La vida de Pasteur - Renato Vallery Radot

LA VIDA DE PASTEUR
por Rene Vallery Radot

Esta obra no es relato folletinesco, sino respetuosa biografía en que sedetallan cronológicamente, con la sencillez de todo lo grande, los trabajos,vicisitudes, descubrimientos, penas y alegrías de la fecunda existencia de unhombre extraordinario.
Acicateado por la verdad que encerraban sus propios trabajos, Pasteursalió triunfante con maestría sin igual al emplear el arma poderosa y eficazdel método experimental. Su rigor científico le creó enemigos irreductibles;pero su desinterés y su confianza absoluta en la ciencia, le atrajeronfervorosos discípulos en quienes halló el consuelo de encontrar loscontinuadores de su obra.


Louis Pasteur, pintado por Albert Edelfelt en 1885

La ciencia no fue para Pasteur, y éste es uno de sus méritos más excelsos,el pretexto para alcanzar la gloria. Fue más bien la severa norma de conductade su vida: una religión que entrañaba el ascetismo de dedicarseexclusivamente a una idea y de esforzarse continuamente en lograrla.
Si los jóvenes encontraran siempre maestros como Pasteur no malgastaríanen estériles tanteos lo más exquisito de la vida: el entusiasmo juvenil, quepuede ser irreflexivo y turbulento, pero que es noble, porque es desinteresado.Pasteur lo comprendió así, y este libro está matizado de enseñanzas yejemplos desprendidos directamente de su vida sin par.

Biografía de Louis Pasteur
por Renato Vallery Radot

Esta obra no es relato folletinesco, sino respetuosa biografía en que se detallan cronológicamente, con la sencillez de todo lo grande, los trabajos, vicisitudes, descubrimientos, penas y alegrías de la fecunda existencia de un hombre extraordinario.

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Luis Pasteur, 1885

Acicateado por la verdad que encerraban sus propios trabajos, Pasteur salió triunfante con maestría sin igual al emplear el arma poderosa y eficaz del método experimental. Su rigor científico le creó enemigos irreductibles; pero su desinterés y su confianza absoluta en la ciencia, le atrajeron fervorosos discípulos en quienes halló el consuelo de encontrar los continuadores de su obra.
La ciencia no fue para Pasteur, y éste es uno de sus méritos más excelsos, el pretexto para alcanzar la gloria. Fue más bien la severa norma de conducta de su vida: una religión que entrañaba el ascetismo de dedicarse exclusivamente a una idea y de esforzarse continuamente en lograrla.
Si los jóvenes encontraran siempre maestros como Pasteur no malgastarían en estériles tanteos lo más exquisito de la vida: el entusiasmo juvenil, que puede ser irreflexivo y turbulento, pero que es noble, porque es desinteresado. Pasteur lo comprendió así, y este libro está matizado de enseñanzas y ejemplos desprendidos directamente de su vida sin par.

«La obra admirable de Pasteur
revela su genio; mas es preciso haber
vivido en su intimidad para conocer
toda la nobleza de su corazón.»
Dr. Roux

CAPÍTULO 1
1822 – 1843

Orígenes de la familia Pasteur. — Juan José Pasteur, recluta en 1811, sargento mayor en el III Regimiento de línea; caballero de la Legión de Honor en la campaña de Francia; su casamiento; la curtiduría de Dôle. — Nacimiento de Luis Pasteur; estudios en el colegio de Arbois; partida para París; llegada a París; pupilaje Barbet en la calleja de las Feuillantines; nostalgia; regreso al Jura; Pasteur retratista; su ingreso en el colegio real de Besanzón; bachiller en letras; maestro suplementario; sus lecturas; su amistad con Chappuis; bachiller en ciencia. — Primera admisión en la Escuela Normal; Pasteur alumno y repetidor en el pupilaje Barbet; cursos en el liceo San Luis y en la Sorbona. — Ingreso en la Escuela Normal.
Hasta las familias más humildes pueden hallar los datos de sus orígenes en los registros parroquiales que conservan desde antaño las actas del estado civil. Revisando millares de folios de los amarillentos legajos conservados en archivos departamentales, bibliotecas y registros civiles, es posible seguir el hilo que enlaza muchas generaciones entre sí, mediante la ayuda de cortos parágrafos indicadores de los nacimientos y las defunciones. Así aparece por primera vez el nombre de Pasteur, en los albores del siglo XVIII, en los viejos registros del priorato de Mouthe, situado en el Franco Condado. En Reculfoz, aldea dependiente de Mouthe, los Pasteur trabajaban la tierra y formaban como una tribu, que fue dispersándose paulatinamente con el tiempo.
En los registros de Mièges, cerca de Nozeroy, hállase el acta de matrimonio de Dionisio Pasteur y Juana David, celebrado el 9 de febrero de 1682. Dionisio vivía en la aldea de Plénisette, y es el primero en la serie de los ascendientes de Pasteur, a partir del cual puede seguirse sin interrupciones el destino de la familia. En 1683 nació Claudio, su hijo primogénito. Posteriormente, Dionisio vivió cierto tiempo en la aldea de Douay, y, abandonando luego el valle de Mièges, pasó a Lemuy, donde fue molinero de Claudio Francisco, conde de Udressier, gran señor descendiente de un secretario de Carlos V.
Lemuy se encuentra en medio de extensas praderas donde pacen rebaños bovinos. En lontananza, los pinos de los bosques de la Joux se apeñuscan como apretadas filas de inmenso ejército y, en los días serenos, demarcan el horizonte con sus siluetas azuladas. En esa extensa región vivían los antepasados de Pasteur. Cerca de una iglesia, sumida hoy en la sombra de viejas encinas y añosos tilos, puede verse aún la tumba cubierta de hierba, en que yacen algunos parientes de Pasteur bajo una lápida grabada con esta sencilla inscripción: «Aquí descansan en paz, los unos juntos a los otros.»
En el molino de Lemuy, cuyos restos aún se conservan, fue extendido y legalizado en 1716, ante el notario real de Salins, Enrique Girod, el contrato matrimonial de Claudio Pasteur. Su padre y su madre declararon ser analfabetos; pero el acta está firmada por los dos novios, Claudio Pasteur y Juana Belle, que «han prometido y jurado por los Santos Evangelios de Dios, ante el subscrito notario, ser esposos leales como manda Nuestra Santa Madre Iglesia, y celebrar las nupcias lo más pronto que fuere posible...» Claudio, aunque también molinero en Lemuy, fue registrado como labrador en esa parroquia, cuando murió en 1746. Dejó ocho hijos, el menor de los cuales, Claudio Esteban, nacido en la aldea de Supt, a pocos kilómetros de Lemuy, fue bisabuelo de Luis Pasteur.
¿Qué afán de aventuras o prurito de ambición movió a Claudio Esteban a dejar la región del Jura para ir a Salins? Su deseo de independencia, en el sentido lato de la palabra. Por una costumbre que tenía fuerza de ley, había siervos en el Franco Condado (cosa que, según Voltaire, no condecía con el nombre de esa provincia); es decir, había gentes de manos muertas, dependientes de un señor o de los monjes y cuya condición les inhibía de disponer de su persona y bienes. Dionisio y su hijo habían sido siervos de los condes de Udressier; pero Claudio Esteban quiso ser eximido de tal sujeción, y al cumplir treinta años pudo realizar su deseo. De esto da fe el acta levantada el 20 de marzo de 1763 ante el notario Claudio Parry. El señor Felipe María Francisco, conde de Udressier, señor de Ecleux, Cramans, Lemuy y otros lugares, consentía en franquear «por gracia especial» a Claudio Esteban Pasteur, mozo curtidor domiciliado en Salins, de la sujeción al derecho de servidumbre. El acta estipulaba que Claudio Esteban y su descendencia quedarían exentos del baldón de manos muertas. El susodicho Pasteur hubo de pagar cuatro luises de oro, de veinticuatro libras, en la sesión habida en la residencia del conde de Udressier. Al año siguiente casó con Francisca Lambert, con quien instaló una diminuta curtiduría. Luego Claudio Esteban y Francisca conocieron la dicha de que hablan los cuentos de hadas: tuvieron diez hijos. El tercero de ellos, Juan Enrique, nacido en 1769, es el más digno de atención por representar la rama directa de la familia. El concejo de la ciudad de Salins, en la deliberación del 25 de junio de 1779, otorgó carta de ciudadanía a Claudio Esteban Pasteur, oriundo de Supt, quien, «comprobando su condición de hombre libre», solicitaba ser considerado como habitante de la ciudad.
A los veinte años, Juan Enrique fue a Besanzón a tentar fortuna como curtidor; pero ésta le fue adversa. Su mujer, Gabriela Jourdan, murió a los veinte años en 1792, y él, después de contraer segundas nupcias, falleció a los veintisiete. De su primer matrimonio sobrevivió el único vástago, Juan José Pasteur, nacido el 16 de marzo de 1791. El niño, que llegó a ser el padre de Luis Pasteur, fue llevado a Salins, donde quedó al cuidado de su abuela, hasta que posteriormente lo prohijaron sus tías paternas, casada la una con Chamecin, traficante en maderas, y la otra, con Filiberto Bourgeois, socio del primero. Le prodigaron su cariño, porque era huérfano, y le dieron educación superior a su instrucción, pues en esa época bastaba que se supiera leer los boletines del Emperador; lo demás poco importaba. ¿No era preciso, acaso, que Juan José se ganase la vida tempranamente y aprendiese el oficio de zurrador, para trabajar en la profesión de su padre y de su abuelo?
Recluta en 1811, Juan José participó en 1812 y 1813 en la guerra de España, como soldado del tercer regimiento de línea, cuya misión era perseguir, en las provincias del norte de España, a las tropas del famoso Espoz y Mina. Este enemigo legendario era imposible de aprehender. Decíase que fabricaba su pólvora en la agreste y melancólica escarpadura de las montañas elevadas. Para librarse de las asechanzas y emboscadas contaba con miles de partidarios, a quienes los cruceros ingleses se encargaban de avituallar y municionar. Llevaba tras de sí a los ancianos y las mujeres, y los niños ofrecíansele para servirle de centinelas de avanzada. A pesar de ello, el terrible Mina no pudo escapar sino con dificultad en la acción de mayo de 1812. La alarma se renovó en julio, y fue preciso organizar las columnas móviles para poder reconquistar las posiciones de la costa y restablecer las comunicaciones con Francia. Hubo rudos encuentros. Mina y su tropa no cesaban de atacar al puñado de franceses de los regimientos 3 y 105, que se encontraban casi abandonados a su suerte. «¡Cuántos rasgos de heroísmo —escribía Tissot en los Fastos de la Gloria—, cuántas acciones brillantes permanecerán ignoradas! Si hubieran tenido escenario más amplio, habrían sido enaltecidas y recompensadas. Ni una sola condecoración recibieron los bravos de esa desdichada división, la mayoría de los cuales yace en los campos de batalla de Navarra.»
El historial del tercer regimiento de infantería nos sirve para seguir los pasos de esa reducida y valiente tropa. Perdido entre las filas y sufriendo miserias en el cumplimiento del deber, podemos evocar la figura de un soldado raso, apellidado Pasteur, que fue promovido a cabo el 19 de julio de 1812, y a furriel, el 26 de octubre de 1813. El batallón retornó a Francia a fines de enero de 1814. Leval formaba en esa división que, compuesta apenas de 8.000 hombres, hubo de combatir en Bar sur Aube contra 40.000 enemigos. Denominóse al tercer regimiento el «bravo entre los bravos». «Si todos los soldados de Napoleón hubiesen sido como ésos —ha dicho Thiers en su historia del Consulado y del Imperio— el resultado de aquella recia lucha hubiera sido seguramente otro». El Emperador, conmovido por tanta valentía, distribuyó cruces. Ascendido a sargento primero el 10 de marzo de 1814, Pasteur recibió dos días después la cruz de caballero de la Legión de Honor.
El 21 de marzo, en el combate de Arcis sur Aube, la división de Leval tuvo que contener todavía el ataque de 50.000 rusos, austríacos, bávaros y wurtemburgueses. El primer batallón del tercer regimiento de línea, donde servía Pasteur, regresó a Saint Dizier. A marchas forzadas llegó el 4 de abril a Fontainebleau, donde Napoleón había concentrado sus tropas. El efectivo del batallón se reducía a 8 oficiales y 276 soldados. A las doce del día siguiente, la división Leval y el resto del séptimo cuerpo se encontraban en el patio del Cheval Blanc para ser revistados por Napoleón. La actitud de estos soldados, guerreros heroicos en España, que habían hecho la campaña de Francia y le ofrecían su abnegación fervorosa, proporcionó al Emperador algunos instantes de ilusión. De todas partes elevábanse aclamaciones y gritos: «¡A París!» Pero el entusiasmo general contrastaba con la frialdad, la reserva, las críticas y las negativas de los mariscales Ney, Lefebre, Oudinot, Mac Donald, que habían manifestado a Napoleón la víspera cuán descabellado era retornar a París. La defección de Marmont precipitó los acontecimientos. El Emperador, al sentirse abandonado, abdicó. Juan José Pasteur no tuvo, como el capitán Coignet, el doloroso privilegio de asistir a la despedida de Fontainebleau, pues su batallón había sido trasladado el 9 de abril al departamento de Eure. El 23 de abril fue preciso adoptar la escarapela blanca.
El 12 de mayo de 1814, una ordenanza real imponía el nombre de «regimiento Delfín» al tercer Regimiento de Infantería, restablecido en Douai; allí, el sargento primero Pasteur fue «dado de baja en forma absoluta». En cortas jornadas regresó a Besanzón. Con tristeza y cólera observaba que habían trocado las águilas imperiales por flores de lis, colocadas bajo el epígrafe «Reino de Francia». Para él, como para tantos hijos del pueblo, Napoleón era un semidiós. Sus victorias, los principios igualitarios proclamados y la simiente de ideales nuevos arrojada en el seno de los pueblos, eran deslumbrantes visiones. La transición de la época imperial a la rastrera ocupación de todos los días, a no conocer otra vigilancia que la policial, a tener que sufrir la angustia de la pobreza, constituyó un período cruel para los oficiales a media paga, los viejos sargentos, granaderos y milicianos. Pero la herida inferida al patriotismo de Juan Pasteur se agravaba con el dolor de la propia humillación. Decidiéndose animosamente regresó a Salins para reanudar su oficio de curtidor. El retorno de Napoleón de la isla Elba fue resplandor de esperanza y alegría en su oscura vida; mas luego todo volvió a sumirse en sombras.
Habitaba en el suburbio de Champtave y trabajaba en aislamiento adecuado a sus gustos y a su carácter, cuando de pronto un incidente imprevisto vino a turbar la tranquilidad de su vida. El muy realista alcalde de Salins, M. de Bancenel, caballero de la Orden de Malta, prescribió que los que habían servido al Emperador —a quienes denominaba los bandidos del Loira— debían presentarse a la alcaldía a entregar sus sables. Juan Pasteur se sometió, aunque reprimiendo impulsos de rebeldía. Mas, al enterarse que esas armas gloriosas serían usadas por la policía, la afrenta le pareció intolerable. Cierto día, al ver que un agente policial llevaba su sable de sargento primero, se lo quitó bruscamente. Gran emoción produjo esto en la ciudad y en la alcaldía; unos se indignaron irritados, otros aplaudieron. Los ex oficiales y suboficiales bonapartistas, que formaban un pequeño grupo, se agitaron febrilmente. La ciudad de Salins estaba todavía bajo la custodia, o por mejor decir, bajo el yugo de la guarnición austríaca. El comandante de la guardia, instado por el poder civil a reprimir ejemplarmente ese acto, se negó a intervenir, porque comprendía, más aún, aprobaba, según dijo, el sentimiento de honor militar que había impulsado a ese suboficial del Imperio. Pasteur, escoltado por demostraciones de simpatía demasiado ruidosas para él, regresó a su casa y guardó el sable.
Habiendo reanudado apaciblemente su oficio, Juan Pasteur conoció a sus vecinos, una familia de jardineros. Un río —que raramente merece el nombre que tiene: el Furioso— separaba la curtiduría del jardín. Desde lo alto de las gradas que descendían hasta el borde del agua, Juan José veía a menudo una moza que trabajaba el jardín desde las primeras horas del día. La joven no tardó en notar que el veterano soldado, aun tan joven (Juan José tenía sólo 25 años), se interesaba en todo lo que sucedía dentro del cercado, cuando ella estaba allí. Llamábase Juana Estefanía Roqui.
Sus padres, oriundos de Marnoz, aldea distante una legua de Salins, pertenecían a una de las familias plebeyas más antiguas de la región. Con fecha de 1555, los archivos de Salins mencionan un Roqui viñador. En 1659, los Roqui ejercían el oficio de techadores y faroleros. Tan estrecha era su intimidad, que se hizo proverbial. Decíase «Quiérense como los Roqui». Sus testamentos conservan huellas de su generosidad familiar. En 1815, el padre y la madre de Juana Estefanía vivían modestamente en Salins. Esta era sencilla, inteligente y bondadosa, y Juan José Pasteur la pidió en matrimonio. Parecían hechos para quererse, pues la diferencia de sus temperamentos era promisoria de dicha. El era poco comunicativo, secreto, como antaño se decía; de temperamento calmoso, reflexivo y melancólico, parecía vivir vida interior. Ella, al par que sumamente laboriosa, era mujer imaginativa, pronta al entusiasmo.
El joven matrimonio partió para Dôle, donde Juan José Pasteur estableció su industria en la calle de los Curtidores; allí vivieron en humilde morada, como correspondía a su condición. Su primer hijo vivió pocos meses. En 1818 nació una niña. Cuatro años después, el viernes 27 de diciembre de 1822, Luis Pasteur venía al mundo en un estrecho cuarto de esa humilde morada.
Dos niñas nacieron posteriormente: una en Dôle, y la otra en Marnoz, en casa de los Roqui. De acuerdo con los términos de un acta notarial, la suegra de Juan José Pasteur, a la sazón viuda, considerando que su avanzada edad le impedía continuar administrando sus bienes, donó lo que poseía en el territorio de Marnoz a su hija Juana Estefanía y a su hijo Juan Claudio Roqui, propietario cultivador, domiciliado en Marnoz.
Alejado de Dôle por afectos e intereses familiares, Juan José Pasteur se estableció en Marnoz. Aunque el paraje no era del todo aparente para emplazar la curtiduría, el arroyo vecino hacía posible su funcionamiento. La casa ha conservado, tras múltiples transformaciones, el nombre de casa de Pasteur. En una de sus puertas interiores, el viejo legionario —que se placía en dibujar— había pintado un soldado convertido en labrador, vestido con restos de uniforme militar. La figura se destaca, bajo un cielo gris, en un paisaje en cuyas lejanías escalónanse las colinas del Jura. Apoyado tristemente en la pala, el viejo soldado, que ha interrumpido su labor, parece soñar con glorias pasadas. Un perito podría señalar los defectos del dibujo y la falta de experiencia del pintor; mas el viejo soldado del Imperio había puesto en esa alegoría sentimental toda su meticulosidad y emoción.
Los primeros recuerdos de Luis Pasteur databan de aquella época. Recordaba que en su niñez sentía placer en corretear por el camino que conduce a la aldea de Aiglepierre. Su familia permaneció poco tiempo en Marnoz, pues una curtiduría se ofrecía en alquiler a la entrada de la ciudad de Arbois, cerca del puente construido sobre el río Cuisance, cuya fuente se halla a una legua de allí. Cristalina y helada brota el agua de las rocas en pequeños raudales y forma rápido torrente que corre presuroso hacia Arbois; rodea la ciudad, pasa frente al emplazamiento de la curtiduría, precipítase algo más lejos en amplia cascada y prosigue después su surco hirviente de espuma a lo largo de vergeles y prados situados al pie de las colinas cubiertas de viñas. Frente a la casa de modesta fachada había un patio con siete fosas destinadas a la preparación de las pieles. José Pasteur se instaló, con su mujer e hijos, en esa casita del suburbio Courcelles, con la esperanza de ser un día su propietario.
Luis Pasteur concurrió a la escuela primaria que funcionaba en uno de los anexos del colegio de Arbois. La enseñanza mutua estaba entonces en boga. Los alumnos se dividían en grupos; un condiscípulo enseñaba a leer a los demás, que, a su vez, deletreaban en voz ensordecedora. El maestro, M. Renaud, paseábase de grupo en grupo y designaba los monitores. Luis, el más chico de todos, no tardó en ambicionar la posesión de este título, al que aspiraba ardientemente. Aparte de ello, no conocemos ningún hecho relevante que adorne la historia de sus primeros años, como podrían desearlo algunos de sus admiradores. Poco después concurrió como externo a las clases del colegio de Arbois, y figuró en la categoría de alumnos calificados ordinariamente como buenos. Obtenía premios sin aplicarse mucho y mostraba mayor diligencia que sus condiscípulos en adquirir gramáticas y diccionarios, en cuyas páginas escribía ufanamente su nombre. Su padre, llevado por el doble deseo de aprender y de asociarse a las lecciones del hijo, convertíase por las noches en su repetidor. En los días de asueto, Luis sólo deseaba libertad, y alegremente se unía a sus pequeños vecinos: los Vercel, los Charriere, los Guillermin y los Coulon. Las partidas de pesca a orillas del Cuisance le encantaban; admiraba la maestría de Julio Vercel en arrojar el esparavel con mano vigorosa. Empero, cuando se trataba de cazar pajarillos, se apartaba de sus amigos: una alondra herida causábale pena.
Pocas personas frecuentaban la casa paterna, con excepción de los condiscípulos de Luis, que iban a buscarlo para jugar o se divertían con él en el patio de la curtiduría fabricando ladrillos combustibles con residuos de tanino y cortezas. José Pasteur, sin ser orgulloso, evitaba las relaciones. Nada tenía de suboficial retirado, ni en sus maneras habituales, ni en su modo de hablar. Pocas veces mencionaba sus campañas militares y jamás entraba en el café. Los días domingo dirigíase invariablemente a Besanzón, por el camino de Arbois, con la levita cuidadosamente cepillada, en cuya amplia solapa ostentaba la cinta roja de la Legión de Honor, visible a cuarenta pasos, como entonces se estilaba. En sus meditaciones de paseante solitario ocupábase más en la incertidumbre del porvenir que en las dificultades de su vida, allanadas diariamente por el trabajo de toda la familia. ¿Qué sería de su hijo, atento, concienzudo, que en vísperas de cumplir trece años sólo manifestaba notable afición al dibujo? El título de artista que los arboisianos daban a Luis Pasteur no halagaba, sino a medias, su vanidad de padre. No obstante, sin contar numerosas copias a carbón o a lápiz, nadie podía sustraerse al realismo del primer ensayo original del escolar: el retrato de su madre, ejecutado con mano segura. Cierta mañana en que iba al mercado tocada de cofia blanca, los hombros cubiertos por un chal escocés azul y verde, su hijo, que tenía a mano los lápices de color y los esfuminos, quiso retratarla así, tal como se ataviaba todos los días. El retrato, ejecutado con absoluta sinceridad, semeja la obra de un concienzudo pintor primitivo. El rostro denota voluntad y parece iluminado por la serena mirada de sus ojos claros.
Al cerrar la casa a toda relación trivial, los esposos Pasteur recibían gustosos a quienes creían dignos de estima y afecto por su bondad o superioridad espiritual. Por eso acogían complacidos al doctor Dumont, antiguo médico militar que trabajaba en el hospital de Arbois. Estudioso por el placer de aprender, era, al par que hombre de bien, demócrata sin ambiciones que se sustraía a la popularidad.
Como amigo de la casa fue admitido también Bousson de Mairet. Lector infatigable, hasta el punto de no salir jamás de casa sin meter un libro o folleto en alguno de sus bolsillos, pasaba su vida preparando unos anales, en los que rehacía detalladamente, con paciencia de benedictino, la historia de los habitantes del Franco Condado, en general, y de los arboisianos, en particular. A menudo pasaba las veladas en la intimidad de la familia Pasteur donde era escuchado e interrogado, y donde todos se interesaban por la intrincada historia de la singular raza arboisiana, tan difícil de juzgar, porque a su heroica valentía mézclase esa maliciosa simplicidad que los parisienses y meridionales confunden con candidez. Los arboisianos, escépticos cuando se trata de los demás, no dudan de nada que a ellos se refiera. Orgullosos de su historia local, reivindican para sí hasta sus propias baladronadas.
El 4 de agosto de 1830, los arboisianos enviaron una comunicación a los parisienses, en la que expresaban sus sentimientos contra las Ordenanzas y declaraban que la población disponible de Arbois había estado a punto de acudir en socorro de París. En abril de 1834, un pasante de abogado de Lons le Saunier llegó en diligencia a la plaza de Arbois, a las diez de la noche. Asomando la cabeza por la ventanilla, comunicó a los guardias nacionales en servicio que en Lion habían proclamado la República. Arbois se rebeló. Los viñadores decidieron sublevarse y se apoderaron de los fusiles depositados en la alcaldía. Entonces fue necesario enviar de Besanzón doscientos granaderos, cuatro escuadrones de cazadores y media batería de artillería, que Luis Pasteur vio pasar con las mechas en los cañones. Cuando el subprefecto de Poligny preguntó a los insurrectos: «Dónde están vuestros jefes?», la tropa respondió al unísono: «Aquí todos somos jefes». Al día siguiente apareció en los periódicos la buena e importante noticia: «Arbois, París y Lion están apaciguados». Para no ser el blanco de fáciles epigramas, los arboisianos tuvieron la ingeniosa idea de llamar a sus vecinos «los gloriosos de Salins».
Pero Luis Pasteur, cuya seriedad espiritual se hacía ya evidente, prefería otras narraciones más dignas de los anales históricos de la ciudad, como la del sitio de Arbois por Enrique IV, en el que los arboisianos tuvieron en jaque a 25.000 soldados durante tres días. Los primeros destellos de la imaginación del niño los provocó el patriotismo del pueblo del Franco Condado, y, posteriormente, la gloria francesa, corporizada en las batallas del Imperio, pasó a ocupar el puesto de ese patriotismo local. Luis Pasteur veía que sus padres observaban diariamente el mandamiento del trabajo para ganar el pan cotidiano, y que sus pesadas tareas se ennoblecían al hacer de la educación de sus hijos la meta de sus esfuerzos.
Un tercer amigo de la casa, el director del colegio de Arbois, M. Romanet, ejerció decisiva influencia en la carrera de Luis. Empeñado diariamente en mejorar la inteligencia y los sentimientos de sus alumnos, inspiraba a Pasteur admiración, respeto y agradecimiento. Romanet, de acuerdo con su criterio de moralista, creía que si el hombre instruido vale mucho, el hombre educado vale muchísimo más. Presintió en Luis el genio pronto a revelarse, aunque este laborioso alumno de tercera clase no se distinguía por ninguna composición notable ni éxito brillante. Luis Pasteur era tan reflexivo, que se lo creía tardo: no proseguía sus estudios sino cuando estaba completamente seguro de lo que había aprendido antes. Al tiempo que poseía las cualidades sencillas y vigorosas de los habitantes del Franco Condado, tenía esa imaginación especial que puede denominarse «imaginación sentimental».
Romanet complacíase en despertar, con interés de filósofo y educador, las cualidades dominantes del temperamento de Luis: la circunspección y el entusiasmo; y el escolar, después de trabajar horas y horas sobre su pupitre, escuchaba, brillantes los ojos, a este excelente hombre hablarle del porvenir y del posible ingreso en la gran Escuela Normal.
El capitán Barbier, oficial de la guardia municipal parisiense, que regularmente pasaba sus vacaciones en Arbois, se ofreció para servir de corresponsal si Luis Pasteur iba a París. Pero José Pasteur permaneció indeciso. ¡Mandar a su hijo de sólo 16 años a cien leguas de la casa paterna! ¿No era más razonable enviarlo al liceo de Besanzón, cuando terminara los cursos de retórica? ¿Qué más podía ambicionar para su hijo que el título de profesor del colegio de Arbois? ¿París y la Escuela Normal eran acaso imprescindibles?
A estos argumentos agregábase el problema económico. «Éste es fácil de solucionar —replicó el capitán Barbier—. En la calleja de las Feuillantines del Barrio Latino se encuentra el pupilaje Barbet, que es escuela preparatoria. Dirigido por el señor Barbet, natural del Franco Condado, hará con su hijo lo que hace con muchos compatriotas: rebajar el precio del pupilaje.»
José Pasteur dejóse convencer. La partida se fijó para los últimos días de octubre de 1838; pero Luis no partiría solo, pues su más querido compañero de infancia, Julio Vercel, pensaba también ir a París a prepararse sin premura para el bachillerato. De buen carácter y cultor de filosofía optimista, Vercel cifraba su orgullo en el éxito de los demás, y en especial, en el de Luis, a quien llamó siempre fraternalmente así. La amistad de tan excelentes camaradas contribuía a disminuir la inquietud de sus familias respectivas.
Mientras enganchaban en el amplio patio del hotel de la posta los caballos de la pesada diligencia y cargaban las maletas, los adioses, repetidos una y otra vez, aumentaban la tristeza de la despedida, que la dificultad y larga duración de los viajes de antaño hacía más desgarradora. Una mañana glacial del mes de octubre, en que caía llovizna de nieve derretida, los dos niños tuvieron que acurrucarse bajo la baca de la diligencia detrás del cochero, pues no encontraron sitio ni en el interior de la rotonda. Cuando vieron alejarse sus casas paternas y la torre cuadrada de la iglesia de Arbois; cuando la meseta del Ermitage apareció por última vez en lontananza bajo una atmósfera húmeda y gris, Luis Pasteur y Julio Vercel sintieron apretárseles los corazones, aunque el primero estaba decidido a encarar resueltamente el porvenir, los estudios y el ingreso probablemente inmediato en la Escuela Normal, y el segundo a considerar sólo el aspecto agradable de las cosas, y a no pensar más que en París, palabra deslumbrante para un provinciano, adonde llegaría 48 horas después. A pesar de sus protestas y de afectada impasibilidad; a pesar de no «mellarse» —para usar su propio vocablo—, todo jurasiano tiene vínculos íntimos que lo ligan por siempre al lugar donde pasó sus primeros años, y cuando se aleja del terruño, su pensamiento vuelve a él con encanto doloroso y persistente ... Las paradas más importantes de la posta, Dôle, Dijón, Auxerre, Joigny, Sens, Fontainebleau, interesaron sólo medianamente a los dos jóvenes viajeros.
A su llegada a París, Luis Pasteur no se parecía al estudiante, protagonista de una novela de Balzac, que ante la inmensa ciudad exclama lleno de confianza: «¡Estamos frente a frente!» Su voluntad, revelada ya por los rasgos de su rostro pensativo, no le fue suficiente para dominar la pena. Al principio nadie pudo sospechar su profunda tristeza, porque guardaba para sí su dolor y no sentía necesidad de hablar con alguien: necesidad propia de las naturalezas débiles que alivian la angustia de sus sentimientos cuando los comunican a los demás. Pero cuando todo dormía en la calleja de las Feuillantines y ningún compañero podía verle ni oírle, el joven repetía el verso sentimental:
¡Cuán larga es la noche cuando vela el dolor!
Los pupilos de M. Barbet asistían a los cursos del liceo San Luis. A pesar de su buena voluntad y pasión por el trabajo, la desesperación de hallarse lejos de su familia entristecía a Luis Pasteur. La añoranza le dominaba. Nunca pudo aplicarse con más justeza la palabra nostalgia. «Si tan sólo pudiera sentir el olor de la curtiduría —decíale a Vercel—, creo que me curaría». El señor Barbet se esforzó en vano en distraer y tratar como a niño de impresiones fugaces a este alumno atacado por la obsesión de un sentimiento fijo. Asombrado al principio, inquieto después, escribió a los padres de Luis sobre su estado moral, cuya persistencia podía provocar una verdadera enfermedad.
Una mañana de mediados de noviembre comunicaron a Luis, con algo de misterio, que alguien deseaba verlo. «La persona que lo espera se halla a pocos pasos de aquí». Luis Pasteur se dejó conducir a la casa de un traficante en vinos, sita en la esquina de las calles de las Feuillantines y Saint Jacques. Entró. En la trastienda, un hombre pensativo estaba sentado delante de una mesita, con la frente entre las manos. Era su padre. «Vengo a buscarte», le dijo simplemente. Ambos se comprendieron: compartían una misma pena.
¿Qué sintió Pasteur al hallarse nuevamente en Arbois? Pasados los primeros días de descanso y apaciguamiento ingresó por segunda vez en el colegio de Arbois. ¿Sintió pesadumbre y remordimiento por no haber podido dominar el mal de ausencia? ¿Descorazonábale, acaso, la perspectiva de una carrera circunscripta por siempre a los límites de la ciudad? Poco se conoce de este período de la vida de Pasteur, en el que la voluntad fue vencida por la sensibilidad. Sin embargo, es fácil imaginar cuán grande debió de ser el desconcierto momentáneo de su vida. A principios del año 1839, encontró un refugio de paz, por algunas semanas, en el ejercicio de sus primeras inclinaciones. Volvió a los útiles de dibujo que había abandonado 18 meses antes, poco después de terminar el cuadro del capitán Barbier, al que retrató en espléndida salud, a juzgar por los vivos colores. Al poco tiempo, Pasteur aventajaba a su maestro de dibujo, M. Pointurier, buen hombre que tomaba al píe de la letra el reglamento del colegio.
Las pinturas al pastel sucediéronse rápidamente y llegaron a formar casi una galería familiar. Entre los modelos elegidos hallábase un tonelero: el tío Gaidot, anciano de 70 años nacido en Dôle, que tenía siempre a flor de labio algún estribillo de Beranger. El retrato lo muestra con ancha frente surcada de arrugas, cara rasurada y traje dominguero azul con chaleco amarillo. La familia Roch también desfiló ante el joven pintor. El retrato del padre y el del hijo merecen equipararse a los cuadros que suelen encontrarse en las exposiciones provinciales de pintura. Los de las jóvenes Lidia y Sofía Roch, de factura más delicada, reflejan fielmente la gracia de sus veinte años.
A estos cuadros siguieron otros: un notario de faz risueña y levita de alto cuello; una mujer joven vestida de blanco, con jubón de doncella a la moda de entonces; una religiosa, anciana de 82 años, con esclavina, toca acañonada y cruz de madera y marfil; un niño de 10 años con traje de terciopelo, y cuyo rostro melancólico hacía presagiar ya su muerte prematura. Pasteur pintaba con rara complacencia a todos aquellos que le pedían su retrato. Entre las pinturas al pastel hay dos de notable carácter: una representa al funcionario del registro de hipotecas, M. Blondeau, cuyas facciones dulces y finas han sido trabajadas a la perfección; la otra, es el retrato, diríamos oficial, del señor Pareau, alcalde de Arbois, con su uniforme con bordados de plata y corbata blanca, sobre el cual aparecen esbozadas la cruz de la Legión de Honor y la banda tricolor. El atractivo principal de este cuadro reside en el rostro sonriente, cuya frente trae tupé al estilo de Luis Felipe y cuyos ojos claros se destacan sobre el fondo azul.
Los reiterados consejos de Romanet y las felicitaciones formuladas por el alcalde cuando Pasteur obtuvo más premios que los que podía llevar, al terminar el curso de retórica, le despertaron nueva mente deseos de reincorporarse a la Escuela Normal de París. Pero como en el colegio de Arbois no se dictaban cursos de filosofía y el regreso a París parecía temerario, resolvió ingresar primeramente en el colegio de Besanzón, para terminar los estudios y recibirse de bachiller, a fin de prepararse para los exámenes de la Escuela Normal. Besanzón sólo dista 48 kilómetros de Arbois, y allí solía dirigirse José Pasteur los días de feria para vender los cueros de su curtiduría. Esta resolución era, pues, la más razonable.
En el Colegio Real del Franco Condado tuvo de maestro de filosofía a M. Daunas, joven y elocuente ex alumno de la Escuela Normal agregado a la Universidad, que se placía en tener discípulos, despertar sus facultades y dirigir sus espíritus. M. Darlay, profesor de ciencias, no despertaba tanto entusiasmo, pues era excesivamente reflexivo y deploraba siempre el tiempo que los alumnos perdían al distraerse. Pasteur poníalo en aprietos a fuerza de preguntas. Su reputación de pintor ya no le bastaba, y poco le importó que se expusiera en el locutorio del colegio el retrato que había hecho de uno de sus condiscípulos. «Nada de esto —escribía a sus padres el 26 de enero de 1840—me llevará a la Escuela Normal. Prefiero el primer puesto en el colegio a los diez mil elogios vertidos superficialmente en las conversaciones de hoy ... Nos veremos el domingo, querido padre, pues, según creo, la feria se realizará el lunes. Si visitamos a M. Daunas, le hablaremos de la Escuela Normal. Queridas hermanas, os recomiendo todavía: trabajad y amaos. Cuando uno se ha hecho al trabajo, no puede vivir sin él. Además, todo depende del trabajo en este mundo. Con ayuda de la ciencia nos elevamos por encima de los otros. Deseo, no obstante, que estos consejos os sean innecesarios, y estoy persuadido que dedicáis diariamente algunos instantes a aprender la gramática. Quereos como yo os quiero, y esperemos el día venturoso de mi admisión en la Escuela Normal».
Así coexistieron el amor al trabajo y la ternura en la vida de Luis Pasteur. En Besanzón recibióse de bachiller el 29 de agosto de 1840. Los tres examinadores consignaron en el acta del examen que las respuestas habían sido «buenas, en griego, sobre Plutarco; en latín, sobre Virgilio; buenas igualmente en retórica; mediocres, en historia y geografía; buenas, en filosofía; muy buenas, en los elementos de la ciencia», y que estimaban buena la composición de francés. A principios de octubre, el director del Colegio Real de Besanzón, M. Répécaud, le ofreció el cargo de maestro suplementario, pues el elevado número de alumnos del colegio y ciertos cambios en la administración, hacían necesario ese nombramiento, con el que mostraba su estima a las cualidades morales de Pasteur, tanto más evidentemente cuanto que el resultado del examen de su primer bachillerato no había sido muy brillante.
El muy joven maestro percibiría sueldo desde el mes de enero de 1841. Estudiante aún de matemáticas especiales, convertíase, en las horas de clase, en el mentor de sus condiscípulos. Era obedecido sin esfuerzo; la seriedad y sencillez de su carácter y el concepto que tenía de la dignidad individual, hacíanle fácil el ejercicio de la autoridad. Preocupado constantemente por el hogar lejano, cooperaba con sus padres en la educación de sus hermanas, que no tenían como él tan marcada inclinación al trabajo. El 1 de noviembre de 1840, contento de saber que sus hermanas progresaban, escribió estas líneas, que, pese a la retórica de las últimas palabras, revelan la sinceridad de sus sentimientos:
«Queridos padres y queridas hermanas. Al recibir simultáneamente vuestras cartas, creí que había sucedido algo extraordinario. La segunda me produjo mucho placer porque me dice que, quizá por primera vez, mis hermanas han mostrado tener voluntad. Querer es bastante, hermanas mías, pues el trabajo es consecuencia inmediata de la voluntad y tiene casi siempre al éxito de compañero. Estas tres cosas: voluntad, trabajo y éxito, rigen la existencia humana. La voluntad abre la puerta de acceso a las carreras brillantes, el trabajo la traspasa, y, cuando se llega al término fijado, el éxito viene a coronar la obra.
«Por lo tanto, queridas hermanas, vuestra tarea ya habrá comenzado, cualquiera sea ésta, si vuestra resolución ha sido firme; sólo tenéis que seguir adelante y vuestra tarea quedará cumplida. Si tropezáis por casualidad en el camino, una mano estará pronto a sosteneros; y en su defecto, Dios, a quien habréis complacido, se encargará de terminar la obra ...
«¡Que mis palabras sean sentidas y comprendidas por vosotras, queridas hermanas! Grabadlas en la mente y que os sirvan de guía.
Adiós, vuestro hermano».
Por medio de documentos y testimonios, de cartas que escribía, de libros que amaba y de amigos que escogía, nos es posible hacer hoy el retrato de Pasteur en su primera juventud.
Como la prueba sufrida en París le había enseñado que la voluntad es factor primordial en la educación, por ser principio director de la vida de los hombres, Pasteur se aplicó a desarrollar esta facultad principal. Hablase vuelto grave y tenía excepcional madurez. El supremo mandamiento del ser humano consistía, para él, en el perfeccionamiento de sí mismo. Nada de lo que puede servir de fundamento al pensamiento le parecía indigno de atención. Consideraba decisiva la influencia que ejercen los libros leídos en la juventud. Para él, un libro superior representaba una buena acción constantemente renovada, y un libro malo, una falta irreparable incesantemente repetida.
Vivía entonces en el Franco Condado un anciano escritor que, según el juicio de Sainte-Beuve, podía representar el tipo de los hombres de bien y de los literatos de antaño. Llamábase José Dooz. Convencido, como moralista, que la vanidad es causa del fracaso de tantas vidas; que la moderación es reflejo de sabiduría y elemento de felicidad; y que la mayoría de los seres humanos complican y entristecen su existencia con afanes inútiles, predicaba dulcemente la indulgencia y propalaba preceptos razonables. Su vida era ejemplo de lo que la suerte literaria concedía en aquel tiempo a quien sabía esperar. En José Dooz todo era mansedumbre y cordialidad. ¿No era, por tanto, perfectamente explicable que durante treinta años hubiese reeditado, en distintos tamaños, su Ensayo sobre la manera de ser feliz?
«Tengo siempre —escribía Pasteur a sus padres— el librito que M. Dooz ha tenido la bondad de prestarme. Nunca he leído nada más prudente, más moral, ni más edificante. Tengo también otra de sus obras, que está inmejorablemente escrita. A fin de año os las llevaré.
Leyéndolas, un encanto irresistible invade el alma y enciende en ella sentimientos sublimes y generosos. No hay exageración alguna en lo que os escribo. Durante el oficio religioso de los domingos sólo leo las obras de M. Dooz, en la creencia que procediendo así, en contra de la gazmoñería irreflexiva e ingenua, mi conducta está de acuerdo con las más bellas ideas religiosas».
Dooz hubiera podido resumir simplemente sus ideas en las palabras de Cristo: ¡Amaos los unos a los otros! Pero aquélla era época de paráfrasis; la juventud pedía a los libros, discursos y poesías el eco sonoro de sus recónditos sentimientos. En los escritos del moralista de Besanzón encontraba Pasteur la religión que deseaba, alejada de toda polémica y toda intolerancia: una religión de paz, amor y abnegación.
Pocos días después, la lectura del libro Mis prisiones, de Silvio Pellico, provocó en él la compasión a que era propenso por el dolor que le producían las desdichas ajenas. Recomendó a sus hermanas la lectura de «esta obra interesante, de cuyas páginas se desprende un bálsamo religioso que eleva y ennoblece el alma». Al final de ese volumen, sus hermanas podían encontrar un pasaje sobre el amor fraternal, fuente de sentimientos profundos.
«Para mis hermanas —escribía en otra carta— he comprado hace poco un libro muy hermoso. Considero muy hermosos los libros muy interesantes. Es un pequeño volumen que ha merecido el premio Montyon hace algunos años. Titúlase Picciola. ¿Cómo hubiera podido merecer el premio Montyon —agregaba con edificante respeto por los juicios académicos— si su lectura no fuese sumamente provechosa?».
«Sabréis seguramente —anunciaba a sus padres cuando su nombramiento fue definitivo— que un maestro suplementario recibe casa, comida y 300 francos de sueldo». Como esta cantidad le parecía excesiva, les escribió el 20 de enero: «A fin de mes el colegio será mi deudor. Os aseguro, no obstante, que no merezco el dinero que habré de percibir.»
Contento de tan modesta situación y lleno de ardor para el trabajo, agregó en esa carta:
«Me siento feliz de tener una habitación, de disponer de más tiempo para mis cosas y de no verme molestado por las naderías prescriptas a los alumnos, que hacen perder tanto tiempo. Además, noto algunos adelantos en mis estudios; las dificultades se allanan poco a poco, porque dispongo de más tiempo. El año venidero continuaré trabajando, como lo hago ahora, para alcanzar buenas calificaciones en la escuela. No creáis, sin embargo, que trabajo tanto que pueda dañarme, pues me distraigo lo suficiente para conservar la salud.»
Al tiempo que vigilaba sus condiscípulos hacía repasar, por encargo del director, las matemáticas y la física a los candidatos al bachillerato del último año. Como si se reprochara de ser el único en su familia que recibía instrucción, propuso a sus padres costear la educación de su hermana Josefina en el pupilaje de Lons le Saunier:
«Esto me resultará fácil, si doy lecciones particulares de repaso. He rechazado ya varios alumnos que ofrecían pagar 20 y 25 francos por mes, a fin de disponer de más tiempo para mi trabajo».
Sin embargo, tuvo que desistir de su propósito ante la razón superior de sus padres, que prometieron satisfacer su deseo fraternal, aunque sin aceptar sus generosas proposiciones; y, puesto que necesitaba dar lecciones particulares para preparar mejor su ingreso a la Escuela Normal, le ofrecieron, además, una asignación para agregarla a los 24 francos que percibía del Estado. Por saber que le reconocían el derecho de opinar y por creer que su hermana debía prepararse de antemano para los cursos que seguiría, agregaba con autoridad filial:
«Es preciso que ella trabaje mucho en lo que queda del año; por eso recomiendo a mamá que no la entretenga continuamente con recados, porque hay que dejarle tiempo para estudiar».
Michelet, en las memorias de su juventud, al relatar las horas de intimidad pasadas con su amigo de colegio, Poinsot, se expresa así: «sentíamos inmenso e insaciable deseo de confidencias y revelaciones reciprocas». Parecida inclinación sintió Pasteur hacia Carlos Chappuis, estudiante de filosofía del colegio de Besanzón. Era hijo de un notario de Saint Vit, de esos antiguos notarios de provincia que por la dignidad de sus vidas, la prudencia de sus espíritus y la constante preocupación por sus deberes, despertaban en sus hijos el sentido de la responsabilidad. El hijo, por la seriedad de sus ideas, había excedido la expectativa paterna. De este excelente joven, de expresión reposada y dulce, existe una litografía firmada por Luis Pasteur. El libro Los grabadores del siglo XIX la menciona, con lo cual obtiene Pasteur inesperada celebridad. Con anterioridad a esta publicación, la Guía del aficionado a las obras de arte mencionaba una obra artística de Pasteur, descubierta en Norte América, cerca de Boston. Esta pintura al pastel representa a Marcou, condiscípulo de Pasteur en el colegio de Besanzón, que, lejos de Francia, conservó cuidadosamente su retrato junto al de Chappuis. Pasteur y Chappuis conocieron cuanto la amistad encierra de fortaleza y desinterés, y lo que hace, al decir de Montaigne (más profundo en esto que Michelet) «que las almas se confundan en una, y se borre para siempre la costura que las unió».
Durante toda la vida, el alma de Pasteur quedó impregnada de la dulzura de las prístinas ternuras que conoció entonces en su devoción de hijo, solicitud de hermano y confianza de amigo. Los libros que amaba contribuyeron a aumentar el caudal de su generosa sensibilidad. Chappuis observaba el temperamento original de su amigo que se entusiasmaba con la lectura de las Meditaciones de Lamartine, a pesar de poseer rigor mental apropiado para las ciencias exactas y perenne avidez por la comprobación de los hechos. Al contrario de muchos estudiantes de ciencias que son indiferentes a la literatura así como hay estudiantes de letras que desdeñan las ciencias— Pasteur asignaba a la literatura un lugar eminente y la consideraba directora de ideas generales. A veces ensalzaba con exceso a escritores y oradores sólo porque había hallado en sus páginas o frases la expresión de algún sentimiento noble. Con Chappuis cambiaba ideas y trazaba planes para el futuro de sus vidas, estrechamente ligadas. Por tal razón, sintió imperioso deseo de acompañar a su amigo, cuando éste fue a París con el propósito de prepararse mejor para su ingreso a la Escuela Normal. Con esa efusión que da especial encanto a la amistad de los veinte años, Chappuis le dijo: «Si vinieras, me parecerá que llevo conmigo a todo el Franco Condado». Temeroso que su hijo sufriera otra crisis parecida a la de 1838, el padre de Pasteur, tras breve vacilación, no permitió la partida. «El año que viene», le dijo.
Continuando en el desempeño conjunto de sus tareas de alumno y celador, Pasteur reanudó en 1841 los cursos de matemáticas especiales. Mas no cesaba de pensar en París, «ese París —decía— donde se estudia con más intensidad». Bertin —uno de los compañeros de Chappuis, a quien Pasteur había conocido durante las vacaciones— acababa de recibirse con las más altas calificaciones en la Escuela Normal de París, después de haber seguido los cursos de matemáticas especiales.
«Si no puedo recibirme este año —escribía Pasteur a su padre el 7 de noviembre— será provechoso que curse otro año más. Pero ya tendrá usted tiempo de considerar esto y buscar los medios para que yo no gaste demasiado dinero. Ahora comprendo perfectamente cuánto podría adelantar si cursara otro año de matemáticas; todo se aclara y torna fácil. Todos los alumnos de nuestras clases que se presentaron este año a la Escuela Politécnica y a la Normal han sido rechazados; hasta el más preparado, que había seguido durante un año el curso de matemáticas especiales de Lion. El profesor que tenemos este año es muy bueno; creo que trabajaré mucho».
Dos veces obtuvo el segundo puesto, y cuando alcanzó el primero en física, dijo: «Esto me da esperanzas para el futuro». Y agregó, a propósito de otra prueba de matemáticas: «Si obtengo buena calificación no será injustamente; la prueba me ha producido fuerte dolor de cabeza, cosa que, por lo demás, me sucede siempre en tales casos». Y temiendo inquietar a sus padres, agregaba presuroso: «Pero el dolor durará muy poco; ya siento que está pasando, a pesar que hemos terminado hace apenas hora y media». Expresión digna de un natural del Jura.
Deseoso de vencer con el trabajo su creciente pesar por no haber acompañado a Chappuis a París, resolvió cursar simultáneamente las clases de la Escuela Politécnica y las de la Escuela Normal, pues uno de sus profesores, M. Bouché, le había manifestado que probablemente podría ingresar en la primera de las nombradas.
«Este año me inscribiré en las dos Escuelas —escribió a su amigo Chappuis el 22 de enero de 1842—. ¿He hecho bien en tomar tal determinación? Lo ignoro. Algo me dice, sin embargo, que he hecho mal, puesto que por ello seguiremos separados. Cuando pienso en esto, creo que mi admisión en la Escuela Politécnica será imposible este año. En verdad, en este instante me siento supersticioso y deseo solamente recibir noticias tuyas o de mis padres. Escríbeme a menudo, y que tus cartas sean muy extensas».
Inquieto Chappuis por la brusca determinación de su amigo, contestó en términos que revelan su bondad y prudencia:
«Consulta tus inclinaciones; piensa en lo presente; piensa en lo por venir. Resuelve por ti mismo y decide sobre tu propio destino: por una parte se te presentan perspectivas muy brillantes; por otra, en cambio, se te ofrece la vida apacible y tranquila de profesor, vida llena de encantos para quien sabe soportarla a pesar de su monotonía. Tú mismo apetecías antes esa vida y yo llegué a desearla también cuando asegurabas que ambos seguiríamos el mismo camino. Ve, en fin, adonde puedas ser dichoso: y recuérdame a veces. Quizá tu padre no me estime; según creo, me considera tu genio maléfico. En las vacaciones pasadas te rogaba que vinieras a visitarme; ahora, te aconsejo que vengas a París. Tu padre ha colocado obstáculos por todas partes; haz, no obstante, lo que él desea, y no olvides que si no consiente en hacer lo que le pides, es porque te quiere quizá demasiado».
Poco tardó Pasteur en renunciar a su fantástica idea de ingresar en la Escuela Politécnica, y entregarse de lleno a la tarea de preparar su ingreso en la Escuela Normal. Empero, el estudio de las matemáticas le pareció arduo.
«Uno termina por no ver más que figuras geométricas, fórmulas, letras, cálculos ... —escribía en abril—. Salí el jueves, día de asueto, y leí una historia encantadora que me hizo llorar, cosa que no me acontecía desde hace tiempo. En fin, la vida es así; y por ello hay que pasar».
El 13 de agosto de 1842 sometíase al examen del bachillerato en ciencias matemáticas, en la Facultad de Dijón. El resultado fue menos brillante aún que el del examen del bachillerato en ciencias. En química sólo obtuvo la calificación de «regular». El 26 de agosto fue admitido en la segunda serie de pruebas para el concurso de la Escuela Normal. Clasificado el decimoquinto, entre veintidós candidatos, y posteriormente el decimocuarto, por renuncia de uno de ellos, juzgó que ese puesto era demasiado inferior y resolvió presentarse nuevamente al año siguiente. En octubre de 1842 partió con Chappuis para París. La víspera de la partida hizo el último retrato al pastel de su padre: la frente denota fortaleza, la mirada concentración mental, la boca prudencia y el mentón voluntad.
Cuando llegó a París ya no era el niño desorientado de antes, y fue recibido en el pupilaje Barbet en su doble carácter de alumno superior, capaz de ser repetidor. Para compensar el favor que le hacían de pagar sólo el tercio del pupilaje, aceptó hacer repasar las matemáticas a los alumnos más jóvenes, todos los días, de 6 a 7 de la mañana. Su habitación, que debía compartir con otros dos pupilos, se encontraba algo alejada del colegio, si bien siempre en la calleja de las Feuillantines.
«No os inquietéis por mi salud, ni por mi trabajo —escribía a sus padres a los pocos días de llegado—; deseo iniciar ya las clases de repaso para tener que levantarme a las seis menos cuarto. Como veis, no es madrugar demasiado». Y trazando a continuación el programa de trabajo, agregaba: «Pasaré los jueves con Chappuis en la biblioteca vecina al colegio; ese día tiene él cuatro horas de asueto. Los domingos pasearemos y estudiaremos filosofía, cosa que quizá haremos también los jueves; después, leeré alguna obra literaria. Esto os mostrará que este año no padezco de nostalgia».
Al tiempo que seguía los cursos del Liceo San Luis, concurría a la Sorbona a escuchar las clases de un profesor que, después de reemplazar a Gay-Lussac, en 1832, maravillaba a los oyentes por el talento expositivo y la elocuencia que abrían a los espíritus vastos horizontes. En una carta, fechada el 9 de diciembre de 1842, Pasteur escribía.
«Sigo en la Sorbona el curso de M. Dumas, célebre químico de la época. No puedes imaginar la afluencia de gente. El aula es inmensa, pero está siempre de bote en bote. Es preciso concurrir con media hora de anticipación para conseguir buen sitio, absolutamente igual que en el teatro; y, como allí, se aplaude largamente. Asisten siempre de 600 a 700 personas».
Según sus propias palabras, fue al pie de esa cátedra donde se convirtió en discípulo de Dumas, movido por el entusiasmo que le despertaba. Y, satisfecho de vivir en ese ambiente de labor, contestaba así a las preguntas, llenas de provinciana inquietud, que le formulaban sus padres sobre la vida y las compañías del Barrio Latino: «Cuando se tiene ánimo, el corazón se conserva recto y sencillo, en todas partes. Cambia, quien carece de voluntad».
Su actividad en el pupilaje Barbet fue tan provechosa, que pronto lo eximieron de todo pago. La vida parisiense ocasionábale gastos que anotaba sumariamente, para calcular su presupuesto. Deseando acceder a las instancias de su padre, iba los domingos y los jueves, con Chappuis, a comer al Palais Royal; el gasto por comida oscilaba entre 1,60 y 2 francos. Acompañado siempre por su inseparable amigo, se permitió asistir cuatro veces al teatro y una vez a la ópera. Por último, —anotaba sin omitir el menor detalle— había alquilado una estufa por 8 francos para calentar su pieza embaldosada; en tres ocasiones había comprado leña, con la participación de sus camaradas; y se había dado el lujo de comprar, por dos francos, un tapete para su mesa, cuyos agujeros y resquebrajaduras, según aseguraba, le impedían escribir.
Al terminar el año escolar de 1843 obtuvo en el Liceo San Luis dos accésit y un primer premio en física y, en el certamen general, un sexto accésit en física. Habiendo obtenido el cuarto puesto, fue admitido en la Escuela Normal. Poco después escribió desde Arbois a M. Barbet, diciéndole que esperaba aprovechar sus días de asueto en dar lecciones de repaso a los pupilos de la calleja de las Feuillantines, para pagar así su deuda de gratitud.
«Mi querido Pasteur —le contestó M. Barbet a fines de setiembre— acepto complacido su ofrecimiento de dedicar a mi establecimiento algunos momentos libres durante su permanencia en la Escuela Normal. Esto será, por lo demás, el medio de tratarnos con mayor frecuencia e intimidad, de lo cual habremos de alegrarnos mutuamente».
Tanta era la impaciencia de Pasteur por ingresar en la Escuela Normal, que llegó a París algunos días antes que los demás alumnos. Tuvo que solicitar permiso especial para entrar, como otros lo pedían para salir. De inmediato concediósele autorización para dormir en el desierto dormitorio.
Su primera visita fue para M. Barbet; el asueto de los jueves, que anteriormente era de una a siete de la tarde, había sido aumentado en una hora. Nada más sencillo —aseguraba— que ir regularmente los jueves, después de las seis, y dar lecciones de física a los alumnos del pupilaje.
«Me alegra saber —escribíale su padre— que das lecciones en el colegio de M. Barbet. Se ha portado tan bien con nosotros, que tenía sumo interés en que le demostraras tu gratitud. Sé siempre muy complaciente con él. Debes serlo, no sólo por ti, sino por los demás estudiantes, pues tu conducta moverá a M. Barbet a conducirse con otros jóvenes de igual manera que contigo y a prestarles la ayuda necesaria para no perjudicarles el porvenir».
La generosidad, el sacrificio, la preocupación por los demás, aun por los desconocidos, eran virtudes naturales que el padre y el hijo ejercían sin esfuerzo. Así como la casita de Arbois parecía iluminada por un rayo de idealismo, la antigua Escuela Normal —que, al decir de Julio Simón, hubiera podido tomarse por un cuartel en ruinas o por un hospital— parecía despertar ideas y sentimiento superiores.
«Me alegran los detalles que me das —escribía el padre de Pasteur el 18 de noviembre de 1843— sobre la manera como os dirigen en vuestros estudios: todo parece estar ordenado allí para formar personas distinguidas: ¡Honor a los fundadores de esa escuela!».
Sólo una cosa le inquietaba, y de ella trataba invariablemente en todas sus cartas:
«Bien sabes cuánto nos preocupa tu salud, dada tu inmoderación en el trabajo. ¿No se ha dañado ya bastante tu vista con el trabajo nocturno? Deberías estar contento con la posición alcanzada: tu ambición debería sentirse mil veces satisfecha». «Ruéguele a Luis —escribíale a Chappuis— que no trabaje tanto. No es bueno tener el espíritu siempre en tensión. No es ése el modo de vencer, sino el de perjudicar la salud». Y con un dejo de ironía respondía como sigue a las profundas meditaciones del filósofo Chappuis: «Sois unos pobres filósofos si ignoráis que se puede ser feliz con el modesto puesto de profesor en el colegio de Arbois».
Nueva carta, en diciembre de 1843, en que recomendaba a su hijo:
«Dile a Chappuis que he embotellado vino del año 1834 comprado expresamente para beberlo en las vacaciones venideras, en honor de la Escuela Normal. En esos cien litros de vino hay más espíritu que en todos los libros de filosofía del mundo. Pero creo que no es suficiente para las fórmulas de matemáticas. Dile a Chappuis que beberemos con él la primera botella. Sed siempre buenos amigos».
A pesar de haberse perdido las cartas de Pasteur escritas durante el primer período de su permanencia en la Escuela Normal, su biografía puede reconstruirse, sin solución de continuidad, con ayuda de las cartas de su padre.
«Háblanos siempre de tus estudios, de lo que haces en el pupilaje de M. Barbet, si asistes aún al curso de M. Pouillet, si no descuidas las matemáticas, si el estudio de una ciencia no entorpece el de otra. Espero que no; creo, por el contrario, que las ciencias deben de complementarse recíprocamente».
Advertencia notable para quien estudie ciertos rasgos heredados por Pasteur: esta idea, enunciada por el padre al pasar ¿no sería brillantemente confirmada por los trabajos del hijo?

CAPÍTULO 2
1844 – 1849

Primeras investigaciones cristalográficas. — Pasteur, agregado preparador en el laboratorio de Balard; trabajo con Augusto Laurent. — Tesis de química y de física. — Lectura de una memoria en la Academia de Ciencias. — Los sucesos de febrero de 1848. — Disimetría molecular; emoción de J. B. Biot ante el primer descubrimiento de Pasteur. — Pasteur profesor de física en el liceo de Dijón; profesor de química en la Facultad de Estrasburgo. — El casamiento de Pasteur.
Pasteur pasaba a menudo las horas de recreo en la biblioteca de la Escuela Normal. Las personas que lo conocieron en aquella poca recuerdan que era sencillo, serio, algo tímido. Pero bajo las cualidades propias de su carácter reflexivo, ardía escondida la llama del entusiasmo. Las biografías de los hombres ilustres, grandes sabios y patriotas eminentes le provocaban impulsos generosos. Siempre ponía extremada atención en estas lecturas. Que estudiara un libro cualquiera —aunque fuese trivial—; saliera de clase de J. B. Dumas; pasara en limpio sus apuntes con letra diminuta, fina y apretada; siempre estaba impaciente por aprender más y dedicarse a grandes investigaciones. Pasaba las tardes de los domingos en el laboratorio de la Sorbona, donde recibía clases particulares de M. Barruel, célebre preparador de J. B. Dumas. ¿Puede hacerse mejor empleo —decíase— de los días de asueto?
Chappuis, resuelto a obedecer las prescripciones del padre de Pasteur, que repetía en todas sus cartas: «impídale trabajar tanto», y decoroso o también de aprovechar con su amigo los momentos libres, esperaba pacientemente el término de las manipulaciones iniciadas, sentado en un escabel del laboratorio. Vencido al fin por la actitud y el silencio preñado de reproches de Chappuis, y algo enfadado, aunque agradecido, Pasteur decidía quitarse el delantal y terminaba por decir bruscamente pero en tono amistoso; «¡Bien está; salgamos de paseo!».
Mas ya en la calle, en vez de exclamar: «¡Hablemos de otra cosa!», expresión tan natural de desahogo y liberación, los amigos volvían invariablemente a los temas que les concernían: cursos, lecturas, proyectos de trabajo ...
Durante una de esas conversaciones, en el Jardín del Luxemburgo, Pasteur llevó a Chappuis muy lejos de la filosofía, y le habló del ácido tártrico y del ácido paratártrico, de los tartratos y de los paratartratos. El ácido tártrico había sido descubierto en 1770 por el químico Scheele en las costras espesas, llamadas tártaro, que se forman en los toneles de vino. El ácido paratártrico, en cambio, desconcertaba a los químicos. En 1820, el industrial alsaciano apellidado Kestner, al preparar ácido tártrico en su fábrica de Thann, había obtenido por casualidad ese ácido singular, que no había conseguido reproducir, pese a la variedad de sus intentos. De ese ácido había guardado cierta cantidad. Gay Lussac, después de visitar en 1826 la fábrica de Thann, dedicóse al estudio de este ácido, y propuso que fuera denominado ácido racémico. Berzelius, a su vez, interesado en su estudio, prefirió llamarlo ácido paratártrico. Es indiferente aquí el nombre con que se lo designe, porque se trata de la misma sustancia. Las palabras paratártrico y racémico infunden igual desasosiego al lego que al letrado; y el desasosiego de Chappuis fue completo cuando Pasteur le repitió textualmente cierta nota del químico cristalográfico berlinés Mitscherlich. ¡Tanto la había meditado, que la sabía de memoria! ¡Cuántas veces, en efecto, en el retiro del oscuro entrepiso donde estaba la biblioteca de la Escuela Normal, inclinado sobre el fascículo de la Academia de Ciencias del 14 de octubre de 1844, hablase preguntado cómo podría allanar esa dificultad que parecía insalvable para sabios de la talla de Mitscherlich y Biot! Esa nota, relativa a dos sales: el tartrato y el paratartrato de sodio y de amonio, puede resumirse así: ambas sustancias, de igual forma cristalina, están constituidas por átomos, cuyo número, naturaleza y disposición son iguales, así como las distancias que los separan; pero una solución de tartrato hace girar el plano de la luz polarizada, mientras que una de paratartrato no.
Pasteur tenía el don de interesar, mediante exposiciones sumarias, hasta a los espíritus menos inclinados a este género de problemas, y conseguía hacer poco enfadosa la atención de sus oyentes. Ninguna pregunta le sorprendía y jamás se burlaba de la ignorancia ajena. Si bien Chappuis, al seguir el curso dictado por Julio Simón, vivía en un mundo de ideas que ninguna similitud tenían con las especulaciones de Mitscherlich, empezó a interesarse por la indiferencia óptica del paratartrato, en razón de la visible preocupación de su amigo. Considerando las cosas a través de su desarrollo histórico, como gustaba hacerlo, Pasteur conseguía vivificar sus pláticas. Cuando hablaba del carbonato de calcio cristalizado, denominado espato de Islandia, que produce el fenómeno óptico de la doble refracción, consistente en el desdoblamiento de la imagen de los objetos mirados a través de él, daba a Chappuis no la idea vaga de un cristal cualquiera conservado en la vitrina de algún museo de mineralogía, sino la idea clara del cristal purísimo, de perfecta transparencia, traído de Islandia en 1669 para un químico danés. Y Pasteur parecía sentir igual sorpresa y emoción que la de aquel sabio, cuando descubrió que el rayo luminoso se desdoblaba al atravesar el cristal.
También se entusiasmaba al evocar a Esteban Luis Malus, oficial del cuerpo de ingenieros del primer Imperio, que se había dedicado a estudiar cuidadosamente el fenómeno de la doble refracción. Cierta vez que Malus tenía en la mano un cristal de espato de Islandia, se le ocurrió mirar a través de él, desde su cuarto, las ventanas del palacio del Luxemburgo, iluminadas en ese instante por los últimos destellos del sol poniente. Bastóle hacer girar lentamente el cristal en torno del rayo visual (tomado como eje), para observar variaciones periódicas de la intensidad de la luz reflejada en los vidrios de la ventana. Nadie hasta entonces había sospechado que la luz, después de reflejada en ciertas condiciones, poseyera propiedades completamente diferentes de las que poseía antes de la reflexión. Malus denominó luz polarizada a la luz modificada de tal manera (por reflexión, en este caso particular). En aquel entonces, la teoría de la emisión admitía la existencia de moléculas luminosas que «experimentaban simultáneamente iguales efectos, al ser reflejadas por el vidrio en cierto ángulo;... y que todas giraban de igual manera». Cuando Pouillet se refería al descubrimiento de Malus, en el curso de física que seguía Pasteur, decía que «las moléculas luminosas tienen ejes de rotación, alrededor de los cuales pueden moverse por efecto de ciertas influencias».
Pasteur habló febrilmente a Chappuis de la lamentable pérdida que significó la muerte prematura de Malus, a los 37 años. Biot y Arago recogieron su legado científico y se hicieron célebres en la senda abierta por él. Chappuis se enteró entonces que, con ayuda de aparatos llamados de polarización, se puede observar cómo ciertos cristales de cuarzo hacen girar a la derecha el plano de la luz polarizada, y otros, a la izquierda; y que existen sustancias orgánicas naturales, como el azúcar y el ácido tártrico, cuyas soluciones, colocadas en uno de estos aparatos, hacen girar a la derecha el plano de polarización, y otras, como la esencia de trementina y la quinina, a la izquierda. Por eso se da a este fenómeno el nombre de polarización rotatoria. Sólo en apariencia pertenecen estas arduas investigaciones al dominio de la ciencia pura; pues gracias a un aparato de polarización denominado sacarímetro, los industriales conocen la cantidad de azúcar puro contenido en el azúcar mascabado y los fisiólogos siguen el de la diabetes, Chappuis que conocía con qué aptitud Pasteur podía encarar el problema planteado por Mitscherlich, lamentaba que la proximidad de los exámenes de licenciatura y habilitación no dejaran a su amigo concentrar sus esfuerzos en tema científico tan especial. Pero Pasteur estaba resuelto a continuar ese estudio, sin abandonarlo jamás, tan pronto como se recibiera de doctor en ciencias.
Cuando escribía a su padre dejaba de lado los tartratos y paratartratos, mas no ocultaba su entusiasmo por sus estudios. Deseaba duplicar las jornadas y terminar cuanto antes su tesis doctoral. «Antes de pensar en las charreteras de capitán —escribióle el anciano sargento— ganemos primero las de teniente».
Las cartas escritas en este período revelan la intimidad de esas vidas en constante y mutua influencia. Los pensamientos de la familia estaban fijos en la gran Escuela, donde trabajaba ese hijo, y hermano en quien todos cifraban sus esperanzas. Por eso, cuando sus cartas, de gran tamaño y enorme sello, se hacían esperar demasiado, el padre le escribía con un dejo de reproche:
«Tus hermanas contaban los días. Hace 18 días, exclamaban: Luis nunca ha demorado tanto; ¿estará acaso enfermo? ... Es gran dicha para mí —agregaba— ver el cariño que os profesáis. ¡Desearía que fuerais siempre así!».
La madre escribía poco; le faltaba tiempo para ello. A su cuidado estaba el gobierno de la casa y la atención del negocio, cuya contabilidad llevaba. Sin embargo, con ternura e imaginación inquieta, espiaba la llegada del cartero. Pensaba constantemente en el hijo, a quien tanto quería y, como madre generosa, conformábase con la separación, sabiéndolo dichoso con su trabajo y el estudio de una carrera de provecho.
Este intercambio de ideas entre Arbois y el rincón de París donde estaba la Escuela Normal, manteníase continuamente. Comunicábanse hasta los incidentes más nimios de la vida diaria. Considerando el padre que debía dar cuenta a su hijo de las alternativas del presupuesto familiar, le hablaba de la venta de los cueros que llevaba regularmente a la feria de Besanzón. Y el hijo procuraba hallar en los progresos de la industria cuanto pudiera aliviar el duro oficio paterno. Pero el escrupuloso padre, aunque dispuesto a estudiar los procedimientos nuevos —llamados procedimientos de Vauquelin, que hacían innecesaria la prolongada permanencia de las pieles en las fosas— preguntábase con inquietud si los cueros así tratados serían de buena calidad.
¿Podría entregarlos con plena confianza a los zapateros, que reconocían unánimemente la bondad de su mercancía? Si la familia tenía con qué vivir, ¿qué más necesitaba? Y como, además, recibía noticias de su hijo normalista, nada le faltaba para ser feliz. Unido espiritualmente a su hijo, participaba de su entusiasmo por el curso de J. B. Dumas, y se interesaba por las clases del físico Pouillet. Cuando Balard, regente de estudios de la Escuela Normal, fue nombrado miembro de la Academia de Ciencias, Luis Pasteur se lo comunicó con la alegría propia de un discípulo.
Balard, como Dumas, había seguido estudios farmacéuticos. Para hacer conocer sus modestos comienzos, Dumas decía un tanto solemnemente: «Balard y yo nos hemos iniciado en la vida científica en iguales condiciones». Balard tuvo gran alegría al ser nombrado miembro del Instituto de Francia. Meridional en el lenguaje y en las maneras, merecía que se hubiese creado para su uso personal el verbo «exuberar». Pero, a pesar de hallarse en continuo movimiento, este meridional, en su laboratorio, tenía la particular cualidad de cumplir sus promesas.
«Me place conocer tu satisfacción por el nombramiento de Balard —escribía el padre de Pasteur a su hijo—. Esto evidencia tu gratitud hacía tus maestros».
En esos días, el director del colegio de Arbois, M. Romanet, leyó en la clase de los mayores las cartas llenas de gratitud de Luis Pasteur; reflejaban la vida de París, tal como éste la imaginaba: vida de trabajo y de noble ambición. En una de sus respuestas, M. Romanet le pedía que aceptara el cargo in partibus de bibliotecario del colegio, y le encargaba la adquisición de libros científicos y literarios; además, le pedía que, en las vacaciones venideras, dictara algunos cursos a los estudiantes de retórica.
«Serán para ellos —agregaba— como un eco de las lecciones de la Sorbona. Usted nos hablará de lo que hacen nuestros sabios, entre los cuales figurará, algún día, quien, después de ser uno de nuestros antiguos alumnos, es y será siempre uno de nuestros mejores amigos».
A los títulos de miembro correspondiente del colegio de Arbois y conferenciante inscripto para los cursos de vacaciones, Pasteur hubo de agregar un título más original. Por reiteradas manifestaciones, sabía que su padre se sentía pesaroso de la irregular instrucción que había recibido. ¡Cuántas veces, más que un consejo, le pedía un verdadero programa de estudios! Entonces trocáronse los papeles, y el que fue alumno convirtióse en repetidor. Empero ¡con qué respeto y delicadeza expresábase el hijo en sus funciones de maestro!
«Te envío lo que me pides —escribíale a su padre—, sobre todo para que puedas servir de profesor a Josefina».
Y así se complacía en cumplir su misión de instruir desde lejos a su padre y a su hermana, a quienes apremiaba para que progresaran, aun cuando no siempre eran fáciles los trabajos que les remitía.
El 2 de enero de 1845 su padre le escribió:
«He pasado dos días sin entender un problema, que después me resultó fácil. No es tarea liviana la de aprender para oficiar de maestro». Y un mes más tarde: Aun cuando Josefina dice que no quiere romperse la cabeza, te prometo que todo marchará de modo que quedes satisfecho de ella en las vacaciones venideras».
Inclinado sobre un gran cuaderno, con frecuencia hasta altas horas de la noche, el padre estudiaba las reglas gramaticales, resolvía los problemas o contestaba a su Luis.
Algunos arboisianos, relegados hoy al olvido, se imaginaban entonces que, con su ruidosa importancia, conseguirían llenar la historia de su ciudad. El barón Delort, general y par de Francia, edecán del Rey Luis Felipe, gran cruz de la Legión de Honor y personaje principal de Arbois, ni siquiera dirigía la mirada hacia la curtiduría donde habitaba la familia Pasteur, cuando atravesaba el puente de la Cuisance. Pero, mientras pensaba en donar a la biblioteca de Arbois sus libros, sus papeles, sus condecoraciones y hasta su sombrero militar, lejos estaba de sospechar que esa morada de junto al puente atraería un día la mirada de todos.
Los meses pasaban y las buenas noticias se sucedían. Interesado sobre todo por el conocimiento de las transformaciones de la materia, el normalista estudiaba con el propósito de llegar a ser preparador. Las dificultades que encontraba estimulaban su empeño. Como en el curso de química los estudiantes tenían que contentarse con la exposición teórica de los procedimientos de obtención del fósforo, pues en razón del tiempo requerido se prescindía de todo ensayo práctico para obtenerlo, Pasteur, con su innata paciencia y ansia de verificación, compró huesos, los calcinó, los redujo a ceniza fina y, previo un tratamiento con ácido sulfúrico, efectuó minuciosamente la serie de manipulaciones necesarias. ¡Qué triunfo el suyo, cuando, al fin, pudo rotular un frasco con el nombre FÓSFORO, después de obtener 60 gramos de este elemento extraído de los huesos! Ésta fue la primera alegría que le proporcionó la ciencia.
A pesar de merecer por su laboriosidad el mote de «pilar de laboratorio», con que se expresaba la ironía de sus camaradas, era aventajado por los condiscípulos que se preocupaban más que él por el éxito de sus exámenes. M. Darboux, decano de la Facultad de Ciencias, halló, posteriormente, en los registros de la Sorbona, que Pasteur obtuvo el séptimo puesto en los exámenes de licenciatura. Habían obtenido dos alumnos igual nota que la suya, el jurado, compuesto por Dumas, Balard y Delafosse, proclamó su nombre en tercer término.
Quien fuera aficionado a revisar archivos, podría encontrar en el Journal Général de l'Instruction Publique del 19 de septiembre de 1846, el informe del concurso de agregación «ciencias físicas». De los 14 candidatos recibiéronse 4, de los cuales Pasteur fue el tercero. Sus clases de física y química merecieron del jurado el comentario: «Será excelente profesor». Pero, ¡cuántos condiscípulos de Pasteur creíanse llamados a un destino muy superior al suyo! Con el correr del tiempo, algunos de ellos recordarían ante sus alumnos esta antigua y peregrina idea de superioridad. De todos sus allegados, Chappuis fue el único que presintió el porvenir. «Ya veréis a lo que llegará», repetía con confianza, fundada al parecer sólo en el cariño; pero él, el confidente de los días de asueto, conocía bien las aptitudes de su amigo.
Balard creía también en el porvenir de Pasteur. Por eso destinó a su laboratorio al flamante agregado y, cuando el ministro de Instrucción Pública quiso que Pasteur fuera a enseñar física en el liceo de Tournon, se opuso fogosamente en favor de su discípulo. ¿No es un desatino —preguntaba— querer enviar a 500 kilómetros de París a quien sólo aspira al modesto título de preparador y cuya única ambición es trabajar en su tesis doctoral de la mañana a la noche? Tiempo habrá de nombrarlo después que haya presentado la tesis. ¿Cómo resistirse a tan justas razones? El asunto se resolvió de acuerdo con los deseos de Balard.
Íntimamente agradecido quedó Pasteur a quien había impedido su partida para la pequeña ciudad de Ardèche. Le alegraba seguir al lado de un maestro como Balard, que a los 24 años había alcanzado la celebridad por el descubrimiento del bromo.
A fines de 1846, se presentó en el hospitalario laboratorio de la Escuela Normal un hombre con aspecto de sabio y de poeta, semblante enfermizo y mirada inquieta y altanera. Era Augusto Laurent, profesor de la Facultad de Burdeos, que se hallaba en vacaciones. ¿Hablase disgustado por diferencias jerárquicas? ¿Necesitaba mudar de sitio? Laurent quería vivir en París. Su nombre era ya conocido en el ambiente científico. Hacía poco que había sido nombrado miembro correspondiente de la Academia de Ciencias por haber previsto y confirmado la teoría de las substituciones formulada por Dumas en 1834 en una memoria presentada a la Academia. Dumas se había expresado así: «El cloro tiene la propiedad singular de apoderarse del hidrógeno de ciertos cuerpos y de substituirlo átomo por átomo».
Según la sencilla y aguda comparación de Pasteur, la teoría de las substituciones consideraba las especies químicas «como edificios» moleculares, en los que los elementos pueden reemplazarse unos por otros sin alterar la estructura del edificio, tal como pueden substituirse las piedras de un monumento por otras». Pasteur gustaba de las investigaciones originales y de las ideas nuevas y atrevidas; pero su espíritu, prevenido siempre contra las sorpresas, las causas de error y las conclusiones prematuras, fiscalizaba su audacia cuando pasaba de las ideas a los hechos. «Esto es posible —dijo en cierta ocasión—, mas es preciso verlo; hay que dedicar siempre mucho tiempo a un mismo tema».
Cuando Laurent le propuso que iniciaran juntos un trabajo para verificar ciertas hipótesis, Pasteur, feliz de colaborar con él, escribió a su amigo Chappuis, a la sazón profesor de filosofía en Besanzón:
«Aunque este trabajo no conduzca a resultados que merezcan publicarse, será muy provechoso para mí pues trabajaré durante algunos meses junto a un químico muy experimentado».
En parte gracias a Laurent adelantó más en el conocimiento de ciertas ideas que debían ponerlo en pugna con el problema planteado por Mitscherlich.
«Un día «es Pasteur quien consigna el hecho en una nota manuscrita», estando M. Laurent entregado al estudio de un tungstato de sodio, si mal no recuerdo, perfectamente cristalizado era evidentemente una mezcla de tres especies cristalográficas distintas y preparado según las indicaciones de un químico cuyas experiencias verificaba, me hizo, observar al microscopio que esa sal, en apariencia purísima, como podía reconocerse sin dificultad por poco familiarizado que se estuviera con las formas cristalinas. Este y muchos otros ejemplos parecidos me hicieron comprender cuán beneficioso sería para la química el conocimiento de la forma de los cristales. Las lecciones de M. Delafosse, nuestro modesto aunque excelente profesor de mineralogía, habían despertado en mí el gusto por la cristalografía. Para adquirir el hábito de las medidas goniométricas, me dediqué a estudiar cuidadosamente las formas cristalográficas de una serie de compuestos del ácido tártrico y de los tartratos, que cristalizan con suma facilidad».
Como le agradaba hacer constar la influencia que otras personas habían ejercido en sus trabajos, agregó en esa nota:
«Otra razón me movió a preferir el estudio de las formas cristalinas. M. de la Provostaye acababa de publicar un trabajo casi completo sobre éstas, y su publicación me servía para comparar a cada instante las observaciones siempre precisas de este hábil físico, con las mías propias».
El trabajo comenzado por Pasteur y Laurent tuvo que ser interrumpido al ser nombrado éste en la Sorbona profesor suplente de J. B. Dumas. Sin considerar la desilusión personal que le producía el dar fin a sus proyectos, Pasteur se alegraba que se destacara tan brillantemente el hombre a quien consideraba de los mejores. Al decir de algunos, Laurent se apresuró demasiado en su clase inaugural a exponer sus propias ideas. Mas ¿no es acaso apóstol el hombre convencido? Cuando uno tiene el puño lleno de verdades, desea abrirlo para libertarlas. Es muy probable que Pasteur, puesto en el lugar de Laurent, hubiera evitado al principio todo relieve personal. Sin hacer el menor comentario, escribió a Chappuis: «Laurent ha estado tan osado en su clase como en sus memorias, y entre los químicos sus lecciones han suscitado animados comentarios». Las críticas favorables o adversas agradaban a Laurent por lo que significaban de nombradía. Para contrarrestar, en cierto modo, las insinuaciones generalizadas acerca del espíritu ambicioso de Laurent, ávido siempre de cambiar de rumbo, Pasteur proclamó, en su tesis de química, que había sido «ilustrado por los benévolos consejos de ese hombre que se distingue a la vez por su talento y su carácter».
La tesis tenía por título: Investigaciones sobre la capacidad de saturación del ácido arsenioso. — Estudio de los arsenitos de potasio, sodio y amonio. Pasteur la consideraba como un trabajo de escolar, pues aseguraba carecer de suficiente experiencia de laboratorio. «En física —escribió a Chappuis» expondré solamente el programa de las investigaciones que emprenderé el año próximo, y que en mi tesis apenas esbozo».
La tesis de física consistió en un Estudio de los fenómenos relativos a la polarización de los líquidos. Pasteur presentía la importancia de esos trabajos, demasiado descuidados por los químicos de la época, y, en homenaje a Biot, indicaba la ventaja que se obtendría recurriendo a las ciencias afines: la cristalografía, por una parte, y la física, por otra. Este concurso es particularmente necesario —decía—en el estado actual de la ciencia.
Ambas tesis, dedicadas a su padre y a su madre, fueron presentadas el 23 de agosto de 1847. En cada una obtuvo tan sólo una bolilla blanca «bien» y dos rojas «regular». «No por ser incapaces de juzgar tus tesis, nuestra satisfacción es menor», escribióle su padre en nombre de todos. Y agregaba, refiriéndose al título de doctor de su hijo: «Distaba mucho de pedirte tanto. Mi ambición quedó colmada cuando rendiste el examen de agregación». Esto, sin embargo, no rezaba para el hijo. Siempre adelante —repetíase éste—no para conseguir títulos, sino por curiosidad espiritual e inextinguible sed de conocimientos.
Después de pasar unos días con su familia y sus antiguos profesores, Pasteur propuso a su amigo Chappuis ir a Alemania para estudiar el idioma. Sentíase encantado ante la perspectiva de trabajar de la mañana a la noche. Pero no había tenido en cuenta sus deudas de estudiante.
«Mi proyecto no puede realizarse —escribía con tristeza el 3 de septiembre de 1847—; los derechos de tesis han agotado mis recursos».
De regreso en París, se encerró en el laboratorio.
«Me siento extremadamente feliz —escribía—. Creo que pronto publicaré un trabajo sobre cristalografía». Su padre le respondió el 25 de diciembre de 1847: «Ayer recibimos tu carta, que no podía ser más satisfactoria, proviniendo de ti, que eres toda mi satisfacción». Para corresponder a las confidencias del hijo sobre sus proyectos de trabajo, y comprendiendo que nada lo detendría, agregaba: «Haces bien en dirigirte a la meta que te has fijado. Si me has oído hablar muchas veces de otro modo, ha sido únicamente por exceso de cariño. Sólo me preocupaba que cayeras vencido por la fatiga. ¡Tantos nobles jóvenes han sacrificado su salud por amor a la ciencia! Conociéndote, como te conozco, esa idea constituía mi única preocupación».
Así como el exceso de trabajo le había atraído algunas amonestaciones, el exceso de cariño le atraería otras. El 1 de enero de 1848, escribíale su padre:
«Acabamos de recibir los objetos que has enviado. Dejo que tus hermanas te agradezcan por separado. En cuanto a mí, hubiera preferido mil veces que conservaras ese dinero, en tu bolsillo, para pagar una buena comida en la excelente compañía de quienes te proporcionaran un rato agradable. Pocos padres, hijo mío, tienen la suerte de poder decir tales cosas al hijo que se encuentra en París. Estoy más satisfecho de ti, que lo que puedo expresarte».
La madre, a su vez, escribió al final de esa carta:
«Hijo querido, te deseo feliz año nuevo. Cuida mucho de tu salud... Juzga tú mismo mi inquietud por no estar cerca de ti para prodigarte los cuidados de una madre. A veces me consuelo de tu ausencia pensando en la felicidad que significa tener un hijo que es dichoso con su posición, como lo haces notar en tu anteúltima carta».
Luego sigue una frase extraña, en la que parece que un presentimiento de muerte próxima le hacía conocer mejor el valor de las cosas humanas:
«Jamás te dejes entristecer por lo que puede sobrevenir. Todo es quimera en la vida. Adiós, hijo querido».
El 20 de marzo de 1848 Pasteur leyó en la Academia de Ciencias un extracto de su memoria titulada: Investigaciones sobre el dimorfismo: Existen ciertas substancias que pueden cristalizar en dos formas diferentes: así sucede con el azufre cuando se lo funde en crisol o se lo disuelve en sulfuro de carbono. Las substancias de esta especie denomínanse dimorfas. Con su habitual gratitud, Pasteur manifestaba en las primeras páginas de su resumen que, con la ayuda benévola del sabio profesor M. Delafosse, había redactado una lista lo más completa posible de las substancias dimorfas conocidas. Al recibir este trabajo, el director del colegio de Arbois, M. Romanet, quedó desorientado. «Será demasiado difícil para vosotros», dijo, dirigiéndose a los antiguos condiscípulos de Pasteur: Vercel, Charriere y Coulon. Quizá el director deseó excusar su incompetencia ante las futuras generaciones: pues en el folleto existente aún en la biblioteca de Arbois escribió, encima de la palabra dimorfismo del título, la siguiente anotación que firmó con la R. inicial de su apellido: «Dimorfismo; esta palabra ni siquiera figura en el diccionario de la Academia». La aprobación que obtuvo este trabajo por parte de varios miembros de la Academia de Ciencias sirvió de contrapeso al juicio demasiado sumario de M. Romanet, que, en lo sucesivo, acompañó con sus votos a su ex alumno, cuya marcha hacíase de más en más rápida.
Podría suponerse que después de tan especial estudio el agregado-preparador se despreocuparía de los rumores y sucesos políticos. Hubiera sido no conocerlo. Pasteur entreveía una República generosa y fraternal. Bastaba que oyera pronunciar las palabras bandera y patria, para conmoverse hasta lo profundo del alma. Lamartine, como hombre político, le inspiraba confianza entusiasta. El espectáculo de un poeta conduciendo al pueblo parecía hecho para seducirlo. Muchos tuvieron la misma ilusión. Según una expresión de Luis Veuillot, Francia cometió el error de tomar por coronel al músico principal del regimiento. Los que fueron testigos de la revolución de 1848, recuerdan los transportes del más puro patriotismo que hubo en Francia durante las primeras semanas de ese año.
Pasteur alistóse juntamente con sus condiscípulos, y en una carta dirigida a sus padres les decía:
«Os escribo desde la estación del ferrocarril a Orleáns, donde prestó servicio de guardia nacional... Me alegra haber estado en París durante las jornadas de febrero y de hallarme todavía aquí. En estos momentos dejaría París con pesar. Los sucesos que se desarrollan ante nuestros ojos nos brindan sublimes enseñanzas... y, si preciso fuera, combatiría valientemente por la santa causa de la República».
Francisco Sarcey, cuyo buen criterio ya conocían sus maestros cuando era candidato normalista, ha escrito, al recordar esos episodios: «¡Qué transformación total la de nuestro ser! ¡Cuántas sensaciones desconocidas, realmente deliciosas, despertaron en nuestros corazones las mágicas palabras de libertad y fraternidad y la nueva primavera de la República, nacida al calor de nuestros veinte años! ¡Con qué varonil alegría abrazábamos el soberbio y dulce símbolo de un pueblo de hermanos y de hombres libres! La nación entera sentía igual emoción y, como nosotros, bebía de la copa embriagadora. En inagotables raudales brotaba la miel de la elocuencia de los labios de un gran poeta, y el alma ingenua de la República creyó, de buena fe, que su verbo sería eficaz para remediar, los males, suprimir los abusos y mitigar los dolores».
Al atravesar cierto día la plaza del Panteón, Pasteur vio gente aglomerada alrededor de una barraca improvisada, sobre la cual se leían las palabras: Altar de la Patria. Alguien le habló de las ofrendas en dinero que podían depositarse allí. Regresó a la Escuela Normal y, después de escudriñar el fondo de su cajón, entregó cuanto poseía en manos agradecidas. El 22 de abril de 1848, su padre le escribió: «Me dices que has donado a la patria tus economías, que ascendían a 150 francos. Sin duda tendrás un recibo con la fecha y las señas del lugar donde hiciste la entrega». Y, considerando que tal acto no debía permanecer ignorado, le aconsejaba que se apersonara a los periódicos Nacional o Reforma para hacer conocer su suscripción, en los siguientes términos: «Donación a la Patria: 150 francos, por el hijo de un viejo soldado condecorado por el Emperador; L. P., ex alumno de la Escuela Normal». «Promueve una suscripción en tu escuela para ayudar a los pobres desterrados polacos, que tanto han hecho por nosotros. Será una buena obra».
Cuando terminaron esas jornadas de exaltación cívica, Pasteur volvió a sus cristales y estudió los tartratos de acuerdo con ciertas ideas que él mismo se complacía en exponer. Los objetos, considerados únicamente según su forma, pueden clasificarse en dos grandes categorías. Aquellos que tienen un plano de simetría, esto es, que colocados ante un espejo producen imágenes que pueden serles sobrepuestas; y los disimétricos, cuyas imágenes especulares no pueden serles sobrepuestas. Una silla, una escalera recta, por ejemplo, tienen un plano de simetría, pero no una escalera en espiral, pues la imagen especular no puede serle sobrepuesta. Si la espiral de la escalera da vueltas a la izquierda, la imagen especular lo hace a la derecha. Del mismo modo, la mano derecha no puede ser superpuesta a la mano izquierda. El guante de la mano derecha no puede calzarlo la mano izquierda: la mano derecha es igual a la imagen de la izquierda.
Observó que los cristales de ácido tártrico y de los tartratos presentaban diminutas facetas que habían pasado inadvertidas hasta entonces, a pesar de las meticulosas observaciones de Mitscherlich y de La Provostaye. Estas facetas, existentes solamente en la mitad de las aristas o de los ángulos semejantes, constituyen lo que se denomina una hemiedría. Si se coloca un cristal hemiédrico ante un espejo, la imagen no puede ser superpuesta al cristal, fenómeno análogo al de las manos y sus imágenes.
Pasteur se preguntó entonces si el aspecto exterior de los cristales no sería índice de alguna ley que rigiera la ordenación de las moléculas exteriores de los mismos, y si la disimetría de forma no sería consecuencia de la disimetría molecular. Mitscherlich no había observado que los cristales de tartrato tenían pequeñas facetas y que los de paratartrato carecían de ellas. Según Pasteur, esto servía para explicar, con la ayuda de la hipótesis de una ley de estructura, la desviación a la derecha del plano de polarización, observada en el tartrato, y la indiferencia óptica del paratartrato.
La primera parte de estas previsiones fue confirmada por él: todos los cristales de tartrato que observó eran netamente hemiédricos. En cambio, al examinar los cristales de paratartrato, esperando verificar la ausencia de la hemiedría, tuvo gran desencanto: el paratartrato era también hemiédrico; mas, cosa extraña, las facetas hemiédricas se inclinaban ora a la derecha, ora a la izquierda.
Pasteur tuvo entonces la ingeniosa idea de separar uno a uno esos cristales y colocar a un lado los cristales cuyas facetas hemiédricas se inclinaban a la derecha, y a otro, aquellos cuyas facetas se inclinaban a la izquierda. Hizo esto porque suponía que, cuando observara separadamente en el aparato de polarización las disoluciones de estos dos cristales, las hemiedrías opuestas provocarían desviaciones inversas. Supuso, además, que si examinaba una disolución preparada con cantidades iguales de cristales con hemiedría a la derecha y cristales con hemiedría a la izquierda —que era indudablemente la disolución que Mitscherlich había estudiado— la disolución mixta sería indiferente a la luz polarizada, por ser iguales y de sentido contrario las desviaciones particulares; de lo cual resultaría su anulación recíproca.
Con el corazón palpitante por la expectativa observó ansiosamente la disolución en el aparato de polarización, y exclamó: «¡Todo se explica ahora! Fue tal su impresión que no pudo continuar observando y salió precipitadamente del laboratorio. Algo semejante debió de acontecerle a Arquímedes. En un corredor de la Escuela Normal encontró a un preparador de física, a quien abrazó como hubiera abrazado a Chappuis, y lo arrastró hasta el Luxemburgo para explicarle el descubrimiento. Muchas confidencias se han musitado bajo los añosos árboles de esas alamedas; pero nunca manifestó joven alguno, alegría más intensa ni más desbordante. Pasteur presentía las consecuencias de su descubrimiento. La constitución, hasta entonces misteriosa, del ácido racémico o paratártrico había sido dilucidada: era una mezcla de ácido tártrico izquierdo y de ácido tártrico derecho. Este último es similar en todo al ácido tártrico natural proveniente de la uva; pero los dos ácidos desvían igualmente el plano de la luz polarizada, aunque en sentido contrario, y, disueltos juntos en cantidades iguales, dan una disolución ópticamente inactiva a causa de la compensación mutua de las desviaciones.
El 5 de mayo escribió a Chappuis:
«¡Cuántas veces he lamentado que no nos hayamos dedicado ambos al estudio de las ciencias físicas! Antes, cuando hablábamos del porvenir, ¡cuán lejos estábamos de sospechar lo que el destino nos tenía reservado; de lo contrario, hubiéramos emprendido y resuelto juntos muchos trabajos, unidos como estamos por mismas ideas, misma ambición y mismo amor a la ciencia! Quisiera tener veinte años para cursar de nuevo, pero juntos, los tres años de la Escuela.»
Creía que hubiera debido adelantar aún más en sus trabajos, y esta idea lo apenaba. Estaba impaciente por iniciar nuevas experiencias, cuando un gran dolor lo hirió en pleno corazón: su madre moría, repentinamente, de un ataque de apoplejía: «Falleció en pocas horas —escribió a Chappuis— y cuando yo llegué, ya no estaba entre nosotros.» Su dolor impidióle trabajar y, bañado en lágrimas, guardó silencio obstinadamente. Durante algunas semanas su actividad intelectual quedó paralizada.
Todo se sabe, todo se repite y todo se comenta en París; pero en el Instituto de Francia más que en ningún lugar. Las investigaciones de Pasteur habían empezado a interesar a muchos. En la biblioteca del Instituto, que servía de refugio a los académicos conversadores, Balard las refirió con voz estridente a J. B. Dumas, que escuchaba con gravedad, y al anciano Biot (a la sazón de 74 años) , que oía incrédulo el relato repitiendo con voz lánguida y maliciosa: «¿Está usted bien seguro?» Resultábale difícil creer que un flamante doctor, recién egresado de la Escuela Normal, hubiese resuelto el problema, cuya solución Mitscherlich había buscado en vano. Pero como Balard no cesaba de ponderar a Pasteur, Biot, que no gustaba de platicar largamente con él, terminó por decir: «Será necesario examinar de cerca los resultados obtenidos por ese joven.»
Pasteur era deferente con las personas que consideraba sus maestros y agregaba a ese afecto gratitud por los servicios que prestaban como tales. Movido por su gran respeto y su vehemente deseo de convencer, escribió a Biot, a quien no conocía, rogándole que le concediera una entrevista.
«Cuando haya puntualizado exactamente los resultados que ha obtenido —contestóle Biot— tendré sumo gusto en verificarlos con usted, si es que tiene a bien comunicármelos confidencialmente. Sírvase creer en el gran interés que me inspiran los jóvenes que trabajan con esmero y constancia.»
La entrevista debía celebrarse en la Escuela Normal, donde vivía Biot. Hasta el detalle más insignificante del encuentro quedó grabado para siempre en la memoria de Pasteur. Biot trajo ácido paratártrico y le dijo: «Lo he estudiado con particular atención: es absolutamente inactivo a la luz polarizada.» Sus gestos y el tono de la voz denotaban desconfianza: «Traeré a usted cuanto necesite», prosiguió el anciano mientras buscaba las soluciones de soda y de amoníaco, con las que Pasteur había de preparar la sal doble en su presencia.
Después de verter el líquido resultante en un cristalizador, Biot lo colocó en un rincón de su habitación para estar seguro que nadie lo tocaría. «Le avisaré cuando tenga que regresar», dijo a Pasteur al despedirlo. Cuarenta y ocho horas después comenzaron a formarse pequeñísimos cristales, que aumentaron paulatinamente de tamaño. Cuando hubo suficiente cantidad, Pasteur fue llamado nuevamente y, en presencia de Biot, retiró uno a uno los mejores cristales, los secó, para quitarles el agua-madre, y mostró el sentido opuesto de su hemiedría. Por último, los separó en dos grupos, colocando a un lado los cristales con hemiedría a la derecha y, a otro, los cristales con hemiedría a la izquierda.
«—¿Afirma usted —dijo entonces Biot— que los cristales colocados a su derecha desviarán a la derecha el plano de polarización y que los cristales colocados a su izquierda lo harán a la izquierda?»
«—Sí» —respondió Pasteur.
«—Está bien; de lo demás me encargo yo.»
Biot preparó las soluciones y llamó nuevamente a Pasteur, en cuya presencia colocó en el aparato de polarización la solución que según éste debía desviar a la derecha. Verificada la desviación, Biot tomó del brazo a Pasteur y le dijo estas palabras tantas veces citadas y dignas de ser célebres: «Hijo mío, he amado tanto las ciencias en mi vida que su descubrimiento me hace palpitar el corazón.»
Cierta vez, Pasteur dijo al recordar esa entrevista:
«Era evidente que así quedaba aclarada la causa de la polarización rotatoria y de la hemiedría de los cristales; que se había descubierto una nueva clase de substancias isómeras y que se revelaba la sorprendente constitución, hasta entonces sin paralelo, del ácido racémico o paratártrico; en una palabra, que se ofrecía a la ciencia un nuevo derrotero, amplio e insospechado.»
Desde entonces Biot constituyóse en padrino científico del que llegaría a ser su joven amigo. Redactó un informe sobre el trabajo de Pasteur, para la Academia de Ciencias, con el título: Investigaciones sobre las relaciones que pueden existir entre la forma de los cristales, la composición química y el sentido del poder rotatorio.
Más que justicia, Biot rendía homenaje a Pasteur: propuso a la Academia, en su nombre y en el de sus colegas Regnault, Balard y Dumas, que aprobara unánimemente el informe de Pasteur. «Consideramos esta memoria —dijo— como muy digna de figurar en la Colección de la Academia.»
Pasteur creía que sólo en el laboratorio encontraría la felicidad. Sin embargo, los laboratorios de entonces en nada se parecían a los actuales. El Colegio de Francia, la Sorbona y la Escuela Normal hubieran debido conservar los laboratorios que París ponía a disposición de Europa y que, contrariamente a la frase tradicional, Europa no se los envidiaba. Actualmente un colegio de ínfima categoría no aceptaría para el último de sus alumnos lo que el Estado ofrecía entonces a los mejores sabios de Francia, cuando podía hacerlo. Claudio Bernard, preparador de Magendie, trabajaba en el Colegio de Francia, en una verdadera cueva. Wurtz no disponía sino de una pieza trasera en el tejado del Museo Dupuytren. Enrique Sainte Clare Deville, antes de marchar a Besanzón a hacerse cargo del decanato, no disponía siquiera de algo parecido: estaba instalado en uno de los rincones más miserables de la calle de la Harpe. J. B. Dumas, que no se inquietaba por el cuarto malsano que le habían destinado en la Sorbona, era el único que estaba bien establecido, pues su suegro, Alejandro Brongniart, le había regalado una casita en la calle Cuvier frente al Jardín Botánico. Después de transformarla en laboratorio, Dumas costeó de su peculio los trabajos que hizo durante 10 años. Fue un privilegio. Los hombres de ciencia que no disponían de créditos extraordinarios, descontables de sus presupuestos, estaban expuestos a las vicisitudes del destino. Sótanos o desvanes: el Estado no podía ofrecerles nada mejor. Empero, ¿no era esto más tentador que una cátedra en un liceo o una Facultad? Por lo menos había la posibilidad de dedicarse por entero al trabajo. A pesar de su aparatosa actividad, Balard no pudo renovar la prórroga del nombramiento de Pasteur. Una cátedra estaba vacante y se aproximaba la iniciación de los cursos. Pasteur fue nombrado profesor de física en el liceo de Dijón, y el ministro tuvo a bien concederle licencia hasta los primeros días de noviembre para que concluyera los trabajos comenzados bajo la dirección de Biot, que sólo pensaba en esas investigaciones. Durante 30 años había estudiado los fenómenos de polarización e intentado atraer la atención de los químicos sobre el cono- cimiento de estos fenómenos; pero no había sido escuchado sino distraídamente. Había procurado explicar el fenómeno de la polarización, en los casos simples o complejos que estudió experimentalmente, mas sin sospechar que la hemiedría observable en los cristales se relacionaba con el poder rotatorio. Y en el momento en que este anciano tenía la dicha de ver que sus trabajos eran brillantemente proseguidos por un joven entusiasta, noble y reflexivo; en el momento en que entreveía, como postrer rayo de esperanza en el ocaso de su vida, la posibilidad de una colaboración casi diaria con Pasteur, la partida de éste para Dijón le produjo profunda pena. «¡Si por lo menos lo destinaran a una Facultad!» dijo; e inculpando a los jefes del ministerio, murmuraba: «No parecen comprender que trabajos de esa índole son absorbentes. ¿Ignoran, por ventura, que bastan dos o tres de estas memorias para llevarlo a uno derechamente al Instituto de Francia?»
Entre tanto, Pasteur veía que la cúpula del Instituto se borraba en lontananza ... A su llegada a Dijón, presentó a M. Parandier, ingeniero de puentes y caminos egresado de la Escuela Politécnica, una carta de recomendación del físico Pouillet:
«M. Pasteur —escribía éste— es un joven químico sumamente distinguido. Acaba de realizar notables trabajos y espero que dentro de poco sea enviado a una excelente Facultad. No necesito decirle más. Es el joven más honrado, laborioso y apto que conozco. Ayúdelo usted en todo lo posible, que sólo tendrá motivos para felicitarse.»
Durante las primeras semanas Pasteur tropezó con dificultades, alejado como estaba de sus trabajos y de sus maestros; mas se impuso el deber de ser buen profesor, consciente de la nobleza y responsabilidad de su misión. En lugar de sentir ese cosquilleo de satisfacción que ayuda a triunfar a tantos espíritus que se creen superiores; en vez de decirse, con toda justicia, que dominaba su materia, tenía profundo respeto por su auditorio, como lo demuestra esta carta a Chappuis del 20 de noviembre de 1848:
«La preparación de mis clases me lleva mucho tiempo. Sólo después de prepararlas con sumo cuidado, consigo hacerlas claras, provechosas y, a veces, también interesantes. En cuanto las desatiendo un poco, las dicto mal y resultan obscuras.»
Tenía alumnos de primero y segundo años, y ambas absorbían sus fuerzas y su tiempo. El curso de segundo año le agradaba especialmente, porque los alumnos eran poco numerosos. «Todos trabajan —escribía a su amigo— y algunos lo hacen con inteligencia.» Pero, ¿qué podía hacer con los 80 alumnos del curso de primer año? Los menos aventajados perjudicaban a los demás. «¿No crees que es erróneo no limitar a cincuenta, como máximo, el número de alumnos? A duras penas consigo mantener la atención de todos en la última hora; por eso me propongo aumentar las experiencias al finalizar las clases.»
Los maestros y examinadores de Pasteur no permanecieron inactivos en París, mientras éste se dedicaba en Dijón a sus nuevas funciones, con empeño y conciencia, no exentos de tristeza, pues se consideraba con derecho a ser nombrado en una Facultad; además, en Dijón no podía «trabajar en los estudios de su predilección», según escribía. Balard no cesaba de reclamarlo de profesor suplente en la Escuela Normal y Biot solicitaba los buenos oficios del barón Thenard para que pusiera término a tan notoria injusticia.
El sabio barón Thenard presidía entonces el Consejo Superior de la Universidad. Discípulo de Vauquelin, amigo de Laplace y colaborador de Gay Lussac, había sido durante treinta años profesor de la Sorbona, del Colegio de Francia y de la Escuela Politécnica. Había nacido profesor, al igual que J. B. Dumas, y podía decir con orgullo: «He tenido cuarenta mil alumnos»; la cuenta era cabal. Pero, contrariamente a Dumas, cuyo esmero en el cuidado de su persona, siempre digna, tornaba grave hasta su sonrisa, Thenard, como buen borgoñón, era aparatoso en todos sus actos. Su ancho rostro inspiraba confianza, y su actividad docente, los adelantos que la industria había obtenido gracias a sus descubrimientos, el brillo de su nombre y de su título, aumentado aún por la modestia de su cuna, contribuían a hacer de él, en 1848, más que un cancelario, un verdadero mariscal de la ciencia. Era todopoderoso. ¿No había designado tres años antes, con escándalo de ciertos burócratas, a los jóvenes Puiseux, Delesse y E. Sainte Claire Deville para ocupar las cátedras de la reciente Facultad de Ciencias de Besanzón? ¿Y no había acentuado ese feliz acto de autoridad al nombrar decano a Sainte Claire Deville, joven profesor de 26 años, a la sazón desconocido, en quien había presentido al sabio que llegaría a ser célebre?
Al finalizar el año 1848, Pasteur solicitó que le permitieran suplir a M. Delesse en la cátedra que dejaba en uso de licencia. Esto le satisfacía plenamente, porque tendría oportunidad de actuar en una Facultad y de hallarse más próximo a Arbois. Fundándose en el informe de Biot, Thenard transmitió al ministro tan modesto como legítimo pedido. Pero opusieron un argumento inesperado: los profesores suplentes debían ser propuestos por las facultades. Pasteur no conocía esa disposición y Thenard no pudo luchar contra tan objetable formalidad reglamentaría. ¿Cómo es posible —preguntábase Pasteur— que el juicio motivado de Thenard, Biot y Poillet no sea decisivo? «Aquí nada puedo hacer —escribía el 6 de diciembre con el pensamiento puesto en los trabajos interrumpidos—. Si no me nombran en Besanzón, regresaré a París de preparador.»
Su padre, al que visitó el 1 de enero, le hizo considerar las cosas con más calma. «Los que se apresuran menos —le dijo— son a veces los más prudentes.» Después de opinar el padre, el hijo se sometió a tal punto, que el 2 de enero de 1849 escribió al ministro de Instrucción Pública rogándole que diera su solicitud por no recibida. Pero los miembros del Instituto, que se habían puesto en campaña, esperaban vencer los obstáculos. Poco después de enviar su resignada carta, Pasteur recibía la comunicación de su nombramiento de profesor suplente, no ya en la Facultad de Besanzón, sino en la de Estrasburgo. Allí debía reemplazar al profesor de química, M. Persoz, que deseaba trasladarse a París.
A su llegada a Estrasburgo, el 15 de enero de 1849, fue recibido por Bertin, profesor de física de la Facultad y antiguo compañero de escuela y coterráneo suyo del Franco Condado. «Empezarás por habitar en la misma casa que yo —díjole alegremente—. En ningún lugar te hallarás mejor, pues dista pocos pasos de la Facultad.» Vivir con él significaba para Pasteur tener un compañero en quien se aunaban dos raras cualidades: afectuosidad y delicadeza espiritual. Bertin tenía una mente despierta y vivaz, y en la mirada, un ligero fulgor de malicia; bastábale decir con indolencia una palabra intencionada para dar al traste con las vanidades más firmes. Le agradaban las personas sinceras y sencillas, y ésa fue la razón de su afecto por Pasteur. Su jovialidad ante la vida contrastaba visiblemente con la impetuosidad y la firmeza de Pasteur, y éste no dejaba de admirar -aunque sin aprovechar la enseñanza— la apacible entereza con que Bertin aceptaba las cosas de este mundo. Los desengaños —decía Bertin— son a veces bienhechores. Y para mostrar que no era paradoja, contaba que, siendo encargado de matemáticas en el colegio de Luxeil en 1834, le denegaron el sueldo de 200 francos mensuales a que tenía derecho. La injusticia no lo sublevó; pero presentó tranquilamente su renuncia. Poco después ingresaba en la Escuela Normal con las mejores clasificaciones. En suma, a esto debía el ser profesor de física en la Facultad de Estrasburgo. «Si no hubiese tenido aquella decepción aun estaría en Luxeil», decía dando a entender que, a pesar de todo, prefería ser profesor en una Facultad. Este desapego natural, escudo de deseos imperiosos, no era óbice para que dedicara escrupulosamente sus esfuerzos a la enseñanza. Preparaba las clases con meticuloso cuidado y se esforzaba por darles la mayor claridad. Conseguía la amistad de sus alumnos y procuraba despertar sus vocaciones en los intervalos de las clases. Este excelente hombre pasó su vida preocupándose por los demás, porque su máxima satisfacción consistía en ser útil a sus semejantes.
¿Sintió Pasteur emulación? ¿Quiso superar en buen proceder a su amigo Bertin? Al preparar las lecciones inaugurales, asignó demasiada importancia a ciertas cosas que no pasaban de secundarias. «Mis dos primeras lecciones —escribió— no fueron buenas, porque las preparé con excesiva preocupación por la forma; creo que las subsiguientes fueron satisfactorias y me parece que estoy progresando.» Sus cursos eran muy concurridos, pues la química desempeñaba preponderante papel en las numerosas industrias de esa región alsaciana.
Todo le placía en Estrasburgo menos la distancia que lo separaba de Arbois. Sentía la imperiosa necesidad de vivir en familia, aunque solía permanecer semanas y meses, como aprisionado por sus estudios y con el espíritu ocupado en un solo problema. La conveniencia de habitar en la misma casa de Bertin consistía en que sus aposentos eran suficientemente amplios para hospedar a alguna persona de su familia.
«No dices —escribióle su padre— que, como demorarás en casarte, quisieras tener a tu lado una de tus hermanas. Lo celebro por ti y sobre todo por ellas, que no desean dicha mayor. Atenderte y cuidar de tu salud, es lo que ambas quieren. Tú lo eres todo, absolutamente todo, para ellas. Se podrá tener hermanas iguales, pero mejores creo que no es posible.»
Los afectos que le rodeaban entonces debían aumentar con el que llegó a profesarle M. Laurent, rector de la Academia de Estrasburgo, que no tenía parentesco con el químico del mismo nombre. El lugar que llegó a ocupar en la vida de Pasteur fue mucho más importante que el que había ocupado Augusto Laurent, cuando ambos trabajaban en el laboratorio de Balard.
M. Laurent se había iniciado en París en 1812 de encargado de estudios del Liceo Luis el Grande, entonces liceo imperial. En 1826, nombrado director del colegio de Riom, encontró a su llegada más profesores que alumnos. Éstos eran solamente tres, pero gracias a M. Laurent aumentaron rápidamente a 134. De Riom fue enviado a Guéret y, posteriormente, a Saintes, con la misión de dar nuevo impulso a un colegio que estaba por cerrarse. La enemistad que había existido entre el alcalde y el antiguo director, sumada a la negativa del concejo a pagar la subvención, provocaron en el colegio completo desorden, al que puso fin la llegada de M. Laurent. «Las personas que le conocieron —escribía M. Pierron en la Revista de Instrucción Pública— no se asombraron que un hombre tan inteligente y activo, de corazón tan bueno y afectuoso y espíritu tan vivaz y amable, hiciera los milagros que hizo.» En todas partes donde estuvo: Orleáns, Angulema, Duai, Tolosa, Cahors, prodigó el encanto de su bondad. En Estrasburgo había conseguido hacer de la Academia un verdadero hogar, sencillo y hospitalario, para las familias de los universitarios. Su esposa, que por modestia deseaba siempre pasar inadvertida, no conseguía esconder las exquisitas cualidades de su carácter y espíritu. La mayor de las hijas estaba casada con M. Zevort, cuyo nombre llegó a ser muy querido en la Universidad; las otras dos, educadas en el hábito del trabajo y ante un espectáculo de abnegación que les parecía el más natural del mundo, alegraban la casa con el jovial encanto de su juventud.
Cuando Pasteur efectuó la primera visita de cortesía a M. Laurent, tuvo la impresión que la dicha reinaba en el hogar de éste. Había observado en Arbois que, a pesar de las dificultades diarias del trabajo manual, sus padres tenían elevado concepto de la vida, movidos como estaban por el anhelo de perfección moral que da a la existencia humana, por humilde que sea, dignidad y grandeza. A pesar de la gran diferencia de instrucción, Pasteur volvía a encontrar en la familia Laurent, de posición más desahogada que la suya, igual manera de considerar la vida e igual sencillez de alma.
¿Cómo hubiera podido substraerse al encanto de esa familia, hacia la que se sintió misteriosamente atraído desde las primeras miradas y palabras? En el restaurante, donde se reunían por las noches los jóvenes profesores, todos hablaban con respeto de tan unida familia, y Pasteur oía ponderar el espíritu de justicia y la benevolencia del rector.
En una reunión íntima ofrecida por M. Laurent, Bertin expresóse así de Pasteur: «Es un trabajador infatigable, como no hay dos; nada consigue distraerlo de sus tareas.» Mas a pesar de esta declaración, un poder suficientemente fuerte consiguió distraer a Pasteur de su trabajo y moverlo a escribir el 1 de febrero —a los 15 días escasos de su llegada— esta carta a M. Laurent:
«Señor: dentro de breves días le será formulada una petición de suma importancia para mí y para su familia. Creo de mi deber enviar a usted los informes siguientes, que podrán servirle para decidir sobre su aceptación o rechazo.
«Mi padre es curtidor en Arbois, pequeña ciudad del Jura. Mis hermanas se ocupan en los quehaceres del hogar y del negocio y reemplazan a mi madre, a quien hemos tenido la desgracia de perder en el pasado mes de mayo.
«Mi familia se encuentra en posición desahogada, aunque sin fortuna; avalúo en menos de 50.000 francos todo lo que poseemos. En cuanto a mí, he decidido desde hace mucho tiempo ceder íntegramente a mis hermanas lo que me corresponda en la partición de los bienes. Carezco por lo tanto de fortuna. Lo único que poseo es buena salud, un corazón bondadoso y mi puesto en la Universidad.
«He salido hace dos años de la Escuela Normal y soy doctor en ciencias físicas desde hace 18 meses, He presentado a la Academia de Ciencias algunos trabajos que han sido bien acogidos, el último especialmente. De este trabajo fue elevado un informe muy favorable, que tengo el honor de remitir a usted juntamente con esta carta.
«Ésta es, señor, mi situación actual. Todo lo que puedo decir en cuanto al futuro es que me dedicaré a las investigaciones químicas, siempre que no sobrevenga un cambio radical en mis inclinaciones. Ambiciono regresar a París cuando haya adquirido alguna reputación por mis trabajos científicos. El señor Biot me ha exhortado repetidas veces a pensar seriamente en la posibilidad de ingresar en el Instituto.
Dentro de 10 ó de 15 años quizá pueda pensar en ello, siempre que siga trabajando con igual tesón que hasta ahora. Empero, no importaría que esta ilusión se desvaneciera, pues no es ella en rigor, la que me hace amar a la ciencia.
«Mi padre vendrá a Estrasburgo a formular personalmente la petición antedicha.
«Reciba usted la expresión de mi más profunda consideración y respeto.
«He cumplido 26 años el 27 de diciembre pasado.»
Como la respuesta tardara algunas semanas, Pasteur escribió a la señora de Laurent:
«Temo que la señorita María se deje influir demasiado por las primeras impresiones, que sólo pueden ser desfavorables para mí. Carezco de cuanto puede agradar a una joven; pero mis recuerdos me permiten manifestar que las personas que me han conocido a fondo, me han querido.»
Haciendo uso de un permiso especial para revisar estas cartas celosamente guardadas, ha sido posible transcribir pasajes como el siguiente:
«Le pido, señorita —escribía cuando tuvo autorización para dirigirse a ella—, que no me juzgue con demasiada premura. Podría equivocarse usted. Con el tiempo verá que bajo mi exterior frío y tímido, que quizá le disguste, hay un corazón lleno de afecto para usted.» Y más adelante escribía como si le remordiera haber abandonado demasiado el laboratorio: «¡Yo, que tanto amaba mis cristales!»
Los amaba todavía. Así lo prueba una carta que Biot le escribió. Para evitar a este anciano, cuya vista se debilitada, la fatiga de los exámenes al microscopio, Pasteur talló hábilmente en corcho diferentes modelos cristalinos y, para que resultara fácil reconocer el carácter de la hemiedría, construyólos en gran tamaño y pintó las aristas y facetas con colores. «Acepto complacido —escribióle Biot el 7 de abril— su ofrecimiento de enviarme cierta cantidad de los dos ácidos, juntamente con los correspondientes modelos de los tipos cristalinos.» Tratábase del ácido tártrico derecho y del ácido tártrico izquierdo, a los que Pasteur llamaba entonces dextrorracémico y levorracémico, para no anticipar opinión demasiado prematura sobre su identidad con el ácido tártrico ordinario.
Deseando profundizar más este problema, empezó por estudiar las distintas cristalizaciones del formiato de estroncio. Cierta vez, al compararlas con las del paratartrato de sodio y amonio, sorprendióse de encontrar diferencias entre ellas y, ansioso e inquieto, exclamó: «¡Ah, formiato de estroncio, si te tuviera a mi merced!» Esta exclamación provocó el regocijo de Bertin, que durante mucho tiempo no cesó de repetirla con irónico énfasis. Pasteur quiso enviar los cristales a Biot, pero éste le escribió:
«Debe usted conservarlos hasta que los haya estudiado a fondo. Cuente siempre con mi disposición a servirle en todas las circunstancias en que mi concurso pueda serle útil, y reciba nuevamente la expresión del gran interés que me inspira.»
Los obsequios de esta índole hechos recíprocamente entre los químicos, mantenían despierto el interés por sus experiencias. Biot invitó a Regnault y a Senarmont a examinar las muestras de ácido dextrorracémico y levorracémico recibidas de Estrasburgo. «Podríamos decidirnos a malgastar un poco de ambos para ver de reconstruir el ácido racémico —escribía Biot a Pasteur—; pero falta saber si tendremos suficiente habilidad para reconocerlo, por sus cristales, después que se haya formado. Además, cuando usted venga a París, en las próximas vacaciones, podrá mostrarnos eso. Al ordenar mis tesoros químicos encontré un poco de ácido racémico que creía perdido, pero que será suficiente para los ensayos microscópicos que realizaré eventualmente. Mas si el frasquito, que usted habrá visto seguramente en mi laboratorio, puede serle útil, prevéngamelo, pues tendré sumo gusto en enviárselo. En éste, como en cualquier otro asunto, me encontrará usted siempre dispuesto a secundar sus trabajos.»
¡Período feliz! Su padre y su hermana Josefina llegaron a Estrasburgo y, una vez concertado el matrimonio, el primero regresó a Arbois. Josefina quedó con su hermano; y se dedicó al gobierno de la casa y al cuidado de su hermano por quien sentía orgullo y ternura. Con generosidad de hermana verdaderamente abnegada, aceptó la corta duración de ese sueño. El casamiento se fijó para el día 29 de mayo.
«Creo —escribía Pasteur a Chappuis— que seré muy feliz. Encuentro en ella todas las cualidades que podría desear en una mujer. Tú dirás que hablo como enamorado. Tienes razón. Sin embargo, creo que no hay exageración en mis palabras; mí hermana Josefina piensa igual que yo.»

CAPÍTULO 3
1850 – 1854

Desgracia del rector de Estrasburgo. — Carta de Biot al padre de Pasteur. — Carta de Dumas. — Entrevista de Pastear con Mitscherlich. — Pasteur a la búsqueda del ácido racémico en Alemania, Austria y Bohemia. —Caballero de la Legión de Honor; felicitaciones de Biot. — Proyectos de trabajo.
Desde los primeros días, la esposa de Pasteur comprendió y aceptó que el laboratorio desempeñara el papel principal en la vida de su marido. Gustosa hubiera adquirido la costumbre tipográfica de la Academia, en cuyos anales la palabra Ciencia se escribía con mayúscula. Además, ¿cómo vivir junto a Pasteur sin asociarse a sus emociones, alegrías, inquietudes, esperanzas y a todo lo que, según las horas y los días, revelaba su mirada, cuyo admirable brillo semejaba el fulgor gris verdoso de una piedra preciosa de Ceylán? Cuando Pasteur entreveía la solución de un problema científico la llama del entusiasmo brillaba en su penetrante mirada y su severo rostro se iluminaba. Todo lo tenía entonces; nada le faltaba, ni en proyectos de trabajos ni en felicidad hogareña. Pero una ley sobre libertad de enseñanza, perturbó indirectamente la paz reinante en su familia desde hacía un año.
Preparada por algunos como intento de transacción entre la Iglesia y la Universidad, y considerada por otros como posibilidad de futura competencia con la enseñanza del Estado, esa ley, sancionada en 1850, prescribía la participación, en el Consejo Superior de Instrucción Pública, de 4 arzobispos u obispos elegidos con sus colegas. Para subdividir el poder universitario instituyéronse consejos académicos en todos los departamentos, y los obispos o sus delegados tuvieron el derecho de concurrir a ellos o de vigilarlos. Estas ventajas, sin embargo, no alcanzaron a satisfacer a los católicos intransigentes, entre los cuales se contaba Luis Veuillot, cuya ruptura con los principales autores de la ley, Falloux y Montalembert, data de esa época.
«Entendemos por libertad de enseñanza —escribía Luis Veuillot—no una participación cualquiera de la Iglesia en el monopolio universitario, sino la supresión de éste... ¡Nada de alianzas con la Universidad! Fuera sus libros, sus inspectores, sus exámenes, sus certificados y sus diplomas, que representan la mano del Estado coartando la libertad de los ciudadanos y sembrando el descreimiento en las jóvenes generaciones.» Mientras se suscitaban violentas manifestaciones que imposibilitaban todo acercamiento y se sucedían las tentativas de intervención de la Iglesia en la Universidad, el gobierno tomaba medidas para vigilar al personal docente.
Los instructores sintieron entonces el duro yugo de los prefectos. «Estos perspicaces políticos sólo saben destituir... Los rectores se convertirán así en criados de los prefectos... », escribía Pasteur con cólera y tristeza, en julio de 1850. De las escuelas los ataques se remontaron a los colegios. A la Universidad se le reprochaba que, por ocuparse solamente en composiciones, versos latinos y traducciones del griego, se despreocupara del alma de los niños.
Romieu, que llamaba irónicamente «Alma parens» a la Universidad y profería acusaciones vehementísimas en su contra, carecía de condiciones para actuar de juez en ese conflicto. Ex alumno de la Escuela Politécnica, hízose zarzuelista mientras esperaba ser nombrado prefecto por Luis Felipe; y alcanzó celebridad por sus caprichosas ocurrencias, que divertían a París y desconcertaban al gobierno, con gran regocijo del príncipe de Joinville, al que le placían esas farsas. A la caída de Luis Felipe, Romieu cambió de proceder y, así como había conseguido la reputación de ser hombre que nada tomaba en serio, púsose a representar a lo trágico su nuevo papel. Erigiéndose en improvisado profeta de la desventura, proclamó las Confesiones de un hijo del siglo. Decía que «la gangrena carcome las almas de los niños de ocho años», Creencia, respeto, todo, según él, estaba carcomido. Anatematizaba la instrucción sin educación y calificaba a los instructores de «apóstoles obscuros» encargados de «predicar doctrinas de sublevación». En su violencia había gran dosis de retórica; pero ésta, en vez de aplacar aquélla, la atizaba más. Los libelistas terminan siempre por quedar prisioneros de sus propias frases.
Cuando Romieu fue a Estrasburgo en calidad de enviado extraordinario del gobierno para efectuar una encuesta general, juzgó que M. Laurent carecía de las cualidades que cierto partido exigía de los funcionarios. Tener por la justicia constante preocupación; desconfiar de quienes hacen ostentación de virtudes y principios de reciente data; no tomar decisiones prematuras que pudieran perjudicar la carrera de los subordinados; no transformar las faltas pasajeras en actos para siempre condenables; rehusarse a tomar medidas inmediatas y violentas: era hacerse sospechoso. «La actuación del rector —escribió Romieu en el informe oficial— es poco o nada aparente. Es preciso reemplazarlo por un hombre más seguro.»
El ministro de Instrucción Pública, M. de Parieu, tuvo que inclinarse ante la voluntad del ministro del Interior, que aceptaba tan decisivos argumentos. M. Laurent fue nombrado rector de Château-roux. Pero como, para él, esto significaba una destitución, renunció. Dejó Estrasburgo y, callada y obscuramente, se retiró a la vida privada, a la edad de 55 años.
Por uno de esos golpes que le son comunes, la política deshacía la intimidad de esa familia en el momento en que estaba por completarse. La hija menor de M. Laurent iba a ser prometida en matrimonio a M. Loir, ex alumno de la Escuela Normal, profesor de la Escuela de Farmacia de Estrasburgo y, más tarde, decano muy querido de la Facultad de Ciencias de Lion. Entonces preparaba, guiado por los consejos de Pasteur, su tesis de doctor en ciencias, en la que anunciaba algunos resultados novedosos sobre la concomitancia de la hemiedría cristalina y el poder rotatorio.
«¡Qué lástima que no seas profesor de física o de química! —escribía Pasteur a Chappuis—, pues trabajaríamos juntos y, en 10 años, revolucionaríamos la química. El fenómeno de la cristalización es maravilloso y por él se descubrirá un día la constitución íntima de los cuerpos. Si vienes a Estrasburgo serás químico a pesar tuyo, porque no te hablaré de otra cosa que de cristales.»
Pasteur esperó impacientemente las vacaciones, pues quería adelantar en sus trabajos y redactar un informe para la Academia, después de cotejar los resultados de sus investigaciones. El 2 de octubre escribió a su amigo desde París:
«El lunes pasado leí en el Instituto un extenso informe sobre mis trabajos del año. Al terminar la lectura me pidieron, en contra de la costumbre de la Academia, que explicara algunos detalles cristalográficos. Expuse, con el entusiasmo que pongo cuando hablo de estas cosas, y fui escuchado con suma atención. Afortunadamente para mí, asistían a la sesión los miembros más calificados de la Academia. M. Dumas, sentado enfrente de mí, a quien yo miraba con particular insistencia, me indicaba, con movimientos de cabeza, que comprendía y estaba muy interesado. Invitado a ir a su casa al día siguiente, me felicitó y me dijo, entre otras cosas, que yo había demostrado que en Francia se puede hacer cristalografía, cuando se quiere, y que haré escuela si persevero. M. Biot, cuya benevolencia conmigo es extraordinaria, vino a mi encuentro al terminar la exposición y me dijo: «No pudo estar mejor.» El 14 de octubre, M. Biot informará sobre mi trabajo; quiere que siga ocupándome en tan provechoso asunto. No debes exagerar, sin embargo, la importancia de mi trabajo de este año, digna continuación de los anteriores.»
Aun mayor entusiasmo mostró Biot en su informe del 28 de octubre, en el que ponderó el mérito de los resultados, tan numerosos como imprevistos, obtenidos por Pasteur durante dos años: «Ilumina cuanto toca», dijo cierta vez.
Corno las censuras de Biot eran más conocidas que sus alabanzas, un elogio suyo era doblemente valioso. En enero de 1851, la Academia de Ciencias fue convocada para dictaminar, en reunión secreta, sobre el mérito de dos candidatos a una cátedra vacante en el Colegio de Francia: Balard, profesor de la Facultad de Ciencias, regente de estudios de la Escuela Normal, y el químico Laurent, que se había visto constreñido a aceptar, para poder vivir, un puesto de ensayador en la Casa de la Moneda. Caminando dificultosamente, Biot llegó a la Academia. «El título de miembro del Instituto —dijo— es la recompensa mayor y el honor más elevado que pueda recibir un sabio francés. Mas no constituye un privilegio para holgar, del que uno puede valerse para obtenerlo todo ... Ahora bien, M. Balard dispone, desde hace años, de dos grandes laboratorios, en los que habrá realizado todos los trabajos sugeridos por su celo. M. Laurent ha efectuado casi todas sus investigaciones a costa de los sacrificios más rudos. Si M. Balard ingresa en el Colegio de Francia no dispondrá por eso de más elementos de estudio que de los que dispone desde hace años: en cambio, privará a M. Laurent de los medios de trabajo que necesita y que tenemos la oportunidad de proporcionarle. La sección de química y, luego, la Academia, podrán juzgar fácilmente de qué parte se encuentra la justicia y el interés por los adelantos científicos».
Para que nadie ignorara este breve discurso hízolo autografías, y envió a Pasteur un ejemplar. Biot fue vencido en este incidente, que llegó a preocupar al Colegio de Francia. «M. Biot ha hecho cuanto ha podido por el éxito de M. Laurent —escribió Pasteur a Chappuis— y está muy afectado por la decisión adversa. Pero, ciertamente —agregaba con más indulgencia que el anciano Biot ante el dilema planteado por sus deseos en favor de Laurent y por el temor de que Balard se hubiese afligido por el resultado adverso— M. Balard no merecía un voto contrario, que habría implicado una falta de consideración para él, sobre todo de parte del Instituto, uno de cuyos miembros es».
Al finalizar esta campaña, Biot se enteró que Pasteur se había expresado efusivamente de sus relaciones mutuas, y le escribió estas líneas en un acceso de misantropía que sólo a éste perdonaba: «Mucho me conmueve el homenaje que ha rendido al profundo y sincero afecto que le profeso. Y se lo agradezco. Pero mientras conservamos nuestro afecto, deje usted que en lo sucesivo me complazca solamente en la silenciosa intimidad de nuestros corazones. El mundo cela hasta de las amistades desinteresadas; y el cariño que le profeso me hace preferir que todos se honren en favorecer a usted a que sepan que usted me quiere y que yo le quiero. Adiós. Persevere en sus buenos sentimientos y no abandone la hermosa senda emprendida; y sea usted feliz,, su amigo».
La comparación de los dos pasajes anteriores, ¿no aclara acaso ese aspecto particular del carácter de Biot que desconcertaba a Sainte-Beuve? «¿Quién acertará a explicar —escribía este crítico— los matices morales de Biot, y sus simpatías y antipatías? ¿Quién nos proporcionará la clave de esa naturaleza tan compleja y llena de curiosidades, aptitudes, envidias, prevenciones y sutilezas?». A falta de otros documentos históricos, la respuesta a esas preguntas puede hallarse en sus relaciones con Pasteur; y así la figura de Biot adquiere progresivamente contornos más precisos desde el día en que Pasteur realizó la primera experiencia decisiva bajo su mirada recelosa, luego admirativa y después emocionada, hasta el momento en que su confianza y amistad fueron absolutas. Este sabio verdadero, de rara independencia espiritual, era benévolo con los hombres empeñosos, pero inclemente con los que no se consagraban a la investigación pura y querían hacer de los descubrimientos fuentes de riqueza o de fortuna política. Gustaba a la vez de las ciencias y de la literatura; y, a medida que el peso de los años doblegaba su elevada estatura, en lugar de ensimismarse en la evocación de sus recuerdos y en la contemplación de su obra, refrescaba su espíritu en el estudio y se sentía dichoso de poder presagiar el porvenir de un Pasteur. Sus cartas, escritas con letra fina y esmerada, sirven para conocer su carácter, que no era «tan complejo». Durante las vacaciones de 1851, al ir a París a presentar a Biot el resultado de sus nuevos estudios sobre los ácidos aspártico y milico, Pasteur quiso que su padre lo acompañara, para resarcirlo de la mala impresión causada por el viaje de 1838. Biot y su esposa los recibieron como acostumbraban a recibir al reducidísimo número de sus amigos. Conmovido por el agasajo, el padre de Pasteur escribió a Biot, al regresar al Jura, una carta llena de agradecimiento y le envió, además, lo único que le era posible ofrecer: una canasta de frutas de su huerta.
«Señor —contestóle Biot—: mi esposa y yo agradecimos los conceptuosos términos de la carta que me he honrado en recibir. El recibimiento que le hemos dispensado ha sido tan cordial como sincero. Tenga la seguridad que no podíamos ver con interés menos profundo a un padre tan bueno y honorable sentado a nuestra modesta mesa junto a su hijo, tan bueno él también y tan distinguido. Nunca he tenido motivos para dejar de manifestar a este joven mi estimación por su mérito y mi afecto por su carácter. El mayor placer que se puede sentir a mi edad es ver a jóvenes de talento, activos y laboriosos, afanarse por adelantar en la carrera de las ciencias, desechando miserables intrigas y valiéndose de sólidos trabajos, proseguidos con constancia. Esto es lo que me ha unido a su hijo; y la amistad que siente por mí es otro título que se agrega a los que ya tiene y que hace aumentar la que yo le profeso. Estamos, pues, a la recíproca. «Le estoy sumamente agradecido por la gentileza en hacerme gustar las frutas de su huerta; las acepto con igual cordialidad que la que usted ha tenido al enviármelas».
Otros productos recibió Biot de parte de Pasteur: una caja con nuevos cristales. Biot no cesaba de admirar que, partiendo de la configuración externa de los cristales, Pasteur intentara dilucidar la constitución individual de los grupos moleculares y, después de servirse de este indicio para dirigir las investigaciones, echara mano, con rara clarividencia, a los recursos ofrecidos por la química y la óptica. La sagacidad del joven experimentador había trocado una simple cualidad cristalográfica en elemento de investigación química.
M. de Senarmont quiso examinar también los cristales, interesado por las consecuencias generales de estos estudios tan precisos y delicados. Nadie mejor que él aprobaba los términos con que el viejo sabio terminó su informe de 1851: «Si M. Pasteur persiste en la vía que ha abierto, puede predecírsele que lo encontrado es sólo el comienzo de lo que encontrará». Complacido Biot por el inesperado impulso que recibía el estudio de la cristalografía, materia muy poco estudiada hasta entonces, y por la posición que Pasteur se estaba labrando en Estrasburgo, le escribió: «He leído con sumo interés la tesis de su cuñado M. Loir; está muy bien concebida y redactada. En ella establece claramente gran número de hechos curiosísimos. M. de Senarmont la ha leído también, con vivo placer. Le ruego que transmita nuestras felicitaciones a su cuñado». Entremezclando, como de costumbre, las noticias familiares con las ideas científicas, agregaba: «Hemos valorado debidamente el carácter de su padre, en quien apreciamos la rectitud de juicio, la calma, firmeza y sencillez de sus razonamientos y el acendrado cariño que le profesa.
A fines de diciembre, Pasteur escribió a Chappuis:
"Mi plan de estudios he trazado ya para el año que se inicia, aunque espero tener la dicha de poderlo ampliar. Creo haberte dicho ya que me había aproximado a la explicación de ciertos misterios, cuyos velos van descorriéndose poco a poco. Por eso las noches me parecen largas en demasía. Preparo mis lecciones con facilidad y dispongo de cinco días por semana para dedicarme por entero al laboratorio. Mi esposa me regaña a menudo, pero yo la consuelo diciéndole que así la llevo a la posteridad».
Pasteur presentía la magnitud de su obra, mas no osaba hablar de ella. Guardaba secreto, salvo para su confidente compañera que estaba siempre dispuesta a servirle de secretaria y vigilaba su salud tan preciosa, para la cual él no tenía miramiento alguno. Compañera admirable, a quien podía aplicársele la definición romana: «socia rei humanæ atque divinæ».
Nunca la vida fue tan pródiga en afectos con un hombre. Todo le sonreía entonces: dos niños en el hogar, trabajo exento de inquietudes, carencia de enemigos y dulce satisfacción de ser aprobado y aconsejado por sus venerados maestros. «A mi edad —escribíale Biot— se vive por el interés que nos despiertan los seres queridos. Usted está incluido en el reducidísimo número de los que pueden proporcionar ese aliciente a mi espíritu». Y, aludiendo a los cuatro informes aprobados sucesivamente por Balard, Dumas, Regnault, Chevreult, Senarmont y Thenard: «Me complace —agregaba en esa carta del 22 de diciembre de 1851— que, al expresar sus tan novedosas ideas, no haya usted dicho nada que deba ser desmentido o retocado. Tengo todavía en estudio su última memoria sobre la modalidad óptica del ácido milico. No se la he devuelto aún, porque quisiera sacar de ella algunos resultados para publicarlos en su nombre en el informe que estoy preparando».
No sólo Biot y Senarmont reconocían la creciente importancia de los trabajos de Pasteur. A comienzos de 1852, el célebre físico Regnault tuvo la idea de hacerlo nombrar miembro correspondiente del Instituto. Pasteur no había cumplido aún 30 años. Una vacante habíase producido en la sección de física general y Regnault, con su habitual benevolencia, pensó en ofrecérsela. Pero Biot se opuso: «Pasteur debe ingresar en la sección de química». Y con la sinceridad que inspira el afecto, escribió a Pasteur: «Por la índole de sus trabajos usted merece que lo destinen a la sección de química y no a la de física, porque usted ocupa uno de los primeros puestos entre los químicos y no ha creado en física, procedimientos nuevos, sino aplicado solamente algunos ya conocidos. No escuche los consejos de quienes, sin conocer el terreno, le instan a obtener una distinción prematura, inferior a sus títulos reales y reconocidos... Por lo demás, usted sabe de cuánto le han servido sus trabajos para conseguir, en cuatro años, el renombre que goza. El lugar que ocupa en la estimación de todos tiene el mérito de no haber dependido del capricho de un escrutinio. Adiós querido amigo. Escríbame cuando tenga tiempo y no olvide que mi interés por las personas que trabajan, es de lo poco que aún me hace deseable la vida. Su amigo».
Pasteur aceptó agradecido tan prudentes consejos y escribió a M. Dumas, con excesiva modestia, que no presentaría su candidatura ni aun en el caso de producirse una vacante en la sección de química. Dumas le contestó con vehemencia ajena a su carácter ordinariamente calmoso y hasta solemne: «¿Cree usted que permaneceremos impasibles ante la gloria que sus trabajos dan a la química francesa y a la Escuela de donde egresó? El día que me haga cargo del ministerio solicitaré para usted la cruz de la Legión de Honor; y no puede imaginar cuánta satisfacción tendré si puedo entregársela personalmente. Ignoro la causa de los inconvenientes alegados; pero lo cierto es que perdí la calma cuando leí en su carta que era menester el ingreso en la sección de química de las personas mencionadas. ¿Qué opinión tiene entonces de sí mismo? Cuando haya una plaza vacante, usted será propuesto, sostenido y nombrado ... Por razón de justicia y en beneficio de la ciencia haremos prevalecer su candidatura ... Cuando llegue el momento, ya encontraremos los medios de hacer lo que exige el interés de la ciencia, uno de cuyos pilares más firmes y una de cuyas promesas más gloriosas es usted».
«Mi querido padre —escribióle Pasteur al enviarle la copia de esta carta—: espero que estarás satisfecho con la carta de M. Dumas, que me ha sorprendido mucho. A pesar de la importancia que les reconozco a mis trabajos, no creía que merecieran tan bellas pruebas de estima».
La clara noción de su extraordinaria mentalidad —que, en algunos hombres superiores, provoca y a veces hace disculpable su orgullo y su soberbia— aunábase en Pasteur a ilimitada ingenuidad y delicada nobleza de sentimientos.
Regnault pensó entonces en aceptar la dirección de la Manufactura de Sévres para que Pasteur ocupara la cátedra que él dejaría vacante en la Escuela Politécnica. Pero algunos argumentaron que le convendría más el cargo de regente de estudios en la Escuela Normal. Los rumores de estos proyectos llegaban a Estrasburgo, mientras Pasteur estudiaba la manera de modificar la forma cristalina de ciertas sustancias ópticamente activas, sin hemiedría característica original y trataba de provocar la formación de facetas hemiédricas, variando convenientemente la naturaleza de los disolventes. Biot, deseando que Pasteur se dedicara por completo a sus ingeniosas investigaciones, le instaba a permanecer en Estrasburgo: «Tenga una vez más la valentía de desdeñar las contrariedades que provienen o dependen del capricho de los hombres. No se deje turbar por nada y prosiga sin desmayos su gran carrera. La recompensa estará en la meta y será tanto más segura e incuestionable, cuanto más valiosos y meritorios sean los títulos con que la obtenga. No está lejano el día en que los que pueden ayudarle encuentren tanto honor en hacerlo, como vergüenza y turbación si no lo hicieran».
Cuando Pasteur fue a París, a fines de agosto, para hacer lo que hubiera podido llamar su peregrinación anual, Biot le deparó una agradabilísima sorpresa. Mitscherlich había ido a París para agradecer a la Academia su designación de miembro correspondiente. Había viajado en compañía de otro cristalógrafo alemán, Rose, y ambos deseaban conocer a Pasteur. Éste se hospedaba en un hotel de la calle Tournon. De regreso de uno de sus invariables paseos por el Jardín de Luxemburgo, Biot dirigió a Pasteur estas líneas: «Le ruego que venga mañana a las 8, y de ser posible, con sus cristales. A las 9 vendrán a verlo los señores Mitscherlich y Rose». La entrevista fue larga y cordial. En una carta dirigida a su padre —que había adquirido algunos conocimientos de los cristales y de las fórmulas cristalinas, merced a la notable claridad con que Pasteur exponía sus ideas—, le decía: «El domingo pasado estuve dos horas con ellos en el Colegio de Francia. Después de mostrarles mis cristales manifestaron gran satisfacción y hablaron muy elogiosamente de mis trabajos. El martes comí en su compañía, en casa de M. Thenard. Seguramente te alegrará conocer el nombre de los invitados: Mitscherlich, Rose, Dumas, Chevreul, Regnault, Pelouze, Peligot, C. Prévost, Bussy. Como ves, estuve un poco fuera de ambiente, pues estos señores pertenecen a la Academia... Pero lo más importante para mí, en esa reunión de académicos, fue saber que un fabricante de Alemania obtiene nuevamente ácido racémico. Inmediatamente concebí el proyecto de visitarlo para conocer sus productos y estudiar el origen y formación de esta sustancia singular».
En la época en que las novelas científicas estaban de moda, se hubiera podido escribir un capítulo sobre los afanes de Pasteur en hallar el ácido racémico. Para comprender su emoción al saber que un fabricante de Sajonia poseía ese ácido misterioso, es preciso recordar que el ácido racémico se había descubierto por 1820, fortuita y pasajeramente, en la fábrica de ácido tártrico de Kestner, en Thann, y no se había podido reproducirlo posteriormente, pese a las tentativas llevadas a cabo. ¿Cuál era, pues, su origen?
Mitscherlich creía que el tártaro empleado como materia prima por el fabricante de Sajonia provenía de Trieste. «Iré entonces a Trieste —dijo Pasteur—; iré al fin del mundo, si es preciso. Es necesario que descubra el origen del ácido racémico y analice los tártaros hasta en su fuente de producción». Los tártaros brutos provenientes de Nápoles, Sicilia y Oporto ¿contenían ácido racémico al igual que los tártaros recibidos en 1820 por Kestner como materia prima en la fabricación del ácido tártrico? Esto era verosímil, pues Kestner dejó de obtener el ácido cuando empezó a emplear tártaros semirrefinados. ¿Quedaría el ácido racémico en las aguas-madres de la cristalización?
Con fiebre que nada podía calmar, Pasteur pidió a Dumas y a Biot que intervinieran en el Ministerio y en la Academia, respectivamente, para que le encomendaran la misión de estudiar los tártaros en Alemania. A fin de acelerar los trámites burocráticos estuvo a punto de dirigirse directamente al Presidente de la República. «Sería honroso para Francia —decía— que uno de sus hijos resolviera cuanto antes este problema». Biot intentó calmar su impaciencia. «No es necesario interesar al gobierno —díjole con suave ironía—. Explicando previamente los motivos, la Academia acordará fácilmente de 2000 a 3000 francos para los gastos de experimentación que ocasione el estudio del ácido racémico». Pero, cuando Mitscherlich le envió una carta de recomendación para el fabricante Fikentscher de Sajonia, que había vuelto a obtener ácido racémico en su fábrica de Zwichau, cerca de Leipzig, Pasteur partió inmediatamente, sin oír razones, en la primera quincena de setiembre de 1852. Sus singulares impresiones de viaje pueden conocerse, en resumen, entresacando pasajes del diario que dirigía a su esposa para hacerla participar de sus emociones en la búsqueda del ácido racémico. El 12 de setiembre contaba así la iniciación de sus actividades:
«No me detuve en Leipzig y seguí viaje hasta Zwichau, donde visité al señor Fikentscher, a quien dejé al caer la tarde; pero regresé al día siguiente, domingo, muy temprano. El señor Fikentscher es persona muy instruida y me ha mostrado su próspera fábrica sin ocultarme nada. Constituida por casas que parecen formar una aldehuela, en medio de 20 hectáreas de terreno bien cultivado, representa el fruto de muchos años de labor. En cuanto al gran problema, he aquí algunas informaciones, que mantendrás en reserva. Hace 22 años, el señor Fikentscher obtuvo por primera vez ácido racémico en gran cantidad; mas, como a partir de esa fecha la producción de ácido disminuyó, ni siquiera se preocupó de recogerlo. Sin embargo, cuando usaba como materia prima tártaro proveniente de Trieste, volvía a obtenerlo en gran cantidad. Estos datos difieren poco de los que me proporcionó el señor Mitscherlich. De cualquier manera, mi plan de estudios es el siguiente:
«Por no disponer de laboratorio en Zwichau, regresé a Leipzig con dos muestras de los tártaros empleados actualmente por el señor Fikentscher, provenientes de Austria y de Italia. El señor Fikentscher me dijo que seré muy bien acogido por algunos profesores de aquí, que, al parecer, me conocen mucho. Mañana lunes iré a la Universidad, por la mañana, a buscar un laboratorio para terminar el examen de esos tártaros. Luego iré a Viena, y allí permaneceré dos o tres días, a fin de estudiar rápidamente los tártaros de Hungría... Por último, pasaré a Trieste, donde examinaré los tártaros provenientes de distintos países y, en especial, los del Levante y los del mismo Trieste.
«A poco de llegar a casa del señor Fikentscher supe, por desgracia, que los tártaros empleados como materia prima habían sido previamente refinados en su país de origen, según un procedimiento que les quita la mayor parte del ácido racémico. Tal es, al menos, mi opinión. Necesito ir, pues, a los mismos lugares de exportación. Si tuviera suficiente dinero iría a Italia; pero, como ahora es imposible, iré el año próximo. Perseguiré a los tártaros diez años, si es preciso. Sin embargo, creo esto innecesario, y en mi próxima carta posiblemente te comunicaré algunos resultados satisfactorios. Así, por ejemplo, estoy casi seguro de encontrar un método de análisis que facilite la determinación rápida de la cantidad de ácido racémico que contienen: esto es de capital importancia para mi trabajo, porque necesito estar en condiciones de examinar rápidamente todos los tártaros que encuentre. Será mi primer estudio… El señor Fikentscher no quiere aceptar nada por sus productos. Le he dado en cambio algunos consejos y buena parte de mi entusiasmo. Quiere preparar ácido tártrico izquierdo para el comercio y le he proporcionado las indicaciones cristalográficas necesarias. No dudo que conseguirá su objeto.
«Leipzig, miércoles 15 de setiembre de 1852.
Mi querida María:
No quiero esperar el resultado de mis experiencias para escribirte nuevamente. Carezco de noticias que comunicarte, porque no he salido del laboratorio durante tres días y, de la ciudad, sólo conozco la calle que va del hotel Baviera a la Universidad. Vuelvo a casa de noche; como y me acuesto. En el gabinete del señor Erdmann recibí la visita del profesor Hankel de la Universidad de Leipzig, que ha traducido todas mis memorias para una revista editada por aquél. Me resultó muy agradable su conversación, porque ha hecho estudios sobre cristales hemiédricos. Dentro de poco veré al señor Naumann, profesor de mineralogía.
«Mañana obtendré el primer resultado relativo al ácido racémico. Pienso permanecer todavía unos diez días en Leipzig; plazo mayor del que te dije, pero que se debe a muy grata circunstancia. El señor Fikentscher ha tenido la gentileza de darme las señas de una casa de comercio de Leipzig, cuyo jefe me ha comunicado que mañana encontraré probablemente en ella algunos tártaros no refinados, de igual procedencia que los que aquél emplea. Esta persona me ha informado, además, de una fábrica de Venecia y me dará una carta de presentación para el dueño de otra, de Trieste. Así, pues, el viaje que me proponía hacer a Viena no será únicamente de placer ... Escribiré a M. Biot tan pronto como obtenga resultados importantes. La jornada ha sido buena y dentro de tres o cuatro días recibirás seguramente noticias satisfactorias…»
«Leipzig, 18 de setiembre de 1852.
Mi querida María:
El problema que aquí me trajo está lleno de grandes dificultades... Hasta ahora he estudiado únicamente un tártaro refinado, proveniente de Nápoles, que contenía ácido racémico en tan mínima cantidad, que sólo pude descubrirlo con ayuda de procedimientos muy delicados. No podría ser obtenido en regular cantidad, sino en una fábrica que trabajara en gran escala. Pero es necesario agregar que el tratamiento previo a que se lo somete, lo priva casi por completo del ácido racémico. El señor Fikentscher es persona muy instruida y, por fortuna, ha comprendido perfectamente la importancia de esta sustancia singular, y está dispuesto a seguir mis instrucciones a fin de obtenerla en cantidad suficiente para librarla nuevamente al comercio. Ya vislumbro el proceso histórico de este producto. En 1820, Kestner utilizó tártaro de Nápoles, según lo publicó, y efectuó seguramente las operaciones con un tártaro sin refinar. He ahí el secreto.
«¿Será cierto que, como acabo de decirte, el ácido racémico se pierde En la operación previa a que se someten los tártaros? Así lo creo; mas es preciso probarlo. En Trieste y Venecia hay dos refinerías de tártaro cuyas señas tengo y para cuyos dueños conseguiré cartas de presentación. Allí examinaré, sí encuentro un laboratorio, los residuos de la refinación, indagaré la procedencia exacta de los tártaros empleados en esas ciudades, y me procuraré algunos kilogramos para estudiarlos detenidamente en Francia ... »
«Dresde, 22 de setiembre de 1852... Llegué por la noche y tuve que esperar hasta el día siguiente para hacer visar mi pasaporte; por esta razón no podré partir para Freiberg, sino después de las 7 de la tarde. Para aprovechar el tiempo, visité la capital de Sajonia, y te aseguro que vi cosas admirables; entre otras, un hermoso museo de pinturas de los mejores maestros de todas las escuelas. Pasé cuatro largas horas en esas galerías y me entretuve en anotar en mi cuaderno los cuadros que más me gustaban. A los que atraían mi atención les ponía una cruz y, después, otro y otro, hasta cuatro, según vibraba el diapasón de mi entusiasmo.
Visité también lo que aquí llaman la sala de la bóveda verde: colección de objetos de arte, alhajas y piedras preciosas, única en el mundo ... y después las iglesias, los paseos y los admirables puentes sobre el Elba .. .
«A las 7 partiré, pues, para Freiberg ... »
«Freiberg, 23 de setiembre de 1852... Al llegar aquí, mi amor por los cristales me condujo primeramente a casa del sabio profesor de mineralogía Breithaupt, que me recibió como no se estila en Francia. Después de conversar brevemente, el señor Breithaupt pasó a una habitación contigua y regresó vestido de negro y llevando tres condecoraciones en la solapa. Me dijo que me presentaría al superintendente fabril, barón de Beust, a fin de conseguir permiso para visitar las fábricas ... Luego me hizo dar un paseo y me habló sin cesar de cristales .. .
«P. S. Cuéntale a M. Biot de qué manera fui recibido. Esto le causará gran placer».
«Viena, 27 de setiembre de 1852. — Ayer lunes, visité por la mañana a diversas personas y me enteré que, por desgracia, el profesor Schrotter y el fabricante de ácido tártrico Seybel se hallan en Wiesbaden asistiendo a un congreso científico. El negociante señor Miller, para quien tenía una carta de recomendación, tuvo la gentileza de solicitar al apoderado del señor Seybel un permiso especial para que me dejara visitar la fábrica, aun en su ausencia. Mas éste, alegando carecer de autorización, denegó la demanda. No me di por vencido y, después de conseguir las señas de varios profesores de Viena, tuve la fortuna de dar con el señor Redtenbacher, muy conocido en los centros científicos, que se mostró más atento de lo que podría expresártelo. A las 6 de la mañana ya estaba aguardándome en el hotel donde me alojo, y a las 7 fuimos en tren a la fábrica de Seybel, poco distante de Viena. Nos recibió el químico de la misma, que puso reparos en introducirnos al santuario. Después de numerosas preguntas llegamos a la conclusión que el ácido racémico había aparecido allí el invierno pasado ... Obtuve informaciones muy interesantes, pues la fábrica emplea tártaro bruto desde hace años. Salí de allí muy contento.
«Hay en Viena otra fábrica de ácido tártrico que también visitamos. Por conducto del señor Redtenbacher repetí el rosario de mis preguntas; pero allí nada habían visto. Rogué que me permitieran observar los productos y encontré un tonel con ácido tártrico cristalizado en el que creí percibir la famosa sustancia, depositada en la superficie de los cristales. Un ensayo previo, realizado en la misma fábrica con tubos de vidrio, malos y sucios, confirmó mis sospechas. Poco después, en el laboratorio del señor Redtenbacher, las sospechas se convirtieron en certidumbre. Comimos en familia... y volvimos a la fábrica, donde nos comunicaron que ese mismo día se había presentado en el proceso de la fabricación —casualidad verdaderamente milagrosa— un inconveniente que no sabían cómo subsanar. Una sustancia desconocida entorpecía los trabajos, a pesar de hallarse en pequeña cantidad; seguramente era ácido racémico, que ellos confundían con sulfato de potasio. Quisiera poder contarte con más detalles las peripecias de esta jornada.
«Tendría que salir de Viena esta tarde, pero, como comprenderás, me quedaré hasta dilucidar este asunto. En el laboratorio tenemos ya tres productos distintos de la fábrica. Mañana o pasado mañana, a más tardar, sabré a qué atenerme .. .
«Sin duda recordarás que os dije, a ti y a M. Dumas, que la primera operación a que se somete el tártaro en algunas fábricas, le hace perder todo, o casi todo, el ácido racémico que contiene. Pues bien, hace solamente dos años que las dos fábricas de Viena utilizan tártaro bruto y hace precisamente dos años que apareció, en una, el supuesto sulfato de potasio, y en otra, el supuesto sulfato de magnesio «en la fábrica del señor Seybel confundieron con sulfato de magnesio los cristales de ácido racémico».
«En resumen, he aquí los resultados obtenidos:
El tártaro de Nápoles contiene ácido racémico.
El tártaro de Austria «alrededores de Viena» contiene ácido racémico.
El tártaro de Hungría, Croacia y Carniole contiene ácido racémico.
El tártaro de Nápoles, aun después de refinado, contiene notablemente más ácido racémico que los tártaros de Austria y Hungría, los cuales lo tienen únicamente cuando no han sido refinados.
«Ahora creo que también encontraré ácido racémico, aunque en poca cantidad, en los tártaros de Francia. La presencia de este ácido no ha sido aún puesta en evidencia, porque se ignoran o se conocen mal los detalles de la fabricación tártrica y no se toman precauciones para hacerlo aparecer o para conservarlo.
«Ya ves, querida María, cuán útil ha sido mi viaje ... »
«Viena, 30 de setiembre de 1852. —No iré a Trieste. Esta noche parto para Praga».
«Praga, 1 de octubre. — Tengo otra noticia. Después de llegar y de hospedarme en el hotel de Inglaterra, almorcé y fui a casa del señor Rochleder, profesor de química, que había de servirme de introductor en casa del fabricante. Me dirigí al químico del establecimiento, doctor Rassmann, para el cual tenía una carta del señor Redtenbacher, su antiguo maestro, en la que estaban formuladas las preguntas que acostumbro hacer a los fabricantes de ácido tártrico.
«Tan pronto como el doctor Rassmann se enteró de su contenido me dijo: «Obtengo ácido racémico desde hace mucho tiempo. La Sociedad de Farmacia de Francia ha instituido un premio para quien consiga fabricarlo. Es un producto que obtenemos normalmente en nuestra fábrica, cuando empleamos ácido tártrico». Le estreché afectuosamente la mano y le hice repetir lo que acababa de informarme. Luego le dije: Ha hecho usted un importantísimo descubrimiento químico, cuya importancia quizá no aprecia tanto como yo. Permítame decirle, por lo tanto, que, de acuerdo con mis ideas, ese descubrimiento es imposible. No le pido que me revele su secreto; esperaré su publicación con suma impaciencia. Entre tanto, concretemos: Usted toma un kilo de ácido tártrico puro y obtiene con él ácido racémico.
«Sí —me contestó—, pero todavía...
«Y como le costaba trabajo expresarse, yo agregué:
«Pero todavía el asunto está rodeado de grandes dificultades. «Sí, señor.
... ¡Dios mío! ¡Qué gran descubrimiento, si es cierto que ha realizado lo que me ha dicho! Pero, no; es imposible. Habría que salvar un abismo y la química es todavía demasiado joven para ello».
Segunda carta, misma fecha. — «El doctor Rassmann está equivocado .., pues no ha obtenido ácido racémico del ácido tártrico puro.
Con poca diferencia, hace lo mismo que el señor Fikentscher y los fabricantes vieneses; esto confirma la opinión que le expresé por carta a M. Dumas hace pocos días».
En esa carta, y también en otra dirigida a Biot, Pasteur indicaba que el ácido racémico se formaba, en mayor o menor cantidad, en las aguas-madres resultantes de la purificación de los tártaros brutos. «Por fin puedo regresar a Francia —escribió a su esposa desde Leipzig—; lo necesito: me siento muy cansado».
En un artículo publicado por el periódico La Verdad sobre este viaje lleno de peripecias encontrábase una frase que divirtió a todos y a Pasteur en particular: «Jamás se persiguió tesoro o belleza con más ahínco y a lo largo de tantos caminos». Mas el héroe de estas aventuras científicas no estaba satisfecho, y seguía pensando en lo que quedaba por hacer y parecía imposible: obtener ácido racémico del ácido tártrico puro. Sin duda, Pasteur apreciaba la importancia de haber previsto la correlación entre la hemiedría no superponible de los cristales y el poder rotatorio; haber desdoblado el ácido racémico inactivo en dos ácidos activos de igual poder rotatorio, aunque de sentido contrario; y haber descubierto que el ácido racémico se encontraba en las aguas-madres de cristalización..., pero nada de esto le satisfacía y seguía preguntándose si podría obtener ácido racémico del ácido tártrico puro.
Tal como le había escrito al optimista doctor Rassmann, Pasteur no creía que esa trasformación fuese posible. No obstante, a fuerza de pacientes ensayos y tentativas ingeniosas, un día creyó haber conseguido su propósito. Escribió a su padre: «Espero que pronto he de hacer un brillante descubrimiento; sin embargo, es tan extraordinario el resultado esperado, que me parece imposible».
Comunicó esta esperanza a Biot y a Senarmont, mas éstos parecieron dudar. «Le recomiendo que guarde silencio —escribióle Senarmont- hasta que esté seguro y pueda decir: Obtengo artificialmente ácido racémico por transformación del ácido tártrico, cuya pureza he verificado personalmente; el ácido artificial puede separarse, como el natural, en dos equivalentes iguales de ácido tártrico derecho e izquierdo; los dos ácidos poseen igual forma, iguales propiedades ópticas e iguales propiedades químicas que los correspondientes obtenidos del ácido racémico natural. No crea que yo pretenda molestarlo con sutilezas de mala ley. Los escrúpulos que tengo con usted los tendría conmigo mismo. Es preciso asegurarse mucho en asuntos como éste».
Pero Senarmont se mostraba menos reservado con Biot, pues consideraba resuelto el problema. Biot, prudente y temeroso, escribió a su vez a Pasteur el 27 de mayo de 1853: «El afecto que Senarmont le profesa por sus condiciones morales, su perseverancia y sus trabajos, le hará desear que usted haga prodigios quizá irrealizables. La amistad que yo le tengo me hace ser menos impaciente en mis esperanzas y más severo en mis suposiciones. De todas maneras, no tenga reservas para él y confíe tan plenamente en su amistad como en la mía. No tenga reparo en hacerlo, pues no conozco carácter más firme que el suyo. He dicho y repetido varias veces a Senarmont que me siento feliz por el afecto que le profesa. En él encontrará al menos, cuando yo muera, un hombre que le quiera y le comprenda. Adiós. Por hoy lo he sermoneado suficientemente: hay que tener 80 años, como yo, para hacer tan extensas homilías; pero, por fortuna, usted está habituado y no se molesta por ellas».
Por fin, el 1 de junio, Pasteur escribió a su padre anunciándole el hecho capital: «Mi querido padre; acabo de dirigir el siguiente telegrama: «Señor Biot, Colegio de Francia, París. Transformo ácido tártrico en acido racémico. Sírvase comunicarlo a señores Dumas, Senarmont ».
«He aquí, pues, el famoso ácido racémico (que busqué hasta en Viena), preparado artificialmente por transformación del ácido tártrico. Durante mucho tiempo creí en la imposibilidad de la transformación. Este descubrimiento tendrá insospechadas consecuencias».
Al día siguiente, Biot le contestó: «Lo felicito. Su descubrimiento es ahora completo. M. de Senarmont se alegrará como yo. Haga partícipe a su esposa de la mitad de las felicitaciones que le envío. Ella estará, seguramente, tan contenta como usted».
Pasteur había conseguido transformar ácido tártrico en racémico, calentando tartrato de cinconina a temperatura elevada, durante varias horas. Sin entrar en detalles técnicos (pueden hallarse en el informe elevado por la Sociedad de Farmacia de París, con motivo del premio que le otorgó en 1853 por haber obtenido artificialmente ácido racémico), es necesario agregar que Pasteur había obtenido también ácido tártrico neutro (es decir, indiferente a la luz polarizada) formado a expensas del ácido racémico ya obtenido. Con esto, la química conocía cuatro ácidos tártricos: el derecho, el izquierdo, el racémico (formado por la combinación de los anteriores) y el neutro o inactivo.
También los anales de la Academia de Ciencias conservan el detalle de otros descubrimientos ocasionales de Pasteur y de las diversas investigaciones que completaron la historia del descubrimiento del ácido racémico. Quien consulte esos anales se enterará que el ácido aspártico motivó un viaje repentino de Pasteur, de Estrasburgo a Vendôme. El químico Dessaignes que, al tiempo de desempeñar funciones de recaudador municipal de esta ciudad, estudiaba, con rara perseverancia y por amor a la ciencia, la constitución de diversas sustancias orgánicas, había anunciado un hecho referente a este ácido, cuya inexactitud Pasteur demostró.
La sesión de la Academia de Ciencias del 3 de enero de 1853, fue dedicada casi por completo a la personalidad y a la obra cada vez más importante de Pasteur.
Al terminar estos trabajos, regresó a Arbois llevando en la solapa la cinta de caballero de la Legión de Honor. Aunque la obtuvo de distinta manera que su padre, él también la había merecido. José Pasteur, con su natural modestia, gustoso hubiera parafraseado así el verso de Racine:
Y yo, padre desconocido de hijo tan glorioso.
El padre de Pasteur escribió a Biot efusivamente, porque el viejo sabio había intervenido en este acto de justicia. Biot contestó con una carta que termina de retratarlo moralmente y muestra la elevada idea que tenía de la carrera científica: «Señor: su bondadoso corazón magnifica indebidamente la participación que yo he tenido en este asunto.
Los descubrimientos de su digno y excelente hijo, su dedicación a la ciencia, su infatigable perseverancia en el trabajo, el cuidado concienzudo que pone en el cumplimiento de sus deberes, eran méritos que hacían superfluo el solicitar lo que él merecía desde mucho tiempo atrás. Hubiérase perjudicado la Institución misma, si se hubiese demorado más en comprenderlo así y, al expresarlo abiertamente, tuve la dicha de saber que al fin se repararía un olvido demasiado prolongado. Y, como conocía sus sentimientos paternales, se avivaron mis deseos de que le rindieran justicia. Permítame agregar, no obstante, a fin de tranquilizarlo por completo, que, en nuestra profesión, el verdadero mérito no depende afortunadamente sino de nosotros mismos y no del favor o de la indiferencia de un ministro. En la posición en que se encuentra su hijo, su reputación aumentará por sus propios trabajos, sin necesidad de apoyos, y la estimación que éstos le granjearán, le será otorgada unánimemente, y sin apelación, por el gran jurado de los sabios del mundo, que forman un tribunal siempre justo, del cual dependemos exclusivamente. Permítame unir a mis felicitaciones la expresión de la estima y del cordial afecto que usted me inspira».
De regreso en Estrasburgo, Pasteur ocupó una casa de la calle des Couples, para él muy conveniente, porque distaba poco de la Academia y, por lo tanto, de un laboratorio: primera condición para su dicha. La casa tenía patio y jardín, en el que sus hijos podían jugar mientras él trabajaba. Planeando numerosas experiencias pasaba por un período de encantamiento en el que, según decía, «el espíritu de invención» le sugería diariamente nuevos trabajos.
La vecindad de Alemania —que podía compararse en aquel tiempo a una colmena llena de abejas laboriosas— provocaba fecunda rivalidad en la tan francesa Facultad de Estrasburgo.
Pero faltaban los medios materiales. Por eso, cuando Pasteur recibió los 1500 francos del premio otorgado por la Sociedad de Farmacia, empleó la mitad en comprar instrumentos para el laboratorio de Estrasburgo, cuya dotación no alcanzaba para adquirirlos. Los recursos que el Estado ponía a disposición de Pasteur para hacer frente a las exigencias del curso de química sumaban 1200 francos, para «gastos de enseñanza», y no incluían el salario del sirviente del laboratorio, que él tenía que pagar de su peculio. Mejor pertrechado, gracias a su premio, retornó al estudio de sus cristales.
Una de las experiencias más interesantes que solía hacer consistía en tomar un cristal octaédrico, mutilarlo en algunas partes y sumergirlo nuevamente en el agua-madre en que había cristalizado. Poco después, iniciábase un proceso muy activo en la parte mutilada, y el cristal aumentaba de tamaño, debido al depósito de partículas cristalinas en la superficie. Al cabo de algunas horas recuperaba su forma primitiva. La cicatrización de las heridas, decía, puede compararse con este fenómeno físico. Tiempo después, Claudio Bernard, atraído por esas experiencias, las mencionó elogiosamente: «Esos fenómenos de reconstrucción y reintegración cristalinas se parecen en todo a los que se efectúan en las heridas de los seres vivos. Tanto en los cristales como en los animales la parte dañada cicatriza y recupera paulatinamente la forma primitiva; en ambos casos, el proceso de reconstrucción es mucho más activo en la parte dañada, que en las partes que se hallan en condiciones evolutivas ordinarias». Así columbraban estos dos grandes espíritus las afinidades escondidas en ciertos fenómenos aparentemente inconexos.
La vinculación inesperada de otras ideas similares llevó a Pasteur, en esa época, a las más elevadas especulaciones. ¡Con qué entusiasmo hablaba de la disimetría molecular! La veía en todo el Universo. Como consecuencia directa de sus estudios sobre disimetría nació, veinte años después, una nueva ciencia llamada estereoquímica, es decir, la química en el espacio. Cierto día, al considerar que una gran causa cósmica debía influir en la disimetría molecular, dijo:
«El Universo es un conjunto disimétrico. En este orden de ideas, me veo precisado a admitir que la Vida, tal como se nos manifiesta, es función de la disimetría universal o derivada de ella. El Universo es disimétrico, pues sí colocáramos un espejo delante del conjunto de cuerpos que componen el sistema solar, con sus movimientos propios, la imagen que se obtendría no podría superponerse al sistema real. Hasta el movimiento de la luz solar es disimétrico: un rayo luminoso jamás incide en línea recta, ni en reposo, sobre la hoja donde la vida vegetal elabora materia orgánica. El magnetismo terrestre, la oposición de los polos norte y sur de un imán, la oposición de las electricidades positiva y negativa, son resultado de acciones y movimientos disimétricos». «La Vida» —proseguía— está regida por acciones disimétricas. Llego hasta presentir que, en su estructura y en las formas exteriores, las especies son fundamentalmente funciones de la disimetría cósmica».
Llegó hasta aceptar la clasificación de las sustancias en dos grupos diferentes: de un lado, las sustancias minerales y artificiales; del otro, las formadas bajo cierta influencia vital. Pero no creía en lo absoluto de esta separación y tenía el cuidado de agregar: «Esta es una clasificación de hecho que no obedece a ningún principio absoluto». Puesto que la naturaleza elabora los principios inmediatos a la vida con auxilio de fuerzas disimétricas. Pasteur deseaba que los químicos imitaran a la naturaleza, y rompiendo con los métodos basados en el empleo de fuerzas simétricas, hicieran actuar fuerzas disimétricas durante la producción de fenómenos químicos. El mismo, después de emplear potentes imanes, guiado por la idea de provocar con ellos disimetría en la forma de los cristales, hizo construir un mecanismo de relojería, con el cual mantenía una planta en continuo movimiento rotatorio, primero en un sentido y luego en otro. Llevó sus ensayos hasta el punto de intentar que una planta se desarrollara, desde su germinación, bajo la acción de rayos solares invertidos mediante un espejo conducido por un helióstato. Pero Biot le escribió: «quisiera apartarlo de los ensayos que realiza sobre la influencia del magnetismo en la vegetación. M. de Senarmont piensa como yo al respecto. En primer lugar, gastará usted buena parte de su dinero, si no todo, en la adquisición de aparatos cuyo manejo no le es familiar, y obtendrá resultados por demás problemáticos. En segundo lugar, esto le apartará de la senda tan fecunda de sus estudios experimentales que con tanto éxito ha seguido hasta ahora; todavía le queda mucho por hacer antes de pasar de lo certero a lo problemático».
«Luis se preocupa quizá demasiado con esas experiencias —escribía a su suegro la esposa de Pasteur—. Usted no ignora que, si tiene éxito con los experimentos que ha emprendido este año, tendremos un nuevo Newton o un nuevo Galileo».
Pero el éxito no llegó. «Mis estudios marchan mal —escribía Pasteur el 30 de diciembre—. Temo fracasar en casi todos los ensayos de este año; si así sucede no podré presentar ningún trabajo importante a fines del año próximo. Esperemos, sin embargo. Hay que ser algo insensato para emprender lo que yo he emprendido».
Mientras se agitaba entre esos vastos proyectos, una experiencia le interesó profundamente, aunque no pasaba de ser una mera curiosidad de laboratorio. Recordando, tiempo después, cómo sus primeras investigaciones le había conducido a estudiar los fermentos, dijo: «Sí se coloca en condiciones normales de fermentación una de las sales del ácido racémico (por ejemplo, el paratartrato o racemato de amonio), fermenta únicamente la sal del ácido tártrico derecho, mientras que la otra sal permanece inalterable en el líquido. Este es el mejor procedimiento para obtener ácido tártrico izquierdo, dicho sea de paso. ¿Por qué fermenta únicamente la sal del ácido tártrico derecho? Porque los fermentos que producen esta fermentación se nutren más fácilmente de las moléculas derechas que de las moléculas izquierdas».
Mucho tiempo después en una conferencia pronunciada en la Sociedad de Química de París, dijo: «He conseguido hacer germinar simientes de penicillium glaucum — moho que se encuentra en todas partes— en ceniza y en la superficie de cristales de ácido paratártrico, y he comprobado que el ácido tártrico izquierdo aparecía posteriormente... ».
En estas dos experiencias le sorprendió que, en un fenómeno de índole fisiológica, la disimetría molecular de las materias orgánicas modificara la afinidad química.
En el preciso momento en que sus observaciones lo conducían al estudio del fenómeno de la fermentación, fue enviado a una comarca cuya industria estimularía sus nuevas investigaciones.

