La liebre y la tortuga - David P. Barash

La liebre y la tortuga

David P. Barash

Agradecimientos

Los autores de libros científicos suelen expresar su agradecimiento a una larga lista de personas, frecuentemente después de haber señalado que tales libros rara vez están escritos sólo por quien figura como autor. Para bien o para mal, este libro sí ha sido escrito enteramente por su autor; incluso lo he mecanografiado yo mismo. De todos modos, me han sido muy útiles los comentarios de los doctores Barbara y Morris Lipton; y Dan Frank, mi editor en la editorial Viking y su secretario, Andró Bernard, me animaron beneficiosamente a hacer más clara mi argumentación y a suprimir la palabrería innecesaria. Nanelle Rose Barash (que nadó cuatro meses antes de que finalizara esta obra) hizo todo lo que pudo para distraerme en los momentos más críticos, evitando sin duda que el torrente de ideas se desbordara.

Capítulo 1
La carrera de sacos de los siameses

A Nanelle Rose

«Es peligroso mostrar al hombre con excesiva claridad lo mucho que se parece a la bestia sin mostrarle al mismo tiempo su grandeza. También es peligroso permitirle ver su grandeza con demasiada claridad sin hacerte ver su miseria. Aún es más peligroso dejar que ignore ambas cosas. Pero es muy beneficioso mostrarle las dos.»
PASCAL

«El hombre es el único animal que ríe y llora, porque es el único animal capaz de sorprenderse por la diferencia que hay entre lo que son las cosas y lo que deberían ser.»
HENRY HAZLITT

Fue el primer asesinato de la historia del mundo. El hombre-mono, exultante, lanzó su cachiporra (que era en realidad el fémur de una cebra) al aire... y ésta, al girar, se transformó en una estación espacial en órbita. En esta impresionante escena de la película 2001: Una Odisea del Espacio, miles de espectadores vieron representado el dilema de la humanidad en el microcosmos: aunque somos portadores de los inconfundibles signos de nuestra animalidad, nuestros actos nos han llevado muy lejos del reino de lo puramente orgánico. Como hombres-mono, somos producto de la evolución biológica —un proceso lento y natural— y, sin embargo, estamos en nuestra propia evolución cultural, que es un proceso rápido y en cierto modo «antinatural». Desde la cachiporra del hombre mono hasta la primera excursión al espacio interplanetario han transcurrido cuatro millones de años de evolución biológica y cultural, condensados en sólo unos segundos en la secuencia mencionada.
El viaje de la especie humana deja pequeña la odisea de cualquier astronauta, y es un viaje continuo. Somos viajeros del tiempo, con un pie en nuestro presente cultural y otro atascado en nuestro pasado biológico. No es sorprendente que nos sintamos incómodos en esta extraña situación. El problema de la humanidad es relativamente fácil de explicar, pero muy difícil de resolver: como Pascal reconoció con toda claridad, somos animales, sí pero también somos mucho más que eso. La transición del mono al ser humano se queda pequeña ante la transición del fémur de una cebra a un misil. La mayoría de los antropólogos convendrían en que, desde un punto de vista biológico, un mono prehistórico no dista demasiado del Homo sapiens; parece haber mucha más distancia entre un fémur de cebra y una estación espacial. No obstante, esta notable y vertiginosa transformación se produjo, según el criterio con que se estudia la evolución, de la noche a la mañana, y nosotros, sólo nosotros, hicimos que fuera posible.
El pequeño guión que separa las palabras «hombre» y «mono» es, en realidad la línea más larga que podamos imaginar, puesto que conecta dos mundos radicalmente diferentes. Como Jano, el dios que simboliza el primer mes del calendario romano porque una de sus caras mira hacia el año que acaba de terminar y la otra hacia el año venidero, nuestra especie también tiene dos caras: una que mira hacia atrás, hacia nuestro pasado evolutivo, y otra que mira hacia delante, hacia un futuro que avanza vertiginosamente, manteniendo un delicado equilibrio en la frágil transitoriedad del presente: Este libro intentará darle sentido a ese presente y sugerir una teoría general que explique por qué nos parece tan confuso, tan peligroso y, aun así, tan lleno de esperanza para la aventura humana.
Nuestro carácter único como seres humanos es evidente en casi todos los aspectos de la vida, desde nuestras maravillosas construcciones hasta nuestras conversaciones más banales. Pero nuestra herencia biológica lo impregna todo, como si fuera un diablillo sentado en nuestro hombro que nos susurra cosas al oído. Tenemos un cuerpo y hemos evolucionado, como también ha evolucionado aquella malhadada cebra que nuestro desagradable antepasado encontró tan útil. Somos seres biológicos a la vez que seres humanos. Sangramos, comemos, defecamos, nos reproducimos, morimos. Y también concebimos las odas más sublimes, construimos las más extraordinarias máquinas, desencadenamos la energía del átomo e imaginamos la eternidad y la divinidad. No sólo somos parte de la naturaleza; también, de un modo extraño, estamos fuera de día, como criaturas que han transcendido en muchos sentidos su propio ser orgánico, para pensar y hacer cosas que ningún otro animal puede pensar o hacer. Podemos señalar con orgullo nuestros impresionantes logros, y advertir con consternación los problemas que tales conquistas acarrean para nosotros y para nuestro planeta. No sólo tenemos dos caras, como Jano, sino también dos almas; estamos aquejados de un profundo dualismo único entre todas las criaturas de la Tierra. Ésta es nuestra gloria y nuestra maldición.
En su Ensayo sobre et Hombre, Alexander Pope se lamenta:
Entre una cosa y otra, dudando si actuar o repasar;
dudando entre considerarse dios o bestia;
dudando si preferir su cuerpo o su espíritu;
nacido, pero para morir; capaz de razonar, pero para errar.
Pope escribió esto más de cien años antes de Darwin, si bien ahora sabemos lo que el poeta no podía saber: somos tanto dioses como bestias, y no estamos entre una cosa y otra, sino metidos en las dos simultánea e irremediablemente Pope concluye que somos criaturas esencialmente paradójicas:
Creado mitad para elevarse y mitad para caer;
gran señor de todas las cosas, pero víctima de todas ellas;
único juez de la verdad cayendo sin cesar en el error:
¡Gloria, hazmerreír y enigma del Universo!
Sea la gloria o el hazmerreír del mundo, el Homo sapiens es, por encima de todo, un enigma cuya clave debe ser proclamada: el conflicto entre nuestras dos características fundamentales, la cultura y la biología. Esta dicotomía esencial entre la liebre y la tortuga, entre nuestra cultura galopante y nuestro lento desarrollo biológico, es lo más notable de la existencia humana y la base de la mayoría de nuestros problemas. Este es, el tema del presente libro.
Para poder comprender el conflicto que existe entre la cultura y la biología, debemos volver a considerar sus orígenes. Nuestras características físicas esenciales —y, presumiblemente, también nuestras características emocionales y mentales— se han desarrollado en un proceso gradual de evolución biológica. Aunque todavía se sigue discutiendo cuál es el mecanismo exacto de dicho proceso, ya nadie cuestiona el hecho esencial de la evolución. Así pues, existe la «teoría de la evolución», y también diversas «teorías de la evolución». Las diferentes teorías se encargan de estudiar los posibles mecanismos capaces de regular el proceso de la evolución (el papel que desempeñan las catástrofes geológicas, el significado que tienen los caracteres neutros, etc.). Pero, pese a la pretensión de algunos cristianos fundamentalistas, la evolución en sí no es una «teoría», en el sentido de hipótesis sin demostrar o idea infundada, sino que está tan cerca de ser un hecho como lo están la «teoría celular», la «teoría atómica», la «teoría de la gravedad» o la «teoría de la relatividad».
El papel que juega exactamente la evolución en la de nuestro comportamiento es aún un tema abierto al debate. Pero afirmar que la evolución es sólo una teoría sería como decir que es una teoría que la Tierra sea redonda.
La palabra «teoría» viene del griego theoria, que quiere decir «ver o contemplar». Una teoría científica es un conjunto de proposiciones coherentes que nos ayudan a comprender el sentido de hechos que de otro modo parecerían caóticos. No es un camino directo hacia la verdad, pero tampoco una suposición al tuntún. Cuando se trata de explicar el funcionamiento esencial del mundo vivo, la teoría de la evolución no tiene competidoras serias.
Al igual que nuestra biología, también nuestra cultura ha evolucionado. Sin embargo, el proceso de evolución cultural difiere en aspectos fundamentales del proceso de evolución biológica que ha configurado a todos los seres vivos. Nuestra capacidad cultural es, en sí, un producto de la evolución biológica y, en este sentido, la cultura humana es descendiente directa de nuestra biología. Como un niño perdido —o como el monstruo de Frankenstein— la cultura desarrolló su propia iniciativa, siguiendo un camino bastante independiente del proceso natural que inicialmente la había generado. Esto es debido a que, al contrario que la evolución biológica, la evolución cultural tiene la capacidad de «despegar» por sí misma, reproducirse, mutar y desarrollarse mucho más rápida y eficazmente que cualquier sistema «natural». Mientras nuestra naturaleza biológica, encadenada por la genética, avanza pesadamente a paso de tortuga —nunca a más de un paso por generación, y normalmente todavía más despacio—, nuestra cultura corre a toda velocidad. En la fábula de Esopo, la tortuga gana finalmente la carrera porque la liebre es atolondrada, se confía demasiado y se distrae con facilidad, mientras que la tortuga, aunque lenta, es perseverante. En el mundo real, la cultura y la biología corren a velocidad diferente, pero son igualmente atolondradas e igualmente perseverantes y, lo que es más importante, cruzarán la línea de meta juntas, puesto que, a pesar de sus diferencias, están inextricablemente vinculadas una a otra. Nos sentiríamos tentados a sentamos a contemplar el divertido espectáculo, una especie de cómica carrera de sacos entre dos gemelos siameses... si no fuera porque formamos parte de él.
El conflicto entre biología y cultura no es una nueva variante de la antigua controversia naturaleza/educación, aunque es cierto que tiene algunos elementos semejantes. Los biólogos, los psicólogos y otros especialistas reconocieron, ya hace tiempo, que la naturaleza (nuestra herencia genética y biológica) y la educación (nuestras experiencias) se combinan inextricablemente para producir nuestro comportamiento. No se puede establecer la superioridad de una sobre la otra, al igual que no se puede sostener que en una moneda la cara es más importante que la cruz. Y esto es igualmente cierto para la liebre y la tortuga. Pero, si bien la cultura y la biología están necesariamente relacionadas con nuestro comportamiento, no tienen que estar necesariamente en armonía. Si ocurriera así, los individuos y la sociedad estarían también en armonía, y, en este caso, al faltar la necesidad de encontrar un remedio, no es probable que existiera la necesidad de buscar una explicación.
Afortunadamente, existe una considerable armonía entre nuestra cultura y nuestra biología, debido sobre todo a que nuestra biología es tan flexible como esas prendas de «talla única» que se adaptan a todas las formas y tamaños. Pero no todo encaja a la perfección. A veces las cosas van mal, como demuestra la experiencia del ser humano a lo largo de una historia llena de momentos difíciles. Así pues, aunque el comportamiento humano se deriva tanto de la biología como de la cultura, tanto de la naturaleza como de la educación, nuestra cultura y nuestra biología no siempre se ajustan satisfactoriamente. Además, es más probable que nos fijemos en los conflictos que en la armonía, por la misma razón que los periódicos pasan por alto las cosas que han ido bien. Al igual que debemos ver en la interacción entre la naturaleza y la educación la causa de nuestro comportamiento, debemos considerar que el conflicto entre la naturaleza y la educación es la fuente de todas nuestras dificultades. Un consejo útil para el esclarecimiento de asesinatos misteriosos —tan útil que ha llegado a convertirse en un cliché— es cherchez la femme (buscad a la mujer); cuando el Homo sapiens está en apuros, puede ser igualmente útil buscar el posible conflicto entre la liebre y la tortuga.
Pero cambiemos de metáfora: dos grandes placas tectónicas previamente separadas, la cultura y la biología, se reúnen y chocan entre sí. Los resultados de ello, como veremos más adelante, van de pequeños roces y movimientos casi triviales, como nuestros pecadillos de gula o de lujuria, a impresionantes terremotos, como la guerra nuclear. Entre estos dos extremos existe toda una gama de temblores de intensidad media; la alienación, el deterioro del medio ambiente o la superpoblación. El conflicto entre la cultura y la biología, la carrera de sacos de los siameses —la liebre y la tortuga— es un fenómeno de proporciones paradójicas, que van de lo sísmico a lo microscópico, y que afecta a todas las sociedades (y, de hecho, al pasado, presente y futuro de todo el planeta) y a todos los individuos con todos sus defectos y virtudes.
Antes de pasar a analizar el conflicto, dedicaremos los das capítulos siguientes a examinar a los participantes, repasando brevemente la anatomía de la tortuga y la de la liebre.

Capítulo 2
Anatomía de la tortuga

Vivimos en el antiguo caos del sol, en la antigua dependencia del día y la noche, o en la soledad de una isla, abandonados, libres, prisioneros de la inmensidad de las aguas.
WALLACE STEVENS
(«Mañana de domingo»)

La evolución biológica es el proceso natural fundamental. Es el gran flujo de acontecimientos que ha creado todos los seres vivos y, a la vez, el hilo que sigue vinculándolos. Para nosotros, como para todos los seres vivos, ésta es una antigua dependencia. Y es ineludible. Julian Huxley señaló una vez que la especie humana es evolución que se ha hecho consciente de sí misma. Sin embargo, la mayoría de los Homo sapiens no toman conciencia de esto con facilidad, en parte porque la sutileza y la lentitud de la evolución biológica hacen difícil su identificación, en parte porque es incómodo aceptar una verdad científica que se opone a la doctrina religiosa imperante, y en parte por el rechazo a admitir la vinculación de los seres humanos con la naturaleza «bestial». «¿Descendientes de los monos?» —exclamó la esposa del Obispo de Worcester a mediados del siglo XIX «¡Dios mío, esperemos que no sea verdad! Y si lo es, ¡esperemos que no se difunda la noticia!»
Este tipo de reacción tiene una larga historia, y suele ir adornada con una elaborada parafernalia intelectual. Por ejemplo, cuando Copérnico acabó con la halagadora, egocéntrica y universalmente aceptada idea de que la Tierra era el centro del Universo, el astrónomo danés Tycho Brahe hizo todo lo posible por difundir un punto de vista más agradable, incluso aunque fuera un punto de vista equivocado. Brahe propuso que los cinco planetas conocidos giraban alrededor del Sol, como había mostrado Copérnico, pero que ¡todo el conjunto giraba, a su vez, alrededor de la Tierra! Brahe no pretendía conscientemente engañar a sus contemporáneos; sólo buscaba una concepción del Universo que estuviera más de acuerdo con lo que deseaba que fuera verdad.
Su propuesta no era, estrictamente hablando, un compromiso que tratara de «repartir la diferencia» entre las partes contendientes. La solución de Brahe era más bien un ingenioso aunque fallido intento de admitir novedades molestas e inoportunas aceptando lo innegable —pese a ser ajeno a las más profundas creencias—, pero aferrándose tenazmente a las ideas más arraigadas, incluso aunque resultaran ser incorrectas.
Los seres humanos buscamos periódicamente soluciones a lo Brahe. Tratamos de asumir los nuevos datos conservando intacta nuestra orientación fundamental: aceptamos las leyes de la física, pero dejamos un margen al libre albedrío; admitimos que los recursos naturales del planeta tienen un límite, pero seguimos explotándolos; admitimos que no deben emplearse armas nucleares, pero seguimos fabricando más y más. Nuestra concepción de la naturaleza humana es de estilo Braheriano: actualmente los hombres aceptan la teoría de la evolución, pero siguen conservando una idea muy especial de sí mismos: somos un caso aparte, único y diferente; los representantes de Dios en la Tierra, si no en el Universo. Como el imaginativo Tycho Brahe, admitimos a regañadientes ciertos hechos ineludibles —por ejemplo, nuestra vinculación biológica con los demás seres vivos, que se refleja claramente en la paleontología, la anatomía, la embriología y la fisiología—, pero seguimos negándonos a admitir la herejía de que podemos estar conectados de manera similar con el resto de los habitantes de nuestro planeta en lo que se refiere a nuestro comportamiento.
Sin embargo, deberíamos tranquilizamos, puesto que nuestro carácter único está agradablemente asegurado, pese a lo que pueda parecer a primera vista. Ciertamente, nuestro planeta es bastante insignificante en comparación con el resto del Universo. No se trata sólo de que nosotros giremos alrededor del Sol, y no al revés, sino que además nuestro viejo Sol es más bien pequeño, está relativamente apartado y es un astro de segundo orden en cuanto según sus dimensiones astronómicas. E incluso aquí, en el tercer planeta que gira alrededor del Sol, no sólo somos animales, sino únicamente una especie entre millones de especies. El Homo sapiens es casi tan insignificante en su planeta como la Tierra en el Universo. Sin embargo, cuando observamos el reino de la vida, el telescopio se invierte: el Universo, frío y tal vez absolutamente deshabitado, no aparece ya como algo grandioso e imponente, sino como algo trivial, comparado con las fantásticas criaturas vivas, palpitantes, que adornan la Tierra. Y, en cierto sentido, todas estas criaturas palidecen ante la especie humana que, por su conciencia y cultura, aparece como algo especial; de hecho, como algo verdaderamente nuevo bajo nuestro Sol y, tal vez, bajo todos los soles.
Lewis Mumford ha escrito que «sin la capacidad acumulativa del hombre de dar forma simbólica a la experiencia, de reflejarla, remodelarla y proyectada, el Universo físico tendría tan poco sentido como un reloj sin manillas; su tic tac no nos diría nada. Es la capacidad de pensar del hombre lo que crea la diferencia.»
Nuestra capacidad de pensar es también producto de la evolución; indudablemente, el mayor logro de organización y complejidad que ha alcanzado hasta ahora un proceso fundamentalmente fortuito y sin meta. «Si esta complejidad pudiera convertirse de algún modo en luminosidad visible», escribe el biólogo molecular John Rader Platt en The Step to Man (El paso hacia el hombre),
el mundo biológico, en comparación con el mundo físico, sería un campo andante de luz... una lombriz de tierra podría ser un faro... los seres humanos resaltarían como resplandecientes soles de complejidad, como brillantes explosiones de significado para los demás seres vivos en medio de la oscura noche del mundo físico.
Tal vez las soluciones Braherianas al conflicto que plantea nuestra auto-percepción y, sobre todo, nuestra relación con el mundo físico y biológico, son ahora menos necesarias, puesto que cada vez somos más conscientes de que el Universo es como un reloj sin manillas y de la asombrosa complejidad de la vida en general y de la mente humana en particular. Esta nueva conciencia se debe en parte al afortunado hecho de que nuestra percepción de la «naturaleza» es ahora más sofisticada que nunca. La moderna (y presumiblemente más exacta) visión de la naturaleza ya no tiene nada que ver con el misterioso «elan vital» de Henri Bergson, ni con el rígido mecanismo automático de Descartes, ni con el mundo de las bolas de billar Newtonianas. La ciencia actual —en una curiosa fusión de la sabiduría oriental y occidental, de las antiguas tradiciones místicas y la física y la ecología modernas— ve cada vez más la naturaleza como un sistema dinámico y permeable de intercambio y equilibrio en continua transformación; la naturaleza ya no es considerada como la secuencia fija y lineal de un conjunto de palancas y poleas, ni como el místico cuenco de caldo ameboide, sino más bien como un proceso. Integrándonos en la lucha, reconociéndonos como parte del proceso, no quedaremos empequeñecidos ni magnificados, sino, sencillamente, descritos. De ahí que haya disminuido la necesidad de una solución «braheriana», y que seamos más libres que nunca para vemos, ya no como nos ven los demás ni como nos gustaría vemos nosotros mismos, sino, tal vez, como realmente somos.
Darwin no «descubrió» la evolución. Numerosos autores escribieron y especularon sobre ella anteriormente, incluyendo a su propio abuelo. La mayor contribución de Darwin fue identificar un mecanismo mediante el cual era plausible que se hubiese desarrollado la evolución: la selección natural. Al igual que otros muchos grandes descubrimientos intelectuales, la selección natural era la respuesta lógica a una serie de hechos conocidos. La genialidad de Darwin consistió en reconocer el significado de observaciones vulgares y corrientes; al igual que, unas generaciones antes, Newton tuvo la genial ocurrencia de distanciarse de la vulgar observación de que las cosas caen, para considerar que el fenómeno de la gravedad era algo digno de estudiarse «¡Pues claro!», exclamó Thomas Huxley al leer El origen de las especies, «¡qué tonto he sido de no haberlo pensado antes!»
La selección natural —y, por tanto, la evolución— es sólo una consecuencia lógica del modo en que está construido el mundo biológico. De hecho, probablemente es inevitable- Para mantener una población constante los individuos de cualquier especie de reproducción sexual (con un macho y una hembra como padres) deben producir sólo dos descendientes capaces de sobrevivir y reemplazar a sus padres. Si fueran menos de dos se produciría la extinción de la especie; si fueran más, la población experimentaría un incremento progresivo. Algunas especies, como el lince, la liebre americana del norte de Canadá o el lemming de Escandinava, experimentan un incremento cíclico de su población seguido de un espectacular descenso. Pero, en general, las poblaciones de la mayoría de los animales mantienen un equilibrio alterado sólo por pequeñas fluctuaciones. Esto indica que, en la mayoría de los casos, los padres se limitan a reemplazarse a ellos mismos, a pesar de que la mayoría de los seres vivos son capaces de producir mucha más descendencia de la que se necesita para esto. Por ejemplo, la hembra del bacalao puede producir un millón de huevos en un solo desove. Si todas las crías sobrevivieran y se reprodujeran a su vez, el océano se quedaría pequeño para mantener sólo a esta especie.
Incluso un animal de reproducción lenta como el petirrojo, que pone unos cuatro huevos cada vez, puede producir dieciséis crías en sólo cuatro años, y si cada una de estas crías se reproduce a un ritmo similar, nuestra pareja inicial sería responsable de 104 descendientes directos en estos cuatro años. La reproducción incontrolada de la mosca común podría producir, en teoría, un balón de moscas más grande que la Tierra en muy poco tiempo. Pero éstas son cifras hipotéticas. Nuestras afirmaciones son correctas desde el punto de vista matemático, y el hecho de que estas horribles predicciones no lleguen a cumplirse testimonia la elevada mortalidad de los seres vivos en la naturaleza. No todos los potenciales descendientes de la mayoría de las especies llegan a sobrevivir. En realidad, como ya hemos dicho, dado que la población permanece constante, sólo dos crías llegan a sobrevivir para reemplazar a sus padres. Esto significa que 999.998 aspirantes a bacalao perecen anualmente, o 102 potenciales petirrojos cada cuatro años, por cada dos que sobreviven.
¿En qué se diferencian los ganadores de los perdedores? Los que estén mejor adaptados serán los que triunfarán. De hecho, por eso se dice que están «mejor adaptados». Serán seleccionados por la naturaleza como representantes de la especie para producir la próxima generación. Esto es, en resumidas cuentas, la selección natural. Como Darwin advirtió, la selección natural es consecuencia inevitable de la capacidad que tienen los seres vivos para reproducirse a gran escala, unida al hecho de que muy pocos de los potenciales descendientes llegan a sobrevivir.
Pero este proceso no provocaría ningún cambio a menos que los individuos sometidos a la selección presenten diferencias génicas. No se obtiene nada nuevo mediante una continua selección si se elige entre elementos esencialmente iguales. Pero dos individuos de una especie de reproducción sexual sólo son génicamente exactos cuando son gemelos idénticos. Con estas raras excepciones, cada individuo es genéticamente distinto a los demás; cada uno posee sus características peculiares, y tiene su propia contribución que hacer y sus propias posibilidades de triunfar o fracasar en el empeño. En último extremo, su éxito depende de si es «apto» —es decir, de si está bien adaptado para sobrevivir y reproducirse—, y esta condición depende de la combinación génica exclusiva de cada individuo. Las combinaciones génicas con éxito son así seleccionadas por la naturaleza para, con el tiempo, reemplazar a las de otros congéneres menos afortunados.
Cuando Darwin describió por primera vez el proceso de la evolución fue malinterpretado casi universalmente: se entendió que la selección natural se basaba en la violencia y la muerte. Los cambios evolutivos fueron considerados como el resultado de «la lucha sangrienta de la naturaleza a uñas y dientes» de Tennyson. El «Darwinismo social» se convirtió en un credo muy conveniente para el capitalismo del laissez faire de finales del siglo XIX. Bajo la excusa de que la «supervivencia del más apto» proporcionaba una justificación biológica para las más abominables prácticas sociales, la dominación de los débiles por los fuertes fue declarada justa y natural; era una ley de la naturaleza y, por tanto, la voluntad de Dios. En realidad, el resultado de las luchas agresivas —a dentelladas o a garrotazos— es casi irrelevante para la selección natural. Como parece ser que reconocía el propio Darwin, lo que se selecciona son los genes, no los individuos. Por tanto, sólo puede decirse que el vencedor en una lucha a muerte tiene una ventaja selectiva sobre su oponente cuando la consecuencia de su victoria es una mayor probabilidad para reproducirse con éxito. Y lo que es aún más importante, los defensores del Darwinismo social suelen caer en lo que David Hume denominó precozmente «la falacia naturalista»: «así es, luego así debe ser.» El Darwinismo social no sólo malinterpreta la ciencia, sino también la ética.
La selección natural no describe cómo debe ser el mundo; describe cómo funciona y el modo principal en que llegan a producirse los cambios evolutivos. La selección natural es meramente reproducción diferencial de individuos y de sus genes. Los individuos de cualquier especie dejan un gran número de descendientes que quedan sometidos a la selección, pero son más bien los genes lo que son seleccionados, puesto que aparecerán con mucha más frecuencia en las sucesivas generaciones. Los que tengan menos descendencia (menos copias génicas proyectadas en el futuro), están en desventaja frente a la selección. La evolución por selección natural, favorece cualquier característica génica que aumente las posibilidades de sus portadores de dejar más descendientes que sus congéneres. Entre estas características puede estar la capacidad de vencer en las luchas individuales, pero, con mucha más probabilidad, también estará la habilidad para prosperar en el medio ambiente correspondiente. Así pues, la habilidad para procurarse alimento, evitar a los enemigos, atraer a la pareja, conseguir cobijo, resistir las inclemencias del tiempo y cooperar con otros, pueden ser características favorecidas por la selección, puesto que sus poseedores tendrían más probabilidades de dejar descendientes que presentarían tendencias similares y que, a su vez, sobrevivirían y se reproducirían con éxito, con lo que aumentaría la frecuencia de los genes responsables de estas características entre la población. Por tanto, la selección natural, se deriva del hecho de que los organismos son capaces de una gran sobreproducción, mientras que el tamaño de la población suele mantenerse relativamente constante; además, dado que existen diferencias génicas entre los individuos, la selección favoreceré aquellos caracteres que faciliten la reproducción en el medio ambiente en cuestión.
Las causas de estas diferencias génicas no han sido identificadas hasta hace muy poco. Ahora sabemos que la diversidad génica se debe a las mutaciones que son, esencialmente, errores taquigráficos del mecanismo copiador de la célula. La composición génica de todos los seres vivos está codificada en la disposición específica de los átomos de complejas moléculas orgánicas: los ácidos nucleicos (denominados así por ser más abundantes en el núcleo). Estos ácidos nucleicos —el ADN en la mayoría de los animales— son diferentes para cada especie y deben ser copiados con toda exactitud cada vez que la célula se divide, a fin de asegurar que las células hijas sean como la célula madre y, en definitiva, para garantizar que las sandías produzcan sandias y los seres humanos, seres humanos.
Lo normal es que esta copia sea notablemente exacta, pero, por error, puede ocurrir que la copia del ADN sea ligeramente diferente del original, como cuando se produce un error mecanográfico al copiar un texto. En la mayoría de los casos, una mutación reduce la aptitud del ser vivo que es portador de ella, del mismo modo que un error suele disminuir la calidad de un texto mecanografiado. Imaginemos una máquina compleja con un delicado equilibrio: es muy difícil que un cambio fortuito mejore su funcionamiento. Pero ocasionalmente el error puede mejorar el manuscrito original sugiriendo una palabra más acertada. Es muy raro que una mutación pueda mejorar el funcionamiento y, por tanto, llegar a ser seleccionada. Tal vez una de cada mil mutaciones resulte ser beneficiosa, aunque sólo una vez entre un millón se produce una mutación: la naturaleza es una mecanógrafa muy competente Pero al llegar a este punto deja de sernos útil nuestra analogía, ya que las mutaciones son capaces también de crear letras completamente nuevas, ampliando así el repertorio génico, el «alfabeto» de las especies.
Las mutaciones, como la mayoría de los errores, son fortuitas y, por tanto, resultan impredecibles. Pero, al igual que otros errores, tampoco son completamente impredecibles. Ciertos genes son más propensos a mutar que los demás, y aunque no puede predecirse el momento exacto en que va a producirse una mutación, sí pueden hacerse estudios estadísticos, Así pues, podemos decir que el gen X mutará una vez en cada millón de copias, del mismo modo que las compañías de seguros pueden calcular la frecuencia con que se producen accidentes en diferentes actividades industriales. Además, y también como ocurre en el caso de otros errores, la frecuencia de las mutaciones está influenciada por factores externos: productos químicos (el gas de mostaza, por ejemplo), exceso de calor, radiaciones (radiaciones ultravioletas, rayos X o radiaciones nucleares), o incluso por la de genes especiales que influyen sobre la frecuencia de las mutaciones de otros genes.
La mayoría de los seres vivos no se han visto expuestos a radiaciones de alta energía en toda su historia evolutiva, por tanto, no es sorprendente que sean vulnerables a sus efectos. La vulnerabilidad del proceso de copia génica de estas radiaciones es la causa de que los biólogos se preocupen por el abuso de los rayos X en la medicina o por la posibilidad de que se produzca un desastre nuclear. En ausencia de estímulos artificiales que aumenten la frecuencia de las mutaciones, se producen de forma natural, suficientes errores de copia —presumiblemente debido a 1a imperfección normal de la materia o a factores naturales del medio ambiente— para proporcionar un suministro constante de variaciones génicas a la selección. Sería interesante que los perfeccionistas humanos considerasen que todo avance biológico se basa, en último extremo, en el error esencial de la naturaleza.
La evolución por selección natural es un proceso terriblemente lento. Los helechos actuales, por ejemplo, son básicamente iguales a los de hace cientos de millones de años. Lo mismo ocurre en el caso de los xifosuros (o cacerolas de las Molucas), las tortugas marinas y los cocodrilos. Incluso las especies que han evolucionado «rápidamente», como el caballo, el elefante o el ser humano, han necesitado centenares de miles o millones de años para evolucionar de sus formas ancestrales hasta las formas en que actualmente se encuentran. Comparado con el ritmo al que se producen los cambios culturales, todos los seres vivos son «fósiles vivientes».
Pero la evolución sería aún más lenta si dependiera sólo de las mutaciones, puesto que éstas se producen muy raramente. La mayoría de los seres vivos, incluido el ser humano, hace ya tiempo que descubrió un estupendo dispositivo capaz de producir una gran variedad de combinaciones génicas en cada generación: el sexo. Con la reproducción sexual, los genes de cada padre se combinan y recombinan, se organizan y reorganizan en cada generación, produciendo una configuración génica exclusiva para cada descendiente Esto explica lo que podría parecer una contradicción: que mientras que los seres vivos producen siempre seres semejantes —los seres humanos nunca procrean jirafas—, los descendientes nunca son idénticos a los padres.
Ésta es la consecuencia biológica crucial del sexo: no la reproducción en sí (después de todo, muchos seres vivos se reproducen asexualmente), sino la creación de una amplia gama de variaciones génicas entre las que puede escoger la selección. La reproducción sexual baraja una y otra vez las cartas antes de dar a cada descendiente su «mano» génica. De este modo, mutaciones que aparecieron por primera vez hace miles de generaciones son puestas a prueba en diferentes contextos hasta llegar a formar una combinación ganadora o fracasar. Si tiene éxito, la combinación será favorecida por la selección natural; será seleccionada, y la evolución hará que aparezca cada vez más en la población: los portadores de dicha combinación dejarán más descendientes. En cambio, los portadores de combinaciones perdedoras dejarán menos crías. Serán seleccionados negativamente, y sus combinaciones llegarán a ser retiradas del juego al no poder competir con las ganadoras. Si todos los miembros de una especie llevan malas cartas, o si las reglas del juego cambian con demasiada rapidez, la especie puede llegar a extinguirse.
Las variaciones génicas aumentan el margen de diversidad de cualquier carácter. Esto puede apreciarse, por ejemplo, en la gran variedad de un carácter como la estatura, que puede observarse en la diferencia de altura entre un pequeño esquimal y un esbelto watusi, o incluso en las diferentes estaturas de los hermanos. Todas nuestras características son variables —desde el número del zapato hasta la inteligencia— y esta variabilidad es la expresión de la combinación genética exclusiva de cada individuo.
Pero, ¿por qué existe esta variedad? Dado que la selección natural elimina continuamente las variantes con menos éxito, sería de esperar que la especie estuviera compuesta tan sólo por «superhombres» y «supermujeres» perfectamente adaptados a su entorno. Sin embargo, la mera existencia de errores hace que esto sea prácticamente imposible: los errores se producen tanto si son beneficiosos como si no. Aparte de esto, los caracteres óptimos de una especie dependen del medio; caracteres ventajosos en un momento dado pueden ser inútiles, o incluso un lastre, si cambia el entorno... y el entornó siempre acaba por cambiar. Así pues, aunque una buena vista puede parecer siempre ventajosa, no lo es para los animales que viven en cavernas en donde reina la más absoluta oscuridad Para estos animales los ojos no son sólo útiles, sino que pueden ser un impedimento, por ser órganos muy delicados expuestos a sufrir heridas e infecciones. Los peces y reptiles cuyos antepasados se adaptaron a la vida en las cavernas, aprovecharon la existencia de una gran variedad genética para producir descendientes sin ojos.
Puesto que la selección tiende a eliminar al no apto y, en último extremo, al menos apto, la diversidad de tipos en cualquier especie es mucho mayor antes de que actúe la selección. Cada especie está sometida, por tanto, a la presión de fuerzas de signo opuesto: las mutaciones y las recombinaciones sexuales contribuyen a incrementar la variabilidad, y la selección natural tiende generalmente a estrechar el margen. La acción restrictiva de la selección por sí sola, sin el efecto perturbador de las mutaciones y recombinaciones, tendería a producir una población bastante uniforme, bien adaptada a su entorno pero vulnerable a los cambios. En cambio, las mutaciones y recombinaciones, sin la influencia restrictiva de la selección, producirían una colección de monstruos incapaces de ser superiores en ninguna parte, aunque quizás algunos de ellos fueran capaces de sobrevivir casi en cualquier parte Cada especie llega, por tanto, a establecer su estrategia evolutiva particular combinando, éxitos a corto plazo con una seguridad a largo plazo. Hay muchas técnicas complejas para mantener latente la variabilidad, ocultándola al ojo inquisitivo de la selección natural Por ejemplo, los genes están normalmente formando parejas, de forma que el gen que es «dominante» oculta la influencia del otro. De esta forma, una mutación perjudicial «recesiva» puede ser conservada providencialmente en la población y llegar a ser beneficiosa —o, por el contrario, ser eliminada— en el futuro. En la especie humana, por ejemplo, la coagulación normal de la sangre está controlada por un gen dominante; la hemofilia está producida por el gen alternativo, que es recesivo. Dos personas aparentemente normales pueden tener un hijo hemofilia) si las dos son portadoras de un gen recesivo, enmascarado por el dominante, y si su hijo tiene la desgracia de recibir uno de estos genes recesivos de cada uno de los padres.
Si nos reprodujéramos asexualmente, aquellos de nosotros que tuviéramos una sangre normal tendríamos la seguridad de que la sangre de nuestros descendientes también se coagularía normalmente, puesto que nuestros hijos serían idénticos a nosotros. Pero al volver la espalda a la sexualidad estamos desperdiciando la oportunidad de combinar nuestros genes con los de otra persona, con lo que nuestros descendientes serian nuevos y diferentes, y, aunque es posible que resultaran ser menos «aptos» que nosotros, también podrían serlo más. La mayoría de las especies superiores, incluida la nuestra, se ha decidido a correr el riesgo. Hemos optado por la sexualidad y, por tanto, por la variabilidad genética que promete una flexibilidad evolutiva. En cambio, algunos seres vivos se han mostrado más conservadores, hipotecando su futuro a un alto grado de adaptación en el presente. El diente de león común, por ejemplo, ha renunciado a la reproducción sexual a cambio del éxito inmediato. Pero cuando cambie el entorno, el diente de león carecerá de las reservas génicas necesarias para adaptarse a una nueva situación. En este sentido, la abstención sexual es un despilfarro que, a la larga, puede costar muy caro. Otros seres vivos, como la pulga de agua y los áfides (pulgones de las plantas) utilizan una estrategia intermedia. Su reproducción es principalmente asexual, pero se reproducen sexualmente una vez al año, para barajar las cartas por si acaso.
No obstante, también las especies de reproducción sexual pueden ser incapaces de adaptarse a los cambios del entorno y llegar a extinguirse Esto ocurre cuando la especie está «superespecializada», de igual modo que un trabajador superespecializado puede verse condenado al paro. De hecho, la superespecialización es probablemente la causa más frecuente de extinción. El tigre de dientes de sable, por ejemplo, no era realmente un tigre, sino un necrófago grande y pesado, cuyos enormes colmillos servían seguramente para perforar la gruesa piel de los mastodontes, mamuts y titanoterios muertos de los que se alimentaba Cuando desaparecieron sus presas, estos curiosos felinos con dientes de sable ya estaban demasiado especializados para poder cambiar a un nuevo modo de vida. Estaban atrapados —organismos sin un entorno— y acabaron por extinguirse. De un modo similar, el elegante milano de Everglades (un pájaro) se ha especializado en alimentarse únicamente de un tipo de caracol que se encuentra al sur de Florida. Como el Parque Nacional de Everglades sufre una sequía cada vez mayor y otros problemas de agua causados por la interacción del hombre, es muy probable que este caracol desaparezca y, con él, también el milano.
El Homo sapiens, en cambio, es un animal relativamente poco especializado, capaz de explotar una gran diversidad de estilos de vida: «nichos», para el ecólogo profesional. A medida que vamos provocando rápidos cambios de largo alcance en el entorno natural, vemos aproximarse la extinción de los organismos especializados —el koala, el cóndor, el panda gigante o el tigre— y el continuo éxito de los no especializados: el mapache, el estornino, la rata, la mosca común o la cucaracha. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que nuestra biología poco especializada está combinada con una dependencia muy especial de una característica extraordinaria: la cultura. Algunas especializaciones, como la de los dientes de sable, conducen a sus poseedores a un callejón sin salida. Son como un pasaje a la perdición. Otras, como la de los reptiles que transformaron sus extremidades delanteras en alas y sus escamas en plumas, dando lugar al amplio y variado orden de los pájaros, fueron el comienzo de algo importante: toda una serie de éxitos evolutivos. Está claro que nuestra especialización cultural ha levantado el vuelo, pero aún está por ver si consigue surcar los aires suavemente y con seguridad como los descendientes del Arqueópterix, o si imitamos a Ícaro, hijo de Dédalo, que se acercó demasiado al Sol en su vuelo y, al derretirse la cera de sus alas, cayó y se estrelló contra el suelo.
Es importante recordar que la evolución se desarrolla mediante la acumulación, sustitución e intercambio graduales de genes en los individuos. No son los individuos los que evolucionan; son las especies. Los individuos nacen con una constitución genética particular y no pueden cambiada, al igual que el milano de Everglades no puede renunciar a su obsesiva pasión por los caracoles. Sólo a través de la reproducción pueden surgir nuevas posibilidades genéticas, y la selección natural escogerá algunas de ellas para proyectarlas en el futuro. El ritmo de los cambios evolutivos depende, por tanto, de varios factores diferentes; principalmente de la diversidad que presenta una población dada, de la medida en que esta diversidad es un reflejo de una diversidad genética subyacente y de la «presión de la selección», es decir, de la fuerza con que es favorecida la reproducción de dedo tipo de individuos y, por tanto, de sus genes. Pero incluso en unas condiciones óptimas para que se produzcan rápidos cambios, la evolución tiene que esperar a que pasen muchas generaciones para que las presiones ambientales vayan amasando y modelando el acervo genético de una especie.
Una cosa es cómo funciona la evolución, y otra sus resultados. Nadie sabe cómo surgió la vida sobre la Tierra. Y es muy probable que nunca lo sepamos, puesto que el acontecimiento se produjo hace unos seis mil millones de años. En cualquier causa legal puede verse que cuanto más tiempo hace que se ha producido un acontecimiento, mayor es el desacuerdo sobre sus detalles. Y, al ser uno de los acontecimientos más antiguos, el origen de la vida no es una excepción. Sin embargo, si nos saltamos las complejas fórmulas químicas, podemos pasar a describir una hipotética secuencia de acontecimientos que ha sido aceptada por un gran número de expertos en la materia. La antigua atmósfera estaba compuesta probablemente por una mezcla de hidrógeno, nitrógeno, vapor de agua, metano y amoníaco. Colocando estos componentes en un sistema que circule continuamente y aplicando de vez en cuando chispas eléctricas (simulando una tormenta) y radiaciones ultravioletas (simulando las del Sol), pueden producirse en el laboratorio una gran variedad de moléculas orgánicas complejas. Entre estas moléculas están algunos aminoácidos, que son los componentes básicos de las proteínas e incluso los precursores de los propios ácidos nucleicos. Este experimento puede recrear los pasos básicos que tuvieron lugar hace mucho tiempo; al menos demuestra que si se suministra energía a una serie de compuestos inorgánicos se pueden producir compuestos orgánicos. Al irse formando cada vez más moléculas complejas, irían interaccionando entre sí, hasta llegar a formar un virtual «caldo» de componentes orgánicos. Una vez preparado el sustancioso «consomé», ya sólo falta que una de estas moléculas desarrolle la capacidad de reproducirse a sí misma (como hace el ADN en cada uno de nosotros) para que aparezca la vida.
Las formas de vida primitivas que consiguieron reproducirse estarían probablemente rodeadas por otras moléculas orgánicas, generadas por las mismas fuerzas, que no habían alcanzado el estadio de la vida. Este sustancioso caldo proporcionaría una abundante fuente de alimento a cualquiera de nuestras moléculas antecesoras que encontrara el modo de aprovechar la energía contenida en su estructura. Por tanto, los primeros seres vivos se parecían en cierto modo a los animales al que obtenían su alimento «devorando» a otros seres muertos.
Según los primitivos animales fueron sorbiendo su caldo orgánico, la selección, presumiblemente, empezó a favorecer las variantes genéticas capaces de producir su propio alimento a partir del dióxido de carbono, el agua y la energía del Sol: las primeras plantas. Al irse diversificando, las plantas no sólo proporcionaron un suministro creciente de alimento a los hambrientos animales, sino que, mediante la fotosíntesis (combinación química de dióxido de carbono y agua para producir glucosa, un azúcar simple) añadieron un importante componente a la atmósfera: el oxígeno. El oxígeno tuvo un doble efecto. Al absorber las abundantes radiaciones ultravioletas del Sol se convirtió en ozono —presente actualmente en las capas superiores de la atmósfera—, que impidió que un gran porcentaje de las radiaciones ultravioletas alcanzaran la Tierra. Sin el escudo del ozono, el alto nivel de radiaciones ultravioletas produciría un incremento en la frecuencia de cáncer de piel, de la ceguera y de las mutaciones génicas.
La segunda consecuencia más importante de la aparición del oxígeno en la atmósfera fue que produjo unas condiciones químicas en las que la vida podía ser mucho más dinámica. Sin oxígeno los organismos se habrían visto obligados a tomar un camino energético menos eficiente; el que actualmente emplean únicamente ciertos organismos primitivos —como las levaduras que, muy convenientemente para nosotros, producen alcohol como subproducto— y los animales superiores durante breves períodos de tiempo. En un esfuerzo intenso los músculos de un atleta pueden producir energía sin oxígeno; la acumulación del producto final de este proceso, el ácido láctico, produce las agujetas. Al finalizar el esfuerzo, una agitada respiración paga la «deuda de oxígeno» contraída anteriormente. En un medio ambiente sin oxígeno, la vida de los animales hubiera sido monótona y sin «inspiración». Sin embargo, libres de estas restricciones metabólicas estuvieron en condiciones de emprender una intensa actividad: individual, colectiva y, con el tiempo, cultural además de biológica.
Las primeras formas de vida se dieron, probablemente, en los mares primitivos. Los primeros vertebrados surgieron varios cientos de millones de años después de la aparición de los invertebrados y, al principio, se encontraron en inferioridad respecto a sus parientes más desarrollados aunque sin huesos. Los trilobites (animales parecidos a los actuales xifosuros) y algunos euriptéridos (enormes escorpiones marinos) dominaban los océanos primitivos, mientras los pequeños vertebrados trataban probablemente de pasar desapercibidos ocultándose en las sombras. Los primeros peces ni siquiera tenían mandíbulas articuladas; en este aspecto se parecían a las actuales lampreas y mixines, desagradables parásitos que se adhieren a peces más grandes como la trucha lacustre. Pero no es probable que los primeros peces fueran parásitos, puesto que había muy pocos animales a quien pudieran «parasitar». Más bien se arrastrarían por el fondo marino, alimentándose de detritos y materia orgánica en descomposición que absorbían con sus bocas sin mandíbulas. Un comienzo bastante humilde para lo que, con el tiempo, llegaría a ser la flor y nata de la evolución.
Aquellos primeros vertebrados «descubrieron» rápidamente lo ventajoso que era poseer una armadura de placas, probablemente para protegerse de los numerosos invertebrados que merodeaban por allí. (En términos evolutivos, los individuos protegidos por una coraza estuvieron en ventaja frente a la selección y tuvieron más descendientes que los demás, hasta que, finalmente, una gran parte de la población estuvo protegida de este modo.) La armadura hizo posible el aumento de tamaño, puesto que los peces eran más capaces de defenderse en la competición submarina. Al final, los poseedores de mandíbulas fueron cobrando ventaja, y empezaron a aparecer especies parecidas a las que conocemos actualmente. Con una mandíbula eficiente y feroz, la armadura dejó de ser necesaria, convirtiéndose incluso en un lastre. En cualquier caso, de entre los peces con mandíbula surgió una rama lateral que parecía insignificante, aunque estaba destinada a desempeñar un importante papel en el futuro del planeta y en nuestro propio futuro.
Cojamos un pez y pongámoslo en tierra firme: en el agua el pez nada ágilmente mediante las ondulaciones de su cuerpo, pero en tierra estos movimientos elegantes y bellamente coordinados resultan inútiles, y el pobre animal se agita desesperadamente En el agua el pez «respira» con facilidad absorbiendo agua por la boca, haciéndola pasar por las branquias y expulsándola de nuevo a través de las hendiduras que tiene a ambos lados de la cabeza. El oxígeno del agua pasa a la sangre del pez, y el dióxido de carbono es expulsado al exterior. Pero en el aire este aparato es inútil, de forma que el animal se asfixia rápidamente; de hecho, como pez fuera del agua. Los animales terrestres, en cambio, tienen extremidades musculosas que les permiten moverse, así como bolsas cerradas (pulmones) en donde se realiza el intercambio de oxígeno y dióxido de carbono. Hace aproximadamente 300 millones de años, un grupo de peces, aparentemente insignificantes, los crosopterigios, se diferenció de sus parientes al desarrollar aletas dotadas de músculos que proporcionaban más vigor y flexibilidad a sus movimientos: justo lo que necesitaban para ser capaces de moverse en la tierra. Además poseían unas sencillas bolsas esféricas que les permitían tragar aire cuando era necesario para su supervivencia. Para ellos, una bocanada de aire debía de ser como un buen trago de agua fresca.
Es fácil imaginar a estos animales como intrépidos pioneros que emprendieron valerosamente la mayor aventura de la historia del mundo: la conquista de la tierra. En realidad no eran nada de eso. Puesto que vivían en lagos y pantanos, muchos de los primeros crosopterigios debieron de morir cuando cambió el clima y se secó su medio acuático. Sólo sobrevivieron los que estaban equipados con unos pulmones primitivos que les permitían respirar aire durante los angustiosos periodos de sequía que precedían a las lluvias refrescantes. (Actualmente existen peces similares a éstos: los peces pulmonados de Sudamérica, África y Australia, que, pese a ser auténticos peces, son capaces de permanecer periódicamente fuera del agua durante varias semanas.) Cuando las cosas se ponían feas, los peces dotados de pulmones y aletas carnosas podrían moverse sobre la tierra en busca de otro charco. Lo más probable es que se arrastraran por el fango a lo largo de los lechos secos de los ríos. De haber podido pensar, nuestros escurridizos antepasados sin duda anhelarían recuperar el único medio de vida que conocían: un medio acuático. Y la selección favoreció a los que demostraron estar más capacitados para buscarlo. Así, gracias a un fuerte instinto de conservación, comenzó una de las más apasionantes aventuras.
Puesto que las plantas se les habían adelantado en la conquista de la tierra, los primeros animales terrestres encontraron esperándoles una abundante fuente de alimentos, así como un entorno que aún estaba sin explotar. Tuvo que ser una especie de Edén, puesto que los enfrentamientos con otros animales habían quedado atrás, en los pantanos, y las plantas aún no habían desarrollado las espinas y venenos que más adelante utilizarían para protegerse de los animales. Seguramente estos prósperos inmigrantes marinos llevaron una lujosa existencia. Sin embargo, aún no estaban completamente adaptados a la vida en la tierra, puesto que necesitaban volver al agua para poder reproducirse: sus huevos, suaves y gelatinosos, estaban más adaptados al agua que a la tierra, y podían ser destruidos por la sequedad y el calor del Sol. Estos fueron los anfibios, cuyos representantes actuales son las ranas, los sapos y las salamandras. Para acabar con su dependencia del agua sólo les faltaba desarrollar huevos con una cáscara dura que contuvieran un medio acuoso protector como el que hasta entonces les habían proporcionado los ríos y pantanos. Y entran en escena los reptiles. (De un modo similar, los primeros animales multicelulares consiguieron independizarse más de su entorno rodeándose de una capa protectora y produciendo un medio líquido que sustituyera al agua del mar, lo que ahora llamamos sangre.)
Gracias a su independencia recién conquistada, los primeros reptiles se extendieron sobre la faz de la Tierra y se desarrollaron en muy diversas formas, que incluían, por ejemplo, al poderoso dinosaurio.
Muy pronto surgió, en esta gran irradiación adaptativa de los reptiles, una rama lateral que, de nuevo, contenta una serie de características peculiares y distintivas; características que en aquellos tiempos parecían insignificantes, pero que después resultaron ser auténticas bendiciones evolutivas. Por ejemplo, algunos de estos reptiles tenían «codos» que se articulaban hacia atrás y «rodillas» que se articulaban hacia delante, de forma que sus cuerpos, en vez de estar suspendidos entre cuatro columnas como los de las lagartijas actuales, se alzaban directamente sobre sus cuatro patas. También sus dientes fueron especializándose cada vez más; unos para triturar (los molares), otros para rasgar (los caninos), y otros para cortar (los incisivos). Este muestrario de dentista reflejaba su capacidad de llevar una dieta más amplia; una dieta omnívora. Sin embargo, la dentadura de los reptiles modernos es completamente uniforme: un cauteloso vistazo al interior de la boca de un cocodrilo servirá para convencer a los escépticos.
También la anatomía interna experimentó una reorganización en esta rama lateral, al igual que había sucedida en la transición de los peces a los anfibios y, posteriormente, de los anfibios a los reptiles. Las escamas de los reptiles fueron sustituidas por pelos aislantes, cuando estos animales dieron con el truco de mantener una temperatura constante pese a los caprichos del medio ambiente externo. Después de todo, la temperatura del aire cambia mucho más que la del agua. Su sangre caliente les proporcionaba, por tanto, una mayor independencia del medio exterior, de forma que su adaptación a la tierra se hizo mucho más flexible que la de sus antepasados los reptiles. También les franqueó el paso a reglones de climas extremos que habían sido inaccesibles para los dinosaurios y sus parientes. Además, mientras que los reptiles veían limitada su actividad a las horas del día en las que la temperatura era propicia, estas nuevas formas eran libres de establecer sus horarios según su conveniencia.
Estos animales hicieron otro gran descubrimiento evolutivo: los embriones podían desarrollarse dentro del cuerpo de la madre y alimentarse con su sangre; de este modo gozaban de una mayor protección y de una temperatura constante. Ya después de su nacimiento, la nutrición de las crías quedaba solucionada gracias a una secreción rica en proteínas y grasas producida por unas glándulas especializadas de las hembras: las glándulas mamarias o mamas. También hubo otros cambios importantes, como, por ejemplo, la aparición de ciertos huesecillos articulados en el oído medio, lo que mejoró notablemente la capacidad auditiva. Estos anímales, los mamíferos, eran inicialmente criaturas pequeñas y asustadizas, con un aspecto similar al de las musarañas actuales. Probablemente trataban de pasar desapercibidos, viviendo a la sombra de los reptiles gigantes —una situación no muy diferente de la de sus antepasados, los primeros vertebrados que poblaron los mares primitivos— y robándoles, tal vez, algún huevo cuando estaban descuidados. No había muchas posibilidades de que los mamíferos experimentaran una rápida expansión evolutiva, puesto que los dinosaurios y sus aliados estaban en su máximo apogeo y, con semejantes monstruos acaparando el escenario evolutivo, no quedaba sitio para nadie más.
Pero después, hace unos 100 millones de años, tras reinar sin oposición durante más de 80 millones de años, los dinosaurios fueron desapareciendo y se extinguieron rápidamente. La causa de su extinción aún no está clara y sigue siendo una incógnita. Tal vez aquellos pacientes mamíferos roedores, con sus métodos superiores de reproducción y sus ingeniosos trucos, robaron demasiados huevos a Goliat. O, más probablemente, el entorno cambió cuando los dinosaurios estaban demasiado especializados para poder adaptarse. Tal vez se produjo una larga sequía, o una ola de frío provocada por el impacto de un gran meteorito cuyas cenizas oscurecieron el cielo y enfriaron la Tierra durante muchos años.
En cualquier caso, es evidente que los dinosaurios carecían de la flexibilidad necesaria para lograr sobrevivir a largo plazo. Y, una vez eliminados sus principales competidores, los mamíferos tuvieron campo libre para desarrollar toda clase de experimentos evolutivos. Mamíferos que volaban, nadaban, excavaban, rumiaban, pacían, ramoneaban, saltaban o cazaban, ocuparon los nichos ecológicos existentes. Los reptiles supervivientes se limitaron a unos pocos representantes que se concentraron en los trópicos. Entre los primeros mamíferos hubo un grupo que se subió a los árboles y que conservó muchas de las características de sus antepasados parecidos a las musarañas. Estas anodinas criaturas, aparentemente poco especializadas, merecen una especial atención, porque entre ellas están nuestros antepasados.
La vida en los árboles también tenía sus exigencias. Para empezar, era necesario moverse por las ramas en vez de por el suelo. Una mano prensil resultaba más útil para ello que un casco o una garra, así que estos arborícolas —los primates— desarrollaron largos dedos en las manos y los pies, con pulgares oponibles, para poder agarrarse firmemente a objetos tridimensionales de forma cilíndrica. Unas uñas finas y planas podían prestar otros servidos sin ser un impedimento para la delicada misión de los dedos.
Además, muchos mamíferos se habían convertido ya (y aún lo siguen siendo) en «animales-nariz», es decir, en animales que se guiaban por un sentido del olfato extraordinariamente desarrollado. Pero los olores no permanecían demasiado tiempo en las ramas: las copas de los árboles son lugares expuestos al viento en donde es difícil dejar un olor que perdure o rastrear una pista. Así que los animales que tenían tendencia genética a desarrollar un buen sentido del olfato, estaban perdiendo su tiempo y sus energías, sobre todo en comparación con otros que desarrollaron otras sentidos, especialmente el sentido de la vista. En efecto, los primates desarrollaron una buena vista y una visión estereoscópica (tridimensional). Gracias a ella, pudieron calcular exactamente la distancia a una rama o liana para poder agarrarse a ella después de saltar surcando el aire a más de quince metros de altura. Pero para conseguir esta visión estereoscópica era necesario que los ojos se desplazaran hacia delante para poder enfocar independientemente el mismo objeto y dar la impresión de profundidad. Esto significaba que los ojos tenían que estar situados en un mismo plano, como los ojos de los búhos, y no a ambos lados de la cabeza como los ojos de los perros. Pero este desplazamiento de los ojos exigía, a su vez, que el hocico —similar al de un perro, como todavía puede observarse en los papiones— disminuyera considerablemente de tamaño. Afortunadamente, nuestros antepasados apenas se guiaban por el olfato en aquella época, así que prescindir del hocico no suponía una gran pérdida. Además, nuestras hábiles manos nos permitían explorar el mundo manualmente y coger las cosas para inspeccionarlas con nuestra vista perfeccionada. Por tanto, podíamos prescindir de nuestro hocico, y también de los característicos bigotes de los mamíferos. Nos habíamos convertido en animales «visuales y manuales».
Pero cuando parecía que nuestro destino iba a ser llevar una vida apacible y monótona en las copas de los árboles, por alguna extraña razón, decidimos volver a bajar al suelo. En cierto modo, esta decisión tuvo tanta trascendencia como la anónima conquista de la tierra que había tenido lugar cientos de millones de años antes. (Hay que hacer notar, de paso, que esas expertas trepadoras de árboles que son las ardillas bajan por los troncos cabeza abajo, haciendo girar diestramente los huesos de la muñeca. En cambio, los primates bajan cabeza arriba, con el trasero por delante. Es tentador sacar la conclusión de que; desde entonces, hemos ido avanzando de espaldas al futuro.)
Si nuestro estilo no resultaba muy airoso, nuestros motivos —lo que los biólogos llamarían ventajas selectivas— para volver a la vida terrestre tampoco están muy claros. Tal vez nos habíamos vuelto demasiado corpulentos para poder saltar con éxito de un árbol a otro, puesto que la resistencia de las ramas va decreciendo en proporción a la distancia del tronco. Tal vez nos vimos obligados a pasar de un árbol a otro corriendo por el suelo. (Pero entonces, ¿para qué nos habíamos hecho más grandes?) O tal vez nuestro valiente descenso de los árboles fue una aventura motivada por el instinto de conservación y sólo parece una audacia al mirarla retrospectivamente, como la que aquellos peces crosopterigios habían emprendido muchos años antes. Quizás el clima se hizo cada vez más seco y fue transformando la exuberante jungla en una sabana como las que podemos encontrar actualmente en el Este y el Sur de África. Incluso ahora, la sabana africana rebosa de fauna salvaje, de potenciales alimentos para los omnívoros primates. Tal vez, simplemente, nos sentimos atraídos por las mejores posibilidades de caza que había en el suelo. También es posible —aunque sea una idea menos halagadora para nuestro ego— que fuéramos obligados a bajar por otros primates mejor adaptados a una existencia arborícola. Quizás algún antepasado del gorila o del chimpancé, cuyos descendientes actuales están perdiendo terreno ante la presencia del hombre en el África moderna, nos derrotó temporalmente en los árboles hace varios millones de años, de forma que, a regañadientes, tuvimos que descender a un nivel aparentemente inferior: al suelo. Y allí nos establecimos como cavernícolas refugiados, como exiliados en las llanuras.
Una vez instalados en el suelo supimos encontrar utilidad a nuestras adaptaciones a la vida arborícola. Haciendo más planos nuestros pies y modificando nuestro esqueleto y la musculatura de las piernas, conseguimos finalmente ponemos en pie La posición erecta pudo hacer que los grandes predadores vacilaran antes de atacamos. También pudo ampliar nuestro campo de visión por encima de las altas hierbas de la sabana. Y, lo que es más importante dejó libres nuestras manos y brazos para desempeñar otras funciones. Las manos que habían evolucionado para agarrar las ramas de los árboles siguieron agarrándolas, pero para utilizarlas como herramientas para desenterrar raíces, o como armas que esgrimir contra los predadores, contra nuestras presas o contra nuestros semejantes.
La visión estereoscópica, tan crucial en las copas de los árboles, permitió también la precisa coordinación entre ojos y manos que exige el diestro manejo de las armas. Éste es un buen ejemplo de lo que puede ser el trabajo evolutivo en equipo de la biología (lo que somos) y la cultura (lo que hacemos). Cuando el equipo funciona bien, la combinación puede resultar invencible, como demuestra el éxito espectacular del Homo sapiens en el empeño de evolucionar y poblar el planeta.
A pesar de que nuestra biología y nuestra recién descubierta cultura se complementaban armónicamente, seguíamos siendo relativamente débiles en la sabana africana, seguíamos viviendo precariamente. Sin duda, los que supieron utilizar mejor sus brazos y manos tuvieron más éxito al tratar de compensar nuestra debilidad frente a la fuerza del león o el elefante. Habíamos empezado a beneficiamos de lo que hacíamos tanto como de lo que éramos, en un grado hasta entonces desconocido en la historia de la vida. Desenterrar, juntar y almacenar alimentos, hacer cobijos y vestidos rudimentarios, matar a otros animales para comer, defendemos y defender a nuestros hijos de las bestias e incluso de otros miembros de nuestra misma especie... todas estas cosas, tanto como la estructura de nuestros pulmones o nuestros dientes, fueron los ingredientes de nuestro éxito evolutivo.
No es que nuestra anatomía no siguiera evolucionando. Convertirnos en bípedos, caminar sobre nuestras patas traseras, puede haber sido —hablando con toda propiedad— un primer «paso» crucial hacia el ser humano, puesto que permitió que nuestras manos quedaran libres para fabricar y utilizar herramientas y para comunicamos, en vez de ser un simple medio de locomoción como en los demás mamíferos. Aprendimos rápidamente a explotar nuestra capacidad para adaptarnos e improvisar; cualidades muy útiles para la criatura de cuerpo débil y cerebro grande que era el hombre en su nuevo hogar de la sabana. Se había iniciado un proceso crucial: aunque la evolución biológica continuaba (al igual que continúa hoy día), por primera vez en la historia de la vida había aparecido un nuevo factor evolutivo significativo, un factor cuya importancia iba a desafiar y, Analmente, a superar a nuestra biología. Nos habíamos empezado a convertir en animales culturales.
El grado de evolución humana que acabamos de describir está representado por los Australopithecus, de los que se encontraron restos fósiles en el Sur y el Este de África. Entre los primeros miembros de la familia humana se encuentra el Australopithecus afarensis, que apareció sobre la tierra hace unos cuatro millones de años. Caminaba erguido, medía aproximadamente un metro y veinte centímetros, y su cerebro tenía una capacidad de unos 500 centímetros cúbicos: aproximadamente la misma que el chimpancé actual. Al cabo de otros dos millones de años había al menos tres especies: dos de ellas se caracterizaban porque sus miembros tenían un esqueleto pesado, sus movimientos eran lentos y su dieta era exclusivamente vegetariana (nos referimos al Australopithecus robustus y al Australopithecus boiseí). Aparentemente, ambas se extinguieron sin dejar descendientes significativos. La tercera era de constitución más ligera, y llevaba una dieta omnívora. De esta última descienden todos nuestros antepasados. Aunque no se sabe a ciencia cierta qué aspecto tenían estos hombres-mono (por ejemplo, si estaban cubiertos de pelo como los monos actuales, o si estaban virtualmente desnudos como nosotros), se pueden deducir algunas de sus características a partir de sus esqueletos.
Medían menos de un metro y medio al llegar a la edad adulta, pesaban menos de cincuenta kilos y caminaban completamente erguidos sobre sus patas traseras. Tenían la barbilla y la frente huidizas, los arcos supraorbitales prominentes y unos dientes que se parecían extraordinariamente a los humanos. Fabricaban herramientas simples talladas, y sus cerebros eran casi el doble de grandes que los de los primitivos Australopithecus, justo a medio camino entre el cerebro del chimpancé y el del actualHomo sapiens. Éstos son los primeros representantes del género Homo, y su nombre como especie es Homo habilis, literalmente, «hombre hábil».
Muchos antropólogos están ahora de acuerdo en que los Australopithecus eran carnívoros (y si no comían exclusivamente carne, al menos ésta era la base de su dieta). El Homo habilis era, en efecto, hábil, y utilizaba sus manos para manejar armas y herramientas. En las cavernas en donde vivía y comía el Homo habilis se han encontrado cráneos de animales de mediano y gran tamaño cuya muerte había sido causada por el golpe de un objeto contundente: Aquellos peces crosopterigios que habían trepado a los árboles habían vuelto a la tierra y, de nuevo, iban prosperando.
Con razón estamos orgullosos de nuestro enorme cerebro. Sin embargo, en el estadio de desarrollo de los Australopithecus, el cerebro, si bien relativamente grande en relación al resto de los animales, no era como para vanagloriarse: su tamaño no excedía al del cerebro del actual gorila. Pero a partir de aquellos primeros habitantes de la sabana capaces de cazar, recolectar y cavar, nuestro cerebro aumentó de tamaño a una velocidad asombrosa, llegando a alcanzar las dimensiones humanas (aproximadamente el doble de las del cerebro de un gorila) en «sólo» dos millones de años. Aunque esto pueda parecer muchísimo tiempo, es un período asombrosamente corto en términos evolutivos. Para que el cerebro haya podido doblar su tamaño en tan poco tiempo tuvieron que existir unas presiones selectivas muy fuertes. Es evidente que los hombres-mono africanos vivieron en un entorno que otorgaba un gran valor a la capacidad cerebral: al contrario de lo que se suele pensar, el uso de armas y herramientas y el notable desarrollo de extensiones no-biológicas (culturales) de nuestro cuerpo, no fueron consecuencia de un gran cerebro, sino más bien su causa. El Australopithecus con cerebro de gorila estaba pre-adaptado por casualidad gracias a su pasado arborícola. Los más listos tuvieron más éxito en el uso de armas y herramientas para obtener comida, para vencer a sus enemigos y para mantener a sus familias. Estos individuos fueron los que dejaron más descendientes. Después de todo, algo tenía que tener un mono desnudo en medio de la sabana africana para tener semejante éxito: dado que su espalda era relativamente débil, la evolución favoreció a los que tenían una mente más fuerte.
Pero esos animales de gran cerebro que llamamos seres humanos no evolucionaron sólo a partir del uso de herramientas. Existían también otras presiones, y todas empujaban en la misma dirección. La comunicación entre los individuos era algo muy ventajoso: para coordinar una partida de caza, la recolección de bayas y la recogida de raíces, para organizar una defensa unificada, para describir la localización de una presa, del enemigo, de un abrevadero o de un posible refugio, para considerar las diferentes acciones posibles, o para enseñar a las crías las técnicas, cada vez más complejas, que habla que dominar para poder sobrevivir. Con el desarrollo del lenguaje se abrieron nuevos horizontes: podíamos discutir las alternativas, comunicar ideas abstractas, juzgar el pasado, admirar el presente y planear el futuro. Los individuos que poseían estas capacidades disfrutaban de enormes ventajas y, por tanto, la evolución del cerebro recibió otro impulso hacia delante.
Es lógico, pues, que la selección pusiera buena cara a la habilidad para relacionarse provechosamente con los demás. Esta habilidad fue fomentada por el cerebro y, a su vez, impulsó la evolución de especímenes más «cerebrales», especialmente de individuos capaces de utilizar «hábilmente» a sus semejantes como «herramientas» para alcanzar el éxito.
El uso de herramientas, la comunicación y la evolución del cerebro interaccionaron para crear un sistema de realimentación, una especie de círculo vicioso. La habilidad para utilizar herramientas y coordinar las acciones ejerció inicialmente una serie de presiones selectivas que fomentaron el aumento de la capacidad cerebral. A su vez, la capacidad cerebral hizo posible que se incrementara el uso de herramientas y la colaboración interpersonal, y, al disponer de mejores posibilidades y medios cada vez más sofisticados, resultó cada vez más conveniente poseer un gran cerebro. Cuando el Homo habilis dio paso al Homo erectus («el hombre de Pekín»), hace un millón y medio de años, hacía ya tiempo que había comenzado este proceso. Unos 350.000 años antes de Cristo, el Homo erectus sabía utilizar el fuego y los pigmentos de ocre, y hace unos 60.000 años apareció en escena el Homo sapiens. Los antropólogos no se ponen de acuerdo en si los hombres de Neanderthal se cuentan entre nuestros antepasados directos, o si se trata sólo de primos lejanos. Pero se admite generalmente que los Homo sapiens neanderthalensis eran seres humanos, una raza o subespecie de la actual especie Homo sapiens sapiens. Los hombres de Neanderthal ponían flores en las tumbas y es casi seguro que celebraban primitivos ritos religiosos. Los arqueólogos han encontrado cráneos de grandes osos de las cavernas colocados, a modo de objetos sagrados, sobre los altares rudimentarios de los hombres de Neanderthal; y también dentro de sus cráneos estarían ocurriendo cosas interesantes. Los hombres de Cromagnon realizaron hermosas pinturas en las paredes de sus cuevas y tallaron figuras hace 25.000 años; en aquellos tiempos el hombre era biológicamente igual que hoy.
La evolución biológica es la fuerza más fundamental que impulsa los cambios en los seres humanos; también es la más lenta, la más resistente y, tal vez por eso mismo, la que con más probabilidad puede pasar desapercibida. Es, además, la responsable de aquellos aspectos de nuestros cuerpos y de nuestro comportamiento que, por estar tan difundidos y resultamos tan familiares, no llaman la atención a nadie.
La larga escalada para salir del caldo orgánico había llegado a su fin. O mejor dicho: nuestra biología había llegado a producir lo que somos actualmente; lo que vemos cuando nos miramos en el espejo. Pero, hasta cierto punto, ha sido como salir de la sartén para caer en el fuego. Hace veinticinco mil años que nuestra tortuga metafórica llegó al punto en que se encuentra ahora: se había configurado la biología humana. Sin embargo, la aventura humana sólo acababa de empezar. Los últimos pasos (especialmente desde que descendimos de los árboles) han sido tal vez un poco más rápidos, pero la evolución biológica no se distingue precisamente por su rapidez... al menos, en comparación con su pariente cultural. Imaginemos una tortuga corriendo (o más bien andando pesadamente) en una maratón; su recorrido, desde el origen de la vida hasta el Hombre de Cromagnon —ese largo viaje que pasa por los peces sin mandíbulas, los anfibios, los reptiles, los primitivos mamíferos, etc.— equivale a todo el camino si exceptuamos el último paso. La última etapa del viaje de la tortuga, desde los tiempos del Hombre de Cromagnon hasta nuestros días, es sólo una minúscula fracción del recorrido total. Pero durante ese breve intervalo, mientras la tortuga está dando otro laborioso paso, han estado ocurriendo un montón de cosas.

Capítulo 3
Anatomía de la liebre

«Dios tomó al hombre como criatura de naturaleza indeterminada y, asignándole un Jugar en medio del mundo, le dijo así: Adán, no te he dado un cuerpo concreto ni una forma que te sea característica, con el fin de que puedas asumir la forma y las junciones que desees de acuerdo a tu propio juicio. La naturaleza de todos los demás seres está limitada y constreñida a varios límites de las leyes que he prescrito. Tú que no estás constreñido por límites... establecerás por ti mismo los límites de tu naturaleza—. Como hacedor y modelador de ti mismo en la forma que prefieras, tendrás la capacidad de degenerar hacia formas de vida inferiores, que son bestiajes, pero también tendrás la capacidad, por tu espíritu y por tu juicio, de renacer en formas superiores, que son divinas»
CONDE GIOVANNI PICO DELLA MIRÁNDOLA
Humanista italiano del Renacimiento
De Dignitati Hominis (Sobre la dignidad del hombre)

