Metapuzzles - George Gamow

Metapuzzles - George Gamow

Prólogo:
De cómo este libro vio la luz

Durante el verano de 1956, uno de nosotros (GG) estaba visitando San Diego, California, como consultor de Convair, donde el otro (MS) ocupa un puesto permanente. Teníamos que discutir muchos problemas (clasificados) juntos y como la oficina de uno de nosotros (MS), en el sexto piso del edificio principal, era más cómoda, el otro (GG) generalmente tomaba el ascensor desde el segundo piso, donde se encontraba su oficina. Al hacerlo, uno de nosotros (GG) comenzó a darse cuenta de que cuando llegaba al ascensor en el segundo piso y presionaba el botón, la primera cabina en llegar normalmente iba en la dirección equivocada; es decir, hacia abajo. De hecho, en alrededor de cinco de cada seis casos la primera cabina bajaba y solo en uno de cada seis subía.
—Oye —dijo uno de nosotros al otro—, ¿es que fabricáis nuevas cabinas de ascensor sin parar en la azotea y las mandáis para abajo a que las almacenen en el sótano?
—¡Qué idea tan tonta! —exclamó el otro—. Por supuesto que no hacemos semejante cosa. Sugiero que compruebes con qué frecuencia llega primero el ascensor correcto cuando salgas de esta oficina en el sexto piso para volver al segundo.
Varias semanas más tarde volvimos a debatir el tema, y uno de nosotros dijo que la primera observación no tenía sentido. Al llamar el ascensor desde el sexto piso se había fijado en que cinco de cada seis veces el primer ascensor que llegaba subía en lugar de bajar. Rápidamente propuso la explicación opuesta a la anterior: probablemente la compañía estaba construyendo cabinas de ascensor en el sótano y enviándolas a la azotea, de donde los aviones de Convair se las llevaban volando.
—Pues —exclamó el otro— no sabía que formábamos parte del negocio de fabricación de cabinas de ascensor… Por supuesto —continuó—, la verdadera explicación es muy simple. Pero primero déjame añadir que, de no haber sabido lo alto que es este edificio, ahora podría asegurar, a partir de la información que me has proporcionado, que debe tener siete plantas.
—Pero si nunca he mencionado la altura del edificio; solo hablaba del problema de conseguir el ascensor correcto.
—Sí, pero ¿no te das cuenta de que se trata de un rompecabezas clásico que simplemente ilustra la distinción entre frecuencia y fase?
Después de pensar un poco, obtuvimos la respuesta a este rompecabezas (busque la respuesta en la historia titulada «Viendo pasar los trenes»), pero estas conversaciones revelaron que ambos estábamos muy interesados en varios tipos de acertijos matemáticos y que entre los dos conocíamos un buen puñado de ellos.
Así que decidimos recopilarlos en un librito, presentando cada rompecabezas en forma de un breve relato. La parte de la historia que presenta el acertijo aparece imprimida en una tipografía ordinaria, mientras que la parte que contiene la solución se imprime en cursiva. Los lectores que quieran poner a prueba su habilidad para resolver los acertijos deben dejar de leer en cuanto aparezcan las cursivas. ¡Buena suerte!

M. Stern
G. Gamow
Landfall, Woods Hole,
Massachusetts

A Theodore Von Karman,
a quien le encantan los problemitas.

Capítulo 1
El gran sultán

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Contenido:
Doce en uno
Un problema familiar
Cuarenta esposas infieles
La fecha de la ejecución
El segundo calvario de Abdul
Carrera de caballos al revés
Doce en uno
El gran sultán Ibn-al-Kuz de Quasiababia estaba sentado en su cámara del tesoro mirando con satisfacción doce grandes bolsas de cuero alineadas a lo largo de la pared. Las bolsas contenían grandes monedas de plata correspondientes a los impuestos recaudados por sus emisarios en las doce provincias que gobernaba. El nombre del emisario de cada provincia particular estaba claramente escrito en su bolsa. Cada moneda pesaba una libra entera, y como todas las bolsas estaban casi llenas, había mucha plata.
De repente, un hombre vestido con harapos fue traído por los guardias y cayó de rodillas ante el sultán.
—Majestad —exclamó el hombre, levantando la mano—. Tengo algo muy importante que deciros.
—Habla, pues —dijo Ibn-al-Kuz.
—Estoy al servicio de uno de vuestros emisarios y quiero denunciar su gran traición y crimen contra vos. Todas las monedas en la bolsa que os envió pesan una onza menos. De hecho, yo era uno de los trabajadores que frotaba las monedas con un paño áspero, extrayendo una onza de plata de cada una de ellas. Como mi amo me maltrataba, he decidido haceros saber la verdad.
—¿Quién es tu amo? —preguntó Ibn-al-Kuz, frunciendo el ceño—. ¡Juro por Alá que mañana será decapitado, y serás ricamente recompensado!
—Él es… —comenzó el hombre.
En ese momento, una daga lanzada por una mano desconocida silbó en el aire, y el hombre cayó muerto con la daga clavada en la espalda.
Podría parecer fácil encontrar cuál de las doce bolsas contenía las monedas de bajo peso, siempre y cuando el sultán poseyera balanzas razonablemente precisas que pudieran distinguir entre las monedas normales de dieciséis onzas y las monedas que solo pesaban quince onzas. De hecho, el sultán tenía tales balanzas, y muy lujosas, por cierto. Las había hecho fabricar a medida por un fabricante de instrumentos de alta calidad de los Estados Unidos de América, y estaban construidas a imitación de las básculas normales que se encuentran prácticamente en todas partes de ese país altamente industrializado. Había una plataforma para pisar y una ranura en la que introducir un centavo, y en lugar de mostrar el peso en un dial, la máquina imprimía un resguardo con el peso exacto en libras y onzas, además del horóscopo, escrito en la parte de atrás. El problema era, sin embargo, que entre todas las monedas que poseía, el sultán Ibn-al-Kuz solo disponía de un penique de cobre americano. Podía poner cualquier surtido de monedas de plata de cualesquiera de las bolsas sobre la plataforma, pero solo podía obtener una respuesta única en el billete impreso con el peso total de ese surtido.
El sultán se quedó sentado reflexionando durante un largo rato. De repente, la solución le vino a la mente. Si todas las monedas de todas las bolsas fueran del mismo peso, las balanzas siempre mostrarían un número de libras en números enteros, sin importar el surtido de monedas que se pusiera en ellas. Sin embargo, si una de las monedas fuera mala, con un peso de tan solo quince onzas, la balanza registraría tantas libras y quince onzas, es decir, la cifra estaría una onza por debajo del entero más cercano. Si dos, tres o más monedas puestas en la báscula fueran malas, la cifra estaría dos, tres o más onzas por debajo del entero más cercano. El sultán se levantó de su asiento e inclinándose sobre las bolsas tomó una moneda de la primera bolsa, dos monedas de la segunda, tres monedas de la tercera, y así sucesivamente, terminando con doce monedas de la duodécima bolsa. Apiló todas estas monedas en la plataforma de la balanza y metió el penique en la ranura. Las escalas mostraban tantas libras y nueve onzas. Así que había siete monedas malas, y tenían que haber salido de la séptima bolsa. El nombre escrito en esa bolsa era Ali-ben-Usur, y la cabeza de Ali rodó a la mañana siguiente.
Un problema familiar
Un día, el gran sultán Ibn-al-Kuz se encontró con un problema realmente desconcertante. El visir supremo insistía en que el sultán aprobara leyes apropiadas para controlar la proporción de hombres y mujeres en la futura población de sus tierras. Argumentaba que, dado que el número de niños varones que nacían era aproximadamente el mismo que el de niñas, cada vez era más difícil para los hombres distinguidos, pero con recursos, mantener harenes de un tamaño decente.
El sultán, aunque creía firmemente en la monogamia, no podía oponerse ni al visir ni a la religión establecida en sus tierras. Durante un rato estuvo cavilando, murmurando incoherentemente sobre secuencias aleatorias. Finalmente, en su rostro se dibujó una sonrisa y le dijo al visir:
—¡La solución al problema es muy sencilla! Emitiré una proclama dando instrucciones a todas las mujeres de mis tierras de que se les permitirá seguir teniendo hijos en tanto que estos sean niñas. Tan pronto como una mujer dé a luz a su primer hijo, se le prohibirá tener más hijos. ¡El castigo por desobedecer esta ley será el destierro!
Sin dejar de sonreír, el sultán continuó:
—Seguramente esto producirá el efecto que deseáis. Bajo esta nueva ley verás mujeres con familias formadas por cuatro niñas y un niño; diez niñas y un niño; tal vez un niño solitario, y así sucesivamente. Obviamente, esto debería aumentar la proporción de mujeres y hombres tanto como uno desee.
El visir, que había estado sentado muy callado mientras el sultán explicaba su propuesta, de repente mostró signos de comprensión y se levantó eufórico. ¡Por fin había doblegado al sultán a su voluntad! Se despidió de él y se apresuró a difundir la noticia de su triunfo personal en la construcción del futuro de las tierras.
El joven príncipe había escuchado por casualidad la discusión y formulación de la nueva ley. Con lágrimas en los ojos, se acercó con resignación a la presencia de su padre y se quejó suplicando:
—Oh, Gran Sultán, ¿no os estaréis sometiendo a los caprichos de ese fanático?
El sultán se rio y ordenó a su hijo que se acercara.
—No me he rendido a esas estúpidas demandas.
—Pero, padre.
—¡Ja, ja! —se rio el sultán—. Deja que te explique el verdadero significado de esta ley que he decretado. En realidad, la ley mantendrá la misma proporción de hombres y mujeres.
—¿Pero cómo, padre? No lo entiendo.
—Piénsalo de la siguiente manera —dijo el sultán—. Supongamos, por simplicidad, que a un mismo tiempo todas las mujeres de estas tierras dan a luz a su primer hijo. Estos primogénitos tendrán una distribución equitativa: la mitad serán niños y la otra mitad niñas. En esta etapa, pues, hemos mantenido la proporción de uno a uno.
»Ahora la ley solo exige que la mitad de las mujeres, esto es, las que tuvieron hijos varones, ya no puedan participar en el segundo turno. La mitad restante de las mujeres dará a luz a una segunda ronda de hijos. En ella habrá de nuevo una distribución equitativa, es decir, el mismo número de niños que de niñas. Por lo tanto, el resultado de la primera y la segunda ronda juntas todavía mantiene una proporción de uno a uno entre bebés niños y bebés niñas.
»Una vez más, la mitad de las mujeres del segundo turno, esto es, las mujeres que han dado a luz niños, dejan de tener derecho a continuar. Las mujeres que han tenido niñas continúan en la tercera ronda. Aquí también, la mitad de los nacimientos serían de niños y la otra mitad de niñas.
»Así que, como ves, la proporción se mantiene. Dado que en cualquier ronda de partos la proporción de niños y niñas es de uno a uno, se deduce que cuando se suman los resultados de todas las rondas, la proporción sigue siendo de uno a uno en todo momento.[1]
Cuarenta esposas infieles
El gran sultán Ibn-al-Kuz estaba muy preocupado por el gran número de esposas infieles entre la población de su capital. Había cuarenta mujeres que engañaban abiertamente a sus maridos, pero, como sucede a menudo, a pesar de que todos estos casos eran de dominio público, los maridos en cuestión ignoraban el comportamiento de sus esposas. Con el fin de castigar a las malas mujeres, el sultán emitió una proclama que permitía a los maridos de esposas infieles matarlas, siempre y cuando estuvieran completamente seguros de la infidelidad. La proclama no mencionaba ni el número ni los nombres de las esposas infieles; se limitaba a asegurar que en la ciudad existían tales casos e instigaba a los maridos a que tomaran cartas en el asunto. Sin embargo, para gran sorpresa de todo el cuerpo legislativo y de la policía de la ciudad, no se informó de ninguna esposa asesinada ni el día de la proclamación, ni en los días siguientes. De hecho, un mes entero transcurrió sin ningún resultado, y daba la impresión de que los engañados maridos no tenían ningún interés en lavar su honor.
—Oh Gran Sultán —dijo el visir a Ibn-al-Kuz—, ¿no deberíamos anunciar los nombres de las cuarenta esposas infieles, si los maridos son demasiado perezosos para ejercer justicia por sí mismos?
—No —dijo el sultán—. Esperemos. Mi pueblo puede ser perezoso, pero también es muy inteligente y sabio. Estoy seguro de que se tomarán medidas muy pronto.
Y, en efecto, en el cuadragésimo día después de la proclama, la acción estalló de repente. Esa sola noche cuarenta mujeres fueron asesinadas, y una rápida comprobación reveló que eran las cuarenta de las que se sabía que habían estado engañando a sus esposos.
—No lo entiendo —exclamó el visir—. ¿Por qué estos cuarenta maridos agraviados esperaron tanto tiempo en actuar, y por qué finalmente lo hicieron el mismo día?
—Elemental, mi querido Watson. —El sultán se rio—. De hecho, esperaba esta buena noticia exactamente este día. Mi gente, como ya mencioné antes, puede ser demasiado perezosa para organizar una investigación de sus esposas con el propósito de determinar su fidelidad o infidelidad, pero desde luego, se han mostrado lo bastante inteligentes como para resolver el caso mediante un análisis puramente lógico.
—No os entiendo, Gran Sultán —dijo el visir.
—Veréis, supongamos que no hubiera habido cuarenta esposas infieles, sino tan solo una. En ese caso todo el mundo, excepto su marido, lo sabría. Su marido, sin embargo, creyendo en la fidelidad de su esposa, y no conociendo ningún otro caso de infidelidad (del que sin duda habría oído hablar) tendría la impresión de que todas las esposas de la ciudad, incluyendo la suya propia, eran fieles. Si hubiera leído la proclama que decía que hay esposas infieles en la ciudad, se habría dado cuenta de que eso significaba que tan solo su propia esposa lo era. Así que la habría matado la primera noche. ¿Me seguís?
—Sí —dijo el visir.
—Ahora supongamos —continuó el sultán— que hubiera dos maridos engañados; llamémoslos Abdula y Hadjibaba. Abdula habría sabido todo el tiempo que la esposa de Hadjibaba le estaba engañando, y Hadjibaba habría sabido lo mismo de la esposa de Abdula. Pero cada uno habría pensado que su propia esposa le era fiel.
»El día que se publicó la proclama, Abdula se habría dicho a sí mismo: “Ajá, esta noche Hadjibaba matará a su esposa”. Por otro lado, Hadjibaba habría pensado lo mismo de Abdula. Sin embargo, el hecho de que a la mañana siguiente ambas esposas estuvieran aún vivas habría demostrado tanto a Abdula como a Hadjibaba que se equivocaban al creer en la fidelidad de sus esposas. Así que la segunda noche dos dagas habrían alcanzado su objetivo y dos mujeres habrían muerto.
—Os sigo hasta aquí —dijo el visir—, ¿pero qué ocurre si hay tres o más esposas infieles?
—Bueno, de aquí en adelante podemos aplicar lo que se denomina inducción matemática. Acabo de demostrarte que, si solo hubiera habido dos esposas infieles en la ciudad, los maridos las habrían matado en la segunda noche por una deducción puramente lógica. Ahora supongamos que hubiera tres esposas, la de Abdula, la de Hadjibaba y la de Faruk, que fueran infieles. Faruk sabe, por supuesto, que las esposas de Abdula y Hadjibaba los están engañando, por lo que espera que estos dos personajes asesinen a sus esposas en la segunda noche. Pero no lo hacen. ¿Por qué? Por supuesto, porque su propia esposa, la de Faruk, también le es infiel, y dale a la daga, o más bien a las tres dagas.
—¡Oh, Gran Sultán! —exclamó el visir—, desde luego me habéis abierto los ojos sobre ese problema. Por supuesto, si hubiera habido cuatro esposas infieles, cada uno de los cuatro maridos agraviados reduciría el caso al de tres y no mataría a su esposa hasta el cuarto día. Y así sucesivamente, una y otra vez, hasta llegar a cuarenta esposas.
—Me alegro —dijo el sultán— de que finalmente entendáis la situación. Es bueno tener un visir cuya inteligencia es muy inferior a la del ciudadano medio. Pero ¿qué haríais si os digo que el número de esposas infieles era, en realidad, de cuarenta y una?
La fecha de la ejecución
El visir sentenció a Abdul Kasim a la horca por robar una barra de pan.
El visir llevaba mucho tiempo queriendo ejecutar a Abdul y aprovechó esa ridícula excusa. Por desgracia para él, la ley preveía una apelación de última hora ante el sultán. Esta apelación solo podía ser interpuesta el mismo día de la ejecución.
Sabiendo que el sultán Ibn-al-Kuz anularía la sentencia, el visir concibió un ingenioso plan para eludir esta posibilidad. En presencia de Abdul, el visir dio instrucciones sobre la ejecución al alcaide. Las instrucciones especificaban la semana en la que esta tendría lugar, pero se le ordenó al alcaide que el día exacto de la semana en la que iba a ser ahorcado fuera una sorpresa para Abdul.
En presencia de Abdul, el visir le dijo al alcaide:
—Tienes que traerle el desayuno a Abdul todas las mañanas. Debes encargarte de que a Abdul se le ahorque un día de la semana que no tenga forma de calcular de antemano, de manera que sea una absoluta sorpresa para él. Si, cuando le lleves el desayuno a Abdul en la mañana del día que has elegido para la ejecución, se dirige a ti para declarar que sabe que va a ser ahorcado ese día y te ofrece una explicación racional de cómo lo ha averiguado, entonces la ley requiere que le permitas presentar inmediatamente su apelación a la atención del sultán. Si, por el contrario, cuando le lleves el desayuno a Abdul en la mañana del día elegido para ser ahorcado, no ha podido deducir racionalmente que ese sería el día, pierde el privilegio de apelar y puedes ahorcarlo esa misma tarde.
El visir se marchó, y Abdul y el alcaide se retiraron para tratar de calcular el día más probable para la ejecución. El problema se complicaba para el alcaide por el hecho de que, para hacer los preparativos necesarios, tenía que determinar la fecha de antemano.
Este nefasto plan para negarle a Abdul de forma efectiva el privilegio de apelar, en virtud del aspecto sorpresa de la sentencia, llegó a oídos del joven príncipe, quien informó a su padre.
El sultán convocó al alcaide a su presencia.
—He oído —dijo el sultán— que el visir ha condenado a Abdul a ser ahorcado y que la sentencia ha sido concebida de tal manera que se evitara la posibilidad de que Abdul pueda interponer un recurso formal. ¿No es así?
—Sí, Gran Sultán —contestó el alcaide—, pero, por favor, creedme que yo no tuve nada que ver con este asunto. De hecho, le tengo mucho cariño a Abdul y me encantaría hacer todo lo posible para ayudarlo, pero, como podéis ver, tengo las manos atadas.
—Bueno —dijo el sultán—. Me consta que eres un hombre muy culto.
—Oh no, Gran Sultán, es cierto que leo las enseñanzas de los sabios y me gusta mucho la lógica que imparten, pero en realidad no soy más que un estudiante de tales enseñanzas y aún tengo mucho que aprender.
—Eso es de lo más interesante —contestó el sultán—. ¿Entiendes el principio de la inducción finita?
—Desde luego, Gran Sultán.
—Bueno, dejemos eso por el momento y centrémonos de nuevo en el pobre Abdul. ¿Has elegido un día para la ejecución?
—No, todavía no, aún lo estoy considerando.
—Entiendo —continuó el sultán— que solo puedes ahorcarlo un día de una semana determinada, que comienza un domingo y termina un sábado. Ahora me pregunto: ¿podrías esperar hasta el último día de la semana, el sábado, para colgar a Abdul?
El alcaide lo pensó un momento y lentamente respondió:
—No, supongo que no puedo. Veréis, Gran Sultán, Abdul es un hombre inteligente. Puesto que conoce la estipulación de la sentencia de ahorcamiento, si estuviera vivo el sábado por la mañana, cuando le llevara su desayuno me diría: “Sé, alcaide, que debe estar planeando ahorcarme hoy, ya que hoy es el último de los días en que puedo ser ahorcado”.
»Y estaría en lo cierto —continuó el alcaide—. Si estuviera vivo el sábado por la mañana, mi última oportunidad de ahorcarlo, sabría que ese día iba a ser ahorcado, y se dirigiría a mí con tal motivo. De ese modo podría recurrir a una apelación.
—Ya veo —musitó el sultán—. Supongo que tanto tú como Abdul deberéis percataros de que, según lo estipulado en la sentencia, sería imposible que la sentencia se cumpliera el sábado.
—Sí —estuvo de acuerdo el alcaide—, solo puedo ahorcar a Abdul en uno de los demás días, del domingo al viernes. El sábado no es admisible para la ejecución en la horca.
—Entonces —continuó el sultán—, tanto tú como Abdul podéis tachar el sábado de vuestros calendarios. Podrías colgarlo solo del domingo al viernes, y el viernes es el último de los días en que Abdul podría ser ahorcado.
—Sí —contestó el alcaide.
—Me pregunto entonces —inquirió el sultán—: ¿podrías esperar hasta el viernes?
Después de pensarlo de nuevo, el alcaide respondió:
—Sé que no puedo. Como Abdul y yo sabríamos que el viernes es el último día admisible para la ejecución, si Abdul estuviera vivo el viernes por la mañana cuando llegase, se dirigiría a mí para declarar que lo iba a ahorcar este día.
—Sí, veo tu razonamiento —contestó el sultán—. ¿Quiere eso decir que solo puedes colgarlo del domingo al jueves y que Abdul debe ser también consciente de ello?
—Definitivamente sí —contestó el alcaide con seguridad.
—Si es así —continuó el sultán—, y el jueves se convierte en el último de los días admisibles para la ejecución, ¿no podemos repetir el mismo argumento y excluir así el jueves?
—Por supuesto —exclamó el alcaide—, y eso dejaría el miércoles como último día admisible, lo que a su vez lo dejaría excluido, y así sucesivamente durante toda la semana. ¡La ejecución es, por lo tanto, imposible!
»Se trata de una genuina aplicación del principio de inducción finita. Lo que hemos demostrado de manera efectiva es que el último de los días admisibles para la ejecución se convierte automáticamente en inadmisible.
—Sí —dijo el sultán riendo—, y por ello se puede argumentar con éxito la imposibilidad la ejecución durante cualquier número finito de días. Pero es una suerte que tú y Abdul tengáis la misma inteligencia, porque si alguno de los dos fuera incapaz de hacer el razonamiento, en la práctica dejaría de funcionar.
El segundo calvario de Abdul
Tras salvarse por los pelos en la historia anterior, Abdul volvió a meterse en problemas. Esta vez fue acusado de tener tratos con el mercado negro de esclavas, que había sido recientemente prohibido por el sultán Ibn-al-Kuz. En esta ocasión, Abdul tuvo que ser juzgado por un jurado, una innovación introducida por el potentado progresista, que se esforzaba en transformar su país en un estado moderno. El jurado, compuesto por seis hombres y seis mujeres, se dividió en el veredicto: las seis mujeres lo consideraron culpable y exigieron la pena capital, pero los seis hombres lo declararon inocente.
Entonces el juez decidió que Abdul debía tener un cincuenta por ciento de posibilidades de vivir o de morir, y que el resultado se decidiría sacando una bola de una urna. Para este inusual método de dictar sentencia la corte proporcionó dos grandes urnas con veinticinco bolas blancas y veinticinco negras cada una. Al prisionero se le vendarían los ojos y tendría luego que alargar su mano, elegir una de las urnas y seleccionar una bola. Una bola negra significaba la muerte; una blanca la vida. Por supuesto, las urnas se desordenarían y las bolas de ambas serían convenientemente agitadas después de que se le pusiera la venda en los ojos.
—¡Oh, Gran Juez —exclamó Abdul, cayendo de rodillas frente al banco—, concededme una última petición! Permitidme redistribuir las bolas entre las dos urnas antes de que me venden los ojos y tenga que elegir la urna y la bola.
—¿Creéis que esto podría mejorar sus posibilidades de escapar del castigo? —preguntó el juez, volviéndose hacia el visir, que estaba sentado a su lado.
—No lo creo —dijo el visir, que se consideraba un gran experto en problemas matemáticos—. Hay cincuenta bolas negras y cincuenta blancas, y como no puede verlas, las posibilidades siguen siendo las mismas, no importa cómo se distribuyan las bolas entre las dos urnas, o para el caso entre cualquier número de urnas.
—Pues bien —dijo el juez—, ya que eso no cambiará nada, ¿por qué no accedemos a su petición, aunque solo sea para demostrar a nuestro gran sultán que su recién nombrado tribunal de justicia tiene tendencias liberales de acuerdo con sus deseos?
»Adelante, redistribuye las bolas —le dijo a Abdul, que aún estaba arrodillado ante él.
Levantándose y acercándose a la mesa, Abdul extendió su mano hacia las urnas. Su procedimiento fue bastante sencillo. Primero vertió todas las bolas de una de las urnas en la otra, y luego, seleccionando una bola blanca del lote, la volvió a colocar en la primera urna. Este ingenioso reordenamiento aumentó sus posibilidades de vida a casi un 75%. Después de que le vendaran los ojos, tendría un 50% de posibilidades de elegir la urna que contenía la bola blanca y, si elegía la urna mala, todavía tenía 49 posibilidades de 99 (es decir, casi el 50%) de obtener una bola blanca en lugar de una negra.
La historia no registra si este incremento de las posibilidades a favor le permitió a Abdul salvar la vida.
Carrera de caballos al revés
Un día soleado, como son todos los días en esa parte de la Tierra, un inglés estaba sentado sobre una roca en medio de un desierto en los dominios del sultán Ibn-al-Kuz.

