la dinamo. En 1831, gracias a sus experimentos en colaboración con el inventor y miembro de la Royal Society Charles Wheatstone (1802-1875), Faraday empezó a investigar sobre el fenómeno de la inducción electromagnética, descubriendo que un imán en movimiento a través de una bobina induce en ella una corriente eléctrica, lo cual le condujo a describir matemáticamente la ley que rige la producción de electricidad por un imán.

Solo un obstáculo inesperado se interpuso en el trabajo de Faraday: el amor. Sarah Barnard (1800-1879) era una joven de veintitrés años, hija también de un sandemaniano, que enseguida llamó la atención de Faraday. Sin embargo, sus objetivos en el campo de la ciencia eran tan elevados que consideraba cualquier otra ocupación como una fatigosa distracción de su trabajo, y ello incluía el amor. Faraday incluso había escrito un poema en el que responsabilizaba al sentimiento amoroso de desviar a los hombres de sus tareas importantes. Fue este poema, irónicamente, el que facilitó el acercamiento sentimental entre Michael y Sarah, pues ella se había sentido profundamente ofendida por el texto, lo cual obligó a Faraday a aproximarse a ella con el fin de recuperar su afecto. Casi sin poder evitarlo, el 12 de junio de 1821, Michael Faraday, hijo de un herrero sandemaniano, contraía matrimonio con Sarah Barnard, hija de un platero y pastor sandemaniano.

Pero Faraday seguía obsesionado con la consecución de su labor científica, así que rogó a su mujer que, en vez de realizar un viaje de novios, aquel tiempo juntos lo pudiera dedicar en exclusiva a escribir un artículo sobre la historia de la electricidad y el magnetismo. Paciente y hacendosa como buena sandemaniana, su esposa aceptó aquellas insólitas condiciones.

Entonces Faraday se dispuso a leer todos los libros de la biblioteca de la Royal Institution que trataran el tema de la electricidad y el magnetismo, recreando también todos y cada uno de los experimentos descritos en ellos. Hacia finales de agosto de 1821, ya había llevado a cabo centenares de experimentos, pero uno en particular se resistía a abandonar su cabeza incluso después de haber sometido su artículo sobre la historia de la electricidad y el magnetismo a los Annals of Philosophy: el de Hans Christian Oersted. Llevado a cabo en 1819, constituía el primer experimento electromagnético que se había realizado hasta la fecha.


El primer experimento electromagnético
Nacido en Dinamarca en 1777, Hans Christian Oersted estudió física en la Universidad de Copenhague y a él pertenece la primera demostración empírica de la relación entre electricidad y magnetismo. Su descubrimiento se hizo público en 1820, y la trascendencia del mismo acabó revolucionando el mundo, tal y como en el pasado lo había hecho la máquina de vapor.

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Hans Christian Oersted.

Los primeros experimentos al respecto los llevó a cabo Oersted en 1819, durante una explicación práctica en clase, acercando una aguja imantada a un hilo por el que circulaba corriente eléctrica. Si bien la aguja apuntaba en dirección perpendicular al hilo, en cuanto se invirtió el sentido de la corriente, la aguja apuntó entonces en sentido contrario.


§. Transformar la electricidad en movimiento

Faraday advirtió que había un detalle de los experimentos de Oersted en el cual parecía residir la clave de todo. Se había percatado de que el magnetismo producido por una corriente eléctrica siempre desviaba la aguja de una brújula del mismo modo. Por ejemplo, si se situaba una brújula sobre una mesa y una corriente eléctrica fluía desde el suelo hasta el techo, la aguja de la brújula giraba indefectiblemente en sentido contrario a las agujas del reloj, nunca en el sentido de las agujas. Faraday no solo era un gran experimentador, sino que acostumbraba a fijarse más en los pequeños detalles que en los grandes efectos, acaso una disposición meticulosa que había adquirido en sus años de dedicación al difícil arte de la encuadernación de libros. Sea como fuere, no pudo dejar de pensar en el detalle de que la aguja de la brújula del experimento de Oersted siempre se moviera ligeramente hacia un lado y no hacia el otro.

Entonces compuso una imagen mental que le ayudara a conjeturar la razón de aquel pequeño fenómeno. Imaginó que, al igual que una corriente de aire caliente a veces se transformaba en torbellino, una corriente de electricidad ascendente tal vez podría producir vientos espirales de magnetismo que ocasionaran la pequeña rotación de la brújula. Para comprobar su conjetura, Faraday se propuso diseñar otro experimento que demostrara si tales vientos magnéticos eran capaces de hacer girar continuamente cualquier objeto magnético, a diferencia del modesto movimiento de la aguja de Oersted.

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El primer motor eléctrico de Faraday, construido en 1821.

Después de varias semanas, Faraday logró su objetivo. A principios de septiembre lastró una barrita imantada por uno de sus polos en el interior de un recipiente de mercurio: así la barrita flotaba verticalmente al igual que lo haría una pequeñísima boya. A continuación, situó un cable vertical en el centro del recipiente e hizo pasar, de abajo arriba, una comente eléctrica. Lo que ocurrió fue que la boya imantada empezó a rotar alrededor del alambre en sentido contrario a las agujas del reloj, como si estuviera siendo arrastrada por una corriente invisible (véase la figura). Sus conjeturas, pues, parecían confirmarse, y de añadidura había también construido un rudimentario motor eléctrico, el primero del mundo. Faraday había transformado la electricidad en movimiento, capaz de efectuar trabajo.

Era el 3 de septiembre de 1821.

El Quarterly Journal of Science publicó el experimento de Faraday en octubre de 1821 bajo un título ciertamente modesto, habida cuenta de las implicaciones que más tarde acarrearía su descubrimiento: «Sobre nuevos movimientos electromagnéticos».

Pese a ello, el artículo fue un éxito y se tradujo a una docena de idiomas. En poco tiempo, científicos de todo el mundo ya fabricaban sus réplicas del descubrimiento de aquel hijo humilde de herrero que ya estaba alcanzando la categoría de Oersted, Ampère, Arago y otros célebres físicos coetáneos.


§. Un punto muerto de diez años

Cuando Faraday parecía destinado a revolucionar el electromagnetismo, habiéndose incluso librado de las servidumbres del matrimonio para dedicarse exclusivamente a la ciencia, otro obstáculo, esta vez insalvable, se puso de nuevo en su camino. Una decepción que alcanzó a Faraday desde la vertiente que menos esperaba: de su idealizado maestro y protector Humphry Davy. Al parecer, a los pocos días de la publicación de aquel artículo que había extendido la fama de Faraday por todo el mundo, Davy se vio asaltado por los celos y, según se cree, acabó extendiendo el rumor de que su pupilo había plagiado la idea del motor eléctrico de uno de los administradores de la Royal Institution: William Hyde Wollaston.

Faraday quiso desmentir inmediatamente el rumor citándose con el mismo Wollaston a fin de que examinara el equipo que había empleado para llevar a cabo el experimento. Wollaston tuvo que admitir que, si bien el equipo era semejante al suyo, no parecía haber rastro de plagio: sencillamente habían sido iluminados con la misma intuición con pocos días de diferencia. Finalmente, Wollaston se rindió ante la humildad y la sencillez de Faraday, y le declaró públicamente su apoyo. Una humildad que fue, precisamente, la que, para Faraday, eliminó la sospecha de que el iniciador del rumor pudiera ser su gran benefactor, Davy, aunque al mismo tiempo no pudiera evitar sentir desconcierto por la falta de apoyo que le había brindado en todo aquel malentendido con Wollaston.

Aquella sospecha, a pesar de todo, se tornó insoslayable dos años más tarde cuando, después de descubrir cómo licuar el cloro, Faraday le permitió a Davy que leyera su artículo antes de presentarlo para su publicación. Davy no se limitó a corregir a su pupilo, sino que modificó el artículo hasta el punto de que parecía que había sido el propio Davy el que le había proporcionado las ideas que habían dado pie al descubrimiento. No en vano, Davy había trabajado la mayor parte de esos últimos veinte años en licuar el cloro y no deseaba que el descubrimiento se lo arrebatara completamente su joven protegido. Faraday, en parte para evitar otro escándalo como el producido con Wollaston, y en parte condicionado por la modestia que le inspiraba su credo sandemaniano, escogió ceder ante Davy:

Aunque puede que lamentara perder mi tema, le debía demasiado por su mucha amabilidad anterior como para pensar en decir que era mío lo que él decía ser suyo.

A pesar de los escollos, la meteórica carrera de Faraday continuó su curso, hasta un punto en que ni siquiera en sueños había alcanzado: dos meses después fue propuesto como candidato a miembro de la Royal Society, la más antigua sociedad científica del Reino Unido y también una de las más antiguas de Europa. De nuevo Davy puso de manifiesto sus crecientes celos hacia él, pues no solo evitó apoyar la candidatura sino que hizo activa campaña en contra, recordando a sus colegas la presunta usurpación intelectual que Faraday había llevado a cabo contra los intereses de Wollaston. Con la intención de limpiar su nombre, Faraday publicó una detallada relación de los acontecimientos que rodearon su descubrimiento del motor eléctrico, obteniendo de nuevo la adhesión de Wollaston, lo cual fue suficiente para que Davy depusiera su actitud. En consecuencia, el 8 de julio de 1824, los miembros de la Royal Society votaron casi unánimemente que Michael Faraday se convirtiera en miembro de la misma. Tan solo hubo un voto en contra, y a pesar de que la votación era secreta, todo parecía indicar que ese voto correspondía a Davy.

En 1825, Faraday fue ascendido a director de la Royal Institution. Pero aquellos ascensos no iban en consonancia con sus descubrimientos en el campo del electromagnetismo. No por falta de talento, sino de tiempo: Davy decidió sobrecargar de trabajo a Faraday acaso para entorpecer sus deslumbrantes habilidades. Por ejemplo, dispuso que Faraday iniciara una investigación a propósito del perfeccionamiento de la calidad del vidrio para telescopios y otros instrumentos ópticos. Y junto al astrónomo inglés John Herschel (1792-1871), de Cambridge, y el fabricante de instrumentos ópticos George Dolland (1774-1852), Faraday supervisó la manufactura de las muestras de vidrio que debían pulirse en forma de lente.

«El libro de la naturaleza está escrito por el dedo de Dios.»
Michael Faraday.

Debido a que apenas conseguía avanzar en ese campo, Faraday sugirió a la Royal Society y la Royal Institution que construyeran un homo en las instalaciones de la Royal Institution para que él mismo pudiera hacer muestras de vidrio. Fueron dos años de intenso trabajo que mantuvo a Faraday apartado de quehaceres más perentorios, pero Faraday asumía aquellos trabajos menores sin queja alguna. Además, aquellas tareas le permitieron también profundizar en asuntos que de otra forma le habrían pasado por alto. Por ejemplo, de aquel trabajo con el vidrio obtuvo unas muestras que más tarde, en 1845, le servirían para descubrir el efecto magneto-óptico.

Y entonces, de manera inesperada, Faraday quedó liberado de los celos de Davy: su maestro y protector fallecía el 29 de mayo de 1829, lo que al fin le permitió regresar en exclusiva y sin más distracciones a sus investigaciones acerca del electromagnetismo.

En solo doce años, y a pesar de haber accedido como sencillo ayudante de laboratorio, Faraday había alcanzado metas más deslumbrantes que cualquier otro científico en la Royal Institution. Pero Faraday permanecía refractario a aquellos logros y siguió trabajando, más si cabe, en encontrar solución a las preguntas que le habían suscitado su descubrimiento del motor eléctrico. A saben si la electricidad producía magnetismo, ¿era posible que el magnetismo produjera electricidad? Era una cuestión bastante frecuente en la comunidad científica de la época, pero nadie había conseguido probarlo satisfactoriamente, ni siquiera Oersted.

Faraday estaba tan dispuesto a resolver aquel interrogante que incluso tomó la difícil decisión de dedicarse exclusivamente a la investigación, aunque ello hiciera mella en su salario. La mayoría de sus ingresos procedían de su trabajo como asesor técnico, lo que le permitía mantener a su familia. Sin embargo, tal y como ya había hecho renunciando a su trabajo como encuadernador para convertirse en un simple ayudante de Davy, Faraday volvió a rechazar el dinero, reduciendo su poder adquisitivo ostensiblemente —se estima que sus ingresos cayeron dos tercios—, por la simple satisfacción de descubrir cómo funcionaba la naturaleza que había concebido el Creador.


§. Convertir magnetismo en electricidad

Con la religión dominando todos sus pensamientos, Faraday tuvo una revelación mientras remaba en un pequeño bote en Suiza. Frente a él apareció un arcoíris en la base de una cascada. Una visión casi mística que no tardó en esfumarse, después de que las ráfagas de un fuerte viento desplazaran las gotas de agua que originaban el fenómeno. Sin embargo, cada vez que el viento soplaba en otra dirección, el arcoíris reaparecía. Faraday permaneció largo tiempo contemplando cómo el arcoíris hacía acto de presencia para, después, esfumarse, a merced de las caprichosas rachas de viento, advirtiendo que el arcoíris siempre estaba allí en realidad, incluso cuando el espacio estaba vacío. De modo que el vacío podía estar ocupado por algo, incluso el vacío que postulaban las ecuaciones de Newton y que todos sus colegas en la Royal Institution defendían.


Joseph Henry, el homólogo estadounidense de Faraday
Nacido en 1797, Joseph Henry se crió en una familia pobre de Albany y, con trece años, trabajó como aprendiz de relojero.
Estos conocimientos en relojería le permitieron construirse sus propios instrumentos, tal como hizo Faraday, de forma autodidacta. En 1826 obtuvo una plaza de profesor de Matemáticas y Filosofía Natural, a la vez que llevaba a cabo experimentos similares a los de Faraday sobre la Inducción electromagnética. A partir de 1832, la Universidad de Princeton le ofreció un puesto como profesor, a pesar de que carecía de títulos académicos oficiales.022.jpg Pero su reputación le precedía: ya había construido en 1830 el electroimán más potente de la época, el primero que consiguió levantar pesos de más de 1.000 kg. Hasta entonces, nadie había imaginado que tales ingenios fuesen lo suficientemente potentes como para levantar cosas. Los electroimanes, generalmente, poseen un núcleo de hierro dulce que se ¡manta cuando una corriente circula por la bobina alrededor del núcleo; en cuanto cesa la corriente, desaparece el campo magnético producido. El electroimán de Henry, construido con las bobinas que empleaba en sus clases de física, tenia forma de herradura y no era particularmente grande: apenas 12 pulgadas de alto.
El descubridor de la autoinducción
Si bien Faraday y Henry realizaban experimentos casi idénticos en los mismos años de su carrera, Faraday se adelantó en la publicación de los resultados. En cualquier caso, a Henry se le reconoce el hallazgo de la autoinducción: cuando conectaba un hilo enrollado a una batería, se observaba una chispa, pero cuando se desconectaba, se producía una chispa mayor: Henry postuló que el hilo se había cargado con electricidad y reaccionaba por sí mismo cuando se desconectaba. Lo que ocurre es que al pasar una corriente por un circuito se produce un campo magnético a su alrededor, pero si dicha corriente varía, el campo magnético variable daría lugar a una variación temporal del flujo magnético sobre el propio circuito. Henry se dio cuenta de ello porque al encender o apagar un circuito, la intensidad de la corriente experimenta bruscas variaciones en intervalos muy cortos de tiempo. Por este hallazgo, el coeficiente de autoinducción se mide en henrios, en honor a Henry. A su vez, Henry prestó su ayuda a Samuel Morse y a Graham Bell para desarrollar el telégrafo y el teléfono, respectivamente.

Como ya se ha señalado anteriormente, la literalidad de las lecturas de la Biblia del sandemaniano Faraday también fueron decisivas para conformar esta convicción. Que el vacío en realidad no estaba vacío. Que las cosas estaban unidas, unas con otras, por una invisible telaraña.

A lo largo de 1830 y, con más tesón en 1831, Faraday trabajó afanosamente a fin de probar sus suposiciones. Tal era su obsesión que incluso empezó a distinguir cada vez más indicios de la matriz invisible que andaba buscando, como si todas las cosas se hubieran confabulado para ponerle en la senda correcta. Faraday profesaba una fe tan inquebrantable hacia su concepción del vacío que no podía evitar escudriñar continuamente cada detalle del mundo, en busca de las huellas del Creador.

Probablemente había otra motivación que espoleaba el ánimo descubridor de Faraday, a pesar de su manifiesta renuencia a los títulos y los honores: ya era de dominio público que algunos consideraban a Faraday un pensador de segunda fila, pues no contaba con estudios académicos, era lego en matemáticas y, ya con treinta y nueve años, aún no había logrado ningún descubrimiento realmente significativo, a pesar de la tutela de Humphry Davy, Por esa razón, Faraday todavía se abismó más en su investigación, abandonando su faceta de docente y llegando cada vez más temprano a su frío laboratorio del sótano de la Royal Institution. Hasta sus dos sobrinas, que en ocasiones venían a visitarlo, ya estaban avisadas sobre que debían estar en silencio y dedicarse a jugar con sus muñecas mientras su tío trabajaba.