Hacedores y modeladores de nosotros mismos, sin límites que nos constriñan; capaces de elegir a nuestro juicio cuáles van a ser nuestra forma y funciones: en resumen, Dios —según Pico della Mirándola— nos legó la evolución cultural. Según los biólogos evolucionistas, el proceso funciona de un modo algo diferente: el cerebro humano, tras haber alcanzado un tamaño desmesurado, unido a unas manos capaces de realizar hábiles manipulaciones, nos ayudó a alcanzar formas de vivir y actuar que estaban fuera del alcance de las posibilidades de nuestros cuerpos, y que muy pronto superaron el paso de los cambios biológicos. Se mire como se mire, desde los comienzos de la historia, los seres humanos hemos estado bajo la influencia de la evolución cultural y de la evolución biológica. Y aunque algunas veces ambos tipos de evolución están en armonía, otras no.
Para muchas personas la palabra «cultura» evoca música clásica, cuadros, poesía, conferencias, ópera y programas educativos televisivos. Sin embargo, para nuestros propósitos, la cultura es algo mucho más general, mucho más amplio y esencial. Mientras que los seres humanos podríamos sobrevivir perfectamente sin la música de cámara, sería imposible que sobreviviéramos sin la cultura; no podríamos sobrevivir sin las diversas «extensiones» de nuestro cuerpo que hemos creado universalmente, ni sin organizar y orquestar nuestras vidas de maneras llenas de significado, simbólicas y profundamente extra-biológicas. La cultura de un determinado grupo de seres humanos puede definirse en términos generales como la suma total de todas las formas de vida que se practican en dicho grupo. Este amplio concepto de cultura fue sugerido por primera vez por el antropólogo británico Edward Burnett Tylor en su libro Primitive Culture (Cultura primitiva), publicado en 1871. Tylor definía la cultura como «esa unidad compleja en la que se incluye el saber, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las costumbres y cualquier otra capacidad o hábito adquirido por el hombre como miembro de una sociedad.»
Entre los principales inventos culturales del hombre se encuentran las herramientas, las armas, el fuego, la agricultura, la domesticación de animales, las ciudades, la fundición del hierro, del cobre y de otros metales, la rueda, la pólvora, la brújula, la máquina de vapor, el motor de explosión, el aeroplano, la penicilina, los computadores y la energía atómica, por no mencionar la mantequilla de cacahuete, el yo-yo o los desodorantes. Otros avances culturales importantes que no han quedado plasmados en artefactos, aunque no por ello son menos cruciales en la historia de la humanidad, son el lenguaje, la escritura, la religión, los sistemas políticos, las leyes, los sistemas de intercambio económico y la ciencia. Naturalmente, podríamos añadir otros muchos factores y, para que la lista fuera completa, deberíamos incluir también casi todos los complejos detalles del comportamiento humano.
Las culturas se han desarrollado de forma muy diversa dentro de los diferentes grupos humanos y aunque hay fenómenos que pueden considerarse universales —como el lenguaje, el uso de herramientas, y el reconocimiento de ciertos patrones de relaciones de parentesco entre los individuos—, otros se limitan a poblaciones especificas locales. La rueda, por ejemplo, era desconocida entre los habitantes del Nuevo Mundo antes de la llegada de los europeos (aunque, curiosamente, entre los artefactos de los aztecas se han encontrado juguetes infantiles con ruedas); en cambio, el intercambio de parejas, que es una antigua costumbre de los esquimales, sólo empezó a practicarse recientemente (hace unos diez años) en ciertos sectores de la cultura americana, aunque parece que no ha tenido mucho éxito.
Pero a pesar de sus diferencias en los detalles, las culturas humanas comparten algo esencial, una característica crucial que hace diferente su evolución de la lenta y laboriosa evolución biológica que la precedió; la evolución cultural es independiente de los cambios en la configuración génica. Dado que todo individuo es producto de la evolución biológica, no tiene la capacidad de evolucionar biológicamente Sin embargo, cualquiera de nosotros puede experimentar una gran variedad de culturas en su vida, y no sólo viajando de un país a otro para conocerlas. Un aborigen que sea trasladado desde el centro de Australia a Europa occidental, puede dar un salto de cientos, o miles, de generaciones de evolución cultural en sólo unos años. Pero el ritmo que lleva la evolución cultural es tan rápido que incluso el ser humano sedentario puede ver, en sólo unas décadas, surgir y volver a desvanecerse toda una serie de prácticas culturales. Los nuevos inventos y costumbres pasan de un pueblo a otro a la velocidad del rayo. En efecto, como si fueran cables eléctricos, las personas pueden transmitir las corrientes culturales tan rápidamente como van surgiendo. Pero, continuando con el símil de la electricidad, las personas en sí no cambian en realidad, al igual que tampoco «evoluciona» un cable eléctrico cuando se utiliza normalmente.
Esta disparidad entre el aspecto biológico y cultural de las personas se debe a que la cultura es transmitida mediante un nuevo mecanismo, gracias al cual los individuos pueden adquirir características que, inicialmente, fueron obtenidas por otros. Es un proceso nuevo que queda al margen de los acontecimientos biológicos normales. Mediante nuevas tecnologías altamente sofisticadas, podemos introducir a veces los genes de un ser vivo en otro; cosa que no hubiera podido ocurrir nunca si sólo contáramos con nuestros dispositivos biológicos. Una vez formados como óvulo fecundado, somos impermeables a los genes de otros. En cambio, una vez formados como seres humanos, somos, perfectamente permeables a otras ideas y culturas.
Mientras que es sabido que la evolución biológica funciona principalmente mediante la selección natural (darwinismo), la evolución cultural progresa por lamarckismo: «herencia de caracteres adquiridos». En ello reside la diferencia crucial entre la liebre y la tortuga. Descrito por primera vez por Jean Baptiste Pierre Antoine de Monet, Chevalier de Lamarck en su Philosophie Zoologique (1809), el lamarckismo fue desde el principio desacreditado como mecanismo causante de la evolución biológica. Pero en lo que se refiere a la evolución cultural, Lamarck estaba en lo cierto. Su teoría se basa en gran parte en las consecuencias del uso y del desuso: cuando una estructura es utilizada, tiende a desarrollarse; si es ignorada, tiende a atrofiarse. Si estos cambios fueran transmitidos hereditariamente a la descendencia, habríamos dado, al menos en teoría, con un mecanismo que produciría cambios biológicos a largo plazo.
El lamarckismo sugiere, por ejemplo, que el largo cuello de las jirafas se desarrolló porque generaciones y generaciones de jirafas se empeñaron en estirar el cuello para poder alcanzar las hojas que crecían en las copas de los árboles africanos. De ser así, un levantador de pesos podría asegurarse de que sus hijos tuvieran unos buenos bíceps simplemente desarrollando los suyos. Desgraciadamente para la reputación de Lamarck entre los biólogos, el mundo vivo no funciona de esa manera: parece haber una separación casi total entre los tejidos somáticos de una criatura viva (es decir, su cuerpo) y sus genes. La información fluye desde el ADN hasta las proteínas; desde los genes a los cuerpos, pero no viceversa. Los biólogos se han dedicado a cortar el rabo a muchas generaciones de ratones adultos sólo para encontrarse con que las nuevas generaciones no tenían menos rabo que antes. Después de miles de años de practicar la circuncisión, los niños judíos siguen naciendo con prepucio. La evolución biológica depende de los cambios que se producen en los genes; y los genes no cambian por las experiencias adquiridas durante la vida del individuo.
Pero la cultura es diferente. Cuando, a finales del siglo XIX, las ideas y la tecnología occidentales fueron introducidas en un Japón todavía medieval, el pueblo nipón fue capaz de asimilarlas casi por completo a una velocidad increíble. Lo suficiente como para derrotar a Rusia en la guerra ruso-japonesa y para convertirse, inmediatamente después, en una de las principales potencias del siglo XX. En vez de esperar a que las mutaciones y la recombinación de genes dieran con las características adecuadas (incluso asumiendo la imposible hipótesis de que tales caracteres pudieran producirse por evolución biológica) y a que la selección reconociera sus ventajas, los japoneses pudieron asimilar inmediatamente los aspectos de la cultura occidental que les parecieron ventajosos; del mismo modo, sólo unas décadas más tarde, los rusos aceptaron las doctrinas de Marx y Lenin y transformaron su cultura a igual velocidad. Y todo en menos de una generación.
De forma similar, cuando Alejandro Graham Bell inventó el teléfono, el aparato se difundió rápidamente entre la población, dada su gran utilidad. Imaginemos un invento biológico igualmente valioso: al estar basado en los mecanismos génicos de elaboración y transmisión, se habría difundido mucho más lentamente. Incluso la extraordinariamente rápida evolución del tamaño del cerebro humano se desarrolló a paso de caracol en comparación con la evolución del teléfono. Si la capacidad de utilizar el teléfono dependiera de la existencia de genes «telefónicos», los hijos de Bell podrían haberlos heredado y poseer tal capacidad (suponiendo que fuera un carácter dominante), y tal vez unos 150 descendientes directos de Bell serían actualmente usuarios del teléfono. Sin embargo, la técnica fue transmitida por evolución cultural, y hoy día hay miles de millones de personas que utilizan el teléfono. Es más, tanto el diseño exterior como interior del teléfono han sido modificados radicalmente, mientras que en el mismo espacio de tiempo no se ha producido básicamente ninguna evolución biológica.
Además, como ya hemos visto, los cambios evolutivos biológicos dependen de una gradual acumulación de muchos pequeños pasos. Esto se debe a que una brusca reorganización del sistema génico de un organismo podría significar su muerte o, al menos, causar un grave trastorno que le dejaría en desventaja frente a la selección. Cuanto mayor sea el trastorno, mayor será su impacto. Por eso la evolución biológica se ve obligada a avanzar a pequeños pasos, ya que cada paso es esencialmente fortuito. La selección natural hace de filtro escogiendo algunas de las variaciones disponibles de forma que, con el tiempo, el potencial caos se va convirtiendo en orden.
Las circunstancias que rodearon la aparición de innovaciones culturales son actualmente menos conocidas que las de sus equivalentes biológicas. Como las innovaciones biológicas, las innovaciones culturales parecen surgir a veces al azar: es casi imposible predecir el momento en que se producirán descubrimientos, innovaciones o cambios de costumbres. Y ¿quién puede describir los acontecimientos que preceden y hacen nacer una idea original? Como ocurre con las mutaciones biológicas, parece ser que unos ambientes favorecen la innovación cultural más que otros. Por ejemplo, el Renacimiento fue un ambiente cultural «mutagénico», al contrario que todo el milenio precedente.
Sean cuales sean sus causas, las innovaciones culturales pueden difundirse no sólo independientemente de los genes, sino por una decisión consciente. Así por ejemplo, cuando los europeos probaron las especias orientales y del Caribe, quedaron encantados y quisieron conseguir más. Se crearon nuevas rutas comerciales y nuevas ciudades, y una nueva clase comerciante fue adquiriendo cada vez más poder; la sociedad —y también las técnicas culinarias— quedó transformada en sólo unas décadas. De un modo similar, el Viejo Mundo incorporó a su dieta tomates, patatas y maíz procedentes del Nuevo Mundo, y éste, por su parte, incorporó a su cultura la pólvora y los caballos del Viejo Mundo. La difusión cultural puede incluso ir por delante de la migración de los pueblos: un reducido grupo de aventureros españoles conquistó la mucho más numerosa (y en muchos sentidos más sofisticada) civilización sudamericana, en gran parte debido a que los incas y los aztecas no conocían el caballo. Unos cuantos siglos después, los conquistadores blancos de América del Norte encontraron indios de las planicies que eran expertos jinetes, a pesar de no haber visto nunca a un europeo.
La difusión del rock and roll, el monopatín y las hamburgueserías puede parecer fortuita y sin sentido, pero a menudo hay un método tras ese aparente caos; más que bajo el control de un proceso natural, ciego y oportunista, la introducción de nuevas pautas culturales puede obedecer al designio de los seres humanos («¡Sr. Watson, venga aquí; le necesito!») [1]. Pero, si bien algunas de estas innovaciones pueden ser triviales, otras pueden conllevar, para bien o para mal, una profunda reorganización de toda la estructura social, tecnológica e incluso personal. Como dijo Leibniz, nature non facit saltus (la naturaleza no da saltos). Pero la cultura sí. A veces trata de mirar antes de saltar, y ésta es otra diferencia entre la evolución cultural y biológica, puesto que la última es «ciegamente oportunista», como señala el gran genetista Theodosius Dobzhansky. Otras veces, sin embargo, la evolución cultural no parece más planeada que su contrapartida biológica. Al contrario que la naturaleza, cultur facit saltus.
Los seres humanos han inventado el hinduismo, el Renacimiento, el cristianismo, la Revolución Industrial y la científica, el victorianismo, la política del New Deals, los planes quinquenales, la democracia, el comunismo, las armas nucleares, los espectáculos televisivos, las películas pornográficas, los video-juegos y las fiestas de cumpleaños. Las culturas pueden añadir, eliminar o cambiar componentes importantes (o insignificantes) e incluso transformarse a sí mismas en menos de una generación, como ocurrió con la cultura japonesa al cambiar el siglo y, de hecho, con la mayoría de las culturas que han entrado en contacto con la moderna tecnología de Occidente Casi todo el mundo ha escuchado ya una radio-transistor, aunque pocos saben lo que es un transistor, y los campesinos burmeses escuchan música de rock and roll mientras aran sus campos con búfalos. En Ecuador los plátanos se cargan manualmente en canoas hechas con un tronco de árbol, como se ha venido haciendo probablemente desde hace miles de años, pero propulsadas por motores fuera de borda. A veces, como acabamos de ver, una cultura puede tomar prestados algunos caracteres de otra. A menudo el intercambio es mutuo, como ocurre con los abrigos de pieles, las raquetas y los diseños de tipo iglú que los americanos y los europeos han copiado de los esquimales, y los rifles y trineos motorizados que han adoptado los esquimales modernos. Otras veces, ciertos aspectos de una cultura son introducidos en otra por la fuerza, como ocurrió con el cristianismo o el islamismo.
Podríamos seguir discutiendo la naturaleza de las culturas indefinidamente; podemos considerarlas como grandes sistemas complejos e interdependientes, semejantes a organismos, o como él producto de numerosas unidades discretas análogas a los genes de los sistemas biológicos. Lo cierto es que aunque las culturas pueden experimentar una transición gradual, sobre todo como respuesta a los nuevos desafíos del entorno (tales como las glaciaciones, la industrialización o la escasez de recursos), también pueden sufrir grandes mutaciones. La frecuencia de este tipo de cambios convulsivos ha ido aumentando en los últimos años, alcanzando un ritmo trepidante en el presente siglo. Y todo indica que será aún mayor en el futuro.
Tras haber establecido la distinción entre la evolución biológica y la evolución cultural, podemos subdividir la evolución cultural en dos componentes principales: la evolución social y la evolución tecnológica. La evolución social comprende los diversos tipos de sistemas legales y de gobierno, la economía, las estructuras básicas de la nación, la familia, el trabajo, el medio ambiente, la música, el arte, la literatura y la religión. La evolución social se desarrolla en un período de tiempo que puede abarcar décadas, siglos e incluso milenios. Aunque en comparación con la evolución biológica es rápida y flexible, la evolución social es muy lenta comparada con el otro gran pilar de la evolución cultural: los cambios tecnológicos. La evolución tecnológica es, con mucho, la más rápida de las dos; sus innovaciones se producen a un ritmo que sería asombroso para los cambios sociales, e inimaginable para los cambios biológicos.
De este modo, la sociedad evoluciona con asombrosa rapidez desde el punto de vista de la selección natural, pero muy lentamente desde una perspectiva tecnológica. Comparemos, por ejemplo, la vida actual en los Estados Unidos con la de hace 150 años. La tecnología es radicalmente diferente, con la introducción de aparatos eléctricos, automóviles, medianas y armas nucleares, por mencionar sólo unos pocos adelantos. En cambio, la sociedad, aunque es diferente, no ha cambiado tanto: puede que haya menos hogares en los que convivan ambos padres, pero sigue habiendo hogares; la semana laboral puede ser más corta, pero sigue habiendo una semana laboral; el gobierno puede ser más numeroso, pero sigue existiendo un gobierno reconocible que, de hecho, es básicamente el mismo tipo de gobierno —incluso con la misma constitución— que existía en los tiempos de Andrew Jackson. En contraste con los cambios revolucionarios que ha experimentado la tecnología y con los moderados cambios sociales, los americanos de la época de la guerra de México no se diferencian en nada, desde el punto de vista biológico, de los americanos actuales.
La tecnología avanza gracias a los descubrimientos y la puesta en práctica de métodos mediante los cuales los seres humanos pueden dominar el mundo inanimado —el metal y la piedra, los plásticos y la electrónica, las naves espaciales y los hornos de microondas— y el mundo vivo no humano: la plantación de vegetales, y la cría y explotación de otros animales; actividades cuya finalidad es asegurar nuestra propia alimentación. La evolución tecnológica es consecuencia de los descubrimientos científicos y de los avances de las matemáticas, la física, (a química y la biología. Desvela las leyes de la naturaleza y trata de manipuladas, pero, al contrario que la evolución social, no puede dictar esas leyes.
Para bien o para mal, la tecnología ha experimentado un progreso continuo. Nos ha permitido manipular cada vez más el mundo, y con mucho menos esfuerzo que antaño. También la evolución biológica, a su manera, supone una especie de progreso: una independencia cada vez mayor del medio ambiente (obsérvese la «progresión» desde los genes desnudos, hasta los cuerpos, los anfibios, los mamíferos de sangre caliente, etc.). La evolución biológica también conlleva la acumulación de procesos de adaptación cada vez más precisos, de forma que los seres vivos tienden a «encajar» en su ambiente casi a la perfección. En cambio, no existen pruebas de que progrese la evolución social. La democracia, tal como la practicaban los griegos, no ha experimentado ninguna mejora notable 3.000 años después. Los experimentos con tipos utópicos de sociedad aparecen y desaparecen con una regularidad casi deprimente, y las dictaduras —a menudo apuntaladas por doctrinas religiosas, como en el caso del Ayatollah de Irán, o basadas en teologías seculares, como en el caso de la Rusia Soviética— son tan antiguas, al menos, como el Egipto de los faraones. A diferencia de la tecnología y la biología, las sociedades, más que evolucionar, dan vueltas.
¿Puede decirse que los filósofos y teólogos modernos están más avanzados que Aristóteles, Platón, Gautama Buda o Cristo? ¿Son mejores los actuales ganadores del premio Nobel o Pulitzer que Homero o Chaucer? La esclavitud ha sido abolida mundialmente, pero siguen existiendo formas de servidumbre, y el apartheid no está muy lejos de serlo. Las monarquías y otras formas de totalitarismo aparecen y desaparecen; y lo mismo ocurre con las democracias. La religión, bajo diferentes disfraces, oscila del fundamentalismo y el absolutismo al liberalismo y el «humanismo secular». La cultura social no tecnológica se caracteriza por su carácter circular, y podría ser descrita como una línea básica que se desvía de su eje para volver a él y entonces desviarse en la dirección opuesta; plus ça change, plus c’est la même chose (cuanto más cambia, más sigue siendo lo mismo). Tal vez los cambios que caracterizan a la evolución social no se deben tanto al progreso en sí, como a la inquietud intelectual a la competencia interpersonal e intersocial y a los cambios de humor fortuitos que hacen que los caracteres sociales ajenos a la técnica sean inestables o, al menos, que tengan una estabilidad que rara vez se prolonga más allá de unos siglos. De hecho, los imperios milenarios de cualquier tipo son bastante raros; lo que tal vez sea una bendición.
Parece muy probable que la inestabilidad y la falta de progreso características de la evolución social se deban principalmente a que ésta concierne a las relaciones entre seres humanos. Las leyes naturales pueden ser reveladas, pero no rechazadas; en cambio, las leyes de las sociedades humanas pueden ser escritas, borradas y reescritas. Podemos violar estas últimas, pero nunca las primeras. Y es mucho más probable que «lleguemos a alguna parte» con la evolución tecnológica, que es siempre mucho más rápida que la evolución social.
Podremos comprender mejor la diferencia de ritmo de la evolución biológica, social y tecnológica, considerando cuáles son los factores que impiden los cambios. Los cambios tecnológicos están limitados principalmente por las ideas y también por las oportunidades físicas: acceso a los materiales necesarios, capital, infraestructura, etc. Los cambios sociales, a su vez, están limitados por la presencia de los propios seres humanos, que actúa como un regulador en una solución química. Así pues, podemos innovar, copiar o modificar la moda en el vestir, por ejemplo, pero los seres humanos —al parecer por su propia naturaleza— se empeñan en llevar ropa de algún tipo. Por último, los cambios biológicos son los más lentos de todos, puesto que su lastre no son las ideas, ni las actitudes, preferencias y valores humanos, sino el propio patrimonio génico de la humanidad, que es el menos modificable de todos los factores humanos.
La discordancia que se da en la existencia humana puede deberse en gran parte al conflicto que existe entre la evolución social y la evolución tecnológica en su interacción dentro de la esfera cultural. Este conflicto preocupa cada vez más a los sociólogos, antropólogos y a los especialistas en la aplicación social de la tecnología. Y con razón. Sin embargo, para nuestros propósitos, será útil combinar todos los factores esencialmente no-biológicos (incluyendo tanto la evolución social como la tecnológica) bajo el mismo epígrafe, denominándolos «evolución cultural», como opuesto de «evolución biológica». En la concordia y discordia que exista entre ambos tipos de evolución buscaremos nuestras raíces, lo que nos hace humanos, felices, grandiosos y miserables.
Los diferentes niveles de la evolución humana son semejantes a la distinción anatómica entre nuestras funciones cerebrales superiores y las funciones inferiores de los sistemas primitivos del cerebro. El doctor Paul D. MacLean, antiguo director del Laboratorio para la Investigación de la Evolución del Cerebro y el Comportamiento Humano del Instituto Nacional para la Salud Mental de Estados Unidos, ha desarrollado una teoría que considera tres niveles diferentes del cerebro humano:
El hombre se encuentra en la difícil situación de haber sido dotado por la naturaleza con tres cerebros que, pese a grandes diferencias en su estructura, deben funcionar juntos y comunicar entre sí. El más antiguo de estos cerebros es básicamente reptiliano. El segundo lo hemos heredado de los mamíferos primitivos, y el tercero se debe al último desarrollo de los mamíferos, que., ha hecho al hombre peculiarmente humano. Hablando de forma alegórica de estos tres cerebros en uno, podemos imaginar que cuando el psiquiatra pide a su paciente que se tienda en el sofá, le está pidiendo que se tumbe al lado de un caballo y un cocodrilo.
La distinción entre la evolución biológica y la evolución cultural no es, sin embargo, la misma que existe entre el cerebro y las reminiscencias de los reptiles y mamíferos. Se trata más bien de distinguir entre el cerebro humano, con todas sus partes biológicas, y su producto más notable: la cultura.
Pero incluso esta distinción es un tanto arbitraria, puesto que, como ya hemos visto, la evolución biológica y la evolución cultural han estado íntimamente conectadas, se han apoyado mutuamente y son, hasta cierto punto, inextricables. Somos animales culturales. La cultura es tan «natural» al Homo sapiens, como los cascos al caballo o las escamas al pez. Un ser humano sin cultura sería tan extraño como un pavo sin plumas o un puerco espín sin púas.
De hecho, la cultura no es exclusiva de nuestra especie. Los pequeños pájaros carboneros de Gran Bretaña, por ejemplo, aprendieron rápidamente que podían beberse la nata de las botellas de leche perforando los tapones; pronto se desarrolló entre estos pájaros la tradición de seguir a los lecheros para caer sobre las botellas depositadas a la puerta de las casas antes de que aparecieran sus dueños. Las ratas han aprendido a evitar los cebos envenenados, y las ardillas a pelar bellotas, sin que haya tenido lugar ninguna evolución biológica. Una mona japonesa de la especie de los macacos revolucionó los métodos de preparación de los alimentos introduciendo una nueva costumbre que se extendió de un modo verdaderamente lamarckiano entre todos los miembros del grupo. Inició la ya famosa tradición de sumergir los boniatos en las aguas del océano para salarlos. En otra ocasión, esta misma mona descubrió que podía separar los granos de trigo de la arena echándolos al agua a puñados y recogiendo el trigo, que flotaba en la superficie. Otros macacos japoneses imitaron este comportamiento, sin que sus genes experimentaran la más mínima transformación
Esta famosa propagación de nuevos rasgos culturales entre los monos japoneses ha hecho surgir incluso un nuevo mito cultural: el denominado «fenómeno del centésimo mono». Según la leyenda, una vez el centésimo mono hace alguna cosa determinada, la nueva costumbre se difunde rápidamente entre la población; ésta es una historia que suele contarse con la esperanza de animar al ciudadano medio a la actividad política, para «convertirse en el centésimo mono». Aunque la historia del centésimo mono no es más que un cuento bienintencionado, puede sernos útil como ejemplo de otro nivel de la evolución cultural: la evolución cultural de un relato sobre la evolución cultural (los lectores aficionados a las matemáticas podrían denominarlo «evolución cultural al cuadrado»).
La invención de herramientas y de un lenguaje conceptual, o el descubrimiento de la utilidad del fuego y de los animales domesticados, fueron procesos graduales que parecerían lentos y tediosos comparados con el ritmo de la evolución tecnológica moderna. En cierto sentido, estaban mínimamente en concordancia con nuestra evolución biológica. Pero al continuar el proceso e ir acelerándose exponencialmente el ritmo de la evolución cultural, la conexión con la evolución biológica ha ido haciéndose cada vez más tenue. Un ser humano puede andar hasta una bicicleta, luego pedalear hasta un automóvil y después subir a un avión, o incluso a una nave espacial, sin haber roto en ningún momento su conexión con el pesado oso o con el veloz leopardo. Pero la transición no es en realidad un tejido sin costuras. Cuando la diferencia cuantitativa llega a ser lo suficientemente grande, se convierte en una diferencia cualitativa, aunque no existe una línea clara que señale la transición: un leopardo podría ser enviado a la Luna y un astronauta podría perseguir a las gacelas en la sabana africana, pero ambos estarían fuera de lugar. Aun así seguimos conservando reminiscencias casi patéticas de nuestra animalidad. Hay algo casi cómico, por ejemplo, en los trajes espaciales altamente sofisticados provistos de unos tubitos que permiten que los primitivos y malolientes fluidos orgánicos puedan salir al exterior; hasta el propio traje resulta ridículo con su forma de rama bifurcada necesaria para poder alojar al cosmonauta bípedo que no hace tanto tiempo corría por la sabana africana.
La cultura y la biología no siempre tienen que estar en oposición. En realidad, es posible que la mayoría de las prácticas culturales sean neutras o incluso adaptativas desde el punto de vista biológico, como ocurre, por ejemplo, con la tenaz defensa cultural de alguna forma de vínculo marital o, de hecho, con la mayoría de las cosas que hacemos los seres humanos en nuestra vida cotidiana. Esto no es sorprendente, puesto que las culturas se suceden unas a otras al igual que las poblaciones o las especies.
Como hemos podido ver, la difusión de la cultura sigue un proceso análogo a la selección natural, aunque sus mecanismos son bastante diferentes. La selección natural no supone una elección consciente por parte de aquellos genes y combinaciones genéticas que experimentan el máximo éxito reproductivo. En cambio, la cultura avanza frecuentemente mediante una selección intencionada de unas prácticas específicas de entre todas las existentes. Por tanto, en este sentido, la evolución cultural es «ideológica», es decir, dirigida hacia una meta, de un modo en que la evolución biológica no puede serlo. Por ejemplo, los ideólogos marxistas han sido capaces de concebir y difundir ciertas prácticas culturales en numerosos países durante los últimos cincuenta años, del mismo modo que los ideólogos capitalistas lo habían estado haciendo hacía ya varios siglos. A pesar de que los resultados pueden no ser siempre los deseados y aunque gran parte de la evolución cultural humana (y biológica) es esencialmente fortuita, no puede negarse la importancia de la elección consciente y dirigida hacia una meta en el desarrollo de la cultura humana
Podría alegarse que, a lo largo de la historia de la humanidad, la mayoría de los seres humanos no han tenido oportunidad de elegir sus prácticas culturales. La cultura en la que uno se educa tiene una clara y a menudo decisiva influencia que afecta a las decisiones futuras del individuo, y que, por lo general, hace que se descarten otras opciones. Incluso en el caso de que fuéramos enteramente libres para decidir nuestras tendencias culturales, independientemente de nuestras experiencias infantiles, la perspectiva de la mayoría de las personas siempre está estrechamente limitada por los modelos culturales existentes. Sencillamente, no tenemos muchas oportunidades para poder cambiar de forma drástica nuestra cultura o nuestra sociedad (aunque, naturalmente, todavía tenemos bastantes menos oportunidades para conseguir que se produzca un cambio biológico, sea o no radical). Así como la evolución biológica tiene que esperar a que se produzca una diversidad genética por mutación y recombinación sexual, la evolución cultural necesita descubrir nuevas prácticas culturales, ya sea por invención o por observación, y a la vez tener la habilidad necesaria para adoptarlas.
Durante miles de años la cultura humana cambió muy lentamente desde un punto de vista moderno, pese a que; comparada con nuestra biología, los cambios se sucedieran con relativa rapidez. Pero luego las cosas empezaron a acelerarse. La revolución científica, en particular, comenzó a auto-espolearse, produciendo innovaciones a un ritmo cada vez más rápido y, simultáneamente, la mejora de los medios de comunicación y los transportes permitieron una rápida difusión de los cambios culturales. Como cuando una especie asexual descubre la sexualidad, se abrieron caminos completamente nuevos para la evolución (cultural), por los que hemos estado corriendo desde entonces como una liebre que quiere sacarle ventaja a la tortuga.
Las combinaciones genéticas favorecidas por la selección natural son generalmente adaptativas, es decir, representan características que ayudan a sus poseedores a mejorar su vida y su reproducción. Si no fuera así, no habrían sido seleccionadas (Hay algunas excepciones, como en los casos en los que la selección acepta una característica desventajosa por estar vinculada a otra ventajosa cuyos beneficios superan a los inconvenientes, aunque estos casos son bastante raros). En cambio, el éxito en la evolución cultural está sólo indirectamente determinado por las ventajas adaptativas. De ahí que la cultura humana se difunda a veces por simple superioridad física, como en el caso de la conquista de Asia por Ghengis Khan, o del sometimiento de los indios por el nombre blanco tanto en América del Norte como en América del Sur (La «superioridad física» a que nos referimos aquí es la de una cultura determinada, no necesariamente la de los individuos; la victoria de Ghengis Khan se debió en gran parte al invento de los estribos, y la del hombre blanco a la pólvora y a los caballos). Pero, como hemos mencionado anteriormente, el éxito en el enfrentamiento físico es sólo uno de los aspectos de la capacidad de adaptación, y es bastante frecuente que los ejércitos conquistadores resulten ser inferiores a las poblaciones conquistadas en habilidad para adaptarse a las condiciones locales. Así pues, los conquistadores pueden llegar a asimilar gran parte de la cultura «derrotada», llegando a reflejarla incluso más que la suya propia. En tales casos, los vencidos pueden haber sido derrotados como individuos, pero algunos aspectos de su cultura habrán triunfado sobre el enemigo.
La hibridación biológica es la unión de dos individuos con un patrimonio génico básicamente diferente, que, normalmente pertenecen a diferentes especies. Cuando los ejemplares que se hibridan son semejantes aunque no demasiado, sus descendientes pueden mostrar lo que se denomina «vigor de híbrido», y ser más fuertes que cualquiera de sus padres. Sin embargo, al hibridar individuos de especies diferentes, el resultado suele ser inferior desde el punto de vista adaptativo, puesto que las combinaciones se producen esencialmente al azar, y un sistema génico está adaptado a sí mismo, no a los demás. Es como si cogiéramos dos automóviles de diferentes marcas e intercambiáramos sus piezas al azar; no parece muy probable que el resultado sea un producto mejor. Pero si el intercambio de piezas es llevado a cabo por un mecánico experto que seleccione conscientemente las mejores bujías pero conserve el carburador, es posible que consiga construir un coche más veloz. Algo parecido ocurre en el intercambio entre culturas. En vez de las mezclas fortuitas que caracterizan a la hibridación genética, la hibridación cultural suele tener como resultado la selección de las combinaciones más apropiadas de ambos sistemas, por lo que el producto final tiende a ser más viable que cualquiera de los iniciales.
Una cultura que haya triunfado puede ser superior sólo en ciertos aspectos, como ocurre, por ejemplo, con el reciente éxito de la cultura tecnológica occidental. Los últimos 200 años han visto una drástica disminución de la diversidad de culturas a nivel mundial, a medida que la «occidentalización» ha ido extendiéndose por todo el globo. Y no es probable que esto indique una verdadera superioridad adaptativa. Es más bien un reflejo de la penetrante influencia de nuestra (al parecer) impresionante ciencia y de su (quizá también superficial) efectividad. Sólo el tiempo decidirá si este sistema es adaptativo a largo plazo.
La cultura puede difundirse también apelando a las facultades mentales más elevadas, sobre todo cuando va unida a una tecnología [2] ascendente. La rápida difusión del islamismo se vio facilitada por el primer factor, y la del cristianismo por el segundo. De nuevo, el valor adaptativo —en el sentido biológico— de las prácticas culturales sólo puede ser juzgado por los historiadores del futuro. El interés intelectual o ideológico nunca ha influido directamente en la evolución biológica ni tiene ningún peso sobre su valor adaptativo. Por otra parte, podría alegarse que, hasta cierto punto, los valores culturales adquieren más valor emocional dependiendo del grado en que estén relacionados con alguna de nuestras necesidades biológicas. En términos evolutivos, el éxito se mide por la continuidad de la existencia a lo largo del tiempo. El mero hecho de que en el futuro no existan seres humanos para juzgar nuestra cultura —e incluso a toda nuestra especie— sería, en sí, un juicio de valor.
Una de las pegas de los cambios evolutivos biológicos es que, al depender de la obtención de ventajas adaptativas inmediatas, tienen que basarse en mecanismos relativamente «miopes». El éxito a corto plazo puede hipotecar la flexibilidad a largo plazo y conducir a la extinción. Un medio ambiente de color claro —como, por ejemplo, el Monumento Nacional de Arenas Blancas de Nuevo México— favorecerá a los roedores de color claro, que pasarán desapercibidos para sus predadores. Pero si el color del medio se hace más oscuro, los ratones de color claro —que hasta entonces habían prosperado— estarán en desventaja frente a la selección. Las culturas humanas pueden caer también en una superespecialización similar y ser incapaces de adaptarse a los cambios. Puede que estén en alza durante mucho tiempo si saben prever los cambios y modificarse para ajustarse a ellos. Pero también puede ser que descubramos que nuestras exclusivas capacidades teleológicas son para nosotros como los largos colmillos para el tigre de dientes de sable: algo que resulta útil por el momento, pero que, a la larga, puede ser inconveniente y convertirse en un lastre.
Al contrario que la tecnología moderna, hay algunas prácticas culturales que parecen haber existido durante miles de años. Han demostrado su utilidad adaptativa y, presumiblemente, merecerían el «imprimatur» de la evolución biológica. La prohibición mosaica de comer carne de cerdo, por ejemplo, pudo haberse debido al conocimiento de los peligros de la triquinosis. Pero fueran cuales fuesen sus fundamentos teológicos, era buena desde un punto de vista biológico. Sin embargo, irónicamente, esta prohibición ha dejado de ser necesaria con la reciente aparición de nuevas costumbres culturales como, por ejemplo, las normas higiénicas en la cría de cerdos o una cocción cuidadosa. De forma similar, la costumbre oriental y africana de abonar los campos de cultivo con las heces humanas, es mala desde el punto de vista biológico debido al papel que desempeñan las materias fecales en la transmisión de enfermedades, pero buena desde el punto de vista ecológico en aquellas regiones en donde la tierra es pobre, escasa o está muy explotada debido a una elevada densidad de población.
Si no existieran las técnicas agrícolas y culinarias es probable que al cabo de cierto tiempo la prohibición de comer carne de cerdo quedara plasmada génicamente en la especie humana, puesto que quienes se abstuvieran del cerdo correrían menos riesgo de contraer la enfermedad y, por tanto, tendrían una ventaja selectiva sobre los demás. Al final —por ejemplo, al cabo de 10.000 años— la selección favorecería la tendencia génica a evitar la carne de cerdo, con lo que resultarían innecesarias las prohibiciones culturales. El uso de las heces como fertilizante dependería, en último extremo, del equilibrio de encontrar a cada población entre la frecuencia de organismos patógenos y las necesidades ecológicas de los terrenos de cultivo. Pero, tanto en un caso como en otro, la evolución cultural ha superado el potencial que pudiera haber tenido la biología.
Consideremos otro ejemplo: beber leche. A la inmensa mayoría de los seres humanos les resultaría extraño ver a un adulto bebiendo la leche de una vaca, del mismo modo que a nosotros nos parece raro que los Masai se beban la sangre de su ganado. La mayoría de los humanos adultos carecen de la enzima lactasa, necesaria para digerir el azúcar de la leche, la lactosa. De hecho, parece existir cierta correlación entre la habilidad genética de producir lactasa y las complejas prácticas culturales del proceso de la fabricación de productos lácteos. ¿Quiere decir esto que existe un gen especial para los productos lácteos? Seguramente no. Pero sí nos sugiere que las prácticas culturales —incluso las más sofisticadas y tecnológicas— pueden estar en el fondo conectadas con nuestra biología, a menudo de la forma más inesperada.
Es extremadamente difícil estimar el grado en que el comportamiento humano está influenciado genéticamente y, hasta cierto punto, es absurdo intentarlo. Si una persona mide 1,80, no tiene sentido pensar que 1,60 m de su estatura se deben a su patrimonio génico y los 20 cm restantes a los factores ambientales (nutrición, salud, etc.). En realidad, cada centímetro de su estatura es el resultado de la interacción entre sus genes y sus experiencias. Sin embargo, ciertos aspectos del comportamiento humano están constreñidos rígidamente por el genotipo, mientras que otros son más flexibles. Parece muy probable que aquellos aspectos del comportamiento que se dan casi universalmente en todas las culturas, sin haber variado a lo largo de la historia conocida, y que son claramente ventajosos desde el punto de vista biológico, tengan un fundamento genético. Y es precisamente en estos aspectos de nuestro comportamiento donde es más probable que surjan conflictos entre las tendencias biológicas y las realidades que se derivan de nuestra cultura.
La evolución biológica del Homo sapiens aún no ha llegado a su fin. Sin embargo, casi se había completado —es decir, ya había aparecido el ser humano como es actualmente— cuando la cultura humana acababa de comenzar. Aunque el intervalo de tiempo transcurrido entre el descubrimiento del fuego y el de la agricultura (unos 375.000 años) nos parezca una eternidad, lo cierto es que, desde el punto de vista de la evolución biológica, es un período de tiempo muy breve. En cambio, mientras que el intervalo de tiempo transcurrido entre la invención de la imprenta por Gutenberg y la de la radio por Marconi (unos 500 años) es casi insignificante en términos biológicos, resulta inmenso desde el punto de vista cultural. Tomemos 500 años de la historia humana anteriores al año 1.000 antes de Cristo: a pesar de que los cambios culturales que se produjeron durante esos años hieran inmensos en comparación con los cambios biológicos, en dicho espacio de tiempo no se produjo prácticamente ningún acontecimiento importante en comparación con los acontecimientos que se han producido en los últimos cinco siglos que ha vivido la humanidad. El motivo de este fenómeno es el extraordinario ritmo con que avanza la evolución cultural una vez liberada de sus lazos biológicos.

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El ritmo de los caminos culturales se ajusta a un patrón general que, si bien puede diferir en algunos detalles, suele cumplirse en la mayoría de los sistemas: los cambios culturales siguen un ritmo exponencial. Es decir, que el propio ritmo del cambio ha ido incrementándose, como un objeto al caer va siendo acelerado por la gravedad o —más parecido aún— como un cohete que despega. La evolución cultural humana es, por tanto, un proceso en continua aceleración, y su representación gráfica toma la forma de una curva cuya pendiente se acentúa a medida que nos aproximamos a los tiempos modernos.
Por poner un ejemplo, consideremos la fuerza, definida por los físicos como la capacidad para realizar un trabajo. Durante cientos de miles o incluso millones de arios, la fuerza de que podía disponer el hombre se limitaba a la de sus propios músculos. Con la domesticación de los animales, hace unos 6.000 años, adquirimos la fuerza del buey, del camello y del caballo, así como la de mecanismos básicos senados, como la palanca, el plano inclinado, la cuña, la rueda y el eje, y el tornillo. Después empezamos a aprovechar la fuerza del agua y del viento mediante barcos de vela y molinos. Más tarde desencadenamos la fuerza química gracias al descubrimiento de la pólvora. La electricidad y la máquina de vapor no entran en escena hasta el siglo pasado, seguidos muy pronto por el motor de explosión y, hace tan sólo unas décadas, por la fisión del átomo, que resultó ser una fuente de energía colosal e inimaginable Así pues, hemos ido descubriendo más y más fuentes de energía, y el intervalo de tiempo transcurrido entre un descubrimiento y otro ha ido haciéndose cada vez más corto.
La historia de los avances culturales que se han ido produciendo en otros campos sería similar. En el campo de los transportes: de andar y correr, a montar a caballo, utilizar el tren, los barcos de vapor, los coches y camiones, los aviones y los reactores supersónicos (habiéndose realizado la mayoría de los avances ya en el siglo XX). En el campo de la comunicación: del invento del lenguaje, a la escritura, la imprenta, el alfabeto Morse, la radio, la televisión y los sistemas de telecomunicación interpersonal (y también aquí, se han producido tantos cambios desde 1900 hasta hoy, como en esos 1.900 años precedentes). En el campo de la tecnología alimentaria: de cazar, buscar y almacenar comida, a la agricultura primitiva, al surgimiento de ciudades gracias al excedente agricultural, a los sistemas de regadío y las grandes explotaciones agrícolas mecanizadas y fertilizadas químicamente. Podríamos continuar la lista y observar un desarrollo similar de la tecnología al servido de la guerra y la muerte e, irónicamente, también de su contrapartida, la tecnología al servicio de la medicina y de la conservación de la vida; de la complejidad de la organización de las sociedades humanas; de la emancipación de las condiciones climáticas, y de la población humana en general. Durante la mayor parte del tiempo, los seres humanos han podido conservar la serenidad y el equilibrio, lo que puede deberse, al menos en parte, a que los cambios que parecen sucederse con tanta rapidez al contemplarlos retrospectivamente, parecen lentos al compararlos con el ritmo de los acontecimientos de nuestra vida actual. Pero, de todas formas, el ritmo al que se ha desarrollado la cultura humana es extraordinario desde cualquier otro punto de vista.
Aunque puede parecer que el período en que los seres humanos han experimentado su rápida evolución cultural es sólo una capa superficial brillante sobre una base de millones de años de evolución biológica, no por ello es menos importante. Es más bien al contrario; pese al hecho de que sólo hemos vivido unos «momentos» como criaturas culturales, después de una larga vida anterior como animales biológicos, también es un hecho que ahora nos encontramos completamente inmersos en ese «brillo». De eso se trata precisamente. En un instante de brillante iluminación, la flecha ardiente de la innovación cultural nos ha traspasado, cambiando drásticamente nuestro panorama. El instante puede haber sido breve, pero su repercusión ha sido enorme; precisamente su brevedad subraya su potencia. Porque mientras que el Homo sapiens es una criatura darwiniana, lenta y pesada en su evolución como una tortuga, la evolución cultural lamarckiana se mueve a la velocidad de la luz. Si el intervalo de tiempo transcurrido desde la invención de la escritura a la invención de la computadora (que puede ser de unos 7.000 años) parece largo, resulta insignificante en comparación con el tiempo que va desde que los vertebrados primitivos «inventaron» las mandíbulas a partir de los arcos branquiales, hasta que nuestros antepasados arborícolas «inventaron» la visión binocular (aproximadamente 700 millones de años); aún así, no se puede decir que un período sea más importante que el otro.
Al explorar la naturaleza paradójica del Homo sapiens, estamos explorando también la extraña naturaleza del tiempo. El tiempo es la duración de algo o, tal vez, el intervalo entre dos acontecimientos. Cuando no pasa nada decimos que el tiempo «se ha detenido»; cuando pasan muchas cosas decimos que el tiempo «vuela». Un segundo es aproximadamente el intervalo que transcurre entre dos latidos del corazón. Un año es, más o menos, lo que tarda un perro en desarrollarse por completo. Cuando decimos que tienen que transcurrir nueve meses desde la fecundación del óvulo hasta que viene al mundo un recién nacido, queremos decir que es necesario que transcurra un intervalo de tiempo menor que el que necesita nuestro planeta para dar una vuelta completa alrededor del Sol, y equivalente a unas 270 rotaciones de la Tierra sobre su propio eje (que causan la sucesión alterna de luz y oscuridad) o, tal vez, a unos 23 millones de veces el tiempo que necesitamos para sonamos la nariz.
Einstein demostró que el tiempo parece transcurrir más lentamente para los objetos —y, en teoría, también para las personas— que se mueven a gran velocidad que para los que, en comparación, permanecen quietos. Pero en relación con la historia de la humanidad, no hay razón para pensar que la naturaleza del tiempo haya cambiado; lo que ha cambiado, si comparamos, por ejemplo, lo que ocurría hace 50.000 años con lo que ocurre actualmente, es la cantidad de acontecimientos que se producen en un cierto período de tiempo. Esto no significa que entonces no sucediera nada diariamente, o que la vida fuera monótona. Significa, más bien, que los acontecimientos que afectaban a una vida no tenían tanta trascendencia para las vidas sucesivas. Las experiencias no se acumulaban. Cada generación tenía que aprender todo desde el principio; y siempre las mismas cosas: cómo se hace una flecha o una herramienta para cavar, o cómo se enciende el fuego.
«En el transcurso de tantos siglos», escribió Pascal, «toda la humanidad debe ser considerada como si fuera un mismo ser humano que existiera continuamente y que continuamente tuviera que aprender.» El Homo sapiens ha existido continuamente (tal vez durante unos 50.000 años), ha estado aprendiendo continuamente, y, como hemos visto, los conocimientos adquiridos por nuestra especie han ido aumentando de forma exponencial Sin embargo, durante todo ese tiempo hemos seguido siendo «el mismo ser humano», el mismo hombre y la misma mujer, al menos en lo que se refiere a nuestra biología básica.
Nuestra experiencia en la Tierra, durante todo el período en el que podemos consideramos como una misma especie, puede ser dividida en intervalos de tiempo equivalentes a la duración de una vida humana. Si tomamos como medida la cifra bíblica de sesenta más diez (setenta) años, la experiencia humana ha durado hasta ahora unas 700 vidas. Nuestras primeras 500 vidas las pasamos sin agricultura, sin animales domésticos y sin metales, viviendo en cuevas o refugiándonos bajo los árboles. Las ciudades aparecieron sólo en las últimas treinta vidas o, para la mayoría de los habitantes del planeta, sólo en las últimas dos o tres vidas. Sólo en los últimos diez intervalos de tiempo ha sido posible que la experiencia de una vida pudiera ser transmitida a la siguiente gracias a la escritura. La electricidad y la fuerza del vapor empezaron a aprovecharse hace sólo dos vidas, aproximadamente hacia la época de la Revolución industrial. Y los automóviles, las computadoras, los aviones a reacción, las armas nucleares, el aire acondicionado, los plásticos, los antibióticos, las lavadoras, los grandes almacenes, los estadios, las guerras mundiales, los pesticidas, las cadenas de montaje y la alfabetización masiva, son experiencias de una sola vida: el bagaje cultural de nuestra vida más reciente, la que hace el número setecientos.
Como especie, evolucionamos rápidamente, abarcando más en nuestras setecientas vidas como Homo sapiens que en las miles que las precedieron y más que cualquier otra especie a lo largo de toda su existencia. De todas formas, hay que disculpar a nuestros antepasados por no percatarse de los cambios ocurridos durante sus vidas, porque, probablemente no fueron muchos. Ahora es imposible no darse cuenta.
En realidad, el fémur de cebra no ha estado en el aire durante tanto tiempo. Lo lanzó un hombre-mono y, cuando vuelva a caer, será también un hombre-mono quien tendrá que recogerlo. Por diferentes que sean, la liebre y la tortuga son una misma criatura.
La interacción entre la cultura y la biología humanas no es simple ni fácil de describir. La cultura apoya a la biología en formas tan evidentes como fomentar la salud física y la producción de alimentos y viviendas. De un modo más sutil, la cultura parece imitar a la biología. Como ha puesto de relieve el antropólogo William Durham, las tendencias culturales pueden fomentar actividades que hacen al hombre «más apto», aunque muchas veces no seamos conscientes de esta conexión. También es posible, como han argumentado matemáticamente el físico Charles Lurnsden y el sociobiólogo Edward O. Wilson, que nuestros genes tengan sujeta a la cultura por una cuerda, de forma que incluso los más complejos proyectos culturales y sociales están restringidos, en último extremo, por nuestro ADN (aunque, de ser así, es evidente que la cuerda genética es muy larga). Además, como han argumentado los genetistas M. Feldmann y L. Cavalli la cultura puede a veces empeñarse en seguir su propio camino, de acuerdo con modelos de desarrollo y elaboración, y reglas de aprendizaje y de transmisión cultural establecidos por ella misma.
Tanto la cultura como la biología humanas son tan extensas y polifacéticas que resulta inevitable que sus caminos se crucen de diferentes formas en muchos puntos, tanto en las cumbres más escarpadas como en las llanuras. Por tanto, es ingenuo esperar que una sola teoría pueda explicar la naturaleza de tales contactos. Dada la peculiar ambivalencia de nuestra especie, sería ingenuo incluso esperar que llegáramos a ser lo bastante perfectos como para saber algo con seguridad sobre nosotros mismos o sobre el mundo que nos rodea. El antropólogo Weston La Barre, en su libro titulado The Ghost Dance (La danza de los fantasmas) dice:
El hombre cultural propone, pero la realidad dispone; porque el hombre no es más que otra clase de animal. En un Universo en el que las mismas estrellas giran y centellean en lugares que sólo llegamos a discernir años-luz después, y en el que incluso los grandes planetas vagan respondiendo armoniosamente a la influencia de cuerpos celestes que no llegamos a vislumbrar del todo en la noche, el saber más necesario es la humildad; saber que no sabemos nada y que lo único que podemos decir, bendecidos y lastrados con nuestras fantasías y proyectos, es que así es como parece ser, por el momento.
Sin embargo, podemos afirmar con cierta seguridad que la cultura y la biología, dada la radical diferencia que existe entre sus ritmos de desarrollo y entre los procesos que representan, rara vez estarán en perfecta armonía, a pesar de estar forzosamente por su conjunción en un mismo organismo: el Homo sapiens. O al menos, como decía La Barre, así es como parece ser, por el momento.
A lo largo de la historia y también en nuestros días, las sociedades humanas han tomado muchas características debidas a influencias biológicas y las han extendido —de forma no-biológica— dentro de la esfera cultural. Así, si los hombres tienen una mayor predisposición a la lucha que las mujeres, las culturas establecerán probablemente que los hombres deben luchar más que las mujeres. Si las personas tienen una inclinación biológica hacia el nepotismo (dar un trato favorable a los parientes), la cultura tenderá probablemente a materializar tal inclinación, estableciendo con todo detalle modelos de comportamiento adecuados e inacabados. Así pues, pese a la notable flexibilidad que la caracteriza, la cultura puede conducir también a una mayor rigidez.
A menudo la cultura exige características que van más allá de cualquier requerimiento de la evolución biológica, dando lugar a un importante y difundido fenómeno que podríamos llamar «hiperextensión cultural». Más que ponerse en contra de las inclinaciones innatas del ser humano, la cultura trata de imitar y extender tales inclinaciones y, a menudo, supera a la propia naturaleza y va demasiado lejos. Se da el caso, por ejemplo, de que en algunas sociedades no sólo se espera y se exige que el hombre sea agresivo, y más agresivo que la mujer, sino que esta diferencia es hiperextendida más allá de lo que la selección natural, puede permitir. Entre los indios de las llanuras de Norteamérica, los jóvenes tenían que ponerse a prueba caminando durante varios días sin comer ni beber para conseguir tener visiones. Los aspirantes a guerrero de la tribu de los Masai tenían que matar un león, y en algunas tribus de Nueva Guinea el trofeo tenía que ser una cabeza humana. Aunque en algunos casos las mujeres también eran agresivas en tales sociedades, parece estar claro que cualquier diferencia que existiera entre hombres y mujeres era hiperextendida por la cultura. Y esto sigue ocurriendo actualmente en muchas culturas.
El ornitólogo S. Dillon Ripley ha descrito un comportamiento que se observa entre ciertos pájaros al que denominó «negligencia agresiva», y algo parecido ocurre entre algunos peces. Los adultos pasan tanto tiempo defendiendo su territorio y riñendo con sus vecinos, que no pueden atender debidamente a sus crías, ni empollar sus huevos o (en el caso de los peces) limpiarlos de hongos infecciosos. El resultado de este comportamiento es que las crías tienen menos posibilidades de sobrevivir. La negligencia agresiva es, casi con toda seguridad, una manifestación patológica, y la selección natural no la admitiría. En los sistemas culturales humanos, sin embargo, pueden desarrollarse comportamientos patológicos, sobre todo si se trata de hipertensiones, aparentemente adaptativas, de situaciones reales o de intereses legítimos. Hoy día puede sostenerse que los Estados Unidos se han visto afectados por una negligencia agresiva de la era nuclear: «el mal de Caspar Weinberger». La defensa de las propias crías es un comportamiento adaptativo, al igual que la defensa del propio grupo. Incluso puede ser correcto sacrificar otros posibles beneficios —a veces, incluso la propia vida—en pro de la seguridad del grupo frente a sus competidores o predadores. Pero precisamente a causa de una hipertensión cultural tremendamente «maladaptativa» de estas tendencias, los Estados Unidos invierten una gran cantidad del tesoro público en un absurdo intento de coercer a sus adversarios, malgastando sus riquezas y arriesgando la verdadera seguridad de sus propios hijos.
Los esfuerzos por «biologizar» el comportamiento humano —tanto si han tenido éxito como si no— han sido generalmente intentos de identificar los fundamentos biológicos de nuestros actos. En cambio, las críticas al comportamiento humano desde una perspectiva biológica suelen centrarse en la supuesta tendencia de la cultura humana a inhibir o recortar las inclinaciones biológicas. De esta forma, la cultura es acusada de ser insuficientemente biológica, y el mensaje que de ello se desprende es, generalmente, que si fuéramos capaces de estructurar nuestras sociedades un poco más de acuerdo con nuestra biología, todo iría mejor. Pero al tratar de buscar las causas de nuestra enfermedad, de nuestro malestar y de los peligros que nos acechan para intentar aclarar la situación de la humanidad, parece muy probable que uno de los culpables sea la hiperextensión cultural: la tendencia de la liebre a correr kilómetros y kilómetros en una dirección en la que la tortuga ha dado un solo paso. En resumen, a veces el problema no es que la cultura sea poco biológica, sino que lo sea en exceso.
Dada la posible disparidad entre la cultura y la biología, resulta sorprendente que los antiguos filósofos se inclinaran con tanta frecuencia a aceptar que las cosas son como la naturaleza las ha querido, como han sido siempre o como siempre deberían ser. En su Política, Aristóteles escribió: « Es evidente que la polis (la ciudad-estado) pertenece a la clase de cosas que existen por naturaleza, que el hombre es, por naturaleza, un animal destinado a vivir en una polis. » No es sorprendente, pues, que tanto Tomás de Aquino dijera lo mismo sobre el Sacro Imperio Romano en la Edad Media; también para muchos de nuestros contemporáneos, la nación-estado es, indudablemente, la organización política más elevada y más apropiada para nuestra especie desde el punto de vista biológico. Una perspectiva general, tanto de la evolución biológica como de la evolución cultural de la humanidad, puede ayudarnos a liberamos de las limitaciones del «cronocentrismo», de la idea de que nuestros tiempos son la clave de todos los tiempos.
En contraste con «cultura», la palabra «civilización» se deriva de la voz latina «civis», que significa ciudadano de una ciudad, y se refiere generalmente a sistemas más avanzados, elaborados y tecnológicos. Las primeras civilizaciones, por tanto, son más recientes que las primeras culturas humanas y, sin duda, toda la estructura de la civilización se ha desarrollado durante un período de tiempo tan breve, que es improbable que hayamos experimentado cambios biológicos durante ese intervalo. Tal vez nuestra naturaleza biológica es tan fluida, tan flexible, tan infinitamente maleable y adaptable, que somos capaces de coexistir cómodamente con cualquier cultura que creemos, y también con cualquier civilización. Tal vez ni siquiera tengamos una naturaleza humana determinada genéticamente; si así fuera seriamos literalmente lo que nuestra cultura nos hace ser y, por definición, no podríamos sentimos incómodos, excepto, tal vez, si el propio sistema cultural nos causa angustia y sufrimiento o nos somete al azote de la injusticia.
Pero, por otra parte, si es verdad que existe una naturaleza humana —una tortuga darviniana— por muy difusa que sea, bajo todo el ropaje cultural de los seres humanos modernos, podemos estar virtualmente seguros de que, en el mejor de los casos, encuentra difícil la coexistencia con nuestra liebre lamarckiana. En este caso, la liebre seguramente no alcanzará a nuestra biología, o la «hiperextenderá». Como hemos podido ver, no causaría muchas dificultades, si es que causaba alguna, cambiar un bebé Cromagnon por un bebé moderno, pero se produciría una tremenda incongruencia si hiciéramos lo mismo con adultos de ambas culturas. Esta incongruencia (literalmente: falta de correspondencia) entre nuestra biología, que ha evolucionado mediante un laborioso proceso de selección natural, y nuestra cultura, que ha surgido a velocidad explosiva por evolución cultural, es la raíz de casi todos los problemas de la humanidad. Este será el tema central de todo el resto del presente libro.

Capítulo 4
Sexualidad: De la procreación a la recreación

La vida sexual del camello es más profunda de lo que pensamos. En un momento de pasión amorosa, trató de hacer el amor con la esfinge. Pero los encantos traseros de la esfinge se hallan sepultados por las arenas del Nilo, lo que explica la joroba del camello y la inescrutable sonrisa de la esfinge
(ANÓNIMO)

Cualquiera que observe a los monos en el zoo puede llegar a pensar que su inclinación a la sexualidad es excesiva. De hecho, un biólogo de gran renombre, lord Solly Zuckerman, llegó a la conclusión de que el comportamiento social de un grupo de papiones que había estado observando estaba casi completamente determinado por la sexualidad: la frenética actividad sexual de los machos sólo era igualada por las casi continuas solicitaciones de las ninfómanas hembras. El sexo parecía ser el nexo que mantenía a los monos unidos.
Sin embargo, en las últimas décadas, tanto biólogos como antropólogos y sociólogos han realizado numerosos estudios sobre la vida de los primates en su hábitat natural Sus investigaciones han revelado que el sexo tiene un papel relativamente poco importante en su comportamiento. De hecho, las hembras de los mamíferos son fértiles sólo durante un breve período de tiempo, la ovulación, en el que producen uno o más óvulos que, si son fecundados, producirán descendientes. Entre la mayoría de los animales (por ejemplo, entre los pájaros o los ciervos), la ovulación se da sólo en ciertas estaciones del año (en primavera para los pájaros y en otoño para los ciervos). En cambio, entre otros animales —en el hombre y en el ratón— la ovulación se produce durante todo el año, en ciclos regulares y predecibles. Pero en cualquier caso, la concepción sólo puede ocurrir durante estos períodos, que están separados por periodos de esterilidad relativamente largos.
En la mayoría de las especies, las hembras son sexualmente receptivas sólo durante esos breves períodos de fertilidad y, de hecho, fuera de ellos pueden reaccionar agresivamente a las insinuaciones sexuales de los machos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los machos limitan su actividad sexual a los períodos de «celo», que suelen coincidir con el período de ovulación de las hembras. Además, en la mayoría de las especies, los machos son capaces de determinar los períodos en que las hembras son más receptivas, puesto que son sensibles al olor de ciertas sustancias químicas que secretan las hembras en celo. Prueba de ello es el extraordinario interés que manifiestan los perros por la parte trasera de las perras en celo, y también su interés por la orina de otros animales.»
Debido a que el interés sexual suele limitarse a los períodos fértiles y a que los animales son capaces de identificar con precisión estos períodos, el acto sexual es relativamente poco frecuente en la naturaleza. Esto tiene sentido si consideramos qué la copulación supone un gran gasto de energía, y que la energía —la moneda básica de la vida— no se gasta sin que haya buenas razones. Además, durante la copulación los animales están tan absortos en su actividad que son mucho más vulnerables al ataque de sus predadores. En muchos casos cuando se trata de especies agresivas o marcadamente predatorias existe el riesgo de que el amante sea agredido por su pareja. El sexo no sólo puede ser un derroche de energía, sino que también puede ser peligroso.
Entre los seres humanos, sin embargo, la sexualidad es diferente porque, pese a sus peligros y desventajas, la copulación no está limitada a los períodos en los que es probable la concepción (de hecho en muchos casos se limita precisamente a los períodos en que es improbable). Esta aparente anomalía se explica si tenemos en cuenta que el comportamiento sexual del Homo sapiens ha sido liberado de la mera función reproductiva a que sirve en casi cualquier otro animal. Del mismo modo que George Bernard Shaw dijo una vez que la juventud es tan maravillosa que es una lástima que se desperdicie en los jóvenes, puede decirse que los seres humanos hemos descubierta que el sexo es demasiado maravilloso, o útil, para desperdiciarlo en la mera reproducción. Nuestra sexualidad se ha modificado para servir a un fin más «elevado»: mantener y fortalecer la unión entre los adultos.
En el magnífico y brutal poema épico de Robinsón Jeffer, «El semental ruano», se cuenta la historia de una mujer que busca algo más gratificante que su decepcionante relación con un marido insensible. Se enamora literalmente de un hermoso caballo semental y su relación con él, aunque también es sexual, está impregnada de una profunda religiosidad y trascendencia mística. Al final, el semental, mata al marido, y la mujer, reconociendo finalmente su fidelidad a la raza humana, mata al semental. Para ella, matar al caballo es como matar a Dios. Su sexualidad se había modificado para servir a un fin más elevado; no era sólo un acto físico, sino la esencia de una relación. El semental, en cambio, no era capaz de dar este paso, ni intelectual ni emocionalmente Sólo los seres humanos, entre todos los animales, somos capaces de hacerlo.
Para comprender esta diferencia, pasemos de lo sublime a lo anatómico y consideremos la peculiar anatomía de nuestra especie. Al adoptar una postura erguida nos apartamos radicalmente de la estructura física tradicional de los demás mamíferos. La mayoría de los mamíferos se apoyan sobre sus cuatro patas, y sus órganos internos están suspendidos (como si fueran longanizas en el escaparate de una carnicería) de una larga espina dorsal que, normalmente, va paralela al suelo. Pero al ponernos en pie sobre las extremidades posteriores provocamos una reestructuración radical de nuestro esqueleto, especialmente de la pelvis, que no sólo tenía que acomodar un nuevo sistema de fijación de los músculos de las caderas, sino que debía servir también de recipiente para muchos órganos internos. Esta modificación limitó el espacio disponible para el canal del parto y por este motivo el nacimiento de los seres humanos es relativamente difícil en comparación con el de otros mamíferos. La cabeza del recién nacido es excepcionalmente grande en relación con el resto del cuerpo y, de hecho, sería probablemente más grande si no fuera por las restricciones que impone la estrecha salida del túnel. Esta limitación del tamaño del cráneo ha hecho necesario un largo período de desarrollo del cerebro después del nacimiento (Además, exige una gran cantidad de proteínas durante los primeros años de vida, por lo que un déficit de proteínas en este período puede impedir el normal desarrollo del cerebro y provocar un retraso mental permanente. La dieta pobre en proteínas de los países subdesarrollados, así como las hambrunas que afectan a los países del África subsahariana, representan un grave problema, incluso para los que logran sobrevivir.)
El retraso del desarrollo del cerebro hasta después del nacimiento es responsable en gran parte de que se haya prolongado considerablemente el periodo de dependencia del niño, puesto que los adultos han de proporcionarle no sólo la protección sino también la educación y la orientación necesarias. Y aquí es donde la sexualidad humana juega un papel importante. ¿Qué otro mecanismo podría inclinar a los padres a permanecer juntos para así poder proporcionar la máxima protección y educación al niño? Si la sexualidad se limita sólo al período de ovulación —como en el caso de los papiones que viven en libertad, o como ocurre con la pareja tradicional de un semental ruano— sería improbable que existiera la familia, como forma de unión relativamente estable entre hombre y mujer. En su lugar, nuestro sistema social podría parecerse al de los actuales papiones: un grupo compuesto por numerosos machos y hembras, pero sin que haya una asociación permanente entre ellos, sino sólo la unión transitoria de «parejas consortes» durante los períodos de ovulación de las hembras. O tal vez estaríamos emulando a los caballos salvajes, con un semental dominante que cubriera a todo un harén de hembras que, aunque respondan a sus exigencias sexuales, tal vez no le amen.
De todos los animales, los seres humanos somos los únicos que practicamos una sexualidad no reproductiva. A fin de aumentar su efectividad para consolidar los vínculos entre adultos, el acto sexual ha sido reforzado por un conjunto de factores emocionales que generalmente identificamos como amor. Es muy discutible que pueda existir un amor extra-sexual, puesto que incluso las relaciones platónicas, como el amor a Dios, a la patria o a los padres, pueden implicar una sublimación de los impulsos sexuales.
Somos un caso excepcional, si no único en que la ovulación no se manifiesta externamente. Cualquier persona que visite un zoo puede darse cuente de que una mona está en celo al observar la hinchazón y el color de su región perineal. A las mujeres no les ocurre nada comparable, sino que, en la mayoría de los casos, ni siquiera pueden determinar la fecha exacta de su ovulación; necesitemos termómetros muy sensibles o análisis químicos para averiguar lo que en otros animales salta inmediatamente a la vista. La socióloga Nancy Burley ha sugerido una nueva explicación para este curioso fenómeno, basada en la interacción de la evolución y el conocimiento consciente humano. Sugiere que en los comienzos de su evolución los seres humanos advirtieron la conexión existente entre la ovulación y el embarazo, y también la conexión entre el parto, el dolor y la mortalidad. Al ser conscientes de esto último, las mujeres pudieron sentirse inducidas a evitar el embarazo absteniéndose de las relaciones sexuales durante la ovulación. Y aquí se produce un giro decisivo: las mujeres que fueran conscientes de su ovulación habrían sido eliminadas por la selección, puesto que aquéllas que no la advirtieran habrían tenido más descendientes —aunque no intencionadamente, por supuesto— y, por tanto, habrían sido seleccionadas por lo que no sabían. Según esta hipótesis, no estemos aquí ante un conflicto entre biología y cultura, sino entre biología y conciencia. Y, al menos en la versión de Burley, la biología ganó la partida.
Parece probable que el miedo al embarazo inhibiera la sexualidad de la mujer, cuando éste comprendió la conexión existente entre el coito y la reproducción. También es evidente que, con la invención de anticonceptivos baratos y asequibles, la sexualidad es ahora más independiente que nunca de sus consecuencias biológicas.
El estudio de los componentes físicos de la sexualidad pone en evidencia el papel excepcional que ésta desempeña en la vida de los seres humanos. En la eyaculación el macho expulsa espermatozoides en una suspensión líquida muy rica en nutrientes (el semen) que les proporciona alimento, energía y un medio fluido que les permite deslizarse hasta el lugar de su cita con un óvulo maduro dentro del cuerpo de la hembra. El medio vaginal es ácido y potencialmente letal para los espermatozoides, de ahí que el semen compense la acidez siendo convenientemente alcalino.) La descarga del líquido seminal requiere vigorosas contracciones de los tubos por los que circula, y la sensación de placer que acompaña a su expulsión está íntimamente vinculada a la relajación de la tensión física que produce el vaciado de estos tubos. Es interesante observar que la fisiología del orgasmo masculino no presenta diferencias significativas entre el hombre y la mayoría de los mamíferos. La «necesidad» de una descarga sexual y la satisfacción que la acompaña pueden ser explicadas, en términos evolutivos, como consecuencias de la ventaja selectiva que supone poner en circulación los propios productos reproductivos. (Es evidente que los individuos que copulan con éxito tienen más probabilidades de dejar descendencia.)
La versión femenina es una historia muy diferente No hay pruebas concluyentes de que exista el orgasmo femenino en ningún animal que no sea el Homo sapiens, aunque las últimas investigaciones parecen indicar que puede darse en algunas especies de monos y en los chimpancés enanos. Parece, pues, que también en este aspecto somos excepcionales o únicos. Gradas a una gran variedad de mecanismos —iniciados y reforzados por la fuerza evolutiva de la selección natural—, las hembras de todas las especies son incitadas a copular en el período adecuado. Pero, en casi todos los casos, no hay pruebas de que las hembras saquen algún beneficio de ello, aparte de la simple satisfacción del impulso que les induce a copular y, finalmente, quedarse preñadas.
Entre los seres humanos, sin embargo, las mujeres son capaces de experimentar orgasmos, aunque de un modo bastante diferente que el hombre. Los psicólogos skineranos podrían describir este fenómeno como un «reforzamiento positivo», puesto que una vez experimentado él orgasmo, aumenta la probabilidad de que el individuo repita la acción o el comportamiento que lo ha precedido. El orgasmo, por tanto, proporciona a la mujer un interés directo en la cópula, lo que fomenta la actividad sexual y, con ella, el aumento de la coordinación entre el comportamiento masculino y femenino, que es lo que busca la evolución.
También vale la pena observar que el orgasmo femenino es más difícil de alcanzar que el masculino. Mientras los hombres pueden alcanzar el orgasmo en unos cuantos minutos, o incluso en menos, las mujeres, por lo general, necesitan más tiempo. Entre algunas especies parece ser que los machos dominantes tardan más en eyacular que los subordinados. El acto sexual entre una hembra de oso pardo y un macho dominante es un acto parsimonioso; en cambio, cuando el galán es un macho subordinado el miedo a ser atacado le hace ir con prisas, y se pasa todo el tiempo que dura la cópula mirando por encima del hombro de la osa, vigilando por si aparece algún macho dominante No es sorprendente, por tanto, que la eyaculación se produzca rápidamente, antes de que la pareja pueda ser interrumpida. Las osas pardas no tienen orgasmos que sepamos, pero si los tuvieran no es probable que el estilo amatorio de los machos subordinados tuviera mucha aceptación.
Asumamos que entre los seres humanos el sexo está al servicio de la cohesión social así como de la reproducción: de la recreación y de la procreación. No es sorprendente, entonces, que el orgasmo femenino —que muy bien puede estar relacionado con esta cohesión— se produzca más probablemente cuando el acto sexual es prolongado y, por tanto, cuando el compañero es un triunfador, una persona segura y deseable, que es el equivalente humano del macho dominante entre los animales. Queda por ver, claro está, si el «periodo de eyaculación latente» —el tiempo que transcurre entre la penetración y la eyaculación— de los hombres tiene alguna relación con su experiencia, autoestima y algo análogo al predominio social. A este respecto, puede ser significativo que la eyaculación precoz suela afectar principalmente a los hombres jóvenes e inexperimentados, que la eyaculación tarde más en producirse en los hombres maduros, y que la respuesta sexual de la mujer sea mucho mayor tras una interacción sexual prolongada —característica de los machos dominantes entre los animales— que en un acto rápido y apresurado, más típico de los jóvenes y subordinados.
Hay muchas características físicas que dan testimonio de la importancia del sexo e indican nuestro potencial para obtener un alto grado de satisfacción sexual. Por ejemplo, todos los mamíferos alimentan a sus crías con la leche que secretan sus glándulas mamarias, pero sólo las mujeres tienen pechos. Entre todos los demás mamíferos, las glándulas mamarias carecen de importancia y de relieve excepto en la época de la lactancia. En cambio, la especie humana es excepcional al poseer unas mamas protuberantes y bien desarrolladas incluso en individuos no reproductivos. Parece casi indudable que este desarrollo está relacionado con nuestra exagerada sexualidad, así como con su carácter no reproductivo. Mediante la exageración de un rasgo asociado biológicamente al éxito en la reproducción, la selección natural bien puede indicar una competencia reproductiva; de otro modo no habría ninguna explicación biológica para el aumento de tamaño que experimentan los pechos femeninos antes de la menstruación, puesto que muy bien podría esperar hasta el período de gestación y lactancia como en los demás mamíferos. Pero en los seres humanos la sexualidad ha desarrollado aspectos seductores bastante independientes de la reproducción.
No hace falta ser un experto biólogo evolucionista para especular sobre el tema. Stephen Dedalus, el joven héroe de James Joyce en Retrato del artista adolescente, sugiere la siguiente hipótesis cuando divaga con sus amigos sobre la naturaleza de la belleza femenina (según la perciben los hombres):
...cualquier cualidad física que los hombres admiran en las mujeres, está en conexión directa con las múltiples funciones de la mujer para la propagación de la especie. (Los biólogos modernos habrían dicho «para la propagación de sus propios genes».) Tal vez sea así. El mundo, según parece, es aún más lóbrego que lo que tú piensas, Lynch. Por mi parte; a mí me desagrada esta solución. Conduce a la eugenesia más bien que a la estética. Te saca fuera del laberinto para ir a dar a un aula nueva y chillona en la cual MacCann, en una mano El origen de las especies, y en la otra el Nuevo Testamento, te explica que si tú admiras las mórbidas caderas de Venus, es porque sientes que ella puede darte el fruto de una prole rolliza, y que si admiras sus abundantes senos, es porque sientes que serían capaces de proporcionar una leche nutritiva a los hijos que en ella engendres.
Lóbrego o no, puede que haya bastante de verdad en estas palabras.
No obstante, hay que hacer notar que no existe una correlación entre el tamaño de los pechos antes del periodo de lactancia y la producción de leche; de forma que los «abundantes senos» de Venus, a los que alude Stephen Dedalus» pueden ser un falso reclamo. Fuera de los períodos de lactancia los pechos de la mujer están constituidos casi por completo por grasa; es el tejido glandular, que se desarrolla durante el embarazo, lo que produce la leche. De ahí que los pechos grandes y llamativos sean engañosos desde el punto de vista biológico, puesto que crean la ilusión de abundancia mamaría pero, a la hora de la verdad, no son más productivos.
Así como las mujeres tienen los pechos más grandes de todos los mamíferos, los hombres tienen el pene más largo de todos los primates; una característica tan distintiva como el gran tamaño de nuestro cerebro, aunque para algunos, menos edificante. Tal vez el extraordinario tamaño del pene del Homo sapiens es una adaptación cuyo fin es depositar profundamente el esperma dentro del aparato reproductivo femenino, una necesidad debida a la inclinación de la pelvis femenina resultante de la postura erguida. O tal vez haya alguna otra razón; en cualquier caso, los hombres parecen preocuparse tanto por el tamaño de su pene como las mujeres por el tamaño de sus pechos. (Irónicamente; esta preocupación por parte de los hombres es tan irrelevante desde el punto de vista biológico como la obsesión por los pechos de las sociedades occidentales: en estado de erección hay muy pocas diferencias entre las dimensiones de los penes.) Puede decirse que, independientemente de nuestra biología, los seres humanos hemos desarrollado considerables hiperextensiones culturales en nuestras fobias y preocupaciones sexuales.
Por si el desarrollo del pecho y del pene no fuera suficiente, nuestro cuerpo lampiño y cubierto de terminaciones nerviosas táctiles nos proporciona otra oportunidad de intensificar la estimulación sexual. La gran habilidad de nuestros dedos y labios (que, una vez más, supera a la de todos los demás animales) nos permite estimular a nuestra pareja de muy diversas maneras. No hay duda de que, en virtud de nuestra biología, somos los animales más sexuales de la Tierra.
El sexo no reproductivo es un atributo excepcional exclusivo de los seres humanos, y, evidentemente, la evolución ha estado conspirando para proporcionamos oportunidad y motivos para realizar tales actividades, ya emancipadas de la reproducción. Resulta irónico, por tanto, que la Iglesia Católica, por ejemplo, considere que tal comportamiento es inmoral por ser «bestial» y por «servir a nuestros instintos animales». En realidad son los animales los que están limitados por sus instintos: sólo entablan relaciones sexuales con vistas a la reproducción. Las personas, en cambio, actúan de un modo exclusivamente humano cuando entablan relaciones sexuales por su propia voluntad, porque la sexualidad ayuda a alcanzar una relación más elevada entre el hombre y la mujer. Por otra parte, la sexualidad limitada a la reproducción es la norma para los animales, pero no para los seres humanos.
Tal vez sea éste el ejemplo más claro del conflicto entre los aspectos culturales y biológicos de la sexualidad. Hay otros, desde luego, pero ningún otro fenómeno biológico ha sido recubierto hasta tal punto por adornos culturales.
Es imposible decir cuál de los muchos acuerdos conyugales practicados en las diferentes culturas humanas es el más «natural» desde el punto de vista biológico. Posiblemente, la diversidad local de tales acuerdos sea la solución más «correcta» biológicamente. Entre los primates, las diferentes especies forman diferentes sistemas sociales y, frecuentemente, las costumbres de una especie varían de un sitio a otro. En estos casos siempre hay razones adaptativas que justifican la adopción de cada sistema de organización social. Los seres vivos han sido seleccionados para desenvolverse en diferentes sistemas sociales en función del éxito que tengan en una situación ecológica determinada. Así, los papiones amarillos buscan sus alimentos desplazándose por la árida sabana del África oriental en grandes grupos sociales en los que los machos protegen a las hembras y las crías. En cambio, los papiones anubis de las zonas húmedas y exuberantes del África occidental se mueven en pequeños grupos compuestos por una familia nuclear y, al parecer, practican la monogamia. Entre los seres humanos, la organización social y marital está determinada por las costumbres culturales —especialmente por las religiosas— sin considerar, aparentemente, cuál sería la organización óptima a nivel local desde el punto de vista ecológico. Así, por ejemplo, la ley musulmán que permite tener hasta cuatro esposas, y la política judeo-cristiana que sólo admite una, pueden ser o no convenientes en un sentido biológico, pero lo más probable es que fueran establecidas por motivos que nada tiene que ver con su utilidad ecológica o evolutiva.
La «doble moral» que concede más libertad a los hombres que a las mujeres en lo que se refiere a la experimentación sexual, está bastante arraigada en la mayoría de las culturas humanas. En general, los hombres se excitan con más facilidad que las mujeres, y son los agresores sexuales. Son los hombres los que violan a las mujeres, y no viceversa, y esto no se debe meramente a que los hombres tengan más fuerza física. Más bien refleja una consecuencia evolutiva básica del enfrentamiento entre masculinidad y feminidad. De un modo similar, no es mera coincidencia que la prostitución sea ejercida generalmente por las mujeres, a las que acuden los hombres (y sólo muy raramente viceversa), ni que las revistas pornográficas sean adquiridas regularmente por millones de hombres y tengan mucho menos éxito entre el público femenino. Las diferencias culturales, con todos sus complejos adornos, revisten diferencias biológicas claramente definidas.
Las hembras de todas las especies producen óvulos, y cada uno de ellos puede ser miles de veces mayor que el espermatozoide masculino. En los peces, anfibios, reptiles y pájaros, esta diferencia de tamaño es particularmente notable, puesto que los óvulos (huevos) son visibles a simple vista, mientras que los espermatozoides son microscópicos. Los óvulos de los mamíferos son mucho más pequeños que los de otras especies inferiores, debido a que el embrión se nutre de la sangre de la madre, por lo que no es necesario que el óvulo contenga una gran cantidad de sustancias de reserva. Pese a ello, el óvulo, repleto de nutrientes, deja pequeño al espermatozoide La producción de óvulos en todas las especies animales —incluida la nuestra— supone una inversión de energía metabólica mucho mayor que la que requiere la producción de espermatozoides, sobre todo teniendo en cuenta que si el óvulo es fecundado exigirá una gran inversión energética por parte del cuerpo de la madre. Algunos pájaros pueden producir huevos que llegan a pesar una tercera parte del peso de su cuerpo. Una mujer adulta puede producir unos 400 óvulos en toda su vida, mientras que un hombre puede expulsar de 100 a 300 millones de espermatozoides viables en una sola eyaculación. Debido a su pequeño tamaño, los espermatozoides pueden ser producidos en cantidades fantásticas. Además —y quizá sea esto lo más importante— la responsabilidad del cuidado de las crías, tanto durante la gestación como después del nacimiento, recae siempre sobre la madre En el caso de los pájaros, los cuidados prenatales se limitan a la producción de huevos grandes y bien abastecidos, mientras que las hembras de los mamíferos alimentan a las crías en desarrollo con su propia sangre y, después del parto, con la leche que secretan sus glándulas mamarias.
Se mire como se mire, en la mayoría de las especies el resultado de la cópula es mucho más importante para la hembra, puesto que tiene más intereses en juego que el macho. Ha invertido más energía metabólica en la producción de óvulos, y sólo puede producir un número reducido de ellos. Por tanto, corre el riesgo de perderlo todo si no consigue que sean fecundados. Literalmente, ha puesto todos sus huevos en un número limitado de cestos y —también literalmente— sobre ella recaerá la responsabilidad de cualquier error. El macho, en cambio, por su propia biología, disfruta de un mayor grado de libertad sexual. No es accidental, por tanto, que los machos tiendan a excitarse sexualmente y estén más dispuestos a aparearse que las hembras. De ahí que, aunque la sexualidad masculina esté supeditada a la receptividad dé las hembras, los machos suelen ser mucho menos selectivos durante el período de apareamiento.
Cierta especie de orquídea consigue ser polinizada produciendo unas flores que imitan la apariencia de una avispa hembra. Los machos, excitados sexualmente, intentan copular con ellas, quedan recubiertos de su polen, y van después hasta la próxima tentadora y engañosa flor, de forma que, inconscientemente, van intercambiando el polen entre sus diferentes «amantes florales». Hay que señalar que no existen flores que imiten a la avispa macho, sencillamente porque ninguna hembra que se precie de serlo se dejaría engañar. Después de todo, la hembra arriesga sus grandes y valiosos huevos, mientras que él macho sólo se juega su esperma, poco costoso y fácil de reemplazar. Si esas criaturas que él encuentra tan seductoras hubieran sido avispas en vez de flores, él habría conseguido esparcir sus genes sin demasiado esfuerzo. Las flores han encontrado el modo de explotar a la avispa macho, aprovechando su avidez y su falta de discriminación.
En muchas otras especies, los machos intentan cortejar casi a cualquier cosa que se les pone delante, mientras que las hembras son más remilgadas y exigentes a la hora de elegir pareja. Los machos de las focas cangrejeras suelen congregarse sobre los témpanos de hielo en torno a las hembras y sus crías aún sin destetar. Los machos tratan de aparearse; las hembras se resisten. Los machos muerden a las hembras y ellas devuelven los mordiscos. Ambos pueden acabar cubiertos de sangre, el macho intentando obligar a la hembra a aceptar su esperma, y la hembra resistiéndose, posiblemente porque quedarse preñada no entra dentro de sus intereses evolutivos, ya que tendría que destetar a su cría antes de que ésta hubiera llegado a desarrollarse suficientemente. El amor entre los animales no siempre es un modelo de dulzura. El cortejo de los machos a menudo tiene que vencer la resistencia de las hembras, en cambio, no se concede mucha importancia a la estimulación masculina, ya que se produce con suma facilidad. Y esto es así debido a que para el macho —como veíamos en el caso de las avispas— el coste de un error es insignificante, mientras que el beneficio potencial del éxito es muy grande.
Al menos en una especie de insectos, el grillo mormón, los papeles se han invertido: el macho es tímido, y es la hembra quien llevada iniciativa sexual. En esta especie el macho transfiere a la hembra una estructura grande, pegajosa y rica en sustancias nutritivas, el espermatofilax. El espermatofilax supone una inversión metabólica comparable a la que exigen los huevos de las hembras de otras muchas especies. No es sorprendente, por tanto, que en este caso el comportamiento del macho sea «femenino», y viceversa. La hembra del grillo mormón tiene que subirse encima del macho para que éste acceda a aparearse con ella, y sólo recibirá el preciado espermatofilax si el macho decide que es lo suficientemente pesada, puesto que las hembras de más peso pueden producir más huevos. De esta forma, en este caso excepcional (aunque comprensible), el macho se reserva para la hembra mejor dotada.
En la mayoría de los casos, sin embargo, los machos están ansiosos por transferir su esperma, y las hembras guardan celosamente el acceso a sus preciosos huevos.
Las diferencias que se dan normalmente en el comportamiento del macho y de la hembra son además una buena estrategia evolutiva. Puesto que los machos producen un gran número de espermatozoides y son capaces de reponer fácilmente el esperma gastado, la selección natural parece favorecer a los que lo «derrochan alegremente». Dispensando libremente su esperma al menor pretexto, el macho tiene más posibilidades de dejar descendencia.
En cambio, cualquier error que cometa la hembra puede comprometer gravemente su futuro reproductivo. Mientras que la estrategia masculina consiste en maximizar la diseminación de su esperma, la estrategia de la hembra se basa en optimizar el destino de sus óvulos. El apareamiento entre animales de diferentes especies puede producir descendientes —híbridos— inferiores en muchos aspectos a cada uno de los padres. Por consiguiente, la hembra descuidada que sucumbe a los encantos de un macho de una especie que no es la suya, malgasta sus preciosos genes (o, más exactamente, su valiosa inversión reproductiva) apostando por un perdedor. Puesto que los descendientes de estas hembras tienen menos posibilidades de triunfar en la vida, las hembras que muestren una tendencia génica poco discriminatoria a la hora de elegir pareja dejarán menos descendientes. Con el tiempo, sus descendientes irán disminuyendo y siendo reemplazados por los descendientes de las hembras más cuidadosas que confiaron sus genes a compañeros más capaces de conducirlos al éxito.
Los perros domésticos, por ejemplo, pertenecen todos a una misma especie, Canis domesticus, y pueden intercambiar sus genes entre sí. Sin embargo, la cría artificial de perros ha dividido la especie en docenas de razas entre las que se dan diferencias espectaculares. Imaginemos una perra pequinesa o una diminuta perrita chihuahua: en la época de celo la perra aceptará a cualquier macho, incluso a un San Bernardo o a un Gran Danés [3]. Pero al aceptar a un macho de tamaño desproporcionado, la diminuta hembra habrá firmado, casi con seguridad, su sentencia de muerte: los cachorros serán demasiado grandes para pasar por el canal del parto, y lo más probable es que tanto la madre como sus crías mueran durante el parto, a no ser que alguien intervenga y haga una cesárea.
Es evidente que esta situación es completamente artificial. En condiciones naturales una especie no se hubiera dividido en razas de tan diferentes formas y tamaños. Pero en las condiciones actuales, la perrita que se deja inseminar por un macho gigante es, en términos evolutivos, una perdedora: su falta de discriminación no será perdonada por la selección. Para su amante, sin embargo, la situación no tiene nada de trágico. Los perros no forman parejas estables, de forma que si su amante muere de parto, nuestro irresponsable Don Juan no habrá perdido mucho. Puede parecer cruel y, desde luego, injusto que se castigue así a la hembra y que el macho, igualmente culpable, quede impune. Pero la evolución no juzga según criterios morales, sino según el mayor o menor éxito reproductivo.
Sería de esperar entonces que, en condiciones naturales, la selección fomentara la producción de hembras exigentes y machos relativamente poco discriminatorios. En muchos casos, una hembra sin reparos a la hora de elegir pareja concibe crías que no pueden desarrollarse normalmente y aborta. Otras veces las crías nacen perfectamente sanas, pero son estériles como la mula, que, haciendo gala de su reputación, se niega obstinadamente a transmitir los genes que ha recibido de sus padres.
Con lo que hemos dicho hasta ahora no tratamos de justificar la doble moralidad que se practica en nuestra sociedad, ni de fomentar su desarrollo. Pero puede ayudamos a explicar las desconcertantes diferencias que se observan en el comportamiento sexual del hombre y la mujer, admitiendo, claro está, que la situación de la especie humana es mucho más compleja que la de un caniche con tendencias románticas. Puede ser que nuestros antepasados Australopithecus tuvieran la posibilidad de hibridarse desventajosamente, o que los hombres de Cromagnon pudieran cruzarse con los de Neanderthal. De hecho, algunos esqueletos fósiles encontrados en el Monte Carmelo de Israel parecen sugerir esta posibilidad. Pero el moderno Homo sapiens ya no está expuesto a esta clase de tentaciones. La «carta de despido» que la naturaleza remite automáticamente a los animales que cometen esta clase de errores, puede ser modificada por medios culturales cuando se trata de la especie humana.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el conflicto entre la biología y la cultura del Homo sapiens? Como ya hemos visto, la selección natural debido a la ventaja que suponía una fuerte vinculación entre los padres, desarrolló diversos mecanismos para conseguir y conservar estos vínculos, siendo el más notable la liberación de la sexualidad de su papel meramente reproductivo. Esto puede haberse conseguido, en parte, dotando a las mujeres de la capacidad de experimentar el orgasmo, así como mediante los vínculos emocionales que unen a la pareja. Pero al aumentar la respuesta sexual de la mujer, la evolución ha hecho que la mujer sea también receptiva a otros machos aparte del que ha elegido como pareja. De este modo, mientras que en la mayoría de las especies (incluida la especie humana) es normal que el macho sea más excitable, más seducible y, por tanto, más propenso a flirtear, el flirteo intencionado por parte de la hembra es un fenómeno poco común en la naturaleza, pero muy frecuente entre los seres humanos.
Irónicamente, al fomentar la respuesta sexual de la mujer como medio de mantener la unión de la pareja, la evolución puede haber desencadenado fuerzas que en muchas culturas humanas han actuado precisamente en el sentido contrario, debilitando dicha unión.
Las diferentes sociedades reaccionan de diferentes maneras ante la infidelidad sexual de la mujer: desde castigarla con la pena de muerte hasta la indiferencia o (más raramente) la aprobación. La infidelidad del hombre también suscita las más variadas reacciones, aunque en la mayoría de las sociedades humanas se considera este comportamiento menos grave que su equivalente en la mujer. Esto puede ser debido al hecho de que la promiscuidad masculina tiene una base biológica más firme: La mujer que queda embarazada conserva un vivo recuerdo de su comportamiento, y los hombres cuya pareja queda embarazada de otro pierden parte de su potencial éxito adaptativo. El ultraje que siente el marido cornudo —muchas veces provocado y fomentado por normas sociales que pueden provocar reacciones brutales y conducir incluso al asesinato— es consecuencia de una dosis excesiva de hiperextensión cultural.
Sin embargo, la evolución también ha tendido una trampa al hombre mujeriego. No hay pruebas de que entre los animales se den factores emocionales concomitantes al comportamiento sexual masculino, aparte de la urgencia física que conduce al orgasmo. Pero la selección, al fomentar la unión de la pareja, ha tenido también efectos sutiles sobre el hombre, dotándole de la capacidad de sentir fuertes vínculos emocionales que puede igualar a la de la mujer. Claro que dichos vínculos emocionales no se dan universalmente en todas las culturas, ni son sentidos por igual por todos los individuos de una cultura dada o ni siquiera por el mismo individuo en todos los casos. Pero el «eterno triángulo» es un fenómeno bastante común, en el que un hombre puede amar a dos mujeres o una mujer a dos hombres. La evolución biológica puede contribuir a crear afectos que a menudo resultan inaceptables para el criterio de la evolución cultural.
Antes de la colonización occidental y del imperialismo social judeo-cristiano, la gran mayoría de las sociedades humanas eran polígamas: el sistema marital de más aceptación se basaba en que el hombre tuviera varías esposas. Tal como son la biología masculina y la femenina, es posible que este sistema contribuya a mejorar la capacidad adaptativa de todos; excepto la de los pobres solterones que queden excluidos. La poliandria, en cambio, es un fenómeno raro: hay muy pocas sociedades en las que la mujer pueda tener varios maridos a la vez. Un sistema de este tipo reduciría probablemente la capacidad adaptativa de los hombres, puesto que disminuirían las probabilidades para cada uno de ellos de llegar a ser padre. Tampoco mejoraría la capacidad adaptativa de la mujer, puesto que su capacidad reproductiva no aumentaría demasiado: la mujer sólo puede tener un hijo cada vez, independientemente del número de maridos que tenga.
Es más, la propia biología humana parece apoyar la idea de que la especie del Homo sapiens es ligeramente polígama: los hombres son algo más grandes y, por constitución, más agresivos que las mujeres, y la mujer alcanza su madurez sexual antes que el hombre. Este modelo está ampliamente difundido entre las especies polígamas, en las que la selección ha hecho que los machos jóvenes eviten competir con otros machos hasta que están lo bastante desarrollados como para tener posibilidades de salir airosos. Los alces machos, por ejemplo, no compiten para conseguir un harén hasta que son varios años mayores que las hembras con las que eventualmente vayan a aparearse.
En este aspecto, puede parecer que la cultura es perversa y que a menudo frustra sin razón alguna las tendencias sanas y naturales que ha desarrollado biológicamente nuestra especie Pero lo natural no siempre es bueno. Como seres humanos, tenemos el derecho —y quizá la obligación— de preferir la monogamia a la poligamia, o un criterio sexual igualitario en lugar de uno doble. Hay muchas cosas biológicas y, por tanto, muy «naturales», que no resultan nada agradables: el tifus, los incendios forestales, la gangrena y la anquilostomiasis, por ejemplo. Que la falta de armonía entre biología y cultura es responsable, en última instancia, de la mayoría de los problemas que afectan a la humanidad, no significa que haya que dejar que la biología gane la partida. Pero si queremos que sea elHomo sapiens quien salga ganando, debe tratar de ser más sapiens en lo que se refiere a este conflicto fundamental.
La conexión biológica entre sexo y amor es seguramente el resultado del hecho de que la meta inicial de la evolución era mantener y fortalecer el vínculo de pareja en bien de los hijos y, por tanto, de la capacidad adaptativa de los padres. En la medida en que las restricciones culturales sirven para impedir el adulterio o la promiscuidad y, por tanto, para evitar la erosión de la unión de los padres, están de acuerdo con las tendencias biológicas. Además, muy bien puede ser que una excesiva libertad sexual esté condenada, en último extremo, a deteriorar la integridad emocional de las personas afectadas... no porque desafíe determinados preceptos éticos o religiosos (o sea, culturales), sino por ignorar la conexión básica entre sexo y amor que ha promovido la evolución biológica.
Puesto que la selección natural ha añadido una nueva función afectiva, que refuerza la unión de la pareja, al mero papel procreativo de la sexualidad, no sería lógico esperar que ambas funciones puedan ser separadas con facilidad. Los seres humanos obtienen enormes beneficios de su sexualidad, pero tales beneficios pueden ser un obstáculo para la práctica del «puro y natural amor libre» cuando no se desea establecer vínculos emocionales. Cuando la cultura exige una sexualidad desprovista de tales vínculos, la relación física puede quedar reducida a eso: una relación física ajena a cualquier vínculo personal. Pero esto puede salir muy caro a la larga, puesto que puede mermar la capacidad de establecer relaciones afectivas y amorosas en el futuro. El ejemplo clásico de sexualidad sin amor es la prostituta, quien, tras cortar la conexión biológica para centrarse en el aspecto físico, puede sufrir una disminución de su capacidad afectiva.
Al añadir a la mera función reproductiva del sexo la nueva función de fortalecer la unión de la pareja, la evolución ha afectado profundamente el comportamiento sexual de los seres humanos. No hay que olvidar, sin embargo, que la evolución biológica es un proceso terriblemente lento que puede ser dejado atrás fácilmente por los cambios culturales. Cuando la selección natural comenzó a actuar sobre el sistema génico del Homo sapiens configurando nuestra respuesta al encuentro sexual, la cultura humana era muy rudimentaria o prácticamente inexistente. Para los seres humanos primitivos, que no vivían en una sociedad que les proporcionara protección y alimento, la unión de la pareja tenía una importancia crucial para la supervivencia y el futuro de los hijos. Desde entonces nuestra cultura se ha desarrollado tanto, que muchas de nuestras características biológicas pueden haberse convertido en anacronismos y estar tan fuera de lugar como los huesos de un Tyrannosaurus rex en el centro de Manhattan. Pero mientras que los restos del Tyrannosaurus descansan en el Museo Americano de Historia Natural, algunos de nuestros rasgos biológicos «fósiles» aún acechan en nuestro interior.
El resultado de la evolución es el éxito en la reproducción y, por tanto, el éxito reproductivo de nuestros descendientes y parientes. Un niño prehistórico huérfano de padre estaba realmente en una situación desventajosa, puesto que tenía muy pocas probabilidades de ser bien alimentado y protegido. A no ser que fuera adoptado por alguien inmediatamente, el huérfano no tenía muchas posibilidades de sobrevivir. En cambio, en la sociedad moderna, el éxito de la unión de la pareja está sólo indirectamente relacionada —si es que tiene alguna relación— con el éxito reproductivo de sus descendientes. Actualmente hay bastantes padres y madres solteros, y tanto la estrella de cine famosa, como la madre que se acoge a la asistencia social, pueden criar hijos razonablemente sanos y normales que, con el tiempo, serán capaces de tener hijos a su vez. Hay que admitir, sin embargo, que muchas culturas siguen discriminando a los hijos naturales y a sus padres, y dan su apoyo a instituciones —como por ejemplo, las religiosas— que fomentan una unión relativamente permanente entre el hombre y la mujer. Así pues, la defensa cultural del matrimonio puede haberse desarrollado cómo apoyo a su importante función biológica: la producción de una descendencia que pueda tener éxito en la vida. Pero las mismas innovaciones culturales que están haciendo que la unión de la pareja fomentada por la evolución se esté quedando anticuada, también pueden estar haciendo que desaparezca la necesidad de imponer controles culturales.
La institución del matrimonio respaldó también ciertas costumbres culturales —entre las que destaca la opresión de la mujer— fomentadas por las diferencias entre los dos sexos. Actualmente, sin embargo, hay otros factores culturales —como la existencia de escuelas, la fortuna personal de cada uno y la ayuda estatal— que han disminuido drásticamente la importancia de la función biológica preexistente. La unión hombre-mujer como fenómeno necesario desde el punto de vista biológico puede estar quedándose cada vez más anticuada, pese a que conservamos la tendencia, profundamente arraigada, de responder intensamente a nuestra pareja real o potencial. La unión de los padres, en resumen, surgió probablemente como medio para conseguir un fin evolutivo, incorporando rápidamente el sexo como una táctica útil. Actualmente el fin —la reproducción— puede ser alcanzado sin utilizar esos medios, pero seguimos teniendo tanta tendencia a establecer vínculos sociales y sexuales como a reproducimos.
Los seres humanos aún conservamos el cóccix, o rabadilla, como recuerdo de nuestros antepasados mamíferos. En el Homo sapiens, esta estructura ósea ha disminuido de tamaño, puesto que no representa ya una ventaja selectiva. El apéndice y las amígdalas son también órganos vestigiales que en el pasado nos proporcionaron alguna ventaja adaptativa concreta Al perder su utilidad, las características biológicas dejan de ser incluidas en la constitución génica de los seres vivos. En esencia esto no es más que la aplicación de la segunda ley de la termodinámica: cualquier estructura dinámica, ya sea el cóccix o la constitución de un país, necesita un suministro de energía para mantenerse en funcionamiento. Si la selección natural, o la conciencia humana no suministran regularmente esa energía las estructuras no fortuitas tienden a degenerar, o, como dirían los físicos, su entropía aumenta. Pero éste es un proceso que lleva su tiempo, de forma que los seres vivos —así como los gobiernos— acarrean un montón de cosas inútiles. Podemos anticipar que, a consecuencia de la actual tendencia cultural a desvincular el éxito biológico del niño del éxito de la unión de los padres, la selección de factores biológicos que mantengan esta unión irá decayendo. De hecho, puede que la evolución biológica que ha fomentado la unión hombre-mujer esté a punto de invertirse. Evidentemente, su ventaja adaptativa (la producción de hijos que tengan éxito en la vida) es menos importante ahora que en nuestro pasado evolutivo.
Es difícil, si no imposible, determinar el papel que desempeña la biología en todo este asunto. Aunque los jóvenes, siempre impacientes, se quejen del conservadurismo de los movimientos culturales, lo cierto es que nuestras instituciones reaccionan a los cambios que se producen en nuestra vida con mucha más rapidez que nuestra configuración génica. Cómo reaccionen, y si reaccionan o no, es algo que depende más de nosotros que de nuestro ADN. El éxito final de la unión hombre-mujer en el Homo sapiens puede muy bien depender de la dirección que tome la evolución cultural y de si se considera que merece la pena mantener esa unión por los valores que entrañe. Hubo un tiempo en el que no sólo los fines justificaban los medios, sino que también los producían; ahora los medios tendrán que mantenerse si es que se mantienen, como fines a sí mismos.
Parece irónico que aunque la evolución biológica pueda tender a eliminar los vínculos que unen a la pareja debido a una reciente pérdida de su utilidad, su disolución puede verse obstaculizada por otros factores biológicos que aún contribuyen a mantener dichos vínculos. Realmente es una historia complicada. La cultura humana ha estado sometiendo la unión de la pareja a una serie de tensiones cada vez mayores. Por ejemplo, ya hemos visto que si no nos diferenciáramos significativamente de los demás animales, no podríamos esperar de la sexualidad nada más que la procreación. Pero nuestra evolución nos ha ofrecido otras posibilidades y, consecuentemente, ahora esperamos que nuestra sexualidad produzca automáticamente relaciones profundas y llenas de significado, o experiencias enriquecedoras casi con un alcance místico. El ser humano es, en muchos aspectos, el único animal que es consciente de sí mismo: actuamos y, simultáneamente; somos conscientes de que lo hacemos. No es sorprendente que cuando se trata de una experiencia tan intensa como la sexualidad, tratemos de valorar tanto nuestra actuación como la de nuestra pareja.
Esta capacidad auto-crítica puede desarrollarse constructivamente y servir para mejorar cualquier situación. Pero aplicada al sexo puede provocar impotencia temporal, y/o insatisfacción crónica, y la sensación de que «nos estamos perdiendo algo». Irónicamente, la proliferación de obras serias y científicas sobre el sexo ha contribuido probablemente a exacerbar la situación, al difundir entre el público la idea de lo que es «normal»: qué debe uno esperar de sí mismo, de su pareja y de sus experiencias y con cuánta frecuencia.
Otro factor que contribuye a crear más tensión es el aumento de la frecuencia de encuentros e interacciones humanas que ha producido la evolución cultural. Es indudable que durante los cientos de miles o millones de años en los que evolucionó nuestro sistema génico, la interacción social normal se reducía a la relación con los miembros del primitivo grupo de cazadores o recolectores. Probablemente estos grupos se componían de varias docenas de miembros, de forma que los individuos de cada grupo se conocían entre sí perfectamente. Incluso los encuentros ocasionales entre miembros de diferentes grupos constituían o una lucha o una reunión amistosa, puesto que para bien o para mal, las relaciones entre grupos tenían una orientación definida y regular. No había muchas oportunidades para elegir una pareja sexual, ni tampoco muchas tentaciones.
Actualmente los seres humanos se encuentran todos los días con cientos e incluso miles de personas, algunas de ellas bastante atractivas. Esto es algo completamente nuevo en nuestra experiencia como especie, aunque resulte una novedad menos evidente que las computadoras, las armas nucleares o las naciones. Pero, tanto si somos conscientes de ello como si no, nuestro sistema génico apenas ha tenido tiempo para desarrollar defensas biológicas contra tal hiperestimulación. La publicidad nos bombardea continuamente con imágenes de nuestros especímenes más atractivos, en un continuo esfuerzo por generar deseo, envidia, expectación, asociaciones de ideas, o, simplemente, por llamamos la atención. Y a juzgar por el efecto que tiene la novedad sobre nuestro comportamiento sexual, lo consigue bastante bien.
En casi todas las especies animales, la actividad sexual disminuye tras repetidas experiencias con la misma pareja; sin embargo, vuelve a aumentar con el cambio de pareja, como puede observarse en especies tan diferentes como la rata y el caballo. Se cuenta que cuando Calvin Coolidge y su esposa estaban visitando una granja modelo, la señora Coolidge quedó impresionada por la frecuencia con que se apareaba el gallo, y dijo a su acompañante: «Hágaselo notar al señor Coolidge.» El presidente, a su vez, preguntó si el gallo siempre se apareaba con la misma gallina. «No; con muchas diferentes», le contestaron. «Por favor, hágaselo notar a la señora Coolidge», replicó ostensiblemente. Los que estudian el comportamiento animal hablan ahora del «efecto Coolidge», refiriéndose a que la actividad sexual, especialmente la de los machos, aumenta cuando tienen una nueva pareja. Naturalmente no podemos decir si los animales se «aburren» de estar siempre con la misma pareja, pero su vigor sexual aumenta claramente con una nueva. Hasta cierto punto, con los seres humanos ocurre algo similar. La clásica «crisis de los siete años» de los matrimonios, indica que al cabo de dicho tiempo se puede sentir la necesidad de buscar otros estímulos. El casamiento de un hombre viejo (generalmente rico o poderoso) con una mujer mucho más joven suele ir acompañado (o haber sido causado) por un aumento del vigor sexual del hombre, aunque no por mucho tiempo. No se sabe mucho sobre el efecto que produce la novedad en el comportamiento sexual de las hembras, ni de las mujeres. Probablemente, es parecido al que produce sobre los machos, aunque tal vez es algo menos intenso. Esto se debe —volviendo a la biología masculina y femenina— a que los machos (de la mayoría de las especies) tienen más probabilidades de alcanzar un éxito biológico copulando con diferentes parejas, sin pararse mucho a discriminar. El apareamiento con una nueva pareja puede tener como resultado el embarazo, lo que representa una ventaja evolutiva para el macho, sobre todo si puede eludir las posteriores responsabilidades. Así pues, somos sensibles a los nuevos estímulos, pero no estamos preparados desde el punto de vista evolutivo... y la cultura nos bombardea incesantemente con ellos. No es de extrañar que el mayor índice de divorcios se dé precisamente entre quienes están más expuestos a tales estímulos sexuales perturbadores: entre las estrellas de cine.
Quienes estudian el comportamiento animal han observado que muchas especies responden de forma innata a ciertos estímulos que suelen proceder de otros miembros de la especie. Tras la aparición de las señales correctas, el otro animal responde automáticamente con un comportamiento básicamente instintivo. El estímulo que provoca este comportamiento es lo que se denomina un «estímulo-señal» o «desencadenante», puesto que su aparición desencadena un comportamiento completamente programado en el animal, y que sólo espera la combinación de señales apropiada para manifestarse externamente. En el modelo propuesto por el famoso etólogo Konrad Lorenz, el «estímulo señal» permite que determinado comportamiento fluya como el agua acumulada en la cisterna fluye al tirar de la cadena del wáter.
Si colocamos un penacho de plumas rojas sujeto a un palo dentro del territorio de un grupo de petirrojos europeos, los machos lo atacarán furiosamente. En cambio no harán ningún caso de un petirrojo disecado, mucho más realista, al que le falte el color rojo, que es lo que aparentemente desencadena la agresividad de este pájaro. Los cuervos atacan algunas veces a personas que llevan un trozo de tela negra porque, según parece, la inocente victima ha producido el estímulo señal «cuerpo en apuros», desencadenando un mecanismo de agresión que normalmente va dirigido contra predadores, como halcones o lechuzas. Estas reacciones son automáticas, no racionales. Por eso pueden ser provocadas por simples modelos que sólo recuerdan vagamente a un animal vivo, siempre que el desencadenante apropiado esté presente en ellos. Existe una variedad de pájaro carpintero en Norteamérica en la que los machos son casi idénticos a las hembras, excepto que el macho tiene una raya negra, que parece un bigote, a ambos lados de la cara. Si cogemos a una hembra y le pintamos una raya similar, será violentamente atacada por su pareja. Al llevar el estímulo-señal que dice «macho», la hembra desencadena automáticamente el comportamiento agresivo de su propio consorte.
Los biólogos han observado que si las características que componen un estímulo-señal son exageradas artificialmente por un experimentador, es frecuente que los animales prefieran las características exageradas a las que se dan de forma natural, o que ejecuten su comportamiento con más intensidad o durante más tiempo. Estas señales artificiales tan efectivas se denominan desencadenantes «supernormales». Muchos pájaros prefieren incubar los huevos más grandes, y son capaces de ignorar los suyos para sentarse sobre un falso huevo que sea mayor. El ostrero, un pájaro costero del tamaño de un petirrojo, llega al extremo de abandonar sus propios huevos para empollar absurdamente un huevo artificial del tamaño de una sandía.
Otro ejemplo: entre los pájaros que tienen que cuidar a sus polluelos, una de las tareas domésticas de los padres es limpiar el nido de los brillantes sacos fecales que producen sus crías. Si alguien anillara a uno de estos polluelos con el clásico anillo brillante que se suele utilizar, los padres tratarían literalmente de «tirar el niño con el agua del baño», a pesar de los gritos de protesta del pequeño.
En cuanto a nuestra especie, si ciertas características físicas sirven de desencadenantes para los seres humanos, su exageración —como, por ejemplo, los 99 centímetros de pecho de la bailarina de «topless» o de la chica del Playboy— representa un desencadenante supernormal desarrollado culturalmente. Nuestra sensibilidad a los desencadenantes se expresa probablemente de otras muchas maneras, y va mucho más allá de los meros estímulos sexuales. Por ejemplo, Lorenz hizo notar que cualquier imagen de un niño o animal con la cabeza y los ojos desproporcionadamente grandes que no tenga una nariz y unas orejas prominentes, nos parece «linda» y «enternecedora»; no hay más que ver las muñecas que fabricamos o las caricaturas de los niños. En estos casos el diseñador especula con nuestra respuesta a desencadenantes supernormales, exagerando los estímulos que normalmente desencadenan un comportamiento protector o maternal en los seres humanos.
Los desencadenantes supernormales producidos culturalmente pueden proporcionar grandes placeres a los seres humanos que saben manipularlos inteligentemente Lo irónico es que también pueden llegar a ser insidiosos, precisamente porque pueden extralimitarse. Carecen del automatismo obvio —y a veces cómico y absurdo— que se da en el pájaro ostrero, en el belicoso petirrojo o en el pulcro gorrión. Precisamente por ello, podemos ser vulnerables a desencadenantes supernormales subconscientes, sin que nos demos cuarta de que están actuando sobre nosotros. Si, por ejemplo, nos pasara como al simpático señor Toad de El viento en los sauces[4] , que perdiéramos el control y enloqueciéramos ante ciertos desencadenantes (como aquellos desdichados «vehículos» de los anfibios), al menos podríamos estar en guardia. Pero no estamos directamente a merced de la ratonera de nuestros propios modelos de respuestas mentales. Y el resultado es que, paradójicamente, estamos casi indefensos ante las ocultas y sutiles motivaciones que nosotros mismos nos hemos creado.
Podría alegarse de que hay muy pocos indicios de que la sensibilidad a los desencadenantes tenga una basé genética. Aunque los pechos femeninos tienen un significado sexual en las sociedades occidentales, por ejemplo, es evidente que son mucho menos eróticos en ciertas sociedades africanas, en donde, de hecho, no se ocultan de forma provocativa. De ahí que nos parezca mejor modificar el término cuando se refiere a los seres humanos, denominando «desencadenantes culturales» a aquellos estímulos que, debido sobre todo a determinadas prácticas culturales, tienen influencia específica sobre el comportamiento humano y que, posiblemente, tengan alguna base génica. Esto explicaría que los estímulos difieran de una cultura a otra.
La cultura humana, debido al carácter intencional que la diferencia de los fenómenos puramente biológicos, tiene otra posibilidad: tras generar desencadenantes culturales, presumiblemente a partir de tendencias biológicas preexistentes, las sociedades pueden exagerar o hiperextender ciertas características, provocando así respuestas más marcadas. ¿El resultado?: otra importante fuente de estímulos sexuales potencialmente perturbadores, basada especialmente en la exageración de los rasgos físicos asociados con la sexualidad. De ahí que los labios se resalten con carmín, los ojos con sombra de ojos y rimmel, y los pechos femeninos sean literalmente «hiperextendidos» mediante implantes de silicona. Estamos expuestos constantemente a este tipo de estímulos supernormales. Aunque si nos sometemos a estos estímulos generados culturalmente es precisamente porque somos muy sensibles a la sexualidad. En cualquier caso, no sólo producimos desencadenantes culturales, sino que los exageramos haciéndolos supernormales, y esto nos divierte, pero también nos complica la vida.
«En cuestión de sexo, se ha dado todo lo que podamos imaginar, y muchas cosas que ni siquiera podemos imaginar»
ALFRED KINSEY
Nos contamos entre los pocos animales capaces de hacer el amor de muy diferentes formas: entre la mayoría de los animales la cópula es un acto estereotipado y característico de cada especie, aunque algunos animales —por ejemplo, los gorilas— son bastante imaginativos. Las posibilidades de la cópula están claramente limitadas por la estructura física de nuestro cuerpo y de nuestros órganos genitales, pero, aparte de esto, el ingenio cultural humano es casi ilimitado. Pese a la gran variedad de posturas para hacer el amor que practica el ser humano, parece ser que la posición vientre a vientre es la más popular. En cambio, la postura para el coito más frecuente entre los animales vertebrados es la posición dorso-ventral, en la que el macho monta a la hembra por la espalda, como puede observarse en los perros. Somos excepcionales en adoptar la posición ventral-ventral. Además, también somos los únicos, evidentemente, que disponemos de libros que indican «cómo hacerlo», como el Kama Sutra o La alegría del sexo, producto de nuestra evolución cultural. Pero si tal repertorio sexual formara parte de un repertorio determinado génicamente, es evidente que no nos harían falta los libros.
Uno de los muchos cambios que exigió nuestro empeño en caminar erguidos fue el desarrollo de los glúteos, los músculos del trasero. Esto pudo convertirse en un impedimento para adoptar la clásica posición dorso-ventral para el coito, lo que, a su vez, originó posiblemente cierto desplazamiento de la vagina hacia el vientre, facilitando, por tanto, la posición cara-a-cara. El cambio de postura pudo también estar relacionado con la importante conexión entre sexualidad y afectividad que fue desarrollándose al mismo tiempo. En resumen: el sexo cara-a-cara es un sexo personal. La «bestia de dos espaldas» de que habla Shakespeare, no es en realidad ninguna bestia, sino dos seres humanos que probablemente se conocen mutuamente y están en camino de conocerse mucho mejor.
Es interesante observar la cópula (normalmente en la postura dorso-ventral) entre los monos: la hembra se mantiene completamente indiferente. Si estaba comiendo cuando el macho la montó, puede seguir masticando despreocupadamente durante todo el acto. De hecho, entre los papiones y los macacos rhesus, no es raro que una hembra provoque sexualmente a un macho que está comiendo algo apetitoso, y que, cuando el macho esté ocupado montándola, la sirena simia le robe la comida. Cuando la cópula se realiza frente a frente, es difícil tener tal sangre fría, y la relación se hace más personal. Las manos están libres para acariciar y manipular al compañero, pero para nada más, y los ojos están pendientes de la pareja, no de la aparición de amigos, enemigos, comida o lo que sea. Como señala el etólogo Desmond Morris, la postura ventral para el coito puede ser otro mecanismo promovido génicamente para eliminar el desinterés emocional en el coito y asegurar la relación sexo/amor exclusiva del ser humano.
De todas formas, hay que hacer notar que la postura dorso-ventral para el coito es la que más facilita la concepción, incluso entre los seres humanos, aunque, definitivamente, no es la más popular. Esto puede reflejar hasta qué punto el sexo se ha emancipado de su estricta función reproductiva.
No sólo somos excepcionales en que hacemos el amor cara a cara, sino también en que preferimos hacerlo en la intimidad. Esta preferencia está tan arraigada en nosotros que puede sorprendemos descubrir que no es lo normal en los animales. Las parejas de monos no dan ninguna importancia a la intimidad, ni hacen ningún esfuerzo por ocultar su actividad sexual a los demás miembros del grupo, aunque es cierto que en algunas especies se producen emparejamientos durante los cuales el macho y la hembra se apartan de los demás para tomarse una pequeña luna de miel. La tendencia a ocultarse y buscar una intimidad para hacer el amor es particularmente fuerte en los seres humanos, y se da en casi todas las culturas.
La ventaja adaptativa que supone este comportamiento parece evidente. La profunda implicación personal que caracteriza al coito entre seres humanos —ya sea en la posición ventral-ventral o en otra— no permite estar alerta a los posibles predadores o competidores. De ahí que una pareja de humanoides haciendo el amor en medio de la sabana africana a plena luz del día fuera especialmente vulnerable y tuviera menos probabilidades de sacar adelante el posible producto de su intimidad. El secreto aumenta la seguridad y, por tanto, las probabilidades de éxito. Además, el coito supone un esfuerzo físico considerable en nuestra especie, por tanto, ambos miembros de la pareja serán menos capaces de realizar un fuerte esfuerzo físico inmediatamente después del orgasmo. Esto puede suponer un riesgo para las parejas que copulan en público, aunque, por supuesto, lo mismo podría decirse de otros animales. Pero la intensidad del orgasmo es mayor en el ser humano que en los demás animales, por lo que es lógico suponer que su vulnerabilidad después del acto sexual es también mayor.
Mantener las relaciones sexuales en la intimidad tiene otra ventaja que se deriva del hecho de que nuestra actividad sexual no se limita a determinados períodos, como ocurre con otros animales, y de la facilidad con que podemos ser estimulados. De ahí que, como señaló Freud, las sociedades humanas se rodeen de imágenes y símbolos sexuales que reflejan tanto deseos subconscientes como intentos conscientes de excitarse. Puesto que nuestra sexualidad está muy desarrollada, la visión (el sonido e incluso el recuerdo) del acto sexual resulta especialmente excitante para el Homo sapiens, de forma que un hombre que copulara en público correría el riesgo de despertar la rivalidad de los mirones.
No es de extrañar que la intimidad sexual sea, por lo general, una característica del ser humano moderno. Junto a esta característica claramente adaptativa se han desarrollado innumerables costumbres culturales que la apoyan. Podrían considerarse como ejemplos de características culturales adaptativas, pero nuestra cultura y nuestra biología no se complementan a la perfección. En la cultura occidental es corriente que los padres se extralimiten en la defensa de su intimidad sexual, produciendo en sus hijos confusión y la impresión de que el sexo es algo «sucio». En la mayoría de las religiones cristianas hay prohibiciones referentes al sexo que pueden ser consideradas intentos de proteger la intimidad sexual. Pero incluso en familias que no están influenciadas por preceptos religiosos, la timidez y la vergüenza impregnan el diálogo entre padres e hijos sobre temas sexuales, llegando incluso a impedirlo. Esto puede provocar en el adolescente, y también en el adulto, complejos de culpa, confusión y problemas sexuales.
La evolución cultural ha llegado a crear situaciones extremas que pueden conducir a la neurosis al permitir un exhibicionismo sexual que es inducido por el uso de estimulantes o por fuertes incentivos económicos. En este último caso, resulta significativo un chiste que apareció publicado recientemente: un hombre y una mujer están desnudos en la cama para filmar una escena de una película. A su alrededor hay un montón de focos, cámaras e innumerables personas. El hombre, revelando una reacción comprensible y claramente adaptativa, se queja: «¡No sé por qué será, pero no me siento con ganas!»
Otra característica básicamente adaptativa del comportamiento sexual humano, antigua, muy difundida, fomentada por nuestra cultura y, probablemente, por nuestra constitución genética (es dear, por nuestra naturaleza y por nuestra educación), es el «tabú del incesto». El horror que sintió Edipo muy bien puede ser universal en las sociedades humanas. Para comprender qué ventajas evolutivas supone la prohibición de aparearse con los parientes cercanos, debemos examinar primero algunos de los fundamentos de la genética.
La mayoría de los genes se dan en pares; uno es aportado por la madre y otro por el padre. Ambos padres pueden aportar genes idénticos para determinado carácter, o proporcionar variantes diferentes; en este último caso, su hijo será un auténtico «muestrario» génico para ese carácter. Esto no significa que su apariencia también sea un «muestrario» de esa característica; uno de los genes puede «dominar» al otro y ser el responsable de la apariencia final, o puede que el resultado sea un intermedio entre las dos apariencias originales o, incluso una apariencia completamente diferente Los individuos portadores de dos genes diferentes para la misma característica suelen ser más sanos, más fuertes y, por tanto, más aptos que los que poseen dos genes idénticos. Hay muchas razones para que sea así. Una de las más simples es que los genes desventajosos surgen por mutación y suelen ser recesivos, es decir, que no llegan a manifestarse en la característica correspondiente por quedar «encubiertos» por su pareja, el gen dominante. Cuando los dos genes no son idénticos, los genes recesivos perjudiciales pueden quedar enmascarados por sus parejas dominantes. Pero si ambos genes son idénticos y han coincidido dos genes recesivos, se manifiesta el rasgo menos ventajoso y, por tanto, el individuo es menos apto.
Considerando que la variedad génica resulta ventajosa, sería de esperar que la selección hubiera inventado numerosos trucos para evitar que los dos genes que determinan una característica sean idénticos, y uno de los sistemas más seguros de conseguirlo es evitar el apareamiento entre parientes, especialmente entre parientes cercanos. Imaginemos un individuo que sea portador de un par de genes idénticos, a los que podríamos representar con las letras «GG». Cualquier pariente suyo tiene muchas probabilidades de tener la misma configuración génica (la probabilidad será mayor cuanto más próximo sea el parentesco), y del cruce de estos dos individuos nacerán descendientes con la configuración « GG». Un extraño, en cambio, podría tener la configuración «gg ». El apareamiento de este último con un individuo «GG» produciría descendientes con la configuración «Gg», que habrían recibido un gen diferente de cada uno de los padres y que, normalmente, serían superiores a ellos.
Mucho antes de que se descubriera la base genética de este fenómeno, los criadores de animales y plantas habían descubierto que el cruce continuo entre individuos estrechamente emparentados conducía, a la larga, a una disminución de la calidad de la raza. Sabían que había que aportar «nueva sangre» cada cierto tiempo para evitar que la población fuera perdiendo salud y vigor. Los genéticos han denominado «depresión endogámica» a la degeneración que se produce a consecuencia del cruce reiterado de individuos emparentados entre sí, y esto es algo que la mayoría de los animales trata de evitar dispersándose; de ahí la tendencia de los jóvenes a marcharse de casa para probar fortuna en otros parajes, lejos de sus parientes génicos. Sin embargo, no es probable que este fenómeno se diera entre los hombres prehistóricos; nuestra especie es tan sociable que los individuos aislados y solitarios no tendrían muchas probabilidades de sobrevivir. De ahí que fueran necesarios otros mecanismos para impedir la endogamia. La prohibición generalizada de las relaciones sexuales entre parientes próximos no es sólo una costumbre cultural con un claro significado adaptativo biológico, sino que puede además estar fomentada por una tendencia génica resultante de las presiones directas ejercidas por la selección natural sobre nuestros antepasados.
El antropólogo israelí Joseph Shepher ha demostrado que los niños criados en un Kibbutz, que han sido tratados como si fueran miembros de una gran familia, evitan casarse entre sí, a pesar de que las presiones sociales favorecen tales uniones. Los propios jóvenes declaran que casarse con alguien que ha sido su compañero/a de juegos desde pequeños seria como «casarse con un hermano/a». Aunque en este caso los individuos no están emparentados biológicamente, parece probable que sus tendencias biológicas les impulsen a evitar el «incesto», respetando una regla social que normalmente seria acertada, aunque no tiene mucho sentido en el entorno cultural de un Kibbutz. De esta forma, evitando el apareamiento con los compañeros de juego de la infancia, el Homo sapiens biológico ha minimizado el peligro del incesto y la endogamia durante muchas generaciones; sin embargo, el Homo sapiens «cultural» se ha pasado de listo.
Puede objetarse que el tabú del incesto no se da universalmente entre los seres humanos. El famoso faraón egipcio Tutankhamón y su esposa Nefertiti eran hermanos. Todo un linaje real europeo se vio afectado por la hemofilia debido a los casamientos entre parientes cercanos. En las sociedades del este de Europa han sido algo común desde la antigüedad. El sociólogo Pierre van den Berghe, entre otros, ha señalado que las uniones incestuosas, sobre todo entre hermanos, suelen darse en situaciones sociales muy especiales: cuando se trata de concentrar el poder, la riqueza y/o los valores espirituales en un círculo muy selecto de personas. En estos casos, predominan las normas culturales sobre las tendencias biológicas. (Aunque estas personas, sobre todo los hombres, suelen tener hijos extra-matrimoniales con amantes con quienes no están emparentados; en cambio, es más probable que las mujeres de la realeza se encuentren atrapadas en una situación desventajosa desde el punto de vista biológico.)
Cuando los biólogos dicen que un rasgo está determinado génicamente, no quieren decir que tenga que darse en todos los casos una correspondencia invariable y exacta. No heredamos un determinado azul de ojos o una determinada estatura, aunque es cierto que ambas características se transmiten génicamente. Lo que heredamos es un potencial, una gama de posibles rasgos externos que varía entre ciertos límites (en general, bastante amplios) dependiendo de las condiciones del entorno en que vivamos. La segunda generación de japoneses-americanos, cuyo patrimonio génico era idéntico al de sus padres, fue considerablemente más alta debido a que en Estados Unidos disfrutaban de una mejor alimentación. Es posible que tengamos una predisposición biológica a copular con extraños, pero, evidentemente, nos encontramos con muchos extraños y no copulamos con ellos. Y, a la inversa, el que tengamos una predisposición biológica a evitar el incesto no garantiza que nunca se produzca.
Pongamos otro ejemplo biológico bastante simple: los conejos «himalayos» tienen una característica determinada génicamente que consiste en que el extremo de sus orejas y sus patas es negro. El resto de la piel es completamente blanca. Las extremidades de los animales suelen estar más frías que la zona central del cuerpo (de ahí que se nos queden fríos los pies, las manos y las orejas), y los conejos que poseen los genes «himalayos» reaccionan al frío produciendo pelo negro en estas zonas. Esto puede ser comprobado experimentalmente afeitando un sector de piel blanca a un conejo himalayo. Como era de esperar, el pelo que crece es también blanco. Pero si aplicamos una bolsa de hielo a la zona afeitada durante el período de crecimiento, el pelo que sale es negro. Es evidente que la piel negra de los conejos del Himalaya no se transmite génicamente; lo que heredan es la capacidad de producir pelo negro cuando la temperatura desciende por debajo de cierto nivel.
Un ejemplo más complejo, aunque análogo, sería la herencia de la inteligencia en los seres humanos. Está claro que las diferencias en el coeficiente de inteligencia tienen cierta base génica, aunque la posesión de todos los genes necesarios para tener una inteligencia brillante no convierte en un genio a un niño que se ha criado en total aislamiento, o que haya estado relativamente privado de la oportunidad de ejercitar y desarrollar su intelecto. Lo que heredamos es una gama de posibilidades, pero la realización específica de nuestras potencialidades depende de los particulares factores ambientales a que estemos expuestos. De un modo similar, la tendencia, determinada génicamente, a copular en la intimidad, en la posición ventral, con individuos que no sean parientes y con diferentes personas (quizá más en los hombres que en las mujeres), puede ser modificada por factores culturales como la religión, la consciencia, la tecnología o las costumbres, sin que influya demasiado su utilidad biológica.
El incesto —dejando aparte las casas reales— suele darse más frecuentemente entre padre e hija, raramente entre hermanos y casi nunca entre madre e hijo. Los casos más frecuentes se dan entre padrastro e hijastra, lo que está más cerca de ser «abuso de menores», puesto que no puede ser definido como incesto desde el punto de vista biológico.
Como veremos más detalladamente en el próximo capítulo, el hombre y la mujer no sólo se diferencian en su biología, sino también en determinadas formas de comportamiento. No es sorprendente que las diferencias en el comportamiento sean coherentes con las diferencias biológicas. En resumidas cuentas: los machos son los inseminadores y las hembras las inseminadas. Los machos, como era de esperar, son los agresores sexuales, y en muchas especies, a veces los violadores. Al estudiar el comportamiento de animales como patos, gansos, peces e incluso insectos, los biólogos han registrado numerosos casos de violación. La causa más común es, al parecer, que en determinadas condiciones, y especialmente cuando no consiguen tener éxito de otra forma, los machos intentan maximizar sus posibilidades reproductivas (su «aptitud») obligando a las hembras a copular.
Un reciente estudio de Randy y Nancy Thornhill sugiere que el deseo de ser «apto» es también un factor importante en los casos de violación entre los seres humanos. Descubrieron que las víctimas de las violaciones suelen ser mujeres en edad de concebir, mientras que las víctimas de asesinatos se distribuyen igualmente entre todos los grupos de la población. Si la violación fuera simplemente un acto de violencia hacia la mujer, afectarla a todas las mujeres por igual. Además, los Thornhill descubrieron también que —como podía haber predicho la teoría evolutiva— la mayoría de los violadores son jóvenes que proceden de un nivel socioeconómico relativamente bajo y, por tanto, con pocas posibilidades de atraer a su pareja mediante estrategias sexuales admitidas socialmente.
Pero los hombres no sólo son más propensos a cometer incestos y violaciones, sino que también tienen mayor tendencia a reaccionar violentamente ante la infidelidad de su pareja. De hecho, la causa más frecuente de que se produzcan agresiones violentas entre los cónyuges —que van desde las palizas hasta el asesinato y se dan en todo el mundo— son los celos sexuales... sobre todo los celos del hombre. En muchas sociedades el adulterio sólo es delito cuando lo comete la mujer. Es más, a menudo es considerado como un delito contra el «marido ofendido», que tiene derecho, con la aprobación de la sociedad, a tomar venganza contra su esposa y/o el amante de ésta. No hay suficientes datos para establecer una comparación entre los celos femeninos y los masculinos, pero casi podemos asegurar que en la mayoría de las sociedades humanas, las mujeres se enfurecen mucho menos por los devaneos de sus maridos que viceversa. Esta diferencia puede atribuirse en gran parte a las tradiciones culturales que prescriben la tolerancia por parte de las mujeres y una doble moral. Sin embargo, estas pautas culturales, con toda su importancia, han emanado probablemente de pautas biológicas no menos importantes: es la mujer la que se queda embarazada, no el hombre. Por tanto, es mucho más probable que los devaneos sexuales de la esposa comprometan el éxito adaptativo de su marido, que viceversa.
Con los últimos avances culturales en las técnicas para el control de la natalidad y para la interrupción del embarazo, han disminuido notablemente las consecuencias estrictamente biológicas de la infidelidad, de forma que, al igual que ocurre con el significado biológico del vínculo que une a la pareja, la difundida hiperextensión cultural de la doble moral y los celos masculinos parece ser hoy menos necesaria que nunca. Pero no debe sorprendemos que nuestras reacciones emocionales —a menudo de intolerancia, celos e incluso de violencia— sean «demasiado humanas» y se hayan quedado anticuadas por un desfase evolutivo.
Como criaturas inteligentes y moralistas, podemos observar los aspectos más sórdidos de nuestro comportamiento y establecer normas culturales destinadas a proscribir y evitar las acciones que consideremos intolerables. Sin embargo, no haríamos un gran servicio en pro del entendimiento humano y, en última instancia, en pro de la sociedad, si ignoramos o negamos conscientemente los posibles componentes biológicos de esos comportamientos que nos parecen tan repugnantes. La posibilidad de que determinado acto sea «biológico» en cierto sentido, no lo convierte en un acto bueno, al igual que no lo convierte en malo el hecho de ser «cultural». Pocas cosas pueden ser más «naturales» que el tifus; que la ciencia médica trate de entender los mecanismos de esta enfermedad no significa que apoye o esté a favor del bacilo del tifus. De igual modo, cuando la evolución nos proporciona alguna explicación sobre la violación o la violencia sexual, no es para tratar de justificar esta clase de conducta, sino para ayudarnos a comprender reacciones que atentan contra nuestras normas culturales.
Según las palabras de Saki (Hector Hugh Munro), «En nuestro mundo se dan toda dase de conductas sexuales.» Algunas nos parecen agradables, otras desagradables, y otras nos resultan simplemente despreciables. Pero en el fondo de todas ellas, para bien o para mal, hay todo tipo de factores biológicos y todo tipo de factores culturales que dependen unos de otros en diferentes grados, que a veces se oponen, pero que siempre están entrelazados.