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Estaba aburrido, ya que no había absolutamente nada que hacer, a pesar de que tenía suficiente dinero en el bolsillo para pagar por cualquier tipo de entretenimiento. Así que, cuando para su gran regocijo vio pasar a dos beduinos a caballo, les hizo señas para que se acercaran.
—Amigos —dijo él, sosteniendo una brillante guinea de oro—, quiero que hagáis una carrera hasta esa palmera de allá, y le daré esta moneda de oro a aquel de vosotros cuyo caballo llegue último.
—¡Cuyo caballo llegue el último! —exclamaron los beduinos, que sabían inglés.
—Exactamente. Me doy cuenta de que es una condición inusual, pero eso es lo que he dicho. Ahora, que empiece la carrera.
Deseosos de conseguir el dinero, los dos beduinos partieron hacia la lejana palmera, pero como cada uno de ellos intentaba retener su caballo, progresaron muy poco. Cuando estaban a punto de abandonar la carrera, un derviche apareció inesperadamente delante de ellos y, saltando de sus caballos, se postraron ante él en la ardiente arena del desierto.
—¿Cuál es el problema, hijos míos? —preguntó el derviche en voz baja, y le explicaron las condiciones de la carrera.
—Tal vez deberíamos dividir el dinero, o decidir entre nosotros que el que gane la carrera haciendo que su caballo sea el último, le dará sus ganancias al otro —sugirió uno de ellos.
—¡Oh, no! —dijo el derviche—. Uno debe ser honesto en todos los tratos, incluso con los ingleses. Pero esto es lo que podéis hacer. —Y les susurró su consejo.
—¡Alá te bendiga! —exclamaron los beduinos, saltando a las sillas de montar y picando espuelas.
Galoparon más rápido que el viento hasta la palmera. La carrera se decidió en unos minutos y el inglés tuvo que pagar una guinea al ganador. ¿Qué dijo el derviche?

Es muy sencillo: les aconsejó que intercambiaran los caballos.

Capítulo 2
Sam el Jugador

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Contenido:
Cartas en un sombrero
Ases
Probabilidad aleatoria
Pares o nones
Cumpleaños
Torneo de tenis
Doble o nada
Cartas en un sombrero
Tal vez la manera más simple de describir a Sam el Jugador sea decir que era un personaje de Damon Runyon.[2]
Su capacidad para ganar dinero honestamente estaba garantizada por su habilidad para calcular las probabilidades en cualquier «juego de azar» que el hombre hubiera inventado nunca. Esto, por supuesto, era mérito exclusivo de su memoria, más que un resultado de cualquier capacidad analítica creativa propia.
Otra característica esencial de Sam el Jugador era que tenía buen corazón. Le había prometido a la madre de Sam Junior que su hijo recibiría una educación respetable, y Sam mantuvo su promesa. Razonó que su hijo debía haber heredado algo de su propia capacidad de cálculo, y ¿qué podría ser más respetable hoy día que ser un científico matemático?
Así que su hijo fue a la universidad. De acuerdo, es posible que tuviera que pasar el resto de su vida yendo y viniendo al trabajo en autobús, en lugar de conducir un Cadillac como Sam, y, a pesar de que Junior poseía muchos libros, puede que nunca llegara a tener un librito negro con el nombre y la dirección de todas las coristas de la ciudad. Pero iba a ser respetable.
Sam el Jugador estaba orgullosísimo de su habilidad profesional. Al hablar con su hijo durante su último año de carrera, Sam se alegró al descubrir que muchos de los cálculos empleados en la física moderna utilizaban técnicas probabilísticas. Esto dio lugar a una larga disertación de Sam, que quería hacer gala de su gran experiencia en el cálculo de probabilidades.
Su hijo trató de explicarle que había mucho más en la teoría de la probabilidad de lo que Sam pensaba, y que buena parte de ella se había desarrollado usando técnicas matemáticas bastante sofisticadas. Incluso en los casos más sencillos del cálculo de probabilidades, en los que Sam tenía gran experiencia, su hijo dudaba de que Sam entendiera realmente los principios básicos de la probabilidad.
—Por ejemplo —dijo Sam Junior—, considera el siguiente juego. Pongo tres cartas en un sombrero. Una carta es roja por ambos lados, otra carta es blanca por ambos lados y la última carta es roja por un lado y blanca por el otro.
»Supongamos que robo una carta. La carta que saco tiene su anverso rojo, pero no sabemos cómo es el reverso.
—¿Debo adivinar de qué color es el reverso? —preguntó Sam.
—Sí —dijo su hijo—. Tienes que decirme cuál es la probabilidad de que la carta tenga el reverso rojo. Convendrás conmigo —continuó— en que si la carta que he robado tiene una cara roja, entonces debe ser una de entre dos posibles cartas: o bien la roja-roja, o bien la roja-blanca. ¿No?
—Sí, así es.
—Bueno pues entonces, ¿cuál sería la probabilidad de que sea la carta roja-roja? —preguntó su hijo.
—Vaya —dijo Sam, disgustado por la simplicidad del problema—, pues como la que sostienes solo puede ser una de dos cartas, las probabilidades son de una entre dos de que la carta sea la roja-roja.
—Sabía que eso era lo que dirías —dijo Junior—. Pero no es la respuesta correcta.
—¿Para esto quería tu madre que te enviara a la universidad? —exclamó Sam—. No creas que puedes darme lecciones sobre probabilidades. Para esto no hace falta saber matemáticas; es simple sentido común.
—Verás —continuó Junior pacientemente—, la pregunta tan solo requiere una definición correcta del término «probabilidad». Tu respuesta de que es una de entre dos posibles cartas y, por lo tanto, las probabilidades resultantes serían meramente de una de cada dos, ignora las condiciones del problema. He dicho que había robado una carta con el anverso rojo. Para evaluar la probabilidad de que esta carta sea la roja-roja, primero debo preguntarme de cuántas maneras puedo robar una carta con el anverso rojo.
—Sí, así es —dijo Sam—, pero ¿por qué debería esto cambiar la respuesta?
—Bueno —continuó Junior—, entre las cartas colocadas en el sombrero hay un total de tres caras rojas. Es decir, están las dos caras rojas de la carta roja-roja y la cara roja de la carta roja-blanca.
—Por supuesto —dijo Sam.
—Entonces, ¿estás de acuerdo en que hay tres maneras posibles de robar una carta con el anverso rojo?
—Sí, sí, estoy de acuerdo.
—Ahora veamos las tres maneras posibles de robar una carta con el anverso rojo. En una de ellas, la carta tendría el reverso blanco; esto ocurriría si hubiera robado la carta roja-blanca. En las otras dos maneras la carta debe, por lo tanto, tener el reverso rojo: las dos formas que hay de extraer la carta roja-roja. Así que, como ves, de estas tres maneras posibles de robar una carta con el anverso rojo, en dos de ellas la carta tendría el reverso rojo y solo en una lo tendría blanco. Luego las probabilidades de que la carta que tengo sea la roja-roja deben ser dos de tres.
—Bueno —musitó Sam—, vas muy rápido y no estoy seguro de estar convencido.

