La superconductividad - Sven Ortoli y Jean Klein

La superconductividad

Sven Ortoli y Jean Klein

Advertencia

La historia de la superconductividad exige a veces del lector no especializado un esfuerzo de adaptación a conceptos relativamente nuevos, e incluso diferentes de los que le han podido ser transmitidos en la escuela. Para aclarar algunos de esos conceptos, creímos conveniente intercalar entre un capítulo y otro un cuento, un relato muy breve ilustrando la principal idea física del capítulo precedente. Para diversión de los autores, cada relato ha sido concebido como si hubiese sido escrito (o al menos inspirado) por un escritor célebre, que al lector no le resultará difícil identificar. Como los autores no son plagiarios profesionales se disculpan aquí por las imprecisiones o imperfecciones de estilo que el lector informado sabrá reconocer.

Prólogo

En el jardín del emperador de los dos mundos, había una fuente cerca de la cual se encontraba, llorando, el muy poderoso soberano.
Por ser algo que le habían enseñado en su más tierna edad y además fácil de verificar, siempre había creído que la materia existía bajo tres formas: sólida, líquida o gaseosa. Sólidos, el mármol de su palacio, la hoja de su espada o las piedras preciosas de su trono. Líquidos, el agua de la fuente, el vino de sus bodegas o el mar que bañaba su reino. Gaseosos, el aire que respiraba, el vapor que salía de una cacerola y las chispeantes burbujas del vino de sus colinas. Después, le habían hablado de otras formas que nunca le habían sido reveladas.
Los sabios de su corte le habían mostrado objetos pastosos que parecían no tener ni la rigidez de los sólidos ni la fluidez de los líquidos, pero él lograba siempre hacer entrar las cosas extrañas que le presentaban en alguna de las tres categorías. Los sólidos eran duros y, la mayor parte del tiempo, cristalizados. Los líquidos se deslizaban por sus preciosas alfombras cuando volcaba los recipientes. En cuanto a los gases, llenaban invariablemente el volumen en el que se los soltaba. Otras formas no veía. Y por eso lloraba.
Muchos sabios, traídos con enormes gastos desde más allá de los mares, habían tratado de reconfortarlo. En las estrellas, le aseguraban, la materia existe bajo otras formas; las más pequeñas son tan densas y los elementos que las componen tan apretados que se trata sin ninguna duda de un nuevo estado, ni sólido, ni líquido, ni gaseoso. En las más brillantes, en cambio, la temperatura es tan alta que los elementos de la estrella se separan en dos familias que oscilan atrayéndose y rechazándose. Con eso, pues, tenemos cinco estados de la materia, le dijeron al emperador, esperando que éste los compensaría al menos regiamente. Pero sus palabras fueron vanas. Y el emperador suspiraba: ¿para qué me sirven vuestras estrellas si no puedo traerlas a mi palacio?
Y todos los días, cuando en la sala del trono el gran reloj daba cuatro campanadas, el emperador iba a llorar a la fuente durante lo que demoraba en descender la arena de su ampolleta. No más, pues era un emperador concienzudo que se ocupaba personalmente de sus asuntos. Como aquello se prolongaba desde hacía mucho tiempo, era suficiente para exasperar hasta a los cortesanos más celosos. La situación parecía no tener salida. Fue entonces que el astrólogo de la corte pidió una entrevista. Hasta ese momento había callado porque no tenía nada que decir; si no quería que lo tomaran por un imbécil, se decía a sí mismo, mejor sería no dejar huellas.
Su contribución fue modesta pero decisiva: conocía, le dijo al emperador, un hechicero eminente; sólo él podría devolver la alegría al palacio en lo que dura una ampolleta después de la cuarta campanada del reloj.
El emperador, que estaba dispuesto a todo, hizo venir al hechicero. Quisiera saber, le dijo, si existe fuera de las estrellas lejanas un estado de la materia que no sea ni sólido, ni líquido, ni gaseoso. Si yo te muestro una cosa, dijo el hechicero, que se parezca a un sólido, pero en la que se puede derramar un fluido tan perfecto que jamás encontrará resistencia, una cosa con la que tú puedes hacer un anillo en el que ese fluido girará por toda la eternidad, algo, en fin, que flotará en el aire apenas lo coloques encima de una de esas piedras del norte con las que atraes el hierro, ¿te sentirás satisfecho? El emperador, demasiado contento, no prestó atención a la familiaridad del hechicero y simplemente asintió con la cabeza. Y ante sus ojos, apareció un disco hecho de una materia negruzca y ligeramente granulosa. No es muy hermoso, dijo el emperador, y, sobre todo, no veo el fluido del que hablabas. No lo verás jamás con tus ojos, respondió el hechicero. El emperador, terriblemente decepcionado, se puso a llorar porque el reloj daba justamente cuatro campanadas y, después de todo, él era un poco caprichoso.
El hechicero decidió darle una segunda oportunidad. Si te muestro algo, le dijo, que se parezca a un líquido, pero que vertido en este cántaro de barro cocido se esparcirá sobre la mesa como si el cántaro estuviese rajado, algo que atravesaría una pared de ladrillo como el agua atraviesa un papel secante, algo que colocado en ese vaso de oro se arrastrará por las paredes para derramarse hacia el exterior y dar la vuelta al mundo, una cosa, en fin, que colocada en un frasco de cristal cuidadosamente cerrado, permanezca inmóvil haciendo girar al mismo tiempo al frasco como un trompo, si te muestro eso, ¿te sentirás satisfecho? El emperador asintió. Entonces, ordenó el hechicero, sígueme hasta mi laboratorio. De ninguna manera, respondió el emperador enfurecido, tú eres mi súbdito, ¡llena esta fuente con tu líquido! Como quieras, murmuró filosóficamente el hechicero. E instantáneamente apareció en la fuente un líquido maravilloso que al mismo tiempo se escapaba de ella subiendo hasta los bordes para esparcirse por el jardín del palacio.
Sólo el mago quedó para ver aquello, pues el emperador y sus cortesanos quedaron congelados para la eternidad. A una temperatura más bien primaveral le había sucedido un frío casi total, un frío más intenso que el de la noche entre las estrellas. A su alrededor, el aire se había licuado, y luego se había transformado en una masa dura y compacta; todo se había solidificado. Todo, salvo el helio superfluido que espejeaba en la fuente.
Pero en los labios del emperador petrificado, flotaba por fin una sonrisa.

Introducción

La superconductividad es una célebre desconocida. A pesar de haber sido desde 1987 la número Uno en varios centenares de diarios y revistas a través del mundo, ha seguido siendo ignorada por la gran mayoría del público.
Se ha dicho todo, o casi todo, sobre sus aplicaciones en el futuro: desde la perspectiva de ver flotar en el año 2000 trenes rápidos de levitación magnética, hasta la de poder conservar, y extraer a voluntad, la energía de una central nuclear en un anillo de almacenamiento, producir campos magnéticos de una intensidad inigualada, fabricar una nueva generación de ordenadores, inventar nuevos aparatos de exploración del cuerpo y transportar corriente eléctrica sin pérdidas.
Se ha hablado de revolución industrial; y en esta ocasión, quizá, la palabra no resultó devaluada. En todo caso, es la esperanza de las dos locomotoras que conducen a los países industrializados: los Estados Unidos, con discurso del presidente Reagan en su apoyo incluido, han hecho de la superconductividad una causa nacional, y el Japón, movilizando a sus industriales, declara por boca de sus expertos que ese mercado valdrá 20 mil millones de dólares por año a comienzos del siglo XXI. De pronto, la cantidad de investigadores que trabajan sobre el tema se decuplicó en unos meses, pasando de algunos cientos en 1986 a varios miles desde 1987.
Se ha hablado mucho de las aplicaciones y los beneficios de la superconductividad, pero se ha escrito poco, o en todo caso no lo bastante, acerca de su naturaleza, extraña, y de su historia, excepcional. Cuanto ambiciona este libro es explicar aquélla contando ésta.
Extraña como todos los fenómenos que escapan completamente a la física clásica, la superconductividad es un efecto puramente cuántico; su explicación depende de una descripción de la materia que renuncie a asignar una posición y una trayectoria a los elementos, átomos y electrones, que la constituyen. Sin embargo, se puede constatar su existencia como se ve el efecto de la gravitación en la caída de una manzana: la superconductividad es un efecto cuántico «macroscópico». Un privilegio que sólo comparte con su hermana melliza, la superfluidez. Una, la superconductividad, es un desplazamiento en la materia que transforma un metal, una aleación, a veces incluso un aislador, en conductores perfectos en los que la corriente eléctrica se desplaza idealmente sin ninguna resistencia, sin desprendimientos de calor, es decir, sin perder energía. La otra, la superfluidez, es un desplazamiento de la materia que metamorfosea al helio, cuando éste es enfriado a -271 ºC, en un líquido sin ninguna viscosidad que se derramará más rápido en una pajita que en un oleoducto. La primera es el resultado de un movimiento coordinado de electrones, la segunda de un movimiento coordinado de átomos. Las dos están íntimamente ligadas. Tienen una historia común.
Si ésta es excepcional, es en primer lugar porque ofrece una condensación sorprendente de una transición que ha conducido a la profesionalización de una actividad reservada hasta entonces a los aficionados: la historia de la superconductividad comienza en el siglo de los gabinetes de física para acabar en el de los laboratorios gigantes. Arranca con la rivalidad de algunos hombres en una Europa en el apogeo de su poderío. Prosigue en la lucha entre una escuela soviética debilitada por las purgas estalinianas y una escuela americana minada por la «caza de brujas». Termina en una competencia entre los grandes laboratorios multinacionales.
Entretanto, habría de suscitar las mejores esperanzas... y las mayores decepciones. Comenzando por la de Gilles Holst, el físico holandés, que constata en 1911 que un hilo de mercurio enfriado a algunos grados del cero absoluto, hacia los -269 ºC, deja pasar la corriente sin resistencia. Él es quien observa por primera vez la superconductividad, pero permanecerá en el anonimato... Su patrón, Kamerlingh Onnes, se atribuirá sin compartirla la paternidad de su descubrimiento. Continuando por las desilusiones de todos los físicos, y no de los menos importantes, que durante medio siglo registrarán los más pequeños rincones de la materia esperando ver aparecer la superconductividad a temperaturas cada vez más altas, y hasta a la temperatura normal en que un hilo de cobre conduce la electricidad. Durante el cuarto de siglo siguiente desesperarán de verla superar jamás un límite experimental de -249,7º Celsius. Incluso se habían resignado: la superconductividad debía ser irremediablemente confinada al mundo de las muy bajas temperaturas.
Y sin embargo, estaba allí, oculta en un material fabricado por un químico francés que ignoraba el tesoro que tenía entre manos. Este es el tesoro que desenterrarán, en 1986, el suizo Alexander Müller y su sobrino alemán Georg Bednorz, en un laboratorio de IBM, y que les valió el premio Nobel de 1987, apenas un año y medio después de su descubrimiento de «materiales superconductores a alta temperatura».

Capítulo I
El último de los gases permanentes

Una noche de invierno excepcionalmente fría, los tubos del órgano de la catedral de San Petersburgo se hicieron pedazos. La mayoría de los fieles vio en ello la intervención del Maligno. Pero si tal hubo, esa intervención se limitó a sugerirle al constructor del órgano que empleara estaño casi puro para fabricar los tubos. El estaño, lo que no se sabía en aquel comienzo del siglo XVIII, es un metal cuyos átomos se reorganizan cuando la temperatura desciende por debajo de los 13 grados. Al comienzo esto no es muy grave, pero a -50º Celsius esta transformación es brutal; el estaño literalmente se pulveriza. Los melómanos de San Petersburgo pagaron los gastos del fenómeno. Pero éste al menos les indicó claramente a los físicos del lugar que los hielos arrastrados por el Neva no eran el único signo de una modificación de la materia por el frío. El silencio de la catedral les reveló mejor que un largo discurso el magnífico campo de investigación que les ofrecían las bajas temperaturas. Investigaciones cuya coronación sería el descubrimiento de la superconductividad.
Porque la historia de la superconductividad se confunde con la de la búsqueda de las bajas temperaturas. Para llegar al descubrimiento llamado de Kamerlingh Onnes en 1911, era preciso alcanzar una temperatura más baja que la de los objetos más fríos del Universo; una temperatura que, salvo que consideráramos la existencia de primos del más allá que fuesen además físicos experimentales dotados, no había existido jamás en ninguna otra parte; de hecho, una temperatura sólo algunos grados por encima del cero absoluto. Allí, en esa zona en la que los átomos están a un pelo de la inmovilidad total, se iban a descubrir electrones dotados de una movilidad perfecta.
¡Pero era necesario saber que esa zona existía! Al nacer Kamerlingh Onnes, en 1853, ya se daba por hecho: se sabía que una temperatura no puede caer indefinidamente, que existe un límite en el frío: se lo bautizó el «cero absoluto». El trazado de esta frontera había sido trabajoso. El tema del siglo XVIII fue distinguir, a modo de preámbulo, calor y temperatura.

§. Un esquimal en París
¡Había que pasar por esa distinción! Hablar de canícula o de frío siberiano tiene la ventaja de ser expresivo y el inconveniente de ser poco riguroso; calor y frío son nociones ambiguas. Raymond Devos lo habría dicho mejor: en el fuego de la conversación bien puede colarse el frío. Einstein escribió más prosaicamente que, para darse cuenta, basta con sumergir una mano en el agua fría, la otra en el agua caliente, y luego las dos en el agua tibia. Los mensajes percibidos por cada mano se contradirán. De la misma manera, un beduino y un esquimal que se encuentren en París para la primavera tendrán opiniones contrapuestas sobre el clima de la capital francesa. Sólo el empleo del termómetro permite laudar en la querella, al indicar una temperatura.
Sin embargo, no es porque tengan la misma temperatura que dos cuerpos contienen cantidades iguales de calor: en dos calentadores idénticos, diez litros de agua serán llevados al punto de ebullición menos rápidamente que un litro. Habrá sido necesario algo más para llevar esos diez litros de agua a los 100º; algo que fue llamado calor, pero que posee un nombre más general: energía. La experiencia cotidiana nos enseña esta correspondencia: la frotación, por ejemplo, de las ruedas de un vehículo contra el asfalto, provoca un calentamiento de los neumáticos. Hay transformación de la energía cinética (ligada a la velocidad del vehículo) en calor. Haciendo una observación menos moderna, pero en el fondo idéntica, James Joule comprendió que el calor es una forma de energía, ni más ni menos que la energía eléctrica o la energía mecánica.
Corría el año 1845, y como se verá, las ideas de Joule iban a jugar un papel preponderante en la carrera de Kamerlingh Onnes. Pero ya entonces hacían posible una definición de la temperatura. Si dos cuerpos, uno caliente y el otro frío, entran en contacto, se sabe por experiencia que al cabo de un cierto tiempo ambos estarán tibios; en otras palabras, se van a poner a la misma temperatura. El calor se ha esparcido entre ellos como el agua entre dos recipientes situados a niveles diferentes. El nivel de arriba corresponde a la temperatura elevada y el nivel inferior a la temperatura baja. Dicho de otro modo, la temperatura mide un nivel y no una cantidad de calor. En términos microscópicos, mide el grado de agitación de los átomos de un cuerpo. No hay límite superior: cuanto más se agitan, más elevada es la temperatura. A la inversa, cuanto más «calmos» están más desciende la temperatura. El límite inferior está determinado por la inmovilidad casi total de los átomos: es el cero absoluto.
¿Dónde se sitúa exactamente el cero absoluto? El siglo XIX encontró la respuesta. Hacia 1802, Gay Lussac había demostrado que el enfriamiento de un gas lo lleva a contraerse. A tal punto que, según sus cálculos, debía ocupar un volumen nulo una vez que llegara ¡a -270 grados Celsius! Por supuesto, nadie iba a ir a ver; por otra parte, el químico francés sabía que los gases no podían desaparecer y que el «volumen nulo» no era más que una ficción.

§. El señor del frío
William Thomson fue más preciso. Este joven físico escocés había continuado los trabajos de Gay-Lussac sobre la contracción de los gases. En 1848 demostró que las moléculas de toda sustancia, gaseosa, líquida o sólida, pierden energía a un ritmo constante cuando la temperatura desciende. El escocés calculó que una vez perdida toda su energía, un cuerpo alcanzaba los -273,15 ºC, y que ahí estaba el cero absoluto. Thomson se convirtió en el barón Kelvin of Largs, lord Kelvin, en 1866. Pero no fue promovido a noble por sus soberbios trabajos de termodinámica, sino porque había pergeñado una máquina que permitía la transmisión rápida de señales a través del cable transatlántico. Invención inmediatamente rentable y más fácil de comprender. Su genio, sin embargo, fue reconocido de diversas maneras. Entre otros honores, el grado Kelvin ha sido elegido como signo de la escala absoluta de las temperaturas: 0º Kelvin corresponde a -273,15 ºC. No hay temperatura más baja.
Una vez conocida y cifrada la existencia del cero absoluto, quedaba por descubrir cómo llegar a él, o, más exactamente, cómo acercarse, puesto que, y esto se descubriría mucho después, se trata de un límite hacia el cual se puede tender, pero al que no se puede llegar. Esta cuestión habría de ocupar a una parte de la comunidad científica durante más de medio siglo. La primera etapa ya estaba diseñada: era necesario encontrar un nuevo método de enfriamiento. La puesta a punto llevada a cabo por el químico francés Adrien-Jean-Pierre Thilorier, en 1835, había permitido llegar a los -110 ºC. Esto representaba más frío que la noche más glacial jamás registrada en la Antártida, pero todavía se estaba lejos de la meta. La mezcla de nieve carbónica y éter preparada por Thilorier no proporcionaba el refrigerante necesario para licuar aquello que se designaba con el nombre de «gases permanentes». Era el gran enigma del momento: resultaba imposible licuar tres de los gases conocidos (el oxígeno, el nitrógeno y el hidrógeno) a -110 ºC. Por más que se los comprimía, no pasaba nada. Seguían siendo rebeldes, irreductibles, y desesperadamente vaporosos en los tubos de ensayo.
Los treinta años posteriores al récord de bajas temperaturas obtenido por Thilorier estuvieron signados por los fracasos estrepitosos de los sucesivos experimentadores abocados a la licuación de los gases permanentes. El año 1868, sin aportar solución al problema, fue testigo, sin embargo, de un acontecimiento fundamental en la historia del frío.

§. En el corazón del sol
Aparentemente sin relación alguna con la investigación de las bajas temperaturas, este acontecimiento era, sin embargo, su clave, como iba a serlo también de la superconductividad: un astrónomo aficionado, Joseph Norman Lockyer había descubierto el helio.
Lockyer era un joven de treinta y dos años que trabajaba en el «War Office», menos apasionado por la política extranjera que por las especulaciones sobre los orígenes de las piedras de Stonehenge, cuya geometría, según él, revelaba datos astronómicos. Su interés por la astronomía superaba, sin embargo, las llanuras de Salisbury: estaba muy al corriente de los trabajos de sus contemporáneos. En especial, había leído con atención el informe titulado Sobre las rayas de Fraunhofer, firmado por Gustav Kirchhoff y Robert Bunsen, informe justamente célebre porque en él los dos científicos alemanes explican que el espectro de una fuente luminosa (su descomposición por un prisma en rayas de colores) está relacionado con la composición de la fuente. En otros términos, cada raya de un espectro indica la presencia de un elemento dado.
Estudiando el espectro solar, Lockyer le aplicó esta regla. Analizando en detalle la luz descompuesta en su espectroscopio, observó, además de las rayas características del hidrógeno, una pequeña raya amarilla cuyo origen no podía rastrear en ningún elemento conocido. Lockyer tuvo una intuición feliz: atribuyó esta raya a la presencia en el sol de un elemento simple nuevo. Como era helenista, lo bautizó Helio. La carta en la que anuncia su descubrimiento llegó a la Academia de Ciencias de París el 24 de octubre de 1868; el mismo día que la enviada por el astrónomo francés Janssen, que había arribado por su lado a las mismas conclusiones.
No era realmente una coincidencia. Los caminos que conducen a un descubrimiento científico son más frecuentados de lo que creemos: son trazados por una época, antes de ser recorridos por los hombres. Por consiguiente, los descubrimientos simultáneos no son raros. También existe una regla que atribuye la paternidad de un descubrimiento a quien ha hecho la primera publicación anunciándolo. En aquella época, lo que importaba era la comunicación a la Academia de Ciencias. En los decenios siguientes, ese papel habría de trasladarse progresivamente a las revistas científicas.
En particular a la revista que Lockyer había creado un año después de su descubrimiento. Porque después de haber sido nombrado astrónomo titular del observatorio de South Kensington en Londres, había fundado la revista Nature, llamada a convertirse definitivamente en la revista científica más célebre del mundo.
Después del descubrimiento de Janssen y Lockyer, no quedaba más que descubrir el helio en la Tierra. Pero para eso hubo que tener paciencia: veintisiete años exactamente, antes que ese gas raro fuese aislado en el laboratorio. Porque paradójicamente, mientras que un 23 por ciento de la masa del Universo está constituida por helio, existe apenas un mil millonésimo en la corteza terrestre y poco menos de cinco millonésimos en el aire. Es decir, que no es fácil de aislar. William Ramsay iba a ganar en 1895 uno de sus muchos títulos de gloria. Entretanto, nadie dudaba, y con motivo, de que el helio se licuaba a algunos grados por encima del cero absoluto. Había todavía muchas etapas que superar.

§. Algunas gotas de oxígeno
1877, algunas semanas antes de Navidad, Georges Cailletet, ingeniero en minas, se ha concentrado como muchos de sus cofrades en el problema de la licuación del oxígeno. Espera que comprimiéndolo suficientemente, tendrá éxito allí donde todos sus colegas han fracasado. En sus vanas tentativas de enfriamiento bajo presión, observa un fenómeno curioso: en el curso de una prueba preliminar practicada con acetileno, se produce una fuga en el aparato y una parte del gas comprimido se escapa; apenas pasado el incidente, Cailletet constata la formación, y luego la disipación casi instantánea, de una ligera niebla dentro del tubo de vidrio que contiene acetileno. Deduce de ello, con lógica impecable, que la caída de la presión ha provocado el enfriamiento del gas, y su condensación temporaria en gotitas.
¿Qué había pasado? La fuga había descomprimido el acetileno comprimido. Todos los ciclistas lo saben: una goma de bicicleta, cuando se la infla, se calienta. La situación inversa es igualmente cierta: un gas, al enfriarse ocupa un volumen mayor. En efecto, la temperatura, como lo había comprendido Joule, está directamente relacionada con la agitación, es decir, con la velocidad de las moléculas. En el tubo de Cailletet las moléculas de acetileno que tenían más espacio a su disposición se chocaban menos a menudo, y por lo tanto se agitaban menos; por eso el gas se había enfriado.
Este experimento «fracasado» le va a proporcionar a Cailletet el método que busca. Encierra el oxígeno bajo presión en un tubo de vidrio de paredes gruesas. Enfría el tubo a una temperatura constante de -29 ºC bañándolo en vapores de anhídrido sulfuroso. Deja luego que el oxígeno se dilate en el recipiente; la temperatura cae bruscamente y él ve que sobre las paredes se forman las gotitas de oxígeno. Las gotitas se evaporaron casi de inmediato, pero eso a él poco le importa, porque ha triunfado: ¡el oxígeno ya no pertenece más al club de los gases permanentes!
Era el 2 de diciembre de 1877. Cailletet esperó antes de comunicarle sus resultados a la Academia. El 17, una reunión debía decidir su elección como miembro correspondiente de esta institución. Antes de esa fecha no quería hacer olas y dejar suponer que trataba de influir en los electores. Esperó, pues, al 24 de diciembre para presentar su informe. Apenas hubo leído su comunicación, el secretario anunció a la tribuna que dos días antes había recibido el siguiente telegrama: «Oxígeno licuado hoy bajo 320 atmósferas y 140 grados de frío por la utilización combinada del ácido sulfuroso y del ácido carbónico. Raoul-Pierre Pictet.»
El físico suizo parecía tener la primicia. Pero Cailletet no había frecuentado por largo tiempo la Academia sin haber hecho de la prudencia una virtud cardinal. Había tenido la idea de enviar una descripción detallada de su experimento a uno de sus amigos el mismo día que lo había llevado a cabo. El amigo en cuestión se había apresurado a llevarle la carta al Secretario Permanente de la Academia, quien la había fechado y sellado. Cailletet pasaría a la posteridad como el primero en haber licuado el oxígeno. Sin embargo, Pictet no había trabajado en vano. Había llegado a un resultado idéntico al del francés empleando un método mucho más eficaz, el llamado de «las cascadas», que Kamerlingh Onnes iba a aprovechar.
De todos modos, ninguno de los dos había logrado obtener más que gotitas; el 24 de diciembre, la conclusión del presidente de la sesión en la que Cailletet había expuesto sus resultados lo enunció claramente: «Hemos demostrado que es posible licuar el oxígeno; queda pendiente el experimento decisivo. Habrá que conservar el oxígeno líquido a la temperatura de su punto de ebullición». Ni Cailletet ni Pictet lo lograron. No fue porque no lo intentaran, pero a ambos les faltaban conocimientos acerca de las bases teóricas de esta nueva física del frío.

§. El caballero de Cracovia
A la inversa de ellos, en ese momento vivía en París un joven noble originario de Cracovia, Szygmunt Florenty von Wroblewski, que poseía esas bases. El sabio polaco devoraba todas las publicaciones sobre el tema. En particular, había leído con pasión el informe de una serie de experimentos realizados durante el decenio precedente por el químico Thomas Andrews en el Queens College de Belfast. En un trabajo soberbio, Andrews había demostrado que la presión sólo podía ayudar a licuar un gas si éste estaba ya enfriado por debajo de una temperatura «crítica» propia de ese gas. Mientras no se superara ese escollo, sería en vano esforzarse por comprimir el gas, pues no pasaría al estado líquido.
Ahí estaba el hombre que echaría una nueva luz sobre el semi-fracaso de Cailletet. Wroblewski frecuentaba asiduamente el laboratorio del francés a quien nada le gustaba tanto como explicar sus experimentos. En el caballero polaco, Cailletet había encontrado un oyente tan atento como entusiasta. Tan entusiasta que, al volver a su país natal, Wroblewski se llevó en sus valijas un aparato idéntico al de Cailletet.
A su llegada a la Universidad de Cracovia, encontró a la cabeza del laboratorio de química a un hombre que también estaba obsesionado por la licuación de los gases permanentes. Olszewski se mostró encantado por la llegada de su compatriota, y sobre todo de su material, pues la universidad polaca era particularmente pobre en equipamiento. Se pusieron a trabajar en febrero de 1883. Durante dos meses, investigaron cómo ganar los grados necesarios para transformar las gotitas fugitivas de Cailletet en un líquido hirviente. En su última serie de experimentos, el francés había utilizado etileno líquido a presión atmosférica para enfriar su tubo de ensayo: reducía así la temperatura de partida a -105 ºC. ¡Faltaba poco! Cailletet no lo sabía, pero la temperatura crítica del oxígeno (bajo presión) es de -118 ºC. Los polacos tuvieron la idea de disminuir, con el auxilio de una bomba, la presión sobre el etileno líquido porque, según los trabajos de Andrews, tras ello debía sobrevenir un enfriamiento. Efectivamente, la temperatura del etileno cayó a -130 ºC. El 9 de abril de 1883 vieron cómo se formaban sobre la pared de vidrio gotas de oxígeno que luego descendían lentamente al fondo del tubo.
El líquido azulado que hervía en el fondo de aquel tubo era el preludio a una nueva tecnología. Tiempo después, iba a dar nacimiento a los motores a oxígeno de los cohetes V2 de la Alemania hitleriana y, luego, llevaría al hombre a la Luna; en lo inmediato, acarreó ya una revolución en la industria alimentaria: se iban a poder conservar duraderamente los comestibles perecederos. Wroblewski no tuvo oportunidad de verlo.
Los dos polacos se enemistaron, y, aunque trabajaban en la misma universidad, no volvieron a colaborar. Cinco años después, Wroblewski trabajaba una noche en su laboratorio cuando se le volcó la lámpara de petróleo. El fuego se extendió tan rápidamente que no tuvo tiempo de huir. Hoy, los visitantes de paso por Cracovia pueden ver en la antigua sala de la universidad real sus notas chamuscadas junto a las de un ilustre predecesor: Nicolás Copérnico.

§. La licuación del hidrógeno
Durante los años que siguieron, se licuó sucesivamente el metano, el óxido de carbono y el nitrógeno; nadie dudaba que el hidrógeno, el «último» de los gases permanentes, sería licuado a su vez. Séptimo hijo de un posadero escocés. Se llamaba Dewar, después sir James Dewar. Unía a un carácter colérico, a menudo incluso vengativo, un sentido innegable de la publicidad. Pero era un experimentador extraordinario; facultad que debía, quizás, a un accidente de juventud: mientras se paseaba por un lago helado, el hielo se rompió bajo sus pies y cayó al agua. Logró salir, pero al precio de una fuerte pulmonía gracias a la cual estuvo débil por un largo tiempo. Durante años debió privarse de los juegos propios de su edad para hacer una vida de reposo junto al carpintero del pueblo que le enseñó a fabricar violines. De ahí le venía, sin duda, su excepcional habilidad manual. Poseía igualmente un don de «prestidigitador» que le permitía sumar el hacer saber al saber hacer. Todos los viernes, a la noche, dictaba en el Royal Institute de Londres conferencias públicas en las que exponía sus últimas investigaciones. El público asistía, como quien va al teatro, para admirar la licuación del oxígeno. Por supuesto, sus demostraciones públicas eran perfectas y no traducían en nada los múltiples tropiezos que habían precedido a su génesis.
Le mostraba al público los gases licuados hirviendo lentamente en sus probetas; de preferencia, sin una evaporación demasiado rápida que se viese acompañada por la desaparición de los espectadores. Empresa difícil, porque el calor de la pieza se transmitía rápido a través del vidrio de sus tubos de ensayo.
El primer sistema que había inventado funcionó bastante bien; la probeta que contenía el oxígeno líquido era insertada en otra más grande y cerrada con un tapón. En el fondo de ese frasco, esparcía un producto secante que al absorber el vapor de agua entre los dos recipientes impedía la formación de escarcha. Esto era suficiente para el oxígeno líquido, pero según sus propios cálculos, no podía esperar conservar el hidrógeno con este método. Además, antes de ocuparse de la licuación del hidrógeno, le parecía necesario reflexionar en su conservación.
Dewar tuvo un rasgo de genio cuando observó que el mejor aislante térmico es el vacío; el calor se transmite de las moléculas del aire a las del vidrio de las probetas, y de allí a las moléculas del líquido, por lo tanto, si no hay medio para transmitir el calor, ¡se consigue lo buscado! En 1892 fabricó, pues, un recipiente de doble pared entre las cuales había bombeado aire para hacer un vacío lo más perfecto posible. Además, las paredes del recipiente estaban plateadas para reducir la absorción de calor reflejando los rayos. Esta invención permitía además conservar no sólo algunos centímetros cúbicos sino litros de gas licuado. Con estos «criostatos» (del griego cryos que quiere decir frío) se tornaba posible conservar el hidrógeno, de modo que por supuesto se lograría licuarlo. Dewar puso manos a la obra con tanto más ardor cuanto que sabía que Olszewski en Cracovia y Kamerlingh Onnes en Leyden también estaban trabajando en el tema.
El escocés ganará la carrera: el 10 de mayo de 1898, obtiene 20 cm3 de hidrógeno hirviendo lentamente en un criostato en condiciones de vacío. La máquina que concibió para ello se fundaba en el principio de la descompresión Joule-Thomson: estos dos sabios habían descubierto cuarenta años antes que si la descompresión de un gas, es decir el aflojamiento de la presión que se ejerce sobre él, se realiza sin intercambios con el exterior, es preciso que el trabajo necesario para separar las moléculas sea provisto desde adentro, por consiguiente por el propio gas. Como gasta energía, se enfría. Esta regla tiene sus excepciones: ¡el hidrógeno a temperatura corriente se recalienta cuando se lo descomprime! Hay que partir de una temperatura inicial inferior a los -40 ºC para que la descompresión se vea acompañada por un descenso de la temperatura.
Dewar aplica ese procedimiento; comienza por comprimir fuertemente el hidrógeno, que introduce en un recipiente de nitrógeno líquido. Deja que se descomprima el hidrógeno así enfriado (el nitrógeno se torna líquido a -196 ºC), luego permite que se enfríe y circule por una serpentina que lleva al grifo de descompresión nuevas cantidades de gas comprimido. Momento a momento, la temperatura de la serpentina desciende hasta la licuación del hidrógeno. Dewar llega así a los -252,76 ºC. El líquido presente en su recipiente no existe en ninguna otra parte del sistema solar. Ya no queda ningún gas permanente más, cree él, puesto que el último de ellos se rindió a su ingenio...
La comunicación de Dewar vino acompañada por una de esas numerosas controversias a que él estaba tan acostumbrado. Algunos meses antes de esta experiencia, Linde en Alemania y Hampson en Inglaterra habían registrado las patentes de las máquinas industriales de descompresión Joule-Thomson que permitían separar el oxígeno del aire líquido. Karl von Linde iba a fundar luego una fábrica de máquinas de hielo, y luego la primera empresa de licuación de oxígeno que ha prolongado su prosperidad hasta el día de hoy. Dewar se había inspirado en sus máquinas y citaba a Linde (en las notas a pie de página) pero no a Hampson: por regla general, no le gustaba citar a los otros.
Dos semanas después, el periódico de Lockyer publicaba una carta indignada de Hampson en la que éste se quejaba de dicho «olvido»: Hampson aseguraba que hacia fines de 1894 había ido a ver al adjunto de Dewar, Lennox, y le había hablado de su invento. Esto había ocurrido seis meses antes que registrara la patente. Hampson dejaba entrever, por consiguiente, que si Dewar había logrado la licuación del hidrógeno, era gracias a la información que él mismo le había proporcionado a Lennox. Por el mismo medio, Dewar respondió con su acostumbrada amabilidad que él habría tenido éxito de todos modos y con la misma rapidez aunque Hampson nunca hubiese existido.
Nature publicó cuatro series de intercambios epistolares entre Hampson y Dewar, tan pérfidos unos como otros. Llegó el mes de agosto y el asunto seguía ahí. Sin embargo, el tiempo de Dewar tocaba a su fin. El año que siguió iba a ver su último triunfo en la ruta del frío: logró solidificar el hidrógeno llegando a solamente 14 grados del cero absoluto: -259 ºC.
Esta vez, Dewar estaba convencido de haber terminado con esta página de la física. Su primera comunicación, por otra parte, se titulaba: «La licuación del hidrógeno y del helio». Pues estaba persuadido de que al obtener el hidrógeno líquido, en esa ocasión había hecho sufrir la misma suerte a los restos de helio que aparecían allí mezclados.