Capítulo 5
Feminismo: de los gorilas a Goldman y a Gilligan

«El matrimonio es principalmente un acuerdo económico, una especie de seguro. Sólo se diferencia de los seguros de vida corrientes en que compromete mucho más, en que exige mucho más... Si la prima de la mujer es un marido, ella tiene que pagar por él con su nombre, su independencia, su amor propio, y con su vida “hasta que la muerte la separe”. Es más, el seguro de matrimonio condena a la mujer a una dependencia perpetua, al parasitismo, y la inutilidad total, tanto individual como socialmente.»
EMMA GOLDMAN,
«Matrimonio y amor» (1910)

El feminismo no es un fenómeno exclusivo de los años ochenta, ni siquiera de los setenta; es posible identificar a sus precursores en casi todas las etapas de la historia de la humanidad Lo que es nuevo es su intensidad, su difusión y sus profundas repercusiones en la moderna cultura occidental. Se trata claramente de un fenómeno cultural, muy pronunciado en algunas sociedades y prácticamente inexistente en otras. Puede decirse, casi con seguridad, que no tiene una base genética, sino que está asociado a toda una constelación de valores sociales y políticos que, en el mundo occidental, son de signo izquierdistas y «anti-establishment», puesto que el «establishment» occidental suele estar dominado por los hombres y ser conservador y bastante sexista La correlación entre el conservadurismo político-social y el sexismo es tan fuerte que suele darse por supuesta. En este aspecto, como en otros muchos, las cosas que se dan por supuestas son las que con más probabilidad pueden permitimos hacernos una idea de cuáles son nuestras tendencias más profundas. Además hay un hecho que rara vez es tenido en cuenta: que la clave de la lucha feminista (entre la mujer y el hombre, entre la mujer y la sociedad sexista, e incluso entre las propias mujeres) es el eterno conflicto entre la cultura y la biología.
Los hombres y las mujeres son diferentes, y no sólo en su anatomía. A pesar de que las diferentes sociedades pueden no estar de acuerdo en lo que se recomienda o se considera aceptable para cada sexo, y a pesar de que lo que en una sociedad se considera «trabajo de hombres» puede ser «trabajo de mujeres» en otra, sigue siendo cierto que el comportamiento del hombre y la mujer se diferencian claramente en todos los grupos humanos. Es más, hasta se pueden distinguir diferentes modelos de comportamiento: las mujeres, por ejemplo, se ocupan generalmente del cuidado de los hijos, mientras que son los hombres los que van a cazar y a la guerra. Mientras se van acumulando pruebas que demuestran que estas diferencias se basan, al menos hasta cierto punto, en profundas diferencias biológicas entre los sexos, hemos ido creando diferencias culturales que van todavía más lejos. En la medida en que estas diferencias no guarden cierta proporcionalidad, se convertirán en motivo de irritación e injusticia.
Durante cierto tiempo las feministas se resistirán a reconocer cualquier diferencia entre los sexos; quizá con razón. Las actitudes paternalistas hacia las mujeres como «sexo débil», que implicaban que la mujer era más emocional, menos racional y generalmente menos competente que el hombre, han servido de apoyo a toda una serie de instituciones que han oprimido a la mujer durante muchas generaciones y que, en muchos casos, aún lo siguen haciendo [5]. Al lanzarse a la ludia por la igualdad, era lógico tachar de «sexista» cualquier insinuación de que la mujer no fuera igual al hombre. En los inicios de cualquier movimiento es conveniente —y a menudo necesario— simplificar las cosas en interés de una mayor claridad y para impedir la división de opiniones y las dudas autodestructivas. Afortunadamente, parece ser que la ideología feminista ha madurado, como suelen madurar las ideologías políticas o sociales cuando comienzan a alcanzar sus metas inicialmente revolucionarias. Es de esperar, por tanto, que el feminismo esté preparado para asimilar y aprovechar las ideas que ofrece la biología evolutiva.
En la mayoría de las culturas humanas la mujer ha estado siempre oprimida de diferentes maneras. A pesar de la corriente conservadora que se ha extendido por los Estados Unidos durante la presente década, no parece probable que a la mujer se le siga negando por mucho tiempo la igualdad de oportunidades, de posición y de respeto, tanto en el trabajo como en el hogar, ni el derecho a recibir el mismo pago por el mismo trabajo. Como ocurrió antes con el movimiento ecologista, y como ocurra tal vez con el movimiento pro-desarme nuclear en un futuro próximo el feminismo ha pasado de ser un movimiento aparentemente radical en sus inicios a convertirse en un modo de pensar ampliamente aceptado. En este proceso, ha llegado finalmente a aceptar la necesidad de afrontar determinadas verdades que, aunque siempre han sido verdades, no resultaban nada convenientes. El feminismo, en su legítima reivindicación de cambio social, se verá fortalecido a la larga si presta tanta atención a los factores biológicos y al conflicto entre la evolución cultural y biológica, como a los factores económicos y al conflicto entre las necesidades privadas y la política que siguen unos gobiernos dominados por los hombres.
Hace mucho que sabemos que el hombre y la mujer tienen una constitución diferente; que la mujer produce óvulos y el hombre espermatozoides, que el hombre tiene pene y la mujer vagina, que la mujer tiene hijos y los amamanta y que el hombre no. Estos hechos no son sexistas; no son más que hechos. Lo que puede ser sexista es interpretar alguna de estas diferencias desde una perspectiva masculina llena de prejuicios, y sugerir, como hizo Freud, que las niñas sienten que les falta algo que los niños tienen y que, por tanto, tienen envidia del pene. También podríamos sugerir que cuando los niños crecen y acaban cubiertos de sangre en luchas o guerras, lo que pasa es que tienen envidia de la menstruación.
Aparte de las diferencias sexuales, el hombre y la mujer se distinguen también en el tamaño y en la fuerza física. Aunque hay excepciones, los hombres suelen ser más grandes y más fuertes que las mujeres, y estas diferencias se deben más a la evolución biológica que a la cultural. Esto puede parecer sorprendente. Dada la profunda diferencia de sus funciones biológicas, sería de esperar que la hembra fuera más grande que el macho. Después de todo, es la mujer quien produce los óvulos, mientras que los hombres producen espermatozoides. La contribución del hombre a la reproducción es momentánea y banal en cuanto a masa y energía. En cambio, la de la mujer es más duradera y enormemente costosa. Puesto que es la mujer quien, literalmente, lleva todo el peso de la reproducción, sería lógico que fuera más robusta que el hombre. Y en cierto modo lo es, puesto que, pese a que la fuerza muscular es mayor en el hombre, la mujer es biológicamente más fuerte, como lo demuestra el hecho casi universal de que su vida es generalmente más larga que la del hombre.
La superioridad de la fuerza muscular del hombre también es producto de la evolución biológica. ¿La razón? Defensa y competición. Si observamos a las sociedades de monos que pueblan actualmente esa misma sabana africana que fue probablemente el lugar de nacimiento del moderno Homo sapiens, veremos en acción algunas de las presiones selectivas que seguramente contribuyeron a hacemos tal como somos. Los papiones comunes del Este de África viven en unidades sociales compuestas por numerosos adultos, machos y hembras, animales jóvenes y crías. Los machos son más fuertes y a menudo alcanzan casi el doble del tamaño de las hembras. Poseen unos colmillos enormes y un temperamento agresivo, que entran en acción cuando un macho desafía a otro para conseguir la supremacía social o el derecho de aparearse con las hembras, o cuando aparecen en escena predadores como un leopardo o una onza. En el primer caso, los machos adultos hacen gestos amenazadores y, si es necesario, luchan; en el segundo, lo más probable es que suceda lo mismo.
Una correlación similar entre el tamaño y la agresividad de los machos se observa en otros primates terrestres y, de hecho, en mayoría de los mamíferos. Incluso los «aristocráticos» leones que, dicho sea de paso, no suelen esforzarse demasiado por conseguir una presa, se encargan de defender su manada. En este caso su misión consiste, sobre todo, en evitar que las presas les sean arrebatadas por las hienas, pues se conocen casos en que una leona ha sido despojada por las hienas de la comida que había conseguido con gran trabajo. En otros aspectos, el león macho es prácticamente un parásito de la hembra, puesto que es ella quien se encarga de la caza. Pero cuando se trata de defender a la manada y, sobre todo, de defender su posición frente a otros machos, el león siempre está dispuesto a luchar.
Los leones machos compiten entre sí por la «propiedad» de la manada. El vencedor consigue la oportunidad de copular con varias hembras y, por tanto, de reproducirse a través de ellas. El perdedor se convierte en un «solterón» amargado que paródicamente trata de alcanzar el éxito social, sexual y, por tanto, evolutivo.
Defender al grupo es una misión peligrosa, y puede parecer lógico que la evolución la haya encomendado al relativamente poco valioso macho, preservando a la hembra, que tiene una misión más importante, Sin embargo, por lo que sabemos, la evolución no actúa en beneficio de una especie o de un grupo; simplemente, cuando hay unos individuos que consiguen tener más descendientes que otros, o cuando unos genes consiguen dejar más copias que otros, está teniendo lugar la selección natural. El beneficio que obtenga cualquier especie es, por tanto, algo incidental en el torneo evolutivo de individuos y genes. De un modo análogo, el producto nacional bruto es el resultado incidental del esfuerzo de individuos, empresas y entidades estatales por maximizar su rendimiento; generalmente aumentará cuando cada uno de sus componentes subnacionales consiga el mayor rendimiento posible, pero no porque el aumento del producto nacional bruto sea la finalidad de la competición que está teniendo lugar. De un modo similar, los beneficios que obtenga una especie son el resultado de que la selección actúa para maximizar el rendimiento de cada uno de sus miembros, no para beneficiar a la especie en sí.
Los leones macho defienden a su grupo de los extraños, que pueden ser tanto hienas como otros leones, porqué sacan algo de ello: actuando así tienen más posibilidades de alcanzar su éxito evolutivo. Y, presumiblemente, éstas son también las presiones que actuaron sobre el Homo sapiens durante miles de generaciones. Teniendo en cuenta el proceso biológico de la producción de esperma y de la producción de óvulos, parece probable que la defensa del grupo fuera en principio la defensa del éxito reproductivo individual del macho; esto quiere decir que era probablemente una actitud egoísta, de ningún modo una acción laudable, caballerosa o galante.
A menos que las hembras compitieran activamente por los machos, no existiría una presión selectiva que actuara sobre ellas de un modo análogo. Por otra parte, si se hubiera dado una escasez de hembras, la selección natural, a través de la competencia, habría favorecido a aquéllas cuyas características les ayudaran a procurarse un macho y a procrear con éxito. Entre las «lavanderas moteadas» —una especie común de pájaros costeros— el modelo de comportamiento sexual es el inverso del normal: las hembras se comportan de una manera marcadamente masculina. Más grandes y agresivas que los machos, las hembras de las lavanderas moteadas llegan a su territorio de reproducción cuando los machos aún están volando hacia el sur. Las hembras, obstinadas y agresivas, luchan entre sí para repartirse el territorio, tras lo cual los machos, que se limitan a instalarse discretamente en un territorio u otro, generalmente varios machos en el «harén» de cada hembra. Cada uno de ellos queda subordinado a la hembra propietaria del territorio y se encarga de empollar una nidada de huevos puesta por esta hembra dominante, que se dedica a defender sus fronteras y a atender sus negocios mientras el macho se ocupa del cuidado de las crías.
Un comportamiento similar puede observarse entre los caballitos de mar: entre estas curiosas criaturas la hembra transfiere sus huevos al macho, que los incuba en unas bolsas especialmente destinadas a esta función. Es significativo que las hembras de los caballitos de mar suelan ser —al igual que las lavanderas moteadas— más grandes, más vistosas y más agresivas que los machos, que suelen ser pequeños, pardos, y sexualmente tímidos. Estos casos son excepcionales, pero es interesante observar que contribuyen a demostrar que el sexo que más invierte (generalmente el sexo femenino) tiende a ser menos agresivo y a convertirse en motivo de la rivalidad sexual del sexo que invierte, menos (generalmente el sexo masculino).
Entre algunos animales, el éxito en la competencia sexual exige cierta fuerza física. Entre otros, como, por ejemplo, los seres humanos, características de poco o ningún valor inmediato para la supervivencia pueden suponer una ventaja selectiva por el mero hecho de resultar atractivos para los miembros del sexo opuesto. Los biólogos evolucionistas siguen discutiendo si realmente se da una preferencia hacia características no adaptativas y, de ser así, si es cierto que no tienen ningún valor adaptativo. Por ejemplo, puede ser posible que las grandes cornamentas de los ciervos representan un lastre más que una ventaja, puesto que exigen una importante inversión de energía y llaman la atención de los predadores. Por otra parte, si una cornamenta impresionante denota que su portador es capaz de sobrevivir a pesar de tal «hándicap», puede que las hembras prefieran aparearse con tales individuos... de forma que el «hándicap» se convierte en una ventaja. En cualquier caso, con frecuencia se dan fuertes presiones selectivas que favorecen a los machos más grandes, impresionantes y agresivos, capaces de derrotar y dominar a otros machos y también de defenderse a sí mismos y a su clan de las posibles agresiones.
Charles Darwin observó por primera vez algo parecido a este fenómeno y lo denominó «selección sexual», al suponer, erróneamente, que se trataba de algo diferente a la selección natural, puesto que parecía depender de la elección de pareja de las hembras, que estarían dotadas, en cierto modo, de un sentido de la estética intuitivo. Actualmente sabemos que, efectivamente, en estos casos se lleva a cabo una selección, pero el agente selector es todo el entorno de la especie, y no sólo las preferencias de las hembras. Es cierto que los machos tratan de impresionar a las hembras, pero, sobre todo, tratan de tener éxito en la competencia con otros animales, especialmente con los de su misma especie. Cuando un macho dominante de la especie denominada «gorilas de espalda plateada» consigue ahuyentar a un macho procedente de otro grupo, no sólo ha triunfado en el enfrentamiento entre machos, sino que se ha asegurado las atenciones sexuales de sus hembras.
Sin embargo, debido a este mismo mecanismo, podría parecer lógico que la evolución hubiera producido hembras más grandes y fuertes: las hembras capaces de defender a su grupo de los predadores y de vencer a los posibles competidores procedentes de otros grupos tendrían más posibilidades de dejar un mayor número de descendientes bien adaptados. Esto implicaría que la selección favoreciera un mayor tamaño y fuerza (características masculinas) también entre las hembras. Así ha sido, hasta cierto punto. Pero las distinciones biológicas fundamentales entre macho y hembra impedirían la proliferación de «amazonas». Si bien un macho bien adaptado podría hacer una gran contribución al patrimonio génico de las siguientes generaciones, la contribución de una hembra, por muy bien adaptada que esté, estaría limitada por su propia biología El período de gestación de los mamíferos es bastante largo, y sólo nacen unas pocas crías cada vez; en los primates es necesario, además, un período aún más largo de cuidados y atenciones posnatales por parte de la madre Así que aunque, desde un punto de vista individual, son las hembras, más que los machos, las que determinan el resultado de la reproducción y, en último término, el éxito evolutivo o el fracaso de la especie, incluso una hipotética «superhembra» sólo podría hacer una modesta contribución génica a la siguiente generación. En cambio, un macho bien adaptado puede fecundar a muchas hembras y, por tanto, tener un impacto evolutivo mucho mayor. El resultado de todo esto fue que se fomentó la tendencia a la diferenciación del hombre y la mujer entre nuestros antepasados, tanto en el aspecto físico como en el comportamiento.
Esto no significa que los machos tengan alguna ventaja sobre las hembras. De hecho, por cada macho que tiene éxito hay otros muchos que no lo tienen. En cambio, es menos probable que una hembra consiga un éxito espectacular, pero también es menos probable que fracase por completo. Ser macho es más arriesgado, puesto que en la mayoría de las especies, los machos o triunfan o fracasan; en cambio, ser hembra, es más conservador, puesto que casi todas las hembras procrean y, en términos biológicos, no hay tanta diferencia entre su fracaso y su éxito.
Pero en el campo de la biología nada es gratuito. La mayoría de las ventajas se obtienen a cambio de otras desventajas: un cuerpo más robusto necesita más alimentos, y en las épocas de escasez será, sin duda, más ventajoso poder subsistir con menos. Esto podría ser una ventaja compensatoria para quienes tienen un tamaño pequeño. Además, los machos que están dotados de colores más vivos son más llamativos y, por tanto, una presa más fácil para los predadores. Finalmente, si bien es cierto que los machos dominantes pueden alcanzar un éxito evolutivo, lo normal es que tengan una vida más corta que los «fracasos evolutivos», puesto que estos últimos dedican menos tiempo a luchar y a copular y, por tanto, tienen más tiempo para comer y ponerse a salvo de los peligros. Un carnero montés, por ejemplo, o un alce macho, pueden quedar agotados y demacrados al final de la época de celo, sobre todo si han conseguido conservar su harén. No es sorprendente, pues, que entre la mayoría de los animales las hembras vivan más que los machos, al igual que las mujeres viven más tiempo que los hombres.
A consecuencia de que la selección natural actúa de forma diferente sobre machos y hembras, los dos sexos presentan diferencias en el aspecto físico y en el comportamiento. Las diferencias biológicas no sólo influyen sobre cada sexo separadamente, sino también sobre la interacción entre sexos. Entre los monos, los machos dominan a las hembras. Los grupos de gorilas suelen tener un macho dominante que hace el papel de líder; los grupos de monos Rhesus tienen una escala jerárquica de machos dominantes, y en los grupos de papiones suele darse una oligarquía de varios machos. También entre las hembras se establece cierta escala social, aunque, en términos generales, cualquier hembra escogida al azar será dominada por cualquier macho igualmente escogido al azar. Además, mientras que la escala jerárquica de los machos suele ser bastante estable y sólo se altera con la vejez o la muerte de sus líderes, la escala social de las hembras es mucho más variable, al depender de los cambios del ciclo ovulatorio, de la presencia o ausencia de crías dependientes e incluso de la posible asociación cori machos de categoría superior. Debido a esta inestabilidad jerárquica resulta bastante difícil que llegue a darse un dominio de las hembras sobre los machos. De hecho, entre los primates no se ha observado ningún caso en el que un grupo esté claramente dominado por las hembras. Lo más probable es que esto sea consecuencia directa de las diferencias biológicas entre ambos sexos, que tienen su base en diferencias hormonales y anatómicas que, a su vez, son atribuibles a la acción de la selección que ha favorecido las características que permiten al macho desempeñar con éxito su papel de protector y luchador, y a la hembra su misión de cooperación y crianza.
Las características, tanto físicas como psicológicas, que la selección fue fomentando en nuestros antepasados para que el hombre pudiera desarrollar su agresividad, han conducido a la dominación de los machos sobre las hembras. Esta correlación no es completamente exacta, aunque la experiencia demuestra que la supremacía suele ir asociada a la superioridad en tamaño, fuerza física y agresividad Esto es lo que ocurre entre la mayoría de los animales, y los seres humanos no parecen constituir una excepción.
Puede parecer, por tanto, que la supremacía masculina entre los seres humanos es «correcta» desde el punto de vista biológico. Si fuéramos seres puramente biológicos, no habría ningún problema; ni siquiera nos habríamos planteado la cuestión. Pero somos un caso bastante especial, puesto que servimos a dos «señores» que a veces resultan antagónicos; la biología y la cultura; y eso cambia las cosas por completo. Admitamos por un momento que el dominio del hombre sobre la mujer se deriva de las diferencias físicas y de comportamiento debidas a que la selección fomenta la agresividad masculina, la competitividad y la capacidad de defender la unidad social. Probablemente estas características eran muy necesarias hace 30.000 años (hace muy poco, en términos evolutivos). Sin embargo, desde entonces la evolución cultural ha remodelado por completo las condiciones de la supervivencia y la vida social de la humanidad, y la biología, como de costumbre, se ha quedado atrás. Hoy día los hombres rara vez tienen que defender directamente su patrimonio génico; debido a la existencia de armas nucleares, son precisamente los que se encargan de esa «defensa» quienes están haciendo, peligrar no sólo su propia supervivencia, sino también la de sus supuestos defendidos. De hecho, ésta puede ser la mayor amenaza para la supervivencia evolutiva a largo plazo que ha conocido nuestra especie.
La tendencia a formar «familias nucleares» con un fuerte vínculo entre la pareja, reduce la selección sexual de características marcadamente masculinas. Al haber un número casi igual de hombres y mujeres en la población, y al haberse impuesto culturalmente la monogamia, prácticamente todos los hombres pueden reproducirse, no sólo unos cuantos individuos extraordinariamente dotados. Parece muy probable que, dado el estado en que se encuentran la biología y la cultura humanas, la selección de características distintivas masculinas y femeninas tienda a disminuir. Pero es igualmente probable que, dado el ritmo de la evolución biológica, tal igualamiento biológico pueda ser un proceso que dure miles de años. Pero, ¿en qué punto estamos ahora?
Estamos estancados, lastrados por un sistema biológico anticuado, que se ha convertido en un anacronismo debido a la rápida evolución de nuestra cultura y que resulta inaceptable para nuestra conciencia social en expansión. Conservamos características físicas y patrones de comportamiento —como, por ejemplo, la supremacía y la agresividad masculina— que resultan chocantes, inadecuados e incluso peligrosos. Y aunque, irónicamente, es la propia cultura la responsable de esta discrepancia, muchas de las dificultades que surgen al intentar reajustar nuestras normas sociales se deben al apoyo cultural —y no biológico— que se ha dado a la dominación masculina. Muchas costumbres tradicionales —tan diversas como la de que sea el hombre quien dé el apellido al matrimonio y a la familia y tenga más acceso a la actividad política y económica, el papel que se espera que desempeñen el hombre y la mujer en el hogar y en el trabajo, el fumar puros o el ceder el asiento en el autobús— no son más que convencionalismos sociales. Puede admitirse que se han desarrollado en respuesta a la tendencia biológica que fomenta el carácter competitivo, protectivo y, por tanto, la dominación del hombre. Pero esta dominación no tiene sentido ahora y, dado que existe una amplia toma de conciencia de este hecho y que el comportamiento humano (influenciado por la cultura) es bastante flexible, podemos predecir su desaparición. Pero, al mismo tiempo, la hiperextensión cultural de la opresión de la mujer no puede ser eliminada fácil ni rápidamente. Puede ser necesaria una «hiperconciencia» de la necesidad de poner remedio a la situación.
Es difícil establecer los límites entre las tendencias biológicas y las normas sociales. En lo que respecta a las diferencias entre hombre y mujer, lo más probable es que la sociedad, basándose en ciertas realidades evolutivas, haya hecho una terrible e injusta montaña cultural de un grano de arena biológico. Los hombres y las mujeres son efectivamente diferentes, pero no tanto como pretenden las tradiciones sociales. En tales casos, si se le da la mano a la evolución cultural, se toma el brazo entero, aunque al final salgan perjudicados todos los implicados. En otras situaciones puede ocurrir todo lo contrario: las realidades evolutivas pueden ser disminuidas, en vez de aumentadas, por la acción de la evolución cultural. Esta acción puede ser beneficiosa cuando la socialización sirve para suavizar características potencialmente conflictivas (la agresividad masculina, por ejemplo), siempre que el proceso se lleve a cabo gradualmente, con sensibilidad y persistencia. En otros casos las prácticas culturales pueden oponerse violentamente a las tendencias evolutivas y su resultado, pese a estar de acuerdo con un propósito consciente, puede causar angustia y desazón.
Cuando se trata de diferenciar los papeles masculino y femenino hay una serie de aspectos biológicos que están muy claros. En todas las especies de mamíferos son las hembras —no los machos— las que se quedan preñadas, y además están dotadas de glándulas mamarias con las que alimentar a sus crías después del parto. La madre suele quitar las membranas que aún recubren al recién nacido y, normalmente, se las come para aprovechar los elementos nutritivos y/o las hormonas que contienen. En muchas especies el recién nacido necesita ser lamido enérgicamente para poder empezar a desarrollar con normalidad las funciones de excreción. Los adultos suden cuidar a sus crías dándoles calor cuando hace frío y sombra cuando hace calor, retirando los excrementos para mantener limpio su refugio y proporcionándoles alimento. El padre puede o no colaborar en estas tareas, pero los cuidados maternos son siempre necesarios. Las hembras de ratas y ratones recogen a sus crías automáticamente cuando se dispersan, agrupándolas juntas en un lugar donde puedan estar calientes y seguras. En la mayoría de los casos las propias hormonas que produce la madre activan toda una serie de comportamientos maternales, en particular las hormonas denominadas oxitocina y prolactina que están relacionadas también con la secreción de leche.
En el caso de los seres humanos, la situación es sin duda mucho más compleja. Del estudio del comportamiento de los animales puede sacarse la conclusión de que, entre los animales más inteligentes, el papel que desempeña el comportamiento determinado génicamente y activado por las hormonas va perdiendo importancia a medida que aumenta el componente cerebral. Ya hemos visto, por ejemplo, que el comportamiento sexual de los seres humanos se ha liberado de la tiranía química de los ciclos hormonales que se observa en todos los demás mamíferos. Es indudable que también el comportamiento maternal del Homo sapiens se ha emancipado del control ejercido por las hormonas y la genética. De hecho, no hay pruebas que demuestren que las madres que crían a sus hijos con biberón tengan menos instintos maternales que las que les dan el pecho, a pesar de que en estas últimas las hormonas juegan un papel mucho más importante.
Sin embargo, dar el pecho tiene un innegable efecto secundario sobre la psicología de la madre: tiende a inhibir el ciclo ovulatorio. Esto es lo que se denomina amenorrea de la lactación, y es un fenómeno completamente biológico: su valor adaptativo estriba en que reduce la probabilidad de que la madre se quede embarazada de nuevo cuando todavía tiene que atender a un niño pequeño. De hecho, en las sociedades no-tecnológicas se da una correlación entre 1a duración del periodo de lactancia, la duración de los tabús sexuales posparto (restricciones a la sexualidad impuestas socialmente tras el nacimiento de una criatura), y la cantidad de proteínas presentes en la dieta de la madre: un nivel bajo de proteínas suele ir unido a un período de lactancia más largo y a otras costumbres culturales que reducen la probabilidad de que los embarazos se sucedan con demasiada rapidez, lo que no sería conveniente desde el punto de vista adaptativo. Cuando las empresas que fabrican leche para bebés —como por ejemplo Nestlé— consiguieron introducir sus productos en los países del Tercer Mundo, rompieron este delicado equilibrio entre biología y cultura, eliminando una inhibición adaptativa que impedía embarazos excesivos y no deseados. Además, mientras que la leche materna está generalmente libre de agentes patógenos, la leche artificial, que muchas veces se prepara con agua contaminada, ha provocado frecuentemente diarreas crónicas y disenterías, una de las principales causas de mortalidad entre los recién nacidos.
No hay pruebas que demuestren que el cuidado y crianza de los niños sea tarea de mujeres más que de hombres. De hecho, existen pruebas convincentes de que los hombres son capaces de «hacer de madres» de forma eficiente La manifestación de cualquier comportamiento hacia los niños es muy sensible a las influencias culturales, especialmente a las expectativas sociales y a la situación económica, así como a las preferencias personales, que suelen derivarse de las experiencias de cada uno. No obstante, no parece probable que un sistema de comportamiento tan importante para la evolución como es el cuidado de las crías no tenga algún componente génico, incluso en la más liberada de las especies, el animal humano. El sistema puede ser flexible y fácilmente influenciable por la cultura, pero seguramente tiene algún fundamento génico. Todos sabemos que el ciclo menstrual puede alterarse a causa de la tensión nerviosa; los sutiles efectos del ciclo menstrual sobre el comportamiento femenino nos llevaría a pensar que el Homo sapiens no es inmune a los efectos de la biología, representada, en este caso, por las hormonas sexuales.
La resistencia de las mujeres a admitir que hay diferencias entre su comportamiento y el de los hombres, unida al empecinamiento —que a veces llega a la grosería— de los hombres en considerar que el término «hombre» representa a toda la especie humana, ha tenido como resultado una concepción bastante limitada de lo que es la naturaleza humana. Carol Gilligan, profesora de Harvard, en su libro In a Different Voice: Psychological Theory and Women’s Development (En una voz diferente: la psicología y el desarrollo de la mujer), ha puesto de manifiesto algunos de estos malentendidos. Por ejemplo, tradicionalmente se piensa que el desarrollo moral de las niñas —medido según los criterios ampliamente aceptados del psicólogo Lawrence Kohlberg (un hombre, por supuesto)— es inferior al de los niños, porque los niños tienden a evaluar las situaciones basándose en leyes abstractas y principios éticos, mientras que las niñas tienden a regirse por las conexiones sociales y las relaciones interpersonales. Pero no existe ningún criterio arbitrario que nos permita establecer tal juicio comparativo, aunque el estudio de la biología evolutiva puede ayudamos a comprender por qué la primera respuesta obedece a un modelo masculino y la segunda a un modelo femenino.
Gilligan subraya que las preferencias morales femeninas llevan a situar «la responsabilidad ética como centro de la preocupación moral de la mujer, integrándose en un mundo de relaciones y dedicándose a actividades de tipo asistencial», mientras que, en cambio, el más alto nivel de desarrollo moral —según los dogmas de la psicología— antepone el reconocimiento de los derechos universales a la responsabilidad personal. «La moralidad de derechos», como Gilligan señala, «se diferencia de la moralidad de responsabilidad en que considera al individuo antes que a sus relaciones». Probablemente no es coincidencia que la moralidad de derechos sea la moral que prefieran los hombres, ni que los creadores e intérpretes de estos sistemas éticos sean también hombres.
Los psicólogos que estudian el desarrollo infantil han observado que los juegos de los niños suelen durar más tiempo que los de las niñas, porque los niños aprenden en seguida a resolver las disputas que se originan mediante reglas y principios abstractos, Gilligan señala que:
Participando en situaciones competitivas controladas y aceptadas socialmente, aprenden a competir con naturalidad —a jugar con sus amigos y a competir con sus enemigos— siguiendo siempre las reglas del juego. En cambio, las niñas suelen jugar en grupos más reducidos e íntimos —a menudo son sólo las dos mejores amigas— y en sitios más privados. Su juego es una réplica del modelo social de relaciones humanas fundamentales, puesto que su organización es más cooperativa.
Al contrario que los niños, las niñas, están mucho más dispuestas a interrumpir el juego cuando surgen desacuerdos, porque valoran la relación entre las participantes más que la justicia ciega y abstracta o que el juego en sí. Aunque Gilligan no hace referencia al origen de esas diferencias que tan elocuentemente describe, su compatibilidad con la evolución biológica nos sugiere que tienen algo que ver con la selección natural.
La misión biológica evolutiva tanto de los machos como de las hembras es proyectar copias de sus genes hacia el futuro para conseguir que su «aptitud» sea máxima. Pero, como hemos visto, cada sexo tiene formas diferentes de lograr este propósito. El éxito masculino se alcanza a través de la competición; el femenino a través de las relaciones, especialmente a través de las relaciones con su prole y otros parientes. De ahí que, para los niños y los hombres, la moralidad más ideal y subyugante sea una moralidad de justicia, es decir, de principios teóricos que restringen la agresividad, la competitividad y las tendencias egoístas; en cambio, para las niñas y las mujer», la moralidad va asociada a las relaciones, al cariño y a la preocupación por los demás. La moralidad masculina, como dice Gilligan, es una ética de inhibición de nuestro yo maligno; la moralidad femenina, en cambio, fomenta el desarrollo de nuestro yo servicial.
La clásica finalidad del desarrollo de los chicos, según reconocen los psiquiatras y los psicólogos, es conseguir la diferenciación y la individualización. Este objetivo se corresponde perfectamente con su función biológica. El niño debe separarse, física y emocionalmente, de la persona que lo cuida (generalmente la madre) y convertirse en algo diferente: en un hombre, y en un padre. Hacerse «todo un hombre» es convertirse en algo diferente de la mamá. Las niñas, sin embargo, al imitar a su madre y tratar de establecer relaciones comparables a las suyas, actúan de acuerdo con sus necesidades biológicas esenciales. En un mundo orientado hacia lograr la independencia y la individualidad, los vínculos afectivos pueden parecer impedimentos u obstáculos para alcanzar la madurez. Erik Erikson ha sugerido que mientras que para los chicos la identidad debe preceder a la intimidad, las niñas encuentran su identidad a través de las relaciones con los demás.
Como Gilligan señala: «Puesto que la masculinidad se caracteriza por la separación y la feminidad por los lazos afectivos, la identidad del género masculino es amenazada por la intimidad, mientras que la identidad del género femenino se ve amenazada por la separación. Por eso los hombres suelen tener dificultades a la hora de relacionarse, mientras que las mujeres suelen tener problemas con el proceso de individualización.» De acuerdo con su papel biológico, la meta del hombre es «hacer carrera» y lograr alcanzar el éxito en un mundo competitivo, integrándose de buena gana en toda una serie de sistemas organizados jerárquicamente, mientras que la mujer, de acuerdo con el suyo, se orienta dentro de una red de relaciones, Así pues, cuando Freud dijo que la meta más elevada de la salud mental es «la capacidad de amar y trabajar», no estaba describiendo en realidad un doble objetivo al que aspiraban por igual ambos sexos. Mientras que el hombre desea estar solo en la cima y teme que otros puedan llegar demasiado cerca, la mujer desea estar integrada en una red de relaciones humanas y teme quedarse aislada. Como dice Gilligan:
Las imágenes de la jerarquía y la red de relaciones», reflejan diferentes modos de estructurar las relaciones humanas y responden a diferentes concepciones de la modalidad y del yo... como la cima de la jerarquía representa el borde de esa red y el centro de la red se convierte en el punto de partida de una progresión jerárquica, la posición que para una concepción es peligrosa resulta segura para la otra.
Los hombres tienen miedo al fracaso, y muchas mujeres tienen miedo al éxito. Hace más de un siglo, la sufragista Elizabeth Cady Stanton se sentía tan frustrada a causa de la inclinación de las mujeres a dedicarse a sus hijos y a sacrificarse en lugar de luchar por realizarse socialmente, que propugnaba una reestructuración radical de los valores femeninos. «Póngalo con mayúsculas», le dijo a un periodista: «EL AUTO-DESARROLLO ES UN DEBER MUCHO MÁS IMPORTANTE QUE EL AUTO-SACRIFICIO.» La obra de Gilligan nos ayuda a comprender que, para la mujer, el auto-desarrollo exige mucho más esfuerzo que el auto-sacrificio, y una ojeada a nuestra historia evolutiva puede ayudamos a comprender por qué.
Siguiendo la exhortación de Stanton, cada vez hay más mujeres que aspiran a conseguir su propio desarrollo personal, y que se irritan por la lentitud con que la sociedad les permite realizar esta aspiración. Indignadas por la falta de respuesta de la sociedad, muchas mujeres se han tenido que enfrentar a la resistencia y la rigidez de las instituciones sociales y gubernamentales dominadas por los hombres y por sus valores masculinos. Las mujeres han empezado a exigir y a conseguir que no se les impongan determinados papeles sexistas y una posición social subordinada; ambas cosas fueron originalmente producto de nuestra biología, pero han sido tremendamente exageradas por nuestra cultura. Pero, a la vez, las mujeres se han encontrado con otro conflicto dentro de sí mismas: el conflicto entre la biología y la cultura. A pesar de la falta de sensibilidad hacia las cuestiones sociales que ha caracterizado a la política de los Estados Unidos en la década de los ochenta, no se puede negar que las mujeres están más liberadas ahora de la tiranía de su propia biología que en cualquier otro período de la historia de nuestra especie. La cultura es capaz de proporcionar los elementos mínimos necesarios para criar y educar correctamente a los hijos —niñeras, clínicas, guarderías, escuelas—, lo que hace que el sacrificio de la mujer sea cada vez menos necesario.
Hemos trascendido, por tanto, los simples objetivos del hombre como cazador, protector, competidor egoísta y (a veces) como proveedor, así como los de la mujer como hortelana, recolectora, objeto sexual, niñera y educadora. Pero las mujeres se ven presionadas, por una parte, por su deseo de conseguir una independencia que ya resulta posible y, por otra, por su tendencia biológica a asumir el papel reproductor que la evolución les ha asignado, sobre el que se basa la sociedad actual y la supremacía masculina. No es de extrañar, pues, que los sentimientos de las mujeres sean ambivalentes cuando se trata de plantearse su papel y sus aspiraciones en la vida.
Los hombres, por el contrario, han tenido las cosas más fáciles, puesto que sus antiguas cualidades de agresividad y osadía —tan útiles en la sabana— se adaptan sin dificultad al mundo «exterior» del trabajo, los negocios y la competencia profesional. La presión de la cultura sobre la biología se deja sentir, por tanto, sobre cualquier mujer que contraponga las ventajas de una carrera a las de la maternidad, y sobre cualquier hombre que se sienta en el deber de renunciar a alguno de los privilegios que le otorga su condición masculina.
No hay duda de que el matrimonio, tal como se ha practicado entre la mayoría de los seres humanos a lo largo de toda nuestra historia cultural y biológica, ha sido una institución que ha oprimido a la mujer. Tampoco hay duda de que, al menos en Occidente, se están produciendo algunos cambios en este sentido. Pero sería irónico que en el proceso de realizar su verdadero potencial como ser humano, la mujer se encontrara con que más que liberarse del yugo de la esclavitud doméstica, se le permite, simplemente, asumir nuevas responsabilidades —en el mercado de trabajo y en la lucha competitiva—, mientras continúa teniendo que cargar con el peso del mismo bagaje biológico de siempre. En su libro The Hearts of Men (El corazón de los hombres), Barbara Ehrenreich —al igual que Emma Goldman en la cita que abre este capítulo— señala los defectos del matrimonio basado en la dominación masculina, la dependencia femenina y los vínculos económicos. Pero también hace notar la tendencia del hombre a aprovechar la lucha feminista por la liberación para liberarse de sus responsabilidades como padre y esposo, siguiendo, tal vez, sus propias tendencias biológicas. De este modo, la mujer, atrapada por su biología, queda privada de la «red de seguridad» construida por la cultura que, pese a sus deficiencias, ha sido una de las cosas buenas que ha aportado el matrimonio; tal vez la única.
Al tomar los hombres conciencia de las posibilidades que les daría su propia liberación y de las tensiones agotadoras que acompañan a la lucha por el éxito (problemas emocionales, cardiacos, úlceras de estómago), las mujeres se han visto atacadas desde otro frente, atrapadas entre la Escila de la dependencia marital y el Caribdis de ser ciudadanas de segunda clase en el mundo del trabajo (muchas veces sin que hayan disminuido sus responsabilidades como madre de familia). Al igual que Gilligan, tampoco Ehrenreich se detiene a analizar las causas de estos fenómenos. Sin embargo, la liberación del hombre de sus deberes de padre y esposo —que tanto lamentan las mujeres y cada vez atrae a más hombres— es la huida de un sistema impuesto culturalmente hacia un imaginario país de Jauja de la auto-realización, tanto más atractiva por estar de acuerdo con la biología masculina. Puede ser —como señala la doctora Helen Caldicott— que la mujer que más necesita liberarse sea la mujer que hay dentro de cada hombre, que se ve obligada a desempeñar un papel masculino difícil, agotador y muchas veces desagradable Pero también hay un macho biológico en cada hombre que puede sentirse tentado por la perspectiva de liberarse de la monogamia y del compromiso con la mujer y los hijos que suele implicar este sistema. Después de todo, la poligamia es algo «natural» para nuestra especie, que ha sido inhibido por restricciones culturales. (Decidir si esto es «justo» o no, es ya otra cuestión.) Por último, otra de las consecuencias biológicas de las características masculinas frente a las femeninas, es que la mujer tiene siempre la seguridad de que sus hijos son realmente suyos, mientras que el hombre no. Para la inmensa mayoría de los mamíferos, el éxito adaptativo de los machos se basa en aparearse con el mayor número posible de hembras, ofreciendo después muy poca o ninguna asistencia paterna.
Las garzas azules son unos pájaros grandes y de aspecto majestuoso que habitan en las marismas y se alimentan de peces. El ornitólogo Douglas Mock, de la Universidad de Oklahoma, observó que en cuanto la hembra abandona el nido en busca de comida, el macho se pone a cortejar a otras hembras. Estas relaciones «extramaritales» no tienen nada de reprobable y, desde luego, están en consonancia con la biología de esta especie. Si, ocasionalmente, la hembra encuentra un macho mejor que su consorte, abandonará a éste último para irse con el primero. En este caso, será mucho mejor para el macho abandonado tener ya alguna otra hembra esperándole. Las garzas azules —tanto los machos como las hembras— no sienten mucha responsabilidad hacia su pareja, aunque son muy responsables de su éxito evolutivo individual. Entre los seres humanos, sin embargo, las relaciones extramatrimoniales pueden ser o no reprobables (dependiendo de cómo se valore culturalmente tal comportamiento), al igual que pueden hacer o no más aptos a los individuos implicados.
Las hembras de los pequeños peces denominados picones depositan sus huevos en un nido construido previamente por el macho. Una vez puestos los huevos, las hembras se marchan y quedan libres de toda responsabilidad doméstica, dejando al macho al cuidado de las crías. Una vez más, la feminidad y la masculinidad biológicas, actuando en el contexto de la situación particular de cada especie, dictan el papel que debe desempeñar cada sexo: no se puede decir que haya picones liberados y oprimidos, ni que haya picones ambivalentes.
Al igual que la garza azul y que los picones, los seres humanos hemos sido dotados por la biología de características femeninas y masculinas, y apenas podemos hacer nada por cambiarlo. La masculinidad y la feminidad son, por otra parte, conceptos elaborados por nuestra cultura y por nosotros mismos, y, por tanto, sí podemos hacer algo por cambiarlos. Mientras que la masculinidad de las garzas azules o de los picones conduce, directamente y sin más complicaciones, al desarrollo de un comportamiento masculino, la masculinidad no determina el comportamiento de los hombres, ni la feminidad el de las mujeres. La sociedad, al menos en la misma medida que la biología, dicta lo que debe ser la masculinidad y la feminidad, creando expectativas que pueden estar o no de acuerdo con nuestras inclinaciones. A veces la transición no es fácil, puesto que las percepciones, las expectativas y las restricciones de la cultura no siempre están de acuerdo con las de la biología. Del crisol de este conflicto surgen algunas de nuestras dificultades más frustrantes, y también las oportunidades más estimulantes de definirnos como seres plenamente sexuales y, a la vez, plenamente liberados, con una responsabilidad hacia nosotros mismos y también hacia los demás, y, por tanto, como seres plenamente humanos, del mismo modo que otros animales pueden ser plenamente garzas azules o plenamente picones.

Capítulo 6
De la familia y los amigos: Genes altruistas jugando a juegos egoístas

Una gallina no es más que el sistema que tiene un huevo de hacer más huevos.
SAMUEL BUTLER