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—Puedo demostrarlo de otra manera —dijo su hijo—. Si estuvieras dispuesto a jugar a este juego conmigo suponiendo que yo hubiera robado la carta con el anverso rojo, entonces podríamos, del mismo modo, haber jugado suponiendo que yo hubiera sacado una carta con la cara blanca arriba.
—Sí, no hay diferencia —dijo Sam.
—Pero en este nuevo juego —continuó Junior—, si hubiera sacado la carta con la cara roja arriba, habría preguntado cuáles eran las probabilidades de que esta fuera la roja-roja, y si hubiera sacado una carta con la cara blanca arriba, habría preguntado cuáles eran las probabilidades de que esta fuera la blanca-blanca. Y aquí puedes ver el verdadero problema: el juego es el mismo, ya se juegue a blanco o a rojo. Por lo tanto, jugar a los dos juegos simultáneamente (rojo o blanco) debe producir la misma probabilidad resultante que jugar cualquiera de los dos juegos individuales, pero cuando ambos se juegan a la vez, la solución es obvia. Lo que realmente estoy preguntando es: de las tres cartas, ¿cuáles son las probabilidades de extraer una carta que es igual en ambos lados en comparación con extraer una carta que es diferente por los dos lados? Y aquí, por supuesto, la respuesta es dos a uno, ya que hay dos cartas de las tres que son iguales por ambos lados.
Ases
—Vale —dijo Sam a la defensiva—, has creado un problema atípico. Pero estoy seguro de que en la práctica nunca surge la necesidad de utilizar una definición formal de probabilidad para calcular probabilidades simples. Además, ¡nadie juega con ese tipo de cartas!
—Yo no estoy tan seguro de eso —dijo Junior—. Puedo darte un ejemplo similar usando cartas ordinarias.
—Muy bien, veámoslo.
—Allá va, pues. Supón que te han repartido una mano de bridge. En ella hay un as de picas, y por supuesto doce cartas más. Estas otras doce cartas son completamente aleatorias.
—¿Quieres decir —preguntó Sam— que solo nos interesa esta mano si contiene el as de picas?
—Correcto —dijo Junior—. Si la mano no contiene el as de picas no la queremos. Barajas y repartes de nuevo. No jugamos más que si la mano contiene el as de picas.
—Entiendo, sigue.
—Pero entre las doce cartas de la mano puede haber otro as. En efecto, junto al as de picas obligatorio hay una probabilidad no nula de que la mano contenga dos o más ases.
—Hasta aquí te sigo.
—Pasemos ahora a otro caso —continuó Junior—. Repartes de nuevo y nos imponemos la obligación de tener un as, no importa cuál. Si no hay ningún as en la mano, la rechazamos. No nos interesa a menos que en ella haya al menos un as. Pero puede haber otros ases entre las restantes doce cartas. Así que también ahora hay una cierta probabilidad de que la mano contenga dos o más ases.
»Lo que te pido es que compares estas dos probabilidades: tener dos o más ases en cada una de las manos que te acabo de describir. En el primer caso, consideraremos las manos en las que esté obligatoriamente el as de picas; en el segundo caso, se trata de las manos en las que haya obligatoriamente un as cualquiera. ¿En cuál de los dos casos es mayor la probabilidad de tener al menos dos ases?
—Mira, hijo —dijo Sam después de escuchar pacientemente la charla de Junior—, llevo mucho tiempo jugando a las cartas. Puedes creerme: no hay ninguna diferencia entre el as de picas y cualquier otro as. Imponer el as de picas es exactamente igual a imponer cualquier as. En ambos casos, la probabilidad de tener uno o varios ases es exactamente la misma.
—¿Quieres decir que tu respuesta es que la probabilidad de tener un total de dos o más ases es la misma en cada una de las manos?
—Eso es exactamente lo que he dicho.
—Pues bien, te equivocas de nuevo —dijo Junior sonriendo—, y por el mismo motivo que antes.
—Te va a costar convencerme de eso.
—Expongamos el problema de forma más simple —sugirió Junior— con el fin de identificar más claramente el principio. Consideremos un mazo que no tenga más que cuatro cartas: el as de picas, el as de trébol, el dos de picas y el dos de trébol. Con este mazo reducido repartes una mano de tan solo dos cartas. Las demás condiciones se mantienen, es decir, en el primer caso la mano contiene obligatoriamente el as de picas y cualquier otra carta, y en el segundo caso puede haber cualquiera de los dos ases más cualquier otra carta.
»¿Admites que la comparación de las probabilidades de estas manos restringidas da una idea de la comparación entre las manos de un juego de bridge completo?
—Sí —dijo Sam—. No serán los mismos valores, pero la probabilidad relativa para el mazo reducido indicará cuál será la respuesta para las manos del juego de bridge
—Muy bien. Para el problema simplificado, ¿cuáles son las combinaciones de cartas posibles en una mano para que aparezca obligatoriamente el as de picas? Estas:

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—Y, por supuesto, la probabilidad de conseguir la mano con los dos ases de las tres manos posibles es de uno a tres.
—Justamente —dijo Junior—. Y ahora, ¿cuáles son las posibles manos que podrían obtenerse con un as garantizado?
—Bueno, eso también es simple —dijo Sam.
»Veamos —continuó—, tenemos cinco manos posibles, y de las cinco, solo una de ellas tiene dos ases. ¡Esto nos deja con una probabilidad de solo uno de cada cinco! Pero ¿por qué?

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Junior se echó a reír y explicó:
—Definimos la probabilidad simplemente como el número de casos favorables respecto al número total de casos posibles. Ahora bien, en los problemas que hemos discutido, es el número total de casos posibles lo que resulta engañoso.
»En el problema simplificado, la restricción a un as en particular, el as de picas, ha resultado en la reducción del número total de manos posibles. No ha alterado en lo más mínimo el número de estas manos que resultan favorables. Desde luego, en el problema extendido de la mano de bridge, el numerador, o más bien el número de manos favorables, quedará limitado por la restricción a un as en particular, pero el número total de manos posibles con un as de picas estará más limitado aún. La probabilidad en este caso será mayor que cuando solo exigimos un as aleatorio.
Probabilidad aleatoria
—Vale —suspiró Sam—, estás empezando a convencerme. Tal vez sea mejor que me limite a jugar a cara o cruz o a algo parecido.
—Oh, yo no diría tanto. Pero me has recordado una historia interesante. El año pasado, en la universidad nos vimos todos obligados a hacer un estúpido curso que no contribuyó absolutamente nada a nuestra formación. Era un viejo requisito que aparentemente nunca había sido eliminado. El propio profesor se disculpó por hacernos perder el tiempo. Como consolación, sin embargo, anunció al principio del semestre que nos daría a todos un sobresaliente o un notable, así que no teníamos que preocuparnos por las notas, sino solo por la pérdida de tiempo.
»Pero este profesor tenía la firme convicción de que debía ser justo, y eso le creó un problemilla cuando tuvo que poner las notas al final del trimestre. Iba a poner sobresalientes y notables, pero quería distribuirlos al azar entre los estudiantes de tal modo que cualquiera tuviera la misma oportunidad de obtener sobresaliente o notable.
»Pensó en hacerlo recorriendo la lista con los nombres de los estudiantes y lanzando una moneda para cada uno con el fin de asignar una u otra nota, pero antes de hacerlo, le asaltó una horrible duda: ¿y si la moneda no estuviese equilibrada? Entonces habría un sesgo que le impediría asignar las calificaciones de manera justa.
»Su problema entonces era cómo utilizar una moneda que tal vez no estuviese equilibrada para asignar sobresalientes y notables al azar, de manera que cada estudiante tuviese exactamente la misma oportunidad de obtener cualquiera de las dos calificaciones.
Sam se rio y dijo:
—Siempre supe que así era como se ponían las notas, pero nunca pensé en la necesidad de eliminar el posible sesgo de la moneda. Pero creo que sé cómo hacerlo. ¿Y si lanzara la moneda dos veces? ¿No es verdad que, independientemente del sesgo, la probabilidad de obtener primero una cara y luego una cruz es exactamente la misma que la probabilidad de obtener primero una cruz y luego una cara?
Junior también se rio.
—¡Correcto! Y, por supuesto, si ambos lanzamientos dieran el mismo resultado, no habría más que descartarlos y hacer dos nuevos lanzamientos. Solo contaría obtener primero una cara y luego una cruz, o primero una cruz y luego una cara; y luego asignaría sobresaliente o notable según cuál de las dos saliera primero.
»La razón por la que así se obtiene el resultado correcto, sin embargo, es muy interesante —continuó junior—, y me gustaría explicártela.
»Supongamos que la probabilidad de obtener una cara en cualquier lanzamiento es p. Entonces la probabilidad de obtener una cruz es (1 - p). De ello se deduce que la probabilidad de obtener primero una cara y luego una cruz en dos tiradas sucesivas es el producto de estos números, o sea p (1 - p)
»Del mismo modo, la probabilidad de obtener primero una cruz y luego una cara sería (1 - p) p.
Pero como la multiplicación ordinaria es conmutativa, es decir, que el orden de los factores no altera el producto, las dos multiplicaciones son iguales: p (1 - p) = (1 - p) p, y por eso tu respuesta es correcta.
Pares o nones
Sam sonrió y dijo:
—Ya sabía yo que, en lo tocante al dinero, podría demostrarte que conozco mi negocio.
—Estoy convencido —contestó Junior—. En realidad, solo intentaba poner de manifiesto algunos aspectos sutiles bastante elementales. De hecho, en tu oficio haces algo más que preocuparte por las probabilidades. Aplicas algo de teoría de juegos y, en la práctica, calculas estrategias.
—¡Yo no hago eso en absoluto! —exclamó Sam—. Tengo mucha experiencia en mi oficio, eso es todo.
—Bueno, podrías estar haciéndolo de forma intuitiva. Pero estoy seguro de que aplicas alguna de las técnicas de teoría de juegos. Deja que te muestre lo que quiero decir haciendo un análisis formal de un ejemplo muy sencillo.
»Supongamos que vamos jugar a pares y nones. Si la suma de los dedos es par, tú ganas; si es impar, gano yo. Pero podemos hacer este juego aún más interesante.
»Si ganas porque ambos sacamos par, yo tendré que pagarte nueve centavos. Si ambos sacamos cruz, te pagaré solo un centavo.
»Por contra, cualquiera que sea la forma en que yo gane, tanto si tú sacas pares y yo nones como si es al revés, me pagarás cinco centavos.
»Ya te darás cuenta de que esto hará que el juego de pares y nones sea mucho más interesante. Este juego obliga a pensar buenas estrategias para jugarlo. Evidentemente, como tú ganas más cuando ambos sacamos pares, es posible que prefieras sacar con más frecuencia un número par de dedos. Pero como yo lo sé, puedo decidir sacar más a menudo un número impar de dedos para así ser yo quien gane.
»Así que ambos nos enfentamos al problema de descubrir el mejor plan para elegir cuántos dedos sacar, sabiendo que el otro está buscando un plan equivalente para sí mismo.
—Eso sí que suena interesante —dijo Sam—. Como el promedio de lo que podría ganar de cada vez es la media entre nueve centavos y un centavo, y eso es lo mismo que lo que podrías ganar tú, supongo que el juego es justo y podría jugarlo contigo, vencerte y enseñarte así a tener un poco de respeto por tu padre.
Junior sacudió la cabeza.
—Lo siento, pero no aceptaré tu dinero. Verás, este juego está amañado. Puedo usar una estrategia para decidir cuántos dedos sacar que hará que a lo más que puedas aspirar a largo plazo es a perder lo menos posible. Pero tú perderás y yo ganaré. Puedo calcular matemáticamente qué fracción de veces debo sacar pares, independientemente de lo que tú saques, y el cálculo me dirá cuánto ganaré a largo plazo.
»Te explicaré las matemáticas, aunque quizá debas aceptar el hecho tal cual. Es un procedimiento muy interesante. La forma en que funciona es esta:
»Quiero calcular la fracción de veces que debo sacar pares. Llamemos a esta fracción x. Veamos cómo dependen mis ganancias de x. Llamemos G a dichas ganancias.
»Considera primero lo que sucede cuando tú sacas pares. Cada vez que juego pares cuando tú juegas pares pierdo nueve centavos. Como juego pares una fracción x de las veces, eso significa que la función que expresa mi ganancia contiene un término -9x. Del mismo modo, cada vez que juego nones cuando tú juegas pares gano cinco centavos. Dado que juego nones una fracción (1 - x) de las veces, mi función de ganancia contiene un término + 5(1 - x).
»De modo que si escribo mi función de ganancia completa para las ocasiones en las que tú juegas pares, resulta ser

GP = 9x + 5(1 - x)

que se simplifica a

GP = -14x + 5.

»La figura que ilustra esta función se muestra aquí:

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»Veamos ahora qué ocurre cuando juegas nones. Construyendo mi función de ganancia del mismo modo que antes obtengo

GN = + 5x - 1(1 - x) = 6x - 1.

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»Superponiendo ambas figuras encontramos una intersección en x = 0,3 y G = 0,8.
»Eso significa que si saco pares tres de cada diez veces, elegidas al azar, a largo plazo ganaré un promedio de 0,8 centavos por jugada.
Cumpleaños
—Eso sí que es astuto, aunque realmente no llego a entender por qué funciona —dijo Sam—. Voy a probarlo en el club esta noche. Por cierto, no conocerás más trucos que pueda usar con los chicos del club.
—Sí, conozco uno precioso —dijo Junior—. Pero primero dime a cuántos esperas ver esta noche.
—Oh, a unos treinta —contestó Sam.
—Bien, ese será un buen número para este acertijo sobre cumpleaños que conozco. Si anotaras el cumpleaños de cada uno de tus amigos, ¿cuánto apostarías a que no iba a haber una repetición? Recuerda que cuando digo cumpleaños me refiero al mes y al día, no al año de nacimiento.
—Pues —dijo Sam—, siendo treinta personas elegidas al azar, supongo que las probabilidades deberían ser de doce a uno, pero solo apostaré cinco contra uno en contra de una duplicación de cumpleaños.
—Vale —dijo Junior—, lo aceptaré encantado, y te sugiero que hagas lo mismo con cualquiera de tus amigos del club. Si alguien te ofrece algo mejor que uno a uno contra la duplicación, acepta la apuesta.
—Eso sí que no lo entiendo —exclamó Sam.
—Se trata tan solo de otro ejemplo de lo que denominamos «carácter multiplicativo de las probabilidades independientes» —continuó Junior—. En este caso, se trata de continuar preguntando por los cumpleaños en tanto no aparezca una duplicación, hasta agotar las treinta persona. Así que, como el proceso continúa solo en caso de no tener éxito, las probabilidades que deben multiplicarse son las probabilidades de que no haya una duplicación cada vez que preguntamos por un nuevo cumpleaños. La probabilidad de tener éxito es, por supuesto, 1 menos la probabilidad de fracasar que hayamos obtenido.
»En otras palabras, el cumpleaños de la segunda persona a la que preguntas tiene 364/365 posibilidades de no coincidir con el de la primera. Al preguntar a la tercera persona, su cumpleaños podría duplicar cualquiera de los dos anteriores, por lo que su probabilidad de no repetir ninguno de ellos es de 363/365.
»Esto significa que, después de haber preguntado sus cumpleaños a tres personas, la probabilidad de no obtener una duplicación dentro de este grupo de tres es de 364/365 × 363/365, y, por supuesto, la probabilidad de obtener una duplicación es de

1 - 364/365 × 363/365.