CAPÍTULO 4
1855 – 1859

Pasteur, decano de la nueva Facultad de Ciencias de Lila; su enseñanza. — Primeros estudios de las fermentaciones. — Primera candidatura a la Academia de Ciencias; informe de Senarmont sobre los trabajos de Pasteur. — Fermentación láctica. — Pasteur administrador de la Escuela Normal. — Fermentación alcohólica. — Muerte de la hija mayor de Pasteur.
En setiembre de 1854, Pasteur fue nombrado decano y profesor de la nueva Facultad de Ciencias de Lila. Por ese motivo el ministro de Instrucción Pública, M. Fortoul, le dirigió una carta en la que le expresaba sus congratulaciones y le hacía, al mismo tiempo, solemnes indicaciones administrativas:
«No necesito decirle cuán importante es que esa nueva Facultad de Ciencias tenga éxito en la ciudad de mayor actividad industrial del norte de Francia. Al encomendarle su dirección le demuestro claramente la confianza que he depositado en usted».
El edificio de la Facultad había sido construido en la calle des Fleurs, a expensas de la ciudad. En su discurso inaugural, pronunciado el 7 de diciembre de 1854, el joven decano expresó su entusiasmo por el decreto imperial del 22 de agosto que introducía dos oportunas innovaciones en las Facultades de Ciencias, consistentes en la creación de un nuevo diploma y en permitir la entrada a los alumnos mediante el pago anual de una suma reducida, para que repitieran individualmente las principales experiencias efectuadas en clase. Después de cursar dos años de estudios teóricos y prácticos, los que seguirían la carrera industrial, obtendrían un diploma especial y serían contratados de contramaestres o jefes de taller. Contento ante la perspectiva de realizar obra útil en una comarca dedicada a la fabricación de alcohol y de atraer numerosos oyentes a la Facultad, Pasteur dijo, para animar hasta a los más indolentes:
«¿Habrá en vuestras familias algún joven cuyo interés por el estudio no se despierte en cuanto aprenda a fabricar azúcar de las papas; alcohol del azúcar, del alcohol éter y vinagre? ¿Que no se sentirá contento de comunicar a su familia que sabe manejar un telégrafo eléctrico?
Podéis estar seguros que los conocimiento adquiridos prácticamente no se olvidan fácilmente, como no se olvidaría la geografía enseñada por medio de viajes, pues la memoria conserva los detalles de los lugares recorridos y visitados. De manera análoga, nadie olvida la composición del aire respirable después de haberlo analizado y haber conocido las admirables propiedades de los elementos que lo constituyen».
Expresó el deseo de ser personalmente útil a los hijos de los industriales de la comarca y puso el laboratorio a su disposición. Después habló elocuentemente de la importancia de la enseñanza teórica:
«Sin la teoría —dijo— la práctica no es más que rutina adquirida por hábito. Sólo la teoría puede despertar y mantener despierto el espíritu de invención. A vosotros incumbe combatir la opinión de las mentes estrechas que desdeñan los conocimientos científicos que no son de inmediata aplicación. Cierta vez alguien preguntó a Franklin, que asistía a la primera demostración de un descubrimiento teórico: «Pero, ¿para qué sirve eso?», a lo que Franklin contestó ingeniosamente: «¿Y para qué sirve un niño que acaba de nacer?». Es evidente: ¿sirve para algo el niño que acaba de nacer? Sin embargo, en la más tierna infancia existen ya los gérmenes desconocidos de las facultades que habrán de caracterizarlo cuando sea hombre. En los niñitos de pecho, en esos tiernos seres que un soplo podría derribar, preexisten sabios, magistrados y héroes quizás tan valientes como los que hoy se cubren de gloria al pie de los muros de Sebastopol. Así preexisten, en nosotros, las facultades apropiadas para los descubrimientos científicos. Ellas despiertan en nosotros esperanza; mas si las cultiváis y las dejáis crecer, ya veréis lo que resulta de ellas.
«¿Sabéis cuándo fue inventado el telégrafo eléctrico, esa maravillosa aplicación de la ciencia moderna? En el año memorable de 1822, Oersted, físico danés, tenía en las manos un alambre de cobre, unido por sus extremos a los dos polos de una pila de Volta. Sobre la mesa hallábase una aguja imantada, movible sobre un eje vertical. De pronto vio —quizá diréis que por casualidad; aunque no debéis olvidar que, en el campo de la observación, la casualidad sólo favorece a los espíritus preparados— que la aguja tomaba distinta posición de la que determinaba el magnetismo terrestre. La corriente eléctrica hace desviar una aguja imantada de su posición primitiva. He ahí el origen del telégrafo actual. ¡Sin duda el interlocutor de Franklin se hubiese preguntado, al ver que se movía la aguja imantada: «Pero, ¿para qué sirve eso?»! No obstante, ese descubrimiento teórico originó, 20 años después, el telégrafo eléctrico, aplicación casi sobrenatural de la teoría».
El pequeño anfiteatro donde Pasteur dictaba clases de química se hizo prontamente célebre en los círculos estudiantiles. Había corregido ya los defectos de exposición que tenía en Dijón y Estrasburgo. Estaba seguro de sí mismo; la exposición era perfecta, así como la coordinación de las ideas y el empleo de vocablos adecuados. Hacía pocas experiencias de cátedra, pero las que realizaba eran decisivas. Esforzábase por poner en evidencia cuánto éstas sugerían. Sus alumnos salían encantados de clase, aunque sin percatarse del esfuerzo que exigían esas lecciones tan sencillas en apariencia. Pasteur las preparaba concienzudamente, valiéndose de apuntes que luego compendiaba en un sumario. Terminada la clase, subía a su aposento, situado arriba del laboratorio, y guardaba cuidadosamente en una carpeta el resumen de la lección del día. Así se ha conservado el esbozo de todo ese trabajo. Mas ¿quién acertaría a describir su vida diaria, su mirada, sus ademanes convincentes y el tono persuasivo y grave de su voz?
Algunos meses después el ministro escribió al rector, M. Guillemin, expresándole su satisfacción por la buena marcha de la Facultad de Ciencias de Lila «que debe a la eficaz, brillante y sólida enseñanza de ese hábil profesor el poder rivalizar ya con las más florecientes Facultades». Pero el ministro creyó necesario agregar esta advertencia oficial:
«No obstante, es preciso que M. Pasteur esté siempre en guardia contra la poderosa atracción de su amor a la ciencia y que no olvide que, a pesar de mantener el carácter teórico de la enseñanza, debe prestar mucha atención a las aplicaciones prácticas relacionadas con las necesidades reales de la región, a fin de obtener resultados provechosos y extender la beneficiosa influencia de la Facultad».
Al año de haberse inaugurado la Facultad, Pasteur escribía a Chappuis:
«Nuestros cursos están siempre muy concurridos. A mis clases, que son las más concurridas, asisten de 250 a 300 personas, y hay 21 alumnos inscriptos en el curso práctico de manipulaciones y conferencias. Creo que Lila será, al igual que el año pasado, la que cuente con más alumnos en estas clases prácticas; según me informan, en Lion hay solamente 8 inscriptos».
Aventajar a Lion significaba un verdadero éxito.
«Causa placer ver cómo todos se empeñan —escribía a su amigo a comienzos de enero de 1856—: cuatro profesores, especialmente, se han tomado la molestia de remitir sus lecciones, manuscritas y compaginadas por ellos mismos, a un impresor que las autografiará, este tiene ya 120 suscriptores para el Curso de mecánica aplicada, del cual piensa tirar 400 ejemplares. Por fortuna, nuestro local está terminado; es muy hermoso y amplío, pero pronto resultará insuficiente por el incremento de la enseñanza práctica... Estamos muy bien instalados en el primer piso y por fin dispongo de lo que siempre he anhelado; un laboratorio al que puedo ir en cualquier momento del día. Está en la planta baja. Algunas noches el gas queda encendido y, mientras duermo, las operaciones siguen su curso. Así procuro recuperar parte del tiempo que debo dedicar a la dirección de los trabajos tan múltiples hoy en nuestras Facultades. Además, soy miembro de dos sociedades muy activas y, a propuesta del Consejo General, me han encomendado la fiscalización de los abonos para el departamento del Norte, tarea considerable en esta rica región agrícola, que acepté de inmediato para popularizar y acrecentar la influencia de nuestra naciente Facultad.
«No temas que mi actividad actual me aleje de mis tan queridos estudios. No los abandonaré y espero que lo ya realizado progrese sin mi ayuda, aunque con el auxilio del tiempo, que acrecienta por sí solo lo que es fecundo.
«Trabajemos, pues; esto es lo único que entretiene. Esta frase es de M. Biot, a quien podemos remitirnos. Seguramente conocerás la actitud que le cupo en la gran discusión suscitada en la Academia de Ciencias. Estuvo magnífico por su serenidad, por las elevadas razones y por el ímpetu juvenil que tiene a pesar de sus ochenta y cuatro años».
Si se estudiara la obra científica de Pasteur, carecería de importancia conocer cómo desempeñaba las funciones de decano. Pero el objeto de este libro es mostrarlo tal cual era en todas las circunstancias de la vida y en el cumplimiento de sus deberes. Debe mencionarse de él hasta el detalle más nimio. A pesar de serle penoso abandonar su laboratorio fuera de las horas que disponía para sí, el joven decano mostraba su celo haciendo visitar a sus alumnos las fábricas y fundiciones de Aniche, Denain, Corbhem, Valenciennes y Saint Omer.
En julio de 1856, planeó una excursión de estudio a Bélgica y les hizo conocer establecimientos fabriles, altos hornos y talleres metalúrgicos. En todas partes su insaciable curiosidad se revelaba en constantes preguntas. Complacíase en despertar en esos jóvenes el deseo de adquirir nuevos conocimientos. Todos tornaban al trabajo con renovado entusiasmo y, algunos, con el fuego sagrado, como él solía decir.
La frase de su discurso de Lila: «En el campo de la observación, la casualidad sólo favorece a los espíritus preparados», érale particularmente aplicable. En 1856, un industrial de Lila, M. Bigo, que había tropezado con serios inconvenientes en la obtención de alcohol de remolacha, acudió al joven decano en busca de consejo. La perspectiva de ser útil indujo a Pasteur a ocuparse en este asunto; además, podría observar minuciosamente los fenómenos de la fermentación que tanto le interesaban, y comunicar el resultado de sus observaciones a los numerosos oyentes que se apiñaban, para oírle, en el estrecho anfiteatro de la Facultad. Casi diariamente iba a la fábrica de M. Bigo y, de regreso en laboratorio —en el que disponía únicamente de un microscopio de estudiante y una mezquina estufa a carbón— examinaba los glóbulos del líquido en fermentación y comparaba el jugo de remolacha filtrado con el jugo sin filtrar. Luego se entregaba a conjeturas estimuladoras que no abandonaba hasta comprobar su exactitud. En la nota en que la víspera había consignado una hipótesis que no se había verificado, escribía: Error; Erróneo; No. Tratábase a sí mismo como a adversario implacable y su ardiente imaginación contrastaba con su paciencia para observar; cualidades contrapuestas, ora impetuosas, ora tranquilas.
El hijo de M. Bigo, que trabajaba en el laboratorio, ha compendiado en una carta los motivos que decidieron a Pasteur a estudiar las fermentaciones, en general, y la fermentación alcohólica, en particular:
«Pasteur había observado al microscopio que los glóbulos eran redondos, cuando la fermentación era normal; que se alargaban, cuando principiaba la alteración del líquido; y que llegaban al máximo alargamiento cuando la fermentación se tornaba láctica. De ello resultó un sencillísimo procedimiento, que nos sirvió para vigilar el proceso de la fermentación y evitar los inconvenientes que antes se suscitaban. He tenido la fortuna de compartir en varias ocasiones los entusiasmos y desfallecimientos de un gran sabio».
M. Bigo recordaba, por su parte, el programa de las experiencias, las observaciones registradas y el intento de Pasteur de explicar los contratiempos de la destilería, admitiendo una causa general, propia de todas las fermentaciones.
Pasteur hallábase en vísperas de realizar un descubrimiento cuyas consecuencias habrían de revolucionar la química. Durante meses y meses cuidó celosamente de no incurrir en error.
Para apreciar la importancia de las ideas que se difundieron desde su pequeño laboratorio y estimar el esfuerzo necesario para convertir una teoría en doctrina, es preciso conocer las ideas sobre las fermentaciones entonces imperantes. Todo había sido tinieblas antes que el físico Cagniard Latour, al estudiar en 1836 el fermento denominado levadura, que se halla en las cubas de fermentación del mosto de cerveza, observó que estaba constituido por células «que se reproducen por brotes y actúan sobre el azúcar por efecto de su vegetación». Simultáneamente, el doctor alemán Schwann hizo análogas observaciones. Pero, como esto pareció un fenómeno sin similares, la observación de Cagniard Latour fue tenida tan sólo por hecho curioso en la historia de las fermentaciones.
Sabios de la talla de J. B. Dumas manifestaban que era posible sacar algunas conclusiones de la observación de Cagniard Latour, pero emitían esta idea con tanta cautela, que Anglada —autor muy conocido en Montpellier— decía, en 1853, en su libro sobre el contagio:
«Para M. Dumas, la fermentación es un fenómeno extraño y oscuro que origina fenómenos cuyo conocimiento apenas vislumbramos. Opinión tan autorizada debería desanimar a los que intentan explicar los fenómenos del contagio, comparándolos con los de la fermentación. ¿Qué se gana con explicar los unos con los otros, si ambos son igualmente misteriosos?».
El epíteto oscuro lo empleaban todos los autores y Claudio Bernard se sirvió de él, al hablar incidentalmente de estos fenómenos, el 14 de marzo de 1856.
También Pasteur había escrito cuatro meses antes, en un resumen de clase sobre la fermentación: «En qué consiste la fermentación. Carácter misterioso del fenómeno. Hablar del ácido láctico». ¿Habló en esa lección de sus proyectos de experiencia y del misterio que se prometía develar?. Es probable que no adelantara la menor confidencia y se dijera: Esperemos un año todavía.
Berzelius y Liebig había emitido teorías universalmente aceptadas. Para el químico sueco Berzelius, la fermentación era provocada por acción de contacto, en la que actuaba una fuerza catalítica. Las células que Cagniard Latour había observado, eran, para él, «un elemento inherente a los vegetales, que precipita durante la fermentación de la cerveza, y una forma análoga a la más simple de la vida vegetal; pero la forma solamente no constituye la vida». Para el químico alemán Liebig, la descomposición química de las fermentaciones debíase a un fenómeno de influencia: el fermento, sustancia orgánica muy alterable, desmoronaba, al descomponerse, el edificio molecular de la materia fermentable. La levadura muerta, al alterarse, actuaba sobre el azúcar, descomponiéndolo. Estas teorías se hallaban en todos los libros de química de la época y eran generalmente aceptadas.
Una vacancia en la Academia de Ciencias alejó momentáneamente a Pasteur de sus estudios y le obligó a ir a París. Biot, Dumas, Balard y Senarmont le instaban a presentar su candidatura a la Sección de Mineralogía; pero él pensaba que carecía de títulos para ello. Así como se sentía seguro cuando trataba de convencer a sus interlocutores o interesar a un auditorio sobre sus trabajos cristalográficos (premiados por la Sociedad Real de Londres con la gran medalla Rumford) mostrábase inhábil en las gestiones y cabildeos. Habiendo iniciado la campaña de solicitaciones, que él llamaba «oficio villano», interrumpió momentáneamente las gestiones para asistir, el 5 de febrero de 1857, a la recepción de Biot en la Academia Francesa.
Miembro de la Academia de Ciencias desde hacía 54 años, Biot había llegado a ser el decano del Instituto de Francia. En su discurso de recepción, usó lo del derecho que otorga la edad y distribuyó consejos que Pasteur aplaudió, perdido en el auditorio. Tranquilo e irónico, dirigió este epigrama a los hombres de ciencia que desdeñan la literatura: «Nunca se ha podido advertir que fueran más sabios por ser menos literatos». Terminó el discurso con algunas reflexiones parecidas a las que había hecho en su última carta al padre de Pasteur, y se dirigió a los que se consagraban a la ciencia pura, impulsados por noble ambición:
«Quizá la muchedumbre ignore vuestro nombre y ni siquiera sepa que existís; pero seréis buscados y estimados por los hombres eminentes del orbe, que serán vuestros émulos y colegas en el senado universal de las inteligencias. Ellos solos tienen el derecho de asignaras el lugar que merecéis en ese senado, al que no podréis ingresar por influencia ministerial, ni por voluntad de príncipe, ni por capricho popular, y en el cual permaneceréis mientras seáis fieles a la ciencia que os otorgó tal distinción».
Biot fue recibido por Guizot, que rindió homenaje a su independencia de espíritu, a su culto a la investigación científica desinteresada y a sus valiosos consejos: «Los acontecimientos que transformaron todo en torno vuestro, no alteraron jamás la firmeza de vuestros juicios, ni la calma con que realizabais vuestros trabajos». En esa sesión académica, Biot comparó el ocaso de su vida a uno de esos bellos anocheceres de estío en los países nórdicos, en que todo parece quedar en suspenso y como envuelto en dulcísima claridad antes de cerrar la noche. Nunca discípulo alguno se asoció con más emoción que Pasteur a la última satisfacción de su anciano maestra.
En el laboratorio de Regnault le hicieron una fotografía a Biot. Está sentado, con la cabeza inclinada y como agobiado por la fatiga; sin embargo, la mirada conserva toda la vivacidad. Al ofrecérsela a Pasteur, le dijo: «Si coloca esta fotografía junto al retrato de su padre, reunirá las imágenes de dos seres que le han querido casi de igual manera».
Aprovechando un intervalo entre dos visitas de solicitación impuestas por su candidatura, Pasteur tuvo el placer de escuchar a un joven profesor, de quien todos hablaban. A este propósito escribió el 6 de marzo de 1857:
«Acabo de asistir a una clase de Rigault, en el Colegio de Francia. El aula era muy pequeña y la gente pugnaba por entrar. Salí contento de allí, porque el éxito obtenido por el conferenciante redundará en beneficio de la Universidad. No dejó nada por decir. ¡Qué honor para la Universidad! ¡Un profesor de un liceo de París que se inicia en el Colegio de Francia! Lo más notable de este curso es su finalidad, el caudal científico y las tendencias».
Pasteur prefería Rigault a Saint Marc Girardin. «¡Y Rigault se inicia!», repetía. Tras la elegante facilidad de Rigault ocultábase constantemente su severa fiscalización. Cierto día, Saint Marc Girardin lo felicitó, pero aquél le respondió: «Cuando estoy en la cátedra me ciño un justillo de acero que usted no percibe». Esta observación se ajustaba perfectamente a este espíritu, fino, ingeniosísimo, y, no obstante, sujeto, que jamás se abandonaba un instante, ni siquiera en una charla; espíritu serio que, sin embargo, se cuidaba del efecto producido. Él, que había escrito: «la vida es una obra de arte que debe plasmarse con mano hábil para gozar plenamente de las facultades del espíritu», cometió el error de forzar su organismo. Pocos meses después de esa lección, fallecía..
El entusiasmo mostrado por Pasteur en su carta, evidencia su alegría por los éxitos ajenos. No comprendía las reservas ni los recelos y, cuando observaba estos defectos en los demás, sentía estupefacción más que extrañeza. Un día, después de leer en la Academia de Ciencias un importante trabajo, escribió a su padre:
«¿Querrás creer que un profesor de química de París, que había asistido a la sesión y al que encontré poco después, no me dijo una sola palabra al respecto? Entonces recordé lo que M. Biot me dijo cierta vez: «Cuando alguien hace una comunicación y nadie le habla de ella, es porque sus colegas la encuentran buena…»
La fecha de la elección se aproximaba. Pasteur escribía el 11 de marzo: «Querido padre: mi derrota es segura». Contaba con 23 votos y eran necesarios unos 30. Mas él se resignaba buenamente, pues pensaba que su candidatura contribuiría, al menos, a hacer conocer mejor sus trabajos.
Senarmont, en el informe que presentó para la discusión de títulos, se expresó así:
«Mr. Pasteur realizó primeramente largas y minuciosas investigaciones de cristalografía experimental que le sirvieron para conocer las relaciones especialísimas y hasta entonces desconocidas existentes entre el poder rotatorio molecular —propiedad óptica medible— y ciertas características de los cristales, esto es, entre la estructura interna de los cuerpos y las particularidades externas de su forma cristalina.
«Usando un método doble de investigación cuyas leyes había descubierto, observó el fenómeno inesperado de que ciertos cuerpos químicamente idénticos, eran, sin embargo, diferentes, porque el carácter óptico y cristalográfico de unos y otros mostraba ordenaciones moleculares simétricamente inversas.
«Por inducción enteramente racional, infirió que, cuando esos cuerpos intervinieran en cualquier transformación podría distinguir dos clases de fenómenos: unos puramente químicos, dependientes de la naturaleza de las moléculas y, por lo tanto, iguales en ambos casos; y otros puramente mecánicos, dependientes de la ordenación de las moléculas y, por lo tanto, opuestos en uno y otro caso.
«El mismo método inductivo le ayudó a prever y determinar de antemano con qué sustancias especiales tenía que combinar esos cuerpos singulares para que subsistieran, en los productos, la identidad química, la oposición de la ordenación molecular y las particularidades ópticas y geométricas características o se produjera la transformación completa de todas las propiedades a la vez, con modificación simultánea de la composición química y de la estructura interna.
«M. Pasteur ha sacado estas lógicas deducciones de sus estudios cristalográficos y ha sabido asegurarlas con sendas pruebas experimentales decisivas. Ha sabido pasar, con sostenido éxito, de la concepción teórica a la experiencia demostrativa y de ésta a nuevas especulaciones; en él, la inducción lógica y la observación material se encadenan continuamente, mediante corolarios y pruebas de verificación.
«Este sistema de hechos previstos y a un tiempo realizados, constituye una doctrina en que el razonamiento y la experiencia, solidarios entre sí, se apoyan firme y constantemente. Doctrina que tiene el carácter primordial y único de las verdaderas teorías físicas, porque enseña al experimentador a prever y combinar de antemano, basándose en reducido número de caracteres cristalográficos, los agentes que provocarán, en sustancias químicamente idénticas, las similitudes o desemejanzas premeditadas».
¡Quien es ponderado así puede consolarse de su derrota en una elección! Pasteur obtuvo solamente 16 votos.
Cuando regresó a Lila reanudó su trabajo con ardoroso empeño. Siguió estudiando las fermentaciones y, en particular, la fermentación láctica. Anotaba diariamente el resultado de las experiencias; hacía observaciones al microscopio y dibujaba en un cuaderno los glóbulos y partículas que observaba. Esos glóbulos, mucho más pequeños que los de levadura de cerveza, habían escapado hasta entonces a la observación de los químicos y naturalistas, porque se confundían fácilmente con otros productos de la fermentación láctica. Después de aislar un poco de la sustancia gris producida durante la fermentación y sembrarla en un líquido especial, Pasteur conseguía provocar la fermentación láctica con caracteres bien definidos. Era evidente, pues, que esa materia organizada era el fermento. Mientras los partidarios de Liebig y Berzelius rechazaban unánimemente la hipótesis de la intervención de una función vital en las fermentaciones, Pasteur establecía que el fenómeno de la fermentación se relacionaba con la vida; y observaba que la levadura láctica se reproducía por brotes y evolucionaba de igual modo que la levadura de cerveza.
La Academia de Ciencias no fue la primera en recibir su memoria sobre la fermentación láctica, porque, contrariamente a la opinión general, Pasteur, por razones de delicadeza, la comunicó a la Sociedad Científica de Lila, en agosto de 1857; la Academia de Ciencias la conoció tres meses después. Las 15 primeras páginas relataban hechos tan curiosos como inesperados.
Después de prestar tan grandes servicios a la Facultad de Ciencias de Lila ¿cómo era posible que Pasteur pensara en abandonarla? La Escuela Normal pasaba por tiempos difíciles. «Considero —escribía con tristeza reveladora de su apego a esta gran escuela— que las autoridades deberían prestar preferente atención a la Escuela Normal que hoy es la sombra de lo que antes fue». De acuerdo con su expresión habitual : «No hay que detenerse en las cosas ya logradas», consideraba que la Facultad de Lila tenía el porvenir asegurado y podía prescindir de él. ¿No era más justo concentrar sus esfuerzos en lo que consideraba amenazado? El ministro de Instrucción Pública comprendió las razones y aprobó sus deseos. Nisard, nombrado poco antes director de la Escuela Normal, con amplias atribuciones, contaba con la cooperación de M. Jacquinet en la subdirección de los estudios literarios. Para la administración nombraron a Pasteur, al que encomendaron también la dirección de los estudios científicos. A estas tareas debía agregar:
«La vigilancia del régimen económico e higiénico, el mantenimiento de la disciplina y el cultivo de las relaciones con las familias de los alumnos y con los círculos científicos o literarios frecuentados por éstos».
En el acto de reapertura de la Facultad de Lila, el rector anunció en estos términos la partida de Pasteur: «Nuestra Facultad pierde un profesor y un sabio de primer orden. Más de una vez hemos apreciado su vigor mental, su extraordinaria capacidad de trabajo, su precisión y su aptitud tan poco común para las ciencias».
La Escuela Normal no le ofreció al principio ninguna ventaja material. El único laboratorio existente en el edificio de la calle de Ulm lo ocupaba Enrique Sainte Claire Deville, que había reemplazado a Balard, en 1851, cuando éste pasó al Colegio de Francia. Sainte Claire Deville había conseguido algunas piezas oscuras con escasos instrumentos y un crédito anual de 1.800 francos.
Para Pasteur eso hubiera sido la realización de un hermoso sueño; pero tuvo que avenirse a instalar su laboratorio en dos cuartos del desván de la Escuela Normal. No contaba con recursos y carecía hasta de sirvientes; mas su entusiasmo lo sostenía y los obstáculos no lo arredraban. Cuando decía: «Trabajemos», las dificultades parecían allanarse. Biot, a quien afligía que el químico Laurent trabajara en un sótano malsano, se irritaba que relegaran a Pasteur a las piezas del desván, abandonadas por inhabitables. Tampoco aceptaba que le hubiesen impuesto la vigilancia del régimen económico e higiénico, aunque esperaba que Pasteur prestara poca atención a esas funciones secundarías. «Han nombrado administrador a Pasteur —decía, midiendo maliciosamente las palabras—; dejémosles creer que él administrará». Pero Biot se equivocaba: para Pasteur no rezaba la frase de minimis non curat. En su agenda encuéntrase, junto a temas de estudio, algunas notas como ésta: «Régimen alimenticio. Averiguar cuántos gramos de carne suministra la Escuela Normal a cada alumno. Enarenar el patio, airear la sala, rehacer la puerta del refectorio». El detalle más nimio adquiría importancia para él cuando se trataba de la salud de los alumnos.
Pasteur inauguró el desván con un trabajo que llegó a ser casi tan célebre como el de la fermentación láctica. En la sesión de diciembre de 1857, leyó en la Academia de Ciencias un informe sobre la fermentación alcohólica. «He sometido la fermentación alcohólica ... dijo— al procedimiento experimental que expliqué en la memoria que me honré en presentar recientemente a la Academia. Los resultados de estos dos trabajos deben compararse entre sí, porque se aclaran y completan mutuamente». Concluía así, «la descomposición del azúcar en alcohol y en ácido carbónico se produce correlativamente con un fenómeno vital y una organización de glóbulos ... ».
Los anales de la Academia de Ciencias del año 1858 muestran cómo Pasteur observó algunos fenómenos complejos en el proceso de la fermentación alcohólica. Mientras los químicos de entonces se contentaban con decir: tanto de azúcar produce tanto de alcohol y de ácido carbónico, él obtenía mejores resultados. En el mes de junio escribía a Chappuis: «He observado que en toda fermentación alcohólica se produce glicerina. Es un hecho curioso. Todos los vinos contienen, por litro, algunos gramos de esta substancia, cuya existencia no se sospechaba». Poco tiempo antes había encontrado que el ácido succínico se producía normalmente en la fermentación alcohólica: «Determinaría las consecuencias de estos hechos —agregaba— sí pudiera permanecer más tiempo en mi laboratorio, o mejor dicho, en mi escondrijo, al que debo abandonar a causa de la temperatura ambiente de 36 grados. Con pena veo perderse los mejores días para trabajar. Empero, me estoy acostumbrando a mi desván y creo que me causará pena el tener que dejarlo. Tú luchas, como yo, contra las dificultades materiales que entorpecen el trabajo. Debemos redoblar nuestro empeño y evitar los desfallecimientos. Así serán más meritorios nuestros descubrimientos».
En 1859 se dedicó al estudio de nuevos hechos relacionados con las fermentaciones. ¿De dónde provenían los fermentos, las levaduras y los seres microscópicos? ¿Cuál era la procedencia de esos agentes transformadores, en apariencia tan débiles y en realidad, tan poderosos? Estos profundos problemas se agitaban en su espíritu, pero él se cuidaba de no exponerlos precipitadamente. ¿No era el más tímido y vacilante de los hombres cuando carecía de pruebas con que sostener sus asertos? «En las ciencias experimentales —escribía en esa época— hay que dudar hasta que los hechos nos imponen una afirmación». Por eso reunía pacientemente los hechos y los interrogaba.
En el mes de setiembre su hija mayor murió de fiebre tifoidea en Arbois, en casa del abuelo. El 30 de diciembre Pasteur escribió a su padre:
«En este momento no puedo evitar de recordar a mi pobre hija, tan buena, tan dichosa y tan sana, que nos fue arrebatada este año fatal que fenece. Poco faltaba para que se convirtiera en amiga de su madre y de todos nosotros… Te ruego, querido padre, que me perdones por evocar tan tristes recuerdos. Ella es feliz ahora. Nosotros debemos pensar en los que quedan y esforzarnos cuanto podemos en evitarles las amarguras de esta vida».

CAPÍTULO 5
1860 – 1864

Las generaciones llamadas espontáneas; polémicas y experiencias. — Nueva candidatura a la Academia de Ciencias. — Lección de Pasteur sobre cristalografía en la Sociedad Filomática. — Su elección en la Academia de Ciencias. — Conversación con Napoleón III — Proyecto de estudio del vino. Conferencia en la Sorbona sobre las generaciones llamadas espontáneas. Pasteur y los alumnos de la Escuela Normal. — Fundación de los Anales Científicos de la Escuela Normal. — Discusiones suscitadas sobre las generaciones llamadas espontáneas. — Estudio del vino.
EL 30 de enero de 1860 la Academia de Ciencias le otorgó el premio de fisiología experimental. Claudio Bernard, encargado del informe, expresó que la Academia había sabido valorar las experiencias de Pasteur sobre la fermentación alcohólica, la fermentación láctica y la fermentación del ácido tártrico y sus isómeros, e hizo resaltar el enorme interés fisiológico de los resultados obtenidos. Su informe terminaba así:
«En mérito a la tendencia fisiológica de las investigaciones de Pasteur, la comisión le acuerda por unanimidad el premio de fisiología experimental del año 1859».
En ese mes, Pasteur escribía a Chappuis:
«Prosigo lo mejor que puedo mis estudios sobre las fermentaciones, tan interesantes por su relación con el misterio impenetrable de la vida y de la muerte. Espero que pronto pueda dar un paso decisivo y resolver, sin la menor ambigüedad, el debatido problema de la generación espontánea. Podría intervenir ya en el debate, pero quiero proseguir mis experiencias, pues las opiniones son tan apasionadas y obscuras, que necesitaré explicarme con claridad matemática para llegar a imponer mis conclusiones. Tal es mi pretensión».
Con fecha 7 de febrero de 1860 escribía a su padre al respecto:
«Creo haberte comunicado que el viernes tenía que dar la segunda y última conferencia sobre mis trabajos en la Sociedad de Química ante varios miembros del Instituto, entre otros, los señores Dumas y Claudio Bernard. Esta conferencia tuvo tanto éxito como la primera. M. Biot, informado posteriormente de la impresión causada en la numerosa y distinguida concurrencia, me hizo ir a su casa y me expresó su satisfacción en términos muy sentidos.
«Al terminar la conferencia, M. Dumas, que ocupaba el sillón presidencial, se paró y dirigiéndose a mí, elogió mí entusiasmo por inaugurar, a pedido de la Sociedad, ese nuevo género de enseñanza y ponderó la gran penetración revelada en el curso de los trabajos que acababa de exponer. Después dijo: La Academia, señor, le ha premiado hace pocos días por otras investigaciones importantes; sus oyentes de esta noche le aplaudirán como a uno de los profesores más distinguidos que tenemos.
«Las palabras que subrayo son textuales de M. Dumas, y fueron largamente aplaudidas.
«Todos los alumnos de la sección de ciencias de la Escuela Normal asistieron a la conferencia, y algunos me dijeron que habían sentido honda emoción.
«Por mi parte, allí vi realizadas mis previsiones. Recordarás haberme oído decir repetidas veces que el valor de mis investigaciones sobre disimetría molecular de las substancias orgánicas naturales se acrecentaría con el tiempo y que esos estudios, apoyados en nociones muy variadas de otras ciencias: cristalografía, física y química, no los comprendería bien la mayoría de los hombres de ciencia. Mas en esa ocasión, presentados en conjunto con claridad y vigor, todos se sorprendieron de su importancia.
«No ha sido la forma de estas dos conferencias lo que les ha gustado, sino el contenido y el porvenir de estos dos grandes e imprevistos resultados, que abren nuevos horizontes a la fisiología. He osado expresarlo así: en ciertos momentos, la dignidad que inspira el verdadero amor a la ciencia relega a segundo término la parte personal.
«Quiera Dios que, perseverando en mis estudios, pueda aportar un grano de arena al edificio tan endeble y frágil del conocimiento de los profundos misterios de la vida y de la muerte, en los que no ha mucho nuestra alma se abismó con tanto dolor.
«P. S. — Ayer presenté a la Academia el resultado de mis investigaciones sobre la generación espontánea. Parece que ha causado mucha impresión; pero de esto hablaremos en otra oportunidad».
Cuando Biot se enteró que Pasteur quería emprender el estudio de la generación espontánea, se interpuso para detenerlo en el umbral de las experiencias, como lo había hecho siete años antes. Calificó el proyecto de tentativa quimérica y problema insoluble. Conmovido por la censura de Biot, Pasteur trató en vano de explicarle que ese estudio era imperiosamente necesario después de sus investigaciones anteriores. Biot no se dejaba convencer, y Pasteur, a pesar del afecto filial que sentía por él, no podía detenerse: estaba en un desfiladero, del que tenía que salir.
—¡No saldrá usted de él! —exclamaba Biot.
—Ensayaré —decía tímidamente Pasteur.
Inquieto e irritado, Biot le exigió la promesa formal de abstenerse de esos estudios aparentemente insolubles. J. B. Dumas, a quien Pasteur repitió las opiniones descorazonantes de Biot, escudóse con esta frase prudente:
—«No aconsejaría a nadie que se ocupara en este asunto por mucho tiempo».
Sólo Senarmont, que confiaba plenamente en la genial perspicacia de Pasteur para descubrir secretos de la naturaleza a fuerza de paciencia, dijo que debía aceptarse que intentara llevar a cabo sus proyectos.
Es lamentable que Biot —cuya pasión por la lectura era tal que siempre se quejaba de la carencia de libros en la biblioteca del Instituto— no hubiese preparado un informe sobre la historia de las generaciones espontáneas. Hubiera podido remontarse hasta Aristóteles y citar a Lucrecio, Virgilio, Ovidio y Plinio el Viejo. Filósofos, poetas, naturalistas, todos creían en la generación espontánea, y, posteriormente, siguieron creyendo en ella. Van Helmont, a quien se suele juzgar inferior a sus méritos, dio a conocer, en el siglo XVII, una célebre receta para producir ratones: poniendo una camisa sucia en una olla junto con granos de trigo o un trozo de queso, cualquiera podía darse el gusto de realizar esa creación. Algún tiempo después, el italiano Buonanni anunció un hecho no menos fantástico. Según él, algunas maderas, al podrirse en el mar, engendraban gusanos que se transformaban en mariposas, y éstas en pájaros.
Otro italiano menos ingenuo, Francesco Redi, poeta y médico a la vez, y miembro de la sociedad científica denominada Academia de la Experiencia, resolvió estudiar uno de los supuestos fenómenos de generación espontánea. Para mostrar que los gusanos encontrados en la carne podrida no se generaban espontáneamente, envolvió con gasa un trozo de carne. Las moscas, atraídas por el olor, depositaron sus huevos sobre la gasa y, de éstos, nacieron los gusanos; pero no espontáneamente como entonces se creía. Tan sencilla como demostrativa experiencia contribuyó mucho al adelanto de los conocimientos. Un tercer italiano, Vallisnieri, profesor de medicina de Padua, reconoció, poco después, que los gusanos de las frutas también provenían de huevos depositados por insectos antes del desarrollo de las mismas.
La teoría de la generación espontánea pareció invalidada hasta que, a fines del siglo XVII, el microscopio proporcionó nuevos argumentos a sus sostenedores. En efecto, ¿de dónde provenían los millares de seres que se veían en el portaobjeto del microscopio cuando se observaba una gota de agua de lluvia o de infusiones de materia orgánica expuestas al aire? ¿Cómo explicar, sin la teoría de la generación espontánea, la existencia de esos seres que tenían millones de descendientes en 48 horas?
La gente de los salones y los cortesanos preciábanse de tener opinión al respecto. En los albores del siglo XVIII, el cardenal Polignac, diplomático y literato, compuso un extenso poema en verso latino, titulado el Anti-Lucrecio, en el que refutaba a Lucrecio y a los filósofos de su escuela y atribuía a la Previsión Suprema el mecanismo y la organización del Universo. Con ingeniosos desarrollos y brillantes circunloquios, que hacen de este poeta latinizante el precursor del abate Delille, el cardenal de Polignac ensalzaba las maravillas del microscopio, al que llamaba el ojo de nuestro ojo, y aseguraba que la Sabiduría Todopoderosa nos ofrecía con él un nuevo espectáculo maravilloso. De tantos argumentos en verso desprendíase, no obstante, la sencilla noción de que la tierra no ha producido por sí sola los innumerables gérmenes que contiene. Y así como el hombre y los animales fueron creados, todo tiene en este mundo su germen o su simiente.
Diderot, que tantas ideas ha esparcido para provecho personal de muchos, escribía a propósito de la Naturaleza: «¿Combínase la materia viva con la materia viva? ¿Cómo se efectúa esta combinación y cuál es el resultado? Lo mismo pregunto de la materia muerta.»
A mediados del siglo XVIII el problema pasó al terreno científico. Dos sacerdotes, Needham y Spallanzani, inglés el uno e italiano el otro, trabáronse en controversia. Needham, partidario de la teoría de la generación espontánea, estudió con Buffon los animálculos, y éste construyó en seguida un sistema completo, que tuvo mucho éxito en esa época. La fuerza organizadora que Needham atribuía a la materia, fuerza que denominaba productiva y vegetativa, Buffon la explicaba admitiendo la presencia de partículas elementales e incorruptibles, comunes a los animales y a los vegetales. Estas moléculas orgánicas se ordenaban convenientemente en los moldes estructurales de los diferentes seres. Cuando la muerte destruía estos moldes, las moléculas orgánicas quedaban en libertad y removían, en incesante actividad, la materia putrefacta, apropiándose de algunas partículas y formando, al reunirse, «una multitud de pequeños organismos, animales o vegetales; algunos, de regular tamaño, como los gusanos y los hongos, y otros, extraordinariamente pequeños y sólo visibles con el microscopio». Esos cuerpos, decía Buffon, existen únicamente por generación espontánea, realizada constante y universalmente después de la muerte y, a veces, durante la vida. Tal era, para Buffon, el origen de las lombrices intestinales. Forzando sus conclusiones, llegó a escribir: «Los supuestos animales microscópicos, como las anguilas del engrudo y del vinagre, están constituidos por una misma materia que, en su incesante actividad tendiente a la organización, ha tomado diferentes formas, según las circunstancias.»
El abate Spallanzani, provisto entonces de microscopio, se dedicó a estudiar los animálculos e intentó distinguir sus formas y su manera de vivir. Needham había asegurado que encontraba animálculos cuando ponía materia putrescible en vasos cerrados que cubría con cenizas calientes. Spallanzani sospechó al principio —según sus propias palabras— que el calor a que Needham exponía los vasos no destruía las simientes generadoras de los animálculos y supuso, además, que éstos se introducían por los poros de los tapones de corcho que cerraban los frascos.
«Repetí esa experiencia con mayor precisión —escribió Spallanzani— y empleé vasos, herméticamente cerrados, que mantuve sumergidos en agua hirviente durante una hora. Cuando examiné la infusión no encontré ni siquiera vestigios de animálculos, aun cuando observé 19 vasos diferentes.»
De acuerdo con esta experiencia, Spallanzani consideró insostenible la singular teoría de la fuerza vegetativa y de la existencia oculta de una potencialidad substancial. Needham no se dio por vencido y replicó que Spallanzani había debilitado, o quizá destruido, la fuerza vegetativa de las substancias de la infusión, por haber expuesto los vasos durante una hora a la acción del agua hirviente, y aconsejó que aplicara calor menos intenso.
El público empezó a interesarse por esta querella. En un opúsculo, aparecido en 1769, con el título: Las singularidades de la Naturaleza, Voltaire, que tenía temperamento de periodista, divirtióse a costa de Needham, al que hizo pasar por jesuita irlandés para entretener mejor a sus lectores. Bromeando a propósito de las anguilas que, según se aseguraba, nacían en el jugo de carnero hervido, decía:
«En seguida muchos filósofos propalaron versiones maravillosas: «No hay germen alguno —decían—; todo nace y regenera por una fuerza vital de la naturaleza. Es la atracción, decía uno; es la materia organizada, decía otro; son las moléculas orgánicas que han encontrado su molde estructural, agregaba un tercero. De este modo, un jesuita indujo a error a algunos físicos de nota.»
En esas páginas, escritas con ironía y soltura, Voltaire se mofaba de lo que él llamaba «la ridícula equivocación de Needham, cuyas infortunadas experiencias resultaron falsas, según lo demostró plenamente Spallanzani, e inaceptables para aquellos que hubieran estudiado un poco la naturaleza. Para la razón y para los ojos —agregaba— ha quedado demostrado que no existe animal ni vegetal que no provenga de germen». En la palabra Dios de su Diccionario Filosófico escribió: «Es sumamente extraño que los hombres, al negar la existencia de un Creador, se atribuyan el poder de crear anguilas.» Entre tanto, el abate Needham —que por paradoja encontraba en Voltaire un contradictor casi religioso— empeñóse en demostrar que las creencias religiosas no estaban en pugna con la hipótesis de la generación espontánea. Aunque se estuviese de acuerdo con las afirmaciones de Needham o con las contradicciones de Spallanzani, ninguna de las dos partes aportaba pruebas concluyentes para dilucidar la cuestión.
Analizando la historia de las hipótesis de la generación espontánea, nótase que la argumentación filosófica predominó siempre en las discusiones. En efecto, en tiempos más próximos a nosotros, el moralista Ernesto Bersot —que llegó a ser director de la Escuela Normal—, escribió en 1846 en su libro sobre el espiritualismo:
«La doctrina de la generación espontánea atrae a los espíritus amantes de la sencillez, porque impensadamente conduce muy lejos. Sus consecuencias se imponen sin dificultad, por pocas que sean las concesiones que se le hagan. Sin embargo, esta doctrina no es sino una opinión particular y, si fuera generalmente aceptada, nos veríamos obligados a limitar de tal modo su alcance, que quedaría restringida a la generación de algunos animales de las especies inferiores.»
Con la intervención de Pasteur esta cuestión adquirió nueva y ruidosa actualidad.
El 20 de diciembre de 1858, Pouchet, miembro corresponsal del Instituto y director del Museo de Historia Natural de Ruán, dirigió a la Academia de Ciencias una «Nota sobre los proto-organismos vegetales y animales nacidos espontáneamente en el aire artificial y en el gas oxígeno», que empezaba así: «Como varios naturalistas, valiéndose de los adelantos de las ciencias, se han empeñado en restringir el alcance de la teoría de las generaciones espontáneas o en negar rotundamente su validez, he emprendido algunos trabajos con el propósito de dilucidar esta cuestión tan controvertida.» Aseguraba que había tomado innumerables precauciones para que sus experiencias fueran inobjetables y que hacía aparecer «animálculos y plantas en un medio carente de aire atmosférico, en el que, por consiguiente, no podían existir gérmenes de seres organizados».
En un ejemplar de esta comunicación —punto de partida de una campaña científica que duró cuatro años—, Pasteur subrayó algunos pasajes, cuya veracidad pensaba verificar experimentalmente, con todo rigor. Púsose a la obra inmediatamente, pues en los círculos científicos la cuestión suscitaba encontradas opiniones. Pudo proyectar numerosas experiencias, por cuanto había conseguido que le cedieran el segundo pabellón que, por razones arquitectónicas, se había construido en uno de los extremos de la Escuela Normal.
El nuevo pabellón, igual al que servía de habitación al portero, constaba de dos pisos, con cinco diminutas piezas, y había sido destinado al arquitecto de la escuela y a sus empleados. Pasteur lo transformó en laboratorio e instaló en la caja de la escalera una estufa, a la que no podía llegar sin inclinar el cuerpo y doblar las rodillas. A pesar de todo, estaba contento de disponer de tal refugio, porque así dejaba el desván. Para mayor satisfacción obtuvo también un agregado-preparador, que bien se lo merecía, pues él, al egresar de la Escuela y deseando allanar dificultades a quienes querían dedicarse a la investigación científica en la edad en que podía ser fecunda y provechosa, había fundado la institución de los agregados-preparadores. El primer preparador en el nuevo laboratorio fue Julio Raulin, joven sano y sagaz, de carácter calmoso y firme, que vencía los obstáculos a fuerza de voluntad e inteligencia.
Merced a su empeño creáronse cinco plazas de preparadores, a las que únicamente podían aspirar los alumnos que hubiesen obtenido el grado de agregados a la Escuela.
Pasteur empezó por estudiar microscópicamente el aire. Si existen gérmenes en la atmósfera —díjose—, ¿cómo podría aislarlos? Para ello se le ocurrió hacer pasar aire, por medio de un aspirador, a través de un tapón de algodón colocado en un tubo de vidrio. El aire, al pasar, depositaba en el filtro los corpúsculos que arrastraba y, a menudo, el algodón se ennegrecía. Al analizar su contenido, descubrió gérmenes y detritos. «En el aire hay, por lo tanto, corpúsculos organizados —dijo—. ¿Son éstos los gérmenes que producen las vegetaciones en las infusiones? He aquí el problema a resolver.» Basándose en este conocimiento, emprendió una serie de experiencias para demostrar que hasta los líquidos más putrescibles permanecían indefinidamente inalterados, si tomaba la precaución de preservarlos del polvo del aire. Pero bastaba que pusiera una partícula de ese filtro de algodón en una infusión estéril para provocar su alteración.
Un año antes de iniciarse las discusiones había escrito a Pouchet que sus conclusiones «no se fundaban en hechos de irreprochable exactitud». Y había agregado: «Usted no hace mal en creer en la generación espontánea (pues es difícil no prejuzgar en una cuestión como ésta), pero sí en afirmar su existencia. En las ciencias experimentales hay que dudar hasta que los hechos experimentados nos imponen una afirmación... Creo que la cuestión carece hasta ahora de pruebas decisivas. ¿Qué contiene el aire que provoca la organización de la materia? ¿Son gérmenes? ¿En un cuerpo sólido? ¿Es un gas? ¿Es un fluido? ¿Es una substancia parecida al ozono? Nada sabemos y todo invita a la experimentación.»
Al cabo de un año de estudios, Pasteur llegó a esta conclusión: «Gases, fluidos, electricidad, magnetismo, ozono, elementos conocidos o desconocidos, nada hay en el aire, salvo los gérmenes arrastrados, que pueda producir vida.»
Pouchet defendióse enérgicamente. Le parecía imposible que los gérmenes provinieran del aire; porque, si así fuera ¿cuántos huevos o esporas tendría que contener cada centímetro o milímetro cúbico de aire?
En abril de 1860, un periodista del Monitor Científico escribía con grandilocuencia: «¿Qué resultará de este combate de gigantes?» Pouchet se apresuró a contestar al escritor anónimo para avivar su ardor y aconsejarle que aceptara la doctrina de la generación espontánea, adoptada desde antiguo por «tantos hombres geniales». El discípulo más aventajado de Pouchet, Nicolás Joly, habíase convertido a ella; era agregado en ciencias naturales, doctor en medicina y profesor de filosofía en Tolosa. Cultivaba simultáneamente las ciencias y las letras y tenía a su vez un discípulo, Carlos Musset, que preparaba su tesis para el doctorado, con el título: Nuevas investigaciones experimentales sobre la heterogenia o generación espontánea. Joly y Musset declaraban, de común acuerdo, que las palabras heterogenia o generación espontánea, no significaban para ellos «la creación de algo de la nada; sino la producción de seres organizados, carentes de progenitores, cuyos elementos primordiales provienen de la materia orgánica circundante». Pouchet no esperó la publicación de esta tesis para aplaudir a su joven adepto, en quien veía al iniciador de una nueva era de renovados entusiasmos por la teoría. Joly, en cambio, siguió impartiendo serenamente su enseñanza.
Alentado con esta adhesión, aunque obligado a soportar solo el peso de la lucha, Pouchet menudeaba las objeciones a Pasteur, este se vio precisado a refutar los argumentos, pero creyó que podría estrechar paulatinamente el círculo de la discusión. Tomar el polvo del algodón-filtro, sembrarlo en un líquido apropiado y precisar la alteración de éste, era ya una experiencia ingeniosa; mas, como se podía atribuir la causa de la alteración a la materia orgánica del mismo algodón, Pasteur lo reemplazó por un tapón de amianto (substancia mineral). Ideó unos baloncitos de vidrio, de largo cuello de cisne, y los llenó con un líquido alterable, cuyos gérmenes eliminó por ebullición. El interior de cada balón comunicaba con el aire exterior por medio del cuello doblemente encorvado. En esas curvaturas se depositaban los gérmenes del aire y se impedía que llegaran hasta el líquido. Para provocar la alteración bastaba inclinar el vaso y hacer que el líquido tocara el polvo depositado.
Pero Pouchet insistía: «¿Cómo pretende usted que los gérmenes del aire sean tan numerosos, que puedan desarrollarse en todas las infusiones orgánicas? Si fuera así, los gérmenes formarían en el aire una niebla tan densa como el hierro.» De todas las objeciones, ésta parecía la más difícil de resolver. La diseminación de los gérmenes —preguntábase Pasteur— ¿no variará según los lugares? En tal caso —replicaban los heterogenistas—, habría zonas estériles y zonas fecundas. Y gastaban bromas a propósito de esta hipótesis. Pero él los dejaba hablar, mientras preparaba más balones para otras experiencias. Si existiera, la generación espontánea se manifestaría invariablemente en todos los balones que tuvieran un mismo líquido alterable. «Ahora bien —afirmaba—, siempre es posible tomar una muestra de aire que, aun cuando no haya sido modificada ni física ni químicamente, no altere los líquidos putrescibles.» Se empeñó, pues, en demostrar que era posible hacer alterar a voluntad el contenido de los balones. Para esto hizo hervir un líquido muy alterable (por ejemplo, agua de levadura de cerveza) en redomas de cuello afilado, hasta que el vapor de agua arrastró el aire contenido en ellas; después las cerró con un soplete. Así preparadas, podían servir tanto para los partidarios como para los adversarios de la teoría de la generación espontánea. Si rompía la extremidad del cuello de un balón, el aire entraba bruscamente y arrastraba consigo el polvo en suspensión. Con un soplete cerraba nuevamente el balón y lo colocaba en una estufa a 25 ó 30 grados, temperatura conveniente para el desarrollo de gérmenes y mohos.
Las muestras de aire tomadas en distintos lugares mostraron que no eran igualmente fecundas: algunos balones permanecieron inalterados. Durante los primeros meses del año 1860, Pasteur tomó muestras de aire en todas partes, inclusive en los sótanos del Observatorio de París. El aire de esos sótanos tenía que diferir forzosamente del aire del patio, pues se encontraba en completa calma y su temperatura era constante: de los diez balones abiertos allí, uno solo se alteró; y de los once abiertos en el patio, todos se alteraron.
El 6 de junio de 1860, Pasteur escribió a su padre: «No he podido escribirte antes a causa de mis experiencias, que siguen siendo singularísimas. Es tan vasto el tema en estudio, que, en cierto modo, tengo demasiadas ideas para someterlas a experimentación. Dos naturalistas me contradicen todavía: M. Pouchet, de Ruán, y M. Joly, de Tolosa; pero yo no pierdo tiempo en contestarles. Que digan lo que les plazca, porque por mi parte estoy seguro de la veracidad de mis asertos. Además, ellos no saben experimentar. El arte de la experimentación no es fácil: requiere ciertas cualidades naturales y larga práctica, de la que carecen casi todos los naturalistas.»
Al aproximarse las vacaciones se proveyó de balones; tenía el propósito de emprender un viaje para realizar algunas experiencias. El 10 de agosto de 1860 escribió a Chappuis:
«Por lo que me dices en tu carta, temo que no vayas este año a los Alpes ... Además del placer de tenerte de guía, esperaba valerme de tu amor a la ciencia para hacerte desempeñar las modestas funciones de preparador. Pienso dar término a mi trabajo sobre las generaciones llamadas espontáneas con el estudio del aire de las montañas, tomado lejos de todo hábitat humano y de toda vegetación. Creo que he adelantado lo suficiente para que queden satisfechas hasta las personas más exigentes y difíciles de contentar. El interés mayor de estas investigaciones está, para mí, en que se relacionan con el estudio de las fermentaciones, que pienso reanudar después de noviembre.»
Pasteur salió para Arbois llevando 73 balones de los cuales abrió 20 en las proximidades de la curtiduría paterna, en un sendero que conduce al monte de la Bergère. Los viñadores que pasaban con el cuévano sobre la espalda, preguntábanse qué haría ese coterráneo veraneante, tan ocupado con sus baloncitos. No sospechaban que Pasteur estaba por arrancar a la naturaleza uno de sus secretos más ocultos. Su viejo amigo Julio Vercel les dijo alegremente: «¡Qué queréis, eso le divierte!» Alteróse el contenido de ocho de los 20 balones abiertos en esas condiciones.
Luego fue a Salins, trepó la montaña que se eleva a 850 metros sobre el nivel del mar, y abrió 20 balones más. De éstos se alteraron 5 solamente. Hubiera deseado ascender en globo aerostático para establecer si los gérmenes disminuían al aumentar la altura y si existían zonas carentes de ellos. Empero, ir a los Alpes era más fácil.
Llegó a Chamonix el 20 de setiembre y se procuró un guía para la ascensión del Montanvert. Al día siguiente, por la mañana, partía la caravana de extraños turistas. Junto a la mula que llevaba una caja con 33 balones, Pasteur caminaba al borde del precipicio, cuidando que la preciosa carga no se sacudiera.
Al iniciar las experiencias hubo un momento de alarma, que Pasteur consignó en el informe presentado a la Academia:
«Había llevado un soplete alimentado con alcohol, para cerrar los balones después de tomar las muestras de aire. Mas el reflejo del sol en la nieve impedía distinguir la llama, que, a causa del viento, no podía aplicarse el tiempo necesario para fundir la punta quebrada del balón y cerrarlo herméticamente. Como cualquier medio de hacer visible el dardo de la llama, hubiera originado impurezas que habrían provocado indefectiblemente errores, me vi obligado a regresar al mesón y llevar, sin cerrar, los balones abiertos en el ventisquero.»
El mesón, mala casucha abierta a todos los vientos, parecía en verdad un refugio del sabio, porque en nada se diferenciaba de los laboratorios de entonces. Los 13 balones que Pasteur no había podido cerrar, quedaron expuestos al aire y al polvo del cuarto donde éste pasó la noche. La palabra «expuestos» es la adecuada, pues todos se alteraron al poco tiempo.
Entre tanto, el guía fue a Chamonix en busca de un hojalatero que modificara la lámpara y subsanara el inconveniente.
A la mañana siguiente transportaron a la Mer de Glace 20 balones, que se hicieron célebres en los centros científicos. Procediendo con extremadas precauciones, Pasteur tomó allí muestras de aire. Después de hacer una incisión en el vidrio con una lámina de acero, y de eliminar las partículas de polvo, que hubieran ocasionado errores, calentó con la lámpara el cuello de los balones. Levantándolos uno a uno, por encima de la cabeza, fue quebrándoles las puntas con una larga pinza de hierro pasada previamente por la llama para quemar el polvo superficial que hubiera sido arrastrado al interior de los balones por la brusca entrada del aire. De los 20 balones, que cerró inmediatamente, sólo se alteró el contenido de uno. «Resumiendo los resultados obtenidos hasta ahora —escribía el 5 de noviembre de 1860 en su informe a la Academia— se puede afirmar que la causa única de la vida que se manifiesta en las infusiones, es el polvo en suspensión en el aire.»
En una frase escueta, cuya importancia nadie apreció a pesar de señalar la meta que se proponía alcanzar, decía: «Es de desear que estos estudios se prosigan para servir de fundamento a severas investigaciones sobre el origen de las enfermedades». Pasteur presentía que esos pequeños seres no sólo eran agentes de fermentación, sino de desorganización y putrefacción.
Mientras Pasteur subía de los sótanos del Observatorio a la Mer de Glace, Pouchet tomaba muestras de aire en las praderas de Sicilia y efectuaba experiencias en el Etna y en el mar. En todas partes encontraba —según escribía— «el aire igualmente apropiado para la génesis orgánica, sea el de nuestras populosas ciudades, cargado de detritos, sea el purísimo de las altas cumbres o del mar. Sostengo que con un decímetro cúbico de aire, de cualquier lugar, se obtienen siempre legiones de microzoarios y de mucedíneas».
Los heterogenistas sostenían, de común acuerdo, que «el aire de cualquier lugar es siempre fecundo». Casi todos los que seguían el debate apoyaban a Pouchet. «Temo —escribía el cronista de ciencias del diario La Prensa— que las experiencias que usted invoca, monsieur Pasteur, se vuelven contra usted mismo… Decididamente, el mundo que pretende revelar es demasiado fantástico.»
Grande hubiera sido la sorpresa de los adversarios de Pasteur, si hubiesen conocido su empeño en establecer nuevas verdades y en criticar sus propias ideas, para modificar o robustecer las partes débiles de sus argumentos. Desde el mes de noviembre continuó estudiando las fermentaciones en general y la fermentación láctica, en particular, esforzándose en poner en evidencia la naturaleza animada del fermento láctico y en encontrar un medio apropiado para cultivarlo en estado de pureza. Pero tropezó con inconvenientes que le impidieron obtener un cultivo tan puro como deseaba. En cambio, descubrió una nueva fermentación: la fermentación butírica, que se produce después de la fermentación láctica; y observó, con sorpresa, que cuando se originaba ácido butírico (el causante del mal olor de la manteca rancia) aparecían invariablemente animálculos, infusorios, como entonces se los llamaba.
«Numerosos ensayos me han convencido —escribía en febrero de 1861— que la transformación del ácido láctico, del azúcar y de la manita, en ácido butírico, se debe exclusivamente a esos infusorios, que han de considerarse como los constituyentes del fermento butírico.» Según su descripción, esos vibriones tenían forma de bastoncillos cilíndricos, de extremos redondeados, y formaban cadenas de dos, tres o cuatro individuos, que se movían por deslizamiento; podían sembrarse en medíos adecuados, de igual manera que la levadura de cerveza. Pero «es fenómeno extraño —agregaba—, que esos animálculos infusorios vivan y se multipliquen infinitamente sin necesidad de la menor cantidad de aire: no sólo viven sin aire, sino que el aire los mata. Para ello basta hacer pasar durante una o dos horas una corriente de aire a través del líquido en que pululan y la fermentación butírica se detiene. En cambio, una corriente de ácido carbónico puro que atraviesa indefinidamente el líquido, no los molesta siquiera. De esto resulta una doble proposición. El fermento butírico es un infusorio que vive sin oxígeno libre.» Pasteur llamó posteriormente anaerobios a los seres microscópicos que viven sin aire, por oposición a los seres aerobios que necesitan del aire para vivir.
A pesar de no conocer todos los resultados de estos estudios, Biot no tardó en comprender que se había mostrado demasiado escéptico con Pasteur y que las investigaciones sobre la generación llamada espontánea podían originar importantísimos descubrimientos en fisiología. Por eso quiso que su joven amigo fuese nombrado miembro del Instituto, ya que, además de otros títulos, había obtenido el premio Jecker del año 1861, otorgado por unanimidad por la sección de química de la Academia. Una vacante se había producido a comienzos de 1861 en la sección de botánica, y Biot, en mérito de las investigaciones efectuadas durante los tres últimos años sobre la manera de vivir y de alimentarse de los vegetales inferiores, sostuvo que el nombre de Pasteur debía ser incluido en la lista de los candidatos. «Desde ya oigo la objeción trivial: Pasteur es químico, físico, pero no botánico de profesión... Sin embargo, sus muchas aptitudes, constante y felizmente empleadas, constituyen títulos a su favor... Juzguemos a los hombres por sus obras y no por los propósitos más o menos elevados que los inspiran. En 1848 Pasteur se inició en la Academia con la notable memoria en que indicaba implícitamente la posibilidad de desdoblar el ácido paratártrico en sus componentes: el derecho y el izquierdo. Tenía entonces 26 años. Aun hoy se recuerda la impresión que produjo ese descubrimiento. En los 12 años transcurridos desde entonces, ha presentado 21 memorias; las 10 últimas versan sobre fisiología vegetal. En todas enuncia numerosos hechos nuevos, algunos completamente inesperados y muchos de gran alcance, que no han sido tachados de inexactos por las personas competentes en la materia. Si votan por M. Pasteur —a quien pueden elegir con igual confianza que si se tratara de Teodoro de Saussure o de Ingenhousz— harán ingresar en la sección de botánica de la Academia un experimentador de la talla de éstos. Así mostrarán que saben discernir sobre lo que conviene a la ciencia y a ustedes mismos.»
Balard, unido a Biot en esta campaña académica, procuró convencer a algunos miembros de la sección de Botánica. Cierto día en que paseaba con Moquin Tandon por las almácigas del Jardín del Luxemburgo e insistía en su solicitud, éste le dijo: «¡Pues bien, vamos a casa de Pasteur y, si encontramos un solo volumen de botánica en su biblioteca, lo incluiré, sin más, en la lista de los candidatos!» Era disimular ingeniosamente los escrúpulos de la sección, que estaba decidida a no proponerlo. En la elección Pasteur obtuvo 24 votos... Fue elegido Duchartre.
El estudio de un hongo microscópico que transforma el vino en vinagre, la explicación del proceso según el cual este micoderma fija el oxígeno del aire en el alcohol y lo transforma en ácido acético, las ingeniosísimas experiencias demostrativas del poder absoluto y exclusivo de esta diminuta planta, todo daba razón a Biot para sostener que tan sagaz observación de los vegetales inferiores, equivalía al título de botánico. Después de demostrar que era falsa la interpretación de las causas de la producción del vinagre y que ésta se debe únicamente a una plantita extremadamente pequeña, Pasteur continuó investigando el poder de los seres microscópicos. Los micodermas —decía— acrecientan el poder comburente del oxígeno del aire cuando actúan sobre ciertas materias orgánicas. Y, con la imaginación del sabio que es a menudo poeta, vislumbraba las recónditas leyes de la naturaleza:
«Si los seres microscópicos desaparecieran, los cadáveres y la misma materia orgánica muerta (animal y vegetal), acumularíanse en la superficie de la tierra. Los seres microscópicos, principalmente, comunican al oxígeno su propiedad comburente. Sin ellos la vida sería imposible, por cuanto la obra de la muerte no sería completa.»
Discípulos a quienes Pasteur no conocía adoptaron sus ideas sobre la fermentación y putrefacción.
«Te remito —escribía a su padre—un folleto sobre fermentación, que ha servido de tema de tesis en un reciente concurso de agregación en la Facultad de Montpellier. Su autor me lo ha dedicado, aunque yo no lo conozco; esta circunstancia muestra la difusión de mis trabajos y la atención que se les presta.
«He leído solamente las últimas páginas, y me han satisfecho. Sí el resto no desmerece, este folleto es un buen resumen de mis trabajos actuales, que ese joven doctor parece haber comprendido bien.
«M. Biot sigue muy bien, aunque padece un poco de insomnio. Ha terminado ya, con el consiguiente beneficio para su salud, la pesada tarea de exponer mis resultados anteriores. Su informe constituirá el título más valioso que yo pueda hacer valer en la estimación de los sabios.»
Murió Biot sin ver realizado su deseo de tener a Pasteur de colega en la Academia. Al finalizar el año 1862, éste fue propuesto para ocupar la vacante dejada por Senarmont en la sección de mineralogía. La nueva candidatura fue también resistida. Como se recordará, Pasteur había descubierto que los cristales de los tartratos eran hemiédricos. «La hemiedría está a la derecha» decía, cuando observaba las facetas reveladoras manteniendo el cristal en cierta posición. Mas el minerólogo alemán Rammelsberg, que colocaba el cristal en posición opuesta, aseguraba: «La hemiedría está a la izquierda.» Todo dependía de la orientación convencional que en nada modificaba los resultados científicos obtenidos. Sin embargo, algunos adversarios utilizaron el sentido inverso de la hemiedría como arma de combate. Al principio, Pasteur la consideró poco peligrosa, porque supuso que bastaría con explicar la mala interpretación de los términos. Mas la campaña persistió y a ella siguieron insinuaciones, cuchicheos y murmullos. Cuando comprendió que la diferente manera de colocar los cristales originaba opiniones erróneas, quiso cortar por lo sano la controversia. En esa época ya no contaba con Raulin, sino con M. Duclaux, que se iniciaba en la vida científica. M. Duclaux recordó, posteriormente, que cuando Pasteur creyó necesario hacer una demostración irrefutable, hizo llamar a un carpintero que, de acuerdo con sus indicaciones, construyó con madera de abeto gigantescos modelos de cristales de tartratos, como los que Gulliver habría encontrado en la Isla de los Gigantes, si hubiera tenido que estudiar las formas cristalinas. Para facilitar la demostración, revistió los modelos con papeles de distintos colores y utilizó el verde para indicar las facetas hemiédricas. En su carácter de miembro de la Sociedad Filomática, solicitó que la sesión del 8 de noviembre de 1862 se dedicara a esta discusión. Algunos colegas trataron vanamente de disuadirlo, aconsejándole que tuviera calma, como convenía a un candidato a la Academia; pero él, sin escuchar razones, cargó con sus modelos de madera. La conferencia fue clara y terminante: «Si conocéis la cuestión —dijo, dirigiéndose a sus adversarios— ¿qué hacéis de vuestra conciencia? Y si no la conocéis ¿por qué os mezcláis en este asunto?» Después agregó, llevado por uno de sus habituales impulsos que descubrían en él lo íntimo de su ser: «Esto no es más que uno de los tantos incidentes a que estamos expuestos por la índole de nuestra carrera. Empero, no nos quedan resabios de amargura, pues las diferencias suscitadas se disipan como el humo ante los numerosos misterios que nos empeñamos en esclarecer. Confieso que he empleado un medio insólito para defenderme de insidiosos ataques verbales; no obstante, creo que el medio empleado es leal, seguro y deferente con vosotros. Vuestra divisa: «Estudio y Amistad», no lo condenaría. Por lo demás, ¿será necesario que concluya mi confesión? —dijo recordando a Biot y Senarmont—. Vosotros no ígnoráís que he tenido la inestimable fortuna de haber sido admitido durante 15 años en las pláticas de dos hombres que ya no existen, y cuya probidad científica fue uno de los pilares de la Academia de Ciencias. Antes de presentarme ante vosotros, he interrogado mis recuerdos para hacer revivir sus consejos. Y ellos no me lo han desaprobado.»
A propósito de esta reunión, M. Duclaux, dijo:
«M. Pasteur obtuvo desde entonces muchas victorias verbales, pero ninguna tan merecida como la que le dio esta improvisación aguda y convincente. Recuerdo que se hallaba todavía algo excitado cuando regresamos a pie a la Escuela Normal y que le hice reír al preguntarle por qué, excitado como estaba, no había concluido su exposición arrojando los modelos de madera a la cabeza de sus adversarios.»
El 8 de diciembre de 1862 Pasteur fue nombrado miembro de la Academia de Ciencias. Obtuvo 36 votos de los 60 votantes.
Al día siguiente, cuando se abrieron las puertas del cementerio de Montparnasse, una mujer se dirigió hacia la tumba de Biot con una ofrenda de flores. Era la esposa de Pasteur que las llevaba para aquél, que descansaba allí desde el 5 de febrero de 1862 y que había amado profundamente a su marido.
Una de las últimas cartas de Biot, encontrada casualmente en una venta de autógrafos, sirve para dar el último toque a su retrato moral. Está dirigida a un desconocido cansado de la vida:
«Señor, mucho me conmueve su muestra de confianza, y aunque no soy médico de almas, creo que lo mejor que puede hacer, es buscar en el trabajo, en la religión y en el ejercicio de la caridad, el remedio de sus padecimientos morales. Un trabajo útil, emprendido con empeño y continuado con constancia, le hará ocupar las fuerzas de su espíritu, y le reconfortará. Los sentimientos religiosos lo consolarán al inspirarle paciencia; y la caridad con el prójimo endulzará sus penas y le mostrará que no es usted el único en sufrir los embates de la vida. Mire en torno suyo y encontrará afligidos más dignos de compasión que usted; empéñese, pues, en aliviados y mitigar sus padecimientos. El bien que les haga redundará en provecho propio y le mostrará que la vida así empleada, deja de ser carga que no pueda ni deba soportarse.»
Poco después de ingresar en la Academia de Ciencias, Pasteur se sintió tentado nuevamente a presentar sus modelos cristalinos, para responder a los ataques; pero Dumas y Balard le aconsejaron que prosiguiera tranquilamente las investigaciones sobre la fermentación. Pasteur se había propuesto demostrar que «la hipótesis de un proceso de mero contacto es tan inadmisible como la idea de atribuir poder fermentativo a las materias albuminoideas muertas». Mientras proseguía estudiando los seres que pueden vivir sin aire, evitaba incurrir en la menor imprevisión en los experimentos sobre las generaciones espontáneas. Los líquidos utilizados hasta entonces, si bien alterables en sumo grado, se calentaban previamente hasta la ebullición. ¿No quedaba, por tanto, una experiencia decisiva por hacer? ¿No debía estudiar las substancias orgánicas en estado natural y exponer a la acción del aire depurado de gérmenes los líquidos frescos, como sangre y orina, en extremo putrescibles? Queriendo asociarse a estas experiencias, Claudio Bernard extrajo sangre de un perro y, tomando las precauciones necesarias para asegurar su pureza, la colocó en un balón, que dejó en una estufa, a la temperatura constante de 30 grados, desde el 3 de marzo hasta el 20 de abril de 1863. Ese día Pasteur llevó el balón a la Academia de Ciencias: la sangre no se había alterado. Lo mismo sucedió con orina, extraída en iguales condiciones de pureza. «Las conclusiones que obtuve de mis experiencias —declaró Pasteur en la Academia— son aplicables a todas las substancias del organismo …»
Cuando estudió el fenómeno de la putrefacción, que es la fermentación de las materias animales, y comprendió la importancia capital de los seres microscópicos, Pasteur adivinó cuán inmenso era el dominio que había conquistado. Algunos meses después de su elección en la Academia, el Emperador, que se interesaba por lo que se hacía en el laboratorio de la calle de Ulm, quiso conversar con él. J. B. Dumas reclamó entonces el privilegio de presentar su antiguo alumno a Napoleón III. En el palacio de las Tullerías, el Emperador interrogó a Pasteur con suave insistencia. Al día siguiente, éste escribía:
«He asegurado al Emperador que ambiciono llegar a conocer las causas de la putrefacción y de las enfermedades contagiosas.»
Empero, el capítulo de las fermentaciones no había llegado a su fin; los estudios sobre el vino habían atraído también su atención. Al comenzar las vacaciones de 1863, y antes de partir para Arbois, Pasteur trazó este programa para uno de sus alumnos: «Del 20 al 30 de agosto, preparación en París de los vasos, aparatos, productos, etc., que llevaremos. El 1 de setiembre, partida para el Jura. Instalación. Compra de productos de viña y comienzo inmediato de los ensayos. Como comprenderá es menester obrar rápidamente, porque la uva dura poco.»
Mientras preparaba estas experiencias que pensaba realizar con el concurso de los normalistas Duclaux, Gernez y Lechartier, los tres heterogenistas Pouchet, Joly y Musset, con el propósito de combatirlo nuevamente, partieron de Bagnères de Luchon, tras aprestos muy diferentes de los que acostumbran hacer los turistas para corta cabalgata: escoltados por guías, llevaban baloncitos de punta afilada y provisiones de toda clase. Más seguros sobre los principios de la fisiología que sobre el lomo de sus caballejos —según decía jovialmente Musset—, los tres heterogenistas pasaron sin contratiempos por el puerto de Vénasque y quisieron llegar hasta la Rencluse. Atraídos por su extraño comportamiento, unos cazadores de gamuzas se les aproximaron, pero los heterogenistas los hicieron alejar nuevamente, junto con sus propios guías, para evitar que el polvo llegara a los balones llenos de decocción de heno, que abrieron a las 8 de la noche a 2083 metros de altitud. Los tres sabios consideraron, sin embargo, que la altura no era suficiente, pues apenas excedía en 83 metros a la del Montanvert; necesitaban ascender más: «Pasaremos la noche en un hueco de la montaña», se dijeron. Apasionados por la solución del problema, resistieron la fatiga y el frío glacial. Al día siguiente avanzaron entre un caos de rocas, que los supersticiosos creen que han sido amontonadas por un genio maléfico para impedir el paso a los que se aventuran en esa montaña maldita. Casi agotadas las energías llegaron al pie de uno de los mayores ventisqueros de la Maladetta. Hallábanse entonces a 3.000 metros. «Una angosta y profunda grieta del ventisquero —escribió Pouchet— nos pareció el sitio más conveniente para proceder a nuestras experiencias» y, con precauciones que éste tuvo por exageradas, abrieron y cerraron cuatro balones.
Habiéndose atenido exclusivamente a redactar una nota puramente científica, Pouchet no consignó que el descenso fue más peligroso que la ascensión. En uno de los parajes de mayor riesgo, Joly dio un paso en falso y habría desaparecido en el abismo, si no lo hubiera sostenido oportunamente el hábil brazo de un guía. Ufanos de haber ascendido mil metros más que Pasteur, regresaron a Luchon y olvidaron los peligros pasados. Y se sintieron triunfantes, cuando observaron que el contenido de los balones se alteraba: «Por lo tanto —añadió Pouchet—, el aire de la Maladetta y, en general, el aire de las altas cumbres, provoca alteraciones en los líquidos extremadamente putrescibles. En consecuencia, la heterogenia, o sea la producción de seres carentes de progenitores, pero formados a expensas de la materia orgánica ambiente, es una realidad para nosotros».
Como la Academia de Ciencias se interesaba más y más por este debate, Joly y Musset solicitaron a ésta, en noviembre de 1863 que nombrase una comisión que repitiera las principales experiencias de Pasteur y la de sus adversarios. En esa ocasión Flourens se pronunció con la solemnidad que convenía a su bien meditada declaración: «Muchos periódicos me reprochan de no opinar sobre la generación espontánea. Mientras no tuve opinión formada, nada pude decir al respecto. Hoy sé a qué atenerme y por eso la haré conocer. Las experiencias de Pasteur son decisivas. Si existe realmente generación espontánea, ¿qué se necesita para obtener animálculos? Aire y líquidos putrescibles. Ahora bien, M. Pasteur pone líquidos putrescibles en contacto con aire y nada sucede. Por lo tanto, la generación espontánea no existe. Dudar todavía es ignorar de qué se trata».
El año anterior, la Academia había hecho público su parecer sobre el asunto al otorgar a Pasteur el premio de un concurso propuesto en estos términos: «Procurar aclarar la cuestión de las generaciones llamadas espontáneas por medio de experiencias bien realizadas». Y la memoria de Pasteur sobre los corpúsculos organizados que existen en la atmósfera había sido aprobada por unanimidad.
Aunque hubiera podido valerse de los votos de la Academia, Pasteur consintió en que se nombrara, para concluir con esta interminable controversia, la comisión reclamada por Joly y Musset.
Compusieron la comisión: Flourens, Dumas, Brongniart, Milne Edwards y Balard. Pasteur pidió que la discusión se iniciara lo antes posible; y se fijó para ello la primera quincena de marzo. Pero Pouchet, Joly y Musset solicitaron prórroga, alegando el frío reinante, «Éste modificaría el resultado de nuestras experiencias —escribieron a la Academia de Ciencias— y hasta podría ser causa de que no obtuviéramos ningún resultado, porque las experiencias tendrían que realizarse a una temperatura inferior a cero grado; temperatura que suele reinar, aun en primavera, en el sur de Francia. ¿Quién puede asegurarnos que no helará en París en el intervalo del 1 al 15 de marzo?», Y por temerle también a la primavera, solicitaron que la comisión aplazara las experiencias hasta el verano próximo. «Me sorprende mucho —replicó Pasteur —la prórroga pedida por los señores Pouchet, Musset y Joly, pues con una estufa puede elevarse la temperatura hasta el grado que ellos deseen. Por mi parte me apresuro a declarar que estoy a disposición de la Academia y en condiciones de repetir mis experiencias en cualquier estación del año».
Habiéndose iniciado en la Sorbona una serie de conferencias vespertinas, era natural que se incluyera en el programa el tema de las generaciones espontáneas. El 7 de abril de 1864, Pasteur entraba en el amplío anfiteatro de la vieja Sorbona. Al hacerlo, recordó, posiblemente, que en los días de su juventud el auditorio se asemejaba al público de los teatros, por su impaciencia en escuchar la palabra de J. B. Dumas. El alumno de entonces, trocado en maestro, encontró un público aún más numeroso que invadía las gradas, desbordaba en los pasillos y obstruía los corredores. Entre los profesores y estudiantes estaban Duruy, Alejandro Dumas padre, Jorge Sand y la princesa Matilde, y los personajes característicos de los círculos mundanos, que cultivan la conversación más que el afán de instruirse, y que quieren ver y sobre todo ser vistos, para tener de qué platicar en los salones. Era lo que ha dado en llamarse Todo Paris. A pesar de su frivolidad, «ese» París iba a tener una impresión de la cual conservaría perdurable recuerdo. Tenía ante sí a uno de esos hombres que no tratan de halagar al auditorio con exordios atrayentes, a un hombre cuyo rostro severo expresaba energía y concentración mental. Pasteur empezó la conferencia con voz segura y grave:
«Con el espíritu atento asistimos hoy al debate de graves problemas: Unidad o pluralidad de razas humanas; creación del hombre hace miles de años o hace miles de siglos; permanencia de las especies o transformación lenta y progresiva de unas en otras; la materia considerada eterna, y la nada fuera de ella; inutilidad de la idea de Dios. Éstas son algunas de las cuestiones libradas hoy a la discusión de los hombres».
A continuación dijo que acababa de emprender el estudio de una cuestión accesible a la experiencia: ¿Organizase la materia por sí sola? ¿Pueden generarse, en este mundo, seres que no proceden de progenitores de la misma especie? Después de mostrar que la doctrina de la generación espontánea había perdido paulatinamente terreno, explicó cómo a fines del siglo XVII el microscopio le había procurado nuevos adeptos, con el descubrimiento de «numerosos seres de extrañas formas, cuyo origen parecía relacionarse estrechamente con la materia muerta, animal o vegetal, en estado de descomposición». Expuso seguidamente que Pouchet, nuevo partidario de una vieja teoría, había incurrido en errores difíciles de reconocer a simple vista. Con perfecta claridad e ingeniosa sencillez, explicó que el polvo que flota en el aire tiene gérmenes de organismos inferiores y que los líquidos preservados de estos gérmenes se conservan indefinidamente sin alterarse. Oyéndolo discurrir así hubíérase creído que Pasteur se hallaba en plena labor en su pequeño laboratorio de la Escuela Normal y no en el gran anfiteatro de la Sorbona.
«He aquí —dijo— un infusión de materia orgánica, extremadamente alterable, y tan límpida como el agua destilada. Aunque fue preparada hoy, mañana ya contendrá mohos y animálculos infusorios.
«Supongamos que se vierta un poco de esta infusión en un vaso de cuello largo y que se la haga hervir. Dejándola enfriar, observaremos, al cabo de algunos días, que se han desarrollado en ella mohos y animálculos infusorios. Sí bien la ebullición destruyó los gérmenes que contenía o estaban en las paredes del vaso, la infusión se altera, como todas las infusiones, porque ha quedado en contacto con los gérmenes del aire.
«Supongamos ahora que se repita la experiencia en iguales condiciones, y que antes de hacer hervir el contenido del balón se alargue su cuello con un soplete hasta estrecharlo cuanto se pueda, pero sin cerrarlo, y que se haga hervir el líquido y se lo deje enfriar. Pues bien, el contenido del balón permanecerá inalterado, no sólo algunos días o meses, sino uno, dos, tres y hasta cuatro años; ésta es precisamente la duración que tiene la experiencia de que hablo. El líquido se conserva tan límpido como el agua destilada. Ahora bien, ¿en qué se diferencia el contenido de los dos vasos? Ambos contienen un mismo líquido y ambos comunican con el aire exterior. ¿Por qué se altera uno y el otro no? La única diferencia consiste en que, en uno de los vasos, el polvo en suspensión en el aire entra por el gollete y llega hasta el líquido, donde los gérmenes arrastrados, al encontrar alimento apropiado para su desarrollo, dan origen a seres microscópicos; en el otro, es imposible o sumamente difícil, que el polvo penetre en él, a no ser que el aire se agite fuertemente. Mas ¿adónde va el polvo? Cuando el aire entre en el vaso por difusión o a causa de las variaciones de temperatura, penetra tan lentamente que el polvo y las partículas sólidas que contienen se depositan en el estrechamiento del gollete.
«Esta experiencia es muy instructiva, pues muestra que cuanto contiene el aire, sea electricidad, magnetismo, ozono o cualquiera otra cosa que ignoramos, con excepción del polvo, puede entrar fácilmente en el vaso y ponerse en contacto con el líquido. Para probar la veracidad de este aserto basta agitar repetidas veces el contenido del vaso, y, al término de algunos días, éste contendrá animálculos y mohos. ¿Por qué? Porque el aire, al entrar bruscamente en el vaso, arrastra consigo el polvo en suspensión. «En consecuencia, señores, yo también podría decir al mostraros este líquido: He tomado en la inmensidad del universo una gota de agua que contiene abundante materia fecunda, es decir, empleando el lenguaje de la ciencia, que contiene los elementos apropiados para el desarrollo de seres inferiores. Y espero, y la observo, y la interrogo, y le pido que se digne hacerme presenciar la primitiva creación. ¡Qué espectáculo tan hermoso sería! ¡Mas ella nada revela! Está muda desde hace muchos años —desde que se iniciaron estas experiencias—, porque yo he alejado, y aun alejo de ella, lo único que no le es dado producir al hombres; he alejado de ella los gérmenes que flotan en el aire, he alejado de ella la vida, ya que la vida es el germen y el germen es la vida. La doctrina de la generación espontánea no se repondrá jamás del golpe mortal que le asesta esta sencilla experiencia».
El público aplaudió con entusiasmo las palabras finales de esta lección: «No, hoy no se conoce ningún hecho que demuestre la existencia de seres microscópicos que no proceden de gérmenes o progenitores semejantes a ellos. Quienes sostienen lo contrario son juguete de ilusiones y de los resultados de experiencias cuyos errores no han sabido advertir o no han podido evitar».
Entre experiencias de refutación y nuevas investigaciones, Pasteur encontraba la manera de administrar la Escuela Normal en el sentido lato de la palabra. Ejercía tanta influencia en los alumnos, que les despertaba gusto y pasión por los estudios. Dirigía a cada uno según sus inclinaciones y procuraba excitar las particularidades adormecidas de sus inteligencias. Su solicitud no se daba sosiego, aun cuando ya era mérito de feliz administración haber conseguido la creación de cinco plazas de preparadores para los normalistas con título de agregados. Animaba cordialmente a los jóvenes ex alumnos que eran víctimas de desengaños en la edad en que no se duda de nada ni de nadie. Era el consejero que enseña a considerar la vida con dignidad. Un cambio de cartas muestra cabalmente cómo Pasteur entendía su misión.
Un normalista, Pablo Dalimier, que había obtenido las mejores notas de los exámenes de agregación de física en 1858 y había sido nombrado preparador de historia natural en la Escuela, solicitó, al doctorarse, que lo enviaran a una Facultad. En respuesta, recibió orden de ir al liceo de Chaumont. Desesperado por la suerte adversa, escribió a Pasteur que esa medida perjudicaba su porvenir.
«Mi estimado señor —respondióle Pasteur—, siento muchísimo no haber podido conversar con usted antes de su partida para Chaumont; mas he aquí algunos consejos, que seguramente le serán provechosos. No exteriorice su justificado descontento. Distíngase, desde la iniciación de su trabajo, por su celo y aptitudes. En una palabra, cumpla perfectamente con sus nuevos deberes, a fin de patentizar la injusticia cometida con usted. El desaliento que manifiesta en su última carta, no es digno de un hombre de ciencia. Preocúpese exclusivamente por el adelanto de sus alumnos y el progreso de sus propios trabajos... Cumpla con su deber lo mejor que pueda y no se inquiete por lo demás».
De lo demás, él se encargaba. Fue al ministerio y se quejó de la hiriente injusticia que implicaba ese nombramiento.
«Señor Administrador —respondió el confinado de Chaumont, recibí la apreciada carta que tuvo a bien dirigirme. El profundo respeto que me inspiran sus palabras es la mejor prenda de mi disposición en seguir sus consejos. Me he dedicado por completo a mis alumnos y he emprendido ya la reorganización del gabinete de física, que se hallaba en deplorable estado cuando llegué aquí». Pero no tuvo tiempo de terminarla, pues se le hizo justicia: fue nombrado regente de estudios de la Escuela Normal. Mas la muerte se llevó a este joven, a los 28 años.
Deseando que los vínculos entre profesores y alumnos egresados de la Escuela Normal después de tres años de estudios se mantuvieran estrechos, Pasteur redactó un informe en 1859 sobre la utilidad que prestaría la publicación de unos anales que podían titularse Anales Científicos de la Escuela Normal:
«¿No publicaba anales —preguntaba— el Museo de Historia Natural? ¿No tenía su revista científica la Escuela de Minas, desde 1795? ¿No editaba folletos la Escuela Politécnica, en los que se publicaron las clases de matemáticas dictadas por Laplace y Lagrange en 1795 a los primeros neófitos de la Escuela Normal en el anfiteatro del Jardín Botánico?»
Cuando se estudia el desenvolvimiento de muchas ideas fecundas, no es raro advertir que Francia tuvo la prioridad y por falta de tenacidad y constancia dejó que fructificaran en otras naciones, mientras en ella se desvanecían esterilmente. Trasplantadas a otros países, ciertas ideas se desarrollaron y progresaron tanto, que Francia no las reconoció cuando volvió a tomarlas como de prestado. Alemania había sabido apreciar la utilidad resultante de coleccionar materiales de estudio y de dar a publicidad las ideas a medida que nacen. Poco antes que Pasteur pensara en editar los Anales, Renan había llamado la atención sobre este contraste en una carta dirigida a los directores de la Revista Germánica fundada con el propósito de estrechar vínculos entre Alemania y Francia: «En Francia no se presenta una obra al público, sino después de estar madura y terminada; en Alemania, en cambio, se publica provisionalmente, no como enseñanza doctoral, sino como estímulo para el pensamiento y fermento para el espíritu».
Pasteur conocía el poder de ese fermento espiritual. En el libro titulado El Centenario de la Escuela Normal, M. Gernez mencionó el entusiasmo con que Pasteur hablaba de los Anales, que servirían para que los alumnos enviados a las provincias colaboraran con sus antiguos maestros y mantuvieran encendido el fuego sagrado de París.
«Mi querido Raulin —escribió Pasteur a fines de diciembre de 1863— le ruego que me avise cuando esté en condición de publicar sus observaciones. Espero que para entonces estarán creados los Anales Científicos de la Escuela Normal, de los que me habrá oído hablar a menudo y en los que tendré la satisfacción de acoger a los mejores trabajos de mis antiguos alumnos. El ministro se muestra partidario del proyecto y M. Nisard parece haber perdido el temor de que los Anales no sean bien recibidos por los literatos».
En junio de 1864, Pasteur presentó a la Academia de Ciencias el primer fascículo de los Anales. M. Gernez, a quien Pasteur apreciaba particularmente, omitió decir que se iniciaron con la publicación de sus investigación sobre el poder rotatorio de ciertos líquidos y sus vapores, con las que había completado extensamente los trabajos que M. Biot había iniciado al exponer a la luz polarizada los vapores de esencia de trementina.
En esa fecha los heterogenistas decidieron entablar la polémica decisiva y se pusieron a disposición de la Academia de Ciencias. Ésta les pidió que comparecieran ante la comisión, que se reuniría en el laboratorio de Chevreul, en el Museo de Historia Natural. Pasteur estuvo presente. «Afirmo —dijo— que siempre es posible sacar de la atmósfera muestras de aire que no contengan huevos ni esporas, ni alteren las soluciones putrescibles». La comisión declaró que, por estar en litigio un hecho simple, debía efectuarse una sola experiencia decisiva. Los heterogenistas, sin embargo, quisieron comenzar de nuevo la serie completa de las experiencias. Como esto era reabrir el debate, la comisión denegó el pedido, y los heterogenistas, en desacuerdo con este temperamento, abandonaron la lucha y recusaron los jueces cuyos fallos habían solicitado ellos mismos.
Esta actitud no condecía, por cierto, con lo que Joly había escrito a la Academia: «Sí el contenido de uno de nuestros matraces permanece inalterado, declararemos lealmente nuestra derrota». Por su parte, Pouchet había dicho: «Aseguro que un decímetro cúbico de aire, de cualquier lugar de la tierra, en contacto con un líquido putrescible en un matraz herméticamente cerrado, da origen a multitud de organismos vivos. Jamin, sabio que posteriormente fue secretario perpetuo de la Academia de Ciencias, escribió a propósito de este conflicto: «Ha quedado claramente demostrado que los heterogenistas se han condenado a sí mismos, a pesar de la manera como han querido disimular su derrota. Si estaban seguros del hecho que se habían comprometido solemnemente a demostrar so pena de declararse vencidos, hubieran debido hacerlo, porque la demostración implicaba el triunfo de su doctrina. Déjase condenar por abandono quien no está seguro de la causa que defiende».
Los heterogenistas apelaron al público y, pocos días después de la derrota, Joly dio en represalias una conferencia en la Facultad de Medicina, en la que calificó de certamen de feria a la prueba propuesta por la comisión. Fue aplaudido por quienes mezclaban en el asunto ideas ajenas a la cuestión científica y no tomaban como exclusivo elemento de juicio la esterilidad o la alteración del contenido de los balones y de los diferentes líquidos empleados.
Después de pasar por el ambiente tranquilo de los laboratorios, por las altitudes del Montanvert y de la Maladetta, por la secretaría de la Academia de Ciencias, por el anfiteatro de la Sorbona y por la Academia de Medicina, el problema se volvió tema de discusión mundana. ¿Si todo proviene de gérmenes —decíase— de dónde salió el primer germen? Es un misterio ante el cual debemos inclinarnos, respondió Pasteur; toda cuestión sobre el origen de los seres se halla fuera del dominio de la investigación científica. Pero la mayoría de los hombres sienten invencible curiosidad por descifrar los misterios que se ciernen sobre el origen y destino de los mundos, y no admiten que la ciencia tenga la prudente sabiduría de limitarse a explorar solamente lo que existe entre ambos abismos. Mucha gente transforma una cuestión de hechos en una cuestión de fe. Los que alababan o atacaban a Pasteur veían en él al defensor de una causa religiosa, aun cuando sus preocupaciones eran de índole netamente científica.
En vano había dicho: «En esto no hay religión, ni filosofía, ni ateísmo, ni espiritualismo; y, como hombre de ciencia, podría agregar que nada me importan. Es una cuestión de hechos que he abordado sin prejuicios y con el propósito de declarar que existen generaciones espontáneas, si así me lo imponía la experiencia. Hoy, estoy persuadido que los que afirman su existencia tienen los ojos vendados». Sin embargo, los resultados de sus investigaciones parecían argumentos en favor de una tesis filosófica, y las personas cuyas ideas se acomodaban a los dictados de su fe ardiente, a la influencia del medio, o a los impulsos del amor propio o del egoísmo, no comprendían el deseo de Pasteur de buscar la verdad por sí misma, sin otro afán que descubrirla para proclamarla. La guerra estaba declarada. Los periodistas avivaban el fuego. Mientras el abate Moigno manifestaba que la prueba de la inexistencia de la generación espontánea debía utilizarse para convertir a los ateos e incrédulos, Edmundo About, sin ser por cierto un neófito, intervenía en favor de la teoría: «M. Pasteur —escribió— ha predicado en la Sorbona, en medio de un concierto de aplausos que habrá sido grato a los ángeles». Después de hablar con irónica y juvenil inspiración de las cosas puramente terrestres, About se ocupó hasta del problema de las causas primeras: «Puesto que pueden nacer espontáneamente animalitos de tamaño igual a la centésima parte de la cabeza de un alfiler, nada me impide admitir que la naturaleza haya formado, espontáneamente, leones y aún seres humanos». Aunque poco propenso de ordinario a las hipótesis, About aventuraba poco después, en una frase incidental, la hipótesis de que el hombre primitivo había sido «un suboficial de porvenir en el gran ejército de los monos».
Revisando las publicaciones de la época, pueden conocerse las ideas nacidas de las retortas, como entonces se decía. En vísperas de cumplir 80 años, Guizot se propuso contar qué había hecho en este mundo y qué pensaba del otro. En sus Meditaciones trató del problema de las generaciones espontáneas, que había estudiado con altiva confianza tras largas meditaciones sobre sus propias creencias y su destino: «El hombre no ha sido creado por generación espontánea, esto, es, por una fuerza creadora y organizadora inherente a la materia. Día a día, la observación científica invalida esta hipótesis con mayor evidencia; hipótesis inadmisible, por lo demás, para explicar la aparición del primer hombre sobre la tierra, en condiciones de subsistir». Saludaba a «M. Pasteur, que había iluminado la cuestión con la luz de su crítica escrupulosa».
Entretanto, Nisard empezaba a admirarse de cuanto sucedía en el diminuto laboratorio de la Escuela Normal. Preocupado constantemente por las relaciones entre la ciencia y la religión, sorprendióse al escuchar la modesta manifestación de Pasteur: «El estudio de la causa primera no incumbe a la ciencia. Ésta se ocupa únicamente de las cosas demostrables: los hechos, los fenómenos y las causas segundas».
Sin embargo, Pasteur no se desinteresaba de los graves problemas que denominaba los temas eternos de la meditación de los hombres. Nadie sabía delimitar mejor que él el dominio religioso del científico. Irritábale observar que el sectarismo se introdujera en la ciencia y rechazaba tanto la intromisión de la religión en la ciencia, como la de la ciencia en la religión. Es indispensable sostenía— que los hombres de ciencia gocen de completa independencia; cuando un sabio fundamenta sus estudios en un sistema filosófico, abdica ipso facto de su título, porque aboga por una causa y deja de interrogar a la naturaleza y buscar la verdad por la verdad misma.
Aunque áspero en las controversias, olvidaba los rozamientos cuando éstas terminaban. Cierta vez dijo a alguien que evocaba ante él ese pasado tan lleno de censuras y alabanzas: «El hombre de ciencia no debe atender las injurias o felicitaciones del momento: debe preocuparse por lo que dirán de él después de un siglo».
Deseoso de no perder el tiempo, estaba impaciente por proseguir sus estudios sobre el vino.
«¿No provendrán las enfermedades del vino —había conjeturado en la Academia de Ciencias en enero de 1864—de fermentos organizados o vegetales microscópicos, cuyos gérmenes se introducen en él a causa de la exposición al aire, de las variaciones de temperatura y de las variaciones de presión?. He llegado a la conclusión que la alteración de los vinos se relaciona con la presencia y multiplicación de vegetaciones microscópicas».
Había estudiado al microscopio vinos acedados, amargos y ahilados, y este instrumento le resultó la guía más segura para reconocer y especificar los males del vino. Como había intentado subsanar la acidez de los vinos del Jura, producida cuando se hallaban en toneles, la ciudad de Arbois puso a su disposición un local para que lo usara de laboratorio durante las vacaciones de 1864. Los gastos los pagaría el ayuntamiento, según reza el acta de deliberación del concejo municipal.
«Señor Alcalde —respondió Pasteur—: la espontánea disposición del concejo municipal de esa ciudad, que me es cara por muchas razones, honra demasiado mis modestos trabajos; y los considerandos en que se funda me llenan de confusión».
Temiendo no poder prestar un servicio proporcionado a la generosidad del concejo, Pasteur rehusó el ofrecimiento. Acompañado de sus preparadores, se estableció en la sala de un antiguo café, a la entrada de la ciudad. Balard hubiera aprobado tan sumarísima instalación, pues sostenía jovialmente que el espíritu de los sabios se aguza en la lucha material. «Casi todos los aparatos que empleábamos —escribió M. Duclaux— provenían del carpintero, del hojalatero o del herrero de Arbois, y no tenían formas canónicas; como se comprenderá fácilmente; por eso cuando salíamos en busca de muestras de vino para analizar, nuestro paso provocaba pullas entre la gente un tanto burlona de esa pequeña ciudad».
Para Pasteur el problema se reducía a impedir que los gérmenes o vegetales parásitos, causantes de las alteraciones, se desarrollaran en el vino. Después de algunas tentativas infructuosas, halló que la solución consistía en calentar el vino, durante algunos instantes, a la temperatura de 50 a 60 grados.
«He comprobado —escribía— que el vino deja de alterarse después de esta operación. Además, puesto que nada impide que el oxígeno del aire siga actuando sobre el vino (causa casi exclusiva, según mi opinión, de su mejoramiento con el tiempo) se comprende que dicho procedimiento tenga enormes ventajas».
Podría creerse que todos se apresuraron a adoptar este procedimiento sencillo y práctico, aplicable tanto a los vinos de mayor fama como a ordinarios. ¡Gran error! Todo adelanto choca siempre con prejuicios, envidias y hasta con la indolencia de los mismos interesados en usufructuarlo. Para imponer un perfeccionamiento es necesario tener abnegación personal a toda prueba, porque el saber, el talento y aun el genio no bastan para luchar contra las resistencias suscitadas. Pasteur tenía esta virtud, y cuando resolvía un problema científico, su mayor placer consistía en hacer beneficiar al país con su descubrimiento.
«En Francia se asombran —escribíale un inglés— que la importación de vinos no haya tomado mayor incremento en Inglaterra, después del tratado de comercio. La razón es muy sencilla. Al principio recibíamos vinos con sumo interés; mas pronto advertimos que su tráfico acarreaba grandes pérdidas y muchísimos contratiempos por las alteraciones a que estaban expuestos los vinos de esa procedencia».
Polémicas, fiscalizaciones y proyectos de experiencia en gran escala, ocupaban a Pasteur cuando J. B. Dumas vino a pedirle, inesperadamente, el mayor de los sacrificios: el de dejar el laboratorio.