§. El primer transformador

En agosto de 1831, Faraday tuvo la feliz ocurrencia de construir dos bobinas en lados opuestos de un anillo de hierro, que constituyó una versión rudimentaria del primer transformador. El ingenio se asemejaba a dos medias rosquillas de hierro, en las que Faraday había enrollado a su alrededor un largo trazo de alambre. Y enfrentó ambas rosquillas. Era el 29 de agosto de 1831 cuando Faraday hizo pasar una corriente eléctrica a través del alambre de la primera rosquilla.

Para profundizar más en los detalles técnicos de aquel transformador empleado para producir la primera inducción electromagnética, podemos consultar el Diaño de Faraday, publicado por la Royal Institution en 1932. En él se señala que el anillo es de hierro dulce y tiene seis pulgadas de diámetro exterior, así como que tema enrolladas varias espiras separadas por hilo y algodón calicó, procedente de la India. A continuación, Faraday había cargado una batería de diez pares de placas de cuatro pulgadas cuadradas.

Faraday conjeturaba que ello produciría torbellinos a través de toda la primera rosquilla, una suerte de tormenta magnética que, de generar una corriente eléctrica en la otra rosquilla que quedaba delante, entonces confirmaría que el magnetismo era capaz de generar electricidad. El hecho de colocar un núcleo de hierro dulce era para incrementar el campo magnético creado por la primera rosquilla. No era un experimento demasiado complejo, de modo que Faraday dedujo que la razón de que otros científicos no hubieran detectado el fenómeno residía en que la corriente eléctrica producida era muy pequeña, casi indetectable. Por esa razón, situó en el alambre de la segunda media rosquilla un medidor más sensible, capaz de detectar el paso más insignificante de corriente eléctrica: un galvanómetro basado en el efecto motor de la electricidad que Faraday había descrito en 1821.

Finalmente, hizo pasar una corriente por el alambre de la primera media rosquilla conectándolo a una pila voltaica y, con la misma esperanza de sus años de juventud, cuando se propuso encontrar las huellas del Creador en el mundo, cuando decidió profundizar en el misterio de la electricidad que hacía mover las ranas muertas de Galvani, advirtió felizmente que, en efecto, la aguja del galvanómetro que medía el paso de la corriente en la segunda bobina se movía, oscilaba. Este hecho dejó a Faraday completamente atónito durante unos segundos, los suficientes para digerir lo que acababa de descubrir y cómo ello podría cambiar el mundo.

Faraday, meticuloso como siempre, pasó aquella noche conectando y desconectando la rosquilla de hierro para comprobar que siempre producía el mismo efecto en el medidor de corriente eléctrica, permitiéndole descubrir también que el medidor solo captaba corriente eléctrica cuando la intensidad de la corriente eléctrica que fluía por la primera rosquilla aumentaba o disminuía al cerrar o abrir el circuito. Por el contrario, si la corriente producida era estable, entonces no ocurría nada, lo cual también podría explicar que nadie antes lo hubiese descubierto: la oscilación del medidor era fugaz y se extinguía en cuanto la corriente eléctrica se estabilizaba

Faraday había descubierto un fenómeno que ligaba los movimientos mecánicos y el magnetismo con la producción de corriente eléctrica la inducción electromagnética Un fenómeno que representaba el efecto recíproco al descubierto por Oersted.

Ya se conocía que la electricidad estática tema el poder de inducción —un cuerpo cargado eléctricamente es capaz de cargar eléctricamente otro cuerpo al acercarse a él, induciendo carga el primero sobre el segundo—. Lo que nadie había conseguido poner de manifiesto aún es que una corriente eléctrica pudiera comportarse de modo análogo: que una corriente eléctrica indujera corriente eléctrica en un circuito cercano. Faraday lo había logrado, pero de una manera que el resto de investigadores no esperaba: la inducción tenía lugar no por la mera existencia de la corriente inductora, sino por su variación.

Y entonces, unos días antes de cumplir cuarenta años, Faraday hizo llegar la siguiente nota a Richard Phillips, uno de sus mejores amigos:

23 de septiembre de 1831
Querido Phillips,
(...) ando ocupado, trabajando de nuevo sobre el electromagnetismo, y creo que he conseguido algo notable, pero no estoy seguro; puede que después de todo sea un alga y no un pescado lo que acabe sacando a la superficie [...].

Faraday concibió entonces todas las formas de inducción electromagnética gracias a una sistemática serie de experimentos. Así demostró que hay varias formas de inducir corriente a un cable: abriendo o cerrando la corriente de un cable cercano; aproximando o alejando un cable por el que circula una corriente estacionaria a otro; aproximando o alejando un imán a un cable; haciendo rotar un imán cerca de un cable o un cable cerca de un imán; etcétera (véase la figura).

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Diferentes formas de inducción electromagnética. En los tres casos expuestos se cierra el cable con un galvanómetro: a: si aproximamos o alejamos un imán a un cable se produce en este una corriente; b: si se conecta o desconecta una corriente en un cable, se induce corriente en un cable cercano; c: si se hace girar un imán alrededor de un cable aparece una corriente en este último.

Cuando un imán entra y sale de un cable enrollado, el efecto es mayor cuanto más potente es el imán, cuanto más grande sea el área que delimita el cable y cuanto más rápidamente entre o salga el imán. En el caso de que un cable induzca corriente en el otro, el efecto será mayor cuanto mayor sea la corriente inductora y cuanto más rápidamente varíe esta.

Toda la fenomenología acerca de la inducción electromagnética fue resumida por Faraday con una simple ley que relacionaba la corriente inducida con las líneas de fuerza magnética en tomo al cable. Es la llamada ley de Faraday, e indica que la fuerza electromotriz inducida en el cable —la tendencia de las cargas a moverse— es mayor cuanto mayor es la variación del flujo magnético que lo atraviesa —el número de líneas de campo que atraviesan el cable—. Es decir, que la producción de una corriente eléctrica es un proceso dinámico y requiere un cambio en la intensidad de una corriente o un cambio en la posición del imán.


La ley de Faraday
La ley de Faraday puede enunciarse diciendo que «la fuerza electromotriz inducida en un circuito cerrado es igual a la variación (derivada) cambiada de signo respecto del tiempo del flujo magnético que atraviesa la superficie definida por el circuito:

ε = dΦ/dt

donde ε es la fem inducida, el flujo magnético, t el tiempo y d/dt la derivada respecto el tiempo». El signo - es la aportación de Heinrich Lenz por la que el sentido de la fem y la corriente inducidas son tales que tienden a oponerse a la variación que las produce. Por eso, en algunos textos, a la ley de Faraday se la conoce con el nombre compuesto de ley de Lenz-Faraday o, incluso, ley de Lenz-Faraday-Henry.


Todavía era octubre de 1831, de modo que solo hacía unos meses que Faraday había decidido emplear todas sus energías en revolucionar los conocimientos vigentes acerca del electromagnetismo.


§. Síntesis de los experimentos de inducción electromagnética

A modo de síntesis, los experimentos que condujeron a Faraday al descubrimiento de la inducción electromagnética pueden ser divididos en dos categorías: experimentos con corrientes y experimentos con imanes.

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Los dos tipos de experimentos que condujeron a Faraday al descubrimiento de la inducción electromagnética: experimento con corrientes eléctricas (figura 1) y experimento con imanes (figura 2).

En la primera categoría, Faraday había preparado dos solenoides (bobinas de hilo conductor enrollado helicoidalmente), uno enfrentado sobre el otro, pero aislados eléctricamente entre sí. Uno de ellos lo conectó a una pila y el otro a un galvanómetro y observó cómo al accionar el interruptor del primer circuito, la aguja del galvanómetro del segundo circuito se desplazaba, volviendo a cero tras unos instantes. Solo al activar y desactivar el interruptor el galvanómetro detectaba el paso de una corriente que desaparecía con el tiempo (figura 1).

En el segundo grupo de experimentos, Faraday empleó un imán recto y una bobina conectada a un galvanómetro. Al introducir bruscamente el imán en la bobina, se observaba una desviación en la aguja, que desaparecía si el imán permanecía inmóvil en el interior de la bobina. Cuando el imán era retirado, la aguja se desplazaba de nuevo, pero esta vez en sentido contrario. Cuando repetía todo el proceso completo, la aguja oscilaba de uno a otro lado y su desplazamiento era tanto mayor cuanto más rápido era el movimiento del imán entrando y saliendo de la bobina (figura 2).


Campo magnético
Si acercamos dos ¡manes enfrentándolos por los polos opuestos, se atraen; si los enfrentamos por polos ¡guales, se repelen. Para Faraday, este fenómeno respondía a que de ambos ¡manes emanaban líneas desde cada uno de sus polos, que él llamaba de fuerza y que hoy llamamos líneas de campo magnético. Tales líneas salen de un polo y acaban en el polo opuesto, bien sea del propio imán o de un imán próximo. A lo largo de estas líneas, que Faraday imaginaba como cuerdas invisibles en el espacio que rodea el imán, existe una fuerza de tensión, que es la responsable de que los ¡manes se atraigan. Este espacio fue bautizado por Faraday como campo magnético. Es decir, que el fenómeno de que un imán ejerza una fuerza de acción a distancia sobre el metal se puede interpretar como que el imán crea a su alrededor campos de fuerzas, que llamamos campo magnético.
Fácilmente visible
La expresión original de campo procede de la intención de Faraday de introducir la presencia de una persona entre los polos de un imán, y se mantuvo con independencia de que hubiera o no una persona de por medio.

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A la izquierda, líneas de campo magnético entre imanes que se atraen; a la derecha, líneas de campo magnético entre imanes que se repelen.

Si bien el filósofo jesuita italiano Niccolo Cabeo ya se había referido a las líneas de fuerza en el siglo XVII, el concepto moderno de tales líneas se lo debemos a Faraday, como también en gran parte le debemos el concepto de campo. Una forma de vislumbrar tales líneas invisibles consistía en desparramar pequeñas limaduras de hierro alrededor de un imán, de modo que las limaduras se orientaran en la dirección del campo, haciendo visible su disposición.


Se registraban los mismos resultados cuando se mantenía quieto el imán y se movía la bobina sobre él.

Sin duda, fue el concepto de campo el que facilitó a Faraday sus hallazgos. Este concepto surgió como forma de explicar la interacción entre cuerpos sin contacto físico de por medio, es decir, que un campo es una región del espacio a la que pueden corresponderse valores que dependerán de la magnitud del cuerpo que origina la interacción. De este modo, pueden existir, por ejemplo, campos eléctricos (con cargas estáticas) y campos magnéticos (mediante imanes naturales o cargas en movimiento).

Un campo eléctrico se define como cualquier región del espacio en la que una carga eléctrica experimenta una fuerza eléctrica. Dicha fuerza es consecuencia de la presencia en esa región de como mínimo otra carga. La magnitud empleada para caracterizar este campo se llama intensidad de campo eléctrico. La presencia de un campo eléctrico en una región puede indicarse dibujando líneas de fuerza o líneas de campo (figura 3). Estas líneas deben cumplir ciertos requisitos, como que si están muy próximas entre sí reflejan un campo intenso y viceversa; que se dibujan siempre saliendo de las cargas positivas y entrando en las negativas. El número de líneas dibujadas saliendo de la carga positiva o entrando en una negativa es proporcional al valor absoluto de la carga; y no pueden cortarse dos líneas de campo en un punto en el que no exista carga. Además, no son líneas cerradas.

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Líneas de campo que corresponden a los campos eléctricos originados por dos cargas opuestas (a), por dos cargas del mismo signo (b) y por dos cargas de distinto signo y diferente valor absoluto (c).

En apariencia, no hay relación entre los campos magnéticos y eléctricos, salvo que las cargas del mismo signo se repelen y las de signo contrario se atraen (en campos eléctricos) y que campos iguales se repelen y campos contrarios se atraen (en campos magnéticos), es decir, que se produce una atracción y una repulsión semejante a la de los campos eléctricos. Sin embargo, al construirse la pila eléctrica, se tuvo la oportunidad, mediante un hilo conductor, de unir dos campos eléctricos opuestos. Entonces pudo observarse que alrededor del hilo conductor se producía un campo magnético.


§. Los primeros generadores eléctricos

Avanzando impertérrito por las ideas científicas preconcebidas de su época, Faraday continuó efectuando experimentos que iban confirmando al punto sus nuevas ideas.

Una vez demostrado que la electricidad podía inducirse por magnetismo, el siguiente paso era la producción de electricidad de un modo continuo y no en pequeños intervalos. Para ello, Faraday adaptó a la inversa un experimento descrito por el físico francés François Arago (1786-1853), que ya había demostrado que girando una rueda de cobre se podía desviar un imán que quedara suspendido sobre ella. La rueda, al girar, cortaba las líneas de fuerza magnética, generando de esta forma comentes eléctricas. Dichas corrientes eran las responsables de producir un campo magnético que desviaba el imán. Pero Faraday no aspiraba a concebir un campo magnético partiendo de la corriente eléctrica, sino que un campo magnético originara una corriente eléctrica.

De este modo, concibió un generador homopolar, un motor eléctrico basado en la fuerza de Lorentz (fuerza que experimenta una carga a su paso por un campo electromagnético) para convertir la energía eléctrica en movimiento. Se llama homopolar porque no requiere invertir la polaridad para que gire; posee un circuito magnético con flujo único y direccional. Para ello, Faraday usó un disco de cobre que giraba entre los extremos de un imán con forma de herradura, generándose así una pequeña corriente continua. Hizo girar dicha rueda procurando que el borde pasara entre los polos de un imán.


Noción de flujo magnético
La representación de la influencia magnética de un imán o de una corriente eléctrica en el espacio que los rodea mediante líneas de fuerza fue concebida por Faraday. Mediante este tipo de imágenes, inspiradas probablemente por sus creencias religiosas, Faraday compensaba su escasa preparación matemática, apoyándose así en su enorme habilidad gráfica. Cuando se infiere, con la ayuda de limaduras de hierro, el campo magnético creado por un imán recto, se aprecia que en los polos las líneas de fuerza están más próximas y que se separan al alejarse de ellos.

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En la figura 1 el flujo de líneas de campo B que atraviesan la superficie S encerrada por la espira es máximo. En cambio, en la figura 2 el flujo de líneas de campo B que la atraviesan es nulo.

Habida cuenta de que la intensidad del campo magnético B disminuye con la distancia a los polos, puede establecerse una relación entre ambos hechos, constatándose así una proporcionalidad directa entre la intensidad del campo 6 y la cantidad de líneas de fuerza que atraviesan una superficie. Cuanto más apretadas estén las líneas en una región, más intenso será también el campo en dicha región. El número de líneas de fuerza del campo B que atraviesa una superficie depende de cómo esté orientada tal superficie con respecto a la dirección de las líneas. De esta forma, para un conjunto de líneas de fuerza determinado, el número de puntos de intersección o de corte con la superficie será máximo para una orientación perpendicular (figura 1) y nulo para una orientación paralela (figura 2). El número de líneas de fuerza del campo B que atraviesa perpendicularmente una superficie expresa el valor de la intensidad de dicho campo. Así pues, definimos una magnitud llamada flujo magnético y designada por la letra <t> de la siguiente forma: sea una superficie plana S cualquiera y B un campo magnético perpendicular a esta superficie y con el mismo valor en todos sus puntos; llamaremos flujo del campo magnético a través de esta superficie a la expresión Φ = B× S. Recordemos que el flujo magnético está relacionado con el número de líneas de fuerza o campo que atraviesan una superficie. La variación de este flujo magnético a través de un circuito induce corriente eléctrica en dicho circuito. Cuando esta variación es periódica, la corriente inducida cambia periódicamente de sentido.


Dos conductores hacían un contacto deslizante, uno en la orilla del disco y otro en el eje, y ambos extremos estaban unidos finalmente a un galvanómetro para cerrar el circuito. Mientras la rueda giraba, según indicaba el galvanómetro, se producía una corriente eléctrica continua. Esta corriente podía desviarse al exterior a fin de que llevara a cabo un trabajo. Faraday había construido el primer generador eléctrico. Era 28 de octubre de 1831.

La dirección del campo eléctrico en cada punto del disco es perpendicular a la velocidad del disco y al campo magnético, así el campo eléctrico se desplaza del centro del disco hacia el exterior, es decir, que el movimiento radial de los electrones del disco produce una diferencia de potencial entre el centro del disco y su extremo. Esta forma primitiva de dinamo se basa en el mismo principio que actualmente rige, por ejemplo, la dinamo que llevan algunas bicicletas a fin de encender una luz que ilumine el camino, salvo que, en ocasiones, es el imán el que gira en tomo a un cable enrollado.

La variación del flujo magnético puede ser producida por los movimientos mecánicos de un imán, pero también es posible que se produzca por las variaciones de la corriente en otro circuito. Se sabía, desde el experimento de Oersted, que esta última corriente produce un campo magnético. Si la corriente varía, el campo también y, por tanto, el flujo magnético que atraviesa el segundo circuito.