§. El helio: así en la tierra como en el cielo
Desde 1895 se había logrado detectar la presencia de helio en la Tierra: sir William Ramsay había descubierto que la clevita, un mineral de uranio, emite un gas de espectro idéntico al observado en el Sol por Janssen y Lockyer. El 23 de marzo, le envió un telegrama al químico francés Marcelin Berthelot:
«Gas obtenido por mí —clevita— mezcla argón helio —Grookes identifica espectro— envié comunicación a la Academia el lunes.»
Berthelot presentó el informe solicitado y se ocupó, tres días después, de elaborar a su vez una comunicación sobre el tema; a falta de informaciones nuevas contaba poca cosa en muchas palabras; pero eso vigorizaba su imagen de sabio siempre al día en materia de investigación. El procedimiento probó ser eficaz, ya que, entre otras funciones, llegaría a ocupar el cargo de ministro de instrucción pública.
Ahora que se había descubierto el helio en la Tierra, era preciso obtenerlo en cantidades importantes. Se constató primero su presencia en la atmósfera a razón de un cinco cien milésimo del aire. Pero sobre todo, se lo encontraba en las arenas de monacita y hasta en las fuentes minerales de las estaciones termales de moda, como Wildbad y Bath.
Dewar podía pensar, con todo derecho, que había licuado el helio al licuar el aire, y, luego, el hidrógeno. Pero, en realidad, lo que él tomaba por restos de helio era resultado de impurezas; así que debió rendirse a la evidencia de que la nueva sustancia había quedado en estado gaseoso: prisionera del hidrógeno sólido, y ello a pesar de un nuevo récord de temperatura, a 10 grados por encima del cero absoluto.
La carrera recomenzó, y con más fuerza, entre Leyden, Cracovia y Londres. Dewar podría haberla ganado. Pero su carácter desconfiado le jugó una mala pasada. Para licuar el helio, era necesario poseerlo en cantidades, y en estado gaseoso, que superaban en mucho las que él podía procurarse. Había una solución, por cierto, pero para ello, habría tenido que pasar por las Horcas Caudinas de Ramsay, el más grande especialista mundial de helio, que vivía a dos pasos. Desgraciadamente, ni uno ni otro eran muy modestos y se detestaban cordialmente.
Ramsay había llegado a convencerse de que la licuación del hidrógeno había sido realizada por Olszewski antes que por Dewar. ¡Y le había asestado este golpe en plena reunión de la Royal Society! Al reclamarle Dewar las pruebas de su afirmación, Ramsay fue incapaz de presentarlas; incluso debió admitir en la reunión siguiente que se había equivocado: el polaco, que se había enterado de la querella, le había enviado una carta en la que decía claramente que no pretendía haber licuado el hidrógeno. Olszewski también detestaba a Dewar, pero su odio no llegaba al punto de hacerle inventar resultados. Ramsay no se disculpó, y hubo de padecer también por esta querella: para extraer el helio del neón, necesitaba hidrógeno. Ahora bien, ¿cómo pedirle a Dewar su máquina después de la afrenta que le había infligido?
Pero Ramsay tuvo suerte. Empleó a un joven asistente talentoso, Morris Travers, que le construyó su licuador en menos de dos años. De golpe, la situación se había dado vuelta: Dewar no sólo no podía pedirle helio a Ramsay, sino que para colmo de males, ¡este último se había lanzado a su vez a la carrera del helio líquido! Sin embargo, ambos se quedaron varados a algunos grados de la temperatura crítica del helio. Y pronto les llegó la noticia desde Leyden; el helio había sido licuado. Dewar no se repuso nunca de este fracaso. Se peleó con Lennox y luego con su último amigo fiel, sir William Crookes.
El descubrimiento de Leyden marcó el comienzo de una nueva concepción de la investigación científica. El tiempo de los «gabinetes de física» había sido definitivamente revolucionado para dar paso al de los grandes laboratorios. Lo que seguiría sería la profesionalización del oficio de investigador. El laboratorio criogénico de Leyden era la primera señal de una transformación radical. Nacía una nueva física; el físico, como el director teatral, debería aprender a dirigir un equipo y conseguir productores.

§. El fin de los gases permanentes
El responsable de esta mutación se llamaba Heike Kamerlingh Onnes. Era hijo del propietario de una fábrica de tejas de Groningen, una ciudad universitaria de los Países Bajos. Como buenos burgueses holandeses, sus padres le habían dado una educación tradicional en la que se privilegiaban la cortesía y los buenos modales, la austeridad y el rigor. El axioma central de la casa Onnes era, según las propias palabras del físico, «tienes que llegar a ser un hombre». Algo muy clásico, sin duda, pero el holandés habría de hacer de este rigor el rasgo principal de su oficio. Y fue lo que hizo que Robert Bunsen y Gustav Kirchhoff se fijaran en él, cuando a los dieciocho años, Onnes partió a estudiar a la Universidad de Heidelberg.
En 1873, volvió a su Holanda natal donde fue ascendiendo normalmente los escalones que lo condujeron, en 1882, a la cátedra de física experimental de la Universidad de Leyden. Allí, bajo la influencia de los trabajos de uno de sus compatriotas, Johannes Van der Waals, comenzó a apasionarse por las propiedades termodinámicas de los líquidos y de los gases.
Kamerlingh Onnes estimaba que la licuación de los gases debía pasar al estadio industrial o semi-industrial para poder hacer progresos significativos. Para él, la época de los experimentos en un rincón de una mesada dudosa en un sótano oscuro se había terminado. Era hora de dar vuelta la página. Así, en 1894 fundó el laboratorio de criogenia de Leyden, el primer laboratorio moderno del mundo, con sus técnicos, sus ingenieros, y sus dos escuelas asociadas, una destinada a formar técnicos mecánicos, y la otra de sopladores de vidrio, indispensables para fabricar los matraces, los vasos, las retortas y otros recipientes de vidrio necesarios para transportar los líquidos hirvientes a muy baja temperatura.
1894 lo ve poner a punto una cascada según el modelo imaginado por Pictet. Pero su objetivo es cuantitativo y no cualitativo: quiere aire líquido en cantidades importantes; le hace falta una cascada mucho más rendidora que la del suizo. Para comenzar el enfriamiento, eligió el cloruro de metilo, un gas que se licúa a la temperatura corriente bajo una presión de cuatro atmósferas y que, por lo tanto, resulta ideal para la primera etapa: una bomba de vacío, ramificada sobre el recipiente de metal blanco que contiene el cloruro de metilo, le permite practicar una evaporación que lleva el líquido a -85 ºC. En la segunda etapa, utiliza el baño obtenido para la licuación del etileno, igualmente bajo presión. Por un ciclo análogo al precedente, el etileno líquido es llevado así a -150 ºC. En la tercera etapa, hace circular el oxígeno comprimido a 20 atmósferas en una serpentina sumergida en ese nuevo baño. En esas condiciones, el oxígeno se licúas y al volver a la presión atmosférica, su temperatura cae a -83 ºC. Con ese nuevo baño de oxígeno, en la cuarta y última etapa, puede entonces licuar el aire comprimido a 15 atmósferas y llegar a -217 ºC. A esta temperatura, el oxígeno, pero también el argón, el monóxido de carbono, el flúor y el nitrógeno se tornan líquidos.
Su aparato proporcionaba alrededor de 14 litros de aire líquido por hora. Era más que suficiente para planificar toda una serie de experimentos y aprender perfectamente el manejo de los licuadores. Pero para llegar más abajo, el método de las cascadas era insuficiente.
Mientras tanto, Dewar había ganado la carrera del hidrógeno, y había demostrado que era preciso utilizar la descompresión Joule-Thomson para llegar a las temperaturas necesarias. Después de haber estudiado el método de Dewar, Onnes volvió a lo suyo: hace fabricar las famosas botellas de doble pared plateada inventadas por Dewar, y luego comienza la construcción de un licuador de hidrógeno compuesto de tres compartimientos; el primero está lleno de aire líquido, y el hidrógeno, comprimido a 200 atmósferas, viene a enfriarse allí a través de una serpentina; el segundo asegura por descompresión Joule-Thomson una primera condensación de hidrógeno. En el tercero, una última descompresión conduce al hidrógeno a la licuación total.
El licuador construido por Onnes no tiene nada que ver con el de Dewar. En 1898, el inglés había obtenido 20 cm3 de hidrógeno líquido. En Leyden, en 1905, se logra la preparación del primer cuarto litro. En febrero de 1906, se preparan tres litros de hidrógeno líquido de una sola colada. En mayo, pueden comenzar los primeros experimentos de física a la temperatura del hidrógeno líquido. Kamerlingh Onnes está listo para la carrera del helio líquido. Entre él y sus competidores se abre el abismo que separa a un profesional de los aficionados, por muy lúcidos que éstos fuesen.

§. El triunfo de Kamerlingh Onnes
La licuación del helio exigirá todavía dos años más de preparación. En marzo de 1908, Onnes somete al helio comprimido a 100 atmósferas bajo un refrigerante de hidrógeno líquido (hirviendo en el vacío a -259 ºC) a una descompresión Joule-Thomson. Una ligera neblina aparece en el criostato, pero Onnes considera que puede deberse a las impurezas del hidrógeno presente en el gas. Lo purifica de nuevo y el 9 de julio de 1908, con un aparato análogo al licuador de hidrógeno, da el impulso definitivo al experimento final: aquel día, Flim, el técnico responsable de la construcción de los criostatos, licúa 75 litros de aire.
Al día siguiente, a las seis y media de la mañana, Onnes aborda la segunda fase de la experiencia; a las 13 y 30 ha almacenado 20 litros de hidrógeno; es suficiente para intentar la licuación del helio. El termómetro sumergido en el licuador indica una baja gradual de la temperatura, y luego, deja de descender. El stock de hidrógeno líquido está por agotarse; a las 18 y 30, Onnes cree haber fracasado; pero en ese momento, uno de los muchos curiosos que viene regularmente a enterarse de las novedades le hace notar que quizá su termómetro de helio gaseoso no funcione en esas condiciones.
Onnes ilumina entonces el licuador por abajo; la refracción de los rayos luminosos muestra sin ninguna duda posible el recipiente central casi totalmente lleno de helio líquido. Entre los espectadores, un físico parece muy intrigado. No aguanta más, y se acerca a Onnes para hacerle notar que la superficie del helio líquido es muy diferente de la de los líquidos habituales: efectivamente, Onnes constata que aparece «plana como la hoja de un cuchillo en contacto con las paredes de vidrio». Dicho de otro modo, el «menisco» del helio es casi nulo.
En el entusiasmo general, se olvidará esta observación que conduciría después al descubrimiento de la superfluidez. Era perdonable, pues se festejaba allí una hazaña: las mediciones realizadas por Kamerlingh Onnes revelaban que la temperatura alcanzada era de 1,82 ºK por encima del cero absoluto. Esta vez sí: no quedaban más gases permanentes.

Auto de fe

«Estaba destrozado, destrozado hasta la muerte por esta larga agonía.»
Edgar Poe,
El pozo y el péndulo.

Desde el instante en que vinieron a arrestarme, viví en la penumbra. Los días y las noches desaparecieron; no había nada más que la luz vacilante de una antorcha en el corredor que conduce a mi calabozo. Y cuando creía haber encontrado la salud en mi locura, me sacaron de la tumba en la que me habían arrojado. Me condujeron por los pasillos subterráneos de su prisión y me hicieron entrar en una gran sala donde ninguna ventana se abría a la luz. Aquél era mi tribunal.
Se llevó a cabo el juicio, se proclamó el veredicto: era la muerte. Me pidieron entonces que abjurara, para así al menos salvar mi alma inmortal. Me conjuraron a renunciar públicamente a los átomos y afirmar mi fe en la indivisibilidad de la materia. Me negué, por cansancio más que por valentía, y me arrastraron de nuevo a su mundo de tinieblas. La costumbre quería que los herejes fueran quemados el último día del mes, en la pompa y la solemnidad que reclama semejante ceremonia. Sin duda ese día estaba cercano pues no fui llevado a mi calabozo.
Pronto hube de explorar mi nueva morada. Avanzando con precaución, con las manos extendidas y un pie tanteando prudentemente el suelo —al fin y al cabo, no me habían aclarado qué muerte me estaba reservada y quizá mi prisión ocultase trampas más perversas—, logré representarme mis dominios. Estaba encerrado en una pieza cuadrada de tres metros de lado. No estaba seguro de la altura pues por altos que fuesen mis saltos no podía tocar el techo. En medio de la pieza, fijado al suelo, había un encofrado que tenía encima una manivela. Me cuidé mucho de accionarla, convencido de que pondría en movimiento algún mecanismo infernal. Acercándome a él, traté de sofocar en mi espíritu las llamas cuya mordedura ya imaginaba: me refugiaba en el mundo que me había valido mi condena. El sueño me sorprendió mientras calculaba el número de átomos que compartían mi celda.
Un ruido sordo me despertó y sentí como un soplo caliente e intenso que recorría mi rostro. La pieza fue bañada por una débil luz, y al alzar los ojos hacia el techo, pude constatar que había unas hendiduras muy delgadas que debían permitirle deslizarse a lo largo de las paredes. Estaba aproximadamente a seis metros de altura, y descendía inexorablemente. Mi suerte estaba sellada. No perecería ante la multitud, envuelto en llamas; iba a ser triturado por esta muela de piedra que se me acercaba. Yo sabía perfectamente que la manivela que estaba en medio de la pieza develaría un nuevo horror si la manipulaba y me resistí a hacerlo hasta que el techo estuvo a dos metros de altura. Entonces me decidí. La manivela apenas se había desplazado un punto cuando el piso de la prisión se corrió hacia abajo. Cayó unos cincuenta centímetros. Había logrado una tregua. Quizá fuera ésta una tortura suplementaria que me infligían mis carceleros; pero cada segundo de esta vida a la que estaba presto a renunciar me parecía, súbitamente, digno de lodos mis esfuerzos.
Observé entonces un fenómeno curioso: hacía más frío; como si la caída del piso viniese acompañada por una baja repentina de la temperatura. Me vi obligado a darle otra vuelta a la manivela, pues entretanto el techo se había acercado peligrosamente y no podía ya mantenerme en pie. La caída fue idéntica, pero esta vez, ya no había duda: la temperatura había bajado muchísimo. Aquella era, pues, la opción que se me proponía. Podía morir de frío o dejarme triturar. Otras dos caídas y estaría demasiado entumecido por el frío para poder mover la manivela.
En el momento en que me sumergía definitivamente en el horror, un golpe sordo me devolvió a la vida. El presidente de la sesión de la Academia de Ciencias reclamaba silencio para leer la comunicación en la que se anunciaba la licuación del aire con la ayuda de una máquina de descompresión.

Capítulo II
El dragón cuántico

La Inquisición desapareció hace varios siglos, pero existen otros métodos, más o menos sutiles, que utilizan aquellos que piensan que la tolerancia es una falta de fe. La cuestión del átomo es un buen ejemplo de ello. Y postergando provisoriamente la historia de la superconductividad, es preciso que nos sumerjamos en el corazón de las disputas y debates que, originados en esta cuestión, van a agitar a la física en este comienzo del siglo XX. Porque del tumulto provocado por la aparición de hipótesis «chocantes, por no decir grotescas», dirá el químico Nernst, futuro premio Nobel, sobre la naturaleza de la materia, iba a surgir un cambio que podría pretender igualar a la revolución copernicana. Porque ese trastorno iba a ser la fragua en la que se forjaría una herramienta tan extraña como incomparable, y la única capaz de explicar la superconductividad y la superfluidez: la mecánica cuántica.

§. ¿Hay que quemar a los atomistas?
Abandonemos pues a Onnes momentáneamente para remontarnos en el tiempo unas decenas de años. Paralelamente a la búsqueda del cero absoluto, todo el final del siglo XIX se había visto signado por una querella virulenta acerca de una cuestión vieja como Demócrito: ¿existen los átomos? Agrupada tras el filósofo Ernst Mach y el químico Wilhelm Ostwald, una parte de la comunidad científica lanzaba el anatema con el fervor de un maestro distribuyendo sus primeros coscorrones. «Si ven átomos, tráiganme cien», se decía burlonamente en los anfiteatros desde Viena a París. «Mi enfoque, decía Mach, elimina toda cuestión metafísica, porque lo que podemos conocer del mundo se percibe necesariamente a través de sensaciones».
En cuanto a Ostwald, rechazaba pura y simplemente la «mecánica de los átomos», porque le parecía que ésta implicaba un vicio de fabricación[1]:
«El error salta a la vista en el hecho siguiente: en todas las ecuaciones de la mecánica, el signo de la variable que representa al tiempo puede cambiar. En otros términos, los fenómenos de la mecánica racional pueden seguir el curso del tiempo o remontarlo. En el mundo de la mecánica racional no hay ni pasado ni porvenir en el mismo sentido que en el nuestro: el árbol puede volver a ser retoño y semilla; la mariposa oruga; el anciano niño. ¿Por qué estos hechos no se producen en la realidad? La teoría mecánica no lo explica; y en virtud de las propiedades mismas de las ecuaciones, no puede explicarlo. El hecho de que en la naturaleza real los fenómenos no sean reversibles condena, pues, sin apelación posible, al materialismo físico.»
Para Ostwald había una sola cosa concreta: la energía. Quería, igual que Mach, construir la ciencia sobre una base puramente «fenomenológica», y, para ello, debían purgarla de hipótesis metafísicas; categoría en la que él hacía entrar al átomo (no sería sino en 1912 que se observarían las primeras huellas de partículas en las cámaras de niebla).
La querella arrastró a su vez a Marcelin Berthelot, figura todopoderosa de la ciencia francesa, a los caminos frecuentados del sectarismo. A uno de sus colegas, senador y químico como él, que lo interrogaba sobre legitimidad de sus posiciones anti-atomistas, le respondió:
«No quiero ver cómo la química degenera en religión. No quiero que se crea en la existencia real de los átomos como los cristianos creen en la presencia real de Jesucristo en la hostia consagrada.[2]»
Guardián de la ortodoxia «energetista».
Berthelot lanzó allí una de sus numerosas andanadas en el combate que habían emprendido los partidarios de una visión «continua» de la materia contra la de los campeones de lo «discontinuo», es decir del átomo.
Sus golpes dieron en el blanco, pues la industria de la química orgánica francesa se quedará diez años atrasada respecto de sus competidoras alemana e inglesa. Más serio aún, ciertos profesores de los «años Berthelot» van a formar educadores que continuarán hasta la Segunda Guerra Mundial agitando las ideas de su maestro. ¡Llevará más de treinta años para que aparezca el electrón en los manuales! Signos, entre otros, del fin de la supremacía francesa en el mundo de la física.
En 1895, lord Kelvin se expresaba así en la tribuna de la Academia de Ciencias:
«Ella (Francia) es verdaderamente el Alma Mater de mi juventud científica, y la inspiradora de la admiración por la belleza de la ciencia que me ha cautivado y guiado durante toda mi carrera.»
Hablaba de una época concluida; la ciencia francesa dirigió el mundo hasta 1830; pero la edad de oro terminó definitivamente; en la bisagra de los dos siglos, la ciencia francesa se muestra declinante: hasta 1930, y a pesar de los Curie, Perrin, de Broglie, Joliot, Poincaré, etcétera, el viento de la física soplará más bien desde Holanda, desde Inglaterra y, sobre todo, desde Alemania.
Todavía no se había llegado a ese punto. Entre los científicos al menos, el disenso entre «atomistas» y «energetistas» se extinguió con el siglo naciente. El último bastión de los anti-atomistas cayó ante los hechos experimentales que se acumulaban en favor de sus adversarios.

§. El plum-cake de Thomson
Todo comenzó con el descubrimiento del electrón por Joseph John Thomson. El físico inglés (sin relación de parentesco con Kelvin) estudiaba los misteriosos rayos «catódicos» observados durante la descarga de un gas entre dos electrodos (el cátodo negativo y el ánodo positivo) colocados en un tubo de vidrio. La mayor parte de los científicos alemanes creían en su naturaleza electromagnética. En otros términos, se trataba, aseguraban ellos, de una onda análoga a la luz. Kelvin mismo pensaba que había que tener en cuenta la idea de que «la electricidad es un líquido continuo». Por el contrario, físicos como William Crookes o el francés Jean Perrin estaban convencidos de que esos rayos estaban compuestos por partículas minúsculas cargadas de electricidad. La elección entre esas dos hipótesis provenía de un acto de fe hasta la entrada en escena de Thomson. Él verificó primero que los rayos viajaban mucho menos rápido que la luz. Por lo tanto, no podía tratarse de ondas electromagnéticas. Thomson estudió entonces el comportamiento de los rayos catódicos en un campo magnético; tal como él esperaba, eran desviados como lo habría sido un proyectil de carga negativa que pasara por las proximidades de un imán. Esta vez, Thomson ya no tenía dudas: los rayos catódicos estaban necesariamente compuestos por partículas cargadas negativamente. Anunció su descubrimiento un viernes a la noche de 1897, en el Royal Institute de Londres, precisando que se trataba de un «nuevo estado de la materia» a partir del cual «se organizan todos los elementos químicos».
En 1867, el físico irlandés George Stoney había propuesto bautizar la carga elemental de electricidad «electrina». Su propuesta no fue tenida en cuenta, pero como buen irlandés, fue perseverante en sus ideas: veinte años más tarde, había vuelto a la carga con la palabra «electrón» (que significa ámbar en griego). Las partículas descubiertas por Thomson encontraron allí su nombre de bautismo.
El consenso acerca de esta carga eléctrica elemental no era total: el gran Max Planck, en el momento mismo en que hacía penetrar a la física en un mundo nuevo, no creía definitivamente en los electrones. Sin embargo, su existencia fue considerada en adelante como una hipótesis seria y las especulaciones sobre el átomo tomaron otro giro. Thomson propuso un primer modelo de átomo en el cual éste se parecía a una especie de racimo de uvas: los electrones. Partículas de carga negativa estaban sembradas por toda la masa positiva del átomo. Jean Perrin lo imaginaba más bien como un microscópico sistema planetario en el que el electrón jugaría el papel de un planeta orbitando en torno de un sol atómico.
Por más chocantes que fuesen esas ideas para ciertos científicos, todo eso no era nada comparado con lo que les reservaba el año 1900. Apenas habituados al átomo, los físicos tendrían que acostumbrarse a la introducción de otra discontinuidad, esta vez en los intercambios de energía entre materia e irradiación.

§. Una revolución de mala gana
¿Qué pasa cuando se calienta un cuerpo? Todo era parte de esta pregunta aparentemente simple. No es muy misterioso, habían dicho ciertos físicos que habían constatado que el color, por lo tanto la longitud de onda, de la irradiación varía con la temperatura: un pedazo de hierro calentado es sucesivamente rojo oscuro, rojo anaranjado, amarillo, blanco, a medida que la temperatura se eleva. Cada uno de esos colores corresponde a la irradiación dominante emitida a una temperatura dada. Para el hierro, al llegar alrededor de los 600 ºC, domina el rojo; hacia los 2.000 ºC, el metal parece blanco porque todos los componentes de la luz visible se adicionan. A bajas temperaturas, también se emite una irradiación, pero el ojo no la distingue, porque ella se sitúa en el infrarrojo. Más allá de los 2.000 ºC, la mayor parte de la irradiación también se nos escapa, porque se sitúa entonces en el ultravioleta. Esas diferentes constataciones condujeron a una ley formulada por lord Rayleigh en junio de 1900:
«La potencia irradiada es proporcional a la temperatura absoluta e inversamente proporcional al cuadrado de la longitud de onda.»
Más claro: la irradiación térmica es tanto más intensa cuanto más corta es la longitud de onda.
En un primer momento, la experiencia corroboró la ley: para las longitudes de onda que iban del infrarrojo al verde, los resultados eran coherentes con las previsiones. Pero al avanzar las cosas se empezaron a echar a perder. Para el azul, para el violeta y más aún para el ultravioleta, la fórmula de Rayleigh ya no servía más: la experiencia estaba en contradicción flagrante con la teoría puesto que ésta preveía que toda la energía de un cuerpo calentado se manifestaría muy rápidamente bajo la forma de rayos ultravioletas, luego X y luego gamma.
Ya no era cuestión de sentarse junto al hogar, puesto que en lugar del calor de las brasas, se recibirían irradiaciones idénticas a las que desataría una explosión atómica. El físico austríaco Paul Ehrenfest captó el sentido de la fórmula; había bautizado a este fenómeno hipotético como «la catástrofe ultravioleta». Un término excesivo, pero que significaba claramente que uno de los artículos de fe de la física, a saber la teoría ondulatoria de la irradiación, había sido pescada en flagrante delito de error.
A fin de superar esta catástrofe ultravioleta el físico alemán Max Planck formula la hipótesis de los «cuantos», que va a poner a la física en el ojo de la tormenta. Curioso destino para este profesor de física teórica de la Universidad de Berlín. Ceca, un hombre austero, respetuoso de las leyes del Señor y del Estado, de estas últimas un poco demasiado sin duda, como lo demostrará su actitud en la época de entreguerras. Cara, un hombre cuya audacia intelectual pocos habrán de igualar.
A propósito de las vibraciones que traducen el calor de un cuerpo, Max Planck postula que ellas no se reparten según todos los valores posibles. Para tomar una imagen, en lugar de considerar que los cambios de energía entre el objeto calentado y la irradiación que éste emite se producen en forma continua, a la manera de un líquido que se vierte de un recipiente a otro, Max Planck se imagina que se producen de manera discontinua, por fragmentos, como si en lugar de líquido el recipiente vertedor contuviese bolitas. Bolitas que por otra parte no serían todas del mismo tamaño, sino tanto más gruesas cuanto más elevada la frecuencia (del infrarrojo al ultravioleta).
En resumen, Planck plantea como principio que los cambios de energía entre materia e irradiación se efectúan por paquetes, por cantidades definidas (de ahí el nombre cuanto atribuido a cada uno de esos paquetes elementales). Cada cuanto, precisa él el 14 de diciembre de 1900 en el curso de una conferencia en Berlín, contiene una energía (E) proporcional a la frecuencia (f) de la irradiación por la media de una constante h (E = h × f).

§. El misterio de la constante de Planck
Esta visión de las cosas tenía la ventaja de eludir la catástrofe ultravioleta, pero al precio de dejar de lado las leyes más sagradas de la física tradicional. Un poco como si afirmásemos que un hombre no puede avanzar más que a trancos de un mínimo de veinte centímetros, que es incapaz de dar trancos más pequeños, y que si los da más grandes, son siempre un múltiplo del tranco mínimo (40 cm. 60 cm, 80 cm, etcétera).
Si bien su valores muy pequeño (h = 6,62 × 10-34 Joule-segundo), la constante de proporcionalidad inventada por Planck, y que desde entonces lleva su nombre, sembró la confusión entre los físicos y, por añadidura, ¡afectó al propio Planck! Esta intrusión brutal de la discontinuidad en el armónico encadenamiento de la física tradicional le pareció, en el mejor de los casos, un «artificio de cálculo», y en el peor una herejía. Durante largos años, trató de modificar su teoría para conservar su resultado (la supresión de la catástrofe ultravioleta) eliminando al mismo tiempo los cuantos. Finalmente, capituló, reconociendo que «es absolutamente imposible, a pesar de los mayores esfuerzos, ubicar (su) hipótesis en el cuadro de una teoría clásica, fuere cual fuere».

§. La revancha de Newton
Durante cinco años, la teoría de los cuantos siguió en el limbo; como si el mundo científico, resignado a lo inevitable, buscase un campeón para enfrentar al dragón cuántico. Le tocó jugar este papel a un joven tan bohemio como severo podía ser Planck. Era un empleado de la oficina de patentes de Berna que se llamaba Albert Einstein. En el año de 1905, en que él expone su teoría de la relatividad especial plantea también aquella en la que explica, con pruebas que la fundamentan, que la hipótesis de los cuantos, aplicada a la luz, permite explicar el efecto fotoeléctrico (la emisión de electrones cuando una placa metálica es sometida a los rayos ultravioletas). Se puede considerar, concluía este joven de veintiséis años, que la luz está constituida por cuantos (luego se los bautizó «fotones»).
Esta aplicación de la teoría de los cuantos, lejos de apaciguar los espíritus, no hizo sino aumentar la confusión. Einstein tocaba ahí a la sacrosanta teoría ondulatoria de la luz: desde Huygens, por lo tanto desde el siglo XVIII, se conjeturaba que la luz era un fenómeno ondulatorio, análogo a las ondas que se propagan en la superficie del agua. Justamente gracias a esta teoría Fresnel había explicado la ausencia de deformación de dos rayos luminosos que se atraviesan y las interferencias que pueden resultar de ello bajo la forma, por ejemplo, de franjas alternativamente oscuras y brillantes. Y resulta que ahora Einstein venía a afirmar que para explicar el efecto fotoeléctrico se debía considerar la luz como un flujo de corpúsculos.
Ésta era, en su época, la hipótesis que había defendido Newton. ¿Cómo explicar entonces que los corpúsculos puedan crear interferencias, cruzarse sin chocarse o sin que sus trayectorias sufran desviaciones? Se había resuelto un problema, pero estaban a punto de surgir una cantidad de otros problemas. ¿Era necesario considerar estos cuantos como reales? En mayo de 1911, Einstein le escribía a su amigo Besso:
«Ya no me pregunto más si los cuantos existen realmente, porque ahora sé que mi cerebro no es capaz de lograr algo así.»
Al fin de su vida repetía:
«¿Qué son los cuantos de luz? Me he planteado la pregunta durante cincuenta años y nunca obtuve una respuesta.»
Como quiera que sea, el virus cuántico prosiguió su obra. Los cuantos se introducían paralelamente en la electricidad y en el átomo.