CAPÍTULO 6
1865 – 1870

La enfermedad de los gusanos de seda; misión de Pasteur en Alais. — Muerte de su padre. — Regreso a París. — Artículo de Pasteur a propósito de la publicación de las obras de Lavoisier por J. B. Dumas. — Muerte de su hija Camila. — Candidatura de Carlos Robin a la Academia de Ciencias; cambio de cartas entre Sainte-Beuve y Pasteur. — El cólera. — Pasteur en el palacio de Compiègne. — Su regreso al Gard; sus colaboradores; muerte de su hija Cecilia; carta de Duruy. — Publicación de los “Estudios sobre el vino". — Artículo de Pasteur sobre la abra de Claudio Bernard. — Nota sobre ciertas reformas en la Universidad. — Trabajos de Pasteur en el Mediodía de Francia; cartas de Duruy; polémicas; consejos de Dumas. Pasteur laureado en la Exposición Universal; solemne distribución de premios. — Sainte-Beuve en el Senado; desórdenes en la Escuela Normal. — Estado de la enseñanza superior en Francia y nota de Pasteur a Napoleón III. — Conferencia en Orleans sobre la fabricación del vinagre. — El presupuesto de la ciencia; reunión de hombres de ciencia en las Tullerías. Prosecución de los trabajos sobre la enfermedad de los gusanos de seda. El calentamiento de los vinos. — Pasteur atacado de parálisis; su enfermedad; sus lecturas. — Ampliación de su laboratorio. — Pasteur en el Mediodía. — Éxito de su método para combatir la enfermedad de los gusanos de seda. — Pasteur en Austria, en la finca de Villa Vicentina. — Entrevista de Pasteur con Liebig en Munich.
La alarmante epidemia arruinaba la industria del gusano de seda y J. B. Dumas, en su carácter de senador, tuvo que informar sobre la situación de más de 3500 sericicultores que habían solicitado a los poderes públicos el estudio de los problemas relacionados con esa plaga persistente. Grande era el empeño de Dumas por la suerte de la sericicultura, pues él mismo pertenecía a uno de los departamentos más castigados por el flagelo. Nacido el 14 de julio de 1800, en una triste y oscura calleja de la ciudad de Alais, Dumas se complacía en volver a su ciudad natal como triunfador en la ciencia y dignatario del Imperio. Atento siempre a las dificultades que se suscitaban, consideraba que los hombres de ciencia eran los más aptos para resolver los problemas relativos a la riqueza nacional. Conociendo la constancia, meticulosidad y muchas otras cualidades que su alumno y amigo ponía en cualquier empresa, reiteró sus instancias para que Pasteur se decidiera a emprender ese estudio. «Su proposición —le respondió éste en unas líneas escritas apresuradamente— me sume en gran perplejidad; pues aunque es muy halagadora para mi y su objeto muy noble, ¡cuánto me inquieta y me turba! Le ruego que considere que jamás he tenido en mis manos un gusano de seda. Si yo tuviera sus conocimientos de la materia, no vacilaría un momento. No obstante, disponga usted de mí; el recuerdo de sus bondades me provocaría amargos remordimientos si me negara a aceptar su apremiante invitación». El 18 de mayo de 1865, Dumas le escribió: «Tengo especialísimo interés en que se dedique al estudio de este problema que tanto preocupa a mi pobre provincia. La miseria excede a cuanto pueda imaginar».
Antes de partir para Alais, Pasteur leyó un libro sobre la historia del gusano de seda, publicado por uno de sus colegas, Quatrefages, que, como Dumas, había nacido en el Gard. Quatrefages atribuía la prioridad en utilizar la seda a una princesa del Celeste Imperio, que vivió hace 4000 años. Poseedores del precioso insecto, los chinos habían tenido cuidado de monopolizarlo y amenazaban con la muerte a quien osara exportar huevos de gusano de seda, llamados también semillas por su parecido con las simientes vegetales. Dos mil años después, otra princesita, que debía reunirse con su prometido en el centro del Asia, tuvo la valentía de infringir la ley, para no tener que renunciar después de su matrimonio a una ocupación digna de las hadas.
Aunque a Pasteur le agradó tan hermosa leyenda, se interesó mucho más por los detalles de la implantación del cultivo de la morera en suelo francés. En tiempos de Luis XI introdújose en Turena moreras provenientes de Provenza. Catalina de Médicis se interesó por su aclimatación en Orleans, y Enrique IV ordenó que las plantaran en el parque de Fontainebleau y en el Jardín de las Tullerías. Deseando inspirar a los grandes señores el amor a la tierra y queriendo ofrecer a los campesinos la feliz oportunidad de «cultivarla contando con el apoyo oficial», Enrique IV auspició la publicación del Tratado de la recolección de la seda de Oliverio de Serres. Este primer escritor agrícola francés gozó del favor del rey, a pesar de la oposición de Sully que no creía ventajosa para Francia la industria de la seda. Desgraciadamente faltan documentos sobre el desarrollo posterior de esta industria.
Según Quatrefages, Francia produjo anualmente seis millones de kilogramos de capullos en el lapso de 1700 a 1788. Durante la República, esta cifra se redujo a la mitad, porque por necesidad o por moda, la lana reemplazó a la seda durante ese periodo. Napoleón I dio nuevo impulso a la industria sericícola, que siguió prosperando hasta producir, en las postrimerías del reinado de Luís Felipe, 20 millones de kilogramos de capullos, con un valor de 100 millones de francos. Nunca se llamó con más justeza árbol de oro a la morera.
Mas esa riqueza se desvaneció de pronto. Una misteriosa enfermedad destruía las crías de los gusanos de seda: «Huevos, gusanos, crisálidas y mariposas —escribió Dumas en su informe al Senado— son atacados por la enfermedad. ¿De dónde proviene? ¿Cómo se propaga? Lo ignoramos; pero puede ser reconocida por unas manchas pardas o negruzcas». Por eso la llamaban la enfermedad de los corpúsculos, aunque se le daba también el nombre de gattina, palabra italiana que significa gatita, pues los gusanos enfermos levantaban la cabeza y mantenían las garras delanteras como en actitud de arañar. Sin embargo, el nombre más popular era el de «pebrina» aceptado por Quatrefages y derivado de la palabra pébré, que en el Languedoc significa pimienta; las manchas de los gusanos enfermos parecían granos de pimienta.
Los primeros síntomas de la enfermedad habían aparecido según unos en 1845, según otros, en 1847. Lo cierto es que en 1849 la plaga se generalizó e invadió todo el sur de Francia. En 1853 fue menester importar huevos de Lombardía; pero el buen resultado obtenido con ellos sólo duró un año, después del cual los síntomas aparecieron nuevamente, y la plaga se extendió a Italia, Austria y España. Los criadores hicieron venir entonces huevos de Grecia, de Turquía y del Cáucaso; pero el mal persistió y la plaga, se extendió hasta la China. En 1864 podían encontrarse huevos sanos únicamente en el Japón.
Muchos achacaban el mal a condiciones atmosféricas adversas, a degeneración de la raza o a enfermedades de la morera. Además de lo que participaban en juntas agrícolas o sociedades científicas, todos los criadores, hasta los más insignificantes, tenían siempre alguna explicación que dar, algún folleto que publicar o algún remedio que aconsejar.
El 6 de junio de 1865 Pasteur partió para Alais, comisionado por el ministro de Agricultura para estudiar el problema. Una interrogación se presentaba a su espíritu: ¿cómo se originaban esas manchas, esos estigmas, esos signos extraños y nefastos? Tales eran los epítetos empleados por Quatrefages, que hacían sonreír a París, ciudad que se conmueve únicamente con el estrépito de los grandes desastres y a la que deja indiferente el relato de las miserias sufridas en silencio.
A poco de llegar, Pasteur interrogó a los habitantes de Alais y puso en ello su simpatía, en el amplio sentido del vocablo. Sus preguntas tenían la insistencia propia de quien desea conocer detalles del fárrago de las palabras; pero las respuestas obtenidas fueron confusas y contradictorias. Todos los remedios preconizados eran más o menos quiméricos. Algunos criadores espolvoreaban los gusanos con azufre, con carbón en polvo o con ambos mezclados. Otros empleaban harina de mostaza o azúcar pulverizada, que según Quatrefages «actuaba de tónico ligeramente estimulante». Otros cubrían los gusanos con cenizas u hollín, y algunos aconsejaban el empleo de polvos de quinina. Ciertos criadores preferían los líquidos y rociaban las hojas de morera con vino, ron o ajenjo. Algunos aseguraban que las fumigaciones con cloro o con alquitrán daban buenos resultados, aserto que otros contradecían. Por último, no faltaban los que aconsejaban el empleo de la electricidad. Un libro, premiado en 1862 por la Academia del Gard, consignaba estos medios terapéuticos con la seriedad que merecía cualquier intento tendiente a combatir la enfermedad. A Pasteur le interesaba más conocer el origen de ésta que la nómina de los remedios; interrogaba sin cesar a los criadores, pero éstos le respondían invariablemente que la enfermedad se asemejaba al cólera o la peste; y repetían de continuo la palabra miasmas. En cuanto a los síntomas, no podían ser más variables: algunos gusanos languidecían a poco de nacer en el cañizo de las camas, otros sólo en la segunda fase, otros llegaban sanos hasta la tercera o cuarta muda y subían al brezo donde hilaban el capullo; pero cuando las crisálidas se metamorfoseaban, las mariposas nacían enfermas, con las antenas deformadas, las patas desecadas y las alas empequeñecidas, como chamuscadas. Cultivar los huevos de estas mariposas era exponerse a fracasar al año siguiente. Así, en una misma cría y durante los dos meses que necesitan los gusanos para convertirse en mariposas, la pebrina presentábase ya brusca, ya insidiosamente. La enfermedad atacaba tanto a los gusanos como a las mariposas, y se presentaba también en los capullos o en los huevos de las mariposas que se creían sanas. Agotados los remedios, los habitantes de Alais decían que la pebrina era imposible de curar.
Pasteur, en cambio, no aceptaba tal resignación y, como era enemigo de malgastar cualquier esfuerzo intelectual, propúsose estudiar a fondo un solo aspecto del problema. Empezó por observar al microscopio los corpúsculos de los gusanos enfermos, cuya aparición había sido notada en 1849. Instalóse cerca de Alais en una casa que tenía una diminuta cámara de cría. Allí estudió las crías provenientes de dos clases distintas de semillas: una, procedente del gobierno japonés, produjo hermosos capullos, y el criador conservó cuidadosamente los huevos puestos por las nuevas mariposas, para resarcirse con ellos del fracaso de la otra cría, que, proveniente también de semillas japonesas, había sido adquirida sin más garantía que la palabra del vendedor. Los gusanos de esta segunda cría languidecieron y pronto dejaron de producir el ruido característico que hacen al desgarrar vorazmente las hojas de la morera extendidas sobre los cañizos; ruido que Pasteur comparaba con el de la lluvia sobre el follaje de los árboles coposos. Parecían enfermos, pero (detalle desconcertante) cuando se los examinaba al microscopio mostraban poquísimos corpúsculos. Más, al examinar las crisálidas y mariposas nacidas de las semillas que parecían sanas, Pasteur observó un detalle aun más extraordinario y desconcertante: casi todas tenían corpúsculos. ¿Cómo interpretar estos hechos contradictorios? ¿Estaría la causa de la pebrina fuera de los gusanos?
Si este libro fuese únicamente una exposición didáctica de los hechos debería tratar, tras la rápida mención de este tejido de enigmas, las experiencias que siguieron. Pero estas páginas, que narran la vida de Pasteur a veces día por día, deben contener además del relato de sus investigaciones el de sus acontecimientos íntimos. A los nueve días de su llegada a Alais, un suceso doloroso lo substrajo de sus experiencias; desde Arbois lo reclamaban urgentemente para que asistiera a su padre, enfermo de gravedad.
Partió angustiado. Sombríos presagios le asediaron durante el largo viaje; el recuerdo de su madre, a quien no había podido ver antes de su muerte, y el recuerdo de Juana, su hija mayor, fallecida también en la casita de Arbois, le hicieron presentir otra desgracia. No se equivocaba. Cuando llegó, sólo vio, a través de sus lágrimas, el ataúd donde yacía su padre.
José Pasteur duerme el sueño eterno en el cementerio de Arbois; pero ocupa un lugar en la memoria de los hombres, en virtud del cariño que le profesó su hijo.
Por la noche, en el cuarto vacío de la curtiduría, Pasteur escribió esta carta:
«Mí querida María, mis queridos hijos: el pobre abuelo ya no está entre nosotros; esta mañana lo llevamos a su postrer morada, junto a la pobre Juanita. El piadoso deseo de Virginia de hacerlo colocar allí me ha reconfortado en mi dolor. Hasta mi llegada mantuve la esperanza de verlo con vida para abrazarlo por última vez y ofrecerle el consuelo de estrechar entre sus brazos al hijo que tanto quería. Pero cuando llegué a la estación y vi mis primos enlutados que venían de Salins, comprendí que sólo podría acompañar sus restos mortales al cementerio.
«Ha fallecido en el día de tu primera comunión, mi querida Cecilia, y estos dos recuerdos no se borrarán de tu corazón. Aquella mañana yo había presentido la desgracia y, cuando te pedí que rogaras a Dios por él, el abuelo de Arbois caía para no levantarse más. Tus oraciones habrán sido gratas a Dios. Quizá tu abuelo las oyó en el cielo, junto con la pobre Juanita, alegrándose de tu santo fervor.
«Durante todo el día he revivido mentalmente las muestras de cariño que me dio mi pobre padre. En treinta años yo fui su constante y casi única preocupación. Todo se lo debo a él. En mi juventud, me alejó de las malas compañías y me enseñó a trabajar, dándome el ejemplo más cabal de vida leal y de provecho. Por la superioridad de su carácter y de su espíritu estaba muy por encima de su posición social. Mas él no se equivocaba: sabía que el hombre honra a su posición y no que la posición confiere honor al hombre. Tú, querida María, no lo conociste cuando trabajaba duramente, ayudado por mi madre, para mantener a sus hijos tan queridos y, sobre todo, para sufragar los gastos que yo le ocasionaba con mis libros, mi asistencia al colegio y mi pupilaje de Besanzón. Aun le veo, en los momentos de ocio que le dejaba su trabajo manual, entregarse a la lectura o al estudio, y a veces, a pintar o esculpir en madera. No ha mucho me mostró un dibujo mío en el que había trazado una cruz: es lo único bueno que tiene. El saber y el estudio le apasionaban. Muchas veces lo he visto con la pluma en la mano comparar y comentar textos gramaticales con el afán de aprender, a los cuarenta y cinco años, lo que los infortunios de su juventud habíanle impedido estudiar. Pero los libros que prefería y buscaba con mayor empeño eran los que relataban las magnos sucesos de la época imperial, durante la cual prestó servicios en el campo de batalla.
«Lo más conmovedor fue que nunca mezcló la ambición al cariño que me profesaba. Recordarás que decía que hubiera sido dichoso si me hubiese visto regentear el colegio de Arbois. Lo deseaba porque quería evitar que los esfuerzos de mis estudios me dañaran la salud. Sin embargo, por ser como era — y hoy lo comprendo mejor— creo que algunos de los éxitos de mi carrera científica lo colmaron de orgullo y satisfacción. Yo era su hijo, su nombre, era el niño que había guiado y aconsejado. ¡Oh, pobre padre, me siento feliz al pensar que he podido proporcionarte algunas satisfacciones!
«Adiós, querida María: adiós, queridos hijos. Ya hablaremos a menudo del abuelo de Arbois. Me consuela que él os haya visto y abrazado no ha mucho y haya tenido tiempo de conocer a nuestra querida Camilita. Desearía veros y abrazaron a todos, pero es necesario que regrese a Alais. Mis investigaciones se atrasarían un año si faltara de allí algunos días.
«Tengo ya algunas ideas sobre la enfermedad; es, en verdad, un terrible flagelo para las comarcas del sur. El subprefecto de Alais me ha dicho que el distrito ha dejado de percibir, en 15 años, la suma de 120 millones de francos de contribución. M. Dumas tiene mil veces razón: es preciso que me dedique al asunto y que prosiga las experiencias. Escribiré a M. Nisard que tome las medidas necesarias para que los exámenes de ingreso se efectúen aún en mi ausencia. Será fácil hacerlo, porque basta repetir lo hecho el año pasado.
«Adiós de nuevo. Os abrazo muy cariñosamente».
Nisard escribió el 19 de junio: «Mi querido amigo: Me he enterado de la pérdida que ha tenido y participo de su dolor con todo corazón, que le es muy adicto... Tómese los días que necesite. Está usted ausente por servicios a la ciencia y de creer a mis presentimientos, servicios a la humanidad. En su ausencia todo se hará de acuerdo sus precisas indicaciones. No preveo ninguna dificultad. En la Escuela todo está en orden. A pesar de su reserva y de acuerdo con lo que M. Biot decía de su persona, creo que usted ha encontrado ya alguna pista y está por lanzarse sobre la presa. En los anales de la sericicultura pondremos su nombre junto al de Oliverio de Serres».
De regreso en Alais, Pasteur prosiguió sus observaciones con el ardor que le provocaba el generoso deseo de aliviar las desdichas ajenas. «Sería muy bello y muy útil hacer participar el corazón en el progreso de la ciencia», había dicho cuatro años antes, en la inauguración de la estatua de Thenard. Con emoción trasuntó en sus Estudios sobre la enfermedad de los gusanos de seda la página siguiente escrita en 1862, por el secretario de la junta agrícola del distrito de Vigan:
«El viajero que hubiese recorrido hace 15 años las montañas de Cevennes y volviera hoy sobre sus pasos, afectaríase dolorosamente al ver los cambios operados en esta región.
«Antes se veían en las laderas de las colinas hombres ágiles y fuertes quebrar la roca, levantar sólidos muros para contener tierra fértil, pero trabajosamente preparada, y construir gradas escalonadas que poblaban de moreras hasta la cumbre de los montes.
«A pesar de las fatigas de tan rudo trabajo, aquellos hombres sentíanse felices y contentos, porque el bienestar reinaba en sus hogares.
«Hoy, en cambio, las plantaciones están abandonadas; el árbol de oro no enriquece la región y los rostros antaño radiantes se han tornado melancólicos y tristes, pues el malestar y la escasez han seguido a la felicidad y la abundancia».
Ya no se trataba del malestar, sino de la miseria. Pasteur pensaba con tristeza en el padecimiento de los habitantes de Cevennes. El problema científico se concretaba de más en más. Ante la contradicción observada en las mariposas de la buena cría, que presentaban corpúsculos, y los gusanos de la cría mala, exentos de ellos, decidió esperar el resultado de las experiencias en curso. Entretanto, notó que algunos gusanos que hilaban ya el capullo, carecían de corpúsculo y que éstos abundaban particularmente en las crisálidas en trance de metamorfosearse. Además, todas las mariposas tenían corpúsculos. Que la enfermedad se declarara principalmente en las crisálidas y en las mariposas, ¿no explicaba por qué fracasaban las crías? «Es erróneo — informaba el 26 de junio de 1865 a la junta agrícola de Alais— buscar exclusivamente en los huevos o en los gusanos el síntoma del mal: el corpúsculo, los huevos y los gusanos pueden tener los gérmenes de la enfermedad, pero no presentar por eso corpúsculos visibles al microscopio. El mal se desarrolla generalmente en las crisálidas y en las mariposas; en ellas hay que buscarlo de preferencia.
«Tiene que haber un medio infalible de obtención de huevos sanos, recurriendo a mariposas exentas de corpúsculos».
De pronto surgióle una idea, que, cual destello de faro, atravesó las tinieblas; idea directora que fue subordinada inmediatamente a la fiscalización soberana del método experimental. Mientras las experiencias seguían su curso, Pasteur formulaba hipótesis: Puesto que las mariposas enfermas ponen huevos enfermos, las que tengan menos corpúsculos pondrán huevos más sanos; y éstos, a su vez producirán gusanos sin corpúsculos, o excepcionalmente con ellos. En cambio, si las mariposas tienen muchos corpúsculos, el mal se declarará ya en la primera edad de los gusanos, y, por los síntomas que éstos presenten, podrá preverse fácilmente el fracaso de la cría.
Con intuición que trasponía los límites de sus estudios de entonces, decía: «Si se reunieran niños nacidos de padres atacados de tisis pulmonar, crecerían más o menos enfermizos y mostrarían tubérculos pulmonares —signo certero de su mala constitución— en edades y grados muy diversos. Con los gusanos de seda sucede algo análogo».
Examinó al microscopio centenares de mariposas y notó que todas tenían corpúsculos, con excepción de dos o tres parejas. Por fortuna, éstas aumentaron con cinco mariposas, oportuno y precioso regalo de dos personas que le habían oído exponer sus ideas. Estas mariposas habían sido criadas de acuerdo con el sistema turco, según el cual los gusanos se criaban en cámaras no mantenidas a temperatura constante. Como todo se ensayaba, habíase empleado también ese sistema, pero sin más éxito que los demás. Afortunadamente, de esas cinco mariposas hembras 4 resultaron indemnes. Pasteur esperaba que el estudio comparativo de los gusanos nacidos de las semillas sanas y de los nacidos de las semillas sospechosas, resultaría de suma utilidad. De mariposas corpusculosas obtendríanse huevos con corpúsculos y, la mayor o menor cantidad de éstos, serviría para pronosticar la intensidad del mal, en las crías posteriores.
Si bien algunos habitantes de Alais, entre los que se contaban el alcalde, M. Pagés, y el presidente de la junta agrícola, M. Lachadenède, confiaban en la seguridad de estos pronósticos, la mayoría de los sericicultores mostrábanse reservados y dispuestos a criticarlos sin esperar el resultado de las previsiones de Pasteur. Con el tono hipócrita con que a menudo se revela la hostilidad de la gente, decían que era lamentable que el gobierno hubiera encargado a un químico la solución de tan arduo problema que, en rigor, debió encomendar a sericicultores o a zoólogos. Pero los más intransigentes eran los que, habiendo emitido ya su opinión, encubrían la gravedad del mal para escudar mejor su amor propio. Mas Pasteur decía: «Dejemos obrar al tiempo».
Cuando regresó a París, tuvo el dolor de encontrar gravemente enferma a Camila, la menor de sus hijas, que contaba dos años de edad. Pasteur la velaba por las noches, y por las mañanas bajaba al laboratorio a trabajar. De noche se reintegraba al seno de su familia y daba rienda suelta a su ternura, ante la cuna donde su hijita moribunda le sonreía.
Pero escondió su angustia y prosiguió la tarea: redactó una nota sobre las vegetaciones parásitas del vino, evitables por calentamiento. Los seres humanos suelen esconder su desesperanza en lo profundo del corazón, mientras cumplen sus deberes cotidianos. En esta situación hallábase Pasteur, cuando J. B. Dumas, encargado por el gobierno de editar las obras de Lavoisier, le pidió que escribiera un ensayo sobre este sabio. «Nadie, escribió Dumas, ha leído a Lavoisier con mayor atención que usted y pocos se encuentran en mejores condiciones de juzgarlo. La casualidad de haber nacido antes que usted me ha dado oportunidad de conocer hombres de una época, cuyas ideas me han servido de guía en esta publicación. Exceptuando a usted, a nadie cedería el privilegio de presentar esta obra a los círculos científicos y literarios. Dada la afinidad de principios, gustos y aspiraciones que me liga a usted desde hace mucho tiempo, le ruego que dedique algunas horas al estudio de la obra de Lavoisier».
«Estimado e ilustre maestro —contestóle Pasteur el 18 de julio de 1865—. Consecuente con la afectuosa confianza que me expresa en su carta, no puedo excusarme de presentar a usted un ensayo, aunque con la condición que lo arrojará al canasto por poco que le disguste. No obstante, necesito que me conceda suficiente tiempo para la tarea, porque así lo exige mi inexperiencia y la fatiga física y mental que me ocasiona la enfermedad de mi querida hijita, cuya gravedad aumenta día a día».
Dumas le contestó:
«Estimado colega y amigo: Mucho le agradezco su buena voluntad y sus deseos de servir a los intereses científicos, que, por otra parte, le atañen más que a ningún otro, pues nadie conoce mejor que usted el espíritu y el método de Lavoisier, basados ambos en el raciocinio que nada deja librado al azar.
«El arte de observar es muy diferente del arte de experimentar. Para observar un hecho importa poco que éste provenga de la lógica del azar: con tal de tener penetración pueden obtenerse resultados provechosos. El arte de experimentar, por su parte, conduce sin vacilaciones ni lagunas del primero al último eslabón de la cadena, y después de plantear la alternativa, recurre a la experiencia que la decide; partiendo de un débil destello puede llegarse a la claridad más esplendorosa. De este arte hizo Lavoisier un método que usted domina en sumo grado, con gran satisfacción de mi parte.
«Tómese el tiempo necesario, ¡hace 70 años que Lavoisier espera y un siglo que sus trabajos empezaron a fructificar! Comparado con esto, ¿qué importan semanas o meses?...
«Le compadezco con toda el alma, pues conozco el punzante dolor de velar junto al lecho de un hijo que se muere. Deseo y espero que le sea evitaba esa gran tristeza: lo merece usted».
El empeño de Dumas por editar en Francia las obras de Lavoisier, databa de tiempo atrás. El 7 de mayo de 1836 había prometido elocuentemente, en una de sus lecciones en el Colegio de Francia, que haría erigir un monumento al científico —dijo— y, quizá, el más grande que Francia ha tenido en ciencias». Deseando que el anuncio de su noble empeño tuviera cierta solemnidad, Dumas presentó al gobierno de Luis Felipe un proyecto de ley para que el Estado sufragara la edición de las obras de Lavoisier. La Academia, por su parte aprobó unánimemente el proyecto del colega a quien tan a menudo tomaba de consejero; pero los diversos obstáculos —eufemismo con que se designa a menudo las formalidades administrativas— invocados por el Gobierno de Julio y después por el de la República, aparecieron de nuevo con el Imperio, aunque más difíciles de salvar a causa de la arraigada tradición, que descorazonaba hasta a los hombres más animosos. Dumas no obstante, mantuvo su idea con serena obstinación y, al cabo de 18 años de afanes, terminó por ganar su causa, que, para él, era la de Lavoisier. En 1861 un decreto ministerial le dio satisfacción, y la obra apareció.
Aunque Pasteur conocía perfectamente los descubrimientos de Lavoisier, no dejó de sentir intensa emoción al leer los trabajos que éste había realizado de 1790 a 1792, pese a que los cargos públicos lo mantuvieron alejado de su laboratorio. ¡Y esa vida tan preciosa fue tronchada a los 50 años por el tribunal revolucionario! La palabra emoción que Pasteur empleó al comienzo de su análisis de la obra de Lavoisier, muestra claramente la generosidad de su alma. Su necesidad de lógica, su paciencia imperturbable cuando interrogaba a la naturaleza con la intención de descubrir sus leyes, su docilidad ante el método experimental, no habían conseguido aminorar la impetuosidad de sus sentimientos. A veces, la lectura de un buen libro, la exposición de un descubrimiento o el relato de una acción noble, lo conmovían hasta las lágrimas. Mas, tratándose de Lavoisier, su curiosidad trocábase casi en culto. Pasteur deseaba que los pormenores de tan admirable vida fueran conocidos de todos; pues, como decía, si bien los descubrimientos científicos están llamados a superarse los unos a los otros, «la obra de Lavoisier —como la de Newton y la de los pocos sabios que pueden comparárseles— permanecerá eternamente joven. Aunque algunos de sus detalles envejezcan o parezcan anticuados, su fundamento y su método seguirán siendo magníficas expresiones del espíritu que aumentarán en majestad a medida que transcurran los años. Es preciso conocer estos hombres ejemplares para comprender cómo el espíritu humano ha descorrido poco a poco los velos de lo desconocido. La lectura de los trabajos de los grandes genios mantiene encendido el fuego sagrado de la invención».
Cuando este artículo apareció en el Monitor, Sainte-Beuve felicitó a Pasteur, que había seguido con mucho interés sus charlas literarias dictadas en el período de 1857 a 1867, durante el cual aquél fue regente de estudios de la Escuela Normal. « Así —le escribió— debe explicarse y hacerse accesible a los profanos la obra de los hombres geniales: insistiendo sobre las partes verdaderamente superiores y poniendo en evidencia el mérito inmortal y la gloria de esos grandes espíritus, cuyas huellas nos empeñamos en seguir dignamente».
Si Sainte-Beuve hubiera aplicado su aguda penetración a descubrir cómo Pasteur «era accesible a los profanos», habría reparado en las expresiones «velos de lo desconocido» y «fuego sagrado»; porque las palabras empleadas más frecuentemente por los hombres muestran a menudo sus móviles secretos, sus ideas predominantes y su principal ambición. Aplicando este método de análisis al estilo de varios escritores, notaríase que la palabra grande caracteriza el estilo soberano de Bossuet y de Corneille, y que Buffon repetía a menudo la palabra noble, pues se hubiera reprochado de haber carecido de solemnidad. Con este criterio, las palabras habituales de Pasteur: voluntad, esfuerzo y entusiasmo, nos revelan los aspectos particulares de su fisonomía moral.
En este libro no es necesario separar artificialmente la parte biográfica del resumen científico de sus trabajos, porque el desarrollo cronológico de los acontecimientos sirve para conocer mejor el conjunto de las ideas y de los sentimientos de su vida, dedicada por completo al trabajo y a la abnegación. Ciertas palabras de sus discursos expresaban sus padecimientos íntimos o exteriorizaban las alegrías que le deparaba la ciencia. Merced a las confidencias de los que le amaron ha sido posible evocar en este libro sus alegrías y sus pesares, y si su gloria tiene asegurada con justicia la inmortalidad, la ternura que despertó en el mundo ha dejado recuerdos que nos ayudan a hacer revivir el pasado.
Camila murió en el mes de septiembre de 1865, a los dos años de edad. Pasteur, trastornado por el dolor, condujo por segunda vez un féretro de niño al cementerio de Arbois. Luego la vida y el trabajo lo absorbieron nuevamente; pero, algunas semanas después, su intensa pena se manifestó en la carta que escribió con motivo de una elección académica.
Tratábase de una candidatura a la Academia de Ciencias. Una candidatura no significa solamente cotejo de títulos y juego antagónico de legítimas y peregrinas influencias. Los candidatos movilizan sus amigos; unos se comprometen con intrépida lealtad y otros demoran su decisión para tener tiempo de reflexionar. A Sainte-Beuve le pidieron su apoyo en favor de Carlos Robin, uno de sus jóvenes amigos, cuya actuación suscitaba entonces muchas controversias.
En 1862, Robin había conseguido que la Facultad de Medicina creara una cátedra para él, en mérito a su descubrimiento de la estructura microscópica de los tejidos, la organización íntima de los seres vivos y las leyes de la vida celular; en una palabra, de lo que constituye la histología. Persuadido que muchos problemas, además de los fisiológicos, serían resueltos por el método experimental, Robin confiaba firmemente en que el espiritualismo, a pesar de sus poderosos defensores, caería vencido por la mentalidad de la época, enteramente dedicada al positivismo. Al contrario de Pasteur, no comprendía que, en todo sabio, coexistieran el hombre de ciencia y el hombre de sentimientos, y ambos exigiesen para sí absoluta independencia. Tampoco admitía la reserva de Claudio Bernard, que, instado por cierto filósofo, tuvo la prudencia de no dejarse alistar en el partido de los creyentes, ni en el de los incrédulos. Con indulgencia y serenidad dijo en esa ocasión: «Cuando estoy en el laboratorio dejo de lado el espiritualismo y el materialismo; observo únicamente los hechos; no interrogo más que a las experiencias; y busco solamente las condiciones en que se produce o manifiesta la vida». Robin era a la vez experimentador y filósofo y, discípulo de Augusto Comte, declarábase positivista. Para la gente superficial, positivismo y materialismo eran sinónimos.
Los procedimientos empleados en 1863 para impedir el ingreso de Littré en la Academia Francesa, pusiéronse nuevamente en juego en 1865 contra la candidatura de Robin a la Academia de Ciencias. Sainte-Beuve, positivista como muchos otros en sus años de estudiante, había vuelto, en la edad madura, a las ideas filosóficas de su juventud, después de pasar por un período de misticismo. Mas cuando se trataba de una candidatura, rechazaba los procedimientos tendenciosos y las consideraciones extra-académicas.
Con respecto a Pasteur, de suyo poco diplomático, el procedimiento más simple consistía en dirigirse rectamente al objeto perseguido; Sainte-Beuve le escribió el 20 de noviembre de 1865:
«Hoy, lunes... Estimado señor, ¿me permite la indiscreción de solicitar su apoyo en favor de la candidatura de M. Robin, cuyos trabajos sé que usted aprecia?
«Quizá M. Robin no pertenece a su escuela filosófica; no obstante, creo —hasta dónde puedo juzgar de estas cosas que me son ajenas—que es de su escuela científica: la experimental. Como las ideas de M. Robin difieren de las suyas en otros aspectos, metafísicos o no, ¿no sería digno de un sabio tomar solamente en cuenta los trabajos positivos? Nada más ni nada menos.
«Disculpe mi injerencia: tanto me ha dolido la injusticia cometida por ciertos periódicos al ocuparse de usted, que me pregunto si no habrá algún medio sencillo de refutar esas tonterías y sofocar los pronósticos malignos y necios. Mas usted es el único juez, y si M. Robin merece ingresar en la Academia ¿por qué no lo lograría con su voto?
Cometieron un error, a mi entender, los que creyeron a Littré digno de ingresar en la Academia Francesa y no le tendieron la mano. Los hombres de ciencia tienen el derecho de mostrarse en tales casos, más independientes que los literatos. La ciencia sólo considera la ciencia.
«Mi gratitud por haber tenido el honor de contarlo durante cuatro años entre mis oyentes y, me atrevería a decir, mi amistad, me llevan un poco lejos. Días pasados quise hablarle al respecto en casa de la Princesa; ella me había autorizado y casi comprometido. Pero con la pluma en la mano me siento hoy más atrevido... ».
La princesa mencionada era la princesa Matilde, en cuyo salón se reunían los literatos, hombres de ciencia y artistas. Gobernando a los más independientes con obsequiosidad y graciosa acogida la princesa Matilde formaba en su derredor una especie de Academia, que consolaba a Teófilo Gautier de no ser miembro de la otra. Sainte-Beuve, que ejercía el cargo de secretario supernumerario a las órdenes de la princesa, le envió copia de la carta escrita a Pasteur, en que se describía a sí mismo con rápidos y precisos trazos, reveladores de los rasgos sobresalientes de su carácter: el deseo de alejar a las ciencias y las letras de toda polémica indigna de ellas; su espíritu conciliador, siempre dispuesto a admitir las diferencias y aun las ideas contrarías; su simpática preocupación por los colegas injustamente atacados, originado por las injurias que, proferidas por pasión política, acallaron en 1855, su voz de profesor en el Colegio de Francia; y, por último, su destreza de árbitro experto en mover con delicadeza los resortes más diversos.
Pasteur contestó inmediatamente: «Señor e ilustre colega: Estimo mucho a M. Robin y considero que con él podría introducirse en la Academia un nuevo elemento científico: la microscopía aplicada al estudio del organismo humano. Sin embargo, me inquietan sus ideas filosóficas por el daño que pueden causar a sus propios trabajos, y, además, porque si él pretende ser filósofo, necesitará aferrarse a un sistema de ideas preconcebidas y fijas, que lo obligarán a estar, como hombre de ciencia, constantemente en pugna con el método experimental. Por lo demás, le declaro con franqueza que no estoy en condiciones de opinar sobre las escuelas filosóficas. De M. Comte he leído solamente algunos pasajes absurdos y de M. Littré conozco lo que usted ha escrito tan bellamente acerca de su saber poco común y de sus virtudes domésticas. mi filosofía nace del corazón, no del cerebro. De todas, me atrae la filosofía inspiradora de sentimientos naturales y profundos, como los que se sienten a la cabecera de un hijo que se muere. En ese instante supremo, algo nos dice en el fondo del alma que el universo no es sólo el mero conjunto de fenómenos conducentes a un equilibrio mecánico, originado en el caos de los elementos por el simple efecto de la acción gradual de las fuerzas de la materia. Admiro a nuestros grandes filósofos. Los que nos dedicamos a la ciencia dependemos de la experimentación, y ésta cambia y rectifica sin cesar nuestras ideas; a cada paso comprobamos que la naturaleza, en la más sencilla de sus manifestaciones, es siempre diferente de cómo la habíamos presentido. Los que sólo conjeturan, ¿cómo llegan a saber, hallándose como se hallan tras el espeso velo que oculta el comienzo y fin de las cosas?... ».
La carta terminaba con algunas consideraciones, de orden íntimo y confidencial, sobre la necesidad de esperar la discusión de los títulos. El competidor de Robin era un antiguo colega de Pasteur de la Facultad de Ciencias de Lila. Pasteur nunca se decidía antes de la discusión de los títulos, cuyo examen seguía con la mayor atención desde su asiento situado, frente al escritorio presidencial. Al emitir su voto tenía en cuenta las palabras de J. B. Dumas: «En las elecciones académicas no pienso en lo que el candidato puede ganar, sino en los beneficios que la Academia obtendrá con su elección».
Sainte-Beuve respetó la justa reserva de Pasteur y no se sorprendió del epíteto dado a algunos pasajes de Augusto Comte. ¿No había dicho él también que Comte era un «cerebro obscuro, abstruso y a menudo enfermo»? Esperó la elección de Robin, para dirigir estas líneas a su «estimado y sabio colega».
«No he querido agradecer antes su carta, tan bella, tan elevada y, me atrevería a decir, tan profunda, con que me honró al contestar la mía. Hoy nada me impide decirle que comprendo perfectamente su manera de pensar y actuar en este asunto académico».
Ese «algo en el fondo del alma» del que hablaba Pasteur en su carta a Sainte-Beuve, mostrábase a menudo en sus conversaciones. Empleaba palabras que, como ésas, eran destellos de su vida moral: luces interiores, claridades vivificantes, reflejos de lo infinito, chispa divina.
Imbuido de la idea de lo infinito, respetuoso ante el misterio del universo y guiado por anhelos de ideal, Pasteur cumplía con entereza su tarea cotidiana y repetía a menudo: ¡Laboremus!, imperativo que hace útiles a los hombres y engrandece a los pueblos.
En el último trimestre de 1865, dejó momentáneamente su trabajo para dedicarse al estudio del cólera. Proveniente de Egipto, esta enfermedad hablase declarado en Marsella y luego en París, donde ocasionó, en el mes de octubre, más de 200 víctimas diarias. Llegóse a temer la repetición de los sucesos de 1832, en que perecieron 18.402 personas de las 945.698 que constituían entonces la población de París. Claudio Bernard, Pasteur y Sainte Claire Deville se instalaron en el desván del hospital Lariboisière, sobre una sala ocupada por enfermos del cólera.
He aquí cómo Pasteur refirió las experiencias efectuadas: «Hicimos una abertura en uno de los conductos de ventilación que comunicaban con la sala, y colocamos allí un tubo de vidrio, rodeado de una mezcla refrigerante. Con un aspirador hacíamos pasar aíre de la sala por el tubo y recogíamos la mayor cantidad posible de las sustancias arrastradas».
Claudio Bernard y Pasteur recogieron también polvo de las salas de los coléricos, y extrajeron sangre a los enfermos; pero sus esfuerzos resultaron inútiles y las experiencias negativas. Un día Enrique Sainte Claire Deville dijo a Pasteur: «Es menester mucha valentía para realizar esos estudios». «¿Y el deber?, le replicó éste sencillamente. El tono con que pronunció la palabra deber —contaba Sainte Claire Deville—equivalía a una enseñanza. El cólera duró poco tiempo y, al finalizar el otoño, desapareció el peligro de epidemia.
Napoleón III, que amaba la ciencia y se complacía -en reflexionar sobre algunos de sus problemas, quiso que Pasteur pasara ocho días en el palacio de Complegue.
El primer día hubo allí gran recepción. El cuerpo diplomático estaba representado por M. de Budberg, embajador de Rusia, y M. Goltz, embajador de Prusia. En medio de damas de honor y chambelanes, dístinguíase al comandante Stoffel, oficial de ordenanza; a Mlle. Bouvet, lectora de la Emperatriz; al médico Longet, célebre por sus investigaciones, su Tratado de Fisiología y su originalidad en rehuir la clientela para dedicarse a la ciencia pura; a Julio Sandeau que, bajo la grave apariencia de capitán de la guardia nacional, escondía un alma tierna y delicada de novelista: a Pablo Baudry, joven pintor en la plenitud de su éxito; y a Pablo Dubois, que había expuesto ese año su Cantor Florentino. Mientras el arquitecto Viollet le Duc, huésped familiar de palacio, pasaba amablemente de grupo en grupo, sirviendo de vínculo entre el mundo oficial y los invitados de ocho días, Napoleón aproximóse a Pasteur y lo condujo lentamente hasta la chimenea. Pasteur aprovechó esta plática a solas con el soberano para exponerle las teorías de la fermentación y de la disimetría molecular.
Algunos cortesanos le felicitaron por tan largos parlamentos confidenciales. La Emperatriz, por su parte, hízole decir por su chambelán que fuera a conversar con ella. Mantuvieron animadísima conversación sobre seres microscópicos, enfermedades epidémicas, experiencias en animales infusorios y enfermedades del vino.
Después de la reunión los invitados se retiraron a sus habitaciones, cuyas puertas tenían tarjetas con sus nombres. Habiendo comprendido Pasteur que las explicaciones dadas a Sus Majestades no eran suficientes y convenía dictar una clase experimental, pidió a París su microscopio y algunas muestras de vinos maleados.
A la mañana siguiente, mientras se preparaba para recibir sus instrumentos de laboratorio, una partida de caza aprestábase en el patio del palacio. Poco después, una fastuosa comitiva de jinetes y personas en coche, con postillones empolvados y tiros de seis caballos, atravesaba Compiègne, antes de entrar en el bosque. Cuando divisaron al ciervo, todos se lanzaron a perseguirlo en su precipitada fuga. De trecho en trecho, los guardianes indicaban a los monteros la dirección de la caza. El ciervo, acosado por los perros, parecía una visión lejana y fugaz a los invitados que iban en carruajes descubiertos. La comitiva regresó al palacio en el anochecer sereno y melancólico de uno de los últimos días de otoño, como los que Sandeau gustaba describir. Por la noche, después de la cena, se hizo el encarne en el patio, principal. Por todas partes oíase la charanga. La servidumbre, en librea de gala, sostenía antorchas formando círculo, en cuyo centro un montero movía los despojos del ciervo, ante los perros anhelantes que estremecíanse sumisos esperando el momento de arrojarse sobre ellos.
El programa prescribía para el día siguiente la visita al castillo de Pierrefonds que Viollet le Duc, con su maravilloso sentido de las reconstrucciones, había hecho surgir de las ruinas, con ayuda de los créditos extraordinarios del tesoro particular del Emperador. Pasteur, que hubiera podido repetir las palabras del filósofo: «Sólo me aburro cuando me divierten», se las compuso, antes de la partida, para no perder todo el día. Comprometió al jefe de la bodega imperial a conseguirle algunas botellas de vino alterado. Pero las cosas estaban tan bien cuidadas allí, que tuvo precisión de conformarse con sólo siete u ocho botellas de vino sospechoso.
Los lacayos galoneados, sin percatarse del interés científico que podía tener una canasta llena de botellas, seguían a Pasteur con mirada ligeramente irónica. Al entrar en su habitación, éste tuvo el placer de encontrar el microscopio y sus cajas de la calle de Ulm. Entre tanto, los invitados se reunían en el salón de fumar y esperaban con cortesana impaciencia el té de las cinco, llamado el té de la Emperatriz. En otro salón hallábanse Provost, Regnier, Got, Delaunay, Coquelin y Mlle. Joussain, sumamente atareados con el ensayo de los Pleitistas, cuya representación debía realizarse esa misma noche en el teatro del palacio. Mientras todos se ocupaban en las cosas inmediatas, con la alegría de figurar en la Corte, Pasteur, en su cuarto, examinaba tranquilamente al microscopio una gota de vino, como si se hallara en su laboratorio, y trataba de enfocar al diminuto micoderma causante de la amargura de los vinos.
El domingo, a las cuatro de la tarde, fue recibido por Sus. Majestades en audiencia particular, para ilustrarlos mejor. «Llevando mi microscopio, mi libro y algunas muestras de vino —escribió en una carta íntima— me dirigí a donde estaba el Emperador. Fui anunciado, y el Emperador me invitó a entrar. M. Conti, que trabajaba en el gabinete, se levantó para retirarse; pero el Emperador le dijo que se quedara, y salió en busca de la Emperatriz. Empecé por mostrar a Sus Majestades las figuras del libro y las preparaciones microscópicas. Esto duró más de una hora».
La Emperatriz, a quien la lección había interesado mucho, quiso que sus amigos, que se hallaban en el salón de té, tuvieran también alguna noción de esos estudios. Tomando jovialmente el microscopio y contenta —según dijo— de desempeñar funciones de ayudante de laboratorio, pasó al salón privilegiado, seguida de Pasteur, que expuso en forma de conversación algunas ideas generales y ciertos descubrimientos precisos. En otra ocasión, el astrónomo Leverrier había hablado análogamente del polvo cósmico y del planeta descubierto por él, y el doctor Longet, de la circulación de la sangre. Las personas de la corte no imaginaron en ese momento que el mérito del menor de los descubrimientos realizados en el laboratorio de la calle de Ulm, duraría más que la decoración y los juegos escénicos del palacio de las Tullerías, del palacio de Fontainebleau y del palacio de Compiègne...
En el curso de la entrevista particular, Napoleón III y la Emperatriz se sorprendieron que Pasteur no pensase en sacar provecho personal de sus trabajos. «En Francia —respondióles— los hombres de ciencia creerían desmerecer si procedieran así». Estaba convencido que el hombre dedicado por completo a la ciencia pura no debe explotar sus descubrimientos, pues con ello entorpece su vida y el orden habitual de sus ideas, y corre el riesgo de adormecer su inventiva. si él hubiese querido aprovechar los resultados de sus estudios sobre el vinagre, ¿no se hubiera visto obligado a ocuparse en su fabricación, con la consiguiente demora de sus nuevas investigaciones? «Tengo el espíritu libre —decía— y me siento con ánimo para solucionar el problema de la enfermedad de los gusanos de seda. Así me hallaba en 1863, cuando me propuse estudiar la de los vinos». Queriendo dedicarse por completo al estudio de esa enfermedad a la vez hereditaria y contagiosa, que le sugería tantas ideas nuevas y planteaba innumerables problemas, solicitó permiso para dejar la Escuela Normal durante parte del año 1866. Cuando regresó a París, obtuvo licencia para ir a Alais.
«Mí querido Raulin —escribió a su ex alumno, en los primeros días de 1866—: El ministro de Agricultura me ha encargado nuevamente que estudie la enfermedad de los gusanos de seda. Esta misión durará cinco meses por lo menos: desde el primero de febrero hasta fines de junio. ¿Le agradaría acompañarme?».
Raulin se disculpó. Estaba preparando, con característica meticulosidad, su tesis doctoral; trabajo que, a juicio de los hombres de laboratorio, sería una obra maestra.
«Me consuelo de su negativa —escribióle Pasteur, pesaroso de que no le acompañara— pensando que así podrá terminar su excelente tesis».
Raulin había tenido por camarada en la Escuela Normal a M.
Gernez, profesor del Liceo Luis el Grande y hombre de los más aptos para asociarse a los estudios de Pasteur. Como el ministro de Instrucción Pública deseaba allanar las dificultades que podían entorpecer la solución de problema de tanto interés científico, concedió licencia a M. Gernez para que prestara su concurso a Pasteur. El joven normalista Maillot mostróse también dispuesto a partir; había sido nombrado suplente de química en la Facultad de Clermont Ferrand, y su único anhelo consistía en trabajar en un laboratorio y estudiar en una biblioteca. Los tres llegaron, pues, a Alais, en los primeros días de febrero y buscaron una casa que sirviera de laboratorio. En el suburbio de Rochebelle ofrecíase en locación una modesta casa baja que llevaba el nombre de Combalusier. Inmediatamente procedieron a la instalación de los útiles científicos, en el cuarto y en el granero. «Fue allí —cuenta M. Gernez en sus memorias— donde, durante varias semanas, Pasteur pasó los días enteros ante el microscopio, frente a la ventana. No abandonaba el cuarto sino para penetrar en el granero, verdadera estufa oscura, donde seguía, a la luz de una bujía, el desarrollo de los gusanos en experimentación».
A la hora de comer era preciso regresar al hotel donde se hospedaban. Pasteur no pudo acostumbrarse a tantas idas y venidas. ¡Cuánto tiempo perdido!, decía con impaciencia. Maillot, encargado de buscar otra casa, descubrió una a 1.500 metros de Alais, donde todo invitaba al trabajo. Alejada de toda habitación, se hallaba al pie de la montaña de Hermitage, en cuya falda persistían desde los tiempos venturosos de la sericicultura algunas moreras que, entre piedras grises, se elevaban junto al menguado follaje de enclenques olivos. Después de transformar en laboratorio un invernáculo de naranjos, maestro y discípulos apresuráronse a ocupar la casa del Pont Gisquet.
«Comenzó entonces un período de intenso trabajo —escribió M. Gernez—. Pasteur emprendió numerosas experiencias, y las siguió hasta en sus más nimios detalles; no reclamaba nuestro concurso sino para las operaciones similares que servían de verificación a las suyas. A la fatiga de la jornada, que nuestra juventud nos ayudaba a soportar, agregábanse para él las preocupaciones por los ensayos, las sorpresas desagradables de correspondencia abundante en críticas y la necesidad de contestar a los importunos. Además, para plantear claramente el problema, era preciso desenmarañar, de la multitud de asertos nacionales y extranjeros, aquellos que tenían algún valor. Por último, había que probar minuciosamente los remedios recomendados como infalibles, para determinar su eficacia; y, junto con el cúmulo de experiencias resultantes, tenía que contestar las consultas provenientes de todas partes sobre temas diversos e inesperados».
La esposa de Pasteur, retenida en París por la educación de sus hijos, partió poco después para Alais en compañía de sus dos niñas; pero como su madre se hallaba en Chambery, en casa de M. Zevort, rector de la Academia, se detuvo en esa ciudad. A poco de llegar, su hija Cecilia enfermó de fiebre tifoidea. Comprendiendo la importancia de los estudios que retenían a su esposo en Alais, tuvo el valor de no pedirle que se le reuniera. Las cartas menudearon. Inquieto por las noticias y solicitado simultáneamente por el deber que lo retenía en Alaisy por sus sentimientos que le incitaban a ir a Chambery, Pasteur resolvió dejar sus trabajos por algunos días. Cuando llegó a Chambery, el peligro parecía conjurado; al cabo de tres días regresó a Alais. Cecilia, en su convalecencia, había recuperado su peculiar sonrisa, que daba inefable encanto a su rostro melancólico. Pero al promediar mayo sonrió por última vez. El doctor Flesschutt, que la atendía, escribió a Pasteur el 21 de mayo: «Si el interés que me despierta la niña no fuera suficiente para estimular mi dedicación, el valor de la madre sostendría mi esperanza y aumentaría, si fuera posible, mi ardiente deseo de llegar a un resultado satisfactorio». El 23 de mayo Cecilia murió tras súbita recaída. Pasteur fue a Chambery para llevar a Arbois el cuerpo de la niña; lo hizo colocar cerca de los féretros de sus padres y junto al de sus hijas Juana y Camila, José Pasteur duerme así el sueño eterno, junto a sus nietas, después de haber cumplido sus deberes en este mundo, haber defendido el suelo de Francia y haber trabajado por la grandeza de la patria al educar un hijo como el suyo. Quien entre en el cementerio de Arbois y recorra con la vista las innumerables lápidas, grabadas con los nombres de los muertos, recuerde, al hollar la hierba que cubre las tumbas cercanas al portal de entrada, que Pasteur conoció allí lo más hondo del dolor humano.
«Tu padre ha regresado de Arbois después de cumplir su triste misión —escribió desde Chambery la esposa de Pasteur a su hijo, que continuaba sus estudios en París—. Por un momento pensé en volver a tu lado; mas, después de tanto dolor, ¿cómo podía dejar que tu padre regresara solo a Alais?». Pasteur volvió al Pont Gisquet acompañado de su esposa, que era su mejor sostén y le comunicaba su propio valor. Púsose a trabajar nuevamente. Poco después, M. Duclaux unía sus esfuerzos a los afanes de esa laboriosa colonia.
A principios de junio, Duruy escribió afectuosamente a Pasteur, con la solicitud de quien no deja de ser amigo por el hecho de ser ministro: «Usted me tiene relegado por completo al olvido, a pesar de conocer el interés con que sigo sus trabajos. ¿En qué se ocupa usted ahora? Seguramente en seguir la pista de algún indicio. Su amigo».
Pasteur le contestó:
«Señor Ministro: Me apresuro a agradecerle su afectuoso recuerdo. ¡Muchas penas han interrumpido mis estudios! Su encantadora hija, que solía jugar en casa de M. Leverrier, le habrá contado posiblemente que Cecilia Pasteur se hallaba a veces entre las niñas que concurrían al Observatorio. Mi querida hija venía con su madre a Alais, a pasar las vacaciones de Pascua en mi compañía, cuando en una breve detención en Chambery enfermó de fiebre tifoidea y murió después de dos meses de penosísima enfermedad. Sólo pude asistirla algunos días, retenido como estaba por mi trabajo; me sostenía la engañosa esperanza de su restablecimiento.
«Ahora me encuentro completamente entregado a mis estudios, única distracción para dolor tan hondo.
«Gracias a las facilidades acordadas por el señor Ministro, he podido reunir numerosas observaciones experimentales y hoy creo conocer bastante bien algunas particularidades de la enfermedad que desde hace 20 años arruina las comarcas del sur.
«Me veo obligado a admitir que la enfermedad de los gusanos de seda es endémica y que lo que actualmente presenciamos es la exacerbación de algo que ha existido siempre; creo, por tanto, posible el retorno a la situación de antes y aún su superación. Al principio intentamos descubrir la causa de la enfermedad, estudiando su desarrollo en los gusanos y en los huevos: ya era algo. Pero he observado que el mal se desarrolla principalmente en las crisálidas y, más aún, en las crisálidas adultas, próximas a la metamorfosis. En ese estado, el microscopio revela con certidumbre su presencia, aun cuando la semilla y los gusanos no parecieron enfermos. El resultado práctico es el siguiente: Supongamos que, obtenida una cría cualquiera, se desea saber si conviene más ahogar las crisálidas y destinar sus capullos al hilado, que destinarlas a la reproducción. Pues bien, el método es muy sencillo: Elevando algunos grados la temperatura se acelera la salida de un centenar de mariposas; se las examina al microscopio y se sabe a qué atenerse.
«Este examen es tan fácil que lo puede efectuar una mujer o un niño. ¿Que los huevos de gusanos fueron recogidos en casa de un campesino que carece de medios necesarios para efectuar oportunamente este estudio? Entonces, en vez de destruir las mariposas, después del acoplamiento y la postura, el campesino pondrá muchas de ellas en una botella con aguardiente hasta la mitad, y las enviará para su examen a un laboratorio de ensayo o a una persona entendida, De este modo se dispondrá de todo un año para determinar el valor de las semillas que se cultivarán en la primavera siguiente. Me apresuro a agregar, no obstante, que me estoy anticipando a lo por venir. Mis observaciones me inducen a dar estos consejos prácticos; empero cuando un hombre de ciencia empieza a ver claro en un asunto, siempre consigue reunir las pruebas necesarias para convencer a los demás. Siempre hay algo de intuición en nuestras ideas. Por otra parte, no hay que olvidar que aquí debemos luchar contra la enorme dificultad —inherente a toda investigación agrícola— de la extremada variabilidad de la materia prima. Lo estudiado y lo observado tiene que revisarse mañana, y, a menudo, es preciso esperar un año antes de poder ensayar otra hipótesis. Me veo constreñido a dejar para el año próximo las pruebas experimentales que confirmarán definitivamente mi manera de pensar. Estaré tan impaciente por obtener esas pruebas y poder informar de ellas con la certidumbre que conviene a la ciencia, que, a pesar de mi fatiga, me siento tentado a pedir autorización al señor Ministro de permanecer aquí dos meses más, para ver de aplicar esas ideas a la obtención de huevos de mariposas trivoltivas, que se abren a los 15 días, con lo cual es posible obtener otra cría después de la cría anual corriente. ¿Qué piensa a este respecto Su Excelencia? Aunque M. Nisard espera con impaciencia mi regreso, porque desea pasar algunos días con su familia en Bruselas, quizá podría esperar, para hacer ese viaje, hasta el regreso de M. Jacquinet. Hago estas confidencias, pensando que Su Excelencia tiene más prisa que yo en ver terminado el trabajo que he emprendido».
Mientras en las alcaldías de los departamentos sericícolas los criadores se disputaban unas cajas de semillas enviadas por el gobierno del Japón a Napoleón III, Pasteur, decidido a triunfar del mal, continuaba sacando conclusiones, porque no creía en la bondad de ese paliativo. Para evitar la pebrina, cuyos corpúsculos eran visibles al microscopio, recomendaba recoger solamente los huevos de las mariposas exentas de ellos. Su espíritu simultáneamente minucioso y generalizador, consideraba la contagiosidad y el carácter hereditario de la enfermedad. Con el fin de demostrar el carácter contagioso de la pebrina, alimentó un lote de gusanos con hojas de morera contaminadas previamente con agua con corpúsculos: la enfermedad se declaraba, y persistía hasta que los gusanos se transformaban en crisálidas o mariposas.
«Ya estoy encaminado y cerca quizá de la meta —escribía a su fiel amigo Chappuis, el confidente de sus primeros años que siempre lo interrogaba—; pero hasta no conseguir la prueba definitiva, será preciso que me cuide de las complicaciones y los errores. El cultivo de numerosas semillas que he preparado para el año próximo, me librará de escrúpulos y demostrará el valor del método preventivo que he indicado. Nada hay más molesto que los estudios en que es menester esperar un año antes de verificar los resultados. Esto no obstante, confío plenamente en el éxito».
Mientras esperaba la época apropiada para la cría de los gusanos, se dedicó a redactar definitivamente su libro sobre el vino. Al valor científico del resultado de sus estudios, agregábase, para él, la satisfacción de contribuir al acrecentamiento de la riqueza nacional. Su procedimiento —denominado ya por los austríacos pasteurización— consistía en calentar simplemente los vinos. Así los libraba para siempre de los gérmenes causantes de las enfermedades y los hacía aptos para transportarlos o almacenarlos. De tan sencilla manera la ciencia resolvía uno de los problemas económicos más complejos. Prestando poca atención a las declaraciones de viejos gastrónomos que, sin dignarse aceptar la menor prueba experimental, aseguraban que los vinos calentados no maduraban por hallarse «momificados», Pasteur estaba convencido que los vinos más delicados y de mejor aroma mejoran al ser calentados, porque «su envejecimiento no proviene de una fermentación, sino de la oxidación lenta que el calor favorece». Queriendo someterse, sin embargo, al juicio de un jurado competente en estas cuestiones de gastronomía trascendental, solicitó que una comisión estudiara la eficacia de su procedimiento, aplicándolo a los vinos ordinarios de exportación y a los destinados a los navíos de la flota y a las colonias.
Esperando que el tiempo «juez necesario e infalible» —según su expresión—, traería el reconocimiento de la eficacia de su trabajo, Pasteur mencionó, en la dedicatoria de sus Estudios sobre el vino, el interés que Napoleón III había mostrado por esas investigaciones que asegurarían millones de francos al país. Sin dejar de señalar el encadenamiento de los hechos, describió, en el prefacio, cómo se había despertado el interés del Emperador. En primer lugar expresó su gratitud al general Favé, director de la Escuela Politécnica desde 1865 y edecán de Napoleón III, que de antiguo gozaba de la confianza imperial por sus estudios sobre artillería. Mas cuando el general leyó las primeras pruebas, no quiso que su nombre apareciera en el libro. Cediendo pesaroso a esos escrúpulos —que a menudo dejan incompleta la historia, pues quedan en la sombra los nombres de muchos que han tenido influencias felices, mientras aparecen los de ambiciosos que ofician de diligentes—, Pasteur tuvo que conformarse con escribir las siguientes líneas en el ejemplar que remitió al general Favé: «General, en este libro hay una gran laguna: la ausencia de su nombre; y eso sería imperdonable si usted no me lo hubiese exigido así de acuerdo con su innata costumbre de hacer el bien anónimamente. Sin su intervención, estos estudios no se hubieran realizado, pues usted los ha promovido, sostenido y fomentado. Permítame, por lo menos tener la satisfacción de consignarlo en la primera página de este ejemplar, que le ruego que acepte como homenaje, al tiempo que le reitero mi gratitud y respeto».
Un nuevo incidente servirá para conocer otro aspecto íntimo de Pasteur. En 1866, Claudio Bernard padeció de una enfermedad al estómago sumamente grave; los médicos Rayer y Davaine que lo atendían se declararon impotentes para conjurarla. Obligado a dejar el laboratorio, fue a recluirse en su casa de San Julián, cerca de Villafranca, desde donde se columbraban las blancas cimas de los Alpes. Claudio Bernard tenía apego por esa morada natal y se complacía en describirla: «En todo tiempo alcanzo a ver las praderas del valle del Saona, hasta dos leguas delante de mí. En las colinas donde vivo, estoy como ahogado por los ilimitados viñedos de la región, que darían a ésta monótono aspecto si no estuviera quebrada por valles umbrosos y alegres riachos que bajan de la montaña en procura del Saona. Mi casa, situada en una eminencia, es nido de verdura, con un bosquecillo que la sombrea por un lado, y con un vergel que se extiende por el otro».
Pero tristes pensamientos vinieron a oscurecer el encanto de sus recuerdos de infancia, y entonces, a pesar de sus importantes proyectos de experiencias, tuvo el valor de que carecen los que, como él, se despreocupaban de sí mismos: el de cuidar la salud. Dedicado a la única ocupación de vigilar metódicamente su régimen diario y convertido en sujeto de sus propias experiencias, le invadió profunda melancolía. Pasteur, que conocía el secreto poder de confortación de ciertas actitudes, releyó la obra de Claudio Bernard y publicó en el Monitor Universal del 7 de noviembre de 1866, un artículo titulado: Claudio Bernard. Noción de la importancia do sus trabajos, de su enseñanza y de su método. Comenzaba así: «Circunstancias especiales me han movido a releer recientemente las principales memorias que han fundamentado la reputación de nuestro gran fisiólogo Claudio Bernard.
«He vuelto a sentir grande y sincera, satisfacción; mi admiración por su talento ha crecido de tal suerte, que no resisto al deseo, por audaz que parezca, de manifestar mis impresiones. ¡Ah, cuán bienhechora es la lectura de los trabajos de los inventores geniales! Al considerar los duraderos descubrimientos realizados con un método cuya seguridad no podía ser más perfecta, he sentido avivarse en mi corazón el fuego sagrado de la ciencia».
De este párrafo merece que se destaquen tres cosas: las palabras «circunstancias especiales», suficientemente notorias para quienes conocían la enfermedad de Claudio Bernard y adivinaban el motivo que impulsaba a Pasteur; la modestia de encontrar audaz el hecho de comunicar sus impresiones personales; y por último, la expresión «fuego sagrado de la ciencia», que refleja parecido entusiasmo al que había exteriorizado el año anterior al hablar de Lavoisier. De los descubrimientos de Claudio Bernard, Pasteur eligió el que parecía más instructivo y era, al mismo tiempo, el más apreciado por su propio autor:
«Cuando M. Bernard se presentó en 1854 a ocupar una vacante de la Academia de Ciencias, su descubrimiento de la función glicogénica del hígado no era el primero, ni el último, de los descubrimientos que lo habían colocado tan alto en la estimación de los sabios; sin embargo, con él comenzó la nómina de sus títulos científicos, cuando se presentó a la ilustre Academia».
¿Qué deducciones habían conducido a Claudio Bernard a tales resultados? ¿Qué investigaciones había hecho? Gracias al artículo de Pasteur y a sus propias memorias, es posible conocer el razonamiento que dio origen a la idea básica y seguir todas las fases del proceso experimental que condujo al descubrimiento.
Claudio Bernard había comenzado por meditar largamente sobre la enfermedad denominada diabetes, caracterizada por la superabundancia de azúcar en el organismo, y a veces, por su abundante eliminación por la orina. ¿Cómo es posible —y esto es aún más extraordinario— que la materia azucarada eliminada por la orina continúe eliminándose aún después de suprimidos los alimentos feculentos o azucarados? ¿Prodúcese azúcar en el organismo animal según procesos desconocidos por los químicos y fisiólogos? Todas las nociones científicas de la época eran contrarias a este planteo del problema. Sosteníase entonces que el azúcar se producía únicamente en los vegetales, y parecía insensato imaginar que el organismo animal pudiese elaborarlo. Pero Claudio Bernard usaba la duda como principio; la duda filosófica —decía— que deja al espíritu su libertad e iniciativa. «Cuando el hecho que se descubre —escribió años después al recordar ese descubrimiento— está en oposición con una teoría reinante, hay que aceptar el hecho y abandonar la teoría, aun cuando la acepten y la sostengan sabios famosos».
He aquí lo que imaginó, según el resumen de Pasteur: «La carne es alimento que no produce azúcar por los procesos digestivos conocidos. Ahora bien, M. Bernard, después de alimentar exclusivamente con carne algunos animales, comprobó, con gran exactitud y mediante métodos químicos perfectísimos, que la sangre que llega al hígado por la vena porta conduciendo las substancias nutritivas, elaboradas y solubilizadas por la digestión, está exenta de azúcar, mientras que la sangre que sale de ese órgano por las venas suprahepáticas, lo contiene siempre en abundancia Por medio de ideas experimentales que solo podía inspirarle uno de los métodos de investigación más fecundos, M. Claudio Bernard puso también en evidencia la estrecha relación existente entre el sistema nervioso y la elaboración de azúcar en el hígado. Con rara agudeza ha demostrado que se puede suprimir o aumentar la producción de azúcar por la excitación de una u otra parte del sistema nervioso. Ha hecho aún más: ha descubierto una nueva substancia, con la cual el hígado elabora el azúcar que suministra al organismo.»
Basándose en el descubrimiento de Claudio Bernard, Pasteur aseguraba que los vínculos entre la medicina y la fisiología irían estrechándose de más en más. Luego, pensando, como siempre en «la juventud estudiosa que se inflama (palabra que empleaba a menudo por escrito y verbalmente) con el afán de saber y con el relato de descubrimientos científicos», recomendaba la lectura de las lecciones de Claudio Bernard dictadas en el Colegio de Francia, que diferían de las lecciones científicas de la época por el lugar eminente que ocupaba en ellas la investigación. Admitiendo que su auditorio estaba tan ávido como él de búsquedas científicas, Claudio Bernard limitábase a expresar su pensamiento, despreocupándose por completo de la forma de su exposición; y si se le cruzaba repentinamente una idea experimental, abría un paréntesis en la lección y se ocupaba por completo de ella. «Si no existiera el Colegio de Francia —agregaba Pasteur— podría decirse sin exageración que el método de enseñanza de Claudio Bernard sugeriría la idea de fundarlo.»
Así hermanábanse las mentes de estos dos grandes sabios que evitaban afiliarse a ningún sistema y no titubeaban en combatir cualquiera teoría, por adoptada que estuviera, si algún hecho lo contradecía. Cada uno por su parte discernía claramente lo que pertenecía a la ciencia de lo que le era extraño, y ambos avanzaban sin cesar por el dominio de lo determinado. Y aunque reconocían y aceptaban que la imaginación es fuente inspiradora de ideas, ambos la sometían a tan rigurosa disciplina, que, iniciadas las experiencias, permanecía inactiva o subordinada a la observación. Cierta vez, al ver entrar en su laboratorio a su preparador Pablo Bert, Claudio Bernard le dijo: «Deje su imaginación en el vestuario junto con el gabán; pero recójala al salir.»
Pasteur podía asegurar que él practicaba el método experimental de igual manera que Claudio Bernard; sin embargo, cuando comentó la Introducción al estudio de la medicina experimental de éste, su actitud parecía más de discípulo que de émulo: «Sería preciso un extenso comentario para presentar esta obra con el respeto que merece, porque es un monumento erigido en honor del método que sirve de base a las ciencias físicas y químicas desde Galileo a Newton, método que Claudio Bernard se esfuerza en introducir en fisiología y en patología. Nada más luminoso, completo, ni profundo, se ha escrito sobre los principios del difícil arte de la experimentación.
La influencia que ejercerá sobre la enseñanza y aun sobre la terminología de las ciencias médicas, será inmensa; y aunque hoy no podamos precisar su alcance, la lectura de este libro nos induce a creer que pronto un nuevo espíritu animará tan hermosas ciencias».
A este raudal de admiración y amistad, Pasteur agregaba el afluente que provenía de otros manantiales y citaba la respuesta de J. B. Dumas a Duruy, cuando éste le preguntó en cierta ocasión: "¿Qué piensa usted del gran fisiólogo Claudio Bernard?» —«¡No es un gran tisiólogo, es la fisiología misma!» Y Pasteur concluía: «He hablado del sabio, aunque hubiera debido hacer una semblanza del hombre; del colega que tantas amistades ha inspirado y al que en vano se le buscaría una falla. La distinción de su persona y la bondadosa nobleza de su rostro le ganan la simpatía de todos. Carece de pedantería y no tiene defectos propios de los sabios; es de sencillez a la antigua, y su conversación, aunque pletórica de ideas exactas y profundas, es la menos afectada…» Después de anunciar que la gravedad de la dolencia de Claudio Bernard había desaparecido, agregaba: «Desearía que la publicidad de estos sentimientos íntimos consolara al ilustre sabio de la pena que le ocasiona el ocio en su retiro, y le expresara con cuánta alegría será recibido, a su regreso, por sus colegas y amigos».
Al día siguiente de recibir este artículo, Claudio Bernard escribió a Pasteur: «San Julián, 9 de noviembre de 1866
Mi querido amigo:
Ayer recibí el Monitor con el soberbio artículo que usted escribió sobre mí. Sus elogios son ciertamente apropiados para enorgullecerme; no obstante, tengo la impresión de estar todavía muy lejos de la meta que deseo alcanzar. Si recupero la salud —esperanza que me hace dichoso— proseguiré metódicamente mis trabajos con medios de demostración más completos, y creo que podré mostrar mejor la idea general hacía la cual convergen mis esfuerzos. Entre tanto, es precioso estímulo para mi el ser elogiado por un sabio como usted. Sus trabajos le han dado mucho renombre, y lo han colocado entre los mejores experimentadores de nuestro tiempo. Con esto quiero significar que le retribuyo ampliamente la admiración que me profesa. Nosotros debemos de haber nacido para comprendernos, pues estamos animados por una misma pasión, y la ciencia verdadera nos inspira los mismos ideales.
«Le pido disculpas por no haber contestado su primera carta; no me hallaba en condiciones de escribir la nota que me pedía. He participado de los pesares de su familia; también yo los he tenido: por eso comprendo cuánto ha de haber padecido alma tan sensible y tierna como la suya.
«Tengo intención de regresar pronto a París y, si es posible, de reiniciar mis clases este invierno. Como usted dice en su artículo, los síntomas graves de mi dolencia parecen haber desaparecido; sin embargo, la menor fatiga o el menor apartamiento del régimen me obliga a guardar cama, Durante mi enfermedad he recibido tantas expresiones de simpatía y benevolencia y tantas pruebas de amistad y estima, que me siento obligado a no descuidar el restablecimiento de mi salud, para poder mostrar pronto mi reconocimiento y estimación a unos y mi sincera amistad a otros.
«Hasta pronto. Afectuosamente, su colega.»
Por su parte, Enrique Sainte Claire Deville, que ponía delicada intención en las cosas del corazón, propuso que se enviara a Claudio Bernard una nota que expresara los deseos y sentimientos generales con motivo de su mejoría. Claudio Bernard le contestó en los siguientes términos:
«10 de noviembre de 1866.
Mi querido amigo:
Es usted tan hábil en idear sorpresas amistosas como en hacer grandes descubrimientos científicos. Ha sido grata ocurrencia la de hacerme escribir por un grupo de amigos; le quedo sumamente agradecido. Guardaré celosamente esa carta firmada por todos, porque contiene la expresión de sentimientos que me son caros y porque es una colección de autógrafos de hombres ilustres que debe pasar a la posteridad. Le ruego que sea mi intérprete ante nuestros amigos y colegas E. Renán, A. Maury, F. Ravaisson y Bellaguet, y les exprese la emoción que me produjeron sus recuerdos y felicitaciones por mi restablecimiento. Desgraciadamente, no estoy todavía sano, si bien me encuentro en franca convalecencia.
«Recibí el artículo que Pasteur escribió sobre mi en el Monitor; al leerlo, se me paralizaron los nervios vasomotores del simpático y enrojecí hasta el blanco de los ojos. Tanto me turbó, que no supe contestarle debidamente y no me atreví a decirle que no hubiera debido exagerar mis méritos. Sé muy bien que Pasteur ha sido sincero en su escrito; por eso y por ser él sabio de primer orden y experimentador extraordinario, su juicio me alegra y enorgullece. Sin embargo, no ceso de pensar que Pasteur ha leído mis obras a través del prisma de su bondad, y que yo no merezco tantas alabanzas. No podría sentirme más dichoso con pruebas de estima y de amistad que me reintegran a la vida y me muestran cuán torpe sería si no cuidara mi salud para seguir viviendo entre los que me quieren y a quienes yo aprecio por la satisfacción que me dan. Tengo la intención de regresar a París a fin de mes. A pesar de su consejo, quisiera reanudar las clases este invierno, y espero que me permitirán hacerlo en el mes de enero; pero ya hablaremos de esto en París.»
Pareciéndole que no había agradecido a Pasteur con suficiente efusión, le escribió estas líneas la semana siguiente:
«Mi querido amigo:
De todas partes he recibido felicitaciones por su excelente artículo del Monitor. Esto me satisface sobremanera, y a su autoridad científica debo el haberme convertido en hombre ilustre. Estoy impaciente por reanudar mis trabajos y por ver a usted y a todos mis amigos de la Academia. Mas, como deseo que mi salud mejore aún más, he postergado por unos días mi regreso a París, pues quiero aprovechar el buen tiempo que hace aquí.»
Para terminar con este episodio académico habría que mencionar los términos con que José Bertrand agradeció a Pasteur el envío de su artículo:
«… El público aprenderá, entre otras cosas, que a veces los miembros eminentes de la Academia se admiran y aprecian sin envidias. En el siglo pasado esto sucedía raramente; si todos siguieran su ejemplo, tendríamos sobre nuestros predecesores esta valiosa superioridad.» Trabajos, desgracias abrumadoras, prueba conmovedora de amistad a Claudio Bernard… fueron acontecimientos en que se revelaron la ternura y fortaleza escondidas en el alma de Pasteur bajo su apariencia severa y concentrada. El número de sus descubrimientos aumentaba simultáneamente con el de sus amistades y, aunque éstas se hicieron innumerables, Pasteur nunca olvidó los seres que lo rodeaban. Su trato afable y comedido despertaba en sus discípulos un sentimiento particular, en el que participaban por igual la admiración, la gratitud y la alegría de trabajar a su lado. Su viejo amigo J. B. Biot había dicho de él: «Ilumina todo lo que toca», pero pudo haber agregado: Eleva el espíritu y el corazón de los que se le acercan.
Los parientes y discípulos compartían sus ideas y esperanzas y subordinaban gustosos sus esfuerzos a la consecución del éxito de sus investigaciones. En realidad, nunca vióse grupo más estrechamente unido. Mientras París ridiculizaba el problema de los gusanos de seda, Pasteur —el menos irónico de los hombres, que consideraba la ironía y el escepticismo de los bufones como actividades disolventes— pensaba en los prejuicios ocasionados por la plaga a los campesinos que cifraban en la sericicultura sus esperanzas de pan cotidiano y a los grandes establecimientos de hilado, cuya prosperidad interesaba al país entero. Con visión de conjunto, abarcaba claramente las consecuencias del importante servicio que debía prestar.
«Es necesario —repetía lleno de confianza— que en 1867 cesen los lamentos de los criadores de gusanos de seda.» Cuando alguien es capaz de expresarse así, los críticos deberían concretarse a decirle: ¡Ensaya!: pero la gente rebasa siempre la medida de lo justo y niega con antelación la misma posibilidad que debe ensayarse. Y en el caso de Pasteur rebasaban la medida con exceso.
Todos pugnaban por contradecirlo: sus antiguos adversarios y sus adversarios recientes. Aun no habían terminado las últimas controversias cuando Pouchet anunció, urbi et orbe, que en Inglaterra, Alemania, Italia y América seguían tratando de la generación espontánea. Joly, el inseparable amigo de Pouchet, se disponía a estudiar personalmente la enfermedad de los gusanos de seda y a publicar algunas consideraciones acerca de la campaña sericícola. Sorprendíale que el Estado «confiara a un químico el estudio de la enfermedad reinante, en vez de encargarla a zoólogos habituados a manejar el escalpelo y el microscopio, y a fisiólogos y médicos iniciados en los secretos de la vida... Pues no debe pasar inadvertido —agregaba—, que este problema incumbe mucho más a la fisiología y a la medicina que a la química... La inteligencia de un solo hombre, por genial que sea, no bastará para vencer las dificultades inherentes a la resolución de este problema evidentemente complejo y misterioso».
A pesar de abundar las disertaciones de esta clase y los folletos más diversos, la palabra de J. B. Dumas bastaba casi siempre para contrarrestarlas. Cuando escribía a Pasteur, así fuera una tarjeta de invitación, no dejaba de poner alguna frase de esperanza. Cierta vez que Duruy y el prefecto del Gard tuvieron que reunirse en su casa, Dumas escribió a Pasteur: «Como se hablará de Alais, no nos podremos pasar sin usted, que será su bienhechor.» «Mi querido maestro —le respondió su colega—, si fuera cierto que los problemas de esta índole pueden resolverse con sólo pensar en ellos, entonces participaría de su confianza, porque no ceso de preparar mis facultades para la próxima campaña.»
Ésta comenzó tempranamente. Antes de alejarse de París por muchos meses, Pasteur redactó algunas notas, el 21 de enero de 1867, que muestran cómo se preocupaba por las mejoras universitarias y atendía sus funciones de director de estudios científicos de la Escuela Normal. En una suerte de programa, que quedó en borrador y lleva el sencillo título de «Mejoras diversas», pueden apreciarse las reformas proyectadas y la elevada idea que tenía de la enseñanza:
Los profesores que sienten inclinación por las investigaciones originales raramente encuentran el estímulo necesario. Deberían ser recomendados a los inspectores generales y a los provisores. Mayor asignación para gastos de su enseñanza y trabajos. Destinar un sirviente al gabinete de física.
La actual inspección general es excesivamente reacia a los ascensos por elección: olvida la tradición. El talento y el mérito personal, independientemente de la edad de las personas, son cualidades que la administración no considera en primer término cuando dispone de empleos vacantes.
Estas consideraciones son aplicables a los liceos y, con mayor justeza, a las Facultades, donde deberían ser predominantes. Sin embargo, han sido tan descuidadas en los últimos 10 años, que la situación se ha vuelto inquietante para el porvenir científico de Francia. Muchas veces las cátedras universitarias han sido ocupadas por funcionarios ineptos para la enseñanza y las funciones administrativas, pues su único título era, por decir, su insuficiencia en el desempeño de los empleos anteriores.
Hablase de la supresión de algunas Facultades; sería grave error. ¿Que no producen? Los hombres sobresalientes son siempre escasos, y, si se juzgara a las Facultades por sus deplorables resultados, se creería que éstas son demasiado numerosas. Pero, antes de restringir su número, hay que tener en cuenta que la administración tiene la culpa de que aquéllas no se hallen a la altura de su misión. si se pusiera mayor atención en la elección de las personas llamadas a ocupar cátedras, sería fácil transformar las Facultades de París en fecundos seminarios de enseñanza superior y en propulsoras de la ciencia en nuestro país. «Las Facultades tendrían que ser entidades que ofrecieran puestos honorables suficientemente remunerados a las personas que se distinguieran en las ciencias por sus trabajos originales. Si las Facultades fueran lo que deberían ser, honrarían a la ciencia, a las ciudades y al país, y no se pensaría en amenguarlas o restringirlas.
Habría que aumentar y no disminuir el número de las Facultades y, por ende, los empleos honorables reservados a los hombres de ciencia. Un medio de conseguir esto consistiría en aumentar los sueldos de los preparadores y en exigir nivel intelectual más elevado. Sería utilísimo implantar una jerarquía universitaria, cuyos grados se establecerían si no de manera absoluta, por lo menos mediante primas o escalas de sueldos conformes a la eficiencia de los preparadores. Por lo demás, debería evitarse la uniformidad y el exceso de reglamentación. A mayor mérito, mayor sueldo. Ascensos inmediatos. Duración limitada de las funciones. Los sueldos de los preparadores tendrían que ser de 3.000 a 4.000 francos; con respecto a su elección, habría que poner igual cuidado que el que requiere el nombramiento de profesores en los liceos o Facultades.
El asunto de los sirvientes de laboratorio es sumamente importante, por estar directamente ligado al progreso de la ciencia. «Estos empleos deberían remunerarse mejor. ¡Cuánto tiempo pierde el hombre de ciencia con ayudantes sin conocimientos, y cuán diestros se vuelven algunos hombres sin instrucción, pero inteligentes y abnegados, cuando trabajan en un laboratorio!
6 bis. Aumentar el número de los agregados-preparadores de la Escuela Normal, y destinar los que se nombren a la asistencia de los profesores del Museo o del Colegio de Francia, o a viajar o permanecer de uno a dos años en los laboratorios extranjeros.
Crear una oficina permanente, bien dotada, para traducir las obras o memorias extranjeras más notables (inglesas, alemanas, etcétera).
Éstas son algunas de mis miras; empero cada hombre de ciencia tiene las suyas propias. Constituir una comisión con los jefes de establecimientos de enseñanza y muchos hombres de ciencia, para discutir éstas y otras disposiciones.»
En enero de 1867, Pasteur volvió al Pont Gisquet acompañado de su mujer y de su hija, y de los señores Gernez y Maillot; a ellos se unió más tarde M. Duclaux. El estudio de las crías provenientes de las mariposas con corpúsculos y de las sanas, despertaba creciente interés. Pasteur se levantaba mucho antes del amanecer y vivía observando las crías precoces. De los gusanos que nacían, unos no tardaban en morir, otros se arrastraban lánguidamente y sólo algunos trituraban con vigor las tiernas hojas de las pequeñas moreras desarrolladas en el invernáculo. Todos parecían obedecer al destino pronosticado por Pasteur de acuerdo con los antecedentes hereditarios y las experiencias de contagio.
No satisfecho con los resultados de sus investigaciones y con los que sus discípulos obtenían paralelamente, Pasteur quiso estudiar lo que sucedía en las cámaras de cría de la vecindad. A unos centenares de metros del Pont Gisquet, sobre la ladera de la montaña, habitaba la familia Cardinal, que el año anterior había recibido parte de los famosos huevos japoneses, cuyas crías resultaron aparentemente satisfactorias. Pero Cardinal perdió sus esperanzas de prosperidad cuando el microscopio de Pasteur le reveló que los huevos provenientes de esa cría contenían corpúsculos. ¿Qué había pasado? ¿Debía culpar a la generación precedente de las mariposas de Taincour? «No —decía Pasteur—, pues los gusanos criados por Cardinal habían mostrado, al evolucionar vigorosamente, que descendían de padres sanísimos. Pero la familia Cardinal los había criado junto con otros provenientes de semilla enferma y que tenían corpúsculos; éstos contaminaron a los sanos, aunque el mal no se manifestó sino en las mariposas. Era evidente pues, que la enfermedad, después de mantenerse en estado latente, se declaraba en las mariposas que, a su vez, la transmitían a los huevos, y los corpúsculos aparecían en la nueva generación.
«Cuando se examina esas crías y se presencia esos resultados —decía Pasteur—, uno se siente inclinado a creer que el aire maléfico del Gard ha pasado sobre ellas. Sin embargo, no es así. El mismo criador es el que provoca la infección, porque comete el error de colocar huevos provenientes de mariposas corpusculosas junto a la semilla japonesa, originariamente sana.»
Con esto demostraba que el contagio de la pebrina se producía de dos maneras:
cuando los gusanos sanos pasaban sobre los enfermos y les hincaban sus ganchos agudos;
cuando la materia excrementicia de los enfermos contaminaba los alimentos.
El 14 de marzo de 1867, Pasteur consignó éstas y otras observaciones, en una carta dirigida a su colega M. Marés, miembro correspondiente de la Academia de Ciencias, que, desde Montpellier, había seguido las investigaciones sobre el vino con igual interés con que seguía los estudios sobre la enfermedad de los gusanos de seda:
«Si no soy víctima de una ilusión y si las investigaciones que he de proseguir no me obligan a modificar radicalmente mi opinión, creo que en adelante podremos considerar las cosas con más optimismo y que la salvación buscada está al alcance de nuestras manos, ante nuestros ojos.»
A continuación se ocupaba con impaciencia de las objeciones formuladas en incesantes polémicas, en las que se aseguraba que sería difícil acostumbrar a los campesinos a usar el microscopio: «¡Que no me hablen de la necesidad de encontrar medio más sencillo que el de mirar por el ocular de un microscopio y examinar las mariposas previamente trituradas en un mortero con un poco de agua!, ¡verdadero juego de niños, cuyo aprendizaje exige una o dos horas! Sería ridículo rechazar tan sencillo método; sobre todo tratándose de intereses que importan, en Francia solamente, una pérdida anual de 50 millones de francos y que representan el mejor y, a menudo el único recurso de los sericicultores.»
Si la pebrina era la única enfermedad de los gusanos, el remedio había sido hallado: bastaba aplicar el procedimiento propuesto. «La enfermedad de los corpúsculos es tan fácil de prevenir como de provocar», decía Pasteur al hablar de la pebrina. Merecen señalarse, no obstante, las curiosas inducciones que hacía cuando estaba frente al morterito que contenía el cuerpo de una mariposa:
«No sabría explicar mejor de qué manera me imagino la enfermedad de los gusanos de seda —decía, con su constante tendencia a encontrar analogías,— que comparándola con la tisis pulmonar. Entiéndase bien que comparo solamente el efecto general de las dos enfermedades. La tisis pulmonar es enfermedad hereditaria provocada por accidentes diversos.» Establecía este paralelo para señalar el carácter hereditario y transmisible de esas enfermedades. «Si se concertaran matrimonios entre personas afectadas de tisis, la enfermedad causaría paulatinamente grandes estragos. En este orden de ideas, creo que se podrían obtener gusanos sanos si se criaran solamente las mejores semillas; así, los gusanos y, posteriormente, las mariposas, no presentarían corpúsculos sino por accidente.»
A esta visión rápida y de gran alcance, asociaba un método sencillísimo para solucionar el problema de la sericicultura. Pero, cuando creyó haber alcanzado la meta, tropezó repentinamente con nuevas dificultades: casi todos los gusanos de uno de los 16 lotes de semilla que había cultivado con excelente resultado, murieron al terminar la cuarta muda.
«De ese lote de 100 gusanos —escribió— retiraba diariamente 10, 15 ó 20 muertos, los cuales ennegrecían y se descomponían con rapidez . . Eran blandos y fláccidos; parecían tripas vacías y arrugadas. Creía que tendrían corpúsculos, pero no hallé el menor indicio de ellos.»
Por un instante quedó perplejo y desanimado; mas al leer lo escrito sobre la materia y descubrir al microscopio ciertos vibriones en los gusanos muertos, comprendió que se trataba de un caso característico de la enfermedad llamada de los morts-flats, distinta e independiente de la pebrina. Este contratiempo complicó singularmente el estudio para él ya terminado. Informó a Duruy de este nuevo inconveniente y de los resultados obtenidos.
«Gracias por su amable carta —respondióle Duruy el 9 de abril de 1867—, y por las buenas noticias que me da.
«En Aviñón, cerca de donde usted vive, está la estatua del persa que implantó el cultivo de la rubia en Francia. ¿Qué no se hará, pues, por el salvador de nuestras dos mayores industrias? Procure solucionar esos dos problemas que aún cojean, y no se olvide de mi cuando los haya resuelto. Como ciudadano, como jefe de la Universidad y, si usted me lo permite, como amigo suyo, desearía seguir día a día sus trabajos.
«No ignorará seguramente que deseo fundar en Alais un colegio especial; tenga a bien estar sobre aviso al respecto. A su regreso conversaremos de ello.
«Agradezca en mi nombre a M. Gernez por la asidua e inteligente colaboración que le presta.»
Al igual que algunos bocetos en que los pintores aciertan a representar un conjunto con algunos trazos ligeros, esta carta de Duruy nos muestra la sencillez, amplitud y cordialidad de su carácter. La fecha de la carta la hace aún más valiosa, pues fue escrita la víspera de la promulgación de la ley de reorganización de la enseñanza primaria.
Con su estimulante y metódica actividad, Duruy ocupábase en la solución de numerosos problemas: Introducir en los programas el estudio histórico y geográfico de Francia; crear 10.000 escuelas y 30.000 cursos para adultos; transformar algunos colegios comunales en colegios de enseñanza industrial y comercial; establecer la enseñanza universitaria para mujeres; reformar o, por mejor decir, restablecer la enseñanza superior; crear laboratorios de investigación y escuelas de estudios superiores. Por su iniciativa y constancia, nadie estaba en mejores condiciones para redactar el vasto plan de reorganización de la enseñanza nacional. Duruy y Pasteur coincidían en la manera de comprender y de inculcar las tres formas de patriotismo: el amor a la patria, el respeto por la tradición y el culto a los grandes hombres. Duruy, presintiendo que la posteridad rendiría homenaje a Pasteur, le ofreció la ayuda necesaria a sus empresas.
También J. B. Dumas, a la sazón ministro, consideraba que Pasteur era una gloria muy grande y preciosa y ponía todo su empeño en impedir que su amigo interviniera en las polémicas, pues había desconcertante contraste, para los observadores superficiales, entre el Pasteur meditativo y reservado que trabajaba por conseguir las pruebas necesarias, y el Pasteur que, habiéndolas conseguido, se impacientaba por entrar en lucha para precipitar la victoria. Mas casi siempre Dumas trataba de contenerlo. Durante la campaña sericícola de 1866, éste aprobó que su colega multiplicara las experiencias, partiera para Nimes, Montpellier, Perpiñán, inspeccionara las crías, verificara los remedios y previniera a los criadores contra los juicios temerarios; pero también le aconsejó que no perdiese el tiempo luchando con todos los adversarios y que no creyera que la causa de la ciencia peligraba porque sus aseveraciones fueran refutadas en folletos, notas y artículos periodísticos.
En mayo de 1867, Dumas le escribió:
«Es conveniente, para el éxito de su empresa y para su propia dignidad, que siga dirigiéndose serenamente hacia la meta perseguida y desdeñe a quienes le provocan y no provoque a quienes nada dicen. El éxito que usted tiene asegurado y la inmensa gratitud que le espera, deben inducirlo a tener calma y paciencia. Por consideración a los demás me atrevo a pedirle que nunca las pierda. Hay problemas morales, como los hay físicos: los menos pueden ser resueltos y los más quedan por resolver. Si le contrarío en algo, le ruego que me perdone en mérito a la amistad, a la admiración y, sobre todo, al especial cuidado que me inspira su porvenir.»
Así como Talleyrand gozaba del privilegio de aconsejar a Napoleón I y se esforzaba en atemperar prudentemente la impetuosidad del Emperador, Dumas, conociendo la vehemencia de Pasteur, deseaba que este genio científico, enardecido por tantas luchas, no llegara a perjudicar su renombre.
Al día siguiente de recibir la carta de Dumas, llegaba a Alais la noticia de que un gran premio de la exposición de 1867 había sido conferido a Pasteur por sus estudios sobre el vino.
«Mi querido maestro —apresuróse Pasteur a escribir a Dumas—, mi viaje a Nimes para examinar una cría de gusanos por indicación del prefecto, me ha impedido contestar antes a sus cartas y telegramas. Mucho me ha sorprendido, y muy agradablemente, la inesperada noticia de ese gran premio de la exposición. Con esto me prueba usted, una vez más, su benevolencia conmigo, ya que no dudo que es a usted a quien debo este favor. Haré cuanto dependa de mí para resolver el problema que me ocupa ahora y cuyas dificultades disminuyen día a día. Todo estaría resuelto ya, si la enfermedad de los morts-flats no hubiera complicado la situación; en cuanto a la enfermedad de los corpúsculos, estoy completamente seguro de mis apreciaciones.
«A pesar de lo mucho que podría decir sobre las notas de los señores Bechamps, Estor, Balbiani, y sobre los artículos publicados por los dos primeros en el Mensajero del Sur, sigo su consejo y callo...»
Aunque no contestaba, no dejaba por eso de reunir argumentos para después, y planeaba experiencias decisivas para el año siguiente. En distintos lugares de la ciudad de Alais hizo instalar diez microscopios. Algunos importantes criadores de los Alpes empezaron a ocuparse en esos estudios, de los que todos hablaban con alabanza o vituperio, según los cambios de la opinión pública. La colonia del Pont Gisquet ocupábase en atender los pedidos de examen de mariposas y capullos.
«¡Cuántos fracasos he prevenido ya para el año venidero! —escribió Pasteur a Dumas el 18 de junio—. Esto no obstante, pido siempre a los sericicultores que, para verificar mis aseveraciones, cultiven uno o dos gramos de semilla contaminada.» Y agregaba, olvidando que días antes le había escrito en iguales términos: «Sí la enfermedad de los morts-flats no hubiera complicado algo la situación, es posible que el problema estuviera ya completamente resuelto.»
A los dos días le anunciaba en otra carta la obtención de gusanos sanos y crías aptas para la producción de semilla.
«Sí los huevos procedentes de Sauve, Perpiñán y Nimes, cuyas crías serán fiscalizadas por juntas y sociedades agrícolas, dan el año próximo el resultado esperado, estoy seguro que la mayor parte de la semilla que se recoja en Francia en 1868, se obtendrá de acuerdo con mi método, cuya aplicación es harto sencilla.»
En efecto, nada era tan fácil. Cuando las mariposas salían del capullo y se apareaban, el criador que quería obtener semilla denominada celular, las separaba y colocaba las hembras en sendos trocitos de tela. Allí las mariposas ponían los huevos; después de lo cual eran sujetadas a una esquina de la tela con un alfiler que les atravesaba las alas. En el otoño o en el invierno siguientes se retiraba la mariposa desecada y se la trituraba en un mortero, en el que se colocaba una gota de agua. Si el examen microscópico revelaba la existencia de corpúsculos, apartábase el trocito de tela y se lo quemaba. Así desaparecían centenares de huevos, contaminados, que hubieran perpetuado la enfermedad.
Pasteur compartía con 63 laureados el privilegio de haber obtenido un gran premio en la exposición universal. Por eso creyó necesario interrumpir sus estudios e ir a Paris a recibirlo: daba a las cosas su sentido riguroso e ignoraba el arte de recibir títulos y homenajes con suave e irónica sonrisa.
Para la solemne distribución de recompensas todo se dispuso como para impresionar a los espectadores. Los que antes eran niños recuerdan aún el 19 de julio de 1867. París ofrecía un espectáculo extraordinario, de esos que tanto renombre le han dado como ciudad-escenario de grandes jornadas históricas. En el paseo central del jardín de las Tullerías, en la Plaza de la Concordia y a lo largo de la avenida de los Campos Elíseos, estaban apostados los regimientos de línea, los escuadrones de dragones, la guardia imperial, la guardia nacional y la guardia de París. Bajo el sol radiante y entre el brillo refulgente de las armas, soldados a pie y a caballo formaban cordón, e inmóviles esperaban la llegada del Emperador, cuya carroza, tirada por ocho caballos, pasó triunfalmente, escoltada por soldados uniformados de azul de cielo y por lanceros de la guardia imperial. Napoleón III tenía a su lado a la Emperatriz y, en frente, al Príncipe imperial y al Príncipe Napoleón. El sultán Abdul Azis y el príncipe heredero llegaron al palacio del Elíseo con ceremonial de igual magnificencia. Después desfilaron: el príncipe real de Prusia, el príncipe de Gales, el príncipe Humberto, el duque y la duquesa de Aosta, la gran duquesa María de Rusia, personajes que, posteriormente, fueron actores o comparsas de la escena política europea. Conducidos a la sala del palacio de la Industria, fueron situándose en el estrado del trono, al que decoraba y protegía un baldaquín de terciopelo rojo con amplias guarniciones de oro. En las paredes del inmenso anfiteatro, cuya capacidad era de 17.000 espectadores, veíanse reunidos los símbolos de la fuerza y de la paz: águilas y ramos de olivo. En su discurso, el Emperador formuló votos de paz, que la Emperatriz, vestida de raso blanco y tocada de diadema, escuchó sonriente y feliz, en medio de una corte de princesas.
Al ser llamados por su nombre, los expositores premiados y los que iban a recibir el botón de oficial o el lazo de comendador de la Legión de Honor, subían las gradas del estrado y se aproximaban al trono. El mariscal Vaillant presentaba las insignias, que Napoleón III colocaba personalmente. El anciano mariscal, de rudo y curtido rostro, había sido capitán durante la retirada de Rusia y, desde 1867, desempeñaba funciones de ministro en la casa del Emperador. Para los que habían conocido la leyenda imperial y conocían poco los juegos de la política, el mariscal representaba el lazo que unía natural y gloriosamente el primero y el segundo Imperio. Muy letrado para su condición de soldado y en extremo interesado por los problemas de la ciencia, era el más apropiado para servir de intermediario, en ese día, entre el soberano y los laureados.
Muy aplaudidos fueron los nombres de algunos miembros de la Legión de Honor, entre ellos Gerome y Meissonier, promovidos a grado superior, y el de Fernando de Lesseps, recompensado por la apertura del istmo de Suez. El nombre de Pasteur no provocó igual entusiasmo. Trabajos químicos, gran premio por un procedimiento simple e ingenioso para conservar vinos, reminiscencias de lejanas controversias sobre la generación espontánea, trabajos para mejorar la sericicultura: tales eran las confusas informaciones que se daban los asistentes, mientras Pasteur, serio y pálido, avanzaba hacia el estrado con la gravedad que ponía siempre en los actos solemnes. «Me impresionó su sencillez y su gravedad. La austeridad de su vida traslucíase en su mirada severa, casi triste», dijo un testigo que pudo verlo bien: M. du Mesnil, colaborador de Duruy en las reformas de la enseñanza.
Al terminar la ceremonia y cuando el cortejo imperial se retirada del Palacio de la Industria, un coro numeroso cantó con acompañamiento de orquesta: «Domine salvam fac irraperatorern».
De regreso en su laboratorio de la calle de Ulm, Pasteur reanudó sus tareas de director de los estudios científicos. Mas un incidente puso fin, poco después, a sus actividades administrativas y llenó de confusión la Escuela.
Sainte-Beuve fue el causante indirecto del conflicto. El Senado, del cual era miembro desde 1865, había recibido un oficio firmado por 102 habitantes de Saint Etienne, que protestaban porque se hubieran admitido en las dos bibliotecas populares de su ciudad las obras de Voltaire, J. J. Rousseau, Michelet, Eugenio Sué, Balzac, Jorge Sand, E. Renán, Proudhon y otros. Los notables de Saint Etienne, los presidentes del consejo de prohombres, del tribunal de comercio y de la cámara de procuradores, y los notarios honorarios y en ejercicio, pidieron la intervención del gobierno.
La solución de este conflicto podía obtenerse fácilmente si se conciliaban las libertades municipales con los derechos gubernativos de vigilancia, estableciendo un reglamento para bibliotecas populares. Pero el Senado no parecía dispuesto a permitir otra intervención de Sainte-Beuve, que, el 29 de marzo, había sido llamado al orden por haber intentado defender a Renán. El 25 de junio, día fijado para tratar la protesta, Sainte-Beuve estuvo corrigiendo las pruebas del quinto volumen de su obra sobre Port Royal, al que agregó un apéndice sobre el cardenal de Retz, escrito por Chantelauze. Con refinado placer de psicólogo estudiaba, en un dédalo de enigmas, las innumerables mutaciones del alma tan poco evangélica del cardenal de Retz, a cuyo lado Talleyrand —según la expresión de Chantelauze— parecía un monaguillo. Con los documentos de esta memoria podía conocerse perfectamente al jefe de la Fronda, que aspiraba a ser cardenal y primer ministro. Sainte-Beuve tuvo que interrumpir su tarea para asistir a la sesión del Luxemburgo. Pocos colegas sabían que su primera ocupación había sido la de pintor y que, seducido por la poesía de la vida interior hablase trocado en biógrafo escrupuloso e investigador sin igual, poseedor de la información más vasta y minuciosa de toda la literatura.
Empero, los senadores no pensaban en tales cosas, que no eran de su incumbencia. Los políticos suelen tratar con desdén a los escritores, y no se detienen a pensar que las letras tienen la ventaja de juzgar a la política en última instancia. Aun cuando había deseado ardientemente el título de senador —que significaba para él una satisfacción personal y legítimo desquite de la literatura— Sainte-Beuve sentíase de más en más extraño en el Senado, donde sólo contaba con el apoyo del príncipe Napoleón, que casi nunca asistía a las sesiones.
El senador informante sobre el asunto de Saint Etienne, empleó tales términos en favor de la solicitud de los notables, que su informe pareció ser la petición misma. Impacientado por el dictamen unánimemente contrario y considerando amenazada la libertad de opinión, Sainte-Beuve dio pruebas de ser literato y liberal y se alzó contra el celo excesivo y casi dictatorial del Senado, al que conminó a no formulase anatemas, pues «es perjudicarse —dijo—, es exponerse a graves desengaños y diría, si la imagen fuera más noble, a grandes palmos de narices». La orden del día que propuso fue rotundamente rechazada. Y, a guisa de epílogo, fue retado a duelo por su colega M. Lacaze; pero Sainte-Beuve rehusó someterse a lo que él llamaba una «jurisprudencia sumaria que en 48 horas suprime un hombre y sofoca una cuestión»,
Los alumnos de la Escuela Normal comisionaron entonces a un camarada para que felicitara a Sainte-Beuve por el discurso. «Ya agradecimos a usted cuando defendió la libertad de pensamiento, que había sido desconocida y atacada; hoy, le reiteramos nuestro agradecimiento por haber abogado nuevamente por ella.
«Nos sentiríamos muy satisfechos si la expresión de nuestra simpatía y gratitud lo consolara un poco de la injusticia cometida. Se requiere valor para hablar en el Senado en favor de la libertad y de los derechos del pensamiento; pero la empresa se hace más gloriosa al tornarse más difícil. En estos momentos que recibe cartas de felicitación de todas partes, permita usted a los alumnos de la Escuela Normal que sigan el ejemplo general y le envían también sus plácemes.» El escritor republicano Esteban Arago, ignorando que el reglamento universitario prohibía a los alumnos toda manifestación política, publicó la carta en un periódico, por considerarla mucho más interesante que las felicitaciones enviadas por los concejos municipales a Napoleón III en esos días de julio y publicadas diariamente en el Monitor. La carta había agradado a Sainte-Beuve: ser aplaudido por la juventud consuela a los que envejecen y constituye el deseo más ardiente de los hombres célebres que, en el otoño de la vida, temen más el olvido que la muerte. Aunque Sainte-Beuve pensó en la situación de la Escuela Normal —«noble seminario», como él llamaba, digno de figurar en la gran diócesis soñada, en que todos los espíritus se comprenderían— no previó que la publicidad de esa carta tendría consecuencias inquietantes.
Resultóle difícil a Nisard, director de la Escuela, tolerar esa doble transgresión a la disciplina: el contenido de la carta y su publicación. A pesar de los reiterados pedidos de Sainte-Beuve, el firmante de la misma fue suspendido provisionalmente. Pasteur, inquieto por las consecuencias enojosas que podía tener la creciente agitación para el porvenir de la Escuela Normal, escribió a Sainte-Beuve, que, a su vez, le respondió: «Querido e ilustre colega. Está usted en lo cierto al creer que el incidente de la Escuela me produce mucha ansiedad. Me reprocho ser el causante indirecto y comprendo que la disciplina exija sanciones por esa publicación indiscreta e imprudente. Desearía que ningún alumno perdiera su carrera y que el asunto se solucionara con medidas disciplinarías internas, acatadas como justas por aquellos sobre quienes recaigan. Conozco y aprecio las ideas que lo guían; permítame esperar hasta el último momento que el rigor se aplaque ante la falta confesada y reconocida, y que la justicia y la clemencia se unan en un abrazo,» Empero, era harto difícil conciliar la justicia con la clemencia. Los periódicos apresuráronse a olvidar que el origen de la incidencia había sido una falta de disciplina; la política intervino a su vez. Densa nube se cernía sobre la calle de Ulm, amenazando descargar su furia. Sin embargo, los estudiantes no habían tratado de demostrar ninguna oposición violenta —según manifestaron a M. Nisard dos alumnos delegados para conferenciar con él— sino de felicitar a un hombre que, como Sainte-Beuve, sólo tamborileaba sobre los vidrios del edificio imperial sin pensar remotamente en romperlos. ¿No era acaso al consejero espiritual, a quien los normalistas habían felicitado? Pero, lo que no daba lugar a equívocos, era la petición vehemente, casi imperiosa, de reintegrar inmediatamente al camarada suspendido.
Esa tarde, cuando Pasteur quiso hablar a los alumnos, oyó murmullos en el grupo de los «literatos», por quienes era considerado más como autoridad disciplinaria que como hombre de laboratorio; rumores apagados y profundos que presagiaban una resolución definitiva. Habituado a respetar la disciplina, como buen hijo de soldado, Pasteur no conocía el arte de allanar las dificultades con una palabra o de apaciguar un incipiente conflicto con una sonrisa. El gran revolucionario de la ciencia estaba imbuido del concepto de jerarquía. Las negociaciones quedaron suspendidas. Para mostrar su adhesión a Pasteur y reconciliarse con el poder directorial, dos «científicos» trataron de entrevistarse con Nisard; pero, desgraciadamente, no lo hallaron en sus habitaciones. Creyéndose amenazados al verse librados a sí mismos, los normalistas no imitaron a los coristas de las óperas cómicas que, sin cambiar de sitio, dicen: ¡Marchemos! ¡Marchemos! Un alumno que después fue grave profesor —atribuyéndose plenos poderes—, capitaneó a los manifestantes y, ante la mirada estupefacta del portero Estivan, que no podía dar crédito a sus pobres ojos enfermos, entró en la portería e hizo sonar la campana. Inmediatamente todos los estudiantes estuvieron en la calle. El Monitor del 10 de julio, al resumir los acontecimientos, concluía así: «Ante tales desórdenes, la autoridad superior tuvo que ordenar el licenciamiento inmediato. La Escuela será reorganizada y los cursos se reanudarán el 15 de octubre próximo.» Duruy fue envuelto en el asunto y los mismos que debieron defenderle, pusiéronse en su contra. Un normalista dedicado al periodismo, J. J. Weiss, defensor de la libertad de pensamiento hasta el extremo de holgarse con las paradojas, consiguió, en sus ataques al ministro, la alianza de su compañero Sarcey, que más tarde se arrepentiría de haber sido muy poco cumplido en ese período. Desde su alojamiento de la Plaza de Armas de Versalles, Ernesto Bersot —otro normalista, cuya vocación era llegar a ser director espiritual de la juventud, y que posteriormente fue miembro del Instituto— seguía el conflicto con imparcialidad y lo juzgaba con indulgencia de moralista atemperante. El 14 de julio escribió en el Journal des Débats acerca de las felicitaciones dirigidas a Sainte-Beuve e insistió en el sentimiento de solidaridad que había originado la salida en masa de los alumnos: «No podríamos reprochar a esos jóvenes el pecado que cometieron por exceso de honor: y menos aún, si consideramos que están destinados a ser los futuros maestros de la juventud.» Los círculos literarios y políticos comenzaron a agitarse. El estadista Thiers —que en los intervalos libres del cumplimiento de sus deberes parlamentarios se interesaba por el progreso de la ciencia—había escrito a Pasteur algunos meses antes: «Me entrevistaré con usted en la Escuela Normal, cuando se digne fijar el momento oportuno.» El 16 de julio enviaba estas líneas a la calle de Ulm: «Estimado señor Pasteur: Acabo de conversar con algunos miembros del sector de la izquierda y estoy seguro, o casi seguro, que el asunto de la Escuela Normal se resolverá a favor de los alumnos, cuyo reingreso es preciso facilitar; M. Julio Simón está decidido a ocuparse en ello con el mayor empeño. Este aviso es para usted solamente. Procure, por su parte, apaciguar los ánimos.» Hombre prudente y fino diplomático, Julio Simón era la persona más adecuada para tratar con el Ministro de Instrucción Pública. La interpelación proyectada por los miembros de la izquierda, a propósito del licenciamiento, no se realizó. Los reporteros, que en aquella época contentábanse con tomar nota de los sucesos y no corrían afanosos en busca de noticias, publicaron estas líneas: «Asegúrase que se admitirá nuevamente a los alumnos de tercer año y que las otras dos promociones ingresarán a comienzos del nuevo año escolar.» Pero la reorganización de la Escuela implicaba la remoción de sus grandes jefes: Nisard, Pasteur y Jacquinet; por eso la noticia produjo pesar en el grupo de los científicos, especialmente por la partida de Pasteur.
Al comenzar las vacaciones, Didón, normalista natural del Franco Condado, escribió a Pasteur desde Vesoul para expresarle el sentimiento general: «Sí su partida de la Escuela no ha sido definitivamente impedida y es posible todavía evitarla, los alumnos se impondrán el gran deber de hacer en este sentido cuanto dependa de ellos. Si aún hay tiempo, estoy dispuesto a partir para París.» Y agregaba más íntimamente: «En cuanto a mí, ¿es necesario que le exprese mi gratitud? Nadie, como usted, se ha interesado tanto por mí y nunca olvidaré lo que ha hecho en mi favor.» Didón tenía el derecho de hablar en nombre de todos los normalistas. Recibido en 1864 con la mejor calificación, había renunciado a la Escuela Politécnica para ingresar en la Escuela Normal, tal como M. Darboux lo había hecho en 1861. Quienes ignoraban el ascendiente que Pasteur ejercía, sorprendiéronse de la inesperada decisión de estos dos jóvenes. Pasteur estaba persuadido que las investigaciones científicas se cultivaban mejor en la Escuela Normal que en la Politécnica, porque en aquélla los investigadores gozaban de mayor independencia. Por esta razón fomentaba la gloriosa rivalidad de las dos escuelas. En cierto ocasión conquistó inesperadamente, para la Escuela Normal, a Edmundo Perrier, futuro politécnico, que en el concurso general había sido laureado con el primer premio en física, y había rendido con éxito los exámenes de ingreso a las dos escuelas. Al finalizar sus vacaciones de 1864 y en el preciso instante en que subía a la diligencia de Tulle a Brive, para ir a la Escuela Politécnica, Perrier recibió una carta de Pasteur, y aplazó la partida. Después de 24 horas de reflexión, optaba por la Escuela Normal.
Hacer de la Escuela Normal el gran hogar científico de Francia; despertar en los estudiantes el espíritu de investigación e invención; propender a la formación de jóvenes sabios en ciencias matemáticas, físicas y naturales, habían sido los propósitos de Pasteur durante el decenio 1857-1867, en el que se ganó la admiración, el afecto y el cariño de los normalistas de la sección de ciencias, «Las muestras de afecto y estima recibidas durante los diez años de mi dirección, de parte de todos los alumnos de la sección ciencias, sin excepción —escribía con suma sencillez en un informe sobre el estado próspero de la Escuela—, constituyen para mí la prenda más segura de la firmeza, la justicia benévola y la abnegación que he puesto en el cumplimiento de mis deberes». Todos los hombres de quienes depende la custodia de intereses generales, deberían estar siempre en condiciones de decir las palabras que Pasteur no cesó de repetir en todas las circunstancias de su vida: «Hice cuanto pude».
Después de este examen de conciencia, Pasteur pensó en el porvenir, inquieto por las consecuencias que podía tener para la Escuela el incidente de orden interno, desnaturalizado y explotado de esa manera. Sainte-Beuve, por su parte, pesaroso que su discurso hubiera truncado indirectamente la carrera de un estudiante, abogaba ante el ministro de Instrucción Pública en favor del alumno signatario de la carta. Su alegato terminaba con estas palabras, en las que se nota un dejo de amargura: «Hasta ahora habrá escuchado usted a muchos senadores: dígnese escuchar hoy a un senador que parece serlo muy poco, a juzgar por la atención que le prestan». Sin embargo, Duruy atendió talmente su pedido, que el alumno, en vez de ser enviado a un pequeño colegio, fue nombrado profesor de segunda categoría en el liceo de Sens. Pero quedó terminantemente prohibido, para lo futuro, felicitar por escrito, o hacer cualquier diligencia en nombre de la Escuela, sin autorización de su director. Así se evitaría a los nuevos maestros las consecuencias de semejantes aventuras.
Nisard aprestóse a partir, y solicitó un puesto en el Senado. Dumas, nombrado presidente de la Comisión de la Moneda, había dejado vacante el cargo de inspector general de enseñanza superior. Queriendo Duruy mostrarse indulgente con los alumnos y justiciero con los profesores, estimó que ese puesto era el más adecuado para Pasteur, pues en él podría continuar sus investigaciones. El nombramiento estaba por ser firmado, cuando Balard, a la sazón profesor de química en la Facultad de Ciencias, se anotó entre los postulantes. Por eso Pasteur dirigió respetuosamente, el 31 de julio, la siguiente advertencia al ministro de Instrucción Pública: «Es necesario que Su Excelencia sepa que hace 20 años fui nombrado agregado-preparador en esta Escuela a propuesta de M. Balard, entonces regente de estudios. Un discípulo agradecido no puede competir con su maestro, máxime cuando se trata de funciones en las que debe tenerse en cuenta la edad y los servicios prestados».
¡Uno de sus maestros! Estas palabras lo decían todo. Cuando Pasteur hablaba de Biot, Senarmont, Dumas o Balard, hubiérase dicho, en verdad, que sólo a ellos debía lo que era. Fue menester rendirse ante la insistencia del discípulo.
Los nombramientos se sucedieron. Nisard fue reemplazado por Francisco Bouillier, que, a su vez, cedió a M. Jacquinet su puesto de inspector general de enseñanza secundaria. El cargo de director de estudios literarios fue suprimido, y un subdirector se encargó de las secciones científicas. Pasteur contribuyó para que la provisión de esa vacante fuera afortunada, pues la elección recayó sobre su antiguo colega de la Facultad de Estrasburgo, su apreciado, fiel y excelente amigo Bertin que, después de enseñar 18 años en Alsacia, fue nombrado regente de estudios de la Escuela Normal y suplente de Regnault en el Colegio de Francia. El año anterior, Pasteur ya lo había instado a dejar Estrasburgo, ¿Por qué?, replicó Bertin, poco interesado en nuevos títulos. ¿Qué hacer en París —decía calmosamente—, «donde la cerveza no es tan buena como en Estrasburgo»? Y agregaba bondadosa y maliciosamente: «Pasteur no sabe cómo hay que tomar la vida; él sabe solamente tener genio». A pesar de sus humoradas habituales, dichas intencionalmente para desconcertar a los funcionarios que juzgaban las cosas por las apariencias, Bertin ponía en la enseñanza pasión, gusto y arte. Pasteur lo sabía. Apreciaba ese espíritu diáfano y nadie le pareció más apto para el puesto de regente de estudios que comprendía también la delicadísima tarea de educar a los profesores. Con esa elección quedaba tranquilo respecto del porvenir de la Escuela. Pesaroso Duruy de la separación de Pasteur de esa gran casa de estudios, le ofreció simultáneamente la cátedra de química de la Sorbona dejada vacante por Balard y el puesto de regente de estudios en la Escuela Normal. Aunque lisonjeado por el doble ofrecimiento, Pasteur lo rechazó, porque la preparación de sus clases públicas y la atención de las cátedras de la Sorbona y de la Escuela Normal significarían para él una tarea superior a sus fuerzas, y le imposibilitarían proseguir «sus trabajos particulares» que, según decía, «no quería abandonar por ningún precio».
Tanto extremó sus escrúpulos, que llegó a enviar su renuncia de profesor de química de la Escuela de Bellas Artes, cargo que desempeñaba desde fines de 1863. En sus clases, habíase esforzado por interesar a los alumnos en los principios fundamentales de la ciencia: «Debemos tener por meta de nuestros estudios la aplicación práctica de los conocimientos —habíales dicho—, aunque sin olvidar los principios científicos en que sólidamente se fundan. Si se despoja a la enseñanza práctica de estos principios, no queda sino el conjunto de recetas que constituye la rutina; y si bien el progreso es posible con ésta, su marcha, en cambio, es de lentitud desesperante». Hablara a industriales, como en Lila, o se hallara ante escultores, pintores y arquitectos, como en París, Pasteur tenía siempre la doble preocupación de elevar el nivel de la enseñanza y de mostrarse útil.
A la modestia, nacida de su respeto por cualquier auditorio, agregóse, para inducirlo a rehusar el puesto de regente de estudios, un sentimiento de delicadeza. En la Escuela Normal sólo había un laboratorio que merecía el nombre de tal: el de Sainte Claire Deville. Si el escondrijo que ocupaba era célebre por su importancia científica, también merecía, por su mezquindad, ser célebre en grado no menor. Para acercarse a la estufa que había instalado a fuerza de ingeniosas combinaciones, Pasteur veíase obligado a hincarse de rodillas. «Sin embargo —ha escrito M. Duclaux— allí le vi pasar horas enteras. En esa minúscula estufa se efectuaron las experiencias sobre las generaciones espontáneas y se examinaron minuciosamente, todos los días, los millares de balones utilizados en ellas. En ese pequeño desván, donde hoy no se pondría una jaula de conejos, inicióse el movimiento que ha revolucionado las ciencias naturales». Ahora bien, si Pasteur hubiera aceptado el puesto de regente de estudios de la Escuela Normal, habría tenido que ocupar el laboratorio de Sainte Claire Deville, para atender a los alumnos durante las clases de ejercicios prácticos. El asunto parecíale sencillo al ministro, pero no a Pasteur. Por justicia o generosidad, creía que la enseñanza de la química en la Escuela Normal debía estar a cargo de una sola persona. «Ese laboratorio, honra de la Universidad y de Francia —escribióle a Duruy— está y debe permanecer indiviso bajo la dirección de M. Devine». Su nombramiento ¿no hubiera menoscabado la autoridad del gran maestro, a quien no abandonaban sus antiguos discípulos? Pasteur abogó con elocuencia por una causa contraria a sus intereses. «Es al lado de ese maestro querido —proseguía con orgullo de normalista— que los señores Debray, Troost, Grandeau, Garon, Hautefeuille, Lechartier, Lamy, Gernez, Mascart y muchos otros, han encontrado el amparo que no hubieran hallado en otra parte, dada la penuria de la ciencia en nuestro país». Apreciaba el encanto personal, el atractivo y el agudo ingenio de Sainte Claire Deville, — Yo no tengo agudeza, decía Pasteur con inigualable sencillez—. Complacíase en observar su aptitud para todas las tareas y la lozanía que conservaba a pesar de sus 49 años. Estuviera dirigiendo importantes trabajos de investigación o ayudando en alguna tarea material, Sainte Claire Deville, sonriente y aplicado, animaba siempre a los que se acercaban con el estímulo de su ejemplo, y, en marcado contraste con la índole meditativa de sus dos grandes amigos Claudio Bernard y Pasteur, necesitaba del bullicio y del movimiento. Agradábale almorzar con los preparadores en el refectorio de los normalistas; alegraba y divertía a todos y se granjeaba el afecto de sus alumnos, pues anulaba la distancia de maestro a discípulo, sin que su familiaridad menoscabara el respeto que le debían. Cuando las crecidas deudas de su laboratorio le preocupaban, dejaba la calle de Ulm a mediodía y se invitaba a almorzar en casa de Duruy. Siempre, y en todas partes, conseguía con su verbosidad casi meridional que atendieran las necesidades de su laboratorio, aunque se dirigiera personalmente al Emperador, que ya había estimulado y pagado los ensayos para la obtención de aluminio según su procedimiento industrial. Era tan convincente, que cuando Duruy lo veía llegar —al decir de M. Lavisse, funcionario del despacho del ministro— se anticipaba a preguntarle mientras se sentaban a la mesa: «¡Veamos! ¿A cuánto asciende?; prefiero saberlo inmediatamente». Sainte Claire Deville declaraba entonces el déficit, provocado según él por la malignidad de los materiales químicos o las causas más extraordinarias del mundo...
Pero su jovialidad no conseguía atenuar el lamentable estado de cosas. La enseñanza superior estaba completamente descuidada. En efecto, el edificio de la Sorbona no había sido ampliado desde Richelieu, y en 1867 no se habían efectuado todavía las construcciones proyectadas en 1855. Algunas galerías del Museo, atestadas de trastos, parecían depósitos teatrales de accesorios. ¿Podían llamarse laboratorios del Colegio de Francia los estrechos sótanos que Claudio Bernard, convaleciente de la larga enfermedad contraída en esos lugares húmedos y malsanos, denominada sepulcros de hombres de ciencia? Duruy deploraba esas penurias como ninguno; comprendía mejor que nadie cuáles eran los deberes del Estado con la ciencia y los sabios. Pero sus deseos no eran atendidos por el consejo de ministros, al que absorbían las preocupaciones políticas. Más ¿quién piensa en las fuentes del río cuando se halla en medio de su curso? En su carácter de historiador y de ministro, Duruy no dejaba de pensar en el origen de ese mal. De joven habíase dedicado a estudiar la estructura geográfica de Francia y en una conversación de viaje había dicho: «Francia, por su constitución física, puede compararse a una circunferencia, cuyos radios son los ríos que, partiendo de la región central, se dirigen hacia la periferia». Esta imagen presentóse indudablemente a su espíritu cuando pensó solucionar el problema de la instrucción con la creación de una escuela de estudios superiores, centro de las diferentes ramas de la enseñanza superior.
¡Las fuentes! También Pasteur sostenía desde mucho tiempo atrás que el secreto de la superioridad de los pueblos radica en la enseñanza superior. Deseaba que este aserto fuese proclamado en el ministerio, a grandes voces si fuera necesario. Él, que modestamente se había abstenido de competir con Balard y Sainte Claire Deville, volvióse enérgico solicitador cuando se trató del progreso de la ciencia. El general Favé, que abogaba gustoso en los centros políticos por la causa de los que trabajaban silenciosamente por la prosperidad del país, entregó a Napoleón III una nota, fechada el 5 de setiembre de 1867, en la que Pasteur detallaba numerosos proyectos de trabajo y experimentación que implicaban tácitamente descubrimientos futuros: «Sire, mis estudios de las fermentaciones y de los organismos microscópicos han señalado nuevos derroteros a la química fisiológica; y la medicina y las industrias agrícolas empiezan ya a recoger los frutos. Mas es inmenso el campo que aún queda por explorar. Desearía poder hacerlo sin estar supeditado a la escasez de los medíos materiales.
«Para poder dilucidar, por pacientes estudios de la putrefacción, los principios conducentes al descubrimiento de las causas de las enfermedades pútridas o contagiosas, sería preciso disponer de un laboratorio suficientemente espacioso, en el que se pueda experimentar sin molestias ni peligros para la salud.
«¿Cómo investigar sobre la gangrena, sobre los virus, o efectuar experiencias de inoculación, si no se dispone de local adecuado para alojar animales muertos o vivos? La carne tiene precio exorbitante en Europa, pero es estorbo en Buenos Aires; ¿cómo inventar un procedimiento para conservarla y transportarla fácilmente, si se trabaja en laboratorio exiguo y sin recursos? El carbunco ocasiona en la Beauce pérdidas anuales de 4.000.000 de francos: sería indispensable que alguien fuera a Chartres todos los años, en la época de los grandes calores, para hacer minuciosas observaciones durante varias semanas.
«Éstas y mil otras investigaciones relacionadas con el importante fenómeno de la transformación de la materia orgánica después de la muerte y con su obligado retorno al suelo y a la atmósfera, sólo son factibles en laboratorios apropiados. Ha llegado el momento de librar a las ciencias experimentales de las penurias que las traban…».
Al día siguiente, Napoleón III expresó a su ministro el deseo de que atendiera el legítimo pedido de Pasteur, y Duruy dirigió estas líneas al mariscal Vaillant: «El proyecto de M. Pasteur encuadra exactamente en el plan que me propongo realizar para fomentar los estudios científicos superiores. Me alegraría sobremanera saber si el estado de los créditos destinados a las construcciones civiles permite a Su Excelencia acoger favorablemente el pedido, ampliamente justificado por los trabajos de M. Pasteur».
La alegría de Pasteur se manifestó en una carta dirigida a Raulin, que había sido testigo de las deficiencias materiales de las instalaciones en el desván y piso bajo de la Escuela Normal, en la caja de cuya escalera estaba colocada la estufa: «Mi querido Raulin —le escribió el 10 de setiembre—: Como pronto podré hacer construir una gran estufa, le ruego que me aconseje. No dudo que la noticia le causará placer. Acabo de proponer al Emperador —y ya cuento con su aprobación y la del ministro— la construcción, bajo mi dirección de un laboratorio de química fisiológica… Será construido probablemente en la Escuela Normal, entre mi laboratorio actual y las casas de la calle de las Feuillantines. Este proyecto, del que puedo hablarle ya por haber sido aprobado, recibe unánimes adhesiones. Mis amigos competentes en la materia aseguran que mi idea es oportuna y provechosa para la ciencia.
«Por lo tanto, mi querido Raulin, usted encontrará, cuando venga a París, lugar y medíos necesarios para trabajar y estudiar... Suyo afectuosamente».
Contento con la posibilidad de acoger a sus antiguos y a sus futuros discípulos, dibujó ingeniosos planos, secundado por el arquitecto de la Escuela Normal, M. Bouchot, de quien Sainte Claire Deville y Pasteur habían hecho un entusiasta de la ciencia. El pabellón que servía entonces de laboratorio sería unido con una galería al laboratorio proyectado. Resultaba fácil continuar la edificación en línea recta hasta la casa de la calle de las Feuillantines, formando escuadra con el jardín de la Escuela Normal. En el sótano podrían instalar cómodamente los aparatos y los animales. «¿Se realizarían tan bellas esperanzas? Aunque creo que no encontraré obstáculos en ninguna parte —escribía Pasteur a Raulin dos meses después—, estoy impaciente por verlas realizadas. Entonces creeré más firmemente en las promesas... Tengo vastos proyectos de estudio; en mi nuevo laboratorio, necesitaré del concurso de un colaborador ejercitado. Me agradaría sobremanera que usted colaborara conmigo, porque siempre lo he estimado mucho. Espero que la dotación de mi laboratorio sea lo suficientemente elevada para poder ofrecer un puesto de 3.000 a 4.000 francos; sueldo que trataría de aumentar con el tiempo... Y su tesis ¿está muy adelantada? ¿La terminará para Pascuas o para fin de año? Tendría sumo placer en ser uno de sus examinadores... ».
Mientras el comercio de la seda empezaba a beneficiarse con los trabajos del laboratorio, Pasteur, que proyectaba constantemente nuevas investigaciones, conseguía subsanar las dificultades de otra industria y hacerla también deudora de la ciencia.
El alcalde y el presidente de la cámara de comercio de Orleans le rogaron que diera una conferencia sobre los resultados de sus estudios sobre el vinagre. Los naturales de la región, jueces soberanos en la materia, se mostraban irresolutos en aceptar sus principios, a pesar que los señores Breton y Lerion, negociantes de Orleans, los habían aplicado satisfactoriamente a la fabricación de vinagre, y que M. Rossignol, basándose en la teoría de Pasteur sobre la conservación de los vinos, había ideado un aparato de calentamiento con que se habían realizado con todo éxito experiencias de conservación de 500 toneladas de vino.
¡El vulgo! Biot nunca creyó en la posibilidad de hacer comprender al vulgo el origen de ciertos descubrimientos. «Habladle —decía— de estudios anteriores y teorías físicas y químicas elaboradas penosamente en el silencio del laboratorio y no se detendrá a escucharon, pues ignora y desdeña los antecedentes».
Pasteur, sin embargo, creía que exponiendo con claridad el desarrollo de algunas teorías, podía despertarse el interés de cualquier auditorio. Contrariamente a Biot, su afán lo impulsaba no sólo a instruir sino a conmover al vulgo y a provocar en él emociones generosas, explicándole los adelantos debidos al paciente esfuerzo de los hombres. Después de fijar el orden de las ideas de su conferencia, según acostumbraba hacerlo, escribió algunas líneas, que inutilizó luego porque creyó que los detalles técnicos y demostrativos interesarían más que las consideraciones generales sobre la naturaleza. Esas líneas, sin embargo, muestran las inesperadas relaciones que se presentaban a su espíritu poderosamente imaginativo e increíblemente paciente en el arte de observar.
Del vinagre y del micoderma, planta minúscula que tiene la propiedad de provocar la combinación del oxígeno del aire con el alcohol, pasaba a tratar de los glóbulos de la sangre, de las leyes que rigen la vida y del conjunto de los fenómenos de la naturaleza: «El movimiento de la manzana que cae del árbol, está regido por la misma ley que gobierna al universo entero.
Al observar por primera vez el universo, el hombre se acostumbra de la variedad y multiplicidad de los fenómenos: más si se inspira en la ciencia —en la ciencia que conduce a Dios— comprende que la simplicidad y la unidad reinan por doquier».
El lunes 11 de noviembre, a las 7,30 de la tarde, Pasteur entraba en la sala del Instituto de Orleans. Allí estaban para oírle: médicos, farmacéuticos, profesores, alumnos, mujeres, niñas y muchísimos industriales. Un informe extractado del periódico La Francia Central menciona la impresión que tuvieron los orleaneses ante el miembro más joven de la Academia de Ciencias. El redactor lo describió de talla mediana, exterior cuidado, rostro pálido, ojos vivaces detrás de los anteojos: «Una roseta de oficial de la Legión de Honor casi microscópica —dijo el periodista—, brillaba en el ojal como una estrellita».
Nadie sospechó, por las primeras palabras, que el orador había descubierto un mundo ignorado hasta entonces. En contraste con los exordios comunes conocidos por los retóricos allí presentes, el de Pasteur les aventaja en simplicidad: «El señor Alcalde de Orleans y el señor Presidente de la Cámara de Comercio, enterados que yo me había ocupado en la fermentación que da origen al vinagre, me han rogado que exponga los resultados de mis estudios a los fabricantes de esta ciudad.
«Acepté inmediatamente la invitación, asociándome al deseo de ser útil a la industria que es fuente de riqueza de vuestra ciudad y departamento».
Esforzóse en hacer comprender científicamente el hecho vulgar y conocido de la transformación del vino en vinagre, y mostró cómo el hongo microscópico micoderma aceti efectuaba la transformación. Después de proyectar sobre la pantalla la imagen ampliada del micoderma, formado por artejos de extremada tenuidad, estrangulados en su parte media, y agrupados en forma de rosario, dijo que bastaba sembrar vestigios de micoderma en un líquido alcohólico ligeramente ácido, para que la plantita fabricante del vinagre se reprodujera extraordinariamente. A temperatura adecuada, el micoderma aceti cubre en 48 horas una superficie de líquido igual a la de la sala del Instituto de Orleans. Unas veces el velo micodérmico es uniforme, tenue y apenas visible; otras, en cambio, rasgado, arrugado y más o menos grasoso al tacto. Las materias grasas, producidas cuando la planta se desarrolla, se oponen a la sumersión del micoderma, que necesita del aire para vivir, pues sin él muere y la acetificación se detiene. Flotando en el líquido, el micoderma absorbe oxígeno de aire y lo combina con el alcohol, transformándolo en ácido acético.
Con voz fuerte, lenta y grave, Pasteur explicó todos los detalles. ¿Por qué se transforma en vinagre el vino que se deja en una botella a medio llenar? Porque se produce una transformación química a causa del micoderma aceti introducido en el vino junto con las partículas invisibles del polvo del aire. ¿Por qué no se acetifica una botella llena y taponada? Porque el micoderma no puede multiplicarse por falta de aire. ¿Qué sucede cuando se deja vino previamente calentado en contacto con aire calentado a alta temperatura? Que el vino no se agria; por cuanto la elevada temperatura destruye los gérmenes de micoderma aceti contenidos en el vino y en el aire. Pero si se deja vino, previamente calentado, en contacto con aire que no lo ha sido, el vino puede agriarse, porque a pesar de haberse destruido los gérmenes de micoderma aceti que contenía, no se ha impedido la entrada de gérmenes en suspensión en el aire. Puede suceder, además, que un agua alcohólica no se acetifique, aunque contenga gérmenes; esto se debe a que el micoderma carece de alimentos necesarios para su nutrición. El vino se los proporciona; el agua alcohólica, no. Pero si se ponen substancias nutritivas en esa agua alcohólica, entonces se produce la acetificación. Atribuyendo estos resultados a la práctica severa del método experimental, Pasteur dijo: «Este arte magno consiste en realizar experiencias decisivas, sin que intervenga la imaginación del observador. Al iniciarse los estudios experimentales de cualquier problema, la imaginación debe prestar alas al pensamiento, mas en el momento de concluir y de interpretar los datos proporcionados por la experiencia, debe dominarse y supeditarse a los resultados materiales obtenidos».
Si el micoderma no se halla sumergido cuando la acetificación ha terminado, prosigue su acción y su poder oxidante se torna peligroso, porque no pudiendo transformar más alcohol, acaba por transformar el mismo ácido acético, en agua y ácido carbónico: última etapa de la obra destructora de la muerte.
A propósito de esta última fase de la vida del micoderma aceti, Pasteur mencionó las leyes generales del universo, cuyo mandato se cumple con la destrucción de todos los seres vivientes: «Es absolutamente necesario que, después de la muerte, la materia de los seres vivos se restituya a la tierra y a la atmósfera, en forma de substancias minerales o gaseosas, como vapor de agua, anhídrido carbónico, amoníaco y nitrógeno: principios simples, que la atmósfera transporta de uno a otro lado y con los cuales la vida plasma nuevamente los elementos de su perpetuidad indefinida. Con los fenómenos de fermentación y de combustión lenta termina de cumplirse la ley natural de la disolución y del retorno al estado gaseoso de todo lo que ha tenido vida».
Volviendo al tema principal de su conferencia, explicó la causa de algunos fracasos en la fabricación del vinagre y el peligro de ciertos errores. Creíase, en efecto, que ciertos seres microscópicos encontrados comúnmente en los toneles de las fábricas de Orleans, favorecían la fermentación. Pasteur proyectó sobre la pantalla sus imágenes, agrandadas y en rápido hormigueo, y dijo que, por el contrario, resultaban perjudiciales, pues como necesitaban también del oxígeno para vivir no tardaban en trabarse en lucha con el micoderma. Si la victoria corresponde al micoderma, la acetificación resulta bien. Entonces la plantita se reproduce y lo invade todo: las anguilillas adversarias, en cambio, se refugian en las paredes del tonel, donde aun pueden respirar y constituyen, un ejército al acecho del menor accidente que desgarre el velo micodérmico. Pasteur había observado muchas veces, lupa en mano, la lucha por la vida entre las anguilillas y las diminutas plantas, en procura de las capas superiores del líquido. Si las anguilillas consiguen reproducirse suficientemente, desgarran a veces el velo micodérmico y anulan la acción de las plantas sumergidas.
Todo se sucedía y animaba en su exposición tan llena de vida. Pasteur sentíase satisfecho de dar a conocer a los industriales los resultados de sus largas y delicadas experiencias de laboratorio. Por haber realizado en Orleans experiencias de conservación del vino, explicó que el método de calentamiento —consistente en calentar los vinos a la temperatura de 55 grados para preservarlos de las vegetaciones y gérmenes que los malean— podía aplicarse también al vinagre después de fabricado. De esta manera, el vinagre se conserva indefinidamente, pues el calor mata las anguilillas y detiene oportunamente la acción del micoderma aceti. «No hay nada más agradable para el hombre dedicado a la ciencia —terminó diciendo— que aumentar el número de los descubrimientos; pero su alegría es inmensa cuando sus observaciones son de inmediata utilidad».
El año 1867 fue realmente interesante en la vida de Pasteur. En Alais mostróse observador incomparable, preocupado únicamente por la enfermedad de los gusanos de seda, objeto de todos sus pensamientos y conversaciones. Levantábase más temprano que nadie para estudiar la marcha de las experiencias, y, a veces, pasaba horas enteras analizando atentamente un solo detalle. Con extraordinaria ingeniosidad variaba los ensayos, probaba nuevas hipótesis y preveía y evitaba los errores, para llegar, tras múltiples esfuerzos, a plantear una experiencia sencilla y decisiva. A veces parecía un pensador abstraído por completo por una idea de la que nada podía distraerle; mas de pronto, el hombre de acción aparecía en él, despertado por algún suelto periodístico, por algún informe erróneo y casi siempre por la noticia de los manejos vituperables de ciertos negociantes en huevos de gusanos de seda, que no titubeaban en sembrar la ruina en los criaderos pobres, aun para lograr ínfimas ganancias. Con ardor combativo quería entonces hablar, escribir y discutir con todos. En París, después de los incidentes de la Escuela Normal, viole renunciar modestamente a títulos y honores, para no competir con sus maestros, y luego interrumpir bruscamente sus experimentos para prestar sus servicios a la industria de Orleans, cuyos habitantes quedaron sorprendidos de su sentido generalizador y de su notoria avidez por los hechos positivos. A esa gente práctica, que parecía desdeñar las teorías y los trabajos de laboratorio se les reveló tanto o más atento que ellos mismos a la precisión de los detalles.
En la plena madurez de sus 45 años, su personalidad ofrecía los elementos más diversos. Intuitivo como poeta, su imaginación lo transportaba hasta las cumbres más elevadas del pensamiento, desde las cuales entreveía dilatados horizontes. Más de pronto, desconfiando de sus propias intuiciones, refrenaba sus impulsos y recurría al método experimental en búsqueda de pruebas; sólo entonces volvía a remontar lenta y penosamente la cuesta que conducía a sus ideas generales. Lucha constante que, a menudo, tenía algo de dramática. Durante la revolución científica, de la que fue fervoroso artesano, sostenido por inquebrantable voluntad, repetía estas palabras infalibles: «Hay que perseverar en el esfuerzo». Y cuando las pronunciaba, al dar consejos o expresar el programa de sus propios trabajos, su mirada luminosa trasponía el horizonte: algo lejano e infinito había en la prolongación de su pensamiento...
A fines de ese año, poco faltó para que un obstáculo detuviera sus vastos proyectos de experiencias. Los pedidos de créditos suplementarios fueron rechazados por el Ministerio de Bellas Artes, y la Dirección de Construcciones Civiles no pudo iniciar la construcción del laboratorio, en el reducido terreno lindante con la Escuela Normal. Mientras se gastaban millones de francos en la construcción de la Ópera, Pasteur observaba con tristeza que el proyecto de su laboratorio, cuyo costo era de 60.000 a 100.000 francos quedaba archivado —para usar el término burocrático— en el fondo de una carpeta.
Considerando únicamente el aspecto económico, ¿no compensarían con creces ese gasto los descubrimientos que saldrían del laboratorio y el mayor rendimiento que con ellos obtendrían la industria y la agricultura? Ofendido en su patriotismo y en sus aspiraciones de hombre de ciencia, preparó para El Monitor —diario oficial del Imperio— un artículo destinado a sacudir la indiferencia culpable de los poderes públicos: «... Las concepciones más atrevidas y las especulaciones más legítimas sólo tienen valor cuando la observación las verifica. Laboratorios y descubrimientos son términos correlativos. Suprimid los laboratorios y veréis que las ciencias naturales pierden su fecundidad y lozanía, porque se convierten en ciencias de enseñanza, limitadas y estériles, que no propenden a ningún progreso: dadles laboratorios y veréis que recuperan su fecundidad y potencia.
«Los físicos y los químicos que no disponen de laboratorios, son soldados inermes en el campo de batalla.
«La consecuencia que se deduce de esto es evidente. Si os conmueven las conquistas útiles a la humanidad; si quedáis maravillados ante los sorprendentes resultados de la telegrafía eléctrica, del daguerrotipo, de la anestesia y de tantos otros inventos admirables; si estáis celosos de la participación de vuestro país en el acrecentamiento de maravillas, interesaos, os lo ruego encarecidamente, por las sagradas mansiones designadas con el expresivo nombre de laboratorios. Pedid que sean más numerosos y estén mejor provistos, pues son los templos del porvenir, de la riqueza y del bienestar. Con sus servicios, la humanidad prospera, mejora y aprende a conocer la naturaleza, cuyas obras armoniosas difieren de las humanas en que no son obras de barbarie, de fanatismo o de destrucción.
«Existen pueblos sobre los que ha soplado el hálito saludable de estas verdades. En los últimos treinta años, Alemania ha construido numerosos y amplios laboratorios, ricamente dotados, y día a día construye otros. En Berlín y en Bonn están terminando la construcción de dos palacios, de un valor de cuatro millones, destinados a estudios químicos. San Petersburgo ha dedicado tres millones a un instituto de fisiología. Inglaterra, América, Austria y Baviera han hecho grandes sacrificios... Italia ha seguido cierto tiempo este ejemplo.
«¿Y Francia? «Francia no ha iniciado aún la tarea...»
Hacía notar a continuación en qué local, mitad cueva, mitad sepulcro, estaba obligado a trabajar el gran fisiólogo Claudio Bernard. ¿Y dónde? -preguntaba.
¡Pues en el establecimiento que lleva el nombre de la nación: en el Colegio de Francia! El laboratorio de química de la Sorbona era una pieza sombría y húmeda, a un metro bajo el nivel de la calle Sainte Jacques.
Y a eso le llamaban ¡oh irrisión! laboratorio de investigación y de perfeccionamiento. Las Facultades de provincia estaban tan desprovistas como la de Paris. «¿Quién me creerá si afirmo que en el presupuesto de instrucción pública no se destina un solo franco a los laboratorios que contribuyen al progreso de las ciencias físicas; y si digo que, sólo gracias, a la tolerancia administrativa, algunos hombres de ciencia, considerados como profesores, pueden obtener del tesoro público ciertas cantidades para sufragar los gastos ocasionados por sus trabajos personales, en detrimento de las asignaciones destinadas a la enseñanza que ellos imparten?».
Este manuscrito fue enviado a El Monitor en los primeros días de enero de 1868, pues en sus columnas se había iniciado la publicación de «Miscelánea», en la que se exponía, sin peligro de polémicas, tanto un estudio sobre arquitectura musulmana como consideraciones sobre la pesca del arenque en Noruega. El funcionario encargado de la redacción, que velaba en esas columnas por el bienestar del Imperio, se sobresaltó al leer las confidencias que Pasteur quería publicar. ¡La administración atacada en su propia fortaleza! ¿Y por quién? ¡Por un funcionario! Era, pues, imprescindible que Pasteur modificara el contenido de esas páginas. «Eso significaría alterar su carácter», respondió éste. El director del periódico, M. Dallo, queriendo deslindar responsabilidades, le aconsejó que hiciera revisar las pruebas por M. Conti, secretario de Napoleón III.
«El artículo no se publicará en El Monitor, pero no hay inconveniente en que usted lo edite en forma de folleto», escribióle M. Conti, que había sometido esas declaraciones al juicio del Emperador. Al día siguiente, 9 de enero, Napoleón habló con Duruy y se mostró sorprendido e inquieto por este estado de cosas. Pasteur tiene razón en hacer conocer esas penurias, aseguró Duruy, pues ésa es la mejor manera de combatirlas. ¿No era inquietante y casi escandalosa la indiferencia de las esferas sociales con las ciencias? ¿No pesaba más en las preocupaciones administrativas la menor disposición de una subprefectura que el presupuesto de un laboratorio?
Duruy sintió renovado deseo de combatir; ¡cuántas veces habíase preguntado si conseguiría inculcar en el espíritu de los ministros sus ideas sobre la enseñanza superior! Pero sus colegas, preocupados en discusiones cotidianas, parecían no comprender que la supremacía de los pueblos no reside en los discursos ni en los programas aparatosos, sino en el trabajo silencioso y perseverante de sus sabios, literatos y artistas. El artículo de Pasteur, titulado El presupuesto de ciencia, apareció primeramente en la Revista de Cursos Científicos, y, posteriormente, en forma de folleto. Convencido que la gloria del país estaba en juego en esas circunstancias, Pasteur se arrogó la facultad de defender por escrito y verbalmente los derechos de la investigación científica. El 10 de marzo escribió a Raulin, confiando excesivamente en el próximo triunfo de sus ideas: «Asistimos a un movimiento muy favorable al progreso de las ciencias. Los retrógrados serán relegados, y puedo asegurarle que he de tener éxito».
Seis días después, mientras se festejaba en las Tullerías el cumpleaños del Príncipe Imperial, a quien la corte empezaba a agasajar como al futuro emperador, Napoleón III, inducido por el articulo de Pasteur, quiso que los tres personajes más aptos del Imperio para atender ese asunto: Rouher, el mariscal Vaillant y Duruy, se reunieran en su gabinete, junto con Pasteur, Milne Edwards, Claudio Bernard y Enrique Saint Claire Deville. Con voz suave, el Emperador invitó a los miembros de ese consejo a expresar sus sugestiones. Todos estuvieron de acuerdo en lamentar el abandono en que se hallaba la ciencia pura. Rouher manifestó que un período de ciencias aplicadas debía suceder al período de ciencias puras; pero el soberano le replicó vivamente: «¿Y si están exhaustos los recursos para aplicarlas?». Invitado a dar su opinión, Pasteur llamó la atención sobre la enorme importancia que el Museo de Historia Natural y la Escuela Politécnica habían tenido en el adelanto de las ciencias, a comienzos del siglo XIX, aunque no posteriormente. Desde hace 20 años -dijo-, la prosperidad industrial de Francia provoca la deserción de estudiantes de los mejores institutos politécnicos, en mengua de la enseñanza superior y de las ciencias teóricas, que son, no obstante, las fuentes de cualquier aplicación. ¿No recurría la Escuela Politécnica, para llenar sus vacantes de profesores, repetidores y examinadores, a personas que ella no había formado? ¿No eran los normalistas quienes suplían esas vacantes? ¿Qué se necesitaba, entonces, para volver a la prosperidad y formar hombres de ciencia como antes? Pues debía costearse la permanencia en París, durante 2 ó 3 años a cinco o seis alumnos sobresalientes de las escuelas superiores, a quienes se otorgaría el título de repetidores o agregados-preparadores. Así podría contarse con una reserva de hombres dedicados a las ciencias y a la enseñanza superior, que más tarde honrarían al país. Además era necesario, y éste era punto tan importante como el primero, que se proporcionara a los hombres de ciencia los recursos necesarios para que prosiguieran sus trabajos; era preciso que se imitara a Alemania, donde el traslado de los sabios de una Facultad a otra se hacía con la condición expresa de que se les construiría «laboratorios, a veces magníficos, no por su arquitectura (salvo que interviniera el orgullo regional con que se revela la estimación de esos países por la ciencia), sino por la cantidad y precisión de los instrumentos y por las asignaciones destinadas a sufragar los gastos de trabajos importantes. Por lo demás, las casas, donde habitan los sabios extranjeros están contiguas a sus laboratorios o a sus colecciones».
¿Podría proponerse algo más eficaz para incitar al trabajo? Pasteur sostenía que los hombres de ciencia no debían renunciar al profesorado, por cuanto la enseñanza pública los obliga a ocuparse en todas las ramas de la ciencia de su especialidad, en sus relaciones mutuas y en sus relaciones con las otras ciencias. Los trabajos personales reciben así la saludable influencia de vinculaciones y sugestiones nuevas. Pero los cursos no debían ser ni demasiado afines, ni en extremo diferentes, porque esto dispersa las energías —dijo, consciente del trabajo que exige la preparación de una clase—. Expuso a continuación las facilidades que debían ofrecerse a los sabios para que sus vidas resultaran provechosas, y mencionó, como lo hacía en todas las ocasiones, la necesidad de supeditar los esfuerzos personales al interés general. Deseaba que cada ciudad se interesara por los trabajos y la gloria de sus establecimientos científicos: «Con la denominación de Universidad de París, de Lion, de Estrasburgo, de Montpellier, de Lila, de Burdeos y de Tolosa, cuyo con junto formaría la Universidad de Francia —dijo, como presintiendo el porvenir— podría crearse vínculos similares a los que unen las Universidades alemanas con las ciudades a las que honran».
Pasteur admiraba la instrucción popular de Alemania, donde la enseñanza superior se impartía con entera independencia intelectual. Por eso sintió viva emoción cuando la Facultad de Medicina de la Universidad de Bonn resolvió ofrecerle, en 1868, un pergamino con el título de doctor en medicina, en homenaje a sus trabajos sobre los organismos microscópicos. Con este acto veía valoradas sus investigaciones por una nación extranjera, que le expresaba su gratitud por los servicios prestados a la humanidad. Empero, Pasteur no conocía aún el aspecto militarista del carácter alemán. Dos oficiales franceses, el general Ducrot, comandante de la sexta división con sede en Estrasburgo, y el coronel Stoffel, agregado militar en Prusia desde 1866, no cesaban de llamar la atención del Emperador, previsora y a veces angustiosamente, sobre los preparativos militares de Prusia; mas sus alarmantes avisos eran desoídos. El mismo día en que se efectuó la reunión de sabios y de ministros en el palacio de las Tullerías, la corte intrigaba para alejar al general Ducrot de la comandancia de Estrasburgo a fin de librarlo y de librarse de su obsesión prusiana.
En la conferencia político-académica del 16 de marzo el Emperador decidió realizar algunas mejoras en Francia, y Duruy, a quien le prometieron créditos futuros, creyó que pronto podría ofrecer a los profesores franceses «los instrumentos de trabajo para rivalizar con sus émulos de allende el Rin». Ese día, Pasteur partió para Alais, requerido por personas interesadas en sus experiencias sobre la enfermedad de los gusanos de seda. El prefecto del Gard y los miembros de una comisión imperial de sericicultura había hecho trámites para que reanudara cuanto antes su misión. No obstante, Pasteur hubiera deseado dictar, en esa segunda quincena de marzo, su clase inaugural en la Sorbona y exponer los resultados de sus trabajos, pues —según escribió a Duruy— su difusión los haría más provechosos. «Pero — agregaba— estas razones sentimentales, más o menos egoístas, no compensarán la alegría que sentiré si el éxito corona mis estudios».
En Alais tuvo la satisfacción de ver que los que habían seguido rigurosamente las prescripciones de su método de obtención de huevos, habían conseguido resultados excelentes. Los sericicultores menos advertidos que, engañados por las falaces apariencias de las crías, no se habían molestado en examinar las mariposas al microscopio, habían fracasado, según él lo previera. Aunque la pebrina había sido vencida, quedaba aún la enfermedad de los morts-flats, más difícil de dominar y que siempre se declaraba cuando sobrevenían accidentes fortuitos, como tormentas o cambios bruscos de temperatura. En tales casos debía cuidarse especialmente que las hojas de morera no estuvieran fermentadas ni contaminadas por el polvo de las cámaras de cría, porque la alimentación de los gusanos era de primordial importancia, como se colige del hecho de que los gusanos, al mes de vida, pesan 15.000 veces más que al nacer. Tomando precauciones higiénicas, podía evitarse la enfermedad accidental de los morts-flats. ¿Era hereditaria esta enfermedad? Pasteur había demostrado que el microorganismo que la originaba se desarrollaba en el tubo digestivo y se localizaba en la bolsa estomacal cuando el gusano se transformaba en crisálida. Asiduamente secundado por M. Gernez, estableció un método de obtención de gusanos indemnes, con el cual podía obtenerse semilla sana sin entorpecer las otras manipulaciones. Consistía en extraer, con un escalpelo, parte de la bolsa estomacal de las mariposas, deshacerla en un poco de agua y buscar el microorganismo al microscopio. Si no se encontraba el agente de la enfermedad, las mariposas eran aptas para la postura. Un niño podía identificar fácilmente tanto el microorganismo de los morts-flats como el corpúsculo de la pebrina. Los resultados de las investigaciones realizadas en el laboratorio del Pont Gisquet eran, pues, aplicables industrialmente en gran escala. Algunos sericicultores entusiastas y agradecidos aseguraron que el procedimiento era infalible; pero los que no querían aplicarlo o lo aplicaban mal, decían que era erróneo. Los vendedores de semillas, desconcertados por estos descubrimientos que perjudicaban enormemente su comercio, propalaron versiones falsas e injuriosas y no hubo impostura que no repitieran.
El 6 de junio, el padre de la señora de Pasteur, M. Laurent, que se hallaba en Lion, escribió a su hija: «Te prevengo que aquí corre el rumor de que la gente de esa comarca, afectada por el poco éxito de los procedimientos aconsejados por Pasteur, lo han obligado a salir precipitadamente de Alais, persiguiéndolo a pedradas».
A pesar de la falsedad de estas versiones, algo quedaba de ellas en el espíritu de los simples.
Algunas cartas de París, con noticias de otra índole, le indujeron a escribir a Raulin el 27 de julio: «Ahora que se dispone del dinero necesario, han impartido orden de iniciar inmediatamente la construcción de mi laboratorio. El ministro me comunicó anteayer esta noticia». El ministro de Instrucción Pública había concedido 30.000 francos para esos trabajos y el ministro de la Casa del Emperador igual cantidad.
En esa época, Duruy, que había preparado dos proyectos de ley sobre laboratorios de enseñanza y de investigación, los presentó al Emperador «después de informarse minuciosamente que concordaban con los deseos de las personas más competentes en la materia».
«Los laboratorios de investigaciones serán tan útiles a los maestros como a los alumnos -escribió el ministro— y servirán en lo futuro para cimentar los progresos de la ciencia. En los laboratorios de enseñanza se iniciará a los alumnos en el manejo de los instrumentos, en las manipulaciones experimentales y en los ejercicios que llamaría clásicos. Después, un reducido número de ellos seguirá los trabajos de un maestro eminente, para inspirarse en su ejemplo y ejercitarse bajo su vigilancia en el arte de observar y de aplicar los métodos experimentales. Asociados a sus maestros, no dejarán perder ninguna de sus ideas y les ayudarán en sus investigaciones, al tiempo que irán formando su propio criterio. En ciencias experimentales, Alemania ha alcanzado, con instituciones similares, los grandes progresos que nosotros admiramos con inquietud y simpatía».
¡Cuántos proyectos surgieron entonces en el espíritu entusiasta de Pasteur! El 10 de agosto escribía a Raulin desde París, adonde había regresado apresuradamente para presenciar el primer golpe de pico en el estrecho terreno de la calle de Ulm. Le pedía consejo como se lo hubiera pedido a un arquitecto; le rogaba que fuera pronto a reunírsele y le anticipaba cómo proyectaba pasar las vacaciones:
«El 16 de agosto dejaré París, con mi mujer y mis hijos, e iré a San Jorge, cerca de Burdeos, a fin de pasar tres semanas junto al mar. Si usted estuviera libre a fin de mes, o en los primeros días de setiembre, me complacería mucho que me acompañara a Tolón, donde realizaríamos, por orden del ministro de Marina, algunas pruebas de calentamiento de vinos. Para verificar la eficacia del procedimiento, proyéctase expedir al Gabón y a la Cochinchina grandes cantidades de vino calentado y sin calentar. Las tripulaciones que viajan a las colonias, beben vinagre y no vino. La comisión nombrada al efecto está muy satisfecha con los estudios que ha empezado ... Procure ir a Burdeos; allí estaré aguardando el dictamen de M. de Lapparent, presidente de la comisión y director de las construcciones navales del Ministerio de Marina».
La comisión que mencionaba Pasteur estudiaba desde hacía dos años la posibilidad de aplicar el método de calentamiento a los vinos destinados a las colonias y a los buques de la flota. El primer ensayo habíase realizado en Brest con 500 litros de vino, de los cuales 250 fueron calentados a 63 grados. Las dos mitades de este vino se colocaron en sendos barriles, que, después de sellados, fueron cargados en el barco Jean Bart que estuvo diez meses alejado del puerto. A su regreso, la comisión comprobó la limpieza, bondad y suavidad del vino calentado. En el informe, mencionó también que el vino tenía el hermoso color de rancio, peculiar de los vinos añejos. El vino sin calentar conservábase igualmente límpido, pero tenía sabor áspero tendiente a la acidez; y si bien podía aún bebérsele, era preferible su consunción inmediata para evitar su pérdida. En Rochefort y Orleáns obtuviéronse iguales resultados con vino embotellado, calentado y sin calentar.
En vista de estos resultados, M. de Lapparent pidió al ministro de Marina que diera a la comisión el carácter de permanencia para que prosiguiera las investigaciones, a fin de obtener conclusiones sólidas, susceptibles de ser divulgadas. Bajo la vigilancia de Pasteur, M. de Lapparent realizó en Tolón una experiencia decisiva: en lugar de algunas botellas o de una barrica, la fragata Sibila, pronta a zarpar para un viaje alrededor del mundo, embarcó un cargamento completo de vino calentado.
Desde Arbois a donde fue a descansar antes de regresar a París, Pasteur escribió a su amigo Chappuis, el confidente de sus primeros trabajos, una carta en que resumía los acontecimientos:
«Arbois, 21 de setiembre de 1868... Estoy plenamente satisfecho de los resultados de mis experiencias en Tolón; los ensayos efectuados en la marina no pueden ser más halagüeños. En dos días hemos calentado 650 hectolitros; la rapidez de la operación se presta, pues, para aprovisionamientos considerables y urgentes. Además de éstos, partirán también, para las costas occidentales del África, 50 hectolitros del mismo vino sin calentar. La cuestión quedará definitivamente dilucidada si los 650 hectolitros regresan sin alteración alguna, y alterados los otros 50 según mis experiencias de laboratorio estoy seguro de que así sucederá. En lo futuro, el vino de la marina se preservará de las alteraciones por calentamiento previo, cuyo costo no excederá de 5 céntimos por hectolitro. El resultado de estas experiencias repercutirá grandemente en el comercio, que aún desconfía, y con razón, de las innovaciones. Por lo demás, el procedimiento ha sido aplicado ya en gran escala y los negociantes me han dado muy buenos informes, especialmente los de Narbona. En suma, su aplicación en gran escala está bien encaminada, y quiero creer que se extenderá aún más. El consumo de vinos franceses en el extranjero aumentará muchísimo, puesto que, al presente, los vinos de mesa ordinarios no se prestan al comercio con Inglaterra ni con los países de ultramar, porque el excesivo agregado de alcohol los encarece y desnaturaliza sus cualidades higiénicas».
Estas experiencias tuvieron completo éxito.
Su salud comenzó a resentirse con la realización de tan variados trabajos. En la primera quincena de octubre regresó a París. Sus clases en la Sorbona, la instalación de su laboratorio, las polémicas sobre la enfermedad de los gusanos de seda y los proyectos de experiencias para el año siguiente, exigíanle esfuerzos que lo mantenían en constante tensión mental.
Cuando encontró a M. Gernez le habló de la próxima campaña sericícola y de la necesidad de acallar las críticas con pruebas convincentes que dieran término a tan prolongados estudios. Ni siquiera la jovialidad de Bertin conseguía arrancarle esta obsesiva preocupación. Habitando en el mismo piso de la Escuela Normal, Bertin procuraba distraerlo, por las noches, después de cenar. Con el escepticismo peculiar de los naturales del Franco Condado, sostenía, entre sonriente y burlón, que lo más interesante de la vida son los entreactos en los que uno descansa del espectáculo.
El lunes 19 de octubre, a pesar de sentir extraño malestar y hormigueo en el costado derecho, Pasteur insistió en ir a la Academia para leer un trabajo publicado en Italia. Su autor, Salimbeni, después de haber estudiado y verificado las experiencias de Pasteur, declaraba que la mejor manera de regenerar la sericicultura era la preconizada por el sabio francés. Este certificado de buena conducta experimental otorgado por un italiano, el diploma de la Universidad de Bonn y la medalla de Rumford, conferida por los ingleses años atrás, eran muestras de aprobación extranjera que agradaban muchísimo a Pasteur. Sentía ufana aunque impersonal satisfacción en mostrar a su patria los primeros homenajes llegados del extranjero, como anticipación de la posteridad. Ese día, 19 de octubre de 1868, fecha infausta para su familia, quiso asistir, a las dos y media de la tarde, a la sesión académica, a pesar del indecible malestar que después del almuerzo, lo había forzado a interrumpir sus trabajos y a recostarse en el lecho, víctima de intenso escalofrío.
Vagamente inquieta, su esposa pretextó algunas compras y lo acompañó hasta el Instituto. Al llegar al vestíbulo del mismo, por el que han pasado tantos hombres ilustres, rogó a Balard que entraba en ese momento, que al terminar la sesión, acompañara a Pasteur de regreso, hasta la misma puerta de la Escuela Normal. Recomendarle que velara por él significaba trocar los papeles, pues su esposo era mucho más joven que Balard. Pasteur leyó en la Academia el trabajo de Salimbeni, sin que su voz denotara el malestar que le aquejaba y, como siempre, permaneció hasta el final de la sesión. Acompañado de Balard y de Sainte Claire Deville, regresó a pie a la Escuela Normal. Comió poco, y cuando se acostó, a las nueve, sintió que el extraño malestar de la tarde le acometía de nuevo. Quiso hablar, pero su voz no pasó de los labios. Después de instantes angustiosos, pudo llamar.
Mientras su esposa requería urgentemente la presencia del amigo intimo, M. Godelier, médico militar y profesor de clínica de la Escuela de Val de Grace, Pasteur explicaba los ataques intermitentes de parálisis que sentía, en los intervalos del sombrío combate en que su vida estaba en juego.
La hemorragia cerebral provocó paulatinamente la parálisis de todo el costado izquierdo. A la mañana siguiente, el doctor Noel Gueneau de Mussy, que efectuaba la visita reglamentaria a los alumnos de la Escuela Normal, entró en su aposento y le dijo para no alarmarlo: «He sabido que se había indispuesto y he querido visitarlo»: mas Pasteur le sonrió con la sonrisa triste de los enfermos perspicaces. Los doctores Godelier y Gueneau de Mussy acordaron que convenía llamar en consulta al doctor Andral, al que fueron a buscar a la Academia de Medicina, a las tres de la tarde. Desconcertado por los síntomas de ese ataque de hemiplejia, tan diferente de los que conocía, el doctor Andral prescribió al enfermo la aplicación de 16 sanguijuelas, detrás de las orejas. Idea salvadora. Extrájosele sangre en abundancia: «Pronunciación más clara, lengua desembarazada, algunos movimientos en los miembros paralizados, inteligencia perfecta», escribió el martes por la tarde el doctor Godelier que anotaba hora por hora las fases de la enfermedad. Pero ese mismo día, a las diez de la noche, volvió a escribir en el boletín: «Quéjase de su brazo paralizado. Pesa como el plomo, ¡si pudiera cortarlo! —dice Pasteur en un quejido». A las dos de la mañana, su esposa creyó que se desvanecía toda esperanza. «Frío intenso, agitación ansiosa, expresión de abatimiento, ojos lánguidos», leíase en esas notas rápidas y como anhelantes. El sueño que sobrevino pareció el de la muerte.
Al amanecer, Pasteur despertó de ese profundo sopor. «La inteligencia continúa absolutamente intacta —escribía M. Godelier el 21 de octubre a las doce y media—. La lesión cerebral, cualquiera que sea, no ha progresado. Hay manifiesta detención». Las palabras: «inteligencia activa» vuelven a encontrarse dos horas después, seguidas de esta sorprendente observación: «Conversaría gustoso de ciencias».
Mientras se sucedían estos períodos de calma, de agitación, de esperanza y de desesperación, que duraban desde hacía 36 horas, los amigos de Pasteur desfilaron por su habitación de la Escuela Normal. Uno de los primeros en visitarlo fue Enrique Sainte Claire Deville, a quien Pasteur le dijo tristemente: «Me apena morir: hubiera deseado ser más útil a mi país». Ocultando su congoja tras aparente serenidad, Sainte Claire Deville le respondió: «Puede estar seguro que se restablecerá. Conocerá días felices, y seguirá haciendo valiosos descubrimientos. Usted me sobrevivirá, porque es más joven que yo; prométame que pronunciará mi oración fúnebre ... Así lo deseo, pues sé que usted hablará bien de mí —agregó sonriendo entre lágrimas».
Bertin, Gernez, Duclaux, Raulin, Didón —entonces preparador de la Escuela Normal— y dos camaradas del Franco Condado: el profesor Augusto Lamy y el geólogo Marcou, reclamaron el privilegio de velar, junto a la esposa y a M. Godelier, al que les inspiraba ternura rayana casi en culto.
Una carta íntima de la señora Cribier, prima de Pasteur, relata los acontecimientos de esos días sombríos:
«26 de octubre de 1868
Las noticias son bastante buenas esta mañana. Anoche el enfermo pudo dormir algunas horas, cosa que no había acontecido hasta ahora. Ha pasado el día de ayer tan agitado, que M. Godelier se inquietó y prescribió absoluto silencio en su cuarto. Sólo es permitido hablar en el gabinete, porque tiene puertas dobles acolchadas y es la pieza más alejada de su aposento. Este cuarto no se desocupa en todo el día. Los círculos científicos de París se informan con ansiedad del estado del enfermo, y sus amigos más íntimos se turnan para velarlo. Dumas, el gran químico, insistía ayer del modo más afectuoso en cumplir este cometido. La pobre María recibe innumerables pruebas de simpatía; y yo espero que la desgracia no sea irremediable, como se temió al principio. Su inteligencia ha quedado intacta; ayudado por el reposo y por su juventud, podrá volver al trabajo, si se cuida un poco. El ataque sobrevino acompañado de síntomas que, en estos momentos, ocupan la atención de la Academia de Medicina. La parálisis se presenta siempre bruscamente; pero en M. Pasteur presentóse con cortos ataque sucesivos, unos veinte o treinta quizás, y no fue completa hasta 24 horas después de iniciados; este síntoma desconcertó por completo a los médicos e hizo retardar la aplicación del tratamiento enérgico. Este caso, según parece, se observa por vez primera y desconcierta a la Facultad».
Intacto, luminoso y soberano dominaba el pensamiento en su cuerpo abatido. Era evidente que Pasteur temía morir sin haber aclarado por completo todo lo relativo a la enfermedad de los gusanos de seda. Enfermo como estaba, quiso dictar a su mujer una nota, sobre este asunto que lo seguía preocupando como si se hallara en Alais ante los zarzos llenos de gusanos.
«Una noche que me encontraba solo con él —ha contado M. Gernez, que no lo abandonó un instante en esa terrible semana— intenté vanamente substraerlo de sus pensamientos; mas como no conseguía mi propósito, dejé que él expusiera las ideas que quería dar a conocer. Noté con sorpresa que tenían la forma clara y precisa de todas sus producciones y entonces escribí, sin cambiar una palabra, la nota que me dictó. Al día siguiente llevé esa nota —que apareció en el informe elevado a la Academia el 26 de octubre de 1868— a su ilustre colega Dumas que, al leerla, no podía dar crédito a sus ojos.. ¡Y esto sucedió a los ocho días del ataque que casi se lo lleva! La nota explicaba un procedimiento muy ingenioso para descubrir, mediante ensayos previos, los huevos de gusanos de seda predispuestos a la enfermedad de los morts-flats».
Al comenzar esa sesión. Dumas tranquilizó a la Academia con la lectura de la nota de Pasteur, que expresaba su pensamiento como si hubiera estado presente.
«¡Me queda todavía tanto por hacer! —dijo Pasteur a Julio Marcou, aludiendo a las fermentaciones, y a las enfermedades contagiosas—. En ellas hay todavía un mundo por descubrir».
Los trabajos de edificación del laboratorio se habían iniciado ya. Una valla cercaba el terreno cavado; pero los obreros desaparecieron desde los primeros días de la enfermedad de Pasteur. Desde su cama éste preguntaba todos los días: ¿Adelanta la obra? Su mujer y su hija fingían entonces observar por la ventana del comedor que daba al jardín y le respondían con evasivas, porque no veían más que un cavador, que iba y venía, transportando algunas paladas de tierra en una carretilla: comparsa inútil de la comedia que algún empleado hacía representar para engañar al enfermo. Si no había probabilidades de que se restableciera, ¿para qué hacer gastos inútiles y ocupar una parte del jardín de la Escuela?
Poco tiempo pudieron engañar al enfermo con esa superchería. En el curso de una de las visitas que el general Favé le hacía con su habitual solicitud de amigo y de francés, la orden de suspensión de los trabajos motivó mutuas y tristes reflexiones. ¿No hubiera sido mejor decir con franqueza: trabajos suspendidos desde el 19 de octubre a causa de probable deceso?
Napoleón III, advertido por el general Favé de este exceso de celo administrativo, y también por Sainte Claire Deville, que había sido invitado a Compiègne en los primeros días de noviembre, escribió al ministro de Instrucción Pública el 15 de ese mes:
«Mi estimado señor Duruy: He sabido que los obreros que trabajaban en el laboratorio de M. Pasteur han sido retirados, sin duda sin su conocimiento, el mismo día en que éste enfermó. Esta circunstancia lo ha afectado mucho, pues dejaba entrever que no se restablecería.
«Le ruego que dé las órdenes pertinentes para la prosecución de esos trabajos. Crea usted en mi sincera amistad. Napoleón».
Duruy envió inmediatamente esta esquela a M. du Mesnil. Éste, que tenía el extenso título de «Jefe de la División de la Administración Académica de los Establecimientos Científicos y de la Instrucción Superior», no aceptó la velada censura que implicaba la carta tanto para él como para el ministro, y escribió, con su letra grande, estas palabras en el margen del autógrafo imperial:
«M. Duruy no ha dado órdenes, ni podía darlas. Aunque los trabajos se emprendieron a su pedido, sólo la Dirección de construcciones civiles pudo haberlos suspendido. Este hecho, no obstante, debe ser verificado».
M. de Cardillac, encargado de la dirección de las construcciones civiles, hizo una investigación, y los trabajos se reanudaron.
El 30 de noviembre Pasteur dejó por primera vez el lecho y pasó una hora en un sillón. Durante la enfermedad, que lo dejó inválido y hemipléjico a los 46 años, analizó con perfecta clarividencia —según las palabras de M. Gernez— las particularidades de su estado. Pero habiendo advertido que sus observaciones entristecían a los que le rodeaban, dejó de hablar de su enfermedad. Sólo le preocupaba ser una molestia, una carga, un peso —según repetía— para su mujer, su hijo, su hija y para sus discípulos que se turnaban para velarle.
Todos se ofrecieron para servirle de lector durante el día. El general Favé, cuyo espíritu activo y curioso se ocupaba en todo, le llevó, en una de sus visitas cotidianas, un libro traducido del inglés y titulado Self Help, que, por su lectura fácil, se adecuaba a los enfermos e incitaba a la meditación. Contenía breves biografías, reveladoras de lo que puede la inteligencia, el valor y la abnegación. Su autor había sabido dar a ese libro fragmentario un carácter de conjunto y mostrar los prodigios de la energía, explicando descubrimientos, describiendo obras maestras, refiriendo los grandes servicios prestados a la humanidad y aún narrando actos cuyas consecuencias políticas fueron discutibles. Era un homenaje al poder de la voluntad.
Pasteur, al igual que el autor inglés, creía que la superioridad de los pueblos reside «en la suma de sus actividades, de sus energías y de sus virtudes». Pero su pensamiento iba aún más lejos. Los hombres de ciencia no debían propender únicamente a la riqueza y al prestigio de su patria, sino al bienestar de la humanidad: debían considerar el trabajo personal que redunda en beneficio colectivo, como expresión excelsa y apetecible de la gloria. Según el testimonio de los que le velaban, fue espectáculo muy hermoso, aunque sumamente triste, el contraste que ofrecían su alma, más ardiente que nunca, y su cuerpo inmovilizado y enfermo.
Sin duda el recuerdo de la emoción generosa producido por la lectura de esas biografías —algunas demasiado sucintas para su gusto, como la de Jenner— y las meditaciones sobre la vida de los conquistadores y de los apóstoles, indujo a Pasteur a escribir posteriormente:
«De la vida de los hombres que dejaron a su paso por la vida perdurable estela luminosa debemos conservar cuidadosamente, para enseñanza de la posteridad, el recuerdo de sus palabras más nimias y de sus actos más insignificantes, a fin de conocer los móviles de sus almas excelsas».
Del culto a los grandes hombres hacía un principio de educación nacional. Desde que el niño supiera leer, tenía que aprender a amar la historia de los que trabajaron por la patria y la humanidad, primeramente por relatos sumarios y, luego, por otros de más en más extensos. Por ser sencillo todo lo grande, no habría dificultad en interesar y conmover a los escolares, haciéndoles conocer el alma de los grandes hombres. De esta manera, cuántos seres heroicos o bienhechores podrían presidir los hogares, las escuelas y las ciudades! En la devoción patriótica de los pueblos al recuerdo de sus muertos célebres a quienes celebran en sus días de fiesta e invocan en sus días de duelo. Pasteur veía una fuente de energía, de esperanza y de vida: vínculo íntimo y sagrado entre el mundo visible y el invisible. Durante su enfermedad, y en el instante en que las cosas de este mundo adquirieron su verdadero valor, su pensamiento traspuso los límites de la tierra. Presintió lo infinito con igual sobrecogimiento que Pascal; pero ante el prodigioso e inquietante enigma del ser humano, prefirió el Pascal que asegura que «el hombre ha sido creado para la infinitud» y «se instruye sin cesar para su progreso», al Pascal que se afana en mostrarnos despectivamente nuestras miserias para humillarnos más.
Pasteur creía en el progreso material como en el moral. Influido quizá por la viva y a veces punzante impresión que le producían los pensamientos de Pascal, o por la satisfacción que sentía al leer a Nicole, cuyos pequeños tratados de moral Silvestre de Sacy acababa de editar, buscaba preferentemente, en sus lecturas, los pasajes elevados que dan consuelo.
Del libro Del conocimiento de Dios y de sí mismo, agradábale el trozo en que Bossuet dice que es innata a la naturaleza humana «la idea de una sabiduría infinita, de un poder absoluto, de una ecuanimidad rigurosa, es decir, la idea de la perfección». Y anotó una frase de prevención, tan digna de recordarse al emplear el método experimental, como provechosa para disciplinar la conducta humana; frase que se proponía poner de epígrafe a una de sus obras: «El mayor desarreglo del espíritu consiste en creer que las cosas son como uno quiere que sean».
En el mes de diciembre la Escuela Normal recobró animación. El laboratorio elevábase poco a poco y con él renacían las esperanzas de Pasteur de dedicarse a trabajos importantes. El doctor Godelier escribió en sus hojitas volantes: «Estado general, muy satisfactorio. Moral, excelente. Los progresos diarios en la movilidad de los músculos paralizados inspiran gran confianza al enfermo. Traza el programa de la futura campaña sericícola. Recibe numerosas visitas sin fatigarse mucho; conversa con animación y alegría; dicta cartas con frecuencia».
La visita de su amigo, el ministro Duruy, impresionó a Pasteur por su significación y porque le llevó la mejor de las confortaciones: la de tranquilizarlo respecto al porvenir de la enseñanza superior. Había conseguido en el presupuesto de 1869 aumento de crédito para ampliar el laboratorio de la Escuela Normal y crear nuevos centros de estudio e investigación. Después de tantos esfuerzos y luchas, llegaría, al fin, el día en que la química, así como las ciencias históricas y la filología, tendrían un departamento independiente en el gran establecimiento que se llamaría Escuela Práctica de Estudios Superiores. ¡Ningún programa fijo, ninguna sujeción y ningún reglamento que restringiera la libertad en el trabajo! Los jóvenes que sintieran atracción por la ciencia pura, los que ambicionaban ser preparadores y los que aspiraran a cátedras de enseñanza superior, alcanzarían allí el objeto de su anhelo. Si tenían una chispa de genio, la chispa podría convertirse en llama; llama sagrada del genio, que Duruy reconocía, con gran satisfacción, en la mirada de Pasteur.
«Progresos lentos, aunque seguros y continuos —escribió M. Godelier el 15 de diciembre—. Ha pasado del lecho al sillón con ayuda de su brazo. Martes 22: Ha ido a cenar al comedor, apoyándose en una silla. Martes 29: Dio algunos pasos sin apoyo alguno».
La convalecencia es como una segunda juventud, en que se siente renacer la vida dulce y progresivamente. Pasteur, sin embargo, no veía en ella sino la posibilidad de prodigar nuevamente su vida en el trabajo. Dispuso su partida para el departamento del Gard para comienzos de enero, en contra de los que le aconsejaban reposar algunos meses o semanas. Mas él repetía que era necesario e indispensable que se instalase en Saint Hippolyte du Fort «distante 30 kilómetros de Alais» para presenciar las crías tempranas de gusanos de seda en el establecimiento dependiente de la junta agrícola de Vigan. Puesto que bastaba el examen microscópico de crisálidas y mariposas para saber exactamente a qué atenerse con respecto a sus huevos ¿no era culpable dejar sin difusión los procedimientos científicos necesarios y tolerar que, a causa de su salud, los pobres campesinos trabajaran para su propia ruina?
Hubo que someterse ante tanta insistencia. El 18 de enero, a los tres meses cabales de su terrible ataque, Pasteur se hizo transportar hasta el tren. Acompañábanlo su esposa, su hija y Gernez. «Fue acostado —escribió su discípulo— en el departamento del vagón que lo condujo a Alais; desde allí fue conducido en coche hasta Saint Hippolyte du Fort. En esa región, donde uno no atina más que a defenderse del calor, sólo hallamos una casa mal distribuida y peor instalada».
Maillot y Raulin, reunidos a su maestro, improvisaron un laboratorio, con la ayuda de Gernez. Desde el sillón o desde el lecho, Pasteur indicaba las experiencia que debían efectuar. «Las operaciones, cuyas fases seguíamos al microscopio, cumplíanse de acuerdo con sus previsiones —ha escrito Gernez—, y Pasteur se felicitaba de no haber abandonado la lucha». En el Instituto, algunos elogiaban su partida, pero otros la censuraban por imprudente e insensata. Más él pensaba que la vida sólo vale cuando se puede ser útil a los demás.
«Mi querido colega y amigo —le escribió J. B. Dumas a principios de febrero—, pienso mucho en usted y en su fatiga, que quisiera poder evitarle; pero, al mismo tiempo, deseo que de término a su grande y patriótica empresa. He titubeado antes de escribirle, porque no quiero obligarlo a que me conteste. A pesar de esto desearía tener directamente noticias suyas, y me sería sumamente grato que me contestara brevemente las siguientes cuestiones:
— ¿Cuándo regresará usted a Alais? ¿Cuándo convendría visitar allí las crías que usted ha obtenido?
— ¿Qué debo contestar a dos personas que me piden semilla sana, como si la tuviéramos a manos llenas? ¿Podría conseguir algunas onzas, algunos gramos? Les he contestado que es demasiado tarde; no obstante lo cual le agradecería que me indicara el medio de contentarlos, pues se trata del mariscal Randon y de M. Husson.
«El mariscal «Vaillant» siempre se interesa por su salud; nunca nos encontramos sin que usted sea el objeto de nuestras conversaciones. En mí esto es más comprensible que en él. En fin, el mariscal se ocupa mucho de usted y por eso yo le estoy extremadamente agradecido.
«Ruégole que presente a su esposa los votos y saludos de mi familia. Deseamos que el sur de Francia tenga la virtud de la lanza de Aquiles, que curaba las heridas que causaba. Con toda amistad».
Pasteur, cuya inmovilidad hablase agravado por haberse caído sobre el enladrillado de la casa, tuvo que resignarse a dictar la carta siguiente:
«Mi querido maestro. Le agradezco que piense en este pobre inválido. Me encuentro casi en el mismo estado en que me hallaba al dejar París. La convalecencia se ha detenido bruscamente a causa de mi caída sobre el costado izquierdo. Por fortuna no hubo fractura, pero sí contusiones que han tardado muchísimo en sanar y han sido muy dolorosas.
«Las consecuencias del accidente ya han desaparecido y mi estado es igual al que tenía hace tres semanas. La movilidad del brazo y de la pierna aumenta, aunque con excesiva lentitud. Por consejo del doctor Godelier recurriré un día de éstos a la electricidad; ha tenido a bien enviarme un aparatito construido por Ruhmkorff, que usaré de acuerdo con sus instrucciones. Todavía siento la cabeza muy débil.
He aquí cómo paso el día: Por la mañana vienen mis tres jóvenes amigos y con ellos dispongo el trabajo del día. Me levanto a mediodía después de almorzar en la cama y de escuchar la lectura del periódico y de dictar una carta. De ordinario, cuando no me siento demasiado inválido, dicto a mi querida esposa una página, a menudo media página, de una obrita en que resumo mis observaciones. Antes de la cena, mis tres jóvenes colaboradores me dan cuenta de sus trabajos; después ceno, acompañado solamente de mi mujer y de mi hijita, para evitar la fatiga de las conversaciones. Entre siete y siete y media siento extrema laxitud y aunque me parece que voy a dormir doce horas consecutivas, me despierto invariablemente a medianoche, y no vuelvo a dormirme hasta la mañana siguiente, si bien por una o dos horas solamente. El apetito que tengo y el sueño que parece suficiente, sostienen mis esperanzas de curación. Como ve, no cometo muchas imprudencias; por otra parte, mi mujer y mi hijita me vigilan rigurosamente. Esta última me quita despiadadamente de la mano libros, papeles, lápices o plumas, con constancia que constituye mi desesperación y alegría.
«Me atrevo a imponerlo de estos detalles, porque conozco el afecto que usted profesa a sus discípulos.
«Ahora contestaré a sus otras preguntas:
«Estaré en Alais el 1 de abril, época en la que pondrán en incubación semillas, para la campaña industrial que terminará, consecuentemente, el 20 de mayo a más tardar. Los huevos se recolectarán en junio aproximadamente, según los departamentos. Ahora es un poco tarde para conseguir semilla, y más aún, para conseguir semilla indígena, obtenida según mi procedimiento. Como suponía que recibiría pedidos a último momento, me proveí oportunamente de algunas onzas; pero, hace tres semanas, nuestro empeñoso ministro me ha escrito pidiéndome semilla para repartirla entre los criadores, y yo le he prometido la mayor cantidad posible. Sin embargo, he de escamotearle un poco, para enviar a usted algunos lotes de 5 gramos o de media onza. He sido despojado, además, por el director de un establecimiento muy interesante: una gran cámara experimental de cría, fundada recientemente en Austria, en una hermosa región de la Iliria. Convencido de la bondad de mi método, el director me pidió dos onzas de semilla. Por último, he prometido al conde Casablanca que enviaría a Córcega uno de mis jóvenes colaboradores, con tres onzas de semilla, para sembrarla en sus propiedades.
«Me ha impresionado agradablemente el interés que el mariscal Vaillant muestra por el estado de mi salud, y le agradezco la molestia que se ha tomado de anunciarme que la Sociedad de Agricultura estimula mis estudios. ¡Cuánto desearía que los criadores del sur de Francia tuvieran algo de su espíritu científico y de su método!
«Acepte, querido maestro, de mi parte y de la de mi esposa, para usted y su familia, la expresión de nuestra gratitud y afecto».
Al aproximarse la época normal de la cría de gusanos de seda aumentaba la impaciencia de Pasteur por acumular pruebas que demostrarían la eficacia de su método, de la que dudaban los miembros de la Comisión de la Seda de Lion, poseedores de una cámara experimental de cría. La mayoría de estos industriales opinaba que no debía depositarse demasiado confianza en los micrógrafos, pues los, enunciados científicos distaban mucho de ser verdaderos. «Nuestra comisión —había escrito un miembro informante a fines del año anterior— considera que el examen de los corpúsculos es indicación útil, pero no decisiva».
Es decisiva, afirmaba Pasteur enérgicamente, rechazando las reservas sobre algo que para él era claro e inobjetable. ¿Qué necesitaban para convencerse? La comisión no tardó en declararlo, y el 22 de marzo de 1869 pidió semilla sana, fiscalizada por él. Pasteur satisfizo con creces el pedido y envió, además, varios lotes de otras semillas, cuyas futuras evoluciones predijo así:
«Lotes de semilla sana, que darán buen resultado; «lotes de semillas, cuyos gusanos morirán únicamente de la enfermedad de los corpúsculos (denominada también pebrina o gattina); «lotes de semillas, cuyos gusanos morirán únicamente de la enfermedad de los morts-flats; «lotes de semillas, algunos de cuyos gusanos morirán de la enfermedad de los corpúsculos y otros de la enfermedad de los morts-flats.
«Creo —agregó— que, con la comparación de estas crías, la comisión podrá ilustrarse de la veracidad de los principios establecidos por mí, mejor que con el mero examen de una o varias semillas declaradas sanas.
Desearía que esta carta fuera leída en una de las próximas sesiones de la Comisión de la Seda y que su contenido fuera transcripto en el acta de la misma.»
La comisión, que no pedía tanto, aceptó gustosa estas cajas de sorpresa experimentales.
En esa época. Maillot, uno de los preparadores, partió para Córcega, correspondiendo al deseo del señor de Casablanca, y llevando consigo seis lotes de semilla sana. Al comenzar la primavera, el resto de la colonia volvió al Pont Gisquet, retiro tranquilo, rodeado de moreras, donde todo invitaba al trabajo, según la expresión de Pasteur. Con, impaciencia esperó éste su instalación, como si el buen tiempo debiera traerle, además de la salud, la certidumbre de la victoria decisiva. Lleno de confianza, distribuyó el trabajo entre sus discípulos: Duclaux (que estaba por llegar para continuar el estudio de las crías normales) fiscalizaría en Cevenas la obtención de semilla preparada según el procedimiento de selección; Gernez verificaría en los Alpes los resultados de las siembras que Pasteur había hecho en Paillerols el año anterior, en casa de M. Raibaud Lange; Raulin sería el único que quedaría en el Pont Gisquet, a fin de estudiar algunos detalles relacionados con la enfermedad de los morts-flats, pues era necesario encontrar el medio de reconocerla en pocos minutos, al igual que la pebrina. ¿Con los resultados que Pasteur obtendría, no reduciría al silencio a sus adversarios?
«Mi querido colega y amigo —escribió Dumas a Pasteur—. No necesito decirle con cuánta ansiedad seguimos el restablecimiento de su salud y nos enteramos de los resultados de su nueva campaña sericícola.
«Seguramente estaré en Alais a fin de semana. Bajo su excelente dirección, observaré allí cuanto pueda proporcionarme los medios de rectificar la opinión pública.
«Supongo que lo asediarán muchos charlatanes y envidiosos, a quienes no siempre conseguirá eludir. No trate de reducirlos al silencio, y diríjase rectamente hacia la meta.»
Cuando más atareado se hallaba en sus proyectos de trabajo, llegó intempestivamente una carta del ministro de Agricultura, M. Gressier, que, más al corriente de las tareas ministeriales que de los procedimientos de siembra, rogaba a Pasteur que examinara tres lotes de semilla recién recibida de la señorita Victorina Amat, famosa criadora de Brive le Gaillarde. Ufana de la buena cría de sus gusanos, había suplicado a Su Excelencia que dedicara especial atención a esas semillas y las hiciera cultivar con todos los cuidados posibles. Creyendo que su donación era valiosa, la señorita Amat envió también algunas muestras de esas semillas a los criadores de Brive, del Gard, de las Bouches du Rhone, del Isère, etc..
En un telegrama, fechado el 2 de abril, M. Gressier solicitó a Pasteur que efectuara el análisis y le remitiera un informe detallado. Cuatro días después, éste le respondió en términos nada parecidos a los circunloquios administrativos habituales:
«Señor Ministro ... , los tres lotes de semilla son detestables. Todas las crías que se obtengan morirán de la enfermedad de los corpúsculos. Si se hubiera seguido mi procedimiento de obtención de semilla hubieran bastado 10 minutos para comprobar que los capullos de la señorita Amat, si bien excelentes para el hilado, son absolutamente inaptos para la reproducción. Mi procedimiento sirve para conocer las crías aptas para la reproducción y para rechazar las simientes infectadas por la enfermedad que invade anualmente los departamentos sericícolas.
«Quedaría muy agradecido al señor Ministro, si tuviera a bien hacer informar al señor Prefecto de la Corrèze de las previsiones que señalo y si, ulteriormente, le hiciera imponer de los resultados de la cría de los tres lotes de semilla de la señorita Amat.
«Tan seguro estoy de la exactitud de mi aseveración, que no me molestaré en cultivar las semillas enviadas. ¡Las he arrojado al río!»
Irritado por la pérdida de tiempo, Pasteur hizo un llamado a los criadores de la Corrèze y del Mediodía: «Por el tono que empleo al hablar de las crías obtenidas lejos de mi fiscalización de semillas que he declarado previamente buenas o malas, comprenderán que estoy completamente seguro de la veracidad de mis aseveraciones.»
J. B. Dumas visitó Alais y los señores Gernez y Duclaux regresaron de su viaje por el sur de Francia. No había fracasado ninguna de las doscientas crías obtenidas en distintos lugares con tres clases diferentes de semilla. La comisión de Lion vio cumplirse los pronósticos tan audazmente anunciados por Pasteur, y el método fue reconocido como excelente por los que lo aplicaron correctamente. Pasteur creyó que, después de vencida la plaga, no le restaría más que escribir un compendio de los resultados obtenidos. Pero en el sur de Francia y en Córcega, los envidiosos empezaron a desarrollar despreciable actividad; los sabios a medias, pero de vanidad completa, declararon que nada era cierto, salvo sus propias afirmaciones; y los negociantes en semillas, que no titubeaban en causar la ruina de los demás para salvar miserables intereses, «no retrocedieron —según palabras de Gernez— ni ante las mentiras más odiosas.»
En vez de asombrarse, entristecerse o indignarse, Pasteur hubiera debido releer la historia de algunos descubrimientos, para reconfortar su ánimo deprimido por el espectáculo de la necedad de los hombres, en cuya mala fe se resistía a creer. Los que lo visitaban en las prolongadas tertulias de verano, hubieran hecho mejor en conversar de las dificultades con que siempre han tropezado los que han querido ser útiles a la humanidad. Entre los contertulios hallábanse M. Pablo Lachadenède, gran criador de gusanos de seda y decidido partidario del método celular, y el calmoso profesor de física y química M. Despeyroux, que, desde su laboratorio, seguía la experiencia del Pont Gisquet.
¿No fue preciso que transcurrieran más de 300 años para vencer los juicios que suscitó la implantación de la papa? ¿No se aseguraba en el siglo XVII al ser importada del Perú, que causaba la lepra, y en el siglo XVIII, que producía fiebre? Un siglo después, en 1771, la Academia de Besanzón abrió un concurso en los siguientes términos: «¿Qué plantas pueden servir de alimento al hombre en tiempo de escasez?» Parmentier, farmacéutico mayor, tomó parte en el concurso y demostró la innocuidad de la papa, y, erigiéndose en su defensor, emprendió una campaña de propaganda que duró 15 años. Pero no pudo vencer los prejuicios con las demostraciones en las huertas experimentales que estableció en París, ni con las comidas que daba, en las que la papa constituía el alimento principal. Un día, Luis XVI tuvo una ocurrencia a la manera de Enrique IV, y se colocó en el ojal la flor color de malva de la planta ensalzada por Parmentier. Esa florecilla, glorificada así a los ojos del vulgo y de la corte, hizo que florecieran luego en Francia innumerables plantíos de papa si fue necesario tan largo período para que se aceptara tan útil innovación, no deberían sorprender los obstáculos que trabaron la propagación de las semillas sanas de gusanos de seda. Pero, para Pasteur, semejantes razonamientos hubieran sido solamente razones de filósofos y no de conquistadores, tal como él consideraba que debían ser los verdaderos hombres de ciencia. Seguro de su método, no pensaba sino en convencer a los demás. «Hay que darse prisa en ser útil en la vida; no hay que detenerse en las cosas ya logradas», solía decir. Nuevo descubrimiento científico, salvación de la sericicultura, reanudación del trabajo de tanta pobre gente que con ella ganaba su sustento ... i y todavía se discutía los artículos que sembraban desconfianza y transformaban desenfadadamente los éxitos en fracasos, causábanle gran contrariedad. Sin contar algunos negociantes, cuyas maniobras llegaban al dolo, sus enemigos más pertinaces eran precisamente aquellos que habían esperado vanamente encontrar la solución del problema. Pasteur conoció en su total amargura las polémicas estériles y los penosos rozamientos reservados a los hombres que intentaban introducir innovaciones útiles a la humanidad. Por fortuna, contaba con la activa colaboración de discípulos imbuidos de sus principios y de su celo; cosa que, por desgracia, ha faltado a muchos sabios investigadores. A esto uníase el raro e inapreciable afecto de su familia, que ponía especial empeño en que su vida transcurriera entre el hogar y el laboratorio. Su esposa y su hija, todavía niña, participaban en sus trabajos de sericicultura y llegaron a ser excelentes criadoras, mejores que las más avisadas de Alais. Y, como último privilegio, tenía amigos ignorados, siempre prontos a defenderle. Los amantes de la ciencia presentían que ésta intervendría preponderantemente en los problemas sericícolas y agrícolas, y por eso agradecían a Pasteur su dedicación a esos estudios. El Diario de Agricultura Práctica, en el número del 8 de julio de 1869, publicó la carta de uno de los miembros de la Cámara Consultiva de Agricultura de Alais, que, asombrado del excelente rendimiento del sistema Pasteur, hacía pública su satisfacción por haber obtenido 821 kilogramos de capullos con 21 onzas de semilla. La carta terminaba así: «Mucho le agradeceríamos que se haga intérprete, en las columnas de su diario, de nuestra gratitud a M. Pasteur por sus útiles y laboriosas investigaciones. Creemos firmemente que M. Pasteur recogerá un día el fruto de tantas veladas penosas y que el porvenir le resarcirá ampliamente de los apasionados ataques de que hoy es objeto.»
El anciano doctor Pagés, alcalde de Mais, que con su levita negra, corbata blanca y sombrero alto, tenía el aspecto severo de los médicos de antaño, dijo a Pasteur en cierta ocasión: «Si lo que usted me muestra se verifica en la práctica, no habrá con qué pagar sus trabajos; sin embargo, nosotros le erigiremos una estatua de oro en Alais.»
Entretanto, ni el pedestal estaba tallado. Es erróneo creer que el anhelo de los hombres es atender únicamente a sus intereses; obedecen también a pasiones y prejuicios. A pesar de ofrecerles la prosperidad y de ponérsela al alcance de la mano (pues bastaba un simple examen microscópico para saber en pocos minutos si una mariposa tenía corpúsculos), la mayoría de los criadores prefería decir: «Eso es falso», en vez de decir: «Ensayemos».
El mariscal Vaillant interesóse más y más por esta cuestión que las polémicas no conseguían obscurecer. Este viejo soldado, que asistía puntualmente a las sesiones del Instituto y a las de la Sociedad Imperial y Central de Agricultura, estaba al corriente, como buen borgoñón, de los trabajos de Pasteur sobre el vino. Había instalado en su gabinete de la plaza Carrousel, en pleno centro de París, una reducida cámara de cría de gusanos de seda y, a pesar de llamarse el sericicultor más modesto, sabía valorar la seguridad del método de Pasteur, con el que podía obtener, en París, y bajo condiciones inusitadas, resultados similares a los obtenidos en el Pont Gisquet y en todas partes donde era aplicado correctamente. Con complacencia de iniciado y ufanía de octogenario apasionado por los adelantos científicos, enumeraba las fases de las crías: huevos abiertos, gusanos robustos, capullos amarillos y blancos. Afecto a las citas, el mariscal relacionaba el éxito de estas experiencias con el pasaje de la memoria de Vaubán sobre el sitio de Namur: «Donde sólo hay voluntad sin dirección, no se vence sino por casualidad, pero exponiéndose a perderlo todo.» Según él, éste era el caso de los desdichados criadores de gusanos de seda, que se obstinaban en no seguir el método simple y seguro que les ofrecían.
Cuando recrudecieron los ataques a Pasteur, el mariscal tuvo la idea de promover una experiencia decisiva para convencer a todos, a franceses y extranjeros. Había en la Iliria, a seis leguas de Trieste, una finca denominada Villa Vicentina, perteneciente al Príncipe imperial. La princesa Elisa, hermana de Napoleón I, había vivido apaciblemente en ella y, a su muerte, la legó a su hija la princesa Bacciochi, a quien heredó, a su vez, el Príncipe imperial. La viña y la morera crecían en ese vasto dominio; pero desde hacía algunos años había cesado la recolección de capullos, pues la pebrina y la enfermedad de los morts-flats asolaban la región. Queriendo, como ministro de la Casa del Emperador, que la finca del príncipe no quedara improductiva y deseando facilitar a su colega del Instituto los medios de vencer por completo «la oposición ejercida por envidia e ignorancia», el mariscal escribió a Pasteur el 9 de octubre, rogándole que enviara a Villa Vicentina 100 onzas de semilla. A pesar de lo considerable de esa cantidad —pues cada onza producía unos 30 kilogramos de capullos—, el administrador de los establecimientos de la Corona, M. Tisserand, manifestó que serían necesarias 150 onzas como mínimo. El mariscal, sin embargo, insistió en el envío de las 100 onzas pedidas, porque quería que se realizaran otros ensayos con semilla no examinada, a fin de hacer más demostrativa la experiencia.
Seis días después dirigió a M. Tisserand otra carta desde Compiègne: «He propuesto al Emperador que se ofrezca alojamiento a M. Pasteur en Villa Vicentina. El Emperador consiente con el mayor agrado. Comuníqueme si esto es realizable.»
En su respuesta, M. Tisserand aprobó cordialmente la excelente idea del mariscal y describió la finca y la villa Elisa, blanca casa de dos pisos, de estilo italiano, situada en el centro de un parque de 60 hectáreas arboladas y cubiertas de césped. «¿No es justo que M. Pasteur recupere la salud, que tan abnegadamente expuso por el bien del país, en esas tranquilas comarcas, que serán las primeras en aprovechar el fruto de sus valiosos descubrimientos y en bendecir su nombre?»
Tres semanas después, Pasteur partía con su familia, luego de planear el largo viaje en cortas etapas. Su salud era muy precaria todavía. Detúvose primeramente en Alais, y allí recogió las semillas seleccionadas. El 25 de noviembre, a las 9 de la noche, llegaba a Villa Vicentina. Los cincuenta colonos del dominio no imaginaron que deberían a ese desconocido el retorno a la prosperidad. Algunas semanas después, el contemporizador Raulin reuníase con su maestro.
Para Pasteur ese período no fue de inactividad, sino de trabajo, en ambiente tranquilo y saludable. Mientras esperaba la época de la cría de los gusanos, dictó diariamente a su esposa la obra anunciada a J. B. Dumas en su carta de convaleciente fechada en Saint Hippolyte du Fort algunos meses atrás. El libro, pequeño en el proyecto, transformóse poco a poco en dos volúmenes, abundantes en hechos, documentos e inducciones. Entre París y Villa Vicentina hubo intercambio constante de manuscritos y pruebas. Pasteur terminó la obra en abril de 1870, y en ella relató, en forma de memorial, la campaña sericícola que duraba desde hacía 5 años. Entretanto, llegó el momento de la cría y repartió 75 onzas de semilla entre los colonos, pero se reservó 25 onzas para la cría que pensaba dirigir personalmente. Las perspectivas eran halagüeñas. Mas un incidente vino a turbar el trabajo de esos días. El administrador, que había conservado un sobrante de las semillas enviadas por el Japón, quiso sacar provecho de ellas y las mandó al mercado. Pasteur, iracundo por la noticia, hizo comparecer al administrador, le enrostró su mal proceder y le prohibió que reapareciera ante su presencia.
«El mariscal me ha contado —escribió Dumas a Pasteur— las bribonadas que usted tiene que soportar y que tanto le afectan. No se atormente usted innecesariamente. Si yo estuviera en su lugar, me contentaría con publicar en los periódicos algunas líneas como éstas: «M. Pasteur responde únicamente de las semillas que él obtiene o que remite personalmente.»
Los criadores no tardaron en quedar aleccionados. La eficacia del procedimiento de Pasteur quedó demostrada con una producción de capullos que se vendió en 26.940 francos. El beneficio neto fue de 22.000 francos, y esta cantidad se inscribió en la columna que permanecía en blanco desde hacía 10 años: Beneficio de la villa con el producto de la crianza de gusanos de seda. El Emperador quedó maravillado, según dijo el mariscal Vaillant. Ese resultado podía considerarse como un obsequio imperial de Pasteur.
El gobierno proyectó entonces nombrar a Pasteur senador, así como anteriormente había nombrado a Dumas y a Claudio Bernard. Enrique Sainte Claire Deville, que para muchos políticos era competidor de Pasteur, fue el partidario más decidido de su nombramiento.
«Tengo la alegría en el alma», escribió Sainte Claire Deville a la esposa de Pasteur al anunciar la noticia. «Sepa usted por mí —escribióle nuevamente en el mes de junio— que si Pasteur llega a ser senador (por supuesto que él solamente, por cuanto no pueden ser nombrados dos químicos) será un triunfo de su amigo de usted, que se sentirá inmensamente dichoso por ello.»
El decreto del nombramiento era uno de los 18 que estaban en preparación. La lista definitiva —la última del Imperio— en la que figuraba Emilio Augier, que con Merimée y Sainte-Beuve, ya promovidos, debía representar a los literatos franceses en el Senado, fue postergada día a día. Pasteur partió de Villa Vicentina el 6 de junio; durante casi ocho meses había sido el genio bienhechor de esa región sericícola, cuyos habitantes le guardaron profunda gratitud. En Austria y en el norte de Italia empezábase a aplicar con éxito su procedimiento de siembra celular. Hubo criadores que recolectaron más de 10.000 kilogramos de capullos amarillos, con la aplicación rigurosa, científica (y aún perfeccionada, decía Pasteur alegremente) de los principios establecidos. «No sé —agregaba— si se ha ensayado en Francia mi procedimiento; espero, sin embargo, que los esfuerzos sigan siendo fructíferos y triunfen de las resistencias interesadas y de las contradicciones sin fundamento.»
Antes de regresar a Francia estuvo en Viena y pasó luego a Munich, para visitar al químico alemán Liebig, su adversario más decidido. No es posible —decíase— que las ideas de Liebig sobre la fermentación no hayan sido refutadas en los últimos 13 años, ¿Sostendría Liebig todavía que, para que se produjeran fermentaciones, era preciso que estuvieran presentes materiales animales o vegetales en descomposición? ¿No había sido invalidada esta teoría por la experiencia simple y decisiva de Pasteur? Sembrando vestigios de levadura en agua que contuviera solamente azúcar y sales minerales observábase que, al multiplicarse la levadura, se producía siempre fermentación alcohólica. ¿No demostraba esta experiencia la vitalidad del fermento y la ausencia de cualquier acción dependiente de la materia albuminoidea en vías de alteración, que, según las ideas de Liebig, constituían el fermento? La fermentación debía considerarse como fenómeno de vida, y no como proceso de descomposición o muerte. ¿Podía negar Liebig la vitalidad de los fermentos y el gran poder destructor que poseían a pesar de su extraordinaria pequeñez? ¿Qué pensaría de estas nociones nuevas? ¿Sostendría aún lo que había escrito en 1845 en su Cartas sobre la Química: «La hipótesis que explica la putrefacción de las substancias animales por la presencia de animálculos, microscópicos, es tan errónea como la idea de un niño que creyera que la rapidez del curso del Rin se debe a las numerosas ruedas hidráulicas en la ciudad de Maguncia, que impulsan fuertemente el agua en dirección a Bingen.»
¡Cuántos resultados habíanse obtenido después del párrafo tan ingeniosamente falso de Liebig! Después de tratar a Dumas de maestro en el prefacio de sus Nuevas Cartas sobre la Química, aparecidas en 1851, ¿compartía Liebig la opinión de aquél, decidido partidario de las fecundas ideas de Pasteur, y cuyas teorías extendíanse a la sazón hasta las enfermedades? Los seres microscópicos parecían ser los desorganizadores de los tejidos vivos. La función desempeñada por los corpúsculos, en la enfermedad contagiosa y hereditaria de la pebrina, incitaba a muchas reflexiones sobre los agentes de las enfermedades humanas, también contagiosas y hereditarias. Después del descubrimiento de corpúsculos brillantes dentro de los vibriones de los morts-flats (verdaderos corpúsculos-gérmenes o huevos que podían germinar de un año para otro), la teoría ayudaba a explicar la transmisión a largo plazo de ciertas enfermedades. Pasteur entró en el laboratorio de Liebig con el propósito de convencerlo y de obligarlo a aceptar, con resignación del sabio, el triunfo de sus ideas. Vestido de levita, el gran anciano de 67 años lo recibió con amable cortesía. Mas cuando Pasteur, impaciente por hablar del asunto, quiso tratar del punto principal de la cuestión, Liebig, sin perder su benevolencia, rehusó toda discusión dijo que estaba enfermo. Pasteur no insistió, pero se propuso volver a la carga.