Más tarde, basándose en los principios de Faraday, Hippolyte Pixii (1808-1835), un francés que se dedicaba a la fabricación de instrumentos, construyó la primera dinamo en París en 1832. Era la llamada dinamo de Pixii y constituía el primer generador eléctrico apto para uso industrial. Para ello, el aparato empleaba un imán que se giraba mediante una manivela Los polos norte y sur del imán estaban unidos por un fragmento de hierro envuelto en un alambre (véase la figura). Pixii advirtió que el imán generaba un impulso de corriente eléctrica en el cable cada vez que uno de los polos pasaba junto a la bobina; cada polo inducía una corriente en sentido contrario, es decir, una corriente alterna.

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Primer generador de corriente alterna de uso industrial, construido por el fabricante de instrumentos francés Hippolyte Pixii.

En la corriente alterna, los electrones —cargas negativas— no se desplazan de un polo a otro, sino que, a partir de su posición fija en el cable, oscilan de un lado al otro de su centro, dentro de un mismo entorno, a una frecuencia determinada. Al añadir un conmutador eléctrico, un colector que era una división de metal situado en el mismo eje de giro del imán, con dos contactos de metal, Pixii transformó entonces la corriente alterna en corriente continua, es decir, la corriente generada a partir de un flujo continuo de electrones siempre en el mismo sentido. Este conmutador o interruptor mecánico que mantiene la corriente en una dirección es la misma acción que actualmente produce las escobillas frotando las barras del inducido (parte de la máquina que transforma la energía eléctrica en mecánica y viceversa) de un generador.

En definitiva, el descubrimiento de Faraday de que una fuerza cambiante produce electricidad originó dispositivos mucho más eficaces que las pilas de Volta.

Artefactos que originaban una fuerza magnética siempre cambiante sencillamente haciendo girar un imán. De este modo, siempre que las dinamos giraran, la ley de Faraday (que, como se ha dicho anteriormente, no está enunciada de manera explícita) garantizaba la producción continua de una corriente eléctrica.


Ley de Lenz: el sentido de las corrientes inducidas
Los experimentos de Faraday sobre inducción electromagnética indican que en un conductor que se desplace cortando las líneas de fuerza de un campo magnético se producirá una fuerza electromotriz inducida, y si se trata de un circuito cerrado, entonces se producirá una corriente inducida. La ley de Lenz nos indicaría que las fuerzas electromotrices o las corrientes inducidas serán de un sentido tal que se opongan a la variación del flujo magnético que las produjo. Heinrich Lenz (1804-1865), un físico alemán que investigó el electromagnetismo en Rusia al mismo tiempo que Faraday y Henry, fue quien propuso esta explicación acerca del sentido de circulación de las corrientes inducidas, y que es una consecuencia física del principio de conservación de la energía, que postula que la energía no desaparece, sino que se transforma en otros tipos de energía, por ejemplo, si un coche frena, la energía cinética se convierte en calor.
Corriente inducida
En los fenómenos de inducción electromagnética es el trabajo realizado en contra de las fuerzas magnéticas que aparecen entre espira e imán el que suministra la energía necesaria para mantener la corriente inducida. De esta manera, cuando el polo norte de un imán se aproxima a una espira, la corriente inducida circulará en un sentido tal que la cara enfrentada al polo norte del imán sea también norte, ejerciéndose una acción magnética repulsiva sobre el Imán, la cual es preciso vencer para que se siga manteniendo el fenómeno de la inducción. De forma inversa, si el polo norte del imán se aleja de la espira, la corriente inducida ha de ser tal que genere un polo sur que se oponga a la separación de ambos. Así pues, solo manteniendo el movimiento relativo entre espira e imán persistirán las corrientes inducidas.

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El imán sombreado representa el Imán inductor (real) y el imán blanco el inducido (ficticio). Este modelo permite aclarar por qué la ley de Lenz es una consecuencia del principio de conservación de la energía si pensamos lo que sucedería en el primer caso, por ejemplo, si el sentido de la corriente inducida fuera el opuesto: la espira equivaldría a un imán con el polo sur enfrentado al polo norte del imán inductor. Esto originaría una aceleración del imán inductor hacia la espira lo que provocaría un aumento en la variación de flujo por unidad de tiempo y el consiguiente aumento de la corriente inducida aumentando, al mismo tiempo, la fuerza que actúa sobre el imán. Por tanto, la energía cinética del imán y el calor generado por el efecto Joule en la espira aumentarían de la nada, es decir, sin la presencia de una fuente de energía.


Así que lo esencial de las dinamos, a fin de maximizar su eficacia, era conseguir un diseño que facilitara hacer girar el imán. Los ingenieros de 1830 empezaron a usar para ello motores eléctricos: el propio motor giraba continuamente aprovechando una fracción de la electricidad producida por la dinamo. Es decir, que la dinamo, en parte, se alimentaba a sí misma.

Más tarde llegaron diseños mejores, como el consistente en instalar unas paletas que hacían girar el imán de la dinamo. Las ruedas con álabes giraban por la fuerza del agua que se precipitaba de una cascada, creando las primeras plantas de producción hidroeléctrica. Otro diseño consistía en hervir agua con objeto de usar el vapor resultante para mover las ruedas magnéticas con sus álabes, una idea que incluso fue empleada normalmente durante gran parte del siglo XX, usando como fuente de calor para hervir el agua combustibles como la energía nuclear, el petróleo, el carbón, la madera o el estiércol animal.


Un día, señor, podrá gravarla con impuestos
La producción de electricidad a gran escala derivada de los descubrimientos de Faraday no tuvo una repercusión social inmediata. De hecho, se cuenta la anécdota de que Gladstone, ministro de Hacienda, le preguntó en una ocasión al propio Faraday para qué podía servir la electricidad, a lo que este respondió: «Un día, señor, podrá gravarla con Impuestos». Y, en efecto, en 1880 se estableció el primer impuesto de generación de electricidad en Inglaterra. Otra versión de esta misma anécdota sucede en mitad de una conferencia de Faraday abierta al público, donde una mujer le pregunta para qué podía servir todo lo que acababa de explicar. Faraday replicó: «¿y para qué sirve un recién nacido?». Además, los descubrimientos de Faraday a propósito de la interacción entre magnetismo y electricidad fueron el motor del cambio social y del gran cambio, en palabras de Albert Einstein para referirse a la incorporación del concepto de campo al desarrollo de la física.

Las dinamos empezaron a ser tan potentes que en 1865 proporcionaron lámparas de arco de tamaño gigantesco que se usaron en la mayoría de los faros. Las resollantes máquinas de vapor que habían caracterizado la Revolución industrial fueron también sustituidas paulatinamente por motores eléctricos mucho más silenciosos y eficientes. Y estos motores también acabaron alimentando el teléfono de Alexander Graham Bell, las bombillas de Thomas Alva Edison o la radio de Guglielmo Márchese Marconi. La electricidad acabó siendo, de hecho, un indicador extremadamente fiable del crecimiento o decrecimiento del producto interior bruto de cualquier país del mundo: cuanto mayor era la producción de electricidad, mayor era la prosperidad de una nación, creando espontáneamente empleos, productos y consumidores.

Michael Faraday fue testigo de muchos de estos progresos, aunque sus teorías más avanzadas aún no conseguían acomodo en la comunidad científica. Contempló cómo Londres, poco a poco, empezaba a estar mejor iluminado y cómo esa característica niebla que siempre estaba suspendida en el ambiente —muy romántica, pero ciertamente nociva para la salud, pues se debía a la polución que originaban las máquinas de la Revolución industrial— al fin comenzaba a disiparse.

Electricidad y magnetismo, pues, estaban inextricablemente unidos, y cuando la una estaba presente, el otro también, lo que motivó que ambas fuerzas se plegaran a un único término híbrido: electromagnetismo.

Los primeros atisbos de la unificación ya se habían contemplado en 1785, cuando el francés Charles-Augustin Coulomb colgó unas pequeñas barras imantadas de unas cuerdas y describió cómo se influían mutuamente cuando se las separaba a distancias diferentes. La fuerza entre ellas decrecía con el cuadrado de su separación, es decir, que si, por ejemplo, la distancia entre los imanes se duplicaba, entonces la fuerza decrecía cuatro veces.


Una de las cuatro fuerzas fundamentales del universo
El universo está regido por cuatro fuerzas fundamentales: electromagnética, gravitatoria, fuerza nuclear débil y fuerza nuclear fuerte. En otras palabras: solo se conocen cuatro maneras en que un trozo de materia pueda interaccionar con otro. Estas cuatro fuerzas se distinguen entre sí por su intensidad y su alcance, y además operan bajo reglas diferentes y dan lugar a distintos resultados. Una de las más débiles es la gravedad, que solo se hace sentir en fragmentos de materia relativamente grandes, como una pelota o un planeta. La fuerza electromagnética, sin embargo, es 1038 veces más intensa que la fuerza de la gravedad. La fuerza nuclear fuerte es más de cien veces más Intensa que la electromagnética, y es la que mantiene unidos los protones y los neutrones del núcleo atómico, contrarrestando la fuerza electromagnética, que tiende a separar los protones por tener la misma carga. No obstante, la fuerza nuclear fuerte solo opera a distancias extremadamente cortas (como la que hay entre las partículas del núcleo), a diferencia de la gravedad o el electromagnetismo. Lo mismo sucede con la fuerza nuclear débil.

Si la distancia se hacía tres veces mayor, entonces la fuerza decrecía nueve veces; y así sucesivamente. Lo más llamativo en los experimentos de Coulomb fue descubrir que si colgaba de las cuerdas objetos cargados eléctricamente, entonces la fuerza eléctrica obedecía a la misma regla descrita para el magnetismo. Así pues, fue en ese momento cuando la ciencia empezó a tantear la posibilidad de que existiera cierta unidad entre por lo menos dos de las fuerzas de la naturaleza. Una tentativa que Faraday constató con nuevas demostraciones empíricas.

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Grabado que muestra a Faraday enseñándole a su mujer, Sarah Barnard, el descubrimiento del primer motor eléctrico el día de Navidad de 1821.

O lo que es lo mismo: el hijo de un humilde herrero, que posiblemente hubiera estado condenado de por vida a las deplorables condiciones laborales de la Revolución industrial, había dado paso a la Era de la electricidad. Faraday fue una chispa en la oscuridad que, por si no fuera suficiente, también promovió otra revolución menos evidente para el mundo pero igualmente trascendental: que la ciencia dejara de ser solo una afición de los económicamente acomodados para convertirse en una profesión de los abiertos de mente.


§. Traducir las ideas de Faraday al lenguaje matemático

La electricidad no podía ser como un líquido que fluyera por un cable, sino que se debía poder generar mediante una fuerza invisible, de forma análoga a las líneas de campo magnético, con la diferencia de que aquí las líneas iban de una carga eléctrica a otra. Este campo invisible, según las estimaciones de Faraday, debía extenderse hasta el infinito, atravesando los objetos, incluso llegando al espacio exterior. El 24 de noviembre de 1831, Faraday leyó sus resultados en una primera serie de las «Investigaciones Experimentales» en la Royal Society.

Tal idea era tremendamente revolucionaria para la época, porque suponía afirmar que el mundo estaba repleto de campos de fuerza invisibles. Era como afirmar que existía otro mundo que convivía con el nuestro, una suerte de dimensión paralela.

De modo que, como era de esperar, sus colegas de la Royal Institution consideraron completamente infundadas tales teorías, y las rechazaron cortésmente.

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Inductor conservado en la Royal Institution con el que Faraday descubrió la ley de inducción en 1831.

Por esa razón, Faraday siempre fue remiso a hacer públicas todas sus teorías, una vacilación en la difusión de nuevos paradigmas científicos que también hizo mella en otros científicos que fueron capaces de cambial- la ciencia establecida, como Charles Darwin y su teoría de la selección natural. Faraday, incluso, observando el ambiente que se respiraba en general al respecto, ya había escrito una nota con las conclusiones de sus nuevas teorías el 12 de marzo de 1831, que posteriormente introdujo en un sobre sellado, fechado y avalado por testigos, y lo guardó en una caja fuerte en la Royal Society, con precisas instrucciones de que el sobre no se abriera hasta su muerte. Un fragmento de la nota decía lo siguiente:

Cuando un imán actúa sobre otro imán situado a una cierta distancia o sobre un trozo de hierro, la causa inductora (que, por el momento, llamaré magnetismo) actúa gradualmente desde los cuerpos magnéticos y requiere tiempo para su transmisión [...]. Me inclino por afirmar que la difusión de las fuerzas magnéticas desde un polo magnético se puede comparar con las vibraciones que produce una perturbación sobre la superficie del agua, o las producidas en el aire por fenómenos acústicos: es decir, me siento inclinado a pensar que la teoría de las vibraciones será aplicable a estos fenómenos, del mismo modo que lo es al sonido, y lo más probable es que se pueda aplicar también a la luz.

No era baladí este temor a revelar según qué pensamientos, pues solo era 1832 y Faraday ya estaba sugiriendo que las fuerzas magnéticas necesitan de determinado tiempo para desplazarse por el espacio —contradiciendo el concepto newtoniano de acción instantánea a distancia—, postulando que se trataba de un movimiento ondulatorio. Incluso llegó a relacionarlo superficialmente con la luz.

Finalmente, empleando analogías físicas que suplieran sus elementales conocimientos matemáticos, Faraday presentó sus teorías en público el 19 de enero de 1844, con cincuenta y dos años de edad. Quizá una de las razones que empujó a Faraday a tomar esa decisión fue la crisis nerviosa que sufrió en la década de 1830 debida al exceso de trabajo intelectual al que sometía su mente: fue consciente entonces que quizá podía morir en cualquier momento y que su único legado sería aquella nota sellada y guardada en los sótanos de la Royal Society. El tema de su charla pública, pronunciada en el ámbito de la Royal Institution durante una de las llamadas «Conferencias Vespertinas de los Viernes», trató de la naturaleza de los átomos, presentándola como concentraciones en las líneas de fuerza que constituían la red de fuerzas subyacente. Es decir, que las líneas de fuerza magnéticas, eléctricas y hasta gravitatorias se extendían por el espacio e interconectaban todos los entes materiales del universo.


Diferencia de potencial
Faraday, al construir el primer generador electromagnético, había descubierto que un conductor moviéndose en un campo magnético producía una diferencia de potencial, que puede formularse así: si dos puntos tienen una diferencia de potencial y se unen mediante un conductor, se producirá entonces un flujo de electrones (corriente eléctrica). Parte de la carga que crea el punto de mayor potencial se moverá a través del conductor al punto de menor potencial. Esta corriente cesará en el momento en que ambos puntos igualen su potencial eléctrico.

Aunque dichas analogías describen con bastante acierto la manera en que los físicos teóricos contemplan el mundo hoy en día, en 1844 resultaban tan extrañas que ni siquiera produjeron un impacto entre la concurrencia.

Faraday, tras haber refinado su primer generador electromagnético y repetir el experimento, sintetizó su descubrimiento en una sola frase: «Siempre que una fuerza magnética aumenta o disminuye, produce electricidad; a mayor rapidez de aumento o de disminución, mayor cantidad de electricidad produce».

La frase era muy elocuente, y además era cierta a nivel experimental, sin embargo también producía rechazo en la comunidad científica porque estaba expresada con palabras. Aquella clase de descubrimientos, desde que Newton había inventado el cálculo en el siglo XVII, debían expresarse en el lenguaje unívoco y universal de las matemáticas. Faraday era un lego en matemáticas y, para él, lo único importante eran los resultados de los experimentos, irnos experimentos que, en suma, le habían procurado aquel meteórico ascenso en la Royal Institution, así que concluyó que aquel rechazo procedía más bien del esnobismo de sus colegas, que nunca dejaron de verlo como a un pobre chico de campo sin estudios académicos. Con todo, Faraday persistió en defender que la ciencia debía expresarse de tal forma que pudiera entenderla la gente normal, lo que concordaba con su visión de poeta y creyente sobre el mundo.

Finalmente, fue un joven físico escocés, James Clerk Maxwell (1831-1879), el que tres décadas después traduciría el descubrimiento de Faraday en una elegante a la par que precisa ecuación matemática, que a la postre fue publicada en su artículo «Una teoría dinámica del campo electromagnético». Tal ecuación fue la siguiente:

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El signo negativo es debido a la ley de Lenz: el sentido de la corriente inducida sería tal que su flujo se opone a la causa que la produce.

Maxwell expresó su deuda con Faraday, al que llamaba el Newton de la electricidad, en el prefacio a la primera edición de su A treatise on electricity and magnetism (1873; Un tratado sobre la electricidad y el magnetismo):

Según avanzaba en el estudio de Faraday, me di cuenta de que su método de concebir los fenómenos era también matemático, aunque no viniese presentado en la forma convencional de símbolos matemáticos. También encontré que estos métodos eran capaces de ser expresados en las formas matemáticamente ordinarias, y así comparados con los de los propios matemáticos. Por ejemplo, Faraday vio, con el ojo de su mente, líneas de fuerza atravesando todo el espacio, allí donde los matemáticos veían centros de fuerza atrayendo a distancia; Faraday vio un medio en donde ellos solo veían distancia; Faraday buscó el asiento de los fenómenos en acciones reales que se propagaban por el medio.