En cierto sentido, la evolución es tremendamente egoísta. Puesto que la selección favorece aquellas características que conducen a una reproducción diferencial, favorece también los comportamientos que benefician a cada individuo a expensas de los demás. Puede decirse que, en la mayoría de los casos, en el medio ambiente sólo hay espacio para un número limitado de individuos de cada especie, o, también, que sólo hay espacio para un número limitado de genes que compiten por el espacio cromosómico. Por tanto, un individuo puede lograr el éxito no sólo adquiriendo características ventajosas, sino también dificultando el éxito de sus competidores y, puesto que la vida es un juego de «suma cero», esto significa que los competidores son prácticamente todos los demás individuos.
A esta lógica parece oponerse el simple hecho de que muchos animales no son individuos solitarios viviendo en una feroz competencia con el resto del mundo para asegurarse un lugar bajo el sol evolutivo. Al contrario de la mayoría de los animales son sociables y bastante cooperativos. Aristóteles dijo que el hombre es un animal político, y con ello no quiso decir que seamos instintivamente demócratas o republicanos, sino que tendemos a asociarnos con otros seres humanos, a veces para cooperar, a veces para competir, pero casi siempre por propia voluntad. También hay otra frase famosa sobre el tema: Homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). Hay que recordar, sin embargo, que los lobos salen a cazar en manadas bien organizadas, en las que cada individuo tiene su lugar. Las abejas construyen complicadas colmenas que pueden albergar fácilmente a miles de obreras; los bisontes viven en grandes rebaños, y los papiones desarrollan una intensa vida social basada en sus relaciones como miembros del grupo. La sociabilidad animal no es tan infrecuente como puede parecer. Los individuos de estas especies viven mejor formando parte de un grupo que solos. No hay papiones solitarios; al menos, no por mucho tiempo. Aunque un papión solitario está relativamente indefenso, un grupo bien organizado puede defender su territorio, e incluso conseguir que un leopardo cambie de opinión y vaya a buscarse otra presa más fácil.
Además de colaborar en la defensa, un grupo de animales tiene más capacidad para advertir la aproximación de un predador, puesto que cuenta con los ojos, los oídos y el olfato de muchos individuos. Algunos animales, como las termitas, pueden construir un entornó particular (dentro del nido) que aumenta sus posibilidades de sobrevivir más que cualquier cosa que pueda hacer un individuo en solitario. La vida social también proporciona oportunidades de aprender y transmitir tradiciones, como cuando los miembros de una sociedad de ratas aprenden a no tocar los cebos envenenados porque observan que su jefe no lo hace. En resumen, el comportamiento cooperativo conlleva muchas ventajas y, por tanto, hay muchas razones que explican que los animales vivan en una aparente armonía social. La vida social es, en estos casos, una ventaja selectiva para los individuos que componen el grupo, puesto que eleva sus posibilidades de supervivencia y, en definitiva, de reproducción. Vemos, pues, que la evolución fomenta un comportamiento aparentemente altruista, pero por motivos egoístas.
Este análisis será más útil para ayudamos a comprender la situación de los seres humanos si nos detenemos a estudiar los actos dirigidos a ayudar a otro individuo que no favorecen la supervivencia del individuo que realiza la acción. Tal vez et ejemplo más claro sea el comportamiento de los padres hacia sus hijos. La reproducción es algo tan común en la naturaleza que la admitimos sin más. Pero, ¿cuáles son las ventajas egoístas que obtiene el servicial progenitor?
En términos de su supervivencia, la respuesta es casi siempre la misma: «ninguna». Sin embargo, la reproducción sexual requiere la unión íntima de dos individuos, lo que puede suponer una fuerte inversión de tiempo y energía y convertirse en una actividad difícil e incluso peligrosa. Tanto es así, que la araña denominada «viuda negra» ha sido bautizada de este modo porque tiene la desagradable costumbre de devorar a su pareja. Las mantis religiosas hacen a veces lo mismo (aquí también es la hembra quien devora al macho), y en este caso hay incluso pruebas de que el macho copula con más vigor después de «haber perdido la cabeza» por la hembra: los ganglios cerebrales tienden a inhibir los reflejos codificados en el sistema nervioso inferior, de forma que un macho sin córtex, decapitado por su amante (que tal vez esté más hambrienta de proteínas que de sexo), puede a veces seguir copulando con éxito con su ejecutora.
Los animales hacen frecuentemente un considerable esfuerzo para reproducirse, y se exponen a grandes riesgos: los salmones del Pacífico remontan los ríos nadando contra corriente y golpeándose con las rocas a lo largo de kilómetros y kilómetros, agotándose e incluso perdiendo la vida en el empeño de llegar a sus zonas de desove. Los mirlos de alas rojas establecen sus territorios en primavera y después luchan fieramente por defenderlos; no por un lugar donde comer o dormir, sino un lugar donde reproducirse. La vida de estos animales sería más simple, más segura y probablemente más larga, si se limitaran a preocuparse de sí mismos y dejaran de empeñarse en reproducirse.
Los rituales del cortejo y el apareamiento hacen que los animales llamen más la atención. Los gallos cacarean, los wapitis mugen, los elefantes braman y las ballenas entonan sus misteriosas arias, a veces durante horas seguidas. En tales ocasiones los Romeos y Julietas, sedientos de amor, pueden ser advertidos con mucha más facilidad por sus predadores sedientos de sangre. Uno de los ejemplos más dramáticos de lo que puede costar el deseo de reproducirse, es el que nos proporcionan la luciérnaga común de Norteamérica. Estos insectos utilizan sus destellos fosforescentes para anunciar su especie y su sexo, y atraer a su pareja; cada especie utiliza un código diferente, como si se tratara de un alfabeto Morse. De este modo el macho emite su identidad, la hembra le contesta con la suya y, tras repetir el proceso unas cuantas veces para asegurarse, ambos vuelan juntos hacia la luz de la luna. Pero al menos en una de las especies de luciérnagas, el código ha sido descifrado por un predador; y en una luna de miel, tres son demasiados. Este indeseable tercero emite las señales luminosas que identifican a la hembra de otra especie, con lo que el macho es atraído y... acaba sirviendo de cena. El entomólogo James Lloyd de la Universidad de Florida, que descubrió esta treta mortal, se refiere a los impostores como «luciérnagas mujer-fatal».
Cuando se han superado los diversos obstáculos y se ha conseguido la reproducción, el servicial padre o madre tiene muchas veces que derrochar gran cantidad de energía para atender a las crías. Se ha observado que algunas currucas llegan a hacer hasta mil viajes diarios para aprovisionar de insectos a sus insaciables polluelos. Algunos carnívoros, como los lobos, tienen que cazar más presas para poder alimentar a sus cachorros. En los mamíferos, durante el período de lactancia, la madre necesita comer más para poder amamantar a sus crías. Además, al consumir parte de los alimentos disponibles, las crías se convierten en competidores de sus padres, sobre todo en las épocas de escasez; y no sólo eso, sino que cuando se hacen adultos pueden convertirse en competidores mucho más serios.
Aparte de soportar la escasez de alimentos y energía, los padres —al igual que los novios durante el cortejo y el apareamiento— están mucho más indefensos ante los predadores que los individuos «sin compromiso». Las hembras preñadas, sobre todo cuando falta poco para el nacimiento de las crías, son más lentas y tienen menos posibilidades de escapar de sus enemigos. Muchos animales, incluyendo a todos los primates, tienen la costumbre de llevar consigo a sus crías recién nacidas, y el lastre de estos pasajeros desvalidos puede ser un factor crucial a la hora de escapar. Pero, si los padres tienen tantas desventajas ¿cómo es posible que la selección haya favorecido la reproducción? En cierto sentido, la respuesta es obvia: si los individuos dejaran de reproducirse, la especie no duraría más que el tiempo que dure la vida de los individuos ya existentes. Pero esto, en sí, no nos explica por qué se da un comportamiento reproductivo. Los individuos no obran con miras al bien de la especie (aunque algunas veces los seres humanos pueden ser la excepción). Si los individuos que no se reprodujeran obtuvieran ventajas inmediatas, las especies se extinguirían con toda seguridad. Pero la posibilidad de la extinción no puede influenciar las estrategias evolutivas de los seres vivos, puesto que no hay modo de que los organismos puedan prever el futuro y modificar, su comportamiento según sus previsiones.
No obstante, los animales tratan por todos los medios de reproducirse, a pesar de todas las desventajas que esto pueda traer. Y lo hacen porque son descendientes de otros que también lo hicieron y, además, con éxito. Aunque los cuerpos puedan ser altruistas al preocuparse por otros cuerpos —sobre todo de esos cuerpos a los que llamamos hijos—, los genes son «egoístas», puesto que se cuidan a sí mismos. Sin embargo, en otro sentido, son también «altruistas», puesto que cuidan de otros genes, siempre que esos otros genes sean copias de sí mismos, que se alojan temporalmente en el cuerpo de otro. Sólo los individuos que presentaban tales tendencias altruistas llegaron a reproducirse en el pasado: ésa es la razón de que existan todos los seres vivos que existen; y ésa es la razón también de que los seres vivos se esfuercen por reproducirse
Desde el punto de vista técnico, no son los individuos los que se seleccionan, sino los genes; al producir descendientes que son portadores del material génico de los padres, los seres vivos entran en el ruedo evolutivo. Además, puesto que son los genes los seleccionados y no los individuos, el comportamiento reproductivo y parental será ventajoso si tiene como resultado producir un máximo número de descendientes que lleguen a reproducirse El comportamiento que traiga como resultado el mayor número de descendientes será, pues, el seleccionado; y la selección hará que en la futura población haya un mayor número de estos genes (en este caso, los que determinan un comportamiento eficaz de los padres). Los animales se someterán, por tanto, a todas las privaciones, peligros y —en el caso de los seres humanos, al menos— a las molestias e inconvenientes de tener hijos, a fin de poder reproducir sus genes. Los animales no sólo se reproducirán, sino que además se expondrán a graves riesgos, si es necesario, por cuidar y defender a sus crías. Dejar descendientes capaces de reproducirse hace que «valga la pena» arriesgarse.
Con esto no pretendemos sugerir que los seres vivos traten de reproducirse porque deseen obtener una sonrisa de aprobación de la selección natural. Es la selección la que ha producido toda una serie de gratificaciones a corto plazo que incitan a los animales a reproducirse. Encontrar una pareja o un lugar donde refugiarse, copular, cuidar de las crías, etc., son en sí pequeñas satisfacciones. Los animales van satisfaciendo una necesidad inmediata tras otra, muchas veces sintiéndose fortalecidos psicológicamente al hacerlo; van, por así decirlo, rascándose los diversos picores que la selección ha establecido y que, en último extremo, conducen a una ventaja selectiva. Para que un animal se reproduzca no es necesario que sea consciente de lo que es la reproducción y su meta final, de igual modo que un árbol no necesita saber que tendrá más éxito si florece en primavera que si lo hace en otoño. Producir un número máximo de réplicas genéticas que les sobrevivan es la última meta, tanto si los seres vivos lo saben como si no, y, de hecho, cumplen esta misión bastante bien, independientemente de que sean o no capaces de comprenderla o siquiera de concebir su existencia. De forma similar, hasta un principiante puede jugar una partida de ajedrez sorprendentemente bien, si se concentra en las diferentes jugadas —amenazar a dos piezas simultáneamente con un caballo, sitiando a la reina enemiga, etc.—, sin que cada movimiento tenga que estar orientado hacia la meta final: la captura del rey enemigo.
Pero el sistema también tiene sus límites. Aunque la mayoría de los padres tratará de defender a sus hijos, a veces una retirada estratégica es preferible a una muerte cierta. En este caso, el adulto tiene la posibilidad de tener más descendientes si abandona a sus crías y escapa. El individuo que está criando y escapa puede sobrevivir para volver a criar más adelante.
Pero en la naturaleza rara vez se presentan situaciones tan claras como ésta. La defensa de la camada puede tener éxito o fracasar dependiendo de factores tan variables como pueden ser la naturaleza del atacante, la intensidad de su ataque, la edad y condiciones de los defensores, y el grado de desarrollo de las crías. Una pareja de mirlos defenderá a sus polluelos de los arrendajos azules, pero se batirá en retirada cuando vea aproximarse a un halcón. En cada situación hay diferentes probabilidades de éxito y, por tanto, los padres deben valorar cada caso independientemente. Esta valoración no tiene por qué ser consciente y racional. Veamos un ejemplo con los marsupiales. A diferencia de los mamíferos, las crías de los marsupiales nacen en un estado muy inmaduro, y continúan su desarrollo en la bolsa, o marsupio, de la madre. Una de las consecuencias de este sistema es que la nutrición de las crías de los marsupiales es menos eficiente que la de la mayoría de los mamíferos, puesto que la placenta permite un mejor intercambio de nutrientes. Pero los marsupiales también tienen sus ventajas: se sabe que las hembras de walabi o de canguro pueden abortar una cría ya bastante desarrollada cuando se ven perseguidas por un predador; de este modo la madre —aligerada del peso de la cría— tiene más probabilidad de escapar. Los mamíferos placentarios, en cambio, no pueden pararse en medio del camino, abortar, y seguir corriendo. Los biólogos dirían que los marsupiales y los mamíferos placentarios tienen diferentes estrategias reproductivas, lo que quiere decir, simplemente, que tratan de conseguir su éxito evolutivo de formas distintas pero bien organizadas, sean o no conscientes de ello.
En los cálculos evolutivos parece estar incluido también el futuro reproductivo del adulto. Por eso, los individuos que no pueden volver a reproducirse o aquéllos para los que cada cría representa una gran inversión de tiempo y energía, estarán más dispuestos a arriesgarse para defender a sus hijos. En cambio, los padres con una larga vida reproductiva por delante, o aquéllos que son muy prolíficos y que han invertido menos en cada cría, pondrán menos empeño en su defensa.
Hay que admitir que puede parecer frío y despiadado interpretar el amor de los padres en unos términos evolutivos tan «materialistas». Pero no hay duda de la validez de este planteamiento en lo que respecta a los animales; y los seres humanos, aunque muy especiales, también somos animales.
Entre los animales superiores —como nosotros—, las hormonas y los genes van siendo cada vez más complementados, modificados e incluso sustituidos por el control mental del comportamiento. Una rata hembra privada de la hormona prolactina no criará ni cuidará a sus crías. Sin embargo, una mujer en la misma situación no podrá amamantar a su hijo, pero se las arreglará perfectamente alimentándolo con un biberón. Al contrario de lo que ocurre con los mamíferos inferiores, no hay pruebas de que los «instintos» maternales del Homo sapiens estén causados por las hormonas maternales. Es nuestro cerebro quien hace la faena. Algo similar ocurre también con la receptividad sexual, el comportamiento agresivo, etc.: los seres humanos poseen un cerebro altamente desarrollado capaz de tomar decisiones en cuanto al comportamiento, que en otros animales inferiores está controlado casi automáticamente por las hormonas y los instintos. No es de extrañar que aprender —y mucho— sea esencial para nuestra especie. Para que el cerebro pueda asumir el control, es necesario que haya almacenado diferentes líneas de actuación; esta información tiene que estar disponible para utilizarla en cualquier momento, y el cerebro tiene que tener la capacidad de modificar las reacciones dependiendo de los resultados que dieron en el pasado en situaciones similares. Si nuestro comportamiento estuviera determinado completamente por las hormonas y los genes, podríamos confiar nuestro éxito evolutivo a ciertos «mensajeros» químicos preestablecidos que actuaran en combinación con circuitos neuronales predeterminados. Pero, puesto que nuestra estrategia evolutiva ha favorecido la flexibilidad del cerebro, nos vemos obligados a alimentar nuestro cerebro, y no sólo con nutrientes. Y este aprovisionamiento de experiencias debe comenzar a una edad muy temprana.
Entre los seres humanos, por tanto, el periodo de dependencia de los niños es bastante prolongado. Durante este periodo el niño necesita una continua atención por parte de los padres, que tienen que enseñarle los conocimientos básicos necesarios para la vida, defenderlo de los posibles enemigos y, además, alimentario, limpiarlo y cuidarlo. Los animales inferiores realizan estas tareas siguiendo comportamientos relativamente simples y automáticos. Muchos pájaros responden instintivamente cuando sus polluelos abren el pico pidiendo comida. Los etólogos han descubierto que muchos animales reaccionan automáticamente a ciertas señales que se producen en su entorno y que desencadenan comportamientos instintivos. Podemos imaginar que el comportamiento (huir, luchar o reproducirse) está latente dentro del animal, esperando la señal adecuada capaz de desencadenado. Los padres de los polluelos no «aman» a sus crías: siguen simplemente los dictados de sus genes, que les impulsan a llenar los picos, de determinado color y forma, que se abren ante ellos sin preocuparse de más. De hecho, algunas aves —como el túrdido Molothus ater y el pato de cabeza roja de Norteamérica, así como el cuco europeo— se aprovechan de este mecanismo dejando sus huevos en los nidos de otras especies. Los polluelos intrusos reciben el mismo trato que les demás siempre que posean los desencadenantes apropiados.
De un modo similar, la relajación de la tensión física de las mamas es probablemente más útil para estimular a la madre a alimentar a sus crías, que una preocupación consciente por el bienestar de sus hijos. De hecho, entre los animales inferiores el comportamiento de los padres es suficientemente simple y de corta duración como para que pueda estar confiado a mecanismos automáticos desarrollados por la selección natural. Por ejemplo, muchos animales aprenden a reconocer físicamente a sus crías cuando nacen, mediante un proceso de «aprendizaje instantáneo» conocido como «impronta». Mediante este proceso las hembras aprenden a identificar a sus crías de modo irrevocable. El pequeño pez tropical denominado pez-joya no sabe instintivamente qué aspecto tienen sus crías: la hembra transporta los huevos fecundados en la boca, en donde los incuba, sin ver a sus crías hasta que salen de allí como una manada de pececillos de un color peculiar. La hembra recibe entonces la «impronta», y ya sólo aceptará a estas crías como suyas. Sin embargo, si un biólogo sustituye estos pececillos por otros de una especie diferente antes de que la madre haya podido verlos, la hembra preferirá estos extraños a sus propias crías.
Una cabra rechazará a su cabritillo si se le impide olfatearlo en los minutos siguientes al parto; en unos breves instantes la identidad de la cría queda fijada en la memoria de la madre. Si experimentalmente apartamos al recién nacido de su madre y lo sustituimos por un animal diferente, la madre reconocerá al intruso como hijo, y rechazará al verdadero. Podría parecer que este mecanismo denota una mala planificación por parte de la evolución, puesto que una obediencia ciega e instintiva puede provocar muchos errores. Pero, en realidad; fallos como los que acabamos de describir sólo suelen darse cuando interviene el ser humano. En la naturaleza, la impronta es un modo simple y seguro de garantizar que los padres reconocerán a sus hijos sin necesidad de sobrecargar el sistema de información génica.
La situación de los seres humanos es completamente diferente: Al necesitar un período excepcionalmente largo de aprendizaje, al ser dependientes de los padres durante largo tiempo, y debido a que la complejidad de nuestro comportamiento ha exigido que nuestros antepasados reaccionaran de forma flexible e inteligente, el sencillo mecanismo de la impronta resulta claramente insatisfactorio. En nuestro caso la evolución necesitaba un mecanismo diferente que no había sido utilizado anteriormente por los animales, para garantizar una relación estrecha y duradera entre padres e hijos. La solución fue el amor.
Ya nos encontramos con esta palabra cuando tratamos de otra innovación humana: el fuerte vínculo entre la pareja. El uso del mismo término para denominar estos dos fenómenos diferentes resulta interesante y significativo. El amor mutuo de dos adultos es de un tipo diferente al amor de los padres por los hijos. El hecho de que utilicemos la misma palabra para referimos a ambos puede sugerir que existen ciertas similitudes esenciales entre los dos tipos de relación. Ambas comportan fuertes emociones, y nos afectan tanto y tan profundamente, que nos parece imposible contemplarlas fríamente como fenómenos que forman parte de nuestro bagaje biológico y que, por tanto, tienen que tener algún significado para la evolución. Ambas han sido investidas, además, de una gran significación cultural.
Tanto el amor de los padres como el amor sexual sirven, en último extremo, a un mismo fin: el mantenimiento de una relación íntima; duradera y bien coordinada entre los individuos. Ambas formas de amor sirven a un propósito evolutivo esencial. Hasta cierto punto, ambos se basan en un hecho que parece banal pero que tiene gran importancia: en la simple proximidad física de los individuos y en la familiaridad que de ella se deriva.
Hay que admitir, sin embargo, que la familiaridad no conduce necesariamente al amor (y en ciertas circunstancias, según se dice, puede provocar malestar), pero se acerca bastante. El estudio de los animales revela que la simple proximidad produce muchas veces la tolerancia y, finalmente, la atracción. Cuando una hembra de gorrión cantor está dispuesta a criar se aproxima cautelosamente a los límites del territorio de su posible pareja. Hasta entonces, el macho se había encargado de establecer su territorio y defenderlo de otros machos competidores. El macho residente, por tanto, adopta una actitud agresiva y nada galante hacia la hembra, que al fin y al cabo tiene el mismo aspecto que sus competidores, y la ataca sin contemplaciones. (Prácticamente no existen diferencias externas entre los machos y las hembras de esta especie) Pero, en vez de retirarse o luchar, como haría un macho, la hembra «enamorada» insiste en revolotear alrededor de su atacante. Finalmente, su paciencia es recompensada cuando, finalmente, el macho depone su actitud agresiva. Para un observador, parecería que el macho se ha ido «acostumbrando» gradualmente a la presencia de la hembra. Si se tratara de seres humanos, diríamos que se han enamorado.
Un experimento, simple aunque fascinante, ha demostrado que una repetida exposición a un estímulo produce atracción hacia él e incluso preferencia. Se hicieron tres grupos de ratas de laboratorio. Al primero se le puso varias sinfonías de Mozart; al segundo, la música disonante del compositor del siglo XX, Arnold Schönberg; al tercero, en cambio, no se le puso ningún tipo de música, para poder comprobar si las preferencias que demostraran los grupos que habían escuchado música podían atribuirse a su experiencia musical. Al cabo de unos dos meses se comprobaron las preferencias musicales de las ratas. El tercer grupo, que no había escuchado ningún tipo de música, no demostró una preferencia marcada, aunque, en conjunto, prefería a Mozart (lo que parece indicar que la naturaleza tiene buen criterio musical). El primer grupo, que había estado escuchando a Mozart, demostró una marcada preferencia hacia este compositor cuando se le dio a elegir. Sin embargo, el grupo que había estado escuchando a Schönberg seguía prefiriendo su música. Los dos grupos que habían escuchado música habían desarrollado una marcada preferencia hacia la música que conocían, aunque no fuera la que prefiriera el grupo de ratas inexpertas. Por tanto, podemos sacar la conclusión de que la familiaridad no siempre genera malestar; de hecho, para la mayoría de los seres vivos, genera preferencia.
De las ratas musicales y los gorriones cantores, al amor entre seres humanos hay un abismo, pero puede establecerse una analogía. Entre los papiones, y también entre los seres humanos, los miembros de la pareja pasan largos períodos de tiempo juntos, muchas veces sin hacer «nada en especial», sino simplemente reafirmando su asociación mediante su mutua presencia. De hecho, muchas veces se consideran degradantes las relaciones sexuales cuando se trata de un «amor de una sola noche», en el que falta el largo período precopulativo en el que se desarrolla el efecto que, de algún modo, da «sentido a la relación». Podríamos justificar este fenómeno señalando que el mutuo conocimiento es lo que hace posible la comprensión, el aprecio y, finalmente, el amor. Pero de eso se trata precisamente
Los padres casi siempre aman a sus hijos. ¿Por qué? En lo que respecta a la evolución, porque los hijos son uno de los principales medios de alcanzar el éxito evolutivo. En cuanto a la forma de conseguir esta meta adaptativa, la clave es probablemente una exposición prolongada al estímulo (el niño), que posee los desencadenantes físicos apropiados: una cabeza grande en comparación con el resto del cuerpo, una nariz y unas orejas pequeñas, el indescriptible atractivo de los rasgos de los adultos en miniatura, el andar inseguro... todas estas características despiertan en el Homo sapiens sentimientos cariñosos y protectores. Es evidente que no sucumbimos a la primera impresión como la mamá cabra. Generalmente, la primera impresión que causa el recién nacido —congestionado y, posiblemente, con la cabeza un poco deformada por el parto— es más de desilusión que de entusiasmo. Pero, guapo o feo, gordo o delgado, el niño se nos «mete dentro», y pronto se convierte en objeto de amor y dedicación. Ni siquiera necesita ser el descendiente biológico de sus «padres», como demuestra el éxito de las adopciones. Siempre que se produzcan las características apropiadas, la evolución ha determinado que la simple familiaridad produzca amor, con todas las ventajas selectivas que trae consigo.
Es posible que el significado evolutivo de la relación amorosa —entre hombre y mujer y entre padres e hijos— sea un aspecto independiente o, como mucho, tangencial, a la existencia del amor. Todos aceptamos la idea de que los seres humanos son capaces de amar y necesitan ser amados. «Las personas que necesitan a otras personas son las más felices del mundo», se nos dice. Pero también tenemos la capacidad y, de hecho, la necesidad de ingerir alimentos, y nadie se considera especialmente afortunado por ello. Nadie cuestiona la utilidad evolutiva de la alimentación; ¿por qué iba a ser diferente con el amor? Las relaciones amorosas satisfacen una fuerte necesidad interior, tan real como el impulso adaptativo de comer cuando tenemos hambre o de rascamos cuando nos pica algo. Y al igual que pueden producirse trastornos patológicos en la alimentación —desde la obesidad a la anorexia—, también se producen trastornos patológicos en relación con el amor, aunque hay que reconocer que la mayoría de nosotros resolvemos bastante bien tanto las necesidades alimenticias como las amorosas. En su medio natural, muchos animales —como la cabra de nuestro ejemplo— necesitan reconocer rápidamente a sus crías, puesto que éstas son tan precoces que pueden andar y correr cuando sólo tienen unas pocas horas. El rígido mecanismo de la impronta adquiere en estos casos un claro sentido evolutivo.
Para los seres humanos prehistóricos —y también para los que viven actualmente en zonas no invadidas por la tecnología—, las posibilidades de equivocarse al atribuir un recién nacido a su madre son prácticamente nulas. Sin embargo, en la sección de maternidad de los grandes hospitales modernos, en donde nacen diariamente docenas de niños, sí pueden producirse errores de este tipo, y, cuando ocurren, los adultos estamos tan desamparados como los recién nacidos.
La habilidad de los animales para reconocer a sus crías no es igual en todos los casos, y la observación de estas diferencias puede servirnos para comprender nuestras propias limitaciones. Consideremos dos especies emparentadas de pájaros; la golondrina Stelgidopteryx y el avión zapador. Ambas especies excavan agujeros en la arena o en la ardilla para instalar allí sus nidos, pero mientras que los Stelgidopteryx anidan por parejas aisladas, los aviones zapadores se agrupan en grandes colonias qué pueden llegar a tener cientos de individuos. El etólogo Mike Beecher ha llegado a demostrar que aunque los aviones zapadores aprenden rápidamente a reconocer a sus crías y se niegan a alimentar a crías ajenas que aparezcan en su nido, los Stelgidopteryx no parecen ser capaces de distinguir unas crías de otras. Debido a su costumbre de vivir en grandes colonias, los aviones zapadores han tenido que encontrarse muchas veces en la situación de tener que atender a crías que no eran sus descendientes biológicos, y la selección natural favorecería a aquellos padres que sólo se esforzaran por atender a sus propias crías. En camino, los Stelgidopteryx no se encuentran normalmente con más polluelos que los suyos y, por tanto, no tienen necesidad de grabar en su memoria las características de sus crías, ni de tener un conocimiento génico de las mismas. De ahí que alimenten inocentemente a cualquier polluelo que se encuentren en su nido, y que a veces puedan ser engañadas. Podríamos decir que la selección natural parte de que lo más probable es que los polluelos que estén en el nido sean los que han salido de los huevos que la propia madre ha depositado allí.
Probablemente los seres humanos nos parecemos más al Stelgidopteryx que a los aviones zapadores. Debido a que durante miles de generaciones la probabilidad de equivocarse al asignar los niños a sus padres era mínima, carecemos de un mecanismo de reconocimiento innato y, por tanto, podemos cometer errores de este tipo en las clínicas de maternidad. Hay que admitir, sin embargo, que se trata de una posibilidad remota debida exclusivamente a la tecnología médica y a la organización en serie del trabajo del hospital. No obstante, esto también tiene sus ventajas: debido a la carencia de mecanismos automáticos de identificación, podemos adoptar a un niño y desarrollar hacia él respuestas tan profundas como las que suscitarían nuestros descendientes biológicos. Es decir, que podemos tener «hijos culturales» además —o en lugar de— «hijos biológicos».
Pero el asunto es más complicado. Nuestra capacidad (de base biológica) de aceptar hijos que no sean nuestros descendientes biológicos, combinada con la progresiva tendencia (cultural) de los padres a divorciarse, está haciendo que haya cada vez más niños bajo la tutela de personas que no son sus padres biológicos. Afortunadamente, estas familias «funcionan» precisamente gracias a nuestra carencia de mecanismos automáticos de rechazo y debido al efecto de la familiarización, así como por el hecho de que somos criaturas conscientes que, presumiblemente, entablamos nuestras relaciones con cuidado y a menudo con el deseo de que todo vaya bien. Pero las familias «adoptivas» también pueden experimentar los malos efectos del egoísmo biológico, puesto que tanto los padres adoptivos como los hijastros suelen ser muy conscientes de su relación «indirecta». Puede que no sea casualidad que en los cuentos de hadas los malos sean los hijastros y las madrastras: se dan muchos casos de malos tratos y abuso de menores por parte del padrastro, debido a que su relación con el niño es el resultado de su unión con la madre. Este comportamiento puede resultar más comprensible, aunque no excusable, por su congruencia con las expectativas evolutivas.
Pero no todos los padrastros y madrastras maltratan a los niños; es evidente que estas familias «adoptivas» pueden funcionar perfectamente. De todos modos, analizar este fenómeno cultural tan difundido desde el punto de vista de la evolución biológica, puede ayudamos a corregir la idea de que todo tiene que ir bien, y los sentimientos de culpa y las recriminaciones que surgen cuando no es así.
Las relaciones entre hombre y mujer, y entre padres e hijos, son tan normales que se admiten sin más, y rara vez se estudian con detenimiento. Si las consideramos a la luz de la teoría evolutiva, parecen, inicialmente, extrañas y fuera de lugar. Lo que nos parecía tan natural resulta enigmático, puesto que los costes inmediatos son evidentes, pero los beneficios no están nada claros. Nos parece evidente que los padres tienen que cuidar a los hijos, pero cuando se consideran los inconvenientes personales que conlleva este comportamiento, ya no es tan fácil de explicar. Pero, en un análisis más profundo, tal comportamiento desempeña —una vez más— un legítimo papel biológico, y habiendo comprendido esto puede que seamos más capaces de afrontar las perturbaciones culturales y de descubrir el maravilloso sentido de las diferentes caras del amor. Se dice que antes de estudiar Zen, las montañas son meramente montañas, y las flores, flores. Para el monje contemplativo que trata de encontrar su significado más profundo, las montañas y las flores ya no son lo mismo. Pero cuando se alcanza al fin la verdadera iluminación, las montañas son de nuevo montañas, y las flores son flores otra vez.
«Alrededor de cada persona existe un círculo o grupo de parientes del que esa persona es el centro, el Ego, a partir del cual se establece el grado de parentesco, y hacia el que vuelve siempre la relación... La clasificación formal de las relaciones de parentesco en líneas genealógicas y la adopción de algún método para distinguir a unos parientes de otros y expresar el valor de la relación, sería uno de los primeros actos de la inteligencia humana.
L H. MORGAN (1871)
El comportamiento de los padres puede parecer un buen ejemplo de comportamiento desinteresado con una clara función evolutiva. La explicación biológica puede explicar también gestos tan «altruistas» como la famosa treta del «ala rota» del chorlitejo. Cuando un zorro se aproxima al nido de este pajarillo tan común en las zonas costeras, el adulto se aleja un poco revoloteando como si tuviera un ala rota.
Cuando el zorro se acerca a él para atraparlo, el pajarito vuelve a alejarse un poco más, siempre dando la impresión de que apenas tiene fuerzas para escapar en el último instante, haciendo creer al zorro que es una presa fácil. Gracias a esta farsa, el predador es alejado del nido, y entonces el pajarillo, milagrosamente curado, remonta el vuelo y se pone a salvo. Naturalmente, este comportamiento entraña cierto riesgo para el chorlitejo pero el beneficio que supone aumentar las probabilidades de supervivencia de las crías parece ser lo bastante importante como para que la farsa del ala rota se haya implantado firmemente en la biología de esta especie.
En muchas especies de animales, el primero que ve un potencial peligro da inmediatamente la alarma, alertando a los demás animales que se encuentran en el área. En algunos casos el individuo que da la alarma no tiene crías y, por tanto, su comportamiento no sirve para protegerlas. Además, el animal que da la señal de alarma puede estar en desventaja respecto a los demás, que se benefician de su aparente altruismo. Al emitir una señal de alarma, el centinela advierte a los demás del peligro, pero también atrae la atención sobre sí mismo y, por tanto, corre más riesgo que si se limitara a permanecer callado. Desde un punto de vista egoísta, lo mejor sería huir o esconderse sin llamar la atención, dejando que los demás descubrieran por sí mismos el peligro amenazador. Entonces, ¿por qué son tan comunes las señales de alarma?
Esta difícil cuestión —y, de hecho toda la paradoja del altruismo animal— fue aclarada, aunque no resuelta por completo, por el genetista británico W. D. Hamilton, que señaló que la reproducción es sólo una manifestación particular de un fenómeno mucho más amplio: la acción de la selección natural sobre los genes, más que sobre los individuos, los grupos o las especies. Los padres cuidan a sus crías porque ellas son el principal vehículo de sus genes. Del mismo modo, otros parientes biológicos son también portadores de los mismos genes, y cuanto más próxima sea la relación, mayor es la probabilidad de que la copia de un gen determinado, presente en un individuo, esté presente en otro a causa de su ascendencia común. De hecho, podríamos darle la vuelta a esta frase para hacerla aún más precisa: podemos definir el grado de parentesco génico por la probabilidad de que las copias de genes presentes en un individuo estén también presentes en otro.
La teoría de Hamilton —conocida comúnmente como «selección de parentesco» o «teoría de la eficacia global»— se ha convertido en uno de los conceptos clave de la sociobiología, la rama de la biología evolutiva que se ocupa del estudio del comportamiento social del hombre y de los animales. La probabilidad de que varios individuos sean portadores de los mismos genes resulta ser un factor evolutivo crucial, y uno de los principales determinantes del comportamiento social, tanto en los seres humanos como en los animales.
Muchos animales viven en grupos formados por miembros de la misma familia y, por tanto, el comportamiento altruista dentro de estos grupos puede tener la misma explicación que el comportamiento altruista de los padres, siempre que entre el individuo altruista y los beneficiarios exista alguna relación de parentesco.
Imaginemos un gen «X» que induce a dar el grito de alarma y que se opone a otro gen, «Y», que induce a permanecer en silencio egoístamente. Dando la alarma, un individuo que sea portador del gen «X», puede salvar la vida de algunos de sus parientes, aumentando así la frecuencia de este gen. Pero, al exponer a su portador a un riesgo mayor, este comportamiento podría provocar la disminución de la frecuencia del gen «X». El balance final depende de tres factores: del peligro que corra el individuo altruista, del beneficio que suponga para los receptores de la señal, y del grado de parentesco génico existente entre los individuos. Cuanto más próximo sea el parentesco, mayor es la probabilidad de que el gen que da la señal de alarma se esté advirtiendo a sí mismo y, por tanto, mayor será el riesgo que esté dispuesto a correr hasta que, finalmente, el riesgo sea muy alto y, sin embargo, merezca la pena correrlo. Por otra parte, la selección no tiende a favorecer el auto-sacrificio altruista en beneficio de parientes lejanos o extraños.
Hace tiempo que los antropólogos han advertido el sorprendente hecho de que todos los seres humanos del mundo tienden a organizar su vida social basándose en sistemas de parentesco. En todas las sociedades humanas puede encontrarse alguna forma de nepotismo o deferencia hacia los parientes. Estamos obsesionados con nuestros genes, incluso aunque ni siquiera hayamos oído hablar del ADN. Es muy posible que toda la gama de sistemas de relaciones de parentesco —desde tolerar a un huésped indeseable porque es un pariente, hasta el nepotismo en los negocios y la política— sea un producto secundario de este fenómeno evolutivo fundamental ¿Por qué nos preocupamos de saber quiénes son nuestros parientes? ¿Por qué los tratamos de forma diferente que a los extraños? La respuesta inmediata es bastante simple: porque generalmente queremos a nuestros parientes, pasamos tiempo con ellos y confiamos en ellos, al menos, más que en los extraños. Tal vez sea sólo una cuestión de «familiaridad». Pero desde un punto de vista evolutivo, este comportamiento está también de acuerdo con la selección natural.
En contraste con otros ejemplos que hemos expuesto, en el caso de la selección de parentesco, la evolución biológica y la evolución cultural parecen apoyarse mutuamente, en vez de entrar en conflicto. En tanto en cuanto las complejas superestructuras de los sistemas de parentesco favorecen un altruismo dirigido correctamente desde el punto de vista biológico, este tipo de entramado cultural parece ser adaptativo en el sentido evolutivo. Resulta sorprendente que el comportamiento que tenemos normalmente hacia nuestros parientes pueda estar basado directamente en la evolución biológica. Sin embargo, debido al rápido avance de la cultura durante los últimos 30.000 años, han surgido algunos problemas. Antiguamente, cuando nuestros antepasados vivían en pequeños grupos de cazadores y recolectores compuestos seguramente por menos de cien individuos, sería muy probable que todos los miembros del grupo estuvieran emparentados entre sí. La selección favorecería, por tanto, los genes que incitaran a defender al grupo de forma altruista, de forma análoga a lo que ocurría para el gen «X» de nuestro ejemplo. La tendencia a defender al grupo sería más frecuente entre los hombres, que están más directamente implicados en la competencia y mejor adaptados para el combate.
Esta disposición se daría incluso cuando los individuos no tuvieran descendencia, y también cuando el beneficio inmediato no recayera aparentemente sobre su propia familia. Sería fácil caer en la tentación de alegar que tal comportamiento se origina como resultado de nuestra «naturaleza humana», y que no es necesario ni tiene sentido buscar una explicación evolutiva. Pero —como en el caso del amor entre seres humanos que hemos discutido anteriormente— al preguntamos por qué el nepotismo forma parte de nuestro repertorio de comportamientos, tenemos que preguntamos también cuál ha sido el efecto de la cultura sobre este sistema biológico adaptativo.
Como sistema de comportamiento biológico, el nepotismo era, probablemente, bastante satisfactorio antes de que la cultura iniciara su rápida evolución. Con el surgimiento de tribus, comunidades, ciudades-estado y, finalmente, naciones, los seres humanos nos hemos visto cada vez más obligados a relacionamos con personas que no son parientes nuestros, y a actuar en beneficio de gente que no conocemos y por la que no sentimos ningún interés. Se espera que nos preocupemos por la supervivencia de perfectos desconocidos. Junto a la progresiva asociación con personas que no tienen ningún grado de parentesco, se ha producido una decadencia gradual de las asociaciones de parientes. La unidad de convivencia más común en los países que aún no han sido invadidos por la tecnología es la «familia extendida», en la que abuelos, tíos y primos viven bajo un mismo techo. Este tipo de organización resulta casi inconcebible en los países occidentales modernos, y las consecuencias de esta desviación de la biología humana —causada por la cultura— pueden ser muy graves, puesto que tiende a crear una sutil tensión psicológica.
El cuidado de los hijos es una empresa mucho más ardua cuando toda la responsabilidad recae sobre una pequeña familia nuclear, en lugar de ser una responsabilidad comunal en la que colaboran estrechamente otros parientes además de los padres. Un principio básico de ingeniería nos dice que la tensión que experimenta un punto se va reduciendo según se difunde dicha tensión sobre un área mayor. De un modo similar, la concentración del peso del cuidado de los hijos sobre dos adultos (o, peor aún, sobre un solo adulto) parece ser una fuente segura de tensiones. Además, esta forma de organización niega a los ancianos y a los adultos que no se reproducen, la oportunidad de desarrollar satisfactoriamente tendencias que son básicas, al impedirles el trato con sus nietos o sobrinos.
Resumiendo: hace mucho tiempo, la hembra habría servido a sus intereses evolutivos asegurando el bienestar propio y de sus asociados más inmediatos. (En cuanto al hombre y a sus asociados inmediatos, la cosa no está tan clara, debido al fenómeno de la competencia masculina). Pero, prácticamente de la noche a la mañana, las cosas cambiaron por completo. Nuestra tecnología y nuestro sistema económico nos hacen depender, literalmente, de millones de personas a quienes nunca conoceremos, vinculando nuestro bienestar al destino de una unidad enorme y relativamente arbitraria a la que denominamos nación (y, cada vez más, al destino del mundo), mientras que nuestro centro fundamental sigue siendo local: nuestros vecinos, nuestra familia y nosotros mismos. La evolución cultural se ha encargado de que «nadie sea una isla», pero carecemos de una visión biológica que nos permita apreciar este hecho.
Las unidades sociales que ha originado la cultura se han visto, pues, súbitamente ampliadas para incluir a muchas más personas que no tienen ningún grado de parentesco, mientras que nuestra biología aún sigue impulsándonos a adoptar una actitud protectora sólo hacia nuestros parientes y más íntimos asociados. Por eso la defensa de estas nuevas unidades y la cooperación de sus miembros se han convertido en un auténtico problema. El individuo que se encarga de la defensa debe estar motivado de algún modo para comportarse de forma altruista hacia una unidad cuyas dimensiones superan con mucho a aquéllas para las que estamos preparados biológicamente y, por tanto, es labor de la cultura generar una actitud de protección hacia sus propias instituciones.
Como sería de esperar en cualquier fenómeno puramente cultural, los sistemas éticos de las sociedades humanas son muy diversos. No obstante, son similares en el sentido de que todos tratan de establecer un puente entre la biología y la cultura; la primera actúa sólo en beneficio propio, mientras que la segunda exige auto-dominio y, muchas veces, abnegación y sacrificios altruistas.
Por tanto, en cierto sentido, los seres humanos pueden parecer altruistas, pero, aunque sus actos puedan poner en peligro su cuerpo o mortificarlo, se trata, en realidad, de un comportamiento (el cuidado de los hijos o el nepotismo, por ejemplo) egoísta cuando lo consideramos desde el punto de vista génico, es decir, evolutivo. Sin embargo, desde el punto de vista de la sociedad, los seres humanos parecen tremendamente egoístas por la misma razón: porque tendemos a buscar sólo nuestro propio beneficio o el de nuestros parientes. El psicólogo Donald T. Campbell ha sugerido que los diversos sistemas religiosos y éticos que fijan los límites del comportamiento humano aceptable, pueden encerrar una profunda sabiduría «quasi-evolutiva», puesto que sin las restricciones que imponen, los impulsos competitivos de unas criaturas normalmente egoístas podrían ser terriblemente destructivos para la sociedad.
El filósofo inglés Thomas Hobbes señalaba esto mismo hace ya más de trescientos años, cuando afirmaba que los seres humanos tienden por naturaleza a declarar la «guerra de todos contra todos», a menos que sean reprimidos por el poder del Estado, su famoso Leviathan. Las restricciones han sido consideradas necesarias, e incluso laudables, a lo largo de la historia, a pesar de que, evidentemente, no se comprendiera su base biológica. Sin embargo, en los últimos años se ha puesto de moda criticar estas medidas tachándolas de artificiales, innecesariamente represivas y perjudiciales en general. El movimiento de liberación personal —con lemas tales como «háztelo como quieras» o «si te parece bien, hazlo» surgió a partir de un sentimiento de opresión social, combinado —especialmente en la década de los sesenta— con el sentimiento de que la sociedad establecida, con su contaminación, su perversa guerra de Vietnam y su desenfrenado materialismo, no tenía derecho a reprimir al individuo.
Pero, irónicamente, las personas que más apoyan una rebelión personal de este tipo, son también las que sostienen con más empeño que la sociedad tiene ciertas responsabilidades que van más allá del mero intento de obtener beneficios privados. Es posible que una comprensión del egoísmo que subyace a la naturaleza del Homo sapiens —ensalzado aunque no legitimado por la Nueva Derecha en la década de los ochenta— haga que el péndulo se incline de nuevo hacia la aceptación de los derechos y obligaciones de la sociedad, frente a lo que de otra forma serian miembros ingobernables. Pero en este proceso de cambio, hemos de estar alerta para evitar que se produzcan abusos, algo que parece ser una gran tentación para la nación-estado, ya sea a impulsos de una ideología de extrema derecha o de extrema izquierda. Ciertamente, la continua tensión existente entre las inclinaciones humanas (que son en gran parte producto de la evolución biológica) y las restricciones de la sociedad (producto de la evolución cultural) puede ser tanto destructiva como constructiva.
Cuando se percibe con claridad que los individuos son ingobernables y problemáticos, la gente parece más dispuesta a apoyar y aceptar restricciones sociales, impuestos, sistemas policiales y estructuras de gobierno en general; aspectos de una sociedad organizada que parece ser fundamentalmente benévola. Sin embargo, esto encierra un peligro. Al proclamar que la humanidad es esencialmente «mala», que está marcada por una especie de pecado original (ya sea asunto de Dios o de la selección natural), estamos ayudando a construir una base intelectual que justifica todo tipo de mecanismos sociales represivos y a menudo despóticos. Si asumimos que la humanidad es «mala» en el fondo, la sociedad tendrá que ser protegida de sus propios miembros. Después de un periodo de descontento laboral y revueltas en Alemania Oriental en 1953, las autoridades proclamaron que el pueblo les habla «decepcionado», lo que impulsó a Bertolt Brecht a sugerir que tal vez el gobierno debiera disolver el pueblo y elegir otro nuevo. Brecht, comunista militante y defensor de los derechos de la sociedad frente a los del individuo, es capaz de ver, sin embargo, el peligro que supone dar más valor a la sociedad que a sus miembros. El próximo paso resulta fatídico: el paso a un Estado de «seguridad nacional», en el que la seguridad de la sociedad, y no la de los miembros que la componen, se convierte en el único objetivo legítimo de la acción colectiva. Incluso las sociedades democráticas pueden tomar —y toman— este camino potencialmente destructivo, y más en nuestra época moderna ensombrecida por la amenaza del holocausto nuclear. Una vez emprendido este camino, otras sociedades aparecen como la encarnación del mal, justificándose así actitudes, políticas y armamentos que de otro modo serian inadmisibles.
Nuestra tendencia a desconfiar unos de otros puede ser una consecuencia directa de nuestra tendencia a desconfiar de nosotros mismos y a proyectar nuestros miedos en los demás. Carl Jung, en su obra Psicología y religión, publicada en 1937, escribe:
Esta terrible fuerza que nadie ni nada puede controlar puede ser explicada la mayoría de las veces como miedo a la nación vecina, que se supone poseída por un espíritu maligno. Puesto que nadie es capaz de reconocer hasta qué punto es un poseso y un inconsciente, nos limitamos simplemente a proyectar nuestra propia condición sobre el vecino, de forma que se convierte en un deber sagrado poseer los cañones más grandes y los gases más venenosos. Pero lo peor es que tenemos bastante razón. Todos nuestros vecinos están poseídos por algún miedo incontrolable, al igual que nosotros mismos. En los manicomios es sabido que los pacientes son mucho más peligrosos cuando sufren ataques de miedo que cuando son impulsados por la rabia o el odio.
La cultura puede tener un efecto modulador sobre el miedo y el egoísmo humanos, modificando nuestras inclinaciones más viles en beneficio del grupo al que pertenecemos y del que dependemos. Pero al ir creciendo los grupos, han ido acumulando cada vez más poder destructivo y se han ido distanciando progresivamente de los intereses de los individuos que los componen. La degradación del medio ambiente y las armas nucleares son ejemplos de este fenómeno: los políticos de una nación pueden, en pro del «interés nacional», considerar oportuno tomar medidas que pueden conducir a una contaminación permanente y/o a una escasez de recursos, o incluso amenazar con destruir toda forma de vida sobre la Tierra. Ante esta coyuntura, las diversas técnicas de qué se ha servido nuestra cultura para superar nuestra tendencia biológica hacia el egoísmo, dejan de ser benignas para convertirse en malignas y posiblemente letales.
Normalmente los individuos no renuncian a su autonomía sin luchar por ella. Al igual que el instinto de reproducción, el instinto de conservación es muy fuerte, y prácticamente por las mismas razones. En la mayoría de los animales, la superación del instinto de conservación exige una fuerte recompensa evolutiva. Respetar el buen funcionamiento de la sociedad es una cosa; permitir que le destruyan a uno, otra muy diferente. Entonces, ¿cómo consiguen los estados modernos que los individuos apoyen medidas políticas que, en el mejor de los casos, constituyen una amenaza para la vida y, en el peor, pueden llegar a aniquilarla?
La mayoría de los monos que viven en sociedades son capaces de organizar la defensa del grupo; de hecho, éste es uno de los principales motivos de la formación de grupos. Aunque la estrategia defensiva puede consistir principalmente en exhibiciones y amenazas, a veces puede tomar la forma de un ataque feroz y bien coordinado, en el que el entusiasmo de cada participante es estimulado y potenciado por el comportamiento de sus camaradas. Puede ser que la capacidad de estos animales de desarrollar una agresividad de grupo tenga algún componente génico, y puede que este componente también exista en los seres humanos. Es sabido que los seres humanos en grupo, ya sean organizados (como los ejércitos) o no organizados (como una muchedumbre), son capaces de desarrollar conductas agresivas que rara vez seguirían los mismos individuos en solitario. Cuando formamos parte de un grupo tendemos a perder nuestra individualidad, nuestra conciencia y nuestro autodominio, y el resultado puede ser extremadamente violento. Y, según parece, deseamos establecer tales asociaciones para perdernos a nosotros mismos mientras nos identificamos con una gran colectividad, tal vez porque satisfaciendo primitivos deseos adaptativos de identidad tribal en una unidad social más amplia, nos «encontramos a nosotros mismos». Explotando este anhelo mediante discursos, eslogans, música marcial y demás adornos del chauvinismo nacionalista, combinados con un programa intensivo de adoctrinamiento masivo desde la más tierna infancia, las sociedades han tenido un notable éxito en su empeño de reclutar partidarios de su política, especialmente cuando había alguna amenaza externa, real o imaginaria.
A pesar de que la nación no es, de hecho, una entidad con significado biológico, el nacionalismo ha conseguido arraigar con fuerza en el Homo sapiens al parecer debido a nuestra fuerte tendencia a establecer vínculos sociales que, en última instancia, favorezcan nuestro propio interés biológico. De ahí que las pseudo-relaciones nacionalistas sean promovidas apelando a un parentesco ficticio (fraternité) dentro de la «madre patria». Resulta irónico que en la era de las armas nucleares, la tendencia biológica «pro-vida» que impulsa a los seres humanos a establecer relaciones adaptativas con los demás, haya sido manipulada y orientada hacia una unidad política artificial, definida por la cultura, desmesurada y cada vez más insensible —la nación— que, más que un apoyo, es una amenaza para la vida humana.
También surgen conflictos entre la biología y la cultura en lo que se refiere a la defensa personal de la sociedad, especialmente en cuanto a los soldados. Los animales nunca se comportan como si desearan morir. Y tampoco la mayoría de la gente Nadie arriesga voluntariamente su vida a menos que los beneficios superen de algún modo el riesgo. Cuando una conducta arriesgada tenga como resultado el aumento de la frecuencia de los genes que la determinan —que vivirán en otros cuerpos a los que denominamos parientes—, la conducta se conservará, puesto que la evolución la favorecerá a través de la selección de parentesco. Pero cuando dicha conducta proporciona sólo un dudoso beneficio a los genes en cuestión (es decir, a los parientes), y cuando el riesgo resulta relativamente alto, la evolución estará en contra de estas tendencias. La defensa de la nación —al contrario que la de la familia— puede constituir uno de esos casos en los que sería de esperar que los individuos se negaran a satisfacer las exigencias más extremas del nacionalismo.
Histórica y biológicamente, servir como soldado puede haber sido un comportamiento adaptativo para la población en general. Sin embargo, la ventaja del guerrero —si es que tiene alguna— suele ser pequeña en comparación con el riesgo que asume, sobre todo dadas las características de las guerras actuales. En lo que a la selección natural se refiere, los individuos están generalmente motivados por su propio interés, no por el del grupo; para la evolución el sacrificio no tendría sentido, y la selección estaría en contra de tales tendencias. Es más, dadas las condiciones de las grandes agrupaciones sociales, el individuo que, por egoísmo se queda en casa y se niega a luchar, tiene más posibilidades de dejar más descendientes que el «altruista» que se va a la guerra y puede que no regrese.
Las apelaciones al nacionalismo son utilizadas para conseguir el apoyo popular a determinados programas políticos y para reclutar soldados. Sin embargo, aunque la nación-estado puede silenciar a los disidentes, imponer la aquiescencia y, en algunos casos, incluso despertar un ardiente entusiasmo, el aparato militar del Estado tiene dificultades para asegurarse un continuo suministro de carne de cañón, puesto que la conservación de la propia vida es, al fin y al cabo, un imperativo biológico bastante fuerte. Podríamos pensar que este conflicto entre la biología y la cultura tendría que resolverse, finalmente, a favor de la biología. Pero eso sería ignorar la importancia que tiene la cultura para la supervivencia física de nuestra especie, y subestimar los recursos que tiene la cultura para perpetuarse a sí misma. Hay que recordar que las culturas tienden desarrollar características adaptativas a través de un proceso de competición con otras culturas, análogo al proceso de selección natural que se da entre entidades estrictamente biológicas. Por ejemplo, los grandes éxitos de Napoleón en el campo de batalla fueron debidos, al menos en parte, a su invención del levée en masse (el reclutamiento en masa): fue la primera vez que todos los hombres de una nación fueron movilizados por motivos militares (o por otros). Las otras grandes naciones del continente europeo aprendieron pronto la lección, y antes de finales del siglo XIX, Alemania ya disponía de un sistema de reclutamiento muy eficaz. Sin embargo, en estos casos la característica es asumida por la cultura, pero no pasa a formar parte de la configuración génica de los individuos. Aunque la acción de la selección biológica a nivel de grupo es ineficaz en comparación con el mismo proceso a nivel de individuos o genes, la acción de la selección cultural a nivel de grupo es muy potente.
En el libro The Parable of the Tribes (La parábola de las tribus), Andrew Bard Schmookler analiza el problema del poder en la evolución social de la especie humana, razonando de esta manera: «Imaginemos un grupo de tribus que viven muy cerca unas de otras. Si todas eligieran el camino de la paz, todas podrían vivir en paz. Pero, ¿y si todas se decidieran por la paz excepto una...?» El resultado, según Schmookler, es un sistema dirigido hacia una acumulación progresiva de poder —militar, tecnológico, económico—, derivado de la competencia establecida entre las diferentes sociedades. En este caso, los individuos son arrollados por las desesperadas maquinaciones competitivas de sus propias unidades sociales.
Como hemos visto, el alistamiento obligatorio es, probablemente, el método más simple y brutal de asegurar el altruismo del soldado cuando, en una situación que carece de motivaciones biológicas, el salario no llega a compensar el riesgo y los demás costes del servicio militar. La objeción fiscal, la desobediencia civil no violenta, la contracultura y la objeción de conciencia, son algunas de las muchas manifestaciones del conflicto entre la biología y la cultura. En términos generales, la resistencia al «sistema», cuando éste se ha vuelto indiferente a la vida o, peor aún, cuando niega o destruye la vida, es con frecuencia un cri de cœur provocado por determinadas técnicas y normas culturales, pero, fundamentalmente, es un grito que surge del corazón de la vida misma.
«Si hubiera sólo dos hombres en el mundo, ¿cómo se llevarían? Se ayudarían mutuamente, se harían daño el uno al otro, se alagarían, se insultarían, lucharían entre sí, se reconciliarían; no podrían vivir juntos ni prescindir el uno del otra»
VOLTAIRE, Diccionario filosófico
La capacidad humana para desarrollar un comportamiento en pro del grupo está fomentada por una característica que poseen muchos animales sociales: el rechazo hacia los extraños. La mayoría de las abejas, avispas y hormigas, tienen un olor peculiar característico de su grupo que permite que otros miembros las identifiquen. Los extraños, así como los residentes que hayan sido impregnados con otros olores, son expulsados o atacados y matados. Las ratas viven en manadas organizadas cuyos miembros se identifican y toleran. ¡Y pobre de la rata que sea introducida en medio de una manada extraña! Los grandes monos terrícolas (macacos y papiones) —cuya conducta puede damos una idea de cómo fue la nuestra hace algunos millones de años— viven en grupos bien organizados en los que rara vez se tolera a los extraños, y que frecuentemente luchan contra otros grupos. De nuevo nos encontramos con un modelo de comportamiento que tiene sentido desde el punto de vista de la evolución biológica, puesto que los miembros de estos grupos relativamente cerrados suelen ser parientes génicos.
En muchas tribus, la palabra que significa «ser humano» es también el nombre de la tribu; por tanto, los miembros de otras tribus, por definición, no son seres humanos. Tampoco es coincidencia que muchas de las tribus amazónicas de cazadores de cabezas consideren que matar a un miembro de la tribu es asesinato, mientras que matar a un extraño es simplemente «cazar». Al definir como seres humanos sólo a sus familiares y amigos, los miembros de una tribu son libres de comportarse hacía los extraños de formas que no serían aceptables socialmente si se tratara de miembros de la tribu, como tampoco serian aceptables biológicamente si se tratara de parientes génicos.
Matar a un miembro de la propia tribu está generalmente prohibido, mientras que matar a alguien de otra tribu puede ser incluso una proeza digna de elogio. Al fin y al cabo, un miembro de otra tribu no es un ser humano. Esto no es mera sofistería; es un hecho fundamental en la vida de muchas personas, y nos habla elocuentemente de una visión del mundo en la que podemos notar la mano —a veces tan desagradable— de la evolución. La selección de parentesco está relacionada con esta doble moral, puesto que no es muy probable que un extraño sea portador de los mismos genes que su asesino.
Al proponer que existe cierta tendencia biológica hacia la xenofobia, no estamos diciendo que esta característica se exprese en un cien por cien de los casos, sean personas o grupos; recordemos que los genes no determinan rígidamente una característica precisa, sino toda una gama de posibles expresiones. Esta aparente ambigüedad se aplica sobre todo a aquellas características del comportamiento que pueden ser fácilmente modificadas por la cultura. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que siempre que existen tendencias xenofóbicas se da una mayor vulnerabilidad a la propaganda que hace aparecer a los extranjeros como criminales, como seres inmorales, no humanos y, desde luego, de poco fiar.
La tendencia de los seres humanos a formar grupas unidos internamente en contra de los extraños se refleja en muchos aspectos de nuestras vidas, y se manifiesta tanto dentro de una misma cultura como entre varias culturas diferentes. Al principio son las pandillas de los niños y sus rivalidades; después vienen los clubes privados, las hermandades y asociaciones de todo tipo, los sindicatos y los partidos políticos. Además de estas asociaciones puramente culturales en las que se suele ingresar libremente o por méritos personales, existen también unidades culturales a las que se pertenece por nacimiento, aunque exista una posibilidad, al menos teórica, de elección. La religión, el grupo étnico y la nacionalidad, son los principales ejemplos. Aparte de esto, las diferencias físicas más notorias con base génica dan pie a las tendencias discriminatorias. Las diferencias raciales en el color de la piel constituyen la base principal de la discriminación. Y cuando no existen tales diferencias, nos las fabricamos mediante el estilo en el vestir, el lenguaje, el acento, las claves secretas, los signos astrológicos o cualquier otro tipo de asociación totémica.
Los seres humanos tenemos una notable inclinación a excluir de nuestro círculo a los individuos que son marcadamente diferentes a nosotros en cualquier aspecto. Este comportamiento es biológicamente adaptativo en su forma más primitiva por la siguiente razón: entre los animales, la enfermedad es una de las principales causas de mortalidad, y, probablemente, es más importante de lo que pensamos. Puesto que muchas enfermedades pueden ser transmitieras por los individuos afectados, sería conveniente, desde el punto de vista biológico, que los animales enfermos no pudieran asociarse estrechamente con los sanos. De ahí que en muchas sociedades animales, los individuos enfermos o desfigurados sean rechazados y excluidos del grupo sin ningún tratamiento. Por regla general, los que son diferentes son condenados al ostracismo.
Desgraciadamente, las diferencias entre los seres humanos son con más frecuencia producto de la diversidad de oportunidades, ideas e inclinaciones (es decir, de factores culturales), que condiciones biológicas. Los solitarios, los excéntricos, los hombres que llevan él pelo largo y barba, las personas que van descalzas o llevan extraños abalorios, las mujeres que no llevan sostén y cualquier persona que parezca un «bicho raro», se convierten en el objeto del antagonismo de la sociedad. Sólo una firme defensa cultural de la tolerancia, basada en el convencimiento de que mantener la libertad y la diversidad es bueno para la sociedad, puede salvamos de la asfixiante homogeneidad que produciría el desarrollo sin trabas de nuestra tendencia biológica hacia la xenofobia.
A requerimiento de la evolución tendemos a proteger y defender a nuestros descendientes, a favorecer a nuestros parientes, a identificarnos con determinados grupos, a reaccionar violentamente impulsados por la psicología de masas y a desconfiar de cualquiera que sea diferente. La interacción de nuestra herencia cultural y biológica nos sitúa ante un mosaico de brutalidad y de belleza, lleno de problemas y posibilidades.
La capacidad del hombre para la benevolencia y la cooperación, que se ha desarrollado biológicamente, no queda reservada a los parientes génicos o a la mera búsqueda del propio interés. Existe otro mecanismo en el que la selección natural se sirve del altruismo. Este mecanismo, conocido como «altruismo recíproco» o, más simplemente, como «reciprocidad», nos muestra cómo puede desarrollarse un aparente altruismo entre individuos que no están emparentados e incluso entre miembros de especies diferentes.
La condición indispensable es que el beneficiario llegue a devolver el favor, de forma que también el altruista salga beneficiado a largo plazo. Una vez más, como en el caso de la selección de parentesco, la selección natural puede fomentar el altruismo que no sea un verdadero altruismo sino, más bien, egoísmo a largo plazo. Por ejemplo, en los arrecifes de coral viven unos diminutos «pececillos limpiadores» de vivos colores que, por lo general, pertenecen a diversas especies de lábridos. Estos pececillos iridiscentes se meten en las agallas y en la boca de los peces más grandes, incluyendo a la morena, y las limpian de varios tipos de parásitos externos. Los peces grandes se benefician de este servicio, y los pececillos limpiadores se ganan una comida. En cierto sentido, los primeros son altruistas al desaprovechar la ocasión de engullir a los limpiadores, y los últimos, al rechazar la oportunidad de darle un bocado a su anfitrión. Cada uno pone un poco de su parte y ambos salen ganando a largo plazo.
Imaginemos ahora a un australopiteco pre-humano que acaba de matar un antílope. Después de saciar su hambre y permitir comer a su pareja y a sus parientes, no le costará demasiado compartir el resto con otros miembros de su grupo, sobre todo si haciéndolo aumenta su probabilidad de beneficiarse de la generosidad de alguno de sus invitados en otra ocasión. Si el coste de la acción altruista no es demasiado alto y la probabilidad de que sea correspondida es suficientemente elevada, no importa que los participantes estén o no emparentados (aunque, de hecho, sería aún mejor).
Los seres humanos son bastante sensibles a la reciprocidad, y cuando alguien deja de devolverles un favor reaccionan con lo que se ha denominado «agresión moral». Puede que sin esta tendencia no hubiera llegado a desarrollarse el altruismo recíproco, puesto que los sistemas de reciprocidad pueden ser fácilmente desbaratados por los «tramposos»; individuos que aceptan el altruismo de los demás negándose a dar nada a cambio [6]. Estos individuos egoístas mejoran su aptitud al descubrir que es mejor recibir que dar, y consideran estúpidos a los altruistas, que ven disminuida su aptitud al dar sin recibir nada a cambio.
A consecuencia de esto, los sistemas de reciprocidad entre los seres humanos se desarrollan principalmente entre individuos que se conocen y que, probablemente, seguirán relacionándose en el futuro. Es más fácil fiarse de un vecino que de un extraño, puesto que sabemos que es más probable que el vecino nos devuelva un favor. Los vínculos de parentesco están reforzados muchas veces por vínculos de reciprocidad aunque, al menos entre los seres humanos, cualquiera de estos vínculos puede ser suficiente para que se produzca una cooperación beneficiosa para ambas partes. Sin embargo, hay dos casos en los que surgen conflictos: cuando no se cumple la reciprocidad, y cuando la sospecha de que no se cumpla impide una cooperación que podría haber sido muy útil, e incluso necesaria, para el éxito adaptativo de ambas partes. En este último caso, tanto la biología como la cultura están implicadas en el conflicto.
Este problema ha sido advertido por matemáticos, psicólogos y políticos, y ha sido denominado «Dilema del Prisionero». El dilema es el siguiente: imaginemos una situación simplificada en la que interaccionan dos individuos, y que cada uno puede elegir entre cooperar (de forma altruista) o engañar (de forma egoísta). El resultado que obtiene cada uno no depende sólo de su decisión, sino también de lo que decida el otro; sin embargo, cada uno tiene que decidir sin saber si el otro individuo actuará de forma altruista o egoísta. Podemos representar la situación mediante el siguiente diagrama, siendo las palabras que hay dentro de los recuadros los resultados que obtendría el individuo 1:

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(Naturalmente, un diagrama similar, pero a la inversa, reflejaría los resultados correspondientes al individuo 2.)
La cooperación altruista obtiene una recompensa sólo cuando el otro individuo también coopera; engañar por egoísmo y negarse a cooperar acarrea un castigo, siempre que el otro individuo actúe también de forma egoísta; cooperar de forma altruista cuando el otro individuo es egoísta convierte al primer individuo en víctima; y, finalmente, ser egoísta y negarse a cooperar trae consigo la tentación de engañar cuando el otro se muestra cooperativo (con lo que se convierte en victima). Según el valor que tengan los resultados, es posible que ni siquiera se plantee el dilema. Por ejemplo, si la recompensa por cooperar mutuamente es muy grande y la tentación de engañar pequeña, todo el mundo estará encantado de cooperar. Pero podemos analizar otras posibilidades. La más interesante es cuando la tentación es grande, el perjuicio de la víctima es grave, y la recompensa por cooperar y el castigo por engañar son medianos, siendo la recompensa mayor que el castigo. En estas circunstancias, los participantes se encontrarán ante un verdadero dilema.
Desarrollemos este último caso. El individuo 1 saldría ganando si él engañara y el individuo 2 cooperara: sucumbiría a la tentación de engañar. Pero el individuo 2 se encuentra en la misma situación. Ambos saldrían ganando si cooperaran, puesto que la recompensa por cooperar es mayor que el castigo por engañarse mutuamente. Pero ambos tendrán miedo de cooperar porque, si lo hicieran, el otro podría engañarles y el altruista se convertiría en víctima. Pongámonos ahora en el lugar del individuo 1: está tratando de decidir qué hacer, sabiendo que el individuo 2 puede cooperar o engañarle. Su razonamiento será: «Si el otro coopera, la mejor estrategia para mí es engañarle, cayendo en la tentación y convirtiéndole en víctima. Pero, ¿y si el otro me engaña? En ese caso la mejor estrategia es también engañarle, porque aunque el castigo que reciba será malo, siempre será menos malo que ser víctima.» Así, haga lo que haga el individuo 2, el individuo 1 —siguiendo una lógica impecable— se ve obligado a engañar. El individuo 2, siguiendo un razonamiento idéntico, hará también lo mismo. El resultado del «Dilema del Prisionero» es que ambos individuos deciden engañarse, y ambos recibirán el castigo; en cambio, si hubieran cooperado, ambos habrían recibido la recompensa. Cada uno de ellos, por miedo a que el otro le engañe y le convierta en víctima, se ve obligado a engañar; y el resultado es que ambos salen perdiendo.
«El hombre razonable se adapta al mundo», escribió George Bernard Shaw en Man and Superman (El hombre y el superhombre). «El hombre irrazonable trata de que el mundo se adapte a él. Por tanto, el progreso depende de los hombres irrazonables.» Cuando se encuentran dos hombres razonables, ninguno de los dos trata de que el otro se adapte a él; ambos cooperarán y ambos recibirán una recompensa por cooperar. Pero cuando un hombre irrazonable se encuentra con un hombre razonable, el irrazonable se empeñará en que el hombre razonable se adapte a él: le engañará. Esto puede parecer un progreso: el hombre irrazonable sale ganando, puesto que escoge la tentación de engañar, mientras que el hombre razonable se convierte en víctima.
Sin embargo, a la larga, este sistema es regresivo más que progresivo. Las personas razonables se harían irrazonables, o desaparecerían, y serían reemplazadas por las irrazonables, que son más fuertes puesto que nunca se convierten en víctimas. El resultado de un sistema así sería una población compuesta por individuos irrazonables que se negarían a cooperar. Hay que reconocer que ninguno de ellos sería víctima de los demás, por lo que, en cierto sentido, su conducta no sería completamente irracional, pero no conseguirían más que el resultado, relativamente pobre, del castigo por engañarse mutuamente. En el Dilema del Prisionero, el comportamiento irrazonable o engañoso tiende a eliminar el comportamiento razonable o cooperativo. (El dilema, de nuevo, es que todos los participantes saldrían ganando si consiguieran imaginar algún modo de ser razonables y cooperativos).
Los seres humanos, aunque no seamos lógicos ni matemáticos, hemos sido formados, probablemente, por interacciones similares a las que se dan en el «Dilema del Prisionero». Esto no significa que tengamos que realizar complicados cálculos mentales, ni que nuestros antepasados se hayan dedicado a hacerlos. Más bien, fue la selección natural quien hizo el análisis, y el resultado es que no nos sentimos inclinadas a cooperar cuando él riesgo de convertirnos en víctimas es demasiado grande. De ahí que tendamos a desconfiar de los demás, sobre todo cuando tratamos con extraños que podrían engañarnos. Es más, tendemos a ver el mundo como un «Dilema del Prisionero», incluso cuando no lo es.
Afortunadamente, hay varias salidas para el «Dilema del Prisionero». Como ha descrito el político Robert Axelrod en su importante libro The Evolution of Cooperation, una de las salidas más eficaces es la utilización de la técnica de «devolver la pelota», es decir, de hacer una serie de pequeños intercambios de poco valor, de forma que se establezca una pauta de mutua confianza y mutuo beneficio. (También es necesario, al parecer, reservarse la posibilidad de responder con el engaño si nuestro socio/oponente decide engañamos.) Otra salida consiste en percatarse de que hay soluciones mutuamente ventajosas independientemente de lo que haga la parte contraria, y que situaciones que en unas condiciones biológicas y primitivas eran «Dilemas del Prisionero», pueden tener otros resultados en nuestros tiempos. Al enfrentamos a cuestiones como la superpoblación, la escasez de recursos, la justicia o la guerra nuclear, el peor resultado no es ser víctimas del engaño de la otra parte, sino el castigo de ambas partes por engañarse mutuamente. Debido a los avances culturales que se han producido recientemente en diversos campos, la recompensa por colaborar se ha hecho mayor, a la par que han aumentado los perjuicios causados por el mutuo engaño. Pero a pesar de estos cambios, aún sigue imperando la primitiva bio-psicología del «Dilema del Prisionero».
El mundo se nos está quedando pequeño, y cuando se da una reciprocidad —si no un parentesco— hasta con los extraños, ver el mundo como afuera un «Dilema del Prisionero» es ya todo un dilema; un dilema que tiene su origen en la discordancia que existe entre nuestra biología y nuestra cultura.

Capítulo 7
Agresividad, asesinato y guerra: el arte de matar y el corazón del hombre

«He examinado los maravillosas inventos de los seres humanos, y puedo deciros que en el arte de vivir no se ha inventado nada, pero en el arte de matar el ser humano ha superado a la propio naturaleza, desencadenando, mediante la química y la ingeniería, todos los horrores de las plagas, la peste, las hambrunas… En el arte de la paz el ser humano es un chapucero... Pone todo su corazón en las armas.»
GEORGE BERNARD SHAW
El hombre y el superhombre