§. La batalla del electrón
En el primer caso, quedaba pendiente una pregunta: ¿existe el cuanto de electricidad?
Éste fue el punto de partida de una polémica que enfrentó, durante años, al físico americano Robert Andrews Millikan y al austríaco Paul Ehrenhaft. Cuando estalló, en 1910, Millikan tenía cuarenta y dos años. Sus varias publicaciones no habían atraído la atención sobre él. Ehrenhaft, en cambio, a los treinta y un años era considerado como una estrella en ascenso en la física. Tenía más de diez publicaciones de calidad que lo avalaban (en particular sobre el movimiento browniano). El primero recibió el premio Nobel en 1923, mientras que el segundo no se repuso nunca de su derrota.
Millikan era hijo de un pastor de Maquoketa, en Iowa; había estudiado griego y no tenía a priori ningún motivo para dedicarse a la física. Al finalizar sus estudios en la facultad de Oberlin, su profesor le propuso, sin embargo, que ocupara una vacante que se había producido en el departamento de física de la facultad. Millikan al principio se negó, arguyendo incompetencia, pero su profesor le replicó: «Quienquiera que haya estudiado brillantemente el griego conmigo puede enseñar física.» Millikan necesitaba dinero, así que aceptó y cambió las historias de Heródoto por las ecuaciones de Maxwell. Después de una decena de años sin brillo, decidió, en 1906, dedicarse a un problema fundamental: la medición de la carga electrónica.
Thomson había medido la relación de la carga con la masa del electrón. El problema por lo tanto seguía en pie, porque la constancia de esta relación no implicaba forzosamente la constancia de cada uno de sus miembros. Ninguna experiencia había podido demostrar indiscutiblemente que los electrones eran partículas idénticas. Millikan comenzó por desarrollar una técnica empleada por Thomson. Este último había estudiado la velocidad de caída de una nube de vapor de agua bajo el efecto de la gravedad, primero en ausencia y luego en presencia de un campo eléctrico que se oponía a la caída de la nube. Comparando los dos valores se debía poder evaluar, en teoría, la carga eléctrica. El resultado obtenido por este método era demasiado aproximativo. Pero Millikan tuvo suerte: aplicó un campo eléctrico tan intenso que su nube se volatilizó; no quedaron más que algunas gotas en las cuales esta vez él pudo medir la caída con gran precisión.
En 1909, presentó su experimento en el congreso de Winnipeg, precisando de entrada en su discurso que «la negación de la teoría atómica no nos ayudó, ni nos ayuda, a hacer estos descubrimientos».
En febrero de 1910, el Philosophical Magazine publicó el artículo en el que exponía su experimento y daba el valor según él más probable de la carga eléctrica elemental: e = 4,65 × 10-10 ues CGS. Lo comparó, era normal, con todos los valores publicados por otros físicos, y, en particular, con los proporcionados por Ehrenhaft.
Millikan juzgaba dudosos los resultados de Ehrenhaft y lo escribió. Para el austríaco, era una declaración de guerra. El 21 de abril de 1910, leyó una nota que hizo constar en actas en la sesión de la Academia de Ciencias de Viena en la que anunciaba haber medido subelectrones; en otros términos, afirmaba haber observado gotas que portaban cargas de un valor muy inferior a las del electrón, algunas de ellas que iban de 1/2 a 1/1.000. Ehrenhaft, quien revistaba entonces entre los partidarios del atomismo dio un giro espectacular para alinearse en las filas de Mach. Millikan, entretanto, había mejorado su experimento empleando gotitas de aceite. Al afinarse, sus resultados, que publicó en 1911, confirmaron el valor del cuanto de electricidad.
Como aquello concordaba con el movimiento general de la física, nadie se tomó el trabajo de refutar expresamente los resultados de Ehrenhaft. Así lo reconoció Lorentz en 1916, cuando observó, como gentileza hacia Ehrenhaft: «No se puede decir que la cuestión esté todavía completamente elucidada.» El austríaco no se repuso. Su amargura quedó expresada en la alocución que pronunció en 1926, en ocasión de la inauguración de un busto de Mach:
«Mach tuvo el coraje de oponerse con argumentos poderosos a las corrientes de la Weltanschauung (visión del mundo) atomista que ha barrido a casi todas las otras; esos mismos atomistas que, en los constituyentes más pequeños y supuestamente indivisibles de la materia, y recientemente también de la electricidad, creen haber encontrado las claves mágicas que les abrirán por fin todas las puertas del conocimiento de la naturaleza. (...) ¿Quién se atreve, en esta batalla entre dos mundos, a pronunciar el veredicto?»[3]
Ehrenhaft siguió publicando trabajos sobre los subelectrones ante la indiferencia general hasta 1940.
Demasiado tarde para él, la cuestión ha vuelto a actualizarse desde entonces con la hipótesis de los quarks (constituyentes de los protones y los neutrones) que llevan una carga fraccionaria. Decididamente visionario, Ehrenhaft fue también el primero, hubo muchos otros después, en proclamar que había descubierto el misterioso «monopolo magnético» (dicho de otro modo, un imán de un solo extremo, un polo sur sin polo norte, o. más rigurosamente, una carga magnética elemental); recordemos que si bien esta investigación sigue vigente hasta hoy, nadie demostró todavía la existencia del monopolo.

§. Un sol atómico
En el momento en que se libraba esta batalla del electrón, un físico neozelandés, Ernest Rutherford, acababa de descubrir el núcleo atómico en su laboratorio de Cambridge. Había concebido la idea de proyectar partículas alfa (luego se identificarían esas partículas en los núcleos de helio) sobre una delgada laminilla de oro, a fin de explorar la consistencia de la materia y verificar quién tenía razón, si Thomson o Perrin. Según el modelo de Thomson, las pesadas partículas alfa habrían debido atravesar sin problemas, como las balas una nube de polvo, y sin desviaciones significativas, las livianas esferas de sustancia positiva llenas de granitos negativos. Nada se adelantó: el experimento realizado por Geiger y Marsden, los discípulos de Rutherford, demostró que, por el contrario, ciertas partículas resultaban fuertemente desviadas de sus trayectorias, y que algunas incluso retrocedían completamente.
Tales cambios de dirección no se podían explicar más que por colisiones con otros elementos de gran masa. Rutherford abandonó el modo de representación de Thomson por el de Perrin. Propuso un modelo del átomo, comparable al sistema solar, pero en el que la atracción eléctrica habría reemplazado a la atracción gravitacional. La masa y la carga positiva estaban concentradas en un núcleo central (análogo al sol), en torno del cual gravitaban (como planetas) los electrones de carga negativa. Esta representación planetaria, muy astuta, tenía sin embargo un defecto: una carga eléctrica cuyo movimiento no es rectilíneo y uniforme sino «acelerado» (como es el caso de un movimiento circular, aun a velocidad constante), emite irradiación y pierde energía: los electrones, al menos en teoría, estaban condenados a quedar aplastados contra el núcleo al cabo de un mil millonésimo de segundo. En esas condiciones, el átomo no habría debido existir. La anomalía era de proporciones, pero la representación de Rutherford parecía la única plausible.

§. Los cuantos invaden el átomo
El danés Niels Bohr que trabaja en el laboratorio de Rutherford, en Manchester, decide reconsiderar la representación planetaria del físico neozelandés a fin de eliminar de ella su aspecto contradictorio. Nada parece espantar a Bohr. En 1911, gracias a una beca de la fundación Carlsberg —las célebres cervecerías practicaban, y siguen practicando, el mecenazgo científico—, se había colocado en el famoso laboratorio Cavendish de Cambridge. Apenas llegó, este joven de veintiséis años no tardó en interpelar, en el curso de una cena, al viejo J. J. Thomson para decirle gentilmente que su modelo atómico le parecía «inapropiado». No le dirá algo semejante a Rutherford, quien, por otra parte, no se siente chocado por la originalidad del joven danés, pero habrá de introducir la discontinuidad en el seno mismo del átomo. En 1913, postula que el radio de la órbita circular no puede variar en forma continua, sino que por el contrario es preciso asignarle valores determinados en los cuales intervendría la constante de Planck.
Más claramente, eso significa que los electrones que gravitan en torno del núcleo no pueden hacerlo sino sobre órbitas muy precisas (a cada una de ellas le corresponde una energía definida y constante), y que, en particular, les es imposible descender por debajo de una órbita llamada «fundamental». Por lo tanto, no corren el riesgo de verse aplastadas contra el núcleo.
Imaginemos los peldaños de una escala: en el modelo de Bohr, el electrón puede, o bien estacionarse en un peldaño, o bien trepar al peldaño superior (si se le proporciona energía, por ejemplo bajo la forma de un fotón), o bien descender al peldaño inferior (perdiendo esta vez energía bajo la forma de un fotón). Pero en ningún caso puede quedarse entre dos peldaños. En ese modelo, cada peldaño queda «etiquetado» con un nombre característico.
Al principio una simple construcción de la inteligencia sin justificación evidente, el modelo de Bohr conoció a posteriori éxitos notables. Este modelo permite, entre otras cosas, explicar cuantitativamente las rayas espectrales emitidas por el hidrógeno. Pero, por muy ingenioso que fuese su modelo, Bohr no se hacía ilusiones: lo veía como una simple etapa, porque subsistía en él siempre un desequilibrio, nacido de la mezcla de física clásica y física cuántica. Los electrones obedecían a las leyes de Newton mientras estaban en sus órbitas, y a las leyes de Planck-Einstein cuando saltaban de una órbita a otra. La reconciliación de estos inconciliables iba a dar nacimiento a una teoría revolucionaria: la mecánica cuántica. Con ella, y sólo con ella, iba a ser posible explicar la superconductividad.
Pero aún no se había llegado hasta ahí. Apenas se festejaba el primer aniversario del modelo de Bohr, cuando estalló la guerra. Para la comunidad científica alemana, este acontecimiento fue el signo de la ruptura con el resto del mundo. En octubre de 1914, después del incendio de la biblioteca de Lovaina por las tropas de Guillermo II, 93 científicos alemanes (entre ellos Planck y Röntgen, el descubridor de los rayos X) firmaron un manifiesto justificando la acción de las tropas alemanas. De golpe, la Academia de Ciencias de París, conducida por el matemático Émile Piccard, eliminó a los firmantes de la lista de miembros extranjeros. La internacional científica quedó pulverizada bajo el influjo de los nacionalismos.
El fin de la guerra no mejoró inmediatamente las cosas. En 1920, el consejo científico de la fundación belga Solvay decidió publicar todos los informes en francés y excluir toda referencia a los trabajos alemanes que hubiera en ellos. En los Estados Unidos se creó el International Research Council para aislar a los científicos alemanes. Felizmente, el objetivo no se podrá alcanzar: en los años siguientes, los problemas planteados por la mecánica de los cuantos iban a desaparecer milagrosamente, en gran parte gracias al genio de algunos físicos de la otra orilla del Rin.

§. La «comedia francesa»
Todo comenzó con la tesis tan estrepitosa como incongruente de un joven físico francés, el príncipe Louis Victor de Broglie. De Broglie —¡esto debió tranquilizar mucho a sus padres!— era según sus profesores del liceo de Münich «un alumno apenas mediocre en matemáticas y en química». Por otra parte, por inclinación personal, él habría querido consagrarse al estudio de la Edad Media, en tanto que su familia hubiera preferido verlo abrazar la «carrera», diplomática se entiende. Finalmente, no optó ni por las catedrales ni por las embajadas, sino por la física, en la que entró pomposamente, el 25 de noviembre de 1924 en la Sorbona, defendiendo su tesis «Investigaciones sobre la teoría de los cuantos»; puesto que, sugería De Broglie en esencia, en el caso de los fotones, las ondas pueden ser consideradas como corpúsculos, ¿por qué la recíproca no podría ser verdad? Proponía pues que se asociara a todo corpúsculo una onda de longitud de onda λ = h/p (siendo h la constante de Planck y p la cantidad de movimiento del corpúsculo, es decir, el producto de su masa por su velocidad).
La idea era tan atrevida para la época que con excepción de Einstein, quien le escribió a Langevin: «De Broglie ha alzado una punta del gran velo», los raros físicos que la consideraron la encontraron perfectamente absurda; algunos sabios extranjeros hablaron incluso con irrisión de «comedia francesa». El futuro mostró que estaban equivocados.
Explicitando su tesis, De Broglie precisó que, en realidad, era posible describir un corpúsculo como una onda, bajo reserva de que esta última no fuese una onda monocromática única, sino un paquete de ondas localizadas. Una onda solitaria se extiende sin límites en el espacio (como una cuerda tensada infinitamente larga); esto es a priori lo contrario de lo que se busca para describir un objeto que posee a cada instante una posición: si, en un momento dado, una pelota de fútbol se desliza hacia el fondo de la red de un arco, se comprende que una onda que la describa igualitariamente repartida sobre todo el terreno no estará del todo adaptada a la realidad. La situación es muy diferente con un paquete de ondas; porque cuando una gran cantidad de ondas superpuestas se desplazan a velocidades ligeramente diferentes, casi por todas partes, la caída de una compensa la cresta de la otra, y las ondas se anulan; salvo en un medio en el que al sumarse las crestas, se forma una enorme dilatación, semejante a una ola gigantesca que avanza por la superficie tranquila del océano. Era justamente esa dilatación la que, según los cálculos de Louis de Broglie, se desplazaba a la velocidad del corpúsculo.

§. La naturaleza ondulatoria de los electrones
Einstein presentó las ideas de De Broglie en el congreso Solvay de 1924. Todo el mundo pensaba que la prueba decisiva la proporcionaría la observación experimental de interferencias (de las figuras de difracción) que resultaría de la desviación de electrones sobre un cristal. Uno de los asistentes señaló que eso ya había sido hecho por un físico americano, Clinton Davisson. Había sido reclutado por ATT (American Telegraph and Telephone) que, como la General Electric y la mayor parte de las compañías americanas, había comprendido rápidamente el interés que revestía tener sus propios laboratorios de investigación fundamental básica para asegurarse las patentes antes de la publicación de resultados eventualmente prometedores de innovaciones tecnológicas. Un pequeño incidente de laboratorio lo había llevado a observar la difracción de un hacecillo de electrones sobre un pedazo de níquel. Pero en ese momento, Davisson no estaba convencido de la validez de su experiencia; sólo al cabo de tres años, después de haber repetido la experiencia con un joven «tesista», Lester Germer, publicó las pruebas de la legitimidad de la hipótesis de De Broglie. Ello le valió el premio Nobel en 1937.
Entretanto, las bases de la mecánica cuántica habían sido echadas. Era tiempo: la teoría semicuántica edificada por Bohr estaba alicaída; andaba bien para el átomo más simple, el del hidrógeno, pero no para los átomos más complejos. Además, la duda se había enseñoreado hasta de espíritus como el de Einstein, de Planck o del cristalógrafo Von Laue, que se preguntaban ahora si el cerebro humano era capaz de aprehender la materia en sus detalles microscópicos. La luz iba a venir de aquellos que tenían la ventaja de la inexperiencia.

§. Una onda de probabilidades
En el congreso Solvay, el austríaco Erwin Schrödinger, entonces profesor en la Universidad de Zürich, había escuchado atentamente a Einstein presentar las ideas del príncipe francés. En el tren que lo conducía de regreso a la capital suiza, su compañero de viaje, que había organizado el congreso en cuestión, le pidió que preparara un seminario sobre las ondas de De Broglie. A los treinta y siete años, Schrödinger dudaba de sus capacidades y se consideraba demasiado viejo para aportar una contribución significativa en el campo de la física. Habría de hacer mucho más, al enunciar, en 1926, la ecuación de onda que rige el comportamiento de las partículas materiales. Esta ecuación permitía no solamente describir el comportamiento de un electrón, sino, sobre todo, reconstituir rigurosamente el espectro de cada átomo, es decir, el conjunto de las radiaciones luminosas que éste emite según frecuencias muy precisas. De ahí en más, los electrones son considerados como vibraciones eléctricas distribuidas alrededor del núcleo; de la combinación de esas vibraciones —la «función de onda» del electrón— se puede, por cálculo, prever las emisiones de luces posibles, e incluso determinar la intensidad de las rayas espectrales, es decir lo que la antigua teoría de Bohr había procurado en vano.
El éxito de la ecuación de Schrödinger hizo renacer la esperanza entre los físicos: una buena ecuación, ¡eso sí que es algo sólido! Einstein y Planck se sintieron aliviados: ¡por fin iban a poder tratar los fenómenos atómicos con procedimientos clásicos! El antagonismo onda-corpúsculo parecía definitivamente saldado en beneficio de la onda. Las partículas, en el fondo, no eran más que las ondas reagrupadas en «paquetes», ondas tan apretadas que parecían puntuales conforme a nuestra escala: vista desde el avión, la superficie del mar parece lisa.
Iban a desilusionarse muy rápido. El físico alemán Max Born propuso, algunos meses después, una interpretación de la función de onda de Schrödinger en términos probabilísticos. La ecuación de onda, demostró, da la probabilidad de presencia de la partícula en una región del espacio. De golpe, eso explicaba por qué, en el modelo de Bohr, ¡un electrón podía girar en una órbita dada sin «caer» hacia el núcleo atómico!

§. Las matrices de Heisenberg
Paralelamente a Schrödinger, un físico alemán de veinticinco años, Werner Heisenberg, se había puesto a trabajar en el tema de los cuantos desde un ángulo radicalmente diferente. ¿Por qué, se preguntaba, representar el átomo como un sistema planetario de núcleo y órbitas, o según una imagen material cualquiera? La descripción de Bohr le parecía a Heisenberg demasiado subjetiva y era preciso, decía él, emplear las cantidades observables. Lo que se conoce de un átomo son sólo las frecuencias y las intensidades de la luz que emite, y por lo tanto, concluía, hay que partir de ahí. Por razones de comodidad, Heisenberg decidió utilizar cuadros de cifras, de manera que cada átomo se convirtió pura y simplemente en un cuadro de cifras. Esos cuadros, análogos a los cuadros de las distancias de una ciudad a otra que conocen los automovilistas, tenían un nombre en matemática: las matrices. De hecho, Heisenberg había reinventado, aplicándolo a este caso, el cálculo matricial. Esto fue lo que constató con admiración Max Born a quien Heisenberg le hizo llegar su trabajo el 9 de julio de 1925. De golpe, se puso a buscar un verdadero especialista en matrices para llevar a cabo la construcción de la teoría de su joven colega. Durante semanas, Born averiguó en los departamentos de física matemática, pero nadie lo supo derivar a un especialista de la cuestión. Era algo demasiado nuevo y demasiado difícil para la mayoría de los físicos. Luego, viajando en tren a Hamburgo y cuando se quejaba ante su compañero de viaje de la dificultad de reclutar un ayudante para este tema, fue escuchado casualmente por un hombre joven que leía tranquilamente en un asiento vecino. El hombre se llamaba Pascual Jordan y estaba terminando de leer una obra escrita dos años antes por el gran matemático Hilbert: el primer capítulo estaba consagrado al álgebra de las matrices. Al llegar a la estación de Hamburgo, Jordán se presentó, y allí comenzó la colaboración entre los tres hombres.
La teoría de Heisenberg-Born-Jordan que surgió de esa colaboración implicaba un aspecto extraño: en física clásica, la multiplicación de dos cantidades (como la velocidad y la posición) es conmutativa, es decir que el resultado es independiente del orden de los factores (3 × 2 = 2 × 3); en la teoría de ellos, en cambio, el producto de una matriz correspondiente a las posiciones no da el mismo resultado que el producto inverso: A × B no es más igual a B × A.

§. El principio de incertidumbre
Todo físico tradicional se habría ofuscado ante esta extravagancia y habría revisado su teoría. No así Heisenberg, quien comprendió que la no conmutatividad de sus matrices no tenía nada de gratuito y develaba por el contrario una idea muy profunda: el orden de las mediciones realizadas sobre una partícula puede cambiar fundamentalmente el resultado: midiendo primero la velocidad, el resultado sobre la posición no será igual que el obtenido midiendo primero la posición y luego la velocidad. Mas en general, esto explicaba que toda operación de medición de un sistema microfísico provocase automáticamente una alteración de ese sistema. A nuestra escala, esto no plantea ningún problema; se puede iluminar con la mayor quietud un partido de tenis nocturno, y las trayectorias de las pelotas no serán perturbadas por la luz de los proyectores. A escala atómica, en cambio, la llegada de un fotón, necesaria para observar un corpúsculo, hace el efecto de una bala de cañón. El corpúsculo sufre un choque que modifica su comportamiento ulterior. En esta constatación, Heisenberg va a encontrar el fundamento del «principio de incertidumbre», que enunció en 1927. En ese principio estipula que es imposible, en microfísica, atribuir a una partícula, en un instante dado, una posición y una velocidad determinadas. Cuanto mejor definida está la posición, menos conocida es la velocidad, y viceversa. Un poco como un fotógrafo, que sabe que ganará en detalle si se acerca a aquello que quiere captar en su objetivo, pero sabe igualmente que ganará en naturalidad si se mantiene ignorado y a la distancia, y que no podrá conciliar las dos alternativas. Esto estaba en contradicción total con la física clásica, cuyas ecuaciones permiten calcular en todo momento la velocidad y la posición, de una canica por ejemplo, por poco que se conozca acerca de sus condiciones de lanzamiento.
La consecuencia más evidente, y más chocante, del principio de incertidumbre de Heisenberg es que es necesario renunciar a toda tentativa de describir el universo invisible de los átomos a imagen de nuestro universo visible. Que las partículas no son asimilables a canicas y que tienen propiedades análogas a la velocidad y a la posición, pero más ligeras, y que no toman consistencia más que en el momento de una medición.
Mecánica ondulatoria de Schrödinger, mecánica de las matrices de Heisenberg, una vez más dos teorías enfrentadas, en competencia. Sus respectivos autores no se andaban con miramientos.
«Cuanto más considero la parte física de la teoría de Schrödinger, más repugnante me parece», proclamaba Heisenberg. «La lectura de los escritos de Heisenberg me ha repugnado, por no decir que me ha asqueado», replicaba Schrödinger.
Finalmente Paul Dirac, un físico inglés de veinticuatro años, va a reconciliar a los dos adversarios demostrando que, si se las observa de cerca, sus teorías expresan en términos diferentes la misma cosa y pueden deducirse una de otra. Dirac no se contentará con disecar las teorías de sus colegas. En 1933 compartirá el premio Nobel con Schrödinger por haber construido la primera teoría relativista del electrón. En esa teoría, él integrará no solamente las ideas de Einstein, sino también las de un joven austro-suizo, Wolfgang Pauli, sin duda el más insolente de los jóvenes «turcos» que pasaron por las manos de Bohr.
En el momento en que Dirac se interesaba por los conmutadores (que descubrió independientemente de Heisenberg), Pauli se había encaramado a la teoría de dos holandeses, Georges Uhlenbeck y Samuel Goudsmit, quienes, siguiendo la recta línea del modelo de Bohr, habían sugerido que el electrón podía ser dotado de un «spin». Por referencia al modelo planetario, era tentadora la posibilidad de forzar la analogía un poco más y suponer que, ya que la Tierra gira no solamente en torno del Sol, sino también sobre sí misma, el electrón, sin duda, debía hacer lo mismo. Esta nueva propiedad del electrón los holandeses la habían bautizado el «spin» (del inglés spin = giro). Muy rápido, y gracias a Pauli, esta imagen del electrón girando sobre sí mismo como un trompo fue abandonada, y el spin fue considerado una propiedad «cuántica» que sólo tendría una relación muy abstracta con la noción de rotación. Por otra parte, se debía hacer notar que todas las partículas poseen un spin y que esta propiedad es mensurable, al mismo título que la masa o la carga eléctrica (el spin no puede ser sino un múltiplo entero o semientero de la constante de Planck dividida por 2π).
Al explorar su significación Pauli se vio llevado a enunciar el principio de exclusión que desde entonces lleva su nombre: no se puede encontrar dos partículas de spin semienteras (protones, electrones, neutrones) en el mismo estado cuántico (en la primera teoría de Bohr se habría dicho: sobre la misma «órbita»). El principio de Pauli, como se verá, juega un papel fundamental en la historia de la superconductividad.

§. Los pilares de la mecánica cuántica
Así, alrededor de 1927, el edificio de la mecánica cuántica está casi listo. Los pilares sobre los cuales reposa esta nueva física son cinco:
  1. Al describir las magnitudes físicas (posición o velocidad de una partícula) mediante matrices que no son por lo general conmutativas: (A × B ≠ B × A) expresa que el orden según el cual se hacen las mediciones en una partícula puede cambiar fundamentalmente el resultado. La medición de la velocidad antes de la de la posición no dará el mismo resultado que si la medición de la posición precede a la de la velocidad.
  2. El principio de incertidumbre de Heisenberg significa que no se le puede atribuir a una partícula, sin precauciones, propiedades clásicas como la velocidad y la posición. Solamente se pueden emplear conceptos matemáticos que corresponden a esas propiedades, pero con una cierta «ligereza». Los resultados de las mediciones de velocidad y de posición están tachados por esa ligereza.[4]
  3. Las ondas de Broglie-Schrödinger corresponden, en esta perspectiva de indeterminación, a la probabilidad de encontrar esta partícula en un contexto dado; la partícula ya no es un punto material clásico (una «bola de billar») de localización precisa, sino un paquete de ondas. Ya no es posible asignarle una posición determinada; sólo se pueden evaluar las probabilidades de encontrarla en una porción de espacio.
  4. El principio de complementariedad de Bohr, formulado en 1927, pone un punto final al dualismo onda-corpúsculo. Los aspectos corpuscular y ondulatorio son dos representaciones «complementarias» de una sola y misma realidad. Un ser físico único puede aparecemos tanto bajo la forma de corpúsculo (cuando, por ejemplo, provoca un centelleo sobre una pantalla fluorescente), cuanto bajo la forma de onda (cuando, por ejemplo, observamos las franjas de interferencia producidas por un flujo de electrones).
  5. Por último, el principio de correspondencia enunciado por Bohr hacia 1916, revisado y corregido por Ehrenfest en 1927, tiende un puente entre la física clásica y la física cuántica. Pero no nos equivoquemos: esta aparente conciliación disimula, en realidad, una pura y simple anexión de la física clásica por la física cuántica, en la que se considera que la primera no es más que un caso limitado de la segunda.
El principio de complementariedad de Bohr va a llevar a dos de los más grandes genios del siglo a un profundo desacuerdo. Para Bohr, la situación es clara: según los principios de la física cuántica, el electrón sólo tiene una posición a una velocidad en el momento en que es observado. Poco importa si, entre dos observaciones, hace diez cabriolas, quince vueltas en el aire y treinta tornillazos. Eso quiere decir que la noción de trayectoria ya no tiene sentido en la mecánica cuántica, o al menos no es necesaria. Eso significa que hay, no solamente límites a nuestro conocimiento de un electrón en el momento de la observación, sino que, más allá de esos momentos, no tenemos la menor idea de qué es lo que hace.
Esta idea le va a chocar a más de uno y va a llevar a físicos como Eddington a posiciones extremistas: «Todo lo que sabemos proviene de experimentos fuertemente teñidos por nuestras expectativas.» Posición que resumirá comparando al físico con el artista que, frente a un bloque de mármol, imagina que existe una soberbia cabeza escondida en su seno. ¿Absurdo? ¡Suponed, dirá Eddington, que el artista tome su cincel y su buril y haga aparecer la cabeza de la que hablaba!
La posición de Eddington era excesiva, pero traduce bien la confusión de una parte de los físicos hacia fines de la década de 1920; comenzando por Einstein, que se niega a abandonar la idea de una realidad objetiva existente con independencia de la observación. Éste sería el punto de partida de un desacuerdo siempre actual entre, por una parte, los partidarios de Einstein que quieren investigar lo que está oculto detrás de esta indeterminación, y, por otra parte, la corriente ortodoxa (de Bohr), llamada escuela de Copenhague, adoptada por la mayoría de los físicos actuales. Esta última afirma que la física cuántica satisface los principales criterios de una teoría, pues permite prever los resultados de experimentos (al menos en términos de probabilidades). Que no vale la pena agotarse tratando de saber si en definitiva Dios juega a los dados o no.

Una cacería incierta

«¿Principios?... No, los principios no bastarían. Lo que nos hace falta es una fe deliberada.»
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

Señor cónsul general de Holanda:
Como usted me lo pidió, he reunido cuanta información he podido sobre sus dos compatriotas cuyos cuerpos deberían ser repatriados en el próximo barco que sale para Singapur. Ambos eran cazadores y estaban deliberadamente empleados por el zoo de Hamburgo (adjunto el contrato que lo certifica y que recuperé de entre el equipaje de uno de estos desdichados). Un indígena, cuya pista he perdido (la tarea no es fácil; como usted sabe, todos se parecen), les indicó la presencia de una especie desconocida en una de las grutas subterráneas de la isla Grande. Fue a comienzos de enero, al parecer; desde entonces, no se supo nada más hasta el día en que, advertido por uno de mis servidores, recogí a uno de esos dos hombres, que agonizaba en la orilla del río. Intenté todo para salvarlo, sin éxito, como usted sabe. Antes de morir, deliró por largo tiempo y así fue como pude reconstruir una parte de su aventura. Usted sabrá juzgar lo que hay que pensar de esta relación. Después de unos quince días de marcha por la jungla, llegaron por fin a la gruta indicada por el indígena. Arrastrándose sobre el vientre, llegaron a un lugar sin salida; pero vieron en el suelo una especie de pozo circular que, sin embargo, era demasiado estrecho como para permitir el paso de un hombre. Arrojando por allí una antorcha, pudieron darse cuenta de que había debajo de ellos una vasta galería de la que ellos sólo veían una ínfima porción. Pero, sobre todo, había algo vivo en aquel lugar pues la claridad de la antorcha provocó el pánico entre sus habitantes. Habitantes que no pudieron ver, pero cuya presencia estaba garantizada por los ruidos de huida y por las sombras saltarinas que percibieron desde el ángulo en que se encontraban. Fuere lo que fuere, en cualquier caso se trataba de algo desconocido. Al menos, estaban persuadidos de ello. Como los dos eran profesionales, bien podemos dar crédito a esta parte del relato.
Comoquiera que sea, los diversos indicios con que contaban les hicieron diferir, curiosamente, sobre un punto crucial: uno de los dos estaba convencido de que se trataba de una especie de pájaro. El otro juraba que era un mamífero. Decidieron entonces poner sus trampas con el auxilio de una soga. La falta de lugar hizo que jugaran a cara o cruz la posibilidad de ser el primero. El hombre que yo recogí, ganó; instaló pues su jaula. Al día siguiente, al levantar su trampa constató que la puerta había caído y el cebo había sido devorado. Pero no había nada en la jaula. El segundo hombre hizo entonces su tentativa instalando una red. También él, al recogerla, se dio cuenta de que la trampa había funcionado, pero que su red estaba vacía. La escena se repitió así día tras día. Trataron de mejorar sus trampas, pero nada daba resultado. Algo venía hasta la trampa pero siempre lograba escapar. Comenzaron a desconfiar, sospechando cada uno que el otro liberaba a su presa durante la noche. Se espiaban todo el tiempo. Un día, cansados, se pusieron a pelear. Uno murió inmediatamente de una puñalada, no sin haber herido antes al otro de un balazo. Usted sabe la continuación. En sus raros momentos de conciencia, traté, por supuesto, de averiguar si este hombre tenía una idea de lo que intentaba capturar. Lo extraño era que parecía convencido de que lo que entraba en la jaula era lo mismo que pasaba por la red. Salvo que se considerara la existencia de un ser híbrido, que replegara sus alas para caminar y arrastrarse, no veo a qué podía referirse. Sin embargo, hizo algunas observaciones incomprensibles para mí, pero que quizá le aclaren algo a usted. Comentaba que una red de mariposas atrapa mariposas y que un anzuelo sirve para pescar peces. ¿Quería decir que se encuentra lo que se busca? Es lo que pienso, aunque no veo el interés de la observación. Este hombre estaba visiblemente obsesionado por el tema, porque agregó varias veces que sólo se ve un pez cuando está en la punta de la línea, y que si se deja de lado ese instante, permanece invisible, «en cualquier parte, y por lo tanto en todas partes», en su universo acuático. De repente, tuve la sensación de que trataba de decirme que aquello que querían capturar en la gruta adaptaba su forma a la trampa tendida; en esta lógica, eso quería decir que esta criatura estaba de alguna manera «diluida» por todas partes dentro de la gruta, salvo al pasar por cada una de las trampas. Por supuesto, la idea es absurda y se debe atribuir a un cerebro debilitado por la agonía. Estoy a su disposición para cualquier información complementaria que pudiera proporcionarle. Sin otro particular, etcétera, etcétera...