Faraday, Newton y los cables submarinos

Si bien Faraday recurría a menudo a su Biblia para encontrar consuelo e inspiración, fue una carta muy particular la que le permitió otorgar cierto marchamo a sus revolucionarias teorías sobre los campos. Irónicamente, esta carta estaba escrita por Isaac Newton, el referente que empleaban los discrepantes de Faraday para cuestionarlo. Newton, además de un genial científico, también fue un heterodoxo en muchos sentidos.

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Faraday en la conferencia que impartió en 1846 en la Royal Institution sobre sus descubrimientos en magnetismo y las propiedades de la luz.

Cuando Newton era ya anciano, en 1693, había escrito a un joven teólogo de Cambridge, Richard Bentley, confesándole la posibilidad de que el vacío en realidad no estuviera tan vacío como él mismo había sostenido. Tal vez, le comunicó, fuerzas como la gravedad extendían unos tentáculos invisibles sobre las cosas.

Esta opinión no era demasiado conocida en Newton porque resultaba demasiado subversiva para la época, incluso a nivel teológico: ¿Acaso Dios no era lo bastante poderoso como para cruzar el espacio sin intermediación alguna? Newton dejó escrito en la carta la siguiente idea:

[...] que un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia a través del vacío sin mediación de nada más era para mí un absurdo tan grande que creo que nadie que disfrute de la facultad de pensar puede caer en él.

Bentley respondió a Newton, mostrando interés por aquella idea, pero Newton ya no quiso profundizar más en el asunto, calificándolo como simples cavilaciones de un anciano.

Faraday, no obstante, al descubrir que un referente como Newton sostenía una teoría tan similar a la suya, se sintió impelido a seguir adelante, refractario al desprecio al que le sometían sus colegas. Estaba convencido de que algún día alguien daría utilidad práctica a lo que él había intuido y, con cerca de setenta años, Faraday consiguió ser testigo de ello. Además de los generadores eléctricos y los inicios de la Era eléctrica, Faraday tuvo la oportunidad de asistir a las primeras revoluciones en el campo de las telecomunicaciones. Tal y como dejó escrito en una carta enviada a un joven amigo, el físico escocés James Clerk Maxwell, el 13 de noviembre de 1857:

Una gigantesca aventura de ingeniería estaba a punto de tener lugar bajo el mar. Con ella llegarían nuevas pruebas de que todo lo que había imaginado sobre los campos de fuerza invisibles era realmente cierto.

Esta aventura bajo el mar que finalmente confirmó las intuiciones del anciano Faraday había empezado con Cyrus West Field (1819-1892), cuando decidió en la década de 1850 que fabricaría un cable que cruzaría el océano Atlántico, para así unir los dos grandes imperios, el británico y el estadounidense. Esta empresa tan formidable precisaba no solo de respaldo científico y técnico, sino también empresarial e industrial. El cable debería tener una longitud de unos 4000 kilómetros y pesaría alrededor de 2200 toneladas. Para ello se necesitarían nada menos que 800 toneladas de cobre.


El telégrafo electromagnético
Resultado directo del descubrimiento del electroimán de Oersted, Ampère y Arago, el telégrafo, patentado por el pintor estadounidense Samuel Finley Morse en 1832, permitía a la gente comunicarse a gran velocidad. Cuando el emisor presionaba una tecla, ponía en funcionamiento una corriente eléctrica que se desplazaba por un cable hasta el extremo receptor, donde ponía en marcha un pequeño electroimán. Cuando esto sucedía, el electroimán atraía una fina lengüeta de hierro, originando un chasquido. Si el emisor soltaba la tecla, entonces se interrumpía la corriente eléctrica y, en consecuencia, la lengüeta de hierro regresaba a su posición normal, sin doblarse.

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Morse junto a un prototipo de telégrafo.

Morse desarrolló un código que aprovechara los chasquidos intermitentes producidos por la lengüeta de hierro, para así poder transmitir cualquier letra del alfabeto a una velocidad media de unas 150 letras por minuto, si el operador telegráfico estaba adiestrado para ello. Oersted, Ampère y Arago fueron alcanzados por la muerte antes de contemplar el telégrafo en funcionamiento, pero Michael Faraday, aunque enfermo, sí tuvo la oportunidad de asistir al nacimiento de las telecomunicaciones.


Para llevar a cabo esta hazaña, Field buscó la ayuda del principal teórico en electricidad de Gran Bretaña, el escocés William Thomson (1824-1902). El escollo técnico que debía superarse no era despreciable: en las transmisiones a través de líneas telegráficas terrestres no había problema usando el telégrafo al que Samuel Morse había dado nombre ya hacía un década —que había telegrafiado su primer mensaje, What hath God wrought, y que había influido incluso en la prosa de los periodistas por los escuetos mensajes telegráficos—, sin embargo algo ocurría en los cables submarinos, pues las transmisiones estaban siempre jalonadas de crepitaciones y otros ruidos que volvían ininteligibles los mensajes.

Thomson, que se tomaba muy en serio las teorías de Faraday, creía que existían los campos de fuerza, y que sus perturbaciones se desplazaban en parte por dentro del cable, pero también alrededor del mismo. El problema, ajuicio de Thomson, era sencillo: cuando un telegrafista apretara su pulsador, el campo empezaría a desplazarse por el cable de cobre de miles de kilómetros de longitud, pero también lo haría alrededor del aislante eléctrico y de la envoltura de hierro de ambos, dispersándose por las aguas del mar. En los cables terrestres no se producía este problema porque se podían instalar en lo alto de postes (evitándose el contacto con la tierra, un conductor), y además estaban recubiertos de un aislante más grueso (en el mar debía de ser fino para ahorrar peso y coste, concretamente de gutapercha, un magnífico aislante eléctrico descubierto en 1850 que se extrae de determinados árboles originarios de la India y que se asemeja al caucho) y carecían del envoltorio de hierro, que en el mar era necesario para evitar que el cable se rompiera o fuera arrastrado por las comentes. El envoltorio de hierro dispersaba la señal porque ese elemento no es un buen aislante. Todos estos factores provocaban que se requiriera hasta veinte veces más electricidad para cargar un cable submarino que uno aéreo. Según los cálculos de Thomson, sintetizados en su ley de los cuadrados, si se multiplicaba diez veces la longitud de un cable submarino, entonces la velocidad de la señal se reduciría cien veces.

Para resolver este problema había dos alternativas. La primera, que proponía Thomson, era aumentar el tamaño del centro conductor. Pero Field confiaba más en la otra alternativa, conectar el cable a una fuente de alta tensión para incrementar la señal, compensando así las pérdidas por dispersión. El problema de operar con altos voltajes es que el cable se deteriora rápidamente.


El campo magnético de la tierra
El físico germano-estadounidense Walter Maurice Elsasser (1904-1991) sugirió en 1939 que la rotación de la Tierra creaba lentos remolinos, que giran de Oeste a Este, en el núcleo del hierro fundido. Dichos remolinos generarían una corriente eléctrica que también circularía de Oeste a Este. Es decir, que la corriente eléctrica circulante en el núcleo de la Tierra produce líneas magnéticas del mismo modo en que lo hacía la bobina de cable de Faraday.
Imán interno
Hoy sabemos que la Tierra, en efecto, posee un imán interno que es responsable, a su vez, del campo magnético general del planeta. 035.jpgLas líneas de campo magnético surgen por el hemisferio Sur y entran por el hemisferio Norte, La razón de este magnetismo hay que buscarla en el núcleo de la Tierra, formado por un núcleo interior sólido de hierro y níquel y otro exterior de los mismos elementos pero en forma líquida. El movimiento de este metal líquido genera el campo magnético, gracias a lo que se conoce como efecto dinamo. Con todo, este movimiento es más complejo de lo que se creía anteriormente y no está relacionado solo con el sentido de giro del planeta: por ello ocurre el fenómeno de que, en el pasado, la Tierra haya cambiado la polaridad del imán terrestre. Se cree que posiblemente esta inversión del campo magnético se deba a la velocidad de rotación del planeta o a que las líneas de campo se entrelacen y desorganicen a causa de los movimientos del metal líquido del núcleo externo.

Field consideraba demasiado abstrusa la explicación de Thomson, de modo que contrató a Edward Whitehouse (1816- 1890), que no creía en ridículos campos de fuerza. Para convencer a los inversores, Whitehouse tenía la instrucción de no mostrar vacilación ni incertidumbre en público, así que incluso obligó a los científicos que respaldaban las teorías de Thomson a que no importunaran con sus preguntas. Hasta invitó a un anciano Michael Faraday a una conferencia pública para engañarle sobre las pruebas experimentales que sugerían que había errores en los cálculos de Thomson.


¿Por qué se llaman voltios y no faradios?
Muchos de los investigadores en electricidad y magnetismo han quedado grabados en nuestro acervo cultural al ceder sus apellidos a diversas unidades eléctricas, aunque uno de los más importantes contribuidores, Benjamín Franklin, no tuvo tal oportunidad. Algunos ejemplos son Charles Augustin Coulomb (la unidad de carga eléctrica), Georg Ohm (la de resistencia), James Watt (la de potencia), James Joule (la de energía), Alessandro Volta (la unidad de potencial, diferencia de potencial y fuerza electromotriz) y André Ampère (la de la intensidad de corriente). Sin embargo, ¿por qué fue Volta el escogido y no lo fue Faraday?
Un inglés que no publica en francés
William Thomson estaba convencido de que la electricidad constituiría una boyante industria en el futuro, y en consecuencia era necesario que la gente pudiera conocer con exactitud la cantidad de fuerza impulsora derivada del campo Invisible que estaba comprando. Probablemente él hubiera apostado por llamar a esa fuerza con el nombre de su admirado Faraday, pero fueron los funcionarios franceses los que, durante todo el siglo XIX, dominaron la nomenclatura científica. El problema de Faraday no era otro que su nacionalidad: no era francés sino inglés.
Tampoco tenía un buen dominio del francés como para publicar en este idioma sus descubrimientos.

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Alessandro Volta.

Así pues, tras largas tensiones políticas, en una conferencia celebrada en París se decretó el nombre oficial que debía emplearse para designar la fuerza del campo invisible: voltio. El nombre homenajeaba al físico italiano Alessandro Volta, que si tenía publicaciones en francés y, además, daba su apoyo incondicional a Napoleón. Volta fue el inventor de la primera pila de corriente continua, pero nunca entendió cómo funcionaba exactamente. Con todo, el potencial —la intensidad se mide en amperios— de la fuerza eléctrica se mide en voltios y no en faradios. Cuando un aparato eléctrico funciona a 120 voltios, por ejemplo, se está indicando que, para trabajar adecuadamente, necesita que le suministren 120 julios de energía por cada culombio de carga eléctrica que circule por él.

Faraday ya no estaba en plenas facultades mentales, probablemente debido al vapor de mercurio que procedía del suelo de su laboratorio, que afecta al cerebro cuando se inhala durante largos períodos, e hizo una declaración ambigua en la que se adivinaba que no estaba del todo de acuerdo con la hipótesis de Thomson. Este apoyo de Faraday, aunque tibio, fue decisivo para convencer a los inversores. Pero Thomson advirtió que Faraday había sido engañado y coaccionado, pues la opinión fidedigna de Faraday, tras analizar los cables construidos con gutapercha, era que el conductor, la capa aislante que lo rodeaba y el agua del mar influían negativamente en la transmisión de las señales.

El cable, con todo, se construyó, y finalmente fue un fracaso, tal y como había vaticinado Thomson: las señales siempre llegaban borrosas, imposibles de descifrar tras cruzar el Atlántico. Al emplearse altos voltajes para transmitir la señal, como ya se ha señalado, el cable se deterioraba y cada vez se requería más tiempo para enviar un mensaje. Además de dispersarse la energía a causa del precario aislamiento del cable, cuando el telegrafista dejaba de pulsar el interruptor del telégrafo entre una señal y la siguiente, el campo que se había establecido a lo largo del cable se dispersaba antes de transmitir la siguiente señal: si el telegrafista pulsaba demasiado rápido, el nuevo campo se superponía al anterior, que todavía estaba alrededor del cobre, el hierro y el agua Por ello, no era extraño, según los documentos de la época, que aquellas transmisiones se atascaran con mensajes de «transmite más despacio» o «repite»

Finalmente, Cyrus Field tuvo que aceptar que Thomson y Faraday estaban en lo cierto, y que realmente existían esos invisibles campos de fuerza capaces de trasladar las cargas eléctricas. La solución, pues, no pasaba por verter más electrones al cable submarino, sino que este fuera un tubo de agua: tal y como opinaba Thomson, alimentar el cable con una batería de mayor potencia también producía un campo mayor y, en consecuencia, mayor interacción con la cobertura y el agua; parte del campo impulsaba los electrones libres presentes en el cable central de cobre, pero otra parte atravesaba la capa aislante y creaba una corriente eléctrica en el hierro que lo envolvía todo, y ello calentaba el cable central de cobre y la cobertura exterior de hierro, y el caucho entre ambos se fundía en algunos tramos. El cable, pues, se deterioraba un poco más cada vez que se intentaban eliminar los efectos secundarios acelerando las enormes baterías que lo alimentaban.

En 1866, se tendió otro cable desde el mayor buque del mundo, el Great Eastern, fabricado bajo las indicaciones de Thomson. El Great Eastern era capaz de transportar 5800 kilómetros de cable y 500 hombres y, tras diversos contratiempos, como la rotura del cable tras haber tendido unos 1900 kilómetros, el 27 de julio de 1866, el barco arribó a Terranova desde Irlanda, y los primeros mensajes fueron enviados con éxito. El cable funcionó a la perfección casi ininterrumpidamente con una velocidad de transmisión de ocho palabras por minuto —el coste de un mensaje de veinte palabras se acabó fijando en 150 dólares, una suma considerable para la época—. Faraday estaba enfermo y ya era muy anciano, pero se dice que recibió la noticia de la confirmación de sus teorías, al parecer a través del propio Thomson.


§. Repercusiones teóricas: Maxwell y Einstein

El descubrimiento de la inducción electromagnética fue la suma de diversos experimentos posteriores, en realidad muchas variaciones del mismo experimento. En la primavera de 1832, Faraday ya había construido y usado bobinas, galvanómetros y aparatos de toda índole, diseñados para poner a prueba el torrente de ideas que se le ocurrieron después del primer éxito.


La síntesis electromagnética de Maxwell
Tres fueron los elementos esenciales que empleó James Clerk Maxwell para su gran síntesis de los fenómenos eléctricos y magnéticos, inscribiéndolos dentro de una amplia teoría conocida como teoría del electromagnetismo:
  • El experimento de Oersted (1820), que ponía de manifiesto la existencia de efectos magnéticos debidos a cargas en movimiento.
  • Los descubrimientos de Faraday (1831), que demostraban que campos magnéticos variables con el tiempo originan un movimiento de cargas eléctricas en los conductores (inducción).
  • Medio siglo antes, Charles Coulomb (1785) describió en forma de ley la forma en que las cargas eléctricas se atraen entre sí: la magnitud de cada una de las fuerzas eléctricas es directamente proporcional al producto de la magnitud de ambas cargas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa.

Esta síntesis de los tres elementos descritos le permitió finalmente a Maxwell describir lo esencial de los fenómenos electromagnéticos en cuatro ecuaciones, que se denominan ecuaciones de Maxwell.

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James Clerk Maxwell

La primera describe cómo es el campo eléctrico debido a cargas en reposo: la segunda traduce en forma matemática la imposibilidad de separar los polos magnéticos de un imán; la tercera expresa que las corrientes eléctricas no son las únicas fuentes del campo magnético (experimento de Oersted), también lo son los campos eléctricos variables con el tiempo; y la cuarta recoge la aportación de Faraday.


Los meses siguientes, pues, Faraday descubrió y estableció los principios de la inducción electromagnética, principios sobre los cuales se basa gran parte de la teoría eléctrica moderna.

Pero tras aquel descubrimiento, hoy en día tan decisivo para la física, Faraday no era aún muy consciente de lo que había encontrado. Tan solo tenía una idea vaga de las consecuencias de esas pequeñas deflexiones que observaba en el galvanómetro. De hecho, en su diario consignó su decepción debido a la naturaleza momentánea y la debilidad que mostraban los impulsos.

Sin embargo, en noviembre de 1831, la misma fecha en la que Faraday hacía públicas sus líneas de fuerza magnéticas, nacía en Escocia el físico James Clerk Maxwell, que en 1856 transformaría al lenguaje de las matemáticas los descubrimientos de Faraday. No obstante, Maxwell llevaría a cabo su trabajo más importante entre 1864 y 1873, cuando sintetizó todas estas ecuaciones que hacían referencia a la electricidad y el magnetismo de un modo indisoluble, concibiendo la primera teoría del electromagnetismo. Tal teoría, además de fundamentar que la electricidad y el magnetismo no existían aisladamente, también demostraba que la luz era parte del medio electromagnético, que se propaga a la velocidad de 300000 km/s.

Más tarde, las investigaciones de Faraday también serían las precursoras del desarrollo de la teoría especial de la relatividad formulada por Albert Einstein en 1905. Concretamente, la inspiración surgió a raíz de una crítica de la interpretación que había hecho Maxwell de la ley de Faraday de la inducción electromagnética.