Es difícil —tal vez imposible— conservar la calma y razonar fríamente cuando discutimos sobre la agresividad, el asesinato y la guerra, sobre todo en estas últimas décadas del siglo, desgarradas por las guerras y ensombrecidas por la amenaza de un holocausto nuclear. La mente humana, capaz de desarrollar una maravillosa creatividad, de concebir pensamientos profundos y elevados, puede caer también en los excesos más atroces de crueldad, barbarie y horror. Es capaz de lo mejor y de lo peor; y nunca es peor que cuando hiere y mata. Puede ser desconcertante y temible, no sólo por lo que es capaz de hacer, sino también porque desconocemos lo que es. Veamos lo que dice el historiador británico Hugh Trevor-Roper cuando describe la mente de Hitler (en su introducción a Las conversaciones secretas de Hitler 1914-1944):
Un terrible fenómeno, imponente por su dureza de granito y, aun así, infinitamente mezquino por sus innumerables impurezas, como si se tratara de un enorme monolito bárbaro —expresión de una fuerza gigantesca y un genio salvaje— rodeado de un montón de inmundicias: latas oxidadas, bichos muertos, cenizas, cáscaras de huevo y excrementos; el detrito intelectual de siglos.
En este capítulo examinaremos algunos de estos detritos producidos por la especie humana que han ido acumulándose, no durante siglos, durante milenios. ¿Es verdad que somos unos chapuceros en el arte de la paz? ¿Es cierto que ponemos nuestro corazón en las armas militares? Y, de ser así ¿por qué?
Nos gusta especular sobre la cuestión de si los seres humanos tienen o no «instintos agresivos», y existe una clara división de opiniones: unos están convencidos de que tenemos una tendencia genética a matar a nuestros semejantes, y otros creen firmemente que la agresividad de los seres humanos está en función de su medio ambiente y que no tienen nada que ver con el ADN de nuestro pasado animal. Lo más probable es que ambos se equivoquen. Para llegar a comprender esta importante controversia —que por sí sola ya ha generado bastante agresividad— será conveniente dar un pequeño repaso a la historia.
La Etología, la ciencia que estudia el comportamiento animal, es una disciplina relativamente nueva cuyo desarrollo se debe en gran parte a la fusión de la antigua Historia Natural con la moderna Biología, cuyo origen se remonta a la década de 1930. Es similar a la psicología comparada en muchos aspectos, aunque presenta también muchas diferencias en cuanto a orientación, enfoque y técnicas. Estas diferencias han dado lugar a muy diversos puntos de vista. Por una parte, la Etología es principalmente una especialidad europea (aunque tiene muchos seguidores en Estados Unidos), mientras que la psicología comparada es básicamente un movimiento americano. Los etólogos son biólogos y, por tanto, se ocupan del estudio del comportamiento dentro de un contexto evolutivo, y tienden a estudiar a los animales por sí mismos.
En cambio, el objetivo de la psicología comparada es el estudio del comportamiento humano. Siempre estudia el comportamiento animal en relación con el de la especie humana, con la esperanza de que al estudiar comportamientos que se dan tanto en los animales como en el Homo sapiens se profundice la visión que tenemos de nosotros mismos. Debido a que su objeto de estudio son los animales en sí, los etólogos suelen trabajar en los hábitats naturales correspondientes, en donde se puede apreciar mejor el valor adaptativo de cada comportamiento. En cambio, los psicólogos comparativos, puesto que se basan en manipulaciones experimentales controladas, realizan sus intervenciones en laboratorios.
También los animales estudiados son diferentes. Los etólogos suelen investigar una amplia variedad de animales, para conseguir tener cierta perspectiva de los diversos resultados de la evolución. Observan pájaros, peces e insectos. Los psicólogos comparativos, en cambio, trabajan principalmente con mamíferos, puesto que son los animales que más se parecen a los seres humanos. Se han concentrado casi exclusivamente en el estudio de las ratas blancas de laboratorio; un animal cuyas similitudes con el Homo sapiens son, cuanto menos, discutibles. La obsesión de estos investigadores por las ratas blancas ha sido tan evidente, que un famoso psicólogo conductista americano, Frank Beach, llegó a escribir un artículo en una revista de psicología exhortando a sus colegas a ampliar su selección de animales de laboratorio. En su artículo aparee» una caricatura que representaba el cuento del Flautista de Hamelin al revés: un batallón de científicos ataviados con sus batas de laboratorio seguían, fascinados, a una gran rata blanca que los conducía hasta el rio.
Los etólogos se han especializado en el estudio de comportamientos típicos, a menudo exclusivos de la especie, que tienen generalmente una base génica. Los psicólogos comparativos se concentran en comportamientos más modificables, que son característicos del hombre. El más importante de todos ellos es, sin duda, el aprendizaje.
Teniendo en cuenta estas diferencias básicas, no es de extrañar que los etólogos atribuyan generalmente más importancia a la influencia de los factores génicos sobre el comportamiento que los psicólogos; y esta diferencia de puntos de vasta se extiende también a la cuestión de la agresividad humana. Así, los que defienden que existe una tendencia hereditaria a la agresividad están encabezados por etólogos como Konrad Lorenz, Niko Tinbergen, Karl von Frisch, e Irënaus Eibl-Eibesfeldt En las últimas décadas, el escritor americano Robert Ardrey y el biólogo británico Desmond Morris han divulgado el punto de vista etológico en una serie de libros sensacionalistas. El punto de vista contrario, de que la agresividad es principalmente el resultado de ciertos factores ambientales (es decir, producto del «aprendizaje», en su sentido más amplio) y de que es posible construir una sociedad pacífica mediante una manipulación apropiada del entorno, ha sido defendido por el psicólogo americano John Paul Scott y por el antropólogo Ashley Montagu, entre otros. La opinión de los psiquiatras se divide entre los dos puntos de vista. Dado que su objeto de estudio es el ser humano y no los animales, es comprensible que tiendan a dar más importancia a los factores modificables y, por tanto, a la cultura y a las experiencias de la infancia. Por otra parte, la escuela freudiana tiene muy en cuente los factores inconscientes y los componentes génicos y biológicos, por lo que los psiquiatras suelen aceptar la evolución biológica como causa del comportamiento humano.
Somos criaturas impacientes que queremos respuestas rápidas, sobre todo cuando se trate de una cuestión tan importante como el origen de la agresividad. Pero, por desgracia, de momento la respuesta es, simplemente, que no sabemos cuál de los dos puntos de viste es el correcto. Lo más probable es que la verdad esté entre uno y otro. Hay muchas pruebas de que los animales tienen una necesidad «innata» de descargar su agresividad y de que, a falta del objeto apropiado, pueden herir a su propia pareja o incluso autolesionarse. Es frecuente que los animales desarrollen complejos comportamientos de «apaciguamiento» para inhibir la agresividad de su atacante, a menudo cuando se trata de una posible pareja. La agresividad, especialmente entre los machos, se desencadena automáticamente con la simple aparición de ciertos desencadenantes, como el «bigote» negro del pájaro carpintero que hemos mencionado anteriormente Pero los psicólogos también han encontrado pruebas del papel que desempeña la experiencia en la determinación de la agresividad.
Scott llegó incluso a conseguir que sus ratones se mostraran agresivos hacia cualquier oponente —incluso hacia los que eran mucho más grandes— haciendo que lucharan en una serie gradual de peleas «amañadas» para asegurar su victoria. El ratón que ha sido capaz de luchar y vencer en el pasado, tiene más posibilidades de luchar y vencer en el futuro. Esto implica que los animales aprenden a luchar luchando, al igual que aprenden a vencer venciendo. Los resultados de estos experimentos demostraron que también aprenden a no luchar no luchando. Lo que podrá sugerir que, en nuestra especie, la prohibición de la agresividad puede tener como último resultado el desarrollo de una personalidad no agresiva. Es más, las investigaciones de Scott indican que la lucha es a menudo una consecuencia del derrumbamiento del orden social. En muchas especies parece ser que uno de los objetivos de la organización social es el mantenimiento del orden. Según esto, evitando el derrumbamiento del orden en nuestras sociedades contribuiremos al mantenimiento de la paz.
Pero también hay otras explicaciones para el control de la agresividad mediante la modificación de los factores ambientales. El influyente psiquiatra de la Universidad de Yale, J. Dollard y sus colegas propusieron hace tiempo que la frustración podía ser la causa principal de la agresividad humana. Entonces, educar a los niños en un ambiente libre de frustraciones podrá ser un buen modo de evitar una agresividad indeseable. (Aunque, por otra parte, como ha señalado Konrad Lorenz, los niños que no han experimentado frustraciones resultan ser frecuentemente mocosos insoportables, sea cual sea su nivel de agresividad.) Se ha observado también que los animales luchan muchas veces en respuesta directa a estímulos dolorosos. Si encerramos a dos ratas en una jaula con una rejilla electrificada, lucharán entre sí en respuesta a las descargas eléctricas. Esta reacción, denominada «lucha reflexiva» demuestra la influencia que tiene la experiencia sobre la agresividad. De hecho, todas estas hipótesis pueden combinarse, y sugieren a algunos psicólogos que una sociedad humana bien organizada que eliminara la frustración, el dolor y las peleas infantiles, eliminará también las luchas y las guerras de los adultos.
Por otra parte, la lucha como respuesta al dolor es una reacción adaptativa, y puede haber sido fomentada por la selección. Un animal que sufre un ataque y experimenta dolor hará bien en responder luchando. La rata que recibe la descarga eléctrica puede «pensar» que la otra rata es, de algún modo, culpable del dolor que acaba de sentir y responde, de forma apropiada, luchando. Este argumento no descarta otros significados que pueda tener el dolor (o la frustración). Sin embargo, introduce una idea importante: el valor adaptativo de la agresividad animal, ya sea auto-generada o determinada por la experiencia.
Éste es el tema central del provocativo libro de Konrad Lorenz Sobre la agresión. Es significativo que su título original en alemán, Das sogenannte Böse, literalmente, «La así denominada maldad», sugiera que, aunque la violencia humana puede ser un mal mayoría agresividad en sí es básicamente una característica adaptativa que la evolución ha fomentado en los animales y, posiblemente, en los seres humanos. Además de facilitar la defensa inmediata, la capacidad de agresión hace posible que los animales puedan mantener la distancia necesaria entre sí y sus competidores. Probablemente los individuos que son suficientemente agresivos son más aptos que los que se amilanan. Lorenz señaló también que el importante vínculo de pareja se basa, en muchas especies, en la sublimación y reorientación de la mutua agresividad, así como en compartir la agresividad hacia los extraños. Teniendo en cuenta estas ventajas, la «así denominada maldad» parece cada vez más deseable. Por tanto, parece razonable suponer que la evolución la haya integrado de algún modo en el acervo génico de los seres humanos.
Los antropólogos suelen complacerse en señalar que existen algunas sociedades humanas no agresivas —los pigmeos africanos, por ejemplo— como «prueba» de que no existe una base genética para la violencia del ser humano. Pero, una vez más, la existencia de aparentes excepciones no constituye una prueba definitiva, puesto que los genes determinan la potencialidad, no la seguridad de que se dé cierto carácter o comportamiento. Además, es bastante significativo que las sociedades humanas no agresivas encuentran un gran placer en otros comportamientos, como comer, beber, jugar, reír y hacer el amor. Este hecho puede apoyar la original idea de Lorenz (expuesta por primera vez hace ya cinco décadas) de que la agresividad surge como una expansión espontánea, por lo que puede reducirse canalizándola, es decir, buscando una salida más aceptable para la energía reprimida. Además, muchos pueblos que aparentemente no son agresivos, como los bosquimanos Kung, los aborígenes australianos y ciertas tribus de esquimales, se vieron obligados a ser pacíficos después de haber sido derrotados por otros pueblos más agresivos. De todas formas, el hecho que más destaca es que somos una especie agresiva, independientemente de que la agresividad surja de nuestro interior o sea una respuesta a nuestro ambiente, a nuestra situación social o a nuestras frustraciones.
Lorenz y otros han propuesto que se organicen más competiciones deportivas, que ejercerían una buena influencia tanto sobre los participantes como sobre los espectadores. También resultaría útil fomentar una sana rivalidad en actividades beneficiosas, corno la exploración espacial y submarina, el desarrollo socio-político, la investigación médica, las ciencias puras y aplicadas, y las artes. De hecho, hay pruebas de que la simple contemplación de un acto agresivo puede reducir la agresividad del espectador. En un experimento se insultó a un grupo de personas, que se enfadaron y se pusieron agresivas: su presión sanguínea y su pulso aumentaron perceptiblemente. Cuando se les pusieron películas de peleas de boxeo, accidentes automovilísticos y otras escenas violentas, su pulso y su tensión sanguínea se normalizaron: Parece, por tanto, que la simple experiencia indirecta de descargas de la agresión hace que disminuya la propia agresividad acumulada. Sin embargo, la mayoría de los que abogan por el control de la agresividad a través del entorno, estarían en desacuerdo con este sistema y propondrían exactamente lo opuesto: minimizar las oportunidades de expresar la agresión y la violencia, en vez de fomentar su descarga aunque sea en una forma «inofensiva». Los que opinan de este modo han realizado estudios que indican que la observación de una violencia explícita, especialmente en la televisión, puede fomentar la agresividad. Mientras que los testigos de acciones violentas de la vida real suelen sentir horror y repugnancia, los que presencian una violencia artificial, sobre todo cuando ésta es una experiencia reiterada, llegan a modificar su idea de lo que es una conducta aceptable, además de no tener una percepción adecuada de las consecuencias de la violencia real.
Está claro que el exceso de agresividad es desventajoso y, por tanto, no ha debido de ser favorecido por la selección, ni entre nuestros antepasados ni en ningún otro ser vivo. Puesto que la agresividad conlleva ciertos costes (el riesgo de ser herido o matado), así como posibles beneficios, parece evidente que un exceso de agresividad será tan desventajoso como su carencia absoluta. Aparte del peligro de autolesionarse, los individuos hiper-agresivos corren el riesgo de herir a su pareja y a sus parientes, malgastando un tiempo y una energía que habría sido más provechoso emplear en asegurar la propia subsistencia. La hiper-agresividad puede producir también el fenómeno de la «negligencia agresiva», debido a la cual las crías no reciben la suficiente atención porque sus padres están demasiado ocupados amenazando, intimidando o luchando.
El enfoque de la sociobiología puede verter algo de luz sobre el carácter «innato» de la agresividad humana sirviéndose de la biología evolutiva y, sobre todo, del concepto de «máxima adaptación» —éxito reproductivo de los genes— para interpretar y predecir el comportamiento. Más que considerar que el ser humano es o no agresivo de forma innata, el punto de vista de la sociobiología sugiere que la selección natural ha determinado que nos comportemos de forma agresiva en determinadas circunstancias, y de forma no agresiva en otras, dependiendo de las consecuencias que tenga la agresividad, o la falta de ella, para nuestro éxito evolutivo. En resumen, el comportamiento agresivo que puede ser adaptativo en ciertas condiciones, puede no serlo en otras; el comportamiento agresivo que es adaptativo para un individuo (por ejemplo, un macho adulto) puede no serlo para otro (por ejemplo, una hembra joven), Al igual que el químico mide cuidadosamente la cantidad de ácido necesaria para neutralizar un álcali explosivo, puede esperarse que, en la mayoría de los casos, los seres vivos dosifiquen sus comportamientos más arriesgados con cierta precisión. Siguiendo con la analogía, es lógico pensar que esta dosificación es mucho menos precisa cuando se trate de sustancias nuevas y no se conocen sus efectos. La selección natural se encarga de asegurar que los seres vivos «conozcan» los efectos reactivos de su comportamiento; pero aún no ha tenido ocasión de incluir en sus cálculos los armamentos modernos.
En los últimos años ha aumentado la preocupación por la agresividad humana desenfrenada debido al desarrollo que han experimentado las armas nucleares y nuestra capacidad de auto-aniquilación. Mediante una masiva potenciación de nuestra capacidad de matar, la evolución cultural ha hecho que un rasgo posiblemente adaptativo sea altamente peligroso. Consideremos una progresión de palabras terminadas en «cidio»: del suicidio (matarse uno mismo) pasamos al homicidio (matar a otro). El siguiente paso, el genocidio (exterminación de todo un pueblo), a pesar de haber sido exigido por ciertos mandatos bíblicos, sólo recientemente se ha convertido en una posibilidad fácilmente realizable. Poco después acuñamos el término «ecocidio»: el asesinato de todo un ecosistema; y ahora, con las armas nucleares, nos enfrentamos a la última y más desafiante perspectiva: el omnicidio.
Los animales no consideran que su agresividad sea buena o mala; simplemente, es parte de su vida, como dormir, comer, engañar, cooperar o copular. La agresividad humana, por el contrario, puede ser juzgada éticamente, y la mayoría de las veces nos parece condenable. Por tanto debemos considerar por una parte las situaciones que provocan agresividad y por otra sus resultados, es decir, la forma en que es expresada: Como ocurre muchas veces —y contrariamente a la opinión general— el problema no se deriva tanto de los instintos que tenemos, como de los que no tenemos. Además, tanto el desencadenamiento de la agresión humana como su expresión en la práctica, están fuertemente influenciados por el conflicto entre la cultura y la biología.
Puede que los seres humanos tengamos un instinto que nos lleve a desarrollar espontáneamente nuestra agresividad, aunque no parece muy probable. También es posible que la violencia humana sea el resultado de una conjunción de factores ambientales, como la falta de medios en la niñez, las frustraciones, la desorganización social o las psicosis y neurosis personales. Pero incluso en el caso de que la agresividad no esté completamente determinada por nuestro patrimonio génico, la capacidad para desarrollar tal comportamiento tiene que derivarse, en última instancia, de nuestra configuración génica, resultado de nuestra evolución biológica.
Por hacer una analogía, consideremos un comportamiento del que sin duda son responsables ciertos factores génicos: la capacidad de aprender. Con un entrenamiento suficiente, un ser humano puede aprender a resolver difíciles problemas de cálculo diferencial; cosa que resultaría imposible hasta para el más inteligente de los chimpancés. La diferencia entre la capacidad de uno y otro es muy grande, y se debe casi por completo a sus diferentes configuraciones génicas. Hay que admitir que un ser humano sin instrucción no podría realizar estos cálculos, pero mientras que ni siquiera un chimpancé sometido a un entrenamiento intensivo conseguiría aprender, cualquier ser humano de inteligencia media es capaz de aprender cálculo diferencial. Esto no quiere decir que tengamos genes que controlen específicamente la capacidad de resolver problemas de cálculo y que el chimpancé carezca de ellos, sino que la constitución génica de los seres humanos determina que tengamos la capacidad de elaborar pensamientos simbólicos y abstractos, mientras que la del chimpancé no. El hecho de que los bosquimanos de África no suelan resolver problemas de cálculo no quiere decir que sean incapaces de hacerlo. Simplemente, su entorno natural no les ofrece las circunstancias apropiadas para desarrollar esa capacidad. De modo semejante, la agresividad humana debe estar, como mínimo, basada en una capacidad de comportarse de forma agresiva, que se manifiesta cuando se dan las circunstancias «apropiadas».
Si admitimos, pues, que la agresividad humana tiene que derivarse; al menos indirectamente, de nuestra configuración biológica, uno de los aspectos del problema de la agresividades que surge de la interacción entre nuestra biología y nuestra cultura, puesto que la mayoría de las culturas humanas crean situaciones que estimulan la agresividad. Dada nuestra capacidad (si no necesidad) biológica de agresividad, muchas culturas humanas favorecen la expresión de la agresividad, cosa que no ocurriría si la complejidad cultural fuera menor. Y esto se da incluso en sistemas sociales que, en teoría, se oponen a la agresividad
Los incidentes violentos son un fenómeno raro en las sociedades animales, y esto es debido en parte a que el orden social es conocido y aceptado por los animales gracias a su capacidad biológica para establecer y mantener relaciones sociales. Una gallina en un corral, una vaca en un rebaño, o un papión en su grupo, conocen perfectamente cuál es su posición en relación con sus congéneres, y los animales de bajo rango manifiestan generalmente cierta deferencia hacia sus superiores evitando los enfrentamientos o, en caso de ser inevitables reduciendo la lucha a su mínima expresión. Este sistema funciona tan bien, que es raro observar signos de predominio, incluso gestos tan poco severos como las amenazas o el desplazamiento de un individuo subordinado por otro superior, debido a que los primeros evitan, juiciosamente, los enfrentamientos con sus superiores.
—Al parecer, los seres humanos carecemos de una capacidad biológica bien desarrollada para conseguir una armonía social de este modo; el despotismo que se observa en las relaciones entre animales nos resulta absolutamente desagradable Así pues, hemos sustituido los imperativos biológicos por normas culturales, y necesitamos tribunales, cárceles y policía para conseguir lo que la mayoría de los animales han alcanzado inconscientemente bajo la guía de la evolución. Las leyes y la policía son instituciones exclusivamente humanas; la policía de los papiones es su propia biología.
No queremos decir con esto que los sistemas sociales de los animales funcionen siempre a la perfección ni que los disturbios, o incluso la violencia, sean fenómenos desconocidos, sino, más bien, que existen pautas consistentes y predecibles para ordenar la vida social animal. Cuando se producen altercados, lo normal es que sean en beneficio del agitador. Un simple experimento que se realizó con los monos gelada que viven en las montañas de Etiopia, reveló que los individuos son extraordinariamente calculadores a la hora de decidir o no «causar problemas», lo que demuestra que son conscientes de cuáles son sus intereses. Varios machos de todas las categorías sociales —dominantes, subordinados y de rango medio— fueron enfrentados, independientemente, a diversas parejas de su misma especie. Los machos dominantes tendían a intervenir y tratar de conquistar a la hembra para sí. Los machos de rango medio e inferior normalmente no intervenían, al menos mientras el comportamiento de la hembra demostrara que se sentía estrechamente vinculada al macho. En tal situación, el supuesto usurpador no sólo tendría que enfrentarse a un «marido» furioso, sino también a una «esposa» poco dispuesta a cooperar cuya lealtad sería difícil de conquistar: Pero cuando la hembra parecía aburrida, descontenta o poco atenta con su pareja, también los machos de rango medio o inferior trataban de conquistarla.
Una vez establecida, la jerarquía social entre los animales puede ser muy duradera. El «número uno», el macho dominante, conservará su posición bastante tiempo después del decaimiento de su fuerza física, puesto que seguirá conservando su reputación. Los seres humanos también establecen sus jerarquías basándose en la reputación, pero el orden jerárquico es menos inviolable; de hecho, es puesto a prueba casi continuamente El resultado es una tensión constante y ocasionales enfrentamientos físicos violentos. Incluso en el caso de que tuviéramos una tendencia biológica a respetar el orden social establecido, no habría muchas oportunidades de desarrollarla en la práctica debido a nuestros avanzados sistemas culturales: nos encontramos continuamente con personas desconocidas cuya actitud hacia nosotros no podemos determinar.
Debido a la eficacia con que las organizaciones sociales animales mantienen la paz entre sus miembros en condiciones naturales, los etólogos suelen tener dificultades para identificar el rango social de los individuos. Un buen sistema para resolver este problema es introducir algo deseable en pequeñas cantidades —comida, por ejemplo—, y observar cómo se lo disputan los miembros del grupo, o lo que es más probable, quién respeta a quién. Este sistema resulta especialmente efectivo con los papiones que habitan en la sabana, puesto que estos animales se encuentran normalmente dispersos dentro de grandes áreas y comen hierbas y raíces que se encuentran distribuidas por igual a lo largo de la zona. Se puede provocar la agresividad entre estos animales creando una situación extrema en la que tengan que competir por unos cacahuetes o una manzana.
Las marmotas americanas son criaturas ariscas, independientes y bastante solitarias, que se vuelven sociables sólo durante los breves períodos de apareamiento. La mayor parte del tiempo se evitan unas a otras, alimentándose de hierbas y semillas. Los machos luchan a veces entre sí, especialmente durante la época de apareamiento, aunque la mayoría de las marmotas tratan, simplemente, de evitarse. Al fin y al cabo, su alimento se encuentra distribuido en una zona muy amplia y, por tanto, no suele haber motivo para pelearse. Pero la cosa cambia cuando alguien planta una huerta dentro de su hábitat, de repente, muchos animales se sienten atraídos a un área limitada en donde se aglomeran, y su proximidad hace que surja la agresividad hacia los demás. Ahora tienen algo por lo que luchar: docenas de suculentas matas de judías plantadas cuidadosamente en hileras de sólo unos pocos metros. Como los dioses y diosas griegos que empezaron a reñir entre ellos cuando Eris, la diosa de la discordia, les presentó una manzana de oro con la inscripción: «Para el más hermoso», las marmotas tienen más tendencia a luchar, hiriéndose e incluso matándose, cuando existe algún motivo concreto por el que merece la pena luchar.
Según la mitología griega, las hazañas de Eris provocaron la guerra de Troya. En la vida real, situaciones similares han provocado innumerables discordias. Nuestra cultura provoca una continua y directa competición por una cantidad limitada de un recurso fácilmente identificable: el dinero y la posición social. Se trata de presiones culturales que nunca llegaría a experimentar un grupo de australopitecos dedicados a la caza y la recolección. Pero no es necesario fijarse en la sociedad tecnológica para descubrir ejemplos de agresividad inspirada por la cultura. La lucha por las propiedades materiales provoca frecuentemente la violencia entre los seres humanos, y la posesión de un tipo u otro de objetos materiales es un rasgo universal del ser humano. No obstante, el delito de robar —frecuentemente acompañado por la violencia— no puede darse a no ser que exista algo que robar. La necesidad de poseer objetos externos a nuestro cuerpo está muy desarrollada en el ser humano, y es una consecuencia directa del uso de herramientas. Pero esto no es algo completamente desconocido entre los animales, y lo cierto es que la propiedad, cuando existe, se convierte demasiado a menudo en una fuente de problemas.
Muchos predadores luchan para defender su presa de otros animales, especialmente de los animales carroñeros, como las hienas o los buitres, que intentan robársela. Entre los pájaros, el skúa de la Antártida y el pájaro fragata tropical son piratas del aire, que consiguen su alimento robando las presas a pescadores tan expertos como las gaviotas o los cormoranes. Las gaviotas, a su vez, se roban unas a otras los huevos y los materiales con que construyen sus nidos. Los machos de Panorpa cazan pequeñas presas que ofrecen a la hembra como parte del cortejo, y no es raro que un macho que no ha conseguido ninguna presa no tenga inconveniente en aligerar a otro de su botín. Actuando como una hembra cortejada, el macho que se ha quedado con las manos vacías trata de robar a otro el regalo que normalmente recibe la hembra durante el apareamiento. Cuando el macho «rico» descubre el engaño intenta recuperar su propiedad, y se entabla un forcejeo que suele terminar en batalla campal.
Los monos pueden pelearse por un alimento codiciado, pero el objeto de la disputa es consumido rápidamente y con él desaparece el apasionamiento. Sin embargo, los seres humanos somos excepcionales, puesto que podemos conservar nuestras propiedades durante mucho tiempo, lo que contribuye a suscitar sentimientos duraderos de envidia y a provocar una violencia interpersonal persistente.
La mayoría de los primates comen frutas, vegetales o pequeños invertebrados y, por tanto, sus alimentos suelen estar distribuidos igualmente y en pequeñas cantidades a lo largo de una amplia zona. En estas condiciones, la lucha competitiva por la comida no resulta rentable. Las especies superiores, como los papiones, gorilas y chimpancés, comen también animales de tamaño medio —como crías de gacela y otros monos— cuando consiguen atraparlos. La carne de los animales de mayor tamaño es rica en proteínas, y es un alimento muy apreciado cuando se consigue. No obstante, existe un sistema social bien estableado que suele determinar quién tiene prioridad sobre la presa, con lo que se evitan las agresiones indebidas incluso en estos casos.
Nuestros antepasados parcialmente carnívoros tuvieron probablemente muchas más ocasiones que los monos para disputarse una presa. Es posible, por tanto, que hayamos desarrollado una capacidad, determinada génicamente, para establecer y conservar sistemas jerárquicos que garanticen la paz, y puede que aún conservemos algo de dicha capacidad. Es posible, pues, que muchas de nuestras instituciones culturales —incluyendo las casas reales—, las jerarquías eclesiásticas y militares, y los diversos estamentos de nuestros gobiernos y organizaciones corporativas sirvan para satisfacer nuestra tendencia a establecer una organización social de estructuración jerárquica. Pero, en todos los casos, los detalles están determinados por factores culturales, no genéticos. Nuestras instituciones culturales, incluso las más despóticas, carecen del automatismo que presentan los rígidos comportamientos instintivos de los animales. Si estos sistemas estuvieran arraigados más firmemente en nuestra biología, los odiosos instrumentos de represión que utilizan los gobiernos tiránicos resultarían innecesarios (o nos serían menos odiosos). Las cámaras de tortura, la policía secreta, las revoluciones y contrarrevoluciones dan testimonio de la discordancia que se da muchas veces entre nuestra cultura y nuestra biología. De todas formas, no está claro por qué los seres humanos han experimentado tal disminución de la influencia genética sobre la organización social. Es probable que esta flexibilidad nos permitiera vivir en una amplia gama de entornos y adaptamos a una gran diversidad de circunstancias, incluso cuando vivíamos sólo en la sabana africana. En cualquier caso, el proceso denota claramente el declive evolutivo del control biológico y el consecuente aumento del control intelectual del comportamiento en general.
Independientemente de que hayamos tenido —o tengamos aún— la capacidad biológica de evitar la competición agresiva por la comida o por otros objetos, lo cierto es que la cultura ha aumentado las oportunidades para desarrollar la agresividad. En cierto momento se propuso denominar a nuestra especie Homo faber, en lugar de Homo sapiens, para reflejar la capacidad que tenemos de construir y utilizar herramientas. Ningún otro animal es capaz de construir tantas cosas como el ser humano; y ninguno las valora tanto. Aunque es cierto que un picón macho defenderá enérgicamente su territorio, al igual que una gaviota su nido, no hay ningún animal que invierta tanto tiempo y energía en defender sus propiedades. Esforzarse por algo es aumentar su valor, y los seres humanos solemos invertir mucho trabajo en obtener y conservar nuestras cosas, y las valoramos en mucho, hasta el punto de estar dispuestos a luchar y matar por ellas.
Hace más de veinte años, en su popular obra The Territorial Imperative (El imperativo territorial), Robert Ardrey analizó algunas obras de etólogos sobre el comportamiento territorial de los animales, de las que extrajo «pruebas» de que los seres humanos somos también territoriales. Con este intento se ganó la admiración de unos y la desaprobación de otros. En realidad su razonamiento era demasiado superficial: no se puede deducir de que ciertas libélulas sean territoriales que nosotros también lo seamos. Lo que ocurre entre los animales no tiene que ocurrir necesariamente entre los seres humanos.
Es cierto que los seres humanos tenemos una serie de costumbres rígidas respecto a la utilización social del espacio, pero estas pautas están determinadas culturalmente y varían mucho de una sociedad a otra». Por ejemplo, como ha demostrado el antropólogo Edward Hall, existen diferencias significativas entre la distancia que guarda un árabe con su interlocutor y la que guarda un americano. Normalmente, un sirio o egipcio acerca mucho su cara a la de la persona con quien está hablando; una conversación amistosa implica que ambos participantes perciban el olor e incluso el calor corporal del otro. En cambio, los americanos y los europeos occidentales guardan más las distancias. Estas diferencias culturales pueden provocar graves malentendidos en las reuniones internacionales por ejemplo en las reuniones de las Naciones Unidas, en donde las personas de los países de «poca distancia» (y aquí se pueden incluir la mayoría de los países latinoamericanos y de las naciones mediterráneas) pueden resultar molestos y embarazosos para sus interlocutores de «larga distancia». Del mismo modo, los americanos y las personas influenciadas por las costumbres sociales de Europa occidental pueden parecer frías e indiferentes a las personas acostumbradas a unas relaciones más calurosas.
Respecto a la propiedad del espacio, las transgresiones y el concepto de intimidad se dan diferencias culturales parecidas. Lejos de estar vinculados genéticamente a un imperativo territorial, parecemos estar condicionados por las costumbres que imperan en la sociedad a la que pertenecemos.
Se ha afirmado también que nuestra supuesta naturaleza territorial es en parte responsable de nuestra agresividad. Pero esto no parece muy probable, puesto que una de las consecuencias del comportamiento territorial —como es el caso de las sociedades jerarquizadas— es la reducción del número de incidentes violentos. En las especies territoriales cada individuo es perfectamente consciente de sus derechos y de los de los vecinos, y suele respetarlos. Pueden darse excepciones en la época de apareamiento o en los periodos de transición en los que se están delimitando los territorios. Pero tales ocasiones suelen durar poco, y casi siempre se resuelven mediante rituales y amenazas, conservando el propietario del territorio una marcada ventaja. La territorialidad implica tanto la tendencia a establecer y defender lo que se considera zona propia, como la tendencia a respetar la propiedad ajena. De hecho, la propiedad del territorio confiere casi una invencibilidad al propietario. Puede que los límites se aprendan y recuerden por experiencia, pero su respeto es una rígida imposición biológica.
Si fuéramos verdaderamente seres territoriales, la lucha por el espacio vital quedaría reducida al mínimo, sobre todo una vez hubieran sido estableados los límites. Es precisamente porque carecemos de un respeto biológico por el territorio por lo que luchamos tan a menudo por él. Deseamos tener nuestro propio espacio con tanta intensidad que estamos dispuestos a luchar por él, pero, en cambio, no nos sentimos muy inclinados a respetar el espacio vital de los demás. En la mayoría de los países occidentales se utilizan mojones, vallas de piedra, alambradas, carteles de aviso o cerraduras para señalar los derechos de propiedad; lo que más que dar testimonio de nuestra territorialidad, es síntoma de su carencia. Al marcar así nuestros territorios, seguimos los dictados de nuestra cultura, no los de nuestros genes, puesto que estos límites artificiales carecen de base biológica, son relativamente inestables y están sujetos a continuas disputas. Cuando la evolución cultural provoca situaciones para las que no estamos preparados por nuestra evolución biológica, se producen conflictos.
Pese a que no parece muy probable que los seres humanos seamos territoriales biológicamente, supongamos, por un momento, que lo fuéramos. Si fuéramos animales territoriales probablemente estableceríamos un distanciamiento regular entre los individuos y, más aún, entre las diferentes familias. En algunos casos esto podría llevarse a cabo mediante la dispersión que se observa en las granjas y aldeas de algunas regiones, o mediante la opresiva regularidad que caracteriza a las típicas divisiones suburbanas. Ambos modelos se dan actualmente, pero las distancias entre unidades varían mucho de un caso a otro. Si existiera un modelo de distribución que satisficiera nuestras necesidades genéticas, la distancia que habría que respetar podría ser tanto los quince metros que se observan en algunas ciudades, como los veinte kilómetros que se observan en algunas zonas rurales. Al no saber qué es lo más adecuado, no podemos estructurar nuestra vida según tales necesidades. Es más, la diversidad que presentan los modelos de distribución indica que si existen tales necesidades biológicas, la mayoría de las formas de organización no las respetan, puesto que son muy diversas y están condicionadas por factores no biológicos.
La configuración génica de los seres humanos —sea cual sea— se amolda, como si fuera cemento, a diversos modelos de distribución territorial que están determinados casi enteramente por factores políticos, sociales, económicos y, posiblemente, también por factores aleatorios. Pero, a diferencia del cemento, las influencias genéticas no son totalmente maleables. No pueden adoptar sin inconveniente una infinita variedad de formas, y si se las obliga a adoptar formas inadecuadas pueden producirse tensiones que lleguen a provocar un resquebrajamiento. Si tuviéramos una tendencia genética a establecer cierta organización territorial, la amplia diversidad de las culturas actuales estaría distorsionándola y creando tensiones. Si, por el contrario, careciéramos de tal tendencia, nuestros problemas provendrían precisamente de la falta de estabilidad que se deriva de la inexistencia del imperativo territorial.
Cuando se trata de cuestiones territoriales, la presión de la cultura sobre la biología se deja sentir especialmente en las grandes áreas urbanas: Al igual que resultaría difícil mantener la tendencia biológica a establecer determinada escala jerárquica en una gran ciudad, las tendencias territoriales estarían sometidas a fuertes tensiones en un área urbana. Las razones de que muchas personas vivan en ciudades son muy diversas y complejas, pero es evidente que los factores económicos proporcionan el principal incentivo al habitante de la ciudad, aunque también existen otros alicientes, como las diversiones, la diversidad sociocultural o la simple inercia (haber nacido allí). Aunque tuviéramos necesidades biológicas territoriales, lo más probable es que los factores culturales nos obligaran a actuar en contra de nuestras tendencias biológicas.
Si la agresividad humana se deriva en parte de las influencias culturales en ausencia de factores biológicos que regulen la agresividad, ¿qué factores ambientales determinantes de la agresividad podríamos establecer? En La república, Platón trata de definir la forma de gobierno más apropiada según la naturaleza del espíritu humano.
Aunque su intento tuviera éxito desde el punto de vista filosófico, nunca ha tenido demasiado éxito en la práctica, tal vez porque cuando se trata de preferir una u otra forma de organización social, no existe un único y esencial espíritu humano. Nuestra naturaleza puede ser tan inconsistente como las famosas sombras que se agitaban sobre la pared de la cueva de Platón.
Si realmente carecemos de una tendencia genética a establecer un tipo particular de sistema social, entonces nuestras diversas forméis de organización social tienen que ser producto de nuestra cultura o estar fuertemente influenciadas por ella, los sistemas políticos humanos son muy diversos y van del sistema tribal a la monarquía absoluta, la dictadura militar, la república democrática, el fascismo, el socialismo y el comunismo. La estructura familiar, a su vez, presenta toda una gama de variedades, desde la familia nuclear hasta el clan o la familia extendida, y también los modelos de sociedad son muy diversos, yendo de los grandes núcleos urbanos sedentarios a los pueblos nómadas. Pero tal vez lo más importante sea el sistema, básico y sutil, de relaciones interpersonales que afectan a toda la sociedad, desde la superestructura de la organización política hasta los cimientos de la vida cotidiana y familiar. Y aquí las relaciones humanas y sus formas de organización presentan una diversidad verdaderamente asombrosa.
Lo más probable es que esta variada arquitectura social se haya desarrollado sin que existiera un plano original en nuestro acervo génico. La fuerza motriz que ha originado sistemas tan diferentes como el comunismo y la democracia, ha sido una determinada filosofía social, política y económica sostenida inicialmente por unos pocos individuos. Sus ideas prosperaron o cayeron en el olvido dependiendo de la convicción con que fueron expuestas y del ambiente social, económico y político existente En cambio, la infraestructura social, que comprende en último extremo las relaciones familiares, parece menos susceptible de sufrir alteraciones a causa de una ideología momentáneamente atractiva. Por ejemplo, en China la familia ha resistido los intentos iniciales que hicieron los maoístas para modificarla drásticamente; al igual que en los Estados Unidos el sentimiento de solidaridad ha resistido los intentos de la Nueva Derecha de abolir los principios de la política del New Deal para estructurar las relaciones personales desde una perspectiva completamente egoísta y desconsiderada. Pese a que la base fundamental del comportamiento de la mayoría de los seres humanos es, probablemente, profundamente biológico, las pautas de conducta superficiales que se observan generalmente son, en su mayor parte, el resultado de la inercia y el conformismo; es decir, que practicamos la misma organización social que nuestros padres y que nuestros antepasados, la misma que adoptan nuestros contemporáneos y que tal vez tenga alguna base biológica.
Hasta cierto punto, el mosaico de organizaciones sociales que presentan los seres humanos es probablemente un fenómeno adaptativo. Es de esperar, por tanto, que la organización social óptima sea diferente en la lluviosa selva tropical que en la pradera, en la costa o en él ártico, aunque no puede decirse cuál es la estructura ideal para cada caso particular. Pero, independientemente de las causas que hayan producido un modelo concreto de organización social, una vez establecido un sistema, lo más probable es que continúe practicándose por la fuerza de la inercia y el conformismo (naturalmente, siempre que el sistema no sea tan nefasto desde el punto de vista adaptativo como para provocar la extinción del grupo, o tan inadecuado que suscite una rebelión).
Sin tener en cuenta los métodos de transmisión ni su valor adaptativo, lo más probable es que la mayoría de las instituciones humanas carezcan de base genética. Podemos anticipar, por tanto, que estos sistemas serán bastante inestables y, una vez más, los psicólogos afirman que dicha inestabilidad es una de las principales fuentes de la agresividad. Resumiendo nuestras organizaciones sociales (de evolución cultural) parecen derrumbarse con bastante frecuencia, debido a que carecen de una base genética (evolución biológica). ¿El resultado?: más agresividad.
Parece probable que carezcamos de una tendencia génica a establecer un tipo determinado de organización social y que, en cambio, hayamos desarrollado una capacidad biológica para utilizar muchos sistemas culturales diferentes, al igual que somos capaces de hablar diferentes idiomas. En sí, la cultura es en cierto modo una especialización: nos hemos especializado en ser «generalistas». Al no imponemos el límite de adaptamos a cierto número de sistemas, la evolución biológica nos ha proporcionado la posibilidad de explotar con éxito una gran variedad de hábitats. Sin embargo, precisamente porque somos aprendices de todo y maestros de nada, carecemos de la estabilidad que ofrece el tener una fuerte base biológica para un determinado tipo de vida. Las abejas, por ejemplo, viven en sociedades pacíficas y bien organizadas: hay un puesto para cada uno y cada uno ocupa su puesto. Las obreras trabajan, la reina pone huevos, y los zánganos hacen el zángano. Lo que es evidente es que los trastornos sociales son una de las causas principales de la agresividad, y que cualquier cultura humana —desarrollada por los motivos que sean— que carezca de una firme base génica, estará sujeta a tales trastornos.
Lo que hemos dicho hasta ahora no debe interpretarse como un alegato en pro de algún tipo de organización social, política o económica que —vana esperanza— esté más de acuerdo con nuestros genes. En realidad, se trata de todo lo contrario: puesto que, aparentemente, nuestros genes no especifican un sistema social para el Homo sapiens, somos libres de escoger el que queramos o, mejor dicho, de sufrir cualquier sistema que nos impongan. Como decía el Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov, la libertad de elección puede ser un peso terrible; y cuando se trata de sistemas sociales, el peso puede hacerse especialmente real y molesto, puesto que puede que no exista un sistema en el que estemos verdaderamente a gusto. Como el expatriado o el internacionalista, que puede vivir en muchos países pero que no se siente «en casa» en ninguno, el Homo sapiens puede vivir en muchos sistemas sociales diferentes sin acabar de sentirse a gusto en ninguno de ellos.
Como hicimos al considerar la territorialidad humana, vamos a asumir ahora la hipótesis contraría, es decir, que tenemos una predisposición biológica hacia un tipo determinado de organización social. De nuevo, como ocurría con el comportamiento territorial, la gran heterogeneidad de las organizaciones culturales indica que muchas de ellas, si no todas, tienen que ser inadecuadas hasta cierto punto. Es significativo que, siendo la perturbación de la organización social una de las causas principales de la agresividad, una gran parte de los actos violentos de los seres humanos estén dirigidos a la destrucción de los subsistemas culturales existentes más que ser una consecuencia de su desorganización:
Ambas hipótesis pueden considerarse independientemente, y ambas conducen al mismo resultado. Si carecemos de una tendencia génica que apoye nuestros diversos sistemas culturales, también carecemos de una tendencia que nos impida destruirlos. Por otra parte, si tenemos una predisposición genética hacia un tipo particular de organización social y no podemos desarrollarla a causa de factores económicos o ecológicos, o por un simple accidente histórico, es lógico que tengamos cierta tendencia a rebelarnos. En cualquier caso, es muy probable que se produzca agresividad.
Como último ejemplo de esta paradoja, consideremos algunas de las consecuencias del hecho de que nuestra evolución tuvo lugar en los trópicos. El registro fósil y nuestra fisiología básica así lo indican. Nuestra resistencia al frío, por ejemplo, es escasa. Desnudos y sin un mínimo de tecnología seríamos incapaces de sobrevivir fuera de los trópicos. Y, sin embargo, hemos sobrevivido. De hecho, nos hemos extendido por todo el globo, con una difusión geográfica mucho mayor que ninguna otra especie, y hemos conseguido esta fantástica expansión gracias a nuestra magistral adaptación: gracias a nuestra cultura. La cultura nos ha permitido explorar lugares que de otro modo habrían sido inaccesibles, colonizar tierras inhóspitas y llenar toda una gama de nichos ecológicos que abarcan desde la dieta estrictamente vegetariana hasta la dieta carnívora o incluso insectívora. La cultura ha sido un apoyo imprescindible, sin ella hubiéramos estado perdidos; de hecho, hubiéramos dejado de ser humanos. Sin embargo, suele ocurrir que cuando dependemos de algo hasta el punto de que nos resulta imprescindible, perdemos parte de nuestra autonomía. El lenguaje, por ejemplo, nos resulta muy beneficioso y dependemos de él, pero, al mismo tiempo, como decía el lingüista Benjamín Whorf, nuestra percepción del mundo ha quedado teñida por las reglas lingüísticas y por el vocabulario que empleamos. Hemos mecanizado la agricultura para alimentar a nuestra inmensa población y, en este proceso, nos hemos hecho dependientes de los pesticidas; y mueren millones de personas cuando las lluvias no llegan a tiempo.
Si asumimos que existe alguna base biológica para nuestros sistemas de comportamiento, podemos también asumir que estos sistemas serían más apropiados para los trópicos, puesto que allí es donde se desarrolló la mayor parte de nuestra evolución. Nuestras tendencias innatas, desarrolladas bajo la atenta vigilancia de la selección natural, estarían en concordancia con sistemas que resultarían adaptativos para la vida en los trópicos, sean cuales fueren esos sistemas. Pero en cuanto se inició la rápida evolución de la cultura, adquirimos la capacidad de sobrevivir en regiones muy alejadas de nuestro hábitat ancestral. Ayudados por nuestra cultura superamos montañas y desiertos, llegando a las regiones subtropicales y, finalmente, a las regiones templadas y árticas. Y en el intento, obligados probablemente por las exigencias de medios más inhóspitos, tuvimos que desarrollar prácticas culturales que fueran al menos mínimamente adaptativas. No tuvimos más remedio que olvidar, o al menos ignorar, nuestra biología tropical, que aún seguiría alentando en nuestro interior. Así que puede que la culpa no sea de la cultura ni de la biología, sino de nuestra pasión por los viajes, que nos obligó a adoptar estilos culturales que pueden estar en desacuerdo con nuestra biología.
Arnold Toynbee ha sugerido la posibilidad de que el desarrollo tecnológico de los pueblos de las zonas templadas se deba al efecto estimulante de los cambios estacionales, combinado con las necesidades impuestas por el medio ambiente. De ser así, sería lógico que el Homo sapiens mostrara una dependencia de la cultura proporcional a la distancia que le separa del lugar de origen biológico. Y sería interesante comprobar si las sociedades de las zonas templadas y árticas del planeta presentan un mayor grado de neurosis, enajenación y agresividad que sus contemporáneos de los trópicos.
Es muy probable que un animal que ha luchado y ganado, vuelva a luchar otra vez. Y lo mismo puede decirse de los seres humanos. De ser así, es posible que la experiencia indirecta de la agresividad —contemplarla o escucharla— reduzca las inhibiciones y fomente la agresividad del espectador; todo lo contrario de lo que se predice desde una perspectiva estrictamente etológica. A lo largo de la historia, las culturas humanas han mostrado una gran ingenuidad al realizar considerables esfuerzos para proporcionar a sus miembros espectáculos violentos. La razón última de estos espectáculos puede ser la creencia de que la experiencia indirecta de la agresividad puede tener un efecto catártico —como el concepto aristotélico de la tragedia griega— capaz de hacer que el espectador descargue la energía y la rabia acumuladas. Tal vez se esperara que estas experiencias harían que la gente se sintiera menos dispuesta a amenazar a la sociedad con violencia. De ahí, la expresión romana de «pan y circo».
Por otra parte, la representación pública de la agresión puede satisfacer una profunda necesidad de nuestra especie, no sólo de nuestros dirigentes y de las personas que obtienen beneficios económicos de tales espectáculos. Las sociedades primitivas celebran a menudo reuniones ceremoniales en las que se da rienda suelta a la agresividad a través de bailes, luchas e incluso sacrificios de animales. En el peor de los casos se produce un círculo vicioso: la agresividad se alimenta a sí misma, como exige su representación pública, y esto genera más agresividad que requiere más representaciones públicas, y así sucesivamente. La sociedad occidental ha dado lugar a los gladiadores, al circo romano en donde los cristianos eran devorados por leones, a las crucifixiones, a las corridas de toros, a todo tipo de ejecuciones públicas, a los combates de boxeo, a las carreras de coches y a los partidos de fútbol. Con la llegada de la radio y la televisión, incluso los no combatientes pueden apreciar con todo detalle la agresividad y la violencia en el campo de batalla, aunque, al contrario que los ejemplos anteriores, los reportajes sobre la guerra no están destinados específicamente a entretener a la familia. De hecho, los reportajes sobre la guerra del Vietnam parecen haber avivado la repugnancia nacional hacia ese conflicto, mientras que uno de los peligros de la violencia artificial televisada es precisamente que enajena al espectador de las consecuencias reales de la violencia. Una vez finalizó la guerra del Vietnam, con un resultado nada satisfactorio, el público americano ha sido libre de entregarse a fantasías triunfalistas personificadas por Rambo y otros héroes del celuloide, para dar salida a su necesidad de agresión.
Los psicólogos han señalado también la «frustración» como una de las principales causas de la agresividad. El diccionario dice que la frustración es un sentimiento que surge al no poder alcanzar un objetivo o al no poder satisfacer determinados impulsos o deseos conscientes o inconscientes. Si postulamos que existe una tendencia génica a desarrollar ciertos comportamientos, como el comportamiento territorial o el establecimiento de determinado tipo de sociedad jerárquica, la cultura resulta ser una de las principales causas de frustración, puesto que nos impide alcanzar nuestros objetivos inconscientes. Si Freud y Hobbes estaban en lo cierto y la civilización impide que desarrollemos tendencias que considera inaceptables, es decir, si la civilización sólo es posible cuando se reprimen estas tendencias, entonces la cultura tiene el paradójico efecto de provocar agresividad al tratar de contenerla. Y, de nuevo, nos encontramos en un callejón sin salida.
Uno de los principales beneficios de la cultura y, de hecho, una de sus principales razones de ser, es que permite al hombre satisfacer muchos de sus deseos. La tecnología nos permite dominar hasta cierto punto la naturaleza, proporcionándonos cierta independencia de ella y facilitándonos alimento, vestido y cobijo. También nos permite disfrutar del tiempo libre y nos da la oportunidad de expresar nuestra personalidad a través del arte y (para los afortunados que lo tienen) a través del trabajo. Teóricamente, cualquier persona con suficiente inclinación y capacidad para estudiar el funcionamiento del mundo natural puede llegar a ser un científico. Liberados, en parte, de las restricciones biológicas que hacían que la vida fuera desagradable, brutal y breve, los seres humanos nos hemos convertido en los animales más juguetones de la Tierra: el historiador holandés Johan Huizinga propuso una vez que se nos denominara Homo ludens, el hombre juguetón. Todo esto y más se lo debemos a la cultura. Se ha sugerido que los bosquimanos africanos deben su falta de agresividad personal a su afición a los juegos dinámicos y alegres. También entre los animales, los estados de ánimo que podemos identificar como «alegres» o «juguetones» son estados de ánimo carentes de agresividad.
Nuestro deseo de compañía social de determinado tipo, en determinados momentos y para determinadas actividades, puede ser satisfecho hasta cierto punto por nuestros sistemas sociales. La cultura humana puede ser definida como un complejo sistema no-genético que sirve para satisfacer las aspiraciones, impulsos y deseos de los seres humanos. Así, pese a las restricciones que impone la cultura, irónicamente, es también un complejo mecanismo destinado a evitar la frustración.
Pero, más allá de la satisfacción de nuestras necesidades básicas animales, como comer, dormir o reproducirse, ¿quién sabe lo que realmente desea un ser humano? Es indudable que la cultura nos procura muchas cosas que no podríamos haber obtenido sin ella. Pero aunque pueda parecer una contradicción, la cultura también genera muchos deseos que no pueden ser satisfechos, es decir, nos crea otro tipo de frustraciones, satisface muchas necesidades, pero crea otras. Es probable que cualquier persona que viva en una cultura muy desarrollada tecnológicamente tenga más necesidades que sus antepasados, los hombres primitivos, que vivían más de acuerdo con su biología El Homo sapiens moderno, cuya vida se apoya en una enorme superestructura de oportunidades y expectativas culturales, se encuentra a menudo abrumado por la insatisfacción. Y una de las principales fuentes de esta clase de sentimientos es esa antigua pesadilla que denominamos envidia.
Pero la cultura moderna no tiene el monopolio de tales sentimientos. Es probable que cualquiera de nuestros antepasados, viendo la presa que había cazado otro, sintiera el deseo de ser él, en vez del otro, el que masticara la suculenta carne de la jirafa, o de ser ella, y no la otra, la que estuviera pariendo con tanta facilidad Y todos hemos codiciado alguna vez a la mujer —o al marido— del prójimo, desde que el vínculo de pareja quedó liberado de la inflexibilidad genética que se da en la mayoría de los animales. De todas formas, lo que no tiene precedente en toda la historia evolutiva de nuestra especie, es la escala a la que la cultura moderna genera este tipo de sentimientos.
La publicidad y los medios de comunicación nos tientan continuamente con los productos más atractivos de nuestra especie (tanto humanos como materiales). No es de extrañar que la frustración sea un sentimiento en alza. En cuanto la cultura progresó más allá de la cuestión de la mera subsistencia, empezamos a rodeamos de objetos. Y la acumulación de pertenencias puede conducir a la agresividad, no sólo porque fomenta la competición, sino también porque genera frustraciones. Para quienes aspiran a ascender en la escala social, el consumo ostentoso es algo más que un cliché. Por lo general damos por supuesto que la gente imita a los que se hallan por encima de ellos con el afán de elevar su propio estatus; sin embargo, lo que nos preocupa ahora no es tanto el motivo que mueve a una persona a un consumo ostentoso, como el efecto que su comportamiento tiene sobre sus vecinos. Una de las maneras más efectivas y sutiles de generar frustración es confrontar a los individuos con las posesiones y los logros de otros. Al generar deseos que no pueden ser satisfechos —y que tal vez nunca lleguen a satisfacerse— la cultura resulta ser tan frustrante como gratificante.
La frustración inducida por la cultura es especialmente notable en las grandes ciudades, en donde los ricos, los pobres y la clase media se codean —y se confrontan— día a día. Este es un hecho mucho más importante en los países del Tercer Mundo, en donde la «revolución de las crecientes expectativas» se ve espoleada por una nueva toma de conciencia de la opulencia de otros pueblos. La pobreza no es fácil de sobrellevar, pero era más tolerable antes de que las revistas, la radio, la televisión y el turismo hicieran conscientes a los pobres de su penuria, y no sólo en términos absolutos, sino en comparación con la relativa opulencia que ostentan los países desarrollados de Occidente.
Por último, vamos a considerar la guerra. La relación entre guerra y agresividad sigue siendo discutible: la guerra puede ser el resultado de la agresividad, es decir, su manifestación más organizada y mortífera. También puede ser que, por el contrario, la guerra sea una causa de la agresividad, el producto de decisiones gubernamentales que se traducen en emociones y acciones personales a través de diferentes mecanismos estimulantes y explotadores de que dispone el poder. Se mire como se mire, la cultura realiza una gran contribución a la agresividad humana al crear numerosas oportunidades para que surjan conflictos entre nuestras sociedades.
Entre todos los animales, sólo los seres humanos somos capaces de matar a otros miembros de nuestra misma especie para «convertirlos» a alguna práctica cultural. Las diferencias culturales, ya estén relacionadas con la religión, los sistemas económicos, o la forma de ganarse la vida (recordemos los enfrentamientos entre agricultores y ganaderos), siempre han constituido un buen motivo para declarar la guerra. Es cierto que todos pertenecemos a la misma especie, pero estamos arropados por diferentes culturas, lo que nos proporciona numerosas oportunidades para consideramos «distintos». La identificación con la patria, que no es más que una extensión de la identificación con la propia familia, fomenta el desarrollo de una actitud defensiva y de la tendencia a «deshumanizar» al oponente.
A pesar de su agresividad, los animales rara vez matan o hieren a otros de su misma especie. Estudios recientes han demostrado que los animales en libertad no se comportan de un modo tan idílico como se había creído hasta mediados de la década de los setenta: los lobos matan a veces a otros tobos, los leones a otros leones —aunque generalmente se trata de extraños—, y el infanticidio es bastante frecuente, especialmente cuando un macho conquista un harén ya formado. Sin embargo, en general, ninguna especie animal tiene tanta afición al asesinato como los seres humanos, en términos de frecuencia o de ferocidad. Hace ya tiempo que los etólogos hicieron notar que los animales regulan su agresividad mediante la combinación de ciertas pautas de comportamiento que en su mayoría se han desarrollado a través de la selección natural y que, por tanto, tienen su base en determinados mecanismos codificados génicamente. Cuando se enfrentan dos rivales, la situación suele resolverse mediante amenazas y gestos rituales. De hecho, la inmensa mayoría de tales contiendas se resuelve inmediatamente de esta manera, sin que llegue a producirse un contacto físico ni a herirse los contrincantes. Exhibiendo sus armas, cada contrincante trata de impresionar al otro con su valor, de forma que el rival intimidado llegue a reconocer su inferioridad o, sencillamente, huya.
Por lo general, cada especie posee una serie exclusiva de pautas de conducta para tales ocasiones. Él comportamiento más común consiste en enseñar los dientes, las garras o cualquier arma natural que posea el animal, que además trata de parecer lo más grande posible. Entre los peces hay especies que se inflan para aumentar su volumen, desplegando sus aletas y presentándose de lado al oponente; los mamíferos suelen poner los pelos «de punta» para crear la ilusión de que su tamaño es mayor de lo que es en realidad. Es evidente que esta forma de resolver las disputas es mucho más ventajosa que una lucha larga y agotadora en la que puede resultar herido o muerto alguno de los contrincantes.
Incluso cuando dos animales entran en combate, las pautas de conducta que desarrollan hacen que su enfrentamiento parezca más un ritual de posturas estereotipadas que una verdadera lucha. Los peces de algunas especies, por ejemplo, se agarran por las mandíbulas tirando el uno del otro, intentando valorar la fuerza del oponente a la vez que exhiben su potencial. Esta es la base también de las famosas y titánicas luchas entre machos de muchas especies de alces y ciervos, en las que ambos contrincantes entrelazan sus cuernos y se empujan uno a otro con todas sus fuerzas.
Si la intención fuera matar al contrario, estas magníficas cornamentas podrían ser utilizadas de un modo mucho más efectivo contra las zonas más vulnerables del rival. Pero esto no ocurre casi nunca. Los competidores evitan los ataques potencialmente letales, ignorando los puntos vulnerables del adversario y buscando la ocasión de entrelazar sus cuernos en una especie de lucha ritual. Hasta tal extremo están ritualizados estos comportamientos, que los etólogos europeos, pioneros en el estudio de la agresividad animal los describen como «torneos». Las iguanas marinas, por ejemplo, juntan sus cabezas y se empujan mutuamente hasta que el perdedor admite su derrota tumbándose sobre el vientre, mientras que el vencedor se mantiene en una actitud amenazante hasta que su rival abandona el campo arrastrándose.
Es significativo que cuando los machos disponen de armas mortales y las hembras no, estas últimas no desarrollan las pautas de conducta ritualizadas que caracterizan a los torneos masculinos. Las especies que carecen de armas letales suelen carecer también de inhibiciones que les impiden atacar a congéneres vulnerables.
Las serpientes de cascabel, por ejemplo, luchan frecuentemente entre sí, aunque no son inmunes al veneno de sus congéneres. (Pueden comer las presas a las que han inyectado su propio veneno porque sus jugos gástricos son capaces de descomponerlo durante la digestión, pero si son mordidas por otra serpiente de cascabel pueden morir.) Es interesante observar que dos serpientes de cascabel enzarzadas en un combate evitan escrupulosamente morderse. En lugar de ello, los contrincantes se entrelazan en una lucha peculiar estilizada y parecida a un combate de lucha libre, en el que cada contrincante trata de empujar a su rival para inmovilizarlo de espaldas al suelo. Los contrincantes se sitúan frente a frente, con un tercio en posición vertical, agitándose y ondulándose, y a veces juntando y rozando sus escamas ventrales. Al apoyarse y empujarse mutuamente pueden llegar a erguirse hasta un metro o más del suelo, lo que posiblemente dio lugar al antiguo símbolo de la profesión médica. El vencedor mantendrá a su rival inmovilizado de espaldas al suelo con el peso de su cuerpo durante algunos segundos; después el perdedor se marchará arrastrándose, vencido pero sin picaduras, vivo y coleando.
Se conocen otras muchas especies que se abstienen de emplear sus armas letales contra sus congéneres. Por ejemplo, el oryx, dotado de unos cuernos largos y afilados, emplea sus defensas sólo de lado para empujar a un rival. Las jirafas también prefieren empujarse mutuamente con la cabeza en vez de utilizar sus peligrosos cascos para resolver sus conflictos. Pero, al igual que la serpiente no duda en usar sus colmillos venenosos contra una rata, el oryx hará uso de sus cuernos y la jirafa de sus cascos si el adversario es un león.
El animal que pueda defenderse de forma efectiva de sus posibles predadores, o matar a su presa, tendrá ventaja frente a la selección. Pero matar a miembros de la propia especie no supone ninguna ventaja real, si se pueden obtener los mismos resultados más fácilmente y con menos riesgo. Después de todo, es probable que el contrincante sea un pariente lejano. De ser así, con matarlo no se lograría más que una victoria pírrica, en contra de lo cual estaría la selección de parentesco. Cuando se puede alcanzar el éxito sin matar o herir gravemente al oponente, el vencedor puede seguir beneficiándose de la compañía del otro sin que su capacidad adaptativa de competición sufra ninguna merma. Por último, la interacción con la presa o el predador es relativamente asimétrica, mientras que la lucha a muerte con individuos de la misma especie es siempre un arma de dos filos. La selección de características que fomenten la tendencia a matar a miembros de la propia especie podría tener un efecto de boomerang, puesto que siempre habría la posibilidad de que ambos contrincantes murieran en la lucha si ambos poseyeran los genes apropiados (de forma análoga al mutuo engaño en el dilema del prisionero). «Los expertos en la teoría matemática del juego han demostrado que en determinadas condiciones resulta más conveniente comportarse como una «paloma» que como un «halcón», a pesar de que un halcón siempre vencerá a una paloma. (Esto se debe a que cuanto más numerosos sean los halcones más probable es que se vean enfrentados a otro halcón en una lucha a muerte, mientras que las palomas tienen más probabilidades de sobrevivir a sus enfrentamientos.)
La mayoría de las especies evitan el asesinato de miembros de la propia especie, cosa que se consigue generalmente mediante complejas pautas de comportamiento que se han desarrollado biológicamente y que son más notorias entre los animales con más capacidad de matar. Es mucho menos probable que se produzca la muerte accidental de un conejo o un petirrojo en una lucha entre miembros de la misma especie, que cuando se enfrentan dos leopardos o dos serpientes de cascabel. No es sorprendente, por tanto, que los animales dotados de armas letales hayan desarrollado pautas de comportamiento relativamente inofensivas que sustituyen el combate a muerte: las exhibiciones y «torneos». E incluso cuando tales medidas no parecen suficientes para impedir una lucha «real», existe aún otro mecanismo de seguridad. Por ejemplo, como señala Konrad Lorenz, por muy encarnizadas que sean las luchas entre lobos, rara vez terminan con la muerte del perdedor. Una vez se ha puesto de manifiesto quién es el vencedor, el vencido hace algo que inhibe la agresividad de su contrincante y que le impide continuar atacando. En el caso de los lobos, el vencido suele volver la cabeza para exponer el cuello, su parte más vulnerable al adversario. Una actitud de sumisión parecida puede observarse en los perros domésticos, cuando se tumban sobre la espalda exponiendo la tripa a otro perro más fuerte y grande que ellos o a un ser humano. En vez de matar a su desvalido oponente, el vencedor se limitará a levantar la cabeza y chasquear sus mandíbulas en el aire. Una vez que el venado demuestra su sumisión mediante esta pauta de comportamiento, es improbable que sea asesinado. En resumen, la capacidad de matar ha generado también mecanismos de control que impiden su mala utilización. (Actualmente sabemos que a veces los lobos llegan a darse muerte, sobre todo cuando el conflicto se desarrolla entre individuos de diferentes manadas; sin embargo, el principio de inhibición se mantiene en las luchas entre lobos de la misma manada.)
La mayoría de las veces que se ha observado que un animal mataba a otro de su misma especie se trataba de animales en cautividad. Su entorno artificial es tan pésimo que les impide desarrollar todo el repertorio de pautas de conducta de que disponen, o se hallan confinados en espacios tan reducidos que no pueden emprender la huida, que es el recurso más simple del venado. Las serpientes de cascabel no matan a otras serpientes de cascabel. Pero a lo largo de toda la historia, el hombre ha matado a otros hombres, e incluso a mujeres y niños. Tal vez el sonido más persistente, que resuena en todo nuestro pasado evolutivo y también en los tiempos actuales, es la cadencia de los tambores de guerra.
No se trata aquí de moral, sobre todo porque la moralidad y la ética son, básicamente, intentos de la sociedad de sustituir por controles culturales los controles biológicos de los que por lo general carecemos. Cuando la serpiente de cascabel se abstiene de matar a su rival, está obedeciendo a su sistema genético, no a un sistema de carácter ético. A pesar del mandamiento mosaico de no matar, ignoramos esa orden cuando nos conviene, sin que ello suponga renegar de nuestra herencia biológica. La sociedad encuentra útil la prohibición de matar cuando el asesinato supone una perturbación del orden establecido. Pero cuando el asesinato, ya sea de individuos problemáticos (ejecuciones) o de individuos perfectamente normales pero pertenecientes a otras sociedades (guerras), sirve para defender sus intereses, no tiene ningún inconveniente en levantar las prohibiciones culturales. Del mismo modo que no se ha producido prácticamente ninguna evolución durante los últimos dos mil años, tampoco hemos evolucionado de forma efectiva desde el punto de vista moral. Hacia el año 600 de nuestra era nuestra especie no sólo había conocido la sabiduría de Moisés y Cristo, sino también la de Lao-tse, Confucio y Buda. En el siglo XX tuvimos a Hitler y Stalin... así que no está claro si realmente hemos hecho algún progreso. Por otra parte, en este mismo intervalo, hemos hecho enormes «progresos» en lo que a armamento se refiere, pasando de la lanza y la espada a los misiles nucleares.
Pero aún queda por responder una pregunta fundamental: ¿por qué carecemos de mecanismos biológicos que impidan que nos matemos unos a otros? La respuesta, una vez más, está en la disparidad que existe entre nuestra evolución biológica y nuestra evolución cultural. De hecho, la falta de mecanismos que eviten el asesinato es uno de los más claros ejemplos de tal disparidad.
Carecemos de una inhibición a matar determinada genéticamente porque la selección natural no tenía razones para dotarnos de ella. Después de todo, el ser humano, desnudo y desarmado, no es un adversario muy peligroso para otro ser humano, a no ser que haya sido adiestrado en las (modernas) artes marciales. Es extremadamente difícil matar a otra persona utilizando los medios con los que la evolución biológica nos ha equipado. Nuestras manos y nuestros pies no son armas muy eficientes, y nuestros dientes, de tamaño reducido y situados en una mandíbula más bien plana, no suponen una amenaza mortal, como en el caso de los perros, gatos, comadrejas o incluso reptiles y peces. Durante una gran parte de nuestra evolución hemos sido como el petirrojo, el conejo o la hembra del ciervo: al carecer de armas capaces de matar a nuestros semejantes, carecíamos también de mecanismos de inhibición que nos lo impidieran, puesto que prácticamente éramos incapaces de hacerlo.
Después tuvo lugar la rápida explosión de la evolución cultural, y los sucesivos descubrimientos de la piedra, la porra, el cuchillo, la lanza, la cerbatana, y el arco y la flecha. En un principio estas armas serían utilizadas probablemente contra las presas o para defenderse de los predadores. Pero la defensa y el ataque contra otras personas no tardaría en producirse La lucha intraespecífica se convirtió en la principal función de las armas, y rápidamente inventamos espadas, mosquetes, cañones, ametralladoras, gases venenosos, barcos de guerra, tanques, bombardeos, misiles teledirigidos y, finalmente, armas nucleares. Cuando el ciervo desarrolló su cornamenta, o la serpiente de cascabel sus colmillos venenosos, el tiempo era «abundante» —en términos de millones de años— y el mundo biológico permaneció relativamente invariable durante milenios. Cada estadio de desarrollo iba acompañado por la correspondiente evolución de pautas de comportamiento con base génica que se adaptaban cuidadosamente al equipamiento biológico existente. De no haber sido así, hace mucho que se habrían extinguido los ciervos y las serpientes de cascabel. El extraordinario desarrollo de las armas utilizadas por los seres humanos se ha producido en cuestión de miles de años, y nuestros logros más espectaculares en relación con la capacidad de destrucción son producto de la segunda mitad del siglo XX.
Albert Einstein dijo una vez que aunque le hablan enseñado que los tiempos modernos comenzaron con la caída del Imperio romano, en realidad habían comenzado con la caída de la bomba que destruyó Hiroshima. En cualquier caso, el intervalo de tiempo es demasiado corto para que la selección natural pueda actuar de modo eficiente o de cualquier modo. Poseemos armas mucho más mortíferas que el más peligroso de los animales, pero, puesto que se han desarrollado por evolución cultural y no biológica, carecemos de las pautas de comportamiento necesarias para controlarlas que podría habernos proporcionado la selección natural. La evolución biológica nunca hubiera permitido que un elemento tan peligroso pudiera salir de la cadena de montaje biológica sin contar con un buen sistema de frenos.
Biológicamente seguimos siendo unos monos inofensivos, pero nuestra cultura desenfrenada nos ha convertido en los mayores asesinos potenciales (y reales) que el mundo ha conocido.
Es posible que los seres humanos seamos sensibles en cierto modo a los gestos de apaciguamiento y sumisión de otros seres humanos. Incluso puede ser que estas pautas de comportamiento tengan una débil base génica. En general, nos sentimos menos dispuestos a matar a alguien que, vencido y sumiso, se arrodilla a nuestros pies. Pero la cabeza inclinada del condenado nunca ha detenido la guillotina o el hacha del verdugo; y la historia de la humanidad registra numerosas matanzas de seres humanos indefensos y suplicantes. Hay que admitir que tenemos cierta aversión a matar a mujeres y niños, y que por lo general preferimos matar a nuestros semejantes varones, pero esto probablemente tenga sólo un modesto valor selectivo, puesto que, como ya hemos visto, los machos de la mayoría de las especies compiten entre sí por las hembras, que representan el vehículo para la perpetuación de sus genes (masculinos). Matar a los varones y violar a las mujeres es, por tanto, una manifestación parcial de nuestra biología. De hecho, muchas culturas tratan de sacar partido de esta aparente inhibición a matar a mujeres y niños utilizándolos como emisarios de paz o rendición, y también repartiéndoselos como parte del botín. Pero pensemos en la matanza de familias enteras de indios cheyennes a manos del ejército de caballería americano en Sand Creek, o en la carnicería realizada en My Lai [7].
Tal vez las cosas fueran mejor si estuviéramos dotados de un repertorio adecuado de pautas de conducta para manifestar nuestra sumisión y de las correspondientes respuestas automáticas. Pero, por desgracia, ni siquiera el improbable desarrollo de controles biológicos que se adaptaran a nuestra galopante cultura serviría de mucho, puesto que la tecnología nos proporciona armas cada vez más eficientes que pueden cumplir su siniestra misión a distancias cada vez más grandes. Las actitudes de sumisión y apaciguamiento son efectivas sólo a nivel personal; aunque una campesina desarrollara el comportamiento de apaciguamiento más efectivo que podamos imaginar, no sería percibida por el piloto del bombardero que vuela a 6.000 metros de altura ni por el político de otro país que está a punto de pulsar el botón que desencadenará la guerra nuclear. El perfeccionamiento de las armas está siempre dirigido a conseguir la máxima eficacia a la mayor distancia posible, desde la porra que llega a un metro de distancia, o el cañón con un alcance de varios kilómetros, hasta los misiles intercontinentales, con un radio de alcance de 15.000 kilómetros. Esto, en sí, hace que la inhibición biológica sea prácticamente imposible.
¿Existe alguna solución? Con frecuencia es más fácil ver el problema que resolverlo, y esto parece ser especialmente cierto en el caso de la agresividad humana. Nuestra cultura, debido a la rapidez de su evolución, nos ha colocado en una posición muy peligrosa. Pero la capacidad cultural es parte de nuestra herencia génica, y no podemos desprendemos de ella, al igual que no podemos dejar de utilizar nuestro dedo gordo por el mero hecho de que de vez en cuando nos lo golpeemos con el martillo. En vez de eso, debemos aprender a manejar bien el martillo y a controlar de forma adecuada nuestros productos culturales. Tal vez tendríamos que admitir que ciertas cosas son demasiado peligrosas para que puedan ser utilizadas con seguridad, o incluso para que puedan estar a nuestro alrededor. Debido a nuestro primitivismo, los seres humanos parecemos a veces niños pequeños que necesitan ser protegidos de sus propias tendencias inmaduras, pero ya somos adultos y no existe armario suficientemente alto en donde estén seguros los «medicamentos peligrosos».
Merece la pena recalcar que nuestras consideraciones sobre el proceso evolutivo nos conducen irremisiblemente a la postura acusatoria de que el Homo sapiens está siendo castigado por llevar la mancha de un pecado original de base biológica. En primer lugar, porque no hay nada en el comportamiento humano que sea irrevocable. Aunque llevamos la marca irrevocable de la evolución, eso no significa que nos tengamos que comportar necesariamente de un modo determinado. En segundo lugar, nuestros fallos biológicos son fallos de omisión. Estamos más amenazados por las características genéticas de que carecemos que por las que poseemos. El sentimiento de desprecio hacia nuestra especie se ha convertido en una pasión sorprendentemente popular entre los seres humanos, pero ha conducido más a una tortura intelectual a veces gratificante, que a puntos de visita útiles. Entre las manifestaciones de desagrado, una de las más difundidas es la que provoca el reconocimiento del hecho de que nuestros antepasados eran carnívoros, como se refleja, por ejemplo en las indignadas observaciones que hace el antropólogo Raymond Dart en su fascinante y polémico libro Adventures with the Missing Link (Aventuras del eslabón perdido):
La cantidad de criaturas que han sido sacrificadas y las atrocidades que han sido cometidas... desde los altares de la antigüedad hasta los mataderos de las modernas ciudades, proclaman que el progreso de la humanidad ha estado constantemente salpicado de sangre. El ser humano ha diezmado y erradicado a los animales del mundo o los ha convertido en animales domésticos destinados al matadero.
Confundiendo el comportamiento predatorio con la agresión intraespecífica y la guerra, Dart cree ver el origen de las guerras en esos torrentes de sangre animal:
La repugnante crueldad que demuestra la humanidad hacia el ser humano… sólo puede explicarse por el origen carnívoro y caníbal del ser humano. Los archivos de la historia de la humanidad, manchados de sangre y repletos de matanzas, desde los anales de los egipcios y los sumerios hasta las indescriptibles atrocidades de las dos Guerras Mundiales, concuerdan con el canibalismo universal... en proclamar la existencia de esta sed de sangre que nos caracteriza, de esta marca de Caín que separa dietéticamente al hombre de sus parientes antropoides.
Aldous Huxley expresa un sentimiento similar que no está del todo justificado:
El beso de la sanguijuela, el abrazo del pulpo,
El contacto lascivo y deshonroso del mono:
¿Y dices que te gusta la raza humana?
No, no mucho.
Pero seamos justos con nuestra especie; después de todo es la única a la que podemos pertenecer. No somos dioses ni demonios, y, con un poco de vista, podemos incluso aspirar a alcanzar ese estado de gracia secular al que nos exhorta Albert Camus, en el que no seremos ni víctimas ni verdugos. Es posible también que la competitividad esté demasiado arraigada en el espíritu humano para que podamos convivir pacíficamente como corderos. Pero también hay suficiente margen evolutivo, en forma de noble egoísmo, para que podamos conseguir un término medio entre la brutal barbarie de Calibán y el arrogante intelectualismo de Próspero. La palabra «enemigo» se deriva del latín in (no) y amicus (amigo), implicándola hostilidad e incluso él odio hacia el oponente En cambio, la palabra «rival» se deriva del latín rivus (río, corriente), y significa literalmente «alguien que utiliza un río en común con otro». Por tanto, los rivales son competidores, y esto puede ser inevitable Pero no tienen por qué ser necesariamente enemigos.
Cerca de Southbridge, Massachusetts, en la frontera con Connecticut al sur de Worcester, hay un precioso lago que lleva el curioso nombre de Chaubunagungamaug, que significa «tú pescas en tu orilla, yo pesco en la mía, nadie pesca en el medio: no hay problemas». Podemos aventurar que los antiguos habitantes de las orillas de este lago eran rivales pero no enemigos.
Aún no es demasiado tarde para que los seres humanos intentemos tratar a nuestros semejantes como rivales y no como enemigos. Sin embargo, es demasiado tarde para que sea la evolución biológica, por sí sola, quien produzca esta transformación. Hay muy poco tiempo, y la necesidad es inmediata. Hemos ido demasiado lejos por el camino de la cultura; al habernos rendido a su fuerza, a su excitación y a su incertidumbre, estamos obligados a buscar en ella nuestra salvación. Una vez hemos perturbado un sistema natural —por ejemplo, sembrando un campo de maíz— tenemos que seguir cultivándolo, sembrándolo, regándolo y, posiblemente, utilizando pesticidas y herbicidas, si queremos impedir que el nuevo sistema se derrumbe. De forma similar, necesitamos desesperadamente un severo sistema cultural que respete las exigencias de nuestro pasado evolutivo y que nos proteja en nuestra peligrosa desviación de la biología, tanto en el presente como en el futuro.

Capitulo 8
La mentalidad de Neanderthal: conciencia de cavernícola en la era nuclear

Cuando miras al abismo, el abismo también te mira a ti.
FRIEDRICH NIETZSCHE

Mirando al abismo nuclear, vemos nada menos que el fin del mundo, algo que los profetas vienen anunciando durante milenios, pero que sólo ahora se ha convertido en una realidad en potencia gracias a la posibilidad de que se produzca la catástrofe ambiental a nivel mundial como invierno nuclear. Y si miramos en nuestro interior, descubrimos a un hombre de las cavernas del siglo XX, primitivo en su corazón, pero capaz de desencadenar fuerzas inauditas.
«La fisión del átomo ha cambiado todo excepto nuestra forma de pensar», escribió Einstein, añadiendo «de ahí que nos precipitemos a una catástrofe sin parangón.» Hoy, casi cuarenta años después, la corriente que nos empuja al abismo se ha convertido en una violenta marea Nos enfrentamos a algo mucho peor que un simple problema de física: a un problema psicológico arropado por la política moderna y provocado, en parte, por nuestro pasado evolutivo. Como reconoció el propio Einstein, la psicología y su manifestación pública, la política, es mucho más complicada —e importante— que la física. Es crucial, por tanto, que empecemos a comprender nuestra forma de pensar (y a veces de no pensar) sobre las armas nucleares. Hemos de averiguar también por qué no ha cambiado nuestro modo de pensar a pesar de que la fisión nuclear ha cambiado todo lo demás.
No hay nada que obsesione más a la mente humana, observaba Samuel Johnson, que la perspectiva de ser ahorcado al amanecer. Del mismo modo, nada puede ser más obsesionante que la creciente amenaza de una guerra nuclear. Por desgracia el hombre de las cavernas de hoy está tan mal preparado para manejar de forma creativa las armas modernas, como bien equipado para esgrimir una cachiporra... ya sea un hueso de cebra o un misil nuclear.
La posesión de armas letales no es nada extraordinario en la naturaleza: el puerco espín, por ejemplo, ha prosperado gracias a sus peligrosas púas. Pero mientras que las características físicas y mentales del puerco espín se han desarrollado armoniosamente, las nuestras están cada vez más desfasadas. Cuando se trata de defenderse de sus predadores, el puerco espín confía en sus aceradas púas, y la combinación de su comportamiento y de sus armas es efectiva, puesto que ninguno de los dos ha cambiado durante milenios. Las púas del puerco espín sirven perfectamente a su propósito porque han evolucionado armónicamente con los instintos adecuados y las correspondientes pautas de comportamiento.
Con los seres humanos modernos ocurre algo muy diferente. Parece ser que casi durante toda nuestra historia evolutiva hemos sido como el puerco espín: nuestras capacidades y nuestro comportamiento estaban más o menos en concordancia. Sin embargo, en los últimos milenios, esta armoniosa relación se ha ido deteriorando, y en ningún aspecto es más peligrosa esta disparidad que en el que atañe, a las armas nucleares. Al frente de este «mundo feliz» de la cultura —y en particular, de este «mundo feliz» de las armas nucleares— está nuestro antiguo yo biológico. Es un hombre de Neanderthal el que tiene el dedo puesto sobre el botón.
Pero tranquilicémonos; ningún ser racional sería capaz de iniciar una guerra nuclear y ¿acaso no podemos confiar en la racionalidad del Homo sapiens? Pero «sólo una parte de nosotros está sana», escribe Rebecca West:
Sólo una parte de nosotros ama el placer y la felicidad, desea vivir hasta, los noventa años y morir en paz en una casa construida por nosotros mismos que dará cobijo a quienes nos sucedan. La otra parte de nosotros está casi desquiciada. Prefiere lo desagradable a lo agradable, gusta del dolor y de su noche lúgubre de desesperación y desea encontrar la muerte en una catástrofe que hará que la vida vuelva a sus comienzos sin dejar de nuestras moradas más que los cimientos calcinados. Nuestra naturaleza luminosa lucha en nuestro interior con esta turbulenta oscuridad, y ninguna de las dos partes queda completamente victoriosa, porque en verdad padecemos una profunda escisión interna...
A medida que aumenta el espacio que separa a la liebre de la tortuga, disminuye el que separa la supervivencia del olvido. Hace más de veinte años el psicólogo Charles E. Osgood acuñó la expresión «mentalidad de Neanderthal» en su discusión, harto influyente, sobre la psicología de la carrera armamentista. Aunque es evidente que esto no es exacto desde el punto de vista antropológico (puede que los hombres de Neanderthal ni siquiera sean antepasados nuestros), el término expresa elocuentemente que conservamos muchas tendencias primitivas. Y tiene, además, un apropiado matiz peyorativo. Desgraciadamente, la mentalidad de Neanderthal se pone de manifiesto cada vez que el Homo sapiens afronta, o se niega a afrontar, el problema que supone las armas nucleares.
¿En qué consiste, pues, la mentalidad de Neanderthal cuando se aplica al tema de las armas nucleares? En principio es la tendencia a hacer uso de procesos mentales prenucleares en un mundo nuevo y totalmente nuclearizado. Para la evolución el año 1945 es prácticamente ayer. A pesar de cierto número de contratiempos pasajeros y de una serie creciente de problemas, la mentalidad de Neanderthal nos ha sido útil durante el 99,999 por ciento de nuestra historia evolutiva, y durante este tiempo ha generado pautas de comportamiento que conducían al éxito biológico y social. Pero gracias al propio Einstein y al Proyecto Manhattan, el escenario cambió repentinamente. Y gracias a la evolución, los actores siguieron recitando el mismo guión pasado de moda.
El problema, por tanto, no concierne sólo al «hardware» nuclear, sino también al «software» humano. Como señaló el negociador de Harvard, Roger Fisher, la mera posesión de armas nucleares no significa que tenga que producirse necesariamente una catástrofe sin precedentes. Francia y Gran Bretaña, por ejemplo, son potencias nucleares y han sido países enemigos durante siglos; sin embargo, los estrategas de Londres no se pasan las noches en blanco para prevenir un ataque inesperado de París. Dentro de los Estados Unidos, el ejército de tierra, la marina y las fuerzas aéreas son antiguos antagonistas inmensamente poderosos y armados hasta los dientes con arsenales nucleares, pero sus enfrentamientos quedan limitados a las competiciones deportivas y a la ocupación de cargos en los comités del Congreso.
He aquí cuatro aspectos de la mentalidad de Neanderthal que contribuyen a explicar el dilema nuclear como el resultado del conflicto entre la biología y la cultura [8].
El primero gira en torno a la cuestión de la agresividad y de la actitud a adoptar en un mundo tan problemático. La idea de que estamos más seguros si hacemos que nuestros enemigos corran riesgos, por ejemplo, tiene cierto atractivo primitivo. Esto puede haber dado resultado durante muchas generaciones y, por tanto, es probable que sea una actitud fomentada por la selección natural, pero no es apropiada en un mundo en el que la seguridad —si es que existe tal cosa— tiene que ser la seguridad de todos. Como dijo Roger Fisher, es como si un americano ocupara un extremo de un bote y un ruso el otro: la estrategia que sigue cada uno para hacer su extremo más seguro, es tratar de desestabilizar el extremo del otro. Siguiendo esta lógica, fabricamos misiles que, en teoría, son capaces de destruir los misiles de los otros, con lo que aumenta su inseguridad, lo que, a su vez, hace que aumente nuestra sensación de seguridad. Pero en realidad, cuanto más nerviosos les pongamos, más probabilidades hay de que uno u otro lado, temiendo no ser capaz de responder a un ataque, se decida a atacar. Y cuanto más asuste una parte a la otra, más probable es que cualquiera de las dos confunda una falsa alarma con un ataque real. El resultado: la frágil embarcación que llamamos Tierra tiene cada vez más probabilidades de naufragar. Y aun así, el ritual del riesgo recíproco conserva su atractivo para el hombre de Neanderthal.
Durante mucho tiempo el poseer más armas hizo que nuestros antepasados se sintieran más seguros. Así, al aumentar la sensación de inseguridad en la era nuclear, la solución parecía bastante simple: más porras, más guerreros, más arcos y flechas, más cañones, más tanques, más bombarderos. Pero las circunstancias han cambiado, y tener más ya no significa estar más seguro; de hecho, significa más bien todo lo contrario. Pero tratemos de explicarle eso al hombre de Neanderthal de la era nuclear. Cuanto más inseguro se siente, más se aferra a la causa de su inseguridad, fabricando cada vez más armas y sintiéndose cada vez más inseguro al ver que el otro hace lo mismo; cada vez nos parecemos más a un atleta musculoso y estúpido que trata de manipular un delicado puzle chino.
Estrechamente relacionado con la idea de que «más es mejor» y «menos es peor» se encuentra el temor de tener menos armas nucleares que nuestro oponente, independientemente del significado que se le atribuya al llamado equilibrio nuclear. Pese a que los Estados Unidos siempre han llevado la delantera en la carrera armamentista (y siguen llevándola hoy), estamos siendo continuamente espoleados por toda una serie de ficticias desventajas; desde principios de la década de los cincuenta el mundo vive obsesionado por las armas nucleares, y lo único que se nos ocurre es acelerar la escalada armamentista, disminuyendo la seguridad de todos en el proceso. Hemos conseguido una capacidad de destrucción masiva absolutamente demencial. Pero la capacidad de destrucción que puede provocar el genocidio no es algo que tenga sentido biológico. Ha sido definida por James Real como «echar un cubo de gasolina sobre un bebé que ya está ardiendo».
Al parecer, el moderno hombre de Neanderthal es un descendiente intelectual de Procrustes, aquel desagradable griego que deformaba la anatomía de los desventurados viajeros que caían en sus manos para que encajaran en su especial cama de hierro. Cada vez que el hombre de Neanderthal de hoy se enfrenta a algo nuevo adopta la forma de pensar de Procrustes, y trata de encajar el nuevo problema en la estructura inadecuada de sus antiguos conceptos. De ahí que se piense que tener más armas nucleares es mejor que tener menos, que los misiles nucleares se convierten en simple artillería o en una especie de catapultas a lo grande, y que se crea que es posible declarar, entablar y ganar una guerra nuclear como se ha hecho hasta ahora con las guerras convencionales.
A los seres vivos les gusta ganar, y no hay razón para creer que los seres humanos primitivos fueran diferentes. Al igual que un entrenador de un equipo de fútbol, nuestros antepasados de la Edad de Piedra no se contentaban con un empate. Y los que se conformaran tenían más probabilidades de ser derrotados por los que jugaban para ganar. La evolución tiende a ser un «juego de suma cero»: lo que gana un bando lo pierde el otro, de forma que la suma de las pérdidas y ganancias es igual a cero. Esto se debe a que hay sólo una cantidad limitada de «nichos ecológicos» disponibles, y a que, como ya hemos visto, la mayoría de las poblaciones permanecen estables a lo largo del tiempo. Así pues, mi ganancia fue tu pérdida, y si tú sacaste algún provecho fue, en última instancia, a mis expensas, a menos, naturalmente, que fuéramos parientes o sostuviéramos una relación de reciprocidad. Una vez más podemos ver que las reglas del juego han cambiado, pero el hombre de Neanderthal que hay en nosotros sigue rigiéndose por las antiguas, cuya única finalidad es la victoria.
El tema de la agresividad hace que nos cuestionemos el valor adaptativo de la lucha. Los animales no luchan constantemente, ni tampoco los seres humanos. No necesitamos luchar del mismo modo que necesitamos comer o dormir. Sin embargo, a lo largo de casi toda nuestra historia evolutiva hemos encontrado motivos para luchar, especialmente por la comida, por el espacio vital y por la pareja. Entre los pueblos a los que no ha llegado la tecnología —por ejemplo, los Yanomamo del Alto Amazonas o los Tsembaga Mating de las mesetas de Nueva Guinea— la guerra es un fenómeno bastante común, aunque el índice de mortalidad es relativamente bajo, y tales «guerras» se parecen más a escaramuzas que a otra cosa. Además, el éxito en la batalla puede conllevar el éxito en la vida: proteínas animales, prestigio, lebensraum (espacio vital) y a menudo mujeres.
Hoy día el peligro está muy claro: sencillamente, nadie saldrá victorioso de una guerra nuclear, y aun así, seguimos respondiendo a la frustración, a la competencia y a las amenazas armando y abasteciendo nuestros puestos de combate como si el mundo no hubiera cambiado y la guerra fuera todavía algo que pudiera valer la pena. Al igual que los demás seres vivos, somos grandes estrategas en el arte de calcular los costes y los beneficios de una acción, y sólo emprendemos algo cuando los beneficios superan a los costes. Como ya hemos visto, la forma de evaluar este tipo de situaciones quedó fijada durante nuestra larga infancia evolutiva, cuando la guerra aún podía ser beneficiosa. Pero ahora la ecuación coste/beneficio ha caminado drásticamente; la guerra nuclear sólo puede acarrear desastres y, aun así, la guerra (cualquier guerra) nos atrae de forma extraña, y la perspectiva de la victoria nos resulta casi irresistible.
El segundo aspecto del proceso mental prenuclear se refiere a nuestras limitaciones en la percepción del peligro. Cuando el hombre de Neanderthal se sentía amenazado, generalmente lo estaba: una estampida de mastodontes, un incendio del bosque, u otro hombre de Neanderthal furioso. Del mismo modo, cuando se sentía seguro, generalmente lo estaba. (Hablamos de hombres intencionadamente porque serían sobre todo los varones los responsables de las amenazas y las agresiones.) Pero, una vez más, los tiempos han cambiado. Como ha señalado el psiquiatra Jerome Frank, las armas nucleares no tienen una «realidad psicológica»: no se pueden ver, oler, oír ni sentir, de forma que el moderno hombre de Neanderthal se siente seguro... aunque no lo está. La amenaza está ahí y es muy real, aunque carezca de la realidad tangible de un asesino con un cuchillo en la mano, algo que el hombre de Neanderthal puede percibir mucho mejor, pese a ser una amenaza mucho menor para todos. La preocupación por las armas nucleares se desvaneció casi por completo a partir de 1963, cuando el tratado de limitación de pruebas prohibió la experimentación de armas nucleares en la atmósfera (y en el espacio y bajo las aguas). Sin embargo se siguen realizando pruebas actualmente, y a un ritmo más rápido que nunca, aunque bajo tierra: fuera de la vista y, por tanto, fuera de la mente de la mayoría de los hombres de Neanderthal modernos que, como los avestruces, se sienten seguros mientras no ven el peligro.
Durante la guerra del Vietnam, millones de personas sintieron deseos de acabar con un conflicto cuya realidad podía ser percibida en todos los hogares a través de los noticieros. En cambio, el hombre de Neanderthal moderno sólo siente indiferencia hacia un conflicto que aún no ha comenzado y que habrá acabado antes de que nadie tenga tiempo de protestar. Uno de los mayores desafíos a los que ha de enfrentarse el movimiento pacifista, además de superar la arraigada tendencia humana a percibir mal el uso y abuso de la agresividad en la era nuclear, es la necesidad de eliminar la tendencia, igualmente arraigada, a restringir nuestra percepción del peligro a aquellas situaciones que suponían peligro en el pasado y que —gracias a la invención de las armas nucleares— no representan el mayor riesgo en nuestros días.
Dentro de la misma línea, consideremos otra interesante sugerencia de Roger Fisher: debido al carácter incruento y «limpio» de la alta tecnología y al lenguaje cifrado que rodea las armas nucleares, su manejo y su control, un presidente podría ordenar que se hiciera uso de ellas sin comprender, visceralmente, lo que está haciendo. Según esto, tal vez deberíamos sustituir la pequeña cartera negra codificada por una cápsula implantada cerca del corazón de un ayudante de confianza. Así para enviar el mensaje de emergencia, el presidente tendría que hacer algo más humano y, por tanto, más real que decir «ejecute el plan SIOP I-GA4Z, PDQ». Tendría que abrir el pecho del ayudante y bañar sus manos en sangre humana. La sangre humana, roja y brillante, sería lo que necesitaría el más enajenado hombre de Neanderthal para experimentar un shock que le devolviera a la realidad.
El dolor es un útil mecanismo de alarma que nos indica que algo no marcha como es debido. Ya se trate de un dolor de muelas o de un pisotón, el dolor es un medio desagradable, y por lo tanto efectivo, de llamamos la atención. Por tanto, tendemos, casi por definición, a evitar el dolor. Pero el dolor puede ser tanto físico como emocional, y pocas cosas son emocionalmente más dolorosas que enfrentarse al peligro del holocausto nuclear. Así que el hombre de Neanderthal del siglo XX evita el dolor evitando este tema. Resulta irónico que un «mecanismo de defensa» que ha sido útil en otras circunstancias contribuya a empujamos hacia una catástrofe sin precedentes en la era moderna.
Hay otros aspectos de nuestra mentalidad prenuclear que conspiran para evitar que percibamos la amenaza nuclear. La propia magnitud de la guerra nuclear, la tremenda cantidad de fuerza y energía implicada, escapa a nuestra comprensión. Para el hombre de las cavernas «calor» serían cuarenta grados a la sombra, o tal vez la temperatura del agua al cocer, o el fuego. Como mucho, podría pensar en el metal fundido. Pero no en millones de grados, que es la temperatura interna de una bola de fuego termonuclear. Y ¿cómo imaginar lo que son cientos de millones de muertos? ¿Y el invierno nuclear? Somos incapaces de asimilar estas realidades e incorporarlas a nuestra conciencia cavernícola. No es que no queramos pensar en ello; es que no somos capaces. Como visitantes de otros planetas cuyas antenas no están ajustadas a la longitud de onda de este nuevo mundo nuclear, vagamos insensibles y confusos.
Para el hombre de Neanderthal, como para el Eclesiastés, no había nada nuevo bajo el sol. Incluso el avance cultural de la humanidad, muy rápido para los criterios biológicos, debe haber parecido tremendamente lento y monótono para quienes lo han vivido día a día. Incluso hoy, para la mayoría de nosotros, el pasado es una buena guía para el futuro. Si algo no ha ocurrido hasta ahora, podemos apostar a que no ocurrirá nunca. Así que podemos tranquilizamos al observar que no se ha producido ninguna guerra nuclear en las cuatro décadas que han pasado desde 1945. La disuasión, según nos dicen, da resultado.
Muy pocos de nosotros aceptaríamos que el hecho de que estemos vivos prueba que nunca moriremos; y aun así, muchos de nosotros estamos convencidos de que no se producirá una guerra nuclear porque aún no se ha producido. Freud sugirió que la capacidad humana de «rechazan» es esencial si queremos funcionar normalmente día a día. Al fin y al cabo, si la muerte de cada individuo es inevitable ¿por qué obsesionamos con ella? Por otra parte, la guerra nuclear no es algo inevitable pero tampoco imposible o improbable, sobre todo si consideramos que nuestra biología tiene sus propios caminos y que quienes más se opondrían a la guerra nuclear son precisamente los que más parecen ignorar el tema, dejando el campo libre a los militares, políticos e industriales que sacan provecho personal de la carrera armamentista y que, por tanto, están dispuestos a satisfacer ese aspecto de su mentalidad prenuclear.
Pero existe un hábito, el más simple y primitivo de todo el proceso de aprendizaje; el hábito de no reaccionar. Desde luego, no sería útil, desde el punto de vista adaptativo, que un animal reaccionara a todos los estímulos que recibe y, por tanto, no resulta sorprendente que incluso animales tan simples como los platelmintos dejen de reaccionar a estímulos irrelevantes al cabo de un rato. Ciertamente, la progresiva acumulación de armas nucleares en el mundo no ha sido gradual en términos de tiempo evolutivo, pero el desarrollo de los arsenales de las superpotencias ha durado toda una generación, bastante tiempo para las criaturas conscientes y dinámicas que somos. Casi insensiblemente hemos ido construyendo más y más armas nucleares sin ser del todo conscientes de lo que estábamos haciendo y, por tanto, sin reaccionar de la forma adecuada.
El sistema nervioso humano es sensible a los cambios de estímulo a corto plazo, pero se adapta rápidamente a la constancia o a los cambios graduales. Por eso somos capaces de notar (adaptativamente) un nuevo olor o un sonido repentino, pero nos volvemos prácticamente insensibles a ese mismo olor o sonido cuando persisten durante cierto período de tiempo sin consecuencias. Desde 1945 no han vuelto a utilizarse contra personas las armas nucleares y casi nos hemos olvidado de su existencia, del mismo modo que ignoramos el ruido del motor de la nevera o nuestro propio olor en el cuarto de baño.
Se dice que si arrojamos una rana al agua hirviendo, salta hacia fuera y se salva. Pero si la colocamos en agua fría y vamos aumentando la temperatura gradualmente, grado a grado, no notará la diferencia y morirá cocida. Nuestra temperatura ha ido aumentando.
Cuando el buque estadounidense Lusitania fue hundido por submarinos alemanes en 1917 y perdieron la vida cientos de civiles inocentes, se produjo una gran conmoción en los Estados Unidos. Después los italianos utilizaron gases venenosos en Etiopia; los alemanes bombardearon la localidad española de Guernica (acontecimiento inmortalizado en el famoso cuadro de Picasso); luego vino la matanza de 35.000 civiles holandeses en Rotterdam, y la de más de cien mil personas en Dresde, Hamburgo, Tokio y, finalmente, Hiroshima. Al parecer, nuestra capacidad de indignación ha ido disminuyendo con el tiempo, y ya no nos impresionan cosas que antes nos espantaba. Nos hemos acostumbrado al horror.
Después de que los zepelines alemanes tiraran algunas bombas sobre Londres en 1914, George Bernard Shaw escribió al Times de Londres proponiendo que el ayuntamiento construyera refugios antiaéreos para la población infantil, por si tales ataques se hacían más frecuentes. El periódico reprendió a Bernard Shaw en su editorial diciendo que era inconcebible que un país tan civilizado como Alemania se rebajara a cometer actos tan barbáricos aunque estuviera en guerra.
Otro aspecto de la mentalidad prenuclear es el que concierne a las pautas de identificación de grupo, concretamente al nacionalismo. Los hombres primitivos dependían de sus congéneres para sobrevivir y tener éxito, al igual que cualquier otro animal social y, de hecho, más que la mayoría de ellos. Durante los muchos miles de generaciones nuestros antepasados buscaban y obtenían su seguridad y, en definitiva, su éxito reproductivo, en grupo. Y durante aquellos tiempos, cuanto más grande era el grupo, mejor. Los vínculos familiares y tribales se basan en el parentesco y/o en relaciones de reciprocidad, en cambio las otras familias y tribus eran más bien competidoras y a menudo antagonistas. Suponía una ventaja evolutiva lo que los modernos sociólogos llaman «amistad dentro del grupo, enemistad fuera del grupo», fenómeno que, tal vez, se base en parte en la selección de parientes.
Sin embargo, una vez más, parece que la tendencia biológicamente adaptativa se ha desviado, dejándonos a merced de los «desencadenantes supernormales», rasgos exagerados a los que somos especialmente sensibles. Ahora nuestra lealtad se ha puesto gustosamente al servido de grupos culturales hiperextendidos, conocidos como naciones, que ofrecen gran parte de las primitivas satisfacciones que proporcionaban la tribu y la familia. El patriota moderno se adhiere a una unidad social que no es benigna, y que se ha puesto por encima del individuo, y amenaza con destruirlo en pro de la “seguridad nacional”.
Si repasamos los anales de las maldades de la humanidad, veremos que el asesinato, la violación, la tortura, el incendio premeditado, el robo y la mayor parte de las crueldades que han cometido los seres humanos contra sus semejantes no son obra de psicópatas solitarios, sino del Homo sapiens actuando en grupo. Es un exceso de devoción, de subordinación al grupo, y no un exceso en la búsqueda de nosotros mismos, lo que nos lleva por mal camino. En la historia de la humanidad, la obediencia ha causado más daño que la desobediencia (aunque lo normal es que se fomente la primera, y no la última). Análogamente, el fanatismo de grupo ha sido mucho más dañino que el individualismo. La nación como unidad social no tiene ninguna legitimidad biológica y, aun así, conquista la lealtad humana, porque apela al primitivo anhelo del hombre de Neanderthal de sentirse miembro de un grupo con profundo significado.Como señalaba Freud en Pensamientos para tiempos de guerra y muerte:
[el] Estado ha prohibido al individuo realizar malas acciones no porque desee abolirlas, sino porque desea monopolizarlas… Un Estado beligerante se permite a si mismo delitos y actos de violencia que deshonrarían al individuo... el ciudadano del mundo civilizado… está desamparado en un mundo que le es cada vez más ajeno.
Desgraciadamente, el mundo en su barbarie no se ha vuelto completamente ajeno a los seres humanos en cuyo nombre cometemos las más terribles atrocidades. Mientras este tipo de actos, se cometan en nombre de la “seguridad nacional” —que el hombre de Neanderthal nuclear identifica erróneamente con su seguridad personal— eones de evolución conspiran para pavimentar el camino, legitimizar el más ilegitimo de los planes y justificar el comportamiento más injustificable:
El desencanto colectivo conduce también al «imperio del mal», y a la certeza auto-justificada de que cualquier cosa que hagamos «nosotros» es buena, y que cualquier cosa que hagan «ellos» es mala, a pesar de que nuestros actos no sean más que un reflejo de los de ellos. Por ejemplo, cuando la URSS (un grupo de Homo sapiens diferente del nuestro, que vive en Europa oriental y en el oeste y centro de Asia, que ocupó estas regiones expulsando y asesinando a sus habitantes indígenas) invadió Afganistán para apoyar a un gobierno extranjero impopular amenazado por una revolución, denunciamos el hecho como agresión. Pero cuando los Estados Unidos (un grupo de Homo sapiens que vive en Norteamérica y que expulsó o asesinó a los indígenas de estas tierras) invadió Vietnam para apoyar a un gobierno impopular amenazado por una revolución, se proclamó que se trataba de una causa noble [9].
Ninguna de las dos partes es capaz de ver el mundo como lo ve la parte contraria. Y no es de extrañar; después de todo, durante el 99,999 por ciento de nuestra evolución precedente, no fue necesario tal grado de empatía. Nos bastaba con cuidar de nosotros mismos, convencidos de tener razón, de que los otros estaban equivocados y de que ni siquiera eran seres humanos. Precisamente esta tendencia a deshumanizar al adversario, fomentó comportamientos hacia el otro que no serían admisibles dentro del propio grupo social. Durante muchas generaciones los seres humanos se han definido a sí mismos y a los miembros de su grupo como «humanos», y han considerado a los que no pertenecen al grupo como extraños, hasta el punto de calificarnos de inhumanos. Es significativo que se emplee una jerga despectiva y deshumanizadora para referirse a tales «extraños», especialmente cuando hay guerra. Es más, semejante actitud facilita la declaración de la guerra. La selección de parientes puede ser en parte responsable de esto, puesto que es una primitiva tendencia biológica a comportarse de forma benévola con los parientes y de forma competitiva con los individuos con quienes no existe ninguna relación de parentesco. Este vestigio de nuestra evolución, adaptativo en un pasado ya lejano, puede hacer más fácil que no tengamos en cuenta que todos somos seres humanos, y que esta humanidad, más que ser «inhumana», es demasiado humana.
Afortunadamente, la deshumanización del enemigo, pese a que pueda estar fomentada por las tendencias biológicas, no es más que una ilusión que se disipa rápidamente al reconocer la naturaleza humana que todos compartimos. En Homenaje a Cataluña, un relato sobre la Guerra Civil española, George Orwell describe una situación en la que un detalle familiar le llevó a este reconocimiento:
En aquel momento un hombre, probablemente portador de un mensaje para un oficial, saltó de la trinchera y corrió por encima del parapeto a la vista de todos. Estaba a medio vestir y se sujetaba los pantalones con ambas manos mientras corría. Me abstuve de disparar contra él. Cierto es que soy un mal tirador y que no es probable que consiga dar a un hombre a cien yardas... Pero si no disparé fue en parte por el detalle de los pantalones. Había venido para disparar contra los «fascistas», pero un nombre que corre sujetándose los pantalones no es un «fascista»; es, visiblemente, una criatura humana como tú, y te sientes incapaz de disparar contra él.
Algo similar ocurre cuando los políticos occidentales —al sostener la necesidad de procurarse más armas nucleares, como si se tratara de fruslerías— se complacen en recalcar lo peligroso que sería presentarse «desnudos» en una cumbre de negociación de armamento. Sin embargo, tal vez es precisamente eso lo que deberían hacer. Tal vez la gente (en cuyo nombre se realizan estas negociaciones) debería exigir que en estas discusiones de alto nivel participan sólo seres humanos completamente desnudos. Desprovistos de artificios, presentándose como las vulnerables criaturas biológicas que son, quizá se reirían de sí mismos y de sus pretensiones; quizá descubrirían la sabiduría y la humildad y se pondrían al servido de la vida, y no al de la muerte.
Consideremos, finalmente, otro aspecto de nuestra mentalidad prenuclear que impide la actividad antinuclear. Existe un conocimiento primordial y adaptativo mediante el cual el hombre de Neanderthal distribuye su energía. Tendemos a evitar los problemas que son superiores a nuestras fuerzas, y aunque nos gusta hacer proyectos, aborrecemos aquéllos que no pueden llevarse a la práctica con éxito. Por eso obtenemos nuestras satisfacciones cotidianas de los acontecimientos que se producen en la esfera personal: la familia, los amigos, el trabajo, las diversiones, etc. Simplemente, no vale la pena luchar contra un huracán, un volcán o un terremoto. En el mejor de los casos, es una pérdida de tiempo enfrentarse a algo que es superior a nuestras fuerzas y, a través de la evolución, la selección natural, casi con toda seguridad, ha actuado contra los Quijotes que sueñan con lo imposible y rompen sus lanzas contra molinos de viento.
Indiscutiblemente, la guerra nuclear es el enemigo superior e inquebrantable por excelencia, no sólo por sus efectos sino también por la magnitud de las fuerzas a las que hay que enfrentarse: burocráticas, militares, políticas, económicas... El problema es enorme y nos sentimos muy pequeños, así que tendemos a reaccionar según nuestras tendencias internas dejando la responsabilidad a otros, a nuestros sacerdotes nucleares y a nuestros padres/líderes, que, al fin y al cabo, son más sabios y más fuertes que nosotros. Confiando en su buena voluntad, seguimos viviendo nuestras pequeñas vidas y cosechando cualquier satisfacción primitiva, personal y biológicamente adecuada que esté a nuestro alcance.
El halcón que, inmóvil sobre la colina,
en el cielo azul
permanece como un planeta ennegrecido,
no nos enseñó nada.
Escribe Edna St Vincent Millay, en «The Bobolink».
Verle plegar sus alas y caer
no nos ha enseñado nada en absoluto.
A la sombra del halcón construimos nuestros nidos.
[10]
Y así seguimos, construyendo nuestros nidos ignorando la sombra del halcón, o quizá viéndola y mirando hacia otro lado porque semejante visión nos resulta desagradable e interfiere con el anhelo primitivo y universal de seguir con nuestra vida cotidiana.
Puede que haya otro factor que merece la pena examinar, pese a que prácticamente nadie querrá admitirlo. Se trata de la profunda fascinación que encuentran algunas personas en las armas nucleares, precisamente por ser tan extraordinarias, tan poderosas y tan impresionantes. Ofrecen al Homo sapiens, una criatura físicamente débil y nada impresionante desde el punto de vista anatómico, la posibilidad de identificarse con un nivel de fuerza —y por tanto de belleza— poderosamente atractivo. Consideremos, por ejemplo, la descripción que hace el General de brigada Thomas Farrell, sobre la primera prueba mundial de la bomba atómica en Alamogordo, Nuevo México:
Podría decirse que sus efectos no tienen precedentes; son magníficos, hermosos, fantásticos y terribles. Ningún fenómeno producido por la mano del hombre había desencadenado hasta ahora tan tremendo poder. Los efectos luminosos son dignos de describirse. Toda la región quedó iluminada por una luz deslumbrante de una intensidad muchas veces superior a la de la luz del Sol a mediodía. Cada pico y cada grieta del relieve de las montañas fue iluminado por una claridad indescriptible; hay que verla para poder imaginarla. Era la belleza con que sueñan los grandes poetas y que sólo aciertan a describir torpe y pobremente Treinta segundos después de la explosión sentimos la onda expansiva, que fue seguida casi inmediatamente por un gran ruido, prolongado e impresionante, que parecía anunciar el día del juicio final, y que hizo que nos sintiéramos como seres insignificantes, blasfemos por haber osado manipular fuerzas que hasta ahora habían estado reservadas al Todopoderoso. Mo hay palabras para describir a los que no estuvieron presentes los efectos físicos, mentales y psicológicos. Habla que estar allí para comprenderlo.
Treinta y seis años después, el psicólogo Nicholas Humphrey dio una conferencia en la BBC, titulada «Cuatro minutos antes de medianoche», en la que ofrecía una perspectiva diferente de la capacidad del ser humano para crear fuerza y belleza:
«¡Hazlo de un modo hermoso!», dijo Hedda Gabler a Lövborg, mientras le entregaba la pistola. «Oh sí, será hermoso. ¿Qué puede ser más hermoso que hacerlo como sueñan los poetas aunque sólo aciertan a describirlo torpe y pobremente?» Pero la pistola se cayó por accidente y Lövborg murió miserablemente: el disparo no le atravesó el corazón, sino los huevos.
Hasta ahora sólo hemos evocado brevemente los peligros que encierra la mentalidad de Neanderthal en la era nuclear según quedan reflejados en la agresividad, en la percepción del riesgo, en la identificación con el grupo y, finalmente, en los impedimentos que encuentra el activismo. Pero hay otros muchos factores, como la tendencia a desarrollar un comportamiento reflejo e inconsciente en las situaciones de tensión (al fin y al cabo, fue la rapidez de reflejos y no la capacidad de encontrar soluciones creativas a los problemas, lo que salvó a nuestros antepasados de las fieras que los acechaban); la inclinación a suponer que nuestros dirigentes poseen una sabiduría sobrehumana a la hora de hacer uso de sus poderes sobrehumanos; la tendencia a pensar lo peor de los demás (paranoia), que es frecuentemente una proyección de nuestras propias características negativas, y a hacer cierto tipo de profecías que producen precisamente el efecto que más tememos; y una perversa insistencia en organizar el mundo post-Hiroshima en base a un primitivo sistema intelectual de amenazas y castigos (por ejemplo, la disuasión) que, pese a estar envuelto en secretas pretensiones intelectuales, es esencialmente una de las formas más simples y primitivas de coacción entre los animales, y una de las menos efectivas cuando se trata de animales superiores.
Una vez enfrentados a la amenaza que representan las armas nucleares, y aun habiendo comprendido los procesos de rechazo y habituación, y los errores en la valoración de la fuerza y la seguridad nacional, del riesgo, del peligro, del error, del enemigo y de nuestra impotencia a nivel personal, los seres humanos seguimos empeñados en buscar soluciones Brahenianas: por ejemplo, tratar de hacer que la disuasión sea «más segura», en vez de tratar de abolir definitivamente las armas nucleares. Preferimos seguir poniendo parches y hacer arreglos superficiales autogratificantes que apenas consiguen limar las asperezas del problema, con lo que satisfacemos nuestra necesidad de actuar de un modo «responsable», dejando que las cosas sigan como están. Nuestra incapacidad para responder con soluciones radicales a problemas radicales no resultará sorprendente para quienes estén familiarizados con la historia general del Homo sapiens; pero en el caso de las armas nucleares, nuestro comportamiento equivale a preocuparse de poner en orden las sillas de cubierta del Titanic.
Nuestra afición a las soluciones Brahenianas se hace patente de forma dramática en el proyecto de la Guerra de las Galaxias. En él se da una combinación de la insistente fe de la humanidad en la tecnología —cuanto más alta mejor— y de la tendencia a reaccionar a la ansiedad generada por las armas nucleares aferrándonos aún más a ellas. En el libro titulado Técnica y civilización, Lewis Mumford afirma que «la creencia de que los problemas sociales que han creado las máquinas pueden resolverse simplemente inventando más máquinas, es actualmente [1934] signo de un pensamiento inmaduro que está muy cerca de la charlatanería». Puesto que escribió más de una década antes de que se utilizaran por primera vez las armas nucleares, Mumford no estaba pensando precisamente en la Guerra de las Galaxias, pero nunca se ha dado mejor descripción de esta peligrosa fantasía.
Desde que el presidente Reagan pronunció su famoso discurso sobre la Guerra de las Galaxias en marzo de 1983, proponiendo el desarrollo de un sistema que dejara a las armas nucleares «impotentes y obsoletas», se ha despertado un interés creciente por las implicaciones tecnológicas, económicas y estratégicas de este proyecto. Se han hecho numerosos análisis para establecer si la Guerra de las Galaxias (o, como prefiere llamarla la administración, la Iniciativa de Defensa Estratégica) es técnicamente factible, económicamente posible, o estratégicamente deseable. Y el debate y la preocupación están más que justificados.
Es sorprendente, sin embargo, la poca atención que se ha prestado al atractivo psicológico de la Guerra de las Galaxias. Independientemente de sus ventajas o desventajas técnicas, económicas o estratégicas, la Guerra de las Galaxias es tremendamente seductora psicológicamente. Viene a ser una caricatura de los procesos mentales prenucleares aplicados a la fiebre más veloz de nuestros días. La Guerra de las Galaxias es psicológicamente atractiva porque apela directamente a nuestros anhelos más primitivos, justo en el momento en que confiar en las armas nucleares como medio de aumentar nuestra seguridad empieza a parecer un sistema anticuado. Sin embargo, la Guerra de las Galaxias no es una idea muy brillante, puesto que, en realidad es un ejemplo de esos anhelos primitivos llevados al más alto nivel gubernamental.
Los que apoyan la Guerra de las Galaxias dicen que es moralmente superior a la disuasión, puesto que, más que amenazar al enemigo, defenderá a la gente, o hará posible la venganza si es necesario. En este aspecto, es interesante señalar que los «halcones nucleares», muchos de los cuales han hecho carrera defendiendo el uso de armas nucleares —es decir, el sistema de disuasión— ahora se han puesto en su contra, y que las «palomas nucleares», que antes encontraban profundamente desagradable el sistema de disuasión, ahora lo defienden.
No es difícil comprender por qué hay gente que apoya la Guerra de las Galaxias: funcionarios de alto nivel que quieren conservar el favor de sus jefes, militares súbitamente interesados en la investigación y desarrollo del proyecto y fabricantes de alta tecnología militar que pueden oler un negocio lucrativo a distancia. («Dólares caídos del cielo», exageraba el Wall Street Journal). La codicia es una vieja motivación, primitiva y comprensible. Y también está el atractivo de las tendencias cavernícolas profundamente arraigadas en nosotros, sobre todo el sentimiento de que estamos más seguros teniendo más armas, no menos. En realidad no se trata de nada nuevo; es la vieja esperanza de nadar y guardar la ropa. De tener nuestros misiles y estar a salvo de los de los demás. O podríamos llamarlo el «síndrome de Humpty-Dumpty» debido a la propia naturaleza de las armas nucleares, nuestra seguridad nacional ha caído y el rey asegura que puede reponerla si se le dan más hombres y más caballos [11].
Pero, como advierte Mumford, no hemos de olvidar lo atractiva que resulta la tecnología. A pesar del movimiento ecológico, de «lo pequeño es hermoso», etc., lo cierto es que muchos creen con ingenuidad en la tecnología, y conservan la esperanza de que la ciencia nos salvará, de que las máquinas nos salvarán de las máquinas. Puede que ya no se estilen los castillos en el aire, pero una bóveda blindada que se extienda de costa a costa es una gran tentación, sobretodo porque nos evita afrontar el difícil, pero a la larga inevitable problema de establecer un acuerdo político con nuestros adversarios. Después de todo, nuestras habilidades tecnológicas suelen ser superiores a nuestras habilidades sociales, y en caso de duda recurrimos con alivio a la tecnología.
Finalmente, está el atractivo del unilateralismo. Al fin y al cabo, hasta los ardientes guerreros de la guerra fría están hartos de «derrotar» a los rusos en la carrera armamentista. La Guerra de las Galaxias les ofrece un nuevo Santo Grial, un nuevo campo de competición estratégica que resulta ventajoso para la fuerza más importante de América —la tecnología—, así como la perspectiva de que saldremos adelante y resolveremos el problema como los hombres de verdad... por nosotros mismos.
Pero puede que en el fondo el argumento psicológico más fuerte en favor de la Guerra de las Galaxias sea el cínico reconocimiento a alto nivel de que este proyecto garantizará la continuación de la carrera armamentista, puesto que mientras los soviéticos se vean amenazados por el potencial sistema de la Guerra de las Galaxias, no llegarán a ningún acuerdo para limitar el armamento o para reducirlo.
«Mamá, ¿no podría adelantar mi cumpleaños este año?» Esta pregunta no tiene nada de raro si quien la hace es un impaciente niño de cinco años. Un poco más sorprendente seria que el motivo de su petición fuera: «porque no quiero perdérmelo si hay una guerra nuclear».
Un bebé enfermo o un adolescente drogadicto requieren la atención de los padres. Un niño con leucemia, anorexia o, sencillamente, con acné preocupa a sus padres, que tratan de cuidarlo y ayudarlo por todos los medios. El hijo marginado, que rechaza la sociedad de los adultos y se refugia en el rock duro y en las drogas, es también motivo de temor y preocupación para sus padres. El rechazo de la sociedad adulta existe desde que existen los mamíferos; las crías adolescentes resultan problemáticas cuando empiezan a experimentar los efectos de las hormonas y tratan de buscar su puesto dentro del grupo social. Pero como si no tuviéramos ya bastantes problemas, la última mitad del siglo XX ha traído uno nuevo: el miedo a la guerra nuclear; y no se trata del miedo a un futuro incierto, difícil o desagradable, sino del miedo a que no haya futuro.
Desde los albores de la conciencia humana, hemos luchado con la realidad de nuestra propia muerte. Éste es uno de los frutos más amargos del conocimiento. Pero todavía nos resulta difícil hablar con nuestros hijos de lo que Kurt Vonnegut llama «la vieja muerte». No es de extrañar, entonces, que nos sea aún más difícil hablarles de la guerra nuclear, que es la imagen de la aniquilación total. Hay muchos padres que no pueden hablar a sus hijos sobre la sexualidad, en parte debido al deseo de preservar su intimidad sexual como ya hemos mencionado anteriormente. Pero por muy difícil que resulte hablar de las cosas de la vida, es mucho más terrible hablar de la guerra nuclear, de las cosas de la muerte. No obstante, al igual que el niño al crecer descubrirá la sexualidad, también descubrirá la guerra nuclear, corno idea si no como realidad.
Muchos padres se sienten frustrados, aturdidos, avergonzados y confusos cuando se enfrentan a las inquietudes de sus hijos respecto a la guerra nuclear. Al fin y al cabo, nos sentimos orgullosos de poder cuidar a nuestros hijos, y la guerra nuclear —más que ninguna otra cosa— nos confronta con la cruda realidad de que la seguridad y la protección que les proporcionamos no es más que una ilusión. Podemos pagarles lecciones de piano y de informática o empeñamos en que se laven los dientes tratando de ser unos buenos padres, pero aun así, si llegan a caer las bombas habremos fracasado completamente. Más aún, el miedo y el distanciamiento de algunos niños es tan grande que incluso aunque no llegara a producirse la guerra nuclear, habríamos fracasado de todos modos.
El hecho es que nuestros hijos están amenazados, ahora como nunca, y ellos lo saben. Hasta ahora los miembros jóvenes de la especie Homo sapiens no habían tenido motivos serios para dudar de la continuación de la especie. Nunca habíamos tenido un futuro ensombrecido por una nube en forma de hongo. Es cierto que el movimiento pacifista es responsable de la epidemia de preocupación nuclear que sufre la juventud; nuestros hijos están preocupados porque se les ha dicho que tienen motivos para preocuparse Sin embargo, culpar al movimiento pacifista de la alineación y del miedo nuclear es como echar la culpa del incendio a quien grita «¡fuego!», a quien da la alarma en lugar de al incendiario. Para los padres de hoy es un desafío tratar de ayudar a sus hijos a reaccionar de forma efectiva a esa alarma, no a ignorarla, negarla o tapiada.
Puede que aún no conozcamos los costes psicológicos de vivir bajo la Bomba de Damocles, pero, al parecer, ya hay una generación que ha pagado su parte; son personas que llevan estroncio-90 en sus huesos y angustia en sus corazones. Pero las generaciones actúales no están exentas. El peligro de una guerra nuclear es, probablemente, hoy mayor que nunca desde la Crisis de los Misiles de Cuba, y la preocupación también ha ido en aumento. Un reciente estudio de los psiquíatras William Beardslee y John Mack ha revelado que la mitad de los niños americanos tienen conocimiento de la problemática nuclear ya antes de los doce años, y que entre los niños más mayores, la mitad pensaba que tal conocimiento afectaba sus planes respecto al matrimonio y al futuro. El estudio de Beardslee y Mack, basado en entrevistas con cientos de niños en edad escolar, revela que los niños están «profundamente preocupados» por la amenaza de la guerra nuclear, que son profundamente pesimistas y que a menudo están sencillamente aterrorizados.
¿Y qué tiene de malo estar asustado? Según la psicóloga Sybille Escalona, la profunda incertidumbre de si la humanidad tiene o no un futuro previsible ejerce una influencia maligna y corrosiva sobre procesos muy importantes para el normal desarrollo del niño.
Al fin y al cabo, «los jóvenes aceptan el mundo de los adultos en la medida en que éste les ofrece una razonable promesa de autorrealización en ciertas esferas de la vida». Pero para muchos de nuestros hijos, esta «promesa» parece cada vez más una mentira y, por tanto, cada vez les resulta más difícil aceptar el mundo de los adultos. Un estudio realizado recientemente entre adolescentes drogadictos de California —que habían visto sin conmoverse el cuerpo asesinado de uno de sus amigos— reveló que estos jóvenes se sienten desesperados en cuanto al futuro, porque piensan que no les ofrece ninguna «promesa de autorrealización» a causa de la amenaza del holocausto nuclear.
Pero el problema no es sencillamente que los adultos encuentren el modo de mitigar el miedo y la preocupación de sus hijos, ni que consigan calmar su inquietud y ayudarles a superar su creciente temor a la guerra nuclear. No se trata de que la juventud necesite que la tranquilicen, al igual que un niño atrapado en una casa en llamas no necesita palabras tranquilizadoras; lo que necesita es que le salven. El problema es real, no imaginario; no es una cuestión de actitudes sino de situaciones. Por tanto, el primer paso que deben dar los padres que quieran ayudar a sus hijos a superar este miedo nuclear, es reconocer que se trata de un miedo legítimo, no sólo porque es un sentimiento real y forma parte de la «realidad» de una enfermedad psicosomática, sino también porque se basa en una amenaza externa real.
Se dice que antes de enviar a sus hijos a Babi Yar [12], miles de padres se preocupaban de que los niños se hubieran lavado los dientes, cepillado el cabello y abrochado bien el abrigo. Preocuparse por tales nimiedades pudo hacer que los padres se sintieran bien en aquel momento, pero no puede decirse (hay que admitirlo al considerar los hechos retrospectivamente) que actuaran de forma responsable. Análogamente los padres responsables de la era nuclear no deben limitarse a calmar los temores de sus hijos, como si el miedo fuera en sí el problema. Deben intentar eliminar las causas de ese miedo. Es decir, los buenos padres de los ochenta no sólo deben tratar de que sus hijos se sientan seguros, sino también hacer todo lo posible para que lo estén. Afortunadamente, intentar lo uno bien puede ser el mejor camino para conseguir lo otro y el medio para curar la alienación que existe entre ambas generaciones.
Los tabús sexuales victorianos no consiguieron acabar con el sexo, al igual que la resistencia de los padres a hablar del sexo con sus hijos no facilita el proceso de madurez sexual de los niños. Y así como los padres encuentran difícil hablar del sexo con sus hijos a no ser que estén de acuerdo consigo mismos tanto emocional como intelectualmente, también les será difícil hablar de la guerra nuclear a menos que se hayan informado bien sobre el tema.
En su informe sobre la actitud de los niños hacia la guerra nuclear Beardslee y Mack señalan:
En cada estadio de su desarrollo, el niño mitiga sus decepciones mirando hacia delante e imaginándose un futuro en el que posea lo que ahora no puede tener, o en el que sea posible lo que ahora no puede ser. Un ego sano ideal se forja con metas u objetivos realizables por los que valga la pena luchar. Pero la construcción de tales valores y el desarrollo de ese ego ideal dependen de que el presente sea percibido como algo estable y duradero, y de que el niño pueda confiar, al menos hasta cierto punto, en el futuro.
A continuación ambos psiquíatras se preguntan:
¿Pero qué pasa con ese ego ideal cuando la sociedad y sus dirigentes, despiertan cinismo y el futuro resulta incierto? ¿Cómo afecta al ego ideal la percepción de que la razón de esa incertidumbre es la locura o la «estupidez» de los adultos que, debido a su incompetencia, ambición, agresividad, ser de poder o ineptitud, no pueden ofrecer a sus hijos otro futuro que un planeta contaminado por la radiactividad y al borde del desastre por la amenaza del holocausto nuclear? En un mundo así no tiene mucho sentido hacer proyectos, y los valores e ideales ordinarios parecen ingenuos. En semejante contexto, la impulsividad, un sistema de valores basado en la satisfacción inmediata, la hiperestimulación de las drogas la proliferación de cultos apocalípticos que tratan de resucitar la idea de que existe otra vida, y la pérdida de la individualidad y de la capacidad de discriminación, parecen ser las consecuencias más naturales.
El mejor antídoto para la desesperación y el miedo nuclear no es la terapia de grupo ni el intento de «sacar el miedo fuera», sino el activismo; y esto se aplica tanto a los niños como a los adultos. Es más, puesto que parece probable que los niños de los ochenta crezcan (si llegan a hacerlo) llenos de odio hacia los adultos y de desesperación, lo único que puede beneficiarles es ver que sus padres son personas activas, valerosas, conscientes y poderosas. Los niños son muy influenciables por los modelos de comportamiento que desarrollan los adultos que les rodean. Sybille Escalona observa que «crecer en un ambiente social que tolera e ignora el riesgo de que la acción voluntaria de los seres humanos conduzca a la destrucción total, fomenta un desarrollo de la personalidad que puede conducir a un sentimiento de impotencia y resignación.»
Además de los costes psíquicos y personales, puede que haya unos costes sociales a largo plazo que, en definitiva, tendrán que ser soportados por una sociedad dirigida en su día por los niños de hoy: «Al crecer dándose cuenta de que puede no haber futuro y de que el mundo adulto parece incapaz de combatir la amenaza, puede que estos niños tengan menos posibilidades de evitar la catástrofe que si se hubieran desarrollado bajo la misma amenaza pero en un clima social diferente»
Por otra parte, crecer en un ambiente que fomenta el amor, el cuidado y la actitud de proteger activamente todo lo que tiene de hermoso y especial este planeta, puede favorecer modelos de desarrollo de la personalidad que conduzcan a un sentimiento de alegría, poder y autoestima.
Recordemos que, para bien o para mal, nosotros y nuestros hijos estamos en el mismo barco. Nuestra unión es definitiva: compartimos el mismo destino en un pequeño planeta en peligro.
Todavía no se han realizado estudios sobre los niños que se han desarrollado con una actitud activa hacia la guerra nuclear, pero probablemente estos niños no se convertirán en drogadictos, ni se sentirán impotentes, desvalidos o desesperados. Pueden, sin embargo, sentirse bastante ajenos al «sistema», o a un gobierno que está a favor de las armas nucleares; y con razón. Pero al menos se sentirán unidos a su familia y solidarios con la raza humana. Puede que surja en ellos una nueva fe en la democracia o, al menos, una renovada esperanza en sus posibilidades. Erik Erikson ha sugerido que en la infancia se establece una base de esperanza y confianza fundamental; a continuación se produce un desarrollo rudimentario de la voluntad, de la capacidad de fijarse un propósito, de la iniciativa y de la habilidad, para, ya en la adolescencia desarrollar «algún sistema de fidelidad». Y la mayor fidelidad no es la que se profesa a un Dios imaginario, ni a un sistema político, ni al cónyuge, ni siquiera a uno mismo, sino la fidelidad al planeta.
Es irónico que algunos padres estén más preocupados porque sus hijos están preocupados por la guerra nuclear que por la guerra nuclear en sí. Naturalmente, hay muchas personas que no se hacen responsables de la política militar de su país. Tanto es así, que el hecho de que la nación haya fracasado en su intento de construir un mundo seguro para ellas y para sus hijos no les molesta demasiado desde el punto de vista personal, puesto que no se trata de un fallo propio. Sin embargo, hay muchos padres que se sienten responsables de la integridad psíquica de sus hijos, y no digamos de su seguridad física; por eso hay muchos adultos que participan activamente en el movimiento pacifista: por la desesperación y el miedo que advierten en sus hijos (por no mencionar su propio miedo por sus hijos). Estos padres reconocen implícitamente el fracaso de los padres de Babi Yar.
No obstante, puede que no se den cuenta de lo beneficioso que es para sus hijos ver que toman una postura activa. Para un niño, los padres son inmensamente poderosos y, casi por definición, capaces de triunfar en todos sus empeños. Unos padres activos, comprometidos, que rechacen la nación-estado nuclear, pero que estén profundamente vinculados a la vida misma, no sólo pueden ser la mejor esperanza a largo plazo para un niño, sino también su mejor fuente de confianza a corto plazo.
Como hombres primitivos modernos, estamos bajo la influencia de nuestro pasado evolutivo, pero eso no quiere decir que seamos prisioneros del pasado; de hecho, sólo dejamos de ser esclavos cuando tomamos conciencia de tal influencia. Una vez descubierto el origen de nuestras inclinaciones, los vestigios de la mentalidad de Neanderthal, estamos en condiciones de extirparlo como si se tratara de un apéndice inflamado que amenaza con reventar.
Al fin y al cabo, somos las criaturas más adaptables de la Tierra. Hemos abolido la esclavitud, la divinidad de los reyes, los sacrificios humanos y los duelos, pese a que todas estas prácticas y creencias fueron consideradas en su tiempo reflejos indelebles de la «naturaleza humana». Podemos aprender muchas cosas, idiomas, música o incluso a respetar los derechos de los demás, y podemos inhibir las inclinaciones que consideramos indeseables, como el neanderthalismo y la costumbre de recurrir al pensamiento Procrusteano. El conflicto entre la biología y la cultura es más agudo y peligroso que nunca cuando se combina la mentalidad de Neanderthal con las armas nucleares. Pero aún hay esperanza. Una vez ha comprendido un problema y ha identificado correctamente una amenaza, el Homo puede mostrarse verdaderamente sapiens y ser capaz de corregir una situación peligrosa aunque para ello tenga que corregirse a sí mismo.
Como dijo Sigmund Freud, la cultura tiene la responsabilidad de liberar a la humanidad del ascendiente de nuestros instintos desencadenados:
La cuestión decisiva para la especie humana es si —y hasta qué punto— su desarrollo cultural conseguirá dominar las perturbaciones que provoca en la vida social el instinto de agresión y autodestrucción. En este sentido, puede que nuestra época sea particularmente interesante Los hombres han alcanzado tal dominio de las fuerzas de la naturaleza que con su ayuda, no tendrían dificultad para exterminarse unos a otros.
La civilización y sus descontentos (1930)
Han pasado más de cincuenta años y el problema es aún más agudo, aunque en cierto modo es diferente. Los «instintos» humanos pueden ser un problema, pero también lo es la cultura. Es precisamente el desarrollo incontrolado de la cultura nuclear, y su desviación de la sabiduría e inclinaciones biológicas fundamentales, lo que está poniendo en peligro a todo el planeta. Pero Freud estaba en lo cierto: no podemos esperar que sea la biología lo que nos salve. La evolución biológica es, sencillamente, demasiado lenta. No podemos hacer responsable a la selección natural, ni tampoco a nuestros dirigentes. No, la responsabilidad es nuestra. La evolución cultural de los últimos tiempos ha creado el problema nuclear. Lo que hace falta ahora, como dice Gunnar Myrdal, «no es el valor que da un optimismo ilusorio, sino el valor que da la desesperación.»
Según la mitología griega, los dioses castigaron a Prometeo —que había robado su fuego para dárselo a los humanos— encadenándolo a una montaña a donde acudía diariamente un buitre que le devoraba las entrañas. Los seres humanos modernos, criaturas biológicas que no actúan a un ritmo evolutivo lento y prudente, sino a un frenético ritmo cultural, hemos desencadenado un fuego mucho más peligroso que el de Prometeo. Y este fuego es aún más letal por el hecho de que, en el fondo, los seres humanos no somos nada «modernos». En Prometeo encadenado, Esquilo dice:
Prometeo,Prometeo, encadenado en el Cáucaso,
mira la cara del buitre:
¿No es tu propio rostro, Prometeo?
Dos mil años más tarde, Pogo dice sencillamente: «Hemos encontrado al enemigo y somos nosotros mismos.»