CAPÍTULO 7
1870 – 1872

Pasteur en Estrasburgo. — La guerra. — Pasteur en Arbois. — La Academia de Ciencias durante el sitio de París. — Pasteur devuelve a la Facultad de Medicina de Bonn su diploma de doctor. — La retirada del ejército de Bourbaki; Pasteur en Pontarlier. — Pasteur en Lion. — "¿Por qué no encontró Francia hombres superiores en el momento de peligro?" — Proyectos de trabajo. — Propuesta a Pasteur de una cátedra de química en Pisa; su rechazo. — Los prusianos en Arbois. — Pasteur y su discípulo Raulin. — Pasteur en Clermont Ferrand, en casa de su discípulo Duclaux; estudios sobre la cerveza. — Nuevas discusiones en la Academia de Ciencias.
En su viaje de regreso, Pasteur se detuvo 48 horas en Estrasburgo. Allí se enteró que la guerra amenazaba estallar. La ciudad le recordaba sus trabajos e investigaciones realizadas de 1848 a 1854. Entonces existía notoria rivalidad entre Francia y Alemania, mas era rivalidad que mucho tenía de emulación moral e intelectual. Pero las amenazas guerreras desmoronaron sus esperanzas en el progreso, realizado en plena paz y sustentado por los descubrimientos científicos. A su tristeza de sabio mezclóse entonces el amargo recuerdo de las ilusiones fallidas. ¿Habíase dado alguna vez mentís más cruel a los generosos esfuerzos nacidos del sentimiento? Después de preparar la independencia y la unidad de Italia, Francia había compartido el deseo de unión de los estados alemanes. Entre los consejeros del Imperio y aun entre sus adversarios, ¿cuántos dejaron de apoyar esa idea civilizadora? No obstante, en los primeros días de julio, angustioso período de espera, circularon en Estrasburgo alarmantes noticias que no condecían con los recientes documentos históricos conservados en la ciudad. En efecto, en un folleto publicado en 1850, Edmundo About hablase expresado así:
«El deseo más grato y ardiente de Francia es la unidad de la nación alemana, por la cual siente desinteresada amistad. Francia, que presencia sin temor que 26 millones de italianos constituyan su estado en el sur, no temerá que 36 millones de alemanes funden una gran nación allende la frontera oriental.»
Ufana por haber sido la primera en proclamar el derecho de los pueblos y obedeciendo a un complejo sentimiento de bondad, confianza y optimismo, al que se mezclaba un dejo de vanidad por el desinterés mostrado, Francia, que gusta de ser amada, imaginábase que todos le estarían agradecidos por sus virtudes de sociabilidad continental y que bastaría su sonrisa para que hubiera paz y alegría en Europa. Lejos de inquietarse por los síntomas que observaba en sus vecinos del este, apartaba voluntariamente la mirada de las maniobras de las tropas prusianas y no quería escuchar el continuo rodar de las piezas de artillería. ¿No habían llegado atrevidamente hasta Wissembourg, en 1863, algunas patrullas de caballería alemana? Sin embargo, todos estaban persuadidos que Alemania se entretenía en «jugar a los soldados». De esta misma expresión se sirvió Duruy, que participaba del optimismo general, en sus charlas de viaje, aparecidas en 1864.
Recordando un verso de Musset, Duruy había escrito: «Nosotros hemos poseído vuestro Rin y, aunque lo hayáis erizado de fortalezas y cañones que nos apuntan, nosotros no os lo reclamamos más, pues ha pasado ya el tiempo de las conquistas y no debe predominar sino el libre consentimiento de los pueblos. ¡Ah! ¡Ese río ha bebido demasiada sangre! ¡Qué pueblo inmenso surgiría si se hiciera salir de su mortaja a los que cayeron en sus orillas abatidos por la espada!»
Tales eran las ilusiones de la política francesa. Después del estallido de Sadowa, en 1866, el gobierno francés, creyendo que tenía derecho a reclamar un poco de gratitud y seguridad, había pedido que le cedieran las orillas del Rin hasta Maguncia. Esta expansión territorial compensaría las terribles conquistas prusianas. La negativa no se hizo esperar. Las provincias renanas, cubiertas inmediatamente de soldados prusianos, alarmaron a Estrasburgo. El Emperador despertó como de un sueño y, temeroso de la guerra, dirigió a Prusia otra propuesta oficiosa: las provincias renanas serían declaradas neutrales. Pero Prusia volvió a contestar con igual altivez. ¿Qué podía esperar Francia entonces? Que le cedieran el Luxemburgo; deseo atendible, puesto que su población estaba dispuesta a votar por su anexión a Francia y, también, porque ese acrecentamiento de territorio, lejos de pugnar con el derecho de los pueblos, no hacía más que confirmarlo. Al principio, Prusia pareció dispuesta a acoger la demanda, pero las intrigas posteriores motivaron su rechazo. Engañada y sin desempeñar siquiera una función arbitral, aunque si el deslucido papel de testigo desdeñada, Francia se aturdió algunos meses con el espléndido y postrer aparato de su brillante ex posición de 1867.
Las palabras que pierden a los pueblos y a los soberanos: ¡mañana veremos!, estaban en los labios del Emperador envejecido. La reorganización del ejército francés, que hubiera debido ser radical e inmediata, postergóse día a día hasta que fue realizada de pronto sin método alguno. Entonces Prusia simuló inquietarse. La irritación por haber sido engañada, la creciente inminencia del peligro y la creencia en la victoria del ejército francés, contribuyeron a dar a un incidente provocado por Prusia, el carácter de motivo de guerra. No obstante los agravios inferidos intencionalmente a Francia, para irritarla, nadie podía creer que la civilización hubiera retrogradado tan brutalmente. Cierto es, por otra parte, que la política imperial había sido sumamente imprevisora e inconsecuente. Había creído que podía decirle al pueblo alemán, después de hacerle entrever amplias perspectivas de unidad: «¡No pasarás del Meno!», del mismo modo que les decía a los italianos: «¡Jamás iréis a Roma!» Era desconocer la impetuosa lógica de un movimiento popular que ya había roto los diques; y Francia tuvo que reconocer súbitamente ante el peligro que entrañaban sus ilusiones, el fracaso de su política. A pesar de ello, se honraba todavía en marchar a la vanguardia del progreso, pues su generosidad no se mezclaba sino al deseo de acrecentar su territorio sin derramamientos de sangre y con el consenso de los pueblos expresado libremente. ¿Perderíanse las ideas de paz y unidad en una guerra que impulsaría a Europa a la violencia?
Sobremanera entristecido, Pasteur no podía resignarse a perder su confianza en la misión pacificadora y bienhechora de Francia. Atormentado por sombrías reflexiones partió de Estrasburgo, al que no volvería a ver.
A su llegada a París encontró a Sainte Claire Deville, que acababa de cumplir una misión científica en Alemania y había perdido por primera vez su alegría y optimismo: la guerra parecíale no sólo inquietante, sino desastrosa. Había visto el ejército prusiano acantonado en la frontera, en sabia ordenación. La invasión era segura y nada podía detenerla. Todo faltaba en Francia, aun en los arsenales como el de Estrasburgo. En Toul hacíanse pocos preparativos de defensa en la segunda línea, porque el gobierno creía que la ciudad le serviría para concentrar reservas de infantería y, sobre todo, de caballería, que esperarían allí la orden de marchar y atravesar el Rin. «¡Ah! ¡Hijos míos —decía Sainte Claire Deville a los alumnos de la Escuela Normal—, estamos perdidos!». Entre dos experiencias, muchos alumnos le vieron «enjugarse los ojos con la punta del delantal de laboratorio».
El ardor patriótico y su confianza natural impedían ver a los jóvenes la proximidad de la invasión. Los normalistas, sin embargo, olvidando el privilegio que los eximía del servicio militar a cambio de su alistamiento por diez años en la Universidad, antepusieron el deber patriótico a sus futuros títulos de licenciados y agregados, y se engancharon de soldados rasos. Los que fueron inmediatamente incorporados al batallón de cazadores a pie, cuya base de concentración estaba en Vincennes, pasaron su última velada, la velada de las armas, como decían, en el salón de Bertin, el subdirector de la Escuela. Allí estaban Sainte Claire Deville y Pasteur cuando llegó Duruy: sus tres hijos, así como el de Pasteur, que contaba 18 años, iban a partir para la guerra.
Todos los normalistas reclamaron el honor de ser alistados; algunos, como los del tercer año, hallábanse todavía en la Escuela, en vísperas de examen, y los demás, con sus respectivas familias. Unos fueron destinados al atendido batallón de cazadores a pie; otros, a un regimiento de línea. Un animoso y jovial estudiante apellidado Luis Lande fue destinado, desde comienzos de agosto, a engrosar las primeras filas de los fusileros de marina acabados de llegar de Brest; otro joven, de delicada constitución, apellidado Lemoine, que estaba impaciente por combatir, fue enviado a un regimiento del ejército en acción; y otros, reclutados como artilleros o guerrilleros, dieron el ejemplo y se presentaron en los lugares de peligro. Pasteur, Duruy y Bertin quisieron incorporarse a un batallón de la guardia nacional; mas fue preciso hacerle recordar al primero, que el hombre paralitico es soldado inválido. Después de la partida de los alumnos, la Escuela quedó sumida en el silencio de las casas abandonadas. El director M. Bouillier y M. Bertin pensaron en transformarla en hospital de sangre, para atender en ella a los normalistas heridos en los distintos sectores de París. El cirujano-ayudante mayor, M. Dastre, ex alumno de la Escuela, y otros normalistas, prometieron prestar servicios de enfermeros y cuidar a sus camaradas. La escuela sería como un refugio familiar dentro de un hospital.
Constreñido a servir a su patria únicamente con sus investigaciones científicas, Pasteur se propuso continuar su trabajo; pero le abrumaron las derrotas que una tras otra humillaban a Francia. No podía dominar la obsesión de «nuestro ejército vencido», «nuestra sangre derramada», «nuestra tierra invadida»...
Bertin, secundado por el doctor Godelier, deseaba que su amigo prosiguiera con calma sus investigaciones: «No te quedes en París —decíale alegremente—; no tienes derecho a hacerlo, porque durante el sitio serás una boca inútil». Pasteur se dejó convencer y partió para Arbois el 5 de setiembre. Más no por eso pudo sustraerse al dolor de Francia.
Por las notas y cartas que escribió, es posible conocer los detalles de su vida, dedicada a la lectura y a proyectos de trabajo, pero interrumpida, a veces, por explosiones de pena. Para abismarse por completo en el trabajo, decidió releer los libros de su preferencia, «atraído por todo lo grande y bello», según su expresión familiar. Leyó la Exposición del sistema del mundo de Laplace, y copió de su puño algunas ideas generales concordantes con las suyas: «La tierra sólo constituye una pequeña parte del sistema solar, que, a su vez, no es sino una partícula insignificante perdida en la inmensidad de los cielos». La serie de inducciones que sirvió a Galileo y a Newton para remontarse «de los fenómenos más simples a los más complejos, y de éstos a las leyes generales» infundíale un sentimiento del que todo ser humano debería estar compenetrado: humildad ante el gran misterio del universo y admiración por los hombres que, habiendo descorrido un poco el velo de lo arcano, muestran que el genio tiene algo de divino. Con estas lecturas Pasteur se sobreponía a la tristeza y a la expectativa; y repetía sin cesar una de sus palabras favoritas: Laboremos.
Pero, veces, el toque de trompeta con que el pregonero de Arbois hacia preceder las noticias, turbaba de improviso las horas pasadas en compañía de su esposa y de su hija. Entonces dejaba de existir para él el orden universal de las cosas y su alma angustiada concentrábase en el punto imperceptible del universo llamado Francia. Descendía la escalera y se mezclaba a los grupos que obstruían el puentecito de la Cuissance. Escuchaba ansioso las comunicaciones oficiales; y, después, regresaba tristemente a su cuarto, donde los objetos que mantenían vivo el recuerdo de su padre hacían más penoso el momento por lo doloroso del contraste. En el lugar más aparente estaba un gran medallón del general Bonaparte, de rostro delgado, enérgico y dominador, obra de Huguenin; una efigie de Napoleón en perfil, en yeso bronceado; cerca de la chimenea, una litografía del rey de Roma, de ensortijados cabellos: y sobre un anaquel de la biblioteca, al alcance de la mano, los libros de la gran época, leídos y releídos tantas veces por el viejo soldado muerto en esa habitación, en que perduraban algunos destellos de la gloria imperial.
Pasteur había conservado el prístino entusiasmo por la leyenda y la gloria imperiales que habían cobijado su infancia y su juventud. Imaginaba al Emperador, como lo hacía la gente del pueblo, en el estruendo de las batallas, o revistando las tropas con su escolta de mariscales, o entrando como soberano en alguna capital que no era la de su Imperio, o abrumado por la derrota en Waterloo, o agonizando lentamente en el destierro impuesto. ¡Cuán bien comprendía que el siglo hubiera vivido de tan gran recuerdo!
En los primeros días de setiembre de 1870 volvieron a su mente, con punzante insistencia, esos gloriosos o lúgubres recuerdos. ¡Waterloo comparado con Sedán! La partida para Santa Elena había tenido siquiera la grandeza de sellar el final de una epopeya; el último episodio del segundo Imperio careció de ella: Napoleón III, que en vano había buscado la muerte en el campo de batalla, salió de Sedán por el camino de Donchery y se dirigió a la casucha de un tejedor, donde Bismarck había de fijarle el día de la entrevista concedida por el rey de Prusia.
El Emperador sólo conservaba mínima parte del poder, porque había nombrado regente a la Emperatriz. Por tanto, no era la espada de Francia la que iba a entregar, sino su espada de soberano. Creía en la clemencia del rey de Prusia con el pueblo vencido. ¿No había declarado el rey Guillermo que combatiría al Emperador francés y no a Francia?
«¡Figúrese usted —dijo Bismarck cierta vez a propósito de esta entrevista— que Napoleón III creía en nuestra generosidad!» Y, al recordar que la entrevista había amenazado prolongarse, el canciller de hierro, que gustaba de las comparaciones irónicas y cuyas humoradas eran raptos de orgullo y de desprecio, agregó: «Mi desasosiego parecíase al que sentía en mi juventud, cuando comprometía para bailar el cotillón a una niña, a la que no sabía qué decir y a quien nadie invitaba a dar unas vueltas de vals».
Napoleón III y el rey de Prusia se entrevistaron cerca de Sedán en el castillo de Bellevue, ante el cual se extendía la península que recibió después el nombre tristemente célebre de Campo de la miseria. Allí el Emperador vio por última vez a sus 83.000 soldados, inermes, hambrientos, cubiertos de barro y esperando que las tropas prusianas los llevaran prisioneros allende el Rin. Pero Guillermo no propuso la paz.
Julio Favre, al hacerse cargo el 6 de setiembre del Ministerio de Relaciones Exteriores, anunció a los agentes diplomáticos la caída del Imperio y, al recordar las palabras del rey de Prusia, hizo un llamado vehemente al juicio de la posteridad, apartándose de la oratoria habitual de las cancillerías: «Si el rey de Prusia quiere continuar la lucha despiadada, que será tan fatal para él como para nosotros; si quiere ofrecer al siglo XIX el cruel espectáculo de dos naciones en exterminio que, en su olvido de la humanidad, de la razón y de la ciencia, acumulan cadáveres sobre cadáveres y ruinas sobre ruinas, ¡que asuma la responsabilidad ante el mundo y la historia!».
Luego pronunció la célebre frase que condensaba el pensamiento del pueblo francés y que, posteriormente, le fue reprochada con inicua violencia: «No cederemos ni una pulgada de nuestro territorio, ni una piedra de nuestras fortificaciones». ¡Así podía expresarse el pueblo que había proclamado el derecho de las naciones de disponer libremente de sí mismos!
La entrevista solicitada por Julio Favre el 10 de setiembre para discutir los preliminares de las transacciones, fue rechazada por Bismarck, que alegó la irregularidad del nuevo gobierno. Entre tanto, el enemigo se acercaba a París, cuyos habitantes estaban decididos a defenderse. Por todas partes veíanse soldados, cañones y rebaños. En el bosque de Boloña había miles y miles de animales que servirían para alimentar a la inmensa ciudad.
El día antes de iniciarse el sitio, Bertin, al pasear en compañía de M. Bouillet, presenció el inacabable desfile de pobre gente aterrorizada que acudía a refugiarse de 15 leguas a la redonda; ambos recordaron melancólicamente la escena de Hermann i Dorotea, en que Goethe describe la huida de la población renana ante el peligro de la invasión: «La turba de fugitivos se extendía hasta el infinito... Causaba tristeza ver, en carretas y volquetes, los muebles de las casas, amontonados en desorden ... Las mujeres y los niños caminaban con dificultad con sus canastas y cestos ... Así pasaban todos, sin término y sin orden, por el camino cubierto de polvo».
Mientras los fugitivos se refugiaban desordenadamente en París, la plaza de la Concordia ofrecía conmovedor espectáculo. La estatua que representaba a la ciudad de Estrasburgo, cubierta de banderas y flores era para la muchedumbre el símbolo de la patria. Soldados y paisanos desfilaban ante ella invocando a Alsacia, que Prusia quería arrancar a Francia.
En la primera quincena de setiembre llegaron a Arbois periódicos y cartas con el relato de los padecimientos y actos patrióticos de Paris en armas.
«El derecho y la fuerza dispútanse el mundo: el derecho, que sustenta y defiende a la sociedad, y la fuerza, que sufraga y oprime las naciones». Esta frase del general Foy fue copiada por Pasteur, al leer una de sus obras. El secreto de la elocuencia de este hombre, que había combatido por Francia durante 25 años, consistía en apelar a la generosidad de las almas; sus discursos sirvieron de complemento a los pensamientos de Pasteur que admiraba en ellos los pasajes en que el general evocaba, con patriótico fervor, el horror de la invasión extranjera. Mucho después de firmarse la paz, el general Foy encontró fortuitamente al general Wellington en una calle de París. El encuentro le fue tan odioso, que en un discurso pronunciado posteriormente en la cámara recordó el suceso con tal acento de dolorosa humillación, que la asamblea pareció sentir la tristeza de la derrota de Waterloo. Aunque Pasteur participaba aún de ese perdurable sentimiento, no podía hablar, sin estremecerse, de la guerra de 1870, proseguida por Alemania inexcusablemente, a despecho de la humanidad.
En el lapso de 100 años, los prusianos invadían a Francia por cuarta vez. Pero en lugar de los 42.000 soldados que en 1792 irrumpieron en el sagrado suelo de la patria —Pasteur pronunciaba estas palabras con fe y ternura de verdadero francés— el efectivo del invasor en 1870 era de 518.000 hombres, prontos para entrar en acción contra 285.000 franceses. ¿Qué afán guerrero, que apetito de botín impulsaba a los descendientes de los germanos? ¿Querían aniquilar a Francia? La idea de que Prusia se había armado secretamente para dominar a los países vecinos, el optimismo de Francia, que duró hasta el día del incidente diplomático fraguado para derrotarla, y la indiferencia de Europa ante esos sucesos, inspiraban reflexiones a Pasteur, de las que fue su confidente su discípulo Raulin: «¡Qué locura y qué ceguera muestran con su inercia Austria, Rusia e Inglaterra! —escribióle el 17 de setiembre—. ¡Y qué ignorancia la de nuestros jefes respecto de las fuerzas de las naciones contrincantes! ¡Oh, cuánta razón teníamos los hombres de ciencia en lamentar la incuria del Ministerio de Instrucción Pública? Ésta es la verdadera causa de nuestros males actuales. Un día reconocerán, aunque quizá demasiado tarde, que no se deja decaer impunemente la intelectualidad de una gran nación. Pero, aunque consiguiéramos rehacernos de estos desastres, veríamos que nuestros estadistas se pierden nuevamente en discusiones interminables sobre formas de gobiernos y abstractos problemas de política, en vez de ir al fondo de las cosas. Gravitan sobre nosotros las consecuencias de haber descuidado, durante 50 años, las ciencias, las condiciones necesarias para su desarrollo, la influencia inmensa que ejercen sobre el destino de los pueblos y todo aquello que propende a la difusión de los conocimientos…
«Termino. Esto me hace daño. Me esfuerzo por alejar de mí los recuerdos y la idea de nuestras miserias que no cesarán sino después de luchar desesperadamente y sin cuartel. ¡Deseo que Francia resista hasta su último hombre, hasta su última fortificación y que la guerra se prolongue hasta el invierno para que, con ayuda de los elementos, podamos vencer al odiado enemigo?...»
Un salmo conocido desde tiempos remotos, dice que los cautivos de Israel lloraban nostálgicos al ser conducidos de Jerusalén a las orillas de los ríos de Babilonia. Después de jurar que no olvidarían su patria, maldijeron al enemigo y lanzaron contra Babilonia esta última imprecación: «¡Dichoso aquel que se apodere de tus pequeñuelos y los destroce contra las piedras!» Enrique Perreyre, alma de las más evangélicas de nuestro tiempo, al hablar de Polonia y de los pueblos oprimidos, exclamaba recordando ese salmo: «¡Ira, ira del hombre, cuán difícil es arrancarte radicalmente del corazón, y cómo el espectáculo de la insolencia y la injusticia enciende rencores al parecer inextinguibles!» El rector inflamaba también el alma de Pasteur, hecha, sin embargo, para todas las ternuras humanas, mas su desesperación se ahogaba en sollozos ...
El 17 de setiembre, víspera del sitio de París, Julio Favre intentó negociar la paz por última vez. El relato que él mismo hizo de la entrevista realizada en el castillo de Ferrières, cerca de Meaux, llegó hasta las pequeñas ciudades, suscitando tristeza y odio.
Julio Favre creía que Prusia, victoriosa, limitaría los tributos de guerra al pago de una cuantiosa indemnización. Pero Bismarck quiso posesionarse también de parte del territorio francés. En primer lugar, exigió Estrasburgo: «Es la llave de la casa, y debo tenerla», dijo. Pidió además Metz, dos departamentos del Rin y parte del departamento de Mosela. Julio Favre, obedeciendo a una virtud o defecto francés, empleó vanamente su elocuencia en infundir algo de sentimentalidad a la política; en invocar el derecho de las naciones a disponer libremente de sí mismas, y en hacer notar que las anexiones territoriales realizadas por la fuerza pugnaban con el perfeccionamiento moral. Pero Bismarck le respondió, aludiendo a los habitantes de Alsacia y Lorena. «Sé muy bien que ellos nada quieren de nosotros y que nos darán mucho trabajo, pero es necesario que sean nuestros». Prusia quería obtener ventajas en previsión de otra guerra. Dijo esto con autoritaria cortesía e insolente tranquilidad, en que se transparentaba desprecio por los hombres, que según parecía, era su mejor instrumento de gobierno. Julio Favre protestó entonces por la inminente caída de Estrasburgo. Quería defender la heroica ciudad que todos admiraban y cuya valentía París pensaba imitar. Bismarck le contestó tranquilamente:
«Estrasburgo caerá en mis manos: no se trata sino de un cálculo de ingeniería. Le pido, por consiguiente, que la guarnición se entregue prisionera». Así lo exigía el rey Guillermo. Julio Favre sobresaltóse de dolor, según su propia expresión. Al término ya de sus fuerzas y temiendo desfallecer, volvióse para esconder las lágrimas que empañaban sus ojos. «Ésta es una lucha sin fin entre dos pueblos que deberían tenderse las manos», dijo al terminar la entrevista.
La expresión de la angustia general puede encontrarse en un cuaderno, en que Pasteur había copiado un pasaje de la circular dirigida por Julio Favre a los agentes diplomáticos, el 17 de octubre, en respuesta ciertos puntos discutidos por Bismarck: «Ignoro la suerte que el destino nos depara; pero un profundo sentimiento me hace preferir mutación actual de Francia a la de Prusia. Prefiero nuestros padecimientos, nuestros peligros y nuestros sacrificios, a la inflexible y cruel ambición de nuestro enemigo».
Al finalizar de esta circular, Pasteur escribió: «Debemos conservar la esperanza hasta el último instante y evitar las palabras desalentadoras. Dediquemos toda nuestra atención a todo cuanto fortifica el ánimo. Bazaine puede ser nuestro salvador…»
¡Cuántos labios pronunciaban el nombre de Bazaine justamente cuando éste se disponía a entregar Metz, su ejército y sus banderas! «Sólo nos es dado exclamar: ¡Dichosos los muertos?», escribía Pasteur al conocer la noticia de la pérdida de ese ejército que no libró su último combate, y de la entrega de Metz, que, siendo la ciudad más fuerte de Francia, se rindió sin una brecha en sus murallas. Los que buscaban ejemplos de patriotismo en los relatos históricos, hubieran podido evocar en esas tristes horas al mariscal Fabert, nacido en Metz y muerto en Sedán; personificación, durante el reinado de Luis XIV, de la lealtad del soldado, cuyo único anhelo es combatir al enemigo y mantenerse alejado de las intrigas y de los partidos. El recuerdo del general Fabert, cuya estatua en la plaza del Ayuntamiento había sido cubierta con crespón de luto, aumentaba en esos momentos el pesar general por la capitulación de Metz.
Mientras Pasteur seguía ansiosamente el desarrollo de la guerra, no dejaba de percibir el llamado interior que lo instaba a trabajar y experimentar el llamado de su vida, que no podía dejar de oír. Mas en la casa, mitad morada, mitad curtiduría, que había quedado indivisa entre él y su hermana, resultábale difícil efectuar trabajos de laboratorio. Su cuñado había reanudado el oficio paterno. Aplicando su facultad de observación a cuanto le rodeaba y podía relacionarse con sus trabajos, dedicóse a estudiar la fermentación de la casca. Interrogaba sin cesar para conocer las razones científicas de los procedimientos rutinarios. Estudiaba cuanto tenía a su alcance y sobresalía en el arte de descubrir los fundamentos científicos de los hechos más simples o aparentemente insignificantes. Cuando su hermana preparaba el pan, observaba el levantamiento de la masa y la influencia del aire en la amasadura; y como su activa imaginación se elevaba siempre de las cosas más simples a los problemas más complejos, procuró acrecentar el poder nutritivo del pan y conseguir su abaratamiento.
El periódico Salud Pública, en el número del 20 de diciembre, publicó una correspondencia de París, que trataba de este tema y que Pasteur anotó y conservó. La comisión central de higiene, compuesta por Sainte Claire Deville, Wurtz, Bouchardat, Trelat, y otros, al tratar el problema del pan, el más arduo durante el sitio, declaró públicamente que el pan mejoraba agregándosele salvado. «¡Con qué emoción —escribió Pasteur— acabo de leer los nombres de estos sabios famosos, cuyas actuales ocupaciones parecen engrandecerlos ante sus conciudadanos y la posteridad! ¿Por qué no habré podido compartir sus padecimientos y sus privaciones?» ... y sus trabajos, hubiera agregado si hubiese recibido los Anales de la Academia de Ciencias.
Merece que se resuma en pocas líneas la actividad de la Academia durante el período de la guerra. Por otra parte, Pasteur se interesaba tanto por lo que allí se hacía, que no podría hablarse de él sin tener que hablar de ella.
La Academia de Ciencias había compartido, al principio, la creencia general en la victoria de los ejércitos franceses y había proseguido sus tareas puramente científicas; pero las primeras derrotas provocaron gran confusión, y las comunicaciones cesaron. Ante la imposibilidad de ocuparse en otras cosas que en la guerra, la Academia celebraba sesiones que duraban apenas tres cuartos de hora y, a veces, como sucedió a fines de agosto, tan sólo quince minutos. Uno de los miembros correspondientes del Instituto, el cirujano Sedillot, que se encontraba en Alsacia al frente de un servicio de ambulancia en el que practicaba diariamente hasta quince amputaciones, dirigió al presidente de la Academia dos cartas dignas de mención, porque marcan una fecha en la historia de la cirugía y muestran el escaso conocimiento que se tenía en Francia de ciertas ideas de Pasteur, admitidas y aplicadas ya en el extranjero. El célebre cirujano inglés Lister, después de estudiar cuidadosamente la teoría de los gérmenes de Pasteur y de declararse su discípulo, aseguraba que la infección de las heridas se debía a ciertos organismos que penetraban en ellas y eran causa de trastornos y aún de la muerte. En 1867, Lister, habiendo ideado un nuevo método para curar heridas, prescribía la limpieza rigurosa de las esponjas y de los tubos de drenaje: había creado la antisepsia. Cuatro meses antes de iniciarse la guerra había dado a conocer a los cirujanos los principios de su método; pero en Francia nadie pensó en aplicarlos a los heridos de las primeras batallas. «Llama la atención a los amigos de la ciencia y de la humanidad —escribía Sedillot en una de sus memorables cartas— la espantosa mortandad de heridos por armas de guerra». Y a continuación describía con tristeza y desesperación el impresionante espectáculo que presenciaba: «Vacilantes y desconcertados, los médicos se empeñan vanamente en encontrar doctrinas y reglas eficaces en el arte de curar . . Los lugares donde se encuentran los heridos se reconocen por el olor a supuración y a la gangrena». Millares de heridos cuyos rostros pálidos reflejaban esperanza y deseo de vivir, sucumbían entre el octavo y el decimosexto día. La cirugía del pasado no pudo explicar esos fracasos sino después que la teoría de los gérmenes aclaró la cuestión. En aquella época el contagium sui géneris desconcertaba a los médicos, que se sentían impotentes para combatirlo; con él explicábase la espantosa mortandad de heridos, que acrecentaba la angustia producida por los primeros desastres guerreros.
Poco tardó la Academia en contribuir a la gran obra de ayuda nacional: fijó principalmente su atención en todo lo concerniente a la defensa y la salud pública. En las sesiones de ese período trató de los temas más diversos: experiencias para dirigir aeróstatos, procedimientos para conservar la carne durante el sitio, solución del inquietante problema de la alimentación de la infancia. El suministro de leche a París redújose, a fines de octubre, a 20.000 litros diarios; por eso los adultos tuvieron que abstenerse de beberla, ya que estaba en juego la salud de los niños, cuya mortandad aumentaba considerablemente.
La visión de los jóvenes muertos en el campo de batalla y de los niños fallecidos poco después de nacer, presidía las reuniones habituales de la Academia, cuyas ventanas habían sido tapiadas con bolsas de arena para proteger la biblioteca de las bombas. En una de esas reuniones, el anciano Chevreul, que como Pasteur, había creído en la civilización y la fraternidad de los pueblos, promovidas por las ciencias, las artes y las letras, exclamó con voz potente en medio de la estupefacción de los miembros presentes:
«Vivimos en el siglo XIX. Hace pocos meses el pueblo francés no hubiera pensado que su capital sería sitiada y la guerra delimitaría una zona desierta en la cual nadie cosecharía después de haber sembrado. ¡Y existen universidades donde se enseñan nociones de belleza, de verdad y de derecho!».
Bismarck había dicho: «La fuerza prima sobre el derecho». El 5 de enero, una de las primeras granadas prusianas cayó, con agudo silbido, en el jardín de la Escuela Normal. Otra estalló en la ambulancia de la misma. El subdirector Benin precipitóse, a través de la espesa y asfixiante humareda, y vio que, por fortuna, ningún enfermo había sido alcanzado por los proyectiles. Entre dos camas hallaron el culote de la granada. Buscando refugio, los enfermos se arrastraron por las escaleras hasta el piso bajo, aunque las aulas y la sala de conferencias no ofrecían mayor seguridad.
Desde las alturas de Chatillón las baterías enemigas bombardeaban la orilla izquierda del Sena. Sin cuidarse de las banderas de la Cruz Roja de Ginebra, los prusianos regulaban el tiro sobre el hospital Val de Grace y el Panteón. Pablo de Saint Victor, autor de Bárbaros y Bandidos, escribió el 9 de enero: «¡Cuán lejos estamos de la Alemania que ingenuamente nos habíamos imaginado por las obras de sus poetas y de sus novelistas! Entre Alemania y Francia corre ahora un Rin de sangre y lágrimas, y hay un abismo de odio que ninguna paz podrá colmar».
Ese mismo día, Chevreul leyó en la Academia de Ciencias la siguiente declaración:
«El Jardín de plantas medicinales, creado en París por edicto de Luis XIII, en enero de 1626, transformado en Museo de Historia Natural por decreto de la Convención del 10 de junio de 1793, fue bombardeado, durante el reinado de Guillermo I, rey de Prusia, y siendo canciller el conde de Bismarck, por el ejército prusiano, en la noche del 8 al 9 de enero de 1871: Hasta entonces, había sido respetado por todos los partidos y por todos los gobiernos nacionales y extranjeros».
Cuando Pasteur leyó esta protesta en su casita de Arbois, sintió vivamente no haberla podido firmar y, recordando que la Universidad de Bonn le había otorgado un diploma, pensó en dirigir al despiadado vencedor la queja altiva de un vencido ...
Muchos años habían pasado desde la época en que las viejas geografías mencionaban los vastos territorios pertenecientes a Francia durante el primer Imperio. Casi nadie recordaba ya que el departamento del Rin y del Mosela, con su capital Coblenza y sus distritos de Bonn y de Simmern, ocupaba el 87° lugar en el orden alfabético de los 110 departamentos que constituían entonces el territorio francés. Habíase olvidado que Prusia había extendido en 1815 su mano de hierro sobre las provincias renanas, que se habían vuelto cordialmente francesas. Por razones políticas y para contrarrestar los vínculos existentes, el rey de Prusia y sus ministros fundaron a orillas del Rin una Universidad, con todo lo necesario para atraer a los estudiantes alemanes, tan amantes del trabajo y de los encantos de la naturaleza: Viejas leyendas entroncadas con la historia romana, encanto natural de la región, castillos en ruinas, bosques y alegres aldeas diseminadas a lo largo del río y surgidas como por arte de encantamiento. La nueva Universidad debía ser, según la expresión de un alemán, un puesto de vanguardia del espíritu germánico. La política alemana podía resumirse en estos términos: conquistar un país por la violencia y, después, dominarlo moralmente por medio de universidades. El resultado fue excelente, y en 1870, la prosperidad de la Universidad llegaba a su apogeo. Durante el segundo Imperio, la Facultad de Estrasburgo no podía competir, por escasez de recursos, con la Universidad de Bonn, que tenía 53 profesores y amplios laboratorios de química, de física, de medicina, de farmacia, galería de mineralogía y hasta museo de antigüedades. Después de la encuesta dirigida por Duruy en 1868 para cotejar ambas Facultades, cuya rivalidad no había dejado de ser noble y fecunda, Pasteur había conversado repetidas veces con él respecto de este sorprendente contraste. En la emulación recíproca predominaba un elevado sentimiento que anteponía al patriotismo la dominadora serenidad de la ciencia. Por lo demás ¿no había dicho el rey Guillermo que «Prusia sólo aspira a las conquistas morales?». Pasteur, por su parte, no aceptaba sino conquistas de esta clase. Cuando la Universidad de Bonn le envió en 1868 el diploma de doctor en medicina, en el cual consignaba que «con sus notables experiencias había contribuido mejor que nadie al conocimiento de la generación de los organismos pequeños y al adelanto de los estudios de las fermentaciones», había tenido la gran alegría de ver que la difusión de sus trabajos ampliaba el horizonte de los estudios médicos. Pasteur mostraba con orgullo ese diploma de medicina otorgado por votación unánime.
Pero el 18 de enero de 1871 decidió devolver el diploma al decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Bonn, a quien le escribió estas líneas, aludiendo a sus sentimientos de antes: «Hoy, este pergamino me resulta odioso; y me ofende ver que he sido calificado de Virum Clarissimus con los auspicios de Rex Guilelmus, nombre condenado en adelante a la execración de mi patria.
«Al reiterar mi profundo respeto por usted y por los célebres profesores que han firmado la decisión de ese colegio le ruego, obedeciendo al clamor de mi conciencia, que se sirva borrar mi nombre de los archivos de esa Facultad y recibir este diploma que devuelvo para expresar la indignación que siento, como hombre de ciencia francés, por la barbarie y la hipocresía de quien se obstina en la matanza de dos grandes pueblos sólo para satisfacer su orgullo criminal.
«Después de la entrevista de Ferrières, Francia combate por el respeto de la dignidad humana, en tanto que Prusia lucha por el triunfo de la mentira más abominable: la de asegurar que la paz futura de Alemania debe conseguirse a costa del desmembramiento de Francia; mentira que rechazan las personas sensatas, para las cuales la conquistas de Alsacia y Lorena será siempre motivo de guerra sin término.».
La protesta terminaba así: «Escrito en Arbois (Jura) el 18 de enero de 1871, después de leer el infamante apóstrofe dirigido a vuestro Rey por el ilustre director del Museo de Historia Natural M. Chevreul». Esta carta pesará poco en el juicio del pueblo cuyos principios difieren tanto de los nuestros —dijo Pasteur—, pero por lo menos expresa la indignación de los hombres de ciencia franceses.
Con ardiente exaltación deseaba proponer la edición de un manual de patriotismo destinado a los hogares, escuelas y cuarteles, con el resumen de obras literarias y poéticas, extractos de correspondencias militares y relatos de sucesos acaecidos en distintos lugares del suelo invadido. Queriendo esbozar este trabajo púsose a coleccionar cuanto leían sus ojos empañados a veces por las lágrimas. Copió la carta abierta del general Chaury al comandante de las tropas prusianas en Vendôme, denunciando las injurias, exacciones y violencias cometidas por los prusianos contra los habitantes de Saint Calais, que no sólo eran inofensivos, sino que habían tenido compasión de los soldados enfermos y heridos del enemigo:
«A la generosidad con que tratamos a vuestros prisioneros y heridos —escribía el general Chaury— correspondéis con la insolencia, el incendio y el pillaje. Protesto indignado en nombre de la humanidad y del derecho de gente, que vosotros holláis».
Pasteur reunió relatos de muchos actos de valor y de resignación, virtud ésta equiparable al heroísmo, como lo demostraron las mujeres de París durante el sitio. De estos documentos resaltaban los dos aspectos psicológicos de la guerra: en el ejército invasor, el afán de conquista, rayano en la opresión, hacía que el odio y la crueldad se ejercieran reflexiva y disciplinadamente, aun después de pasado el momento enardecedor del combate; en el pueblo vencido, rebeldía mal sofocada, el non possumus de las conciencias que, frente al patrimonio de honor que debían acrecentar, o por lo menos defender, comprendían la significación de la herencia del pasado y la importancia de la responsabilidad ante el porvenir. La visión del suelo patrio hollado por el enemigo despertaba no sólo sed de abnegación, sino embriaguez de sacrificio. ¡Los que no han conocido la guerra ignoran el valor de las palabras: Amor sagrado a la patria!
Francia fue amada en proporción a su desventura, y sus verdaderos hijos sintieron por ella infinita ternura. Había llegado el momento de defenderla y que aquellos cuyos brazos no podían sostener la espada pensaran en mitigar sus padecimientos. ¡Combaten, madre; allá voy!, escribió Teófilo Gautier, hasta entonces indiferente con su patria mientras prodigaba su prosa y su poesía en describir los países de Europa. Sully Prudhomme, poeta de la juventud pensadora, reprochábase haber tenido sentimientos generosos para todo el mundo y prometía que en lo sucesivo subordinaría todo al amor exclusivo de Francia. Por último, Víctor Hugo, eminente poeta que hubiera merecido ocupar un lugar prominente en la colección de Pasteur, unía sus sentimientos a los de la muchedumbre, cuyos rumores ora formidables, ora suaves parecíanse a los del mar, y sacaba de tanta desesperación y tanto sacrificio los motivos para la primera parte de su Año terrible.
En la colección proyectada por Pasteur hubiera podido figurar el relato de la muerte de Enrique Regnault como último ejemplo de patriotismo. «Debemos confiar en nuestra estrella», habíale escrito a su padre. Con el espíritu deslumbrado aún por resplandecientes visiones artísticas de España y Marruecos, este entusiasta pintor acababa de ponerse el capote pardo de los guardias nacionales, a pesar de haber sido eximido del servicio militar por haber obtenido el premio Roma. Cumplió valientemente su deber en los puestos de vanguardia y, el 29 de enero, en la última salida intentada por las tropas de París, fue herido en la frente por la última bala disparada en la batalla de Buzenval. Tenía 27 años. La Academia de Ciencias en la reunión de 23 de enero, rindió homenaje al joven que llevó a la tumba un poco de gloria francesa y muchos brillantes proyectos. El gran artista desaparecido simbolizaba la juventud y el talento heroica y vanamente sacrificados. París, que sabe querer y admirar, se conmovió al paso del cortejo y su tristeza se hizo más punzante y dolorosa cuando se difundió la noticia de la capitulación de la ciudad.
El padre de Regnault, célebre químico, miembro del Instituto, hallábase en Ginebra al recibir la infausta nueva. Mas otro dolor le esperaba, si bien no comparable con su desesperación de padre. La guerra no mostraba solamente su cortejo de horrores, charcas de sangre y llamas de incendio; mostraba también el aspecto odioso de calculada premeditación. Regnault había dejado sus instrumentos científicos en el departamento que ocupaba en la Manufactura de Sèvres, de la cual era director. Después del paso de las tropas, todo había quedado aparentemente intacto; pero sin duda pasó por allí un prusiano de muchos títulos. «Parecía que nada había cambiado en ese refugio científico —ha escrito J. B. Dumas—. Sin embargo, todo estaba destruido, porque habían roto los vástagos de los termómetros y quebrado los tubos de los barómetros y manómetros: verdaderas reliquias históricas, utilizadas en las experiencias más importantes del siglo. Un golpe de martillo bastó para falsear las piezas fundamentales de las balanzas y de los aparatos de precisión.» Los registros y las notas de Regnault, compendio de 10 años de estudios, quedaron reducidos a cenizas. ¡Cuántos resultados se inutilizaron así? Con igual indignación que Chevreul y Pasteur, Dumas exclamó: «¡Crueldad sin parangón en la historial», y agregó: «Puede perdonarse al soldado romano que, enardecido, mató a Arquímedes, a quien no conocía; pero no puede perdonarse esa destrucción, perpetrada con tan sacrílego y bárbaro disimulo.»
El día en que la Academia de Ciencias enviaba a Regnault, ese «desventurado padre», la expresión de su condolencia, Pasteur inquieto por la falta de noticias de su hijo, que había participado en el combate de Hericourt, decidió visitarlo en las filas del ejército del Este. Entre tanto, oíanse por doquier las palabras: desastres, deshechos, restos... En Poligny y Lons le Saunier numerosos soldados, rezagados tras penosas marchas, ignorantes del paradero de sus jefes, pedían mendrugos de pan, mal cubiertos por los jirones de sus uniformes. El grueso del ejército se dirigía a Besanzón: melancólico desfile de soldados, con la cabeza gacha, caminando por la comarca cubierta de nieve bajo un triste cielo gris. Bourbaki, el general en jefe, acostumbrado a combatir en África con espontánea bravura y en impetuoso desorden, estaba desconcertado por las complicaciones de esa guerra. A pesar que el ministro de Guerra le había ordenado telegráficamente desde Burdeos que retrocediera en dirección a Dôle para impedir la toma de Dijón y que llegara cuanto antes a Nevers o a la región de Auxerre, donde 20.000 hombres estarían prontos para incorporarse a sus filas, Bourbaki, abrumado por el lamentable espectáculo que presenciaba, creyó que el único recurso de salvación consistía en retirar su ejército hacia Pontarlier.
Pasteur pretendía encontrar a su hijo en ese grupo desordenado de soldados. El martes 24 de enero, Julio Vercel, su vecino y amigo de infancia, presenció su partida de Arbois a las cuatro y media de la tarde. Desde hacía mucho tiempo todos los vehículos habían sido requisados, salvo la vieja carretela cerrada, retirada del servicio, que esperaba cerca del puente ante la puerta de la habitación de Pasteur. «Vamos a Pontarlier», ordenó éste al cochero de ocasión. Mientras el coche avanzaba por la nieve en procura de la ondulada carretera de Ferrières, el rostro profundamente triste de Pasteur mostraba cuán intensa era la emoción que lo embargaba. Su mujer y su hija, que lo acompañaban, compartían su aflicción. ¿Cómo encontraría a su hijo? Pero éste no era su único pensamiento: pensaba también en sus trabajos interrumpidos en París desde hacía cinco meses. ¿Podría continuar sus investigaciones en el laboratorio de la Escuela Normal? ¿No lo habrían destruido las granadas? Esa noche intensamente fría, la luna iluminaba el blanco paisaje nevado. Al llegar a la meseta, el coche torció a la derecha en dirección a Moltrond. En rústica posada se albergaron los viajeros, mientras la vieja carretela, con su caparazón de baúles, quedaba al borde del camino como carro de gitanos. Al día siguiente, por la noche, llegaron a Censeau, y a la mañana del otro día siguieron viaje a Chaffois. Después de recorrer intransitables caminos cubiertos de nieve que obstaculizaba la marcha, llegaron a Pontarlier el viernes por la mañana.
La ciudad estaba colmada de soldados; algunos se defendían del frío acurrucándose alrededor de un fuego encendido en la calle; otros se arrastraban hasta los corredores de las casas y pedían manojos de paja para descansar allí; muchos, refugiados en la iglesia, yacían sobre los peldaños de la escalera del coro; y algunos vendaban con trapos sus helados pies atacados de gangrena.
De pronto cundió la noticia que el general Bourbaki, que se hallaba en Besanzón, se había disparado un tiro en la cabeza. La noticia no produjo sorpresa; dos días antes el general había enviado el siguiente telegrama al ministro de Guerra: «No imagina usted cuánto ha sufrido el ejército del Este desde los primeros días de diciembre. Asegúrole que es un martirio ejercer el comando en estos momentos.»
«La retirada de Rusia no fue más espantosa», dijo Pasteur al comandante del estado mayor, Bourboulon, sobrino de Sainte Claire Deville, a quien encontró en medio de este desorden, y que no supo darle informes del batallón de cazadores en que su hijo prestaba servicios. Un soldado interrogado por la señora de Pasteur, le dio la información siguiente: «Lo único que puedo decirle es que, de los 1.200 hombres del batallón, sólo han quedado 300.» Otro soldado que por allí pasaba, se detuvo al oír la conversación: «¿El cabo furriel Pasteur? Sí, está vivo —dijo—; ayer dormimos juntos en Chaffois. Se ha retrasado: está enfermo. Quizá lo encuentre usted, si va por el camino a Chaffois.»
La familia Pasteur, presa de igual angustia que tantas otras familias, púsose a desandar el camino recorrido la víspera. A poco de pasar la gran puerta de Pontarlier, vieron llegan un soldado encapotado en una carreta desmantelada. El joven, cuyas manos apoyaba en el bastidor del vehículo, tuvo un sobresalto de sorpresa y descendió precipitadamente. La familia reunióse sin cambiar una sola palabra, tan punzante era la emoción de todos.
La capitulación de París y la proposición del armisticio fueron acontecimientos históricos que no olvidaron los que entonces comenzaban a sufrir las consecuencias de la derrota. Según creía Julio Favre, el armisticio alcanzaría a todos los ejércitos sin restricción; pero Bismarck lo interpretó de manera particular. En las primeras negociaciones habíase acordado que, antes de delimitar una zona neutral para el ejército del Este, se esperarían los informes para determinar la posición respectiva de los bandos beligerantes. Aceptado el armisticio, Julio Favre creyó que este acuerdo adquiría importancia secundaria. Los informes no llegaron: Julio Favre, en su imprudente confianza, había creído que la operación se realizaría in situ por los comandantes encargados de los cuerpos. Empero, cuando supo que el ejército enemigo proseguía su marcha en el Este, quejóse a Bismarck; mas éste le respondió que «ese incidente no podía perjudicar al ejército francés del Este, que ya estaba derrotado en el momento de firmarse el armisticio». En la premeditada reserva de Bismarck puede advertirse otro rasgo de su fisonomía moral; y del encuentro de los dos ministros, se desprende la inferioridad de los hombres sentimentales antes los inconmovibles hombres de acción, cuando se trata de intereses importantes.
Es preciso reconocer que Bismarck decía verdad: el ejército del Este estaba fuera de combate, sin víveres ni vestimenta y con el camino cortado. Muchísimos soldados inermes no tuvieron otro recurso que internarse en Suiza.
Después de pasar cierto tiempo en Ginebra con su hijo, que, repuesto de las fatigas y privaciones, pudo regresar a Francia, donde se reincorporó como soldado voluntario, Pasteur fue a Lion, a visitar a su cuñado M. Loir, decano de la Facultad de Ciencias. Estaba por regresar a París, cuando recibió una carta de Bertin fechada el 18 de febrero, en la que le aconsejaba que desistiera del viaje: «He aquí el estado actual de la Escuela: Ala sur, demolida: está sin rehacer y esperamos los obreros. Dormitorio del tercer año: transformado en enfermería, ocupada por ocho alumnos. Sala de dibujo y dormitorio de los alumnos de ciencias: siguen siendo enfermerías, ocupadas por 40 pacientes. Estudio del piso bajo: ocupado por 120 artilleros. Laboratorio Pasteur: ocupado por 40 guardias nacionales. Espere usted todavía, antes de venir.» Con su jovialidad habitual, Bertin bosquejaba las impresiones del bombardeo: «Aunque no salí el primer día, descubrí la manera de orientarme: al salir de la Escuela, palpar las casas a la izquierda; al entrar, palparlas a la derecha. Con esta fórmula he salido como de costumbre ... La población de París se ha mostrado magnífica en su resignación y paciencia. Para tomar nuestro desquite será preciso rehacer todo de arriba a abajo; sobre todo de arriba.»
De arriba, sobre todo; también en eso pensaba Pasteur. Por esta razón escribió en Lion unas páginas que intituló: «Por qué Francia no encontró hombres superiores en el momento de peligro...»
Desde su regreso de la Escuela Normal, hacía 20 años, Pasteur nunca olvidó una falta de las muchas cometidas: «la negligencia y el desdén que Francia tuvo por las expresiones elevadas del pensamiento y, en particular, por las ciencias exactas». Verdad tanto más dolorosa cuanto que a fines del siglo XVIII y a principios del XIX, la situación había sido completamente diferente. Si Francia pudo arrostrar en 1792 los peligros que la amenazaban de todas partes —escribieron Arago y J. B. Dumas—, fue gracias a Lavoisier, a Foucroy, a Guyton de Morveau, a Chaptal, y a Berthollet, que inventaron métodos de obtención de salitre y de pólvora; a Monge, que encontró la manera de fundir rápidamente cañones; y al químico Clouet, cuyos procedimientos facilitaron la rápida fabricación de armas blancas. La ciencia, puesta al servicio del fervor patriótico, convirtió al país en plena confusión en nación pertrechada y victoriosa. Si Marat no hubiese pervertido el sentimiento de la muchedumbre con sus calumnias insinuantes e injuriosas, Lavoisier no hubiera muerto en el cadalso. Al conocer su ejecución, Lagrange dijo: «Han necesitado un solo instante para cortar esa cabeza y quizá se necesite más de un siglo para que aparezca otra similar.» La misma suerte debieron correr Monge y Berthollet, denunciados también por Marat. «Dentro de ocho días seremos detenidos, juzgados, condenados y ejecutados», dijo tranquilamente Berthollet a Monge, quien, pensando solamente en la defensa de la patria, le respondió con igual serenidad. «Sólo sé que mis fábricas de cañones trabajan maravillosamente.»
Bonaparte, al empezar, hizo de la ciencia lo que quería hacer del arte: un instrumento de gobierno. Antes de partir para Egipto quiso formar un estado mayor de hombres de ciencia, y Monge y Berthollet, improvisados jefes de una nueva oficina de reclutamiento, encargáronse de reunir escolta escogida. Posteriormente, cuando Napoleón surgió de Bonaparte, siguió mostrándose igualmente respetuoso por las ciencias y llegó a declarar que en el terreno de los descubrimientos científicos no deben existir rivalidades internacionales. En las páginas de Arago, en las que Pasteur conoció este aspecto del carácter del emperador, leíanse las palabras que éste dirigió a Monge al regresar de Waterloo: «Condenado a no comandar ejércitos en lo sucesivo, creo que las fuerzas de mi espíritu sólo podrán emplearse en las ciencias ... En esta nueva carrera —agregó en la creencia que podría partir para América— quisiera dejar trabajos y descubrimientos dignos de mí.»
Al ocuparse de los sabios franceses de la primera mitad del siglo XIX, Pasteur expresábase así, en su artículo para el periódico la Salud Pública, de Lion: «Todas las naciones del mundo reconocen la superioridad de Francia, aun cuando hayan tenido el legítimo orgullo de contar entre sus sabios a hombres eminentes: Suecia, a Berzelius, Inglaterra, a Davy; Italia, a Volta; Alemania y Suiza, a sagaces naturalistas y profundos geómetras. Sin embargo, los hombres superiores, cuyo recuerdo conserva la posteridad, han sido más numerosos en Francia...»
Y a continuación escribía con tristeza: «Víctima, sin duda, de la inestabilidad política, Francia nada ha hecho por mantener, propagar y desarrollar el cultivo de las ciencias; se ha contentado con el impulso inicial, y ha vivido de la gloria de su pasado, creyéndose grande por la prosperidad material derivada de sus descubrimientos científicos. Mas dejaba agotar imprudentemente las fuentes de sus recursos, mientras las demás naciones, espoleadas por su estímulo, encauzaban las sugestiones recibidas y las hacían fecundas por la sabia combinación del trabajo, del esfuerzo y del sacrificio.
«En tanto que Alemania multiplicaba sus Universidades, construía amplios laboratorios dotados de inmejorables instrumentos y creaba una saludable emulación prodigando honores y consideraciones a sus maestros y a sus sabios, Francia, enervada por revoluciones políticas y ocupada en la búsqueda estéril de la mejor forma de gobierno, no prestaba sino escasa atención a los establecimientos de enseñanza superior.»
Presintiendo una vez más los servicios que la ciencia prestaría a la medicina, a la industria, a la agricultura y a todo lo que contribuye a fortalecer y dar confianza a los pueblos, decía en otro pasaje de ese artículo:
«El cultivo de las ciencias es quizá más necesario para la moral de los pueblos que para su bienestar material.»
«Los grandes descubrimientos y las aplicaciones artísticas y científicas, en otros términos, las expresiones desinteresadas de la mente humana y los centros de enseñanza adecuados para darlas a conocer, introducen en el organismo social el espíritu científico o filosófico que todo lo subordina al juicio severo de la razón y que condena la ignorancia y disipa los prejuicios y los errores. Estos centros elevan el nivel intelectual y moral de las naciones y por ellos la idea de Dios se difunde mejor y se exalta más.»
En la época que Pasteur se esforzaba por inculcar principios soberanos de justicia, de verdad y de armonía, Sainte Claire Deville, consciente de las causas de la derrota francesa y, deseoso de promover una reforma intelectual, formulaba un programa en la Academia de Ciencias: «Hemos sido vencidos por la ciencia», dijo. Había llegado el momento de librar a las grandes instituciones científicas de las trabas fiscales o administrativas. ¿Por qué no sería la Academia el centro hacia el cual convergieran los asuntos científicos, de cualquier índole que fuesen?
J. B. Dumas, participante en la discusión, apoyó las palabras de Sainte Claire Deville y rindió homenaje a la ciencia. Quizá hubiese sido más provechoso, tanto para sus colegas como para los lectores de los Anales de la Academia, que hubiese insistido sobre lo que constituía a menudo el tema de sus pláticas íntimas: la utilidad de la ciencia en la vida diaria. Habría expuesto, con su habitual maestría, que el progreso se debe a los valiosos resultados obtenidos por los sabios dedicados exclusivamente a resolver complejísimos problemas. El deber más apremiante era, pues, combatir la tendencia natural de los hombres a buscar únicamente el provecho material, y mostrar que la ciencia sirve de faro a la humanidad cuando no olvida su misión de paz y de progreso y se aparta del odio, la devastación y la matanza. Tarea nobilísima que deben cumplir los hombres superiores y los que se esfuerzan, sea en imitarlos, lo que es privilegio de pocos, sea en comprenderlos, lo que está al alcance de todos. Pocos en Francia imaginaban, en esa época, que los laboratorios pudieran ser los portales de las fábricas, granjas y establecimientos industriales.
Reflexionaba Pasteur sobre el porvenir de la ciencia en Francia, cuando le llegó la respuesta del decano de la Facultad de Medicina de Bonn: «Señor: El infrascrito, actual decano de la Facultad de Medicina de Bonn, ha sido encargado de expresar a usted su mayor desprecio por el insulto que ha osado dirigir a la nación alemana en la sagrada persona de su augusto Emperador el rey Guillermo De Prusia. — Dr. Mauricio Naumann.
«P. S. — Queriendo preservarse de la mancilla, la Facultad le remite adjunto su libelo.»
Pasteur respondió en estos términos:
«Me honro en comunicarle, señor Decano, que, en ciertos momentos, la palabra desprecio, proferida por labios prusianos, equivale, para un corazón verdaderamente francés, a la expresión Virus clarissimus con que fui calificado no hace mucho en acto público.» A continuación protestaba en favor de Alsacia y de Lorena y en defensa de la verdad, la justicia y las leyes humanas.
«Señor Decano —decía en el post scriptum—, después de releer su carta y la mía, he sentido aflicción por las palabras que se dirigen dos hombres que, como usted y como yo, han consagrado la vida a la búsqueda de la verdad y al perfeccionamiento del espíritu humano. Esto es una consecuencia del carácter comunicado a esta guerra por su emperador. ¡Y usted me habla de mancilla, señor Decano! La mancilla es y será para la memoria de quienes ordenaron el bombardeo de París cuando era inevitable su capitulación por hambre; y continuaron esa acción salvaje cuando era evidente que con ella no adelantaban en una hora la rendición de la heroica ciudad.»
Pasteur sentía las impresiones sencillas y fuertes que conmueven al soldado en las filas y al ciudadano en las muchedumbres; pero la potencia creadora de su genio le impulsaba a hacer algo grande y útil. En el mes de marzo escribió a M. Duclaux, desde Lion:
«Tengo la mente pletórica de magníficos proyectos de trabajo. La guerra ha abonado mi cerebro. Estoy pronto para trabajar de nuevo. ¡Ah, quizá me ilusione! No obstante, ensayaré.»
Y, soñando con un gran instituto donde planearía nuevas campañas científicas en unión de sus discípulos, agregó: «¡Ah, no ser rico, millonario! Si lo fuera, le diría a usted, a Raulin, a Gernez, a Van Tieghem, etcétera, que vinieran a trabajar conmigo para transformar el mundo con nuestros descubrimientos. ¡Feliz de usted que es joven y tiene salud! ¡Oh, no poder comenzar de nuevo una vida de estudio y de trabajo! ¡Pobre Francia, amada patria! ¡Quisiera poder contribuir a que te rehagas de tus pérdidas!»
Esa necesidad de trabajar y sacrificarse hallaban su expresión, pocos días después, en una carta dirigida a Raulin, en la que puede notarse cómo Pasteur descubría afinidades hasta en las cosas más desemejantes en apariencias. Habiendo reanudado los estudios de su primera juventud, por ser los menos gravosos, Pasteur reconoció la existencia de leyes y vínculos que ligaban los hechos observados con los que presentía: «he iniciado aquí algunas experiencias de cristalización que serán de suma importancia si tienen resultado positivo. Usted sabe que yo admito que una influencia cósmica disimétrica preside natural y constantemente la organización molecular de los elementos esenciales de la vida y, por consiguiente, que la estructura, las formas y la disposición de los tejidos de los animales y de los vegetales están relacionadas con los movimientos del Universo. Aun cuando el sol es el primum moveris de la nutrición de muchas especies, si no de todas, creo que existe otro principio que rige el proceso mismo de la organización y provoca la disimetría molecular de las especies químicas que se encuentran en los seres vivos. Quisiera llegar a descubrir experimentalmente la naturaleza de esa influencia cósmica disimétrica. Ella debe de existir, y quizá sea la electricidad, el magnetismo ... Y como siempre hay que pasar de lo simple a lo complejo, en estos momentos trato de hacer actuar un solenoide mientras cristaliza el racemato doble de sodio y amonio. Aun intentaré experiencias de otras clases. Si algunas de ellas resultan bien, podremos trabajar el resto de nuestra vida en resolver un problema de los más difíciles para el hombre, que haría posible la modificación profunda, imprevista y extraordinaria de las especies animales y vegetales.
«Adiós, mi querido Raulin. Esforcémonos por apartar nuestros pensamientos y miradas de las bajezas humanas mientras buscamos desinteresadamente la verdad.»
En un cuadernito, en que anotaba sus proyectos de experiencias, escribió sumariamente lo siguiente acerca de tan amplia idea: «Exponer: que la vida existe ya en el germen y se transmite por él desde el principio de la creación; que el germen lleva en sí una potencia evolutiva, ya se trate del desarrollo de la inteligencia y la voluntad, ya de la formación y desarrollo de los órganos. Comparar esa potencia evolutiva con la del germen de las especies químicas, que reside en las moléculas. La evolución del germen de la molécula química se evidencia por la cristalización, por las formas que toman las sustancias y por las propiedades físicas y químicas de éstas. Estas propiedades preexisten en potencia en el germen de la molécula, de igual manera que los órganos y tejidos animales y vegetales preexisten en los gérmenes respectivos. Agregar: Nada más interesante que extremar el cotejo de las especies animales con las minerales y comparar las heridas de unas y otras y su reparación mediante el proceso de la nutrición; proceso que en los seres vivos se efectúa de adentro hacia fuera y en los minerales, en sentido inverso, por cristalización. Dar aquí detalles de los hechos... » Luego de escribir el siguiente encabezamiento de capítulo: «Escribir una carta sobre las relaciones existentes entre las especies y la disimetría molecular», agregó: «Podría dirigir esta carta a Bernard, a quien expondría las hipótesis que pienso estudiar experimentalmente en tiempos mejores, cuando la situación del país no me impida trabajar en el laboratorio; no es peligroso emitir ideas a priori cuando se las considera como tales y se está dispuesto a modificarlas, parcial o totalmente, si así lo exigen los hechos y los resultados de las experiencias.»
Cierto día comparó a un faro las ideas hipotéticas que sirven a los experimentadores «para interrogar a la naturaleza, y que no son peligrosas mientras no se convierten en ideas fijas».
La guerra civil estalló en París y mostró, según Renán, «una llaga, un abismo bajo otro abismo». ¿De qué servían los propósitos de reconstruir el país y los proyectos de un Pasteur o de un Sainte Claire Deville si las revueltas intestinas amenazaban tristemente la integridad nacional, ante la mirada de los prusianos?
Los literatos y hombres de ciencia habíanse dispersado al sentirse impotentes en medio de tantos desórdenes. Sainte Claire Deville estaba en Gex y J. B. Dumas en Ginebra. Los que necesitaban tranquilidad espiritual para realizar obras perdurables, preguntábanse si no podrían dictar cursos y conferencias en Suiza o en Bélgica, así como algunos desterrados lo habían hecho durante el Imperio. Con su expatriación muchos habían contribuido al acrecentamiento de la gloria de Francia. ¿No se había refugiado Descartes en Holanda para proseguir sus meditaciones filosóficas? Pasteur hubiera podido hacer lo propio, porque, poco antes de terminar la guerra, el señor Chiozza, profesor de química de Frione (cerca de Villa Vicentina), conocedor de sus teorías y del método de obtención de semilla sana de gusanos de seda, había solicitado al gobierno de su patria que ofreciera a Pasteur la dirección de un laboratorio y establecimiento sericícola en Milán. Pero Pasteur rehusó. El diputado de la provincia de Pisa, señor Toscanelli, al enterarse de lo sucedido, propuso algo mejor: que le ofrecieran, no ya en Milán, sino en Pisa, una cátedra de química industrial provista de laboratorio y de lo necesario para facilitar sus investigaciones. «Pisa —escribióle el señor Chiozza— es una ciudad tranquila, un Barrio Latino en medio del campo, donde los profesores y estudiantes constituyen la parte más importante de la población. Creo que usted será recibido con excepcional consideración y la mayor cordialidad.»
El señor Chiozza se excusaba por las diligencias que hacía por su cuenta. «Pero —agregó— el porvenir se presenta muy oscuro y presiento muchas agitaciones en Francia.» Mas como la salud y la actividad de Pasteur eran bienes que interesaban a todos, nada más natural que su deseo, ni más racional que su proposición. Pasteur vacilaba, solicitado por encontrados sentimientos, el más imperioso de los cuales le inclinaba a reiterar su rechazo: pensaba en su patria vencida y no quería abandonarla. Pero contrariamente a tan respetable escrúpulo ¿era acaso justo que presenciara inactivo los desastres que asolaban a Francia y no propendiera a hacer conocer mejor en otros países la ciencia francesa? ¿No debía ensayar de despertar en los jóvenes estudiantes italianos el entusiasmo por los sabios y las grandes obras de Francia? Pasteur se complacía en pronunciar este nombre y, al hacerlo, su voz adquiría un tono de orgullo y ternura que reflejaba la gratitud de quien, como él, anteponía el patriotismo a su amor al trabajo y deseos de gloria. Yendo a Italia sería igualmente útil a su patria, porque podría trabajar ininterrumpidamente, en medio de absoluta calma, en la aplicación de los resultados de sus experiencias. ¿No eran atrayentes en esos momentos las palabras escritas en los muros de la Chartreuse, a pocos kilómetros de Pisa: O beata, solitudo, o sola beatitudo? ¿Estaría de acuerdo Raulin? ¿Seguiría a su maestro? Pasteur pensó en dirigirse a su discípulo, pues como éste tenía parte de su familia en Italia le sería más soportable el alejamiento del país. La indecisión, que a veces hace difícil la tarea de juzgar la conducta y móviles de los grandes hombres, impedíale decidirse entre la tristeza de abandonar su patria y el deseo de serle útil, en vez de perder el tiempo lamentándose vanamente, como la mayoría de los franceses. Mas las ventajas personales ofrecidas, le indujeron a reiterar su negativa, pues sus escrúpulos renacieron con mayor intensidad: «Creería cometer un crimen y hacerme merecedor de la pena de los desertores —escribió al señor Chiozza, a quien confió los motivos de su indecisión— si encontrara, lejos de mi patria en desgracia, mejor puesto que el que ella puede ofrecerme».
Al renunciar al ofrecimiento del señor Toscanelli, Pasteur le escribió una carta de agradecimiento que terminaba así: (Quiero decirle, con toda franqueza, que mi familia y yo conservaremos siempre el recuerdo de su ofrecimiento, al que consideramos como título de nobleza, como prueba de amistad entre Italia y Francia y como índice honroso de la estima que su país acuerda a mis trabajos. Y por lo que a usted concierne, Señor Diputado, su ofrecimiento será para mí la prueba más brillante de la importancia que los políticos de Italia atribuyen a la grandeza de la ciencia).
Era comprensible que Pasteur rehusara la oferta; su actitud concordaba con sus sentimientos; pero ¿qué haría él, que no podía vivir sin trabajar en un laboratorio? No podía regresar a París, porque la capital estaba amotinada, y no podía ir a Arbois, porque esta ciudad había sido transformada en cuartel prusiano. Por las noticias que le llegaban, parecía que sus conterráneos se hubiesen trocado en cantineros que debían servir y alimentar a los conquistadores, cuyas exigencias habíanse hecho más severas después del conato de rebelión que precedió a la invasión de la ciudad, el 25 de enero de 1871. En la mañana de ese día, un puñado de guerrilleros y soldados franceses habíanse apostado en diferentes lugares de los viñedos. A las 10 de la mañana, en momentos que la vanguardia prusiana pasaba por el recodo del sinuoso camino de Besanzón, oyóse a lo lejos un disparo: era el último cartucho que en su desesperación quemaba un zuavo que, el errabundo y calenturiento, se había refugiado la víspera en la aldea de Montigny, a dos kilómetros de Arbois. Abandonando precipitadamente el camino, un escuadrón prusiano se dirigió, con la bayoneta calada, hacia donde se había producido el disparo. El zuavo fue fusilado inmediatamente, y su cuerpo, lacerado a bayonetazos. Mientras el grueso de la columna continuaba avanzando hacia la ciudad, algunos soldados prusianos, marchando dispersos por las cepas de vid, disparaban fusiles a ambos lados del camino. Un niño pastelero, a quien los arboisianos —que gustan de dar apodos— llamaban Bizcocho, había bajado ese día, llevado por la curiosidad, hasta los grandes álamos a la entrada de la ciudad. De pronto vaciló, herido por bala prusiana. Con la mirada velada por la muerte, pudo arrastrarse hasta la casa más cercana. Esa mañana un viejo arboisiano cayó también mortalmente herido mientras trabajaba en su viña con valiente indiferencia.
Pasteur llegó a conocer otros sucesos más crueles y duros que los de la guerra; hechos que se desvanecen en el curso de la historia como chorro de sangre en un río, pero que no se borran de la memoria de quienes los presenciaron. El relato de un incidente que llegó a conocimiento de Pasteur, ayudará a comprender mejor la indignación constante que le producía esa guerra: Después del disparo de Montgny, un suboficial al mando de un destacamento de fusileros, creyendo que una casa del arrabal Verreux, en el límite extremo de Arbois, era refugio de guerrilleros, se dirigió allí con sus hombres...
Era a mediodía y todo estaba en calma. La vanguardia prusiana ocupaba ya la ciudad y los soldados del resto del ejército afluían de todas partes marchando en fila por los senderos que desembocan en los grandes caminos. La ciudad se hallaba en silencio; silencio preñado de amenazas, parecido al sopor que precede a los temporales. La gran plaza del mercado habíase trocado en plaza de armas. El oficial prusiano hizo responsable al alcalde M. Lefort de la sumisión general. Los soldados inspeccionaron el Ayuntamiento para cerciorarse que allí no había armas escondidas, e hicieron pasar primeramente al alcalde por las puertas que abrían, para impedir que algún arboisiano en acecho disparara sobre ellos. Un escuadrón entró en la Biblioteca, situada en la plaza frente al Ayuntamiento, echó por tierra el busto del general Delort y descolgó los tres estandartes que éste, siendo capitán de caballería, bahía traído como trofeo de su campaña del Rin y regalado a su ciudad natal.
Si el suboficial que entró violentamente en la casa sospechosa del arrabal Verreux, esperó descubrir una emboscada, pronto hubo de tranquilizarse. Encontró una familia dispuesta a sentarse a la mesa; la componían el padre, la madre, un hijo de 19 años y dos niñas. El único delito de esa pobre gente había sido el de dar un poco de vino a los soldados franceses. Pero el suboficial, actuando por propia iniciativa, prescindió de indagaciones, tomó de la chaqueta al padre sin siquiera preguntarle el nombre, y ordenó a los soldados que lo prendieran, juntamente con el hijo. La mujer de Ducret —tal era el nombre del detenido— púsose en la puerta con los brazos extendidos para impedir que arrancaran del hogar a su marido y a su hijo. De un empellón fue arrojada a un rincón de la pieza. Mudas de espanto, las niñas se abrazaron a ella, mientras los prusianos descendían pesadamente las gradas de la escalera de madera. Ducret fue colocado ante el muro de la fuente pública próxima a su casa. Comprendiendo que lo fusilarían exclamó: «¡No matéis a mi hijo!» «Y tú, ¿qué pides?», preguntó el oficial al muchacho. «Quiero estar junto a mi padre», respondió éste sencillamente. Alcanzado por dos balas disparadas a quemarropa, el padre cayó a los pies de su hijo, que, después, yacía también con la cabeza perforada. Los dos cuerpos, mutilados después a bayonetazos, quedaron tendidos cerca del arroyo que alimentaba la fuente; y, hasta que no fueron colocados en los ataúdes, los vecinos impidieron que la madre y las niñas los vieran.
En las tumbas de Antonio y Carlos Ducret se inscribieron estas palabras anfibológicas: (Muertos en Arbois el 25 de enero de 1871, por las balas de los prusianos). Pero debe agregarse, en honor de la humanidad, que después de conocer los detalles de este crimen, un jefe alemán ofreció a la mujer de Ducret la vida del suboficial. Mas ella, desechando toda idea de venganza, le contestó: «No, su muerte no me lo devolvería».
Entre tanto, Pasteur no cesaba de pensar en la conjunción de los esfuerzos tendientes a la reconstrucción nacional, y este pensamiento le servía para templar el ánimo con renovados bríos y escapar a la horrible pesadilla de la guerra civil y la guerra con Prusia. Era deber de todos preguntarse: «¿En qué puedo ser útil?». Lo más importante en esta vida no es desempeñar un gran papel, sino obtener el rendimiento máximo de sus esfuerzos. A Pasteur resultábanle odiosas las reflexiones de los escépticos que dudan de todo para tener la excusa de no hacer nada. Estaba convencido que la ciencia y la paz triunfarían de la ignorancia y la guerra y, a pesar de los desfallecimientos, de las dudas y del abatimiento que oscurecían a veces su alma, tenía fe en el progreso y creía en el afianzamiento del bien. Por espantosas que fueran las condiciones de paz, que arrancaban a Francia la Alsacia y parte de la Lorena; por graves que fueran las pérdidas de vidas y de tiempo causadas por la guerra; por obsesivo que fuera el vacío dejado por los jóvenes muertos en los campos de batalla o fallecidos en los hospitales, sin gloria ni utilidad aparentes, estaba persuadido que los intelectuales conseguirían despertar paulatinamente en los pueblos, ideales de concordia y de justicia.
Mas antes era preciso reconstruir a Francia, para lo cual deseaba que los que todavía conservaban parte del poder público se convirtieran —según la expresión de Colbert— en vigías del mérito. ¿Por qué no valorar los títulos, en vez de dejar el campo libre a la muchedumbre siempre ávida y creciente de postulantes? Tratándose de empleos importantes ¿por qué no distinguir a los hombres de mérito, que son casi siempre desinteresados? Creyendo que la reforma de la enseñanza y la ocupación de intelectuales en actividades que labran la riqueza y poderío de los pueblos, era el medio más eficaz para que Francia alcanzara un lugar glorioso en las ciencias y contribuyera al progreso de la humanidad, Pasteur propúsose actuar, en el campo de su influencia, para la consecución de tal propósito. De dos maneras podría cumplir su cometido: proclamando más insistentemente la autoridad de quienes consideraba sus maestros, y ayudando empeñosamente a que los jóvenes constituyeran la reserva del país. Pasteur era un verdadero jefe. Guiaba a sus discípulos, apartaba de su camino los primeros obstáculos, impedía que se dispersaran y evitaba que tropezaran con ciertos inconvenientes. Esforzábase por conseguir su amistad además de su atención, y su autoridad era siempre desinteresada, nunca gravosa.
Con sumo interés seguía desde hacía nueve años el trabajo que Raulin había comenzado en su laboratorio siendo su preparador. En su correspondencia de 1862 a 1871, encuéntranse numerosos pasajes que muestran cómo entendía su misión de maestro.
Cuando Raulin no pudo prolongar su permanencia en el laboratorio de la Escuela Normal, por exigirlo así los reglamentos de entonces (que obligaban a prestar servicio activo en la Universidad) y pasó, a pesar suyo, al Liceo de Brest, Pasteur le escribió, en diciembre de 1862, una de esas cartas que son para los discípulos jóvenes, motivo de alegría y entusiasmo: «¡Animo! No se deje vencer por la ociosidad de la vida provinciana. Dé excelentes lecciones a sus alumnos y dedique el tiempo libre a sus experiencias. Éstos son los únicos consejos que he recibido de M. Biot». Y en marzo de 1863 le dirigió estas palabras de prevención: «Atienda únicamente a su clase, al progreso de sus alumnos y al adelanto de sus trabajos». En julio, temiendo que Raulin se dedicara a experiencias en que predominaba la imaginación, le aconsejó, con la solicitud característica de los verdaderos amigos, que procurara empaparse en el espíritu científico que veda emitir opiniones infundadas: «Sea usted muy severo en las deducciones». Y como temiera turbar el fervor de su discípulo, agregó: «No quiero encaminarlo por sendas nuevas, ya que su convicción está bien fundamentada. Confío plenamente en la seguridad de su juicio; por lo tanto, no tome demasiado en cuenta mis observaciones». Tres semanas después le repetía el consejo: «La experimentación debe ser su único guía.»
En la misma carta le hablaba de estudiar en Arbois la uva, el vino y la vendimia, en compañía de Duclaux y Gernez. Pero Raulin, hombre de una sola idea y de una sola ocupación, no se dedicó a dejar durante las vacaciones el liceo donde podía trabajar libremente de la mañana a la noche. Sin sentir la menor contrariedad por la falta de su colaboración, Pasteur le respondió simplemente: «Empleará mejor su tiempo en Brest, prosiguiendo sus investigaciones». El maestro, que aceptaba sin objeciones las excusas de sus discípulos cuando éstos invocaban un trabajo personal, quiso publicar en diciembre las meritorias investigaciones de su alumno en los Anales Científicos de la Escuela Normal. Instó, pues, a Raulin a que publicara una parte de su trabajo, la famosa e interminable tesis que los normalistas comparaban a la tela de Penélope. Atormentado por constante afán de perfección, Raulin se excusó. Dos años después, y pese a la licencia prometida por Duruy, invocó nuevamente su tesis para no acompañar a su maestro en la primera campaña sericícola. «Mi querido Raulin —contestóle Pasteur—: Hace usted bien en no molestarse, porque, según veo, se halla bien encaminado en su trabajo. No pierda de vista el asunto de que me habla». Y, cuando Raulin le anunció algunos resultados extraordinarios, Pasteur partió precipitadamente para Caen, donde su discípulo tenía una cátedra de física. De allí regresó entusiasmado.
El nombre de Raulin era el único que pronunciaba en esa época. No cesaba de elogiar su tesis, que según decía autoritariamente, no sólo era importante, sino capital y decisiva. A pesar de ser habitualmente reservado y casi tímido, Pasteur dejábase llevar de santa cólera cuando alguien desconocía la importancia y fecundidad de los trabajos originales, fueran científicos, artísticos o literarios. «¡No comprende usted —dijo en cierta ocasión— a cuánto se hace merecedor quien contribuye con algo nuevo!» Hablaba con igual fogosidad de los detalles de un descubrimiento que de la bondad de un libro o la ejecución de un cuadro, y a menudo decía, a quienes quería convencer con sus preceptos impetuosamente expresados: «¡Medite eso! ¡Vea aquello! ¡Lea esto!».
No obstante su aparente insignificancia, la tesis de Raulin merecía el entusiasmo de Pasteur. Trataba de una plantita microscópica, simple hongo, cuyas esporas Raulin hacía desarrollar en rebanadas de limón o pan embebido en vinagre. La Picciola de Saintime, nacida entre dos piedras de una prisión, no despertó tanta curiosidad ni fue objeto de tan solícitos cuidados como esa mucedínea, denominada aspergillus niger. Raulin habíase propuesto encontrar un medio de cultivo artificial, en el que la plantita se desarrollara al máximo, basándose en los estudios de Pasteur sobre cultivo de plantas microscópicas en medios artificiales, esto es, en medios compuestos únicamente de substancias químicas definidas. Por la sagaz y perseverante atención de Raulin el problema adquirió extremada importancia, aun cuando muchos de sus camaradas de la Escuela Normal lo tenían por simple curiosidad de laboratorio. La ciencia, al igual que las hadas, dispone de varitas mágicas, con que los «espíritus preparados» (como Pasteur los llamaba) transforman los montículos en montes. Boussingault y, Jorge Ville habían establecido que el máximo desarrollo de los vegetales superiores depende estrechamente de la presencia de ciertas substancias químicas, que actúan como abonos artificiales. Si la fisiología vegetal explicaba eso ¿no llegaría la fisiología humana a explicar la causa de ciertas fallas orgánicas? En sus investigaciones, Raulin habíase atenido a los enunciados de Pasteur sobre el desarrollo de las mucedíneas en general, y, en particular, del penicillium glaucum, moho parecido al aspergillus niger, que da tinte azulado a los quesos blandos, a los dulces y al pan enmohecidos. Mantuvo primeramente en estufa a 20 grados, simiente pura de aspergillus niger en un líquido con las substancias que él creía necesarias para su desarrollo natural; pero, a pesar de sus cuidados, no obtuvo el resultado apetecido. Tras innumerables tanteos llegó a la conclusión poco satisfactoria que, en el mejor de los casos, la mucedínea se desarrollaba sólo después de 45 días y en estado de extrema languidez. ¡Cuántos ensayos y cuántas investigaciones efectuó entonces para determinar las substancias y condiciones térmicas apropiadas! A 30 grados y a temperatura superior a 38 obtenía resultados mediocres. Resultó favorable un ambiente renovado y húmedo, a 35 grados. En buena hora llegó Raulin a esta conclusión, pues el administrador del liceo se oponía, con excesivo celo administrativo, a que desperdiciara tanto gas en cultivar un hongo microscópico con tan mezquino rendimiento. Cuando Raulin tenía airones para quejarse de alguien, decía con voz sentenciosa, marcando las sílabas «Es-toy fu-rio-so», y su venganza consistía, a menudo, en permanecer con el sombrero puesto en alguna ocasión solemne. Satisfecha su venganza, proseguía las experiencias con su habitual lentitud que impacientaba a las personas excesivamente diligentes. Al cabo de muchos esfuerzos consiguió preparar un líquido-tipo, denominado corrientemente liquido de Raulin, excelente medio de cultivo para el aspergillus niger, compuesto de 11 substancias diferentes disueltas en tal proporción, que la plantita se desarrolla completamente al cabo de seis días, y, a veces, de tres solamente. Agua, azúcar, ácido tártrico, nitrato de amonio, fosfato de amonio, carbonato de potasio, carbonato de magnesio, sulfato de amonio, sulfato de zinc, sulfato de hierro y silicato de potasio son los componentes de este alimento experimental, cuya acción individual es sumamente extraña. Bastaba que Raulin suprimiera algunos miligramos de zinc para que la vegetación se redujera a la décima parte y, en lugar de 25 gramos de aspergillus obtuviera dos y medio solamente. La acción de otros elementos es también perjudicial; por ejemplo, si se agrega al líquido 1/1.600.000 de nitrato de plata, el desarrollo del aspergillus se detiene, y si se reemplaza la cubeta de porcelana por un recipiente de plata, la vegetación no se inicia siquiera. M. Duclaux, que tantas veces ponderó y analizó este trabajo, escribió al respecto: «Aunque con los métodos químicos casi no se podía apreciar que una ínfima cantidad del material del vaso se había disuelto en el líquido, la planta, en cambio, lo demostraba muriendo».
Al redactar su trabajo, Raulin tuvo la satisfacción de manifestar que Pasteur lo había estimulado con sus consejos y experiencia, y que si en sus estudios especiales había llegado un poco más lejos, su maestro, sin embargo, los había iniciado. Cuando Pasteur leyó esta tesis —que sólo apareció en 1870 y se hizo clásica— sintióse conmovido por las manifestaciones afectuosas de su discípulo, y le agradeció con estas palabras: «Usted me hace demasiado ilustre. Me basta con que se sepa que su tesis se inició en mi laboratorio con la orientación que yo impartí a esos estudios, sobre los que fui, quizá, el primero en llamar la atención de los estudiosos, haciendo entrever su fecundidad y su porvenir. Yo di esperanzas solamente; usted, en cambio, trae bellas y curiosísimas realidades».
Atento al porvenir de los que debían sucederle, Pasteur dirigió estas líneas a Claudio Bernard, en abril de 1871: «Permítame someter a su consideración la idea de conferir el premio de fisiología experimental a mi apreciado discípulo y amigo Raulin, por su valioso trabajo sobre la nutrición de los mohos, o por mejor decir, de un moho. La excelencia de este trabajo no le habrá pasado inadvertida, y creo que no podría encontrarse otro mejor. Debo decirle que esta idea me la sugirió la lectura de su admirable informe sobre los adelantos de la fisiología en Francia. Es usted, pues, quien me ha sugerido este proyecto; si llegara a desaprobarlo, lo haré solidario de mi error».
Claudio Bernard se apresuró a contestar: «Su discípulo M. Raulin puede contar con mi apoyo. Será para mí, placentero deber el hacer conocer su excelente trabajo y recomendar el valioso método del maestro que lo ha inspirado».
En su carta a Claudio Bernard, Pasteur había agregado: «He resuelto pasar algunos meses con mi familia en Royat, cerca de Clermont Ferrand, donde vive mi amigo Duclaux; allí dedicaremos nuestro tiempo a cultivar algunos gramos de semilla de gusanos de seda».
Dado que Royat distaba poco de Clermont Ferrand, Pasteur pensó que podría ir directamente al laboratorio de su discípulo, a la sazón profesor de química. Empero M. Duclaux se opuso a que su maestro se molestara y le instó a hospedarse en su casa, calle Montlosier 25, que, aunque pequeña, tenía habitaciones desocupadas y espacio suficiente para instalar una cámara de cría de gusanos de seda. El discípulo convenció al maestro, y ambos efectuaron rápidamente la instalación que les hizo recordar la vida de trabajo llevada en el Pont Gisquet, antes de la guerra.
Pasteur buscaba la manera de simplificar el procedimiento de obtención de semilla en las cámaras de cría domésticas. Lo más sencillo consistía en apartar las mariposas con corpúsculos, y para esto bastaba un microscopio de 90 a 120 francos. Si la compra resultaba onerosa para los criadores pobres, los municipios se encargarían de examinar las mariposas obtenidas por el procedimiento celular. Como siempre, concebía cosas fácilmente hacederas y, por la manera de preparar sus trabajos científicos, asemejábase en cierto modo a Napoleón I, que cuidaba personalmente, antes de entrar en campaña, que no faltaran cartuchos, ni palas, ni picos, ni frascos de farmacia. Una excelente manera de obtener resultados extraordinarios consiste en velar por los detalles, aun por los que parecen nimios a los espíritus mediocres.
En una carta fechada en abril de 1871 y dirigida al italiano Belloti, que había publicado algunas observaciones sobre los gusanos de seda, Pasteur le explicaba sucintamente su sencillo procedimiento, fruto de cinco años de estudios:
«Nunca repetiré suficientemente que para aplicar mi procedimiento de obtención de semilla sana hay que obedecer a dos prescripciones esenciales. ¿No dudaba usted, el año pasado, del carácter hereditario de la enfermedad de los morts-flats? ¿No contrajeron sus gusanos esta enfermedad en 1870, porque usted no tomó en cuenta este aserto en 1869?
«El viejo adagio que usted escribe al final de su folleto: «Para algo bueno sirve siempre la desdicha», no es cierto y provechoso sino cuando lo sostiene un observador sagaz. Cuando un ignorante fracasa al aplicar un procedimiento nuevo, le es mucho más fácil condenar el método que indagar si lo ha aplicado correctamente y si las causas de su fracaso no son imputables a su propia culpa.
«Si me permitiera citarme a mí mismo, le repetiría las palabras que hice imprimir en mi obra en gruesos caracteres para que se grabaran en la mente de los lectores:
«Si fuera criador de gusanos de seda, nunca cultivaría semilla sin haberme cerciorado, antes de la metamorfosis de las mariposas, de la vitalidad de los gusanos al hilar el capullo. Si se emplea semilla proveniente de mariposas, exentas de corpúsculos, que cuando fueron gusanos no tuvieron la enfermedad de los morts-flats entre la cuarta muda y la subida a los zarzos, nunca se fracasa en el arte de criar gusanos de seda, por poco avezado que uno sea».
El procedimiento fue adoptado con creciente aceptación en Italia y Austria; pero fue menester que el gobierno austríaco otorgara a Pasteur el premio instituido en 1868 para quien descubriera «un remedio preventivo o curativo de la pebrina», para que los sericicultores franceses se convencieran de la bondad del método. ¡Singular contraste del carácter francés! A veces Francia juega su destino y su sangre por causas objetables y, en ciertas circunstancias, vacila ante insignificantes innovaciones que sólo pueden aprovecharle. Antes de aplicar una invención nacional, espera que otros países pongan: «Visto y aprobado» a los descubrimientos franceses.
Pasteur esperó con confianza el dictamen del gobierno austríaco y de los futuros congresos científicos, que congregarían a hombres de ciencia y especialistas de todos los países. No obstante, tenía prisa por emprender nuevas investigaciones, pues creía perder tiempo cuando se detenía en problemas ya resueltos; no pensaba sino en lo que quedaba por hacer. Así como 20 años antes había propendido en Lila al mejoramiento de las industrias del Norte, y más tarde, en el Mediodía, a resolver el problema sericícola, así también su patriotismo intervenía en la elección del nuevo tema de sus estudios. En esa época era incontestable la superioridad de Alemania en la fabricación de la cerveza. ¿No era más provechoso librar a Francia del tributo impuesto por esa circunstancia? Para ver de lograr esto, Pasteur se propuso estudiar científicamente el proceso de la fabricación de la cerveza. Al iniciar este nuevo capítulo de su vida aunábanse, una vez más, sus sentimiento patrióticos a sus actividades de sabio.
En Chamalières, aldea situada entre Clermont y Royat, Pasteur visitó con frecuencia una cervecería y examinó paciente y meticulosamente hasta la tarea del obrero más humilde, con el interés de quien busca razones escondidas tras el empirismo de las cosas. Mas le extrañó sobremanera que sus preguntas, formuladas con precisión, recibieran respuestas vagas e imprecisas. A pesar de su reconocida capacidad, los conocimientos del cervecero de Chamalières, M. Kuhn, no eran mayores que los de sus colegas. El procedimiento seguido, netamente empírico, consistía en emplear recetas tradicionales. Cuando sobrevenían inconvenientes en la fabricación, de los que sólo se tenía conocimiento por las quejas de los clientes, procedíase a cambiar la levadura. Quien hubiera querido profundizar más en este asunto, nada habría adelantado con la lectura de lo que entonces se escribía al respecto, y en especial del antiguo libro, varias veces reeditado, de M. Payen, miembro del Instituto y del Consejo de Higiene y Salubridad y secretario perpetuo de la Sociedad de Agricultura. De acuerdo con la moda de entonces, la obra tenía el largo título: De las sustancias alimenticias y de los medios de mejorarlas, conservarlas y reconocer sus alteraciones. En las seis únicas páginas que trataban de la cerveza, el autor explicaba la función de la cebada germinada «llamada también malta», y la manera de preparar el mosto con malta y lúpulo, y el proceso de la fermentación alcohólica realizado por la levadura. M. Payen atribuía a la cerveza cierta propiedad nutritiva; pero decía, con dejo desdeñoso: «A causa quizá del aroma peculiar que le comunica el lúpulo, la cerveza carece de las propiedades estimulantes de los buenos vinos franceses, cuyos suaves y dulces aromas inspiran ideas alegres y joviales». En el párrafo que trataba de las «alteraciones espontáneas» leíase que las cervezas se alteraban especialmente durante la canícula: «Tórnanse ácidas; a veces, pútridas, y dejan de ser potables». Luego daba algunos consejos inobjetables: cuando la cerveza se enturbiaba, convenía no beberla; había que precaverse de los laudes, pues el lúpulo solía sustituirse por hojas de boj. En suma, un capítulo corriente sobre fabricación de cerveza en pequeña escala.
Pasteur tenía el único y constante propósito de conseguir que Francia pudiera competir con Alemania en la fabricación de cerveza. Para ello contaba con su método, cuya eficacia había quedado demostrada al dar por tierra con la teoría de la generación espontánea y al refutar el aserto de que el azar intervenía en el proceso de las fermentaciones. Numerosas conquistas científicas habíanse conseguido merced al descubrimiento de la naturaleza animada de los fermentos, de sus caracteres específicos y de los medios de cultivo apropiados para estudiar su desarrollo con ayuda del microscopio. Pero en el caso particular de la cerveza faltaba precisar aún la manera de obtener levadura pura e investigar por qué las cervezas se tornaban ácidas, turbias o pútridas. Según Pasteur, estas alteraciones se debían a gérmenes desconocidos que se hallaban en el aire, en el agua o en los utensilios empleados en la fabricación. «Si en estos estudios no se admite la existencia de seres inferiores —había escrito anteriormente, a propósito del origen de las enfermedades de los vinos— se corre el riesgo de creer que son extraordinarias las generaciones que se observan, cuando en realidad se producen sencilla y naturalmente obedeciendo leyes generales».
A medida que acrecentaba sus conocimientos de los seres microscópicos (descubiertos al estudiar los vinos, el vinagre y los gusanos de seda) entreveía «claridades desconocidas y luces inesperadas» que le hacían vislumbrar vínculos entre esos seres y la patología humana. Éstas y otras palabras como entusiasmo, invención, llama interior, problema arduo y principio fecundo, mostraba habitualmente el ímpetu de su genio, al que espoleaba la impaciencia y el deseo de hacer obra perdurable.
Poco antes había demostrado que si colocaba un líquido putrescible previamente hervido (por ejemplo: caldo común) en un balón de cuello largo, estirado y doblado, el líquido permanecía indefinidamente inalterado, porque el polvo en suspensión en el aire no llegaba hasta él por impedírselo la curvatura del cuello. Basándose en esta experiencia, ideó un aparato con el que evitaba que el polvo exterior cayera sobre el mosto de la cerveza, cuando éste se ponía en contacto con la levadura pura. Imaginó además una manera eficaz de luchar contra los gérmenes microscópicos que contrarrestan la acción de la levadura sana, a menudo peligrosamente asociada a fermentos perjudiciales, Pero antes de iniciar las investigaciones, necesitaba demostrar prácticamente que la cerveza no se altera cuando está exenta de organismos microscópicos. El personal de la cervecería de Chamalières se puso gustoso a su disposición y le facilitó la tarea de resolver las dificultades de orden técnico.
Esta cooperación de la ciencia con la industria concordaba perfectamente con sus ideas, que, a pesar de su prédica de 14 años, eran poco comprendidas en esa época. Los industriales de Lila, los fabricantes de vinagre de Orleáns, los negociantes en vino y los sericicultores de Austria, Italia y Francia, podían testificar que se habían beneficiado con la colaboración de los laboratorios. Para precaver el peligro constante de la alteración de la cerveza, Pasteur promovió una serie de experiencias, a fin de enseñar a los industriales algunas nociones sólidas, basadas en principios científicos. «Mí querido maestro —escribió a J. B. Dumas el 4 de agosto de 1871—, he pedido al cervecero que le remita doce botellas de mi cerveza... Espero que la encontrará muy agradable, aun después de compararla con las buenas cervezas de los cafés de París. La carta de porte tenía una postdata en la que Pasteur se mostraba, a la vez, discípulo deferente y maestro solicito... »Mil gracias por la benevolente acogida que ha dispensado al trabajo de Raulin, para quien he conseguido también el apoyo de Claudio Bernard. La Academia nunca otorgará con más justicia una de sus recompensas. Es un trabajo extraordinario.»
La disposición de Pasteur a elogiar a su discípulo podía compararse con su disposición a disculparlo. Pese a las instancias de M. Duclaux, Raulin había encontrado motivos para no pasar algunos días en Auvernia. «Lamento mucho que no haya venido a vernos —le escribió Pasteur—, sobre todo por el estudio de la cerveza . Comuníqueme qué proyecta hacer y cuándo piensa instalarse en París. Allí lo necesitaré para arreglar el laboratorio, en el que, como usted sabe, aun no hay nada hecho. Es menester ponerlo en condiciones lo antes posible.»
La notoria lentitud de Raulin en sus trabajos y en el cumplimiento de sus promesas, hacia que Pasteur recordara a menudo, con benevolencia, el telegrama que aquél envió a Saint Hippolyte du Fort en enero de 1869 en momentos que la colonia pasaba por difícil trance. Gernez y Maillot le habían telegrafiado que se les reuniera, porque la salud del maestro imponía su arribo inmediato. «¿Qué ha sucedido? —preguntó Raulin telegráficamente, y a renglón seguido se excusó diciendo—: Necesito tres días para prepararme.» Y Pasteur repetía indulgentemente: «En todo pone el espíritu del método.»
Antes de solicitarle su colaboración en Paris, Pasteur quiso que Raulin lo acompañara en su viaje a Londres, en los primeros días de septiembre de 1871. La escasa actividad de la cervecería de Chamalières lo indujo a visitar las grandes cervecerías inglesas, en algunas de las cuales la producción anual excedía de cien mil hectolitros.
En Inglaterra fue recibido como representante calificado de la ciencia francesa. Más no permitió que los jefes de una de las cervecerías más importante de Londres se entretuvieran demasiado en demostraciones de amabilidad y cortesía. En lugar de inspeccionar las instalaciones donde trabajaban 250 operarios, Pasteur pidió que le dejaran examinar la levadura del porter (cerveza inglesa). Después de sacar muestra del tubo al que afluían las levaduras de los toneles en los que la fermentación estaba por terminar, la examinó al microscopio y reconoció que contenía fermentos extraños. Así lo dijo y, para convencer a los presentes, dibujó esos fermentos en una hoja de papel. «La fabricación del porter no ha de ser muy satisfactoria», aseveró entonces a los directores, que no esperaban semejante declaración. Al insistir Pasteur en que ese defecto debía manifestarse por el sabor desagradable, denunciado quizá por algún cliente, los fabricantes terminaron por confesarle que esa misma mañana habían tenido necesidad de traer levadura fresca de otra cervecería londinense. Obligado por las circunstancias y expuestos a tales accidentes, los cerveceros cambiábanse recíprocamente sus levaduras. Pasteur pidió levadura fresca, y comprobó que era incomparablemente más pura que las levaduras de las cervezas en fermentación.
Una a una examinó al microscopio las muestras de cerveza clarificada y sin clarificar que se hallaban en los toneles. En una gota de cerveza vio tres o cuatro filamentos: la enfermedad se había declarado y la cerveza amenazaba alterarse rápidamente. La visita, que se prolongaba, parecía una investigación judicial; todos los jefes de servicio debieron comparecer ante el dueño de la cervecería, que tomaba nota de las observaciones de Pasteur. Aunque en la actitud de todos notábase el resquemor del amor propio ofendido, nadie dudaba de las autorizadas aseveraciones del sabio francés: «Toda alteración de la cerveza es concomitante con el desarrollo de ciertos organismos microscópicos ajenos a la levadura propiamente dicha.» Un psicólogo hubiera hallado placer en estudiar, en las fisonomías de los presentes, los distintos matices de curiosidad, duda o aprobación, que desaparecieron cuando comprendieron que la lección les sería extremadamente provechosa. Las respuestas, vagas al comienzo, fueron haciéndose más y más precisas, hasta que terminaron por confesar que en un rincón de la cervecería había muchos toneles de cerveza impotable, alterada a los quince días de fabricada. «La examiné al microscopio —contó Pasteur después— y no pude reconocer al principio los fermentos causantes de la enfermedad; pero, como la cerveza se había clarificado, por haber permanecido largo tiempo en reposo, supuse que los fermentos se habrían depositado en el fondo de los enormes recipientes. El examen microscópico del sedimento reveló que estaba formado exclusivamente de filamentos y que, por lo tanto, carecía de glóbulos de levadura alcohólica; la fermentación complementaria de esa cerveza era, pues, la fermentación perjudicial.»
Al visitar nuevamente la cervecería, al cabo de una semana, Pasteur notó que los fabricantes no sólo habían comprado un microscopio, sino renovado las levaduras de la cerveza en fabricación.
La intervención de los laboratorios en el adelanto de las cervecerías hubiera podido servir de tema a Pasteur para escribir un artículo durante su estada en Londres; pero él tenía otras cosas en que pensar, pues se dedicaba a las investigaciones impelido por el ardiente deseo de ser útil a los demás, y reglaba la actividad de su vida para aumentar la eficacia de sus servicios. Alegrábale ofrecer a los ingleses —que se precian de ser hombres prácticos— la muestra de lo que puede la ciencia en el terreno utilitario; y tenía la íntima satisfacción de creer que cualquier deuda moral contraída con los sabios franceses redundaría en beneficio de Francia. «Es menester rehacer las amistades de nuestra querida patria», repetía incesantemente. En el curso de una conversación en Inglaterra, alguien expresó sus dudas sobre el porvenir de Francia. Con voz enérgica y fisonomía severa, Pasteur dijo que, después de la espantosa tormenta que había devastado a su patria, los franceses habían vuelto con empeño a sus tareas, pensando únicamente en la reconstrucción nacional.
Cada mañana, mientras se dirigía a las cervecerías, observaba al pueblo inglés, cuyas cualidades fundamentales consisten en dar al tiempo su justo valor, en ser perseverantes en el propósito y la acción, y en respetar la tradición y la jerarquía. Pasteur se entristecía al pensar que sus compatriotas carecían de estas cualidades. Empero, si con justa razón podía reprocharles su inconstancia y su manera algo brusca de poner todo en tela de juicio, ¿no debía ensalzar también su generosidad? El sacrificio exalta a los franceses y el odio los contrista.
Pasteur, por su parte, daba siempre término a las consideraciones filosóficas con un consejo que repetía frecuentemente en esa época: «¡Hay que trabajar!»
Tanto era su empeño, que hubiera deseado duplicar la duración del día, aunque la tarea resultara desproporcionada a sus fuerzas. Presentía que la doctrina de los gérmenes serviría para explicar las causas de otras enfermedades que las de la cerveza, para las cuales la teoría de la exterioridad del mal indicaba las normas para evitarlas. A pesar de sentirse arrastrado por el entusiasmo, se sobreponía y refrenaba sus pensamientos a fin de dirigirlos mejor. La gran innovación que preparaba, debía realizarse etapa por etapa; por eso se dedicó exclusivamente a resolver los problemas de la fabricación de cerveza.
«Lamento mucho que no se encuentre aquí —escribió a Raulin—, porque estoy convencido que le encantaría instruirse de visa, visitando las interesantes cervecerías inglesas y recogiendo, como yo, las numerosas informaciones que, según parece, sólo se dan a título de gran honor. Si su salud es buena, venga por unos días, aunque tenga pocos deseos, resuélvase con entera libertad; pero, de cualquier manera, prepárese para iniciar algunas experiencias inmediatamente después de mi llegada. No esperaremos que el nuevo laboratorio esté en condiciones; nos instalaremos en el laboratorio chico y en alguna cervecería de París o de sus alrededores.»
A su regreso, fue recibido con radiante alegría por Bertin, que no lo había visto desde hacía mucho tiempo. Hay amistades, iniciadas en los colegios, que se parecen a los libros preferidos que volvemos a abrir en la página donde interrumpimos la lectura. El tiempo no marchita la frescura de ciertos afectos. Fácilmente se comprende cuán preciosa era para Pasteur la amistad de Bertin, aunque, con el correr del tiempo, los dos amigos se parecían cada vez menos. Sin cesar ocupado en resolver sus problemas, Pasteur parecía dar razón al inglés para quien el genio consiste en la aptitud para preocuparse por todo; Bertin, en cambio, parecía encarnar la imagen del sabio jovial. A pesar de su escrupulosidad en el desempeño de las funciones de subdirector, no se privaba de tararear, en la Escuela, cuando le venía en gana, el estribillo de alguna canción popular. Casi todas las noches visitaba a su amigo en sus habitaciones de la Escuela Normal, y su manera sumamente entretenida de considerar las cosas en general y, en esa época, la cerveza en particular, distraía a Pasteur y recreaba su espíritu.
Mientras éste no pensaba más que en la levadura y no veía sino esporas, fermentos e invasiones parasitarias, Bertin se complacía en elogiar algún café del Barrio Latino, donde, sin la molestia de graves principios científicos, los expertos podían pronunciarse sobre la bondad de la cerveza que allí se bebía y la honrada cerveza experimental de Pasteur, casi agradable, pero carente del aroma delicado que Bertin ensalzaba con la competencia de quien ha vivido largos años en Estrasburgo. Así Pasteur, que se regía únicamente por los severos dictados de su método científico, tenía que admitir que su amigo, consumado catador, le dijera: «Dame primeramente un buen vaso de cerveza y después me instruirás.» Pasteur no negaba que algunos cerveceros alcanzaban cierto perfeccionamiento en la elaboración de la cerveza, gracias a la larga experiencia que los guiaba en la elección de las levaduras, según el sabor apetecido. En esto intervenía un delicado empirismo que les sugería los medios de prevenir los fermentos perjudiciales y emplear hielo o mayor cantidad de lúpulo que actuaba a modo de antiséptico. A pesar de las bromas de Bertin, Pasteur estaba convencido que sus estudios harían adelantar mucho la fabricación de la cerveza; y a las burlonas impugnaciones del uno, seguían desquites experimentales del otro. En los café de París elogiados por Bertin, hizo comprar algunas botellas de las cervezas más afamadas: de Estrasburgo, Nancy, Viena y Burton. Las dejó reposar 24 horas y las decantó; sembró luego gotas de los sedimentos en balones con mosto, que colocó en una estufa a 20 grados. Transcurridos 18 días, analizó las levaduras desarrolladas en el mosto y cató las cervezas: «todas detestables —dijo—; todas tienen fermentos perjudiciales.»
De igual suerte colocó levadura en otros balones de mosto: «Ninguna de estas cervezas —dijo— tiene mal gusto; en ninguna se han desarrollados fermentos extraños.»
Febrilmente trabajaba para conseguir los elementos de juicio que le sirvieran para prever el resultado de la aplicación a la industria de sus numerosas experiencias de laboratorio. En una cervecería de Tantonville se conserva aún el recuerdo de su visita. La fábrica se halla en una vasta planicie cruzada por grandes carreteras bordeadas de álamos. Fundada en 1839, su producción, que al principio era de 1.500 hectolitros, había aumentado a 100.000 hectolitros. Antes de visitar esa inmensa fábrica, Pasteur felicitó a sus dueños, los dos hermanos Tourtel, por conservar y habitar la casita solariega construida 30 años antes.
Sus hijos, que también trabajaban allí, sentían igual respeto por esa humilde vivienda, que sirvió de habitación a Pasteur durante 8 días.
En la primera inspección, el aseo no le pareció completo, aunque la limpieza general era satisfactoria. Debe agregarse, sin embargo, que era muy difícil satisfacer a Pasteur a este respecto; sí hubiera visitado la aldehuela holandesa de Broeck —cuyo aseo inverosímil hace sonreír al principio al forastero, pero termina por molestarlo— habría tenido, sin duda, alguna objeción que hacer. El cuidado que ponía hasta en las cosas más insignificantes de la vida, revelábase en un detalle, renovado en cada comida: jamás usaba platos o vasos sin haberlos examinado minuciosamente y frotado con la servilleta. Nada escapaba a sus ojos de miope, ni una mancha imperceptible, ni un microscópico granito de polvo. Raspaba la corteza del pan hasta la miga y repetía estas operaciones preliminares con invariable regularidad, aun cuando se hallara en casa ajena, con la consiguiente extrañeza de la dueña de casa que achacaba a descuido del servicio lo que en rigor no era más que la costumbre inveterada de un hombre de ciencia; así lo hacía notar Pasteur con una sonrisa cuando advertía el desconcierto provocado por su prolongada inspección. Si ésa era su costumbre en la vida diaria, podrá imaginarse fácilmente cuál sería su minuciosidad al ocuparse en problemas científicos.
Después de los estudios realizados en Tantonville, con la ayuda de su preparador M. Granet, pudo anunciar los tres importantes principios siguientes: Cualquier alteración, sea del mosto que sirve para producir cerveza, sea de la cerveza misma, está íntimamente relacionada con el desarrollo de ciertos organismos microscópicos que constituyen el fermento de esa alteración. Los gérmenes de estos microorganismos se hallan en el aire, las materias primas o los utensilios de trabajo. La cerveza que carece de gérmenes es inalterable.
Con estos principios, reiteradamente verificados, venció todas las incertidumbres profesionales. Así como se podía preservar los vinos de las alteraciones por calentamiento adecuado, era posible también evitar el desarrollo de los fermentos perjudiciales de la cerveza, calentándola a temperatura de 50 a 55 grados. La aplicación de este procedimiento trajo aparejada la creación del neologismo: cerveza pasteurizada, que no tardó en incorporarse al lenguaje corriente de la industria, impuesto por derecho de conquista del laboratorio. Ante esos resultados, verificados sin cesar, Pasteur comprendió el gran alcance de sus estudios y escribió en el libro que preparaba sobre la cerveza:
«Cuando se comprueba que la cerveza y el vino se alteran muchísimo a causa de organismos microscópicos introducidos invisible y fortuitamente en su interior, donde pululan, ¿cómo evitar la obsesión de que algo semejante puede ocurrir en el hombre y en los animales? Mas si nos sentimos inclinados a creer en la verdad de este aserto, porque lo juzgamos posible y verosímil, debemos recordar, antes de sostenerlo, el epígrafe de este libro: «El mayor desarreglo del espíritu consiste en creer que las cosas son como uno quiere que sean.»
Su genial intuición revelábase una vez como característica de su espíritu; no obstante, sometía todas sus ideas a inmediata verificación experimental: dualidad extraordinaria, nacida, en él, de la extraña asociación del visionario que cree en principios nuevos con fe de apóstol, y del sabio que interroga pacientemente los hechos y no los acepta sin previa demostración.
Deseaba dedicarse por completo a la investigación científica, verificar experimentalmente sus propias concepciones y orientar sus estudios hacia el campo poco explorado de la medicina: mas veíase conturbado por las incesantes polémicas de sus adversarios que lo obligaban a volver sobre sus pasos, a él precisamente, a quien resultaba intolerable la idea de tener que considerar nuevamente lo que ya había establecido. Los heterogenistas no habían depuesto todavía las armas y seguían rechazando el aserto de que los líquidos orgánicos putrescibles se conservan indefinidamente, sin alterarse, cuando se los expone al aíre exento de polvo.
Pouchet, el heterogenista más célebre, consecuente con la idea de que todo hombre de ciencia tiene la doble misión de descubrir la verdad y de divulgar los conocimientos, preparaba un libro de iniciación, que aparecería al iniciarse el año 1872, con el título: El Universo, los infinitamente grandes y los infinitamente pequeños. En él historiaba con entusiasmo la ciencia de la naturaleza y describía el espectáculo que, a fines del siglo XVII, había revelado el microscopio, al que llamaba el sexto sentido escrutador de lo invisible. Elogiaba al alemán Ehrenberg, descubridor en 1838 de la actividad prodigiosa de los infusorios; pero no mencionaba a Pasteur, ni trataba de los seres microscópicos, causantes de las fermentaciones y putrefacciones. Aunque se dignaba admitir que «algunos microzoarios revoloteaban acá y allá», la teoría de los gérmenes le parecía, en cambio, «una ridícula ficción».
Liebig —que había recuperado la salud después de la entrevista de julio de 1870— publicó a la sazón una extensa memoria impugnando la exactitud de algunos conceptos enunciados por Pasteur.
Liebig había asegurado, en efecto, que las virutas de haya, que, según el procedimiento alemán, se colocan en los toneles de acetificación, sólo servían de sostén al mycoderma aceti. Liebig, después de consultar al jefe de una de las fábricas de vinagre más importantes de Munich, que no creía en la existencia del micoderma, aseguraba que él tampoco lo había encontrado al examinar las virutas empleadas por esa fábrica desde hacía 25 años. ¿Cómo terminar ese debate que amenazaba prolongarse? Pues, retirando, según la sugestión de Pasteur, algunas virutas de los toneles de esa fábrica y enviándolas a París, previamente secadas; allí, una comisión formada por miembros de la Academia de Ciencias dictaminaría al respecto. Pero había otro medio más sencillo: pedir al fabricante de Munich que llenara con agua hirviente uno de los toneles y que, al cabo de media hora, lo vaciara y pusiera nuevamente en uso, «Según la teoría de Liebig —dijo Pasteur— el tonel tendría que funcionar como antes. Pero yo afirmo que no producirá vinagre hasta que no se depositen nuevos micodermas en las virutas. El agua hirviente habría matado, en efecto, la plantita microscópica. En la Academia de Ciencias, Pasteur formuló nuevamente su teoría de la acetificación, con el rigor y sencillez que cautivaban al público asistente a las sesiones: «El principio es muy sencillo: el vino se transforma en vinagre por acción del mycoderma aceti que se desarrolla en su superficie.» Liebig no aceptó la propuesta de Pasteur.
Apenas terminada esta controversia, surgió otro adversario: M. Fremy, miembro de la Academia de Ciencias. Abrió el debate sobre el origen de los fermentos, diciendo que esa cuestión lo ocupaba desde hacía muchísimo tiempo y que había publicado (en 1841) una memoria sobre la fermentación láctica «en la época en que nuestro sabio colega M. Pasteur se iniciaba en las ciencias... En la fabricación del vino —agregó— los granos de levadura se producen por transformación de la materia albuminoidea del mismo jugo de uva; M. Pasteur, en cambio, sostiene que los granos de levadura provienen de gérmenes». Para M. Fremy los fermentos no provenían del polvo del aire, sino de las substancias orgánicas. Esto lo indujo a crear un nuevo término: el hemiorganismo, con el cual explicaba que los cuerpos hemiorganizados se descomponían espontáneamente en virtud de su fuerza vital, dando nacimiento a nuevos cuerpos. Según él, los fermentos se engendraban de esa manera.
En la discusión terció otro colega, M. Trecul, sabio botánico dedicado exclusivamente a la búsqueda de la verdad. Aseguró que había presenciado la transformación de unas especies microscópicas en otras, e invocó, en apoyo de su tesis, los nombres de los tres inseparables heterogenistas: Pouchet, Musset y Joly. Partidario también de la heterogenia, placíase en repetir la definición que había dado de ésta en 1867: «La heterogenia es el proceso natural por el cual la vida, en trance de abandonar un organismo, concentra su acción sobre algunas de sus partes y forma seres completamente distintos del ser que proporciona la materia.»
La discusión tomó mayor incremento y en ella reaparecieron los viejos argumentos y antiguas negaciones. Para Pasteur, atento únicamente al hecho capital del debate, esta cuestión no hacía más que revivir la vieja querella. En la sesión del 26 de diciembre de 1871 dijo a M. Trecul, con el propósito de precisar los hechos en discusión: «Aseguro a nuestro sabio colega que en las memorias que he publicado, puede hallar respuestas decisivas para la mayoría de las cuestiones que acaba de promover. Me sorprende, en verdad, que haya planteado la cuestión de la generación llamada espontánea, apoyándose solamente en hechos dudosos y observaciones incompletas. Mi asombro de hoy no es menor que el que sentí en la sesión anterior, cuando M. Fremy trató de este tema, cuya discusión renueva opiniones anticuadas, sin aportar ningún hecho positivo.»
La pasión por la verdad y el deseo de convencer, hiciéronle lanzar este reto: «¿Confesaría sus errores el señor Fremy si yo le demostrara que el jugo natural de la uva, expuesto al aire exento de gérmenes, no puede fermentar ni dar origen a levaduras organizadas?» La interpelación fue demasiado viva; pero se trataba de la verdad científica. Considerando que el hemiorganismo de M. Fremy y las transformaciones aceptadas por M. Trecul compendiaban lo que tantas veces había combatido, Pasteur remitió a sus contradictores a las experiencias con que había demostrado que los líquidos alterables, como sangre y orina, podían exponerse al aire exento de gérmenes sin que fermentaran o se pudrieran. ¿No habían servido a Lister esas experiencias para fundar su «maravilloso método quirúrgico»? Las aseveraciones erróneas de sus adversarios le irritaron, y entonces su voz adquirió inflexiones de aspereza; pero empleó, en cambio, el epíteto «maravilloso», complacido de rendir homenaje a Lister.
En esa época escribió: «La ciencia se sustenta de las respuestas sucesivas que da a los por qué cada vez más sutiles y más próximos a la esencia misma de los fenómenos.» Ya en plena posesión de las facultades de su genio, le acometió la fiebre que impulsa a los grandes sabios, artistas y literatos: el deseo ardiente de descubrir algo nuevo para acrecentar el patrimonio del linaje humano. Por eso no podía dominar su impaciencia cuando las polémicas le impedían proseguir la marcha.
En la sesión de la Academia de Ciencias del 22 de enero de 1872, su viejo maestro Balard le dijo: «En nombre de nuestra vieja amistad, permítame expresarle públicamente cuán lamentable sería que usted se desviara de su senda, en perjuicio de sus investigaciones y su reposo, por el afán de contestar con experimentos personales a todas las cuestiones planteadas en este debate. Sus adversarios tendrían que experimentar primeramente y si sus resultados le parecieran a usted inexactos, sólo entonces debería discutirlos, en el supuesto caso que sus contradictores tuvieran su serena lógica científica.
«¿Modificará usted sus opiniones con el tiempo? No lo sé, ni importa saberlo. Los resultados que ha obtenido son inteligibles para todos. Usted ha explicado por qué se conservan las materias alimenticias; ha enseñado a preservar los vinos de las alteraciones; ha enunciado la verdadera teoría de la producción del vinagre y ha explicado a los alemanes cómo se origina la industria que ellos practican en gran escala sin conocer la naturaleza del proceso industrial que han implantado; la fabricación de cerveza ha adelantado mucho gracias a sus estudios, que servirán, aun a la misma Baviera, para mejorar las prácticas industriales; ha combatido eficazmente la enfermedad de los gusanos de seda; ¿no podemos esperar, por lo tanto, que, si continúa por esa senda, llegue a preservar a la humanidad de alguna de las enfermedades misteriosas, provocadas quizá por los gérmenes del aire?
«Mas para que usted pueda proseguir provechosamente su trabajos, es preciso que nada turbe la paz de su laboratorio, construido para la ciencia creada por usted; laboratorio que nunca estará suficientemente dotado, si se tiene en cuenta la importancia de los servicios prestados. Es necesario que continúe agrupando en su alrededor a los jóvenes a quienes estimula con el ejemplo e instruye con sus métodos. Debe procurar que los señores Van Tieghem, Duclaux, Gernez y Raulin tengan sucesores y émulos que completen la nueva generación de jóvenes estudiosos educados en su escuela… »
Por su parte, M. Duclaux le escribió estas líneas: «Esas luchas estériles le harán perder tiempo, salud y tranquilidad.»
Pero ni los consejos de Balard, ni las cartas de sus discípulos, ni las miradas casi suplicantes de J. B. Dumas contrarrestaban su impulso instintivo de replicar con toda franqueza. A menudo se lamentaba de la viveza de sus respuestas, nunca asociadas —según sus propias palabras— a sentimientos hostiles para los adversarios animados de buena fe. No callaba, porque quería que la última palabra fuera pronunciada en defensa de la verdad, y entonces brotaban de sus labios vehementes improvisaciones. Los escépticos jamás se apasionan al hablar, y él nada tenia de escéptico. A menudo interpelaba a sus contradictores con impetuosidad inusitada y en pugna con la circunspecta mesura de los circunloquios académicos.
«Lo que a usted le falta, señor Fremy, es el hábito de usar el microscopio, y a usted, señor Trecul, la costumbre de trabajar en el laboratorio.» «El señor Fremy tiende siempre a salirse de las cuestiones», decía a los diez meses de la advertencia de Balard. «El único tema que está en litigio, es el siguiente: ¿De dónde proviene la levadura que hace fermentar el mosto en las cubas? M. Fremy dice, sin proporcionar la menor prueba, que la levadura proviene del jugo mismo de la uva, por transformación de las materias albuminoideas. Por mi parte le replico, y doy pruebas perentorias y evidentes, que la levadura proviene únicamente del polvo depositado en los racimos expuestos al aire. Desearía que M. Fremy no saliera, en este debate, del círculo de estas afirmaciones.
Mientras M. Fremy discutía y formulaba objeciones, M. Trecul insistía en afirmar que algunas células podían transformarse en otras; afirmación que Pasteur rechazaba por errónea. El debate alcanzó el momento más interesante cuando Pasteur manifestó que, en cierta oportunidad, había creído posible una de estas transformaciones, a saber, la del mycoderma vini en fermento alcohólico, pues había observado que el micoderma cambiaba de manera de vivir cuando se sumergía. Esta cuestión quedó en suspenso al terminar la polémica con M. Trecul, en 1872. En ella Pasteur se mostró inflexible cuando tuvo pruebas de lo que aseveraba y lleno de escrúpulos y reservas cuando carecía de argumentos probatorios. Rechazaba los elogios si la verdad científica no era aceptada y reconocida por todos. Sólo la verdad científica animaba su vida.
En la sesión del 11 de noviembre había dicho: «Hace cuatro meses me asaltaron algunas dudas sobre la verdad del hecho en cuestión, que, según acabamos de escuchar, es indiscutible para M. Trecul… Para aclararlas realicé numerosas experiencias, y desde entonces no he llegado, lo repito, a ninguna conclusión satisfactoria e inobjetable. Con esto M. Trecul debería comprender cuán difícil es conseguir resultados rigurosos en estudios tan delicados . »
Durante mucho tiempo siguió estudiando ese problema. Nunca abandonaba los trabajos iniciados, y, cuando comprendía que había fracasado, decía sencillamente: «Hay que empezar de nuevo.» Modificó la instalación utilizada en sus primeros ensayos, a fin de evitar, durante las manipulaciones, la caída accidental de gérmenes exteriores y la consiguiente siembra de células de levadura. Al fin, empleando balones especiales y aparatos un tanto complicados, dejó de observar la presencia de levadura y la producción de fermentación alcohólica. Había sido, pues —como él mismo lo confesó—, «juguete de una ilusión». En sus Estudios sobre la cerveza, relató complacido su falsa experiencia y la manera cómo había retomado la verdadera senda, guiado por los rigurosos dictados del soberano método experimental. No sólo debemos amar la verdad —escribió—, sino proclamarla; y preocupado, como siempre, por prevenir a los demás de los peligros de las experiencias erróneas, agregó:
«En esta época, en que se acepta sin dificultad la hipótesis de la transformación de las especies (hipótesis que exime en parte de una experimentación rigurosa) es interesante hacer notar que, en el curso de mis investigaciones sobre el cultivo de las plantas microscópicas en estado de pureza, llegué a creer que el mycoderma vini o cerevisiæ se transformaba en células de levadura. Pero estaba equivocado; no había sabido evitar una causa de error, que a menudo había encontrado en los resultados de otros investigadores, guiado por mi confianza en la teoría de los gérmenes.»
«La noción de especie —ha escrito M. Duclaux, vinculado estrechamente a esos estudios— resistió los ataques que le dirigieron, y posteriormente no fue impugnada, por lo menos en este orden de ideas.»
Ciertos contratiempos resultan a menudo provechosos. Pasteur, al incurrir en el error antedicho, prestó atención a otro fenómeno de no escasa importancia, que mencionó en su libro sobre la cerveza:
«Cuando el mycoderma vini germina en un liquido azucarado, en contacto con el aire, sus células viven a expensas del azúcar y otras substancias de las capas inferiores; fenómeno igual al observado en los animales, que viven, aumentan de peso y se regeneran quemando ciertas substancias con el oxígeno del aire y transformándolas en anhídrido carbónico. En estas condiciones, el mycoderma vini no produce alcohol y, si éste existe previamente en el líquido, lo descompone por oxidación en anhídrido carbónico y agua.» Pero, ¿vivía sumergido el micoderma en esas circunstancias? Al estudiar cómo éste variaba al variar sus condiciones de existencia y queriendo determinar si era posible matarlo por asfixia —como se mata un animal al que se priva de oxígeno— Pasteur observó con sorpresa que, cuando lo sumergía en el líquido, el micoderma se adaptaba al nuevo género de vida y, aunque seguía viviendo dificultosamente, su existencia estaba acompañada de fermentación alcohólica. Ésta se debía, pues, al micoderma, que de aerobio (es decir, que necesita del aire para subsistir) se había transformado en anaerobio (es decir, que vive sin aire) y actuaba de fermento.
Así hallaban nueva aplicación las nociones de seres aerobios y anaerobios que Pasteur había dado a conocer años atrás con sus investigaciones sobre el vibrión del fermento butírico y los vibriones de la fermentación denominada putrefacción. Entre los seres aerobios y los anaerobios era dable suponer que hubiera organismos intermedios que vivieran tanto en el aire, como fuera de él. Como en esa época se conocían poco los mohos —organismos microscópicos que se desarrollan fácilmente en presencia del aire—, Pasteur se propuso estudiar cómo se transformaban al someterlos a un régimen especial, análogo al empleado con el mycoderma vini y comprobó que en penicillium, el aspergillus y el mucor mucedo, adquirían el carácter de fermentos, cuando los hacía vivir sin aire, o con cantidad insuficiente para satisfacer sus necesidades de plantas aerobias. Como el mucor presenta células con brotes cuando germina en régimen anaerobio, Pasteur lo había confundido con células de levadura; pero este cambio de forma —según dijo—correspondía a un cambio de función y no debía verse en ello sino la adaptación a las nuevas condiciones de vida anaerobia. Su espíritu generalizador, propenso siempre a descubrir leyes en el cúmulo de los hechos dispersos, le hizo ver que los fermentos «poseían, en grado muy elevado, la propiedad de ser simultáneamente aerobios y anaerobios, según fueran las condiciones en que se hallaran; propiedad común a los mohos y, probablemente, a todas las células, en mayor o menor grado.»
La fermentación dejaba de ser así un fenómeno único y misterioso para convertirse en fenómeno general, relacionado, sin embargo, con el reducido número de substancias que, por producir calor al descomponerse, sirven de alimento a los seres inferiores. Resumiendo sus observaciones, escribió: «La fermentación es fenómeno de vida que se produce fuera del aire.»
Al tanto de las ideas de su maestro, M. Duclaux escribió a su vez: «Es fácil ver cómo Pasteur ha elevado el debate al crear una nueva teoría con sólo modificar la interpretación de hechos comunes.»
Pero «una modificación de forma concomitante con una modificación de función», era aserto llamado a provocar forzosamente vivísimas controversias. No obstante, Pasteur mantúvose firme y mencionó en su apoyo la nota publicada en junio de 1861, en el boletín de la Sociedad Química y en los Anales de la Academia de Ciencias, sobre el fermento-tipo y la levadura de cerveza, intitulada: «La influencia del oxígeno en el desarrollo de la levadura y en la fermentación alcohólica». Interesantísima era la explicación de las dos maneras de vivir de la levadura de cerveza: Cuando ésta se halla en un líquido azucarado, asimila al principio el oxígeno del aire y se desarrolla abundantemente; en tales condiciones, trabaja exclusivamente para sí misma. La producción de alcohol es insignificante; y es pequeña la relación entre el peso del azúcar desaparecido y el peso de levadura generada. Mas cuando la levadura actúa sobre el azúcar en régimen anaerobio desoxigena las substancias fermentables: «Puede admitirse, por lo tanto, que la levadura, cuando actúa de fermento sin intervención del aire, quita oxígeno al azúcar originando la fermentación de ésta.» Variando la cantidad de oxígeno disuelto, Pasteur conseguía graduar a voluntad el poder fermentativo de la levadura. Después de comparar la levadura de cerveza con una planta común, aseguraba que «la analogía sería completa, si las plantas tuvieran tal afinidad por el oxígeno, que respiraran sustrayendo este elemento de las substancias poco estables; en cuyo caso, actuarían de fermentos de estas substancias de igual manera que la levadura respecto del azúcar». Dejaba entrever la posibilidad de que algunas plantas inferiores vivieran sin aire, aunque en presencia de azúcar, al cual descompondrían análogamente a la levadura de cerveza.
Por entonces gustaba de propagar algunas de esas ideas para que sirvieran de simientes de nuevas investigaciones. Los estudios sobre la cerveza le avivaron intensamente los recuerdos de sus trabajos anteriores: «¡qué enorme sacrificio hice en su obsequio —dijo cierta vez deferentemente a J. B. Dumas, como si su modestia le hubiera hecho olvidar los inmensos servicios prestados a la sericicultura— al abandonar mis estudios sobre las fermentaciones durante los 5 años que dediqué a la enfermedad de los gusanos de seda!»
Pasteur creía que, con mayor acopio de pruebas, podría convencer a la mayoría de sus adversarios o reducirlos más rápidamente al silencio. No sin tristeza pensaba en el tiempo perdido en tantas discusiones. Sin embargo, es justo reconocer que muchos debates sirvieron para poner en evidencia no sólo sus facultades de descubridor, sino ese espíritu de crítica y afán de verificación que conduce a consolidar lo conquistado. A lo largo del camino recorrido, habíanle guiado dos ideas directivas cual sendos mojones indicadores: Los fermentos son seres vivos: a cada fermentación corresponde un fermento particular: los fermentos no se generan espontáneamente.
Liebig y sus partidarios sostenían que la fermentación era fenómeno de muerte y que las substancias animales o vegetales, en trance de descomponerse, transmitían a otras su propia putrefacción. Pasteur, por el contrario, creía que la fermentación era fenómeno correlativo con la vida, pues había logrado hacer fermentar líquidos azucarados con sólo introducirles materias minerales y vestigios de levadura, la cual, en vez de destruirse, vivía y se desarrollaba.
Con una serie de experiencias había demostrado a los partidarios de la teoría de la generación espontánea que la causa de sus errores se debía a la introducción fortuita de gérmenes exteriores; había enseñado, además, a obtener cultivos puros. Por último, con los luminosos estudios sobre la supuesta transformación del mycoderma vini, había dilucidado el controvertido punto de la transformación de las especies microscópicas unas en otras. A propósito de la larga discusión de Pasteur con M. Trecul, M. Duclaux escribió posteriormente: «Basta pensar que la negación de la especificidad de los gérmenes implica la negación de la especificidad de las enfermedades, para comprender cuán oscuros serían al presente ciertos temas de la patología microbiana.» Era, pues, de suma importancia arrancar de cuajo esa opinión.