Capítulo III
Una corriente perpetua

Lejos de las confrontaciones entre los grandes teóricos de la materia, Onnes había continuado, tranquilamente y sin distracciones, explotando sus talentos de experimentador y la potencia del laboratorio de Leyden. Éste estaba diseñado para inventariar las propiedades de la materia a bajas temperaturas y después de la licuación del helio el holandés se había inclinado muy lógicamente al estudio del comportamiento de los electrones en los materiales enfriados al helio. Le pidió a Gilles Holst, uno de sus jóvenes asistentes, que orientara sus investigaciones en esa dirección. En el corazón de la batalla del electrón, Holst descubrió, en 1911, el extraño comportamiento de la electricidad hacia el cero absoluto.

§. La teoría del gas eléctrico
El físico alemán Paul Drude había logrado establecer una teoría de la electricidad fundada sobre la imagen atómica de Thomson. Él había supuesto que en un conductor, el cobre por ejemplo, los electrones tenían la apariencia de un gas que bañara las partes positivas del átomo. Como se ha visto, la representación atómica de Thomson iba a ser rápidamente abandonada, pero la imagen de Drude no era tan mala. En primer lugar, porque le daba la función principal a los electrones en el transporte de la electricidad. Luego, porque explicaba la razón del calentamiento de un cable conductor: en sus peregrinaciones en el seno de la materia, los electrones, según Drude, debían llegar a entrechocarse con los «iones» (éste era el nombre que se le acababa de poner a las partes positivas del átomo); de donde se deducía una lenificación y una transformación, por efecto Joule, de su energía cinética (proporcional al cuadrado de la velocidad) en calor. Ahí estaba, precisaba Drude, el origen de la resistencia eléctrica de un cuerpo.
Hendrik Lorentz, amigo y compatriota de Onnes, generalmente más conocido por haber desmontado ante Einstein el camino de la relatividad, entró a su vez en la ronda. Se apoyó en la teoría de Drude para mostrar que la conductividad de un cuerpo era proporcional a la cantidad de electrones que participan en el transporte de la electricidad y en el intervalo de tiempo entre dos desviaciones consecutivas a los choques con los iones. Esto no estaba tan mal, pero quedaba por saber la suerte de esta ley a muy baja temperatura. Dos eran las posibilidades a considerar: si la cantidad de electrones de conducción permanece constante, afirmaba Lorentz, toda disminución de temperatura debe acompañarse de un aumento de la conductividad; en efecto, agregaba, los iones y los electrones se chocan tanto más a menudo cuanto más son agitados los iones. Para acudir a una imagen, un bote que circula en un puerto entre grandes buques mercantes correrá un mayor riesgo de colisión si el mar está picado porque los mastodontes que lo rodean realizarán importantes desplazamientos en torno de sus anclas. Por lo tanto, seguía Lorentz, dado que una disminución de la temperatura acarrea una disminución de las vibraciones iónicas, ofrece también una mayor libertad de pasaje para los electrones. No es seguro, retrucaba Kelvin, y ésta era la segunda hipótesis: la cantidad de electrones de conducción debería disminuir con la temperatura porque se puede pensar, razonablemente, que deben congelarse bajo el efecto del frío como peces prisioneros en un estanque helado. Desde entonces, concluía Kelvin, un metal se transformará en aislante al llegar al cero absoluto. Su conductividad se hará nula, y, a la inversa, su resistencia se hará infinita.

§. ¿Una corriente eléctrica puede helar?
Onnes no era un teórico. Desconfiaba de los razonamientos de los que nunca habían hecho algún experimento práctico. Pero, como todo experimentador, él también tenía, sin confesárselo demasiado, su pequeña idea sobre el tema; por otra parte, ya había estudiado cuidadosamente la evolución de la resistencia de un metal con la temperatura, haciendo bajar a ésta hasta el punto en que el aire se torna líquido. Esto fue antes de la puesta a punto de su criostato a helio; así, había podido verificar que, fuere cual fuere el metal, su resistencia disminuía regularmente: cuanto más enfriaba, mejor conducía el metal la electricidad. Desgraciadamente, toda extrapolación más allá de la temperatura en la que se interrumpían sus mediciones conducía a un resultado absurdo —la resistencia se tornaría negativa en el cero absoluto— o impensable —la resistencia se tornaría nula antes del cero absoluto. Onnes olvidó esas paparruchadas; se dio cuenta de que las hipótesis de Kelvin y de Lorentz no se excluían: en un primer momento, la resistencia debía disminuir; luego, con la ayuda de la «helada» de los electrones, debía pasar por un mínimo y aumentar hasta llegar a ser infinita a temperatura nula. Al llegar al cero absoluto, la electricidad no debía circular más.

§. ¿Quién descubrió la superconductividad?
Con esta idea en mente, Holst, a pedido de Kamerlingh Onnes, comenzó sus experimentos en 1910. Tomó un hilo de platino y observó, grado tras grado, cómo variaba su resistencia. Conforme las previsiones de su maestro, ésta comenzó a bajar con la temperatura; pero una vez llegada a algunos grados por encima del cero absoluto, constató que la resistencia se hacía constante en lugar de aumentar. Muy intrigado, Holst reiteró su experimento reemplazando el platino por un hilo de oro; el resultado fue idéntico. Algo inesperado, y, sobre todo, difícilmente interpretable. Después de devanarse los sesos durante largo tiempo, llegó a una conclusión que no hubiesen desaprobado los soldados del mariscal La Palice, pero que era más sutil de lo que parecía. Si al llegar a un umbral, se decía Holst, la resistencia no sube como estaba previsto, es porque debe seguir descendiendo. Si no desciende, es porque algo se opone. Como sus muestras de oro y de platino no eran completamente puras, el joven holandés comenzó por una prueba simple: ¿era la presencia de impurezas lo que oponía obstáculos a una disminución de la resistencia?
Para saberlo, sólo había una solución: emplear un metal puro. A comienzos del siglo XX, el mercurio era el único que cumplía este requisito. El mercurio de nuestros termómetros ofrece en efecto la ventaja de ser un metal líquido a temperatura normal; por ese hecho, es fácil de destilar, y, por lo tanto, de purificar. Holst fabricó un hilo extremadamente fino solidificando el mercurio colocado en tubos capilares y lo puso en su criostato. Al llegar a 4,2 ºK (-268,8 ºC), es decir, al punto de licuación del helio, constató que la resistencia de su hilo de mercurio había sido dividida por 500 desde la primera medición efectuada en el punto de solidificación del mercurio. Un centésimo de grado más tarde y la resistencia se hizo un millón de veces más pequeña que antes; a 4,18 ºK, era millares de millones de veces inferior a su valor inicial. En otros términos, en el límite de precisión de sus aparatos de medición, Holst había encontrado que la resistencia del mercurio era nula por debajo de 4,18 ºK; esto es lo que contó en sus Memorias el profesor Casimir, un testigo de la época con el que volveremos a encontramos más adelante.
¿Qué pasó entonces? Podemos suponer que Holst en primer lugar creyó en un error experimental; hombre de carácter escrupuloso y tímido, seguramente hizo saber sus dudas a su patrón. Onnes repitió el experimento del joven, constató que no se trataba de una casualidad... y se apropió del descubrimiento. Después de todo, aquello se había hecho en su laboratorio, con sus aparatos y por sugerencia de él. Lo normal habría sido que firmara en colaboración la publicación de Holst. Que hiciera desaparecer el nombre de su alumno lo habría sido mucho menos. Sin embargo, es lo que hizo (sólo le hará justicia a Holst mucho después, en una carta privada destinada a facilitar su elección a la Academia de Ciencias). Onnes se presentó, el 27 de mayo de 1911, ante la Academia real de los Países Bajos, como el único descubridor de la superconductividad (no la bautizará con ese nombre hasta 1913). ¡Qué peso podía tener un simple físico desconocido frente al monstruo sagrado de la física holandesa! Sin embargo, la cosa se supo; y es por eso que si existe una temperatura de Curie para la transición hacia un estado magnético,[5] no hay temperatura de Onnes para el pasaje hacia el estado de superconductividad. Después de esta historia, Gilles Holst abandonó el laboratorio de Leyden. Por pedido de un rico fabricante de lámparas a filamentos, se dirigió hacia Eindhoven a fundar un laboratorio industrial. El fabricante se llamaba Philips.
Onnes no se dio cuenta inmediatamente de la importancia de este descubrimiento. En ese momento, él no veía en la anulación de la resistencia del mercurio más que el caso extremo de la conductividad eléctrica de un metal. Los experimentos que realizó el año siguiente no le hicieron cambiar de opinión sobre este punto: en diciembre de 1912 observó que el estaño, y luego el plomo, se volvían superconductores, uno a 3,8 ºK y el otro a 7,2 ºK. Onnes dedujo de ello, equivocadamente, que todos los metales se comportarían de la misma manera, y que la superconductividad era el estado normal de un metal enfriado a la temperatura del helio líquido. Su error era perdonable. Después de todo, aún se estaba en los primeros balbuceos de la física del átomo; no se sabía gran cosa sobre la naturaleza y el comportamiento de los constituyentes de la materia.
De manera que no comenzó a advertir que tenía que vérselas con un nuevo estado de la materia hasta que trató de determinar si la resistencia de un superconductor era nula o extremadamente pequeña. Para verificarlo, fabricó un anillo de plomo que sumergió en un baño de helio líquido; Onnes hizo pasar una corriente por el anillo, que a esa temperatura era superconductor. Para medir la corriente producida, había instalado una pequeña aguja imantada encima del criostato; el pasaje de corriente por el anillo produjo en efecto la aparición de un campo magnético y, por lo tanto, la desviación de la aguja. Eso fue efectivamente lo que se produjo, pero cuando puso la bobina en cortocircuito, la aguja permaneció en su posición sin volver a cero. La corriente persistía en el anillo. Onnes dejó funcionar al conjunto durante dos horas y la aguja no se movió ni un micrón. Era la prueba de que la corriente no disminuía con el tiempo y de que la resistencia, si la había, era por lo menos cien mil millones de veces inferior a la del plomo a temperatura normal. Hoy se sabe que es aún mucho menor que eso, ya que una cuadrilla americana hizo girar una corriente durante dos años en un anillo superconductor, sin que se pudiera notar la menor variación de resistencia. Seguiría girando sin duda todavía si una huelga no hubiese interrumpido la experiencia.
En 1913 Onnes recibió el premio Nobel por la licuación del helio y el descubrimiento de la superconductividad. En el discurso que pronunció en esa ocasión, hizo alusión al comportamiento extravagante del helio cuando la temperatura alcanzaba 2,2 ºK; su densidad, precisó, pasa allí por un máximo. La cuestión lo inquietaba visiblemente, pero se limitó a mencionar el hecho. Con la superconductividad, ya tenía trabajo para rato. Porque estaba convencido ya de que se trataba de un fenómeno extraordinario. Un fenómeno cuya importancia cualquiera podía comprender considerando sus aplicaciones en el dominio de los campos magnéticos. En un discurso pronunciado con motivo del tercer congreso internacional sobre el frío, «Freezer», sobrenombre que le pusieron de ahí en adelante a Onnes, evocó una vieja idea de Jean Perrin. El francés había calculado que se podían crear campos magnéticos de 100.000 gauss, es decir quinientas mil veces más intensos que el campo magnético terrestre en París. Nada más simple, decía Perrin: un rizo de corriente crea un campo magnético cuyas líneas de fuerza son reunidas en un haz por el rizo. Cuantos más rizos haya más intenso será el campo. Basta entonces con bobinar una cantidad suficiente de espiras por las cuales pase una corriente eléctrica. Los detalles prácticos eran lo que menos le interesaban a Perrin; sin embargo, agregaba que era preciso construir una gran bobina y enfriarla con aire líquido para absorber el enorme calor que ésta no dejaría de producir por efecto Joule. La idea era excelente, reconocía Onnes, pero irrealizable. «El aparato de refrigeración necesario», dijo desde el estrado, «torna el costo del proyecto comparable al de un crucero. En cambio», prosiguió diciendo, «si se utiliza el hilo superconductor, no hay efecto Joule y la máquina de Perrin se puede fabricar fácilmente.» Onnes terminó su discurso señalando gentilmente que con una ayuda financiera relativamente modesta, se animaba a construir un gran imán superconductor en su laboratorio de Leyden. Para el caso, ¡estaba adelantado en nada más que medio siglo! Porque, a las grandes esperanzas les sucedieron las grandes decepciones. El holandés se dio cuenta en seguida de que la superconductividad desaparecía desde el momento en que el valor del campo magnético creado por la corriente trasponía un cierto umbral; un umbral muy bajo, porque era del orden de algunos cientos de gauss, es decir un límite muy inferior al necesario para las máquinas eléctricas, incluso modestas. Del mismo modo, Onnes constató que había un límite para la densidad de corriente soportada por un superconductor. Corriente, campo magnético, temperatura, los tres guardianes de la superconductividad, no permitían abrigar esperanzas de encontrarles aplicaciones.
Luego vino el atentado de Sarajevo, que marcó para Onnes el corte de los suministros de helio: recién en 1919 pudo reanudar sus investigaciones acerca de las bajas temperaturas gracias a la marina estadounidense, que le ofreció 30 m3 de helio preparados en Texas durante la guerra.

§. La carta de Einstein
Holanda había logrado mantenerse al margen del conflicto: el laboratorio de Onnes, tanto por su notoriedad de antes de la guerra cuanto por su neutralidad de posguerra atraía a científicos de todos los puntos de Europa: Leyden se había convertido en la meca de la ciencia. Y por serlo, allí debía ser posible encontrar a los más grandes; por esa razón, en 1920 Kamerlingh Onnes le propuso a Einstein un nombramiento de «bysondere Hoogleerarden», es decir profesor sin cátedra, con un salario anual de 2.000 florines. No se le pedía para ello que interrumpiera sus trabajos en Berlín. Su única obligación era ir a pasar una o dos veces por año quince días o tres semanas a Leyden para dictar algunas conferencias. Einstein aceptó después de haber escuchado de labios de Lorentz que Onnes «consideraría un gran honor que usted aceptase discutir con él las investigaciones que se han emprendido en su laboratorio de criogenia».
Hay revanchas a las que uno no se puede rehusar: veinte años antes, Onnes había recibido una esquela de un joven físico que sobrevivía dando clases particulares. Se había enterado de que había una vacante en un puesto de ayudante en la Universidad de Leyden y proponía sus servicios especificando que acababa de publicar un artículo titulado: «Deducciones extraídas del fenómeno de la capilaridad»; recomendándose a sí mismo con esta publicación (que le había procurado un pequeño comienzo de notoriedad) Albert Einstein se había dirigido al holandés (su carta, fechada el 12 de abril de 1901, se encuentra hoy en el museo de historia de las ciencias de Leyden). Nunca tuvo respuesta, y entretanto se postuló en la oficina de patentes de Berna, en la que fue admitido, a prueba..., en junio de 1902. Comoquiera que sea, Einstein no le había guardado rencor, puesto que se apareció por Leyden cinco meses después e impartió entonces su primera lección sobre la teoría de la relatividad.
Entre sus tareas administrativas y sus invitaciones a lo mejor de la física para visitar su laboratorio, Kamerlingh Onnes se dio tiempo para seguir explorando el helio con la esperanza de verlo algún día pasar al estado sólido. Un deseo que no llegará a ver realizado, pues morirá el 21 de febrero de 1926, algunos meses antes que Willem Keesom, uno de sus alumnos más brillantes, lo lograra.

§. Un paso hacia la superfluidez
Algunos años antes de ese día de duelo, a fines del verano de 1922, un joven físico recién salido de Harvard desembarcó en Leyden. Léo Dana cayó mal: su llegada coincidió con la muerte de Pieter Kuenen, el delfín de Onnes, quien debía sucederlo a la cabeza del laboratorio. Le fue imposible encontrarse con Onnes, que estaba muy afectado por la muerte de su amigo. Después de algunas semanas de inactividad Dana se armó de coraje y le escribió a Onnes diciéndole que la universidad de Harvard se sentiría muy decepcionada si un estudiante enviado a Leyden con considerable gasto tuviese que pasarse su estadía allí perdiendo el tiempo. Unos días después recibió una comunicación de Onnes que lo citaba en su domicilio. «Quiero», le dijo Dana, «medir el calor específico del helio». «Vaya, métase en la cocina», le respondió Onnes. Y al final de la entrevista agregó: «Cuando vea un fruto maduro en un árbol, tómelo.» Dana había pensado en hacer este experimento porque el estudio del calor específico de un cuerpo proporciona datos preciosos sobre su estructura.
Como su nombre lo indica, el calor específico varía de un cuerpo a otro: el mercurio se calienta mucho más rápidamente que el agua, lo que muestra que es necesario mucho menos calor para elevar su temperatura en un grado. Esas vibraciones se deben a la masa de los átomos que lo constituyen y a la intensidad de las fuerzas de cohesión que ligan a esos átomos entre ellos. Una anomalía en la evolución del calor específico de una sustancia enfriada sería un signo, por ejemplo, de un cambio fundamental en la naturaleza de dicha sustancia.
La idea de Dana, por lo tanto, era excelente, pero el fruto todavía no estaba suficientemente maduro. El experimento propiamente dicho llevó veinticuatro horas: a las 7 de la mañana, Dana y sus ayudantes comenzaron a producir el aire líquido, después el hidrógeno líquido y finalmente el helio necesario. Doce horas después, a la hora de la cena, los técnicos que ayudaban a Dana enarbolaron el estandarte de la revuelta. Como no les pagaban las horas extraordinarias, no veían por qué tenían que quedarse. Sin embargo, Dana logró ahogar la protesta con tazas de té y tortas. Antes de la mañana siguiente, Dana constató que el calor específico del helio pasaba por una discontinuidad a 2,2 ºK: la curva que trazó mostraba un aumento brutal del calor específico. Era la señal de un cambio de estado del helio y más precisamente, esto se comprendió después, de su transformación en un líquido super-fluido. El joven americano no pudo aprovechar la oportunidad que se le presentaba. No estaba seguro de sus mediciones, y, por otra parte, su beca se había agotado; tenía que volver a Harvard. Ni Onnes, ni ningún otro de los que trabajaban en el laboratorio de Leyden mostraron el menor interés por el fenómeno observado por Dana. Unos diez años después un joven ruso iba a explotar mucho mejor esta observación.
Antes de abandonar Holanda, Dana tuvo al menos el consuelo de estar presente durante una ceremonia que reunió, el 11 de noviembre de 1922, a la flor y nata de la física mundial. Estaban Bohr, Planck, Eddington. Einstein, que iba a recibir su Nobel un mes después. Se habían reunido para celebrar el cuadragésimo aniversario de Onnes como profesor. Este jubileo dio ocasión a plantear, con un dejo de desaliento, el tema de la superconductividad. «Parece», dijo Einstein en una de sus intervenciones:
«que en el estado actual de nuestros conocimientos, los electrones libres no existen en los metales. Para explicar los superconductores», proseguía, «parece inevitable considerar que las supercorrientes son transportadas (por los electrones) a lo largo de cadenas de conducción moleculares. Sin embargo», concluía, «nuestra ignorancia de la mecánica cuántica de los sistemas compuestos es tal que somos incapaces de concebir otra cosa que no sean ideas vagas».
Fue una de las pocas intervenciones de Einstein sobre el tema. Como lo ha mostrado el capítulo anterior, estaba preocupado por otros temas.
Desde entonces, Leyden ya no tuvo el monopolio de las bajas temperaturas. Después de Toronto, donde en 1923 Mac Lennan había implantado el segundo laboratorio criogénico del mundo, le llegó el turno a Berlín, cuando Walter Meissner, en su laboratorio del Physicalisch Technische Reichsanstalt, se convirtió en el tercer hombre capaz de licuar helio en grandes cantidades. Pero mientras que Leyden y Toronto centraban sus experimentos en los aspectos «fenomenológicos» de la superconductividad (efectos magnéticos y cambios de propiedades en la transición hacia el estado supraconductor) Meissner había preferido lanzar a su equipo al abordaje de una cuestión que le parecía crucial: ¿todos los metales se volvían superconductores?
En tres años, el grupo de Meissner analizó más de cuarenta metales, agregando el tántalo, el titanio, el niobio y el torio a la lista de los materiales superconductores pero constatando que un buen conductor como el oro, por más puro que fuese, no se tornaba siempre en superconductor a la temperatura más baja que ellos habían podido obtener (1,3 ºK). Incluso había algo más curioso: Meissner observó la superconductividad en ciertas aleaciones, como el sulfato de cobre, constituidas por un aislante eléctrico y un metal no superconductor. Verificó que el oro y el bismuto, que no son, ni el uno ni el otro, superconductores, se tornan superconductores cuando se los mezcla; que el estaño blanco es superconductor pero que el estaño gris no, cuando su única diferencia (¡tan importante para el organista de San Petersburgo!) reside en la disposición de los átomos. De ello concluyó, con mucha lógica, que la superconductividad no era una propiedad del átomo, es decir, que aparecería según el número atómico del material observado. La cuestión seguía planteada: ¿a qué se debía la superconductividad?

§. El fracaso de la mecánica cuántica
De 1929 a 1933, más de una docena de los mejores teóricos de la física se asomaron al misterio. Tenían a su disposición el flamante arsenal de la mecánica cuántica. Un arsenal en el cual tenían las mejores razones para creer que era eficaz, pues la nueva teoría de los cuantos explicaba notablemente bien la mayor parte de las propiedades de los sólidos y más particularmente de los metales: en algunos años, los institutos de física de Münich (dirigido por el viejo Sommerfeld), de Leipzig (dirigido por Heisenberg) y de Zürich (dirigido por Wolfgang Pauli) habían echado los fundamentos de lo que es hoy «la física de los sólidos». Félix Bloch, el primer estudiante de Heisenberg, había logrado explicar, totalmente solo, en su tesis, la conductividad de los metales. No había incursionado todavía en el terreno de la superconductividad, salvo para precisar, al final de su tesis, que el método que él aplicaba a la conductividad no servía para la superconductividad. Bohr, que justamente lo estaba ensayando, debió acordar rápidamente en que su discípulo tenía razón. Durante los cinco años que siguieron, Bloch trató sin desmayos de formular una teoría de la superconductividad. Entretanto, se había mudado al laboratorio de Pauli, quien no dudaba de que su nuevo asistente tendría pronto éxito. Algunas semanas después de la llegada del joven, Pauli le escribía a Bohr: «La teoría de Bloch promete ser soberbia.» Dos meses después envió una carta: «Bloch trabaja día y noche en la superconductividad. El trabajo no está terminado, pero está en el buen camino.» En junio de 1929 envió una carta de desencanto en la que señalaba: «Bloch acosa todo el tiempo a la superconductividad, pero ahora, modifica su teoría todos los días.» Disgustado, Bloch renunció, enunciando al pasar un teorema según el cual toda nueva teoría sobre la superconductividad sería invalidada tanto más pronto cuanto más tiempo hubiera llevado elaborarla. Cuatro años después, Hans Bethe, que se convertiría en uno de los participantes del proyecto Manhattan (cuyo resultado sería la primera bomba A), se lamentaba al constatar que el éxito de la mecánica cuántica para explicar la conductividad eran tan grande como su fracaso para explicar la superconductividad.

El libro de las metamorfosis

«Otra superstición de esos tiempos llegó hasta nosotros: la del Hombre del Libro.»
Jorge Luis Borges, La biblioteca de Babel

De las diferentes maneras de salir de un laberinto, Lowry no conocía ninguna. Por otra parte, no se le había ocurrido que la fachada mussoliniana del gigantesco ministerio en el que había penetrado no conociese una prolongación en el ordenamiento de su arquitectura interna. Haberlo sabido no habría cambiado nada en su proyecto. Lowry era un hombre simple y sin imaginación. Se le había ofrecido una suma razonable para robar el único objeto al que el ministerio servía de mausoleo: un libro cuyas características no se había preocupado por averiguar. Que era raro y precioso, iba de suyo, pero lo que a él le importaba era que no había otro. No corría el riesgo de equivocarse. Por otra parte, no arriesgaba gran cosa. No había peligro, le había dicho su empleado, más que a la caída del día.
Al alba se introdujo en el gran edificio: no debía haber guardianes, y no los había. Desechando los múltiples corredores de la planta baja, se había dirigido hacia los pisos superiores. No había reflexionado en el origen de su intuición, pero sabía que encontraría lo que buscaba en el centro del ministerio. La escalera central que había escogido lo había conducido a un corredor perpendicular que lo hizo desviar a la izquierda de la dirección que llevaba. Lo recorrió con paso tranquilo, sin una mirada a las oficinas de las paredes ciegas que lo flanqueaban. Después de varios recodos, el corredor desembocaba en una rotonda en estrella desde la cual salían varias escaleras. Eligió la de la izquierda y subió un piso más para volver a encontrarse con un corredor idéntico al del piso inferior.
Necesitó un poco menos de una hora para llegar a una pieza hexagonal ocupada por varias mesas vacías, y una cómoda polvorienta sobre la cual descansaba el objeto de su búsqueda, un gran in-octavo que abrió mecánicamente. Los caracteres le eran desconocidos, pero un señalador metido bajo la cubierta de cuero, traía algunas indicaciones manuscritas: «El Libro de las metamorfosis es el último ejemplar de la obra apócrifa atribuida a Pitágoras y traducida del griego por Ibn Ishaq Al Kindi». Seguía una cita: «La muerte te acompañará y tú serás su cabalgadura», y un párrafo ilegible.
Lowry volvió a cerrar el libro con indiferencia y lo guardó en un vasto bolsillo de su capa. Al volver sobre sus pasos creyó escuchar un lejano lamento, debilitado por numerosos ecos. Se detuvo para identificar su origen, pero el silencio se había restablecido. Con sus sentidos al acecho, retomó no obstante la marcha con el mismo paso tranquilo. Sólo al cabo de unos veinte minutos Lowry comprendió que se había equivocado. El corredor era el mismo, las oficinas abiertas dejaban adivinar los mismos muebles vetustos, la luz diseminada por las lámparas deslustradas no había variado, pero él sabía que nunca había pasado por ahí. Volvió a la encrucijada anterior para tomar uno de los corredores que había desechado antes. Esta vez, llegó rápidamente a un callejón sin salida. Retrocedió, exploró un pasaje que había desestimado, luego un segundo y después un tercero. Bajó unas escaleras, subió otras, chocó con nuevos muros. Entonces se detuvo, tanto para descansar un momento sus piernas como para acallar un malestar que jamás habría creído poder experimentar. No había reconocido en el trazado de esos corredores el reflejo de palacios más antiguos, pero comenzaba a percibir lo extraño del lugar. Por primera vez en su vida, Lowry conoció el miedo. En otros hombres, pronto se habría transformado en pánico; en él, al revés, aguzaba el sentido de la lógica: decidió tomar sistemáticamente los caminos que se le presentaban a la izquierda.
Una hora después, estaba otra vez en la pieza hexagonal. La huella del libro se dibujaba visiblemente en el polvo de la cómoda. Escudriñando cada rincón de la sala, observó entonces algo que se le había escapado la primera vez: una fibra negra extremadamente delgada enrollada bajo una mesa; Lowry calculó que había allí varios cientos de metros. Uno de los extremos se hundía sólidamente en el muro; se apoderó del otro extremo y salió de la pieza desenrollando el hilo tras de sí.
Le quedaba poco tiempo antes del crepúsculo. Su reloj se había parado, pero él lo sentía. Ahora sabía también que no debería haber aceptado el encargo. Sin embargo, su método funcionaba. El hilo negro marcaba su camino, y a pesar de los culs-de-sac, sentía que se acercaba a la salida.
Estaba más fresco; como si la cercanía de la noche se sintiera en el interior del edificio. Aferrándose siempre firmemente a su hilo, Lowry casi corría. Los radiadores que flanqueaban los corredores exhalaban ahora aire helado. En el momento en que desembocaba en la escalera que llevaba a la salida, la temperatura alcanzó el umbral fatídico. Instantáneamente, el hilo negro pasó del estado aislante al estado superconductor. La corriente fulminó a Lowry. Del Libro de las metamorfosis sólo quedaron cenizas.

Capítulo IV
La levitación de los superconductores

A fuerza de buscar, sin éxito, el hilo de Ariadna que los conduciría a la explicación de la superconductividad, las tres cuartas partes de los físicos que se interesaban en ella hasta ese momento, van a dirigirse, tanto en sentido propio como figurado, hacia cielos más clementes. No es simplemente la falta de éxito lo que va a provocar ese cambio de orientación, sino una conjunción de acontecimientos que se producen alrededor del año 1933.

§. El fin de una época
En primer lugar, la teoría cuántica de la materia está prácticamente a punto. Todavía no ha dado la clave de la superconductividad, pero no se duda de que lo logrará, tanto más cuanto que su éxito es estrepitoso en todo lo que concierne a los conductores usuales. El problema se desplaza, pues, del establecimiento de las bases de una ciencia a la aplicación de una herramienta constituida. Muy naturalmente, los exploradores cederán su lugar a los pioneros y pondrán la proa hacia nuevos horizontes.
Algunos, como Wolfgang Pauli y Werner Heisenberg, no se habían interesado en la superconductividad más que como diletantes. De la teoría cuántica de la materia pasarán a la teoría cuántica de las interacciones entre irradiación y materia: se consagrarán con Paul Dirac a la construcción de la «electrodinámica cuántica» y darán las bases necesarias para la comprensión de las nuevas fuerzas que iban a descubrirse: después de la atracción universal de Newton, después de la fuerza electromagnética de Maxwell, habrá que considerar también a la interacción débil (sugerida por Enrico Fermi en 1934), responsable de ciertas desintegraciones radiactivas, y la interacción fuerte (sugerida por Hideki Yukawa, también en 1934), responsable de la cohesión del núcleo atómico.
Otros, como Niels Bohr, se volverán hacia el horizonte develado por el inglés James Chadwick en 1932: éste había descubierto que el núcleo del átomo no está constituido solamente por protones sino también por partículas en las que ya no se creía, los neutrones, de masa equivalente a la de los protones pero eléctricamente neutras. Por la misma época, el americano Lawrence había dotado a la física nuclear naciente de un instrumento de exploración tan importante para ella como lo había sido el telescopio para la astronomía: el ciclotrón, que daba a los físicos los medios necesarios para el estudio de las reacciones que se producían en el seno del núcleo atómico. Toda una generación de jóvenes físicos se sentirá pues atraída por esta nueva rama de la física que se mostrará sorprendentemente prolífica, ya que en los años siguientes revelará, entre otras, la radiactividad artificial y la fisión del átomo.

§. La fuga de cerebros
Félix Bloch, Hans Bethe y muchos otros habrán de orientarse también hacia la física nuclear, pero en el caso de ellos no será una elección deliberada: judíos, como muchos de los científicos alemanes, se ven obligados a huir de la Alemania nazi. Más tarde, Bethe dirá que de todos modos él se habría sentido
«atraído por la física nuclear, pero que ello había ocurrido más pronto de lo que podía pensarse porque Inglaterra (donde encontró refugio antes de emigrar a los Estados Unidos) estaba, en 1933, llena de físicos nucleares».
Catastrófico para la física alemana, será un golpe de suerte para la física americana, que se queda con lo mejor de los institutos más prestigiosos del mundo. En 1941, Estados Unidos habrá dado ubicación a más de cien físicos extranjeros, de los cuales ocho eran, o fueron después, premios Nobel. Entre ellos, los mejores cerebros de la física de los sólidos, cuya importancia en el esfuerzo de guerra americano es bien conocida. Emigran con facilidad, pues las empresas más importantes, como la Bell Telephone Laboratories y la General Electric reconocen la importancia de ese campo y crean para él un puesto tras otro.
Max Planck había visto venir esta catástrofe y por eso había pedido una entrevista con el canciller nombrado por Hindenburg en enero de 1933. «Quiero que sepa usted», le dijo el viejo sabio,[6]«que sin los judíos será imposible hacer matemática o física en Alemania.»
Hitler le replicó que no tenía nada contra los judíos, sino solamente contra los comunistas y dio por terminada abruptamente la entrevista. Planck se marchó, espectador amargado del aplastamiento de todo lo que él había contribuido a construir. Desde ese momento en adelante y hasta el fin de la guerra, ya sólo hubo en Alemania una física «aria». Porque, dirán algunos años después Johannes Starck y Philipp Lenard, ambos premios Nobel y altos dignatarios nazis, la ciencia «es racial y condicionada por la sangre», y «la física judía es una ilusión, perversión de la física básica aria».
Sin embargo, Planck habría de tener una nueva ocasión de sentirse orgulloso de la física alemana: algunas semanas después de su entrevista con Hitler, Berlín se convertía en sede de un descubrimiento fundamental en la historia de la superconductividad.