Así que, como puedes ver, al recorrer todo el grupo de treinta personas la probabilidad de obtener una duplicación es de:

1 - 364/365 × 363/365 × … × 336/365.

»Hay varias maneras de evaluar este número. En cualquier caso, el resultado es que la probabilidad de obtener una duplicación es de aproximadamente 0,7, lo que desde luego significa que hay una probabilidad de más de dos a uno de obtener una duplicación.
—¡Es realmente asombroso! —dijo Sam—. ¿Y a cuántas personas habría que preguntarles el cumpleaños para que la apuesta de que aparezca una duplicación en los cumpleaños sea justa?
—Eso ocurre para unas veinticuatro personas. Lo interesante es que las probabilidades de duplicación aumentan muy rápidamente si se añaden más de veinticuatro cumpleaños.
Torneo de tenis
—Creo que tengo suficientes problemas de probabilidad para una temporada —dijo Sam—. Con el material que me has proporcionado debería ser capaz de desplumar a la gente durante las próximas semanas. Tengo entendido que piensas jugar mucho al tenis este verano y a olvidarte de las matemáticas.
—Sí, así es —respondió Junior—, pero por extraño que parezca, tengo un problema relacionado con el tenis que no puedo resolver fácilmente con matemáticas.
—¡Matemáticas para el tenis! —exclamó Sam—. ¿A qué te refieres?
—Bueno —dijo Junior—, no son realmente matemáticas en el tenis; es solo que estoy organizando un torneo de tenistas jóvenes y no puedo hacerme una idea de cuántas latas de pelotas de tenis vamos a necesitar. Verás, para poner en marcha el torneo distribuimos todos los participantes en parejas para jugar la primera ronda; tras esa primera ronda de partidos, seleccionamos a los ganadores y los emparejamos para jugar la segunda ronda. Y continuamos así hasta que acabamos con un único ganador.
»El problema es que tengo que proporcionar una lata nueva de pelotas de tenis cada vez que una pareja de jugadores se enfrentan. Ahora bien, si en cualquier ronda del torneo hay un número impar de jugadores, uno de ellos se retira y no compite en esa ronda, sino que pasa a la siguiente.
»Lo que me está haciendo un lío es la posibilidad de tener jugadores sobrantes en cualquier ronda. Dado un número inicial de participantes en el torneo, y teniendo en cuenta la posibilidad de que haya jugadores sobrantes en cada ronda, no encuentro la manera de calcular el número total de partidos que se jugarán.
Sam se echó a reír.
—Bueno, en esto te puedo ayudar. No tienes más que ignorar la posibilidad de que pueda haber un número impar de jugadores en cualquiera de las rondas. En vez de intentar adivinar el número de partidos que se jugarán ronda a ronda y tener en cuenta los jugadores sobrantes, es mucho más simple enfocar el problema en global. Después de todo, en cada partido se elimina un jugador, así que, si empiezas con n jugadores, como necesariamente debe quedar un único ganador, n - 1 jugadores deben ser eliminados. Esto significa que tienen jugar n - 1 partidos para que se eliminen. Por lo tanto, debes prever que vas a necesitar n.
Doble o nada
Una vez, Sam el Jugador y su hijo aficionado a las matemáticas hicieron una apuesta sobre algo banal, y Junior sugirió que, en lugar de apostar unos cuantos dólares, como de costumbre, el perdedor jugara un juego con el ganador para determinar cuánto tenía que pagar.
—Es un juego muy sencillo —dijo Junior—: simplemente lanzar una moneda. Si, por ejemplo, pierdes tú la apuesta, lanzamos la moneda; si ganas, ahí se acaba todo y no me debes nada; si, por el contrario, pierdes, me das dos dólares y lanzamos la moneda una segunda vez. Si ganas esta vez, de nuevo el juego habrá terminado, y todo lo que te habré ganado serán dos dólares; sin embargo, si pierdes por segunda vez, me darás cuatro dólares más, y así sucesivamente: me pagarás el doble cada vez que pierdas consecutivamente. El juego continúa mientras continúes perdiendo y termina en cuanto ganes por primera vez. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —dijo Sam, dando rienda suelta a su instinto jugador—. Estoy seguro de que, aunque pierda la apuesta contigo, tengo un 50% de posibilidades de no tener que pagarte nada, e incluso si pierdo en los primeros lanzamientos de moneda, no tardaré mucho en ganar.
Al día siguiente descubrieron que Sam había perdido la apuesta, así que tuvo que someterse al lanzamiento de monedas para determinar cuánto debía pagar.
—Escucha, papá —dijo Junior—, ¿por qué no calculamos matemáticamente lo que me debes en lugar de tirar la moneda? Estoy dispuesto a conformarme con eso si tú también lo estás. Después de todo, te empeñaste en que estudiara matemáticas, así que ¿por qué no usarlas?
—De acuerdo —convino Sam el Jugador a regañadientes, aunque habría preferido lanzar la moneda—. Enséñame cómo calculas matemáticamente lo que debo pagarte, y te lo pagaré si el cálculo es correcto.
—Oh, es muy sencillo, y lo entenderás incluso sin ser un experto en matemáticas. En el primer lanzamiento tengo las mismas oportunidades de no conseguir nada como de conseguir dos dólares. Por lo tanto, sería justo por mi parte pedirte un dólar en vez de lanzar la moneda.
—Me parece justo —dijo Sam.
—Muy bien, ¿qué pasa entonces en el segundo juego, en el que puedo obtener cuatro dólares si gano? Hay una posibilidad entre dos de que lleguemos a ese lanzamiento, ya que solo lo jugamos si pierdes el primero. Y si lo jugamos, hay una posibilidad entre dos de que yo gane y reciba cuatro dólares de ti. Por lo tanto, tengo derecho a un cuarto de cuatro dólares, o sea, un dólar, en vez de jugar el juego.
—Hmmm —dijo Sam el Jugador preocupado—. Tendré que pagarte ese dólar en lugar de hacer el segundo lanzamiento, pero ¿qué hay del tercero? ¿También me costará un dólar?
—Pues claro —dijo Junior—. Puedo ganar los ocho dólares en el tercer lanzamiento solo si llegamos a él, lo que sucederá solo si gano los dos primeros; la probabilidad de que eso ocurra es de uno a cuatro. Además, solo tengo una probabilidad del cincuenta por ciento de ganar, de modo que la probabilidad total de obtener ocho dólares es de uno a ocho. Y el mismo argumento es válido para todos los sucesivos lanzamientos, con lo que puedo pedirte un dólar cada uno de los infinitos lanzamientos. No tienes tanto dinero en el banco, pero seré bueno contigo: dame solamente diez mil dólares, que necesito para comprarme un deportivo nuevo.
—¡Menudo bandido! —estalló Sam—. ¿Así es como usas la educación que te estoy dando? Está bien, dame hasta mañana para ver si puedo encontrar un fallo en tu razonamiento.
Sam se pasó toda la tarde repasando una y otra vez los argumentos de su hijo, pero no pudo encontrar ningún error. Realmente parecía como si tuviera que pagar un dólar por cada lanzamiento y por tanto darle a Junior todo el dinero que tuviera. Al borde de la desesperación, de pronto recordó que el club que dirigía era frecuentado por un hombre canoso de pelo corto del que se decía que era un profesor de matemáticas jubilado.
«Es realmente bueno mi hijo —pensó Sam, con sentimientos encontrados—: ese viejo no para de perder su dinero a pesar de todos sus conocimientos matemáticos».
Tras localizar el nombre y la dirección del profesor en el libro de registro de deudas del club, Sam llamó a la puerta de su apartamento esa misma noche.
—Tengo una propuesta para usted —le dijo al profesor—. Cancelaré su enorme deuda con el club si me ayuda con un problema matemático.
Entonces Sam le explicó el problema que tenía.
—Oh, es muy amable de su parte —dijo el profesor, frotándose las manos—. El truco que su hijo ha usado con usted es conocido como la paradoja de San Petersburgo, y fue inventado por el famoso matemático alemán Leonard Euler, que a la sazón servía en la Corte Imperial Rusa. ¿Puedo preguntarle cuánto dinero tiene en total en su cuenta bancaria?
—¡Pero es que no le quiero dar todo ese dinero al chico!
—Y no tendrá que hacerlo, pero yo tengo que conocer esa cifra para poder estimar cuánto tiene que pagar. El asunto es este: aunque es completamente cierto que por cada lanzamiento consecutivo tiene usted que pagar un dólar, debería contar solamente tantos lanzamientos como usted pueda jugar antes de perder todo su dinero y quedarse en bancarrota.
»Si usted juega n lanzamientos, perdiendo todo el tiempo, la cantidad de dinero que le tendría que pagar a su hijo está dada por la secuencia:

2 + 4 + 8 + 16 + … + 2n dólares.

Es una simple progresión geométrica, y su suma es igual a 2 multiplicado por sí mismo tantas veces como número de lanzamientos más 1, restándole 2 al final. Matemáticamente, esto se expresa como

2 [(2n - 1)/(2 - 1)] = 2 + 1 - 2,

una expresión que aumenta muy rápidamente con el número de partidas jugadas. Por lo tanto, si usted pierde los primeros diez juegos, la cantidad que tendría que pagar a su hijo sería 2n + 1 - 2, que en este caso asciende a 211 - 2, o 2046 dólares. Supongo que tiene usted más que eso en su cuenta.
—Desde luego, tengo alrededor de medio millón de dólares —dijo Sam con franqueza.
—Bueno, para perder medio millón de dólares en ese juego solo tiene que perder dieciocho lanzamientos seguidos; no tendría suficiente dinero para pagar si perdiera la decimonovena vez. Por lo tanto, su hijo solo podía contar con dieciocho ganancias consecutivas, y usted le debe dieciocho dólares. Déselos mañana.
—¡Un millón de gracias! —exclamó Sam el jugador—. Es una lástima que esté ya demasiado crecido como para quitarme el cinturón y darle también dieciocho azotes. Buenas noches, señor. Será un placer ampliarle el crédito en el club.