CAPÍTULO 8
1873 - 1877

Elección de Pasteur en la Academia de Medicina. — Estado de la medicina. La cirugía antes de Pasteur; influencia de sus trabajos. — Carta de Lister. — Debates en la Academia de Medicina. — Ciencia y religión; sus dominios. — Recompensa nacional. — Candidatura de Pasteur al Senado. — Discurso en el congreso sericícola de Milán. — Carta de Tyndall; discusión con el doctor Bastian.
Allende los fenómenos de fermentación, Pasteur entreveía otro mundo: el mundo de los virus-fermentos. El físico inglés Roberto Boyle había dicho, dos siglos antes, que el que pudiera sondear minuciosamente la naturaleza de los fermentos y de las fermentaciones, estaría en condiciones de explicar ciertos fenómenos mórbidos. Pasteur recordaba a menudo estas palabras; mas, a pesar de sus geniales intuiciones sobre la naturaleza de las enfermedades contagiosas, constreñía su imaginación exaltada a veces, a seguir pacientemente los dictados del método experimental. Al contrario de algunos caudillos políticos que, en su afán de conseguir prosélitos, dejan gustosos muchas cosas sin explicar, Pasteur se apresuraba a disipar los malentendidos y no soportaba que se deslizaran errores o juicios prematuros, ni en los elogios que le hacían. Cuando más ardientes eran las polémicas sobre la generación espontánea, el médico M. Declat, que sostenía que las experiencias de Pasteur constituían «la gloria de nuestro siglo y la salvación de las generaciones futuras», dio una conferencia sobre la función de los seres microscópicos en la Naturaleza. Al hablar de las dilatadas perspectivas que se abrían, acumuló inducción tras inducción:
«Cuando terminé la conferencia —contó M. Declat— se me acercó Pasteur, a quien no conocía sino de nombre, y, después de los saludos de práctica, me hizo la siguiente crítica: «Los argumentos con que ha sostenido mis teorías son muy ingeniosos, pero carentes de rigor científico. La analogía, por sí sola, nada prueba.»
Pasteur hablaba con modestia de su obra. Cierta vez, al dirigirse a los alumnos del Colegio de Arbois, dijo que había tenido éxito en sus investigaciones «en virtud de su asiduidad en el trabajo, perseverancia en el esfuerzo y natural inclinación hacia todo lo grande y bello»; mas no dijo que su bondad era el móvil de sus ansias de progreso. Después de los numerosos servicios prestados en los últimos 10 años a los fabricantes de vinagre, sericicultores y negociantes en vino y cerveza, quería emprender el estudio de las enfermedades contagiosas que lo preocupaba desde 1863. La clara lógica de sus ideas hacíale entrever que, si proseguía las investigaciones, podría realizar la profecía de Roberto Boyle. Sería incompleta la descripción de la fisonomía moral de Pasteur, si no se mencionara aquí la participación que tuvieron sus sentimientos para decidirlo por esos estudios. ¿No había mostrado, acaso, lo íntimo de su ser, cuando dijo que «sería muy bello y muy útil mencionar la participación que el corazón ha tenido en el adelanto de las ciencias»? A medida que su vida transcurría, su corazón participaba más en su obra, y sus propios pesares lo hacían sensible a los dolores ajenos. Sus hijos muertos y los duelos que presenciaba, hacíanle desear ardientemente que sus trabajos, a los que atribuía inmenso alcance en patología, sirvieran para descubrir nuevos métodos curativos que amenguaran la mortandad de los hombres. Su patriotismo, sentimiento eminente y fijo en él, hacíale pensar en los millares de jóvenes que Francia perdía anualmente, víctimas de los seres microscópicos y virus animados. Y su piedad acrecentábase aún más, cuando pensaba en las epidemias, horroroso tributo pagado por los hombres a la muerte; Pasteur tenía la obsesión del dolor humano.
Lamentábase no ser médico, porque creía que su obra hubiera sido más eficaz y que muchas cosas le hubieran resultado más hacederas. A la menor incursión en el terreno de la medicina era tildado de químico, de iatroquímico, de cazador furtivo en dominio vedado. La desconfianza que los médicos sentían por los químicos era enorme y databa de antiguo. Es sumamente ilustrativo al respecto un pasaje del viejo Tratado de Terapéutica de Trousseau y Pidoux, publicado en 1855: «Los químicos creen que basta descubrir las condiciones químicas en que se produce la respiración, la digestión y la acción de los medicamentos, para poder formular con ellas la teoría misma de dichas funciones. Sempiterna ilusión de la que nunca curarán. Resignémonos, pues, pero no desaprovechemos los resultados de sus valiosas investigaciones, que ellos no realizarían, por otra parte, si no los estimulara la ambición de explicar lo que no les incumbe.» Pidoux nunca se desdijo de lo que aseguró en dos frases de ese tratado:
«La diferencia entre un hecho fisiológico y un hecho patológico es tan grande como la existente entre un mineral y un vegetal.» «La fisiología es impotente para explicar la menor de las afecciones mórbidas.»
Trousseau, en cambio, gran médico, inteligente e intuitivo, estaba al tanto de los adelantos de la ciencia y se interesaba vivamente por los trabajos de Pasteur; presentía el alcance de sus descubrimientos y podía ver —según dijo en cierta ocasión empleando una imagen elocuente—«una bellota en la jarcia de un barco que surca el océano».
Como la ingenuidad de su alma no pugnaba con la extraordinaria clarividencia de su espíritu, Pasteur suponía que, poseyendo muchos diplomas, tendría mayor autoridad para dirigir la medicina hacia el estudio de la etiología e incitar a los médicos a prevenir las enfermedades y estudiar sus causas, en lugar de contentarse con practicar el método tradicional, que consistía en el mero conocimiento de los síntomas y su correcta descripción. Por fortuna, una inesperada proposición vino a llenar en parte lo que para él era una laguna. A comienzos de 1873 se produjo una vacante en la Academia de Medicina, y Pasteur aceptó complacido la candidatura que le ofrecieron. Fue elegido con un solo voto de mayoría aunque su nombre encabezaba la lista de los candidatos. Los votos restantes se repartieron entre Le Roy de Mericourt, Brochin, Lheritier y Bertillon.
Cuando recibió el nombramiento se propuso ser el académico más puntual. Un martes del mes de abril, día de sesión de la Academia de Medicina, subía la escalinata de la que había sido capilla del Hospital de Caridad, que en 1797 había servido parcialmente de anfiteatro para las clases del célebre médico Corvisart y, posteriormente, había sido transformada en templo académico. El arquitecto encargado de los trabajos, se inspiró para ello en la descripción de Pausanias del templo de Esculapio en Epidauro, y, para que el recuerdo de los griegos fuera más vivo, construyó un patio que invitaba al recogimiento, en cuyas columnas circundantes se inscribirían los nuevos descubrimientos y las curaciones maravillosas, como en el templo de Epidauro. En las paredes del anfiteatro leíanse algunas sentencias de los grandes maestros de la medicina. Más cuando la Academia de Medicina —que desde 1824 funcionaba en una casa de la calle Poitiers— se instaló en 1850 en ese templo mutilado, poco quedaba en él con poder evocativo.
Luego de atravesar el mezquino vestíbulo atestado de bustos de académicos fallecidos y pasar por un estrecho pasadizo con gradas, Pasteur se dirigió arrastrando ligeramente su pierna izquierda paralítica, hacia el pupitre número 5, vecino al sillón presidencial. Sus colegas estaban lejos de pensar que ese nuevo miembro de aspecto casi tímido, sería el revolucionario más grande de la medicina.
Al placer que sentía, por su nombramiento, agregábase la satisfacción de alternar nuevamente con Claudio Bernard que, a causa de la hostilidad de la Academia de Medicina contra todo lo ajeno a la clínica, sentíase a menudo aislado; época en que los médicos eran los príncipes de la ciencia. En sus gabinetes, severamente amueblados, de cuyas paredes pendía casi siempre el eterno grabado de Hipócrates rechazando los presentes de Artajerjes, nadie entraba sino con temor y respeto. Sus bibliotecas de caoba tenían, invariablemente, volúmenes de Voltaire y Rousseau, y entre los libros profesionales encontrábanse los Elogios de Dubois, secretario perpetuo de la Academia de Medicina, y un libro sobre médicos y medicina de Luis Peisse, redactor de la Gaceta Médica de París. Es lamentable que ningún crítico médico-literario haya establecido, de acuerdo con la moda de entonces, un paralelo entre la profesión de médico y la de abogado, en sus relaciones con el arte oratoria. Nada hubiera sido más fácil. Los grandes médicos creían poseer un extraño poder de dominación, y a esta imaginaria superioridad, benévola o altaneramente ejercida sobre hombres y cosas —primera condición para desarrollar el don de la palabra y el hábito del monólogo— agregábase la representación diaria de sus papeles de confidentes o consejeros. A fuerza de dictar su voluntad, adquirían tono autoritario —segunda condición de elocuencia— y entre palabras sonoras, subrayadas con ademanes que denotaban satisfacción, deslizaban a menudo frases cortas a manera de aforismos. Cuando cobraban un poco de fama, parecían transformarse en hombres de estado que todo lo eclipsaban en su alrededor. «¿Ha notado usted —dijo Claudio Bernard a Pasteur con su peculiar sonrisa—, que cuando un médico entra en un salón parece decir: «Vengo de salvar la vida a mi prójimo»?
Pero Pasteur no conocía el inocente arte de desquitarse momentáneamente, con palabras maliciosas, del enojo producido por las solemnidades excesivas. Con el correr del tiempo, adquiría más y más la apacibilidad de los filósofos, y proseguía su camino sin dejarse desviar por las murmuraciones de los «parásitos científicos —como los llamaba Claudio Bernard— que, incapaces de crear por sí mismos, atacan los descubrimientos ajenos, para dar ocasión a que se hable de ellos». Mas ¿qué podía importarle a Claudio Bernard lo que pensaran unos pocos? ¿No tenía conciencia de la obra que había realizado? ¿No se había granjeado la estima y la admiración de los hombres cuya aprobación basta? Al contrario de Pasteur, que en el seno de la Academia sentía ardiente deseo de trasmitir a sus colegas la fe que lo animaba, Claudio Bernard permanecía retraído y pensativo, y recordaba a menudo las resistencias encontradas al iniciar sus clases de fisiología experimental aplicada a la medicina; resistencias de quienes aseguraban que «la fisiología carece de utilidad para la medicina, por ser una ciencia de lujo, de que se puede prescindir por completo». Empero, Bernard supo conquistar un lugar independiente para esa ciencia de lujo, a la que proclamó ciencia de la vida. En su lección inaugural en el Museo, en 1870, dijo que «la anatomía descriptiva se relaciona con la fisiología como la geografía con la historia», y agregó que «así como no basta conocer la topografía de un país para conocer su historia, tampoco basta conocer la anatomía de los órganos para comprender las funciones que desempeñan. Un viejo cirujano, Mery, decía gráficamente que los anatomistas se asemejan a los comisionistas de las grandes ciudades, que conocen el nombre de las calles y el número de las casas, pero ignoran lo que en ellas sucede. En los tejidos y los órganos, en efecto, se producen fenómenos físico-químicos que la anatomía no sabría explicar».
Claudio Bernard estaba convencido que la medicina saldría paulatinamente del empirismo en que se hallaba, y que lo conseguiría «al igual que otras ciencias, gracias al método experimental...», y agregaba: «Seguramente nosotros no asistiremos al florecimiento de la medicina científica, pues debe cumplirse el destino de la humanidad que exige que los que siembran y cultivan en el campo de la ciencia no sean los llamados a cosechar el fruto».
No obstante, él seguía sembrando...
Anteriormente a Pasteur, algunas ideas brillantes habíanse exteriorizado en el dominio de la medicina; pero, lejos de guiarse por ellas, la mayoría de los médicos prefería ignorarlas desdeñosamente. Cuando discutían de las enfermedades mortales y de los flagelos que azotan a la humanidad, pronunciaban graves palabras francesas o latinas: espíritu epidémico, fatum, quid ignotum, quid divinum; y también hablaban mucho de la constitución medicinal, expresión amplia, fácil y elástica que se prestaba a todas las interpretaciones.
Cuando Villemin —médico de Val de Grace— probó, basándose en numerosas experiencias realizadas de 1865 a 1869, que la tuberculosis es enfermedad específica, inoculable y contagiosa, poco faltó para que lo trataran de perturbador del orden médico.
¡Idea de especificidad, pensamiento funesto!, exclamó el doctor Pidoux (de difundida reputación que, con su traje azul con botones de oro, representaba dignamente la medicina tradicional). Propagador de la doctrina de las diátesis y de la espontaneidad mórbida del organismo, decía en aplaudidos discursos: «¡La tuberculosis!, ¿no es acaso el resultado común de muchísimas causas diversas, internas y externas, y no la perturbación causada por un agente específico e invariable?». ¿No debía considerarse esa enfermedad «como simultáneamente una y múltiple, conducente al mismo resultado final, la destrucción necróbiótica e infectante del tejido plasmático de un órgano, y que penetra en el organismo por numerosas vías que el higienista y el médico deben tratar de cerrar»? ¿Adónde conducirán esas doctrinas de especificidad? «Aplicadas a las enfermedades crónicas —decía— tales doctrinas nos obligarían a buscar remedios específicos o vacunas, con lo que se detendría todo progreso... La especificidad inmovilizaría la medicina. Estas frases hallaban eco en la literatura médica.
Villemin no fue quien descubrió el bacilo de la tuberculosis, sino Koch, que consiguió aislarlo mucho después, en 1882. El primero, sin embargo, había presentido la existencia de un virus y, para demostrar el carácter contagioso de la tuberculosis, había efectuado numerosas inoculaciones en animales. Recogía esputos de tuberculosos, que dejaba desecar sobre algodones, y los administraba a conejillos de Indias, que contraían la enfermedad. Pidoux respondía a estos hechos diciendo que Villemin estaba como embriagado y fascinado por las inoculaciones; y, con la facilidad propia de los oradores que saben presentar un pensamiento en diferentes formas y variar repentinamente los argumentos, daba todavía este irónico consejo: «Lo que incumbe a los médicos, por lo tanto, es echarle redes a las espórulas de la tuberculosis o encontrar la vacuna».
La hipótesis según la cual la tisis provenía del exterior, parecíase a la teoría de Pasteur de los gérmenes del aire. ¿No es preferible —decía Pidoux— que adoptemos la doctrina de la generación espontánea, más verdadera y filosófica? La palabra espontánea aparecía en otro de sus consejos: «Hasta que no se pruebe lo contrario, sigamos creyendo que tenemos razón, nosotros, los partidarios de la etiología común de la tisis y de la degeneración espontánea del organismo, provocada por causas accesibles que intentamos conocer, a fin de poder arrancar el mal de raíz».
Davaine, que había estudiado los trabajos de Pasteur sobre el fermento butírico, tuvo acogida similar a la de Villemin cuando descubrió ciertos parásitos microscópicos en la sangre de los animales muertos de carbunco, que actuaban —según él— de igual manera que los fermentos y provocaban, con su rápida reproducción, tal modificación de la sangre, que el animal infectado moría rápidamente. Davaine denominó bacteridias a los parásitos microscópicos, en forma de filamentos, que encontró en la sangre de animales muertos de carbunco. «Esas bacteridias —dijo— ocupan un lugar determinado en la clasificación de los seres vivos». Mas ¡cuán poco importaba ese virus animado a los médicos, que respondían con frases grandilocuentes a las pruebas experimentales presentadas!
Cuando Pasteur ingresó en la Academia de Medicina, ésta discutía violentamente las experiencias de Davaine sobre septicemia. Por la manera como exponían las teorías, Pasteur debió de comprender que tenía que aprestarse para futuras controversias. Atacaban la teoría de los gérmenes y el concepto del virus-fermento, porque subvertían las nociones establecidas y era necesario poner coto a las usurpaciones, para evitar la propagación del desorden. El meritorio doctor Chassaignac hablaba de lo que él llamaba la «cirugía de laboratorio, que mata muchos animales, pero salva muy pocos seres humanos». Y para hacer más notable la distancia que separaba los médicos tradicionales de los experimentadores, aconsejaba lo siguiente a los que se sentían inclinados a publicar prematuramente sus descubrimientos: «Todo lo que salga del laboratorio deberá ser conciso, modesto y discreto, y tendrá que esperar la sanción de los clínicos, que, con pacientes y minuciosas observaciones, le conferirán esa como investidura clínica, sin la cual no existe ciencia médica verdaderamente práctica». Pues hubiera sido por demás sencillo relacionar la patología con el simple pinchazo de una aguja y con el examen microscópico de una gota de sangre. Todo no podía ser cuestión de bacterias. No obstante, al exclamar: «¡Fiebre tifoidea, bacterización! ¡Gangrena, bacterización!», su ironía resultó profética…
Llegado a tal punto el debate, los académicos se creyeron obligados a expresar su opinión; inclusive el octogenario doctor Piorry, cuyas apariciones en la Academia eran siempre solemnes. Profesor, escritor y maestro en el arte oratoria, parecía a veces agobiado por el peso de su enorme reputación. Con respecto a las experiencias de Villemin había explicado sencillamente que «la materia tuberculosa parecía pus que se hubiera transformado repetidas veces durante su permanencia en los órganos»; creía también que la deficiente renovación del aire de las salas de los enfermos era causa principal de los accidentes post-operatorios de septicemia y sostenía que bastaba que dejara de percibirse olor de putridez para que disminuyeran las defunciones entre los operados. Considerando el doctor Bouillaud que en la Academia predominaba la idea de que la infección pútrida no se debía a un fermento organizado y que los organismos inferiores no ejercían acciones tóxicas por sí mismos, pues eran, por el contrario, el efecto y no la causa de las alteraciones pútridas, pidió al flamante colega que diera a conocer su opinión.
Esa hubiera sido la ocasión para que alguno de los médicos tradicionales —lectores asiduos de folletos y revistas médicas que hojeaban todas las mañanas cómodamente arrellanados en sus coches, mientras se dirigían al hospital o a visitar los enfermos —hubiese citado oportunamente ciertas palabras de Trousseau, para dar la bienvenida al académico recién llegado. Trousseau, fallecido en 1867, no había tardado en abandonar las estrechas concepciones de Pidoux, su antiguo colaborador y amigo. En el ejercicio de su profesión, llegó a deslindar la ciencia del arte, ese «don celestial» que agradecía al cielo, en su fuero interno, por habérselo otorgado. Dotado de elocuencia no sobrepujada jamás entre los médicos, complacíase en exponer brillantemente los conceptos nuevos. En una célebre lección de clínica médica dictada en el Hotel Dieu, Trousseau predijo el porvenir de los trabajos de Pasteur. Según éste —dijo entonces— las fermentaciones propiamente dichas son siempre correlativas con la presencia y multiplicación de seres organizados. «De acuerdo con esto —agregó— la gran teoría de los fermentos se relaciona con una función orgánica: los: fermentos son gérmenes cuya vida se manifiesta por una secreción especial. Con los virus mórbidos sucede quizá algo análogo, ya que pueden ser comparados a fermentos cuya actividad se manifestaría diversamente en el cuerpo humano, después de haber hallado en él las condiciones apropiadas para su desarrollo. Así, es probable que el fermento varioloso sea el que produce la fermentación variólica, con sus millares de pústulas y que algo similar suceda con el virus del muermo y el de la comalia.
«Algunos virus parecen actuar localmente, aunque después se difundan en el organismo; tal sucede en la gangrena, pústula maligna y erisipelas contagiosas. ¿No se podría suponer, por tanto, que el fermento o la materia organizada de estos virus fuera transportado por la lanceta, la atmósfera o los instrumentos de curación?»
Pero a ningún miembro de la Academia de Medicina se le ocurrió citar estas palabras, posiblemente olvidadas, y Pasteur, respondiendo al pedido de Bouillaud, resumió sus investigaciones sobre los fermentos láctico y butírico, y sus estudios sobre la cerveza. Expuso que la alteración de ésta se debía a organismos filiformes: «La relación existente entre la enfermedad y los organismos microscópicos, es cierta e indiscutible». Pronunció estas palabras con tanta vehemencia, que el taquígrafo encargado de recoger las improvisaciones las escribió con grandes letras.
Algunos meses después expuso en la Academia de Medicina las consecuencias prácticas de este principio. La cerveza, como el vino, no es líquido alterable por sí mismo. En una comunicación del 17 de noviembre de 1873, sostuvo que «para que la cerveza se altere y se torne ácida, pútrida o láctica, es menester que se desarrollen en ella organismos extraños, que no aparecen ni se reproducen sino cuando sus gérmenes preexistieron en el líquido». Dibujó en la pizarra el aparato con que podía evitarse la introducción de gérmenes, cuyo interior comunicaba con el aire exterior por medio de tubos, que substituían a los cuellos doblados de los balones de vidrio utilizados en las experiencias sobre generaciones llamadas espontáneas. No olvidó ningún detalle y demostró que, sembrando únicamente levadura de cerveza pura, podía tenerse completa seguridad que no sobrevendría ninguna alteración extraña. «Es erróneo asegurar que la levadura se transforma en bacterias, vibriones, mycoderma aceti, mohos o viceversa».
Sentía satisfacción por haber resuelto tal problema, cuya solución había resistido durante siglos al empeño de los cerveceros. Después de la comunicación a la Academia, escribió en una carta íntima: «Parece increíble la nitidez y precisión de este asunto, ahora que está resuelto; sin embargo, he necesitado pasar muchas noches de insomnio para establecer estos resultados con sencillez y claridad».
Pero más difícil era convencer a los demás. La teoría de las transformaciones formuladas por M. Trecul no era, para Pasteur, más que una hipótesis, en cuyo apoyo se citaban hechos confusos, mal observados y plagados de errores que no habían podido eliminar del cúmulo de dificultades experimentales.
En una sesión de diciembre de 1873, Pasteur presentó a M. Trecul unos frascos en que había sembrado esporas puras de penicillium glaucum, y le pidió que las observara, asegurándole de antemano que no encontraría ningún indicio de la transformación de esas esporas en células de levadura.
«Cuando M. Trecul haya terminado la tarea que le encomiendo por su abnegación en conocer la verdad, pondré en sus manos los elementos de un trabajo sobre el mycoderma vini, en todo semejante a éste. En otras palabras, le traeré mycoderma vini perfectamente puro, con el cual podrá repetir las observaciones y comprobar la exactitud de los hechos enunciados por mí». Terminó diciendo: «Ruego a la Academia que me permita una última reflexión. Necesito decir que mis contradictores han estado poco oportunos al renovar esta cuestión utilizando mi informe sobre las enfermedades de la cerveza. ¿No han comprendido que mi procedimiento de obtención de cerveza inalterable no sería factible, sí, como ellos aseguran, el mosto se transformara por sí solo al contacto del aire? Y ese trabajo mío —que se apoya en el descubrimiento y conocimiento de las propiedades de ciertos seres microscópicos— ¿no es acaso la continuación de mis estudios sobre el vinagre, las propiedades del mycoderma aceti y el nuevo procedimiento de acetificación, que ya he dado a conocer? Este último trabajo, ¿no fue seguido de mis estudios de las causas de las enfermedades de los vinos y de los medíos de prevenirlas; causas y medios que se conocen, porque anteriormente fueron descubiertos y estudiados algunos seres microscópicos que no nacen espontáneamente? ¿No precedieron esas investigaciones a la solución del problema de la profilaxis de la enfermedad de los gusanos de seda, descubierta sólo merced al conocimiento de ciertos microorganismos que no nacen espontáneamente?
«Las investigaciones a que me dedico desde hace 17 años ¿no son el producto de unas mismas ideas y unos mismos principios, que me han conducido, por incesante trabajo, a consecuencias siempre nuevas? La mejor prueba que un observador está bien encaminado, es la ininterrumpida fecundidad de sus trabajos».
La fecundidad mencionada no sólo podía encontrarse en sus trabajos personales, sino en los que sugería o estimulaba. Un antiguo alumno de la Escuela Normal, M. Gayon, a quien Pasteur había tomado de preparador, eligió por tema de tesis la alteración de los huevos. La podredumbre de éstos se debe a miríadas de seres microscópicos, cuyos gérmenes pasan por el oviducto de la gallina y penetran en las regiones donde se forman la fárfara y la albúmina. «Resulta de esto —concluía Gayon— que, durante la formación de los elementos constituyentes del huevo, éste recoge o no, según las circunstancias, organismos microscópicos o sus gérmenes, y lleva, por consiguiente, dentro de sí, la causa de alteraciones posteriores. Por ser sumamente variable la cantidad de organismos microscópicos en el oviducto de las gallinas, es fácil comprender que el número de huevos en condiciones de alterarse varíe de una gallina a otra, y aun entre los de una misma gallina».
Si los organismos microscópicos que alteran y pudren los huevos —decía Pasteur— «se formaran espontáneamente de las materias de los mismos, entonces deberían podrirse todos los huevos sin excepción, y esto no sucede». M. Gayon, que había trabajado tres años en su tesis, escribió al final de ésta: «La putrefacción de los huevos es correlativa con el desarrollo y multiplicación de bacterias que viven al contacto del aíre, y de vibriones fuera de él. Según esto, la ley general enunciada por M. Pasteur, rige también el fenómeno de la putrefacción de los huevos».
La influencia ejercida por Pasteur extendíase más allá del pequeño laboratorio de la Escuela Normal, llamado laboratorio de química fisiológica. En su crítica a la doctrina de la generación espontánea, publicada en 1862, Pasteur había comunicado el descubrimiento de una torulácea en forma de rosario de pequeñas cuentas, que se encuentra entre los organismos de la orina fermentada. En 1864, el doctor Traube afirmó que Pasteur no se había equivocado al atribuir la fermentación amoniacal de las orinas a la acción de esa torulácea —cuyas propiedades fueron estudiadas posteriormente con mucho esmero por M. Tieghem, antiguo alumno de la Escuela Normal, a quien Pasteur profesaba gran afecto—. Pasteur, por su parte, completó sus propias observaciones y aseguró que ese diminuto fermento se hallaba siempre en los enfermos con orina amoniacal. Poco después, encontró que el ácido bórico impedía su desarrollo, por cuya razón aconsejó al célebre cirujano M. Gayon, que empleara ese ácido en los lavados de vejiga; consejo que éste aprovechó atribuyendo el mérito a Pasteur.
Mas esto era de menor cuantía para él, empeñado como estaba en consolidar su obra, eliminar de ella vaguedades e incertidumbres y moderar la extraña fiebre que lo impulsaba ciegamente hacia adelante. A fines de 1873, sus anhelos de progreso le hicieron decir con vehemencia: «Quisiera tener salud y conocimientos suficientes para dedicarme exclusivamente al estudio de algunas enfermedades contagiosas». Por mucho que le faltara para conseguir este objeto, comprendía, sin embargo, que el estudio profundo de las fermentaciones lo facultaría para ocuparse en los problemas de la medicina. Cuando se compruebe —decía— que las alteraciones de la cerveza se deben a organismos microscópicos externos que encuentran en ella el medio favorable para su desarrollo, entonces se desmoronará la doctrina de los que sostienen, como Pidoux, que «la enfermedad está en nosotros, es de nosotros y es para nosotros», y que, a propósito de la viruela y del muermo, creen que todavía no se ha demostrado que estas enfermedades se originan solamente por inoculación y contagio. En su espíritu establecíanse así vínculos cuya importancia únicamente él entreveía.
Pero la medicina de entonces distaba mucho de aceptar relaciones de esta índole. Ningún médico o cirujano pensaba en dejarse instruir por los químicos, «que no debían abandonar sus retortas». Sólo un reducido grupo de jóvenes, ávidos de verdad, asistía los martes a las sesiones de la Academia de Medicina, desde las elevadas gradas del anfiteatro, y procuraba no perder ninguna de las comunicaciones de Pasteur, basadas en el método científico «que resuelve las dificultades con experiencias fáciles de interpretar y que, por ser tan decisivo, satisface y cautiva el espíritu como la demostración geométrica».
Tan exactas palabras las escribió uno de los jóvenes que asistía habitualmente a las sesiones con el presentimiento que algo grande y nuevo estaba en gestación; el ayudante de clínica del doctor Behier. A pesar del tiempo que le ocupaban sus estudios médicos, este joven repetía, para su provecho, las experiencias de Pasteur, cuyos métodos precisos le entusiasmaban. Habiendo presenciado las polémicas anteriores, estaba impaciente por asistir a las venideras. Hablaba fogosamente, y el brillo de su mirada parecía aumentar la inquietud que revelaba su rostro delgado y huesudo. Su palabra clara y breve era a veces imperiosa; todo, en él, parecía subordinado a la preocupación de una lógica implacable. Solitario por temperamento, no ambicionaba ni grados ni honores y sólo pensaba en trabajar por amor al trabajo. Ese joven de 21 años, a quien Pasteur no conocía, tenía por único anhelo el de ser admitido un día en el puesto más humilde del laboratorio de la Escuela Normal. Llamábase Roux.
¡Afinidades y semejanzas tejidas en la trama de la vida por manos invisibles! Perdido entre la muchedumbre, ese estudiante de medicina representaba la nueva generación que, en su avidez de novedades, sentía, no obstante, la necesidad de pruebas, con más imperio que las generaciones precedentes. Impresionados por el poco fundamento de las teorías médicas, esos jóvenes presentían que los laboratorios revelarían el secreto de los adelantos futuros de las ciencias médicas. La medicina y cirugía actuales contrastan de tal manera con las de entonces, que parece, en verdad, que varios siglos las separan. Es tarea que incumbe al historiador, el exponer en conjunto los maravillosos adelantos alcanzados en medicina; pero, mientras llega ese relato, es posible, aun en un libro como éste (que, por muchas razones, no es sino la narración cronológica de sucesos diversos, reunidos en torno a una biografía muy sencilla), dar al lector ajeno a estos estudios, una idea sumaria de un capítulo de los más interesantes de la historia de la civilización: el que trata de la salvación de innumerables vidas humanas.
«El pinchazo de una aguja es puerta abierta a la muerte», había dicho años atrás el cirujano Velpeau; puerta que se agrandaba con cualquiera intervención quirúrgica. La incisión de un absceso o panadizo solía acarrear tan graves consecuencias, que muchos cirujanos vacilaban antes de hacer el tajo más leve con el bisturí. La gravedad aumentaba extraordinariamente cuando se trataba de intervenciones de mayor importancia. Con todo, las operaciones más difíciles y peligrosas resultaban siempre bien, porque el precioso descubrimiento de la anestesia intervenía impensadamente en su éxito inmediato. Los pacientes perdían momentáneamente la voluntad y conciencia, y despertaban de la operación más terrible como de un sueño. Pero en los casos en que los cirujanos podían mostrarse más audaces, tenían que detenerse, vacilantes y espantados, ante las adversas consecuencias postoperatorias. En aquella época no se oía hablar más que de piohemia, gangrena, erisipela, septicemia e infección purulenta. A causa de los resultados fatales fue necesario prohibir la ovariotomía, operación nueva practicada en Inglaterra y en América, «aun cuando —según decía Velpeau— las curaciones anunciadas eran reales». Para expresar palmariamente la consternación que provocaba la ovariotomía, un médico manifestó que esa operación debía considerarse como una «de las atribuciones del Ejecutor de las grandes obras». Nadie osaba efectuarla. Como se creía generalmente que los hospitales eran lugares de infección, la Asistencia Pública alquiló una casa aislada, en un paraje salubre de los alrededores de París, y en 1863 envió allí sucesivamente a diez mujeres. Los habitantes de la avenida de Mendou vieron salir después otros tantos féretros de esa casa misteriosa, a la que en su ignorancia y espanto denominaron la casa del crimen. El desconcierto era tal, que los médicos llegaron a pensar en la posibilidad de ser ellos mismos los portadores involuntarios de virus y venenos sutiles.
A comienzos del siglo XIX el progreso de la medicina se estancó. En los siglos precedentes el número de muertos después de operados había sido mucho menor, porque los médicos aplicaban la antisepsia sin saberlo, al curar con líquidos hirvientes, cauterizaciones a fuego y substancias desinfectantes. En un folleto de vulgarización aparecido en 1749 con el título: La medicina y la cirugía de los pobres, aconsejábase evitar que el aire llegase a las heridas y que se les hurgara con el dedo o la sonda. «Al descubrir una herida para curarla —leíase en dicho folleto— conviene primeramente aplicar sobre ella un lienzo embebido en vino caliente o aguardiente». Con éste y con aceite caliente se obtenían resultados en curaciones difíciles, cual las que realizó el gran cirujano Larrey durante el primer Imperio. Pero la teoría de la inflamación, sostenida por Broussais, detuvo el progreso de la cirugía, pues volvieron a utilizarse las cataplasmas, los jarros de cerato y las hilas (sacadas comúnmente de trapos viejos, previamente lavados). En la segunda mitad del siglo pasado se intentaron por primera vez las curaciones con alcohol, agua alcohólica y alcohol alcanforado. Sin embargo, en 1868 la mortalidad en los hospitales, a consecuencia de las amputaciones, fue mayor del 60 por ciento, por cuya razón el cirujano León Le Fort prohibió el uso de esponjas, ordenó el empleo de agua alcohólica en las curaciones y exigió a sus alumnos «la extrema limpieza de los instrumentos y el lavado cuidadoso de las manos antes de cualquier operación». Los resultados fueron satisfactorios: la mortalidad de los enfermos amputados en el servicio de Le Fort en el hospital Cochin, disminuyó hasta el 24 por ciento. Pero los médicos no sospechaban siquiera que para evitar los accidentes post-operatorios era preciso modificar completamente el sistema de las curaciones.
Las personas que visitaron durante la guerra de 1870 las salas de heridos y amputados, no olvidaron nunca el espectáculo horrible que presenciaron. Las llagas de los heridos y operados supuraban y un olor acre y fétido perseguía a todos como una obsesión. La septicemia infecciosa hallábase por doquier. «El pus —decía M. Landouzy, posteriormente profesor de la Facultad de Medicina— parecía brotar de todas partes como sembrado por los cirujanos»; y recordaba las palabras que M. Denonvilliers, «grande y excelente operador», dirigía a sus alumnos: «Antes de efectuar una amputación, es menester reflexionar diez veces, porque, al decidir la operación, firmamos a menudo una sentencia de muerte. En un acceso de descorazonamiento —que debió de ser muy grande para menoscabar su juvenil confianza—, el doctor Verneuil exclamó: «... ni las indicaciones más precisas, ni las previsiones más racionales; abstención, conservación, mutilación restringida o radical, desbridamiento preventivo o consecutivo, extracción de proyectiles precoz o retardada, curaciones raras o frecuentes, emolientes o excitantes secos o húmedos, con o sin drenaje, nada daba resultado.» Nélaton, sintiéndose impotente para salvar los numerosos operados que durante el sitio de París morían en el Grand Hotel, transformado en hospital de sangre, dijo con desesperación que quien venciera la infección purulenta merecía una estatua de oro.
Al terminar la guerra, Alfonso Guerin —a quien tantos confundían con gran irritación de su parte con su homónimo enemigo el cirujano Julio Guerin— sostuvo que «la causa de la infección purulenta podía atribuirse a los fermentos o gérmenes del aire descubiertos por Pasteur». Había creído anteriormente que la fiebre palúdica se debía a las emanaciones de ciertas substancias animales: «Antes creía firmemente que los miasmas desprendidos del pus causaban la horrible infección purulenta, fatal para los heridos, aunque hubiesen sido curados con hilas y cerato, lociones alcohólicas o fenicadas repetidas veces al día, o lienzos embebidos en estos líquidos y aplicados permanentemente sobre las heridas... Desesperado por tanto dolor, busqué el modo de prevenir tan terrible complicación de las heridas y supuse que los miasmas —que sólo conocía por su influencia deletérea y cuya existencia había admitido para explicar la causa de la infección purulenta— estarían constituidos por corpúsculos animados, análogos a los gérmenes del aire descubiertos por Pasteur. Con esta hipótesis aclarábase, para mí, el problema de los envenenamientos miasmáticos. Si los miasmas fueran fermentos, me dije entonces, podría preservar a los heridos de su funesta acción, filtrando el aire como Pasteur…
De acuerdo con esta idea inventé las curaciones con algodón, y tuve la satisfacción de ver realizadas mis previsiones».
Después de detener la hemorragia y ligar cuidadosamente los vasos, Alfonso Guerin limpiaba perfectamente las heridas con lociones de alcohol alcanforado o de solución fenicada y les aplicaba delgadas capas de algodón, sobre las que ponía otras de más en más gruesas. Luego vendaba con telas nuevas y resistentes, comprimiendo el algodón; la parte curada parecía un paquete o embalaje, según él mismo decía. Este procedimiento se aplicó desde marzo a junio de 1871 a los heridos de la Comuna hospitalizados en el San Luis. Gran estupefacción causó entre los cirujanos la noticia que 18 de los 34 operados habían sobrevivido. «La infección purulenta —dijo el doctor Reclus— habíase vuelto para nosotros enfermedad fatal, ligada como por decreto divino a las intervenciones quirúrgicas de alguna importancia».
Más temibles aún que los gérmenes atmosféricos eran los gérmenes que se hallaban en las manos, instrumentos y esponjas de los cirujanos, que no tomaban minuciosas precauciones para evitar ese constante peligro. Pero en aquella época nadie presumía la importancia de tales precauciones. Las hilas, las odiosas hilas, rodaban en desorden, junto a tarros sucios, sobre las mesas de hospitales y enfermerías. Con el procedimiento de curación inspirado en los trabajos de Pasteur, habíase obtenido, por lo tanto, un excelente e inesperado, remedio contra los accidentes post-operatorios; pues con el simple lavado de las heridas y, sobre todo, con la menor frecuencia de las curaciones, disminuían las posibilidades de infección. Siendo Alfonso Guerin cirujano del hospital Hotel Dieu, en 1873, sometió a la consideración de Pasteur, por indicación de Wurtz, los resultados obtenidos en el Hospital San Luis, donde se desplegaba distinta «actividad» quirúrgica, según él, que la del Hospital Dieu. Pasteur se apresuró a aceptar la invitación de presenciar las curaciones con algodón. Sus entrevistas con los colegas de la Academia de Medicina y las visitas a los hospitales marcaron el comienzo de un nuevo período, que inició lleno de entusiasmo. A su satisfacción por haber despertado en otros, ideas beneficiosas a la humanidad, agregóse la que le produjo una carta de Lister, datada en Edimburgo el 18 de febrero de 1874:
«Mi estimado señor: Me tomo la licencia de enviarle, con este mismo correo, un folleto que trata de algunas investigaciones sobre la teoría de los gérmenes y la fermentación, tan claramente formulada por usted. Me complacería sobremanera que encontrara interesante lo que he escrito sobre un organismo que usted ha sido el primero en estudiar en su Memoria sobre la fermentación llamada láctica.
«No sé si usted conoce los Anales de la cirugía británica; si los ha leído, habrá encontrado algunas publicaciones sobre el sistema antiséptico que procuro perfeccionar desde hace 9 años.
«Aprovecho esta oportunidad para enviarle mi agradecimiento más cordial por haberme convencido, con sus brillantes investigaciones, de la verdad de la teoría de los gérmenes de la putrefacción y por haberme proporcionado con ella el principio con que pude llevar a buen término el sistema de la antisepsia.
«Si viniera a Edimburgo, hallaría seguramente verdadera recompensa al comprobar, en nuestro hospital, cómo el género humano ha aprovechado sus trabajos. ¿Necesito agregar que yo tendría muchísima satisfacción en poder mostrarle aquí cuánto le debe la cirugía?
«Perdone la franqueza que me inspira nuestro común amor a la ciencia y crea en el profundo respeto de su sincero, José Lister».
En el servicio de Lister limpiábanse todos los objetos utilizados en las curaciones con solución de ácido fénico, llamada solución fuerte, y los operadores y ayudantes debían lavarse las manos con extremado esmero. Durante las operaciones, se pulverizaba agua fenicada, para crear alrededor de la herida una atmósfera antiséptica; y, al terminar, lavábanse nuevamente las heridas con solución de ácido fénico. Las curaciones se hacían con instrumentos especiales. Sobre una gasa impregnada de resina, parafina y ácido fénico, poníase tela impermeable para conservar la antisepsia alrededor de la herida. Tal era, a grandes rasgos, el método de las curaciones de Lister.
A su regreso de Inglaterra en 1869, el doctor Just Lucas Championnière —que posteriormente se constituyó en propagador del método de Lister, al que dio a conocer en una valiosa monografía—expuso los principios de saneamiento y defensa que prescribían «minuciosidad y rigor en las curaciones». Más nadie prestó atención a sus palabras, ni a la célebre lección que Lister dictó a comienzos de 1870 sobre la penetración de los gérmenes en los focos purulentos y la utilidad de la antisepsia en la clínica. Pocos meses antes de la guerra, el gran físico inglés Tyndall recordó esa memorable lección en su artículo titulado El polvo y las enfermedades, publicado en la Revista de los cursos científicos. No obstante, los grandes médicos franceses tenían absoluta confianza en sí mismos, y muchos de ellos no sentían necesidad de seguir instruyéndose. Por su parte, el gran público no admitía, por presunción nacional, que Francia no fuera árbitro en materia de adelantos científicos. Por eso nadie se interesó por el método antiséptico con el que Lister había salvado 34 enfermos de los 40 amputados entre 1867 y 1869. Quien se detenga a pensar en estas cifras no podrá evitar el triste recuerdo de los millares de jóvenes muertos en los hospitales en el año fatal de la guerra, que hubieran podido salvarse con ese método de curaciones. Mas las recriminaciones se vuelven menos dolorosas si se tiene presente que Lister fue atacado en su propio país, cuando dio a conocer su método. El doctor Augusto Reverdin —profesor de la Facultad de Medicina de Ginebra y autoridad en materia de antisepsia y de asepsia quirúrgica— ha escrito: «Ridiculizábanse las minuciosas precauciones preconizadas por Lister, y los médicos que perdían más enfermos (porque los enharinaban con cataplasmas) eran precisamente los que proferían más sarcasmos contra quien tanto los superaba». Por fortuna, Lister no escuchaba las diatribas, y calmoso y sonriente, continuaba perfeccionando su método, que corregía mientras aplicaba. Por grande que fuera el escepticismo de las personas invitadas a presenciar sus experiencias, los brillantes resultados que obtenía consiguieron al fin disipar las dudas. Pero no todos sus adversarios depusieron las armas; algunos hicieron cuestión de prioridad en el uso del ácido fénico; prioridad que Lister nunca reclamó para sí. Sostenían que Julio Lemaire había propuesto en 1860, o algo más tarde, el empleo del ácido fénico en las curaciones, y que el doctor Declat lo había prescripto en 1861 en la clínica de los hermanos de San Juan de Dios; otros aseguraban que Maisonneuve y Demarguay también lo empleaban; pero todos callaban que Lister había creado el método quirúrgico, cuya aplicación traía aparejados inmensos adelantos. Lister, en cambio, proclamaba su agradecimiento a Pasteur, a quien debía los principios que lo habían guiado en sus investigaciones.
En la época que Pasteur tuvo la satisfacción de recibir la carta de Lister, ignorábase en Francia cuanto concernía a la antisepsia y la asepsia. En una sesión de la Academia de Medicina, Pasteur aconsejó a los cirujanos que pasaran por la llama sus instrumentos antes de usarlos; pero, como su indicación no fue comprendida, tuvo necesidad de insistir:
«Sólo quise decir —agregó— que sometan los instrumentos de cirugía a la acción de la llama, aunque sin calentarlos realmente. He aquí la razón: Cuando se examina una sonda al microscopio, se observa en su superficie grietas y surcos donde se junta el polvo que no puede eliminarse con el lavado más minucioso, pero que la llama destruye por completo. En mi laboratorio, donde me rodean gérmenes de toda especie, no utilizo jamás instrumento alguno sin pasarlo previamente por la llama».
Pasteur enseñaba cuanto podía, prodigaba consejos y explicaciones, e indicaba los errores en que los otros incurrían. En una sesión de la Academia de Ciencias de enero de 1875, al tratarse de las curaciones según el método de Guerin, declaró que había visto en el Hotel Dieu, en compañía de los señores Larrey y Gosselin, que un practicante del servicio de Guerin había hecho mal una curación con algodón, pues no había lavado previamente la herida sucia de grasa. Cuando se quitó el vendaje al paciente, percibióse repugnante olor, y el análisis del pus reveló la existencia de numerosos vibriones. En esa misma sesión, detalló algunas precauciones necesarias para eliminar los gérmenes existentes originariamente en las heridas o en el algodón. Era menester, según dijo, calentar previamente el algodón a temperatura muy elevada. Luego agregó: «Para mostrar la influencia maligna de los proto-organismos y fermentos existentes en el pus de las heridas, ensayaré la siguiente experiencia: En dos miembros simétricos de un animal cloroformizado haré sendas heridas similares. Sobre la que aplicaré rigurosamente la curación con algodón, y en la otra cultivaré —por así decirlo— organismos microscópicos sacados de las heridas infectadas de otro animal.
«Por último, operando en ambiente de aire perfectamente puro, haré una herida en el cuerpo de otro animal cloroformizado, al que, posteriormente, no aplicaré ningún método curativo. ¿Qué sucederá en esta herida, rodeada desde el principio de aire puro exento de gérmenes? Creo que sanará, porque nada se opondrá a la reparación de los tejidos, como sucede invariablemente en todas las heridas».
Hizo comprender cuánto ganaría la higiene en general, si se tomaran precauciones que aseguraran la eliminación de los gérmenes infecciosos.
En su afán de estimular nuevas ideas, trató de incitar a sus colegas de la Academia de Medicina a tener siempre presente, en los problemas de la medicina y cirugía, la función patogénica de los seres microscópicos. Mas la tarea debía ser larga, penosa y sin tregua. En febrero de 1875, la presencia de Pasteur originó un debate sobre las fermentaciones, que duró hasta fines de marzo. Deseando poner término a las hipótesis que nada aclaraban, y a las discusiones desmesuradamente prolongadas, y creyendo que la Academia de Medicina debía ocuparse en todos los fenómenos vitales, expuso las experiencias realizadas en condiciones hasta entonces ignoradas y recapituló los conocimientos adquiridos en los últimos 15 años. Recordó que algunos líquidos, a pesar de su composición puramente mineral, servían de alimento a ciertos organismos, por cuya razón podían utilizarse para su cultivo. Si después de hervirlos y de eliminar el aire que contenían, se sembraba en ellos vibriones, éstos pululaban al poco tiempo. Así se demostraba que la substancia de esos líquidos pasaba a ser substancia de los fermentos, y se establecían dos hechos capitales: la fermentación en sí y la posibilidad de la existencia de vida sin intervención del aire. En esa ocasión dijo:
«¡Oh, cuán lejanas y quiméricas parecen ahora las teorías de la fermentación ideada por Berzelius, Mitscherlich y Liebig y renovadas por Pouchet, Fremy, Trecul y Bechamp! ¿Quién osaría atribuir hoy las fermentaciones a fenómenos de contacto, o a fenómenos de movimiento trasmitidos por la alteración de las materias albuminoideas, o al fenómeno de la transformación arbitraria de la materia semiorganizada? Estas hipótesis, creadas por la imaginación, se desmoronan ante nuestra experiencia sencilla y convincente».
En improvisada peroración, hizo otra vez la advertencia siguiente, que pudo ser provechosa hasta para los miembros más conspicuos de la Academia:
«Hace pocas semanas se trató de encontrar, en brillantes sesiones secretas, que me maravillaron por el despliegue de talento oratorio, la manera de introducir mayor espíritu científico en los trabajos y discusiones de la Academia. Permítaseme indicar un medio, que, por cierto, no es una panacea, pero cuya eficacia me merece completa confianza: Todos nosotros deberíamos comprometernos tácitamente a no denominar tribuna a esta plataforma, ni llamar discurso a una lectura, ni orador a quien hace una exposición. Dejemos estas expresiones para las asambleas políticas deliberantes, en las que se diserta sobre temas cuya prueba es a menudo difícil de aportar. Las palabras: tribuna, discurso y orador, me parecen incompatibles con la exactitud y sencillez requeridas por la ciencia».
La Academia aplaudió esta declaración: los asambleístas suelen aprobar a menudo las verdades que se les dicen. Muchos académicos comprendían que un hombre ávido de pruebas, como Pasteur, se excitara al oír disertar a M. Poggiale —antiguo jefe farmacéutico de Val de Grace y miembro del consejo de Higiene—, con desdeñoso escepticismo de tan arduo tema como el de la generación espontánea:
«M. Pasteur nos ha dicho que busca infructuosamente la generación espontánea hace 20 años. Aunque continúe buscándola por mucho tiempo, creo que no la hallará, a pesar de su sagacidad y perseverancia. Esta cuestión es casi insoluble... Sin embargo, los que como yo no tienen opinión formada al respecto, son los únicos que tienen el derecho de verificar, comprobar y discutir los hechos a medida que se producen, cualquiera sea su procedencia... ».
Irritado, Pasteur exclamó: «Cómo? ¡Que hace 20 años que me ocupo de ese tema y no puedo tener opinión!: ¡y los únicos que tienen derecho de verificar, de comprobar, de discutir y de interrogar son precisamente aquellos que nada hacen por ilustrarse y apenas han leído nuestros trabajos mientras apoyaban cómodamente los pies en los morillos de la chimenea de sus gabinetes?
«Usted no tiene opinión sobre la generación espontánea, mi querido colega: de ello estoy convencido y en verdad que lo lamento. No me refiero, entiéndase bien, a las opiniones sentimentales, más o menos numerosas, que todos tienen en cuestiones de esta índole; pues en este recinto de investigación y perfeccionamiento no debemos tratar del sentimiento o de los sistemas por el mero placer de hacerlo. Usted dice que en el actual estado de la ciencia, es más prudente no tener opinión. Pues bien: yo tengo una; pero no nacida del sentimiento, sino de la razón. Veinte años de asiduos trabajos me han dado el derecho a tenerla, y sería sensato que los espíritus imparciales la compartieran.
«Mi opinión, o por mejor decir, mi convicción, es que, en el estado actual de la ciencia, la generación espontánea es una quimera; y a usted le será imposible contradecirme, porque mis experiencias no han sido rebatidas, y ellas prueban, sin excepción, que la generación espontánea es una quimera.
«¿Qué piensa, pues, de mis experiencias? ¿Acaso no he colocado cien veces materia orgánica en contacto con el aire puro y en condiciones adecuadísimas para que se produjera espontáneamente la vida? ¿No he empleado para ello materias orgánicas que, a juicio de la mayoría, son las más favorables, como sangre, orina y jugo de uva? ¿Cómo es posible que usted no distinga la diferencia fundamental existente entre mis adversarios y yo? He rebatido con pruebas experimentales todos los asertos de mis adversarios, y éstos jamás han conseguido refutar ninguna de mis aseveraciones. Para ellos, que pretenden que los fermentos se generan espontáneamente en las materias fermentables, las causas de error redundan en beneficio de sus opiniones erróneas; pero yo, que sostengo que no hay fermentaciones espontáneas, soy el único que está obligado a alejar las causas de error y las influencias perturbadoras. A mí sólo me está dado sostener mis asertos con experiencias irreprochables: ellos, en cambio, aprovechan los efectos de las experiencias ajenas para sustentar sus aseveraciones erróneas.
«¿Adónde quieren llegar, en suma, ustedes, los partidarios declarados y sostenedores complacientes de la heterogenia? ¿A combatir mis asertos? Si así es, impugnen entonces mis experiencias y prueben su inexactitud, en lugar de realizar otras que no son sino variantes de las mías, y en las que, no obstante, cometen errores que luego hay que señalar con el dedo . . ».
Por haber sido interpelado incisivamente acerca de algunos puntos oscuros en la teoría de las fermentaciones, Pasteur lanzó este apóstrofe a sus adversarios:
«¿Qué idea tienen ustedes del progreso científico? La ciencia da primeramente un paso y luego otro, detiénese después, y recapacita antes de dar el tercero. ¿La imposibilidad de dar un paso más, anula por ventura el éxito conseguido con los dos primeros?
«La madre que amamanta a su hijito, le dice al colocarlo en el suelo: ¡Camina! El niño (y nosotros no somos sino niños ante el misterio de la naturaleza) da un paso, después otro y se detiene vacilante. ¿Le dirían ustedes: ¡Ah! Has dado dos pasos, pero vacilas antes de dar el tercero: tus esfuerzos anteriores nada valen, nunca podrás caminar?
«Ustedes tratan de rebatir lo que llaman mi teoría, para defender aparentemente otra. Pues bien, séame permitido explicar en qué se distinguen las teorías verdaderas de las falsas.
«Las teorías erróneas se caracterizan por su impotencia en prever hechos nuevos, para cuya explicación necesitan de nuevas hipótesis que se agregan a las viejas...
«Las teorías verdaderas, en cambio, sirven para prever con seguridad hechos nuevos, a los cuales se ajustan perfectamente. En una palabra, la fecundidad es la propiedad esencial de estas teorías».
Pronunció estas palabras con gravedad y vehemencia. Poco caso hacía del arte oratoria, tal como se enseñaba entonces y se practicaba en la Academia, verdadero centro de elocuencia. Para defender o proclamar la verdad, amada por encima de todo, expresábase impetuosamente con palabras que fluían a raudales de sus labios. Quería convertir a su fe científica a los que dudaban, vacilaban o desertaban; pero para los adversarios animados de mala fe o propósitos premeditados tenía expresiones de desdén y hasta de cólera.
Para terminar con las insinuaciones para él injuriosas, dijo en la sesión siguiente de la Academia de Medicina: «Los hombres de ciencia no deben inquietarse por las consecuencias filosóficas que se deriven de sus trabajos. Si al proseguir mis estudios experimentales llegara a demostrar que la materia puede organizarse por sí misma y dar nacimiento a células o seres vivos, vendría a este recinto con la legítima satisfacción del investigador consciente de haber realizado un descubrimiento capital; y si alguien me provocara, le diría: tanto peor para aquellos cuyas doctrinas o sistemas no están de acuerdo con la verdad de los hechos naturales. Con igual satisfacción aseguré hace poco que, en el estado actual de la ciencia, la doctrina de las generaciones espontáneas es una quimera. Y con igual independencia espiritual agrego ahora: tanto peor para aquellos cuyas ideas filosóficas o políticas no se avienen con mis estudios.
«¿ Dedúcese de esto que yo acomodo mi conciencia o mi conducta únicamente a los resultados científicos establecidos? Aunque así lo quisiera, no podría hacerlo, pues para ello tendría que despojarme de una parte de mí mismo.
«En cada uno de nosotros hay dos seres: el hombre de ciencia, que hace tabla rasa de todo y quiere remontarse hasta el conocimiento de la Naturaleza por medio de la observación, la experiencia y el raciocinio; y el hombre sensible, que vive de la tradición, de la fe, de los sentimientos; hombre que duda, llora a sus hijos muertos y cree que volverá a verlos, aunque no pueda probarlo; hombre que no se resigna a morir como muere un vibrión y cree que la fuerza vital existente en él habrá de transformarse. Estos dos seres son distintos, y desdichado de aquel que desea, con los precarios conocimientos actuales, que uno de ellos predomine sobre el otro».
Comprendiendo tan claramente esta dualidad, Pasteur evitaba los conflictos espirituales, causantes de malentendidos, porfías y discusiones entre los hombres. En su carácter de hombre de ciencia, exigía para los sabios completa libertad en la investigación: «El verdadero sabio no debe inquietarse por las consecuencias eventuales de las hipótesis que emplea; su deber consiste en tratar de conocer la esencia de las cosas». Al igual que Claudio Bernard y Littré, estimaba inconveniente el deseo de querer conocer las causas primeras. «Nosotros no podemos comprobar sino correlaciones», dijo en otra ocasión. Sostenido por sus ideas espiritualistas, que lo inducían a reclamar igual libertad para la vida interior que para la investigación científica, no comprendía que afirmaran con tanta facilidad que la materia se había organizado por sí misma; que consideraban simple el espectáculo complejo del Universo, del cual la tierra es sólo ínfima partícula; y que ni siquiera se emocionaran ante el infinito poder creador de los mundos. Pasteur creía en el impulso divino plasmador del universo y en la inmortalidad del alma.
Su actitud ante la vida era estimulante y consoladora. Cuando decía que «ningún esfuerzo se pierde» daba viril lección a los que trabajaban únicamente para conseguir el éxito inmediato de sus empresas, pero desmayaban al primer contratiempo. Su profundo respeto ante el magno fenómeno de la conciencia —que despierta en casi todos nosotros la presciencia de un dios y de un ideal—, inspirábale palabras como éstas: «La nobleza de las acciones humanas se mide por la intención que las motiva». Pasteur tenía la convicción que ninguna plegaria es vana. Si todo es simple para los simples, todo es grande para los grandes.
Raramente hablaba de estas cosas; y si lo hacía, era para expresar su desprecio por las negaciones llenas de soberbia y las ironías estériles, o porque creía a veces necesario hablar a la juventud hasta de los sentimientos más recónditos.
Sus primeras discusiones en la Academia de Medicina fueron desmesuradamente prolongadas por M. Collin, veterinario de Alfort y hombre de labor considerable, cuya necesidad de discutir era tan imperiosa, que cambiaba inmediatamente de opinión cuando alguien opinaba como él. Esas discusiones, no obstante, tuvieron la ventaja de incitar a los médicos a estudiar los seres microscópicos, definidos por el secretario anual de la Academia, M. Roger, en un informe, como «sutiles artesanos de muchos desórdenes en el funcionamiento orgánico». En dicho informe, indicaba también el programa a seguir para estudiar su acción destructora e impedir su difusión; y después de resumir rápidamente la obra de su colega, agregaba: «La Asamblea Nacional ha realizado un acto de justicia al recompensar brillantemente a M. Pasteur por los admirables servicios que ha prestado a la ciencia y al país».
Esta recompensa, votada meses atrás, otorgábase por tercera vez en ese siglo. En 1839, Arago y Gay Lussac dieron a conocer encomiásticamente, en la Cámara de Diputados y en la de los Pares, respectivamente, los servicios prestados por Daguerre y Niepe. En 1845 acordóse por segunda vez una recompensa nacional al ingeniero Vicat; y en 1874, la Asamblea Nacional sancionó la ley por la cual se otorgaba a Pasteur una recompensa. Pablo Bert, encargado del informe expuso como sigue los antecedentes:
«Las pruebas de gratitud que una nación da a los hombres que la ilustran y enriquecen, son tan honrosas para éstos como para aquélla.
«Sin duda, la sublime satisfacción que sienten los sabios al hacer un descubrimiento equivale a las distinciones, honores o recompensas que se les otorga, máxime si sus descubrimientos contribuyen al inmediato progreso y felicidad del género humano. Los sabios olvidan o desdeñan las ventajas materiales, que, para otros, constituyen el único objeto de la vida. Viven absortos en el estudio de problemas en la contemplación del Prometeo encadenado al que han conseguido hacer hablar, y son indiferentes a las dificultades de la vida, siempre que éstas no perturben la buena marcha de sus investigaciones.
«Mas atañe al interés y prestigio de las naciones enaltecer esos hombres más allá de la admiración... ».
Después de este convincente exordio que formulaba el noble principio de las recompensas nacionales, Pablo Bert hizo la nómina de los descubrimientos de Pasteur y mencionó los millones de francos que éste había asegurado a Francia «sin obtener para sí ni siquiera ínfima parte». En efecto, en los 20 años anteriores a la intervención de Pasteur, las pérdidas, en sericicultura solamente, sumaban 1.500 millones de francos.
«De este modo, señores —concluyó Pablo Bert—, los descubrimientos de M. Pasteur, después de aclarar el problema de las fermentaciones y la manera de actuar de los seres microscópicos, han revolucionado algunas ramas de la industria, la agricultura y la patología. Es admirable que trabajos tan diversos tengan su origen en el estudio teórico del ácido tártrico, que desvía el plano de la luz polarizada, y posean sorprendente trabazón lógica, en la que nada ha quedado librado a la hipótesis. Nunca ha sido más brillantemente confirmado el famoso aserto de que el genio es producto de la paciencia.
«El gobierno propone honrar a Pasteur con una recompensa nacional, por el admirable conjunto de sus trabajos teóricos y prácticos.
«La recompensa solicitada consiste en una pensión vitalicia de 12.000 francos; cantidad aproximadamente igual a los emolumentos de la cátedra de la Sorbona, de la que se aleja M. Pasteur por su enfermedad. Comparada con el valor de los servicios prestados, esta cantidad es ciertamente exigua; por eso la Comisión lamenta que el estado actual de la Hacienda Pública no permita aumentarla; pero cree, de acuerdo con los términos de M. Marés, sabio informante de la Comisión instituida por el Gobierno, «que en breve plazo los descubrimientos de Pasteur tendrán consecuencias económicas e higiénicas tan importantes, que la Nación Francesa estimará justo el aumentar esa cantidad, con la que prueba su gratitud a uno de los representantes más gloriosos de la ciencia francesa».
La mitad de la pensión recaería en la viuda de Pasteur.
Este proyecto de ley fue aprobado por 532 votos contra 24.
«No has obtenido un voto unánime —escribió jovialmente a Pasteur su viejo amigo Chappuis, a la sazón rector de la Academia de Grenoble— pero, ¿qué gobierno ha conseguido tantos votos de mayoría?» Al valor de la recompensa agregábase, efectivamente, el hecho honroso que esa asamblea, dividida siempre por razones políticas, se hubiera concertado casi unánimemente para expresar su gratitud a quien tanto había trabajado por la ciencia, la patria y la humanidad.
«¡Bravo!, mi querido Pasteur. Me siento dichoso por usted y por mí, y por todos nosotros. Su amigo: Sainte Claire Deville».
«Es usted un sabio feliz —escribióle su discípulo M. Duclaux—, pues asiste, y asistirá al triunfo de sus doctrinas y descubrimientos».
Los que suponían que esta recompensa marcaría el término de un capítulo importante del libro de su vida y quizá del último de sus trabajos científicos, le hablaban de descansar, ignorando que ese consejo le irritaba. Aunque la parálisis dei costado izquierdo se evidenciaba por leve cojera y paralización parcial de la mano izquierda, señales de su pasado mal que le recordaban insistentemente la posibilidad de recaída imprevista, su alma poderosa imponíase soberana a su cuerpo baldado. Nisard, a pesar de su penetración, mostró conocerlo imperfectamente al escribirle, en su carta de felicitación: «Y ahora, querido amigo, dedíquese a vivir para su familia, para los que le quieren y, también, para usted mismo».
Pasteur, sin embargo, tenía otro deseo que el de circunscribir su vida al estrecho círculo de su familia, a la que dedicaba su ternura, calificada por algunos de apasionada: para los hombres que se sienten destinados a cumplir una misión en el mundo, existen bellezas más puras y atrayentes que las del hogar.
En vano el Dr. Andral había dicho que, en el caso de ser consultado, le prohibiría todo trabajo sostenido. Para Pasteur la vida no tenía razón de ser si no trabajaba afanosamente. Tan inútil resultaba aludir al cuidado de su salud, como aconsejar a ciertos viejos que cuidaran de la salud de los demás. Pero su mujer, valiosa colaboradora y confidente de sus experiencias, velaba discreta y silenciosamente para que nada turbara su vida de trabajo y la solicitud de todos le compensara de sus fatigas. Todo se subordinaba a las exigencias del laboratorio. Pasteur nunca aceptó invitaciones para asistir a grandes reuniones mundanas, contribución que las personas ocupadas y, especialmente, los hombres célebres pagan, con su tiempo, a los ociosos. También rehuía las veladas teatrales. A pesar de su fama mundial, el París aristocrático jamás mencionaba su nombre. Después de cenar, tenía por costumbre pasearse por la antecámara y el corredor de su departamento de la Escuela Normal, pensando en sus experiencias con inquietud o esperanza, según fuera el estado en que se hallaran. A las 10 se acostaba, y, al día siguiente, bajaba invariablemente a su laboratorio a las 8, aunque hubiese pasado mala noche.
Gracias a la regularidad de su existencia, el manantial de sus energías se conservó constante, pese a las polémicas y discusiones, Sin embargo, en el mes de enero de 1876, la política estuvo a punto de conturbar su vida. Así como había creído, con ingenuidad casi desconcertante, que un diploma de doctor en medicina le facilitaría su revolucionaria misión científica, creyó también que una banca en el Senado le serviría para defender la causa de la enseñanza superior. ¡La enseñanza superior! Tarea imperiosamente necesaria. Quiso ser miembro del Senado para hacer comprender al país la importancia de la cultura superior; importancia que los grandes ciudadanos alemanes habían procurado inculcar inteligentemente en el espíritu de sus compatriotas.
Conocía algunos hombres superiores que habían abandonado sus laboratorios para cumplir el elevado deber de ilustrar a las muchedumbres y asambleas. ¿Por qué el consenso público no sería para aquellos que dijeran al pueblo, aludiendo a la ruda tarea a cumplir: Acéptanos tal cual somos; jamás te engañaremos; siempre te diremos lo que tengamos por verdadero! en vez de ser para los que dicen: ¡Haremos lo que tú quieras?
Desde París, envió una nota a los electores senatoriales del Jura: «No soy político ni estoy afiliado en ningún partido; no he estudiado política e ignoro, por lo tanto, muchas cosas. No obstante, sé pertinentemente que quiero a mi patria y que siempre la he servido en la medida de mis fuerzas». Al igual que muchos buenos ciudadanos, creía que debía apoyar al país en su experiencia republicana, para recuperar la grandeza y prosperidad. Si fuera elegido, «defendería en el Senado —dijo— la independencia, dignidad y pureza de la ciencia». Como dos periódicos del Jura lamentaron que abandonara «las elevadas y apacibles esferas de la ciencia» para solicitar el sufragio de sus compatriotas, respondió a uno de ellos:
«La ciencia, en nuestro siglo, es el alma de la prosperidad de las naciones y la fuente de todo progreso. La política, sin embargo, con sus fatigosas y renovadas discusiones, parece nuestro guía. Pero esto es sólo vana apariencias, pues nuestra vida se guía por algunos descubrimientos científicos o algunas de sus aplicaciones».
La misma asociación de ideas: Ciencia y Patria, repetíase constantemente en los discursos y respuestas dictadas a su hijo, que le servía de secretarlo, y en las cartas escritas febrilmente en Lons le Saunier durante la semana dedicada a la lucha electoral. ¿Por qué Francia venció en 1792? «Pues, porque la ciencia —dijo—- facilitó a nuestros padres los medios materiales para combatir y pensar». Rememoró el desempeño de Monge, Carnot, Fourcloy, Gytton de Morveau, Berthollet, «alma creadora de inmortales trabajos científicos que ayudaron a Francia a vencer a la Europa coligada». Merced al ingenio de esos hombres pudo fundirse rápidamente acero para armas, acelerar el curtimiento de pieles para fabricar zapatos para los soldados, producir pólvora con salitre extraído de los escombros, perfeccionar el telégrafo aéreo y utilizar globos para observar los movimientos del enemigo. Mencionó los resultados científicos obtenidos durante la Revolución Francesa gracias al genio y patriotismo de los sabios, y exclamó con cierta imprudencia: «¡Decidles a los políticos que hagan otro tanto!»
Pasteur tenía siempre presente que Alemania se había reconstruido totalmente en 60 años, mientras los gobiernos de Francia, supeditados a las vicisitudes de la política, no se habían cuidado de estimular «los grandes trabajos de la mente».
Julio Grevy fue a Lons le Saunier a apoyar la candidatura de los señores Tamisier y Thurel, y en la Asamblea realizada la víspera del escrutinio, hizo la siguiente declaración: «Mañana les daréis nuestros votos y, al usar de una prerrogativa que os otorga la ley, os haréis dignos de la República y de Francia». Incidentalmente reconoció, con voz sentenciosa y apacible, que «M. Pasteur merece el respeto y la estimación de todos por sus trabajos científicos y las cualidades de su carácter». «Pero la ciencia tiene su mansión natural en el Instituto», agregó, haciendo hincapié en la filiación política de los representantes que debían ingresar en el Senado.
La intervención de Grevy a favor de sus candidatos fue decisiva. Tamisier obtuvo 446 votos; Thurel, 445; el general Picard, 183; el candidato monárquico Besson, 153; Pasteur, 62.
El mismo día de la elección, Pasteur recibió una carta de su hija, en la que ésta le deseaba la derrota. La joven, que no sabía disimular sus sentimientos, le expresaba lisa y llanamente que la política entorpecería sus investigaciones y que él sería más útil si no abandonaba el laboratorio. Ningún hombre, en su hogar, ha sido más admirado, querido, aunque menos lisonjeado que Pasteur, con quien era sumamente fácil tener absoluta sinceridad.
—«¡Qué bien juzgas las cosas, querida niña ! —respondióle su padre esa misma tarde—. Tienes mil veces razón. Pero no creas que me disguste haber presenciado esto de cerca, ni que lo haya visto tu hermano. Todo sirve de enseñanza».
Esta corta aventura política no tuvo ninguna importancia, pues al poco tiempo Pasteur alcanzaba el objeto que perseguía. En el texto del discurso pronunciado seis meses después por el ministro de Instrucción Pública, Pasteur subrayó los siguientes pasajes.
«Pronto, según espero, veremos reconstituidas las Escuelas de Medicina y de Farmacia; el Colegio de Francia, provisto de nuevos laboratorios; la Facultad de Ciencias que se ahoga dentro de sus viejos muros, trasladada; y hasta la vieja Sorbona ampliada y embellecida».
Mientras leía las palabras pronunciadas por el ministro sobre los estudios superiores «que honran al espíritu humano y constituyen la gloria de las naciones... y que es preciso mantener en un plano elevado para que los hombres comprendan la verdadera grandeza y el fin verdadero de la inteligencia humana», Pasteur pudo decirse que la gran causa por la que luchaba desde 1854 iba a ser ganada, al fin, en 1876.
En las vacaciones de 1876, Pasteur sintió singular alegría como francés, pues fue designado representante de su país en el congreso internacional de sericicultura en Milán, que reuniría a los delegados de Rusia, Austria, Italia y Francia. Partió acompañado de sus antiguos discípulos Duclaux, Raulin y Maillot, tan vinculados a sus estudios sobre los gusanos de seda.
Los congresistas habían recibido con suficiente anticipación la nómina de los temas a tratar, para que los que harían uso de la palabra aportaran el mayor número de observaciones. Iniciadas las discusiones, Duclaux, Raulin y Maillot mostraron brillantemente el valor del método experimental que ellos profesaban después de haberlo aprendido de su maestro.
Los intervalos de los congresos suelen ocuparse en excursiones. Un paseo por el lago de Como resultó encantador, y, en otra ocasión, los delegados franceses tuvieron la agradable sorpresa de ver que un inmenso establecimiento dedicado a la sericicultura llevaba el nombre de Pasteur. En una carta del 17 de setiembre, éste dio a conocer sus impresiones a J. B. Dumas:
«Mi querido maestro. Siento muchísimo que no esté aquí para compartir mi satisfacción. Desde la clausura del congreso en Milán, nos encontramos en Brianza pasando corta temporada en la casa de campo del señor Susani. Desde el 4 de julio trabajan aquí de 60 a 70 mujeres que, en perfecto orden y bajo rigurosa vigilancia, examinan al microscopio unas 40.000 células de mariposas en 10 horas de trabajo. Llama la atención el orden y aseo de este establecimiento, que no puede estar mejor planeado. La práctica de efectuar dos exámenes consecutivos elimina cualquier posibilidad de error.
«Al ver mi nombre inscripto en grandes letras en el frontispicio del hermoso establecimiento visitado, la alegría que sentí me reconfortó con creces el sinsabor que durante tantos años me produjo la frívola y mortificante oposición de algunos compatriotas. Esa inscripción es un homenaje rendido espontáneamente a mis estudios.
«Muchos sericicultores seleccionan personalmente la semilla; otros, en cambio, emplean personas prácticas en ese trabajo. El rendimiento depende de las condiciones climáticas y de la calidad de los huevos.
Si la estación es favorable, el rendimiento es de 50 a 60 kilogramos por onza de 25 gramos».
El señor Susani esperaba obtener ese año 30.000 onzas; su establecimiento, que por su actividad parecía una verdadera fábrica, hizo recordar a Pasteur, por contraste, las primeras experiencias en el invernadero de Pont Gisquet y los modestos principios de su procedimiento, que con tanto éxito se aplicaban en ese rincón de tierra italiana. Además de las jóvenes micrógrafas, trabajaban allí 100 personas en diversos quehaceres y operaciones sencillas aunque delicadas, tenidas antes por impracticables. Al ver el fruto de su iniciativa científica, Pasteur sintió justificado orgullo.
Un mes antes, J. B. Dumas había presidido en Clermont Ferrand la quinta reunión de la junta que propendía al adelanto de las ciencias, en la cual habló —y esto es digno de mención por la analogía que presenta— de la influencia enaltecedora de los sabios:
«El porvenir —dijo— pertenece a la ciencia. Desdichados los pueblos que cierran los ojos a esta gran verdad... Invitemos a quienes no son indiferentes al engrandecimiento de la patria, a reunirse a nosotros en el terreno neutral y apacible de la filosofía natural, en el que las victorias reportan perfeccionamientos y las derrotas no cuestan sangre ni lágrimas. Por medio de la ciencia y de sus elevados fines, la patria recuperará su prestigio».
Igual pensamiento expuso Pasteur al brindar en el banquete de despedida ofrecido a los 300 congresistas reunidos en Milán:
«Señores: brindo por el progreso pacífico de la ciencia. Por primera vez tengo el honor de asistir, en suelo extranjero a un congreso científico internacional. Al analizar los sentimientos que despertaron en mí vuestras corteses discusiones y la magnífica hospitalidad de la noble población milanesa, surgen dos pensamientos en mi espíritu: uno, que la ciencia no tiene patria, y otro —aparentemente contradictorio, aunque consecuencia directa del primero— que la ciencia es la mayor personificación de la patria. La ciencia es antorcha que ilumina el mundo; y no tiene patria, porque el saber es patrimonio del género humano. Sin embargo, la ciencia debe simbolizar la patria, para que las naciones que se distinguen por los trabajos de la inteligencia, sean siempre las primeras entre las naciones del mundo.
«Esforcémonos, pues, para que nuestros países respectivos ocupen lugar preeminente en el campo pacífico de la ciencia. Luchemos, porque la lucha es vida cuando tiende al progreso.
«Vosotros, italianos, procurad que los Secchi, los Brioschi, los Tacchini, los Sella y los Comalia aumenten en número en vuestra bella y gloriosa patria... Vosotros, dignos hijos de Austria y Hungría, seguid la fecunda senda abierta a la ciencia y la agricultura por el eminente estadista que hoy es vuestro representante en la Corte Inglesa: nosotros, los congresistas, no olvidamos que el primer establecimiento sericícola fue fundado en Austria... Vosotros, japoneses, haced del cultivo de la ciencia uno de los propósitos principales de vuestra transformación política y social, con la que ofrecéis sorprendente espectáculo al mundo. Y nosotros, franceses, agobiados por el sufrimiento de nuestra patria mutilada, mostremos, una vez más, que los dolores más intensos pueden inspirar también sentimientos nobles y grandes acciones.
«Brindo, pues, por la competencia pacífica de la ciencia».
Este brindis fue acogido con prolongados aplausos. «En él encontrará reflejados los sentimientos que usted ha sabido inspirar a sus discípulos sobre la grandeza y destino de la ciencia en las sociedades modernas», escribió Pasteur a Dumas, al remitirle una copia.
La delicadeza y ternura de su espíritu le hacían recordar a su maestro en medio de las aclamaciones y el estrépito del banquete, y le despertaban un sentimiento casi filial por la patria; del alma de este hombre de laboratorio, a quien todos creían absorto en sus meditaciones, brotaban elocuentes palabras que conmovían a las muchedumbres. Mas era en su vida íntima donde se apreciaba cabalmente la bondad de su corazón y su ardiente anhelo de amar y ser amado. Este genio tenía corazón de niño, y eso le daba particular encanto.
«La única ambición del hombre de ciencia —escribió en su informe a la Academia de Ciencias—, debe ser conseguir la aprobación de sus colegas y de sus maestros venerados».
Pasteur había recibido ya ese premio y sentía satisfecha su ambición. Desde hacía casi 30 años, Dumas apreciaba su valer; Lister proclamaba su gratitud y Tyndall admiraba la importancia de sus trabajos. Mas el Dr. Bastian, joven médico inglés, impugnó sus experiencias sobre las generaciones espontáneas y provocó apasionadas prevenciones.
«La confusión y la incertidumbre actuales —escribió Tyndall a Pasteur— me indujeron, hace seis meses, a estudiar nuevamente el asunto a fin de servir a la ciencia y rendir justicia a usted. Después de demostrar la veracidad de una idea que tuve hace seis años y publiqué en la Revista Médica Británica —que tuve el placer de remitirle—, creo haber rebatido muchos errores del Dr. Bastian que desorientaban al público.
«Merece mencionarse el cambio operado desde entonces en las publicaciones de medicina en Inglaterra; y me siento inclinado a creer que la confianza del público en la exactitud de las experiencias del Dr. Bastian habrá disminuido considerablemente.
«Al ocuparme nuevamente en esta cuestión, tuve oportunidad de volver sobre los trabajos de usted, y su lectura ha hecho renacer en mí la admiración sentida al leerlos por vez primera. Me propongo proseguir estos estudios hasta haber disipado las dudas originadas respecto de la irrefutable exactitud de sus conclusiones».
Cuando Pasteur elevó a la Academia esta carta de Tyndall, reemplazó por puntos suspensivos el párrafo siguiente:
«Por primera vez en la historia de la ciencia tenemos el derecho de esperar, con confianza y seguridad, que se coloque a la medicina sobre bases científicas reales y se la libre del empirismo reinante sobre las enfermedades epidémicas. Espero que la humanidad sabrá reconocer, cuando llegue ese día, que debe a usted su mayor gratitud».
Tyndall tenía suficientes títulos para extender este documento de inmortalidad. Entre tanto era menester luchar, y Pasteur no quería ceder, ni aún a Tyndall, la responsabilidad de esas discusiones. Por lo demás, interesábale su adversario, de quien M. Duclaux había dicho que tenía «tenacidad y fecundidad espiritual y que, a falta de comprensión del método experimental, sentía inclinación por él». La discusión entablada duró varios meses. Según cálculo de J. B. Dumas «las grandes teorías necesitan diez años para ser aceptadas o rechazadas definitivamente». Al regresar Pasteur de Milán esto se cumplía con respecto a la adopción del procedimiento de obtención de semilla de gusanos de seda, pero no se había cumplido con la teoría de los gérmenes. La polémica sobre las generaciones espontáneas renacía en la Academia de Ciencias y en la de Medicina, y se reavivaba en Inglaterra, donde Bastian apresaba experiencias que pensaba realizar personalmente en la Escuela Normal.
«Dentro de poco hará 20 años —dijo Pasteur— que busco infructuosamente un ser vivo que no provenga de otro semejante. Serían incalculables las consecuencias de tal descubrimiento. La medicina, las ciencias naturales en general y la filosofía en particular, recibirían un impulso cuya importancia nadie podría prever. Por eso, cuando me dicen que alguien ha llegado más lejos que yo, me apresuro a visitar al feliz investigador para verificar sus asertos. No niego que acudo lleno de desconfianza. ¡Tantas veces he visto tropezar a los más hábiles en el difícil arte de la experimentación! ¡Y es tan dificultosa la interpretación de los hechos!».
El doctor Bastian empleaba en sus experiencias orina ácida, previamente hervida y neutralizada con solución de potasa esterilizada por calentamiento a la temperatura de 120 grados. Después de enfriar la orina y calentarla a 50 grados «temperatura adecuada al desarrollo de los gérmenes» el líquido se llenaba de bacterias al cabo de 9 horas. «Esto prueba la generación espontánea», aseguraba el doctor Bastian.
Pasteur le pidió que reemplazara la solución de potasa por un trozo de potasa sólida, calentado previamente al rojo, o solamente a 110 grados, para eliminar los gérmenes de bacterias. Al estudiar, en colaboración con M. Joubert, profesor de física del Colegio Rollin, los gérmenes de organismos inferiores existentes en aguas de distinta procedencia, encontró dichos gérmenes hasta en el agua destilada del laboratorio. Esta se contaminaba al verterla en delgados chorros a través del aire o al ponerla en vasos que tuvieran gérmenes en las paredes. Las aguas de los manantiales, por filtrarse lentamente a través de espesas capas de terreno sin grietas, estaban exentas de gérmenes.
Había que examinar, por lo tanto, el contenido y el continente por separado. La orina recogida por el doctor Bastian en un vaso que no había sido pasado por la llama, podía tener esporas del bacilo denominado bacillus subtillis, que resisten al calor y no se multiplican en líquidos excesivamente ácidos. Pero cuando se neutralizaba el líquido con la potasa, los gérmenes se desarrollaban. ¿Qué había que hacer para evitar esto? Pues, recoger orina en un recipiente previamente pasado por la llama. Pasteur evitó la producción de organismos, según lo expuso en su tesis M. Chamberland, preparador agregado al laboratorio y colaborador suyo en la mayor parte de estas experiencias.
Si Pasteur hubiese tenido la imperturbable calma de los moralistas, hubiera podido escribir un artículo sobre: La utilidad de tener ciertos enemigos; porque la discusión con Bastian le sirvió para explicar por qué los heterogenistas Pouchet, Joly y Musset obtenían resultados contrarios a los suyos, a pesar de haber operado de igual manera que él, aunque con líquidos diferentes. En los balones con decocción de heno utilizados por los heterogenistas desarrollábanse casi siempre gérmenes, porque los líquidos tenían esporas de bacillus subtillis; en cambio, el agua de levadura empleada por Pasteur no se alteraba, porque era estéril. Las esporas permanecían inactivas mientras el líquido se hallaba fuera del contacto del aire; pero si éste entraba en el balón, se multiplicaban en seguida.
El procedimiento de esterilización de líquidos por calentamiento a 120 grados data de la polémica con Bastian. «Calentando un balón a medio llenar a 120 grados —ha escrito M. Duclaux— no se esterilizan sino las partes en contacto con el líquido, y la vida persiste en las partes secas. Es menester elevar la temperatura hasta 180 grados para asegurar la esterilización completa».
M. Boutroux, ex alumno de la Escuela Normal y preparador del laboratorio de Pasteur desde octubre de 1876, expuso en su tesis: «Aplicando estos conocimientos, pueden obtenerse medíos de cultivo perfectamente estériles. Ahora bien, sembrando en ellos simientes puras de microorganismos, éstos se reproducen tantas veces como se quiera».
Pasteur explicó a los cirujanos de la Academia de Medicina en qué consistían los utensilios flameados: «Para desembarazarse de los gérmenes microscópicos depositados sobre los objetos por el polvo del aire o el agua utilizada en su lavado, el mejor medio consiste en ponerlos en vasos taponados con algodón y dejarlos durante media hora en una estufa calentada a 175 grados aproximadamente. Para flamear el algodón, se lo coloca previamente en tubos de vidrio o se lo envuelve en papel secante». Era práctica corriente en su laboratorio flamear todos los instrumentos, hasta el tapón más insignificante. Así nació una técnica nueva que resistió victoriosamente las objeciones que suscitó.
Pasteur impugnaba enérgicamente la supuesta exactitud de la experiencia del doctor Bastian sobre la generación espontánea, para evitar interminables conflictos con médicos y cirujanos. Éstos podían clasificarse en dos grupos: los que rechazaban rotundamente la teoría de los gérmenes y los que, si bien admitían las investigaciones de Pasteur como meros trabajos de laboratorio, rechazaban sus incursiones experimentales en el terreno de la clínica. Por esta razón, Pasteur escribió a Bastian en los primeros días de julio de 1877:
«¿Sabe usted por qué me empeño en combatirlo? Pues porque usted es uno de los principales adeptos de la doctrina médica de la espontaneidad de las enfermedades, funesta a mi parecer, para el progreso del arte de curar. Usted pertenece, a la escuela de los que grabarían gustosos en el frontispicio de su templo médico las palabras que antaño quiso grabar uno de los miembros de la Academia de Medicina de París: «La enfermedad es de nosotros, está en nosotros y es para nosotros». Según esto, todo sería espontáneo en patología. Si los médicos y cirujanos pensaran en la profilaxis y en la terapéutica, comprenderían que un abismo separa las dos doctrinas».

CAPÍTULO 9
1877 – 1879

El carbunco; trabajos de Pasteur. — La medicina tradicional y las doctrinas de Pasteur. — Progresos de la cirugía. — Invención de la palabra “microbio”. — Nuevas impugnaciones a los trabajos de Pasteur. — Gallinas enfermas de carbunco; experiencia ante la Academia de Medicina. — Nota de Pasteur sobre la teoría de los gérmenes. — Investigaciones sobre el carbunco. — Examen crítico de un escrito póstumo de Claudio Bernard. — Pasteur en los hospitales; la fiebre puerperal.
Las confusas ideas sobre el origen de las enfermedades contagiosas y epidémicas iban a ser brillantemente aclaradas. Pasteur, en efecto, había iniciado el estudio de la enfermedad llamada carbunco o sangre de bazo. ¿De dónde provenía esta enfermedad perniciosa que causaba tantas pérdidas a la Beauce, la Brie, la Borgoña, el Nivernais, el Berrí, la Champaña, el Poitu, el Delfinado y la Auvernia? En la Beauce moría el 20 por ciento de los animales, y en algunas partes de Auvernia, del 10 al 15 por ciento; el distrito de Provins perdía anualmente más de 500.000 francos. Las granjas de esta región y las de Fontainebleau y Meaux denominábanse granjas de carbunco; y en otros, lugares eran corrientes los nombres de campos y montañas malditas. Parecía, en verdad, que un maleficio castigaba con la muerte a los rebaños que se atrevían a pasar por allí; en pocas horas, los animales enfermaban y quedaban rezagados, con la cabeza gacha y las patas vacilantes. Escalofríos, respiración jadeante, deyecciones sanguinolentas y evacuaciones similares por la boca y las narices, eran los síntomas precursores de la muerte; ésta sobrevenía, a veces, antes que los pastores repararan en la enfermedad, que se presentaba fulminante como la apoplejía o la asfixia. Los cadáveres se hinchaban rápidamente y, al menor tajo, manaban sangre espesa, viscosa y negra como carbón: de ahí provenía el nombre de carbunco. También se la denominaba sangre de bazo, porque al efectuar la autopsia, el bazo aparecía inflamado con aspecto de gacha negra. En algunas regiones, la epidemia adquiría caracteres catastróficos. Solamente en el distrito ruso de Novgorod habían muerto entre 1867 y 1870 más de 56.000 bueyes, caballos, vacas y ovejas. También habían perecido 528 personas, pues bastaba un simple pinchazo o una desolladura para que pastores, carniceros, destazadores, matarifes, curtidores, etc., contrajeran la pústula maligna.
En el año 1838, M. Delafond, profesor de la Escuela de Alfort, había mostrado a sus discípulos ciertos bastoncillos «como él los llamaba» que había encontrado en la sangre de animales muertos de carbunco. Esta observación, sin embargo, fue tenida por curiosidad científica sin importancia. Davaine y Rayer, que en 1850 habían encontrado también bastoncillos en la sangre carbuncal, contentáronse con señalar el hecho, que pareció tan insignificante al primero, que no lo mencionó siquiera en la nota que redactó sobre sus trabajos. Pero en 1861, impresionado por el informe de Pasteur sobre el fermento butírico «constituido por bastoncillos cilíndricos, parecidos a vibrionesbacterias» pensó que los corpúsculos filiformes hallados en la sangre carbuncal, constituirían quizá el fermento causante de la enfermedad. En 1863 inoculó a conejos sangre de carneros muertos de carbunco, y poco después encontró en ellos bastoncillos inmóviles y transparentes, que denominó bacteridias carbuncales. La palabra bacteridia es el diminutivo de bacterium, especie de vibrión caracterizado por su forma rectilínea. Después de las experiencias de Davaine parecía haberse hallado la causa de la enfermedad o, en otros términos, la existencia de una relación directa entre las bacteridias y el carbunco. Sin embargo, los profesores del Val de Grace, Jaillard y Leplat, refutaron esas experiencias.
De un establecimiento cercano a Chartres, hicieron traer sangre de vaca muerta de carbunco y la inocularon a conejos; éstos murieron sin tener bacteridias, Jaillard y Leplat afirmaron entonces que la bacteridia era un epifenómeno y no la causa de la enfermedad misma.
Davaine repitió las experiencias de Jaillard y Leplat y dio otra interpretación a los hechos: la enfermedad inoculada por sus contradictores no había sido carbunco. En respuesta a esto, Jaillard y Leplat propusieron que se efectuaran inoculaciones con sangre carbuncal de carnero y no de vaca; pero obtuvieron iguales resultados y tampoco hallaron bacteridias. ¿Tratábase realmente de dos enfermedades distintas? La incertidumbre se posesionó de los espíritus.
En 1876 el doctor Koch, joven médico alemán, encontró que el humor acuoso de los ojos de bueyes y conejos era excelente medio de cultivo. Cuando sembraba bacteridias en ese líquido nutritivo, éstas aumentaban en pocas horas hasta 15 veces su tamaño; alargábanse desmesuradamente y formaban filamentos que cubrían el campo del microscopio. Al examinar esos filamentos, que tomaban forma de ovillo, el doctor Koch observó que se llenaban de manchitas parecidas a esporas. Algunos meses después, en una conferencia dictada en Glasgow, Tyndall comparó gráficamente esas esporas o cuerpecillos ovoides a guisantes dentro de la vaina. Es interesante hacer notar aquí que, cuando Pasteur estudió la enfermedad de los gusanos de seda y la reproducción de los microorganismos causantes de la enfermedad de los morts-flats, observó que los vibriones se fragmentaban en corpúsculos brillantes o esporas que, al igual que los granos de cereales, podían germinar aún después de muchos años y perpetuar su acción destructora. La bacteridia carbuncal o bacillus anthracis reproducíase de igual manera que los vibriones de los morts-flats. El doctor Koch inoculaba bacteridias a conejillos de Indias, ratones y conejos, y conseguía provocar el carbunco con tanta facilidad y virulencia, como cuando inoculaba sangre venosa de animales muertos de esa enfermedad. El origen del contagio quedaba aclarado y debía atribuirse a los bastoncillos y a las esporas. Este hecho pareció definitivo; sin embargo, Pablo Bert declaró en la Sociedad de Biología, en enero de 1877, que «si se hace perecer, mediante oxígeno comprimido, el bacillus anthracis contenido en una gota de sangre que se inocula después a un animal, éste enferma y muere sin que se observen bacteridias en él...Por lo tanto, las bacteridias no son ni la causa, ni el efecto de la infección carbuncosa. Esta enfermedad se debe a un virus».
Pasteur se aprestó entonces a buscar la solución del problema. Tomó una gota microscópica de sangre de animal muerto de carbunco y la sembró en orina neutra o ligeramente alcalina, con las precauciones habituales para evitar contaminaciones extrañas. Horas después, nadaba en el líquido de cultivo —que hubiera podido ser también caldoagua de levadura— algo parecido a un copo: las bacteridias, al hallarse en medio adecuado, se alargaban extraordinariamente formando ovillo. Sembró una gota de este cultivo en otro balón, y luego una gota de éste en un tercero y así sucesivamente, hasta sembrar un cuadragésimo balón; la simiente de cada uno de estos cultivos provenía siempre de una gotita del cultivo anterior. Una gotita de cualquiera de estos balones, inoculada bajo la piel a un conejillo de Indias, producía carbunco con síntomas semejantes a los observados cuando se inoculaba sangre originariamente carbuncosa.
Ante el resultado de estas experiencias ¿podía sostenerse todavía que la virulencia de los cultivos sucesivos se debía a una substancia inanimada, contenida en la gota de sangre de la primera siembra? Si tal substancia hubiera existido, las siembras sucesivas la habrían diluido hasta hacerla desaparecer prácticamente. Es absurdo creer —aseguraba Pasteur— que la virulencia del último balón se debe a un agente virulento inanimado, existente en la primera gota de sangre. Por lo tanto, son las bacteridias, únicamente, las que producen la virulencia: «el carbunco es provocado por la bacteridia, como la triquinosis por la triquina y la sarna por el ácaro correspondiente; pero en el caso del carbunco, el parásito sólo puede verse con microscopio de gran aumento». Después de algunas horas de iniciado el cultivo, las bacteridias se desarrollaban en forma de filamentos, en los que aparecían corpúsculos alargados, gérmenes o esporas, cuya existencia había señalado el doctor Koch. Estas esporas, sembradas en caldo, reproducían los ovillos filamentosos con que se identificaban las bacteridias. Pasteur hacía notar que «un solo germen, al multiplicarse, acaba por llenar el balón con tal tupido ovillo de bacteridias, que a primera vista puede confundírsele con algodón en rama».
Un discípulo que colaboró asiduamente en estos trabajos sobre el carbunco, M. Chamberland, ha descrito como sigue las experiencias de Pasteur: «Con su admirable procedimiento de los cultivos fuera del organismo, Pasteur demuestra que los bastoncillos existentes en la sangre —designados con el mismo nombre de bacteridias por Davaine — son seres animados que se reproducen indefinidamente en líquidos apropiados, de dos maneras distintas: por brotes y por esporas o gérmenes. En el primer caso, la reproducción de las bacteridias se parece a la reproducción de las plantas por estacas; en el segundo, a la reproducción por semilla.» El primer punto de la cuestión quedaba, pues, esclarecido, y la hipótesis que Davaine no había podido sostener, trocóse en hecho científico inobjetable.
Más quedaba por explicar el resultado de las experiencias de Jaillard y Leplat. ¿Cómo era posible que estos experimentadores hubieran provocado la muerte inyectando sangre carbuncal y no hubiesen encontrado bacteridias posteriormente? Pasteur, guiado por «su extraordinaria facultad de relacionar los hechos con sus causas» —como decía Tyndall—, se colocó en iguales condiciones experimentales que Jaillard y Leplat, que, en pleno verano, habían inoculado sangre carbuncal, extraída 24 horas antes de la experiencia. Antes de ir a recoger personalmente sangre carbuncal, Pasteur escribió al destazador de Chartres que conservara dos o tres días los cadáveres de los animales muertos de carbunco. Acompañado del veterinario M. Boutet encontró a su llegada, el 13 de junio de 1877, un carnero, un caballo y una vaca, muertos desde hacía 16, 24 y 48 horas respectivamente. La sangre del carnero contenía solamente bacteridias carbuncales; la del caballo y la de la vaca bacteridias y vibriones de putrefacción; en la sangre de la vaca éstos abundaban más que en la del caballo. La sangre del carnero, inoculada a conejillos de Indias, provocó únicamente carbunco. La del caballo y de la vaca, si bien mataron rápidamente a los conejillos, éstos no presentaron bacteridias.
Con esto Pasteur pudo explicar fácilmente lo sucedido en las experiencias de Jaillard y Leplat y en los trabajos inacabados de Davaine. Pero poco después, un experimentador novel, el veterinario parisiense M. Signol, originó otra confusión al comunicar a la Academia de Ciencias que bastaba asfixiar un animal sano para que al cabo de 16 horas su sangre se tornara virulenta. M. Signol creía haber encontrado bacteridias inmóviles (parecidas a las del carbunco) que no pululaban cuando las inoculaba a animales, pero que producían rápidamente la muerte con síntomas similares a los del carbunco. Para verificar estos hechos se nombró una comisión, de la que Pasteur participó junto con sus colegas Bouillard y Bouley. M. Signol presentó, como prueba, el cadáver de un caballo asfixiado la víspera. En sus venas profundas, Pasteur descubrió un vibrión largo, flexuoso y tan traslúcido, que era difícil de observar. Era el vibrión séptico, que, según la comparación de Pasteur, apartaba los glóbulos de la sangre como la serpiente las yerbas de los campos. Dicho vibrión pulula en el peritoneo; y, algunas horas después de la muerte, pasa a la sangre; es en cierto modo la vanguardia de los vibriones de la putrefacción. Ahora bien, cuando Jaillard y Leplat pidieron sangre de animal muerto de carbunco, recibieron sangre a la vez séptica y carbuncal. Fue la septicemia —cuya acción es tan rápida, que mata los carneros en 24 horas—, la que mató los conejos utilizados. Fue asimismo la septicemia (producida por el vibrión séptico o sus gérmenes) lo que M. Signol había inoculado inadvertidamente, en sus experiencias. Los cultivos sucesivos del vibrión séptico sirvieron a Pasteur para mostrar que una gota de cualquiera de ellos provocaba la enfermedad, análogamente a la bacteridia del carbunco. La única diferencia entre la bacteridia carbuncal y el vibrión séptico estaba en que la primera era aerobia y el segundo anaerobio, por cuya razón su cultivo debía hacerse en ambiente de ácido carbónico. Para separar la bacteridia carbuncal del vibrión séptico, Pasteur preparó cultivos con cuidado sólo comparable al que ponen los holandeses en obtener variedades de tulipanes. Cuando hacía un cultivo, al contacto del aire, obtenía bacteridias y, cuando eliminaba éste, solamente vibriones sépticos. Así la explicación de la experiencia de Pablo Bert resultó sencilla. La sangre que Bert había recibido de Chartres, era de igual calidad que la empleada por Jaillard y Leplat, esto es, sangre a la vez séptica y carbuncosa. Pero si bien las bacteridias y los vibriones sépticos perecen por acción del oxígeno comprimido, no sucede lo mismo con los tenaces corpúsculos-gérmenes del carbunco, que no mueren aunque se los caliente durante muchas horas a 70 grados y resisten la acción del vacío, del ácido carbónico y del oxígeno comprimido. Ahora bien, Pablo Bert destruía las bacteridias filamentosas con oxígeno comprimido, pero no los gérmenes: éstos quedaban inalterados, por cuya razón el carbunco se declaraba posteriormente. Pablo Bert fue al laboratorio de Pasteur; allí comprobó los hechos y verificó las experiencias. El 23 de junio de 1877 declaró, en la Sociedad de Biología, que se había equivocado; lealtad muy francesa, según la expresión de Pasteur.
A pesar de la admiración que algunos médicos profesaban a Pasteur y de la difusión de algunas obras, como el compendio de Enrique Gueneau de Mussy, aparecido en 1877, sobre la teoría del germen-contagio y su aplicación a la etiología de la fiebre tifoidea, las doctrinas de Pasteur continuaban en pugna con las ideas médicas de entonces; lucha latente, con escaramuzas aisladas, que parecía esperar el momento de declararse abiertamente. Una discusión de varios meses se entabló en la Academia de Medicina a propósito de la fiebre tifoidea. Los depositarios de la elocuencia médica proclamaban la espontaneidad de las enfermedades: nosotros —decían— engendramos la fiebre tifoidea en nosotros mismos. Calificaban de sueño utópico la convicción de los que sostenían que, cuando se dominara a los seres microscópicos, las enfermedades virulentas y contagiosas desaparecerían del cortejo angustioso de dolores de la humanidad: y éste era el anhelo supremo de Pasteur. Los viejos profesores, aturdidos por la novedad que conmovía lo que para ellos era la verdad médica, procuraban llamar la atención sobre sus respectivos estudios de antaño. Así lo hacía Piorry al asegurar: «No son las enfermedades —entes abstractos— sino los enfermos, los que hay que estudiar cuidadosamente, con ayuda de todos los medios físicos, químicos y clínicos.» El fenómeno del contagio no se tenía en cuenta, ni aun después de las claras y demostrativas experiencias de Pasteur. Los que rechazaban hasta la posibilidad de una analogía entre la medicina veterinaria y la medicina propiamente dicha, consideraban de poca monta las relaciones eventualmente existentes entre los fenómenos observados en las experiencias de laboratorio sobre conejillos de Indias y los fenómenos de la patología humana. Resulta interesante reseñar el ambiente hostil existente entre los médicos, a fin de apreciar mejor el esfuerzo de voluntad que necesitó Pasteur para salvar los obstáculos creados por ellos y los veterinarios.
El profesor de la Escuela de Alfort, M. Colin, después de efectuar 500 experiencias sobre el carbunco en el transcurso de 12 años, expuso el 31 de julio en la Academia de Medicina que los resultados de las experiencias de Pasteur carecían del valor que éste les atribuía. Entre sus principales objeciones había una, que, para él, era de capital importancia: la existencia de un agente virulento en la sangre, además de las bacteridias.
Bouley se dejó impresionar por las aseveraciones de Colin, a pesar de haber leído pocos días antes, en la Academia de Ciencias, la nota en que M. Toussaint —profesor de la Escuela Veterinaria de Tolosa—, informaba que los resultados de sus experiencias concordaban con los de Pasteur. Bouley comunicó sus impresiones a Pasteur, entonces de vacaciones en el Jura, y en respuesta recibió una carta tan enérgica, como algunas de sus réplicas en la Academia: «Arbois, 18 de agosto de 1877. Mi querido colega...Desearía tomar al pie de la letra el calificativo de «maestro» con que me honra y dar a usted, hombre de poca fe, una severa lección, por haberse dejado impresionar en la Academia de Medicina por los asertos de M. Colin (que todavía sigue disertando acerca de la posible existencia de un agente virulento inanimado), aun después de haber desaparecido sus inquietudes, al parecer, con la lectura que hizo el lunes pasado en la Academia de Ciencias.
«Me tomo la licencia de decirle, con toda franqueza, que usted no parece haber comprendido suficientemente las conclusiones que se derivan de las lecturas que hice en las Academias de Ciencias y de Medicina, en mi nombre y en el de M. Joubert. ¿Cree usted que habría leído esas notas si hubiera necesitado las confirmaciones que usted sugiere, y si hubieran podido ser contradichas por M. Colin? Usted conoce perfectamente cuál es mi situación ante esas controversias. Como carezco de conocimientos médicos y veterinarios, sería tachado de presuntuoso si tuviera la temeridad de hacer uso de la palabra sin estar preparado para vencer en la lucha. Si yo aportara apariencias en vez de realidades, los veterinarios y los médicos me lo recriminarían porfiadamente, y con razón.
«¿Cómo no advirtió usted que M. Colin tergiversó —debería decir, suprimió—, porque se oponía a sus ideas, la importante experiencia de los cultivos de bacteridias en orina? Es verdad que el origen de la virulencia no se dilucida por el hecho de provocar la muerte de animales inoculando sangre carbuncosa mezclada con agua, sangre pura, humor vítreo, suero, como lo hicieron Davaine, Koch y el mismo Colin; así lo confirman las célebres experiencias de Davaine sobre la septicemia; mas nuestra experiencia es completamente diferente...» Explicaba a continuación que, empleando el método de los cultivos de bacteridias en medios artificiales, obtenía líquidos igualmente virulentos, y bastaba una sola gota de cualquiera de ellos para causar la muerte con igual seguridad que si hubiera inoculado sangre carbuncosa.
Algunos meses después, el 11 de febrero de 1878, escribió en una carta íntima a Julio Vercel, su antiguo compañero de Arbois: «Estoy sumamente atareado. En ninguna época de mi carrera científica trabajé tanto como ahora, ni estuve tan interesado por el resultado de mis experiencias, que, según lo espero, habrán de esclarecer importantes problemas de la medicina y de la cirugía» . Ante tantos descubrimientos sucesivos, la cuestión era determinar quién tenía razón. Muchos, llevados de su ignorancia, despreocupación o egoísmo, consideraban los hechos con desdén; otros, en cambio, decían que los trabajos de Pasteur eran imperecederos y que la palabra teoría usada por éste debía cambiarse por la de doctrina. Con pleno conocimiento de causa, el doctor Sedillot tenía el derecho de expresarse así. Su espíritu crítico y sagaz lo había preservado de parecerse a ciertos ancianos, que, según la expresión de Sainte-Beuve, detienen el reloj de su vida y se niegan a seguir contando las horas del progreso. Había sido director de la Escuela del Servicio de Sanidad Militar de Estrasburgo, y aunque se hallaba en situación de retiro en 1870, volvió a ocupar su puesto como cirujano voluntario a raíz del reclutamiento de Wissembourg. Como se recordará, había dirigido a la Academia de Ciencias, de la cual era miembro correspondiente, una carta en que describía la espantosa mortandad de heridos en el hospital de sangre Haugueneau, imposible de remediar a pesar de su abnegación y cuidados. Con extremada modestia, había solicitado la colaboración de sus colegas para solucionar el problema de la gangrena o infección purulenta. Cuando terminó la guerra, la Academia lo nombró miembro titular. Este noble anciano de fisonomía severa y triste, seguía con especial atención los trabajos de Pasteur. En marzo de 1878 leyó en la Academia su nota titulada: «De la influencia de los trabajos de M. Pasteur en los progresos de la cirugía.» Los descubrimientos que han modificado radicalmente los métodos quirúrgicos y, en especial, el tratamiento de las heridas —dijo— se derivan de un principio único que, abarcando todos los hechos particulares, explica los resultados de Lister y muestra cómo algunas operaciones quirúrgicas son posibles y por qué tienen éxito las curaciones que antaño fracasaban. En ello consiste precisamente el progreso obtenido. El último párrafo de su nota merece reproducirse, por ser el valioso comentario de un médico contemporáneo: «Habremos asistido a la concepción y nacimiento de una nueva cirugía, hija de la ciencia y del arte, que constituirá una maravilla de nuestro siglo, en la que se vincularán gloriosamente los nombres de Pasteur y de Lister.» En esa comunicación, Sedillot propuso el empleo del neologismo microbio, para caracterizar genéricamente los organismos microscópicos: vibriones, bacterias, bacteridias, etc. Por su brevedad y significado general, esta palabra era, según él, doblemente ventajosa. Sin embargo, antes de emplearla, consultó con Littré, y éste le envió la siguiente carta fechada el 26 de febrero de 1878: «Muy querido colega y amigo: Microbio y microbia son palabras muy buenas. De ambas prefiero el vocablo microbio para designar a los animálculos: así podría reservarse la palabra microbia, substantivo femenino, para designar el estado de los microbios.» Ciertos lingüistas versados en griego se apresuraron a criticar la formación de esta palabra. Microbio —dijeron— significa más apropiadamente animal de corta vida que animal sumamente pequeño. Pero la autorizada opinión de Littré aseguró la adopción del neologismo.
«Es cierto —escribió a Sedillot— que microbios y maxrobios significan en griego de corta vida y de larga vida; pero, como usted bien dice, no se trata aquí de la lengua griega, sino del empleo que nuestro idioma hace de los radicales griegos. Ahora bien, aquella lengua tiene las palabras bios, vida; bioux, viviente; bioun, vivir; cuyo radical común bio o bia puede tener el sentido de viviente en palabras tales como aerobio, anaerobio y microbio. Sugiero que no conteste a la crítica y espere a que el término se imponga por sí solo, como sin duda sucederá.» Por haberlo adoptado Pasteur, el vocablo fue universalmente empleado. Después de tener la satisfacción de oír en la Academia de Ciencias las palabras de Sedillot, precursoras de la posteridad, Pasteur tuvo que escuchar en la Academia de Medicina algunas comunicaciones de índole muy diferente. Rompiendo el aislamiento impuesto por su misantropía, Colin de Alfort criticó nuevamente las experiencias de Pasteur. Éste, impacientado por su insistencia en hablar de una virulencia carbuncosa sin intervención de bacteridias, solicitó a la Academia el nombramiento de una comisión que actuara de juez en ese asunto.
«Cuando un tema ha sido aclarado con pruebas experimentales serias y no refutadas —dijo—, la ciencia no debería escuchar los asertos que renuevan las discusiones. Por eso solicito expresamente que M. Colin demuestre lo que asevera; tengo el derecho de hacer este pedido, por cuanto su aserto implica la afirmación que la materia orgánica inanimada puede producir bacteridias carbuncales en los animales vivos. Esto sería la generación espontánea de la bacteridia.
Hombre sumamente laborioso, Colin había ponderado en su Tratado de Fisiología comparada de los animales el método experimental, el único —según decía— que conduce a grandes resultados. ¿Cómo era posible, pues, que negase uno de los ejemplos más valiosos de la eficacia de ese método? Hay que agregar, por otra parte, que Colin criticaba en su tratado a algunos contemporáneos y especialmente a Claudio Bernard. Pero esa contradicción incidental volvióse sistemática. Bastaba que Pasteur dijera «blanco», para que Colin respondiera «negro»: lo contradecía en todas las oportunidades. En el informe del 17 de julio de 1877, Pasteur había asegurado que las aves, y en especial las gallinas, no enfermaban de carbunco; Colin apresuróse a sostener lo contrario, y, al hacerlo, le rogó que le trajera un cultivo de bacteridias. En retribución, Pasteur le pidió que le enviara al laboratorio una gallina muerta de carbunco, ya que, según él, las gallinas lo contraían con suma facilidad. Así quedó convenido. La gallina de Colin se hizo célebre por el relato de Pasteur en la Academia, en marzo de 1878, durante un intervalo de esas discusiones: «Al finalizar la semana, M. Colin entraba en mi laboratorio y, antes de estrecharle la mano, le pregunté: «¿Y mi gallina carbuncosa? ¿No la trae usted? M. Colin me contestó: «Confíe en mí; la tendrá la semana próxima.» Partí de vacaciones, y tan pronto como regresé, pregunté a M. Colin en la primera sesión académica a que asistí: «Y bien, ¿dónde está la gallina?» «Acabo de reanudar mis experiencias —respondióme— y dentro de pocos días le traeré una gallina muerta de carbunco.» Los días y las semanas pasaron: yo seguí instando y M. Colin, prometiendo. Pero hace aproximadamente dos meses, M. Colin me declaró que se había equivocado y no podía contagiar el carbunco a las gallinas. «Pues bien, querido colega —díjele entonces— voy a demostrarle a usted que es posible contagiar el carbunco a las gallinas; pero esta vez seré yo quien le lleve a Alfort una gallina que morirá de esa enfermedad.» «He contado a la Academia la historia de la gallina tantas veces prometida por M. Colin, para mostrar que nuestro colega ha contradicho siempre, con muy poca seriedad, nuestras observaciones sobre el carbunco.» M. Colin, después de hablar de otras cosas, acabó por decir: «Lamento no haber podido remitir a M. Pasteur una gallina enferma o muerta de carbunco. Repetidas veces inoculé sangre muy virulenta a dos aves que compré con ese fin; mas ninguna enfermó. Quizá tras nuevas tentativas la experiencia hubiera tenido éxito; pero un perro voraz terminó con el asunto, comiéndose un buen día las gallinas, cuyas jaulas sin duda estarían mal cerradas.» Los que transitaban por la calle Ulm el martes siguiente a este suceso, vieron, con sorpresa, que Pasteur llevaba jovialmente en un coche de plaza una jaula con dos gallinas vivas y una muerta. Al comenzar la sesión en la Academia de Ciencias, Pasteur colocó la inesperada jaula sobre el escritorio presidencial, y explicó que la gallina muerta había sido inoculada, dos días antes, con cinco gotas de un cultivo puro de bacteridias, en agua de levadura, y que la muerte había sobrevenido 29 horas después. En su nombre y en el de los señores Joubert y Chamberland, expuso que, sorprendidos de la inmunidad de las gallinas al carbunco, habían querido determinar si esa singular e inexplicable resistencia se debía a la temperatura de las aves, «superior, en algunos grados, a la de los animales que contraen esa enfermedad» .
Para ello se valieron de ingenioso procedimiento: mantuvieron las gallinas inoculadas en un baño frío, hasta que su temperatura descendió algunos grados. «Tratadas de este modo —dijo— las gallinas mueren al día siguiente. La sangre, el bazo, el pulmón y el hígado se llenan de bacteridias carbuncales, cultivables posteriormente en líquidos esterilizados o en el cuerpo de los animales. Hasta ahora no hemos encontrado ninguna excepción.» La gallina blanca yacente en la jaula mostraba el buen resultado de la experiencia. Previendo que algunos académicos atribuirían al baño prolongado la causa de la muerte, Pasteur había colocado otra gallina sin inocular (la de plumaje gris), en un baño a igual temperatura y durante un mismo tiempo. La tercera gallina, que se movía con vivacidad en la jaula, había sido inoculada con 10 gotas (en vez de 5) del líquido carbuncal, pero no había permanecido en el baño frío. «Como ustedes ven —dijo Pasteur—, su salud es perfecta. No puede dudarse, pues, que el carbunco inoculado causó la muerte de la gallina blanca, como lo evidencian, por lo demás, las bacteridias que llenan su cuerpo.» Pensaba hablar también de una experiencia que quedaba por efectuar con una cuarta gallina; pero no pudo hacerlo, porque la Academia resolvió levantar la sesión por falta de tiempo. ¿Podía convalecer una gallina por el mero hecho de ser retirada del baño? Pasteur inoculó una gallina y la mantuvo en un baño frio hasta que tuvo síntomas de carbunco. Después de retirarla del baño y envolverla en algodón, la colocó en una estufa a 35 grados, con lo cual detuvo el desarrollo de las bacteridias, que fueron absorbidas por la sangre: la gallina sanó. ¡Cuántas ideas pasaron entonces por la mente de los que presenciaron ese experimento! La receptividad de las gallinas al carbunco se provocaba, pues, con sólo hacer descender su temperatura de 42 a 38 grados, esto es, con hacerla igual a la temperatura de los conejos y conejillos de Indias, que contraen esta enfermedad.
Al entusiasmo de Sedillot y a las impugnaciones de Colin, agregóse entonces el interés de muchos médicos y cirujanos que anotaban diligentemente estos resultados, y terminaron por aceptarlos con admiración y esperanza. En un informe a la Academia de Medicina, M. Lereboullet, redactor de la Gaceta Hebdomadaria de Medicina y Cirugía, escribió: «estos hechos, que aclaran con mayor intensidad la teoría de los gérmenes y el desarrollo de las bacteridias carbuncales, serán comprobados y verificados por otros experimentadores. Muy probablemente M. Pasteur —que nunca asevera en la tribuna académica nada prematuro o conjeturable— sacará de ellos conclusiones de suma importancia para la etiología de las enfermedades virulentas» .
No obstante, muchos creían más prudente no apresurarse a aceptar de plano, en medicina, la función predominante de los microbios. En su informe del 22 de marzo de 1878, M. Lereboullet hizo notar que el cirujano León le Fort rechazaba cuanto tenía de terminante la teoría de los gérmenes, si bien reconocía «los servicios que el laboratorio había prestado a la cirugía al llamar la atención sobre las complicaciones de las heridas y al encauzar nuevas investigaciones tendientes a mejorar los métodos de curación... “ . «Al igual que nuestro eminente M. Sedillot y todos sus colegas de la Academia, M. León le Fort pondera los trabajos de M. Pasteur, aunque objeta sus aplicaciones a la cirugía.» Estas reservas fueron muy tenaces en M. le Fort, que se expresaba así: «La teoría de los gérmenes es absolutamente inaplicable a la clínica quirúrgica.» La infección purulenta —según él— a pesar de provenir de las heridas mismas, era provocada por fenómenos locales, cuyo origen debía buscarse en el interior y no en el exterior de los enfermos, porque el organismo tenia la propiedad de crear espontáneamente, al influjo de ciertos factores, el veneno séptico que transmitía después a otros enfermos por los instrumentos quirúrgicos, utensilios de curaciones y manos de los cirujanos. Pero la infección purulenta se desarrollaba espontáneamente antes de la propagación del germen-contagio. Para resumir claramente sus ideas, M. le Fort dijo en la Academia de Medicina: «Creo en la interioridad del principio de la infección purulenta, en ciertos enfermos, y por eso me opongo a la adopción, en cirugía, de la teoría de los gérmenes que sostiene la exterioridad constante del principio infeccioso.» Pasteur se puso en pie y con voz enérgica, en consonancia con la firmeza de sus principios científicos, replicó: «Antes de aceptar la Academia las condiciones que acaba de oír y rechazar la teoría de los gérmenes, desearía que escuchase la exposición de las investigaciones que estoy efectuando en colaboración con los señores Joubert y Chamberland.» Tanta era su impaciencia por participar en el debate en que se discutía si la medicina y la cirugía reconocerían la importancia decisiva de la teoría de los gérmenes, que enunció una serie de proposiciones sobre la septicemia o infección pútrida y llamó la atención sobre los errores a que se exponían aquellos que consideraban únicamente el aspecto morfológico de los seres microscópicos. «Los vibriones sépticos, por ejemplo —dijo— adquieren, según los medios de cultivo, formas y longitudes tan diferentes, que parecen seres específicamente distintos.» Después de un amplio exordio, Pasteur expuso brillantemente el 30 de abril de 1878, en su nombre y en el de los señores Joubert y Chamberland, la famosa comunicación sobre la teoría de los gérmenes: «Las ciencias se benefician cuando se prestan mutuo apoyo. En efecto, mis primeras comunicaciones sobre la fermentación, leídas en el período 1857-1858, sirvieron para que se aceptara que los fermentos propiamente dichos son seres vivos; los gérmenes de los organismos microscópicos abundan en la superficie de los objetos, en el aire y en el agua; la hipótesis de la generación espontánea es quimérica; y el vino, la cerveza, el vinagre, la sangre, la orina y todos los líquidos del organismo no se alteran cuando están en contacto con aire puro. Estos principios fueron admitidos después por la medicina y la cirugía, y en 1863, el médico francés doctor Davaine los aplicó con éxito en sus experiencias.» Este párrafo reunía diversos temas aparentemente inconexos que habían constituido el objeto de sus investigaciones industriales y fisiológicas. Oyéndolo hablar pareció que desaparecían las barreras que separan las ciencias entre sí, levantadas, sin duda, para clasificar mejor los esfuerzos de la mente humana. ¿No se veía palmariamente cuán artificiosas eran las limitaciones y categorías? El armonioso encadenamiento de los trabajos de Pasteur, proseguidos durante 30 años, ¿no mostraba que la ciencia, siendo una, abarca todas las disciplinas? Los asistentes apenas tuvieron tiempo de considerar tan inesperadas relaciones, porque Pasteur se apresuró a vincular sus investigaciones sobre la etiología del carbunco con sus estudios sobre la septicemia. Enumeró rápidamente los buenos resultados obtenidos con cultivos de bacteridias y mencionó el hecho indiscutible que, tanto el primero como el último de los cultivos sucesivos, provocaban igualmente el carbunco. Declaró también que a pesar de sus esfuerzos no había conseguido cultivar el vibrión séptico con un método semejante: «Las primeras tentativas fallaron —dijo— pese a la variedad de los medios de cultivos ensayados: agua de levadura de cerveza, caldo de carne, etc.» Adelantó luego la conjetura que el vibrión séptico fuera un organismo exclusivamente anaerobio y los líquidos en que lo había sembrado resultaban estériles porque el oxígeno del aire disuelto en ellos lo haría perecer; por esta razón, el vibrión séptico se parecía al vibrión de la fermentación butírica. Habló de sus ensayos para cultivarlo en el vacío y en ambiente de anhídrido carbónico; ensayos que mostraron que el aire destruye los filamentos de los vibriones sépticos, como sí los quemara. Dejando a un lado los detalles experimentales, pasó a exponer este amplio pensamiento: «Aunque aterre pensar que la vida pueda estar a merced de los seres microscópicos, debemos tener la consoladora esperanza de que la ciencia no será siempre impotente para combatirlos, pues ya nos enseña a destruirlos, para lo cual basta a veces el simple contacto del aire. Ahora bien, si el oxígeno destruye los vibriones —dijo anticipándose a las posibles objeciones de sus oyentes— ¿cómo es posible que exista la septicemia, ya que el oxígeno del aire existe por doquier? ¿Cómo se concilia esto con la teoría de los gérmenes? ¿Cómo se torna séptica las sangre en contacto con aire cargado de polvo? Cuando se ignoran las causas de los fenómenos todo parece oscuro y se presta a discusión; mas cuando se las conoce, todo es claridad.» Los vibriones sépticos mueren y desaparecen de los líquidos expuestos al aire; pero en las capas profundas de los líquidos —y basta un centímetro de profundidad para que sea correcto hablar de capas profundas—, «los vibriones, protegidos del oxígeno por sus hermanos muertos en las capas superiores, se multiplican por escisión y adquieren paulatinamente, por resorción de la parte del vibrión primitivo, el estado de gérmenes-corpúsculos; entonces se observa al microscopio un conjunto de puntos brillantes, aislados o rodeados de masa amorfa apenas visible. Así se origina el polvo séptico, formado por gérmenes resistentes a la acción del oxígeno. Este polvo séptico nos da la clave para descifrar lo que hace un momento nos parecía tan oscuro; en efecto, el polvo de la atmósfera puebla de gérmenes los líquidos putrescibles y hace posible que las enfermedades pútridas perduren sobre la tierra» .
A continuación, habló brillantemente de las enfermedades «transmisibles (contagiosas e infecciosas), provocadas únicamente por organismos microscópicos… Por esta razón, es preciso abandonar para siempre la hipótesis de la virulencia espontánea en ciertas enfermedades y que los elementos infecciosos se engendran de pronto en el cuerpo del hombre y de los animales y producen enfermedades, que, a su vez, se propagan con elementos idénticos a los primeros. Estas opiniones, fatales para el progreso de la medicina, han originado las hipótesis insostenibles de la generación espontánea, las materias fermento-albuminoideas, el hemiorganismo, la archibiosis, y tantas otras concepciones no verificadas por la observación» .
Los cirujanos debían detenerse a pensar —según aconsejó— en el experimento consistente en poner una gota de cultivo de vibrión séptico en la escisión hecha en un pernil con bisturí. El vibrión efectúa su obra, «la carne se gangrena, se pone verde en la superficie, se hincha de gas y, si se la aplasta, da una gacha icorosa y repugnante» . Por asociación de ideas, dijo, dirigiéndose a los cirujanos: «El agua, las esponjas y las hilas con que ustedes curan heridas, introducen en ellas gérmenes que provocarían rápidamente la muerte del organismo humano, si éste se opusiera a su fácil propagación. Mas, desgraciadamente, la resistencia del organismo no es siempre eficaz, pues la constitución, el debilitamiento general, el estado moral del paciente y las malas condiciones de la curación, debilitan la barrera opuesta a la invasión de los seres microscópicos sembrados por ustedes impensadamente en las heridas. Por estar persuadido que los gérmenes existentes en la superficie de los objetos representan constante peligro, tendría la precaución —si tuviera el honor de ser cirujano— de servirme de instrumentos perfectamente limpios, lavarme cuidadosamente las manos, someterlas después al flameado (de molestia menor a la que sienten los fumadores cuando hacen pasar de mano en mano un carbón encendido), utilizar únicamente esponjas, hilas y vendas calentadas previamente a 140 grados y emplear agua hervida a 120 grados. Esto es fácilmente hacedero. Así eliminaría los gérmenes, salvo los gérmenes del aire que circunda el lecho del enfermo; sin embargo, la observación diaria nos muestra que dichos gérmenes son incomparablemente menos numerosos que los que se hallan en la superficie de los objetos y en las aguas más límpidas» .
Pasteur cuidaba hasta del detalle más nimio, porque ninguno le parecía despreciable, y en todo veía alguna consecuencia de los principios rigurosos que habían de revolucionar la medicina, la cirugía y la higiene. ¡Cuántas vidas humanas se han salvado gracias a las distintas aplicaciones de ese solo método! Estas aplicaciones eran: la antisepsia, que consiste en crear una defensa contra los microbios, empleando substancias que los matan, o impiden su desarrollo, como el ácido fénico, el sublimado, el yodo-formo, el salol, etc.; y la asepsia, derivada de la anterior, consistente en evitar el acceso de microbios y gérmenes por completa desinfección y limpieza absoluta de instrumentos y manos, y de cuanto queda en contacto con el operado o el herido.
Si alguien hubiese recordado que el nombre de Pasteur se hallaba inscripto en el frontispicio de un gran establecimiento sericícola, hubiera podido profetizar —al escuchar su llamado a médicos y cirujanos— el advenimiento de una nueva era, en la que su nombre seria invocado en los anfiteatros y grabado en el dintel de las salas de hospitales y clínicas, y en la que Pasteur mismo asistiría a la implantación de algunas de sus benéficas ideas.
No obstante las resistencias, numerosas enseñanzas desprendíanse de sus trabajos de laboratorio. Era evidente que los médicos, y especialmente los cirujanos, se veían constreñidos a aceptar el método de los cultivos puros y la prueba que los microbios eran realmente agentes de enfermedades y contagio, como lo demostraban los cultivos sucesivos fuera del organismo. Con la imperiosa práctica de la esterilización, los cirujanos, libres del temor de ser sembradores inconscientes de elementos infecciosos, podrían intentar operaciones audaces, con absoluta seguridad.
La idea que la humanidad se vería libre del peligro de los seres microscópicos, estimuló fuertemente a Pasteur, avivó su esperanza y aumentó su impaciencia por dedicarse a nuevas investigaciones. Pero él dominó una vez más sus impulsos y volvió a ocuparse en el carbunco en vez de lanzarse a estudiar otros problemas.
El ministro de Agricultura, anticipándose al pedido del Consejo General del Departamento del Eure-et-Loir, le confió la misión de estudiar, en Chartres, el carbunco llamado espontáneo, para que precisara sus causas y manera de combatirlo. ¿Cómo debía proceder? Los que gustan de conocer los diferentes métodos empleados en el esclarecimiento de un mismo problema, hallarán suficiente motivo de reflexión en el relato de esta campaña, basado en el testimonio de sus participantes. Treinta y seis años antes habíase encargado al sabio veterinario Delafond el estudio en la Beauce de las causas de esa enfermedad. Bouley, infatigable lector, aseguraba que no había contraste más instructivo que el ofrecido por el método de razonamiento de Delafond y el método experimental de Pasteur. En 1842, aquél fue comisionado por M. Gridaine, ministro de Agricultura, para que «estudiara la causa de esa enfermedad, en los lugares más azotados, y averiguara si no se debía al método peculiar de labranza empleado en esas regiones» . Delafond observó que el mal atacaba de preferencia a los carneros más robustos y creyó por eso que se debía a «la excesiva circulación sanguínea» . Analizó el suelo, para ver de precisar cómo se relacionaba el exceso de sangre de los animales con la riqueza de sus alimentos en materias nitrogenadas; y aconsejó a los campesinos que disminuyeran las raciones habituales. La mortandad de animales disminuía en los terrenos pobres, arenosos y bajos; y en eso la Sologne era región privilegiada.
Bouley hacía notar que Delafond no había cesado de buscar una concordancia entre los hechos observados y las premisas de sus razonamientos, y que para explicar la causa de «esa enfermedad cuya característica es plétora general que se vuelve contagiosa y se evidencia por accidentes carbuncales», supuso que la atmósfera de los rediles se cargaba de gases dañinos y emanaciones malsanas que alteraban la sangre «por asfixia lenta y entrada en ella, por vía pulmonar, de elementos sépticos» .
Para rendirle merecida justicia, Bouley hubiera debido reconocer que Delafond, preocupado en 1863 por la etiología del carbunco, había recogido sangre carbuncal, —cuando nadie practicaba ese género de experiencias— con la intención de cultivar la bacteria in vitro, a la temperatura del cuerpo. Había observado cómo los bastoncillos se agrandaban transformándose en filamentos, que calificó de «micelios muy notables» . «He intentado vanamente conocer el proceso de su reproducción —agregaba Delafond— y no desespero de conseguir mi propósito» . Pero en aquella época, al decir de M. Nocard, profesor de la Escuela de Alfort, la técnica bacteriológica no había sido creada todavía. Infortunadamente, la muerte de M. Delafond puso término a sus trabajos inconclusos.
En 1869 se reunió en Chartres un congreso científico, en que se planteó la siguiente cuestión: ¿Qué se ha hecho para combatir el carbunco de los carneros? Un veterinario enumeró las causas que, según su criterio, aumentaban la mortandad «la influencia perniciosa de condiciones higiénicas deficientes; el empleo de alimentos alterados que contenían mohos y criptógamas; el aire caliente y viciado debido al excesivo número de carneros encerrados en rediles llenos de estiércol, que desprendía emanaciones pútridas; los miasmas y efluvios palúdicos; los lugares bajos y los terrenos húmedos y anegadizos. Al iniciarse las sesiones, M. Boudet, veterinario altamente estimado, manifestó que el único remedio eficaz para preservar los animales sanos de la enfermedad que atacaba a los rebaños, era mudarlos de terreno; pero recomendó, contra la opinión de su colega, «los lugares frescos y húmedos» . Resultóle difícil a la Asamblea saber cuál de los dos tenía razón. Era evidente, sin embargo, que el mal se hallaba localizado en la Beauce. «En algunos años —dijo el presidente— las pérdidas han sido de 20 millones de francos»; por desgracia, no podía aconsejarse otro remedio que el que se aplicaba; el de trasladar, de noche, los rebaños contaminados, para evitar el encuentro con los sanos. Durante esas largas marchas, los pastores se veían obligados a dejar numerosos cadáveres por el camino.
Basándose en el aserto que la bacteridia originaba el carbunco, Pasteur se propuso averiguar por qué la enfermedad persistía en ciertas regiones, como el departamento de Eure-et-Loir. Los animales enfermos que morían en el campo eran enterrados generalmente en el mismo sitio donde caían, y así creaban focos de contagio; las esporas, al mezclarse con la tierra, constituían un peligro para los animales que pacían después en esos lugares. Pasteur supuso que las esporas del carbunco tendrían alguna similitud con los vibriones de la enfermedad de los gusanos de seda, que subsistían en vida latente durante más de un año, y producían después la enfermedad. ¿Qué debía hacer entonces para aislar las esporas carbuncales? Esto era trabajo de laboratorio; y él quería estudiar la enfermedad in situ.
Mas siempre que deseaba dedicarse por entero al estudio de un problema, suscitábanse nuevas discusiones que estorbaban sus proyectos. Creía haber demostrado palmariamente que las gallinas contraían el carbunco y que esta cuestión estaba tan muerta como la gallina utilizada en la experiencia, y, sin embargo, en la sesión de la Academia de Medicina del 9 de julio, Colin trató nuevamente del asunto y puso el siguiente broche a otra serie de negaciones: «Mucho me hubiera agradado comprobar la existencia de bacteridias en la gallina muerta que M. Pasteur nos mostró sin sacar de la jaula y se llevó intacta, en vez de hacernos presenciar la autopsia y el examen microscópico» .
En una de las sesiones siguientes, Pasteur respondió: «Haciendo caso omiso de la malévola insinuación contenida en esa frase, pasaré a tratar del deseo de M. Colin de tener en sus manos una gallina muerta de carbunco y llena de bacteridias. Pues bien, traeré una gallina en tal estado, pero impongo la condición que sea el mismo Colin quien efectúe la autopsia y el examen microscópico, ante mí y en presencia de otro colega designado por él o la Academia, y se levante un acta firmada por los presentes. Así quedará establecido debidamente, y por el mismo M. Colin, que las conclusiones de su nota del 14 de mayo nada valen ni son pertinentes.
«La Academia comprenderá por qué insisto en rechazar las contradicciones fútiles de M. Colin. Siempre he pensado —dijo sin falsa modestia— que mi único derecho de ocupar un sillón aquí me lo otorga vuestra benevolencia, ya que, en realidad, carezco de conocimientos médicos o veterinarios» .
«Por eso, creo, debo ser más riguroso que nadie en las comunicaciones que me honro en hacer. Perdería rápidamente todo crédito si aportara hechos erróneos o simplemente dudosos. Si alguna vez llegara a equivocarme —cosa que puede sucederle al más meticuloso— no será sino de buena fe.
«Por otra parte, el programa que me he propuesto cumplir al ingresar en esta Academia, exige que todas mis afirmaciones sean fundadas.
«En pocas palabras puedo enunciar mi programa: Busco vanamente desde hace 20 años la generación espontánea propiamente dicha y, si Dios lo permite, seguiré buscando durante otros 20 años la generación espontánea de las enfermedades transmisibles.
«En estudios tan difíciles, rechazaré siempre con severidad las contradicciones sin fundamento; pero sabré estimar y agradecer a. las personas que me adviertan mis errores» .
La Academia decidió que la autopsia y el examen microscópico de la gallina carbuncosa que Pasteur remitiría se realizaran ante una comisión compuesta por Pasteur, Colin, Davaine, Bouley y Vulpian. Los miembros de esta comisión se reunieron el 20 de julio en la Sala del Consejo de la Academia de Medicina. A ellos unióseles a último momento M. Armando Moreau, que acudió a la sesión llevado por la curiosidad y el deseo de informar a Pasteur de otro incidente científico.
Tres gallinas yacían muertas sobre una mesa. A la primera le había inoculado, debajo del tórax, 5 gotas de un cultivo de bacteridias carbuncales en agua de levadura alcalinizada; había muerto a las 22 horas de haber sido colocada en un baño de 25 grados. La segunda, inoculada con dosis doble del mismo líquido, había muerto al cabo de 36 horas de permanecer en un baño a 30 grados. La tercera había muerto 48 horas después de habérsele aplicado igual tratamiento...
Pero sobre la mesa había también una gallina viva. Había sido inoculada de igual manera que la primera y mantenida en un baño hasta que su temperatura descendió a 36 grados; pero, en el instante que mostró síntomas, evidentes de enfermedad, fue retirada del baño y colocada en una estufa a 42 grados. Repúsose lentamente, y cuando la colocaron sobre la mesa de la sala del Consejo de la Academia, mostró tener mucho apetito.
Primeramente se hizo la autopsia de la gallina inoculada con 10 gotas. Bouley comprobó una infiltración serosa en el lugar de la inoculación y mostró la presencia de numerosas bacteridias en todo el cuerpo del ave.
El acta levantada por Bouley terminaba así: «Después de estas comprobaciones, M. Coulin declaró que no tenía objeto la autopsia de las gallinas restantes, porque la realizada mostraba con evidencia que existían bacteridias carbuncales en la sangre de las gallinas inoculadas con carbunco, después de sometidas al tratamiento que hace eficaz la inoculación, según lo determinado por M. Pasteur.
«La segunda gallina fue entregada intacta a M. Colin para que efectúe, en Alfort, los análisis y experiencias que estime pertinentes.
«Firman: G. Colin, H. Bouley, C. Davaine, L. Pasteur, A. Vulpian» .
Sonriendo jovial y bondadosamente, Bouley exclamó: «¡Precioso autógrafo! ¡La firma de M. Colin precediendo las otras firmas del acta!» . Pasteur, en cambio, no tuvo tiempo de sentirse satisfecho de este episodio que remataba airosamente las cuestiones al respecto, pues M. Armando Moreau, el sexto miembro de la comisión, le mostró, al cerrarse el acta, el número de la Revista Científica aparecido esa mañana con un artículo de sumo interés para él.
El artículo se relacionaba con Claudio Bernard. Después de haber iniciado en San Julián, durante las últimas vacaciones, en octubre de 1877, ciertas experiencias sobre las fermentaciones, Claudio Bernard las había proseguido en Paris, sin ayuda de nadie, en su gabinete del Colegio de Francia.
Cuando lo visitaban Pablo Bert, M. d'Arsonval, M. Dastre y M. Armando Moreau (su alumno predilecto, su preparador, su discípulo y su amigo respectivamente), Claudio Bernard les decía con frases casi sibilinas, sin comentarios ni explicaciones: «He realizado grandes cosas durante las vacaciones... Pasteur verá... Pasteur ha considerado un solo aspecto del problema...Obtengo alcohol sin intervención de células...Sin el aire no hay vida...» .
Claudio Bernard y Pasteur ocupaban sillones contiguos en la Academia de Ciencias, y para ambos era placentero intercambiar ideas. Pero en las sesiones de noviembre y de diciembre, Bernard mostró extraña reserva con Pasteur y no hizo ninguna alusión a las experiencias efectuadas durante las, vacaciones. En sus conversaciones con M. d'Arsonval —que lo cuidó con mucho afecto cuando cayó gravemente enfermo en enero de 1878— Claudio Bernard habló del curso que pensaba dictar en el Museo, y le dijo que discutiría sus ideas con Pasteur antes de tratar, en sus lecciones, del tema de las fermentaciones. Cuando M. d'Arsonval quiso volver sobre estas confidencias incompletas, Bernard agregó: «Tengo todo en mi mente; pero estoy demasiado fatigado para explicárselo» . Esta expresión de desaliento la repitió pocos días antes de su muerte, acaecida el 10 de febrero de 1878. Algún tiempo después, Pablo Bert, M. d'Arsonval y M. Dastre consideraron que debían averiguar si su maestro había dejado algún escrito con la expresión de sus últimos pensamientos. M. d'Arsonval encontró unas notas guardadas con sumo cuidado por Claudio Bernard en un mueble. Databan del 1 al 20 de octubre de 1877, y ninguna había sido fechada en noviembre y diciembre. ¿Acaso había interrumpido las experiencias en ese período? Pablo Bert comprendió que esas notas no representaban una obra completa, sino apenas un bosquejo: «En ellos —dijo—, todo se compendiaba en una serie de conclusiones magistrales que revelaban certidumbre; sin embargo no podía discernirse cómo ese espíritu prudente y poderoso había llegado a tal certidumbre» .
¿Qué debían hacer con esas notas póstumas? Los discípulos de Claudio Bernard consideraron que debían publicarlas. Es menester declarar —dijo Pablo Bert— en qué circunstancias hemos hallado el manuscrito, que presentaremos «con el carácter de notas incompletas del programa personal trazado por un sabio para jalonar su camino con hipótesis o hechos, indistintamente, a fin de llegar a la certidumbre que, en los hombres geniales, precede, a veces, a la demostración experimental» .
Berthelot, a quien llevaron el manuscrito, lo publicó en la Revista Científica, haciendo la salvedad que varios amigos y discípulos de Claudio Bernard habían «creído que, aunque incompleto, interesaba a la ciencia, porque expresaba las postreras preocupaciones de un gran espíritu», pero que, por su carácter escueto, no debía considerarse como definitivo.
Después de la reunión de la comisión de la Academia de Medicina, Pasteur leyó ávidamente, en su laboratorio, las notas póstumas de su amigo.
¿Serviría tan preciso hallazgo para conocer los secretos que Claudio Bernard había dejado entrever? «¿Me veré precisado —preguntóse Pasteur— a defender mis trabajos contra un colega amigo, a quien admiraba profundamente? ¿Comprobaré inesperadas relaciones que invalidarán o desacreditarán los resultados que creo haber establecido definitivamente?» .
La lectura lo tranquilizó al respecto, aunque lo entristeció por otras razones. Puesto que Claudio Bernard no había autorizado la publicación de esas notas, ¿por qué los discípulos no publicaron también algunos de sus resultados experimentales? Así hubiera podido otorgársele al maestro el honor de lo bueno que había en su manuscrito y deslindar su responsabilidad en lo que fuera incompleto o defectuoso.
«En cuanto a mí —escribió Pasteur a modo de confidencia en las primeras páginas de su libro Examen crítico de un escrito póstumo de Claudio Bernard sobre la fermentación—, me hallaba en situación cruelmente embarazosa, porque no sabía si tenía el derecho de considerar esas notas como expresión del pensamiento de Claudio Bernard y si estaba autorizado para criticarlas» . En rigor, el manuscrito impugnaba sus trabajos sobre la fermentación alcohólica, pues Claudio Bernard había llegado a la conclusión que la vida no existe sin el aire, que los fermentos no provienen de gérmenes exteriores y que el alcohol se forma por la acción de un fermento soluble inanimado.
«Si Claudio Bernard estaba convencido que podía demostrar experimentalmente sus conclusiones magistrales —decía Pasteur— ¿por qué no me hizo conocer la demostración? El recuerdo de las pruebas de afecto que tuvo conmigo desde mi iniciación en la carrera científica, me induce a creer que esas notas no fueron sino un programa de estudios y experiencias que pensaba efectuar para descubrir la verdad y refutar mis opiniones o esclarecer mis resultados» .
Sumamente perplejo, resolvió presentar el asunto a sus colegas de la Academia, sus jueces naturales. Ante ellos recordó el silencio de Claudio Bernard al respecto y la reserva mostrada en sus encuentros hebdomadarios: «Esto no me parece posible. Además, yo me pregunto si los editores no han advertido cuán extremadamente delicado es publicar notas y apuntes sin autorización expresa del autor. ¿A cuál de nosotros no le afectaría la sola idea que pudiera pasarle lo mismo?...
Tomar primeramente una hipótesis por guía y preparar después experiencias para confirmarla, tal ha de haber sido el criterio seguido por Bernard para desarrollar el tema que se proponía esclarecer» .
El doctor Armando Moreau, que recordaba el consejo de Claudio Bernard de dudar sistemáticamente de todas las teorías, compartía esa opinión. Para que una teoría inspire confianza es menester que resista todas las objeciones e impugnaciones. «Y si Claudio Bernard, con el propósito de juzgar una teoría y de proyectar las experiencias —terminó diciendo Moreau—, planeó un programa de investigaciones en el curso de conversaciones íntimas con sus amigos y en el secreto aun más íntimo de sus notas, era porque no quería hablar de ello hasta que las experiencias confirmaran sus ideas y los resultados fueran irrefutables. De esto se infiere, por lo tanto, que aun las proposiciones más categóricamente formuladas en esa nota no son sino proyectos de trabajo; además, Claudio Bernard pensaba repetir las experiencias ya efectuadas» .
Pasteur, siempre dispuesto a discutir las experiencias que consideraba inciertas o mal interpretadas, quiso, «por respeto a la memoria de Claudio Bernard», repetir las experiencias de éste antes de discutirlas.
Los que creían que esas notas eran simples proyectos de trabajo, le aconsejaron que prosiguiera sus estudios, sin detenerse a efectuar experiencias de verificación; pero para muchos el escrito póstumo de Claudio Bernard expresaba su pensamiento definitivo. Sin embargo, «esta opinión —decía Pasteur deja sin explicar el enigmático silencio de Claudio Bernard conmigo. Mas ¿por qué he de empeñarme en buscar otra explicación que no la que concuerde mejor con la nobleza de su carácter? ¿Acaso no fue su silencio nueva prueba de su bondad para mí y una prenda más de la amistad que nos unía? Puesto que pensaba probar lo erróneo de mis resultados experimentales ¿no habrá querido esperar, antes de enterarme de ella, a estar en condiciones de hacer una publicación definitiva? Como me place atribuir nobles intenciones a los actos de mis amigos, quiero que piadosa gratitud reemplace, en mi corazón, a la sorpresa que me produjo su reserva.
«Con todo, Bernard hubiera sido el primero en recordarme que la verdad científica está antes que los dictados de la amistad, y que tengo la obligación, a mi vez, de discutir con entera libertad sus propios asertos» .
Después de su comunicación del 22 de julio, Pasteur ordenó construir con toda premura tres invernáculos portátiles, para llevarlos al Jura, «donde poseo —dijo a sus colegas— una viña de algunas decenas de metros cuadrados» .
Dos observaciones, expuestas en un capítulo de sus Estudios sobre la cerveza, «tienden a establecer que la levadura aparece en la época de la madurez de la uva, desaparece durante el invierno y reaparece al terminar el verano» . Por lo tanto, «en los racimos en agraz no existen gérmenes de levadura» . «Estamos precisamente en la época en que la uva del cantón de Arbois no ha madurado todavía, a causa del tiempo frío y lluvioso. Sí aprovecho esta oportunidad para encerrar casi herméticamente algunas cepas en los invernáculos, obtendré, en la época de la vendimia, uva madura exenta de gérmenes de levadura. Por consiguiente, no podrá fermentar, ni dar vino, cuando se la aplaste cuidando de no introducir gérmenes exteriores. Cuando regrese, traeré gustoso algunos racimos para presentarlos a la Academia y obsequiarlos a los colegas que todavía creen en la generación espontánea de la levadura» .
A raíz de la publicación del escrito póstumo de Claudio Bernard, algunos insinuaron que Pasteur anunciaba nuevos estudios sobre el mismo tema, porque creía sus trabajos en peligro.
«Rechazo rotundamente tal interpretación de mis actos —escribió a J. B. Dumas el 4 de agosto de 1878, antes de partir para el Jura—. En mi nota del 22 de julio, expliqué claramente que intentaría nuevas experiencias tan sólo por respeto a la memoria de Bernard» .
Esperó con impaciencia la entrega de los invernáculos portátiles; y, cuando llegaron, los mandó colocar en la viña que poseía a dos kilómetros de Arbois. Entre tanto examinó el agraz y vio con satisfacción que los racimos que pensaba encerrar dentro de los invernáculos carecían de gérmenes de levadura; más, temiendo que el cierre de aquéllos no fuera perfecto, tuvo la precaución «de dejar algunos racimos expuestos al aire, y envolver otros con algodón previamente calentado a 150 grados aproximadamente.» A su regreso en Paris el 16 de agosto, reanudó presuroso sus estudios sobre el carbunco, mientras esperaba pacientemente la época de la maduración de la uva.
M. Roux, aquel joven que tanto deseaba participar en los trabajos del laboratorio, se unió a M. Chamberland para trabajar en compañía de Pasteur. Planeóse entonces la campaña contra el carbunco, cuya duración sería de varios años; M. Chamberland y M. Roux irían a Chartres, en pleno verano. A ellos quiso unírseles M. Vinsont, alumno recién egresado de la Escuela de Veterinaria de Alfort. El relato de las jornadas de esa campaña se encuentra en el libro de M. Roux titulado La obra médica de M. Pasteur: «En M. Bouter tuvimos un guía, conocedor como ninguno de la región infectada; y varias veces nos encontramos con M. Toussaint, que estudiaba la misma enfermedad. Pasteur venía semanalmente a dirigir y examinar los trabajos. ¡Cuán gratos recuerdos nos dejó esa campaña contra el carbunco en la región de Chartres! Desde temprano visitábamos las majadas esparcidas en la vasta meseta de la Beauce, iluminada por el sol de agosto. Hacíamos las autopsias en los patios de las granjas o en el cercado del destazador M. Rabourdin. Por la tarde poníamos al día nuestros cuadernos de laboratorio y escribíamos a Pasteur, o iniciábamos nuevas experiencias; así terminaba la jornada. ¡Cuán interesante y saludable era ejercer la bacteriología al aire libre! «Cuando Pasteur llegaba a Chartres, nuestro almuerzo en el Hotel de Francia era muy corto; inmediatamente después de terminado, subíamos al coche y nos dirigíamos a Saint Germain, a casa de M. Maunoury, que había tenido la bondad de poner su granja y rebaño a nuestra disposición. Durante el viaje hablábamos de los ensayos de la semana y de los que emprenderíamos. Apenas apeado, Pasteur, siempre de prisa, dirigíase hacia las manadas; inmóvil, cerca de las empalizadas, observaba los lotes en experiencia, sin que ningún detalle escapara a su atención. Durante horas observaba el carnero al parecer enfermo, y era preciso recordarle la hora y mostrarle que las torres de la catedral de Chartres comenzaban a esfumarse en la noche para que decidiera regresar. Interrogaba al granjero y la servidumbre, y escuchaba con especial interés la opinión de los pastores, que, por su vida solitaria y la atención prestada a sus rebaños, suelen ser sagaces observadores» .
A su regreso en Arbois el 17 de setiembre, Pasteur dirigió al ministro de Agricultura una nota con las ideas sugeridas por esta primera campaña de estudios: A ciertos carneros, recluidos en campo cercado, habíaseles suministrado esporas de carbunco mezcladas con la alfalfa que les servía de alimento; y se había esparcido también caldo de cultivo de bacteridias en el terreno donde pacía un rebaño en observación. Los primeros ensayos no dieron el resultado esperado. La mortandad comenzó sólo cuando se agregó a la alfalfa contaminada algunas plantas espinosas, como cardos o barbas de espigas de cebada, que herían a los carneros en la boca, legua y faringe. Esta mortandad, que no fue tanta como se esperaba, bastó, sin embargo, para explicar la manera cómo los animales contraían la enfermedad, pues la autopsia reveló siempre lesiones características del carbunco llamado espontáneo; además, pudo notarse que el mal se iniciaba en la boca, a consecuencia de la ingestión de alimentos contaminados, mezclados o no con vegetales espinosos.
En el departamento de Eure-et-Loir, por consiguiente, debían de existir gérmenes del mal, especialmente en los lugares donde habían sido enterrados animales muertos de carbunco. Era necesario, pues, que los granjeros tuviesen la precaución de alejar de los alimentos de las bestias los cardos, barbas de avena y pajillas. La herida más insignificante e inofensiva tornábase peligrosa, porque los gérmenes de la enfermedad se introducían por ella.
«Además —escribió Pasteur— es preciso evitar que los animales muertos de carbunco sean causa de propagación de gérmenes. Es probable que en el departamento de Eure-et-Loir abunden más los gérmenes, porque el carbunco perdura allí de antiguo debido a que no, se destruyen eficazmente los cadáveres de los animales enfermos» .
Después de escribir este informe partió para Arbois, donde observó con disgusto que sus preciosas uvas no habían madurado todavía y que la vitalidad de la planta apenas se notaba en la madera, ramas y hojas. Pero a fines de setiembre, los racimos expuestos al aire maduraron y también los que se hallaban dentro de los invernáculos, a los que Pasteur denominaba algodonados. La coloración de éstos era violácea en los racimos de uva negra, y amarillenta en los de uva blanca. En sendos tubos de vidrio, Pasteur colocó los granos de ambas clases de uva, y el 10 de octubre hizo su estudio comparativo. «El resultado obtenido fue mejor de lo que esperaba. El mosto preparado con los granos desarrollados al aire libre, fermentó, a causa de su levadura, después de permanecer de 36 a 48 horas en una estufa calentada de 25 a 30 grados; en cambio, el mosto preparado con los granos recubiertos con algodón no fermentó y, cosa notable, tampoco fermentó el mosto preparado con los granos no recubiertos que estaban dentro de los invernáculos. Esta experiencia es análoga a la descripta en mis Estudios sobre la cerveza. Al repetir posteriormente las experiencias obtuve igual resultado» . Pasteur completó esas experiencias con otra que realizó del siguiente modo: después de quitar el algodón a los racimos experimentales, los cortó y colgó de las cepas al aire libre; de este modo se depositaron gérmenes de levadura alcohólica en ellos, como se habían depositado en los racimos de uva madura crecidos a la intemperie. Por tanto, los racimos sacados de los invernáculos debían fermentar por acción de los gérmenes depositados durante la exposición al aire. Estas previsiones se cumplieron cabalmente.
Para presentar a la Academia de Ciencias estas cepas, tan preciosas para Pasteur como las orquídeas más raras para los coleccionistas, era preciso transportarlas, en pie y sin daño, desde Arbois hasta Paris. En una berlina del tren expreso, y acompañado de su mujer y de su hija, que se constituyeron alternativamente en portadoras de ese tesoro, Pasteur llegó a París con sus racimos experimentales. Las cepas y racimos pasaron luego de la Escuela Normal al Instituto, donde Pasteur tuvo el gusto de ofrecer algunas uvas a sus colegas de la Academia de Ciencias. «Aseguro a ustedes —dijo— que el mosto hecho con estas uvas no fermentará si se lo conserva en ambiente de aire puro» . M. Berthelot inició a continuación un largo debate, que se prolongó hasta febrero de 1879.
«Es propio de los grandes hombres —ha dicho M. Roux— el apasionarse por las ideas...Para Pasteur, la fermentación alcohólica se producía correlativamente con la vida de la levadura; para Bernard y para M. Berthelot, la fermentación era una reacción química, como otra cualquiera, efectuada sin intervención de células vivas» . «En la fermentación alcohólica —decía M. Berthelot— quizá se produce un fermento soluble, que desaparece, probablemente, poco después de producido» .
M. Roux fue testigo del intento de Pasteur de «extraer el fermento alcohólico soluble, moliendo levadura de un mortero, congelándola o poniéndola en soluciones salinas concentradas para que el jugo de las células saliera por ósmosis a través de la membrana» . Pero sus esfuerzos fueron vanos. El 30 de diciembre de 1878, Pasteur dijo, en una comunicación a la Academia de Ciencias: «Sigo aún sin comprender por qué algunos creen que me siento molesto por el descubrimiento de los fermentos solubles de las fermentaciones propiamente dichas, y por la posibilidad de obtener alcohol del azúcar sin intervención de células. Declaro sin vacilar —y estoy dispuesto a ser más explícito si alguien lo desea —que, para explicar cómo se producen esas fermentaciones, no es necesario admitir la existencia de tales fermentos. ¿Por qué empeñarse en equiparar la acción de las diastases —que actúan por hidratación solamente— a la acción de los fermentos organizados? No comprendo cómo esas substancias solubles —en el supuesto caso que se compruebe su existencia— puedan hacer cambiar en algo las conclusiones de mis trabajos» .
«Se está de acuerdo conmigo si se acepta: 1°) que las fermentaciones propiamente dichas están siempre relacionadas con la presencia de organismos microscópicos: 2°) que esos organismos no son de origen espontáneo, y 39) que el desarrollo de cualquier organismo fuera de la acción del oxígeno libre, es siempre concomitante con una fermentación, como sucede cuando una célula actúa químicamente en ausencia de oxígeno» .
El resumen de esta discusión constituyó el apéndice de su libro Examen crítico de un escrito póstumo de Claudio Bernard sobre la fermentación. En él patentizábanse talmente los penosos sentimientos que embargaron su alma al controvertir con su amigo desaparecido, que Sainte Claire Deville le escribió el 9 de junio de 1879: «Mi estimado Pasteur: Ayer leí en pequeño corro de profesores algunos pasajes de su nuevo libro. Sus expresiones para exaltar la memoria de nuestro pobre Bernard y el sentimiento de fraternal amistad que manifiesta, nos han conmovido a todos» .
A continuación Sainte Claire Deville le decía que continuaba admirando la precisión de su pensamiento, el vigor de su palabra y la claridad de sus escritos. J. B. Dumas, por su parte, llamó la atención de sus colegas de la Academia Francesa sobre algunas páginas del Examen crítico; pues, por alejado que se estuviera de ese género de estudios, ¿cómo no admirar la sagacidad e ingeniosidad de las investigaciones de Pasteur, expuestas con elocuencia y rigor propios de sus concepciones geniales? Y si su espíritu científico alcanzaba esas alturas, ¿no podía equiparársele al espíritu literario? Pasteur había escrito, a propósito de los fermentos del vino y de los racimos envueltos en algodón: «¡Cuántas reflexiones suscitan estos resultados Cuanto más se ahonda en el estudio experimental de los gérmenes, tanto más claramente se entrevén las causas de las enfermedades contagiosas. ¿Acaso no llaman la atención que el mosto preparado con uva crecida en el pequeño viñedo de Arbois —y esto valdría igualmente para el mosto preparado con uva de los millones de hectáreas, de vid de todo el mundo— haya fermentado a causa de la levadura, y que la uva crecida en los invernáculos no lo haya hecho. ¿Por qué sucedió así? Pues porque yo había cubierto con vidrios la parte del suelo donde estaban los invernáculos. Un grano de uva, caído al suelo en un viñedo cualquiera, es irremediablemente destruido por los parásitos saccharomyces; pero esto no podía suceder en los sitios protegidos por mis invernáculos. Los pocos metros cúbicos de aire encerrados en ellos y los pocos metros cuadrados de terreno cubiertos por ellos, quedaron preservados del contagio general, a pesar de hallarse en un ámbito donde podía producirse» .
De pronto, dejó el tema de la levadura para hablar de los gérmenes de las enfermedades: «Por analogía podemos creer que pronto llegará la hora en que con fáciles medidas preventivas se detendrán las enfermedades que desolan y atemorizan las poblaciones, como la espantosa fiebre amarilla que ha invadido recientemente el Senegal y la cuenca del Mississippi, y la no menos trágica fiebre bubónica que ha hecho estragos en las orillas del Volga» .
La rapidez de las respuestas de Pasteur y la tenacidad de sus refutaciones en las Academias, diéronle fama de combativo. Al hallarse nuevamente en su laboratorio, persistió en descubrir por todos los medios el fermento alcohólico soluble, con el cual Claudio Bernard había querido rebatir el aserto que la fermentación alcohólica se relaciona con un fenómeno vital; pero pronto tuvo que ocuparse de otros asuntos, cuyas conclusiones habían de sorprender a los médicos.
Una de las personas que trabajaban en el laboratorio tuvo furúnculos, y Pasteur, que siempre repetía: «busquemos el microbio», se preguntó si el pus de los diviesos no contendría algún organismo microscópico, con que podría explicar las recidivas de la enfermedad y los focos de inflamación. Después de extraer pus de tres furúnculos, con las habituales precauciones de limpieza, descubrió, en las paredes del vaso de cultivo, un microbio en forma de puntos amontonados. Un microbio similar halló también en el pus de un enfermo enviado al laboratorio por el doctor Mauricio Reynaud, que se interesaba por el estudio de la forunculosis. En el pus de otro enfermo, procedente del hospital Lariboisière, encontró igual microbio. Más tarde, llevado por el doctor Lannelongue al hospital Trousseau en momento en que se operaba a una joven de osteomielitis —enfermedad de los huesos y de la médula—, Pasteur recogió de lo exterior e interior de los huesos un poco de pus, en el que encontró colonias de microbios. Después de sembrarlos en líquido de cultivo, resultaron tan parecidos a los microbios de los furúnculos, que pudo afirmar su identidad y asegurar que la osteomielitis es la forunculosis de los huesos.
Desde entonces el hospital ocupó en su vida tan importante lugar como el laboratorio. M. Roux ha escrito: «Chamberland y yo le asistíamos en sus estudios. Concurríamos con mucha frecuencia al hospital Cochin y a la Maternidad, llevando nuestros tubos de cultivo y nuestras pipetas esterilizadas. Es difícil imaginar cómo Pasteur tuvo que esforzarse para vencer su repugnancia ante los enfermos y en las autopsias. Su sensibilidad extrema y los dolores ajenos hacíanle padecer física y moralmente. La vista de un bisturí abriendo un absceso, estremecíalo como si él recibiera el tajo. Los cadáveres y la triste faena de las autopsias le causaban repulsión. ¡Cuántas veces lo vimos salir descompuesto de los anfiteatros! Pero su amor a la ciencia y su afán por la verdad eran tan grandes, que volvía al día siguiente» .
Pasteur interesóse mucho en el estudio de la fiebre puerperal, cuyas causas se ignoraban por completo. ¿No podrían aplicarse sus teorías a la obstetricia, como lo fueron a la cirugía? ¿No podrían detenerse las calamitosas epidemias de las Maternidades. En la Maternidad de París se recordaba, con horror, que desde el 1 de abril hasta el 10 de mayo de 1856 se habían producido 64 decesos en 347 partos. El hospital tuvo que ser clausurado y las parturientas sobrevivientes debieron refugiarse en el hospital Lariboisière, donde casi todas murieron, perseguidas por la epidemia, como entonces se decía. El doctor Tarnier, médico interno de la Maternidad durante ese desastroso período, refirió más tarde que las causas de la fiebre puerperal se ignoraban totalmente, que sus maestros solían llamarlo para atender partos cuando estaba haciendo autopsias, y que nadie paraba mientes en los elementos infecciosos transportados así del anfiteatro al lecho de las enfermas.
En 1885 se emitieron muchísimas hipótesis durante los cuatro meses que duró la discusión promovida al respecto en la Academia de Medicina. Trousseau, presintiendo el futuro, estableció una analogía entre las infecciones puerperales y los accidentes infecciosos quirúrgicos y llegó a imaginar que un fermento intervenía en ellas.
Con ayuda de libros y folletos de la época —que no ofrecen, por lo demás, otro interés que el histórico—, es fácil conocer el desaliento e indecisión de los mejores médicos de entonces al terminar esa discusión. La miseria, el mefitismo y la concentración de miasmas, conjuntamente, eran, según ellos, las causas de las infecciones.
Los años habían transcurrido, pero las mujeres del pueblo seguían creyendo que la Maternidad era antesala de la muerte. En 1864 se produjeron 310 decesos en 1.530 partos, y a principios de 1865 fue preciso clausurar parcialmente la Maternidad. Los trabajos de saneamiento emprendidos hicieron creer que se había conjurado «el genio maléfico» . «Pero el estado sanitario desmejoró al comenzar el año 1866 —escribió el doctor Trelat, cirujano en jefe de la Maternidad—; la mortalidad aumentó en enero, y en febrero excedió todas las cifras conocidas» . De 103 parturientas murieron 28. Atribuyendo este estado de cosas a la mala ventilación, a la disposición claustral del edificio y a la proximidad de los diferentes servicios, Trelat hizo notar que existía «como un propósito deliberado en prohibir a los médicos y cirujanos, que intervinieran en el mantenimiento de la higiene y del orden en la Maternidad» . Mas ¿cuál era el verdadero origen del mal?
En esa época, M. León Le Fort, escribió: «No sabemos por qué la fiebre puerperal se desarrolla en las parturientas; las enfermeras se vuelven focos de contagio y, si éste puede efectuarse libremente, la epidemia se declara de inmediato» .
Después de once años de observaciones, Tarnier, que reemplazó en 1867 a Trelat en la Maternidad, se convenció del carácter contagioso de la fiebre puerperal, y se ocupó especialmente en impedir su propagación, aplicando todos los medios de defensa posible y, en particular, el que creía más eficaz: el aislamiento de las enfermas.
Por fortuna, un médico interno, el doctor Budin, presenció en Edimburgo, en 1874, los buenos resultados obtenidos gracias a la antisepsia creada por Lister. Después de visitar en 1877 y 1878 las Maternidades de Holanda, Alemania, Austria, Rusia y Dinamarca, en las que se aplicaba con éxito la antisepsia, dio a conocer sus impresiones a su regreso en París. Tarnier se apresuró a emplear ácido fénico en la Maternidad y obtuvo excelentes resultados; su asistente M. Bar ensayó poco después el sublimado. Al iniciarse este período de lucha victoriosa, Pasteur hizo saber a la Academia de Medicina que había descubierto en algunas infecciones puerperales un microbio que se agrupaba en cadenillas o rosarios y podía cultivarse fácilmente.
«Pasteur —ha escrito M. Roux— no titubea en declarar que este organismo microscópico es la causa más frecuente de las infecciones de las parturientas. Cierto día, en el curso de una discusión sobre la fiebre puerperal, suscitada en la Academia de Medicina, un colega disertó elocuentemente sobre las causas de las epidemias en las Maternidades. Pasteur le interrumpió desde su sitio: Nada de eso provoca la epidemia —dijo—. Son los médicos y ayudantes, los que transportan los microbios de las mujeres enfermas a las sanas» . Mas como el orador le respondió que temía que nunca se descubriera ese microbio, Pasteur se dirigió apresuradamente hacia el encerado y, dibujando un rosario de esos organismos, exclamó: «¡Aquí tiene su figura!» . Siendo su convicción tan firme, no podía menos que expresarla firmemente. Es difícil describir la sorpresa y estupefacción que provocaba entre los médicos y estudiantes cuando, en las salas de partos, criticaba los métodos de las curaciones con sencillez y seguridad desconcertantes y declaraba que la ropa blanca debía hacerse pasar por el horno de esterilización» .
Pero él no se contentaba con dar consejos y prodigar críticas que le creaban enemigos irreductibles entre las personas que se preocupaban más de su vanidad profesional que de los adelantos de la ciencia. Para convencer a los indecisos, decía que el microbio de la infección puerperal podía ponerse en evidencia con sólo pinchar un dedo de las infelices enfermas, irremisiblemente condenadas a morir al día siguiente.
«Pasteur así lo hizo —ha escrito M. Roux—. Y algunos estudiantes, rompiendo con la tiranía impuesta por la educación médica de entonces, se sintieron atraídos por él y acudieron a su laboratorio para conocer de cerca los métodos que servían para hacer tan preciosos diagnósticos y adelantar tan seguros pronósticos» .
Muchas polémicas y esfuerzos se necesitaron para hacer comprender a las gentes cuán necesario era precaverse de los seres microscópicos, enemigos invisibles siempre prontos a penetrar en el cuerpo por la menor lastimadura; fue menester repetir insistentemente, que la menor imprudencia o el olvido más leve trocaba a los cirujanos, asistentes y enfermeras en propagadores de la muerte. En ese período, quizá el más fecundo de su vida, Pasteur se sintió sostenido por la convicción que esas nociones implicaban la salvación de muchas vidas humanas y que, en lo sucesivo, las madres no serían arrebatadas a sus hijitos.
«¡Es preciso que comprendan esto, cueste lo que cueste?», repetía con santa cólera a los médicos, que seguían disertando, con escepticismo, sobre los animalitos recientemente descubiertos y los parásitos microscópicos. Pero los que se esforzaban por moderar el entusiasmo de los demás o negar los hechos aducidos, tuvieron que aceptar los resultados experimentales, que interesaban no sólo a los concurrentes habituales de la Academia de Medicina, sino también al gran público, que empezaba a comprender la importancia de esos asuntos.
En marzo de 1879, el doctor Feltz, profesor de la Facultad de Nancy, anunció a la Academia de Ciencias el descubrimiento en la sangre de una mujer muerta de fiebre puerperal, de unos filamentos inmóviles, simples o articulados, transparentes, rectos o curvos, que, según su criterio, pertenecían al género leptothrix. Pasteur, que no había encontrado nada semejante al estudiar la fiebre puerperal, le escribió que le enviara algunas gotas de sangre de esa enferma. Después de examinarla, se apresuró a comunicar al doctor Feltz que había confundido el leptothrix con la bacteridia carbuncal. Sorprendido y perplejo, M. Feltz declaró que reconocía su error después de haber examinado sangre carbuncal, que recogería —según dijo— donde le fuera posible. Para ahorrarle la búsqueda y satisfacer sus deseos, Pasteur le sugirió que le enviara tres conejillos de Indias vivos: al primero le inocularía sangre de la mujer muerta; al segundo, bacteridias de sangre carbuncal proveniente de Chartres; y al tercero, sangre carbuncal de una vaca del Jura.
Los tres conejillos de Indias fueron inoculados el 12 de mayo; llegaron a Nancy de regreso, en perfecta salud, en la mañana del día siguiente, y murieron el día 14 en el laboratorio de M. Feltz, que tuvo tiempo de observarlos hasta su muerte. «Después de efectuar la autopsia —dijo éste—, examiné detenidamente la sangre de los tres animales y no encontré ninguna diferencia entre ellas; no sólo la sangre, sino los órganos internos, el bazo principalmente, estaban igualmente atacados...Es evidente, por lo tanto —escribió a Pasteur—, que el agente infeccioso ha sido el mismo, a saber, la bacteridia que usted denomina del carbunco» .
En ese caso no se trataba, pues, del leptothrix puerperalis. Así quedó aclarado por qué Pasteur, sin haber visto a la enferma, pudo diagnosticar que había muerto de carbunco. Con honrosa lealtad, M. Feltz escribió a la Academia contando lo sucedido: «Es doblemente lamentable que yo no haya conocido antes el carbunco, porque hubiera podido diagnosticar la temible complicación que presentó la enferma y precisar las circunstancias del contagio que ignoro casi por completo» . Sólo pudo averiguar que esa mujer se ocupaba en rudos menesteres y vivía en un cuarto contiguo a una caballeriza; pero no supo si allí se habían albergado animales enfermos. «Antes de terminar —agregó— quiero agradecer a M. Pasteur su benevolencia conmigo. Gracias a él, he podido convencerme que los bastoncillos encontrados en la sangre de una mujer, con todos los síntomas de fiebre puerperal grave, eran idénticos a las bacteridias del carbunco» .
Entretanto proseguíase en el laboratorio las experiencias sobre el carbunco. Tratábase de averiguar si, después de 14 meses, existían aún gérmenes en el lugar donde habían sido alimentados carneros con alfalfa rociada con cultivo de bacteridias. Parecía imposible que se pudiera aislarlos de tantos otros gérmenes existentes en la tierra. No obstante, Pasteur pudo allanar las dificultades suspendiendo en agua unos quinientos gramos de tierra y sacando luego de ella pequeñísimas partículas. Ahora bien, como las esporas del carbunco resisten una temperatura de 80 a 90 grados (mortal para los demás microbios) las partículas terrosas fueron calentadas hasta esa temperatura e inoculadas luego a conejillos de India. La muerte de algunos de éstos mostró que los gérmenes del carbunco persistían en la tierra y que los rebaños que transitaban por las regiones sospechosas de la Beauce estaban siempre expuestos al contagio. En efecto, cuando se derramaba sangre carbuncal sobre la tierra, los gérmenes de bacteridias persistían más de un año. Al enterrar animales muertos o llevarlos al destazador diseminábanse millones y millones de bacteridias, cuyas esporas, verdaderas semillas de muerte, esperaban el momento de germinar. A pesar de estos resultados, muchos siguieron invocando la teoría de la espontaneidad.
En la sesión del 11 de noviembre de 1879, Pasteur dijo en la Academia de Medicina: «Me causa mucha tristeza verme obligado a replicar con tanta frecuencia a mis irreflexivos contradictores, y me apesadumbra aun más que la prensa médica se ocupe en estas discusiones sin tener en cuenta los principios del método experimental…
«Fácilmente me explico que las críticas sean tan confusas, ya que la medicina y la cirugía se encuentran en período de transición y de crisis. De las dos tendencias que pugnan por arrastrarlas, una acaba de nacer, mientras que la otra es doctrina que envejece. Ésta cuenta todavía con numerosos partidarios y se apoya en la hipótesis de la espontaneidad de las enfermedades transmisibles: la otra es la teoría de los gérmenes del contagio, con todas sus lógicas consecuencias.
«Cuando oigo, en este recinto invocar la existencia de un virus carbuncal sin pruebas serias en su apoyo; cuando leo en nuestros boletines la exposición de experiencias imprecisas; cuando veo el cúmulo de resultados negativos, plagados de errores, que se intentan oponer a los hechos positivos demostrados, me digo con dolor: He aquí un representante de los métodos y dogmas que fenecen. Y entonces me siento con renovados ánimos para redoblar mis esfuerzos en favor de vuestra ciencia, que amo por ella misma y por sus grandes y bienhechoras aplicaciones» .
Para acentuar más la diferencia entre las dos épocas, aconsejó respetuosamente a M. Bouillaud —participante en la discusión— que releyera el libro de Littré titulado Medicina y médicos, escrito en 1836, cuatro años después de la espantosa epidemia de cólera que azotó a Francia, y comparara las ideas imperantes con las expuestas en el capítulo de las epidemias: «Los venenos y la ponzoña desaparecen del organismo de los pacientes —decía Littré—, después de haber causado su efecto; pero los virus y los miasmas se reproducen y se propagan. Para fisiólogos y médicos no hay nada más oscuro que esta taimada combinación de elementos orgánicos; no obstante, hay que procurar llegar hasta el foco mismo donde se elabora la desgracia y la muerte» . Littré comparaba las víctimas causadas por terribles epidemias, en los pueblos que procuran combatirlas, a «mineros que, al seguir el filón que deben beneficiar, desencadenan aguas subterráneas que los ahogan, o dan escape a gases mefíticos que los asfixian, o provocan desmoronamientos que los sepultan» .
«Algunas enfermedades epidémicas —decía- en otro pasaje que Pasteur también había anotado— se declaran en todo el mundo, mientras otras, sólo en regiones más o menos extensas. El origen de estas últimas puede explicarse por circunstancias locales de humedad, estado de los pantanos, descomposición de materias animales o vegetales, y por los cambios operados en el género de vida de los hombres» .
En septiembre de 1879, después de conversar con uno de los suyos, mientras paseaba por los caminos de Arbois, Pasteur escribió: «Si tuviera que defender la novedad introducida en medicina por los estudios que he realizado en los últimos 20 años, emplearía para ello las significativas palabras de Littré, que muestran cómo pensaba, en 1836, ese sagacísimo intelectual respecto del estado de la ciencia y la etiología de las epidemias y del contagio. Sin embargo, haría notar, en desacuerdo con él, que no hay pruebas de la espontaneidad de las epidemias. Así como la filoxera ha invadido Europa después de ser importada de América, las pestes podrían provenir de otros países, con los cuales las comarcas azotadas se hubieran comunicado fortuitamente. Supongamos que en alguna región del África existe un microbio que vive en los animales, en las plantas o en el hombre; traído fortuitamente a Europa, podría causar una epidemia...» . Volviendo sobre este tema, agregó poco tiempo después: «Si hoy se tuviera que escribir un artículo al respecto, habría que decir que los causantes de las epidemias son los microbios, los fermentos vivos y los gérmenes. Esto importa un progreso —añadió, con la legítima satisfacción de quien ha señalado un rumbo— al que mis trabajos han contribuido grandemente. Pero es propio de la ciencia y del progreso el descubrimiento incesante de nuevos horizontes. El hombre de ciencia que avanza hacia lo desconocido se parece al viajero que, al escalar cumbres cada vez más altas, columbra nuevas regiones para explorar. Hoy puede asegurarse que cada enfermedad contagiosa es producida por un microbio, el cual, después de descubierto, sirve para explicar su manera de propagarse, actuar y multiplicarse en el organismo que destruye. Esta consideración difiere mucho, por cierto, de la de Littré».
De regreso en París, expuso estas ideas en la Academia de Medicina, y refutó el error de la espontaneidad de las enfermedades transmisibles. Así como había impugnado la teoría de Liebig sobre los fermentos, quería combatir también la hipótesis del origen espontáneo de los virus en el organismo: «Es ciego quien no ve que la doctrina de la espontaneidad envejece y se desmorona» . Sobre sus ruinas, Pasteur veía elevarse la doctrina de los gérmenes; doctrina que no fue aceptada sino después de muchos esfuerzos. Mas ¿qué importaba la duración de la lucha si el éxito era seguro? Su espíritu ejercía tal influencia sobre sus parientes, que éstos fueron interesándose paulatinamente en sus experiencias y penetraron más y más en sus pensamientos. Su hija y su hijo habíanse casado, y los recién venidos fueron iniciados sin tardanza en el secreto de sus trabajos. Y si en su infancia y juventud Pasteur encontró en el hogar paterno afectos entrañables, en su madurez tuvo el cariño de quienes se esforzaron por retribuirle la ternura que les prodigaba y la felicidad que les producía.
En esa época trazó un programa completo de investigaciones. Puesto que se conocía la causa específica del carbunco y era dable esperar que la bacteridia fuera combatida como enemigo que ha dejado de ser invisible y cuyas fuerzas se conocen, ¿no podrían hallar líquidos adecuados para cultivar y aislar los microbios de las demás enfermedades virulentas, con los que podría explicar la etiología de las mismas y crear una profilaxis segura? Hallábase ocupado en estas ideas, cuando un nuevo microbio atrajo su atención y fue objeto de iguales experiencias de cultivo e inoculación que la bacteridia del carbunco.