Las dos grandes revoluciones conceptuales de la física de comienzos del siglo XX, la teoría de la relatividad y la física cuántica, se inspiraron en el electromagnetismo, pero especialmente fue una inspiración para la teoría de la relatividad.

Publicada en 1905 por Albert Einstein (1879-1955), la teoría especial de la relatividad se concibe a raíz de la constatación de que la velocidad de la U12 en el vacío es igual en todos los sistemas de referencia inerciales, es decir, que están en reposo o movimiento rectilíneo uniforme respecto de un cuerpo sobre el cual no actúa ninguna fuerza.

De acuerdo con las leyes de Newton, una descripción del movimiento se establece exclusivamente cuando se indica cómo un cuerpo cambia de lugar en el tiempo: en cada punto de la trayectoria se señala en qué momento y tiempo se encontrará el cuerpo. Para ello es preciso tener en cuenta cómo observadores en dos sistemas inerciales de referencia comparan los valores numéricos

de un mismo evento; esta relación que compara los parámetros se denomina transformación de Galileo.

Algunos físicos ya habían comprobado que las ecuaciones de Maxwell, que gobiernan el electromagnetismo, no se comportaban de acuerdo a las transformaciones de Galileo —por ejemplo, cuando se establece el mismo problema físico desde el punto de vista de dos observadores que se desplazan uno respecto del otro—. Con Einstein, todas las leyes físicas son las mismas para todos los observadores en un sistema de referencia inercial, es decir, que no es posible distinguir un sistema inercial de otro; además de que la velocidad de la luz en el vacío es constante e igual para todos los sistemas de referencia inerciales. Por lo tanto, era necesario encontrar otras ecuaciones de transformación entre sistemas inerciales diferentes a las de Galileo, bajo las cuales la velocidad de la luz siempre fuera la misma.

Capítulo 4
La interacción entre materia, electricidad y luz

Las repercusiones teóricas de los descubrimientos de Faraday alcanzaron a científicos de generaciones venideras, como Maxwell o Einstein, que tomaron el testigo del sandemaniano a fin de formular teorías que describieran con más precisión la realidad. En ese sentido, Faraday continuó su incansable trabajo de investigación, dirigiendo sus objetivos a la luz y su interacción con la electricidad y el magnetismo.

Convertido Faraday en notable de la Iglesia de los sandemanianos, la primera industria de dinamos se instaló en Birmingham. A partir de 1833, se embarcó entonces en la realización de diversos experimentos electroquímicos que le permitieron asociar de forma directa materia con electricidad. Más tarde, esta asociación también incluyó la luz, sugiriendo que esta no era más que un tipo de onda, tal como Hertz había descubierto que era el electromagnetismo: para los físicos del siglo XIX, de visión sumamente mecanicista, al igual que las ondas de agua se propagaban en el agua, las ondas electromagnéticas debían propagarse a través de un medio, que se denominó éter. En una onda electromagnética, lo que se propaga es un campo eléctrico y un campo magnético variables. El propio Hertz publicaría sus resultados en 1888, concluyendo que la luz y las ondas electromagnéticas son el mismo fenómeno.

La llamada electrólisis, la descomposición de las sustancias mediante una corriente eléctrica, también permitió a Faraday sugerir que la electricidad estaba constituida por corpúsculos materiales cargados. George Stoney (1826-1911) llamó electrones a dichos corpúsculos. Pero no fue hasta 1897 cuando los electrones fueron descubiertos definitivamente, por William Thomson. A partir de estos descubrimientos y del modelo atómico de Rutherford, hoy sabemos que los electrones constituyen la corteza del átomo y que se hallan unidos al núcleo por fuerzas eléctricas, que son más débiles que las que mantienen unidas las partículas del núcleo. Resulta, pues, relativamente fácil romper estas uniones y, por tanto, separar los electrones.


§. La electrólisis

Gracias a la batería de Volta, los químicos descubrieron que una corriente eléctrica fluye, a lo largo de un circuito, por un cable que parte de un polo de la batería al otro. Sin embargo, al interrumpir el circuito conectando los cables a unas piezas metálicas sumergidas en un líquido, la corriente circulará por este, produciendo un proceso químico de descomposición.

Así pues, si el líquido en cuestión es, por ejemplo, agua (H2O), entonces aparecerá hidrógeno cerca de una de las piezas metálicas y oxígeno junto a la otra. Y si se disponían recipientes apropiados encima de los dos electrodos, entonces era posible recoger ambos gases independientemente.

Fue la primera vez que se llevaba a cabo la disociación del agua por vía eléctrica, a la vez que se descubría la electrólisis, término acuñado por Faraday tres décadas después. Fue también la constatación de que se podía realizar a la inversa el célebre experimento de Henry Cavendish (1731-1810) de 1784, consistente en obtener agua tras hacer estallar una chispa en un recipiente que contenía hidrógeno y oxígeno.

La primera «electrolización» del agua tuvo lugar poco después de que Volta inventara la pila, el 20 de marzo de 1800, y la llevó a cabo el químico inglés William Nicholson (1753-1815), que había construido una réplica de aquella pila —la primera en Inglaterra— con la ayuda de su colega Anthony Carlisle (1768-1840). A fin de mejorar la conexión eléctrica, conectaron los electrodos de la pila a un recipiente con agua, percibiendo cómo en cada uno de ellos aparecía hidrógeno y oxígeno.


La descarga eléctrica como generadora de reacciones químicas
Antes de que Faraday entrara en escena, se consideraba que existían diferentes tipos de electricidad, según cuál fuese su fuente. A principios del siglo XIX se creía en la existencia de dos tipos de electricidad, originalmente llamados vítrea y resinosa, positiva y negativa, respectivamente. Esta concepción, introducida en 1734 por el químico francés Charles François de Cisternay du Fay, permitía clasificar todos los cuerpos desde el punto de vista de la electricidad: los que al ser frotados se comportan como el vidrio, los eléctricamente positivos, y los que al ser rotados se comportan como la resina, 038.jpglos eléctricamente negativos (una denominación que fue posterior y que se debe a Benjamín Franklin). Las reacciones químicas se podían explicar entonces en términos de atracción y repulsión eléctricas. De este modo, los polos de un circuito atraían a distancia los componentes de una molécula, destruyéndola.
Necesidad de la descarga eléctrica
Michael Faraday probó experimentalmente que no era suficiente la proximidad de los polos eléctricos para producir una reacción química: era necesaria una descarga eléctrica. El experimento consistió en situar un papel filtro humedecido con solución de yoduro de potasio entre dos terminales cargadas eléctricamente. Cuando se liberara el yodo, el papel tomaría un característico color violeta, para así comprobar si había tenido lugar una reacción química. Y entonces advirtió que no bastaba la cercanía de los polos: debía producirse una descarga eléctrica para que el papel se manchara de violeta, es decir, se liberara el yodo. A fin de interpretar el fenómeno, Faraday propuso que la corriente eléctrica producía una perturbación a través de la solución química, que llevaba a la liberación de yodo.

Al recoger ambos gases resultantes en el experimento, que se repitió sin cesar desde entonces, fue Humphry Davy quien concluyó que el volumen del hidrógeno producido por electrólisis era justo el doble que el del oxígeno. La proporción de dos partes de hidrógeno por una de oxígeno haría sospechar que en el agua había más átomos de hidrógeno que de oxígeno, y que cada partícula de agua estaba constituida de tres átomos y no de dos, tal y como había supuesto John Dalton (1766-1844):

¿Por qué no admitir que el agua admite el mismo volumen de cualquier tipo de gas? He reflexionado profundamente sobre esta cuestión y, aunque no me satisface completamente la respuesta, estoy casi convencido de que tal circunstancia depende del peso y de la cantidad de las últimas partículas constituyentes de los diferentes gases.

Es decir, que la combinación química consiste en la interacción de los átomos de peso definido y característico. Esta conclusión acerca de la composición atómica del agua fue finalmente articulada por el químico francés Joseph Louis Gay-Lussac (1778-1850).


Faraday, un gran acuñador de nuevos términos
Con el asesoramiento de William Whewell (1794-1866), el experto en lenguas clásicas y científico del Trinity College de Cambridge, Faraday inventó todo un nuevo universo de neologismos para bautizar las entidades y situaciones de sus teorías e inventos. A fin de que la acuñación de los nuevos términos fuera lo más precisa posible, Faraday le describía a Whewell las entidades y situaciones con su característica habilidad para usar la prosa donde otros empleaban únicamente ecuaciones, y Whewell, presuntamente el acuñador del término científico para referirse a los hombres de ciencia (en sustitución de filósofo de la naturaleza), sugería entonces los neologismos.
La electroquímica
Particularmente interesante, sin embargo, resultaba la acuñación de palabras alrededor del fenómeno de la electroquímica. Si bien sus anteriores investigaciones a propósito del electromagnetismo precisaban de terminología totalmente nueva, siendo Faraday un pionero al respecto, los términos que rodeaban la electroquímica ya contaban con sus propios términos. No obstante, Faraday consideraba que tales términos no hacían justicia a lo que trataban de señalar, y consideraba perentorio formar palabras nuevas para describir de otra forma los fenómenos más familiares a fin de que no limitaran el modo de pensar respecto a los mismos. Por ejemplo, para acuñar ánodo y cátodo, Faraday ofreció a Whewell un ejemplo inspirado en una corriente desplazándose en sentido Este-Oeste, a fin de obtener una relación estrecha con el magnetismo terrestre y las líneas de latitud. Whewell sugirió dos alternativas: eisodo (camino de entrada) y éxodo (camino de salida), o ánodo (camino del Este) y cátodo (camino del Oeste).

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William Whewell

Faraday se Inclinó finalmente por los dos últimos, por describir mejor lo que él quería expresar. También bautizaron la ruptura de moléculas por una corriente eléctrica, la electrólisis. Ión (el que va), las cargas en movimiento a través de la solución; a su vez, los iones que viajaban en dirección al ánodo eran los aniones y los que viajaban en dirección al cátodo, cationes. Whewell también acuñó muchos otros términos relacionados con la ciencia, alguno de los cuales ni siquiera tienen equivalente en español, como es el caso de consilience, que recientemente ha puesto de moda Edward O. Wilson en su libro titulado, también, Consilience.
La unidad del conocimiento,
y que hace alusión a la manera de abordar, conjuntamente, el estudio de la ciencia y de las humanidades, como si fueran una única disciplina.


Fue precisamente Michael Faraday quien bautizó también esos dos metales sumergidos en líquido para la electrólisis como electrodos. El electrodo negativo era el cátodo, y el positivo, el ánodo. Los átomos son por lo general neutros, no poseen carga positiva o negativa, pero el paso de corriente eléctrica por el líquido provocaba que los átomos se cargaran de algún modo y se desplazaran. Faraday llamó a esos átomos cargados iones. Actualmente sabemos que si un ión es un átomo que está cargado es porque ha perdido o ganado electrones, pero Faraday aún no sabía lo que eran los electrones, aunque los intuyera.

Los experimentos electroquímicos al respecto desarrollaron una teoría que postulaba dos clases fundamentales de sustancias químicas: las que, en la electrólisis, se descomponían desplazándose hacia el polo positivo de un circuito eléctrico (sustancias electronegativas), y las que lo hacían hacia el polo negativo (sustancias electropositivas).

A esta naciente química orgánica trató de incorporarse una teoría desarrollada por Humphry Davy y el químico sueco Berzelius (1779-1848), que proponía que la interacción eléctrica entre los elementos electropositivos y electronegativos se hallaría total o parcialmente neutralizada, quedando la carga residual en disposición de formar compuestos más complejos y unidos más débilmente.

Se descubrieron entonces los radicales, grupos de átomos cuyo comportamiento era como una sola unidad en los intercambios químicos, pudiendo, paradójicamente, asociarse a un elemento electropositivo o electronegativo. Es decir, que los radicales ponían en entredicho las predicciones de la teoría dualista, presentando la química orgánica como una materia más compleja de lo que parecía a simple vista.

El descubrimiento de los radicales condujo a asignar a cada radical y a cada elemento un cierto valor de combinación —lo que más tarde se denominaría valencia—, cualificándose así la forma en que uno o varios átomos de un elemento podían sustituir a uno o varios átomos de otro elemento de la compleja estructura orgánica

La serie de experimentos realizados por Faraday en el campo de la electroquímica se podrían resumir en dos enunciados que acabaron por conocerse como las leyes de Faraday de la electrólisis:

Un equivalente químico o peso equivalente es la masa de un elemento que se combina con aproximadamente 1 gramo de hidrógeno. Y la cantidad necesaria para liberar un equivalente químico de cualquier elemento es constante —la constante de Faraday— y vale: 96500 C, que equivale a 1 faraday (F).


La electrólisis del agua
La electrólisis del agua es la descomposición de agua (H2O) en gas de oxígeno (O2) e hidrógeno (H2) por medio de una corriente eléctrica a través del agua. Este proceso nos permite comprobar la relación en la que se encuentran estos dos gases: 2 volúmenes de hidrógeno por 1 de oxígeno. El cátodo está cargado negativamente, 040.jpgdando los cationes de hidrógeno para formar gas hidrógeno. El ánodo está cargado positivamente, dando electrones hacia el ánodo para completar el circuito. El agua pura no conduce la electricidad. Si se le agregan unas gotas de ácido sulfúrico (H2SO„), se utilizan electrodos de platino y se aplica corriente continua nos encontramos con que el volumen de H2 (cátodo) es el doble que el de O2 (ánodo). Examinado el proceso con más detalle, observamos que, al emplear dos electrodos en una cubeta con una disolución acuosa (agua y unas gotas de ácido sulfúrico), la disolución poseerá iones de hidrógeno (H*) y sulfato (SO4=). Si, a continuación, se conecta a un generador de corriente eléctrica, algunas moléculas de agua empezarán a disociarse en H* y OH". Como resultado tendremos el ión OH" que forma agua y moléculas de oxígeno gaseoso, que se desprenderán del ánodo en forma de burbujas. Mientras, el ión S04" regresará a la solución y permanecerá en estado de ión. Al mismo tiempo, los iones H* provenientes del ácido y del agua, al ceder sus cargas, formarán moléculas de hidrógeno que se desprenderán en forma de burbujas por el cátodo.

De esta manera, la fórmula matemática que retine ambas leyes queda como:

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donde m es la masa, en gramos, del elemento liberado en el electrodo, I es la intensidad de corriente, í es el tiempo que ha estado pasando la corriente y Eq el equivalente químico del elemento depositado.

La actual electroquímica se desarrolló gracias a las leyes de la electrólisis formuladas por Faraday. Por esa razón, en su honor se denomina faraday (F) a la unidad utilizada en los sistemas electroquímicos para calcular la masa de los elementos que se formarán en un electrodo, es decir, la cantidad de electricidad necesaria para liberar un equivalente químico de un elemento: 23 gramos de sodio, 108 gramos de plata o 32 gramos de cobre.


§. Indicios de la estructura atómica de la materia

Tales experimentos sobre la descomposición química originaron nuevas vetas de estudio que explotar por la mente infinitamente curiosa de Faraday. Estas nuevas desviaciones experimentales, sin embargo, le ofrecieron escasas pistas acerca de su funcionamiento. Por ejemplo, uno de los más importantes estudios complementarios que Faraday dejó a medias por la frustración de no hallar una explicación convincente tuvo relación con el efecto del platino, el metal que se usaba como uno de los polos de las cubetas de la electrólisis. Faraday observó que en el platino, por muy puro que fuera, siempre se producían reacciones de hidrógeno y oxígeno en su superficie cuando pasaba una corriente. Era un fenómeno llamado catálisis —bautizado así por Berzelius en 1836—, un proceso por el cual se incrementa o disminuye la velocidad de una reacción química debido a la participación de una sustancia denominada catalizador. Muchos procesos catalíticos, particularmente los que involucran al hidrógeno, requieren de metales como el platino. Sin embargo, Faraday no consiguió llegar tan lejos a este respecto.

Llegada la primavera de 1834, Faraday se lamentaba por no haber articulado todavía una teoría sobre cómo interaccionaban la electricidad y la materia Por ejemplo, le desconcertaba sobremanera el hecho de que al congelarse un líquido, este continuara conduciendo la electricidad, e incluso pudiera cargarse eléctricamente. Hasta ese momento, las sustancias materiales del mundo se dividían en conductores y aislantes, pero Faraday empezó a sugerir que todos los cuerpos tenían que conducir la electricidad «de la misma manera, desde los metales hasta la laca y los gases, pero en grados muy diferentes».

«¿Conjeturas? No hago ninguna. Yo solo me apoyo en certezas.»
Michael Faraday, al ser preguntado sobre la vida después de la muerte.

Pero si, tal y como suponía Faraday, la electricidad obraba de forma idéntica en todas las sustancias, la materia entonces no podía ser un continuo, sino que debería estar compuesta de partículas idénticas. Demasiado adelantado a su tiempo, sin embargo, Faraday abandonó estas especulaciones atomísticas hacia la primavera de 1834, habiendo establecido, sin saberlo, las bases de la teoría electrónica de la materia —hay una porción mínima para cualquier materia en la que se mantienen unas características físico-químicas que son propias de esa materia, la molécula, pero dichas características se pierden cuando se obtiene una porción más pequeña— y de la teoría de la disociación iónica —Faraday había introducido el término ión para designar las partículas cargadas que transportaban electricidad en el seno de las disoluciones conductoras, pero no especificó en qué consistían realmente esos iones—, ambas desarrolladas satisfactoriamente cincuenta años más tarde.