§. El efecto Meissner
Wilhelm Meissner, que tenía entonces cuarenta y dos años, había constatado que al volverse superconductor, un cilindro de plomo expulsaba un flujo magnético. Dejado en caída libre en la parte superior de un imán, un superconductor vería detenida su caída, y levitaría suavemente. Esto era lo que implicaba la experiencia de Meissner. ¿Por qué? En lugar de atravesar el superconductor como el agua atraviesa un cedazo, las líneas de campo del imán (un poco de limadura de hierro, una hoja de papel y un imán de costurera muestran esas líneas ordenadas en un haz de hipérboles) son expulsadas del material y vienen a formar como dos manos en forma de copa que se oponen a su caída. Meissner quedó tanto más sorprendido por ese resultado cuanto que una experiencia poco menos que idéntica, y creíble, puesto que había sido hecha en Leyden por Wilhelm Tuyn, un discípulo de Onnes, no había conducido en absoluto a un fenómeno de levitación.
Él había partido de una cuestión simple: puesto que un campo magnético suficientemente intenso destruye la superconductividad, pensó, verifiquemos si un material que se torna superconductor no perturba el campo magnético en el que se difunde.
En una última etapa, Meissner y Ochsenfeld, su asistente, comenzaron por enfriar un cilindro metálico (emplearon plomo, y luego estaño) hasta llegar a su temperatura «crítica» de pasaje al estado superconductor. Una vez que éste se tornó perfectamente conductor, instalaron un electroimán de forma tal que el cilindro quedó sumergido en su campo magnético; aumentando entonces progresivamente la intensidad del campo, sin superar no obstante el umbral de destrucción del estado superconductor, observaron los efectos producidos.
Como ellos esperaban, habían aparecido en la superficie del cilindro corrientes superconductoras para compensar el aumento del campo magnético; ya desde 1850, el físico ruso Emil Lenz (fue rector de la Universidad de San Petersburgo) había establecido que una variación del campo magnético induce un campo eléctrico y fuerzas electromotrices que vienen a oponerse a lo que ha provocado su aparición.
Al mismo tiempo, el flujo magnético (las líneas de fuerza del campo) había sido expulsado. Calentando entonces el cilindro, las corrientes superconductoras desaparecieron y el flujo penetró de nuevo.
En una segunda etapa, Meissner quería realizar la operación inversa, es decir, instalar el campo magnético antes de enfriar el cilindro. Él había supuesto que el flujo magnético penetraría en el cilindro y no se movería más de allí ni siquiera cuando éste se tornase superconductor. La hipótesis no era irrazonable: era la variación del campo magnético la que había inducido las corrientes en la primera fase de la experiencia. A campo magnético constante, no había más corrientes posibles y por lo tanto no había más oposición al flujo.
Forzando un poco más el razonamiento, calculó que haciendo decrecer el campo magnético, induciría de nuevo las corrientes superconductoras a la superficie del cilindro; y que éstas tenderían un lazo en torno de las líneas de campo en el cilindro, que conservaría así una imantación después de la desaparición del campo. Es en todo caso lo que había demostrado la experiencia hecha por Tuyn en Leyden.
Sin embargo, había un detalle que cambiaba radicalmente la naturaleza de las dos experiencias: los holandeses habían empleado un cilindro hueco, y los dos alemanes ¡un cilindro macizo! Y sólo en este último caso era posible observar la expulsión del flujo magnético a la temperatura crítica.
Meissner y Ochsenfeld habían descubierto que el estado superconductor no está caracterizado solamente por una resistencia nula; es también un estado diamagnético perfecto, o dicho de otro modo un estado en el que la inducción magnética es nula. Esto explicaba la desaparición de la superconductividad en un campo magnético muy elevado: el material deja de ser superconductor cuando la energía requerida para expulsar las líneas de campo se torna demasiado importante.
El descubrimiento del «efecto Meissner» indicaba la ruta a seguir. De una manera u otra era preciso comprender la relación que forzosamente debía existir entre resistencia nula y diamagnetismo.
En el momento en que Meissner realizaba en Berlín la experiencia que le daría la celebridad, dos equipos que trabajaban con independencia el uno del otro habían retomado la antorcha abandonada por Bloch y sus compañeros. Uno de estos equipos, lo que no tiene nada de sorprendente, estaba formado por dos antiguos estudiantes del laboratorio Kamerlingh Onnes. No se habían ido muy lejos, porque habían encontrado colocación en un pequeño laboratorio de la fundación Teyler, en la ciudad de Haarlem, a 35 km de Leyden.

§. Los modelos con «dos fluidos»
C. Gorter y H. B. G. Casimir habían tenido la idea de observar cómo se producen los intercambios de calor, entre el material y el medio que lo rodea, cuando se produce la transición del estado normal al estado superconductor. Dicho de otro modo, habían decidido emplear un enfoque termodinámico. En una transición de líquido a sólido (de agua a hielo), las magnitudes que observaría un experimentador serían, por ejemplo, el calor latente de transición (es decir, la cantidad de calor que es preciso darle al cuerpo para que la transformación se produzca). Para ello, tendría que tomar en cuenta las variaciones de presión, de volumen y de temperatura, que son los elementos importantes de la transformación.
En el caso de la transición hacia un estado superconductor, los elementos importantes son esta vez la temperatura y el campo magnético (aplicado por un imán) puesto que es de su variación de donde provienen la aparición o la destrucción del fenómeno. Por lo tanto, hay que observar a qué temperatura un metal se torna superconductivo si el campo magnético aplicado es nulo, y luego aumentar progresivamente ese campo hasta la desaparición de la superconductividad.
Ése es el trabajo al que se entregaron Casimir y Gorter entre 1933 y 1934. Reunieron cuidadosamente todos los datos hasta estar en condiciones de trazar la frontera entre estado normal y superconductor en función del campo magnético y de la temperatura. Gorter, que entretanto había leído la publicación de Meissner, fue el primero en comprender que la desaparición de la inducción magnética era una característica de todos los superconductores.
Casimir y él se lanzaron entonces a una operación mucho más riesgosa: la concepción de un modelo. Se podría, decían ellos, describir los electrones del metal como una mezcla de dos fluidos, una mezcla de dos corrientes eléctricas: la primera sería «normal», y por lo tanto responsable de la resistencia y de la entropía (el «desorden» del sistema). Pero la segunda sería superconductora y no tendría en consecuencia ni resistencia ni entropía.
De alguna manera, se imaginaban dos poblaciones de electrones, alternándose según la temperatura y el campo magnético y circulando unos como autos inmovilizados en un embotellamiento y los otros como trenes sobre una vía, sin obstáculos.
¡Y funcionaba! Gorter y Casimir pudieron deducir de su modelo todo un conjunto de resultados verificados por la experiencia: la variación del calor específico en la transición, la ausencia de calor latente, etcétera. El más sorprendido fue Gorter, que en el fondo de su alma dudaba que la termodinámica fuese aplicable. A tal punto esto era así que había insistido para que en un primer momento sus resultados fuesen publicados en los Archivos del museo Teyler, que no era precisamente la revista más conocida de Holanda. A fin de cuentas, el modelo no explicaba en nada el origen de la superconductividad, pero tenía la ventaja, como veremos en el próximo capítulo, de estimular las investigaciones acerca de la superfluidez.
El segundo equipo que introdujo un nuevo tipo de análisis en la superconductividad estaba formado por los dos hermanos London. Heinz era experimentador y Fritz, siete años mayor, teórico. Fritz, nacido en 1900, había comenzado por preparar una tesis de filosofía acerca de la teoría del conocimiento. La defendió a la edad de veintiún años en la Universidad de Münich. Allí tomó contacto por primera vez con la física, estudiando los desarrollos de la teoría cuántica con Arnold Sommerfeld. En 1933, abandonó Alemania para escapar de las persecuciones nazis. Pasó así sus cuatro primeros años de exilio en Oxford, luego en París, en el instituto Henri Poincaré. Heinz, que investigaba la superconductividad en Breslau, se exilió un año después; fue uno de los últimos judíos que defendió una tesis en Alemania.
En su tesis, había examinado a qué profundidad una corriente persistente penetra en un superconductor. Él también había imaginado un modelo en el que los electrones se distribuyen en dos categorías: la primera, constituida por los electrones «normales», es decir, que disipan una parte de su energía en efecto Joule, y la segunda, que comprendía únicamente los electrones superconductores que no pierden energía alguna; era también un modelo con dos fluidos, exactamente igual que el de los holandeses e incluso resultaba ser anterior; pero ese resultado, que sólo aparecía en su tesis, permaneció ignorado hasta su llegada a Inglaterra, adonde fue para reunirse con su hermano.
Ambos habían encontrado refugio en el Clarendon Laboratory, el nuevo laboratorio de las bajas temperaturas de Oxford. La noticia del descubrimiento de Meissner los había precedido. En cuanto leyeron el informe del experimento de Berlín, Heinz y Fritz se lanzaron a plantear un tratamiento termodinámico de la cuestión; los decepcionó particularmente el advertir, unos meses después, que dos holandeses desconocidos se les habían adelantado publicando en una revista bastante oscura. Después de esto, trabajaron con más rapidez. Reiterando la experiencia de su compatriota, se convencieron a su vez de que hay dos propiedades independientes que caracterizan el estado superconductor: una conducción perfecta, sin resistencia eléctrica, y un diamagnetismo perfecto, es decir sin campo magnético dentro del superconductor. De ello habían concluido que debía haber una relación muy general entre la superconductividad y el diamagnetismo.

§. Los hermanos London explican el efecto Meissner
Para establecer esa relación, procedieron por analogía: en un metal usual, pensaron, la corriente I está relacionada con la tensión por la ley de Ohm según la relación V = R×I. La resistencia (R) es, en ese caso, el factor de proporcionalidad entre la tensión (V) y la corriente (I). ¿En qué deviene esta ley, se preguntaron ellos, si la resistencia es nula? La aplicación de la ley de Ohm mostraba que la tensión (o el campo eléctrico aplicado que es proporcional a esta tensión) pasaba a ser nula. ¡Por lo tanto la ley ya no regía, y, sin embargo, la corriente circulaba! Los hermanos London examinaron entonces la posibilidad de establecer una nueva relación entre la corriente y, esta vez, el campo magnético en lugar del campo eléctrico. La ecuación que hicieron aparecer así implicaba entre otras cosas que un campo magnético no puede atravesar un superconductor. Eso era precisamente lo que había descubierto Meissner físicamente, lo que quería decir que se crea en la superficie del superconductor una capa superficial (la «profundidad de penetración de London» quien calculó que era del orden del diez milésimo de mm) en la cual circulan electrones que hacen «pantalla» a la penetración del campo. Los London habían explicado el efecto Meissner. ¡Pero todavía no se sabía por qué ciertos materiales eran superconductores y otros no lo eran!
Y no se habría de saber hasta mucho tiempo después, por cuanto a partir de 1936, y hasta comienzos de la década de 1950. las investigaciones sobre los superconductores se van a estancar. Porque algunos protagonistas de la historia se van a concentrar en otros temas, y en particular en las extrañas propiedades del helio.

El soldado y la muñeca

«Todos ellos habían nacido de una vieja cuchara de plomo.»
Andersen,
Cuentos

Vivía en un rincón polvoriento de un laboratorio de la calle de Ulm; encaramado en un estante, entre un imán herrumbrado y los restos de un viejo osciloscopio. Abandonado por un niño sin malicia, transcurría allí sus días sin brillo, un poco tristes a veces, aunque después de todo no era desdichado. Los normalistas antimilitaristas lo molestaban a menudo, pero él no se preocupaba por eso; cuando se es soldado de plomo, se ignora a los colegiales.
Uno de sus ancestros, un hombre del norte de mirada azul, gallardo y arrogante, un viajero, había perdido la cabeza y la vida por los ojos de una bailarina. Generación tras generación, el destino de aquel primo lejano había marcado a más de uno. Pero ninguno quería mejor que él el recuerdo de su abuelo. Sin embargo, los días sucedían a las noches; el rojo de su quepis era un poco menos vivo y el azul de su uniforme un poco más pálido. Su bigote mismo parecía menos atrevido. En una palabra, se estaba marchitando.
Después, un día de primavera, una niña se acercó al recinto en el que su padre trabajaba concienzudamente. Allí dejó abandonada la muñeca más hermosa que jamás había visto un soldado de plomo. Una vez que la pena de la muñeca se disipó, el soldado comenzó sus maniobras de acercamiento. Pero las miradas ardientes que le dirigía no hallaban respuesta. La muñeca no soñaba con un simple infante.
Como que soy un soldado, se decía él, para conquistar a una linda chica es preciso impresionarla. El hijo del portero, un bandido de trece años, le dio la oportunidad. Una mañana de fiesta en que arrastraba su aburrimiento por el laboratorio desierto, tuvo la peregrina idea de abrir el criostato que estaba ubicado justamente bajo el estante de nuestro cazador. Ante los vapores de helio que escapaban del orificio, el inútil escapó a la carrera. Pero el soldado de plomo se quedó a la expectativa. Por haber observado muchas veces los experimentos practicados en ese laboratorio, sabía que pronto podría poner en ejecución su plan: hacer caer el imán al fondo de la cubeta fue la realización de su primer designio; dejarse caer tras él, la del segundo. Brrr, se dijo, sumergiéndose en el líquido, hace frío aquí adentro. En seguida su cuerpo llegó a los 7,20 ºK, y el soldado de plomo se tornó superconductor. Entonces sintió una fuerza que se apoderaba de él y lo hacía subir. Entre un chorrear de gotas y de vapor de helio del más bello efecto, fue eyectado por encima del criostato; levitaba gracias al imán caído en el fondo. Estaba un poco desequilibrado, pero rápidamente se acomodó como debe hacerlo un soldado y miró directo a los ojos a la sorprendida muñeca. Su plan se cumplía a las mil maravillas. Pero llegó un momento, bastante rápidamente, hay que decirlo, en que su cuerpo de plomo, recalentado por la temperatura de la pieza, dejó de ser superconductor. Y volvió a caer en el helio; no sin haber perdido, por un instante, muy breve por cierto, su compostura de soldado. Al volver a hundirse en la oscuridad tuvo tiempo de captar un cambio en la mirada de la muñeca. Y después lodo recomenzó, y él apareció de nuevo en una reata principesca de gotas de helio. La séptima vez sintió claramente que la muñeca contenía la risa y esperaba el momento fatídico de su caída. De lo sublime a lo grotesco no hay más distancia que algunas repeticiones. En esto meditaba nuestro héroe en el fondo del criostato, donde el helio se había evaporado definitivamente.

Capítulo V
La superfluidez

Espectáculo banal, en aquella mañana del invierno de 1938, una limusina negra se detiene ante el Instituto de problemas físicos de Moscú. Los hombres que descienden de ella pertenecen a la GPU, la policía política de Stalin. Conocen perfectamente los lugares, por haber ido allí a menudo a la hora del lechero. Se orientan sin vacilaciones y se detienen ante el departamento que ocupa un joven profesor de treinta años, Lev Davidovitch Landau, que acaba de llegar de Kharkov con su esposa para hacerse cargo de la dirección del servicio de física teórica. Es sin duda el más grande físico que haya producido jamás la Unión Soviética y uno de los hombres clave de la historia de la superconductividad y de la superfluidez.
Algunos instantes más tarde la limusina parte; Landau va en ella. En la prisión de Lefortovo a la que es conducido, el interrogatorio será breve. El hombre de la GPU lo acoge con una sentencia: diez años de prisión por espionaje en beneficio de Alemania.
El arresto de Landau no tenía motivos particulares; había sido denunciado como espía alemán, pero la acusación era corriente en aquella época. En realidad, todos sus problemas se habían originado en su libertad para expresarse y los numerosos años que había pasado en el extranjero.
Había ingresado a los catorce años a la Universidad de Lenin- grado y había permanecido en ella hasta 1929, antes de partir a Europa para perfeccionar su formación en los laboratorios más prestigiosos del momento. Landau va sucesivamente al de Dirac en Inglaterra, al de Heisenberg en Alemania y sobre todo al de Bohr en Copenhague. El físico danés se encuentra por entonces en pleno alboroto con Einstein a propósito de la interpretación de la teoría de los cuantos. Esto le desagrada al joven estudiante soviético, quien le reprocha a Bohr hacer demasiada filosofía y no la suficiente física. Es una época en que el espíritu de Landau vagabundea sin moderación: elabora teorías matemáticas acerca de todo, incluso del amor. Después de un último viaje a Copenhague, vuelve a su país en 1931.
El clima que encuentra allí a su regreso no es muy favorable a las ideas de la nueva física: el abandono del determinismo por los físicos cuantistas hace temer un determinismo a más amplia escala que a los marxistas ortodoxos no les gusta mucho más que la transmisión de los caracteres innatos según Mendel. La física «idealista» es denunciada como «eclesiástica» y aliada objetiva de la Iglesia en su combate a favor del oscurantismo y contra las fuerzas del progreso. Bohr mismo es denunciado públicamente por haber falsificado resultados de física para ponerlos al servicio de sus ideas burguesas.
Landau encuentra esto más bien extraño, hasta el día en que le hacen saber secamente que la lucha contra el oscurantismo no es tema de broma y que su humor lo está llevando demasiado lejos. Pone freno a sus observaciones, pero la máquina está en marcha; nada de lo que va a emprender podrá detenerla. Ni su tesis de doctorado en física-matemática que obtiene brillantemente en 1934. Ni su nominación, a los veintiséis años, como profesor y responsable del departamento de física teórica del Instituto de física y técnica de la Academia de Ciencias de Kharkov. Es allí donde conoce a Concordia Terentievna, una ucraniana estudiante de química con la que se casa en 1936. Allí también va a construir la teoría de las «transiciones de fase» que lo hará célebre.

§. La teoría de Landau
¿Qué pasa cuando la materia cambia de estado? Landau había partido de esta pregunta simple para tratar de formular una teoría «unificadora», que diera cuenta igualmente de la transformación del agua en hielo, de la anulación de la resistencia de un hilo de plomo enfriado a 7,2 ºK y también de la fusión de un metal en el crisol de una fragua. Más en general, quería saber cómo cambian una u otra de las características de un cuerpo que sufre una transición de «fase», de líquido a sólido, de conductor a superconductor, etcétera.
Landau no ignoraba que para provocar una transformación, a menudo hay que proporcionar una cierta cantidad de calor al sistema estudiado; es el caso por ejemplo del agua de una cacerola que bajo el efecto del calor se convierte en vapor. Es lo que los físicos llaman el calor latente de transformación. Pero existen también transiciones sin calor latente como aquella que (en ausencia de campo magnético) conduce al estado superconductor.
Para explorar ese laberinto, Ehrenfest, el teórico del laboratorio Kamerlingh Onnes, había propuesto en 1933 una primera clasificación: ponía de un lado las transiciones del primer tipo, aquellas para las cuales las dos fases están en equilibrio en la transición (el caso de un metal que está por fundirse en el que el estado sólido y el líquido coexisten); y proponía bautizar como transiciones del segundo tipo a aquellas para las cuales no hay coexistencia de las fases (por ejemplo, el estado superconductor, que no cohabita en el estado de conductividad).
Pero esta clasificación era insuficiente: las transiciones del segundo tipo se hacen sin calor latente, con, en general pero no sistemáticamente, una variación brutal del calor específico; dicho de otro modo, un aumento importante de la cantidad de calor necesaria para elevar la temperatura de un cuerpo en un grado. Esos casos particulares habían llevado a Ehrenfest a inventar una subdivisión de las transiciones del segundo tipo en transiciones del primero y del segundo orden, según el comportamiento del calor específico.

§. En las fronteras del orden
A Landau le corresponderá el honor de explicar lo que significa profundamente esta distinción entre primer y segundo orden. Él observa que las transiciones del segundo orden se ven acompañadas por un cambio de simetría de una fase a la otra. Para decirlo con una imagen: un castillo de naipes posee una simetría que le permite mantenerse en pie; cuando se desmorona, las cartas caen en desorden y la simetría desaparece. Una transición del segundo orden se parece a eso.
Para caracterizarla, Landau desarrolla en 1937 un método matemático que le permite determinar lo que él bautiza como el «parámetro de orden»: una magnitud que es nula en la fase más simétrica y diferente de cero en la fase menos simétrica. Ese parámetro, Landau va a demostrar también que está vinculado con la temperatura, y en particular, que se anula con la temperatura de transición. En toda lógica, después de haber construido esta teoría. Landau habría debido aplicarla al estudio de los superconductores. La administración soviética no le dará inmediatamente la oportunidad.

§. Un físico ruso en Cambridge
Un hombre va a arriesgar su vida para salvar la de Landau. Por sus insistentes pedidos Landau dejó los vergeles de Ucrania por los rigores moscovitas. Este hombre es el director del Instituto de problemas físicos de Moscú y se llama Piotr Kapitza. Algunos meses antes del arresto de Landau, descubrió la superfluidez del helio. Si Landau es un teórico de genio, él es al mismo tiempo un experimentador de gran talento y un brujo de la mecánica. Y además, sobre todo, en este año de 1938 en que las purgas son más devastadoras que nunca, en que millones de personas, desde el simple campesino hasta el secretario del partido, desaparecen en los campos siberianos, Kapitza es uno de esos raros hombres que tienen un poco de influencia y mucho coraje; y este crédito que posee, está dispuesto a gastarlo sin especular.
Lenin lo había dicho una y otra vez: «El comunismo es el poder de los soviets más la electrificación del país.» Ahora bien, Kapitza es considerado el experto número uno en todo lo que concierne a la electrificación de la nación, único terreno en el que el plan se desarrolla más o menos como se había previsto.
Ingeniero en electricidad por formación, diplomado en la Escuela Politécnica de San Petersburgo, Kapitza se veía más bien construyendo una represa o una vía férrea en el lejano oriente soviético. La revolución de octubre cambió sus planes. Bajo la tutela amistosa de Abram Joffé, un alumno de Röntgen, el descubridor de los rayos X, trocó las ciencias aplicadas por la física fundamental.
En 1921, tiene entonces veintisiete años, una epidemia de gripe se lleva a su esposa y sus dos hijos. Para sacarlo de la pesadilla en que está sumido, sus amigos lo proponen para una misión de representación en el extranjero. Es designado para ser uno de los embajadores de la ciencia soviética en Europa occidental. Apenas comenzado, su periplo queda atascado. Al llegar a Estonia le niegan la visa para Alemania, primero, y luego para Holanda y para Francia; los soviéticos, que no tienen buena prensa en Europa, sufren fácilmente las sospechas de ser agitadores potenciales. Sólo después de algunos meses de purgatorio en las costas del Báltico recibe por fin la autorización para viajar a Inglaterra.
Kapitza llega allí durante el verano con una idea muy precisa acerca de su destino final: quiere incorporarse al célebre laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, dirigido por el no menos célebre Rutherford. Una anécdota, sin duda apócrifa, quiere que Rutherford haya rechazado en un primer momento la candidatura del joven soviético arguyendo que tenía demasiado gente en su laboratorio. Sin alterarse, Kapitza le habría preguntado entonces a Rutherford la cantidad de investigadores que tenía en su equipo; el futuro lord le respondió que serían unos treinta, y Kapitza le preguntó entonces cuál era la precisión habitual de sus experimentos. Alrededor del 2 ó 3 por ciento, respondió Rutherford. En esas condiciones, replicó Kapitza, ¡un investigador más o menos no se notará!
Lo cierto es que Rutherford queda seducido por la charla del joven. Su colaboración durará trece años durante los cuales Kapitza ascenderá uno a uno todos los peldaños de los honores universitarios. Durante aquellos años no hará ningún descubrimiento fundamental, pero consagrará toda su energía a construir para Rutherford el equipamiento necesario para la creación de campos magnéticos intensos. El ingeniero suplantó en él al físico, pero Rutherford está satisfecho de ello pues cuenta con utilizar los aparatos de Kapitza para sus investigaciones acerca del núcleo atómico. Todo marcha tan bien que en 1924 Rutherford obtiene los fondos necesarios para crear un laboratorio de investigaciones especialmente consagrado al magnetismo. Kapitza es nombrado su director adjunto, y cuatro años más tarde director. Entretanto, habrá hecho construir un licuador de helio y un centro de licuación de hidrógeno para extender la exploración del magnetismo a las bajas temperaturas.
Su situación en Inglaterra no le impidió volver periódicamente a Rusia: por invitación de Trotsky en 1926, de Kamenev, que en esa ocasión lo nombra consejero científico del gobierno, en 1929, y, finalmente de Bujarin en 1931. Las purgas ya han llegado a la Academia de Ciencias pero las ciencias exactas todavía son menos tocadas que las ciencias sociales.
En 1933, Kapitza es nombrado, en Gran Bretaña, director de un laboratorio hecho a su medida, el Royal Society Mond Laboratory: el ex departamento de investigaciones sobre el magnetismo del laboratorio. Cavendish ha logrado la autonomía; Kapitza ha hecho de aquél el primer laboratorio de Inglaterra. Bastante naturalmente, se interesa entonces en las propiedades del helio, que es el objeto de todas las atenciones de los grandes laboratorios pues desde hace algunos años, se ha tomado conciencia de que se trataba de un líquido por lo menos extraño.

§. La segunda fase del helio
Al licuar el helio, Onnes había observado que la densidad del líquido se tornaba máxima hacia los 2,2 ºK. Era extravagante, pero Onnes había catalogado al fenómeno entre los que uno se promete examinar algún día y cuyo estudio se retoma sin cesar. Dana, en 1924, había constatado además que el calor específico se tomaba increíblemente elevado a esta temperatura; tan elevado que no se había atrevido a publicar sus resultados. Uno de los sucesores de Onnes a la cabeza del laboratorio de Leyden, Willem Hendrik Keesom, se había volcado a su vez a la cuestión. Después de la muerte de su fundador, el laboratorio de Leyden se había escindido en dos grupos, a veces un poco rivales; el primero, dirigido por Keesom, debía ocuparse del helio líquido, de la física molecular y de las propiedades térmicas en general. El segundo, dirigido por De Haas, se concentró exclusivamente en las propiedades eléctricas y magnéticas de la materia.
Con Klaus Clusius, un investigador alemán que estaba de paso, Keesom había reiterado, en 1932, las mediciones del calor específico del helio. Había constatado que la punta en la curva de calor específico (se la bautizó «punto lambda» por su semejanza con la forma de la letra griega) se produce precisamente a la temperatura en que la densidad del helio llega a su máxima. Keesom había comprendido rápidamente que aquello denotaba un cambio fundamental de la estructura de su líquido.
Quizá, se había dicho, el helio se transforma en una especie de cristal líquido, en el cual los planos cristalinos correrían idealmente unos sobre los otros. Era seductor, pero falso. Los estudios que se hicieron con rayos X revelaron que no había ordenamiento periódico de los átomos como en un cristal.
Keesom había debido reconocer que tanto por encima como por debajo de los 2,2 ºK, el helio cambiaba de fase quedando líquido. Él había bautizado la primera fase con el nombre de helio I (por encima de 2,2 ºK) y la segunda con el de helio II (por debajo de 2,2 ºK). Casi al mismo tiempo, Mac Lennan, en su laboratorio de Toronto, había observado que a los 2,2 ºK: «El aspecto del líquido nos pareció que cambiaba de una forma notable y la ebullición rápida se detenía instantáneamente. El líquido se volvió muy tranquilo.»

§. Un superconductor del calor
Mac Lennan lo comprendió demasiado tarde, pero tenía ante su vista una de las características extrañas del helio, que por debajo de los 2 ºK se presenta como un superconductor del calor: la menor diferencia de temperatura se distribuye a través de toda la masa de manera casi instantánea. En esas condiciones, es prácticamente imposible calentarlo —o enfriarlo— localmente, lo que significa que no se pueden crear diferencias de temperatura en el seno de la masa líquida.
Esto explicaba por qué el helio II no puede hervir haciendo burbujas y grandes borbotones como el agua en una cacerola; para eso tiene que haber puntos calientes en el fondo del líquido. Esos puntos calientes son los que, al vaporizarse primero, suben a la superficie bajo forma de burbujas. Aquí, nada parecido ocurre, porque las fluctuaciones espontáneas de temperatura que nacen en el seno de los líquidos comunes no se pueden producir en el seno del helio II. Eso no impide que el líquido se evapore cuando se lo deja calentar, pero esta evaporación sólo afecta a la superficie, y todo el baño de helio permanece a la misma temperatura.
Keesom había leído la publicación de Mac Lennan; tenía todas las cartas en la mano para comprender lo que pasaba con el helio a los 2,2 ºK. Tanto más por cuanto con su hija Ana había medido de nuevo, y con una mayor precisión, el calor específico. De ello había concluido, lo que era justo, que la conductividad térmica del helio aumenta con la transición entre las fases He I y He II. Pero no había reconocido la importancia de este aumento. La significación profunda de ese cambio se les había escapado a los dos, pero los misterios del helio atraerían a nuevos exploradores, entre ellos a Kapitza.

§. Por orden de Stalin
Este último no tendrá ocasión de poner el poder de su nuevo laboratorio inglés al servicio del campo de investigación que le fascina. En 1934, mientras asiste a la conferencia Mendeleev en Leningrado, se le advierte que no podrá salir más de la Unión Soviética. Stalin exige que consagre desde ese momento sus talentos a la edificación de la ciencia soviética y en particular a la realización del plan quinquenal de electrificación y de industrialización. Para que acepte de buen grado la orden que se le ha dado, se lo nombra además director de un instituto fantasma: Kapitza no tiene ni colaboradores, ni edificio, ni aparatos de medición. Para colmo, no tiene ni siquiera interlocutores entre sus pares de la Academia, quienes ven en él a una relación peligrosa porque ha pasado demasiado tiempo en Inglaterra.
Es un segundo período negro en la vida de Kapitza; se niega a afrontar las «dificultades administrativas colosales» que se presentan para construir este «Instituto para los problemas físicos» que se le ha prometido sin darle los medios para realizarlo. Se plantea entonces abandonar la física para ir a estudiar biofísica con Pavlov, ¡el hombre de los reflejos condicionados! Además, está solo: su nueva esposa se ha quedado en Inglaterra, desde donde, con la ayuda de Rutherford, remueve cielo y tierra para obligar al gobierno soviético a dejarlo volver con Rutherford. Los apoyos se multiplicarán en toda Europa; las peticiones se sucederán, pero no se hará nada. Kapitza no saldrá de la Unión Soviética antes que pase mucho tiempo. Pero él se fue habituando progresivamente a su suerte, que por otra parte mejoró sustancialmente: su esposa y sus hijos finalmente pudieron reunirse con él. En el lugar previsto para la embajada estadounidense comienzan a elevarse los muros de su Instituto de investigación. Y sobre todo, Kapitza negoció la compra de todo su material del «Mond»: gracias a la amistosa complicidad de Rutherford, Cambridge acepta devolverle por 30.000 libras un duplicado de los planos de los licuadores de hidrógeno y de helio, sus aparatos de medición, imanes, generadores y otras máquinas que le son indispensables. Como premio, obtendrá incluso tiradores de puertas y relojes de pared. Después de algunas negociaciones —los soviéticos aceptaron de muy mala gana hacer la cuenta en libras en lugar de en rublos— Kapitza se encuentra por fin a la cabeza de un laboratorio digno de ese nombre; y hacia fines del año 1936, puede retomar sus actividades y ponerse a estudiar el helio.
No es entonces de su propio medio sino de su antiguo laboratorio del Mond de donde vendrán las primeras observaciones importantes sobre la naturaleza del helio. John Frank Alien y su equipo demuestran que lo que tanto había sorprendido a Mac Lennan se debe a una conductibilidad térmica del helio II al menos un millón de veces superior a la del helio I.
Alien había imaginado un experimento simple para medir el efecto del calor sobre el helio: había sumergido parcialmente un frasco de vidrio, con el gollete hacia abajo, en un vasto recipiente lleno de helio líquido. Además, había colocado una resistencia eléctrica en el frasco; al pasaje de la corriente, la resistencia calentaba el helio del frasco, y luego, el calor se transmitía al helio del gran recipiente.
La diferencia de nivel en el frasco y en el gran recipiente (resultante de las diferencias de presión de vapor por encima de uno y por encima del otro) indicaba la diferencia de temperatura en las extremidades del frasco. El montaje era rudimentario pero eficaz: Alien pudo reproducir los resultados anunciados en Leyden, pero, singularmente, constató que la transmisión de calor en el helio II no era proporcional a la diferencia de temperatura. Peor aún, la transferencia de calor entre el frasco y el recipiente parecía tornarse tanto más grande cuanto más débil era la diferencia de temperatura. Ahora bien, en un líquido normal lo que se produce es lo contrario: el calor se propaga rápido de un punto muy caliente a un punto muy frío, y en forma lenta de una zona un poco tibia a una zona un poco más tibia.
Esto era tanto más desconcertante cuanto que Alien había señalado también que al calentar, el nivel en el frasco parecía elevarse ligeramente por encima del baño. Imputar ese fenómeno a las diferencias de presión entre los dos niveles conducía a la conclusión absurda de que ¡el líquido calentado se volvía más frío!
Muy intrigado. Alien repitió el experimento empleando esta vez un frasco decapitado para igualar las presiones. Al calentar, el nivel del frasco se elevaba siempre: por muy inverosímil que parezca el fenómeno, ¡se produjo un desplazamiento de líquido en dirección a la fuente de calor!