Capítulo 3
El maquinista

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Contenido:
Viendo pasar los trenes
Trenes que se cruzan
El abejorro
Las palomas mensajeras
Horario de verano
Viendo pasar los trenes
En una pequeña ciudad del medio oeste vivía un maquinista jubilado llamado William Johnson. La línea principal en la que había trabajado durante tantos años cruzaba la ciudad. El Sr. Johnson sufría de insomnio y a menudo se despertaba a cualquier hora de la noche y no podía volver a dormirse. En esas ocasiones encontraba útil pasear por las calles desiertas de la ciudad, y sus pasos siempre lo llevaban al cruce del ferrocarril. Allí se quedaba pensativo, observando la vía, hasta que un tren atravesaba la oscuridad de la noche. Su visión siempre animaba al viejo maquinista, quien volvía a casa caminando con buenas perspectivas de quedarse dormido.
Después de un tiempo se percató de un hecho curioso: le parecía que la mayoría de los trenes que veía en el cruce viajaban hacia el este, y solo unos pocos se dirigían hacia el oeste. Sabiendo muy bien que atravesaban esta línea el mismo número de trenes en sentido este que en sentido oeste, y que estos se alternaban regularmente, decidió al principio que debía estar contando mal. Para asegurarse, se hizo con un pequeño cuaderno y empezó a escribir E u O, dependiendo de la dirección en la que iba el primer tren que pasaba. Al final de una semana, había cinco Es y solo dos Oes, y las observaciones de la semana siguiente esencialmente mantenían la misma proporción. ¿Podría ser que siempre se despertara a la misma hora de la noche, poco antes del paso de los trenes que iban al este?
Intrigado ante esta situación, decidió emprender un riguroso estudio estadístico del problema, extendiéndolo también al día. Le pidió a un amigo que hiciera una larga lista de horas arbitrarias, tales como 9:35, 12:00, 15:07, y así sucesivamente, y fue puntualmente al cruce del ferrocarril a estas horas para ver qué tren pasaba primero. Sin embargo, el resultado fue el mismo que antes. De los cien trenes que vio, unos setenta y cinco iban hacia el este y solo veinticinco hacia el oeste. Desesperado llamó a las cocheras de la vecina gran ciudad para averiguar si algunos de los trenes en dirección oeste habían sido desviados a través de otra línea, pero no era así. De hecho le aseguraron que los trenes circulaban puntualmente según el horario previsto, y que había el mismo número de trenes diarios en cada sentido. Este misterio lo alteró tanto que fue incapaz de volver a dormir y cayó enfermo.
El médico local al que acudió el Sr. Johnson era también un matemático aficionado y un coleccionista de acertijos.
—Este no lo conocía —dijo cuando el Sr. Johnson le describió la causa de sus problemas—. Pero aguarde un momento, porque tiene que haber una explicación racional.
Y tras reflexionar unos minutos, el médico había dado con la respuesta.
—Verá —dijo—, todo el asunto está en el hecho de que los trenes circulan según un horario, mientras que usted llega al cruce a cualquier hora. Supongamos que, cada hora, los trenes que van hacia el este pasan por nuestra ciudad a en punto, mientras que los que van hacia el oeste pasan a y cuarto. Por supuesto, hay un número igual de trenes en cada dirección. Pero veamos qué tren será el primero en pasar cuando usted llegue al cruce. Si llega entre en punto e y cuarto, pongamos entre las 13:00 y las 13:15, el primer tren que pasará será el que va hacia el oeste, es decir, el tren de las 13:15. Sin embargo, si usted llega después de las 13:15, y por lo tanto pierde ese tren, el próximo será a las 14:00, yendo hacia el este.
»Si llega usted al cruce a horas al azar, la probabilidad de llegar durante el primer cuarto de hora es tres veces menor que la probabilidad de llegar durante los tres cuartos de hora restantes. Por lo tanto, la probabilidad de que el primer tren que pase vaya hacia el este es tres veces mayor que la probabilidad de que vaya hacia el oeste. Y eso es exactamente lo que ha observado.
—Pero no lo entiendo. Si la probabilidad de ver un tren en dirección este es tres veces mayor que la de ver un tren en dirección oeste, ¿no se sigue matemáticamente que debe haber más trenes en dirección este? —objetó el Sr. Johnson—. No sé mucho de matemáticas, pero parece ser una conclusión natural.
—No —dijo el doctor con una sonrisa—. ¿No lo ve? El primer tren que pase es más probable que vaya hacia el este, porque la probabilidad de que usted llegue durante el período comprendido entre un tren que va hacia el oeste y uno que va hacia el este es tres veces mayor. Pero de media tendrá que esperar mucho más tiempo.
—¿Cómo? —exclamó el intrigado maquinista—. ¿Qué quiere decir con esperar mucho más tiempo?
—Pues verá —continuó el doctor con paciencia—, si llega al cruce en el primer cuarto de hora, de modo que el primer tren que pase vaya hacia el oeste, nunca tendrá que esperar más de quince minutos. De hecho, el tiempo medio de espera será solo de siete minutos y medio. Por otro lado, si acaba de perder el tren hacia el oeste, tendrá que esperar casi cuarenta y cinco minutos antes de que llegue el tren hacia el este. Así que, aunque la probabilidad de que el primer tren vaya hacia el este es tres veces mayor que la de que vaya hacia el oeste, el tiempo de espera también es tres veces mayor, lo que hace que las cosas estén más equilibradas.
»Puede que no sea exactamente un cuarto de hora contra tres cuartos, pero estoy seguro de que encontrará, si comprueba los horarios, que este es el patrón general. Dado un mismo número de trenes que se alternan en cada dirección, esta es la única manera de que su observación pueda ser cierta a largo plazo. Debe haber un intervalo más corto entre cada tren en dirección este y el siguiente en dirección oeste, que entre cada tren en dirección oeste y el siguiente en dirección este.
—Tengo que pensarlo —dijo el Sr. Johnson, rascándose la cabeza—. O sea que, según usted, es por el horario.
—Bueno, se puede plantear de otra manera, sin hacer referencia al horario —dijo el doctor[3].
»Consideremos, por ejemplo, un único tren, el “Super chief”, que pasa por aquí en su camino entre Chicago y Los Ángeles. Estamos a unas quinientas millas de Chicago y unas mil quinientas de Los Angeles. Supongamos que llega usted al cruce en cualquier momento. ¿Dónde es más probable que se encuentre ese tren?
»Como el trayecto de aquí a Los Angeles es tres veces más largo que a Chicago, las probabilidades son de tres a una de que se encuentre al oeste, en lugar de al este, de donde está usted. Y si está al oeste de donde está usted, irá hacia el este la primera vez que pase. Si hay muchos trenes viajando entre Chicago y California, como así ocurre, la situación será, por supuesto, la misma[4], y el primer tren que pase por nuestra ciudad tras un tiempo dado aún será más probable que vaya hacia el este.
—Gracias —dijo el Sr. Johnson, levantándose y alcanzando su sombrero—, creo que me ha curado sin necesidad de pastillas.
Trenes que se cruzan
Unos días después de su visita al médico, el Sr. Johnson recibió una llamada suya.
—¿Podría venir a mi oficina esta tarde? —dijo el doctor—. Me gustaría hacerle otra pregunta sobre ferrocarriles.
—Por supuesto —dijo el Sr. Johnson, que tenía mucho tiempo libre porque estaba jubilado.
—Este es un problema —dijo el doctor cuando el Sr. Johnson entró— que uno de mis pacientes me propuso cuando le conté sobre su experiencia con los trenes que iban hacia el oeste y hacia el este. Cuando va a trabajar en coche tiene que cruzar la única vía de ferrocarril que hay y que es utilizada principalmente por trenes de mercancías, que son notoriamente largos y cruzan muy lentamente la ciudad. Con mucha frecuencia tiene que permanecer sentado en su coche frente a unos parpadeantes semáforos en rojo y esperar mientras lo que parece ser una interminable procesión de vagones de mercancías se arrastra lentamente. Me dijo que desearía que hubiera una vía doble, para que los trenes que van al este y al oeste se cruzaran de vez en cuando, acortando así el tiempo total de espera en el cruce. ¿Cree usted que si fuera así tendría que pasar menos tiempo esperando?
—Por supuesto —dijo el anciano maquinista—. Si el número total de trenes que usaran la doble vía fuera el mismo que el de los que usan una sola, el cruce ocasional de dos trenes que van en sentido contrario debería reducir el tiempo medio de espera, claro. Si dos trenes cruzaran la intersección simultáneamente, el tiempo de espera de dos trenes se reduce al de uno solo.
—Eso es cierto, pero solo en el caso de que se superpongan exactamente. Sin embargo, en el caso extremo opuesto, la situación es muy diferente. Considere el caso en que la locomotora de uno de los trenes entra en el cruce de calles justo cuando el vagón de cola del otro tren está saliendo de él. ¿Entonces qué?
—Bueno, creo que esa situación no es diferente del caso en que los trenes no se superponen en absoluto.
—Al contrario, está totalmente equivocado y se lo puedo demostrar con aritmética elemental. Supongamos que hay en promedio un tren por hora en cada sentido, y que cada tren que pasa bloquea la intersección durante seis minutos. Calculemos el tiempo de espera en ese caso. Hay una posibilidad entre diez de que el conductor llegue al cruce mientras el tren está pasando, o más bien mientras las señales rojas parpadean. Ahora bien, como es igualmente probable que llegue a la intersección cuando el tren está entrando o saliendo, el tiempo medio que tendrá que esperar a que un tren pase es de tres minutos. Así, el tiempo de espera medio será de 0,5.
»Ahora supongamos que los trenes siempre se superponen, pero solo apenas: la locomotora de uno contra el furgón de cola del otro. Esto, desde luego, equivale a tener la mitad de trenes que, sin embargo, son el doble de largos.
—No hay diferencia —comentó el maquinista.
—¡Por supuesto que la hay! Las posibilidades de que usted se encuentre con un semáforo rojo al llegar a la intersección son claramente las mismas. Pero si lo detienen los semáforos en rojo, su tiempo promedio de espera es el doble. Por lo tanto, los trenes que se superponen apenas hacen que la situación de los automovilistas sea el doble de mala.
—Ya veo —dijo pensativo el maquinista—. De hecho, si hubiera solo unos minutos de intervalo entre los dos trenes, los automovilistas que estuvieran esperando que pasara el primero podrían cruzar, mientras que en el caso en que se solaparan no habría hueco para hacerlo.
—Me alegro de que lo entienda —dijo el doctor—. Así que llegamos a la conclusión de que, en el caso de que haya un solapamiento exacto, el tiempo de espera medio se reduce a la mitad, mientras que en el caso en que el solapamiento es mínimo el tiempo de espera se duplica.
—Examinemos qué ocurre —sugirió el Sr. Johnson— si los trenes se superponen a la mitad.
—También podemos resolverlo. Este caso equivaldrá a tener la mitad de trenes, siendo cada tren un cincuenta por ciento (es decir, un factor 1,5) más largo. En este caso, la probabilidad de llegar a la intersección mientras pasa un tren debe multiplicarse por el factor 1,5/2, y el tiempo medio de espera aumenta un factor 1,5. El tiempo medio de espera vendrá dado por el producto 1,5 / 2 × 1,5 = 1,125.
»Por tanto, en caso de solapamiento a medias, el tiempo de espera se incrementará en un doce y medio por ciento.
—¡Incluso con un solapamiento a medias continúa siendo desfavorable! —dijo el Sr. Johnson con sorpresa.
—Sí, y eso es muy revelador. Supongamos que hacemos un gráfico que muestra el resultado de la superposición completa, la superposición a la mitad y la superposición mínima —dijo el médico, echando mano de un lápiz—. Puede ver en este diagrama que la superficie total que corresponde al aumento del tiempo medio de espera es considerablemente mayor que la que corresponde a una disminución. Por lo tanto, debemos concluir que, en promedio, la superposición de los trenes que pasan hará que los conductores esperen más tiempo en las intersecciones que en el caso de que el mismo número de trenes viajara en ambos sentidos usando una sola vía.

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El abejorro
—¿Conoce más problemas sobre trenes? —preguntó el maquinista tras un breve silencio.
—Sí, me sé uno más, pero es muy sencillo. Dos trenes parten simultáneamente uno hacia el otro desde dos estaciones A y B, a una distancia de cien millas, y ambos viajan a una velocidad de cincuenta millas por hora. Un abejorro comienza en mismo momento a volar desde la estación A hacia la estación B recorriendo la vía del ferrocarril a una velocidad de setenta millas por hora. Cuando se encuentra con el tren que avanza desde B, se asusta, da la vuelta y vuela hacia A. Y así vuela de un lado a otro entre los dos trenes que avanzan hasta que los trenes finalmente se encuentran. Cuando ve a los dos trenes avanzando el uno hacia el otro, el abejorro se asusta tanto que cae muerto.
»Pregunta: ¿cuál es la distancia total recorrida por el abejorro?
—Bien, veamos —dijo el Sr. Johnson—. No parece ser muy difícil. Si ambos trenes avanzan a cincuenta millas por hora desde dos estaciones ubicadas a cien millas de distancia, deben encontrarse en el centro una hora después de la salida. ¿A qué velocidad dijo que volaba el abejorro?
—A 70 millas por hora.
—Vale, pues entonces debe de haber volado solo setenta millas, ¿verdad?
—¡Muy bien! —exclamó el doctor—. Pero el hecho de que hayas conseguido la solución tan fácilmente demuestra que no eres un matemático. Un buen matemático pensaría en ello en términos de una serie infinita que representase la suma de los intervalos de tiempo necesarios para cubrir cada tramo del movimiento oscilatorio del abejorro. Se vuelve un ejercicio matemático horrible, ya que las expresiones algebraicas para estos intervalos de tiempo son bastante complicadas. He oído que cuando le propusieron este problema una vez al difunto Doctor John von Neumann, uno de los más grandes matemáticos de este siglo, lo pensó durante unos cuantos segundos y dio la respuesta correcta de setenta millas. «¡Oh!», dijo la persona que le propuso el problema. «Así que ha obtenido la solución por el método simple; pensé que iba a sumar la serie infinita en su cabeza». «¡Pero si he sumado la serie infinita!», dijo John von Neumann, que era conocido por ser capaz de realizar complicados cálculos en su cabeza a una velocidad solo superada por la de las computadoras electrónicas, para cuyo desarrollo realizó contribuciones muy relevantes.
Las palomas mensajeras
El Sr. Johnson le estaba describiendo a su amigo, el doctor aficionado a las matemáticas, algunas de las difíciles peticiones que había recibido cuando trabajaba como maquinista. Una vez, el Cuerpo de Transmisiones tenía mucho interés por realizar una prueba con palomas mensajeras y le preguntaron si en alguno de los recorridos en tren que tenía programados podría enviar dos palomas mensajeras separadas una distancia exacta de 50 millas y un intervalo de tiempo de una hora exacta. Resultaba que uno de los trenes circulaba por una vía recta de 100 millas, y que su horario era tal que el tren cubría esa distancia en 2 horas exactas, alcanzando así una velocidad promedio de 50 millas por hora. Sin embargo, hacía muchas paradas a lo largo de esas 100 millas, y el tiempo exacto consumido en cada una de ellas dependía en cierta medida de la cantidad de pasajeros que subía y bajaba del tren. El maquinista podía recuperar el tiempo perdido acelerando de vez en cuando a velocidades más altas, y siempre lograba hacer el recorrido completo de 100 millas en las 2 horas requeridas.
—Pero —le dijo a su amigo— solo porque cubriera cien millas en dos horas no hay razón para suponer que, en ese intervalo de tiempo tuviera que existir necesariamente un intervalo de una hora sobre el cual mi velocidad promedio hubiera sido de cincuenta millas por hora.
—Me temo que se equivoca —se rio el doctor—. A pesar de las variaciones de velocidad a lo largo de esas dos horas en las que se cubren cien millas, es fácil demostrar que siempre debe existir al menos un intervalo de tiempo de una hora en el que se cubren exactamente cincuenta millas. Quizás la manera más sencilla de verlo es la siguiente:
»Considere las dos horas divididas en dos intervalos adyacentes de una hora. Ahora supongamos que no se cubren cincuenta millas exactas ni durante la primera hora ni durante la segunda; de lo contrario, el problema estaría resuelto. También podemos suponer que durante la primera hora la velocidad media es inferior a cincuenta millas por hora, y durante la segunda hora la velocidad media es superior a cincuenta millas por hora. Ya verá que el argumento que voy a dar no depende de en qué hora la velocidad media es mayor.

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»A continuación, consideremos un intervalo de una hora y movamos este intervalo de forma continua a lo largo del trayecto, haciendo que al principio el intervalo se solape perfectamente con la primera hora, y que se vaya moviendo hacia adelante hasta que termine solapándose completamente con la segunda hora.
»Calcularemos la velocidad media alcanzada en este intervalo deslizante. Desde luego, como el intervalo empieza solapándose completamente con la primera hora, la velocidad media del intervalo de deslizamiento es inicialmente inferior a cincuenta millas por hora. Luego deslizamos el intervalo de una hora hasta que finalmente se superpone por completo con la segunda hora, momento en el cual la velocidad promedio sobre el intervalo deslizante se ha vuelto superior a cincuenta millas por hora.
»Al deslizar este intervalo, su velocidad promedio variará continuamente entre un valor inferior a cincuenta millas por hora y un valor superior a cincuenta millas por hora. De ello se deduce, por tanto, que en algún momento del proceso de deslizamiento la velocidad media en ese intervalo deslizante de una hora debe ser exactamente igual a cincuenta millas por hora. Y la proposición queda probada.
El maquinista suspiró y dijo:
—Supongo que tiene usted razón, aunque no habría ayudado mucho al Cuerpo de Transmisiones, porque en ningún momento se puede saber de antemano cuándo llega el tren al comienzo de ese tramo, así que no habría sabido cuándo soltar a las palomas. Pero ahora que caigo, tengo un problema muy práctico que podría interesarle.
—Adelante —dijo el doctor—, aunque normalmente no soy muy bueno en las cosas prácticas.
Horario de verano
—Como usted sabe —dijo el Sr. Johnson—, estuve haciendo el mismo trayecto durante muchos años. Todas las noches llegaba a mi ciudad exactamente a la misma hora y le cedía el tren al maquinista que tuviera que relevarme.
—Sí, lo sé —dijo el médico.
—Como los horarios del ferrocarril son tan exactos, mi esposa sabía la hora precisa a la que llegaría, e iba en coche a la estación a recogerme. Todas las noches llegaba justo cuando yo salía y me llevaba a casa.
—Una esposa muy servicial —dijo el doctor.
—Pues bien —continuó el maquinista—, recuerdo un año en el que hubo un desacuerdo entre varios estados en cuanto a si debían cambiar al horario de verano. Resultó que mi estado decidió no cambiar, pero como mi trayecto empezaba en un estado adyacente que sí decidió cambiar, los horarios se alteraron y la primera noche después del cambio llegué a la estación de mi ciudad exactamente una hora antes de lo habitual, de acuerdo a los relojes de nuestra ciudad. De repente me di cuenta de que mi esposa no llegaría hasta exactamente una hora después. También recordé que el reloj del maquinista que me relevaba se había estropeado a base de adelantarlo y retrasarlo una y otra vez, y que yo le había prestado el mío.
»Así que allí estaba yo, con una hora de espera por delante, de modo que decidí que era mejor echar a andar camino de casa. Caminé y caminé y por fin me encontré con mi mujer, que conducía camino de la estación. Me recogió y nos fuimos a casa. Cuando llegamos, miré el reloj de la pared y vi que, pese a todo lo que había andado, había llegado a casa solo veinte minutos antes de lo habitual. Aunque no tenía mi reloj conmigo, sé que debí caminar durante mucho tiempo. De hecho, intenté calcular cuánto tiempo, pero me bloqueé. Tal vez pueda usted ayudarme.
—Sí, desde luego que puedo —dijo el doctor—. La manera más simple de llegar al resultado es olvidarse de usted y pensar simplemente en el viaje de su esposa esa noche. Si hacemos eso, entonces sabemos que su esposa salió a la hora de siempre pero llegó a casa veinte minutos antes que de costumbre. Para haber ahorrado veinte minutos en el viaje de ida y vuelta a la estación, debió ahorrar diez minutos en cada trayecto. En otras palabras, ella debió recogerle diez minutos antes de la hora a la que hubiera llegado a la estación de haber continuado. Como habría llegado una hora después de que usted empezara a caminar, eso significa que el tiempo que llevaba caminando es igual a una hora menos esos diez minutos; en otras palabras, llevaba cincuenta minutos caminando.