Es decir, que a pesar de que Faraday no dejaba de encontrar indicios de la existencia de la estructura atómica de la materia, trató de rechazar siempre tal teoría, como él mismo declaró en 1834:

Debo confesar que me incomoda el término átomo, pues aunque es muy fácil hablar de átomos, es muy difícil formarse una idea clara de su naturaleza, especialmente si se trata de cuerpos compuestos.

Este rechazo en Faraday fue precisamente el que le permitió concebir sus campos de fuerza, que contradecía la teoría dominante de los corpúsculos newtonianos, de modo que le resultaba imposible introducir de nuevo este concepto para esclarecer el funcionamiento de la electricidad. Con todo, el físico y fisiólogo alemán Hermann Ludwig Ferdinand von Helmholtz (1821-1894) ya argumentaba que la teoría electroquímica de Faraday debía implicar la existencia del electrón o átomo de electricidad.


§. La jaula de Faraday y los dieléctricos

Si nos trasladáramos a la Royal Institution a finales de 1835, descubriríamos a Faraday enfrascado en la construcción de un gigantesco e insólito ingenio. Su tamaño era tal que tuvo que ser trasladado a la sala de conferencias de la institución, pues las dimensiones de su laboratorio en el sótano no eran suficientes para acoger aquel gran armazón de madera recubierto con hojas de aluminio. Un observador lego podría conjeturar enseguida que Faraday estaba construyendo un arma para la guerra, quizá una suerte de carro de combate. O tal vez se trataba de una jaula para albergar una criatura fantástica, porque ciertamente tenía aspecto de jaula, aislada del suelo y conectada a un generador electrostático. Pero en el interior de la jaula permanecía sentado el mismo Faraday, aguardando a que su ayudante de laboratorio, el sargento Charles Anderson, cargara la jaula para que fluyeran chispas de ella.

El experimento guardaba ciertas semejanzas con la ficción del doctor Frankenstein, justo cuando su ayudante deforme se disponía a conectar el aparato eléctrico que habría de devolver la vida a un cadáver. Por el contrario, Faraday no esperaba sentir ningún aliento vital procedente de la electricidad. Lo que en realidad esperaba es que no pasara absolutamente nada. Y lo logró: incluso sus aparatos de medición más precisos fueron incapaces de detectar efectos eléctricos en el interior de aquella caja, como si estuviera aislada de la realidad eléctrica que chisporroteaba a su alrededor.

Un sistema de aislamiento que, en años posteriores, y bajo el nombre de jaula de Faraday, se emplearía a menudo para proteger de las ondas de radio o de los fenómenos electromagnéticos los instrumentos de medida demasiado sensibles. Por ejemplo, un simple ascensor, al considerarse una caja metálica cerrada, podría producir el efecto de jaula de Faraday, motivo por el cual no solemos tener cobertura de telefonía móvil en el interior del mismo. Los hornos microondas también emplean este efecto para evitar que las ondas escapen al exterior. Los aviones también funcionan como jaulas de Faraday, por ello, si son alcanzados por un rayo, los pasajeros no sufrirán ningún daño.

Lo que había ocurrido es que, a pesar de que el generador electrostático emitía descargas de alto voltaje, nada que estuviera en el interior de la jaula recibía alguna influencia eléctrica. Para verificar que realmente el interior de la jaula estaba exento de carga eléctrica, Faraday empleó un electroscopio, un instrumento que sirve para detectar y medir la carga eléctrica de un cuerpo en particular. El electroscopio revelaba que no había carga eléctrica detectada en las paredes interiores de la jaula.

El funcionamiento de una jaula de Faraday es relativamente sencillo (véase la figura). La jaula es de metal y funciona como un conductor hueco. Cuando esta se encuentra sometida a un campo electromagnético externo, las cargas positivas se quedan en la superficie y las negativas, los electrones, se desplazan libremente por el metal, moviéndose en sentido contrario al campo eléctrico.

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Jaula de Faraday en ausencia de campo eléctrico (izquierda); las partículas cargadas en la pared de la jaula de Faraday responden a un campo eléctrico aplicado (centro); los campos eléctricos generados dentro de la pared anulan el campo aplicado, neutralizando el interior de la Jaula (derecha).

En un lado de la caja se acumulan los electrones, mientras que el otro lado se queda con un defecto de electrones. Al polarizarse el conductor, este genera un campo eléctrico interior de igual magnitud pero opuesto en sentido al campo externo, de modo que la suma de ambos campos en el interior del conductor será igual a cero. Las fuerzas se neutralizan entre sí. Debido al fenómeno llamado apantallamiento electrostático, ninguna carga puede atravesar la caja porque en el interior no hay campo.

Experimentando con la electricidad estática, Faraday había demostrado que la carga eléctrica se acumula en la superficie exterior del conductor eléctrico cargado, independientemente de lo que pudiera haber en su interior. Es decir, el efecto que se producía en su jaula aislante.


§. Dieléctricos

En la «Serie 11» de sus Experimental Researches in Electricity (1855; Investigaciones experimentales sobre electricidad), Faraday propone que el primer principio de la ciencia eléctrica es la inducción —el poder de causar un estado opuesto—, definiendo de una forma nueva el término caiga,, que sería el estado de tensión mantenido por la materia. Habría, pues, cuerpos que conducen la electricidad y cuerpos que no lo hacen con la misma eficiencia.

La primera clase de cuerpos son los conductores; la segunda, con el asesoramiento filológico de su colega Whewell, fue denominada por Faraday como dieléctricos. En otras palabras: en relación a su comportamiento bajo la acción de un campo eléctrico, los cuerpos materiales pueden clasificarse en conductores y en dieléctricos, si bien existe una gradación continua que excluye una separación definida entre ambas categorías; un cuerpo podrá ser clasificado como conductor o dieléctrico, entonces, en lo que se refiere a cada situación particular.

Es importante no confundir cuerpos aislantes con cuerpos dieléctricos. Todos los cuerpos dieléctricos son aislantes, son malos conductores de la electricidad, pero no todos los aislantes son dieléctricos.


Constantes dieléctricas
El coeficiente dieléctrico o constante dieléctrica, definida por K, indica que cuanto mayor sea el valor dado, mejor nivel de conductividad eléctrica tendrá el material. Por ejemplo, el aire tiene una K de 1,00054; y el vacío, 1,0. Otros valores K de diversos materiales son:
  • Vidrio: 5-10.
  • Nylon: 3,5.
  • Polietileno: 2,3.
  • Cloruro de sodio: 6,1.
  • Madera: 2,5-8,0.
  • Alcohol etílico (0 ºC): 28,4.
  • Agua destilada (20 ºC): 80,1.

Si el campo eléctrico en un dieléctrico se vuelve muy intenso, entonces sacará electrones de las moléculas y el material se transformará en conductor. El máximo campo eléctrico que un dieléctrico puede soportar sin sobrepasar el campo de ruptura del dieléctrico se llama rigidez dieléctrica.


Para entrar en la categoría de dieléctrico, el material en cuestión, siendo sometido a un campo eléctrico externo, es capaz de albergar un campo eléctrico interno. Sin embargo, un dieléctrico puede convertirse en conductor cuando incrementamos tanto el campo eléctrico que sobrepasamos la tensión máxima del dieléctrico, denominada rigidez dieléctrica.

Faraday comenzó entonces a medir las «constantes dieléctricas» de diversos cuerpos aislantes, aunque Faraday bautizó esta relación entre la carga y la tensión de los dieléctricos como capacidad inductiva específica.

Algunos ejemplos de materiales dieléctricos son el vidrio, la goma, la cera, el papel, la madera seca o la porcelana.

Los trabajos sobre electricidad estática y el efecto aislante que aparece en la jaula de Faraday tuvieron una demostración mejor articulada en un experimento de 1843 en el que utilizó una cubeta con hielo.

Dicha cubeta de metal (véase la figura) que servía para contener el hielo del laboratorio, estaba hueca por dentro y tenía una abertura en la parte superior. Un electroscopio estaba conectado a la pared de la cubeta. A continuación, Faraday introdujo en la cubeta una esfera cargada de metal. En ese momento, el electroscopio indicaba una carga dentro de dicho recipiente que era opuesta a la carga de la esfera. Fuera de la cubeta la carga era igual que en la esfera. Mientras la esfera estuviera dentro, el electroscopio mostraba la misma carga; cuando la esfera se sacaba de la cubeta, el electroscopio dejaba de mostrar la carga. Es decir, las paredes internas del recipiente obtenían una carga opuesta a la carga de la esfera, mientras que las externas obtenían una carga de signo igual a la de la esfera.

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Dibujo del aparato empleado por Faraday en el experimento de la cubeta de hielo. Para aislar la cubeta del suelo se empleaba un taburete de madera. Una bola de latón cargada de electricidad colgando de un hilo de seda aislante se hacía bajar hacia el cubo. Este estaba conectado por un cable a un electroscopio, que podía detectar carga en las paredes del cubo.

Con este experimento Faraday había demostrado que «las cargas inducidas son siempre de igual magnitud pero de signo opuesto entre ellas y a la carga inductora».

El experimento de la cubeta de hielo también poma de manifiesto los principios del apantallamiento electrostático, observados del mismo modo en la jaula de Faraday, y actualmente empleados para proteger dispositivos de cargas eléctricas.

Faraday, pues, había llevado a cabo el primer experimento de precisión cuantitativa para comprobar el principio de conservación de la carga electrostática —la cantidad total de las cargas eléctricas positivas producidas en el objeto es igual a la de las negativas, es decir, la cantidad total de carga eléctrica en cualquier proceso permanece constante—. Así, por ejemplo, si la cubeta tenía una carga eléctrica inicial de +15, al introducir en su interior una esfera cargada con +3, en la superficie interior de la cubeta aparecía una carga inducida de -3 y en la superficie exterior de +18. La carga total de la cubeta no se había modificado, ya que +18 +(—3) = +15.

El experimento de Faraday incluso se usa actualmente en conferencias y demostraciones de laboratorio para enseñar los principios de la electrostática


§. La crisis vital

En su meteórico ascenso, en 1833 Faraday había sucedido a su maestro Humphry Davy como docente de química en la Royal Institution. En 1835 se le concedió una pensión vitalicia de 300 fibras anuales. Por fin Faraday sentía que estaba haciendo aquello para lo que había nacido. Sin embargo, algo sucedió a partir de 1835 y se hizo más grave en 1840. Algo que, a pesar de sus diferencias conceptuales con Isaac Newton, le unía en lo personal con aquel físico que había nacido ciento cincuenta años antes que él.

Newton, a la edad de cuarenta y nueve años, había sufrido una crisis debida al agotamiento mental. Faraday, a la misma edad, estaba pasando por la misma situación, un cansancio endémico que había empezado a insinuarse tras su descomunal investigación acerca de la electrólisis. Esta crisis supuso no pocos inconvenientes para Faraday, no solo en lo profesional sino también en lo personal: sufría mareos, pérdida de memoria y hasta podía escribir o pronunciar frases sin sentido, tal y como también le ocurría a Newton.


Ada Lovelace, la primera programadora informática
Ya recuperado de su debilitamiento físico y mental, Faraday protagonizó un encuentro que, de haberse desarrollado de otro modo, quizá habría revolucionado la incipiente tecnología informática del momento. El encuentro tuvo lugar con Ada Byron, la hija de lord Byron. Faraday se presentó a Ada Byron con estas palabras, en 1844: «Pertenezco a una secta pequeña y despreciada de cristianos, conocidos, si es que acaso lo somos, como sandemanianos». El encuentro con la condesa de Lovelace constituye uno de esos grandes momentos de la historia en los que resulta muy pertinente preguntarse ¿qué habría pasado si...? La hija de lord Byron ya había trabajado con Charles Babbage y su máquina analítica, escribiendo los primeros algoritmos para computadora, conjuntos de instrucciones definidas y finitas para llevar a cabo una actividad.

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Retrato de Ada Byron, 1838

Pero los conocimientos técnicos de la época no permitían llevar a cabo los planteamientos teóricos de estas dos mentes avanzadas a su época. Por esa razón, Ada Byron estaba fascinada por los descubrimientos eléctricos de Faraday, y creía que estos acaso podrían contribuir en sus investigaciones, de modo que le rogó que la aceptara como discípula.
La tentación
Faraday, fiel a su religión, reculó, a pesar de que también empezó a sentir fascinación por aquella mujer tan bella e inteligente, hoy considerada la primera programadora informática de la historia: creyó que cabía la posibilidad de poner en peligro su propio matrimonio. A pesar de todo, las comunicaciones epistolares entre ambos se mantuvieron por unos años, hasta la prematura muerte de Ada Byron en 1852.


Como muestra, a continuación podemos leer una de sus crípticas notas de aquella época en la que se refiere precisamente a su crisis:

A pesar de que, de acuerdo con ese verdadero hombre de mundo, Talleyrand, la palabra tiene por objeto ocultar los pensamientos, la presente es para declarar que en el caso actual, cuando digo que no estoy en condiciones de conversar demasiado, significa realmente, y sin ningún error, o equívoco, o sentido ambiguo, o doble sentido, o subterfugio u omisión, que no me hallo en condiciones adecuadas, por estar actualmente algo débil mentalmente e incapaz de trabajar.

Para combatir aquella deriva física y mental, en 1835 se permitió unas vacaciones de varios meses en Suiza, pero ello no pudo evitar que en 1840 sufriera incluso un desvanecimiento. De modo que decidió concederse unas vacaciones, aún más prolongadas, de nuevo en Suiza, junto a su mujer y su hermano Robert. En aquel período, Faraday era capaz de dar largos paseos de entre 45 y 60 km cada día. Por primera vez estaba lejos del trabajo diario de la investigación. Sin embargo, a diferencia de Newton, que tras su colapso mental ya no volvió a abordar nuevos problemas intelectuales, Faraday, ya restablecido hacia 1844, reanudó su investigación a propósito de la licuación de gases.


§. Interacción entre magnetismo y luz: el efecto Faraday

Si bien la luz parecía una entidad totalmente desligada del magnetismo, lo cierto es que forma parte de él.

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Fotografía de Faraday sosteniendo una barra de vidrio de las que usó en 1845 para demostrar que el magnetismo podía afectar a la luz en los materiales dieléctricos. Fotografía de Faraday sosteniendo una barra de vidrio de las que usó en 1845 para demostrar que el magnetismo podía afectar a la luz en los materiales dieléctricos.

Cada vez que tocamos algo, los átomos de nuestros dedos interaccionan con los átomos de dicho objeto, y los electrones de los átomos más externos tanto de nuestra mano como del objeto se repelen entre sí debido a la fuerza electromagnética. La materia es casi vacío, pero es precisamente esta repulsión entre los electrones de nuestra mano y los electrones del objeto lo que nos sugiere que no hay tal vacío.

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Un empleado del Deutsches Museum de Münich se sitúa en el interior de una jaula de Faraday para demostrar que queda aislado de la corriente eléctrica.

Faraday estaba convencido de que cada tipo de fuerza del mundo podía convertirse en otra: como muestra de ello había conseguido que la electricidad afectara al magnetismo. Ahora Faraday, tras su largo tiempo de descanso, se había sentido seducido por otro reto: lograr que la electricidad estática interactuara con la luz. No era la primera vez que había reflexionado sobre ese fenómeno: desde principios de la década de 1820 lo había intentado en diversas ocasiones, siempre infructuosamente, inspirado en 1823 por las tentativas del astrónomo inglés John Herschel de afectar a la luz con una espiral electromagnética.

En junio de 1845, durante una reunión de la British Association for the Advancement of Science, Faraday tuvo la oportunidad de conocer a un joven William Thomson, un gran admirador de su trabajo que más tarde se convertiría en un gran teórico de la electricidad en Inglaterra, y que también acabaría colaborando en la construcción del cable que cruzaría el océano Atlántico, uniendo Inglaterra y Estados Unidos, como ya se ha explicado anteriormente. El joven escocés de veintiún años quedó tan fascinado con Faraday que mantuvieron una larga conversación y, en lo sucesivo, una relación epistolar en la que le describía su éxito al empezar a dar forma a la noción de líneas de fuerza ideada por Faraday. Finalmente, estas comunicaciones animaron a Faraday a reanudar su búsqueda de la vinculación entre luz y electricidad.

Enseguida inició una serie de experimentos que, como en el pasado, resultaron improductivos, hasta que decidió cambial' la electricidad estática como fuerza para afectar a la luz por magnetismo, Para detectar el posible efecto, Faraday precisaba de un vidrio que poseyera un alto índice de refracción, así que reutilizó aquel vidrio que había fabricado entre 1829 y 1830 para la Royal Society, cuando su maestro Davy le imponía toda clase de trabajos menores a fin de que no continuara prosperando como científico. El vidrio en cuestión estaba fabricado a partir de borosilicato de plomo, y al situarlo entre los polos de un electroimán y hacer pasar un rayo de luz polarizada a través de él paralelamente a las líneas de fuerza que van de polo a polo, Faraday advirtió que la polarización del rayo había sido influida.