§. Un líquido sin viscosidad
Alien no estaba ante la última de sus sorpresas. Cuanto más adelgazaba el tubo que vinculaba el frasco con el baño de helio, ¡más aumentaba la diferencia de nivel! Esto era absolutamente contrario a las leyes usuales de la mecánica de los fluidos: normalmente es necesaria una presión cada vez más elevada para impulsar un fluido para que pase por un tubo cada vez más estrecho. Esto se puede verificar sin dificultad con una aguja de jeringa y agua, o mejor, con aceites, cuya viscosidad es netamente más elevada. Y justamente al utilizar un frasco prolongado por un tubo delgado como una jeringa. Alien observó un fenómeno espectacular, que bautizó «efecto fuente»: ya no era una simple diferencia de nivel lo que se podía ver, sino un verdadero chorro de helio derramándose fuera del frasco.
Más allá de todo experimento. Alien y todos los que manipulaban el precioso líquido habían observado un comportamiento al menos caprichoso: algunos contenedores de helio líquido que se mantenían bien estancados hasta los 2,18 ºK sufrieron súbitamente fugas-derrames cuando se enfrió más; y cuanto más se los enfriaba más importantes resultaban las fugas, de modo que los contenedores se tornaron inutilizables.
Los Keesom habían sugerido una explicación: con la transición de fase entre He I y He II, dijeron, la viscosidad debe disminuir. ¡Poco decían! Si se hubieran dedicado a llenar un cántaro de barro cocido con helio II, habrían constatado que éste se habría escapado tan rápido como un fantasma atravesando un muro, porque la viscosidad del helio se vuelve nula por debajo de los 2,2 ºK. Esta particularidad, que hace del helio II un líquido único en su género, el primero que la comprendió fue Kapitza. Ello le valdrá, en 1978, un premio Nobel ciertamente tardío.

§. El helio II superfluido
En su laboratorio de Moscú, Kapitza verifica, en 1937, que el helio II puede trasvasar polvos tan compactos que no permiten el paso de ningún otro líquido. Propone bautizar a esta propiedad con el nombre de «superfluidez».
Este neologismo que él inventa para el caso traduce la total fluidez del helio II; también se podría agregar que no se pega ni se frota con nada. Una gota de agua en una pendiente inclinada no desciende tan rápido como una bolita de plomo, y eso se debe a que el agua tiene una cierta viscosidad. Una gota de aceite caería aún más lentamente. Pero una gota de helio líquido en estado de superfluidez ¡descenderá tan rápido como una bolita de plomo!
Hacer aparecer la superfluidez con gran pompa era una cosa, explicarla era otra. En su laboratorio. Kapitza dispone de un valor excepcional en la persona de Landau a quien ha hecho venir de Kharkov para ponerlo a la cabeza del departamento de física teórica del Instituto. Después de su teoría de las transiciones de fase.
Landau se aboca al problema más específico de la transición del helio I hacia el helio II. No por mucho tiempo, porque abandonó la tarea a comienzos de 1938.
En ese momento, Kapitza está ausente de Moscú. Explora las regiones del este para eventualmente llevar allí el Instituto, lejos de las fronteras alemanas con su carga de potenciales amenazas. A su regreso, va a remover cielo y tierra. Pero ya ha transcurrido un año entero cuando consigue la autorización para entrevistarse con Landau en su celda. Apenas lo reconoce. Landau está muy enflaquecido, sufre el frío y su voz es muy débil. Precipitándose al Kremlin, Kapitza pide ser recibido por Molotov. Su pedido es rechazado, pero algunos días después, puede verse con un allegado a Stalin a quien le presenta un ultimátum: la liberación de Landau, o él planta el Instituto. Kapitza jugaba fuerte: durante este período fue cuando Schubnikov, una de las esperanzas de la física soviética y especialista en los superconductores, ha sido embarcado en uno de los numerosos convoyes que se dirigen al Gulag; no volverá. Pero para Landau, se produce el milagro: la intervención de Kapitza y quizá la firma del pacto germano-soviético, que torna a la acusación (¡espía alemán!) más precaria, hacen que sea liberado y pueda reincorporarse al Instituto.
Mientras tanto, los físicos ingleses no han perdido el tiempo: en el laboratorio que compite con el Mond, el Clarendon de Oxford, Kurt Mendelssohn, un joven emigrado alemán, ha pescado una nueva propiedad del helio; en realidad, una consecuencia de la superfluidez.
Había tenido la idea de llenar de helio dos ampollas que se comunicaban en sus partes superiores por un tubo. Pero no había puesto la misma cantidad de helio en cada una de las ampollas; había pues niveles diferentes. Al cabo de una media hora, Mendelssohn constató que el nivel más bajo se había elevado algunos milímetros. ¿Cómo una parte, por muy pequeña que fuese, del helio contenido en la otra ampolla había podido trasladarse a la primera ampolla? La respuesta era sorprendente; Mendelssohn había descubierto que el helio se transporta por película superficial.
Se sabía ya que para conservar el helio, más vale evitar los recipientes porosos. Pero el descubrimiento del helio demostraba que el helio también es capaz de escaparse sólo de un vaso, de un bol o de cualquier otro objeto abierto: sube por la pared interna, pasa por encima del borde y vuelve a descender por el otro lado, y el proceso continúa hasta que el recipiente se vacía.
Todas las propiedades del helio II (ver apéndice 5) hacen de él un líquido excepcional: hacían falta espíritus que no lo fuesen menos para descubrir su origen.
En el piso reservado a los teóricos del laboratorio Clarendon, Fritz London también se había volcado al estudio de los superfluidos; se había dejado ganar por la excitación de Mendelssohn y los otros experimentadores: en la huella de su éxito acerca de los superconductores, pasó de un extremo al otro abandonando la comparación con un cristal para tratar de modelizar la superfluidez por analogía con un gas.

§. La condensación de Bose-Einstein
La inspiración le había venido de una comunicación de Einstein acerca de una sorprendente teoría formulada en 1924 por un joven físico indio, Satyendranath Bose. Según Einstein, la teoría de Bose indicaba que ciertos gases, pasada una cierta temperatura, debían llegar a «condensarse».
Las partículas conocidas se reparten en dos familias —los fermiones y los bosones— que se distinguen por sus spins: todas las partículas de spins semienteras (1/2, 3/2, 5/2,...) son fermiones; se trata de los electrones, los protones, los neutrones, los núcleos atómicos que contienen una cantidad impar de protones y neutrones, etcétera. Han sido bautizadas así porque el italiano Enrico Fermi, ayudado por Dirac, había generalizado el principio de Pauli —no se puede encontrar dos electrones del mismo spin en un estado cuántico dado (en la misma órbita, habría dicho Bohr en el año 1915)— al conjunto de las partículas de spin semientero. De ello habían extraído un método de cálculo, la estadística de Fermi- Dirac, válida para los fermiones.
Bose había demostrado que las partículas de spin entero, en el primer rango de las cuales se encuentran los fotones, los mesones de los núcleos de helio 4 (que contienen dos neutrones y dos protones), se comportaban de una manera radicalmente diferente:
los «bosones», así se los bautizó para rendir homenaje al físico indio, pueden estar, en grandes cantidades, sin limitación, en el mismo estado cuántico. Para tomar prestada una imagen[7], es como la diferencia que hay entre una noche en la ópera y un concierto de rock: en el primer caso, los espectadores-fermiones tienen entradas numeradas y cada uno ocupa un lugar que no comparte con ninguna otra persona. En el segundo caso, podemos imaginarnos fácilmente que algunos espectadores-bosones les prestan de buena gana las rodillas a sus compañeros, y, a medida que la música va desencadenando el entusiasmo del público, comienzan a aglutinarse, a «condensarse» en una masa compacta al borde del escenario. Y eso es lo que había previsto Einstein: las partículas de ciertos gases, había calculado él a partir de la estadística de Bose, debían poder condensarse todos en un mismo estado cuántico y ser descritos todos por una función de onda única. Frente a la turba indisciplinada de los fermiones, los bosones condensados se comportan como un regimiento que marcha marcando el paso.
Había habido dudas acerca de las conclusiones de Einstein en virtud de que ninguno de los gases conocidos parecía seguir esta estadística. Y fue London quien tuvo la idea de averiguar si por casualidad el helio no correspondía a lo que se podía esperar de un gas de Bose. Fue prudente, por cierto: después de todo, el helio era fluido a esta temperatura. En fin, se contentó con emitir esta hipótesis como una sugerencia.
Lazlo Tisza, un joven físico húngaro que trabajaba en el Colegio de Francia, todavía no estaba en la edad de la prudencia. De modo que aplicó literalmente y sin vacilar la sugerencia de London al helio superfluido. Para comenzar, decía Tisza, por debajo de los 2.18 ºK. el helio se comporta como si estuviera constituido por una mezcla de dos fluidos de propiedades muy diferentes: una parte superfluida, cada vez más importante a medida que nos acercamos al cero absoluto, y una parte normalmente líquida en el sentido habitual de la palabra. El componente normal es análogo al helio I, pero el componente superfluido está constituido por átomos «condensados». Tisza proponía un modelo «bifluido», en el cual el helio II era considerado como una mezcla de dos fases que variarían con la temperatura.
Cuando Tisza, en 1938, publicó su comunicación, London se atragantó. Les aseguraba a quienes quisieran escucharlo que lamentaba el uso que se había hecho de su idea; tanto más cuanto que veía claramente la imposibilidad física de un bifluido semejante. En efecto, ¿cómo se podría distinguir a los átomos entre ellos, asumiendo que algunos se condensan y otros no? Sin embargo, el modelo de Tisza daba una interpretación lógica de los resultados experimentales: y, sobre todo, sus previsiones se revelaban como justas: había previsto el «efecto fuente» sin haber tenido conocimiento de los experimentos de Alien.
Calentando un frasco de helio II, había dicho él en esencia, una parte del superfluido se transformó en helio normal; si el frasco está conectado por un tubo muy fino, un capilar, con un recipiente igualmente lleno de helio II, una cantidad del superfluido vendrá del recipiente para compensar la cantidad desaparecida en el frasco. Pero, precisaba Tisza, el proceso inverso, es decir el pasaje de una cantidad de helio normal del frasco hacia el recipiente, no podrá hacerse puesto que lo único que hay para atravesar fácilmente el capilar es el superfluido. En consecuencia, concluía Tisza, el nivel subirá en el frasco y se formará un géiser si su extremo superior es muy delgado. Como había hecho otras previsiones que demostraron ser igualmente justas, el modelo bifluido de Tisza no resultaba tan fácilmente rechazable.

§. La superfluidez según Landau
Pero la crítica de London había mostrado cabalmente el vicio de fondo de su teoría. A Landau le correspondió el mérito de explicar correctamente, si bien imperfectamente, la superfluidez: contrariamente a lo que afirmaba Tisza, Landau sostenía que el helio II era un solo y mismo fluido: el helio, escribía, es un líquido cuántico. En el cero absoluto, es perfectamente superfluido, pero a medida que la temperatura aumenta, la energía térmica es proporcionada al líquido bajo la forma de cuantos de vibraciones, los fonones, análogos para el calor a lo que son los fotones para la luz. Pasado un cierto umbral, la superfluidez desaparece, pues, totalmente.
Pero, en 1941 la invasión alemana interrumpe provisoriamente los trabajos de Landau y de Kapitza. Mientras los tanques de Von Rundstedt cargan sobre Cracovia, Kapitza es encargado de la evacuación de todo el material del Instituto de física y técnica hacia Ufa, la capital de la república de Bachkiria. Landau, por su parte, se queda en Moscú, donde consagra la mayor parte de su tiempo a la enseñanza de la física teórica. Se reencontrarán en 1943, cuando ambos formen parte del equivalente soviético del proyecto Manhattan y participen activamente de la puesta a punto de la primera bomba atómica del ejército rojo.
Actividad secreta, como corresponde, sólo en 1950 se puede volver a encontrar el nombre de Landau en una publicación. Pero, ¡qué regreso! Con V. S. Ginzburg, uno de sus discípulos más brillantes, ha puesto a punto una nueva teoría fenomenológica de la superconductividad que supera algunas de las simplificaciones de la teoría de London, basándose sobre su propia teoría de las transacciones de fase del segundo orden.
El parámetro de orden, explican los dos hombres, debe ser proporcional a la raíz cuadrada de la cantidad de electrones superconductores por unidad de volumen; por lo tanto, es nulo, puesto que no hay electrones superconductores, es decir por encima de la temperatura crítica. Con este punto de partida, Landau y Ginzburg pueden explicar que existan dos tipos de superconductores (I y II) que tienen a su vez comportamientos diferentes en presencia de un campo magnético. Algo que, por otra parte, Schubnikov había observado en 1937, antes de ser arrestado.
Los tipos I son en general metales puros como el aluminio, el estaño, el indio. Los tipos II son generalmente aleaciones, y más raramente metales particulares como el plomo, el mercurio, el niobio. La diferencia entre los dos es fundamental:Si los campos He, son débiles, típicamente 1.000 gauss, los campos críticos He, pueden ser muy elevados y llegar a los 200.000 gauss. El sueño de Kamerlingh Onnes —fabricar gigantescos imanes superconductores— volvía a ponerse en el tapete: diez años más tarde, se realizará.
Una de las originalidades de la teoría de Landau provenía de la existencia de una segunda distancia característica. Se conocía ya la profundidad de penetración de London: un campo magnético no es expulsado netamente de un superconductor; en la superficie, hay una piel, un espesor en el interior del cual el campo disminuye pero no es nulo. Sobre este espesor se establecen las corrientes inducidas por el campo y que vienen a oponerse a la penetración del flujo magnético. Esto significa que la parte conductora de un material está constituida por el volumen global de la muestra, menos esta capa que la rodea como un envoltorio muy fino. Ésta es generalmente insignificante, pero la observación adquiere toda su importancia a partir del momento en que se emplean hilos o capas muy delgadas.
Landau y Ginzburg habían descubierto otra distancia característica: la «longitud de coherencia», es decir la distancia mínima sobre la cual puede establecerse el orden superconductor. Un cuerpo en estado mixto, demostraron ellos, no pasa brutalmente de una fase normal a una fase superconductora. El pasaje se hace gradualmente, en una distancia característica que ellos llamaron la longitud de coherencia.
Esa teoría tenía la ventaja suplementaria de proporcionar un criterio simple que permitía distinguir entre los tipos 1 y II: si la longitud de coherencia es superior a la profundidad de penetración, el material es de tipo I (metales simples); en el caso contrario es del tipo II (aleaciones).
Era una teoría fenomenológica: los engranajes de la superconductividad se mantenían ocultos; pero al menos Landau y Ginzburg les habían proporcionado a los experimentadores los criterios necesarios para avanzar sin sentirse a ciegas en su investigación acerca de los superconductores de más alta temperatura y que soportaban los más fuertes campos magnéticos.
En 1962, Landau recibió el premio Nobel por sus trabajos sobre el helio líquido. Pero el físico soviético no irá a Estocolmo a recibir la recompensa: el 7 de junio de 1962 será víctima de un terrible accidente de automóvil. Al cuarto día de su hospitalización, se le considerará clínicamente muerto. Sin embargo, sobrevivirá, y la fortuna se conjugará con el talento de los médicos soviéticos para que no muera tan estúpidamente uno de los más grandes teóricos del siglo XX. De todos modos, no saldrá del hospital de la Academia de Ciencias hasta 1964, demasiado tarde para el viaje con el que soñaba. Sin haber podido recuperar nunca completamente sus prodigiosas facultades, la vida de Lev Davidovitch Landau se apagará en 1968.

El diablo en el criostato

«Es fácil helarse cuando uno se ha pasado los días abriéndose paso a codazos en el infierno.»
Nicolás Gogol, Las noches de la aldea

Los cañones de 105 se habían callado pero Iván Iakovlevitch no se dio cuenta. El día anterior, por la noche, uno de los últimos defensores de Cracovia había atravesado el Instituto corriendo y le había gritado al anciano que huyera antes que llegaran los alemanes. ¿Por qué estás tan apurado, hermanito?, había murmurado éste viéndolo marcharse, si la muerte está delante de ti, y no detrás; y había vuelto a sus ocupaciones. A los ochenta y nueve años, no le tenía miedo a la muerte, y mucho menos a los alemanes.
La guerra le resultaba familiar. En 1877 había luchado contra los turcos en Senova. Sargento en el ejército de Samsonov en 1914, había sido uno de los sobrevivientes de la batalla de Tannenberg. Había perdido allí un brazo y un pulmón, pero había ganado una magra pensión y un puesto en la administración. Así fue como llego a ser portero del Instituto de física y técnica de la Academia de Ciencias de Cracovia. Ya no se le confiaban tareas, pero su alta silueta nudosa formaba parte del paisaje y ninguno de los directores que se habían ido sucediendo se había animado a jubilarlo.
Y por otro lado, ¿adónde iba a ir? Nunca se había casado, y no se le conocía familia. Así que se había ido quedando y de la noche a la mañana se lo pasaba recorriendo los laboratorios, meneando la cabeza en respuesta a las observaciones burlonas y amistosas de los físicos e ingenieros que veían en él la mascota del Instituto.
Pero, en este día de otoño de 1941, ya no quedaba nada en el Instituto, ni hombres ni material de valor, con la excepción de un criostato lleno de helio. Y era por esto que Ivan Iakovlevitch se había quedado; digamos más bien que de todo modos se habría quedado, pero que la presencia del criostato había vuelto a encender en sus pupilas un fulgor maligno. Porque Iván Iakovlevitch tenía un secreto.
Cuando, a comienzos de los años treinta, se habían dado cuenta de que los contenedores de helio experimentaban pérdidas cuando su precioso líquido era enfriado por debajo de los 2,2 ºK, se habían devanado los sesos para entender por qué, pero Iván Iakovlevitch ya había adivinado la respuesta. Ocurrían muchos acontecimientos extraños en el Instituto para quien sabía observar. No era buscando las explicaciones de los ingenieros como se podría comprender su origen. El diablo estaba en el Instituto e Ivan Iakovlevitch era el único que lo sabía.
Él había tratado de confiarse a algunos de aquellos jóvenes, pero los más corteses no ocultaban sus sonrisas. En cuanto a los otros, se burlaban de él abiertamente. Un poco antes de la guerra, había corrido en el Instituto el rumor de que por fin se había descubierto el origen de las fugas de helio por debajo de los 2,2 ºK. Él había escuchado al director en un seminario, cuando exponía la idea de que el helio estaba compuesto por dos líquidos de los cuales uno se volvía superfluido; la palabra no significaba nada para él. Un físico entusiasta había tratado de explicarle que el helio II era al helio I lo que el vodka era a la melaza. En aquel momento había tenido la certeza de que se burlaban de él, o de sí mismos. Y cuando, poco tiempo después, le habían palmeado la espalda diciéndole, ves, no era un fantasma, él no había dicho nada. El diablo estaba en el Instituto, y él no se moriría sin verlo.
Quizá tenía la secreta esperanza de arrancarle una segunda juventud, pero se trataba más bien de la curiosidad obstinada de un hombre que jamás la había experimentado. Y le había llegado el momento. Se podían escuchar los ruidos de los combates en las calles cercanas, pero Ivan Iakovlevitch no se preocupaba por eso. Se había acuclillado ante el criostato y murmuraba con una voz acariciante: estoy solo, ya puedes salir. De pronto suplicante, de pronto zalamero, imploraba: déjate ver, padrecito, yo sé que estás ahí.
Etapa por etapa, repitió entonces los gestos que había visto cien veces. En el criostato, la temperatura bajó lentamente. A los 2,18 ºK, el helio se tornó superfluido y comenzó a insinuarse por los poros microscópicos del envoltorio metálico; al contacto con el aire, se vaporizó instantáneamente. El criostato se vio envuelto en una ligera nube gaseosa. Con una sonrisa de éxtasis, Ivan Iakovlevitch se acercó, las manos tendidas hacia los hilillos de vapor que se escapaban silbando. El ojo paciente de un tirador emboscado advirtió la bruma difusa que escapaba de la ventana. Entre las volutas, percibió los reflejos metálicos y una silueta que se agitaba. La primera bala que disparó fue la buena.

Capítulo VI
La clave del enigma

En 1951, un lote de publicaciones soviéticas es solemnemente arrojado al mar en el puerto de Nueva York. Entre ellas, hay un número de JETP, la revista de física de los teóricos soviéticos, que contiene la teoría de Ginzburg-Landau. Auto de fe al revés, y signo entre otros de la guerra fría que libran Estados Unidos y la Unión Soviética. Conducida por el senador McCarthy, la caza de brujas se lleva a cabo también en los laboratorios de física. En Los Alamos, como en Brookhaven, es necesario preservar la seguridad nacional amenazada por los «rojos». Ahora bien, ¿quién, más que los físicos, representa en esta época la seguridad nacional?
Porque su imagen ha cambiado desde la gran depresión. En 1936, el periódico liberal Nation podía exclamar: «Los políticos ciertamente no nos salvarán, ¡los científicos quizá sí».[8] Luchando contra el cáncer gracias al ciclotrón de Lawrence, combatiendo el crimen con los detectores de rayos X de los G-men de Edgar Hoover, afrontando el desempleo a través de los aceleradores de partículas en los que algunos veían el índice de una «revolución económica», así se mostraba el físico de finales de la década de 1930, hombre orquesta y bienhechor de la sociedad norteamericana.

§. Los nuevos superhombres
Pero la lucha contra las potencias del Eje cambió esta imagen angélica. Se sabe que la «guerra de los brujos», como la llamó Churchill, fue una guerra de físicos, y que la invención del radar pesó mucho en la balanza. Se sabe, sobre todo después de Hiroshima, que esos mismos físicos detentan secretos aterradores. Por otra parte, algunos cuentan con ver su imagen deslucida ante la opinión pública. Dirigiéndose a Oppenheimer, Kenneth Bainbridge, el responsable de la primera prueba nuclear en Alamogordo, exclama apenas después de la explosión: «Ahora somos todos unos hijos de puta.»
Pero la Norteamérica profunda se burla claramente de esos remordimientos tardíos y de las superposiciones de los créditos militares en la investigación fundamental. Los físicos se han convertido en los nuevos superhombres que custodian las fronteras del imperio norteamericano.
Incluso hacen más que eso. Ya en 1869 el astrónomo Benjamín Gould exclamaba: «¡Hay que preparar el tiempo en el que los Estados Unidos conducirán la ciencia mundial!». En la aurora de la década de 1950, su profecía parece realizada. De la física del sólido a la física de las partículas, los científicos norteamericanos vuelan de éxito en éxito. Y, exceptuado el maccarthismo, ésta es para ellos una época feliz: «No hay cena con éxito sin un físico para explicar la naturaleza de la nueva era en la que vivimos, comenta un cronista de Harper’s.» Se les llama de todas partes, desde los Women's Clubs hasta el Consejo Nacional de Seguridad. Son 21.000 en 1955, de los cuales las 2/5 partes están empleados en la industria. Los físicos de los sólidos son más particularmente solicitados por los laboratorios privados que se quedan con lo mejor de las nuevas posibilidades de la electrónica y de la informática.

§. La era del transistor
Es necesario decir que en 1948, tres físicos de la Bell Telephone Company hicieron un descubrimiento del que se puede decir sin exagerar que va a poner al mundo patas para arriba: John Bardeen, quien durante la guerra trabajó sobre los radares en el US Naval Ordonance Laboratory, descubrió con William Shock- ley y Walter Brattain un pequeño objeto semiconductor que treinta años después será tan útil al cosmonauta que llega a la luna como al gondolero que surca la laguna. Con la aparición del transistor, toda la tecnología de la segunda mitad del siglo veinte se montará sobre una ola que conduce a la era de la informática y de la microelectrónica. Una marea violenta y brusca, habría que decir, puesto que ahora hay ya más de cien mil millones de transistores en el mundo.
El pequeño trípode que Bardeen y su equipo presentan en este año de 1948 es el fruto de los inmensos progresos de la física de los sólidos; porque si bien no se comprende siempre por qué un cuerpo es superconductor, se sabe en cambio muy bien por qué es conductor o semiconductor. En 1950, la teoría de la resistencia eléctrica ya forma parte de la rutina. Se sabe bien que el desplazamiento de los electrones en los sólidos es lentificado por los movimientos de vibraciones de los átomos; son vibraciones que impiden desplazarse a los electrones en verdaderas avenidas atómicas. Con la excepción, por supuesto, de los electrones superconductores. En ese caso, los electrones parecen circular por vías totalmente despejadas. Eso intriga a Bardeen, quien abandona los semiconductores por los superconductores. ¿Por qué, se pregunta, las vibraciones de la red atómica (los «fonones») dejan de impedirles el paso a los electrones superconductores? Decide entonces estudiar las interacciones electrones-fonones.

§. El efecto isotópico
La idea no era nueva: Kamerlingh Onnes y Tuyn habían sugerido, hacia 1922, reemplazar en un cuerpo superconductor un átomo por uno de sus isótopos, es decir por un átomo de la misma carga (que tiene la misma cantidad de protones), pero de masa diferente (no tiene la misma cantidad de neutrones). Si la carga eléctrica se mantiene constante, dicha constitución, pensaban ellos, debía mostrar si, sí o no, la superconductividad de un material dependía de la masa de los átomos que lo constituyen. Excelente intuición, pero que no se podrá llevar a cabo en forma inmediata porque, en la época, no se disponía más que de isótopos naturales y no es posible enriquecer suficientemente un material en isótopos para observar en él un efecto determinado.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la situación es radicalmente diferente; Iréne y Frédéric Joliot-Curie han descubierto la radiactividad artificial y desde entonces se fabrican isótopos a voluntad. Esto impulsa a dos equipos americanos, el de Bernard Serin en la Universidad Rutgers y el de John Herzfeld, a intentar el experimento propuesto veinticinco años antes en Leyden.
En 1950, uno y otro van a descubrir independientemente lo que será bautizado luego el «efecto isotópico». Constataron que al modificar la masa media de los iones de una muestra de mercurio (elegido porque existen varios isótopos estables del mercurio y debido a que es fácil preparar un conjunto de muestras con masas diferentes), hacen variar igualmente la temperatura crítica en la cual esta muestra se convierte en superconductora. Ahora bien, esta masa media depende de la cantidad de neutrones y de protones presentes en el núcleo atómico del mercurio, y, en consecuencia, de la proporción relativa de los isótopos en la muestra. En el estado natural, el mercurio (Hg) es una mezcla de siete isótopos (de los cuales los núcleos contienen todos 80 protones y de 116 a 124 neutrones según el caso). Su temperatura crítica es de 4,17 ºK. Cuando la proporción de Hg202 o H204 aumenta, la temperatura crítica desciende en algunos centésimos de grados Kelvin. Precisamente, Serin y Herzfeld observan que la temperatura crítica varía como la inversa de la raíz cuadrada de la masa de los iones; cuanto más numerosos son los iones pesados, más disminuye la temperatura de aparición de la superconductividad. Cuando hicieron otros experimentos con talio y con estaño su ley se verificó cabalmente.
El efecto isotópico indicaba claramente que la clave del enigma estaba escondida del lado de las relaciones entre los iones y los electrones. Se estaba pues en el corazón de la superconductividad. Fröhlich, un físico teórico de Liverpool, había llegado a esta conclusión incluso antes de que los resultados de Serin y Herzfeld fueran publicados. Es preciso, sugería, averiguar si sería posible una interacción entre los electrones vía los iones de la red atómica. Su propuesta era tanto más seductora cuanto que se sabía con toda pertinencia que ciertos materiales, malos conductores eléctricos a temperatura ambiente, se convierten en superconductores a baja temperatura más fácilmente que otros materiales que conducen bien la electricidad a temperatura ambiente. Dicho de otro modo, Fröhlich, entre otros, había señalado que es en los materia les en los que la resistencia eléctrica es fuerte, donde las colisiones de los electrones con los iones de la red son numerosas, que esta misma resistencia se anula más fácilmente, pasada una cierta temperatura. Todos los indicios señalaban, pues, el papel crucial de las interacciones iones-electrones.
Bardeen, en esta época, se entrevista a menudo con Fröhlich; se encuentra así fortalecido en su idea. Y luego, cuando en 1955 se le pide que escriba un texto de síntesis sobre la superconductividad para la prestigiosa revista que dirige Gorter, Progress on Low Temperature Physics, se ve llevado, al redactar su trabajo, a clarificar todo lo que él sabe del tema. Está muy cerca de comprender los mecanismos de la superconductividad, pero todavía le falta una pieza fundamental del rompecabezas.