Capítulo 9
La población: ratas psicóticas, grifos abiertos y mentes cerradas

«Europa está superpoblada, el mundo pronto se encontrará en la misma situación, y si no se racionaliza la reproducción humana al igual que se está empezando a racionalizar el trabajo, habrá guerra. En ningún otro asunto resulta tan peligroso confiar en el instinto. Por algo en la mitología se empareja a la diosa del amor con el dios de la guerra.»
HENRI BERGSON (1935)

A los seres vivos les gusta reproducirse, no sólo en un sentido figurado sino también en el sentido literal. El amor es un medio de reproducción y los seres humanos, al igual que los animales y las plantas, tienen un fuerte instinto de reproducción. Una especie de reproducción sexual sólo tiene que dejar dos descendientes vivos por pareja para que su población se mantenga constante de una generación a otra. Y, más o menos, esto es lo que suele ocurrir, no porque a los individuos en cuestión les preocupe el destino de la especie, sino porque la competencia entre individuos y entre especies no suele conceder grandes ventajas a nadie. Si no existieran diversos factores ambientales que redujeran el número de individuos, cualquier especie podría experimentar una explosión demográfica de proporciones inimaginables. Si tan sólo dos individuos de cualquier especie animal o vegetal se reprodujeran sin impedimentos durante toda su vida y sus descendientes siguieran su ejemplo, al cabo de un millón de años (muy poco tiempo en términos evolutivos) todo el planeta y, de hecho, todo el Universo visible estaría invadido por la sustancia viva y palpitante de nuestro hipotético organismo. No debería sorprendernos, por tanto, aprender que los seres vivos no alcanzan nunca su máxima capacidad reproductiva. Su número es reducido constantemente, tanto en su estado adulto como en un estado inmaduro, embrionario o a nivel de esperma u óvulos. La población de algunas especies disminuye más que la de otra; y esto, por supuesto, es obra de la selección natural. Cuando hablamos de la selección natural nos centramos en los supervivientes y en aquellas características que resultaban valiosas para la supervivencia génica. Ahora es el momento de fijarnos en los perdedores. Hay muchos factores que, combinados o independientemente, pueden causar la muerte de los seres vivos o su fracaso reproductivo. Puede ser que se agote la comida o que carezcan de las vitaminas y minerales necesarios. Puede que no consigan encontrar pareja o un lugar apropiado para vivir o criar. Pueden sucumbir a los caprichos del clima, al viento, a la lluvia, al sol o a la sequía. Pueden ser víctimas de enfermedades causadas por bacterias, protozoos o virus. Puede que les devoren en vida (los parásitos como la tenia o el moscardón) o que los maten para devorarlos (los predadores, como el halcón, el lobo o los propios seres humanos). Aunque el destino pueda ser cruel para las infortunadas víctimas su involuntario sacrificio tiene el efecto de impedir un aumento incontrolado de la población que podría ser desastroso.
Un caso célebre de altruismo mal entendido ilustra la importancia de la mortalidad natural para el mantenimiento de una población sana. La meseta de Kaibab es una inmensa región despoblada en el centro norte de Atizona. De ella se mantenía una población bastante numerosa de ciervos y un buen número de predadores cuya proporción estaba en equilibrio armonioso con el medio ambiente. Pero gentes de buen corazón y amantes de los ciervos, especialmente los cazadores, querían que hubiera aún más ciervos, y pensaron que podrían conseguirlo matando a sus «enemigos».
De 1907 a 1923 se llevó a cabo una carnicería sistemática: 11 lobos, 600 pumas y 3.000 coyotes se eliminaron en la meseta. Antes la población de ciervos había estado formada por unos 4.000 ejemplares sanos, y su número era controlado por los predadores. Pero al desaparecer este control, la población de ciervos aumentó espectacularmente hasta llegar a unos 100.000. Y antes de que se alcanzara esta cifra ya estaba claro que algo iba mal. Era evidente que los ciervos se estaban quedando sin comida; tenían un aspecto demacrado y enfermizo. Destruían los árboles comiéndose sus hojas y brotes hasta que llegó a desaparecer toda vegetación hasta una altura de 2,5 metros, que es la altura máxima que alcanza un ciervo hambriento cuando se pone de pie sobre sus patas traseras. En 1925 se inició una gran hambruna, y más de la mitad de la población murió de hambre en los dos años siguientes. Hacia 1940 el hambre seguía matando más ciervos que los que nunca habían matado los predadores, y la población se había reducido a unos 10.000.
Y lo que es aún más grave, el medio ambiente había quedado seriamente dañado. Antes de eliminar a los predadores, la meseta era capaz de alimentar a unos 30.000 ciervos, pero una vez los tramperos y cazadores hubieron realizado su labor, la violenta presión de una población anormalmente elevada habla reducido de forma alarmante el vigor ecológico de la zona. Los ciervos de Kaibab fueron víctimas del crecimiento incontrolado de su población. No sólo sufrieron hambrunas y murieron de hambre, sino que además redujeron seriamente la capacidad de su medio ambiente para sustentar formas de vida en el futuro.
La historia de los ciervos de la meseta de Kaibab es en muchos aspectos una alegoría del planeta Tierra y el Homo sapiens moderno. En nuestra historia las cifras han ido creciendo progresivamente, de forma gradual al principio y durante miles o millones de años, para culminar en el gran estallido del último siglo.
Cuando se descubrió la agricultura, hace unos 10.000 años, la población humana mundial era de unos 5 millones. En la época en que nació Cristo éramos unos 200 millones. No alcanzamos los mil millones hasta 1850: más o menos 52.000 años después de que el Homo sapiens entrara en escena. Alcanzamos los 2.000 millones hacia 1930 —tan sólo ochenta años después—, y los 3.000 millones hacia 1960, sólo treinta años más tarde En 1975 ya éramos 4.000 millones.
Hay que resaltar que la población no sólo ha aumentado a un ritmo extraordinario, sino que además el índice de incremento ha ido elevándose en muchos países, lo cual es aún más espantoso. Ni siquiera la expresión «explosión demográfica», que emplean las personas alarmadas por estas cifras, llega a describir el fenómeno. Cuando algo explota, sus fragmentos salen despedidos a toda velocidad, pero a, medida que pasa el tiempo y se van alejando del epicentro, su velocidad disminuye. No hay palabra que describa la explosión demográfica de la humanidad, un fenómeno sin precedentes en el que tanto las cifras como la velocidad han ido aumentando con el paso del tiempo. Se parece más bien a una avalancha.
Como todos los animales, los seres humanos tienen una capacidad reproductiva muy alta: en teoría pueden tener unos veinte hijos por pareja, aunque en la práctica se tengan de seis a diez hijos por pareja cuando no se controla la natalidad. Esta elevada natalidad era adaptativa para nuestros antepasados, puesto que la mortalidad también era alta. Debido a que muchos niños morían a causa de enfermedades, hambre, malas condiciones o devorados por predadores, era necesario que la familia fuera numerosa simplemente para mantener la población, y para los padres el costo de los hijos adicionales era generalmente menor que el beneficio. Como le dijo la Reina Roja a Alicia, teníamos que correr para poder seguir donde estábamos. Para llegar a alguna parte teníamos que ir aún más aprisa. Para tener la seguridad de que sobrevivirían al menos dos descendientes, había que tener seis o siete, y en las sociedades en que se daba más valor a uno de los sexos (el masculino normalmente) habla que tener aún más hijos para estar seguro de que al menos uno de los supervivientes fuera un varón.
El aumento explosivo de la población humana ha sido paralelo a nuestra explosiva evolución cultural en sus tres principales etapas sucesivas. La primera etapa, que probablemente tuvo lugar en los albores de nuestra evolución, se abre con la aparición de una cultura rudimentaria (el lenguaje, el fuego, etc.) que, entre otros, tuvo el efecto de aumentar las posibilidades de supervivencia de nuestras crías. La segunda etapa, hace unos 10.000 años, se inicia con el invento de la agricultura. Este fue un avance cultural de fundamental importancia, puesto que para la mayoría de la humanidad supuso el paso de una economía de caza y recolección a una economía agraria. De depender de los caprichos de la naturaleza, pasamos a tener un control importante sobre nuestra alimentación. La agricultura nos ofrecía un suministro de alimentos predecible e hizo posible la concentración de la población en las ciudades, en donde los excedentes agrícolas permitían a los individuos dedicarse a otras ocupaciones. Y la población se disparó.
La tercera etapa, que supone el mayor impulso para el crecimiento de la población, comenzó con la revolución científica de los siglos XVI y XVII y ha continuado hasta nuestros días, promovida por la Revolución Industrial y, más recientemente, por los grandes avances realizados en higiene y en medicina de los últimos cien años. En la actualidad, la población humana experimenta un desarrollo suicida, considerando nuestra capacidad de mantener la armonía social en un mundo superpoblado y los recursos físicos y biológicos básicos de la Tierra.
Los ciervos de Kaibab experimentaron un drástico aumento de su población porque su principal causa de mortalidad, los predadores, había sido eliminada. Su capacidad reproductiva siempre había sido alta, puesto que estaba en concordancia con una mortalidad igualmente alta. Como si se tratara de un automóvil que siempre había sido conducido con el freno echado, era necesario apretar a fondo el acelerador sólo para conseguir que siguiera andando. Al soltar el freno de repente, con el acelerador todavía pisado a fondo, el vehículo quedó fuera de control y se estrelló.
Los seres humanos también tenemos una capacidad de reproducción elevada, que corresponde a nuestra elevada mortalidad de antaño. En la historia de la humanidad los frenos naturales más importantes han sido probablemente el hambre y las enfermedades, más que la acción de los predadores. Cuando nuestros antepasados empezaron a perfeccionar su cultura, haciéndose cazadores, recolectores y preparando los alimentos, redujeron enormemente la pérdida de vidas humanas causadas por el hambre. La invención de la agricultura tuvo un efecto similar, a la vez que hizo posible la supervivencia en regiones anteriormente inhabitables o inhóspitas. En los últimos cien años se han realizado tremendos avances en nuestra larga lucha contra las enfermedades. Al igual que se hizo con los ciervos de Kaibab, estamos eliminando nuestros pumas y lobos, que para nosotros se llaman malaria, cólera y tifus. Y también al igual que ocurrió con los ciervos de Kaibab, nuestra población se está disparando. Pero en la vida como con la gravedad, todo lo que sube tiene que bajar.
El biólogo demógrafo Paul Ehrlich ha señalado que el mundo occidental ha estado practicando y exportando el control de la mortalidad. En conjunto, la mortalidad se ha reducido enormemente, especialmente en el Tercer Mundo, en donde siempre había sido espantosamente alta. Esto no tiene nada de malo; al contrario, es muy loable. El hambre y las enfermedades siguen siendo dos de nuestros peores enemigos, y eliminarlas es uno de los más nobles empeños del ser humano. Pero debido a que la población humana ha aumentado más allá de la capacidad de la Tierra de proveer a sus necesidades, periódicamente somos testigos de devastadoras hambrunas, como las que están asolando África en los años ochenta. Es más, las posibilidades de mantener a largo plazo a una población artificialmente inflacionada son escasas o nulas. Lo único que estamos consiguiendo es sustituir una forma de muerte por otra; con el agravante de que la muerte por inanición que se produce a consecuencia de la superpoblación afecta a muchas más personas. Afortunadamente, la solución es relativamente simple: seguir con nuestros esfuerzos humanitarios para controlar la mortalidad (e incluso incrementarlos) pero exportando simultáneamente un control de la natalidad. Si seguimos soltando el freno y queremos seguir conduciendo, no hay más remedio que soltar también el acelerador.
Nos estamos enfrentando a un problema social que no existiría si no fuéramos seres culturales además de biológicos. Mientras que nuestra cultura nos ha proporcionado el control de la mortalidad, nuestra biología sigue conservando la tendencia —fomentada por la evolución— a tener un gran número de descendientes en previsión de una alta mortalidad que hoy se logra evitar en la mayoría de los casos. En condiciones naturales, la selección puede hacer que una variación análoga de la mortalidad se refleje finalmente en la modificación de las pautas de comportamiento reproductivo. Pero esto tardaría en producirse cierto tiempo —según la escala evolutiva, por lo menos miles de años—, y los avances culturales más drásticos se están produciendo en cuestión de décadas o años. Como el problema de la agresividad, el problema de la población surgió cuando la evolución cultural dejó atrás a la evolución biológica y, por tanto, debe ser resuelto por fuerzas culturales. Sencillamente, no podemos esperar a que lo resuelvan nuestros genes.
Afortunadamente, el control de la natalidad puede costar menos que toda la tecnología que se emplea para controlar la mortalidad, aunque no por ello es menos importante. Para que un programa de control de la natalidad tuviera éxito a nivel mundial debería superar la oposición de ciertos grupos religiosos y la actitud suspicaz y paranoica (aunque a veces justificada) de algunos grupos étnicos —especialmente, los negros americanos— que ven en el control de la natalidad un ingenioso pretexto para el genocidio racial. También tendría que enfrentarse al deseo —de base génica— de tener una familia numerosa, deseo que nos fue instilado originalmente por la selección natural mucho antes de que descubriéramos el control de la mortalidad. Pero en lo que respecta al comportamiento, nuestra biología suele subordinarse a nuestra cultura y, afortunadamente, parece que unas motivaciones serias inducidas por la cultura para limitar el tamaño de la familia pueden contrarrestar cualquier tendencia biológica de este tipo. En este caso, la evolución cultural crea el problema y aporta la solución. La píldora anticonceptiva, los preservativos, el dispositivo intrauterino, el diafragma y la esterilización son productos de la cultura humana que nos permiten, si somos lo suficientemente inteligentes, burlarnos colectivamente de nuestros genes.
La liberación de la sexualidad humana de su función estrictamente reproductora —de la que hablamos anteriormente— debería facilitar el uso de métodos anticonceptivos. Además, mientras continúa el desarrollo económico, tener demasiados hijos representa un lastre social y económico para las familias. Parece esperanzador que en los últimos años se haya observado que el índice de natalidad tiende a disminuir según mejoran las condiciones socioeconómicas. Se trata de un fenómeno puramente cultural, la llamada «transición demográfica», y parece basarse en un lúcido egoísmo. Bajo los auspicios de la UNICEF empiezan a hacerse progresos en el control de la diarrea infantil, la primera causa de muerte entre los niños pequeños. Y, al parecer, de ello se deriva un doble beneficio: no sólo se reduce el sufrimiento de modo inmediato, sino que, puesto que sus hijos ya no mueren tan fácilmente, los adultos se inclinan más a utilizar métodos anticonceptivos, reduciéndose así el sufrimiento a largo plazo.
Una reacción similar se da entre los animales cuando la situación cambia, de forma que los padres tienen más éxito produciendo un número relativamente pequeño de descendientes e invirtiendo más en cada uno, que teniendo una gran cantidad de ellos sin que ninguno tenga muchas probabilidades de sobrevivir. En las sociedades de campesinos o cazadores-recolectores, los hijos adicionales son campesinos, cazadores-recolectores y/o guerreros adicionales. Cuando mueren —cosa que ocurre a menudo— son reemplazados. En cambio, en las sociedades tecnológicamente avanzadas, los hijos adicionales representan una pesada carga para la familia, puesto que uno requiere una fuerte inversión en forma de cuidados médicos, ropa y educación, mientras que su contribución inmediata a la productividad doméstica es bien escasa.
Si nuestra cultura no reacciona a la amenaza de la superpoblación, o si su reacción es inadecuada, es posible que nuestra biología haga el trabajo por nosotros. Entre los animales, la población suele estar limitada por lo que los ecólogos llaman «factores dependientes de la densidad». Esto significa, simplemente, que a medida que aumenta la población muere un mayor número de individuos o, mejor dicho, un mayor porcentaje de individuos. Es algo parecido a los impuestos proporcionales, si sustituimos los ingresos anuales por la densidad de población y la mortalidad por los impuestos que hay que pagar. Bajo el control de factores dependientes de la densidad, la mortalidad aumenta a medida que se incrementa la densidad de la población, y disminuye a medida que decrece. Sin embargo, la población de algunas especies, como los saltamontes, parece estar limitada por factores «independientes de la densidad»: en estos casos la tasa de mortalidad varía independientemente del tamaño de la población. Así, la población de saltamontes puede quedar determinada por factores ambientales, como la sequía o las tormentas, que matan un número relativamente constante de individuos sin importar el tamaño de la población total. Pero son las especies con una población dependiente de la densidad las que más nos interesan. Éstas parecen regular el tamaño de su población. De forma análoga al sistema de tributación proporcional, estas especies tienen un sistema de mortalidad proporcional: las poblaciones más ricas (más abundantes) sufren una mortalidad proporcionalmente más alta.
Los sistemas dependientes de la densidad son ejemplos de lo que los ingenieros denominan «circuito de realimentación negativa». En realidad la idea es muy simple. La realimentación positiva (lo opuesto) es lo que vulgarmente llamamos un «círculo vicioso»; una situación en la que una desviación de la norma provoca una desviación adicional y ésta otra mayor, y así sucesivamente. «Los ricos se hacen más ricos», es un ejemplo de realimentación positiva («…y los pobres tienen hijos»). Otro ejemplo sería una reacción nuclear en cadena. Pero la realimentación negativa resulta más interesante desde el punto de vista intelectual, puesto que da lugar a un sistema maravillosamente equilibrado capaz de absorber las desviaciones y hacer que el sistema vuelva rápidamente a un nivel aceptable. Por poner un ejemplo de la vida cotidiana que no suele llamamos la atención, consideremos el termostato que regula la calefacción de una casa. Puede ponerse a determinada temperatura, por ejemplo entre 18 y 20°, si la temperatura de la casa desciende por debajo de 18°, se enciende la calefacción hasta que vuelve a alcanzar un nivel aceptable Si la temperatura sube por encima de ese límite, se apaga la calefacción, permitiendo así que se enfrié la casa. Un sistema de realimentación negativa más sofisticado podría llevar incorporado un aparato de aire acondicionado que se activaría cuando subiera demasiado la temperatura.
Los sistemas biológicos presentan una amplia gama de mecanismos de realimentación negativa que se ocupan de mantener las condiciones físicas y químicas necesarias para la vida. Por ejemplo, nuestra sangre y nuestros fluidos vitales tienen que mantenerse dentro de unos límites de acidez y alcalinidad muy precisos para que no se produzca la muerte por convulsiones. Un ejemplo más claro en el sistema de mantenimiento de las temperaturas internas mediante una serie de mecanismos muy similares al termostato de una casa. Por ser animales de sangre caliente, una variación de algunos grados en nuestra temperatura corporal, en cualquiera de los dos sentidos, podría significar el coma y la muerte. Inconscientemente aumentamos nuestra temperatura cerrando los pequeños vasos sanguíneos que riegan la epidermis, evitando así la pérdida de calor, mientras contraemos rápidamente nuestros músculos —tiritando— para generar calor. Si, por el contrario, tenemos demasiado calor, aumenta el riego sanguíneo de la epidermis, en donde el exceso de calor es irradiado al exterior. Al mismo tiempo exudamos agua en la superficie del cuerpo —la transpiración— que al evaporarse nos refresca aún más.
En el control del tamaño de las poblaciones animales por factores dependientes de la densidad intervienen procesos de realimentación negativa similares a los descritos. Los escarabajos Tribolium medran en las mezclas de cereales secos y granos, como saben muy bien los mayoristas. Si se les deja tranquilos en un recipiente de pienso se reproducen rápidamente. Finalmente la población deja de crecer debido en parte a la acumulación de sus propios desechos, que les resulta perjudicial; a medida que aumenta la población aumentan los desechos. Desde luego, existe la posibilidad de que al Homo sapiens le ocurra algo parecido. La acumulación de productos tóxicos, como el mercurio, el plomo y los difenilos policlorados en nuestro entorno puede llegar a interrumpir nuestro proceso reproductivo. El desastre industrial de Bhopal, en la India, donde murieron miles de personas, demuestra que, sin necesidad de que se produzca una guerra nuclear o una amplia crisis ecológica, la civilización conlleva unos riesgos espantosos.
Aparte de auto-destruirse mediante sus propios desechos tóxicos, los escarabajos molineros también se matan entre sí. Pueden comportarse como caníbales devorando las larvas en cuanto tienen oportunidad. Mientras la población es escasa tal oportunidad no se presenta muy a menudo, pero según crece la población aumenta la probabilidad de que los adultos den con las larvas, con funestas consecuencias para estas últimas.
Algo parecido ocurre con los osos pardos. Los machos, en concreto, suelen matar a los cachorros. Por eso las hembras los ahuyentan antes de que nazcan las crías, y por esta misma razón la hembra con crías resulta tan peligrosa para los seres humanos. Protege a sus oseznos porque la evolución le ha dicho que corren peligro. Cuando la población de osos pardos es baja, los machos no suelen tener oportunidad de matar a los oseznos, pero si la población llega a ser anormalmente alta, este mecanismo de control dependiente de la densidad eliminará cierta cantidad de crías, lo que, a su vez, restringirá el aumento de la población. Hay que observar que parece improbable que los osos pardos, al igual que los escarabajos molineros, pretendan conscientemente reducir la población local. Lo más probable es que se limiten sencillamente a aprovechar egoístamente las oportunidades que se les presentan. Hasta cierto punto, es posible que estén siguiendo los dictados de la selección, que recompensan a los individuos que eliminan potenciales competidores, pese a que en algunos casos pueden estar eliminando sus propios genes. El efecto de este comportamiento sobre la población global es probablemente incidental, aunque no por ello sus resultados sean menos reales.
Estos dos ejemplos muestran mecanismos de control de la población, dependientes de la densidad en los cuales los individuos adultos atacan a las crías. Para poner un último ejemplo, en el que los adultos se atacan entre sí, viajemos a las frías aguas del fondo marino del Mar del Norte, y echemos un vistazo a la vida de los cangrejos que viven allí. Cada animal está protegido de sus congéneres por una sólida armadura externa que periódicamente debe mudar, y mientras dura la época de la muda el cuerpo queda peligrosamente expuesto. Si la densidad de población de estos cangrejos es suficientemente baja, el individuo recién mudado tendrá bastantes probabilidades de sobrevivir hasta que concluya este breve período en que es más vulnerable. Pero si los animales están hacinados, los individuos que acaban de desprenderse de su caparazón serán encontrados por sus congéneres acorazados, y muchos de ellos perecerán devorados. De este modo, la elevada población local tiende a disminuir.
No es probable que el control de la población humana haya dependido alguna vez de este tipo de mecanismos y no creemos que nadie se aventure a pronosticar que el canibalismo pueda tener algún efecto sobre la densidad de la población humana en el futuro. Sin embargo, la agresividad violenta entre los seres humanos puede estar en función de las presiones demográficas. Si el aumento de la densidad de población engendra más violencia y ésta, a su vez, eleva el índice de mortalidad, tendríamos un sistema de control dependiente de la densidad que podría (al menos en teoría) mantener constante el tamaño de la población. Existen varias posibles conexiones que vinculan la agresividad con la densidad de la población.
Es más probable que se exteriorice la agresividad en una población densa en la que la gente se topa constantemente con sus potenciales objetos de agresión. Los instintos territoriales, por improbables que sean, se verían gravemente afectados al extremarse el hacinamiento. Al parecer, no es coincidencia que nuestra mayor área urbana, la ciudad de Nueva York, haya sido declarada como ciudad ingobernable. Como ya hemos visto, el desmoronamiento del orden social suele citarse entre las causas de la agresividad. Resulta significativo que el índice de criminalidad sea más alto en donde hay mayor densidad de población. Además, las poblaciones grandes tienden a exagerar la necesidad de servicios públicos, acentuando las discrepancias entre ricos y pobres. La frustración aumenta y con ella la agresividad.
Pese a estas correlaciones aparentemente claras, no hay ninguna prueba concluyente que exista un mecanismo de control de la población humana dependiente de la densidad, y aunque existiera tal posibilidad, no sería un sistema deseable. De hecho, ninguno de los mecanismos de control dependientes de la densidad que la evolución biológica ha desarrollado en los animales puede compararse a las posibilidades del control cultural, puesto que el control cultural podría teóricamente prevenir el problema en vez de solucionarlo de forma violenta.
Aunque los ecólogos discrepan sobre el verdadero significado de los mecanismos de control dependientes de la densidad en la naturaleza, suelen estar de acuerdo, al menos hasta cierto punto, en que el tamaño de la población influye sobre el número de muertes, incluso cuando el factor letal parece ser independiente de la densidad. Esto puede aplicarse también a las poblaciones humanas. Por ejemplo, si una sequía u otra irregularidad climatológica redujera la cantidad de alimentos en una isla de forma que sólo pudieran sobrevivir cincuenta ciervos en donde hay cincuenta y uno, es evidente que uno de ellos debe morir. Del mismo modo, si hubiera doscientos ciervos, morirían de hambre ciento cincuenta. El número de muertes es dependiente de la densidad en cierto modo, ya que cuando mayor sea la población, más individuos morirán. Si establecemos un paralelo con la especie humana, el resultado es aterrador: si durante una hambruna que se repite periódicamente un país puede mantener sólo a cincuenta millones de personas y su población ha sido inflacionada artificialmente a doscientos millones (por la introducción del control de la mortalidad sin el correspondiente control de la natalidad), es evidente que en la época de escasez se producirán ciento cincuenta millones de muertes, y cuanto más grande sea la población, más personas morirán.
También es posible —y en algunos casos más probable— que los costos se repartan entre toda la población y que los supervivientes tengan que apretarse el cinturón. Lo que hasta ahora sabemos sobre el comportamiento humano nos lleva a pensar que, hasta cierto punto, esto es lo que ocurrirá. No obstante, lo que sabemos sobre el comportamiento humano también sugiere que los sacrificios impuestos por la escasez de recursos no se repartirán equitativamente.
Para muchos animales, el medio ambiente determina que sólo una cantidad limitada de individuos tenga éxito. Si una especie territorial necesita, por ejemplo, dos acres por pareja [13] reproductora, un terreno de diez acres sólo puede acoger a cinco parejas. Si hay más parejas, las que sobren no tendrán muchas oportunidades. Los colines de Virginia lo pasan mal durante el invierno, pero los que han conseguido un cobijo adecuado consiguen sobrevivir. Puesto que cada otoño suele haber más ejemplares de lo que el medio ambiente puede hospedar, lo normal es que cada año muera cierto número de ellos. Es el entorno el que determina el número de individuos que puede sobrevivir, y el resto perece. Cuanto mayor es la población, más animales se ven obligados a vivir en hábitats que no son óptimos y más alta es la tasa de mortalidad. Los individuos desplazados suelen ser matados por los predadores, que, en el caso del colín de Virginia son los grandes búhos y los zorros. Aunque se suele culpar a los predadores de la alta tasa de mortalidad, en realidad es el medio ambiente de la especie el que determina el número de individuos que ha de morir en relación al tamaño de la población.
Desgraciadamente, entre los seres humanos se da un proceso similar aunque sin predadores. A principios de la década de los 70, un tifón se cobró en Pakistán (actualmente Bangladesh) unas 500.000 vidas. Pese a que en principio esta horrible pérdida de vidas humanas pudiera ser atribuida a una serie de factores climáticos naturales, lo cierto es que los bengalíes fueron víctimas de su propia densidad de población: los traicioneros terrenos del delta del Ganges nunca deberían haber estado tan poblados y, de hecho, esto no habría ocurrido si toda el área no hubiera estado tan espantosamente superpoblada. Como las codornices que sobran en el invierno y quedan condenadas a instalarse en un hábitat inadecuado, millones de personas se vieron obligadas a vivir en terrenos poco seguros debido a la existencia de tantos compatriotas. Algo parecido ocurre con las sequías que padece África; la densidad de la población, pese a no ser tan elevada como la de Bangladesh es excesiva para los recursos de la zona.
Entre la mayoría de los animales, la competencia tiende a eliminar los menos aptos —ya que lo más probable es que sean «los mejores ejemplares los que consigan un lugar adecuado para reproducirse y sobrevivir— al igual que los predadores tienden a devorar a los individuos viejos o enfermos. Pero entre los seres humanos, debido a nuestro «amortiguador» cultural cada vez mayor y más efectivo, prácticamente no hay ninguna posibilidad de que tenga lugar esta selección. Dado el enorme potencial que tiene cualquier ser humano y dado que el dolor y el sufrimiento personal pueden ser igualmente enormes, sólo un monstruo obsesionado con los genes sería capaz de consolarse con la idea de que la selección natural está mejorando la especie a través de tales desastres. Pero aunque esto fuera posible en teoría, e incluso aunque no tuviéramos en cuenta ninguna clase de principios éticos o morales, la organización de las sociedades humanas ha hecho que tal mejora sea biológicamente imposible: imaginemos a un niño en el que se diera una excelente combinación de genes, nacido en el seno de una familia de campesinos pobres en donde fuera uno de nueve hermanos. Este niño no tendría prácticamente ninguna posibilidad de escapar a los peligros de la vida en el delta del Ganges o en la árida meseta etíope en donde ha tenido que instalarse su familia empujada por las fuertes presiones demográficas. Cuando sobrevenga la inundación o la hambruna, este niño será eliminado por la naturaleza —como parte del excedente humano— mediante un terrible mecanismo de control dependiente de la densidad. ¿Cuántos herederos de Tagore sucumbieron cuando tuvo lugar ese tifón? ¿Cuántos habitantes de Kenia han muerto ya de hambre?
Las poblaciones de muchas especies animales son restringidas por las enfermedades y los parásitos. Nuestro punto de vista singularmente antropocéntrico suele pasar por alto el hecho de que los microbios patógenos no son un problema que afecta exclusivamente a nuestra especie. A menudo son factores importantes para el control del tamaño de la población, especialmente entre la mayoría de los primates que viven en libertad. Sus efectos son en cierto modo dependientes de la densidad, ya que el contagio se produce más fácilmente en una población densa, y el hacinamiento y la desnutrición hacen que los seres vivos sean más vulnerables a las enfermedades.
Si fuera usted un parásito o un microbio patógeno, la muerte de su hospedador sería un asunto grave. Usted y su descendencia morirían con su benefactor a menos que existiera la oportunidad de infectar a otros. La propagación de las enfermedades es más fácil en una población grande. La epidemia «sigue su curso» hasta que sólo quedan los individuos que tienen más resistencia y hasta que la población se ha reducido tanto que no hay oportunidad de que se contagien otros. Existe una clara correlación entre la densidad de una población local de seres humanos y las probabilidades de contraer una enfermedad. ¿Quién no se ha visto expuesto a molestas toses y estornudos en un autobús o en un teatro abarrotado de gente? Todos los padres saben que es más probable que sus hijos se pongan enfermos cuando van al jardín de infantes o a la escuela primaria, en donde entran en contacto con otros niños. Muchas enfermedades parasitarias como la duela del hígado o los ascárides se propagan a través de las heces humanas, y a medida que aumenta la densidad demográfica, aumenta la incidencia de estas enfermedades, a menos que se extremen las medidas higiénicas. Debido a que nuestra cultura ha hecho posible que se dé una elevada densidad demográfica, estamos en una situación precaria en la cumbre de la tecnología sanitaria y alimenticia y, posiblemente, al borde del abismo que representan ciertos mecanismos de control, de la población dependientes de la densidad, terriblemente drásticos. Los fallos temporales de nuestra compleja tecnología debidos a inundaciones, huracanes, terremotos, guerras o, simplemente, a un exceso de demanda generado por la superpoblación, traen consigo una inmediata amenaza de enfermedades como las fiebres tifoideas o el cólera.
No debemos pasar por alto la eficacia de la medicina moderna, pero a medida que aumenta la población humana, aumenta también la necesidad de utilizar la medicina para controlar este potencial factor dependiente de la densidad. Tampoco hay que olvidar un agravante de origen cultural causado por los medios de transporte a nivel mundial. Debido a la existencia de aviones, trenes, barcos y automóviles, una enfermedad que surja en un remoto rincón de la Tierra en donde los nativos están inmunizados contra ella puede propagarse rápidamente por todo el globo [14]. Algunas enfermedades relativamente benignas del Viejo Mundo, como el sarampión o la varicela, fueron llevadas por exploradores y misioneros al Nuevo Mundo y a los pueblos del Pacífico en donde causaron estragos debido a la falta de defensas de los nativos. Más recientemente, la «gripe de Hong Kong» y otras enfermedades se han extendido mucho más allá de las regiones en donde se conocen desde la antigüedad. Y aunque es posible que se logre eliminar el SIDA mediante una atenta vigilancia y unos esfuerzos hercúleos, también puede ser que se extienda por todo el mundo, mientras que en épocas anteriores probablemente hubiera permanecido aislado geográficamente durante generaciones.
Cada vez hay más pruebas de que muchos animales reaccionan al incremento de la densidad de su población con modificaciones de su comportamiento y su fisiología que, en último extremo, tienen el efecto de reducir la población. No hay ninguna razón para creer que este fenómeno dependiente de la densidad sea una muestra de prudencia por parte de los individuos o de la especie; se debe más bien a que cuando hay un problema de superpoblación, los individuos (y los genes individuales) pueden maximizar su éxito reproductivo desarrollando un comportamiento que, incidentalmente, tiende a reducir la población. No está claro que todo pueda ser aplicado a los seres humanos, pero la idea resulta interesante. John C. Calhoun se dedicó a experimentar con ratas y a observar sus reacciones según la densidad de la población. Puso cinco ratas preñadas en un corral de unas diez áreas, proporcionando agua y alimentos suficientes para la población creciente. Al cabo de dos años, las cinco hembras iniciales podrían haber producido, en teoría, unos 50.000 descendientes, pero la población nunca llegó a aproximarse a esta cifra. De hecho, nunca pasó de 200 animales, y finalmente llegó a estabilizarse en 150. Sin embargo, en un laboratorio habría sido fácil criar 50.000 animales o más en el mismo espacio manteniendo a las ratas aisladas en pequeñas jaulas. Entonces, ¿cómo consiguieron estas ratas mantener su número tan bajo en un estado semi-salvaje?
La respuesta está en su comportamiento social. Se organizaron en una docena de bandas de doce o trece miembros cada una, con un único macho dominante como líder. Las luchas entre estas bandas eran frecuentes y a menudo trastornaban el normal cuidado de las crías. Esto provocaba una elevada mortalidad entre ellas e impedía el aumento de la población. En realidad, incluso la población final de 150 individuos era demasiado alta, manteniéndose sólo gracias a la alimentación artificial y a la imposibilidad de que los animales consiguieran escaparse y dispersarse. En condiciones naturales, la población de una superficie similar hubiera sido mucho más baja, y no necesariamente debido a las enfermedades, los depredadores o el canibalismo, sino más bien por el comportamiento social desarrollado por unos animales sanos.
Al parecer, las ratas de este experimento hablan inventado un mecanismo de control dependiente de la densidad que mantenía la población por debajo del nivel en el que podrían producirse alteraciones más graves. Pero, ¿qué clase de alteraciones? ¿Cómo se habrían comportado si hubieran estado chocando constantemente una con otras? Para comprobarlo, Calhoun inició su experimento más célebre, en el que las ratas fueron sometidas a una densidad de población dos veces mayor que la que habían soportado los animales encerrados del experimento anterior.
Los resultados fueron impresionantes. En estas condiciones la organización generalmente cohesiva de la vida social normal de las ratas se derrumbó casi por completo, aumentando la agresividad, los defectos físicos y la mortalidad de los adultos (sobre todo de las hembras) y de las crías. Hubo una tremenda ola de mordeduras de cola, y los animales más jóvenes resultaron a menudo gravemente heridos. Y lo que es más importante, el comportamiento sexual y el cuidado de las crías experimentaron grandes transformaciones. Normalmente las ratas construyen nidos en donde nacen las crías, pero los animales hacinados no son capaces de hacer nidos adecuados, porque dejan de recoger los materiales necesarios para el nido. Las hembras son malas amas de casa; a menudo dejan que se desmorone el nido o lo arreglan de cualquier manera. Debido a esto era frecuente que las crías se dispersaran, y muy pocas de ellas conseguían sobrevivir.
Las hembras hacinadas eran además malas madres; amamantaban mal a las crías y las cuidaban de forma negligente. En condiciones normales las hembras suelen recoger a sus pequeños si se han dispersado, llevándolos a un nido nuevo si el viejo está en malas condiciones. En cambio, las hembras hacinadas mostraban muy poca inclinación a reunir a sus crías. Las dejaban caer a menudo durante el traslado, abandonándolas en donde habían caído. Estas desventuradas crías solían ser devoradas por las bandas de machos que merodeaban por allí. Semejante tendencia al canibalismo nunca se da en los grupos de animales que viven en libertad, en los que la población se mantiene invariablemente a un nivel más aceptable.
El comportamiento sexual de las ratas se ajusta normalmente a ciertas pautas predecibles de las que depende el éxito del apareamiento y del cuidado de las crías. Los machos identifican a las hembras por su olor, y son especialmente sensibles cuando ellas están en celo. Cuando llega el momento apropiado el macho persigue a la hembra, que se refugia en su ratonera, desde donde observa al macho que responde dando saltitos. Cuando termina este ritual, la hembra vuelve a salir y, finalmente, tiene lugar la cópula. Sin embargo, cuando hay un problema de superpoblación, los machos suelen dejar de observar los ritos del cortejo, y siguen a las hembras hasta su ratonera, acosándolas en grupo de un modo que puede recordar a las violaciones colectivas que se dan entre los seres humanos. Al trastornarse el delicado mecanismo reproductor, aumenta extraordinariamente el número de abortos y la tasa de mortalidad de las hembras, con lo que se retrasa el crecimiento de la población.
Para quienes estudian las enfermedades mentales resulta especialmente interesante observar que el comportamiento anormal de los animales hacinados no afecta del mismo modo a todos los individuos de la población. Los individuos pueden desarrollar diferentes comportamientos patológicos. Se observaron cuatro tipos de comportamiento anormal. Los pocos machos dominantes eran moderadamente agresivos, y parecían relativamente normales. Otros machos se volvieron «hiperactivos», molestando a las hembras y devorando a las crías. Algunos se volvieron «pansexuales» y trataban de copular con cualquier animal, ya fuera macho, hembra, viejo, joven, receptivo o no. Un grupo adoptó una actitud pasiva, perdiendo el interés por el sexo y por las luchas, y, por último, otro grupo se retiró completamente de la escena, limitando su actividad a los períodos en que los demás dormían.
Puede que las ratas de Calhoun nos estén enviando un mensaje: parece ser que cuando se derrumba el orden social se desencadena nuestro peor potencial biológico. Las poblaciones anormalmente densas pueden producir un comportamiento social anormal que acaba por reducir el tamaño de la población. Suponiendo que sea válida la extrapolación de las ratas a los seres humanos —y con esto hay que andarse con cuidado, a pesar de que sea una práctica rutinaria en la investigación biomédica— estos controles biológicos dependientes de la densidad pueden estar preparando un futuro sombrío para un mundo en el que se da un crecimiento demográfico incontrolado, incluso aunque consigamos evitar una crisis demográfica catastrófica. No obstante, si somos lo suficientemente inteligentes o afortunados, nunca llegaremos a saber si nuestra biología nos ha dotado con la capacidad de reaccionar de un modo similar al de las ratas del experimento.
No sabemos cuál es la base psicológica de los diversos comportamientos desarrollados por las ratas de Calhoun. Sin embargo, otros estudios realizados indican que existe un mecanismo general que puede tener bastante importancia. El biólogo John Christian descubrió que bajo condiciones de tensión social —causadas, por ejemplo, por una superpoblación local— se produce una hiperactividad de las glándulas adrenales (suprarrenales). Situadas encima de los riñones, estas pequeñas estructuras regulan múltiples procesos químicos esenciales para el organismo, que incluyen la movilización de las reservas de azúcar y la resistencia a las infecciones en momentos de tensión. Si se hace un uso constante de ellas, estas glándulas aumentan de tamaño. Su hiperactividad exige un esfuerzo excesivo del organismo que puede provocar un shock y, finalmente, el agotamiento de la adrenalina y la muerte. Veamos un ejemplo extraído de un estudio que, pese a haberse realizado hace varias décadas, aún no ha sido igualado debido a su perfección y al mensaje que encierra para un mundo cada vez más superpoblado:
En 1916 se llevaron varios ciervos a la isla de St. James, situada en la bahía de Chesapeake y con una extensión de varios cientos de acres. La población aumentó rápidamente a 300 ejemplares, lo que suponía una densidad anormalmente alta Por casualidad, Christian estaba estudiando estos ciervos cuando murieron la mitad de ellos en 1958. Paradójicamente, los animales muertos parecían sanos a excepción de que sus glándulas suprarrenales eran anormalmente grandes. Hacia 1959 la densidad de la población había descendido a un nivel normal y el tamaño de las glándulas suprarrenales había vuelto a ser también normal.
Sería interesante comparar el tamaño de las glándulas suprarrenales de los habitantes de la ciudad con el de los que residen en el campo. Sin embargo, dada la capacidad de adaptación de los seres humanos, es perfectamente posible que un habitante de Chicago no reciba más tensiones de su medio ambiente que un habitante de los bosques del norte del Maine. Es más, parece que tenemos una extraordinaria facilidad para estar tensos sin importar cómo o dónde vivimos.
Si el aumento del tamaño de la población fomenta el estrés, provocando la hiperactividad de las glándulas suprarrenales y elevando la tasa de mortalidad, este mecanismo puramente biológico podría funcionar como un sistema de control del crecimiento de la población dependiente de la densidad. El catalizador sería en este caso el estrés personal, no el tamaño de la población en sí. Una población densa podría evitar la estimulación del mecanismo glandular siempre que los individuos no se pusieran tensos por la presencia de sus congéneres. Del mismo modo, una densidad demográfica objetivamente baja podría activar el mecanismo de tensión suprarrenal si los individuos implicados fueran hipersensibles a la presencia de los demás. Lo importante es la percepción del hacinamiento, no el hacinamiento en sí. Christian descubrió que el tamaño de las glándulas suprarrenales de las marmotas americanas era mayor cuando más intensa era la agresividad entre los individuos, no cuando la población era más densa. Esto ocurría a principios de la primavera, en la época del apareamiento, y también a finales del verano, cuando las crías se iban dispersando para tratar de conquistar su espacio vital a expensas del de los adultos.
Podemos prever que los síntomas de estrés serán mayores entre los individuos que ocupan el nivel más bajo de la escala social. Al fin y al cabo, están siendo «pisados» por todos los demás y no tienen posibilidades de vengarse. Esto es un hecho que ha sido demostrado repetidamente: en muchas especies animales, los animales que tienen las mayores glándulas suprarrenales son precisamente aquellos que ocupan el rango social más bajo. Aunque no se han estudiado las correspondencias que puedan darse entre los seres humanos, un estudio de las enfermedades relacionadas con la tensión nerviosa realizado entre los empleados de la compañía Bell Telephone, reveló que los individuos que ocupaban los cargos inferiores, como los instaladores de líneas y las operadoras, estaban más afectados por este tipo de enfermedades que los miembros de la junta directiva. A lo mejor tenemos que revisar nuestras ideas convencionales sobre el ejecutivo agobiado y el despreocupado obrero.
En muchas especies animales se da otro interesante fenómeno que muestra la relación de la oposición social con el estrés y, en algunos casos, con la regulación del tamaño de la población. Es frecuente que los individuos de rango inferior tengan vetado el acceso a las hembras, bien porque no hayan sido capaces de establecer territorios adecuados y, por tanto, no sean aceptables como pareja, o simplemente porque las hembras prefieran a los machos de alto rango. Esto se aplica especialmente a los urogallos y los pavos que son especies poliginias (un macho cubre a muchas hembras). En estas condiciones, los machos subordinados son verdaderamente «personas non gratas» y puede que no lleguen a copular nunca; de hecho, puede que lleguen a ser incapaces de hacerlo aunque tengan oportunidad. El estudio de los machos subordinados ha revelado que en muchas especies el nivel de testosterona baja considerablemente, y el tamaño de los testículos se reduce bastante en comparación con los machos dominantes que copulan activamente. Los etólogos llaman a este fenómeno «castración psicológica».
Entre los monos, la situación varía de una especie a otra y es arriesgado generalizar, pero no suele observarse nada análogo a la castración psicológica. De hecho, es bastante raro que se dé una abierta rivalidad sexual entre los machos, e incluso entre los despóticos papiones, los machos subordinados también copulan. Sin embargo, durante el estro, cuando la hembra es más fértil y es más probable que la cópula produzca descendencia, los derechos de apareamiento son monopolizados principalmente por los machos dominantes.
Los seres humanos se diferencian de la mayoría de los primates que se han estudiado en que son monógamos y en que suelen emparejarse para toda la vida. Puesto que hay aproximadamente tantos hombres como mujeres, la institución de la familia asegura que prácticamente todos los machos tengan la posibilidad de copular y de reproducirse. Por tanto, parece poco probable que la castración psicológica se dé entre los seres humanos. No obstante, el creciente problema de la «impotencia psicológica» puede ser muy parecido, ya que su causa son las tensiones de la vida moderna y la subordinación del individuo, si no a otros individuos, al menos a ciertas metas y sistemas.
Dos investigadores británicos, A. S. Parkes y H. M. Bruce, descubrieron una vez que cuando una hembra recién preñada se topaba con un macho desconocido, solía interrumpirse el proceso de gestación y tenía lugar un aborto. Posteriormente se descubrió que no era necesaria la presencia del macho para que se produjera este efecto: una hembra preñada abortaba si era encerrada en una jaula en donde había estado un macho extraño. Esto parecía indicar que el olor era responsable del fenómeno; hipótesis que fue confirmada posteriormente cuando se extirparon quirúrgicamente los lóbulos olfativos de las hembras: las hembras que carecían de olfato no abortaron a causa de la presencia de machos desconocidos.
No se sabe hasta qué punto funciona este mecanismo entre animales en libertad, en caso de que funcione de alguna manera. Podría ser, sin embargo, otro factor de control demográfico dependiente de la densidad, puesto que según aumenta la población más probable es que las hembras preñadas se encuentren con machos desconocidos (o al menos con sus tarjetas de visita químicas: la orina y las heces). Es posible que para estas hembras fuera adaptativo renunciar a criar cuando el orden social está alterado y surgen comportamientos patológicos como los que hemos descrito; dado que la mayoría de los mamíferos tienen un orden social bien definido, la presencia de un macho adulto desconocido podría ser interpretada como una indicación del desmoronamiento del orden social.
Es evidente que para que se produzca el «efecto Bruce» hace falta un buen olfato. Sin embargo, los seres humanos se diferencian extrañamente de los demás mamíferos en que su sentido del olfato está muy poco desarrollado. Por tanto, no es probable que se produzcan abortos inducidos por el olor y activados por el aumento de la densidad de la población. De hecho, nuestra relativa insensibilidad a los olores puede ser la causa de que seamos capaces de soportar una elevada densidad de población con más facilidad que la mayoría de los mamíferos. La tensión generada por la densidad de población se transmite a los animales a través de los sentidos. Y el olfato, tan bien desarrollado en la mayor parte de los mamíferos, es probablemente el principal canal que informa al animal del grado de hacinamiento. Puesto que las copas de los árboles son lugares expuestos al viento en donde los olores se desvanecen rápidamente, los primates no han perfeccionado un sistema de comunicación basado en el olfato, y los seres humanos somos, desde el punto de vista anatómico, unos vulgares primates (si dejamos a un lado nuestra capacidad de pensar, naturalmente). Al no poseer un buen olfato, podemos soportar una concentración moderada sin experimentar demasiada tensión. Si lo tuviéramos, probablemente los cines, los ascensores, los autobuses y las ciudades nos resultarían francamente intolerables.
El control de la superpoblación mediante mecanismos biológicos dependientes de la densidad —como el canibalismo, la agresividad, el aborto automático y el estrés— no resulta aceptable para los seres humanos. Sin embargo, para la mayoría de los animales (y para sus genes) no es más que un modo de sacar partido de una situación especialmente difícil. Por eso es por lo que se ha desarrollado. Tal vez nos consuele pensar que estos factores dependientes de la densidad no afectan a los seres humanos, pero si verdaderamente careciéramos de estos mecanismos de control y no impusiéramos controles culturales alternativos, correríamos un peligro aún mayor, puesto que los controles independientes de la densidad no son más aceptables ni más agradables a largo plazo. Una vez más, los instintos que no poseemos —o los que poseemos y desatendemos fácilmente— pueden representar para nosotros un peligro mayor que los pocos instintos que conservamos.
Los lemmings se comportan de un modo drástico cuando la población es demasiado alta. Sin embargo, su famosa carrera «suicida» hasta el mar ha sido malinterpretada. En realidad los lemmings no se suicidan; cuando la densidad demográfica es excesiva, emigran en grandes cantidades, y es frecuente que atraviesen ríos si es necesario. Si llegan al océano en vez de a un río, tratan de salvar esta barrera mortal como si fuera superable. Tal vez si la especie humana estuviera sujeta a controles demográficos dependientes de la densidad, o si nuestra cultura no se hubiera adelantado tanto a nuestra biología, tendríamos hoy día una población estable. Desgraciadamente, tal y como están las cosas, nos parecemos a los lemmings, no porque nos tiremos al mar, sino porque reaccionamos frente a las nuevas condiciones como si fueran iguales a las que conseguimos superar en el pasado. Y no es necesario que el suicidio sea intencionado para que sea real.
Parece que algunos animales practican un sistema efectivo de control de la natalidad. En las regiones árticas las lechuzas blancas y otras aves rapaces parecidas a las gaviotas, parecen ajustar el tamaño de sus nidadas a la cantidad de presas disponibles. Se alimentan de pequeños mamíferos como los lemmings y los ratones que, como hemos visto, experimentan fluctuaciones periódicas en el tamaño de su población. Estas aves producen más descendientes, y a veces incluso ponen el doble de huevos, en épocas de abundancia (por ejemplo, cuando hay un exceso de lemmings), y menos cuando escasea el alimento. Los «herrerillos» son unos pajarillos que se alimentan de insectos, y necesitan gran cantidad de ellos en el verano para poder alimentar a sus insaciables polluelos. Por consiguiente, también ajustan el tamaño de sus familias a la cantidad de comida disponible. No obstante, tienen que poner los huevos en primavera, cuando aún hay muy pocos insectos, adivinando las condiciones que se darán en el verano, que es cuando tendrán que alimentar a sus pollos. ¿Cómo consiguen hacer el pronóstico? La población estival de insectos es determinada por las condiciones de temperatura y humedad que se den en la primavera precedente y, aparentemente, estos inteligentes pajarillos interpretan el tiempo que hace durante la primavera como una indicación de la cantidad de huevos que deben poner. La lección ha sido enseñada por la selección natural, que aprueba a los que tienen éxito y suspende a los tontos.
Éstas son soluciones interesantes para evitar la superpoblación, puesto que son sistemas que previenen la superproducción, en vez de eliminar el excedente. Sin embargo, son sistemas automáticos y biológicos que forman parte de las tendencias génicas del animal. No hay razón para creer que los seres humanos estemos dotados de mecanismos similares. Si queremos conseguir una eficacia similar, tendremos que hacerlo utilizando nuestra cultura.
Podríamos comparar una especie con una bañera, en la que el nivel del agua indica el tamaño de la población. El grifo está abierto y cae el agua: son los nacimientos. Pero el desagüe está también abierto y deja salir el agua: son las muertes. Cuando ambos están equilibrados, el nivel del agua permanece constante. Los ingenieros dirían que este tipo de sistema es un «sistema estable». La cultura humana nos ha dado cierta capacidad para cerrar el desagüe; pero puesto que no hemos cerrado también el grifo para compensar, el nivel del agua está subiendo. Y de un modo peligroso. Muchas especies poseen reguladores automáticos del grifo o desagües de seguridad (mecanismos dependientes de la densidad) que impiden que el nivel del agua suba demasiado. Si carecemos de tales dispositivos, como parece ser, es evidente que la bañera rebosará, a menos que utilicemos medios culturales para cerrar el grifo. Paul Ehrlich sugiere que hagamos un test de inteligencia observando cómo reacciona la gente ante una bañera que empieza a rebosar ¿corre a por ladrillos y cemento para elevar el borde, o cierra el grifo?
El incremento de la producción de alimentos, los cuidados médicos, el control de la contaminación y las mejoras en la vivienda son una ayuda, pero no soluciones permanentes. Se basan en el aumento y en el desarrollo, pero, en definitiva, debemos alcanzar un equilibrio. No hay otra solución. Estamos preparados para conseguir el éxito a corto plazo contando con una abundancia de recursos y una elevada mortalidad, no para alcanzar el éxito a largo plazo en la escasez y con una baja mortalidad. Además, debido a nuestra larga historia evolutiva de criaturas expansivas con una población en expansión, apenas nos atrae el equilibrio como meta consciente. Los que insisten en la necesidad de limitar el crecimiento de la población parecen pájaros de mal agüero en comparación con los optimistas que abogan entusiastamente por el crecimiento sin fin, como el senador Paul Laxalt en el Congreso Nacional del partido republicano de 1984.
En el mundo natural el crecimiento incontrolado no es la fórmula del éxito definitivo, aunque es una buena descripción del cáncer. Llevado hasta cierto extremo, crecimiento, crecimiento y más crecimiento no puede conducir más que a muerte, muerte y más muerte.
Bajo condiciones estrictamente biológicas, podemos imaginar a las diferentes especies empujándose unas a otras con todas sus fuerzas, y valga también el símil para los individuos dentro de cada especie Cuando todo el mundo empuja, el que deja de empujar pierde. Además, nadie experimenta efectos negativos por comportarse como si la meta fuera un crecimiento sin límites, puesto que nunca se alcanzará. Pero gracias a la evolución cultural, hemos eliminado gran parte de la resistencia natural que de otro modo habría encontrado nuestra potencial expansión. En este aspecto, nuestra evolución cultural está notablemente desequilibrada, puesto que no sólo nos ha ofrecido la ciencia y la tecnología para evitar las muertes prematuras, sino que además nos ha dado la consigna —cultural y religiosa— de «creced y multiplicaos», como se supone que Dios encomendó a Adán. Y no hay más que echar un vistazo a nuestra historia evolutiva (tanto biológica como cultural) para comprender que somos notablemente sensibles a tales consejos. El resultado es que apenas queda nada contra lo que empujar, y si no nos serenamos —y espabilamos— al final acabaremos cayéndonos de narices.

Capítulo 10
El medio ambiente: de los excrementos de los monos a la ética ecológica

«De ahora en adelante no bastará con que nos preguntemos si el hombre puede hacer algo; también tendremos que preguntamos si debe hacerlo.»
DAVID BROWER

Nuestra progresiva y galopante dependencia cultural, profundamente tecnológica pero irreflexiva, parece propia de la mentalidad de una liebre atolondrada. Si no nos autodestruimos en una guerra nuclear, nuestros alocados proyectos pueden hacer caer el telón sobre el escenario de la aventura humana simplemente convirtiendo, con ayuda de la superpoblación, nuestro mundo en un planeta inhabitable aun en tiempos de paz. Estamos en peligro de asfixiarnos con los millones de toneladas de aire contaminado que ensombrecen el cielo: hay ríos tan contaminados que corren el riesgo de incendiarse; sólo los depósitos de desechos tóxicos contienen suficientes venenos para acabar con la vida en la Tierra. La letanía de los peligros ecológicos es interminable: salinización, erosión, deformación, desertización, acidificación, cambios climatológicos causados por los seres humanos que van desde el invierno nuclear y el agotamiento del ozono hasta el efecto de invernadero y el derretimiento de los casquetes polares, etc. Pese a que no podemos alimentar a toda la gente que hay en el mundo, la población sigue creciendo El mundo salvaje —antaño enemigo nuestro y ahora amigo amenazado— va desapareciendo y nunca renacerá. Las especies en peligro se extinguen para siempre. Y aunque, por milagro, consiguiéramos conservar cierta cantidad de vida humana en el futuro, la calidad de esta vida disminuiría inevitablemente al ir disminuyendo la calidad del mundo natural. Los bosques, las montañas, las corrientes de agua y la quietud de los lagos, una mariposa que revolotea en primavera o un alce que brama en otoño, tienen un valor especial: son parte de la vida, y también de la vida humana. Vamos, pues, a examinar brevemente los orígenes de la actual crisis ecológica, porque es también una crisis profundamente humana.
Los seres vivos no viven ni se desarrollan en el vacío. Las circunstancias de la vida de animales y plantas hacen que se relacionen íntimamente entre sí, de forma que la ventaja o desventaja de cualquier característica debe valorarse no sólo en relación con el organismo, sino también en relación con el medio ambiente Así, la velocidad de un lobo del Ártico está en correspondencia con la velocidad de su presa, el caribú, y los molares de corona alta del caballo están a tono con la naturaleza abrasiva de las hierbas, su alimento preferido. La compleja armonía del mundo natural se debe a la eliminación de los inadaptados y a una elegante elaboración de las formas de vida acertadas y de sus interconexiones. El Homo sapiens está entre los seres vivos de mayor éxito. Nuestra población es elevada, nuestra tasa de mortalidad, muy baja; vivimos en una gran diversidad de entornos, manejamos una gran cantidad de energía y materiales; aparentemente somos la viva imagen del éxito evolutivo. Pero tener éxito hoy no significa perdurar en el futuro, como nos dirían los dinosaurios si pudieran.
Los dinosaurios, tan frecuentemente ridiculizados por su fracaso, tuvieron un gran éxito evolutivo en sus tiempos. Y aquellos tiempos duraron más de cien millones de años, mucho más que nuestra historia hasta la fecha. Además, pese a que finalmente se extinguieran, los dinosaurios eran de algún modo «naturales» en un sentido en que nosotros no lo somos. La mayoría de los organismos, incluidos los dinosaurios, estaban adaptados a su entorno, puesto que los que no encajaban eran rápidamente eliminados, como aún sigue sucediendo hoy. Los que han quedado no sólo pertenecen a su entorno, sino que son parte de él.
Esto no quiere decir que las especies sean inmortales; es evidente que no lo son. A largo plazo, la extinción es la regla, ya que las especies no siempre son capaces de ajustarse a los cambios del ambiente. También se observa un fenómeno análogo a corto plazo: consideremos, por ejemplo, los cambios que se producen cuando se tala o se quema un bosque caducifolio del nordeste. Al principio crecen gramíneas y hierbas anuales, seguidas por plantas herbáceas y arbustos. Finalmente, al cabo de muchos años, puede aparecer un bosque de robles, pero como los árboles grandes no dejan pasar la luz solar, el suelo permanece en la oscuridad, lo que impide el desarrollo de robles jóvenes que sustituyan a los viejos. Los arces jóvenes, sin embargo, toleran bastante bien la sombra, y pueden desarrollarse en el suelo umbrío del bosque. A la larga, pueden llegar a sustituir a los robles, con lo que el resultado final será un bosque de arces. Este estadio final es lo que los ecólogos denominan «vegetación clímax». El sistema se auto-perpetúa hasta que la mano del hombre o algún desastre acabe con él. Entonces, la historia vuelve a empezar.
En cada una de las sucesivas y progresivas etapas que atraviesa nuestro bosque se desarrollan determinados animales y plantas que, finalmente, llegan a crear condiciones inadecuadas para su propio mantenimiento, y son reemplazados por los de la etapa siguiente. Literalmente, llevan en sí las semillas de su propia destrucción. Por supuesto, sólo son eliminados a nivel local, y no se puede hablar de una verdadera extinción. Las diferentes especies implicadas suelen sobrevivir, tal vez en otra etapa posterior o en otro lugar. Quizás a nosotros nos esté ocurriendo algo parecido, puesto que la especie humana está creando un ambiente que le resulta cada vez más insoportable, con la diferencia de que si el entorno que se hace inhabitable es todo el planeta, estaremos condenados a la extinción. Dejando a un lado las fantasías de la ciencia ficción, no tenemos otro sitio adonde ir.
No es probable que nos consideremos a nosotros mismos con ecuanimidad como una etapa pasajera en la progresión de la vida, aun cuando llevemos aquí muy poco tiempo según el calendario evolutivo. Incluso prescindiendo de los sentimientos que experimentamos al pensar en nuestro propio destino, hay algo que no encaja en la idea de que la extinción de la especie humana —y la extinción de otros seres vivos causada por la humanidad— es algo «natural». Por un lado, lo que estamos haciendo con nosotros mismos y con nuestro mundo parece «antinatural». No acabamos de encajar en el delicado engranaje que gobierna la vida y el destino de otros seres. Por tanto, cuando alteramos la vida y el destino de otros seres vivos el resultado es muy diferente y mucho menos aceptable que cuando se alteran por sí solos. Pero, ¿por qué? ¿En qué sentido somos «menos biológicos» que un dinosaurio o un roble?
La respuesta parece obvia: somos tan biológicos como cualquier otro ser vivo, puesto que somos producto de la selección natural y estamos sujetos a ciertas leyes básicas del mundo orgánico. Sin embargo, al mismo tiempo somos creadores y criaturas de la evolución cultural. Una vez más, nuestro mayor triunfo es también nuestro mayor problema. Y ésta es la clave de nuestra actual crisis ecológica.
En cierto sentido, si destruimos nuestro entorno es porque somos capaces de hacerlo. Ninguna otra especie animal o vegetal es una amenaza para la integridad del planeta, porque ninguna tiene medios para serlo; las especies que hicieron su entorno inhabitable para sí mismas ya no existen. Como ocurre con las armas, nuestra capacidad destructiva no se deriva de nuestras características biológicas. Como animales, no causamos gran impresión en las comunidades naturales, y, si exceptuamos nuestro extraordinario número, de la cabeza para abajo somos animales interesantes pero nada notables. Sin embargo, con ayuda de las herramientas, la división del trabajo, el lenguaje y nuestra elevada capacidad racional y tecnológica, hemos estado explotando la naturaleza de un modo que nunca se había visto. Sin la evolución cultural esto no habría sido posible. Con ella, hemos logrado la mayoría de las cosas que apreciamos porque consideramos que nos hacen particularmente humanos. Y con ella, como Sansones enloquecidos, amenazamos con hacer que el templo de la Tierra se derrumbe sobre nuestras cabezas.
Las plantas y los animales que fueron desapareciendo con el transcurso del tiempo geológico, se extinguieron porque no pudieron adaptarse a los cambios del ambiente, no porque evolucionaran hasta la extinción. En la naturaleza no se conoce el suicidio de las especies, por la sencilla razón de que las características de los seres vivos son el resultado de la evolución biológica: cualquier tendencia génica que conduzca a la disminución del éxito reproductivo será eliminada por selección natural en el curso de la evolución, para ser reemplazada por características más ventajosas. Así pues, en el curso de la evolución biológica, la extinción se produce sólo como resultado de acontecimientos que escapan al control de las especies.
Hubo una especie de alces (los «alces irlandeses») cuyos machos poseían una enorme cornamenta de más de tres metros. Antiguamente se pensaba que estos animales se habían extinguido porque sus cuernos habían crecido demasiado, se enredaban entre la vegetación, o suponían tal peso para la cabeza que los animales no podían ver por dónde iban y tropezaban unos con otros o se despeñaban. Esto no es nada probable Si algunos individuos hubieran empezado a desarrollar una cornamenta tan grande que representara una desventaja, habrían dejado menos descendientes que sus congéneres más modestamente dotados, y el tamaño medio de la cornamenta hubiera vuelto a disminuir (esto podría interpretarse como un sistema de realimentación negativa al estilo evolutivo). Lo más probable es que los cambios del medio ambiente acabaran con el alce irlandés.
En cambio, los abusos que comete el ser humano con el medio ambiente —ya sean indirectos causados por el crecimiento demográfico, o directos como resultado de una tecnología destructora y contaminante— no están sujetos a los típicos controles biológicos. Se deben a la intervención de la cultura, no a la de nuestros genes. Además, incluso la tendencia a destruir el entorno estuviera controlada por los genes, como en el caso de los animales sujetos únicamente a la evolución biológica, el ritmo de la destrucción del medio ambiente inducida por la cultura es demasiado rápido para que la reproducción diferencial tenga oportunidad de restablecer el equilibrio. La evolución cultural nos ha proporcionado, casi de la noche a la mañana, las herramientas necesarias para destruir la Tierra, negándonos a la vez (como en el caso de la agresividad) los mecanismos inhibidores necesarios para restringir su utilización. La biología nunca nos habría otorgado esa terrible capacidad sin proveernos de mecanismos de control; al menos, no por mucho tiempo. Pero cuando la evolución cultural actúa sin impedimentos, las reglas del juego cambian por completo.
La evolución biológica avanza generalmente a pequeños pasos, y no a grandes saltos discontinuos [15]. Las consecuencias de una determinada característica, como el tamaño de la cornamenta, pueden ser evaluadas según se va desarrollando. En cambio, los grandes avances de la evolución cultural humana nos proporciona de golpe nuevas características —sin que la evolución tenga tiempo de ponerlas a prueba— que en muchos casos han de ser aceptadas o rechazadas como saltos tecnológicos de gran trascendencia: la locomotora de vapor, la electrónica, la energía nuclear, los pesticidas, las explotaciones mineras a cielo abierto, la lluvia ácida. Si cualquiera de nuestros antepasados del paleolítico hubiera empezado a manifestar cierta tendencia a actuar de un modo perjudicial para sí mismo o para sus genes, la selección natural habría eliminado el brote. Pero si el rasgo hubiera sido beneficioso para el individuo, incluso aunque resultara perjudicial para los demás, la selección lo habría fomentado. Es más, aunque este rasgo tuviera, como las armas nucleares, la capacidad de destruir el mundo, sería difícil que fuera eliminado por la selección natural, puesto que ésta sólo actúa sobre realidades, no sobre posibilidades.
Por una trágica ironía del destino, hemos sido dotados de menos inhibiciones biológicas que impidan un comportamiento destructivo hacia el medio ambiente que la mayoría de los animales. Esto puede deberse a que somos primates. Como grupo, los primates no suelen fijar su residencia de forma permanente. Los animales que sí lo hacen, como la mayoría de los pájaros, suelen llevar grabada en su instinto la prohibición de ensuciar su propio nido. Los polluelos suelen arrimarse al borde del nido para dejar caer los excrementos fuera, o producen unas bolitas fecales que son retiradas por los padres. En cambio, la mayoría de los monos duermen cada noche en un sitio diferente. Como excursionistas a los que no les preocupa dejar sucio el lugar de acampada porque no piensan volver a él, nuestros parientes más próximos no tienen inconveniente en defecar en sus propios lechos.
Los animales que viven en el suelo, como las marmotas y los lobos, se preocupan de mantener sus aposentos limpios y, por tanto, libres de agentes patógenos. Pero la orina y las heces desaparecen inmediatamente del mundo arbóreo del mono, y se convierten en el problema de los demás. ¿Por qué íbamos a preocupamos?
Los animales terrestres pueden ser localizados por sus predadores, que utilizan su olfato para seguir el rastro a los individuos poco cuidadosos en sus hábitos higiénicos. Por eso los monos son malas mascotas, ya que es extremadamente difícil alterar sus costumbres. Como recientes inmigrados al mundo terrestre, los seres humanos, como los monos, no tienen demasiados escrúpulos en cuanto a la limpieza de su morada. No es de extrañar, por tanto, que, a pesar de toda nuestra inteligencia, sea más difícil enseñar hábitos higiénicos a un ser humano que a un perro.
«Cada vez que el hombre ha utilizado una nueva fuente para aumentar su poder sobre la tierra ha disminuido las posibilidades de sus sucesores. Todo progreso se ha realizado a costa del entorno, y el hombre no puede reparar los daños que ha causado, del mismo modo que no podía preverlos.»
C. D. DARLINGTON
La mayoría de los animales no se distingue precisamente por su previsión. Pero, por otra parte, su capacidad para hacer daño es también limitada; su poder está limitado por su cuerpo y, por tanto, las posibilidades que tienen de dañar su medio ambiente son bastante limitadas. Los predadores, por ejemplo, tienen que trabajar duro para ganarse la vida. Sobreviven únicamente a expensas de otras vidas, y sus víctimas hacen todo lo posible por seguir viviendo. Por tanto, darles caza no es una empresa fácil; como mínimo se necesita tiempo y energía para acometerla. Por eso los predadores suelen ser cazadores conservadores, y sólo matan cuando lo necesitan. Los primates, que comen fruta, hojas e insectos, se desarrollaron en el trópico, en donde podían disponer de diferentes especies comestibles en cada época. La comida está a menudo «al alcance de la mano», no es arriesgado ni difícil conseguirla y nada impide el vicio de la glotonería. Además, los primates no almacenan alimentos para los tiempos de escasez, probablemente porque rara vez han experimentado una auténtica escasez y porque sus alimentos favoritos no se pueden almacenar. Por tanto, es muy probable que los seres humanos hayan evolucionado sin demasiadas inhibiciones a la hora de explotar los recursos naturales y sin preocuparse de tomar medidas en previsión de los malos tiempos. Hace casi veinte años, el biólogo Garrett Hardin escribió un ensayo científico monográfico, que tuvo una gran repercusión, titulado «La tragedia de los pastos comunales», en el que estudiaba la situación en Gran Bretaña cuando los pastores apacentaban sus rebaños en terrenos públicos. Aunque todos salían perjudicados si los pastos se agotaban por un pastoreo excesivo, nadie se creía personalmente responsable de su mantenimiento. Todos los pastores preferían apacentar sus rebaños en los pastos comunales en vez de hacerlo en sus campos privados y, además, todos los pastores pensaban que si dejaban de hacerlo en bien del interés común, otros pastores se aprovecharían y abusarían de los terrenos comunales. Como resultado, el potencial altruista se convertía en víctima de una especie de «Dilema del Prisionero», viéndose obligado a engañar (es decir, a apacentar su rebaño en los pastos comunales en vez de abstenerse cooperativamente), puesto que si no lo hacía se convertía en la víctima del abuso de los pastores egoístas. De esta forma, todos trataban de sacar el mayor provecho posible a expensa del bienestar del entorno. La tragedia de los pastos comunales no consistía sólo en que se fomentaba el egoísmo personal, sino también en que se destruían terrenos potencialmente productivos.
Es interesante comparar esta situación humana con la de dos parientes cercanos de la familia de las comadrejas. Ambos explotan con gran eficiencia su entorno natural, pero ninguno de los dos posee la capacidad que tiene el hombre para destruir su medio ambiente o para orientar su potencial hacia el triunfo o la tragedia. La nutria es una excelente cazadora de peces y de invertebrados. Excepto en las zonas en donde la acción del hombre ha reducido las poblaciones de sus presas, las nutrias rara vez pasan hambre. Generalmente pueden conseguir más alimentos de los que necesitan, pero se abstienen de hacerlo. En vez de eso, se han convertido en criaturas juguetonas que a menudo persiguen a los peces sólo por satisfacer su traviesa naturaleza. Pero sólo matan para comer.
El visón, por otra parte, también es un experto cazador, aunque carece del carácter travieso de la nutria. Para los visones es muy fácil matar; de hecho, les resulta difícil resistir la tentación de hacerlo. Puede parecer que al matar más presas de las que necesitan están violando la lógica de la evolución, sin embargo, las zonas pantanosas que constituyen su hábitat son muy productivas, y no existe el peligro de que sufran una superexplotación. El comportamiento del visón no ha cambiado durante milenios, y está plenamente integrado en la comunidad natural. Los cuervos, los coyotes, los zorros y los halcones a menudo se aprovechan de la situación consumiendo las víctimas que abandona el visón, es decir, sobreviviendo a costa de los excesos del visón.
Los seres humanos somos mucho más extravagantes que el visón en la utilización de los recursos naturales. Nuestros desperdicios son consumidos generalmente por animales que nos parecen asquerosos o desagradables, como las moscas, las cucarachas, las ratas, los ratones y las algas que contaminan nuestros ríos y lagos y que se alimentan de los nutrientes agregados como resultado de la hiperactividad humana. Estos excesos están muy lejos de parecerse al sistema bellamente equilibrado que se apoya, en parte, en el comportamiento del visón, sobre todo porque la presencia de los desechos humanos, la basura y otras exquisiteces, es relativamente reciente y aún no ha habido tiempo para que se desarrolle una red biológica tan delicada y compleja.
Nuestra afición a los excesos es innegable En La voluntad de creer, William James escribió:
La principal diferencia entre el hombre y las bestias está en el exuberante exceso de sus tendencias subjetivas; su preeminencia se basa simple y únicamente en la cantidad y en el carácter fantástico de sus aspiraciones físicas, morales, estéticas e intelectuales. Si toda su vida no hubiera sido una continua búsqueda de lo superfluo, nunca habría llegado a alcanzar una posición tan inexpugnable en lo necesario.
Sin embargo, desde el punto de vista de James, esto es una suerte, y no una desgracia: «Y de esta comprensión debería sacar la lección de que puede confiar en sus deseos, de que incluso cuanto más lejos parece estar su satisfacción, la inquietud que le causan sigue siendo la mejor guía para su vida, porque le llevará a resultados que ahora escapan a su comprensión. Despojémosle de su extravagancia y de su embriaguez y le habremos destruido.» No obstante, aún está por ver si nos autodestruiremos antes con nuestras extravagancias.
Quizás el peligro más apremiante con que se enfrenta ahora nuestro planeta (aparte de la guerra nuclear) es la destrucción cada vez más rápida de los bosques tropicales. Estos ecosistemas están delicadamente equilibrados y son tremendamente ricos en especies animales y vegetales, pero los seres humanos no parecen comprender su valor. Son insustituibles y, sin embargo, están siendo destruidos a una velocidad extraordinaria, en parte a consecuencia de la tala, pero sobre todo a causa de la deforestación que se lleva a cabo para dedicar el terreno a la cría de ganado vacuno, cuya carne se vende a los consumidores en hamburgueserías como McDonald’s o Burger King. Gracias a la extravagancia de las necesidades y la codicia humanas, los países del Tercer Mundo están permitiendo la destrucción de sus valiosos bosques tropicales, aunque, de hecho, los nuevos pastizales recién deforestados no conservan su vitalidad más que unos cuantos años, tras lo cual la tierra degenera hasta convertirse en «laterita», inservible tanto para la producción de hamburguesas como para la regeneración del exuberante bosque tropical
En comparación, la primitiva agricultura de «tierras quemadas» parece casi inofensiva. Durante los cientos o miles de años en que tuvieron lugar estas primitivas perturbaciones del entorno, las pequeñas áreas deforestadas tenían bastantes posibilidades de regenerarse. El medio ambiente no quedaba afectado a gran escala. Pero ahora, gracias a nuestra afición a los excesos y a que la técnica nos ofrece los medios para cometerlos, amenazamos con causar daños irreversibles y permanentes.
Cualquier cosa en pequeñas cantidades —o incluso en cantidades moderadas— puede ser, inocua y hasta saludable Sin embargo, las cantidades excesivas en seguida se ajustan a la ley de rendimientos decrecientes, y empiezan a crear problemas. En pequeñas dosis, elementos como el cinc, el cadmio o el níquel, son necesarios para la vida, mientras que en exceso son venenosos. Es necesario comer para vivir, pero el exceso provoca la obesidad. Sin oxígeno, todos moriríamos; pero moriríamos igualmente si tuviéramos que respirar oxígeno puro. El ejercido es bueno para la salud, pero en exceso puede producir lesiones. Una chimenea industrial puede significar puestos de trabajo y vitalidad económica; un bosque de chimeneas puede significar una atmósfera contaminada y un entorno que se ha vuelto tóxico. La agricultura es un medio maravilloso de suministrar alimentos a la gente; la agricultura exhaustiva —unida a la deforestación, al agotamiento del agua del subsuelo y al uso generalizado de pesticidas— puede llegar a esterilizar el planeta. Se puede decir mucho en favor del ideal «término medio». Pero, definitivamente, la evolución cultural humana no parece conducir a la moderación sino al exceso.
Básicamente, la crisis del medio ambiente ha sido provocada por tres factores fundamentales: primero, la capacidad de destruir el entorno (la tecnología, en el sentido más amplio de la palabra); segundo, la falta de inhibiciones y de controles que impidan el ejercicio de esta capacidad; y tercero, determinada actitud hacia la naturaleza. Por supuesto, es probable que los animales no tengan ninguna «actitud» hacia la naturaleza, y aunque la tuvieran eso no cambiaría las cosas. Su capacidad mental no está suficientemente desarrollada para estas consideraciones abstractas y, en cualquier caso, su falta de cultura les impide actuar de forma efectiva desde un punto de vista global. En cambio, los seres humanos tienen una actitud hacia la naturaleza y, además, suelen actuar sobre ella muy eficazmente.
Esta actitud es generalmente antagónica y explotadora, al menos en el mundo occidental. Incluso puede que nuestra capacidad de explotación haya reducido nuestra necesidad —y por tanto nuestra capacidad— de vivir en paz con nuestros semejantes. Puesto que tenemos la posibilidad de dominar a la naturaleza incluso aunque hayamos sido derrotados por otros seres humanos, es posible que nos hayamos limitado a utilizar la vía de menor resistencia durante gran parte de nuestra existencia como especie. Después de un conflicto entre seres humanos, los que han sido derrotados pueden emigrar y progresar en otra parte, pero aunque sus hijos heredarán la Tierra, puede que hereden también una escasa capacidad o inclinación a establecer acuerdos con otros seres humanos. Por tanto, es muy posible que nuestro éxito en el dominio de la naturaleza y en la colonización de nuevas tierras nos haya permitido convertirnos en los amos del planeta (al menos a corto plazo), pero privándonos de la importante capacidad de vivir más armoniosamente unos con otros.
El mundo nos parece algo que tiene que ser conquistado más que apreciado; la naturaleza es para nosotros un desafío y una amenaza más que la fuente de la vida. Hay que dominar la naturaleza salvaje en vez de disfrutarla. Los animales y las plantas son un recurso, más que legítimos compañeros que habitan el mismo planeta que nosotros; nos basta con verlos en el zoo o en los jardines. Padecemos una división de carácter esquizofrénico entre la cultura y la biología, y tendemos a considerar el mundo en términos dualistas, formando dicotomías como sujeto objeto, buenos malos, hombre naturaleza. Vivimos en dos mundos, el mundo biológico y el mundo cultural, y nos sentimos de algún modo enajenados de nosotros mismos y también de la naturaleza.
La filósofa Susanne Langer escribe:
El habitante de las ciudades no suele saber nada sobre la productividad de la tierra; no sabe cuando sale el Sol y rara vez se da cuenta de cuando se pone. Si le preguntamos en qué fase está la Luna, cuándo hay pleamar o cuánto sube la marea en el puerto, lo más probable es que no sepa contestar. Las épocas de la siembra y la cosecha no significan nada para él. Si nunca ha presenciado un terremoto, una riada o un huracán, probablemente no siente la fuerza de la naturaleza como una realidad que impregna su vida. Sus realidades son los motores que hacen funcionar los ascensores, el metro y los coches; el flujo constante del agua y del gas por las tuberías, y el de la electricidad por los cables, las cajas de alimentos que llegan a la ciudad por la noche y que son distribuidas antes de que amanezca para que él pueda elegir, el hormigón y los ladrillos, el acero reluciente y la madera deslucida que sustituyen para él la tierra, las corrientes de agua y el refugio acogedor... El hombre ya no conoce la naturaleza como siempre la había conocido.
Aunque el aislamiento del medio natural pueda ser inevitable como resultado de nuestra capacidad de desarrollo cultural, tales actitudes están fomentadas hasta cierto punto por nuestros peculiares sistemas culturales. El punto de vista del mundo occidental está fuertemente influenciado por los conceptos religiosos judeo-cristianos, que son de carácter dualista. Las dicotomías están en la esencia de las religiones occidentales: Dios/su creación, pecado/redención, cielo/infierno. Sólo rara vez somos capaces de sentir la unidad entre los organismos y el medio ambiente, y no nos sentimos inclinados a actuar para preservar la integridad del sistema en su totalidad. Según el punto de vista tradicional, se nos dio «dominio» sobre la naturaleza y se nos ordenó explícitamente que nos multiplicáramos y la sometiéramos. El mundo es para nosotros un desafío.
No sólo nos sentimos aislados de la naturaleza y experimentamos cierto antagonismo hacia ella, sino que también «utilizamos» nuestro entorno para obtener complejas gratificaciones: ocio, diversiones, la experiencia de la velocidad y de una exagerada abundancia material, y el placer de controlar. Los animales se limitan a satisfacer sus necesidades, a camino de lo cual satisfacen las necesidades de otros. El hombre primitivo de la Edad de Piedra y el místico oriental se parecen en que sólo toman de la naturaleza lo estrictamente necesario, absteniéndose de ejercer una acción destructiva. El místico obra así por su profunda comprensión; el hombre primitivo, porque es incapaz de hacer otra cosa. El resto de los seres humanos utilizamos poderosas palancas culturales para satisfacer nuestras diversas necesidades, tanto personales como colectivas, mediante la explotación de la naturaleza.
Como señaló Max Weber, para los orientales, racionalismo significa adaptarse racionalmente a la naturaleza; en cambio, para la mayoría de los occidentales significa ejercer un dominio racional sobre la naturaleza, dominio que resultaría imposible sin la ayuda de nuestras palancas culturales... y que puede ser imposible de todos modos en último extremo. Empeñados en «ganar» la guerra que hemos declarado al medio ambiente para satisfacer nuestros deseos y necesidades a costa de un mundo biológico que está igualmente empeñado en conservar su integridad estructural (aunque a menudo con menos éxito), puede que lleguemos a derrotar a la naturaleza. Pero si lo hacemos, seremos nosotros los que saldremos perdiendo.
Las comodidades y los lujos se convierten en «necesidades» porque resultan accesibles gracias a la tecnología, y porque vemos que nuestros semejantes se los permiten. Además, la mera supervivencia económica exige muchas veces desarrollar un comportamiento destructivo hacia el entorno; el mundo moderno «se gana la vida» minando (a veces literalmente) el medio ambiente. Pero al hacerlo estamos cometiendo un pecado económico, si no teológico: estamos echando mano de nuestro capital en vez de vivir de los intereses.
La violencia con que tratamos a la Tierra refleja a menudo nuestra propia agresividad. Los etólogos han observado un fenómeno que denominan «comportamiento redirigido», que se da, por ejemplo, cuando un hombre enfurecido da golpes en la mesa o pega un portazo porque tiene inhibiciones que le impiden actuar contra el objeto de su agresión. Es posible, entonces, que gran parte de nuestra agresividad personal frustrada sea dirigida hacia nuestro entorno. Puede que no sea coincidencia que los pueblos más agresivos de la Tierra, los americanos y los de Europa occidental, sean también los que muestran un comportamiento más destructivo hacia el medio ambiente. En este proceso nos agredimos unos a otros y a nosotros mismos.
Haciendo eco de la advertencia de David Brower con la que se abre el presente capítulo, el físico Murray Gell-Mann, ganador del premio Nobel, señala:
Es cierto que hasta ahora la mayoría de las cosas tecnológicamente posibles se llevaban a cabo, pero también es cierto que esto no puede ni debe seguir siendo así en el futuro. Según aumenta nuestra capacidad para hacer toda dase de cosas y la escala a la que se hacen —en muchos casos a escala mundial—, debemos tratar de realizar una fracción cada vez menor de lo que podemos hacer. Por tanto, de ahora en adelante la elección debe ser un elemento esencial en la ingeniería.
Pero, afortunadamente, también hay algunas noticias buenas. Los seres humanos, como primates inteligentes que somos, tenemos capacidad de elección. Podemos superar nuestras primitivas limitaciones y nuestra miopía. Somos capaces de aprender las cosas más difíciles en cuanto nos convencemos de que son importantes o inevitables. Incluso podemos aprender a hacer cosas que van contra nuestra naturaleza. Un primate capaz de adquirir ciertos hábitos de limpieza puede llegar a aprender algún día a mantener limpio su planeta.