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Dibujo basado en las anotaciones de Faraday para ilustrar los resultados de su experimento de la cubeta de hielo.

La refracción es el fenómeno consistente en que la luz cambia de dirección al pasar por una sustancia transparente, como el aire o el vidrio. Este fenómeno es fácilmente observable cuando se introduce un lápiz en un vaso con agua: el lápiz parece estar roto en el punto de contacto con el agua, como consecuencia de la refracción de la luz cuando esta pasa del aire al agua. La relación entre la velocidad de la luz en el vacío y en un medio es el índice de refracción, que viene determinado por el cociente entre la velocidad de la luz en el vacío y la velocidad de la luz en dicho medio: n = c/v.

Por otro lado, la luz es en realidad un movimiento ondulatorio (vibran un campo eléctrico y un campo magnético perpendiculares entre sí y a la dirección de propagación de las ondas, por lo que la luz está formada por ondas electromagnéticas). Generalmente, la luz que emiten los objetos no está polarizada, porque estos producen luz en diversas direcciones. Sin embargo, la luz estará polarizada cuando la oscilación del campo eléctrico es en un solo plano.

Existen diversos métodos para obtener luz polarizada, pero uno de ellos, llamado por reflexión, fue descubierto en 1808 por Étienne Louis Malus: al hacer incidir un rayo de luz sobre una superficie de vidrio con un ángulo de 57 grados, el rayo reflejado quedaba polarizado, porque el plano de oscilación era perpendicular al plano de incidencia.

De este modo, Faraday descubrió el primer caso conocido de interacción entre magnetismo y luz en 1845. Esta desviación del plano de polarización de la luz (el plano determinado en el que oscila el campo eléctrico) como resultado de un campo magnético al atravesar un material transparente como el vidrio fue conocido como efecto Faraday o efecto magneto-óptico, y puede observarse en muchos sólidos, líquidos y gases. El efecto solo tenía lugar cuando los rayos de luz cruzaban a lo largo de las líneas de inducción magnética entre los polos.


La naturaleza de la luz
Desde los tiempos de Newton había dos interpretaciones acerca de la naturaleza de la luz. La primera, que era un chorro de partículas: esta interpretación corpuscular fue esencialmente defendida por Newton. La segunda, que la luz era una onda, defendida principalmente por el astrónomo neerlandés Christiaan Huygens (1629-1695). Fueron finalmente los experimentos de Young y Fresnel, entre otros, los que determinaron a principios del siglo XIX la naturaleza ondulatoria de la luz. El siguiente salto conceptual consistía en dilucidar si la luz era una onda electromagnética. El propio Faraday había demostrado la interacción entre la luz y los fenómenos eléctricos y magnéticos, poniendo de manifiesto que un campo magnético estático podía alterar la velocidad de la propagación de la luz en determinados materiales, el conocido como efecto Faraday, Este efecto llevó a Faraday a ir más lejos, afirmando categóricamente que la luz era una onda electromagnética. Dicha afirmación, acompañada de su rechazo a la idea, a su juicio, obsoleta, del éter —teoría según la cual se necesitaba un medio fluido, el éter, para transportar las ondas luminosas—, fue hecha pública por Faraday en 1846, en otra de sus célebres «Conferencias Vespertinas de los Viernes».
La teoría de Maxwell

Maxwell recogió el testigo de Faraday y acabó articulando una teoría matemática completa al respecto, convirtiéndose en el pilar a partir del cual se desarrollaría la óptica moderna. Dicha teoría se recoge en una serie de cuatro informes titulada «On Physical Lines of Force» («Sobre las líneas físicas de fuerza»), donde se lee: «Difícilmente podemos resistirnos a admitir la conclusión de que la luz consiste en unas ondulaciones transversales del mismo medio que es causa de los fenómenos eléctricos y magnéticos». Maxwell también predijo que podían existir ondas electromagnéticas con longitudes de onda mucho mayores que la de la luz visible, las que hoy denominamos ondas de radio.



§. Diamagnetismo

Ya recuperado definitivamente de su debilitamiento, Faraday regresó a sus investigaciones con tal ímpetu que, la víspera de entregar su ensayo sobre el efecto Faraday a la Royal Society, el 4 de noviembre de 1845, descubrió otra cosa gracias a su vidrio de borosilicato de plomo. Tal y como él mismo refiere:

Si una barra cuadrada de esta sustancia, de una media pulgada de grueso y dos pulgadas de largo, se suspende entre los polos de un poderosísimo electroimán en herradura, en cuanto se manifiesta el efecto magnético, la barra se orienta; pero no se orienta de polo a polo, sino ecuatorialmente, o sea, transversalmente a las líneas de fuerza

Si bien un material magnético tendería a alinearse con las líneas de fuerza, el cristal tendía a girar en dirección perpendicular. Faraday había descubierto el diamagnetismo. También realizó experimentos donde un rayo de luz polarizada linealmente pasaba a través de una lámina de cristal. Al exponer el cristal a un campo magnético, el plano de polarización rotaba. Este efecto se conoce hoy en día con el nombre de efecto Faraday.

Volviendo al diamagnetismo, lo que había descubierto Faraday es que hay materiales que poseen la propiedad de ser débilmente repelidos por los imanes, es decir, que son lo contrario a los materiales ferromagnéticos, que son fuertemente atraídos por los imanes. Este efecto no era nuevo, ya había sido constatado por otros científicos, pero a nadie le había resultado un efecto relevante, además de que era un efecto muy débil y difícil de medir.

Prosiguiendo con aquella investigación que trataba de hacer extensiva a otras sustancias, Faraday también descubrió que, dependiendo de la sustancia, esta se orientaban en la dirección y el sentido de las líneas de fuerza magnéticas —las bautizó como sustancias paramagnéticas— o en sentido opuesto a ellas —diamagnéticas—. Es decir, una sustancia paramagnética situada en un campo magnético externo es atraída hacia la región donde el campo es más intenso, al contrario de lo que le sucede a una sustancia diamagnética, que es atraída hacia la región donde el campo es más débil.

Así pues, podemos definir el paramagnetismo como el efecto de una atracción magnética débil donde los mismos materiales tienden a alinearse con las líneas de fuerza magnética. Algunos de estos materiales son el cromo, el platino o el aluminio.

En cuanto a las sustancias diamagnéticas, estaban el cobre, el bismuto, el fósforo, el papel, el lacre, la carne de vaca, las manzanas o el pan. Un ser humano, según la comparecencia que ofreció

Faraday en la Royal Society el 18 de diciembre de 1845 también sería diamagnético:

[...] si un hombre pudiera ser suspendido con suficiente delicadeza, según la manera de Du Fay, y colocado en un campo magnético, apuntaría al ecuador, pues todas las sustancias de las que está formado, incluida la sangre, han sido encontradas diamagnéticas.

§. Ferromagnéticos, paramagnéticos y diamagnéticos

Según la situación que se presente en un material situado en un campo magnético, los materiales pueden dividirse en:

Con todo, Faraday ya pone en evidencia que entre los propios materiales diamagnéticos existen diferencias, tal y como aquí señala:

Una investigación más minuciosa me ha indicado que, aun como materiales diamagnéticos, son muy diferentes a otros cuerpos, ya que todavía calientes, siendo inactivos sobre imanes comunes o ante otras pruebas, no lo son absolutamente, ya que retienen una fracción de su potencia magnética independientemente de su temperatura.

Tras esta cascada de descubrimientos, Faraday anunció a la Royal Society que su trabajo sobre el diamagnetismo ya había concluido. Era el 7 de marzo de 1850.


§. Consecuencias del diamagnetismo: el nacimiento de la mecánica cuántica
Ahora estamos preparados para considerar la teoría del magnetismo inducido de lo que yo pude captar como el punto de vista de Faraday. Cuando una fuerza magnética actúa sobre un medio, sea magnético, diamagnético o neutral, produce en él un fenómeno de inducción magnética, una «cantidad dirigida» de la naturaleza de un flujo, y este flujo satisface las mismas condiciones de continuidad que obedecen las corrientes eléctricas y otros flujos similares.

Son palabras que James Clerk Maxwell dejó escritas en su texto A Treatise on Electricity and Magnetism, con la clara vocación de recoger el testigo de Faraday en el estudio del electromagnetismo.

Por su parte, en 1850, el físico alemán Wilhelm Eduard Weber, a quien le debemos la unidad del Sistema Internacional para el flujo magnético (el weber), proponía que las moléculas de un material ferromagnético eran como pequeños imanes. Al aplicarle un campo magnético, entonces las moléculas se orientaban en una sola dirección, originando que el material se convirtiera en un imán. Así pues, con tal idea se contradecía lo postulado por la teoría fenomenológica de Poisson, es decir, la empleada hasta entonces para calcular el efecto de un número indeterminado de cargas eléctricas estáticas aleatoriamente distribuidas.


Teoría de Poisson
Desarrollada por el matemático francés Siméon Denis Poisson (1781-1840) y su colega alemán Cari Friedrlch Gauss (1777-1855), 048.jpgla teoría fenomenológica de Poisson permite calcular el efecto de un número cualquiera de cargas eléctricas estáticas arbitrariamente dispuestas.
Dado que dos partículas de cargas opuestas se atraen, tienden a acelerarse una hacia la otra. Su velocidad se determina en base a si el medio por el que se desplazan ofrece resistencia: si lo hace, entonces pueden moverse con velocidad constante; si no lo hace, con aceleración constante. Tras Faraday se estableció que los campos eléctricos ejercen fuerzas sobre las partículas cargadas por el simple hecho de poseer carga, independientemente de su velocidad; los campos magnéticos solo ejercen fuerzas sobre partículas cargadas en movimiento. Gracias a las ecuaciones de Maxwell, que llegarían más tarde, se podrían determinar los campos a partir del conocimiento de las cargas y las corrientes.

Como de costumbre, los hallazgos de Faraday serían la base para el desarrollo teórico de otras disciplinas que llegarían más tarde. Si bien la diferenciación entre materiales diamagnéticos y paramagnéticos fue diseñada experimentalmente por el físico británico James Alfred Ewing (1855-1935), no pudieron comprenderse en profundidad las características de los ferromagnéticos hasta que Paul Dirac y Werner Heisenberg (1901-1976) emplearon los rudimentos de la mecánica cuántica para ello, ya en 1929.

La teoría de la existencia de los electrones, aunque intuida por Faraday o Maxwell, fue establecida definitivamente por el físico neerlandés Hendrik Antoon Lorentz (1853-1928) y aplicada en primer lugar a fenómenos ópticos.

En 1900, el físico alemán Max Planck (1858-1947) introduciría el concepto de cuanto, y descubriría una constante universal, la denominada constante de Planck, empleada para calcular la energía de un fotón.

Ya en 1905, Einstein propondría que la luz se propaga como una partícula, el fotón. De Broglie, en 1923, señalaría que la mecánica cuántica adjudica propiedades de onda a las partículas y propiedades de partículas a la radiación —ondas electromagnéticas—. Finalmente, Heisenberg y Schrödinger conectarían los fenómenos macroscópicos con las propiedades del átomo y las moléculas, y también se dilucidaba el fenómeno del ferromagnetismo: cada material ferromagnético posee portadores de momento magnético elementales que dan lugar a efectos macroscópicos de magnetismo y le adjudican una imantación espontánea

Capítulo 5
Más allá de la chispa del genio

Aunque su éxito intelectual fue incuestionable y su legado resulta imprescindible para comprender las sucesivas revoluciones científicas que han tenido lugar en el ámbito de la física, Faraday nunca se olvidó de sus humildes orígenes. Por ello, una de sus grandes obsesiones continuó siendo la divulgación de la ciencia, sobre todo para los niños.

A pesar de que el ocaso de Faraday estaba próximo, las consecuencias teóricas y prácticas de sus descubrimientos vivían un nuevo amanecer que implicaría a las grandes revoluciones de la física planteadas por Einstein, Heisenberg o Schrödinger.

Con todo, Faraday decidió recogerse con humildad y sencillez, como buen sandemaniano, y del mismo modo decidió morir, sentado en su sillón favorito y finalmente enterrado en una tumba sin ornamentos ni florituras. La tumba de un hijo de herrero, pobre, apenas sin estudios académicos, que por azares del destino había logrado entrar en la mayor institución de la ciencia de Inglaterra.


§. Los últimos años

Faraday estaba cada vez más convencido de que todos los fenómenos del mundo físico estaban relacionados entre sí, lo que le llevó incluso al infructuoso intento en 1849 de establecer una relación entre fuerzas electromagnéticas y gravitación newtoniana.

Finalmente renunció a ese hallazgo, y el testigo fue recogido cien años más tarde por Albert Einstein, articulando su búsqueda, también infructuosa, bajo la llamada teoría del campo unificado.

Tanto Faraday como Einstein murieron con esta firme convicción, tal y como el propio Faraday dejó escrito en su ensayo Sobre la posible relación entre la gravedad y la electricidad:

La larga y constante persuasión de que todas las fuerzas de la naturaleza son mutuamente dependientes, ya sea teniendo un origen común, o siendo más bien manifestaciones diferentes de un poder fundamental, a menudo me ha llevado a pensar en la posibilidad de establecer, mediante la experimentación, una conexión entre la gravedad y la electricidad, incorporando así la primera al grupo, de tal forma que la cadena de las mismas, incluyendo el magnetismo, las fuerzas químicas y el calor, ligue a tantas y tan variadas manifestaciones de la fuerza mediante relaciones comunes.

En 1851, Faraday empezó a especular con la existencia física de las líneas de fuerza conjeturadas por él mismo por primera vez en un informe científico publicado en 1831, en el que desarrollaba el concepto a través del experimento consistente en diseminar limaduras de hierro en un papel situado sobre una barra imantada; dichas limaduras dibujaban líneas curvas que unían los dos polos del imán.

Su conferencia «Relaciones experimentales del oro (y otros materiales) con la luz», impartida por Faraday en 1857, fue una inspiración para el físico irlandés John Tyndall, que dos años después de la muerte de Faraday lo condujo a postular el llamado efecto Tyndall, que sirvió para explicar el color azul del cielo.

Fue entonces cuando el propio Faraday, debido a su provecta edad, renunció a su dilatado período de treinta y seis años como director de la Royal Institution. Era la primera vez que alguien procedente del más bajo escalafón social de Inglaterra había llegado a ser la cabeza visible de tal institución, que hasta entonces solo había albergado a hombres de buena cuna que no necesitaban ganarse la vida con su trabajo científico.

En 1858, a Faraday se le concedió una de las Casas de Gracia y Favor, cedidas por la reina Victoria, donde incluso llevó a cabo la que sería su última investigación —12 de marzo de 1862—.


El efecto Tyndall
El efecto Tyndall se produce cuando un haz luminoso atraviesa un medio que contiene pequeñas partículas en suspensión y las partículas dispersan la luz. Sin dispersión, el haz solo sería visible para un observador situado frente a la fuente luminosa. Sin embargo, al chocar con las partículas, la luz se desvía en todas las direcciones, alcanzando también a un observador que se sitúe a una cierta distancia del haz, de modo que este se hace visible para él. El efecto Tyndall se pone claramente de manifiesto cuando, por ejemplo, encendemos los faros de un coche en la niebla o cuando entra luz solar en una habitación en la que hay polvo suspendido. Tyndall también fue un gran experimentador y conferenciante de la Royal Institution, tal y como lo fue Faraday.

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El haz atraviesa en primer lugar un vaso de agua, sin partículas en suspensión. Sin dispersión no resulta visible para un observador lateral. El segundo recipiente contiene partículas que dispersan la luz revelando la presencia del haz.

Y, en 1859, fue también el descubridor del efecto invernadero, simulando en el laboratorio la atmósfera de la Tierra para calcular con precisión cuánta energía solar llegaba al planeta y cuánta radiaba este al espacio.


En ella buscaba pruebas experimentales de la refracción de un rayo de luz por acción de un campo magnético. Los instrumentos de la época no estaban lo suficientemente desarrollados para observar ningún efecto, de modo que el intento de Faraday fue en vano, si bien inspiró también al físico neerlandés Pieter Zeeman (1865-1943), que finalmente encontró en 1896 el fenómeno que Faraday andaba buscando, por lo que se le concedió el premio Nobel de Física en

1902. En consecuencia, el efecto de que las líneas espectrales de una fuente luminosa sometidas a un campo magnético fuerte se dividan en diversos componentes, cada uno de ellos polarizado, se conoce actualmente como efecto Zeeman. A finales del siglo XIX se sabía que la vibración de los electrones producía radiaciones electromagnéticas como la luz, pero también que los electrones de cada átomo emitían ondas solamente de determinadas frecuencias. Así pues, cada átomo emite un conjunto único de colores: las líneas espectrales o líneas de color serían la firma de los átomos.

«Los veo como nombramientos de miembro honorario, que no pueden rechazarse sin que suponga una especie de insulto para la otra parte.»
Michael Faraday, acerca de los títulos y encomiendas recibidos.