Capítulo 4
Los viajes son muy formativos

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Contenido:
Tres caras manchadas de hollín
Un beso en la oscuridad
Racionamiento del pan
Tres caras manchadas de hollín
Como bien saben los que viajan por Europa, los pasajeros de los trenes británicos suelen mantener las ventanillas abiertas para tomar el aire fresco. Junto con el aire fresco, a menudo reciben una buena cantidad de humo de las locomotoras que, según la costumbre británica, utilizan carbón como combustible. Así que es fácil imaginar que algo de humo debió entrar a través de la ventana abierta de un compartimento de tren ocupado por tres británicos bien educados que estaban sentados rígidamente en sus asientos enfrascados en sus propios asuntos. Como resultado de tal incidente, los rostros de los tres pasajeros estaban manchados de negro hollín, en divertido contraste con su impecable ropa y su porte esnob. Uno de ellos, una dama que respondía al nombre de Srta. Atkinson, levantó los ojos del libro que estaba leyendo y, a pesar de su perfecta educación, no pudo evitar reírse ante la imagen que se desplegaba ante sus ojos. Los dos hombres también se reían.
Pero —y esta parece ser una característica de la naturaleza británica— cada uno de los tres pasajeros supuso que su cara estaba limpia y que los otros dos se reían al ver la cara del otro. (Los buenos modales les prohibían mirar directamente al objeto de interés, de modo que era imposible ver quién se reía de qué).
Esta situación duró unos minutos. Entonces, la Srta. Atkinson, mejor educada que los otros dos, como era maestra de escuela, se dio cuenta de repente de que no solo los rostros de los otros dos pasajeros estaban manchados de hollín, sino que también su propio rostro debía estarlo. Sacó un pañuelo y se frotó la cara de oreja a oreja y de la frente a la barbilla. Una inspección del pañuelo demostró que su conclusión era correcta, pero ¿cómo llegó a ella?
No fue demasiado difícil, ya que la Srta. Atkinson suponía, con razón, que sus dos compañeros de viaje, aunque quizás no tan inteligentes como ella, no eran, sin embargo, unos completos idiotas.
«Supongamos», pensó la Srta. Atkinson, «que mi cara está limpia, como así lo espero, y que estos dos caballeros se ríen porque cada uno ve la cara del otro manchada de hollín. Si esto es realmente así, el hombre sentado a la derecha debe ver solo una cara manchada de hollín, la del otro hombre. ¿Cómo razonaría en ese caso? Naturalmente se preguntaría por qué el otro se ríe y, como ve que mi cara está limpia, la única razón de esa risa es que su propia cara también está manchada. La conclusión es elemental, y como ninguno de los dos llegó a ella, mi suposición original de que mi cara está limpia parece que no se sostiene. Así que será mejor que me limpie la cara para no parecer ridícula».
La conclusión lógica de la Srta. Atkinson puede generalizarse para el caso en que haya más de tres pasajeros en el compartimento, todos con sus caras manchadas de hollín. De hecho, el cuarto pasajero, quizá con una mayor capacidad lógica, argumentaría de esta manera:
«Si mi cara estuviera limpia, los otros tres pasajeros con la cara manchada deberían estar riéndose el uno del otro. Pero al menos uno de ellos debería ser lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que si su cara estuviera limpia, los dos pasajeros restantes deberían estar riéndose el uno del otro y, si no son idiotas, deberían darse cuenta de que sus caras están manchadas».
Y así sucesivamente.
Un beso en la oscuridad
Durante la ocupación nazi de Francia, cuatro pasajeros viajaban en un compartimento de un tren que iba de París a Marsella. Era un grupo bastante insusual: una chica joven y muy guapa, una anciana de aspecto digno, un oficial de las fuerzas de ocupación alemanas y un francés de mediana edad de profesión indefinida. Ninguno de ellos conocía a los demás, y no se inició ninguna conversación mientras el tren marchaba hacia el sur a toda velocidad. Cuando el tren entró en un túnel, las luces eléctricas del vagón fallaron, y durante varios minutos los cuatro pasajeros quedaron en total oscuridad.
De repente se oyó el sonido de un beso, seguido casi inmediatamente por el sonido del fuerte impacto del puño de alguien contra la cara de alguien. Cuando el tren salió del túnel, la posición original de los pasajeros no había cambiado, pero el oficial alemán tenía un gran moretón bajo el ojo.
«Le está bien empleado», pensó la anciana. «¡Aquí tenemos a una auténtica chica francesa que se defenderá de cualquier agresión de estos boches! Ojalá tuviéramos más chicas tan valientes y castas».
«Qué gusto tan extraño debe de tener este oficial alemán», pensó la chica francesa. «En vez de besarme a mí, ha besado a esta vieja. ¡No puedo entenderlo!».
El oficial alemán, con la mano contra el ojo herido, tampoco pudo entender la situación. La mejor explicación que podía dar de lo que había ocurrido era que el francés había intentado besar a la joven y que ella había lanzado un golpe a ciegas y accidentalmente le había dado a él en la cara.
El problema es averiguar lo que pensaba el francés y lo que realmente ocurrió.
Aunque algunos lectores pueden protestar por que este problema no puede ser clasificado como un acertijo matemático, su solución es, sin embargo, única. El francés, que era miembro de un grupo de resistencia clandestino, se sentía muy orgulloso de sí mismo. Estaba seguro de que, por muy inteligentes que fueran los alemanes, este en particular nunca se daría cuenta de que el francés acababa de besar su propio puño para luego estampárselo en la cara al alemán.
Racionamiento del pan
Después de que Alemania perdiera la guerra, la situación económica del país se deterioró rápidamente. La comida estaba racionada, y el elemento más importante, el pan, estaba limitado a doscientos gramos por persona y día. Los panaderos recibieron instrucciones de usar moldes especiales que les permitieran hornear panes de ese tamaño, un pan por día para cada cliente de su distrito.

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El Dr. Karl Z., un viejo profesor de física, se detenía en la panadería cada mañana de camino a la universidad para obtener su ración diaria. Un día le dijo al panadero de su barrio:
—Es usted una mala persona que engaña a sus clientes. Los moldes que está usando son un cinco por ciento más pequeños de lo que deberían ser para hornear panes de 200 gramos, y la harina que ahorra la está vendiendo en el mercado negro.
—Pero Herr Professor —exclamó el panadero—, nadie puede hornear panes exactamente iguales. Algunos serán un poco más pequeños de lo prescrito y otros un poco más grandes.
—Exactamente —respondió el profesor Z.—: he estado pesando los panes que me ha dado en los últimos meses en las balanzas de precisión que tengo en mi laboratorio. Muestran una variación natural. Pero aquí puede ver un gráfico con el número de panes de distinto peso en relación al peso correcto:

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—Ya ve usted que, mientras que algunos panes pesan tan poco como 185 gramos y otros tanto como 205, el peso promedio que resulta de las medidas medias es de 195, en lugar de 200. Deberá conseguir nuevos moldes del tamaño correcto o lo denunciaré a las autoridades.
—Desde luego que lo haré, mañana mismo, Herr Professor —dijo el panadero asustado—, y puede estar seguro de que este error no se repetirá.
Unos meses más tarde, el profesor Z. se dirigió de nuevo al panadero.
—Hoy lo he denunciado a las autoridades —dijo—. No cambió sus moldes y sigue engañando a sus clientes.
—¡Pero Herr Professor! —exclamó el panadero—. No puede acusarme de hacer trampas ahora. ¿Alguno de los panes que le he dado en estos últimos meses estaba por debajo de su peso?
—No, todos tenían 200 gramos o más. Sin embargo, eso no se debe a que se haya hecho con mayores moldes para hornear, sino a que estaba seleccionando los panes más grandes para mí, dándoles los de menos peso a otros clientes.
—¡Eso no puede demostrarlo! —dijo el panadero con arrogancia.
—Por supuesto que puedo —declaró el profesor Z.—. Mire la distribución estadística que he obtenido pesando su pan durante los últimos meses:

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»En lugar de la distribución de errores estándar demostrada por el gran matemático alemán Karl Fredrich Gauss, tenemos una curva sobredimensionada, truncada abruptamente en el lado izquierdo y progresivamente decreciente hacia la derecha. Las desviaciones estadísticas de la media no pueden conducir a tal distribución, y está claro que esta se produjo artificialmente seleccionando panes de 200 g o más. No es más que la cola de la distribución de Gauss, que es la distribución que obtuve al pesar los panes antes de nuestra anterior conversación. Estoy seguro de que las autoridades de racionamiento confiarán en mi palabra.
Y girando sobre sus talones, el profesor Z. salió de la panadería.

Capítulo 5
El joven Nicholas

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Contenido:
El juego del dominó
Juegos de construcción
Cuerdas en diagonal
El juego del dominó
El joven Nicholas se moría por ser miembro del Club de Ajedrez y Damas masculino de su ciudad, pero para su desgracia, se le consideraba excesivamente joven. A los distinguidos miembros del club les parecía obvio que alguien tan joven no podía tener la imaginación adecuada, la habilidad general de visualizar los patrones de juego y otras cualidades necesarias, y se mantenían firmes en su creencia, a pesar de que el joven Nicholas era un jugador muy competente, tanto en el ajedrez como en las damas.
Cierta noche, el joven Nicholas se encontraba en el club, como de costumbre, viendo desenvolverse a los maestros cuando, en respuesta a su humilde petición de jugar una partida, se burlaron de él diciéndole que buscara un juego de dominó y que aprendiera ese juego de niños.
—Pero —se quejó el joven Nicholas— es que no veo cómo eso me va a ayudar a prepararme para el ajedrez y las damas.
—Da igual, ve a practicar dominó por un tiempo, tal vez te ayude.
Varios días después, el joven Nicholas le comentó a uno de los ancianos que, jugando con el dominó, como había intentado hacer, había encontrado un problema interesante que relacionaba el dominó con el tablero de ajedrez.
Con muchas sonrisas, los ancianos del grupo condescendieron a escuchar.
—Como todos sabemos —comenzó Nicholas con mucha autoridad—, un tablero de ajedrez está compuesto de sesenta y cuatro cuadrados, ocho cuadrados por cada lado. Si tratamos de cubrir ese tablero de damas con fichas de dominó, como cada una tiene la forma de un rectángulo de dos cuadrados de largo por uno de ancho, necesitaríamos treinta y dos fichas para cubrir todo el tablero. Supongamos, sin embargo, que solo tenemos treinta y una fichas de dominó. No importa cómo coloque las fichas en el tablero de damas, dos casillas del tablero permanecerán vacías. Ahora supongamos que comienzo a colocar las fichas en el tablero de tal manera que el cuadrado de la esquina superior izquierda quede vacío, y continúo colocando las fichas en un patrón compacto hasta que se usen las treinta y una. Evidentemente, hay que dejar vacía otra casilla del tablero. El problema es colocar las fichas de manera que el cuadrado vacío sea el de la esquina inferior derecha.
»Supongo que este es uno de esos problemas de visualización de formas en el que ustedes, caballeros, son unos maestros.

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Los ancianos se miraron unos a otros y estuvieron de acuerdo en que era un ejercicio interesante. Luego se pusieron a trabajar en el problema. Tomaron treinta y una fichas de dominó y laboriosamente probaron patrón tras patrón para ver si podían encontrar uno que dejara vacía la esquina inferior derecha.
Varias noches después informaron al joven Nick de que era imposible dejar esa casilla vacía, de modo que el problema quedó resuelto.
—Pero —les preguntó Nicholas—, ¿cómo sabéis que no es posible?
—Bueno —exclamó uno de los ancianos—, hemos probado todos los patrones posibles y ninguno de ellos funciona, así que debe de ser imposible.
—Supongo que esa es la forma correcta de expresarlo, pero no habéis explicado por qué es imposible.
—¡Anda!, pues porque no podemos hacerlo —declararon.
—Todavía pregunto si la respuesta a la pregunta podría ser más satisfactoria.
—¿A qué te refieres con más satisfactoria? —preguntaron.
—Bueno —continuó el joven Nicholas—, yo lo explicaría del siguiente modo. Como este tablero tiene el mismo número de cuadrados blancos que negros, y como cada ficha de dominó cubre un cuadrado negro y uno blanco, los dos que queden deben ser de diferentes colores. Pero los cuadrados opuestos diagonalmente son del mismo color, de modo que no hay manera posible de dejarlos vacíos. Es un caso interesante de un problema en el que la introducción de una condición que a primera vista parece irrelevante simplifica la solución. En realidad, todo lo que se necesita para la formulación del problema es una cuadrícula de ocho por ocho cuadrados sin ningún tipo de color. Pero para resolver el problema tenemos que dividir los cuadrados en dos grupos, y estos podrían llamarse perfectamente cuadrados negros y cuadrados blancos. ¡Y eso hace que la solución sea inmediata y fácil!
Juegos de construcción
Uno de los ancianos quedó tan impresionado por el razonamiento de Nicholas que sugirió que quizás se le debería permitir jugar a las damas. Otro se negó con vehemencia, insistiendo en que Nicholas se centrara en juegos para niños. Incluso sugirió, despectivamente, los juegos de construcción. En respuesta, el anciano más comprensivo comentó:
—Eso me recuerda un problema en el que se usan las fichas de dominó como bloques de construcción y que a ustedes, caballeros, podría interesarles.
—No creo que tengamos tiempo para preocuparnos por construcciones con fichas de dominó —contestó uno de ellos con desagrado.
—Aun así, ¿por qué no lo escuchas? A lo mejor te acaba gustando —repuso el primer hombre.
—Imaginad que dispongo de tantas fichas de dominó como desee. El problema consiste en apilarlas una encima de otra para construir una torre con tanto voladizo como sea posible. Uno es libre de hacer sobresalir cada ficha tanto o tan poco como desee, pero la torre resultante debe ser lo suficientemente estable como para no caerse.
Varios de los hombres empezaron en seguida a intentar adivinar cuánto voladizo se podía construir de esta manera. Sus conjeturas iban desde la mitad de la longitud de una ficha hasta la longitud total de la misma.
—No, esas no son las respuestas correctas —dijo el valedor de Nicholas con una sonrisa.
—Bueno, pues ¿cuánto voladizo se podría construir? —le preguntaron con impaciencia.
—Por extraño que parezca —contestó—, se puede construir un voladizo tan grande como se quiera.
—No me lo creo —exclamaron al unísono—. Tendrás que demostrarlo.
—¿Qué te parece, Nicholas? —le preguntó a su amigo.
—Es muy sencillo —dijo el joven Nicholas—. Se puede analizar la estabilidad de la torre final comenzando desde arriba y yendo hacia abajo. El voladizo máximo entre la ficha superior y la que está directamente debajo es, por supuesto, la mitad de la longitud de una ficha de dominó, de modo que el centro de gravedad de la ficha de arriba cae justo en el borde de la ficha de dominó que está debajo de ella.

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»De este modo hemos creado un voladizo de media ficha. Ahora estudiemos dónde estaría el centro de gravedad de las dos fichas de dominó superiores. Si colocamos las dos fichas como se muestra en la figura encima de una tercera, descubrimos que el centro de gravedad combinado es un cuarto de la longitud de una ficha medido desde el extremo de la mitad cubierta de la del medio. Por lo tanto, podríamos colocar las dos fichas superiores sobre la que está debajo de ellas con este voladizo adicional de un cuarto.