§.¿Dos electrones pueden atraerse?
Esa pieza le va a ser proporcionada por un joven teórico de veintiséis años, Leon Cooper, que la birla al laboratorio de Chen Ning Yang, estrella americana de la física de las partículas elementales y futuro premio Nobel (lo obtendrá en 1957). En 1956, el año en el que Bardeen obtiene su primer premio Nobel por el descubrimiento del transistor, Cooper estudia las propiedades de ciertas matrices (análogas a los cuadros rectangulares de distancias entre ciudades). Muestra, a través de un cálculo muy simple, y a priori extravagante, que si en un sólido dos electrones se atraen en lugar de rechazarse, entonces se produce una transición y puede aparecer un estado más estable.
La idea básica era chocante: dos electrones se rechazan siempre puesto que son igualmente portadores de una carga negativa. ¿Pero qué pasa si entre ellos se coloca una carga positiva, un ion por ejemplo? Pues bien: si la fuerza de atracción entre el ion y los electrones supera a la fuerza de repulsión entre los electrones, ambos son atraídos por el ion, y, por su intermedio, forman una pareja. No es más complicado que eso. ¡Lo único que había que hacer era pensarlo!
De este ejercicio de estilo propuesto por Cooper, Bardeen va a extraer una teoría física: él sabe que una atracción entre dos electrones es posible vía los iones positivos del material, es decir, vía las mallas de la red formada por los átomos; es un problema que él había discutido con Fröhlich en 1950. Con Schrieffer, uno de sus jóvenes «tesistas», habrá de adaptar la idea de Cooper e imaginará cómo esas parejas pueden constituirse en el seno de un material: cuando un electrón se pasea por la red atómica, observan ellos, atrae hacia sí los iones positivos. Pero cuando se estira, esos iones que son millares de veces más pesados, y por lo tanto mucho más lentos, no vuelven inmediatamente a su posición inicial. Subsiste pues, localmente, un exceso de cargas positivas que atrae a un segundo electrón, el cual, con el primero, va a formar una pareja. Todo el secreto de la superconductividad está ahí. Bardeen ilustrará ese mecanismo comparando la red de iones con un colchón a resortes y a la pareja de electrones con dos personas que se sucederían en el lecho, de suerte que la segunda se deslizaría naturalmente en la huella dejada por el primer cuerpo.
Una pareja de electrones no tiene en absoluto las mismas propiedades que un electrón aislado. Este último posee un spin semientero (más o menos un medio), en tanto que el spin de una pareja de electrones es entero (cero o uno). En otras palabras, en el primer caso hay que vérselas con un fermión y en el segundo con un bosón. Y los bosones, comprendió Einstein, pueden condensarse. Eso significa que todas las parejas de electrones pueden ser descritas por una sola y misma función de onda, como los núcleos de helio en la superfluidez, y que por consecuencia esos pares se desplazan todos a la misma velocidad. En resumen, mientras que la conductividad en un metal es el resultado de movimientos individuales más o menos anárquicos de los electrones, la superconductividad se deriva del movimiento coordinado del conjunto de las parejas de electrones.
Por eso, sólo aparece por debajo de una cierta temperatura crítica: por encima, la agitación térmica de los iones (sus vibraciones alrededor de sus posiciones de equilibrio) se hace demasiado fuerte para que el segundo electrón de una pareja pueda «sentir» la huella del pasaje de su compañero.
Tomando esta imagen de las parejas de electrones ligadas por los iones, Bardeen. Cooper y Schrieffer van a establecer entonces rigurosamente la teoría BCS (llamada así utilizando las iniciales de los tres) que les granjeará el premio Nobel en 1972. Comienzan por considerar una situación simplificada: en un cristal, los iones positivos vibran en permanencia alrededor de sus posiciones medias. Ellos van a suponer que esos iones están fijados a su lugar; en ese caso, las fuerzas de atracción que ejercen sobre los electrones se anulan mutuamente y los electrones son libres de sus movimientos como si formasen un gas. La mecánica cuántica permite determinar los niveles de energía de ese gas electrónico: algunos están poblados de electrones, otros no; la regla que rige el llenado de esos niveles (desde el estado de energía mínima hasta los estados de energía más importantes, siendo llamado el último de ellos el nivel de Fermi) es la que había formulado Pauli: no más de dos electrones de spins opuestos sobre un mismo nivel (salvo, por supuesto, en el caso excepcional en que esos electrones estén unidos dos a dos).
Cooper había supuesto dos electrones suplementarios al nivel de Fermi, o en todo caso muy cercanos. Suponiendo una interacción ligeramente atractiva, había logrado demostrar que los electrones pueden disponerse de a dos gastando menos energía que si estuviesen separados. El error de su cálculo provenía que él distinguía esos dos electrones suplementarios de los otros electrones del material. No había nada que justificara semejante diferencia de comportamiento.
Esto fue lo que corrigieron Bardeen y Schrieffer: suponiendo la existencia de una atracción constante entre dos electrones, ellos van a demostrar que un metal normal, formado por electrones individuales, puede tornarse inestable, y que, en ese caso, se hace posible una transición hacia un estado más estable: es el estado superconductor.
Hacen así aparecer una característica esencial de la teoría BCS: entre el estado superconductor que es el estado de energía más bajo, poblado de parejas de electrones, y los estados de energía superior (que ya no son superconductores), poblados de electrones solteros, existe una zona prohibida cuya longitud varía con la temperatura. Esta zona corresponde a la energía necesaria para romper una pareja de electrones. Una vez más, volvemos a encontrarnos con el modelo de los dos fluidos, en el que las parejas constituyen el componente superfluido y los electrones no apareados, el componente normal. La publicación de la teoría BCS arrastró a una multitud de laboratorios a iniciar una búsqueda de nuevos superconductores. Después de todo, ahora que el fenómeno parecía bastante bien comprendido, era preciso que diera sus frutos y, en particular, que se alcanzasen temperaturas críticas más altas.
«A partir de ahora, el descubrimiento de una aleación superconductora a temperatura ambiente es inminente.» Así acogió el New York Times el nacimiento de la teoría BCS. El entusiasmo del diario americano no era injustificado; la comprensión de los mecanismos de la superconductividad autorizaba todas las esperanzas. Entre los científicos, sin embargo, había quienes veían todo este jaleo con indiferencia, y hasta incluso sin indulgencia. Entre aquéllos, Bernd Matthias no era el más complaciente. Para este emigrado alemán, los modelos teóricos no valían el papel sobre el cual estaban impresos; al menos, mientras no corroboraran las observaciones experimentales y más particularmente las suyas. Ahora bien, en el dominio de los superconductores, Matthias pretendía no sin cierta razón, saber más que cualquiera en el plano experimental.

§. Las reglas de Matthias
En 1950, con la ayuda de John Hulm, emprendió en un laboratorio de Westinghouse la realización de una verdadera cartografía de los superconductores existentes: los dos físicos ponen de relieve todas sus características, cristalográficas, físicas y químicas. ¡Un trabajo de monje benedictino! El beneficio que esperan obtener de esta tarea se basa en una intuición de Matthias. Éste afirma la existencia de correlaciones entre ciertas propiedades comunes a todos esos cuerpos y la aparición de la superconductividad, lo que era evidente; y afirma sobre todo que esas correlaciones aparecerán por sí solas al terminar esta compilación; ¡era mucho más aventurado!
Al cabo de tres años desalentadores, observan que la superconductividad aparece más fácilmente en los materiales cuyo número medio de electrones por átomo es impar, 3, 5 ó 7. Después, su regla se afinará: la paridad ya no tiene nada que ver, pero ese número, dicen, debe estar cerca de 4,55 en el caso de las aleaciones de metales a base de niobio, de vanadio o de zirconio.
A esta regla empírica, agregan otra: la estructura del material debe ser cúbica (los átomos se distribuyen formando una estructura análoga a un apilamiento de cubos). ¡Y sus reglas se confirman! Hulm descubre una mezcla de silicio y de vanadio que es superconductora a los 17 ºK. En 1954, Matthias logra una aleación de niobio y estaño superconductora a 18 ºK. Guiándose por las reglas de Matthias, los metalúrgicos van a descubrir hacia fines de la década de 1950 una serie de aleaciones de fórmula A3B, en la que A es el niobio o el vanadio, y B el estaño, el zirconio, el aluminio o el silicio. En particular, Eugéne Kunzler descubre, en 1958, que la aleación Nb3Sn (niobio-estaño) es todavía superconductora en un campo magnético de 8,8 teslas[9] (88.000 gauss, es decir 100 veces más que los campos críticos observados por Onnes). Esta vez es posible fabricar grandes imanes superconductores. El laboratorio de Argonne (en Illinois) será el primero en hacerlo para su cámara de burbujas (en el que se detectan partículas). Lo seguirán Fermilab (Chicago) y el CERN (el gran laboratorio europeo con base en Ginebra).
Por supuesto, las reglas de Matthias no funcionaban perfectamente. Sobre el millar de superconductores que se conocían en 1960 (en 1935 se conocían unos 80), había algunas excepciones que no tenían nada de sorprendente habida cuenta de la simplicidad de sus reglas y de la complejidad de las aleaciones. Pero representaban, sin embargo, a sus ojos, la única guía seria para descubrir nuevos superconductores. Es por esta razón que acogió con tanta impertinencia la teoría BCS. Incluso cuando fue santificada por el premio Nobel, él siguió desdeñándola: ¡no permitía reconocer sus reglas!

§. El límite de McMillan
Por injustas que fuesen, las acerbas observaciones de Matthias tuvieron al menos como efecto la puesta al día de los defectos de la teoría BCS y en particular sus aproximaciones demasiado fuertes. Un teórico americano se impone la obligación de remediar esa deficiencia: McMillan[10] va a estudiar en detalle la interacción entre los iones de la red atómica y los electrones. Él subraya sobre todo la influencia de la competición entre la repulsión de los electrones y la atracción que se ejerce por intermedio de los iones. Logra explicar la temperatura crítica (cuando la repulsión se torna superior a la atracción, la superconductividad desaparece) y el efecto isotópico. Esta teoría BCS mejorada relegará el enfoque empírico de Matthias a un segundo plano. A quienes le preguntaban más tarde si sabía lo que podían significar sus reglas, él les respondía, desengañado, invocando a Robert Browning quien, a una pregunta similar acerca de algunos de sus poemas, contestaba: «En aquel momento, sólo Dios y Browning conocían su sentido; hoy, sólo Dios lo sabe.»
La teoría de McMillan parecía desafortunadamente exacta. Desafortunadamente, porque indicaba que la superconductividad a alta temperatura no era otra cosa que un mito: para hacer subir la temperatura crítica, explicaba, es preciso aumentar la atracción entre los electrones por intermedio de la red atómica. Pero en ese caso, la red se torna inestable y la temperatura crítica se desploma. Cuando en 1973 George Webb, de la Universidad de Stanford en California, descubrió una aleación de niobio y de germanio (Nb3Ge) superconductor a 3,2 ºK, la mayoría de los físicos pensó que se había llegado con ello a un límite infranqueable.
También ocurrió que un buen número de científicos que se habían lanzado a estudiar el tema de la superconductividad a principios de la década de 1960 terminaron por colgar sus delantales hacia mediados de la misma década, para ir a probar suerte con otra cosa. Otros, que todavía tenían algunas reservas de entusiasmo, se desviaron hacia una vía que tenía al menos el atractivo de la novedad: la superconductividad orgánica. Un físico de la Universidad de Stanford, Walter Little, había profetizado, en efecto, en 1964, que ciertas cadenas de moléculas orgánicas podían ser superconductoras hasta los 2.000 ºK. No se trataba más que de una hipótesis de trabajo, ¡pero tenía con qué alimentar sueños! La realidad será, ¡ay!, mucho menos excitante. Hasta el momento, nadie ha logrado sintetizar un cristal molecular orgánico aplicando el modelo de Little. La temperatura crítica más alta obtenida con un compuesto orgánico se acerca a los ocho grados Kelvin.
En fin, para la misma época, un puñado de encarnizados continuaba explorando nuevas aleaciones metálicas rogándole al cielo que les fuera favorable...
Esta carrera hacia las temperaturas críticas elevadas no era solamente un desafío científico; tenía también motivaciones más terrenales. Para ser superconductor, un material debe ser enfriado por debajo de su temperatura crítica, es decir, en el mejor de los casos (Nb3Ge), por debajo de -249,7 ºC. Sólo hay, como ya lo hemos visto, dos fluidos criogénicos susceptibles de alcanzar temperaturas tan bajas: el hidrógeno líquido a -252 ºC y más o menos tan fácil de manejar como la nitroglicerina, y el helio, que tiene el doble defecto de ser caro (alrededor de 30 francos el litro) y difícil de almacenar. El ideal habría sido poder emplear nitrógeno líquido, un refrigerante fácil de obtener, cómodo para manejar y menos caro que el agua mineral (menos de un franco el litro). Pero para eso, habría sido necesario que la temperatura crítica de la superconductividad fuese superior a -196 ºC (7 ºK). Es decir, había que ganar 53,7º. ¡Misión casi imposible!

§. Las aplicaciones de la superconductividad al helio
Mientras que los físicos seguían en la persecución de lo que parecía cada vez más una quimera, los industriales, por su parte, comenzaban seriamente a interesarse por esta maravillosa superconductividad. Incluso a pesar de que exigía sistemas de refrigeración a helio, molestos y costosos, ofrecía al mismo tiempo suficientes ventajas como para que no se sintiesen tentados de sacar de ella algún beneficio.
Desde el descubrimiento de Kunzler, el dominio de los campos magnéticos de alta intensidad ofrecía perspectivas particularmente atractivas. Mientras que con los imanes convencionales no se pueden obtener campos magnéticos superiores a 2 teslas (1 tesla = 10.000 gauss), los rendimientos de los imanes superconductores no están limitados más que por su campo crítico (60 teslas en el caso de Nb3Sn).
Del mismo modo, en el plano del consumo eléctrico, la economía que procura la superconductividad es incomparable. Ejemplo: el electroimán construido por el CEA (Comisariado de la Energía Atómica) para el acelerador soviético de Serpukhov necesita 11 megavatios (11 millones de vatios) para proporcionar un campo magnético de 2 teslas; un imán superconductor de potencia similar se contentaría con 200 kilovatios (200.000 vatios).
En fin, la cantidad de corriente que se puede hacer pasar en un espiral superconductor (el hilo de las bobinas) puede ser doscientas veces mayor que en un espiral convencional (400 amperes por mm2 contra 20 amperes). Una bobina superconductora puede ser, pues, a rendimiento igual, mucho más compacta que una bobina ordinaria, incluso teniendo en cuenta el sistema de enfriamiento.
Todas esas cualidades han contribuido en mucho a promover la utilización de los imanes superconductores en los sectores en los que se investiga ya sea fuertes campos magnéticos, ya sea una muy débil molestia. Así, se los encuentra no solamente en los grandes laboratorios de física (para el confinamiento de los plasmas que sirven para el estudio de la fusión termonuclear, o para la aceleración de partículas en los colisionadores y para la detección de partículas), sino también dentro de aparatos de medicina (espectroscopio por resonancia magnética nuclear) o incluso en los trenes de levitación magnética.
La idea de esta última aplicación, la más espectacular, data prácticamente del descubrimiento de la superconductividad, puesto que en 1912 el ingeniero francés Emile Bachelet sugiere la fabricación de un vehículo de levitación magnética. Evidentemente inviable en esta época, pero esbozaba el retrato de un tren ideal, que se desplazaría sin tocar los rieles o el suelo, a una velocidad cuyo único límite sería impuesto por las curvaturas de su trayecto y por la comodidad de los pasajeros. A fines de la década de 1970, el sueño de Bachelet, se verá casi realizado: los ferrocarriles japoneses habrán elaborado un prototipo de tren de levitación magnética que andaría a más de 400 km por hora; equipado con potentes electroimanes, el vehículo puede «flotar», gracias al efecto Meissner, por encima de una pista que contiene superconductores enfriados a helio.
Otra propiedad de los superconductores había atraído a los industriales: una resistencia nula implica que una corriente eléctrica que circula en un superconductor no disipa energía bajo la forma de calor. Ahora bien, esas pérdidas de energía son el pan de cada día de los productores de electricidad del mundo entero, EDF, por su parte, ha calculado que alrededor del 8 por ciento de la potencia que proporciona se transforma en calor entre los lugares de producción y los lugares de consumo con la consiguiente pérdida que ello implica. Habida cuenta de los sistemas de refrigeración necesarios, no era cuestión de sustituir los cables tradicionales por cables superconductores. En cambio, no era utópico pensar en transformadores y alternadores superconductores. Por otra parte, se construyeron algunos prototipos pero no han pasado de esa condición por razones de rentabilidad.
A fines de la década de 1960, cuando la informática está en plena expansión, los fabricantes de ordenadores descubren a su vez las virtudes de la superconductividad. Su principal preocupación es acrecentar sin cesar la rapidez de trabajo de sus máquinas. Ahora bien, la rapidez de un ordenador depende principalmente de la distancia media que deben recorrer las señales eléctricas para pasar de un elemento a otro. Cuanto más corta es esta distancia, o dicho de otro modo, cuanto más compacto es el ordenador, mayor es la velocidad de cálculo. Desgraciadamente, no se puede reducir indefinidamente el tamaño de los componentes: más allá de una cierta densidad de circuitos electrónicos, el calor liberado sería tal que los fundiría. De ahí la atención dispensada a los superconductores, que no disipan calor.
En fin, el interés de los que se dedican a la informática estaba motivado por la posibilidad de explotar un descubrimiento hecho en 1962 por un estudiante galés de veintidós años, Brian Josephson, descubrimiento llamado desde entonces «efecto Josephson» y que le valió a su autor el premio Nobel en 1973. El joven físico había observado que si se separan dos metales superconductores con una capa muy delgada de aislante, se produce un fenómeno del género efecto túnel, es decir que parejas de electrones pasan de un superconductor al otro atravesando la capa aislante.
Un ordenador, se sabe, funciona con un sistema binario. Eso quiere decir que todas las uniones que lo componen no conocen más que dos estados: el estado cero (la corriente no pasa) y el estado uno (la corriente pasa). La gran ventaja de las «uniones Josephson», es que para pasar de un estado al otro, se contentan con una corriente mil veces más débil que la que se requiere para un transistor clásico. Ahora bien, quien dice menor corriente dice menor calentamiento, y por lo tanto, posibilidad de miniaturizar los dispositivos dando ello por resultado una mayor velocidad de ejecución.
Esa es la razón por la que IBM gastará cerca de 300 millones de dólares para desarrollar un prototipo de ordenadores de unión Josephson. Ese proyecto será abandonado finalmente en 1983, en parte a causa de los problemas planteados por el enfriamiento de los superconductores. En efecto, ¿cómo miniaturizar la arquitectura de un ordenador si es preciso integrar en ella circuitos de helio líquido?
Otra aplicación del efecto Josephson conocerá mejor suerte: los SQUID (Superconducting Quantum Interference Device), que emplean una o dos uniones Josephson, se convertirán en el curso de la década de 1970, en un instrumento sin igual para la detección de variaciones infinitesimales de campo magnético, de tensión o de resistencia. Serán utilizados con tanto provecho para la detección de submarinos como para la localización de fuentes geotermales o la medición de la actividad cerebral.
En resumen, a pesar de las limitaciones relacionadas con el enfriamiento con helio, los superconductores habrán llegado, a comienzos de la década de 1980, a salir de los laboratorios y a entrar en el mundo industrial. Una penetración tímida, a la medida de un fenómeno excepcional, pero demasiado difícil de manejar.

Los asociados

« Y se sentía que todo estaba decidido desde siempre.» Julio Cortázar, Continuidad de los parques

El hombre estaba tendido en un sillón de cuero rojo. Se sobresaltó cuando la primera publicidad vino a interrumpir la continuidad del filme. Para su sorpresa, se había dejado absorber por la intriga en la que participaban dos mujeres y un hombre. Las dos lo amaban, las dos se odiaban. Triángulo clásico, al que el autor le había agregado una nota extraña: los personajes no aparecían. El hombre era simplemente evocado a través de las conversaciones telefónicas de las dos mujeres. Y éstas no tenían otros contactos, como si (se adivinaba) alguna oscura fuerza las hubiera obligado siempre a evitarse; por otra parte, tampoco se las veía. El director, sin duda con la intención de aumentar la tensión, no había mostrado en ningún momento sus rostros. La cámara mostraba generalmente lo que la vista de ellas seguía, a veces sus espaldas, y más raramente sus manos.
Éstas, pensaba él mientras bebía un trago de cerveza, daban la impresión de que las dos mujeres tejían algo invisible. El filme se había reanudado. Ellas preparaban lo suyo con una minuciosidad solemne y grotesca que lo hizo estremecerse. Todo había sido dicho y calculado. Hasta su propia perdición, porque sin duda no sobrevivirían al acto que iban a llevar a cabo.
Eso era al menos lo que sugería el guión, y el hombre, acabando su cerveza, hizo una mueca de decepción. El tema trivial de la atracción más allá de la repulsión estaba bien tratado: dos mundos que se rechazan y que sin embargo se vuelven a unir por intermedio de un tercero. Pero la conclusión probable le pareció pactada. Hubiera sido preciso sugerir, por el contrario, la idea de un lazo eterno entre esas dos mujeres, de una perennidad, de una repetición incesante, del viaje que harían, atraídas por este hombre, y que luego continuaría hacia otro, y luego hacia otro y todavía después a miles de otros.
La acción se había precipitado. Al caer la noche, las dos mujeres avanzaban por pasillos opuestos que las conducían de una parte a la otra de una estancia. En el mismo instante, treparon por los escalones de dos escalinatas simétricas. Cada una abrió la puerta que tenía ante sí y avanzaron la una hacia la otra en un vestíbulo tapizado de libros. A mitad de camino, había a un costado una puerta de doble batiente que empujaron suavemente. La puerta daba a un salón. Sus manos se unieron sobre un enorme revólver con el que apuntaron al hombre tendido en un sillón de cuero rojo... que miraba la televisión.

Capítulo VII
El milagro

Esta historia comenzó en el frío, y va a terminar en la fiebre. El 27 de enero de 1986, dos físicos del laboratorio de IBM en Zürich someten a prueba las propiedades eléctricas a baja temperatura de un óxido de cobre mezclado con lantano y bario, una rutina para Karl Alex Müller y Johann Georg Bednorz que repiten ese tipo de experimento desde hace más de dos años. Rutina, y quizás un poco de fastidio: Müller tiene sesenta años, de los cuales cuarenta se los pasó en «Big Blue», que para recompensar una carrera sólida pero sin brillo, lo ha nombrado «IBM fellow» en 1983. Los miembros de esta honorable cofradía, la elite del gigante de la informática, pueden, a partir del momento de su nominación, trabajar durante cinco años como les parezca mejor y sin rendir cuentas. El físico suizo no perderá su tiempo. La situación de Bednorz es más ambigua; a los treinta y siete años el alemán no es más que uno de los muchos físicos encargados de trabajar en uno u otro de los objetivos cuidadosamente planificados por la compañía. De hecho, su colaboración con Müller no tiene nada de oficial, y se sitúa en el límite de lo que IBM espera de sus colaboradores.

§. BaLaCuO
No por casualidad, decidieron estudiar las propiedades de este óxido muy particular que en su jerga se convertirá en «balacuo»: Ba por bario, La por lantano, Cu por cobre y O por oxígeno. No es una casualidad, pero sí, de todos modos, un verdadero golpe de suerte, ¡porque una variación ínfima en la composición de su mezcla habría dado por resultado un conductor muy trivial o incluso un aislante! En lugar de eso, tienen entre manos un superconductor a 30 ºKelvin; 6.7 grados por encima del récord que detentaba desde 173 el Nb3Ge: estamos siempre en el frío extremo, pero estos pocos grados suplementarios, sin embargo, son el signo de que se acaba de demoler un muro teórico. La superconductividad ya no está inexorablemente relacionada con las bajas temperaturas.
En un instante el balacuo ha borrado decenas de experimentos infructuosos, de esperas vanas y de esperanzas defraudadas. Todos los que alguna vez han trabajado en el tema de la superconductividad se sentirán, al menos, recompensados al enterarse de que tenían razón en investigar porque, en efecto, había algo que encontrar. Ese algo es el balacuo y toda la familia a la cual pertenece este óxido extravagante que salió de la imaginación de un químico francés.
Volvamos a 1980. En el laboratorio de cristalografía y ciencias de los materiales (CRISMAT) de la Universidad de Caen, Bernard Raveau y su equipo trabajan sobre lo que se ha dado en llamar los metales «exóticos», es decir los metales que tienen propiedades eléctricas y magnéticas particulares. Trata sobre todo de crear conductores anisótropos, o, dicho de otro modo, materiales que son conductores solamente en una dirección dada, o más exactamente en un plano dado (en el material cortado en tajadas, los electrones circulan en cada tajada, nunca entre las tajadas). Su objetivo a más largo plazo es fabricar a partir de esos materiales anisótropos captores susceptibles de medir la presión de oxígeno en las reacciones de catálisis.
Un conductor anisótropo tolera en efecto una estructura escalonada en hojas (puesto que no hay pasaje de corriente entre las diferentes capas), y los átomos de oxígeno pueden venir a insertarse entre dichas hojas. Esto es lo que pasaría en el captor imaginado por Raveau; una vez colocado éste en el medio a estudiar: cuanto más oxígeno contiene ese medio, más numerosos serían los átomos que vendrían a fijarse en la superficie de las capas, y más se modificaría la conducción. Por supuesto. Raveau debe encontrar, en primer lugar, un material que tenga muchos «agujeros», es decir muchas posibilidades de relaciones con los átomos de oxígeno.
El químico francés piensa que las perovsquitas pueden hacerlo. Las perovsquitas son compuestos de la familia de las cerámicas que tienen la ventaja de poseer una estructura estratificada. Pero todavía falta llegar a esas perovsquitas anisótropas. Sin entrar en el detalle de la operación, digamos simplemente que, para alcanzar ese resultado, es preciso darle a los estratos una estructura cristalina particular. De ahí la idea de los investigadores del CRISMAT de introducir el cobre en las perovsquitas. El cobre, en efecto, es un elemento de valencia mixta: es a la vez bivalente y trivalente, es decir que puede ligarse con dos o tres átomos de oxígeno, y por consiguiente asumir simultáneamente varias coordinancias (el número de ligazones posibles del átomo central con otros átomos).
Es así como Raveau y los químicos que lo rodean llegan a sintetizar los óxidos mixtos de lantano, bario y cobre.
Algunos de ellos son superconductores, pero Raveau no duda un instante. No busca simplemente materiales superconductores; por otra parte, no podría hacerlo, puesto que no dispone de criostato a helio. Pero se contenta con poner a prueba las propiedades eléctricas de sus compuestos hasta los 90 ºK, es decir, un poco por encima de la temperatura a la cual el nitrógeno es líquido.
Los resultados obtenidos en el CRISMAT eran regularmente publicados en diversas revistas, entre ellas la revista de química mineral. Así, en 1985, se podía leer una comunicación de Claude Michel, uno de los miembros del equipo de Bernard Raveau, sobre un nuevo óxido de cobre de valencia mixta: BaLa4Cu5013. Este artículo era el que había puesto a Müller sobre la pista; él observó que el óxido descrito por Michel y Raveau presentaba una estructura favorable a los acoplamientos electrones-fonones, es decir a la superconductividad. Y es por esta razón que con George Bednorz había emprendido la tarea de someter a prueba sus propiedades a muy baja temperatura. Ahí fue donde los dos investigadores se vieron beneficiados por un extraordinario golpe de suerte: el método que utilizaron para sintetizar el compuesto que deseaban estudiar no daba el óxido esperado, sino una mezcla de tres fases (tres arreglos moleculares) una de las cuales era superconductora a -243 ºC. Habían traspasado el techo; era el 27 de enero de 1986.

§. Una revolución discreta
Pasado el primer momento en que la alegría superó ampliamente a la incredulidad, Müller y Bednorz deciden que su descubrimiento debe mantenerse provisoriamente en secreto. No es cuestión de dejar que un colega poco delicado se lleve los laureles que ellos supieron conseguir. Además, la historia de la superconductividad está plagada de declaraciones intempestivas en demasía que les valieron a sus autores firmes reputaciones de charlatanes. Müller está al final de su carrera, y no quiere pasar por un payaso. Bednorz, más fogoso, está listo para alertar a los periódicos, pero el suizo lo convence de que por el momento conviene ser circunspecto.
Durante dos meses, van a reproducir cuidadosamente su experimento de enero, hasta estar absolutamente seguros de que el resultado que han observado no es falso. Sólo en abril deciden publicar sus resultados. Lo hacen entonces en una revista alemana, Zeitschrift fiir Physik B, a la cual envían un informe con un título extremadamente prudente: «Superconductividad posible a alta temperatura en BaLaCuO.» Müller está muy relacionado con Wolfgang Bückel coeditor de la revista con Eric Couteus, el propio patrón de Müller. Y sabe que puede contar con la discreción de ambos. Esto les permite guardar el secreto durante todo el verano. Dentro mismo del laboratorio de Zürich, sólo el director y algunos allegados a Müller y Bednorz están enterados de la novedad. Ni siquiera el estado mayor de IBM en los Estados Unidos es informado de resultados que pueden, y habrán de trastornar ciertos proyectos de la compañía.
En setiembre, cuando la información llega a los grandes laboratorios de la IBM en Estados Unidos, el entusiasmo no es inmediato por cierto: Paul Grant, el director del centro de investigaciones sobre el magnetismo, en Almadén, California, es en principio muy escéptico. Su principal colaborador, Richard L. Greene, una autoridad internacional en el dominio de los superconductores orgánicos, no logra reproducir los resultados de sus colegas suizo y alemán. Sólo hacia fines de 1986 se declarará convencido. Mientras tanto, Zeitschrift für Physik B ha publicado el trabajo de Bednorz y Müller, y el 6 de noviembre de 1986 cae en manos de Paul Chu,[11]un físico de treinta y seis años que dirige un laboratorio de investigaciones sobre la superconductividad en la Universidad de Houston.
Antes de llegar a Texas, el chino-norteamericano aprobó su doctorado en la Universidad de California, donde fue uno de los alumnos de Matthias. Del mismo modo que su maestro, Chu es entusiasta, poco conformista, y está convencido de que los caminos más ricos son aquellos que uno se traza a sí mismo. La lectura de Zeitschrift fiir Plysik B opera en él como una suerte de iluminación. El 7 de noviembre a las 9 de la mañana convoca a su equipo y le ordena dejar todo de lado y lanzarse de inmediato al estudio de los nuevos superconductores.

§. La carrera por el Nobel
La primera etapa es evidente: tienen que reproducir el experimento de Zürich y para ello fabricar una muestra idéntica. Pero el método recomendado por Bednorz y Müller no les es familiar: se trata de una técnica llamada de «co-precipitación», en la cual los tres elementos metálicos (La, Ba y Cu) son químicamente disueltos hasta formar una especie de gelatina que luego es cocida en un horno a alta temperatura. Chu y sus asistentes tienen más el hábito de una técnica más simple, en la cual los elementos, al comienzo bajo la forma de polvos secos, son mezclados y cocidos. La prudencia aconsejaría que emplearan los dos métodos; el primero, porque con él están seguros de obtener una muestra análoga a la de Zürich y el segundo porque se mostrará, en caso de éxito, mucho más eficaz. Pero ello les demandará tiempo: para dominar una técnica que no poseen y para conducir dos tipos de experimentos al mismo tiempo. Ahora bien, el tiempo es el elemento crucial para Chu: la carrera se ha largado, y él quiere ser el primero que registre una patente. Siguiendo su intuición, decide pues apostar todo a la técnica que se practica desde hace años en su laboratorio.
Algunos días después, Chu sabe que ha ganado la apuesta: su equipo ha obtenido una muestra de balacuo superconductor a 30 ºK. Ahora, hay que mejorarla, y, en consecuencia, fabricar muestras de composiciones diferentes. El equipo de Houston decide en un primer momento mantener los mismos elementos, pero hacer variar sus proporciones. El 25 de noviembre no pueden creer lo que están viendo: la muestra que acaban de probar se ha vuelto superconductora a 73 ºK, a 4 grados del nitrógeno,... ¡y de la gloria! Desgraciadamente, cuando repiten el experimento al día siguiente, la superconductividad ha desaparecido. Se trata de la misma muestra; pero, ya sea que se ha contaminado durante la noche, o bien que las observaciones de la víspera han sido equivocadas, el milagro no se produce.
La sorpresa de los asistentes de Chu, sin embargo, se ve atemperada por una hipótesis optimista: si se trata de una polución, es que la proporción de oxígeno ha variado en la muestra dejada al aire libre durante la noche. Dicho de otro modo, controlando el dosaje de oxígeno debería ser fácil volver a las condiciones apropiadas, y quizás incluso mejorarlas. Reanimando a sus tropas, Chu programa una nueva serie de experimentos.
Cuando, el 4 de diciembre, llega a Boston para el simposio anual de la Materials Research Society, ha descubierto una mezcla que, una vez sometida a presiones muy altas, es superconductora a 40 ºK. Sin embargo, no se refiere al tema; primero quiere volver a hacer el experimento, y, sobre todo, mantener siempre una distancia respecto de los otros laboratorios. Comenta, sin embargo, que ha observado resultados similares a los de Zürich. De golpe, el japonés Kitazawa, que había tomado la palabra antes que él omitiendo la menor alusión a los nuevos óxidos superconductores, pide hacer una intervención. Su equipo de la Universidad de Tokio, explica, también ha reproducido el experimento de Bednorz y Müller. Una buena parte de los físicos presentes, que hasta ese momento no creían, o jamás habían oído hablar de los óxidos superconductores a alta temperatura, descubren con estupor que hay un tren en marcha y que va siendo hora de subirse.