CAPÍTULO 10
1880 — 1881

El cólera de las gallinas. — La atenuación de los virus. — Indicaciones para el estudio de la peste. — Función desempeñada por las lombrices en la transmisión del carbunco. — Incidente en la Academia de Medicina. — La vacuna contra el carbunco. — Experiencia pública en Pouilly le Fort sobre vacunación carbuncal. — Primeras experiencias sobre la rabia. — Muerte de Sainte Claire Deville; discurso de Pasteur. — Pasteur en el Congreso Médico de Londres; Virchow y la antivivisección. — La fiebre amarilla; Pasteur en Pauillac.
¿Habéis presenciado alguna vez los desastres causados por cierta extraña epidemia que estalla súbitamente en las granjas? De pronto, mueren en sus nidos las gallinas que estaban incubando; y otras, poseídas de mortal laxitud, descuidan, en medio del patio, los polluelos que las rodean. Un gallo joven, soberbio, que la víspera lanzaba sus cantos triunfales a los cuatro vientos, se abate repentinamente y agoniza con el pico cerrado, la mirada apagada, la cresta caída y el cuello encogido entre las plumas opacas; si intenta pararse, vuelve a caer en seguida. Mientras las gallinas enfermas se acurrucan antes de morir, las sanas, cuya vida terminará en breve plazo, escarban y picotean en su alrededor los granos sucios de deyecciones y contaminados de gérmenes de muerte. Es el cólera de las gallinas.
En 1869, el veterinario alsaciano Moritz descubrió ciertas «granulaciones» en el cuerpo de las gallinas atacadas de cólera, mal fulminante que mataba hasta el 90 por ciento de las aves de corral. Las que se reponían de un ataque benigno, podían resistir el contagio ulterior. Nueve años después, el veterinario italiano Perroncito aseguró que el microbio tenía forma de puntos, y Toussaint demostró que era el causante de la virulencia de la sangre. Envió a Pasteur la cabeza de un gallo muerto de cólera. Después de aislar el microbio, Pasteur intentó aumentar el número de sus descubrimientos y encaminar a sus discípulos por los derroteros que les trazara. En relación con tan magnas ideas, resultaban vanas las críticas de los que continuaban disertando e insignificante las exhortaciones de soberbia de quienes le aconsejaban volver a sus experiencias de laboratorio, por negarle, más o menos respetuosamente, el derecho de establecer analogías entre sus estudios y los problemas de la medicina. No obstante, Pasteur sentía siempre la necesidad de convencer. Si demostraba con seguras experiencias que las enfermedades microbianas se relacionaban con las enfermedades virulentas y si obtenía una verdadera vacuna con cultivos gradualmente atenuados, ¿no obligaría a sus adversarios de buena fe a reconocer la verdad de sus asertos? ¿No conseguiría interesar a los espíritus en un vasto movimiento tendiente a renovar las nociones anticuadas? En ese período de entusiasmo, en que hubo, en verdad, días de incomparable dicha, Pasteur, creyendo que nada podría detener el avance de su doctrina, pues «un hálito de verdad le empujaba hacía los campos fecundos del porvenir», sintió satisfecho el espíritu y jubiloso el corazón...
Con voz apasionada y convincente, propia de su fe animosa, leyó en las Academias notas llenas de hechos, pruebas e inducciones. Si al principio desconcertó con el relato de tantas experiencias sin vinculación aparente, pronto sus oyentes sintíéronse subyugados por las revelaciones y pronósticos inesperados. Pasteur tenía la intuición que hace del sabio un poeta. Las ideas salían en masa de su espíritu como abejas de la colmena, y sus proyectos y concepciones hipotéticas lo estimulaban a ensayar nuevas experiencias. Más cuando tomaba un rumbo desconfiaba a cada paso, y no adelantaba en su marcha sino después de realizar experiencias precisas e irrefutables.
En abril de 1880 redactó una nota sugiriendo la manera de estudiar provechosamente la peste. La Academia de Medicina había nombrado, el año anterior, una comisión de 8 miembros para que trazara un programa de investigaciones sobre esta enfermedad, declarada en una aldea a orillas del Volga, en el distrito de Astrakán. Sí bien benigna al principio, la epidemia no tardó en propagarse como voraz incendio. Diariamente morían de 30 a 40 personas, y de los 1373 habitantes que componían la población, perecieron 370. El mal siguió causando estragos hasta llegar el funesto instante en que los sanos, obedeciendo al instinto de conservación, abandonaron sus parientes, enfermos y moribundos, entre cadáveres insepultos. La enfermedad se propagó a las aldeas vecinas, pero las autoridades rusas consiguieron circunscribirla, gracias al severo cordón sanitario que establecieron. Algunos médicos, reunidos en Viena, aseguraron que se trataba de la peste negra, como la que había despoblado a Europa en el siglo XIV. Algunas pinturas y esculturas de esa época (que representan a la Muerte incorporando a su lúgubre cortejo a niños, ancianos, mendigos, emperadores y Papas» muestran los formidables estragos causados por el flagelo. Después de la epidemia declarada en Marsella en 1720, no quedó en Francia sino el recuerdo borroso de la peste. En un informe a la Academia de Medicina, el doctor Rochard explicó, incidentalmente, que la epidemia se había iniciado en Marsella después del arribo de un buque que había perdido seis tripulantes durante la travesía. Sí bien insidiosa al principio, la epidemia se había desencadenado furiosamente en el mes de julio.
«Puesto que la peste es enfermedad cuya causa ignoramos por completo —escribió Pasteur en su nota— no es disparatado el suponer que la produzca un microbio especial. Ahora bien, como toda investigación experimental debe basarse en hipótesis, podría suponerse que esta enfermedad es parasitaria, con lo cual su estudio sería más provechoso y presentaría menos inconvenientes.
«De todas las pruebas que pueden aducirse a favor de una posible relación entre las enfermedades y los microbios, la más decisiva es la que proporciona el cultivo de los microorganismos en estado de pureza: método que me ha servido, durante 20 años, para resolver casi todas las dificultades surgidas al estudiar las fermentaciones y, en particular, la discutida relación entre éstas y sus propios fermentos.»
A continuación indicó que, extrayendo sangre o pus de un apestado, inmediatamente antes o después de su muerte, podría descubrirse probablemente el microorganismo y cultivarlo en líquido adecuado.
Para establecer la relación de causa a efecto, el microbio cultivado debía inocularse a animales, al mono de preferencia, a fin de estudiar en ellos las lesiones que produjera. Pasteur no ignoraba que tropezaría con enormes dificultades experimentales, porque, después de descubierto y aislado el microbio, nada indicaría a priori cuál sería el medio más adecuado para cultivarlo. Un líquido de cultivo excelente para ciertos organismos microscópicos podía ser inadecuado para otros; así sucedía con el microbio del cólera de las gallinas, que no se desarrollaba en caldo de levadura de cerveza. El experimentador impaciente que hiciera un cultivo con este líquido, deduciría de su fracaso que el cólera de las gallinas, siendo espontáneo, no es de origen microbiano. Tal error sería funesto —decía Pasteur— porque otro caldo, en apariencia semejante al anterior (por ejemplo, caldo de gallina) serviría para dar un cultivo virulento.
Para estudiar la peste era menester, pues, ensayar diversos medios de cultivo, sin olvidar el carácter aerobio o anaerobio de los seres microscópicos infecciosos. «La esterilidad de un líquido de cultivo depende, en parte, de la acción del aire —agregó Pasteur—, y puede ser independiente de su propia constitución. El oxígeno del aire mata al vibrión séptico. En consecuencia, es necesario ensayar cultivos en que intervenga el aire, el vacío, o el ácido carbónico puro. En este último caso, después de sembrar sangre o humor, se hará el vacío en los tubos, se los cerrará con soplete y se los dejará a temperatura conveniente, comprendida, por lo general, entre 30 y 40 grados.» Con estas ideas surgió la búsqueda científica de la etiología de la peste.
Pasteur no se parecía a los que evitan cualquier intromisión en el dominio de sus especialidades, en el cual pretenden ser señores absolutos, y gustaba que el gran público comprendiera la utilidad de sus investigaciones. El 3 de mayo de 1880 escribió las siguientes líneas a su amigo Nisard, al remitirle el Boletín de la Academia de Medicina, que contenía su primera comunicación sobre el cólera de las gallinas y la nota sobre la peste:
«Léalas, si dispone de tiempo: quizá le interesen; además, no debe haber lagunas en su instrucción, pues a las que hubiera, seguirían otras.
«Hoy leeré en el Instituto otra comunicación, que mañana repetiré en la Academia de Medicina.
«No cese de recoger las críticas, para repetírmelas. Cuando no necesito estímulo, las prefiero a los elogios estériles, como sucede al presente, en que tengo fe y fuego sagrado para mucho tiempo.»
Nisard le respondió el 7 de mayo: «Mi querido amigo: Me siento como aturdido por el esfuerzo que mi ignorancia me ha obligado a hacer para seguir sus ideas, y estoy deslumbrado por la belleza que surge de la maravillosa exposición de sus descubrimientos. Tiene usted mucha razón en rechazar los elogios estériles; pero sería injusto que no hallara placer en las alabanzas de los que le quieren, máxime cuando éstos no disponen de otra expresión para acusar recibo de sus notas.
«Estoy leyendo por segunda vez su informe sobre el cólera de las gallinas y observo que el escritor, al relatar las fases del asunto, no le va en zaga al descubridor, pues el idioma se ennoblece, se suaviza y se colora.
«Su creciente renombre me hace feliz, y estoy muy orgulloso de ser su amigo.»
Mientras buscaba la vacuna del cólera de las gallinas, Pasteur no cesaba de pensar en la etiología del carbunco y de formularse esta importante pregunta: ¿Suben a la superficie de la tierra los gérmenes del carbunco? ¿Y cómo? En una de sus habituales excursiones a Chartres acompañado de los señores Chamberland y Roux, encontró, de pronto, la explicación del enigma, al notar una mancha en el terreno donde el cereal acababa de ser segado. El propietario de la granja, M. Maunoury, le dijo que allí habían sido enterrados el año anterior algunos carneros muertos de carbunco. Pasteur examinó de cerca el sitio y le llamó la atención la gran cantidad de diminutos cilindros terrosos, llevados a la superficie por las lombrices. ¿No serían las lombrices las que transportaban las esporas del carbunco, exhumándolas de las fosas y esparciéndolas en su inmediata vecindad? ¡Singular e inesperada consecuencia de la teoría de los gérmenes! Sin detenerse en conjeturas sobre el posible alcance de esta hipótesis, impaciente por conocer la verdad, Pasteur dijo: «Experimentemos.»
Bouley, enterado de esto, hizo recoger lombrices de la superficie de fosas donde años atrás habían sido enterrados animales carbuncosos. Bouley, Villemin, Davaine, invitados a verificar esta aseveración en el laboratorio, extrajeron cilindros terrosos del canal intestinal de algunos gusanos y encontraron en ellos esporas del carbunco.
En la época en que Pasteur reveló la función patogénica de las lombrices, Darwin explicaba, en su último libro, la función agrícola de las mismas. Observador perseverante y metódico, Darwin había notado que las lombrices, al hacer sus galerías, aireaban y avenaban la tierra, prestando, con su incesante actividad, inapreciables servicios a la agricultura. Ambas actividades, la bienhechora y la perjudicial, fueron explicadas por Pasteur y por Darwin, sin que el uno tuviera conocimiento de los trabajos del otro.
Pasteur recogió tierra de las fosas del Jura, donde, en julio de 1878, se habían enterrado vacas muertas de carbunco. «En tres ocasiones, durante los dos últimos años, hemos encontrado carbunco en la tierra de la superficie de las fosas», dijo en la Academia de Ciencias y en la de Medicina, en julio de 1880. Experiencias posteriores, efectuadas en la granja de Beauce, confirmaron este hecho. La tierra lejos de las fosas no provocaba carbunco.
Explicó también cómo los animales ingerían forrajes inficionados con gérmenes provenientes de los cilindros excrementicios de las lombrices, disgregados por las lluvias. La vida de los animales peligraba cuando comían el pasto que crecía, con más abundancia, sobre las fosas, por estar la tierra más abonada. Análogamente, los animales contraían el carbunco cuando se les daba alfalfa rociada con líquidos que tenían esporas carbuncales. Además de éstas, las lombrices transportaban también gérmenes sépticos.
«Nunca —dijo Pasteur, deseoso de dar un consejo útil— deberían enterrarse animales en campos destinados al cultivo de forraje o al pastoreo de ovejas. Si es posible, se elegirá para ello terrenos arenosos o calcáreos, áridos, poco húmedos y de rápida desecación; en una palabra, poco aptos para la vida de las lombrices.»
En su afán de adelantar sus experiencias, veíase obligado a enviar simultáneamente a los señores Chamberland y Roux a distintos puntos de Francia; y, a veces, tan sólo para verificar hechos dudosos, publicados con harta premura por algunos experimentadores, fuera por deseo de prioridad o por estimular las investigaciones de otros hombres de ciencia. Una vez, M. Roux tuvo que ir a la granja Bois le Duc, para verificar si unos animales bovinos habían muerto de carbunco, porque, según se creía, el agua del abrevadero estaba inficionada. Después de recoger muestras de tierras y de agua de diferentes lugares, regresó al laboratorio con sus tubos y pipetas; el análisis mostró que los animales habían muerto de septicemia y no de carbunco. M. Chamberland, por su parte, con el propósito de estudiar experimentalmente la posibilidad de contagio en la superficie de las fosas, hizo cercar, en Savagna, el sitio donde habían sido enterrados dos años antes animales muertos de carbunco, y encerró allí cuatro carneros. Algunos metros más lejos, hizo construir otro cerco, dentro del cual puso otros cuatro, para que sirvieran de comparación, Pasteur dirigió estas experiencias desde Arbois, donde se hallaba pasando las vacaciones.
Mientras estaba entregado a estos trabajos fue sorprendido por un gran dolor «Acabo de tener la desgracia —escribió a Nisard a principios de agosto— de perder a mi hermana. Ella y las tumbas de mis padres y de mis hijos, me hacían volver todos los años a Arbois. En cuarenta y ocho horas la he visto sana, enferma, muerta y enterrada. Tal rapidez ha sido espantosa. Mucho quería a esa hermana mía que se sacrificó por nosotros, sus hermanos menores, en los tiempos difíciles en que aún no conocíamos la holgura en nuestro hogar. De la rama paterna y materna, soy el único sobreviviente.»
En los primeros días de agosto, Toussaint, joven profesor de la Escuela Veterinaria de Tolosa, anunció que había conseguido vacunar carneros contra el carbunco. Empero, su primer intento de vacunación mediante inyecciones de sangre desfibrinada de animales enfermos, extraída inmediatamente antes o después de la muerte y filtrada luego a través de lienzo o de una docena de papeles de filtro, había resultado infructuoso, porque las bacteridias atravesaban el filtro y causaban la muerte de los animales que se quería preservar. Toussaint recurrió entonces al calor para destruir las bacteridias. «Calenté durante diez minutos sangre desfibrinada —dijo— a la temperatura de 55 grados, y la inoculé a 5 carneros en dosis individuales de 3 centímetros cúbicos. El resultado fue completamente satisfactorio, pues cuando les inyecté sangre carbuncal activa, no padecieron el menor trastorno.» Mas, para obtener la inmunidad, era preciso hacer repetidas inoculaciones.
Enterado Pasteur de este hecho, escribió a sus discípulos: «Hay que suspender todo proyecto de veraneo. Debemos estudiar ese asunto en París y en el Jura simultáneamente.» Bouley, por su parte, creyó que la meta había sido alcanzada, aunque el hecho anunciado sería difícil de interpretar científicamente. Obtuvo autorización del ministro de Agricultura para ensayar en 20 carneros de Alfort ese líquido llamado vaccínico.
«Ayer di instrucciones a M. Chamberland —escribió Pasteur a su yerno el 13 de agosto— para que prepare lo necesario a fin de verificar, lo antes posible, la experiencia de Toussaint, en cuyo resultado no creeré hasta no haberlo visto con mis propios ojos. He hecho comprar 20 carneros y espero que, dentro de tres semanas, sabré a qué atenerme respecto a la exactitud de esa observación verdaderamente extraordinaria. Puede ser que la naturaleza haya engañado a M. Toussaint; sus asertos, no obstante, parecen revelar un hecho sumamente interesante.»
Las aserciones de Toussaint habían sido prematuras y Pasteur no tardó en ver claro en el asunto. La temperatura de 55 grados, mantenida durante 10 minutos, debilitaba las bacteridias y retardaba su desarrollo, pero no las mataba. Entre tanto, Bouley observaba atentamente el estado de los carneros vacunados de Alfort, de los cuales tres murieron de carbunco, uno al día siguiente de la inoculación y los otros, dos días después. Los restantes estaban tan enfermos, que M. Nocard quería matar uno para hacerle la autopsia. En cierto momento Bouley creyó en el fracaso completo. Sin embargo, los 16 carneros restantes se restablecieron paulatinamente y quedaron en condiciones de ser inoculados con carbunco, como contraprueba.
Por Bouley y Roux, simultáneamente, Pasteur se enteró que Toussaint preparaba el líquido vaccínico no sólo por acción del calor, sino haciendo actuar ácido fénico sobre la sangre carbuncal. Pero el resultado era el mismo, ya que con ambos procedimientos conseguía debilitar la bacteridia.
Bouley le decía en su carta: «¿Qué conclusiones debemos sacar de este resultado? Es evidente que Toussaint no vacuna, como él cree, con líquido exento de bacteridias, sino con líquido cuya virulencia es menor porque contiene menos bacteridias y la actividad de éstas ha sido disminuida. Su vacuna no es más que líquido carbuncal atenuado, mortal sólo para algunos animales. Debe de ser insidiosa, pues ha de recuperar, con el tiempo, la virulencia primitiva de la sangre carbuncal. La experiencia realizada en Alfort muestra que la virulencia de la vacuna —inofensiva en Tolosa— aumentó durante los 12 días que se tardó en ensayarla, y que la bacteridia, debilitada por el ácido fénico, recuperó su potencia y se reprodujo a pesar del ácido.»
Toussaint fue a Reims y comunicó a la Asociación Francesa en Pro del Adelanto de la Ciencia, que el líquido inoculado no inmunizaba a los animales, como él había creído, y que en sus experiencias había inoculado solamente carbunco atenuado, de acuerdo con la interpretación de Bouley. Entre tanto, Pasteur redactó una nota bastante enérgica, poniendo las cosas en su lugar. El rigor de su técnica experimental llevábalo, a veces, a ser excesivamente severo. Sin embargo, Toussaint, pese a la inseguridad de su procedimiento y a la inexactitud de su aseveración tenía el mérito de haber atenuado temporalmente la virulencia de la bacteridia. Por esta razón, Bouley pidió a Pasteur que se abstuviera de leer su comunicación.
Uno de los carneros encerrados sobre las fosas contaminadas, murió de carbunco el 25 de agosto. Quedó demostrado, una vez más, cuán erróneo era creer en la espontaneidad de las enfermedades transmisibles. Pasteur informó a J. B. Dumas al respecto y le hizo conocer su opinión sobre la experiencia de Toussaint. Su carta fue leída en la Academia de Ciencias: «Antes de terminar —decía— permítame hacerle otra confidencia. Con el concurso de los señores Chamberland y Roux, he verificado los hechos extraordinarios comunicados recientemente a la Academia por el profesor de la Escuela Veterinaria de Alfort, M. Toussaint. Basándome en los resultados de numerosas experiencias, que no dejan lugar a dudas, puedo manifestar a usted que las conclusiones de M. Toussaint necesitan ser revisadas. Tampoco estoy de acuerdo con el aserto de M. Toussaint que la septicemia es enfermedad idéntica al cólera de las gallinas; estas enfermedades son completamente diferentes.»
Bouley se conmovió ante las sencillas reservas formuladas por Pasteur después de las numerosas experiencias de verificación realizadas en la Escuela Normal y en el Jura. Después de relatar los incidentes de Alfort y expresar su deseo que la vacuna contra el carbunco no tardase en ser descubierta, Bouley declaró que Pasteur había tenido «la delicadeza de abstenerse de criticar detalladamente a M. Toussaint a fin de que éste tuviera tiempo de verificar sus propias aseveraciones.»
La lucha contra las enfermedades virulentas adquiría poco a poco importancia capital para Pasteur. En el laboratorio y en sus conversaciones familiares volvía a menudo sobre este tema. Puesto que el oxígeno del aire modificaba los cultivos del microbio del cólera de las gallinas y los hacía menos virulentos, nada impedía suponer que este hecho tuviera carácter general y fuera aplicable a todos los virus. Entonces pensó en los beneficios que reportaría el descubrimiento de vacunas contra todas las enfermedades virulentas. Y considerando que el conocimiento del cólera de las gallinas estaba mucho más adelantado que el de la viruela —cuya vacuna era todavía un hecho inexplicable y único—, instó a los médicos, a su regreso en París, a que procuraran dilucidar las relaciones existentes entre la viruela y su vacuna. Ateniéndose únicamente a la experimentación fisiológica —dijo—«nadie ha demostrado que el virus varioloso sea idéntico al virus-vacuna». Cuando Julio Guerin, todavía combativo a pesar de sus 80 años y que, según dijo a Bouley, sólo deseaba «derribar a Pasteur», sostuvo que «la vacuna humana resulta de la humanización de la viruela de los animales (cowpox y horsepox) por las sucesivas inoculaciones en los seres humanos», Pasteur le replicó irónicamente que eso equivalía a decir: La vacuna es la vacuna.»
Los que hablaban a Pasteur con toda sinceridad, le aconsejaron no participar en nuevas discusiones, pues la mayoría de sus adversarios confundían las palabras con las ideas y ahogaban los debates con aluvión de frases. ¿No había defendido suficientemente la causa de la verdad, aun en contra de las continuas e irritantes oposiciones, con sólo haber entrevisto que el virus del carbunco, hasta entonces misterioso, y los virus de la peste y la fiebre amarilla podían transformarse en sus propias vacunas? ¿No acababa de saludar Bouley, en la Academia de Medicina, el advenimiento de una nueva era que justificaba todas las esperanzas? «¡Cuántos fantasmas de la antigua etiología desaparecerán —había dicho éste— ante las nuevas luces de la medicina experimental!»
¿Qué se ganaba con tales debates, puesto que los principales veterinarios, médicos y cirujanos reconocían cuánto la ciencia debía a Pasteur? ¿Por qué esforzarse entonces en convencer a los que disentían? Por lo demás, era natural que algunas personas sintieran gran desasosiego y se resistieran a abandonar sus doctrinas e ideas. Si resulta penoso dejar la casa donde se ha vivido desde la juventud, ¿no es aún más penoso abdicar sus principios?
Reconociendo su falta de serenidad, Pasteur aceptó, con afectuosa sonrisa, la razón de estos argumentos y prometió tener calma. Mas sus promesas se esfumaron ante las nuevas impugnaciones y los propósitos irritantes de sus adversarios.
«Tener la pretensión de explicar —dijo en la sesión del 5 de octubre de 1880— las relaciones entre la vacuna y el cowpox y el horsepox, sin emplear siquiera las palabras viruela humana, es caer en logomaquia, es usar equívocos con el propósito de soslayar el tema principal del debate.»
Sin preocuparse por los matices del lenguaje o del pensamiento seguía creyendo fervorosamente en el método experimental; lo arrastraba su lógica inflexible e implacable. Pasaba bruscamente de la defensa al ataque, y entonces hablaba con aspereza: «En adelante estaremos frente a frente —dijo al hablar de Guerin— y hemos de ver cuál de los dos saldrá maltrecho y magullado de esta lucha.»
En una oportunidad ridiculizó tan vivamente algunos procedimientos operatorios de Guerin, que éste, iracundo, dejó de pronto el asiento y se precipitó sobre él. El barón Larrey se interpuso y detuvo al fogoso octogenario; la sesión se levantó en medio de gran desorden. Al día siguiente, Guerin, trémulo de cólera, envió sus padrinos a Pasteur para exigirle la reparación por las armas.
Pasteur hizo que se entrevistaran con dos personas que, tanto para él como para Guerin, eran sus padrinos naturales: M. Beclard, secretario perpetuo de la Academia de Medicina y M. Bergeron, secretario anual: redactores responsables, ambos, del Boletín oficial de la Academia. «No pudiendo actuar de otra manera —les escribió— estoy dispuesto a modificar lo que, a juicio de los señores redactores, vulnera los derechos de la crítica y la legítima defensa.» Por deferencia a sus padrinos terminó la querella dirigiendo una carta al presidente, en que le expresaba no haber tenido intención de ofender a su colega y que en todas las discusiones, sólo trataba de defender sus trabajos de las impugnaciones.
El Diario de Medicina y de Cirugía, redactado por M. Lucas Championnière, resumió como sigue los incidentes, terminados con esa benévola carta: «Admiramos la mansedumbre de M. Pasteur, de quien se asegura que es violento y querellador, siendo en realidad, un sabio que, de vez en cuando, hace comunicaciones breves, substanciales y en extremo interesantes. No es médico; pero, guiado por su talento, señala derroteros hasta en los problemas más arduos de la medicina. Más, en vez de hallar respeto y atención como se merece encuentra desgraciadamente la oposición violenta de algunas personas naturalmente combativas, dispuestas siempre a demoler y raramente a escuchar. Si M. Pasteur usa términos científicos que nadie comprende, o emplea impropiamente alguna expresión médica, entonces se yergue el fantasma de los discursos sin término, con los que se pretende demostrar que el orden reinaba en medicina, antes de introducir en ella los estudios metódicos y los recursos de la química y la experimentación. Empleando la palabra logomaquia, M. Pasteur nos parece moderado.»
¡Cuán numerosos son los incidentes fútiles y las querellas vanas en la existencia de un gran hombre! Sólo después de largo tiempo llegan la gloria, la apoteosis y las estatuas, y sólo entonces parece que estos semidioses hubiesen pasado por la vida, hacia la posteridad reconocida, a lo largo de triunfal avenida. Mas ¡cuántas trabas dificultan la trayectoria de los espíritus libres, a quienes el fecundo pensamiento de la muerte impele a realizar la obra de su vida! El pensamiento de la muerte nunca se aparta de la mente de los hombres superiores. Pasteur se consideraba tan sólo huésped en los grandes centros intelectuales, a los que se esforzaba por mejorar, a fin de hacerlos más útiles para los que le siguieran. La hostilidad, la indiferencia o el escepticismo de los médicos de la Academia lo impulsaban a veces a dar consejos a los estudiantes que ocupaban los sitios destinados al público: «Jóvenes que estáis en lo alto de esas gradas y sois la esperanza del porvenir médico en nuestro país, no vengáis a buscar aquí emociones de polémica: venid únicamente a conocer los métodos científicos.»
Todos los días trabajaba por afianzar más esos métodos, que se oponían a las especulaciones a priori y a los conceptos nebulosos. La atenuación artificial de la virulencia por acción del oxígeno del aire y la vacunación con virus atenuados fueron los imponderables adelantos que realizó a fines del año 1880. ¿Podría aplicar igual procedimiento al microbio del carbunco? Arduo problema. La vacuna contra el cólera de las gallinas obteníase fácilmente, haciendo perder a los cultivos puros su virulencia por acción del oxígeno del aire. Pero las esporas del carbunco resistían la acción del aire atmosférico y conservaban indefinidamente la virulencia: las esporas que se encontraban en los lugares donde habían sido enterrados animales muertos de carbunco, conservaban la virulencia aún después de 12 años. Esta dificultad podía allanarse si encontraba un medio de cultivo capaz de modificar las bacteridias filamentosas antes de formarse las esporas. Más lo que puede resumirse en pocas líneas, exigió largas semanas de cavilaciones, ensayos y tanteos: En caldo neutro de gallina calentado a 45 grados, la bacteridia no podía ser cultivada; pero a la temperatura de 42-43 grados pululaba fácilmente, aunque sin formar esporas.
«A esta temperatura límite —ha explicado M. Chamberland— las bacteridias viven y se multiplican; pero no producen gérmenes y, al cabo de seis, ocho, diez o quince días, su virulencia disminuye, análogamente a la del microbio del cólera de las gallinas. Un cultivo que originariamente mataba 10 carneros de 10, al cabo de 8 días sólo mataba cinco, y a los diez días dejaba de ser mortal. Es interesante hacer notar que cuando se calentaba un cultivo ya atenuado a la temperatura de 30 a 40 grados, las bacteridias adquirían nuevamente la propiedad de producir gérmenes, cuya virulencia era igual a la de las bacteridias filamentosas que los habían producido.»
Bouley, testigo asiduo de estos hechos, decía al respecto que, manteniendo bacteridias atenuadas (degeneradas) a temperatura baja favorable, éstas tornábanse nuevamente aptas para producir esporas que «producían, a su vez, bacteridias debilitadas, de igual virulencia que las originarias».
De esta manera se obtuvo una vacuna inalterable, constituida por esporas, fácil de remitir a todas partes para vacunar animales contra el carbunco.
Cuando Pasteur estuvo seguro del descubrimiento, subió a sus aposentos, y muy emocionado dijo a su familia: «Nunca hubiera hallado consuelo si el descubrimiento que acabamos de hacer, mis colaboradores y yo, no hubiese sido un descubrimiento francés.»
El conocimiento de la etiología del carbunco, que facilitó la profilaxis de esta enfermedad, había entusiasmado a muchos ganaderos y despertado su gratitud. Por esta razón la Sociedad de Agricultura de Francia, decidió, el 21 de febrero de 1881, entregarle una medalla de honor. Retenido en la Academia de Ciencias, J. B. Dumas no pudo asistir a la sesión: «Hubiera deseado exponer en esa gran reunión —escribióle a Bouley—, los principales descubrimientos de Pasteur. Mi diligencia en unirme a usted, hubiera mostrado mi cordial adhesión al homenaje tributado a quien nunca honrarán de acuerdo a sus merecimientos, servicios, patriótica abnegación y apasionamiento por la verdad.»
El lunes siguiente, Bouley dijo a Dumas, mientras se dirigían a la Academia de Ciencias: «Gracias a su carta estoy seguro de haber conseguido una partícula de inmortalidad.» Pero Dumas, señalando a Pasteur que caminaba delante de ellos, le respondió: «He ahí el que nos conduce a la inmortalidad.»
El 28 de febrero, Pasteur hizo su célebre comunicación sobre la vacuna del carbunco y la graduación de la virulencia. El virus atenuado del carbunco recuperaba su virulencia primitiva, si se lo cultivaba sucesivamente en el cuerpo de ciertos animales. Las bacteridias debilitadas resultaban inofensivas para conejillos de Indias de pocos días; pero eran mortales para los conejillos recién nacidos:
«Inoculando bacteridias carbuncales debilitadas a un conejillo de Indias de un día de edad, e inyectando luego un poco de su sangre a otro conejillo de igual edad, y de éste a un tercero, y así sucesivamente, la virulencia de la bacteridia se intensifica progresivamente, o en otros términos, aumenta su facilidad de desarrollarse en el organismo animal. Aplicando este procedimiento, se pueden matar conejillos de Indias de tres días, de una semana, de un mes, de varios años de edad, y hasta se llega a matar carneros, demostrándose así que la bacteridia recupera su virulencia original. Puedo asegurar sin vacilación —aun cuando todavía no he efectuado la prueba— que la bacteridia así preparada puede matar vacas y caballos y conservar indefinidamente su potencia.
«En cuanto al virus atenuado del cólera de las gallinas, puede devolvérsele la virulencia primitiva inoculándolo sucesivamente a pequeñas aves como canarios, gorriones, etc.; el microbio adquiere poco a poco la virulencia necesaria para enfermar nuevamente gallinas adultas.»
¿Necesito agregar que, gracias a la recuperación progresiva de la virulencia primitiva, pueden prepararse virus-vacunas contra la bacteridia y el microbio del cólera de las gallinas, en todos los grados de virulencia?»
«Este fenómeno de la recuperación de la virulencia es de sumo interés para la etiología de las enfermedades contagiosas.»
Puesto que el carbunco es enfermedad sin recidiva —agregó— las bacteridias de virulencia atenuada constituyen una vacuna contra las de virulencia mayor: «Para preservar animales del ataque mortal del carbunco ¿hay algo más fácil que inyectarles precisamente el virus de la serie de cultivos sucesivos que alcance a provocarles carbunco benigno? Hemos efectuado con éxito esta operación, y, cuando llegue la época del pastoreo de los rebaños, la aplicaremos en mayor escala en la Beauce.»
Un solícito y variado concurso de voluntades le ofreció en seguida los medios para ello. Algunos esperaban una brillante demostración de la verdad científica; otros, un desquite decisivo. Un veterinario de Melun, M. Rossignol, fue promotor de una gran experiencia pública.
Si algún lector interesado hojeara el ejemplar del 31 de enero de 1881 de la Prensa Veterinaria —uno de cuyos principales redactores era M. Rossignol— encontraría el artículo escrito por él un mes antes de conocerse el gran descubrimiento de la vacuna contra el carbunco: «Si buscáis microbios, los hallaréis en todas partes. Ahora reina soberanamente la microbiatría, doctrina de moda que hay que admitir sin réplica, máxime ahora que su pontífice, el sabio Pasteur, ha pronunciado las sacramentales palabras: He dicho. Sólo el microbio es —y debe ser— la característica de las enfermedades. En lo sucesivo, la teoría de los gérmenes prevalecerá sobre la clínica pura. Sólo el microbio es eterno, y Pasteur es su profeta.»
A fines de marzo, M. Rossignol se puso en campaña y solicitó suscripciones entre los criadores de la Brie, a quienes explicó cuán beneficiosa les sería esa experiencia demostrativa. Si el descubrimiento se confirmara, no debía quedar oculto en el laboratorio de la Escuela Normal, ni ser conocido únicamente del público privilegiado de la Academia de Ciencias, que no sabría qué hacer con él. Muy pronto tuvo un centenar de suscripciones. ¿Creía M. Rossignol que los baloncitos de virus, de los cuales Pasteur contaba maravillas, serían bien acogidos por los viejos prácticos que eran impotentes para combatir el carbunco? ¿No registrarían los anales veterinarios un caso similar al de la lechera de la fábula de la Fontaine? Algunos así lo creían. Mas, se murmuraba tanto a propósito de esa experiencia. Los microbios eran causa de constantes pullas. Cuando lleguemos al centenar, haremos una cruz, decían algunos colegas de M. Rossignol. Muchos se mofaban de las recetas académicas, y algunos aseguraban que, al cabo de veinte años, los veterinarios ejercerían su profesión perfectamente instalados en amplios laboratorios y dedicados a cultivar afanosamente toda suerte de especies, razas, sub-razas y variedades microbianas. La comarca conoció momentos de regocijo general y muchos, prácticos se habrían alegrado si el soplo de un fracaso hubiera apagado la luz que iluminaba a Pasteur.
Al enterarse la Sociedad de Agricultura de Melun que la iniciativa de M. Rossignol despertaba general interés, se apresuró a aprobarla y prestarle apoyo. Pidió al barón de la Rochette, su presidente, que hiciera los trámites necesarios para que Pasteur realizara en Melun una experiencia pública de vacunación contra el carbunco. El 8 de abril, M. Rossignol remitió la circular siguiente a los miembros de la Sociedad de Agricultura de Melun y de las Juntas de los distritos de Melun, Fontainebleau y Provins:
«La resonancia que tendrán estas experiencias impresionará a todos y convencerá a los que dudan todavía. La evidencia de los hechos disipará las incertidumbres.»
El barón de la Rochette era prototipo de hidalgo; en él se aunaban la gracia y la cortesía de antaño. Muy versado en los adelantos agrícolas, se preciaba, con justa razón, de haber transformado la agricultura en arte y en ciencia. Fue al laboratorio de Pasteur y quedó encantado de la sencillez con que el sabio aceptó la proposición de realizar una experiencia en gran escala.
En los primeros días de abril, Pasteur redactó el plan de los experimentos que realizaría en la granja Pouilly le Fort, cerca de Melun. M. Rossignol publicó numerosos ejemplares de ese programa y los repartió entre los agricultores. Pero el proyecto implicaba un pronóstico tan concluyente, que alguien preguntó a Pasteur con cierta inquietud:
«¿Recuerda usted lo que el mariscal Gauvion Saint Cyr decía de Napoleón: Gustaba de las partidas arriesgadas que se caracterizaran por su grandeza y audacia. Se jugaba por entero? Usted hace lo mismo.
«Así es —contestó Pasteur, cuyo deseo era apresurar la victoria.»
Sus propios colaboradores se inquietaron por las rotundas afirmaciones del programa; pero él les dijo: «Lo que ha resultado bien con 14 carneros en el laboratorio, resultará igualmente bien con 50, en Melun.»
El programa imposibilitaba toda retirada: la Sociedad de Agricultura de Melun ponía a disposición de Pasteur 60 carneros; 25 serían vacunados dos veces con virus atenuado de carbunco en un lapso de 12 a 15 días, al cabo del cual se les inocularía carbunco muy virulento, lo, mismo que a otros 25 carneros sin vacunar.
Los animales sobrevivientes serian comparados con los 10 carneros restantes, que no serían sometidos a ningún tratamiento a fin de servir de comparación. La vacunación no impediría a los vacunados que recuperaran su estado normal. A estas prescripciones seguían otras, como ser el enterramiento de los cadáveres en fosas vecinas dentro de un recinto cercado.
«En el mes de mayo de 1882 —añadió Pasteur— se pondrán en ese recinto 25 carneros nuevos, es decir, que no hayan servido para ninguna experiencia anterior.» Y anticipándose en un año a los acontecimientos, predijo que algunos morirían de carbunco a causa de los gérmenes transportados por las lombrices a la superficie. Por último, se harían pacer otros 25 carneros en un lugar, próximo al recinto, en que no se hubiera enterrado animales muertos de carbunco: ninguno contraería la enfermedad.
M. de la Rochette expresó el deseo de incluir algunas vacas en las experiencias, pero Pasteur, si bien dispuesto a complacerlo, le contestó que los ensayos de vacunación en vacas no estaban tan adelantados como los efectuados en carneros. Podría suceder —le dijo— que los resultados no fueran tan manifiestamente probatorios. No obstante, confiaba en el éxito. De 10 vacas que le ofrecieron, 6 serían vacunadas y 4 no. Estipulóse que las experiencias comenzarían el 5 de mayo y terminarían en la primera quincena de junio.
Cuando M. Rossignol anunció que todo estaría dispuesto para la fecha convenida, apareció en la Prensa Veterinaria una nota en que la redacción recordaba a los lectores que las experiencias del laboratorio serían repetidas in campo, y que Pasteur «demostraría que no se había equivocado al afirmar, ante la estupefacción de los académicos, que había descubierto la vacuna contra el carbunco, esto es, el preservativo de una de las enfermedades más terribles de los animales y aún del hombre». Empleando en diversos tonos algunas reminiscencias clásicas, la nota terminaba así: «Estas experiencias serán solemnes si confirman, de acuerdo con lo aseverado por M. Pasteur con profunda convicción, el éxito de las que él ha realizado ya. Formulamos sinceros votos para que M. Pasteur resulte vencedor en el torneo que ya ha durado demasiado. Si triunfa, beneficiará al país; y sus adversarios, al igual que los esclavos antiguos, habrán de ceñirle las sienes de laurel y aprestarse a seguir, agobiados por cadenas, el carro del inmortal vencedor. Mas para que esto suceda, es menester que tenga éxito; y M. Pasteur no debe olvidar que la roca Tarpeya está cerca del Capitolio.»
El 5 de mayo una multitud de veterinarios, médicos, consejeros generales, farmacéuticos y agricultores, dirigióse a la granja de Pouilly le Fort. Los veterinarios, en su mayoría, mostrábanse sumamente escépticos; algunos lo declaraban abiertamente, como M. Biot (de Pint sur Jonne) y Thierry, representante de la Sociedad Veterinaria de Jonne. Todos bromeaban y cambiaban miradas de inteligencia, con gran satisfacción de los adversarios de Pasteur.
Asistido por los señores Chamberland, Roux y otro discípulo llamado Thuillier, Pasteur comenzó a hacer los preparativos para la experiencia, y, a último momento, reemplazó dos carneros por dos cabras.
Bajo amplio cobertizo se hallaban los 25 carneros que serían vacunados, separados de los que no lo serían. Para inyectar el líquido vaccínico, se empleó la jeringuilla de Pravaz, cuya aguja penetra con suma facilidad en los tejidos subcutáneos. A cada uno de los 25 carneros se le inyectó, en la cara interna del muslo derecho, 5 gotas de un cultivo de bacteridias que Pasteur llamaba primera vacuna. Cinco vacas y un buey fueron vacunados en el lomo. A éstos les hicieron una marca en los cuernos y a los carneros, en las orejas.
Terminada la vacunación, Pasteur dio una conferencia sobre el carbunco en el salón de la granja de Pouilly. En forma clara, sencilla y metódica, explicó las distintas etapas seguidas en el estudio de la enfermedad. Durante más de una hora instruyó y entretuvo a ese público heterogéneo, que apreció la fe profunda que lo animaba y la voluntad necesaria para resolver ese problema científico. Los mejor informados, admiraron el lógico y armonioso desenvolvimiento de sus ideas y su constante anhelo de acrecentar el bien público por medio de la ciencia pura. Alianza extraordinaria, en efecto, que le asignaba prominente lugar en la estimación general. Al terminar la conferencia, todos se citaron para la segunda inoculación de la vacuna.
En los días 6, 7, 8 y 9 de mayo, los señores Chamberland y Roux regresaron a Pouilly le Fort para tomar la temperatura de los animales vacunados: no encontraron nada anormal. El 17 del mismo mes se procedió a la segunda inoculación con virus que, a pesar de su atenuación, era más virulento que el primero y que si lo hubiesen inoculado sin mediar el otro, hubiera matado más de la mitad de los carneros.
«El martes 31 de mayo se hará la tercera y última inoculación —escribió Pasteur a su yerno—; pero esta vez a los 50 carneros y a las 10 vacas. Confío mucho en el éxito, pues las inoculaciones anteriores, del 5 y 17 de mayo, se efectuaron en perfectas condiciones, y no murió ninguno de los animales vacunados. El 5 de junio, a más tardar, conoceremos el resultado definitivo; seguramente sobrevivirán las nueve vacas y los veinticinco carneros vacunados. Si el resultado es tan rotundo, confirmará un descubrimiento de los mayores y más fecundos y representará una de las aplicaciones científicas más hermosas de este siglo.»
Esa gran experiencia no interrumpió, sin embargo, los otros estudios del laboratorio. El día que se efectuó la segunda inoculación en Pouilly le Fort, la esposa de Pasteur escribió a su hija: «Uno de los perros del laboratorio parece que está por enfermar de rabia; sería de desear que así fuera, por la interesante experiencia que proporcionaría.» Otra carta, escrita el 25 de mayo, nos muestra cómo compartía las preocupaciones y esperanzas de su esposo y cómo, en la proximidad de éste, todo se regía de acuerdo con sus ideas:
«Tu padre acaba de traer una gran noticia del laboratorio. El último perro trepanado e inoculado con la rabia, murió anoche, a los 19 días de la inoculación. La enfermedad se manifestó al decimocuarto día. Esta mañana se utilizó ese perro para inocular a otro nuevo mediante trepanación; Roux ejecutó la operación con incomparable habilidad. Así tendremos tantos perros rabiosos como queramos y las experiencias serán en extremo interesantes.
«En el mes próximo, un delegado del maestro irá al Mediodía para estudiar el mal rojo de los cerdos que causa estragos en esta época del año. Esperan encontrar la vacuna contra dicha enfermedad».
La trepanación del perro había preocupado sobremanera a Pasteur, que se dolía muchísimo de hacer padecer a los animales. No obstante su compasión, algunos círculos antiviviseccionistas lo consideraban un verdugo de laboratorio. «Pasteur presenciaba con pena —ha escrito M. Roux— cualquier operación, así fuera una sencillísima inoculación subcutánea. Apiadábase de los animales que se quejaban, y les prodigaba caricias y consuelos de una manera que hubiera parecido cómica si no hubiese sido conmovedora. Resultábale desagradable tener que perforar el cráneo de los perros; pero, al mismo tiempo, deseaba intensamente que se realizara la experiencia. Cierta vez efectué esta operación en su ausencia, y cuando le informé, al día siguiente, que la inoculación intracraneana no ofrecía dificultades, se apiadó del perro; «Pobre animal —dijo—, ha de estar paralizado por la herida de su cerebro». Sin responder palabra bajé al subsuelo a buscarlo, y lo hice entrar en el laboratorio. Pasteur no tenía inclinación por los perros; pero cuando vio a éste en perfecta salud huroneando por todas partes, mostró gran satisfacción y le prodigó amabilísimas palabras. Gracias a él, perdió sus escrúpulos por las trepanaciones siguientes».
A medida que se aproxima el día de la última inoculación, en Pouilly le Fort, la impaciencia de los veterinarios crecía de más en más. En todas partes se suscitaban discusiones; pocos confiaban en el éxito y los más prudentes decían: «Hay que esperar todavía».
Pocos días antes de la tercera y última inoculación, el veterinario de Pont sur Jone, M. Biot, que seguía con singular escepticismo las experiencias, se encontró con M. Colin en el camino de Maisons-Alfort, y juntos prosiguieron el viaje. «Nuestra conversación con Colin —escribió M. Biot a su amigo y colega M. Thierry, que esperaba, como él, un resultado digno de la roca Tarpeya— recayó, como era natural, en las experiencias de Pasteur. Colin me dijo: «Debemos estar prevenidos, pues los caldos de cultivo de bacteridias constan de dos partes: una superior, inerte, y otra inferior, activísima porque en ella se acumulan las bacteridias, a causa de su peso. A los carneros vacunados les inocularán, seguramente, el líquido de la parte superior, y no morirán; en cambio, a los sin vacunas les inocularán el líquido mortal de la parte inferior».
Colin recomendó a M. Biot que, cuando llegara el momento oportuno, tomara el frasco con el cultivo de bacteridias y lo «agitara con fuerza para mezclarlo perfectamente y uniformar su virulencia».
Tales prevenciones hubieran sublevado a Bouley, si no le hubieran hecho reír cordialmente; un año antes había escrito a Thierry, que defendía y ponderaba a Colin: «Sin duda Colin es hombre de valía, porque, siendo jefe del servicio de anatomía de Alfort, ha sabido aprovechar los recursos a su disposición para realizar importantes trabajos. Pero repare usted que su genio negativo lo lleva casi siempre a impugnar las obras verdaderamente grandes. Ha negado a Davaine; ha negado a Marey; ha negado a Claudio Bernard; ha negado a Chauveau, y ahora niega a Pasteur». Bouley, a quien Colin debía su empleo en Alfort, hubiera podido agregar en esa carta: Y a mí, me llama su perseguidor.
Biot no creía ni en la hostilidad ni en la pasión de Colin, pero aceptó los consejos de éste, como expresión de sus escrúpulos en materia de fisiología experimental. Colin no dudaba —según él— de la buena fe de Pasteur, pero le negaba aptitudes para experimentar in anima vili.
El 31 de mayo todos acudieron a la granja. De acuerdo con lo convenido, M. Biot agitó enérgicamente el tubo con el cultivo virulento, y pidió que se inoculara a los animales una dosis triple de la estipulada, puesto que, según Colin, la virulencia efectiva dependía de la cantidad de líquido inyectado. Otros veterinarios pidieron que se inoculara alternativamente un animal vacunado y otro sin vacunar. Pasteur se prestó impasible a tales exigencias, sin parar mientes en las desconfianzas o intenciones aviesas que las motivaban.
A las tres y media de la tarde la operación quedó terminada y se convino en regresar al recinto dos días después. El número de los que confiaban en el éxito comenzó a aumentar; Pasteur, por su parte, parecía completamente seguro del resultado de la experiencia. No obstante, un reducido grupo bebió esa mañana por el fiasco de Pasteur. Todos murmuraban: «Quisiera ser dos días más viejo»; unos, llevados por la pícara intención de presenciar el fracaso, y otros, por el generoso deseo de asistir a una victoria científica, El 1 de junio, los señores Chamberland y Roux volvieron a Pouilly le Fort para ver en qué estado se hallaban los animales. Muchos carneros sin vacunar habían enfermado; gacha la cabeza y apartados de los demás, rechazaban todo alimento. Algunos de los animales vacunados tenían 40 grados de fiebre; uno, un edema en el sitio de la inoculación; algunos estaban afiebrados; otros rengueaban; pero todos tenían apetito, excepto la oveja. En los animales sin vacunas la enfermedad progresaba: caminaban dificultosamente y su sofocación llegaba al máximo. Al retirarse M. Rossignol de la granja, por la tarde, habían muerto ya tres carneros: «Todo parece indicar —escribió— que muchos animales morirán esta noche».
Cuando los señores Chamberland y Roux informaron que la temperatura de los carneros vacunados había subido, la ansiedad de Pasteur fue muy grande, y aumentó posteriormente, cuando M. Rossignol le anunció telegráficamente que la oveja agonizaba. Entonces le asaltaron repentinas angustias y temores, y su nerviosidad contrastó con la imperturbable tranquilidad tenida la víspera al examinar los carneros que decidirían la suerte de un descubrimiento inmortal.
Bouley, que lo visitó en esa oportunidad, no pudo comprender su brusca depresión, proveniente, sin duda, de la excesiva tensión mental, según lo aseguraba M. Roux, que, por su parte, no parecía haber perdido la calma. En esos momentos, sin embargo, mostrábase mejor la naturaleza emotiva de Pasteur, extrañamente asociada a su temperamento de luchador. «Su fe vaciló algunos instantes —ha escrito M. Roux—, como si el método experimental hubiera podido traicionarlo». Esa noche fue noche de insomnio...
«Esta mañana a las ocho —escribió la señora de Pasteur a su hija— esperábamos todavía, con gran preocupación, el telegrama que nos anunciaría un desastre. Tu padre no dejó que lo distrajéramos de sus preocupaciones. A las 8 llegaron noticias al laboratorio, y cuando me las comunicaron, cinco minutos después, tuve un instante de emoción durante el cual pasé por todos los colores del arco iris. Con espanto habíase comprobado ayer que un carnero vacunado tenía mucha temperatura; pero esta mañana había sanado.»
Cundo Pasteur leyó el telegrama, su rostro se iluminó y su alegría fue inmensa. Queriendo que sus hijos ausentes participaran de ella, les escribió esta carta, antes de partir para Melun:
«2 de junio de 1881. Os escribo hoy, a pesar de ser jueves, porque el resultado ha sido satisfactorio, según acaban de informarme telegráficamente de Melun. El martes 31 de mayo inyectóse a todos los carneros (a los vacunados y a los sin vacunar) un cultivo muy virulento de bacteridias carbuncales, y el telegrama me anuncia que los carneros sin vacunar morirán todos antes de las dos de la tarde, hora de nuestra llegada a Melun. Esta mañana ya habían muerto 18, y los restantes estaban moribundos; en cambio los carneros vacunados están todos en pie. El telegrama enviado por el veterinario M. Rossignol termina con estas palabras: «Resultado maravilloso».
«Es aún demasiado pronto para juzgar en última instancia, pues los carneros vacunados pueden enfermar todavía; pero si no enferman hasta el domingo próximo, día en que os escribiré nuevamente, podrá asegurarse que el éxito ha sido rotundo. El sábado pasado se apartaron 2 carneros vacunados y 2 sin vacunar y les inocularon virus muy activo. El martes, cuando llegaron los visitantes —entre quienes se encontraban M. Tisserand; M. Patinot, prefecto del Sena y el Mame; M. Fouchet de Careil, senador...— los carneros sin vacunar estaban muertos, y los otros sanos. Dirigiéndome entonces a uno de los veterinarios presentes, le dije: «¿No es usted el que ha publicado en su periódico, a propósito del microorganismo de la saliva: «¡Vaya? ¿Todavía otro microbio? Cuando lleguemos a cien haremos una cruz»? Sí, en efecto —respondióme de buena fe—; pero ahora soy un pecador arrepentido, después de su conversión». En respuesta le dije: «Entonces permítame repetirle las palabras del Evangelio: Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta y haga penitencia, que por noventa y nueve justos». En esto terció otro veterinario, diciendo: «He de traer a usted otro pecador arrepentido: M. Colin». Pero yo le respondí: «Se equivoca usted; ése contradice por el gusto de contradecir, y no cree en los hechos, porque no quiere creer en ellos. Usted necesitaría curar una neurosis y seguramente no tendría éxito».
«La alegría reina ahora en el laboratorio y en casa. Alegraos vosotros también, queridos hijos».
Cuando Pasteur llegó al patio de la granja Pouilly le Fort, acompañado de sus jóvenes colaboradores, oyóse un murmullo, y luego una salva de aplausos que terminó en unánime aclamación. Hallábanse allí delegados de la Sociedad de Agricultura de Melun, de las Sociedades Médicas y Veterinarias, y de los comicios agrícolas; representantes del Consejo Central de Higiene del Sena y Mame; algunos periodistas; y muchos granjeros, que después de varias semanas de incertidumbre, ignoraban aún si debían aceptar o no tan extraordinario descubrimiento, desorientados como estaban por las publicaciones contradictorias.
De los carneros que no habían sido vacunados, 22 habían muerto; dos estaban en trance de morir y el último, jadeante ya, presentaba síntomas característicos de infección carbuncal. En cambio, todos los vacunados estaban sanos.
El entusiasmo de Bouley se reflejaba en su rostro. Era evidente su satisfacción de haber cooperado en la obra de un gran hombre, M. Rossignol, en un honroso arranque de lealtad, reconoció sinceramente que se había precipitado al emitir su primer juicio. Bouley lo felicitó y le dijo que también él había emitido, muchos años antes, un juicio prematuro sobre algunas experiencias de Davaine, cuyos resultados parecían inverosímiles; pero después había reconocido públicamente su error, rindiendo homenaje a Davaine desde la tribuna de la Academia de Medicina. «He aquí —manifestó— la norma de conducta que, a mi juicio, debería observarse siempre. Es honroso reconocer sus errores y rendir justicia al mérito».
Nunca hubo desquite más brillante que el de Pasteur. Hasta los veterinarios más incrédulos trocáronse en apóstoles de su doctrina positiva. Todos lamentaban la ausencia de Colin. M. Biot hablaba nada menos que de hacerse vacunar e inocularse después virus muy activo. Mas a pesar del éxito, Pasteur no estaba del todo satisfecho: «Es menester esperar hasta el 5 de junio —dijo— para que la experiencia sea completa y la prueba decisiva, en los carneros vacunados».
M. Rossignol y M. Biot efectuaron inmediatamente las autopsias de dos carneros. Claramente se vio en el microscopio que la sangre contenía abundantes bacteridias. Decidióse que la granja Pouilly le Fort llevara en lo sucesivo el nombre de Pasteur, inmortal autor del magnífico descubrimiento de la vacuna contra el carbunco.
Al retirarse Pasteur de allí, no vivía sino uno solo de los carneros sin vacunar. En el lote de los vacunados, únicamente una oveja inspiraba ciertos cuidados. Murió el 4 de junio, a causa de un accidente debido a su estado y no a consecuencia de la inoculación, como lo reveló la autopsia.
Los animales bovinos vacunados continuaron paciendo apaciblemente sin mostrar perturbación alguna; los sin vacunar, en cambio, tenían enormes edemas.
El 5 de julio, Pasteur escribió a su hija: «El éxito es seguro. Los animales vacunados siguen admirablemente; la demostración es decisiva. El miércoles se levantará un acta de lo que se ha efectuado y de los resultados. El lunes haré una comunicación a la Academia de Ciencias, y el martes, otra a la de Medicina». Ese mismo día, dirigió un jubiloso telegrama a Bouley, que había partido para Lion en cumplimiento de sus funciones de inspector de Escuelas Veterinarias. Bouley le contestó inmediatamente:
«Lion, 5 de junio de 1881. Mi muy querido maestro: Su triunfo me colma de alegría. Aunque lejanos ya los días en que mi fe en usted vacilaba por no haberme impregnado suficientemente de su espíritu, no pude evitar de sentirme inquieto —ante el acontecimiento que acaba de cumplirse tan rigurosamente conforme a sus predicciones— por el desasosiego que usted tenía, la víspera de conseguir la gloria, como la mayoría de los inventores. Pero su telegrama, por el cual suspiraba desde hacía 24 horas, me anuncia que sus promesas se han cumplido y usted acaba de inscribir una fecha memorable en los anales de la ciencia, especialmente en los de la medicina, para la cual inicia usted una nueva era.
«Siento inmensa alegría por su triunfo, y, en particular, porque usted recibe así la recompensa merecida por su noble empeño en alcanzar la verdad. Me alegro también por mí: me había asociado tanto a su obra, que hubiera sentido su fracaso como mío propio. Tan es así, que en mis clases del Museo hablo sólo de sus trabajos y de la fecundidad que encierran».
Las experiencias de Pouilly le Fort tuvieron prodigiosa resonancia y despertaron el entusiasmo del país. Pasteur conoció la gloria en su más pura y rara expresión. El sentimiento profundo, rayano casi en culto, que inspiraba a los que vivían o trabajaban con él, hízose el sentimiento general de un pueblo.
El 13 de junio terminó su comunicación a la Academia de Ciencias, resumiendo los resultados y consecuencias prácticas de las experiencias de Pouilly le Fort:
«Poseemos ahora virus-vacuna contra el carbunco que, no siendo mortales por sí mismas, preservan a los animales de la enfermedad mortal. Son vacunas vivas, cultivadas a voluntad y transportables a cualquier parte sin que se alteren. Su método de preparación puede llegar a ser general, pues es igual al que sirvió para preparar la vacuna contra el cólera de las gallinas. Por las condiciones enumeradas y el aspecto científico del problema, puede decirse que la vacuna contra el carbunco constituye un adelanto evidente con respecto de la vacuna de Jenner, porque a ésta no se la ha obtenido experimentalmente hasta ahora».
Adelanto evidente; así calificaba el procedimiento con el cual pudo conocer el secreto de una enfermedad hasta entonces misteriosa y obtener fácilmente, fuera del organismo y aprisionada en un líquido de cultivo, la vacuna preservadora del contagio mortal de la misma enfermedad. En todas partes cundió la noticia que algo muy grande e imprevisto acababa de descubrirse, algo que justificaba todas las esperanzas. Muchos le sugirieron nuevas experiencias y hubo quien le pidió, al día siguiente de la demostración de Pouilly le Fort, que fuera al Cabo de Buena Esperanza a estudiar una enfermedad contagiosa que diezmaba las cabras.
«Tu padre desearía hacer ese largo viaje —escribió a su hija la esposa de Pasteur— para recoger, a su paso por el Senegal, algunos gérmenes de fiebre perniciosa; pero yo trato de moderar su empeño, porque considero que el estudio de la rabia le basta por el momento.»
En esa época Pasteur estaba «en ebullición», según decía. Sus actividades eran múltiples: trabajos de laboratorio, lecturas en las Academias de Ciencias y de Medicina, informes a la Sociedad de Agricultura, conferencia en Versalles, cursos a profesores y alumnos en Alfort. Acudía a donde era requerido. La claridad y ordenamiento de sus ideas, el relato metódico de las experiencias y su entusiasmo cuando se dirigía a los jóvenes, impresionaban fuertemente a sus oyentes. Quienes entonces le conocieron sorprendiéronse de no ver en él ninguna manifestación de su carácter que, según propalaban algunos para difamarlo, era irascible, poco complaciente y casi despótico. En realidad, Pasteur era sumamente sencillo, y tan modesto, que parecía ignorar su gloria. Siempre estaba dispuesto a contestar las objeciones y si levantaba la voz, era sólo para defender la verdad, incitar al trabajo o despertar patriotismo. No cesaba de repetir que Francia debía reconquistar su puesto prominente mediante los adelantos científicos. Con ese instinto particular que distingue a los hombres capaces de los que fingen serlo, los jóvenes sentíanse atraídos por él, porque reunía tres cualidades que raramente van juntas y no poseen sino los grandes bienhechores de la humanidad: genio, carácter y bondad.
El gobierno de la república, reconociendo la importancia del descubrimiento de la vacuna contra el carbunco, decidió conferirle el gran cordón de la Legión de Honor; pero él impuso una condición, antes de aceptarlo: que sus dos colaboradores recibieran conjuntamente el cintillo rojo. «Lo que más ardientemente deseo en estos momentos —escribió el 26 de junio a su yerno— es hacer condecorar a Chamberland y a Roux. Si no lo consigo, no aceptaré la gran cruz. Ellos se lo merecen. Ayer fueron a quince kilómetros de Senlins, a vacunar 10 vacas y 250 carneros. El jueves pasado vacunamos 300 carneros en Vincennes. El domingo estuvieron en las cercanías de Collommiers, y el viernes iremos a Pithiviers. Deseo, sobre todo, que se conozca la excepcional dedicación de estos jóvenes abnegados, valerosos y meritorios. Ayer escribí a Pablo Bert, rogándole que interviniera empeñosamente en su favor».
Pocos días después, M. Grandeau, viejo amigo suyo, siempre interesado por los adelantos alcanzados con el método experimental, que había saludado con regocijo su elección en la Academia de Ciencias, en 1862, entró en el laboratorio de la Escuela Normal, radiante de alegría. Traía buena nueva y, hombre de bien, se alegraba de antemano de la satisfacción que ella causaría. «M. Grandeau —escribió la esposa de Pasteur a sus hijos— acaba de anunciar en el laboratorio que Roux y Chamberland han sido condecorados y que a M. Pasteur se le ha conferido el gran cordón de la Legión de Honor. Entre conejos y conejillos de Indias, los presentes se dieron cordialísimos abrazos».
La muerte de Enrique Sainte Claire Deville llenó de tristeza esos días jubilosos. Alguien recordó a Pasteur las palabras dirigidas por su amigo en 1868: «Usted me sobrevivirá, porque es más joven que yo: prométame, por lo tanto, que pronunciará mi oración fúnebre», cuando Sainte Claire Deville formuló tal deseo, sólo tenía el propósito de disipar los sombríos pensamientos de Pasteur, que se creía enfermo de muerte. Mas, fuera sutileza amistosa o recóndito deseo, lo cierto es que Sainte Claire Deville sabía que nadie lo comprendía mejor que Pasteur. Ambos amaban igualmente la ciencia, valoraban el patriotismo debidamente, creían en el mejoramiento del espíritu humano y el misterio de lo infinito despertaba en ambos igual emoción religiosa.
«Heme aquí ante tus fríos despojos —dijo Pasteur, después de haber recordado a los presentes el deseo de su amigo— dominando el dolor que me embarga y obligando a recurrir al recuerdo para decir cómo eras a la muchedumbre que rodea tu féretro. Mas ¡ay!... ¿para qué hacerlo si tu espiritual alegría, tu franca sonrisa, el timbre de tu voz, la simpatía de tu rostro, perduran entre nosotros y nos acompañan? De ti nos hablarán la tierra que nos sostiene y el aire que respiramos: elementos que te placías en interrogar y que siempre te respondieron sumisos. El mundo entero conoce los servicios que prestaste a la ciencia, y tu muerte enluta a los que aspiran al mejoramiento del espíritu humano».
Luego enumeró las cualidades del sabio muerto: la precisa inventiva de su mente poblada de imágenes; la rigurosidad de su análisis; la fecundidad de la enseñanza impartida a los discípulos que no olvidaba: Debray, Troost, Fouqué, Grandeau, Hautefeuille, Gernez, Lechartier. Y para mostrar que el hombre no iba a la zaga del sabio, agregó:
«¿Necesito decir ahora cómo eras en la intimidad? Mas ¿necesitan acaso recordar tus amigos la nobleza de tu corazón? ¿Será menester evocar a tus discípulos el afecto que les profesabas y tu dedicación en atenderlos? Contempla su tristeza. ¿Tendré que contar a tus hijos, alegría y orgullo de tu vida, cuán vigilante era tu paternal y solícita ternura? ¿Deberé evocar el encanto de tu afabilidad a la compañera de tu vida, cuyo solo recuerdo bastaba para conmoverte dulcemente?
«¡Ah, te lo ruego, aparta la mirada de tu afligida esposa y de tus desolados hijos; ante su profundo dolor sentirías demasiado haber abandonado este mundo! Aguárdalos, más bien, en las divinas regiones del Saber y de la Luz, donde posees, sin duda, la suprema sabiduría y conoces ya el misterio de lo infinito, terrible y enloquecedor concepto por siempre incomprensible a los hombres de esta tierra, no obstante ser fuente eterna de justicia, libertad y grandeza».
Las lágrimas ahogaron su voz, como habían ahogado la de Dumas ante la tumba de Peclet. En momentos como ése, los hombres de ciencia suelen sentirse profundamente conmovidos, porque, a diferencia de muchos escritores y tribunos, no tienen el hábito de expresar públicamente sus sentimientos.
Pasteur, que hacía un culto del recuerdo de los seres queridos, tuvo siempre en su gabinete de trabajo el retrato de Enrique Sainte Claire Deville.
Como los adversarios de Pasteur nada podían objetar a la decisiva experiencia de Pouilly le Fort, recurrieron a otros medios para atacarlo: afirmaron que el virus empleado en la demostración, en vez de ser sangre carbuncal, mortal a ciencia cierta, era sólo virus de cultivo, quintaesencia de laboratorio, maquiavélicamente preparado por él. Por esta razón los escépticos esperaban con impaciencia las experiencias que se efectuarían en la granja de Lambert, próxima a Chartres: a 16 carneros sin vacunar, de la Beauce, y a 19 de Alfort (que se apartarían de un lote de 300 animales vacunados tres semanas antes contra el carbunco) se les inocularía sangre carbuncal el 16 de julio a las 10 de la mañana. Ese día, después de efectuar la autopsia de un carnero muerto de carbunco 4 horas antes en una granja vecina, se inyectaron 10 gotas de sangre a cada uno de los 35 carneros arriba mencionados. La operación se efectuó alternativamente en un carnero vacunado de Alfort y en otro sin vacunar de la Beauce. Al cabo de dos días, habían muerto diez carneros de la Beauce, y los restantes se hallaban caídos y tristes; los vacunados, en cambio, no mostraban ningún síntoma de enfermedad.
Mientras se efectuaba la autopsia de los diez carneros, murieron dos más, y el 19 de junio sucumbieron otros tres. Bouley, informado por Boutet de estos acontecimientos, escribió a Pasteur el 20 de julio:
«Mi querido maestro: Boutet acaba de enterarme de los acontecimientos de Chartres. Los carneros vacunados han salido triunfantes de la prueba, y los demás han muerto, con excepción de uno. Este resultado tiene especial importancia en esa región, donde persistía la incredulidad a pesar de las demostraciones realizadas. Los médicos eran los más escépticos. «Es demasiado hermoso para ser cierto», decían, y esperaban que la virulencia del carbunco natural evidenciaría las fallas de su método. Pero hoy están convencidos, así como los ganaderos y los veterinarios; según parece, uno de éstos tenía el cerebro blindado. Todos cantan, en honor de usted, un himno jubiloso». Y, después de felicitarlo, agregaba, «También me alegró mucho el saber que usted ha hecho recompensar a sus dos jóvenes colaboradores, que tan bien comprenden sus ideas y, con su dedicación a su obra y a su persona, le han prestado un concurso desinteresado y lleno de abnegación. El gobierno se ha honrado a sí mismo al reconocer, con esa distinción, la magnitud del descubrimiento en que colaboraron».
La oposición sistemática cesó por algún tiempo. Las dosis de la nueva vacuna fueron solicitadas por millares, y con ellas se evitó la pérdida de millones de francos.
Pocos días después, las tareas habituales de Pasteur cambiaron momentáneamente. Invitado por la junta organizadora del Congreso Internacional de Medicina y comisionado por el gobierno de la República, tuvo que ir a Londres en representación de Francia.
El 3 de agosto, al entrar en la inmensa sala de Saint James, desbordante de espectadores, fue reconocido por uno de los comisarios, que lo invitó a subir al estrado dispuesto para los congresistas más ilustres. Mientras se dirigía al sitio designado, estallaron aplausos y hurras. Volviéndose entonces hacia su hijo y su yerno, Pasteur les dijo algo turbado:
«Sin duda llega el príncipe de Gales; debí venir más temprano». «¡Es a usted a quien aclaman?», díjole el presidente del Congreso, sir James Paget, sonriendo amablemente.
Poco después entraban el príncipe de Gales y su cuñado el príncipe heredero de Alemania.
En su discurso, sir James Paget sostuvo que la ciencia médica debía proponerse la consecución de tres cosas; utilidad, innovación y caridad. Pasteur fue el único sabio a quien mencionó, y al hacerlo, los aplausos fueron tan numerosos, que éste tuvo que pararse para agradecer a la numerosa asamblea.
«Al ser objeto de esa excepcional distinción, en medio del inmenso concurso de extranjeros, de alemanes especialmente —escribió a su esposa ese mismo día—, sentí íntima satisfacción, mas no por mí (pues tú conoces mi comportamiento ante los triunfos), sino por mi patria. Los alemanes asisten en número considerable y son más que los franceses, que, sin embargo, exceden de 250, Juan Bautista y Renato se hallaban en la sala: comprenderás su emoción.
«Al terminar la sesión, se sirvió un ambigú en casa de sir James Paget, que tuvo al príncipe de Prusia a la derecha y al príncipe de Gales a la izquierda. Los treinta invitados se reunieron luego en el salón. Sir James me presentó al príncipe de Gales, ante el cual me incliné, diciéndole que me sentía feliz de saludar a un amigo de Francia. «Sí —me repuso—, un gran amigo». Sir James tuvo la delicadeza de no preguntarme si deseaba ser presentado al príncipe de Prusia; como comprenderás, a pesar de primar la cortesía en tales circunstancias no quería que hubiese sido interpretado como mío el deseo de serle presentado. Mas he aquí que el Príncipe se me aproximó y me dijo: «M. Pasteur, permítame que me presente a usted y le diga que lo he aplaudido hace un instante». Y siguió conversando muy amablemente».
Fue en verdad un espectáculo interesante, entre los inesperados encuentros a que dio origen ese congreso, el que ofreció el hijo de un emperador, heredero de la corona de Alemania, yendo al encuentro de un francés, cuyo espíritu de conquista se aplicaba solamente a combatir las enfermedades y la muerte. ¿Qué gloria soñaba para sí el que llegó a ser Federico III? Todo contribuía a dar aspecto marcial a este príncipe de rostro enérgico: su elevada estatura, su aire de mando y el grado más elevado del ejército prusiano, que el rey Guillermo, su padre, le había conferido solemnemente en Versalles, en octubre de 1870. Y, sin embargo, decíase en Francia que había protestado contra ciertos actos de crueldad fríamente ejecutados por algunos generales prusianos en la campaña de 1870, y había considerado draconianas y peligrosas las cláusulas del tratado de Francfort. ¿Preguntaríase entonces el príncipe cuál sería la participación de su próximo reinado en la historia de la civilización? Mas el destino había decretado ya su muerte; su larga agonía comenzó en San Remo, en medio de rosas y bajo un sol radiante, y durante la enfermedad que lo ahogaba inexorablemente, mostró heroica dulzura. Fue Emperador menos de 100 días, y al morir, sus labios pronunciaron palabras de paz para su pueblo.
Con el propósito de instruirse y conocer qué lugar le asignaban a la teoría de los gérmenes en medicina y cirugía, Pasteur asistió asiduamente a las sesiones del congreso y no faltó a ninguna discusión. En la sesión ordinaria del 5 de agosto, Bastian refutó a Lister cuando terminó su exposición, el presidente dijo de pronto: «M. Pasteur tiene la palabra», sin que éste la hubiera pedido. Los aplausos estallaron. Pasteur, que no hablaba inglés, se inclinó hacia Lister para preguntarle qué había dicho el doctor Bastian:
«Ha dicho —replicó Lister en voz baja— que los tejidos son los que producen los microbios durante las enfermedades».
«Esto me basta» —dijo Pasteur—, e invitó al doctor Bastian a realizar la siguiente experiencia:
«Tome un miembro de animal y tritúrelo, cuidando solamente no lastimar ni abrir la piel; vierta luego sobre él sangre, o cualquier otro liquido, en tanta cantidad como le plazca. Puedo asegurarle que, en los días subsiguientes, no aparecerá en los humores de ese miembro ningún organismo microscópico».
En una sesión ordinaria del congreso, Pasteur, invitado por sir James Paget, dio una conferencia sobre los principios que lo habían conducido a la atenuación de los virus y sobre el método de obtención de vacunas contra el cólera de las gallinas y el carbunco; «En quince días —dijo al mencionar los resultados obtenidos— hemos vacunado, en los departamentos próximos a París, unos 20.000 carneros y gran número de bueyes, vacas y caballos...
«Antes de terminar, permitidme expresaros la alegría que siento al haceros conocer, como miembro del Congreso Internacional de Medicina, la vacunación contra una enfermedad que es, quizá, más terrible para los animales que la viruela para el hombre. He dado a la palabra vacunación un alcance que la ciencia sancionará, según lo espero, en homenaje al mérito y a los inmensos servicios prestados por vuestro Jenner, hombre eminentísimo de Inglaterra. Cuán dichoso me siento de poder glorificar a este hombre inmortal en la noble y hospitalaria ciudad de Londres!».
«M. Pasteur ha sido la figura culminante del Congreso —escribió el doctor Daremberg para el Diario de los Debates, sintiendo íntima satisfacción, como francés y médico, por los aplausos unánimes tributados al representante de Francia—. Cuando hablaba, o cuando se hablaba de él, los delegados aplaudían. Trabajador infatigable, investigador sagaz, experimentador brillante y preciso, lógico riguroso y apóstol inflamado. Pasteur ha impresionado poderosamente a los presentes».
El pueblo inglés, que sabe apreciar el tesón y la iniciativa de los grandes hombres, compartió esa admiración. Mas algunas personas ajenas al Congreso acechaban la ocasión de desquitarse. Eran los antivacunadores y antiviviseccionistas, con suficiente influencia en Inglaterra como para impedir la experimentación en animales vivos. Pese a ellos, el sabio alemán Virchow sostuvo, en una de las sesiones generales, que esa clase de experimentación era de suma utilidad para el adelanto de la patología.
En el congreso anterior, en Amsterdam, Virchow había manifestado, entre aplausos de la asamblea: «los que rechazan la vivisección no tienen la menor idea de la ciencia, y menos aún, de la importancia y utilidad de la vivisección en el progreso de la medicina». Pero las ligas protectoras de animales —sociedades muy poderosas, como todo lo que se funda en sentimientos fácilmente excitables— respondieron con frases de combate y sostuvieron que los laboratorios de fisiología eran cámaras de tortura. Según ellas, algunos hombres de ciencia se complacían, caprichosa y cruelmente, en agarrotar animales sobre planchas de experimentación y torturarlos hasta la muerte.
Fácil es despertar compasión con los animales; basta hablar de perros para conquistar un auditorio. ¿Quién no conserva entre sus mejores recuerdos el nombre de algún perro, ejemplar de abnegación, fidelidad y valor? Para conseguir su objeto, a los viviseccionistas les bastaba el caso, tantas veces citado, del perro que lame la mano del operador que lo somete a experiencia. Algunos estudiantes habían cometido, en verdad, abusos muy crueles; pero eso no justificaba que se insistiera en ellos exclusivamente. Los hombres de ciencia no se inquietaron al principio por ese alboroto, provocado en gran parte por mujeres, y esperaron que el buen sentido pusiera término a las quejas expresadas en todo declamatorio. Pero el parlamento inglés sancionó una ley prohibiendo la vivisección y, a partir de 1876, los experimentadores ingleses se vieron obligados a trasladarse a Francia para poder inocular conejillos de Indias.
En su vasta exposición sobre la fisiología experimental, Virchow no entró en detalles al respecto, pero llamó la atención sobre el apasionamiento de la crítica, que siempre recrudece ante las innovaciones científicas, como sucedió al implantarse la disección de cadáveres y la experimentación en animales vivos. La ley prohibitoria sancionada en Inglaterra incitó a una sociedad de Leipzig a solicitar del Reichstag, en 1881, la promulgación de una ley que castigara con prisión de cinco semanas a dos años y privación de los derechos civiles, a quienes cometieran actos de crueldad con animales, so pretexto de investigaciones científicas. Otras sociedades menos exigentes, pidieron que se autorizara a algunos de sus miembros a inspeccionar los laboratorios de las Facultades.
«Quien se interesa más por los animales que por la ciencia y la verdad, no puede inspeccionar debidamente las actividades científicas», dijo Virchow; y con irónica gravedad agregó: «¿A qué extremos se llegaría si los hombres de ciencia estuvieran obligados a contestar las preguntas que les formulara un veedor en el curso de una experiencia iniciada con fundamento, y tuvieran que defenderse después, ante la justicia, por el crimen de no haber elegido otro método, otros instrumentos, o quizá, por no haber realizado otra experiencia?...
«Es menester probar al mundo que tenemos el derecho de obrar así», concluyó diciendo Virchow, alarmado por el incremento de esas sociedades que difundían, en concurridas conferencias, las versiones más erróneas acerca de los trabajos de los sabios. Como prueba demostrativa de cómo suelen deformarse ciertas ideas y sentimientos, Pasteur hubiera podido mostrar las cartas amenazantes, injuriosas y maldicientes que recibía regularmente de Inglaterra, en las que le deseaban tormento eterno, por haber provocado el recrudecimiento de torturas infligidas a gallinas, perros, conejillos de Indias y carneros. Eran expresiones de mujeres compadecidas de los animales.
Hubiera sido interesante que algún médico francés hubiese mencionado los tenaces prejuicios opuestos, en Francia, a los sabios que sostenían que la patología no podía subsistir sin el apoyo de la fisiología, cuyos adelantos, por otra parte, no eran posibles sin la ayuda del método experimental. Mas, en vez de ese relato, hubieran bastado algunos extractos de las obras de Claudio Bernard, que, en diferentes oportunidades, había expresado esa misma idea, y desde muy joven había observado el movimiento antiviviseccionistas en Inglaterra. En esa ocasión hubiera podido citarse el pequeño incidente que él se complacía a menudo en recordar.
En 1841, mientras ayudaba a Magendie en una lección de fisiología experimental, vio entrar un anciano, cuya típica vestimenta denotaba al cuáquero.
«No tienes derecho de matar ni hacer padecer a los animales —díjole a Magendie—. Das mal ejemplo, y con él, habitúas a tus semejantes a la crueldad».
Magendie le contestó que no debía considerar las cosas con ese criterio y que los, fisiólogos no merecen reproches porque empleen ese medio para hacer descubrimientos útiles a la medicina y, por consiguiente, a sus semejantes. «Vuestro compatriota Harvey —agregó con ánimo de convencerlo— no hubiera descubierto la circulación de la sangre, si no hubiese efectuado experiencias de vivisección. Ese descubrimiento valía más que el sacrificio de algunos ciervos del parque de Carlos I».
Pero el cuáquero, firme en su idea, replicó que se había impuesto la misión de hacer desaparecer del mundo la guerra, la caza y las experiencias en animales vivos. Magendie tuvo que despedirlo.
Tres años después de este incidente, Claudio Bernard, a su vez, fue tachado de barbarie por un comisario de policía. Para estudiar las propiedades digestivas del jugo gástrico, había ideado una cánula de plata, parecida a un grifo, que aplicaba al estómago de perros vivos a fin de recoger el jugo gástrico. Cierto día, el cirujano berlinés Dieffenbach, de paso en París, quiso presenciar la aplicación de esa cánula; para lo cual el químico Pelouze ofreció su laboratorio a Claudio Bernard. Después de operar a un perro extraviado, encerraron al animal en el patio de la casa, para que Claudio Bernard lo observara convenientemente. Mas como el tratamiento no restringía su libertad de movimientos, el perro escapó con la cánula en el vientre, en la primera ocasión que vio abierta la puerta del patio.
«Días después —escribió Claudio Bernard en su informe de 1867 sobre los adelantos, de la fisiología experimental en Francia— me comunicaron, una mañana muy temprano, que el comisario del barrio de la Escuela de Medicina quería que yo fuese a hablar con él. Ese día por la tarde, fui a la comisaría de la calle du Jardinet, donde encontré un anciano respetable que me recibió con suma frialdad. Sin decir palabra, me hizo pasar a una pieza contigua, donde vi, con gran sorpresa por mi parte, al perro que había operado en el laboratorio de M. Pelouze. El comisario me preguntó si declaraba haber colocado el instrumento en el vientre del animal. Respondí afirmativamente, y le expresé mi alegría de encontrar la cánula que creía perdida. Mi confesión, lejos de satisfacerlo, pareció provocar su cólera, pues me amonestó severamente por haber tenido la audacia de tomar su propio perro de sujeto de experimentación.
«Expliqué al comisario que yo no había dado caza al perro, sino que lo había comprado a unos individuos que los vendían a los fisiólogos, haciéndose pasar por empleados de policía encargados de recoger animales vagabundos. Agregué que lamentaba mucho ser causante involuntario de su aflicción, aunque el perro no moriría si me dejaba sacarle la cánula. Estas palabras tuvieron la virtud de hacerle cambiar de lenguaje, y calmar a su mujer y a su hija. Quité al animal el instrumento y, al despedirme, prometí volver. Así lo hice, y tras repetidas visitas, el perro curó perfectamente. Entre tanto, me hice amigo del comisario, y, en lo sucesivo, conté con su protección. Poco después pude instalar mi laboratorio en su circunscripción y continuar mis cursos privados de fisiología experimental, hasta que, muchos años después, fui nombrado suplente de Magendie en el Colegio de Francia».
La Sociedad Londinense Protectora de Animales tuvo la singular idea de quejarse a Napoleón III, porque permitía la vivisección en el Imperio Francés. El emperador remitió tranquilamente la nota a la Academia de Medicina, y el asunto se hubiera resuelto de inmediato, si no hubiesen mediado largos discursos académicos. Claudio Bernard dirigió a M. Grandeau una carta y dejó asomar su irritación, cosa que raramente sucedía; aseguró que dejaría de asistir a la Academia de Medicina para no tener que escuchar «las tonterías» de los antiviviseccionistas, que «protegen a los animales por odio a los hombres». La carta concluía así: Me pregunta usted cuáles son los descubrimientos debidos a la vivisección, para argumentar en favor de este género de estudios. Basta citar qué constituye la fisiología experimental, cuyos hechos son todos consecuencia directa y necesaria de una vivisección. Conócese por Galileo —que cortó los nervios laríngeos— la importancia de estos nervios en el mecanismo de la respiración y de la voz; por Harvey, la circulación de la sangre; por Pecquet y Aselli, los vasos linfáticos; por Haller, la irritabilidad muscular; por Bell y Magendie, la función de los nervios. Agréguese a esto los descubrimientos posteriores, realizados al difundirse el empleo del método de las vivisecciones, único método experimental, y los conocimientos adquiridos después, en biología, sobre la digestión, la circulación, el hígado, el simpático, los huesos y el desarrollo del organismo».
En su curso de medicina experimental dictado en 1875 en el Colegio de Francia, Claudio Bernard dijo: «Debemos a la experimentación el conocimiento preciso de las funciones de las vísceras, y, a fortiori, de las propiedades de los músculos, de los nervios, etc.».
La propaganda de los antiviviseccionistas tomó tanto incremento que muchos sabios se preguntaron si no tendrían que recurrir a las artimañas de J. B. Dumas y Prevost cuando realizaron en Ginebra sus primeras experiencias en fisiología. De noche y alumbrándose con una linterna, llegaban furtivamente a una vieja casamata de las fortificaciones, y con la venia del comandante de la guardia, operaban animales, sin despertar sospechas.
Las ideas de Darwin sobre la vivisección hubieran podido servir también de argumento a los participantes del Congreso. Al igual que Pasteur, Darwin oponíase a que infligieran padecimientos inútiles a los animales. En una carta del 14 de abril de 1881, aprobó las medidas tomadas para reprimir los actos de crueldad; pero agregó: «No ignoro que la fisiología dejaría de progresar si se suprimieran las experiencias en animales vivos, y estoy íntimamente convencido que es un crimen contra el género humano impedir el adelanto de esta ciencia... Quien conozca cuánto debe la humanidad a los estudios científicos, sabe que la fisiología está llamada a prestar incalculables servicios en el futuro, así al hombre como a los animales. Me remito a los resultados de los trabajos de M. Pasteur sobre los gérmenes de enfermedades contagiosas: ¿no serán los animales los primeros en beneficiarse con ellos? ¡Cuántas vidas se han salvado y cuántos padecimientos mitigado merced al descubrimiento de los gusanos parásitos realizado por Virchow y otros, mediante experiencias en animales vivos!».
La realización del Congreso de Londres fijó un nuevo jalón en la vía de progreso. ¿No se aplicaría el espíritu científico, en lo sucesivo, a descubrir y enumerar otras leyes, además de las leyes de las llamadas ciencias exactas? ¿No se aplicaría el espíritu científico a resolver hasta los problemas de la literatura y política? La ciencia no se dedicaba fríamente a la investigación pura: despertaba también sentimientos de profunda compasión por los padecimientos y las miserias. Así lo confirmaban los trabajos de Pasteur y lo demostraban las aplicaciones que de ellos hicieron los Paget, los Tyndall, los Lister y los Priestley. La Ciencia dejaba de ser la soberana impasible que muchos imaginaban...
Un diputado inglés pidió que se distribuyera entre los miembros de la Cámara de los Comunes, la copia del discurso pronunciado por Pasteur en ese Congreso. El doctor H. Geneau de Mussy —que vivió en Inglaterra mientras duró el destierro de los príncipes de Orleáns—escribió a Pasteur el 15 de agosto: «Me siento extremadamente feliz por haber asistido a su triunfo. Usted nos realza ante el extranjero».
Los aplausos sólo eran para Pasteur incentivo de nuevos esfuerzos; sentía satisfacción por sus descubrimientos, pero no se envanecía por su resonancia. En un billete escribió estas líneas: «El periódico Le Temps comenta nuevamente, en una correspondencia de Londres, el discurso que pronuncié en el congreso. ¡Qué éxito inesperado!».
Tan pronto como se enteró que el barco Condé, procedente del Senegal, había transportado enfermos de fiebre amarilla al lazareto de Pauillac, en la Gironda, partió para Burdeos, con la esperanza de encontrar el microbio de esa enfermedad en la sangre de los enfermos o de los muertos. M. Roux se apresuró a seguir a su maestro.
Cuando le hablaron del peligro de contagio, Pasteur respondió: «¿Y qué importa? La verdadera vida es la vida en medio del peligro, pues es vida de sacrificio, vida ejemplar: es vida que fecunda». Por eso le contrarió que los periódicos anunciaran su llegada: le disgustaba no poder trabajar ni viajar de incógnito.
El 17 de septiembre escribió a su esposa: «... En la rada de Pauillac nos aproximamos a un gran transporte recién llegado. Desde nuestros barcos pudimos hablar con los tripulantes. Su salud era buena, aunque en San Luis habían muerto dos pasajeros y cinco tripulantes. Todos eran negros senegaleses, con excepción del capitán y un mecánico. Después nos acercamos a otro gran paquebote, y luego a otro. El estado sanitario era igualmente bueno.
«El navío más castigado es el Condé, al que no pudimos aproximarnos, porque se hallaba en cuarentena en la rada de Pauillac. Murieron 18 personas en alta mar y en el lazareto... ».
No pudo realizar ninguna experiencia; los enfermos convalecían. Al día siguiente, escribió: «Creo que el Richelieu llegará con pasajeros, del 25 al 28... Seguramente el barco trae enfermos para el lazareto, después de las defunciones que se habrán producido. Espero su llegada con la esperanza (¡Dios perdone la pasión del hombre de ciencia!) de realizar algunos ensayos en el lazareto de Pauillac, donde dispondré las cosas para ese objeto. Tranquilízate; tomaré muchas precauciones. Entre tanto, ¿qué haré en Burdeos?
«He conocido al joven encargado de la biblioteca municipal; cercana al hotel Richelieu, en las alamedas de Tourny, está siempre abierta para mí. En este momento me hallo en ella, cómodamente instalado, y rodeado de numerosos libros de Littré, muchos más de los que podría leer».
Desde hacía algunos meses varios miembros de la Academia Francesa —que se honró en contar con el concurso de sabios como Cuvier, Flourens, Biot, Claudio Bernard y J. B. Dumas— instábanle a presentar su candidatura a la vacante dejada por Littré. Por eso Pasteur quería conocer la obra y la vida de quien sería, quizá, su sucesor. Puesto a la tarea, anotó emocionado las líneas de Littré dedicadas a la memoria de su padre —marino de la armada y sargento mayor durante la revolución— en su traducción de las obras de Hipócrates:
«... Su enseñanza y su ejemplo abonaron talmente mi espíritu, que su recuerdo inolvidable me ha servido de sostén en este largo trabajo.
He querido que su nombre figure en la primera página de este libro «en el cual él ha participado desde la tumba» para que la obra del padre se perpetúe en la del hijo, y un piadoso y justo agradecimiento enlace la obra del vivo con la herencia del muerto... ».
Por singular coincidencia, Pasteur había obedecido a un mismo sentimiento filial al escribir, en 1876, en la primera página de su libro Estudios sobre la cerveza:
«A la memoria de mi padre, militar del primer Imperio y caballero de la Legión de Honor. En el transcurso de los años he aprendido a aquilatar tu amistad y la superioridad de tu razón. De tu ejemplo y de tus consejos dimana el esfuerzo que he realizado al escribir estos Estudios y los precedentes. Dedico esta obra a tu memoria para honrar esos piadosos recuerdos».
En ambas dedicatorias se encuentra una misma idea, expresada casi con iguales palabras: ejemplos, consejos, fervoroso agradecimiento, piadosos recuerdos. Ambos, hijos de soldados, habían heredado las viriles virtudes de sus padres, y cordial ternura era su patrimonio. Al morir su madre, Littré fue presa de profundo dolor; Sainte-Beuve escribió al respecto: «Lo describen inmóvil, cerca de la chimenea, la cabeza inclinada y abismado en mudo estupor, después de haber pasado meses enteros sin trabajar, sin tomar la pluma o un libro, como si estuviera muerto para el mundo. Todo es sensibilidad en estas almas íntegras». A la muerte de la suya, Pasteur sufrió parecido dolor.
Su atención en estudiar las obras de Littré, no le hizo olvidar el problema de la fiebre amarilla. Con frecuencia acudía al director de sanidad, M. Berchon, en busca de noticias del Richelieu. El joven doctor Talmy quiso reunírsele y pidió autorización para internarse en el lazareto. El 25 de septiembre, Pasteur escribió a su esposa:
«No hay ninguna novedad« salvo la autorización concedida por el ministro para la internación del doctor Talmy, a quien acabo de telegrafiar que puede venir. Los propietarios del Richelieu creen que llegará el martes a la rada de Pauillac. Como M. Berchon es el primero en enterarse de lo que ocurre en la rada, me enviará un telegrama tan pronto como se aviste el Richelieu; Talmy, Roux y yo iremos después a informarnos del estado sanitario del buque, sin subir a bordo, por supuesto, pues no es permitido hacerlo cuando aún no se le conoce».
Y como su esposa deseaba conocer los pormenores de la llegada de los barcos, agregó: «En una lancha, que se coloca delante del buque en la dirección del viento, M. Berchon recibe los papeles de a bordo, en los que se ha indicado diariamente el estado sanitario. Estos papeles se espolvorean con cloruro de calcio, antes de pasar de las manos del capitán a las del director de sanidad.
«Si hay enfermos, los pasajeros son conducidos al lazareto; a bordo sólo permanecen algunos tripulantes y el barco se pone en cuarentena sin que nadie pueda entrar o salir de él.
«¡Dios quiera que encuentre algún microorganismo específico en esas desdichadas víctimas de la ignorancia médica! Después, sería verdaderamente hermoso poder transformar el agente de la enfermedad en su propia vacuna. La fiebre amarilla, el cólera y la peste son las enfermedades más graves conocidas. Has de saber, por lo demás, que ya es mucho poder plantear el problema en estos términos».
El Richelieu llegó indemne. El último de los pasajeros muertos durante la travesía, había sido arrojado al mar. Fue preciso dejar Burdeos y regresar al laboratorio.