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»Si ahora calculamos el centro de gravedad de las tres fichas superiores, descubriríamos que es una sexta parte de la longitud de una ficha, medida desde el borde de la inferior, o tercera ficha. Continuando de este modo encontramos que el voladizo total que se puede construir es el siguiente:

12 + 14 + 16 + 18 +…,

hasta infinito.
—¿Es eso matemáticamente correcto? —preguntó uno de los ancianos al hombre que había planteado el problema, y que resultó ser matemático.
—Por supuesto —respondió—. La fórmula puede reescribirse como:

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»Lo que aparece entre corchetes es lo que se conoce como serie armónica, y es divergente. Con esto quiero decir que su suma sobrepasará cualquier número prefijado. La manera más fácil de comprobar esto es agrupar los términos de manera que cada grupo sea más grande que un medio.
»Agrupemos la serie de la siguiente manera:

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Ahora es fácil ver que cada grupo es mayor que ½; es decir:

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y así sucesivamente.
»Así que, como se puede ver, si se especifica la cantidad de voladizo que se desea construir, es posible calcular cuántas fichas se necesitarían para construirlo de acuerdo con el esquema propuesto por el joven Nicholas. Los cálculos se han hecho de arriba hacia abajo, pero por supuesto la torre habría que construirla de abajo hacia arriba.
Cuerdas en diagonal
Los miembros del Club de Ajedrez y Damas estaban fascinados por los problemas del tablero de ajedrez y del apilamiento de fichas de dominó en una columna con voladizo, y se miraban ávidamente unos a otros buscando más problemas en la misma línea. El joven Nicholas se atrevió a decir:
—Tengo otro en el que podrían estar interesados, caballeros.
—Adelante, tienes vía libre —le dijeron. Para entonces ya estaban entregados.
—Supongamos que hubiera un clavo en cada una de las cuatro paredes de esta habitación, así como un clavo en el techo y otro en el suelo. Supongamos, además, que quisiéramos tender cuerdas entre estos clavos. Cada clavo se conecta con cada uno de los otros clavos por una cuerda separada. Se pueden usar dos colores de cuerdas: rojo y azul. Cada conexión entre dos clavos cualesquiera se hace o con una cuerda roja o con una azul.
»Todas estas cuerdas componen muchos triángulos, es decir, tres clavos cualquiera pueden considerarse los vértices de un triángulo formado por las cuerdas que conectan estos tres clavos. Mi problema entonces es ver si puedo distribuir los colores para que ningún triángulo tenga los tres lados del mismo color.
—Eso es muy complicado —reflexionó el matemático—, probablemente haya que calcular permutaciones, combinaciones y cosas por el estilo. No creí que supieras tanta álgebra, Nick.
—Y no sé —contestó el joven Nick—, a pesar de lo cual puedo resolver el problema.
—Vale, de acuerdo, dinos cómo —dijo el anciano.
—En realidad es muy sencillo —dijo el joven Nicholas—. Solo hay que saber lo suficiente para empezar el razonamiento.
»La respuesta es que tiene que haber por lo menos un triángulo que tenga todos los lados del mismo color. Les mostraré que es imposible evitarlo.
»Consideren uno cualquiera de los clavos. Saliendo de él tiene que haber cinco cuerdas, una hacia cada uno de los otros cinco clavos. No importa cómo distribuya uno los colores entre esas cinco cuerdas, al menos tres de ellas deben ser iguales, ya que solo hay dos colores. Por fijar ideas, supondremos que tres de las cuerdas son rojas.
»Consideremos ahora el triángulo formado por los tres clavos en los que terminan las tres cuerdas rojas.

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»Si hemos de evitar que haya un triángulo con los tres lados del mismo color, estos tres clavos no pueden estar unidos entre sí con cuerdas de un solo color. Dicho de manera más sencilla: el triángulo formado por esos tres clavos terminales no debería ser completamente azul. Al menos una de las cuerdas entre los tres clavos terminales debe ser roja. Pero si es así, hemos formado un triángulo rojo con el clavo original.

Capítulo 6
El Club Náutico

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Contenido:
Navegar a vela en calma chicha
El barco y la botella
«Gintonic»
La barcaza en la esclusa
Navegar a vela en calma chicha
Una tarde de verano calurosa y sin viento, un grupo de miembros del Club Náutico Fluvial estaban sentados en la terraza del club tomando gintonics.
—No se puede navegar muy lejos sin viento —dijo uno de ellos con filosofía.
—A veces sí —dijo otro—. De hecho, yo una vez navegué una distancia considerable sin viento.
—¿Sin nada de viento?
—Nada.
—¿Y usando tu vela?
—Sí, usando mi vela.
—¿Soplaste tú en ella o qué? —preguntó el primero con escepticismo.
—No, usé mi vela de forma convencional. Pero será mejor que te explique cuáles eran las circunstancias. Me encontraba en un pequeño velero en medio del río cuando el viento de pronto se paró. No tenía ni remos ni ningún otro medio de propulsión, y mi velero iba a la deriva río abajo. Entonces me percaté de que a unos cien metros delante de mí había un pequeño bote con los remos chapoteando a ambos lados, pero sin nadie en él. Si podía hacerme con el bote de remos, podría remolcar mi velero a donde quisiera, pero ¿cómo iba a salvar los cien metros que me separaban de él? Como no había viento, ambas embarcaciones flotaban río abajo a la misma velocidad, así que la distancia entre ellas se mantenía constante.
—¿Y qué hiciste?
—Trata de adivinarlo.
—Bueno, no creo que sea posible avanzar río abajo más rápido que el propio río si no hay viento.
—Y, no obstante, se puede. Cuando dije que no había absolutamente nada de viento me refería, por supuesto, a que el aire estaba inmóvil con respecto al suelo. Sin embargo, como mi velero se movía corriente abajo con el río, había una ligera brisa con respecto a mi barco, que soplaba en la dirección opuesta a la de la corriente del río. La situación era la misma que si estuviera en un lago y un ligero viento soplara desde la dirección donde se encontraba el bote de remos, que estaría inmóvil. Así que todo lo que tuve que hacer fue bogar contra este viento hasta que llegué al bote de remos.
El bote y la botella
—La respuesta al problema del bote de remos suena a la teoría de la relatividad de Einstein —comentó uno de los miembros del club.
—Movimiento relativo, sí, pero ni de lejos la teoría de la relatividad —dijo otro que había leído algunos libros populares sobre el tema—. Pero sí que me recuerda otra historia en la que es importante qué sistema de coordenadas se elige para la descripción del fenómeno. Había un hombre en una barca que remaba río arriba y en la proa de su barca había una botella medio llena de buen bourbon. Cuando pasaba por debajo de un puente el bote zozobró ligeramente y la botella cayó al agua. Sin darse cuenta, el hombre continuó remando río arriba, mientras que la botella se desplazaba, naturalmente, río abajo. Veinte minutos más tarde, el hombre se dio cuenta de que la botella había desaparecido, se dio la vuelta (se puede despreciar el tiempo necesario para esta maniobra) y comenzó a remar río abajo para recuperar la botella. Como era un tipo flemático siguió remando al mismo ritmo, de modo que, mientras que su velocidad con respecto a las orillas había sido previamente la diferencia entre la velocidad de su bote y la velocidad del río, ahora era la suma de esas mismas velocidades. Bien, pues por fin vio la botella y la recogió a un kilómetro río abajo del puente. ¿Podéis decirme, con estos datos, cuál era la velocidad del río?
Varios miembros del club que eran matemáticos aficionados intentaron resolver el problema, e incluso uno de ellos escribió una ecuación algebraica que contenía las dos cantidades desconocidas: la velocidad del bote con respecto al agua y la velocidad del río. Pero ni el enfoque directo ni el empleo del álgebra parecían permitir hallar una solución, así que al fin llegaron a la conclusión de que simplemente no había datos suficientes.

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—Sin embargo, la solución existe y es, de hecho, muy simple —dijo el hombre que había propuesto el problema—. Todo lo que hay que hacer es considerar el problema desde el punto de vista de un sistema de referencia que se mueve con el río. Desde este punto de vista, el río se convierte en un lago, mientras que las orillas y el puente se mueven respecto a él. Si dejas caer algo en el agua mientras remas en un lago y te das la vuelta para recuperarlo veinte minutos más tarde, te lleva solo otros veinte minutos volver al lugar. Así, la botella estuvo en el agua durante cuarenta minutos, y durante ese tiempo el puente se movió con respecto al agua un kilómetro. Por lo tanto, la velocidad del puente con respecto al agua o, lo que es lo mismo, la velocidad del agua con respecto al puente y las orillas, era de un kilómetro en cuarenta minutos, es decir, un kilómetro y medio por hora. Simple, ¿no?
—Pero no se puede calcular la velocidad del bote de esa manera —dijo el individuo que había intentado usar álgebra—. Hay dos incógnitas en este problema.
—Sí, pero la velocidad del barco con respecto al agua no es relevante para el problema, y yo no he pedido hallarla. Tu dificultad para resolver el problema algebraicamente resulta del hecho de que has intentado hallar dos incógnitas con una sola ecuación. En realidad, la segunda incógnita se puede eliminar, pero la ecuación te ha parecido tan complicada que no te has dado cuenta.
Gintonic
—¡He aquí otro problema para vosotros! —dijo uno de los miembros del club, mientras daba unos sorbos a su gintonic—. Suponed que tenéis dos vasos llenos al mismo nivel, uno con ginebra y otro con tónica pura. Ahora vertéis un chupito de ginebra del primer vaso en el segundo, mezcláis bien y volvéis a rellenar el primer vaso con un chupito de la mezcla del segundo. Pregunta: de resultas de estas dos operaciones, ¿habrá más ginebra en el vaso con tónica o más tónica en el vaso de ginebra?
—Por descontado que habrá más ginebra en el segundo vaso —dijo otro miembro—, ya que echas un chupito de ginebra pura y recuperas un chupito que contiene una parte de tónica junto con una parte de ginebra.
—Veo que lo tienes muy claro, pero estás muy equivocado. Trata de pensar en ello de la siguiente manera: has puesto un chupito del líquido del primer vaso en el segundo, y luego has devuelto un chupito de mezcla al primero. Dado que las copas estaban originalmente igual de llenas, volverán a estar igual de llenas después de estas dos operaciones. Por lo tanto, la ginebra que falta en el primer vaso ha sido sustituida por tónica tomada del segundo vaso y se encuentra ahora en el segundo vaso sustituyendo a la tónica que falta. Obviamente, las cantidades son iguales.
—Todavía no lo veo.

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—Vale, probemos con números. Digamos que los vasos originalmente contenían tres onzas cada uno, y estás usando un medidor de una onza. Se quita un tercio, o una onza, de ginebra y se añade al vaso con tónica, que ahora contiene cuatro onzas de líquido, o sea, tres cuartos de tónica y un cuarto de ginebra. Si los mezclas uniformemente y te llevas una onza, el chupito también contendrá tres cuartos de tónica y un cuarto de ginebra. Cuando lo pones en el vaso de ginebra se restablece el equilibrio, pero habrá 2¼ onzas de ginebra y ¾ de onza de tónica. Lo que queda en el vaso de tónica son ¾ de onza de ginebra sustituyendo la tónica que se ha extraído. ¿Lo ves ahora?
»Si hubiera funcionado como tú creías, y hubiera más ginebra en el segundo vaso que tónica en el primero, habría aumentado la cantidad total de ginebra y disminuido la cantidad total de tónica. ¡Una buena manera de convertir el agua en vino!
La barcaza en la esclusa
—Volviendo a los problemas de navegación —interpuso otro miembro del club—, aquí hay uno bonito para vosotros. Se lo he propuesto en diferentes ocasiones a varios físicos y ninguno de ellos ha dado una respuesta correcta. Una barcaza cargada de chatarra estaba flotando en la esclusa de un canal. Por algún motivo desconocido, la gente de la barcaza empezó a lanzar chatarra por la borda y continuó hasta que la barcaza quedó completamente vacía. La pregunta es: ¿cómo quedó el nivel del agua en la esclusa?
—Igual, por supuesto —dijo uno de los presentes.
—No, el nivel del agua debió de subir —insistió otro.
—Esas son precisamente las respuestas que obtuve de los físicos —dijo el primer orador—. Pero el hecho es que ambas respuestas están equivocadas. El nivel del agua en la exclusa bajó. Verán, según la ley de Arquímedes, cualquier objeto flotante desplaza un volumen de agua igual a su peso. Así, como el hierro es mucho más pesado que el agua, el volumen de agua que desplaza cuando está a flote en el barco es mucho mayor que el volumen de ese hierro. Sin embargo, cuando está en el agua en la parte inferior de la exclusa, el hierro desplaza solo una cantidad de agua igual a su volumen. Por lo tanto, el nivel del agua en la esclusa debe bajar cuando el hierro se tira por la borda.
—No lo veo claro —protestó uno de los oyentes.
—Bueno, pues piénsalo de esta manera. Los astrónomos nos dicen que algunas estrellas, como la compañera de Sirio, están compuesta de una materia un millón de veces más densa que el agua. Una pulgada cúbica de esa materia pesaría varias toneladas. Si se colocara una pulgada cúbica de semejante densidad en la barcaza, esta se sumergería profundamente en el agua y el nivel de esta se elevaría. Sin embargo, si esa misma pulgada cúbica descansara en el fondo, desplazaría tan solo una pulgada cúbica de agua, es decir, prácticamente nada, y el nivel del agua bajaría. En el caso de la chatarra, el resultado será el mismo, pero menos drástico.

Capítulo 7
Aeronáutica

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Contenido:
Contra el viento
Misiles rastreadores
Repostaje
Contra el viento
Un grupo de oficiales de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos estaba sentado en la cantina de un aeródromo tomando café y estudiando las últimas tiras cómicas.
—Oye, Jack —dijo uno de ellos—, ¿no planeabas volar a la base norte esta tarde y estar de vuelta para la cena?
—He cambiado de planes —dijo Jack—. La base está directamente al este de aquí y hay un fuerte viento de levante que me ralentizaría. Prefiero esperar hasta mañana, porque la previsión del tiempo es de calma.
—Pero si planeas regresar esta misma tarde, el viento no influirá en tu tiempo de vuelo —dijo el primero—. No es probable que el viento cambie antes de que anochezca, y en el camino de vuelta lo tendrás de cola. Eso significa que recuperarás el tiempo que perdiste a la ida.
—¿Ah, sí? —se burló Jack.
—¡Pues claro! ¿Acaso no es así?
—No tienes mucha experiencia en volar —dijo Jack—. Y nunca has estudiado la teoría de la relatividad.
—¿Qué pinta la teoría de la relatividad aquí?
—Bueno, resulta que es la base de un experimento que Michelson utilizó para tratar de detectar el supuesto «viento del éter» causado por el movimiento de la Tierra a través del espacio…
»Pero primero vamos a resolver el problema de mi vuelo a la base norte. Por si tus matemáticas están oxidadas, intentaré explicarlo primero en términos mundanos. Solo tienes que fijarte en que, cuando viajas contra del viento, la disminución de velocidad hace que te lleve más tiempo llegar allí, y que el viento de cola acelera tu vuelta, por lo que tardarás menos tiempo en volver. Esto significa que la resistencia, o desaceleración, te afectará durante más tiempo y la aceleración durante menos tiempo. Así que la pérdida es mayor que la ganancia. Sencillo, ¿no?
»Pero, por supuesto, si eres de sobresaliente en matemáticas no te convencerás hasta que lo veas en una fórmula. Denotemos la velocidad de mi avión (la velocidad del aire, quiero decir) con V, y la velocidad del viento v. Si la distancia a la base norte es L, entonces el tiempo de vuelo contra el viento será, evidentemente,

LV – v + LV + v =
= 2 L VV2 - v2 =
= 2 LV [ 1 - (v2/V2) ]

Dado que 2L/V sería el tiempo total de vuelo sin viento, se deduce que en un día ventoso el tiempo de vuelo siempre será mayor. Si, por ejemplo, la velocidad del viento fuera la mitad de la del avión (v = V/2), el tiempo de vuelo se alargaría en un factor 1/(1 - 1/4) = 4/3. Si la velocidad del viento fuera solo ligeramente menor que la del avión, se necesitarían días para volar una distancia tan corta como esa en contra del viento, y si V fuera igual a v el tiempo de vuelo se haría infinito. Por supuesto, con el avión con el que estoy volando no hay una gran diferencia, pero si te he dado esa excusa para posponer mi vuelo ha sido para intrigarte. La realidad es que me llamaron para decirme que el hombre que quería ver allí no llegará hasta mañana.
—Muy bien, pues si no vas a ir, háblame del experimento de Michelson.
—Bueno, pues fue así. Para explicar la forma en que la luz viaja a través del espacio, algunos científicos supusieron que había algo que ellos llamaban éter que llenaba todo el espacio del universo. Michelson pensó que si este éter existiera, podríamos ser capaces de detectar el viento del éter que sopla en contra nuestra a medida que la Tierra se mueve a través del espacio. La Tierra gira alrededor del Sol a una velocidad aproximada de treinta kilómetros por segundo, así que deberíamos notarlo casi de la misma manera en que se siente el viento en la cara si uno vuela en una cabina abierta.
»En su experimento, Michelson envió dos rayos de luz, uno en la dirección del hipotético viento del éter y otro en la dirección perpendicular al mismo. En los extremos de sus trayectorias, ambos haces de luz se reflejaban de vuelta a la fuente y se comparaban a su llegada. Se esperaba que el rayo que viajaba a favor y en contra el viento del éter se retrasara de la misma manera que mi avión si hubiera volado hoy a la base norte, mientras que el rayo que viajaba en dirección perpendicular debería retrasarse una cantidad de tiempo diferente. Comparando el tiempo de llegada de ambos rayos, Michelson esperaba detectar el movimiento de nuestra Tierra a través del éter lumínico.
—Bueno, ¿y lo detectó?
—No. Resultó que ambos rayos regresaron al punto de origen simultáneamente, sin ningún tipo de retraso. Esto desconcertó a los físicos durante bastante tiempo, hasta que Einstein explicó el resultado negativo revolucionando las viejas ideas del espacio y el tiempo en su famosa teoría de la relatividad. Pero nunca pensé que mi viaje a la base norte me llevaría a Einstein. Es curioso cómo ese problema de volar a favor y en contra del viento puede engañarte. La primera impresión es que el efecto del viento se anula.