§. La fiebre del oro
Después de esa reunión, la noticia llegará rápidamente a los laboratorios más grandes del mundo, provocando una verdadera fiebre de la superconductividad y una movilización general en torno de ese nuevo eje de investigación. En Pekín, en París, en Houston, en Tokio, todos los físicos y químicos de los sólidos se embarcan en la carrera por las altas temperaturas críticas. Se trata de ver quién llegará a superar la temperatura del nitrógeno líquido. La barrera de los 77 ºK, al menos todos parecen convencidos de ello, es un trampolín para el premio Nobel de física.
Porque en un primer momento, es ahí donde se sitúan las apuestas industriales. Para un material supraconductor a una temperatura inferior a 77 ºK, hace falta necesariamente un criostato a helio. Ahora bien, como se ha dicho ya, el helio tiene el doble defecto de ser caro y difícil de almacenar; el nitrógeno es todo lo contrario. Chu y los físicos que se abocan al problema son perfectamente consientes de que el primero que encuentre un material superconductor a una temperatura superior a la del nitrógeno líquido ganará por ello no solamente la notoriedad científica sino también una canasta de subvenciones y, sin duda, mucho más, supuesto que haya tomado la precaución de patentar su descubrimiento y haber protegido convenientemente esa patente. Esto es, por lo demás, lo que va a hacer Chu. A partir del 12 de enero, reserva una patente sobre una serie de compuestos cuyas características de superconductividad todavía no conoce. ¡Nunca se sabe! El método es más corriente entre los hombres de negocios, pero el porvenir demostrará que esta precaución valía oro.
Mientras tanto, su equipo ha sometido a prueba una muestra que, a partir de los 100 ºK, presenta efectos transitorios: caídas brutales de la resistencia, seguidas de subidas igualmente rápidas. Sin embargo, no será en Houston que se descubrirá el material tan buscado. Después de la conferencia del 4 de diciembre, Chu se había reconciliado con Maw-Kuen Wu, uno de sus antiguos alumnos que había pasado a ser profesor-asistente en la universidad de Huntsville en Alabama. Consciente de que necesitaba más gente para aumentar su campo de exploración, le había propuesto una estrecha colaboración y compartir sus observaciones. Wu había aceptado y, desde entonces, telefoneaba regularmente al equipo de Chu.
El 29 de enero se apresta a probar una muestra extremadamente prometedora. Joe Ashburn, joven teórico del equipo de Wu, ha sugerido su composición. Se muestra tan entusiasta que ya no utiliza más el criostato a helio, sino un simple recipiente de nitrógeno abierto al aire libre. El pequeño disco negruzco fabricado por el equipo de Huntsville es análogo al óxido de Bednorz y Müller, salvo en un punto crucial: han reemplazado el lantano por el ytrium (Y). ¡Es el premio mayor! La resistencia de Y-Ba-Cu-O (ibacuo) se vuelve nula a los 93 ºKelvin, o bien -180 ºC: 16 grados por encima de la temperatura de licuación del hidrógeno. Las manos de Wu tiemblan de tal modo que no puede moverse. Sólo después que pasa media hora puede tomar el teléfono para llamar a Chu. «Hemos tocado el Jackpot», le dice simplemente.
Al día siguiente, Wu toma el primer avión a Houston; le lleva su preciosa muestra a su antiguo profesor. Es normal, ya que han decidido colaborar. Por consiguiente, van a compartir los beneficios del descubrimiento. Al menos es lo que los dos piensan en ese momento. Después se demostrará que es Chu quien va a sacar las castañas del fuego: de los dos, él es el senior y, sobre todo, tiene una gran práctica con los medios. Mientras espera, Chu prueba de nuevo la muestra de Wu: no es un efecto transitorio. Verifica el efecto Meissner: el flujo magnético es bien expulsado. Ya no hay dudas, se trata del superconductor con el que soñaba. Después de haber registrado las patentes necesarias para la protección de su descubrimiento se pone a redactar un artículo que hará época en los anales de la Physical Review Letters.

§. Una precaución sorprendente
Sin embargo, desconfía. Antes de partir hacia la imprenta, someterá el artículo a los referees (la palabra inglesa que significa árbitro); es la costumbre para todos los artículos: físicos, forzosamente especialistas en el tema, verifican los manuscritos que se les somete, con lo que la revista evita publicar resultados incoherentes. En teoría, esos árbitros son anónimos y su deontología les prohíbe divulgar o utilizar por su cuenta los resultados que examina. Pero los físicos no son de piedra, y habida cuenta de lo que estaba en juego, Chu no quiere correr ningún riesgo. Reclama un tratamiento especial, una publicación sin verificación previa, que le es negada. Nadie, ni siquiera Einstein, obtuvo nunca semejante salvoconducto. Propone entonces mostrar su artículo, pero censurado de la fórmula exacta de su compuesto. También se le niega esa posibilidad. Finalmente, se le otorga el derecho de elegir sus dos referees en acuerdo con el editor. Más aún: no pone en circulación más que tres copias de su artículo, dos para los referees y una para la Physical Review Letters. En esas tres copias, comete —o no advierte— un «error» tipográfico: cada vez que aparece el símbolo Y (ytrio) está escrito Yb (yterbio). Sólo a último momento telefonea a la Physical Review Letters avisando la modificación necesaria para que se publique un informe exacto de su trabajo. ¿Cálculo o atolondramiento? Durante todo el mes de febrero, un rumor recorre los grandes laboratorios americanos: el iterbio, susurran los bien informados, es la clave que abre el camino hacia los superconductores a alta temperatura... El colmo, es que ¡no es falso! A fines de marzo, los investigadores japoneses habrán descubierto una mezcla de iterbio superconductor a 90 ºK. Pero mientras tanto, la Physical Review Letters del 4 de marzo ha publicado el artículo histórico de Chu. Y el 16 de marzo de 1987, el físico de Houston es plebiscitado durante la asamblea anual de la American Physical Society.

§. Woodstock
Fundada en 1899, la venerable institución juega un papel decisivo en la física americana. Que haya decidido debatir la superconductividad durante lo que es su primera reunión de 1987 va a impulsar a este tema a la cabeza del hit-parade de los temas de investigación. En eso los físicos no se han equivocado, puesto que cuando las puertas de la gran sala de conferencias del Hilton de Nueva York se abrieron a las 7 de la tarde, había más de 4.000 asistentes empujándose para entrar a una sala prevista para 1.200 personas. La confusión es digna de la entrada a un concierto de rock: al día siguiente, los diarios hablarán en sus titulares del «Woodstock de la física». Felizmente para los atrasados, el sentido de la organización norteamericana se sobrepuso rápidamente a la situación: en un abrir y cerrar de ojos, se instalaron pantallas de video que permitieron a los que no pudieron entrar seguir de cerca lo que pasaba en el escenario. Cuando Müller y Chu aparecieron ahí arriba, el público se puso de pie y los aplaudió sin parar ¡durante un cuarto de hora! En ese momento los dos están convencidos de que han franqueado una buena parte del camino que conduce a Estocolmo. El jurado de la Academia Real de Suecia cortará por lo sano: el descubrimiento de los superconductores a alta temperatura será recompensado después de fines de ese año de 1987; actuando con tanta rapidez, el jurado no tenía que interrogarse sobre la importancia de los trabajos de Chu, pues éstos eran posteriores al 31 de enero, fecha límite más allá de la cual un descubrimiento no puede ser tomado en cuenta para la atribución del Nobel del año.

§. Los charlatanes
En los meses que siguen a esta memorable conferencia, los récords de temperatura caen a un ritmo acelerado. En abril, un laboratorio americano anuncia que ha llegado a -33 ºC; en mayo un equipo indio afirma haber franqueado el 0 ºC; en junio los japoneses vociferan que han alcanzado los +27 ºC; en julio ellos mismos, juran con la mano en el corazón que han llegado a los +65 ºC. Intoxicación, trucajes, son decenas los laboratorios que se agitan frenéticamente y publican resultados que no vale la pena verificar. Es lo que algunos científicos bautizan como los «USO»,[12] ¡Unidentified Supraconducting Objects! En la mayoría de los casos, la superconductividad puesta en evidencia sólo es, o bien un fenómeno de superficie (mientras que la «verdadera» superconductividad se debe observar en la masa del material), o bien un fenómeno transitorio, que desaparece al cabo de algunos días, cuando no de algunas horas. Un viento de locura parece haber desordenado los cerebros de los investigadores.

§. La obsesión japonesa
Algunos no sobrevivirán: el 22 de julio a las diez de la noche, el Dr. Okamoto fue encontrado muerto, asesinado de una puñalada en su oficina de la Universidad de Hiroshima. Un misterioso polvo amarillo estaba esparcido por todo su cuerpo. Como este polvo era superconductor, no hizo falta más para que los diarios locales formulasen una atrevida hipótesis: el señor Okamoto, eminente especialista en tierras raras, estaba en vísperas de realizar un descubrimiento importante y un rival científico lo habría asesinado. ¡Primer muerto ritual de la historia de la superconductividad!
La hipótesis de los periodistas japoneses era falsa; en realidad, se descubrió después que el culpable era un asistente que odiaba a su patrón por razones que no tenían nada de científicas. La historia, sin embargo, es simbólica; subraya la extraordinaria obsesión que se apoderó del Japón en todo lo que concierne a la superconductividad. Una prueba suplementaria: el alza, en ese momento, en la bolsa de Tokio, de la cotización de las acciones de las empresas dedicadas a investigaciones en ese terreno.
Con razón o sin ella, responsables industriales y políticos japoneses ven en la superconductividad un tren que no hay que perder y en el que conviene ocupar el primer vagón. En el año 2000, aseguran ellos, esta industria representará 20 mil millones de dólares por año, y eso justifica algunos esfuerzos. Los japoneses no son avaros en ese tipo de esfuerzos: presupuestos ministeriales en alza espectacular, estímulos a registrar patentes en masa, subvenciones de todo tipo.

§. La voluntad norteamericana
Ante la ofensiva nipona, la respuesta norteamericana no se hace esperar: después de fines de julio de 1987 el presidente Reagan anuncia una serie de medidas destinadas a «preservar las ventajas de la industria norteamericana en el campo de la superconductividad»: flexibilización de la ley antitrust (para permitir alianzas entre sociedades americanas); mejor protección de las patentes; modificación del Freedom Information Act para permitirles a las agencias federales bloquear las informaciones cuya divulgación perjudicaría los intereses norteamericanos.
¿Por qué tantos esfuerzos? ¿Qué pasará si la superconductividad a alta temperatura se ve confirmada? ¿Si los materiales que la hacen posible pueden ser producidos en gran cantidad y soportan ser laminados, estirados, trefilados, forjados, embutidos, soldados, etcétera? ¿A qué cambios vamos a asistir? ¿Y qué beneficios obtendremos de ellos?

§. Un paso hacia el futuro
En la industria médica, el beneficio, en el sentido financiero del término, será inmediato. Actualmente, un aparato de resonancia magnética nuclear (RMN) funciona gracias a un imán superconductor de 2 ó 3 teslas encerrado en un criostato que por sí solo vale más o menos 600.000 francos. El mantenimiento del aparato cuesta cada año alrededor de la mitad de esta suma. Suprima el criostato, y la economía realizada le permitirá en menos de diez años adquirir un segundo aparato.
En el terreno de la electrónica, la posibilidad de deshacerse de los criostatos ofrecerá a la superconductividad mercados considerables. Ejemplo: la corriente producida por una central no puede ser almacenada bajo forma eléctrica, pero bien se puede imaginar el ponerla en reserva bajo forma magnética; de ahí la idea de ciertos ingenieros de fabricar gigantescas bobinas superconductor de varios centenares de metros de diámetro, las cuales, enterradas en el suelo, permitirían almacenar la producción de una central nuclear para entregarla en el momento que se quiera. Esto haría posible reducir considerablemente el parque electronuclear.
Pero, si cumplen sus promesas, los nuevos superconductores permitirán progresos decisivos sobre todo en el campo de la microelectrónica. En un primer momento, los fabricantes de circuitos integrados podrían entonces reemplazar las conexiones de aluminio que unen a los transistores por conexiones superconductoras, en las cuales las informaciones circularán mucho más rápido. En un segundo momento, los transistores mismos serán sustituidos por uniones Josephson. Los ordenadores de esta nueva generación serán más rápidos, más poderosos y más compactos. En meteorología, por ejemplo, se puede suponer que el pronóstico se tornará más confiable y a mucho más largo plazo.
Agreguemos al cuadro que los transportes del futuro contarán en sus filas con trenes de levitación magnética: con superconductores calientes, el costo de las «pistas» debería disminuir sensiblemente y ello haría a su vez que este modo de transporte se volviera más competitivo.
Otras tantas perspectivas que rinden por cierto un pobre homenaje a los materiales descubiertos en Zürich: al terminar la guerra mundial, nadie se imaginaba el papel increíble que iba a jugar el transistor en el futuro. Hoy no se sabe mucho más sobre el destino de las cerámicas de Bednorz y Müller.
A condición, sin embargo, de que cumplan sus promesas. Por el momento, los superconductores de alta temperatura son inestables y frágiles; además, el aumento de la temperatura ha sido menos rápida que lo previsto: en julio de 1988, el récord seguía detentándolo un compuesto de los laboratorios Bell, superconductor a 125 ºK (-148 ºC).
Y luego, no se sabe por qué se conducen como lo hacen. Sigue sin existir una teoría coherente de la superconductividad. Desde 1911, los teóricos han avanzado claramente menos rápido que los experimentadores.
Quizá pronto los alcancen; después de todo, hay un centenar de teóricos activos entre los varios millares de físicos y químicos que estudian hoy los superconductores «calientes». Por otra parte, la idea es fascinante: que tantos cerebros poderosamente educados estén trabajando con una misma intención (por añadidura, pacífica) es sin duda un caso único en la historia de la humanidad.
A propósito de esta movilización sin ejemplo, los pesimistas dirán que la certidumbre de un maná celeste distribuido por los industriales y los gobiernos ha debido convencer a más de uno de unirse a la fiesta, ya que es más fácil obtener créditos en nombre de un material cuyas promesas el mundo entero alaba, que pedir subsidios para investigaciones en un terreno desconocido y del cual los dispensadores de todas las riquezas ni siquiera han oído hablar (lo que no prejuzga acerca de su comprensión de la superconductividad).
Las optimistas reconocerán que el descubrimiento de la superconductividad a alta temperatura aparece como un faro en una noche singularmente carente de estrellas, que ofrece a todos aquellos que estaban encerrados en sus dominios especializados la posibilidad de ir a plantar su azada en el terreno vecino, y que, en fin, sin desdeñar todas sus promesas tecnológicas que pueden, por qué no, conducir a una nueva revolución industrial, devela simplemente un soberbio y luminoso retrato de la naturaleza.

Epílogo

«Reconoced que nosotros, los humanos, no somos
más que granujas.» Anthony Burgess, El reino de los réprobos

—No les enseñaré nada recordándoles que ignoramos totalmente quién descubrió el secreto de los superconductores calientes. Cuál es su nombre, en qué época vivió, como no sabemos tampoco hoy más que en el siglo anterior. Y sin embargo...
El hombre que así se expresaba se levantó a medias de su silla para captar mejor la atención de sus invitados.
—La única referencia conocida se encuentra en el Compendio de la historia de los dos mundos del escoliasta Herbert Blackwell. Incluso éste apenas lo menciona al pasar. Blackwell escribe, cito: «El capítulo II del Libro de metaformosis cuenta cómo el mago descubrió la teoría de los superconductores, cómo se los mostró al emperador y lo que a éste le ocurrió.»
—Sabemos todo eso —le interrumpió con voz áspera el presidente de la asociación de epistemólogos—, como sabemos que el Libro de las metamorfosis nunca existió más que en el espíritu afiebrado de un monje algo loco por el celibato.
—Sólo usted —agregó graciosamente el benjamín de la reunión—, se toma en serio la leyenda del mago.
—Señores —retomó la palabra el hombre que había hablado primero—, si alguno de ustedes sabe algo más, que lo diga..., pero por supuesto que no es el caso —agregó constatando los alzamientos de hombros y las risitas burlonas de quienes lo rodeaban—. Hace mucho tiempo que ustedes renunciaron a explorar lo que sin embargo debería ser su única obsesión. ¿Quién está en el origen de nuestra civilización? ¿Cuál es el prodigioso cerebro que concibió la tecnología clave de nuestro universo? Si podemos asegurar hoy que en un año, a las cuatro de la tarde, caerá la lluvia durante diecisiete minutos en el barrio Oeste de nuestra ciudad, si hemos podido colonizar nuestro sistema solar, si de un extremo al otro del planeta podemos obtener y gastar energía a voluntad, es porque un día... hubo un hombre. Y ese hombre, yo les diré pronto quién era.
Alzó la voz para cubrir el murmullo que había surgido después de sus palabras.
—Es lo que venía a anunciarles: hoy tengo una hipótesis, mañana tendré una certidumbre. Y cuando digo mañana... —agregó con una ligera sonrisa.
—Es una broma —le dijo alguien del público—, usted ni siquiera es físico. ¡Usted persigue esta quimera desde hace años sin haber dominado jamás los arcanos de la teoría cuyo autor busca!
—No necesito nada de la teoría —replicó él fríamente antes de agregar—: Señores, los saludo, volveremos a vernos el martes. Y salió entre un zumbido de murmuraciones de incredulidad y de protestas indignadas o irónicas.
Volvió a su casa lentamente. Tengo todo mi tiempo, pensaba, esbozando una sonrisa. Porque había inventado una máquina que precisamente permitía viajar hacia atrás en el tiempo. ¿Funcionaba realmente? Todavía no lo sabía. Hasta ese momento se había limitado a ensayar su máquina con ratones. Pronto había tenido que adoptar también un gato: los ratones que había hecho viajar algunos meses atrás habían vivido normalmente y habían proliferado durante el lapso que los separaba del momento en el que hizo su experimento.
Después de cambiarse, entró sin vacilaciones en el habitáculo de su máquina. Sus colegas no lo sabían, pero él había encontrado un fragmento del Libro de las metamorfosis. En realidad, una traducción muy posterior, pero infinitamente preciosa porque allí había descubierto las referencias de fecha y de lugar sin las cuales no habría sabido adonde dirigirse. El cronómetro estaba ya programado para una fecha que lo llevaría a encontrarse algunos años antes que el mago, de creer la leyenda, solidificara el castillo y la corte. Según sus cálculos, desembarcaría junto a la ciudad natal de aquel a quien buscaba.
No tuvo tiempo de darse cuenta de lo que era su viaje, pero su cronoscafo se inmovilizó en un campo cenagoso. Maldiciendo con despecho después de haber dejado caer su maleta en el barro, se dirigió hacia una ciudad cercana. Algunos campesinos lo miraban con curiosidad, pero sin insistencia. Como no tenía la menor idea del aspecto físico —y mucho menos del nombre— de aquel a quien sólo más tarde se bautizaría como el mago, decidió comenzar su investigación en la taberna de la ciudad. El lugar estaba lleno de humo y de gente y tuvo que abrirse camino hasta la mesa en la que el tabernero servía cerveza. Le preguntó si había en la ciudad un hombre que supiera leer los astros. Así, se había dicho a sí mismo, debía aparecer un sabio en aquella época; y si había uno allí, ése sería su hombre. El tabernero le respondió afirmativamente, agregando que no tardaría. Se instaló en un extremo de una mesa enorme y degustó tranquilamente su cerveza. Antes que pasara mucho tiempo, un joven había venido a sentarse junto a él. Trabó conversación con él, y chop tras chop, el visitante del futuro dejó que su lengua se desatara. Fue cuando se dio cuenta de que se jactaba de poseer en su maleta todos los detalles de un descubrimiento extraordinario, que se propuso ser más prudente. Y cambió brutalmente de tema, por más que su vecino, por lo demás muy borracho, no le había parecido muy listo.
Él mismo estaba un poco embriagado y, para despejar su cabeza, decidió salir por unos instantes. No vio que el joven lo seguía, pero sintió un gran golpe en el cráneo. Ése fue su último recuerdo de la noche. Al otro día por la mañana, se despertó en un almiar de heno. Su cartera había desaparecido. Cuando un poco más tarde constató que una pieza esencial para el funcionamiento de la máquina estaba rota, su espíritu buscó refugio definitivamente en la locura. En cuanto a su compañero de borrachera, aprendía muy rápido. La teoría de la superconductividad pronto no tuvo ningún secreto para él. Y el nombre del joven evocó para la eternidad el descubrimiento de la teoría de la superconductividad.

Anexo 1
Un límite inaccesible

En 1906, Walter Nernst enunció la tercera ley de la termodinámica, según la cual la entropía de un sistema (su grado de desorden) disminuye con la temperatura hasta tornarse nula en el cero absoluto. Un gas, por ejemplo, posee una entropía elevada porque sus átomos se agitan en todos los sentidos, como un hormiguero destruido por un paseante. Se licúa cuando la temperatura baja y sus moléculas se ordenan como bolitas en una bolsa, rodando unas sobre las otras. De golpe, su entropía disminuye. Si la temperatura sigue descendiendo, el gas licuado se vuelve sólido: sus átomos forman una estructura periódica distribuyéndose a igual distancia unos de otros (imaginemos una sucesión de cubos en la cual cada esquina sería ocupada por un átomo). Allí, al aumentar el orden, la entropía disminuye. Más claro, el teorema de Nernst planteaba dos cosas: por una parte, la imposibilidad de llegar al cero absoluto: por otra parte, la existencia, en el cero absoluto, de una energía mínima, en realidad de un cuanto de energía que demostraba de paso que cero absoluto no corresponde a reposo absoluto. Es lo que Werner Heisenberg expresará más tarde en su principio de incertidumbre: no se puede conocer la energía de un átomo con una precisión superior a un cuanto. Incluso en el cero absoluto, la incertidumbre se mantiene.

Anexo 2
El transporte del helio

Ese fenómeno es muy difícil de interpretar, aunque depende de la viscosidad nula propia del superfluido. Un líquido común, sea cual fuere el recipiente, no presenta nunca una superficie rigurosamente plana en las cercanías de la pared; o bien sube un poco a lo largo de los bordes, como el aceite en un bidón de metal, o bien se va hacia abajo como el mercurio en un tubo de vidrio. Todo depende de las fuerzas de adherencia y de las tensiones superficiales.
En los tubos muy delgados o las sustancias porosas, esas fuerzas permiten que un líquido se eleve solo: por ejemplo, el agua en un secante o el petróleo en una mecha. Es el fenómeno de capilaridad, y entra en juego en el caso del helio líquido que sube así por la pared de todo recipiente. Una delgada película de superfluido, grosso modo una capa espesa de una cincuentena de átomos (¡un centésimo de micrón!), comienza a cubrir la pared interior del recipiente. Esa película sube hasta el borde, lo contornea, luego continúa su camino por la cara exterior y vuelve a descender hasta abajo. En ese momento, actúa como una especie de sifón y la película externa, bajo la acción de la gravedad, extrae la película interna y vacía poco a poco el recipiente. Tal proceso sería imposible con un líquido normal porque su viscosidad se adhiere a las paredes y frena todo desplazamiento poniendo en juego espesores también minúsculos.
Si ocurre de otro modo con el superfluido es porque éste no presenta ninguna resistencia de frotamiento o de adherencia. El helio II se desliza totalmente sobre la pared del recipiente y el líquido reacciona así a la gravedad alcanzando por sí mismo su nivel más bajo posible. Incluso si para ello es preciso comenzar por franquear un obstáculo.
La ausencia de viscosidad del helio superfluido le da otra característica sorprendente: ¡no gira como todo el mundo! Si ponemos agua en un vaso, y hacemos girar el vaso sobre sí mismo, el agua comienza a girar y la fuerza centrífuga la envía hacia abajo en forma de maelstróm. Nada de eso ocurre con el helio: si se hace girar al recipiente en torno de la vertical o de una dirección cualquiera, el líquido se mantiene inmóvil.
Más aun, permanece inmóvil no solamente por relación con el laboratorio, sino también con relación a las estrellas fijas en tanto que el laboratorio gira en el espacio al mismo tiempo que la Tierra sobre la cual está posado. El superfluido se mantiene, pues, estrictamente en reposo en relación con las direcciones fijas que sirven de señales en astronomía. Esta propiedad se mantiene sea cual fuere el movimiento dado al recipiente y también durante todo el tiempo que lleva el experimento. Salvo, por supuesto, si sacudimos o damos vuelta el recipiente.
Esta inercia se interpreta fácilmente si recordamos que el superfluido no presenta ninguna viscosidad, ninguna adherencia, ninguna fuerza de resistencia al desplazamiento en relación con las paredes que lo contienen: el recipiente no tiene ninguna agarradera, ningún gancho. En esas condiciones y conforme al principio de inercia, guarda su dirección de reposo puesto que ninguna fuerza exterior le es transmitida por frotación.

Anexo 3
El efecto túnel

Con el descubrimiento de Fraenkel en 1930, los lectores de Lewis Carroll a quienes dejaba incrédulos la maravillosa travesía del espejo por la joven Alicia tenían en adelante la posibilidad de revisar su escepticismo. Fraenkel había mostrado que esa travesía es posible, si no por una niña, sí al menos por una partícula. El efecto túnel consiste en que una partícula atraviesa una región que le es «clásicamente» prohibida. ¿Prohibida por qué? Por el desequilibrio entre su energía propia y la que se opone a ella. Si queremos lanzar una pelota por encima de una alta muralla, es preciso dotarla de la energía suficiente, sin la cual pega contra el muro y rebota, porque es difícil imaginar que pueda atravesar el muro sin daños para aparecer del otro lado. A escala atómica, también hay murallas: son las barreras de potencial: barreras energéticas de magnitud semejante a la que debe gastar un hombre que quiere franquear una montaña. Pero en el nivel atómico, no hay ya partículas en el sentido de bolas de billar. Un electrón es un paquete de ondas. Si tomamos un hilo eléctrico y lo cortamos, la corriente no pasa más. Salvo en el caso de que los hilos no estén demasiado alejados uno del otro. En ese último caso puede pasar una corriente. Esto se comprende mucho más fácilmente en términos de ondas: un electrón en un metal puede ser descrito enteramente en términos de onda progresiva. Al llegar a la extremidad del hilo, la onda se desvanece sobre una distancia que no es nula; puede ser transmitida, pues, al otro extremo del hilo. Aprovechando este efecto, fue posible en 1960 medir la famosa brecha prevista por la teoría BCS: en un «sandwich» metal-aislante-superconductor los
electrones no pueden pasar del metal al superconductor más que si su energía es superior a la brecha (que es una banda de energía prohibida). Midiendo la corriente túnel en un sándwich de ese tipo, Ivar Giaever pudo poner a prueba la teoría BCS. Por ello ganó el premio Nobel.

Anexo 4
La teoría de Abrikosov

La existencia de la longitud de coherencia conducía a una cuestión subsidiaria: en un superconductor de tipo II y estado mixto, la longitud de coherencia es débil (del orden de 50 angstroms) y la profundidad de penetración grande (del orden de 1.000 angstroms) ¿Cómo penetra el campo magnético en esa mezcla de regiones normales y superconductoras?
Otro alumno del físico ruso Landau, Alexei Abrikosov, se encargó de este estudio. Calculó que el flujo magnético debía penetrar en la zona mixta bajo la forma de filamentos, entre los cuales cada uno contiene una cantidad de flujo elemental que él evaluó. Justamente orgulloso de su trabajo, Abrikosov le presenta los resultados a su patrón. La acogida no fue tan entusiasta como el joven había previsto. Landau también se había acercado al problema, y para él la única descripción buena era la penetración del flujo bajo la forma de finas láminas.
Un tanto apenado, Abrikosov archivó su teoría en un cajón y se orientó en una dirección diferente, la de la «electrodinámica cuántica-relativista», cuyos senderos acababan de ser trazados por los norteamericanos Julies Schwinger, Richard Feynman y Freeman Dyson. La revancha se la iban a proporcionar las investigaciones a las que se había lanzado Landau. En realidad, proseguía sus trabajos de antes de la guerra y trataba de comprender cómo se comportaba el helio superfluido colocado en un recipiente en rotación. En ese experimento, la velocidad de rotación cumple el papel del campo magnético en un superconductor del tipo II: para una velocidad muy baja, el recipiente gira solo, sin arrastrar líquido. Para una velocidad intermedia, una fracción de líquido es arrastrada, y ello hasta una velocidad mayor aún por la cual el líquido en su totalidad es arrastrado en la rotación. Por analogía con su modelo para la superconductividad, Landau y Lifshitz habían propuesto una teoría laminar. Pero un año después, descubrieron en una publicación de Richard Feynman que éste mostraba que en el helio en rotación aparecen remolinos elementales. Landau reconoció de inmediato que se había equivocado y que Feynman tenía razón.
De golpe, Abrikosov se sintió alentado como para volver a la carga: «Landau, le preguntó, ¿por qué acepta usted tan fácilmente la idea de Feynman para el helio superfluido y rechaza en cambio mi idea que es idéntica para el estado mixto de un superconductor?» Landau le respondió con mala fe: «Porque hay algo diferente.» Sin desanimarse, Abrikosov convenció a Landau de examinar con él sus cálculos. Y éste debió aceptar que se había equivocado; en 1957. la JEPT (revista soviética de física teórica) publicó la teoría completa de Abrikosov en la cual, después de haber establecido claramente la diferencia entre los tipos I y II explicaba que el flujo magnético penetra en un superconductor bajo forma de remolinos, de «vórtices» elementales, transportando cada uno un cuanto de flujo (h/2e) y formando una red triangular.
Este excelente trabajo pasó desgraciadamente inadvertido, en ocasión de una conferencia llevada a cabo en Moscú en 1957, en presencia de algunos físicos ingleses. Nadie evaluó la importancia de la exposición de Abrikosov, quien abrió a la industria las puertas de la superconductividad. Sólo en 1962 su trabajo fue reconocido. Y lo fue por un norteamericano. Bruce Goodman, quien explicó en una publicación que la teoría de Abrikosov volvía caducas todas las teorías que él, Goodman, hasta ese momento había levantado. Abrikosov fue el primer sorprendido por un comportamiento cuya elegancia poco habitual contribuyó sin duda a que se le otorgara el premio London que lo consagró como un físico de nivel internacional: un escalón para el Nobel. Escalón que se reveló insuficiente para que el físico soviético accediera a la dignidad suprema.

Anexo 5
Los efectos Josephson

En el laboratorio creado por Kapitza se descubrió en 1962 uno de los más bellos efectos de la física. Brian Josephson, joven estudiante galés de veintidós años, preparaba bajo la dirección de Pippard una tesis acerca de la superconductividad. Quería describir el contacto entre un metal en el estado normal y un superconductor. Con los fermiones individualistas, por un lado, y los bosones de comportamientos colectivos, por el otro, el encuentro, pensaba el joven, parecía promisorio.
Una mañana de primavera de 1962, Josephson iba a presentar el resultado de sus cálculos a uno de los más célebres teóricos del momento, P. W. Anderson. Éste sabía que Josephson era un poco extravagante pero que era también capaz de ideas fulgurantes. En ese caso, el estudiante había tenido la idea de examinar una estructura formada por dos superconductores separados por una delgada barrera aislante. Precisamente él se preguntaba si las parejas de electrones podían pasar de un superconductor a otro por efecto túnel. Sabía que eso era posible para dos metales en estado normal separados por un aislante. Ahora bien, su cálculo mostraba que había también una corriente circulando de un superconductor al otro ¡sin tensión aplicada!
P. W. Anderson examinó ese cálculo atentamente, no había errores a la vista. Quedaba pendiente el verificarlo experimentalmente; pero los físicos experimentadores no creían en él: otra vez un cálculo extravagante hecho por un teórico soñador... El mismo John Bardeen, en la conferencia internacional llevada a cabo en la Universidad Colgate, en agosto de 1963, dudaba de la validez del cálculo.
De golpe, J. M. Rowell y P. W. Anderson, en los laboratorios Bell, deciden realizar el experimento: en ausencia de tensión aplicada, hay una corriente que circula entre dos metales en el estado superconductor. Por otra parte, el efecto había sido observado entre dos hilos de plomo en contacto por R. Holm y W. Meissner en Berlín en 1932, pero ellos no lo habían sabido interpretar.
Ante este primer éxito, B. Josephson no se quedó quieto. Trató de averiguar en qué se convierte la corriente cuando se le aplica una tensión constante. Resultado completamente sorprendente: ¡a la corriente continua se le superpone una corriente alterna! Este descubrimiento le valió el premio Nobel de física en 1973: tenía treinta y un años.
Desde entonces, Josephson piensa que esos efectos cuánticos permitirían explicar el funcionamiento del cerebro... Los experimentos al respecto los lleva a cabo consigo mismo: en estado de meditación trascendental, el cerebro se tornaría superconductor y las neuronas se comunicarían vía las funciones Josephson, lo que amplificaría los rendimientos intelectuales...
¡El estudiante galés no había necesitado eso!

Bibliografía

Libros de interés generalLibros especializadosArtículos
Notas:
[1] Citado por Paul Brouzeng en Duhem, Ed. Belin, 1987.
[2] Citado por Paul Brouzeng en Duhem, Ed. Belin, 1987.
[3] Citado por Gerald Holbon en «The Millikan-Ehrenhaft Dispute», Historical Studies in the Physical Sciences, John Hopkins U.P.
[4] Hoy, se dirá más bien que la incertidumbre sobre la posición corresponde a la magnitud del paquete de ondas.
[5] La anécdota nos fue comunicada amablemente por el físico Georges Waysand.
[6] Citado por Daniel J. Kevles en The Physicists, Howard U. P.
[7] En John Gribbin, In Search of Schrödinger Cat, Bantam Books, 1984. (En busca del gato de Schrödinger, Salvat, 1993).
[8]Op. cit. página 104.
[9] El tesla es la unidad de inducción magnética; 1 tesla = 10.000 gauss.
[10] Utilizó los trabajos de teóricos rusos (Eliashberg, Bogoliubov y Valatin), que estudiaron la superconducción paralelamente a Bardeen, Cooper y Schrieffer.
[11] La historia de Chu está notablemente contada en el libro de Robert Hazan, The Breaktrough.
[12] USO, por analogía con UFO (OVNI), se diría OSNI.