CAPITULO 11
1881 — 1884

Pasteur miembro de la Academia Francesa en reemplazo de Littré. — Opinión de Pasteur sobre el positivismo. — Sus padrinos en la Academia: Dumas y Nisard. — Renán recibe a Pasteur en la Academia Francesa. — Homenajes de las ciudades de Melun y Aubenas. — Pasteur en Nimes y en Montpellier. Homenaje de sus colegas, alocución de J. B. Dumas; respuesta de Pasteur. — Pasteur en el Congreso de Higiene de Ginebra. — Estudios sobre la erisipela de los cerdos, viaje a Baena. — La fiebre tifoidea y los defensores de la medicina antigua. — Pasteur y la Escuela Veterinaria de Turín. — Muestras de gratitud de los agricultores; Pasteur en Aurillac. — Nueva recompensa nacional. — Colocación de una placa conmemorativa en la casa natal de Pasteur; su discurso en esta ceremonia. — El cólera; misión francesa a Alejandría; muerte de Thuillier. — Última carta de Dumas a Pasteur. — Tercer centenario de la Universidad de Edimburgo, la delegación francesa; ovación a Pasteur; discurso de Pasteur.
Mientras realizaba nuevas experiencias, Pasteur se enteró que la Academia Francesa había fijado el día 8 de diciembre para efectuar la elección del nuevo académico. Muchos candidatos dedicaron entonces buena parte de su tiempo a las visitas tradicionales y se sintieron inclinados, al computar los votos seguros y probables, a tomar las cortesías por promesas y las evasivas por posibilidades. Pasteur, en cambio, contentóse con decir con toda sencillez a algunos académicos, célebres por sus sabias combinaciones electorales: «Nunca pensé en el gran honor de ingresar en la Academia Francesa; mas como han tenido la extrema gentileza de decirme: Preséntese y será nombrado, ¿cómo no dejarme ir por pendiente tan gloriosa para la ciencia, como para mi familia?».
Uno de los miembros de la Academia no permitió que Pasteur fuera a visitarlo. Fue Alejandro Dumas.
«Le prohíbo que venga a verme —dijo—, pues yo iré a agradecerle que se haya dignado ser de los nuestros». M. Grandeau escribió a Pasteur que Alejandro Dumas era de los que aseguraban que «cuando un Claudio Bernard o un Pasteur consienten en ingresar en una sociedad, todos los honores son para ésta».
Después de su elección, Pasteur evidenció la delicadeza de sus sentimientos al expresar cuán excesivo le parecía el honor de ser uno de los Cuarenta. Preparó laboriosamente el discurso de recepción, aunque como él dijo, sin mengua de su labor científica del año 1881 — 1882.
Al adelantar en el conocimiento de la vida de Littré, su emoción iba aumentando. Para Littré, la verdadera dicha consistía en trabajar rodeado de su familia, y pocos sabían, con excepción de sus colegas, que su mujer y su hija habían colaborado en su obra capital al estudiar las citas necesarias para la tarea compleja, ardua, y a veces desesperante, de hacer un diccionario monumental. Su hija, en particular, ponía especial empeño en esas diligencias y «raramente renunciaba —según el mismo Littré— a la búsqueda de datos que esclarecieran pasajes insuficientemente explicados». Littré comenzó a escribir su diccionario en 1859, cuando contaba casi 60 años. Sólo en dos ocasiones interrumpió el trabajo: en 1861, para escribir, a pedido de la viuda de Augusto Comte, la biografía del fundador del positivismo; y en 1870, cuando la guerra paralizó por algunos meses las actividades en Francia. Littré no se parecía a los hombres constantemente preocupados de sí mismos que, en medio de la desgracia general, no atienden sino a lo que amenaza sus intereses personales. Digna de su carácter es la siguiente frase: «Bien puedo decir que, ante los peligros y desastres de mi patria, jamás me afligí por la interrupción o ruina de mi obra».
Hombre desinteresado y laborioso, había soñado con poseer una casa de campo, y pudo realizar su deseo «sacrificando lo superfluo», como él mismo dijo con palabras que hacen sonreír, sí se tiene en cuenta la sobriedad de su vida. Pasteur, que aplicaba a todo su hábito de escrupulosa verificación, visitó la villa de Littré, situada en el Mesnil, cerca de Maisons Lafitte, a pocas leguas de París. Un jardinero le abrió la puerta: parecía el propietario de la humilde y vieja morada, único sueño del filósofo. El jardín de un tercio de hectárea ponía allí una nota risueña, y en él, Littré había sido feliz, cultivando legumbres y cosechando frutos, al tiempo que recitaba versos de Virgilio, Horacio, o La Fontaine con la complacencia de los seres sin ambición. La alameda, que llamaba con algo de énfasis la alameda transversal de los tilos, parecía poblada de recuerdos. En las noches primaverales, cuando todo reposaba en la aldea y en la casa —exceptuando a Littré que trabajaba regularmente hasta las tres de la mañana— un ruiseñor cantaba en los tilos.
«Su voz límpida y sonora —expresó el sabio— llenaba el silencio nocturno de los campos».
Al recorrer la finca, donde todo parecía esperar que el anciano Littré reanudara su tarea, Pasteur exclamó con tristeza: «¿Cómo es posible que un hombre como él haya sido tan mal interpretado y tan calumniado?». En la sala donde la familia trabajaba habitualmente, estaba el crucifijo que fue testigo del respeto de Littré por las creencias de su esposa y de su hija: «He conocido tantos dolores y tribulaciones en la vida, que no me atrevería a quitarle a nadie las convicciones que lo sostienen». Mientras Littré mantenía sus propias convicciones, practicaba sin esfuerzo el elevado precepto moral de respetar a los demás y no turbar sus conciencias.
En las horas de descanso, pasadas en la intimidad de su familia, Pasteur estudió la doctrina positiva, cuyo sumo pontífice fue Augusto Comte y cuyo gran sacerdote, Littré. Para éste, la filosofía positiva había sido, en la plenitud de su vida, la expresión más cabal de la certeza, porque, según ella, todo lo invisible o indeterminable carece de valor científico. Esta doctrina promueve el altruismo, «subordina la personalidad a la sociabilidad», inspira el patriotismo, despierta la gratitud hacia el género humano que tanto ha padecido en su afán de aligerar «el peso de las fatalidades naturales», y procura elevar el amor a la humanidad a la altura de una religión.
Viendo cómo Pasteur se entregaba, en el laboratorio de la calle de Ulm, a trabajos del dominio de lo positivo, rehuyendo consideraciones metafísicas y preocupándose por servir a sus semejantes, hubiérase dicho que era el sabio más convencido de las doctrinas positivistas. Y, sin embargo, Pasteur consideraba discutibles las conclusiones del positivismo en política y sociología, por cuanto «la importancia de lo imprevisto es inmensa en cuanto intervienen las pasiones humanas». Censuraba al positivismo «la visible laguna» de «no considerar la noción positiva más importante: la noción del infinito».
Sorprendíale que el positivismo encerrara el espíritu dentro de ciertos límites, y le vedara pasarlos. ¿No es inherente al espíritu humano preguntarse siempre qué hay más allá de este mundo?». Esta interrogación hacía surgir en el hombre de ciencia un sentimiento profundo, a cuyo influjo escribió este pasaje de su discurso, en el que se manifiesta la pujanza de su alma: «¿Qué hay más allá? Impulsado por indomable fuerza, el espíritu humano nunca dejará de preguntarse: ¿qué hay más allá?, pues, al hacerlo, no puede detenerse ni en el tiempo, ni en el espacio. Como cualquier punto fijo limita una magnitud finita, sólo mayor que las precedentes, la curiosidad insatisfecha de nuestro espíritu vuelve a formular forzosamente la implacable interrogación. De nada vale contestar que más allá hay espacios, tiempos y magnitudes ilimitadas, porque nadie comprende el sentido de esta palabra. Los Arte proclaman la existencia del infinito, acumulan en esta afirmación los elementos sobrenaturales que los que encierran los milagros de todas las religiones: la noción del infinito tiene el doble carácter de imponerse como necesita y de ser incomprensible. Cuando esta noción cautiva nuestro entendimiento, sólo nos resta prosternarnos. Entonces, el espíritu, presa de profundas angustias, pide gracia a la razón: los resortes del intelecto amenazan aflojarse y el ser humano se siente próximo a la sublime locura de Pascal. No obstante, el positivismo descarta gratuitamente esta noción primordial y positiva, así como las consecuencias que de ella derivan para la vida de las sociedades.
«En todas partes encontramos fatalmente expresiones del infinito que despiertan en nuestros corazones el sentimiento de lo sobrenatural. La idea de Dios no es sino una forma de la noción de lo infinito, y mientras este misterio gravite sobre el espíritu humano, se erigirán templos destinados al culto del infinito, en los que Dios será invocado indistintamente con el nombre de Brahma, Alá o Jesús. En estos templos veréis hombres prosternados y abismados en la idea de lo infinito».
Casi todos los dirigentes políticos de aquella época se inspiraban en el positivismo triunfante; mas el hombre que, por haber descubierto algunos misterios de la naturaleza, hubiera podido entregarse a lo que él llamaba el encantamiento de la ciencia, proclamaba el misterio del universo y se inclinaba humildemente ante un poder superior al poder humano.
«Estamos rodeados de misterios», solía decir. Las palabras «misterio» y «misterioso poder interior de las cosas», repetíanse en la última parte de su discurso. Convencido que la humanidad obedece a un mandato divino cuando trabaja, Pasteur agregó con optimismo inspirador de grandes obras: «¡Feliz el que alberga en sí un dios o un ideal de belleza! ¡Felices los que obedecen a los dictados del ideal artístico, del ideal científico, del ideal patriótico o del ideal evangélico: ideales todos, en que se refleja la luz de lo infinito y de donde dimanan elevados pensamientos inspiradores de nobles acciones!».
Pasteur no terminó su discurso con tan fecundas ideas, porque quería elogiar nuevamente a Littré y rendirle supremo homenaje: «A menudo he evocado a Littré, sentado junto a su mujer, como formando un cuadro de los primeros tiempos del cristianismo: él, mirando hacia la tierra y compadecido de los que sufren; ella, católica ferviente, los ojos puestos en el cielo; él, inspirado por las virtudes terrenales; ella, por las grandezas divinas; y ambos, aunando en una misma ansia y un mismo sentimiento las dos santidades que aureolan al Hombre Dios: la de la abnegación humana y la del amor divino...; ella, una santa en la acepción canónica; él, un santo laico.
«Estas últimas palabras no me pertenecen: las he recogido de labios de quienes le conocieron».
J. B. Dumas y Nisard fueron los padrinos elegidos por Pasteur para su recepción en la Academia Francesa. Dumas se alegraba que su antiguo discípulo fuera tan modesto y sencillo, como cuando tomaba apuntes en la Sorbona, perdido entre la muchedumbre de estudiantes. A pesar de haber transcurrido 40 años, sus relaciones parecían no haber cambiado, y cuando Pasteur llevó a J. B. Dumas su manuscrito, no parecía un colega que visita afectuosamente a otro, sino un estudiante que acude, lleno de respeto, a consultar a su presidente de tesis.
El hotel particular de Dumas, situado en el fondo de un apacible patio de la calle Saint Dominique, revelaba la hospitalidad habitual de su dueño. En el salón tenía numerosas prendas de gratitud y objetos recordatorios. Un retrato de joven, en los albores de su reputación, y un busto en su serena ancianidad, resumían allí el pasado y el presente. Junto al salón había un gabinete reservado para las personas con quienes gustaba conversar íntimamente. Allí hizo pasar a Pasteur; y éste leyó rápida y confusamente su discurso, en voz baja y sin levantar la vista; Dumas presidía la escena, murmurando, de vez en cuando, palabras de aprobación. El rostro arrugado de Pasteur, que denotaba al luchador ardoroso y al trabajador infatigable, contrastaba con el rostro sereno de Dumas, que ejercía cierto poder de apaciguamiento y expresaba el perfecto equilibrio de sus facultades. Nada turbaba su fisonomía dulce y grave. Al felicitar a Pasteur, su sonrisa, por lo común prudentemente amistosa y benévola, reflejó mayor satisfacción que de ordinario. No obstante, el pasaje que trataba del infinito, parecióle digno de mayor desarrollo. Cuando Dumas sucedió a Guizot en la Academia Francesa, expuso también, en su discurso, el fruto de sus propias meditaciones: «Desde el instante en que el hombre empieza a razonar —dijo—, se enfrenta con el misterio de lo infinito; mas como éste es inaccesible, su pensamiento se detiene ante el abismo de lo desconocido». A este pasaje seguía otro que trataba del espacio, el tiempo y la materia, y terminaba en un acto de fe. A pesar del eminente lugar que ocupaba entre los hombres, Dumas se humillaba ante Dios como criatura sumisa y respetuosa.
El otro padrino de Pasteur, el casi octogenario Nisard, era menos feliz que Dumas. La ciencia, tomada como directora infalible, proporciona alegrías profundas y perdurables.; la política y la literatura, por el contrario, exponen a desengaños y pesares, porque están supeditadas a las vicisitudes de las pasiones o a los caprichos de la moda. Nisard sentíase forastero en su tierra; la mayoría de sus amigos habían muerto. Cuando Pasteur lo visitaba en su vieja casa de la calle Tournon, en las tardes de algunos domingos de invierno, su alegría renacía y se creía transportado a los tiempos felices en que fue director de la Escuela Normal. Si bien ponía siempre una leve nota de protección en su trato íntimo, no dejaba de ser conversador de viejo cuño, hábil en pasar sin brusca transición de un tema a otro; siendo a la vez malicioso y zalamero, inquiría con benevolencia detalles de la vida de los demás y evitaba hablar de la suya propia. Pasteur complacíase en escuchar el relato de sus reminiscencias, y le agradaba su sonrisa que parecía iluminar fugazmente sus ojos casi ciegos. Esas pláticas dominicales le recordaban los encuentros de antaño con Chappuis en el Liceo de Besanzón, durante los cuales leían con juvenil entusiasmo los versos de Andrés Chenier y Lamartine. Nisard consideraba que la crítica literaria debía ejercerse solemnemente, con sujeción a cláusulas y condiciones, y su propensión natural a establecer jerarquías llevábalo a clasificar los autores literarios como a alumnos más o menos aventajados de su cátedra. Mas el rigor de su sistema desaparecía envuelto en la gracia de su conversación.
Pasteur sentía profundo respeto por los escritores dignos de este nombre. Leía únicamente aquello que merece ser leído, pues se veía constreñido a dedicar poco tiempo al cultivo de las letras. Tenía elevadísimo concepto de la función educadora de la literatura en la sociedad.
«Para la ciencia basta el cerebro —dijo en cierta ocasión a Nisard—; en la literatura, en cambio, intervienen el cerebro y el corazón, lo cual explica la superioridad de ésta en la dirección de los espíritus». Según Nisard, éste era el mayor homenaje que podía rendirse a las letras.
Nisard aprobó el exordio del discurso de Pasteur, que tanta modestia reflejaba: «Al presentarme ante esta ilustre asamblea siento renacer la emoción que me embargó cuando solicité vuestros votos. La convicción de mi insuficiencia se apodera nuevamente de mí, y si no me turbo al hallarme entre vosotros, es porque no olvido que debo transferir a la ciencia el honor —por así decir— impersonal, que vosotros me habéis conferido».
El secretario perpetuo de la Academia, Camilo Doucet, buen conocedor de las prácticas del Instituto, y siempre atento al efecto de las palabras, creyó que el público no comprendería tanta modestia y no aceptaría la palabra «insuficiencia»; por eso escribió a Pasteur, al remitirle la prueba de su discurso: «Estimado colega: Ruégole que tenga a bien modificar, como le sugiero, la primera frase de su discurso.
Su modestia es, en verdad, extremada». Había tachado las palabras la convicción de mi insuficiencia se apodera nuevamente de mí, y después de «el honor», las palabras —por así decir— impersonal. Pasteur consultó con Nisard, y reemplazó la convicción de mi insuficiencia por la convicción de lo que me falta. Pero mantuvo enérgicamente el honor —por así decir— impersonal, pues consideraba que, con su elección, no se le rendía homenaje a él, sino a la ciencia.
Incidentes de esta índole tienen importancia en el ambiente académico, porque las recepciones académicas se asemejan, no poco a los estrenos teatrales. Un público especial se interesa en los preparativos con semanas de anticipación. Esposas, hijas y hermanas de académicos, protectoras de futuros candidatos, viudas de académicos fallecidos y laureados que sueñan con un sillón, se afanan por conseguir billetes para la tribuna, el centro o el anfiteatro. Lo que aumentaba el interés por la recepción de Pasteur y ponía en ella una nota picante —al decir de algunos miembros del Instituto que pensaban más en los vivos que en los muertos— era que Renán recibiría a Pasteur.
Para gozar por anticipado del encuentro de Pasteur con Renán, concertado por la casualidad, hubiera bastado recordar la frase de agradecimiento pronunciada por éste tres años antes al ocupar el sillón dejado vacante por Claudio Bernard: «Uno llega a vuestro cenáculo —dijo entonces— a la encantadora edad del Eclesiastés, la más adecuada al goce de la serena alegría, y en la que, después de laboriosa jornada, se comienza a comprender que, aunque todo es vanidad, hay multitud de cosas vanas, dignas de ser saboreadas largamente».
Los dos discursos evidenciaban claramente las diferencias espirituales de estos dos hombres. Pasteur consideraba todo seriamente y usaba los vocablos en su sentido estricto. Renán, escritor incomparable, de flexible y brillante estilo, placíase, por lo contrario, en deslizarse por las sinuosidades de su filosofía y se ofuscaba por lo que era excesivamente nítido: siempre estaba dispuesto a negar las afirmaciones, salvo cuando señalaba a sus discípulos demasiados entusiastas el error de sus negaciones. Consolaba religiosamente a los que había hecho perder la fe, e invocaba al Eterno, aunque reservándose el derecho de sorprender sus imperfecciones. Cuando la muchedumbre lo aclamaba, hubiera murmurado gustoso: Noli me tangere; y con desdeñoso candor, que lo hacía feliz, hubiera agregado: Dejad que vengan a mí los hombres finamente espirituales.
El jueves 27 de abril de 1882 hubo gentío en el Instituto. Acallados los murmullos, Renán, presidiendo el acto en su carácter de director de la Academia, declaró abierta la sesión. Pasteur se paró. Vestía el traje de rigor, con bordados verdes, y llevaba, cruzado sobre el pecho, el gran cordón de la Legión de Honor. Parecía más pálido que de costumbre. Con voz clara y firme expresó su agradecimiento, y con la sinceridad y autoridad que emanaban de su persona y se imponían siempre a todos los auditorios, elogió a su predecesor, sin rebuscamientos ni artificios de composición. Rindió homenaje al hombre, pero manifestó que disentía de sus conceptos filosóficos: «Mi única preocupación —dijo— será conservar mi libertad de pensamiento».
Todos lo escuchaban con emoción. Al mostrar el error del positivismo en suprimir la noción del infinito, y al proclamar, con voz vibrante, que los pueblos necesitan de la Religión, sus palabras parecieron tener la virtud de un bálsamo que mitigara los dolores de la humanidad agobiada por el yugo del trabajo, en la búsqueda del ideal.
La asamblea conoció la nobleza de los principios directores de su vida bienhechora: la consecución del progreso mediante el trabajo, el deseo de perfeccionamiento moral y la esperanza de salvación eterna.
Quien recibe a un nuevo miembro en la Academia goza del privilegio de permanecer confortablemente sentado ante una mesa mientras lee su discurso, que, por lo general, es réplica del discurso del nuevo académico. Era notorio que Renán se sentía feliz de ocupar el sillón presidencial, desde el cual sonreía a la concurrencia. La benévola mirada de sus ojos azules, amenguaba un tanto la temible sutileza de su sonrisa. Quizá los asistentes conocedores de su obra adivinaban la complejidad de sentimientos que aquélla reflejaba: Respeto por los innumerables trabajos del sabio más grande del mundo; satisfacción por la gloria que éste reportaba a Francia; placer personal de saludar en nombre de la Academia a hombre de tanta importancia; y alegría de poder replicar, con entera libertad y ligera ironía, a sus creencias religiosas.
Con voz muy suave, empezó por reconocer que la Academia era incompetente para juzgar los gloriosos trabajos de Pasteur.
«Mas, haciendo abstracción de la doctrina en sí, que no incumbe analizar —dijo con elocuencia—, nuestro conocimiento del espíritu humano nos faculta a emitir una opinión sobre la maestría de su obra. Hay algo que nosotros sabemos reconocer en las producciones más diversas; algo que pertenece por igual a Galileo, a Pascal, a Miguel Angel, y a Molière; algo que constituye la sublimidad del poeta, la profundidad del filósofo, la fascinación del orador y el poder adivinatorio del sabio. Esa base común a todas las obras bellas y verdaderas, esa llama divina, ese hálito indefinible que inspira la ciencia, la literatura y el arte, es el genio, señor; es lo que nosotros hemos hallado en usted. Nadie ha recorrido con paso más seguro los ámbitos de la naturaleza elemental su vida científica es luminosa estela en la oscura noche de lo infinitamente pequeño y en los profundos abismos donde se plasma la vida».
Después de resumir rápida y brillantemente los descubrimientos de Pasteur, sus relaciones mutuas y sus consecuencias, agregó: «¡Dichoso usted que puede alcanzar con su arte las fuentes mismas de la vida! ¡Ciencia admirable la suya, en la que nada se pierde!».
Llevado por su cambiante fantasía, que desorientaba a los oyentes demasiado convencidos, habló de la verdad como hubiera hablado de Celimene: «La verdad, señor, es una gran coqueta que no quiere ser requerida con excesiva pasión. A menudo resulta mejor mostrarse indiferente con ella, pues huye de nosotros cuando creemos poseerla y se nos entrega cuando sabemos esperarla; se nos revela en el preciso instante en que le decimos adiós, y se muestra llena de rigores cuando afirmamos, vale decir, cuando la amamos en demasía».
En su juventud, cuando toda expresión optimista le irritaba, Renán se había servido en sus Ensayos de moral y de crítica de una comparación muy diferente: «La verdad es plebeya, poco sensible a las actitudes señoriales y no se entrega sino a manos encallecidas y a frentes arrugadas». Al felicitar a Pasteur por su empeñosa laboriosidad, sustituyó la palabra verdad por la palabra naturaleza: «La naturaleza es plebeya y exige que trabajemos —dijo—; gusta de las manos encallecidas y no descubre su secreto sino a las frentes arrugadas». Su pensamiento placíase en estos cambiantes artificios, parecidos a fuegos de Bengala.
A continuación entró a combatir cortésmente. Las ideas religiosas de Pasteur se basaban, como las de Newton, en el concepto de infinito; Renán, en cambio, gozaba en disertar sobre problemas morales —que, según su expresión, no se perciben de frente, sino de soslayo—, y al emplear la ironía de su escepticismo, en todas las formas, habló con deleite de la duda: «Nunca penetramos el enigma que nos atormenta y encanta...Mas ¿qué importa, después de todo, ya que la insignificante partícula de realidad que conocemos está llena de encantadoras armonías, y la vida, tal como nos fue concedida, es don excelente que nos revela la existencia de una bondad infinita?».
La leyenda pintará al Renán de los últimos años con rostro sonriente, voz meliflua matizada de malicia y ademanes conciliadores: pero dificultará a los críticos venideros el estudio más profundo de su personalidad. La ironía del gascón que había en él «por la rama materna corría sangre bordelesa por sus venas» había ahogado casi al bretón soñador y poeta. Mas antes de ser dueño del burlón aplomo que ofrecía de espectáculo en la Academia y los banquetes, Renán había tenido que evolucionar por completo. A los 36 años había escrito: «Aunque a veces siento deseos de envidiar la dicha de los seres siempre satisfechos, confieso que, al recapacitar, me enorgullezco que se hubiese relajado, si mi pensamiento llegara a debilitarse mientras el mundo siguiera siendo el mismo». Si hubiera analizado sus actividades literarias y políticas de los últimos 12 años, habría encontrado, con mucha amargura, que los cimientos de su intelecto, se hallaban reducidos a polvo: sus creencias, sus ideas políticas y su ideal de civilización europea, habíanse desmoronado sucesivamente. Después de su separación de la Iglesia y de haberse entregado nuevamente a estudios históricos, Alemania le había parecido refugio de pensadores, como a Mme. de Staël y tantos otros. Al estudiar las obras alemanas le pareció, según sus propias palabras, que entraba en un templo, y creyó que la única preocupación del pueblo germánico consistía en establecer los derechos del alma y la conciencia. La noción del deber expuesta por Kant, la fe en la humanidad sustentada por Herder, y la poesía del sentido moral cantada por Schiller, hiciéronle ver una Alemania conforme a las ideas de estos sembradores de sentimientos generosos. Creyó que la unión de Francia con Alemania e Inglaterra crearía «una trinidad invencible que, por medio de la razón, conduciría al mundo, y a Rusia particularmente, por la vía del progreso». Pero tras el templo alemán ocultábase el cuartel más formidable de Europa, rodeado de fundiciones de cañones y fábricas de muerte. Trabajábase por convenir al pueblo alemán en ejército invasor de Francia. El despertar de Renán fue rudo. La metódica crueldad de los prusianos durante la guerra le causó intenso dolor. En uno de sus últimos viajes, vio, cerca de Selinonte, en paraje pestilente y desolado, ruinosas columnas con capiteles dóricos de templos antiguos, Hubiera podido comparar sus pensamientos de entonces con el espectáculo de esas ruinas. Pero así como en la tierra de Selinonte, agrietada por tórridos soles, crecía un delicado lirio doble, así el arte sobrevivía en él y continuaba floreciendo.
El tiempo pasó, y su arte incomparable puso aromas y colores en ese rincón de ruinas. Noble, pero desdeñoso, Renán creía que pocos hombres podían comprender los elevados conceptos de su filosofía. Después del discurso de Pasteur, reclamó para sí el derecho de criticar y se complugo en hablar de la antinomia intelectual de ciertos pensadores y de los vínculos afectivos que consiguen conciliarlos: «Permítame mencionar —le dijo su valioso descubrimiento del ácido tártrico derecho y del ácido tártrico izquierdo...hay espíritus a los que no se puede hacer concordar, como no es posible hacer entrar un guante dentro de otro, para usar su propia imagen. Sin embargo, los dos guantes son igualmente necesarios, porque ambos se completan. Nuestras dos manos no pueden superponerse, pero sí unirse. Así, en el amplio seno de la naturaleza los esfuerzos más diversos se agregan, se combinan y concurren a formar una unidad más majestuosa».
Con su insuperable destreza en el manejo del idioma y en la elección de los matices y su fino sentido de la armonía, Renán pasó de la comparación anterior a las siguientes consideraciones sobre la muerte: «Según un pensamiento que M. Littré admiraba, la muerte no es más que una función: la última y más serena de todas. Para mí, es odiosa, aborrecible e insensata, cuando extiende a ciegas su fría mano sobre la virtud y el genio. En nosotros resuena siempre una voz, que no saben comprender sino las almas buenas y grandes: «La verdad y el bien constituyen el objeto de tu vida; sacrifícalo todo para alcanzarlos.» Y cuando acudimos al reclamo de esa voz de sirena que dice poseer los secretos de la vida, y llegamos a donde esperábamos recibir la recompensa, vemos con dolor que la engañosa consoladora ha desaparecido: entonces la filosofía, que prometió revelarnos el secreto de la muerte, excusa balbuciente su ignorancia y el ideal, en pos del cual fuimos hasta el límite más lejano, se desvanece en la hora suprema. La naturaleza, no obstante, ha alcanzado su propósito: una vida admirable se ha cumplido y se ha realizado un poderoso esfuerzo. Pero entonces, con su característica despreocupación, la hechicera nos abandona y nos deja a merced de las lúgubres aves de la noche».
Esta página brillante es admirable comentario al pensamiento contenido en la escueta exclamación en que prorrumpen los pueblos ante el féretro de los grandes hombres: «¡estos hombres no deberían morir!». En la sesión académica, Renán resumió lo que podía considerarse, a pesar de sus contradicciones, lo fundamental de su pensamiento. Según él, los hombres superiores aparecen en el mundo después de dos o tres generaciones dedicadas a la abnegación y al sacrificio, y constituyen lo que podría llamarse la conciencia del universo. Ahora bien, siendo fin de la humanidad el producir seres superiores, la misión de los grandes hombres es iniciar en la vida espiritual a los que les son inferiores. Merced a esos directores espirituales, la humanidad adquiere paulatinamente mayor conciencia de sí misma y alcanza la divinidad. Podría decirse que organiza a Dios. En el alma de Renán persistía el aroma de la poesía religiosa de sus primeros años, como persiste el olor a incienso en los templos después del oficio religioso. Ante el misterio insondable de la vida, decía que «la conciencia emerge del abismo como rama de oro predestinada, y el esfuerzo sin término de los hombres perpetúa la obra de la divinidad, en la que cada uno de nosotros deja una huella eternamente indeleble». Representábase el mundo en su marcha hacia la gran meta, como el conjunto de esfuerzos iniciados por los espíritus excelsos, al cual la muchedumbre contribuye débilmente, mezclando el confuso rumor de sus voces a la voz de los
profetas. Este pensamiento se hallaba en una frase incidental de su respuesta a Pasteur: «La obra de la divinidad se realiza por la íntima tendencia hacia el bien y la verdad existente en el universo». En sus Diálogos Filosóficos, Renán hace decir a un personaje: «A veces concibo a Dios como la solemne fiesta interior del universo, como la vasta conciencia en que todo repercute y se refleja».
«Nosotros somos funciones del universo, y el deber de cada uno consiste en desempeñar correctamente su propia función». Un egipcio que hubiera muerto mientras trabajaba en la construcción de las pirámides, habría vivido mejor que el que hubiese pasado la vida descansando bajo las palmeras; el primero subsiste aún, pues todavía subsiste la piedra que labró. Lo propio sucederá con los seres que hayan colaborado en la obra eterna. Esta misma idea lo indujo a felicitar a Pasteur por haber «colocado una valiosa piedra en los cimientos del edificio sempiterno de la verdad»; y hubiera sido más provechosa, si hubiese aparecido con más claridad en el horizonte de su ideal y no se hubiera dispersado en las múltiples digresiones de su obra. En su desprecio por las cosas vulgares y decorativas, había escrito: «El fin de una vida noble debe ser la consecución desinteresada de un ideal». Renán hubiera podido desarrollar este pensamiento en su discurso, pero ¿lo juzgó quizá demasiado austero para el auditorio de ese día? Por haber notado que las locuciones favoritas de los franceses entrañan siempre un concepto jovial de la vida, su desdeñosa indulgencia impedíale ir contra la frivolidad de la gente. Por eso adoptaba gustoso, en tales circunstancias, un aire mundano con que disimulaba sus inquietudes religiosas y su espíritu crítico. Creyendo, por otra parte, que muchas cosas no pueden expresarse sino con auxilio de la jovialidad, se empeñaba en entretener a esa sociedad, de suyo despreocupada y divertida. Según él, la virtud nos viene del Eterno, pero tenemos el derecho de agregarle la ironía como contribución personal. Pasteur, en cambio, extrañábase que se empleara la ironía en problemas que han sido la obsesión de tantos espíritus excelsos; problemas que muchos corazones sencillos resuelven a su manera.
A los aplausos que resonaron en el Instituto siguieron los aplausos de la gente de los campos. La ciudad de Aubenas del departamento de Ardèche, que erigía una estatua a Oliverio de Serres por haber implantado en Francia la industria de la seda, en el siglo XVI, quiso expresar también su gratitud a quien había salvado esta industria de la ruina.
Por segunda vez una ciudad francesa mostraba su reconocimiento a Pasteur. Algunos meses antes, la Sociedad Agrícola de Melun había celebrado en su honor una sesión extraordinaria y había resuelto «hacer grabar una medalla con la efigie de Pasteur, para conmemorar uno de los mayores servicios prestados por la ciencia a la agricultura», según reza el acta con el discurso presidencial del barón de la Rochette.
Al agradecer Pasteur este homenaje, ni siquiera mencionó las experiencias de Pouilly le Fort; pues entonces no le preocupaba sino la pronta iniciación del estudio de la perineumonía del ganado bovino. Poco tiempo antes, la Junta contra las Epizootias le había encomendado estudiar los accidentes que sobrevenían con frecuencia al inocular el virus períneumónico. En la reunión de Melun, el veterinario M. Rossignol habló al respecto y a continuación Pasteur expuso brevemente sus ideas sobre la variabilidad de los virus y el efecto que las menores impurezas tenían sobre éstos. Él y sus colaboradores habían intentado cultivar, aunque en vano, virus perineumónico en caldo de gallina, caldo de vaca y levadura de cerveza. Para vacunar animales contra la perineumonía, debía extraerse el virus del pulmón de una vaca muerta de esta enfermedad e inyectárselo a los animales, debajo de la piel de la cola. El virus era tan violento, que, si se lo inoculaba en otras partes, se corría el riesgo de provocar serios accidentes; a veces, la irritación local llegaba a provocar la caída parcial de la cola. Aunque ésta era la única manera de obtener el virus, faltaba precisar cómo podía ser obtenido y conservado en estado de pureza: «El virus puro —continuó diciendo Pasteur— conserva su virulencia durante semanas y meses, y la cantidad de virus contenido en un pulmón alcanza para inocular numerosos animales. La provisión de virus puede mantenerse, sin necesidad de recurrir a otros pulmones, teniendo la precaución de inocularlo, antes que se termine, en el lomo o en la papada de un ternero. Después de la rápida muerte de éste, sus tejidos se hallan infiltrados de serosidad virulenta, que puede recogerse y conservarse en estado de pureza». Pero Pasteur no había determinado aún si el virus conservado se atenuaba con el tiempo hasta perder completamente la virulencia.
Accediendo al deseo unánime. Pasteur se trasladó a Aubenas el 4 de mayo. La pequeña ciudad estaba de fiesta: estación engalanada, arco triunfal de flores, música, discurso del alcalde, presentación del Concejo Municipal y del Concejo de la Cámara y Tribunal de Comercio. Las aclamaciones de la muchedumbre en honor no de un soldado ni estadista, sino de un hombre de laboratorio, apagaron casi el ruido de la charanga.
Las autoridades del concurso regional entregaron a Pasteur una medalla con su efigie y una artística copa que tenía como atributo del triunfo un pequeño microscopio y unos genios con manos llenas de capullos.
El presidente del sindicato de hiladores, dirigiéndose a Pasteur, le dijo: «Habéis sido para nosotros el genio propicio, cuya mágica intervención conjuró el flagelo que nos arruinaba. En vos saludamos a un bienhechor».
Así como lo había hecho modestamente en la Academia Francesa, Pasteur transfirió a la ciencia esos elogios y demostraciones: «No soy el objeto —dijo—, sino el pretexto. La ciencia ha sido la pasión dominante de mi vida; he vivido solamente para ella. En horas difíciles, que acompañan a todo esfuerzo continuado, la idea de la patria renovó mis energías. Siempre asocié la grandeza del país a la grandeza de la ciencia».
«Dais a Francia noble ejemplo al erigir una estatua a Oliverio de Serres, hijo ilustre del Vivarais. Con ello mostráis que tenéis el culto a los grandes hombres y a sus grandes obras. Fecunda simiente que habéis heredado. ¡Que vuestros hijos la vean crecer y fructificar! «Me remonto al tiempo ya lejano en que, deseando corresponder al pedido de un ilustre y benévolo amigo, me alejé de París para estudiar el flagelo que diezmaba vuestras cámaras de cría. Luché cinco años por conocer el mal y hallarle remedio, y después seguí luchando para llevar a los espíritus la convicción que yo había alcanzado.
«Ha transcurrido ya tanto tiempo, que puedo hablar ahora con moderación; cualidad ésta que me atribuyen difícilmente, a pesar de ser el hombre más vacilante y temeroso, cuando carezco de pruebas en que apoyarme. Pero cuando mis convicciones están garantizadas por pruebas científicas sólidas, nada puede impedir que defienda lo que creo verdadero.
«Un hombre que fue conmigo tan bondadoso como un padre (Biot), tenía por divisa: Per Vias rectas, por el camino recto. Me felicito de haberla hecho mía. Si hubiera temido o vacilado ante los principios que había establecido, muchos hechos científicos y otros de aplicación hubiesen permanecido en la oscuridad o seguirían motivando interminable discusiones. La hipótesis de la generación espontánea oscurecería aún miles de problemas; la cría del gusano de seda seguiría supeditada al antiguo empirismo reacio a toda verificación o guía en la obtención de huevos; y la vacunación contra el carbunco, tan beneficiosa, sería desconocida o rechazada como práctica peligrosa. Las polémicas pasan, pero la verdad queda, «Siento gran alegría al ver mis esfuerzos valorados y celebrados con simpatía que será no sólo inolvidable para mí sino recuerdo glorioso para mi familia.» Pasteur no pudo regresar al laboratorio. Los ganaderos y veterinarios de Nimes, interesados por los ensayos de vacunación contra el carbunco, reclamaron su presencia para la realización de una serie de experiencias públicas.
El presidente de la Sociedad Agrícola del Card felicitó a Pasteur, en sesión solemne, y le expresó el agradecimiento de los criadores y dueños de rebaños.
Al recibir una medalla conmemorativa, Pasteur agradeció la iniciativa de realizar nuevas experiencias tendientes a disipar las dudas y desconfianzas de veterinarios y pastores. La sociedad puso a su disposición algunos carneros, bueyes y caballos: unos vacunados y otros no; y resolvió iniciar la experiencia al día siguiente, a las 8 de la mañana. Todos los animales fueron inoculados con virus carbuncal. Pasteur anunció que los animales quedarían indemnes y los 12 carneros sin vacunar morirían o agonizarían al cabo de cuarenta y ocho horas. Convínose en efectuar la reunión siguiente dos días después, el 11 de mayo, en el establecimiento del destazador, donde habitualmente se hacían las autopsias. Entre tanto, Pasteur partió para Montpellier, pues la Sociedad Central de Agricultura de Herault le había pedido que repitiera esas experiencias y dictara una clase en la Facultad Agrícola. Muy fatigado entró en el gran anfiteatro, mas su rostro se iluminó al ver reunidos allí a profesores y estudiantes de diversas Facultades y a numerosos agricultores procedentes de todas partes del departamento: auditorio que representaba la curiosidad científica y el interés práctico. Con voz suave pidió indulgencia y, olvidando su fatiga, habló de las enfermedades virulentas y contagiosas. Su elocuencia, el ordenamiento de sus ideas, la claridad de sus conceptos, el don de transmitir su afán de investigaciones, la precisión en los detalles y el empeño en hacer accesible la ciencia a todos, asombraron y entusiasmaron a los oyentes.
Durante dos horas mantuvo la atención de esa muchedumbre, y a veces interrumpió el discurso para pedir al auditorio que hiciera preguntas o formulara objeciones. Algunos así lo hicieron, y las respuestas de Pasteur vencieron las últimas resistencias.
«No podemos abusar de los instantes de M. Pasteur —dijo entonces M. Vialla, vicepresidente de la Sociedad de Agricultura— porque él no nos pertenece a nosotros solamente; pertenece a Francia. Mas ya que nos ha librado de la terrible enfermedad del carbunco, quisiera hacerle un último pedido: que tenga a bien ocuparse en el estudio de la comalia, enfermedad temible casi endémica en nuestra región. Sin duda él sabría hallarle remedio.» «He terminado recientemente mis experiencias de vacunación contra el carbunco —respondió Pasteur con suavidad— y ya me piden que encuentre el remedio de la comalia. ¿Por qué no el de la filoxera?» Y lamentando la corta duración de los días, agregó con firmeza: «Tratándose de trabajar, cuenten, no obstante, conmigo usque ad mortem.» Accediendo a las instancias de los miembros de la Sociedad Agrícola y de las diferentes corporaciones científicas, asistió al banquete preparado en su honor. No sólo los sericicultores agradecidos, sino los ganaderos, le desearon larga vida, en medio de prolongadas ovaciones. En el recibimiento dispensado por los habitantes de Aubenas, Mimes y Montpellier, Pasteur no veía —según lo expresó— un triunfo personal, sino la demostración que en Francia se sabía honrar al trabajo. Y pensando en el esfuerzo de tantos hombres dignos de ser ensalzados, dijo: «Quisiera que los depositarios de la autoridad pública: ministros, prefectos, rectores, alcaldes, fueran vigías del mérito encargados de poner en evidencia a quienes honran a la patria. Si así se procediera, el destino de Francia mejoraría singularmente.» Casi siempre sus auditorios quedaban con alguna idea bella y fortificante; y como para él todo debía terminar en hechos y no en palabras, regresó a Nimes. El 11 de mayo, a las 9 de la mañana, se unió a los médicos, veterinarios, criadores y pastores, que lo aguardaban en el establecimiento del destazador. De los 12 carneros sin vacunar, 6 habían muerto y los restantes agonizaban; fácilmente se reconocía que el virus carbuncal había producido iguales lesiones a las del carbunco ordinario.
«Con su modestia y claridad habituales —escribieron los periódicos de la comarca—, M. Pasteur dio las explicaciones necesarias.» «¡Y ahora, a trabajar!», se dijo animosamente al regresar a París, impaciente por encontrarse de nuevo en el laboratorio de la Escuela Normal.
Para expresarle más brillantemente aún la gratitud pública, la Academia de Ciencias resolvió patrocinar un homenaje conjunto de las sociedades científicas, y decidió entregarle el 25 de junio una medalla con su efigie, grabada por Alfeo Dubois, en el reverso de la cual se inscribía: «A Luis Pasteur, sus colegas, amigos y admiradores.» El día fijado, una comisión presidida por Dumas y compuesta por Bousingault, Bouley, Jamin, Daubrés, Tisserand y Davaine, llegó a la calle de Ulm, donde encontró a Pasteur rodeado de su familia.
«Mi querido Pasteur —díjole Dumas con gravedad—, hace cuarenta años entraba usted de alumno en esta casa, y si bien sus maestros previeron desde el comienzo de su carrera que usted la honraría, ninguno alcanzó a imaginar los valiosos servicios que prestaría a la ciencia, al país y al mundo entero.» Luego pasó revista a los principales hechos de su larga carrera, mencionó las fuentes de riqueza descubiertas o renovadas por él, reseñó los preceptos bienhechores enunciados por Luis Pasteur en medicina y cirugía.
«Mi querido Pasteur —agregó con afectuosa emoción—, usted no ha tenido más que éxitos en su vida. El método científico que usted emplea con tanta seguridad, le debe sus triunfos más bellos. La Escuela Normal se siente ufana de contarlo entre sus alumnos, la Academia de Ciencias se enorgullece de sus trabajos, y Francia lo considera una de sus glorias.
«En este momento, en que le llegan de todas partes expresiones de gratitud, el homenaje que le ofrecemos en nombre de sus admiradores y amigos, tiene carácter particular, pues emana de un sentimiento espontáneo y general.
«Ojalá goce usted de su gloria por muchos años, mi querido Pasteur, y vea acrecentados los valiosos frutos de sus trabajos. La ciencia, la agricultura, la industria y la humanidad le estarán eternamente agradecidos y su nombre perdurará en sus anales, junto con los nombres más ilustres y venerados.» Pasteur, en pie, la cabeza inclinada y los ojos humedecidos por las lágrimas, permaneció un rato silencioso; luego, sobreponiéndose a su emoción, contestó en voz baja: «Mi querido maestro: Hace cuarenta años tuve, en efecto, el honor de conocer a usted y de que me enseñara a amar la ciencia y la gloria.
«Yo llegaba de provincias. De sus clases en la Sorbona salía entusiasmado y, a veces emocionado hasta las lágrimas. Su talento de profesor, sus inmortales trabajos y la nobleza de su carácter despertaron en mi admiración que fue en aumento al madurar mi espíritu.
«Parece que hubiera adivinado mis sentimientos, querido maestro. En mi vida, o en la de mis parientes, no hay una sola circunstancia importante, feliz o desgraciada, de la cual no haya participado usted con benevolencia.
«Y aún hoy es usted de los primeros en presentarme la prueba, excesiva para mi, de la estima de mis maestros, que se han vuelto mis amigos.
«Con todos sus discípulos procedió usted de igual manera: rasgo característico de su personalidad. Para usted, Francia y su grandeza estuvieron siempre allende los individuos.
«Si bien hasta el presente los grandes elogios estimularon mi afán e hicieron que me esforzara en merecerlos, no sé cómo corresponderé en lo sucesivo a las excesivas alabanzas expresadas por usted en nombre de la Academia y de las Sociedades Científicas.» Mientras Pasteur recordaba la benéfica influencia de su maestro en él, muchos de los presentes en el salón de la Escuela Normal pensaban que Dumas hubiera podido evocar, con igual intensidad y encanto, parecidos recuerdos personales. Él también había sentido entusiasmo en su juventud. Un día del año 1822 (en que nació Pasteur) un personaje de 50 años, vestido a la usanza del. Directorio, entró en su cuarto de estudiante, en Ginebra. Era Alejandro Humboldt, que no quería dejar la ciudad sin conocer al joven que a los 22 años acababa de publicar, junto con Prevost, dos trabajos sobre la sangre y la urea. Esta visita y las prolongadas charlas siguientes (que fueron más bien monólogos de Humboldt, despertaron en Dumas el orgullo, la gratitud y devoción que sienten los jóvenes por los grandes hombres. Oyendo la descripción familiar que Humboldt hacía de Laplace, Berthollet, Gay Lussac, Arago, Thenard y Cuvier, descripción muy diferente de la que los mostraba como personajes decorativos, Dumas resolvió ir a París, para conocerlos de cerca e inspirarse en sus métodos.
«El día que Humboldt partió de Ginebra —contó en cierta ocasión— la ciudad me pareció vacía.» Ése fue el motivo de su viaje a París y de la iniciación de su brillante carrera.
En las postrimerías de su vida científica, Dumas tuvo la satisfacción de festejar a Pasteur. Y al salir de la Escuela Normal, en esa tarde de junio, pasó junto a las ventanas del laboratorio donde trabajaban algunos jóvenes que, imbuidos de las doctrinas de Pasteur, constituían la reserva intelectual que propendería al progreso de la ciencia.
Este período de la vida de Pasteur es interesante por sus luchas con adversarios que surgían precisamente cuando creía haber demostrado, en forma indiscutible, la verdad de sus aseveraciones.
Esta vez las impugnaciones más violentas partieron de Alemania. Al hacer la colección de los trabajos del Oficio Sanitario alemán, el doctor Koch, secundado por sus discípulos, inició una campaña contra Pasteur al asegurar que era incapaz de cultivar microbios en estado de pureza y no sabía reconocer el vibrión séptico que él mismo había descubierto. Nada significaban las experiencias con que Pasteur había demostrado que, para enfermar de carbunco a las gallinas, bastaba con aminorar su temperatura después de la inoculación. Tampoco tenía importancia el descubrimiento de la función desempeñada por las lombrices en la propagación del carbunco; ni el procedimiento de extracción de gérmenes carbuncales de los cilindros terrosos llevados por ellas a la superficie de la tierra; ni la inoculación de estos gérmenes a conejillos de Indias; y hasta ponía en duda la acción preservadora de la vacuna contra el carbunco. Nada se tomaba en cuenta y todo provocaba sonrisas de escepticismo.
La Escuela Veterinaria de Berlín pidió al laboratorio de la Escuela Normal que le enviara vacuna contra el carbunco. En su respuesta, Pasteur expresó el deseo de realizar experiencias ante una comisión nombrada por el gobierno alemán. El ministro de Agricultura y de Tierras y Bosques constituyó la comisión e hizo participar a Virchow en ella. Thuillier, ex alumno de la Escuela Normal que había ingresado en el laboratorio y a quien Pasteur apreciaba mucho, partió para Alemania llevando tubitos con virus atenuados y sin atenuar. Pero Pasteur no quedó satisfecho; quería confundir a sus adversarios y obligarlos a confesar públicamente su error.
Estando de veraneo en Arbois se le ofreció la ocasión para ello. El Comité del Congreso Internacional de Higiene, que sesionaría en Ginebra, lo invitó a presentar una comunicación sobre virus atenuados y le comunicó que, en su homenaje, había reservado exclusivamente para él la sesión del 5 de septiembre. Esta invitación hizo que Pasteur suspendiera las vacaciones y dejara de dar su acostumbrado paseo por las afueras de Arbois. Púsose a trabajar y si alguien interrumpía con alguna pregunta la incesante consulta de los registros de su laboratorio, respondía enérgicamente: «¡Dejadme, me estorbáis!» Su esposa copió, como de costumbre, los papeles llenos de citas que servirían a su marido para redactar la comunicación solicitada.
Los aplausos resonaron cuando Pasteur entró en la sala donde sesionaba el Congreso. El público se componía de profesores, médicos, congresistas y también de algunos turistas, de esos que se interesan por la ciencia cuando la moda así lo exige.
En su discurso, Pasteur mencionó la invitación recibida: «Me apresuré a aceptarla —dijo—, y me siento feliz de ser huésped de un país amigo de Francia, tanto en la adversidad como en la fortuna. Además, esperaba encontrar aquí a los contradictores de mis trabajos. Los congresos, al par que propenden a la conciliación y al acercamiento constituyen un motivo de amigables discusiones. Todos nosotros estamos animados por una misma pasión: la pasión superior del progreso y la verdad.» En todo congreso internacional suelen escucharse corteses expresiones en medio de la confusión de las lenguas; los congresistas ofrécense mutuamente folletos y cambian tarjetas, y, por lo general, oyen distraídamente los discursos solemnes. Pero esta vez, la presencia de Pasteur acalló los parloteos y dominó a la asamblea. A los 60 años, Pasteur estaba en la plenitud de su gloria y sus fuerzas. Sólo la barba había encanecido y su rostro denotaba férrea energía. Sin su cojera y la leve rigidez de la mano izquierda, nadie hubiera pensado en el ataque de parálisis que lo había postrado 14 años antes. El anhelo que Francia ocupara lugar eminente en ese Congreso internacional evidenciábase en el orgullo de su mirada y en la imponente autoridad de su palabra. Parecía dispuesto a combatir a sus adversarios y tomar la asamblea de tribunal. De los participantes, los franceses eran los más numerosos. El doctor Koch, 21 años más joven que él, atraía la atención general mientras escuchaba impasible las discusiones.
Pasteur analizó los estudios efectuados en colaboración con Chamberland, Roux y Thuillier. Todos los oyentes, hasta los más profanos; comprendieron cuánto ingenio había necesitado para aislar y conservar algunos microbios y modificar su virulencia.
«Sin duda alguna —dijo— poseemos un método general de atenuación...Los principios generales han sido descubiertos, y pueden cifrarse las mayores esperanzas en este género de investigaciones. Sin embargo, a pesar de la demostración palmaria, la verdad no ha tenido el privilegio de ser aceptada por todos, pues tanto en Francia como en el extranjero, ha encontrado siempre obstinados contradictores...Permitidme nombrar a uno de ellos, que, por su mérito personal, merece nuestra mayor atención: me refiero al doctor Koch, de Berlín.» A continuación resumió¬ las críticas aparecidas en la colección de los trabajos del Oficio Sanitario alemán: «Si en esta asamblea hay alguna persona que participa de la opinión de mis contradictores, la invito a hacer uso de la palabra. Me alegraría poder aclarar sus objeciones.» Koch subió al estrado, pero rehusó toda discusión; prefería, según manifestó, contestar más tarde por escrito. Pasteur se sintió contrariado, porque deseaba que el Congreso, o, por lo menos, una comisión designada por Koch, se pronunciara en última instancia sobre esas experiencias. Mas no tardó en resignarse, y en la sesión ordinaria del día siguiente (en la que se trataba de higiene en general, escolar y veterinaria), nadie hubiera reconocido en él, por su porte sencillo, al hombre que la víspera había retado a su adversario. Terminada la lucha, Pasteur volvía a ser el hombre más modesto. Nunca criticaba lo que no había estudiado concienzudamente, pero defendía siempre con pasión y violencia los hechos de cuya verdad estaba seguro. Más cuando ésta triunfaba, no conservaba ningún resquemor por los rozamientos habidos.
La sesión del 5 de septiembre fue memorable en Ginebra.
«A Francia le correspondieron todos los honores —escribió Pasteur a su hijo—; era lo que yo deseaba.» A su regreso entregóse con ahínco al estudio de la erisipela o mal rojo de los cerdos, que causaba grandes estragos. En marzo de 1882, Thuillier había descubierto el microbio causante de esa enfermedad, aparecida en el departamento de la Vienne. Siempre dispuesto a intentar nuevas experiencias, Thuillier había recurrido, para ponerlo en evidencia, a las operaciones habituales del método de ese género de estudios: primeramente, encontrar el medio de cultivo adecuado; sembrar luego una gota de ese cultivo en otros balones, e inocular, después, el líquido de esos últimos. La muerte de los cerdos inoculados se produjo con todos los síntomas de la erisipela: por lo tanto, el microbio encontrado era el causante de la enfermedad. ¿Sería posible atenuar su virulencia y obtener la vacuna? Instado por M. Maucuer, veterinario del departamento de Vaucluse, Pasteur llegó a Bollene el 15 de noviembre, acompañado de su sobrino Adriano Loir y de Thuillier.
Al día siguiente escribió a su esposa: «No puedes imaginar el empeño de los excelentes Maucuer en sernos agradables. No me atrevo a pensar dónde duermen, pues nos han cedido sus cuartos: uno con dos camas para mis ayudantes y otro para mí. Los Maucuer son jóvenes y tienen un hijo de 8 años que estudia en el Liceo de Aviñón; han pedido para éste algunas horas de asueto para que pueda saludar a «M. Pasteur». Esta gente nos cuida tan bien, que su solicitud podría causarte envidia. Aquí hace más frío y llueve más que en París. En la chimenea de mi habitación arden algunos trozos de madera de roble verde con fuego igual al que conociste durante nuestras estadas en el Pont Gisquet.
«Me ha producido mucha satisfacción saber que la erisipela de los cerdos está lejos de extinguirse. Por todas partes se ven animales enfermos, moribundos o muertos. Este año ha sido desastroso. Ayer por la tarde trajimos un cerdo joven muy enfermo; y hoy, por la mañana inocularemos los cerdos de un señor de Ballincourt, que, después de perder los que poseía, ha comprado otros, esperando que la vacunación resulte preventiva. En fin, dispondremos del día entero para estudiar la enfermedad y tratar de prevenirla; ésta me recuerda la enfermedad de los gusanos de seda. Comparo los enfermos y muertos de las porquerizas a los gusanos atacados de pebrina en las cámaras de cría.
«No son 10.000, sino 20.000, los cerdos que han muerto; la enfermedad se ha extendido hasta la Ardeche.»
El día 17 efectuaron inoculaciones en la propiedad de M. de la Gardette, a pocos kilómetros de Bollene. Por la tarde M. Guillard, antiguo consejero de Estado, visitó a Pasteur presidiendo una delegación y le rogó que aceptara un banquete. Pasteur pidió que postergaran la demostración hasta que hubiera vencido la erisipela. Le recordaron sus servicios anteriores, pero él no quiso tenerlos en cuenta. Tenía la pujanza característica de los hombres progresistas: sólo considerar lo que queda por hacer.
Muchas experiencias se hallaban en ejecución en la porqueriza experimental que habían instalado cerca de la casa de M. Maucuer. El día 21, Pasteur escribió a su esposa una carta que, como muchas otras, parece una hoja desprendida de su cuaderno de laboratorio:
«El problema de la erisipela se plantea ahora con más claridad y estoy persuadido que será resuelto con el tiempo, tanto científica como prácticamente... Hoy: tres autopsias; duraron mucho, porque Thuillier es paciente, empeñoso y se olvida del tiempo,»
Tres días después: «Me entristece no poder anunciarte mi regreso a París. No puedo abandonar las numerosas experiencias iniciadas. Será necesario volver aquí una o varias veces. No obstante, las dificultades van allanándose paulatinamente. Tú sabes que, al presente, no basta el mero conocimiento médico de las enfermedades: hay que tratar también de prevenirlas. Es lo que intentamos hacer ahora, y vislumbro el éxito. Guarda esta esperanza para ti y nuestros hijos. Os abrazo a todos muy cariñosamente.
«P. S. — Nunca me he sentido tan bien de salud. Envíame 1.000 francos. Me quedan sólo 300 de los 1.600 que traje.»
Y por último escribió el 3 de diciembre: «A M. Dumas le remito una nota para que la lea mañana en la Academia. Si tuviera tiempo, la transcribiría para enviarla al laboratorio y a Renato.»
Esa nota decía: «Los resultados de nuestras investigaciones pueden enunciarse como sigue:
«I. — Un microbio especial provoca la erisipela del cerdo; es fácilmente cultivable fuera del organismo de los animales y, tan tenue, que puede pasar inadvertido aún en un examen cuidadoso. Parecido al del cólera de las gallinas, su forma es también la de un 8, aunque más fina que la de éste, del cual difiere esencialmente por su propiedades fisiológicas. Es innocuo para las gallinas, pero mata conejos y carneros.
«II. — Dosis casi inapreciables de virus en estado de pureza, inoculadas a cerdos, producen rápidamente la enfermedad y la muerte, con los síntomas que se observan en los casos espontáneos. Es particularmente mortífero para la raza blanca, llamada también perfeccionada, la más apreciada de los criadores.
«III. — El doctor Klein ha publicado en Londres, en 1878, un extenso trabajo sobre la erisipela del cerdo, que denomina pneumoenteritis porcina. Este autor se ha equivocado completamente respecto de la naturaleza y propiedades del parásito; lo ha confundido con un bacilo esporulado más voluminoso que la bacteridia del carbunco. Además de diferir mucho del verdadero microbio de la erisipela del cerdo, el bacilo del doctor Klein no tiene ninguna relación con la etiología de esta enfermedad.
«IV. — Después de asegurarnos que la enfermedad no tiene recidiva, conseguimos inocularla en forma benigna a animales que, posteriormente, se mostraron inmunes a la enfermedad mortal.
«V. — Aunque habría que hacer todavía algunas experiencias de comprobación, creemos que la vacunación con microbios de erisipela atenuados, será la salvaguardia de las porquerizas... »
La carta del 3 de diciembre terminaba así: «Mañana lunes podremos regresar. Adriano Loir y yo pasaremos la noche en Lion; Thuillier seguirá viaje a París sin detenerse, pues quiere llevar 10 lechones que ha comprado. Irán envueltos en paja, porque los cerdos no soportan el frío; son animalitos encantadores, con los que uno termina por encariñarse.»
Al día siguiente escribió a su hijo: «Todo ha marchado según nuestras previsiones. Thuillier y yo esperamos implantar la vacunación preventiva, que será sumamente beneficiosa para los países criadores de cerdos, donde el mal rojo causa estragos. (Esta enfermedad se llama así porque los animales presentan manchas rojas o violáceas en el período febril precursor de la muerte.) En 1879, murieron más de un millón de cerdos en los Estados Unidos. La enfermedad causó también estragos en Inglaterra y Alemania y se propagó, ese mismo año, al departamento Cótes du Nord, al Poitu y a los departamentos de la cuenca del Ródano. Ayer remití a Dumas el resumen de los resultados obtenidos, para que los comunique a la Academia en la sesión de hoy.»
Su regreso a París pareció estimular aún más su empeño; inició de inmediato nuevas experiencias sobre los virus y la rabia. Como alguien le reprochara que no cuidaba su salud, Pasteur le respondió: «Me parecería cometer un robo si pasara un día sin trabajar.» Estando dedicado por entero a sus experiencias, tuvo que contestar a la réplica del doctor Koch. El sabio alemán había modificado sus opiniones y declaraba que el descubrimiento de la atenuación de los virus, impugnado por él en 1881, era un descubrimiento de primer orden; sin embargo, aun dudaba del resultado práctico de la vacunación contra el carbunco.
Pasteur, le opuso, como argumento, el informe del veterinario Boutet, dirigido a fines de octubre a la Sociedad de Veterinaria y Agricultura de Chartres. De 79.392 carneros vacunados en un año en Eure—et—Loir, habían muerto 518, esto es, menos del 1 por ciento, a diferencia del 9 por ciento observado en los últimos 10 años. Gracias a la vacunación se habían salvado de la muerte 6.700 carneros, Vacunáronse también 4.562 animales bovinos, de los cuales, murieron 11, en contra de los 300 que morían anualmente sobre ese total, antes de emplearse la vacuna.
«Estos resultados nos parecen convincentes —había escrito M. Boutet en su informe—. Si los criadores de la Beauce supieran cuidar sus intereses, harían desaparecer en pocos años el carbunco de la región, ya que esta temible enfermedad no es espontánea y su propagación puede evitarse por medio de la vacuna.» Koch dudaba de la importancia atribuida a las lombrices en la etiología del carbunco. Pasteur le replicó.
«Está usted en error, señor, y con ello se expone al disguste de tener que cambiar de opinión.» Como Koch dudara también que las gallinas enfermaran de carbunco, Pasteur hubiera podido recordarle el risueño incidente científico provocado por Colin; mas no se detuvo en ello y, sin cuidarse de velar sus palabras, se expresó como sigue respecto del método de la atenuación de los virus: «Por violentos que sean sus ataques, señor, no impedirán el éxito de este método. Además, tengo fe en que, aplicado al hombre, ayude a combatir las enfermedades que lo acechan.» Apenas terminada la polémica, suscitóse en la Academia de Medicina un debate a propósito de un tratamiento de la fiebre tifoidea, que, por su importancia, merece historiarse aquí. El estudiante de medicina de Lion, M. Glenard, que se había alistado como voluntario en 1870, fue internado en Stettin junto con otros prisioneros franceses. El médico alemán Brand, compadecido del estado de los soldados vencidos, mostróse humanitario y abnegado con ellos. El estudiante francés fue incorporado al personal de su servicio, y en las visitas a las clínicas, vio cómo el doctor Brand trataba con éxito las fiebres tifoideas empleando el método de los baños fríos, a la temperatura de 20 grados. A su regreso en Lion, M. Glenard consiguió que el jefe de servicio en el hospital Croix Rousse —del cual era médico interno— aplicara ese método, cuyos buenos resultados conocía. Después de ensayarlo durante unos 10 años, la mayoría de los médicos de Lion se convenció de su eficacia. En un viaje a París, M. Glenard leyó en la Academia de Medicina una memoria sobre ese tratamiento de fiebre tifoidea. La Academia nombró una comisión compuesta por médicos militares y civiles y declaró iniciada la discusión.
En el debate originado se prodigaron las palabras tribuna y discurso que tanto habían sorprendido a Pasteur al ingresar en la Academia de Medicina. Los que asistían a ella con el único deseo de conocer la eficacia del nuevo tratamiento, pudieron admirar la elocuencia derrochada por los médicos en el heroico combate de las disertaciones. ¡Cuán vigorosos ataques se lanzaron entonces contra el presunto microbio de la fiebre tifoidea! «Se apunta al microbio y se mata al paciente», exclamó uno de los oradores, en medio de atronadores aplausos. Según él, era preciso oponer «una barrera infranqueable a las azarosas temeridades y substraer a los enfermos de los peligros imprevistos de esta borrasca terapéutica.» Otro orador, M. Peter, entró en campaña con tono menos vehemente: «No creo que nos amenace una invasión de parásitos, cual undécima plaga de Egipto.» Y refiriéndose a los sabios que tenían sólo un barniz de conocimientos médicos, a los iatro—químicos, como él los llamaba, agregó: «Han llegado a no ver en las fiebres tifoideas más que la fiebre tifoidea, en ésta sólo la fiebre, y en la fiebre nada más que el calor. Así tuvieron la luminosa idea de combatir el calor con el frío: Si un organismo arde, dijeron, basta arrojarle agua. ¡Verdadera doctrina de bomberos!» El doctor Vulpian, muy parecido espiritualmente a Pasteur, intervino en la discusión, y dijo que no había que desanimar con palabras desdeñosas a quienes intentaban experiencias nuevas. Sin pronunciarse sobre la eficacia del método de los baños fríos —que no había experimentado—, hizo algunas consideraciones generales sobre la enfermedad misma e indicó los medios teóricos que, a su parecer, podían conducir al tratamiento curativo, para lo cual era menester descubrir, ante todo, el agente causante de la fiebre y encontrar después la manera de destruirlo en el organismo de tíficos o contrarrestar sus efectos «mediante un remedio que actúe contra la fiebre tifoidea, como el salicilato de sodio contra el reumatismo articular agudo.» Además del escaso público que encontraba cabida en la Academia de Medicina, el gran público comenzó a interesarse en ese prolongado debate, a causa de la gran mortandad causada por la fiebre tifoidea sobre todo en el ejército, donde alcanzaba el 10 por mil. En el ejército alemán, en cambio, que empleaba el método del doctor Brand, la mortalidad era inferior al 5 por mil. En la época que el servicio militar no era obligatorio, sólo se prodigaban cuidados más o menos compasivos a los soldados enfermos de fiebre tifoidea; pero habiendo causado esta enfermedad en 10 años más bajas que la más cruenta de las batallas, se llenaban de angustia los corazones y despertaba general solicitud. La implantación del servicio militar obligatorio amenazó con convertir en desastre lo que hasta entonces se consideraba un accidente. ¿Qué ley misteriosa impone que los adelantos beneficiosos a la humanidad se consigan a costa de padecimientos, angustias y duelos? ¿Es forzosa la intervención del miedo personal para despertar la piedad humana? Sin detenerse en disquisiciones filosóficas, ajenas por otra parte a la modalidad de su espíritu, Bouley, que tanto había contribuido a difundir las nuevas teorías, manifestó en la Academia de Medicina que había llegado el momento de aportar al debate algunas ideas que la medicina tenía en estudio desde el descubrimiento de lo que podía llamarse, según él, un nuevo reino de la naturaleza; el reino de la microbiología. En su exposición explicó a grandes rasgos la función de los seres microscópicos, causantes de las enfermedades y fermentaciones.
Fundándose en los trabajos simultáneos de Pasteur y Davaine y en los de M. Chaveau, aseguró que el contagio se relacionaba siempre con la presencia de un elemento vivo.
«La doctrina microbiana ha dado maravillosos resultados —dijo—, sobre todo en la profilaxis de enfermedades virulentas. Aislar virus mortíferos, someterlos a cultivo metódico, modificar su acción en medida calculada, disminuir gradualmente su virulencia, y utilizar su poder atenuado para provocar la enfermedad bienhechora que inmuniza contra la enfermedad mortal: ¡qué fantasía! Y es M. Pasteur quien ha trocado esta fantasía en realidad...» Si bien el debate se prolongó, el asunto de la fiebre tifoidea pasó a segundo plano. En cambio, se hizo cuestión del poder patogénico de los seres microscópicos. La medicina tradicional se aprestó entonces a refutar las teorías microbianas, y M. Peter volvió a los puestos de vanguardia para combatirlas.
Mas declaró que no se refería de ningún modo a Pasteur cuando usaba la palabra iatro—químico, y, al hablar de él, empleó las expresiones probidad científica, gran doctrina y grande hombre. En la sesión siguiente dijo que era «justo reconocer que las aplicaciones más útiles, tanto en cirugía como en obstetricia, se debían a los estudios de Pasteur». Pero como sostenía que la medicina tenía que ser más independiente, volvió a sostener «que el descubrimiento de los agentes de las enfermedades virulentas no proyecta grandes luces, según se pretende, ni sobre la anatomía patológica, ni sobre la evolución o el tratamiento de las enfermedades virulentas, ni menos aún sobre su profilaxis. Son curiosidades de historia natural, interesantes a no dudarlo, pero de escaso provecho para la medicina propiamente dicha; por cuya razón no merecen el tiempo que se les dedica, ni la exagerada atención que se les presta. Después de tantas y tan laboriosas investigaciones, nada habrá cambiado en medicina, con excepción del conocimiento de algunos microbios más». Esta última frase equivalía, en otro orden de cosas, a la pronunciada por el conde de Artois en 1814: «Nada ha cambiado en Francia; sólo hay un francés más.» A pesar de tener lo necesario para su rápida difusión, esta frase no alcanzó a divulgarse, porque M. Cornil, profesor de la Facultad de Medicina, hizo notar al periódico que la repetía sin cesar, que cuando se descubrió el ácaro de la sarna, más de un partidario de la antigua teoría hubo de haber exclamado: ¡Qué me importa vuestro ácaro!, ¿acaso me enseña algo nuevo? No obstante, un médico comprendió el valor del descubrimiento y curó lo que parecía enfermedad crónica, empleando solamente cepillo y un poco de pomada, en vez de medicaciones interiores.
En su discurso, que parecía una requisitoria, M. Peter mencionó algunos fracasos habidos en las vacunaciones y algunas experiencias inexactas; pero agregó esta circunstancia atenuante: «M. Pasteur tiene la excusa de ser un químico que, llevado de su deseo de ser útil, ha querido reformar una ciencia, como la medicina, en la cual es un extraño...
«La discusión actual en esta campaña emprendida por mí, es sólo una escaramuza de vanguardia; mas la lucha se generalizará cuando lleguen los refuerzos que espero, y la victoria la decidirán, según creo, los grandes batallones, vale decir, la vieja medicina.» Bouley, sorprendido que M. Peter desconociera la noción de microbio introducida en patología, soportó valientemente la escaramuza: «¿A cuántos ascienden en 30 años —dijo abriendo un paréntesis— los trabajos a que ha dado origen el estudio histológico de la tuberculosis? Si se apilaran los libros escritos al respecto, su altura sería igual a la de la cúpula del Panteón.» Después recordó las discusiones originadas acerca de la materia tuberculosa, de la materia caseosa, etc., discusiones que duraron hasta que una noción nueva y estimulante trajo la solución de los problemas debatidos.
«Y ustedes rechazan ahora esa solución al decir: ¿qué importa eso? El doctor Koch, de Berlín, demuestra que los tuberculosos contienen bacterias, y ustedes no parecen darle importancia. Sin embargo, ese microbio es el agente virulento, y con él se explica su contagiosidad, demostrada antes por M. Villemin.» Después de refutar los argumentos de M. Peter, Bouley resumió la historia de los descubrimientos de los virus atenuados y dijo que el método de los cultivos en medios extra—orgánicos serviría para encontrar la vacuna contra los temibles flagelos del cólera y la fiebre amarilla. Terminó su discurso diciendo: «M. Peter debería hacer lo que yo: estudiar los trabajos de Pasteur. Debería empaparse en la certidumbre absoluta de sus resultados y en las admirables investigaciones que lo condujeron a descubrir los virus, después de haber descubierto los fermentos. Si tal lo hiciera, M. Peter cesaría de difamar una gran gloria de la ciencia francesa, de la que todos deberíamos enorgullecernos; y, lleno de admiración y respeto, se dejaría llevar por el entusiasmo y se inclinaría ante el químico que, sin ser médico, disipa, con la claridad de las experiencias, las densas obscuridades de la medicina.» Entre tanto Pasteur repetía sin cesar: «¡Todavía es menester más claridad!» Nada le parecía suficientemente claro ni suficientemente preciso. Evitaba encontrarse con los obstinados, comparables a aquellos que, cerrando en pleno día los postigos y cortinas de sus habitaciones, dijeran convencidos: «Bien se ve que es de noche»...
Un año antes, en marzo de 1882 (y M. Peter no omitió la mención de ese hecho), había fracasado completamente una experiencia de vacunación contra el carbunco, en la Escuela Veterinaria de Turín. Todos los carneros, los vacunados y los sin vacunar, habían muerto después de inoculársele sangre carbuncal. Pasteur se enteró el 16 de abril de este inesperado fracaso, diametralmente opuesto al éxito obtenido en las experiencias de Pouilly le Fort, y escribió al director de la Escuela Veterinaria de Turín preguntándole cuándo había muerto el carnero cuya sangre había servido para inocular el virus. El director le contestó que el animal había muerto en la mañana del 22 de marzo y que su sangre había sido inoculada al día siguiente.
«Han cometido un grave error científico —exclamó Pasteur al saber esto—; han inoculado sangre a la vez séptica y carbuncal.» Aunque el director aseguraba que la sangre había sido cuidadosamente examinada. Pasteur, basándose en sus experiencias de 1877, sostuvo ante la Sociedad Central de Veterinaria de Paris, el 8 de junio de 1882, que la Escuela de Turín había cometido el error de emplear sangre de un animal muerto 24 horas antes, esto es, sangre a la vez carbuncal y séptica. Los seis principales profesores de la Escuela de Turín protestaron conjuntamente contra semejante interpretación: «Estamos admirados —escribieron a Pasteur con irónico respeto— que su Ilustre Señoría haya podido diagnosticar con tanta seguridad, desde París, la enfermedad que causó tantas víctimas entre los animales vacunados y sin vacunar, inoculados con sangre carbuncal en nuestra Escuela el día 23 de marzo de 1882...
«Nos parece imposible que un hombre de ciencia pueda diagnosticar la septicemia en un animal que no ha visto... » Esta carta fue como circular dirigida a muchos sabios. Pero como Pasteur mantuvo sus aseveraciones, los turineses protestaron de nuevo, y atacaron repetidas veces con maestría. La querella duraba desde hacía más de un año.
El 9 de abril de 1883, Pasteur pidió a la Academia de Ciencias que actuara de juez en este incidente. Expuso cómo era interpretado, y anunció su resolución de poner término a la controversia que amenazaba empañar la verdad, según dijo. Leyó la siguiente carta dirigida a los profesores de Turín: «Señores: Puesto que discrepamos en la interpretación del fracaso completo de la experiencia de verificación realizada por ustedes el 23 de marzo de 1882, me honro en comunicarles que, si no tienen inconvenientes, iré a Turín el día que se sirvan indicarme. En mi presencia inocularán ustedes carbunco virulento en cuantos carneros deseen. Luego anotarán la hora de la muerte de cada uno, y yo demostraré que la sangre de los cadáveres, al principio carbuncal, será al día siguiente a la vez séptica y carbuncal. Así quedará establecido, con entera exactitud, que mi aserción del 8 de junio de 1882, contra la cual ustedes protestaron en dos ocasiones, no fue arbitraria, sino el enunciado de un principio científico inmutable, y, además, que yo podía diagnosticar legítimamente desde París, sin necesidad de ver el cadáver, la septicemia en el carnero cuya sangre sirvió para la experiencia.
«Diariamente se levantará un acta de los hechos, firmada por los profesores de la Escuela Veterinaria de Turín y los médicos y veterinarios que presencien las experiencias. Estas actas serán leídas en las Academias de Turín y París.» Pasteur leyó esta carta en la Academia de Ciencias solamente. Desde hacía varios meses no asistía a la Academia de Medicina, porque estaba cansado de las polémicas incesantes y estériles. Más de una vez había salido del recinto visiblemente agitado por los debates, y sin cesar repetía a los señores Chamberland y Roux, que lo esperaban al terminar las sesiones: «¿Cómo es posible que algunos médicos no comprendan el valor y alcance de nuestras experiencias? ¿Cómo no vislumbran el gran porvenir que espera a estos estudios?» Al día siguiente de esa sesión en la Academia de Ciencias, partió para Arbois, creyendo que el incidente con Turín quedaría terminado con el ofrecimiento hecho. En Arbois quería instalar un laboratorio, anexo a su casa, y allí donde su padre había trabajado manualmente, pensaba dedicarse a estudios de vastas proyecciones.
En la Academia de Medicina leyóse el 3 de abril una carta de M. Peter que anunciaba su deseo de no abandonar la campaña iniciada y que nada se perdería con esperar un poco, antes de cerrar el debate.
En la sesión siguiente, el médico M. Fauvel, si bien mostró admiración por los trabajos de Pasteur y respeto por su persona, juzgó oportuno aconsejar que no se aceptaran ciegamente las inducciones de éste y se impugnaran las hipótesis opuestas a los hechos establecidos.
A continuación, M. Peter combatió violentamente las medicaciones microbicidal que, según dijo, podían volverse homicidas. Pasteur se encolerizó cuando leyó el boletín de esa sesión, y, a pesar de su resolución de permanecer alejado de la Academia de Medicina, regresó a París, para evitar que Bouley soportara solo el peso de la polémica. Como su familia se había quedado en Arbois y sus aposentos de la Escuela Normal estaban cerrados, Pasteur se alojó en el hotel del Louvre, con uno de sus parientes. Como la consideración que se dispensa a los pasajeros suele estar en relación directa con el número de sus maletas, el portero juzgó, por la única valija de Pasteur, que a ese pasajero de modesta apariencia le cuadraría una habitación del último piso...
Al día siguiente, de madrugada, Pasteur se entregó de lleno a la tarea de redactar su respuesta. Anotaba, escribía y dictaba; pero el ímpetu de sus palabras no conseguía menoscabar el orden lógico de sus argumentos, impuesto por la rigurosa disciplina de su mente. Su memoria pletórica de datos le suministró pruebas irrefutables para cada objeción. Poco le importó que su respuesta resultara áspera y ni siquiera mencionó los pasajes en que se le rendía justicia en términos elogiosos. ¡Como si de eso se tratara! Consideraba las impugnaciones sólo por sus posibles consecuencias: el desconcierto y la desorientación en los jóvenes estudiantes de medicina. Sentíase arrebatado por su fe científica.
A las tres de la tarde fue a la Academia de Medicina. El presidente, M. Hardy, lo acogió con estas palabras: «Antes de cederle la palabra, permítame decirle que nos complacemos en verlo nuevamente entre nosotros y esperamos que no vuelva a olvidar el camino que conduce hasta aquí.» Después de precisar los temas en discusión, Pasteur invitó a M. Peter a estudiar más detenidamente las vacunaciones contra el carbunco y a confiar en el tiempo, único y soberano juez. Para evitar los juicios prematuros, ¿no servían de ejemplo las violentas hostilidades despertadas por la vacuna de Jenner, en los primeros años de su aplicación? Ninguno de los médicos allí presentes había olvidado las diatribas, calumnias y vituperios lanzados entonces contra la vacuna. Pero Jenner siguió acumulando confiadamente los resultados que obtenía, y ésa fue su respuesta a los prejuicios del vulgo y a los sofismas de sabios y filósofos.
Luego combatió la idea errónea que las distintas ciencias debían limitarse a temas muy estrechos: «Las ciencias mejoran —dijo cuando se ayudan mutuamente; cada punto de contacto entre ellas implica un progreso...Mas en el momento que se notan los progresos producidos por el acercamiento de dos ciencias afines, los espíritus retrógrados e inconscientes exigen que la ciencia de su especialidad se mantenga libre de cualquier intromisión. Cuando ellos afirman, como afirma M. Peter, que sólo desean progresar, es precisamente cuando más se oponen al movimiento progresista que los arrastra.
«M. Peter ha preguntado: ¿qué puede hacer en medicina un físico, un químico o un fisiólogo? «Al oírlo hablar con tanto desdén de los químicos y de los fisiólogos que se ocupan en las enfermedades, podría creerse, en verdad, que habla en nombre de una ciencia cuyos principios se afirman en la roca. Pero ¿es que M. Peter no tiene suficientes pruebas del atraso en que se halla la terapéutica? Desde hace seis meses se discute en esta asamblea, compuesta por médicos eminentísimos, la conveniencia del tratamiento de la fiebre tifoidea, y aún no se sabe si conviene tratarla con lociones frías, quinina, alcohol, ácido salicílico o no tratarla.
«Y precisamente en el momento que el problema de la etiología de esta enfermedad estaba por dilucidarse con ayuda de la microbiología, M. Peter profiere esta blasfemia médica: ¡Y bien! ¿Qué me importan vuestros microbios? ¡Será un microbio más!» Sorprendido que se empleara la ironía para combatir los nuevos estudios, «denunciaba —dijo, aun a riesgo de faltar a la mesura— la «ligereza» con que un profesor de la Facultad de Medicina hablaba de las vacunaciones con virus atenuados». Una frase, sin embargo, hubiera podido impedir cualquier rozamiento personal: la que pronunció en el círculo de su familia y que repitió esa tarde en la Academia de Medicina: «Nunca hubiera hallado consuelo si el gran descubrimiento de la atenuación de los virus no hubiese sido un descubrimiento francés.» Volvió a Arbois por pocos días, y a su regreso en París, inició nuevas investigaciones. Poco después, recibió una extensa carta de los profesores de la Escuela Veterinaria de Turín, en la que éstos, en vez de invitarlo, le relataban sus experiencias, le formulaban un cuestionario, y, sin dejar de mostrarse ofendidos y algo irónicos, elogiaban una potente vacuna italiana contra el carbunco que, cuando no mataba, era perfectamente preventiva.
«No pueden —dijo Pasteur— eludir el dilema en que los coloco: o conocían mis notas de 1877, en que explicaba las dificultades encontradas por Davaine, Jaillard, Leplat y Pablo Bert, o las ignoraban. Si las ignoraban el 23 de marzo de 1882, no son culpables de haber actuado como lo han hecho, aunque debieron confesarlo lisa y llanamente. Más si las conocían ¿por qué inocularon sangre de un carnero muerto 24 horas antes? Dicen que la sangre no era séptica; pero ¿cómo lo saben si no hicieron nada para comprobarlo? Para ello hubieran tenido que inyectar esa sangre a conejillos de Indias y comparar luego los cultivos hechos en el vacío con los efectuados al aire. ¿Por qué no quieren que vaya a Turín? ¿No es natural que se reúnan los hombres cuya única pasión es la búsqueda de la verdad?» Esperando que obligaría a sus adversarios a aceptar una entrevista en Turín, les escribió la siguiente carta: «París, 9 de mayo de 1883...Señores: Su carta del 30 de abril me ha sorprendido mucho, por cuanto sólo se trataba de contestar sí ustedes aceptaban que yo fuera a Turín a demostrarles que la sangre de los carneros que, mueren de carbunco es exclusivamente carbuncal en las primeras horas después de la muerte, y a la vez séptica y carbuncal, al día siguiente, y, en consecuencia, que ustedes cometieron un grave error científico el 23 de marzo de 1882, cuando inocularon sangre de un carnero muerto 24 horas antes, creyendo que era únicamente carbuncal.
«En vez de contestarme categóricamente: venga a Turín, o no venga a Turín, me envían ustedes una carta de 16 páginas, y me piden que les explique, por escrito, todo lo que pensaba demostrarles personalmente.
«¿Con qué objeto? ¿No sería preparar el terreno para interminables discusiones? Me puse a disposición de ustedes, porque pensé que la controversia por escrito sería inconducente. Ahora bien, sí insistimos en mantenerla así, podemos, estar seguros que tampoco conducirá a nada.
«Ruégoles nuevamente que tengan a bien informarme si aceptan mi proposición del 9 de abril de ir a Turín para demostrarles la verdad de mis aseveraciones.
«P. S. — Para no complicar la controversia, paso por alto los asertos y citas erróneas de su carta.» Mientras Roux, encargado de los preparativos del viaje, repetía las experiencias en el laboratorio, los turineses leían la desagradable cartita anterior. Poco después, publicaron un folleto titulado: Del dogmatismo científico del ilustre profesor Pasteur, con el cual dieron por terminado el incidente.
Estas peripecias interesaban a los hombres de ciencia y los estudiosos que gustaban conocer el origen y desarrollo de las doctrinas científicas, los obstáculos con que tropiezan, los apoyos que encuentran, las pasiones que encienden, los intereses que lesionan y los entusiasmos que suscitan. ¿Son verdaderamente fructíferas las discusiones constantemente renovadas, o sólo representan lamentable pérdida de tiempo? Muchas polémicas resultan fecundas, porque promueven la búsqueda de hechos que traen aparejados pruebas decisivas. En cuanto a las controversias de Pasteur, puede decirse que afianzaron sus conquistas científicas, con lo cual sus discípulos y sucesores encontraron allanadas las dificultades de mayor importancia.
Mientras las palabras furia microbiana, fanatismo por los microbios y fetichismo resonaban bajo las bóvedas, del pequeño templo académico, los ganaderos cobraban mayor confianza en la vacunación preventiva del carbunco, «Cuando veo a la ciencia hacer tales conquistas —exclamó Bouley en la Academia de Medicina— me inclino admirado y respetuoso ante el hombre a quien la ciencia tanto debe. Y sí esto es fetichismo o idolatría, no temo confesar que soy idólatra».
Después de prodigar vanamente sus esfuerzos y agotar todos los recursos, los veterinarios, que habían luchado infructuosamente contra el carbunco en las comarcas donde era endémico, reconocieron su derrota, y publicaron estadísticas probatorias y cartas desbordantes de gratitud. Muchos anunciaron que pronto dejaría de hablarse de campos malditos, tierras apestadas y montañosas peligrosas.
Centenares de miles de carneros —exactamente 613.740— y 83.946 animales bovinos fueron vacunados en el año 1882. El departamento de Cantal, cuyas pérdidas anuales alcanzaban a 3.000.000 de francos, decidió, en junio de 1883, tributar homenaje a Pasteur, con ocasión de celebrarse una exposición agrícola. Por parecer insuficiente el objeto de arte que se obsequiaba habitualmente en los concursos regionales, se resolvió entregarle una copa de bronce plateado, en cuyo pie se destacaba un grupo de animales y un instrumento de reducidas dimensiones, elevado por primera vez a la dignidad del arte: la jeringuilla utilizada en las inoculaciones.
Tras reiteradas instancias, Pasteur accedió a recibir personalmente el obsequio de esa comarca cuya fortuna había asegurado, y fue a Aurillac acompañado de su familia. El alcalde, presidiendo el Concejo municipal, lo saludó con estas palabras: «No esperéis encontrar en nuestra pequeña ciudad la brillante población de las grandes metrópolis; no obstante, hallaréis aquí inteligencias que comprenden cuán humanitaria es la misión científica que habéis abrazado tan generosamente, y corazones agradecidos que no os olvidarán. Desde hace mucho tiempo, nosotros pronunciamos respetuosamente vuestro nombre».
Pasteur visitó detenidamente la exposición regional, y no se comportó como ciertos personajes ofíciales, que escuchan con aire solemne las explicaciones que les da un cortejo de funcionarios. Interrogó a los expositores y, prescindiendo de las fórmulas triviales de cortesía, trató de obtener datos prácticos. Nada carecía de importancia para él. Las costumbres de cada comarca y las rutinas en el trabajo despertaban su interés hasta por los detalles más insignificantes.
«No hay que descuidar nada —decía—; pues las informaciones de los hombres conocedores de su oficio, por incultos que sean, suelen ser a menudo sumamente provechosas».
Examinó los productos y las máquinas agrícolas, y luego dejó la exposición. Un campesino, al verlo cruzar una de las calles de Aurillac, detúvose bruscamente y quitándose el gran sombrero, gritó «¡Viva Pasteur!»; luego, acercándose para estrecharle la mano, le dijo: «Usted ha salvado mis animales».
Los médicos de la ciudad quisieron agasajar, a su vez, a quien prestaba tan grandes servicios a la medicina, a pesar de no ser médico. En número de 32 se reunieron para brindar por su salud, y el doctor Fleys, médico en jefe del hospicio, le dirigió este brindis: «Habéis señalado los derroteros que habrán de seguir sin dificultad vuestros contemporáneos y vuestros sucesores. De vuestras premisas resultarán nuevos descubrimientos. Lo que la mecánica celeste debe a Newton, la química a Lavoisier, la geología a Cuvier, la anatomía general a Bichat, la fisiología a Claudio Bernard; lo deberán la patología y la higiene a Pasteur...Queridos colegas, ¡bebamos por la gloria del ilustre Pasteur, precursor de la medicina del futuro y bienhechor de la humanidad!».
Este título glorioso quedaría ligado para siempre a su nombre y a la mención de sus trabajos, descubrimientos y descubrimientos de sus discípulos. Los mejores jueces entre sus partidarios eran los sabios que, por haber dedicado la vida a la ciencia pura, sabían valorar su obra realizada en 35 años con penetración sólo comparable a su perseverancia en el esfuerzo. Seguían luego los industriales, los criadores de gusanos de seda, los sericicultores y los ganaderos, a quienes había asegurado el bienestar con la cesión desinteresada de sus procedimientos. En fin, todos los franceses hubieran debido repetir las palabras pronunciadas por el gran fisiólogo inglés Huxley en una conferencia pública en la Sociedad Real de Londres; «Los beneficios resultantes de los descubrimientos de Pasteur hubieran bastado para cubrir el tributo de guerra de 5.000 millones de francos, que Francia pagó a Alemania en 1870».
Al valor intrínseco de sus investigaciones se agregaba el valor inapreciable de las vidas humanas salvadas por él. Antes de aplicarse el método antiséptico en las operaciones quirúrgicas, la mortalidad era del 50 por ciento; después de su aplicación, se redujo al 5 por ciento. En las maternidades, donde morían 200 parturientas de cada 1000, la mortalidad se redujo a 3 por mil, y pronto descendió a menos de 1 por mil. Como consecuencia de los principios establecidos por él, la higiene llegó a ser una preocupación de los poderes públicos. Así Pasteur vióse rodeado de creciente gratitud; su patria sentíase orgullosa de él y lo consideraba uno de sus mejores hijos. Por la potencia de su cerebro y la ternura de su corazón, la gloria de Francia parecía haber adquirido un esplendor de bondad.
El ministerio francés propuso que se aumentara a 25.000 francos la pensión de 12.000 acordada anteriormente como recompensa nacional; a su muerte, esa pensión recaería, primero en la viuda y. después, en los hijos. Nombróse una comisión, y ésta designó a Pablo Bert miembro informante.
Durante las reuniones de la comisión, Benjamín Raspail, uno de sus miembros, exaltó repetidas veces la teoría parasitaria expuesta por su padre en 1843, y, en su alegato filial, llegó hasta tachar de plagiario a Pasteur. Sin dejar de reconocer que F. V. Raspail había atribuido una función parasitaria a los seres microscópicos, Pablo Bert aclaró la verdad de los hechos. Recordó que la tentativa de aquél de explicar el origen parasitario de las enfermedades epidémicas y contagiosas, no había sido aceptada unánimemente por los hombres de ciencia.
«Sin duda —escribió en el informe— el origen parasitario de la sarna quedó definitivamente establecido gracias a los esfuerzos de Raspail. Pero en esa época se desconfiaba de las generalizaciones que excedían en mucho a los hechos en que se basaban. Parecía excesivo, en efecto, inferir de la existencia del ácaro de la sarna —visible a simple vista o con lupa de poco aumento— la existencia de parásitos microscópicos en los humores virulentos. Además, no se había realizado ninguna observación directa: Es evidente —para citar un ejemplo— que F. V. Raspail no había visto el animálculo de la rabia, pues aseguraba que era un insecto ácaro o helminto, grande o pequeño. Estas hipótesis (que mencionamos ahora, porque se ha hablado mucho de ellas en las reuniones de la comisión) no fueron sino previsiones intuitivas, según la feliz expresión de uno de nuestros colegas, discípulo de F. V. Raspail».
Hubiera sido interesante que algún diputado afecto a la filosofía hubiese reseñado, en el margen del informe de Pablo Bert, el conjunto de hipótesis, errores, intuiciones y desvaríos que precedieron a los trabajos de Pasteur. Hubiera podido mencionar al anatomista alemán Hemle que, poco tiempo antes, había supuesto que el origen de las enfermedades se relacionaba con algún ser vivo; y al médico francés de la aldea de Arcachon, Juan Hameau, que, con asombrosa sagacidad y por medio de la comparación y del análisis, había llegado, en 1836, a la conclusión que los virus eran originados por gérmenes. La historia de la medicina, al igual que la historia del espíritu humano, no es más que la descripción de los ensayos realizados, tanto por espíritus rectos, lógicos, sensatos y dotados del precioso don de la analogía, como por espíritus vacilantes, sistematizados e imprecisos. Cierta vez, M. Duclaux hizo notar que Columelle, Varron, Paracelso, Frascator y Linneo, habían vislumbrado la relación entre las enfermedades y los fenómenos de fermentación: «Pero esas brillantes luces multicolores —dijo— no pueden considerarse como la aurora de nuestras ideas actuales». Pasteur, a su vez, al hablar de las hipótesis en general, habíase expresado así: «En nuestros trabajos de laboratorio empleamos las hipótesis desordenadamente; ellas nos sirven para proyectar experiencias y nos incitan a investigar, pero nada más». Para él, la verificación experimental de las hipótesis era lo único valedero.
Además de las palabras de Huxley, Pablo Bert citaba en el informe las pronunciadas por el gran orador Pitt en la Cámara de los Comunes, cuando propuso que se otorgara por segunda vez a Jenner, el descubridor de la vacuna antivariólica, una recompensa nacional, de 20.000 libras esterlinas: «Aprobadla, señores, pues vuestra gratitud nunca podrá recompensar el servicio prestado». Pablo Bert agregaba que, después de haberse sancionado la primera recompensa nacional de 10.000 libras esterlinas, «nuevos descubrimientos, maravillosos en su carácter teórico e importantísimos en su carácter práctico, habían llenado de admiración y asombro al mundo científico». Al recapitular los trabajos de Pasteur, escribió: «Sus trabajos pueden agruparse en torno a tres grandes descubrimientos: «El primero puede formularse así: Toda fermentación es consecuencia del desarrollo de un microbio especial.
«El segundo: Toda enfermedad infecciosa (o por lo menos, todas las estudiadas por Pasteur y sus discípulos) es provocada por el desarrollo, en el organismo, de un microbio específico.
«El tercero: Los microbios de las enfermedades infecciosas, cultivados en ciertas condiciones, pierden su actividad nociva y pueden ser transformados en vacunas.
«Las consecuencias prácticas derivadas del primer descubrimiento han servido a M. Pasteur para enunciar las reglas de la fabricación del vinagre y de la cerveza, y prescribir la manera de preservar la cerveza y el vino de las fermentaciones secundarias que los vuelven amargos, agrios, grasosos y turbios, impidiendo su transporte y, a menudo, su almacenamiento.
«Las consecuencias prácticas derivadas del segundo descubrimiento han servido a M. Pasteur para prescribir el modo de evitar las contaminaciones carbuncales de los rebaños y las enfermedades de los gusanos de seda. Además, guiados los cirujanos por este descubrimiento, han hecho desaparecer casi por completo las erisipelas y las infecciones purulentas que causaban la muerte de tantos operados.
«Las consecuencias prácticas derivadas del tercer descubrimiento han servido a M. Pasteur para establecer la vacunación contra el carbunco, enfermedad que, en Francia, ocasiona pérdidas anuales de veinte millones de francos. Dentro de poco se inmunizarán los cerdos contra la erisipela y las aves de corral contra el cólera; enfermedades éstas que también causan estragos. Todo induce a creer, por lo demás, que igualmente la rabia será vencida».
Al ser felicitado por su informe, Pablo Bert respondió: «¡Cuán buena y saludable es la admiración!». ¿No es ella, acaso, lo que más ennoblece, consuela y fortalece en la vida? La Cámara votó la ley y el Senado la sancionó por unanimidad. Pasteur, que acababa de ir al Jura, se enteró por los periódicos del resultado de la primera votación; y el 14 de julio partía para Dôle, con el propósito de asistir a una doble ceremonia en su ciudad natal.
Habíase elegido el día de la fiesta nacional para inaugurar en Dôle una estatua de la Paz y colocar una placa conmemorativa en la casa natal de Pasteur. El cortejo oficial rodeó a éste y se dirigió a pie hasta el emplazamiento de la estatua, acompañado por las aclamaciones de la población. Retirada la envoltura, la imagen de la Paz apareció, digna y serena, corporizando la confianza de la humanidad en el derecho. El prefecto del Jura dijo entonces: «He aquí la Paz, inspiradora del genio y de las grandes obras». Terminada la ceremonia, el cortejo se dirigió a la estrecha calle de los Curtidores. Pasteur, que no había vuelto a su casa natal desde la más tierna infancia, sintió intensa emoción al hallarse ante la humilde curtiduría donde habían vivido sus padres.
El alcalde leyó los términos del acta del Concejo municipal: «M. Pasteur es un bienhechor de la humanidad y uno de los grandes hombres de Francia. Para los habitantes de Dôle y, en especial, para aquellos que han surgido del pueblo como él, M. Pasteur será ejemplo que infundirá siempre profundo respeto. Por eso es nuestro deber perpetuar su nombre en esta ciudad».
El director de Bellas Artes, M. Kaempfen, representante del gobierno en esa ceremonia, pronunció estas sencillas palabras: «En representación del gobierno de la República, me inclino ante la placa que recuerda que el 27 de diciembre de 1822 nació en esta casita de esta calleja uno de los más grandes sabios de nuestro siglo, con cuyos admirables trabajos consiguió acrecentar la gloria de su patria y merecer la gratitud del género humano».
Visiblemente emocionado, Pasteur contestó: «Señores: Estoy hondamente conmovido por el homenaje de la ciudad de Dôle. Pero permitidme deciros que, aun cuando me siento agradecido, me resisto a aceptar tan excesiva muestra de admiración. Os anticipáis demasiado al juicio de la posteridad, rindiéndome homenaje que sólo se rinde a los muertos ilustres.
«¿Ratificará la posteridad vuestra decisión? ¿No debió el señor alcalde prevenir prudentemente al Concejo municipal que no tomara resolución tan prematura? «Después de protestar por las brillantes aunque inmerecidas exteriorizaciones de admiración, dejad que os diga que este homenaje me conmueve hasta lo más hondo del alma. Vuestra bondad ha reunido en esta placa conmemorativa dos cosas que constituyen la pasión y el encanto de mi vida: el amor a la ciencia y el culto al hogar paterno.
«¡ Oh, padres míos, seres queridos que vivisteis tan modestamente en esta casita, a vosotros debo cuanto soy! Valerosa madre mía, tú me trasmitiste tu propio entusiasmo, y si yo asocié siempre la grandeza de la ciencia a la grandeza de la patria, fue por influjo de los sentimientos que me inculcaste. Querido padre mío, tu vida fue tan penosa como tu oficio; tú me enseñaste a comprender cuán valiosa es la tenacidad en el trabajo cotidiano. Tuviste la perseverancia que hace útiles a los seres humanos, y admiraste los grandes hombres y las grandes obras. Tú me enseñaste a mirar hacia lo alto, a estudiar sin tregua y a procurar mejorarme. Al evocarte, te veo como si estuvieras leyendo después de la jornada de trabajo el relato guerrero de alguno de los libros de historia que te recordaban la gloriosa época de que fuiste testigo. Tú me enseñaste a leer para que conociera la grandeza de Francia.
«Benditos seáis, padres míos, por haber sido lo que fuisteis, y dejad que os dedique el homenaje que hoy se rinde ante esta casa.
«Señores: os agradezco haberme ofrecido la oportunidad de expresar públicamente lo que pienso desde hace 60 años. Os agradezco este agasajo y vuestro recibimiento, y agradezco también a la ciudad de. Dôle que haya conservado así mi recuerdo, por fidelidad a la memoria de sus hijos».
A propósito de estas palabras, Bouley le escribió: «Nada tan delicado como los sentimientos de un alma bien templada, que atribuye a la influencia de sus padres el brillo de su nombre. Todos sus amigos encuentran su actitud digna de usted, y aquellos que le juzgaban erróneamente (por la aspereza de algunas de sus discusiones, académicas, en que su amor a la ciencia pudo más que la benevolencia) conocerán otro aspecto de su personalidad».
Después de tantos homenajes, el último de los cuales había sido el más delicado, parecía, en verdad, que Pasteur hubiese alcanzado el pináculo de la gloria. Mas ¿qué deseaba todavía que no estaba satisfecho? ¿Era acaso ilimitada su ambición, a pesar de la modestia que le atraía tantas simpatías? Pasteur deseaba aún dos grandes cosas: llevar a buen término sus estudios sobre la rabia y hacer de sus discípulos verdaderos misioneros que continuaran su obra y difundieran por el mundo las doctrinas y métodos nuevos, pues creía que la misión de la ciencia es poner en práctica el precepto más sublime: ¡Id y enseñad a todas las naciones! En junio de ese año registráronse algunos casos de cólera en Damieta, ciudad del bajo Egipto. Los ingleses allí residentes se opusieron a la implantación de la cuarentena, pues, según ellos, la enfermedad era endémica en esas regiones. Como tenían mayoría en el Consejo Sanitario de Alejandría, no fue posible adoptar ninguna medida sanitaria. El cólera se extendió. El 14 de julio se declaró en la ciudad de El Cairo, y desde ese día hasta el 22, murieron 500 personas diariamente. Poco después, la epidemia se propagó a Alejandría.
Antes de dirigirse a Arbois, Pasteur sugirió al Comité Consultivo de Higiene Pública la conveniencia de enviar una misión francesa a Alejandría: «Desde la última epidemia de 1865 —escribió— la ciencia ha progresado mucho con respecto a las enfermedades transmisibles, y los biólogos saben, tras profundos estudios, que estas enfermedades son producidas por seres microscópicos cuyo desarrollo en el cuerpo de los animales y del hombre causa a veces la muerte. La gravedad de las enfermedades depende directamente de las propiedades fisiológicas de los microbios.
«Para corresponder a las preocupaciones de la ciencia debería averiguarse cuál es la causa del cólera. Nuestros conocimientos actuales exigen que se busque en la sangre o en los órganos de los enfermos el microorganismo de esa enfermedad, a fin de explicar verosímilmente sus particularidades y los caracteres de su propagación. Confirmada la existencia del microbio, sería posible tomar rápidamente medidas para evitar la propagación del mal y ensayarse quizá algunos métodos terapéuticos nuevos».
El Comité de Higiene aprobó el proyecto y pidió a Pasteur que designara algunos jóvenes que aunaran a sus conocimientos científicos mucho espíritu de sacrificio. Para satisfacer este pedido, Pasteur no necesitaba sino mirar en torno suyo. Roux se ofreció inmediatamente; lo mismo hicieron M. Straus, profesor agregado a la Facultad de Medicina, y M. Nocard, profesor de la Escuela Veterinaria de Alfort, que tenía autorización para trabajar en el laboratorio de la Escuela Normal. Thuillier manifestó que necesitaba 24 horas para decidirse; pensaba en sus padres, en los grandes sacrificios para educarlo, y en la gran alegría que les deparaba cuando pasaba con ellos las vacaciones en Amiens. No obstante, el concepto del deber pudo más que sus sentimientos. Antes de partir para Amiens a despedirse de su familia, arregló sus notas y proyectos de trabajo. Una vez allí, comunicó su propósito a su padre, pero no a su madre. Mas, al leer en los periódicos que una misión francesa iría a Egipto a estudiar el cólera, su hermana mayor, que lo quería entrañablemente, le dijo de pronto: «Dime, Luis, ¿verdad que tú no irás al Egipto? ¡Júramelo!».
«Nunca se debe jurar», respondióle Thuillier con calma, y agregó que si tuviera necesidad de salir de Francia, sería para ir a Rusia a vacunar animales contra el carbunco, así como había ido a Budapest en 1881 y, posteriormente a Alemania. Abrazó a sus padres sin mostrar la menor emoción, y al llegar a Marsella, les escribió revelándoles la verdad.
Algunas dificultades administrativas retardaron la partida de la misión, pero, finalmente, ésta llegó a Egipto el 15 de agosto. El doctor Koch había llegado ya con el propósito de estudiar el cólera. La mortandad en Alejandría era de 40 a 50 personas por día. El doctor Ardouin, médico en jefe del hospital europeo, puso su servicio a disposición de la misión francesa, que, en algunos casos, pudo hacer autopsias inmediatamente después de la muerte y antes de iniciarse la putrefacción: hecho de capital importancia, no sólo para el estudio del microorganismo patógeno, sino para el conocimiento anátomo—patológico de la enfermedad. En las deyecciones características de los coléricos y en el contenido de sus intestinos encontraron gran variedad de microorganismos; mas ¿cuál de ellos causaba la enfermedad? Las tentativas más variadas para cultivarlos resultaron infructuosas, y un mismo resultado negativo obtuvieron con las inoculaciones efectuadas en perros, gatos, monos, palomas, conejillos de Indias y conejos, a los cuales les hicieron ingerir, también, excrementos y sangre de coléricos. Tampoco produjeron efecto las inyecciones intravenosas y subcutáneas. Habían estudiado ya 24 cadáveres, cuando de pronto cesó la epidemia. No obstante, la misión francesa no quiso regresar hasta no estar segura de la desaparición del mal. Entre tanto, se dedicó a estudiar la peste bovina. Más, de pronto, un telegrama de Roux anunció a Pasteur que Thuillier acababa de morir del cólera.
«En este momento me llega la noticia de una gran desgracia —escribió Pasteur a J. B. Dumas el 19 de septiembre—. M. Thuillier ha muerto de cólera fulminante en Alejandría. Acabo de telegrafiar al alcalde de Amiens, rogándole que comunique a la familia de Thuillier la desgracia acaecida.
«La ciencia pierde con él uno de sus representantes más valerosos y de más brillante porvenir; yo pierdo un discípulo muy querido, y mi laboratorio un eficacísimo sostén.
«No me consolaré de esta muerte, sino pensando en nuestra querida patria y en lo que él ha hecho por ella».
Thuillier tenía sólo 26 años. ¿Qué había sucedido? ¿Había desatendido, acaso, las prescripciones que Pasteur le había dado por escrito antes de partir la misión, prescripciones que parecían exageradas por lo minuciosas? Pasteur pasó ese día silencioso, consternado. El jefe del laboratorio, M. Chamberland, adivinando el dolor de su maestro, fue a Arbois, y tuvo con él una triste entrevista. Mas Pasteur no tardó en volver a su silencio. De pronto, sobreponiéndose al dolor inmediato, hizo en voz baja una reflexión, con la que expresó, como sabio, el deseo que esa muerte no fuera vana para la humanidad: «¡Con tal que hayan pensado en extraerle algunas gotas de sangre!».
Pocos días después, recibió una carta de Roux con detalles de la desgracia acaecida: «Alejandría, 21 de septiembre. Señor y querido maestro: Como acabo de enterarme que un barco italiano está por zarpar, me apresuro a escribirle unas líneas, sin esperar el correo de Francia.
«Ya lo he enterado, por telégrafo, de la espantosa desgracia que cayó sobre nosotros como un rayo.
«El viernes 14, Thuillier y Nocard fueron a Tantah a presenciar algunas autopsias de animales muertos de fiebre bovina, y regresaron al día siguiente. El lunes 17 fueron al lazareto de los animales y al matadero, a recoger sangre bovina. Ese día, Thuillier se mostró jovial y tomó un baño de mar; por la tarde, dimos un paseo en coche. Comió con buen apetito, se acostó a las diez y medía aproximadamente y no tardó en quedar dormido. A las tres de la mañana se levantó, fue al guardarropa y entró después en nuestra habitación, diciendo en alta voz: Roux, me siento muy mal». Cayó al suelo, Straus y yo lo llevamos a la cama. Tenía el rostro pálido y sudoroso, y las manos frías, como las del que padece un síncope. Al principio creímos que se trataba de indigestión. Repúsose rápidamente, y quedó dormido después de tomar un poco de solución opiada.
«Me acosté en un canapé, en su cuarto. A las 5 de la mañana tuvo deposición diarreica abundante, y vomitó la comida de la víspera, sin digerir. Aliviado, tomó otro poco de solución opiada y volvió a dormirse. A las 7 me pareció que empeoraba: quejábase de frío y tuvo otra deposición. Straus y yo tuvimos que sostenerlo: el síncope era inminente. Luego, los acontecimientos se precipitaron y, a pesar de haberle administrado la medicación más enérgica, su estado era desesperante a las 8 de la mañana. Calambres de los músculos de las piernas, muslos y diafragma; alteración del rostro; deposiciones involuntarias; nada faltó al cuadro clínico del cólera más espantoso.
«A las 7 le dimos fricciones. Todos los médicos franceses e italianos estaban presentes. Administrósele champaña helada e inyecciones de éter. Todo se ensayó con el ansia de luchar empeñosamente contra la muerte. La respiración era fatigosa; pero gracias a las fricciones, la temperatura no descendió. A mediodía mejoró un poco; podía percibirse el pulso en el antebrazo. A las 2 de la tarde, la respiración se hizo aún más fatigosa y el pulso dejó de percibirse; tuvo deposiciones involuntarias. La respiración y la circulación se mantuvieron merced al champaña y a las inyecciones de éter; su fisonomía mostraba gran extenuación, aunque no era marcadamente la de un colérico.
«Gracias a nuestros esfuerzos conseguimos prolongar su vida hasta el miércoles 19 a las 7 de la mañana. Mas la asfixia, que duraba desde hacía 24 horas, venció al fin.
«Por el dolor que usted habrá sentido, podrá comprender el nuestro.
«La colonia francesa y el cuerpo médico están consternados. A nuestro pobre Thuillier le tributaron los mayores honores. Acompañado por el cortejo más imponente que se recuerda en Alejandría desde hace mucho tiempo, fue enterrado el miércoles a las 4 de la tarde. Con nobleza y sencillez emocionantes, la misión alemana le rindió un conmovedor homenaje.
«Apenas se difundió la noticia en la ciudad, acudió el doctor Koch y sus colaboradores, quienes tuvieron sentidas palabras para la memoria de nuestro querido muerto. Al ser retirado, ellos mismos sujetaron dos coronas sobre el féretro: «Son modestas —dijo Koch—, pero son de laurel, como las que se dan a los héroes».
«El señor Koch sostuvo una punta de la mortaja. El cuerpo de nuestro camarada fue embalsamado y ahora yace en hermético ataúd de cinc. Hemos cumplido las formalidades pertinentes para que sus restos puedan ser trasladados a Francia, al terminar el plazo de un año impuesto por los reglamentos de Egipto.
«La colonia francesa proyecta erigir un monumento a la memoria de Luis Thuillier.
«Señor y querido maestro: ¡cuántas cosas quedan todavía por contarle! El relato de estos tristes acontecimientos, tan rápidamente acaecidos, llenaría muchas páginas. Todo resulta inexplicable en esta desgracia. Hacía 15 días que no veíamos un colérico; y ya habíamos empezado a ocuparnos en la peste bovina.
«Thuillier, con su irreprochable meticulosidad, era, de todos nosotros, el que más precauciones tomaba.
«Por este correo enviamos nuestras condolencias a su familia.
«Lo avanzado de la hora me obliga a terminar la carta.
«Crea usted en nuestro respetuoso afecto».
La colonia francesa de Alejandría, que recibió de los italianos y de todos los extranjeros pruebas de profunda condolencia, quiso perpetuar el recuerdo de Thuillier. El 15 de octubre, Pasteur respondió como sigue al médico francés que le había comunicado este proyecto: «Me conmueve hondamente la resolución de la generosa colonia francesa de Alejandría de erigir un monumento a la memoria de L. Thuillier. Este querido y valiente joven merece todos los honores. Nadie conoce mejor que yo, lo mucho que la ciencia pierde con su lamentable muerte. No puedo consolarme, y desde ya pienso en el punzante dolor que me aguarda cuando, dentro de poco, note el vacío que ha dejado en mi laboratorio».
A su regreso en París, Pasteur hizo en su nombre y en el de Thuillier una comunicación a la Academia de Ciencias, sobre la vacunación contra la erisipela de los cerdos; esta comunicación empezaba así: «Thuillier ingresó en mi laboratorio después de obtener en la Escuela Normal el primer puesto en el concurso de agregación de ciencias físicas.
«Callado y meditativo por naturaleza, su varonil energía impresionaba a todos. Trabajador infatigable, estaba siempre dispuesto a cualquier sacrificio».
Algunos días antes, M. Straus había hecho en la Sociedad de Biología una exposición sumaria de los estudios sobre el cólera realizados por la misión francesa: «Aunque los resultados obtenidos en esos dos largos meses de estudios —dijo— distan mucho de revelar la etiología del cólera, quizá no sea completamente inútiles para la orientación de futuras investigaciones».
El doctor Koch descubrió posteriormente el bacilo del cólera, después de haber creído que lo había encontrado durante su estada en Egipto.
A principios del siglo XIX la gloria se buscaba solamente en los campos de batalla; pero luego pudo hallársela en los laboratorios, esos «templos del futuro», según la expresión de Pasteur. Intensa actividad desplegábase en investigaciones tendientes a combatir los males causados por los microorganismos, cuyo poder iba conociéndose de más en más. De todas partes, Pasteur recibía cartas, llamados y consultas. Muchos le creían médico: «Pasteur no cura los individuos, pero se esfuerza por curar el género humano», respondió cierta vez Edmundo About a un extranjero que incurría en ese error.
Uno de sus condiscípulos, Emilio Verdet, espíritu maravillosamente dotado e insaciable de conocimientos, había dicho a José Bertrand en 1847: «Pasteur no conoce los límites de la ciencia: temo que sus esfuerzos resulten estériles: le gustan los problemas insolubles». En el curso de 35 años, este juicio erróneo recibió numerosos mentís, lo cual no obstó para que algunos escépticos lo formularan nuevamente a propósito del estudio de la rabia.
Pasteur se esforzaba por resolver el problema dimanado de la dificultad de descubrir, o de aislar, el microbio de la rabia, pues podría aprovechar «la larga duración del período de incubación de la enfermedad para provocar, antes de aparecer los primeros síntomas rábielos, la inmunidad de los sujetos mordidos». Sabía cuán largo era el camino a recorrer, pero tenía invencible esperanza en alcanzar la meta: «Eso sería terminar bien», decía.
Hasta principios de 1884, J. B. Dumas se complugo en escuchar las comunicaciones de Pasteur en la Academia de Ciencias. Enfermo y octogenario, escribió a éste por última vez, el 26 de enero, para darle su opinión sobre el libro titulado: Historia de un sabio escrita por un ignorante, que resumía los principales descubrimientos de Pasteur.
«Querido colega y amigo: He leído con profunda y sincera emoción el amistoso aunque verídico relato de su vida científica. Testigo asiduo y admirador imparcial de sus éxitos científicos, de la fecundidad de su genio y la seguridad de su método, considero sumamente provechoso que se haya puesto al alcance de la juventud el resumen exacto y completo de sus descubrimientos.
«El libro impresionará gratamente a los lectores; servirá de consejo a los jóvenes estudiosos y ayudará a evocar entusiasmos y alegrías pasadas a las personas que, como yo, han traspuesto ya la edad del trabajo.
«¡Quiera la Providencia concederle larga vida para gloria de Francia, y quiera también mantenerle el admirable concierto de su inteligencia que observa, su genio que adivina y su mano que ejecuta con perfección no sobrepujada hasta el presente!».
Por última vez Dumas le expresaba su afecto. En los últimos años de su vida, pensaba melancólicamente en su patria y en ese discípulo que contribuía a aumentar la gloria de Francia. El 20 de febrero, poco antes de su muerte, rindió justicia a Cailletet en la Academia de Ciencias: Ha creado —dijo— «el admirable instrumento con el cual ha sido posible licuar los gases más difícilmente licuables...Desearía que la Academia reconociera el brillante servicio prestado por M. Cailletet y le otorgara el premio Lacaze. Los centros científicos no deben ignorar quién es el verdadero autor del descubrimiento que ha servido para incorporar los gases permanentes al grupo de las sustancias comunes que pueden tomar, según el caso, el estado sólido, líquido o gaseoso. Como presidente de la comisión, escribo en este sentido a Chevreul. Mas, cualquiera que sea la resolución, yo habré cumplido mi deber».
J. B. Dumas murió el 11 de abril de 1884, en momentos que Pasteur se aprestaba a partir para Edimburgo, en representación de la Academia de Ciencias. La célebre Universidad escocesa festejaba el tercer centenario de su fundación. El Instituto de Francia, invitado a participar en esa fiesta solemne, hízose representar por miembros de cada una de las cinco Academias. La Academia Francesa delegó a M. Caro: la de Ciencias, a Pasteur y a de Lesseps; la de Ciencias Morales, a M. Greard; la de Literatura e Inscripciones, a M. Perot: y la de Bellas Artes, a Eugenio Guillaume. Por su parte, el Colegio de Francia delegó a Guillermo Guizot y la Academia de Medicina, al doctor Enrique Gueneau de Mussy.
Partir en tales circunstancias en misión oficial, hacía aún más punzante el dolor de Pasteur, pues le impedía acompañar hasta la última morada al maestro incomparable de su juventud: el consejero y confidente de su vida. Quiso quedarse; pero M. Mezières, condiscípulo suyo de la Escuela Normal y colega de la Academia Francesa, hízole comprender que la mejor manera de honrar la memoria de Dumas consistía en considerar lo que éste había tenido presente durante toda su vida: el interés de la patria. Pasteur partió, pero con el propósito de hablar en Edimburgo de la importancia científica de la obra de Dumas.
Al llegar a Londres, los delegados se sorprendieron de encontrar en la estación un vagón—salón reservado para Pasteur y sus amigos.
Esta muestra anticipada de hospitalidad se debía a M. Younger, cervecero de Edimburgo, que expresaba de ese modo su gratitud por los beneficios obtenidos al aplicar los resultados de los estudios de Pasteur sobre la cerveza. Al contrario de Sully Prudhomme, que dedicaba versos a amigos que no conocía. Pasteur recibía expresiones de gratitud y admiración de amigos desconocidos que habían aprovechado sus pródigas enseñanzas.
Durante el viaje de Londres a Edimburgo los delegados franceses pasaron revista a los vínculos culturales existentes entre Escocia y Francia. Las evocaciones sucediéronse tan rápidamente como los paisajes a través de las ventanillas: Los millares de escoceses que combatieron en Francia durante la Guerra de Cien Años: la melancólica imagen de María Estuardo; las sorprendentes similitudes de ambos pueblos y Universidades. Maravillado y atraído por la confianza que Tomás Reíd cifraba en la razón, Royer Collard había establecido una filosofía que parecía conciliarlo todo; y, sin pretender ser original, había dado a conocer, en Francia, las ideas del filósofo de Edimburgo. Gracias a M. Caro, su sucesor en la Cátedra de filosofía y miembro de la delegación francesa, todavía duraba el gran movimiento filosófico que inició. La filosofía espiritualista, triunfante durante la Restauración, pasaba desde entonces por tiempos difíciles. Caro había intentado defenderla, aceptando «con premura y alegría, que la libertad más completa reinara en las discusiones... pues la filosofía espiritualista basaba en ello su honor y, también, su salvación». Fiel a su programa de polémica, Caro habíase inspirado en las palabras de Guizot: «Quiero tener por adversarios a las ideas solamente».
La presencia de Guillermo Guizot despertaba en la memoria de algunos delegados el recuerdo de la cita anterior; el moralista M. Greard se interesaba por las doctrinas filosóficas escocesas difundidas en Inglaterra y en Francia; y M. Mezières hablaba con entusiasmo del mago Walter Scott —como él lo llamaba— cuyas obras había leído hasta en sus menores detalles descriptivos, sin dejarse arredrar por su impresionante extensión. Cuando todavía firmaba con el pseudónimo de «el autor de Wawerley», época en la cual alcanzó la mayor y más apetecible gloria literaria, Walter Scott comparaba una de sus novelas a modesta silla de posta tirada por rocines y manejada por honrado cochero.
Fernando de Lesseps, cuyo nombre estaba a la sazón en el pináculo de la fama, sentíase feliz de ir a Escocia. Recordaba que, años atrás, Londres le había otorgado carta de ciudadanía «en prueba de su ingeniosa concepción del canal de Suez y de la energía y perseverancia desplegadas en su realización». Casi octogenario tenía aún sobrada energía para no avenirse a descansar en el sillón que acababan de reservarle en la Academia Francesa: estaba dispuesto a partir para América. Víctor Hugo, su futuro padrino académico, habíale escrito: «Asombra usted al mundo con sus magnas aunque pacíficas empresas». Goethe, otro poeta excelso, había deseado no sólo la apertura del istmo de Suez, sino «la construcción de un canal que facilitara a los barcos de cualquier calado el paso del golfo de Méjico al océano Pacífico».
«Quisiera verlo realizado...», había escrito en 1827. Fernando de Lesseps, confiado, intrépido y animoso, creía firmemente entonces que esa gigantesca empresa terminaría tan bien como la otra. El tren estaba por llegar a Edimburgo. El doctor Gueneau de Mussy interesábase por la exposición de las experiencias de Pasteur y por las estrofas del poeta escocés Roberto Burns dedicadas a Edimburgo: «Tus hijos, sociables y benévolos, acogen al extranjero con los brazos abiertos». En efecto, la recepción de los viajeros fue cordialísima. El Diario Oficial publicó la nómina de los principales ciudadanos que se honraban en recibir a los delegados franceses, en la cual figuraba en primer término M. Younger, que, con su esposa e hijos, ofrecieron a Pasteur exquisita hospitalidad.
A la mañana siguiente, los, delegados de todas las naciones se reunieron en la catedral Saint Gilles. El concejo Municipal, inspirado por el elevado sentimiento que mueve a muchos pueblos a unir la religión con la política, había resuelto consagrar los festejos con un servicio religioso. Bajo las bóvedas góticas de la iglesia eleváronse solemnemente himnos y salmos, y el pastor Flint habló desde el mismo púlpito desde donde Juan Knox, discípulo y amigo de Calvino, había fanatizado a la muchedumbre, en una época de violencias y persecuciones. Consciente de la importancia de su sermón ante tan calificada asamblea, el pastor Flint habló de las relaciones de la ciencia con la fe, de la libertad absoluta de aquélla en el dominio de los hechos y de la idea de la divinidad promotora de investigaciones científicas, ya que el hálito divino es fuente de todo progreso. El sermón elevó el espíritu de los asistentes, sugiriendo elevadas meditaciones.
La juventud dio carácter animado y alegre a los festejos del día, y los estudiantes ofrecieron una representación dramática. A los delegados franceses les interesó sobremanera la reglamentación de la Universidad, que, como institución autónoma, debía su fortuna a las donaciones voluntarias, y mostraba en todo los efectos de la iniciativa privada. Al contrario de lo que sucedía en Francia, donde la administración gubernativa velaba hasta la última sección de los municipios, el gobierno inglés reducía su intervención en la Universidad al mínimo, bastándole con mantener la unidad política del país. Por ser independiente, la Universidad de Edimburgo podía conferir libremente a sus huéspedes los grados universitarios de doctor en teología y doctor en leyes. Dos franceses, M. Janssen y el general Perrier, habíanlos recibido ya, con ocasión de inaugurarse el congreso anual de la Asociación Británica para el Adelanto de las Ciencias. Para festejar el tercer centenario de su fundación, la Universidad de Edimburgo resolvió conferir 17 diplomas de doctor en teología y 122 diplomas de doctor en leyes.
«En materia de leyes —dijo a este propósito el sabio Helmholtz sonriendo bondadosamente— no conozco sino las leyes de la Física».
La solemne proclamación de los grados universitarios debía realizarse en la mañana del jueves 17 de abril. Tanto la parte antigua como la parte nueva de la ciudad estaban profusamente embanderadas. Por doquiera veíanse trajes y uniformes vistosos, y todos mostrábanse dispuestos a festejar magníficamente a los extranjeros.
La ceremonia se celebró en el inmenso salón donde se reunían los sínodos de la iglesia presbiteriana. Precedidos solemnemente por el macero de la Universidad, el canciller, el rector y los profesores con toga, se situaron en el estrado. En el centro del salón hallábanse los que iban a recibir las insignias de los grados universitarios, consistentes en el hood —especie de muceta—, para los doctores en leyes, y en un bonete cuadrado, para los doctores en teología. En el salón y galerías habíanse situado unos 3.000 estudiantes.
Al comenzar la ceremonia, uno de los profesores pronunció una sencilla plegaria y rogó a Dios para que bendijera a los delegados y sus patrias. El canciller pronunció luego su discurso, en el que resumió la historia de la Universidad, que, como hija de la reforma, se mostraba respetuosa de todos los credos y confesiones.
Para la entrega de las insignias se siguió el orden alfabético, aun cuando el protocolo indicaba quizá otro orden. Por esta razón la Academia de Clermont fue nombrada antes que la Academia Francesa. Al ser nombrados, los nuevos dignatarios subían al estrado y se aproximaban al canciller, mientras los estudiantes los saludaban gozosamente con sus aplausos. La intensidad de las aclamaciones indicaba la importancia que cada uno tenía en la estimación general.
Profundo silencio siguió al instante en que fue pronunciado el nombre de Pasteur: todos deseaban verlo dirigirse al estrado a recibir su diploma de doctor en leyes. Grandiosa ovación lo saludó después y cinco mil personas, en pie, lo aclamaron entusiastamente.
Por la noche continuaron los festejos con un grandioso banquete. En la sala, adornada con los colores azul y blanco, emblemas de la Universidad, se tendieron veintiocho mesas para mil invitados. Los que harían uso de la palabra ocuparon la mesa de honor. Durante cuatro horas hubo brindis. Pasteur y Virchow, vecinos de mesa, conversaban sobre los estudios de la rabia, y éste declaró a aquél que cuando le vio emprender en 1881 el estudio de tal problema, no creyó en la posibilidad de su solución. La vecindad de ambos mostraba cuán útiles son las reuniones de esa índole: quizá los odios de las naciones se apaciguarán el día que los sabios del mundo se relacionen entre sí. ¿Es acaso utópico pretender que la ciencia conduzca a la humanidad hacia el sereno reino de la paz universal? Después de la lectura de un telegrama de la Reina, que felicitaba a la Universidad y daba su bienvenida a los huéspedes, bríndóse por ella y la familia real. Siguieron algunas palabras del representante del Emperador del Brasil, soberano de quien podía decirse que nada científico le era extraño. Luego habló Pasteur: «Milord Canciller; Señores: La ciudad de Edimburgo ofrece un espectáculo del cual puede enorgullecerse. Las grandes instituciones científicas aquí reunidas, forman un inmenso congreso cuya misión es expresar sus felicitaciones a la Universidad. A vosotros correspondía, a justo título, el honor y la gloria de esta reunión internacional.
Desde hace siglos, los designios de Escocia corren parejos con los designios de la inteligencia humana, y por marchar a la vanguardia de las naciones, Escocia ha llegado a saber que el mundo debe gobernarse por el espíritu. En respuesta a vuestro llamado, el mundo del espíritu os rinde merecido homenaje. Cuando el eminente profesor Roberto Hint, al dirigirse ayer a la Universidad de Edimburgo, exclamó en la iglesia de Saint Gilles: «¡Recuerda lo pasado y contempla lo por venir!», los delegados de todas las naciones, cual miembros de un gran tribunal, evocaron los siglos fenecidos y formularon ardientes votos para que el futuro sea aún más glorioso que el pasado. Para presentaros ilustres pruebas de simpatía, Francia, al igual que otras naciones, os ha enviado en su representación a delegados de las instituciones que mejor reflejan el espíritu francés y constituyen lo más excelso de su gloria. Francia aplaude la aparición de lumbreras en el mundo, y llora la muerte de los genios extranjeros cual la de sus propios hijos. Vosotros compartís también esta noble solidaridad. Muchos de vuestros sabios me han hablado aquí, conmovidos, de la muerte del ilustre químico J. B. Dumas, glorioso miembro de todas vuestras Academias y elocuente panegirista de vuestro gran Faraday. Dejé París con el punzante dolor de no poder acompañar su féretro; mas la esperanza de rendir aquí solemne homenaje a ese venerado y gran ciudadano francés, me ayudó a dominar mi aflicción. Por lo demás señores, los hombres pasan, pero sus obras quedan. Nosotros no somos sino huéspedes de paso en las grandes moradas del espíritu que, como las universidades aquí representadas, tienen asegurada la inmortalidad». Los delegados recordaron siempre este homenaje, que no fue, por cierto, el último rendido a Dumas, pues Pasteur juzgaba siempre insuficientes las palabras de veneración para su maestro.
Por su presencia en los festejos, su discurso y el brillo de su gloria, Pasteur obtuvo los mayores honores para Francia, a decir de los ingleses. Había cumplido su deber. Su único deseo era, pues, regresar. Los estudiantes, sin embargo, quisieron festejar a su vez algunas de las personas a quienes tomaban por modelo y seguramente no volverían a ver.
En la reunión estudiantil, Pasteur, después de agradecer la invitación que lo llenaba de orgullo y alegría, pronunció conmovido las siguientes palabras: «No recuerdo haberme acercado nunca a un estudiante, sin haberle dicho: «Trabaja y persevera. El trabajo es lo único que recrea y aprovecha al hombre, al ciudadano y a la patria». Esto os lo repito ahora, y con mayor razón. El alma colectiva de una asamblea de jóvenes está formada, por así decir, por la reunión de sentimientos generosísimos, pues en los jóvenes perdura el fuego divino que anima a los hombres al venir al mundo. Me han conmovido profundamente los aplausos que habéis dispensado a hombres de la talla de Lesseps, Helmholtz y Virchow. El idioma inglés ha tomado del nuestro la hermosa palabra entusiasmo que nos legaron los griegos, que significa ἐνQουσ, dios interior. Bajo el imperio de este sentimiento casi divino habéis aclamado hace un instante a esos hombres superiores.
«El escritor francés que mejor hizo conocer en Francia y en Europa la filosofía de Reid y de Dugald Stewart, dijo al dirigirse a la juventud, en el prefacio de su mejor obra: «Cualquiera que sea la carrera que abracéis, proponeos siempre alcanzar una meta excelsa. Profesad el culto a los grandes hombres y a las grandes obras.» «¡Las grandes obras! Aquí tenéis un ejemplo: Este centenario será recuerdo gloriosísimo para Escocia. ¡Los grandes hombres!: Vuestra patria es el país que mejor honra su memoria.
«Mas no basta que el trabajo sea fundamento de vuestras vidas y que el culto a los grandes hombres y a las grandes obras esté asociado a todos vuestros pensamientos; debéis esforzaros también por aplicar a vuestras empresas el espíritu del método científico que se halla en las obras inmortales de los Galileos, los Descartes y los Newton.
«Vosotros, estudiantes de medicina de la célebre Universidad de Edimburgo, que habéis sido formados por eminentes maestros y tenéis el derecho de alimentar grandes ambiciones científicas, vosotros, especialmente, debéis inspiraros en el método experimental, a cuyos principios, debe Escocia los Brewster, los Thomson y los Lister.» El estudiante encargado de contestar a los delegados extranjeros, dijo, dirigiéndose directamente a Pasteur: «Monsieur Pasteur: Habéis arrancado a la naturaleza algunos secretos que escondía cuidadosa y maliciosamente. En vos saludamos a un bienhechor de la humanidad, porque sabemos que admitís, en el orden espiritual, la existencia de misterios que sólo nos son revelados por lo que acabáis de llamar la obra de Dios en nosotros mismos.
«Representantes de Francia: Os rogamos que digáis en vuestro país que nosotros admiramos las grandes reformas introducidas en la enseñanza, que nos incitan a bienhechora emulación y a estrechar más nuestras cordiales relaciones, pues la actividad de los sabios disipa los malentendidos surgidos de la ignorancia.» A las 10 de la mañana del día siguiente se aglomeró gran gentío en el andén de la estación. Muchos tenían el ejemplar de un gran periódico de Edimburgo, que reproducía el discurso de Pasteur a los estudiantes y daba la siguiente noticia, en grandes letras: «En conmemoración de la estada de M. Pasteur en Edimburgo, M. Younger ha donado 500 libras a la Universidad.» Pasteur fue objeto además de un homenaje personal. Poco antes de la partida, recibió un volumen del libro titulado: La vida de Livingstone, de manos de la señora. Bruce, hija del explorador, a quien había saludado la víspera en su casa.
En el vagón—salón, puesto nuevamente a disposición de Pasteur y sus amigos, los delegados franceses ponderaron la hospitalidad recibida; mas lamentaron que en la jornada científica no se hubiera prestado mayor atención a la literatura y a las ciencias morales y políticas. Esto no obstante, todos quedaron admirados, de la creciente importancia asignada a la ciencia y de la acogida dispensada a Pasteur. Para usted «esto es ciertamente la gloria», díjole a éste uno de los delegados, con orgullo y emoción.
«Sólo pienso en ello —respondióle Pasteur— para reponer mi ánimo y seguir avanzando hasta que se agoten mis fuerzas.»

CAPÍTULO 12
1884 – 1885

El problema de la rabia. — Inoculaciones preventivas en perros. — Verificación de las experiencias por una comisión. — El Congreso Médico de Copenhague; Pasteur en Dinamarca. — Instalación, en Villeneuve l'Etang, de una dependencia del laboratorio de Pasteur. — Antiguos remedios contra la rabia. — Perreras en Villeneuve l'Etang.
Entre las investigaciones de laboratorio una preocupaba particularmente a Pasteur: la de la rabia. El deseo de disipar las tinieblas que envolvían desde la noche de los tiempos ese misterioso mal, sobre cuyo origen contagioso aún se discutía, y cuyas diversas manifestaciones eran mal conocidas, habíase trocado en él casi en obsesión. Cuando ingresó en la Academia Francesa, Renán le dijo, con la esperanza de ser profeta siquiera una vez en la vida: «La humanidad deberá a usted la supresión de una terrible enfermedad y la desaparición de la anómala desconfianza con que recibimos las caricias del animal, con el que la naturaleza se nos muestra más benévola.» En diciembre de 1880, Bourrel había enviado al laboratorio de Pasteur el precioso regalo de dos perros rabiosos. Ex veterinario del ejército, Bourrel cuidaba en Francia el mayor número de perros, en su mayoría rabiosos, y había ideado un método preservativo de la rabia, consistente en limar los dientes de los perros, para evitar las lastimaduras en la piel. En 1874, había escrito que la rabia se originaba y evolucionaba según leyes propias que hacían inútil la vivisección para provocarla. A pesar de esto, esperaba que Pasteur encontrara en el laboratorio de la Escuela Normal un remedio más eficaz que el empleado por él en las perreras de la calle Fontaine au Roi.
Uno de los perros regalados a Pasteur padecía de rabia muda; tenía la boca entreabierta por la parálisis, la lengua colgante y babosa, y la mirada ansiosa, como suplicante. El otro, atacado de rabia furiosa, tenía los ojos encarnizados, mordía la barra de hierro que a intervalos se le aproximaba, y, en medio de alucinaciones, aullaba desesperadamente.
¡Cuántas hipótesis formulábanse en esa época sobre la rabia y sus orígenes! Pero, a pesar de la confusión general, se sabía que la saliva de los animales enfermos contenía el virus rábico; que el mal se transmitía por las mordeduras; y que el período de incubación del mismo variaba de algunos días a varios meses. Como el estudio clínico no conducía a conclusiones satisfactorias, esperábase que el estudio experimental esclarecería la procedencia del virus de la saliva. Mas ¿localizábase el mal solamente en la saliva, como lo había afirmado Bouley, en una conferencia en la Sorbona, en abril de 1870? Un hecho nuevo pareció robustecer esta afirmación. El 10 de diciembre de 1880, el profesor Lannelongue avisó a Pasteur que un niño de cinco años, mordido en la cara un mes antes, acababa de ingresar en el hospital Trousseau. El chico tenía todos los síntomas de la rabia: agitación, espasmos; terror, sobresaltos al menor soplo de aire, sed ardiente e imposibilidad de beber, movimientos convulsivos y accesos de furor. Después de padecer 24 horas, el pequeño tuvo postrer delirio y murió asfixiado por las mucosidades que llenaban su boca. Cuatro horas después, Pasteur recogió un poco de esas mucosidades, las diluyó en agua y las inoculó a conejos; estos murieron antes de transcurrir 36 horas, y su saliva, inoculada a otros, les provocó la muerte con igual rapidez. El doctor Mauricio Reynaud, que había anunciado anteriormente que la rabia podía trasmitirse a los conejos por inoculación de saliva humana, creyó, sin más, que los conejos a los cuales había inoculado las mucosidades de ese mismo niño, habían muerto de rabia. Pasteur, por su parte, no se apresuró tanto en sacar conclusiones, porque al examinar al microscopio la sangre de los conejos muertos en el laboratorio, descubrió un microbio, que cultivado en caldo de vaca, resultó ser virulento para conejos y perros, en cuya sangre volvió a encontrarlo después de la inoculación. «No obstante, ignoro en absoluto qué relaciones existen entre este nuevo organismo microscópico y la enfermedad de la rabia», declaró Pasteur en la sesión del 18 de enero de 1881 en la Academia de Medicina. ¿No era verdaderamente extraño que ese microbio produjera tan rápidamente la muerte, siendo tan largo el período de incubación de la rabia? ¿No contendría la saliva rábica otro microbio desconocido? Esta cuestión dio origen a algunas experiencias con saliva de niños muertos de enfermedades comunes y saliva normal de adultos sanos. Thuillier aplicó con éxito a este microbio de virulencia especial el método general de atenuación y empleó para ello oxígeno del aire. Luego de haber dilucidado la cuestión, Pasteur estudió detenidamente la baba de los perros rabiosos y estableció que anteriormente se habían cometido muchos errores. Si la saliva de los perros sanos tenía normalmente muchas clases de microbios, la saliva de los perros rabiosos debía tenerlas en mayor abundancia, pues éstos mordían o lamían todos los objetos a su alcance. Antes que el virus rábico se desarrollara, los otros microbios podían provocar abscesos y complicaciones mórbidas. Si bien era evidente que al inocular baba de perro podía provocarse la rabia, no era lícito asegurar de antemano que tal cosa sucedería necesariamente. Pasteur hizo innumerables ensayos y, con el propósito de provocar la rabia, inoculó a conejos únicamente baba de perros rabiosos. Cuando se presentaba un nuevo caso de rabia en las perreras de Bourrel, éste telegrafiaba en seguida al laboratorio de Pasteur, e inmediatamente alguno de los que allí trabajaban partía en coche de punto, llevando una canasta con media docena de conejos.
Cierta vez, Pasteur quiso recoger personalmente baba de un perro rabioso. Accediendo a su deseo, dos ayudantes de Bourrel sacaron de su jaula a un bulldog que echaba espumarajos por la boca. Después de arrojarle un lazo corredizo, extendieron sobre una mesa al animal que se debatía desesperadamente. Su boca, a medio atar, quedó entreabierta: Inclinado sobre el perro, que los dos ayudantes mantenían inmóvil, Pasteur, confundido en un mismo peligro con dos desconocidos, aplicó a sus labios un delgado tubo de vidrio y succionó algunas gotas de baba virulenta.
Lo incierto de las inoculaciones de saliva y la prolongada duración del período de incubación —que imponía esperas de semanas y aún de meses antes de conocerse el resultado de las experiencias— impedían a Pasteur llegar a conclusiones satisfactorias. Trabajaba a ciegas. Para estudiar el virus rábico era preciso, pues, desechar la saliva por ser substancia compleja de contenido virulento demasiado variable.
Debía experimentar, por lo tanto, con sangre, porque la virulencia residía en ella, según aseguraban algunos, en contra de la opinión de Magendie, de Renault —que había conseguido transfundir sangre de perro rabioso a otro sano— y de Pablo Bert, que había efectuado varias inoculaciones y transfusiones. En sus ensayos, Pasteur no obtuvo mejores resultados; pero, infatigable, repetía sin cesar: «Iniciemos nuevas experiencias», teniendo siempre presente las palabras de Buffon: «Reunamos hechos y tendremos ideas.» A medida que los hechos se acumulaban y se estudiaban nuevos casos de rabia, iba robusteciéndose paulatinamente la convicción que el virus residía en el sistema nervioso, y especialmente en el bulbo raquídeo. Roux, que trabajaba en esas investigaciones (tema de su tesis) expresóse de esta manera: «Los síntomas de la rabia parecen indicar que el virus se propaga por el sistema nervioso de los animales enfermos. A la inquietud y al furor provocados por la excitación de la corteza gris del cerebro, siguen alteraciones de la voz y dificultades en la deglución: indicio de afección del bulbo y los nervios eferentes que, cuando alcanza la médula, sobreviene la parálisis.
Cuando el virus rábico no afecta los centros nerviosos puede permanecer latente semanas y aún meses en cualquier parte del cuerpo. Así se explica, en ciertos casos, la larga duración del período de incubación, y lo poco peligrosa que suelen ser, por fortuna, algunas mordeduras de perros rabiosos. La hipótesis a priori que el virus ataca los centros nerviosos, data de antiguo. En 1879 el doctor Duboué emitió una teoría basada en esta idea, pero no dio pruebas experimentales en su apoyo. Sin embargo, en enero de 1881, M. Galtier, profesor de la Escuela Veterinaria de Lion, comunicó a la Academia de Medicina que había comprobado que el virus rábico se localizaba solamente en las glándulas linguales y mucosa bucofaríngea de los perros rabiosos. «Más de 10 veces inoculé infructuosamente —dijo— el líquido que obtuve exprimiendo cerebros, cerebelos y bulbos de perros rabiosos.» A pesar de esta aseveración, Pasteur demostró que el éxito de las experiencias sobre la rabia dependía de la manera de operar y del empleo de una técnica rigurosa, desconocida hasta entonces por otros experimentadores. Poniendo al descubierto el cerebro de un perro muerto de rabia, quemaba la superficie del bulbo con una varilla de vidrio caliente, a fin de destruir las impurezas o el polvo que hubiera podido caer en él. Con un tubo de vidrio de punta afilada, previamente flameado, extraía por succión un poco de bulbo y lo colocaba en un recipiente de vidrio previamente esterilizado a 200 grados. Con una varillita de vidrio, igualmente flameada, trituraba después esa substancia nerviosa y la desleía en agua o en caldo exento de gérmenes. Las jeringas utilizadas en las inoculaciones se esterilizaban en agua hirviente.
Casi todos los animales a los que inoculó, bajo la piel, esa materia virulenta, murieron de rabia. Así quedó establecido que esa substancia era más activa que la baba misma. «El virus rábico —escribió Pasteur— no se encuentra únicamente en la saliva: el cerebro lo contiene con virulencia no menor.» A pesar de tan importante descubrimiento, insistió en encontrar un procedimiento de inoculación cuyos resultados fueran más seguros. Era preciso que todos los animales inoculados contrajeran la rabia, sin excepción, y, además, aminorar el período de incubación.
Entonces Pasteur pensó, inocular directamente virus rábico en el cerebro de los perros. Colocando el virus en medio adecuado —se dijo—la rabia se producirá a ciencia cierta, y el período de incubación será más breve. Efectuó el ensayo con un perro cloroformizado, al cual hizo quitar con trépano —especie de berbiquí provisto de sierra circular movida por manubrio— una rodajita de cráneo, que dejó al descubierto la duramáter, membrana resistente y dura que envuelve el cerebro. Con la jeringa de Pravaz perforó la duramáter e inyectó un poco de virus rábico; después, lavó la herida con ácido fénico y dio tres puntos de sutura a la piel. La operación duró pocos minutos. El perro recuperó el sentido y volvió a su vida normal; pero al cabo de 14 días, se declaró la rabia furiosa, con ladridos característicos, variaciones del ánimo y alucinaciones cada vez más frecuentes, como si espantosos enemigos pasaran ante sus ojos huraños y crueles. Poco después el animal moría de parálisis, término fatal de la rabia.
Por lo tanto, con ese método se provocaba la rabia a ciencia cierta y abreviaba el período de incubación. Las trepanaciones se sucedieron. Pasteur exigía que perros y conejos fueran cloroformizados antes de la trepanación, para evitarles todo dolor inútil. En una nota presentada a la Academia de Ciencias el 30 de mayo de 1881, y a la Academia de Medicina el día siguiente, dijo: «Después de cada inoculación en el cerebro, la rabia se declara fatal y rápidamente.» Con este método, el período de incubación duraba 20 días como máximo.
Pero a medida que se planteaban con mayor precisión los principales problemas de tan complejo estudio, fueron surgiendo nuevos obstáculos. La imposibilidad de aislar el microbio impedíale a Pasteur aplicar el método tantas veces utilizado para cultivar microbios en medios artificiales. ¿Qué debía hacer para cultivar el microbio de la rabia, cuya existencia era indudable? ¿Sería acaso invisible al microscopio? «Ese ente desconocido tiene que ser cultivable, puesto que es un ser vivo —decía Pasteur—. Si falla el caldo de cultivo ordinario, ensayaremos con el cerebro mismo de los conejos. Intentaremos esta experiencia a pesar de su extrema dificultad.» Cuando moría un conejo que había sido trepanado e inoculado, se trepanaba otro y se le inoculaba un poco de médula rábica del anterior. Pasando de un conejo a otro, e inoculando sucesivamente el virus según este procedimiento operatorio, los períodos de incubación de la rabia se hacían de más en más cortos. De 20 días descendían a 14, y, después de una serie de más de cien inoculaciones sucesivas, el período de incubación se redujo a menos de 7 días; lapso que permanecía invariable aun cuando se excediera ese número de inoculaciones sucesivas.
La potencia del virus así obtenido era mayor que la del virus original sacado del perro que había contraído la rabia por mordeduras. Pasteur era dueño de la situación. El laboratorio de la Escuela Normal se llenó de animales en experimentación; perros sólidamente enjaulados y conejos y conejillos de Indias en jaulas superpuestas. Todas las mañanas, con una papeleta en la mano, Pasteur anotaba el estado de los animales inoculados. Conejillos de Indias, conejos y perros, todos tenían prefijado el término de su vida, y la muerte acaecía con exactitud.
Con el método de las inoculaciones mediante trepanación, la rabia se declaraba en cien casos de cien. Tal certidumbre, y la posibilidad de reducir el período de incubación significaron enorme adelanto. Pasteur, sin embargo, no estaba satisfecho, pues deseaba atenuar la potencia del virus, así como había conseguido aumentarla. Si obtenía la atenuación, podía inmunizar perros contra la rabia. Más para preparar la vacuna, ¿conseguiría atenuar gradualmente, y a voluntad, la virulencia del virus rábico, tal como había conseguido atenuar la del virus carbuncal? De un conejo recién muerto de rabia, hizo extraer médula de máxima virulencia y la suspendió de un hilo en un frasco flameado, cuyo aire interior se mantenía seco por medio de trozos de potasa cáustica. Un tapón de algodón preservaba la médula del polvo del aire. La temperatura de la pieza donde se efectuó la operación se mantuvo a 23 grados. A medida que la desecación progresaba, el virus contenido en la médula fue perdiendo gradualmente su virulencia, hasta perderla por completo al cabo de 14 días. Esta médula sin virulencia, desleída en agua pura, fue inoculada a perros sanos bajo la piel. Al día siguiente se inoculó a esos perros médula más virulenta, desecada sólo durante 13 días; y en los días subsiguientes, se les inoculó médula de más en más virulenta, esto es, cuyo grado de desecación era cada vez menor. Repitióse la operación hasta llegar a inocular médula de máxima virulencia, extraída inmediatamente después de la muerte de un conejo rabioso. Los perros vacunados de esta manera no contraían la rabia cuando eran mordidos por perros rabiosos que se colocaban en sus jaulas, y resistían, sin enfermar, hasta inoculaciones intra-craneanas de virus rábico. Pasteur tenía algunos perros inmunizados en la Escuela Normal— otros en las antiguas dependencias del Colegio Rollin puesto a su disposición por el Concejo Municipal de París—, y otros, por falta de espacio, en las perreras de Bourrel.
A esta altura de las experiencias, Pasteur quiso que una comisión verificara los resultados obtenidos. El ministro de Instrucción Pública accedió a su deseo, y, a fines de mayo de 1884, se constituyó una comisión formada por Béclard, decano de la Facultad de Medicina, Pablo Bert, Bouley, Villemin, Vulpian y H. Tisserand, director del Ministerio de Agricultura. El 19 de junio murió en Alfort un perro rabioso; y su cadáver fue transportado inmediatamente al laboratorio de la Escuela Normal, donde le extrajeron un poco de bulbo raquídeo, que, una vez desleído y esterilizado, sirvió para preparar el líquido virulento para inocular a los perros que, según Pasteur, eran inmunes a la rabia por haber sido vacunados. Dos conejos y dos perros, no tratados anteriormente, sirvieron de sujetos de comparación y fueron trepanados e inoculados junto con los anteriores. Bouley, cuya misión era informar al ministro de estas experiencias, anotaba entre tanto: «Dada la naturaleza del virus rábico empleado, M. Pasteur declara que la rabia atacará a los conejos dentro de 12 a 15 días aproximadamente; que lo mismo sucederá con los perros sanos utilizados de sujetos de comparación; y que los perros vacunados no enfermarán.» Tres días antes, el 29 de mayo, la esposa de Pasteur había escrito a sus hijos: «Ayer se reunió la comisión fiscalizadora de las experiencias sobre la rabia y ha elegido a M. Bouley de presidente. Aun no se ha fijado la fecha de la iniciación de las experiencias. Vuestro padre muy preocupado como siempre, me habla poco, duerme poco y se levanta al alba; es decir, continúa haciendo la misma vida que la que comenzó conmigo hace hoy 35 años.» El 3 de junio, Bourrel anunció que había otro perro rabioso en sus perreras de la calle Fontaine au Roi. Inmediatamente se hizo que ese perro mordiera repetidas veces a dos, uno inmunizado y otro no. Este último recibió varias mordeduras en la cabeza. Como el perro rabioso vivía aún al día siguiente y se hallaba todavía en estado de morder, se hizo que mordiera a otros dos perros, uno inmunizado y otro no; y como la comisión creía que la baba era más abundante y peligrosa en las primeras mordeduras, resolvió hacer morder los perros inmunizados antes que los otros.
Muerto el perro rabioso que había mordido a los otros, la comisión decidió el 16 de junio que se trepanaran 3 perros inmunizados, 3 perros nuevos y 2 conejos, y se les inoculara el bulbo del animal muerto. No hay experiencia de laboratorio completa, si no se la hace también con algunos conejos.
El 10 de junio, Bourrel anunció telegráficamente que tenía otro perro rabioso; poco después, se hizo que éste mordiera a uno inmunizado.
El 12 de junio, Pasteur escribió a su yerno: «Ese perro rabioso había pasado la noche en la cama de su amo, y su aspecto era sospechoso desde hacía varios días. El día 10 por la mañana, ladró rabiosamente, y su dueño, que había oído ladrar a un perro rabioso hacía 20 años, se aterró y lo llevó inmediatamente a M. Bourrel, que comprobó que el animal estaba rabioso y era mordedor. Por fortuna, un resto de afecto hizo que el perro no mordiera a su amo... » «Esta mañana se han observado síntomas incipientes de rabia en un perro sin inmunizar, trepanado el 1 de junio. Informaré a la comisión y la invitaré a venir. Hoy es el duodécimo día de la inoculación de la enfermedad. Esperamos que contraiga la rabia el perro de comparación, pero no los inmunizados.» En la mañana del día 14 de junio, la comisión examinó el perro que había contraído la rabia en la fecha indicada por Pasteur; y observó, además, en los conejos trepanados el 19 de junio incipientes e inequívocos síntomas de parálisis rábica. «La parálisis —anotaba Bouley— se manifiesta por la gran debilidad de los miembros, especialmente los traseros. El empellón más leve tumba a los animales, y éstos tienen gran dificultad para volver a pararse.» El segundo perro de comparación, trepanado el 19 de junio, contrajo la rabia, después de haber tenido la víspera aspecto sospechoso, según lo anotó la comisión. Los perros inmunizados no habían enfermado.
Durante ese mes, Pasteur tuvo a su hija y a su yerno al corriente de las experiencias efectuadas: «Conservad estas cartas —escribióles pues serán cual copia de las actas levantadas por la comisión.» En los últimos días de junio se iniciaron nuevas experiencias de verificación, pero no con tres o cuatro perros, sino con docenas de ellos. Estas experiencias duraron hasta comienzos de agosto. Los perros declarados inmunes por Pasteur, fueron sometidos a mordeduras, inyecciones intravenosas, y trepanaciones, y se ensayaron con ellos las pruebas más diversas, antes de darlos por vacunados. El 17 de junio Bourrel anunció que el perro de comparación mordido el 3 de junio había contraído la rabia; los miembros de la comisión acudieron a las perreras de la calle Fontaine au Roi y comprobaron que el período de incubación había sido de 14 días solamente. Esto se debía, según Bouley, a que las numerosas mordeduras en la cabeza habían acelerado el proceso de la enfermedad. El perro rompía las tablas de su perrera y mordía furiosamente la cadena. Al día siguiente, varios perros de comparación estaban igualmente atacados. Al principio de las nuevas experiencias se inocularon 19 perros inmunizados y, como contraprueba, 19 sin inmunizar; pero después se inocularon otros 4 perros inmunizados, con lo cual el número de éstos se elevó a 23. Con los 19 perros de comparación se obtuvo el siguiente resultado: 3 casos de rabia en 6 perros mordidos; 6 casos de rabia en 8 perros inoculados por vía intravenosa; 5 casos de rabia en 5 perros trepanados e inoculados. Es probable —dijo Bouley— que mueran todavía algunos de los perros mordidos, pues el período de incubación, después de las mordeduras, es sumamente variable.
En los primeros días de agosto elevóse al ministro de Instrucción Pública un informe, con el resumen de las experiencias efectuadas. En él se atestiguaba que los pronósticos formulados por Pasteur se habían realizado con rigurosa exactitud. «Elevamos este informe sobre la primera serie de las experiencias que hemos presenciado —escribió Bouley— a fin de que M. Pasteur pueda citar estos magníficos resultados en la comunicación que se propone hacer al Congreso Científico Internacional de Copenhague; resultados que lo hacen nuevamente acreedor a la gratitud de la humanidad y honran altamente a la ciencia francesa.» La comisión fiscalizadora propuso la construcción de una amplia perrera, a fin de facilitar el estudio de la duración de la inmunidad en los perros vacunados y determinar si, mediante virus atenuados, podía evitarse que el mal se declarara después de la mordedura. A pedido del ministro, y después de inspeccionar el bosque de Meudon, la comisión resolvió, por unanimidad, que la perrera debía instalarse junto al parque allí existente, sitio apropiado por estar alejado de toda habitación y por ser fácil de cercar. Los habitantes de Meudon, al conocer la intención de construir en la vecindad una sucursal de la perrera municipal, protestaron temerosos, como sí se hubiesen sentidos atacados por una perrada rabiosa. El alcalde de Meudon, pese a su fervorosa admiración por el maestro —como él llamaba a Pasteur— defendió la causa de los recelosos habitantes de la región, que alegaban que esas perreras alejarían del bosque de Meudon, al apacible público que acudía los domingos. «Preténdese trocar ese bosque en espantajo —escribió el alcalde—; ese bosque, al que debería enviarse a todos aquellos a quienes debilita la vida de París.» El alcalde nada descuidó para ganar el pleito: carta abierta al ministro, publicación en los periódicos, delegaciones, etc.
Entonces se designó una finca cercana a Saint Cloud, detrás de los bosques de Mines, en el parque de Villeneuve l'Etang para albergue de los numerosos perros de Pasteur. Después de los destrozos causados por la guerra sólo quedaban ruinosas paredes del castillejo de verdes postigos que había pertenecido a la duquesa de Angulema y que Napoleón III había transformado posteriormente en discreto anexo de Saint Cloud. A pesar del estado ruinoso, algunas de sus dependencias podían servir de perreras.
Por disposición legal, esa finca del Estado habíase ofrecido en venta en 1878, pero ningún interesado se presentó el día de la subasta. Los numerosos impuestos que gravitaban sobre ella, imposibilitaban cualquier proyecto de renta. Además el gran estanque que ocupaba la mayor parte del terreno, al que un río artificial bordeaba por el lado de Marnes, tampoco favorecía la subdivisión o el loteo. Por esta razón se derogó la ley que autorizaba la enajenación, y poco después la finca fue transferida al ministerio de Instrucción Pública para que Pasteur y sus discípulos efectuaran experiencias sobre la profilaxis de las enfermedades contagiosas.
Pasteur salió para Copenhague con la mente llena de proyectos. El Congreso Médico Internacional reuníase allí tres años después de haberse reunido en Londres. Más de 600 congresistas concurrieron, y casi todos, a su llegada a la capital dinamarquesa, fueron alojados en casas de familia. Con generosa hospitalidad, los daneses se repartieron los visitantes para alojarlos en sus propios hogares. Durante los tres últimos años, muchos de ellos habían estudiado el francés, con previsora delicadeza, a fin de agasajar mejor a los viajeros.
Un miembro de la Academia Francesa oriundo del Franco Condado, M. Marnier, escribió en 1843, en sus Cartas sobre el Norte, que, en el mes precedente a la primavera, los habitantes de Copenhague se saludan alegremente con estas palabras: «He aquí la primavera.» En 1884 parecían haber introducido esta variante: «He aquí el verano, que nos trae el Congreso.» Por los relatos llenos de simpatía y admiración de su hijo —a la sazón secretario de la Legación de Francia en Copenhague—, Pasteur sabía que la gente del Norte escondía fogosos entusiasmos bajo su aparente calma y frialdad. Jacobsen, el gran ciudadano danés, decía de sus compatriotas que tenían «pasión por los adelantos y las ideas fecundas».
La sesión de apertura del Congreso se realizó el 10 de agosto de 1884 en el gran salón del Palacio de la Industria. Al acto solemne asistieron los reyes de Dinamarca y los de Grecia. El presidente del Congreso, profesor Panum, después de dar la bienvenida a los miembros extranjeros, celebró en su discurso la neutralidad de la ciencia, y anunció que el francés, el inglés y el alemán serían los idiomas oficiales: «Tres banderas diferentes que lucharán juntas.» Pronunció su alocución en francés, «la lengua que más nos une —dijo- y que estamos acostumbrados a considerar como la más cortés».
Sir James Paget, que tres años antes había presidido el Congreso en Londres, destacó en su discurso el alcance científico de esas reuniones trienales que servían para indicar a los pueblos el estado de adelanto de la ciencia.
Virchow, en nombre de Alemania, expuso la misma idea. Pasteur, representante de Francia, mostró, como ya en Milán en 1878, en Londres en 1881, en Ginebra en 1882 y en Edimburgo poco tiempo antes, cuán íntimamente estaba ligado en él su patriotismo a su amor a la ciencia.
«En nombre de Francia —dijo— agradezco al señor Presidente sus palabras de bienvenida y celebro los sentimientos amistosos que acaba de expresar. Nuestra presencia en este congreso es una afirmación de la neutralidad de la ciencia, «La ciencia no tiene patria, o, por decir mejor, la patria de la ciencia es la patria de la humanidad. ¿No corroboran este aserto los reyes de Dinamarca y los de Grecia, al dignarse saludar en esta asamblea a los hombres de ciencia venidos de todas las partes del mundo? «No obstante, señores, los hombres de ciencia deben preocuparse por acrecentar la gloria de sus patrias respectivas. En cada gran sabio hay un gran patriota en quien la posibilidad de aumentar el honor patrio lo alienta a perseverar en sus esfuerzos. La ambición de ver ocupar a su país un sitio eminente, impúlsalo a realizar difíciles y gloriosas empresas, cuyo término es la consecución de valiosos y durables resultados. Mas con ello el mundo aprovecha del fruto de los trabajos de los sabios, pues la humanidad acepta con orgullo todas las glorias nacionales. Vosotros, que representáis una rama de los conocimientos humanos que simultáneamente es ciencia y arte; vosotros, que aportáis al patrimonio general los resultados obtenidos con vuestra laboriosidad; vosotros, cuyo nombre constituye un honor para vuestro país, podéis estar satisfechos de trabajar por vuestra patria, porque con ello os hacéis acreedores a la gratitud del género humano.» Después de levantada la sesión, Pasteur fue presentado al rey. Las reinas de Dinamarca y de Grecia, derogando la etiqueta, se presentaron a él, «mostrando así —según dijo el cronista de un periódico francés— la simpatía que la corte de Dinamarca dispensa a nuestro ilustre compatriota».
El comité organizador del Congreso había cuidado de ofrecer a los viajeros múltiples ocasiones de comunicarse entre sí los hechos más interesantes. Las sesiones ordinarias se realizaron en las aulas de la Universidad, y parecía que los profesores, trocados en alumnos, acudían a ellas para instruirse. Las sesiones, iniciadas a las 9 de la mañana, suspendíanse a mediodía y se reanudaban a la una de la tarde.
Cinco asambleas generales dieron ocasión a algunos sabios a exponer sus ideas sobre temas de interés general. Rogóse a Pasteur que las inaugurara. No sólo los congresistas, sino los que se interesaban por la ciencia, acudieron a escuchar su exposición sobre el método experimental, con ayuda del cual había avanzado con tanta seguridad en el arduo problema de la rabia. Empezó su exposición combatiendo la difundida creencia en la espontaneidad de la rabia. Cualesquiera que sean las condiciones fisiológicas o patológicas en que se halle un perro u otro animal, la rabia jamás se manifiesta sin mediar la mordedura de un perro rabioso o el contacto de su baba: nueva prueba de la doctrina de la exterioridad de los gérmenes. Continuó diciendo que, a causa del origen no espontáneo, la rabia era desconocida en algunas regiones; y, para precaver los países de ella, bastaba con establecer una cuarentena de varios meses para los perros importados —como se hacía en Australia—, a fin de que los animales enfermos murieran antes de entrar en ellos. Algunas comarcas eran indemnes, por ejemplo, Noruega, Laponia y Copenhague. En ellas se evitaba la introducción del mal con las medidas profilácticas adoptadas. La espontaneidad de la rabia no podía objetarse seriamente argumentando que alguna vez tuvo que existir el primer perro rabioso. En el estado actual de la ciencia —dijo—es imposible conocer el origen de la rabia, porque este «problema está comprendido en el insondable misterio del origen de la vida».
El auditorio siguió con sostenida atención las diversas etapas recorridas por Pasteur para llegar al gran descubrimiento: las experiencias con sus colaboradores, demostración que el virus de la rabia atacaba los centros nerviosos; cultivo del virus en el cuerpo de los animales, su atenuación gradual por el pasaje del perro al mono y la exaltación de su virulencia; y, por último, la seguridad de haber obtenido, para los perros, la vacuna contra la rabia.
«Las conclusiones a que llegó el infatigable trabajador —escribió el corresponsal del Diario de los Debates— fueron acogidas con aclamaciones entusiastas.» «La sala estaba en pie —escribió por su parte el corresponsal del periódico Le Temps—. Los franceses presentes en ese homenaje que redundaba en honor de Francia, sentimos la desbordante y noble emoción de conmovedora alegría patriótica.» En las visitas y paseos realizados por los congresistas, Pasteur tuvo la satisfacción de observar que sus métodos eran aplicados en la fabricación de la cerveza. Un ciudadano dinamarqués, J. C. Jacobsen, célebre en Europa por sus donaciones a las sociedades científicas, había fundado en 1847 una cervecería en Carlsberg, de las más importantes del mundo. La producción anual, al principio de 4.000 hectolitros, había llegado a 200.000 hectolitros en la nueva cervecería dirigida por su hijo en Carlsberg y en Ny Carlsberg.
En 1879 Pasteur había recibido una carta de Jacobsen, al que entonces no conocía: «Estaríale sumamente reconocido —decíale éste— si permitiera que uno de los mejores artistas franceses. M. Pablo Dubois, esculpiese su busto en mármol, para colocarlo en el laboratorio de Carlsberg en homenaje a sus fundamentales trabajos sobre las fermentaciones, tan útiles para la química, la fisiología y la cervecería.
La mano creadora de Pablo Dubois plasmó con incomparable maestría el rostro de Pasteur, su penetrante mirada de hombre pensador, su grave expresión habitual y su pujante energía.
El hijo de Jacobsen, movido por igual gratitud, había hecho colocar en la pared de la cervecería que daba a la calle Pasteur un busto en bronce de éste, como imagen protectora.
En Carlsberg, Pasteur observó que todo estaba ordenado de acuerdo con los principios expuestos en sus Estudios sobre la cerveza. Para los congresistas, agasajados magníficamente por Jacobsen y su hijo, la visita resultó provechosa lección práctica; no pudo manifestarse más evidentemente la importancia de los servicios prestados por la ciencia a la industria. El fisiólogo del gran laboratorio de esa cervecería conseguía diferenciar las distintas levaduras, de las cuales acababa de descubrir tres especies diferentes, productoras, de cervezas de distintos sabores. Muchos visitantes se complacieron en observar la multiplicación de las levaduras y las particularidades de las diversas razas, y no pocos se sintieron gratamente impresionados al ver cómo eran proseguidos los trabajos de Pasteur. Agradable sorpresa les depararía la visita de ese gran establecimiento industrial. Las, estatuas más célebres de Pablo Dubois, Falquière y Chapu, expuestas en una gran sala bañada en luz, dieron a los franceses la impresión de hallarse en un hermoso museo de su patria. Un museo dentro de una fábrica, ¿no era acaso, la mejor expresión del sentido práctico y delicadeza sentimental de los daneses? Dinamarca no se había entregado en 1864 a estériles lamentaciones ni a recriminaciones declamatorias, cuando tuvo que soportar la invasión de su territorio, aunque los viejos tratados le garantizaban la posesión del Slesvig, y Francia, Inglaterra y Rusia nada hicieron para impedirlo. Los daneses emprendieron silenciosamente la tarea de reconstruir su patria, cuidando de no menoscabar el respeto por el pasado, el culto a sus grandes hombres y su fe en la justicia: elementos vitales que Pasteur observaba en ellos con emoción.
¡Contraste singular! En ese país donde impera el buen sentido y la mesura, Shakespeare colocó el personaje más atormentado por el enigma enloquecedor del destino humano. Como la ciudad de Elsinor dista poco de Copenhague, los congresistas, y en particular los ingleses, quisieron conocer la cuna de Hamlet, antes de partir de Dinamarca.
Una compañía de transportes preparó la excursión para el día que los congresistas tuvieron 24 horas libres. Mil médicos con sus familias ocuparon cinco barcos empavesados, mientras se oían salvas de despedida. Poco después, la pequeña flota dejaba majestuosamente al puerto bajo el cielo azul; y, acompañada por aclamaciones generales, desfilaba delante de las blancas casas que llegaban hasta la orilla del mar. En lontananza divisábase la costa de Suecia.
Después de dos horas de viaje, los excursionistas desembarcaron alegremente en Elsinor, al pie del castillo de Kornberg, antigua atalaya en la entrada del Sund. En tiempos del romanticismo, ese castillo debió sugerir la idea de estar habitado por gigantesco guardián capaz de detener el paso de los navíos con un palabra o ademán. Más, cuando llegaron los excursionistas, la fantástica imagen del gigante de las tempestades se desvaneció ante la preocupación más positiva y prosaica de calmar el apetito despertado por la travesía.
El espectáculo del mar, en cuya lejanía columbrábase la costa de Suecia; las rojas casas de Helsingborg, resplandecientes al sol de ese hermoso día; el castillo de Kronborg, en cuya terraza parecía deslizarse la sombra del rey fantasma; fueron variadas y vivas impresiones en el ánimo de todos.
Si Charcot hubiera asistido a ese congreso, habría hecho, como médico psiquiatra, el análisis de la obra de Shakespeare, analizada ya por Guizot, Taine, Montegut y Mezières. Charcot habría atraído la atención general por la expresión a la vez dantesca y napoleónica de su rostro lampiño y la mirada escrutadora e imperiosa. Con sobrias y coloridas palabras, hubiera analizado la obra de Shakespeare y descrito la afección nerviosa de Hamlet, cuya atormentada voluntad pugnaba con el deber más terrible; hubiera aclarado el desconcierto de esa alma fluctuante entre el enigma doloroso de la vida y la angustia de su propio destino.
Sin denotar el menor entusiasmo, algunos médicos regresaron del bosque vecino, en que se hallaba simulada, con algunas piedras, la tumba de Hamlet; en vano habían buscado el arroyuelo de Ofelia y retoños del sauce que escuchó su canción postrera. Pero aunque eso era sólo decoración del drama shakesperiano del misterio o ironía de la vida, el poder evocador del arte hacía de ese rincón de la tierra el lugar imperecedero donde Hamlet vivió y padeció.
Los barcos entraron de regreso en Copenhague en el momento del ocaso. Un largo crepúsculo puso en el ambiente luminosas tonalidades de perla. La calma que se cernía sobre el mar y la ciudad, parecía extenderse sobre todas las cosas. Pasteur amaba ese recogimiento.
Y su inclinación al silencio, adecuado a las meditaciones, hacíale gustar también de las costumbres apacibles y amables de los daneses, cuyo encanto se evidenciaba en los festejos realizados en honor de los congresistas. Ese pueblo calmoso, pero de sentimientos fuertes, le interesó tanto, que prolongó su estada después de la clausura del congreso: entre otras cosas, quería visitar el museo de Thorwaldsen. La ciudad de Copenhague no se había contentado con colmar de honores a su gran artista, sino que, después de su muerte, le profesó extraordinario culto y coleccionó piadosamente sus estatuas, bajo relieves, y hasta su menor boceto. Y para que nada faltase al hermoso homenaje, que ninguna nación ha igualado, Thorwaldsen yace ahora en el patio del museo, bajo una sencilla lápida cubierta de hiedra: allí el artista descansa rodeado de sus obras.
A su regreso de Copenhague, Pasteur fue a Arbois, donde dictó las experiencias que habían de efectuarse en París. Con sus cuadernos a la vista, sabía en qué período del tratamiento se hallaban y en qué fecha habían sido mordidos los perros inmunizados en el laboratorio de la calle de Ulm. Allí había quedado Adriano Loir, gustoso de privarse de sus vacaciones, valiosamente ayudado por Eugenio Viala, que Pasteur, en mérito a los buenos informes que tenía, había hecho venir de Alais, en 1871, para ocuparlo en los quehaceres menores del laboratorio. Cuando Viala llegó, apenas sabía leer y escribir; pero Pasteur le hizo dar instrucción, y él mismo le dio algunas lecciones. Desde 1873, hízole asistir a los cursos nocturnos para adultos que la Sociedad Politécnica dictaba en su edificio de la calle Gerson, cerca de la Escuela Normal. Durante tres años, Pasteur corrigió los deberes del niño, que mostraba afición al estudio. En 1885, habló de él en una comunicación a la Academia de Ciencias, a propósito de la trepanación de animales: «Aleccionado por M. Roux —dijo— un joven ayudante de laboratorio ha aprendido a hacer esta operación y, al presente, él es quien efectúa todas las trepanaciones sin que jamás suceda un accidente.» Las cartas de Pasteur a Viala escritas en las vacaciones de 1884, muestran que sus estudios de la rabia estaban muy adelantados, lo cual justificaba la difundida opinión que los resultados obtenidos debían aplicarse al ser humano.
El 19 de setiembre, Pasteur escribió a Viala: «Dile a M. Adriano (Loir) que envíe el siguiente telegrama a Inglaterra: «Cirujano Symonds. Oxford. Imposible todavía operar en el hombre. Imposible por ahora el transporte de virus atenuado.» Pide a los señores Bourrel y Beraud que te consigan un perro vagabundo muerto de rabia. Con su bulbo inocularás por trepanación un mono nuevo, dos conejos y dos conejillos de Indias... Sospecho que el perro de Nocard no ha estado rabioso. Aun cuando estuviera seguro de lo contrario, sería necesario recomenzar las experiencias.» A continuación hacíale las siguientes recomendaciones: «Como M. Bourrel asegura que hay muchos perros rabiosos en estos momentos, llévale dos parejas de perros nuevos, a una de las cuales harás morder mucho por un perro rabioso. Contarás las mordeduras, y, después de dos o más días, tratarás de inmunizar uno de los dos.
«Conserva las notas que tomes de las experiencias.
Escríbeme por lo menos cada dos días.» Para la extirpación de la rabia ¿era factible la vacunación de todos los perros? En Francia solamente había 2.500.000, sin contar los 100.000 existentes en París. Exigiendo la vacunación varias inoculaciones preventivas, ¿cuántos locales serían necesarios para guardar, aun procediendo por distritos, los numerosos perros en experiencia o en observación? A este obstáculo sumábanse, entre otros, el de los gastos de su cuidado y la dificultad de conseguir personal idóneo en preparar el virus, atenuarlo y observar la asepsia más rigurosa durante las inoculaciones. Si de acuerdo con la opinión de M. Nocard —a quien Pasteur había consultado—, se hubiera recurrido a conejos para preparar suficiente cantidad de emulsiones vaccínicas, no habrían alcanzado ni los conejos de Australia. Además, era necesario considerar el problema de los perros abandonados, errabundos y merodeadores, que con libertad peligrosa hacían casi ilusorio el tratamiento de los perros con dueño.
Dado que muchos propietarios y vendedores deseaban inmunizar sus perros, Pasteur creyó que podría intentar, por lo menos, la implantación de la vacunación facultativa. Este ensayo podría iniciarse en París, y, lenta y progresivamente, proseguirlo en otras partes. Con todo, la rabia no se extinguiría, porque tanto las vacunaciones en masa como las efectuadas en pequeñas series serían igualmente dificultosas.
El problema principal consistía, pues, en impedir que la rabia se declarara en las personas mordidas. Estando ocupado en la solución de este problema, Pasteur tuvo que responder al Emperador del Brasil, que se interesaba muchísimo por las actividades del laboratorio de la calle de Ulm, y le había preguntado cuándo podría aplicarse al hombre el tratamiento contra la rabia: «Sire: El barón de Itayuba, encargado de negocios del Brasil, me ha entregado la carta que Su Majestad ha tenido la deferencia de escribirme el 21 de agosto pasado. La Academia ha acogido con unánime simpatía el homenaje tributado por Su Majestad a la memoria de nuestro ilustre colega M. Dumas, y no será menos sensible a las condolencias que Su Majestad me pide que le transmita por la prematura muerte del señor Wurtz.
«Su Majestad ha tenido la bondad de referirse a mis estudios sobre la rabia. Éstos se hallan muy adelantados y siguen sin interrupción. No obstante, estimo que necesitaré dos años más para obtener resultados satisfactorios y estar en condiciones de proponer a las autoridades la adopción de mis conclusiones.
«Es menester conseguir la profilaxis dé la rabia después de las mordeduras.
«A pesar de mi confianza en el resultado y de las numerosas ocasiones que se me han ofrecido después de mi última lectura en la Academia de Ciencias, no me atrevo todavía a ensayar el tratamiento en el hombre. Temo mucho que un fracaso perjudique los resultados futuros, y, antes de emprender nada, quiero estar completamente seguro que el tratamiento puede aplicarse satisfactoriamente a los animales. En este sentido, las experiencias marchan bien y ya he conseguido inmunizar numerosos perros, aun después de mordidos. De los perros que hago morder por un perro rabioso, vacuno a uno y dejo sin tratamiento al otro: éste muere de rabia y el vacunado queda indemne.
«A pesar del éxito obtenido en numerosos casos de preservación de la rabia en perros, creo que mi mano temblaría al aplicar el tratamiento a los seres humanos.
«Para mayor bien de la humanidad podría intervenir en esto la alta y poderosa iniciativa de un jefe de Estado. He aquí cómo yo ejercería, si fuera rey, emperador o presidente de una nación, el derecho de indulto con los condenados a muerte. La víspera de la ejecución ofrecería al abogado defensor la elección entre la muerte del reo o una inoculación preventiva para inmunizarlo contra la rabia. El criminal que aceptara esta prueba, no sería ejecutado, pero quedaría sometido a vigilancia perpetua, para seguridad de la sociedad que lo condenó.
«Todos los condenados aceptarían, pues la muerte es lo único que los arredra.
«Este procedimiento podría aplicarse también para estudiar la enfermedad del cólera, que Su Majestad menciona. Ni los doctores Straus y Roux, ni el doctor Koch han conseguido trasmitir el cólera a los animales; por esta razón, hay gran incertidumbre respecto del bacilo causante del mal, según el doctor Koch. Podría ensayarse de transmitir el cólera a condenados a muerte, haciéndoles ingerir cultivos de bacilos; y cuando se declarara la enfermedad, se probarían los remedios tenidos por más eficaces.
«Atribuyo tanta importancia a esta medida, que, si Su Majestad compartiera mi modo de pensar, gustoso me trasladaría a Río de Janeiro, a pesar de mi edad y del estado de mi salud, para establecer la profilaxis de la rabia, y estudiar el contagio y la manera de combatir el cólera.
«Con profundo respeto reitero a Su Majestad la expresión de mi humildad y obediencia».
Antiguamente, el derecho de conmutación de penas se ejercía perdonando la vida de los criminales que aceptaban someterse a una experiencia. Admirado Luis XVI que una montgolfiera se elevara sobre Versalles, quiso proponer a dos condenados a muerte que fueran los primeros en ocupar una barquilla; mas Pilatre de Rozier, deseoso de ser el primer aeronauta, se indignó —según dijo— que dos viles criminales tuvieran la gloria de ser los primeros en elevarse en los aires. Defendió y ganó la causa, y en noviembre de 1783 hizo una ascensión de 20 minutos sobre el parque del, castillo de la Muette.
Antes del descubrimiento de Jenner, en el siglo XVIII, habíanse efectuado en Inglaterra, con buen resultado, algunos ensayos de inoculación directa de viruela. Cuenta Husson en sus estudios históricos sobre la viruela, publicados en 1803, que el rey de Inglaterra, deseando hacer vacunar a su familia, hizo previamente ensayar el método en 6 condenados a muerte. Los reos se salvaron, y entonces la familia real se hizo vacunar.
El proyecto de Pasteur habría inspirado seguramente algún comentario exaltado a Víctor Hugo, autor de El último día de un condenado. ¿Cómo habría interpretado el poeta de la piedad suprema la idea del sabio? En el derecho moderno, la justicia no considera si es más conveniente para el género humano utilizar la vida de un criminal, en vez de troncharla con la guillotina. La justicia moderna ejecuta o perdona; no transige con los condenados ni aplica penas no previstas por la ley.
Antes de dejar Arbois, Pasteur se enteró que habían surgido algunos obstáculos imprevistos. Muchos habitantes de Saint Cloud, Ville d'Avray, Marnes, Vaucresson y Garches, animados por el éxito de los habitantes de Meudon, resolvieron impedir la instalación de perreras en la finca de Villeneuve l'Etang. Para ello reeditaron los argumentos ya publicados. Hablaron del peligro público, y las mujeres expresaron sus mortales angustias, sobre todo con respecto a sus hijos, expuestos —según decían— a ser mordidos por perros rabiosos, que veían hasta en sueños.
Los pensionistas del hospicio de Brezin unieron sus voces al coro general, porque consideraban el parque de Villeneuve l'Etang como dependencia de su hospicio. Apoyados en sus bastones, se los veía pasear lentamente por los senderos casi borrados del parque, con sus gorras chatas y amplios trajes azules. ¿Tendrían que ser trasladados esos obreros inválidos? Los propios parisienses iban a menudo allí en busca de lugares agradables donde merendar sobre la hierba, ante paisajes parecidos a los que amaba Corot. La invocación de estas circunstancias resultó decisiva para la consecución de firmas para el petitorio contra el proyecto de Pasteur.
Un ex alumno de Pasteur en la Facultad de Estrasburgo, M. Christen, a la sazón concejero municipal de Vaucresson, le enteró de las manifestaciones contra su proyecto, y le aseguró que estaba dispuesto a hablar con los habitantes de su distrito para hacerles perder sus quiméricos temores.
Pasteur le respondió: «El 24 de octubre regresaré a Paris. Desde el 25, estaré todos los días en mi laboratorio de la calle de Ulm, dispuesto a dar informes para calmar —según lo espero— las aprensiones de los que protestan.
«Si mis razones no bastan, fijaremos una fecha para ir a Villeneuve l'Etang, y allí demostraré que las experiencias que me propongo realizar no implican ningún peligro para los habitantes de esos distritos, ni para los paseantes domingueros.
«Puede asegurar desde ya a sus conciudadanos y a los temerosos que en Villeneuve l'Etang no habrá perros rabiosos, sino solamente perros inmunizados contra la rabia. No teniendo actualmente espacio suficiente en mi laboratorio, me veo obligado a confiar esos animales a algunos veterinarios; por este motivo deseo disponer de amplia perrera cubierta y perfectamente cercada.
«Tiene usted razón en llamar ilusorio el peligro resultante de la vecindad de mis perreras; y le estoy muy agradecido por su intento de calmar la efervescencia reinante».
Cuando relató este incidente a su hijo, agregó: «¡Hemos perdido los mejores meses para la instalación! ¡Esto retrasará las experiencias en un año!».
Poco a poco los espíritus se calmaron. En enero de 1885, Pasteur pudo ir a Villeneuve l'Etang a disponer lo necesario para transformar la vieja caballeriza en amplia perrera. Entonces hizo embetunar el piso, colocar rejas dobles de hierro a ambos lados del pasadizo central y poner 60 perreras a lo largo de las paredes.
Durante el largo período en que Pasteur trató de hallar la profilaxis de la rabia, alguien, que gustaba de vagar por los muelles de París, encontró muchos documentos antiguos referentes a esta enfermedad. Pasteur se interesaba a veces por esos papeles amarillentos, cuyos datos podían servir para redactar una historia sucinta de la rabia. Revisando volúmenes y monografías encontró el pasaje en que Homero hace decir a un combatiente que el invencible Héctor era un perro rabioso. Algunos comentaristas aseguraban que Hipócrates mencionaba ya la rabia, aunque muy vagamente. Aristóteles, es más explicito; habla de ella y de su trasmisión por mordeduras, pero dice que el hombre no la contrae.
Después de 300 años, Dioscórides y Celso, a comienzos de nuestra era, fueron los primeros en aludir nuevamente a la rabia. El hombre atacado de este mal —dice Celso— siente sed torturadora, y, al mismo tiempo, invencible repulsión por el agua. Como remedio aconsejaba la cauterización de las heridas con un hierro candente o con cáusticos y corrosivos; pero también indicaba otros remedios más o menos fantásticos.
Plinio el Viejo, a quien los curanderos de aldea hubieran podido considerar su maestro, preconizaba la ingestión del hígado del perro rabioso. Este remedio tuvo poca difusión; Galeno lo combatió, y recomendó la receta no menos original de deglutir ojos de cangrejo. Posteriormente recomendóse la tortilla de conchas molidas; pero debía ser preparada con las valvas superiores de las ostras y no con las inferiores. Tomábase con leche o vino blanco, y para hacerla más eficaz, algunos le agregaban polvo de pimpinela, raíces de escaramujo, o madera de encina carcomida.
Entre los extraños remedios usados en Bélgica, la peregrinación a San Huberto era el preferido. En su libro La rabia y San Huberto, M. Enrique Gaidoz cuenta cómo el Santo, siendo apóstol misionero, recorrió en el siglo VIII la inmensa pradera de Ardenas, abundante en caza y en leyendas, inspiradas, sin duda, por la soledad de sus bosques. San Huberto fue al principio el patrono de los cazadores, pero su prestigio aumentó tanto con el tiempo, que al fin le atribuyeron poderes sobrenaturales. Su estola milagrosa curaba la rabia; y esta creencia perdura aún, después de más de mil años. Antiguamente, los sacerdotes desprendían una partícula de hilo de ella y la introducían bajo la piel de la frente de la persona mordida, mediante una ligera incisión hecha con cuchillo; luego cubrían la herida con una venda que debía mantenerse 9 horas.
En un pequeño manual del siglo XVII titulado Los remedios caritativos de la señora Fouquet se lee esta receta: «Un buen remedio para los mordidos en cualquier parte del cuerpo por perros, gatos, lobos u otros animales rabiosos, son los baños de mar en el Mediterráneo o en el Océano, tomados oportunamente, esto es, antes que el veneno haya alcanzado partes nobles del organismo, fenómeno que ordinariamente sucede dentro de los 9 días». Para la señora de Fouquet, las partes nobles del organismo eran: el cerebro, el corazón, el hígado y el estómago.
En esa época se aconsejaba la playa de Dieppe a los enfermos amenazados de rabia. Es necesario agregar que solamente las personas atemorizadas por la enfermedad se decidían a tomar baños de mar, pues nadie creía en la virtud higiénica o terapéutica de los baños, salvo en el caso especialmente indicado de la rabia. En los albores del siglo XIX, algunos ingleses comenzaron a pasar temporadas de baños en Dieppe, y su ejemplo indujo a mucha gente a «exponerse a la ola», como se decía afectadamente durante la Restauración, en Normandía y Bretaña.
El 13 de marzo de 1671, madame Sevigné escribió a su hija una carta en que le narraba los acontecimientos de la semana: «Hace 8 días las señoras de Ludres, Cöetlogon y la niña Rouvroy, fueron mordidas por la perrita de Théobon, que murió rabiosa. Las tres partieron esta mañana para Dieppe, a fin de sumergirse tres veces en el mar. El viaje fue triste. Benserade estaba desesperado. Théobon no ha querido ir, a pesar de haber sido ligeramente mordida, y la reina no quiere que la sirva hasta saber cómo termina esta aventura».
También en el siglo XVIII aconsejóse a los mordidos los baños en la playa de Dieppe. En una historia de esta ciudad, escrita por Viet en 1847, se menciona la comedia La rabia de amor, representada en un teatro de París en 1725, cuya acción se desarrolla en Dieppe en torno a los amores de Angélica y Clitandro. Con el pretexto de haber sido mordida por un perro rabioso, Angélica se traslada a Dieppe, donde su médico y confidente aconseja a su padre que termine el tratamiento casándola con Clitandro.
Es sabido que durante el reinado de Luis XIV se inicia la época en que los médicos adquirieron mayor influencia tanto en el orden individual como en el social; los gobernantes empezaron a confiar en los dictámenes de la Sociedad Real de Medicina, porque comprendieron, de acuerdo con los filósofos, que la felicidad del pueblo depende primordialmente de la salud. Cuando Lenoir, teniente general de policía, proyectó la construcción de un hospital de hidrófobos e instituyó un premio de 1.200 libras para quien encontrara el mejor tratamiento de la rabia, las autoridades pidieron a la Sociedad Real de Medicina, en 1780, que se encargara de otorgar ese premio, debido «a la magnificencia de un magistrado tan esclarecido como buen ciudadano». De las numerosas memorias escritas resultó laureada la del cirujano mayor del hospital general de Dijón, M. Le Roux, modestamente titulada: Disertación sobre la rabia. Le Roux no había efectuado ninguna experiencia ni presenciado ninguna curación; pero, en compensación, era sagaz y erudito. Lector infatigable, había anotado cuanto le pareció útil y verdadero en los 300 volúmenes publicados hasta entonces. Disertaba largamente sobre el tétano, las epilepsias, el veneno de las víboras y de la rabia, en todo lo cual no veía sino una irritación local interna o externa. La rabia espontánea —según él— se desarrollaba mucho más rápidamente que la rabia transmitida, pues «la causa irritante se halla repartida sobre mayor superficie del canal digestivo y actúa sobre mayor cantidad de nervios sensibles, que ponen más rápidamente en conmoción el sistema sensitivo con el que se comunican».
A propósito del por qué la saliva se volvía virulenta y contagiosa, Le Roux escribía: «Creo que por efecto de los movimientos convulsivos y del espasmo general...Probablemente, en el primer período de la enfermedad, la saliva no es contagiosa y sólo se torna así, cuando la hidrofobia se ha declarado completamente, a causa de la fiebre rábica y los movimientos convulsivos. La saliva y los humores se corrompen más y más a medida que la vida del animal toca a su fin».
El trabajo de Le Roux es indudablemente interesante y de valor documental. En él se lee cómo los antiguos trataban de atacar «el veneno» por medio del fuego aplicado a las mordeduras, y cómo los modernos, preocupados por la idea que la sangre se infeccionaba a causa de ese veneno, habían «recurrido a los medios ofrecidos por los reinos de la naturaleza, a fin de hallar un específico para destruirlo». Ése era el origen de los remedios examinados por Le Roux en su disertación. Las consabidas ostras calcinadas, las gotas de álcali volátil, las fricciones mercuriales y los polvos, desempeñaban prodigioso papel. El mercurio era para muchos un específico seguro; pero como no tenía mayor virtud curativa que los otros, y era, en cambio, mucho más peligroso, Le Roux decía contra él: «Lamento tener que oponerme a la opinión de las personas reputadas y meritorias; pero así lo exige el interés de la humanidad, ley suprema para hombres honrados».
La cauterización, olvidada por un tiempo, fue preconizada nuevamente por él, y al indicar cómo debían, quemarse las heridas y hablar del miedo que sentían los enfermos por el hierro candente, decía: «La idea de un hierro ardiente que había de penetrar en las heridas sangrientas, sublevaba a los enfermos y les hacía rechazar ese socorro. Mas, aun los que tenían el valor de someterse a la operación, no siempre se preservaban del mal, porque los cirujanos, conmovidos por los gritos de dolor, el chirrido de la carne y el humo espeso, apoyaban el hierro temerosos y vacilantes, y no eliminaban el veneno de las heridas profundas y sinuosas». A continuación decía; «La manteca de antimonio, que ha sustituido a la cauterización, no tiene este aspecto temible y los enfermos la aceptan sin temor. Es un licor no maloliente que no exhala vapores, y cuando quema, produce olor soportable. El cirujano puede extenderla sobre las heridas y hacerla penetrar en ellas, puede ponerla donde quiera y extenderla sobre tanta superficie como juzgue necesario. Con ella persigue, descompone y destruye el veneno, aún en los lugares más recónditos. ¿Puede desearse específico más cómodo y poderoso?».
En la memoria de Le Roux léese que, en esa época, la terapéutica de la rabia se había simplificado enormemente al desaparecer muchos tenaces y crueles prejuicios que impulsaban a la gente hasta el extremo de matar a las personas enfermas de rabia o sospechosas de estarlo. Tiros, venenos, estrangulación y asfixia, eran los medios a que recurría el miedo para cometer tales asesinatos. En el libro de Andry Estudios sobre la rabia, publicado en 1780, relátase la historia de una desdichada pastora de Berry que, habiendo sido mordida por un lobo rabioso, fue abandonada por el cirujano, sus parientes y vecinos. Abandonada no es la palabra exacta, pues todos «pensaban ya en quitarle la vida». Felizmente halló protección en el teniente general M. Bengy, residente en Burges. Acostada en un carro y cubierta con paja, pudo llegar hasta el hospicio de mendigos y vagabundos; pero era tal el espanto de todos, que se decidió «por gracia especial» encerrarla en una de las celdas destinadas a los locos. Fue preciso amputarle la mano derecha que el lobo le había destrozado con los dientes. Ensayáronse todos los remedios conocidos: espíritu volátil de cuerno de ciervo, fricciones mercuriales, tortilla de escaramujo y de conchas de ostras pulverizadas. El teniente general, «que no temía visitarla ni conversar con ella», la hizo transportar a un hospital de las afueras de la ciudad, donde la muchacha murió.
En ciertas regiones, el temor al contagio hacía creer a la gente que la rabia se transmitía por la saliva o el aliento de las víctimas. A esto sumábase el miedo a las medidas que solían emplearse cuando los mordidos empezaban a agonizar. El 8 de mayo de 1780 fue internada en el Hotel Dieu una niña enferma de rabia que imploraba que no la asfixiaran «Era costumbre antaño —léese en la obra Medicina doméstica publicada en 1802— que, tan pronto como se declaraba la rabia, se abandonara las víctimas a su desgraciado destino, o se las desangrara por las cuatro extremidades, o se las asfixiara entre dos colchones. Mas esta costumbre bárbara y cruel ha desaparecido ya». Sin embargo, de acuerdo con el libro de M. Gaidoz sobre la rabia, los atentados de este género debieron ser muy frecuentes durante el primer Imperio, pues un filósofo propuso al gobierno, en 1810, la implantación de una ley concebida en estos términos: «Bajo pena de muerte, prohíbese estrangular, asfixiar, desangrar por las cuatro extremidades, o matar de cualquier otra manera a las personas atacadas de rabia, hidrofobia o cualquier otra enfermedad que provoque accesos, convulsiones o locura furiosa. Corresponde a la policía y a las familias de las víctimas, tomar precauciones para proteger la salud pública y al particular».
En 1816 los periódicos informaron que mi desdichado atacado de rabia, había sido asfixiado entre dos colchones. «Es deber de los médicos —leíase al respecto— divulgar que esta enfermedad no se transmite de un hombre a otro y no existe, por consiguiente, ningún peligro en cuidar los enfermos». En esa época recurríase muy a menudo a las cauterizaciones, aunque los antiguos remedios, más o menos fantásticos, estaban todavía en boga. En una memoria sobre la hidrofobia aparecida en 1823, aconsejábase, para tratar las heridas profundas, que se introdujeran en ellas agujas puntiagudas anchas y largas, aun en las heridas del rostro.
Pasteur recordaba siempre el pánico cundido en el Jura, en octubre de 1831, cuando, siendo el niño, un lobo rabioso mordió a cuantas personas encontró a su paso. En la herrería próxima a la casa paterna, vio cauterizar, con un hierro candente, a un arboisiano apellidado Nicole. Hubo 8 víctimas, y los mordidos en la cabeza o las manos, murieron en medio de atroces dolores. Nicole se salvó. Durante muchos años perduró en la región el espanto causado por ese lobo rabioso.
Siendo la cauterización de las heridas del rostro operación muy cruel, persistíase en hallar otros remedios, preventivos o curativos. La larga duración del período de incubación de la rabia justificaba la esperanza que el fluido rábico, el principio morbífico y letal, como entonces se decía, sería dominado al fin. Algunos médicos pensaron si no sería posible neutralizar los efectos del virus rábico, inoculando otros virus de efecto opuesto. Casos hubo en que se ensayó hasta el veneno de víbora, y algunas personas mordidas por perros rabiosos fueron sometidas a otra clase de mordeduras, tan crueles como inútiles.
En 1852 el gobierno instituyó un premio para quien encontrara el remedio de la rabia. Para optar a éste presentáronse a la Academia de Medicina toda suerte de trabajos, en los que se exhumaron los antiguas recetas a base de tortillas, tisanas, polvos y fricciones mercuriales. Como detalle curioso, índice de la persistencia de ciertas supersticiones, debe mencionarse que la receta de los ojos de cangrejo reaparecía al cabo de 1.600 años. Este remedio se preparaba con mirra, genciana y bol arménico, que reemplazaba a la triaca. La triaca, no obstante, era remedio sumamente cómodo, pues se prestaba a muchísimos usos por su gran variedad de ingredientes. A Claudio Bernard, siendo mozo de farmacia, en Lion, su patrón le decía cada vez que un producto se echaba a perder: «Servirá para preparar la triaca». Al decir de Renán, éste fue el origen de las dudas de Claudio Bernard sobre la eficacia del arte de curar.
Bouchardad, encargado de informar a la Academia de Medicina sobre la eficacia de los remedios propuestos, halló que carecían de valor: casi todos parecían provenir de los albores de la farmacología ... En su informe, aseguró que la cauterización era el único remedio eficaz para el tratamiento profiláctico de la rabia.
Dieciocho años después, Bouley expresó esta misma idea, aconsejó la inmediata destrucción de los tejidos que hubieran estado en contacto con saliva rábica. Además de la cauterización con hierro calentado al rojo o con pólvora de caza inflamada en la herida, indicaba el empleo de ácido nítrico, ácido sulfúrico, ácido clorhídrico, piedra cauterio, manteca de antimonio, sublimado corrosivo y nitrato de plata.
En el célebre Tratado de patología interna de M. Jaccoud, aparecido en 1873, léese en el artículo Rabia, que la cauterización con hierro candente era el único remedio eficaz conocido: «Después de las mordeduras sospechosas, debe seguirse el siguiente tratamiento: 1) Cauterizar las heridas lo más profundamente posible; 2) Dejarlas supurar y evitar que cicatricen».
Para terminar de mencionar las obras interesantes acerca de la rabia, falta citar el informe que el secretario del Concejo de Higiene y Salubridad del departamento del Sena elevó a propósito de los trabajos efectuados en 1872 a 1877: «No existe actualmente más tratamiento profiláctico de la rabia que la cauterización inmediata y profunda de las heridas virulentas».
¡Tras muchos siglos de búsqueda infructuosa de un remedio eficaz, debía recurrirse, a la postre, a las cauterizaciones preconizadas por Dioscórides 2.000 años antes! Por lo demás, el origen de la rabia seguía desconocido. El mal se atribuía a las causas más diversas, y los errores abundaban al respecto; muchos seguían creyendo en la espontaneidad de la enfermedad. En 1870 Bouley sostuvo en una conferencia «que, en la mayoría de los casos, la enfermedad se origina por contagio: de 1.000 perros rabiosos 999 deben su mal a una inoculación por mordedura»; con todo, Bouley no negaba en absoluto la espontaneidad del mal.
Pasteur se propuso entonces extirpar la falsa idea de la espontaneidad de la rabia y demostrar cuán erróneo era considerar sinónimas las palabras hidrofobia y rabia, error que, por su parte, Bouley, M. Nocard y el veterinario M. Varnesson, no cesaban de combatir. Como todos los prejuicios, éste persistía tenazmente. No, el perro rabioso no tiene horror al agua, el perro rabioso no es hidrófobo. Esta palabra se aplica al hombre, pero no al perro. Pablo Bert quería que todas las facturas de recaudación del impuesto a los perros, llevaran esta advertencia: «El perro rabioso bebe agua».
Como las palabras rabia y Pasteur se pronunciaban siempre juntas, muchos campesinos creyeron que éste era veterinario al que podían consultar. Numerosas cartas llegaron a la Escuela Normal, conteniendo a menudo verdaderos cuestionarios. ¿Qué debía hacerse con un perro de aspecto sospechoso, cuando se ignoraba si había sido mordido? ¿Había que matarlo inmediatamente? No, respondía Pasteur; encerrad vuestro perro en lugar seguro, y si está rabioso, morirá al cabo de algunos días: así tendréis la certidumbre. A veces, los propietarios querían conservar sus perros, mordidos por otros manifiestamente rabiosos: «¡Mi perro es tan buen guardián !»; o, sino: «¡Mi perro es tan bueno para la caza!». En algunas personas primaba el sentimiento sobre la espantosa responsabilidad en que incurrían. «La ley es explícita —respondía Pasteur—; todo perro mordido por otro rabioso debe ser matado inmediatamente», y se irritaba contra los alcaldes que, por indiferencia, debilidad o cálculo, violaban la ley y contribuían al recrudecimiento de la enfermedad.
El 18 de marzo de 1885 escribió a su amigo Julio Vercel: «Por desgracia, no podremos pasar las vacaciones de Pascuas en Arbois. He empezado ya la instalación de mis perros en Villeneuve l'Etang, y esta tarea me llevará algún tiempo. Además, mis experiencias sobre la rabia son fiscalizadas por la comisión que solicité el año pasado; esto durará algunos meses. En este año quedará demostrada la eficacia de la vacunación antirrábica en perros, aun cuando se la aplique después de la mordedura.
«Todavía no me he atrevido a tratar las personas mordidas, pero creo que pronto podré hacerlo. Tan seguro estoy de mis resultados, que tengo enormes deseos de comenzar conmigo mismo e inocularme la rabia, para detener después sus efectos».
Tres días después dirigió una carta más explícita a su hijo —a la sazón secretario de la Embajada de Francia en el Quirinal—, exponiéndole, con entusiasmos y reserva, muchos detalles de sus experiencias: «El 10 de marzo se reanudaron las experiencias ante la comisión fiscalizadora de la rabia, que, hasta ahora, ha sesionado seis veces: la séptima sesión se celebrará hoy. Como hago verificar solamente los resultados de los que estoy completamente seguro, por haber hecho previamente la prueba, mi trabajo aumenta considerablemente, porque estas pruebas se agregan a mis experiencias actuales. Has de saber que continúo las investigaciones a fin de descubrir nuevos principios y fortalecer mi ánimo por hábito y la convicción, antes de intentar inoculaciones preventivas en el hombre.
«Las experiencias ante la comisión no pueden conducir, por el momento, a ningún resultado concluyente, pues, como tú sabes, el largo período de incubación del mal impone una espera de varias semanas antes de obtenerse resultados valederos. Tampoco se han producido incidentes enojosos, y si todo sigue como hasta ahora, el segundo informe de la comisión será tan satisfactorio como el primero.
«Estoy igualmente satisfecho de mis nuevas experiencias sobre la rabia. Quizá pueda efectuar pronto una aplicación en gran escala; mas son tantas las ilusiones que alimentamos cuando hacemos investigaciones científicas, que debemos ser prudentes y severos con nuestras esperanzas, hasta que nuestras previsiones se confirmen».
Las perreras de Villeneuve l'Etang estuvieron terminadas en el mes de mayo. En celdas individuales numeradas se encerraron 50 perros inmunizados, a los que se les había introducido bajo la piel médula triturada de conejos muertos de rabia. Pasteur les había inoculado primeramente médula de virulencia nula (obtenida tras una desecación de 15 días) y, cada día subsiguiente, médulas cuya virulencia aumentaba progresivamente, hasta llegar a la de más virulencia: la de un conejo muerto de rabia el mismo día de la inoculación. Esos perros vacunados, provenientes de la perrera municipal, fueron llevados de vez en cuando al laboratorio de París para ser sometidos a mordeduras e inoculaciones intracraneanas, con el objeto de determinar la duración de la inmunidad.
El carácter de los perros inmunizados de Villeneuve l'Etang, poníase de manifiesto cuando el buen Pernin, antiguo gendarme encargado de la vigilancia de la finca, limpiaba por las mañanas las jaulas y obligaba a los perros a pasar, por unos instantes, al pasadizo entre sus celdas y la larga reja de hierro que impedía el acceso a los visitantes. Muchos esperaban ese minuto de libertad para correr rápidamente en busca de sus vecinos; otros, por el contrario, se aislaban temerosos de los hombres; algunos, que parecían recordar la mesa de operaciones, permanecían encogidos; como aterrados, y se negaban a dejar las jaulas. Más de un sabueso parábase en sus patas traseras en procura de una caricia de Pernin. La mayoría pasaba el tiempo durmiendo, a la espera de la comida, y, otros, por último, lanzaban prolongados ladridos que resonaban a lo lejos en el silencio del bosque.
El destino de esos perros hubiera podido servir de meditación a quien hubiese visitado el extraño cementerio de Bagatelle, a pocos pasos de Villeneuve l'Etang. Allí, un filántropo inglés, Richard Wallace, había reservado un lugar bajo los árboles para enterrar sus perros favoritos. Grandes y chicos, perros de lujo, de guardia o perros caseros, yacen bajo una piedra, después de mimados durante la vida. Los del laboratorio, en cambio, tan útiles a la humanidad, eran llevados por el destazador, después de haber sido sacrificados en algún experimento.
De acuerdo con las indicaciones de Pasteur se colocaron jaulas de conejos y conejillos de Indias junto a las paredes de la perrera de Villeneuve l'Etang.
Como Pasteur necesitaba a menudo permanecer algunos días en el laboratorio de Villeneuve l'Etang, el arquitecto de las Construcciones Civiles habló de reparar algunos cuartos del castillejo, para que le sirvieran de habitación. Con ello volvería a animarse la ruidosa residencia imperial, y el parque del castillo presenciaría un nuevo género de veraneo, distinto del que pasaron el Emperador y la Emperatriz en los primeros tiempos de su matrimonio. Pero Pasteur prefirió que se arreglaran las dependencias del servicio y se repararan las habitaciones ocupadas antiguamente por los suboficiales de la guardia: todo será muy confortable allí las reparaciones interiores fueron someras: con papel de color gris azulado se cubrieron malamente las paredes, vigas y tabiques. «Por lo visto, no es la comodidad lo que más le interesa», díjole a Pasteur, cierta vez, un rico propietario de Marly.
El 29 de mayo, Pasteur escribió a su hijo: «Pensaba terminar mis estudios sobre la rabia a fines de abril, pero tendré que continuarlos hasta fines de julio. No creas, sin embargo, que he quedado estacionario. En estudios tan difíciles, uno se halla lejos de la meta mientras no puede decir la última palabra, ni presentar pruebas decisivas. Quisiera poder aplicar el tratamiento al hombre, sin estar cohibido por el temor que sobrevengan accidentes.
«Nunca como ahora he tenido tantos temas de experimentación: 60 perros en Villeneuve l'Etang, 40 en Rollin, 10 en casa de Fregis, 15 en la de Bourrel. Con todo, deploro no disponer de más jaulas.
«¿Qué piensas de la calle Pasteur de la gran ciudad de Lila? Pocas noticias como ésa me han causado tanta alegría».
Pasteur llamaba abreviadamente Rollin al antiguo colegio Rollin que había sido transformado en dependencia de su laboratorio y en cuyo patio abandonado había instalado grandes jaulas con gallinas, conejos y conejillos de Indias: verdadera granja para inoculaciones.
Pasteur efectuaba simultáneamente dos series de experiencias con 125 perros en total. En una trataba de inmunizarlos por medio de inoculaciones preventivas; en la otra, de impedir que la rabia se declarara en los perros mordidos. Las experiencias de cada serie eran fiscalizadas con contrapruebas efectuadas en animales que servían de comparación.