Misiles rastreadores
—Si eres tan listo con ese tipo de problemas —dijo el primer oficial—, puedo darte uno muy enrevesado que le escuché hace poco a un amigo. Hay cuatro misiles rastreadores situados inicialmente en los vértices de un cuadrado de veinte por veinte kilómetros de tamaño. Cada misil apunta a otro misil, como se puede ver en este dibujo —hizo un bosquejo rápido—, y la velocidad de los misiles es, digamos, de un kilómetro por segundo.

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Como resultado de esta disposición, cada uno de los cuatro misiles girará gradualmente a la derecha, apuntando siempre al correspondiente misil objetivo, hasta que finalmente choquen en el centro del cuadrado.
El problema es averiguar cuánto tiempo tardarán los misiles en colisionar.
—Es un problema matemático bastante complicado —dijo Jack pensativo—. Probablemente habría que plantearlo en un sistema de coordenadas polares con el origen en el centro del cuadrado, y estoy convencido de que podría escribir la ecuación diferencial para la trayectoria, pero, por supuesto, me llevará un tiempo.
—Esa es la clave. Todo aquel que sepa matemáticas superiores puede, en principio, resolver ese problema, pero el truco es encontrar la solución de un modo tan simple que cualquiera pueda entenderlo.
—No creo que eso sea posible en este caso. Probablemente las trayectorias de los misiles sean curvas geométricas bastante complicadas.
—El truco es que ni siquiera necesitas saber cuáles son las trayectorias. Lo único que hay que tener en cuenta es que durante todo el vuelo los cuatro misiles están situados en los vértices de un cuadrado que se encoge y gira en el sentido de las agujas del reloj. Olvídate de la rotación y piensa solo en la contracción. Puesto que los misiles apuntan uno a otro, la velocidad de cada uno siempre se orienta a lo largo de uno de los lados del cuadrado que se encoge, en dirección al misil situado en el vértice siguiente. Así pues, la velocidad a la que los lados del cuadrado se contraen es igual a la velocidad de los misiles, es decir, una milla por segundo. Y como los misiles estaban originalmente a 20 millas de distancia, tardarán 20 segundos en chocar.
—Muy, pero que muy interesante —dijo Jack—. Deberíamos intentarlo alguna vez volando cuatro cazas durante las maniobras. Sería muy divertido.
Repostaje
—Bien, pues aquí hay otro problema que os puede interesar, colegas —dijo otro piloto—. Suponed que tenéis que lanzar una bomba en algún punto lejano del globo, a una distancia mucho mayor que la autonomía del avión que vais a utilizar. Hay, por lo tanto, que repostar en el aire. Si partimos con varios aviones idénticos que se puedan reabastecer unos a otros, y que gradualmente abandonan el vuelo hasta que el único avión que lleva la bomba alcance el objetivo, ¿qué plan de repostaje de combustible programaríais, y cuántos aviones necesitaríais para llevarlo a cabo? Supondremos, por simplicidad, que el consumo de combustible del avión se puede medir en millas por galón, y que es independiente de la carga.
—Bah, dinos la solución —dijo uno de los pilotos—. Estamos todos demasiado cansados para resolver estos problemas.
—Muy bien, suponed que empezáis con n aviones idénticos, incluyendo el que lleva la bomba, y que los depósitos de combustible de todos ellos están, al principio, completamente llenos. A medida que el vuelo avanza, llega un momento en que la cantidad de combustible que queda en cualquiera de los n aviones es exactamente la que se necesita para reabastecer por completo los n - 1 aviones restantes. Así, por ejemplo, si originalmente hubiera diez aviones que transportaran diez mil galones de combustible cada uno, volarían hasta que quedaran nueve mil galones en cada uno. En ese momento todo el suministro de combustible de uno de los aviones se utilizaría para reabastecer los aviones restantes, el avión vaciado se abandonaría, y los otros nueve continuarían con el depósito lleno de combustible. La siguiente operación se llevaría a cabo cuando el suministro de combustible de cada uno se hubiera reducido en un noveno, uno de los aviones aterrizaría y los otros ocho continuarían con el depósito lleno. Los siguientes repostajes se realizaría cuando una octava parte, una séptima parte, etc., del combustible se agotase, y así hasta que solo quedase un avión, que llegaría al objetivo utilizando hasta la última gota de combustible de su depósito.
»Denotemos el alcance de los aviones por R y el número de aviones por n. La distancia total que se puede recorrer de este modo es:

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es decir:

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Así, por ejemplo, si n es igual a 10, la suma entre paréntesis es igual a 2.929, lo que significa que con este método de repostaje se puede alcanzar un objetivo a una distancia casi tres veces superior al alcance de los aviones individuales.[5]

Epílogo
La moraleja

El libro estaba acabado. Tres de nosotros, Gamow, Stern y Theodore von Karman, otro fanático de los acertijos, estábamos sentados en el Landfall[6], en Woods Hole, compartiendo una botella de Slivovitz. Surgió la cuestión de si estábamos repartiendo el brandi equitativamente.
—Asumiendo que somos todos individuos muy egoístas, ¿podríamos repartir el brandi de tal manera que cualquiera de nosotros pueda estar satisfecho de estar recibiendo al menos lo mismo que cualquier otro? —preguntó Gamow—. Todos estamos familiarizados con la forma en que se resuelve este problema en el caso de dos niños que se pelean: un niño divide el botín en lo que él considera dos partes iguales, de tal manera que se contentaría con cualquiera de ellas; el otro niño tiene entonces el privilegio de elegir la parte que prefiera. ¿Podría extenderse este método al caso de tres personas?
Von Karman sonrió y se volvió hacia Stern.
—Permitidme reformular ligeramente el problema, y estoy seguro de que entonces seréis capaces de resolverlo. Considerad un nuevo enunciado del problema en que se establece que cada uno de nosotros debe estar satisfecho de estar recibiendo por lo menos la parte que le corresponde en justicia del total (esto es, un tercio). Ahora deberías ser capaz de hacerlo.
—Sí, creo que ya veo cómo hacerlo —dijo Stern—. Von Karman divide el brandi en lo que considera tres partes iguales, de modo que se contentaría con cualquiera de ellas.

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»Entonces, si Gamow piensa que A es la que más contiene y yo creo que B es la que más contiene, no hay ningún problema: Gamow se queda con A, yo con B y von Karman con C. Solo puede haber un problema si tanto Gamow como yo pensamos que A es la que más contiene. Incluso en este caso, si ambos estamos de acuerdo en que B es la segunda que más contiene, el problema se reduce considerablemente. Simplemente, Gamow y yo tenemos que dividirnos A y B de la misma manera que los dos niños, y von Karman se queda con C.
»La única dificultad real ocurre cuando Gamow y yo estamos de acuerdo en que A es la que más tiene, Gamow piensa que B es la segunda que más tiene, y yo creo que C es la segunda que más tiene. En este caso, de nuevo dejo que Gamow divida A y B en lo que él considera que son porciones iguales. Al hacerlo, pasará brandi de A a B.
»Ahora bien, si tras esta operación aún sigo pensando que A es la que más tiene y la elijo, entonces Gamow deberá elegir B, ya que originalmente pensaba que C era la que menos tenía (esto es, definitivamente menos de un tercio del total). Por supuesto, von Karman también preferiría B ya que, después de haber repartido lo que él creía que eran porciones iguales, B recibió más brandi. Pero como el problema ahora estipula que basta con que cada uno de nosotros esté satisfecho de recibir al menos la parte que le corresponde, von Karman tendría que estar satisfecho incluso si Gamow elige B.
»Si, después de que Gamow vierta brandi de A en B yo tomara B, entonces, por el mismo argumento, Gamow debería estaría satisfecho con A, y von Karman debería estarlo de nuevo con C.
»Si, después del vertido, yo decidiera tomar C, entonces von Karman estaría satisfecho con B y Gamow con A.
Von Karman sonrió mientras escuchaba la solución y luego comentó:
—¿Veis ahora por qué he cambiado el enunciado del problema de una propuesta en la que cada uno de nosotros debía estar satisfecho de estar recibiendo al menos tanto como los demás, a otra en la que cada uno de nosotros simplemente tendría que estar contento de estar recibiendo al menos lo que le corresponde? Uno de los pasos en tu solución muestra que el problema, tal como se planteó originalmente, es irresoluble.
»Clasificaremos esto como un acertijo con una moraleja para las relaciones humanas.

Autores

GEORGE GAMOW (Odessa, Rusia, 1904 - Boulder, Estados Unidos, 1968) fue un físico estadounidense de origen ruso conocido por sus trabajos en el campo de la bioquímica y la astrofísica. En 1922 ingresó en la Universidad de Novorossia de su ciudad natal, y al año George_Gamow.jpg siguiente pasó a estudiar en la Universidad de Leningrado, centro donde obtuvo la licenciatura en 1926 y el doctorado en 1928. Tras completar su formación en la Universidad de Gotinga, en Copenhague, junto a Niels Bohr, y en Cambridge con Ernest Rutherford, George Gamow fue nombrado profesor de la Universidad de Leningrado, cargo que ejerció entre 1931 y 1933.
Durante esta época, sus investigaciones estuvieron centradas en la física atómica. En el curso 1933-1934 estuvo en el Instituto Pierre Curie de París y como profesor visitante en la Universidad de Londres. Después viajó a Estados Unidos invitado como lector por la Universidad de Michigan y, a continuación, fue contratado como profesor de física por la Universidad George Washington de la capital, puesto en el que permaneció hasta 1956.
Ya adquirida la nacionalidad estadounidense, durante los años de la Segunda Guerra Mundial fue llamado por el gobierno, como muchos otros científicos, para trabajar en el proyecto de la bomba atómica. Junto con Ralph Alpher desarrolló una teoría sobre la creación de los elementos químicos basada en la explosión originaria de un átomo primordial de elevadísima densidad (hipótesis conocida popularmente como Big Bang), que Georges Lemaître formuló en 1931 y que él contribuyó a divulgar; asimismo, desarrolló la teoría denominada Gamow-Teller y profundizó en el descubrimiento de Hans Bethe sobre el ciclo que produce la energía estelar.
George Gamow fue uno de los primeros científicos en contradecir la idea del enfriamiento del Sol, y en cambio, defender su progresivo calentamiento como posible causa de la extinción de la vida terrestre. En 1954 teorizó sobre la composición del código genético a base de tripletas de nucleótidos, y aunque se equivocó en los cálculos, la idea fue confirmada mediante experimentos en 1961. En 1958 contrajo matrimonio con Barbara Perkins. Desde 1956 fue profesor de física teórica en la Universidad de Colorado, y ese mismo año recibió el Premio Kalinga, concedido por la UNESCO por su labor divulgativa de la ciencia. Sus obras más importantes fueron Un, dos, tres… infinito (1947) y La creación del universo (1952).

MARVIN STERN (Nueva York, 1923). Matemático americano hijo de una familia judía ortodoxa de emigrantes europeos, estudió ingeniería mecánica y más tarde, ya Marvin_Stern.jpg trabajando en una empresa aeronáutica, se graduó y después doctoró en matemáticas en la Universidad de Nueva York. Fue pionero en aplicar la matemática a problemas técnicos de interés en la industria y realizó consultoría científica para varias empresas. En los años 50 se trasladó a California, donde contribuyó a la creación de la Universidad de California en San Diego con el objetivo de formar nuevos científicos. Dedicó la mayor parte de su vida adulta a trabajar para el Departamento de Defensa de los Estados Unidos durante la Guerra Fría, donde ayudó sobre todo a formar nuevos talentos para trabajar en problemas relacionados con la defensa. También trabajó unos años en la RAND Corporation y fue uno de los fundadores de Jasons, un programa destinado a dar a conocer problemas técnicos de defensa a jóvenes universitarios brillantes, con el fin de estimular la creación de nuevas áreas de investigación.
Notas:
[1] Esto supone que las probabilidades son iguales e independientes, lo que biológicamente no es del todo correcto.
[2] Alfred Damon Runyon (4 de octubre de 1801 – 10 de diciembre de 1946) fue un periodista y escritor de nacionalidad estadounidense, conocido, sobre todo, por sus cuentos en homenaje al mundo teatral del circuito de Broadway, en Nueva York, durante la época de la Ley seca en los Estados Unidos. Para los neoyorquinos de su generación, un «personaje de Damon Runyon» evocaba un característico tipo social procedente del demi monde de Brooklyn o Midtown Manhattan. El adjetivo Runyonesque se refiere a este tipo de personaje, así como a las situaciones y diálogos descritos por Runyon. Escribió cuentos humorísticos sobre jugadores (el juego fue un tema común en los trabajos de Runyon, y él mismo fue un notorio jugador), timadores, actores y gángsters, utilizando para ellos apodos como «Nathan Detroit», «Benny Southstreet», «Big Jule», «Harry the Horse», «Good Time Charley», «Dave the Dude», o «The Seldom Seen Kid». Runyon escribió esas historias en un estilo vernáculo: una mezcla de lenguaje formal y argot colorista, casi siempre en tiempo presente, y siempre desprovisto de contracciones.
[3] La explicación que sigue se aplica directamente al problema del ascensor del Prólogo.
[4] En el artículo «The Gamow-Stern Elevator Problem», Journal of Recreational Mathematics 2 (1969) 131-137, Donald Knuth demuestra que, al menos en el caso de los ascensores (para los que la espera en la planta baja y en el último piso es mínima), esta observación no es correcta. Según el número de ascensores aumenta, las probabilidades tienden a igualarse: si p es la razón entre el piso en el que esperamos el ascensor y el número total de pisos del edificio, la probabilidad de que el siguiente ascensor baje es [ 1 + ( 1 - 2 p )n ] / 2, que se acerca progresivamente a ½ a medida que n crece. Una reimpresión de este artículo aparece en Donald E. Knuth, Seleceted Papers on Fun & Games (CSLI Publications, Stanford, 2011). (N. del T.).
[5] El lector ya se habrá percatado de que en este problema aparece la misma serie matemática que en el problema del apilamiento de fichas de dominó.
[6] El Landfall es un café de Woods Hole, una playa en la que se encuentra un conocido laboratorio de biología.