La reina Victoria sentía especial simpatía por Faraday y acostumbraba a ser generosa con él, si bien él nunca se aprovechó de tal circunstancia. No en vano, entre los sandemanianos, la reina no era una figura tan importante como su credo religioso: por ejemplo, en 1844, a Faraday se le suspendió como anciano de los sandemanianos por faltar un domingo al servicio de adoración, aunque previamente se había excusado de este desliz porque había estado cenando con su Majestad. Y a pesar de que el Gobierno británico quiso contar con Faraday para la guerra de Crimea, en la década de 1850, en la que Gran Bretaña batallaba contra Rusia, este rechazó encabezar la investigación sobre la creación de un gran volumen de gas tóxico para su uso como arma química, pues tales investigaciones entraban en conflicto con la concepción moralista de su religión. Sin embargo, a pesar de su renuencia a los lujos y su escepticismo acerca de la valía de sus descubrimientos, Faraday recibió no menos de un centenar de títulos y encomiendas de casi todos los principales países del mundo.

Había trabajado duramente durante más de cuarenta años, había completado siete volúmenes de detalladas notas de laboratorio, había rechazado la presidencia de la Royal Society e incluso había declinado la oferta de la reina de convertirlo en caballero. Para Faraday, no obstante, no había mayor recompensa que hacer realidad el sueño de su vida: convertirse en un filósofo de la naturaleza y dilucidar los secretos de la electricidad. Y fue precisamente uno de estos secretos —que la fuerza magnética cambiante producía electricidad— el que le había proporcionado mayores alabanzas. Un aparentemente sencillo descubrimiento que originó generadores o dinamos, capaces de cambiar el devenir de la historia.

Pero en 1867, la dinamo que Faraday tenía por cerebro empezó a apagarse, y el 25 de agosto de ese año falleció sentado en su sillón preferido. Justo seis años después, James Clerk Maxwell publicaba su teoría completa del electromagnetismo, que se inspiraba directamente en las teorías de Faraday sobre las líneas de fuerza, ofreciendo también una explicación definitiva sobre la naturaleza de la luz como fenómeno electromagnético.

En una de las cartas que había enviado recientemente a un colega suizo, Auguste de la Rive, Faraday resume de esta manera su actitud frente a la muerte:

Estoy agradecido —así lo espero— porque, al decaer mis facultades y perder importancia las cosas de esta vida, me queda la buena esperanza, que convierte la contemplación de la muerte en un alivio, no en algo que produce miedo. Esta paz es únicamente un regalo de Dios; y como es Él quien la concede, ¿por qué deberíamos estar asustados? Su inefable don, su amado hijo, es el fundamento de una esperanza indudable [...]. Estoy feliz y contento.

La reina Victoria tenía la intención de que Michael Faraday fuera enterrado junto a Isaac Newton y otras mentes preclaras en la abadía de Westminster, pero los sentimientos sandemanianos del científico inglés afloraron de nuevo, y dejó escrito otros planes para su cuerpo: «Un funeral sencillo y simple, al que no asistan nada más que mis parientes, y luego una lápida del tipo más corriente en el lugar más normal de la tierra».

Muy cerca de la tumba de Isaac Newton, Faraday posee ahora una placa de homenaje en la abadía de Westminster. Sin embargo, como ferviente miembro de la comunidad sandemaniana, su tumba no está allí: Faraday dejó instrucciones para ser enterrado en la zona sandemaniana del cementerio de Highgate, en Londres.


§. El popular divulgador

Una de las facetas más sobresalientes de Faraday excede el campo de la investigación y experimentación científicas, aunque lo complementa: la divulgación.

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Tumba de Faraday, quien dejó instrucciones para ser enterrado en la zona sandemaniana del cementerio de Highgate, en Londres.

Faraday no fue solo autor de miles de páginas acerca de sus experimentos que cualquier neófito podía leer, pues carecían de ecuaciones matemáticas y huía del lenguaje abstruso, sino que también se caracterizó por pronunciar innumerables conferencias públicas a fin de acercar a la gente las bondades de la ciencia, particularmente a los niños.

En 1825, por ejemplo, Faraday fundó las «Conferencias Vespertinas de los Viernes», y en 1827, las «Conferencias Juveniles de Navidad». Ambas resultaron tan exitosas que atrajeron nuevos miembros a la Royal Institution, así como nuevas suscripciones que contribuyeron a rescatar la delicada situación financiera en la que se encontraba por aquel entonces la institución.

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Retrato de Faraday con su esposa Sara en 1855.

Tales conferencias, además, proyectaron la fama creciente de Faraday más allá del ámbito estrictamente científico, empezando ya a ser conocido por el público aficionado a la ciencia. No en vano, la prensa generalista como The Times informaba a menudo de las «Conferencias Vespertinas de los Viernes». Pero las más populares fueron las «Conferencias Juveniles de Navidad» (Christmas Lectures), que a mediados del siglo XIX ya atraían a unos ochocientos oyentes. Estos ciclos continuaron organizándose incluso tras la muerte de Faraday, y actualmente los siguen millones de personas a través de la televisión: se emiten a través de la BBC desde 1966.

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Litografía de Alexander Blaikley de 1856 que muestra a Faraday pronunciando una de sus Conferencias Juveniles de Navidad en la Royal Institution.

La serie de conferencias más famosa de las Christmas Lectures es, sin duda, «La historia química de una vela», pronunciada en diciembre de 1860 —constituye la última de las diecisiete conferencias de Navidad pronunciadas desde 1827—, que fue finalmente publicada y traducida a numerosos idiomas. La razón de su éxito como conferenciante posiblemente estribó en que Faraday no se limitaba a exponer fríamente sus conocimientos científicos, sino que se esforzaba en planear la presentación de modo que todo el mundo pudiera entender lo que allí se exponía.

«Al comienzo de su conferencia, y mediante una serie de sutiles graduaciones imperceptibles al auditorio, mantenerlo vivo en tanto el tema lo exija.»
Michael Faraday, destacando que el orador debe procurar DESPERTAR EL INTERÉS DEL PÚBLICO.

Faraday tenía la firme convicción de que la ciencia debía salir a la calle y no quedarse confinada en laboratorios y rancias instituciones, y por ello se afanaba en que todo el envoltorio de sus explicaciones tuviera el mejor aspecto posible, al estilo de un programa de televisión actual, lo cual incluía la correcta ventilación del salón de conferencias o la disposición de las entradas y salidas, pues a su juicio:

No conviene que la mesa de la conferencia esté atestada de aparatos, y es conveniente que las experiencias se distribuyan uniformemente durante el transcurso de la exposición. [...] La cualidad que más realza a un conferenciante, aunque tal vez no sea la más importante, es una buena locución [...]. El conferenciante debe producir impresión de serenidad y facilidad, no debe parecer preocupado, temeroso, ni desatento, ni con la mente concentrada en la contemplación y descripción de su tema. Sus gestos no deben ser apurados o violentos, sino lentos, fáciles y naturales, consistentes principalmente en el cambio de la posición del cuerpo, con el objetivo de evitar la impresión de tiesura o de monotonía que de otro modo resultaría inevitable. Todo su comportamiento debe evidenciar respeto por el auditorio y de ninguna manera debe olvidar que se halla en su presencia. Ningún accidente debe alterar su compostura o modificar su comportamiento, salvo que afecte a la comodidad del auditorio; nunca, en lo posible, debe volver la espalda al público, y en cambio, debe darle todos los motivos para que piense que el conferenciante ha concentrado toda su energía para procurarle entretenimiento e instrucción.

Faraday también sostenía que un conferenciante debía escribir su propia conferencia, pero nunca leerla a fin de evitar un estilo monótono y mecánico. También creía que una hora era más que suficiente para exponer todas las ideas en una conferencia, y detestaba a los científicos que, demasiado pagados de sí mismos, se perdían en largas peroratas que no servían más que para alardear de sus grandes conocimientos.

Con todo, Faraday era consciente de que existe una fina línea entre una conferencia demasiado académica y una demasiado popular, y que se requiere gran habilidad de funambulista para no caer en uno u otro lado: «Una conferencia únicamente popular no puede enseñar, y una conferencia que enseña únicamente no puede ser popular».


Malva: el color sintético inspirado por Faraday
Las conferencias de Michael Faraday fueron fuente de inspiración de muchos científicos y profanos. Uno de los casos más anecdóticos fue el del químico inglés William Henry Perlón (1838-1907), que en 1856, accidentalmente, mezcló anilina y dicromato potásico, una mezcla que aparentemente carecía de valor. Sin embargo, Perkin se fijó en un destello purpúreo en la mezcla y añadió alcohol, que disolvió la mezcla y dejó una sustancia de color púrpura que era capaz de teñir excelentemente la seda. Perkin, de solo dieciocho años, abandonó sus estudios y patentó el producto. Con la ayuda de todos los recursos de su familia, construyó una fábrica de tintes y empezó a producir lo que Perkin llamaba púrpura de anilina. Los tintoreros franceses enseguida usaron masivamente este nuevo tinte, cuyo color bautizaron como malva. El tinte alcanzó tales cotas de popularidad que este período es conocido por los historiadores como «década del malva», inaugurando también una gran industria de tintes sintéticos y estimulando, paralelamente, la expansión de la síntesis de la química orgánica. Ya siendo célebre y rico, Perkin pronunció una conferencia sobre tintes en la Sociedad de Química de Londres. En el auditorio se encontraba nada menos que un septuagenario Michael Faraday.

Faraday consiguió mantener un punto intermedio que devolvió la popularidad a la Royal Institution, que actualmente se pliega a las directrices ya definidas por Faraday para continuar conservándola con actividades que se extienden a clases magistrales de matemáticas y tecnología, a proyectos de enriquecimiento curricular y a la realización de películas en vídeo.

Entre los científicos europeos que llegaron a participar en conferencias de la Royal Institution durante el siglo XIX destacan el formulador de la tabla periódica de los elementos, Dmitri Mendeleev (1834-1907), el químico orgánico Jean Baptiste André Dumas (1800-1884), amigo personal de Faraday y autor del libro Éloge historique de Michael Faraday (1868; Elogio histórico de Michael Faraday), o el célebre químico italiano Stanislao Cannizaro (1826-1910).


§. El legado de Faraday

La profunda espiritualidad de Faraday permitió que su mente autodidacta se dedicara afanosamente a buscar la simetría entre movimiento, magnetismo y electricidad, cual reflejo de la Trinidad: separados pero inseparables. Y gracias a esta concepción simétrica de la naturaleza, Faraday también demostró que es posible darle la vuelta a la disposición, permitiendo que una corriente eléctrica fluya por el interior de un campo magnético para crear movimiento, originándose así la génesis del motor eléctrico, que actualmente proporciona movimiento a una simple unidad de disco de un ordenador o a toda una planta industrial.

Sus aportaciones también fueron definitivas para el desarrollo de la física, como en el caso de la teoría del campo electromagnético introducida por James Clerk Maxwell.

De lo que se dio cuenta Maxwell es que los campos invisibles descubiertos por Faraday en realidad poseían una compleja estructura interna que podía dividirse en dos partes: una eléctrica y otra magnética. Para Maxwell, cada partícula eléctricamente cargada es el centro de un campo de fuerza, extendiéndose hacia el exterior como un aura. Generalmente las cargas positivas y negativas de nuestro alrededor están equilibradas, por eso no percibimos ningún efecto. Lo que Maxwell había conseguido era

confirmar la concepción de Faraday, fraguada en su laboratorio del sótano de la Royal Institution.

La extensión y profundidad del trabajo de Faraday puede resumirse en esta cita de L.P. Williams:

Como Berzelius, Faraday fue un químico analítico de considerable habilidad; como Gay-Lussac y Dalton, fue aplaudido por la comunidad científica por su trabajo sobre gases; como Oersted y Ampère, creó una nueva época en el estudio del electromagnetismo; como Fresnel y Young, hizo contribuciones fundamentales a la teoría de la luz; como sir Humphry Davy, fue fundador de la electroquímica, sin embargo, a diferencia de estos hombres, trabajó casi simultáneamente en todos estos campos.

Faraday había elaborado una teoría descriptiva completa de la electricidad, descubriendo la inducción electromagnética, lo cual le permitió concebir el primer transformador y la primera dinamo. Inventos más modernos, como el teléfono, constituyen una aplicación directa de la inducción electromagnética. La radiotelefonía, por su parte, deriva del desarrollo de la teoría electromagnética de Maxwell. Sus investigaciones a propósito de la electrólisis fueron los pilares en los que se asentó posteriormente la industria electroquímica Y su descubrimiento del benceno es la base de la industria de los colorantes sintéticos.

Finalmente, sus estudios sobre la interacción de la luz y el magnetismo fueron también las bases sobre las que posteriormente se desarrolló la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Así de tentaculares y expansivas fueron, en suma, todas las nuevas ideas aportadas por Michael Faraday, que nunca se plegó a una sola materia y trató todo misterio que se le pusiera por delante como una prueba más de su fe en Dios. Un conjunto de misterios que Faraday intuyó que podían organizarse en un único gran misterio, adelantándose dos siglos a los objetivos de unificar todas las fuerzas del universo de los actuales físicos teóricos.


El faradio, la unidad internacional de capacidad eléctrica
El faradio (F) constituye la actual unidad internacional de capacidad eléctrica, en honor a los descubrimientos de Michael Faraday acerca del electromagnetismo. La capacidad eléctrica es la propiedad que poseen los cuerpos para mantener una carga eléctrica bajo una diferencia de potencial determinada, y también es una medida de la cantidad de energía potencial eléctrica almacenada para una diferencia de potencial aplicada. El dispositivo más corriente que almacena energía de esta forma es el llamado condensador. De esta forma, un faradio es la capacidad de un condensador entre cuyas placas existe una diferencia de potencial de 1 voltio (V) cuando está cargado de una cantidad de electricidad (con una carga eléctrica) igual a un culombio (C). Dicha capacidad del condensador expresada en faradios es tan excesivamente grande que suelen emplearse submúltiplos como el microfaradio (μF) o el picofaradio (pF). Por ejemplo, un picofaradio es la billonésima parte del faradio. Una esfera de 18 mm de diámetro colocada en un espacio libre tendría una capacidad de un picofaradio; sin embargo, para que una esfera conductora poseyera la capacidad de 1 faradio esta debería tener un diámetro de dieciocho millones de kilómetros.
Capacidad media

Así pues, podemos expresar que C = Q/V, donde C es la capacidad medida en faradios; Q es la carga eléctrica almacenada medida en culombios, y V es la diferencia de potencial medida en voltios. La capacidad depende siempre de la geometría del condensador, así como del dieléctrico que se introduzca entre las dos superficies del condensador: cuanto mayor sea la constante eléctrica del material no conductor introducido, mayor será la capacidad. No debe confundirse con el faraday, la antigua unidad de carga eléctrica equivalente a la constante de Faraday, que se define como la cantidad de carga eléctrica en un mol (6,02214×1023) de electrones e igual a 96500 C.


Con solo ocho millones de habitantes en 1750 —a efectos comparativos, la mucho más sofisticada Francia contaba entonces con 25 millones de habitantes—, Gran Bretaña experimentó un brote inaudito de innovación, investigación y tecnología a finales del siglo XVIII. Con algunas reservas, la fenomenal expansión de Gran Bretaña entre 1750 y 1850, producto de la mecanización, el combustible y la amplificación del trabajo a través de la maquinaria, guarda ciertos paralelismos con la actual Silicon Valley, la urbanización californiana en la que la concentración de mentes brillantes ha fraguado Apple o Google. En Gran Bretaña, no obstante, Steve Jobs, Sergey Brin o Robert Noyce estaban representados por los ingenieros y científicos Victorianos que fueron retratados en grupo el año que el Parlamento abolió el comercio de esclavos, bajo el título Men of Science Living in 1807-8, como si hubieran sido convocados al mismo tiempo en la biblioteca de la Royal Institution.

Entre aquellos hombres excepcionales encontramos a Thomas Telford (artífice de los canales), James Watt (máquina de vapor), Joseph Bramah (prensas hidráulicas), Edmund Cartwright (telar mecánico), Humphry Davy (lámpara de minero) o Edward Jenner (vacuna contra la viruela). Entre todos ellos, sin embargo, destacó un hombre que no era científico, carecía de destrezas matemáticas y procedía de un humilde estrato social, además de pertenecer devotamente a una secta religiosa minoritaria que condicionaba, para bien o para mal, todos sus pensamientos. No aparece en el retrato de grupo porque aún era un joven condenado a trabajar afanosamente para mantener a su familia. Pero, de haber tenido la oportunidad de estar presente, probablemente hubiese rechazado cortésmente la oferta, pues su humildad y su modestia le obligaban a interpretar todos sus logros intelectuales como meros designios divinos.

Su chispa, sin embargo, iluminó un mundo oscuro, convirtiéndose acaso en el más importante experimentador del siglo XIX, amén de su incansable trabajo con el fin de divulgar y popularizar la ciencia en las clases sociales menos afortunadas. Porque desde bien temprano entendió que la ciencia no es cosa de torres de marfil o de genios aislados, sino de colaboración, entendimiento y esfuerzo colectivo. Este personaje singular y heterodoxo fue Michael Faraday. Sin duda, una fulgurante chispa en la oscuridad.

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