CAPÍTULO 13
1885 – 1888

La primera inoculación antirrábica en el hombre: el niño alsaciano José Meister. — Pasteur en Arbois; su discurso para la recepción de José Bertrand en la Academia Francesa, en reemplazo de J. B. Dumas. — El escultor Perraud. — Inoculación al pastor Jupille. — Comunicación a la Academia de Ciencias y a la Academia de Medicina del descubrimiento del tratamiento preventivo de la rabia. — Muerte de la niña Pelletier. — Solicitud de Pasteur con los inoculados. — Fundación del Instituto Pasteur. — Los rusos de Smolensk. Comisión inglesa de verificación de los resultados de las inoculaciones antirrábicas. Festival en el Trocadero. — Pasteur se dirige a la Sociedad de Socorro de los Amigos de la Ciencia, a la Sociedad Filantrópica y a la Unión Francesa de la Juventud. —Instalación de un servicio, antirrábico en la calle Vauquelin. Pasteur enfermo; su estadía en Bordighera. Fundación de los Anales del Instituto Pasteur. — Discusiones sobre la rabia en la Academia de Medicina. Terremoto en Bordighera. — Regreso de Pasteur a Francia. Informe de la comisión inglesa de verificación del tratamiento de la rabia. Pasteur, secretario perpetuo de la Academia de Ciencias; su dimisión. — Inauguración del Instituto Pasteur.
Era tal su concentración mental cuando buscaba la solución de algún problema, que a veces hacía abstracción de cuanto le rodeaba. Cierto día escribió la siguiente nota en una sesión de la Academia Francesa en la que se trataba del diccionario: «Aunque no suelo ocultar mis ideas a mis colaboradores, quisiera reservar por algún tiempo las que voy a anotar, porque no he terminado aún las experiencias que habrán de confirmarlas.
«Se refieren a la rabia, pero pueden tener validez general.
«Me siento inclinado a creer que el supuesto virus rábico está siempre acompañado de una sustancia especial que tiene la propiedad de impregnar el sistema nervioso, tornándolo inapto para el desarrollo ulterior del microbio y provocando con ello la inmunidad vaccínica.
Sí esto resultara cierto, la teoría tendría validez general y representaría un gran descubrimiento.
«Chamberland, a quien acabo de encontrar en la calle Gay Lussac, quedó muy impresionado cuando le expliqué mis ideas y experiencias, y me pidió autorización para aplicarlas inmediatamente al carbunco. Por mi parte, las ensayaré con la rabia en cuanto mueran los perros y conejos actualmente en observación. Anteayer, Roux quedó igualmente impresionado.
«Academia Francesa. Sesión del jueves 29 de enero de 1885».
¿Sería posible aislar alguna vez esa sustancia vaccínica, presumiblemente unida al virus rábico? Mientras esta pregunta esperaba respuesta, Pasteur tenía que pensar en consolidar el descubrimiento capital de la inoculación preventiva, pues los meses pasaban y nadie conseguía explicar el proceso íntimo de la vacunación antirrábica, como tampoco el de la vacunación antivariólica.
El lunes 6 de julio, por la mañana, estando ocupado en la solución de estos problemas, Pasteur vio entrar en su laboratorio a una mujer alsaciana acompañada de su hijo, José Meister, niño de 9 años, mordido la antevíspera por un perro rabioso.
Ella le contó que, mientras su hijo se dirigía a la escuela de Meissengott, cerca de Schlestadt, por un sendero transversal, un perro se abalanzó de improviso sobre él y lo derribó. Imposibilitado de toda defensa, el niño sólo atinó a cubrirse el rostro con las manos. Un albañil, espectador lejano de la escena, acudió con una barra de hierro, y con fuertes golpes obligó al perro a soltar su presa, y levantó al niño cubierto de sangre y baba. El perro, entre tanto, volvió a casa de su amo, Teodoro Vone, al que mordió en el brazo; mas éste, cogiendo su fusil, lo mató de un tiro. Al hacer la autopsia, se encontró el estómago del animal lleno de heno, paja y trozos de madera. Los padres del niño, enterados de la desgracia, acudieron llenos de inquietud a consultar al doctor Weber, radicado en Villé, que cauterizó las heridas con ácido fénico, y aconsejó a la madre que fuera a París, al día siguiente, a fin de consultar a quien, sin ser médico, sabía aconsejar mejor que nadie qué debía hacerse en tan grave situación. Inquieto por el niño y por sí mismo, Teodoro Vone fue también a París.
Pasteur lo tranquilizó; la baba del perro había sido absorbida por el traje, y la manga de la camisa estaba intacta. Le dijo que podía regresar en el primer tren.
En cambio la emoción de Pasteur fue profunda cuando examinó al niño, que no podía caminar a causa del dolor producido por sus 14 heridas. ¿Qué haría con él? ¿Osaría aplicarle el tratamiento preventivo que tan seguros resultados daba en los perros? Sus esperanzas y escrúpulos lo colocaron ante angustioso dilema. Antes, de tomar una resolución definitiva, se ocupó en que nada faltara a la madre y al niño, solos en París, y los citó para las cinco de esa misma tarde, después de la sesión del Instituto.
Po? su actuación en la comisión fiscalizadora de las experiencias sobre la rabia, Pasteur había llegado a apreciar cabalmente el juicio certero de M. Vulpian, sabio que, en repetidas ocasiones, había señalado cuánto provecho obtendría la clínica humana con la experimentación en animales. En extremo prudente, y apasionado por el trabajo, Vulpian consideraba siempre todos los aspectos de los problemas en estudio. Recto, bondadoso, caritativo y discreto, el hombre valía, en él, tanto como el sabio, y en su mirada naturalmente triste había algo de dulzura y altivez. Al día siguiente de un gran duelo, había exclamado cierta vez refiriéndose a la muerte: «Felizmente contamos con este remedio supremo».
Cuando Pasteur lo consultó, Vulpian dijo que las experiencias sobre perros eran tan concluyentes, que, aplicadas al hombre, tendrían con seguridad resultados satisfactorios, ¿Por qué no ensayaba el tratamiento en ese niño? ¿Existía acaso algún, remedio eficaz? Además, las heridas del enfermo no habían sido cauterizadas con hierro candente y la cauterización con ácido fénico (hecha doce horas después de ocurrido el accidente), sería probablemente ineficaz. Considerando, por una parte, la inminencia del peligro de muerte, y por otra, la posibilidad de salvar al pequeño Meister, Pasteur no tenía solamente el derecho, sino la obligación de aplicarle la inoculación antirrábica.
Igual opinión formuló el doctor Granelad (que trabajaba en el laboratorio) al ser consultado por Pasteur. Puede decirse que él y el doctor Straus, fueron los primeros médicos franceses que estudiaron bacteriología. Pasteur lo apreciaba mucho, y él, a su vez, le profesaba profunda admiración y afecto.
Vulpian y Grancher visitaron al niño ese mismo día 6 de julio, y, ante la gravedad de las mordeduras —sobre todo las de las manos—, decidieron realizar en el acto la primera inoculación. Para ello emplearían médula prácticamente sin virulencia (de 14 días de desecación) y en los días subsiguientes, médulas frescas de más en más virulentas.
Aunque el niño lloraba, temeroso que la simple inyección (con la jeringa de Pravaz) de algunas gotas del líquido preparado con la médula rábica, resultara una operación temible, el pinchazo fue tan suave, que ni, siquiera hubo necesidad de consolarlo. Pasteur hizo preparar un cuarto en el antiguo colegio Rollin, para habitación de la madre y el hijo. Al día siguiente, por la mañana, éste púsose a jugar como si hubiera regresado de la escuela sin la obligación de hacer ejercicios ni estudiar lecciones. Su campo de acción se extendió rápidamente a los animales que allí había, y tomó bajo su protección a los más pequeños. Recreábase mirando los conejillos de Indias que parecían, con sus lomos manchados, castañas apenas maduras, y los ratoncitos blancos que en el fondo de los frascos, semejaban copos de algodón. Solicitó y obtuvo fácilmente de Pasteur el permiso de ejercer el derecho de indulto con los más pequeños. En ese mundo zoológico, el niño resultó un genio propicio que cambiaba el destino de los animalitos...
Hasta ahora todo va bien —escribió Pasteur a su yerno el 11 de julio—. El niño duerme bien y tiene buen apetito. La sustancia inoculada se absorbe de un día para el otro, sin dejar rastros. No obstante, todavía no hemos realizado las inoculaciones de verificación, que se efectuarán el martes, miércoles y jueves; si el niño sigue bien durante las tres semanas próximas, entonces quedará demostrada la eficacia del tratamiento. Cualquiera que sea el resultado, enviaré al pequeño y a su madre a Meissengott, cerca de Schlestadt, el 1 de agosto, pero no sin establecer antes el régimen de observación que deberá cumplir el encargado de esa buena gente. Por esta razón, no podré hacer ninguna comunicación antes de las vacaciones».
A medida que aumentaba la virulencia de las inoculaciones, mayor era la inquietud de Pasteur: «Queridos hijos —escribía su esposa—, vuestro padre ha pasado otra mala noche. No puede acostumbrarse a la idea de tener que intervenir, en última instancia, en ese niño. Sin embargo, urge que se decida ahora. El niño continúa en buena salud».
La esperanza de Pasteur se evidenciaba en otra carta: «Mi querido Renato: Creo que sobrevendrán grandes cosas: José Meister abandonará pronto el laboratorio. Las tres últimas inoculaciones le dejaron manchas rosadas, indolentes y cada vez mayores. A medida que se acerca la inoculación final, que se efectuará el 16 de julio, se nota más intensa reacción. Hasta ahora el niño sigue perfectamente; duerme bien, aunque un poco agitado; tiene mucho apetito y nada de fiebre. Ayer en el momento de la inoculación cuotidiana, su madre nos dijo a M. Grancher y a mí, que el niño había tenido un leve acceso nervioso mientras se hallaba sentado a la mesa con su tío». La carta terminaba con esta afectuosa advertencia: «Quizá se está gestando uno de los mayores acontecimientos médicos del siglo y usted lamentará no haber asistido a su advenimiento».
Pasteur sentía entonces contradictorias emociones, igualmente intensas, fluctuantes entre la esperanza y la angustia. No podía trabajar. Todas las noches tenía fiebre. En sus pesadillas veía al pequeño Meister súbitamente atacado por la enfermedad y ahogado por la rabia como el niño del hospital Trousseau.
Aun cuando confiaba que llegaría a librar a la humanidad de la terrible enfermedad de la rabia, su ternura por ese «pobre niñito»—como él lo llamaba— acrecía su inquietud.
El tratamiento duró 10 días, y José Meister fue inoculado 12 veces. La virulencia de las médulas se comprobaba previamente en conejos. Juzgando que la gravedad de las mordeduras exigía enérgico tratamiento, Pasteur le hizo inocular, el 16 de julio a las 11 de la mañana, médula atenuada un solo día, esto es, médula que a ciencia cierta provocaba la rabia en los conejos al cabo de 7 días. Con esa inoculación se demostraría si el tratamiento había producido o no la inmunidad y preservación necesarias.
Curado de sus heridas, el pequeño Meister sentíase feliz de poder corretear libremente por el laboratorio, como si estuviera en una granja de Alsacia. Sus ojos azules ya no expresaban temor cuando le aplicaban las inyecciones. La tarde que recibió la última, después de haber abrazado a su «querido señor Pasteur» —como él lo llamaba— se recogió tranquilamente. Pasteur pasó una noche de cruel expectativa. El insomnio perdona ordinariamente a los hombres de acción, pero suele ser implacable con los intelectuales. En las horas lentas y sombrías de la noche, cuando todo parece deformado y los fantasmas asaltan la conciencia, Pasteur, olvidando las numerosas experiencias que le aseguraban el éxito, creyó que el niño moriría... Terminado el tratamiento, Pasteur pidió al doctor Grancher que llevara al niño de regreso a Alsacia. Después consintió en tomarse algunos días de descanso, y fue a visitar a su hija, en Borgoña, a pocos kilómetros de Avallón. Allí la soledad era completa, y la vista se extendía hasta las lejanas colinas de esa región «jibosa», como Vauban la llamaba. Los bosques de encinas llegaban hasta el horizonte y de trecho en trecho dejaban al descubierto campos y praderas de cercos vivos. Todo era apacible allí; no obstante, la naturaleza no apacigua sino a los espíritus soñadores y contemplativos. Mientras se paseaba por la comarca, cuyos soleados caminos chispeaban a la luz del sol por los reflejos de la mica, Pasteur esperaba impaciente la carta o el telegrama que el doctor Grancher le enviaba diariamente con informes de la salud del pequeño Meister.
Sólo cuando regresó al Jura comenzó a tranquilizarse. El 3 de agosto escribió a su hijo desde Arbois «Ayer por la tarde tuve buenas noticias del niño mordido; espero, pues, que todo termine bien. Mañana, hará 34 días que fue mordido».
El 20 de agosto, seis semanas antes de las elecciones legislativas, León Say, su colega de la Academia Francesa, le manifestó que muchos ganaderos de la Beauce deseaban incluir su nombre en la lista de los candidatos a diputados, en prueba de gratitud. Anteriormente, Julio Simón había pensado en la posibilidad de hacer nombrar a Pasteur senador inamovible, pero éste no se había dejado convencer. La respuesta a León Say decía: «Le agradezco mucho su empeño, pues me sería sumamente grato obtener el diploma de diputado por el voto de electores que hubieran aplicado los resultados de mis estudios. Mas la política me infunde miedo: este año decliné ya mi candidatura por el Jura y no acepté ser llevado al Senado.
«Quizá me dejaría tentar por el ofrecimiento si me sintiera con menos bríos para seguir trabajando en el laboratorio. Aun espero realizar algunas investigaciones, y, cuando regrese a París, tendré que montar un servicio contra la rabia, que absorberá mi atención por mucho tiempo. Poseo un método de profilaxis muy perfeccionado, tan seguro de aplicar al hombre como a los animales. Su provincia, muy castigada por ese mal, será la primera en aprovechar sus beneficios.
«Antes de partir para el Jura, osé tratar a un pobre niño de nueve años gravemente mordido en las piernas y en la mano. Aunque la rabia hubiera sido inevitable, su salud es perfecta».
Mientras otros preparaban discursos políticos, Pasteur redactaba un discurso literario, para la recepción de José Bertrand en la Academia Francesa, a la que ingresaba en reemplazo de J. B. Dumas. El elogio de un sabio hecho por otro, que, a su vez, sería recibido por un tercero, era programa nuevo para esa institución, y quizá demasiado llamativo para Pasteur, que, por modestia, no podía acostumbrarse a la idea de tener que hablar en nombre de la Academia Francesa. Olvidaba sin duda que muchos sabios como Fontanelle, Condorcet, Cuvier, Flourens, Biot, Claudio Bernard y J. B. Dumas habían sido miembros de la Academia Francesa y publicado páginas dignas de parangonarse con las de muchos académicos en plena actividad literaria. No dudaba que ciertos pasajes de sus escritos serían colocados entre las colecciones escogidas de autores clásicos, pero deseaba que esa distinción se otorgara más ampliamente a Claudio Bernard, a J. B. Dumas, y también a José Bertrand, el cual, según decía, había tenido la virtud de hacer accesible la ciencia a todos, sin menoscabarla por eso.
Durante las vacaciones en París tuvo tiempo de releer y anotar las obras de J. B. Dumas, y estudiar la obra y vida de José Bertrand. En esta tarea descansó de sus muchas preocupaciones, pues sentíase feliz de poder hablar públicamente de J. B. Dumas, con admiración y gratitud, y elogiar a Bertrand, colega suyo de la Academia de Ciencias.
La elección de Bertrand en la Academia Francesa había resultado fácil y sencilla, como todo lo que a él se refería. Parecía, en efecto, que un hada propicia, inclinada sobre su cuna, le hubiese dicho: «Sabrás mucho sin tener necesidad de estudiar». De niño, aprendió a leer sin haber conocido el abecedario: desde su lecho de enfermo escuchaba las lecciones que recibía su hermano Alejandro y grabó en su mente las combinaciones de sílabas. Ya convaleciente, sus padres le dieron un libro de historia natural para que se entretuviera mirando las imágenes, y el niño, que aún no había cumplido 5 años, se puso a leer de corrido. Análogamente aprendió los elementos de geometría.
Al escribir su discurso, Pasteur resumió así la infancia de José Bertrand: «Ya erais célebre a los diez años, y entonces predecíase que seríais el primero de la Escuela Politécnica y llegaríais a ser miembro de la Academia de Ciencias. Nadie dudaba de eso, ni siquiera vos mismo. Erais, en verdad, un niño prodigio. A veces os divertíais en introduciros subrepticiamente en una clase de mayores, y, si el profesor de matemáticas planteaba un problema que nadie sabía resolver, alguien os tomaba triunfalmente en brazos, os subía a una silla para que alcanzarais el encerado, y dabais sin titubear la solución pedida, en medio de los aplausos de los alumnos y del profesor».
Pasteur admiraba la soltura con que Bertrand había salvado las primeras etapas, pues él, por lo contrario, no había progresado sino a fuerza de empeño y de trabajo. A la edad que los niños juegan a las bolitas o a la pelota, José Bertrand asistía gustoso a las clases de Gay Lussac en el Jardín Botánico; horas después, escuchaba interesado en la Sorbona las conferencias literarias del moralista consultor Saint Marc Girardin, y más tarde, un curso de legislación comparada. Nunca vióse en lugares tan graves, a muchacho tan joven. Sacaba de la biblioteca del Instituto tantos libros como el mismo Biot, y cuando pasaba por los muelles, bastábale hojear los libros de versos para recordar estrofas enteras: así aprendió las poesías de Alfredo de Musset. A los 16 años era doctor en ciencias, y a los 34, miembro del Instituto.
Escribió numerosos trabajos, y algunos de ellos «como los de mecánica racional» lo colocaron, al decir de los entendidos, entre los físicos más eminentes; durante 40 años su enseñanza versó sobre todas las ramas de las matemáticas. Pero —escribió Pasteur en un discurso— «quizá hubierais recorrido senderos aun más gloriosos, si no os hubieseis dedicado de pronto, con jovial intrepidez, a las obras semi—científicas y semi—literarias. Con mano pródiga habéis escrito, durante más de 20 años, artículos de toda clase en periódicos y revistas. No cesabais de pensar, decíase, en la Academia Francesa».
¿Quién sabe si la jovial intrepidez mencionada por Pasteur no había sido para Bertrand una forma de estoicismo? Este hombre aparentemente dichoso, había presenciado la destrucción de su obra, fruto de diez años de labor. Ausente de París durante los tiempos revolucionarios de la Comuna, recibió en Tours, en cuya Escuela Politécnica profesaba, la noticia del incendio total de su casa de Rívoli. Así como la guerra con el extranjero había reducido a cenizas los manuscritos del físico Regnault, la Guerra Civil había quemado las bibliotecas de Bertrand y de Merimé.
Comparados con los horribles incendios de palacios, archivos, de la biblioteca del Louvre y tantas otras riquezas, los incendios de las casas particulares parecieron de menor importancia. Sin embargo, muchos sabios y literatos no se consuelan todavía de la pérdida de las obras maestras desaparecidas entre torbellinos de humo. En esa época siniestra vióse flotar en el cielo ensombrecido, durante varios días, papeles chamuscados impelidos por el viento.
En su gabinete de trabajo, Bertrand había dejado el manuscrito de una obra sobre la teoría mecánica del calor junto con innumerables notas destinadas a la redacción de un nuevo libro sobre cálculo integral. Además, en el fondo de su escritorio conservaba cuidadosamente 100 cartas inéditas de Humboldt, dirigidas a Arago y muchas cartas autógrafas de Jacobi, dirigidas a Legendre. Nada quedó de todo eso. No obstante, Bertrand nunca recriminó a nadie; y posteriormente, cuando quisieron indemnizarle, fue tan moderado en sus exigencias como irreparables habían sido sus pérdidas. ¿Cómo evaluar cartas y páginas inéditas, coleccionadas de acuerdo con su gusto personal? Al evocar el incendio y tantas otras ruinas de esos días de sangre y fuego. Bertrand recordaría quizá el voto del coro de las Euménides de Esquilo: «¡Que la discordia insaciable jamás se agite en la ciudad! ... ¡Que la tierra nunca llegue a beber la sangre de los ciudadanos! ... ¡Que un homicidio jamás se vengue con otro homicidio! ... ¡Que todos los ciudadanos tengan una misma voluntad, un mismo amor y un mismo odio! Tal es el remedio de todos los males de los hombres».
Apesadumbrado por el desastre —del que nunca quiso hablar—Bertrand dispersó desde entonces su actividad intelectual, y abordó los temas más diversos, impulsado por imperiosa necesidad de distraerse, trocada luego en gusto y después en hábito. Complacíase en disimular su erudición, y cuanto escribía parecía amena plática. En su discurso de recepción, no quiso parecer solemne, ni aun hablando de J. B. Dumas. Pero Pasteur le contestó con entera sinceridad: «La grave serenidad de la figura de M. Dumas no se destaca como debiera de vuestro discurso, que habéis revestido —por así decir— con chispeantes lentejuelas de anécdotas y citas. ¿No habéis pintado a M. Dumas tan sólo de perfil, tal como acostumbrabais a verlo desde el sillón que ocupabais cerca de él en la Academia de Ciencias? Habéis esbozado tan borrosamente su ininterrumpida labor de 65 años, que, al escucharos, casi se olvidan los esfuerzos de tan gloriosa y completa vida. ¿No juguetea demasiado vuestra sutileza en torno a estudio tan arduo, produciendo sólo una graciosa si bien fugitiva impresión?».
Atento al público mundano concurrente, a las recepciones académicas, Bertrand creyó conveniente no ahondar mucho en el tema de su discurso. Pasteur, en cambio, pensaba de otro modo, la modalidad fundamental de su carácter mostróse naturalmente al hablar con gravedad de las cosas graves y hacer reflexionar al auditorio, en vez de entretenerlo. La diferencia espiritual de ambos púsose en evidencia por la manera de contar las impresiones juveniles de J. B. Dumas. Bertrand habló de la partida de Dumas para París como de la temeraria empresa de un estudiante de medicina: Pasteur, por lo contrarío, penetró hasta el fondo del alma de Dumas: «Los sabios y los literatos recuerdan siempre los días imborrables de su juventud en que sintieron plenamente la generosa emoción de la gratitud ante los maestros que provocaron sus primeros entusiasmos, y cuyos nombres se les aparecieron resplandecientes de gloría. ¡Conocer los matices de sus almas —como dijo uno de nuestros colegas— escuchar su voz, profesarles secreto culto en lo recóndito de nuestra alma joven, llamarnos sus discípulos y sentir que no somos demasiado indignos de serlo, ¡ah!, cualquiera que haya sido el curso de nuestras carreras, no hay un solo instante en nuestra vida que valga lo que ese instante tan lleno de profundas emociones!».
El cariño y la admiración que Pasteur profesaba a Dumas no habían variado desde hacía 40 años; en su discurso, Pasteur expresóse con igual entusiasmo que el sentido al asistir a las clases de su maestro: «Cuando lo escuché por primera vez, acababa de llegar de mi provincia. Yo era alumno de la Escuela Normal, pero seguía asiduamente sus clases en la Sorbona. El aula se llenaba con mucha anticipación y él llegaba, invariablemente, a la hora en punto. Entonces estallaban aplausos, esos que sólo sabe prodigar la juventud. Era algo solemne, y, con su traje negro y chaleco blanco, parecía presentarse ante el público como ante un juez severo, casi temible.
«La lección empezaba, e inmediatamente se adivinaba que el tema sería fácil y sencillamente desarrollado. Deseando que la química fuera ciencia popular en Francia, Dumas quería ser comprendido por todos, y procuraba incitar a sus oyentes a la observación sistemática. No recargaba la exposición con excesivos detalles y exponía ideas generales y relaciones ingeniosas que sustentaba con experiencias escogidas, de ejecución siempre irreprochable. Su arte consistía en presentar pocos hechos, pero en sacar de ellos el mayor provecho didáctico».
A renglón seguido, Pasteur trataba de los descubrimientos de Dumas, su enseñanza tan fecunda en inducciones, su elocuencia y de la eficacia de su consejo, dado siempre con apacible autoridad. Recordaba con emoción cuanto su maestro había hecho en defensa de Daguerre —a quien se pretendió encerrar injustamente en una casa de orates—y su empeño en acrecentar el culto de los grandes hombres, propulsores del mejoramiento moral y material de la patria y del desarrollo mental, volitivo y sentimental del género humano.
A grandes rasgos resumía la bienhechora y gloriosa carrera de Dumas, y lamentaba que las circunstancias lo hubieran mantenido alejado de su laboratorio durante 22 años: «¿Por qué la política lo habrá apartado de la ciencia?». Después de sentir la atracción de la política y creer que los sabios podrían actuar provechosamente en las asambleas, Pasteur había comprendido cuán desproporcionado es siempre el sacrificio realizado en comparación con los resultados obtenidos. La política perjudica aquellas labores que exigen completa independencia espiritual. Los individuos animados por el ideal de rendir el máximo de sus esfuerzos —según la expresión de Pasteur—, deberían convencerse que, trabajando en la ciencia, prestan mayores servicios, que actuando en política.
En las postrimerías de su vida. Dumas había dejado transparentar su pesar por haber ocupado tantos cargos oficiales, u honoríficos. Para él la verdadera felicidad la alcanzan los sabios que consagran sus vidas a desentrañar nuevos secretos de la naturaleza. «Laplace —dijo en cierta ocasión—, al aplicar las leyes de la mecánica a los movimientos de los cuerpos celestes: Cuvier, al inventar la anatomía comparada y reconstruir los seres que poblaban antiguamente la tierra; de Candolle, al establecer la teoría elemental de la botánica y la clasificación de las plantas conocidas; Brongniart, al clasificar los, estratos por los fósiles que contienen, alcanzaron la felicidad en esta vida».
Durante el mes de agosto, Pasteur preparó su discurso en el gabinete de Arbois, donde todo estaba dispuesto para el trabajo. Sobre su gran mesa de roble sin lustrar, hallábanse libros y cuadernos perfectamente ordenados; detrás del sillón, anaqueles atestados de folletos; a la derecha, gran biblioteca con los gruesos volúmenes de la Academia de Ciencias, y a la izquierda, dos ventanas que daban al levante. Para descansar la vista, Pasteur solía mirar por ellas el paisaje familiar de su infancia. Amaba el río, que, después de pasar el puente, precipitase en cascada y corre entre vergeles, antes de perderse en la llanura. Un camino bordeado de fresnos conduce hasta la estación Mesnay—Arbois por ondulado terreno cubierto de árboles frutales. Entre los pinos que coronan las alturas, aparecía en lontananza, a intervalos regulares, el penacho de humo blanco de la locomotora del tren a Suiza. Admirador constante de las conquistas del esfuerzo humano, Pasteur interrumpía a menudo su tarea para mirar esas máquinas poderosas. ¡Cuán remota le parecía la época en que había aprendido, en el Colegio de Arbois —en una geografía conservada aún en su gabinete— que había pocos ferrocarriles en actividad, como el de París a Saint Germain y el de Saint Etienne a Lion!...
En París, Pasteur no quería ser interrumpido mientras trabajaba en sus experiencias o redactaba sus notas. M. Roux ha escrito a este respecto: «Cuando Chamberland y yo trabajábamos en algún experimento de importancia, Pasteur montaba la guardia en torno a nosotros, y si alguno de nuestros camaradas venía a vernos, le salía al encuentro para despedirlo. Esta actitud mostraba tan palmariamente su constante preocupación por el trabajo, que nadie se sentía molestado por ella». Pero no era tan severo cuando pasaba las vacaciones en Arbois. Todos tenían libre acceso a su gabinete, y, por las mañanas, recibía a cuantos acudían a solicitar su apoyo o pedirle consejo. «Es muy curiosa la idea que los viñadores tienen de Pasteur —escribió en un periódico del Franco Condado M. Girard, profesor arboisiano que se sentía orgulloso de su ciudad y de su comprovinciano—. Esta buena gente ha sabido que Pasteur estudiaba las enfermedades de los vinos, y poco falta para que lo tomen por curador de los mismos. Si se les agría el vino, llenan una botella de los toneles y acuden presurosos a golpear a la puerta del sabio, siempre abierta para ellos. M. Pasteur, calmoso y grave, escucha hasta el fin su exposición poco precisa, hace dejar la botella y analiza cuidadosamente el contenido. Ocho días después, el vino está curado».
No todos le consultaban sobre vinos: muchos lo creían médico. Pasteur rechazaba tal idea, pero buscaba la manera de ser útil a cuantos acudían a él, y particularmente, a los habitantes del Franco Condado. Sin percatarse, en su modestia, que reunía las cualidades y virtudes de sus comprovincianos, admiraba su carácter sencillo aunque algo rudo, su deseo de independencia, su valor para afrontar la adversidad, su tenaz voluntad y su afán por conocer la esencia de las cosas. Aprovechaba cuantas ocasiones se le presentaban para hablar elogiosamente de ellos o recordarles algún hecho honroso. Si en sus paseos vespertinos por el camino a Besanzón —tantas veces recorrido con su padre— encontraba algún vendimiador de elevada estatura, doblegado por el peso del cuévano cargado de herramientas, o desbordante de sarmientos, Pasteur evocaba los representantes del Jura que compusieron el «batallón de gigantes» enviado a París el 14 de julio de 1790 para asistir a las fiestas de la Federación. Ese batallón escogido, compuesto por los mejores hombres, fue recibido por la guardia de París y desfiló por la ciudad entre músicas y aclamaciones. La imaginación y el patriotismo de Pasteur, conservaron siempre la frescura de los 20 años, y la evocación de los hechos históricos más importantes le arrancó siempre palabras vibrantes. No comprendía que hubiese seres indiferentes al culto del pasado: «¡Ah, espíritus estrechos!» decía, aludiendo a quienes poco importan las fechas gloriosas o los honores rendidos a los muertos ilustres. Sostenía con creciente fervor que era «saludable recordar a las ciudades olvidadizas que su persistencia a lo largo de los siglos sólo ha sido posible gracias al genio y valor de algunos de sus hijos».
Deseaba que fuera imperecedero el recuerdo de los hombres distinguidos en la vida sea por sus obras, sea por haber inspirado nobles acciones. Cuando Rouget de l'Isle, natural del Franco Condado, muerto pobremente en Choisy le Roi, en 1836, tras una vida atormentada por pesares y humillaciones, tuvo su estatua en su ciudad natal Lons le Saunier, Pasteur se asoció a los homenajes rendidos, a quien, en una noche de inspiración, había compuesto la canción del ejército del Rin, y que, al fin, conocía su jour de gloire. Exaltaba con admiración las muestras de gratitud pública, y quería que, como medio de contribuir a la educación nacional, se erigieran en las escuelas y plazas de ciudades o aldeas, la efigie de los hijos ilustres, con cuyo ejemplo se podría enseñar a los niños a desear una vida superior, y encender destellos de gratitud o rayos de ideal hasta en los cerebros más oscuros.
En las vacaciones de 1885, tuvo la satisfacción de ver realizados sus deseos. En la plaza de Monay, paupérrima aldehuela del cantón de Sellières, próxima a Arbois, iba a inaugurarse el busto del escultor J. J. Perraud, fallecido en 1876. Siendo niño, Perraud desempeñaba negligentemente su oficio de pastor, distraído en modelar muñecos con la greda de las zanjas. Entre tanto, las vacas invadían los maizales vecinos y los cerdos desenterraban y comían las papas de los huertos. Acudía el guardia rural y levantaba un acta, aunque no sin decir al chico: «Esta tarde tu padre te tirará de las orejas». Por la noche, el niño oía desde su pobre camastro las explicaciones de dos hombres que empleaban la palabra boberías para designar a sus figurillas, y tunante para calificarlo a él.
Más tarde Perraud se hizo amigo de Pasteur, a quien contó los pormenores de su vida laboriosa: en Salins fue aprendiz de ebanista; luego ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Lion, donde llegó a ser el primero; después, en París, obtuvo el premio de Roma. Una de las últimas obras enviadas desde la Villa Médicis, fue el bajorrelieve Les Adieux, obra de su especial predilección. La nobleza de las líneas y la pureza del modelado revelan grandeza moral y sensibilidad exquisita, característica de los verdaderos artistas. Este bajorrelieve representa la despedida de un soldado. Un anciano ciego, sentado, tiende sus brazos hacia el hijo que acude a abrazarlo por última vez. La entereza del hijo parece claudicar ante el dolor de la separación. Venciendo su propio desfallecimiento, la hermana, colocada detrás, le tiende la mano para infundirle ánimo. Pasteur admiró e hizo admirar muchas veces esta composición, cuyo boceto, regalado por Perraud, conservó en su poder hasta que, a su vez, lo obsequió al hijo de Jacobsen, que no tenía ninguna obra de este artista en su colección de obras francesas, en Copenhague. Durante los 5 años de su permanencia en Italia, Perraud sintió profunda nostalgia, a la que se unían, según dijo, «ternura ingenua y sensibilidad extrema, componentes esenciales de mi pobre naturaleza». Estos sentimientos se hallan expresados en una carta escrita a su familia: «Cuando estuve en Nápoles a orillas del mar, tomé un poco de agua en el hueco de la mano, y me dije: ¿Quién sabe si no se encuentran en esta agua algunas notas provenientes de mi pobre y querido terruño de Monay? ... ¿No convergen acaso sus arroyuelos en el Saona, y éste en el Ródano, que a su vez, se vierte en el Mediterráneo?».
A pesar del éxito de algunas de sus obras y de algunos destellos de felicidad, cuyo conocimiento alegró a Pasteur, su melancolía persistió y encontró particular expresión en la escultura Desesperación, que se halla en el Louvre y lleva esta sentencia: ¡Ah, null'altro che pianto al mondo dura! ¡Ay; sólo el llanto perdura en el mundo! Pasteur admiraba esa estatua, de la que Teófilo Gautier había dicho: «¿No habrá querido simbolizar el artista su propio dolor en la tristeza de ese hombre hermoso: cansancio en la lucha por el ideal, espera demasiado prolongada de la gloria merecida, renunciamiento a justa fortuna, misantropía exacerbada por la soledad?».
Gran fiesta hubo en la aldea de Monay el día de la erección del busto del escultor, ejecutado por Max Claudet, su discípulo y amigo.
La hermana de Perraud esperó a Pasteur en el umbral de la casucha donde nada había cambiado desde el nacimiento del escultor. Tocada de cofia blanca, parecía encarnar el tipo de la antigua campesina. Pasteur le ofreció el brazo y la acompañó hasta el Ayuntamiento. Allí dirigió la palabra a los campesinos agrupados alrededor del monumento, y les dijo que Francia había tenido en Perraud un artista superior que había despreciado la fortuna y los éxitos fáciles para realizar su ideal y obedecer a las leyes de su gran arte inmortal.
Al regresar a Arbois, en el melancólico crepúsculo de esa tarde. Pasteur recordó los últimos años de la existencia de Perraud. Viudo, sin hijos, y sin nada que lo ligara a la vida, había escrito en su carta más triste: «Soy como la hoja de un árbol que ha perdido los frutos; nada cobijo ya, y vivo esperando que me arrastre el viento del otoño».
Tres meses antes de su muerte dijo, refiriéndose a Pasteur, que lo visitaba frecuentemente y trataba de consolarlo: «En verdad, ha sido conmigo muy bueno, afectuoso y compasivo».
Pasteur tenía el don de consolar con la mirada sugestiva de sus ojos claros, en los que brillaba la bondad: cualidad más precisa para los hombres que el genio. Sus palabras convincentes y tiernas y el dulce influjo de su afecto hacían olvidar a los moribundos la cruel realidad de su estado. A Perraud le habló ardientemente de la gloria tan ambicionada para acrecentar el esplendor de Francia. Y el melancólico rostro del escultor moribundo se iluminó al pensar que, con sus obras, obtendría seguramente la aprobación de la posteridad.
En las vacaciones de 1885, Pasteur quiso dar término a todas las tareas emprendidas. A fines de setiembre escribió a su hijo: «Muchas personas desconocidas me escriben, no sólo de Europa sino de América, consultándome sobre los virus, los gusanos de seda, la rabia, las vacunas contra el carbunco, el cólera humano y el de las gallinas, y la erisipela de los puercos. Paso las mañanas contestando a todos y a todo. Por las tardes, me ocupo en las notas de mis experiencias y en el discurso sobre Bertrand—Dumas».
Vuelvo a París, tuvo que apresurar la organización del servicio médico de tratamiento preventivo de la rabia después de las mordeduras. El alcalde de Villers—Farlay «Jura» le comunicó que un pastor de la región había sido mordido por un perro rabioso el 14 de octubre. Seis pastorcillos cuidaban sus rebaños en una pradera, cuando de pronto pasó cerca de ellos un enorme perro con la boca llena de espuma. «¡Un perro loco!» gritaron «llamaban locos a los perros rabiosos».
Al verlos, el animal torció su camino, con la intención de arrojarse sobre ellos. Los niños huyeron despavoridos, salvo el mayor, J. B. Jupille, de 15 años de edad, que, asiendo su látigo quiso proteger la huída de sus compañeros. De un salto, el animal se lanzó sobre él y le mordió en la mano izquierda. Trabáronse en lucha y rodaron por el suelo. Jupille consiguió zafar la mano de las fauces de la bestia, pero, al hacerlo, recibió graves mordeduras en la otra. No obstante, siguió luchando y cuando consiguió asir al perro por el pescuezo, gritó a su hermano menor que le alcanzara el látigo caído. Volviendo sobre sus pasos, éste así lo hizo. Jupille, entonces, ató el hocico del perro, y, sacándose un zueco, ultimó al animal a golpes; y para mayor seguridad, lo arrastró hasta un arroyuelo cercano, donde le sumergió la cabeza, durante varios minutos. Desaparecido el peligro, regresó a Villers—Farlay.
Mientras le hacían la primera curación, alguien fue en busca del cadáver del animal. Al día siguiente, dos veterinarios efectuaron la autopsia, y comprobaron, sin lugar a dudas, que estaba rabioso. El alcalde del lugar, que había oído hablar a Pasteur de sus estudios sobre la rabia, le escribió que el muchacho sería víctima de su propia valentía si él no lo curaba. Pasteur le contestó inmediatamente que, después de 5 años de estudios, había conseguido inmunizar perros hasta 8 días después de mordidos, y si bien no había aplicado más que una sola vez el tratamiento al hombre, podía enviar el muchacho a París, si la familia de éste no se oponía. Lo tendré cerca de mí —agregó en una pieza del laboratorio. Lo haré vigilar, y podrá andar libremente, sin tener necesidad de guardar cama. Todos los días recibirá un pinchazo, no más doloroso que el de un alfiler».
Aunque la familia no tardó en resolverse, Jupille llegó a París cuando ya habían transcurrido 6 días desde la mordedura «en el caso del niño Meister, sólo habían pasado dos días y medio». No obstante, como Pasteur tenía más confianza en el tratamiento, no temió por la vida de ese valiente aunque modesto muchacho, que se sorprendía que lo felicitaran por su valerosa conducta.
El 26 de octubre, Pasteur expuso en la Academia de Ciencias el tratamiento aplicado al pequeño Meister «que seguía en perfecta salud desde hacía 15 semanas» y refirió el caso del pastor Jupille. Cuando hubo terminado, Vulpian se paró y dijo: «La Academia no debe asombrarse si pido la palabra, como miembro de la Sección de Medicina y Cirugía, para expresar la admiración que me ha producido el informe de M. Pasteur. Estoy convencido que todo el cuerpo médico comparte mis sentimientos.
«¡Por fin se ha hallado el remedio de la rabia, terrible enfermedad contra la cual resultaron infructuosos hasta ahora todos los intentos terapéuticos! M. Pasteur, que no ha tenido precursores en su obra, ha creado, después de muchos años de ininterrumpidas investigaciones, un tratamiento que impide con toda seguridad que la rabia se declare en las personas recientemente mordidas por perros rabiosos. Digo con toda seguridad, porque después de lo que he visto en el laboratorio de M. Pasteur, no puedo dudar de la eficacia de ese tratamiento, si es aplicado debidamente pocos días después de la mordedura.
«Es menester, por lo tanto, que nos preocupemos ahora en organizar un servicio médico para tratar la rabia según el procedimiento de M. Pasteur. Es menester que las personas mordidas por perros rabiosos obtengan los beneficios de tan gran descubrimiento, que sella la gloria de nuestro ilustre colega y prestigia extraordinariamente nuestro país».
Pasteur había terminado su comunicación con el conmovedor relato de la hazaña de Jupille, y la Academia quedó impresionada por la valerosa actitud de ese muchacho que se había sacrificado por salvar a sus camaradas. Pidió la palabra el barón Larrey, cuya autoridad resaltaba aún más por su calma, dignidad y mesura. Después de reconocer la importancia del descubrimiento de Pasteur, dijo lo siguiente: «El que tuvo la valerosa inspiración, además de la habilidad y la fuerza, de abozalar el perro rabioso que amenazaba la vida de los testigos espantados, impidió con ello la propagación del mal: tal acto de arrojo, merece una recompensa. Me honro, pues, pidiendo a la Academia de Ciencias que recomiende ese joven pastor a la Academia Francesa, para que ésta le otorgue un premio a la virtud, por su generoso y valiente comportamiento».
También Bouley hizo uso de la palabra, en su carácter de presidente de la Academia: «El día de hoy perdurará en la historia de la ciencia francesa: en la sesión de hoy se ha tratado de uno de los mayores adelantos obtenidos en medicina: el descubrimiento del tratamiento preventivo de una enfermedad considerada incurable desde tiempo inmemorial. La humanidad cuenta ya con el medio de combatir la rabia y prevenir sus consecuencias. Esto se lo debemos a M. Pasteur. Nunca podremos admirarlo suficientemente, ni bastará nuestra gratitud para premiar los esfuerzos que ha requerido tan valioso descubrimiento ».
Cinco años antes, en la sesión pública celebrada por las cinco Academias, Bouley había expresado su entusiasmo por el importante descubrimiento de la vacunación anticarbuncal: «Después del fecundo período de prueba, tan pródigo en esperanzas —dijo—, ¡cuán consoladoras y bellas son las perspectivas abiertas ahora a la ciencia!». Mas al hablar, en esa jornada de octubre de 1885, sus colegas se impresionaron dolorosamente, porque su voz había perdido el acento vibrante, y la palidez de su delgado rostro denotaba la gravedad del mal que lo aquejaba. Bouley sabía que su enfermedad al corazón era mortal, pero se mantenía firme con rara entereza. Su mirada revelaba ese sentimiento sublime que lleva a los espíritus excelsos al supremo consuelo de saber que los males de la humanidad seguirán disminuyendo, aun después que ellos desaparezcan. Al día siguiente de esa sesión, asistió a la Academia de Medicina con el propósito de escuchar lo que sería como el eco de la sesión de la víspera en la Academia de Ciencias. A un amigo que le preguntó por su salud, él, que siempre tenía una cita a flor de labios, le repitió las últimas palabras de la obra de Merimé La captura del baluarte: «¡Uf... amigo mío! He querido asistir aquí a su victoria». Bouley murió en la noche del 29 al 30 de noviembre.
El presidente de la Academia de Medicina, M. Julio Bergeron, aplaudió la comunicación de Pasteur. Al igual que Bouley, él también había comprobado la impotencia de la medicina ante tan cruel enfermedad. En 1862 había referido en la Sociedad Médica de los Hospitales un caso de rabia habido en su servicio, en cuya ocasión dijo: «¿Es absoluta y definitiva esta impotencia? No puedo resignarme a admitirlo. Creo, por el contrario, que la medicina encontrará tarde o temprano la manera de neutralizar en el organismo la acción del virus rábico que las cauterizaciones tardías no consiguen destruir».
Pero el remedio no fue encontrado por un médico, sino por un químico que mostró una vez más el poderío de su ciencia en el terreno de la medicina. Si bien M. Bergeron, así como Vulpian y M. Grancher, admiraban las experiencias que habían posibilitado la transformación del virus rábico en su propia vacuna, los demás médicos no compartían esa admiración en igual grado; pues si bien algunos se sentían entusiasmados, otros, en cambio, reservaban sus opiniones o se mostraban escépticos y hostiles, a la espera de la oportunidad de impugnarlas.
Inmediatamente después de publicada la comunicación de Pasteur a las Academias, empezaron a llegar a su laboratorio muchas personas mordidas por perros rabiosos. El servicio de la rabia en el laboratorio de la Escuela Normal, encomendado a M. Grancher, adquirió pronto capital importancia. Todas las mañanas, Eugenio Viala preparaba médulas para las inoculaciones. En una piecita cuya temperatura se mantenía de 20 a 23 grados, hallábanse alineados los frascos esterilizados con dos tubuladuras cerradas con tapones de algodón. Cada frasco contenía una médula rábica (suspendida del tapón por un hilo) que se desecaba paulatinamente, por acción de la potasa cáustica colocada en el fondo. Con unas tijeras, pasadas previamente por la llama, Viala cortaba las médulas en menudos trozos y los colocaba en copitas de vidrio. La serie de las inoculaciones se iniciaba con la médula más desecada (esto es, con la que había permanecido suspendida 14 días en el frasco) y luego continuaba con médulas de más en más frescas y virulentas. Con ayuda de una pipeta, Viala sacaba de un balón algunas gotas de caldo de carne de vaca, las vertía en las copitas esterilizadas y trituraba los trocitos de médula con una varilla de vidrio: el líquido vaccínico estaba preparado. A cada vasito le ponía un número que indicaba los días de la desecación de la médula. Pasteur nunca dejó de dirigir estas operaciones.
En la gran sala del laboratorio, los dos colaboradores de Pasteur, Chamberland y Roux, proseguían sus estudios de las enfermedades infecciosas bajo la dirección del maestro. Por todas partes y veíanse frascos, pipetas y balones con caldos de cultivo. En esa época el laboratorio contaba con los servicios de un normalista muy querido por sus cualidades, Esteban Wasserzug, joven preparador inteligente y cordial.
Como sabía inglés, alemán, italiano, español y húngaro, tenía la tarea de traducir los trabajos extranjeros llegados al laboratorio y atender a los visitantes de otros países. Para Pasteur era precioso intérprete.
De todas partes acudían médicos a conocer los detalles del procedimiento. Cierta mañana, M. Grancher encontró a Pasteur discutiendo con un médico que, con solemne gravedad, ponía en tela de juicio las doctrinas microbianas en general, y el tratamiento de la rabia, en particular. Pasteur escuchó su largo discurso, y cuando aquél hubo terminado, se paró y dijo: «Señor, por Dios, no entiendo mayormente lo que usted me dice. No soy médico y, a veces, ni desearía serlo: no me hable usted del dogma de la espontaneidad mórbida. Soy químico, y efectúo experiencias procurando interpretar lo que ellas me sugieren». Y volviéndose hacia M. Grancher, agregó: «¿Qué opina usted, doctor?» M. Grancher le respondió, sonriendo, que había llegado la hora de las inoculaciones.
Éstas se efectuaban a las once, en el gabinete. Pasteur, en pie ante la puerta, llamaba por su nombre a las personas mordidas. En un registro se anotaban las fechas, las circunstancias de los accidentes y los certificados de los veterinarios. Las personas eran clasificadas en grupos, según el tiempo que estaban en tratamiento.
Pasteur interesábase por todos y se informaba de la situación económica de cada uno. A los pobres campesinos llegados al Gran París, él mismo les buscaba alojamiento en algún hotel de la vecindad. Con los niños, sobre todo, mostrábase extremadamente solícito. El 9 de noviembre acudió al laboratorio una niñita de 10 años, Luisa Pelletier, gravemente mordida en la cabeza, 37 días antes. Pasteur examinó con piedad y espanto su herida supurante y sanguinolenta. ¡Es un caso fatal!, dijo; el ataque sobrevendrá de un momento a otro; es demasiado tarde para aplicar con alguna probabilidad de éxito el tratamiento preventivo. En beneficio del método ¿no debía rehusarse a atender esa niña, que acudía con tanta demora y en condiciones excepcionalmente graves? ¡Qué desconcierto provocaría la noticia de un fracaso a las personas ya tratadas! ¿Cuántos mordidos dejarían de acudir al laboratorio, y sucumbirían quizá? Más poco tardó su indecisión en desaparecer ante las súplicas de los padres de la niña que apelaron a sus sentimientos humanitarios.
Terminado el tratamiento, la niña volvió a sus costumbres de escolar laboriosa; pero de pronto tuvo accesos de opresión, espasmos, convulsiones e imposibilidad de deglutir. Apenas se presentaron estos síntomas, Pasteur acudió a su lado. El 2 de diciembre hubo una tregua de algunas horas: creyó en su curación; mas la esperanza duró poco. Ese día, después de asistir con honda pena a los funerales de Bouley, Pasteur estuvo junto a la cabecera de la niña, que le pedía tiernamente, con palabras entrecortadas, que permaneciera a su lado. Entre uno y otro espasmo, la niña tomaba las manos de Pasteur que estaba tan acongojado como sus padres. Perdida toda esperanza, Pasteur les dijo: «¡Cuánto hubiera deseado poder salvar a vuestra hija?», y ya en la escalera, prorrumpió en sollozos.
Pocos días después, tuvo que presidir la solemne recepción de Bertrand en la Academia Francesa. Todavía entristecido y con voz casi turbada por el dolor, Pasteur leyó el discurso preparado en la paz encantadora de su casa de Arbois. El encargado de hacer la crónica de esa sesión, M. Enrique Houssaye, terminó con estas palabras su artículo en el Diario de los Debates: «Interrumpido varias veces por los aplausos, M. Pasteur finalizó su discurso en medio de una ovación que pareció conmoverlo profundamente. ¿Cómo es posible que M. Pasteur, que ha recibido tantas muestras de admiración y tantos honores supremos, y cuyo nombre goza de fama mundial, sea sensible a otras cosas que a sus geniales descubrimientos?». Ese día, todos ignoraban que Pasteur, ajeno al brillo de la jornada algo teatral, pensaba más en los muertos que en vivos: en su maestro Dumas, en su colega Bouley y en la niña que acababa de morir.
Esos días anunciaron telegráficamente desde Nueva York que cuatro niños mordidos por perros rabiosos serían llevados a París para ser sometidos al tratamiento antirrábico. Muchos adversarios de Pasteur, que habían acechado el primer caso mortal, aseguraron triunfalmente que los padres de esos niños americanos hubieran podido evitar a sus hijos tan largo como inútil viaje si hubiesen conocido oportunamente la muerte de la niña Pelletier.
El pasaje fue costeado por subscripción patrocinada por el periódico New York Herald; los cuatro niños americanos, pertenecientes a familias de obreros, fueron acompañados por un médico y la madre del menor de ellos. Cuando éste recibió el ligero pinchazo de la primera inoculación, no pudo ocultar su asombro y dijo: «¿Para esto nos han hecho viajar tanto tiempo?». Regresaron a América el 14 de enero de 1866: muchedumbre de gente acudió al muelle a recibirlos. Fueron muy agasajados —según dijo el redactor del Correo de los Estados Unidos— y abrumados a preguntas respecto «del ilustre sabio que tan bien los había curado.» Ese mismo día, Pasteur escribió una carta que muestra que aun en medio de sus preocupaciones encontraba tiempo para aconsejar a un niño: «Mi querido Jupille: He recibido tus cartas. Mucho me placen las noticias de tu buena salud. Mi esposa agradece tu recuerdo, y desea como yo —y todos en el laboratorio— que sigas bien y adelantes mucho en lectura, escritura y cálculo. Tu caligrafía ha mejorado muchísimo, pero debes esforzarte aún por mejorar la ortografía. ¿Dónde asistes a clase? ¿Quién te da lecciones? ¿Estudias en tu casa aplicadamente? Has de saber que José Meister —el primer inoculado— me escribe a menudo y, a pesar de tener sólo 10 años, parece adelantar más rápidamente que tú. Aplícate, pues, cuanto puedas, y no pierdas el tiempo con tus compañeros. Sigue en todo las indicaciones de tus maestros y obedece siempre a tus padres.
«Presenta mis saludos al alcalde de Villers—Farlay, M. Perrot. Sin su previsión, quizás hubieras enfermado; y enfermar de rabia significa la muerte. Debes estarle profundamente reconocido. Buenos días y mucha salud.
Su afectuoso interés no era solamente para los dos primeros inoculados: el alsaciano Meister y el jurasiano Jupille; alcanzaba a todos. A veces les escribía algunos renglones —como llamado al orden— en boletas del laboratorio. Pocos días después de enviar la carta a Jupille, escribió a un niño pobre, también tratado contra la rabia y de quien se ocupaba particularmente: «Querido pequeño Gueyton: ¿Por qué no me has escrito como me prometiste? Mucho me temo que no sepas escribir. En tal caso, esfuérzate por aprender a leer y escribir correctamente. Hazme saber si necesitas dinero para proporcionarte algún descanso o para pagarte, un maestro. Tu bondadoso rostro me ha inspirado mucho interés por ti. Creo que tienes facilidad para aprender y, por lo tanto, que podrías obtener buenas clasificaciones. En fin, dame noticias de tu familia: ¿tienes padres? ¿Hermanos? Si no puedes escribirme, haz que el alcalde de tu distrito, el maestro o el cura, contesten a mis preguntas. Te deseo mucha salud. Buenos días.
«Remito adjunta una libranza postal por 10 francos».
M. Roux, uno de los testigos de la vida de Pasteur, decía al hablar de su maestro: «Su pensamiento se aferraba a las dificultades y terminaba por vencerlas, así como termina por fundir un cuerpo refractario la intensa llama de un mechero constantemente dirigida hacia él». De su bondad podía decirse también que era ardiente llama. Los niños que entonces veían en él sólo al hombre bondadoso, de rostro grave y serena sonrisa, comprendieron después que en la ciencia, tal como él la profesaba, se unía grandeza moral a la grandeza intelectual.
El bien es, al parecer, tan contagioso como el mal. La ciencia y la abnegación de Pasteur inspiraron una acción generosa, posteriormente imitada repetidas veces. Su colega de la Academia Francesa, Eduardo Hervé, le entregó 40.000 francos, donados por el filantrópico conde de Laubespin, para sufragar los gastos de la organización del servicio de la rabia. Interrogado por Hervé sobre sus proyectos, Pasteur, de acuerdo con sus amplias miras habituales, le respondió: «Tengo intención de fundar un establecimiento modelo en París, sin recurrir al Estado, y sólo con donativos y subscripciones internacionales». Pero agregó que debía esperar todavía cierto tiempo para cerciorarse definitivamente de la eficacia del tratamiento y sólo entonces podría hacer proyectos más preciosos. Las estadísticas conocidas de las curaciones de la rabia diferían según las épocas. Bouley, encargado por el Comité Consultivo de Higiene Pública de registrar durante el Imperio los casos mortales de rabia, había establecido la proporción de 40 por ciento de casos mortales, en los 320 conocidos: relación que no era la más elevada. En la época en que Pasteur trataba al niño Meister, el doctor Dujardin Beaumetz elevó una nota al Consejo de Salubridad del Sena informando que habían muerto las cinco personas mordidas por un perro rabioso.
En vez de la estadística de Bouley, Pasteur prefirió adoptar la del veterinario M. Leblanc, miembro de la Academia de Medicina, que durante muchos años había sido director del servicio sanitario de la Prefectura de policía. Su estadística arrojaba la proporción de solamente 16 por ciento de casos mortales, y servía —según aseguraba Pasteur— para formarse más exacta idea de los resultados obtenidos posteriormente con la aplicación de su método.
El 1 de marzo Pasteur informó a la Academia que la eficacia del tratamiento había sido suficientemente comprobada, pues de 350 personas tratadas no se había registrado más que un solo caso mortal: el de la niña Pelletier. El informe terminaba así: «Adoptando las estadísticas más rigurosas, se puede calcular el número de personas salvadas de la muerte.
«La profilaxis de la rabia después de la mordedura es, por lo tanto, un hecho bien fundado.
«Ha llegado, pues, el momento de crear un establecimiento de vacunación contra la rabia.» La Academia de Ciencias nombró una comisión, que aceptó, unánimemente el proyecto de crear un establecimiento antirrábico que llevara el nombre de Instituto Pasteur. Para tal fin se abrirían suscripciones en Francia y en el extranjero; los fondos recolectados se depositarían en el Banco de Francia y serían administrados por una junta de patronato.
De un extremo a otro del país se extendió una ola de entusiasmo y generosidad, que se propagó a otras naciones. El periódico de Milán La Perseverancia recolectó en su primera suscripción 6.000 francos. El Diario de Alsacia emprendió una campaña en favor de esta obra que —según decía— «ha nacido de la ciencia y la caridad». Hacía presente a sus lectores que Pasteur había sido profesor de la antigua y célebre Facultad de Ciencias de Estrasburgo: «Alsacia nunca olvidará que Pasteur aplicó por vez primera su descubrimiento al niño Meister, pobre campesino alsaciano del Val de Villé, a quien salvó de la muerte. La cantidad que recolectara sería enviada a Pasteur con estas palabras: «Ofrenda de Alsacia y Lorena al Instituto Pasteur.» Aun perduraba el recuerdo de la invasión de 1870 y pesaba sobre los espíritus el temor que se siguiera aplicando la ciencia a las artes destructoras de la guerra. Por eso todos hallaban alivio compensador en las noticias bienhechoras del laboratorio y seguían atentamente la lucha obstinada que allí se libraba contra las enfermedades, una de las cuales, la más misteriosa y cruel, había sido reducida a la impotencia. No obstante, el destino dispuso la repetición de algunos casos parecidos al de la niña Pelletier; pues todavía quedaba una ligera posibilidad de accidentes, sea por excesivo retraso en la aplicación del tratamiento, o por la gravedad de algunas mordeduras. Aun disfrutarían, pues, de días felices los sembradores de odios y de dudas ...
A comienzos de marzo, Pasteur recibió a 19 rusos, procedentes de la provincia de Smolensk, horriblemente mordidos por un lobo rabioso. Atacado por la bestia furiosa en momentos que se dirigía al oficio, un pope había perdido el labio inferior y parte de la mejilla; todo su rostro era una llaga. El más joven había recibido una dentellada en la frente y parecía, con la cabeza vendada, un herido llegado del campo de batalla. Algunos presentaban mordeduras como puñaladas. Cinco estaban tan gravemente heridos que fue menester internarlos inmediatamente en el hospital, porque en el hotel donde se alojaban no podían recibir los cuidados que requería su estado. El médico que acompañaba a estos campesinos rusos «mujiks» contó cómo el lobo rabioso había mordido a cuantos encontró en su alocada carrera de dos días y dos noches, y cómo lo mató a hachazos el mujik más malherido.
Ante la gravedad de las heridas y a causa del tiempo perdido en el traslado de los mordidos, Pasteur decidió que les hicieran dos inoculaciones, una por la mañana y otra por la tarde. Los internados en el hospital recibirían allí mismo las inoculaciones. Todas las mañanas pudo verse a los otros 14, cubiertos con túnicas de piel de oveja, pasar silenciosamente entre los grupos de personas mordidas que se hallaban en el laboratorio, unos con la cabeza vendada bajo la gorra de piel y otros los brazos fajados y las manos envueltas en compresas. El espectáculo que ofrecía el laboratorio con los enfermos allí presentes: un vasco, una familia inglesa, un húngaro, una campesina francesa y pobres gentes de provincia, era el de la igualdad humana ante el dolor: pero también era el espectáculo anticipado de la gratitud que ofrecerían los pueblos al gran bienhechor de la humanidad. Al caer la tarde, el grupo resignado y silencioso de los mujiks volvía por segunda vez al laboratorio; parecían personajes conducidos por la fatalidad y ajenos por completo al combate que la ciencia libraba para salvarlos de la muerte. ¡Pasteur! era la única palabra francesa que conocían. Cuando pasaban sucesivamente delante de él, sus rostros tristes e impasibles se iluminaban de esperanza y gratitud.
¿Había esperanza de salvar a todos? Su estado inspiraba mucha inquietud, porque habían transcurrido 15 días entre la mordedura y la primera inoculación. Las mordeduras de lobos rabiosos son particularmente peligrosas y casi siempre mortales; así lo confirmaban los numerosos documentos llegados al laboratorio de todas partes de Francia. La proporción de muertos a consecuencia de tales mordeduras era de 82 por ciento, y aunque algunas estadísticas daban del 65 al 70, la mortalidad nunca había descendido del 75 por ciento.
Mientras el patio de la Escuela Normal, frente al laboratorio de Pasteur, parecía la Corte de los Milagros, la eficacia del método era tema general de las discusiones y artículos periodísticos. ¿Cuántos rusos se salvarían? Esta angustiosa pregunta dividía al gran público en dos grandes grupos: el de los entusiastas y el de los pesimistas: Cuando murieron tres rusos, la emoción fue general.
Pasteur no cesaba de ir al hospital Hotel Dieu. Aunque abrumado por el rudo golpe de esas tres defunciones, no dudaba de la eficacia de su método. En conjunto, los resultados eran convincentes. Sin embargo, la consideración de las estadísticas no bastaba para consolarlo, porque su bondad se aplicaba a los individuos en particular. Cuando atravesaba las salas del Hotel Dieu, los enfermos le inspiraban honda compasión; y ellos, al verlo o al escuchar su voz, parecían sentir igual emoción que la que debieron de sentir los pobres ante San Vicente de Paul.
« ... Los otros rusos siguen bien», declaró Pasteur en la Academia el 12 de abril de 1886. Más algunos adversarios siguieron hablando de la muerte de los tres rusos, como si ése hubiera sido el único resultado de la aplicación del método. Rusia, entre tanto, saludaba el regreso de los 16 sobrevivientes con demostraciones de emoción casi religiosa. Al enterarse el Zar de la cura de sus súbditos, encomendó a su hermano el gran duque Vladimiro que entregara a Pasteur la gran cruz de brillantes de Santa Ana de Rusia, y donó 100.000 francos para la fundación del Instituto Pasteur.
El gobierno inglés, al conocer los resultados prácticos obtenidos con la aplicación del método profiláctico de la rabia, nombró a mediados de abril de 1886 una comisión para verificar la veracidad de los hechos. Presidente fue Sir James Paget; vocales, Lander Brunton, Fleming, Sir José Lister, Quain, Sir Enrique Roscoe, Burdon Sanderson; y secretario, Horsley. Dicha comisión propúsose estudiar el desarrollo del virus rábico en la médula de los animales; la transmisión del virus por inoculación intracraneana o hipodérmica; la exaltación de la virulencia por pasajes sucesivos de conejo a conejo; la posibilidad de preservar animales sanos del peligro de las mordeduras por medio de inoculaciones vaccínicas, y de impedir que la rabia se declarase en los animales mordidos; y, por último, la aplicación de ese método en, el hombre.
Burdon Sanderson y Horsley se trasladaron a París y regresaron a Inglaterra con dos conejos inoculados por Pasteur para iniciar con ellos una serie de experiencias. Después la comisión examinaría, en Inglaterra y Francia, a todas las personas tratadas. Pasteur aprobaba cualquier experiencia de verificación con igual ardor con que rechazaba los propósitos premeditados o las críticas ligeras.
El Diario Oficial no cesaba de publicar las donaciones. Y en las listas se confundían los nombres de magnates, burgueses, estudiantes y obreros. La sociedad Scientia —colegio de estudios dirigido por Carlos Richet, Gastón Tissandier, Talansier y de Nansoury— propuso que se celebrara en el Palacio del Trocadero un festival vespertino a beneficio del Instituto proyectado, y entre los colegas de Pasteur constituyóse una comisión patrocinadora, que contó con el concurso de los mejores actores.
Llegado el momento, Pasteur ocupó su sitio en la inmensa sala rebosante de gente y tuvo la rara impresión de hallarse en un ambiente extraño. Todos los asistentes se volvieron hacia él, cuando Coquelin recitó con voz clara y sonora estos versos de Eugenio Manuel: Y en la obra de Dios, calumniada por el hombre, los más grandes son aquellos que, con su genio, hacen retroceder a la muerte ante ellos.
Ejecutados algunos trozos musicales de Ambrosio Thomas, Gounod, Massenet, Léo Delibes y Saint Saëns, apareció en el escenario un coro ruso compuesto por hombres brillantemente ataviados y mujeres con trajes de brocado y altas diademas de plata. Dirigido solemnemente, el coro entonó místicas y tiernas melopeyas, que produjeron en Pasteur la impresión de hallarse ante los rusos de Smolensk, extrañamente transfigurados. Las voces femeninas se extinguieron suavemente como voces virginales en la penumbra de una capilla misteriosa. Para terminar, Gounod, que ha sabido expresar plenamente la ternura humana y el sentimiento místico, dirigió su Ave María, efusiva plegaria cantada por sopranos con acompañamiento de arpas y violines. Durante la ejecución se volvió hacia el sabio que buscaba la verdad con igual afán que él la belleza; y cuando cesó el canto, el artista, cuya bondadosa sonrisa iluminaba su rostro admirable, saludó cordialmente al sabio con ambas manos. A comienzos de la guerra de 1870, Gounod había escrito, desesperado: «¡Tierra desdichada, miserable morada humana donde la barbarie se perpetúa, oscureciendo los bienhechores destellos de la verdadera y única gloria: la del amor, de la ciencia y del genio!» En el festival, al hallarse ante uno de esos destellos puros y bienhechores, saludó en Pasteur, con respetuosa admiración, a «una de las glorias más puras del país y del siglo».
En el banquete realizado por la noche, Pasteur agradeció a sus colegas del Instituto y a la comisión organizadora: «¿No ha sido conmovedora la actitud de los inmortales compositores —grandes encantadores de la humanidad feliz— al prestar su glorioso concurso a la obra de quienes sólo estudian para mitigar los males de la humanidad? Vosotros, grandes artistas y grandes actores, también habéis cooperado en el mismo fin; por así decir, erais generales que consentíais en ingresar en el grueso del ejército para infundir renovado ímpetu al sentimiento general. Me es sumamente difícil expresaros mis impresiones: ¿debo confesaron que sólo hoy escuché por primera vez a muchos de vosotros? Según creo, no he asistido en mi vida a más de 10 funciones teatrales. Pero ya no me pesa, porque en pocas horas me habéis hecho sentir, en exquisita síntesis, las emociones que muchos no conocen sino al cabo de meses y aún de años.» Algunos días después, su hija le entregó 43.000 francos, importe de la suscripción recogida por los periódicos de Alsacia y Lorena. «Con honda emoción —escribió Pasteur a M. Gustavo Fischbach, director del Diario de Alsacia— he leído la nómina de los periódicos que recogieron suscripciones a beneficio del nuevo establecimiento. Y no menos feliz y conmovido me he sentido al ver, entre los muchos suscriptores —a quienes desearía agradecer individualmente— el nombre de José Meister, joven amigo mío y compatriota suyo, el primero a quien el nuevo método profiláctico de la rabia ha salvado de la muerte.
«Llevo en mi corazón el nombre de ese querido niño, que durante largas semanas me causó tantas alarmas.» El sabio francés que había despertado en las almas buenas sentimientos que honran a la humanidad, fue requerido para patrocinar obras dignas de nuestro tiempo y de él.
Desde la muerte de J. B. Dumas, Pasteur presidía la Sociedad de Socorro de los Amigos de la Ciencia, fundada en 1857 por el octogenario barón Thenard para proteger las viudas y los hijos indigentes de los hombres de ciencia, ahorrarles trámites humillantes y asegurarles el pan cotidiano. Esta idea, original de Thenard, había hallado inmediata acogida entre sus amigos, que también lo eran de Pasteur, y, al fundarse la sociedad, se estipuló que la ayuda a prestar no tendría el carácter de limosna, sino de recompensa. Anualmente, en asamblea general, se proclamaría solemnemente el nombre de los pensionistas, para agregar así la delicadeza a la generosidad.
Thenard, el mariscal Vaillant y J. B. Dumas se sucedieron en la presidencia de la Sociedad, cuya utilidad pública fue prontamente reconocida. Pasteur, que se había honrado en ser su vicesecretario, mencionó en un informe anual los «numerosos infortunios» que los amigos de la ciencia trataban de mitigar; y, llevado de sus sentimientos, había agregado: «Dícese que el espíritu guía al mundo, pero que el mundo lo ignora. La ciencia tiene importante participación en la conducción del mundo por el espíritu. Vosotros no lo ignoráis, y vuestra presencia en este recinto es homenaje a nuestra querida institución. Sabéis que el progreso de las naciones se mide por el esfuerzo de los sabios y la magnitud de sus descubrimientos. Más no olvidemos que a menudo los grandes trabajos imponen grandes sacrificios, y que el deber principal de los países civilizados es reparar las injusticias que la vida comete con sus servidores más abnegados. Es honroso para la Sociedad haber sido de las primeras en saldar esta deuda de patriotismo. Esforzaos, pues, en hacer conocer sus estatutos y en aumentar el número de sus asociados, pues el bien que hace no guarda proporción con la módica cuota anual de 10 francos.
«Suscitad por doquier la caridad para las nobles víctimas de la ciencia y haced conocer los beneficios de nuestra Sociedad. Los grandes sentimientos adormecidos en el fondo de la naturaleza humana, despiertan al llamado de las voces que los hacen vibrar al unísono. Al sonido del clarín, al llamado de la patria en peligro, el ánimo guerrero despierta enardecido. A la menor queja del niño enfermo, al relato de la desdicha más leve —sobre todo si es inmerecida— la caridad se yergue, pronta a dar y a bendecir. Llamadle en vuestra ayuda.
«Enalteced en vuestro alrededor el honor de ser contado entre los amigos de la ciencia. ¡Amigos de la ciencia! ¡Honrosa y conmovedora calificación! Si me decís que alguien es príncipe, duque, marqués, senador o diputado, es posible que yo ignore quién es; pero si me aseguráis que es amigo de las ciencias, iré hacia él, no importa cuál sea su condición, persuadido de encontrar un hombre de corazón diferente de quienes puede decirse que el espíritu los guía, pero que ellos lo ignoran.» Poco después de esta reunión, algunos ricos industriales lo consultaron sobre la mejor manera de conservar la leche durante los calores del verano. Pasteur se apresuró a satisfacer este pedido y remitió, adjunta a su respuesta, una copia del discurso anterior. Dos suscripciones mostraron una vez más —dijo, al comunicar esta buena noticia a la Sociedad— que las buenas acciones nunca se pierden. «Repetid a todos este proverbio bendito.» Deseaba que el capital de la Sociedad aumentara hasta producir una renta de 60.000 francos, para distribuirlos anualmente en socorros. Casi nunca faltaba a las sesiones de la junta y siempre examinaba los expedientes, informes y solicitudes de ayuda.
En esa época su presencia era sumamente apreciada, y muchas sociedades le consideraban de buen augurio. En junio de 1886, la Sociedad Filantrópica le rogó que apadrinara la inauguración de un asilo de madres pobres. Pasteur aceptó y, en su discurso, resumió la obra realizada por esa sociedad: «Hace 100 años comenzasteis amparando al octogenario, y tras de haber ofrecido refugio al anciano, sustento al pobre y protección a la mujer desamparada, inauguráis ahora un asilo para recién nacidos.» Y, pensando que una mayor generosidad intensificaría la acción de las sociedades de beneficencia, agregó: «No se le pregunta al desdichado de qué país proviene ni qué religión profesa; Se le dice simplemente: Me basta saber que sufres; tú me perteneces, yo mitigaré tus males.» Luego, aludiendo a los pesimistas y descontentos, hizo la defensa del siglo XIX, injustamente tachado de ávido y egoísta en la lucha por la vida: «Es preciso reconocer que los humildes, los pequeños y los dolientes han sido mucho mejor atendidos en este siglo que en los anteriores. Para ayudarlos, este siglo ha combatido la ignorancia, la enfermedad y la miseria.» Aliviar al doliente, consolar al afligido y mantener despierto el ideal en los hombres, es noble y elevada empresa que todos deberían realizar en la medida de sus fuerzas. Pasteur cumplía cabalmente esta misión. La influencia que ejercía era a la vez individual y colectiva: nadie se acercaba a él sin sentirse impulsado al trabajo o al sacrificio.
Una tarde presidió, en el gran anfiteatro de la Sorbona, la distribución de premios de la Unión Francesa de la Juventud. Henchidos de patriotismo y deseosos de sembrar simientes de concordia, algunos jóvenes bachilleres habían fundado esa sociedad para instruir y educar al pueblo. La voz de Pasteur halló eco en el corazón de los oyentes: «Con la emoción del hombre apasionado por los problemas de la instrucción nacional, he seguido paso a paso vuestros esfuerzos, tan modestamente comenzados. Al principio colocasteis valientemente vuestras tribunas junto a los lugares donde se bailaba o se bebía; poco después los esparcisteis por todo París y hoy son faros que iluminan y guían a la muchedumbre.» Luego expuso cómo esos jóvenes maestros habían adecuado la enseñanza a los diferentes barrios, para adaptarla mejor a las necesidades de los alumnos: «En el faubourg Saint Antoine dictáis un curso de geometría a carpinteros y mecánicos; y junto al Jardín Botánico, otro de química industrial, a una veintena de curtidores y zurradores. ¡Ah, no puedo evitar de sentir secreta preferencia por este curso! Y no por haber sido profesor, como vuestro camarada, sino porque soy hijo de curtidor. Mi padre, obrero que tuvo la pasión de aprender, fue mi primer maestro y me inspiró amor al trabajo, inculcándome el amor a la patria. ¡Que ambos amores predominen en vuestra obra!» Precisamente en esa época, la Sociedad Nacional de Agricultura —de la que era miembro desde 1872—habíale otorgado el premio Barotte, adjudicado cada siete años «al autor del descubrimiento o la invención más importante y provechosa para la agricultura». Al despedirse de los miembros de la Unión Francesa de la Juventud, Pasteur les manifestó su deseo de compartir con ellos esa recompensa instituyendo un premio anual para el mejor alumno del curso de química.
Fuera donde fuese, daba siempre consejos de valor, despertaba buenos deseos e inculcaba miras amplias y elevadas. Admiraba a los hombres que entran fácilmente en contacto con el alma de las muchedumbres y se apasionaba por sus discursos y libros. Tan honda era su sinceridad, que no sospechaba que en ello podían emplearse artificios profesionales. Pocas obras literarias le parecían insignificantes. Los literatos que concurrían a su laboratorio, buscando apoyo para alguna candidatura de la Academia Francesa, creían que nada le interesaba fuera de sus matraces y retortas; pero se asombraban cuando le oían comentar obras literarias y criticar imparcialmente sin preocuparse más que de la verdad. «Perdone usted mi franqueza —escribió cierta vez a un autor novel a quien conocía poco y que propendía a dejarse arrastrar por las fantasías de una literatura inferior—: los verdaderos amigos disgustan a veces. ¿No cree usted que la juventud de nuestro país necesita que le señalen nuevos derroteros conducentes al trabajo serio, la poesía, y la moralidad, y se le inculque la noción de la divinidad, del misterio de nuestro destino y de la grandeza de la patria? ... La literatura puede modificar profunda y perdurablemente las ideas de un pueblo.» Trabajar y aconsejar eran cosas que no hacía a medias. Si podía ocuparse en tantas cosas y cumplir tantas obligaciones, era porque no disipaba desordenadamente sus energías y porque su esposa, con vigilante celo, le evitaba toda actividad ajena al laboratorio. Por su vida retirada, casi recluida, pudo proseguir trabajos que hubieran encumbrado a muchos sabios.
Todos los días, de 10 a 11 de la mañana, pasaba invariablemente por la calle Claudio Bernard y se dirigía a unas barracas de la calle Vauquelin, en que funcionaba provisionalmente el servicio de la rabia. Junto a la sala de espera, al gabinete de inoculaciones y a la sala de cirugía, hallábanse jaulas, gallineros y perreras, alineadas a lo largo de las amarillentas y agrietadas paredes del antiguo colegio Rollin. Las personas mordidas que allí concurrían, parecían paseantes en un jardín de aclimatación, y los niños, después de la primera inyección, volvían a sus risas y juegos. Pasteur se complacía en mimarlos, y para ellos tenía siempre bombones y moneditas nuevas en un cajón de su escritorio.
Los doctores Grancher, Roux, Chantemesse y Clarin turnábanse para efectuar las inoculaciones. Confióse al doctor Terrilon el servicio anexo de cirugía, imprescindible para el tratamiento de las heridas de los mordidos, a quienes se curaba según un método rápido y sencillo, fundado en los preceptos más rigurosos de la antisepsia.
En agosto de 1886, durante su permanencia en Arbois, Pasteur compulsó sus notas y registros y releyó algunos artículos que lo impugnaban. «¡Ah, cuán difícil es hacer triunfar la verdad! —dijo cierta vez—. Pero esto no es un mal, sino un estimulante; pues sólo nos apena la mala fe. ¿Cómo no se convencen algunos de los resultados obtenidos? ¿No los confirman las estadísticas? De 1880 a 1885 murieron 60 personas de rabia en los hospitales de París; pero desde el 1 de noviembre de 1885 hasta hoy, es decir, desde que se aplica el método preventivo en mi laboratorio, sólo se registraron tres muertes en esos hospitales, de los cuales dos fueron de personas no tratadas. Esto muestra, por otra parte, que casi todas las personas mordidas por perros rabiosos se han sometido al tratamiento. De las restantes, cuyo número es desconocido aunque probablemente no muy grande, han muerto en Francia 17; en cambio, sólo han muerto 10 de los 1.725 franceses y argelinos tratados.» Aunque exigua la proporción de muertes después del tratamiento, Pasteur no estaba satisfecho. Trataba de intensificar el tratamiento con el propósito de aumentar su eficacia. Sobre este asunto leyó el 2 de noviembre de 1886, a su regreso en París, una comunicación a la Academia de Ciencias. Presidía la sesión el almirante Jurien de la Gravière, que, aludiendo a las impugnaciones, le dijo: «Todo gran descubrimiento tiene que pasar por un período de prueba. Deseo que su salud no se resienta por las pruebas que usted tendrá que soportar todavía, y si su ánimo flaquea, recuerde cuánto bien ha hecho y no olvide que la humanidad sigue necesitándolo.» Tantas emociones y trabajos debilitaron su salud. La intermitencia del pulso y otros síntomas indicaron una afección cardíaca. Los doctores Villemin y Grancher le prescribieron un régimen láctico, pero no se animaron a ordenarle, al principio, completo reposo. No obstante, el segundo le rogó en el mes de octubre, que interrumpiera por algún tiempo el trabajo y considerara la posibilidad de viajar al Mediodía. El señor Rafael Bischoffsheim, gran amigo de la ciencia, puso entonces a su disposición su villa en Bordighera, anteriormente ofrecida también a la reina de Italia, a Sainte Claire Deville, a León Say y a Gambetta. La villa —decía al insistir afectuosamente— se halla a orillas del Mediterráneo y próxima a la frontera francesa, en región de incomparable belleza. «Un bosque de palmeras, como en Bordighera, y en lontananza el azul Mediterráneo», había sido el postrer deseo de Teófilo Gautier.
A fines de noviembre, Pasteur consintió en pasar allí algunas semanas. Triste fue la despedida. El tren de Niza, llamado de lujo, estaba por partir. Las personas atareadas de ociosidad y los enfermos apresurábanse a reservar los asientos, antes de dirigirse al país del sol, donde quizá morirían. Detrás de las vagonetas con pesados baúles, parecían moverse invisibles furgones cargados de ataúdes. Un grupo de 18 personas, compuesto por discípulos, algunos amigos, M. Bischoffsheim y los médicos extranjeros que estudiaban en París el tratamiento profiláctico de la rabia, acudieron a la estación a despedir a Pasteur, que partía con su esposa, su hija, su yerno y sus dos nietos.
Las primeras claridades del nuevo día y el incesante correr hacia la luz, dieron a Pasteur una sensación de bienestar, de paz y hasta de salud. En Niza, una diputación de médicos lo esperaba para saludarlo. El anhelo de todos hubiera podido expresarse con las palabras del Emperador del Brasil: «Deseo larga vida a quien tanto ha hecho por prolongar la de los demás.» El trayecto de Vintimille a Bordighera fue recorrido en coche, costeando el mar, y bajo un cielo azul profundo. Ante la villa de Bischoffsheim, con su campanil calado, balaustres de mármol blanco y jardín con naranjos, rosas y camelias, Pasteur comprendió cuán provechoso le sería descansar allí, gozando de clima tan benigno y atmósfera tan pura. Sus primeros paseos fueron por la orilla del mar; y cuando su pulso se normalizó, llegó hasta escalar la cuesta que conduce a la aldea de Borghetto. Mas sus pensamientos se dirigían constantemente al laboratorio.
En esa época M. Duclaux proyectó publicar mensualmente una colección de trabajos científicos, intitulada Anales del Instituto Pasteur. El 27 de diciembre de 1886, Pasteur le escribió aprobando el proyecto y aconsejando a los directores de los servicios antirrábicos la realización de ciertas experiencias para comprobar si el efecto de las inoculaciones preventivas podía atribuirse —como él suponía— a la acción de una sustancia vaccínica asociada al microbio rábico. Al emprender el estudio de la inmunidad, Pasteur había admitido, de acuerdo con la teoría del agotamiento, que el desarrollo de los microbios patógenos en el organismo humano era concomitante con la desaparición de los elementos necesarios para su subsistencia. Pero en 1885 adoptó la teoría de la adición, aceptada por los biólogos, según la cual la inmunidad se debía a una sustancia producida en el organismo por el desarrollo de los microbios; sustancia que se oponía a la invasión ulterior de los mismos.
El doctor Villemin, su médico y amigo, le escribió desde París: «Me alegra sobremanera saber que su salud mejora. Goce usted de la vida en ese país encantador; no sólo merece usted el descanso que disfruta, sino que lo necesita absolutamente, pues ha trabajado con exceso y es menester que reponga sus fuerzas. Pero usted no conseguirá restablecer su sistema nervioso, si antes no apacigua las tempestades del espíritu y las angustias provocadas por sus rabiosos trabajos. Deje usted actuar al sol de Bordighera.» Más no pudo gozar por mucho tiempo de tan necesaria tranquilidad. El 4 de enero de 1887, M. Peter en la Academia de Medicina tachó de ineficaz la medicación antirrábica basándose en el fallecimiento de una persona tratada el mes anterior. En la sesión siguiente, calificó el tratamiento de peligroso si se lo aplicaba en forma intensiva. Dujardin—Beaumetz, Chaveau y Verneuil intervinieron inmediatamente y reclamaron pruebas, pues el hecho alegado carecía «de carácter científico». Durante ocho días los señores Grancher y Brouardel soportaron el peso de la discusión. El primero de los nombrados, portavoz de Pasteur en la Academia de Medicina, refutó ciertas acusaciones con estas palabras: «Los médicos que acudieron al llamado de M. Pasteur para secundarlo en su obra, no vacilaron en someterse al tratamiento antirrábico para evitar los peligros de la inoculación involuntaria del virus que debían manejar diariamente. ¿Puede pedirse mejor prueba de fe, y de buena fe?» Después de mostrar que la mortalidad de los inoculados era inferior al uno por ciento, concluyó diciendo: «M. Pasteur publicará próximamente estadísticas muy favorables de Samara, Moscú, San Petersburgo, Odesa, Varsovia y Viena.» Además, como se había insinuado que el laboratorio de la Escuela Normal escondía los fracasos, los Anales del Instituto Pasteur iniciaron la publicación mensual de una estadística de los enfermos asistidos. En otra sesión, Vulpian expresó lo siguiente, a fin de poner término a esa guerra inexcusable, como él la llamaba: «Es admirable en todo sentido la serie de investigaciones que han conducido a M. Pasteur a su descubrimiento ... Y este nuevo servicio se agrega a los muchos prestados ya a la humanidad por nuestro ilustre Pasteur. La ciencia francesa ocupa actualmente uno de los primeros puestos, gracias a sus brillantes e incomparables trabajos… Cuando la marea ascendente del olvido sepulte para siempre nuestros hombres y trabajos, el nombre y los trabajos de Pasteur seguirán brillando en las elevadas cumbres que no alcanzará la inexorable marejada».
Estas discusiones turbaron el reposo del sabio, que aguardaba el correo con febril impaciencia y todas las mañanas expresaba sus deseos de regresar a París, para responder a las impugnaciones. Alterado el rostro por el trabajo ininterrumpido, mostraba claramente que necesitaba permanecer en ese lugar apacible, sereno y luminoso. Más él no podía substraerse al eco de los debates apasionados. Algunas cartas anónimas y artículos injuriosos, dictados por la envidia y el odio, le hicieron conocer hasta dónde alcanza la vileza humana. «No creía que tuviese tantos enemigos», dijo un día con tristeza. Más se consolaba pensando en quienes lo apoyaban.
Después de las ruidosas sesiones de la Academia de Medicina circularon entre el público bajas murmuraciones; acusábase a Pasteur de ocultar los fracasos de su tratamiento. Vulpian, encolerizado por los ataques llevados en contra «un hombre cuya buena fe, lealtad y probidad científicas pueden servir de ejemplo a sus adversarios y a sus amigos», creyó que debía puntualizar una vez más, por interés humanitario y científico, los hechos confirmados por las últimas estadísticas; por eso defendió en la Academia de Ciencias el tratamiento antirrábico, aun cuando éste no había sido impugnado en ella. Es tanta la volubilidad de la opinión pública, que a menudo basta el solo artículo para infundir confianza. La Academia de Ciencias decidió reproducir en sus actas la comunicación de Vulpian in extenso y remitir una copia a todas las municipalidades del país. Para evitar que esos debates llegaran a turbar el reposo de Pasteur, Vulpian se apresuró a escribirle: «Todos los que le admiramos, queremos que desdeñe esas impugnaciones. Es preciso que aproveche el buen tiempo de Bordighera para curarse completamente.» Y agregaba: «Con excepción de 4 ó 5 miembros, toda la Academia está de su parte.» Amenguados los ataques, Pasteur gozó de algunos días de tranquilidad, durante los cuales estudió los planos para la construcción del Instituto. Proyectando constantemente nuevas investigaciones sobre la inmunidad, su pensamiento estaba lejos de Bordighera: parecía vivir en el destierro. Su tristeza aumentaba con el espectáculo de los enfermos que acudían a esa región y terminaban su existencia lejos de la patria. Cierto día, vio a la Emperatriz Eugenia, enlutada; sin duda, se dirigía a la villa—mirador, que Garnier, el arquitecto de la Ópera de París había construido sobre una colina de la ciudad antigua. Poco después, recibió la visita del príncipe Napoleón que paseaba de ciudad en ciudad su tedio desdeñoso. Presentóse en la villa Bischoffsheim con el nombre de conde Moncalieri, para saludar a su colega del Instituto. Al día siguiente, Pasteur devolvió la visita al príncipe, en su reducida habitación de hotel, verdadero refugio de desterrado. Sobre la chimenea estaba su reloj con el retrato en esmalte de Napoleón I: reloj que marcaba las horas vacías de su existencia de Bonaparte proscripto. El fracaso de su vida traslucíase en su penetrante mirada, cuya expresión de desencanto no conseguía ocultar con su altivez. Su voz tenía matices entre imperiosos y cortesanos, y su rostro, de impresionante parecido con el del gran Emperador, patentizaba el enigma de su vida errante. Habló a Pasteur de los desastres de 1870. Hallábase viajando por los mares del norte, en compañía de Renán, cuando cerca de las costas de Noruega le llegó un telegrama con la noticia de la declaración de guerra: «Di orden de regresar al capitán.» «¿Pero a dónde vamos?», inquirió Renán. «A Chatterton», le respondí.» Y al recordar esos sucesos, sus ojos azules brillaban de cólera. «¡Ah, ellos han sido muy desdichados —agregó tras una pausa— pero no menos culpables!» En el amanecer del día siguiente al del desfile carnavalesco realizado entre Niza y Bordighera, un violento terremoto sembró el pánico en esa región apacible, donde la naturaleza parece cubrirse piadosamente de flores para hacer olvidar a los enfermos sus lúgubres pensamientos. A las seis y veinticinco de la mañana del 23 de febrero se oyó repentino fragor en las entrañas de la tierra. Las casas trepidaron. Durante un minuto sucediéronse siniestros crujidos y todos tuvieron impresión de completa impotencia ante el desastre general. Dentro de las casas, el terror impulsaba a los miembros de las familias a reunirse estrechamente. Cuando Pasteur estuvo junto a su esposa, hijos y nietos, prodújose otra sacudida, más espantosa que la primera. En ese instante pareció que todo desaparecería en alguna de las grietas abiertas por el terremoto. Después sólo débiles trepidaciones se prolongaron por mucho tiempo. Como no era prudente permanecer en la casa por el peligro que se desplomaran los techos, la familia Pasteur decidió regresar a Francia. Mas como a causa del desastre los trenes no llegaban y las líneas telegráficas estaban interrumpidas, se trasladó en coche hasta Vintimille. A lo largo del trayecto veíanse casas derrumbadas. Los enfermos, arrojados de sus moradas, buscaban albergue en los coches; los campesinos, con mudo estupor, bajaban de la montaña con sus mujeres y sus hijos malamente arropados y llevando del cabestro sus asnos cargados de colchones. El cuadro era desolador. En la estación de Vintimille, sólo se veían pasajeros que, alocados, querían huir a Francia o a Italia, pues, en su desesperación, creían que el peligro cesaría con sólo trasponer la frontera.
Desde Marsella, la señora de Pasteur escribió a su hijo: «Como el estado de los hoteles era tan malo como el de nuestra villa y era peligroso, sobre todo para tu padre, el dormir al aire libre, decidimos abandonar la región y refugiarnos en lugar más seguro. Esta mañana resolvimos ir a Arbois, donde tu padre podrá reponerse del choque que su corazón acaba de sufrir.» Algunas semanas de permanencia en Arbois bastaron a Pasteur para sentirse completamente repuesto. Su presencia en la Academia de Ciencias y en la de Medicina fue saludada con muestras de veneración y respeto. Los colegas que más lo apreciaban rodeáronlo con solícita inquietud: habían valorado cuánto hubiera significado su pérdida para Francia y la humanidad.
En los primeros días de julio, recibió una copia del informe de la comisión inglesa encargada del estudio de la profilaxis de la rabia, elevado a la Cámara de los Comunes. Durante 14 meses los sabios ingleses habían examinado los hechos en que se fundaba el método; por no haberles bastado el estudio experimental efectuado en el laboratorio londinense de Horsley, habían realizado en Francia un largo detenido estudio de comprobación. Interrogaron en su domicilio a 900 personas tratadas, pertenecientes a una misma región, cuyos nombres figuraban en los registros de Pasteur. «Es indudable —decía ese informe— que M. Pasteur ha descubierto un método preventivo de rabia comparable al de la vacunación contra la viruela. No podría, encomiarse suficientemente la utilidad de este descubrimiento, tanto por su valor profiláctico, como por sus aplicaciones a la patología general. Trátase de un nuevo método de inoculación (o de vacunación, como M. Pasteur lo denomina a veces) que justifica la esperanza de obtener métodos análogos para preservar al hombre y a los animales de otros virus tan activos como el de la hidrofobia.» El 4 de julio Pasteur entregó a la secretaría de la Academia de Ciencias, una copia de este informe, que, según dijo, expresaba unánime confianza en su método. «Con él quedan invalidadas las contradicciones suscitadas y las apasionadas impugnaciones que no se basaban ni en la experimentación, ni en la observación de los resultados obtenido en mi laboratorio; impugnaciones hechas sin mediar siquiera una consulta con el director de la clínica de la rabia, profesor Grancher, o con alguno de los doctores asistentes.
«Mas, por profunda que sea la satisfacción que siento como francés, no puedo sobreponerme a la tristeza de pensar que quien me alentó con su autoridad y sus consejos durante las primeras aplicaciones del método, y supo defender en mi ausencia la verdad y la justicia: me refiero a nuestro querido colega Vulpian, no haya podido conocer el dictamen favorable de esos sabios ilustres.» Vulpian había muerto inesperadamente. La defensa de Pasteur fue la postrera lección de su noble y generoso espíritu.
No obstante, la discusión se renovó poco después, y el 12 de julio los señores Brouardel, Villemin y Charcot tuvieron que defenderlo en la Academia de Medicina. En su alegato, Charcot citó textualmente las sencillas palabras de Vulpian: «El descubrimiento del tratamiento preventivo de la rabia después de la mordedura, debido exclusivamente al genio experimental de M. Pasteur, es uno de los más valiosos descubrimientos hechos hasta el presente, tanto en el orden científico como en el humanitario». Y continuó diciendo: «Así es, en efecto, y a mi vez, agregaría —persuadido como estoy de expresar la opinión general de los médicos que se han ocupado en este asunto sin prejuicios ni propósitos premeditados— que el descubridor de la vacuna antirrábica puede estar ahora satisfecho como nunca de su obra, y proseguir su gloriosa tarea sin que contradicciones sistemáticas o murmullos insidiosos consigan desviarlo de su camino». Al decir esto, Charcot parecía recordar las altivas palabras del Dante, que él hubiera adoptado gustoso por divisa: «Mira y pasa».
La Academia de Ciencias pidió a Pasteur que aceptara el cargo de secretario perpetuo, vacante por la muerte de Vulpian. Antes de aceptarlo, consultó a M. Berthelot: «¿No convendría más que usted desempeñara esas elevadas funciones?» Berthelot le agradeció su actitud y fue precisa su rotunda negativa para que Pasteur se decidiera a aceptar el cargo. Fue elegido el 18 de julio, y en esa ocasión dijo: «Quisiera dedicar el resto de mi vida a fomentar nuevas investigaciones, a seguir atentamente los trabajos que la Academia promueva y estimule, y a formar discípulos, dignos de la ciencia francesa, que se dediquen a estudios cuyo porvenir me parece promisorio.
«Cuando comienzan a flaquear las fuerzas, nos queda el bienhechor consuelo de ayudar a nuestros sucesores a producir más y mejor que nosotros mismos y a seguir avanzando hacia los amplios horizontes que sólo llegamos a columbrar».
Desempeñó ese cargo muy poco tiempo. El domingo 23 de octubre por la mañana, después de escribir una carta en su habitación, quiso platicar con su esposa, pero no le fue posible articular ninguna palabra: tenía la lengua paralizada. Como tenía pensado ir ese día a casa de su hija, y temiendo inquietarla si no iba, se hizo conducir en coche. Después de pasar algunas horas en un sillón, consintió en permanecer con su esposa en casa de sus hijos. Por la noche recuperó el habla, y dos días después regresó a la Escuela Normal, donde nadie se percató del accidente. Pero el sábado siguiente, por la mañana, tuvo otro ataque, sin haber sentido previamente ningún malestar. La lengua quedó ligeramente entorpecida, y, desde entonces, su voz perdió la sonoridad característica. En enero de 1888 vióse obligado a presentar su dimisión del cargo de secretario perpetuo de la Academia de Ciencias.
La enfermedad le demacró el rostro. En el retrato que le hizo en esa época el pintor Carolus Durán, patentizase su fatiga de enfermo. La mirada triste y la bondad de su rostro resaltaban en el conjunto y suavizan los rasgos demacrados. El cuadro es trasunto de su alma, sensible a todos los dolores humanos.
Los diversos retratos de Pasteur nos ayudan a conocer mejor los rasgos de su fisonomía. Uno, de perfil, pintado por Henner diez años antes, muestra la armonía de su amplia frente; en otro, ejecutado por Bonnat en 1886, está parado, en actitud algo teatral, y apoya suavemente la mano izquierda en el hombro de su nietecita, niña de seis, años, de ojos claros y mirada pensativa. Este cuadro, hecho por encargo del cervecero Jacobsen, fue obsequiado por éste a la esposa de Pasteur. Ese mismo año, el pintor finlandés Edelfelt obtuvo permiso para hacer una serie de bocetos en el laboratorio. Pasteur, sin atender al pintor siguió trabajando como de costumbre. Cierta vez, estando entregado a la observación, su frente surcada de arrugas dio a su rostro una expresión casi dolorosa: Edelfelt comprendió que en esa actitud debía retratarlo, y pintó al sabio, parado, con traje castaño, una boleta de experiencias en la mano izquierda y un frasco con fragmentos de médula rábica en la derecha; Pasteur parece concentrar su atención en el problema científico que deseaba resolver.
Por las mañanas se ocupaba en sus «mordidos», y por la tarde, iba a la calle Dutot a vigilar la edificación del Instituto Pasteur. Habíase adquirido un terreno de 11.000 metros cuadrados, rodeado de huertas; y donde antes se alineaban campanas de vidrio y plantas de lechuga, erigíase rápidamente el edificio estilo Luis XIII. Una galería interior unía el edificio principal con otros edificios anexos. El Instituto serviría de dispensario para el tratamiento de la rabia y de centro de enseñanza e investigación de las enfermedades contagiosas; allí se dictaría el curso de química biológica que M. Duclaux tenía a su cargo en la Sorbona; y el doctor Roux daría clases de técnica microbiológica. El servicio de vacunación contra el carbunco estaría a cargo de M. Chamberland. Por lo demás, se destinarían laboratorios individuales para los pasteurianos, bajo la dirección de Metchnikoff.
A fines de octubre la edificación estuvo casi terminada, y Pasteur invitó al presidente de la República a inaugurar los laboratorios; Carnot le respondió: «No faltaré: su Instituto honra a Francia».
Entre los políticos, colegas, amigos, colaboradores y discípulos reunidos en la gran sala de la biblioteca del nuevo Instituto, el 14 de noviembre, día de la inauguración, Pasteur tuvo el gusto de ver a Duruy y a Julio Simon, ex ministros de Instrucción Pública. Al igual que ellos, él también se había preocupado por la enseñanza superior «que, si bien aprovecha solamente a reducido número de personas —según decía— propende a la formación de grupos selectos muy numerosos, de los cuales dependen la prosperidad, la gloria y hasta la supremacía de los pueblos».
José Bertrand, presidente del Comité del Instituto Pasteur, citó en su discurso a Biot, Senarmont, Claudio Bernard, Balard y J. B. Dumas, pues sabía que, recordándolos, respondía acertadamente a los sentimientos más queridos de Pasteur.
El profesor Grancher, secretario del comité, dijo que Brouardel, Charcot, Verneuil, Chaveau y Villemin se habían honrado, junto a Vulpian, en defender la causa del progreso y preparar el triunfo de Pasteur. Recordando los amigos de los primeros tiempos y los de las últimas luchas, evocó las dificultades del pasado y los obstáculos encontrados por Pasteur entre los médicos; luego agregó: «No ignoráis que M. Pasteur es un innovador cuya imaginación creadora, regulada por la observación rigurosa, ha puesto en evidencia muchos errores y los ha reemplazado por hechos científicos nuevos. Los descubrimientos de los fermentos, de la generación de los seres microscópicos, de los microbios causantes de las enfermedades contagiosas y de la vacunación contra estas mismas, no trajeron el progreso paulatino de la química biológica, de la medicina y del arte veterinario, sino la revolución radical de estas ciencias. Mas las revoluciones, aun impuestas por la evidencia científica, dejan doquiera pasan, vencidos implacables. Numerosos son los adversarios de M. Pasteur, aun sin contar aquellos franceses a quienes disgusta que un hombre sea justo y feliz a un mismo tiempo. Y, como si estos adversarios no bastaran, M. Pasteur se ha creado otros, por el rigor de su dialéctica implacable y la manera categórica de expresar a veces su pensamiento». Luego se refirió a los últimos resultados de la aplicación del tratamiento antirrábico y declaró que la mortalidad de las personas tratadas después de la mordedura era inferior al uno por ciento.
Después habló M. Christophle, tesorero de la comisión del Instituto. Hizo notar que si bien las cifras mencionadas por M. Grancher eran elocuentes por sí solas, otras cifras, en cambio, movían el ánimo a la emoción: «A los que consideran la humanidad con pesimismo y repiten sin cesar que este mundo es execrable por carecer de devoción y de altruismo, les aconsejaría que estudiaran un instante los documentos humanos del Instituto Pasteur. Por ellos sabrían que hay académicos que no sólo no envidian la gloria de sus colegas, sino que llegan hasta cifrar en ella su orgullo y felicidad; que son muchos los políticos y periodistas apasionados por la verdad y el bien; que los franceses nunca amaron tanto a sus grandes hombres como en nuestra época, en que se les rinde justicia aún en vida; así vimos festejar clamorosamente a Víctor Hugo y celebrar el centenario de Chevreul, y así lo vemos ahora al inaugurar el Instituto Pasteur. Invirtiendo el sentido de una célebre frase pesimista diría que, en esta obra, las virtudes todas se confunden en el sacrificio como los ríos en el mar». M. Christophle dijo que, empezando por las Cámaras, que habían votado 200.000 francos, todos, ricos y pobres, habían contribuido a la recaudación de 2.586.680 francos. A esa subscripción nacional se agregaban las donaciones del Zar, del Emperador del Brasil y del Sultán. Los gastos alcanzaban a 1.563.786 francos, y, en consecuencia, restaba más de un millón de francos para la dotación del Instituto; pero como Pasteur, Chamberland y Roux entregarían el producto de la venta en Francia de las vacunas descubiertas en el laboratorio de la Escuela Normal, el monto de la dotación aumentaría anualmente.
«Es así señor —agregó dirigiéndose a Pasteur— cómo la generosidad pública, el concurso oficial y su propio desinterés han contribuido a la fundación del establecimiento que hoy inauguramos». Y, seguro que nunca faltaría el concurso público a la gran obra en que colaboradores, discípulos y sucesores del maestro, proseguirían sus trabajos con seguridad y confianza, dijo: «Para usted, señor, ésta es seguramente una extraña y casi inesperada felicidad. ¡Que ella le consuele de las polémicas, emociones punzantes y crisis, a veces terribles, que ha tenido que soportar».
Pasteur, no pudiendo dominar su emoción, encargó a su hijo la lectura de su discurso, en cuyo principio mencionó sucintamente los esfuerzos hechos en Francia en favor de la enseñanza en general: «Desde las escuelas de aldea hasta los laboratorios de estudios superiores, todo ha sido renovado». Y después de recordar el concurso prestado por los poderes públicos, agregó: «El día que, previendo la importancia del descubrimiento de la atenuación de los virus, pedí francamente a mi país ayuda para instalar un laboratorio para estudiar la profilaxis de la rabia y de todas las enfermedades contagiosas; ese día, Francia dio a manos llenas.
«Así pudo construirse esta gran casa, de la que puede decirse que cada piedra es la expresión material de una intención generosa. Todas las virtudes han participado por igual en la erección de esta morada del trabajo.
«Pero me entristece entrar en ella siendo ya hombre vencido por el tiempo; y sin tener a mi vera a ninguno de mis maestros, ni compañeros de lucha: Dumas, Bouley, Pablo Bert, ni siquiera a Vulpian, que, después de haber sido mi consejero en las primeras horas, fue junto a usted; mi querido Grancher, el más convencido y enérgico defensor del método profiláctico de la rabia.
«Aunque me duele no verlos entre nosotros, aunque ellos no pueden oírme proclamar cuánto debo a su apoyo y consejo, aunque me entristece su ausencia tanto como me entristeció su muerte, me consuela al menos la creencia que será imperecedero lo que juntos defendimos. Nuestros colaboradores aquí presentes comparten nuestra fe científica».
Los siguientes pasajes de su discurso parecieron su testamento científico: «Queridos colaboradores míos, mantened despierto el entusiasmo de las primeras horas, pero sometedlo siempre a severa fiscalización. Nunca aventuréis nada que no pueda ser probado clara y decisivamente.
«Cultivad el espíritu crítico, pues todo es vano sin él. Aunque por sí mismo no provoque ideas ni estimule grandes empresas, el espíritu crítico decide siempre en última instancia. Lo que os pido, y lo que vosotros pediréis, a vuestros futuros discípulos, es lo más difícil que puede pedirse a un inventor: «Creer que se ha hecho un descubrimiento científico importante, sentir la fiebre de anunciarlo, pero constreñirse durante días, semanas y a veces años, a combatir las propias ideas, atacar las propias experiencias y no proclamarlo sino después de haber agotado el examen de todas las hipótesis contrarias: sí, eso es sumamente arduo.
«Mas es enorme la alegría de alcanzar la certidumbre después de tantos esfuerzos, y esta alegría se acrecienta aún más, al pensar que, con nuestro esfuerzo, hemos contribuido a honrar a la patria.
«Si la ciencia no tiene patria, el hombre de ciencia debe tenerla para ofrendarle los lauros que sus trabajos alcancen en el mundo.
«Señor presidente: si me fuera permitido terminar mi discurso con una reflexión filosófica, sugerida por vuestra presencia en esta sala de trabajo, diría que dos leyes opuestas parecen hallarse en pugna en los tiempos actuales: una ley de sangre y muerte, que inventa cada día nuevos medios de combate y obliga a los pueblos a estar siempre prevenidos para la guerra; y una ley de paz, de trabajo y de salud, que sólo procura librar al género humano de los flagelos que lo amenazan.
«La primera busca únicamente las conquistas violentas: la otra, sólo el alivio de la humanidad, hasta aprecia una vida humana mucho más que todas las victorias; aquélla, en cambio, sacrifica millares de seres a la ambición de un solo hombre. Pero aun en medio de la matanza, la ley cuyos instrumentos somos, intenta mitigar los cruentos dolores causados por la ley de la guerra. Las curaciones inspiradas en nuestros métodos antisépticos, salvan a millares de soldados. ¿Cuál de estas dos leyes prevalecerá? Sólo Dios lo sabe; mas nosotros aseguramos, no obstante, que la ciencia francesa obedecerá siempre a los dictados de la ley humanitaria y se esforzará por prolongar los límites de la vida».

CAPÍTULO 14
1889 – 1895

Influencia de los trabajos de Pasteur. — Su jubileo; discursos. — Dase el nombre de Pasteur a un cantón de Canadá y a una aldea de Algeria. — La difteria, trabajos de Roux. — La seroterapia. — Pasteur en Lila; conferencia de M. Roux sobre la seroterapia, su comunicación en Budapest. — Suscripción para organizar el servicio antidiftérico. — Los discípulos de Pasteur. — Enfermedad de Pasteur. — Visita de Alejandro Dumas. — Visita de los antiguos alumnos de la Escuela Normal. — Rechazo de una condecoración alemana. — Conversaciones con Chappis. Partida de Pasteur para Villeneuve l'Etang. — Últimas semanas. — Proyecto de un hospital Pasteur. — Muerte de Pasteur.
Aunque entraba enfermo en su Instituto, Pasteur contemplaba con alegría los amplios laboratorios que atraerían seguramente a investigadores de todo el mundo, y en los que sus discípulos podrían trabajar cómodamente. Sentía íntima satisfacción al pensar que sus sucesores no encontrarían las dificultades que él tuvo en sus comienzos, y, como ese Instituto sería un verdadero hogar de enseñanza, daba por cumplidos sus ideales de paz, trabajo y socorro mutuo. Estaba convencido que la ciencia proseguiría su marcha civilizadora, venciendo todos los obstáculos y extendiendo más y más sus beneficios. Al contrario de esos ancianos que sólo saben ponderar la bondad de los tiempos idos, Pasteur confiaba entusiastamente en el porvenir. Cierta vez, al hablar de sus estudios, dijo: «Ya verán cómo aumentarán con el tiempo». No necesitó esperar para presenciar muchos adelantos debidos a sus descubrimientos. Sus primeras investigaciones sobre cristalografía v disimetría molecular, sirvieron de base a la nueva teoría de la estereoquímica enunciada por Le Bel y Van't Hoff, cuyos estudios había seguido con pesar por no haber podido dedicarse a ellos a causa del inflexible encadenamiento lógico de sus estudios que le había impedido proseguir los trabajos de su juventud. «Cuando Pasteur nos hablaba de sus primeros trabajos —escribió M. Chamberland en la Revista Científica parecía encenderse nuevamente en él la llama de una antorcha mal apagada, y su rostro denotaba vagamente la tristeza de no haberlos podido continuar. ¿Quién podría adivinar al presente los descubrimientos que habría hecho?»
«Un día —ha escrito el doctor Hericourt, que pasaba los veranos cerca de Villeneuve l'Etang— Pasteur tuvo una cautivante conversación conmigo sobre un tema que yo nunca había oído mencionar». En vez de entristecerse por los estudios abandonados, Pasteur hubiera debido sentirse satisfecho por el camino recorrido en otras direcciones.
¡Eran tantas las tinieblas que envolvían los fenómenos de la fermentación y del contagio antes que él se dedicara a estudiarlos! Uno a uno había descorrido los velos y, después de dilucidar el papel primordial de los seres microscópicos, había conseguido aislar algunos gérmenes vivos causantes de enfermedades, y los había transformado, de agentes destructores, en agentes preservadores. Con sus descubrimientos había revolucionado no sólo la medicina y la cirugía, sino la higiene, ciencia descuidada e incomprendida antaño, que en lo sucesivo se basaría en el método experimental. Las medidas higiénicas preventivas se aplicaron desde entonces conscientemente.
A propósito de medidas sanitarias, el director de la Asistencia Pública y de Higiene, M. Enrique Monod, repitió en cierta ocasión las palabras del ministro inglés Disraeli: «La felicidad de los pueblos y el poderío de los estados se basan en la salud pública. El reino más bello puede estar habitado por ciudadanos laboriosos e inteligentes que cuenten con prósperas fábricas, productiva agricultura; y excelentes arquitectos que levanten templos y palacios; y para defender esos bienes puede disponer de la fuerza necesaria, armas de precisión y escuadras de torpederos...; mas si su población permanece estacionaria o disminuye de estatura y de vigor, la nación está llamada a perecer. Por eso estimo que el primer deber del estadista es ocuparse en la salud pública».
En 1889, al sesionar en París el Congreso Internacional de Higiene, M. Brouardel dijo: «Si nuestros antepasados hubieran asistido a la sesión de hoy, habrían comprendido que la revolución más formidable que ha conmovido hasta los cimientos a la ciencia médica en los últimos treinta siglos, es obra de un hombre ajeno a la medicina... Todos nosotros nos proclamamos discípulos de Pasteur».
Al día siguiente, 5 de agosto, Pasteur asistió a la realización de uno de sus más vehementes deseos: la inauguración de la nueva Sorbona. Y al recordar la penuria de la enseñanza superior en otros tiempos, el desván donde Claudio Bernard tenía su laboratorio y el granero de la Escuela Normal donde él mismo tuvo el suyo, sintió orgullo patriótico, porque en ese palacio hallarían los estudiosos halagüeñas posibilidades de trabajo.
Después de aclamarlo en la sesión inaugural de la nueva Sorbona, los estudiantes quisieron agasajarlo particularmente por ser él el presidente honorario de su corporación. Una mañana se presentaron, con sus banderas desplegadas, en el Instituto de la callé Dutot. Pasteur los recibió en la escalinata. El presidente de la corporación parisiense, M. Chaumenton, le habló de la admiración, respeto y gratitud que les inspiraba: «La ciencia ha sido en vuestras manos, querido e ilustre maestro, instrumento utilizado solamente para curar males. Por eso el Instituto Pasteur se fundó con el concurso de las naciones civilizadas, y por eso los estudiantes de todas partes os saludan y rinden honores». Pasteur les agradeció con palabras afectuosas que celebraran así el cincuentenario de su vida de estudiante.
En esa semana de agosto, la municipalidad de París celebró una recepción en honor de los miembros de los congresos científicos y de los estudiantes franceses y extranjeros. El presidente del concejo, M. Chautemps, dispuso que se tocara la Marsellesa cuando Pasteur entrara en la sala de recepción de la municipalidad.
A pesar de no hallarse todavía completamente restablecido, Pasteur decidió asistir en octubre de 1889 a la inauguración de la estatua de J. B. Dumas en Alais. Algunos colegas del Instituto quisieron disuadirlo de emprender tan largo y penoso viaje; pero él les respondió: «Estoy vivo: por lo tanto iré». Ante la estatua de Dumas dijo que su maestro era uno de «los espíritus tutelares de la nación». Deseosos los sericicultores de expresarle su agradecimiento por sus desvelos durante el estudio de la pebrina, le obsequiaron un objeto de arte consistente en un brezo de plata cargado de capullos de oro. Al agradecer el obsequio, Pasteur declaró que había estudiado la enfermedad de los gusanos de seda por indicación de Dumas. «En la expresión de vuestra gratitud, hondamente conmovedora para mí, no olvidéis la parte correspondiente a Dumas por su iniciativa». Una vez más, revelóse en sus actos la modalidad característica de su personalidad: sus palabras eran simientes que debían germinar en los corazones y en los espíritus.
Con paso retardado por la edad y la poca salud, pasaba, todas las mañanas, de sus aposentos al servicio de la rabia. Llegaba mucho antes que los pacientes y vigilaba la preparación de las médulas vaccínicas. Examinaba las boletas de los enfermos; conocía sus nombres y, a veces, el estado de indigencia en que se hallaban. Llegada la hora de las inoculaciones, tenía palabras de consuelo para todos y se interesaba especialmente por los más desgraciados. Los niños, sobre todo despertaban su compasión y recibían su consuelo. ¡Cuántos conocieron así la expresión de su bondad! «La presencia de un niño —decía— me inspira dos sentimientos: uno de ternura, por lo que es, y otro de respeto, por lo que puede llegar a ser».
Desde marzo de 1892, formáronse en Dinamarca, Suecia y Noruega numerosas comisiones de hombres de ciencia y de discípulos de Pasteur para preparar la celebración de su septuagésimo cumpleaños. Por iniciativa de los profesores Bouchard y Guyon, la sección de medicina y cirugía de la Academia de Ciencias constituyóse en comisión, a fin de reunir los fondos necesarios para obsequiarle un objeto de recuerdo y tributarle homenaje. Encargaron al grabador Roty la pronta terminación de la medalla que había empezado a labrar, en la que lo representaba de perfil, la ancha frente resaltando bajo su gorrito, el arco de las cejas muy marcado, la sien cruzada por una vena como hinchada por el esfuerzo del pensamiento y la mirada contemplativa. El rostro expresa energía y concentración mental, y las espaldas están cubiertas por la esclavina con que ordinariamente recorría el Instituto por las marianas. Como Roty no disponía de suficiente tiempo para grabar como él quería el reverso de la medalla, vióse obligado a poner esta sencilla inscripción, orlada de guirnalda de laureles y rosas: «A Pasteur, en el día de sus setenta años. Francia y la Humanidad agradecidas».
En la mañana del 27 de diciembre de 1892, los delegados de las academias y sociedades científicas de Francia y del extranjero, los miembros del Instituto y los profesores de las Facultades, ocuparon los sitios de honor del hemiciclo del gran anfiteatro de la Sorbona, en el que se hallaban las diputaciones de la Escuelas Normal, Politécnica, Central, de Farmacia, de Veterinaria y de Agricultura. Todos los estudiantes estaban presentes y, entre el público, los discípulos de Pasteur: Duclaux, Roux, Chamberland, Metchnikoff, y también, M. Perdix, antiguo normalista agregado—preparador; M. Eduardo Calmette, ex alumno de la Escuela Central que había colaborado en los estudios sobre la cerveza, y, por último, Dionisio Cochin, discípulo voluntario que había estudiado la fermentación alcohólica tres años antes. Ocupaban las tribunas delanteras los que habían contribuido a la adquisición del recuerdo que le entregarían en esa ocasión. Los alumnos de los liceos y escuelas, situadas en las tribunas superiores, formaban juvenil corona en esa inmensa asamblea.
Al entrar Pasteur del brazo del presidente de la República, a las diez y media, la guardia republicana tocó una marcha triunfal; Carnot lo condujo hasta la mesa sobre la cual los delegados nacionales y extranjeros depositaron sus felicitaciones escritas. En el estrado hallábanse los presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados. Detrás del Presidente de la República situáronse las delegaciones oficiales de las cinco academias del Instituto de Francia. La Academia de Medicina y las Sociedades Científicas estaban representadas por sus respectivos presidentes y secretarios perpetuos.
El ministro de Instrucción Pública, M. Carlos Dupuy, tomó la palabra, y después de enumerar los importantes trabajos de Pasteur, agregó: «¿Quién puede valorar, en este instante, lo que la humanidad os debe y lo que os deberá con el correr del tiempo? Un día llegará en que otro Lucrecio cante, en un nuevo poema de la Naturaleza, al inmortal maestro cuyo genio ha producido tantos beneficios. Y no lo pintará solitario e insensible, como el poeta latino describe a su héroe, sino viviendo la vida de su tiempo, compartiendo las alegrías y tristezas de su patria, ocupando su existencia en las severas disciplinas de la investigación científica y en las dulces efusiones de la vida familiar; yendo del laboratorio a su hogar y encontrando en los seres queridos y en la comprensiva y amante compañera de su vida, la confortación y el ánimo necesarios para evitar que el rudo batallar diario, llegara a fatigar su empeño, disminuir su perseverancia y enervar su genio.
«¡Que Francia pueda conservaros por mucho tiempo, para mostraros al mundo como el digno objeto de su amor, de su gratitud y de su orgullo!»
El presidente de la Academia de Ciencias, M. d'Abbadie, entregó entonces a Pasteur la medalla conmemorativa.
Luego, José Bertrand dijo que una misma ciencia exacta había servido de base a todos los trabajos de Pasteur, cuyo brillo particular era tal, que cada uno parecía eclipsar a los demás. Y volviéndose hacia él, agregó: «Si el Jefe del Estado nos honra con su presencia para rendiros excepcional homenaje, si nos rodean los dignatarios más altos de la nación, si los hombres más ilustres de los países extranjeros intensifican, con su asistencia, el brillo de esta fiesta, es porque sois no sólo un ilustre sabio, sino un grande hombre».
Después que M. Daubrée, decano de la sección de mineralogía y antiguo colega de Pasteur en la Facultad de Estrasburgo, hubo pronunciado algunas palabras alusivas, el gran Lister, en representación de las Sociedades Reales de Londres y Edimburgo, le presentó el homenaje de la medicina y de la cirugía: «Habéis descorrido el velo que ocultó durante siglos el conocimiento de las enfermedades infecciosas y habéis descubierto y demostrado su naturaleza microbiana».
Pasteur se paró y abrazó a Lister. El abrazo de estos dos hombres pareció simbolizar la fraternidad de los sabios en su empeño por combatir los males de la humanidad.
En nombre de los médicos franceses, M. Bergeron, secretario perpetuo de la Academia de Medicina, habló de la higiene, «en que podían cifrarse esperanzas ilimitadas».
M. Sauton, presidente del Concejo Municipal de París, al presentarle el homenaje del reconocimiento popular y entregarle un escrito con las felicitaciones de los concejales, le dijo: «El relato de este acto solemne constituirá una bellísima página de la historia de París».
Los delegados de las grandes ciudades europeas entregaron sucesivamente las felicitaciones de que eran portadores, y lo mismo hicieron los delegados nacionales. Un alumno de Alfort trajo una medalla de parte de los alumnos de las Escuelas de Veterinaria de Francia y de los prácticos formados en la escuela de Bouley. Entre los obsequios había un álbum con las firmas de los habitantes de Arbois y otro, proveniente de Dôle, con una reproducción facsimilar del acta de nacimiento de Pasteur y una fotografía de su casa natal. Al ver la firma de su padre al pie del acta, Pasteur sintió la emoción más intensa del día. El alcalde de Dôle evocó los padres de Pasteur y la casa de la calle de los Curtidores.
Los delegados se sucedieron. El profesor Brouardel, decano de la Facultad de Medicina de París, le dijo: «Más afortunado que Harvey y Jenner, habéis presenciado el triunfo de vuestras doctrinas. ¡Y qué triunfo el vuestro! ... ¿No habéis indicado a los médicos los medios de preservar a las naciones de los flagelos más temibles? ¿No habéis salvado de la miseria, de la enfermedad y de la muerte a millares de seres en los últimos diez años?»
El presidente de la Asociación de Estudiantes, M. Devise, presentó a Pasteur el último homenaje: «Habéis sido muy grande y muy bueno; habéis dado a los estudiantes bellas lecciones y hermoso ejemplo».
Comprendiendo que la emoción le impediría hacerse oír en aquel gran anfiteatro, Pasteur hizo leer a su hijo sus palabras de agradecimiento:
«Señor presidente de la República:
«Vuestra presencia trueca una fiesta íntima en solemne ceremonia, y el simple cumpleaños de un hombre de ciencia vuélvese, gracias a vos, fecha memorable para la ciencia francesa.
«Señor ministro; señores:
«En este brillante acto, quiero dedicar un melancólico recuerdo a tantos sabios que no conocieron sino adversidades en la vida y tuvieron que luchar contra obstáculos y dificultades de toda suerte, y prejuicios que ahogaron sus ideas.
«En la época que los poderes públicos y el concejo municipal no habían dotado aún a la ciencia de las magníficas mansiones actuales, hubo un hombre a quien yo quise y admiré mucho: Claudio Bernard; sabio cuyo laboratorio fue una húmeda y malsana bodega, a pocos pasos de aquí. ¡Quién sabe si no contrajo allí su enfermedad mortal! Mi primer pensamiento fue para él cuando me enteré qué me teníais reservado aquí; por eso honro su excelsa memoria.
«Señores; Habéis tenido la ingeniosa y delicada idea de hacer desfilar hoy ante mis ojos el panorama de mi vida. El alcalde de la ciudad de Dôle, uno de mis comprovincianos del Jura, me ha traído la fotografía de la humildísima casa donde mis padres vivieron con penuria; los alumnos de la Escuela Normal aquí presentes me recuerdan el despertar de mis primeros entusiasmos científicos, y los restantes de la Facultad de Lila, mis estudios cristalográficos y de las fermentaciones, que me revelaron un mundo nuevo. ¡Cuántas esperanzas concebí al presentir la existencia de leyes detrás de tan obscuros fenómenos! Vosotros, mis queridos colegas, conocéis las deducciones que, me condujeron a los estudios fisiológicos, teniendo siempre por base el método experimental. Si a veces he turbado la calma de nuestras academias con discusiones demasiado vehementes, sólo ha sido por defender apasionadamente la verdad.
«Vosotros, delegados de naciones extranjeras, que de tan lejos venís a expresar vuestra simpatía a Francia, me proporcionáis la dicha mayor que puede sentir quien cree firmemente que la ciencia y la paz prevalecerán sobre la ignorancia y la guerra; que los pueblos se hermanarán para edificar, no para destruir; y que la posteridad habrá de recordar a quienes hayan hecho más por mitigar los padecimientos de la humanidad doliente: A vos os invoco, mi querido Lister, y también a vosotros, ilustres representantes de la ciencia, la medicina y la cirugía.
«Jóvenes, jóvenes, confiaos a los métodos seguros y fecundos cuyos primeros secretos apenas conocéis. Cualquiera que sea vuestra carrera, no os entreguéis jamás al escepticismo estéril y denigrante, ni os dejéis abatir por los reveses de vuestra patria. Vivid en el tranquilo ambiente de los laboratorios y bibliotecas. Preguntaos ante todo: ¿qué he hecho para instruirme?; y cuando hayáis progresado: ¿qué he hecho por mi patria? Así alcanzaréis quizá la inmensa dicha de saber que contribuisteis al bienestar y progreso de la humanidad. Mas cualquiera fuera el resultado de vuestros esfuerzos, siempre debéis estar en condiciones de decir: «Hice cuanto pude».
«Señores: Con honda emoción os expreso mi mayor reconocimiento. El gran artista Roty ha escondido entre rosas, en el reverso de la medalla, la fecha de mi nacimiento que tan pesadamente gravita sobre mí, pero vosotros, mis queridos colegas, obsequiáis a mi ancianidad el espectáculo que más podía rejuvenecerla: el de esta juventud tan entusiasta y cariñosa».
La exclamación «¡Viva Pasteur!» resonó en el anfiteatro. El presidente de la República se puso en pie y lo felicitó abrazándolo efusivamente. La relación oficial de esta ceremonia terminaba así: «Tal fue la sesión del 27 de diciembre de 1892, en la que todos los presentes se sintieron íntima y generosamente embargados de emoción. El espíritu de Francia animó esa asamblea conmovida por los sentimientos más nobles y desinteresados: la admiración y la gratitud. Espectáculo singular de un grande hombre llevado en triunfo por los corazones, para emplear la hermosa expresión de Shakespeare».
Análoga imagen hubiera podido emplearse para expresar el sentimiento que Pasteur despertaba en países muy alejados de Francia, El gobierno del Canadá, a propuesta de los diputados de la provincia de Quebec, dio su nombre a un cantón limítrofe del Estado del Maine. Honrando a Pasteur, el Canadá celebraba las conquistas de la ciencia francesa.
Algunos meses después, el gobernador de Algeria, M. Cambón, puso bajo el auspicio patriótico de Pasteur una aldea de la provincia de Constantine; y le comunicó esta decisión en los siguientes términos:
«Señor: Queriendo expresarle el particular reconocimiento de Algeria por los inmensos servicios que ha prestado a la ciencia y la humanidad con sus importantes y fecundos descubrimientos, he decidido dar su nombre a la aldea de Seriana, situada en el distrito de Batna, departamento de Constantine. Mucho me place poder rendir este humilde homenaje a su ilustre persona».
Pasteur le respondió: «Con profunda emoción me entero que gracias a usted mi nombre quedará unido al de esa región. Sin embargo, cuando los niños pregunten por el origen del nombre de esa aldea, desearía que el maestro les responda sencillamente que es el de un francés amante de su patria que, al servirla lo mejor que pudo, contribuyó simultáneamente al bienestar de la humanidad. Mi corazón palpita fuertemente cuando pienso que mi nombre puede despertar en el alma de algún niño el primer sentimiento patriótico. Debo a usted esta gran alegría en mi vejez y se lo agradezco mucho más de lo que podría expresárselo con palabras».
Es muy remoto el origen de la aldea de Seriana, situada en las laderas de un macizo de montañas, cubiertas de cedros, enebros y robles, de las cuales brotan abundantes manantiales. En un estudio sobre Pasteur, M. Gsell sostuvo que mucho antes de la dominación romana esa aldea estaba habitada por una tribu cristiana, como lo demuestran sus ruinas de basílicas y capillas. En ese paraje lleno de antiguos recuerdos, se erigió poco después un busto de Pasteur, a pedido de sus habitantes.
El entusiasmo por la obra de Pasteur cundió prontamente por doquier. Las mujeres comprendieron que la ciencia dejaría de ser algo extraño para ellas, dada la función bienhechora que cumplía hicieron magníficos donativos. Cierta cláusula testamentaria decía así: «A Pasteur, para ayudarlo en su humanitaria tarea». En el mes de noviembre de 1893, Pasteur vio entrar en su gabinete del Instituto de la calle Dutot a una mujer desconocida que le dijo: «Como seguramente hay estudiantes que no pueden dedicarse a la ciencia pura por carecer de medios de subsistencia, quisiera poner a su disposición una suma de dinero para que sirva de sostén a cuatro jóvenes designados por usted. A cada uno le corresponderán 3.000 francos; 2.400 para ellos y 600 para sufragar los gastos ocasionados en los laboratorios de su Instituto. Así simplificarán su vida y podrán prepararse mejor para su profesión, pues contarán con independencia momentánea. Sólo le pido que no mencione mi nombre». Mucho contrastaba la decisión de esa mujer y la humildad de su actitud; comprendíase que acostumbraba hacer el bien anónimamente e imitaba, quizá sin saberlo, al príncipe Rodolfo, personaje de los Misterios de París, que «indagaba el nombre de los luchadores honrados y enérgicos, para acudir en su ayuda, sin que lo supieran». Su actitud conmovió intensamente a Pasteur. Las becas, instituidas primeramente por un año, fueron renovadas en los sucesivos.
Pasteur recibió muchas cartas de personas que le rogaban que estudiara o hiciera estudiar ciertas enfermedades mortales, y algunas de ellas expresaban iguales preocupaciones que las que él y sus discípulos tenían desde hacía mucho tiempo. Cierta vez recibió estas líneas: «Usted que ha hecho todo el bien que un hombre puede hacer en la tierra, podría encontrar, si quisiera, el remedio para combatir el terrible mal de la difteria. Nuestros hijos, a quienes inculcamos que usted es un bienhechor de la humanidad, le deberán la vida. Una madre». Pasteur, que sentía disminuir sus fuerzas, no perdía la esperanza de presenciar, antes de morir, la derrota de enemigo tan temido por las madres. Al igual que Víctor Hugo en Le Revenant, hubiera dicho:
Madres enlutadas, allá escuchan vuestros lamentos.
Allá, en el laboratorio del Instituto Pasteur, los doctores Roux y Yersin estudiaban esa enfermedad. «Desde las investigaciones de Bretonneau —escribieron en su primera memoria, modestamente titulada: Contribución al estudio de la difteria—, considérase esta enfermedad específica y contagiosa, y en los últimos años ha sido estudiada de acuerdo con los métodos microbianos que han servido para hallar la causa de muchas otras enfermedades infecciosas».
En 1818 Bretonneau había presenciado una violenta epidemia de difteria en el centro de Francia y necesitó insistir mucho para convencer a sus colegas de la contagiosidad de esa enfermedad. En 1820, siendo estudiante y discípulo de Velpeau, escribió que los miembros de la Facultad de Medicina, con excepción de dos, negaban la especificidad del mal. «Siempre encuentran axiomas —decía con qué sustentar sus principios sin soltar presa». En 1854, el doctor Trousseau, brillante discípulo de Bretonneau, que mantenía constante correspondencia con su maestro, escribió: «Aun cuando es indudable que la viruela proviene de un germen, no sabemos todavía si lo mismo sucede con la difteria; no obstante, para ser consecuentes, deberíamos admitirlo así. Esta idea se me ocurrió esta mañana mientras efectuaba una traqueotomía a un niño de 28 meses. Ante su camita hallábase el retrato de su hermano, un niño de cinco años en su lecho de muerte, fallecido, cinco años antes, de angina maligna». Sabiendo que Bretonneau era partidario de la doctrina del contagio, agregaba: «Haré quemar las camas, las mantas y los papeles pintados, cuya superficie aterciopelada es perniciosa por lo retentiva; y recomendaré a la madre que se purifique como las indias. De lo contrario ¡cuántos reproches me haría usted!».
El bacilo de la difteria fue descubierto en 1883 por el alemán Klebs al estudiar las falsas membranas diftéricas, y aislado posteriormente por su compatriota Loeffler. Los señores Roux y Yersin demostraron, a su vez, que si se inoculaba cultivo puro de este bacilo en las mucosas escoriadas de conejos domésticos, conejillos de Indias o palomos, los animales morían al poco tiempo y presentaban el síntoma característico de las falsas membranas diftéricas.
En una conferencia pronunciada en 1889 en la Sociedad Real de Londres, el doctor Roux dijo: «El mayor peligro de los microbios proviene de los productos tóxicos que elaboran». Pasteur había estudiado anteriormente la acción de los productos tóxicos elaborados por el microbio del cólera de las gallinas. Eliminaba por filtración los microbios de un caldo de cultivo y lo inyectaba luego a gallinas, que, poco después, presentaban todos los síntomas del cólera. «Esta experiencia muestra —dijo Roux—— que los productos químicos contenidos en ese líquido exento de microbios, provocan por sí mismos la enfermedad. Es muy probable, por otra parte, que los microbios elaboren esas substancias tóxicas en el cuerpo mismo de las gallinas. Además, se ha demostrado que otros microbios patógenos producen también tales substancias. El microbio de la fiebre tifoidea, el del cólera, el piociánico, el de la septicemia aguda y el de la difteria, son grandes productores de toxinas. Los cultivos de bacilo de difteria, en particular, contienen tanta cantidad de substancia tóxica, que el líquido filtrado, exento de microbios, provoca la muerte aún en dosis extremadamente pequeñas, con síntomas iguales a los que se observan después de inocular realmente microbios diftéricos, sin faltar siquiera el síntoma de las parálisis sucesivas, que se nota cuando las dosis son demasiado débiles para provocar rápidamente la muerte. En las enfermedades infecciosas, por lo tanto, la muerte sobreviene por intoxicación».
Al igual que el microbio del tétanos, el bacilo de la difteria segrega una toxina que ataca los riñones y el, sistema nervioso y actúa sobre el corazón, acelerando o deteniendo bruscamente los latidos de éste. Alojado en las falsas membranas diftéricas, como enemigo al acecho, el microbio elabora allí su veneno mortal. La difteria —de acuerdo con la definición de M. Roux— es la intoxicación provocada por un veneno activísimo producido por el microbio diftérico en el sitio donde se desarrolla.
Examinando un poco la falsa membrana, pueden distinguirse fácilmente los bacilos de la difteria, por su forma de bastoncillos alargados; algunos parecen acentos circunflejos, otros, agujas entrecruzadas. Como a menudo se encuentra asociados a otros microbios, fue menester estudiar, al principio, las asociaciones microbianas de la difteria. Aislado el bacilo de Klebs—Loeffler, y sembrado en caldo, obteníase al cabo de 3 ó 4 semanas un cultivo rico en toxinas. En el fondo de los recipientes se depositaban los microbios, y en la superficie del líquido formábase un velo constituido por los bacilos más jóvenes. Eliminando por filtración los microbios de ese caldo, los señores Roux y Yersin descubrieron la manera de obtener la toxina pura; y, cuando inoculaban a conejillos de Indias la décima parte de un centímetro cúbico de esta toxina provocaba la muerte en menos de 48 horas. Hallada la toxina, podía pensarse en descubrir la antitoxina, es decir, el remedio de la enfermedad; eso lo consiguieron el sabio alemán Behring y el médico japonés Kitasato al seguir las huellas que los doctores Richet y Hericourt habían dejado en 1888 al estudiar otra enfermedad.
M. Roux inoculaba a un caballo dosis muy débiles de toxina diftérica, atenuada por acción del yodo. Aumentando progresivamente la virulencia de las dosis, el caballo llegaba a resistir dosis de toxina pura de más en más activas, y quedaba inmunizado. Introduciéndole entonces un trocar en la vena yugular, le sacaba sangre, que recogía en un vaso. Después de dejarla coagular, separaba la parte líquida denominada suero. El suero así preparado era antitóxico, esto es, antidiftérico: curativo, en una palabra.
A comienzos de 1894, M. Roux disponía ya de algunos caballos inmunizados. Con la colaboración de los señores Martin y Chaillon —que habían estudiado clínica y bacteriológicamente más de 400 casos de difteria— Roux decidió probar la eficacia del suero antidiftérico. Como había en París en esa época dos hospitales que atendían a niños diftéricos, decidióse ensayar el nuevo tratamiento en el Hospital de Niños, mientras que el antiguo se seguiría aplicando en el Hospital Trousseau.
Desde el 19 de febrero de 1894, los señores Roux, Martin y Chaillon acudieron diariamente al Hospital de Niños e inyectaron a los enfermos dosis de 20 centímetros cúbicos de suero antidiftérico; operación que repetían a las 24 horas. En la mayoría de los casos, la formación de las falsas membranas se detenía a las 24 horas de la primera inyección, y al cabo de 36 ó 48 horas, o al tercer día a más tardar, las membranas desaparecían: el niño estaba salvado, y su rostro perdía el color plomizo o lívido.
De los 3.971 enfermos de difteria asistidos de 1890 a 1893 en el Hospital de Niños, habían muerto 2.029, es decir, el 51 por ciento. En los 4 meses que se aplicó el tratamiento antidiftérico a un centenar de niños, la proporción descendió hasta el 24 por ciento, y en el Hospital Trousseau —donde no se empleó el suero— la mortalidad fue del 60 por ciento en ese mismo lapso.
A pedido de la Sociedad de Ayuda a los Amigos de la Ciencia, M. Roux dio en Lila una conferencia sobre la difteria, en mayo de 1894. Pasteur asistió a ella en su carácter de presidente de la sociedad, y agradeció a los habitantes de Lila el generoso concurso prestado durante 40 años a la gran obra de la sociedad que presidía. Maestro y discípulo fueron recibidos en el anfiteatro de la Sociedad Industrial, y Pasteur escuchó con admiración la conferencia de su discípulo. El rigor de las experiencias y lo completo de los resultados exaltaron su entusiasmo. Él, que había dicho: «Hay que agotar el examen de las posibilidades de los problemas hasta que nuestro espíritu no pueda concebir ninguna más, y repetía sin cesar a los diligentes: «Desconfiad sobre todo de vuestra precipitación en sacar conclusiones», sintióse feliz, al escuchar la metódica exposición de Roux y ver cómo su discípulo había resuelto tan importante problema.
En el Congreso de Higiene y Demografía celebrado en Budapest en septiembre de ese mismo año, M, Roux hizo una comunicación sobre la seroterapia de la difteria que tuvo gran repercusión en Europa. Poco después, los prefectos de Francia se dirigieron al ministro del Interior, preguntándole cómo podrían proveer suero antidiftérico a los médicos. La suscripción iniciada con este objeto por el periódico el 4 Fígaro llegó rápidamente a un millón de francos. El Instituto Pasteur organizó con esa suma un servicio permanente de seroterapia contra la difteria, para lo cual necesitó construir caballerizas y comprar un centenar de caballos; y al cabo de tres meses entregó gratuitamente 50.000 dosis de suero.
Desde Arbois, Pasteur seguía atentamente los acontecimientos. Sentado a la sombra de las acacias plantadas por él mismo en su jardincito, o cerca de los añosos membrillos que bordeaban el río, repasaba la lista de los suscriptores, entre los que figuraban algunos niños dadivosos y muchos padres que habían perdido a sus hijos.
El día de la partida para París, 4 de octubre de 1894, Pasteur fue presa de igual tristeza que la que le había acometido a los 16 años al alejarse por vez primera de la casa paterna. Volvía a ver el mismo cielo gris, la, misma llovizna y el mismo horizonte velado. Con una mirada, que sería de postrera despedida, recorrió esa región querida, las colinas, las montañas y la inmensa planicie de Dôle. Más, como siempre, su tristeza fue silenciosa, y sólo su semblante abatido reveló sus melancólicos pensamientos ...
El 6 de octubre hubo en el Instituto Pasteur inusitada concurrencia de médicos, con ocasión de la conferencia que M. Martin daba a muchos practicantes que deseaban aprender a diagnosticar la difteria y a administrar el suero. Desde la ventana de su gabinete, Pasteur miraba ese ir y venir en su Instituto, y en su rostro demacrado reflejábase el dolor de sentirse viejo e inválido. No obstante, sentía íntima satisfacción de ver progresar la obra de su vida y saber que sus sucesores, animados por su propio espíritu, proseguirían las investigaciones inacabadas.
En esa época, M. Yersin, a la sazón médico de las Colonias, dio a conocer en los Anales del Instituto Pasteur su descubrimiento del microbio de la peste. Habíase trasladado a China para estudiar esa enfermedad, las condiciones de su transmisión y las medidas necesarias para impedir su propagación en las posesiones francesas. Desde hacía mucho tiempo, Pasteur apreciaba a ese discípulo, cuyos hábitos de vida y de trabajo parecían los de un asceta. Con celo de misionero M. Yersin llegó a Hong Kong cuando ya habían muerto 300 chinos y los hospitales estaban llenos de apestados. Inmediatamente reconoció en los enfermos los síntomas de la peste bubónica, y observó que la epidemia causaba estragos especialmente en los tugurios de los pobres, y que, en los barrios infectados, había gran cantidad de ratas muertas. Pasteur leyó con sumo interés las siguientes líneas, que se ajustaban perfectamente a su método de observación: «La aptitud particular de ciertos animales a contraer el mal me facilitó el estudio experimental de la enfermedad. Imponíase, pues, descubrir primeramente el microbio en los bubones o en la sangre de los enfermos». Después de inocular pulpa de bubones a ratones, ratas y conejillos de Indias, M. Yersin encontró numerosos bacilos en los ganglios, el bazo y la sangre de los animales inoculados. Tras diversos ensayos de cultivos e inoculaciones, llegó a esta conclusión: «La peste es enfermedad contagiosa e inoculable. Las ratas y las moscas son probablemente su principal vehículo».
Simultáneamente a las investigaciones de M. Yersin, que condujeron al descubrimiento del bacilo de la peste, el médico japonés Kitasato efectuaba análogas experiencias: descubierto el enemigo, había, por lo tanto, esperanzas de vencerlo.
Entre tanto, Pasteur leía el trabajo del sabio ruso Metchnikoff, que atribuía la inmunidad o resistencia (natural o adquirida) del organismo a algunas enfermedades, a la acción de los leucocitos o glóbulos blancos de la sangre, que se comportan como soldados cuya misión fuera la de defender el organismo de la invasión de elementos extraños. Cuando los microbios penetran en los tejidos, los glóbulos blancos los atacan inmediatamente, y, según sea el resultado del combate, el organismo sucumbe o resiste. Si los microbios invasores son derrotados e ingeridos por los glóbulos blancos (llamados también fagocitos) , éstos se tornan aún más fuertes para resistir nuevas invasiones microbianas.
El 1 de noviembre, al disponerse a salir para visitar a sus nietos, como lo hacía diariamente, Pasteur tuvo un fuerte ataque de carácter urémico. Llevado a su casa, permaneció semi—inconsciente durante cuatro horas, con los ojos cerrados y bañado en sudor de agonía. Por la noche recobró el habla y pidió que alguien le hiciera compañía, Conjurado el peligro inmediato, renacieron las esperanzas de su curación, aunque sin desvanecerse las inquietudes que inspiraba su estado. Sus discípulos establecieron el turno para velarlo y atenderlo. Durante las noches, dos personas permanecían en su cuarto: un miembro de su familia y un pasteuriano, que, a la una de la mañana, eran reemplazados por otro pasteuriano y otro miembro de la familia. Desde el 1 de noviembre hasta el 25 de diciembre continuó este servicio, regulado por M. Roux de la siguiente manera entre las personas que trabajaban en el laboratorio: Noche del domingo: Roux y Chantemesse; lunes: Queyrat y Marmier; martes: Borrel y Martin; miércoles: Mesnil y Pottevin; jueves: Marchoux y Viala; viernes: Calmette y Veillon; sábado: Renon y Morav. El doctor Marie reclamó igual privilegio; y M. Metchnikoff iba y venía ansiosamente de su laboratorio a la habitación del maestro. Después de la tarea diaria, los designados hacíanse cargo de la guardia nocturna y, en los momentos que Pasteur dormitaba, ordenaban las notas del día. Fuera del Instituto, nadie conocía estas solícitas velaciones, que la esposa de Pasteur interrumpía, todas las noches, para despedir con autoritaria suavidad a una de las personas allí presentes. Junto al lecho y en la penumbra, parecía simbolizar la protección y el dolor tratando de rechazar la muerte. ¡Rechazar la muerte!, a eso tendían los esfuerzos de tan valiente y buena mujer que velaba desde hacía 46 años por ese genio de la ciencia. Cuando amanecía, ella escuchaba renacer poco a poco el rumor de la vida exterior, y, en ciertos momentos no podía impedir que, a pesar de su entereza, sus lágrimas corrieran silenciosamente. ¿Sanaría aquél cuya vida era tan útil a los demás? Por las mañanas, los dos nietos de Pasteur entraban en el cuarto; y mientras la niña, de 14 años, conversaba con el abuelo, procurando disimular su emoción e inquietud, el niño, de 8 años, trepaba a la cama y besaba largamente el rostro del enfermo, que aun hallaba fuerzas para sonreírle.
El doctor Chantemesse lo atendía con incomparable cuidado; el doctor Gilles, a quien Pasteur había llamado frecuentemente durante sus estancias en Villeneuve l'Etang, solía ir a París a visitarlo; el profesor Guyon llegó una mañana, llevado a toda prisa por Metchnikoff; el profesor Grancher, enfermo y lejos de París, regresaba a menudo para ver a su maestro. ¡Cuántas veces, inclinados sobre su cama, siguieron con inquietud el ritmo respiratorio de Pasteur alterado por la intoxicación urémica: movimientos lentos al principio, luego rápidos, angustiosos, que disminuían paulatinamente hasta terminar en larga pausa, en que la vida parecía suspenderse por algunos segundos!
A fines de diciembre renació la esperanza de su mejoría. El 1 de enero, después de recibir a sus colaboradores y hasta el último sirviente de sus laboratorios, vio entrar en su aposento a un colega de la Academia Francesa.
Era Alejandro Dumas que llegaba con un ramo de rosas y acompañado de sus hijas: «He querido comenzar bien el año —le dijo—, trayéndole mis mejores augurios». Desde hacía 12 años, él y Pasteur se encontraban todos los jueves en la Academia Francesa. Admirado, al principio por la brillantez espiritual de Alejandro Dumas, Pasteur no había tardado en recibir, con sorpresa y emoción, sus atenciones y delicadezas. Dumas lo quería sinceramente, pues conocía sus sentimientos, respetaba la nobleza de su corazón y admiraba su saber exento de vanidad. Ese día, la cordialidad de su conversación hizo recordar la bulliciosa alegría de su padre. En el cuarto de Pasteur, cerca de los laboratorios, ¡cuán lejos estaba del mundo que había observado y de los personajes ridículos, peligrosos y viles de sus descripciones, esos vibriones de forma humana? Mas su teatro mostraba, a veces, algunos seres normales, como Montaiglin y Claudio «desdichado hombre de bien, inadaptado a nuestro tiempo». Había en Dumas un moralista ávido de acción: su realismo encubría al simbolista y su sátira al místico. Después de ansiar la gloria, antepuso a sus deseos, el deseo de ser útil. La mirada de sus ojos azules, ordinariamente fría, y penetrante, parecía escrutar hasta los pensamientos más recónditos. Más cuando miraba a quien llamaba «nuestro querido y grande Pasteur», sus ojos expresaban amistosa veneración. Quien haya velado a la cabecera de un enfermo, sabe cuánto confortan ciertas visitas: Pasteur comparó la de Alejandro Dumas a un grato rayo de luz.
Su mejoría fue afianzándose paulatinamente: mas como no podía salir, muchos creyeron que su estado seguía siendo grave. Por eso causó sorpresa, a fines de abril, el anuncio que recibiría a los antiguos normalistas cuyo deseo era visitar el Instituto Pasteur después de haber colocado una placa conmemorativa en el pequeño laboratorio de la calle de Ulm, con ocasión de los festejos del centenario de la fundación de la Escuela Normal. Pasteur los recibió en el salón del primer piso, sentado al lado de la chimenea, y todos recordaron las veladas dominicales de la Escuela Normal, en las que solía recibirlos con singular afecto. Para cada uno tuvo palabras de agradecimiento o una sonrisa afectuosa; su mirada conservaba todavía su intenso brillo característico. Nunca como entonces pudo apreciarse en él la independencia de sus facultades motrices de las intelectuales. Muchos visitantes creyeron con alegría en su propio restablecimiento: «Su salud —díjole alguien» no interesa solamente a la nación, sino al mundo entero».
El doctor Roux había expuesto en el gran laboratorio del Instituto los baloncitos —religiosamente conservados— que Pasteur había usado en sus experiencias sobre las generaciones espontáneas, los tubos que habían servido para sus estudios sobre el vino; y todos los líquidos empleados para cultivar microbios y bacilos, sin que faltaran los de la difteria y los de la peste.
Al mediodía, Pasteur se hizo transportar al laboratorio, y Roux le hizo ver al microscopio el bacilo de la peste. Ante la exposición de sus trabajos, Pasteur pensó en sus discípulos que, diseminados por el mundo, proseguían la obra comenzada por él. Acababa de enviar a Lila al doctor Calmette, para fundar un Instituto Pasteur; el doctor Yersin continuaba su misión en China; M. Le Dantec «normalista que fue preparador en el laboratorio», estudiaba en el Brasil la fiebre amarilla, de la cual murió posteriormente; el doctor Adriano Loir dirigía el Instituto Pasteur de Túnez, después de haber realizado una larga misión en Australia; y el doctor Nicolle proyectaba la construcción de, un laboratorio de bacteriología en Constantinopla. «¡Ah, cuánto queda aún por hacer?», dijo Pasteur débilmente al estrechar afectuosamente la mano de Roux.
Intensificábase más y más su deseo de aliviar los padecimientos de sus semejantes; sentimiento humanitario que le otorgaba, por así decir, carta de ciudadanía universal. Más ello no disminuía su amor a Francia. Un incidente dio nueva ocasión a que se evidenciara nuevamente lo acendrado de su patriotismo. La Academia de. Ciencias de Berlín, antes de someter a la consideración del Emperador de Alemania la lista de sabios ilustres que recibirían la Orden del Mérito de Prusia, y deseando incluir en ella a Pasteur, quiso saber previamente si éste rechazaría esa distinción; pues aun se recordaba en Alemania su protesta al devolver el diploma conferido por la Universidad de Bonn. Pasteur, contestó que no aceptaría su inclusión en esa nómina, pero que se sentía íntimamente honrado, como hombre de ciencia, por el buen deseo de la Academia de Berlín.
Su negativa semejó una de esas clarinadas que resonaban al atardecer en la espesura de los bosques de la frontera de Alsacia. Para él, como para Víctor Hugo, la cuestión alsaciana era cuestión mundial que atañía al derecho de los pueblos de disponer de sí mismos. Francia, proclamadora y sostenedora de ese principio en Europa, había tenido que presenciar ¡aguda ironía! la separación de Alsacia de su territorio. Y esa separación la realizó precisamente la nación que había creído más idealista y con la que había deseado aliarse, esperanzada en llevar adelante una civilización pacífica; esperanza compartida por el sabio alemán Humboldt, que había escrito poco antes de morir: «Todo lo que conduce a estrechar los vínculos de dos países limítrofes, lleva en sí el germen del bien moral». Pasteur recordaba siempre las palabras que, al terminar la guerra, Boussingault había dirigido al coronel Laussedat, encargado de demarcar la nueva frontera: «Procure usted vivir lo suficiente para poder quitar los mojones que ha plantado».
A pesar de la melancolía que le provocaba el desmayo gradual de sus fuerzas, su energía moral no decaía. Nunca dejaba escapar una queja, y evitaba hablar de sí mismo. A mediodía, solía pasar algunas horas en una tienda puesta a la entrada del Instituto, bajo los castaños que acababan de florecer. Las personas del laboratorio se acercaban a menudo a conversar con él. «¿En qué se ocupa usted? —preguntaba Pasteur— ¿qué hace?», y luego repetía las palabras de toda su vida: «¡Hay que trabajar? ... ».
En esa tienda, bajo los castaños, solía visitarlo su antiguo camarada Chappuis, a la sazón decano honorario de la Academia de Dijón. Ambos habían mantenido incólume su amistad durante más de cincuenta años, y sus conversaciones se caracterizaban por la elevación espiritual, mayor entonces que en las pláticas de la primera juventud y de la edad madura. La dignidad de Chappuis rayaba en austeridad, amable austeridad , y su rectitud se sustentaba en la máxima de Kant que él gustaba de repetir: «Actúa de tal suerte que tu norma de conducta pueda considerarse como norma de conducta universal».
Pasteur, aunque menos preocupado por la filosofía que Chappuis, remontábase sin esfuerzo hasta las especulaciones filosóficas más elevadas y hablaba de las ideas primordiales de su vida: la noción dominadora del infinito, la creencia en Dios y la persistencia de la actividad bienhechora de los hombres más allá de la muerte. Como su vida se había inspirado en las virtudes del Evangelio, y siempre respetó la religión de sus padres, pidió con sencillez, en sus últimos días, que le administraran los santos sacramentos.
El 13 de junio descendió por última vez la escalinata del Instituto Pasteur, y subió al coche que lo condujo a Villerieuve l'Etang. Todos le hablaban del bienestar que allí encontraría. ¿Creíalo él también o disimulaba sus pensamientos? Notábase que por afección a los suyos, se esforzaba en compartir sus esperanzas y mostrarse animoso, como cuando se dirigía a Villeneuve l'Etang en cumplimiento de sus tareas. Al llegar a Saint Cloud, algunos habitantes del lugar que le habían visto pasar a menudo eh años anteriores, saludáronlo con emoción y respeto.
Las antiguas caballerizas de los guardias de Villeneuve l'Etang, utilizadas entonces para el servicio del suero antidiftérico, habían vuelto a su primitivo destino, pues en ellas se alojaba un centenar de caballos.
Pasteur pasó las semanas del verano ya en su aposento, cuyas ventanas daban a los bosques de Mames, ya bajo los árboles, en el césped del parque. Al ver el animado espectáculo que ofrecían los anexos del laboratorio, y las idas y venidas de M. Roux, de su preparador M. Martin y del veterinario M. Prevot «encargado de sangrar los caballos y repartir los frascos de suero», sentíase dominado por profundo y delicado sentimiento. Pensaba en lo que lo sobreviviría cuando su mano desfalleciente dejara caer la antorcha que había dado lumbre a tantas otras. En su apacible resignación, no pensaba siquiera en su glorioso pasado. Al pie de la terraza del antiguo castillo, escuchaba plácidamente, bajo las hayas y los tilos, la lectura de su mujer o de su hija. Ellas le sonreían, para animarlo, con la sonrisa que las mujeres conservan hasta en sus mayores angustias.
Las biografías seguían interesándole. En esa época, tras un largo período de calma, renacía en Francia el entusiasmo por la leyenda napoleónica, y todos hubieran deseado oír nuevamente el eco lejano de los cañones del primer Imperio. De los archivos se extraían memorias, correspondencias y narraciones guerreras. Muchos de esos relatos recordaban a Pasteur las emociones de su juventud; pero él, ya no apreciaba como antes la gloria de los conquistadores, pues sabía que los verdaderos guías de la humanidad son los hombres que la sirven con abnegación y no los que la dominan por la violencia. Después de haber gustado de las entusiastas descripciones de las batallas, admiraba la vida virtuosa y ejemplar de San Vicente de Paul. Sentía admiración por ese hijo de pobres campesinos que, a pesar de vivir en un mundo henchido de vanidad, supo hacer respetar la humildad de su origen, y no aspiró sino a ser capellán de galeotes, a pesar de ser preceptor de un futuro cardenal. Fue el sacerdote fundador de la institución para niños abandonados que supo establecer una alianza religiosa—laica para el mejor ejercicio de la caridad. A su manera, Pasteur irradiaba tanta bondad como él.
La señora desconocida que había puesto a su disposición una suma de dinero para ser distribuido anualmente entre jóvenes sin recursos, lo visitó, a fines de agosto, deseosa de hacer algo mejor: donar el terreno necesario para erigir un hospital pasteuriano que, a su criterio, sería la lógica consecuencia de los descubrimientos de Pasteur.
Día a día sus fuerzas iban disminuyendo. Apenas podía dar algunos pasos; la parálisis progresaba, el habla hacíase de más en más dificultosa. Sólo su mirada conservaba la pureza y limpidez de siempre. Cuando sus nietos jugaban en el parque, en su alrededor, parecían rosales floridos al pie de un árbol que muere: así asistió Pasteur a la ruina de lo que en él había de perecedero.
¡Ah, si hubieran podido darle un minuto, siquiera un segundo, de su propia existencia los millares de seres humanos que debían la vida a sus descubrimientos: los niños enfermos, las parturientas, los operados, los curados de la rabia y tantos y tantos otros que él había salvado de los microorganismos!
En la última semana de septiembre ya no tuvo fuerzas para levantarse. El día 27, al acercarse alguien a su cama para ofrecerle una taza de leche, dijo con voz desfallecida: «No puedo más», y su mirada expresó resignación, bondad y despedida. Su cabeza cayó sobre la almohada y se durmió. Después de un reposo engañador, sobrevino la corta y jadeante respiración de la agonía. Durante 24 horas permaneció inmóvil, los ojos cerrados y el cuerpo paralizado casi por completo. Su esposa o sus hijos estrechaban una de sus manos; en la otra, tenía un crucifijo. En ese aposento que parecía una celda por su sencillez, el sábado 28 de septiembre de 1895, a las cuatro y cuarenta minutos de la tarde, Pasteur expiró serenamente, rodeado de su familia y de sus discípulos.

FIN