Capítulo 11
Tecnología: ¿plasma sobre latón?

«Oh, qué mundo de beneficios y deleite, de poder, de honor, de omnipotencia. Todo lo que se mueve entre los polos estará bajo mi dominio...
Un buen mago es un dios poderoso.»
CHRISTOPHER MARLOWE, Doctor Faustus

Para una débil criatura biológica que se limita a producir tejidos y huesos, cualquier mago —bueno o malo— es un dios poderoso. Y, puesto que la cultura ha ido aumentando progresivamente nuestro potencial biológico, nuestras facultades se han ido haciendo cada vez más mágicas. Pero habría que preguntarse si junto al poder hemos obtenido honores o deleites, por no decir omnipotencia. (Los beneficios, al menos para algunos, son harina de otro costal.)
La palabra «tecnología» viene del griego téchne, que significa arte o habilidad. Actualmente se aplica especialmente a las artes industriales, a la ciencia aplicada y a la ingeniería práctica, aunque al menos una de las definiciones que da el diccionario es «conjunto de actividades mediante las cuales un grupo social consigue los objetos materiales necesarios para su civilización». Excepto por la especificación de que se trata de objetos materiales, esta definición no se aleja demasiado de la definición de cultura.
Se da por supuesto que cualquier tipo de tecnología es complicada. En las últimas décadas del siglo XX, se ha convertido en sinónimo de lo último en ciencia aplicada: en «alta-tecnología» electrónica (por ejemplo, los computadores), en ingeniería química (por ejemplo, la fabricación de plásticos), en metalurgia, en medicina y en energía nuclear. Pero también se puede hablar de la tecnología de las hachas del Paleolítico, de la tecnología de la cestería de los indios navajos, o de la tecnología de la propaganda.
La tecnología surge con el empleo hábil y organizado de las herramientas. Las herramientas son, por tanto, la base fundamental de la tecnología y, en general, se trata de instrumentos manuales relativamente simples con los que pueden realizarse operaciones mecánicas. Durante un tiempo se pensó que los seres humanos se distinguían de los animales por la utilización de herramientas» e incluso llegó a proponerse Homo faber (el hombre hacedor) como nombre científico de nuestra especie. Pero al ir aprendiendo más sobre los animales hemos comprendido que esta capacidad no es exclusiva del ser humano, puesto que hay muchas especies animales que utilizan herramientas. Algunas incluso las fabrican.
El pinzón carpintero de las Islas Galápagos escoge una espina de cactus, la rompe para reducirla al tamaño apropiado y la utiliza para extraer insectos de la corteza de los árboles (puesto que carece del pico largo y afilado que poseen otros pájaros carpinteros, tiene que fabricarse uno artificial). Los buitres egipcios dejan caer pesadas piedras sobre los huevos de avestruz para romper su cáscara. Las nutrias de mar bucean para sacar orejas marinas, pero también se agencian una piedra plana. Después, mientras flotan plácidamente sobre la espalda, estos gourmets ponen la piedra sobre su pecho y abren los sabrosos abalones golpeándolos contra la «herramienta para abrir moluscos» que se han buscado. Los chimpancés se dedican a «pescar» termitas con un palo fino y largo o con una pajita: esta sencilla herramienta es introducida en la entrada del termitero, las termitas se agarran a él, y el chimpancé saca su instrumento, se come las termitas y vuelve a repetir el proceso.
En algunos casos —como en este último— las herramientas son un lujo. En cambio, en otros —por ejemplo, la dependencia de las termitas de los complejos sistemas de ventilación, humidificación y protección de su sofisticado hormiguero— las herramientas resultan esenciales. En el primer caso (en el que las herramientas son un lujo para los animales) podemos imaginar perfectamente a la criatura sin sus herramientas. Un chimpancé seguirá siendo un chimpancé aunque no vaya a pescar termitas; al igual que una nutria marina seguirá siendo una nutria marina aunque se alimente exclusivamente de cangrejos y prescinda de los sabrosos abalones. En el último caso (cuando las herramientas son esenciales para la vida del animal), las herramientas son algo indispensable e inseparable de otros aspectos biológicos de la criatura. Es imposible ser una termita sin termitero (o sin una estructura semejante), aunque no consideremos que el arte de construir termiteros sea tecnología.
Pero los seres humanos somos diferentes. Estamos inmersos en un mar de herramientas y tecnología, Y aún así, pese a que dependemos por completo de este aspecto de nuestra cultura —al menos tanto como las termitas—, no somos inseparables de nuestra tecnología. Una termita sin termitero es algo inconcebible, pero es fácil imaginar a una persona sin su torno, su telar, su imprenta o su computador personal. En resumen, pese a haber producido una tecnología muy sofisticada y pese a que nuestra dependencia de ella es cada vez mayor, nuestra biología y nuestra tecnología siguen siendo independientes.
La opinión tradicional de los biólogos y antropólogos es que el uso de herramientas fue crucial para la evolución del Homo sapiens. Sin embargo, hay quienes opinan de un modo diferente En The Myth of the Machine (El mito de las máquinas), Lewis Mumford sostiene que, en realidad, las herramientas y la primitiva tecnología desempeñaron un papel mucho menos importante en la evolución biológica del ser humano de lo que se suele suponer. Mumford sugiere que los factores cruciales que nos hicieron exclusivamente humanos eran «inmateriales» y, por tanto, difícilmente fosilizables: el lenguaje, las creencias religiosas, la compasión y la simpatía, la organización social, la conciencia y el conocimiento, los sistemas éticos y morales. Es decir, que es posible que el arte precediera a la utilidad, y que el significado fuera más importante que el mecanismo. «El enterramiento del cuerpo», escribe Mumford, «nos dice más acerca de la naturaleza humana que la herramienta utilizada para cavar la fosa.»
Puede ser que el punto de vista tradicional sobre el papel formativo de las herramientas y la primitiva tecnología en la evolución humana, se esté reflejando en la actual obsesión por las herramientas y la tecnología, en una necesidad de justificar y racionalizar al «hombre tecnológico» del siglo XX. Hay una vieja canción americana cuyo estribillo dice: «tú me has convertido en lo que soy; espero que estés satisfecho.» Si las herramientas y la tecnología nos han convertido literalmente en lo que somos, tal vez debiéramos estar satisfechos tanto de lo que somos como de nuestra moderna tecnología, puesto que esta última no es sino la reencarnación más reciente de la que nos formó. Pero si, por el contrario, nuestra esencia fundamental no es hija de la tecnología del Pleistoceno, puede que la proliferación de la tecnología moderna no sea el resultado lógico y natural de nuestro aprendizaje como especie, sino, quizás, una aberración, una hiperextensión gratuita y bastante peligrosa de una facultad que, pese a ser importante, no merece la veneración que normalmente se le profesa. Puede que, deslumbrados por nuestra capacidad de construir, nos hayamos convertido en víctimas de una nueva neurosis: el complejo de edificación.
Y lo que es más grave, si la tecnología hace a menudo que parezcamos monos, es quizá porque en el fondo de nuestro corazón (o, lo que es más importante, de nuestro cerebro) seguimos siendo monos.
Se considera que una palabra es onomatopéyica cuando —como «click» o «plaf»— se ha formado por imitación del sonido real al que hace referencia. Análogamente, podemos considerar que las primeras herramientas son, en cierto sentido, «onomatopéyicas»: muy probablemente fueron concebidas como meras extensiones del cuerpo humano: la porra equivaldría a un puño estilizado y más poderoso; el cuenco y el morral, a unas manos con mayor capacidad; el hacha de sílex, a una uña más fuerte y resistente, y el cuchillo, a un diente más manejable [16]. De ser así habrá que aplaudir al anónimo inventor de la primera herramienta realmente independiente de nuestra constitución biológica: probablemente la cerbatana o el arco y las flechas.
Una vez liberadas de su carácter de imitación y, por tanto, de sus limitaciones, las herramientas pronto evolucionaron hasta convertirse en máquinas. La palabra «máquina» se deriva del griego mechané, que en principio significaba «polea» (la polea es una de las famosas «seis máquinas fundamentales», que son una combinación de herramientas, como la rueda y la cuerda). Deslumbrados como estamos por los descubrimientos realizados durante la Revolución industrial y por la «alta tecnología» del siglo XX, es fácil pasar por alto las antiguas tecnologías que tanta importancia han tenido en la historia de las civilizaciones (si no en nuestra historia evolutiva): la pintura, el torno de alfarero, el telar, los instrumentos musicales, el arado, la escritura, los utensilios de cocina, las riendas del caballo, los molinos de agua y de viento, y la fontanería.
Lewis Mumford distingue tres niveles de tecnología: la eotecnología, la paleotecnología y la neotecnología. La eotecnología (de la raíz griega eos; aurora o principio) comprende los primeros pasos que dio el ser humano en este campo; los albores de la tecnología en sí. Los materiales utilizados por el hombre en este período fueron la piedra, las pieles, la madera, los tejidos y los metales simples. Los progresos de la paleotecnología están particularmente vinculados a la Revolución industrial, implicando el aprovechamiento de enormes cantidades de energía, obtenida a menudo de la combustión de combustibles fósiles. Producto de la paleotecnología son las máquinas de vapor, los altos hornos y las industrias tradicionales con sus características chimeneas. Finalmente, la neotecnología se basa principalmente en la electricidad, la miniaturización y la eficiencia; la contaminación y el despilfarro de energía son aquí menos evidentes.
La transición de la eotecnología a la paleotecnología y a la neotecnología ha sido un proceso en el transcurso del cual ha sido posible realizar cada vez más trabajo con menos esfuerzo humano. Y es interesante observar que al mismo tiempo el grado de especialización o de habilidad necesaria para realizar un trabajo puede ser cada vez menor: es más fácil manejar una máquina de hacer sillas que labrarlas a mano; es más fácil leer la hora en un reloj digital que en uno de manecillas; más fácil navegar con un piloto automático que guiándose por la brújula, y más fácil guiarse por la brújula que por las estrellas. Al ir adquiriendo nuevas técnicas y habilidades vamos perdiendo las antiguas. En algunos casos esto no significa realmente una pérdida: no importa que apenas haya nadie que recuerde como se arranca un coche con una manivela, porque los coches actuales no llevan manivela. Tampoco importa mucho que los niños no aprendan a atarse los cordones de los zapatos, puesto que se ha inventado el «velcro». Pero si los preparados comerciales llegan a sustituir el arte de cocinar y los computadores activados por la voz hacen que la escritura (e incluso la mecanografía) se quede anticuada, nos veremos en apuros si alguna vez necesitamos cocinar en casa o se interrumpe el suministro eléctrico.
En uno de los documentos americanos más importantes sociológica y literariamente, The Education of Henry Adams (La educación de Henry Adams), el heredero de una de las más ilustres familias de políticos del siglo XIX llega a la conclusión de que la historia de la humanidad no está determinada por la influencia que unas personas ejercen sobre otras sino por fuerzas que actúan sobre las personas. La fuerza que representaba a la Edad Moderna era, según Henry Adams, una reluciente dinamo exhibida en la Exposición de Chicago de 1900. Al igual que la Virgen simbolizaba la fuerza que actuaba sobre la gente durante la Edad Media, la dinamo representaba para Adams la fuerza de la moderna era tecnológica. «Que la Fuerza esté con vosotros»; se decía en la Guerra de las Galaxias. Para Adams, que vivió durante la transición de la paleotecnología a la neotecnología, la fuerza es inseparable de nosotros, pero, puesto que es responsable de la crisis de las relaciones personales, no es del todo benéfica.
Los engranajes relucientes, las gigantescas chimeneas o los cables eléctricos no son requisitos necesarios para la despersonalización. La historia de las antiguas civilizaciones egipcias y babilónicas, cuya organización se basaba en la esclavitud, demuestra que es posible reclutar a la fuerza a cientos de miles de trabajadores, organizarlas, privarlos de sus derechos individuales y despersonalizarlos sin más medios que los que ofrece la eotecnología. Mumford considera que tal despersonalización era la más poderosa y perniciosa de las máquinas: la «mega-máquina». El mito de la «mega-máquina» era ambivalente: la máquina era irresistible, poseía la divinidad de los faraones y una gran influencia histórica; pero además era benevolente. El mito de la tecnología moderna no se diferencia en mucho.
«Permitamos que la raza humana recobre el derecho sobre la naturaleza que por designio divino le corresponde y démosle poder; su ejercicio estará gobernado por la sana razón y la verdadera religión.»
FRANCIS BACON, Novum Organum
Desde Francis Bacon —e incluso ya antes de él— la civilización occidental ha esperado que la tecnología resuelva sus problemas. Descartes afirmaba que adoptando la actitud y las medidas adecuadas «llegaríamos a ser dueños y señores de la naturaleza». En el siglo XIX, hablando en nombre de la Era del Progreso y de una América optimista, el poeta Longfellow recomendaba a sus conciudadanos: «Actuemos de forma que mañana siempre estemos más lejos que hoy.»
La meta del progreso, ha llegado a ser definida como eliminación del trabajo y el esfuerzo, como expresa Aristóteles:
Si todo instrumento pudiera desempeñar su cometido en respuesta a una orden o anticipándose a los deseos de su amo... si el telar tejiera por sí solo y la lira tocara por sí sola, el capataz no necesitaría operarios ni el señor esclavos.
En otros casos, el concepto de tecnología se identificaba de forma más difusa con la idea de progreso que, a su vez, puede ser una de las aportaciones más importantes —y menos valoradas— del cristianismo. A diferencia de las religiones orientales del paganismo, y de la filosofía greco-romana, el cristianismo introduce la idea de que el mundo va hacia alguna parte, como una flecha que sale disparada del arco, más que como algo estático o como una rueda que gira eternamente. El concepto de progreso es atractivo y fácil de captar, quizá debido a que los individuos progresamos en nuestro desarrollo biológico, social e intelectual atravesando una serie de estadios sucesivos. Si tenemos presente que el cristianismo enseña que el ser humano nace en pecado y que debe redimir su alma, el progreso parece de lo más natural y conveniente. De hecho, se convierte en un deber, en la razón de nuestra existencia terrenal. «La educación de la raza humana», escribe San Agustín en La ciudad de Dios, «representada por el pueblo de Dios, ha avanzado, como la de un individuo, a través de determinadas épocas... de forma que puede llegar a elevarse gradualmente de lo terrenal a lo celestial, de lo visible a lo invisible:»
Es decir, que los pilares intelectuales ya existían cuando Francis Bacon, mil años después, anunció la Revolución industrial y el Renacimiento definiendo la meta de la existencia humana en términos más seculares: «el ensanchamiento de los límites del imperio humano para realizar todas las cosas posibles. El progreso y sólo el progreso (al parecer ahora vinculado inextricablemente a la tecnología y a las máquinas) se convirtió en la nueva religión de Occidente. De hecho, es muy probable que el fervor con que se abrazó la fe en el progreso/tecnología durante el Renacimiento y la Edad de la Razón se debiera en parte a la pérdida de la fe medieval en el orden divino y en la perfección. Si la Ciudad de Dios no era más que un montón de chabolas sin orden ni concierto y no había ningún urbanista, tal vez la ciencia y la tecnología pudieran ocupar su lugar. Según Immanuel Kant, el gran racionalista alemán del siglo XIX, «La raza humana, de acuerdo con su finalidad natural, avanza continuamente en su civilización y en su cultura, efectuando continuamente un progreso positivo en relación con la meta moral de su existencia, y... este progreso, aunque pueda interrumpirse a veces, nunca se detendrá definitivamente.» Esta nueva fe —la fe en el racionalismo, la ciencia y el progreso tecnológico— ha reemplazado a la fe teológica como fuerza motriz de la civilización occidental. Pero hay un hecho fundamental que no ha cambiado: aunque ahora ofrece placeres seculares en forma de tecnología y progreso más que una felicidad eterna en el cielo, la fiebre sigue siendo la salvadora de la humanidad.
No hay razón para creer que estas actitudes desaparecieran hace doscientos años. Herman Kahn, el erudito capaz de ofrecemos una descripción plausible de la guerra nuclear, preconizó «las posibilidades curativas inherentes al progreso tecnológico y económico», augurándonos un mundo de abundancia si abrazamos la tecnología con más confianza y menos reservas de las que hemos demostrado hasta ahora.
Incluso algunos teólogos han abrazado la nueva fe. Entre ellos uno de los más notables es el sacerdote y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, cuya obra ha creado toda una escuela de seguidores, especialmente tras la publicación de El fenómeno del hombre. Teilhard de Chardin demuestra que no hace falta ser un físico ni un industrial para amar la tecnología. Desarrolla una argumentación humanista y teológica que termina celebrando la tecnología como una manifestación del poder del esfuerzo humano colectivo. El ser humano del futuro será parte de una fusión de lo biológico y lo cultural en algo nuevo, en la «Noosfera», un «reino de conciencias vinculadas» en el que todos los seres humanos se fundirán en una «sola archimolécula híperconsciente». Recomendando que no nos opongamos a la tecnología y que la apoyemos para conseguir alcanzar este estadio final de la evolución humana, Teilhard rechaza «las pesadillas de embrutecimiento y mecanización que se conjuran para aterrorizamos e impedir que progresemos». Ensalza el Proyecto Manhattan por haber demostrado que «no hay nada en el Universo que pueda resistirse a la energía convergente procedente de un número suficiente de mentes agrupadas y organizadas», y ataca a quienes «tienen la osadía de afirmar que los físicos, una vez concluidas con éxito sus investigaciones, deberían haber ocultado y destruido los peligrosos frutos de su descubrimiento. ¡Como si la obligación de todo ser humano no fuera perseguir hasta sus últimas consecuencias las fuerzas creativas del conocimiento y de la acción!»
Científicos como Herman Kahn o Edward Teller recomiendan ampliar el horizonte tecnológico simplemente porque está en nuestra mano, porque podemos hacerlo (además, si no lo hacemos nosotros, seguro que lo hacen los rusos... ¿y entonces qué?), sin preocuparnos demasiado por el impacto que esto pueda causar en el alma humana. En cambio, Teilhard de Chardin nos exhorta a tratar de alcanzar una unión mística y, en el proceso, a expandir nuestra conciencia.
En opinión de otros, sin embargo, el creciente alcance de la tecnología no es una promesa, sino una amenaza. Las herramientas y los utensilios simples —e incluso las máquinas simples— son básicamente extensiones del cuerpo humano y, como tales, no es probable que adquieran vida propia. Pero en la progresión que va desde la eotecnología a la paleotecnología y, quizás aún más, en el paso de la paleotecnología a la neotecnología, la liebre confronta a la tortuga con artilugios cada vez más extraños y autónomos. Debido a su creciente independencia, nuestras creaciones recuerdan cada vez más al monstruo de Frankenstein o al Aprendiz de Brujo: son fuerzas externas que empiezan a actuar por su cuenta y, tal vez, por su propia voluntad. El computador representa la apoteosis de esta transformación: en la película 2001: Una odisea del espacio, el computador que gobierna la nave, Hal, no sólo es autónomo sino también malévolo.
Para quienes carecen de la fe secular de Kahn o de la fe religiosa de Teilhard de Chardin, las creaciones del Homo sapiens no son tan fascinantes. Pese a ser el resultado de nuestros actos, podemos sentir que la tecnología —por ser básicamente ajena a nuestra biología— es una imposición, más que algo que emana de nosotros mismos. En cualquier caso, como resultado de nuestra conciencia y de nuestra inventiva tecnológica, los seres humanos estamos condenados (por desgracia o por suerte) a vivir al borde del miedo: para el hombre primitivo era el miedo a la naturaleza; para el hombre tecnológico moderno, el miedo a sus propias creaciones. Durante los aciagos días de finales de la década de 1930, muchos padres judíos alemanes se horrorizaban al ver a sus hijos jugando a ser soldados y gritando «¡Heil Hitler!». Incluso en los campos de concentración algunos prisioneros se volvían tan brutales y desalmados como sus guardianes. Los psiquíatras llaman a este fenómeno «identificación con el agresor», y cualquier observador crítico no puede dejar de preguntarse si nuestro fervor por la tecnología no se debe en parte a este fenómeno, sobre todo ahora que la tecnología va tomando cada vez más la apariencia de una entidad ajena y autónoma», y de un potencial agresor.
Al contrario que la Luna, que sólo nos muestra su cara brillante, la tecnología enseña también su otra cara. Escuchemos, por tanto, a quienes han visto esa cara oscura.
«Incluso ahora, en pleno auge del entusiasmo por las nuevos descubrimientos, las entrevistas y los reportajes científicos no hablan más que de un futuro repleto de nuevos inventos, de nuevas fuentes de energía, de niños-probeta, de armas aún más mortíferas. Muy pocos hablan de valores, de ética, de arte, de religión., de todos esos aspectos intangibles de la vida que imprimen carácter a una civilización y determinan si, en definitiva, será humana o cruel, en otras palabras, si el mundo moderno, en lo que se refiere a su vida espiritual interna, será de acero inoxidable como su exterior, o mostrará el rico tejido de las genuinas experiencias humanas.»
LOREN EISELEY
La tecnología ha hecho milagros para aligerar a la humanidad de su carga de sufrimiento: podemos curar enfermedades como la difteria, el cólera, la poliomielitis, el tifus y la tos ferina, y hemos erradicado otras muchas como, por ejemplo, la viruela. No debemos subestimar la labor del modesto tecnólogo. Sin la habilidad del albañil y el arte del vidriero no se hubiera construido la catedral de Chartres; si no hubiera habido fabricantes de instrumentos musicales, no habría existido un Bach. Hasta en el caso extremo de la carrera armamentista, la tecnología ha producido algunos beneficios: gracias a la mutua vigilancia vía satélite, tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética pueden verificar el cumplimiento de los tratados para la limitación del armamento. El ciudadano medio del siglo XX, si tiene la suerte de vivir en un país tecnológicamente avanzado y goza de una prosperidad moderada, tiene posibilidades de llegar a la edad adulta, admirar las conquistas de las civilizaciones de la antigüedad y visitar rincones de la Tierra inaccesibles para sus antepasados. El Homo sapiens nunca había disfrutado de tal abundancia material con tan poco esfuerzo.
Por otra parte, los «bienes», en el sentido de objetos materiales, no son necesariamente «bienes», como opuesto de «males» (y resulta revelador que utilicemos la misma palabra para referimos a dos conceptos diferentes). Al ensanchar una carretera para que el tráfico sea más fluido, a menudo estimulamos involuntariamente el tráfico, de forma que en vez de una carretera de dos carriles abarrotada, nos encontramos con una autopista congestionada. Al alimentar a un extraordinario número de personas, la «revolución agraria» ha provocado una superpoblación que es causa de hambrunas periódicas y, en último extremo, de la degradación ecológica y humana. Fabricando armas cada vez más mortíferas para mantener la paz, corremos el riesgo de perderlo todo en caso de guerra. En otras palabras, la otra cara de la tecnología no resulta nada atractiva.
A pesar de que Felipe II tenía por herejes a todos los inventores e innovadores, para las religiones de Occidente la tecnología ha sido, por lo general, un hueso menos duro de roer que la ciencia. Así, la iglesia católica rechazó el universo heliocéntrico de Copérnico, y el protestantismo se puso en contra de Charles Darwin; las religiones parecían congeniar más con la tecnología. De hecho, se ha llegado a alegar que las virtudes laborales básicas, la puntualidad y el ahorro se desarrollaron por primera vez en los monasterios benedictinos de la Europa medieval, desde donde se difundieron al resto del mundo occidental. Quienes se oponían a los dictados de la tecnología —y a su aparente victoria— generalmente no estaban motivados por preocupaciones religiosas.
William Blake nos advirtió del peligro de las «siniestras y satánicas fábricas» que proliferaron en Gran Bretaña durante la Revolución industrial; la paleotecnología en general —con su terrible contaminación, con el trabajo infantil, con sus brutales sistemas de explotación rayanos en la esclavitud, y con su falta de respeto hacia las mínimas exigencias higiénicas y hacia los valores humanos fundamentales— no tuvo una influencia demasiado benéfica sobre el Homo sapiens ni sobre el resto del mundo natural. Como dijo Mumford, perfeccionando el arte mecánico de la multiplicación descuidamos el arte ético y moral de la división.
Pero incluso dejando a un lado los costes y peligros tísicos y el tema de la justicia social, los disidentes estaban preocupados por el impacto de la tecnología en el alma humana. Visionarios seudocientíficos, como H. G. Wells, preveían un mundo en el que los valores de la máquina despersonalizarían a nuestra especie y, finalmente, la destruirían. La máquina del tiempo describe un mundo en el que los valores románticos y humanísticos son representados por los Eloi, seres infantiles y desvalidos a merced de los crueles y voraces Morlocks, trogloditas mecanizados que se alimentan de carne humana. En su simplicidad y pasividad, los Eloi nos recuerdan la advertencia que hizo de Tocqueville medio siglo antes: «puede que finalmente se establezca en el mundo una especie de materialismo virtuoso que no corromperá el alma pero la debilitará y que, subrepticiamente, irá corroyendo los resortes de la acción.» Pero en la fantasía de Wells, también los Morlocks son víctimas de la tecnología puesto que, esclavos de sus máquinas, están condenados a llevar una existencia triste y brutal bajo tierra.
Las máquinas son cada vez más poderosas y eficientes, y han invadido el mundo moderno. Pero aunque tienen grandes ventajas, no han hecho desaparecer la esclavitud como predecía Aristóteles. De hecho, las desmontadoras de algodón automáticas hicieron que aumentara la demanda de esclavos en el Sur de Estados Unidos, y el esclavo asalariado existe en la actualidad, pese a haber obtenido su emancipación legal. Ya nos advirtió Herbert Marcuse que la libertad económica debería significar que el individuo esté liberado de la economía. Es más, el trabajador industrial, aunque todavía no se ha convertido en uno de los Morlocks de Wells, se parece cada vez más a una especie de pastor moderno: un pastor a cargo de un rebaño de máquinas. «¿Llegará el hombre a convertirse en un parásito de las máquinas?», se pregunta el cibernético Norbert Wiener, «en un afectuoso áfido dedicado a hacer cosquillas a las máquinas?»
Alexander Herzen, intelectual liberal y activista político ruso del siglo XIX, predijo que el desarrollo tecnológico de Rusia llegaría a producir «un Ghengis Khan con telégrafo». Y no se equivocó: no se ha dado mejor descripción de José Stalin. Pero ahora las cosas están mucho peor: el Ghengis Khan posee armas nucleares. Y lo que es más grave, ese Ghengis Khan es internacional, y podemos encontrarlo tanto en Washington como en el Kremlin, en Belfast como en Beirut.
No sólo hemos desencadenado la fuerza del átomo, sino también la agresiva e insaciable curiosidad del Homo sapiens por un mundo que hasta ahora sólo había conocido la modesta actividad de unas criaturas estrictamente biológicas.
Nuestro alcance, según Robert Browning, debería exceder a nuestra comprensión; si no, ¿para qué está el cielo? El poeta nos exhorta a realizar más de lo que podemos conseguir. Irónicamente, la situación se ha invertido: nuestra comprensión excede a nuestro alcance. Tenemos al tigre de la tecnología agarrado por la cola, aquí, en la Tierra. Como el aprendiz de brujo, las cosas se nos han ido de las manos; como a un Ghengis Khan con telégrafo, campos de concentración, napalm, armas nucleares o un bulldozer, el alcance artificialmente extendido de nuestras manos ha excedido a nuestra capacidad de coordinar y determinar sus movimientos. Puede que hayamos llegado a realizar más de lo que somos capaces de controlar. Como Halvard Solness, el desgraciado maestro albañil de la obra de Ibsen, hemos construido muros más altos que lo que podemos saltar.
A veces parece que todo está a punto de derrumbarse, y no sólo a causa de la guerra o de la crueldad. En vez de «energía tan barata que ni siquiera vale la pena medirla», tenemos centrales nucleares poco rentables que producen residuos radiactivos cuya toxicidad se mantendrá durante mucho más tiempo del que ha durado hasta ahora la historia de la civilización humana. En lugar de hacer del mundo un pueblo universal», la red de comunicaciones ha conseguido que un malentendido pueda tener letales consecuencias al instante; no por ser capaces de hablar con otras naciones tenemos más que decirnos. Los aviones nos permiten viajar rápida y cómodamente, pero también pueden servir para arrojar bombas. La posibilidad de transportar rápidamente los alimentos a grandes distancias ha tenido como consecuencia la centralización, por ejemplo, de las panaderías, así; mientras que cualquier ciudadano francés puede comprar un petit pain reciente en la boulangerie de la esquina, el americano medio tiene el privilegio de comprar pan blando empaquetado fabricado a cientos de kilómetros y mezclado con productos químicos que garantizan su perfecta conservación desde el lugar de fabricación hasta el almacén de distribución, el supermercado y, finalmente, la mesa del consumidor. Y en cuanto a la necesidad cotidiana de ir a trabajar, aunque es innegable que la tecnología ha conseguido transportar a más gente a más velocidad, no está claro si el hombre de hoy pierde menos tiempo en desplazarse que sus congéneres de hace doscientos años; hemos conseguido recorrer grandes distancias a gran velocidad, pero también hemos decidido vivir proporcionalmente más lejos de nuestro lugar de trabajo.
Hay veces en que el sistema se viene realmente abajo. El desastre industrial que tuvo lugar en la ciudad india de Bhopal en diciembre de 1984, es un ejemplo clásico de este tipo de tragedias. Al, menos 2.500 personas murieron intoxicadas, y es posible que fueran casi 10.000. Sólo unas semanas antes se había producido en Ciudad de México una explosión de gas natural que causó la muerte de unas 500 personas. En 1979 sesenta mil personas tuvieron que ser evacuadas de las inmediaciones de la central nuclear de Three Mile Island de Pensilvania, porque se habla producido un escape y existía el peligro de que se fundiera el reactor. Los residuos tóxicos han arruinado y amenazado muchas vidas en Seveso, Italia, y en Love Canal (cerca de las cataratas del Niágara, en el Estado de Nueva York). En 1971, un cargamento de trigo procedente de México y otro de cebada de los Estados Unidos, fueron tratados con un compuesto de mercurio para garantizar su conservación y enviados a Basora, Irak. El grano debía ser utilizado como semilla, pero, por error, gran parte fue destinado al consumo humano, lo que provocó más de 6.000 muertes. Y no hay que olvidarse del amianto, los difenilos policlorados, o los escapes de petróleo y el vertido de residuos, por mencionar sólo algunos ejemplos más. La desastrosa explosión del «Challenger» es un ejemplo espectacular de lo que puede significar un fallo tecnológico. Para muchos americanos fue un duro golpe, no sólo porque se lo tomaron como un fracaso personal, sino porque representó también el fracaso de un programa de alta tecnología que daban por hecho.
En estos casos, lo normal es echar la culpa a un error humano, a un error de diseño, a fallos en el sistema de comunicación o en la supervisión, etc., no al conflicto existente entre la evolución cultural y la biológica, o entre las facultades y necesidades humanas, por una parte, y la tecnología y la ambición humanas por otra. Según el político Robert Engler, hubo un historiador que hizo la tranquilizadora observación de que la mitad de las personas que murieron en Bhopal «tampoco hubieran estado vivas si no hubiera existido esa planta y las condiciones de sanidad que se han conseguido con el uso generalizado de pesticidas» como los que se fabricaban allí. Los dioses de la tecnología nos lo dieron, los dioses de la tecnología nos lo quitaron.
Del mismo modo que el psicoanálisis ha sido definido como un tratamiento para ricos angustiados, la preocupación por el medio ambiente y la inquietud por los peligros de la tecnología han sido descritas como pasatiempos para ociosos. Es interesante observar que la extrema derecha y la extrema izquierda suelen coincidir en este aspecto: la primera ansiosa por justificar los máximos beneficios, combatir las críticas y eludir las responsabilidades empresariales; y la segunda por el afán de elevar el número de puestos de trabajo en las industrias. Hay que resaltar que las verdaderas víctimas del desenfreno de la tecnología, las que más sufrirán las consecuencias de esta locura, son precisamente los menos favorecidos por la sociedad.
Los peores desastres industriales no se han producido en los Estados Unidos sino en los países del Tercer Mundo, cuyas leyes de protección del trabajador y del medio ambiente son mucho más flexibles que las americanas, en un comprensible intento de atraer inversiones extranjeras y crear puestos de trabajo. En estos países las plantas industriales suelen estar situadas donde la tierra y la mano de obra son más baratas. Allí donde los efluvios industriales no molestan a los ricos.
Pero no se puede jugar con fuego. «De 600 pesticidas registrados de uso corriente», escribe Jonathan Lash en A Season of Spoils (Un aliño de residuos tóxicos), «del 79 al 84 por ciento no habían sido sometidos a pruebas para comprobar sus posibles efectos cancerígenos, en un 60 a un 70 por ciento no se había comprobado si causaban malformaciones en el feto, y en un 90 por ciento de los casos no se habían hecho pruebas para comprobar si provocaban mutaciones génicas.» La gente tiene un miedo legítimo y profundo a que sobrevenga la catástrofe, y se queda sin aliento contemplando rascacielos en llamas, explosiones nucleares y desastres «titánicos», ya sean reales o cinematográficos. Sin embargo, las sustancias que actúan lentamente, que se van acumulando en el organismo a lo largo del tiempo y sólo se cobran sus víctimas al cabo de muchos años, no alcanzan una intensidad muy alta en la escala de Richter de los acontecimientos que hacen temblar a la humanidad.
Existe pues cierta ambivalencia, no sólo en las actitudes sino también en lo material. Es como un matrimonio desgraciado, en el que ambos cónyuges se quieren: no podemos vivir sin la tecnología, pero cada vez nos resulta más problemático vivir con ella (De forma análoga, tampoco podemos vivir sin nuestro yo biológico, pero nos resulta difícil vivir con él). Contemplemos un lujoso Lamborghini deportivo, un Jaguar XKE excelentemente sincronizado, o un potente Cadillac. El Dorado deslizándose suavemente: son maravillas de la tecnología con encendido electrónico, circuitos integrados, carburación asistida por computador, plásticos de alta resistencia y aleaciones de la era espacial. Y meditemos sobre el hecho de que su funcionamiento depende de que les suministremos un extracto de tripas de dinosaurio (léase petróleo).
La tecnología es la encarnación de la cultura, aunque depende básicamente de la biología, al igual que nosotros —encarnaciones de la evolución cultural— dependemos de nuestra fuerza y nuestra debilidad como criaturas. Hace más de cincuenta años, W. F. Ogbum escribió Living with Machines (Viviendo con las máquinas), y propuso el concepto de «desfase cultural». Según Ogbum, los valores humanos subjetivos (arte, religión, ética, sentimientos e incluso ideología política) no han podido seguir el paso de las innovaciones de las máquinas. Para Ogbum, nuestra responsabilidad como seres humanos es reducir este desfase realizando una adaptación más rápida [17]. Más recientemente, el teólogo Harvey Cox escribió que «la ciudad secular significa el punto en el que el hombre asume la responsabilidad de dirigir las tumultuosas energías de su tiempo.» Puesto que la tecnología ha dejado anticuadas la mayoría de las estructuras sociales y políticas, nuestra misión, como habitantes de la «Ciudad Secular» más que de la «Ciudad de Dios», es tejer «unas riendas políticas para dirigir y controlar a nuestros centauros tecnológicos».
Pero el problema no está sólo en la tecnología, ni en el retraso de la cultura humana respecto a una tecnología que se va haciendo cada vez más inhumana, sino la tendencia de la cultura a adelantarse a nuestra biología. Además, como ya hemos visto, la tecnología es un arma de dos filos: nos ofrece beneficios pero también exige su tributo. Es evidente que hace falta algo más que un rechazo dispéptico de la modernidad; es necesario valorar la tecnología según su contribución a la vida, no valorar la vida según su contribución al desarrollo de la tecnología. La tecnología en sí no es el enemigo. La dificultad estriba en quienes la crean y la manejan; en el Homo sapiens, esa criatura desorientada y confusa que es para nosotros motivo de orgullo y de preocupación.
Anteriormente consideramos brevemente la relación entre la evolución tecnológica y la evolución social, y señalamos que esta última tiende a ser mucho más lenta que la primera, que no tiene un carácter direccional, sino más bien circular, y que posiblemente no avanza más de lo que retrocede. Como «centauro» que ha proporcionado gran parte de la fuerza bruta que necesitaba la sociedad, la tecnología no ha sido precisamente prudente o inteligente, sino algo parecido a un atleta musculoso pero idiota. Sin embargo, hay un punto de vista más esperanzador, puesto que la tecnología hace progresos y —al menos en teoría— podemos ponerle unas riendas y dirigirla hacia donde queramos. Si somos realistas tenemos que admitir que no podemos acelerar la evolución biológica ni alterar la evolución social no-tecnológica mediante la filosofía contemplativa o la apelación a la moralidad. Pero sí podemos alterar y orientar la tecnología y, de hecho, lo hacemos a diario. Utilizando de forma adecuada la tecnología podemos llegar a conseguir un control de la población, y es posible que mediante adelantos tecnológicos que reduzcan al mínimo la mortalidad infantil, consigamos inhibir el deseo de tener muchos hijos. Las tecnologías contaminantes pueden ser sustituidas por alternativas no contaminantes, e incluso podemos producir microorganismos capaces de degradar el petróleo, los plásticos y los compuestos químicos nocivos, y fabricar aceleradores de partículas para eliminar el plutonio y el uranio-235. Es posible diseñar casas, industrias y automóviles más eficientes basados en el reciclaje y en la utilización de materias primas renovables. Hasta cierto punto, todo esto ya se está realizando, sólo que a pequeña escala.
Independientemente de la Resistencia que oponga nuestra biología e incluso algunas de nuestras estructuras sociales, es evidente que es posible utilizar la tecnología con arte e inteligencia para dar a nuestra vida una orientación más sana. Y si es así, los conflictos que existen hoy entre la cultura tecnológica, la cultura no tecnológica y la biología, serán problemas pasajeros que se superarán con el paso del tiempo. Tal vez no sea demasiado tarde para la reconciliación si conseguimos que los avances de la ciencia y la tecnología sean el eje en torno al cual se establezca esa armonía.
Por sí sola, la tecnología no puede salvarnos, como tampoco puede destruirnos. La pieza que falta en el rompecabezas es el ser humano: evolucionado biológicamente pero condicionado cultural y socialmente. Y, por definición, la determinación y modificación de esos condicionantes culturales y sociales está en nuestro poder.
Se ha escrito mucho sobre el «imperativo tecnológico»; la idea de que si es posible hacer algo, hay que hacerlo. Podemos imaginamos el imperativo tecnológico como un gran genio que, con los brazos en jarras, se impacienta esperando que hagamos lo que tenemos que hacer, lo que debemos hacer. Sin embargo, puede que a veces convenga demostrar al genio quién es el amo.
A menudo adoptamos una actitud excesivamente desafiante hacia la naturaleza. Escalamos montañas porque están ahí, pero ciertamente no aceptamos la legitimidad de algo —ya sea una injusticia social o la viruela— por el mero hecho de que exista. Entonces, ¿por qué deberíamos aceptar el dominio de la tecnología y de las máquinas?, ¿simplemente porque están ahí? La paradoja es aún mayor cuando consideramos que, al contrario que la naturaleza, la tecnología existe sólo porque nosotros la hemos creado. En vez de aceptar la tecnología como una imposición inevitable y tratar de corregir el desfase cultural estableciendo instituciones que estén más de acuerdo con la tecnología, deberíamos pensar en establecer tecnologías que estuvieran más de acuerdo con el ser humano y con todo el resto del planeta.
«El caminante», en el poema de Robert Frost, se encuentra un nido de tortuga lleno de huevos sobre la vía del tren y dice pensativamente:
Si la próxima máquina pasa sobre el nido
recibirá este plasma sobre su latón pulido.
[18]
Entre el latón pulido de la máquina del tren y el plasma suave y gelatinoso de un huevo de tortuga hay un universo de distancia. La máquina está construida con un material más fuerte, y es indiferente al destino del plasma. Sólo por la intervención de otro plasma gelatinoso —el plasma humano— llegan ambas materias a entrar en trágico contacto; sin ese plasma humano, el latón pulido ni siquiera existiría. Así que, después de todo, puede que no haya tanta distancia entre el mundo del latón pulido y el mundo del plasma. Podemos mirar hacia otro lado cuando el tren pase a toda velocidad o levantar los puños con rabia e impotencia, pero puede que nuestra responsabilidad sea mayor y nos exija algo más: subir al tren y ser su prudente maquinista.

Capítulo 12
Alienación: homo extraneus

«Yo, un extraño atemorizado en un mundo que no hice»
A. E. HOUSMAN

El Homo sapiens podría llamarse también el «animal alienado», puesto que está enajenado de su mundo y de sí mismo. Probablemente somos unas criaturas excepcionales en la naturaleza: el único animal que, de algún modo, está fuera de lugar en su propio entorno. La literatura, la poesía, el teatro y el cine del siglo XX reflejan una ola creciente de alienación. Pero aunque la extrañeza de los seres humanos en su propio entorno ha aumentado en los últimos años, no se trata de un fenómeno reciente; hace mucho tiempo que lo experimentamos a consecuencia, una vez más, de la falta de coordinación entre nuestra cultura y nuestra biología. Somos animales viviendo en un entorno artificial. No es sorprendente que nos sintamos extraños: somos extraños.
Los síntomas son numerosos. Las enfermedades mentales, la anomia, la frustración, el aburrimiento, el antagonismo, él retraimiento, la insensibilidad... se derivan, al menos en parte, de nuestra falta de armonía con el mundo en que vivimos (y en este mundo se incluyen nuestros semejantes, por supuesto). El entorno humano es un producto de nuestra cultura, y dentro de este complejo edificio tiene que vivir una criatura biológica. Hasta el punto en que nuestras inclinaciones y nuestro comportamiento tienen una base biológica, dicha base puede tener sentido en un entorno pretecnológico o precultural. En efecto, entramos en la máquina del tiempo justo después de descubrir las herramientas, el fuego, la agricultura, la tecnología y sus productos... y la vertiginosa velocidad de nuestro viaje ha ido desorientándonos cada vez más.
Para el historiador Arnold Toynbee, «la clave del problema es la diferente velocidad a que avanza él intelecto científico que, rápido como una liebre, es capaz de revolucionar nuestra tecnología en el transcurso de una vida, y el paso de tortuga de nuestro subconsciente.»
Para esbozar los orígenes de la alienación en el conflicto entre la liebre y la tortuga, consideraremos primero la discordancia que la cultura nos ha permitido provocar entre los seres humanos y su entorno. Después examinaremos brevemente la alienación que ha generado la conciencia en sí.
En cierto sentido, prácticamente todos los entornos humanos, incluso el más bucólico, deben considerarse artificiales, puesto que presentan las inconfundibles huellas del ser humano y de su cultura. Pero ningún ambiente puede compararse a las ciudades en su total indiferencia hacia ciertos aspectos de nuestra biología. Aunque dependen del campo para la obtención de alimentos y materias primas, y para aliviar su contaminación, las ciudades tienen vida propia. Son lugares completamente artificiales en donde las personas se amontonan de modo increíble y en donde puede uno pasarse la vida sin pisar la tierra o sin sentarse bajo un árbol. No hace falta decir que éste es un ambiente extraño para una criatura que ha evolucionado biológicamente, que vive, respira y transpira.
El desarrollo de las ciudades es muy reciente: hacia 1800 sólo había cincuenta ciudades en todo el mundo con más de 100.000 habitantes. En 1985 ya habla más de mil quinientas que tenían más de un millón de habitantes. Se dice que Ciudad de México alcanzará los treinta millones de habitantes en el año 2000. Según Platón, la población de una ciudad debía limitarse al número de personas que pueden oír la voz de un solo orador. Pero gracias a la electrónica y a las telecomunicaciones, ese número es hoy infinito. Lo que aún está por ver es si nuestra capacidad para tolerar tales cifras y tal densidad iguala a nuestra capacidad para comunicamos y acumular.
Aunque muchas personas parecen estar bien adaptadas a las ciudades y no estarían dispuestas a abandonarlas, lo cierto es que nuestras ciudades padecen graves problemas debidos, en su mayor, parte, a la disparidad existente entre nuestras creaciones culturales y nuestras necesidades biológicas. Anteriormente ya discutimos los problemas de la agresividad y la desorganización social; estos problemas, aunque afectan a la situación humana en general tienen mucha más importancia para los habitantes de las ciudades. Además, también existen otros factores alienantes que son específicos de las ciudades.
Todos conocemos la popular imagen del paleto fascinado y deslumbrado por el bullido y las brillantes luces de la Gran Ciudad. Pero en el fondo, todos somos pueblerinos. En las ciudades abundan las situaciones en las que se da un exceso de estímulos sociales —imágenes, olores, ruidos— insistentes, cambiantes y perturbadores que bombardean nuestros sentidos. Es difícil escapar. Uno de los recursos del ciudadano es refugiarse en lo que el filósofo de la religión Martin Buber denomina la actitud «yo-ello» hacia su ambiente y sus semejantes. La alternativa, la actitud «yo-tú» es una relación más profunda y afectuosa en la que el sentido de una persona se afirma en la otra, de forma que ambas logran trascender sus propias limitaciones. En cambio, la relación «yo-ello» implica una actitud completamente objetiva en la que el individuo se siente totalmente encapsulado dentro de la piel, siempre distante del otro, del «ello».
Las características de las ciudades, su tamaño, su ruido, su constante ajetreo y su impersonalidad, hacen difíciles las relaciones «yo-tú». El «urbanista» medio se encuentra cada día con cientos de miles de personas casi todas desconocidas. Ésta es una observación trivial, pero en cierto modo muy significativa. Todos los días nos encontramos con extraños, y no sólo en la calle, sino también en los abarrotados medios de transporte y en nuestras relaciones laborales y comerciales. Si visitáramos un pueblo que conservara su cultura primitiva en uno de los rincones del globo adonde aún no ha llegado la cultura occidental, la gente se mostraría asustada, agresiva o tremendamente interesada, pero nunca indiferente hacia nosotros.
Podemos estar seguros de que los miembros de las tribus que viven en las montañas de Nueva Guinea o en el desierto del Kalahari no se encuentran muy a menudo con desconocidos. Tratan de forma regular casi exclusivamente con parientes, amigos o conocidos, y lo más probable es que lo mismo hicieran nuestros antepasados. El contraste con el ciudadano medio es tremendo. Conocer a una persona es diferente que conocer una cosa. Lo primero lleva más tiempo y es más difícil pero más significativo. Las personas se comportan de forma diferente cuando ya se conocen: prescinden de las formalidades y los mecanismos de defensa se relajan. Al encontrar a un desconocido se produce una sutil pero inequívoca tensión. Sus actitudes y sus reacciones son todavía una incógnita. Aunque las circunstancias en que suelen producirse estos encuentros suelen indicar actitudes cordiales y a menudo se facilita información acerca de lo que se espera de la situación, existe cierta suspicacia biológica que puede crear un ligero malestar inicial. Y esto ocurre continuamente en la vida del habitante de las ciudades.
Incluso cuando se hacen las presentaciones en una reunión social de amigos, la inmensa mayoría de los invitados tiene dificultades para recordar los nombres, lo que se debe normalmente a que están tensos y preocupados tratando de reaccionar a los desconocidos.
Una de las formas de aliviar esta tensión es mantener a los demás fuera de nuestra envoltura protectora. De hecho, es imposible conocer a todas las personas que se nos cruzan en las calles de la gran ciudad.
No podemos saludar personalmente a todos los pasajeros de un autobús abarrotado de gente. No podemos abrimos a la humanidad que florece en torno a nosotros, que rompe sobre nosotros como el mar sobre una roca. No podemos reaccionar de la manera profundamente humana para la cual nos había preparado, sin duda, la evolución biológica. Tenemos que mantenerla distancia entre nosotros y los demás; aunque Buber lo viera de una forma algo diferente, la relación «yo-ello» es un mecanismo de defensa, producto de la necesidad, que nos ayuda a conservar el equilibrio emocional en un mundo inestable y caótico: Por eso nos rodeamos de una coraza de indiferencia, eludiendo silenciosamente a nuestros semejantes y evitando cuidadosamente reconocerlos como seres humanos. En el metro de Nueva York nadie se mira a los ojos. En la calle somos capaces de pasar por encima de un cuerpo caído o de contemplar un intento de asesinato con fría indiferencia, temiendo «vernos implicados».
«Con razón se ha dicho que los hombres piensan en manada», puede leerse en un tratado del siglo XIX curiosamente titulado Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds (Delirios populares extraordinarios y la locura de las muchedumbres). «Se vuelven locos en manada, pero sólo recuperan la razón lentamente y de uno en uno.»
En cierto sentido, el ciudadano no es responsable de su comportamiento. Se ve obligado a actuar así por el carácter insano y agobiante de su entorno artificial. Unas ciudades fomentan más que otras esta actitud y Nueva York es una de las peores. Como es casi imposible encontrar un sitio cómodo para sentarse, una fuente o unos servidos públicos sus habitantes se ven obligados a utilizar la ciudad como lugar de tránsito, como medio de llegar a sus destinos particulares. Se mueven por ella con cara inexpresiva, siempre con prisa, insensibles a lo que se cruza en su camino.
Muchos animales se «saludan» e intercambian señales de «contacto» destinadas a tranquilizar a los subordinados y apaciguar a los dominantes. Una bandada de gorriones, al igual que una muchedumbre, hace bastante ruido. Cada gorrión emite periódicamente un breve chillido que informa a los demás de su presencia y contribuye a mantener la distancia ideal entre los individuos. Es probable que sirva también para reducir la agresividad entre ellos informándoles de que todos son verdaderos miembros del grupo. Entre las ardillas y los perritos de las praderas, los extraños se olisquean la cara en una curiosa ceremonia de salutación. Los delfines parlotean entre ellos casi constantemente, y los chimpancés extienden las manos. Los humanos se estrechan la mano cuando él encuentro es formal o directo; cuando simplemente nos cruzamos con un conocido, le decimos «hola» o algo parecido, y/o sonreímos e inclinamos la cabeza. Estas ceremonias pueden parecer absurdas o inútiles, pero si hacemos el experimento de suspenderlas por un tiempo, descubriremos que tienen una función necesaria. Si dejamos de saludar a nuestros amigos y conocidos despertaremos rápidamente su suspicacia y su antagonismo. ¿Por qué?, y ¿qué tiene que ver todo esto con la alienación de la vida en las ciudades?
El encuentro de dos animales produce una tensión inmediata, sobre todo si se trata de un encuentro inesperado. Por eso la mayoría de los animales han desarrollado diferentes medios para reducir esta tensión, y para impedir alteraciones indebidas de su comportamiento normal Cuando existe una asociación entre los individuos es conveniente indicarlo; por eso se saludan los amigos. Aunque la forma de saludarse varíe dependiendo de la cultura, el comportamiento general es universal. Si se pasea por las calles de un pueblecito prácticamente todas las personas que se encuentre le saludarán, o usted las saludará. Esto se debe a que en una población pequeña todo el mundo se conoce. Paséese ahora por una calle céntrica de una gran ciudad: todo el mundo evita deliberadamente relacionarse con los demás. Hacerlo sería físicamente imposible, y también físicamente peligroso. Sólo podemos especular sobre las consecuencias de tales encuentros frustrados. Lo cierto es que al tratar de protegernos también nos creamos tensiones.
Uno de los resultados más evidentes del anonimato que por necesidad impera en las ciudades, es el índice de criminalidad. A diferencia de los arrebatos violentos, en los que la víctima y el agresor suelen ser miembros de la misma familia o conocidos, el ladrón suele escoger como víctima a un perfecto desconocido. En un pueblo, a ningún vecino se le ocurriría robar al tendero de la esquina, a ese viejecito tan encantador. Pero si el tendero es un ser anónimo, sin nombre, familia ni identidad propia en una gran ciudad, resulta más fácil atacarle. Además, la tendencia al corporativismo y a la concentración de la propiedad está haciendo que las unidades individuales sean mucho más vulnerables. A medida que nuestra cultura nos obliga a vivir cada vez más hacinados, en una proximidad tan antinatural, los mismos mecanismos de defensa que nos protegen mediante el distanciamiento y la indiferencia, impiden que nuestras inhibiciones naturales puedan protegemos.
Parece ser que según aumenta la densidad, disminuye el valor del individuo. Estamos pasando de lo que en alemán se llama la Gemeinschaft, la sociedad basada en los vínculos personales, a la Geselhchaft, una sociedad definida por relaciones impersonales y comerciales.
El fantasma de una Geselhchaft absoluta podría proporcionamos un argumento convincente para controlar el crecimiento de la población, reducir las concentraciones urbanas o, al menos, para fomentar el desarrollo de barrios locales en los que subsistan el sentimiento de pertenencia a la comunidad y los valores personales. Es curioso que uno de los modos de volverse repentinamente muy importante sea irse a zonas deshabitadas, lejos de la gente. En una excursión por un paraje solitario, el encuentro con un desconocido puede ser una experiencia agradable y valiosa. Normalmente hay mucho de qué hablar: del punto de origen y del destino, del estado de los caminos, de las previsiones meteorológicas, de los mejores sitios para acampar y aprovisionarse de agua, de las plantas y animales que se han observado, etc. Las mismas personas apenas se inmutarían si se encontraran en una esquina de la Quinta Avenida. Una buena razón para apartarse del bullicio, aunque sólo sea temporalmente, es que así se contrarresta la alienación que produce la ciudad en sus habitantes.
Dadas las desventajas que tiene la vida en la ciudad ¿por qué hay tanta gente que quiere vivir en ella? Parece ser que en la mayoría de los casos la razón no es una elección consciente, sino la búsqueda de un empleo, las comodidades y los factores económicos. Y, naturalmente, también puede ser que uno nazca en la ciudad porque sus padres se instalaron allí atraídos por alguna de estas ventajas. Pero, además, existen otros incentivos. Anteriormente hemos hablado de lo que los etólogos llaman «desencadenantes» y de los «desencadenantes supernormales». Estos últimos son estímulos artificiales que provocan una respuesta excepcionalmente fuerte por exageración de ciertas características que posee el desencadenante normal. Es posible que la ciudad en sí sea un desencadenante supernormal, una hiperextensión cultural de nuestra sociabilidad fundamental.
Como la mayoría de los primates terrestres, somos criaturas gregarias, aunque nuestras primitivas unidades sociales eran sin duda mucho más pequeñas que las modernas metrópolis. Nos unimos en grupos para cazar, buscar pareja, criar a los hijos, conseguir alimentos, defendernos, transmitir nuestra cultura, relacionamos afectivamente y hacemos compañía. La evolución debe de haberse opuesto con fuerza a la tendencia a la soledad —como sigue haciendo actualmente entre la mayoría de los primates— y haber favorecido a las criaturas sociables que tenían inclinación a vivir en comunidad. El ser humano insociable, como el papión solitario, no viviría demasiado tiempo y dejaría pocos descendientes. Sin duda, las personas se reunirían en un campamento seguro —como hacen los papiones para dormir— o alrededor de sus trofeos de caza. Para algunos animales, como para los peces que forman bancos y puede que también para los primates que viven en grupo, la masa puede suponer seguridad por simples razones estadísticas. Si un predador suele atacar, por ejemplo, a los tres primeros individuos que encuentra, puede ser beneficioso arrimarse al máximo a los demás, más que por afecto, con la esperanza de que la víctima sea otro. No es de extrañar, por tanto, que un banco de peces se cierre aún más cuando se acerca una barracuda, o que una bandada de patos vuele más unida cuando un halcón peregrino merodea por allí. El biólogo W. D. Hamilton, que hizo un estudio matemático sobre el agrupamiento por motivos de seguridad, tituló su monografía «Geometría para la manada egoísta».
Puede que sea una exageración describir una ciudad como una manada egoísta; ciertamente, los habitantes de las ciudades no se agrupan por un temor consciente a ser atacados por un leopardo que aceche en un callejón oscuro esperando una presa fácil. Pero es indudable que nos sentimos más tranquilos y seguros cuando somos muchos. Y si los seres humanos que eran miembros de un grupo resultaban ser más aptos que los solitarios, es muy posible que la evolución nos haya hecho sensibles al atractivo del grupo. Sin embargo, en los últimos milenios, la evolución cultural, impulsada por la agricultura y siguiendo la vía de menor resistencia económica, ha dado lugar a la proliferación de enormes aglomeraciones que superan con mucho a las agrupaciones que se hubieran producido de forma «natural». El colorido, el ruido, la variedad y la excitación resultan fascinantes y casi irresistibles. Como mariposas nocturnas atraídas por la luz de una vela, nos sentimos fuertemente atraídos por este descomunal estímulo, por este desencadenante supernormal.
Los experimentos de John C. Calhoun con ratas hacinadas sugieren una interesante interpretación de la atracción que ejerce la ciudad sobre el ser humano. Estas ratas, que desarrollaron una amplia gama de espantosas respuestas a la superpoblación, no estaban obligadas a vivir hacinadas: ellas mismas lo escogieron. El experimento estaba planeado de forma que las ratas tuvieran que alimentarse en comederos centrales de los que cada animal sólo podía obtener una pequeña cantidad de comida cada vez. En consecuencia, pasaban mucho tiempo comiendo y, puesto que había sitio suficiente para muchas ratas, pronto se acostumbraron a comer unas al lado de otras. De este modo quedaron «condicionadas» por la presencia de las demás, y se sintieron inclinadas a formar grupos más numerosos, aunque el hacinamiento que resultaba de ello tuviera (al menos desde nuestro punto de vista) unas consecuencias muy desagradables. Calhoun denominó el resultado final «pozo negro del comportamiento» resaltando intencionadamente su carácter malsano— e interpretaba la intensa sociabilidad de sus ratas como «gregarismo patológico».
Pero aún hay esperanzas. Eric Hoffer señaló que muchos de los avances culturales y sociales más valiosos han venido de las ciudades. Y, como demuestra Anne Whiston Spim en su reciente libro titulado The Granite Garden (El jardín de granito), muchos problemas urbanos tienen solución. La Ciudad Eterna es un mito; sin embargo, la ciudad infernal no tiene por qué convertirse en realidad si somos conscientes de que la ciudad es un verdadero entorno. Existe la posibilidad de planificarlas, humanizarlas y hacerlas más naturales, más soportables e incluso placenteras. En nuestro afán de producir desencadenantes supernormales, puede que hayamos olvidado que las ciudades tienen un valor como entorno. Spim resalta los beneficios que se obtendrían si tuviéramos en cuenta la dinámica de las aguas, la vida animal y vegetal, la composición del suelo, los vientos, y el aprovechamiento del calor al planificar este entorno tan especial. Incluso la antigua Roma satisfacía las necesidades de agua de sus habitantes, y en la ciudad de Stuttgart se ha llevado a cabo un plan para adaptar la industria humana a las corrientes de aire naturales para reducir la contaminación. Al fin y al cabo, los tiempos han cambiado: antiguamente aceptábamos nuestro entorno tal y como lo encontrábamos o nos íbamos a otra parte. Ahora tenemos la capacidad —he hecho, la obligación— de construir nuestro propio entorno. Cuando empecemos a hacerlo seriamente, y no sólo movidos por intereses económicos, puede que nos sintamos menos extraños en una tierra extraña y artificial.
Aparte de la alienación que nos producen nuestros lugares de residencia, sobre todo las ciudades, hay otros problemas que se derivan del hecho de que nos hemos rodeado de los productos cada vez más extraños de nuestra propia creatividad. Cuando los científicos se ocupan de mecanismos cuyo funcionamiento no comprenden, los llaman «cajas negras». Sabemos lo que entra en una «caja negra» y también sabemos lo que sale («inputs» y «outputs» para los ingenieros), pero no sabemos lo que pasa dentro. La mayoría de los psicólogos, por ejemplo, tratan el cerebro como si fuera una caja negra: lo que entra son los estímulos y lo que sale es el comportamiento. Con el advenimiento de una tecnología cada vez más sofisticada, los seres humanos se están viendo rodeados por un número creciente de cajas negras. Nos despertamos por la mañana, accionamos un interruptor (input) y, de algún modo, se enciende una luz (output). Tiramos de la cadena y cae el agua; hacemos girar una llave y el coche arranca (normalmente). Tanto en las cuestiones importantes —que tienen que ver con las relaciones entre las naciones y con la estructura de la experiencia humana— como en nuestra vida cotidiana, hemos ido haciéndonos cada vez más dependientes de cosas que sólo comprendemos vagamente. El Homo sapiens moderno vive cada vez más ajeno a las realidades primitivas: las rocas, la tierra, el agua, el viento, los pájaros y las plantas; a las cosas que podemos sentir y comprender primitivamente aunque no las entendamos intelectualmente
En la mitología griega el gigante Anteo obtenía su fuerza de la tierra. Era invencible mientras sus pies pisaban la tierra, pero, finalmente, Hércules lo mató, estrangulándolo mientras lo sostenía en el aire También nosotros empezamos a estar fuera de nuestro elemento, y tal vez las consecuencias sean similares.
En uno de los clubs sociales más elitistas de Long Island, es de rigor que las mujeres lleven tacones altos, y aquéllas que participan intensamente en las actividades sociales del club suelen llevarlos a diario. Los accidentes más frecuentes en la playa no son los calambres o los cortes de digestión, sino la rotura del tendón de Aquiles de las mujeres de la alta sociedad cuando pasean descalzas por la playa. Por lo visto, los tacones altos, complemento indispensable para su vida social, provocan un encogimiento del tendón que llega hasta el talón. Al quitarse los zapatos y caminar sobre la suave arena de la playa, extienden excesivamente el talón, con lo que el tendón encogido se estira bruscamente y se rompe. ¿Justicia divina?
Para la mente no científica casi todas las cosas son misterios o milagros. Y también para el ciudadano medio de cualquier país desarrollado, sólo que ahora se espera que sea capaz de comprender los misterios y milagros de los que depende a diario. Al faltar esa comprensión, al estar desvinculados emocionalmente de las cosas que hemos producido pero que no sentimos como nuestras, nuestro sentimiento de unión con el mundo ha quedado gravemente socavado.
Suena el despertador y el ciudadano se levanta; se toma rápidamente el desayuno y sale disparado hacia el trabajo en autobús, en metro o en coche. Una vez allí, nuestro héroe puede hacer negocios por teléfono con personas que están a miles de kilómetros de distancia y a quienes ni siquiera conoce. O quizá tenga que realizar algún trabajo monótono y repetitivo en una fábrica, sin llegar a ver casi nunca el producto acabado. Como recompensa tangible por su trabajo, el ciudadano recibe trozos de papel que puede cambiar por las cosas que necesita o desea, por el producto del trabajo de otros. No es de extrañar que durante el fin de semana encienda un fuego en su jardín y hunda las manos en una masa de carne picada (para hacer hamburguesas), dejando que la sangre se escurra entre los dedos; o que agite su cuerpo rítmicamente al compás de sonidos estridentes en compañía de una multitud de personas con las mismas inclinaciones. Al menos esto es real.
Nuestra cultura no sólo nos ha distanciado cada vez más de la realidad animal, sino que nos somete diariamente a preocupaciones y tensiones sobre las que tenemos muy poco o ningún control. La televisión y los periódicos nos informan de los principales acontecimientos políticos, militares, sociales y económicos, y aunque nos sentimos impotentes ante ellos, no por eso dejan de afectarnos personalmente. Somos libres de enfurecemos, preocuparnos o estar de acuerdo, pero el tamaño y la complejidad del aparato cultural hace que sea difícil actuar de forma efectiva y ver los frutos de nuestra acción.
Durante un reciente eclipse de Sol, hubo más gente que lo vio por televisión que personalmente, pese a que podía ser observado directamente sin peligro. Las trabas mentales pueden ser más fuertes que las físicas, y es necesario que nos demos cuenta de que la cultura nos está haciendo físicamente incapaces y mentalmente reacios a enfrentamos directamente con el mundo.
Es interesante observar que las actividades al aire libre como la marcha, la observación de la naturaleza, el esquí de fondo, el alpinismo y los deportes náuticos, son los mejores remedios para esa compleja enfermedad de origen cultural que es la alienación. Tales actividades también producen tensiones, pero son tensiones físicas, directas y comprensibles. La simple realidad de la bota en el suelo, la mano sobre la roca, o el remo que se hunde en el agua, es sentida directamente, sin que se interpongan la burocracia, la tecnología o las ideologías. No es de extrañar que la afición por tales actividades esté aumentando en la América moderna a un ritmo exponencial.
Y, pese a la gran atención dispensada por los medios de comunicación a los viajes espaciales, los niños siguen jugando a los vaqueros y no a los astronautas. El interés público por el programa espacial ha decaído rápidamente —como era de esperar—, y la imagen del astronauta resulta insulsa y aburrida, mientras que la del vaquero sigue en pleno auge. Es el héroe de nuestra cultura contra el héroe de nuestra biología, y es este último el que está ganando. El contraste es llamativo, las razones simples y poderosas. El vaquero tiene algo fundamental que no tiene el astronauta: autonomía personal y un control físico y directo sobre los acontecimientos. El caballo, la pistola, los buenos y los malos, son realidades simples; de ellas están hechos los vaqueros, los policías, los ladrones y los detectives de nuestras fantasías. Y nos gustaría incorporarlas a nuestra vida. Nuestros héroes fantásticos, Flash Gordon, Spiderman o el Capitán América, participaban en aventuras personales en las que demostraban su fuerza, rapidez, valor o inteligencia de un modo completamente directo.
En cambio, la realidad de los viajes espaciales está mucho más cerca de la realidad de la vida tecnológica y cultural moderna. El astronauta real depende de un gigantesco sistema de apoyo, de todo un equipo técnico y científico que cuenta con sofisticados mecanismos de comunicación, mantenimiento y control. De hecho, el astronauta es meramente un robot que aprieta ciertos botones obedeciendo a las órdenes de la torre de control. Si hay algún fallo y hay que rectificar la trayectoria, tendrá que esperar las instrucciones de los computadores y de los ingenieros de la Tierra. El astronauta no tiene prácticamente ningún control sobre su entorno y, aparte de su valor personal y su competencia profesional, tiene pocas cualidades que apetezca emular. Como «animales activos» que somos, admiramos a quienes son capaces de dominar las situaciones. Y el astronauta nos recuerda demasiado nuestra vida cotidiana, porque depende de millares de inventos culturales, impresionantes pero de algún modo artificiales.
Sin duda, la exploración del espacio ha podido realizarse gracias al esfuerzo coordinado de la tecnología, y no por el empeño solitario de un Búfalo Bill montado en un cohete. Pero éste es el triunfo de la cultura, no del individuo. Nuestra cultura, de hecho, ha ganado muchas batallas. Sin embargo, sus triunfos, aunque no sean derrotas para el individuo, muchas veces nos dejan una sensación de vacío, y a veces son sólo victorias pírricas. Por ejemplo, la mecanización de la agricultura y las redes de distribución nos permiten obtener alimentos en abundancia y con comodidad. Es un gran triunfo del «sistema». Pero lo que hemos ganado en variedad y comodidad, lo hemos perdido en satisfacción. Comprar tomates en el supermercado no es una experiencia muy interesante. Es muy distinto deleitarse con los tomates que uno mismo ha plantado y cultivado. Además, la persona que cultiva su propio huerto tiene otra ventaja: que puede controlar el cultivo. Si, por ejemplo, no quiere que haya pesticidas en su comida, puede, simplemente, prescindir de ellos, en vez de depender de una corporación desconocida e indiferente que practica el cultivo intensivo tal vez a miles de kilómetros de distancia.
La tecnología médica ha progresado de un modo similar. Sin embargo, muchas veces tenemos la sensación de que no sólo se priva al paciente de su identidad personal, sino que también se le niega el derecho de enfrentarse a la vida como un ser soberano. Los tranquilizantes y antidepresivos se recetan cada vez más con la mayor despreocupación, lo que indica que nos preocupan más los síntomas que sus causas. Utilizamos demasiados medicamentos para combatir cualquier trastorno, y el resultado es que la selección natural produce organismos patógenos cada vez más resistentes. En la mayoría de los hospitales, las parturientas son anestesiadas hasta quedar semi-inconscientes; es cierto que de este modo se les evitan sufrimientos, pero también se les impide vivir una de las experiencias más intensas de su vida. La creciente popularidad del «parto natural» —al igual que el interés por los alimentos integrales y de elaboración casera— refleja un rechazo cada vez mayor hacia la alienación que produce la tecnología.
Muchas veces se nos ha acusado de que nuestra cultura es sumamente materialista, pero, en cierto sentido, somos extremadamente anti-materialistas. El filósofo Alan Watts comentó una vez que una cultura verdaderamente materialista hubiera demostrado más respeto hacia los materiales y nunca hubiera tolerado los plásticos, los aglomerados, la fabricación masiva de productos desechables ni los artículos de mala calidad que normalmente rodean nuestra vida. Del mismo modo, aunque somos una nación de obesos —o al menos de personas a régimen— es dudoso que sepamos apreciar la comida. Si así fuera, no habríamos consumido miles de millones de hamburguesas de McDonald’s. Pero, al parecer, somos prisioneros de nuestras capacidades, esclavos de nuestra tecnología hiperextendida.
Una de las mayores innovaciones que trajo la Revolución Industrial fue la fábrica. Para comprender su importancia, debemos comparar el sistema de trabajo de la fábrica con el de su antecesor más «primitivo», el artesano. Cuando la finalidad del trabajo individual es producir un objeto completo y acabado, la actividad puede ser profundamente satisfactoria. Claro que el artesano debe conocer bien su oficio, y tanto el aprendizaje como el proceso de producción llevan su tiempo. En cambio en una fábrica, cada trabajador se especializa en una operación relativamente simple, en una pequeña parte del proceso total. Su aprendizaje requiere menos tiempo y el producto es fabricado más rápidamente, puesto que cada paso es ejecutado por un «especialista» diferente, generalmente con la ayuda de una considerable mecanización. Normalmente, el trabajador obtiene muy poca satisfacción de tal actividad. La satisfacción —el sentimiento de identificación con los compañeros y con la propia labor— ha sido sacrificada a la eficiencia y a una especie de dominio del grupo que deja al trabajador aislado e insatisfecho.
En conjunto, y pese a los intentos que se han hecho para cambiar las cosas, la situación parece ser cada vez más desesperada mientras la tecnología avanza gracias a su propio sistema de realimentación positiva. Hemos cogido al tigre por la cola y nos da miedo soltarlo porque nos hemos alejado tanto del estado primitivo que ya no podemos vivir sin nuestro feroz aliado. De este modo nos vamos adentrando cada vez más en una tierra extraña y peligrosa. Y cuanto más luchamos, más nos alienamos, puesto que para luchar necesitamos cada vez más artificios y artefactos, que son la raíz del problema, no su solución.
En Future Shock (El shock del futuro), Alvin Toffler describe otro síntoma de la alienación que produce la cultura moderna. Una experiencia traumática, como sufrir una herida grave o presenciar un terrible acontecimiento, puede provocar un shock que puede causar la muerte (véase la explicación anterior sobre et shock adrenalínico provocado por el estrés). Según Toffler, el Homo sapiens moderno está en un continuo estado de shock debido a su incapacidad para asimilar cambios que se producen a un ritmo frenético. Estamos desorientados, y la situación empeora a medida que se aceleran los caminos.
Nuestra sociedad es extraordinariamente móvil. Es raro que de mayores vivamos en el lugar en que nos criamos, y la familia se ha reducido al marido, la mujer y los niños. Esto nos ha privado de la sensación de continuidad que produce el vivir nuestra vida en el mismo ambiente de nuestros recuerdos infantiles. Cuando las personas viven en un mismo sitio durante mucho tiempo, se dice que «han echado raíces». Las plantas obtienen su alimento y su fuerza de sus raíces, además de un sentido de permanencia y de unión con la tierra. En cambio, el Homo sapiens occidental moderno parece vivir en permanente estado de transitoriedad: rara vez vive en donde pasó su niñez; cambia continuamente de empleo, de amigos, de escuela, de médico, y sólo es capaz de ver un determinado aspecto (el que se relaciona con el trabajo) en el noventa y nueve por ciento de sus conocidos. (Utilizando un término que no llegó a cuajar, aunque lo merecía, Toffler sugirió que la mayoría de las relaciones laborales son de tan corta duración, que en vez de hablar de burocracia deberíamos hablar de «ad-hocracia».)
Hasta cierto punto, el movimiento aparentemente perpetuo del Homo sapiens moderno es una consecuencia directa de nuestro sistema cultural. Vamos donde haya puestos de trabajo, adonde nos trasladen o adonde más nos convenga. Parece que nos arrastra la corriente de acontecimientos generada por la cultura. Por otra parte, nuestra movilidad es también intencionada. La cultura nos ha dado la oportunidad de mejorar nuestra suerte. Podemos buscar un empleo mejor, un clima más agradable escuelas especializadas o cuidados médicos; la movilidad puede ser una valiosa herramienta para abrir nuestros horizontes y hacemos más felices. Pero tanto si nuestro desarraigo es algo impuesto como si es el resultado de una libre elección, sus efectos sobre nuestra mente son los mismos: nos sentimos ajenos a nuestra propia tierra, a nuestros semejantes y a nosotros mismos.
El resultado es que muchas personas se sienten ajenas a las costumbres, normas y expectativas de la sociedad. Anteriormente desarrollamos la hipótesis de que si el Homo sapiens tendiera biológicamente a preferir un tipo determinado de estructura social, la tremenda diversidad de las sociedades humanas podría frustrar dicha tendencia. También sugerimos la hipótesis más probable de que nuestra especie carece de tal preferencia y de que, por tanto, estamos expuestos al desmoronamiento de nuestros sistemas culturales y nos sentimos ajenos a ellos por carecer de la tendencia innata a la cohesión, aceptación y estabilidad social que poseen los animales.
Supongamos que la especie humana, aparte de la rigidez física de su cuerpo, es básicamente ameboide, capaz de adoptar cualquier forma que establezca la cultura. El papel de la cultura, entonces, seria decisivo para estabilizar nuestra amorfía fundamental, al proporcionar una estructura y una orientación a lo que de otro modo no sería más que caos y confusión. Si al principio la naturaleza humana era informe y vacía, y nos envolvía la oscuridad, estamos en deuda con el «Espíritu de la Cultura», que se mueve sobre las aguas y dice; «Vívase de ésta o aquélla manera» y «Hágase esto y no aquello». En cierto sentido, el nacimiento de la cultura humana nos ha liberado del peso de un exceso de opciones y de la imprecisión de la naturaleza humana.
Entonces, ¿qué ocurre cuando la alienación aumenta hasta llegar a minar nuestra confianza en la cultura? Esta libertad sin precedentes puede confundirnos y llegar a paralizarnos. La independencia puede convertirse en dispersión y desorientación. Los individuos pueden sentirse perplejos, perdidos, irritados e insatisfechos, sin saber qué camino elegir ni cómo plantearse la elección. Cuando el pasado es inaceptable como guía y el futuro no es prometedor, el presente cobra tal peso que todo se viene abajo.
Tenemos una estructura física: nuestro esqueleto. En otros aspectos, sin embargo, exigimos estructuras, y las que nos proporciona nuestra cultura suelen ser inadecuadas y alienantes porque son demasiado rígidas, demasiado frías, claramente peligrosas. Cada vez más ajenos a sus culturas, los seres humanos recurren a otras prácticas culturales que prometen alivio: las religiones primitivas, el terrorismo, el psicoanálisis, la sociopatía, o la más absoluta indiferencia.
Antes de Sigmund Freud, los psiquiatras se llamaban «alienistas». No es de extrañar que la alienación tenga mucho que ver con las enfermedades mentales. Como dice Freud en su obra Civilization and Its Discontents (La civilización y sus descontentos), la civilización exige hasta cierto punto la frustración de las tendencias humanas básicas: la agresividad, la crueldad, la violencia, la lujuria y el individualismo excesivamente egoísta tienen que ser reprimidos para que los seres humanos puedan vivir en armonía.
Al igual que las civilizaciones pueden imitar y exagerar los rasgos biológicos a través del proceso que hemos denominado «hiperextensión cultural», también tienden a reaccionar exageradamente contra lo que se percibe como tendencias humanas, tendencias que pueden no tener un origen biológico o ser claramente benignas, pero que se vuelven patológicas cuando se ven frustradas. El antropólogo Ashley Montagu describe en su libroTouching: The Human Significance of the Skin (El tacto: la importancia de la piel en el ser humano) los nefastos medios de que se han servido las sociedades humanas para reprimir la natural e inocente necesidad, tanto de niños como de adultos, de tocar y ser tocados. La tendencia de los niños a auto-expresarse es combatida por una disciplina escolar represiva; los deseos sexuales, por los tabús victorianos, etc. Todo se conjura para producir, en el mejor de los casos, un ser humano alienado y neurótico, en el que cualquier vestigio de salud mental sólo indica una fortaleza constitucional extraordinaria.
Él psiquíatra radical R D. Laing no exageraba demasiado cuando escribió en The Politics of Experience (La política de la experiencia): «Desde el momento de su nacimiento, cuando el bebé de la Edad de Piedra se enfrenta a una madre del siglo XX, el niño se ve sometido, al igual que sus padres y que los padres de sus padres, a estas fuerzas violentas llamadas amor. Estas fuerzas se encargan principalmente de destruir la mayoría de sus potencialidades, y suelen tener éxito en el empeño.»
Según el teólogo Andrew Bard Schmookler, la finalidad de esta frustración es producir rabia y sed de poder: «El poder exige mejores servidores que los seres humanos tal y como la naturaleza los creó. Las sociedades civilizadas necesitan poder y, por tanto, se ven obligadas a volver a crear al hombre. Las prácticas de socialización son los instrumentos mediante los cuales las exigencias sociales se convierten en una estructura psicológica» Esta explicación, aunque ingeniosa, parece demasiado complicada. Es más probable que la rabia y la frustración que se derivan de la práctica de la socialización sean, sencillamente, una consecuencia de la discordancia existente entre los factores biológicos y los factores culturales. A veces las prácticas culturales exigen demasiado de los seres humanos; y a veces demasiado poco. Sólo rara vez dan en el clavo.
Las tensiones generadas por el conflicto existente entre la doctrina teológica cristiana y las inclinaciones biológicas quedan reflejadas por San Pablo cuando escribe angustiado: «Me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Cuán desgraciado soy!» (Romanos 7:22-24). O como diría el poeta: ¡Qué desgracia la mía; que la cultura trate de enderezar la biología!
Al principio de este capítulo consideramos que la alienación era una consecuencia de los ambientes creados por la cultura, y después pasamos a considerar la alienación como el resultado de nuestra consciencia, una auto-consciencia que al parecer sólo posee el Homo sapiens. Los monos y los chimpancés tienen una imagen definida de sí mismos; al menos, tratan de quitarse el maquillaje que se les ha puesto en la cara en cuanto se ven en un espejo. Pero ningún animal se contempla a sí mismo y se siente triste o decepcionado. Ningún animal se obsesiona por el abismo que hay entre lo que son las cosas y lo que podrían ser. Ningún animal es consciente de que ha de morir y de qué no puede hacer nada por evitarlo. Los animales pueden estar tristes —a veces incluso sentirse completamente desgraciados—, pero ninguno siente pena de sí mismo o se preocupa por el hecho de estar triste y aislado.
En la medida en que existen determinados aspectos de la naturaleza humana que son «inalienables», cuanto menos se correspondan la cultura y la naturaleza, más tensiones se producirán, y más ajenos nos serán los productos humanos. Finalmente, una u otra se derrumbará: o cambian las culturas ofensoras, o los individuos ofendidos desarrollarán neurosis o incluso psicosis.
Los ecologistas modernos, los místicos orientales y los occidentales iluminados por las drogas han reconocido —al parecer independientemente— que los organismos y el entorno son inseparables, que la piel humana, por ejemplo, no sirve para aislarnos del resto del mundo; sino, más bien, para unirnos a él. Pero no parece que esto haya servido de mucho: el Homo sapiens sigue enajenado de su entorno artificial, de los demás seres humanos y, a veces, de sí mismo. Charles M. S. Sade, un hombre brillante y sensible, ex-enfermo mental (sin ningún parentesco con el famoso marqués), nos describe la esquizofrenia como el resultado de una profunda alienación entre el yo biológico y el ente cultural. Sade dice que el esquizofrénico:
ha decidido que él mismo, su limitada individualidad, su ego, sea todo su mundo. Generalmente se busca a sí mismo en el interior de su mente, que va ampliándose gradualmente. Es tímido, pensativo e introvertido; externamente, suele ser pasivo y dependiente. A menudo oye voces que le transmiten sutiles mensajes halagadores o condenatorios. No creo que su ego esté dividido o disuelto; de hecho, probablemente se haya magnificado con delirios de grandeza que le compensan de su verdadera pérdida: la separación real de su verdadero yo, que es ser uno con las cosas, las personas y el mundo. En la medida de lo posible, el esquizofrénico se convierte en un fragmento aislado, sólo en su mente, y a menudo se ve atormentado por el sentimiento de culpa que le causa el negarse a aceptar una realidad más amplia. Alimenta su secreto dolor y, para afirmar su yo solitario, se crea, orgulloso y desafiante, una metafísica solípstica en la que los espíritus de su mundo interno actúan en favor o en contra de él y sólo de él, y lo que percibe del mundo exterior tiene significado sólo en relación con él. Y puesto que no puede desvincularse por completo del mundo exterior, pese a todos sus intentos, ese mundo choca contra él como algo que le es completamente extraño, como algo generalmente negativo, ciego a él o totalmente opuesto a él. De esta forma, en el reducido espacio en que ha encontrado refugio, establece su reino, considerándose la persona más importante y a la vez la más perseguida Su cuerpo significa muy poco para él; es como un lastre que le agobia. Finalmente se convierte en un dios solitario y completamente impotente.
La soledad del esquizofrénico es la soledad del ser humano despojado de sus legítimos vínculos. El dios impotente está paralizado por la disparidad existente entre su ser biológico y su alienación producida por la cultura, que va unida a menudo a algún desequilibrio químico de su cerebro que, al fin, y al cabo, también es biológico.
No se sabe con certeza si la frecuencia o la gravedad de las enfermedades mentales es mayor en nuestros tiempos que en la antigüedad. Sin embargo, parece ser que en las últimas décadas ha aumentado significativamente el uso de drogas que alteran la mente, y también la preocupación de los padres, educadores y representantes de la ley que, desgraciadamente, suelen estar pésimamente informados sobre los efectos de estas drogas y los factores que inducen a su utilización. Las drogas psicodélicas ofrecen un medio de escaparse de la realidad y la sensación de acceder a experiencias sublimes. («La realidad es sólo una muleta., para la gente que no sabe andar con drogas», podía leerse en una pegatina.) Para nuestros propósitos no importa si estas experiencias son imaginarias o reales, es decir, si verdaderamente aumentan la sensibilidad y la percepción o si las aparentes revelaciones son sólo alucinaciones, percepciones imaginarias que no constituyen una verdadera visión de las realidades subyacentes. Lo importante es lo que cree quien las usa.
El consumo de marihuana, LSD y, más recientemente, de cocaína, se ha difundido extraordinariamente entre los jóvenes de las clases medias y altas. De hecho, fue precisamente su rápida difusión entre estos grupos lo que provocó una súbita preocupación social e incluso la adopción de urgentes medidas políticas. Estas drogas han conseguido una gran aceptación por la ampliación de la percepción y otras sensaciones que ofrecen. Pero no son ningún descubrimiento, ni la última maravilla para «vivir mejor gracias a la química». La marihuana y la mescalina se conocen desde hace mucho tiempo, aunque puede que nunca hayan alcanzado la popularidad y la notoriedad que tienen actualmente. Han sido redescubiertas de la noche a la mañana por una multitud cansada de llevar una vida alienada y ansiosa de experimentar las vibrantes sensaciones de una realidad de la que se sienten despojados. Las drogas son sólo el medio para llegar a este fin.
En realidad, el uso de drogas, a pesar de los posibles riesgos que pueda implicar para la salud, puede ser uno de los intentos menos peligrosos que hace nuestra sociedad para superar la alienación. Hay quienes sólo le encuentran sentido a la vida si cometen actos de violencia, especialmente asesinatos. Los crímenes por diversión y los asesinatos en serie suelen ser cometidos por personas profundamente alienadas cuyo aburrimiento psicótico les induce a buscar emociones intensas que les hagan sentir que aún están vivas. Es evidente que su comportamiento es patológico; sin embargo, sentimientos similares, aunque menos extremos, son la base de muchos aspectos de nuestro comportamiento cotidiano. Esquiar, conducir, ir en lancha o en moto a toda velocidad, no son más que formas socialmente admitidas de declarar nuestra autonomía y superioridad. Buscando emociones que impliquen riesgo, el hombre tecnológico trata de integrarse de nuevo en el mundo, de volver a sentir el pulso de la vida real, de la vida biológica.
La necesidad de sentir la vida parece ser especialmente aguda en una especie —la única, que sepamos— que es consciente de su propia muerte. La conciencia de la muerte puede añadir cierta emoción a la vida, pero también puede sumimos en la desesperación, en una profunda alienación existencial. Puede llevamos a la religión y a los cultos en un primitivo intento de alcanzar, mediante artilugios culturales, el sentimiento de seguridad y arraigamiento del que nos hemos visto privados por la conciencia de nuestra propia muerte. Si fuéramos computadores inteligentes en vez de seres humanos, puede que la conciencia de que existe la confesión, los cortocircuitos y la posibilidad de que se interrumpa el suministro de energía, nos sumieran en una angustia existencial electrónica» y a una profunda alienación de nuestro yo electrónico, con todas las desventajas y peligros que se derivan de ello. Pero somos animales inteligentes y, por tanto, condenados a ser conscientes de las limitaciones de nuestra existencia como criaturas, limitaciones que, en definitiva, son inevitables por muy trágicas que nos parezcan. Podemos elegir entre partir serenamente hacia las sombras o enfurecemos porque se acerca la oscuridad; de todos modos tendremos que partir.
En la obra de Platón Fedon, Sócrates define la sabiduría esencial de la filosofía como «ser consciente de la muerte». Pero no dijo que eso tuviera que gustamos. Por una parte, el ser conscientes puede conducirnos a una vida más plena, si no a la felicidad. Sin embargo, para una criatura biológica ser consciente significa tener un doloroso conocimiento de la propia condición, de que está limitada por su cuerpo orgánico y de que tiene que morir. La alienación esencial del ser humano, una criatura condenada a morir, es una reafirmación de nuestra ineludible biología.
Como señaló Arthur Koestler, no estamos «programados» para concebir nuestra propia muerte. Cuando un computador se enfrenta a algo para lo que no está programado...
...o queda reducido al silencio o se vuelve loco. Esto último es lo que parece haberles ocurrido, con alarmante insistencia, a los seres humanos de las más diversas culturas. Enfrentados a una conciencia que emerge del vacío pre-natal y se sumerge en la oscuridad post-mortem, sus mentes enloquecieron y poblaron el aire de los fantasmas de los muertos, de dioses, ángeles y demonios, hasta que la atmósfera quedó saturada de espíritus invisibles, en el mejor de los casos caprichosos e imprescindibles, y en su mayoría malignos y vengativos. Tenían que ser adorados, halagados y aplacados mediante complicados y crueles rituales, incluyendo los sacrificios humanos, las guerras santas y la quema de herejes.
Alienados de la realidad de nuestra vida, quitamos la vida a los demás.
Ocho años después de escribir estas palabras, el genial Koestler, con casi ochenta años y ya desahuciado, se quitó la vida.

Capítulo 13
El futuro biológico: consejos del gato de Cheshire

«El caballero sirve al caballo,
el pastor sirve al rebaño,
el mercader sirve a su bolsa,
él comensal sirve a su comida;
es el día de los bienes,
tejida que tejer y grano que moler,
todo va en la silla,
a lomos de la humanidad»
RALPH WALDO EMERSON

¿Y qué nos reserva la evolución biológica a los seres humanos, a unas criaturas tan ambivalentes? ¿Cabalgaremos a lomo de nuestra cultura o será más bien al revés? Es inconcebible que nuestra naturaleza se haga menos biológica, pero tampoco es probable que disminuya la influencia que ejerce la cultura sobre nosotros. A pesar del intento de algunas minorías de simplificar su estilo de vida, lo más probable es que se produzca un continuo aumento de los aspectos tecnológicos y abiológicos de la existencia humana. Y, por supuesto, seguiremos estando sometidos a la selección natural. Mientras haya ciertos individuos que tengan más descendientes que los demás (por las razones que sean), seguirá produciéndose la selección, y el acervo génico de la población irá cambiando dependiendo de ella.
La selección será —como de costumbre— demasiado lenta para contrarrestar la evolución cultural o armonizar con ella, y además será cada vez menos «natural». Al irse difundiendo los métodos anticonceptivos, el principal factor que determinará el éxito reproductivo será la decisión consciente de los potenciales padres. Las creencias religiosas, los criterios éticos y morales, el ambiente político y social y diversas consideraciones personales y económicas serán los factores decisivos, de forma que el éxito evolutivo de cada individuo y de cada familia no tendrá apenas base genética. Ni siquiera el éxito evolutivo de los genes tendrá mucha relación con sus características. Esta influencia consciente y ajena a la genética sobre la selección es excepcional en la historia de la evolución biológica, y sus resultados son imprescindibles.
Pero esto no es nada nuevo para nuestra especie. «No hay un momento de descanso en esta vida», observó el teólogo alemán Meister Eckhart hace casi setecientos años, «ni lo ha habido nunca para ningún hombre, por largo que fuera su camino. Por tanto, lo importante es estar dispuestos en todo momento a aceptar los dones de Dios, estar siempre preparados para sus nuevos dones.» Podemos sustituir la palabra «Dios» por «evolución» cultural; el mensaje sigue siendo el mismo. Gracias a las armas nucleares, a la contaminación del medio ambiente, al agotamiento de los recursos naturales y a la superpoblación, el futuro ya no es lo que era. Pero sigue siendo futuro.
Ya en el siglo XX, Alfred North Whitehead observó que el futuro siempre ha parecido peligroso. Tal vez sea así, pero nunca tanto como ahora.
En lo que respecta a la biología, el futuro evolutivo de la humanidad no es completamente negro ni desmoralizador. Podemos afirmar que el ser humano será portador de un número cada vez mayor de genes deletéreos (lo que le hará de algún modo «inferior») y que, por tanto, tendrá que apoyarse cada vez más en la tecnología. Sin embargo, esta perspectiva no es tan terrible ni indeseable como puede parecer. Refleja, sencillamente, nuestra creciente habilidad en el arte de curar. Por ejemplo, hace tan sólo un siglo, los diabéticos no tenían muchas esperanzas; en cambio hoy, con la ayuda artificial de la insulina, pueden llevar una vida prácticamente normal. Sin un tratamiento médico, los diabéticos tenían muchas menos probabilidades que las personas sanas de dejar descendencia; con un tratamiento adecuado, puede que no haya diferencia entre sus índices reproductivos.
Puesto que la diabetes es una enfermedad que tiene una base génica, es de prever que aumente la frecuencia de los genes asociados a ella, puesto que la presión que ejercía la selección natural contra ellos ha disminuido gracias a una importante práctica cultural. Pero el incremento de la diabetes no es ninguna catástrofe, puesto que disponemos de medios para controlar esta enfermedad; entre los diabéticos y sus parientes nadie pone en duda los méritos de las inyecciones de insulina (Tal vez pronto dispongamos también de la tecnología necesaria para realizar trasplantes de páncreas). Desde el punto de vista ético no tenemos elección: debemos continuar realizando este tipo de avances culturales, aunque esto suponga que la humanidad se vea obligada a subir cada vez más por la pirámide resbaladiza de la dependencia de la evolución cultural. A menudo resulta más fácil seguir subiendo que tratar de bajar.
Entre nuestras características biológicas, la vista es un buen ejemplo de la modificación de la selección natural por la evolución cultural. Tener buena vista debió ser extremadamente importante para nuestros antepasados, como lo sigue siendo para los pueblos no-tecnológicos. Evidentemente es muy conveniente localizar a una presa a distancia, idealmente, antes de que la presa pueda vemos a nosotros, y divisar desde lejos a los posibles predadores. Los individuos que tuvieran una fuerte miopía estarían en desventaja frente a la selección y, por tanto, en una población que siguiera una evolución puramente biológica, la selección natural favorecería aquellas combinaciones génicas que determinaran una buena vista. Pero, gracias a la habilidad de los ópticos, cualquier persona que disponga de medios puede conseguir una visión perfecta, y tener las mismas oportunidades de sobrevivir y reproducirse que los demás, a pesar de su configuración génica. La cultura compensa los cambios evolutivos. E incluso aunque no fuera capaz de corregir artificialmente las deficiencias de la vista, la cultura tiene otros aspectos que han hecho que la agudeza visual sea cada vez menos importante Aparte del riesgo, cada día mayor, de ser atropellada por un coche o de caerse en algún agujero o alcantarilla, una persona que traiga una vista deficiente probablemente no encontrará dificultades para reproducirse.
La mayoría de los seres humanos del mundo pueden satisfacer sus necesidades vitales y reproducirse. Las personas «superiores», afortunadas o, simplemente, despiadadas, pueden procurarse más comodidades, lujos y satisfacciones, pero —al menos en América— no es probable que deseen tener familia numerosa. De hecho, ocurre más bien lo contrario. No estamos cuestionando el derecho de las personas a tener hijos; como todos los demás derechos, está garantizado por la sociedad y, presumiblemente, repercute en beneficio de toda la sociedad. Sin embargo, nuestra cultura está violentando los fundamentos de nuestra evolución biológica, y deberíamos estar preparados a afrontar las consecuencias o, mejor dicho, a afrontar el hecho de que habrá consecuencias aunque seamos incapaces de preverlas.
Llevamos practicando la selección artificial desde hace miles de años, desde mucho antes de descubrir y comprender los fundamentos genéticos de su funcionamiento. Así, por ejemplo, hemos creado distintas razas de perros seleccionados a los individuos que poseían las características que deseábamos, apareándolos entre sí e impidiendo que pudieran cruzarse con otros. Entrometiéndonos entre nuestros animales domésticos y la selección natural, hemos conseguido producir formas tan diferentes como el chihuahua y el San Bernardo. Todos los animales domésticos, desde la vaca hasta las gallinas, difieren enormemente de sus parientes salvajes, sobre los que ha actuado únicamente la evolución biológica. Casi todas las especies vegetales que cultivamos son igualmente el resultado de una selección artificial, mediante la cual hemos conseguido «diseñan especies de mayor rendimiento, mayor resistencia a las enfermedades, etc. Por tanto, la selección artificial no tiene nada de nuevo; en lo que se refiere a la evolución biológica, el Homo sapiens tiene la costumbre de jugar a ser Dios.
Sin embargo, aunque nuestras plantas y animales domésticos son «mejores» (para nuestros propósitos) que sus parientes salvajes, suelen ser inferiores en competición directa. Comparemos, por ejemplo, el cerdo doméstico con su probable antepasado el jabalí. En relación con el jabalí, el cerdo tiene los sentidos atrofiados: la visión, el olfato y el oído no tienen ningún valor selectivo en una pocilga, mientras que son sumamente importantes para el jabalí salvaje, un animal dinámico despierto y vigoroso. El cerdo es lento de movimientos y perezoso, lo que constituye una ventaja selectiva para el granjero, que prefiere que sus animales ganen peso y no malgasten un montón de calorías corriendo por ahí. El contraste entre el animal doméstico y el salvaje es realmente llamativo.
Puede que exista un paralelismo entre los cambios evolutivos que ha provocado la domesticación y los cambios evolutivos que está produciendo en nosotros la civilización. En ambos casos, determinadas entidades biológicas han sido liberadas de la «poda» rigurosa de la selección natural. Los seres humanos nos hemos convertido en «jardineros», y en nuestro jardín también nos cultivamos a nosotros mismos.
En una famosa caricatura se representa al ser humano del futuro con una cabeza enorme y un cuerpo desproporcionadamente enclenque. Esta idea responde a una interpretación errónea basada, probablemente, en una concepción inconscientemente lamarckiana Según Lamarck, las características que se adquieren durante la vida son transmitidas a los descendientes. Según esto, puesto que cada vez utilizamos más nuestro cerebro —reflejando el desarrollo acelerado de nuestra evolución cultural—, nuestros descendientes nacerán con la cabeza cada vez más grande. Sin embargo, para que esto fuera posible, nuestros sesos (como nuestros músculos) tendrían que ir aumentando de tamaño con el uso y, además, un cerebro grande tendría que ser una ventaja selectiva, como lo fue en un principio, cuando se inició nuestro desarrollo cultural. En otras palabras, para que la evolución siguiera ese camino, las personas más inteligentes deberían tener más hijos que las personas menos inteligentes.
Como hemos comentado anteriormente, hay razones para creer que, si acaso, puede que esté ocurriendo todo lo contrario, puesto que la cultura ha hecho que todos tengamos las mismas oportunidades de contribuir al patrimonio génico de la especie, independientemente de las cualidades biológicas de cada uno. Incluso existe la posibilidad de que la evolución cultural pueda invertir nuestra antigua tendencia biológica al aumento del tamaño del cerebro. Los individuos más inteligentes tienen más acceso a los anticonceptivos, comprenden mejor la importancia de su utilización y, por tanto, es muy probable que tengan menos descendientes.
En realidad deberíamos abstenemos de calificar de «superiores» o «inferiores» a los individuos en este sentido, puesto que para la evolución biológica estos términos sólo indican la capacidad de producir descendientes que, a su vez, transmitan nuestros genes. Por lo que a la evolución respecta, bien puede ser que los individuos menos inteligentes sean superiores. La diferencia entre los valores biológicos y los valores culturales queda subrayada por el hecho de que Leonardo da Vinci, Newton, Beethoven, George Washington y Jesucristo fueron fracasos para la selección natural, puesto que ninguno de ellos tuvo descendientes.
Pero las perspectivas no están nada claras. Aunque no es aventurado afirmar que el tamaño de la familia es inversamente proporcional al nivel socioeconómico —los más ricos suelen tener menos hijos— prácticamente no hay pruebas de que exista una correlación entre el nivel socioeconómico y la inteligencia de las personas, además, las tendencias demográficas son bastante variables. El mito de los Kennedy puso de moda las familias numerosas, la toma de conciencia ecológica ha tenido el efecto opuesto; nadie sabe lo que puede ocurrir a continuación. Tampoco está demostrado que el tamaño del cerebro esté estrechamente relacionado con la inteligencia. Albert Einstein tenía un cerebro extraordinariamente pequeño.
Aunque las presiones selectivas que actúan sobre la población humana han cambiado durante el transcurso de la evolución cultural —de forma que la selección cada vez se basa menos en las cualidades biológicas tradicionales—, la selección natural sigue funcionando, sólo que ha cambiado su marco de operaciones. Dentro de mil años (o quizá de cien) la evolución biológica podrá estar seleccionando según la capacidad de resistencia a las nuevas presiones a que se halle sometida la especie humana. Al igual que el uso del DDT contribuyó a la selección de las moscas más resistentes matando a las más vulnerables, puede que la creciente contaminación del aire y de las aguas contribuyan a que se seleccionen las personas que tengan una resistencia innata a los factores contaminantes. Del mismo modo que el descubrimiento de la insulina ha disminuido la presión de la selección contra la diabetes, puede que un aumento de la contaminación atmosférica contribuya a la selección de una mayor resistencia del aparato respiratorio, eliminando a las personas con tendencia a desarrollar un enfisema o un cáncer de pulmón. (Se dice que en Nueva York sólo hay buenos conductores; los malos han muerto ya.)
Cuando un organismo es situado en un ambiente contaminado, la selección favorece a aquellos individuos que pueden vivir y reproducirse a pesar de todo. Tal vez los seres humanos del futuro sean criaturas capaces de vivir y reproducirse a pesar de su nuevo medio interno con plomo en la sangre, mercurio en el cerebro, estroncio-90 en los huesos y difenilos policlorados en la grasa. Aparte de esto, la evolución cultural está provocando toda una serie de cambios sutiles en el medio ambiente que puedan ejercer nuevas presiones selectivas sobre el Homo sapiens del futuro. Nuestros sucesores tendrán que ser capaces de aguantar un alto nivel de ruido, él hacinamiento, el ritmo de vida y las tensiones que les imponga la vida tecnológica del futuro.
Aunque este análisis pueda parecer correcto desde el punto de vista lógico, es igualmente posible que no lo sea. Estamos hablando de muchos años y de muchas generaciones. Dado el actual ritmo de la evolución cultural, nadie puede predecir cómo será el entorno humano dentro de una generación, y menos aún dentro de los cientos de generaciones que se requieren para que tenga lugar un cambio biológico sustancial. Los agentes contaminantes y los ambientes sociales actuales pueden haber desaparecido por completo dentro de un siglo, y haber sido sustituidos por otras condiciones generadas por la cultura. En la naturaleza los organismos terminan por alcanzar un equilibrio con su entorno, siempre que el entorno permanezca más o menos constante. Pero si el medio ambiente no mantiene unas características constantes, es muy difícil que los seres vivos puedan adaptarse a él. Y esto es lo que puede pasamos a nosotros.
Es curioso lo satisfactorio que resulta imaginar un futuro en el que la evolución biológica nos haya puesto en armonía con los productos de nuestra cultura. Pero esto no es nada probable. No sólo la cultura seguirá sacando ventaja a la biología, sino que además nuestra audacia y nuestra capacidad de adaptación a corto plazo serán un obstáculo para lograr una adaptación biológica duradera. Por lo general, la selección natural se ocupa de un organismo sólo hasta que se ha reproducido. Por eso la mayoría de los seres vivos no viven mucho tiempo después de haber criado: una vez producido descendientes, los han cuidado y alimentado hasta que pueden emanciparse, la evolución deja de interesarse por ellos. Las mutaciones deletéreas son eliminadas por la selección si se expresan de un modo que interfiere con la «aptitud» del organismo: una vez que los genes han sido puestos en circulación, el destino de los progenitores importa relativamente poco, tan poco como le importa al diseñador de cohetes el destino del motor propulsor una vez que el satélite ha entrado en órbita.
Los seres humanos —y posiblemente también las ballenas, los elefantes y algunos primates— somos excepcionales, porque disfrutamos de una vida post-reproductiva bastante prolongada. Esto puede ser debido a que entre los anímales para los que es importante el aprendizaje y la capacidad de juicio, la experiencia de los individuos más viejos es una ventaja selectiva. Sin embargo, con la invención de la escritura, la imprenta, el microfilm y los sistemas de procesamiento de datos, el valor social de las personas mayores y experimentadas parece haber ido disminuyendo progresivamente. Si el ritmo de los cambios culturales sigue acelerándose, haciendo que la experiencia sea algo perjudicial por estar basada en tiempos pasados en los que las cosas eran diferentes, es lógico que esta tendencia se acelere también. (Vale la pena resaltar que este posible cambio en la utilidad de nuestros mayores afecta más al campo tecnológico que a otros aspectos culturales como la religión, la diplomacia, la historia, etc. Pero incluso en el campo de la tecnología la aportación de los ancianos puede ser de especial valor, porque, basándose en los acontecimientos que han vivido, pueden ayudarnos a comprender que los nuevos avances se han logrado gracias a las experiencias previas, o que puede que estemos, simplemente, reinventando la rueda, y/o que todo progreso puede encerrar sus peligros por muy prometedor qué parezca.)
En cualquier caso, para que la selección natural consiga adaptar biológicamente a la población humana a su cultura, nuestros nuevos entornos tendrían que influir de algún modo sobre nuestro rendimiento reproductivo. Esto, en sí; ya parece poco probable, puesto que somos lo bastante fuertes como para soportar los trastornos y enfermedades que produce la cultura sin que nos afecten gravemente hasta una edad mediana o avanzada. Así pues, aunque el envenenamiento por contaminación con mercurio o plomo puede afectar también a los niños, la mayoría de las tensiones que provoca la evolución cultural tienen como resultado las denominadas enfermedades degenerativas, que no tienen mucha repercusión sobre la reproducción. Enfermedades que tienen cada vez más incidencia en nuestra sociedad, como las enfermedades de corazón, el enfisema o el cáncer, parecen estar causadas por una acumulación de «agresiones» que recibimos de nuestro entorno, como el estrés, la ansiedad y toda una gama de situaciones, sustancias y productos químicos irritantes y peligrosos. Puesto que estos males no suelen afectarnos hasta que ya nos hemos reproducido, no es probable que las personas que tengan más resistencia sean las que dejen más descendientes. Por tanto, tampoco es probable que lleguemos a desarrollar una mayor resistencia, ni siquiera en el caso de que disminuya drásticamente el ritmo de los cambios culturales.
Pero aunque la evolución no se preocupe de la creciente importancia de las enfermedades degenerativas, nosotros sí deberíamos preocupamos. Uno de los aspectos más elevados de nuestra evolución mental es que hemos desarrollado una profunda sensibilidad hacia las desgracias y los sufrimientos de los demás. Tal vez esto sea una consecuencia de la selección de parientes o de la reciprocidad, o tal vez sea una creación puramente cultural. En cualquier caso, tenemos motivos para preocupamos por lo que les pasa a los demás, aunque sólo sea porque nos es fácil ponemos en su lugar; y esta capacidad de prever el futuro constituye, en si otro de los atributos exclusivamente humanos. No obstante, debido a que las enfermedades degenerativas, por su naturaleza, se desarrollan muy lentamente, la sociedad no las suele asociara los factores ambientales que las producen. Lo que hace aún más difícil la solución del problema.
Entre las enfermedades degenerativas, las más graves son probablemente las enfermedades de corazón; en Estados Unidos han alcanzado proporciones casi epidémicas. Este ejemplo es especialmente interesante porque está relacionado con el cuerpo enclenque de nuestro sesudo estereotipo, y porque nos proporciona además uno de los más claros ejemplos del conflicto existente entre la evolución cultural y la biológica. La alarmante incidencia de las enfermedades cardiacas es básicamente el resultado de la combinación de cuatro factores: el estrés, los hábitos dietéticos, la falta de ejercicio y el consumo de determinadas drogas, especialmente de tabaco y alcohol. Los cuatro presentan importantes aspectos bioculturales. Puesto que ya hemos considerado la probable contribución de la evolución cultural al estrés, pasemos a considerar los tres restantes factores.
No hay duda de que el exceso de peso es perjudicial para el corazón. Nuestros hábitos alimenticios dejan mucho que desear. Al parecer nos gustan los alimentos que no nos sientan bien, pero ¿por qué?
He aquí una posible explicación:
Probablemente nuestros antepasados comían mucha fruta. Los primates actuales siguen haciéndolo. La fruta es muy nutritiva y tiene un alto contenido de azúcar. Por tanto, el gusto por tales alimentos debió de convertirse en una ventaja selectiva para los primates, de forma que la afición a los dulces pasó a ser parte de nuestro temperamento biológico; es decir, que los individuos que mostraban tales preferencias dejaban más descendientes. Al ir progresando nuestra evolución cultural, los seres humanos empezamos a crear nuestros propios métodos culinarios, y dejamos de conformamos con lo que nos ofrecía la naturaleza. Comenzamos a preparar nuestros alimentos y, dada nuestra afición de primates a los dulces, aprendimos a elaborar una extensa gama de tentadoras golosinas que contenían azúcar, hidratos de carbono y poco más. La evolución cultural humana había tomado un rasgo biológico básicamente adaptativo y lo habla convertido en un vicio; para nuestro placer inmediato, pero en detrimento de nuestra salud a la larga. Al igual que nuestra debilidad por los rasgos infantiles exagerados y por las mujeres de grandes pechos rellenos de silicona, nuestra afición a los dulces es otro desencadenante supernormal explotado por la cultura, una especie de hiperextensión cultural que ha beneficiado enormemente a las confiterías, a las funerarias y, últimamente, también a los gimnasios. [19]
Parece «natural» que nos gusten los dulces y, de hecho, lo es, al igual que es natural que a los mapaches les gusten los crustáceos o que al oso hormiguero le encanten las hormigas. Nuestra debilidad por el sabor del azúcar está basada en su presencia en los alimentos que se encontraban en nuestro entorno original. Es interesante observar que el acetato de plomo también tiene un sabor dulce, aunque es un veneno mortal. Sin embargo, este compuesto no se encuentra normalmente en nuestro medio ambiente, ni nunca estuvo presente, al menos no en abundancia. De no haber sido así, hubiéramos desarrollado la capacidad de distinguir su sabor del sabor del azúcar, o nos hubiéramos extinguido hace mucho tiempo.
Además de nuestra afición por los dulces, también sentimos debilidad por las comidas «sabrosas», ricas en colesterol. Esto puede ser otro, ejemplo de desencadenante supernormal e hiperextensión cultural, debido esta vez a la dieta carnívora de nuestros antepasados australopitecos. Los animales salvajes suelen ser bastante magros, y la grasa animal —debido a su alto valor energético— debía de ser muy apreciada entre los cazadores primitivos, como lo sigue siendo entre los pueblos no-tecnológicos. En cambio, nuestros animales domésticos producen enormes cantidades de grasa, y las industrias cárnicas nos ofrecen productos ricos en grasas que tienen gran aceptación. A menos que la toma de conciencia de los peligros del colesterol nos lo impida, seguiremos atiborrándonos hasta atascar fatalmente nuestras arterias.
La falta de ejercicio es otro de los factores responsables de la elevada incidencia de las enfermedades cardiacas. Para comprender su importancia tendremos que volver de nuevo a la sabana africana. El mundo en el que se desarrollaron los seres humanos no tenía nada de intelectual. Teníamos que correr para escapar de nuestros enemigos y para atrapar nuestras presas, y nos veíamos obligados a recorrer grandes distancias a píe para volver a nuestros refugios. Nuestra fisiología y anatomía, y especialmente el sistema circulatorio, evolucionaron de acuerdo con estas necesidades, puesto que existía un fuerte estímulo que fomentaba su desarrollo y su mantenimiento. Pero que el ejercicio sea saludable no quiere decir que tenga que gustamos.
Una de las mayores conquistas de nuestra evolución cultural ha sido la sustitución del esfuerzo humano por el trabajo de las máquinas. El transporte, sobre todo, ha experimentado cambios revolucionarios, hasta el punto de que, aunque a un aborigen australiano pueda parecerle normal caminar 30 km al día, al americano medio le horrorizaría el hecho de tener que recorrer 2 km a pie. Casi siempre viajamos sentados, y nuestros electrocardiogramas así lo reflejan.
Pero si desarrollamos nuestra afición a los dulces porque eran buenos para nosotros, ¿por qué no hemos desarrollado una afición natural por el ejercido físico, que es igualmente beneficioso? Tal vez porque el ejercido físico era algo inevitable —no como las frutas maduras— para nuestros antepasados y, por tanto, no era necesario generar una predisposición hacia él. Es más, para los primitivos homínidos era claramente ventajoso tomar atajos y cooperar o servirse de las herramientas para ahorrar energía siempre que fuera posible. Puede ser, por tanto, que junto a la necesidad de hacer ejercicio, hayamos desarrollado cierta tendencia a la holgazanería.
Finalmente, ¿qué se puede decir del tabaco y del alcohol? Los seres humanos son animales sedientos de estímulos, y no sólo de estímulos visuales y mentales, sino también de cosas que comer, beber y aspirar. Incluso actualmente, la mejor forma de alimentamos es hacer una alimentación variada. Poseemos una fuerte tendencia —aunque a veces más bien parece que estamos poseídos por ella— a estimular nuestro gusto, nuestro olfato y otros sentidos con sensaciones fuertes, como las que nos proporcionan el tabaco, el alcohol y las especias. A menudo se olvida que antes de 1492 la mayor parte de la humanidad no sabía lo que era fumar tabaco, y que lo que podríamos llamar «la venganza del Piel Roja» ha llegado a ser espectacular, si no completa: es casi seguro que cualquiera que haya sido él número de nativos americanos asesinados directamente por los invasores caucasianos o indirectamente por el alcohol, muchos más caucasianos han muerto posteriormente por culpa del tabaco [20].
En cierta ocasión Freud describió a la especie humana como «un dios protésico». Y, puesto que nuestra cultura se encarga de hiperextender estas prótesis, hemos llegado a utilizar nuestros miembros artificiales con gran eficacia. Pero, a diferencia de los dioses, los seres humanos sufrimos crisis nerviosas, nos volvemos barrigudos, fláccidos, arterioscleróticos, hipertensos, y fumamos y bebemos demasiado.
Si la evolución biológica se produjera por la transmisión hereditaria de características adquiridas, el Homo del futuro sería sin duda el hombrecillo cabezudo y enclenque de nuestra caricatura. Sin embargo, hasta ahora no hay pruebas de que las personas débiles tengan más descendientes que las robustas; por tanto, puede decirse que es improbable que se produzca una evolución de este tipo por selección natural. Lo único que podemos afirmar es que aunque nuestra cultura está teniendo sin duda una enorme influencia sobre nuestra biología, es prácticamente imposible predecir cómo será el futuro, ni cómo seremos nosotros en el futuro.
La diversidad génica es esencial para la evolución biológica y la supervivencia de los sistemas ecológicos. Cuando un nuevo entorno hace que una especie se enfrente a una nueva situación, la selección natural elige las características más adecuadas de entre la variedad existente. Cuanto más diversidad exista, más probabilidades habrá de que se dé una buena adaptación y menor será el peligro de extinción. Sin embargo, la evolución cultural parece estar reduciendo drásticamente la diversidad biológica y cultural y, por tanto, poniendo en peligro nuestro futuro como especie.
En los últimos siglos se ha dado un proceso de homogeneización cultural, de forma que las diversas sociedades humanas —generalmente «primitivas» desde el punto de vista tecnológico— han ido desapareciendo al ser sustituidas por imitaciones de la cultura occidental. Visitemos cualquier gran ciudad del mundo: el idioma puede variar de un sitio a otro, pero el estilo de vida es esencialmente el mismo. La gente se viste igual en Nairobi que en Bogotá, Nueva York, Tokio o Bruselas. Cuando una cultura humana desaparece se pierde para siempre, casi como si se tratara de una especie extinguida.
Los monocultivos no son estables y están a la merced de los cambios del medio ambiente. Pueden ir estupendamente durante un tiempo, mientras reciban suficientes cuidados por parte del hombre, pero cuando aparece una plaga —como la roya, por ejemplo— puede perderse toda la cosecha. Si todas las plantas de maíz son de la misma simiente, como ocurre frecuentemente en la moderna «agricultura científica», no existirá una diversidad génica ni una reserva de individuos resistentes. Además, los sistemas que presentan una saludable diversidad tienen un efecto amortiguador sobre las perturbaciones, mediante una especie de sistema de realimentación negativa. Las epidemias, por ejemplo, no pueden difundirse fácilmente si los individuos vulnerables están rodeados por otros resistentes. El paralelismo que puede establecerse con las sociedades humanas no es una mera analogía.
En las comunidades naturales cada organismo puede producir descendentes, de forma que tanto los individuos como las especies se van renovando secuencialmente. Pensemos en las hojas de un bosque caducifolio durante el otoño: cada una de ellas cae independientemente y es reemplazada después. Por supuesto, existen relaciones y conexiones fundamentales, pero el margen de independencia es suficiente para que la caída de una hoja no suponga un desastre para todas las demás. Sin embargo, con el advenimiento de la moderna cultura mundial, no sólo se está produciendo una homogeneización sino también una tendencia a la convergencia, como si el destino de todas las hojas del bosque dependiera de la suerte de un solo árbol. Todos los lugares del mundo están estrechamente «conectados»: lo que ocurre en un sitio afecta a otros muchos. Hace mil quinientos años, las intrigas palaciegas de los Incas no tenían la más mínima repercusión sobre lo que estuviera ocurriendo simultáneamente en Roma. En cambio ahora, cuando Beirut, Moscú o Tokio estornudan, hay alguien al otro lado del globo que se apresura a decir «¡Salud!».
Las diferentes sociedades humanas tienen diferentes necesidades, diferentes formas de sobrevivir y diferentes recursos para enfrentarse a las realidades de la vida. Si existiera una única «cultura mundial», nuestras formas de «ganamos la vida» serían bastante limitadas. Si desapareciera la diversidad, todos seríamos igualmente vulnerables a las perturbaciones ambientales, por ejemplo, a las epidemias o al agotamiento de los recursos naturales. Es más, al ir extinguiéndose las culturas locales y ser sustituidas por una cultura occidental altamente tecnificada, todos los pueblos del mundo se están haciendo cada vez más dependientes de una compleja superestructura tecnológica. Esto puede suponer una mejora temporal del nivel de vida, pero su coste es muy elevado y sus consecuencias peligrosas, no sólo por la belleza que tiene la diversidad humana, sino también porque conduce a la explotación del medio ambiente, a la alienación, al agotamiento de los recursos naturales y a una pérdida de flexibilidad y adaptabilidad social.
A parte de la inseguridad personal y a la sensación de desarraigo que se derivan de la pérdida de la identidad cultural, este súbito cambio suele transformar la armonía con el medio ambiente en antagonismo e inadaptación. Es más, una dependencia excesiva de una tecnología sofisticada a nivel mundial deja a la especie humana a merced de los posibles fallos de esta tecnología [21]. Pensemos en el esquimal que, habiendo sustituido sus trineos tirados por perros por trineos motorizados, se encuentra de pronto con que, por una razón u otra, no es posible conseguir combustible ni piezas de repuesto. El trineo tirado por perros sólo requería lo que el entorno natural le proporcionaba: madera y tendones para el trineo y pescado o carne de caribú para alimentar a los perros.
Dadas las características de su cultura, los representantes de la especie humana en el Ártico podrían sobrevivir a toda una serie de cataclismos, tal vez incluso al holocausto nuclear. Pero al hacernos dependientes de una sola cultura, el destino de toda la especie está en manos de unos pocos. Sin embargo, la humanidad se compone todavía de diversos pueblos que viven de diferentes formas y en entornos tan distintos como los desiertos, las selvas tropicales, las costas, las zonas montañosas o el Ártico. Si el hombre de Neanderthal nuclear está entre nosotros o dentro de nosotros, aún hay posibilidades de que al menos algunos de nosotros podamos vivir una larga historia evolutiva. Pero al sustituir nuestras diversas culturas por una monocultura homogeneizada estamos poniendo todos los huevos en el mismo cesto; un cesto muy frágil, por cierto.
Los peligros que entraña la reducción de la diversidad humana van más allá de la destrucción de las culturas indígenas. Se extienden también hasta el nivel génico más fundamental de las características biológicas. Cada raza humana posee ciertas combinaciones génicas distintivas, algunas de las cuales son responsables de las diferencias externas que observamos. Aunque no se puede establecer una comparación cualitativa entre las diferentes razas, parece probable que cada raza esté mejor adaptada que ninguna otra a su entorno particular, debido a que —al menos en el pasado— la selección natural ha ido adaptando a los habitantes de cada región a las condiciones locales. Suele ser difícil comprender las ventajas que supone cada característica, pero la piel negra de los africanos es probablemente una adaptación cuya finalidad es evitar las quemaduras solares y favorecer la irradiación del exceso de calor, mientras que la piel pálida de los escandinavos puede ser la adaptación opuesta, ya que permite a los habitantes de las zonas frías aprovechar al máximo los escasos rayos solares. Del mismo modo, el cuerpo pequeño y rechoncho de los esquimales es adecuado para conservar el calor en su gélido entorno, mientras que el cuerpo esbelto de los zulús es adecuado para irradiarlo.
Las poblaciones humanas aisladas suelen presentar diferencias en la frecuencia de los grupos sanguíneos y en la resistencia a las enfermedades. Los indios americanos y los esquimales fueron diezmados por la neumonía y la tuberculosis porque apenas tenían defensas contra estas enfermedades. Algo parecido les ocurrió a los hawaianos con el sarampión, una enfermedad que rara vez era letal para los misioneros occidentales que la trajeron al Nuevo Mundo junto con el Evangelio. Cuando Charles Darwin realizó su famoso viaje alrededor del mundo, recogiendo gran parte de los datos que utilizaría posteriormente para apoyar su teoría de la evolución por selección natural, también visitó el archipiélago de Tierra del Fuego. Estas islas desoladas y azotadas por las tormentas en el extremo sur de Sudamérica, son un entorno bastante inhóspito para los seres humanos. Sin embargo, estaban habitadas por dos tribus, los Onas y los Yaghans, que vivían sencillamente de la caza, de la pesca y de la recolección, completamente aislados del mundo «civilizado» del siglo XIX. Posteriormente, ambas tribus fueron civilizadas hasta la extinción.
A las personas implacablemente objetivas, con tanta sensibilidad como conocimientos sobre la evolución, este desenlace puede parecerles un final feliz, puesto que contribuye a «mejorar» la especie. Pero, en realidad, se trata más bien de lo contrario. Aunque hasta ahora hemos considerado la extinción local como la eliminación de los «no-aptos» (por ejemplo, la desaparición de pueblos sin defensas contra ciertas enfermedades), estos pueblos pudieron haber poseído varios atributos génicos exclusivos. Por tanto, es posible que la humanidad haya perdido características potencialmente «deseables» con la desaparición de sus portadores. Los Onas y los Yaghans tenían una resistencia casi sobrehumana al frío y a las privaciones que les permitía vivir casi desnudos a temperaturas por debajo de los cero grados y expuestos a continuas ventiscas y tormentas de aguanieve. Nunca llegaremos a saber cómo se las arreglaban.
Aunque sea una lástima que se pierdan ciertas características humanas, como la resistencia al frío de los antiguos habitantes de Tierra del Fuego, hay otros vestigios de nuestra biología que resultan mucho menos atractivos. La anemia falciforme, por ejemplo, es una grave enfermedad que se transmite genéticamente y que afecta a los negros americanos y africanos. Está causada por una «dosis doble» de un gen bastante corriente en el Oeste del África ecuatorial (entre otras partes), lugar de origen de la mayor parte de la población negra americana. Esta enfermedad produce una malformación en las células de la sangre (forma de hoz), lo que obstruye los capilares causando fuertes dolores y debilidad a quienes la padecen, y dificultando el transporte del oxígeno a los tejidos del cuerpo. Teniendo en cuenta la gravedad de esta enfermedad, sería de esperar que la selección natural la hubiera eliminado hace mucho del acervo génico africano. Pero el gen responsable ha prosperado, llegando a alcanzar a veces una frecuencia del cuarenta por ciento. Esto se debe a que una «dosis sencilla» de este gen hace a sus portadores parcialmente inmunes a la malaria, enfermedad bastante frecuente en las regiones en donde abunda el gen responsable de la anemia falciforme. Por eso, pese a sus desventajas en dosis doble, las ventajas que presente en dosis sencilla han sido suficientes para que la selección no lo eliminara. Pero cuando la malaria ha sido eliminada, se dispone de tratamientos preventivos adecuados, o las personas afectadas viven en otras regiones, no hay «circunstancias atenuantes» para la anemia falciforme. No hay razones éticas para salvar este gen. Pero sirva el ejemplo para dejar claro que en la naturaleza hay pocas cosas que sean completamente buenas o completamente malas.
«Por favor, ¿puedes decirme qué camino debo tomar?», pregunta Alicia, perdida en el País de las Maravillas, al gato de Cheshire
—Eso depende de adónde quieras ir —dijo el gato.
—La verdad es que me da igual. —dijo Alicia.
—Entonces no importa qué camino tomes... —dijo el gato.
—...siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia a modo de explicación.
—Oh, de eso puedes estar segura, —dijo el gato— si andas lo suficiente.
Es «natural» que una especie que posee una cultura bien desarrollada intente forzar su biología; seria antinatural que no lo hiciera. El científico británico Dennis Gabor sugirió en una ocasión que nuestra tarea es inventar el futuro. Y de un modo u otro, como dice el gato de Cheshire, seguro que lo conseguiremos. Puede que no sepamos quién va en la silla ni adónde vamos exactamente, pero está claro que estamos en camino.

Capítulo 14
El futuro cultural: Ned Ludd contra las tres caras de Fausto

«Hay muchas ilusiones que han encorsetado la civilización,
la han sometido a un orden y dado una apariencia de paz,
pero la vida del hombre es pensamiento
y, pese a su terror, el hombre
no puede dejar de buscar, siglo tras siglo,
de buscar, enfurecerse y desarraigarse para poder
penetrar en la desolación de la realidad»
W. B. YEATS

En 1779 vivía en la aldea británica de Leicestershire un bobalicón llamado Ned Ludd. Como suele ocurrir en estos casos, los chicos del pueblo se divertían burlándose del joven Ned. Un día, persiguiendo a uno de estos chicos, Ned entró a una casa en donde había dos telares mecánicos de reciente invención para la confección de calcetines. Al no encontrar al muchacho, Ned descargó su rabia destrozando las máquinas. A partir de entonces, cada vez que se rompía una máquina en Leicestershire, le echaban la culpa a Ned Ludd. Pasaron varias décadas y hacia finales de 1811 la guerra contra Napoleón vino a empeorar la ya difícil situación de una Inglaterra recién industrializada. Bandas de amotinados recorrían Nottingham y los distritos vecinos destrozando la maquinaria de los centros industriales de Yorkshire, Lancashire, Derbyshire y Leicestershire, capitaneados por un tal «General Ludd», que bien pudo ser simplemente un mito.
Sea como fuere, los «ludditas» consiguieron enfurecer a las autoridades y atemorizar a los nuevos barones de la Revolución industrial. Pero también ellos actuaban movidos por la ira y el miedo: la ira que despertaba la Revolución industrial que estaba acabando con la industria doméstica, y el miedo a que aumentara el desempleo a consecuencia de la mecanización y a que los pocos «afortunados» que pudieran trabajar tuvieran que aceptar unas condiciones infrahumanas. La rebelión de los ludditas fue duramente reprimida. Sin embargo, tras la derrota de Napoleón en Waterloo, Inglaterra sufrió una depresión económica, y en 1816 volvió a resurgir la rebelión, afectando esta vez a toda Inglaterra, aunque finalmente también fue sofocada.
Aunque los ludditas pueden despertar nuestras simpatías, es evidente que no ganaremos nada destruyendo la maquinaría, ya se interprete este término en su sentido literal o como «maquinaria social». Por otra parte, también es cierto que ni todas las innovaciones y tecnologías son buenas, ni todas nuestras creaciones culturales son dignas de respeto y admiración. Algunas son muy criticables, otras (como las armas nucleares) deberían ser desmanteladas y eliminadas, y otras (como las vacunas, los anticonceptivos o la alfabetización) deberían ser apoyadas y difundidas. El Homo sapiens está en un aprieto, atrapado en la red de sus propias creaciones culturales, y el dilema exige una solución digna de nuestro «apellido» (sapiens), no un arrebato de furia propio del joven Ludd.
A diferencia de Rousseau, no tenemos razones para ensalzar al «buen salvaje», que probablemente no era tan bueno. Tampoco podemos retirarnos, como Thoreau, a Walden Pond (que, dicho sea de paso, se ha convertido en lugar turístico). Estamos obligados a vivir nuestra existencia de animales culturales del mejor modo posible. Pero, al igual que no podemos negar nuestra biología, tampoco podemos negar que tenemos una predisposición biológica hacia la cultura, ni el hecho de que nunca seremos capaces de prescindir de nuestra evolución cultural.
Sin embargo, teniendo una visión clara de lo que queremos para nosotros y para nuestro planeta, tal vez podamos andar con más cuidado y, aunque tropecemos de vez en cuando, mantenernos sobre terreno firme. Paul Valéry refleja la perplejidad, el cinismo y la desorientación de su generación tras la Primera Guerra Mundial cuando escribe: «Tenemos vagas esperanzas y temores precisos; nuestros miedos están mucho más claros que nuestras esperanzas.» Al tratar de reconciliar a la liebre con la tortuga, uno de los desafíos es la dificultad de alentar esperanzas tan precisas —y, por tanto, tan realizables— como nuestros miedos. Con una buena dosis de toma de conciencia cultural es posible que podamos superarnos, valorar nuestra situación y sus causas, y tomar la determinación de seguir adelante con una visión clara de lo que somos y de nuestros problemas y necesidades. Podemos evaluar nuestra inventiva cultural a la luz de nuestra biología y de nuestra exclusiva percepción ética, y hacer el propósito de no volver a confundir cambio con progreso. Al fin y al cabo, es tan absurdo empeñamos en que no podernos atrasar el reloj, como rechazar sistemáticamente todo lo nuevo. De hecho, podemos atrasar el reloj (¡aunque sea digital!) si queremos; no podemos parar el tiempo, pero podemos utilizar el tiempo que nos ha sido concedido como mejor nos parezca. Lo que no podemos hacer es volver la espalda a nuestra responsabilidad de buscar soluciones culturales a nuestros problemas sin volver la espalda al ser humano.
No es la cultura lo que está en tela de juicio, sino el uso que hacemos de ella. Dada la flexibilidad de la cultura, es evidente que tendría que ser más adaptable que nuestra biología. Como hemos visto, el problema es que muchas veces la cultura se muestra demasiado flexible al servir de palanca amplificadora de nuestras tendencias biológicas y al hiperextender nuestras facultades hasta crear situaciones que hubieran tenido mucha menos trascendencia si sólo hubiera actuado la biología. Por eso utilizamos sin inhibiciones las palancas culturales: porque durante miles de generaciones no existían las hiperextensiones de que disponemos hoy, y tal comportamiento no resultaba perjudicial. Sin embargo, para que la combinación de la cultura y la biología sea beneficiosa, no basta con creer que el comportamiento humano es correcto, tiene que ser correcto.
No podemos volver a encerrar al genio de la cultura en la botella, pero tal vez podamos conseguir que nos obedezca. ¿Acaso es utópico o exageradamente idealista pedir que aprendamos a valorar la cultura en función de los seres humanos, y no a los seres humanos en función de las máquinas o las instituciones? No podemos cambiar la «naturaleza humana» pero podemos tratar de armonizar nuestra cultura con nosotros mismos, teniendo siempre presente que no todo lo biológico es bueno y siendo conscientes de que tal vez nunca lleguemos a conocernos del todo.
Para poner remedio a una situación hay que considerarla a fondo. En algunos casos —especialmente en lo que se refiere a la agresividad y a la superpoblación—, nuestra especie está obligada a buscar una solución cultural (si es que existe alguna solución racional). Por supuesto, todas las soluciones son en realidad «culturales», puesto que han de ser determinadas y puestas en práctica de forma consciente. La cuestión es si debemos acercarnos a nuestra biología o alejarnos aún más de ella, y la respuesta debe variar según el problema de que se trate: No obstante, sea cual sea la respuesta, una clara visión de la liebre y la tortuga podrá ayudarnos a plantear bien nuestras preguntas.
A la hora de sugerir posibles caminos para reconciliar nuestra biología y nuestra cultura, el lector no se extrañará de que, como biólogo que soy, me incline a respetar la primera y a criticar la segunda. En términos generales, creo que deberíamos descender de las vertiginosas alturas de nuestra estructura cultural y tecnológica, remodelando, si no abandonando, nuestro complejo edificio. Esta recomendación ya ha sido hecha por otros, entre los que sobresalen E. F. Schumacher, que subrayó el valor de «la tecnología intermedia», proclamó que «lo pequeño es hermoso» y resaltó lo beneficioso que sería considerar «la economía como si las personas también contaran.» «Cualquier ingeniero o investigador de tercera fila es capaz de aumentar la complejidad de las cosas», escribe Schumacher. «Hace falta cierto talento y una verdadera perspicacia para volver a simplificarlas.» Si somos capaces de ello, tal vez podamos volver a humanizarnos.
Entre los psicoterapeutas se dice que un paciente no puede alcanzar un nivel de salud mental superior al de su terapeuta, al igual que no se puede esperar que un gurú conduzca a sus discípulos a una iluminación mayor que la que él mismo ha alcanzado. De un modo similar, podemos utilizar nuestras innovaciones culturales para bien, pero sólo en la medida en que, como seres humanos, somos capaces de hacer el bien. Diseñamos y construimos sociedades y máquinas con la esperanza de independizamos de la naturaleza y dominarla. Y para conseguirlo hemos hecho uso de todas las potentes palancas que nos ha procurado la febril inventiva de la evolución cultural, libres de cualquier restricción de base biológica. Los discípulos de Schumacher y, tal vez, quienes hayan quedado convencidos por los argumentos expuestos en este libro, podrían sostener que para que los seres humanos podamos estar física y mentalmente sanos y vivir en armonía con nosotros mismos y nuestro planeta, debemos integrarnos más adecuadamente en nuestra evolución cultural. Y puesto que no podemos acelerar nuestra evolución biológica, esto exige un cuidadoso análisis y, muchas veces, una simplificación del «progreso».
Sin embargo, hay muchas personas que recomendarían seguir ascendiendo. El psicólogo B. F. Skinner, por ejemplo, aunque parece hacerse cargo de la peligrosa situación en que nos encontramos, sostiene este punto de vista. En su libro Beyond Freedom and Dignify (Más allá de la libertad y la dignidad) propone un aumento masivo de nuestra dependencia de los artificios culturales hasta que se produzca una «tecnología del comportamiento» que consiga de algún modo armonizar a la humanidad con el entorno exclusivo que se ha creado.
Al parecer hay dos posibilidades de salvación: debilitar la influencia de la cultura o fortalecerla. Sea como fuere, es el Homo sapiens quien tiene de cambiar las cosas con su decisión.
La liebre y la tortuga, la cultura y la biología, han estado corriendo dentro de nosotros a lo largo de toda nuestra historia. En los últimos años la liebre ha aumentado su velocidad desmesuradamente, y la distancia entre ambas se ha ido haciendo cada vez mayor. Pero sigamos elaborando la analogía: tenemos un pie sobre la tortuga y otro sobre la liebre. Cuando más se separan, más nos tenemos que estirar. Y nuestra situación se hace cada vez más incómoda.
Robert Heilbroner, en su libro The Future as History (El futuro como historia) nos advertía:
Al desentendemos de la historia no nos engrandecemos; nos empequeñecemos, incluso como individuos. Despojamos nuestra vida de un significado que de hecho posee, tanto si lo reconocemos como si no. No podemos evitar vivir dentro de la historia, aunque puede que no seamos conscientes de ello. Si queremos afrontar, soportar y superar las pruebas y fracasos que —con toda seguridad— nos deparará el futuro, tendremos que adoptar un punto de vista que, al presentarnos el futuro como prolongación de la historia, nos permita determinar nuestro lugar en esa inmensa procesión en la que se halla incorporada cualquier esperanza que la humanidad pueda tener.
Sustituyamos «historia» por «biología» y obtendremos un resumen bastante apropiado de los problemas de la humanidad y de sus esperanzas.
«Acompañamos al señor Toad en su loca carrera, y aunque nos sintamos «espidicos» e insensibles a nuestra velocidad, aburridos o contentos de pasar el rato en la comodidad aparentemente estática del asiento trasero, alguna vez tendremos que atrevernos a mirar por la ventanilla para percatamos de que estamos moviéndonos más allá de las dimensiones humanas del tiempo y el espacio.»
WALTER A MCDOUGALL
Cuenta la leyenda que hacia finales del siglo XVI vivía en Alemania un hombre llamado Georg Faust, un mago y prestidigitador que blasfemaba y alardeaba de haber hecho un pacto con el diablo, provocando alternativamente el asombro y la indignación de sus contemporáneos. Su historia fue embellecida posteriormente en el teatro, la ópera y la literatura, especialmente por el dramaturgo inglés Christopher Marlowe, por el poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe y por el novelista Thomas Mann. En una versión u otra, la leyenda de Fausto ha ejercido una influencia extraordinaria sobre la imaginación occidental, y no es de extrañar. El Doctor Faustus, de Marlowe es la versión más conocida. Cuenta la historia de un hombre genial que se aficiona a la nigromancia y hace un pacto con el diablo, ofreciéndole su alma a cambio de una vida de poder y voluptuosa sensualidad. Fausto vive sus días de gloria (en realidad veinticuatro años) pero al final, suplicante y desesperado, tiene que pagar por sus excesos y es conducido a los infiernos por una cohorte de demonios.
El Doctor Faust de Thomas Mann refleja una concepción del mundo más moderna, lo que no es de extrañar, puesto que la novela fue escrita ya en 1947. Es la historia de Adrian Leverkuhn, un genio de la música, arrogante y enfermizo, que también vende su alma al diablo, aunque esta vez a camino del talento creativo. En la obra de Mann, el triunfo de Leverkuhn hace referencia al triunfo del nazismo y a la perversa megalomanía del poder, así como a su inevitable condenación final.
Ambas versiones son historias aleccionadoras: la de Marlowe se centra en los excesos a que conduce la ambición personal y la de Mann en el castigo social del abuso del poder. En ambas, el protagonista es víctima de una tragedia, en el sentido clásico y aristotélico de la expresión: un héroe derribado por un defecto interno fundamental. Y las dos historias parecen reflejar nuestro propio defecto: el Homo sapiens ha hecho un pacto parecido, aunque no se han definido explícitamente los términos ni hemos firmado conscientemente ningún contrato. Sin embargo, el pacto ha sido sellado con nuestra propia sangre: Fausto utiliza una hiperextensión diabólica; la nuestra es meramente cultural. Pero hemos estado viviendo a la manera de Fausto.
Existe aún una tercera cara de Fausto: la que nos presenta Goethe en su magnífico poema dramático. Esta versión nos ofrece una visión diferente y bastante más optimista de Fausto y, por tanto, de la humanidad. Al comienzo de la obra, Dios y Mefistófeles están discutiendo los méritos del Homo sapiens, y Mefistófeles afirma:
El pequeño dios del mundo es siempre del mismo temple,
sigue siendo tan caprichoso como el día de la Creación.
La vida sería mejor para él
si no le hubieras dado el reflejo de la luz celeste,
a la que da el nombre de razón, y que sólo le sirve
para ser más bestia que todas las bestias.
Y en cuanto a la diferencia entre los seres humanos y los animales, Mefistófeles observa:
...me parece
uno de esos saltamontes de largas patas
que siempre vuelan y saltan al volar,
y entonan en la hierba siempre la misma vieja cantinela.
¡Si al menos permaneciese siempre en la hierba!
¡Pero no, tiene que meter la nariz en todas partes!
Dios y Mefistófeles hacen una apuesta: Mefistófeles apuesta a que Fausto sucumbirá a sus tentaciones diabólicas, y Dios afirma que «en breve le conduciré a la luz.» Y, naturalmente, esto es lo que ocurre al final. Tras las pasiones desenfrenadas de la noche de Walpurgis, una relación amorosa con Helena de Troya, innumerables triunfos intelectuales y científicos y grandes éxitos políticos, sociales y militares, Fausto reconoce finalmente sus obligaciones sociales como ser humano, y concibe una comunidad de seres humanos libres que, bajo su tutela y protección, vivan en una tierra libre y regenerada. En ese momento expresa su satisfacción y el deseo de que el instante dure eternamente. Pero eso era lo que Mefistófeles estaba esperando para que se cumplieran los términos de su contrato: Fausto nunca había estado tan sediento de poder, como un inquieto e infatigable saltamontes que «tiene que meter la nariz en todas partes». Según su pacto con Mefistófeles, cuando Fausto alcanzara finalmente la auténtica satisfacción en la Tierra, entonces, y sólo entonces, quedaría condenado. Pero cuando esto ocurre y Fausto muere, Dios interviene y hace que lo lleven al cielo como recompensa por su final reconocimiento de la más elevada meta de la existencia humana: la responsabilidad hacia los demás.
Es mucho más difícil llegar a ver —si los conseguimos— los límites del potencial humano que el alcance de nuestra locura. Tratando de convertimos en ángeles, nos advierte Pascal, corremos el riesgo de convertimos en seres infrahumanos. Pero podemos modificar su advertencia: tratando de ser ángeles, no podemos llegar a ser más que hombres y mujeres. Puede que Mefistófeles esté en lo cierto, que haya que interpretar cínicamente la evolución cultural humana y que estemos condenados a cantar eternamente «la misma vieja cantinela», como sesudos saltamontes que ni siquiera son capaces de reconocer su naturaleza y actuar conforme a ella. Pero tal vez podamos llegar a ser más profundamente humanos, burlarnos de Mefistófeles y del saltamontes que hay en nuestro interior, y decir «no» a la sirena que canta desde nuestros genes, o a ciertos halagos de nuestra cultura, siempre que sea necesario para alcanzar una sabiduría digna del Homo sapiens.
Cualquier intento que hagamos para revelar nuestra verdadera naturaleza humana debe ir unido a un reconocimiento de nuestra incertidumbre fundamental. Estamos condenados a una especie de agnosticismo existencial, puesto que no nos conocemos y puede que nunca lleguemos a conocernos. Entonces, ¿qué debemos hacer? Sería una temeridad, sino una irresponsabilidad, dejar que la «naturaleza» siga su curso, ya se trate de nuestra naturaleza biológica o de la naturaleza de la cultura humana tal y como está constituida actualmente, puesto que la naturaleza no es necesariamente buena y, además, no sigue un curso independiente del que nosotros le trazamos. Respecto a nuestras limitaciones y capacidades, estamos en la más profunda ignorancia. Tal vez nos sean útiles las recomendaciones de Hans Valhinger, y su filosofía del Als Ob, como si. Valhinger observa que hacemos que la vida tenga sentido —es decir, que sea tolerable— alimentando ciertas ilusiones esenciales. Nos comportamos como si nunca fuéramos a morir, como si nuestras percepciones sensoriales fueran un reflejo exacto de la realidad, como si existiera un dios justo y benevolente que recompensara la virtud (o como sí la virtud llevara en sí la recompensa, o como si pudiéramos olvidamos de esta clase de preocupaciones). Del mismo modo podríamos comportamos como si fuéramos libres para decir «sí» o «no» a nuestra biología y a nuestra cultura, según los valores que decidamos adoptar. Esta ilusión no puede eliminar la muerte, ni cambiar este insensato mundo, ni anear un dios del caos indiferente. Pero cuando se trata de la acción del ser humano sobre un planeta dominado por los humanos, comportamos como si puede ser la forma de aumentar nuestra capacidad en proporción a la fuerza de nuestra fe.
Sin embargo, aún está por ver si el Homo sapiens desea realmente dirigir su futuro, y hacerlo de un modo exclusivamente humano, no simplemente dejando que los agentes de la selección natural actúen en tomo y a través de él. «Es curioso que la lucha por la liberación del control impuesto intencionadamente sea un fenómeno tan raro», escribe B. F. Skinner en Beyond freedom and Dignify (Más allá de la libertad y la dignidad). «Muchos pueblos han estado sometidos durante siglos a los más odiosos controles religiosos, gubernamentales y económicos.» Este tema reaparece constantemente en las obras más famosas de la literatura de ficción. Por ejemplo, en Los hermanos Karamazov de Dostoievski, en el capítulo titulado «El Gran Inquisidor», Cristo vuelve a la Tierra y le dicen que «no hay nada más insoportable para el hombre y para la sociedad humana que la libertad» Y al describir los efectos de la Inquisición, se nos dice que «los hombres se alegraban de volver a ser conducidos como ovejas, y de que sus corazones hubieran sido al fin liberados del terrible regalo que tantos sufrimientos les había causado.» Al menos, ésta era la opinión del inquisidor.
Sin embargo, ese «terrible regalo», la libertad, ha motivado algunos de los actos más valerosos y trascendentes de la historia, desde revoluciones políticas hasta descubrimientos científicos.
El reto es utilizar nuestra exclusiva libertad humana para humanizar la cultura, la tecnología, la ciencia y la sociedad; la recompensa es que al hacerlo nos humanizaremos también nosotros mismos. La lucha por conservar la propia identidad frente a tales peligros es terrible e impresionante, pero no tiene nada de nuevo. Después de todo, el esfuerzo por evitar la deshumanización en el siglo XX no se diferencia demasiado de la lucha que mantuvimos antiguamente para no ser «des-humanizado» por el tigre de dientes de sable. Conseguimos ganar aquella batalla; tal vez podamos ganar también ésta.
Es evidente, sin embargo, que existen algunas diferencias importantes entre la amenaza que representaba el tigre de dientes de sable y la amenaza actual del desenfreno tecnológico: ser des-humanizado por el tigre de dientes de sable significaba la muerte del cuerpo; la deshumanización causada por nuestras propias creaciones significa la muerte del alma. En el primer caso, el peligro era físico, inmediato y fácilmente reconocible, no muy distinto de otros muchos peligros que nuestros primitivos antepasados afrontaron —y superaron— durante millones de años. Al parecer, no fue demasiado difícil dar con las respuestas apropiadas. En el segundo caso el peligro no es menos real, aunque es más difuso y discutible y suele presentarse envuelto en tentadoras promesas faustianas de abundancia material, satisfacciones personales o poder físico. Como ocurría con los desencadenantes supernormales que, por su carácter difuso, resultan aún más peligrosos para nosotros, el peligro actual de deshumanización se ve acrecentado por su sutileza y su engañoso atractivo.
El Fausto de Goethe tiene fama de ser el mejor. Pero de nosotros depende que Fausto sea nuestra guía y, de ser así, ¿cuál de los tres? En este libro hemos tratado de esbozar la historia —y los términos— del pacto de humanidad con la evolución, tanto biológica como cultural. Empezamos con la imagen de un asesinato cometido hace mucho tiempo. ¿No sería apropiado terminar con una esperanza de redención?

Referencias

Una de las cosas buenas que tiene leer (y escribir) un libro de divulgación, en vez de un tomo académico, es que uno no se ve abrumado por un exceso de referencias. Por eso no volveré a citar aquí los poemas y los títulos de obras que aparecen en el texto. Por otra parte, uno de los placeres de leer un libro es utilizarlo como fuente de información sobre el tema, al igual que es un placer recomendar las fuentes de información favoritas a aquellos que estén interesados. Con esta intención ofrezco las siguientes notas y referencias; no en cumplimiento de un ritual académico, sino como uno presenta sus viejos amigos a los nuevos, con la esperanza de que disfruten de su mutua compañía.
Capítulo 2
Puede encontrarse más información sobre Tycho Brahe en John Gade, The Life and Times of Tycho Brahe, Princeton University Press, Princeton, New Jersey, 1947. Se han escrito muchos libros sobre la evolución; muchos de ellos son bastante buenos, y algunos son francamente excelentes. Como libros de texto (de introducción al tema), y sin embargo muy amenos, mis favoritos son: Evolution, W. H. Freeman, San Francisco, 1977, del gran genetista ruso Theodosius Dobzhansky (trad, cast de Ed. Omega); The Theory of Evolution, Penguin, Harmondsworth, Inglaterra, 1966, del matemático y ecólogo británico John Maynard Smith (trad, cast de Hermann Blume, eds.); y Processes of Organic Evolution, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, New Jersey, 1977, del botánico americano G. Ledyard Stebbins. La obra de Stebbins, Darwin to DNA; Molecules to Humanity, W. H. Freeman, San Francisco, 1982, es más reciente y contiene más material. Todos estos libros se centran en el proceso de la evolución, especialmente en la selección natural. Más centrados en la historia del concepto: Eiseley, Darwin’s Century, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1958; Peter Bowler, Evolution: The History of an Idea, University of California Press, Berkeley, 1984. Este último es más difícil de leer que el de Eiseley, aunque también es más académico. Dos bellas obras clásicas que tratan de la evolución en relación con los seres humanos son: Eiseley, The immense Journey, Random House, Nueva York, 1957, y Garrett Hardin, Nature and Man’s Fate, Rinehart, Nueva York, 1959. Una sólida introducción a la historia de la evolución en sí, especialmente al proceso de cambios evolutivos que tuvo lugar entre nuestros antepasados más remotos, puede encontrarse en la célebre obra de Edwin H. Colbert, Evolution of the Vertebrates, John Wiley, Nueva York, 1980.
La bibliografía sobre la evolución humana y de los primates es también extensa. Para los principiantes recomiendo Elwyn L Simons, Primate Evolution: An Introduction to Man's Place in Nature, Macmillan, Nueva York, 1972. Ha habido muchas especulaciones, pero —y no es sorprendente— sólo algunos hechos descubiertos en cuanto al origen de la vida sobre la Tierra; lo que se sabe hasta ahora es hábilmente repasado en E. J. Ambrose, The Nature and Origin of the Biological World, Halsted, Nueva York, 1982. Mi libro favorito sobre la historia de la humanidad siempre ha sido el de H. G. Wells, The Outline of History, Macmillan, Nueva York, 1920, que, como indica su subtitulo es «a plain history of life and mankind» (una historia clara de la vida y de la humanidad). También es un placer ojear los comentarios a la obra de Wells de Hilaire Belloc, Sheed & Ward, Londres, 1926. Belloc refleja la confianza de Occidente en la cultura —o mejor dicho, en la tecnología— cuando escribe en la época en que la India trataba de liberarse de la dominación británica, las agudas líneas:
Pase lo que pase, nosotros tenemos
los cañones más grandes, y ellos no.
Capítulo 3
Para más información sobre Lamarck véase Richard W. BurkhardtThe Spirit of System: Lamarck and Evolutionary Biology, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1977. Paul Mac-Lean hace referenda a las tres partes del cerebro humano en «A Triune Concept of the Brain and Behavior», ponencia presentada en un congreso en Queen’s University, en Kingston, Ontario, posteriormente publicada por University of Toronto Press en 1973. Alvin Toffler, Future Shock, Random House, Nueva York, 1970, contiene algunos temas similares a los del presente libro, aunque sin identificar el conflicto cultura/biología como causa principal de los problemas de la humanidad, y presenta una visión mucho más optimista que la mía sobre el futuro de los seres humanos. Para ampliar el tema de la movilidad, su historia y sus consecuencias, recomiendo Human Migrations: Patterns and Policies, William McNeill y Ruth S. Adams, eds., Indiana University Press, Bloomington, 1978.
Para iniciarse en la sociobiología, recomiendo modestamente mi propio libro de texto, Sociobiology and Behavior, Elsevier, Nueva York, 1982, y mi libro (de divulgación) The Whisperings Within, Harper & Row, Nueva York, 1979. También una obra muy popular y ya clásica: Edward O. Wilson, Sociobiology: The New Synthesis, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1975 (trad, cast de Ed. Omega), que fue seguida por On Human Nature, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1978 (trad, cast del Fondo de Cultura Económica). Como ha ocurrido con casi todos los intentos que se han hecho para «biologizar» el comportamiento humano, la sociobiología ha provocado grandes controversias; algunos de sus críticos —que, a mi entender, vinculan injustamente la sociobiología a una visión racista de la eugenésica y a un darwinismo social mal entendido— son: Richard C. Lewontin, S. Rose y L J. Kamin, Not in Our Genes, Pantheon, Nueva York, 1984, y Stephen Jay Gould, The Mismeasure of Man, W. W. Norton, Nueva York, 1981 (trad. cast, de A. Bosch, ed.). Una argumentación matemática y rigurosamente intelectual sobre la conexión entre la evolución y la cultura humana, nos la proporciona Charles Lumsden y Edward O. Wilson en Genes, Mind and Culture: The Coevolutionary Process, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1981. Estos mismos autores exponen sus puntos de vista de forma más inteligible para los que no son expertos en la materia en su obra Promethean Fire: Reflections on the Origin of the Mind, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1983. Robert Boyd y Peter J. Richerson han publicado recientemente su obra Culture and the Evolutionary Process, University of Chicago Press, Chicago, 1985, en laque en una serie de modelos analizan aquellas situaciones en las que la selección natural podría favorecer diversas capacidades para la transmisión de la cultura. Por último, la cita de La Barre está tomada de su obra magistral The Ghost Dance: Origin of Religion, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1970. Tengo que decir que La Barre es mi antropólogo favorito, un erudito brillante e iconoclasta cuyo trabajo merece más atención de la que ha recibido.
Capítulo 4
Un enfoque tradicionalmente etológico del tema puede encontrarse en Margaret Bastock, Courtship, Aldine, Chicago, 1967, y en los capítulos correspondientes de Irënaus Eibl-Eibesfeldt, Ethology: The Biology of Behavior, Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1975 (trad, cast de Ed. Omega), un texto muy bien ilustrado. Un análisis sociobiológico sobre el comportamiento sexual puede encontrarse en mi propio libro Sociobiology and Behavior, Elsevier, Nueva York, 1982, y en la obra de Martin Daly y M. Wilson, Sex, Evolution and Behavior, Duxbury, North Scituate, Mass., 1978. También puede consultarse un volumen de trabajos científicos de Patrick Bateson, Mate Choice, Cambridge University Press, Nueva York, 1983. Sobre la biología de la masculinidad, véase Robert L Smith, ed., Sperm Competition and die Evolution of Animal Mating Systems, Academic Press, Orlando, Fla., 1984. Más información sobre el mimetismo de la avispa/orquídea y sobre otros sistemas similares puede encontrarse en la obra hermosamente ilustrada de Wolfgang Wickler, Mimicry in Plants and Animals, McGraw-Hill, Nueva York, 1968.
Un análisis sociobiológico del vincula de la pareja humana puede encontrarse en mi obra The Whisperings Within, Harper & Row, Nueva York. 1979, y en la obra del antropólogo Donald Symons, The Evolution of Human Sexuality, Oxford University Press, Nueva York, 1979. Compárense estos tratados con las obras de escritores no biólogos, como Ernest Sackville Turner, A History of Courting, E. P. Dutton, Nueva York, 1955, o Ellen K. Rothman, Hands and Hearts: A History of Courtship, Basic, Nueva York, 1984. El etólogo alemán Irënaus Eibl-Eibesfeit ofrece un análisis desde una perspectiva etológica tradicional del vínculo de la pareja humana en su obra Love and Hate, Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1972 (trad, cast: Amor y Odio, Siglo XXI). Es probable que el intento de «biologizar» el comportamiento humano que más repercusión ha tenido a nivel popular sea la obra del etólogo Desmond Morris, El mono desnudo (publicado en España por varias eds., p. ej., Plazas Janés, Barcelona, 1977) que incluye además una buena descripción de nuestra afición a hacer el amor cara a cara. Sobre la «depresión endogámica» véase la imponente obra (¡965 páginas!) de Luigi L Cavatli-Sforza y William F. Bodmer, Genetics of Human Populations, W. H. Freeman, San Francisco, 1971 (trad. cast, de Ed. Omega). Para obtener una perspectiva sociobiológica sobre el incesto recomiendo la obra de Joseph Shepher, Incest: A Biosocial View, Academic Press, Nueva York, 1983. Randy y Nancy Thornhill presentan los resultados de sus investigaciones en «Human Rape: An Evolutionary Perspective», artículo que se publicó en la revista Ethology and Sociobiology, 7:137-173, 1983.
Capítulo 5
«Marriage and Love» (Matrimonio y amor) de Emma Goldman apareció en su obra Anarchism and Other Essays, Mother Earth Publishing Co., Nueva York, 1911. Friedrich Engels, colaborador de Karl Marx, escribió un tratado sobre la familia y el origen de la opresión femenina con una orientación notablemente «sociobiológica»: The Origin of the Family, Private Property and the State, International Publishers, Nueva York, 1972 (varias ediciones en español: Fondo de Cultura Económica, Grijalbo, etc.). Sobre las diferencias sociobiológicas macho-hembra, véase mi obra Sociobiology and Behavior, Elsevier, Nueva York, 1982, o la obra de Edward O. Wilson, Sociobiology: The New Synthesis, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1975. Quien esté interesado en el feminismo deberla consultar —si aún no lo ha hecho— las siguientes obras: Simone de Beauvoir,El segundo sexo (trad, cast Ed. Edhasa); Betty Friedan, The Feminine Mystique W. W. Norton, Nueva York, 1963; Germaine Greer, The Female Eunuch, McGraw-Hill, Nueva York, 1971, y Kate Millet, Sexual Politics, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1970. Hay que resaltar que Germaine Greer ha rendido homenaje a la biología en su ensayo sobre la lucha entre el feminismo y la reproducción, Sex and Destiny: The Politics of Human Fertility, Harper & Row, Nueva York, 1984. La sociobióloga —y feminista— Sarah Blaffer Hrdy (es sin «a», no se trata de un error de imprenta), nos ofrece una nueva perspectiva sobre la evolución masculina-femenina en su obra The Woman That Never Evolved, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1981.
Antes de Gilligan, la visión sobre el desarrollo moral humano más aceptada —y bastante machista— era la de Lawrence Kohlberg, expuesta hábil y atractivamente en The Philosophy of Moral Development: Moral Stages and the Idea of Justice, Harper & Row, Nueva York, 1981. Barbara Ehrenreich, en su obra The Hearts of Men: American Dreams and the Right from Commitment, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1983, expone una argumentación que, como la de Gilligan, podría haber sido concebida por un biólogo evolucionista.
Capítulo 6
Richard Alexander ha escrito muy acertadamente sobre los aspectos evolutivos de la organización social humana en su obra Darwinism and Human Affairs, University of Washington Press, Seattle, 1979. Sobre la investigación de James Lloyd sobre las luciérnagas, véase su articulo «Aggressive Mimicry in Photuris Firefly Femmes Fatales», que apareció en la revista Science, 149: 653-654,1965. Un buen estudio sobre el fenómeno de la impronta puede encontrarse en W. Sluckin, Early Learning in Man and Animals, Allen & Unwin, Londres, 1970. El experimento sobre las preferencias musicales de las ratas es relatado por el psicólogo social Robert Zajonc en el capítulo titulado «Attraction, Affiliation and Attachment» de Man and Beast: Comparative Social Behavior, editado por John F. Eisenberg y Wilton S. Dillon, Smithsonian Institution Press, Washington, D.C., 1971. Los diferentes modelos de comportamiento de las golondrinas son descritos en el artículo de Mike e Inger Beecher «Sociobiology of Bank Swallows: Reproductive Strategy of the Male», publicado en la revista Animal Behaviour, 205:1282-1285,1979.
Un excelente estudio sobre la llamadas de alarma de los animales puede encontrarse en el artículo de Paul W. Sherman, «Nepotism and the Evolution of Alarm Calis», publicado en la revista Science, 197: 1246-1253, 1977. También recomiendo encarecidamente el artículo de Donald T. Campbell, «On the Conflicts between Biological and Social Evolution and between Psychology and Moral Tradition», que apareció en la revista American Psychologist, 30:1103-1126,1975. El sociobiólogo Pierre van der Berghe trata la identificación del ser humano con el grupo desde un punto de vista evolutivo en su obra, ganadora de un premio, The Ethnic Phenomenon, Elsevier, Nueva York, 1981. Las primitivas bases biológicas del nacionalismo actual son investigadas en la obra de David P. Barash y Judith Eve Upton, The Caveman and the Bomb, McGraw-Hill, Nueva York, 1985. Una buena introducción al juego (muy serio) del «Dilema del prisionero», y una de sus posibles salidas, puede encontrarse en la obra de Robert Axelrod, The Evolution of Cooperation, Basic, Nueva York, 1984.
Capítulo 7
La advertencia de Frank Beach a los psicólogos comparativos, en un artículo que lleva el intrigante título «The Snark Was a Boojum», apareció en la revista American Psychologist, 5:115-124, 1950. El fundador de la etología moderna, Konrad Z. Lorenz, cuenta algunas maravillosas historias de animales —muchas de ellas directamente relacionadas con la agresividad— en su famoso libro El anillo del Rey Salomón (trad. cast, de Ed. Labor). En otra obra de este mismo autor, Sobre la agresión: el pretendido mal (trad. cast, de Ed. Siglo XXI), Lorenz hace un buen trabajo al estudiar desde un punto de vista etológico la maldad de los seres humanos y de los animales, a pesar de que quizá basa demasiado su argumentación en «el bien de la especie». En parte para contestar a estas ideas, el renombrado antropólogo americano Ashley Montagu editó Man and Aggression, Oxford University Press, Nueva York, 1973, en donde arguye, agresivamente, que no somos instintivamente agresivos. El especialista en psicología animal John Paul Scott, en su libro Aggression, University of Chicago Press, Chicago, 1958, hace una recopilación de datos sobre el papel que desempeñan los factores ambientales —especialmente la desorganización social— en la producción de agresividad en los animales. La obra de Albert Bandura, Aggression, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, Nueva York, 1973, estudia este tema desde el punto de vista del aprendizaje social; los psiquiatras John Dollard y otros desarrollan en Frustration and Aggression, Yale University Press, New Haven, Conn., 1961, la tesis de que la frustración conduce a un comportamiento agresivo. Las obras de Robert Ardrey, African Genesis , 1961; The Territorial Imperative, 1966; y The Social Contract, 1970, todos publicados por Atheneum, Nueva York, presentan un análisis biológico sobre la agresión, y han sido calificados de superficiales e ingenuas, aunque ciertamente son entretenidas y vale la pena leerlas. Un análisis biológico más académico de la guerra, desde una perspectiva ecológica, puede encontrarse en I. Eibl-Eibesfeldt, The Biology of Peace and War (Guerra y paz: Una visión de la etología, Biblioteca Científica Salvat, Salvat Editores, S. A., Barcelona, 1987). William Durham nos ofrece una perspectiva sociobiológica en su articulo «Resource Competition and Human Aggression, Part I; A Review of Primitive War» publicado en la revista Quarterly Review of Biology, 51: 385-415, 1976.
El antropólogo Edward T. Hall nos ofrece un maravilloso y comprensible estudio sobre el comportamiento de los seres humanos en relación con el espacio vital en The Hidden Dimension, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1969. El microbiólogo y humanista Rene J. Dubos escribe sobre la capacidad de adaptación del ser humano en Man Adapting, Yale University Press, New Haven, Conn., 1965 y en Of Human Diversity, Crown, Nueva York, 1974. Véase también la obra de Johan Huizinga,Homo ludens: A Study of the Play Element in Culture, Beacon Press, Boston, 1950.
Capitulo 8
El desequilibrio entre la biología y la cultura humanas es más pronunciado —y más peligroso— en el campo de las armas nucleares. Una aplicación de la metáfora de la liebre y la tortuga a la guerra nuclear y a la carrera armamentista puede encontrarse en The Caveman and the Bomb: Human Nature, Evolution and Nuclear War, McGraw-Hill, Nueva York 1985, de David P. Barash y Judith Eve Upton. El psiquiatra psicólogo Jerome Frank escribió en 1965 un notable análisis psicológico sobre la carrera armamentista, publicado en 1982 bajo el título de Sanity and Survival in the Nuclear Age, Random House, Nueva York. La obra del psicólogo del Estado Ralph White, Fearful Warriors, Free Press, Nueva York, 1984, describe hábilmente la influencia del miedo y el orgullo en los asuntos internacionales, resaltando las dimensiones psicológicas de las relaciones entre las potencias. Joel Kovel en su libro Against the State of Nuclear Terror, South End Press, Boston, 1984, expone otro punto de vista sobre el impacto psicológico de las armas nucleares en el pensamiento humano. La cita de Rebecca West está tomada de su obra Black Lamb and Grey Falcon, Viking Penguin, Nueva York, 1940. La investigación de William Beardsley y John Mack es discutida en su capítulo «The Impact on Children mid Adolescents of Nuclear Developments», en Psychological Aspects of Nuclear Developments, Task Force Report (publicaciones del ejército) 20, American Psychiatric Association, Washington, D.C. Los físicos Richard Garwin, K. Gottried y H. Kendall nos ofrecen un poderoso argumento contra la posibilidad tecnológica, estratégica y económica de la Guerra de las Galaxias en su obra The Fallacy of Star Wars, Vintage, Nueva York, 1984. Puede que el mejor estudio sobre la «desesperación nuclear» sea el de Joanna Rogers Macy, Despair and Personal Power in the Nuclear Age, New Society, Filadelfia, 1983.
Capítulo 9
Probablemente el libro más influyente sobre la amenaza y la realidad de la superpoblación es la obrita de Paul Ehrlich, The Population Bomb, Ballantine, Nueva York, 1968. Una obra más extensa es la de Paul Ehrlich y Anne Ehrlich, Population, Resources, Environment, W. H. Freeman, San Francisco. De los numerosos libros que se han escrito sobre este tema recorriendo especialmente el de Lester R. Brown, In the Human Interest, W. W. Norton, Nueva York, 1974, y Ecocide and Population, St Martin’s, Nueva York, 1971, editado por M. E. Adelstein y J. G. Pivall. La opinión contraria —un punto de vista optimista que considero engañoso y peligroso— está representado por Julian L Simon y Herman Kahn, eds., The Resourceful Earth, Basil Blackwell, Nueva York, 1984. La triste historia de los ciervos de Kaibab puede leerse en la obra de John P. Russo, The Kaibab North Deer Herd, una publicación del departamento de caza y pesca del Estado de Arizona, Phoenix, 1964. Sobre la transición demográfica entre los seres humanos, véase Virginia Abernathy, Population Pressure and Cultural Adjustment, Human Sciences Press, Nueva York, 1979. Tal vez la mejor fuente de ejemplos de regulación de la población dependiente de la densidad, sea de la obra de V. C. Wynne Edwards, Animal Dispersion in Relation to Social Behavior, Hairier, Nueva York, 1962. El profesor Wynne Edwards atribuye estos efectos al hecho de que la selección actúa a nivel de grupo —opinión que no es muy popular actualmente—, pero su trabajo es una rica fuente de referencias y datos, a pesar de su interpretación.
La investigación de John Calhoun sobre las ratas de Noruega es descrita en su obra The Ecology and Sociology of the Norway Rat, U. S. Public Health Service Publication 1008, Bethesda, Maryland, 1963. John Christian y David E. Davis estudian la relación entre el tamaño de las glándulas suprarrenales, el estrés y la densidad de la población en su artículo «Endocrines, Behavior, and Population», publicado en la revista Science, 146:1550-1560, 1964. H. M. Bruce discute el «efecto Bruce» en su artículo «Smell as an Exteroceptive Factor», que apareció en el Journal of Animal Science, suplemento 25, pp. 83-89,1966. Una descripción clásica del comportamiento de los lemmings, sin los mitos de Walt Disney, puede encontrarse en la obra del notable ecológo Charles S. Otón, Voles, Mice and Lemmings, Clarendon Press, Oxford, 1942.
Capítulo 10
Dos importantes informes sobre la relación del Homo sapiens con su entorno son: Lynn White, «The Historical Roots of Our Ecological Crisis» (publicado en Ecocide and Population, ya mencionado en el capítulo 9), y Garrett Hardin, «The Tragedy of the Commons», publicado en la revista Science, 162, pp. 1243-1248, 1961. La cita de Susanne Langer aparece en su Philosophy in a New Key, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1951. En relación a la posibilidad de establecer una relación práctica sana entre la gente y sus necesidades económicas, puede que el pensador más profundo sea Ernst Friedrich Schumacher, especialmente en su obra Lo pequeño es hermoso: La economía como si la gente importara (trad. cast, de Hermann Blume, eds.) y en El buen trabajo (trad, cast de Debate). La cita de C. D. Darlington está tomada de su obra The Evolution of Man and Society, Simon & Schuster, Nueva York, 1969. Los lectores preocupados por la extinción de especies animales y vegetales, pueden consultar la obra de Paul y Anne Ehrlich,Extinction: The Causes and Consequences of die Disappearance of Species, Extinción Biblioteca Salvat, S.A., Barcelona, 1987. Para obtener una escalofriante perspectiva del invierno nuclear el más devastador desastre ecológico posible, léase la obra de Paul Ehrlich, Carl Sagan, Donald Kennedy y Walter Orr Roberts, The Cold and the Dark, W. W. Norton, Nueva York, 1983.
Capitulo 11
El notable biólogo John Tyler Bonner, experto en la embriología y el comportamiento de los mixomicetes, ha escrito también The Evolution of Culture in Animals, Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey, 1980. El entusiasmo de Pierre Teilhard de Chardin por la tecnología es expresado en su obraEl fenómeno humano (trad, cast de Ed. Taumus) y en The Future of Man, publicada por Harper, Nueva York, 1964. Los lectores que deseen leer algo más de Alexander Herzen pueden consultar su libro, a veces provocativo, From the Other Shore, George Braziller, Nueva York, 1956. En aquella estupenda publicación de izquierdas The Nation, Robert Engler publicó un artículo titulado «Technology Out of Control», en el que realizaba un útil e inquietante estudio sobre la tecnología humana. C. Perrow, en su importante libro Normal Accidents, Basic, Nueva York, 1984, desarrolla la tesis de que una tecnología demasiado sofisticada conduce inevitablemente a fallos y errores, algunos de ellos potencialmente catastróficos. Sentimientos similares, aunque más pesimistas y abstractos y con una perspectiva más filosófica y teológica, pueden encontrarse en los diversos escritos de France Jacques Ellul, especialmente en su obraThe Technological Society, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1964, y en The Betrayal of the West, Seabury, Nueva York, 1978. William McNeill, historiador prolífico y versátil, escribió recientemente lo que puede ser el mejor relato de la historia de la tecnología y las fuerzas armadas: The Pursuit of Power, Basil Blackwell, Nueva York, 1983. Un buen análisis del papel que ha desempeñado la tecnología en la historia moderna puede encontrarse en Victor Ferkiss, Technological Man, George Braziller, Nueva York, 1969; pero si se quiere una combinación de ingenio y erudición, el maestro es Lewis Mumford, especialista en arquitectura, autor de un estudio orifico sobre Herman Mehrille y de varias obras clásicas sobre tecnología y sociedad entre las que se incluyen Technics and Civilization y The Myth of the Machine, ambas publicadas por Haroourt, Brace and World, Nueva York, 1963 y 1938, respectivamente.
Capítulo 12
En mi opinión, la mejor introducción el existencialismo, la filosofía de la alienación, sigue siendo la obra de William Barrett, irrational Man, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1958. Tampoco debería dejar de consultarse la obra de Martin Buber, I and Thou, Charles Scribner's Sons, Nueva York, 1970, ni la de Ian McHarg, Design with Nature, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1971. El articulo del biólogo W. D. Hamilton, «Geometry for the Selfish Herd» apareció en el Journal of Theoretical Biology, 31; pp. 295-311, 1971. K. Axelos realiza un estudio de la alienación como principal componente del análisis de Carlos Marx de la sociedad moderna enAlienation, Praxis and Techne in the Thought of Kart Marx, University of Texas Press, Austin, 1976. La alienación es un factor de gran importancia para muchos especialistas —de diferentes campos— que se ocupan del estudio de la condición humana. Para obtener una perspectiva filosófica, véase I. Feuerlicht, Alienation: From the Past lo the Future, Greenwood Press, Westport, Conn., 1978, y Morton Kaplan, Alienation and Identification, Free Press, Nueva York, 1976. Brian Baxter analiza la alienación en el trabajo en su obra Alienation and Authenticity, Tavistock, Nueva York, 1982. Sobre el impacto de la alienación en los adolescentes y los jóvenes de la sociedad americana, véase Kenneth Kenniston, The Uncommitted, Harcourt, Brace and World, Nueva York, 1965.
Capítulo 13
El epígrafe de Emerson está tomado de su «Ode, inscribed to W. H. Charming», que puede encontrarse en The Selected Writings of Ralph Waldo Emerson, Modem Library, Nueva York, 1950, editado por Brooks Atkinson. He realizado un estudio sobre la biología (y otros aspectos) del envejecimiento en mi libro Aging: An Exploration, University of Washington Press, Seattle, 1983. La antropóloga Ruth Benedict, famosa por su obra Patterns of Culture, trata el problema de las razas humanas en colaboración con Gene Weltfish en Race; Science and Politics, Viking, Nueva York, 1959. Sobre la anemia falciforme, véase A. Cerami y E. Washington, Sickle Cell Anemia, The Third Press, Nueva York, 1977. La cita del historiador-economista Robert L Heilbroner está tomada de su obra The Future as History, Harper, Nueva York, 1960.
Capítulo 14
Más información sobre los luditas puede encontrarse en Frank O. Darvall,Popular Disturbances and Public Order in Regency England, Oxford University Press, Oxford, 1934; o en la obra de Frank Peel, The Risings of the Luddites, Chartists and Plug-drawers, Cass, Londres, 1968. Este último libro tiene una introducción del brillante historiador británico E. P. Thompson, fundador de la campaña END (European Nuclear Disarmament; desarme nuclear europeo). Finalmente, si se desea leer una obra, ligera y, sin embargo, sensacional, sobre el potencial humano, véase el libro de Rene J. Dubos Beast or Angel?, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1974.
Notas:
[1] Primer mensaje telefónico.
[2] En algunos casos no fue una tecnología superior propiamente dicha lo que condujo al triunfo de una cultura sobre otra. Por ejemplo, gran parte del éxito de los misioneros cristianos se debió el hecho de que los caucasianos introdujeron enfermedades europeas, como el sarampión y la viruela, contra la que los nativos no tenían defensas.
[3] Sin embargo, en tales casos, la desproporción entre el tamaño del pene y de la vagina puede hacer muy difícil el apareamiento.
[4] Kenneth Graham y John Burmingham, The Wind in the Willows, hay traducción castellana, El viento en los sauces, ed. Altea, Mascota, 36/37, 1986, (N. de los T.)
[5] En un discurso pronunciado tras las elecciones de 1984, Geraldine Ferrero señaló, para regodeo del público (en su mayor parte femenino), que durante su debate con el Vicepresidente Bush ante las cámaras de televisión, éste había mostrado espectaculares cambios en su estado de ánimo, pasando bruscamente de la seriedad a la frivolidad. La señora Ferrero se preguntó en voz alta si estos cambios estarían motivados por influencias hormonales y si no era peligroso que la nación estuviera dirigida por los hombres, dada su evidente inestabilidad biológica.
[6] Existe al menos una especie de pez, el blenio de dientes de sable que se parece al budión limpiador tanto en su apariencia como en su comportamiento, excepto en que cuando el pez grande abre sus agallas para permitir que las limpie, este pececillo le da un buen mordisco y sale disparado.
[7] Aldea de Vietnam del Sur cuya población fue exterminada por tropas americanas en 1968, porque se sospechaba que era una plaza fuerte del Vietcong. Este suceso levantó una fuerte polémica que dividió la opinión pública americana (N. de los T.)
[8] El tema de la mentalidad de Neanderthal aplicada a las armas nucleares se desarrolla más ampliamente en el libro de P. Barash y Judith Ewe Lipton, The Caveman and the Bomb: Human Nature, Evolution and Nuclear War , McGraw-Hill, 1985.
[9] En éste y en otros pasajes hay que tener presente que el autor expone sus ideas desde una perspectiva americana. (N. del T)
[10] «In the shadow of the hawk we feather our nests.» La autora utiliza la expresión «feather our nests» (construimos nuestros nidos) que, en sentido figurado, significa también «hacemos nuestro agostos. (N. de los T.)
[11] «Humpty-Dumpty»: personaje popular infantil que aparece en Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll. El párrafo hace alusión a los versos:
Humpty-Dumpty en un muro se sentó,
Humpty-Dumpty de espaldas se cayó.
Los hombres y caballos del monarca
sobre el muro no pudieron reponer al rechoncho patriarca.
(Tomado de la versión de Luis Maristany, J.R.S. editor, Barcelona, 1981.) (N. de los T.)
[12] “Barrancos de la abuela” en las afueras de Kiev (capital de Ucrania) donde los alemanes cometieron atrocidades contra los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
[13] Un acre equivale a 40,468 áreas.
[14] La sífilis era desconocida en el viejo mundo hasta 1495, cuando la tripulación de Colón —y probablemente él mismo—, tras atracar en Génova, comenzaron a infectar Europa con los frutos de sus aventuras en el Nuevo Mundo.
[15] Algunos biólogos, como Stephen Jay Gould, han observado que los pasos evolutivos pueden ser a veces mayores de lo que se había pensado. Pero esto es cuestión de matices. Lo cierto es que seguimos hablando de pasos, no de saltos.
[16] Los psicoanalistas podrían también sugerir que la lanza equivale a una representación agresiva del pene, y el cesto a la vagina. Después de todo, la primera suele ser utilizada por los hombres, y la segunda por las mujeres. Pero vale la pena recordar que cuando le pidieron a «San Sigmund Freud» que explicara el significado de su afición a los puros, contestó: «Algunas veces un puro no es más que un puro.»
[17] En «La sociología y el átomo», Ogbum explica lo que quiere decir con un ejemplo. Propone que la respuesta de la sociedad al desafío de la Era Nuclear —es decir, el modo de reducir el desfase cultural que se ha creado― debería ser disolver nuestra civilización urbana y reconstruir los Estados Unidos en forma de sociedad semi-rural compuesta por miles de pueblos distribuidas por el campo. Era un avance de los planes de «reorganización por crisis» de principios de los años ochenta.
[18] «The next machine that has the power to pass,
will get this plasm on its polished brass.»
[19] En Sweetness and Power (La dulzura y el poder), el antropólogo Sidney Miniz hace un estudio detallado de cómo nuestra debilidad por los dulces —de origen biológico— ha estado relacionada con toda una serie de complejas prácticas culturales, entre las que se incluyen la esclavitud, el imperialismo, la política de fuerza y la industrialización.
[20] Justicia divina, tal vez. Como el hecho de que en América del Norte está aumentando el número de búfalos, mientras empieza a «extinguirse» el ferrocarril.
[21] En un chiste aparecían dos esquimales mirándose uno a otro mientras que, por encima de sus cabezas, los misiles nucleares surcaban el aire de un lado a otro: —Bueno, esto es el fin de la civilización tal y como ellos la conocen.
Pero se está conviniendo también en la civilización que los esquimales conocen.